Iglesia y Estado

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LA IGLESIA ANTE LOS LIBERALES

El “triunfo liberal” de García Granados y Barrios se materializó el 30 de junio de 1871. “Lo


siguiente fue asentar su poder en los ámbitos político y legal”, refiere el historiador José
Cal Montoya, experto en Ciencias Religiosas por la Universidad Rafael Landívar y
miembro de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala.

Los liberales, de esa cuenta, le restaron poder a los conservadores —sus antecesores— e
instauraron sus propias políticas. En lo económico, por ejemplo, fomentaron mayor
actividad mediante la introducción del café y otros cultivos. También posibilitaron la
fundación de los establecimientos bancarios para que financiaran las operaciones, e
impulsaron una red de servicios que optimizaran la producción y comercialización de
productos —de esa cuenta, nació la red ferroviaria—.

En lo político se buscó una liberalización de las instituciones existentes y promulgó una


nueva constitución y otros códigos. “Dentro de ese proceso, la Iglesia era uno de los
primeros sectores a tomar en cuenta para llevar al éxito el programa liberal”, consigna el
artículo La Iglesia de Guatemala ante la Reforma Liberal (1871-1878), cuyo autor es Cal
Montoya.
Fue así que se le expropiaron sus bienes, y las órdenes religiosas fueron expulsadas del
país. Para justificar tales medidas se desplegó una intensa propaganda en los diferentes
medios de comunicación.

Los liberales sacaron provecho de la libertad de prensa que promulgaron el 5 de julio. “De
esa manera echaron por tierra la censura civil y eclesiástica a la que estaban sometidas las
publicaciones. Se hacía la salvedad, eso sí, de que todos los artículos estuvieran firmados y
que no debían atacar la vida privada de los ciudadanos”, refiere Cal Montoya.

Esas disposiciones, sin embargo, no se cumplieron, pues apareció un sinnúmero de


seudónimos pintorescos y que, además, satirizaron a ciudadanos connotados. “Se les dejó
actuar, ya que eso les permitió a los liberales poner en marcha una extensa campaña de
desprestigio contra la Iglesia y acelerar su proceso de desarticulación”, refiere el experto.
“De esa forma se difundían las ideas progresistas entre la población”.

En Guatemala, la religión constituye un aspecto fundamental en la vida de la mayor parte


de los guatemaltecos, y aunque las tendencias religiosas han cambiado a través del tiempo,
son en la actualidad la iglesia católica y la evangélica quienes cuentan con el mayor número
de seguidores. Según un estudio de Pew Research Center del año 2014, el 50% de los
guatemaltecos se declararon como católicos y un 41% como evangélicos. Tan sólo un 3%
de los entrevistados expresó contar con una afinidad religiosa diferente a las religiones
anteriores, y un 6% expresó no tener afiliación a ninguna iglesia.

A partir de los datos anteriores, puede deducirse que tanto la iglesia católica como la
evangélica representan dos grandes protagonistas en Guatemala, y que su fuerza y
presencia territorial las ha convertido en entidades espirituales de notable importancia. No
obstante, los hechos en la historia demuestran que ambas iglesias han desempeñado además
de un rol evangelizador, un papel fundamental en situaciones políticas, económicas y
sociales. Revisaremos y analizaremos algunos ejemplos concretos en donde ambas iglesias
han ejercido influencia positiva o negativa según los acontecimientos en donde han
intervenido.

27 de julio de 1981, Santiago Atitlán, Guatemala. El sacerdote Stanley Rother es asesinado


por el ejército guatemalteco cuando hombres armados irrumpieron en su parroquia, en
horas de la noche. Su asesinato, no constituiría un hecho aislado. Junto a él, alrededor de
otros 20 sacerdotes más serían asesinados, y otros 200 abandonarían el país para ponerse a
salvo. La guerra se le había declarado no sólo a la guerrilla y a numerosas comunidades
indígenas, sino también a la iglesia católica.

La posición de la iglesia pronto daría un giro ideológico inesperado con la llegada de la


teología de la liberación y los conflictos armados, no sólo en Guatemala sino en otros
países de América Latina. El papel de la iglesia católica pasó de ser conservador y pasivo a
promover la reivindicación del sector indígena, de los pobres y los marginados. La
educación, la alfabetización y la organización fueron elementos importantes en el quehacer
de muchos religiosos católicos en comunidades mayas pobres. Por su defensa a los
derechos humanos y su apoyo y protección a los perseguidos por el ejército, muchos
sacerdotes fueron asesinados (como el caso de Rother) y la teología de la liberación fue
considerada sinónimo de revolución y subversión.

Durante este proceso de persecución hacia fieles y sacerdotes católicos, las iglesias
evangélicas adquirieron mayor protagonismo en Guatemala, elevando su porcentaje de
seguidores de un 19.10% a un 30%. Para muchos sobrevivientes de la guerra, los beneficios
que dichos movimientos evangélicos les proveían frente a su situación de pobreza y
persecución fueron motivos suficientes para convertirse de católicos a evangélicos.

IGLESIA Y ESTADO
La competencia entre el poder eclesiástico y el poder político es un importante logro de la
civilización judeocristiana y un garante de la libertad individual. Dado que las autoridades
eclesiásticas no están supeditadas al gobernante de turno, ponen límites efectivos al
gobierno y amplían la esfera de la libertad individual. La política fue desacralizada cuando
se delineó lo sacro como algo distinto del monarca y su poder. Gracias a esta idea, las
personas, a la vez ciudadanos y fieles, son más deliberantes y exigentes respecto de su
autonomía personal.

Por eso, el filósofo francés Rémi Brague insiste que no hace falta separar algo que no es
posible unificar. No obstante, tanto Acton como Brague conceden que algunos gobernantes
intentan instrumentalizar la religión. Es la tentación de Constantino, dice Brague. A veces,
quienes ostentan el poder quieren endiosarse o mitigar potenciales conflictos con líderes
religiosos. Politizar la fe acarrea consecuencias negativas para las iglesias y para los fieles.
Los actos de dudosa calidad moral, los nacionalismos estrechos, los odios y las rivalidades
temporales son francamente incompatibles con el universal mandamiento del amor. Por otra
parte, el cristianismo exige del fiel una adhesión libérrima, con lo cual coaccionar la
religión por medios políticos constituye un contrasentido.

Una forma concreta de delimitar la separación es a través de negociaciones o concordatos,


como el suscrito entre el gobierno de Guatemala y el Vaticano, ratificado en 1854. Nuestra
Constitución afirma que todos los ciudadanos somos libres de practicar la religión o
creencia de nuestra elección y que las iglesias gozan de personalidad jurídica y pueden
poseer y administrar bienes inmuebles con fines educativos, caritativos y de culto. En
cambio, la primera enmienda a la constitución estadounidense prohíbe a las autoridades
federales emitir regulaciones que limiten la libertad religiosa. Los estados podían adherirse
a un credo oficial y simultáneamente respetar a las minorías que observaban otras
creencias.

Hoy, algunas voces a favor de la separación Iglesia-Estado quieren desterrar toda mención
de Dios de la vida pública. Ese no es el ideal histórico. Al invocar a Dios, nuestros
constituyentes tenían prevista una nación en la cual creyentes y no creyentes conviven en
paz. No previeron una sociedad que destierra toda manifestación pública de fe, ni tampoco
la exigencia que todo miembro de la clase política sea ateo o agnóstico.

Un discurso político que cierra con la frase «que Dios los bendiga» es inofensivo mientras
permanezcamos libres. El verdadero problema no es la religión, sino el abuso del poder.
Por lo menos en papel, un cristiano practicante electo a un cargo público debería respetar
los derechos básicos de los gobernados, en virtud de su fe y de las leyes del país. Se debe a
los electores y a Dios. Rinde cuentas acá y Allá. Conocer las inclinaciones religiosas del
candidato es un insumo relevante al votante, así como percibir su falta de consecuencia.
Tampoco está de más tener discusiones abiertas sobre las ramificaciones morales de las
políticas públicas, aun cuando las posiciones encontradas lucen insolubles, como ocurre
con el aborto.

La sociedad perdería mucho al forzar a los creyentes a recluirse en las catacumbas


apartados de la vista pública y silenciada. En vez de construir muros entre las iglesias y los
palacios de gobierno, lo que tendríamos que hacer es fortalecer las instituciones culturales y
legales que garantizan la libertad de conciencia y de religión. Es desde la libertad que se
procura la convivencia pacífica dentro de una sociedad plural.

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