04 Cuento Epifánico
04 Cuento Epifánico
04 Cuento Epifánico
—Ya sabes lo que dice Santo Tomás: Las tres cosas requeridas para la
belleza son integridad, simetría y esplendor. Algún día voy a desarrollar esa
frase en un tratado. Considera la actuación de tu propia mente cuando se
enfrenta con un objeto, hipotéticamente bello. Tu mente, para aprehender ese
objeto, divide el entero universo en dos partes, el objeto y el vacío que no es
el objeto. Para aprehenderlo debe elevarlo separándolo de todo lo demás; y
entonces percibes que es una cosa integral, que es una cosa. Reconoces su
integridad. ¿No es así?
—¿Y luego?
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—Esa es la primera cualidad de la belleza; está declarada en una simple
síntesis repentina de la facultad que aprehende. ¿Y luego qué? Luego viene el
análisis. La mente considera el objeto en su totalidad y en sus partes,
contempla la forma del objeto, atraviesa todo rincón de su estructura. Así la
mente recibe la impresión de la simetría del objeto. La mente reconoce que el
objeto es, en el sentido estricto de la palabra, una cosa, una entidad
construida de modo definido. ¿Ves? (….).
—Ahora, la tercera cualidad. Durante mucho tiempo no supe comprender qué
quería decir Santo Tomás. Usa una palabra figurativa (cosa insólita en él),
pero la he resuelto. Claritas es quidditas. Después del análisis que descubre
la segunda cualidad, la mente hace la única síntesis lógicamente posible y
descubre la tercera cualidad. Ese es el momento que yo llamo epifanía.
Primero reconocemos que el objeto es una sola cosa integral, luego
reconocemos que es una estructura compuesta organizada, una cosa, de
hecho: cuando las partes se ajustan al punto especial, reconocemos qué es
esa cosa que es. Su alma, su quiddidad, salta hacia nosotros desde la
vestidura de su apariencia. El alma del objeto más común, si su estructura
está así ajustada, nos parece radiante. El objeto logra su epifanía.
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Un cuento epifánico es, al fin y al cabo, una forma; no una falta de forma, ni
una apertura ilimitada; y menos, un embrollo sin información. Si bien la historia
narrada no tiene un significado claro —como en el cuento de efecto único—,
tiene varios posibles, es multiestable. En lugar de una enseñanza que al
resolverse la trama alivie al lector de la responsabilidad de elegir, el cuento
epifánico le ofrece varias alternativas de interpretación y además lo invita a
introducir las suyas en el repertorio. Pero no son demasiadas las
interpretaciones posibles. Si un cuento tuviera infinitos significados, o uno para
cada lector, no sería un cuento. La imaginación literaria, por más creadora que
sea, no carece de formas, esto es, de límites. Que el lector al final del cuento
epifánico tenga una revelación inefable no significa que queda en blanco: en el
fondo de él palpita la convicción de ha pasado algo importante, aun si no puede
verbalizar el sentido que la historia le sugiere.
Podemos inferir ahora la función del autor: primero produce algo, una anécdota
básica, extrae del continuum que constituye la literatura un objeto nuevo y
completo; luego crea con esa fábula una estructura narrativa unitaria y
coherente; finalmente, dota a su estructura textual de armonía, de
correspondencia entre sus partes, de organicidad, de un sentido para sus
diversas funciones; concentra su arte en eliminar los excesos, las asperezas,
los sonidos chirriantes, las simplezas, etc. Solo entonces “si su estructura está
ajustada” el relato estará en condiciones de enfrentar al lector con la divinidad,
comunicarlo con esa zona de la que brotan los nuevos sentidos de las palabras
y de los relatos; lo que el lector extraiga de esa experiencia es solo en parte
responsabilidad del autor; es probable que si el ardid del narrador funciona, el
lector descubra más de su propia experiencia y de su imaginación que aquello
que aparentemente le brinda el texto.
Como dice Octavio Paz, en El arco y la lira: “(E)so que estamos viendo por
primera vez, ya lo habíamos visto antes”.
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representado mediante epifanías, solo puede ser revelado por un acto cuasi
místico o gnóstico que ahonda reiteradamente en regiones del sentido que de
otro modo no existirían y de las que no tenemos otra evidencia que la misma
revelación. Como dice Jung, citado por Durand, un símbolo es “La mejor
representación posible de una cosa relativamente desconocida, que por
consiguiente no sería posible designar en primera instancia de manera más
clara o más característica”.
Lo que sucede en la historia del pensamiento, de acuerdo con Durand, es que
Occidente ha tratado de desvalorizar este modo de conocimiento alusivo; la
ciencia en Occidente ha sido, sobre todo, antisimbólica. Por la acción sucesiva
y luego simultánea del racionalismo aristotélico, las religiones iconoclastas, el
cartesianismo y el positivismo cientificista, y, en el siglo XX por el psicoanálisis
freudiano, el estructuralismo y ciertas hermenéuticas reductoras, se ha llegado
a pensar que el ideal del conocimiento y la comunicación es el lenguaje lógico
matemático y la univocidad. Pero este movimiento contra la imaginación
simbólica, afirma Durand, constituye “una extinción gradual del poder humano
de relacionarse con la trascendencia, del poder de mediación natural del
símbolo”. Todo dogmatismo que intente universalizar el sentido es
antisimbólico y, por tanto, antihumano, pues en su esencia la epifanía es
personal; demanda un acto de libertad individual, del conocimiento directo de
una revelación. La existencia de símbolos nos muestra la subsistencia de la
libertad:
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paso hacia el mundo de lo invisible a través de las imágenes que creamos, esto
es, mediante la imaginación plástica, sea escultórica, pictórica, textil, orfebre o
funeraria. El poder mágico de las imágenes sagradas prefigura el rol que
atribuimos a todas las imágenes: invocar a los dioses para atraer parte de su
poder invisible sobre la vida y la muerte: “oponemos a la descomposición de la
muerte, la recomposición por la imagen”, escribe Régis Debray.
Poco a poco la humanidad fue dominado la técnica y con ella a la Naturaleza, a
la desdicha, a lo inexplicable. La imagen religiosa se transforma entonces en
imagen artística, expresión de un dominio técnico sobre la materia plástica que
la dota de belleza. Los primeros artistas de Occidente fueron ingenieros y
sabios, como Leonardo da Vinci. Hoy, que las tecnologías parecen controlarlo
todo, tenemos un tercer tipo de imagen, lo visual, lo que se mira sin temor y sin
misterio. El desfile de imágenes de la destrucción y la muerte junto a las del
último campeonato o el debate cómico de los políticos, en nuestros televisores,
nos ha privado del miedo y del sentido de lo inefable, esto es, del significado
simbólico. No obstante, afirma Debray, el temor a la muerte siempre vuelve,
aunque la especie se sienta protegida por la tecnología el individuo siempre la
esperará con temor; y “la incurable muerte hace, pues, bastante plausibles los
resurgimientos de lo imprevisto, aquí y allá”.
Debemos entender que estos tres tipos de imágenes, la religiosa, la estética y
la visual, comparten hoy en día el espacio de la significación; y que las
imágenes, en general, no son independientes de las miradas de los seres
humanos, son coyunturales y contextuales, esto es, culturales. Diferentes
culturas miran de diferentes modos en distintas épocas. Lo único que persiste a
través de ellas es la imagen misma y su poder de sintetizar lo inexplicable, lo
no verbal.
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Cada una será más eficiente frente a fenómenos distintos; si bien la forma
básica es la visual. A las percepciones visuales corresponderían
representaciones visuales internas; pero ideas, sentimientos o modelos
abstractos quizá se representan mejor en la forma verbal. Seguimos en esto la
hipótesis general de Wolfgang Wildgen (1994), de que hay un nivel visual o
imaginario de representación por debajo del significado lingüístico, y ese nivel
está a medio camino entre la organización secuencial de la producción del
lenguaje y del carácter holístico de las actividades cognitivas que contribuyen al
significado. La consecuencia inmediata es que mientras la imaginación visual
domina categorías espacio temporales y es por tanto cualitativa, la verbal se
ocupa e los sistemas secuenciales y es cuantitativa. Pero ambas trabajan en
conjunto, son indisociables.
Lo que sucede, dice Wildgen, es que creemos que la palabra imagen está
mejor representada por una fotografía o un cuadro. Si consideramos los
diferentes tipos de representación visual que existen veremos que la imagen
fija es secundaria; por lo común, la representación visual es dinámica. Por eso
es más productivo, en términos teóricos, hablar de procesos significativos; y
así, podemos comprender que “la sintaxis (los algoritmos para el cálculo) es
discreta y la semántica (la ecuación diferencial) es continua”.
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Supongo que una redonda concepción del mundo redondea el cuento y que
para una concepción del mundo indefinida el cuento no tiene límites. La
acción del cuento es expansiva: personajes, experiencias, emociones,
sucesos, ambientes, presiones de fuera y de dentro, todo crece y cambia. En
el cuento cerrado el narrador reprime esa expansión con una filosofía de la
vida que distingue entre el bien y el mal, la verdad y el error, la salud y la
enfermedad, el triunfo y la derrota, entre valores y desvalores, entre el
cosmos y el caos. (…) Los problemas se resolverán, en un sentido u otro,
porque el mundo tiene sentido. Por el contrario, el final de un cuento abierto
no es un fin. Su fin —su propósito— es el sinfín de las fuerzas operantes. El
narrador no tiene una filosofía de la vida, simula no tenerla o polemiza con
filosofías a las que hay que desacreditar. Que cada quien interprete como
quiera.