La Kénosis de La Madre de Dios
La Kénosis de La Madre de Dios
La Kénosis de La Madre de Dios
Raniero Cantalamessa
ReL
09 agosto 2021
Al reflexionar, nos damos cuenta —decía—, de que María no está ausente en ninguno
de estos tres momentos fundamentales. Ella no está ausente en la Encarnación que
sucedió justamente en ella. María no está ausente en el Misterio pascual, porque está
escrito que «junto a la cruz de Jesús estaba su madre» (cf. Jn 19,25). No está ausente
en Pentecostés, porque está escrito que el Espíritu Santo vino sobre los apóstoles
mientras «permanecían unidos en la oración con María, la madre de Jesús» (cf. Hch
1,14).
Estas tres presencias de María en los momentos claves de nuestra salvación no pueden
ser una casualidad. Aseguran un lugar único junto a Jesús, en la obra de la
redención. María fue la única entre todas las creaturas en dar testimonio y participar en
todos estos acontecimientos.
Paralelo a este camino del nuevo Adán obediente, se desarrolla el camino de la nueva
Eva. También para María el Misterio pascual comenzó desde hacía tiempo. Ya las
palabras de Simón sobre el signo de contradicción y sobre la espada que le
traspasaría el alma contenían un presagio que María conservaba en su corazón,
junto con todas las demás palabras. El «paso» que queremos llevar a cabo en esta
meditación es justamente el de seguir a María durante la vida pública de Jesús y ver de
qué es figura y modelo en este tiempo.
San Juan Pablo II, en su encíclica «Redemptoris Mater», aplica justamente a la vida de
la Virgen la gran categoría de la kénosis, con la que san Pablo explicó los
acontecimientos terrenos de Jesús: «Cristo Jesús, a pesar de su condición divina, no
consideró un tesoro celoso, el ser igual a Dios, sino que se vació (ekénosen) de sí» (Flp
2,6-7). «Mediante la fe —escribe el Papa— María está perfectamente unida a Cristo en
su despojamiento… Al pie de la cruz, María participa, mediante la fe, en el
desconcertante misterio de este despojamiento»[1]. Este despojarse se consumó al pie
de la cruz, pero comenzó mucho antes. Incluso en Nazaret, y sobre todo durante la
vida pública de Jesús, ella avanzaba en la peregrinación de la fe. No es difícil notar ya
entonces «un cansancio particular del corazón, unido a una especie de noche de la
fe»[2].
Estas cosas —se razonaba— son consecuencias del pecado, pero María no tenía pecado.
No se daban cuenta de que, de este modo, en lugar de «asociar» a María a Jesús, se la
disociaba completamente de él, que, sin tener pecado, quiso experimentar a favor
nuestro todas estas cosas, es decir: fatiga, dolor, angustia, tentaciones y muerte. Todo
esto se reflejaba en la iconografía de la Virgen, es decir, en el modo en el que se
representaba a la Virgen en estatuas, pinturas e imágenes: una criatura, en general,
desencarnada e idealizada, bella con una belleza a menudo toda humana, y que toda
mujer desearía tener, una Virgen, en definitiva, que parecer haber rozado apenas la
tierra con la punta de los pies, nacida en el mundo solo para «mostrar el milagro».
Ahora bien, la categoría fundamental con la que después del Concilio Vaticano II
intentamos explicar la santidad única de María no es tanto la del privilegio, cuanto la de
la fe. María caminó, es más, «progresó» en la fe[3]. Esto no disminuye, sino que
acrecienta desproporcionadamente la grandeza de María. La grandeza espiritual de una
criatura delante de Dios, en esta vida, no se mide tanto por lo que Dios le da, cuanto por
lo que Dios le pide. Y veremos que a María Dios le pidió mucho, más que a
cualquier otra criatura, más que al mismo Abraham.
En el Nuevo Testamento encontramos palabras fuertes de Jesús. «No tenemos un sumo
sacerdote que no sepa compadecerse de nuestra debilidad, ya que, como nosotros, ha
sido probado en todo excepto en el pecado» (Heb 4,15); «Aunque era hijo, aprendió
sufriendo a obedecer» (Heb 5,8). Si María siguió al Hijo en la kénosis, estas palabras,
con las debidas proporciones, se aplican también a ella y constituyen la verdadera clave
de comprensión de su vida. María, siendo la madre, aprendió la obediencia por las
cosas que padeció.
También María aprendió la fe y la obediencia; creció en ellas gracias a las cosas que
padeció, para que nosotros podamos decir de ella, con toda confianza: no tenemos una
madre que no sepa compadecerse con nuestras enfermedades, nuestro cansancio,
nuestras tentaciones, habiendo sido ella misma probada en todo a semejanza de
nosotros, a excepción del pecado.
Partimos del episodio de Jesús perdido en el templo (cf. Lc 2,41ss). Lucas, destacando
que Jesús fue encontrado «después de tres días», quizás ya alude al Misterio pascual de
muerte y resurrección de Cristo. En todo caso, es cierto que esto fue el inicio del
misterio pascual de despojamiento para la Madre. ¿Qué escuchó que le decía después de
haberlo encontrado? «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en las
cosas de mi Padre». Una madre podría entender qué sentía en el corazón María con esas
palabras. ¿Por qué me buscabais? Aquellas palabras ponían entre Jesús y ella una
voluntad diversa, infinitamente más importante, que hacía pasar a según plano
toda otra relación, incluso la relación filial con ella.
Los tres Sinópticos nos refieren este otro episodio sucedido durante la vida pública de
Jesús. Un día, mientras Jesús intentaba predicar, llegaron su Madre y algunos parientes
para hablarle. Quizás la Madre se preocupaba, como es muy natural en una madre, de su
salud, porque poco antes está escrito que Jesús no podía siquiera comer a causa del
gentío (cf. Mc 3,20). Notemos un detalle. María, la Madre, debe mendigar incluso el
derecho de poder ver al Hijo y hablarle. Ella no se abre camino entre la multitud
haciendo valer el hecho de que era la madre. Por el contrario, se quedó afuera a la
espera y otros se dirigieron a Jesús para decirle: «Fuera está tu madre que quiere
hablarte». Pero lo importante, también aquí, es la palabra de Jesús que está ahora y
siempre en la misma línea. «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mc
3,33).
Otro día —narra san Lucas— una mujer, entre la multitud, exclamó con entusiasmo
hacia Jesús: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!» Era uno de
esos cumplidos que bastan por sí solos para hacer feliz a una madre; pero María, si
estaba presente o si se enteró, no pudo detenerse largo tiempo en estas palabras y
gozarlas, porque Jesús se dio prisa en corregir: «¡Dichosos, más bien, los que
escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!» (Lc 11,27-28).
Un último detalle en esta línea. San Lucas habla, en un cierto momento de su evangelio,
de las «seguidoras femeninas de Jesús», es decir, de un cierto número de mujeres
piadosas —de las cuales incluso da el nombre— que había sido beneficiadas por parte
de Jesús y que «le atendían con sus bienes» (cf. Lc 8,2-3), es decir, cuidaban de las
necesidades materiales suyas y de los apóstoles, como preparar una comida, lavar o
remendar ropa. ¿Dónde está aquí lo que se refiere a María? Es que entre estas mujeres
no figura la madre y todos saben cuánto desearía una madre ser ella la que cuidara
estos servicios pequeños del hijo, especialmente si está consagrado al Señor. Es el
sacrificio total del corazón.
¿Qué significa todo esto? Una serie de hechos y palabras tan precisas y coherentes no
pueden ser sólo una coincidencia. María tuvo que pasar también ella por la kénosis. La
kénosis de Jesús consistió en el hecho de que, en lugar de hacer valer sus derechos y sus
prerrogativas divinas, se despojó de ellas, asumiendo el estado de siervo y pareciendo
en el exterior un hombre como los demás. La kénosis de María consistió en el hecho de
que, en lugar de hacer valer sus derechos como madre del Mesías, se dejó despojar
de ellos, apareciendo delante de todos como una mujer igual a las otras.
La cualidad de Hijo de Dios no sirvió para ahorrarle a Cristo alguna humillación y, del
mismo modo, la cualidad de Madre de Dios no le sirvió a María para ahorrarle algunas
humillaciones. Jesús decía que la Palabra es con lo que Dios poda, limpia y pela los
sarmientos: «Vosotros estáis ya limpios gracias a la Palabra que os he dicho» (Jn 15,3),
y semejantes fueron las palabra que dirigió a la Madre. ¿Habrán sido quizás justamente
estas Palabras la espada que, según Simeón, un día traspasarían su alma?
La maternidad divina de María era también, y ante todo, una maternidad humana; tenía
un aspecto también «carnal», en el sentido positivo de este término. Jesús era su hijo
carnal, como se dice que son hermanos carnales dos hijos nacidos de la misma madre.
Ese Hijo era su hijo, era su única riqueza, su único apoyo en la vida. Sin embargo, ella
tuvo que renunciar a todo lo que humanamente exaltaba su vocación. Su propio hijo la
puso en condición de no poder sacar de su maternidad ninguna ventaja terrena.
Una vez iniciado su ministerio y después de haber dejado Nazaret, Jesús no tuvo dónde
reposar la cabeza y María no tuvo dónde posar el corazón.
A su pobreza material, que ya era muy grande, María agrega también la pobreza
espiritual, en su grado más alto. Dicha pobreza de espíritu consiste en dejarse despojar
de todos los privilegios, de no poder aprovecharse de nada, ni en el pasado ni el futuro:
ni de revelaciones, ni de promesas, como si no le pertenecieran y no hubieran tenido
nunca lugar. San Juan de la Cruz llamó a esto la «noche oscura de la memoria» y, al
hablar de ello, hace mención explícita de la Madre de Dios[4]. Consiste en olvidarse —
o mejor dicho, en no poder recordar, ni siquiera queriéndolo— del pasado, y estar
únicamente inclinado a Dios, viviendo en pura esperanza. Es la verdadera y radical
pobreza de espíritu que sólo es rica de Dios y, también esto, solo en esperanza. Pablo lo
llama vivir «olvidándome de lo que queda atrás» (Flp 3,13).
Jesús se comportó con la Madre como un director espiritual lúcido y exigente que,
habiendo vislumbrado un alma excepcional, no le hace perder el tiempo, no la deja
detenerse en lo bajo, entre sentimientos y consolaciones naturales, sino que la arrastra,
siendo él también santo, en una carrera sin tregua hacia el despojamiento total, de
cara a la unión con Dios. Enseñó a María la renuncia de sí misma. Jesús dirige a todos
sus seguidores de todos los siglos, con su Evangelio, pero a la Madre la dirigió a viva
voz, en persona.
Él con una mano se dejaba conducir por el Padre, mediante el Espíritu, donde quería: al
desierto para ser tentado, al monte para ser transfigurado, al Getsemaní para sudar
sangre… «Yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8,29). Con la otra mano, Jesús
conduce a la Madre en la misma carrera a hacer la voluntad del Padre.
¿Cómo reaccionó María a esta conducta del Hijo y de Dios mismo en relación a ella?
¿Cómo se comportó? Probemos a releer los textos recordados, quizá con lupa.
Constataremos una cosa: nunca la más mínima mención de conflicto de voluntad, de
réplica o de autojustificación por parte de María; ¡nunca una intención de hacer
cambiar de decisión a Jesús! Docilidad absoluta.
Aquí aparece la santidad personal única de la Madre de Dios, la maravilla más alta de la
gracia. Para darse cuenta, basta hacer alguna comparación. Por ejemplo, con san Pedro.
Cuando Jesús le hizo entender a Pedro que en Jerusalén le esperaba rechazo, pasión y
muerte, él «protestó» y dijo: No, Señor, esto no puede suceder, ¡no debe suceder! (cf.
Mt 16,22). Se preocupaba por Jesús, pero también por él mismo. María no.
El hecho de que calle no significa que para María todo es fácil, que no debe superar
luchas, fatigas y tinieblas. Ella estuvo exenta del pecado, no de la lucha y del
«cansancio de creer». Si Jesús tuvo que luchar y sudar sangre, para llevar su voluntad
humana hasta el punto de adherirse plenamente a la voluntad del Padre, ¿es acaso
sorprendente que haya tenido que «agonizar» también la Madre? Sin embargo, algo es
cierto; que María no habría querido, por nada del mundo, volverse atrás. Cuando se
pregunta a ciertas almas, conducidas por Dios por caminos parecidos, si quieren que se
rece para que todo termine y vuelva a ser como un tiempo atrás, por muy contrariados
que estén y a veces en el borde de la aparente desesperación, se apresuran a responder
en seguida; ¡no!
Entonces, ¿debemos pensar que la vida de María fue una vida hecha de una aflicción
continua, una vida triste? Al contrario. Al juzgar, por analogía, por lo que sucede en los
santos, debemos decir que, en este camino de despojamiento, María descubría día a día
una alegría nueva respecto de las alegrías maternas de Belén o de Nazaret, cuando
estrechaba a Jesús en su pecho y Jesús se estrechaba a su pecho. Alegría de no hacer la
propia voluntad. Alegría de creer. Alegría de dar a Dios lo más precioso para él,
desde el momento en que, también respecto de Dios, hay más alegría en dar que en
recibir. Alegría de descubrir un Dios, cuyos caminos son inaccesibles y cuyos
pensamientos no son nuestros pensamientos, pero que en esto precisamente se da a
conocer por lo que es: Dios, el tres veces Santo.
Una gran mística, santa Ángela de Foligno, que había tenido experiencias análogas,
habla de una alegría especial, al límite de la posibilidades humanas de comprensión, que
llama la «alegría de la incomprensibilidad» (gaudium incomprehensibilitatis). Esta
alegría consiste en entender que no se puede entender, pero que un Dios entendido ya no
sería Dios. Esta incomprensibilidad, en lugar de tristeza, genera alegría, ¡porque hace
ver que Dios es todavía más rico y más grande de lo tú logres comprender y que es «tu»
Dios! Esta es la alegría que los santos tienen en el cielo y que la santísima Virgen tuvo,
de modo diverso, sin tener la experiencia de la patria, desde esta vida[8].
Aquí es el momento de recordar que no tenemos una Madre que no sepa compadecerse
de nuestras enfermedades, al haber sido probada, ella misma, en todo, a semejanza
nuestra, excepto en el pecado. Recurramos, pues, a ella y digámosle con sencillez:
María ayúdanos a no hacer nuestra voluntad; haz que también nosotros descubramos la
alegría nueva de dar algo valioso a Dios, mientras estamos en esta vida.
Ahora que está glorificada en el cielo junto al Hijo, María puede extender su mano
materna sobre nosotros y conducirnos también a nosotros, detrás de sí, diciendo, son
más razón que el Apóstol: «Sed mis imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor
11,1).
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