David Le Breton - El Silencio Cap 4-5
David Le Breton - El Silencio Cap 4-5
David Le Breton - El Silencio Cap 4-5
ridad del mundo. La noche rural está poblada de ruidos de animales: insectos,
pájaros nocturnos, ranas, ladridos de perros ... El viento agita hojas y ramas, los
troncos crujen, hay animales que corren y se esconden en la espesura; el rumor
de los ríos o de los manantiales sólo descansa cuando se secan. En otras oca-
siones, se trata de voces que la oscuridad y el silencio llevan lejos del lugar en
que se producen: el paso de un coche, los traqueteos de una máquina que inten-
ta ponerse en marcha con dificultad, etc. Dentro de la propia finca también hay
aparatos funcionando, y a veces sus crujidos asustan en medio de la inmovili-
dad aparente del lugar. Las cenizas terminan de consumirse provocando, en
ocasiones, el desplome de la hoguera. Y si la finca disfruta de la comodidad de
los aparatos eléctricos deberá convivir con su zumbido habitual, o con los rui-
dos extemporáneos de la calefacción central, de las conducciones de agua, etc.
Si la sensación de silencio es mayor, se debe más al efecto de una interpreta-
ción bucólica de estos lugares que a una ponderación rigurosa de los hechos.
Cada región, cada lugar, cada espacio ofrece a lo largo de las horas de la noche
y del día un paisaje de ruidos y silencios que le son propios. El Robinson de
Defoe, sólo cuando se ve en un mundo sin palabras y sin la compañía de otros,
dice estar inmerso "en la relación melancólica de una vida silenciosa".
Hay sonidos que se cuelan en el seno del silencio sin alterar su orden. A
veces, descubren y ponen de manifiesto las variaciones sonoras, inicialmente
desapercibidas, de un lugar. Aunque el murmullo del mundo no cesa nunca,
con las únicas variaciones que marcan las horas, los días y las estaciones, es
cierto que algunos sitios parece que están más próximos al silencio. Así, un
manantial abriéndose paso entre las piedras, un río besando dulcemente la
arena, el chillido de una lechuza en el corazón de la noche, el salto de una carpa
en la superficie del lago, el crujido de la nieve al andar o el chasquido de una
piña bajo el sol contribuyen a dar relieve al silencio: su manifestación acentúa
la sensación de paz que emana del lugar. Son creaciones del silencio, no por
defecto sino porque el espectáculo del mundo no está aquí cubierto por ningún
ruido. Como dice Bachelard: "Parece que para oír como es debido el silencio
nuestra alma necesitara que algo se calle" (Bachelard, 1942, 258). Albert
Camus, caminando entre las ruinas de Djernila, aprecia "un enorme silencio
pesado y sin fisuras, algo así como el equilibrio de una balanza. Chillidos de
pájaros, el sonido afelpado de la flauta de tres agujeros, un trote de cabras,
rumores procedentes del cielo; infinidad de ruidos que construían el silencio y
la desolación de estos lugares".' La tonalidad del silencio se separa de los rui-
dos que lo rodean aportando sus variados matices. El sonido de la campana de
una iglesia que da las horas es distinto según los momentos del día (alba,
El stlencio es una modalidad del significado 111
mediodía, tarde o noche); según las estaciones (nieve, lluvia o sol ardiente
sobre el campo); según el emplazamiento del pueblo, de la casa, si hay cerca
un arroyo, un lago, un jardín o un bosque; y, sobre todo, según la calidad de la
escucha del hombre, que varía en función de sus diferentes estados de ánimo.
El sonido en sí mismo no cambia, pero sí su significado y sus consecuencias.
El silencio nunca es una realidad en sí misma, sino una relación: siempre se
manifiesta, en la esfera del ser humano, como elemento de su relación con el
mundo.
El silencio no es sólo una cierta modalidad del sonido; es, antes que nada,
una cierta modalidad del significado. La gracia de un sonido despierta a veces
la agudeza en el paseante, que de no haber tenido su sensibilidad alerta habría
desaprovechado el hallazgo. Proust recuerda los paseos de su infancia por
Guermantes: "Salíamos al paseo, y entre sus árboles aparecía el campanario de
Saint-Hillaire. De buena gana me habría sentado allí y me habría quedado toda
la tarde leyendo y oyendo las campanas, pues estaba aquello tan bonito y tan
tranquilo que el sonar de las horas no rompía la calma del día, sino que extraía
su contenido; y el campanario, con la exactitud indolente y celosa de una per-
sona que no tiene otra cosa que hacer, ahondaba en el momento justo la pleni-
tud del silencio para exprimir y dejar caer las gotas de oro que el calor había
ido amontonando en su seno de una forma lenta y natural".2 Un camino sono-
ro pavimentado de afectividad se borra para permitir que se oiga el reverso
tranquilo del mundo.
El silencio es, en ocasiones, tan intenso que suena como si fuera la rúbrica
de un lugar, una sustancia casi tangible cuya presencia invade el espacio y se
impone de manera abrumadora. Cuando ocurrió la noche polar de 1934,
Richard E. Byrd hibernó solo en la inmensidad del banco de hielo Ross, en el
sur del Artico. En mayo, después de muchos meses de estancia, cesaron las
borrascas, disminuyó el frío y un gran silencio se extendió sobre el banco de
hielo. "A veces, el silencio me arrullaba, me hipnotizaba como lo habría hecho
una cascada o algún ruido regular y familiar. En otros momentos, llegaba brus-
camente a mi conciencia como una especie de estrépito repentino ... En mi refu-
gio era muy intenso, concentrado. En pleno trabajo, mientras leía, me sobre-
saltaba a veces y me ponía en guardia, como ese propietario que se imagina que
hay un ladrón en su casa ... En ocasiones, después de un fuerte viento, me des-
pertaba violentamente -sin saber el motivo- de un sueño profundo; hasta que
me di cuenta de que mi subconsciente, acostumbrado a los chirridos del tubo
del horno y al martilleo de las borrascas sobre mi cabeza, se había trastornado
por esa brusca calma".'
112 Ma11is.festacio11es del si/e11cio
de lo que oye, y una vía de repliegue sobre sí para recuperar el contacto con el
mundo. Pero, a veces, requiere el esfuerzo de buscarlo voluntariamente.
Thoreau escribe lo siguiente: "La otra tarde estaba decidido a poner fin a este
jaleo absurdo, a ir en distintas direcciones para ver si podía encontrar silencio
en los alrededores ... Abandoné el pueblo para ir en barco río arriba hasta el lago
de Fair Haven ... El rocío, a punto de condensarse, parecía filtrar, tamizar el aire
y yo me sentía atravesado por una calma infinita. De alguna forma, tenía el
mundo cogido por el cuello, manteniéndolo en los límites de sus propios ele-
mentos, hasta ahogarlo. Lo dejé alejarse con la riada como un perro muerto.
Unos inmensos espacios de silencio se extendían por todos lados, y mi ser se
ensanchaba en la misma proporción para abarcarlos. Sólo en este momento
pude, por primera vez, apreciar el ruido y encontrarlo hasta musical"."
Unido a la belleza de un paisaje, el silencio es un camino que lleva a uno
mismo, a la reconciliación con el mundo. Momento.de suspensión del tiempo
en que se abre como un pasadizo que ofrece al hombre la posibilidad de encon-
trar su lugar, de conseguir la paz. Fuente de sentido, reserva moral antes de
regresar al bullicio del mundo y a las preocupaciones cotidianas. El goteo de
silencio saboreado en diferentes momentos de la existencia gracias a la posibi-
lidad de acudir al campo o al monasterio, o simplemente al jardín o al parque,
aparece como un recurso, un tiempo de descanso antes de sumergirse en el
ruido; entendido en el sentido estricto, y en el sentido figurado de una inmer-
sión en la civilización urbana. El silencio así considerado procura la sensación
segura de existir. Marca un momento de examen que permite hacer balance,
recobrar el equilibrio interior, dar el paso de una decisión difícil. El silencio
pule al hombre y lo renueva, pone en orden el contexto en el que desenvuelve
su existencia.
Recogti11ie11to
Los lugares de culto, los jardines públicos o los cementerios son enclaves de
silencio donde es lícito buscar reposo, una breve retirada fuera del mundanal
ruido. Reservas de silencio cada vez más reducidas por la voracidad del urba-
nismo o de la ordenación del territorio. Allí se va a respirar tranquilamente, a
recogerse, a disfrutar de la calma que mece el ge111i1s /oci. El silencio instala en
el mundo una dimensión propia, un espesor que envuelve las cosas e incita a
no olvidar lo que hay de personal en la mirada que las ve. El tiempo transcu-
rre sin prisa, al paso que marca el ser humano, invitando al reposo, a la medi-
114 Ma11i.ifesracio11es del stfencio
gran enfado dijo seguidamente: "¿Qué quieres que digamos? ¿Que esto es
maravilloso, que nuestro corazón tiene alas y quiere volar, que hemos empren-
dido el camino que conduce al Paraíso? ¡Palabras, palabras! [Cállate!"." El
silencio compartido es una forma de complicidad, prolonga la inmersión en la
serenidad del espacio. El lenguaje reintroduce la separación que intenta conju-
rar sin llegar nunca a conseguirlo. El recogimiento tropieza contra una palabra
que lo difumina por la atención que reclama. El diálogo supone entonces una
especie de desgarro que se hace al paisaje, una infidelidad al genius loa: una
forma de satisfacer las normas sociales, y una manera convencional de tran-
quilizarse o de salir del aislamiento que produce la fascinación, sin temor a
molestar al otro. Conviene entonces expresar la emoción con frase~ conven-
cionales, aun a costa de perderla en el acto.
Brice Parain refiere una experiencia idéntica: "La consecuencia natural de la
contemplación sería el silencio. Tras el golpe de esta fuerza gigantesca, que me
atrae y me espanta a la vez, necesitaría algún tiempo para recuperarme, para no
volver a sentirme aplastado, vencido, fascinado ... Las palabras que podría pro-
nunciar me parecerían una mala compensación aunque fueran para admirar o
elogiar" (Parain, 1969, 20). La paradoja de un sentimiento así, descubierto por
el silencio, conduce al alejamiento del otro. El sentimiento de fusión con el
cosmos, la disolución de los límites, manifiestan el carácter profundamente
individual de semejante experiencia, que deriva de lo sagrado de una intimidad
que está a merced de la más mínima palabrería. Lo principal es no decir nada
para no romper el vaso extremadamente frágil del tiempo. Plenitud o vacío del
silencio, según la interpretación de cada cual. Como escribe L. Lavelle: "A
veces hay en el silencio cosas, una especie de invitación secreta a traspasar sus
apariencias, a penetrar en ellas, a prestarles una vida oculta semejante a la
nuestra" (Lavelle, 1942, 6).
La conjugación entre el silencio y la noche es igualmente propicia a la inmer-
sión del ser en la serenidad de los lugares. La oscuridad, ligeramente herida por
una luz vacilante, despierta en James Agee un vocabulario religioso, ajeno, sin
embargo, a sus ideas, pero que se impone de inmediato. La llama de la lámpa-
ra tras el cristal "tiene la delicadeza -seca, silenciosa, famélica- de las extre-
midades tardías de la noche, una delicadeza de un silencio y una paz tan inten-
sos y tan santos que todo en la tierra, hasta los confines más alejados del
recuerdo, parece allí suspendido a la perfección como en un estanque. Y sien-
to que si en una completa quietud puedo conseguir no perturbar este silencio,
obligándome a no tocar esta planicie de agua, podría decir cualquier cosa en el
reino de Dios, lo que se me ocurriera, y cualquier cosa que dijera, no podríais
116 Ma11i.Jjesracio11es del stlencio
el silencio. Si bien hay zonas de silencio que permanecen aquí y allá, cualquier
individuo dispone de medios técnicos para defenderse de él si así lo desea,
hasta incluso eliminarlo por completo. De ahí el uso frecuente del wa!kman en
actividades inesperadas como el jogging o las largas caminatas; el transistor o
la radio del coche funcionando, con la portezuela abierta, en lugares que se
asocian más bien al reposo, a la tranquilidad sonora: por ejemplo, las playas,
los campos que invaden los domingos los que viven en ciudades, las inmedia-
ciones de los lagos que frecuentan bañistas o pescadores, etc. Si algunos se
refugian en el silencio, otros prefieren el ruido, y encuentran en él los mismos
recursos para la concentración, la protección frente a un entorno considerado
hostil o extraño, la conjuración de la angustia, de la soledad. El ruido puede
proporcionar alegría y configurar también una identidad propia. No es algo
simplemente natural, una sonoridad de fondo; tiene el significado que le otor-
ga el individuo, es decir, supone también un juicio de valor. El sonido que para
uno es tranquilizante (el motor de un camión o la música de un altavoz a todo
volumen), para otro es molesto. Pero, de la misma manera, se puede huir del
silencio mismo como de la peste en una búsqueda apasionada de la saturación
auditiva.
La muralla sonora que construye la radio del coche o el CD, la discoteca, el
waléman, o la sala de conciertos, con una intensidad acústica llevada al límite,
produce el aislamiento de un mundo difícil de aprehender, proporcionando una
seguridad provisional y una sensación de control del entorno. El ruido que se
instala en el seno de un grupo formado por personas afines, impide a veces la
comunicación, la reduce a una simple forma enfática, pero también impide que
se pueda hacer excesivamente palpable la soledad o el desconcierto. La bús-
queda de control por medio del estruendo o de la escasez sonora también
engendra placer, satisfacción: es un modo eficaz de gestión de la identidad, un
elemento de la constitución de uno mismo como persona. Para G. Steiner "el
mundo exterior se reduce a un juego de áreas acústicas" (Steiner, 1973). El
individuo se desliza con su wa!kman de un ambiente sonoro a otro, para per-
manecer en un universo hospitalario que conoce y del que controla todos los
datos. Pero sometida a estas agresiones regulares, aunque no sean considera-
das como tales, la audición se deteriora poco a poco; y curiosamente el silen-
cio se impone entonces como consecuencia psicológica de la pasión por el
ruido.
El ruido proporciona la prueba tangible de la permanencia de los demás
cerca de sí. Tranquiliza recordando que más allá de uno mismo el mundo sigue
existiendo. El silencio inquieta, pues anula toda diversión y pone al hombre
120 Ma11isfesracio11es del silencio
frente a sí, confrontándole con los dolores ocultos, los fracasos, los arrepenti-
mientos. Suprime cualquier asidero y suscita temor, la desaparición de los pun-
tos de referencia que hace que, por ejemplo, muchos ciudadanos curtidos no
puedan dormir en una casa o en un campo silenciosos. La noche acrecienta más
aún el malestar privándoles de la seguridad visual que da el día. Perciben, al
acecho, con este telón de fondo, la menor vibración procedente del exterior o
el más mínimo crujido de un armario como si fueran amenazas. Les falta acos-
tumbrarse a la calma de los lugares, dominar los sonidos que les rodean y dejar
de ver en la ausencia de ruidos una forma solapada de aproximación del ene-
migo. El silencio, en efecto, relaja los sentidos, cambia las referencias habi-
tuales y restituye la iniciativa al individuo; pero exige tener los recursos simbó-
licos adecuados para disfrutar de él sin ceder al miedo, ya que, muy al contra-
rio, abre las compuertas al fantasma. Marie-Madeleine Davy dice que "cuando
el hombre se encuentra solo, alejado del tumulto de las ciudades, percibe las
voces de animales salvajes; y se sobresalta al experimentar un cierto pánico
difícil de superar. En realidad, lo que no sabía es que alimentaba en su interior
a los animales cuyos sonidos percibe" (Davy, 1984, 170). El silencio favorece
el retomo de lo rechazado cuando la muralla que produce el ruido se resque-
braja en parte, y parece que la palabra se carcome en su origen, convirtiéndo-
se en algo ineficaz. De ahí el caso, que recuerda Freud, de un niño de tres años,
acostado en una habitación sin luz: "Tía, dime algo; tengo miedo de estar en
un sitio tan oscuro". La tía le responde: "¿Para qué quieres que te hable si no
puedes verme?" "No importa -dice el niño-, cuando alguien habla parece que
hay luz"." La palabra pronunciada es como una objeción al silencio angustio-
so del entorno, a la inquietante suspensión de los puntos de referencia que dan
la sensación de que se pisa un suelo que se abre bajo los pies. El silencio tam-
bién está asociado al vacío y, por tanto, a la carencia de referencias familiares,
a la amenaza de ser engullido por la nada. La palabra es entonces hilo con-
ductor de significados, el complemento de una presencia, que llena el mundo
con su apacible actitud. En medio del rumor indiferente de la realidad, una voz
se erige como punto de referencia y va construyendo sentido en tomo a ella.
El silencio se abre a la profundidad del mundo, linda con la metafísica al
apartar las cosas del murmullo que las envuelve habitualmente, liberando así
su fuerza contenida. Priva de la carga de confianza que aplaca la relación con
los objetos -o con los demás-, confrontando al hombre con la plasmación de
los hechos, donde descubre cuánto se le escapan en definitiva, cuántas veces lo
que hace familiar al universo no es más que una convención necesaria, pero tan
frágil que una nimiedad la disgrega, mera superficie feliz de evidencias que
Co11j11mció11 rradosa del stfencio 121
hace olvidar e I vacío o e I misterio que ellas buscan atenuar. La relación con el
silencio un esfuerzo que se afronta en función de las actitudes sociales y cul-
turales, pero también personales, del individuo. Unos temen un mundo puesto
al descubierto por la irrupción de un silencio que aniquila las huellas sonoras
que tapizaban su tranquilidad de espíritu, convirtiendo su existencia en algo
habitable e inteligible. Otros, por el contrario, ven en el ruido una tela tupida
que les protege de la brutalidad del mundo, un escudo contra el vacío que tanto
les recuerda al silencio. El acontecimiento se produce para ellos con la intru-
sión del ruido, que corta el silencio que transmite la sensación de una exten-
sión plana, sin carencias, sin historia, llena a la vez de seguridad y angustia a
causa de su ausencia de límite y de su polisemia.
El ruido se suele identificar claramente con un origen, el silencio inunda el
espacio y deja el significado en suspenso a causa de su poder ambiguo para
expresar mil cosas a la vez. Una casa ruidosa tranquiliza, pues priman las con-
versaciones, los juegos de los niños, una radio encendida en un rincón del apa-
rador, un grifo abierto para lavar la vajilla, una llamada que se abre paso a
través de varias habitaciones: se considera que respira una felicidad tranquila.
La casa silenciosa procura el mismo sosiego si lo que se espera encontrar es
sólo eso; y dejaría petrificados a sus moradores si de repente emitiese las mani-
festaciones sonoras habituales de la vida diaria. ¿Qué significado tiene enton-
ces este silencio que se agarra a la garganta, qué ausencia, qué drama disimu-
la? El significado del silencio cambia las tomas, y de un clima apacible que
envuelve dulcemente la casa se convierte en un grito contenido, una angustia
palpable que sólo acaba con la llegada de los ausentes. Los múltiples signifi-
cados del silencio le hacen mensajero de lo peor o de lo mejor, según las cir-
cunstancias.
Pero, claro está, el ruido también es a veces mensajero de la angustia cuan-
do rompe inopinadamente el silencio. El crujido del parqué en la casa que se
creía vacía, un ruido de pasos en el jardín cerrado, un grito en el campo repre-
sentan una intrusión inquietante, una vaga amenaza que pone a las personas al
acecho para intentar saber el origen de lo ocurrido y controlar la situación.
Michel Leiris narra, a este respecto, una anécdota de su infancia. Una tarde en
que iba andando de la mano de su padre por un campo silencioso, oye de
repente un ruido que le intriga y aviva su temor, en un momento en que la oscu-
ridad se espesa ante sus ojos. Su padre, para tranquilizarlo, le habla de un coche
que pasa a lo lejos. Más tarde, Leiris se preguntaba si no sería más bien un
insecto. Como estaban entre dos luces y todavía no conocía el lugar, ese ruido
tenue destilaba una angustia que "tal vez descansaba exclusivamente en la
122 Ma11i.ifesracio11es del silencio
Silencio de muerte
Ruidos de infancia
Más tarde, comienza una exploración más sistemática de sus recursos vocales,
al mismo tiempo que va entrando en el lenguaje. Desde sus primeros pasos
jalona sus recorridos con una constante producción sonora; no sólo con la voz,
sino también al andar torpemente, al saltar o al utilizar sus juguetes que pro-
ducen silbidos, chirridos, ruidos más o menos armónicos; o bien les da otro
cometido y los transforma en instrumentos sonoros, martilleándolos, frotándo-
los, etc. De mil maneras, el niño es el artesano del universo acústico que acom-
paña sus juegos. Ejerce así una soberanía tranquilizadora sobre el mundo, del
que va descubriendo unas respuestas agradables. Este ruido es como un sorti-
legio para el niño, pues le hace impermeable a la adversidad, gracias a la emi-
sión, en tomo a él, de un envoltorio sonoro que le protege.
Los maestros aprovechan este entusiasmo por los sonidos. Si desean trabajar
este aspecto en las clases de párvulos o de primaria, tienen dos posibilidades
pedagógicas. O insertan esta actividad de producción sonora en el seno de un
proyecto de expresión, estimulando estas conductas, pero orientándolas hacia
una búsqueda de ritmo, de mutua colaboración, de creación, etc. O también
pueden seguir la otra modalidad, complementaria de la anterior, que consiste
en entrar en la efervescencia sonora de la clase, y desactivarla poco a poco
mediante propuestas lúdicas. Maria Montessori ha sido indudablemente la pri-
mera pedagoga que ha ejercitado a los niños en el silencio en un contexto de
placer, eliminando cualquier posibilidad de angustia que pudiera entrañar la
experiencia. La pedagoga citada entró un día en una clase llevando en los bra-
zos a un niño de cuatro años. Impresionada por su tranquilidad, se dirigió a los
alumnos, que eran un poco mayores, para mostrarles lo pacífico que estaba; y
acto seguido, esbozando una sonrisa, añadió: "Ninguno de vosotros sería capaz
de estar así de silencioso". Los niños la rodearon, desconcertados. Siguiendo
con su juego, les pidió que observasen con qué delicadeza respira el niño.
"Ninguno de vosotros sabría respirar como él, sin hacer ruido", volvió a decir
la pedagoga siempre con un tono dulce. Y entonces los niños contuvieron su
respiración. Por primera vez se oyó en la clase el sonido del reloj, pues no lo
tapaba el parloteo de los alumnos. No se movía nada. Los niños, maravillados
por la situación, querían realizar ejercicios de silencio. Pocos días más tarde,
M. Montessori les propuso llamarles en voz baja, de forma que el niño que
oyese su nombre tenía que moverse haciendo el menor ruido posible. Con una
infinita paciencia, los cuarenta alumnos aceptaron el juego y rechazaron inclu-
so los caramelos que les ofreció su educadora, como si fuesen a estropear con
su prosaísmo la emoción natural del ejercicio (Montessori, 1992, 113-5). El
silencio que forma parte de la complicidad no es en modo alguno angustioso,
128 Ma11i.ifésracio11es del stlencto
aunque se diferencie del entorno habitual de ruido que tranquiliza a los indivi-
duos. Ritualizado, transformado en algo lúdico, el silencio adquiere entonces
un valor. Hasta la turbulencia de los niños se detiene cuando entran en otra
dimensión de la existencia.
Ruidos
mayoría de las veces no se soportan las informaciones acústicas que nos llegan
de fuera, aunque sean las mismas que puedan provenir de nuestro radio de
acción. Los ruidos que producimos nosotros no se consideran perturbadores,
ya que tienen su justificación: son siempre los demás los que hacen ruido.
La sensación de ruido ha ganado en importancia sobre todo con el naci-
miento de la sociedad industrial, y la modernidad la ha extendido desmesura-
damente. El avance de la técnica ha ido parejo con la creciente penetración del
ruido en la vida cotidiana, y con una impotencia cada vez mayor para contro-
lar los excesos. Consecuencia inesperada del progreso técnico, constituye la
sombra del bienestar material. Aunque no es un problema reciente, no hay
duda de que ha tomado una dimensión mayor en el transcurso de los años cin-
cuenta y sesenta (Thuillier, 1977, 234).21 Nuevos ruidos han ido penetrando en
las casas: radio, televisión, aparatos domésticos, teléfono, portátil, fax, mag-
netófonos, cadenas de alta fidelidad, CD, etc. Al propio tiempo, las calles y las
carreteras tienen un tráfico cada vez más intenso. Aunque uno pueda abstraer-
se de los demás sentidos -rechazar un olor o cerrar los ojos-, no ocurre lo
mismo con la audición, de ahí el ruido. En las ciudades, los ruidos se van enca-
balgando y acompañan constantemente a sus habitantes: coches, camiones,
motos, autobuses, tranvías, talleres, sirenas de ambulancias o de policía, alar-
mas que saltan sin motivo aparente, animación comercial en calles y barrios,
pisos con las ventanas abiertas en los que retumba la música a todo volumen,
etc. Y, además, trabajos de reparación, de mantenimiento, edificios en cons-
trucción, demolición de inmuebles antiguos, etc.
Los barrios cercanos a las estaciones soportan las llegadas y salidas de los
trenes, la concentración de coches, taxis, autobuses, que no son, para ellos, sino
focos de ruido; y, a veces, hay que sumar a esto los gritos o las manifestacio-
nes de alegría de algunos juerguistas que esperan encontrar allí los bares abier-
tos hasta última hora. Alrededor de los estadios o de los circuitos se oyen los
gritos de los hinchas, o las concentaciones ensordecedoras de motos, coches o
kartings. Los lugares de la ciudad son ruidosos y las casas resisten mal las fil-
traciones sonoras de las calles próximas o simplemente las de los pisos conti-
guos. Las conversaciones de los vecinos, sus desplazamientos, un grifo abier-
to, el paso del aspirador, un uso exagerado de la radio o la televisión, las posi-
bles disputas, etc. no se encierran en la intimidad del círculo familiar; antes al
contrario, invaden el ámbito de los demás y repercuten a veces en su ritmo de
vida, alterando la tranquilidad de sus casas. "La riqueza se mide hoy día en
función del ruido, según sea el avanico de ruidos de la que dispone un indivi-
duo" (Brosse, 1965, 296). El bienestar acústico es un lujo.
130 Ma11i.ifesracio11es del silencio
sin que I a orquesta vuelva a tocar I a obra. Un mismo canto de pájaro o de balle-
na está disponible para el aficionado incluso aunque se hubiera recogido
muchos años antes. Puede oírse la voz de un allegado mucho tiempo después
de su muerte. Una inmensa fonoteca se halla a disposición de cualquier aficio-
nado. El tumulto del mundo puede llenar su habitación a cualquier hora del día
o de la noche. Los sonidos se pueden reproducir hasta el infinito, se puede
incluso imaginar que sobrevivirían mucho tiempo a la desaparición de los
hombres. La modernidad ha inventado la constancia de la sonoridad y la posi-
bilidad de difundirla por medio de los altavoces. El individuo que no soporta
el silencio puede recurrir a un ruido permanente que haga de telón de fondo de
todo lo que ocurre en la vida cotidiana. Los programas de radio o de televisión
no terminan nunca, ni la música ambiental impersonal de los lugares públicos,
de los vestíbulos de los hoteles, de los cafés, de las tiendas, de los restaurantes,
de las galerías comerciales y, a veces, hasta de los medios de transporte.
Incluso, la palabra, arrancada de su raíz de silencio, se degrada convirtiéndose
en ruido de fondo. Una letanía sin fin acompaña al hombre a lo largo del día,
proporcionándole sin cesar puntos de referencia que le dan seguridad. Y aun-
que entre en su casa en medio del silencio relativo de la vivienda, vuelve el
ruido al encender la radio o la televisión, al ver un vídeo, o escuchar una cinta
o un CD. El ruido ejerce un efecto narcótico dentro de la casa o en la calle, y
tranquiliza en lo que respecta a la continuidad de un mundo siempre indemne.
Proyecta un hilo de audición controlable y reconocible, a la manera de una
pantalla que pone fin a la turbulencia y a la confusa profundidad del mundo.
Todo un ejercicio de conjuración para impedir el enrarecimiento del sentido.
Por lo que respecta a la tranquilidad, en el seno mismo del barullo, exige una
actitud personal, una disciplina interior para quien acaba de llegar a semejante
dominio de sí. El propio Kafka, después de haber sufrido mucho como atesti-
gua su Diario, escribe: "Creo que el ruido no me puede molestar más. Es cier-
to que en este momento no trabajo. En verdad, cuanto más profundamente se
cava su fosa, más aumenta el silencio, cada vez se está menos ansioso y el
silencio aumenta"." En algunas ocasiones, la molestia se exorciza mediante
una pantalla de sentidos, un distanciamiento deliberado del perjuicio tomando
la decisión de no oírlo o poniendo en juego una qui mera que lo despoje de con-
tenido. Bachelard, por ejemplo, cuenta cómo neutraliza el golpeteo de los mar-
tillos taladradores, transformándolos mentalmente en pájaros carpinteros de su
campiña natal.
Muchas sociedades parecen especialmente acogedoras con algunas produc-
ciones sonoras que, en otros lugares, serían catalogadas directamente como
132 Ma11is.festacio11es del sdencio
"Parece que el último resto de silencio que perviva todavía deba rechazarse,
que se haya dado la orden de detener al silencio en cada hombre y en cada casa,
de tratarle como enemigo y aniquilarlo. Los aviones recorren el cielo en busca
del silencio que acampa detrás de las nubes, las ráfagas de las hélices son como
golpes contra el silencio", escribe Max Picard (1953). Las zonas de silencio
son especialmente vulnerables a las agresiones sonoras. El menor ruido se
extiende como una mancha de aceite y penetra incisivamente. Una sierra eléc-
trica, un coche o una moto por la carretera de un bosque, un fuera borda por un
E/fin del silencio 133
El idioma de Dios
Benito, "la pena que castiga el pecado debe servir para que se eviten las malas
palabras" (R.6). Sería inconcebible que la propia oración estuviese compues-
ta por palabras superfluas; también ahí la sobriedad debe estar presente, así
como el silencio interior, que refuerza la conversación con Dios. "Nuestras
peticiones serán atendidas no por la multitud de palabras emitidas, sino por la
pureza del corazón ... La oración debe ser, pues, corta y pura, a no ser que la
gracia de la inspiración divina nos lleve a prolongarla" (R.20). Vuelve de
nuevo a las palabras innecesarias o que suelen provocar la risa, para recha-
zarlas con firmeza: "Por lo que respecta a las bufonadas, a las palabras ocio-
sas que lo único que hacen es provocar la risa, las condenamos para siempre
y en todo lugar; y no permitimos que el discípulo abra la boca para hacer dis-
cursos de esta laya". En definitiva, toda palabra que se desvíe un sólo instan-
te de Dios está bajo sospecha. "Habida cuenta de la importancia del silencio,
sólo en muy raras ocasiones se dará permiso a los discípulos -aunque sean
modélicos- para mantener conversaciones conjuntas, por más que sean sobre
materias bondadosas, santas y constructivas" (R.6). En el desarrollo de la vida
monástica, el silencio es lo que predomina, y la palabra está estrictamente
controlada. La abstención de los sentidos implica no decir nada, no ver nada
y no oír nada; permanecer con una presencia humilde, e interiormente atento
a la única realidad de Dios. El monje ha de mantenerse en silencio mientras
no se le interroga; y si se le induce a hablar, lo ha de hacer con modestia y
sobriedad, pues cualquier exceso podría caer en las lindes del pecado.
La facilidad para callarse es una virtud, y al monje se le invita a cultivar en
cualquier circunstancia la búsqueda del silencio. Las comidas se hacen en
común, y no se debe cuchichear -ni siquiera hablar-, sino escuchar la voz del
lector. Cada uno debe cuidar de que al otro no le falte nada. Cualquier objeto
de la mesa debe pedirse por señas. Después del último oficio de la tarde, "no
se permitirá a nadie hablar de nada. Si se sorprendiese a alguien infringiendo
esta regla de silencio, se le someterá a un castigo muy severo. Se exceptúa el
caso en que fuera necesario recibir a algún invitado, o si el abad hiciera algún
encargo; incluso en estos casos, es obligado conducirse con seriedad, discre-
ción y recato" (R.42). Las noches han de dedicarse al descanso, y si un monje
desea leer debe hacerlo interiormente, para no perturbar el sueño o la oración
de sus compañeros.7 El silencio es también una disciplina. El abad habla y
enseña; el monje calla y escucha. La vocación de éste es perseguir a cada ins-
tante la unión con Dios mediante la oración; para lo que necesita también la
separación del mundo, la abstención de los sentidos, la pureza interior, y el
alejamiento de todo aquello que obstaculizaría la espiritualidad. Para el monje
144 Las espiritualidades del silencio
(monos: solo), el monasterio {y, sobre todo, la celda) es un desierto, una fuen-
te de renuncia y soledad. Pero él no está, sin embargo, "solo con el Unico";
como escribe Evagrio, "es monje el que está separado de todo y unido a
todos". La observancia del silencio es lo que permite que cada uno mantenga
la soledad y el vínculo con los demás y con lo divino. "En las celdas se reali-
zan, dentro de un orden estricto, santos comercios, estudios admirables, ocu-
paciones ociosas, descansos laboriosos, una caridad bien regulada, un mutuo
silencio que es lenguaje, y una separación recíproca que es, más bien, reci-
procidad de disfrute y provecho. Es así como, sin llegar a verse entre sí, se
puede ver en el otro lo que hay que imitar, y en uno mismo lo que hay que
lamentar".8 El silencio monástico no es sólo la ausencia de palabras, sino la
calma soberana del corazón en la escucha tranquila de Dios; y está precedido
por el silencio de Cristo, y por el ejemplo de los Padres del desierto. A lo largo
de los siglos, el rigor de la bona tacuurnuas se atempera, a veces, en algunos
lugares. Así, se admiten los recreos, es decir, unos momentos en los que se
permite a los monjes entretenerse entre ellos; son breves periodos debida-
mente regulados, que deben dedicarse al establecimiento de conversaciones
edificantes, y no a una charlatanería sin sentido.
Las reglas monásticas de la Alta Edad Media insisten en los riesgos inhe-
rentes al mal uso de la lengua: la boca es una puerta peligrosa, cuya custodia
hay que asegurar para no verla ceder a los excesos. Entre el final del siglo XII
y la primera mitad del siglo XIII (después también, aunque de manera menos
intensa), la Cristiandad occidental se muestra especialmente rigurosa con los
pecados de lengua; y se dedica a promover en la vida monástica, aunque tam-
bién en el conjunto de la sociedad, una estricta disciplina en el lenguaje. El
pecado de lengua consiste en las malas palabras que pronuncia el hombre, o
las que, incluso, piensa en su fuero interno. Los teólogos recuerdan la gran
cantidad de textos del Antiguo y del Nuevo Testamento que insisten en la
necesaria sobriedad de palabra que debe observar aquél que intente agradar a
Dios. El Salmo 38, por ejemplo, dice: "Seguiré mi camino sin dejar que mi
lengua se extravíe". Pero las condenas más duras están en la Epístola de
Santiago, donde se dice que "nadie es capaz de controlar la lengua, es como
una plaga interminable. Está llena de un veneno mortal. Con ella bendecimos
al Señor, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a imagen de
Dios. De la misma boca, pues, nacen la bendición y la maldición" (Santiago,
3-8, 12). San Mateo no es menos virulento: "De todas las palabras sin funda-
mento que hayan proferido los hombres, darán cuenta en el Juicio Final. Pues
de tus palabras dependen tu inocencia y tu condena" (Mat., 12-36). El domi-
Disciplinas del silencio 145
exceso de silencio casi no tiene eco entre ellos, pues se aplica más bien extra-
muros de los monasterios. La regla del silencio tiende incluso a aliviarse a lo
largo de los siglos. Las costumbres cluniacenses proponen dos momentos en
que se permite a los monjes hablar con moderación en el claustro: tras la reu-
nión de la mañana y después de la sexta, o nona (Salmon, 1947, 32). Cluny,
que inventa las recitaciones, admite también el lenguaje por señas. Gracias a
este sistema simbólico, los monjes permanecen fieles a la observancia del
silencio de la boca, aunque no por ello dejan de comunicarse. Es cierto que
esto puede contravenir el espíritu, aunque no la letra, de la obligación de reco-
gimiento personal en el silencio, o de conversación muda con Dios.
Las distintas órdenes monásticas respetan costumbres específicas de si len-
cio. En el siglo XI, la orden cisterciense procede de la orden benedictina. Los
fundadores, deseando volver a la letra de la Regla de Benito, insisten en una
vida monástica en la que puedan coexistir las diferentes actividades litúrgicas
y el trabajo manual. El claustro que limita la vida cisterciense está en un lugar
apartado, se basta por sí mismo, de manera que el religioso está eximido de ir
a buscar fuera lo que "no conviene en absoluto a su alma" (R.66). La iglesia
del monasterio le acoge siete veces al día, según se desprende del Salmo 118:
"Siete veces al día te alabo por tus justas sentencias". Vida común y vida soli-
taria se conjugan y se alimentan mutuamente en una alternancia regular entre
oración, estudio y trabajo; es decir, ejercicios del alma, el pensamiento y el
cuerpo, según el lenguaje religioso. El trabajo manual dura varias horas. No
es menos propicio para el recogimiento que las otras actividades, incluso litúr-
gicas; es obra de fe si se realiza con esta intención, y es también una buena
ocasión para que arraiguen mejor la obediencia y la humildad. Los cister-
cienses viven en comunidad, pero el silencio es un ingrediente esencial: prohi-
be toda conversación y preserva la soledad del monje a pesar de la presencia
de sus compañeros. La palabra sólo se utiliza si sirve para la buena marcha de
las cosas, sobre todo en el momento del trabajo manual. Pero los recreos son
poco frecuentes, y hasta los encuentros necesitan una autorización del abad.
Los cistercienses hablan a veces en grupo, pero con condiciones. El estable-
cimiento permanente del silencio permite disfrutar de la presencia de los
demás sin sufrir los inconvenientes, y sin llegar a padecer cualquier tipo de
promiscuidad. Escribe Guerric que "cada uno puede aquí sentarse en silencio
y soledad, sin que nadie le aborde; y, sin embargo, no ha de temer sentirse
solo, privado de la amistad que le reconforta, o de la mano que le ayuda si está
a punto de caer. Estamos aquí acompañados por hombres, pero separados de
la muchedumbre; vivimos como en la ciudad, pero sin el acoso del tumulto,
Disciplinas del silencio 147
pues sería un impedimento para oír la voz de Aquél que grita en el desierto".'?
El silencio de paredes y hombres no es una especie de recinto que los separa,
sino una medida de precaución que impide que se indispongan unos con otros,
evitando las posibles tensiones que pudieran presentarse. Es un acto de com-
partimiento en común y no una señal de tristeza, pues los monjes que no aman
la comunicación no se comportan como buenos monjes (Hartley, 1982, 22).
El rigor de la vida en el Císter reúne a hombres venidos a buscar a Dios en
una atmósfera de oración, pobreza y ascetismo. La vida en común elimina el
egoísmo, e invita a la humildad y la caridad. Cierto es que, a pesar de todo,
los conflictos no desaparecen: el silencio no garantiza la felicidad común. Allí
donde haya hombres reunidos, aunque sea para compartir la espiritualidad,
permanecen las tensiones." Pero el sufrimiento, escribe Merton (1953, 130),
es menor en los ayunos o en las austeridades físicas que en la confrontación
interior con la soledad y el silencio; pues ni una ni otro se dan sin más ni más,
sino que hay que dar mucho de sí para poder soportar la prueba. Un código
gestual permite poder explicarse respecto a pequeñas cosas, utilizando una
serie de signos; aunque al cabo resultan insuficientes para mantener una dis-
cusión conjunta. Guillermo de Saint-Thierry (1085-1149) expresa así el des-
lumbramiento que experimentó al llegar a Claraval: "Al entrar en este valle
bendito, donde no se permite que nadie permanezca ocioso, se puede ver que
está lleno de una gran cantidad de gente que está ocupada en algún tipo de tra-
bajo. Y lo que llenaba de asombro a los extranjeros era que había en el centro
del día un silencio parecido al que había en el centro de la noche. El oído no
percibía otro sonido que no fuera el del trabajo y el del canto de los himnos
sagrados. La armonía de este silencio, en el seno de una actividad incesante,
ofrecía un espectáculo tan imponente, tan solemne que los extranjeros, inclu-
so los más mundanos, conmovidos por el respeto, no osaban no ya proferir
una palabra desagradable u ociosa, sino incluso detenerse un segundo en un
pensamiento que no fuese digno de este santo retiro. Y aunque fuesen muchos,
no dejaban de ser solitarios" (Louf, 1980, 136- 7).
Los cartujos, cuyo origen se remonta a la fundación de Bruno, son ermi-
taños que viven en comunidad. Al entrar en la Orden renuncian al mundo y
pierden su antigua identidad, pues se les asigna también un nuevo nombre. En
el cementerio, sus tumbas son anónimas. Se establecen en lugares solitarios y
de difícil acceso; por ejemplo, en las montañas, donde el invierno los aísla
durante muchos meses. Cercanos a la Regla de Benito, su tiempo se reparte
también entre trabajo manual, liturgia y estudio. Como todo lo realizan en el
interior del monasterio, su existencia se desarrolla casi por completo en la
148 Las espirirttaltdades del st/encio
soledad de su celda, lugar donde pasan veinte horas al día. A lo largo de la jor-
nada, los cartujos se reúnen tres veces en la iglesia del convento: para el largo
oficio nocturno, la misa de la mañana y las vísperas de la tarde. Una vez por
semana hacen en el refectorio una comida conjunta, pero sin conversaciones.
Por la tarde, dan un corto paseo por los alrededores de la cartuja. Este "espar-
cimiento" les permite hablar de dos en dos, cambiando de compañeros cada
media hora más o menos; momento que aprovechan para hablarse y escu-
charse mutuamente. El resto del tiempo permanecen solos en su celda rezan-
do, trabajando con las manos, leyendo, escribiendo o celebrando los distintos
oficios previstos por la Regla. La vida cartujana supone una reclusión volun-
taria que desnuda al hombre ante Dios en el largo silencio de su celda. La ora-
ción prosigue la liturgia exterior y contribuye a la atenuación de las pasiones,
a la búsqueda de la lzesiquia, de la pura contemplación en la alegría del
corazón. Al escucharse a sí mismo, el silencioso se mantiene a la escucha de
Dios. "Quien no es solitario no puede ser silencioso; quien no está en silencio
no puede oír al que habla", escribe Guignes 11, noveno prior de la Gran
Cartuja, muerto en 1188 (Davy, 1996, T2, 129). La vida comunitaria es redu-
cida, y la correspondencia escrita está limitada. La familia cercana tiene per-
miso para hacer una visita, de dos días, una vez al año. El cartujo hace en soli-
tario, por la mañana, su única comida de la jornada. Si necesita un libro u otro
objeto, deja el aviso en la ventanilla de su celda. El rigor de su soledad es
extremo, y llega a disolverse prácticamente en Dios con un espíritu de humil-
dad y austeridad admirable. La palabra casi no tiene razón de ser en este
entorno, que tiende a alejarse por completo de las preocupaciones de la vida
profana. Un silencio lleno de oraciones y recogimiento reina entre los muros
de la cartuja. "Lo que la soledad y el silencio del desierto aportan de útil y de
divino gozo a los que los practican, sólo lo saben aquéllos que lo han experi-
mentado. Allí, en efecto, los hombres fuertes pueden recogerse todo lo que
deseen, permanecer recluidos en sí mismos, cultivar asiduamente la semilla de
las virtudes, y alimentarse felizmente de los frutos del Paraíso", escribe Bruno
a Raúl el Verde. 12
La orden de los camaldulenses, fundada en 1012 por Romualdo, ofrece un
refugio a la vida contemplativa y solitaria. Las celdas de los ermitaños camal-
dulenses no se abren sobre un claustro común, como las de los cartujos: están
alejadas unas de otras aproximadamente diez metros, para que la soledad indi-
vidual esté mejor preservada. Para estos hombres, parecidos en esto a los car-
tujos, el silencio interior, aunque es necesario para el recogimiento, debe reen-
contrarse también con el silencio circundante, para que nada perjudique el
Disciplinas del st!encio 149
la Iglesia de Oriente
muerte y resurrección de Cristo. Dice Juan Clímaco que "el hesicasta es aquél
que aspira a reconducir lo incorpóreo a una morada camal. .. Cerrad la puerta
de vuestra celda a vuestro cuerpo, la puerta de vuestros labios a las palabras,
la puerta interior a los espíritus ... La soledad es un culto y un servicio ininte-
rrumpido" tPeque/ia Filocalia, 88-9). "Ama el silencio sobre todas las cosas,
pues aporta tanto provecho que la lengua es incapaz de describirlo. En primer
lugar, somos nosotros los que nos obligamos a callamos. A continuación, de
nuestro propio silencio surge una cosa que nos atrae al silencio. Que Dios te
permita disfrutar de esta cosa que nace del silencio. Si pones esto en práctica,
no me imagino la cantidad de Luz que te iluminará acto seguido", dice Isaac
de Nínive. La "oración de Jesús" es una oración en la que el corazón es el fer-
mento. Utiliza una técnica del cuerpo y el espíritu, y supone la persistencia del
silencio, pues nada debe distraer al hombre en oración, con todo su ser dirigi-
do hacia Dios.
La imagen de Cristo así evocada, no constituye un símbolo para la tradición
ortodoxa: es su presencia misma bajo la forma de una teofanía luminosa, que
renueva en sí mismo la del monte Tabor. Una aparición divina en el corazón,
en un lugar camal que se ha convertido en el lugar sensible de la gracia. La
oración de Jesús, asociada a una experiencia de la virtud y la fe, restaura el
"espíritu en el corazón" gracias a un método respiratorio. Es el crisol que se
abre a la metamorfosis espiritual de un hombre, cuya carne no presenta nin-
guna decadencia y que, por el contrario, permite alcanzar a Dios. Como dice
Nilo de la Sora, "conviene buscar el silencio del razonamiento, evitar todos
los pensamientos, incluso los que parecen lícitos, fijar lo que hay en el fondo
del corazón y decir: "Señor Mío Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí" ...
Para recitar atentamente esta oración podrás estar de pie, sentado o, incluso,
echado, reteniendo el aliento, en la medida de lo posible, para no respirar con
demasiado ímpetu ... Invoca al Señor Jesucristo con un deseo ferviente y en
una paciente expectativa, dejando de lado todo pensamiento" (Meyendorff,
1959, 158). La hesiquia es un estado de soledad y reposo, de ausencia de pen-
samientos y movimientos corporales, de paz circundante, que pretende con-
seguir que ningún obstáculo perjudique la contemplación. Primeramente, hay
que apartarse del mundo y relajar el cuerpo, callarse absolutamente, entrgar-
se a una respiración regular, y dejar que el alma rumie la oración." "El silen-
cio es el misterio del mundo venidero; la palabra constituye la voz del mundo
presente ... Gracias a su silencio continuo y su ayuno, el hombre discierne que
en este estado oculto está completamente destinado al servicio de Dios. Con
estos misterios, con estas virtudes invisibles, se realiza el servicio del Ser que
La Iglesia de Oriente 153
ca más que cualquier otro monje. "En un nivel más alto que la condición
monacal común está la hesiquia, que representa la coronación ... El hesicasta
es el cristiano hecho oración, el monje hecho caridad" (Hauscherr, 1961, 400;
Leclercq, 1963). Los monjes del monte Athos viven con este mínimum de
palabras, que deja el alma disponible para la oración. Hieroteo Vlachos dice
que "el silencio, especialmente en la Santa Montaña, es el discurso más elo-
cuente, toda una "exhortación silenciosa". Allí no hablan mucho, pero viven
"en silencio" los misterios de Dios ... Es en el silencio donde oyen la voz de
Dios, y donde adquieren la virtud" (Vlachos, 1988, 23). El icono es igual-
mente un relevo del silencio: "Cuando los Padres comprueban la insuficiencia
de las palabras, aconsejan venerar el misterio sirviéndose del silencio. Es ahí
donde surge el icono. El icono de un santo no dice nada de su anatomía, no
nos da ningún pormenor histórico, biográfico o sociológico. Nos permite ver
la proyección de un hombre más allá de la historia" (Evdokimov, 1964, 107).
Místicos
objeto de fe; se le siente, casi se le toca, y las facultades del alma se transfor-
man de repente para dar cuerpo a lo impalpable: pero no consiguen resolver
el problema lacerante del lenguaje.
El silencio habitado por el sentimiento de la presencia de Dios es inefable,
dice Jankélévitch; el que enfrenta al hombre con la muerte es indecible, nin-
guna palabra viene a la boca. "Lo inefable es inexpresable, porque no hay
palabras para ponderar o definir un misterio tan rico; porque habría muchas
cosas que decir, sugerir y contar... Lo inefable es inexpresable en cuanto que
lo es infinitamente ... La poesía o las ganas de crear que suscita en nosotros la
inspiración de lo inefable, nos promete un apasionante futuro de poemas y
meditaciones" (Jankélévitch, 1977, 83-4). Lo inefable deja el camino libre a
lo infinito de una palabra que no puede dejar de proseguir con su testimonio.
De manera incansable, se trata de expresar la imposibilidad de decir, de entre-
garse con emoción y júbilo a un torrente de palabras y perífrasis, que intentan
dar nombre a la inmensidad divina para acabar reconociendo una radiante
impotencia personal, un amor desbordante que consume las palabras y deja
sin voz, a pesar de la abundancia de adjetivos. Pero conviene insistir, sin des-
canso, en la carencia de voz, en la urgencia ardiente, que lleva a recurrir al
silencio para no traicionar a Dios. Ante la exigencia de callarse, la perseve-
rancia del místico es inagotable. Ante Dios, la lengua se libera y logra
momentos de elocuencia; y deja escapar a la vuelta de una frase, pronto olvi-
dada, que no hay que recurrir al silencio, para evitar que su relación íntima
con Dios quede reducida a un significado demasiado restrictivo.
La mística se alimenta de silencio; convierte la palabra en un murmullo, en
el resto de un lenguaje parcialmente disuelto en la iluminación, o en el senti-
miento de admiración a que conduce la presencia de Dios. El místico experi-
menta un desbordamiento de la gracia, y la palabra se arrebata para expresar
lo inefable de su experiencia; inconcebible, sin duda, pero que no deja de satu-
rar el alma con su beatitud. El testimonio supone un diluvio de palabras, pero
adosadas al silencio; la emanación paradójica de un no-decir, que incurre en
la inanidad de lo dicho, pero mediante un lenguaje inevitable. La traducción
de Dios en palabras deja lo esencial fuera del discurso, pero el místico tam-
poco puede prescindir de los medios humanos; la prueba es que sigue hacien-
do uso de ellos para exteriorizar su sufrimiento. La retórica mística muestra
una impotencia que es la mejor prueba para ella de la profundidad del senti-
miento, y esto le sirve para elaborar una "apología de lo imperfecto" (Certeau,
1982, 201). Pero la torpeza es una constante, y subraya los efectos de la diso-
lución de la lengua ante la proximidad con lo divino, y priva al hombre de los
156 las espiritualidades del silencio
ciar a Dios por e I amor de Dios. Éste es el caso de San Pablo, que rechazó
todo lo que podía recibir de Dios, y todo lo que Él podía darle ... Y entonces
participaba de Dios no como si fuera un don o un beneficio, sino como la pura
Esencia que es en sí mismo".22 Pero la transfiguración en el Otro aniquila defi-
nitivamente la palabra, pues supone un retorno al silencio. "En el silencio
quiere decir: en el fondo sin dobleces, en el desierto silencioso donde no hay
diferencia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en lo más íntimo donde
nadie habita" (Dupuy, 1981, 846).
Tauler y Suso profundizan en el pensamiento de su maestro. Sobre todo el
primero, que insiste en muchas ocasiones en la necesidad que tiene el creyen-
te de forjar el silencio interior para recibir a Dios. Escribe Tauler que "en la
unión mística, el espíritu es transportado por encima de todas las potencias, a
través de una vasta soledad. Es la misteriosa tiniebla donde se oculta el Dios
que no tiene límites. Y allí es admitido y absorbido en un espacio tan senci-
llo, tan divino y tan ilimitado, que parece que nunca pueda volver a recono-
cerse"." En su Cantata de la desnudez, pide al pensamiento que se mantenga
apartado. "Así, he perdido lo que tenía. Estoy reducido a la nada. El que se ha
despojado ya no puede tener preocupaciones ... He tenido que vaciarme de
mí mismo Después de haberme perdido en este abismo, he dejado de hablar,
estoy mudo. Sí, la divinidad me ha engullido". El hombre obligado a la disci-
plina del silencio y la oración se deja llevar por la palabra de Dios. "Entonces.
el Verbo que surja podrá hablarte y podrás entenderlo; pero si quieres hablar
tendrá que guardar silencio. No se puede servir al Verbo más que estando
callado y escuchándole. Si sales completamente de ti, Dios entrará del todo,
sin duda alguna. Así de claro: cuanto más salgas más entra" (citado en
Ancelet-Hustache, 1978, 150). Suso recomienda a los fieles que "se pongan
una cerradura en la boca ... Ten la costumbre de no abrir nunca la puerta, a no
ser que haya una causa necesaria y útil". La mística renana está sedienta de
silencio; considera que para que Dios hable al hombre, éste debe callarse y
mantenerse en una actitud de escucha, de recogimiento.
Más tarde, Angelus Silesius representa otro ejemplo significativo de la teo-
logía negativa, que encuentra en el silencio un camino privilegiado de diálo-
go con Dios. El encuentro del alma con lo divino abole, según él, cualquier
conocimiento en beneficio del amor. "Cuanto más conozcas a Dios, com-
prenderás mejor que eres incapaz de darle un nombre". Lo primero que hace
el hombre es renunciar a toda interioridad. La oración silenciosa traza el cami-
no espiritual. "Dios excede todas las cosas, hasta el punto de que es imposi-
ble hablar de Él.No hay nada mejor que el silencio para adorarle". Y también:
162 las espiritualidades del silencio
oración de unión supone el alejamiento de las cosas del mundo, y una actitud
de vigilia en el seno mismo de Dios. Hay que decir que no se adquiere de
golpe, sin que asomen las dudas, pues se trata de una gracia. El éxtasis es la
última etapa; no difiere de la anterior más que en la intensidad y la duración
de sus efectos. A partir de entonces, el lenguaje es imposible, el alma se man-
tiene en silencio, y disfruta de Dios. Por supuesto que la oración no tiene, para
Santa Teresa, un horario o un plan de trabajo: es una continua conversación
con Dios. También exige una actitud de silencio exterior para no perturbarla.
La regla primitiva del Carmelo insistía en la observancia del silencio en la
vida común, y prevenía contra los discursos inútiles. Santa Teresa es particu-
larmente rigurosa en este punto: "En el tiempo en que las monjas no estén
ocupadas en las actividades de la comunidad, ni en las tareas de la casa, que
cada una permanezca sola en su celda o en la ermita que la Priora le haya asig-
nado". Proscribe asimismo la existencia de una sala común, que podría inci-
tar a las religiosas a romper el silencio. La vida en Dios se consigue, sobre
todo, a través de la oración mental y el oficio divino. La contemplación es hija
del silencio que nace de la disciplina y del recogimiento.
San Juan de la Cruz está profundamente marcado por su encuentro con
Santa Teresa de Avila. Sus obras describen perfectamente la ascensión pro-
gresiva del hombre hacia Dios. La experiencia mística es una experiencia de
amor en Dios. Las imágenes platónicas abundan en Juan de la Cruz, y con-
cretamente la del camino que recorre el alma hacia un Dios inefable, a través
de la disolución de lo sensible y lo pensable. En la línea de la teología místi-
ca de Dionisia, escribe: "Dios es incomprensible y está por encima de todo:
por eso tenemos que ir hacia Él por la vía de la negación"." En una carta a los
carmelitas de Beas (22-11-1587), escribe que "lo más urgente es hacer guar-
dar silencio al apetito y a la lengua cerca de este gran Dios, pues el único len-
guaje que entiende es el del amor silencioso". El silencio para escuchar a
Dios, para estar disponible de cara a su presencia, es esencial: "Lo mejor es
aprender a poner las potencias en silencio, y acostumbrarlas a callarse, para
que Dios hable ... Es lo que ocurre cuando el alma viene "en soledad y Dios le
habla a su corazón"." La mística de San Juan vive atormentada por la impo-
sibilidad de alcanzar a Dios mediante los conceptos o, incluso, mediante los
sentimientos; camina hacia la unión de amor con Dios, utilizando la noche de
los sentidos y del espíritu. El alma, en su avance hacia Dios a pesar de que no
puede comprenderlo, progresa en la noche oscura. San Juan de la Cruz sim-
boliza el misterio de la trascendencia de Dios, valiéndose de la imagen de la
montaña tenebrosa, cuya cumbre escala el místico. Dios está en lo más alto de
164 Las espirirua!tdades del silencio
Multitud de silencios
de las ataduras de este mundo. El dhilcrde los sufíes, como el hesicasmo, des-
cansa en la representación muda u oral, sin fin, del nombre de Dios; o de una
fórmula que testimonie toda su fuerza, acompañada por unos movimientos
regulares del cuerpo y una respiración que haga más expresiva su emisión.
Búsqueda de la purificación de todo lo que no es Dios, mediante la puesta en
silencio de la actividad mental y de la oración (Gardet, 1952, 642 sq.).
Instauración de un silencio radical en uno mismo, para estar sólo a la escucha
de Dios. La oración emana del corazón y se formula al sentir la presencia divi-
na, en solitario o introduciéndose en el contagio afectivo del grupo. La for-
mación mística, bajo la dirección del cheylch, es sumamente ardua. Exige ayu-
nos, vigilias, votos de silencio, ejercicios de meditación individuales o colec-
tivos, y tiene lugar en unas condiciones de extrema pobreza, muy rigurosas
desde el punto de vista de las necesidades corporales. El místico está en una
permanente guerra santa consigo mismo. Louis Gardet (1970, 113) distingue
dos grandes vías en el sufismo: la de la "unicidad de la Presencia testimonial"
(wahdat af-shuhud), y la unión con Dios en el éxtasis, pero por amor y no por
esencia o sustancia.
El ejemplo más conocido de esta búsqueda es el que aporta al-Halláj: "La
esencia de la Esencia de Dios es el amor", dice. La personalidad del místico
se disipa, y se deja revestir completamente por los caracteres divinos. La
experiencia es inefable. "Tengo en mí un amigo, y le visito en los momentos
de soledad. Está presente, aunque no se le pueda ver; y no me verás nunca
poner mi oído para percibir su lenguaje con ruidos de palabras. Éstas no tie-
nen vocales ni elocución, ni tampoco la melodía de las voces", dice al-Halláj.
La segunda vía descrita por Gardet está ilustrada, principalmente, por
Bistámi, y se inscribe en una búsqueda de intensa "unicidad del Ser" (wahdat
af-wuj1íd); deja de lado el amor y pretende, sobre todo, un acercamiento a
Dios mediante la negación. El espíritu se abole (/anci), pero para ganar la
"nube primordial". "Me he quitado las escamas de mi yo, como una serpien-
te se despoja de su piel; después, solo ante mi esencia estaba yo, Él" (Gardet,
1970, 102).
Identificación con Dios en el acto de la existencia; y unidad no con Dios
sino con lo indecible que le rodea. "Se disfruta de la "perfección de la llega-
da", y se encuentra en el "mar del ser". Esto significa que se está unido a Dios
existiendo en Él, y que así es como se llega al término de su búsqueda místi-
ca: el sufí nunca irá más lejos, y no sufrirá jamás lo que cierta literatura sobre
la mística llama la fusión con Dios" (Keller, 1996, 45). El acceso al orbe divi-
no conduce también a lo inefable. Pero el silencio tiene, sin duda, menos
166 Las espiriruabdades del silencio
se siente muy cerca de Worke por su silencio, que recuerda a otro silencio, "el
de comunidades enteras que a través de un continente en llamas, en un plane-
ta en cenizas, se dirigen hacia la muerte, lentamente, en silencio y recogi-
miento, sin esperar nada de las palabras ni, tal vez, del silencio ... Soñadores,
obreros, niños ... ni gritan ni lloran. Caminan y caminan, dejando tras de sí un
silencio que les sobrevivirá. Un silencio completo, absoluto ... Y yo sé lo que
representa: una llamada, un grito forjado por un pueblo para ofrecérselo a la
noche, al cielo; la ofrenda de una humanidad que ha llegado al límite del len-
guaje, de la creación, más alla de un secreto que permanece indescifrable"
(Wiesel, 1981, 208).
El pensamiento budista se inscribe en otra dimensión espiritual. Rechaza
toda referencia a un absoluto e insiste principalmente en la búsqueda de la
vacuidad, en la captación de la insustancialidad de los fenómenos y de la pro-
pia persona. La existencia es sufrimiento, y liberarse de él es el objetivo, evi-
tando el principio de las reencarnaciones sucesivas. El adepto es invitado a
percibir el mundo bajo la forma de un flujo desprovisto de sentido, efímero en
sus manifestaciones, y a separarse de él atravesando el velo de la ignorancia.
El sabio es el que se desprende de sus ataduras terrenales por medio de la con-
templación, y llega a fundirse en el orden cósmico mediante el despertar. Todo
hombre es "naturaleza de Buda", y susceptible de liberarse de su forma empí-
rica actual que le da un rostro y una identidad social. Buda no es una perso-
na, sino un estado de alerta, de no-dualidad. El ser se disuelve en el 11i11Jana,
una forma de silencio absoluto que el propio Buda se niega a definir. "Estaba
Buda un día en el monte de los Buitres, predicando a una congregación de
discípulos. En lugar de recurrir a una larga exposición oral para explicar la
cuestión que trataba, se limitó a levantar ante la asamblea un ramo de flores,
que le había ofrecido uno de sus discípulos. Ninguna palabra salió de su boca.
Nadie comprendió el significado de esta actitud, salvo el venerable
Mahákásyapa, que sonrió plácidamente al Maestro, como si entendiese per-
fectamente el sentido de esta enseñanza silenciosa. Éste, al percatarse, pro-
clamó solemnemente: "Tengo el más preciado tesoro espiritual, que en este
momento os entrego, ¡oh, venerable Mahákásyapa!"." El silencio está más
allá de la pregunta y la respuesta, en la trascendencia del lenguaje, y fuera de
toda ilusión. Un día, un discípulo preguntó a Buda si podía expresar la verdad
sin emitir la más mínima palabra. Al mantenerse en silencio, Buda ya le esta-
ba respondiendo.
El dominio de la palabra es una de las reglas capitales exigidas a los novi-
cios budistas, a su entrada en el monasterio. Dominio de los sentidos, retiro
Multitud de silencios 169
fuera de la turbulencia del mundo. El monje budista, que utiliza la palabra con
moderación, está sometido a las reglas de silencio que rigen la organización
de su monasterio. Por medio de la meditación, se libera de la palabra y de todo
lo sensible; de manera que el silencio le parece sumamente necesario. "Es
bueno controlar el ojo, la oreja, la nariz y la lengua. Es bueno controlar el
espíritu ... El bikkhu (monje) que se controla absolutamente se libera del sufri-
miento. El bikkhu que controla su lengua, mide sus palabras, y no es víctima
de la vanidad, interpreta la doctrina sabiamente, y sus palabras son dulces"
(Mayeul, 1985, 168).
El zen se apoya en esta doctrina; renuncia igualmente a dar un sentido a las
cosas, y considera que éstas son unas variantes de la vacuidad. No se trans-
mite por medio de un discurso inteligente, sino bajo la égida de un maestro.
La iluminación descansa en elementos que, a veces, son insustanciales, bana-
les. Por ejemplo, un sonido súbito que adquiere un significado que turba al
hombre y lo despierta; una piedra que cae, el chillido de un pájaro, una tor-
menta, etc. Pero el satoritambién está en la relación singular que se estable-
ce entre el maestro y el discípulo, gracias a la mediación del koan; es decir,
un enigma aparentemente absurdo, en el que debe concentrarse el meditador,
poniendo a contribución todos sus recursos intelectuales y morales. "¿Qué
sonido tiene una sola mano?", por ejemplo. Sometido a una paradoja o al tran-
ce de ser incapaz de responder, el novicio experimenta una gran perturbación.
El objetivo es desbaratar la inteligencia, la creación íntima de un caos del sen-
tido de las cosas. Pero la resolución de un solo enigma supone la resolución
de todos. Las cuestiones se reflejan como en un espejo, esenciales y triviales
a la vez; y vienen a decir que sólo el silencio tiene la última palabra, y que lle-
nar el mundo de palabras no es suficiente. Una historia zen cuenta los inten-
tos desesperados de Toyo, un novicio, para resolver el koan del ruido que hace
una sola mano. En su habitación, mientras medita sobre la cuestión, oye la
música de unas geishas, y cree que ha encontrado la solución. Al día siguien-
te, va a ver a toda prisa a su maestro y le dice que la clave del enigma está en
la música que oyó en la víspera. El maestro le responde que está equivocado,
y reprende al discípulo con dureza. Como se imagina que un ruido semejante
debe ser casi inaudible, el muchacho se instala en la naturaleza para meditar.
Al escuchar el murmullo de un arroyo entre los árboles, piensa que tiene al fin
la solución. Pero su maestro, una vez más, le desengaña. El joven sigue bus-
cando, creyendo oír en los chillidos del búho o en la agitación de las hojas el
ruido de una sola mano. Pero su maestro no se deja embaucar, y le dice al
discípulo que siga buscando. Por último, el novicio, que ha ganado en madu-
170 Las espirir11a!tdades del silencio
rez, entra en meditación y olvida todos los sonidos. E<; entonces cuando oye
el ruido de una sola mano (Wilson Ross, 1976, 84).
El maestro Rinzi ayudaba, a veces, a sus discípulos, paralizados por la bús-
queda ansiosa de una resolución del koan, con un grito repentino que producía
en ellos un satori. Le llamaba el grito "silencio". No hay aquí ninguna con-
tradicción, toda vez que la sorpresa pone fin a una fuerte tensión intelectual,
que conduce al silencio mental del discípulo. La iluminación liberadora pro-
voca el brote de otro estado de conciencia, que se abre a la vacuidad del
mundo. El satori es apertura al infinito, "comprensión en el saber del no-
saber" (Ueda, l 995, l 3). El que medita se libera de la ilusión de la concien-
cia personal, del elemento psicológico, de toda pasión; se emancipa de cual-
quier deseo, y se percibe como un elemento del cosmos. El que así actúa
alcanza entonces el silencio mental, cuyo grado más alto es el moku -palabra
japonesa que significa "callarse absolutamente"-, un estado en el que a veces
se habla, pero dentro de una apertura limitada (Ueda, 1995, 15-6). La libera-
ción se opera donde se encuentra el individuo, sea cual fuere su trabajo habi-
tual. Pescador, campesino, pintor, profesor, todos viven su vida con una con-
ciencia mayor, y encuentran su liturgia en el centro de cada acto de su vida
cotidiana.
Los maestros zen repudian cualquier intento por apropiarse del exterior, ya
sea mediante el discurso o la inteligencia; un significado que se hurta perma-
nentemente a quien no echa una buena red en la corriente tumultuosa del
mundo. "La idea de los maestros es mostrar la vía en la que debe experimen-
tarse la verdad del zen; pero esta verdad no puede encontrarse en el lenguaje
que emplean, y que empleamos todos para comunicar las ideas. Cuando hay
que recurrir a las palabras, el lenguaje sirve para expresar sentimientos, esta-
dos de ánimo, actitudes íntimas, pero no ideas. Acaba convirtiéndose en algo
completamente incomprensible, cuando buscamos el sentido de las palabras
de los maestros, creyendo que estas palabras contienen ideas ... El sentido no
debe buscarse en la propia expresión, sino en nosotros mismos, en nuestro
propio espíritu que comparte la misma experiencia" (Suzuki, TI, 1972, 370).
Al no conseguir comprender la auténtica verdad, ésta no es más que un refle-
jo superficial; y la palabra del maestro o su silencio no son más que signos,
que sirven para constatar un suceso, pero no para comentarlo.
El relato de un filósofo alemán, E. Herrigel, residente en Japón y que desea
iniciarse en el tiro con arco, revela la sobriedad de palabra, la fuerza que tiene
la presencia de un maestro, que suele estar en silencio, que no ofrece ninguna
verdad, pero que acompaña las torpezas, las reticencias de un hombre que
Multitud de silencios 171
violinistas levantan sus arcos y los flautistas ajustan los instrumentos en sus
labios, al tiempo que sus dedos se desplazan rápidamente por los agujeros.
Silencio absoluto ... No se oye nada. Es como si fuese un concierto que tuvie-
se lugar muy lejos, en medio de las sombras, en la otra orilla de la vida; y
donde, a pesar de ello, se ve actuar a los músicos en un inmutable silencio"."
Sin embargo, la inquietud se impone al escritor, demasiado extrañado como
para aceptar la solemne comunión del auditorio. Cuando termina el concier-
to, Kazantzaki pregunta a su vecino de localidad. El hombre le responde son-
riendo: "Para los oídos expertos, el sonido es superfluo. Las almas liberadas
no necesitan acción. El auténtico Buda no tiene cuerpo". El virtuoso oriental
toca en silencio la cuerda de su instrumento; el sonido que emite no se oye
con los oídos carnales: requiere una audición interior, más sutil, que exige,
según la tradición, una educación y una pureza espiritual que no se adquiere
fácilmente. Un monje, que le pide a Chu-Chan que le toque una melodía con
su arpa desprovista de cuerdas, se lamenta de que no oye nada. "¿Por qué -Ie
respondió Chu-Chan- no me has pedido que tocase más fuerte?". J. Pezeu-
Massabuau hace asimismo referencia a antiguas fiestas japonesas donde se
daban, en secreto, conciertos de silencio: "Los músicos cogían sus instru-
mentos, y mimaban los gestos de la ejecución sin emitir ningún sonido, pues
no se podía perturbar la santidad del momento, ni con el murmullo más armo-
nioso siquiera. Cada uno escuchaba, y lo que oía en él nadie habría sabido
repetirlo." (Pezeu-Massabuau, 1984, 84 ).
El hinduismo distingue en el interior de la persona un principio de perma-
nencia: el arman (el Sí) entroncado con el bralzman (lo Absoluto). El mundo
no es más que apariencia, ilusión de los sentidos y del pensamiento. La per-
sonalidad es un sueño. El místico se sirve, pues, de su ser empírico para des-
gajar su ser verídico, y realizarse en su relación con lo absoluto. El objetivo
es liberarse de la samsdra, la transmigración infinita de todos los seres vivos,
y escapar así de la exclavitud de la necesidad de renacer agotando el karma
(la ley de retribución de los actos que determina los renacimientos sucesivos),
por los méritos espirituales acumulados. Si en la interminable sucesión de
nacimientos y muertes el individuo no existe, recupera aquí su importancia
personal. El fin último es reconocer en sí una identidad esencial entre el
arman y el brahman. "Este arman. que está por encima de mi corazón, es más
pequeño que un grano de arroz, que un orzuelo, que un grano de mostaza, que
un grano de mijo, que el núcleo de un grano de mijo. El propio arman. que
está dentro de mi corazón, es más grande que la tierra, más grande que el
cielo, más grande que todos los mundos... Es el brahman mismo"
174 las espiritua!tdades del si/enero
menta tal plenitud que le exime del uso de las palabras. Monchanin cita el tes-
timonio de un religioso hindú, que distingue tres formas de silencio en el
sannydsi. La primera, es un silencio de ascesis que se impone el hombre para
dominar la palabra y no abandonar su interioridad. La segunda, está princi-
palmente destinada a los demás, para librarse de sus incordios, o para disua-
dirles de cuestiones triviales. La tercera, es el silencio supremo, el que emana
de una dedicación absoluta a la interioridad (Monchanin, Le Saux, 1956,
129). En la India, todavía existen munivar, es decir, monjes entregados al
silencio, bien para toda la vida o bien durante periodos concretos. Gandhi se
mantenía en silencio todos los lunes. Aunque el sannyási hable alguna vez (al
ir, por ejemplo, de un ashram a otro, o para responder a las preguntas de un
visitante o un discípulo), no abandona el silencio interior que le habita, pues
al ser esto lo esencial no impide las palabras exteriores. R. Maharshi aporta el
ejemplo de las mujeres que llevan un cántaro en la cabeza, en las inmediacio-
nes de un río o un pozo. Hablan entre ellas pero tienen cuidado para que no
se les caiga el agua. Lo mismo sucede con el sabio que desarrolla varias acti-
vidades: no importa que hable con sus discípulos, "pues su mente está per-
manentemente concentrada en el brahman, el Espíritu supremo" (Maharshi,
1972, 177).
queda, que se va forjando a lo largo de las experiencias, las dudas, los arre-
pentimientos del discípulo. La fórmula íntima de la existencia, su verdad infi-
nitesimal, no se alcanzan sin la experiencia de la libertad y el discernimiento.
Si el maestro respondiese a la pregunta (suponiendo que conociese la res-
puesta), privaría al discípulo de la prueba de verdad que da valor a su camino.
Una palabra que exima de la búsqueda ofrece una tranquilidad moral que no
tiene por qué garantizarse. La salida de uno mismo lleva consigo el fervor y
el dolor del enfrentamiento con el mundo. El maestro que acepta humilde-
mente ser una etapa más de esta búsqueda, se repliega para ofrecerse como
una sustancia de efecto inmediato en la alquimia del encuentro. Su intención
es que el otro encuentre en el silencio una respuesta que le valga, y que se
oriente en un camino que es el único posible. El maestro entonces no es maes-
tro de la verdad sino maestro del sentido, pues sabe que la singularidad de un
recorrido no debe hacerse cristalizar en un dogma, cuyas soluciones están ya
cuidadosamente catalogadas. La ausencia de respuesta a la cuestión es la
oportunidad que ofrece el camino a recorrer, y no su obstáculo.
En la búsqueda de sí, como lo pone de manifiesto la propia etimología del
término," el pavimento de la carretera no puede estar hecho más que de cues-
tiones interminables que se remiten unas a otras. El maestro de la verdad es,
de alguna manera, un maestro de la pereza, pues dice lo que conviene hacer y
pensar, evita las inquietudes. El silencio, por el contrario, provoca la escucha
y, por tanto, la vigilancia, la tensión de cara a un mundo, cuyas claves desco-
nocemos todavía, aunque cada señal se convierte en un indicio. La ausencia
de respuesta lleva a la búsqueda. El maestro pretende conducir a la revelación
a su alumno, del que no conoce su capacidad; tan sólo que es un contenido en
potencia, y que su actitud abierta constituye el único bagaje para ponerle al
día. Si formulase una palabra verdadera, fijaría, de una vez por todas, salvo
que no se le entendiese, un proceso que habría que seguir sin tregua. Si la ver-
dad es siempre singular, no puede reducirse a una lección o a una fórmula
repetitiva.
El silencio o el laconismo del maestro es una llamada al ser, a dejar que
surja en uno, aunque esto suponga duda o dolor, un intento propio de con-
quista del significado. Profundizar en la existencia no es encerrarla en una fór-
mula que la haga objeto de un estudio especializado. La tarea consiste, más
bien, en una iniciación, en una formación humana y en, como para el maestro
de la verdad, la inculcación de un sistema en que los protagonistas sean inter-
cambiables, en la medida en que lo único importante son las fórmulas que
transitan por ellos. Cuanto mayor sea el espíritu del discípulo, más recurre el
178 las espiritualidades del silencio
tiene unas raíces muy profundas. Supongo también que, aunque las circuns-
tancias parecieran exigirlo, no necesitaría siquiera hablarle de una manera
más íntima"." La fuerte carga de la presencia ahorra las palabras superfluas,
y confiere también un deseo renovado de vivir. Invita a que encuentren su
lugar la palabra sobria y el silencio, para que pueda resplandecer toda una ple-
nitud de posibles significados.
Mística profana
El silencio y lo sagrado