04 Cuento Epifánico

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Cuento epifánico

En los primeros años del siglo XX surgió una innovación en la escritura de


cuentos que, como todo verdadero cambio, al comienzo causó poco interés,
pero que se consolidó poco a poco con las sucesivas transformaciones en la
sensibilidad, las ciencias y la vida cotidiana que trajo consigo la sociedad
industrial. El nuevo tipo de cuento fue llamado de epifanía; y, más tarde,
erróneamente, de final abierto.
En realidad, ya en la obra de Antón Chejov encontramos cuentos de revelación;
pero quien los convirtió en subgénero fue el irlandés James Joyce, que además
fue el primero en teorizar al respecto. En 1900, el joven Joyce escribía poemas
sin mucho éxito, de modo que decidió tratar con unos relatos muy breves a los
que llamó epifanías. En su primera novela, autobiográfica, llamada Stephen el
héroe, el protagonista sostiene una larga conversación con su mejor amigo
motivada por un incidente que observó al pasar por la calle, en el que una
pareja de jóvenes parecía discutir. Stephen alcanzó a escuchar un fragmento
breve de conversación, “por el que recibió una impresión lo bastante aguda
para afectar gravemente su sensibilidad”. Luego el narrador entra en detalles:

Esta trivialidad le hizo pensar en coleccionar diversos momentos así en un


libro de epifanías. Por epifanía entendía una súbita manifestación espiritual,
bien sea en la vulgaridad del lenguaje y gesto o en una fase memorable de
la propia mente. Creía que le tocaba al hombre de letras registrar esas
epifanías con extremo cuidado, visto que ellas mismas son los momentos
más delicados y evanescentes (216).

La primera idea que provoca el término epifanía es religiosa. Son epifanías en


la Biblia el reconocimiento de los Reyes Magos (sabios) de que Jesús era el
Hijo de Dios; el bautismo de Jesús, a cargo de Juan, quien lo reconoció como
el Mesías; y el primer milagro, en las bodas de Canaan, donde quedó
manifiesta su naturaleza divina. Casi en todas las religiones encontramos este
tipo de revelación mística de la divinidad.
La palabra epifanía viene del griego epi, a; y phanei, mostrar: mostrarse a,
revelarse, desocultarse.
Fue Santo Tomás quien asoció el concepto cristiano de epifanía y la
percepción de la belleza, con las formas del conocimiento.
Detengámonos en los pasajes en que Stephen, el personaje de Joyce, explica
detalladamente sus ideas a su amigo Cranly, porque aquí hay una importante
entrada a la comprensión del cuento de revelación:

—Ya sabes lo que dice Santo Tomás: Las tres cosas requeridas para la
belleza son integridad, simetría y esplendor. Algún día voy a desarrollar esa
frase en un tratado. Considera la actuación de tu propia mente cuando se
enfrenta con un objeto, hipotéticamente bello. Tu mente, para aprehender ese
objeto, divide el entero universo en dos partes, el objeto y el vacío que no es
el objeto. Para aprehenderlo debe elevarlo separándolo de todo lo demás; y
entonces percibes que es una cosa integral, que es una cosa. Reconoces su
integridad. ¿No es así?
—¿Y luego?

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—Esa es la primera cualidad de la belleza; está declarada en una simple
síntesis repentina de la facultad que aprehende. ¿Y luego qué? Luego viene el
análisis. La mente considera el objeto en su totalidad y en sus partes,
contempla la forma del objeto, atraviesa todo rincón de su estructura. Así la
mente recibe la impresión de la simetría del objeto. La mente reconoce que el
objeto es, en el sentido estricto de la palabra, una cosa, una entidad
construida de modo definido. ¿Ves? (….).
—Ahora, la tercera cualidad. Durante mucho tiempo no supe comprender qué
quería decir Santo Tomás. Usa una palabra figurativa (cosa insólita en él),
pero la he resuelto. Claritas es quidditas. Después del análisis que descubre
la segunda cualidad, la mente hace la única síntesis lógicamente posible y
descubre la tercera cualidad. Ese es el momento que yo llamo epifanía.
Primero reconocemos que el objeto es una sola cosa integral, luego
reconocemos que es una estructura compuesta organizada, una cosa, de
hecho: cuando las partes se ajustan al punto especial, reconocemos qué es
esa cosa que es. Su alma, su quiddidad, salta hacia nosotros desde la
vestidura de su apariencia. El alma del objeto más común, si su estructura
está así ajustada, nos parece radiante. El objeto logra su epifanía.

La definición proteica de epifanía que encontramos aquí es rica, compleja y


multívoca. ¿Es la epifanía un método de conocimiento, y depende por tanto del
sujeto?, ¿es una cualidad del objeto?, ¿cualquier objeto es pasible de
epifanías, o solo los objetos bellos y perfectos?, ¿cualquier persona puede
lograr una epifanía, o solo los sabios, cultos o sensibles? El propio Joyce utilizó
el término epifanía con varios sentidos: como un género, como una técnica,
como un tipo de experiencia. Como forma de captar motivos literarios, de ver y
oír; y también como forma de escribir y mostrar. Entre las epifanías halladas en
sus apuntes hay transcripciones de diálogos ajenos, frases inteligentes y
sugestivas, trozos de sueños, etc.
Por nuestra parte, proponemos un esfuerzo para circunscribir las sugerencias
de Joyce a su mejor uso: definir un tipo de relato breve.
En muchos de los cuentos de Dublineses encontramos la cualidad epifánica:
son historias de acontecimientos cuidadosamente descritos cuyas
implicaciones nunca quedan del todo claras; el narrador evita cualquier
comentario o sentencia de sabiduría que ayude al lector a comprender la
historia, con lo cual las acciones quedan escuetas y aparentemente sin sentido
ante él. Tras la lectura, todo lo que resta es un quieto silencio dentro del cual
parece palpitar una revelación muchas veces solo intuida.
Acontecimientos triviales, por ser todo lo que nos entrega la historia, adquieren
una importancia inusitada y nos guían con su simplicidad y silencio hacia una
síntesis en la cual “su quiddidad salta hacia nosotros desde la vestidura de su
apariencia. El alma del objeto más común, si su estructura está así ajustada,
nos parece radiante”.
Llegados a este punto conviene anotar que el carácter epifánico compete al
cuento como un todo, y no solo a su final o “momento de revelación”, como a
veces se dice. En este sentido, el llamado final abierto no garantiza que
estemos frente a un relato epifánico; puede que el narrador oculte, como en
algunos cuentos de Hemingway, algún dato para incentivar al lector a
completarlo, pero que la solución del problema planteado sea tan clara que,
incluso, sea innecesario decirla.

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Un cuento epifánico es, al fin y al cabo, una forma; no una falta de forma, ni
una apertura ilimitada; y menos, un embrollo sin información. Si bien la historia
narrada no tiene un significado claro —como en el cuento de efecto único—,
tiene varios posibles, es multiestable. En lugar de una enseñanza que al
resolverse la trama alivie al lector de la responsabilidad de elegir, el cuento
epifánico le ofrece varias alternativas de interpretación y además lo invita a
introducir las suyas en el repertorio. Pero no son demasiadas las
interpretaciones posibles. Si un cuento tuviera infinitos significados, o uno para
cada lector, no sería un cuento. La imaginación literaria, por más creadora que
sea, no carece de formas, esto es, de límites. Que el lector al final del cuento
epifánico tenga una revelación inefable no significa que queda en blanco: en el
fondo de él palpita la convicción de ha pasado algo importante, aun si no puede
verbalizar el sentido que la historia le sugiere.
Podemos inferir ahora la función del autor: primero produce algo, una anécdota
básica, extrae del continuum que constituye la literatura un objeto nuevo y
completo; luego crea con esa fábula una estructura narrativa unitaria y
coherente; finalmente, dota a su estructura textual de armonía, de
correspondencia entre sus partes, de organicidad, de un sentido para sus
diversas funciones; concentra su arte en eliminar los excesos, las asperezas,
los sonidos chirriantes, las simplezas, etc. Solo entonces “si su estructura está
ajustada” el relato estará en condiciones de enfrentar al lector con la divinidad,
comunicarlo con esa zona de la que brotan los nuevos sentidos de las palabras
y de los relatos; lo que el lector extraiga de esa experiencia es solo en parte
responsabilidad del autor; es probable que si el ardid del narrador funciona, el
lector descubra más de su propia experiencia y de su imaginación que aquello
que aparentemente le brinda el texto.
Como dice Octavio Paz, en El arco y la lira: “(E)so que estamos viendo por
primera vez, ya lo habíamos visto antes”.

El principio cognitivo sobre el que se basa el poder de la epifanía podemos


asociarlo, de una parte, con aquello que los filósofos llaman la imaginación
simbólica.
Según Gilbert Durand los seres humanos nos representamos el mundo
mediante imágenes. Cuanto más próxima sea la presencia de lo representado
(percepción, sensaciones) más íntima será la unión del signo con su objeto. Es
el caso del conocimiento científico y, sobre todo, del tecnológico. En cambio,
cuando el objeto representado está lejano recurrimos a abstracciones, a
imágenes cuyo significado pierde la inmediatez y por lo tanto no puede ser más
que difuso, impreciso. Así se forman las alegorías, los emblemas, los apólogos;
y “llegamos a la imaginación simbólica propiamente dicha cuando el significado
es imposible de presentar y el signo solo puede referirse a un sentido, y no a
una cosa sensible”. Un símbolo, según el autor de La imaginación simbólica,
“por la naturaleza misma del significado inaccesible, es epifanía, es decir,
aparición de lo inefable por el significante y en él”.
Sabemos que todo significante remite a un significado de un modo arbitrario,
convencional; pero como en el signo aquí llamado símbolo, ese significado está
atrapado en el propio significante, el vínculo se vuelve no arbitrario: “El símbolo
es, pues, una representación que hace aparecer un sentido secreto; es la
epifanía de un misterio”. Según esto, lo realmente trascendente —ese
continuum existente que está más allá de las palabras— solo puede ser

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representado mediante epifanías, solo puede ser revelado por un acto cuasi
místico o gnóstico que ahonda reiteradamente en regiones del sentido que de
otro modo no existirían y de las que no tenemos otra evidencia que la misma
revelación. Como dice Jung, citado por Durand, un símbolo es “La mejor
representación posible de una cosa relativamente desconocida, que por
consiguiente no sería posible designar en primera instancia de manera más
clara o más característica”.
Lo que sucede en la historia del pensamiento, de acuerdo con Durand, es que
Occidente ha tratado de desvalorizar este modo de conocimiento alusivo; la
ciencia en Occidente ha sido, sobre todo, antisimbólica. Por la acción sucesiva
y luego simultánea del racionalismo aristotélico, las religiones iconoclastas, el
cartesianismo y el positivismo cientificista, y, en el siglo XX por el psicoanálisis
freudiano, el estructuralismo y ciertas hermenéuticas reductoras, se ha llegado
a pensar que el ideal del conocimiento y la comunicación es el lenguaje lógico
matemático y la univocidad. Pero este movimiento contra la imaginación
simbólica, afirma Durand, constituye “una extinción gradual del poder humano
de relacionarse con la trascendencia, del poder de mediación natural del
símbolo”. Todo dogmatismo que intente universalizar el sentido es
antisimbólico y, por tanto, antihumano, pues en su esencia la epifanía es
personal; demanda un acto de libertad individual, del conocimiento directo de
una revelación. La existencia de símbolos nos muestra la subsistencia de la
libertad:

Así se revela el papel profundo del símbolo: es “confirmación” de


un sentido a una libertad personal. Por eso el símbolo no puede
explicitarse: en última instancia, la alquimia de la transmutación, de la
transfiguración simbólica, solo puede efectuarse en el crisol de una
libertad. Y la potencia poética del símbolo define la libertad humana
mejor que ninguna especulación filosófica: esta última se obstina en
considerar la libertad como una elección objetiva, mientras que en la
experiencia del símbolo comprobamos que la libertad es creadora de un
sentido: es poética de una trascendencia en el interior del sujeto más
objetivo, más comprometido con el acontecimiento concreto.

Por distintos caminos, mucha de la filosofía y la ciencia contemporáneas llega a


similares conclusiones. Frente al criterio de verdad como correspondencia, al
principio de falsabilidad, al empirismo, al pragmatismo, y a todo
representacionismo, se levanta, complementaria, la capacidad creadora de la
metáfora y la autorganización. El ideal del positivista consiste en alcanzar un
lenguaje universal que permita la objetividad y la exactitud de las certezas; en
cambio, el ideal de los humanistas y de las artes consiste en abrir ilimitada y
permanentemente el campo de exploración del sentido.

De otra parte, la capacidad reveladora de la imagen simbólica epifánica


también se puede analizar a partir de la teoría de la imagen visual.
Entre las percepciones que logramos a través de nuestros sentidos, la visual
posee mayor poder en el dominio de la distancia, la forma, el color, la
ubicación. El tacto o el gusto requieren la proximidad, el contacto; incluso el
oído no va muy lejos. De allí el primitivo impulso de crear imágenes como
formas de poder sobre la muerte y la ausencia. El mundo de lo visible se abre

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paso hacia el mundo de lo invisible a través de las imágenes que creamos, esto
es, mediante la imaginación plástica, sea escultórica, pictórica, textil, orfebre o
funeraria. El poder mágico de las imágenes sagradas prefigura el rol que
atribuimos a todas las imágenes: invocar a los dioses para atraer parte de su
poder invisible sobre la vida y la muerte: “oponemos a la descomposición de la
muerte, la recomposición por la imagen”, escribe Régis Debray.
Poco a poco la humanidad fue dominado la técnica y con ella a la Naturaleza, a
la desdicha, a lo inexplicable. La imagen religiosa se transforma entonces en
imagen artística, expresión de un dominio técnico sobre la materia plástica que
la dota de belleza. Los primeros artistas de Occidente fueron ingenieros y
sabios, como Leonardo da Vinci. Hoy, que las tecnologías parecen controlarlo
todo, tenemos un tercer tipo de imagen, lo visual, lo que se mira sin temor y sin
misterio. El desfile de imágenes de la destrucción y la muerte junto a las del
último campeonato o el debate cómico de los políticos, en nuestros televisores,
nos ha privado del miedo y del sentido de lo inefable, esto es, del significado
simbólico. No obstante, afirma Debray, el temor a la muerte siempre vuelve,
aunque la especie se sienta protegida por la tecnología el individuo siempre la
esperará con temor; y “la incurable muerte hace, pues, bastante plausibles los
resurgimientos de lo imprevisto, aquí y allá”.
Debemos entender que estos tres tipos de imágenes, la religiosa, la estética y
la visual, comparten hoy en día el espacio de la significación; y que las
imágenes, en general, no son independientes de las miradas de los seres
humanos, son coyunturales y contextuales, esto es, culturales. Diferentes
culturas miran de diferentes modos en distintas épocas. Lo único que persiste a
través de ellas es la imagen misma y su poder de sintetizar lo inexplicable, lo
no verbal.

De modo que cuando hablamos de imagen literaria estamos usando una


metáfora. La percepción visual es distinta de la intelección del lenguaje; y, por
su parte, la lingüística con sus unidades discretas, sus leyes codificadas y su
semántica no puede ingresar en el terreno de los colores y las formas, de la
continuidad e inmediatez de la percepción visual. Es necesario un proceso de
trasvase, de adecuación, con la consiguiente pérdida de sentidos que toda
traducción impone. No es posible reproducir en palabras íntegramente el
impacto del misterio religioso o el artístico de una imagen visual. De allí la
superioridad, según Debray, de las artes pláticas sobre las verbales:

Naturaleza contra artificio, mimesis contra diégesis, sensación contra


símbolo. El más acá del signo es el más allá del escritor, su Paraíso Perdido
más que su Tierra Prometida. La magia a discreción determina la infinita
superioridad del hombre de la imagen sobre el hombre de la palabra, ese
disminuido de la emoción, el eterno perdedor en la carrera de la plasmación.

No toda imagen es instintual, sin embargo. Al menos parte de lo imaginario


con que se carga lo visual podemos atribuirlo al poder simbolizante del
lenguaje y la historia; debe existir algún vínculo icónico entre las formas visual y
poética. Frente al predominio casi excluyente del lenguaje verbal sobre otros
sistemas de pensamiento en las teorías del significado de la segunda mitad del
siglo XX, proponemos que al menos dos formas de percepción y de expresión
coexisten en nuestra mente: la visual y la verbal, la continua y la discontinua.

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Cada una será más eficiente frente a fenómenos distintos; si bien la forma
básica es la visual. A las percepciones visuales corresponderían
representaciones visuales internas; pero ideas, sentimientos o modelos
abstractos quizá se representan mejor en la forma verbal. Seguimos en esto la
hipótesis general de Wolfgang Wildgen (1994), de que hay un nivel visual o
imaginario de representación por debajo del significado lingüístico, y ese nivel
está a medio camino entre la organización secuencial de la producción del
lenguaje y del carácter holístico de las actividades cognitivas que contribuyen al
significado. La consecuencia inmediata es que mientras la imaginación visual
domina categorías espacio temporales y es por tanto cualitativa, la verbal se
ocupa e los sistemas secuenciales y es cuantitativa. Pero ambas trabajan en
conjunto, son indisociables.
Lo que sucede, dice Wildgen, es que creemos que la palabra imagen está
mejor representada por una fotografía o un cuadro. Si consideramos los
diferentes tipos de representación visual que existen veremos que la imagen
fija es secundaria; por lo común, la representación visual es dinámica. Por eso
es más productivo, en términos teóricos, hablar de procesos significativos; y
así, podemos comprender que “la sintaxis (los algoritmos para el cálculo) es
discreta y la semántica (la ecuación diferencial) es continua”.

En términos de literatura epifánica, ahora podemos comprender el alto grado


de iconicidad con el que trabaja su autor. Un relato es dinámico, es una
secuencia de escenas, descripciones y acciones que buscan un sentido.
Cuando, como en un cuento epifánico, esa secuencia se afirma en la forma
gestáltica del significado se aproxima a la imagen visual más que a la
verbalización de ideas abstractas, y quedan entonces abiertas nuevas
posibilidades de significación. La riqueza de lo visual, su carácter polisémico,
multiestable, sugestivo, permite no una sino muchas interpretaciones que, a su
vez, no son fijas, estables, claras, sino gozan de la belleza de lo impreciso, lo
intuitivo y emocional. En un cuento epifánico hay siempre dos historias, la
textual, que por su simplicidad y falta de heroísmo despierta sospechas sobre
la otra, la historia oculta, la que no se dice ni se debe decir, la misteriosa. Lo
que comunica a ambas no es el tema sino la forma; esa estructura gestáltica
elemental que comparten las emociones y su verbalización, el texto literario y el
sentimiento vivo que puede despertarnos la letra muerta. Como en la imagen
de Debray, el cuento epifánico es una puerta hacia lo desconocido, hacia lo
inmaterial impreciso pero existente; es un llamado al poder de los dioses contra
lo abstruso e incomprensible de la vida moderna. Como en la hipótesis
gestáltica de Wildgen, la epifanía busca ese estrato intermedio entre lo
cualitativo y lo cuantitativo, entre lo secuencial y lo estable, entre la palabra y la
imagen.
En ese sentido, la poética de lo epifánico que propongo es diferente a la
poética de la mirada que nos ofrece María Silvina Persino (1999) en la cual el
problema es la mirada de los personajes, especialmente la mirada
transgresora, la que domina la estructura. La de Persino es el “punto de vista”;
la epifánica por el contrario se relaciona con la forma total.

Finalmente, ¿por qué un autor elige escribir cuentos epifánicos? Una


respuesta la sugiere Anderson Imbert:

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Supongo que una redonda concepción del mundo redondea el cuento y que
para una concepción del mundo indefinida el cuento no tiene límites. La
acción del cuento es expansiva: personajes, experiencias, emociones,
sucesos, ambientes, presiones de fuera y de dentro, todo crece y cambia. En
el cuento cerrado el narrador reprime esa expansión con una filosofía de la
vida que distingue entre el bien y el mal, la verdad y el error, la salud y la
enfermedad, el triunfo y la derrota, entre valores y desvalores, entre el
cosmos y el caos. (…) Los problemas se resolverán, en un sentido u otro,
porque el mundo tiene sentido. Por el contrario, el final de un cuento abierto
no es un fin. Su fin —su propósito— es el sinfín de las fuerzas operantes. El
narrador no tiene una filosofía de la vida, simula no tenerla o polemiza con
filosofías a las que hay que desacreditar. Que cada quien interprete como
quiera.

La opinión de Anderson Imbert, como se puede notar, es favorable a los


relatos de “finales cerrados”. A su preferencia por el bien, la verdad, y el triunfo,
resumida en su jerarquía del orden sobre el caos, se podría objetar que hay
más información en el caos que en el orden, y que del caos puede surgir un
nuevo orden (Lotman, 1999; Prigogine, en Fried, 1995); no obstante, el nexo
que Anderson Imbert traza entre la visión del mundo del autor y su elección de
género literario tiene valor. Señala a una coherencia entre la vida y la obra,
entre la idiosincrasia y la técnica, que suena verosímil.
En suma, el cuento epifánico parece una manera radical de exploración en el
sentido no conocido del mundo, una forma literaria de ejercer la libertad (del
autor y del lector) con la mayor plenitud y al mismo tiempo con sumo cuidado.
Frente al relato de efecto único y las maravillosamente bien construidas
estructuras referenciales del realismo, junto al placer del reconocimiento y la
identificación que brinda la literatura convencional, la epifanía, al mismo tiempo
que reafirma la libertad humana, puede elevarnos a niveles de trascendencia
más gozosos y plenos.
Al lado de los fundadores Chejov y Joyce, cabe destacar a autores como
Isaac Babel, Raymond Carver, Richard Ford, Tobías Woolf, Ann Beattie, entre
otros, quienes han hecho del cuento epifánico una de las formas más
modernas y precisas de innovar en la escritura de cuentos, en resonancia con
el paradigma de la sensibilidad moderna.

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