Lectu Ra
Lectu Ra
Lectu Ra
Leer es como esas cajas chinas que encierran en su interior otras tantas, a
veces de manera casi infinita; la concatenación de un conjunto de acciones, de
verbos fundacionales que, de manera consecutiva, conjunta, nunca aislada, nos
descubre el misterioso ADN de la lectura.
No hay lecturas sin un para qué, sin un objetivo, que puede abarcar desde la
pura evasión al más concreto afán de conocimiento. Y, cuando se trata de un texto
literario, el periplo comienza en el preciso momento en que abrimos la cancela que
da acceso al «vergel de las palabras» —así es como define Tagore la realidad
textual— para disponernos a ser su jardinero; fiel o infiel.
Leer es interpretar.
Apenas la atención nos sostiene, nuestra mente emprende un proceso
apasionante: pasar de las sombras de lo escrito a la primera claridad lectora.
Interpretar es el alba de la lectura.
Leer es comprender.
—¿Qué veis?
Otros:
—(...) El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante para
ti.
Los griegos, para mencionar el término «verdad» hacían uso del vocablo
alétheia, que literalmente significa el «no olvido», es decir, el recuerdo. «Las cosas
no son como las vemos, sino como las recordamos», escribió nuestro don Ramón
del Valle-Inclán. Y si no hay recuerdo —ese es el drama profundo de la
enfermedad de Alzheimer— las cosas, las personas son, pero no existen para
nosotros.
Comprender, y por tanto ser seres comprensivos, es una de las tareas más
esforzadas. Nunca se logra del todo. Pero su permanente intento, su pretensión, da
sentido pleno a nuestras vidas, como se lo da a cada una de nuestras lecturas, que
siempre habrían de caminar en pos de la verdad, aunque esta sea a veces
escurridiza. Aunque sea dolorosa. Aunque agudice el rigor de nuestra intemperie.
Leer es cosechar.
La primera acepción del verbo lego alude a la relación del hombre con la
tierra. Tiene que ver con lo agrícola, con lo campesino. Legere significa recoger,
cosechar lo sembrado con anterioridad... ¿Y qué somos los lectores sino
permanentes reco-lectores de la sementera de la autoría, de la siembra de lo
escrito?
Leer es tejer.
Leer es surcar.
Leer es elegir.
Leer es transformar.
«El autor solo escribe la mitad del libro. De la otra mitad debe ocuparse el
lector», sentencia Conrad.
Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre el texto y el autor
se equivoca; conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en
el que está entre lo escrito y el lector.
Aunque leamos el mismo texto, siempre leemos un texto distinto, porque aquel texto
ya significa otra cosa, ya significa de otro modo. Si leer fuera descodificar, entonces no
volveríamos a leer, no releeríamos, porque ya habríamos alcanzado el significado último del
texto.
Leer es asimilar.
«Leer es cerrar los ojos y sentir que las palabras están bien dentro de ti», nos
dijo, hace años, un escolar de Salamanca ante nuestra pregunta de qué era para él
la lectura. Y otro, a la misma pregunta, respondió: «Leer es desear que un libro no
se acabe nunca».
Pero ¿acaso, los libros terminan cuando finalizamos su última página? ¿No
llevamos los lectores —como Peter Pan— cosida siempre a nuestras plantas la
sombra que dibujan todas y cada una de nuestras lecturas?
Nunca podremos visitar La Mancha sin dejar de «... ver la figura / de don
Quijote pasar». Pasear por Vetusta (Oviedo) y no sentir, tras de los nuestros, los
pasos enamorados de Ana Ozores. O penetrar en el bosque de Sherwood, sin
percibir en la espesura la presencia del Príncipe de los Ladrones... ¿Qué otro
submarino prodigioso hay que no sea el Nautilus, capitán ballenero que no sea
Acab o fox terrier blanco que no se llame Milú?
Se dice demasiado apresuradamente que la predilección que sentimos los lectores por
unos u otros personajes viene de la facilidad con la que nos «identificamos» con ellos. Este
planteamiento precisa algunas puntualizaciones: no es que nos identifiquemos con el
personaje, sino que este nos identifica, nos aclara y define frente a nosotros mismos.
Y son esos mismos personajes los que nos habitan con tanta intensidad que,
incluso, su ausencia definitiva nos produce un sentimiento de pérdida sin
consuelo, de desoladora orfandad.
Eso fue lo que, allá por los setenta del pasado siglo, vivimos la docena de
doctorandos que gozábamos de las clases sobre El Quijote de Cervantes que don
Luis Morales Oliver —cercano ya a los ochenta años— nos regalaba semanalmente.
Eran las suyas exposiciones magistrales, que don Luis hacía únicas con su
portentosa memoria, su inmensa cultura, su elocuencia y su entrañable bonhomía.
Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas, y una voz cariñosa le susurró
al oído:
Y él respondió:
Finalmente:
Leer es compartir.
En estos casos, desde luego, la culpa no siempre es del lector. Algunos libros son
siempre iguales, incapaces de modificar nada, ni de ser modificados. Pero estos no pueden
considerarse factores de la literatura.
El valor de los libros está en proporción con lo que podría llamarse su «plasticidad»,
es decir, su cualidad de serlo todo para todos los hombres, de ser moldeados de maneras
diferentes por el impacto de nuevas formas de pensamiento.
Cuando, por uno u otro motivo, no existe esta reciprocidad de adaptación, es que no
ha existido un verdadero intercambio entre el libro y el lector.
Yo he sido leído por los poemas de Eliot, por el Ulises, por En busca del tiempo
perdido, por El castillo... Durante muchos años, desde mi temprana juventud. Al
principio, algunos de estos libros me rechazaron, les aburrí. Pero, con el paso del tiempo,
fueron conociéndome mejor, me tomaron cada vez más simpatía, y entendieron
paulatinamente los ocultos significados de mi persona.
El profesor guarda silencio. Se gira y camina hacia la ventana del aula, para
fundirse con la lluvia que aquel día cae sobre Oxford, empapando los jardines y
parterres del viejo Colegio de la Magdalena.
No conozco ningún lector que, satisfecho, feliz con la obra que ha leído, no
acuda a comentarlo con las personas queridas, con los amigos, con los compañeros.
Es la consecuencia del efecto comunicativo de la lectura y también el valor que esta
tiene para convertirse en vínculo social. Recuerdo ahora un sucedido hermoso que,
en uno de sus escritos, narra Juan Mata, para mí, en tantas cosas de la vida,
siempre un maestro:
(...) cierto día me llamó por teléfono la hija de unos amigos. Tenía diez años y
hablábamos con frecuencia. Quería darme a conocer un libro que había leído y la había
impresionado mucho, tanto que no podía dejar de decírmelo. Yo no lo había leído y le
prometí hacerlo. A mí también me conmovió, y se lo hice saber. Un mismo texto nos había
afectado a ambos, aunque quizá de distinta manera. Lo que para ella era un descubrimiento,
para mí era una confirmación; yo veía injusticia social donde ella veía mala suerte; ella
ofrecía compasión mientras yo solo manifestaba descorazonamiento. Pero lo importante es
que un relato sobre los niños pobres latinoamericanos había proporcionado un diálogo sobre
la vida entre un adulto y una niña, y ambos habíamos compartido durante unos minutos el
entusiasmo de leer. Conversar suele ser a menudo la más gustosa secuela de la lectura, o
quizá debería decir que es su principal requisito.
Interpretar.
Comprender.
Asimilar.
Compartir.
Es ahora cuando me asalta una nueva pregunta: ¿no son precisamente estos
verbos lectores los mismos que necesitamos para extraer de la vida toda su
potencia? ¿No son ellos los que fundamentan la verdadera experiencia del vivir?
Leer es una manera de ser y de estar en la vida. Una forma de vivir nunca
ajena a la emoción, al asombro, a la sorpresa. Leer es, también como la vida, un
misterio que se desvela poco a poco, lectura tras lectura. Suyos parecen ser los
versos del viejo romance:
Yo no digo mi canción,
sino a quien conmigo va.
Romance del conde Arnaldos
Pero, de entre ellas, ¿hay alguna que, por sí misma, sea capaz de concitar, en
su grado más sublime, la totalidad de las virtudes lectoras?
No hay ningún otro arte que parta de rudimentos tan cercanos. Palabras que
todos conocemos, que usamos de manera habitual, pero portadoras de ideas, de
sugerencias, de dudas, de regocijos que solo algunos —artistas de las palabras—
son capaces de elevar a su cima más alta. Desde allí, comparten con todos nosotros,
los lectores, la visión de un paisaje que esclarece nuestras miradas, que cobija y
aflora sentimientos, que nos hace próximos y prójimos. Es el paisaje de la vida
auténtica. Como diría Gonzalo Torrente Ballester, de sus gozos y sus sombras.