Dolores Ibárruri - El Único Camino
Dolores Ibárruri - El Único Camino
Dolores Ibárruri - El Único Camino
El único camino
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Titivillus 07.10.18
Título original: El único camino
Dolores Ibárruri, 1963
MIGUEL DE UNAMUNO
EN EL PRINCIPIO ESTABA EL MINERAL…
De las tres provincias que constituyen lo que hoy se llama Euzkadi, y ayer
Euzkalerría, es Vizcaya la más nombrada, la más famosa, la más conocida.
Tanto que ella sola ha dado nombre a todo el País Vasco.
No hay en Vizcaya, y es de sentirlo, ni Giraldas, ni Mezquitas, ni
Alcázares, ni Acueductos, ni Casas colgadas, ni Catedrales góticas.
No hay tampoco llanuras esteparias, sembradas de molinos capaces de
enloquecer a los caballeros andantes, ni Baños de Princesas, ni Murallas
Romanas, ni Patios de ensueño, ni Puentes del Diablo, que dan tono y
carácter a otras regiones peninsulares.
La fama de Vizcaya viene de ella misma. De su pueblo sin fecha de
origen ni genealogía determinadas. Viene de su idioma no emparentado con
ninguno de los conocidos. De sus hombres, emprendedores, duros, sufridos,
forjados a cincel, en lucha permanente con una tierra áspera, que resiste al
arado de madera, que solo admite la férrea laya; con un mar indómito y
borrascoso —preñado de traicioneras galernas—, cuyo húmedo aliento
cubre de lluvias y nieblas permanentes los montes y valles de la Vasconia
milenaria.
Cuando griegos y romanos escribían la historia y España era una
provincia romana, la fama de los vascos se extendía por los confines del
mundo conocido, entretejida de mitos y leyendas acerca del carácter y
costumbres de los vascos y de las riquezas que existían en lo hondo de sus
montañas.
De modo particular, la admiración de los historiadores se centraba en un
fantástico monte «todo de hierro», que se levantaba en las escarpadas costas
del Septentrión peninsular, y cuyas vertientes se hundían en el proceloso
mar de Cantabria.
Y no eran, no, invenciones o imaginerías, las referencias acerca de la
férrica montaña.
Un riquísimo yacimiento de mineral de hierro se extendía, casi sin
interrupción y a flor de tierra, desde la provincia de Santander, en sus
límites con Vizcaya, hasta San Miguel de Basauri, al occidente de Bilbao,
en una extensión de más de treinta kilómetros, dando un color particular a
la cadena montañosa donde se asentaban los veneros.
De ese mineral que constituía una inmensa riqueza, sólo fue
aprovechado durante siglos una mínima parte, que servía —incluso ya bien
entrada la Edad Moderna, y cuando la revolución industrial se había
realizado en varios países de Europa— para abastecer las rudimentarias
ferrerías que existían en la región. Sólo a mediados del siglo pasado estas
ferrerías fueron desplazadas por los Altos Hornos y los grandes talleres
siderometalúrgicos que hicieron del País Vasco el centro fundamental de la
industria pesada española.
De estas ferrerías situadas a lo largo de ríos torrenciales o en las mismas
montañas, como atestiguan los escoriales hallados en distintos lugares,
salían después de un largo y costoso proceso de fundición y elaboración del
mineral y del hierro obtenido las layas y azadas que necesitaba la
agricultura; los flejes de las carretas de bueyes; las cadenas y chapas
labradas de los «llares»; las trébedes, tenazas, sartenes, palas y asadores de
las cocinas aldeanas; los clavos y hierros forjados de las construcciones; los
yunques y bigornas de las fraguas; las herraduras de caballos, mulos y
bueyes; las celias de barricas y toneles; las hachas y cuñas de los leñadores;
los picos, barrenos y herramientas usadas en las explotaciones mineras; las
anclas, arpones, hierros y armazones de los navíos y barcos pesqueros, y
toda clase de instrumentos y herramientas comerciales.
Las vertientes de las montañas en que se hallaban los yacimientos,
especialmente en la zona de Somorrostro, de Triano y de Galdames,
horadadas por los buscadores de los mejores veneros, semejaban en la
lejanía inmensos panales trabajados por gigantescas abejas, cuyos alvéolos
se modificaban o desaparecían casi a diario bajo los golpes de picos y
barrenos, que manos recias de hombres avezados al rudo trabajo manejaban
con agilidad y firmeza.
La riqueza férrica del mineral vasco era extraordinaria. Mientras los
mejores minerales extranjeros daban un rendimiento metálico de un 48%,
los de Vizcaya alcanzaban el 56% y más de hierro.
Justipreciando la importancia del mineral vasco para la economía
nacional, el famoso dramaturgo español del siglo XVI, Tirso de Molina, en
su conocida comedia La prudencia en la Mujer, escribía que:
Por el hierro de Vizcaya
España su oro conserva…
Por desgracia, esto no era más que grata suposición del poeta
dramaturgo.
La desidia y la incapacidad de las clases dirigentes españolas puso en
manos extrañas no sólo los restos del oro, que quedaban en las casi
exhaustas arcas del Estado español, sino el hierro, que podía garantizarlo y
aumentarlo. Carentes de sentido nacional y conformándose con las migajas
que les ofrecían los aprovechadores extranjeros de las riquezas mineras
españolas, estas clases dirigentes fueron entregando a la codicia extranjera
el cobre, el plomo, el cinc, el estaño, la plata, el mercurio, que abundantes
existían en el suelo y el subsuelo españoles, privando de esta forma a
España de los medios y recursos que constituían la base de su desarrollo
industrial y de su independencia económica y política.
Si para la onerosa venta o irresponsable donación a compañías
extranjeras del cobre de Riotinto, del mercurio de Almadén, del plomo de
Linares o del cinc de Santander no encontraban los gobernantes españoles
mayores dificultades, en cambio, las reservas de mineral de hierro del País
Vasco estaban en cierta medida defendidas por la existencia de leyes y
costumbres locales, reconocidas y respetadas incluso en el período anterior
a la formación del Estado español.
Las disputas dinásticas en torno a la sucesión del trono, a la muerte de
Fernando VII en 1833 —pretexto especioso de la primera guerra carlista—,
fueron hábilmente aprovechadas por quienes entre bastidores estimulaban a
los dos bandos en lucha, para abrirse camino hacia los yacimientos mineros
del Norte de España.
Basándose en el hecho, exagerado y deformado de que el País Vasco
apoyó a Don Carlos, que disputaba la corona de España a la hija de
Fernando VII, el Gobierno de Madrid, al establecerse la paz, después del
Abrazo de Vergara en 1839, derogó arbitraria e injustamente las leyes
forales vascas, cuyo origen se hundía en la lejanía de los siglos.
No se necesitaban grandes esfuerzos de imaginación para comprender
que el pretexto esgrimido por el Gobierno de Madrid justificando la
supresión de los fueros y libertades de Euzkadi, no era más que una burda
trapacería política, con la que se encubrían los planes de largo tiempo
elaborados en cancillerías extranjeras, interesadas en la explotación y
aprovechamiento de las riquezas mineras del País Vasco.
Cierto que las aldeas vascas participaron en la lucha al lado del
pretendiente, arrastradas a la guerra por la Iglesia, que apoyaba la causa
carlista, y por los grupos más tradicionalmente reaccionarios de la región,
que en Don Carlos veían al defensor de la religión y de los fueros.
Pero no era menos cierto que las ciudades, centros neurálgicos del
comercio y de la vida económica y política del país, se mantuvieron al lado
del Gobierno.
Y fue precisamente en la capital de Vizcaya, en el Bilbao glorioso y
heroico de los «Sitios», varias veces cercado y siempre inconquistable para
el carlismo, donde se asestó el golpe definitivo al Ejército carlista. Aquí
fueron descompuestas las filas del pretendiente. Desde aquí fueron aculados
hasta la frontera francesa los últimos mohicanos de Don Carlos, lo que
hacía aún más injustas e intolerables las represalias políticas del Gobierno
de Madrid contra el pueblo vasco.
Y como «no hay mal sin bien», lo que el pueblo perdía en libertades y
derechos nacionales, lo ganaba la burguesía nativa y extranjera a las que se
abrieron excepcionales posibilidades de enriquecimiento. Que aquí como en
todas partes, el camino del desarrollo del capitalismo avanzaba destruyendo
sin ninguna consideración todo lo que para los pueblos es entrañable y
sagrado: libertad, independencia, costumbres y tradiciones, relaciones
sociales y familiares.
Al amparo de las disposiciones reales, y bajo el impulso de las fuerzas
que movían los hilos de la política española de la época, se inició
ampliamente la explotación de las riquezas mineras del País Vasco.
Se puso fin a la explotación individual de los yacimientos a los que
todos los naturales del país tenían derecho y acceso.
Se establecieron condiciones y leyes que reglamentaban en beneficio de
unos pocos el arranque del mineral.
Cesó el aprovisionamiento regular de las ferrerías. Los Altos Hornos
ingleses, franceses y belgas exigían millones, decenas de millones de
toneladas de mineral vasco.
Y se lo llevaban gratis. Las leyes forales que hubieran podido, quizás,
frenar el despojo de las riquezas nacionales, utilizándolas más
racionalmente, ya no regían.
Por la resistencia ofrecida por los grupos vascos que no aceptaban las
condiciones del Abrazo de Vergara, y que se aferraban desesperadamente a
un pasado que se fue sin retorno, la explotación libre, abierta, en gran
escala, de las minas de Vizcaya comenzó sólo después de la revolución de
1868, y aun posteriormente, cuando las postreras ilusiones de la tradición
fuerista se derrumbaban bajo el tronar victorioso de los cañones de la
defensa de Bilbao, que acompañaba la agonía del carlismo, en la cuarta y
última guerra civil del siglo XIX.
INVASIÓN…
PROLETARIADO
Otro día, son los navarros los triunfadores en la brutal disputa sobre otra
cuadrilla. Y la fanfarronería se eleva a virtud nacional en la jactanciosa
copla:
No hay quien rompa las cadenas
del escudo de Navarra
que están hechas con el hierro
de las minas de Vizcaya.
LA PALABRA SOCIALISTA
***
Un domingo del verano de 1889, cuando se disponía a partir de
Portugalete la diligencia que a diario hacía el recorrido entre esta villa
comercial y Gallarta, centro de la zona minera, llegó apresuradamente un
hombre, con aire de menestral, y preguntó al cochero, a quien todos
trataban familiarmente, si había algún asiento libre en el carruaje.
Pensó un momento el auriga si no sería exceso de carga para los tres
jamelgos, que en trote cansino hacían diariamente el viaje entre ambas
poblaciones, un nuevo viajero. Mas como el recién llegado era un hombre
delgado y, además, vestido decentemente, respondió que aunque la
diligencia estaba completa, si no le importaban mucho el aire y el sol, le
haría un poco de sitio a su lado, en el pescante.
Al mismo tiempo, y con gesto de entendido, señalando con la cabeza
hacia el interior del carruaje, dijo en tono de broma: «Buena familia lleva
hoy mi carro…».
Sin comprender lo que quería decir el cochero, pero alegrándose de
hacer el viaje respirando a pleno pulmón el aire libre de los campos y de la
montaña, tan necesario a su débil organismo, el nuevo viajero se sentó
donde le indicara, preguntando con curiosidad apenas quedó instalado.
—¿Quién ha dicho Ud. que va en la diligencia?
—No haga caso de mis tonterías. Era un decir… Entre los viajeros van
el juez y el secretario del juzgado de Gallarta, dos números de la Guardia
Civil y una pareja de miñones, de Ortuella. Como ve, vamos bien guardados
y no hay miedo de que en el camino nos salgan algunos de esos petroleros
socialistas que todo lo quieren poner patas arriba.
Sonrió el viajero pensando que en la vida se dan originales
coincidencias.
Enhebró el auriga la conversación, mientras la diligencia enfilaba la
carretera de Urioste.
—Usted no es de Gallarta, ¿verdad? Yo conozco a todos los vecinos y
no recuerdo haberle visto antes.
—No, no soy de Gallarta. Vivo en Bilbao y no he estado nunca en ese
pueblo. Han venido unos paisanos míos a trabajar en las minas y voy a
visitarles, aunque no sé si los voy a encontrar.
—Si tiene usted la dirección, yo puedo ayudarle.
—Aquí la tengo. —Sacó un papel del bolsillo y leyó en voz alta:
—Barrio de Peñucas, carpintería de X.
—¡Ah! ¿Es usted paisano del baulero?
—No; pero él conoce a mis paisanos y me podrá orientar.
El menestral que se dedicaba a la construcción de baúles, nada de
común tenía con los socialistas. Pero una vez frente a la casa indicada, el
viajero sabía a dónde tenía que dirigirse.
—Es muy sencillo encontrar ese taller. Es el único que existe en el
pueblo, y cualquiera le puede indicar la dirección. Al llegar a Gallarta, yo le
diré por dónde ir a él.
Iban acercándose a Ortuella donde la diligencia paraba, bien para que
cumpliese el cochero los encargos recibidos, bien para dejar o tomar
pasajeros.
Tiró el conductor de las riendas, y los caballos se detuvieron.
—Paramos aquí cinco minutos —advirtió a su acompañante—. Van a
descender los miñones y yo voy a entregar un encargo. En seguida
continuamos. Ya falta poco.
Ante la mirada curiosa del viajero se extendía, a su derecha, la carretera
de Nocedal, recostándose en la falda de una colina cubierta de viñedos,
mientras a su izquierda, en dirección a Gallarta, levantaba su imponente
masa de un color rojo sombrío el famoso «Monte», donde estaban las
minas. Enfrente se erguía el Serantes, como majestuosa muralla entre el mar
y la zona minera, y al fondo, sobre el valle de Somorrostro, se perfilaba el
Montano, en cuyas estribaciones se habían librado los más sangrientos
combates de la última guerra carlista.
Reanudóse la marcha. Al llegar a Gallarta preguntó al cochero:
—¿Por dónde se va al barrio Peñusca?
—Suba usted todo el pueblo arriba hasta llegar a un ferrocarril. Allá
comienza esa barriada. Atraviese la vía y siempre hacia arriba, a la
izquierda, está el taller que Ud. busca.
Se despidió el viajero dando las gracias al cochero y alargándole una
propina que éste recibió con agradecimiento, comenzó a subir la empinada
calle que terminaba en la mina.
Al llegar frente al taller le fue fácil encontrar lo que necesitaba: la
vivienda de un obrero minero que, según opinión de las gentes de orden, era
de la «cáscara amarga», como se decía entonces de quienes tenían alguna
actividad política o societaria.
Hacía unas semanas que, aprovechando un día de asueto, ese obrero,
cuyo nombre era Tomás Chico, había estado en el centro socialista de la
capital, insistiendo sobre la necesidad de enviar a alguien a la zona minera
en la que maduraba una óptima cosecha.
Había venido de un pueblo de Castilla a trabajar a las minas. Llegó con
su familia, la mujer y dos hijos pequeños con el decidido propósito de no
volver jamás a su pueblo natal, donde no había conocido más que miseria y
escasez. Era un hombre joven, vivo, inteligente y enérgico.
Desde el primer momento sintió su conciencia sublevada ante la
durísima explotación de que eran objeto los trabajadores en las minas. Pero,
no había opción. Volver al campo era imposible. Aquí, la vida era dura,
pero se podía luchar.
La llegada del delegado de la organización a quien él había conocido en
Bilbao le alegró extraordinariamente. A sus vecinos le presentó como un
paisano que vivía en la capital.
Hablaron largo rato sobre la situación y sobre la manera de abordar a los
trabajadores.
—Vamos a comenzar por los barracones —aconsejó Tomás—. La
mayor parte es gente joven que no vive tan amarrada a las obligaciones
familiares, y el diálogo es más fácil con ellos. Como hoy es fiesta, si vamos
a la hora de comer los encontraremos a todos allá.
Quedaron de acuerdo, y, después de un breve descanso en el que
continuaron cambiando opiniones, se dirigieron a uno de los barracones.
Entró primero Tomás, al que conocían algunos compañeros de trabajo y,
tras él, entró el forastero.
Todas las miradas se clavaron con curiosidad en los recién llegados,
especialmente en el desconocido, porque a la legua se veía que no era un
minero.
—¿Viene contigo? —preguntaron a Tomás.
—Conmigo viene.
—¿Qué desea el amigo? ¿Busca trabajo? —aventuró alguien.
—Trabajo busco, pero no en la mina.
—Pues aquí no hay otro.
Se hizo el silencio. Parecía que todo estaba dicho.
—¿Me puedo sentar?
—Siéntese ahí en ese catre, que está limpio.
Un minero sacó la petaca y, abierta, la ofreció amistosamente. Cogió
Tomás un pitillo y lo encendió en el cigarro que fumaba uno de los
trabajadores que estaba a su lado.
—¿Usted no fuma?
—No, gracias…
Inquirió el forastero:
—¿Todos los mineros viven así?
—La mayor parte. Unos, un poco mejor, otros, peor.
—¿Peor aún?
—Ya lo creo. Viven en cuadras, vecinando con los cerdos.
—¿Y pagan por esto? —dice señalando los sacos a medio llenar con
paja de maíz, ya podrida por el uso y que se escapaba por los agujeros de
los jergones.
—Aquí no hay nada gratis más que los piojos y la sarna —respondió
blandamente un hombre maduro.
—¿Sólo eso es gratis? Yo creo que aquí hay cosas que valen más que
todo el mineral y que también se dan gratis.
Sorprende a los mineros la respuesta. No alcanzan el sentido de las
palabras. Creen que el visitante es un enviado de la compañía que viene a
hablarles del humanitarismo de ésta. Les extraña que tal tipo haya venido
con Tomás, a quien respetan por saberle un hombre íntegro. Pero ¿quién
sabe?… Su cordialidad se torna aspereza.
Un joven interrumpe bruscamente.
—¿Usted conoce las minas?
—Las conozco y os conozco a vosotros. Dais a las compañías vuestro
sudor, vuestra fuerza y vuestra sangre. Y ¿qué recibís en cambio? Esto. Un
catre cochambroso, un rancho infecto que os cobran a buen precio y dos
pesetas de salario por catorce o diez y seis horas de trabajo. Por esta miseria
arriesgáis a cada momento vuestra vida, que es el único tesoro que tenéis. Y
la dais gratis. ¿Qué reciben las familias de los que mueren en la mina?
Nada. ¿Qué recibe el que queda lisiado, inútil para el trabajo? El derecho a
mendigar, y a veces, ni aún eso. ¿Por qué habéis venido aquí? ¿Por qué
habéis venido a trabajar a las minas? Habéis venido porque en vuestros
pueblos no podíais vivir. La mala cosecha, los impuestos, los caciques, os
han echado del pueblo donde nacisteis y habéis anclado aquí, con la
esperanza de ahorrar unos reales, de pagar las deudas, de levantar la
hipoteca, de ayudar a la mujer, a los padres. Y ¿qué habéis conseguido?
Trabajáis de estrella a estrella. Si quedáis inválidos en un accidente, nadie
os indemnizará. Si os matáis, nadie se preocupará de vuestros padres
ancianos, de vuestras mujeres ni de vuestros hijos. No trabajáis todos los
días porque la lluvia no lo permite. Y aun calculando que trabajaseis todos
los días del año —y bien sabéis que no es así—, recibiríais en total 730
pesetas por 365 días o si queréis mejor, por 5110 horas de trabajo a razón de
14 horas diarias.
—Lo que usted dice es verdad. Pero en el pueblo no recibíamos nada —
objetó una voz joven desde el fondo del barracón.
—Cierto; en el pueblo no teníais la posibilidad de recibir un salario todo
el año y vuestra situación era distinta. Allá erais obreros agrícolas o
campesinos sin tierra suficiente para mantener a vuestras familias. Pero allá
ni vuestro trabajo era tan productivo como el de aquí, ni corríais los riesgos
que os acechan a cada paso en la mina.
—Por ello nos pagan —retocó la misma voz. Y el que no quiera
mojarse que no vaya a la mar. Además ¿qué quiere Usted?, el mundo ha
sido siempre así y así lo dejaremos nosotros también. ¿Que unos son ricos y
otros somos pobres? Como dice la copla:
Hasta los leños del monte
tienen su separación
de los unos hacen santos
y de los otros carbón…
***
Una de las principales tareas de los propagandistas socialistas de la
primera época, y aun posteriormente en los albores del siglo XX, entre los
cuales se distinguieron Facundo Perezagua, Álvaro Ortiz, Emilio Felipe,
Fermín Zarza, Felipe Carretero, Isidoro Acevedo, Medinabeitia, Cerezo,
Tomás Meabe, Seisdedos, Achúcarro, Salsamendi, Indalecio Prieto, los
hermanos García y muchos otros menos conocidos, era terminar con las
inquinas regionales y despertar en los mineros el sentimiento de solidaridad,
de unión, de camaradería, para defender sus intereses frente a sus comunes
explotadores.
Hasta que la semilla socialista empezó a germinar en su conciencia,
mostrándoles su fuerza, los trabajadores no concebían que ellos tuviesen
derechos y que se pudiese cambiar aquel estado de cosas. No estaban
contentos. Pero ¿qué hacer? Una minoría protestaba a veces. Otros se
mordían los labios y apretaban los puños ante lo que consideraban una
injusticia. Se sentían inermes e impotentes frente a sus explotadores.
Los obreros no conocían la fuerza de su clase. Sólo sabían su número. Y
a veces, volvían su ira desesperada contra los que a las minas llegaban por
el mismo camino que ellos, no viendo en los recién llegados compañeros de
infortunio y de clase, sino competidores que iban a disputarles el puesto en
la mina o en el barracón, ofreciéndose a trabajar por unos céntimos menos
que ellos.
Hasta 1890 se habían producido protestas aisladas en diferentes minas,
que terminaban siempre con la derrota de los obreros, llevando el
pesimismo a aquella masa de trabajadores inorganizados, cuya conciencia
de clase apenas comenzaba a despertar. Reaccionaban por instinto ante la
injusticia, la vejación o el atropello y resolvían a golpes o puñaladas las
cuestiones suscitadas en la mina con el capataz o el encargado.
Ahora se comenzaba a hablar y a actuar de manera distinta. El trabajo
de los propagandistas empezaba a dar frutos. A la hora de la comida, en los
diferentes cortes de las minas, podía escucharse entre los obreros un
lenguaje nuevo. Se hablaba a media voz, de huelga, de protesta, de
reivindicaciones.
LA PRIMERA GRAN HUELGA
EL CENTRO OBRERO
Los días en los cuales los trabajadores podían colocar en las ventanas
del Centro Obrero las banderas rojas de sus organizaciones, la barriada se
llenaba de vida. Incluso para los que no eran afiliados a la sociedad, la
bandera roja les decía algo que todavía para sus conciencias era
inexplicable, pero que a pesar de todo, les sacudía hasta el fondo del alma.
Los centros obreros reflejaban los avances y en cierto modo las
conquistas del movimiento obrero y el desarrollo de la conciencia de clase
de los trabajadores y contribuían a educarlos en la lucha contra la brutal
explotación, en la lucha por la elevación de su nivel material de vida y a
darles conciencia de su fuerza y de su papel en la sociedad.
FANATISMO
Un gran paso se había dado hacia la organización de la clase obrera, aunque
esta organización fuese todavía intermitente e insegura. No era fácil ni
cómodo el trabajo de los propagandistas y organizadores socialistas en la
Vizcaya de finales del siglo XIX y comienzos del XX.
A las persecuciones de los patronos y autoridades se sumaba una
intolerancia religiosa feroz de la Iglesia, que se esforzaba por mantener
entre el pueblo un clima de hostilidad a toda idea nueva; que se aferraba
desesperadamente a las posiciones conquistadas en siglos de dominación
incompartida; que clamaba desde lo más profundo, porque no podía
alumbrar las plazas de las ciudades con las hogueras de los autos de fe
donde abrasar la herejía socialista.
Este estado de morboso antisocialismo se agudizó después de los
sucesos ocurridos en Bilbao en octubre de 1903 con motivo de la
celebración de una concentración católica carlista, que reunió en la capital
del País Vasco a lo más florido de los restos del carlismo, como un desafío a
las fuerzas liberales y demócratas y sobre todo como una demostración
antiobrera y antisocialista.
Los participantes en aquella concentración chocaron con los asistentes a
un mitin socialista, terminándose la concentración como dicen que
terminaba un célebre «rosario de la aurora»: a cristazo limpio, a bofetadas y
estacazos. Los trabajadores, justamente indignados, arrojaron pendones,
estandartes, santos y faroles a la ría, donde después de un breve flotar
desaparecían entre las turbulentas aguas del Nervión, que en Portugalete
desemboca en el Cantábrico.
En la contienda resultaron numerosos trabajadores heridos por la fuerza
pública y por las armas carlistas. Otros fueron represaliados en las empresas
donde trabajaban por el delito de haber asistido a un mitin socialista.
La vigorosa réplica dada por las fuerzas obreras y democráticas del País
Vasco a los derrotados en 1876, demostrándoles que Bilbao continuaba
siendo inconquistable para el carlismo, hizo aún más intransigentes y
sectarios a las jerarquías eclesiásticas y a sus fieles, vueltos de espalda a
todo progreso. Y en cada pueblo y en cada aldea se llegaba a lamentables
extremos de fanática intolerancia.
Un hecho sencillo, humano, pero inaceptable por la mentalidad
berroqueña de la reacción pueblerina, que se produjo en la zona minera,
removió hasta el fondo el limo del fanatismo ultramontano, dando lugar a
un espectáculo bochornoso que a la larga se volvió contra los mismos que
lo provocaron con su cerrilismo tribal.
Un modesto empleado conocido por sus ideas progresivas y
republicanas que habitaba en Gallarta tenía una hija de quince años
gravemente enferma de tuberculosis. La enfermedad había minado
profundamente el organismo de la muchacha, y el triste desenlace aparecía
próximo e inevitable. Los padres de la enferma, que adoraban a su hija, se
esforzaban por ocultar a ésta la gravedad de su estado, animándola
constantemente y haciendo con ella planes para el futuro.
En el pueblo, donde todo el mundo se conocía, no se ignoraba el estado
de gravedad de la muchacha; y temiendo que muriese sin confesión, las
beatas presionaban de mil formas a los familiares para que invitasen al cura
a visitar a la niña. Finalmente se negó el padre a que el sacerdote entrase en
su casa, y rogó a su mujer que bajo ningún pretexto dejase acercarse a la
enferma, ni al cura, ni a las catequistas. Se conocía en el pueblo la decisión
del padre de enterrar a su hija, cuya muerte se sabía inminente, sin el
concurso de la Iglesia.
Cada una de las damas pueblerinas estaba tan afectada por la posibilidad
de que esto ocurriese como si de ello dependiese la eterna salvación de su
alma. ¿Cómo no iban pues a luchar por asegurarse un puesto a la diestra de
Dios padre?
—¿Qué va a ocurrir?, se preguntaban. Si toleramos que en el pueblo
haya un entierro civil, esto significa abrir la puerta a la impiedad. Y «una
vez empezado el pan», sabe Dios hasta dónde llegarán estos demonios.
Cueste lo que cueste, hay que impedir que haya un entierro sin la Iglesia…
Trazaron su plan de batalla. Sobre la casa de la enferma establecieron
una vigilancia permanente, inquiriendo su estado, presionando sobre
parientes y vecinos, sin importarles en absoluto el dolor de los padres y
familiares a los que ofendían con su presencia y odiosa insistencia.
A comienzos de otoño murió la joven. El padre decidió que el entierro
fuese civil. La noticia, aunque esperada, causó una profunda impresión, y se
difundió rápidamente por el pueblo, a pesar de que las mujeres, que
tradicionalmente y por un módico estipendio anunciaban de puerta en
puerta las muertes de los vecinos y las horas de los entierros, se habían
negado a anunciar este entierro, por miedo a las represalias de las señoras
pudientes.
En todas partes se discutía acaloradamente. Los obreros se colocaron al
lado de la familia doliente y en muchas minas decidieron abandonar el
trabajo una hora antes de lo habitual para asistir a la conducción del
cadáver.
Ante las autoridades que eran hechura de los patronos mineros se
planteaba un serio conflicto. El cementerio se consideraba de jurisdicción
exclusiva de la Iglesia. Un cadáver que no fuera conducido como mandaban
los cánones católicos no podía ser enterrado sin una autorización especial
de las autoridades eclesiásticas.
Reunidas las beatas en la sacristía de la iglesia consideraban ya ganada
la partida. «Si no hay cementerio civil —decían— ¿dónde la van a enterrar?
Al cementerio se entra tras la cruz del sacerdote…».
Pero el padre de la muchacha muerta se mantuvo firme. A pesar de
todas las coacciones, no cedió. «Mi hija se enterrará civilmente. ¿Que no
hay cementerio civil? No es culpa mía. El cementerio no es una propiedad
particular de la Iglesia. Es del Ayuntamiento, es del pueblo; de los creyentes
y de los no creyentes… Si los curas no quieren que la “gracia” de las
bendiciones llegue a la tierra que va a cubrir el cuerpo de mi hija, que hagan
bendiciones particulares, con destino personal. “El cementerio es del
municipio, y en él se enterrará a mi hija”». Los ánimos se excitaron de tal
forma, que el Gobernador de la provincia creyó oportuno enviar varias
parejas de la Guardia Civil para mantener el orden.
Las autoridades de la localidad comunicaron a la familia doliente que si
se empeñaba en realizar el entierro civil no podría hacer la conducción del
cadáver por el camino acostumbrado. Deberían conducirle por senderos y
veredas extraviados y sin acompañamiento, como si fuese el de un
apestado. De ninguna manera por el centro del pueblo.
—Mi hija será conducida por el camino acostumbrado —respondió el
padre al alguacil que fue a comunicarle la decisión de la superioridad.
A la hora señalada para el entierro, un gran número de trabajadores,
portando las banderas del Centro Obrero, se habían congregado junto a la
casa de la finada. Entre ellos, un pequeño grupo de mujeres que, a pesar de
las amenazas de los reaccionarios, querían asistir a la conducción del
cadáver y mostrar su simpatía y acompañar en su dolor a la familia
sometida a tan dura prueba.
Cuatro obreros levantaron el féretro sobre sus hombros y la comitiva se
puso en marcha silenciosamente. Tras el cadáver iba el padre, solo, y unos
pasos tras él, bajo las banderas rojas de las organizaciones obreras, los
centenares de hombres y mujeres que, solidarios con su dolor y su decisión,
estaban dispuestos a conquistar un derecho, que la intolerancia religiosa se
obstinaba en negar.
Al alejarse de la casa la triste comitiva, una voz grave, solemne,
emocionada, comenzó a entonar una marcha fúnebre que fue
inmediatamente coreada por todos los acompañantes:
Oíd pobres mortales…
Los cantos funerales
que entonan los obreros
al cuerpo del que fue…
Soldado de una idea
de amor y de progreso,
y contra el retroceso
luchó siempre con fe…
HIJOS DE MINEROS
MAESTROS Y DISCÍPULOS
ICONOCLASTAS
***
TRAVESURAS
Las escaleras de las casas de los mineros eran oscurísimas, al igual que las
calles, alumbradas difícilmente por pequeñas y escasas lámparas o faroles
de petróleo; hasta que se estableció el alumbrado eléctrico. De aquella
oscuridad nos servíamos para asustar con nuestras bromas a los muchachos
y a veces a las mujeres que sabíamos miedosas.
Arrancábamos de las huertas o cogíamos de los camarotes, donde los
campesinos las tenían amontonadas para alimentar a los cerdos, calabazas
de regular tamaño y las vaciábamos. Les hacíamos orificios parecidos a los
de las calaveras, que tantas veces habíamos visto en la huesera del
cementerio pueblerino. Cubríamos estos orificios con una piel de cebolla
roja y encendíamos en el interior una candelilla. En la oscuridad, el efecto
era fantástico.
Colocábamos la calabaza transformada en una luminosa calavera en lo
alto de un palo, en el rincón más oscuro de la escalera que nosotros
teníamos señalada, y esperábamos en el portal el resultado de la operación.
Y casi nunca fallaba: los gritos del asustado y las imprecaciones de sus
familias llenaban la casa de barullo mientras nos reíamos nerviosamente,
porque a pesar de todo, nosotros mismos teníamos miedo.
Una vez nos falló el experimento y después renunciamos a repetirlo.
Vivía en nuestro barrio una familia de un empleado, que tenía un
chiquillo muy mimado, al que no le gustaba jugar con nosotros, porque,
acostumbrado a que los padres le librasen de todas las dificultades, era
incapaz de saltar un charco sin ayuda.
Era además un acusica en la escuela. Y si alguna vez nos acompañó en
nuestras excursiones, en seguida sabían todos los vecinos dónde habíamos
estado y qué habíamos hecho.
Como le conocíamos muy miedoso, preparamos la calabaza y
colocamos no sólo el tentemozo de costumbre, sino un verdadero fantasma
vivo, encargado de dar más realidad a la aparición.
Uno de los chicos se prestó a ser el sujeto. Las cerillas para encender
que se usaban eran puro fósforo, y los objetos que se frotaban con ellas
brillaban en la oscuridad con una luz tenue y verdosa.
Sobre el elástico de nuestro amigo marcamos unas líneas que debían
parecer las costillas de un esqueleto. Las palmas de las manos brillaban
como luciérnagas gigantes.
Colocamos el palo con la calabaza en el rincón y a nuestro esqueleto
con los brazos en cruz luciendo —nunca mejor aplicada la expresión— sus
manos brillantes que se agitaban con estudiados movimientos. Y llegó el
momento culminante.
Nuestra víctima, que había salido a hacer un recado sin sospechar lo que
le aguardaba y sin habernos visto, entró en el portal. Tras de él, llegamos
nosotros silenciosamente. Queríamos disfrutar del espectáculo. Reteníamos
el aliento. Nos pegábamos con los codos. El corazón nos palpitaba
aceleradamente ¡Qué va a pasar!, —pensábamos. Y aguardábamos
ansiosamente.
Subía el elegido las escaleras despacito, blandamente, sin ruido para no
asustarse del eco de sus propios pasos… Y de repente, un golpe seco, un
ruido de vidrios rotos y un alarido de espanto. (El chiquillo llevaba en la
mano una botella con vino).
—¡Paadre! —gritó—. ¡Paadre! —repitió.
Nuestro esqueleto, impávido, abriendo y cerrando las manos
fosforescentes. Y ocurrió lo inesperado.
Se abrió la puerta de una habitación y en el hueco, con un candil
levantado a la altura de la cabeza, apareció… el padre. Vio el cuadro y su
rabia no tuvo límites.
La sorpresa inmovilizó a nuestro esqueleto que, como en el Tenorio,
deseaba se abriese la tierra y le tragase. Pero no había nada que hacer. Trató
de darse vuelta para que no se viese el brillar de sus costillas fosfóricas.
Quiso huir y no pudo hacerlo.
El indignado padre le agarró por el cuello y le dio una sopapina
fenomenal. Cogió la calabaza y la arrojó por el hueco de la escalera al
portal, donde se estrelló con un ruido sordo.
Estábamos consternados. Esperamos a nuestro maltratado fantasma y
cuando le vimos bajar llorando y riendo a un tiempo, maldiciendo al padre
y al hijo, nos tranquilizamos.
Nos mostró la chichonera que le había hecho y juramos que al día
siguiente íbamos a romperle las muelas a aquella gallina que necesitaba
recurrir a su padre para defenderse.
PEDREAS
La división localista que por capataces y encargados se realizaba en la mina
hallaba su expresión en la división hostil y rival de barriadas y poblados
mineros y entre los chiquillos que vivían en uno u otro de aquéllos.
Los chicos de la Concha, un poblado importante y pintoresco, próximo
al nuestro, por donde había que pasar obligadamente para ir a la mina El
Pozo, a Concha 3 y Concha 8, cuando llevábamos el almuerzo o la comida
a nuestros padres o hermanos mayores que trabajaban en esas minas, eran
enemigos encarnizados de los chicos y chicas de Gallarta, y éstos a su vez
de los de la Barga o El Campillo.
Y a diario se producían reyertas y choques en los que a veces
intervenían personas mayores. Además de las agarradas personales, en las
cuales las cestas y capachos de las comidas volaban por los aires o rodaban
por las cuestas, mientras los contendientes se daban de puñadas, se
arañaban la cara y se revolcaban por el suelo, las piedras envueltas en las
servilletas se empleaban como armas contundentes cuando el «enemigo»
era de cuidado. No pasaba un chico de Gallarta por los barrios de la
Concha, sin que alguien, especialmente los «gallitos» de cada cuadrilla,
intentase mojarle la oreja con saliva. Esto era una afrenta intolerable que se
lavaba con sangre. Y lo mismo le sucedía al «conchero» que se atrevía a
bajar solo a nuestro pueblo. No volvía al suyo sin alguna señal de las
fraternales caricias de los gallartinos: un chichón, un ojo a la funerala o las
huellas de las uñas en la cara o en el cuello.
Por ello, tanto a la hora de llevar las comidas a la mina, como a la
vuelta, al pasar por el «territorio enemigo», los gallartinos iban en grupo
cerrado, guardados los flancos por los más valientes. La misma táctica
seguían los concheros al penetrar en nuestros dominios.
Así la lucha personal se convertía en batalla campal donde las armas
principales eran las piedras, que se lanzaban a mano y con honda.
Había chicos que eran temibles. Donde ponían el ojo, ponían la piedra.
En el campo conchero tenían un jefe al que llamábamos «Cananas»,
porque usaba un viejo cinto de cazador, con grandes cartucheras, donde
metía piedras para no tener que agacharse en el combate en busca de
proyectiles. «Cananas» era valiente y audaz, y aunque solía recibir no pocas
pedradas, hecho que atestiguaban las cicatrices que tenía en la frente y
cuero cabelludo, era siempre el último en retirarse del campo de batalla,
aunque estuviese chorreando sangre, cuando nuestras fuerzas eran
superiores a las de ellos.
Las chiquillas participábamos en la pelea formando la retaguardia activa
y ayudando a los nuestros. Con ello concitábamos contra nosotras las iras
de los rivales locales de nuestros amigos y parientes, y «cobrábamos»
cuando llegaba el caso, por lo que habíamos o no habíamos hecho.
Esta salvaje costumbre duró largos años, manteniéndose las hostilidades
locales, entre poblados y barriadas. Fueron disminuyendo hasta desaparecer
por completo a medida que crecía la organización obrera y que el
sentimiento de unión y solidaridad entre los trabajadores se profundizaba y
se haría conciencia. De otra parte, la disminución de la jornada de trabajo
que liberaba a los niños del penoso acarreo que debían realizar con frío o
con lluvia, con viento o con calor, de la comida a sus padres o hermanos
mayores, ayudó a disminuir las rivalidades y los enconos, pues quien quita
la ocasión quita el peligro.
Al no encontrarnos a diario los chicos de los diversos bandos, fueron
atenuándose, hasta desaparecer por completo, la enemistad y las rivalidades
pueblerinas.
DESTINO
Entrar a trabajar de pinche en la mina a los diez u once años era una suerte
que no todas las familias tenían. El trabajo del niño obrero aportaba a la
economía hogareña un pequeño refuerzo. Y el niño que era hoy nuestro
compañero de escuela y de juego, mañana se separaba de nosotros. De la
noche a la mañana, se había hecho hombre, con una personalidad en la
familia y en la sociedad. Ganaba un salario. Pero ¿cuántos no llegaron a
madurar[6]?
Entre los muchos nombres de jóvenes mineros que apenas salidos de la
infancia pagaron su tributo a la muerte en los accidentes de las minas,
recuerdo el de un muchacho nacido en el mismo barrio que yo y al que
todos queríamos por su bondadoso carácter.
Comenzó a trabajar a los once años y a los quince ya era un obrero
experimentado que trabajaba en las cuadrillas de los adultos, aunque como
todos los casos idénticos, con salario de niño hasta que cumpliese diez y
nueve años.
El carácter y los sentimientos de Bonifacio González —así se llamaba el
muchacho— fueron puestos a prueba con motivo de una huelga declarada
por los obreros de la mina donde trabajaba. Exigían los mineros cincuenta
céntimos de aumento en el salario. El patrono se negó a concederlos. Los
obreros fueron a la huelga.
Un capataz llamó a Bonifacio y a su padre y les dijo: «Si queréis
continuar trabajando, daremos a Bonifacio salario de adulto y a ti te
aumentaremos los dos reales. Si no trabajáis es posible que seáis
despedidos».
El padre, vacilando, miró implorante a su hijo. Pensaba: «Son casi dos
pesetas más de salario al día entre los dos». «Esto es una cosa muy seria…
O el despido…, la lista negra… El hambre, la miseria para mis hijos, para
mi mujer»… Bonifacio no quiso entender la suplicante mirada del padre. Se
limitó a preguntar:
—¿A los demás obreros no les conceden los dos reales de aumento?…
—No, a los otros no.
—Entonces, ¿quiere que trabajemos como esquiroles?
—El capataz se encogió de hombros despectivamente.
—Llámalo como quieras…
—Vamos a casa, padre. Nos moriremos de hambre, pero no seremos
esquiroles.
En cuanto empezó a trabajar Bonifacio, a pesar de su juventud, fue a
inscribirse a la organización obrera. Y todas las noches podía verse al joven
minero absorbido en la lectura de los libros que existían en la biblioteca del
Centro Obrero y que le abrían un mundo desconocido de justicia y de
fraternidad.
Cuando las damas católicas conocieron que Bonifacio frecuentaba el
Centro Obrero y que hablaba a los obreros de sus lecturas, llenas de alarma
fueron a visitar a su madre.
Estas damas formaban parte de una organización de beneficencia
llamada de San Vicente de Paúl, que a veces solía dar a algunas familias de
los miembros enfermos una tarjeta para que el comercio les entregase un
cuarterón de tocino o media libra de aceite. A cambio de esto, se
aseguraban la religiosidad y la sumisión de estas familias.
La pobre mujer recibió la visita, entre asombrada y confusa. Nunca las
había visto antes, cuando la agravación de sus males añadía nuevas miserias
al mísero hogar. ¡Creyó que llegaban a conocer sus necesidades, a hacer con
ella una «caridad»! De todas maneras le extrañaba su visita.
Sus ilusiones y sus dudas se disiparon pronto. Mandó pasar a las damas
a la cocina y les ofreció unos bancos de madera que su hijo había
construido y que la madre cuidaba con esmero y cariño. Estaban blancos y
limpios como una patena. Sentáronse las dos damas y sus miradas
escrutadoras se fijaban en todos los detalles.
—No viven ustedes mal —dijo una de ellas—. Está todo muy limpio.
—Buen trabajo nos cuesta —respondió blandamente la mujer—.
Ustedes saben que el ser pobres no quiere decir ser sucios; y nos agrada
más vivir en una casa limpia que en una pocilga.
—¡Ya, ya!… Pero para hacer esta limpieza se necesita jabón y lejía, y
eso cuesta dinero.
—Sí, es verdad; y puños y voluntad, ¿saben ustedes?… Y a veces es
preferible comer un poco menos y comprar un poco más de jabón, para que
los hijos se acostumbren a vivir en casas limpias.
—¿Los educa usted para príncipes?
—No, los educo para hombres; aunque cada madre piensa que sus hijos
tienen derecho a vivir como dicen que viven los príncipes.
—Es usted muy ambiciosa.
—Soy madre simplemente.
Una de las damas vio colgada en la pared, sobre la mesa, una litografía
representando un obrero agobiado bajo el peso de un cañón en el que iban
sentados sobre un saco de oro un fraile gordinflón y una ridícula figura de
burgués. Su rabia no tuvo límites; se levantó indignada.
—¿Cómo tiene usted eso ahí? ¿Así educan ustedes a sus hijos? Y luego
quieren que el Señor les ayude. Si viven constantemente en pecado mortal,
¿cómo puede llegar a sus hogares la gracia de Dios?…
La madre quedó un momento sobrecogida ante el impertinente tono de
la señora. Pero se acordó del placer con que el hijo había construido el
rústico marco que encuadraba la litografía y respondió con voz firme y
tranquila:
—Miren ustedes, «eso» lo ha traído mi hijo. Y como mi hijo es muy
bueno —y ustedes pueden preguntar por él en el barrio—, yo no creo que
eso sea malo. Lo que agrada a mi hijo me gusta a mí también.
—¿Está usted loca? ¿No sabe que eso lo hacen los ateos, los socialistas
que no creen en Dios, los que tienen revuelto a todo el pueblo con sus
mítines y con sus huelgas?
—Yo no sé quién lo hace. Sólo puedo decirles que si las gentes que
hacen estos cuadros son como mi Bonifacio, entonces no son malos. ¿Que
no creen en Dios? Allá ellos con su conciencia. Yo respondo de la mía.
—¡No, señora! Está usted equivocada. Ante Dios usted no responde
sólo de su conciencia. Responde también de la de sus hijos. Por ejemplo:
¿qué ha hecho usted para impedir que su hijo vaya al Centro Obrero y lea
esos libros infames que le están envenenando y que envenenan a todos
ustedes?
—¿Qué he hecho? Nada en absoluto. Él me dijo: madre, voy al Centro
Obrero. Allá van los mejores obreros de la mina. En el Centro Obrero hay
libros, y yo quiero aprender cosas que ignoro y comprender otras que para
mí no son claras. Yo le respondí: Vete, hijo mío, y aprende, que el saber no
ocupa lugar. Y fue. Eso es todo…
—¿Eso es todo? ¿Y le parece a usted poco? ¡Usted misma empuja a su
hijo a condenarse y Dios puede castigarte…!
—¿Dios?… ¿Castigarme? ¿Más aún? ¡Si de mi casa no salen las
enfermedades! ¡Si mi marido y mi hijo trabajan como burros y ganan una
miseria! ¿Y les parece poco castigo? Miren ustedes… A veces yo misma
comienzo a dudar de Dios. Esto no se lo he dicho nunca a nadie. Se lo digo
a ustedes ahora para que sepan que la miseria nos hace incrédulos. ¡Dios!…
¿Dónde está Dios cuando nos morimos de hambre, cuando no tenemos un
cacho de pan que llevar a la boca? Para los pobres, si existe Dios, es ciego y
sordo. ¿Qué decir esto es pecado? ¡Mal año para los pecados! Porque
cuando vienen los hombres de la mina llenos de barro, mojados hasta los
huesos, cansados hasta más no poder, y en el fogón sólo hay unas cazuelas
de sopas de ajo con mucha agua y poco pan y en la casa frío y tinieblas, se
reniega del cielo y de la tierra, y se piensa que el infierno no puede ser peor
que nuestra vida.
—¡Calle, calle, no blasfeme! —dijo la señora tapándose los oídos con
las dos manos—. Vámonos, vámonos de aquí; esto es monstruoso, estas
gentes están condenadas sin remedio. Si las madres, ¡las madres!, dicen
estas cosas, ¿qué dirán y cómo serán los hijos?
—¿Los hijos? Pues ya lo ven ustedes; unos santos como mi Bonifacio
—respondió sin hiel la tía Sabina.
Marcharon las damas con un sofocón terrible. Al poco rato la visita era
la comidilla del barrio.
Las opiniones se dividieron; algunas vecindonas, de las que esperaban
recibir un día el cuarterón de tocino, comentaban con grandes aspavientos a
la puerta de un tenducho, cuyo dueño las escuchaba complacido, la actitud
de la madre de Bonifacio.
—¿Ha visto usted? —decía una de ellas dirigiéndose al mantecoso
tendero—. ¡Qué atrevimiento! Cualquiera diría que una desgraciada como
ésa iba a atreverse a ofender así a las señoras. ¿Cómo la van a socorrer si las
falta al respeto? Y lo peor de todo es que por ella vamos a perder las
demás…
—¡Así reventéis!… —cortó una voz clara y rotunda. Era una mujer
joven que sentada en el balcón de su casa daba de mamar a su hijo. Al oír
los insidiosos comentarios, no pudo contenerse. Separó el pezón de la boca
del niño y apretando a éste contra su pecho se levantó con ligereza, e
inclinándose sobre la baranda para que la oyeran mejor, continuó:
—¡Lameronas! ¡Puercas!… Mejor estaríais limpiándoos las cascarrias.
Así dejaríais en paz a las personas decentes. Ha hecho muy bien la tía
Sabina en responder a esas señoras como se merecían. Y si vinieran a mi
casa las tiro por la escalera. ¿Entendido? Ahora podéis ir donde ellas con el
cuento a ver si os regalan una lendrera para despiojaros, ¡cochinas!, que
oléis a chotuno a una legua. Y usted, tío legañoso, métase en su agujero a
ver cómo tiene la faltriquera esa lechona que está tras del mostrador.
Pasaron varios meses. Un día, en la mina donde trabajaba Bonifacio
fueron cargados varios barrenos. Algunos quedaron sin estallar. No se podía
continuar el trabajo sin desatacarlos. De la peligrosa labor fue encargado
Bonifacio. Era la hora del descanso de mediodía. Al retirarse a comer con
su grupo, el padre le había advertido:
—¡Ten cuidado, hijo!…
—No se preocupe, padre; yo sé lo que hay que hacer.
Mientras los mineros comían resguardándose del sol en la chabola de
las herramientas, el joven minero comenzó a desatacar las cargas que no
habían estallado.
La primera fue deshecha fácilmente. La segunda era más trabajosa,
sobre todo porque en el tajo no había desatacador. Y aunque Bonifacio
sabía los riesgos que entrañaba emplear el barreno, fiado en su pericia
comenzó la faena. Apenas había comenzado a golpear sobre una gruesa
piedra, preparando la maniobra, cuando la dinamita estalló con pavoroso
estruendo lanzando a Bonifacio por el aire entre toneladas de piedra y de
tierra. La inesperada explosión del barreno dejó sobrecogidos de espanto a
los obreros que comían en la chabola. Inmediatamente supusieron la
catástrofe. Un grito ronco salió del pecho del padre.
—¡Mi hijo! —pensó como un relámpago.
Su hijo estaba allí, tendido, inmóvil, ensangrentado, cubierto de piedras.
Quería correr hacia él, y las piernas no le sostenían. Cayó de rodillas junto
al cuerpo roto, tratando de reanimarle, de darle vida, resistiéndose a aceptar
lo irremediable, lo definitivo.
—¡Hijo! ¡Hijo mío! —decía sosteniendo entre sus manos temblorosas la
destrozada cabeza.
Una angustia lacerante atenazaba el corazón del viejo minero. Su hijo
estaba allí inmóvil, muerto. ¿Muerto? No, no es posible. ¡Hijo, hijo mío,
dime que no has muerto!…, —decía delirante. Un sollozo hondo sacudió su
cuerpo. Por su rostro lívido, demacrado, resbalaban lágrimas ardientes
como fuego.
—¡Hijo, hijo mío! ¿Por qué no he muerto yo y no tú? ¿Por qué? ¿Por
qué?…
—Vamos, Dionisio; esto no tiene remedio. Hay que resignarse. Ése es el
fin que nos espera a todos. Hoy ha sido él, mañana seré yo, o mi hijo —dijo
uno de los mineros expresando el pensamiento de los otros.
Una crispación de ira, de congoja, enderezó al viejo minero abrumado
por el dolor.
—¡No! —respondió sordamente. No podemos resignarnos. No podemos
aceptar este destino de bestias. ¡No y no! Esto no debe ser así. Esto tendrá
que cambiar…
La triste noticia corrió rápidamente por la barriada. Todas las mujeres
fueron a casa de la tía Sabina a prodigar a la afligida madre sus cuidados y
sus consuelos. El padre llegó también, abrumado, quebrantado hasta lo
hondo del alma.
—Ya no tenemos hijo —murmuró, atrayendo a su mujer sobre su pecho
—. ¡Bonifacio ha muerto!…
Para la madre no había consuelo. En su dolor infinito las amenazadoras
palabras escuchadas unos meses antes, entre aquellas paredes, revivían en
su memoria, martilleaban en su cerebro con fuerza torturante causándole
una angustia indecible, un dolor intolerable. ¡Dios la castigará! ¡Dios la
castigará!
La pobre madre luchaba contra el recuerdo obsesionante que se
enlazaba con la visión empavorecedora del hijo destrozado por la explosión
del barreno.
—¿Dios?… ¡No hay Dios! ¡Hijo mío! —gritaba—. Hijo querido,
¿dónde estás, qué te ha ocurrido, hijo mío? ¿Por qué no vienes a consolar a
tu madre? ¿Dónde estás, corazón mío, dónde? Y yo no te veré más… ¡Hijo
mío, hijo mío!…
Al dolor desesperado, violento, sucedió un penoso aplanamiento moral.
Parecía como si se le hubieran roto los resortes de la vida, como si del
pecho se le hubiera salido el corazón. No lloraba, no pensaba. Le parecía
vivir una pesadilla monstruosa, fuera del mundo y de la vida.
Los vecinos cerraron las ventanas y rodearon su cama para que no oyese
los rumores de la calle, para que no se diese cuenta que por delante de su
casa pasaba por última vez, en una camilla a hombros de sus compañeros de
trabajo, camino del cementerio, el hijo que lleno de vida unas horas antes la
besaba y acariciaba bromeando con ella como con una hermanilla. Tras la
camilla iban, cabizbajos y sombríos, los obreros de la mina, que en señal de
protesta habían abandonado el trabajo.
Tras ellos íbamos los chiquillos de la barriada. Llorábamos
desconsoladamente a nuestro amigo, y queríamos verlo por última vez,
aunque él ya no pudiese vernos. No nos dejaron entrar en el cementerio.
Volvimos a casa, y durante mucho tiempo el recuerdo de Bonifacio era
nuestra obsesión.
Al dolor en que la terrible desgracia sumió a aquella humilde familia de
mineros rompiendo para siempre su vida, se sumó la injusticia de una
legislación hecha en beneficio de los patronos. Bonifacio había trabajado
como un adulto; produciendo más que un adulto, porque era joven y fuerte.
Pero sólo tenía diez y siete años. Y para que sus padres hubieran sido
indemnizados por la muerte del hijo, éste tenía que haber cumplido diez y
nueve años. La mano de obra juvenil era un gran negocio para los patronos
de las minas. Podían emplearla sin ningún riesgo.
DE LA INFANCIA A LA MADUREZ
PEDRO USAKOV
Demócrata revolucionario ruso del siglo XVIII
LENIN
INFANTILISMO REVOLUCIONARIO
LUCHAS FRATRICIDAS
CATEQUISTAS
SOBRESALTO
Desde el año 1917 hasta 1931 me tocó varias veces estar sola con mis hijos,
pues en las diferentes redadas policíacas por distintos motivos era detenido
mi marido, casi siempre con los mismos camaradas: Leandro Carro, Daniel
Ibáñez, Leopoldo Fernández, Pedro Aldama, los hermanos Airarás,
Ambrosio y Luis, cuyas mujeres sufrían lo mismo que yo y cada una en las
diferentes condiciones en que se desarrollaba nuestra vida[23].
En 1927, y en una de las visitas a la cárcel de Larrínaga donde estaban
presos nuestros hombres, hartas ya de ver a nuestros maridos tras las rejas,
nos reunimos las mujeres y familiares de los encarcelados y acordamos que,
si durante la semana no eran puestos en libertad, y ello entraba en lo
posible, pues eran detenidos gubernativos, el próximo domingo
realizaríamos una demostración de protesta.
Pensábamos echamos sobre las vías de los tranvías, para que todo el
pueblo conociese nuestra situación y el atropello que se cometía con
nuestros hombres, detenidos sin proceso, detención que podía prolongarse
hasta que al Poncio que gobernaba Vizcaya le diese la humorada de
ponerlos en libertad.
Todas las mujeres estuvieron de acuerdo. Pero aunque nuestros maridos
no fueron libertados, sólo acudieron a la cárcel el domingo señalado,
Ramona Arrarás con sus hijos, Esther Arrieta con los suyos, la anciana
madre del Camarada Casado y yo, con mi Rubén y con Amaya.
A pesar de todo estábamos dispuestas a arrojarnos a la vía del tranvía, y
marchamos a la cárcel, con la decisión de dar la gran campanada.
Nuestros hijos sabían adónde íbamos. Rubén tenía siete años y Amaya,
cuatro. Los de Esther eran de una edad aproximada y los de Ramona un
poco mayores. Iban serios y agarrados a nosotras, resueltos a hacer lo que
nosotras hiciésemos aunque, como nos confesaron después, con un gran
temor de que los tranvías pudieran matarnos.
Antes de llegar al lugar señalado, un grupo de camaradas de la Juventud
Comunista nos salió al encuentro y nos aconsejó, de parte del Comité
Provincial, que desistiéramos de nuestros propósitos.
Lo hicimos así y decidimos ir a visitar al Gobernador y a exigir la
libertad de nuestros familiares. Nos acompañó un nutrido grupo de mujeres
comunistas y penetramos en el Gobierno Civil, ante la sorpresa de los
guardias que guardaban el edificio y que no sabían qué actitud adoptar.
Cuando quisieron reaccionar, nosotras, con todos nuestros hijos, las
cestas de la comida y los macutos con la ropa de la cárcel, ya estábamos en
la antesala del despacho del Gobernador.
Ante nuestras voces salió un secretario a enterarse de lo que ocurría. Y
hay que reconocer que nos trató con gran respeto, incluso con bondad. Nos
hizo sentar y nos rogó que nombrásemos una comisión, puesto que a todas
no nos iba a recibir el Gobernador y que él nos ayudaría para que nos
recibiese rápidamente.
Las mujeres nos eligieron a Ramona Arrarás, a Esther Arrieta y a mí.
Advertí a mis compañeras que fuesen firmes y que no lloriqueasen. Que no
íbamos a pedir ni limosna ni favores.
Estuvieron de acuerdo. A los pocos minutos nos hicieron pasar a
presencia del Gobernador, que nos recibió en pie, recostado
displicentemente sobre la mesa escritorio como en advertencia de que la
visita debería ser breve.
—¿Qué desean? —preguntó con marcado acento andaluz.
—Una cosa muy sencilla. Hace varios meses que están detenidos
nuestros maridos. No se les ha procesado, lo que significa que no han
cometido ningún delito y pedimos sean puestos en libertad.
—Es una manera muy original la que tienen Uds. de dirigirse a las
autoridades. Vienen aquí sin que nadie les haya autorizado y traen además
los niños.
—Para pedir justicia no necesitamos permiso de nadie. Nos tomamos
nosotras esa autorización. Y si no quiere escucharnos aquí, nos oirá en la
calle.
El Gobernador nos miraba como a bichos raros, sin saber qué decir. Al
fin comenzó a hablar, afirmando que nuestros maridos habían sido
detenidos en una reunión ilegal y se les había encontrado propaganda
subversiva. Que estaban a disposición de la Dirección General de Seguridad
y que podíamos dirigirnos allá.
—Entonces, ¿para qué está Ud. aquí? —le objeté—. Resulta que para
detener basta una orden suya. En cambio para liberar a los detenidos se
necesita una orden de la Dirección General de Seguridad. O sobra el uno o
la otra.
—Son Uds. muy atrevidas.
—¿Atrevidas? Si viviese Ud. como vivimos nosotras, también seria
atrevido.
Empezó entonces a tratar de convencernos de lo malo que era el
comunismo, de lo mal que se vivía en Rusia. Sus argumentos eran tan
estúpidos que en dos palabras se los desmontamos.
—Concretamente, señor Gobernador, ¿qué podemos esperar de Ud.?
—Yo no puedo hacer nada, repito. Trasladaré su «exigencia» —remarcó
— a la Dirección General de Seguridad y allí decidirán.
—Vámonos —dije a mis compañeras—. Ya sabéis lo que tenemos que
hacer. Vamos a gritar hasta que nos oigan las piedras a ver si el Gobernador
puede o no puede hacer nada.
Salimos del Gobierno Civil protestando de la actitud del Gobernador, y
mentando a todos sus parientes.
Al día siguiente se encontró el Gobernador con un amigo nuestro, a
quien dijo:
—¡Pepillo de mi alma! En qué lío me han metido. Ayer han estado a
visitarme una mujeres de mineros y estoy asustado. Si ellas son así, ¿cómo
serán ellos?
En el año 1928 se celebró el III Congreso del Partido, para el que fui
nombrada delegada, junto con el camarada Carro, en representación de
Vizcaya[24].
El Congreso había de reunirse en Francia, ya que en España era
materialmente imposible celebrarlo debido a la persecución sistemática de
que era objeto el Partido por parte de la dictadura primorriverista.
En vísperas del Congreso fueron concentrándose en Irún los delegados
que llegaban de distintos lugares de España y allá fuimos el camarada
Leandro Carro y yo. Al llegar al punto de la cita, ya bien entrada la noche,
pues había que pasar ilegalmente la frontera y esto sólo podía hacerse de
noche, se nos acercó el guía encargado de conducirnos a través de los
Pirineos y rogó al camarada Carro que volviese a buscar al grupo de
delegados que se rezagaba, mientras a mí me señalaba el camino a seguir
para reunirme con el resto de la delegación que había llegado puntualmente.
Era bastante difícil orientarse de noche y en terreno desconocido.
Siguiendo las instrucciones del guía llegué a un bosque donde hallé el
grupo de camaradas que estaban bastante nerviosos.
No habrían transcurrido diez minutos, cuando llegó el guía a
aconsejarnos que nos marchásemos inmediatamente de allí, pues la policía
y los carabineros habían detenido al grupo que quedaba en Irún con los
documentos de la delegación.
La situación era más que desagradable. No podíamos asistir al
Congreso. Sin documentación, sin dinero y sin guía, era imposible atravesar
los Pirineos y llegar a París.
Aguardamos hasta bien entrada la media noche, adentrándonos en el
bosque, y, por fin, decidimos volver a Irún, cada uno por nuestros medios;
ponernos en relación con los camaradas de San Sebastián, que eran los que
habían organizado el paso, y ver si había otras posibilidades de atravesar la
frontera.
Me acompañó un camarada asturiano y llegamos a un modesto hotel
donde descansamos hasta que fue de día. Mi acompañante marchó a San
Sebastián y se entrevistó con Jesús Larrañaga, el cual le aconsejó que
volviese a buscarme rápidamente, pues ya habían organizado mi viaje de
retorno a Bilbao, ante la imposibilidad de pasar la frontera después de la
detención de los camaradas.
CONFERENCIA DE PAMPLONA
DERROCAMIENTO DE LA MONARQUÍA
MI PRIMERA DETENCIÓN
LA FAMILIA MARTÍNEZ
¿Quién era esta mujer y quién era su familia? Dicen que la memoria de la
mente suele tener fallos. La memoria del corazón no. Y esta mujer
abnegada y heroica vive permanentemente en lo más hondo de mis
recuerdos y de mi afecto.
En la calle Fernando VI, de Madrid, existía una clínica dental propiedad
del odontólogo don Daniel Martínez, uno de los mejores y más acreditados
dentistas del Madrid de 1930-1931.
La familia de Daniel Martínez estaba compuesta de la esposa, no
Estrella como declaró en la cárcel para despistar curiosidades malsanas,
sino Alicia López, y de tres hijos, Daniel, Wilfredo y Alicia. Daniel había
terminado la carrera de odontólogo y ejercía en la clínica de su padre;
Wilfredo estaba terminando medicina y la pequeña Alicia, de salud
delicada, vivía rodeada del cariño y de las atenciones de todos los suyos.
Difícil encontrar una familia más entrañablemente unida, más afectuosa
entre sí y para con los otros[29].
Los dos hijos mayores ingresaron en el Partido Comunista en vísperas
de la República. El padre, al saberlo, puso de momento algunos reparos. Él
era un hombre dedicado a su profesión y hubiera deseado que sus hijos no
se inmiscuyeran en cuestiones ajenas a la medicina. La intervención de la
madre limó todas las asperezas.
—Déjalos que sigan su camino. Ellos consideran que además de
médicos deben ser políticos y es posible que tengan razón. Nosotros
debemos ayudarles y apoyarles, sin crearles dificultades ni preocupaciones.
En las habitaciones de Daniel y Wilfredo más de una vez se reunieron
los médicos comunistas para discutir no sólo de cuestiones políticas, sino de
orden sanitario. Los médicos comunistas atendían gratuitamente a la parte
más desvalida de la población madrileña, en los consultorios del Socorro
Popular.
Los nombres de los doctores Recatero, Luna, Moret, Planelles, van
unidos, en el trabajo y en la abnegación, al de los hermanos Martínez en
aquellos tiempos difíciles, cuando ser comunistas era ser candidatos al
desempleo, a la cárcel, al aislamiento en el medio social de donde
procedían.
La familia Martínez, por su desahogada posición económica, ayudaba
muchas veces al grupo de médicos comunistas cuando había que atender a
alguna familia de las que eran asistidas en los consultorios, o para editar
rápidamente alguna hoja de propaganda.
El anciano doctor se mantuvo fiel a sus principios de no intervención,
aunque llegó a acostumbrarse, y aun a interesarse, a veces, por la actividad
de sus hijos en este terreno.
La madre, en cambio, sin ingresar en el Partido, vivía pendiente de
ellos, animándoles y estimulándoles en su camino profesional, procurando
liberarles de pequeñas tareas y preocupaciones del trabajo diario, ganando
un tiempo que con agrado destinaban al estudio de los problemas políticos y
al cumplimiento de sus obligaciones como miembros del Partido
Comunista.
El 15 de julio de 1936, la madre y los tres hijos con una de las sirvientas
se trasladaron a una casita de veraneo que tenían en la Sierra. El padre, con
los mecánicos del taller de odontología y otra de las sirvientas, quedó en
Madrid, terminando una serie de trabajos protésicos urgentes.
Al producirse la sublevación franquista, los dos muchachos, Daniel y
Wilfredo, que no pudieron ganar Madrid ni enviar a su madre y hermana al
lado del padre y esposo, se incorporaron a la lucha junto con un grupo de
campesinos, cuyo único armamento eran algunas viejas escopetas de caza.
Acorralados por las fuerzas sublevadas que avanzaban hacia Madrid, una
parte de los campesinos cayeron en la lucha y otra parte, en la que estaban
los dos hermanos Martínez, fueron hechos prisioneros. Amarraron a
aquéllos a los pesebres de una caballeriza y los mataron a palos después de
haberlos sometido a bárbaras torturas e innobles vejaciones.
La madre fue detenida y en trágico calvario conducida de cárcel en
cárcel durante más de doce años, de Segovia a Saturrarán, de aquí a Bilbao,
para caer al fin en la cárcel de Barcelona donde se encontró con su hija a la
que no había visto desde 1936 y que estaba condenada también a diez años
de cárcel.
¿Cómo había caído en prisión la joven Alicia, que al ser detenida su
madre en la Sierra quedó abandonada en la retaguardia fascista y a merced
de la buena voluntad de las gentes que en tiempos de paz habían tenido
relaciones con su familia?
Al terminarse la guerra, con la infame traición del coronel Casado,
Alicia Martínez llegó a Madrid a reunirse con su anciano padre,
moralmente roto por la tragedia que había ensangrentado su vida y
destruido su hogar[30].
En los días de terror, cuando las «brigadas falangistas de la muerte»
buscaban como perros rabiosos a los comunistas, alguien denunció que en
casa del dentista se ocultaba un grupo de comunistas.
Una noche llegaron los falangistas a aquella casa marcada por el dolor y
la muerte y hallaron al camarada Yagüe, del Comité Provincial de Madrid y
a otro camarada que en ella buscaron temporal refugio en espera de poder
salir de la capital. Junto con los dos comunistas, fueron detenidos el padre y
la hija de la casa y condenados, el padre a veinte años y la hija a diez por
haber ocultado a dos comunistas, que fueron fusilados sin formación de
causa.
El anciano don Daniel fue conducido al penal de Burgos, donde murió
después de haber sido para los reclusos que con él convivían en la prisión
un amigo, y más que un amigo, un padre cariñoso, filialmente querido por
todos los presos, que con su afecto trataban de hacer menos amargos los
días de aquel hombre rectísimo, cuya familia fue sacrificada por el odio
bestial de la reacción fascista española.
En 1948 recibí en París una carta de aquella madre dolorosa, escrita en
la Cárcel de Barcelona. No era posible leer sin lágrimas los breves
renglones en que una madre, a la que la maldad falangista había quebrado
los resortes de la vida, aún tenía fuerzas y aliento para expresar su fe en las
ideas por las cuales sus hijos habían sido sacrificados.
Ésta es la breve historia de la santa mujer que un día de octubre de 1931
vino a visitarme a la Cárcel de Mujeres de Madrid, llevando con ella a su
pequeña hija, «para que aprendiese a ser firme en la lucha por la justicia y
por la libertad del pueblo»…
RETORNO A MADRID
EL CONGRESO DE SEVILLA
PRIMERO DE MAYO
OFICIALAS DE PRISIONES
PRESAS POLÍTICAS
***
HUELGA EN LA CÁRCEL
CONDUCCIÓN
INTERMEDIO…
PELIGRO FASCISTA
LA INSURRECCIÓN DE 1934[37]
A mediados del año 1933 llegó a España una delegada del Comité Mundial
de Mujeres contra la Guerra y el Fascismo, que tenía su sede en Francia,
con el propósito de visitar a los grupos políticos femeninos que existían en
España y ver si era posible constituir un comité español de mujeres con el
mismo carácter que el del Comité Mundial.
Discutimos con ella y llegamos a un acuerdo. En las mujeres
comunistas no encontraría ninguna dificultad y estábamos dispuestas a
ayudarla, y en este sentido comenzamos a trabajar.
La delegada del Comité Mundial tenía un interés especial en visitar a las
mujeres socialistas. Premuras de tiempo le impidieron hacerlo. Al marchar
nos rogó encarecidamente que las visitásemos y saludásemos en su nombre,
cosa que nosotras prometimos. Y digo nosotras, porque a la entrevista con
la delegada francesa asistían Irene Falcón, Encarnación Fuyola, Lucía
Barón y algunas otras camaradas, cuyos nombres no recuerdo con exactitud
y por eso no los doy[38].
Dispuestas a cumplir lo prometido, pedimos a doña María Martínez
Sierra, diputada socialista y conocida escritora, una entrevista, que nos
concedió amablemente, citándonos en su casa.
A título anecdótico diré que al acudir a la cita de la diputada socialista y
distinguida escritora, el portero de su elegante mansión no nos dejó pasar
por la puerta principal porque íbamos modestamente vestidas. Nos hizo
entrar por la puerta de servicio. ¡Que aún hay «clases». Veremundo!…
En lugar de doña María Martínez Sierra nos recibió doña María de la A.,
una señora muy simpática, viuda de un antiguo alabardero del palacio real,
y a la que yo, en un equívoco involuntario, que la azaraba, llamaba doña
María de la O, porque en el oído me bailaba el nombre de la protagonista de
la canción en boga
María de la O,
que desgraciaita tu eres
teniéndolo too…
COLABORACIÓN GENEROSA
En mis recuerdos de aquellos días azarosos no quiero que falte la expresión
de mi profundo agradecimiento a quienes de manera sencilla y humana se
colocaban a nuestro lado ofreciéndonos su casa y su solidaridad, frente a las
persecuciones y polacadas gubernamentales.
La actitud cordial de hombres de diferentes clases sociales, de mujeres
del pueblo, hacia el Partido Comunista, perseguido y acosado, era tanto más
valiosa y por nosotros estimada, cuanto que de los comunistas, a diferencia
de las costumbres existentes en los medios políticos burgueses, nada podían
esperar a cambio de su apoyo: ni influencias políticas, ni puestos
gubernamentales, ni favores.
En una de las calles que van de Rosales a la Glorieta de Quevedo había
un estanco, en el que solía entrar a comprar materiales de escritorio, que
además de tabaco se vendían en él. Durante el tiempo que fui cliente del
establecimiento no hablé con el propietario de éste más que las palabras
justas en demanda de lo que necesitaba.
Un día, a comienzos de 1935[44], al entregarme unos cuadernos que
había solicitado, el estanquero me preguntó amablemente:
—¿Cómo van las cosas?…
Le miré sorprendida.
—No comprendo lo que Ud. me pregunta.
—Perdone. Yo sé quien es Ud. Y quiero expresarle, al mismo tiempo
que mi simpatía por la lucha del Partido Comunista, mi indignación por la
conducta de los otros. Yo soy un viejo republicano y estoy avergonzado e
indignado de la situación en que han colocado a la República nuestros
gobernantes. Aquí tienen Uds. un amigo. Y tanto mi estanco como mi casa,
donde vivo con una hermana, están a disposición de Uds., si lo necesitan
para su trabajo o sus reuniones.
Le di las gracias. No tuvimos necesidad de utilizar el ofrecimiento tan
cordialmente hecho porque, a medida que la política del Partido penetraba
en las masas, hallábamos facilidades, antes inexistentes, para reunirnos, no
sólo en las viviendas de los obreros, sino incluso en casas que, por su
apariencia, apartaban de ellas toda sospecha policíaca.
En la calle de San Bernardo existía un círculo republicano radical-
socialista cuyo presidente era un modesto industrial, sinceramente
republicano y demócrata.
Cuando más dura era la represión, cuando los locales del Partido
estaban clausurados por la policía, algunos camaradas solían ir por las
noches al círculo de la calle de San Bernardo, aceptando la solidaridad
ofrecida por los amigos republicanos para verse con los camaradas que
vivían en los distritos alejados del centro.
Esto tenía alarmado al presidente del círculo. Y no porque temiese por
él mismo, personalmente, sino porque en su honestidad republicana
consideraba que sería una vergüenza para ellos, como revolucionarios
demócratas, que la policía pudiera detener en su círculo a los comunistas, a
quienes ellos estimaban y respetaban.
Una noche que yo me acerqué por ver si encontraba a un camarada con
el que urgentemente necesitaba entrevistarme, me llamó a su despacho el
presidente del círculo y me dijo:
—Mire Ud., Pasionaria, para mí no es un secreto que sus amigos no en
balde vienen a nuestro círculo. Pero aquí viene también la policía y tengo
miedo que un buen día tengamos un disgusto. Yo quiero sinceramente
ayudarles. Y sabiendo que Uds. tienen dificultades para reunirse, les
ofrezco mi casa, en donde tranquilamente pueden hacerlo, sin que nadie les
moleste. La casa está todo el día libre y por tanto a su disposición. Yo
hablaré con la portera para que les dé la llave y pueden Uds. ir a ella sin
ninguna preocupación, en cualquier momento, desde mañana mismo.
Le expresé mi gratitud por su generoso ofrecimiento e informé a los
camaradas de ello. Al día siguiente fui a la dirección que me había dado y,
sin ninguna averiguación previa, la portera me entregó la llave del piso.
Subí y comprobé sus excelentes condiciones para las reuniones del Buró
Político del Partido. En esta casa nos reunimos varias veces, hasta que se
aclaró la situación política, sin ser molestados en ningún momento.
A últimos de octubre de 1934 fui obligada a cambiar rápidamente de
domicilio, porque la policía me buscaba en el distrito chamberilero donde
vivía.
Me trasladé a un interior de la calle de Blasco de Garay, que parecía
más o menos seguro.
Pero la situación se hacía cada vez más difícil para mí, sobre todo en
relación con mis hijos, que frecuentemente quedaban abandonados mientras
yo debía desarrollar una intensa actividad ilegal.
Al volver de la cárcel de Bilbao y encontrarme de nuevo con los
camaradas dirigentes del Partido, les planteé mis deseos de volver al País
Vasco, en donde el trabajo para mí era más fácil por muchos motivos y,
porque allí, además de realizar el trabajo del Partido, podía atender a mis
hijos. En Madrid era distinto.
Sin embargo se consideró que debía quedar en Madrid, para encargarme
fundamentalmente del trabajo entre las mujeres, a lo que hasta entonces se
le había prestado poca atención.
Esto, de momento, quedó en suspenso, por mi nueva detención, que se
prolongó desde marzo de 1932 a enero de 1933.
Yo no podía vivir pensando en mis dos aldeanitos acostumbrados al aire
libre, al mar y a las montañas vascas, encerrados en un interior de una casa
madrileña, cuyas ventanas, exceptuando las de la cocina, daban a patios
oscuros, sin luz ni aire, o perdidos en un deambular arriesgado, en una
populosa ciudad, vendiendo Mundo Obrero, el periódico del Partido; sin
conocer a nadie más que a un pequeño grupo de pioneros; sin poder asistir a
la escuela, y en permanente inquietud por la suerte de su madre.
Los camaradas consideraron esta cuestión. Comprendiendo mi
preocupación, me propusieron enviar mis hijos a la Unión Soviética, donde
podrían hacer la vida normal de los hijos de los trabajadores soviéticos,
aunque sin la sombra y el cariño de su madre.
Resultaba durísimo para mí separarme de mis hijos, a los que con tantas
fatigas había criado, y que por ello me eran doblemente queridos —que los
hijos, cuanto más cuestan, más entrañablemente se aman— y porque,
además, eran realmente mis amigos y confidentes. Que la vida penosa y
difícil hace madurar muy pronto los sentimientos y la conciencia de los
hijos de los trabajadores.
Era un nuevo sacrificio que debía imponerme, y lo acepté, con la
seguridad de que lo que de momento era penoso para ellos y para mí, se
compensaba porque para ellos terminaba el azar de una vida irregular, y
para mí representaba un alivio en la angustia de cada día por su situación.
En la primavera de 1935 Rubén y Amaya salieron para la Unión
Soviética, donde después de un breve reposo en el campo de pioneros de
Artek en la península de Crimea, Amaya ingresó en la Casa Infantil
Internacional de Ivánovo y Rubén como aprendiz de tornero en la fábrica de
Automóviles Stalin de Moscú, y pocos meses después en una escuela de
aviación[45].
Sólo un par de semanas habían pasado desde la marcha de mis hijos
cuando un buen día la portera de la casa donde vivía llamó a mi puerta
solicitando hablar conmigo.
La recibí con recelo. Cuando fui a vivir a aquella casa, hice el contrato
de inquilinato a nombre de mi marido, supuesto marino en constante
navegación por lejanos mares, y mi nombre no apareció para nada.
Por ello la demanda de la portera con la que yo no tenía ninguna
relación era altamente sospechosa.
Apenas traspasado el umbral, me espetó sin preámbulos:
—¿Es Ud. la Pasionaria?
Negarlo era estúpido.
—Sí señora, soy la Pasionaria. Pero Ud. comprenderá que no voy a
llevar mi nombre con una etiqueta prendido en la solapa de la chaqueta.
¿Por qué le interesa saber si soy Pasionaria? ¿Tiene alguna queja de mí?
¿No le pago puntualmente el alquiler?
—Perdone si la molesto. No se trata de eso. Ha estado la policía en la
portería preguntando por Ud. Yo he negado que viviese en esta casa, porque
realmente no lo sabía. Y sí lo hubiera sabido tampoco lo hubiera dicho.
Ellos me han dado sus señas, y vengo a advertirle para que tenga cuidado.
Mi familia no es comunista, pero estimamos a los que defienden a los
trabajadores y queremos ayudarle.
Me informó de las características de mis próximos vecinos, para que
desconfiase de ellos, y me señaló los departamentos del mismo piso, donde
podría refugiarme en caso de necesidad.
En uno de ellos vivía un modesto empleado no afiliado a ningún
partido, pero excelente persona, y en otro una bordadora socialista, con los
cuales había hablado antes de venir a mi casa, y que estaban dispuestos a
acogerme es la suya.
Con el ingenio natural y la viva inteligencia que se dan en las santas y
abnegadas mujeres de nuestro pueblo, trazó un plan defensivo contra las
arterías policíacas. Y a mi alrededor, y protegiéndome, se formó una
especie de conjuración antipolicíaca, que iba desde la familia de la portera y
los vecinos dispuestos a ofrecerme asilo, hasta los dueños de un
establecimiento de bebidas que había en la calle, y que en cuanto entraba en
él alguien desconocido o sospechoso colocaban en el escaparate una señal
convenida que significaba: ¡Atención! «Hay moros en la costa»…
Cada mañana cuando yo salía, el viejo padre de la portera, antiguo
campesino de la provincia de Valladolid, que hacía la guardia en la portería,
me advertía: «Espera hija, voy a ver si hay nublado»… Salía al centro de la
calle, miraba a las nubes, escupía a la tierra y volvía ligero: «Sal y vete
rápida, que no vea nadie de dónde has salido».
Me llegaba al alma la solidaridad de las gentes del pueblo que, por ser
comunista y perseguida por la policía, me consideraban como algo suyo,
que había que cuidar y defender.
Yo advertía a los porteros los días que volvería tarde por la noche, y
ellos hacían guardia hasta que volvía, manteniendo la puerta entornada para
que no tuviese que esperar ni llamar. Pasamos así unas semanas, burlando el
acecho policíaco. Para mí hubiera sido más cómodo marchar de aquella
casa. Pero, además de que ello les habría ofendido, ¿quién me garantizaba
que adonde fuese iba a encontrar aquella solidaridad, aquella ayuda tan
espontánea y emocionante?
Decidí quedarme corriendo todos los riesgos. Llegó una noche la policía
pretendiendo registrar todos los apartamentos, o que los porteros les
indicasen las habitaciones sospechosas. A lo primero se opusieron alegando
la ley, y en cuanto a lo segundo, les señalaron un piso en donde había
huéspedes, que los porteros conocían perfectamente.
Creyendo haber encontrado lo que buscaban, se dirigieron al piso
señalado, de donde bajaron bufando. Los porteros les esperaban muy serios
en el portal.
—¿La han encontrado Uds.? —preguntaron mostrando gran interés.
—No —respondió ásperamente el jefe—. Buscamos a una mujer y
hemos tropezado con unos señores que no nos molestan, pero a los que les
sobran los calzones.
Insistió el comisario. «Pero ¿no han visto Uds. a la Pasionaria?».
—Mire Ud. —respondió la portera—. Es posible que haya venido a esta
casa alguna vez, porque Uds. saben que en el piso 6.º vivía Escanilla, el
comunista que Uds. han detenido. Lo más probable es que esa señora
viniera a visitarle. Pero nosotros les aseguramos que en la casa no vive.
Empezaron a enumerar los nombres de los vecinos y yo no aparecía
entre ellos.
Marcharon los policías para retornar al día siguiente, dispuestos a
establecer una guardia en la escalera con la intención de detenerme a la
entrada o a la salida.
Cuando se hubo instalado la policía, y con el pretexto de la limpieza,
subió la portera hasta mi habitación.
—No salga Ud. —me dijo—. Han dejado un agente en el piso de abajo.
Si necesita alguna cosa, mi niña se lo traerá y llamará a su puerta de un
modo especial. No abra Ud. a nadie más que a mi chica. Yo avisaré a sus
camaradas. Ahora mismo voy a Mundo Obrero (que estaba cerca) y les
informaré de la situación para que no venga nadie y ver cómo podemos
sacarla de la ratonera.
Pasó una semana. Los policías se renovaban haciendo la guardia, pero la
Pasionaria no aparecía.
Y decidimos, y digo decidimos porque éramos la portera y yo, pasar el
Rubicón. La policía prestaba atención a las mujeres vestidas de negro. Y
más atendía a las que entraban que a las que salían.
Al saber esto, encargué a Hermenegilda, así se llamaba la portera, me
comprase unos metros de un tejido claro predominantemente blanco, para
hacerme un vestido y arriesgar la salida.
Me hice el vestido. La portera me facilitó un sombrero de ala ancha,
unos grandes pendientes y unas gafas ligeramente ahumadas, un elegante
cabás y un lápiz de labios. Trajo un coche a la puerta. Subió el ascensor
hasta mi piso. Y dejando al policía tranquilamente sentado en la escalera,
salió de la casa una señora más o menos elegante, vestida de claro, que iba a
pasar una temporada al Norte.
Y aquí me tienen Uds. metida en un taxi, disfrazada, dando vueltas por
Madrid y un poco indecisa sobre la dirección a tomar.
En ningún caso quería ir a casa de los camaradas, temiendo siempre que
tras de mí llegase la cola policíaca. Decidí presentarme en la oficina
establecida en la calle de Alcalá por los abogados encargados de defender a
los trabajadores asturianos y allá me dirigí. Un camarada me buscó una casa
segura, alejada de aquel distrito, en donde pude vivir y continuar
trabajando, aunque siempre corriendo el riesgo de ser detenida, hasta mi
salida para el VII Congreso de la Internacional Comunista.
¿Quen so des vos, chorosos niquitaíes ruis laudadores d’un poder cruel, que as
alas d’ouro d’un espirito libre agrilloar querés?
CURROS ENRÍQUEZ
SEMBRANDO TEMPESTADES…
***
***
Cada día aportaba una nueva inquietud. La evasión de capitales
desmoronaba la economía del país. Se habían organizado agencias
especiales, clandestinas, de evasión de dinero. Centenares de millones de
pesetas iban a parar a los bancos franceses, ingleses o suizos.
El valor de la peseta sufría bajas constantes y los productos que se
adquirían en el extranjero costaban mayores dispendios, reflejándose en un
encarecimiento general del coste de la vida y en un empeoramiento de la
situación de las clases modestas del país, muy especialmente de los
trabajadores.
El Gobierno tuvo un «rasgo» frente a los sembradores del hambre y
especuladores de la moneda. Ordenó la detención de una veintena de
individuos, complicados en los negocios de la «bolsa negra», y se tomaron
algunas medidas para cortar esta sangría de dinero que arruinaba el
organismo económico del Estado y llevaba el hambre a las masas.
Cada uno de los españoles que formaba en el Frente Popular o
simpatizaba con él, se acostaba pensando qué sorpresa aportaría el nuevo
día.
La turbulenta actuación de las derechas conseguía crear tal sensación de
inseguridad y de peligro que se deseaba se descorriese la cortina para saber
a qué atenerse.
La idea de la resistencia y la defensa ante un posible ataque reaccionario
tomaba cuerpo en las masas.
En el artículo de Política, órgano de Izquierda Republicana, se escribía
el 28 de junio:
«Quien quiera tomar el Poder contra el pueblo ha de disputárselo en la
calle al Gobierno legítimo. Y en la calle se encontrará frente al pueblo.
Frente a todo el pueblo, porque el Ejército, en su entraña, también lo es…».
En esos días de peligro, se establecieron las bases para la unificación en
Cataluña del Partido Comunista Catalán, del Partido Catalán Proletario,
Federación Catalana del Partido Socialista Obrero Español y Unión
Socialista de Cataluña, que el 23 de julio de 1936 habían de formar el
Partido Socialista Unificado de Cataluña, que tanto contribuyó a organizar
la resistencia y que con su acertada política minó profundamente las bases
del anarquismo en el movimiento obrero catalán.
CHISPAZOS CONTRARREVOLUCIONARIOS
CINISMO E IMPUNIDAD
(CANCIÓN VASCA)
LA SUBLEVACIÓN
EL CUARTEL DE LA MONTAÑA
La tensión alcanzó su punto máximo en la capital de la República cuando
en las primeras horas de la noche del 19 de julio se tuvo noticias de que
algunos cantones militares inmediatos a Madrid —Carabanchel, Leganés,
Getafe, etc.— estaban sublevados y dispuestos a lanzarse a la calle.
Ya desde el Cuartel de la Montaña, enclavado en el corazón de Madrid,
los militares y falangistas fortificados en él hacían fuego sobre los grupos
de obreros situados en las calles adyacentes.
A medida que el peligro arreciaba crecía la decisión de luchar.
Al amanecer del día 20, desde todos los lugares de Madrid, se
escuchaba intenso tiroteo.
Los esfuerzos de los milicianos y de las fuerzas leales se concentraban
en el Cuartel de la Montaña.
Uno de los que con más tesón combatía al frente de un grupo de
milicianos era el camarada Bárzana, joven maestro asturiano, que ya en el
año 1934 había tomado parte activa en la lucha insurreccional de Octubre.
Del Parque de Artillería fueron sacados dos viejos cañones y
emplazados cerca de la plaza de España. Sus proyectiles se estrellaban sin
efecto en las paredes del cuartel.
Varias veces aparecieron banderas blancas en las ventanas de esta
fortaleza facciosa. Cuando atraídos por este llamamiento a la paz de los
sublevados, se acercaban los milicianos republicanos a los muros del
cuartel, ráfagas de ametralladoras barrían las filas de los hombres que
acudían creyendo en la buena fe de los que escudaban su perfidia criminal
tras la bandera blanca.
Un avión republicano lanzó varias bombas sobre el Cuartel con certera
puntería. Y esto fue decisivo. Un pánico animal se apoderó de los
sublevados, que volvieron a izar la bandera blanca y esta vez no ya como
una infame estratagema, sino como anuncio de su entrega, de su rendición.
En impresionante avalancha se precipitaron los milicianos por las
puertas a medio abrir, de lo que había querido ser el bastión reaccionario
para la conquista del Madrid republicano.
Un general, Fanjul, escondiendo su felonía en un uniforme de soldado
raso, quiso burlar la vigilancia y pretendió escabullirse por una ventana.
Fue detenido, así como decenas de oficiales y de falangistas civiles que
se habían introducido en el cuartel horas antes de la sublevación, para
ayudar a los sublevados.
Con las armas del Cuartel de la Montaña se armaron algunos centenares
de milicianos. No sólo hubo de lucharse por el Cuartel de la Montaña, hubo
que luchar también por dominar a los sublevados del Campamento de
Carabanchel y de otros cuarteles.
¡Madrid era republicano! ¡Madrid era la capital de la República y el
corazón de la resistencia republicana[67]!
Al mismo tiempo que en Madrid, se luchaba en Barcelona y en San
Sebastián, en Gijón y en Oviedo, en Málaga y en Córdoba.
Queipo de Llano se apoderaba de Sevilla con un infame engaño a pesar
de los esfuerzos realizados por el Partido Comunista por organizar la
resistencia, que se prolongaba durante varios días en Triana, impidiendo el
paso de los facciosos hacia Huelva.
La resistencia popular en Galicia duró varios días, encabezada por los
trabajadores y demócratas de Vigo, donde socialistas y comunistas luchaban
unidos bajo la dirección del viejo socialista Botana, alcalde durante largos
años de la ciudad, y de Eustasio Garrote, uno de los más antiguos
comunistas de Galicia.
La superioridad facciosa rompió la resistencia popular y sus heroicos
dirigentes fueron asesinados por los vencedores. Botana fue fusilado, y con
Garrote se ensañaron de tal forma que era imposible reconocer su
cadáver[68].
El gobierno tenía en sus manos casi todo el Norte de España con las
minas de carbón asturianas, las minas de hierro de Vizcaya y su poderosa
industria siderometalúrgica.
Tenía una gran parte de la zona triguera de Castilla. Al lado de la
República se mantenían Levante, parte de Aragón, de Extremadura, de
Andalucía y toda Cataluña.
La sublevación de los jefes de la Escuadra fue rápidamente dominada
por los marineros. El día 21 de julio publicaban los periódicos la siguiente
noticia:
«La tripulación del “Jaime I” vence a los jefes sublevados y se apodera del acorazado».
Y a continuación, dos lacónicos telegramas, uno de la tripulación,
dirigido al Ministro de Marina y que decía así:
«Marinería a Ministro de Marina: Hemos tenido seria resistencia con jefes y oficiales en
servicio, venciéndoles violentamente. Resultaron muertos un capitán de corbeta y un teniente
de navío, un alférez, un cabo artillero y dos marineros. Rogamos urgentes instrucciones sobre
cadáveres».
El telegrama del Ministerio de Marina era aún más conciso: sólo dos
líneas:
«Ministro de Marina a tripulación “Jaime I”. Con solemnidad respetuosa, echen cadáveres
al mar. Dígame posición barco».
POSICIÓN FONTÁN
DIPUTADOS COMBATIENTES
LA «NO INTERVENCIÓN».
EN EL CRISOL
EL QUINTO REGIMIENTO
… Un puñado de valientes
dan el sol a la pelea,
sol de corazón de auroras
y rayos de bayonetas;
bandera de los combates
es el Batallón Thaelmann
ni un tambor vino a llamarlo,
ni una amenaza a sus puertas,
que no hay tambor ni amenaza
más fuerte que la conciencia,
y ésta gritaba en la sangre
con campanas de mil lenguas:
¡A las armas, a las armas,
que los traidores ya empiezan
a disparar sus fusiles,
que sus cañones ya suenan!
¡Con hoces y con navajas,
con horcas, con escopetas,
con los dientes, con las uñas;
si no hay balas, con las piedras;
sin no hay fusiles, con palos;
si aún no tenemos trincheras,
los compañeros que caigan
levantarán la primera!
¡A las armas, a las armas,
que la metralla extranjera
ya estalla por nuestras calles
y los campos ensangrienta!
¡Afuera, afuera el traidor
que contra España se atreva!
Cruzan Villalba entre enebros,
altos robles, grises piedras;
suben a Navacerrada;
allí Bárzana ya espera;
también aguarda Modesto,
hombre de hierro y solera
con la ternura de un niño
y un tigre en la fortaleza
—¡Peguerinos, camaradas,
está en peligro y no es nuestro;
ya tomado Pegueritos,
abajo está Talavera,
que la amenazan los moros!…
¡En pie, batallón Thaelmann!
¡Al ataque; hay que cercarla!
¡Que sea nuestra roja estrella
la que libere Madrid
y clavada como espuela
en los flancos del fascismo
le haga huir de nuestra tierra!
¡Sé que lo haréis, camaradas!
Os aguarda España entera.
Buen comunista Modesto
con su palabra certera.
Modesto, mi comandante,
padre de hierro y solera,
conozco tus milicianos
y la fe que los alienta;
ahora, en tu nueva brigada,
tu levadura fermenta.
¡Qué rojo pan de victorias
el de tu batallón Thaelmann!
EN PARÍS
PAUL ELUARD
Se ha mentido tanto, han sido deformadas de tal manera las cosas que
ocurrieron en España antes y después de la sublevación militar fascista, que
a fuerza de repetirse, las mentiras llegan a pasar por verdades
incontestables.
¿Deseaba el Partido Comunista participar en el Gobierno que Largo
Caballero constituyó a primeros de septiembre de 1936?
De ninguna manera. Y si antes y después de la victoria del Frente
Popular en las elecciones de febrero de 1936, el Partido expuso su opinión
favorable a la formación de un gobierno con representantes de todas las
fuerzas política que participaban en el Frente Popular, al producirse la
sublevación todos los esfuerzos de los comunistas tenían a reforzar el
Gobierno republicano, y a impedir las especulaciones políticas de los
enemigos de la República.
La posición del Partido Comunista se diferenciaba profundamente de la
del Partido Socialista.
Después de la victoria del Frente Popular, el Partido Socialista, dirigido
por Largo Caballero, quien no perdonaba a los republicanos el
desplazamiento del Partido Socialista en 1933, se opuso a la formación de
un gobierno de Frente Popular. Abrigaba la esperanza de que fracasasen los
gobernantes republicanos —y esto era una posibilidad real si les faltaba el
apoyo de la clase obrera representada por sus partidos— y que el presidente
de la República llamara al Partido Socialista a formar el Gobierno.
Del fracaso republicano esperaba el Partido Socialista la realización de
un sueño de constituir un Gobierno netamente socialista o con una mayoría
socialista y dirigido por los socialistas.
A ello llegó en septiembre de 1936 en el comienzo de la guerra, y ello
por imposición socialista, que planteó ante el presidente de la República:
«O se encarga al Partido Socialista la formación de un nuevo Gobierno o
los socialistas se separan del Frente Popular».
A pesar de la decisión socialista, el Partido Comunista sostenía el
criterio de reforzar la autoridad del Gobierno republicano, poniendo en
manos de éste todos los medios de acción, terminando con el despilfarro de
fuerzas y medios que representaba el que cada organización o partido se
considerase un pequeño gobierno.
Ante el dilema planteado por el dirigente principal del Partido
Socialista, y esforzándose por impedir hasta la sombra de una división en
campo republicano, el Partido Comunista aceptó, sin mucho entusiasmo,
participar en el Gobierno, pero dispuesto a cumplir con su deber, en la
corrección de situaciones insostenibles y de concepciones extravagantes
que causaban un tremendo daño a la República y que hacían difícil la
continuación de la resistencia.
Por ejemplo: el hecho de que las milicias hubieran contenido el avance
de los sublevados hacia Madrid, hecho tangible, pero en el que entraban no
sólo el heroísmo de las milicias, sino las propias debilidades y vacilaciones
del enemigo, servía para que mucha gente, y entre ellas el propio Largo
Caballero, considerasen que el Ejército no era necesario y se opusiesen a la
constitución y organización de un Ejército regular, aunque oficialmente
existiese un decreto relativo a la creación de éste.
Contra la organización del Ejército se empleaban argumentos tan
pueriles como los de que España era un país de guerrilleros; que era con
guerrillas y con milicias y no con un Ejército regular como se podía derrotar
al ejército faccioso, reforzado con unidades italianas y materiales alemanes.
Las guerrillas, en una guerra de invasión, y en colaboración con un
Ejército nacional, pueden jugar un gran papel, aunque no determinante. En
las condiciones de España en 1936, lo primero, lo urgente, lo que se
imponía, era reagrupar las fuerzas combatientes, constituir un Ejército
regular.
Bastaba estar un día en el frente para comprender lo insostenible de la
posición de quienes se resistían a la formación del Ejército.
Cada miliciano, cada combatiente republicano, ocupaba el lugar que le
parecía más adecuado para la resistencia, abandonándolo cuando se
convencía de que aquello no era lo mejor o cuando se le terminaban las
municiones, o cuando las balas enemigas le ponían fuera de combate.
Lo que no querían ver quienes se oponían a la formación del Ejército
era que la carencia de cuadros de mando y la falta de medios técnicos
colocaba a los milicianos en condiciones extraordinariamente difíciles. En
todos los frentes la iniciativa estaba en manos de los facciosos y las
inexpertas unidades milicianas, a pesar de su voluntad de lucha y de su
heroísmo, bajo los duros golpes enemigos, iban cediendo terreno y
abandonando posiciones.
Precisamente lo ocurrido en aquellas primeras semanas de lucha
mostraba irrefutablemente la necesidad de un Ejército que hiciese la guerra.
Los «milagros» no podían repetirse a diario, sobre todo contra un
enemigo que tenía la posibilidad de renovar constantemente sus fuerzas y su
material bélico.
La constitución del nuevo Gobierno, en septiembre de 1936, en el que
entraba el Partido Comunista, fue saludado con entusiasmo por el pueblo,
especialmente por los combatientes, que en la participación de los
comunistas veían una garantía de que sus esfuerzos y sacrificios no serían
vanos.
El Gobierno presidido por Largo Caballero despertó grandes ilusiones
en las masas. ¿Respondería aquél a las esperanzas de éstas?
La situación era cada día más tensa. Se había perdido Badajoz y sobre
Talavera avanzaba el Ejército faccioso, encabezado por el teniente coronel
Yagüe, sin encontrar apenas resistencia en unos milicianos desmoralizados
por falta de armamento y por la superioridad técnica y militar del
enemigo[73].
Con el Gobierno Giral, las milicias habían sido capaces de contener el
avance enemigo sobre la capital por el Norte, cuando aquél avanzaba por el
Alto del León, Somosierra y Navacerrada.
Ahora el Gobierno de Largo Caballero se enfrentaba con la ofensiva
enemiga por el Sur mejor preparada, con fuerzas frescas y experimentadas,
y con la moral de victoria que le había dado la toma de Badajoz y de
Mérida, apoyándose en Portugal.
Habían sido rotas las defensas de Talavera y el enemigo avanzaba por
las calles de Oropesa, cercando la iglesia en la que un grupo de
combatientes de la Juventud Socialista Unificada, dirigido por Andrés
Martín, resistieron hasta la muerte cayendo como héroes, y haciendo del
templo, tumba y testigo de su heroísmo y de su fidelidad a la República.
La pérdida de Talavera y Oropesa se complicaba con la situación
existente en Toledo.
Cuando los facciosos sublevados en Toledo se vieron impotentes para
resistir la presión de las masas y se refugiaron en el Alcázar, se llevaron con
ellos mujeres y niños, a los que condenaban a sufrir las penalidades y
horrores del asedio.
El Gobierno republicano entabló negociaciones con los refugiados en la
fortaleza a fin de que dejasen salir de ella a sus rehenes, que éstos eran en la
práctica las mujeres y los niños encerrados en el Alcázar.
Pero el coronel Moscardó, que estaba al frente del Alcázar y que
mantenía comunicación radiotelegráfica con el Ejército faccioso que
avanzaba desde el Sur, se negó a que saliesen del Alcázar, aunque
prolongando las negociaciones para dar tiempo a sus amigos a llegar a la
ciudad.
Entre las gestiones realizadas por el Gobierno republicano para poner
fin a la lucha en el Alcázar, están las que intentaron sirviéndose de un hijo
del coronel Moscardó, que al parecer había sido hecho prisionero, gestiones
que fracasaron igualmente.
¿Qué ocurrió con el hijo de Moscardó? ¿Quién le detuvo y quién le hizo
desaparecer?
Esto no fue claro para nosotros entonces y aún hoy sigue siendo oscuro,
aunque como en tantas ocasiones se haya intentado cargar sobre los
comunistas culpas y torpezas, de las cuales eran otros los autores y
responsables. Los comunistas somos combatientes revolucionarios, pero no
criminales.
Las milicias de la FAI, que acampaban en la imperial ciudad, en lugar
de esforzarse para reducir la resistencia de los facciosos refugiados en el
Alcázar, se habían dedicado a hacer de Toledo una comuna libertaria donde
toda irregularidad tenía asiento.
Bajo los pliegues de la bandera rojinegra que ondeaba sobre los
maravillosos monumentos y edificios toledanos, Toledo había sido
convertido por los faístas en una especie de Capua, entreverada de Sodoma
y Gomorra, ensayo ocasional del famoso comunismo libertario, que los
anarquistas ofrecían a los trabajadores españoles como anticipo de su
sociedad «ideal» futura.
A mediados de septiembre la situación de Toledo se hizo crítica. Perder
Toledo, tan próximo a la capital, era uno de los más duros golpes que en
aquellos momentos podía recibir la República.
José Díaz y Enrique Líster, en nombre de la dirección del Partido
Comunista visitaron a Largo Caballero, para pedirle encargase al 5.º.
Regimiento de la defensa de la histórica ciudad, prometiéndole terminar
rápidamente con la situación creada allí por la FAI, y apartar de Madrid el
peligro que para la defensa de la capital representaría la pérdida de Toledo.
Caballero se negó rotundamente a la demanda de nuestros camaradas. Y
sólo cuando el enemigo estaba ya al pie de la ciudad y ésta se hallaba
materialmente perdida para la República, fueron enviadas «in extremis»
algunas fuerzas del 5.º. Regimiento, cuya primera preocupación fue la
evacuación de los heridos, para lo que tropezaron con la penuria de medios
de transporte, pues los héroes faístas, en su huida ante el avance enemigo,
se habían llevado coches y camiones, haciendo más difícil la situación.
Centenares de heridos que a Toledo habían sido trasladados desde
distintos frentes, fueron evacuados a Levante y a otros lugares con medios
de ocasión. Los heridos más graves no podían ser evacuados en estas
condiciones y se esperaba el envío del transporte adecuado, que no llegó.
Al entrar poco después los moros en la ciudad, los heridos y todo el
personal sanitario fueron pasados a cuchillo. Toledo vivió días de horror y
de sangre, en los cuales la ferocidad humana no tuvo límites ni freno.
Los cercados en el Alcázar se resarcieron de las semanas de angustia y
de miedo que habían vivido en la fortaleza, cobrándose de una población
inerme sobre la que se cebaron con ensañamiento de su derrota de los
primeros días de la sublevación.
LIBERTAD DE CONCIENCIA
SOMBRAS Y LUZ
DEFENSA DE MADRID[77]
EVALUACIÓN
SE ESTRECHA EL CERCO
VICTORIO MACHO
MOMENTOS INOLVIDABLES
Siente Madrid en su rostro el jadear de la fiera que acecha, que repta, que
avanza, que quiere hoy, 7 de noviembre de 1936, aniversario de la Gran
Revolución de octubre de 1917, asestar un golpe decisivo a la resistencia
popular[78].
Con un avance fulminante que le abra el camino al corazón de la ciudad
y obligue a ponerse de rodillas a la España Republicana, pretende dar fin a
la guerra con su victoria, y borrar de la conciencia de las masas hasta el
recuerdo de la fecha inmortal.
En combates encarnizados los milicianos han hecho fracasar los
primeros asaltos facciosos a la capital, no obstante lo cual, han conseguido
éstos ganar terreno.
Madrid herido, desangrado por la metralla, cierra las entradas de sus
calles extremas, con trincheras antitanques, con muros aspillerados, con
alambres espinosos.
El ulular de las sirenas rompe el silencio de la ciudad y advierte a la
población del peligro que sobre ella pesa. Los proyectiles de la artillería del
Cerro de los Ángeles y las bombas de la aviación facciosa rasgan de arriba
abajo los más altos edificios; revientan en las entrañas de éstos, destruyen
monumentos seculares y tesoros artísticos invalorables, aniquilan millares
de vidas.
Es bombardeado el Museo del Prado, e incendiado el palacio del Duque
de Alba con sus riquezas artísticas e históricas, conservadas con tanto
respeto por nuestros milicianos. Los habitantes de las calles batidas por la
artillería se trasladan a lugares menos peligrosos. La población se concentra
en las barriadas aún intactas.
Los altavoces del 5.º Regimiento dan, en forma intermitente,
instrucciones en evitación de riesgos inútiles. Preparan a los madrileños y
los acostumbran a la idea de la nueva embestida enemiga, cuya
organización se hace a ojos vistas y que hay que rechazar. Madrid ya no es
la ciudad libre y abierta de ayer. Hoy es fortaleza sitiada. De ella han sido
evacuados al Levante acogedor los niños, los enfermos y los ancianos.
Los hombres y las mujeres que quedan en la capital están dispuestos a
renovar la gloriosa historia de ésta, a defender la ciudad entrañable, piedra
por piedra, casa por casa, calle por calle.
La inminencia del ataque enemigo mantiene a la población alerta y
prevenida. Se hacen cálculos, se barajan posibilidades. Pasan las horas y la
tensión se hace insoportable. Con los puños apretados, con el oído atento y
la mirada fija, allá donde el enemigo acecha, donde el enemigo repta, donde
el enemigo tantea y busca un resquicio, un punto débil para irrumpir por él,
para lanzar al asalto sus mesnadas, los madrileños esperan…
Esperan… En silencio preñado de amenazas, de peligros, de sangrientas
sorpresas, comienza a oírse un rumor acompasado, rítmico, estremecedor,
de firmes pisadas, que crece, que se aproxima… Se escucha ya
distintamente el golpear de botas herradas sobre el pavimento de las calles.
Hay un momento de estupor, de indecisión. ¿Quién viene? ¿Quiénes son
los que se acercan? ¿Quiénes son esos hombres que el 7 de noviembre de
1936 marchan por las calles de nuestro Madrid, mudos, erguidos, severos,
con el fusil al hombro y la bayoneta calada, haciendo temblar el suelo bajo
sus pies?
Tras las entornadas ventanas, miradas febriles siguen el paso de los que
avanzan, mientras las manos se crispan sobre las armas, sobre las bombas
prestas a ser lanzadas. Las mujeres desesperadas dicen a los hombres: ¡Han
entrado!… ¿A qué esperamos?…
Se oye una orden, una voz de mando, en una lengua extraña, que corta
como un latigazo el aire de la calle. Las primeras estrofas de un himno
cercano y entrañable, acompañan el rítmico movimiento de los
desconocidos. El aire se llena de sones y palabras vibrantes, solemnes, que
estremecen a los madrileños. «¡Dios mío!, ¿no es esto un sueño?», —se
preguntan las mujeres con palabras donde tiemblan los sollozos.
¡Los hombres que desfilan por las calles del Madrid sitiado cantan «La
Internacional» en francés, en italiano, en alemán, en polaco, en húngaro, en
rumano!…
¡Son los voluntarios de las Brigadas Internacionales, que al llamamiento
de la Internacional Comunista vienen a nuestro país a luchar y quizás a
morir, junto a nosotros[79]!
El pueblo madrileño se lanza a la calle al encuentro de los que ya sabe
son amigos. Y hombres y mujeres, en impulso incontenible y emocionado,
abrazan llorando a los combatientes de las Brigadas Internacionales.
Se ha roto la formación. Todos quieren obsequiar con lo mejor que
tienen a los «internacionales». Cada madrileño quiere llevar a su casa a
alguno de aquellos hombres, o a todos. Se ha olvidado que el enemigo
acecha, se ha olvidado el peligro… De repente… Dominando los gritos y
exclamaciones de alegría y entusiasmo que llenan las calles, un runruneo de
motores empieza a rodar por los cielos, se aproxima a Madrid.
Hay un instante de pánico en la gente que se ha lanzado a la calle al
encuentro de los Internacionales.
—¡La aviación! ¡La aviación! —gritan…
Unos puntos negros que crecen, que se perfilan, que se aproximan en
vuelo bajo. No son los «Messers», no son los «Savoyas». Aviones
desconocidos han irrumpido en nuestro espacio, vienen hacia nosotros. Y
no ametrallan. Y no lanzan bombas… ¿Qué es esto?
Una escuadrilla de «I-15» y de «I-16», que más tarde el pueblo llamaría
cariñosamente «Chatos» y «Moscas», vuela rauda, cruzando el cielo
madrileño, en guardia, y saluda a la población hondamente asombrada.
En las alas de los aviones que se inclinan en homenaje a los
combatientes va la bandera republicana.
El momento es indescriptible. Un grito inmenso de gozo, de
agradecimiento, de alivio, salido de millares de gargantas sube de la tierra al
cielo, acoge y acompaña la aparición de los primeros aviones soviéticos en
el cielo de nuestra patria, centinelas vigilantes que impiden acercarse al
enemigo.
… ¡Son aviones soviéticos… Son nuestros… nuestros… nuestros!
En un momento, la lejanía del país socialista se ha aproximado tanto al
corazón de nuestros combatientes, de nuestras mujeres, de nuestros
hombres, que no habrá fronteras, ni mares, ni montañas, ni terror, ni
cárceles, que puedan separar al pueblo español del pueblo soviético, ni en lo
presente ni en lo futuro. Se han fundido para siempre en la lucha, en el
heroísmo, en el sacrificio…
Un sentimiento común de identidad con los hombres del País del
Socialismo, cuya presencia en nuestra guerra es señalada con la sangre y el
heroísmo de los mejores, estimula la combatividad y la unidad de nuestras
fuerzas.
Madrid ha recuperado su rostro. Se siente inconquistable. Los ataques
facciosos en los que se emplea todo el aparato bélico de que dispone el
enemigo han sido otra vez rechazados. Y lo serán ciento.
Lo que no pudieron lograr en los primeros días de noviembre, ya no lo
conseguirían hasta 1939, cuando la traición les abrió las puertas de la
capital invicta.
Hay una nueva moral, la moral de la ofensiva. La moral de un pueblo
dispuesto al supremo sacrificio y que se siente apoyado en su lucha; la
moral que empuja a un ejército a las más grandes heroicidades.
El 5.º Regimiento y la Junta de Defensa de Madrid han cumplido como
buenos. Los nombres de sus hombres brillan en el cielo de la patria, viven
en el corazón del pueblo. Repetirlos no importa: Antonio Mije, Santiago
Carrillo, Enrique Líster, Juan Modesto, comandante Carlos, Daniel Ortega,
Márquez, Francisco Antón, Isidoro Diéguez, Domingo Girón, Yagüe, José
Cazorla, Edmundo Domínguez, Heredia, Arellano, Barceló, Ascanio,
Mesón.
Los combatientes de la JSU de Cataluña y el PSUC, y más tarde los de
Durruti[80].
Y sobre todo los hombres sencillos, la masa de héroes anónimos, de
combatientes que no retrocedían, que con sus cuerpos cerraban los boquetes
que la artillería enemiga abría en los muros y parapetos desde los que se
defendía la ciudad.
Y los de la Sierra, que rompían las concentraciones enemigas; que
impedían el paso de éstas; que tenían a sus espaldas un Madrid en llamas,
pero un Madrid que clavó al enemigo a sus puertas sin dejarle avanzar. La
voluntad del pueblo fue más tenaz que la rabia desesperada del enemigo.
En la defensa de Madrid, los combatientes de las Brigadas
Internacionales ocupan un puesto de honor. A mediados de octubre habían
llegado a Albacete varios grupos de voluntarios extranjeros, que
rápidamente fueron organizados en tres batallones: alemán, francés e
italiano, y poco después se organizaba el batallón Dombrovsky, formado
por polacos. El primero de noviembre, recibían oficialmente el nombre de
XI Brigada Internacional.
El primer batallón de esta Brigada fue enviado a las proximidades de
Madrid el 6 de noviembre, donde quedó como fuerza de reserva. El batallón
alemán que llevaba el nombre de Edgar André, antifascista belga ejecutado
en Alemania, llegó a la estación de Atocha el 8 de noviembre, uniéndose a
los batallones formados por los camaradas franceses, polacos e italianos.
Éstos eran los hombres que desfilaron por Madrid, cuando Madrid
sentía apretarse sobre su garganta el dogal del cerco. El entusiasmo y la
combatividad del pueblo crecieron de tal manera que Madrid, defendido por
sus hombres y sus mujeres, fundidos en una sola voluntad con los
interbrigadistas, se hizo inconquistable.
El batallón Edgar André llegó a la Ciudad Universitaria con orden de
cerrar el paso del Parque del Oeste, por donde el enemigo intentaba
infiltrarse. El día 9 de noviembre el batallón Edgar André recibió su
bautismo de sangre en tierra española. Y mientras el batallón alemán
adelantaba sus posiciones, el batallón Dombrovsky detenía el avance
fascista en la Casa de Campo y el batallón francés, mandado por Dumont,
resistía, sin romper sus líneas, la presión enemiga.
Allá surgió la canción de Thaelmann que acompañaba a los
combatientes alemanes a la lucha y a la muerte y que hoy canta el pueblo
alemán, orgulloso de la participación de sus hijos en la guerra de España.
El cielo de España tiende sus estrellas
por encima de nuestras trincheras
y ya la mañana nos saluda en la lejanía.
Pronto iremos de nuevo al combate.
La patria está lejos,
pero nosotros estamos resueltos
a luchar y a vencer.
Por ti: LIBERTAD.
AMIGOS…
***
DURAS PRUEBAS
1. Las relaciones entre el Estado Mayor del Ejército del Norte y el Gobierno vasco;
2. Respuesta al Estado Mayor del Ejército del Norte contestando a la carta recibida de él
días atrás, en la que se hacía una serie de preguntas.
GUADALAJARA
CONTRARREVOLUCIÓN EN CATALUÑA
FAUPEL
¿No hay una estrecha relación entre este informe de Faupel a Hitler, y
las cínicas declaraciones de Abad de Santillán, el orientador de las
actividades faístas en su libro «Por qué perdimos la guerra», en el que
reconoce sus afinidades con José Antonio Primo de Rivera, el fundador del
falangismo?
Los promotores del movimiento contrarrevolucionario de Barcelona
valorizaron excesivamente su fuerza y menospreciaron la del resto de los
partidos y organizaciones que participaban en el Frente Popular y que
luchaban sinceramente por la victoria de la República[90].
Y si en los primeros días de la sublevación fascista pudieron los
anarquistas aparecer en Cataluña como una fuerza preponderante, esto duró
poco. En la lucha por dominar la sublevación, es una verdad histórica
irrefutable que el Partido Comunista de Cataluña y días más tarde el ya
Partido Socialista Unificado de Cataluña, apenas formado, y la Unión
General de Trabajadores jugaron un papel de primerísima importancia.
La fuerza e influencia de estas organizaciones la comprobaron los
anarcotrotskistas en su derrota en el putsch contrarrevolucionario, que la
radio fascista saludaba y estimulaba.
Los dirigentes de la contrarrevolución se quedaron solos. No
secundaron el movimiento los trabajadores catalanes, ni siquiera los
confederales. Si pararon algunas fábricas, no fue para incorporarse los
obreros a las filas de los sublevados, sino bajo la amenaza de éstos.
La guerra desacreditó sin remisión la táctica anarquista, los métodos
anarquistas, el «machismo» anarquista. La derrota del putsch de mayo
mostró a los líderes anarquistas que frente a ellos existía una auténtica
fuerza revolucionaria nacional, con la que había que contar: el Partido
Comunista, que se opondría siempre al aventurerismo de los
«incontrolados» y de los demagogos seudorrevolucionarios, cuya actividad
servía no a la democracia y al progreso, sino a la reacción y al fascismo.
Si Largo Caballero no abandonó nunca la idea de un gobierno socialista
presidido por él, como la culminación de la revolución española, los
anarquistas no renunciaban tampoco al establecimiento del así llamado
«comunismo libertario» y pretendían aprovechar la coyuntura de la guerra
para intentar un ensayo.
El pretexto de la sublevación contrarrevolucionaria de mayo en
Barcelona era que la revolución fracasaba. Que para salvarla era obligada la
socialización y colectivizados de todo el país, que ellos iniciarían desde el
Gobierno de Cataluña.
Los libertarios tenían prisa. Sentían que el terreno les fallaba bajo los
pies, y no querían hundirse definitivamente en «el pantano político» antes
de haber probado sus fuerzas. Sus fuerzas fallaron.
Los campesinos, entre los que tenían un gran ascendiente, se iban
alejando de ellos por las violencias y exacciones que cometían los famosos
«comités» faístas, imponiéndoles la colectivización forzosa y despojándoles
de sus bienes, a favor no del pueblo en general, sino de los «comités» a
quienes los campesinos temían más que a los facciosos.
Cierto, que entre los obreros de las fábricas catalanas continuaban
siendo fuertes, aunque no como antes de la guerra.
En la retaguardia catalana, los cenetistas, a pesar del clareo de sus filas,
tenían bajo su dirección el sindicato ferroviario, transportes y construcción.
Controlaban el 50% de las organizaciones textiles, de alimentación y de
productos químicos.
En los frentes era otro cantar. Sólo en el frente aragonés ondeaba la
bandera rojinegra, sobre unos combatientes que no combatían.
El frente aragonés estuvo congelado durante largos meses. Su estatismo
permitía frecuentemente a los facciosos retirar de allí fuerzas que
empleaban en otros lugares. Estaban seguros que el frente trotskista-faísta
no se movería.
Por ejemplo: Del frente de Aragón retiraron los facciosos dos brigadas
para reforzar el ataque italiano sobre Madrid por el sector de Guadalajara,
sin que el mando anarquista aprovechara esta circunstancia para iniciar
operaciones que hubieran retenido a las fuerzas fascistas en Aragón
desgastándose en pequeñas o grandes operaciones.
Cuando se reprochaba a los libertarios la inmovilidad del frente
aragonés respondían que no tenían armas. Esto no era cierto. Ellos
disponían de más armas que en otros frentes. Desde el comienzo de la
sublevación se apoderaron de una gran parte de las armas de la guarnición
de Barcelona. Por otro lado las fábricas de Barcelona, hasta que Negrín
estableció el control estatal sobre ellas, trabajaban para los anarquistas sin
que nadie se lo impidiese. Además tenían a su servicio toda una red de
agiotistas internacionales de todo pelaje, que les compraban armas en
Francia o donde fuese, con las divisas obtenidas en España a la manera
libertaria.
Lo que no tenían y por lo que piaban eran aviones y tanques. Y no los
tenían porque tampoco los tenía el Gobierno más que en pequeño número, y
gracias a la decisión soviética de ayudar a España republicana a pesar de las
dificultades que el Gobierno francés ponía para el paso de los materiales
soviéticos.
La verdad verdadera del inmovilismo del frente aragonés estaba en la
voluntad del cónclave faísta-trotskista dirigido por los abades de Santillán,
cuyas evoluciones cerebrales iban en una dirección concreta: No querían
gastar sus fuerzas en el frente.
Y no «porque primero había que hacer la revolución y después la
guerra», como afirmaban estos santones, sino porque necesitaban conservar
sus efectivos íntegros, como medio de presión sobre el resto de las fuerzas
del Frente Popular y en previsión del desarrollo ulterior de sus planes de
tomar el Poder y de imponerse al resto del país.
La guerra se desarrollaba con una mínima participación anarquista en
las operaciones fundamentales. Una excepción fue el caso Durruti, cuando
ya se había dado el parón a los facciosos a las puertas de Madrid.
Los anarquistas conservaban celosamente sus fuerzas pero su prestigio
se agrietaba, mientras que, a pesar de las dolorosas pérdidas de cada día, se
reforzaba la autoridad y la fuerza de quienes marchaban siempre en primera
fila y ocupaban sin discutir los lugares de más riesgo.
Contrastaba la tónica conservadora de los dirigentes libertarios con la de
los trabajadores cenetistas. Éstos querían luchar, querían ganar la guerra,
aplastar al fascismo. Y en las unidades dirigidas por comunistas, en las que
participaban combatientes cenetistas, éstos luchaban como los mejores,
hombro con hombro con los comunistas. Y se producía el fenómeno natural
y lógico que tanto temían los gerifaltes faístas-poumistas. Al poco tiempo
de combatir y de vivir junto con los comunistas, los trabajadores cenetistas
ingresaban en el Partido.
Frente a los esfuerzos de todos los hombres sensatos por organizar un
Ejército regular, entre las milicias anarquistas del frente de Aragón se
distribuía propaganda de esta naturaleza:
Nosotros no aceptamos la militarización porque ella encierra un evidente peligro. No
reconocemos las jerarquías en las unidades, porque ello no es la negación del anarquismo.
Ganar la guerra no significa ganar la revolución. En la guerra actual tienen importancia la
técnica y la estrategia, pero no la disciplina, que supone negación de la personalidad.
Las noticias que llegaban del País Vasco y de Asturias eran alarmantes. Y si
no había un cambio radical en la política del Gobierno, si no se terminaba
con el cantonalismo militar y político, la derrota era inevitable y en muy
corto plazo.
Ante la negativa del jefe del Gobierno a tomar medidas contra quienes
tan cobardemente hacían el juego al enemigo, el 9 de mayo de 1937, el
Secretario General del Partido Comunista José Díaz, en un mitin celebrado
en Valencia, sacó a la luz pública y planteó ante los trabajadores los
problemas políticos que hasta entonces se habían ido sustrayendo de una u
otra manera al conocimiento del pueblo.
Diez meses de guerra y ocho de Gobierno Largo Caballero fueron
convenciéndonos de la imposibilidad de continuar de aquella manera. Y no
se trataba de desplazar al jefe del Gobierno que representaba al Partido
Socialista, sino de discutir de manera colectiva en el seno del Gobierno los
problemas que afectaban a la guerra. Porque resultaba evidentísimo que si a
causa de esa política éramos derrotados, las responsabilidades afectarían
por igual a todos, hubiésemos o no intervenido en la confección de los
planes de guerra y en la dirección de ésta.
Si el Partido Comunista planteó abierta y públicamente sus
discrepancias con la manera de llevar la guerra y de gobernar el país, lo
hizo porque la situación de Euzkadi era gravísima y quería obligar con ello
a dar un golpe de timón en la dirección necesaria y volcar sobre el frente del
Norte todos los medios de que el Gobierno disponía para ayudar a los
combatientes vascos y, al mismo tiempo, a Asturias y Santander ya
amenazados.
Continuar por el camino seguido desde septiembre de 1936 era
malbaratar el heroísmo y la combatividad de todo el pueblo, era marchar
inevitablemente, a pesar de los éxitos parciales, hacia la derrota.
El Partido decidió informar a las masas de su preocupación por la
situación y exponer ante el pueblo las causas de ello y los remedios que a su
juicio podían enmendar o mejorar aquélla.
La intervención de nuestro camarada José Díaz produjo una emoción
extraordinaria, a pesar de la discreción con que trató los candentes
problemas de la dirección militar y política. Y es que el pueblo, si bien no
conocía las interioridades de lo que ocurría en la dirección del Estado, en su
propia carne sufría las consecuencias de una política errónea y
contraproducente.
Al día siguiente del mitin se celebraba consejo de ministros. Largo
Caballero, como si nada hubiera ocurrido, presentó un orden del día del que
como siempre estaban ausentes los problemas de la guerra.
Intervino uno de los ministros comunistas para decir que los
representantes del Partido no estaban de acuerdo con aquel orden del día.
Exigían se discutiera la situación militar y política y demandaban del
presidente dijese qué se proponía hacer para ayudar al Norte.
Negóse Largo Caballero, declarando que el orden del día lo hacía él, y
no los ministros. Ante esta actitud los ministros comunistas se levantaron y
contestaron:
—Puede Ud. seguir haciendo el orden del día y dirigir personalmente si
Ud. gusta. Pero no con la complicidad del Partido Comunista, que desde
este momento renuncia a sus cargos de ministros.
—Continuaremos sin Uds. —respondió fríamente Caballero.
Indalecio Prieto, uno de los ministros socialistas de más prestigio
republicano, se levantó y de una manera firme y resuelta respondió a
Caballero:
—Sin la participación del Partido Comunista no hay Gobierno.
Después de esto, la continuidad del Gabinete Caballero era imposible.
A pesar de ello éste comenzó una serie de consultas, en las que sólo
encontró el apoyo de sus amigos anarquistas a los que él había salvado del
hundimiento ignominioso después del putsch de mayo en Cataluña y que
estaban dispuestos a constituir un gobierno sindical si les daban ministros y
tiempo, es decir, si el sentido político y el instinto de conservación de las
fuerzas republicanas hubiesen menguado hasta el extremo de aceptar
tamaño despropósito.
Ante el fracaso de sus gestiones Caballero se vio obligado a renunciar a
formar gobierno y presentó su dimisión definitiva al Presidente de la
República, que encargó a otro socialista, el Dr. Negrín, la formación de un
nuevo gobierno[91].
EL GOBIERNO NEGRÍN
No te aflijas, Euzkadi,
y oye este canto fiel
que encierran sus acentos
un gran yo no sé qué.
No importa si el fascismo
tu suelo mancilló…
Que Euzkadi será libre
nuestro pueblo juró,
que aún quedan euzkaldunes
que tienen patrio amor
y prefieren la muerte
a vivir sin honor.
LUCHAS EN ARAGÓN
LA FLOTA
(CANCIÓN POPULAR)
CATALUÑA DESAMPARADA
1. Independencia de España.
2. Autodeterminación libre del pueblo con ayuda de un plebiscito.
3. Exclusión de todas las medidas represivas después de terminada la contienda.
HACIA LA CATÁSTROFE
EL GRAN CRIMEN
***
1. Nombrar jefe interino del XXII Cuerpo al camarada Recalde, sublevado con su división contra
la Junta.
2. Ordenar a los otros cuerpos de ejército del Ejército de Levante, al director de Etapas y al de
Transportes del Ejército no hacer en ningún caso armas contra los camaradas del XXII Cuerpo,
cualquiera que fuera su actitud.
3. Ordenar a los jefes de artillería, a los efectos de amunicionamiento, sanidad e intendencia,
continuar el abastecimiento normal de las fuerzas del XXII Cuerpo de Ejército.
Esto era ya el canto del cisne de la resistencia republicana. Lo que urgía
en aquellas horas trágicas era salvar al mayor número posible de
combatientes, jefes militares, de camaradas conocidos y por ello más
directamente amenazados por unos facciosos como por otros, lo que fue
imposible realizar más que en parte por la rapidez con que se desarrollaban
los acontecimientos.
Cuando el enemigo, al mismo tiempo que rechaza las proposiciones de
la Junta y exige la capitulación sin condiciones, inicia una ofensiva por el
frente de Extremadura y Andalucía, la Junta arroja ya toda máscara y acepta
las exigencias de Franco.
El avance enemigo hacia Levante y el cerco por los italianos del puerto
de Alicante donde se habían concentrado millares de soldados, de mujeres y
de niños, impidió a los camaradas organizar la evacuación de los
combatientes y de los camaradas más conocidos, como se había acordado.
Después de terminada la lucha contra las fuerzas de Casado, lanzadas a
la caza de los comunistas, cuando ya nada era posible hacer más que
sacrificarse inútilmente, salieron de España los camaradas que por decisión
del Partido habían quedado para hacer frente a la situación.
Por los agentes de la Junta, especialmente por Melchor Rodríguez, el
director anarquista de Prisiones, fueron entregados a Franco decenas de
comunistas hechos prisioneros en los días de la Junta.
Gloriosos héroes de la defensa de Madrid como Domingo Girón,
Cazorla, Ascanio, Mesón y tantos otros fueron entregados a Franco y
fusilados, cayendo con entereza, mostrando a sus verdugos fascistas cómo
saben luchar y morir los comunistas.
El Gobierno inglés, inspirador y patrocinador de la Junta de Casado,
como antes lo fuera de la política de «No Intervención», envió un barco de
guerra a un puerto valenciano a recoger y salvar a la jauría de traidores que
salían con el signo de Caín en la frente.
La heroica resistencia armada del pueblo español a la agresión militar
fascista y a la intervención extranjera había terminado.
«La paz honrosa», la paz fascista, la paz de las cárceles y de los
cementerios, extendió sobre España sus alas de muerte cubriendo de sangre
y de luto millares de hogares. Se cerraba una página gloriosa y trágica de
nuestra historia. Un nuevo período de lucha comenzaba. Los caídos eran
invencibles.
En los surcos abiertos por la guerra en las entrañas de España,
germinaba una nueva generación de combatientes.
Y sobre la patria encadenada; sobre la España de cárceles, de «sacas»,
de torturas, de ejecuciones sumarísimas, una luz, una fe, una esperanza: la
que inspiró la épica resistencia de nuestros combatientes a la pérfida
agresión, la que impulsa a la humanidad hacia el futuro; la que brotando de
los hondones del sufrir de todo el pueblo, atravesando los espesos muros de
las prisiones franquistas, dice al mundo con la voz imbatible de un pueblo
inmortal:
¡España vive, España lucha, España permanece!
Una nueva generación ha irrumpido en la vida de España. La
generación de 1959. Ella no constituye un bloque monolítico, uniforme. Es
diversa en su unidad multifacética, en su estructura. Está compuesta de
obreros, de estudiantes, de intelectuales, de campesinos. Una única
generación, con distintos intereses, con distintas aspiraciones. Un
sentimiento común les identifica: el antifranquismo.
De la guerra que durante cerca de tres años ensangrentó los campos y
ciudades de España, una parte de esa generación sólo conoce la versión
oficial, falsa, justificación del gran crimen franquista. Otra parte, la versión
familiar, dolorosa, trágica, apasionada.
Por diferentes caminos, arrancando de puntos de partida no sólo
distanciados, sino diversamente orientados, unos y otros han llegado a la
misma conclusión: «Luchar, por liberar a los vivos del peso de los muertos.
Reanudar la Historia de España que el franquismo inmovilizó».
Durante siglos, el sepulcro escurialense entenebreció los días de nuestra
patria. El Monumento de los caídos no puede ser barrera en el avanzar de
nuestro pueblo. Dejemos a los muertos que entierren a sus muertos. Si al
fundador de la Falange no le gustaba la España que rechazó a su padre, la
nueva generación, que ha madurado amordazada, a la sombra de las
cárceles y de los presidios franquistas, rechaza la España que Falange
levantó con ayuda de extranjeras bayonetas. Porque la dictadura franquista
no es solo una pellada de sangre y de fango en la historia de España. Es
freno y es grillete. Su desaparición, una necesidad histórica.
En la encrucijada donde convergen los afanes y aspiraciones de la nueva
generación hay una interrogación clavada: «¿Volver al pasado?».
La respuesta está en la vida misma. Al pasado no se vuelve. Y España y
el mundo que la rodea, son distintos a la España y al mundo de 1930 y aun
de 1936.
Internacionalmente, se han producido profundos cambios y no a favor
de las viejas castas dominantes. Hoy existe el campo del socialismo, cada
día más fuerte, cada día más potente, irradiando su influencia incluso a los
propios países dominados por el imperialismo. Éste es todavía poderoso y
puede causar, con sus ansias de dominio, terribles daños a los pueblos. Pero
ha perdido sus posiciones hegemónicas en el mundo. No puede, como en el
pasado, acompasar a su conveniencia los ritmos del desarrollo industrial de
éste o aquel país, ni el desarrollo técnico de cada pueblo, ni juega tampoco
el papel dominante en el campo científico. Rápidamente va siendo
sobrepasado por el ritmo de desarrollo de los países socialistas,
fundamentalmente por la Unión Soviética.
No es aserto partidista, sino constatación de una realidad, afirmar que
vivimos en la época del derrumbamiento del imperialismo y del ascenso
triunfal del Comunismo.
En nuestro país, el pueblo, las masas, han hecho la experiencia de las
distintas formas de dominación política de la burguesía: monarquía,
república, dictadura fascista. En el crisol de la guerra y de la lucha contra la
dictadura fascista han sido comprobados hombres, partidos, doctrinas
conductas y sistemas.
De esa historia viva, reciente, tremendamente aleccionadora surge una
conclusión irrefutable: sólo las fuerzas que representan los intereses del
país, que expresan y marchan al compás de las tendencias del desarrollo
social pueden ser realmente la base del renacimiento político, económico y
cultural de España.
Entonces, ¿una solución socialista? Efectivamente, sólo una solución
socialista puede poner fin a ese hacer y deshacer revoluciones y
contrarrevoluciones, que están en la esencia de la formación estructural
histórica del Estado español. Una solución socialista acompasada al ritmo
de las necesidades y de la voluntad nacional, y con participación no sólo de
las fuerzas marxistas, socialdemócratas y anarcosindicalistas, sino de todos
los grupos y sectores a los que no asusten los cambios históricamente
inevitables en la estructura económica y política de nuestro país.
Es incontestable que sólo con el socialismo podrá España poner en
movimiento el inmenso caudal de energía, de vitalidad, de capacidad que
existe latente en el pueblo. Sólo con el socialismo puede cerrarse ese
paréntesis de siglos de forzada unidad, de retardo de nuestro país.
Sólo con el socialismo se pondrá fin a un centralismo esterilizador y a
un regionalismo y un cantonalismo retardatarios. Sólo con el socialismo se
podrá terminar con odiosas desigualdades sociales y reorganizar sobre
nuevas bases económicas y políticas la estructura del Estado español, abrir
para nuestro país una época de florecimiento inimaginable e imposible con
el régimen actual o con otro similar. Ésta es la solución ideal y la única.
Y no se trata de forzar situaciones. Si la tendencia al socialismo surge
de manera natural del propio desarrollo de la sociedad capitalista, los
caminos que a él conducen no son determinados por la voluntad de los
hombres. Surgen en circunstancias concretas, determinadas por las
condiciones históricas en que ese desarrollo tiene lugar.
En el pasado, cuando el dominio del capitalismo era absoluto, la vía
hacia el socialismo se concebía fundamentalmente a través de la guerra civil
y de la revolución violenta.
Hoy, sin que la violencia esté descartada, en proporción a la resistencia
que ofrezcan las clases que han vivido su época, existe la posibilidad del
camino pacífico, del camino democrático hacia el socialismo, camino que
puede ser más o menos largo, y que no está exento de choques ni colisiones.
Que entraña un batallar diario, constante, permanente tanto en el terreno
político como en el económico por cada paso hacia adelante, por cada
modificación estructural.
Nuestra guerra ofrece a las nuevas promociones juveniles lecciones
altamente provechosas.
Hacíamos la guerra, y desarrollábamos la revolución democrática, con
impulso y características que no se habían dado en las revoluciones
burguesas anteriores.
Y esto no se producía sin una resistencia encarnizada en el propio
campo republicano, como lo evidencian estas páginas.
La revolución es el motor de la historia y en su desarrollo los pueblos
realizan maravillosas hazañas. Pero la revolución es también revulsivo que
hace salir a la superficie el limo sedimentado en los bajos fondos de la
sociedad. Desarrolla las ambiciones y los turbios afanes de los vividores
políticos, de los que quieren poner la revolución a su servicio. Con esto hay
que contar y contra ello hay que luchar, como se vio obligado a luchar el
Partido Comunista en el transcurso de la guerra, contra quienes en provecho
propio pretendían desfigurar el carácter de la revolución.
Esto que es inevitable, no puede servir de pretexto para no participar en
la lucha revolucionaria, escudándose en el cómodo «todos son iguales»
puesto en boga por los enemigos de la revolución.
Todos no somos iguales, y la historia de nuestro país de los últimos
treinta años muestra la enorme diferencia entre el revolucionario
consecuente y el revolucionario ocasional. Entre quienes aspiran a la
elevación de todo el pueblo y al engrandecimiento de la patria, y quienes
actúan en política en vuelo bajo, a ras de sus propios intereses personales o
de grupo. Entre quienes son capaces de sacrificarse por el bien de todos, y
quienes pretenden hace, del pueblo escabel de su mediocridad política, y
que gritan como condenados llamándose a engaño, cuando la indignación
popular da un puntapié a la escalera donde estaban encaramados.
La resistencia a la agresión fascista fue iniciada bajo los auspicios del
Frente Popular, y con un gobierno republicano pequeño-burgués. Las
fuerzas fundamentales de esta resistencia eran los obreros y los campesinos
que militaban en distintas organizaciones cuya disciplina seguían.
La unidad del Frente Popular no era una unidad sólida. No se apoyaba
en la unidad de la clase obrera. Actuaban en él diversas clases, diversos
sectores, diversos intereses, diversos grupos políticos. De ahí las
contradicciones que surgían a cada paso, tanto más que los nacionalistas
vascos y los anarquistas que también aparecían en el campo antifranquista,
no participaban en el Frente Popular.
De ahí también los diferentes criterios, las diferentes opiniones, los
diferentes modos de entender la guerra y sus respectivas, criterios,
opiniones y modalidades que pesaron duramente en la vida política y militar
de la España republicana.
Y si a veces nosotros, comunistas, reaccionábamos sin la necesaria
flexibilidad frente a posiciones que considerábamos dañinas para la
resistencia o cayendo en el otro extremo no criticábamos suficientemente
actitudes derrotistas y maniobras oscuras, ni un solo momento, ni ayer ni
hoy, hemos dejado de valorizar la importancia histórica, revolucionaria, de
la participación de la burguesía democrática en la resistencia popular al
fascismo. Los factores negativos que aparecen en el campo republicano —
que fueron muchos— tanto en vísperas de la sublevación franquista como
después de ésta, en el transcurso de la guerra, no niegan, sino que
confirman la necesidad de la unidad del entendimiento, del compromiso
entre los diversos grupos y partidos democráticos de nuestro país; la
necesidad de un acuerdo incluso con fuerzas que por su composición, por
sus intereses, por su modo de ver y entender la vida, no aceptan más que en
mínima parte la realización de cambios democráticos en la estructuración
política del Estado español.
Y sobre todo, lo que la guerra mostró de manera exhaustiva es que sin la
unidad de la clase obrera, la dirección de la revolución democrática cae
inevitablemente en manos de la burguesía, que frena esta revolución, que no
la lleva hasta el fin, que incluso la transforma en instrumento contra el
proletariado.
La victoria del franquismo paralizó el desarrollo democrático de
España. Después de veinte largos años de dictadura fascista los problemas
políticos y económicos que están en la entraña del desarrollo histórico
español y que durante la guerra comenzaron a resolverse por el Gobierno
republicano, están en pie, son más agudos.
Por ello, las razones y las raíces de la unidad de las fuerzas
democráticas y obreras, y de todas las fuerzas nacionales no opuestas al
constante progreso de España, son actuales y están vivas.
A impulsar esta unidad amplia, española; a cancelar un pasado de
reacción y de oscurantismo y un presente de cárceles y de terror, de miseria
y de corrupción, está convocada la juventud española.
Ella es nuestra esperanza. Y estoy segura que ella marchará, está
marchando ya, por el único camino que hace de los hombres sencillos
héroes, constructores de una nueva vida, de un mundo nuevo: por el camino
de la lucha por la democracia, por la paz, por el socialismo[113].
Notas
[1]
Cf. M. González Portilla. La formación de la sociedad capitalista en el
País Vasco, Haranburu San Sebastián. 1981, 2 vols. <<
[2]Cf. «Hambre y miseria en las minas», en La lucha de clases, Bilbao,
mayo de 1896. Cf. J. F. Fusi, Política obrera en el País Vasco (1880-1923),
Turner. Madrid, 1975. <<
[3]El año 1876, en que terminó la última guerra carlista, fueron extraídas ya
de las minas de Vizcaya 432 418 toneladas de mineral. Un año más tarde la
extracción alcanzó a 1 040 264 toneladas y cuatro años después, en 1880,
llegó a 2 683 628. En 1890, a 4 795 000, y en 1899 a 6 495 000. (Francisco
Sánchez Ramos: La economía siderúrgica española. 1945). Nota de la
edición del año 1965, Editions Sociales, París. <<
[4]En 1890 se celebró por primera vez la fiesta del 1.º de mayo en demanda,
entre otras cosas, de la jornada laboral de 8 horas que, en España, se
conseguiría, después de movilizaciones y luchas, en 1919. Cf. L. Rivas,
Historia del 1.º de Mayo en España. UNED, Madrid, 1987. <<
[5]El gobierno creó en este año 1903 el Instituto de Reformas Sociales,
desde el que se inició la elaboración de la primera legislación social en
España. <<
[6]Cf. J. Vera, Informe presentado a la Comisión de Reformas Sociales por
la Agrupación Socialista Madrileña en el año 1883, Tribuna Socialista.
París, 1962, pues aunque fue escrito unos años antes, la situación que
describe Vera se continúa en los últimos años del s. XIX y primeros del XX, a
los que se refiere Dolores Ibárruri (en adelante DI). <<
[7]Ésta es la primera gran frustración de su vida, al percibir que su deseo de
ser maestra no podrá llevarse a cabo porque se lo impide su clase y su sexo.
<<
[8]
Es su primera hija, Esther, nacida el 29 de noviembre de 1916 en La
Arboleda. <<
[9]«Los primeros libros serios que conocí: del Doctor Ardieta, de Víctor
Hugo, libros muy sociales». Con estas palabras los recuerda DI en una
entrevista, cf. A. Cambantes y E. Cimorra. Un mito llamado Pasionaria,
Planeta, Barcelona, 1982. p. 26. <<
[10]La toma de conciencia política de DI y su incorporación al movimiento
obrero organizado se producen en unos momentos, especialmente críticos,
tanto para la historia de España como para la historia del mundo
(1916-1922). En España asistimos a la crisis del modelo de Estado surgido
del sistema de Cánovas en 1876, y Europa vive los años de la primera
guerra mundial y de la revolución soviética. Cf. M. Tuñón de Lara. «Rasgos
de la crisis estructural a partir de 1917», en La crisis del Estado, VII
Coloquio de Pau, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1978. <<
[11]
Hija de Antonio «el Artillero», como casi todos los vecinos de la zona,
conocía la dinamita desde la infancia. <<
[12]Puede advertirse cómo se superponen sus recuerdos: era imposible que
los periódicos mencionasen Leningrado, pues esta denominación se le dio
con posterioridad. Se referirían a Petrogrado, o incluso a San Petersburgo.
<<
[13]García Quejido, tipógrafo, compañero de Pablo Iglesias fue el primer
Secretario General del PCE en los primeros años veinte. Acevedo, asturiano
y tipógrafo, participó en los años de la II República en numerosos mítines
con DI, basta su marcha a la URSS en 1937. Perezagua, sindicalista de
UGT en Vizcaya y Virginia González, obrera del textil, la primera mujer
que se incorporó al trabajo sindical. <<
[14]Son los años, 1918-1919, en los que DI no sólo barre el local y lleva la
comida a los presos, sino que empieza a escribir artículos en El minero
vizcaino y La lucha de clases, firmados «Pasionaria», y a ocupar un lugar
destacado en la Agrupación Socialista de Somorrostro, en el momento de su
adhesión a la III Internacional (IC). <<
[15]1920 fue un año intenso para DI, pues junto a su actividad política
destaca su maternidad. El 9 de enero nació su hijo Rubén, que fue para ella
«una gran alegría porque tenía una niña y nació un niño». <<
[16] 1921 fue un año trágico para Dolores y Julián Ruiz, muere su hija
Esther, y tuvieron que pedir dinero prestado para comprar medicamentos y
el pequeño féretro. Fue año de conflictos y detenciones. <<
[17]DI desarrolla una gran actividad política que, desde ahora en adelante,
permite calificarla como típica militante de la Tercera. «No sólo hace
política de hombres sino de mujeres», a pesar del «izquierdismo»
dominante y la gran actividad revolucionaria no se «despega» de sus amigas
y de sus vecinas. <<
[18]Cf. «Una lucha minera en la Cía. Mac Lenan», Mundo Obrero,
28-7-1933 y «Las batallas de los mineros. Los nuevos métodos de lucha»,
Mundo Obrero, 24-8-1933. <<
[19] Entre los encarcelados se hallaba Julián Ruiz, el marido de DI. <<
[20]En este año, 1922, DI es elegida delegada al I Congreso del PCE (de
marzo), y empieza a escribir en La Bandera Roja, periódico comunista de
Bilbao. <<
[21]De esta época se conserva un artículo de DI titulado «¿Error o mala
fe?», en Bandera Roja, 26-8-1922. Es un duro alegato antisocialista con
toda la sectaria ingenuidad que caracterizaba a los comunistas del momento.
<<
[22]Su irritación frente a este tipo de práctica religiosa y asistencial, tan
frecuente entre las señoras católicas de la época, aparece en artículos de DI
sobre el catolicismo social y la manipulación que, de la angustia y de la
miseria, unidas a la ignorancia y la fe religiosa, hacen con las mujeres del
pueblo. Cf. «La intromisión de las bandas negras en la lucha de clases», en
Mundo Obrero, 7-6-1933. <<
[23]En todas estas actuaciones empieza a destacar la capacidad organizativa
y movilizadora de DI con las mujeres, que permite desde estos años veinte
definirla como «mujer con las mujeres». Participa, también, activamente en
la huelga general de Vizcaya, convocada por el PCE, en oposición a la
Asamblea Nacional. <<
[24]Ésta es la primera versión que DI da del hecho. Más tarde da otra
versión (cf. A. Carabantes, o. c). La versión correcta es la de El Único
Camino, que coincide con la de José Bullejos en La Comintern en España.
Recuerdos de mi vida, Impresiones Modernas, S. A., México, 1972, p. 92.
<<
[25] Manifiesto del Partido Comunista de Euzkadi, 4-8-1930. Archivo PCE.
<<
[26] En los primeros meses de la República DI es reconocida ya por su
actividad en el movimiento obrero, y llama la atención porque es mujer. Cf.
Estampa, 17-10-1931. <<
[27]Ésta es su primera detención en 1931. Cf. «Proceso de Somera», en
Mundo Obrero, 22-12-1932, en donde se da idea de que el motivo por el
que se la detuvo en Madrid, se la trasladó y juzgó en Bilbao, era la
ocultación de Antonio Arrarás. En este proceso DI achaca la muerte de su
madre a la actuación de la policía en un registro de su casa; sin embargo en
estas páginas sólo dice que su madre se había quedado en la casa para
cuidar de los niños en la primera etapa de su estancia en Madrid, y no
menciona cuándo, ni en qué circunstancias murió. <<
[28]Es interesante comparar tas descripciones que hace Dolores Ibárruri de
la cárcel y de la actitud de las funcionarias, entre ellas Julia Trigo, y el
reportaje sobre la cárcel de mujeres «Colegio de señoritas de D.ª Julia
Trigo», en Estampa, 23-9-1933. Hay que resaltar, también, que DI no
olvidará a estas mujeres, a las que considera «presas sociales», dato que
revela la sensibilidad de DI por el mundo de la marginación. En años
posteriores, las recuerda, sobre todo en su etapa de diputada. Cf. «Unas
mujeres en libertad», en Mujeres, 2-9-1936. <<
[29]Toda la familia Martínez apoyó y participó en las actividades del PCE.
Alicia López, en particular, colaboró en la Agrupación de Mujeres
Antifascistas (AMA). <<
[30] Evidentemente se refiere a Alicia Martínez López. <<
[31]Frente Rojo, 24-6-1932, dice que fue detenida meses más tarde, «el 25
de abril por un mitin pronunciado en enero» e invita «a las mujeres obreras
a que exterioricen su solidaridad con Pasionaria». <<
[32] Los meses de cárcel, de indudable aislamiento, permitieron a DI
reflexionar sobre la línea política del partido y la crisis en la dirección, que
se suscitó antes y después del IV Congreso. Cf. sus artículos «A las masas
para impulsar la revolución», en Frente Rojo, 16-11-1932. «Palabras y
hechos», en Frente Rojo, 29-11-1932, y «Contestación a una carta abierta al
camarada Hurtado y a todo el Partido»», en Mundo Obrero, 5-12-1932. <<
[33]Las elecciones legislativas se celebraron el 19 de noviembre de 1933 y
en ellas se dio el triunfo del centro-derecha (Partido Republicano Radical y
la CEDA) y el desplome de la coalición republicano-socialista. El PCE
obtuvo un diputado: el Dr. Bolívar por Málaga. <<
[34] Cf. J. S. Vidarte, El Bienio Negro y la insurrección de Asturias.
Testimonio del que fue Vicesecretario y Secretario del PSOE, Grijalbo,
Barcelona, 1978, y M. Contreras, El PSOE en la II República: organización
e ideología, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 1981. <<
[35] A lo largo de 1934 se van perfilando diferentes estrategias en el
Movimiento Obrero frente a las derechas y el fascismo. Para analizar la
estrategia del PCE y su relación con las Alianzas Obreras cf.
M. Bizcarrondo, «De las Alianzas Obreras al Frente Popular», en Estudios
de Historia Social, 1981, núms. 16-17, pp. 83-116, y M. Tuñón de Lara, «El
bloque popular anti-fascista», ibídem, pp. 119-129. <<
[36] Desde Moscú DI escribió al Buró del Comité Central. En la carta se
refiere, sin duda, a la reunión que tuvo con la dirección de la IC, y la
Internacional Sindical Roja, a instancias de Manuilski, para debatir la
política sindical de los comunistas. Esta reunión fue el punto de partida para
una reunión posterior de la Sindical Roja, en la que se acordó la unificación
sindical. En España, la CGTU (Central comunista) entró en la UGT en
1935. Cf. Carta al Buró Político, Moscú, 9-01-1934, Microfilm en Archivo
PCE; D. Ibárruri, Memorias 1939-1977, Planeta. Barcelona, 1984, p. 31 y
S. Carrillo, Mañana España, Ebro, París. 1975, p. 75. <<
[37]Cf. «Congreso sobre la insurrección de Octubre en España», en
Estudios de historia Social, 1984, p. 31. D. Ruiz. Insurrección defensiva y
revolución obrera. El octubre español de 1934. Labor, Barcelona, 1988. <<
[38]Irene Falcón se incorporó al PCE a finales del año 1932, junto con sus
camaradas del grupo «Izquierda Revolucionaria y Antiimperialista» que se
había formado es 1929, integrado, principalmente, por intelectuales y
profesionales, y que desempeñó un papel importante en el advenimiento de
la II República, sobre todo a través de su órgano de prensa, la revista
Nosotros. Irene al llegar al PCE, empezó a trabajar con DI en la Comisión
Femenina y después en AMA. pero no sólo en el trabajo de mujeres sino
que fue, desde ese momento hasta la muerte de Dolores, su amiga y
camarada política. Encarnación Fuyola era maestra y Lucía Barón obrera
del textil. DI al nombrar a estas tres mujeres, refleja ya el pluralismo que
caracterizará a AMA. <<
[39]La historia de este Comité y de AMA está por hacer. No obstante, hay
algunas referencias en la obra de la historiadora M. Nash. Mujer y
movimiento obrero en España, 1931-1939, Fontamara, Barcelona, 1981 y el
estudio más reciente de C. González Martínez «“Mujeres Antifascistas
españolas”: Trayectoria histórica de una organización femenina en lucha»,
en Las mujeres y la guerra civil española, Ministerio de Cultura-Dirección
de los Archivos Estatales, Madrid, 1991, pp. 54-59. <<
[40]
Cf. «El Congreso Mundial de Mujeres contra la guerra y el fascismo»
en Mundo Obrero, 20-7-1934. <<
[41]Isabel de Albacete, mujer republicana, fue quien consiguió de la
Dirección General de Seguridad, el salvoconducto para poder viajar a
Asturias. <<
[42] Cf. «Congreso Nacional de Mujeres», en Mundo Obrero, 25-8-1934. <<
[43]DI pronunció el discurso de apertura en este VII Congreso de la IC,
honor que prueba el papel que se reconocía al PCE a nivel internacional y a
Pasionaria, en concreto; cf. la revista Internacional Comunista, 1-12-1935,
y el Servicio de Prensa Bandera Roja. Microfilm, Archivo del PCE. El
Congreso supuso, bajo la dirección de Dimitrov, un giro sustancial de la
política comunista. Desde ese momento todo su esfuerzo estuvo centrado en
conseguir un amplio frente democrático, el Frente Popular, con el objetivo
fundamental de detener al fascismo. Cf. J. Dimitrov, La unidad de la clase
obrera, Solía Press. 1968, y N. Poulantzas, Fascismo o dictadura.
Siglo XXI, Madrid, 1972. <<
[44] En el año 1935, Pasionaria multiplicó su actividad. A los viajes
internacionales —que le hacen sufrir incontables peripecias en los cruces de
fronteras—, cf. pp 275-294 y 308-309, se unen los que hacía a diferentes
regiones españolas. Todo ello en un contexto de represión generalizada que
le hace vivir en un puro sobresalto. <<
[45]Rubén volverá a España (véase p. 590), durante la guerra civil, con 17
años y combatirá en el frente del Ebro. Tras la derrota de 1939 escapó del
campo de concentración francés y regresó a la Unión Soviética. Tras
reencontrarse con su madre murió defendiendo Stalingrado el año 1942.
Amaya siguió estudiando en la URSS, hasta que en 1939 llegó su madre,
aunque también estuvo unos meses en España, durante la guerra. <<
[46]El año 1935 fue un año difícil para la población campesina, con una
situación dura y fuerte represión, cf. M. Pérez Yruela, La conflictividad
campesina en la provincia de Córdoba, 1931-1936, Ministerio de
Agricultura. Madrid, 1939: N. Rodrigo, Las colectividades agrarias en
Castilla-La Mancha. Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha. Toledo,
1985; L. Garrido, Colectividades agrarias en Andalucía; Jaén (1931-1939),
Siglo XXI, Madrid, 1979. En Cataluña, después de 1934, el gobierno
suspendió el Estatuto y la Generalitat. <<
[47]
Cf. VV. AA., «Los Frentes Populares», en Estudios de Historia Social,
1981, núms. 1647, pp. 51-193. Véase nota 35. <<
[48] En sus varias visitas a Asturias, entre 1934 y 1936, DI adquirió
conciencia del valor y de la resistencia de los obreros asturianos y de la
durísima represión que sufrían. Especial importancia tuvieron los mítines
celebrados en Madrid en la plaza de Toros el 2-3-1936 en homenaje al
proletariado asturiano, cf. Mundo Obrero, 3-3-1936, y la concentración
obrera en Oviedo el 5-7-1936 publicada en Mundo Obrero, 6-7-1936. <<
[49] Es la tercera detención de Dolores. <<
[50] Cf. J. Camino, Íntimas conversaciones con la Pasionaria, Dopesa.
Barcelona, 1977, pp. 50-53. La amnistía política y laboral fue una de las
peticiones y reivindicaciones populares a lo largo del año 1935, y uno de los
puntos del Pacto del Frente Popular sellado el 15 de enero de 1936. <<
[51]«Nuestra política en la calle diferirá de la de otros grupos, procuraremos
enlazar la acción parlamentaria con la lucha en la calle», decía Pasionaria
en una entrevista reproducida en Mundo Obrero, 12-3-1936, y «¿Qué pinta
ser diputada? ¿Estarse simplemente discutiendo en el Parlamento
olvidándose de lo que ocurre en la calle? Yo para esto no quiero ser
diputado», en Película Dolores, dirigida por A. Linares y J. L. García
Sánchez. Cf. E. García Méndez. La actuación de las mujeres en las cortes
de la II República, Ministerio de Cultura, Madrid, 1972. C. Bowers, Misión
en España, Éxito, Barcelona. 1978, y T. Pámies. Una española llamada
Dolores Ibárruri, Martínez Roca. Barcelona, 1976. <<
[52]La actuación de DI fue, también, intensa en el Parlamento en el que
intervino en numerosas ocasiones desde la discusión de las actas de
Salamanca en el mes de abril con un discurso reproducido en Mundo
Obrero, 3-4-1936, hasta el debate sobre orden público el 16 de junio. Cf.
J. M. Gil Robles, No fue posible la paz, Ariel. Barcelona. 1968, pp. 543-544
y 697. Prieto, «En el Parlamento ha entrado una mujer», en El Liberal
(Bilbao), 4-4-1936. <<
[53] Esta visión apocalíptica de la situación del país presentada por el líder
de la derecha contrasta con la del embajador norteamericano, cf. Bowers,
o. c., p. 244. <<
[54]He querido subrayar esta parte de mi discurso para refregárselo por los
hocicos a los plumíferos franquistas que durante 24 años han estado
difundiendo la infame patraña de que fui yo la que incité al asesinato de
Calvo Sotelo desde los bancos del Parlamento. (Nota de la edición del año
1965, Éditions Sociales, Paris). <<
[55]El 31 de marzo de 1934 tuvo lugar en Roma la entrevista del
monárquico Goicoechea, del general Barrera y de los carlistas Olazábal y
Lizarza con Mussolini, Italo Balbo y el coronel Longo, en la que se firmó
un acuerdo de ayuda del gobierno italiano a la ultraderecha, consistente en
armas y dinero. A partir de este momento jóvenes carlistas fueron a Italia
para instruirse en el uso de armas. Son en gran parte, los requetés de los
Tercios Carlistas en la guerra civil. <<
[56]
El «director» de la sublevación desde el mes de abril fue el general
Mola. <<
[57] El nombramiento de Franco como generalísimo de los tres ejércitos de
tierra, mar y aire y «Jefe del gobierno del Estado» tuvo lugar en Burgos el 1
de octubre de 1936, después de largas conversaciones entre los generales en
los últimos días de septiembre, en las que se acordó la unificación del
mando militar y político en la persona del general Franco. Sanjurjo había
fallecido en accidente aéreo en Lisboa en los momentos iniciales de la
sublevación. No parece pues que fuera decisivo el voto de Canaris en esta
ocasión. <<
[58]
Cf. J. S. Vidarte, Todos fuimos culpables, Fondo de Cultura Económica,
México, 1973, pp. 190-230, y J. Zugazagoitia, Guerra y vicisitudes de los
españoles, Librería Española, París, 1968, t. I, p. 21. <<
[59]La sublevación se inició en la tarde del 17 de julio en Melilla, a donde
voló desde Canarias, el general Franco, para asumir la dirección de la
misma. <<
[60]Cf. La prensa diaria de las poblaciones en las que triunfa la sublevación
El Norte de Castilla (Valladolid), El adelanto (Salamanca), El Heraldo
(Zaragoza), ABC (Sevilla), etc., y en todos ellos aparecen, más como
justificaciones que como causa de la sublevación, la necesidad de liberar a
España del comunismo y se califican como «comunistas y marxistas» a
republicanos, nacionalistas, etc. Lo mismo aparece en los Bandos de los
diferentes mandos militares al sublevarse. <<
[61]La sublevación, si bien obtuvo ayudas de Alemania y de Italia, fue
motivada y llevada a cabo por España. Franco se dirigió a ambas potencias
en demanda de apoyo a partir de los últimos días de julio. <<
[62]Los partidos políticos, centrales sindicales y organizaciones juveniles
fueron quienes en estos primeros momentos organizaron las milicias e
incorporaron al pueblo a la lucha en defensa de la República. <<
[63] Cf. p. 377 en la que DI alude a los tres gobiernos que se sucedieron
entre el 18 y el 19 de julio. Al iniciarse la sublevación el presidente del
gobierno era Casares Quiroga, dimitió y fue nombrado Martínez Barrio, y el
19 encargó la formación de otro gobierno a Giral; fue éste, quien concedió
las armas al pueblo. <<
[64]Dolores evoca el militarismo como uno de los rasgos de la historia
española en los siglos XIX y XX. CF. G. Cardona, El poder militar en la
España contemporánea hasta la guerra civil, Siglo XXI, Madrid, 1981. <<
[65]«Guerra nacional revolucionaria» sintetiza la línea política del PCE
desde agosto de 1936. <<
[66]Discurso pronunciado no el 18 de julio, sino el día 19, y publicado por
el PCE en un folleto titulado No pasarán. Su voz y su palabra movilizaron a
mujeres y hombres. <<
[67]Alocución de DI, después de la victoria en el Cuartel de la Montaña,
radiada el 21 de julio de 1936. Folleto PCE. <<
[68]En La Coruña fue fusilado el gobernador civil Pérez Carballo y otras
personalidades. <<
[69] Cf. A. Carabaotes y E. Cimorra, o. c. <<
[70]La Comisión de Auxilio Femenino, de la que fue nombrada presidenta
Dolores Ibárruri, fue creada en el mes de agosto de 1936, y todo el trabajo
lo realizó, a lo largo de la guerra, con las mujeres de AMA. <<
[71]El Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) quedó formado el
día 23 de julio de 1936 de la fusión de Unió Socialista de Catalunya, Partit
Comunista Català, Partit Català Proletari y la Federación catalana del
PSOE, como partido adherido a la IC y, por tanto vinculado al PCE. <<
[72]«Cruces de fuego», organización política de extrema derecha, con tintes
fascistas. <<
[73] Talavera fue ocupada por las tropas rebeldes el 3 de septiembre de 1936.
<<
[74]Fueron las Cortes, reunidas el 1 de octubre de 1936, las que concedieron
el Estatuto a Euzkadi. Los nacionalistas vascos también formaban parte del
gobierno central presidido por Largo Caballero. <<
[75] Ya en los meses del verano de 1936 se había iniciado el proceso de
colectivización de tierras, industrias y servicios. El proyecto de Uribe se
concretó en el Decreto de 7 de octubre de 1936 sobre expropiación de
tierras y nacionalización de fincas y el 23 de octubre la Generalitat
promulgó el decreto de Colectivizaciones. <<
[76]La extensión de la enseñanza, como servicio público, hacia adultos e
infancia fue importante, tanto en la retaguardia como en el frente, a través
de los Institutos Obreros, las Escuelas de Adultos, las campañas de
alfabetización, las Milicias de la Cultura, las colonias infantiles, etc. <<
[77]La colaboración y protagonismo de las mujeres y hombres del PCE fue
importante en la fortificación y defensa de Madrid. Son los momentos en
que Largo Caballero dio el decreto de organización del Ejército Popular. DI
participó en el mitin histórico del Monumental Cinema el 8 de noviembre
de 1936 y colaboró con las mujeres en la organización del abastecimiento,
evacuación y fortificación. <<
[78] Los años treinta son los años de hegemonía de la URSS, no sólo para
los comunistas, sino para gran parte de la población, la URSS es paradigma
y modelo. Téngase presente que, en los años de guerra, es prácticamente
ella sola y México quienes ayudaron a la República. <<
[79] Los hombres y mujeres que integraron las Brigadas Internacionales
constituyeron la mayor ayuda humana y militar a la República. Primero
llegaron voluntarios espontáneos y dispersos, algunos de los cuales habían
llegado para participar en la Olimpiada Popular de Barcelona. Después fue
la Internacional Comunista (IC) quien patrocinó la idea y la organizó. <<
[80]El líder anarcosindicalista Durruti murió en la defensa de Madrid el 19
de noviembre de 1936. <<
[81]Cf. Cuba y la defensa de la República Española, 1936-1939, Editora
Política. La Habana, 1981. <<
[82]Cf. A. Viñas, El oro de Moscú. Alfa y Omega de un mito franquista,
Grijalbo. Barcelona, 1979. <<
[83]Cf. M. Aznar y M. Schneider, II Congreso Internacional de Escritores
Antifascistas, 1937, Laia, Barcelona, 1978-1979, 3 vols., y Hora de España,
VIII, agosto 1937. <<
[84] Véase nota 90. <<
[85]
Malraux fue nombrado ministro de Cultura en la V.ª República en 1959,
años en los que DI escribió El Único Camino y en los que se encontró con
él en París «casualmente» y en plena clandestinidad de Dolores, cf.
Dolores, Memorias, p. 179. <<
[86]
Cf. J. Zugazagoitia, o. c., tomo I, pp. 236-240, y A. Nadal, Guerra civil
en Málaga, Arguval, Málaga, 1988. <<
[87]
Cf. F. Ciutat, Relatos y reflexiones sobre la guerra de España, Forma
Ediciones, Madrid, 1978, pp. 15-94. Véase pp. 527-532. <<
[88]
La manifestación popular por una política de firmeza en la guerra fue en
Valencia en el mes de marzo de 1937. <<
[89] La batalla de Guadalajara fue en el mes de marzo de 1937. <<
[90]Cf. J. S. Vidarte, o. c, pp. 649-667; J. Peirats, La CNT en la revolución
española, Ruedo Ibérico, París, 1971, 3 vols.; E. Ucelay da Cal, La
Catalunya populista. Imatge, cultura i política en l’etapa republicana,
1931-1939, La Magrana, Barcelona, 1982; R. Vinyes, La Catalunya
internacional. El front-populisme en l’exemple català. Curial, Barcelona,
1983; F. Bonamusa, Andreu Nin y el movimiento comunista en España,
1931-1937, Anagrama. Barcelona, 1977. <<
[91] Era el 17 de mayo de 1937. <<
[92]El PCE creó varias Escuelas de Formación Política que funcionaron
harta marzo de 1939 en las principales ciudades republicanas: Madrid,
Valencia y Barcelona. <<
[93]Se refiere al primer gobierno Negrín del 17 de mayo de 1937 al 6 de
abril de 1938. <<
[94]Segundo González (CNT) fue ministro de Instrucción Pública y Sanidad
en el segundo gobierno Negrín del 6 de abril de 1938 a marzo de 1939. <<
[95] El bombardeo de Almería fue el 31 de mayo de 1937. Provocó una
crisis en el Comité de «No Intervención». <<
[96] Irún cayó en manos de las tropas rebeldes el 1 de septiembre de 1936.
<<
[97]El bombardeo de Guernica fue el 26 de abril de 1937, en plena campaña
del Norte. Cf. A. Viñas, «Guernica, ¿quién lo hizo?» en Historia general de
la guerra civil en Euzkadi. Bilbao-San Sebastián, 1970, vol. III, y
«Guernica»: las responsabilidades», en Historia 16, 25, 1978. <<
[98] La campaña del norte finalizó el 21 de octubre de 1937 al caer Gijón.
<<
[99]Cf. J. Casanova, Anarquismo y revolución en la sociedad rural
aragonesa. 1936-1938, Siglo XXI, Madrid, 1988. <<
[100]Cf. E. Fernández Clemente, El Coronel Rey D’Harcourt y la rendición
de Teruel, Historia y fin de una leyenda negra, Teruel, 1992. <<
[101] Cf. J. S. Vidarte, o. c, pp. 823-828. <<
[102]
Cf. J. M.ª Solé Sabaté y J. Villarroya, Catalunya sota les bombes,
1936-1939, Publicacions de l’Abadía de Montserrat, 1986. <<
[103]Crisis de la «charca» en junio de 1938. Cf. M. Tuñón de Lara y M.ª C.
García-Nieto, «La guerra civil», en La crisis del estado: Dictadura,
República y Guerra, Historia de España, Labor, Barcelona, 1981, vol. IX,
pp. 448-450. <<
[104]
La llegada al Mediterráneo de las tropas franquistas fue el 15 de abril
de 1938 (véase p. 542). La batalla del Ebro fue del 25 de julio al 16 de
noviembre de 1938. <<
[105]
El 28 de octubre de 1938 las Brigadas Internacionales desfilaron y se
despidieron en Barcelona. <<
[106]
Cf. J. A. Ferrer Benimelli, Masonería española contemporánea desde
1868 hasta nuestros días, Siglo XXI, Madrid, 1980. 2 vols. <<
[107]
La crisis y cambio de gobierno fue el 17 de agosto de 1938. Cf. J. S.
Vidarte, o. c., p. 863. <<
[108] Cf. J. S. Vidarte, o. c., p. 344 y ss. 565 <<
[109]Cf. T. Pámies, Cuando éramos capitanes, Dopesa, Barcelona, 1974,
pp. 116-282; J. S. Vidarte, o. c. pp. 910-912. <<
[110] Cf. J. S. Vidarte, o. c., pp. 913-915. <<
[111]Irene Falcón, cuando sale Pasionaria está en Albacete. Cumplida su
misión allí regresa y sale en otro avión hacia Orán, en busca de Dolores
Ibárruri, con la que se encuentra ya en el puerto y van hacia Francia. Cf.
D. Ibárruri, Memorias, pp. 17-20. <<
[112]DI se resistía a aceptar que la guerra se podía perder. Hasta el último
momento en que subió al avión que la llevaría al exilio tuvo que ser
convencida —obligada por órdenes superiores— por los miembros del Buró
Político del PCE, de que ya no había resistencia posible, que la guerra se
había perdido. <<
[113]Cuando Dolores escribe estas palabras el PCE centra su línea política
en la «política de reconciliación nacional» y en el «Pacto por la libertad».
<<