Libro PSICOSIS - Robert Bloch
Libro PSICOSIS - Robert Bloch
Libro PSICOSIS - Robert Bloch
ROBERT BLOCH
CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO II
Hacía ya varios minutos que llovía antes de que Mary lo advirtiera e hiciera funcionar
los limpiaparabrisas. Al mismo tiempo, encendió los faros; había oscurecido de repente y
la carretera era solo una borrosa faja entre los altos árboles.
¿Árboles? No recordaba haber visto ninguna hilera de árboles la última vez que había
recorrido aquella carretera en automóvil. Fue el verano anterior y había llegado a Fairvale
en pleno día, descansada y despierta. Pero en aquellos momentos, después de dieciocho
horas de conducir, estaba fatigada, aunque todavía podía recordar y comprender que algo
estaba mal.
Recordar... Esa era la palabra clave. Aún podía recordar cómo había vacilado media
hora antes, en la bifurcación. Eso era; había tomado la carretera equivocada. Y allí estaba
entonces, solo Dios sabía dónde, en medio de la lluvia y de la oscuridad cada vez más
densa.
Tranquilízate. No debes asustarte. Lo peor ha pasado ya.
Era cierto, se dijo. Lo peor había pasado. Y lo peor había sucedido el día anterior,
cuando robó el dinero.
Estaba en el despacho particular de Mr. Lowery cuando el viejo Tommy Cassidy sacó
el abultado fajo de verdes billetes y lo dejó encima del escritorio. Treinta y seis billetes de
banco con el retrato del hombre gordo con aspecto de tendero, y ocho más con la efigie del
hombre que parecía un empresario de pompas fúnebres. Pero el tendero era Grover
Cleveland y el enterrador William McKinley. Y treinta y seis billetes de mil y ocho de
quinientos sumaban cuarenta mil dólares.
Tommy Cassidy los había colocado sobre el escritorio con gesto displicente, mientras
anunciaba que cerraba el trato y compraba a casa como regalo de bodas para su hija.
Míster Lowery fingió parecida indiferencia durante el tiempo empleado en la rutina
de la firma de los documentos, pero se excitó un poco cuando el viejo Tommy Cassidy
salió. Mr. Lowery recogió el dinero y lo colocó en un sobre, que cerró con goma. Mary
observó que las manos le temblaban.
–Tome –le dijo, haciéndole entrega del dinero–. Llévelo al banco. Son casi las cuatro,
pero estoy seguro de que Gilbert le permitirá ingresarlo. –Hizo una pausa y le miró
fijamente–. ¿Qué le sucede, miss Crane? ¿No se encuentra bien?
Es posible que él hubiera observado cómo le temblaban las manos con que sostenía el
sobre. Pero no importaba. Sabía lo que iba a decir, aunque no dejó de sorprenderse cuando
lo hizo.
–Es una de mis jaquecas, Mr. Lowery. En realidad, iba a pedirle que me permitiera
salir ahora. Ya he despachado la correspondencia, y hasta el lunes no podremos preparar
los documentos de esta venta.
Mister lowery le sonrió. Estaba de buen humor. El cinco por ciento de cuarenta mil
dólares eran dos mil. Podía permitirse ser generoso.
–Naturalmente, miss Crane. Haga el ingreso y luego váyase a casa. ¿Quiere que la
lleve en el coche?
–No, gracias. No es tan grave que no pueda conducir yo misma. Un poco de
descanso...
–Es la mejor medicina. Hasta el lunes, pues. Y tómeselo con calma. Es lo que siempre
aconsejo. Es lo que decía siempre a los demás, pero Lowery se hubiera dejado matar para
ganar un dólar más, y estaba dispuesto a sacrificar a sus empleados, siempre que ello le
reportara cincuenta centavos de beneficio.
Pero Mary Crane le sonrió con mucha dulzura, y salió de su oficina y de su vida...
llevándose los cuarenta mil dólares.
Semejante oportunidad no todos los días se presenta. Y en realidad, parece ser que a
mucha gente no se le presenta nunca.
Mary Crane había esperado la suya durante veintisiete años.
La oportunidad de ir al instituto se desvaneció a los diecisiete años, cuando su padre
fue atropellado por un coche. Mary asistió entonces durante un año a una academia
comercial, y luego se dispuso a sostener a su madre y a su hermana menor, Lila.
La oportunidad de casarse desapareció a los veintidós años, cuando Dale Belter
ingresó en el ejército, para restar el servicio militar. Poco después fue destinado a Hawai,
y no transcurrió mucho tiempo antes de que empezara a hablar de cierta muchacha en sus
cartas, que algo más tarde dejaron de recibirse. Y cuando Mary recibió por fin la noticia de
la boda, no le importó demasiado.
Además, su madre se hallaba bastante enferma por aquel entonces. Tardó tres años en
morir, mientras Lila permanecía interna en el colegio. Mary había insistido en que su
hermana menor estudiara, a pesar de todo, pero eso significaba que toda la carga recaía
sobre ella. Entre su trabajo en la Lowery Agency durante el día y la mitad de la noche
sentada junto a su madre, no le quedaba tiempo para nada más.
Ni siquiera para advertir el transcurso de los años. Pero por fin su madre sufrió otro
ataque; y tras el ajetreo del entierro, el regreso de Lila y ayudarle a encontrar un empleo,
Mary Crane se dio cuenta de pronto de que volvía a tener tiempo de mirarse al espejo, en
el que vio reflejada una cara avejentada. Arrojó al espejo lo primero que encontró a mano,
y se rompió en mil pedazos. Pero sabía en lo más profundo de su ser que también su vida
se había roto.
Lila se portó maravillosamente e incluso Mr. Lowery la ayudó, encargándose de que
la casa fuera vendida sin pérdida de tiempo. Cuando todo estuvo arreglado, las dos
hermanas se hallaron en posesión de unos dos mil dólares en efectivo. Lila encontró un
empleo en una tienda de música, y se trasladaron a un pequeño apartamiento.
–Ahora debes tomarte unas vacaciones –le dijo Lila–; unas verdaderas vacaciones.
¡No discutas! Durante ocho años has soportado sola toda la carga de la familia y ya es
hora de que descanses. Quiero que salgas de viaje; quizá un crucero por mar te sentaría
bien.
Mary embarcó en el S.S. Caledonia, y después de una semana de navegar por el
Caribe, el espejo de su camarote dejó de reflejar una cara avejentada. Volvía a parecer
joven (no más de veintidós años, se dijo a sí misma), y, lo que era más importante, estaba
enamorada.
No fue el amor apasionado que sintió por Dale Belter, ni tampoco el enamoramiento
romántico que suele relacionarse con un viaje por los mares tropicales.
Sam Loomis tenía unos diez años más que Dale Belter, y era hombre reposado, pero
ella le amaba. Le pareció que por fin volvía a ofrecérsele otra oportunidad, hasta que Sam
le explicó algunas cosas.
–Casi podría decirse que mis vacaciones son un engaño –observó–. La ferretería... Y
entonces le contó la historia.
La ferretería se hallaba situada en una pequeña población llamada Fairvale, hacia el
norte. Sam había trabajado en ella con su padre, en el bien entendido de que heredaría el
negocio. Su padre murió un año antes.
Sam heredó el negocio, desde luego, pero también deudas por valor de veinte mil
dólares. El edificio estaba hipotecado, así como las existencias e incluso la póliza de
seguros. Su padre jamás le había hablado de su afición por las carreras de caballos. Y a
Sam solo le quedaban dos caminos: declararse en quiebra o trabajar para pagar las deudas.
Sam Loomis eligió trabajar y pagar.
–Es un buen negocio –explicó–. Nunca ganaré una fortuna con él, pero puede darme
muy bien de ocho a diez mil dólares al año. Y si logro crédito para un buen surtido de
maquinaria agrícola, tal vez gane aún más. Ya he pagado cuatro mil dólares. Confío en
que dentro de dos años habré saldado todas las deudas.
–Pero lo que no comprendo es cómo puedes permitirte un viaje así, si tienes esas
deudas. Sam le sonrió.
–Lo gané en un concurso. Una de las casas fabricantes de maquinaria agrícola
estableció un concurso de ventas. Yo no intentaba ganarlo, sino vender para pagar a los
acreedores, cuando recibí la noticia de que había sido agraciado con el primer premio en
mi territorio.
»Intenté que me dieran el importe del premio en efectivo, pero se negaron a ello. Los
negocios son siempre flojos durante este mes, y como tengo un empleado en quien puedo
confiar, pensé que bien podía tomarme unas vacaciones. Y aquí estoy. Y, por lo que es
más importante, aquí estás tú. –Le sonrió, y suspirando–: ¡Ojalá fuera nuestra luna de
miel!
–¿Y por qué no, Sam? Quiero decir...
Pero él volvió a suspirar y movió la cabeza.
–Tendremos que esperar. Quizá deban transcurrir todavía dos o tres años, hasta que
todo esté pagado.
–¡No quiero esperar! No me importa el dinero. Podría dejar mi empleo, trabajar en tu
tienda...
–¿Y dormir en ella, también, como yo? –Su sonrisa ya no era alegre–. Sí, en la tienda.
Me he arreglado un dormitorio en la trastienda. La mayor parte del tiempo, mi comida
consiste en habichuelas guisadas. La gente dice que soy más avaro que el banquero de la
localidad.
–¿Por qué vives así? –preguntó Mary–. Llevando una vida más decente solo tardarías
quizá un año más en pagar. Y entretanto...
–Tengo que vivir en Fairvale. Es una población bonita, pero pequeña, en la que todo
el mundo conoce los asuntos de los demás. Mientras siga trabajando con ahínco, contaré
con el respeto de mis convecinos, que se esfuerzan por favorecerme y compran en mi
ferretería, porque comprenden que hago cuanto está en mi mano para pagar las deudas que
heredé. Mi padre tenía buena reputación, y yo quiero conservarla, no solo para el negocio
y para mí, sino para nosotros dos, en el futuro. Y esto es muy importante.
–El futuro –suspiró Mary–. Has dicho dos o tres años.
–Lo siento. Pero quiero que cuando nos casemos tengamos un hogar decente y alegre.
Y eso cuesta dinero; o, por lo menos, se precisa tener crédito. En la actualidad voy
pagando a mis proveedores, que seguirán ayudándome mientras sepan que empleo cuanto
gano en pagar lo que les debo. No es fácil ni agradable, pero sé lo que quiero y yo no me
conformo con menos. Por lo tanto, tendrás que ser paciente, querida.
Fue paciente, pero solo cuando se convenció de que ninguna clase de persuasión,
verbal o física, le haría desviarse de su camino.
Así estaba la situación cuando terminó el crucero, y así había permanecido durante
algo más de un año. Mary habla hecho un viaje en automóvil hasta Fairvale, para visitarle,
el verano anterior; vio la ciudad, la tienda, y las cifras en los libros de contabilidad que
indicaban que Sam había pagado otros cinco mil dólares.
–Sólo quedan once mil –le dijo él con orgullo–. Otros dos años, o menos quizá, y...
Dos años. Dos años después Mary tendría veintinueve, y ya no estaba en la edad en
que puede hacerse una escena, como una jovencita de veinte años, pues quizá no hubiera
otro Sam Loomis en su vida. Por tanto, sonrió, asintió y regresó a su casa y a la Lowery
Agency.
Regresó a la Lowery Agency, y vio cómo el viejo Lowery se reservaba su cinco por
ciento en todas las ventas que hacía. Le vio comprar hipotecas y hacerlas ejecutivas a su
vencimiento; le vio hacer ofertas usureras a vendedores desesperados, y obtener luego
buenos beneficios al vender. La agencia compraba y vendía, y Lowery se limitaba a estar
entre vendedores y compradores, obteniendo un tanto por ciento por el simple hecho de
poner en contacto a ambas partes. Era rico. No tardaría dos años en reunir penosamente
once mil dólares para pagar una deuda. Muchas veces ganaba esa cantidad tan sólo en dos
meses.
Mary le odiaba, y odiaba también a muchos vendedores y compradores con quienes él
trataba, porque también eran ricos. Tom Cassidy era uno de los peores; había ganado una
fortuna con concesiones petrolíferas. Parecía tener un instinto especial para encontrar
buenas oportunidades, comprar barato y vender caro, y sacar un dólar de cualquier parte.
Ni pestañeó al sacar cuarenta mil dólares en efectivo para comprar una casa como
regalo de bodas para su hija.
Tampoco había pestañeado cuando cierta tarde, hacía de ello unos seis meses, había
depositado un billete de cien dólares en el escritorio de Mary Crane, sugiriéndole que le
acompañara en «un pequeño viaje» a Dallas, para pasar el fin de semana.
Lo hizo con tanta rapidez y naturalidad, que ni siquiera tuvo tiempo de irritarse. Mr.
Lowery entró en aquel momento y el asunto terminó aquí. Pero Mary no olvidaba el gesto
de Cassidy, ni la húmeda sonrisa de sus gruesos labios.
Y jamás olvidó tampoco que este mundo pertenece a gentes como Tom Cassidy.
Ellos fijan los precios. Cuarenta mil dólares para el regalo de bodas para una hija; cien
dólares arrojados descuidadamente sobre un escritorio.
Por eso me llevé los cuarenta mil dólares...
Tomó el dinero. Debía hacer mucho tiempo que, en su subconsciente, esperaba una
oportunidad como aquella, pues de repente todo pareció encajar, como si formara parte de
un plan establecido de antemano.
Era viernes por la tarde; los bancos permanecían cerrados el sábado, por lo que
Lowery solo podría empezar a hacer averiguaciones el lunes, cuando ella no apareciera
por su despacho.
Aquella mañana, temprano, Lila había salido para Dallas, con objeto de efectuar
compras para la tienda de música en que trabajaba, y no regresaría hasta el lunes, lo cual
era muy conveniente.
Mary se dirigió a su apartamiento para preparar el equipaje; no se lo llevó todo, sino
solo sus mejores vestidos, que colocó en una maleta y un maletín. Tenían trescientos
sesenta dólares escondidos en un tarro de crema vacío, pero Mary no tocó aquel dinero,
pues Lila lo necesitaría al tener que correr ella sola con los gastos del apartamiento. Quería
dejarle una nota a su hermana, pero al fin no se atrevió a hacerlo.
Marchó alrededor de las siete. Una hora más tarde se detuvo en las afueras de un
suburbio y cenó, y luego se dirigió al establecimiento de un tratante en coches de segunda
mano, donde cambió su sedán por un cupé. Perdió dinero en la transacción, pero aún
perdió más la mañana siguiente, cuando repitió la operación en una población situada
cuatrocientas millas más al norte. Hacia el mediodía, cuando volvió a cambiar de coche,
solo se hallaba en posesión de treinta dólares y un destartalado automóvil, con el
guardabarro izquierdo abollado, pero no se sentía descontenta en modo alguno. Lo
importante era ocultar sus huellas, cambiando repetidamente de coche, hasta llegar a
Fairvale. Entonces podría seguir viajando más hacia el norte, quizá hasta Springfield,
donde vendería el último, utilizando su propio nombre. ¿Cómo lo harían las autoridades
para averiguar el paradero de cierta Mrs. Sam Loomis, que viviría en una ciudad a cien
millas de allí?
Pensaba convertirse rápidamente en la señora de Sam Loomis. Comparecería ante
Sam con la historia de una herencia. No le hablaría de cuarenta mil dólares –la suma era
demasiado grande y tendría que dar muchas explicaciones–, pero quizá le diría que eran
quince mil. Y añadiría que Lila también había heredado una cantidad igual, por lo que
había dejado su empleo de repente, y había emprendido un viaje a Europa. Así evitaría
tener que invitarla a la boda.
Quizá Sam se negara en principio a aceptar el dinero, y, de eso estaba segura, le haría
bastantes preguntas, pero ella le convencería. Tenía que lograrlo. Se casarían en seguida;
era lo más importante. Entonces llevaría su nombre, sería Mrs. Sam Loomis, esposa del
propietario de una ferretería en una población a ochocientas millas de la Lowery Agency.
En la Lowery Agency ni siquiera conocían la existencia de Sam. Se pondrían en
contacto con Lila, naturalmente, y es posible que ella adivinara su paradero, pero no diría
nada sin haberse puesto primero en comunicación con Mary.
Cuando llegara el momento, Mary tendría que estar preparada para manejar a su
hermana y hacerla callar ante Sam y las autoridades. No le sería muy difícil. Lila le debía
aquello y mucho más, por todos los años que Mary había trabajado para que ella pudiera
proseguir sus estudios. Podía darle, además, parte de los restantes veinticinco mil dólares;
aunque es posible que ella no quisiera aceptarlos. Pero ya encontraría alguna solución. No
había hecho planes para el futuro; se limitaría a estar preparada para todo cuando llegara el
momento.
En aquellos instantes tenía que hacer las cosas ordenadamente. Lo primero era llegar
a Fairvale. En el mapa era tan solo una distancia de cuatro pulgadas; cuatro pulgadas de
líneas rojas de un punto a otro. Pero llevaba ya dieciocho horas de viaje, dieciocho horas
conduciendo sin descanso, sintiendo que la fatiga se apoderaba de ella por momentos.
Se había equivocado de carretera, y llovía; estaba perdida en una noche oscura, en
una carretera extraña.
Se dio una rápida mirada en el espejo retrovisor y alcanzó a ver el débil reflejo de su
cara. El cabello oscuro y las bonitas facciones seguían siendo los mismos de siempre, pero
la sonrisa había desaparecido y sus labios plenos estaban comprimidos hasta formar una
estrecha línea. ¿Dónde había ella visto aquella expresión cansada, anteriormente?
En el espejo, cuando mamá murió, cuando su vida se rompió en mil pedazos...
Hasta entonces, se había creído tranquila, fría, reposada, sin sentimiento alguno de
temor, pena o culpabilidad. Pero el espejo no mentía, y en aquellos momentos le estaba
diciendo la verdad.
Sin palabras, le decía que se detuviera. No puedes caer en brazos de Sam Loomis con
este aspecto, en plena noche, con esta cara y estos vestidos que delatan tu apresurada
huida. Sí, claro, le dirás que quisiste sorprenderle con las buenas noticias, pero debes dar
la impresión de que eres tan feliz que no pudiste esperar. Tenía que pasar la noche en
alguna parte, dormir, y llegar a Fairvale al día siguiente por la mañana fresca y animada.
Si daba la vuelta y regresaba a la bifurcación, llegaría otra vez a la carretera principal.
Entonces podría encontrar un parador.
Resistiendo el impulso de cerrar los ojos, irguió bruscamente el cuerpo, intentando
penetrar con la mirada la lluviosa oscuridad.
En aquel momento vio el letrero luminoso colocado junto al paso de coches que
conducía a un pequeño edificio situado a un lado.
PARADOR – Habitaciones.
El letrero no estaba alumbrado, pero tal vez habían olvidado encenderlo, de la misma
forma que ella había olvidado encender los faros cuando la noche llegó de repente.
Mary entró en el recinto y observó que todo el parador aparecía a oscuras, incluyendo
el cubículo encristalado situado a un extremo, que indudablemente debía servir de
despacho. Tal vez estuviera cerrado. Aminoró la velocidad y pudo ver la casa en la ladera
detrás del parador. Las ventanas delanteras estaban alumbradas, y era posible que el
propietario se encontrara allí. No tardaría en llegar.
Mary cerró el contacto del motor y esperó. Fuera, oíase el monótono tamborileo de la
lluvia, y, como fondo, el suspiro del viento. Recordó el sonido, porque había llovido de
aquella manera el día que enterraron a su madre, el día que la bajaron a aquel pequeño
rectángulo negro. Las tinieblas la rodeaban. Mary estaba sola en la oscuridad. El dinero no
la ayudaría, y Sam tampoco podría ayudarla, porque había equivocado el camino en la
bifurcación, se encontraba en una carretera desconocida. Pero no podía remediarlo: ella
misma se había hecho la tumba y debía yacer en ella.
¿Cómo se le había ocurrido este pensamiento? En el dicho popular, la palabra era
«cama» y no «tumba».
Estaba aún intentando explicárselo, cuando la sombra grande y oscura se destacó de
las otras sombras, y, silenciosamente, abrió la puerta del coche.
CAPÍTULO III
–¿Busca habitación?
Al ver la cara gorda con gafas y oír la voz suave y vacilante, Mary tomó una rápida
decisión. Asintió y salió del coche. Sintió que le dolían las pantorrillas mientras seguía al
hombre hasta la puerta del despacho. La abrió, entró en el cubículo y encendió la luz.
–Lamento no haber estado aquí cuando usted llegó. Me encontraba en la casa. Mi
madre no se encuentra muy bien.
El despacho no tenía nada de particular, pero era cálido, seco y brillante. Mary
experimentó un agradable estremecimiento y sonrió al hombre gordo, que se inclinaba
sobre el libro de registro colocado encima del mostrador.
–Nuestras habitaciones cuestan siete dólares. ¿Quiere verlas, primero?
–No es necesario –repuso Mary.
Abrió el bolso, sacó un billete de cinco dólares y dos de uno, y los colocó encima del
mostrador, al mismo tiempo que él le ofrecía la pluma para que se inscribiese en el
registro.
Vaciló un instante, y, por fin, escribió un nombre –Jane Wilson– y una dirección: San
Antonio, Texas. Su coche llevaba matrícula de Texas.
–Traeré sus maletas –dijo el hombre, saliendo de detrás del mostrador.
Mary le siguió. El dinero estaba en el compartimiento de los guantes, en el mismo
sobre sujeto con una faja de goma. Tal vez fuera lo mejor dejarlo allí; cerraría el coche y
nadie lo tocaría.
El hombre llevó las maletas hasta la puerta de la habitación contigua a la oficina. Era
la más cercana, y a ella no le importó; lo principal era resguardarse de la lluvia.
–Hace muy mal tiempo –observó él, haciéndose a un lado para permitirle entrar en la
habitación–. ¿Ha conducido mucho tiempo?
–Todo el día.
El hombre encendió la lámpara de la mesilla de noche. La habitación estaba
amueblada de un modo sencillo pero confortable. Mary pudo ver una ducha en el cuarto de
baño contiguo. Hubiera preferido una bañera, pero se conformaría con la ducha.
–¿Le gusta?
Mary asintió; luego se acordó de una cosa.
–¿Hay algún lugar cerca de aquí, donde pueda cenar?
–Pues... Había un puesto de comida y refrescos en la carretera, a unas tres millas de
aquí, pero me temo que lo hayan cerrado, desde que se desvió la carretera principal. Lo
mejor sería ir hasta Fairvale.
–¿Está muy lejos?
–A unas diecisiete o dieciocho millas. Siga la carretera hasta que encuentre una
secundaria a la derecha, que la llevará otra vez a la principal. Me sorprende que no
siguiera por esta última, puesto que, al parecer, se dirige hacia el Norte.
–Me extravié.
El hombre asintió y suspiró.
–Es lo que pensé. No suele haber mucho tránsito en esta carretera desde que se
inauguró el nuevo ramal de la principal.
Mary sonrió con aire ausente. El hombre permanecía junto a la puerta,
humedeciéndose los labios. Cuando Mary levantó los ojos, bajó la mirada y carraspeó.
–Ah... yo... estaba pensando... Seguramente no tendrá usted muchas ganas de ir hasta
Fairvale y regresar con esta lluvia. Quiero decir... Iba a preparar algo que comer en casa.
Me complacería mucho que quisiera usted acompañarme.
–No puedo aceptar.
–¿Por qué no? No es ninguna molestia. Mi madre ya está acostada. Pensaba preparar
algo frío y café. ¿Qué le parece?
–Pues...
–¿Sabe qué? Voy hasta la casa y lo prepararé.
–Muchas gracias, Mr...
–Bates, Norman Bates. –Retrocedió de espaldas, y golpeó la puerta con el hombro–.
Le dejaré esta linterna eléctrica que pueda alumbrarse el camino. Querrá usted cambiarse
de ropa, primero, supongo.
Se volvió, pero no sin que ella tuviese tiempo de advertir el súbito rubor que tiñó sus
mejillas. Por vez primera en veinticuatro horas, Mary Crane sonrió espontáneamente.
Esperó a que la puerta se cerrara y se quitó la chaqueta. Sacó un vestido estampado del
maletín, confiando en que no estuviera muy arrugado. Se lavaría un poco ahora, y se
prometió una buena ducha para después de cenar. Eso era lo que necesitaba: una ducha
caliente y dormir. Pero primero tenía que comer algo.
Quince minutos después llamaba a la puerta de la casa.
A través de la ventana de la salita se veía el brillo de una lámpara, pero del piso alto
llegaba un reflejo mayor. Si su madre se encontraba enferma, debía estar en su habitación,
arriba.
Nadie contestaba. Es posible que también él estuviera arriba. Volvió a llamar.
Mientras esperaba miró por la ventana de la salita. Al principio, no pudo dar crédito a
lo que veían sus ojos, le costaba creer que aún existieran casas como aquélla.
Cuando se vende una casa suelen observarse señales de mejoras y reformas en el
interior; pero la sala que estaba mirando no había sido jamás modernizada; el floreado
papel de la pared, los oscuros y labrados arrimaderos de caoba, la roja alfombra, la sillería
de alto respaldo y el recargado hogar pertenecían al siglo XIX. Ni siquiera había un
televisor que rompiera la incongruencia de aquella habitación, pero pudo observar en
cambio la presencia de un viejo gramófono de cuerda encima de una mesita. Entonces
percibió un suave murmullo de voces, procedente de la habitación alumbrada, en el piso
alto.
Mary volvió a llamar con el extremo de la linterna. Aquella vez debieron oírla, pues
el sonido cesó de repente, y distinguió el suave ruido de unos pies que bajaban las
escaleras. Un momento después, Mr. Bates abrió, invitándola a entrar con un gesto.
–Siento haberla hecho esperar –se excusó–. Estaba acostando a mi madre. Algunas
veces tiene el carácter un poco difícil.
–Me dijo que estaba enferma; no quisiera que mi presencia le causara ninguna
molestia.
–No se preocupe. Ya debe estar dormida. –Mr. Bates miró hacia la escalera por
encima del hombro. Después bajó la voz–: En realidad, su enfermedad no es física, pero
algunas veces...
Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y luego sonrió.
–Deme el impermeable. Lo colgaré aquí. Si quiere venir... Le siguió por un pasillo.
–Espero que no le moleste cenar en la cocina –murmuró–. Todo está preparado.
Siéntese y le serviré el café.
La cocina era un complemento de la salita: las paredes aparecían cubiertas de
alacenas, a ambos lados de una vieja fregadera, con el aditamento de una vieja bomba de
mano. El gran fogón de leña estaba en una esquina, y despedía un agradable calor. Sobre
el mantel a cuadros rojos y blancos de la larga mesa de madera, Mary vio un apetitoso
surtido de salchichas, queso y encurtidos caseros, servidos en platos de cristal.
Aquello era mucho mejor que permanecer sola en la cafetería de una pequeña
población. Míster Bates la ayudó a llenarse el plato.
–Coma. No me espere. Debe tener usted apetito.
Lo tenía, en efecto, y comió tan a gusto y tan absorta, que casi no se fijó en lo poco
que comía él. Cuando lo advirtió, se sintió ligeramente embarazada.
–¡No ha probado nada! Seguro que había cenado antes.
–No. En realidad, tengo poco apetito. –Volvió a llenar de café la taza de Mary–. Mi
madre me pone nervioso algunas veces. –Bajó la voz de nuevo–. Creo que yo tengo la
culpa. No sé cuidarla bien.
–¿Viven aquí los dos solos?
–Sí.
–Debe ser muy penoso para usted.
–No me quejo. –Se ajustó las gafas montadas al aire–. Mi padre nos abandonó cuando
yo era todavía un niño. Mi madre tuvo que cuidar de mí, ella sola. Tenía suficiente dinero
para hacerlo, hasta que crecí. Entonces hipotecó la casa, vendió las tierras y construyó este
parador. Lo administrábamos juntos y las cosas iban bien... hasta que quedamos aislados,
al construirse el nuevo ramal de la carretera.
»Enfermó antes de que eso ocurriera, y entonces me tocó a mí cuidar de ella. Algunas
veces no resulta fácil hacerlo.
–¿No tiene otros familiares?
–Ninguno.
–¿Y usted no se ha casado nunca?
La cara de Norman Bates enrojeció, y bajó la mirada. Mary se mordió el labio.
–Lo siento. No quise inmiscuirme en su vida.
–No se preocupe. –La voz del hombre era débil–. Nunca me he casado. Mi madre
pensaba... de forma extraña acerca del matrimonio. Yo... nunca he estado sentado en una
mesa con una muchacha, como ahora.
–Pero...
–Parece extraño en estos tiempos, ¿no es cierto? Lo comprendo. Pero no puede ser de
otro modo. Me digo a mí mismo que mi madre estaría perdida sin mí, ahora... aunque
quizá sea verdad que también yo estaría perdido sin ella.
Mary acabó de beber el café, buscó cigarrillos en el bolso y ofreció uno a Mr. Bates.
–No, gracias. No fumo.
–¿Le molesta que lo haga yo?
–Claro que no. –Vaciló–. Me hubiera gustado ofrecerle un poco de licor, pero... mi
madre no tolera alcohol en la casa.
Mary se apoyó contra el respaldo de la silla, aspirando profundamente el humo de su
cigarrillo. Se sentía expansiva. Es curioso lo que pueden hacer un poco de calor, y un poco
de descanso y comida. Una hora antes se había sentido sola, desgraciada, insegura. Y
ahora, en un momento, todo había cambiado. Es posible que la conversación con Mr.
Bates hubiera contribuido a cambiar su humor de aquella forma. Porque ahora, el solitario,
el desgraciado, el temeroso, era él. Por contraste, Mary se sentía muy por encima de su
compañero de mesa. Y fue eso lo que la impulsó a hablar.
–No le permiten fumar, ni beber, ni tener relaciones con muchachas... ¿Qué hace,
además de ocuparse del parador y cuidar a su madre?
Al parecer, él no advirtió su tono de voz.
–Muchas cosas. Leo bastante, y tengo otras aficiones.
Levantó los ojos hasta la repisa. Mary siguió la dirección de su mirada. Una ardilla
disecada les miraba desde lo alto.
–¿Caza?
–No. Diseco. George Blount me dio esta ardilla para que la disecara. La cazó él. Mi
madre no quiere que maneje armas de fuego.
–Perdone mis palabras, Mr. Bates, pero, ¿cuánto tiempo piensa usted seguir así? Es
usted un hombre hecho y derecho. Usted mismo comprende que no pueden exigirle que se
porte toda su vida como un niño. No es que sea mi propósito mostrarme inquisitiva, pero...
–Comprendo. No se me oculta mi verdadera situación. Como ya le he dicho, leo
bastante. Sé cómo opinan los sicólogos acerca de estas cosas. Pero tengo un deber que
cumplir con mi madre.
–¿Y no ha pensado que quizá cumpliría mejor ese deber para con ella, y para con
usted también, si diera los pasos necesarios para ingresaría en una... institución?
–¡No está loca!
Su voz, que era suave, sonó de repente alta y aguda. Se puso en pie, gesticulando, y
derribó una taza que se estrelló contra el suelo. Mary no podía apartar la mirada de la
extraña cara del hombre.
–No está loca –repitió–, y me tiene sin cuidado lo que usted y los demás puedan
pensar. Tampoco me importa lo que dijeron los médicos del hospital. Si pudieran,
certificarían su locura en un santiamén y la encerrarían en un manicomio; solo necesitan
mi consentimiento. Pero no lo tendrán. Y no lo tendrán porque yo sé. ¿Lo comprende
usted? Yo sé y ellos no saben. Ignoran cómo me cuidó, cuando nadie se interesaba por mí;
ignoran cómo trabajó y sufrió por mí, y los sacrificios que hizo. Si su comportamiento
resulta ahora un poco extraño, mía es la culpa. Cuando me dijo que quería volver a
casarse, yo se lo impedí. ¡Sí, lo hice! No es necesario que me hable de celos, de
sentimientos dominantes. Yo era mil veces peor de lo que ella haya podido ser jamás.
Estaba diez veces más loco que ella, si prefiere esa palabra. Me hubieran encerrado en un
santiamén, si hubieran sabido las cosas que dije e hice y la forma en que me porté. Por fin,
logré sobreponerme. Pero ella, no. ¿Y quién es usted para decir que hay que encerrar a
alguien? Creo que todos nos volvemos un poco locos, a veces.
Calló, no porque le faltaran las palabras, sino el aliento. Su cara estaba muy
enrojecida y le temblaban los labios.
Mary se puso en pie.
–Lo siento –dijo suavemente–. Lo siento de verdad. Ruego a usted que me perdone.
No tenía ningún derecho a decirle cuanto le dije.
–Lo sé, pero no importa. No estoy acostumbrado a hablar de estas cosas. Cuando uno
vive solo como yo, se vuelve extraño.
Intentó sonreír. Ya no estaba tan sonrojado. Mary cogió el bolso.
–Me voy. Se está haciendo tarde.
–No se vaya. Siento haberme portado de esa manera.
–No es por eso. En realidad, estoy muy cansada.
–Estaba pensando que podríamos hablar un rato. Me gustaría contarle mis aficiones.
Tengo una especie de taller en el sótano...
–Me encantaría escucharle, pero tengo que descansar.
–Entonces, la acompañaré. Tengo que cerrar el despacho. Ya no creo que venga nadie
esta noche.
Salieron al vestíbulo. Mr. Bates la ayudó a ponerse el impermeable. Luego salieron al
exterior. Había cesado de llover, pero la noche era oscura y sin estrellas. Después de andar
unos pasos, Mary miró hacia la casa. En el piso alto la luz seguía encendida, y Mary se
preguntó si la vieja estaría despierta y habría oído su conversación.
Míster Bates se detuvo ante la puerta de su habitación; esperó a que Mary pusiera la
llave en la cerradura y abriera.
–Buenas noches –dijo–. Que descanse.
–Gracias. Y gracias también por su hospitalidad.
Míster Bates abrió la boca como si se dispusiera a decir algo; luego, se alejó en
silencio. Le vio enrojecer por tercera vez durante el transcurso de la noche.
Mary cerró la puerta con llave. Oyó los pasos de Mr. Bates que se alejaba y el ruido
de la puerta de la oficina.
No le oyó salir, pues se hallaba absorta sacando sus cosas del maletín: el pijama, las
zapatillas, un tarro de crema, un cepillo de dientes y el tubo de pasta. Luego buscó en la
maleta el vestido que pensaba ponerse al día siguiente para ir a ver a Sam. Sería mejor
sacarlo y colgarlo, para que se desarrugara. Todo debía estar bien al día siguiente.
Todo debía estar bien...
De pronto se sintió pequeña. ¿Tan súbito había sido el cambio? ¿Habría empezado
cuando Mr. Bates había observado una conducta tan histérica? ¿Qué era lo que había
dicho, que la había empequeñecido de tal manera?
Creo que a veces todos estamos un poco locos.
Se sentó en la cama. Sí. Era cierto. Todos nos volvemos un poco locos, a veces. Es lo
que le había sucedido a ella, el día anterior, cuando vio el dinero sobre el escritorio.
Y había estado loca desde entonces; debía haberlo estado para creer que podría salirle
bien lo que había planeado. Le había parecido la realización de un sueño. Un sueño... Sí,
eso era: un sueño loco. Ahora lo comprendió.
Es posible que pudiera despistar a la policía. Pero Sam haría preguntas. ¿Quién era
ese pariente que le había dejado la herencia? ¿Dónde había vivido? ¿Por qué no le había
hablado nunca de él?
¿Por qué llevaba el dinero en efectivo? ¿No se había opuesto Mr. Lowery a que ella
abandonara tan súbitamente su empleo?
Y estaba Lila además. Si reaccionaba como Mary esperaba... si no hablaba con la
policía, incluso si consentía en guardar silencio en el futuro, por sentirse obligada a ello...
Sin embargo, la verdad era que lo sabría. Y se producirían complicaciones.
Tarde o temprano, Sam querría que ambos fueran a visitarla, o le pediría que pasara
unos días con ellos. La situación sería insostenible. No podría seguir relacionándose con
su hermana, ni tampoco explicarle a Sam el porqué de su rompimiento; ni mucho menos
explicarle por qué motivo se negaba a ir a Texas, ni siquiera de visita.
No; todo aquello era una locura.
Y ya era demasiado tarde para remediarla.
¿Lo era, en realidad?
Si dormía diez horas, y salía el día siguiente, domingo, hacia las nueve de la mañana,
podría estar de regreso a su casa el lunes, a primera hora, antes de que Lila regresara de
Dallas y el banco abriera. Depositaría el dinero e iría a su trabajo.
Sí, estaría muy cansada. Pero no se moriría de aquello y nadie lo sabría jamás.
Quedaba el asunto del coche, desde luego; tendría que inventar alguna explicación
para Lila. Le diría que había salido hacia Fairvale para visitar a Sam, y que el coche se
averió en el camino; que el mecánico le había dicho que habría que cambiar el motor, por
lo que había decidido venderlo y comprar aquel viejo trasto, para regresar a casa.
Sí; sería una explicación razonable.
Cuando lo hubo calculado todo, comprendió que aquel viaje le costaría unos
setecientos dólares. Era el valor del coche.
Pero valía la pena pagar aquel precio. Setecientos dólares no resulta un precio muy
caro si se compra con ellos la salud mental, la seguridad y el futuro.
Se puso en pie. Lo haría.
Entró en el cuarto de aseo, se desembarazó de las zapatillas con un gesto de los pies,
y se agachó para soltarse las medias. Luego levantó los brazos, se quitó el vestido y lo
arrojó a la habitación. No le importó que cayera al suelo. Se soltó el sostén...
Después entró en la ducha. El agua estaba muy caliente, y debió abrir un poco la otra
llave. Por fin, abrió las dos y dejó que la cálida lluvia cayera sobre ella.
El cuarto empezó a llenarse de vapor. El ruido de la ducha no le permitió oír cómo se
abría la puerta de la habitación, ni los pasos que se acercaban. Y cuando las cortinas de la
ducha se abrieron el vapor oscureció aquel rostro.
Fue entonces cuando lo vio: un rostro que miraba entre las cortinas, colgando del aire,
como una máscara. El cabello aparecía cubierto por un pañuelo y los vidriosos ojos a
miraban inhumanamente; pero no era una máscara; no podía serlo. La piel estaba cubierta
de polvos blancos y había dos rosetas rojas en las mejillas. No era una máscara. Era la cara
de una vieja loca.
Mary empezó a gritar. Entonces la abertura de las cortinas se ensanchó y apareció una
mano, armada con un cuchillo de carnicero. Un cuchillo que cortó su grito.
Y su cuello.
CAPÍTULO IV
Cuando Norman entró en la oficina empezó a temblar. Era la reacción, claro está.
Habían sucedido demasiadas cosas, y demasiado de prisa.
Necesitaba un trago. Había mentido a la muchacha. Es cierto que su madre no quería
licor en la casa, pero él bebía. Tenía una botella en la oficina. Había ocasiones en que se
veía obligado a beber, aun a sabiendas de que su estómago no toleraba bien el alcohol y de
que unas pocas copas serían suficientes para marearle. Había veces en que deseaba
sentirse mareado.
Norman recordó que debía apagar el neón y cerrar las persianas. Lo hizo. Con las
persianas cerradas nadie vería la luz de la oficina. Nadie le vería abrir un cajón del
escritorio y sacar la botella, con manos que temblaban como las de un niño.
Se llevó el gollete a la boca y bebió, cerrando los ojos. El whisky le quemaba la
garganta, y su calor estallaba en su estómago.
Había sido un error llevar a la muchacha a la casa. Norman se dio cuenta de ello en el
mismo momento en que la invitó, pero era muy bonita y parecía muy cansada. Y cuanto
pensaba hacer, cuanto hizo, fue hablarle. Además, ¿no estaba en su casa? Era tan suya
como de su madre, que no tenía ningún derecho para imponerle su voluntad de aquella
manera.
Pero había sido un error. Jamás se hubiera atrevido a hacerlo, de no haber estado tan
enfadado con su madre. Quería desafiarla. Y eso estaba mal.
Pero había hecho algo mucho peor, además de invitarla. Se lo dijo a su madre.
E hizo mal en decírselo. Estaba ya muy excitada, y cuando le dijo que cenaría con
una muchacha, se puso prácticamente histérica.
–¡Si la traes aquí, la mataré! ¡Mataré a esa perra!
Perra. Su madre no hablaba jamás así, pero eso era lo que había dicho. Estaba
enferma, muy enferma. Tal vez la muchacha estuviera en lo cierto, y fuera conveniente
ingresar a su madre en un manicomio. Se estaba volviendo insoportable, y le ponía fuera
de sí.
El whisky ardía. Estaba bebiendo ya el tercer trago, pero lo necesitaba. Necesitaba
muchas cosas. Aquella muchacha tenía razón. No era forma de vivir. No podría resistirla
mucho tiempo.
La cena resultó muy angustiosa para él. Temía que su madre hiciera una escena.
Después de encerrarla en su habitación, se preguntó si empezaría a gritar y aporrear la
puerta. Pero había permanecido silenciosa, como si estuviera escuchando. Y es lo que
había hecho con toda seguridad. Podía encerrar a su madre en su dormitorio, pero no
impedirle que escuchara.
Norman deseaba que estuviera dormida ya. Quizá al día siguiente lo hubiera olvidado
todo. Le ocurría a menudo.
Oyó un ruido y se movió en la silla. ¿Sería su madre que llegaba? No; no podía ser; la
había dejado encerrada. Seguramente era la muchacha que se movía en la habitación
contigua. Sí, ahora la oía bien; al parecer, había abierto la maleta y sacaba algunas cosas,
preparándose para acostarse. Norman bebió otro trago para templar sus nervios. Lo logró.
Ya no le temblaba la mano. No tenía miedo. Desaparecía, cuando pensaba en la muchacha.
Era curioso. Cuando la vio, había experimentado aquel terrible sentimiento de...
¿Cuál era la palabra? Im... algo. Importancia. No; no era ésa. No se sentía importante
cuando estaba junto a una mujer. ¿Sería imposible? Tampoco. Sabía la palabra que
buscaba; la había encontrado cientos de veces en los libros, en aquellos libros que su
madre ignoraba que tenía.
No importaba. Cuando estaba con la muchacha, se sentía de aquella manera; pero no
entonces. Podía hacer cualquier cosa.
Y eran muchas las cosas que hubiera querido hacer con una muchacha como aquélla;
joven, bonita, inteligente también... Se había puesto en ridículo al contestarle como lo hizo
cuando ella hablaba de su madre; admitía que había dicho la verdad. Ella sabía y podía
comprender. Deseó haber estado más rato con ella.
Quizá no volviera a verla jamás. Se marcharía al día siguiente. Para siempre. Jane
Wilson, de
San Antonio, Texas. Se preguntó quién era, adónde iba, cómo debía ser en realidad en
su interior. Podría enamorarse de una muchacha como aquélla. Sí, podría enamorarse con
solo verla una vez. No era una cosa risible. Pero quizá ella se reiría. Las muchachas eran
así... siempre reían. Porque eran perras.
Mi madre tiene razón. Son perras. Pero no puedo contenerme cuando una perra es tan
hermosa como esa, y sé que no volveré a verla. Si hubiera sido hombre, se lo hubiese
dicho cuando estaba en su habitación; habría sacado la botella, le habría ofrecido un trago,
bebido con ella y...
No; no lo hubiese hecho, porque soy impotente.
Ésa era la palabra que no podía recordar. Impotente. La palabra que emplean en el
libro, la que usa mi madre, la que significa que no volveré a verla, porque de nada me
serviría. La palabra que las perras sabían; deben saberla, y por eso reían siempre.
Norman volvió a beber. Sentía cómo el licor le caía por la barbilla. Debía de estar
borracho. Sí, estaba borracho. ¿Y qué? Mientras su madre no se enterara... Mientras la
muchacha no lo supiera... Sería un gran secreto. Impotente, ¿eh? Bien; eso no significaba
que no pudiese volver a verla.
La vería, y a no tardar.
Norman se inclinó sobre el escritorio y casi tocó la pared con la cabeza. Había
percibido más sonidos, y la experiencia le decía cómo debía interpretarlos. La muchacha
se había quitado los zapatos. Entraba en el cuarto de aseo.
Alargó la mano. Temblaba, pero no de miedo. Sabía lo que iba a hacer. Ladearía
ligeramente la enmarcada licencia y miraría por el agujerito que había hecho hacía ya
mucho tiempo. Nadie conocía la existencia de aquel agujero; ni su madre. Era su secreto.
En realidad se trataba de una grieta en el revoque del otro lado, pero podía ver a
través de ella. Veía el interior del cuarto de aseo. Podía ver mucho. ¡Las perras podían
reírse cuanto quisieran de él! Sabía más de ellas que cuanto ellas hubieran podido
imaginar jamás.
Le fue difícil enfocar la mirada. Se sentía mareado. Ello se debía en parte a la bebida,
y en parte a la excitación.
La muchacha no descubriría la grieta. Ninguna de ellas la había descubierto jamás.
Entonces Norman oyó un ruido, un enorme ruido que parecía sacudir las paredes y
oscurecer sus pensamientos. Un ruido que nacía dentro de su cabeza. Se dejó caer en la
silla. «Estoy borracho –se dijo–. Voy a perder el conocimiento».
Pero no lo perdió. El ruido continuaba, y en alguna parte dentro de él percibió otro
sonido. Alguien estaba abriendo la puerta de la oficina. Pero, ¿cómo era posible? ¿No la
había cerrado con llave? ¿Y no tenía esa llave? La encontraría, con solo abrir los ojos.
Pero no podía abrirlos; ni se atrevía a hacerlo. Porque sabía.
Su madre también tenía una llave.
Tenía una llave de su habitación. Tenía una llave de la casa. Tenía una llave de la
oficina.
Y allí estaba ya, mirándole. Norman confió en que le creyera dormido. ¿Qué estaba
haciendo allí? ¿Le habría oído salir con la muchacha, y le estaba espiando?
No osaba moverse; no quería hacerlo. A medida que los segundos pasaban le
resultaba más difícil hacerlo. El ruido continuaba y su vibración le inducía al sueño. Era
agradable.
Luego se marchó. Se volvió sin hablar, y salió. No había de temer nada. Había venido
para protegerle de las perras. Sí, eso era; para protegerle. Siempre que la necesitaba, su
madre estaba a su lado. Ya podía dormir. Luego, todo fue silencio. Dormir; sueño,
silencio.
Norman volvió en sí sobresaltado, echando la cabeza hacia atrás. ¡Cómo le dolía!
Había perdido el sentido en la silla. No era de extrañar que todo crujiera. Crujiera... Había
oído el mismo sonido antes. ¿Cuánto hacía? ¿Una hora? ¿Dos?
Lo reconoció. En la habitación contigua la ducha estaba abierta. Eso era. La
muchacha se estaba duchando. Pero de eso hacía mucho ya. Era imposible que aún
estuviera allí.
Se inclinó hacia adelante, ladeando el cuadro con la licencia. No sin dificultades logró
enfocar la mirada en el cuarto de baño brillantemente alumbrado. Estaba vacío. No podía
ver tras las cortinas de la ducha. Estaban cerradas.
Quizá la muchacha hubiese olvidado cerrar el agua y se había dormido. Pero parecía
extraño que pudiera conciliar el sueño, con el ruido que producía el agua al salir con tanta
fuerza. Tal vez la fatiga resultara tan intoxicante como el alcohol.
Todo parecía estar en orden. Norman volvió a mirar. Y entonces observó el suelo.
Sobre las losetas, fuera del plato de la ducha, el agua formaba un hilillo. No había
mucha; la suficiente para que él pudiera verla.
Pero, ¿era agua? El agua no es rosada. El agua no forma hilillos rojizos, hilillos rojos
como venas.
Debe haber resbalado y caído, hiriéndose, decidió Norman. Empezaba a dominarle el
pánico, pero sabía lo que debía hacer. Cogió las llaves y salió de la oficina. Encontró
rápidamente la que abría la puerta de la habitación contigua. Estaba vacía, pero la maleta
abierta aún sobre la cama. La muchacha no se había marchado. Por tanto, sus suposiciones
debían ser ciertas: le debió ocurrir un accidente en la ducha.
Solo cuando entró en el cuarto de aseo recordó algo más. Pero ya era demasiado
tarde.
Su madre tenía también las llaves del parador.
Y, cuando abrió las cortinas y miró el cuerpo caído y retorcido en el plato de la
ducha, comprendió que su madre había utilizado sus llaves.
CAPITULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
El sombrero estaba sobre la mesa, y la chaqueta aparecía colgada del respaldo de una
de las sillas de Sam. Arbogast aplastó la tercera colilla en el cenicero; luego encendió otro
cigarrillo.
–Está bien –dijo–. No salió usted de Fairvale la semana pasada. Le creo, Loomis. Sé
que no miente. Me sería muy fácil averiguar todos sus movimientos en esta población. –
Aspiró lentamente el humo de su cigarrillo–. Pero eso no prueba que Mary Crane no le
haya visitado. Pudo haber venido de noche, cuando la tienda está ya cerrada, como lo ha
hecho hoy su hermana.
Sam suspiró.
–Pero no lo hizo. Ya ha oído lo que le ha dicho Lila. Hace semanas que no tengo
noticias de Mary. El viernes pasado le escribí una carta; el mismo día que se supone
desapareció. ¿Por qué había de hacerlo, de haber sabido que ella se dirigía hacia aquí?
–Para cubrir las apariencias, naturalmente. Arbogast expelió una bocanada de humo.
Sam se frotó la nuca con la mano.
–No soy tan astuto. No sabía nada del dinero. Por la forma en que usted ha hablado,
ni siquiera Mr. Lowery sabía por anticipado que alguien le llevaría cuarenta mil dólares en
efectivo, el viernes por la tarde. Por supuesto, Mary tampoco lo sabía. ¿Cómo podíamos
planear, pues, algo juntos?
–Pudo llamarle desde un teléfono público, después de coger el dinero, el viernes por
la noche. Y decirle, quizá, que debía usted escribir una carta.
–Haga las averiguaciones necesarias en la central de teléfonos local –repuso Sam,
cansado–. Le dirán que durante un mes no he recibido ninguna llamada interurbana.
Arbogast asintió.
–Por tanto, ella no le telefoneó. Vino directamente, le contó lo sucedido y convino un
encuentro con usted, más adelante, cuando el asunto se hubiera enfriado.
Lila se mordió los labios.
–Mi hermana no es ninguna delincuente. No tiene usted ningún derecho para hablar
así de ella. Ni siquiera tiene pruebas de que se llevara el dinero. Quizá lo cogió el propio
Mr. Lowery. Acaso inventó él mismo esa historia, para disculparse...
–Lo siento –murmuró Arbogast–. Comprendo lo que siente usted. A menos que se
encuentre el ladrón y sea juzgado y condenado, nuestra compañía no pagará... y Lowery
perderá el dinero. Además, pasa usted por alto algunos hechos incontestables. Mary Crane
ha desaparecido. Falta desde la tarde en que recibió el dinero. No lo llevó al banco, ni lo
escondió en su apartamiento; pero ha desaparecido. Y su coche también. Todo encaja.
Lila empezó a sollozar.
–¡No es cierto! Debió haberme hecho caso, cuando quise avisar a la policía; pero me
dejé convencer por usted y Mr. Lowery para que no lo hiciera, con la excusa de que no
querían dar publicidad al asunto, pues cabía la probabilidad de que Mary se arrepintiera y
regresara con el dinero. No quisieron creerme, pero ahora sé que tenía razón. Mary no se
llevó el dinero. Alguien la habrá secuestrado; alguien que sabía...
Arbogast se encogió de hombros; luego se puso en pie pesadamente y se acercó a la
muchacha. Le golpeó amistosamente en el hombro.
–Escúcheme, miss Crane, ya hemos discutido eso antes, ¿recuerda? Nadie sabía nada
del dinero. Su hermana no fue secuestrada. Marchó a su casa, preparó sus maletas y partió
en su propio coche, sola. ¿No sabe que su patrona la vio salir? Sea razonable, miss Crane.
–¡Lo soy! ¡Es usted quien dice tonterías! Me sigue hasta aquí para ver a Mr. Loomis...
El investigador movió la cabeza.
–¿Qué le hace pensar que la seguí? –preguntó sin alterarse.
–¿Cómo, si no, ha venido aquí esta noche? Usted no sabía que Mary y Sam Loomis
eran novios. Solo yo lo sabía. Ni siquiera conocía usted la existencia de Sam Loomis.
Arbogast meneó la cabeza.
–Sí, lo sabía. ¿Recuerda que registré el escritorio de su hermana? Encontré este sobre
–dijo, sacándolo del bolsillo.
–Está dirigido a mí –observó Sam Loomis, alargando la mano para cogerlo. Arbogast
retiró la mano.
–No lo necesitará –afirmó–. No hay nada dentro. Pero a mí me sirve, porque está
escrito de su propia mano. –Hizo una pausa–. En realidad, lo he estado utilizando desde el
miércoles por la mañana, cuando empecé mi viaje hacia aquí.
–¿Salió... el miércoles? –preguntó Lila, secándose los ojos con un minúsculo pañuelo.
–Eso es. Y no la seguí a usted, sino que le llevaba delantera. La dirección del sobre
me dio una pista. Sin contar el retrato de Loomis enmarcado en la mesilla de noche de su
hermana. Con todo mi amor, Sam. Era muy fácil establecer la relación. Por tanto, decidí
ponerme en el lugar de su hermana. Acababa de apoderarme de cuarenta mil dólares en
efectivo. ¿Dónde iría? ¿Al Canadá, a Méjico o a las Antillas? Demasiado arriesgado.
Además, no habría tenido tiempo de trazar planes. Mi primer impulso hubiera sido acudir
a mi novio.
Sam golpeó la mesa con tanta fuerza que las colillas saltaron del cenicero.
–¡Basta! –exclamó–. No tiene el menor derecho para hacer semejantes acusaciones.
Hasta ahora no ha ofrecido la menor prueba que apoye sus palabras.
Arbogast buscó otro cigarrillo.
–Quiere pruebas, ¿eh? ¿Qué supone que he estado haciendo desde el miércoles por la
mañana? Entonces encontré el coche.
–¿Encontró el coche de mi hermana? –preguntó Lila, poniéndose en pie.
–Sí. Tuve la corazonada de que una de las primeras cosas que haría sería deshacerse
de él. Por tanto, visité a todos los comerciantes en coches usados, y les di una descripción
del automóvil y el número de la matrícula. Lo encontré. Mostré mis credenciales al
comerciante y habló por los codos. Supongo que creía que el coche era robado. Y yo no le
contradije.
»Resultó que había realizado una operación con Mary Crane el viernes por la noche.
Perdió dinero en el trato; mucho dinero. Obtuve la información que deseaba y una
descripción del automóvil con el que marchó hacia el norte.
»Por tanto, me dirigí hacia el norte. Pero no podía viajar muy de prisa. Supuse que no
se apartaría de la carretera principal, porque estaba convencido de que se dirigía hacia
aquí. Probablemente condujo toda la noche; yo hice lo mismo. Luego, estuve bastante
tiempo alrededor de Oklahoma City, visitando paradores en la carretera y negocios de
coches de segunda mano. Tiempo perdido. El jueves fui hasta Tulsa, donde seguí la misma
rutina obteniendo idénticos resultados. Hasta esta mañana no conseguí encontrar la aguja
en el pajar. Otro negocio de coches usados, al norte de aquí. El sábado, temprano, Mary
Crane efectuó el segundo cambio haciéndose con un Plymouth azul, modelo 1953, con un
guardabarros delantero abollado.
Arbogast sacó una libreta del bolsillo.
–Lo tengo todo anotado –dijo–. Título de propiedad, número de motor... todo. Ambos
comerciantes están sacando copias fotográficas de los documentos de la transacción para
mandarlas a mi oficina central. Pero eso no importa ahora. Lo que importa es que Mary
Crane salió de Tulsa el sábado pasado por la mañana, por la carretera principal,
dirigiéndose hacia el norte, después de cambiar dos veces de coche en dieciséis horas. Y,
en mi opinión, se dirigía hacia aquí. A menos que ocurriera algo inesperado (un accidente
o una avería del coche) debió haber llegado el sábado pasado por la noche.
–Pero no llegó –observó Sam–. No la he visto. Puedo presentar pruebas, si quiere. El
sábado pasado estaba en el Legion Hall, jugando a los naipes. Hay muchos testigos. El
domingo por la mañana fui a la iglesia; al mediodía comí en...
Arbogast levantó una mano.
–Está bien; comprendo. No la vio. Por tanto, algo debe haber sucedido. Volveré a mis
investigaciones.
–¿Y la policía? –preguntó Lila–. Sigo creyendo que debiera darse parte. –Se
humedeció los labios–. Suponga que ha sufrido un accidente; no se detendría usted en
todos los hospitales que hay desde aquí hasta Tulsa. Quizá se encuentre inconsciente en
alguna parte, en estos mismos momentos. Tal vez incluso está...
Esta vez, fue Sam quien le golpeó el hombro.
–No –murmuró–. Si fuera así, ya te lo habrían notificado. Mary está bien. –Miró al
investigador, por encima del hombro de Lila–. Usted no puede investigarlo todo. Lila
tiene razón. ¿Por qué no acudir a la policía? Dé parte de la desaparición de Mary y le
ayudarán a localizarla.
Arbogast cogió su sombrero.
–Admito que hasta ahora hemos trabajado en la forma más difícil, pues si hubiéramos
podido encontrarla sin dar parte a las autoridades, habríamos ahorrado una desagradable
publicidad a mi compañía y a nuestros clientes. También resultaba conveniente para Mary
Crane, si la hubiéramos encontrado y recuperado el dinero. Hasta cabía la posibilidad de
que no se presentara acusación alguna contra ella.
–Pero si está usted en lo cierto y Mary se dirigía hacia aquí, ¿por qué no ha venido a
verme? Esto es lo que yo tengo tanto interés como usted en averiguar –dijo Sam–. Y no
esperaré mucho para saberlo.
–¿Le importa esperar otras veinticuatro horas? –inquirió Arbogast.
–¿Qué se propone?
–Hacer más averiguaciones, ya se lo he dicho. –Levantó la mano para atajar las
objeciones de Sam–. No volveré hasta Tulsa; admito que es imposible. Pero me gustaría
husmear un poco por este territorio, visitar los restaurantes de la carretera, estaciones de
servicio, comerciantes de coches, paradores... Es posible que alguien la haya visto. Sigo
creyendo que mi suposición era cierta. Se dirigía hacia aquí. Es posible que cambiara de
idea al llegar y decidiera seguir viajando. Pero me gustaría cerciorarme de ello.
–¿Y si no lo averigua en veinticuatro horas?
–Entonces estaré dispuesto a acudir a la policía y dar parte de la desaparición de Mary
Crane.
¿Conforme?
Sam miró a Lila.
–¿Qué te parece? –preguntó.
–No lo sé –repuso ella, suspirando–. Estoy tan preocupada que no puedo pensar.
Decídelo tú, Sam.
Sam asintió con la cabeza.
–Está bien, Arbogast. Pero le prevengo que si no averigua nada mañana y no lo
notifica usted a la policía, lo haré yo mismo.
Arbogast se puso la chaqueta.
–Buscaré una habitación en el hotel. ¿Y usted, miss Crane? Lila miró a Sam.
–La acompañaré dentro de unos momentos –observó Sam–. Primero cenaremos. Yo
me encargo de que consiga habitación. Y mañana le esperaremos aquí. Los dos.
Por primera vez aquella noche, Arbogast sonrió.
–Le creo –repuso–. Perdone mi insistencia, pero tenía que asegurarme. –Miró a Lila–.
Encontraremos a su hermana. No se preocupe.
Luego salió. La puerta de la tienda aún no se había cerrado detrás del detective,
cuando ya Lila sollozaba con la cabeza apoyada en el pecho de Sam. Su voz era un
gemido.
–Tengo miedo, Sam. Algo le ha sucedido a Mary.
–No llores –dijo él, preguntándose al mismo tiempo por qué no habría mejores
palabras para contestar al miedo, al dolor y a la soledad–. Todo saldrá bien.
De pronto, Lila se separó de él y le miró fijamente con sus ojos preñados de lágrimas.
Su voz era baja y firme:
–¿Por qué he de creerte, Sam? –preguntó–. ¿Hay alguna razón para ello? Sam:
¿estuvo Mary aquí, contigo? ¿Sabías algo del dinero?
Sam meneó la cabeza.
–No, no lo sabía. Tendrás que creerme, como yo te creo a ti.
Lila volvió la cara hacia la pared.
–Creo que dices la verdad –murmuró–. Mary hubiera podido acudir a cualquiera de
nosotros durante esa semana, ¿no te parece? Pero no lo hizo. Confío en ti, Sam. Es muy
duro creer cuando la propia hermana resulta ser una...
–Cálmate –la interrumpió Sam–. Ahora necesitas comer y descansar. Las cosas no te
parecerán tan negras mañana.
–¿Lo crees de verdad, Sam?
–Sí, claro.
Era la primera vez que mentía a una mujer.
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
El sábado por la tarde Norman se afeitó. Solo lo hacía una vez por semana, el sábado
precisamente.
No le gustaba afeitarse, a causa del espejo, que formaba líneas onduladas. Todos los
espejos parecían tenerlas, y le herían la vista.
Aunque la verdad residiera quizá en que tenía los ojos enfermos. Sí, eso era, porque
recordaba cuando le gustaba mucho permanecer ante el cristal bruñido, completamente
desnudo. En cierta ocasión su madre le sorprendió haciéndolo y le golpeó en la cabeza con
el mango de un cepillo para el cabello. Le golpeó muy fuerte, haciéndole daño. Su madre
le dijo entonces que era pecaminoso mirarse al espejo de aquella manera.
Podía recordar el escozor producido por el golpe y el dolor de cabeza que tuvo
después. Desde entonces, cuando se miraba, le dolía casi siempre la cabeza. Por fin su
madre le llevó al médico, el cual dictaminó que necesitaba gafas. Su uso le alivió un poco,
pero a pesar de ellas le costaba ver bien cuando se miraba al espejo. Por tanto, dejó de
hacerlo, excepto cuando era absolutamente imprescindible. Su madre tenía razón. Era
pecaminoso contemplarse a sí mismo completamente desnudo; mirar las gruesas capas de
grasa, los cortos brazos desprovistos de vello, el grueso vientre...
Al hacerlo, deseaba ser alguien distinto, alguien alto, esbelto y apuesto, como el tío
Joe Considine.
–¿Verdad que es el hombre más atractivo que jamás has visto? –solía preguntar su
madre.
Era cierto, y Norman se veía obligado a reconocerlo. Pero a pesar de ello continuaba
odiando a tío Joe Considine, aunque fuera guapo. Y deseaba que su madre no insistiera en
llamarle «tío Joe», porque en realidad no era pariente suyo, sino un amigo que visitaba a
su madre. Fue él quien la hizo construir el parador, cuando vendió las tierras.
¡Qué extraño era! Su madre hablaba siempre contra los hombres, a pesar de lo cual
tío Joe Considine hacía de ella lo que quería. Sería agradable ser como él, y tener su
mismo aspecto.
¡No lo sería! Porque tío Joe estaba muerto.
Esta reflexión hizo parpadear a Norman mientras se afeitaba. Era curioso que hubiera
olvidado la muerte del tío Joe. Debía hacer por lo menos veinte años de ello. El tiempo es
relativo, desde luego. Einstein lo había dicho, pero no fue el primero en descubrirlo; los
antiguos lo sabían ya y también algunos místicos modernos, como Aleister Crowley y
Ouspensky. Norman los había leído a todos e incluso poseía algunos de sus libros. A su
madre no le gustaba, pues decía que aquellas cosas eran contrarias a la religión. Pero la
verdadera razón era que cuando él leía aquellos libros ya no era un niño, sino un hombre
hecho y derecho, que estudiaba los misterios del tiempo y del espacio y dominaba los
secretos de la dimensión y de la existencia.
En realidad, era como ser dos personas a la vez: el niño y el adulto. Cuando pensaba
en su madre, se volvía de nuevo niño, con vocabulario y reacciones emocionales
infantiles. Pero cuando estaba a solas –no precisamente a solas, sino inmerso en un libro–
era un hombre maduro, lo bastante maduro para comprender que incluso podía ser víctima
de una leve forma de esquizofrenia.
Cierto que aquella situación no era muy saludable. Ser el niño de mamá tenía sus
inconvenientes. Por otra parte, mientras reconociera los peligros podría enfrentarse con
ellos, y con su madre. Resultaba beneficioso para ella que él supiera cuándo debía ser
hombre, que conociera algunas cosas acerca de la sicología y la parasicología también.
Fue afortunado cuando el tío Joe Considine murió, y volvió a serlo la semana
anterior, cuando llegó aquella muchacha. Si no hubiera obrado como un adulto, su madre
correría un grave peligro en aquellos momentos.
Norman pasó suavemente el pulgar por el filo de su navaja. Estaba muy afilada; debía
ser cuidadoso para no cortarse. Sí, y también tenía que guardarla después de afeitarse, y
encerrarla en algún lugar donde su madre no pudiera cogerla. No podía ya confiar en su
madre, con un instrumento cortante en la mano. Por eso casi siempre cocinaba él y lavaba
los platos. A su madre aún le gustaba hacer la limpieza de la casa, pero Norman se
encargaba siempre de la cocina.
La situación había sido completamente normal durante la última semana, y madre e
hijo no habían hablado para nada de la muchacha. Hubiera sido embarazoso para ambos.
Su madre debió haberlo comprendido así, pues parecía que le evitaba deliberadamente;
pasaba la mayor parte del tiempo descansando en su habitación y no hablaba mucho. Es
posible que le remordiera la conciencia.
Y así debía ser. El asesinato era una cosa terrible, que pueden comprender incluso
aquellos cuya salud mental no es muy buena. Su madre debía sufrir mucho.
Tal vez un purgante le sentara bien, pero a Norman le complacía que no hubiera
hablado. Porque también él sufría, y no porque le remordiera la conciencia, sino por el
miedo.
Toda la semana había esperado que las cosas se complicaran. Cada vez que se detenía
un coche ante el parador, el miedo le atenazaba.
El domingo pasado había acabado de borrar las huellas junto al pantano. Fue allí con
su propio coche, cargó el remolque de leña, y no quedó nada que pudiera parecer
sospechoso. El pendiente de la muchacha también fue arrojado a la ciénaga; el otro no
había aparecido, Norman se sentía bastante tranquilo.
Pero el jueves por la noche, cuando el coche de la patrulla de policía de carreteras se
detuvo ante el parador, casi se desmayó. El agente solo quería utilizar el teléfono. Más
tarde, Norman se burló de sus temores.
Su madre había permanecido sentada junto a la ventana de su habitación, y habría
sido mejor que el agente no la viera. Su madre había pasado muchos ratos mirando por la
ventana, durante la última semana. Es posible que también le preocuparan las visitas.
Norman acabó de afeitarse y después se volvió a lavar las manos. Había observado
que durante la última semana algo le obligaba a lavarse las manos con frecuencia.
Sentimiento de culpabilidad. Como lady Macbeth, Shakespeare sabía mucha sicología.
Norman se preguntó si también había sabido otras cosas. Estaba el fantasma del padre de
Hamlet, por ejemplo.
Pero no tenía tiempo de pensar en aquello entonces. Debía abrir el parador.
Durante la última semana había habido cierto movimiento, aunque no mucho. Nunca
tuvo más de tres o cuatro habitaciones ocupadas a la vez, lo cual significaba que no tendría
que alquilar la número 6, la habitación de la muchacha.
Deseaba no tener que alquilarla nunca. Jamás volvería a mirar por el agujerito de la
pared. Aquello había tenido la culpa de todo. Si no hubiera mirado, no hubiese bebido...
Pero de nada servía lamentarse ahora.
Norman se secó las manos, y se apartó del espejo. Olvidar el pasado, y que los
muertos enterraran a los muertos. Todo marchaba sobre ruedas. Su madre se portaba bien,
estaban juntos, como lo habían estado siempre. Había transcurrido una semana entera sin
que sucediera nada, y nada sucedería en adelante, sobre todo si se afirmaba en su
resolución de portarse como un hombre, y no como un niño, como el niño de mamá.
Se arregló el nudo de la corbata y salió del cuarto de baño. Su madre estaba en su
habitación, mirando de nuevo por la ventana. Norman se preguntó si debía decirle algo.
No; sería mejor no hacerlo. Tal vez discutieran, y él no estaba preparado aún para
enfrentarse con ella. Que mirara, si quería. ¡Pobre mujer, enferma y vieja, encerrada en la
casa!
Era el niño quien hablaba así, naturalmente. Pero Norman estaba dispuesto a hacer tal
concesión, siempre que se portara como un adulto sensato. Y siempre que cerrara las
puertas de la planta baja cuando saliera.
El hecho de cerrar las puertas le dio un nuevo sentimiento de seguridad. También le
había quitado las llaves a su madre. Las llaves de la casa y las del parador. Cuando él
saliera, ella no podría abandonar la casa, en la cual estaba a salvo, como él estaba seguro n
el parador. Lo sucedido la semana anterior no volvería a repetirse, mientras observara
aquella precaución. Después de todo, era por su propio bien. Mejor estaba en la casa que
en un manicomio.
Se acercaba a su despacho cuando el camión del servicio de lavandería llegó en su
visita semanal. Lo tenía todo preparado. Cogió la ropa limpia y entregó la sucia al
conductor del vehículo. Cuando el camión marchó, Norman entró e hizo la limpieza del
número 4, que un agente viajero había ocupado la noche anterior, partiendo a primera
hora.
Norman regresó a su despacho y esperó. Ya estaba preparado para el negocio del día.
Nada sucedió hasta alrededor de las cuatro de la tarde. Estaba sentado, mirando a la
carretera, y se sentía aburrido y nervioso. Estuvo a punto de tomar un trago, pero recordó
lo que se había prometido a sí mismo. No volvería a beber. No podía permitirse beber, ni
tan solo una gota. La bebida había matado al tío Joe Considine. La bebida fue la causa
indirecta de la muerte de aquella muchacha. Por tanto, a partir de aquel momento sería
abstemio. Sin embargo...
Aún estaba vacilando, cuando un coche se detuvo frente al parador. Una pareja de
mediana edad se apeó del vehículo y entró en el despacho. El hombre era calvo y usaba
gafas de gruesos cristales. La mujer era gorda y sudaba. Norman les llevó al número 1, al
otro extremo del edificio, y les cobró diez dólares por el servicio. La mujer se quejaba del
bochorno arrastrando perezosamente las palabras, aunque pareció conformarse cuando
Norman conectó el ventilador. El hombre transportó sus maletas y firmó en el registro:
Mr. y Mrs. Herman Pritzler, Birmingham, Ala. Eran simples turistas y no ocasionarían
molestias.
Volvió a sentarse, y se entretuvo hojeando las páginas de una revista de ficción
científica, que encontró en la habitación ocupada por el agente viajero. Encendió la luz.
Ya debían ser cerca de las cinco.
Otro coche, ocupado por una sola persona, se detuvo ante el parador. Probablemente
otro viajante. Buick verde, matrícula de Texas.
¡Matrícula de Texas! ¡Aquella muchacha, Jane Wilson, también era de Texas!
Norman se puso en pie. Vio cómo el hombre se apeaba del coche, oyó sus pasos en la
grava y acompasó su ritmo con el de su propio corazón.
«Es simple coincidencia –se dijo–. Todos los días pasan por aquí coches de Texas.
Alabama incluso está más lejos».
El hombre entró. Era alto y delgado. Llevaba un sombrero Stetson gris, de ala ancha
que le sombreaba la parte superior de la cara. Bajo la barba sin afeitar, se adivinaba una
barbilla atezada.
–Buenas tardes –dijo, sin arrastrar las palabras.
–Buenas tardes –contestó Norman, conteniendo su excitación.
–¿Es usted el propietario?
–Sí. ¿Quiere una habitación?
–No es exactamente eso lo que quiero. Busco información.
–Tendré mucho gusto en ayudarle, si puedo. ¿Qué quiere saber?
–Estoy intentando localizar a una muchacha.
El corazón de Norman pareció detenerse. El silencio era absoluto. Sería terrible que
gritara.
–Se llama Crane –prosiguió el hombre–. Mary Crane. Y es de Fort Worth, Texas. Se
me ocurrió pensar que quizá se hubiera detenido aquí.
Norman ya no tenía ganas de gritar, sino de reír. Sintió que el corazón le volvía a
latir. Era fácil contestar.
–No –dijo–, No he tenido a nadie que se llame así.
–¿Está seguro?
–Completamente. No hay muchos viajeros en esta época, y tengo buena memoria
para recordar a mis clientes.
–Esa muchacha habría pasado por aquí hace cosa de una semana; digamos el sábado
por la noche o el domingo.
–No llegó nadie durante el fin de semana. Hacía mal tiempo por aquí.
–¿Está seguro? Esa muchacha, mujer, debería decir, tiene unos veintisiete años, mide
cinco pies, cinco pulgadas de estatura, pesa unas ciento veinte libras, tiene cabello oscuro
y ojos azules. Conduce un sedán Plymouth, modelo 1953, azul, con el guardabarros
delantero derecho abollado. La matrícula es...
Norman dejó de escuchar. ¿Por qué había dicho que no había llegado nadie? Aquel
hombre estaba describiendo a la muchacha; y lo hacía con todo detalle. Sin embargo, no
podría probar que hubiera estado allí, si Norman lo negaba. Y tendría que seguir negando.
–No; no creo poder serle de utilidad.
–¿No conviene esta descripción a nadie que haya pasado por aquí la semana pasada?
Es probable que esa mujer se inscribiera con nombre supuesto. Tal vez si me permite
examinar el registro de viajeros...
Norman apoyó la mano sobre el libro y negó con la cabeza.
–Lo siento, señor –dijo–. No puedo permitírselo.
–Quizá esto le haga cambiar de opinión.
El hombre se llevó la mano al bolsillo, y por un momento Norman se preguntó si iba
a ofrecer dinero. Sacó una cartera, pero no extrajo ningún billete de ella. Sin embargo, la
abrió y la dejó sobre el mostrador, para que Norman pudiera leer la credencial.
–Milton Arbogast –dijo el hombre–. Investigador de la Parity Mutual.
–¿Es usted detective? El hombre asintió.
–Estoy aquí por asuntos de mi profesión, Mr...
–Norman Bates.
–Mister Bates. Mi compañía quiere que localice a esa muchacha, y le agradeceré su
cooperación. Naturalmente, si no me permite que examine su libro de registro puedo
ponerme en contacto con las autoridades locales. Supongo que estará enterado de ello.
Norman no lo ignoraba, pero estaba seguro de una cosa: las autoridades locales no
debían husmear por allí. Vaciló, sin levantar la mano del libro.
–¿De qué se trata? –pregunt. ¿Qué ha hecho esa muchacha?
–Coche robado –repuso Mr. Arbogast.
–¡Oh!
Norman se sintió algo aliviado. Por un momento había temido que se tratara de algo
grave, que la muchacha hubiera huido de su casa o la buscara la policía por algún delito.
Pero si solo se trataba de un coche viejo como aquél...
–Está bien –dijo–. Examínelo. Solo quería asegurarme de que tenía motivo justificado
para hacerlo –añadió, levantando la mano del libro de registro.
–Ya ve que lo tengo.
Pero Mr. Arbogast no cogió el libro en seguida. Primero sacó un sobre del bolsillo y
lo dejó en el mostrador. Luego abrió el registro y recorrió la lista de firmas.
Norman vio cómo el dedo del investigador se movía y se detenía de repente.
–Si no recuerdo mal me dijo usted que no llegó nadie el sábado o el domingo
pasados.
–No recuerdo a nadie; es posible que vinieran una o dos personas, pero no hubo
mucha afluencia de viajeros.
–¿Y esta Jane Wilson, de San Antonio? Llegó el sábado por la noche.
–Pues... es cierto; tiene usted razón.
El corazón de Norman volvió a latir apresuradamente, y comprendió que había
cometido un error al fingir no reconocer la descripción de la muchacha, pero ya era
demasiado tarde para remediarlo. ¿Cómo podría explicarlo, sin que el detective entrara en
sospechas?
Arbogast no hablaba. Había colocado el sobre junto a la hoja del libro y comparaba la
letra. Por eso lo había sacado: era la letra de la muchacha.
–Es ella –dijo Arbogast por fin, mirándole fijamente–. La letra es idéntica.
–¿Está seguro?
–Lo bastante para sacar una fotocopia de esta hoja del libro, aunque necesite una
orden judicial para ello. Y no es lo único que puedo hacer, si no empieza usted a hablar y
me dice la verdad. ¿Por qué mintió al asegurar que no había visto a esa muchacha?
–No mentí. Simplemente, olvidé.
–Dijo que tenía buena memoria.
–Por regla general, pero...
–Pruébelo –interrumpiole Arbogast, encendiendo un cigarrillo–. Por si no lo sabe, el
robo de coches constituye un delito federal. Supongo que no querrá verse complicado
como cómplice.
–¿Cómplice? ¿Cómo puedo serlo? La muchacha llega, toma una habitación, pasa aquí
la noche y después se marcha. ¿Cómo puedo yo ser cómplice?
–Por no dar cuanta información posee. –Mr. Arbogast aspiró el humo de su
cigarrillo–. Vamos, hable. Usted vio a la muchacha. ¿Qué aspecto tenía?
–Supongo que el mismo que ha descrito usted. Llovía mucho cuando llegó. Yo estaba
ocupado. En realidad, no me fijé mucho en ella. Firmó en el registro, le di la llave y asunto
terminado.
–¿Dijo algo? ¿De qué hablaron?
–Supongo que del tiempo.
–¿Parecía inquieta? ¿Había algo en ella que la hiciera sospechosa?
–No, nada en absoluto. Me pareció una turista más.
–No le causó ninguna impresión, ¿eh? –observó Arbogast, al tiempo que aplastaba el
cigarrillo en el cenicero–. Por una parte, no hubo nada que la hiciera sospechosa a sus
ojos; y, por otra, tampoco le pareció muy simpática. Quiero decir que su vista no le
produjo ninguna emoción.
–No, es cierto.
Míster Arbogast se inclinó hacia adelante, tranquilamente.
–Entonces, ¿por qué intentó protegerla, fingiendo no recordar que había estado aquí?
–¡No fingí! Simplemente lo olvidé. –Norman sabía que había caído en una trampa,
pero no estaba dispuesto a comprometerse más–. ¿Qué intenta insinuar? ¿Cree que yo a
ayudé a robar el coche?
–Nadie le acusa de nada, Mr. Bates. Pero necesito cuanta información pueda obtener.
¿Dice que llegó sola?
–Llegó sola, tomó una habitación y marchó al día siguiente, por la mañana.
Probablemente está a mil millas de aquí.
–Probablemente –asintió Arbogast, sonriendo–. Pero no vayamos tan de prisa.
¿Marchó sola? ¿A qué hora cree usted que partió?
–No lo sé. El domingo por la mañana yo estaba durmiendo en la casa.
–Entonces no puede usted asegurar que estuviera sola cuando marchó.
–No puedo probarlo, si se refiere usted a eso.
–¿Y por la noche? ¿Recibió alguna visita?
–No.
–¿Está seguro?
–Sí.
–¿La vio alguien aquí, aquella noche?
–Era mi única clienta.
–¿Fue usted la única persona del parador que estuvo aquí?
–Eso es.
–¿Permaneció en su habitación?
–Sí.
–¿Toda la noche? ¿No hizo ninguna llamada telefónica?
–No.
–Por tanto, usted es la única persona que sabía que estaba aquí.
–Ya se lo he dicho.
–¿Y la señora anciana? ¿La vio ella?
–¿Qué señora anciana?
–La que está en la casa detrás del parador.
El corazón de Norman parecía querer salírsele del pecho.
–No hay ninguna señora anciana –empezó a decir. Pero Arbogast continuaba
hablando:
–La vi mirar por la ventana, cuando llegué. ¿Quién es?
–Mi madre.
Tuvo que admitirlo. No había salida alguna.
–Está muy débil. Nunca viene aquí, ya.
–¿Entonces no vio a la muchacha?
–No. Está enferma. Permaneció en su habitación mientras cenábamos.
Se dio cuenta demasiado tarde de lo que había dicho. Porque Arbogast había
formulado sus preguntas demasiado de prisa, para confundirle, y cuando mencionó a su
madre, pilló a Norman desprevenido. Solo había pensado en protegerla a ella, y entonces...
Arbogast no hablaba ya en tono indiferente.
–¿Cenó con Mary Crane, en la casa?
–Solo café y bocadillos. Creí... creí habérselo dicho antes. No fue nada. Me preguntó
dónde podría cenar, y yo le dije que en Fairvale, pero como está a casi veinte millas de
aquí y llovía, la llevé a la casa conmigo. Eso es todo.
–¿De qué hablaron?
–De nada. Ya le he dicho que mi madre está enferma, y no quería molestarla. Ha
estado enferma toda la semana. Supongo que la preocupación por su enfermedad me hizo
olvidar algunas cosas. Como esta muchacha, por ejemplo, y la cena. Lo olvidé,
sencillamente.
–¿Ha olvidado alguna otra cosa? Que usted y la muchacha regresaran aquí y se
divirtieran juntos, por ejemplo.
–¡No! ¡Le aseguro que no! ¿Cómo puede insinuar semejante cosa? No... No quiero
hablar con usted. Le he dicho ya cuanto quería saber. Ahora, lárguese.
–Está bien –repuso Arbogast, bajando el ala del sombrero–. Me iré. Pero primero
quiero hablar con su madre. Es posible que ella viera algo que usted haya olvidado.
–Le repito que ni siquiera vio a la muchacha. –Norman salió de detrás del
mostrador–. Además, no puede hablarle. Está muy enferma. –Su corazón parecía a punto
de estallar–. Se lo prohíbo.
–En ese caso, regresaré con un mandamiento judicial. Intentaba asustarle; estaba
seguro de ello.
–¡Es una ridiculez! Nadie se lo entregará. ¿Quién creerá que yo quería robar un coche
viejo? Míster Arbogast encendió otro cigarrillo y arrojó el fósforo al cenicero.
–Me parece que no comprende usted –dijo suavemente–. En realidad, no se trata del
coche. Esa muchacha, Mary Crane, robó cuarenta mil dólares en efectivo a una empresa
de compraventa de fincas, en Fort Worth.
–¿Cuarenta mil...?
–Eso es. Y desapareció de la ciudad con el dinero. Supongo que ahora comprenderá
que el asunto es grave. Por esto es importante cuanto pueda averiguar, y por esto insisto
también en hablar con su madre, tanto si me lo permite como si me lo prohíbe.
–Ya le he dicho que no sabe nada; que está enferma y que ni tan siquiera vio a la
muchacha.
–Le prometo no decir nada que pueda inquietarla –ofreció Arbogast–. Pero si prefiere
usted que vuelva con el sheriff y un mandamiento judicial...
–No. –Norman meneó la cabeza apresuradamente–. No debe hacerlo. Vaciló, aunque
no podía hacerlo. Cuarenta mil dólares.
¡Claro que hacía preguntas! Claro que le sería fácil obtener un mandamiento judicial.
De nada serviría hacer una escena. No había ninguna salida.
–Está bien –dijo Norman–. Puede hablarle. Pero deje que vaya yo primero a la casa,
para prevenirla de su llegada. No quiero que su presencia pueda excitarla. –Se dirigió
hacia la puerta–. No se mueva de aquí, por si llega alguien.
–Okay –asintió Arbogast.
Y Norman salió rápidamente.
Le pareció que nunca llegaría a la casa. Abrió la puerta, subió las escaleras, se dirigió
a la habitación de su madre e intentó hablarle tranquilamente, pero cuando la vio sentada
junto a la ventana no pudo contenerse. Se estremeció, los sollozos le sacudieron, y
apoyando la cabeza en su regazo, se lo contó.
–Está bien –dijo su madre, sin aparecer sorprendida–. Nos ocuparemos de esto. Yo
me encargo de la situación.
–Si hablaras con él tan sólo un minuto, madre, y le dijeras que no sabes nada, se iría.
–Pero volvería. Cuarenta mil dólares son muchos dólares. ¿Por qué no me lo dijiste?
–No lo sabía. ¡Te juro que no lo sabía!
–Te creo, pero él no te creerá. Ni a ti ni a mí. Probablemente piensa que estamos
todos complicados en este asunto. O que le hicimos algo a la muchacha, a causa del
dinero. ¿No lo comprendes?
–Madre... –cerró los ojos; no podía mirarla–. ¿Qué harás?
–Vestirme. Hemos de estar preparados para recibirle, ¿no te parece? Llevaré algunas
cosas al cuarto de baño. Vuelve y dile a ese Mr. Arbogast que venga.
–No puedo. No le traeré aquí si vas a...
No podía moverse. Estaba como paralizado. Quería desmayarse, pero ni siquiera
aquello impediría lo que iba a suceder.
Míster Arbogast se cansaría pronto de esperar. Se dirigiría hacia la casa solo, llamaría
a la puerta, abriría y entraría, y entonces...
–¡Escúchame, madre, por favor!
Pero ella no le escuchó. Estaba en el cuarto de baño, vistiéndose, maquillándose,
preparándose.
Preparándose.
E inmediatamente salió, ligera, llevando el bonito vestido con los frunces. Su cara
estaba recién empolvada y pintada, estaba bonita y sonrió al empezar a bajar las escaleras.
Antes de que llegara abajo, se oyó una llamada a la puerta.
Míster Arbogast estaba allí. Norman quería gritar y prevenirle, pero algo pareció
agarrotarle la garganta. Solo podía oír a su madre, mientras gritaba alegremente:
–¡Ya voy! ¡Ya voy! ¡Un momento! Y fue solo un momento.
Su madre abrió la puerta y Mr. Arbogast entró. La miró y abrió la boca para decir
algo. Y al hacerlo levantó la cabeza. Era cuanto su madre estaba esperando. Alargó el
brazo y algo brillante se movió, una, dos veces...
Un brillo que hirió la vista de Norman. No quería mirar; no tenía necesidad de
hacerlo. Sabía ya.
Su madre había encontrado la navaja...
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
Sam y Lila estaban sentados en la trastienda, esperando la llegada de Arbogast. Pero
sólo oían los sonidos de la noche del sábado.
–En una población como ésta es fácil reconocer la noche del sábado –comentó Sam–.
Los ruidos son distintos. El tránsito, por ejemplo; hay más y es más rápido. Y eso se debe
a que esa noche los padres dejan el coche a sus hijos.
»Llegan los campesinos con sus automóviles viejos, para ir al cine, y los mozos de
labranza se apresuran a ir a la taberna. También la gente camina de forma distinta. Los
pasos son más rápidos, los niños corren. El sábado se acuestan tarde; no tienen deberes
escolares. –Se encogió de hombros–. Naturalmente, supongo que cualquier noche en Fort
Worth es más ruidosa que ésta.
–Supongo que sí –repuso Lila–. ¿Por qué no llega Arbogast, Sam? –preguntó
seguidamente–. Ya son casi las nueve de la noche.
–Debes tener apetito.
–No es eso. Pero, ¿por qué no llega?
–Tal vez haya averiguado algo importante.
–Por lo menos podría telefonear. Sabe lo preocupados que estamos.
–Tengamos un poco más de paciencia.
–¡Estoy cansada de esperar!
Lila se puso en pie y dio unos pasos por la estrecha habitación.
–No debí haber esperado ni un solo momento –prosiguió–, sin haber ido directamente
a la policía. «¡Espere, espere, espere!» Solo he oído esta palabra toda la semana. Primero
Mr. Lowery, después Arbogast y ahora tú. Solo piensas en el dinero y no en mi hermana.
A nadie le importa lo que pueda sucederle a Mary, a nadie, excepto a mí.
–Esto no es cierto. Ya conoces mis sentimientos por ella.
–Entonces, ¿cómo puedes soportarlo? ¿Por qué no haces algo? ¿Qué clase de hombre
eres, que puedes permanecer sentado aquí, tranquilamente, en estos momentos?
Lila cogió su bolso y pasó rápidamente junto a Sam.
–¿Dónde vas? –preguntó él.
–A ver al sheriff.
–Será más fácil telefonearle. Después de todo, hemos de estar aquí cuando Arbogast
llegue.
–Si llega. Quizá haya averiguado algo y no tenga intención de volver aquí. Se
observaba cierto histerismo en la voz de Lila.
Sam la cogió del brazo.
–Siéntate –le dijo–. Telefonearé al sheriff.
La muchacha no intentó seguirle cuando salió a la tienda para telefonear.
–Uno, seis, dos, por favor –pidió después de descolgar el audífono–. ¿La oficina del
sheriff? Aquí
Sam Loomis, de la ferretería. Quisiera hablar con el sheriff Chambers.
–...
–¿Cómo? No, no me había enterado. ¿Dónde dice? ¿En Fulton?
–...
–¿Cuándo supone que regresará?
–...
–Ya veo. No, no; no es nada. Solo quiero hablar con él. Si llega antes de la
medianoche, haga el favor de pedirle que me llame a la tienda. No me moveré de aquí. Y
muchas gracias.
Sam colgó y volvió a la trastienda.
–¿Qué ha dicho?
–No estaba. –Sam le contó la conversación, sin dejar de observar la cara de la
muchacha–. Parece que han cometido un robo en el banco de Fulton, esta noche.
Chambers y la patrulla de carreteras han cortado todas las vías de comunicación. Hablé
con el viejo Petersen; no había nadie más en la oficina del sheriff. Hay dos agentes
patrullando por las calles, pero no nos servirían de nada.
–¿Qué piensas hacer ahora?
–Esperar, naturalmente. No creo que podamos hablar al sheriff antes de mañana por
la mañana.
–A ti no te importa lo que pueda sucederle a...
–Claro que me importa –la interrumpió Sam bruscamente–. ¿Te sentirías más
tranquila si llamara al parador, para averiguar qué retiene a Arbogast?
Ella asintió.
Sam volvió a la tienda. Esta vez Lila le siguió y esperó mientras él pedía la
información necesaria a la telefonista. Por fin la operaria consiguió localizar el nombre –
Norman Bates– y encontrar el número. Sam esperó mientras la telefonista establecía la
comunicación.
–Es curioso –observó al cabo de unos segundos–. No contesta nadie.
–Entonces, voy a ir allí.
–No, no irás –dijo Sam con firmeza, poniéndole una mano en el hombro–. Iré yo.
Quédate aquí, por si aparece Arbogast.
–¿Qué puede haber sucedido, Sam?
–Te lo diré cuando regrese. Ahora, tranquilízate. No tardaré más de tres cuartos de
hora en regresar.
Pero estuvo menos rato, porque condujo muy de prisa. Exactamente cuarenta y dos
minutos después abrió la puerta de la tienda. Lila le estaba esperando.
–¿Qué has averiguado? –preguntó.
–Nada. El lugar estaba cerrado. No había ninguna luz en el despacho, ni en la casa
que hay detrás del parador. Aporreé la puerta durante cinco minutos, pero no me contestó
nadie. El garaje contiguo a la casa estaba abierto y vacío. Parece que Bates pasa la noche
fuera.
–¿Y Mr. Arbogast?
–Su coche no estaba allí. Sólo había dos: uno con matrícula de Alabama y el otro de
Illinois.
–¿Dónde puede...?
–Supongo que Arbogast averiguó algo, importante tal vez –repuso Sam–, es posible
que él y Bates hayan marchado juntos. Seguramente por eso no tenemos noticias.
–No puedo resistir más esta incertidumbre. ¡Tengo que saber!
–También tienes que comer –dijo Sam, mostrándole una abultada bolsa de papel–. He
traído bocadillos y café. Vayamos a la trastienda.
Habían dado ya las once cuando acabaron de cenar.
–¿Por qué no vas al hotel a dormir? –Observó Sam–. Si hay alguna llamada o sé algo,
te telefonearé en seguida. De nada servirá que permanezcamos los dos en vela.
–Pero...
–Hazme caso. Estoy seguro de que Arbogast ha localizado a Mary y que por la
mañana tendremos buenas noticias.
Pero el domingo por la mañana no hubo buenas noticias. A las nueve, Lila llamaba a
la puerta de la ferretería.
–¿Alguna noticia? –preguntó. Y cuando Sam meneó la cabeza, Lila frunció el ceño–.
Pues yo he averiguado algo. Arbogast dejó su habitación en el hotel, ayer por la mañana,
antes de empezar sus investigaciones.
Sam no dijo nada. Cogió el sombrero y salieron de la tienda.
Las calles de Fairvale estaban desiertas el domingo por la mañana. El juzgado se
hallaba situado en una plaza contigua a Main Street, y estaba rodeado de césped. Frente a
una de sus fachadas laterales había un monumento conmemorativo de la guerra civil, y
ante los otros tres, un mortero de la guerra hispano–americana, un cañón de la primera
guerra mundial y un monolito de granito, respectivamente, con los nombres de doce
ciudadanos de Fairvale, muertos en la segunda guerra mundial. Los bancos que bordeaban
el césped estaban desiertos a aquella hora de la mañana.
El juzgado aparecía certado. La oficina del sheriff se hallaba situada en el anexo, y su
puerta lateral estaba abierta. Sam y Lila entraron, subieron las escaleras y recorrieron el
pasillo hasta la oficina.
El viejo Petersen estaba solo en el despacho exterior.
–Buenos días, Sam.
–Buenos días, Mr. Petersen. ¿Está el sheriff?
–No. ¿Te has enterado de lo sucedido? Los que asaltaron el banco se abrieron paso en
el bloqueo establecido en la carretera en Parnassus. El F. B. I. les persigue. Se ha dado la
alerta.
–¿Dónde está el sheriff?
–Regresó muy tarde anoche..., quiero decir, esta madrugada.
–¿Le dio mi recado? El viejo vaciló.
–Pues... olvidé hacerlo. Con toda aquella agitación... –Se secó la boca–. Claro que
pensaba hacerlo hoy, cuando venga aquí.
–¿A qué hora será...?
–Supongo que después de comer. El domingo por la mañana va a la iglesia.
–¿A cuál?
–A la Baptista.
–Gracias.
–No estarás pensando...
Sam se volvió sin contestar. Lila caminaba rápidamente a su lado.
–¿Qué clase de pueblo es éste? –preguntó la muchacha–. Asaltan un banco y el sheriff
está en la iglesia, quizá rezando para que alguien detenga a los atracadores por él.
Sam no contestó. Cuando llegaron a la calle, Lila se encaró de nuevo con él.
–¿Qué haremos ahora?
–Ir a la iglesia Baptista, naturalmente.
Pero no tuvieron necesidad de interrumpir los rezos del sheriff Chambers. Cuando se
acercaron al templo, la gente ya empezaba a salir. El servicio religioso había terminado.
–Ahí está –murmuró Sam–. Vamos.
Se aproximaron a una pareja, que se hallaba parada cerca de la acera. La mujer era
baja e insignificante; el hombre, alto, de anchos hombros y vientre algo prominente.
Vestía traje de sarga azul y su cuello rojizo se movía, como si estuviera protestando por la
opresión a que le tenía sometido el almidonado cuello de la camisa.
–Un momento, sheriff –dijo Sam–. Quisiera hablar con usted.
–¡Hola, Sam! ¿Cómo estás? –El sheriff alargó una mano rojiza–. Mamá, ya conoces
a Sam Loomis.
–Quiero presentarles a Lila Crane. Miss Crane está aquí de visita. Es de Fort Worth.
–Tengo mucho gusto en conocerla. ¿No es usted la muchacha de quien siempre habla
Sam? Jamás nos dijo que fuera tan bonita.
–Está usted pensando en mi hermana –dijo Lila–. Es precisamente de ella de quien
queremos hablar con usted.
–¿Podríamos ir a su oficina durante un momento? – preguntó Sam–. Entonces
podremos explicarle la situación.
–Naturalmente –repuso Jud Chambers. Se volvió hacia su esposa–. ¿Por qué no coges
el coche y vas a casa, mamá? No tardaré en llegar.
Pero tardó. Cuando estuvieron en la oficina de Chambers, Sam contó la historia.
Incluso sin interrupciones hubiera tardado veinte minutos en relatarla. Y el sheriff le
interrumpió con frecuencia.
–Vamos a ver –observó, cuando Sam finalizó el relato–. ¿Por qué no se presentó a mí
ese tal Arbogast?
–Ya se lo he explicado. Esperaba no tener que recurrir a las autoridades. Quería
encontrar a miss Crane y recobrar el dinero, sin que se produjera ninguna clase de
publicidad para la Lowery Agency.
–¿Y dices que os mostró sus credenciales?
–Sí –contestó Lila–. Tenía licencia de investigador para una compañía de seguros. Y
siguió las huellas de mi hermana hasta ese parador. Estamos muy preocupados porque no
ha regresado. Y dijo que lo haría.
–¿Y no estaba en el parador cuando tú fuiste? –le preguntó a Sam.
–No había nadie, sheriff.
–Es curioso, muy curioso. Conozco a ese Bates, el propietario. Está siempre allí. Muy
de tarde en tarde lo abandona una hora para venir a Fairvale. ¿Has intentado llamarle esta
mañana? ¿Quieres que lo haga yo ahora? Quizá estaba profundamente dormido cuando tú
llegaste allí anoche.
Cogió el teléfono.
–No mencione el dinero –sugirió Sam–. Pregúntele por Arbogast, y a ver qué le dice.
El sheriff asintió.
–Déjamelo a mí –murmuró–. Sé cómo se hacen estas cosas. Efectuó la llamada y
esperó.
–¡Hola! ¿Bates? Aquí el sheriff Chambers... Eso es. Necesito cierta información.
Alguien está intentando localizar a un individuo llamado Arbogast, Milton Arbogast, de
Fort Worth. Es investigador o algo por el estilo, de una compañía llamada Parity Mutual.
»¿Cómo? ¿Cuándo fue? Ya comprendo. ¿Qué dijo? No tema, puede contármelo. Ya
estoy informado. Sí...
»¿Cómo, cómo? Sí... Sí. Y luego marchó, ¿eh? ¿Dijo adónde iba? ¿Eso cree usted?
¡Ajá! No; eso es todo.
»No; no pasa nada. Pensé que podía haberse hospedado ahí. Por cierto, ¿cree que
pudo volver ahí, por la noche? ¿A qué hora se acuesta usted, generalmente? Ya veo. Creo
que eso es todo. Gracias por la información, Bates.
Colgó, y se volvió hacia Lila y Sam.
–Parece que vuestro hombre marchó hacia Chicago –dijo.
–¿Chicago?
El sheriff Chambers asintió.
–Sí. Fue donde la muchacha dijo que se dirigía. Su amigo Arbogast me parece un
investigador muy hábil.
–¿Qué quiere decir? ¿Qué le ha contado Bates? Lila se inclinó hacia adelante.
–Lo mismo que Arbogast, cuando os llamó desde el parador: su hermana estuvo allí
el sábado pasado, pero no se inscribió con su nombre verdadero, sino con el de Jane
Wilson, de San Antonio. Dijo que se dirigía hacia Chicago.
–Entonces, no era Mary. Mi hermana no conoce a nadie en Chicago; ni siquiera ha
estado nunca allí.
–Según dice Bates, Arbogast estaba seguro de que se trataba de ella. Incluso
comprobó la letra.
Todo encajaba: su descripción, el coche... Además dice Bates que cuando Arbogast
oyó la palabra
Chicago, partió como una exhalación.
–Eso es ridículo. Ella le lleva una semana de ventaja, y eso en el supuesto de que
fuera a
Chicago. Además, Arbogast nunca la encontraría allí.
–Quizá sabía dónde buscar. Acaso no os dijo todo cuanto averiguó de su hermana y
sus planes.
–¿Qué más podía saber, que no supiéramos nosotros?
–Con esos investigadores nunca se sabe. Quizá tenía alguna idea de lo que su
hermana se proponía. En caso de encontrarlo y recobrar el dinero, tal vez no le interese
mucho volver a su empleo en la compañía.
–¿Está intentando decir que Arbogast es un ratero?
–Solo digo que cuarenta mil dólares en efectivo representan una bonita suma. Y el
hecho de que Arbogast no haya regresado, significa que había planeado algo. –El sheriff
asintió con la cabeza–. En mi opinión, lo tenía todo calculado. De lo contrario, ¿por qué
no acudió a mí, en busca de ayuda?
¿Dice que ayer por la mañana se había despedido del hotel?
–Un momento, sheriff –dijo Sam–. Sus conclusiones no tienen más fundamento que
lo que Bates le ha dicho por teléfono. ¿Y si Bates ha mentido?
–¿Por qué había de mentir? Habló francamente. Dijo que la muchacha estuvo allí, y
que también
Arbogast estuvo en el parador.
–¿Dónde estaba, pues, anoche, cuando yo fui allí?
–Se hallaba profundamente dormido, como yo había supuesto –repuso el sheriff–.
Oye, Sam; conozco a ese Bates. Es algo extraño, y no muy inteligente; por lo menos, es lo
que siempre me ha parecido. Pero no es hombre capaz de hacer una trastada. ¿Por qué no
habría de creerle, sobre todo ahora que sé que Arbogast mentía?
–¿Que Arbogast mentía?
–Me has contado lo que te dijo cuando llamó anoche, desde el parador. Intentaba
ganar tiempo. Debía estar enterado de lo de Chicago, y quería tranquilizaros, para coger la
mayor ventaja posible. Por eso mintió.
–No comprendo, sheriff. ¿En qué mintió?
–Cuando dijo que iba a hablar con la madre de Norman Bates. Norman Bates no tiene
madre.
–¿No tiene madre?
–Murió hace veinte años –dijo el sheriff Chambers–. Fue un escándalo muy grande;
pero tú no debes recordarlo; eras muy joven, entonces. Ella construyó el parador con un
individuo llamado Joe Considine. Era viuda y se decía que ella y Considine eran... –El
sheriff hizo un gesto ambiguo con la mano, mirando a Lila–. De todas formas, no se
casaron. Algo debió ir mal; quizá ella esperaba algo, o Considine tuviera esposa en otra
parte. Lo cierto es que una noche se envenenaron ambos con estricnina. Su hijo, Norman
Bates, los encontró. Supongo que debió causarle una gran impresión. Recuerdo que tuvo
que pasar dos meses en el hospital. Ni siquiera fue al entierro; pero yo sí. Por eso estoy
seguro de que su madre está muerta. Ayudé a llevar su ataúd.
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
Por un momento Sam confió en que aquel súbito trueno apagara el sonido del coche
al ponerse en marcha. Entonces observó que Norman estaba en pie al extremo del
mostrador, desde donde alcanzaba a ver un amplio sector de la carretera. Por lo tanto, no
tenía por qué intentar ocultar la partida de Lila.
–¿Le importa que le haga compañía unos minutos? –preguntó–. Mi esposa va a la
ciudad. Se le han acabado los cigarrillos.
–Antes teníamos una máquina automática para expenderlos –repuso Bates–, pero se
vendía poco y la quitaron.
Miró hacia afuera, y 5am adivinó que estaba contemplando el coche al salir a la
carretera.
–Lástima que tenga que ir tan lejos –prosiguió–. Dentro de unos minutos lloverá a
cántaros.
–¿Suele llover mucho por aquí? –preguntó Sam, sentándose en el brazo de un
destartalado sofá.
–Bastante –repuso Bates–. Pasan muchas cosas por aquí.
¿Qué significaba aquella observación? Sam le miró. Tras las gafas, los ojos del
hombre parecían vacíos. De pronto, Sam percibió el delator aroma del licor y vio, al
mismo tiempo, la botella en un extremo del mostrador. Bates estaba algo bebido, lo
suficiente para inmovilizar su expresión, pero no lo bastante para afectar a su percepción.
Vio cómo Sam miraba la botella de whisky.
–¿Quiere un trago? –preguntó–. Iba a tomar uno cuando usted entró. Sam vaciló.
–Pues...
–Le buscaré un vaso. Debe haber alguno por aquí. –Miró bajo el mostrador y sacó
uno–. Generalmente no los utilizo, y tampoco suelo beber cuando estoy en el parador.
Pero con la lluvia y la humedad, un poco de licor siempre sienta bien, especialmente
cuando se sufre de reumatismo, como yo.
Escanció whisky en el vaso y lo empujó hacia Sam, el cual se levantó y lo cogió.
–Además, no vendrá nadie con esta lluvia. ¡Fíjese cómo diluvia!
Sam se volvió. Llovía a cántaros. Y oscurecía también, pero Bates no hizo ademán de
encender ninguna luz.
–Beba y siéntese –dijo Bates–. No se preocupe por mí. Me gusta estar de pie.
Sam volvió al sofá. Consultó el reloj. Hacía unos ocho minutos que Lila había
partido. Incluso con aquella lluvia podía llegar a Fairvale en menos de veinte; luego diez
minutos para buscar al sheriff, y veinte más para regresar. ¿De qué hablaría con Bates
durante todo ese tiempo?
Sam levantó el vaso. Bates bebía de la botella.
–Debe sentirse muy solo aquí, a veces –observó Sam.
–Sí –repuso Bates, dejando la botella en el mostrador–. Muy solo.
–Aunque también debe ser interesante. Estoy seguro de que en un sitio como éste se
debe conocer a toda clase de gente.
–Vienen y se van. No les presto mucha atención.
–¿Hace mucho tiempo que está aquí?
–Más de veinte años, y a cargo del parador. Siempre he vivido en este lugar.
–¿Y cuida usted solo del negocio?
–Eso es. –Bates se apartó del mostrador, con la botella en la mano–. Permítame que le
sirva más.
–No debiera beber.
–Uno más no le hará daño. No se lo diré a su esposa –añadió, riendo–. Además, no
me gusta beber solo.
Vertió licor en el vaso de Sam, y regresó después tras el mostrador.
Sam se apoyó en el respaldo del sofá. La cara del hombre solo era una sombra gris en
la creciente oscuridad. Volvió a tronar, pero no hubo relámpago.
Tras un breve silencio, Sam recordó que tenía que seguir hablando.
–Tenía usted razón. Ahora llueve mucho.
–Me gusta el sonido de la lluvia –repuso Bates–, sobre todo cuando cae con tanta
fuerza. Es excitante.
–Jamás pensé en ello de esa forma. Supongo que no le vendrá mal un poco de
excitación.
–¡Psé! A veces tenemos bastante.
–¿Tenemos? Creí haber entendido que vivía solo.
–Dije que llevaba el negocio solo. Pero nos pertenece a ambos, a mi madre y a mí. A
Sam casi se le atragantó el whisky.
–No sabía...
–Claro que no. Nadie lo sabe, porque siempre está en la casa. Tiene que permanecer
allí. Mucha gente cree que ha muerto, ¿sabe?
La voz era reposada. Sam no podía ver el rostro de Bates en aquella penumbra, pero
sabía que también su expresión era reposada.
–En realidad, también aquí hay motivos de excitación. Como la hubo hace veinte
años, cuando mi madre y el tío Joe Considine bebieron el veneno. Llamé al sheriff y él les
encontró. Mi madre dejó una nota, explicándolo todo. Se celebró una encuesta, pero yo no
asistí a ella; estaba enfermo, muy enfermo. Me llevaron al hospital, donde permanecí
mucho tiempo, casi demasiado para que me sirviera de algo al salir. Pero me las arreglé.
–¿Se las arregló?
Bates no contestó, pero Sam oyó el gorgoteo de la botella.
–Deje que le sirva otro trago –dijo Bates.
–Todavía no.
–Insisto en ello.
Bates salía ya de detrás del mostrador, y su cuerpo se cernió sobre Sam. Intentó coger
su vaso.
–Primero cuénteme el resto –dijo Sam, echándose hacia atrás. Bates se detuvo.
–Sí. Traje a mi madre a casa. Fue muy excitante ir al cementerio por la noche y abrir
la tumba. Llevaba tanto tiempo encerrada en aquel ataúd, que al principio creí que estaba
de verdad muerta. Pero no lo estaba, desde luego. No podía estarlo, pues, de lo contrario,
no hubiese comunicado conmigo mientras yo me encontraba en el hospital. Estaba en
trance, lo que llamamos animación suspendida. Sabía cómo revivirla. Hay formas de
hacerlo, aunque algunos lo llamen magia. No hace muchos años que la gente decía que la
electricidad era magia, cuando es una fuerza que puede ser dominada, si se conoce su
secreto. La vida es una fuerza, también, y, como la electricidad, puede apagársela y
encendérsela. Yo la apagué y sabía cómo encenderla. ¿Me comprende?
–Sí. Es muy interesante.
–Pensé que se sentiría interesado. Usted y la joven. En realidad, no es su esposa,
¿verdad?
–¿Cómo?
–Sé más de lo que usted imagina; en realidad, sé más que usted mismo.
–¿Está seguro de que se siente bien, Mr. Bates? Quiero decir...
–Sé lo que quiere decir. Imagina que estoy borracho, ¿no? Pero no lo estaba cuando
ustedes llegaron, ni tampoco cuando encontraron el pendiente y usted le dijo a la joven
que fuera a buscar al sheriff.
–Yo...
–No se mueva. Yo no estoy alarmado, y lo estaría si algo fuera mal. Pero todo está
bien. ¿Le diría todo esto si algo fuera mal? –Bates hizo una pausa–. No; esperé hasta que
usted entró; esperé hasta que la vi a ella tomar por la carretera; esperé hasta que la vi
detenerse.
–¿Detenerse?
Sam intentó encontrar su cara en la oscuridad. Pero solo podía oír su voz.
–Sí. No creía usted que ella iba a detener el coche, ¿eh? Creía que iría directamente
en busca del sheriff, como usted le encargó. Pero ella tiene opiniones propias. ¿Recuerda
lo que quería hacer? Registrar la casa. Y es allí donde está ahora.
–¡Déjeme salir de aquí!
–Naturalmente. No se lo impido. Solo pensé que quizá le gustaría tomar otro trago,
mientras le contaba lo demás sobre mi madre. Pensé que le gustaría saberlo, a causa de la
muchacha. Ahora debe estar con ella.
–¡Apártese de mi camino!
Sam se puso en pie rápidamente y la borrosa sombra retrocedió.
–Entonces, ¿no quiere otro trago? –La voz de Bates sonó petulante sobre su hombro–.
Muy bien. Como usted quie...
El resto de la frase se perdió en el trueno y el trueno se perdió en la oscuridad, cuando
Sam sintió que la botella estallaba en su cráneo. Entonces, la voz, el trueno, la explosión y
el propio Sam desaparecieron en la noche.
* * *
Aún era de noche, pero alguien le sacudía repetidamente; le sacudía para sacarle de la
noche y llevarle a aquella habitación en la que brillaba la luz, hiriéndole los ojos y
haciéndole parpadear. Pero podía sentir ya Sam y sintió que los brazos de alguien le
levantaba, pareciéndole, de momento, que la cabeza iba a caérsele. Luego fue solo un
dolor en las sienes, y pudo abrir los ojos y ver al sheriff Chambers.
Sam estaba sentado en el suelo, junto al sofá, y Chambers le miraba. Sam abrió la
boca.
–Gracias a Dios –dijo–. Por lo que veo, mentía acerca de Lila, y fue en busca de
usted. El sheríff no parecía escucharle.
–Recibí una llamada del hotel, hace una media hora. Estaban intentando localizar a su
amigo Arbogast. Parece que pagó su cuenta, pero no se llevó las maletas. Las dejó abajo el
sábado por la mañana, diciendo que regresaría a buscarlas, pero no ha dado señales de
vida. Eso me hizo pensar y entonces intenté ponerme en contacto contigo. Tuve la
corazonada de que tal vez vinierais aquí, y tuvisteis suerte de que lo creyera así.
–¿Entonces Lila no fue a buscarle?
Sam intentó ponerse en pie. La cabeza parecía a punto de estallar.
–Vamos, cálmate. –El sheriff le obligó a permanecer echado–. No; no la he visto.
Espera. Pero esa vez Sam logró ponerse en pie, tambaleándose.
–¿Qué ha sucedido aquí? –preguntó el sheriff–. ¿Dónde está Bates?
–Debe haber ido a la casa, después de golpearme con la botella –repuso Sam–. Allí
están ahora, él y su madre.
–Pero ella murió.
–No, no murió –murmuró Sam–. Vive, y están en la casa con Lila.
–Vamos.
Chambers salió rápidamente a la lluvia. Sam le siguió por el resbaladizo paso,
jadeando al empezar a subir la empinada cuesta que llevaba a la casa.
–¿Estás seguro? –preguntó Chambers, por encima del hombro–. No hay luz.
–Sí, estoy seguro –repuso.
El trueno rugió súbita y secamente. El otro sonido fue más débil y mucho más agudo.
Pero ambos lo oyeron, y también lo reconocieron.
Lila estaba gritando.
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
Se necesitó casi una semana para sacar los automóviles y los cadáveres del pantano,
utilizando una draga y una grúa, pero por fin lo consiguieron. También se encontró el
dinero, en el compartimiento de los guantes. Era curioso que ni uno solo de los billetes
presentara la más pequeña mancha de lodo.
Casi al mismo tiempo que las cuadrillas de obreros acababan su trabajo en el pantano,
los asaltantes del banco de Fulton fueron capturados en Oklahoma, pero esa noticia
mereció menos de media columna en el Weekly Herald, de Fairvale, cuya primera página
estaba dedicada por entero al caso Bates. Las agencias de noticias A.P. y U.P. se hicieron
eco de ella sin pérdida de tiempo, dedicándole también algún espacio la televisión.
Algunos periodistas lo compararon con el caso Gein, apasionante suceso ocurrido unos
años antes. Y escribieron extensamente sobre la «casa del horror» e intentaron probar que
Norman Bates había estado asesinando clientes en su parador durante varios años.
Exigieron una completa investigación de todos los casos de personas desaparecidas en
aquel sector durante los últimos veinte años, y pidieron, asimismo, que el pantano fuera
desecado, para averiguar si contenía más cadáveres.
Pero, naturalmente, no eran los periodistas quienes habían de sufragar los gastos de
semejante proyecto.
El sheriff Chambers concedió diversas entrevistas a los periodistas, algunas de las
cuales fueron reproducidas al pie de la letra, acompañadas de fotografías dos de ellas,
prometiendo la más completa investigación del caso. El fiscal del distrito exigía un rápido
juicio (las elecciones debían celebrarse en octubre), y no hizo nada para contradecir los
rumores orales y escritos que acusaban a Norman Bates de canibalismo, satanismo, incesto
y necrofilia.
En realidad, ni siquiera habla interrogado a Bates, temporalmente sometido a
observación en el hospital del Estado.
Tampoco habían hablado con él los propaladores de rumores, aunque eso no les
impedía murmurar. Y aún no había transcurrido una semana cuando ya toda la población
de Fairvale, para no mencionar el resto del condado, parecía haber conocido íntima y
personalmente a Norman Bates. Algunos habían «ido a la escuela con él, cuando era
muchacho», e incluso entonces habían «observado algo raro en su modo de comportarse».
No faltaban quienes recordaran a su madre y a Joe Considine, e intentaran demostrar que
«sabían que habla algo sospechoso cuando se dijo que se habían suicidado de aquella
manera», pero las murmuraciones de sucesos acaecidos veinte años antes resultaban
rancias en comparación con las recientes revelaciones.
Naturalmente, el parador estaba cerrado; lo cual era una lástima, pues eran muchos
los que hubieran deseado visitarlo. Y no es arriesgado suponer que un importante tanto por
ciento de esos morbosos curiosos hubiera tomado gustosamente habitación en él. Pero los
agentes de la policía estatal cerraban el paso a cuantos pretendían acercarse al edificio.
Incluso Bob Summerfield pudo informar a Sam de un notable incremento en las
ventas en la ferretería. Todos querían hablar con Sam, pero éste pasó parte de la siguiente
semana en Fort Worth, con Lila, y luego visitó el hospital del Estado, donde tres siquiatras
examinaban a Norman Bates.
Solo al cabo de unos diez días pudo obtener por fin el diagnóstico definitivo
formulado por el Dr. Nicholas Steiner, quien estaba oficialmente encargado de la
observación médica. Y Sam transmitió los resultados de su entrevista con el médico a
Lila, cuando llegó a Fort Worth el fin de semana. Al principio, se mostraba reacio a
hacerlo, pero ella insistió en conocer todos los detalles.
–Probablemente, jamás sabremos lo que sucedió –dijo Sam–. Y en cuanto a lo que
impelió a Bates, el propio Dr. Steiner me comunicó que solo podía hacer suposiciones más
o menos fundadas. A pesar de que sometieron a Bates a un fuerte tratamiento sedante, no
pudieron conseguir que hablara mucho. Parece que estos últimos días es víctima de una
fuerte confusión mental. El Dr. Steiner dijo muchas cosas sobre fugas, catexia y trauma,
pero no le comprendí muy bien.
»En su opinión, todo empezó hace muchos años, durante la niñez de Bates, muchos
antes de la muerte de su madre. Él y su madre estaban muy unidos y, al parecer, ella le
dominaba. El Dr. Steiner ignora si había algo más en sus relaciones, pero sospecha que
Norman era travestido en secreto, desde mucho antes de la muerte de Mrs. Bates. Supongo
que sabes lo que es un travestido.
Lila asintió.
–Una persona que viste ropas del sexo opuesto, ¿verdad?
–Según Steiner explicó, es algo más que eso. Los travestidos no son necesariamente
homosexuales, pero se identifican poderosamente con personas del otro sexo. En cierta
forma, Norman quería ser como su madre, pero también quería que su madre se
convirtiera en parte de él.
Sam encendió un cigarrillo.
–Pasaré por alto lo que me ha contado de sus años escolares y de los motivos por los
cuales el Ejército le declaró inhábil para todo servicio. Debió ser por esos tiempos, cuando
contaba unos diecinueve años, que su madre decidió que jamás saldría del mundo que la
rodeaba. Y obrando tal vez de un modo deliberado le impidió que creciera mentalmente.
Jamás sabremos hasta qué punto es responsable de aquello en lo que se ha convertido su
hijo. Debió ser entonces cuando Norman se interesó por el ocultismo y otras teorías
parecidas. Y fue entonces también cuando apareció Joe Considine.
»Steiner no pudo lograr que Norman hablara mucho de Joe Considine. Incluso hoy
día, después de veinte años, su odio es tan grande que no puede hablar de ese hombre sin
enfurecerse. Pero el médico habló con el sheriff y se hizo con todos los recortes de
periódico de aquellas fechas, lo que le ha permitido formarse una idea muy aproximada de
lo que sucedió.
»Considine contaba unos cuarenta años, y Mrs. Bates, treinta y nueve, cuando se
conocieron. Parece que no era muy hermosa, sino bastante delgada y prematuramente
envejecida. Poseía tierras de labor, que su marido había puesto a su nombre antes de
abandonarla. Sacaba buen provecho de sus propiedades. Considine empezó a cortejarla.
No debió ser muy fácil. Es de suponer que Mrs. Bates odiaba a los hombres, desde que su
esposo la había abandonado con su hijo, niño entonces, siendo ésta una de las razones,
según el Dr. Steiner, por las cuales trató a Norman de la forma en que lo hizo. Pero te
estaba hablando de Considine. Este obtuvo por fin promesa de matrimonio por parte de
Mrs. Bates. Le había inculcado la idea de vender las tierras y construir el parador, pues la
carretera principal pasaba entonces por aquel lugar.
»Al parecer, Norman no opuso objeción alguna a la construcción del parador, y
durante los primeros tres meses él y su madre lo dirigían juntos. Entonces su madre le
comunicó que iba a casarse con Considine.
–¿Fue ésa la causa de su excitación? –preguntó Lila.
–No exactamente –repuso Sam, aplastando el cigarrillo en el cenicero–, según
averiguó el Dr. Steiner. Parece que se lo anunciaron en circunstancias bastante
embarazosas, cierto día en que Norman sorprendió a su madre y a Considine en la
habitación del piso alto. No podemos saber si Norman experimentó inmediatamente el
pleno efecto del shock, o si la reacción tardó algún tiempo en efectuarse. Pero sí sabemos
en qué paró todo ello. Norman envenenó a su madre y a Considine con estricnina, que les
sirvió con el café, en el cual, al parecer, había mezclado previamente algún licor, para
disfrazar el sabor del veneno.
–¡Qué horror! –murmuró Lila.
–Sí, debió serlo –asintió Sam–. Según me han dicho, el envenenamiento por
estricnina produce convulsiones, pero no la pérdida del conocimiento. Las víctimas suelen
morir por asfixia, cuando se agarrotan los músculos del tórax. Norman debió
contemplarlo, y seguramente fue demasiado, incluso para él.
»El Dr. Steiner opina que todo sucedió cuando estaba escribiendo la nota del suicidio.
Norman había planeado escribirla, desde luego, e imitaba a la perfección la letra de su
madre. Incluso había inventado un motivo: algo acerca de un embarazo y la imposibilidad
de que Considine se casara con ella, ya que lo estaba con otra mujer, en el Oeste. El Dr.
Steiner afirma que la forma en que estaba redactada la nota era suficiente para hacer entrar
en sospechas; pero nadie se dio cuenta de ello, ni de lo que le había sucedido a Norman
después de escribir la nota y telefonear al sheriff.
»Se sabía ya entonces que el shock y la excitación le habían llevado al histerismo,
pero se ignoraba el cambio operado en él mientras escribía la nota. Al parecer, no podía
soportar la pérdida de su madre. Y mientras redactaba la nota, dirigida a sí mismo, cambió
literalmente de mente. Y Norman, o una parte de él, se convirtió en su madre.
»El Dr. Steiner dice que estos casos son más frecuentes de lo que se supone, sobre
todo cuando la personalidad del individuo es ya inestable, como la de Norman. Y el dolor
le produjo una reacción tan fuerte, que a nadie se le ocurrió ni tan siquiera dudar del pacto
de suicidio. Hacía ya tiempo que Considine y Mrs. Bates estaban enterrados cuando
Norman fue dado de alta en el hospital.
–¿La desenterró entonces? –preguntó Lila, frunciendo el ceño.
–Al parecer. Era aficionado a la taxidermia, y sabía lo que tenía que hacer.
–Pero no comprendo –observó Lila–. Si pensaba que él era su propia madre...
–No es tan sencillo como parece. Según Steiner, Bates poseía entonces una
personalidad múltiple, con tres facetas por lo menos. Era Norman, el niño que necesitaba a
su madre y odiaba a cuanto se interpusiera entre ambos. Era Norma, la madre, cuya muerte
no podía tolerar. Y el tercer aspecto podría ser llamado Normal, el adulto Norman Bates
que debía llevar a cabo la diaria rutina de vivir, y ocultar al mundo la existencia de las
otras personalidades. No eran entes completamente distintos, claro está. Cada uno de ellos
contenía elementos del otro. El doctor Steiner lo denominó una «trinidad non sancta».
»El adulto Norman Bates logró dominarse lo bastante para ser dado de alta del
hospital. Volvió al parador, y entonces acusó la reacción. Lo que más pesaba en él, como
personalidad adulta, era el conocimiento culpable de la muerte de su madre. No le bastaba
con conservar intacta su habitación. Tenía que conservarla también a ella, conservarla
físicamente, para que la ilusión de su presencia viva sofocara los sentimientos de
culpabilidad.
»Por eso la sacó de la tumba y le dio nueva vida. La acostaba por la noche, y de día la
vestía y la llevaba por la casa. Naturalmente, ocultaba todo esto a los extraños. Arbogast
debió ver la figura colocada junto a la ventana del piso alto, pero no tenemos pruebas de
que la viera nadie más en el transcurso de los años.
–Entonces el horror no estaba en la casa –murmuró Lila–, sino en su mente.
–Steiner dice que las relaciones entre Norman y el cadáver de su madre eran como las
que existen entre el ventrílocuo y su muñeco. Ella y Norman, niño, debieron de conversar
corrientemente. Y es probable que el adulto Norman Bates racionalizara la situación.
Podía fingir cordura, pero, ¿quién puede decir cuánto sabía en realidad? Sentía interés por
el ocultismo y la metafísica; y probablemente creía en el espiritismo tanto como en los
poderes conservadores de la taxidermia. Además, no podía rechazar ni destruir las otras
partes de su personalidad sin rechazarse y destruirse a sí mismo. Vivía tres vidas a la vez.
–Y entonces llegó Mary –murmuró Lila–. Sucedió algo y él la mató.
–Su madre la mató –repuso Sam–. Fue Norma quien mató a tu hermana. Ignoramos
cuál fue la verdadera situación, pero el Dr. Steiner afirma que cuando se producía una
crisis, Norma se convertía en la personalidad dominante. Bates empezaba a beber, y
entonces sufría una fuga mientras su madre se imponía. Naturalmente, durante esas fugas
se vestía con ropas femeninas. Después ocultaba la imagen de su madre, porque en su
mente era ella el verdadero criminal, y debía ser protegida.
–Entonces el Dr. Steiner debe estar seguro de la locura de Norman Bates.
–Me dijo que era un sicópata. Recomendará que Bates sea internado en el hospital del
Estado, probablemente para el resto de su vida.
–¿No habrá juicio?
–Eso quería decirte. No habrá juicio. –Sam suspiró–. Lo siento. Supongo que tus
sentimientos...
–Me alegro de ello –le interrumpió Lila lentamente–. Es mejor así. Es curioso cómo
suceden las cosas en la vida real. Ninguno de nosotros sospechaba la verdad; andábamos a
ciegas, hasta que hicimos lo que debíamos movidos por motivos equivocados. Ni en este
mismo instante puedo odiar a Bates por lo que hizo. Debe haber sufrido mucho más que
cualquiera de nosotros. Hasta cierto punto, incluso creo comprenderle. No estamos tan
cuerdos como pretendemos estarlo.
Sam se puso en pie. Lila le acompañó hasta la puerta.
–De todas formas, ya todo ha pasado. Intentaré olvidar. Procuraré olvidarlo todo.
–¿Todo? –murmuró Sam. No la miró.
–Casi todo –repuso ella. Y tampoco le miró.
Y ése fue el fin de todo ello. O casi el fin.
CAPÍTULO XVII