Verum Bonum

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Verum bonum.

La retórica o el arte para hacer creíble la verdad*

Francisco Arenas–Dolz
Universidad de Valencia

1. Introducción

Los desarrollos modernos de la retórica no han sido del todo satisfactorios. El


desarrollo del positivismo y del historicismo, con su pretensión de instalarse entre las
ciencias, se ha preocupado de purgar las metodologías de todo vestigio retórico. La
didáctica moderna ha desarrollado acciones encaminadas a considerar lo retórico como
un resto de confusión, deshonestidad e ineficacia en la búsqueda de la verdad, y así los
pensadores retóricos quedaron desprestigiados hasta su práctica anulación. El ataque ha
sido tan concienzudo que incluso en el habla cotidiana la retórica ha quedado asimilada
a algo grotesco, deforme, fuera de la realidad de nuestro tiempo.

Por eso, en este artículo abogaré por una recuperación de la retórica y su liberación
de las prohibiciones que pesan sobre ella. Una retórica filosófico–moral, como la
aristotélica, en estrecha conexión con una hermenéutica analógica como la defendida
por Beuchot, nos muestra cómo la retórica se asienta en lo verosímil, que expresa su
analogía con lo verdadero (BEUCHOT, 2004, 119–142). Sin embargo, llevando más
allá de los planteamientos de Beuchot, señalaré las conexiones entre esta retórica,
entendida como una ontología de lo verosímil, y una ética hermenéutica crítica
(CONILL, 2007, 67), desde la cual es posible interpretar también la verosimilitud como
una forma de “hacer que, haciendo, inventa el modo de hacer”, destacando el aspecto
eminentemente formativo y práctico de la retórica (PAREYSON, 2005, 59).

2. La retórica como ontología de lo verosímil

A pesar de la estrecha relación entre dialéctica y retórica, esta difiere de aquella en


algunos rasgos. Primeramente la retórica se aplica a situaciones concretas: la
deliberación de una asamblea, el juicio de un tribunal, el ejercicio público de la
asamblea, el ejercicio público de la razón. En segundo lugar la retórica, que es una
disciplina argumentativa, se dirige siempre al oyente. En tercer lugar, y como
*
Este estudio se inserta en el Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico HUM2007–
66847–C02/FISO, financiado por el Ministerio de Educación y Ciencia y con Fondos FEDER de la Unión
Europea, y está parcialmente basado en mi tesis doctoral, Hermenéutica, retórica y ética del lógos.
Deliberación y acción en la filosofía de Aristóteles, Universitat de València, Valencia, 2007, dirigida por
Jesús Conill.
consecuencia de lo anterior, la retórica no puede convertirse en una técnica vacía y
formal, dada su vinculación con los contenidos de las opiniones admitidas o aprobadas
por la mayoría. Estos rasgos distintivos de la retórica aristotélica ponen de manifiesto
que no se puede acusar a Aristóteles de haber reducido el campo de la retórica a una
teoría de la elocución, y menos aún a una teoría de las figuras. Es fundamental la
orientación de la retórica hacia la credibilidad del oyente, de modo que no es posible
disolver la retórica en la dialéctica.

Sin embargo, es sabido que para Platón la retórica debía someterse a la dialéctica.
La reducción de la retórica a dialéctica manifiesta el problema para comunicar la
verdad. En el Fedro Platón considera que la “retórica legítima” debe poder mostrar y
convencer de la verdad misma, no por medio de demostraciones sino conmoviendo las
inteligencias rudas de los hombres y conduciendo sus almas (psychagōgeîn). De esto no
puede ocuparse el sofista sino el filósofo. Mientras que la dialéctica no necesita de la
retórica, la retórica no puede construirse sin la dialéctica. Esto se debe al carácter
unitario de la racionalidad, supuesto el carácter no modificable ni subsumible de la
verdad. Si la retórica hace uso de los medios puramente comunicativos, como los mitos
o las narraciones, de ello resulta una situación paradójica, la cual consiste en que sus
discursos se ordenan a decir verdades, no siendo ellos verdaderos. Por eso, en Gorgias
(462B 10–466C 3) Platón comparaba peyorativamente la retórica al arte culinaria en el
sentido de que ambas apuntarían al placer y no al verdadero bien de aquellos a quienes
se dirige (Plat. Gorg. 462C 7, D 11; 464D 2; 501A 3–C 5; 464C 4; 465A 2).

En completa disconformidad con esta caracterización de la retórica está Aristóteles.


Para él la retórica es una verdadera téchnē y en consecuencia no una simple
acumulación de conocimientos empíricos sino una actividad basada en un conocimiento
auténtico, capaz de ser fundamentada racionalmente. Por ello precisamente Aristóteles
la apareja con la dialéctica (Aristot. Rhet. I 1, 1354a 1), un aparejamiento en el que hay
resonancias del Gorgias y del Fedro (BRUNSCHWIG, 1994, 57–96; BURNYEAT,
1994, 3–55; COOPER, 1994, 193–210; HALLIWELL, 1994, 211–230; MCCABE,
1994, 129–165; MOST, 1994, 167–190; SCHÜTRUMPF, 1994, 99–116; SPRUTE,
1994, 117–128). La retórica aristotélica es antístrophos tēi dialektikḗi. La analogía entre
ambas no se refiere tanto al contenido o al fin de ambas disciplinas sino a la forma y al
método. Tanto en el juego dialéctico como en el retórico, “todos participan en alguna

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forma de ambas, puesto que, hasta un cierto límite, todos se esfuerzan en descubrir y
sostener un argumento e, igualmente, en defenderse y acusar” (Aristot. Rhet. I 1, 1354a
4–6). La analogía entre ambas supone que la retórica se configura también como téchnē,
capaz de señalar un límite dentro del cual se mueve. El saber de la retórica y el de la
dialéctica comparten la condición de no disponer de principios propios (Aristot. Rhet. I

2, 1355b 31–34).

El estrecho paralelismo entre el comienzo del tratado aristotélico sobre la retórica


(Aristot. Rhet. I 1) y el inicio del tratado sobre la dialéctica (Aristot. Top. I 1–2) muestra
la “analogía estructural” que se da entre ambas disciplinas (BERTI, 1994, 136). La
retórica y la dialéctica disponen del mismo modo de argumentar, aplicado a situaciones
diversas y a contenidos diversos. El paralelismo entre ambos tratados se debe a la
presentación de las respectivas disciplinas como métodos (Aristot. Top. I 1, 100a 18:
méthodos; Rhet. I 1, 1354a 8: hodós) para hacer con arte (Aristot. Rhet. I 1, 1354a 11:
téchnē; Top. IX 11, 172a 35: entéchnōs) lo que la mayoría hace sin arte. Desde un punto
de vista retórico la téchnē consiste fundamentalmente en saber utilizar bien los ‘medios
de credibilidad’ (písteis), mientras que desde un punto de vista dialéctico consiste en
usar bien las ‘argumentaciones’ (syllogismoí). Al reconocer que “la credibilidad es una
especie de demostración (he dè pístis apódeixís tis)” (Aristot. Rhet. I 1, 1355a 4–5), lo
que hace el filósofo helénico es reafirmar el paralelismo entre retórica y dialéctica.

La “analogía estructural” que une retórica y dialéctica podría extenderse también a


la filosofía, tal como afirma Aristóteles, pues “corresponde a una misma facultad
(dynámeōs) reconocer lo verdadero y lo verosímil (tò hómoion tōi alētheî) y, por lo
demás, los hombres tienden por naturaleza (pephýkasin) de modo suficiente a la verdad
(tò alēthès), y la mayor de las veces alcanzan la verdad (tēs alētheías). De modo que
estar en disposición de discernir sobre lo plausible (tà éndoxa) es propio de quien está
en la misma disposición con respecto a la verdad (pròs tḗn alētheián)” (Aristot. Rhet. I

1, 1355a 14–18). Aquí se afirma por una parte la analogía entre la capacidad de
reconocer lo verdadero –propia de la filosofía– y la capacidad de reconocer lo verosímil
–propia de la retórica– y por otra parte la disposición para discernir sobre lo plausible,
propia de la dialéctica.

Esta “analogía estructural” entre retórica y dialéctica se observa también en los


motivos por los que según el estagirita la retórica resulta útil (chrḗsimos). Primeramente

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“la retórica es útil porque por naturaleza (phýsei) la verdad y la justicia (talēthē kaì tà
díkaia) son más fuertes que sus contrarios” (Aristot. Rhet. I 1, 1355a 21–22). Es
evidente la analogía entre esta utilidad y la primera de las utilidades de la dialéctica, que
es útil “para ejercitarse (pròs gymnasían)” (Aristot. Top. I 2, 101a 28–30). En segundo
lugar la retórica es útil porque muchas veces no sirve recurrir a “la ciencia más exacta”
(Aristot. Rhet. I 1, 1355a 24–25), apta sólo para la docencia, sino que es necesario
recurrir a nociones comunes (diá tōn koinōn). La segunda utilidad de la dialéctica se
refiere a las conversaciones, en las cuales se parte de “las opiniones de la mayoría”
(Aristot. Top. I 2, 101a 31). En tercer lugar la retórica es útil porque es “capaz de
convencer sobre cosas contrarias” (Aristot. Rhet. I 1, 1355a 29–30). Esto por dos
razones: “para que no se nos oculte cómo se hace y para que, si alguien utiliza
injustamente los argumentos, nos sea posible refutarlos con sus mismos términos”
(Aristot. Rhet. I 1, 1355a 32–33). Sólo la dialéctica y la retórica son capaces de
argumentar sobre los casos contrarios. Esto corresponde perfectamente a la tercera
utilidad de la dialéctica, la relativa a “los conocimientos en filosofía (tàs katà
philosophían epistḗmas)” (Aristot. Top. I 2, 101a 34), pues “pudiendo desarrollar una
dificultad en ambos sentidos, discerniremos más fácilmente lo verdadero y lo falso en
cada cosa” (Aristot. Top. I 2, 101a 35–36). El método de la dialéctica consiste en
confrontar a partir de un tema cualquiera doctrinas anteriores, para hacer surgir de esta
confrontación una tesis verosímil que probará su valor por su capacidad de conseguir el
mayor acuerdo. Este método se corresponde con la tercera utilidad de la dialéctica,
señalada por el estagirita en los Tópicos y consistente en “desarrollar una dificultad en
ambos sentidos” con el fin de discernir más fácilmente lo verdadero y lo falso. Este es el
método empleado al comienzo de Acerca del Alma, los Físicos y los Metafísicos
(BERTI, 1980, 342). El propósito de Aristóteles es por tanto llegar a una aporía, a una
especie de “igualdad de razonamientos contrarios” (Aristot. Top. VI 145b 2). A
propósito de esto afirma Aristóteles que es necesario actuar “revisando primero las
opiniones de los demás: pues las demostraciones (apodeíxeis) de las <tesis> contrarias
son <otras tantas> dificultades para sus contrarias” (Aristot. Cæl. I 10, 279b 5–7). En
cuarto lugar la retórica es útil porque saber usarla con justicia puede llegar a ser de gran
provecho, mientras que “el que usa injustamente de esta facultad de la palabra (toiaútē
dýnamis tōn lógōn)” (Aristot. Rhet. I 1, 1355b 3–4) puede causar gran daño. Aquí la
analogía con la cuarta utilidad de la dialéctica se pone de manifiesto en el hecho que la
dialéctica “es útil para las cuestiones primordiales propias de cada conocimiento”

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(Aristot. Top. I 2, 101a 36–37), pues la dialéctica, “al ser adecuada para examinar
<cualquier cosa>, abre camino a los principios de todos los métodos” (Aristot. Top. I 2,
101b 3–4).

La última de las razones de la analogía entre dialéctica y retórica se relaciona con la


distinción que sólo un poco más adelante (Aristot. Rhet. I 1, 1355b 15–22) traza el
estagirita entre “facultad” (dýnamis) e “intención” (proaíresis). Quien posee la
capacidad de reconocer el silogismo y el silogismo aparente es el dialéctico. Quien elige
utilizar el silogismo aparente en lugar del silogismo auténtico no es el dialéctico sino el
sofista. Quien posee la capacidad de reconocer lo convincente y lo que parece ser
convincente es el orador, pero también lo es aquel que elige utilizar lo que parece ser
convincente en lugar de lo convincente. Esto supone que, mientras desde el punto de
vista moral la dialéctica es sólo buena, la retórica puede ser tanto buena como mala.
Esta distinción entre lo convincente y lo que parece ser convincente es análoga a la que
se establece al inicio de los Tópicos (I 1, 100a 25–101a 4) entre el silogismo
demostrativo –que parte de cosas verdaderas y primordiales–, el silogismo dialéctico –
que parte de los éndoxa– y el silogismo erístico o sofístico –que parte de los éndoxa
aparentes o que es un silogismo aparente, es decir, un silogismo que parece funcionar
como silogismo, pero no lo hace en realidad.

Los Metafísicos (IV 2, 1004b 18–26) consideran que la filosofía se distingue de la


dialéctica por “el alcance de su capacidad” (trópos tēs dynámeōs) y de la sofística por
“el tipo de vida elegido” (toû bíou proaíresis), es decir, por la elección moral, y aclaran
que la capacidad de la dialéctica es “tentativa y refutadora” (peirastikḗ), es decir,
puramente argumentativa, mientras que la de la filosofía es puramente cognoscitiva
(gnōristikḗ), y que la elección de la sofística “aparenta ser sabiduría” (phainoménē
mónon sophía), mientras que la de la filosofía “es una sabiduría real” (oûsa). De este
modo, la filosofía no puede dejar de mostrar su instalación en la aporía, dificultad cuya
resolución no es la mera respuesta que salda de una vez por todas el problema sino un
eûporeîn, un atravesar la dificultad que puede ser la profundización de esta dificultad o
el planteamiento de una nueva. La filosofía quedaba así muy cercana a la dialéctica, tal
como apunta Aristóteles en los Tópicos. La ciencia del ser es por ello y ante todo una
“ciencia buscada”, un proyecto problemático.

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El carácter dialéctico de la filosofía pone de manifiesto el modo aristotélico de
interpretar, el cual supone reconstruir el autor desde sí mismo y los problemas que le
dominan, repensar con él las dificultades y extraer enseñanzas de los caminos que abre
y los errores que comete, dialogar con él. Se trata en definitiva del profundo dictum
hermenéutico de entender a un autor mejor de lo que él se entendió a sí mismo, de la
mezcla de horizontes y la búsqueda de un “acuerdo sobre el sentido” en el cual consiste
tda interpretación. El uso hermenéutico aristotélico de la dialéctica platónica la altera ra-
dicalmente. Así, insatisfecho ante la verdad semántica y el modelo objetivo referencial
platónico como único marco de verdad legítima, el estagirita modificará el modelo
comunicacional sofista reinscribiéndolo en la tradición de la filosofía y reorientándolo
hacia una pragmática trascendental de acciones comunicativas que involucra un modo
superior de subjetividad y de racionalidad (APEL, 1985, 321–323). La dialéctica,
técnica de la discusión y método de la filosofía, no se deja encerrar tan fácilmente en
una definición unívoca. Se trata más que de una serie de reglas fijas y formales de un
intercambio de preguntas y respuestas en las que es imposible ignorar la intención y el
pensamiento real de los participantes. La única exigencia es que las tesis debatidas
contengan un mínimo de verosimilitud. Es por esto que la filosofía puede constituirse
como dialéctica, como el arte de la pregunta y la respuesta. Así lo muestra Platón en la
República (Plat. Resp. VII 533D–534E).

La disputa dialéctica pone de manifiesto la voluntad de pensar y de probar la validez


de los pensamientos a través de una confrontación abierta. El argumento decisivo de
esto se encuentra en la naturaleza misma del pensamiento. Si la filosofía es dialéctica lo
es porque no es una ciencia cerrada sobre ella misma sino porque se mueve entre la
pregunta y la respuesta, entre la afirmación y la negación. El mismo Platón nos dice que
la filosofía en primer lugar es búsqueda, amor a la verdad, al saber (Plat. Lys. 218A–B;
Symp. 204A–B; Phædr. 278D; Resp. V 475E). La dialéctica nos expone al riesgo de error
debido al intercambio discursivo con otro, a la contingencia debida a las respuestas
imprevisibles de los interlocutores, a la necesidad permanente de abandonar el propio
punto de vista, subjetivo, particular, para alcanzar la verdad. A diferencia de la retórica,
cuyo problema es la credibilidad, el problema de la dialéctica es la búsqueda de la
verdad. Pero no desde la rigidez que podríamos esperar en la aplicación de un
procedimiento lógico, encerrado en reglas o postulados precisos, puesto que la
dialéctica por lo que se caracteriza es por ser tentativa, abierta, libre. Los fracasos

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forman parte también del camino, las inexactitudes no pueden excluirse, puesto que no
se trata de una deducción, sino que ella misma es la ciencia de los hombres libres. La
dialéctica no existe más que en una relación activa del espíritu con la búsqueda de la
verdad, pues, como señala Aristóteles, “es propio del hombre instruído buscar la
exactitud en cada género de conocimientos en la medida en que la admite la naturaleza
del asunto; evidentemente, tan absurdo sería aprobar a un matemático que empleara la
persuasión como reclamar demostraciones a un retórico” (Aristot. EN 1094b 24 ss).

La retórica –y la dialéctica– enseña a deliberar acerca de aquellos asuntos sobre los


cuales no cabe conocimiento científico y que pueden ser de otro modo. De lo
contingente no puede haber demostración, de lo temporal no cabe conocimiento
definitivo y de lo que está siendo no cabe el saber propio de lo que es. Es lo que
corresponde a la dialéctica, la cual no oculta ser la ciencia “que se busca”. Entre las
cuestiones difíciles de resolver sin duda están todas las relativas a la prâxis, acerca de la
cual no cabe llegar a una elección razonable, si no es pasando por la deliberación que
pondera los argumentos contrarios y que tras el diálogo de las partes elige. Nuestro
autor piensa que la realización del hombre sólo es posible en la comunidad, en la
coexistencia y la convivencia que proporciona la philía. Todo lo que no depende de un
razonamiento demostrativo sino de un razonamiento dialéctico es nada más que
verosímil.

La estrecha conexión con la dialéctica no impide que la retórica tenga un carácter


específico que se manifiesta en el análisis del enthýmēma como modo de actuar
característico de la retórica (Aristot. Rhet. I 1, 1355a 4). Según la caracterización
procedente de los estoicos y que se incorporó después a las lógicas medievales, un
entimema es un silogismo del que se ha omitido –por suponerla bien conocida– una de
las premisas. Esta caracterización es demasiado simple y formal para caracterizar al
entimema aristotélico, el cual se encuentra más cercano al significado original de
enthyméomai. En este significado original, proveniente de thymós, aparecen los motivos
de ponderar, revolver razones en nuestro interior, que de algún modo se oponen a la
idea de orden y claridad característica de la lógica (BURNYEAT, 1996, 88–115).
Podemos describir al entimema aristotélico como una consideración o un conjunto de
consideraciones que nos llevan o arrastran hacia una conclusión cuando reflexionamos

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sobre un tema donde no hay argumentos concluyentes. Como dice la Retórica (I 1,
1354a 14) los entimemas constituyen “el cuerpo de la credibilidad”.

Hay que tomar por tanto con cierta precaución el acercamiento que hace Aristóteles
en la Retórica (I 1, 1355a 4) entre el entimema y la demostración. Apódeixis no significa
aquí una demostración estricta que moviera necesariamente al asentimiento a todos los
oyentes: sólo quiere indicar que la tarea de un orador consiste en probar un tema a la
satisfacción de la audiencia (pístis). La apódeixis rhētorikḗ intenta probar un
determinado tema, y lo hace presentando a la audiencia ciertas consideraciones para que
esta las pondere en su interior (enthýmēma). Cuando en este pasaje, como también más
adelante (II 24, 1400b 37), se afirma que el entimema es una suerte de “silogismo” se
quiere decir tan sólo que el entimema es un tipo de argumento.

Ahora bien ¿qué tipo de argumentación o demostración es el entimema? ¿Se trata de


una “clase” de argumentación o tan sólo de una argumentación en un sentido
disminuido? La segunda alternativa es la correcta. El entimema es una argumentación o
“silogismo” de un tipo relajado; más bien una inferencia razonable que se puede aplicar
en ocasiones en las cuales no pueden ofrecerse pruebas concluyentes.

Por tanto la diferencia entre entimema y demostración sensu stricto quizá no se


encuentre acaso tanto en la misma forma lógica cuanto en el “contexto” en que se
presentan naturalmente. El contexto del discurso retórico y del entimema está descrito
de la manera siguiente en la Retórica (I 2, 1357a 1–22). Primeramente respecto al tema:
el retórico habla acerca de temas sobre los que es preciso deliberar porque a) no existe
una téchnē, o conocimiento especializado, para guiarnos, y b) el resultado no está
determinado, sino que puede ser afectado por nuestra elección. En segundo lugar
respecto a la audiencia: no sólo el retórico no es especialista en la cuestión –no se trata
de una cuestión técnica– sino que se dirige a una audiencia que no puede seguir un
discurso demasiado elaborado y complejo.

Si tenemos en cuenta este contexto, podemos resumir la caracterización del


entimema diciendo que ha de versar sobre cosas que pueden ser diferentes de como en
ese momento son –de modo semejante a como la Ética Nicomáquea define la
boúleusis– y que debe restringirse a un número reducido de premisas (Aristot. Rhet. II

22, 1395b 22–1396a 3). No es por tanto esencial en el entimema –como definirán

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posteriormente los manuales de lógica formal– la omisión de una sola premisa en el
silogismo. Un buen entimema desde luego suprimirá todas aquellas premisas que los
oyentes suelen suplir fácilmente por sí mismos; pero ello es una característica más
contextual que formal y se deriva de la naturaleza del discurso retórico, el cual consiste
en mostrarse efectivo ante una audiencia de capacidad limitada.

Más importante que la simplificación de premisas es la inclusión en la


argumentación retórica de premisas que no expresan verdades necesarias, a diferencia
de la dialéctica, sino tan sólo éndoxa, opiniones generalmente aceptadas. Por ejemplo
“los disolutos no se contentan con el disfrute de un solo cuerpo”, o bien “necio el que
después de matar al padre deja vivir a los hijos” (Aristot. Rhet. II 23, 1398a 23–24, II 21,
1395a 19). La mayoría de estos éndoxa son generalizaciones meramente probables; las
consecuencias que se sacan de ellos se presentan empero como “necesarias” desde el
punto de vista práctico. Estas consideraciones, y en especial el ejemplo aducido,
suscitan naturalmente las relaciones entre ética y retórica, pues muchos de los éndoxa
pueden recomendar comportamientos abiertamente inmorales y sin embargo populares.
Hay aquí un cierto hiato que sólo puede explicarse por medio de una teoría de los
afectos (páthē).

3. La retórica como ética

Junto a la “analogía estructural” entre retórica y dialéctica, tal como aparece en


Rhetorica I 1, señala Aristóteles en Rhetorica I 2 la identidad entre retórica y política.
En este capítulo divide los medios de credibilidad (písteis) en dos grandes categorías:
los “ajenos al arte” (átechnoi), que no son construidos por el orador: testigos,
confesiones bajo suplicio, los documentos y otros semejantes, y los medios “propios del
arte” (éntechnoi), los cuales dependen de la habilidad del orador y se dividen en tres
especies, atendiendo al ēthos, al páthos y al lógos (Aristot. Rhet. I 2, 1356a 20–33).

A partir de la triple clasificación de los medios de credibilidad propios del arte –los
constituidos mediante silogismos, los que ofrecen un conocimiento teórico sobre los
caracteres y sobre las pasiones– nuestro autor afirma el paralelismo con la dialéctica, la
ética y la política y la retórica, respectivamente. Los medios de credibilidad se elaboran
sobre materias que no son necesarias y por tanto sobre las cuales es posible deliberar. La
deliberación se convierte en consecuencia en el elemento más característico de la

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retórica. La dialéctica y la retórica comparten los medios de credibilidad, pero la
retórica se diferencia de la dialéctica por tener como objeto aquello sobre lo que se
delibera (VIANO, 1967, 390).

Mientras que la analogía entre dialéctica y retórica podemos considerarla como una
“analogía estructural”, pues tal como dice aquí Aristóteles, la retórica es como “un
esqueje” (paraphyés ti) de la dialéctica, “una parte de la dialéctica y su semejante”
(mórión ti tēs dialektikēs kaì homoíōma), sucede que la retórica es también como “un
esqueje” de la política, y que aunque la relación entre política y retórica suponga una
identidad parcial de contenido, la retórica “se reviste también con la forma de la
política” (hypodýetai hypò schēma tò tēs politikēs). Esta forma adopta diversas
modalidades en las relaciones entre retórica y política y entre dialéctica, sofística y
filosofía.

La Retórica (I 2, 1356a 34–b 27) retoma la cuestión de las relaciones entre retórica y
dialéctica para establecer la analogía entre los dos tipos fundamentales de
argumentación retórica, es decir, el entimema y el ejemplo, y los dos tipos
fundamentales de argumentación dialéctica, es decir, el silogismo y la inducción,
respectivamente, añadiendo la analogía entre el entimema aparente y el silogismo
aparente. A partir de esta analogía concluye la Retórica que la deliberación es lo propio
de la retórica, al tiempo que señala que en el ámbito de “aquellas materias sobre las que
deliberamos y para las cuales no disponemos de artes específicas” ( I 2, 1357a 1–2)
radica la especificidad de la retórica. La retórica versa sobre aquellas cosas que pueden
ser de otra manera. Como escribe inmediatamente después: “deliberamos sobre lo que
parece que puede resolverse de dos modos, ya que nadie da consejos sobre lo que él
mismo considera que es imposible que haya sido o vaya a ser o sea de un modo
diferente, pues nada cabe hacer en estos casos” (I 2, 1357a 5–7). Más explícito todavía
se muestra Aristóteles en otros pasajes de la Retórica (I 4, 1359a 30–39). Es clara la
conexión de estos textos con un célebre capítulo de la Ética Nicomáquea donde
Aristóteles expone su teoría de la deliberación (Aristot. EN III 3, 1112a 18–1112b 30).

Estos textos encuentran una fundamentación en el conocido pasaje de la Política


(Aristot. Pol. I 2, 1253a 27–29). La política es una ciencia arquitectónica, pero no es
una ciencia exacta. El político no puede construir una sociedad regulada por el lógos
sino que tal como muestra la analogía de la retórica con la política es el lógos el que

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constituye la actividad más elevada del hombre, la cual se ejerce mediante la
deliberación. El ámbito de la retórica no es el de los sucesos naturales y necesarios, en
los cuales la credibilidad no es necesaria. El lugar específico de la retórica es el ámbito
de lo posible, donde la deliberación humana se configura como factor esencial (VIANO,
1967, 399). La retórica deliberativa, que se ocupa de los medios que conducen a la
finalidad (Aristot. Rhet. I 6, 1362a 21), tiene no poca importancia en la gestación de la
retórica aristotélica, tal como muestra la parte dedicada al estudio de la deliberación en
la Retórica (I 4–8). El análisis de la deliberación en la Retórica posee un tratamiento
orgánico, unitario y responde a un proyecto global que efectivamente podría
corresponderse a la obra aristotélica que figura en el catálogo de Diógenes Laercio con
el título Perì symboulías (VIANO, 1967, 408).

Si la deliberación es lo propio de la retórica, entonces “la retórica tiene por objeto


<formar> un juicio (héneka kríseṓs estin)” (Aristot. Rhet. II 1, 1377b 20) y “el uso de
los discursos convincentes (tōn pithanōn lógōn) tiene por objeto formar un juicio (pròs
krísin)” (Aristot. Rhet. II 18, 1391b 7). La capacidad de juicio (krísis) pertenece a quien
escucha. Esta competencia le viene atribuida por una exigencia de orden interno. Si,
respecto de los tres componentes de los cuales consta el discurso, el destinatario (pròs
hón légein), identificado con el oyente (tòn akroatḗn), constituye el fin (tò télos), la
instancia por medio de la cual el discurso se refiere al oyente es el juicio (Aristot. Rhet. I
3, 1358a 36–b 4). Aristóteles concibe la krísis como la condición bajo la cual, en
cualesquiera sustancias animadas capaces de phantasía y de kínēsis, se comunica el
mensaje de la órexis. En la krísis se pone siempre en juego el discernimiento, la
deliberación. La krísis supone una elección. Esto implica un proceso de búsqueda, de
discernimiento, que caracteriza el modo de actuar del phronimós. Es por ello que la
retórica se refiere también a la ética y a la política de un modo no menos fundamental al
que la une a la dialéctica (Aristot. Rhet. I 2, 1356a 25–33).

Si la retórica, como la dialéctica, no pertenece a ningún género definido, lo propio


de ella no será pues convencer sino “reconocer los medios de convicción más
pertinentes para cada caso” (Aristot. Rhet. I 1, 1355b 10–11). Aristóteles muestra así
que la retórica exige un ámbito y una forma de conocimiento de aplicación universal,
los cuales le proporcionan su relación con la dialéctica, que tampoco pertenece a ningún
ámbito definido. Es propio así de la retórica “reconocer (ideîn) lo convincente

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(pithanón) y lo que parece ser convincente (tò phainómenon pithanón), del mismo
modo que <corresponde> a la dialéctica reconocer el silogismo y el silogismo aparente”
(Aristot. Rhet. I 1, 1355b 17–19). Quien ejercita el poder del discernimiento es aquel
que en una circunstancia concreta considera lo que es idóneo para poner en práctica la
credibilidad. Como dice Aristóteles, si es cierto que “lo convincente lo es en relación
con alguien” (Aristot. Rhet. I 2, 1356b 28), esto se distingue de lo que es “convincente y
creíble inmediatamente y por sí” (Aristot. Rhet. I 2, 1356b 29) y de lo que “parece
(dokeîn) serlo porque puede ser demostrado (deíknysthai) mediante <argumentaciones>
de esta naturaleza” (Aristot. Rhet. I 2, 1356b 29–30). La retórica accede a los dos
primeros niveles. Este constituye el límite que la convierte en una téchnē y no en una
mera práctica empírica, pues “ningún arte se ocupa de lo singular” (Aristot. Rhet. I 2,
1356b 30). Aristóteles precisa que “tampoco la retórica aporta un conocimiento teórico
sobre lo que es plausible (éndoxon) de un modo singular –por ejemplo, respecto de
Sócrates o Hipias– sino sobre lo que es respecto de una clase, como también hace la
dialéctica” (Aristot. Rhet. I 2, 1356b 33–35).

La verosimilitud dota al proceso interpretativo de una interpelación interna hacia la


comprensión. Las nociones de necesario y verosímil constituyen el centro de atención
de la Poética de Aristóteles. Puesto que la tragedia lo que imita son acciones, las
nociones de necesario y verosímil en la Poética no han de entenderse en sentido
metafísico, sino en sentido moral. Aristóteles justifica el arte de Sófocles como
imitación de los hombres tal como deberían ser y el arte de Eurípides como imitación de
los hombres tal como son (Aristot. Pœt. 25, 1460b 33–34). Para acercarnos al
tratamiento de lo verosímil en Aristóteles sería necesario profundizar en la diferencia
entre historia y poesía que se presenta en la Poética. Aristóteles habla de la diferencia
entre poesía e historia en dos ocasiones en la Poética (9, 1451a 36 y 23, 1459a 21–24).
Lo significativo no es que hable dos veces sino el paralelismo contextual de las dos
ocasiones: la primera, inmediatamente después de haber tratado la unidad de acción y
argumento, de la poesía, de la tragedia, la segunda, tras haber hablado de la unidad de
acción y argumento de la poesía épica. Esto parece indicar que marca la diferencia entre
ambos géneros en la dimensión más relevante de la poesía. En estos textos establece
Aristóteles varios puntos de relación entre poesía e historia. Un primer punto se
encuentra al establecer que el historiador dice lo que ha sucedido y el poeta qué podría

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suceder conforme a verosimilitud o necesidad (Aristot. Pœt. 9, 1451a 36–b 11; 23,
1459a 21–24).

La historia dice lo que hizo Alcibíades mientras que la poesía dice qué tipo de
reacciones conviene que digan o tengan cada tipo de hombre conforme a verosimilitud o
necesidad. Lo que el historiador narra, lo acontecido (tà genómena) no es una cualidad
exclusiva del género histórico, pues esto constituye el objeto específico de la historia y
es una condición necesaria de la misma. La distinción entre poesía e historia no se
encuentra pues en el material temático, sino en el modo en que ese material se utiliza. El
historiador tiene que narrar los acontecimientos en la desnudez y en la propia
individualidad, es decir, lo que hizo Alcibíades, corresponda o no la acción con su tipo
humano. El poeta, en cambio, debe decir no tanto lo acontecido sino una acción que esté
en consonancia con el tipo que la realiza, es decir, posible de unas coordenadas de
verosimilitud. Para ello, el poeta, además de poner en práctica la deliberación, posee
una disposición creadora. Para el historiador, en cambio, los acontecimientos son tal
cual y tienen ya sus formas, que él no puede convertir en acciones con principio, medio
y fin, pues en la historia las acciones se suceden unas después de otras, sin que puedan
señalarse vínculos de causalidad que expliquen su decurso a lo largo del tiempo; en la
poesía, en cambio, las cosas pasan unas a causa de otras. Por eso Aristóteles señala que
“es muy distinto, en efecto, que unas cosas sucedan a causa de otras o que sucedan
después de ellas” (Pœt. 10, 1452a 20).
La superioridad de la poesía sobre la historia se muestra en que si la historia trata de
singulares que no pueden repetirse, la poesía trata de universales. El valor de lo
universal se revela en que admite la conexión causal. La historia trata de cosas que ya
no existen realmente, mientras que la poesía se mueve en un eterno presente. La historia
trata de acciones cuyos motivos se desconocen, mientras que la poesía expone acciones
cuyos motivos se conocen. La superioridad de la poesía en este aspecto estriba en el
conocimiento de las intenciones que mueven a los caracteres. Por eso, conocida la
intención de conseguir el fin, resultan explicables los medios y acciones ejecutadas con
vistas a él. Entre el fin y los medios se forma entonces un todo conexo, de índole
racional, donde el fin de la intención explica los medios de la ejecución. Esta mayor
racionalidad y ordenación sistemática de la poesía lleva a Aristóteles a concluir que “la
poesía es más filosófica y elevada que la historia” (Pœt. 9, 1451b 5). Esta consideración
podría hacernos pensar que Aristóteles concibe el quehacer histórico como una simple

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elaboración de ciencias, sin trascender en nada los hechos. Pero Aristóteles no dijo que
el quehacer histórico estuviera privado de toda consideración filosófica, sino que sólo
afirmó que, en comparación con la poesía, el influjo filosófico en aquélla es menor. La
historia hace la descripción de un único tiempo, entendiendo por tal expresión los
acontecimientos que ocurrieron en ese tiempo y cuya relación es casual, frente a la
poesía que hace la descripción de una única y completa acción. El contraste está entre
única acción (mía prâxis), propia de la poesía y único tiempo (eîs chrónos), respecto a
la historia. Esto explica que Aristóteles no atribuye a la historia el término mímēsis,
pues éste encierra, de algún modo, un distanciamiento, un enmascaramiento de la
realidad. El arte es más filosófico que la historia, pero no es filosofía; el universal del
arte no es el universal lógico, sino que posee un valor propio, que no es el valor de lo
verdadero lógico, sino el de lo verosímil.
4. Conclusión
Hay algunos autores que sostienen que la Retórica es un manual “para iniciar a los
oradores públicos en todas las triquiñuelas del negocio”, un libro que se mueve “en el
reino del amoralismo, si no del inmoralismo”. Otros autores han insistido en el tema
catoniano del uir bonus dicendi peritus: un orador cabal ha de ser epieikḗs, agathós, ha
de poseer una comprensión moral capaz de captar lo que es correcto y de expresarlo en
el lenguaje adecuado, de modo que la retórica no puede existir sin una relación interna y
esencial con las tesis de la ética y de la política (WÖRNER, 1990, 282–283).

Ambas interpretaciones son sin duda simplistas. Hay que reconocer que para
Aristóteles el érgon propio del orador consiste en buscar los mejores medios de
credibilidad sin tener en cuenta en ese momento la cualidad moral de la creencia que a
partir de determinados éndoxa intenta producir en su auditorio (ENGBERG–
PEDERSEN, 1996, 116–140; HALLIWELL, 1996, 175–194). Dicho de otro modo, los
éndoxa de los que parte el entimema no son necesariamente verdades de la ética o de la
filosofía política. Hay que recordar por otro lado que las verdades de la ética o la
filosofía política tienen siempre un sentido de aproximación a la verdad científica, “pues
no otra cosa permite la materia”. Por tanto el orador sensu stricto no necesita tener un
conocimiento moral acabado ni ser un spoudaîos anḗr, un hombre moralmente bueno,
pese a lo que parece afirmar Aristóteles en algunos pasajes (Rhet. I 2, 1356a 25–27; I 4,
1359b 9–11).

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Por otro lado Aristóteles afirma empero que existe una estrecha conexión entre los
éndoxa y la verdad (Aristot. Rhet. I 1, 1355a 37–38), entre las creencias populares y las
generalizaciones teóricas, que en última instancia son las verdades de la ética.
Indudablemente esta conexión no supera el hiato entre ellas, pero tiende a hacerlo.
Además, en una observación al principio del libro, Aristóteles sostenía que “no debería”
usarse la habilidad retórica para convencer a la audiencia de cosas moralmente malas
(Aristot. Rhet. I 1, 1355a 31). De por sí y naturalmente estas palabras podrían tomarse
simplemente como una exhortación a la moralidad individual. Ahora bien, si tomamos
en conjunto estas afirmaciones –y algunas otras que podrían añadirse– podemos
sostener que nuestro autor piensa que la retórica –entendida teóricamente como un arte
neutral de convicción– se empleará en un contexto –el de las instituciones de la ciudad
griega u otros semejantes– que básicamente la transformará en un caso de “búsqueda de
la verdad” (Wahrheitfindung) fáctica, ética o política.

En esta interpretación se puede conservar la idea de que la habilidad retórica es


básicamente deinótēs, una habilidad que puede aplicarse a buenos o malos usos morales
sin experimentar cambios formales. Pero si la entendemos como un tipo de actividad
cuyo propósito general fuera la “búsqueda de la verdad” (Wahrheitsfindung), se hace
posible sostener a la vez que un uso de la retórica moralmente malo, un uso que intenta
apartar a la audiencia de la verdad, es en realidad un abuso de ella (Aristot. Rhet. I 1,
1355a 37–38).

La relación antistrófica entre retórica y dialéctica la expone Aristóteles


analógicamente al considerar las nociones centrales del método retórico y sus relaciones
recíprocas con las nociones centrales del método presentado en los Tópicos. El objeto
sobre el cual se constituye la argumentación retórica no es la convicción sino el
discernimiento sobre lo que puede ser creído sin dificultad. Una delimitación tal del
objeto de la retórica pone de manifiesto que la retórica se refiere constitutivamente a la
dialéctica. La dialéctica se encuentra ya siempre implicada en la argumentación retórica,
pues proporciona el juicio que posibilita el discernimiento. La dialéctica y la retórica se
refieren constitutivamente al discernimiento de lo verosímil.

Así, el fin de la krísis no es elegir cuál de las dos opiniones sea más verdadera, sino
el discernimiento, en el espacio del lógos, de lo que por sí mismo es más verdadero.
Para que puedan pensarse la dialéctica y la retórica es necesario un saber del límite, que

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requiere del discernimiento, auténtico fin de ambas disciplinas (Aristot. Rhet. I 2, 1358a
21–26). Es el conocimiento de los principios el que instituye este saber del límite. El
espacio delineado por este saber del límite es la referencia constitutiva de la dialéctica,
el horizonte de formación de nuestro juicio, el cual se realiza ya siempre mediante el
discernimiento. Resulta por tanto de gran utilidad pensar la dialéctica a partir de su
relación antistrófica con la retórica, o lo que es lo mismo, pensar la teoría en su relación
constitutiva con la praxis. La recuperación aristotélica de verdad, asociada al concepto
de verosimilitud, logra pues restacar la retórica de la mera identificación con la dóxa
platónica y le confiere un carácter ético. Para Aristóteles “[la elección (proaíresis)]
tampoco puede ser una opinión (dóxa). La opinión, en efecto, parece referirse a todo, y
no menos a lo eterno y a lo imposible que a lo que está a nuestro alcance; y se distingue
por ser falsa o verdadera, no por ser buena o mala, mientras que la elección más bien
por esto último [...] en efecto, por elegir lo que es bueno o malo tenemos cierto carácter,
pero no por opinar” (Aristot. EN III 2, 1111b 31–1112a 3).

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