El Prisionero - Augusto Roa Bastos

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EL PRISIONERO

Augusto Roa Bastos Los DISPAROS se respondan intermitentemente en la fra noche invernal. Formaban una lnea indecisa y fluctuante en torno al rancho; avanzaban y retrocedan, en medio de largas pausas ansiosas, como los hilos de una malla que se iba cerrando cautelosa, implacablemente, a lo largo de la selva y los esteros adyacentes a la costa del ro. El eco de las detonaciones pasaba rebotando a travs de delgadas capas acsticas que se rompan al darle paso. Por su duracin poda calcularse el probable dimetro de la malla cazadora tomando el rancho como centro: eran tal vez unos cuatro o cinco kilmetros. Pero esa legua cuadrada de terreno rastreado y batido en todas direcciones, no tena prcticamente lmites. En todas partes estaba ocurriendo lo mismo. El levantamiento popular se resista a morir del todo. Ignoraba que se le haba escamoteado el triunfo y segua alentando tercamente, con sus guerrillas deshilachadas, en las cinagas, en los montes, en las aldeas arrasadas. Ms que durante los propios combates de la rebelin, al final de ellos el odio escribi sus pginas ms atroces. La lucha de facciones degener en una bestial orga de venganzas. El destino de familias enteras qued sellado por el color de la divisa partidaria del padre o de los hermanos. El trgico turbin asol cuanto pudo. Era el rito cclico de la sangre. Las carnvoras divinidades aborgenes haban vuelto a mostrar entre el follaje sus ojos incendiados; los hombres se reflejaban en ellos como sombras de un viejo sueo elemental. Y las verdes quijadas de piedra trituraban esas sombras huyentes. Un grito en la noche, el inubicable chistido de una lechuza, el silbo de la serpiente en los pajonales, levantaban paredes que los fugitivos no se atrevan a franquear. Estaban encajonados en un embudo siniestro; atrapados entre las automticas y los museres, a la espalda, y el terror flexible y alucinante, acechando la fuga. Algunos preferan afrontar a las patrullas gubernistas. Y acabar de una vez. El rancho incendiado, en medio del monte, era un escenario adecuado para las cosas que estaban pasando. Resultaba lgubre y al mismo tiempo apacible; ana decoracin cuyo mayor efecto resida en su inocencia destruida a trechos. La violencia misma no haba completado su obra; no haba podido llegar a ciertos detalles demasiado pequeos en que el recuerdo de otro tiempo sobreviva. Los horcones quemados apuntaban al cielo fijamente entre las derruidas paredes de adobe. La luna brua con un tinte de lechosa blancura los cuatro carbonizados muones. Pero no era esto lo principal. En el reborde de una ventana, en el cupial del rancho, por ejemplo, persista una diminuta maceta: una herrumbrada latita de conservas de donde emerga el tallo de un clavel reseco por las llamas; persista all a despecho de todo, como un recuerdo olvidado, ajena al cambio, rodeada por el brillo inmemorial de la luna, como la pupila de un nio ciego que ha mirado el crimen sin verlo. El rancho estaba situado en un punto estratgico; dominaba la nica salida de la zona de los

esteros donde se estaban realizando las batidas y donde se supona permaneca oculta la ltima montonera rebelde de esa regin. El rancho era algo as como el centro de operaciones del destacamento gubernista. Las armas y los cajones de proyectiles se hallaban amontonados en la que haba sido la nica habitacin del rancho. Entre las armas y los cajones de proyectiles haba un escao viejo y astillado. Un soldado con la gorra puesta sobre los ojos dorma sobre l. Bajo la dbil reverberacin del fuego que, pese a la estricta prohibicin del oficial, los soldados haban encendido para defenderse del fro, podan verse los bordes pulidos del escao, alisados por aos y aos de fatigas y sudores rurales. En otra parte, un trozo de pared mostraba un solero casi intacto con una botella negra chorreada de sebo y una vela a medio consumir ajustada en el gollete. Detrs del rancho, recostado contra el tronco de un naranjo agrio, un pequeo arado de hierro con la reja brillando opacamente, pareca esperar el tiro tempranero de la yunta en su balancn y en las manceras los puos rugosos y suaves que se estaran pudriendo ahora quin sabe en qu arruga perdida de la tierra. Por estas huellas vena el recuerdo de la vida. Los soldados nada significaban; las automticas, los proyectiles, la violencia tampoco. Slo esos detalles de una desvanecida ternura contaban. A travs de ellos se poda ver lo invisible; sentir en su trama secreta el pulso de lo permanente. Por entre las detonaciones, que parecan a su vez el eco de otras detonaciones ms lejanas, el rancho se apuntalaba en sus pequeas reliquias. La latita de conserva herrumbrada con su clavel reseco estaba unida a unas manos, a unos ojos. Y esas manos y esos ojos no se haban disuelto por completo; estaban all, duraban como una emanacin inextinguible del rancho, de la vida que haba morado en l. El escao viejo y lustroso, el arado intil contra el naranjo, la botella negra con su cabo de vela y sus chorreaduras de sebo, impresionaban con un patetismo ms intenso y natural que el conjunto del rancho semidestruido. Uno de los horcones quemados, al cual todava se hallaba adherido un pedazo de viga, continuaba humeando tenuemente. La delgada columna de humo ganaba altura y luego se deshaca en azuladas y algodonosas guedejas que las rfagas se disputaban. Era como la respiracin de la madera dura que seguira ardiendo por muchos das ms. El corazn del timb es testarudo al fuego, como es testarudo al hacha y al tiempo. Pero all tambin estaba humeando y acabara en una ceniza ligeramente rosada. En el piso de tierra del rancho los otros tres soldados del retn se calentaban junto al raqutico fuego y luchaban contra el sueo con una charla incoherente y agujereada de bostezos y de irreprimibles cabeceos. Haca tres noches que no dorman. El oficial que mandaba el destacamento haba mantenido a sus hombres en constante accin desde el momento mismo de llegar. Un silbido lejano que vena del monte los sobresalt. Era el santo y sea convenido. Aferraron sus fusiles; dos de ellos apagaron el fuego rpidamente con las culatas de sus armas y el otro despert al que dorma sobre el escao, removindolo enrgicamente: Arriba..., Saldvar! Epac-pue... Oma jhina, Teniente... Te va arrelar la cuenta, recluta

kangeaky... El interpelado se incorpor restregndose los ojos, mientras los dems corran a ocupar sus puestos de imaginaria bajo el helado relente. Uno de los centinelas contest el peculiar silbido que se repiti ms cercano. Se oyeron las pisadas de los que venan. Un instante despus, apareci la patrulla. Se poda distinguir al oficial caminando delante, entre los cocoteros, por sus botas, su gorra y su campera de cuero. Su corta y gruesa silueta avanzaba bajo la luna que un campo de cirros comenzaba a enturbiar. Tres de los cinco soldados que venan detrs traan arrastrando el cuerpo de un hombre. Probablemente otro rehn pens Saldvar, como el viejo campesino de la noche anterior a quien el oficial haba torturado para arrancarle ciertos datos sobre el escondrijo de los montoneros. El viejo muri sin poder decir nada. Fue terrible. De pronto, cuando le estaban pegando, el viejo se puso a cantar a media voz, con los dientes apretados, algo as como una polca irreconocible, viva y lgubre a un tiempo. Pareca que haba enloquecido. Saldvar se estremeci al recordarlo. La caza humana no daba seales de acabar todava. Peralta estaba irritado, obsedido, por este reducto fantasma que se hallaba enquistado en alguna parte de los esteros y que continuaba escapndosele de las manos. El teniente Peralta era un hombre duro y obcecado; un elemento a propsito para las operaciones de limpieza que se estaban efectuando. Antiguo oficial de la Polica Militar, durante la guerra del Chaco, se hallaba retirado del servicio cuando estall la revuelta. Ni corto ni perezoso, Peralta se reincorpor a filas. Su nombre no son para nada durante los combates, pero empez a destacarse cuando hubo necesidad de un hombre experto e implacable para la persecucin de los insurrectos. A eso se deba su presencia en este foco rebelde. Quera acabar con l lo ms pronto posible para volver a la capital y disfrutar de su parte en la celebracin de la victoria. Evidentemente Peralta haba encontrado una pista en sus rastreos y se dispona a descargar el golpe final. En medio de la atona casi total de sus sentidos, Saldvar oy borrosamente la voz de Peralta dando rdenes. Vio tambin borrosamente que sus compaeros cargaban dos ametralladoras pesadas y salan en la direccin que Peralta les indic. Algo oy como que los guerrilleros estaban atrapados en la isleta montuosa de un estero. Oy que Peralta borrosamente le deca: Ust, Saldvar, queda solo aqu. Nosotro vamo a acorralar a eso bandido en el estero. Lo dejo responsable del prisionero y de lo pertrecho. Saldvar hizo un esfuerzo doloroso sobre s mismo para comprender. Slo comprendi un momento despus que los dems ya se haban marchado. La noche se haba puesto muy oscura. El viento gema speramente entre los cocoteros que rodeaban circularmente el rancho. Sobre el piso de tierra estaba el cuerpo inmvil del hombre. Posiblemente dorma o estaba muerto. Para Saldvar era lo mismo. Su mente se mova entre difusas representaciones cada vez ms carentes de sentido. El sueo iba anestesiando gradualmente su voluntad. Era como una funda de goma viscosa en torno a sus

miembros. No quera dormir. Pero saba de alguna manera muy confusa que no deba dormir. Senta en la nuca una burbuja de aire. La lengua se le haba vuelto pastosa; tena la sensacin de que se le iba hinchando en la boca lentamente y que en determinado momento le llegara a cortar la respiracin. Trat de caminar alrededor del prisionero, pero sus pes se negaban a obedecerle; se bamboleaba como un borracho. Trat de pensar en algo definido y concreto, pero sus recuerdos se mezclaban en un tropel lento y membranoso que planeaba en su cabeza con un peso muerto, desdibujado e ingrvido. En uno o dos destellos de lucidez, Saldvar pens en su madre, en su hermano. Fueron como estras dolorosas en su abotagamiento blando y fofo. El sueo no pareca ya residir en su interior; era una cosa exterior, un elemento de la naturaleza que se frotaba contra l desde la noche, desde el tiempo, desde la violencia, desde la fatiga de las cosas, y lo obligaban a inclinarse, a inclinarse... El cuerpo del muchacho tiritaba menos del fro que de ese sueo que lo iba doblegando en una dolorosa postracin. Pero an se mantena en pie. La tierra lo llamaba; el cuerpo inmvil del hombre sobre el piso de tierra, lo llamaba con su ejemplo mudo y confortable, pero el muchachuelo se resista con sus latidos temblorosos, como un joven pjaro en la cimbra de goma. Hugo Saldvar era con sus dieciocho aos uno de los tantos conscriptos de Asuncin que el estallido de la guerra civil haba atrapado en las filas del servicio militar. La enconada cadena de azares que lo haba hecho atravesar absurdas peripecias lo tena all, absurdamente, en el destacamento de cazadores de cabezas humanas que comandaba Peralta, en los esteros del Sur, cercanos al Paran. Era el nico imberbe del grupo; un verdadero intruso en medio de esos hombres de diversas regiones campesinas, acollarados por la ejecucin de un designio siniestro que se nutra de s mismo como un cncer. Hugo Saldvar pens varias veces en desertar, en escaparse. Pero al final decidi que era intil. La violencia lo sobrepasaba, estaba en todas partes. l era solamente un brote esculido, una yema lnguida alimentada de libros y colegio, en el rbol podrido que se estaba viniendo abajo. Su hermano Vctor s haba luchado denodadamente. Pero l era fuerte y recio y tena sus ideas profundas acerca de la fraternidad viril y del esfuerzo que era necesario desplegar para lograrla. Senta sus palabras sobre la piel, pero hubiera deseado que ellas estuviesen grabadas en su corazn: Todos tenemos que unirnos, Hugo, para voltear esto que ya no da ms, y hacer surgir en cambio una estructura social en la que todos podamos vivir sin sentirnos enemigos, en la que querer vivir como amigos sea la finalidad natural de todos... Vctor haba combatido en la guerra del Chaco y de all haba trado esa urgencia turbulenta y tambin metdica de hacer algo por sus semejantes. La transformacin del hermano mayor fue un fenmeno maravilloso para el nio de diez aos que ahora tena ocho ms y ya estaba viejo. Vctor haba vuelto de la inmensa hoguera encendida por el petrleo del Chaco con una honda cicatriz en la frente. Pero detrs del surco rojizo de la bala, traa una conviccin inteligente y generosa. Y se haba construido un mundo en que ms que recuerdos turbios y resentimientos, haba amplia fe y exactas esperanzas en las cosas que podran lograrse.

Por el mundo de Vctor s sera hermoso vivir, pens el muchacho muchas veces, emocionado, pero distante de s mismo. Despus vio muchas cosas y comprendi muchas cosas. Las palabras de Vctor estaban entrando lentamente de la piel hacia el corazn. Cuando volvieran a encontrarse, todo sera distinto. Pero eso todava estaba muy lejos. No saba siquiera dnde poda hallarse Vctor en esos momentos. Tena sin embargo la vaga idea de que su hermano haba ido hacia el sur, hacia los yerbales, a levantar a los menses. Y si Vctor estuviese entre esos ltimos guerrilleros perseguidos por Peralta a travs de los esteros? Esta idea descabellada se le ocurri muchas veces, pero trat de desecharla con horror. No; su hermano deba vivir, deba vivir... Necesitaba de l. El mandato imperioso del sueo segua frotndose contra su piel, contra sus huesos; se anillaba en torno a l como una kuriy viscosa, inexorable, que lo iba ahogando lentamente. Iba a dormir, pero ah estaba el prisionero. Poda huir, y entonces sera implacable Peralta con el centinela negligente. Ya lo haba demostrado en otras ocasiones. Movindose con torpeza en su pesada funda de goma, Saldvar hurg en la oscuridad en busca de un trozo de alambre o de soga para amarrar al prisionero. Poda ser un cadver, pero a lo mejor se estaba fingiendo muerto para escapar en un descuido. Sus manos palparon en vano los rincones de la casucha incendiada. Al final encontr un trozo de ysyp, reseco y demasiado corto. No serva. Entonces, en un ltimo y desesperado destello de lucidez, Hugo Saldvar record que frente al rancho haba un hoyo profundo que se habra cavado tal vez para plantar un nuevo horcn que nunca sera levantado. En el hoyo podra entrar un hombre parado hasta el pecho. Alrededor del agujero, estaba el montculo de la tierra excavada. Hugo Saldvar apoy el muser contra un resto de tapia y empez a arrastrar al prisionero hacia el hoyo. Con un esfuerzo casi sobrehumano consigui meterlo en el agujero negro que result ser un tubo hecho como de medida. El prisionero qued erguido en el pozo. Slo sobresalan la cabeza y los hombros. Saldvar empuj la tierra del montculo con las manos y los reyunos, hasta rellenar mal que mal todos los huecos alrededor del hombre. El prisionero en ningn momento se resisti; pareca aceptar con absoluta indiferencia la operacin del centinela. Hugo Saldvar apenas se fij en esto. El esfuerzo desplegado lo reanim artificialmente por unos instantes. An tuvo fuerzas para traer su fusil y apisonar con la culata el relleno de tierra. Despus se tumb como una piedra sobre el escao, cuando el tableteo de las ametralladoras arreciaba en la llanura pantanosa. El teniente Peralta regres con sus hombres hacia el medioda. La batida haba terminado. Una sonrisa bestial le iluminaba el rostro oscuro de ave de presa. Los soldados arreaban dos o tres prisioneros ensangrentados. Los empujaban con denuestos e insultos obscenos, a culatazos. Eran ms menses del Alto Paran. Solamente sus cuerpos estaban vencidos. En sus ojos flotaba el destello de una felicidad absurda. Pero ese destello flotaba ya ms all de la muerte. Ellos slo se haban demorado fsicamente un rato ms sobre la tierra impasible y sedienta.

Peralta llam reciamente: Saldvar! Los prisioneros parpadearon con resto de dolorido asombro. Peralta volvi a llamar con furia: Saldvar! Nadie contest. Despus se fij en la cabeza del prisionero que sobresala del hoyo. Pareca un busto tallado en una madera mugrosa; un busto olvidado all haca mucho tiempo. Una hilera de hormigas guaikur trepaba por el rostro abandonado hasta la frente, como un cordn oscuro al cual el sol no consegua arrancar ningn reflejo. En la frente del busto haba una profunda cicatriz, como una plida media luna. Los ojos de los prisioneros estaban clavados en la extraa escultura. Haban reconocido detrs de la mscara verdosa, recorrida por las hormigas, al compaero capturado la noche anterior. Creyeron que el grito de Peralta nombrando al muerto con su verdadero apellido, era el supremo grito de triunfo del milicn embutido en la campera de cuero. El fusil de Hugo Saldvar estaba tumbado en el piso del rancho como la ltima huella de su fuga desesperada. Peralta se hallaba removiendo en su estrecha cabeza feroces castigos para el desertor. No poda adivinar que Hugo Saldvar haba huido como un loco al amanecer perseguido por el rostro de cobre sanguinolento de su hermano a quien l mismo haba enterrado como un tronco en el hoyo. Por la cara de Vctor Saldvar, el guerrillero muerto, suban y bajaban las hormigas. Al da siguiente, los hombres de Peralta encontraron el cadver de Hugo Saldvar flotando en las aguas fangosas del estero. Tena el cabello completamente encanecido y de su rostro haba huido toda expresin humana.

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