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EL ADN DE LA LECTURA

Por: Antonio Basanta (*)

Leer es como esas cajas chinas que encierran en su interior otras tantas, a
veces de manera casi infinita; la concatenación de un conjunto de acciones, de
verbos fundacionales que, de manera consecutiva, conjunta, nunca aislada, nos
descubre el misterioso ADN de la lectura.

Leer es detenerse, observar, escuchar.

Toda lectura nace de un primer ejercicio de atención, «la principal de las


virtudes», como sentencia Simone Weil.

Nuestra mente tan tendente a la dispersión, tan necesitada de captar —


siquiera para sobrevivir— cuantas señales pueda de su entorno, pronuncia un siste
viator, un «detente caminante», que es, a su vez, un primer ejercicio de
determinación, de dominio.

Decide parar el tiempo exterior. Dejar de ser esclava de su fugacidad, de su


implacable imposición. Y, con ello, poner en marcha el reloj de un tiempo
inventado, personal, independiente de la cronología de lo externo, largo o breve en
función de los secretos engranajes de la propia lectura.

Leer es siempre un traslado, un viaje, un irse para encontrarse. Leer, aun


siendo un acto comúnmente sedentario, nos vuelve a nuestra condición de
nómadas.

No hay lecturas sin un para qué, sin un objetivo, que puede abarcar desde la
pura evasión al más concreto afán de conocimiento. Y, cuando se trata de un texto
literario, el periplo comienza en el preciso momento en que abrimos la cancela que
da acceso al «vergel de las palabras» —así es como define Tagore la realidad
textual— para disponernos a ser su jardinero; fiel o infiel.

To pay attention, dicen los ingleses. «Prestar atención», decimos nosotros, en


un giro idiomático que esclarece la clave del anticipo: la atención no se regala, se
concede a condición de encontrar sentido a nuestro esfuerzo; de ser secundada por
un ejercicio de descubrimiento.

Leer es interpretar.
Apenas la atención nos sostiene, nuestra mente emprende un proceso
apasionante: pasar de las sombras de lo escrito a la primera claridad lectora.
Interpretar es el alba de la lectura.

El curso es asombroso. La conexión entre los rasgos alfabéticos y sus


correspondientes sonidos se produce de manera casi automática, al tiempo que se
abre la secuencia semántica, con todas sus múltiples posibilidades. De lo más
profundo de nuestra memoria —que es nuestra identidad— traemos el sentido
preciso, o, de no conocerlo, mantenemos lo ignorado en espera, hasta que el propio
contexto, o la posterior consulta, nos ofrezcan las claves para su discernimiento.

Somos intérpretes, trujamanes, instrumentistas de aquello que deseamos


leer, tratando de identificar las notas precisas, de evitar la disonancia, de hallar esa
armonía elemental que nos permita adivinar los primeros compases de la melodía
lectora, su inicial significado.

Imagen y sonido se hibridan de forma portentosa. Lo que son meros signos


grabados sobre la superficie de lo leído al instante se levanta, atraviesa el espacio
que media entre lo leído y quien lee, penetra en nuestro interior e inicia una serie
de rumores que pronto se hacen palabras, oraciones, conversación, diálogo.

El exorcismo de la lectura se ha puesto en marcha. Y toda nuestra intimidad


no es sino su caja de resonancia, donde impera siempre una voz narrativa peculiar
y constante, que no es otra que la nuestra más auténtica. Aquella que nadie puede
escuchar, sino nosotros en lo más íntimo de nuestra corporeidad —de ahí nuestra
extrañeza cuando la escuchamos reproducida—; la voz de nuestros pensamientos,
la voz de nuestras alegrías y de nuestras penas. Nuestra voz más verdadera.

Interpretar es avanzar un sentido —siquiera mínimamente—, asumir el


riesgo de aventurar un significado, hacer emerger nuestro yo, por vez primera en
la lectura, para iniciar el acomodo de lo leído a nuestro mundo interior.

(...) es la voz de los que te llevan, la voz verdadera y alzada


donde tú puedes escucharte, donde tú, con asombro, te reconoces.
La voz que por tu garganta, desde todos los corazones esparcidos,
se alza limpiamente en el aire.
VICENTE ALEIXANDRE, «El poeta canta por todos»

Interpretar nos revela el primer secreto, cargado de valor (la raíz


indoeuropea pret, presente en el verbo «interpretar», es la misma que ofrece su
semántica a las palabras «precio» y «aprecio»). Y nos enfrenta al infalible Rubicón
de la lectura. Al momento decisivo: ¿retrocedemos, abandonamos, avanzamos?
«La derrota no llega cuando nos vencen; llega cuando desistimos». Alea jacta est.
Porque...

Leer es comprender.

Comprender, comprehender, es mucho más que entender. Significa dar


acomodo en nuestro interior a todo el sentido de lo leído; a lo que el texto contiene
y expresa, pero también a cada una de las circunstancias que derivan de ese texto
—tipología, género, estilo...— y a cuantas rodean el propio ejercicio del leer: su
porqué, su para qué, su cuándo, su cómo...

De ahí que, para referirnos a la lectura comprensiva, el término


«alfabetización» se nos quede escaso, además de excesivamente discriminatorio
(hay no pocos analfabetos dotados de una cultura de extraordinaria riqueza).
Quizá deberíamos hacer uso del vocablo «literacidad» —del inglés literacy—, como
propone Daniel Cassany, o, en aportación de Emilia Ferreiro, de la expresión
«cultura letrada».

Y es que, para la conquista de la comprensión lectora, no solo es necesario


que la razón proyecte su luz explicativa, sino que, al tiempo, concurran, cuando
menos, las otras tres cualidades soberanas de nuestra inteligencia: la emoción, la
imaginación y la intuición. Si la comprensión no se nutre simultáneamente de
todos estos caudales, podremos ser leedores, pero nunca lectores.

Ante el símbolo ondeante de la patria, el viejo maestro pregunta a sus


alumnos:

—¿Qué veis?

—La bandera —responden unos.

Otros:

—El viento que la agita.

—Se mueven vuestros corazones —dice el maestro para sí.

Magnífico ejercicio de comprensión lectora.

Y completa Saint-Exupéry en El Principito:


—Adiós —dijo el zorro—. Mi secreto es muy simple: no se ve bien sino con el
corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

—Lo esencial es invisible a los ojos —repitió entonces el Principito, a fin de


acordarse para siempre.

—(...) El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante para
ti.

Un aspecto sorprendente de la comprensión es que, en su parte más


fundamental, depende de lo que ya conocemos mucho más que de lo que
desconocemos. De ser lo segundo, cualquier comprensión lectora sería totalmente
imposible, como nos ocurre cuando leemos un texto en una lengua —o en un
alfabeto— que ignoramos por completo.

Así que comprendemos sobre todo desde cuanto contenga nuestra


memoria. Desde las formas de verdad que ella misma atesore. (Y eso que sabemos
solo lo descubrimos cuando somos capaces de verbalizarlo, de expresarlo en
palabras). Cuenta Umberto Eco que, en su viaje a Java, Marco Polo vio por vez
primera un rinoceronte. ¿Cómo llamar a aquella nueva y extrañísima criatura? El
gran viajero no lo dudó: hizo acopio de su memoria y, encontrando en ella el
nombre que identificaba al animal mitológico que poseía un solo cuerno, le llamó
unicornio. Aún se siguen escribiendo historias con duendes, sirenas, elfos y
unicornios...

Los griegos, para mencionar el término «verdad» hacían uso del vocablo
alétheia, que literalmente significa el «no olvido», es decir, el recuerdo. «Las cosas
no son como las vemos, sino como las recordamos», escribió nuestro don Ramón
del Valle-Inclán. Y si no hay recuerdo —ese es el drama profundo de la
enfermedad de Alzheimer— las cosas, las personas son, pero no existen para
nosotros.

Comprender, y por tanto ser seres comprensivos, es una de las tareas más
esforzadas. Nunca se logra del todo. Pero su permanente intento, su pretensión, da
sentido pleno a nuestras vidas, como se lo da a cada una de nuestras lecturas, que
siempre habrían de caminar en pos de la verdad, aunque esta sea a veces
escurridiza. Aunque sea dolorosa. Aunque agudice el rigor de nuestra intemperie.

Me costó la costumbre de arrancar la mentira,


me tejí este vestido de verdad que me cubre.
A veces voy desnuda.
GLORIA FUERTES, «Canción del que no quería mentir»

Los siguientes escalones que definen el ADN de la lectura derivan


mágicamente de la etimología del verbo latino lego, de su infinitivo legere, del que
procede nuestro «leer».

Leer es cosechar.

La primera acepción del verbo lego alude a la relación del hombre con la
tierra. Tiene que ver con lo agrícola, con lo campesino. Legere significa recoger,
cosechar lo sembrado con anterioridad... ¿Y qué somos los lectores sino
permanentes reco-lectores de la sementera de la autoría, de la siembra de lo
escrito?

Leer es tejer.

La segunda acepción del verbo lego enlaza metafóricamente la lectura con el


mito: porque legere es desenredar, enmadejar el ovillo, hilar. Por eso a lo escrito le
llamamos texto. Tejido, urdido por hebras de lino —de ahí el nombre de líneas—
que expresan el tramado, la trama de lo escrito, nuevo laberinto del que podremos
salir, aunque nunca indemnes. Lletraferits, dice el bello idioma catalán, heridos por
la letra, pero vivos, intensamente vivos gracias al hilo salvador de la lectura.

Leer es surcar.

Los latinos concedían al verbo lego un tercer significado, de curiosa


actualidad: legere significa desplegar las velas y, por metonimia, navegar. «Legere
aequora», escribe Horacio... ¡Qué hermosa imagen esta de la lectura como ejercicio
libre de cabotaje! ¿Y no es el verbo «navegar» —en el sentido de buscar, de
explorar— el que utilizamos para referirnos a la acción de rastrear en internet, el
mismo que da sentido al término internauta?

Leer es elegir.

El verbo lego aún despliega un cuarto y último significado, sin duda


decisivo: quiere decir valorar, escoger, seleccionar. Leer supone formar criterio,
tener la capacidad de medir, en términos de verdad, cuanto leemos. Construir
nuestro propio pensamiento. Por ello, de la palabra «lector» deriva el término
«elector» —no votante, que son dos cosas bien distintas, por mucho que algunos
pretendan hacerlas equivalentes—.
Leer es «discutir» con el texto. Polemizar con él. Aseverar, negar. Establecer
hipótesis. Inferir ideas. Generar asociaciones. Proyectarnos. En suma, nutrir
juiciosamente nuestro libre albedrío. Que libro, lector y lectura se escriben con ele
de libertad.

Tres últimos verbos cierran la cadena genómica del leer.

Leer es transformar.

«El autor solo escribe la mitad del libro. De la otra mitad debe ocuparse el
lector», sentencia Conrad.

Y concluye Amos Oz en Una historia de amor y oscuridad:

Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre el texto y el autor
se equivoca; conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en
el que está entre lo escrito y el lector.

Leer es siempre un ejercicio activo de creación. Más aún: de recreación. De


reanimación. Y esa acción por la que el texto se libera de las ataduras de la pura
grafía es realización personalísima. Tanto, que no hay dos lectores iguales (como
no hay dos lecturas iguales).

Aunque leamos el mismo texto, siempre leemos un texto distinto, porque aquel texto
ya significa otra cosa, ya significa de otro modo. Si leer fuera descodificar, entonces no
volveríamos a leer, no releeríamos, porque ya habríamos alcanzado el significado último del
texto.

El totalitarismo es la pretensión de haber llegado al final del trayecto y, por lo tanto,


de haber comprendido el sentido. Es el intento de reducir el sentido al significado.

JOAN-CARLES MÉLICH, La lectura como plegaria. Fragmentos filosóficos I

Leer es asimilar.

«Leer es cerrar los ojos y sentir que las palabras están bien dentro de ti», nos
dijo, hace años, un escolar de Salamanca ante nuestra pregunta de qué era para él
la lectura. Y otro, a la misma pregunta, respondió: «Leer es desear que un libro no
se acabe nunca».

Pero ¿acaso, los libros terminan cuando finalizamos su última página? ¿No
llevamos los lectores —como Peter Pan— cosida siempre a nuestras plantas la
sombra que dibujan todas y cada una de nuestras lecturas?

Nunca podremos visitar La Mancha sin dejar de «... ver la figura / de don
Quijote pasar». Pasear por Vetusta (Oviedo) y no sentir, tras de los nuestros, los
pasos enamorados de Ana Ozores. O penetrar en el bosque de Sherwood, sin
percibir en la espesura la presencia del Príncipe de los Ladrones... ¿Qué otro
submarino prodigioso hay que no sea el Nautilus, capitán ballenero que no sea
Acab o fox terrier blanco que no se llame Milú?

Se dice demasiado apresuradamente que la predilección que sentimos los lectores por
unos u otros personajes viene de la facilidad con la que nos «identificamos» con ellos. Este
planteamiento precisa algunas puntualizaciones: no es que nos identifiquemos con el
personaje, sino que este nos identifica, nos aclara y define frente a nosotros mismos.

FERNANDO SAVATER, Criaturas del aire

Y son esos mismos personajes los que nos habitan con tanta intensidad que,
incluso, su ausencia definitiva nos produce un sentimiento de pérdida sin
consuelo, de desoladora orfandad.

Eso fue lo que, allá por los setenta del pasado siglo, vivimos la docena de
doctorandos que gozábamos de las clases sobre El Quijote de Cervantes que don
Luis Morales Oliver —cercano ya a los ochenta años— nos regalaba semanalmente.
Eran las suyas exposiciones magistrales, que don Luis hacía únicas con su
portentosa memoria, su inmensa cultura, su elocuencia y su entrañable bonhomía.

Embelesados, recorríamos a su lado cada pasaje de la obra cervantina,


deteniéndonos en sus hallazgos geniales, disfrutando inmensamente de su lectura.

A punto casi de acabar el curso, don Luis nos advirtió de que, en la


siguiente semana, abordaríamos el momento final de la obra cervantina:

—En la próxima clase, llegaremos al pasaje de la muerte de Alonso Quijano


el Bueno. Les advierto que, al revivirlo ante ustedes, puede que me emocione. No
le den mayor importancia. Son cosas de viejo.

Y en efecto, llegado el momento, don Luis recitó de memoria —sin


equivocación alguna— el inolvidable episodio en que Alonso Quijano el Bueno
muere de cordura:
—Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de
antaño no hay pájaros hogaño...

La voz de don Luis entonces se quebró, sus ojos se llenaron de lágrimas. Y


aún le recuerdo sacando un impoluto pañuelo de su bolsillo, para enjugar el llanto:
el mismo que muchos de nosotros felizmente no podíamos detener.

Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas, y una voz cariñosa le susurró
al oído:

—¿Por qué lloras, si todo en este libro es de mentira?

Y él respondió:

—Lo sé; pero lo que yo siento es de verdad.

ÁNGEL GONZÁLEZ, Nada grave

Finalmente:

Leer es compartir.

La lectura —y la escritura— siempre nacen de una conversación: la del


autor con lo que desea expresar; la del lector con la propuesta que se le ofrece. En
ese juego fascinante de espejos, escribir y leer se prestan su sentido, se hermanan.

Escribir y leer son acciones cooperativas, colaborativas. Y esta dimensión


libremente convenida —que no contractual— se torna conjunción, alianza, acuerdo
entre quien escribe y quien lee; entre lo escrito y lo leído.

Por eso hablamos de página, palabra que deriva de pacto y también de


pago, aldea, lugar, topos privilegiado en que autor, texto y lector se encuentran y
se reconocen.

¿Qué es leer? En un análisis definitivo, no es más que un intercambio de


pensamientos entre escritor y lector. Si el libro entra en la mente del lector tal y como salió
de la mente del autor, sin ninguno de los añadidos ni las modificaciones que
inevitablemente se producen con el contacto de un nuevo cuerpo de pensamiento, entonces
¿qué finalidad tiene la lectura?

En estos casos, desde luego, la culpa no siempre es del lector. Algunos libros son
siempre iguales, incapaces de modificar nada, ni de ser modificados. Pero estos no pueden
considerarse factores de la literatura.

El valor de los libros está en proporción con lo que podría llamarse su «plasticidad»,
es decir, su cualidad de serlo todo para todos los hombres, de ser moldeados de maneras
diferentes por el impacto de nuevas formas de pensamiento.

Cuando, por uno u otro motivo, no existe esta reciprocidad de adaptación, es que no
ha existido un verdadero intercambio entre el libro y el lector.

EDITH WHARTON, Escribir ficción

«Si tú crees en mí, yo creo en ti», le dijo el unicornio a Alicia. Y ese es el


vínculo característico del pacto lector que, en sí mismo, encierra el nuevo enigma
de la Esfinge: ¿quién lee a quién?, ¿el lector al texto o el texto al lector?

Yo he sido leído por los poemas de Eliot, por el Ulises, por En busca del tiempo
perdido, por El castillo... Durante muchos años, desde mi temprana juventud. Al
principio, algunos de estos libros me rechazaron, les aburrí. Pero, con el paso del tiempo,
fueron conociéndome mejor, me tomaron cada vez más simpatía, y entendieron
paulatinamente los ocultos significados de mi persona.

LIONEL TRILLING, Beyond Culture. Essays on Literature and Learning

Y, desde Torre de Juan Abad, apostilla Quevedo:

Retirado en la paz de estos desiertos,


con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Leer es siempre acompañar y ser acompañado. Los lectores somos seres


invisibles, pero eternamente presentes en lo leído, del mismo modo que lo leído
cobra en nosotros una presencia equivalente a lo real. He sido criatura de la selva
con Rudyard Kipling y su Libro de las tierras vírgenes. Antes que Viernes, fui yo
quien primero acompañó a Robinson. Yo, quien permaneció más al lado de Ana
Frank en su largo camino de dolor; yo, quien, aún hoy en día, sigue esperando a
Godot... Leer es un permanente juego de connivencia, de convivencia. Del yo con
el yo. Del yo con el otro y con lo otro. Leer es sabernos parte de la larga secuencia
de la humanidad. Que ni somos los primeros ni somos únicos.
El profesor de literatura recorre lentamente el aula. Abre un libro y, cuando
aún no ha iniciado su lectura, uno de los alumnos se levanta y le lanza la pregunta
sustancial:

—Profesor, ¿por qué leemos?

El profesor guarda silencio. Se gira y camina hacia la ventana del aula, para
fundirse con la lluvia que aquel día cae sobre Oxford, empapando los jardines y
parterres del viejo Colegio de la Magdalena.

Finalmente se gira, responde. Y lo hace con una de las definiciones de la


lectura más bellas de cuantas conozco. Dice:

—Leemos para saber que no estamos solos.

Aquel profesor era Clive Staples Lewis, el íntimo amigo de Tolkien; el


inolvidable autor de Las crónicas de Narnia; el mismo que, en La experiencia de leer,
define, con especial lucidez, la particular alteridad de la lectura literaria:

La experiencia literaria cura la herida de la individualidad, sin socavar sus


privilegios. (...) cuando leo literatura me convierto en mil personas diferentes sin dejar de
ser yo mismo. Como el cielo nocturno en el poema griego, veo una miríada de ojos, pero sigo
siendo yo el que ve. (...) me trasciendo a mí mismo y en ninguna otra actividad logro ser
más yo.

No conozco ningún lector que, satisfecho, feliz con la obra que ha leído, no
acuda a comentarlo con las personas queridas, con los amigos, con los compañeros.
Es la consecuencia del efecto comunicativo de la lectura y también el valor que esta
tiene para convertirse en vínculo social. Recuerdo ahora un sucedido hermoso que,
en uno de sus escritos, narra Juan Mata, para mí, en tantas cosas de la vida,
siempre un maestro:

(...) cierto día me llamó por teléfono la hija de unos amigos. Tenía diez años y
hablábamos con frecuencia. Quería darme a conocer un libro que había leído y la había
impresionado mucho, tanto que no podía dejar de decírmelo. Yo no lo había leído y le
prometí hacerlo. A mí también me conmovió, y se lo hice saber. Un mismo texto nos había
afectado a ambos, aunque quizá de distinta manera. Lo que para ella era un descubrimiento,
para mí era una confirmación; yo veía injusticia social donde ella veía mala suerte; ella
ofrecía compasión mientras yo solo manifestaba descorazonamiento. Pero lo importante es
que un relato sobre los niños pobres latinoamericanos había proporcionado un diálogo sobre
la vida entre un adulto y una niña, y ambos habíamos compartido durante unos minutos el
entusiasmo de leer. Conversar suele ser a menudo la más gustosa secuela de la lectura, o
quizá debería decir que es su principal requisito.

«Fuera de sí», en: Palabras por la lectura

La lectura compartida es la raíz de los millares de clubes de lectura que,


presenciales o en la red, surgen por doquier. La lectura no solo no nos aísla de los
demás, sino que nos aproxima a ellos, como respuesta también a una sabiduría
añeja y permanentemente actual: la de que las cosas son más cuanto más las
compartamos.

Y este hacer de la lectura un motivo de intercambio entre personas trae


aparejado una consecuencia tan singular como definitiva: la ampliación de la
comprensión, la profundización en ella como suma de las comprensiones
particulares de cada cual. No hay comprensión más completa que aquella que
procede del ejercicio compartido. De la diversidad.

Detenerse, observar, escuchar.

Interpretar.

Comprender.

Tejer, surcar, elegir.

Transformar, recrear, reanimar.

Asimilar.

Compartir.

Es ahora cuando me asalta una nueva pregunta: ¿no son precisamente estos
verbos lectores los mismos que necesitamos para extraer de la vida toda su
potencia? ¿No son ellos los que fundamentan la verdadera experiencia del vivir?

Al mirar un paisaje, al escuchar una canción, al estremecernos por un


sentimiento, por un recuerdo, por un anhelo...; al tratar de entender un hecho
histórico, científico, una obra artística; al conocer y tratar a una persona, ¿qué
hacemos sino convocar en asamblea a la totalidad de las acciones vitales que estos
verbos denominan? Y, si ello es así, ¿leer y vivir no serán sino una feliz analogía?
Cuando, hace más de doscientos mil años, nuestra especie inició la aventura
del Homo sapiens, puso en marcha, a su vez, la epopeya del Homo legens. Pudimos
acumular aprendizajes, conocimiento, gracias a ser capaces de leer nuestro
entorno, nuestras experiencias, nuestra mente, nuestra intimidad, así como de
nombrar lo que percibíamos a través de los sentidos pero, también, lo soñado, lo
sentido, lo inventado, lo puramente imaginado. Somos seres humanos en tanto
fuimos y seamos, esencial y plenamente, lectores.

Leer no es solo la práctica de una habilidad o el dominio de una destreza.


No es solo una puerta de acceso, un puente entre la información y el conocimiento.
Es algo mucho más profundo y esencial.

Leer es una manera de ser y de estar en la vida. Una forma de vivir nunca
ajena a la emoción, al asombro, a la sorpresa. Leer es, también como la vida, un
misterio que se desvela poco a poco, lectura tras lectura. Suyos parecen ser los
versos del viejo romance:

Yo no digo mi canción,
sino a quien conmigo va.
Romance del conde Arnaldos

Lecturas múltiples, lecturas infinitas. Movidas por el interés o por el azar.


En el formato tradicional o en los nuevos vehículos lectores. Lecturas horizontales
o verticales. Lecturas personales o colectivas. Lecturas breves o inacabables...

Pero, de entre ellas, ¿hay alguna que, por sí misma, sea capaz de concitar, en
su grado más sublime, la totalidad de las virtudes lectoras?

«Una palabra es suficiente para hacer o deshacer la vida de un hombre»,


escribió Sófocles. Y de ellas, de las palabras que poblando nuestra memoria se
hacen arte —las musas son las hijas de Mnemósine, la diosa griega de la memoria
—, deriva la principal de las lecturas: la lectura de lo literario, que ni desprecia ni
soslaya todas las otras lecturas existentes, pero que brilla sobre ellas con luz propia
e inextinguible.

Ello es así porque la literatura trata fundamentalmente de lo intangible, de


lo más inaccesible, de cuanto reside en lo más profundo y velado del género
humano. La literatura nos habla de las personas en su actitud más verdadera.
Cuando, desprovistas de la máscara que todos portamos en la relación social, los
seres humanos nos mostramos tal y como somos. Y es en ese ejercicio de literal
revelación donde los lectores encontramos las vivencias que, a través de otros, nos
forman en nuestra identidad.

Mujeres y hombres venimos al mundo precozmente, sin poseer la cualidad


que nos distingue como especie: nuestra irrenunciable humanidad. La vida no es
sino la oportunidad de ir tratando de darle forma, de hacerla nuestra, de albergarla
en nuestro interior. En semejante afán, la literatura —oral y escrita— nos presta un
auxilio excepcional. Para ello, hace uso de los materiales que más genuinamente
nos constituyen, las palabras.

No hay ningún otro arte que parta de rudimentos tan cercanos. Palabras que
todos conocemos, que usamos de manera habitual, pero portadoras de ideas, de
sugerencias, de dudas, de regocijos que solo algunos —artistas de las palabras—
son capaces de elevar a su cima más alta. Desde allí, comparten con todos nosotros,
los lectores, la visión de un paisaje que esclarece nuestras miradas, que cobija y
aflora sentimientos, que nos hace próximos y prójimos. Es el paisaje de la vida
auténtica. Como diría Gonzalo Torrente Ballester, de sus gozos y sus sombras.

Para la lectura literaria no valen las miradas cortas. Ni las actitudes no


comprometidas. Ni la desidia. Ni las reservas. «A la literatura, como a la mar, hay
que entrar a pecho descubierto» (Juan Farias, Un mar de palabras).

Leer es ejercicio de riesgo. De exclusividad. De fidelidad compartida.

«... esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión».

(*) Capítulo de su libro “Leer contra la nada”, Siruela, Madrid, 2019

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