David Le Breton - El Silencio Cap 4-5

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4.

Manifestaciones del silencio

l:,11 d bosque oscuro


Una baya cae
El ruido del agua
Haiku

El silencio es una moda!tdad del signlfi'cado

El silencio no es la ausencia de sonoridad, un mundo sin vibración, estático,


donde nada se oye. El grado cero del sonido, aunque pudiera conseguirse expe-
rimentalmente mediante una privación sensorial, no existe en la naturaleza. En
todo lugar resuenan numerosas manifestaciones sonoras, aunque sean espacia-
das, tenues y lejanas. En las extensiones desérticas o en las altas montañas no
reina un silencio absoluto, mucho menos en los bosques; los claustros de los
monasterios, por ejemplo, recogen el ruido de los pájaros, de la campana que
suena o de los cantos litúrgicos que llegan de la iglesia. Los movimientos del
hombre en su vida diaria van acompañados de un rastro sonoro: el de sus pasos,
sus gestos, su aliento; y su inmovilidad no anula su respiración ni los ruidos del
cuerpo. La existencia siempre palpita y deja oír un rumor que tranquiliza, pues
confirma la persistencia de unos puntos de referencia esenciales. En una habi-
tación insonorizada, los latidos del corazón, la circulación de la sangre, los
movimientos intestinales adquieren una dimensión inesperada. Hasta la muer-
te se zafa del silencio en el lento proceso de descomposición de la carne. El
campo está más asociado al silencio en opinión de los que viven en las ciuda-
des; pero sobre todo por oposición a la cantidad de ruidos que produce cons-
tantemente la ciudad, pues en el campo tampoco se interrumpe nunca la sono-
110 Mani.ifes/aciones del silencio

ridad del mundo. La noche rural está poblada de ruidos de animales: insectos,
pájaros nocturnos, ranas, ladridos de perros ... El viento agita hojas y ramas, los
troncos crujen, hay animales que corren y se esconden en la espesura; el rumor
de los ríos o de los manantiales sólo descansa cuando se secan. En otras oca-
siones, se trata de voces que la oscuridad y el silencio llevan lejos del lugar en
que se producen: el paso de un coche, los traqueteos de una máquina que inten-
ta ponerse en marcha con dificultad, etc. Dentro de la propia finca también hay
aparatos funcionando, y a veces sus crujidos asustan en medio de la inmovili-
dad aparente del lugar. Las cenizas terminan de consumirse provocando, en
ocasiones, el desplome de la hoguera. Y si la finca disfruta de la comodidad de
los aparatos eléctricos deberá convivir con su zumbido habitual, o con los rui-
dos extemporáneos de la calefacción central, de las conducciones de agua, etc.
Si la sensación de silencio es mayor, se debe más al efecto de una interpreta-
ción bucólica de estos lugares que a una ponderación rigurosa de los hechos.
Cada región, cada lugar, cada espacio ofrece a lo largo de las horas de la noche
y del día un paisaje de ruidos y silencios que le son propios. El Robinson de
Defoe, sólo cuando se ve en un mundo sin palabras y sin la compañía de otros,
dice estar inmerso "en la relación melancólica de una vida silenciosa".
Hay sonidos que se cuelan en el seno del silencio sin alterar su orden. A
veces, descubren y ponen de manifiesto las variaciones sonoras, inicialmente
desapercibidas, de un lugar. Aunque el murmullo del mundo no cesa nunca,
con las únicas variaciones que marcan las horas, los días y las estaciones, es
cierto que algunos sitios parece que están más próximos al silencio. Así, un
manantial abriéndose paso entre las piedras, un río besando dulcemente la
arena, el chillido de una lechuza en el corazón de la noche, el salto de una carpa
en la superficie del lago, el crujido de la nieve al andar o el chasquido de una
piña bajo el sol contribuyen a dar relieve al silencio: su manifestación acentúa
la sensación de paz que emana del lugar. Son creaciones del silencio, no por
defecto sino porque el espectáculo del mundo no está aquí cubierto por ningún
ruido. Como dice Bachelard: "Parece que para oír como es debido el silencio
nuestra alma necesitara que algo se calle" (Bachelard, 1942, 258). Albert
Camus, caminando entre las ruinas de Djernila, aprecia "un enorme silencio
pesado y sin fisuras, algo así como el equilibrio de una balanza. Chillidos de
pájaros, el sonido afelpado de la flauta de tres agujeros, un trote de cabras,
rumores procedentes del cielo; infinidad de ruidos que construían el silencio y
la desolación de estos lugares".' La tonalidad del silencio se separa de los rui-
dos que lo rodean aportando sus variados matices. El sonido de la campana de
una iglesia que da las horas es distinto según los momentos del día (alba,
El stlencio es una modalidad del significado 111

mediodía, tarde o noche); según las estaciones (nieve, lluvia o sol ardiente
sobre el campo); según el emplazamiento del pueblo, de la casa, si hay cerca
un arroyo, un lago, un jardín o un bosque; y, sobre todo, según la calidad de la
escucha del hombre, que varía en función de sus diferentes estados de ánimo.
El sonido en sí mismo no cambia, pero sí su significado y sus consecuencias.
El silencio nunca es una realidad en sí misma, sino una relación: siempre se
manifiesta, en la esfera del ser humano, como elemento de su relación con el
mundo.
El silencio no es sólo una cierta modalidad del sonido; es, antes que nada,
una cierta modalidad del significado. La gracia de un sonido despierta a veces
la agudeza en el paseante, que de no haber tenido su sensibilidad alerta habría
desaprovechado el hallazgo. Proust recuerda los paseos de su infancia por
Guermantes: "Salíamos al paseo, y entre sus árboles aparecía el campanario de
Saint-Hillaire. De buena gana me habría sentado allí y me habría quedado toda
la tarde leyendo y oyendo las campanas, pues estaba aquello tan bonito y tan
tranquilo que el sonar de las horas no rompía la calma del día, sino que extraía
su contenido; y el campanario, con la exactitud indolente y celosa de una per-
sona que no tiene otra cosa que hacer, ahondaba en el momento justo la pleni-
tud del silencio para exprimir y dejar caer las gotas de oro que el calor había
ido amontonando en su seno de una forma lenta y natural".2 Un camino sono-
ro pavimentado de afectividad se borra para permitir que se oiga el reverso
tranquilo del mundo.
El silencio es, en ocasiones, tan intenso que suena como si fuera la rúbrica
de un lugar, una sustancia casi tangible cuya presencia invade el espacio y se
impone de manera abrumadora. Cuando ocurrió la noche polar de 1934,
Richard E. Byrd hibernó solo en la inmensidad del banco de hielo Ross, en el
sur del Artico. En mayo, después de muchos meses de estancia, cesaron las
borrascas, disminuyó el frío y un gran silencio se extendió sobre el banco de
hielo. "A veces, el silencio me arrullaba, me hipnotizaba como lo habría hecho
una cascada o algún ruido regular y familiar. En otros momentos, llegaba brus-
camente a mi conciencia como una especie de estrépito repentino ... En mi refu-
gio era muy intenso, concentrado. En pleno trabajo, mientras leía, me sobre-
saltaba a veces y me ponía en guardia, como ese propietario que se imagina que
hay un ladrón en su casa ... En ocasiones, después de un fuerte viento, me des-
pertaba violentamente -sin saber el motivo- de un sueño profundo; hasta que
me di cuenta de que mi subconsciente, acostumbrado a los chirridos del tubo
del horno y al martilleo de las borrascas sobre mi cabeza, se había trastornado
por esa brusca calma".'
112 Ma11is.festacio11es del si/e11cio

En contraste con la vida ruidosa que lleva el hombre urbano, el silencio se


presenta como la ausencia de ruido, como un horizonte que la técnica todavía
no ha absorbido con sus enormes medios, una zona todavía en barbecho que la
modernidad no ha engullido, o bien, a la inversa, un lugar que ella ha concebi-
do deliberadamente como una reserva de silencio. Muchas veces, basta con que
cese un ruido continuo, con que el motor de la bomba de agua o del coche se
detenga un instante para que el silencio se convierta en algo tangible, casi al
alcance de la mano, con una presencia que al mismo tiempo parece material y
volátil. En su viaje por el Dolpo, una región del Nepal fronteriza con el Tibet,
P. Mathiessen y su compañero G. Schaller se topan súbitamente con la revela-
ción del silencio que les rodea desde que han llegado a esos parajes: "¿Te das
cuenta de que desde septiembre no hemos oído ni un solo ruido de motor, ni
siquiera a lo lejos? ", me dice G.S. Y es cierto. Ningún avión ha atravesado
estas viejas montañas. Nuestra aventura parece que transcurriera en otro
siglo".' El silencio remite entonces a una experiencia anterior a la técnica, a un
universo sin motor, sin coche, sin avión, al vestigio arqueológico de otro tiem-
po. Y el retorno es difícil y amargo, pues es también una progresión hacia el
ruido después de meses de paz interior. "Mientras caminaba esa tarde por las
colinas de Bheri, recordaba la importancia de no hablar demasiado ni moverse
bruscamente después de una semana de retiro zen y de silencio ... Es funda-
mental salir gradualmente de esta crisálida, y secar tranquilamente al sol, como
una mariposa, sus alas todavía húmedas, para evitar un desgarro psíquico
demasiado brutal" (p. 321). La realidad de su entorno no sólo está formada por
lo que ve el hombre, sino también por lo que oye; un universo donde reina el
silencio abre una dimensión especial en el seno del mundo. Tras meses de
silencio no conviene apresurarse, hay que andar lentamente hacia el valle,
dejarse llevar por las horas sin precipitación. Como un submarinista que alcan-
za las grandes profundidades, el viajero que aún está bañado por el silencio
debe actuar escalonadamente para no ser engullido por el bullicio de la vida
social.
La búsqueda del silencio lleva entonces a indagar sutilmente en los aledaños
de un universo sonoro apacible que propenda al recogimiento personal, a la
disolución de uno mismo en un clima propicio. Tanizaki escribe que "son con-
diciones indispensables: una cierta penumbra, una limpieza absoluta y un
silencio tal que el sonido de un mosquito ofendería al oído. Cuando me
encuentro en un lugar parecido al descrito, me gusta oír el sonido dulce e irre-
gular de la lluvia".' El silencio es un yacimiento moral que tiene al ruido como
enemigo; expresa una modalidad del sentido, una interpretación del individuo
Recogi111ie11to 113

de lo que oye, y una vía de repliegue sobre sí para recuperar el contacto con el
mundo. Pero, a veces, requiere el esfuerzo de buscarlo voluntariamente.
Thoreau escribe lo siguiente: "La otra tarde estaba decidido a poner fin a este
jaleo absurdo, a ir en distintas direcciones para ver si podía encontrar silencio
en los alrededores ... Abandoné el pueblo para ir en barco río arriba hasta el lago
de Fair Haven ... El rocío, a punto de condensarse, parecía filtrar, tamizar el aire
y yo me sentía atravesado por una calma infinita. De alguna forma, tenía el
mundo cogido por el cuello, manteniéndolo en los límites de sus propios ele-
mentos, hasta ahogarlo. Lo dejé alejarse con la riada como un perro muerto.
Unos inmensos espacios de silencio se extendían por todos lados, y mi ser se
ensanchaba en la misma proporción para abarcarlos. Sólo en este momento
pude, por primera vez, apreciar el ruido y encontrarlo hasta musical"."
Unido a la belleza de un paisaje, el silencio es un camino que lleva a uno
mismo, a la reconciliación con el mundo. Momento.de suspensión del tiempo
en que se abre como un pasadizo que ofrece al hombre la posibilidad de encon-
trar su lugar, de conseguir la paz. Fuente de sentido, reserva moral antes de
regresar al bullicio del mundo y a las preocupaciones cotidianas. El goteo de
silencio saboreado en diferentes momentos de la existencia gracias a la posibi-
lidad de acudir al campo o al monasterio, o simplemente al jardín o al parque,
aparece como un recurso, un tiempo de descanso antes de sumergirse en el
ruido; entendido en el sentido estricto, y en el sentido figurado de una inmer-
sión en la civilización urbana. El silencio así considerado procura la sensación
segura de existir. Marca un momento de examen que permite hacer balance,
recobrar el equilibrio interior, dar el paso de una decisión difícil. El silencio
pule al hombre y lo renueva, pone en orden el contexto en el que desenvuelve
su existencia.

Recogti11ie11to

Los lugares de culto, los jardines públicos o los cementerios son enclaves de
silencio donde es lícito buscar reposo, una breve retirada fuera del mundanal
ruido. Reservas de silencio cada vez más reducidas por la voracidad del urba-
nismo o de la ordenación del territorio. Allí se va a respirar tranquilamente, a
recogerse, a disfrutar de la calma que mece el ge111i1s /oci. El silencio instala en
el mundo una dimensión propia, un espesor que envuelve las cosas e incita a
no olvidar lo que hay de personal en la mirada que las ve. El tiempo transcu-
rre sin prisa, al paso que marca el ser humano, invitando al reposo, a la medi-
114 Ma11i.ifesracio11es del stfencio

tación, a la introspección. Estos lugares embutidos de silencio se separan del


paisaje, y resultan propicios para el recogimiento personal. Allí se hacen pro-
visiones de silencio antes de volver a enfrentarse con las agitaciones de la ciu-
dad o de la propia existencia.
Camus escribe: "Y ahora, despierto, reconocía uno a uno los imperceptibles
ruidos de los que estaba hecho el silencio: el bajo continuo de los pájaros, los
suspiros ligeros y breves del mar al pie de las rocas, la vibración de los árbo-
les, el canto ciego de las columnas, el roce de los ajenjos, las lagartijas furti-
vas".' La percepción del silencio en un lugar no es cuestión de sonido sino de
sentido. No se trata de que haya una ausencia de manifestaciones ruidosas, sino
de que se produzca una resonancia entre uno mismo y el mundo que llame al
recogimiento, a la calma, a la desaparición de cualquier diversión, de cualquier
tentación. El silencio es una de las emanaciones temporales de la naturaleza. J.
Brosse dice que "se penetra en el silencio como en una habitación oscura. Al
principio no se ve nada, después los perfiles de las cosas van emergiendo débil-
mente, como luces inciertas, cambiantes, por un momento ilusorias; el espacio
se divide en masas indistintas que pronto se fraccionan; por último, las formas
se inmovilizan y se imponen ... El bosque se calla, retiene su aliento, pero mur-
mura" (Brosse, 1965, 290). El paseante atento entra, gracias a su escucha, en
los distintos círculos del silencio: oye el viento, la hojarasca, los animales, y a
cada instante percibe otros universos sonoros que pueblan la espesura del silen-
cio. De repente, descubre en sí mismo un sentido nuevo no derivado de la afi-
nación del oído, sino un sentido unido a la percepción del silencio.
Algunos lugares, dedicados a la celebración religiosa o a la meditación, rebo-
san silencio por todas partes, y hacen impensable que un sonido o una palabra
de más puedan romperlo; allí se está con el temor a quebrar un frágil equilibrio
que no se presta a la intervención del hombre sino a la contemplación. En el
bosque, el desierto, la montaña o el mar, el silencio atraviesa, a veces, tan per-
fectamente el mundo que los demás sentidos parecen -en comparación- anti-
cuados o inútiles. No sirven las palabras, impotentes para expresar la grande-
za del instante o la solemnidad de los lugares. Kazantzaki va andando con un
amigo en el centro mismo de un bosque del monte Athos, por el camino empe-
drado que conduce a Karyés. "Parecía como si hubiésemos entrado en una
inmensa iglesia: el mar, bosques de castaños, montañas y, por encima, en
forma de cúpula, el cielo abierto. Me volví y le dije a mi amigo queriendo rom-
per el silencio que empezaba a pesarme: "¿Por qué hemos dejado de hablar?
Entonces él, dándome unos golpecitos en la espalda, me respondió:
"Hablemos, hablemos, pero la lengua de los ángeles: el silencio". Y como con
Recogimiento 115

gran enfado dijo seguidamente: "¿Qué quieres que digamos? ¿Que esto es
maravilloso, que nuestro corazón tiene alas y quiere volar, que hemos empren-
dido el camino que conduce al Paraíso? ¡Palabras, palabras! [Cállate!"." El
silencio compartido es una forma de complicidad, prolonga la inmersión en la
serenidad del espacio. El lenguaje reintroduce la separación que intenta conju-
rar sin llegar nunca a conseguirlo. El recogimiento tropieza contra una palabra
que lo difumina por la atención que reclama. El diálogo supone entonces una
especie de desgarro que se hace al paisaje, una infidelidad al genius loa: una
forma de satisfacer las normas sociales, y una manera convencional de tran-
quilizarse o de salir del aislamiento que produce la fascinación, sin temor a
molestar al otro. Conviene entonces expresar la emoción con frase~ conven-
cionales, aun a costa de perderla en el acto.
Brice Parain refiere una experiencia idéntica: "La consecuencia natural de la
contemplación sería el silencio. Tras el golpe de esta fuerza gigantesca, que me
atrae y me espanta a la vez, necesitaría algún tiempo para recuperarme, para no
volver a sentirme aplastado, vencido, fascinado ... Las palabras que podría pro-
nunciar me parecerían una mala compensación aunque fueran para admirar o
elogiar" (Parain, 1969, 20). La paradoja de un sentimiento así, descubierto por
el silencio, conduce al alejamiento del otro. El sentimiento de fusión con el
cosmos, la disolución de los límites, manifiestan el carácter profundamente
individual de semejante experiencia, que deriva de lo sagrado de una intimidad
que está a merced de la más mínima palabrería. Lo principal es no decir nada
para no romper el vaso extremadamente frágil del tiempo. Plenitud o vacío del
silencio, según la interpretación de cada cual. Como escribe L. Lavelle: "A
veces hay en el silencio cosas, una especie de invitación secreta a traspasar sus
apariencias, a penetrar en ellas, a prestarles una vida oculta semejante a la
nuestra" (Lavelle, 1942, 6).
La conjugación entre el silencio y la noche es igualmente propicia a la inmer-
sión del ser en la serenidad de los lugares. La oscuridad, ligeramente herida por
una luz vacilante, despierta en James Agee un vocabulario religioso, ajeno, sin
embargo, a sus ideas, pero que se impone de inmediato. La llama de la lámpa-
ra tras el cristal "tiene la delicadeza -seca, silenciosa, famélica- de las extre-
midades tardías de la noche, una delicadeza de un silencio y una paz tan inten-
sos y tan santos que todo en la tierra, hasta los confines más alejados del
recuerdo, parece allí suspendido a la perfección como en un estanque. Y sien-
to que si en una completa quietud puedo conseguir no perturbar este silencio,
obligándome a no tocar esta planicie de agua, podría decir cualquier cosa en el
reino de Dios, lo que se me ocurriera, y cualquier cosa que dijera, no podríais
116 Ma11i.Jjesracio11es del stlencio

dejar de comprenderlo" (Agee, 1972, 67). El recogimiento es una de las moda-


lidades que prodiga el silencio a los que se instalan un momento en él.
Introspección, capacidad para dejarse invadir por el paisaje o por la solemni-
dad de los lugares; emoción de sentirse pertenecer plenamente al mundo, lle-
vado por el estremecimiento de la atmósfera que reina entonces. El silencio
contiene tal densidad que agita la conciencia y, a veces, incluso la modifica. El
hombre ensancha la sensación de su presencia y, en un momento, intuye el
posible final de la separación que, sin embargo, renace con la primera palabra
pronunciada.
Un lugar es, a veces, una liturgia tranquila que lleva al hombre a una medita-
ción en la que no habría soñado antes de quedar atrapado por la emoción del
instante. Su resonancia íntima proporciona un intenso deseo de existir. El indi-
viduo, al armonizarse con el silencio de las cosas, vuelve a sus orígenes, se llena
de sí permitiendo que el mundo le penetre. El recogimiento deja en suspenso la
dualidad entre el hombre y las cosas, aunque sea de forma provisional y esté
amenazado en todo instante. En este momento privilegiado, el silencio es un
bálsamo que cura la separación con el mundo, la que hay entre uno mismo y los
demás, pero también la que el individuo sufre dentro de sí: restaura simbólica-
mente la unidad perdida que el resurgimiento del ruido aniquila, a no ser qué se
posea la fuerza suficiente para producir el silencio en uno mismo a pesar de los
rumores circundantes. Escribe Camus: "Parecía que la mañana se hubiera ins-
talado; el sol se había detenido durante un instante incalculable. Años de furor
y ruido se fundían lentamente en esta luz y en este silencio. Dentro de mí mismo
escuchaba un ruido casi olvidado: era como si mi corazón, parado desde hacía
mucho tiempo, volviera a latir dulcemente"." El silencio deja al mundo en sus-
penso, y mantiene la iniciativa del hombre dejándole que respire un aire tran-
quilo, sin la menor sombra de hostigamiento.

La angustia del silencio

Si algunos individuos se asientan en el silencio como en un refugio, y


encuentran allí un lugar propicio para la introspección, otros lo temen y hacen
todos los esfuerzos posibles para alejarlo. Freud se pregunta: "¿De dónde pro-
viene la inquietante extrañeza que emana del silencio?, ¿de la soledad? ¿de la
oscuridad? ... Poco sabemos, salvo que ahí están verdaderamente los elementos
a los que se vincula la angustia infantil, que nunca desaparece por completo en
la mayoría de los hombres"." La cuestión del silencio plantea la de la ambiva-
La angustia del si!e11cio 117

lencia de lo sagrado, de su fuerza en el entorno del hombre. El sentimiento de


lo sagrado marca, en efecto, la ambigua importancia del valor que atribuye una
persona a un objeto, un acontecimiento, un ser, una acción, a una situación.
Suele procurar a la existencia una extensión de tiempo o espacio saturada de
ser. Se aparta de la experiencia religiosa stricro sensu en la medida en que no
está administrado (por retomar la imagen de Hubert y de Mauss) por un siste-
ma de normas, un corpus de textos fundadores, un clero. Descansa completa-
mente en la soberanía del individuo, el único capaz de decidir los momentos
claves en que su existencia alcanza un punto de máxima incandescencia. Lo
sagrado materializa un valor, una diferencia tangible que jerarquiza sutilmente
momentos u objetos particulares (una casa, un jardín, la noche, el silencio, la
fiesta, un rostro etc.). La disyuntiva entre santidad y deshonra, pureza e impu-
reza, admiración y pavor desconcierta al hombre, le priva de las señales habi-
tuales por las que se rige normalmente el mundo. El mystertum tremendum de
lo numinoso es lo que estremece al hombre, y le hace sentir la fragilidad de su
condición. "El sentimiento que provoca puede expandirse en el alma como una
onda apacible; es entonces como la vaga quietud de un profundo recogimien-
to, que manifiesta el silencioso y humilde temblor de la criatura que se queda
desconcertada ante la presencia de lo que es un misterio inefable" (Otto, 1969,
28). Pero hay otra vertiente que pone el acento en el temor que origina esta
condición, la sensación de perderse ante una presencia agobiante e ininteligi-
ble. La relación con el silencio remite así, según las circunstancias y las per-
sonas, a la tranquilidad o a la angustia.

Conjuración ruidosa del silencio

El silencio de la naturaleza, sobre todo, no deja indiferente. Suscita reaccio-


nes opuestas: de apacible felicidad en los que se bañan en el mar del silencio,
y de ruidosas manifestaciones en los otros que desean dejar constancia de su
presencia, apropiarse de su espacio y ahuyentar las amenazas. Los que le
temen permanecen al acecho de un sonido que humanizaría los lugares; no
saben si hablar, como si su palabra fuese a poner en movimiento una serie de
fuerzas ocultas dispuestas a abalanzarse sobre ellos. Otros, para escapar de la
angustia, gritan o silban, cantan ruidosamente o van acompañados por una
radio o un magnetófono; así, su comportamiento ostentoso, pues realmente lo
es y mucho, disipa una situación insoportable. Al restaurar el imperio del ruido
pretenden restablecer los derechos de una humanidad en suspenso y recobrar
118 Ma11i.ifesracio11es del silencio

sus señas de identidad, de algún modo quebrantadas por la ausencia de la más


mínima referencia sonora identificable. El ruido ejerce, en efecto, una función
que proporciona seguridad, ya que aporta pruebas tangibles de lo que es la rea-
lidad, e indica la turbulencia infinita de un mundo siempre presente.11 Procede
sumarse al ruido ya que proporciona la sensación de control, sobre todo si es
uno el autor, allí donde el silencio es imperceptible y desconcierta enorme-
mente al individuo. La radio o la televisión invaden la casa y permanecen a
veces funcionando como un simple ruido de fondo; su tarea consiste en com-
batir decididamente un silencio difícil de sobrellevar pues recuerda la ausen-
cia, el duelo, el vacío de una existencia o una soledad difícil de asumir.
El ruido, en su oposición al silencio, desempeña con frecuencia una función
benéfica en los usos tradicionales, y también a veces en la actualidad. El jaleo
producido con elementos acústicos ha acompañado durante mucho tiempo a
las bodas en muchas regiones europeas. La práctica todavía subsiste con el
consabido cortejo de coches que atraviesa la ciudad o el campo con gran acom-
pañamiento de bocinas. Francoise Zonabend (1980, 180 sq.; ver también
Belmont, 1978) describe las bodas en Minot, en el Chátillonnais, insistiendo en
el alboroto ritual que no deja de jalonar la ceremonia. Ruidos y gritos a lo largo
del recorrido, niños, campanas, disparos al aire, bocinas, etc. El banquete-dura
horas y transcurre en medio de toda suerte de risas, aclamaciones, gritos, can-
ciones, etc. Los habitantes de Minot se sorprenden de que hoy día haya a veces
bodas silenciosas: "La gente no sabe divertirse, hay bodas ahora en que no se
oye nada". La sospecha se cierne sobre estos casamientos demasiado silencio-
sos: ¿conflictos entre parientes?, ¿conducta inadecuada de la novia? Estos son,
en principio, según Zonabend, los motivos más frecuentes que hace que las
bodas se celebren con discreción, sin disparos de fusil, sin cantos, sin mani-
festaciones escandalosas, etc. El estruendo ritual de la boda muestra el entu-
siasmo y certifica públicamente el matrimonio, pero participa también del
cambio de estado de la joven muchacha, "disyunción llena de riesgo" que el
estruendo acompaña y simboliza, según Lévi-Strauss (1964, 293), al tiempo
que aleja los influjos negativos y pide la fecundidad y la abundancia para la
pareja. El silencio en el momento del ritual sería signo de esterilidad, de que
hubiera algún peligro, o la confesión implícita de una conducta culpable.12
Frente al silencio, el ruido viene así a asumir un significado positivo para el
individuo o el grupo; construye, a veces, una especie de pantalla que permite
retirarse del mundo y protegerse de contactos no queridos. La moda del walk-
man lleva al paroxismo este deseo de aislarse en una permanente sonoridad,
que hace simultáneamente aún más intolerable toda confrontación ulterior con
Co11¡úraáón ruidosa de! süencio 119

el silencio. Si bien hay zonas de silencio que permanecen aquí y allá, cualquier
individuo dispone de medios técnicos para defenderse de él si así lo desea,
hasta incluso eliminarlo por completo. De ahí el uso frecuente del wa!kman en
actividades inesperadas como el jogging o las largas caminatas; el transistor o
la radio del coche funcionando, con la portezuela abierta, en lugares que se
asocian más bien al reposo, a la tranquilidad sonora: por ejemplo, las playas,
los campos que invaden los domingos los que viven en ciudades, las inmedia-
ciones de los lagos que frecuentan bañistas o pescadores, etc. Si algunos se
refugian en el silencio, otros prefieren el ruido, y encuentran en él los mismos
recursos para la concentración, la protección frente a un entorno considerado
hostil o extraño, la conjuración de la angustia, de la soledad. El ruido puede
proporcionar alegría y configurar también una identidad propia. No es algo
simplemente natural, una sonoridad de fondo; tiene el significado que le otor-
ga el individuo, es decir, supone también un juicio de valor. El sonido que para
uno es tranquilizante (el motor de un camión o la música de un altavoz a todo
volumen), para otro es molesto. Pero, de la misma manera, se puede huir del
silencio mismo como de la peste en una búsqueda apasionada de la saturación
auditiva.
La muralla sonora que construye la radio del coche o el CD, la discoteca, el
waléman, o la sala de conciertos, con una intensidad acústica llevada al límite,
produce el aislamiento de un mundo difícil de aprehender, proporcionando una
seguridad provisional y una sensación de control del entorno. El ruido que se
instala en el seno de un grupo formado por personas afines, impide a veces la
comunicación, la reduce a una simple forma enfática, pero también impide que
se pueda hacer excesivamente palpable la soledad o el desconcierto. La bús-
queda de control por medio del estruendo o de la escasez sonora también
engendra placer, satisfacción: es un modo eficaz de gestión de la identidad, un
elemento de la constitución de uno mismo como persona. Para G. Steiner "el
mundo exterior se reduce a un juego de áreas acústicas" (Steiner, 1973). El
individuo se desliza con su wa!kman de un ambiente sonoro a otro, para per-
manecer en un universo hospitalario que conoce y del que controla todos los
datos. Pero sometida a estas agresiones regulares, aunque no sean considera-
das como tales, la audición se deteriora poco a poco; y curiosamente el silen-
cio se impone entonces como consecuencia psicológica de la pasión por el
ruido.
El ruido proporciona la prueba tangible de la permanencia de los demás
cerca de sí. Tranquiliza recordando que más allá de uno mismo el mundo sigue
existiendo. El silencio inquieta, pues anula toda diversión y pone al hombre
120 Ma11isfesracio11es del silencio

frente a sí, confrontándole con los dolores ocultos, los fracasos, los arrepenti-
mientos. Suprime cualquier asidero y suscita temor, la desaparición de los pun-
tos de referencia que hace que, por ejemplo, muchos ciudadanos curtidos no
puedan dormir en una casa o en un campo silenciosos. La noche acrecienta más
aún el malestar privándoles de la seguridad visual que da el día. Perciben, al
acecho, con este telón de fondo, la menor vibración procedente del exterior o
el más mínimo crujido de un armario como si fueran amenazas. Les falta acos-
tumbrarse a la calma de los lugares, dominar los sonidos que les rodean y dejar
de ver en la ausencia de ruidos una forma solapada de aproximación del ene-
migo. El silencio, en efecto, relaja los sentidos, cambia las referencias habi-
tuales y restituye la iniciativa al individuo; pero exige tener los recursos simbó-
licos adecuados para disfrutar de él sin ceder al miedo, ya que, muy al contra-
rio, abre las compuertas al fantasma. Marie-Madeleine Davy dice que "cuando
el hombre se encuentra solo, alejado del tumulto de las ciudades, percibe las
voces de animales salvajes; y se sobresalta al experimentar un cierto pánico
difícil de superar. En realidad, lo que no sabía es que alimentaba en su interior
a los animales cuyos sonidos percibe" (Davy, 1984, 170). El silencio favorece
el retomo de lo rechazado cuando la muralla que produce el ruido se resque-
braja en parte, y parece que la palabra se carcome en su origen, convirtiéndo-
se en algo ineficaz. De ahí el caso, que recuerda Freud, de un niño de tres años,
acostado en una habitación sin luz: "Tía, dime algo; tengo miedo de estar en
un sitio tan oscuro". La tía le responde: "¿Para qué quieres que te hable si no
puedes verme?" "No importa -dice el niño-, cuando alguien habla parece que
hay luz"." La palabra pronunciada es como una objeción al silencio angustio-
so del entorno, a la inquietante suspensión de los puntos de referencia que dan
la sensación de que se pisa un suelo que se abre bajo los pies. El silencio tam-
bién está asociado al vacío y, por tanto, a la carencia de referencias familiares,
a la amenaza de ser engullido por la nada. La palabra es entonces hilo con-
ductor de significados, el complemento de una presencia, que llena el mundo
con su apacible actitud. En medio del rumor indiferente de la realidad, una voz
se erige como punto de referencia y va construyendo sentido en tomo a ella.
El silencio se abre a la profundidad del mundo, linda con la metafísica al
apartar las cosas del murmullo que las envuelve habitualmente, liberando así
su fuerza contenida. Priva de la carga de confianza que aplaca la relación con
los objetos -o con los demás-, confrontando al hombre con la plasmación de
los hechos, donde descubre cuánto se le escapan en definitiva, cuántas veces lo
que hace familiar al universo no es más que una convención necesaria, pero tan
frágil que una nimiedad la disgrega, mera superficie feliz de evidencias que
Co11j11mció11 rradosa del stfencio 121

hace olvidar e I vacío o e I misterio que ellas buscan atenuar. La relación con el
silencio un esfuerzo que se afronta en función de las actitudes sociales y cul-
turales, pero también personales, del individuo. Unos temen un mundo puesto
al descubierto por la irrupción de un silencio que aniquila las huellas sonoras
que tapizaban su tranquilidad de espíritu, convirtiendo su existencia en algo
habitable e inteligible. Otros, por el contrario, ven en el ruido una tela tupida
que les protege de la brutalidad del mundo, un escudo contra el vacío que tanto
les recuerda al silencio. El acontecimiento se produce para ellos con la intru-
sión del ruido, que corta el silencio que transmite la sensación de una exten-
sión plana, sin carencias, sin historia, llena a la vez de seguridad y angustia a
causa de su ausencia de límite y de su polisemia.
El ruido se suele identificar claramente con un origen, el silencio inunda el
espacio y deja el significado en suspenso a causa de su poder ambiguo para
expresar mil cosas a la vez. Una casa ruidosa tranquiliza, pues priman las con-
versaciones, los juegos de los niños, una radio encendida en un rincón del apa-
rador, un grifo abierto para lavar la vajilla, una llamada que se abre paso a
través de varias habitaciones: se considera que respira una felicidad tranquila.
La casa silenciosa procura el mismo sosiego si lo que se espera encontrar es
sólo eso; y dejaría petrificados a sus moradores si de repente emitiese las mani-
festaciones sonoras habituales de la vida diaria. ¿Qué significado tiene enton-
ces este silencio que se agarra a la garganta, qué ausencia, qué drama disimu-
la? El significado del silencio cambia las tomas, y de un clima apacible que
envuelve dulcemente la casa se convierte en un grito contenido, una angustia
palpable que sólo acaba con la llegada de los ausentes. Los múltiples signifi-
cados del silencio le hacen mensajero de lo peor o de lo mejor, según las cir-
cunstancias.
Pero, claro está, el ruido también es a veces mensajero de la angustia cuan-
do rompe inopinadamente el silencio. El crujido del parqué en la casa que se
creía vacía, un ruido de pasos en el jardín cerrado, un grito en el campo repre-
sentan una intrusión inquietante, una vaga amenaza que pone a las personas al
acecho para intentar saber el origen de lo ocurrido y controlar la situación.
Michel Leiris narra, a este respecto, una anécdota de su infancia. Una tarde en
que iba andando de la mano de su padre por un campo silencioso, oye de
repente un ruido que le intriga y aviva su temor, en un momento en que la oscu-
ridad se espesa ante sus ojos. Su padre, para tranquilizarlo, le habla de un coche
que pasa a lo lejos. Más tarde, Leiris se preguntaba si no sería más bien un
insecto. Como estaban entre dos luces y todavía no conocía el lugar, ese ruido
tenue destilaba una angustia que "tal vez descansaba exclusivamente en la
122 Ma11i.ifesracio11es del silencio

manifestación del despertar de algo ínfimo o lejano; única presencia sonora en


el silencio de un lugar más o menos campestre, donde me imaginaba que a esa
hora todo debía estar dormido o a punto de estarlo"." Mucho tiempo después,
otra noche, el martilleo que produce en el pavimento un coche de punto a su
paso, provocó una gran interrogante sobre la permanencia de las intrigas del
mundo exterior, a pesar del sueño. Una quiebra de la normalidad en la que el
ruido desgarra el silencio habitual en estas horas y en estos lugares, y despier-
ta una imagen de muerte. Estas manifestaciones sonoras insólitas que disuel-
ven la paz reinante aparecen como deslizamientos que proyectan al hombre "a
los confines del otro mundo", poniéndole en disposición de recibir un mensa-
je, "incluso de estar allí sin descomponerme, o bien abarcar con la mirada el
transcurrir de la vida y la muerte con una visión de ultratumba" (p. 23). En la
densidad estática del silencio, el ruido puede concebirse como una amenaza,
una especie de recuerdo de la fragilidad y de la finitud que acechan al hombre
y le obligan a estar siempre alerta.

Silencio de muerte

"Y cuando el Cordero abrió el séptimo sello, s~ hizo un silencio en el cielo


que duró aproximadamente media hora", dice el Apocalipsis de Juan. Si el
silencio resuena de repente como una ruptura del murmullo del mundo, pro-
duce angustia. El ejército enemigo está ahí, en las tinieblas, avanzando, y los
animales se callan, el propio viento suspende su soplo, el paso del crimen y la
muerte parece avanzar por un mundo que está a la espera, al acecho de lo irre-
parable; y este ruidoso silencio es un aviso lanzado a los sentidos del hombre
atento que sospecha de la desaparición brusca de los sonidos. Sugiere Italo
Calvino que "tal vez la amenaza pertenece más al silencio que a los ruidos.
¿Cuántas horas hace que no has oído el relevo de los centinelas?¿ Y si la escua-
drilla de guardias que te son fieles hubiese sido capturada por los conjurados?
¿Por qué no se oye, como siempre, el tintineo de las cacerolas en las cocinas?
Quizá los cocineros fieles hayan sido sustituidos por un equipo de asesinos a
sueldo que tienen la costumbre de envolver con silencio todos sus gestos, unos
envenenadores que están a punto de untar silenciosamente los platos con cia-
nuro"." El silencio es entonces la prueba tangible de un peligro que primero se
encoge sobre sí para a continuación abalanzarse sobre su presa. Rilke experi-
menta lo mismo en París. Después de condenar el ruido, encadena esta afir-
mación con la idea de que "hay algo más terrible aún: el silencio. Creo que en
Silencio de muerr« 123

el transcurso de los grandes incendios sobreviene, a veces, un momento de


máxima tensión: los chorros de agua se aflojan, los bomberos ya no trepan,
nadie se mueve. Silenciosamente, una negra comisa se desploma desde arriba,
y un alto muro -tras el que salen las llamas- se inclina sin ruido hacia adelan-
te. Todo el mundo está inmóvil y espera -encogidos los hombros y juntas las
cejas- el golpe tremendo. Así es aquí el silencio". 16
Théodore Reik hace referencia a un lugar del Pacífico, cercano a la isla de
Vancuver, llamado "la zona de silencio". Al acercarse, los navíos se exponen a
estrellarse contra las rocas. No hay sirenas más allá del barco, y ningún ruido
penetra en este espacio que tiene una extensión de varias millas (Reik, 1976,
119). El silencio es una imagen de la muerte, una fuerza colosal que se apres-
ta a triturar al hombre y provoca la angustia. En el momento de un asalto, a
pesar del ruido infernal circundante -recuerda Henri Barbusse-, los soldados
oyen el silencio venenoso de las balas que silban muy cerca de ellos.11 Después
de un tiroteo mortífero y un interminable vagar en la noche, perdidos entre los
frentes, un grupo de soldados agotados tuvo que sufrir un verdadero diluvio,
más letal todavía que las balas, ahogando a los hombres en las trincheras y
sepultándolos bajo el barro. El panorama infernal que había al amanecer supe-
raba con creces el horror imaginable. Pero el estrépito de los cañones había
cesado a causa de la lluvia, y ras armas inutilizadas estaban calladas. Entonces,
se pregunta Barbusse: " ¿Qué es este silencio? Es algo prodigioso. Ningún
ruido, como no sea, de vez en cuando, la caída de un montón de tierra al agua,
en medio de esta parálisis fantástica del mundo. No hay disparos. Ni obuses,
porque no estallan. Tampoco hay balas, porque los hombres ... " Lejos de ser un
momento de paz o nostalgia, el silencio que envuelve este paisaje desolado
donde yacen los ahogados y los que han muerto asfixiados por el hundimiento
de las trincheras, representa la imposibilidad de ir más allá del horror, un ago-
tamiento radical de la comunicación que detiene el tiempo. El agudo testimo-
nio de Barbusse concluye con este silencio de fin del mundo al que los super-
vivientes se esfuerzan en vano en dar un significado.
La guerra confiere al silencio un papel ambiguo. Aquélla es una experiencia
permanente del estrépito, la impotencia por encontrar el reposo en la confian-
za del mañana. Sigue escribiendo Barbusse: "Los disparos, los cañonazos. Por
encima de nosotros, por todos lados, restallan en largas ráfagas o con golpes
discontinuos. La sombría y resplandeciente tormenta no cesa nunca. Desde
hace más de quince meses, desde hace quinientos días, en este lugar del mundo
donde estamos, los disparos y los bombardeos no han cesado de la mañana a
la noche y de la noche a la mañana. Estamos enterrados en el fondo de un eter-
124 Ma11i.ifesracio11es del st!encio

no campo de batalla; pero como el tic-tac de los relojes de nuestras casas, en


otro tiempo, en el pasado casi legendario, esto no se oye más que cuando se
escucha" (p. 11). Siempre sobre el fondo trágico de la guerra de las trincheras,
E.M. Remarque anota la asociación de recuerdos y silencio que había entre los
soldados. Expresa su emoción ante "estas apariciones mudas que me hablan
con miradas y gestos, sin poder recurrir a la palabra, silenciosamente", que le
obligan a hacerse fuerte, a apretar su arma para evitar que le invada la pena.
"Son silenciosas porque para nosotros, precisamente, el silencio constituye un
fenómeno incomprensible. En el frente no hay silencio, y la influencia del fren-
te es tan grande que no podemos escapar a ninguna parte. Incluso en los alma-
cenes más alejados y en los lugares donde vamos a descansar, el fragor y el
estruendo ensordecedor del fuego están siempre presentes en nuestros oídos"."
Los recuerdos de la retaguardia estimulan la nostalgia de un mundo donde,
frente al ruido permanente de los cañones y de la amenaza agobiante de la
muerte, parece que sólo reina la hospitalidad de un silencio que nunca se quie-
bra. El ruido es entonces una manifestación sonora de la muerte, y el silencio
un remanso que ninguna arma amenaza. En los sueños y los recuerdos de los
soldados, las ganas de silencio engendran imágenes visuales que borran cual-
quier sonoridad destilando su mensaje de paz, pero también su sorda melan-
colía.
La noche es también, con respecto al silencio, un mundo de una profunda
ambigüedad. Y si unos conocen en estas circunstancias el sentimiento de
bañarse en una paz a resguardo de amenazas, otros se inquietan ante semejan-
te calma. La especial cualidad sonora que emana de la noche, al suprimir el
murmullo tranquilizador de algunas actividades diurnas, es propicia para que
surja lo mejor o lo peor: la angustia o el recogimiento se mezclan o suceden.
La noche confiere al silencio un poder acrecentado, al desdibujar la claridad de
los contornos del mundo y remitir provisionalmente (aunque quién puede saber
su duración estando presente la angustia) todos los límites reconocibles a lo
informe, al caos. El mundo está en suspenso, ahogado en una oscuridad que
esconde todas las amenazas que pueda intuir quien está sumido en el terror. El
silencio y la noche se relacionan mutuamente; privan al hombre de orientación,
de puntos de referencia, y le someten a la prueba terrible de su libertad. Le
obligan además a asumir lo inacabado de su estado. André Neher ve en la ter-
minología bíblica una estrecha asociación entre el silencio, la noche y la muer-
te a partir de la raíz damo (Neher, 1970, 39). Escribe A Neher: "La muerte
evoca la noche por el silencio; de la misma manera que la noche se parece a la
muerte por el silencio. Si la noche y la muerte parece que son de la misma
Mutismo del 111u11do 125

familia, si la naturaleza de una hace pensar inmediatamente en la otra, si los


poetas en sus metáforas, los místicos en sus oraciones y los miserables en sus
gritos pueden dirigirse indistintamente a una o a otra con la certeza de hacer
vibrar una sola y misma cuerda, es porque la noche y la muerte son silencio-
sas" (Neher, 1970, 42).19

Mutismo del mundo

La Biblia evoca el silencio de las piedras (Hab., 2-19), la inmensidad muda


del cosmos (Jos., 10-12). "El silencio eterno de estos espacios infinitos me
espanta", reconoce dolorosamente Pascal. Para el materialista, el mundo se
calla pues no tiene nada que decir; indiferente ante el hombre como ante sí
mismo, ninguna pregunta le concierne. La filosofía, la trágica, en concreto, se
dedica a combatir el orden y el significado que las culturas o las filosofías asig-
naban a la naturaleza y al lugar del hombre en el mundo. "Lógica de lo peor",
escribe Clément Rosset (1971), cuyo resultado es la atención a la taciturna
silencia: la existencia humana queda despojada de toda trascendencia y acaba
no remitiéndose más que a ella misma sobre el fondo de una ausencia de sen-
tido o, más bien, de la insignificancia de las cosas. El mundo está ahí, pero no
significa nada, simple apariencia, sin más allá; está vacío y mudo, pero de un
silencio que entronca con el si/ere, es decir, sin intención, ajena a la condición
humana. El silencio de las piedras, de los árboles, el sentimiento de absurdo de
cara a lo infinito de un mundo que no es ni del hombre ni para el hombre. Ante
las cosas, el hombre permanece sin voz, privado de los recursos de la interpre-
tación. Dice Rosset que "lo trágico es, por tanto, el silencio" (Rosset, 1971,
57). De Natura Rerum; 1 a obra de Lucrecio escrita en e I siglo I de nuestra era,
supone un intento radical de eliminación de todo sentido que pudiera hacer de
la naturaleza el objeto de una creencia, o incluso de una ilusión tranquilizado-
ra. El filósofo intenta despertar al silencio estrepitoso del mundo mediante una
palabra que exprese la inutilidad de cualquier pretensión de subordinar las
cosas al hombre (o el hombre a las cosas). La naturaleza es obra del azar, y no
de un propósito divino o metafísico; el hombre no debe encontrar allí ninguna
esperanza de realzar su condición dando voz al silencio. Lucrecio desea arran-
car del hombre la angustia de la duda sobre su destíno, invitándole a que dis-
frute de la paz.
Pero las actitudes hacia el silencio difieren. Si Lucrecio encuentra ahí un
consuelo, muchos otros no lo admiten sin dolor. Camus, por ejemplo, que
126 Ma11i.ifestacio11es del stle11cio

habla de "esta confrontación desesperada entre la interrogación humana y el


silencio del mundo". O Le Clézio, que expresa su rechazo: "Al gritar con las
palabras ... queríamos romper el telón del eterno silencio" (Le Clézio, 1967,
276). El mundo, en realidad, se calla para lo mejor o para lo peor, pues sólo al
hombre le incumbe prestarle una voz. El silencio del mundo es la raíz misma
de la cultura que cada sociedad inventa para su uso, y con la que los individuos
se enfrentan apropiándose de sus datos. Al denunciar las representaciones y las
utopías que investen la naturaleza, Lucrecio traslada su atención a las fuentes
mismas del sentido, allí donde se elabora la materia prima de la vida colectiva,
pero él mismo no escapa a otra metafísica, a proponer otro sentido. En efecto,
el mutismo del mundo es también una interpretación, pero condiciona todas las
demás, las que las sociedades o los individuos elaboran para existir en un uni-
verso comprensible y comunicable. Expresar el silencio de la naturaleza es una
forma de nombrar una ausencia, pero fundadora; y Lucrecio no lo entiende. El
silencio del mundo hace del hombre el artesano del sentido, pues nada se le
impone. Otras culturas, o simplemente personas a título individual, proyectan
sobre una naturaleza hospitalaria con todas las ideas, una trama de sentido y de
valores. Viven entonces en un mundo que crece, y dejan de plantearse la cues-
tión del silencio, que ya han resuelto. La asimilación de la naturaleza-al vacío
y a la ausencia de significado supone no sólo la retirada de los dioses, sino tam-
bién la del sentido que construyen los grupos o los individuos; segrega social
y culturalmente al hombre del cosmos, para hacer de él un individuo separado,
alejado de las cosas y de los otros (Le Breton, 1990). Pero esta representación
de la naturaleza sigue naciendo de una palabra humana, es la consecuencia de
una utopía colectiva. El silencio de la naturaleza o su palabra proliferante no es
tanto un acontecimiento en sí como una interpretación que se proyecta sobre
ella, donde el mutismo o el encantamiento experimentado por el hombre sólo
están en los ojos del que se pregunta.

Ruidos de infancia

Para el niño el silencio sólo es angustioso en función de la actitud de los


adultos. Cuando el niño está sólo, es un incansable productor de sonidos, sin
ninguna otra finalidad que su emisión lúdica. En las primeras semanas de su
existencia ya emite pequeños gritos que se van convirtiendo en parloteos más
organizados; un regocijo vocal que no tiene forzosamente una intención de
comunicar, pues cesa de repente cuando alguien de su entorno se aproxima.
Ruidos de i11ja11cia 127

Más tarde, comienza una exploración más sistemática de sus recursos vocales,
al mismo tiempo que va entrando en el lenguaje. Desde sus primeros pasos
jalona sus recorridos con una constante producción sonora; no sólo con la voz,
sino también al andar torpemente, al saltar o al utilizar sus juguetes que pro-
ducen silbidos, chirridos, ruidos más o menos armónicos; o bien les da otro
cometido y los transforma en instrumentos sonoros, martilleándolos, frotándo-
los, etc. De mil maneras, el niño es el artesano del universo acústico que acom-
paña sus juegos. Ejerce así una soberanía tranquilizadora sobre el mundo, del
que va descubriendo unas respuestas agradables. Este ruido es como un sorti-
legio para el niño, pues le hace impermeable a la adversidad, gracias a la emi-
sión, en tomo a él, de un envoltorio sonoro que le protege.
Los maestros aprovechan este entusiasmo por los sonidos. Si desean trabajar
este aspecto en las clases de párvulos o de primaria, tienen dos posibilidades
pedagógicas. O insertan esta actividad de producción sonora en el seno de un
proyecto de expresión, estimulando estas conductas, pero orientándolas hacia
una búsqueda de ritmo, de mutua colaboración, de creación, etc. O también
pueden seguir la otra modalidad, complementaria de la anterior, que consiste
en entrar en la efervescencia sonora de la clase, y desactivarla poco a poco
mediante propuestas lúdicas. Maria Montessori ha sido indudablemente la pri-
mera pedagoga que ha ejercitado a los niños en el silencio en un contexto de
placer, eliminando cualquier posibilidad de angustia que pudiera entrañar la
experiencia. La pedagoga citada entró un día en una clase llevando en los bra-
zos a un niño de cuatro años. Impresionada por su tranquilidad, se dirigió a los
alumnos, que eran un poco mayores, para mostrarles lo pacífico que estaba; y
acto seguido, esbozando una sonrisa, añadió: "Ninguno de vosotros sería capaz
de estar así de silencioso". Los niños la rodearon, desconcertados. Siguiendo
con su juego, les pidió que observasen con qué delicadeza respira el niño.
"Ninguno de vosotros sabría respirar como él, sin hacer ruido", volvió a decir
la pedagoga siempre con un tono dulce. Y entonces los niños contuvieron su
respiración. Por primera vez se oyó en la clase el sonido del reloj, pues no lo
tapaba el parloteo de los alumnos. No se movía nada. Los niños, maravillados
por la situación, querían realizar ejercicios de silencio. Pocos días más tarde,
M. Montessori les propuso llamarles en voz baja, de forma que el niño que
oyese su nombre tenía que moverse haciendo el menor ruido posible. Con una
infinita paciencia, los cuarenta alumnos aceptaron el juego y rechazaron inclu-
so los caramelos que les ofreció su educadora, como si fuesen a estropear con
su prosaísmo la emoción natural del ejercicio (Montessori, 1992, 113-5). El
silencio que forma parte de la complicidad no es en modo alguno angustioso,
128 Ma11i.ifésracio11es del stlencto

aunque se diferencie del entorno habitual de ruido que tranquiliza a los indivi-
duos. Ritualizado, transformado en algo lúdico, el silencio adquiere entonces
un valor. Hasta la turbulencia de los niños se detiene cuando entran en otra
dimensión de la existencia.

Ruidos

El ruido es un sonido que tiene una connotación negativa: es una agresión


contra el silencio. Genera una molestia al que lo percibe como un obstáculo a
su libertad, sintiéndose agredido por manifestaciones que no controla y que se
le imponen, impidiéndole descansar y disfrutar apaciblemente de su espacio.
Traduce una penosa interferencia entre el mundo y uno mismo, una distorsión
de la comunicación por la que se pierde un gran número de referentes, que son
sustituidos por una información parásita que suscita el disgusto o la irritación.
La sensación de ruido aparece cuando el sonido circundante pierde sentido, y
se impone a la manera de una agresión que deja al individuo indefenso. Su
experiencia depende entonces de las actividades de la persona. El murmullo de
la vida familiar en la casa puede vivirse de una manera penosa, come, le ocu-
rre a Kafka, que se declara incapaz de llevar a cabo su deseo de escribir en
medio de la perpetua agitación doméstica que le rodea. "Estoy sentado en mi
habitación, que es el cuartel general del ruido de toda la casa. Oigo golpear
todas las puertas; con su estrépito, sólo me libro de oír los pasos de quienes
corren entre ellas; oigo incluso el ruido de la puerta del horno de la cocina; mi
padre golpea las puertas de mi habitación y la cruza arrastrando su batín; en la
estufa de la habitación de al lado rascan las cenizas; Valli pregunta a quien sea
a través del vestíbulo, gritando como si estuviera en una calle de París, si ya
han cepillado el sombrero de mi padre; un ¡chis! que parece mi aliado provo-
ca los gritos de la voz que le responde"." Esa misma algarabía sería para otra
persona un feliz envoltorio sonoro. Una relación simbólica preside la percep-
ción de los sonidos que proceden del exterior. En última instancia, el ruido per-
manente de la calle no se toma en cuenta si el individuo considera que no
depende de su radio de influencia; sin embargo, las invasiones sonoras del
vecindario se tienen como algo indeseable, como una violación de la intimidad
personal. Numerosas denuncias presentadas en las comisarías se refieren a
conflictos entre vecinos motivados por el ruido: disputas, gritos o lloros de
niños, televisión, radio, cadenas de sonido puestas a todo volumen, fiestas noc-
turnas, etc. La víctima del ruido se siente expulsada de su propia casa. La
Ruidos 129

mayoría de las veces no se soportan las informaciones acústicas que nos llegan
de fuera, aunque sean las mismas que puedan provenir de nuestro radio de
acción. Los ruidos que producimos nosotros no se consideran perturbadores,
ya que tienen su justificación: son siempre los demás los que hacen ruido.
La sensación de ruido ha ganado en importancia sobre todo con el naci-
miento de la sociedad industrial, y la modernidad la ha extendido desmesura-
damente. El avance de la técnica ha ido parejo con la creciente penetración del
ruido en la vida cotidiana, y con una impotencia cada vez mayor para contro-
lar los excesos. Consecuencia inesperada del progreso técnico, constituye la
sombra del bienestar material. Aunque no es un problema reciente, no hay
duda de que ha tomado una dimensión mayor en el transcurso de los años cin-
cuenta y sesenta (Thuillier, 1977, 234).21 Nuevos ruidos han ido penetrando en
las casas: radio, televisión, aparatos domésticos, teléfono, portátil, fax, mag-
netófonos, cadenas de alta fidelidad, CD, etc. Al propio tiempo, las calles y las
carreteras tienen un tráfico cada vez más intenso. Aunque uno pueda abstraer-
se de los demás sentidos -rechazar un olor o cerrar los ojos-, no ocurre lo
mismo con la audición, de ahí el ruido. En las ciudades, los ruidos se van enca-
balgando y acompañan constantemente a sus habitantes: coches, camiones,
motos, autobuses, tranvías, talleres, sirenas de ambulancias o de policía, alar-
mas que saltan sin motivo aparente, animación comercial en calles y barrios,
pisos con las ventanas abiertas en los que retumba la música a todo volumen,
etc. Y, además, trabajos de reparación, de mantenimiento, edificios en cons-
trucción, demolición de inmuebles antiguos, etc.
Los barrios cercanos a las estaciones soportan las llegadas y salidas de los
trenes, la concentración de coches, taxis, autobuses, que no son, para ellos, sino
focos de ruido; y, a veces, hay que sumar a esto los gritos o las manifestacio-
nes de alegría de algunos juerguistas que esperan encontrar allí los bares abier-
tos hasta última hora. Alrededor de los estadios o de los circuitos se oyen los
gritos de los hinchas, o las concentaciones ensordecedoras de motos, coches o
kartings. Los lugares de la ciudad son ruidosos y las casas resisten mal las fil-
traciones sonoras de las calles próximas o simplemente las de los pisos conti-
guos. Las conversaciones de los vecinos, sus desplazamientos, un grifo abier-
to, el paso del aspirador, un uso exagerado de la radio o la televisión, las posi-
bles disputas, etc. no se encierran en la intimidad del círculo familiar; antes al
contrario, invaden el ámbito de los demás y repercuten a veces en su ritmo de
vida, alterando la tranquilidad de sus casas. "La riqueza se mide hoy día en
función del ruido, según sea el avanico de ruidos de la que dispone un indivi-
duo" (Brosse, 1965, 296). El bienestar acústico es un lujo.
130 Ma11i.ifesracio11es del silencio

Para el habitante de la ciudad, acostumbrado a vivir inmerso en un ambien-


te excesivamente ruidoso, un momento de silencio no reviste el mismo signifi-
cado que para el hombre rural. Una simple atenuación del ruido de la circula-
ción urbana o de los trabajos de un taller próximo, basta para suscitar la sen-
sación de que se ha restablecido el silencio; sin embargo, el que habita en el
campo continúa experimentando un desagradable fondo sonoro. Pero el ciuda-
dano, acostumbrado a la permanencia del rumor urbano, no está preparado
para moverse en un espacio bañado de silencio; a veces, se asusta o se apresu-
ra a añadir sonidos que le tranquilizan: habla alto y mucho, deja la radio del
coche en marcha, el wa!kmanencendido ... Un mundo silencioso acaba convir-
tiéndose en un mundo inquietante para los que crecen con el ruido y dejan
entonces de tener puntos de referencia.
A la profusión de ruido procedente de la ciudad, al tránsito incesante de los
coches, nuestras sociedades añaden nuevas fuentes sonoras con las músicas
ambientales de los almacenes, cafés, restaurantes, aeropuertos, etc., como si
fuera necesario acallar el silencio de lugares donde la palabra se intercambia
en el interior de un depósito de ruidos incesantes que nadie escucha, que indis-
pone a veces, pero cuyo interés está en destilar un mensaje de seguridad.
Antídoto al miedo a no tener nada que decir, es una infusión acústica de segu-
ridad cuya ruptura repentina suscita un malestar redoblado. La música ambien-
tal se ha convertido en un arma eficaz contra una cierta fobia del silencio. Este
universo sonoro insistente encastilla las conversaciones particulares o vela las
ilusiones, recluye a cada uno en un espacio propio, equivalente fónico de los
biombos que separan a los que conciertan una cita, creando una intimidad que
se produce por el desdibujamiento creado en tomo a sí. La vuelta del silencio,
propiciada por el final de la cinta, por ejemplo, hace más íntimas las palabras
intercambiadas; su contenido rompe la discreción anterior, no permite la
ensoñación, y refrena incluso las pausas en las discusiones por temor a que
puedan confundirse estos momentos con un vacío o con la indiferencia. Es más
fácil callarse en presencia de una música ambiental que en una sala de espera,
donde la difuminación ritual del cuerpo, sobre todo, es más difícil de lograr, y
la incomodidad es más tangible a no ser que uno se zambulla en la lectura de
una revista o un libro, y se consiga que el silencio se despliegue en toda su
dimensión en uno mismo (Le Breton, 1990).
Gracias a la grabación y recurriendo a los instrumentos apropiados, el soni-
do se beneficia de un uso sin límites, ya que para tenerlo no hace falta acudir
necesariamente a sus fuentes originales de producción.22 Una vez registrado
puede oírse todas las veces que se quiera sin que el individuo salga de su casa,
Rmdos 131

sin que I a orquesta vuelva a tocar I a obra. Un mismo canto de pájaro o de balle-
na está disponible para el aficionado incluso aunque se hubiera recogido
muchos años antes. Puede oírse la voz de un allegado mucho tiempo después
de su muerte. Una inmensa fonoteca se halla a disposición de cualquier aficio-
nado. El tumulto del mundo puede llenar su habitación a cualquier hora del día
o de la noche. Los sonidos se pueden reproducir hasta el infinito, se puede
incluso imaginar que sobrevivirían mucho tiempo a la desaparición de los
hombres. La modernidad ha inventado la constancia de la sonoridad y la posi-
bilidad de difundirla por medio de los altavoces. El individuo que no soporta
el silencio puede recurrir a un ruido permanente que haga de telón de fondo de
todo lo que ocurre en la vida cotidiana. Los programas de radio o de televisión
no terminan nunca, ni la música ambiental impersonal de los lugares públicos,
de los vestíbulos de los hoteles, de los cafés, de las tiendas, de los restaurantes,
de las galerías comerciales y, a veces, hasta de los medios de transporte.
Incluso, la palabra, arrancada de su raíz de silencio, se degrada convirtiéndose
en ruido de fondo. Una letanía sin fin acompaña al hombre a lo largo del día,
proporcionándole sin cesar puntos de referencia que le dan seguridad. Y aun-
que entre en su casa en medio del silencio relativo de la vivienda, vuelve el
ruido al encender la radio o la televisión, al ver un vídeo, o escuchar una cinta
o un CD. El ruido ejerce un efecto narcótico dentro de la casa o en la calle, y
tranquiliza en lo que respecta a la continuidad de un mundo siempre indemne.
Proyecta un hilo de audición controlable y reconocible, a la manera de una
pantalla que pone fin a la turbulencia y a la confusa profundidad del mundo.
Todo un ejercicio de conjuración para impedir el enrarecimiento del sentido.
Por lo que respecta a la tranquilidad, en el seno mismo del barullo, exige una
actitud personal, una disciplina interior para quien acaba de llegar a semejante
dominio de sí. El propio Kafka, después de haber sufrido mucho como atesti-
gua su Diario, escribe: "Creo que el ruido no me puede molestar más. Es cier-
to que en este momento no trabajo. En verdad, cuanto más profundamente se
cava su fosa, más aumenta el silencio, cada vez se está menos ansioso y el
silencio aumenta"." En algunas ocasiones, la molestia se exorciza mediante
una pantalla de sentidos, un distanciamiento deliberado del perjuicio tomando
la decisión de no oírlo o poniendo en juego una qui mera que lo despoje de con-
tenido. Bachelard, por ejemplo, cuenta cómo neutraliza el golpeteo de los mar-
tillos taladradores, transformándolos mentalmente en pájaros carpinteros de su
campiña natal.
Muchas sociedades parecen especialmente acogedoras con algunas produc-
ciones sonoras que, en otros lugares, serían catalogadas directamente como
132 Ma11is.festacio11es del sdencio

ruidos. Altavoces en las calles difundiendo permanentemente una música a


todo volumen, televisiones, radios puestas a un nivel sonoro muy alto, caos de
tráfico en las calles, etc., son experiencias habituales en las grandes ciudades
orientales, por ejemplo, que sólo despiertan la indiferencia de sus habitantes.
K. G. Durkheim sugiere una interpretación de esta actitud a propósito de
Japón, un país que es maestro tanto del ruido como del silencio. La vida coti-
diana es el estruendo de la ciudad: los altavoces repiten incansablemente sus
mensajes, sus avisos, sus consejos; la música envuelve con su ambiente almi-
barado todos los lugares públicos (desde los transportes públicos a los ascen-
sores, y desde los restaurantes a los aseos, en una especie de acoso obstinado
al silencio); las omnipresentes televisiones aturden las casas. Una emisión
sonora ininterrumpida desde la mañana hasta la noche somete, a veces, a duras
pruebas la paciencia del hombre occidental. Sin embargo, los japoneses opo-
nen su tranquilidad a este martilleo que casi no les afecta. Un profesor trabaja
indiferente al guirigay que forman los alumnos en el recreo, los que aguardan
en las salas de espera no se sienten molestos por los gritos de los niños que se
persiguen ruidosamente. K. G. Durkheim analiza el espíritu del japonés frente
al ruido, y opina que es la consecuencia de una educación moral. Al encerrar-
se en sí mismo, la agitación de las olas de su universo cotidiano casi no le per-
turba: la retirada interior protege de los rumores del mundo. La cultura japo-
nesa, ante el ruido, sigue utilizando los recursos morales que alimentan su acti-
tud frente a las cosas. Allí donde el occidental, según Durkheim, privilegia lo
externo, dejando de lado todos los demás recursos o usándolos con parsimonia
si se trata de encontrar un momento de paz, el japonés -por el contrario-
impregna su relación con el mundo con un silencio que le proporciona una
cierta distancia.

E/fin del silencio

"Parece que el último resto de silencio que perviva todavía deba rechazarse,
que se haya dado la orden de detener al silencio en cada hombre y en cada casa,
de tratarle como enemigo y aniquilarlo. Los aviones recorren el cielo en busca
del silencio que acampa detrás de las nubes, las ráfagas de las hélices son como
golpes contra el silencio", escribe Max Picard (1953). Las zonas de silencio
son especialmente vulnerables a las agresiones sonoras. El menor ruido se
extiende como una mancha de aceite y penetra incisivamente. Una sierra eléc-
trica, un coche o una moto por la carretera de un bosque, un fuera borda por un
E/fin del silencio 133

río o un lago rompen el encanto de los lugares añadiéndoles un elemento


extraño que estos espacios no pueden integrar. Causan un gran perjuicio, pues
restringen enormemente su uso al hacer de estos lugares un simple residuo del
ruido; en estas circunstancias, la contradicción entre naturaleza y técnica no
puede ser más palmaria. Allí donde el ruido está unido a la velocidad, a la
potencia, a la energía, al poder, el silencio es -a la inversa- una cristalización
de la duración, un tiempo detenido o infinitamente lento, abierto a los sentidos
del cuerpo humano, que transcurre al ritmo tranquilo del paso del hombre.
Podemos estar de acuerdo con Jacques Brosse cuando dice que "no hay ruidos
en la naturaleza, sino solamente sonidos. No hay discordancia ni anarquía.
Incluso el ruido del trueno, el estrépito de una avalancha o la caída de un árbol
en el bosque obedecen a leyes acústicas y no las infringen" (Brosse, 295-6).
Los intentos de liquidación del silencio van aumentando cada vez más; no
son deliberados pero se añaden a los ruidos del entorno urbano o simplemente
técnico, se instalan en lugares todavía protegidos, yermos, entregados a la pura
gratuidad del silencio. Son muy eficaces por lo que respecta a sus consecuen-
cias ruidosas o a su voluntad de interponer permanentemente un envoltorio
sonoro entre el ser humano y el mundo, en el establecimiento de un rumor con-
tinuo que le aparta a uno de sí mismo o de sus preocupaciones personales. La
modernidad traduce una tentativa difusa de saturación del espacio y del tiem-
po mediante una emisión sonora incesante. Al ser el silencio una zona sin rotu-
rar, disponible, libre de uso, provoca una respuesta de relleno, de animación,
para que pueda romperse esa su "inutilidad". Pues el silencio, visto desde una
perspectiva productiva y comercial, no sirve para nada; ocupa un tiempo y un
espacio que podrían ser más productivos si se dedicasen a otro objetivo que les
propiciase un mayor rendimiento. Para la modernidad, el silencio es un residuo
a la espera de un uso más fructífero, es como un solar en el centro de la ciu-
dad, una especie de reto que pide su rentabilización, que se le dé la utilidad que
sea, ya que permaneciendo como está no es más que una pura pérdida.
Anacrónico, en un terreno en el que todavía no ha penetrado el ruido, consti-
tuye un arcaísmo que debe solucionarse. Picard escribe que "el silencio apare-
ce solamente como un fallo de construcción en el desarrollo continuo del
ruido" (Picard, 1953, 66). Retumba como una avería ensordecedora del siste-
ma. El silencio es un resto; lo que el ruido todavía no ha penetrado ni alterado,
lo que los medios o las consecuencias de la técnica todavía no han tocado.
134 Ma11i.s:fesracio11es del silencio

Comercialización del silencio

E contexto ruidoso de las sociedades occidentales y el cambio de las sensi-


bilidades colectivas, a este respecto, desde hace algunos decenios, han llevado
a un malestar creciente de los usuarios. Una legislación más precisa reglamen-
ta el ruido y se esfuerza por contenerlo dentro de unos límites claros. Pretende
proteger a los que trabajan en un entorno sonoro penoso o manejan herra-
mientas ruidosas; aminorar los ruidos de los talleres para reducir las molestias
de los vecinos; regular el tráfico rodado en las ciudades mediante el cumpli-
miento de horarios estrictos; dar un marco jurídico a los problemas de vecin-
dad cuando se producen usos inapropiados de instrumentos sonoros a ciertas
horas o manifestaciones molestas (así, alborotos nocturnos). Los planes de
urbanismo pretenden reservar zonas de silencio. Los usuarios suelen movili-
zarse contra proyectos de autopistas, aeropuertos, etc., que vulneren la acústi-
ca de un lugar; y la legitimidad social de estas reivindicaciones casi no suscita
rechazo en nuestros días. El derecho al bienestar acústico (el preservar una
parte de silencio) se ha convertido en un aspecto fundamental de la sociabili-
dad, en un valor unánimemente aceptado como respuesta al aumento del ruido
ambiental. El silencio ha ido ganando peso, poco a poco, a lo largo de los últi-
mos decenios (sobre todo desde los años ochenta), como una referencia comer-
cial importante en la promoción turística de una región, unas vacaciones o una
excursión. Empresas y agencias publicitarias se han percatado de la importan-
cia del silencio en una vida cotidiana acosada por el ruido. Hoy día, se tiene
muy en cuenta el silencio del motor de un automóvil, de los aparatos domésti-
cos, de la máquina cortacésped, etc. El argumento del silencio es un recurso
eficaz para el marketing. La industria de la insonorización ha experimentado
un enorme crecimiento en los últimos años: se aísla la casa, el despacho, los
talleres, las máquinas; se atenúan los ruidos inevitables; ya no se soporta que
el motor del coche, del avión o del tren impida las conversaciones. Cada cual
se esfuerza, en principio, en atenuar su producción sonora y espera que sus
vecinos tengan el mismo cuidado. Así, al convertirse en algo infrecuente y
verse hostigado por todas partes, el silencio se transforma en un valor comer-
cial de primer orden; incluso las empresas promocionen sus productos emi-
tiendo espacios publicitarios silenciosos, ofreciendo a los oyentes momentos
de silencio. El silencio se convierte en riqueza moral, comercial, turística,
ecológica, etc. Especie en vías de extinción, su valor aumenta cada día, y pone
en marcha un afán de conservación más o menos eficaz e interesado.
5. Las espiritualidades del silencio

/11 maLt:110 sile111io cordis


San Agustín

El idioma de Dios

La palabra divide al mundo y provoca la ruptura (y la unión) de los signi-


ficados; lo mismo hace con el rostro, distingue la singularidad del individuo
y hace posible su reconocimiento por los demás. Pero, para el creyente, Dios
no puede reducirse a un significado limitado, pues escapa a las palabras al
estar más allá de ellas, fuera de cualquier intento por limitar su sentido. La
palabra y el rostro son incluso la antinomia de los atributos divinos, son unos
rasgos esencialmente humanos, toda vez que manifiestan la diferenciación.
Dios no tiene rostro pues representa la infinidad de rostros posibles, y no
podría participar de ninguna característica individual. Por la misma razón,
ninguna persona, por mucha que fuese su habilidad, podría alumbrar un dis-
curso que abarcase a Dios absolutamente, ya fuera para hablarle o para nom-
brarle. Lavelle dice que "el silencio está, a veces, tan cargado de significado
que abole la palabra; no sólo porque la hace inútil, sino también porque al
hablar se echaría a perder -cuarteándola y derramándola- esta esencia dema-
siado frágil que lleva consigo el silencio que impide, por así decirlo, que se le
toque. El silencio es un homenaje que el habla tributa al espíritu. De hecho, la
palabra de Dios, a la que no falta nada y que es pura revelación, no se distin-
gue del perfecto silencio" (Lavelle, 1942, 129-30).
136 Los espiritualidades del silencio

Aunque los monoteismos nunca han renunciado a la autoridad de la palabra


o al canto, es indudable que en las distintas teologías hay una cierta predilec-
ción por el silencio. Incluso en el fervor religioso, el hombre no puede libe-
rarse de su condición para testimoniar su fe, y el lenguaje se hace muchas
veces necesario hasta para expresar, como los místicos, la imposibilidad de
decir. Pero la elección del silencio se impone a veces, y cuando conviene
hablar siempre hay una especial tonalidad de silencio en el discurso que se
dirige a Dios. "El silencio místico honra a los dioses imitando su naturaleza",
dice Apolodoro de Atenas. Frente a la inmensidad de Dios, el creyente lleno
de fervor no tiene más recurso que dejar que ascienda en él un "himno de
silencio", dice Gregario de Nacianzo.1 "Cuando te mantienes en silencio, eres
lo que era Dios antes de la naturaleza y la creación, y esa es la materia que
utilizó para darles forma. Y entonces ves y oyes lo que Él veía y oía en ti antes
de que tus propios querer, ver y oír hubiesen comenzado", escribe Jacobo
Boehme. "El amigo del silencio llega a estar muy cerca de Dios. Habla con Él
en secreto, y recibe su luz", piensa Juan Clímaco, monje del Sinaí del siglo l.
Y André Neher, recordando la tradición judía, dice: "De la misma manera que
el silencio constituye la forma más elocuente de la revelación, el instrumento
más elocuente de la adoración es también el silencio. Al infinito corresponde,
y responde, lo inefable, tema religioso que la Biblia fue primera en situar en
lo más recóndito del alma humana" (Neher, 1970, 15). Y el propio Neher cita
también el Salmo 62: "Mi alma vibra de silencio hacia Dios", y el Salmo 65:
"Sólo te conviene el silencio como forma de alabanza". "La palabra traiciona,
y sólo el silencio respeta este vínculo orgánico que sitúa a lo inefable frente
al infinito", concluye A. Neher. La mística musulmana, que sigue esta misma
línea, declara con Rümi: "Guarda silencio, para que puedas oír lo que te ins-
pira Dios" (Miguel, 1981, 832). "Os exhorto a que tengáis los oídos de vues-
tro corazón atentos a esta voz interior; y a que os esforcéis en escuchar a Dios
dentro de vosotros mismos, pues esta voz resuena en los lugares más desérti-
cos, y penetra en los pliegues más íntimos del corazón. Esta voz se insinúa y
no deja nunca de llamar a la puerta de cada uno de nosotros. Está hablando
ahora, y tal vez no encuentra a nadie dispuesto a oírla", escribe Bernardo de
Claraval.
El repliegue del fiel hacia su interior hace inútiles los balbuceos del len-
guaje. San Juan de la Cruz afirma que "el Padre no ha dicho más que una
Palabra: es su Verbo. La ha dicho eternamente y en un silencio eterno. El alma
oye en el silencio". Algo parecido dice el Maestro Eckhart: "El Padre celes-
tial pronuncia una Palabra y la pronuncia eternamente; y en esta Palabra resu-
El idioma de Dios 137

me todo su poder, expresa toda su naturaleza divina, de manera absoluta y


para todas las criaturas. La Palabra yace oculta en el alma, de manera que ni
se la conoce ni se la oye, a no ser que pueda percibirse en profundidad. Antes
resultaba inaudible. Hace falta que desaparezcan las voces y los ruidos, que se
dé una calma límpida, un silencio ... En el silencio y el reposo ... Dios habla en
el alma y se expresa por completo en el alma".2
El silencio es el idioma de Dios, pues contiene todas las palabras, es una
reserva inagotable de comunicación. Al hombre se le invita a implantar el
silencio en sí mismo, a sustraerse a las condiciones habituales de la conversa-
ción, para oír un discurso que no pasa por la fragmentación de las palabras.
Pero la escucha del mensaje divino no es posible sin una inclinación propicia
por parte del creyente, que se vuelve completamente disponible. "Ama el
silencio -escribe Isaac de Nínive-, pues te aporta un fruto que la lengua es
incapaz de describir. En primer lugar, somos nosotros quienes nos obligamos
a callarnos; a continuación, de nuestro silencio surge algo que nos anima a
mantenerlo. Que Dios te conceda la oportunidad de percibir lo que nace del
silencio" (Miquel, 1981, 838). Así, muchos creyentes se dirigen a Dios inte-
riormente, y aunque aparentemente se utilice el silencio como medio, lo cier-
to es que la intención no es ni mucho menos pasiva. El sentimiento hace que
Dios no necesite oídos para escuchar la oración de un fiel. Las peticiones que
se dirigen a Dios o a los santos se realizan silenciosamente, en el fuero inter-
no del devoto, con la convicción de que serán satisfechas.
Aquí estudiaremos, en primer lugar, la tradición cristiana, pero también
veremos después el gusto por el silencio y la percepción de su soberanía en
relación con lo divino en otras religiones.

Discipltiias del silencio

La fascinación por el silencio y la soledad, en los lugares poco hospitalarios


del desierto egipcio, no data de los primeros cristianos. Se da igualmente en
las postrimerías del segundo milenio. En su búsqueda de lo espiritual, los gra-
fitos de las montañas tebanas dan testimonio del atractivo que tiene el aisla-
miento. El escriba Anii enseña a sus alumnos: "No multipliquéis las palabras.
Guardad silencio si queréis ser felices. No hagáis resonar vuestra voz en la
morada apacible de Dios, pues le horrorizan los gritos. Cuando rezáis con un
corazón amante, en el que todas las palabras están ocultas ... Él recibe vuestra
ofrenda".' Llamada a la oración interior en una actitud silenciosa, humildad
138 las espiritualidades del silencio

de la palabra y búsqueda de la salvación: éstas son las características de estos


solitarios del desierto. Un poco más tarde, otro escriba une de manera explí-
cita la pureza y la modestia del comportamiento interior, de la espera pacien-
te de la salvación: "No sometas nunca a Dios a un interrogatorio. A Dios no
le gustan los acercamientos a la fuerza: es un Ser que repudia la mirada del
curioso. No se te ocurra hablar alto en su casa, pues Dios ama el silencio". El
nombre de la diosa Meret-Seger significaba "la que ama el silencio". El sabio
Amenopeo habla de una forma muy gráfica del retiro de los religiosos: "El
verdadero silencioso se sitúa a un lado. Es como el árbol que crece en un huer-
to: reverdece y dobla su cosecha. Está en el atrio de su Señor. Sus frutos son
dulces, su sombra muy agradable: El retiro silencioso al corazón del desierto
tiene, pues, una larga historia en la tradición egipcia, pero también en la ese-
nia. Asimismo, en Oriente, los discípulos de Buda popularizaron el retiro espi-
ritual fuera de la sociedad, en soledad y silencio, mucho antes que los monjes
cristianos.
El monacato cristiano nace en el siglo IV en el desierto egipcio. Antonio,
figura emblemática, "Padre de los monjes", oye en su infancia una frase del
Evangelio que le sirve de guía: "Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que
tienes, dáselo a los pobres, y después ven y sígueme" (Mat., 19,21). En esta
época, la Iglesia triunfa, se beneficia de la protección imperial, es rica, goza
de numerosos privilegios, está entrando en una nueva fase de su historia.
Cesan las persecuciones y, con ellas, la ambigua atracción por el martirio.
Para preservar la exigencia de su fe, muchos hombres optan por abandonar el
mundo. Se trata de solitarios que se entregan a una existencia eremítica, ente-
ramente volcada hacia Dios en un clima de penitencia verdaderamente rigu-
roso. Sabemos de ellos gracias a una serie de textos breves y densos -Los
Apotegmas-, que pretenden ayudar a los jóvenes monjes a entrar en el ámbi-
to monástico, ofreciéndoles formas ejemplares de dirigirse a Dios. Son con-
sejos, anécdotas ilustrativas y sentencias referentes a distintos ermitaños que
destacan la espiritualidad del desierto. Estos hombres eligen lugares de difícil
acceso, hostiles, poblados de demonios, para someter su fe a las peores prue-
bas, y salir victoriosos con la ayuda de Dios. El desierto exterior abre una vía
propicia al desierto interior, anima la liberación espiritual mediante el recha-
zo de los sentidos, el auténtico odio por la torpeza del cuerpo. El ermitaño se
convierte por completo en oración, en alabanza. Mediante su compromiso
espiritual sin concesiones, se propone transformar la aridez de los lugares en
tierra de Dios. Es evidente que el desierto, en sí mismo, no supone ninguna
enseñanza, pues es una condición para el ejercicio de la fe, una muestra del
Disciplinas del silencio 139

fervor que anima al ermitaño. La confrontación con el silencio, la soledad, el


vacío, es una prueba de verdad, un temible cara a cara con Dios y, sobre todo,
con sus enemigos.
La espiritualidad del desierto requiere de todos los recursos morales del
ermitaño; no sólo a causa de las condiciones de vida material, sino también
porque Satanás ha establecido su reino en el desierto, y persigue a los que vie-
nen a combatirle en su propio terreno. Por eso, la victoria del anacoreta tiene
aún más valor. En su soledad, hace profesión de silencio y está por completo
entregado a Dios. Antonio no encuentra a nadie durante veinte años: "El que
permanece en el desierto, y vive allí en el recogimiento, se evita tres peligros:
el oído, la palabrería y la vista". Cuando su renombre hace que algunos discí-
pulos se acerquen a ellos, los ermitaños les enseñan la sobriedad en el habla
o el silencio. Hay que retirarse lo más posible dentro de uno mismo, profun-
dizar siempre en el desierto interior. Arsenio, un alto funcionario, dirige a
Dios esta oración: "Señor, guíame por el camino de la salvación". Un día, oye
una palabra que le invita a huir de los hombres; obedece y se instala en la sole-
dad. Más tarde, repite la misma oración, y la respuesta es: "Huye, cállate y
guarda el recogimiento: ahí están las raíces de la impecabilidad". Arsenio
llega un día a un lugar donde el viento agita las cañas. Indaga sobre el origen
del ruido, y los hermanos que viven allí le informan. "Verdaderamente, dice,
si alguien está sentado reposando y oye el canto de un pájaro, no puede decir-
se que su corazón tenga descanso. Cuánto más vosotros, que oís el ruido de
las cañas". El silencio del alma está precedido por el silencio del mundo.
Cualquier ruido es una fuente de perturbación que aleja al ermitaño de Dios,
y le recuerda su condición. Por el contrario, la extensión del silencio interior
de Poemeno remite cualquier manifestación sonora más allá de las paredes de
su celda. Isaac, sentado a su lado, oye el cacareo de un gallo, y se vuelve
indignado hacia su compañero para quejarse de esta irrupción tan desagrada-
ble en el transcurso de la oración. Poemeno le responde: "Isaac, ¿por qué me
obligas a hablar? Tú y tus semejantes oís ruidos, pero al hombre que está vigi-
lante no le preocupan lo más mínimo".
Según la costumbre, en el momento de abandonar a un anciano, un discípu-
lo (o un visitante) solicitaba del ermitaño unas palabras que le sirviesen de
guía. El Abba Moisés se dirige así a su interlocutor: "Permanece sentado en
tu celda, ella te enseñará todo". Arsenio, en el momento de su muerte, dice:
"Muchas veces me he arrepentido de haber hablado, pero nunca jamás de
haberme callado". Agatón vive durante tres años con una piedra en la boca, a
fin de aprender a guardar silencio. Carión se lamenta: "Me he infligido mucho
140 Las espiritualtdades del silencio

más daño que mi hijo Zacarías y, sin embargo, no he llegado adonde él en


humildad y silencio". Moisés pregunta a este mismo Zacarías en el momento
de morir: " ¡,Qué ves?". Y responde: "¿No es mejor que me calle, Padre?". Y
el otro dice: "Sí, hijo mío, cállate". Un día, Pombo recibe la visita del patriar-
ca Teófilo; los hermanos que le rodean le piden una palabra de saludo en
honor de su invitado. Pero Pombo se calla y les dice finalmente: "Si mi silen-
cio no le ha resultado edificante, mucho menos lo será mi palabra". "No habla
fácilmente, pues para hacerlo espera que Dios le inspire", explican sus com-
pañeros. El silencio no es un fin en sí mismo, importa más su contenido; no
significa nada si no traduce un acercamiento a Dios. En este sentido, la pala-
bra equivale al silencio si uno y otro están impregnados de amor. "Hay un
hombre que parece callarse, pero su corazón condena a los demás: este hom-
bre, en realidad, está hablando sin cesar. Pero hay otro que habla desde la
mañana hasta la noche y, sin embargo, guarda silencio; es decir, que no dice
nada que no sea útil", afirma Poemeno. Zenón acepta acoger a un discípulo;
pasa dos años junto a él, y no le pregunta ni su nombre ni de dónde viene. Para
enseñarle a trenzar se limita a realizar su labor, y no pronuncia jamás ni una
sola palabra (Lacarriére, 1975, 249). El ejemplo tiene más valor que el dis-
curso. "Un hombre joven fue al encuentro de un viejo asceta para que le mos-
trase el camino de la perfección. Pero el anciano no abría la boca. El otro le
preguntó por el motivo de su silencio: ¿Soy acaso un superior para darte órde-
nes? No diré nada. Haz, si quieres, lo que me veas hacer". Desde entonces, el
joven se dedicó a imitar en todo al viejo asceta, y aprendió el sentido del silen-
cio". Dos discípulos interrogan a José para saber si las numerosas visitas que
recibe no le interrumpen las oraciones. Él no responde, desaparece por el
fondo de su gruta y vuelve vestido con harapos, andando en silencio. Se va
una vez más, y vuelve con unas vestiduras religiosas, sin decir nada. Sus discí-
pulos creen entender que el hábito no hace al monje que no deja de rezar, sean
cuales fueran las circunstancias. He aquí un uso "locuaz" del cuerpo para pre-
servar el silencio de los labios. La búsqueda de la apatheia, es decir, de una
insensibilidad que anule el cuerpo para hacerlo parecido al alma, encuentra en
el silencio su mejor instrumento para dar fuerza a la oración. Una vez que se
ha alcanzado, cuando el silencio interior impera en la vida del ermitaño, las
visitas ya no perturban su tarea; y ya puede aconsejar a los que vienen en
busca de una orientación, pues al estar inmerso en su oración perpetua, ningún
pensamiento, ninguna palabra, pueden hacerle abandonar su estado. "Si el
hombre no dice con todas sus fuerzas: Dios y yo estamos solos en el mundo,
no conseguirá la tranquilidad", dice Abba Alonios.'
Disciplinas de! sdencio 141

Los ermitaños se reagrupan a veces para aunar esfuerzos contra el demonio,


que frecuenta estos lugares propicios para cualquier prueba y, sobre todo, para
realizar todas las asechanzas que uno pueda imaginar. Los ancianos ven lle-
gar junto a ellos a una serie de discípulos, por lo que se hace necesario orga-
nizar la vida en común. Pacornio, en el Alto Egipto, da a los monjes sus pri-
meras reglas hacia el año 320 en Tabennisi. Un recinto reúne las celdas de los
religiosos alrededor de edificios comunitarios: iglesia, cocina, refectorio, etc.
Los monjes no pronuncian ninguna promesa pero aceptan someterse a la
regla. Pacomio modera las pasiones ascéticas de los religiosos, e intenta no
desanimar a los jóvenes y mantenerlos así bajo la tutela de Dios. En varias
ocasiones, insiste en la necesidad del silencio. Ninguna conversación en el
momento de la comida o durante la noche, ninguna charla o risa deben per-
turbar los oficios, ni siquiera el trabajo manual. En el recinto, no se permite
"multiplicar las palabras". Silencio de disciplina y de recogimiento. En estas
condiciones de vida comunitaria, el silencio es una forma eficaz de mantener
esa soledad de la que se nutre la oración; sin que ello suponga renunciar a la
unión con los demás y, por tanto, a las virtudes de obediencia y humildad.
Basilio, muerto en el año 379, obispo de Cesarea, escribe nuevas reglas para
organizar la vida de los monjes en Capadocia, en el Asia Menor. Para él, tam-
bién el silencio debe impregnar la atmósfera del monasterio. La sobriedad
debe ser un rasgo predominante en el habla: "Los recién llegados deben ejer-
citarse en el silencio. Al mismo tiempo que darán una prueba palpable de su
autodominio, domeñando su lengua, se aplicarán con celo -guardando un
silencio constante y perfecto- a aprender, de aquéllos que saben manejar las
palabras, cómo preguntar y cómo responder... Por eso, más allá de su salmo-
dia, hay que guardar silencio y hablar sólo si no hay más remedio, bien por
utilidad personal -como en algún caso relacionado con el alma, o mientras se
hace un trabajo-, bien porque existe una urgencia en la pregunta" (GR 13).
Otras reglas ordenan el uso de la palabra y denuncian especialmente las que
son inútiles. La gran regla 17 condena la risa, pero estimula la "sonrisa ale-
gre". Las reglas de Basilio tienen una gran influencia, todavía en nuestros
días, en el monacato oriental.
Benito de Nursia redacta al final de su vida (547) una colección de reglas
(73 capítulos que recogen instrucciones morales y prácticas), que regularán de
forma preponderante el monacato europeo, haciendo de él un modo de exis-
tencia en común sometido a una estricta disciplina. Se trata, para los monjes,
de vivir juntos y de hacer de cada actividad una oración dirigida a Dios, pero
sin ceder a la pasión ascética de los Padres del desierto. Benito está muy pró-
142 Las espiritualidades del silencio

ximo a Pacomio, el fundador de la vida cenobítica; es decir, del reagrupa-


miento de los monjes en una comunidad unida por el ideal del amor a Dios,
la caridad, la obediencia, la pobreza. La Regla de Benito6 se aplica a los hom-
bres sencillos, volcados en la oración pero dedicados también a compartir fra-
ternalmente la vida con los demás. "En esta institución -escribe-, no preten-
demos establecer nada que sea temible ni muy costoso. Pero si, con todo,
hubiese algo que te pareciese un poco riguroso, impuesto por razones de equi-
dad para corregir nuestro, vrcios y proteger la caridad, no se te ocurra -ni bajo
el efecto de un ,úh111> temor- abandonar la vía de salvación, pues los comien-
zos s1111 s1cmpr~ difíciles" (Prólogo). El abad dispone de una autoridad abso-
luta ~•lm; los monjes, "se considera que ocupa el lugar de Cristo" (R.2), pero
debe responder de sus actos ante Dios. Los monjes tienen asignadas tareas
diarias y concretas, de cara al buen funcionamiento de la comunidad. El tra-
bajo manual está muy valorado, pues se le considera un motivo de perfeccio-
namiento moral: una ascesis tranquila, que no debe convertirse en algo ago-
biante que pudiera perjudicar a la oración o al recogimiento. El monasterio
participa de una transfiguración de la existencia bajo la égida de la fe y la sen-
cillez. Para los religiosos, es la "casa de Dios y la puerta del Cielo". Cualquier
trabajo que haga el monje, por pequeño que sea, propicia el acercamiento
divino; sabe vivir bajo esta mirada exigente, que le recuerda permanentemen-
te sus deberes. Los imperativos de la vida comunitaria, al abrirse también al
mundo exterior, ponen en práctica virtudes esenciales del monacato: la cari-
dad y la obediencia. "Que nada se prefiera a la obra de Dios", la liturgia está
en el centro de la vida espiritual del monasterio: el monje es, ante todo, un
hombre que reza. Benito otorga al silencio un lugar fundamental. Le dedica
un capítulo entero, inserto entre el de la obediencia y el de la humildad; y a él
vuelve en numerosas ocasiones. La palabra que encabeza la Regla es
"Escucha", y es la actitud que hay que tener en primer lugar. Las estatuas de
Benito le suelen representar con el dedo índice en la boca, en una postura que
refleja la espera vigilante de la palabra de Dios.
El silencio acompaña el recogimiento, y hace volver al monje a la soledad
de su relación con Dios, a su humildad; y le invita a desarrollar su espiritua-
lidad. Cuando escribe sobre los "instrumentos para las buenas obras" (R.4),
Benito invita a los monjes a moderar su palabra: "No hay que dar mucho que
hablar", "No hay que decir palabras vanas o que provoquen sólo risa". Se
trata, en primer lugar, de evitar los "pecados de lengua". En otro lugar, cita un
pasaje de los Salmos, donde el profeta da testimonio de su humildad, perma-
neciendo mudo "incluso ante las cosas buenas". De manera que, comenta
Disciplinas del silencio 143

Benito, "la pena que castiga el pecado debe servir para que se eviten las malas
palabras" (R.6). Sería inconcebible que la propia oración estuviese compues-
ta por palabras superfluas; también ahí la sobriedad debe estar presente, así
como el silencio interior, que refuerza la conversación con Dios. "Nuestras
peticiones serán atendidas no por la multitud de palabras emitidas, sino por la
pureza del corazón ... La oración debe ser, pues, corta y pura, a no ser que la
gracia de la inspiración divina nos lleve a prolongarla" (R.20). Vuelve de
nuevo a las palabras innecesarias o que suelen provocar la risa, para recha-
zarlas con firmeza: "Por lo que respecta a las bufonadas, a las palabras ocio-
sas que lo único que hacen es provocar la risa, las condenamos para siempre
y en todo lugar; y no permitimos que el discípulo abra la boca para hacer dis-
cursos de esta laya". En definitiva, toda palabra que se desvíe un sólo instan-
te de Dios está bajo sospecha. "Habida cuenta de la importancia del silencio,
sólo en muy raras ocasiones se dará permiso a los discípulos -aunque sean
modélicos- para mantener conversaciones conjuntas, por más que sean sobre
materias bondadosas, santas y constructivas" (R.6). En el desarrollo de la vida
monástica, el silencio es lo que predomina, y la palabra está estrictamente
controlada. La abstención de los sentidos implica no decir nada, no ver nada
y no oír nada; permanecer con una presencia humilde, e interiormente atento
a la única realidad de Dios. El monje ha de mantenerse en silencio mientras
no se le interroga; y si se le induce a hablar, lo ha de hacer con modestia y
sobriedad, pues cualquier exceso podría caer en las lindes del pecado.
La facilidad para callarse es una virtud, y al monje se le invita a cultivar en
cualquier circunstancia la búsqueda del silencio. Las comidas se hacen en
común, y no se debe cuchichear -ni siquiera hablar-, sino escuchar la voz del
lector. Cada uno debe cuidar de que al otro no le falte nada. Cualquier objeto
de la mesa debe pedirse por señas. Después del último oficio de la tarde, "no
se permitirá a nadie hablar de nada. Si se sorprendiese a alguien infringiendo
esta regla de silencio, se le someterá a un castigo muy severo. Se exceptúa el
caso en que fuera necesario recibir a algún invitado, o si el abad hiciera algún
encargo; incluso en estos casos, es obligado conducirse con seriedad, discre-
ción y recato" (R.42). Las noches han de dedicarse al descanso, y si un monje
desea leer debe hacerlo interiormente, para no perturbar el sueño o la oración
de sus compañeros.7 El silencio es también una disciplina. El abad habla y
enseña; el monje calla y escucha. La vocación de éste es perseguir a cada ins-
tante la unión con Dios mediante la oración; para lo que necesita también la
separación del mundo, la abstención de los sentidos, la pureza interior, y el
alejamiento de todo aquello que obstaculizaría la espiritualidad. Para el monje
144 Las espiritualidades del silencio

(monos: solo), el monasterio {y, sobre todo, la celda) es un desierto, una fuen-
te de renuncia y soledad. Pero él no está, sin embargo, "solo con el Unico";
como escribe Evagrio, "es monje el que está separado de todo y unido a
todos". La observancia del silencio es lo que permite que cada uno mantenga
la soledad y el vínculo con los demás y con lo divino. "En las celdas se reali-
zan, dentro de un orden estricto, santos comercios, estudios admirables, ocu-
paciones ociosas, descansos laboriosos, una caridad bien regulada, un mutuo
silencio que es lenguaje, y una separación recíproca que es, más bien, reci-
procidad de disfrute y provecho. Es así como, sin llegar a verse entre sí, se
puede ver en el otro lo que hay que imitar, y en uno mismo lo que hay que
lamentar".8 El silencio monástico no es sólo la ausencia de palabras, sino la
calma soberana del corazón en la escucha tranquila de Dios; y está precedido
por el silencio de Cristo, y por el ejemplo de los Padres del desierto. A lo largo
de los siglos, el rigor de la bona tacuurnuas se atempera, a veces, en algunos
lugares. Así, se admiten los recreos, es decir, unos momentos en los que se
permite a los monjes entretenerse entre ellos; son breves periodos debida-
mente regulados, que deben dedicarse al establecimiento de conversaciones
edificantes, y no a una charlatanería sin sentido.
Las reglas monásticas de la Alta Edad Media insisten en los riesgos inhe-
rentes al mal uso de la lengua: la boca es una puerta peligrosa, cuya custodia
hay que asegurar para no verla ceder a los excesos. Entre el final del siglo XII
y la primera mitad del siglo XIII (después también, aunque de manera menos
intensa), la Cristiandad occidental se muestra especialmente rigurosa con los
pecados de lengua; y se dedica a promover en la vida monástica, aunque tam-
bién en el conjunto de la sociedad, una estricta disciplina en el lenguaje. El
pecado de lengua consiste en las malas palabras que pronuncia el hombre, o
las que, incluso, piensa en su fuero interno. Los teólogos recuerdan la gran
cantidad de textos del Antiguo y del Nuevo Testamento que insisten en la
necesaria sobriedad de palabra que debe observar aquél que intente agradar a
Dios. El Salmo 38, por ejemplo, dice: "Seguiré mi camino sin dejar que mi
lengua se extravíe". Pero las condenas más duras están en la Epístola de
Santiago, donde se dice que "nadie es capaz de controlar la lengua, es como
una plaga interminable. Está llena de un veneno mortal. Con ella bendecimos
al Señor, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a imagen de
Dios. De la misma boca, pues, nacen la bendición y la maldición" (Santiago,
3-8, 12). San Mateo no es menos virulento: "De todas las palabras sin funda-
mento que hayan proferido los hombres, darán cuenta en el Juicio Final. Pues
de tus palabras dependen tu inocencia y tu condena" (Mat., 12-36). El domi-
Disciplinas del silencio 145

nico Guillermo Peyraut añade a la reseña de los siete pecados capitales un


octavo, que consiste en el pecado de lengua. Bernardo de Claraval, entre otros
muchos autores de la época, anota que la lengua puede ser disoluta, impúdi-
ca, grandilocuente, engañosa, maledicente: una sucesión de pecados, que inci-
den muy negativamente en el alma del culpable (Casagrande, Vecchio, 1991,
23). El dominico Jacques de Voragine recuerda un episodio de la vida de
Santo Domingo. El diablo pretendía tentarle por todos los medios; harto de
luchar, le reprocha su incumplimiento de la regla del silencio, y le lleva al
locutorio del convento. "Entonces, el diablo se puso a dar vueltas a su lengua
en la boca a toda velocidad, haciendo un ruido confuso y extraño"." Los reli-
giosos, liberados en estos lugares de la regla del silencio, se entregan a una
ebriedad de discursos ociosos. La palabrería es un pecado que todo el mundo
está de acuerdo en denunciar; abundancia inútil de palabras dirigidas al próji-
mo o, incluso, a Dios, cuando, por ejemplo, en la oración, se pierde uno en
frases superfluas. Pero el pecado de lengua no se limita a las palabras ociosas
o nocivas que puedan pronunciarse.
A los excesos del lenguaje se oponen también los excesos del silencio. La
mala racuurnuas es una ofensa a Dios, pues hay situaciones en que el hom-
bre es culpable por callarse. Pedro el Cantor enumera cuatro, que afectan más
al clero secular o a los predicadores que a los monjes: el silencio en la confe-
sión de los pecados y la alabanza de Dios, la indiferencia ante las actitudes
erráticas del prójimo, la renuncia a dar consejos a quienes los necesitan y el
silencio en la predicación (Casagrande, Vecchio, 1991, 36). Igualmente, per-
manecer mudo ante el sufrimiento del prójimo ofende a la caridad. Para
Gregorio el Grande, la mala taciturnuas no tiene nada que envidiar a la pala-
brería, en lo que se refiere al pecado de lengua: ambos casos disipan cualquier
asomo de espiritualidad, y disgustan igualmente a Dios. Roberto de Sorbon
explica que es grave callarse ante el mal y aceptarlo; es menos grave callarse
ante el que hace el bien sin convicción; más grave no dar consejo al que se
debate entre el bien y el mal. Denuncia a estos hombres silenciosos que encar-
nan, a su juicio, los "monjes del diablo", más fieles a la regla del silencio que
los "monjes de Dios".
Como observan C. Casagrande y S. Vecchio, la cultura monástica concede
demasiada importancia a la bona taatumitas como para preocuparse por sus
incumplimientos. En el interior de los monasterios y los conventos, los usos
de la palabra y el silencio están tan reglamentados, que el riesgo de pecar por
callarse es muy escaso. El pecado de taciturnidad está ausente de las reseñas
de los monjes. Y la equivalencia que se establece entre exceso de palabra y
146 Las espiritua/,dades del silencio

exceso de silencio casi no tiene eco entre ellos, pues se aplica más bien extra-
muros de los monasterios. La regla del silencio tiende incluso a aliviarse a lo
largo de los siglos. Las costumbres cluniacenses proponen dos momentos en
que se permite a los monjes hablar con moderación en el claustro: tras la reu-
nión de la mañana y después de la sexta, o nona (Salmon, 1947, 32). Cluny,
que inventa las recitaciones, admite también el lenguaje por señas. Gracias a
este sistema simbólico, los monjes permanecen fieles a la observancia del
silencio de la boca, aunque no por ello dejan de comunicarse. Es cierto que
esto puede contravenir el espíritu, aunque no la letra, de la obligación de reco-
gimiento personal en el silencio, o de conversación muda con Dios.
Las distintas órdenes monásticas respetan costumbres específicas de si len-
cio. En el siglo XI, la orden cisterciense procede de la orden benedictina. Los
fundadores, deseando volver a la letra de la Regla de Benito, insisten en una
vida monástica en la que puedan coexistir las diferentes actividades litúrgicas
y el trabajo manual. El claustro que limita la vida cisterciense está en un lugar
apartado, se basta por sí mismo, de manera que el religioso está eximido de ir
a buscar fuera lo que "no conviene en absoluto a su alma" (R.66). La iglesia
del monasterio le acoge siete veces al día, según se desprende del Salmo 118:
"Siete veces al día te alabo por tus justas sentencias". Vida común y vida soli-
taria se conjugan y se alimentan mutuamente en una alternancia regular entre
oración, estudio y trabajo; es decir, ejercicios del alma, el pensamiento y el
cuerpo, según el lenguaje religioso. El trabajo manual dura varias horas. No
es menos propicio para el recogimiento que las otras actividades, incluso litúr-
gicas; es obra de fe si se realiza con esta intención, y es también una buena
ocasión para que arraiguen mejor la obediencia y la humildad. Los cister-
cienses viven en comunidad, pero el silencio es un ingrediente esencial: prohi-
be toda conversación y preserva la soledad del monje a pesar de la presencia
de sus compañeros. La palabra sólo se utiliza si sirve para la buena marcha de
las cosas, sobre todo en el momento del trabajo manual. Pero los recreos son
poco frecuentes, y hasta los encuentros necesitan una autorización del abad.
Los cistercienses hablan a veces en grupo, pero con condiciones. El estable-
cimiento permanente del silencio permite disfrutar de la presencia de los
demás sin sufrir los inconvenientes, y sin llegar a padecer cualquier tipo de
promiscuidad. Escribe Guerric que "cada uno puede aquí sentarse en silencio
y soledad, sin que nadie le aborde; y, sin embargo, no ha de temer sentirse
solo, privado de la amistad que le reconforta, o de la mano que le ayuda si está
a punto de caer. Estamos aquí acompañados por hombres, pero separados de
la muchedumbre; vivimos como en la ciudad, pero sin el acoso del tumulto,
Disciplinas del silencio 147

pues sería un impedimento para oír la voz de Aquél que grita en el desierto".'?
El silencio de paredes y hombres no es una especie de recinto que los separa,
sino una medida de precaución que impide que se indispongan unos con otros,
evitando las posibles tensiones que pudieran presentarse. Es un acto de com-
partimiento en común y no una señal de tristeza, pues los monjes que no aman
la comunicación no se comportan como buenos monjes (Hartley, 1982, 22).
El rigor de la vida en el Císter reúne a hombres venidos a buscar a Dios en
una atmósfera de oración, pobreza y ascetismo. La vida en común elimina el
egoísmo, e invita a la humildad y la caridad. Cierto es que, a pesar de todo,
los conflictos no desaparecen: el silencio no garantiza la felicidad común. Allí
donde haya hombres reunidos, aunque sea para compartir la espiritualidad,
permanecen las tensiones." Pero el sufrimiento, escribe Merton (1953, 130),
es menor en los ayunos o en las austeridades físicas que en la confrontación
interior con la soledad y el silencio; pues ni una ni otro se dan sin más ni más,
sino que hay que dar mucho de sí para poder soportar la prueba. Un código
gestual permite poder explicarse respecto a pequeñas cosas, utilizando una
serie de signos; aunque al cabo resultan insuficientes para mantener una dis-
cusión conjunta. Guillermo de Saint-Thierry (1085-1149) expresa así el des-
lumbramiento que experimentó al llegar a Claraval: "Al entrar en este valle
bendito, donde no se permite que nadie permanezca ocioso, se puede ver que
está lleno de una gran cantidad de gente que está ocupada en algún tipo de tra-
bajo. Y lo que llenaba de asombro a los extranjeros era que había en el centro
del día un silencio parecido al que había en el centro de la noche. El oído no
percibía otro sonido que no fuera el del trabajo y el del canto de los himnos
sagrados. La armonía de este silencio, en el seno de una actividad incesante,
ofrecía un espectáculo tan imponente, tan solemne que los extranjeros, inclu-
so los más mundanos, conmovidos por el respeto, no osaban no ya proferir
una palabra desagradable u ociosa, sino incluso detenerse un segundo en un
pensamiento que no fuese digno de este santo retiro. Y aunque fuesen muchos,
no dejaban de ser solitarios" (Louf, 1980, 136- 7).
Los cartujos, cuyo origen se remonta a la fundación de Bruno, son ermi-
taños que viven en comunidad. Al entrar en la Orden renuncian al mundo y
pierden su antigua identidad, pues se les asigna también un nuevo nombre. En
el cementerio, sus tumbas son anónimas. Se establecen en lugares solitarios y
de difícil acceso; por ejemplo, en las montañas, donde el invierno los aísla
durante muchos meses. Cercanos a la Regla de Benito, su tiempo se reparte
también entre trabajo manual, liturgia y estudio. Como todo lo realizan en el
interior del monasterio, su existencia se desarrolla casi por completo en la
148 Las espirirttaltdades del st/encio

soledad de su celda, lugar donde pasan veinte horas al día. A lo largo de la jor-
nada, los cartujos se reúnen tres veces en la iglesia del convento: para el largo
oficio nocturno, la misa de la mañana y las vísperas de la tarde. Una vez por
semana hacen en el refectorio una comida conjunta, pero sin conversaciones.
Por la tarde, dan un corto paseo por los alrededores de la cartuja. Este "espar-
cimiento" les permite hablar de dos en dos, cambiando de compañeros cada
media hora más o menos; momento que aprovechan para hablarse y escu-
charse mutuamente. El resto del tiempo permanecen solos en su celda rezan-
do, trabajando con las manos, leyendo, escribiendo o celebrando los distintos
oficios previstos por la Regla. La vida cartujana supone una reclusión volun-
taria que desnuda al hombre ante Dios en el largo silencio de su celda. La ora-
ción prosigue la liturgia exterior y contribuye a la atenuación de las pasiones,
a la búsqueda de la lzesiquia, de la pura contemplación en la alegría del
corazón. Al escucharse a sí mismo, el silencioso se mantiene a la escucha de
Dios. "Quien no es solitario no puede ser silencioso; quien no está en silencio
no puede oír al que habla", escribe Guignes 11, noveno prior de la Gran
Cartuja, muerto en 1188 (Davy, 1996, T2, 129). La vida comunitaria es redu-
cida, y la correspondencia escrita está limitada. La familia cercana tiene per-
miso para hacer una visita, de dos días, una vez al año. El cartujo hace en soli-
tario, por la mañana, su única comida de la jornada. Si necesita un libro u otro
objeto, deja el aviso en la ventanilla de su celda. El rigor de su soledad es
extremo, y llega a disolverse prácticamente en Dios con un espíritu de humil-
dad y austeridad admirable. La palabra casi no tiene razón de ser en este
entorno, que tiende a alejarse por completo de las preocupaciones de la vida
profana. Un silencio lleno de oraciones y recogimiento reina entre los muros
de la cartuja. "Lo que la soledad y el silencio del desierto aportan de útil y de
divino gozo a los que los practican, sólo lo saben aquéllos que lo han experi-
mentado. Allí, en efecto, los hombres fuertes pueden recogerse todo lo que
deseen, permanecer recluidos en sí mismos, cultivar asiduamente la semilla de
las virtudes, y alimentarse felizmente de los frutos del Paraíso", escribe Bruno
a Raúl el Verde. 12
La orden de los camaldulenses, fundada en 1012 por Romualdo, ofrece un
refugio a la vida contemplativa y solitaria. Las celdas de los ermitaños camal-
dulenses no se abren sobre un claustro común, como las de los cartujos: están
alejadas unas de otras aproximadamente diez metros, para que la soledad indi-
vidual esté mejor preservada. Para estos hombres, parecidos en esto a los car-
tujos, el silencio interior, aunque es necesario para el recogimiento, debe reen-
contrarse también con el silencio circundante, para que nada perjudique el
Disciplinas del st!encio 149

ejercicio de la oración. La contemplación perfecta requiere aproximarse al


"desierto", refugiarse en una ferviente soledad donde nada se interpone entre
el hombre y Dios. El ermitaño camaldulense dedica sus jornadas a una ado-
ración silenciosa, independiente de cualquier otra preocupación material. La
ermita ofrece las ventajas de la vida común, y no impide el desarrollo del
comportamiento eremítico. El ermitaño vive solo su relación con el silencio,
continúa en su búsqueda espiritual de una unión con Dios mediante la oración,
en la austeridad de su celda. El vínculo que tiene con la Regla de Benito le
recuerda su condición de hombre y le invita permanentemente a la modera-
ción. Sin embargo, a petición suya, el camaldulense está autorizado a conver-
tirse en recluso, tras una experiencia suficientemente demostrada de soledad
en el interior de la ermita. Desde entonces vive solo en su celda, sin salir,
salvo algunos días al año; concretamente, los tres últimos días de la Semana
Santa. Durante toda la jornada, rodeado de silencio, el recluso se dedica a
orar, recita salmos, y celebra misas en su oratorio privado.
La vida monástica se da en muchos lugares, más allá de las diferencias que
pueda haber de criterio y organización. Supone una renuncia de las pasiones
y los bienes de la vida profana, para acceder a una comunión más perfecta con
Dios. Al apartarse de la vida corriente, al despojarse de toda propiedad, al
subordinar su voluntad al designio del abad, al dedicarse a la oración y al ser-
vicio de Dios y de su comunidad, el monje sólo ambiciona una riqueza espi-
ritual más alta. Ofrece la integridad de su existencia a la obra de Dios·. Muy
raramente abandona los lugares donde se produce su recogimiento espiritual;
y pasan los años -incluso su vida entera- sin que conozca el pueblo de al lado,
sin leer los periódicos: completamente indiferente a las turbulencias del
mundo. La vida monástica proporciona un marco, distinto según las Ordenes,
en el que el religioso se entrega en cuerpo y alma a una higiene espiritual, que
responde a su deseo de que no le estorben las cosas materiales y profanas, a
fin de centrarse exclusivamente en su amor a Dios. Permite ir minando al
hombre caduco para poner en el mundo un hombre nuevo, purificado de sus
viejas ataduras y de las prácticas rutinarias de su existencia. Un hombre que
ha de dedicarse en el futuro a un diálogo incesante con Dios, a lo largo de una
vida organizada en sus menores detalles en tomo a la oración, y regida por una
Regla estricta que casi no deja margen a la fantasía individual.
La vida monástica realiza una imitación de la vida de Cristo, al renunciar el
monje a su propia voluntad. Toda su existencia es una ascesis, y una larga ora-
ción, que adopta múltiples formas según las actividades del día, pero sin que
cese jamás. Todo su tiempo se lo ofrece a Dios, después de haber sacrificado
150 Las espirituo!tdodes de! s1fe11cio

el monje uno de los rasgos fundamentales de su humanidad: el uso de su pala-


bra. Su humildad consiste en la disolución que se opera en su propio ser, para
mantenerse en un permanente diálogo con Dios. Es evidente que los oficios,
las oraciones, el recogimiento, el silencio, no otorgan de entrada la gracia,
pero preparan para la unión. El silencio es un instrumento esencial para la ora-
ción, pero los monjes no son mudos. "La lengua renuncia a los discursos inú-
tiles o perversos. El cuerpo abandona los actos vanos o perjudiciales. El
corazón se libera de pensamientos superfluos o malignos. ¿Para qué sirve el
tumulto de la lengua, si un tumulto de pasiones azuza una tempestad sobre los
actos y el pensamiento? El silencio no es sólo negativo: es una fuerza cons-
tructiva en cualquier vida consagrada a la oración", escribe Merton ( 1957,
168). U na vez adquirido, permite transitar en medio del tumulto sin ser moles-
tado. Juan Crisóstomo dice: "En el mundo, hay muchas cosas que emborro-
nan la vista, y perturban el oído y el gusto. Por eso hay que ... huir de toda esta
agitación y refugiarse en el desierto. Un lugar donde la calma es completa, la
serenidad total, el ruido inexistente; un lugar donde los ojos se fijan única-
mente en Dios, y los oídos sólo están atentos para escuchar las palabras divi-
nas. Los oídos disfrutan oyendo la sinfonía del Espíritu, cuyo poder sobre el
alma es tan fuerte que el que ha podido oír alguna vez esta música, ya no
desea manjares, bebidas o sueños. En adelante, ni el ruido de las cosas de este
mundo, ni el de la multitud pueden distraer esta atención ... Así, los que han
subido hasta las cumbres de las montañas no oyen lo que pasa en las ciuda-
des ... tan sólo un ruido insignificante y desagradable, parecido al zumbido de
las avispas"."
La capacidad para abstraerse del mundo mediante el sosiego interior, no
sólo es válido para los monjes. El monasterio evoca muchas veces la imagen
de un enclave de paz, cuyas puertas se cierran al bullicio del mundo. Varios
siglos después, la observación de Guillermo de Saint-Thierry sobre el asom-
bro de los seglares, que se sorprendieron por la disciplina de silencio y la inte-
rioridad que pone de relieve, sigue siendo válida. Y no sólo para el caso de
Claraval, sino para los demás monasterios, donde el visitante se ve sorprendi-
do, de entrada, por la densidad de un silencio que no es sólo una consecuen-
cia de la dignidad de los lugares, sino una parte integrante de su razón de ser.
El recogimiento es una realidad tangible que emana de las paredes, e invita a
bajar la voz y a hablar con más comedimiento que de ordinario.
La austeridad no está necesariamente asociada a la melancolía o la seriedad;
la alegría está muchas veces presente en los monasterios: está mezclada con
el silencio. "Me acuerdo de una de las cosas que más me sorprendieron. En el
ÚI Iglesia de Oriente 151

transcurso de las lecturas públicas o las reuniones, si se oía alguna palabra


divertida, entonces por debajo de las capuchas de ochenta monjes sentados
uno al lado de otro, surgía y se propagaba una risa absolutamente silenciosa.
Este hecho, de por sí bastante nimio, me causaba una impresión extraordina-
ria". 14 El silencio, en sus vertientes interna y externa, constituye una piedra
angular de toda la vida monástica; sin él nada se haría sin trabas: es, a la vez,
una disciplina y un camino hacia Dios. Pero en las diferentes formas de la tra-
dición cristiana, el silencio no es más que un medio.

la Iglesia de Oriente

La Iglesia de Oriente otorga el mismo lugar fundador al silencio en el cami-


no emprendido por el alma hacia Dios: hace de la oración del corazón -el
hesicasmo- su vía privilegiada. En el origen, los Padres del desierto, someti-
dos a las mil tentaciones de Satanás, víctimas de una lucha feroz contra las
pasiones corporales, no tienen otro recurso que la oración: "Rezar sin des-
canso" (Tes. I, V-17). Con su incansable oración, el monje permanece en con-
tacto con Dios, y repele las trampas que le tiende constantemente el demonio.
Forja así su carácter, y va consolidando su fe. Pero el ermitaño debe crear un
vacío en su interior, para generar un silencio propicio para la espiritualidad.
"Esfuérzate por hacer que tu inteligencia, en el tiempo de la oración, esté
sorda y muda: sólo así podrás orar", escribe Evagrio el Póntico (Pequeña
Filoca!ia, 39). Los ermitaños o los monjes del Oriente Cristiano se mantienen
en conversación permanente con Dios, por la gracia de la oración. Evagrio
procede de una tradición neo-platónica para la que el cuerpo es un estorbo, y
la oración un modo de contacto con Dios, que supera el obstáculo. Para su
maestro Macario, el hombre es una criatura corporal a la que no afecta el dua-
lismo. La oración perpetua no tiene como fin liberar el espíritu de sus raíces
corporales; pues el hombre, hecho a imagen de Dios, es un ser carnal. Es una
vía trazada en el hombre que le conduce a Dios. Para la mística hesicasta, para
Gregorio Palamas, por ejemplo, el cuerpo, el espíritu y el alma se mezclan, y
sólo el pecado puede romper la alianza (Meyendorff, 1959). A partir de
Macario, para los místicos de Oriente, el cuerpo no es la carga del alma;
Cristo, con su encamación, restableció la unidad humana, y la carne se ha
mutado en "templo del Espíritu Santo". Dios se encuentra dentro del hombre
y no fuera. La oración del corazón, incansablemente repetida, aviva la luz
interior del monte Tabor, que los Apóstoles no percibían bien antes de la
152 las espiritua!tdades del stlencio

muerte y resurrección de Cristo. Dice Juan Clímaco que "el hesicasta es aquél
que aspira a reconducir lo incorpóreo a una morada camal. .. Cerrad la puerta
de vuestra celda a vuestro cuerpo, la puerta de vuestros labios a las palabras,
la puerta interior a los espíritus ... La soledad es un culto y un servicio ininte-
rrumpido" tPeque/ia Filocalia, 88-9). "Ama el silencio sobre todas las cosas,
pues aporta tanto provecho que la lengua es incapaz de describirlo. En primer
lugar, somos nosotros los que nos obligamos a callamos. A continuación, de
nuestro propio silencio surge una cosa que nos atrae al silencio. Que Dios te
permita disfrutar de esta cosa que nace del silencio. Si pones esto en práctica,
no me imagino la cantidad de Luz que te iluminará acto seguido", dice Isaac
de Nínive. La "oración de Jesús" es una oración en la que el corazón es el fer-
mento. Utiliza una técnica del cuerpo y el espíritu, y supone la persistencia del
silencio, pues nada debe distraer al hombre en oración, con todo su ser dirigi-
do hacia Dios.
La imagen de Cristo así evocada, no constituye un símbolo para la tradición
ortodoxa: es su presencia misma bajo la forma de una teofanía luminosa, que
renueva en sí mismo la del monte Tabor. Una aparición divina en el corazón,
en un lugar camal que se ha convertido en el lugar sensible de la gracia. La
oración de Jesús, asociada a una experiencia de la virtud y la fe, restaura el
"espíritu en el corazón" gracias a un método respiratorio. Es el crisol que se
abre a la metamorfosis espiritual de un hombre, cuya carne no presenta nin-
guna decadencia y que, por el contrario, permite alcanzar a Dios. Como dice
Nilo de la Sora, "conviene buscar el silencio del razonamiento, evitar todos
los pensamientos, incluso los que parecen lícitos, fijar lo que hay en el fondo
del corazón y decir: "Señor Mío Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí" ...
Para recitar atentamente esta oración podrás estar de pie, sentado o, incluso,
echado, reteniendo el aliento, en la medida de lo posible, para no respirar con
demasiado ímpetu ... Invoca al Señor Jesucristo con un deseo ferviente y en
una paciente expectativa, dejando de lado todo pensamiento" (Meyendorff,
1959, 158). La hesiquia es un estado de soledad y reposo, de ausencia de pen-
samientos y movimientos corporales, de paz circundante, que pretende con-
seguir que ningún obstáculo perjudique la contemplación. Primeramente, hay
que apartarse del mundo y relajar el cuerpo, callarse absolutamente, entrgar-
se a una respiración regular, y dejar que el alma rumie la oración." "El silen-
cio es el misterio del mundo venidero; la palabra constituye la voz del mundo
presente ... Gracias a su silencio continuo y su ayuno, el hombre discierne que
en este estado oculto está completamente destinado al servicio de Dios. Con
estos misterios, con estas virtudes invisibles, se realiza el servicio del Ser que
La Iglesia de Oriente 153

gobierna el mundo", escribe Isaac de Nínive (Miguel, 1981, 839). Si el hom-


bre que reza alcanza la impasibilidad, y hace desaparecer cualquier preocu-
pación moral y material, se mezcla con la oración que asciende hacia Dios.
Para el hombre que alcanza una perfección semejante en lo que respecta al
desapego de las cosas del mundo, el propio silencio es ya una oración.
El hesicasmo se basa en una mística del corazón. "El corazón, en efecto, es
el dueño y señor de todo el organismo corporal; y cuando la gracia se apode-
ra de los pastos del corazón, domina todos los miembros y todos los pensa-
mientos, pues ahí está la inteligencia, ahí se encuentran todos los pensamien-
tos del alma, y así es como alcanza el bien. He ahí por qué la gracia penetra
por todos los miembros del cuerpo", escribe Macario (Meyendorff, 1959, 28).
La iluminación espiritual mediante el silencio y la oración perpetua es la obra
que buscaba el creyente. En 1782, Macario, obispo de Corinto, y Nicomedes
Hagiorita, un monje del monte Athos, publican una colección de textos patrís-
ticos sobre la oración de Jesús, la Filocalia, que tiene una gran acogida en los
textos místicos de Evagrio, Macario, Nicéforo y otros religiosos de los desier-
tos de Egipto, desde el siglo IV hasta los monjes del monte Athos del siglo
XV. Esta obra tiene mucho que ver con el auge que tuvo el hesicasmo en
Rusia y en otros países de religión ortodoxa. En 1860, los relatos de un pere-
grino ruso muestran el apego popular a la oración perpetua. El autor, desco-
nocido, se hace pasar por un campesino ruso que va, por los caminos, en busca
de una doctrina referente a la oración del corazón. Se esfuerza por rezar en
todo momento: al andar, al trabajar, al meditar, estando despierto o, incluso,
dormido. El peregrino expresa así la felicidad que le invade cuando se des-
pierta por la mañana ya con la oración en sus labios. Un día que está de hués-
ped de una familia ortodoxa, piadosa pero bastante pesada, "sin tranquilidad
ni silencio", sueña con sus ejercicios espirituales, y experimenta un "ansia de
oración". Y, sobre esto, escribe: "Comprendo entonces por qué los verdaderos
adeptos de la oración perpetua huían del mundo y se ocultaban lejos de todos.
Comprendo también por qué el bienaventurado Hesiquio dice que la conver-
sación de más altura no es más que palabrería, si se prolonga en exceso. Y esto
me trae a la memoria las palabras de Efrén el Sirio, que decía que "un buen
discurso es como la plata, pero el silencio es oro puro" (p. 140).
Para el hesicasta, lo principal es callarse, abandonarse a una respiración
regular, relajar el cuerpo y rumiar la oración; pero sin el silencio del corazón
y sin las condiciones externas favorables, está abocada al fracaso. La hesiquia
está en el centro de la espiritualidad monástica oriental, y todos los monjes
deben tender a ella. Dom Lialin sugiere, sin embargo, que un solitario se acer-
154 LDs espiritua!tdades de! si/encio

ca más que cualquier otro monje. "En un nivel más alto que la condición
monacal común está la hesiquia, que representa la coronación ... El hesicasta
es el cristiano hecho oración, el monje hecho caridad" (Hauscherr, 1961, 400;
Leclercq, 1963). Los monjes del monte Athos viven con este mínimum de
palabras, que deja el alma disponible para la oración. Hieroteo Vlachos dice
que "el silencio, especialmente en la Santa Montaña, es el discurso más elo-
cuente, toda una "exhortación silenciosa". Allí no hablan mucho, pero viven
"en silencio" los misterios de Dios ... Es en el silencio donde oyen la voz de
Dios, y donde adquieren la virtud" (Vlachos, 1988, 23). El icono es igual-
mente un relevo del silencio: "Cuando los Padres comprueban la insuficiencia
de las palabras, aconsejan venerar el misterio sirviéndose del silencio. Es ahí
donde surge el icono. El icono de un santo no dice nada de su anatomía, no
nos da ningún pormenor histórico, biográfico o sociológico. Nos permite ver
la proyección de un hombre más allá de la historia" (Evdokimov, 1964, 107).

Místicos

"Blasfemaré si nombro a Dios", dice Angela Foligno, remarcando la insufi-


ciencia de la palabra para expresar el fervor religioso cuando alcanza su punto
más alto. Para el creyente, y más aún para el místico, Dios está más allá de las
palabras y el pensamiento; no está a la misma altura que el hombre y, por
tanto, cualquier discurso que se refiera a Él ve reducida su grandeza. Toda
referencia a Dios supone una reducción a lo humano de lo infinito. El silen-
cio se convierte entonces en la manera menos inadecuada de preservar la
inmensidad de su significado. "El acto del silencio está en los orígenes de
nuestro conocimiento de Dios". escribe J. Rassam (1988, 112). El sobrecogi-
miento, que constituye la experiencia del místico, es toda una declaración de
incompetencia de la palabra; nace de un exceso de significado, de una hemo-
rragia interior de fe y amor. Y es precisamente ese desbordamiento el que hace
que la lengua fracase. El desgarramiento interior hace que sean irrisorios los
medios humanos habituales para expresar lo intenso de la experiencia. La
locuacidad que manifiestan los místicos no es contradictoria con su afirma-
ción de que únicamente el silencio tiene la última palabra, acerca de la expe-
riencia personal con Dios. La palabra suprime la distancia, supone un intento
de reconstruir indefinidamente la unión con el mundo; pero no deja de estar a
este lado, muy capaz de vertebrar el intercambio con los demás, pero impo-
tente para dar satisfacción plena al sentimiento. Dios tampoco es un puro
Místicos 155

objeto de fe; se le siente, casi se le toca, y las facultades del alma se transfor-
man de repente para dar cuerpo a lo impalpable: pero no consiguen resolver
el problema lacerante del lenguaje.
El silencio habitado por el sentimiento de la presencia de Dios es inefable,
dice Jankélévitch; el que enfrenta al hombre con la muerte es indecible, nin-
guna palabra viene a la boca. "Lo inefable es inexpresable, porque no hay
palabras para ponderar o definir un misterio tan rico; porque habría muchas
cosas que decir, sugerir y contar... Lo inefable es inexpresable en cuanto que
lo es infinitamente ... La poesía o las ganas de crear que suscita en nosotros la
inspiración de lo inefable, nos promete un apasionante futuro de poemas y
meditaciones" (Jankélévitch, 1977, 83-4). Lo inefable deja el camino libre a
lo infinito de una palabra que no puede dejar de proseguir con su testimonio.
De manera incansable, se trata de expresar la imposibilidad de decir, de entre-
garse con emoción y júbilo a un torrente de palabras y perífrasis, que intentan
dar nombre a la inmensidad divina para acabar reconociendo una radiante
impotencia personal, un amor desbordante que consume las palabras y deja
sin voz, a pesar de la abundancia de adjetivos. Pero conviene insistir, sin des-
canso, en la carencia de voz, en la urgencia ardiente, que lleva a recurrir al
silencio para no traicionar a Dios. Ante la exigencia de callarse, la perseve-
rancia del místico es inagotable. Ante Dios, la lengua se libera y logra
momentos de elocuencia; y deja escapar a la vuelta de una frase, pronto olvi-
dada, que no hay que recurrir al silencio, para evitar que su relación íntima
con Dios quede reducida a un significado demasiado restrictivo.
La mística se alimenta de silencio; convierte la palabra en un murmullo, en
el resto de un lenguaje parcialmente disuelto en la iluminación, o en el senti-
miento de admiración a que conduce la presencia de Dios. El místico experi-
menta un desbordamiento de la gracia, y la palabra se arrebata para expresar
lo inefable de su experiencia; inconcebible, sin duda, pero que no deja de satu-
rar el alma con su beatitud. El testimonio supone un diluvio de palabras, pero
adosadas al silencio; la emanación paradójica de un no-decir, que incurre en
la inanidad de lo dicho, pero mediante un lenguaje inevitable. La traducción
de Dios en palabras deja lo esencial fuera del discurso, pero el místico tam-
poco puede prescindir de los medios humanos; la prueba es que sigue hacien-
do uso de ellos para exteriorizar su sufrimiento. La retórica mística muestra
una impotencia que es la mejor prueba para ella de la profundidad del senti-
miento, y esto le sirve para elaborar una "apología de lo imperfecto" (Certeau,
1982, 201). Pero la torpeza es una constante, y subraya los efectos de la diso-
lución de la lengua ante la proximidad con lo divino, y priva al hombre de los
156 las espiritualidades del silencio

instrumentos habituales de la comunicación. La escritura mística se enfrenta


con la paradoja de tener que expresarse, sabiendo de entrada las escasas posi-
bilidades que tiene de conseguirlo; de ir haciendo equilibrios de la mano de
un testimonio imposible que, sin embargo, refiere una experiencia real. De ahí
surge la glosolalia, que rompe las estructuras del idioma, las perífrasis, las
metáforas, etc., pero sobre todo el silencio, tantas veces evocado por el místi-
co, que lleva a cabo el delicado compromiso de situarse entre la desmesura de
la experiencia y la convicción de que las palabras no pueden describirla.
La invocación ampliamente argumentada del silencio es una forma elegan-
te de no claudicar por completo ante la impotencia. Si las palabras son inca-
paces de proporcionar una versión que no sea torpe y deslavazada, mante-
niendo una distancia que el individuo tiene la sensación de haber recorrido ya,
es entonces el silencio, al dejar el lenguaje en suspenso, el lugar donde puede
echar raíces. Ante la turbulencia o la quemazón de su experiencia, el recurso
al silencio restaura la unidad interior. Pero si a pesar de todo hay que escri-
birla, entonces conviene inventar una forma narrativa que sirva para expresar
la parte sustancial. "Hay una especie de silencio que nace de la desproporción
entre la pequeñez de las palabras y el exceso de su significado. Entonces se
puede apreciar cómo éstas se van tomando poco a poco en alusiones, hasta
desvanecerse por completo" (Lavelle, 1942, 143). Para Michel de Certeau, "la
frase mística es un artefacto de silencio. Produce silencio en el rumor de las
palabras" (Certeau, 1982, 208). El místico está enfrentado a la dolorosa ina-
decuación entre su lenguaje -que tiene, podríamos decir, naturaleza carnal- y
un Dios que trasciende todas las categorías del pensamiento. Y, a la vista de
todo ello, no se conforma con callarse.

El silencio en la tradición cristiana

Platón, en el Pannénides, deja ya constancia de la incapacidad del lengua-


je para dar cuenta de lo Uno: "No existe, pues, ningún nombre para designar-
lo, y no se puede ni definirlo, ni conocerlo, ni sentirlo, ni juzgarlo" (142a).
Ante la inmensidad del Ser, el hombre se calla. Platón separa el sentido
común basado en el lenguaje de las sensaciones, que están embutidas en la
pesadez del cuerpo. La intuición que proporciona el mundo de las Ideas es el
único conocimiento válido, ya que da testimonio de un universo inmutable. El
apego terrenal al cuerpo es un obstáculo para captar el concepto de las
Esencias. Proclo, en sus comentarios a la obra citada, concluye que Platón
El silencio en la tradición cristiana 157

deja la última palabra al silencio: Si/enrio conciusu. Porfirio cita a un tauma-


turgo de finales del siglo I, para quien el culto a Dios sólo puede hacerse
mediante el silencio. "Al Dios Supremo no le ofreceremos nada que sea sen-
sible, ni en holocausto, ni como discurso. En efecto, no hay nada material que
al Ser inmaterial no le resulte inmediatamente impuro. Por eso, el lenguaje de
la voz tampoco le es apropiado, ni siquiera el lenguaje interior cuando está
mancillado por la pasión del alma. Nuestro único homenaje es un silencio
puro y de puros pensamientos relacionados con Él. Tenemos, pues, que unir-
nos a Dios, intentar parecemos a Él, ofreciéndole nuestra propia elevación
como un sacrificio sagrado, pues ella es a la vez nuestro himno y nuestra sal-
vación" (Miquel, 1981, 831). La línea neo-platónica es muy frecuente en filó-
sofos obsesionados por la dualidad de los mundos humano y celestial, y por
la dificultad de alcanzar aquí abajo la unidad. Filón intenta una fusión entre
los pensamientos griego y judío. Por lo que respecta a su espíritu, considera
que el hombre está hecho a semejanza de Dios, pero con su cuerpo se enraíza
en la dualidad. Desde una perspectiva platónica, Filón asocia a Dios con la
Idea suprema de la que emana lo sensible y lo inteligible. El conocimiento de
Dios no es una cuestión conceptual, sino de unión con Él en el éxtasis. Filón
recuerda el episodio de Moisés en el monte Sinaí, cuando llama a Dios para
poder verle. Éste responde, pero, al ocultarse en el momento en que llega
Moisés, envuelto en la nube, permanece inaccesible. Dios está ahí, pero no se
le puede ver. La inteligencia no tiene punto de apoyo, y debe resignarse a
abandonar todo saber positivo; el alma debe seguir la vía de la Tiniebla, pues
la trascendencia divina es inconmensurable para que pueda comprenderse con
los medios humanos. El místico se parece a Moisés alcanzando una contem-
plación de Dios, al no poder hablarle, deambulando por la nube del descono-
cimiento. Filón, que se debatió en su juventud entre la acción y la contempla-
ción, acude al desierto en busca de una purificación de los sentidos y del alma,
para aproximarse a Dios mediante la disciplina del silencio y la meditación.
Más integrado en la vida política de su tiempo, manifiesta su nostalgia por la
vida retirada de los esenios o los terapeutas, que viven dedicados únicamente
a la contemplación. Estos últimos, cuya forma de vida describe en su Vita
Contemplativa, constituyen -según Eusebio de Cesarea- el modelo de la pri-
mera comunidad cristiana.16
Para Plotino, la esencia de un ser individual encierra en su seno una parce-
la de lo Uno, del que viene a ser una manifestación. La jerarquía de los seres
depende de la profundidad de alma que les caracteriza. Plotino hace del des-
garro interior que origina la intuición de Dios la única fuente de conocimien-
158 Las espirirua!tdades del stlencio

to verdadero. El sobrecogimiento lleva al hombre a sumergirse en lo Uno, que


es de quien ha nacido el mundo debido a una serie de cristalizaciones.
Entonces se le invita a renunciar a las diferentes formas de testimonio. La
memoria, las acciones, el discurso, son sólo balbuceos frente a la Unidad pre-
sentida, pues se pierden en la insignificancia. Al final de una purificación
moral y de un recorrido interior, el éxtasis suprime la dualidad entre el sujeto
y el objeto del conocimiento. Lo inefable traduce el puro disfrute de la Unión.
Plotino realiza la experiencia en varios momentos de su vida.17 "Estamos uni-
dos al Dios que está presente en el silencio", dice Plotino (Miguel, 1981, 831 ).
Porfirio, discípulo de Plotino, respalda esta afirmación y apostilla: "El sabio,
hasta cuando está en silencio, honra a Dios".
El cristianismo proporciona un soporte doctrinal a lo Uno de Plotino, y no
deja de sacar partido de él. Dionisia Areopagita formula el testimonio inicial,
llamado a tener una vigencia enorme en la posteridad, de esta alianza con el
neo-platonismo. El éxtasis platónico se transforma al entrar en contacto con
la nueva religión; se convierte en la búsqueda apasionada de un hombre que
intenta mediante la ascesis reunirse con Dios, gracias a la labor que realiza en
el alma. Las obras de Dionisia ejercen una influencia considerable en la mís-
tica cristiana, y especialmente en el Maestro Eckhart y en San Juan de la
Cruz.18 En sus Jerarquías celestiales, Dionisia dibuja un camino que la místi-
ca cristiana conoce bien: primero, la purificación, después la iluminación y,
por último, la perfección. La oración consigue que el fiel, en primer lugar, se
libere de todo lo que no es Dios, y se despoje de lo accesorio, pues no es más
que un obstáculo en su camino hacia la interioridad. Entonces, su visión del
mundo se transforma, la luz se apodera de él, está en el camino, es otra per-
sona, siente a su lado la presencia de Dios; cada objeto y cada acontecimien-
to sufren una profunda mutación. Pronto alcanzará su objetivo: la semejanza
· y la unión con Dios. Pero, ¿cómo hay que dar cuenta de la contemplación
divina? Hay dos vías posibles: una vía positiva de testimonio, en la que es
posible mencionar concisamente los atributos de Dios, y otra, bastante dife-
rente, en la que Dios sólo se revela mediante una serie de negaciones. "Ahora
vamos a penetrar en la Tiniebla, que está más allá de lo inteligible; no se trata
ya de conseguir la mayor concisión posible, sino el cese total de la palabra y
el pensamiento. Cuando nuestro discurso iba descendiendo de lo superior a lo
inferior, a medida que se alejaba de las alturas, su volumen aumentaba. Ahora
que vamos subiendo desde lo inferior a lo trascendente, a medida que nos
vamos acercando a la cumbre, el volumen de nuestras palabras irá disminu-
yendo. En el último tramo de la ascensión, estaremos completamente mudos,
El silencio en la tradición cristiana 159

y plenamente unidos al Inefable" (Dionisio, 1943, 182). El místico alcanza la


cumbre de la ignorancia, pero una penetración semejante consigue la disipa-
ción de cualquier distancia, y el puro disfrute de la alianza. Ahí se revela "la
Tiniebla más que luminosa del Silencio. Es, en efecto, en el Silencio donde se
aprenden los secretos de esta Tiniebla, que brilla con toda su luz en el centro
de la más negra oscuridad; y que, a pesar de mantenerse perfectamente intan-
gible e invisible, llena de esplendores más bellos que la propia belleza las inte-
ligencias que saben cerrar los ojos ... Sólo saliendo de ti mismo, de manera
irresistible y perfecta, te elevarás en un puro éxtasis hasta el rayo tenebroso de
la divina esesncia, después de haber abandonado todo y haberte despojado de
todo" (Dionisio, 1943, 177-8). La Unión se realiza, por tanto, en el misterio,
pues el entendimiento humano no dispone de inteligencia suficiente para des-
cribir a Dios con palabras. La imagen está tomada del episodio del Éxodo, en
que Moisés sube al monte Sinaí (24, 12-8). Deja al pueblo detrás de él al pie
de la montaña, y alcanza la cumbre que está cubierta por una nube: la
Tiniebla. Para Dionisio, esta última representa la "mística del desconocimien-
to" (p. 179), en la que todo saber se detiene al entrar en contacto con ella, y
cede ante la trascendencia del encuentro con lo divino. En la "Tiniebla más
que luminosa del silencio" el hombre se confunde con Dios. Dionisio abre la
vía fecunda de la teología apofática, por la cual sólo se consigue el acerca-
miento de Dios mediante una serie interminable de negaciones, y por el uso
frecuente de la metáfora del silencio.
Las "Escuelas" místicas son numerosas; y más aún la cantidad de hombres
y mujeres que mantienen con Dios una relación privilegiada, y que plantean
la cuestión del silencio bajo diversas perspectivas. Intentaremos aportar, a
continuación, algunas informaciones dentro de la inmensidad del ámbito reli-
gioso. En el siglo XII, los beaterios flamencos y renanos experimentan una
floración mística. La abolición del Yo en lo inefable de la Esencia divina, o la
mística nupcial del casamiento con Dios, están en el centro de los discursos.
Entre estas mujeres está Hadewijck de Amberes. En un poema dice:
"Sumergida en la ignorancia, más allá de todo sentimiento, debo guardar
silencio y permanecer donde estoy: en una especie de desierto, que no alcan-
zan a describir ni las palabras ni los pensamientos. Es esta simplicidad densa
y salvaje la que habita en los pobres de espíritu. Ellos no encuentran allí más
que el inmenso silencio que siempre responde a la eternidad" (Poema /1).
Podrían citarse otros muchos testimonios, siguiendo la línea de Hadewijck.
Por otro lado, en la región de Asís, unos veinte años después de la muerte de
San Francisco, nace Angela de Foligno: ésta dicta sus arrebatos a su director
160 Las espirüua!tdades del stle11cio

espiritual, el hermano Arnaldo, pero sin dejar de tener presente la blasfemia,


cuando cree que disminuye el contenido de su experiencia. El problema de lo
inefable no deja de estar siempre presente. "Las experiencias divinas que
tenían lugar en mi alma eran demasiado inefables para que las relatase un
santo o un ángel cualquiera. La divinidad de estas experiencias y su profun-
didad abismal aplasta la capacidad y la inteligencia de cualquier alma y cual-
quier criatura. Y si hablo de ellas, tengo la sensación de que mi discurso es
una blasfemia"."
La mística renana insiste, a su vez, en la trascendencia del silencio para rela-
cionarse con Dios. Eckhart es un dominico influido por su Orden, pero tam-
bién por el neo-platonismo, y especialmente por Dionisia. Eckhart va hacia
Dios por el camino de Cristo; pero no se detiene ahí y acabará defendiendo la
no-dualidad, lo que le valdrá algunos problemas con la ortodoxia. Dios está
más allá del conocimiento, infinito, informulable. Y el mundo emana de él.
Una parcela de divinidad habita, pues, en el alma de todas las criaturas. La
vuelta a Dios utilizando la vía del alma se realiza separándose de todo lo sen-
sible, de lo que deriva de la vida material; aunque también de la vida espiri-
tual, pues no basta por sí sola a pesar de la voluntad de conocer, de la oración
o de los sacramentos. El hombre busca a Dios en él. "Ayer estaba en un lugar
donde dije algo que me pareció verdaderamente increíble. Dije: Jerusalén está
tan cerca de mi alma como el lugar donde estoy ahora. Y efectivamente así
era, pues lo que está a mil leguas más allá de Jerusalén está tan próximo a mi
alma como mi propio cuerpo"." La dilatación del alma conduce al éxtasis, y
allí se pierde en Dios, reuniéndose con las tres personas divinas. Mientras el
hombre se mantenga en el pensamiento, estará en la separación, y lo que diga
de Dios no será más que palabrería. Si no está en el silencio, seguirá siendo
víctima de la dualidad, y no se fundirá con Dios. "Dios no tiene nombre, pues
nadie puede hablar de Él ni comprenderle ... Si digo que Dios es bueno, no
estoy diciendo la verdad. Yo soy bueno, pero Dios no es bueno ... San Agustín
dice a este respecto: "Lo más bonito que puede decir el hombre de Dios, es
saber callarse en razón de la sabiduría y de la riqueza interior (divina)". Por
eso, cállate y no murmures cosas de Dios, pues si murmuras sobre Él mientes
y cometes un pecado ... Tampoco debes (querer) comprender nada de Dios,
pues Dios está por encima de todo entendimiento. Un maestro dijo: "Si hubie-
se un Dios al que pudiera comprender, jamás le consideraría Dios". Si com-
prendes alguna cosa de Dios no le tomes por tal, pues además este entendi-
miento te hará sucumbir en la incomprensión".21 Aún más allá de Dios está el
Ur-grund, el Otro. "La mayor concesión que puede hacer el hombre es renun-
El silencio en la rradició11 cristiana 161

ciar a Dios por e I amor de Dios. Éste es el caso de San Pablo, que rechazó
todo lo que podía recibir de Dios, y todo lo que Él podía darle ... Y entonces
participaba de Dios no como si fuera un don o un beneficio, sino como la pura
Esencia que es en sí mismo".22 Pero la transfiguración en el Otro aniquila defi-
nitivamente la palabra, pues supone un retorno al silencio. "En el silencio
quiere decir: en el fondo sin dobleces, en el desierto silencioso donde no hay
diferencia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en lo más íntimo donde
nadie habita" (Dupuy, 1981, 846).
Tauler y Suso profundizan en el pensamiento de su maestro. Sobre todo el
primero, que insiste en muchas ocasiones en la necesidad que tiene el creyen-
te de forjar el silencio interior para recibir a Dios. Escribe Tauler que "en la
unión mística, el espíritu es transportado por encima de todas las potencias, a
través de una vasta soledad. Es la misteriosa tiniebla donde se oculta el Dios
que no tiene límites. Y allí es admitido y absorbido en un espacio tan senci-
llo, tan divino y tan ilimitado, que parece que nunca pueda volver a recono-
cerse"." En su Cantata de la desnudez, pide al pensamiento que se mantenga
apartado. "Así, he perdido lo que tenía. Estoy reducido a la nada. El que se ha
despojado ya no puede tener preocupaciones ... He tenido que vaciarme de
mí mismo Después de haberme perdido en este abismo, he dejado de hablar,
estoy mudo. Sí, la divinidad me ha engullido". El hombre obligado a la disci-
plina del silencio y la oración se deja llevar por la palabra de Dios. "Entonces.
el Verbo que surja podrá hablarte y podrás entenderlo; pero si quieres hablar
tendrá que guardar silencio. No se puede servir al Verbo más que estando
callado y escuchándole. Si sales completamente de ti, Dios entrará del todo,
sin duda alguna. Así de claro: cuanto más salgas más entra" (citado en
Ancelet-Hustache, 1978, 150). Suso recomienda a los fieles que "se pongan
una cerradura en la boca ... Ten la costumbre de no abrir nunca la puerta, a no
ser que haya una causa necesaria y útil". La mística renana está sedienta de
silencio; considera que para que Dios hable al hombre, éste debe callarse y
mantenerse en una actitud de escucha, de recogimiento.
Más tarde, Angelus Silesius representa otro ejemplo significativo de la teo-
logía negativa, que encuentra en el silencio un camino privilegiado de diálo-
go con Dios. El encuentro del alma con lo divino abole, según él, cualquier
conocimiento en beneficio del amor. "Cuanto más conozcas a Dios, com-
prenderás mejor que eres incapaz de darle un nombre". Lo primero que hace
el hombre es renunciar a toda interioridad. La oración silenciosa traza el cami-
no espiritual. "Dios excede todas las cosas, hasta el punto de que es imposi-
ble hablar de Él.No hay nada mejor que el silencio para adorarle". Y también:
162 las espiritualidades del silencio

"Gracias al silencio es posible oír. La palabra está en ti más que en otras


bocas; si guardas silencio en seguida la oirás"." La oración que se formula en
la lengua de Dios es silenciosa y recogida. "Pobre hombre, cómo piensas que
el grito que sale de tu boca puede ser una alabanza para la silenciosa divini-
dad" (Laporte, 1975, 19).
Los textos místicos proliferan en la España del siglo XV. Son herederos de
Dionisia cuando afirman que es imposible alcanzar el conocimiento de Dios,
y que sólo la fe, con su humildad y su amor, conduce abiertamente a Él. Osuna
repite que la oración se define como "una búsqueda de Dios en el corazón, por
una vía negativa". El entendimiento debe desembarazarse de cualquier espe-
culación, y entregarse al silencio según las indicaciones de la fe. Pero se trata
de un silencio plácido, que discurre por el alma con la dulzura de la miel. A
diferencia de los renanos, no es un abismo, sino "una especie de comunión de
pensamiento con Dios, cuya plenitud hace inútiles las palabras" (Dupuy,
1981, 848). U na forma de lenguaje apropiada para lo divino, que el místico ha
sabido emplear dignamente. Para Osuna, Laredo, Santa Teresa o San Juan de
la Cruz, por sólo citar unos ejemplos, el silencio es quietud, dulce júbilo, otra
forma del entendimiento. En 1527, Osuna publica en Toledo un método de
oración que marcará profundamente a Teresa de Avila. Los recogidos son el
pan nuestro de cada día. Esta oración personal consiste en un recogimiento
íntimo, con los sentidos cerrados al mundo, con un silencio interior que per-
mita la libre circulación del fervor. Santa Teresa de Avila y San Juan de la
Cruz son las figuras principales de la mística de su tiempo, y encarnan una
especie de edad dorada o punto culminante de la misma. Santa Teresa, nacida
en 1515, es la reformadora del Carmelo. El Casttllo ú11enordescribe, en rea-
lidad, su propia experiencia de progresión hacia la interioridad. En esta obra,
el alma se compara a un castillo dividido en siete moradas, que corresponden
a otros tantos grados de la oración, que conducen al alma a un casamiento
espiritual; es decir, a la perfecta unión mística. La oración es fundamental
para Santa Teresa. La primera morada del castillo es la de la oración median-
te la meditación, un ejercicio para principiantes: la acompañan sentimientos
de paz y alegría, aunque a veces exige un esfuerzo de concentración, para con-
seguir dominar una situación que aún no es habitual. La oración de quietud
ejerce un férreo control sobre la inteligencia: "el entendimiento deja de razo-
nar y se ocupa exclusivamente del disfrute de Dios". El alma se baña en el
silencio y descansa en Dios. Este estado puede dar lugar a algunas dudas:
cuando el místico lo experimenta sabe que se encuentra en la órbita de Dios,
pero puede ocurrir que se pregunte por la naturaleza de esta experiencia. La
El stlencio en la tradición cristiana 163

oración de unión supone el alejamiento de las cosas del mundo, y una actitud
de vigilia en el seno mismo de Dios. Hay que decir que no se adquiere de
golpe, sin que asomen las dudas, pues se trata de una gracia. El éxtasis es la
última etapa; no difiere de la anterior más que en la intensidad y la duración
de sus efectos. A partir de entonces, el lenguaje es imposible, el alma se man-
tiene en silencio, y disfruta de Dios. Por supuesto que la oración no tiene, para
Santa Teresa, un horario o un plan de trabajo: es una continua conversación
con Dios. También exige una actitud de silencio exterior para no perturbarla.
La regla primitiva del Carmelo insistía en la observancia del silencio en la
vida común, y prevenía contra los discursos inútiles. Santa Teresa es particu-
larmente rigurosa en este punto: "En el tiempo en que las monjas no estén
ocupadas en las actividades de la comunidad, ni en las tareas de la casa, que
cada una permanezca sola en su celda o en la ermita que la Priora le haya asig-
nado". Proscribe asimismo la existencia de una sala común, que podría inci-
tar a las religiosas a romper el silencio. La vida en Dios se consigue, sobre
todo, a través de la oración mental y el oficio divino. La contemplación es hija
del silencio que nace de la disciplina y del recogimiento.
San Juan de la Cruz está profundamente marcado por su encuentro con
Santa Teresa de Avila. Sus obras describen perfectamente la ascensión pro-
gresiva del hombre hacia Dios. La experiencia mística es una experiencia de
amor en Dios. Las imágenes platónicas abundan en Juan de la Cruz, y con-
cretamente la del camino que recorre el alma hacia un Dios inefable, a través
de la disolución de lo sensible y lo pensable. En la línea de la teología místi-
ca de Dionisia, escribe: "Dios es incomprensible y está por encima de todo:
por eso tenemos que ir hacia Él por la vía de la negación"." En una carta a los
carmelitas de Beas (22-11-1587), escribe que "lo más urgente es hacer guar-
dar silencio al apetito y a la lengua cerca de este gran Dios, pues el único len-
guaje que entiende es el del amor silencioso". El silencio para escuchar a
Dios, para estar disponible de cara a su presencia, es esencial: "Lo mejor es
aprender a poner las potencias en silencio, y acostumbrarlas a callarse, para
que Dios hable ... Es lo que ocurre cuando el alma viene "en soledad y Dios le
habla a su corazón"." La mística de San Juan vive atormentada por la impo-
sibilidad de alcanzar a Dios mediante los conceptos o, incluso, mediante los
sentimientos; camina hacia la unión de amor con Dios, utilizando la noche de
los sentidos y del espíritu. El alma, en su avance hacia Dios a pesar de que no
puede comprenderlo, progresa en la noche oscura. San Juan de la Cruz sim-
boliza el misterio de la trascendencia de Dios, valiéndose de la imagen de la
montaña tenebrosa, cuya cumbre escala el místico. Dios está en lo más alto de
164 Las espirirua!tdades del silencio

ella, rodeado de una nube, en la oscuridad de la nada. La noche es una ima-


gen del silencio, de la desaparición de todo materialismo sensible. El hombre
está absolutamente desprovisto ante la majestad divina. "Cuanto más elevadas
y luminosas son las cosas de Dios, más desconocidas y oscuras nos resultan".
El místico conoce, a su vez, la experiencia de Moisés en el Sinaí o de Elías en
el monte Horeb: una iluminación ante la que el entendimiento no sabe qué
decir, pues se queda sin voz. "Jeremías nos muestra la impotencia para mani-
festar la presencia de Dios, y para hablar coherentemente, cuando, después de
haberle oído, no sabe qué responderle. La impotencia interior -es decir, la del
significado interior de la imaginación-, lo mismo que la impotencia exterior
o del lenguaje, se manifiesta igualmente en Moisés con motivo del episodio
de la zarza ardiendo. No solamente le dice a Dios, con el que ha venido a
entrevistarse, que ya no podía hablar y que nunca lo conseguiría, sino que,
como aparece escrito en los Hechos de los Apóstoles, no se atrevía a mirarle
interiormente con la ayuda de su imaginación".27 La mística de la travesía de
la noche de los sentidos es la del espíritu, que desemboca en lo inefable del
encuentro con la tiniebla luminosa que disipa toda palabra. Pero la quiebra del
entendimiento es un triunfo de la fe, que es la única que está en condiciones
de hacer frente a esta experiencia.

Multitud de silencios

El silencio es un hilo conductor en el mundo de la mística, aunque tenga dis-


tintos significados en función de las tradiciones religiosas. La reseña de las
incontables variantes que se dan en las diversas espiritualidades, propiciaría
tal cantidad de ejemplos que rebasaría nuestro propósito. Nos contentaremos
con aportar algunos casos, que son fruto de la investigación.
El islam profesa la unidad y la inaccesibilidad de Dios ante cualquier medio
humano. Dios permanece al margen de la inteligencia. Los místicos que inten-
tan aproximarse a Él por métodos particulares se sitúan en los límites de la
ortodoxia. El propio profeta condena el ascetismo y aconseja la búsqueda de
la salvación en la vida ordinaria. El sufismo es la versión musulmana de la
mística. Se llama así por la vestidura de lana que se ponen sus adeptos. Pero
es difícil hablar de él en singular, pues se encuentra dividido, y su propia his-
toria multiplica las perspectivas desde las que puede abordarse. Bajo la auto-
ridad del maestro, cada cofradía posee su estilo propio; el sufí se sumerge en
la concentración espiritual, y diversas formas de ascetismo intentan separarle
Mu!tirud de silencios 165

de las ataduras de este mundo. El dhilcrde los sufíes, como el hesicasmo, des-
cansa en la representación muda u oral, sin fin, del nombre de Dios; o de una
fórmula que testimonie toda su fuerza, acompañada por unos movimientos
regulares del cuerpo y una respiración que haga más expresiva su emisión.
Búsqueda de la purificación de todo lo que no es Dios, mediante la puesta en
silencio de la actividad mental y de la oración (Gardet, 1952, 642 sq.).
Instauración de un silencio radical en uno mismo, para estar sólo a la escucha
de Dios. La oración emana del corazón y se formula al sentir la presencia divi-
na, en solitario o introduciéndose en el contagio afectivo del grupo. La for-
mación mística, bajo la dirección del cheylch, es sumamente ardua. Exige ayu-
nos, vigilias, votos de silencio, ejercicios de meditación individuales o colec-
tivos, y tiene lugar en unas condiciones de extrema pobreza, muy rigurosas
desde el punto de vista de las necesidades corporales. El místico está en una
permanente guerra santa consigo mismo. Louis Gardet (1970, 113) distingue
dos grandes vías en el sufismo: la de la "unicidad de la Presencia testimonial"
(wahdat af-shuhud), y la unión con Dios en el éxtasis, pero por amor y no por
esencia o sustancia.
El ejemplo más conocido de esta búsqueda es el que aporta al-Halláj: "La
esencia de la Esencia de Dios es el amor", dice. La personalidad del místico
se disipa, y se deja revestir completamente por los caracteres divinos. La
experiencia es inefable. "Tengo en mí un amigo, y le visito en los momentos
de soledad. Está presente, aunque no se le pueda ver; y no me verás nunca
poner mi oído para percibir su lenguaje con ruidos de palabras. Éstas no tie-
nen vocales ni elocución, ni tampoco la melodía de las voces", dice al-Halláj.
La segunda vía descrita por Gardet está ilustrada, principalmente, por
Bistámi, y se inscribe en una búsqueda de intensa "unicidad del Ser" (wahdat
af-wuj1íd); deja de lado el amor y pretende, sobre todo, un acercamiento a
Dios mediante la negación. El espíritu se abole (/anci), pero para ganar la
"nube primordial". "Me he quitado las escamas de mi yo, como una serpien-
te se despoja de su piel; después, solo ante mi esencia estaba yo, Él" (Gardet,
1970, 102).
Identificación con Dios en el acto de la existencia; y unidad no con Dios
sino con lo indecible que le rodea. "Se disfruta de la "perfección de la llega-
da", y se encuentra en el "mar del ser". Esto significa que se está unido a Dios
existiendo en Él, y que así es como se llega al término de su búsqueda místi-
ca: el sufí nunca irá más lejos, y no sufrirá jamás lo que cierta literatura sobre
la mística llama la fusión con Dios" (Keller, 1996, 45). El acceso al orbe divi-
no conduce también a lo inefable. Pero el silencio tiene, sin duda, menos
166 Las espiriruabdades del silencio

importancia en la tradición religiosa musulmana que en la del cristianismo; el


Corán y la lengua árabe, considerada como el idioma de Dios, privilegian la
palabra en la relación con lo divino. Sin embargo, la recitación del Corán
incluye momentos de silencio entre los diferentes versículos, para que el cre-
yente se impregne mejor del texto, y pueda meditarlo en profundidad.
La tradición judía concede un lugar más eminente al silencio. Filón es el pri-
mer hito de la mística judía; concretamente por la importancia que tiene, para
él, el episodio de Moisés en el Sinaí (Éxodo, 24-12,18), la confrontación
gozosa con la invisibilidad de Dios, y con la necesidad de pasar por la Tiniebla
para acercarse a Él. El místico se encuentra inevitablemente con lo inefable en
su camino. Según Scholem (1977), son dos las corrientes que dominan, a este
respecto, la tradición judía: una privilegia el esoterismo y la gnosis, y la otra
se funda, sobre todo, en el sentimiento religioso, en la devoción. La primera
está influida por los capítulos del Génesis y, especialmente, por el episodio de
la visión de Ezequiel de la carroza cósmica de Dios. La travesía de los siete
palacios celestiales conduce, después de una serie de peripecias, al silencio de
la contemplación. Pero, para los místicos judíos, la distancia que separa al
hombre de su Creador no se llena jamás. Lo que en última instancia se busca
no es la fusión, sino la adhesión a todo el poder divino que se encuentra tras
el éxtasis. Sin embargo, lo que buscan algunos místicos es esto último.
Abulafia, por ejemplo, hacia finales del siglo XII, prosigue su camino con la
meditación acerca de las letras del alfabeto hebreo, toda vez que forman el
nombre de Dios, a fin de provocar un estado de conciencia que permita al
hombre dar el salto que le libere de su arraigo terrenal para poder llegar al
éxtasis. Para la Cábala, el lenguaje divino es la condición misma del mundo:
las cosas sólo existen en la medida en que participan del Nombre Divino, y es
ahí de donde sacan su sustancia. Al concentrarse en las letras, el místico con-
sigue crear un nuevo estado de conciencia que permite disfrutar de Dios. En
las múltiples corrientes de pensamiento que se dan en la mística judía, el
silencio traduce principalmente el sentimiento de lo inefable.
Escribe Maimónides que "todos los filósofos dicen: Estamos deslumbrados
por su belleza, y se zafa de nosotros por la propia fuerza de su manifestación,
lo mismo que hace el sol ante nuestros ojos, que resultan demasiado débiles
para percibirlo ... Lo más ilustrativo que se ha dicho sobre esto son las pala-
bras del salmista ... "Para ti, el silencio es la alabanza" (Salmos, 65,2). Es ésta
una frase sumamente elocuente; pues digamos lo que digamos con el fin de
exaltarle o glorificarle, siempre acabaremos encontrando algo de ofensivo res-
pecto a Dios, y no dejaremos de ver una cierta imperfección. Es mejor, por
Multitud de silencios 167

tanto, callarse y limitarse a las percepciones de la inteligencia, como, por otra


parte, han recomendado los hombres perfectos, cuando dicen: "Hablad en
vuestro corazón, en vuestro lecho, y permaneced silenciosos" (Salmos, 4,5)".
El hasidismo es un movimiento de fervor, lleno de palabras, cantos, bailes,
gritos, oraciones, cuentos, pero también de silencio. Dios está cercano al hom-
bre y nunca le abandona; se le ama con pasión, y se le tiene presente en todos
los detalles de la vida cotidiana. Esta corriente, netamente popular, no sólo no
rechaza las gnosis esotéricas sino que, incluso, se inspira en ellas, aunque
imprimiéndoles un cierto giro en el sentido de la piedad. E. Wiesel cita el caso
de la comunidad de Worke, una pequeña aldea cercana a Varsovia, donde los
fieles venían para estar callados, para recogerse en silencio junto al rabí, y
conseguir que el corazón rebosase oración por todas partes. Un invitado cuen-
ta lo ocurrido en una comida de Shabbat, durante la cual no se pronuncia nin-
guna palabra. La sombra va invadiendo poco a poco los rostros de los hasi-
dim. En un momento dado, "no se oía más que el silencio que emanaba del
rabí, al que se añadía el nuestro, grave y noble, conmovedor y vibrante de
belleza, de amistad: muy pocas veces habíamos conseguido una comunión
similar". El rabí pide que se realice conjuntamente la bendición con la que
concluye la comida. Y el hombre que cuenta esta historia acaba diciendo: "Ah,
qué gran lección recibí ese día ... El Maestro me sometió a un interrogatorio
severo y riguroso, hasta el punto de sentir cómo se conmovía mi corazón,
cómo estaban mis venas a punto de estallar... Pero superé el examen, supe res-
ponder a sus preguntas ... Ah, qué lección, qué lección ..." (Wiesel, 1981, 189-
190). El rabí Menzel reunió a unos discípulos a su lado, y se calló mientras
avanzaba la noche. Al alba, se levantó y dijo: "Dichosos los que saben que el
Uno es uno y único ... El silencio es bueno, incluso vacío; las palabras, no; y
si están vacías, sobran" (Wiesel, 1981, 207). El rabí Nahman de Bratzlav, del
que se decía que su silencio en medio de una muchedumbre se oía de un extre-
mo al otro del mundo, pedía a sus discípulos una hora diaria de soledad y
silencio. El rabí Levi-Yitzhak de Berdichev manda llamar un día a un joven
maestro llamado Aarón. El emisario tiene dificultades para convencerle de
que fuese. El rabí le recibe con un afectuoso "Bienvenido rabí Aarón". El
joven se queda desconcertado ante semejante honor, pero acepta la invitación
del maestro para sentarse enfrente de él. Pasan dos horas sin que ninguno de
los dos hombres pronuncie una sola palabra. En un momento dado, y sin pre-
vio acuerdo, una sonrisa ilumina sus rostros. Se separan sin decir nada; ni uno
ni otro revelan el contenido de su intercambio silencioso, pero Aarón se con-
vierte al poco tiempo en el rabí Aarón. (Wiesel, 1972, 110). Wiesel afirma que
168 Las espiritualtdades del sttencio

se siente muy cerca de Worke por su silencio, que recuerda a otro silencio, "el
de comunidades enteras que a través de un continente en llamas, en un plane-
ta en cenizas, se dirigen hacia la muerte, lentamente, en silencio y recogi-
miento, sin esperar nada de las palabras ni, tal vez, del silencio ... Soñadores,
obreros, niños ... ni gritan ni lloran. Caminan y caminan, dejando tras de sí un
silencio que les sobrevivirá. Un silencio completo, absoluto ... Y yo sé lo que
representa: una llamada, un grito forjado por un pueblo para ofrecérselo a la
noche, al cielo; la ofrenda de una humanidad que ha llegado al límite del len-
guaje, de la creación, más alla de un secreto que permanece indescifrable"
(Wiesel, 1981, 208).
El pensamiento budista se inscribe en otra dimensión espiritual. Rechaza
toda referencia a un absoluto e insiste principalmente en la búsqueda de la
vacuidad, en la captación de la insustancialidad de los fenómenos y de la pro-
pia persona. La existencia es sufrimiento, y liberarse de él es el objetivo, evi-
tando el principio de las reencarnaciones sucesivas. El adepto es invitado a
percibir el mundo bajo la forma de un flujo desprovisto de sentido, efímero en
sus manifestaciones, y a separarse de él atravesando el velo de la ignorancia.
El sabio es el que se desprende de sus ataduras terrenales por medio de la con-
templación, y llega a fundirse en el orden cósmico mediante el despertar. Todo
hombre es "naturaleza de Buda", y susceptible de liberarse de su forma empí-
rica actual que le da un rostro y una identidad social. Buda no es una perso-
na, sino un estado de alerta, de no-dualidad. El ser se disuelve en el 11i11Jana,
una forma de silencio absoluto que el propio Buda se niega a definir. "Estaba
Buda un día en el monte de los Buitres, predicando a una congregación de
discípulos. En lugar de recurrir a una larga exposición oral para explicar la
cuestión que trataba, se limitó a levantar ante la asamblea un ramo de flores,
que le había ofrecido uno de sus discípulos. Ninguna palabra salió de su boca.
Nadie comprendió el significado de esta actitud, salvo el venerable
Mahákásyapa, que sonrió plácidamente al Maestro, como si entendiese per-
fectamente el sentido de esta enseñanza silenciosa. Éste, al percatarse, pro-
clamó solemnemente: "Tengo el más preciado tesoro espiritual, que en este
momento os entrego, ¡oh, venerable Mahákásyapa!"." El silencio está más
allá de la pregunta y la respuesta, en la trascendencia del lenguaje, y fuera de
toda ilusión. Un día, un discípulo preguntó a Buda si podía expresar la verdad
sin emitir la más mínima palabra. Al mantenerse en silencio, Buda ya le esta-
ba respondiendo.
El dominio de la palabra es una de las reglas capitales exigidas a los novi-
cios budistas, a su entrada en el monasterio. Dominio de los sentidos, retiro
Multitud de silencios 169

fuera de la turbulencia del mundo. El monje budista, que utiliza la palabra con
moderación, está sometido a las reglas de silencio que rigen la organización
de su monasterio. Por medio de la meditación, se libera de la palabra y de todo
lo sensible; de manera que el silencio le parece sumamente necesario. "Es
bueno controlar el ojo, la oreja, la nariz y la lengua. Es bueno controlar el
espíritu ... El bikkhu (monje) que se controla absolutamente se libera del sufri-
miento. El bikkhu que controla su lengua, mide sus palabras, y no es víctima
de la vanidad, interpreta la doctrina sabiamente, y sus palabras son dulces"
(Mayeul, 1985, 168).
El zen se apoya en esta doctrina; renuncia igualmente a dar un sentido a las
cosas, y considera que éstas son unas variantes de la vacuidad. No se trans-
mite por medio de un discurso inteligente, sino bajo la égida de un maestro.
La iluminación descansa en elementos que, a veces, son insustanciales, bana-
les. Por ejemplo, un sonido súbito que adquiere un significado que turba al
hombre y lo despierta; una piedra que cae, el chillido de un pájaro, una tor-
menta, etc. Pero el satoritambién está en la relación singular que se estable-
ce entre el maestro y el discípulo, gracias a la mediación del koan; es decir,
un enigma aparentemente absurdo, en el que debe concentrarse el meditador,
poniendo a contribución todos sus recursos intelectuales y morales. "¿Qué
sonido tiene una sola mano?", por ejemplo. Sometido a una paradoja o al tran-
ce de ser incapaz de responder, el novicio experimenta una gran perturbación.
El objetivo es desbaratar la inteligencia, la creación íntima de un caos del sen-
tido de las cosas. Pero la resolución de un solo enigma supone la resolución
de todos. Las cuestiones se reflejan como en un espejo, esenciales y triviales
a la vez; y vienen a decir que sólo el silencio tiene la última palabra, y que lle-
nar el mundo de palabras no es suficiente. Una historia zen cuenta los inten-
tos desesperados de Toyo, un novicio, para resolver el koan del ruido que hace
una sola mano. En su habitación, mientras medita sobre la cuestión, oye la
música de unas geishas, y cree que ha encontrado la solución. Al día siguien-
te, va a ver a toda prisa a su maestro y le dice que la clave del enigma está en
la música que oyó en la víspera. El maestro le responde que está equivocado,
y reprende al discípulo con dureza. Como se imagina que un ruido semejante
debe ser casi inaudible, el muchacho se instala en la naturaleza para meditar.
Al escuchar el murmullo de un arroyo entre los árboles, piensa que tiene al fin
la solución. Pero su maestro, una vez más, le desengaña. El joven sigue bus-
cando, creyendo oír en los chillidos del búho o en la agitación de las hojas el
ruido de una sola mano. Pero su maestro no se deja embaucar, y le dice al
discípulo que siga buscando. Por último, el novicio, que ha ganado en madu-
170 Las espirir11a!tdades del silencio

rez, entra en meditación y olvida todos los sonidos. E<; entonces cuando oye
el ruido de una sola mano (Wilson Ross, 1976, 84).
El maestro Rinzi ayudaba, a veces, a sus discípulos, paralizados por la bús-
queda ansiosa de una resolución del koan, con un grito repentino que producía
en ellos un satori. Le llamaba el grito "silencio". No hay aquí ninguna con-
tradicción, toda vez que la sorpresa pone fin a una fuerte tensión intelectual,
que conduce al silencio mental del discípulo. La iluminación liberadora pro-
voca el brote de otro estado de conciencia, que se abre a la vacuidad del
mundo. El satori es apertura al infinito, "comprensión en el saber del no-
saber" (Ueda, l 995, l 3). El que medita se libera de la ilusión de la concien-
cia personal, del elemento psicológico, de toda pasión; se emancipa de cual-
quier deseo, y se percibe como un elemento del cosmos. El que así actúa
alcanza entonces el silencio mental, cuyo grado más alto es el moku -palabra
japonesa que significa "callarse absolutamente"-, un estado en el que a veces
se habla, pero dentro de una apertura limitada (Ueda, 1995, 15-6). La libera-
ción se opera donde se encuentra el individuo, sea cual fuere su trabajo habi-
tual. Pescador, campesino, pintor, profesor, todos viven su vida con una con-
ciencia mayor, y encuentran su liturgia en el centro de cada acto de su vida
cotidiana.
Los maestros zen repudian cualquier intento por apropiarse del exterior, ya
sea mediante el discurso o la inteligencia; un significado que se hurta perma-
nentemente a quien no echa una buena red en la corriente tumultuosa del
mundo. "La idea de los maestros es mostrar la vía en la que debe experimen-
tarse la verdad del zen; pero esta verdad no puede encontrarse en el lenguaje
que emplean, y que empleamos todos para comunicar las ideas. Cuando hay
que recurrir a las palabras, el lenguaje sirve para expresar sentimientos, esta-
dos de ánimo, actitudes íntimas, pero no ideas. Acaba convirtiéndose en algo
completamente incomprensible, cuando buscamos el sentido de las palabras
de los maestros, creyendo que estas palabras contienen ideas ... El sentido no
debe buscarse en la propia expresión, sino en nosotros mismos, en nuestro
propio espíritu que comparte la misma experiencia" (Suzuki, TI, 1972, 370).
Al no conseguir comprender la auténtica verdad, ésta no es más que un refle-
jo superficial; y la palabra del maestro o su silencio no son más que signos,
que sirven para constatar un suceso, pero no para comentarlo.
El relato de un filósofo alemán, E. Herrigel, residente en Japón y que desea
iniciarse en el tiro con arco, revela la sobriedad de palabra, la fuerza que tiene
la presencia de un maestro, que suele estar en silencio, que no ofrece ninguna
verdad, pero que acompaña las torpezas, las reticencias de un hombre que
Multitud de silencios 171

intenta explicar su propia verdad mediante el manejo del arco. La experiencia


humana exige una tensión, un esfuerzo personal que permita arraigar de forma
duradera los efectos, y asimile la formación para una iniciación, para el reco-
rrido de un camino que no permite la vuelta atrás; pues en su progresión, ha
logrado transformar la antigua percepción que tenía el hombre de las cosas.
La construcción de una relación con el mundo no tiene punto de comparación
con la repetición de una verdad absoluta, que no deja ninguna opción al adep-
to. Allí donde el ciudadano occidental cree ver en el tiro con arco una habili-
dad puramente técnica, la tradición japonesa hace de ello una lectura ontoló-
gica. El error fecundo de Herrigel le lleva a elegir el tiro con arco, porque es
ya un experto tirador con fusil y con pistola. Pero la tradición zen considera
esta actividad "no como una habilidad deportiva que se adquiere mediante un
entrenamiento físico constante, sino como un poder espiritual que se deriva de
unos ejercicios, en los que es el espíritu el que fija el objetivo; de manera que
al poner el punto de mira en éste es el arquero el que se apunta a sí mismo,
con la duda de si quizás llegará a alcanzarse" (Herrigel, 1981, 14 ). El tiro con
arco no es un fin en sí, sino un medio susceptible de explicar las vetas más
profundas del hombre, de invitarle a que tome conciencia de sus recursos inte-
riores. Se trata, con esta experiencia, de "llevar a cabo algo en uno mismo" (p.
18). El cometido no consiste en un ejercicio de paciencia para adquirir la habi-
lidad necesaria, sino un recorrido penoso en sí mismo, donde se produce una
lucha feroz entre los múltiples elementos en los que está inmerso el hombre:
se trata de un asunto de vida o muerte. "Nosotros, los maestros del tiro con
arco, decimos: ¡un golpe, una vida!". El hombre no sale indemne del trance,
pero si se ha implicado en esta actividad es precisamente para transformarse.
El desarrollo del acto prima sobre el resultado que se persigue: lo esencial no
es tanto éste como la forma de actuar. Lo que se busca es la perfección, que
elimina entonces la posible futilidad del gesto. No importa qué acto de la vida
cotidiana conduce a la estrecha puerta que se abre a lo esencial, y cuyo umbral
ha de traspasar el individuo. La sacralidad, que capta así el más mínimo gesto,
depende de la calidad de silencio que se desprende de la acción. La ceremo-
nia del té es muy ilustrativa a este respecto. Escribe Okakura Kazuzo que "es
para nosotros una religión del arte de la vida, más que una idealización de la
forma de beber. La ceremonia fue un drama improvisado, que se planificó en
torno al té, las flores y las sedas pintadas. Ningún color vino a perturbar la
totalidad de la pieza, ningún ruido alteraba el ritmo de las cosas, ningún gesto
deshacía la armonía, y ninguna palabra interrumpía la tranquilidad del entor-
no: todos los movimientos se desarrollaban con sencillez y naturalidad"."
172 Las espirirua!,dades del si/encio

Al aplicar su voluntad en un punto concreto, al buscar una perfección inte-


rior, el hombre accede al sentimiento de lo universal, y se libera de los condi-
cionamientos anteriores para alcanzar otra dimensión de la realidad. En este
sentido, el tiro con arco, el arte floral, la ceremonia del té, la realización de
una obra de arte o cotidiana, pueden ser también caminos; pues en la medida
en que el silencio acompaña a la búsqueda, ésta pone al hombre en contacto
con significados que sólo le pertenecen a él. El dominio de una técnica con-
creta supone una apertura al mundo si la trama responde a una cierta auto-
nomía individual. Si el maestro está presente, como en la experiencia de
Herrigel, acabará imponiéndose éste menos por su palabra que por su presen-
cia silenciosa y exigente; no tanto por sus lecciones como por su ejemplo. No
es un maestro de la verdad, sino un maestro del significado ( JJtd iefra). Sus
gestos o su mirada impregnan el espíritu del novicio con su envoltura de silen-
cio. No es que sea mudo (aunque puede serlo), sino que el uso que hace de la
palabra se limita simplemente a indicaciones de detalles, a frases sibilinas:
una forma de recordar que está presente, y que no elude su labor, pero que aún
no ha llegado la hora del discípulo. Menos para dar algunas indicaciones
enigmáticas, suele estar callado, y la fuerza de su silencio hace mella en el
novicio, al que se incita a ensimismarse más. Con flema, con paciencia, sin
alzar la voz, cumple su tarea ofreciéndose como modelo, o mejor, como un
reflejo idealizado por el adepto. No se considera como un fin en sí, un objeti-
vo a alcanzar, sino un simple medio, un descanso para el otro en el camino
que cada uno traza con sus propios pasos. Lo fundamental para los maestros
zen no es atesorar un saber, sino conocerse a sí mismo, escapar de la angustia
y las contradicciones que forman parte de la multiplicidad que caracteriza al
hombre, a fin de desenvolverse con conocimiento de causa. Educación de la
lucidez, que aprende a abrir los ojos cada vez más grandes sobre un mundo
cada vez más extenso, que reserva la mejor parte al silencio.
Las tradiciones orientales evocan, a veces, la imagen de una música silen-
ciosa que se dirige al espíritu, e invita al recogimiento, a dejar libre el cami-
no interior. Las sonoridades del silencio abren otra dimensión de la realidad,
una vía espiritual, en la que la escucha es distinta, al margen del mundo. Los
músicos del silencio encaman sólo la estrecha puerta que se abre sobre el más
allá de las apariencias. En la China de los años treinta, la búsqueda de
Kazantzaki le lleva a un templo de Pekín, donde asiste a un concierto silen-
cioso. Los músicos ocupan su lugar, ajustan sus instrumentos. "El viejo maes-
tro inicia el gesto de golpear sus manos, pero sus palmas se detienen justo
antes de tocarse. Es la señal que abre este sorprendente concierto mudo. Los
Multitud de silencios 173

violinistas levantan sus arcos y los flautistas ajustan los instrumentos en sus
labios, al tiempo que sus dedos se desplazan rápidamente por los agujeros.
Silencio absoluto ... No se oye nada. Es como si fuese un concierto que tuvie-
se lugar muy lejos, en medio de las sombras, en la otra orilla de la vida; y
donde, a pesar de ello, se ve actuar a los músicos en un inmutable silencio"."
Sin embargo, la inquietud se impone al escritor, demasiado extrañado como
para aceptar la solemne comunión del auditorio. Cuando termina el concier-
to, Kazantzaki pregunta a su vecino de localidad. El hombre le responde son-
riendo: "Para los oídos expertos, el sonido es superfluo. Las almas liberadas
no necesitan acción. El auténtico Buda no tiene cuerpo". El virtuoso oriental
toca en silencio la cuerda de su instrumento; el sonido que emite no se oye
con los oídos carnales: requiere una audición interior, más sutil, que exige,
según la tradición, una educación y una pureza espiritual que no se adquiere
fácilmente. Un monje, que le pide a Chu-Chan que le toque una melodía con
su arpa desprovista de cuerdas, se lamenta de que no oye nada. "¿Por qué -Ie
respondió Chu-Chan- no me has pedido que tocase más fuerte?". J. Pezeu-
Massabuau hace asimismo referencia a antiguas fiestas japonesas donde se
daban, en secreto, conciertos de silencio: "Los músicos cogían sus instru-
mentos, y mimaban los gestos de la ejecución sin emitir ningún sonido, pues
no se podía perturbar la santidad del momento, ni con el murmullo más armo-
nioso siquiera. Cada uno escuchaba, y lo que oía en él nadie habría sabido
repetirlo." (Pezeu-Massabuau, 1984, 84 ).
El hinduismo distingue en el interior de la persona un principio de perma-
nencia: el arman (el Sí) entroncado con el bralzman (lo Absoluto). El mundo
no es más que apariencia, ilusión de los sentidos y del pensamiento. La per-
sonalidad es un sueño. El místico se sirve, pues, de su ser empírico para des-
gajar su ser verídico, y realizarse en su relación con lo absoluto. El objetivo
es liberarse de la samsdra, la transmigración infinita de todos los seres vivos,
y escapar así de la exclavitud de la necesidad de renacer agotando el karma
(la ley de retribución de los actos que determina los renacimientos sucesivos),
por los méritos espirituales acumulados. Si en la interminable sucesión de
nacimientos y muertes el individuo no existe, recupera aquí su importancia
personal. El fin último es reconocer en sí una identidad esencial entre el
arman y el brahman. "Este arman. que está por encima de mi corazón, es más
pequeño que un grano de arroz, que un orzuelo, que un grano de mostaza, que
un grano de mijo, que el núcleo de un grano de mijo. El propio arman. que
está dentro de mi corazón, es más grande que la tierra, más grande que el
cielo, más grande que todos los mundos... Es el brahman mismo"
174 las espiritua!tdades del si/enero

(Monchanin, Le Saux, 1956, 29-30). Diferentes vías conducen a la liberación:


las prácticas ascéticas, la búsqueda del conocimiento, la devoción a un gurú.
La experiencia espiritual de la India está marcada por el yoga, una "técnica de
inmortalidad" (Éliade) con la que el místico intenta alcanzar la liberación.
Yoga significa "unión". El yoga de Patanjali pide concretamente el cese "de
las actualizaciones fluctuantes de la materia pensante"; es decir, el silencio
mental, unido a una existencia virtuosa, a una higiene vital, al dominio de la
respiración, un entrenamiento corporal a través de las diferentes asanas. La
meditación, que se realiza en un punto situado en el propio cuerpo o en el
exterior, debe conducir al samad/u, un estado en que la dualidad entre el
mundo y uno mismo se abole. Pero el éxtasis es progresivo, se va borrando la
vida intelectual, la vida afectiva, el propio sentimiento de la existencia, hasta
llegar al último escalón del trayecto espiritual. Según las doctrinas, raramen-
te se alcanza la liberación de un tirón, sino de un modo progresivo, hasta con-
cretarse después de la muerte. El "liberado-vivo" es una especie de santo al
que no le interesa el mundo, está al margen del deseo, ajeno a cualquier pre-
ocupación. "Disfruta sin descanso de la Liberación, zambulléndose constan-
temente en un lago de beatitud innata, que es la suprema realidad de Siva"
(Renou, 1970, 64). Al ser la multiplicidad de los seres una emanación pro-
gresiva de Brahman, el principio fundamental, la liberación consiste en el
retomo a la unidad primordial, lo que da lugar a la abolición del místico como
persona. No subsiste ninguna huella kármica. Las palabras ya no tienen sen-
tido, y el Liberado encama un silencio que le acerca al brahman.31
En el camino hacia el despertar, el gurú es a veces un relevo necesario, aun-
que sólo llegue en el momento en que el alumno está dispuesto a oírle o
seguirle. Es el maestro espiritual (gu: tiniebla, ru: suprimir) que enseña el
camino a sus discípulos mediante la palabra, aunque también con el silencio.
Muchas veces da su lección sin pronunciar una palabra: "Rindo homenaje a
Shri Dakshinárnñrti, presente bajo la forma de mi gurú, sentado en el suelo a
la sombra de este árbol sagrado. Qué hermosa es esta visión: a la sombra de
este árbol sagrado están sentados los discípulos mayores y su gurú juvenil.
Los comentarios se realizan sin palabras, y las dudas de los discípulos se
resuelven" (Keller, 1996, 394).32 Son los actos del hombre los que hablan, su
saber estar, la estela que le acompaña, y que provoca, de entrada, la adhesión
o el rechazo. Su enseñanza oral, si es que existe, es sólo la consecuencia en
palabras de lo que ya enseña la categoría de su presencia en el mundo.
Ramana Maharshi, por ejemplo, es conocido por su insistencia en el silencio
para la formación personal: "El silencio, dice, es elocuencia ininterrumpida.
Multitud de silencios 175

Es la emisión vocal que obstaculiza la otra voz, la del silencio. En el silencio


se entra en contacto íntimo con su entorno ... La Verdad está expuesta en el
silencio ... Éste es la forma más poderosa del trabajo espiritual. Sea cual sea la
extensión de la profundidad de las Shástras, fracasan siempre en sus efectos.
La tranquilidad caracteriza al gurú, y la paz prevalece en el fondo de cada uno
de nosotros. El silencio del gurú es la enseñanza espiritual más brillante. Es
también la forma más sublime de la gracia ... Cuando el gurú se mantiene en
silencio, la mente del que busca se purifica" (Maharshi, 1972, 77-346-457).
Jean Grenier relata así una reunión con un monje de Ramakrishna. El hom-
bre se puso en una postura de yoga. Los asistentes estaban esperando que
tomase la palabra, pero seguía callado. "De manera que el brahmán no habló
durante los primeros minutos; después de un cuarto de hora seguía callado, y
cuanto más tiempo duraba esta situación más se le escuchaba con un silencio
religioso. "Escuchaba", sí, esta es la palabra; se prestaba atención a lo que se
iba a oír... Todo el mundo parecía participar de esta serenidad sonriente, y
finalmente no oía nada ... Transcurrió una hora en esta situación, sin que se
tuviese la impresión de que existiesen ni el pasado ni el futuro: se vivía un pre-
sente permanente, que aunque se iba estirando nunca jamás se rompía"
(Grenier, 1982, 111-2). "Qué pensáis de un hombre que escucha durante una
hora una arenga espiritual, y se va luego sin sentir la necesidad de cambiar de
vida. Comparadle con otro que se sienta en silencio a los pies de un Sabio, y
se vuelve a su casa con una visión completamente diferente de la vida. Qué
método de comunicación es mejor: predicar en alta voz sin obtener ningún
resultado, o guardar silencio, y derramar en derredor una corriente de fuerza
espiritual que llegue a los demás" (Maharshi, 1972, 228). La iniciación por
medio del silencio es habitual en la India, y nadie discute la influencia que
tiene. Aunque el gurú intente transmitir un mensaje oral, la sobriedad de su
palabra sigue siendo esencial. La Brilzadarayalca Upanislzad indica que "los
sabios, los que conocen y realizan el bralzman, ponen en práctica su sabiduría
no utilizando muchas palabras, pues en éstas no hay más que inconvenientes".
El sannydsi, el monje errante, es un caminante solitario que no tiene com-
pañía; está, a veces, recluido en un bosque o en una gruta apartada, sin con-
tacto con los demás hombres, en un abandono absoluto. "Debe vivir sin fuego,
sin casa, sin placeres ni protección; ha de permanecer en silencio, y no abrir
la boca más que para recitar los Vedas, mendigando por el pueblo únicamen-
te lo que necesita para sobrevivir. En definitiva, sólo ha de dedicarse a seguir
una vida errante" (Mayeul, 1985, 164). El silencio del sannyiisi supone la
coronación de su soledad, pero si se calla no es sólo por ascesis, pues experi-
176 Los espiritualidades del siteucio

menta tal plenitud que le exime del uso de las palabras. Monchanin cita el tes-
timonio de un religioso hindú, que distingue tres formas de silencio en el
sannydsi. La primera, es un silencio de ascesis que se impone el hombre para
dominar la palabra y no abandonar su interioridad. La segunda, está princi-
palmente destinada a los demás, para librarse de sus incordios, o para disua-
dirles de cuestiones triviales. La tercera, es el silencio supremo, el que emana
de una dedicación absoluta a la interioridad (Monchanin, Le Saux, 1956,
129). En la India, todavía existen munivar, es decir, monjes entregados al
silencio, bien para toda la vida o bien durante periodos concretos. Gandhi se
mantenía en silencio todos los lunes. Aunque el sannyási hable alguna vez (al
ir, por ejemplo, de un ashram a otro, o para responder a las preguntas de un
visitante o un discípulo), no abandona el silencio interior que le habita, pues
al ser esto lo esencial no impide las palabras exteriores. R. Maharshi aporta el
ejemplo de las mujeres que llevan un cántaro en la cabeza, en las inmediacio-
nes de un río o un pozo. Hablan entre ellas pero tienen cuidado para que no
se les caiga el agua. Lo mismo sucede con el sabio que desarrolla varias acti-
vidades: no importa que hable con sus discípulos, "pues su mente está per-
manentemente concentrada en el brahman, el Espíritu supremo" (Maharshi,
1972, 177).

El maestro del sentido y el maestro de la verdad

Un discurso que desea llegar al otro, alcanzarle en profundidad, hasta el


punto de modificar su pensamiento o su relación con el mundo, tiene una gran
carga de silencio. Rechaza la palabrería y, más aún, la trivialidad. En este sen-
tido, posee una seriedad que le hace más incisivo y, por así decirlo, más inti-
mo. La reserva del maestro traduce ese momento en que la palabra es una
especie de modulación del silencio, y éste una especie de modulación de la
palabra. Dice M. Picard que "este hombre puede hablar y, sin embargo, el
silencio esta ahí; puede callarse y, sin embargo, la palabra está ahí" (Picard,
1953, 99). El maestro dispone del arte de aprovechar la parte fundamental del
silencio y de la palabra. Aunque su palabra rompa el silencio, parece, no obs-
tante, salida de la misma materia, y no sólo no le anula sino que se nutre de
él para hacerse más audible.
El silencio del maestro, o mejor diríamos, la calidad de silencio que impreg-
na sus palabras, propicia la apertura. Una pregunta del discípulo genera otra
del maestro, o su mutismo, a fin de que se mantenga la tensión de una bús-
El maestro del sentiao 177

queda, que se va forjando a lo largo de las experiencias, las dudas, los arre-
pentimientos del discípulo. La fórmula íntima de la existencia, su verdad infi-
nitesimal, no se alcanzan sin la experiencia de la libertad y el discernimiento.
Si el maestro respondiese a la pregunta (suponiendo que conociese la res-
puesta), privaría al discípulo de la prueba de verdad que da valor a su camino.
Una palabra que exima de la búsqueda ofrece una tranquilidad moral que no
tiene por qué garantizarse. La salida de uno mismo lleva consigo el fervor y
el dolor del enfrentamiento con el mundo. El maestro que acepta humilde-
mente ser una etapa más de esta búsqueda, se repliega para ofrecerse como
una sustancia de efecto inmediato en la alquimia del encuentro. Su intención
es que el otro encuentre en el silencio una respuesta que le valga, y que se
oriente en un camino que es el único posible. El maestro entonces no es maes-
tro de la verdad sino maestro del sentido, pues sabe que la singularidad de un
recorrido no debe hacerse cristalizar en un dogma, cuyas soluciones están ya
cuidadosamente catalogadas. La ausencia de respuesta a la cuestión es la
oportunidad que ofrece el camino a recorrer, y no su obstáculo.
En la búsqueda de sí, como lo pone de manifiesto la propia etimología del
término," el pavimento de la carretera no puede estar hecho más que de cues-
tiones interminables que se remiten unas a otras. El maestro de la verdad es,
de alguna manera, un maestro de la pereza, pues dice lo que conviene hacer y
pensar, evita las inquietudes. El silencio, por el contrario, provoca la escucha
y, por tanto, la vigilancia, la tensión de cara a un mundo, cuyas claves desco-
nocemos todavía, aunque cada señal se convierte en un indicio. La ausencia
de respuesta lleva a la búsqueda. El maestro pretende conducir a la revelación
a su alumno, del que no conoce su capacidad; tan sólo que es un contenido en
potencia, y que su actitud abierta constituye el único bagaje para ponerle al
día. Si formulase una palabra verdadera, fijaría, de una vez por todas, salvo
que no se le entendiese, un proceso que habría que seguir sin tregua. Si la ver-
dad es siempre singular, no puede reducirse a una lección o a una fórmula
repetitiva.
El silencio o el laconismo del maestro es una llamada al ser, a dejar que
surja en uno, aunque esto suponga duda o dolor, un intento propio de con-
quista del significado. Profundizar en la existencia no es encerrarla en una fór-
mula que la haga objeto de un estudio especializado. La tarea consiste, más
bien, en una iniciación, en una formación humana y en, como para el maestro
de la verdad, la inculcación de un sistema en que los protagonistas sean inter-
cambiables, en la medida en que lo único importante son las fórmulas que
transitan por ellos. Cuanto mayor sea el espíritu del discípulo, más recurre el
178 las espiritualidades del silencio

maestro al silencio o a un puñado de frases enigmáticas. Como actúa de una


manera global, el maestro llega a transformar cada acontecimiento de palabra
o silencio en un advenimiento personal del que le acoge.
El maestro del sentido enseña una verdad particular, el maestro de la verdad
enseña una vía única que debe hacer suya el discípulo. El primero desarrolla
la necesidad interior desde una perspectiva que ya estaba presente en su discí-
pulo, pero que sólo su silencio podía revelar como una evidencia hasta enton-
ces insospechada. El maestro del sentido sabe que no es más que un punto
entre dos opciones del discípulo, y una vez franqueado el umbral, éste sigue
su camino particular a su propio ritmo. La enseñanza implica una relación con
el mundo, una actitud moral más que una colección de verdades inmutables.
El objetivo no es la adquisición de una gran cantidad de saber, sino adiestrar-
se en el saber-ser. El silencio del maestro del sentido se funda en la acepta-
ción de su humildad, y en su convicción de que la única verdad es singular, y
que es decisivo que cada hombre, si desea ser transformado, acceda por sí
mismo a su conquista. La paradoja de su enseñanza es que tiene más conteni-
do lo que no dice que lo que hay en su palabra. La presencia silenciosa del
maestro del sentido es una garantía de exigencia para el confuso recorrido del
adepto, que avanza torpemente por un camino que sólo él puede emprender.
Un hermoso ejemplo de maestro tranquilo es el que da C. Juliet. Uno de sus
amigos le cuenta la visita que hizo al campo -donde tiene una pequeña casa-
Beckett, un hombre que casi no habla, pero que cuando lo hace no pasa desa-
percibido su discurso. Toda la tarde habían estado ambos hablando de pájaros.
"Pero cuando se marchó Beckett, todo había cambiado, no reconocía ya su
casa, el cielo, los árboles, y le parecía que las personas tenían otro aspecto (se
excusa por no poder hablar mejor, me confiesa que se trata de algo indefini-
ble, pero a mi no me cuesta demasiado esfuerzo entenderle, porque eso me
pasa a mí cuando estoy ante Bram Van Velde)."
La vida cotidiana mezcla también, a veces, la palabra de autoridad -que
impone, cierra, y casi no deja posibilidad de réplica- con la palabra plural,
que libera, abre e invita (Blanchot, 1969). Palabra de la verdad y palabra que
propicia el sentido. De la misma forma, habría que distinguir en el ámbito de
lo cotidiano, según las situaciones, el silencio de autoridad, que pretende clau-
surar el discurso y cuya altanería desprecia de entrada la réplica, y el silencio
abierto, que deja vía libre al intercambio. Hablando de una pariente, Charles
Juliet escribe "hay en ella un silencio tal, una disposición hacia el otro tan
grande; crea una atmósfera de paz, de bienestar tan extraordinarios que, a su
lado, puedo callarme o soltar simplezas, pues siento que nuestro contacto
Mística pr~/rma 179

tiene unas raíces muy profundas. Supongo también que, aunque las circuns-
tancias parecieran exigirlo, no necesitaría siquiera hablarle de una manera
más íntima"." La fuerte carga de la presencia ahorra las palabras superfluas,
y confiere también un deseo renovado de vivir. Invita a que encuentren su
lugar la palabra sobria y el silencio, para que pueda resplandecer toda una ple-
nitud de posibles significados.

Mística profana

La mística profana se desarrolla fuera de los sistemas religiosos, aunque se


sitúa bajo la órbita de lo sagrado. Conoce igualmente dos formas de silencio
que ya hemos visto más arriba: el silencio de puesta en forma del hombre, que
intenta fomentar una experiencia fuera de lo común, y el de la experiencia de
lo inefable, que lleva a callarse o a desenvolverse en silencio. La experiencia
interior de Bataille es muy ilustrativa a este respecto. Bataille había conocido
muchos éxtasis que vivía espontáneamente, o que preparaba minuciosamente
su llegada. Tras haber evocado uno de ellos, pasa a explicar su origen: "En la
pared de la apariencia, he proyectado imágenes de explosión, de desgarra-
miento. En primer término, había logrado hacer en mí el mayor silencio. Esto
me ha sido posible, más o menos, todas las veces que he querido. En este
silencio, muchas veces soso, evoqué todos los desgarramientos imaginables.
Representaciones obscenas, risibles, fúnebres, se fueron sucediendo. Imaginé
la profundidad de un volcán, la guerra o mi propia muerte. No dudaba de que
el éxtasis pudiera prescindir de la representación de Dios"." El místico profa-
no, por su parte, conoce también la necesidad del silencio mental, del cese del
entendimiento y la palabra para dejar que brote el silencio, que es el vivero
del éxtasis. Búsqueda de un vacío saturado de plenitud, de un embotamiento
del ser para liberar fuerzas ocultas y romper la sujeción de la identidad. Una
de las modalidades de desprendimiento de sí procede de las imágenes, aunque
otro recurso es el de la meditación sobre frases o palabras y, especialmente,
cuando éstas son "escurridizas". "No daré más que un ejemplo de palabra
escurridiza ... la palabra silencio. Este término, como ya he dicho, supone la
abolición del ruido que produce la palabra. Es, de todas las palabras, la más
perversa y la más poética: ella misma es la prueba de su muerte" (Bataille,
1954, 28).
La experiencia interior es una búsqueda deliberada del éxtasis fuera de toda
referencia confesional, siempre que se acepte que el universo de la noche del
180 Las espiritualidades del silencio

sentido no acaba, en última instancia, en el sentimiento de Dios. Es decir, se


trata de una última forma, para el pensamiento discursivo, de reanudar y sal-
var ti1 extremis el lenguaje. La nada del Ser que se ahonda en uno mismo no
debe encontrar ningún nombre, ninguna retórica para conjurar el poder corro-
sivo de su interrogación. Sumergido en la soberanía, "esta experiencia que
procede del no-saber permanece allí decididamente" (Bataille, 1954, 15).
Bataille rechaza la conclusión de la experiencia, que encuentra en lo inefable
de Dios un refugio finalmente tranquilizador. Hay, para el místico, un más allá
de la noche, un objetivo a alcanzar, un camino trazado que conduce a lo divi-
no. Para Bataille, no hay más que la pura experiencia de la noche, sin más allá,
un flujo sin fin de lo absurdo: "un doloroso desgarro, tan profundo que sólo
le responde el silencio del éxtasis". Allí donde el misterio experimenta la dis-
tancia que hay respecto a Dios en un momento gozoso, Bataille se pierde en
el abismo del no-saber, del derroche de la pura pérdida, donde no hay ningún
consuelo al final del camino, sino la incandescencia de la angustia, del pavor.
Dice Bataille que "en la experiencia interior, el enunciado no es nada, tan sólo
un medio, y si se me apura un obstáculo: lo que cuenta no es el enunciado del
viento, sino el propio viento" (Bataille, 1954, 25). Más adelante, sigue dicien-
do el mismo autor: "El terreno de la experiencia es lo único posible. Y, en últi-
ma instancia, como es lógico, no es menos silencio que lenguaje. No por
impotencia. El lenguaje y la fuerza para usarlo le vienen dados. Pero el silen-
cio voluntario sirve para expresar un grado mayor de independencia. La expe-
riencia no se puede transmitir si los vínculos de silencio, recogimiento, dis-
tancia no varían los que aquélla pone en juego" (Bataille, 1954, 42).

El silencio y lo sagrado

La experiencia de lo sagrado, cuando atrapa al hombre por completo, le deja


sin voz, sin palabras, penetrado por el Otro y, por tanto, expulsado de un
mundo conocido donde el lenguaje está acostumbrado a rendir cuentas.
Cualquier forma de trascendencia personal relaciona al hombre, que desea
comunicarla, con un fracaso del lenguaje y un recurso al silencio. El místico
rechaza lo impensable; gira e tomo a su experiencia como una mariposa alre-
dedor de la luz: si describe la luz está fuera de la quemadura, pero si se sitúa
en el corazón de ésta, ya no ve la luz. En consecuencia, hay que intentar
expresar la quemadura con los medios más modestos de la luz, o bien pasar
por el trance doloroso del testimonio. El sentimiento de lo sagrado invita a
El st!enero y/ o sagrado 181

extenderse ampliamente sobre lo inefable del acontecimiento, o a callarse ante


él. El silencio es la primera actitud del hombre ante el numinoso, que le des-
borda y conmociona. El análisis vale igualmente para las experiencias reli-
giosas, que codifican rigurosamente el sentimiento de lo sagrado. Como
hemos visto, la expresión privilegiada del silencio en la mística del silencio
es, en primer lugar, la de lo inefable. La dualidad se abole, la elevación del
alma alcanza la concreción absoluta del mundo que reside en el centro de
Dios. El abrazo de la interioridad hace difícil la transmisión oral del aconte-
cimiento, y reduce el lenguaje a algo insignificante. Mediante la práctica del
stlencio interior, el creyente busca hacerse más disponible a la presencia de
Dios, y despojarse del lastre profano del mundo circundante. De ahí procede
el silencio de escucha de la palabra divina, ante la que el hombre no puede
hacer otra cosa que callarse. Los religiosos respetan la exigencia de sobriedad
que debe presidir el ejercicio del lenguaje, en las comunidades humanas que
tienen una connotación con lo divino. Se condenan los discursos inútiles o, al
menos, se les considera carentes de espiritualidad. La palabra siempre debe
vibrar desde un fondo de silencio que la vuelve menos imperfecta, y hace que
su testimonio de lo divino sea menos infiel. En la transmisión entre maestro y
discípulo, o en el intercambio entre algunos elegidos, hemos visto una cuarta
forma de silencio. En ciertas circunstancias, el encuentro entre los hombres
lleva a un exceso de lenguaje que transmite, sin embargo, una comunicación
absoluta gracias a Ia pienitud del silencio. La vida religiosa pone en práctica
una disciplina particular de silencio en la oración, la liturgia o la organización
de la vida monástica. El silencio ascético deriva de la penitencia, participa del
dominio de los sentidos, del control riguroso ejercido sobre las necesidades
corporales que alejan de Dios. Pero queda una última forma, la que sobrepa-
sa las palabras, que abole definitivamente el lenguaje y deja al místico en un
absoluto que la imperfeccion del lenguaje ya no puede romper. Martín Buber,
al comienzo de su libro sobre la literatura mística, habla de esto: "Creo en los
éxtasis que ningún sonido ha llegado a tocar, como en un tesoro invisible de
la humanidad; tengo ante mí los documentos referentes a ellos que han
desembocado en palabras" (Buber, 1995, 21).
La impotencia para expresar la experiencia de Dios es común a las diferen-
tes espiritualidades, aunque, por otra parte, numerosos puntos de desacuerdo
permiten que cada una tenga su propia orientación. El silencio es un fondo
común de la experiencia religiosa (Stace, 1960; Keller, 1996; Buber, 1995;
Baldini, 1988). Podrían citarse muchos testimonios como el de Massignon:
"Debemos pensar que en todo medio religioso donde hay almas verdadera-
182 Las espirit11al1dades del silencio

mente sinceras y reflexivas, los casos místicos pueden constatarse. El misti-


cismo no podría ser privativo de una raza, una lengua o una nación; es un
fenómeno humano de carácter espiritual, al que no podrían limitar estos con-
dicionantes físicos" (Massignon, 1968, 63-4). Van der Leeuw también escri-
bió que "para la mística, los detalles, las particularidades, los elementos histó-
ricos de las religiones, son finalmente indiferentes. Pues la abdicación del
devenir afecta por igual a las imágenes, representaciones y pensamientos, a
los que las religiones atribuyen una cierta importancia. La mística habla el
lenguaje de todas las religiones, pero ninguna religión es esencial para ella. El
vacío sigue siendo el vacío y la nada sigue siendo la nada en Alemania o en
la India, en el islam o en el cristianismo" (Van der Leeuw, 1955, 494 ). Pero la
experiencia mística no es uniforme, a pesar de sus semejanzas y sus territo-
rios comunes; se introduce en las tradiciones religiosas a las que se refiere, y
recibe de ellas una lengua y una forma cultural que también contribuye a
modelarla. Como toda obra de creación, se inscribe dentro de una condición
social y cultural que le da su contenido y sus medios de expresión; aunque el
místico se desborda, a veces, y va más allá de las manifestaciones habituales
de la fe, o recurre a una vía que nadie ha utilizado hasta el momento. Otto
demuestra, con gran lucidez, las semejanzas que se dan entre las experiencias
místicas cristianas de un Maestro Eckhart, y las hindúes de un Sankara, por
ejemplo. Sobre todo, en su relación con el silencio: "Dios es más silencio que
discurso", "este arman es silencio", "la palabra más hermosa que puede decir
el hombre con respecto a Dios, es que puede callarse para conocer su riqueza
interior", "no hables como una cotorra sobre Dios". Así hablan Eckhart y
Sankara" (Otto, 1996, 42). Uno y otro viven en el sentimiento de la exclusi-
vidad del ser y de lo Uno, del desbordamiento del sentido que conduce a lo
inefable de Dios o del Brahman. Sin embargo, cuando el Maestro Eckhart y
Sankara describen una experiencia que no se diferencia de lo divino, no están
pensando en la misma cosa, pues lo inefable reviste realidades distintas. El
encuentro personal con Dios que parece describir Sankara no es el de Eckhart
quien, incluso en la disolución de la persona en Dios, considera que el alma
es distinta a Éste hasta en la unión más perfecta. El Ser es un flujo perma-
nente, aunque sea eternamente realizado; ahí es donde Sankara percibe la
disolución de sí en el Ser: ese Ser estático que es el brahman. Similitud y dife-
rencia se van alternando en la maraña de la mística y de las prácticas religio-
sas del silencio.

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