El Desertor

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EL DESERTOR

Cuentos cortos de libertad o muerte – Manuel Zapata Olivella

Los tiros de fusilería perforaron el silencio del pueblo. Las mujeres, alocadas, albergaron a sus
niños. Las puertas se cerraron precipitadamente y no demoró en oírse el ruido de las trancas. Los
ancianos, que en el cafetín del pueblo rumiaban el tiempo en torno de las mesas de dominó,
salieron apresuradamente y ya en la plaza se desparramaron. El viejo Juan Crisóstomo, sin
embargo, no alcanzó el umbral de su rancho. Cayó acurrucado, con la bala incrustada en la nuca.
La caballería se encabritaba en las bocacalles, los fusiles humeantes.

—¡No dejen que se escape un solo rojo hijueputa!

Las mujeres temieron por los demás ancianos y los niños, pues los hombres capaces de manejar
una escopeta o blandir un machete se habían marchado a las guerrillas de la cumbre. Bien lo sabía
el sargento, encaramado en su caballo, las balas al viento.

—¡No corran gallinas! ¡Salgan a pelear como machos!

En la plaza las sombras dejaron de moverse bajo el sol. Un perro, sin encontrar la puerta de su
casa abierta, aullaba acobardado, tratando de meter inútilmente el hocico por la rendija. Sonó
nuevamente el disparo del sargento y el animal, retorciéndose, como prendido del rabo por un
puño invisible, comenzó a dar vueltas y más vueltas. La espiral de su alarido taladraba todo el
pueblo. De repente se abrió una puerta. Clarisa pudo zafarse de sus tías y corrió al lado del abuelo.
Pero el viejo Juan Crisóstomo había dejado de existir.

—¡Captúrenme a la muchacha! —gritó el sargento.

Los soldados, sobre sus bestias, se miraron entre sí sorprendidos. No estaban preparados para
cargar con aquel botín. Al verlos irresolutos, amenazó con la pistola:

—¿No han oído?

El cabo Rosendo que protegía la entrada al pueblo, espoleó su caballo, pero antes de que pudiera
acercarse, cuatro de los soldados se precipitaron sobre la muchacha. De repente, por debajo de su
pañolón, ella descargó todos los cartuchos de una pistola. y dos de los jinetes se desplomaron de
sus bestias. Ya iban a disparar sus fusiles los soldados, cuando los contuvo el sargento:

—¡La quiero viva!

Y apresuradamente les cortó el paso, haciendo corcovear el caballo.

—¡Captúrenla!

La corretearon y en un rincón de la plaza, entre las patas de las bestias, lograron maniatarla. Por
entre las ropas desgarradas un seno asomó agresivo su duro pezón. La mano de uno de los
capturadores cayó sobre él y al instante el disparo del sargento le alcanzó la rodilla. Sin más apoyo
que el cuerpo de la muchacha, el herido, quejándose, se fue reclinando sobre el suelo.

—¡Me ha desgraciado la pierna, mi sargento!


—¡Eso lo tienes por poner la mano donde yo he clavado el ojo! ¡Esta mujer es para mí y no quiero
larguezas!

Terciada Clarisa sobre las piernas del sargento, los brazos a la espalda, la cabalgata se dispuso a
abandonar el pueblo. El perro dejó de aullar. No habían salido los últimos jinetes con los cadáveres
de sus compañeros en la grupa, cuando las tías de Clarisa sembraban el llanto en la plaza.
Después, una a una fueron abriéndose las puertas y los comentarios se tejieron en torno al
anciano muerto. Enderezaron su frente y quedó mirando al sol por el hueco que dejaban las
cabezas. Ese sol ya no hería sus pupilas y fue inútil que sus hermanas le cerraran los párpados.
Después una de ellas dijo a un chicuelo que pugnaba por no llorar:

—Sube a la cordillera y busca al primer enlace guerrillero. Dile que avise a tu padre que la tropa
mató a tu abuelo y raptó a tu tía Clarisa. El niño se movió con pasos lentos. Le pesaban demasiado
los pies para alejarse corriendo del charco de sangre que continuaba manando del abuelo.

De regreso al cuartel, detrás del reguero de sangre que dejaban los cadáveres, bamboleantes en
las ancas de los caballos, el cabo se tragaba su indignación. Más allá, subiendo la trocha, se oía el
quejido de la muchacha mordiéndose los labios. Apresuró el animal y alcanzó al sargento.

—Es mejor que los enterremos aquí. ¡Sus cruces allá frente al cuartel nos torturarían!

—¡Haga lo que quiera, cabo, yo me adelanto con la hembra!

La caballería se detuvo y entre los matorrales, a la sombra de los árboles, abrieron las sepulturas
bajo el aleteo de los zopilotes que habían seguido el rastro de sangre. No hacía frío, pero en el
cuartel todos se congelaban. No comprendían por qué se les ordenaba subir a la cumbre a batirse
con los guerrilleros, contrariando las tácticas de combate. Remolones engrasaban las armas, en
espera de que se abriera la puerta donde estaba encerrado el sargento con la muchacha. Habían
comisionado al cabo Rosendo para que discutiera la orden con el superior. Para todos era muy
claro que serían diezmados si intentaban acosar a los guerrilleros en sus propias fortificaciones.
Adentro se oyeron de nuevo los gritos de Clarisa y 1as palabras airadas del sargento:

—No me obligues a que te entregue a mis soldados. ¡No te pido más de lo que se le puede dar a
un hombre!

Alguien gritó guasón:

—¡Sargento, nosotros le haremos el trabajito si usted no puede!

El soldado herido, manoseándose la rodilla vendada, se removió en la hamaca. La fiebre le hacía


sudar. Habló rezongando:

—¡Ten cuidado, por menos me dejaron rengo!

Sin dejar de engrasar el fusil, el aludido insistió:

—¡Si nos van a despellejar los rojos, es mejor llevarse el sabor de un buen bocado!

Por fin se abrió la puerta y apareció el sargento en calzoncillos, la cara y el pecho arañados. Dos
días de encierro le enflaquecieron más que un año de batallas. La barba le retoñaba y ensombrecía
sus ya oscuros rasgos. Los párpados, serpentosos, enmarañaban sus ojos pequeños, ahora
saltones por la lujuria. El labio inferior partido en dos, acanalados como si fuese a silbar, mientras
los dientes inferiores se asomaban en la cicatriz del maxilar hendido de un machetazo. Se disponía
a enjuagarse la cara en la alberca del patio, cuando Clarisa, apenas cubierta con la camisa del
sargento, surgió precipitadamente del cuarto deseosa de escaparse. Antes de que alcanzara el
corredor, el militar la derribó de una zancadilla. El cuerpo desnudo y magullado alborotó el sexo
de la soldadesca, apuñalándola con miradas lujuriosas. La muchacha, sollozando, escondió el
rostro entre las piernas. El cabo se precipitó a echarle encima su guerrera.

—¡Sabrás ahora lo que es un macho, desvergonzada! ¡Presentarte así ante la tropa!

El sargento estaba desconcertado y la arrastró nuevamente al cuarto. Luego se enfrentó a los


subordinados. Un silencio jamás visto en sus labios les torcía las bocas y les sofocaba. El herido se
incorporó para asomar su ojo por entre el tejido de la hamaca para observar al superior.
Despojado de su atuendo militar se escurría como un endeble renacuajo. Descalzo, los dedos
engarrotados y con las piernas ligeramente encorvadas, su autoridad inspiraba repugnante
desprecio. Algo de lo que pensaba su tropa intuyó su mente y antes de dar las órdenes, se armó de
la pistola.

—¡A formar!

Malganados y parsimoniosos se acercaron a las bestias que ya tenían ensilladas y comenzaron a


alinearse. Los fusiles al desgaire, algunos abotonándose la bragueta. No se paseó ante ellos como
lo hacía prepotente. Los miraba sí, con ojos amenazadores, la pistola encañonada.

—¡Cabo Rosendo, asuma el mando del pelotón y cumpla mis órdenes!

El aludido dio un paso adelante en el extremo de la fila. Se terció sobre la espalda el fusil
ametralladora y con solemne ademán, pronunció sus palabras con firmeza:

—Mi sargento, le pido permiso para informarle que todos creíamos que usted iba a tomar el
mando de ese ataque arriesgado y... El sargento que ya iba a penetrar de nuevo al cuarto, volvióse
enfurecido. Se mordió la hendidura de los labios y por ella soltó un grueso escupitajo.

—¡No le estoy pidiendo explicaciones, sino dando órdenes! ¡Cúmplalas!

La mirada del cabo Rosendo se desvió hacia la tropa. Jamás había sentido que se compenetrara
tanto con su pelotón. Ya iba a ordenar la marcha, cuando oyó que el sargento le gritaba:

—Y llévese al herido. ¡Así sabrá comportarse con las mujeres!

La hamaca se zarandeó:

—Pero mi sargento, si tengo la rodilla hinchada. ¡Mire que todavía está incrustada en ella la bala y
me escuece la fiebre!

—¡No quiero testigo de lo que va a suceder aquí!

Se puso a abrir nerviosamente el candado. La orden del cabo se oyó rampante:

—¡A cabalgar!
El herido intentó incorporarse por sí mismo, pero al soltar la hamaca, se desplomó impotente. El
cabo tuvo que descomponer su figura altiva para ayudarlo. Ordenó a un soldado que trajera la
bestia del herido, y momentos después la caballería trotó en torno al cuartel antes de iniciar el
ascenso de la cumbre. Al desaparecer en el follaje de la trocha, se apareaban y tenían una postrera
mirada para la puerta del cuarto donde se había encerrado el sargento.

La maleza se movió extrañamente. El cabo alzó el fusil y la caballería se dispersó por entre la
arboleda buscando posiciones defensivas. Rosendo gritó escondido detrás de un árbol:

—¡Salgan si no quieren que los quememos!

Las ramas se movieron en el borde del precipicio y un sombrero alón anunció la cara empalidecida
del niño. Cauteloso, pero sin dar muestras de cobardía, salió a mitad del camino.

—¿Quienes más se esconden allí?

—¡Estoy solito!

El cabo y el resto de los jinetes guardaban sus posiciones. Se alcanzaba a oír el ruido de la cañada
que corría en lo hondo del zanjón.

—¡No creas que jugamos! ¡Di a los tuyos que se entreguen, les ha fallado la emboscada! Se le
resecó la garganta. El miedo se apoderaba de él al advertir que no le creían. Trabajosamente pudo
dar respuesta a los árboles que parecían hablarle.

—¡Les juro que vengo solo!

El emboscado interrogó:

—¿Y, a dónde vas?

Bajó la cabeza y confesó inquieto: —Venía a ver qué era de mi tía Clarisa.

La tropa prorrumpió en carcajadas.

—¡Cómo somos de pendejos! ¡Asustarnos por un culicagado!

El cabo se bajó de la bestia y emergiendo de su escondite se puso a observar la ladera. Cuando se


cercioró de que realmente no había escondido nadie más, se acercó al muchacho.

—¿Quién te ha mandado a espiar? Se quitó el sombrero y con él entre las manos explicó:

—¡Yo mismito!

Las risotadas repiquetearon entre los soldados que habían sacado sus bestias otra vez a la trocha.
El cabo les reprimió la risa apuntando hacia ellos el fusil ametralladora.—¡Depongan las armas! La
actitud amenazante, más que las palabras incomprensibles, los espantó. Recelosos se miraban
entre sí. No, el cabo no se burlaba de ellos. Su actitud persistía firme y autoritaria. A una amenaza
suya, arrojaron las armas y el pertrecho en el sitio indicado.

—¡Apéense ustedes dos y monten el armamento en sus caballos!

Amarraron los fusiles a manera de haces de leña y los ajustaron a


ambos lados de las bestias. El niño miraba aquella maniobra militar más

confundido que la tropa.

—¿Qué se propone usted, mi cabo?

El herido aún abrigaba la esperanza de que todo aquello hiciera parte

de una estratagema. En repetidas ocasiones habían visto al cabo Rosendo

burlar al enemigo y tornarle ventaja cuando ya se creían perdidos. Pero

ahora actuaba impulsado por extrañas decisiones. Sus movimientos eran

lentos, sus órdenes duras y agresivas. Desde que empuñara la pala para

abrir las sepulturas a los dos soldados muertos en el asalto al pueblo, se

apagó su espíritu, como si hubiese enterrado también allí su propio cadáver.

Y la descomposición de su personalidad prosiguió con los días siguientes,

cada vez más fría y silenciosa. No volvió a hablar y sus miradas hacia la

Manuel Zapata Olivella

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cumbre, presintiendo un sorpresivo asalto guerrillero, dejaron de observar

las alturas para centrarse en la puerta del cuarto donde se oían los gritos de

Clarisa y la voz aguardentosa del sargento.

—¡Ya están bien ajustados los fusiles, mi cabo!

Sin dejar de apuntar con el cañón, ordenó:

—¡A tierra todos!

Las bestias piafaron inquietas. Aligeradas de sus jinetes, sacudían su

piel y estiraban el cuello con desahogados resoplidos. Los soldados no

conseguían penetrar en el pensamiento de su superior. Tenían la esperanza

de que sus órdenes obedecieran a un plan preconcebido de ataque. Sin decir

palabra, el cabo guió la caballada por la trocha que conducía a la cumbre, el

armamento por delante. En el último animal montó al niño.

—Sube al campamento guerrillero y dile a tu padre que aquí en este


lugar lo espero con el batallón prisionero.

Al niño le obsesionaba otra idea:

—¿Y mi tía?

Le golpeó la espalda cariñosamente:

—No te preocupes por ella. Le he dado a escondidas una pistola, hace

un momento.

El niño arreó las bestias, mientras el batallón, más silencioso que los

árboles, permanecía azorado ante el fusil ametralladora.

—No sé cuál sea la decisión de ustedes, pero yo, después de lo que he

visto, me paso al bando guerrillero.

Abajo, en el cuartel, se oyó un disparo.

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