Peregrinos 3
Peregrinos 3
Peregrinos 3
BLOQUE
La vocación humana
Objetivo
Identificar el llamado que Jesús hace en la vida a cada
una de las personas y llevarlo a la trascendencia (al
encuentro con la otra persona).
1
REALIDAD A EVANGELIZAR
Los jóvenes y el mundo de hoy ante las opciones de vida que se les presentan
ELEMENTOS PARA JUZGAR LA REALIDAD DE FORMA CRÍTICA DESDE LA FE
Eje Conceptual Tema: Referentes de la Fe
1. La vocación humana
1.1 Dimensión estética
1.1.1. La vocación humana
1.1.2. Ser persona es una vocación
1.1.3. La juventud y el trabajo
1.2 Dimensión ética
1.2.1 Vivir con valores
1.2.2 El ser humano a la búsqueda de los valores
1.2.3 Los valores de la sociedad de hoy
1.2.4 El compromiso temporal y el permanente
Proyecto de vida
1.3 Dimensión religiosa
1.3.1 Los ministerios a la luz del servicio
a los demás
1.3.2 El religioso, seguidor de Cristo
en el corazón del mundo
1.3.3 La vocación al matrimonio
como espacio para revelar, custodiar
y comunicar la entrega y el amor de Dios
1.3.4 El sacerdote para la comunidad cristiana
1.3.5 El compromiso laical como opción
de servicio
ACCIONES PARA TOCAR LA REALIDAD ACCIONES PARA CELEBRAR LA FE
Actividades didácticas Dinámica testimonio de vida
Activar los aprendizajes previos que los alumnos tienen 1. Se prepara un salón oscuro.
con respecto a cada uno de los temas a desarrollar. 2. Cada alumno aportará una vela, que se encenderá
en el momento en que lleguen los invitados y se
Pedirles que elijan a personajes que son ejemplos
apaguen las luces del salón.
para muchas personas. Pueden escogerlas con cual-
quier vocación (soltero, casado, consagrado), profe- 3. Los invitados serán dos o tres religiosos, quienes
sión y religión. La finalidad es que identifiquen que la darán testimonio de su vida consagrada siguiendo
vocación se logra en la entrega y en la trascendencia. este esquema:
Después, deberán elegir personajes que tengan que ¿Por qué escogí esta vocación?
ver con la Iglesia; organizar que platiquen en peque- ¿Qué es o cómo defino la vida religiosa?
ños grupos por qué consideran que estos ejercieron ¿Qué ha significado la vocación religiosa
su vocación de forma plena. en mi vida?
Actividades de servicio ¿Qué es lo que hago?
Los alumnos participarán, durante un tiempo adecuado ¿Qué dificultades he tenido?
(una semana, un mes o más) y determinado por el cen- ¿Qué espera el mundo de los religiosos?
tro educativo, en alguna actividad laboral propia de la
región, para favorecer el encuentro con la realidad que
demanda ciertas necesidades o servicios concretos de
las personas.
2
ACCIONES PARA TOCAR LA REALIDAD ACCIONES PARA CELEBRAR LA FE
(La razón por la que se sugiere hacer la dinámica en un
salón oscuro y con las velas encendidas es porque la
vocación es un misterio y, sin saber dónde, cómo, cuán-
do, qué, ni con quién estaremos en nuestra elección,
todo será desde nuestra luz y nuestras sombras, desde
la luz y la oscuridad. Habrá situaciones que no conoce-
remos y en las que tendremos que arriesgarnos.)
4. Después se encenderán las luces y el salón estará
ambientado con las siguientes frases:
Seguimiento radical a Cristo
La vida en comunidad
Al servicio de la misión de la Iglesia
Estar en el mundo sin ser del mundo
Autenticidad religiosa
5. Cada religioso invitado explicará lo que significa
para él alguna de las frases.
Feria vocacional
Organizar una feria vocacional en la que los alumnos
puedan acercarse a las diferentes opciones de vida
invitando a personas que las viven y que dan testimo-
nios ejemplares, ya sea en pareja (tratar de invitarlas
de diferentes edades), como solteros (de la misma
manera, de varias edades) o personas consagradas.
FUENTES BIBLIOGRÁFICAS Y MATERIALES DE CONSULTA PARA EL DOCENTE CATEQUISTA
1. Guerrero, L. (2009). Una reflexión sobre la existencia humana. México: Universidad Iberoamericana.
2. Kierkegaard, S. (2009). Diario de un seductor. México: Fontamara.
3. . (2007). Estética y ética en la formación de la personalidad. Sevilla: Espuela de Plata.
4. . (2000). De los papeles de alguien que todavía vive. Sobre el concepto de Ironía. Madrid: Trotta.
5. . (1997). Temor y temblor. Barcelona: Altaya.
6. Scheler, M. (2001). Ética. Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético. Madrid: Caparrós.
7. Siede, V. L. Kant y la autonomía de la libertad. Obtenido de: http://www.bioetica.org/cuadernos/bibliografia/siede1.htm
8. Valles, C. G. (1996). Saber escoger. El arte del discernimiento. Santander: Sal Terrae.
9. Wojtyla, K. (2013). Amor y responsabilidad. Madrid: Ediciones Palabra.
3
Miramos
Me miro
Reflexiona sobre el llamado que Dios hace a través del cuadro siguiente.
¿Qué valores
¿Quién es ¿Cómo fue ¿Para qué es
Cita debe de
llamado? el llamado? llamado?
anunciar
1Sm 3,1-18
Is 6, 1-13
Jer 1,4-10
Lc 4,16-21
4
Te miro
En un momento de calma, lee las siguientes afirmaciones y responde:
“Usted no puede tratarme hoy igual que ayer, porque hoy soy otra persona”
John Powell SJ
Estoy de acuerdo porque:
Emmanuel Lévinas nos dice que: es importante identificar al Otro con el Rostro.
El Rostro no se ve, se escucha. El Rostro no es la cara, es la huella del otro. El
Rostro no remite a nada, es más bien la presencia viva del Otro. Lévinas conti-
núa diciendo en su libro Ética e Infinito que: Somos vigilantes del Otro, porque
el Otro nos interpela, nos llama, nos hace sujetos. Y el encuentro con el Otro, al
interpelar, hace que se salga de uno mismo, haciendo a la persona, encontrando
sentido, lográndose que se viva la pasión, la entrega, que debe ser característica
primordial de cualquier profesión, no solo de la docencia, en el ir constituyéndose
como subjetividad desde la relación de uno con uno mismo y con los demás.
Estoy de acuerdo porque:
5
Nos miramos
Después de leer el siguiente texto de Pablo Neruda, reflexiona en las preguntas finales:
6
Comprendemos
A manera de introducción
La fe es don (regalo) de Dios, pero también es tarea (responsabilidad) para el ser humano. Como
lo dice el Evangelio, podemos decir que la fe es como la semilla de mostaza que es depositada
por el dueño del campo (Dios) en su terreno (la humanidad, el corazón de cada persona). Él
espera, alegremente, que el árbol que de ella nazca sea frondoso y que en él encuentren acogida
las aves del cielo (todas, sin exclusión alguna). La fe, desde las dos comparaciones anteriores,
don-regalo y semilla, requiere una tierra bien preparada y dispuesta a recibirla; es claro que
esta tierra es nuestra condición humana para que se dé el fruto esperado en el tiempo preciso.
Desde estas imágenes (don-regalo y semilla) queremos ubicar este primer bloque titulado
«La vocación humana». Buscamos, además, apuntalar los fundamentos necesarios para
comprender, de manera óptima, quién es la persona humana y así tener un mejor cono-
cimiento de sus dimensiones más importantes: la estética, profundizando en su vocación
y misión; la ética, desde esa respuesta que toda persona debe dar a partir de su vocación
humana y cristiana, y la religiosa, desde la experiencia del cristianismo.
Entender a la persona como pluridimensional —es decir, comprenderla desde distintas di-
mensiones: estética, ética, religiosa, psicológica, afectiva, intelectual, corporal, etcétera—, nos
conduce a erradicar de nuestra visión antropológica todo rastro de dualismo y la posibilidad
de fraccionar a la persona. En adelante, veremos más que la suma de partes (cuerpo + alma +
espíritu), se nos manifestará como una «unidad pluridimensional».
Cabe reflexionar sobre las dimensiones, entendidas como las magnitudes (características, aspectos,
calificativos) que describen a un objeto o sujeto, en este caso a la persona, abarcándola en toda
su amplitud, extensión y fuerza, en su totalidad. En otras palabras, puede ser vista desde distintas
perspectivas o ángulos: los padres ven en ella a un hijo; los hijos la ven como papá o mamá; el
Estado la ve como ciudadana; el registro de población, como un número dentro de la estadística
poblacional. Al final, es el mismo y único ser humano, con la misma identidad y personalidad.
Dicho lo anterior, podemos ver las distintas perspectivas desde donde abordaremos a la
persona, lo cual nos llevará a un conocimiento más profundo de ella y, al mismo tiempo, a
preparar esa tierra donde debe ser plantada la semilla de la fe, de esa experiencia de en-
cuentro con el Dios de Jesús.
7
Hecha esta aclaración, adentrémonos en la «vocación humana».
A lo largo de muchos años se pensó que solo se le consideraba «vocación» al llamado que
algunas personas recibían para consagrar su vida a Dios, mediante el sacerdocio o la vida
religiosa. Se ignoraron o dejaron en el olvido otras opciones de vida. En la actualidad, en
cambio, hablamos de que todos estamos llamados a la existencia y a ser parte de la familia
de Dios (vocación a la vida humana), a seguir a Cristo desde nuestro estado particular de
vida (vocación a la vida cristiana) y a donar nuestra vida en la entrega generosa al otro o a
los otros (vocación a la vida consagrada o a la vida matrimonial).
El primer llamado o vocación primigenia es «a la vida humana». Se nos llama del «no-ser»
al «ser-existir». Conforme vamos existiendo, desde el aquí y ahora actual, caemos en la
cuenta de dos constataciones fundamentales, la primera: «no existo desde siempre», y la
segunda: «no existiré por siempre». Así, cada quien corrobora «que su existencia es limitada
por un comienzo en el tiempo pasado y un final en el tiempo por venir» (Alfaro, 2002, p. 16).
Desde estas afirmaciones existenciales, se concluye que el origen de mi ser no depende de
mí, sino de Alguien que existe desde siempre y me comparte su existir, concretizado en mi
vida dentro de las coordenadas espacio-temporales.
Al no depender de mí el estar aquí y ahora, me queda como tarea descubrir cuál será mi
respuesta a ese llamado a la existencia. Para descubrir esta respuesta aparecen tres cues-
tiones fundamentales que facilitarán ese camino:
a) En lo espacial-geográfico: ¿Para qué estoy aquí?
b) En lo temporal-histórico: ¿Para qué estoy ahora?
c) En lo relacional-social: ¿Para qué estoy con quien estoy?
En el esfuerzo por darles respuesta, encontramos sentido a la existencia y, al mismo tiempo,
descubrimos que el estar aquí, ahora y con quienes estamos, no depende de nosotros sino
de Otro, pues si en nosotros estuviera elegir, lo más probable es que no escogeríamos el
lugar ni el tiempo en que nos encontramos, ni las personas que nos rodean.
En otras palabras, cada uno de nosotros vamos descubriendo nuestra misión personal y
comunitaria, o el encargo que tenemos que realizar durante nuestra vida —desde el plano
de la fe, podemos decir, vamos conociendo gradualmente cuál es la encomienda que nos
ha encargado Dios—.
En este proceso personal (Alfaro, 2002, pp. 15-17) vamos clarificando, tras descubrirla, esa
misión encomendada. Estos dos momentos, descubrimiento y clarificación, nos confirman
que no se viene con un guion escrito o un destino ya predeterminado por Dios. Asimismo,
en la práctica de la misión, surgen cambios con los que se adquiere mayor conciencia de
ese encargo dado por Él. Por tanto, llevarlo a cabo es la respuesta concreta a ese llamado,
a esa vocación que hemos recibido de su parte.
1.1.2 Ser persona es una vocación
En el subapartado anterior exponíamos que, como personas, estamos llamados a la existencia,
pero también a conformarnos como tales personas. Esto conlleva una responsabilidad: la de
tomar en nuestras manos las riendas de la vida y constituirnos arquitectos de la historia propia.
Desde esta apertura constitutiva, se puede afirmar que el ser humano no es, sino que se
va haciendo1 en su constante devenir, desde sus relaciones en el contexto histórico, social,
político y religioso donde se encuentra.
1 Es un constante devenir, es gerundio: «ir siendo», lo cual implica que «no es» y que está en esa búsqueda de llegar a
ser, lo cual conseguirá solo hasta el final de su vida.
8
En efecto, ser persona implica un proceso de conformación. Esta afirmación conduce a pensar
que no estamos terminados, no estamos concluidos —a pesar de que ya seamos considerados
mayores de edad, adultos—. Nuestro crecimiento y maduración están inacabados, por lo que
aún estamos abiertos a ser cada vez mejores. De alguna manera «no somos plenamente»,
sino que vamos siendo y trabajando por ser cada vez mejores personas o cada vez más
humanos. Podemos decir que como personas somos una «realidad abierta» y en constante
relación con el «otro» o con los demás, con el mundo, la historia y la trascendencia.
Así verificamos que la persona «no es una realidad concluida o cerrada»; en ella se encuen-
tra la capacidad de «llegar a ser», de ahí lo que decíamos más arriba: la persona es una
realidad inconclusa, no terminada (Zubiri, 2012, p. 68). Pero, además, al ser una realidad
abierta, la persona está expuesta a la alteridad y es vulnerable2 a la mirada del otro; desde
esta exposición y vulnerabilidad se va haciendo o conformando su personalidad, siempre
desde su relación con un «tú».
Mediante estas relaciones que el ser humano establece va conformando su personalidad,
va dándole forma a esa manera muy particular de ser y estar en la realidad, es decir, desde
la gratuidad del otro que es un «tú» y que comienza incluso desde antes de nacer, en la
proximidad con la madre.
Desde lo anterior, podemos afirmar que somos «dependientes» de los otros. Al ser la persona
humana la especie más indefensa de todo el reino animal, necesita de los demás desde el
primer momento de su nacimiento3. Se crea esta dependencia de los demás y una influencia
determinante para la persona humana, que es colocada dentro de un sinfín de estructuras
sociales, culturales, económicas, políticas, históricas, etcétera, y así es resguardada de todo
aquello que le puede afectar en su desarrollo biológico, psicológico y espiritual. Sin embargo,
también es capaz de ir más allá de estas estructuras, y transformarlas o crear otras propicias
para su desarrollo total.
Al mismo tiempo que vamos realizando la vocación de ser personas, en nuestro proceso de
conformación vamos descubriendo que las acciones tienen consecuencias en el tiempo. Por
tanto, descubrimos que somos también seres históricos, es decir, capaces de crear y hacer
historia desde nuestras acciones, decisiones y relaciones interpersonales. A diferencia del ani-
mal, que vive en un eterno presente, la persona tiene conciencia de la temporalidad: es capaz
de distinguir entre el ayer, el hoy y el mañana. Vive en el presente, pero constantemente lanza
miradas retrospectivas (hacia el pasado) y proyectivas (hacia el futuro). Se da una evolución
histórica que no ha terminado y, al mismo tiempo, se da un constante proceso evolutivo.
Ser capaz de hacer historia significa que las personas, individualmente y en comunidad,
podemos introducir cambios en las condiciones sociales, políticas, económicas y ecológicas,
de suerte que evitemos ser víctimas del statu quo (de lo establecido, de lo dado). Cada uno
hace historia, la suya propia y algo más que esta, lo que significa, a su vez, que solo desde
aquí tiene sentido hablar de responsabilidad.
Únicamente desde la trascendencia de la persona puede afirmarse que es un proceso de
constante devenir. Que no es, sino que está siendo, porque tiende a su plenitud. Podemos,
2 Es apertura, como la explica Emmanuel Levinas: «La apertura es lo descarnado de la piel expuesta a la herida y al
ultraje. La apertura es la vulnerabilidad de una piel ofrecida, en el ultraje y la herida, más allá de todo lo que puede
mostrarse, más allá de todo lo que, de la esencia del ser puede exponerse a la comprensión y a la celebración» (Levi-
nas, 2016, p. 122).
3 Los seres humanos, al nacer, somos aún una especie de feto que tiene que sobrevivir y continuar su proceso de desa-
rrollo fuera de su hábitat propio (vientre materno, matriz, etcétera). Así, es el más indefenso de todos los mamíferos.
El animal, a los pocos minutos de haber nacido, se para y busca qué comer; en cambio, un ser humano depende de
los demás para sobrevivir.
9
ahora, precisar la afirmación que hacíamos más arriba «que la persona es un sujeto capaz
de encuentro en apertura ilimitada: queremos comprender a la persona como un ‘yo’ […]
que es pregunta y búsqueda trascendental de sí misma, de su propia identidad. Ser pregunta
trascendental es simultánea e inseparablemente ser y hacer. Es comportarse de forma irre-
nunciable y cuestionante ante sí mismo, ante las demás personas y ante las circunstancias
históricas» (Andrade, 1999, p. 108).
1.1.3 La juventud y el trabajo
Dentro de todo este proceso de hacernos personas, de ir construyendo nuestra propia historia
–siempre en relación con los demás, con el mundo y con la cultura—, debemos considerar
como una etapa privilegiada la juventud, pues en esta se asume, de manera más realista,
la responsabilidad que se tiene de la propia vida; es, además, el momento donde caemos
en la cuenta del lugar que ocupamos en relación con el mundo, con la sociedad y con la
humanidad. Desde el plano de la fe, podemos decir que reconocemos el papel que tenemos
dentro de la creación que ha salido de las manos de Dios.
Es en esta etapa de la vida cuando la capacidad creativa, la productividad personal y la res-
ponsabilidad personal se hacen más evidentes. Desde estas características podemos decir
que ser joven es sinónimo de fuerza, dinamismo, de utopía e idealismo en sentido positivo,
porque es lo propio de esta etapa de la vida humana. Las características anteriores se plas-
man en la capacidad de trabajo y mediante este somos continuadores de la creación de Dios.
Somos corresponsables de la casa común, somos quienes trabajamos por construir un mundo
mejor, donde podamos encontrar los medios necesarios para un pleno desarrollo integral.
Visto así, el trabajo nos conduce a cambiar la concepción negativa que de él se ha tenido:
ya no es entendido como un castigo o como atadura para alcanzar el sustento diario, para
vivir o sobrevivir; es un espacio vital y existencial donde el joven busca, alcanza y logra una
plenificación como persona y como hijo de Dios. Desde esta perspectiva, el joven creyente
se presenta como signo de contradicción en una sociedad que forma jóvenes estancados
en una eterna adolescencia.
La persona, aunque fisiológicamente sea adulta, muchas veces piensa, actúa y siente como
adolescente. Busca prolongar esta etapa por siempre, no sabe lo que quiere: «Por un lado, y
en una medida sin precedentes, los individuos se preocupan por sus cuerpos, están obse-
sionados por la higiene y la salud, y se someten a las prescripciones médicas y sanitarias;
por otro, proliferan las patologías individuales, el consumo desmedido, los comportamientos
anárquicos.» (Lipovetsky, 2006, p. 58).
En muchos adolescentes, jóvenes y todavía más en los adultos, no existe un referente de
la figura paterna auténtica. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que muchos viven
*Heteronomía: todavía en una perpetua heteronomía*; se tiene miedo a la responsabilidad, a ser libre-
Condición de la voluntad mente auténtico, sujeto responsable de las acciones personales. Es más fácil permanecer
de un individuo que se
rige por criterios exter- en rebeldía contra la figura paterna (gobierno, partido político) que asumir y llevar a la praxis
nos o de otros, e incluso lo que me toca hacer (como ciudadano, como hijo, como pareja). Como un adolescente, me
depende de estos otros deslindo de mi responsabilidad y mi libertad, cediéndolas a aquel que tiene cierta autoridad.
(padres, profesores,
asistentes) para desarro- Se da un rechazo a las figuras y tradiciones de antaño, pero, al mismo tiempo, se buscan
llarse o ejercer sus ca-
pacidades y funciones.
como referente: se pone de moda todo lo «retro»; quizá porque es novedoso, el pasado deja
Es una característica de de ser obsoleto y vuelve a ser útil. Se lucha contra lo establecido, contra la figura paterna
la conciencia del niño, (o paternalista), pero al mismo tiempo se busca para que satisfaga las necesidades fun-
cuya norma o ley es la
que imponen los padres,
damentales, para que cuide de nosotros. Por eso las propuestas paternalistas a nivel de la
sin importar los criterios política partidista tienen tanto éxito.
en que estos se basen.
10
1.2 Dimensión ética
A partir de la dimensión ética, buscamos comprender cómo dejamos orientar nuestro com-
portamiento cotidiano por principios, valores y convicciones que anidan en lo profundo de
nuestro ser, los cuales, además orientan a todas las personas y las sociedades. Desde esta
dimensión, vamos a considerar concepciones de fondo en el obrar humano: acerca de la
vida, del universo, del ser humano y de su destino.
1.2.1 Vivir con valores
Nuestra vida está asentada sobre normas, principios, valores, etcétera. Aunque a muchos
no les gusta que se les diga qué hacer o cómo comportarse, es un hecho que, para llevar
una sana convivencia entre los miembros de un grupo, es necesario que existan paráme-
tros básicos de convivencia y buenas formas en las relaciones interpersonales. Jesús y sus
discípulos, como grupo humano, también tenían una convivencia sostenida por normas y
valores de convivencia; así nos lo muestran algunas narraciones evangélicas, por ejemplo,
este pasaje de Lucas en el que Jesús les advierte a sus discípulos que al seguirlo son llamados
a un nuevo estilo de vida que exige, sobre todas las cosas, ejercer la autoridad como servicio:
Entre ustedes, el más importante sea como el menor, y el que manda como el
que sirve. ¿Quién es más importante, el que se sienta a la mesa o el que sirve?
¿No es el que se sienta a la mesa? Pues bien, yo estoy entre ustedes como el
que sirve. Ustedes son los que han perseverado conmigo en mis pruebas. Y yo
les confiero la dignidad real que mi Padre dispuso para mí, para que coman y
beban en mi mesa cuando yo reine…
Lc 22,26 ss
Además de encontrarse con las normas externas— heteronomías—, cada uno tiene también
criterios personales, que ha ido interiorizando a lo largo de su vida o que ha adquirido con-
forme se va haciendo persona (vocación a ser persona). Lo importante en esta interiorización
de normas de conducta es que ellas tienen implícitos ciertos valores éticos.
Esto se refleja en el actuar cotidiano de cada persona, de tal manera que cuando vemos que
alguien se comporta de tal o cual manera, decimos que tiene o no valores; es decir, estos
son abstractos y la única forma de palparlos o descubrirlos es a través del comportamiento
humano. Cabe decir que aunque existe una variedad de valores (económicos, sociales,
culturales, etcétera), aquí nos referiremos a los valores éticos o morales.
En el comportamiento u obrar humano estos principios son fundamentales, ya que provocan
nuestras acciones dependiendo de las circunstancias en que nos encontremos; así, generan
nuevas y distintas maneras de actuar en reacción a aquello novedoso que se va presentando
en nuestras vidas. De tal manera, cuando reflexionamos sobre nuestro comportamiento y
vemos retrospectivamente alguna acción determinada, llegamos a ese valor o valores que,
en lo profundo de nuestra persona, la provocaron. En el comportamiento humano en general,
esos valores dinamizan e impulsan los pasos de toda persona y armonizan su proceso de
humanización.
Por medio del mensaje de Dios en la Biblia —como el que hemos mencionado, de Jesús con
sus discípulos—, podemos tener un sinnúmero de paradigmas sobre los valores o princi-
pios que debemos aplicar en nuestra vida diaria. Las parábolas son quizá los ejemplos más
evidentes y que abarcan múltiples temas, por mencionar algunas: la del buen samaritano
(Lc 10,30-37) nos habla sobre la dignidad y generosidad; la de las dos casas (Mt 7,24-27),
sobre la prudencia; la de los talentos (Mt 25,14-30); sobre reconocer nuestros errores o ser
11
humildes, la del hijo pródigo (Lc 15,11-32), la de los dos hijos (Mt 21,28-32), y la del fariseo
y el publicano (Lc 18,9-14) hablan sobre el trabajo, el compromiso y la responsabilidad; la
de la oveja perdida (Mt 18,10-14), sobre la corrección fraterna y el perdón.
Finalmente, cabe menciona que en este nivel ético, el principio fundamental del actuar es
este valor que provoca a la persona, que la llama a la acción y a la reacción, confrontada
por la realidad en la que está inmersa y ante la cual no puede quedar pasiva o indiferente.
Descubrimos, pues, que los principios o valores motivan el movimiento de una acción, la
praxis del individuo o del grupo humano.
1.2.2 El ser humano a la búsqueda de los valores
Como hemos visto, la persona va encontrando valores expresados en el comportamiento de
los demás, de ahí la importancia de la relacionalidad y apertura que tenemos: solo viviendo
en comunidad o sociedad podemos ir aprendiendo y aprehendiendo aquello que ha llevado
a los demás a vivir de forma plena o a sentirse realizados.
Podemos decir que una de las características fundamentales del valor, en nuestro caso el
valor humano-ético, es que permanece «oculto a nuestros ojos»; en efecto, está velado ante
una mirada ordinaria, pasa desapercibido para quienes no están acostumbrados a ver en
lo profundo de las personas. En suma, no se manifiesta ante aquellos que solo están acos-
tumbrados a ver la exterioridad y se entretienen en lo superficial de los otros. Por ello, quien
está realizando su vocación de ser persona y toma en serio su vocación a vivir su existencia,
debe buscar aquellos valores que lo orientarán en su vida cotidiana.
La búsqueda de estos valores humano-éticos requiere de cierta estima moral, de que sea-
mos capaces de encontrarlos en una sociedad que se opone a toda propuesta ética o de
humanización. Podríamos decir que quien lo hace se convierten así en buscador de tesoros,
y lo hace en aquellos lugares en donde ya nadie busca, en sitios abandonados o relegados
por los demás. En otras palabras, puede encontrar esos valores en la fragilidad humana, en
lo que es despreciable y desechado por la sociedad, que actúa y se orienta por los valores
económicos, de producción, de confort, de belleza física superficial.
Buscar y encontrar estos valores conducirá a la persona, posteriormente, a jerarquizarlos.
Darles ese orden pondrá de manifiesto a cuáles da más importancia, de acuerdo con el mo-
mento puntual en el que se encuentra en su proceso íntimo. De esta manera, algunos valores
que ha adquirido y hechos suyos son el sostén e impulso de aquellos otros que ocupan los
primeros peldaños de esta jerarquía axiológica. Jesús también invita a buscar los valores
del reino y centrar ahí toda su existencia cotidiana, pues todo lo que se necesita para bien
vivir llega por añadidura: “Busquen primero el reino de Dios y hacer su voluntad, y todo lo
demás les vendrá por añadidura” (Mt 6,33s).
Es fundamental que los demás vean presentes en nuestra vida cotidiana esa jerarquía de
valores, ya que estos están implicados en nuestro día a día, en el comportamiento que te-
nemos cada uno. Incluso es una responsabilidad que tenemos ante los demás, pues todos
podemos ser ejemplo de alguien más, que encontrará en nosotros aquellos valores que lo
conducirán en su búsqueda de realización y plenificación como ser humano y como hijo
de Dios. Recordemos que también en el cristianismo encontramos valores religiosos, que
impulsan nuestra vida y le dan un plus a nuestro obrar humano-ético.
1.2.3 Los valores de la sociedad de hoy
Como ya mencionábamos, la sociedad, en muchos momentos, nos muestra valores sociales,
económicos, de producción, etcétera, pero en pocas ocasiones refleja aquellos valores hu-
mano-éticos que repercuten en nuestra vida y por ende en el bien de la sociedad, del grupo
12
humano al que pertenecemos o a la comunidad de fe en la que participamos. De ahí que sea Discernimiento: Acción
necesario, en la vida de toda persona, la capacidad de discernimiento que sopese aquello y efecto de discernir,
que la sociedad le ofrece o le manda obedecer mediante las leyes o código de conducta que es, en el habla
común, distinguir una
aprobados legislativamente. cosa de otra, señalando
la diferencia que hay
Aquí cabe retomar y relacionar algunos elementos del apartado anterior. Las leyes que entre ambas cosas; en
existen en la sociedad orientan la vida de los ciudadanos, y conforman esta manera de el plano espiritual, es
vivir; sin embargo, no todo lo que ha sido aprobado o tiene el carácter obligatorio, de ley, es tomar buenas decisiones
con sabiduría, juzgar las
éticamente bueno, correcto o verdadero. Así, la persona tiene que analizar y constatar que opciones que se presen-
no toda ley esconde un valor humano-ético o un valor social que repercuta positivamente tan estando conscientes
en la vida, de ahí la importancia del discernimiento ético. Claro que no está por demás decir de que hay fuerzas
opuestas que buscan
que muchas de las leyes (que tocan la dimensión moral y religiosa de muchas personas) sí alejarnos de Dios, pero
son éticamente buenas. finalmente escoger el
camino más alineado a
La sociedad, sobre todo en lo laboral y en las relaciones interpersonales, ha favorecido el Él, por uno mismo y por
individualismo, que actualmente es considerado —en el ámbito psicológico— enfermizo el mundo.
y ha alcanzado niveles inimaginables. Ha provocado un desvío peligroso y destructivo del
mismo ser humano y de su dimensión de alteridad. Esto viene desde la posmodernidad en
la que se luchaba por alcanzar la realización y plenificación de la persona en todas sus di-
mensiones, incluso a costa de pisotear a aquel que se encontraba a nuestro lado, con tal de
alcanzar alguna meta personal, lo cual ha desembocado en un individualismo sorprendente.
Hoy es cada vez más fuerte y clara la capacidad destructora del individualismo narcisista, en
los distintos niveles en los que se desarrolla la persona humana: psicológico, social, político,
económico, espiritual y ecológico4. Se han realizado estudios psicológicos con resultados
impactantes acerca de los efectos que trae consigo este individualismo: una clara alienación,
soledad aterradora, incapacidad de amar al otro (padres, hermanos, compañeros, etcétera),
gran infelicidad y nula capacidad para establecer relaciones duraderas.
Por ello, siguiendo el ejemplo de Jesús y sus palabras en el Evangelio, nosotros debemos
convertirnos en signos de contradicción, con nuestro actuar debemos mostrar la fraternidad
de su máximo mandamiento: “Les doy un mandamiento nuevo: Ámense los unos a los otros.
Como yo los he amado, así también ámense los unos a los otros. Por el amor que se tengan
los unos a los otros reconocerán todos que son discípulos míos” (Jn 13,34-35).
En el nivel social, este individualismo lesiona y mata toda capacidad de alteridad, de ser otro.
Se ha caído en una indiferencia por la vida social, por la vida comunitaria, por la preocupa-
ción y acción política (por el «bien común»). Se trata de un ensimismamiento anquilosado,
que nos impide abrirnos al otro; es una indiferencia egoísta ante su presencia, que no nos
permite ocuparnos de él cuando así debiera ser.
Por tanto, podemos decir también que este individualismo nos conduce a un alejamiento
espacial o a una anulación de la proximidad con el otro (desaparece el acercamiento senso-
rial: oír, ver, palpar, oler al otro). Se olvida la dimensión esencial de la alteridad humana, los
principios éticos de la solidaridad, de la compasión, hay una precipitación vertiginosa hacia
el sótano del olvido personal y comunitario. Si continuamos en este camino, no tardaremos
en caer en un vacío existencial, en un sinsentido colectivo y en una ausencia angustiante
de horizonte existencial para el género humano.
Podemos concluir, a partir de lo dicho en lo referente a los valores sociales y a ese fomento
4 Nos dice Albert Nolan que «el individualismo no es un fenómeno nuevo. Lo nuevo es la conciencia creciente de que
el individualismo narcisista es psicológica, social, política, económica, espiritual y ecológicamente destructivo». Esta
toma de conciencia la estamos realizando en este momento, pues vemos cómo se ha caído en esta radicalización
enfermiza del fenómeno posmoderno del individualismo. (2007, p. 37).
13
del individualismo atroz, que en general la sociedad actual es renuente a la cuestión ética
y a todo aquello que atente en contra de lo material y de la comodidad. Es por ello que no
dudamos en calificar a la sociedad actual como relativista.
1.2.4 El compromiso temporal y el permanente
Ante esta la sociedad reacia a todo lo ético y ante su fomento del individualismo, la persona
se enfrenta con una seria dificultad: una incapacidad para cumplir aquello que promete, los
compromisos que ha adquirido libre y conscientemente. Recientemente, el papa Francisco
ha evidenciado que estamos en una «cultura del descarte», pues con la mano en la cintura
somos capaces de desechar aquello que no nos sirve o que no es productivo de acuerdo
con las leyes del mercado; lo tiramos, como los envases, los platos y vasos que usamos en
nuestras fiestas o reuniones.
La ley del «úsese y tírese» ha alcanzado a las personas, a las relaciones interpersonales y a
las opciones sobre nuestra vida: carrera, profesión y matrimonio. Quizá esta falta de serie-
dad, formalidad y firmeza en el cumplimiento de nuestros compromisos —temporales, o a
corto plazo, y de los permanentes, o para toda la vida— sea la consecuencia lógica de una
educación carente de valores, principios y convicciones, pues estos no se han transmitido
de las generaciones inmediatas anteriores a las nuevas.
Podemos decir que se ha abierto una gran brecha entre aquellas generaciones que eran
capaces incluso de dar la vida por sus convicciones, por sus ideales; ni qué decir de aquellos
que daban su vida en martirio por su fe, como ha sido el ejemplo de Jesús (Mt 27, 45-50 y
paralelos) y quienes han muerto en fidelidad a su fe como el protomártir Esteban y cuyo
martirio encontramos narrado en el libro de los Hechos de los apóstoles (7, 55-60).
La responsabilidad de todos aquellos que hemos tomado en serio nuestro llamado a la vida,
a ser personas, y que buscamos ser cada vez mejores a partir de nuestros valores, es edu-
car a las nuevas generaciones a cumplir aquello que hemos «prometido ante otro». En esto
hemos empeñado no solo nuestra palabra, sino toda nuestra persona, nuestra buena fama,
prestigio y honor. Lo anterior, nuevamente, nos lleva a reflexionar sobre nosotros mismos,
nuestras convicciones, valores, principios y leyes de vida.
La pedagogía del compromiso es un aspecto que debe implementarse en las distintas esferas
educativas, tanto en el ámbito social, como en el civil, y sobre todo, el religioso. La escuela de
inspiración cristiana debe mostrar, mediante el ejemplo y mediante el testimonio fehaciente,
que sí se puede ser fiel en los compromisos que se han adquirido y que los beneficios a
nivel personal van más allá de una mera satisfacción ególatra. Desde esta formación se está
educando a las personas jóvenes en la responsabilidad ética, es decir, para que puedan ser
capaces de responder ante los otros, ante su conciencia y ante Dios por el comportamiento que
han llevado y por el cumplimiento o no de sus compromisos adquiridos a lo largo de su vida.
14
La experiencia que se da dentro de la dimensión religiosa es, junto con la experiencia ética,
la estética, la teórica o la interpersonal, una de las experiencias plenas de la vida humana;
más aún, podría decirse que es la dimensión de profundidad de todas ellas. En ella el sujeto
adquiere la autorrevelación de su vida, el acceso a lo más hondo e íntimo de sí mismo, con
una radicalidad quizá mayor por la profundidad, afección, vulnerabilidad y apertura en grado
sumo con que acaece.
Esto hace que el sujeto se encuentre abismado por el misterio que ahí se anuncia. Desde
entonces él mismo es una pregunta, una incógnita que debe ser despejada a lo largo de toda
la vida y cuya respuesta es una aventura de alegría indecible a la par que un doloroso éxodo
de sí mismo en todas las dimensiones y niveles de la condición humana.
En efecto, la experiencia de Dios está también presente en la experiencia de vacío, aban-
dono y soledad, pues no solo se le experimenta en lo bello, armonioso y plenificador que le
acontece a la persona. En toda su riqueza, también se le tiene en la experiencia del dolor
físico y del sufrimiento existencial, pues todos estamos marcados indefectiblemente por el
dolor; nadie escapa al sufrimiento.
Pero, además, a Dios se le puede experimentar, junto con el dolor inherente a la condición
humana, cuando se padece el peso de la injusticia social, de la explotación y marginación
económica, de los infortunios. Ahí, cuando la psicología humana se derrumba y la depresión
profunda corona su calvario existencial, se presenta Él e irrumpe en esa situación negativa.
Ahí, donde ya no hay nada que se interponga entre el ser humano —derrumbado existencial-
mente y vacío de toda falsa seguridad— y Dios, se da ese encuentro gratuito entre los dos.
Cabe citar aquí al filósofo y teólogo español Juan Martín Velasco, quien nos ilumina un poco
sobre esta experiencia de Dios.
Estamos dotados de la presencia de Dios, pero no nos es fácil ponernos en dis-
posición de percibirla. ‘Cerca de ti está la Palabra, en tu boca y en tu corazón’
(Rm 10,8); ‘Dios no está lejos de cada uno de nosotros’ (Hch 17,27). Pero con
frecuencia, y debido sobre todo al pecado, el hombre ‘ha disipado su sustancia’
(Lc 15,13), vive fuera de sí, separado de su raíz, es decir, de sí mismo, volcado
sobre sus posesiones, disperso en sus quehaceres. Es la situación de perdición,
de ilusión, de inautenticidad que han denunciado las escuelas espirituales de
todas las tradiciones. Por eso necesita ejercer ciertas predisposiciones y reco-
rrer unos preámbulos existenciales para que la Presencia pueda aflorar a la
conciencia y reclamar su adhesión de la libertad. Dios no aparece a una mirada
cualquiera. No aparece, por ejemplo, a la mirada dispersa del hombre distraído,
a la persona perdida en el divertimiento, disipada en el olvido sistemático de
sí misma. El encuentro con Dios, ‘del alma en el más profundo centro’, supone
una existencia que camina hacia ese centro, que supera la identificación de sí
misma con las funciones que ejerce, las posesiones que acumula y las acciones
que realiza. Supone, pues, una persona que vive su vida como propia, que no
se reduce a identificarse con las modas vigentes o con las decisiones que otros
toman por ella, sino que toma conciencia de sí, se decide a ser, asume su pro-
pia vida y construye con ella un destino personal singularísimo. Para que el
encuentro con la Presencia originante sea posible, la persona debe pasar, pues,
de la dispersión a la concentración, de la superficialidad a la profundidad, de
la multiplicidad a la unificación.
15
Dios no aparece tampoco a una mirada anónima como la que caracteriza al hombre
masificado. El Dios que se revela al ser humano entregándole un nombre –un
nombre, eso sí, para la invocación, no para la posesión- llama al hombre por su
nombre y le exige estar dispuesto a su condición de persona. Una condición,
por cierto, que solo se vive en la relación efectiva con las otras personas, en
el ejercicio de la responsabilidad, en el amor y en el diálogo, lugares para la
revelación de la verdad.
Tampoco una mirada superficial es capaz de percibir esa Presencia. La mirada,
por ejemplo, que se contenta con el qué y el cómo de las cosas, sin llegar al por
qué radical del asombro y del maravillamiento que cristaliza en las cuestiones
últimas ‘¿por qué yo?’, ‘¿por qué existe algo?’, ‘¿qué sentido tiene mi vida?’.
Es también evidente que Dios no aparece a una persona dominada por el interés,
la utilidad, la ganancia, que se reduce al para qué y organiza todo en torno a un
sujeto reducido a fruición, capacidad de disfrute y que, precisamente por eso,
se convierte en mirada obsesiva y agobiada. San Juan de la Cruz ha insistido
en que para llegar a la contemplación, a la unión con Dios, el ser humano debe
abandonar el espíritu de posesión y adoptar el espíritu de pobreza y desasimiento.
Tampoco una mirada dominadora, como la del ser humano manipulador
que se pasea por el mundo haciendo y deshaciendo, explicando, explotando
y dominando será capaz de abrirse a una experiencia que se caracteriza por
su gratuidad. De ahí que el descubrimiento de la presencia de Dios exija de
los hombres una cura lenta de sosiego, concentración, desasimiento, libertad
interior, creatividad; necesitamos para disponernos a ese encuentro un largo
periodo de rehabilitación para lo espiritual –sin aislar el espíritu de lo corpo-
ral-, lo personal –no equivalente a privado o individual-, rehabilitación para el
ejercicio de dimensiones que la cultura solo científico-técnica en que vivimos
nos está atrofiando por haber creado un clima espiritual en el que su ejercicio
se hace sumamente difícil. (Velasco, 2007, pp. 29-30)
Así, podemos decir que hay un horizonte experiencial, una tradición experiencial, conden-
sada en arquetipos, imágenes, símbolos, categorías de pensamiento y palabras con las
que configuramos nuestro mundo y nuestra propia condición. Cada persona, al realizar el
reconocimiento de su experiencia de la fe, inscribe su vida en otro caudal de experiencias,
que comparten una tradición en la que existe la palabra Dios, Brahma, Alá, etcétera. Desde
esta experiencia fundante, debe vivir su fe en un grupo o comunidad; en nuestro caso, desde
la religión cristiana católica o dentro de esta, debemos vivirla expresándola en el servicio
(ministerios) desde nuestra vocación y opción de vida: como laicos, como consagrados o
como presbíteros (sacerdotes católicos).
1.3.1 Los ministerios a la luz del servicio a los demás
La dimensión social o comunitaria, fundamental en toda persona, está sostenida por la re-
lacionalidad y alteridad propia del ser humano. Como ya lo mencionábamos, necesitamos
de los demás; somos seres menesterosos porque al ser arrojados al mundo (en el momento
de nuestro nacimiento), los otros nos cobijan, nos brindan lo necesario para sobrevivir: calor,
amor, alimento, educación, etcétera. No podemos sobrevivir o vivir sin relacionarnos con el
grupo o la comunidad.
16
Pero vivir en comunidad nos exige siempre dar más de nosotros mismos, es decir, que nos
donemos y entreguemos al servicio de los demás, con generosidad, poniendo a su servicio
nuestras cualidades, aptitudes, capacidades. En suma, beneficiar a los que están alrededor
de nosotros, a aquellos que están cerca (nuestros prójimos), pero también a aquellos que
están más alejados. En el Evangelio encontramos un claro ejemplo de servicio al prójimo,
más allá de la misma cuestión religiosa o étnica, en la parábola del buen samaritano, quien
se conmueve ante la necesidad de aquel que fue atacado en el camino por los salteadores
(Lc 10, 25ss).
Nos ponemos al servicio de los demás desde nuestro estado de vida o desde la etapa en la
que nos encontramos; en otras palabras, debemos dar lo mejor de nosotros desde nuestra
personalidad, profesión, opción de vida. Es un reto difícil, pues como ya vimos, la época
actual promueve como máximo valor el individualismo capaz de eliminar esa sociabilidad
propia del ser humano.
Con todo, como mencionábamos, la persona está llamada al servicio a los demás (vocación
al servicio), a donarse generosamente en la entrega cotidiana. Solo desde esta perspectiva la
vida adquiere un sentido más pleno y total. Desde la cuestión de la fe, los dones que hemos
recibido de parte de Dios se nos dan para ponerlos a disposición de la comunidad, para que
los demás se beneficien de ellos, de mis carismas o cualidades. Al ponerlos al servicio de
los demás, entendemos que no son para nuestro uso y explotación egoísta e individualista
ni, mucho menos, para que los tengamos guardados o los enterremos, como aquel siervo
del Evangelio que enterró los talentos que su patrón (Dios) le dio (Mt 24,14-30). Pero además
aquel que tiene algún don (cualidad, habilidad, aptitud) debe ser humilde y, desde ese don,
ser servidor de los demás (Mc 9,35s).
Vemos, pues, que nuestro servicio (ministerio) ha de plasmarse en el trabajo por los demás,
que debe repercutir positivamente en la sana convivencia comunitaria. Asimismo, que al
poner en común mis talentos, mi profesión y toda mi persona estoy ejerciendo mi ministerio,
mi contribución a la familia de Dios, a la humanidad y a la comunidad de fe. Por último, mi
generosa entrega en el servicio me convierte en signo de contradicción ante la sociedad
actual que veladamente inyecta individualismo y egoísmo enfermizo, combatiendo así la
muerte espiritual, social y religiosa.
1.3.2 El religioso, seguidor de Cristo en el corazón del mundo
Como vemos, el servicio a los demás, nuestro ministerio dentro de la comunidad, se vive
desde nuestro estado de vida, desde la elección que hemos hecho sobre el futuro de nuestra
existencia. Algunos son llamados a consagrar sus vidas a Dios (vocación a la vida religio-
sa); algunos son llamados a compartir su vida con una pareja y optan por la vocación al
matrimonio; otros responden al llamado que Dios les hace a convertirse en servidores de la
comunidad eclesial (vocación a la vida presbiteral).
Las tres vocaciones mencionadas en el párrafo anterior se viven dentro del mundo, de la
sociedad, de la historia y de la cultura. Se puede decir que la respuesta a ese llamado (a esa
vocación) se da en el día a día, al confrontar la compleja realidad social e histórica donde
vive quien es llamado. De tal manera, la vocación que tiene el religioso, en particular, lo lleva
a presentarse ante el mundo como signo de contradicción, a alzar su voz para anunciar y
denunciar todo aquello que atenta contra la dignidad humana y contra los valores funda-
mentales éticos del ser humano. Tal fue la misión de los profetas del antiguo testamento,
como fue el caso del profeta Elías (1 Re 17,1ss), Isaías (Is 6,1-13), Jeremías (Jer 1, 4-16); y qué
decir del mismo Jesús de Nazaret que fue reconocido como el más grande de los profetas
por sus oyentes y por sus mismos discípulos (Mt 16,13-20).
17
Esta actitud profética de anuncio y denuncia por parte del religioso es un claro ejemplo de
que su seguimiento de Jesús es auténtico, que está siendo fiel a ese llamado recibido en
algún momento de su vida. Desde este, vive su consagración y hace patente que vivir desde
sus votos religiosos —pobreza, castidad y obediencia— va en dirección contraria a lo que le
ofrece la sociedad y el mundo —y que es adverso a Dios, a la religión y a la dignidad huma-
na—.Desde su voto de pobreza, muestra con su vida que el mayor tesoro está por encima
de lo económico o monetario; con su voto de castidad expresa que la sublimación del amor
lo libera de cualquier atadura hedonista y, por último, desde su voto de obediencia, renuncia
a todo ejercicio de poder despótico y a mostrar que la fuerza del poder está en el servicio.
No perdamos de vista que esta vocación a la vida religiosa, y su respuesta cotidiana en el
mundo, solo tiene sentido pleno cuando se da dentro de una comunidad de fe; en nuestro
caso, dentro de la Iglesia. Desde esta consagración de su vida, el religioso se convierte en
servidor de los demás y sobre todo en «imagen» de Dios: en su vida y testimonio, las demás
personas deben encontrar el ejemplo de que sí se pueden vivir los valores religiosos, éticos,
la vocación a ser personas y la entrega generosa en el servicio, estando en el mundo, sin
ser del mundo.
1.3.3 La vocación al matrimonio como espacio para revelar,
custodiar y comunicar la entrega y el amor de Dios
En nuestro proceso de «ser personas» —visto como esa respuesta (misión) que día a día
vamos dando a ese llamado (vocación) que hemos recibido de Dios—, optamos, es decir,
elegimos entre las múltiples posibilidades que se nos presentan. Este proceso de discernimiento
vocacional pone sobre la balanza las posibilidades de nuestra realización o plenificación como
personas. Así, muchos optan por la vida religiosa —expuesta en el apartado anterior—, otros
optan por la vida sacerdotal —que veremos en el apartado siguiente—, algunos más por la
vida en matrimonio y, por último, hay quienes optan por la vida de soltería.
En esta pluralidad de vocaciones, de respuestas o de estados de vida, vemos la gran riqueza
de la comunidad humana, de la comunidad eclesial y de la vida en general. Optar por la vida
matrimonial no es cosa sencilla, como ninguna otra lo es —vida consagrada o sacerdotal
o soltería—, pues está en juego la existencia toda, el compromiso permanente —ya men-
cionado anteriormente—. Se pone a prueba, además, esa capacidad de elección libre, pues
al optar por un estado de vida debemos descartar de nuestro horizonte existencial las otras
alternativas, cualquiera de las cuales conlleva una elección hasta la muerte.
De aquí la importancia, trascendencia y gravedad de elegir libre, consciente y plenamente, tal
como sabemos, gracias al testimonio de los evangelios, que Jesús lo hizo. En efecto, Él optó
por vivir célibe, pero no impone esa vivencia a todos, sino solo a quienes la eligen libremente,
por el reino de los cielos (Mt 19,12). De hecho Él se alegra por quienes han optado por la vida
del matrimonio: lo sabemos porque asiste a las bodas de sus conocidos o vecinos: “fueron
invitados también a la boda Jesús y sus discípulos” (Jn 2, 1-5).
Quienes optan por la vida matrimonial, antes de ella tienen que orientarla desde varios princi-
pios, valores y convicciones: fidelidad, exclusividad, indisolubilidad. Al igual que quien opta por
la vida religiosa, la matrimonial se presenta ante la sociedad y ante el mundo como signo de
contradicción, ya que quien la elige va a vivir «hasta que la muerte» disuelva su compromiso
con aquel o aquella con quien se compromete, en la salud, en la enfermedad, en lo próspero
y en lo adverso. Ha de demostrar que es posible vivir el amor, el respeto y la exclusividad del
amor a su pareja, con quien está unido mediante el suave y firme «yugo del amor».
Quien se compromete a vivir los anteriores valores debe ser consciente que la misma sociedad
es enemiga de todo esto, pues como decíamos más arriba, estamos en una época y cultura
18
«del descarte», en donde los compromisos que se adquieren para toda la vida se desechan
con la mano en la cintura. De hecho, actualmente, disminuye el número de matrimonios de
muchos años, o parejas que llegan juntos a la vejez. Este fenómeno llama la atención y debe
hacer que los formadores en la fe y en la opción de vida se cuestionen cómo ser capaces
de brindar elementos que coadyuven a la toma de compromisos permanentes en cualquier
opción de vida, pero en particular, en el matrimonio.
A partir de las reflexiones anteriores en torno al matrimonio, es necesario que aquellos que
responden al llamado a esta vida tengan presente la siguiente frase, y la conviertan en ley
de vida o principio rector de toda su existencia como pareja, matrimonio o familia: «Te amo
solo a ti, hasta que la muerte nos separe».
La primera parte, «te amo solo a ti», excluye a un tercero o una tercera que pueda entrar y
desestabilizar la armonía que se ha establecido en la pareja desde su noviazgo. Al mismo
tiempo, conduce a una toma de conciencia de la ruptura que se ha dado con todas aquellas
personas (exnovias o exnovios) con las que estuvieron antes de contraer matrimonio. Ya no
amará a nadie más de esta misma forma. Unido a lo anterior, decir «te amo» es una clara
expresión de entrega, es ir más allá de un simple querer o gustar. Entra en juego esa obliga-
toriedad y exclusividad: a nadie más se le podrá decir «te amo» fuera del ámbito matrimonial
o familiar inmediato. Este amor, exclusivo y excluyente, tiene que ser vivido desde la generosa
entrega; debe encontrar su cauce en la procreación y materializarse en los hijos. De ahí que
el matrimonio está abierto a la vida y a dar vida en un contexto de amor.
La segunda parte, «hasta que la muerte nos separe», consiste en la obligatoriedad de la op-
ción que elegimos. Es un recordatorio constante de cumplir en fidelidad y en todo momento
aquello a lo que nos comprometimos: a vivir el amor, la entrega y la donación continuamente.
Además, es una evidencia del carácter sagrado del vínculo que se ha adquirido ante el otro
(esposa-esposo), ante la comunidad de fe (Iglesia) y ante el testigo cualificado (el sacerdote
o ministro sagrado). Este vínculo no puede ser destruido por el ser humano, ni por legislación
alguna; solo la muerte puede deshacer este lazo de amor perpetuo.
Viviendo así, todo matrimonio será un claro reflejo y revelación del amor y entrega que Dios
ha tenido hacia la humanidad entera y hacia cada uno de nosotros.
1.3.4 El sacerdote para la comunidad cristiana
La vocación al sacerdocio es una más que enriquece la vida de la Iglesia. Es importante
tener en cuenta que el término y figura del sacerdote no son exclusivos de la religión cris-
tiana católica, sino de cualquier religión. Desde las más antiguas, el sacerdote es «aquel que
ofrece sacrificios», de ahí deriva el nombre; pueden ser sacrificios de animales, de plantas
e incluso, en las más ancestrales, había sacrificios humanos a la o las divinidades propias
de una tribu o grupo humano. Dentro de la religión cristiana católica no se ofrecen víctimas
(los frutos de la tierra, los primogénitos de los animales) a Dios, pues no es necesario para
congraciarnos con Él; no es un dios sanguinario ni necesita ser apaciguado en su ira de esta
manera, como sí pasa con otros de diferentes religiones.
Todo lo anterior es para poder decir que en la religión cristiana católica, más que sacerdote,
quien está al frente de la comunidad y quien sirve a todos los bautizados desde su consagra-
ción a Dios, debería ser llamado «presbítero»: aquel que tiene la responsabilidad de predicar
el Evangelio, que debe visitar a los enfermos y administrar los sacramentos (Hch 14,23; Hch
16,4; Sant 5,14ss). Dicha atribución o denominación viene desde las primeras comunidades
cristianas, pues ya san Pablo (1 Tim 4,14; Tit 1,5) y san Juan, en sus cartas, así le nombran (1
Jn 1,1). Dicho presbítero es, además, quien posee la sabiduría que procede de la experiencia
de Dios, de ese encuentro íntimo con Él.
19
Por lo anterior, podemos decir que el presbítero es el «anciano», pero no en años o porque
su pelo tenga canas, sino porque es sinónimo de sabio, dada su experiencia, como se dijo
en el párrafo anterior. De tal manera, aquel que preside la comunidad, la Eucaristía y la fe
ha de poseer una experiencia profunda de Dios y debe compartirla con las personas inte-
grantes de su comunidad. En suma, más que ofrecer sacrificios, lleva la administración de
una parroquia; más que convertirse en un frío despachador de sacramentos, debe ser capaz
de mostrar con sus palabras, con su vida y con su testimonio aquello que es Dios: amor,
misericordia y perdón.
Por eso, al igual que quien opta por las vocaciones a la vida religiosa o matrimonial, quien
después de discernir opta por la vida sacerdotal (presbiteral) debe estar consciente de que,
más allá de tener grados académicos en Teología o en Ciencias Humanas, debe ser un
humano de profunda experiencia de Dios, de una fe robusta y de una ardiente caridad, para
ser capaz de entregar su vida ejerciendo el ministerio sacerdotal. De que se convierte en
servidor, por excelencia, de la comunidad cristiana: debe gastar y desgastar su vida entre la
comunidad, entre aquellos para los cuales se consagró y para los cuales aceptó y respondió
en el momento en que sintió el llamado a la vida presbiteral o sacerdotal. No hacerlo al cien
por ciento es fallar y ser deshonesto hacia los demás, hacia sí mismo y hacia Dios, a quienes
dio un sí en el momento de su ordenación sacerdotal.
1.3.5 El compromiso laical como opción de servicio
Servir en la comunidad no es solo para los religiosos —que viven en el mundo, sin ser del
mundo—, ni solo para los presbíteros (sacerdotes), sino para todos aquellos bautizados que
formamos la comunidad de fe o Iglesia.
Desde el momento en que fuimos bautizados, adquirimos el compromiso de vivir nuestra
fe y trabajar por la expansión del reino de Dios dentro de la realidad mundana. Recordemos
que, hace no muchos años, a los laicos se les llamó «seglares», es decir, aquellos que se
encuentran en el siglo, en el mundo, en el devenir histórico. Sin embargo, como hemos vis-
to, los demás estados de vida y las distintas vocaciones dentro de la Iglesia también están
llamadas al servicio dentro del mundo y no fuera de él.
A partir del Concilio Vaticano II (1962-1965) a los seglares se les dio el nombre de «laicos»;
dicha denominación viene del término griego laos, es decir, ‘pueblo’. Por tanto, laico es todo
aquel miembro del pueblo de Dios, todo bautizado que no ha recibido el sacramento de orden
sacerdotal —por lo que incluso cabrían en esta clasificación los religiosos, puesto que ellos
no son presbíteros o sacerdotes—. Así, todos los laicos tienen el deber y la obligación de
promover el reino de Dios en los distintos ambientes en donde se desenvuelven: en la ciudad y
el campo, en la fábrica o en la escuela, en el mercado, en el cine y en todo lugar donde estén.
De manera privilegiada, el laico está llamado a poner todas sus capacidades, dones, apti-
tudes y talentos al servicio de la comunidad de fe. Esto no quiere decir que tenga que estar
barriendo, limpiando o adornando el templo; no, su trabajo debe tener una incidencia en la
sociedad o en su realidad social, política, económica, familiar y cultural. De lo anterior deriva
que el trabajo y servicio del seglar no ha de estar encerrado dentro de las cuatro paredes
de la capilla, sino que desde su identidad y misión ha de lograr una transformación en la
realidad, pues debe vivir la dimensión social de su fe y hacerla creíble ante un mundo que
se muestra cada vez más contrario a todo lo relacionado con Dios.
El laico debe hacer este trabajo, servicio e incidencia en la realidad de manera organizada y
contando con un plan o proyecto pastoral, para que de manera gradual y continua se desa-
rrollen procesos tanto de evangelización como de promoción humana. Debe velar por que
todos los miembros de la sociedad y de la comunidad alcancen un pleno desarrollo como
20
personas, todos sus derechos fundamentales sean respetados, su dignidad sea reconocida
y no sea pisoteada por estructuras sociales antihumanas.
Por todo esto, reafirmamos que la vocación al servicio que tiene el laico va más allá de las
paredes de la capilla. Con todo, no hay que olvidar que esta vocación, como cualquier otra,
implica una respuesta libre y consciente, de tal forma que aunque reciba el llamado al ser-
vicio, cada laico es libre de responder o no a él.
21
Construimos
Además de las actividades sugeridas en la carta descriptiva, te sugerimos:
22