Mariano Picón Salas. Comprensión de Venezuela

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COMPRENSIÓN DE VENEZUELA

(1949)

Mariano Picón Salas

Geografía con algunas gentes

A un cuero de los llanos, bastante bien secado al sol de la Zona


tórrida, se semeja en los mapas el territorio de Venezuela. El matarife
divino (porque en todo inicio está la Teología o la Geología que
conduce al mismo), al realizar aquella operación de corte, empleó, sin
duda, un gastado cuchillo rural ya que lo que se puede llamar nuestra
piel topográfica dista mucho de la simetría de aquellas exigencias que
en las grandes curtiembres se fijan al producto. La materia más
abultada del inmenso cuero donde el geólogo taumaturgo se
complació en las salientes costras, es ese arco irregular Sur—Oeste—
Noreste que forman, desde el Táchira hasta la península de Paria, los
Andes y su ramificación montañosa costera. Al sur de aquel arco, en
el desagüe de los ríos que alimentan al Apure y la gran serpiente del
Orinoco, el cuero ya es más simétrico y liso; es la región de los
llanos. Quien guste de soñar ante los mapas puede entretenerse en
otras curiosidades topográficas: los pedazos de nuestro continente
que en época remotísima se llevó el mar de los Caribes: el pie de la
isla de Bonaire, que yergue su talón de futbolista contra las Antillas
más lejanas; la lámina del cuchillo de Curazao -verdadero cuchillo de
pirata holandés-; las gallinitas cluecas bien acurrucadas en un suave
nidal marítimo de las islas de Aves, el duro farallón de Los Roques,
Margarita con sus perlas y los prodigiosos colores de su “Arestinga”;
el zurrón, contradictoriamente lleno de asfalto y azúcar, de la isla de
Trinidad de que disfrutan los ingleses, y toda la menuda siembra de
islotes que, frente a nuestros dos mil ochocientos trece kilómetros de

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costa marítima, se alinean y despliegan como adelantándose a
defender ese territorio bravo, puente o costilla que parece juntar el
mundo antillano con el mundo andino y que políticamente se nombra
Estados Unidos de Venezuela. Prehistórico sitio de paso para los
feroces caribes que desde la más pilosa y bárbara selva amazónica
avanzaron hacia el mar, y de piratas fluviales se convirtieron en
piratas marítimos, vencieron y sometieron a los araucas y de una a
otra isla saltaron con su grito de guerra, su Ana Carine Rote, por todo
el archipiélago que llevó su nombre. Vestigios de pequeñas
civilizaciones derruidas al paso de la oleada bárbara se descubren
cada día, y entre otros aquella misteriosa cultura del lago de Valencia
rescatada del limo lacustre por el Doctor Rafael Requena, donde el
fantasioso arqueólogo se complacía en ver y mostrar los “vestigios de
la Atlántida”.

Pero, ¡qué de cosas debieron ocurrir en esa infancia de la Historia y


del mundo! Frente a San Juan de los Morros, puerta de los Llanos,
por donde ahora cruzan bajo el bravío sol, apaciguando sus reses con
el canturreo monótono, los pastores llaneros que las llevan a la ceba
y a los activos mataderos de la región de Aragua, se yerguen unos
cerros dentellados en la más caprichosa forma, especie de castillos
feudales o graníticas almenas para dominar la planicie. Quien trepa a
ellos con zapatos y bastón de explorador tiene la ilusión de haberse
salvado de algún naufragio marítimo; conchas petrificadas, fósiles de
moluscos, le enseñan -aun sin saber geología- que por allí se
precipitaron las aguas del mar Terciario. Lo que es ahora llanura
herbosa antes fue océano, y desde el verandah del hotel termal
donde el dictador Gómez bañaba en la piscina probática sus riñones
de toro viejo, se perfila en roca viva el testimonio de esa lucha
plutónica. Los peñones de los “Morros”, compendio de la más escueta
y desgarrada geología, son los que impiden a las llanuras
venezolanas -a diferencia de las pampas argentinas- salir al mar; los

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grandes ríos de la planicie se corrieron demasiado al sur
-donde todavía el hombre venezolano los utiliza poco-, y los
pequeños valles de la Cordillera de la Costa, que con Margarita, el
litoral cumanés y los estados andinos del Occidente tienen la mayor
densidad demográfica, sufren a veces de sed y necesitan irrigación
artificial.

Esa Venezuela poblada -la del norte del país y la de los Andes- ha
requerido, a pesar de todos los cantos románticos a la opulencia de la
zona tórrida, esfuerzo de hombres machos para superar una
geografía bastante difícil. Los vascos del siglo XVIII con su buena
servidumbre mestiza poblaron de casales y plantíos los valles de
Aragua que a Humboldt se ofrecieron en 1800 como uno de los más
laboriosos y animados jardines de América; los mayorazgos diligentes
de las viejas familias criollas -Palacios, Pulido, Bolívar y esa extraña
dinastía de los Mier y Terán- penetraban a los Llanos a doctorarse en
reo y en lazo, a domar reses bravas y a asentar con el imperio sobre
la tierra ilímite aquel instinto de dominación que hizo de Venezuela
durante las guerras emancipadoras del siglo XIX un caliente almácigo
de jefes. Como en dulce sombrío de aclimatación prosperó, también,
desde fines del siglo XVIII el café que el Padre Mohedano llevaba al
valle de Caracas y que fue extendiendo su palio de azahares y sus
gajos de rosadas cerezas, en todas las laderas cordilleranas del norte
al occidente, entre 800 y 1700 metros de altitud. Si el cacao fue un
cultivo esclavista; si durante la época colonial apenas sirvió para
erigir sobre una gleba sumisa el dominio de la alta clase poseedora
que adquiría títulos y a quienes apodaban, justamente, los “Grandes
Cacaos”, el café fue en nuestra historia un cultivo poblador,
civilizador y mucho más democrático. Algo como una clase de media
de “conuqueros” y minifundistas comenzó a albergarse a la sombra
de las haciendas de café.

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En mi bella ciudad de Mérida, cuyo paisaje de agricultura de tierra
alta se transformó a comienzos del siglo XIX con los cafetos,
narraban a propósito del fruto una bonita historia del tiempo
romántico. Ocurre, entre paréntesis, y para ambientar mejor el
suceso, que aquella tierra de la angosta altiplanicie merideña tiene ya
la fatiga de tres siglos de ser trabajada. Al más híspido cerrito se
pegan los que ya fatigaron la tierra plana, mandando valle abajo los
rodados y la erosión. Viejas familias que ya se transmitían sus
testamentos y firmaban sus decoradas rúbricas en las escrituras del
siglo XVII conservan esas tierras sobre las que gravitaron muchas
capellanías y censos civiles y eclesiásticos; estrictamente lo preciso
para o que en el estilo arcaico de mi ciudad se llamaba “no perder la
decencia”, pero insuficiente para quien quiera alcanzar el millón de
bolívares. Y de las fiestas sociales de Mérida, donde ponía las más
gallardas contradanzas y adivinaba todas las charadas, partió por los
años 60, poseído de un sorpresivo espíritu de aventura que asombró
a sus contemporáneos, don Diego Febres Cordero a desbrozar las
entonces virginales tierras de Rubio en el Táchira, a remover su
negro migajón y a levantar con máquinas llevadas por piezas a lomo
de mula, a través de los barrancos cordilleranos, las primeras
instalaciones modernas de caficultura conocidas en el país. Podían los
caudillos en otras regiones de Venezuela combatir por el color rojo o
por el color gualda, por los sagrados principios” o la “alternabilidad
republicana” —como decían las proclamas casi teológicas de
entonces-, pero en las fincas de don Diego, con ceibos corpulentos,
con represas para el agua y cilindros y trilladoras modernísimos,
nunca faltó el pan abundante y una laboriosidad de Arcadia bien
abonada. ¡Oh, si por tantos caudillos como tuvimos entonces hubiera
poseído el país cincuenta Diegos Febres Cordero! A la escuela
patriarcal de don Diego mandaban las viudas a sus hijos “con buena
letra” para aprender la contabilidad y el estilo de cartas que se
escribían a los comerciantes de Hamburgo, óptimos compradores del

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café tachirense. Y en aquella región fronteriza, el cultivo cafetero del
siglo XX formó pueblos alegres con iglesias de dos torres y tres
naves, con amplia plaza para colear toros y correr “cucañas y cintas”
el día del Santo Patrón y hasta con su Centro de Amigos o Club de
Comercio para agasajo de visitantes forasteros, No todo era desorden
ni algazara en aquella Venezuela post-federal que describieron
algunos sociólogos pesimistas. Cuando faltaba el auxilio del Gobierno,
los vecinos de los Andes reparaban su necesario camino al Lago, los
magníficos arreos de mulas de Carora, anticipándose al ferrocarril,
repartían por los mas intrincados pueblos montañeses los productos
de la civilización, y las alzas de café y la buena ceba del ganado
traído de los Llanos permitían que, en ferias y fiestas, campesinos
prósperos hicieran, a los gallos y a los dados “apuestas a cien
fuertes”. El Estado era pobre pero prosperaba y crecía, a pesar de
todo, nuestra buena raza hispana y mestiza; la que producía
simultáneamente caudillos y agricultores y poetas de a caballo,
generales que hacían versos, como Falcón y Arismendi Brito.

Los prohombres de un país inmenso y mal comunicado, de fuerte vida


regional, se conocían en los Congresos o en las tiendas y hoteles de
la Calle de Mercaderes de Caracas, a donde todos llevaban con “el
voto de los pueblos”, las complicadas listas de encargos de sus
familiares, clientes y compadres. Allí precisamente alternaban el
andino Eusebio Baptista con el guayanés Dalla Costa, el General
Araujo con el sutilísimo doctor Vicente Amengual, creador de todo un
estilo político, de una sagaz malicia indígena cuyo último intérprete
fuera hasta hace apenas dos lustros el Doctor Victorino Márquez
Bustillos. Durante veinte y tantos años el “recibo” semiparisiense,
modelo Segundo Imperio, del General Guzmán Blanco albergó todos
los días los rostros de esos mensajeros de una Venezuela inmensa y
violenta; barbas de caudillos de la Guerra Federal, doctores
atiborrados todavía de cánones y latines en la vieja Universidad de

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los Andes, oradores de la época romántica que tenían la negrísima
perilla, la voz de órgano y las metáforas orientales del Doctor
Ildefonso Riera Aguinagalde. Contra todos ellos había erguido su
cesarismo liberal, su política de europeización ese Pedro el Grande del
trópico que se llamaba “El Ilustre Americano”. Pero de una de esas
audiencias del “Ciudadano Presidente”, derrocado ya Guzmán Blanco,
y finalizado e1 siglo XIX, salió un hombrecillo desmirriado, mal
vestido y de ojitos de parapara profiriendo injurias contra el
mandatario que, según el incómodo visitante, “ya no oía el voto de
los pueblos”. Tratábase de Cipriano Castro, descendiente -según
dicen de bravos indios motilones, personaje rural hasta esa fecha
pero cuya tremenda energía y audacia desplegará pocos meses
después la revolución andina que desde los últimos rincones
fronterizos hizo, en marcha sorpresiva y casi paralizante de más de
mil kilómetros, la conquista del Capitolio. Un espíritu aristocrático,
dueño de la mejor prosa modernista, discípulo de Barrés de
D`Annunzio, Manuel Díaz Rodríguez, comparaba en una novela
publicada en 1901, Ídolos rotos, la marcha de aquella soldadesca
enruanada, de los labriegos con fusil que acamparon al pie de la
estatua de Bolívar, con una invasión de bárbaros. El desterrado en su
propio país, que era en ese instante el autor del libro, cerrábalo con
un lóbrego Finis Patriae. Vivir en Europa, pasearse por las loggias de
Florencia y amar heroínas dannunzianas, parecía la solución de
aquellos pálidos y nerviosos de Díaz Rodríguez. Pero, ¿es que acaso
con las mesnadas de Castro no se incorporaban, a fundirse en una
gran síntesis venezolana, gentes que vivieron aisladas y cuya propia
aventura, por primitiva que parezca, no revelaba una nueva
conciencia de sí mismos, un ímpetu altivo de participación? No es
culpa de ellos, sino de las condiciones sociales, si su insurgencia no
fue más culta, si los doctores y legistas no pudieron crear un marco
jurídico para el nuevo ascenso de masas, si por el renunciamiento y
cobardía de las llamadas clases influyentes, se pasó de la aventura de

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Castro al letal letargo de la tiranía de Juan Vicente Gómez. Pero en
ésta -como después lo veremos- es preciso no juzgar tan sólo las
circunstancias autóctonas sino también las de un imperialismo voraz,
las de consorcios inversionistas sin escrúpulos, que encontramos
ene1 duro pastor de La Mulera el mayordomo que requerían sus
intereses.

En todo caso, y desde una perspectiva más amplia que es la que hace
la Historia, el proceso de la República en los ciento tantos años que
separan a Bolívar de Juan Vicente Gómez, fue un largo proceso de
fusión. En 1777, cuando una Real Cédula creó la Capitanía General de
Venezuela, esto parecía casi una entelequia administrativa. ¿Qué
tenía que ver entonces Mérida con Cumaná y los esclavos de las
haciendas cacaoteras con los mantuanos de Caracas? Bolívar y su
agónica peripecia a través de los Llanos y Andes fue el Moisés que
reunió las tribus dispersas y les dio la conciencia de unidad y destino.
Aquel orgullo venezolano, el de las lanzas llaneras que subieron al
Alto Perú, el de los caballos apureños que abrevaron en el
Desaguadero, el de Antoñito Sucre, prócer en Bolivia, mantuvo su
mesianismo, su esperanza y mérito de mejores días, aun en los
momentos de mayor desolación nacional. Después, los territorios y
las gentes aisladas empezaron a juntarse en el gran crisol de la
República. Sangre llanera se unía con sangre andina en la convulsión
de la Guerra Federal. Los montañeses del Táchira iban al oriente y
descubrían la fascinación de Guayana en las guerras castristas de
1902. Y si hay un factor que pierde cada día su validez en la política
venezolana es el regionalismo que ayer fue consigna de pequeños
caciques. En poco más de un siglo, Venezuela ha asentado sangres,
aquellas divergencias, aquella parte de historia común que marca
hoy con gozo y con esperanza nuestro patrimonio.

Acaso falte -como en todas partes- perfeccionar nuestra democracia


legal, pero es ya bastante amplia nuestra democracia humana, Una

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educación gratuita que reparte cada día nuevos grupos escolares,
nuevas escuelas granjas, nuevas legiones alfabetizadoras por todo el
país, que aumenta cada año el presupuesto educacional; una
moderna y creciente conciencia de los servicios públicos, empresas
económicas que surgen con más audacia, están cumpliendo en
nuestra tierra una tarea redentora. Y por todo el tiempo que los
venezolanos dedicamos a lamentarnos, a ser los Narcisos del propio
dolor, bien vale la pena señalar y alentar esta hora de estímulo.

Signos del calor

Cierta sociología naturalista, muy de moda a fines del siglo XIX, nos
desacredité el trópico como tierra del más langoroso calor donde se
anula y amortigua el impulso del batallar humano. Pero además de
que en nuestro trópico el clima se modifica por las altitudes andinas y
quien sin saber viese, por ejemplo, una fotógrafa de Mucuchíes en el
Estado Mérida, con sus mestizos enfundados en chamarretas de lana,
situaría el lugar y las gentes en una región hiperbórea, y quien
comiera manzanas en Pueblo Nuevo o Bailadores supondría,
imaginariamente, que estaba en Galicia; a más de las complicadas
relaciones entre temperatura y orografía y de que la técnica del siglo
XX puede afrontar el problema del trópico de modo muy diverso a
como lo consideraba el siglo XIX, a más de todo eso, se hace
necesario, para quienes lo hemos sudado y vivido bastante, distinguir
los matices y variedades del calor. En el calor, como en el amor,
también se distinguen grados y especies. Antes de desenvolver la
teoría -porque presumo de ser experto en calores- conviene una
requisitoria contra ese melindroso siglo XIX que tanto nos
calumniara. Siglo burgués, si lo hubo sobre todo en su segunda
mitad, el siglo XIX -como en las famosas caricaturas de Daumier— se
caracterizó por un falso ideal de seguridad, por presumir que todo, en
un mundo que se tornaba sumamente satisfecho y orondo, ya
transcurriría sin riesgo ni peligro. El burgués bien comido y

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pensionado por el Estado -como en las novelas francesas de 1870 a
1880- podía entregarse a la contemplación de sus complejidades
psicológicas. Y el criollo que vivía en Caracas, en Bogotá o en
Managua se dedicaba al lamento que engendró muchas páginas de
nuestra literatura modernista. Pero los voluntariosos vizcaínos de la
Compañía Guipuzcoana que en el siglo XVIII dieron gran incremento
a la agricultura de Venezuela, y los agresivos y bien dispuestos frailes
de las misiones catalanas que en el propio 1700 fundaron hasta en el
más remoto rincón del país, no pensaron demasiado en el calor, como
tampoco pensaba Humboldt que se solaza en su libro describiendo las
tibias y estrelladas noches de Cumaná. Y un baño en el río
Manzanares compensaba, para el viajero romántico, la molestia de
cualquier día caluroso. Era para él la más perfecta emoción rusoniana
que podía ofrecerle la zona tórrida.

Por ese impulso tan característico de la colonia venezolana en el siglo


XVIII, nuestra civilización de entonces pudo llamarse -aun con más
propiedad que la de hoy- una civilización del calor, Buenas obras de
mampostería arruinadas después por la guerra civil habían dejado
frailes, guipuzcoanos y dueños de hatos en as poblaciones llaneras,
Algunas de las muestras de mejor arquitectura que tiene nuestro arte
colonial se encuentran curiosamente en los pueblos y ciudades más
cálidas: aquel delicioso portalón de la Casa de la Blanquera en San
Carlos de Cojedes; la iglesia de San Juan Bautista del propio San
Carlos, con su limpia fachada de basílica romana; la “Casa de las
Ventanas” de Coro; las iglesias de Araure, El Pao, Guanare; el palacio
del Marqués de Pumar en Barinas. Y tal arquitectura
-muy superior a todo lo que durante más de un siglo levantó la
República- no brotaba, precisamente, como mero capricho y ornato
sino estaba en relación con la prosperidad y recursos de la tierra. Era
el tabaco de los Pumar y las reses gordas, y las magníficas bestias de
silla de los Pulido, Palacios y Blanco que se hacía piedra y dibujaba

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volutas en los grandes paredones enjalbelgados. ¿Qué el calor
debilita? ¿Y de dónde salió el Catire Páez con su puñado de lanceros?
Habían viajado bastante estas lanzas y atravesado llanos y páramos y
asegurado en Boyacá la independencia de Nueva Granada, cuando
una noche -precisamente la noche del 24 de junio de 1821, después
de Carabobo- descansaban al lado de Bolívar, unto al vivac.
Regalándose con el humo de su “capadare”, Páez pregunta al
libertador:

«-General, usted que ya nos conoce bien ¿puede decir cuál es la


primera lanza del llano? -Monagas— contesta el Libertador. —Y cuál
es la primera la lanza de Venezuela? —Insiste el Catire. —Monagas —
reafirma Bolívar. Y Páez, ya molesto: -Caramba, mi General! ¿Y
entonces yo qué soy? -Usted, General Páez. es la primera lanza del
mundo».

Misiones de Guayana; hatos del Guárico, Portuguesa y Apure; opimos


campos de Aragua sembrados de samanes; mulas caroreñas y
sueltas caballadas a las que los llaneros de Páez les ponían el primer
bozal -productos de tierra caliente, todos- contribuyeron a la
economía de quince años de guerra vertidos sobre la mitad del
Continente. Más bien con la República se detuvo esa conquista de las
tierras calientes y la población se fue concentrando en las montañas
en la zona costera. En los pueblos del Llano, por ejemplo en el
desolado San Carlos, el bahareque ligero y el tuerto rancho de paja
sustituyeron la mampostería erguida por los españoles. Caserones
como el de la “Blanquera” o el “Palacio Pumar” fueron ruinas
cubiertas de tártago.

Calor seco y calor húmedo son dos connotaciones fundamentales de


nuestra geografía biológica. Las tierras del calor seco, desde las islas
perleras de Margarita y Cubagua hasta Coro, Carora y El Tocuyo en el
occidente, fueron tempranos centros de colonización española.

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Caroreños y corianos, hijos de un paisaje semidesértico, tienen fama
de ser los soldados venezolanos de más aguante físico, y los borricos
y yeguas que llevaron allí los conquistadores proliferaban y se
reproducían con mayor talla y resistencia que en sus nativas dehesas
andaluzas. Al fuerte asno coriano y a la mula caroreña les debe
mucho nuestra vieja economía rural antes de las carreteras de
cemento, los camiones y los automóviles. Junto al caballo llanero, el
de los grandes combates que se plantó en el escudo nacional como
símbolo de osadía y de distancia, la mula y el burro conducían el
armamento y las vituallas de la guerra emancipadora. Casualmente
en una de esas mulas de seca tierra caliente iba montado Bolívar —
según lo cuenta 0`Leary- el día en que salió a encontrar a Morillo
para el armisticio de Santa Ana en 1820. Y durante la Colonia, altos
Prelados y Oidores del Virreinato de Nueva Granada se disputaban
esas mulas caroreñas pagadas en peluconas de oro. Su pericia
civilizadora tramontando páramos, torrentes y caminos de travesía se
pierde en un sitio tan lejano como las montañas del Tolima o el duro
camino que conducía de Bogotá a los llanos del Meta. A viejos
“cachacos” granadinos que oyeron su leyenda, les he oído preguntar
por nuestras mulas. Fueron una de las tantas cosas periclitadas en el
tránsito de la agricultura patriarca1 a la absorbente industria del
petróleo. Pero allá por los años 60 del pasado siglo, en el séquito del
General Mosquera, se paseaba en una mula de ésas, organizando
elecciones e intrigando de Bogotá a Antioquia con todos los jefes
liberales, nuestro diabólico Antonio Leocadio Guzmán, que después
de ser Vicepresidente de Venezuela se daba el lujo de firmar -como
constituyente granadino- la famosa “Constitución de Río Negro”. Y el
General Mosquera le dio bastantes onzas y un título de Ministro
Plenipotenciario en Caracas, para que fuese a gestionar en Venezuela
la reconstitución de la Gran Colombia. Don Antonio Leocadio vendió la
mula y partió para Saint-Thomas en las Islas Vírgenes, donde se

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escribieron tantos documentos y cartas clandestinas de nuestra
Federación.
Esas familias vascas de una ciudad de firme estirpe española como
Carora -Riera, Zubillaga, Perera, Oropesa, Aguinagalde- pueden decir
si el calor seco hace mal a la salud y si no se daban en aquellos
caserones de tres patios familias prolíficas, gentes a quienes sólo
vencía la más añosa longevidad. Otras regiones del calor seco, como
la isla de Margarita, tienen la más alta densidad demográfica de
Venezuela y el margariteño -buzo, marinero, hombre de muy
cambiantes profesiones- ha cumplido en todo el país, arrojado por la
estrechez insular, una ingente obra colonizadora. El Territorio Delta
Amacuro, con sus tierras limosas emergidas del padre Orinoco, es
una especie de fundación insular, En las petroleras de Monagas,
Anzoátegui y el Zulia, como en el Central Venezuela”, abunda el
brazo margariteño. Se les ve, además, con sus barquitos “trespuños”
y “goletas” recorriendo todo el Caribe o haciendo un comercio lícito o
ilícito, según sean las circunstancias. La vieja raza guaiquerí fundida
con la española engendra estos mestizos ágiles, unidos entre sí por
una conciencia tribal -como quizá no la tiene ninguna otra comunidad
venezolana-y por el culto de la Virgen del Valle, talismán y tótem de
su pueblo, cubierta de perlas, aguardando siempre el regreso de tan
nómade gente que desde cualquier rincón de Venezuela acude a
depositar ofrendas y pedirle nuevo aliento para la constante
aventura.
Como el margariteño, el coriano y el cumanés, el industrioso
maracaibero es también hijo del calor seco. Su gran lago les daba a
los habitantes de nuestra segunda ciudad un como imperio acuático y
comercial que exaltaban y defendían con celoso regionalismo. Aún no
se erguían las grandes torres petroleras y no se iniciaba la danza de
millones y regalías de aceite que remeció como un cataclismo la vida
venezolana, y ya los maracaiberos afirmaban con un poco de
injusticia que en un país demasiado pendiente del presupuesto y las

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dádivas gubernamentales, eran ellos los más laboriosos. Y para que
no los apodaran fenicios, tenían sus poetas propios y sus mitos
indígenas regionales. Absorto en la belleza de sus noches de luna, el
mayor de estos rapsodas, el viejo Yepes, se ahogó cerca de los
muelles, el que fuera marino y sorteara en piraguas y balandras
todos los chubascos del Caribe, Contra la tradición del héroe militar,
tan vigente en otras ciudades de Venezuela, Maracaibo alzaba
estatuas a sus escritores y poetas. El neoclasicismo de sus maestros
de escuela exigía que junto a la rumorosa Calle del Comercio existiera
la Calle de las Ciencias, y que cualquier rapaz se nombrara Aristóteles
o Sócrates. Los “Ateneos del Zulia’, aun en época de caudillos y
revoluciones, sesionaban para discutir cualquier problema métrico o
gramatical o estudiar las consecuencias que para el mundo antiguo
tuvieron las guerras púnicas. La mitología clásica era tan familiar
como la nativa con sus leyendas de Anaida e Iguaraya inmortalizadas
por el viejo Yepes y con lo que ofrecía en largos poemas nativistas,
premiados en todos los Juegos Florales, Udón Pérez, poeta oficial de
la región y sumo cacique de la poesía indigenista. Para escribir con
severo rigor gramatical, hasta los contadores de las casas de
comercio se aprendían el Diccionario de Galicismos escrito por su
coterráneo don Rafael María Baralt. En ese Maracaibo anterior al
petróleo que yo alcancé a conocer de muchacho; el de las grandes
casas con azoteas, un poco morisco; de aljibes en los patios para
recoger la escasa agua de la lluvia; de las muchachas bonitas en las
carrozas del carnaval o en los bailes del Club de Comercio; los viejos
periódicos mantenían cada día, junto a la página del tráfico portuario
y la exposición minuciosa de las toneladas de plátanos y azúcar que
trajo del sur del Lago la piragua Chiquinquirá o los sacos de café que
llevó el vapor americano, la página de versos poblada de madrigales,
elegías o epitalamios. Y antes del “Impuesto a la renta”, las grandes
casas de comercio debían contribuir a las carrozas del carnaval y a
los juegos florales. Se hacían millones, se exportaba todo lo

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exportable, se fundaban bancos regionales o centrales de azúcar,
pero Maracaibo aún aspiraba -más que a ampliar sus muelles o
dragar su “barra” lacustre— a tener Universidad, ¿No era éste un
ejemplo -ingenuo o romántico, si se quiere- de un deseo de cultura,
de un ansia de progresar y sobrevivir sobre todo contratiempo, sobre
toda oscura contingencia que pesó sobre la vida venezolana? En
Maracaibo también se hacía con versos, con juveniles sociedades
secretas, con organizaciones obreras clandestinas, la lucha contra la
tiranía de Juan Vicente Gómez.

Si ese mundo del calor seco reivindica las calumnias que se


esgrimieron contra el trópico y es, por lo menos, tan habitable como
el de nuestras altiplanicies andinas, Venezuela, como todos los países
tropicales, debe incorporarse, con la técnica del siglo XX, las zonas
del calor húmedo. Mucho hace en semejante tarea nuestro ejemplar
Instituto de Malariología, que desgraciadamente no puede preparar
aún toda la gran cuota de médicos higienistas o ingenieros sanitarios
que requiere el país. A la patriótica tarea de luchar contra los
mosquitos de Urama o de Barlovento, los jóvenes médicos prefieren
su consultorio elegante en las ciudades grandes. Desde su laboratorio
de Maracay, rodeado de un equipo de excelentes batalladores de la
medicina social, el doctor Arnoldo Gahaldón pide más vocaciones de
higienistas. Y si las zonas del calor seco arrojan un saldo positivo en
lo demográfico humano, las del calor húmedo constituyen una
potencial esperanza económica. Mucha más azúcar en la región de
Bobures, mucho más arroz el Delta del Orinoco, más cacao en
Barlovento, más aserraderos en Turén, más bananos en Yaracuy,
marcarán ese esfuerzo técnico y sanitario contrae el calor húmedo.
Ya en un sitio tan antiguamente palúdico como la costa de Turiamo,
las estadísticas minuciosas de Arnoldo Gabaldón no registraron, en
los dos últimos años, ningún nuevo enfermo.

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En un paisaje de calor húmedo el Dr. Juan Iturbe hizo una
observación que no es sólo de hombre de ciencia sino también de
poeta: mientras los hombres marchaban pálidos y desmirriados, los
pájaros —turpiales, paraulatas, gonzalicos— se alborozaban en los
árboles y parecían con sus plumajes brillantes, los ojos fogosos y el
buche henchido de cantos, los pájaros más felices de la tierra, las
aves del Paraíso. De la guayaba al caimito, al guanábano y al anón,
picoteaban su banquete frutal. La mañana, herida de sol, saltó como
una flecha desde sus gargantas. El gozoso desayuno de los pájaros
contrastaba con el que hacían en el rancho próximo unos campesinos,
con su lámina de cazabe viejo y su café aguachento. Y es que, más
sabios que los hombres, los pájaros sabían elegir su comida, no
sufrían de avitaminosis. No calumniemos tanto al clima ni hagamos
una improvisada sociología sobre los efectos del trópico mientras no
enseñemos bien a comer y a vivir a todos nuestros campesinos a los
del frío San Rafael como a los del caliente Tucupita; a los de tierra
seca corno a los de tierra húmeda, a los del llano y de la altiplanicie.
Hay en Venezuela, precisamente en el Ministerio de Sanidad, un
conjunto de jóvenes investigadores que diseminados por todo el país,
ya nos han enseñado cómo se alimenta y por qué se enferma la
población rural. Está descrita en estos cuadernos una auténtica
política social -humana quisiera decir más bien- que haga del hombre
venezolano un ser más feliz, más dueño de su ambiente que lo que lo
fue cuando lo expoliaban los “Jefes civiles” y los caudillos alzados.
Juan Bimba, el hombre de la “pata rajada’ o de la alpargata de fique,
se vengaba en las coplas de tosco romancero:

Yo conozco generales
hechos a los empellones.
A conforme es la manteca.
Así son los chicharrones.

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Y esta súplica conmovedora: “¡No me diga General porque yo a nadie
he robao!”

Pueblo e intelectuales

¿Estudiaba usted por casualidad Derecho, Ingeniería u Medicina en la


Universidad de Caracas en 1928? Sin duda que esa fecha tiene que
ver, o tendrá que ver, con lo que acontezca en Venezuela en los
próximos años. Don Juan Vicente Gómez, nacido en 1857 en el
pueblo fronterizo de San Antonio del Táchira, antiguo contrabandista
de ganado y uno de los empresarios financieros de la revolución de
Cipriano Castro en 1899; omnipotente caudillo del país a partir del 9
de diciembre de 1908, ya entraba en la más provecta ancianidad y
cada día un mayor número de venezolanos dudaba de la sedicente
eficacia mágica de su régimen. En veinte años de satrapía ocurrieron
-a pesar del silencio político- algunos extraños fenómenos: la nación
agrario-pastoril que él comenzara a gobernar en fecha lejana se había
transformado en uno de los mayores reservorios petroleros del
mundo. Y si el oscuro aceite contribuyó como muchas otras cosas a
enriquecer al General Gómez y su camarilla, también estaba
engendrando, frente al antiguo y paciente campesinado, una clase
obrera. Surgían ya ante el anciano jefe problemas políticos y sociales
más complejos que aquellos del año 21, cuando contestaba a la
Oficina Internacional del Trabajo que en Venezuela no se requería
una legislación social como la recomendada por los teóricos
ginebrinos, ya que los asuntos de capital y brazo proletario eran
decididos en el país del modo más armonioso. ¿No es así, don
Antonio? -preguntaba el caudillo con asiática cazurrería al Señor
Pimentel, Rey del café y su émulo en los latifundios aragüeños.

No puede negarse que don Juan Vicente fue uno de los hombres con
mayor estrella personal que conozca la historia contemporánea, o el
astro que lo favorecía estaba en conjunción opuesta con el que

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proyectó sobre Venezuela años tan fatídicos. Frente a los viejos
caudillos románticos, derrochadores de la propia vida, y en cuyas
frases pomposas resonaba el eco literario de alguna traducción al
español de la Historia de los girondinos, éste era un hombre
sanchesco, reservado, minucioso para esconder sus centavos y pesar
sus frutos menores. Durante el gobierno de Castro, que fue de
ruinosa deuda pública, de conflictos con las grandes potencias, de
saraos y discursos al ”Restaurador”, Gómez desempeñó tan
perfectamente su papel de Bertoldo que a su ingenuidad deberían
acudir los doctores políticos avezados que promovieron en 1908 la
conjura contra don Cipriano. ¿Iba a reconstituirse el viejo Partido
Liberal del siglo XIX, por el contrario, después de tantos años de
herejía, divorcio y patronato eclesiástico, se implantaría un
conservatismo del buen modelo que don Rafael Núñez y los hombres
que le siguieron habían impuesto en Colombia? A los diestros políticos
que le ofrecieron un banquete y pensaban deshacerse de él en la más
próxima coyuntura, nuestro impenetrable “Bertoldo” supo
responderles que él sólo pertenecía al “Partido de la Paz y del
Trabajo”. A quienes aludían a las doctrinas tradicionales del siglo XIX,
les contestaba que Venezuela necesitaba sembrar. Así como en el año
1889 Rojas Paúl convirtió los letrados que lo acompañaron en la
reacción contra Guzmán Blanco, y a quienes no podía nombrar de
Ministros, en Académicos de la Historia, Gómez iba metiendo en un
pomposo “Consejo de Gobierno” a todos los antiguos y peligrosos
Jefes que en Oriente u Occidente pudieran rebelarse. Y uno a uno y
acompañando a los doctores que también pensaron “madrugárselo”,
aquéllos fueron pidiendo pasaje para las Antillas o Nueva York a
riesgo de ser amurallados en La Rotunda.

La filosofía positivista, representada por algunos letrados en los


primeros gabinetes de Gómez, erguía contra el liberalismo romántico
la tesis del “Gendarme necesario” y la panacea de la Paz. ‘“Héroe de

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la Paz” llamaban ya por 1910 a Juan Vicente Gómez, Si con el lema
de “Prefiero la peligrosa libertad a la quiera servidumbre” se habían
librado las polémicas del siglo XIX o desfilaron los estudiantes del año
1888 a derribar las estatuas de Guzmán Blanco, ahora los nuevos
intérpretes de la Historia, los que se arrogaban el derecho de sacar
de la propia realidad del país una “Constitución” más constante que la
que estaba escrita en los papeles, hacían del “caudillismo” una ley
inflexible y entre todos os caudillos preferían, naturalmente, el que
refrenara toda insurgencia. El café -principal fruto de exportación
entonces- subió considerablemente en 1913 y 1919; el General
Gómez propiciaba su política de carreteras” y el más escondido
villorrio se hacía la ilusión de estar pronto unido a la Capital con una
cinta de cemento. Efectivamente, el General Gómez apaciguó con
dádivas, Presidencias de Estado o carcelazos -terapéutica cambiante
según la calidad del sujeto- a los pequeños caciques ambiciosos. Y ya
aparecían en los bordes del lago de Maracaibo, erigiendo los primeros
taladros, los ingenieros de la Standard Oil. Con ese dinero inesperado
y miliunanochesco se fortalecería la dictadura. La riqueza potencial
del país ya parecía un mérito atribuible al rudo “Pacificador”.

Intelectuales perezosos y una cauta burguesía acomodable


encontraron en el “General” la fuente de toda merced. Vertiendo en
mejor prosa los lugares comunes del caudillo sobre “Unión”, “Paz”,
“Trabajo”, “Agricultura”, conseguían bien pagadas prebendas. Y no
alcanzó mayor eco la rebeldía de unos pocos estudiantes, cuando la
dictadura ordenó cerrar la Universidad, en 1913. Lo que entonces
podía llamarse la oposición” eran los viejos generales caídos en
desgracia que desde su retiro de las Antillas o Nueva York, narrando
pretéritos heroísmos pero sin ninguna idea, esperaban la oportunidad
de invadir las costas venezolanas. Gómez era más sagaz y disponía,
naturalmente, de mejores servicios de espionaje.

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Pero ya para 1928 hay grupos de muchachos, bastante coherentes,
que cuando los sablazos de la policía gomecista les interrumpía la
fiesta estudiantil en que coronaban una reina con flores y versos, se
vieron empujados a pensar en serio. Del madrigal caían en la
dialéctica, en la dialéctica feroz, de las cárceles y persecuciones
gomecistas. Sobre toda la retórica con que entonces se maquillaban,
agrietada de dolor y de urgencias, la realidad nacional, aquellos
jóvenes empezaron a usar el escalpelo. Muchos eran estudiantes de
cirugía rasgando la vistosa propaganda, tocaron las más doloridas
cosas: analfabetismo, miseria, injusticia social. No era de los
ancianos caudillos -tan gastados como Gómez- que cuando más, se
quedaron en las frases del liberalismo guzmancista, de quienes
Venezuela podía esperar el cambio. Era preciso hablar con palabras
concretas a tanta gente soslayada y desengañada en el ciclo eterno
de las autocracias vernáculas. Había que llevar el adjetivo “social”, el
que verdaderamente mueve al pueblo y a la insegura clase media, al
plano de la política. ¿Y es que no había sido en Venezuela la política -
como en todos los países hispanoamericanos- maniobra de
condotieros armados, deseosos de empacharse de poder personal, o -
por el contrario- juego retórico de grandes señores y letrados, de
elegantes socios del Club y de jóvenes “inteligentes” que desean
arrimarse al más rico o al más dadivoso? ¿Contaba hasta entonces el
pueblo? El pueblo suramericano atado a la recluta y a la conscripción
forzosa, o conducido por los patronos de hacienda a votar en
madrina, como otro ganado más del latifundio.

En el “dividir para reinar” del caudillismo vernáculo se acentuaba todo


recelo o prejuicio regionalista. Monagas favoreció a sus “orientales”,
Falcón a sus “corianos”, Crespo a sus “llaneros”, Castro y Gómez a
sus “andinos”. Han que defender a los andinos porque el resto del
país precipitará contra la montaña -decían cuando muró Gómez- a
algunos explotadores del regionalismo, ¿pero es que no eran andinos

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aquellos veinticinco mil o treinta mil tachirenses que abandonaron sus
casas y conucos y se refugiaron en Colombia para librarse de la
cruenta protección de sus procónsules? Sin distingo o privilegio
lugareño, en las cárceles de Gómez no tenían celdas o suplicios
diversos, centrales y andinos, maracaiberos y cumaneses.
Muerto, por fin, el viejo dragón, el General López Contreras
presentaba a los venezolanos en febrero de 1936 un “Plan trienal”
para resolver en treinta y seis meses las necesidades y el clamor de
cien años. El “Plan” empleaba algunas palabras modernas, y cierta
atmósfera de contemporaneidad ya no podía sino impregnar entonces
el aniquilosado vocabulario político venezolano. Acaso en su fuero
interno pensaba el nuevo Presidente que él “era un poco socialista”.
Mas ciertas reformas de vocabulario no correspondieron a la
renovación en los hombres. Tornaban a los Congresos con sus ideas
de 1910 los más gastados políticos. Se reconstituían en el interior del
país los cacicazgos provincianos. Con el cansado lema de “calma y
cordura”, con la gerontocracia que llenó algunos de los gabinetes de
1936 y 1937, por lo menos de generaciones de venezolanos -los que
habían pensado y sufrido más- se sentían excluidos. El General López
Contreras actuaba como intérprete de cierta mágica y misteriosa
realidad nacional que nunca comprenderían los jóvenes que
residieron en e! extranjero. Se hizo un excesivo consumo doméstico
de la memoria del libertador, a quien se ponía de cómplice de malos
discursos y decisiones mediocres. Por respeto a Bolívar, quien
además de tantas virtudes excelsas tuvo la de su buen gusto, algunos
venezolanos -defendiéndose del abuso y la profanación- tenían
entonces el tacto de no nombrarlo. El choque de generaciones -los
que propiciaban el cambio por cuentagotas y los que exigían superar
con técnica y decisión el atraso en que nos sumieron cinco lustros de
dictadura- llevaba su debate hasta las más tradicionales zonas de la
vida nacional, como la Iglesia y el Ejército. Los sacerdotes jóvenes
pedían a sus viejos pastores que tuvieran mayor sensibilidad por los

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hechos sociales, que pensaran, siquiera un poco, en las “Encíclicas de
León XIII”, así como los militares jóvenes que estudiaron en el
extranjero y manejaban las máquinas complicadas de la ingeniería
moderna ya empezaban a vocear su descontento contra los
“Coroneles” empíricos que los comandaban. Y se iba generando por
eso, por el irrefrenable impacto de cultura y comunicación con el
universo que produjo la muerte del tirano, la revolución de 1945. El
movimiento estaba ya en las cabezas, en los editoriales de los
periódicos, en los libros, arengas y debates sostenidos en el país
durante dos lustros.

El problema venezolano era de más calificada cuantía que aquella


división regionalista, aquella polémica entre “andinos” y “centrales”
que promovieron los viejos caudillos. Sobre todo conflicto cantonal
empezaba a erigirse la fuerza del espíritu nuevo. El tránsito de una
economía agrario-pastoril, que fue la del antiguo caudillismo, a la de
las grandes explotaciones petrolíferas destruía la vida cerrada de los
distritos, creando, en torno de sus pozos y los taladros, masas
obreras unidas en la reivindicación y el reclamo común. Era ya tiempo
de líderes y no de caudillos. Se producía el fracaso y definitiva
oxidación de los políticos cortesanos que no se preocuparon de
estudiar Economía ni de orientarse en el dédalo de la vida
contemporánea, porque su única estrategia fue la de ‘complacer a os
generales” Estaban, pues, enfrentándose dos estilos, dos métodos de
política. Y lo que marca una diferencia profunda entre la Venezuela de
estos días y la de hace dos o tres lustros es que ya abordamos la
realidad con actitud más audaz y concreta. Desengaño y resignación,
o romántico escape de las cosas, habían sido durante los años de
eclipse civil los síntomas de una prolongada derrota venezolana, Que
aquí no vale la pena esforzarse por romper la costra de las
costumbres y malos hábitos porque una misteriosa inercia autóctona
terminaba prevaleciendo sobre todo impulso renovador. A los

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soñadores a quienes defraudaba la acción o encontraban ésta muy
tosca y rastrera, quedaba el recurso del escape. Reunir algún dinero
del modo más expeditivo o conseguir un consulado bajo la
recomendación de un general para gozar de la vida en Europa. Estar
en la propia patria como desterrado y liberarse y evadirse
conversando pesimistamente de las cosas con otro ingenioso grupo
de escépticos. La historia heroica -la época de Bolívar y de los
grandes próceres- se transportaba como a un plano de mitología; era
como esa vanidad de origen y linaje que tienen siempre los últimos y
decaídos descendientes. Y, precisamente, vencer todos aquellos
temporales complejos de inferioridad o de frustración ha sido la tarea
más positiva de los últimos años. Cuando en los mítines políticos
después de 1936 se descubrió que el pueblo respondía a las más
inteligentes consignas; cuando los nuevos institutos y escuelas
técnicas rebasaban su abundante matrícula; cuando en un liceo
nocturno el hijo de la criada doméstica pudo concluir su bachillerato;
cuando en las nuevas casas de los campamentos mineros -contra
todo prejuicio reaccionario- los trabajadores no destruyeron los baños
y conservaron los jardincillos, se había demostrado que nuestro
pueblo no es inferior a ningún otro y que tiene el mismo anhelo de
progresar y ascender de todos los pueblos. Civilizarse —desde este
punto de vista— es necesitar y exigir más, no resignarse en silencio a
lo que descuidadamente nos arroja la vida.

Tenían que aprender, por ejemplo, las grandes compañías


inversionistas establecidas en el país, que las necesidades humanas
son iguales para un trabajador de Venezuela que para otro de
Massachusetts y Virginia. Que la divina Providencia no ha dado a la
raza sajona el privilegio de las casas limpias, de la escuela de amplios
ventanales y cómodos bancos o del “Centro social” donde reunirse
después de las horas de trabajo. Y al antiguo NO TRESPASING con
que los inversionistas se defendían contra la peligrosa gente nativa,

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nuestro pueblo opuso su destino de “traspasar”. Y esto no era
precisamente “comunismo -palabra con que quiso detenerse en 1936
todo justo avance social- sino más bien una forma moderna de
capitalismo; la que aumenta el número de consumidores, la que no
hace de la higiene, la educación, el confort, exclusivo y costoso
privilegio de un grupo oligárquico. En este problema de “traspasar”
los cotos cerrados de la vieja plutocracia egoísta, está Venezuela
como todos los países hispanoamericanos. Es nuestra gran batalla
cultural y social del siglo XX.

Más allá de todo “ismo” político, de los dogmas y pasión de poder que
ahora desgarran el mundo, la verdadera revolución suramericana, en
la que ya parecemos marchar, es ante todo de cultura y de técnica.
De las nuevas generaciones que estudiando y planeando no se
resignen a esperar que la felicidad les venga en el caballo de un
general victorioso. De una ordenada fe en que nuestros pueblos son
capaces de prosperar y crecer como los mayores y más hábiles de la
Historia; de que hemos perdido ante las naciones imperialistas aquel
complejo de inferioridad o de desvalida urgencia con que en el siglo
XIX entregábamos, por ejemplo, a los ingenieros y compañías
inglesas nuestras pocas líneas férreas con hipoteca de cien años, Y
creo que esta nueva conciencia de crecer y de ser, de empezar a
hacerlas cosas con nuestra cabeza y nuestras manos, ya empieza
advertirse en la vida de mi país.

Esperanza y humanismo americano

Aquí, en una vieja hacienda del Estado Aragua, protegida de


montañas azules y mirando la esmeralda tranquila del Lago
Tacarigua, festoneada en los bordes de samanes y ceibas, está una
colonia de seiscientos y tantos inmigrantes. Cada barco europeo que
arriba a Puerto Cabello arroja su tributo de familias pobladoras que
oyeron la leyenda de un país nuevo, con tierras feraces donde podría

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rehacerse el destino y la concordia rota durante los años de guerra y
crisis en sus países originarios. Hay italianos y yugoslavos,
portugueses y checoeslovacos. En las cómodas barracas -de técnica
norteamericana- donde se alojan, aprenden las primeras palabras de
español, colocan sus trajinados equipajes, hasta que los autobuses
los distribuyan, de acuerdo con la profesión y demanda de trabajo, en
diversas regiones del país. Mientras se hace el censo de necesidades
y aspiraciones, los chicos de la familia -porque cada grupo trae su
prole- juegan en los jardines de la hacienda y se familiarizan con el
gusto sápido y los colores violentos de la fruta tropical: mangos,
guayabas, caimitos. A la hora de comer la olla del sancocho con una
prodigalidad que aquellas gentes olvidaron en sus años de éxodo a
través de los bombardeados caminos de Europa. Al principio cuando
llegaron los primeros inmigrantes, las gentes más temerosas
escribían artículos en los periódicos para decir que apenas se les
debía aceptar en los trabajos agrícolas, pero ocurre que en un país
que está creciendo también se necesitan mecánicos, electricistas,
constructores. Y hasta es posible que en una dormida villa del
interior, para alegrar la vida de las gentes y mejorar la pequeña
orquesta municipal, también sea conveniente la presencia de un
músico austríaco. El Ministerio de Sanidad coloca, además,
numerosos médicos e higienistas que prestan excelentes servicios en
alejadas poblaciones rurales. He visto algunos de estos médicos,
acriollados ya por la urgencia de su nueva vida, visitando en su mula
o su caballito de paso -a donde no puede llegar el automóvil- la
esparcida clientela campesina. En un pueblo de los Andes uno de
estos médicos arregló su casa como una granja del Tirol, y la
providencia del país nuevo regala su terrenito de frescos espárragos,
alcachofas y tomates. Decíame que aquí, andando a caballo de uno a
otro sitio cotidianamente; siendo ya compadre de algunos clientes
agradecidos, resolviendo con humor bondad los pequeños problemas
de muchas gentes, le parece que rinde un servicio social más útil,

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más radicalmente humano, que cuando esperaba en su consultorio de
Viena la visita de las señoras elegantes que venían a depositar su
tributo de artificiales complejos. ¿Con sol, paisaje y leche tomada al
pie de la vaca no se disminuyen bastante las angustias del hombre
supercivilizado? Y en esta casa de tejas, nítidamente blanqueada,
también puede conservarse aquello que siempre perdurará de
Europa: los versos de Goethe o de Rilke, la colección de discos en
que Toscanini y Bruno Walter dirigen las Sinfonías de Beethoven.

Esperanza hay bastante porque en un país de 900 mil kilómetros


cuadrados, donde ahora sólo viven cinco millones de hombres, no
falta espacio ni promesa de abundancia para treinta o cuarenta
millones. Cuando el grupo de inmigrantes contempla un bonito mapa
de esos en que la geografía se hace cuento de niños y dibuja en el
terreno mismo los productos y actividades humanas, un sueño de
colonización, de empresa económica y hasta de aventura, llena los
ojos de estos hombres que vienen de pueblos azotados donde impera
todo control y donde el instinto amoroso no es libre sino de tener los
hijos que permite el magro salario y el pequeño tabuco donde la
familia se amontona. Aquí convidan, en el mapa, los minerales de
hierro de Imataca; la casi inexplorada Parima con sus caídas de
agua; las verdes, frescas y recatadas lejanías de la Gran Sabana; las
bahías de Guanta y Puerto la Cruz con su prodigioso hinterland
petrolero; el horizonte vacío de las grandes llanuras. El
engrandecimiento y tecnificación del país debe hacerse aun por
encima de las guerras políticas y colisiones de credos e ideologías que
tornaron tan áspera la historia universal de los últimos años. En este
choque de grandes potencias, disfrazado a veces de filosofía política,
en que cada corriente con su respectiva cauda de intereses quiere
precipitarnos, las naciones hispanoamericanas, por lo mismo que no
tienen grandes secretos guerreros ni controlan los mercados
mundiales, deben afirmar un primordial programa pacífico y de

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conservación humana. Huerta, telar y escuela, más que caserna,
debe ser nuestro plan de subsistencia histórica. Nuestra auténtica
Revolución no consiste en pelearnos en las calles por determinado
dogma o excluyente teoría de la sociedad escrita en algún viejo libro,
sino ofrecer al universo las reservas y esperanzas de tanta naturaleza
por poblar y domesticar. Entre los dos campos antagónicos que ya
perfilan una nueva guerra mundial, cabe soñar en la tercera posición:
la de los países pequeños que no desean desgarrarse sino
desarrollarse y para quienes la tarea no consiste en pugna por la
primacía sino por ci bienestar y la cultura.

¿Habrá gentes capaces de precaverse contra todas las propagandas y


bulliciosa extraversión que nos lanzan en cruzada por intereses
extraños y que adviertan que la mejor utopía de América es superar
las querellas de razas y místicas de desesperación que desquiciaron a
Europa y buscar en el trabajo, en la tierra por poblar, en los recursos
por desenvolver, la nueva concordia humana? En una de las puertas
de este continente, con la conciencia de nuestro mestizaje
conciliador, con el horizonte de grandes espacios virginales, con la
única nobleza que a cada cual señalen sus obras, los venezolanos
estamos esperando. Aquí el hombre no se ahoga en su marco
geográfico ni en la abrumadora historia pasada, porque puede salir a
conquistarlo y a escribirla cada día.

(Tomado de: Picón Salas, Mariano. Suma de Venezuela. Introducción de Guillermo


Sucre; notas y variantes de Cristian Álvarez. Caracas: Monte Ávila Editores,
Biblioteca Mariano Picón Sajas, Tomo II, 1988, pp. 35-56.)

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