Una Comedia Ligera

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CERVANTES,

La Novela española de los últimos 20 años: ¿Una comedia ligera?

La vida social es una lucha de poderes, la literatura


también, pero la literatura, como todo, pide un arbitraje según unas reglas. Y hacer
como que nos creemos este panorama literario que han ido dibujando es de cínicos.

Suso de Toro. Españoles todos.

Los comentarios sobre la novela española de los últimos veinte años vienen
descansando sobre tres lugares comunes que en la mayoría ,cuando no en la totalidad,
de los estudios más o menos académicos se le otorgan, reconocen y celebran: la
“normalización” entre la novela española y los lectores, la “pluralidad de tendencias”
que se desprendería del amplio abanico de temas y estilos que la caracteriza y, la “alta
calidad literaria” presente en un número representativo de obras y autores tal, que
muchos hablan ya de “edad de plata” de la novela española. Sobre el discernimiento de
las luces y sombras que contienen estos tres “topoi” se irá desarrollando este texto.
Entiendo sin embargo que conviene – a modo de contexto estadístico – apuntar
algunos aspectos cuantitativos, más con vocación de ofrecer un telón de fondo que por
aspiración sociológica. Podemos así constatar que en 1982, de entre los 30.127 títulos
que se inscribieron en el ISBN, 6.073 correspondían a la rúbrica Literatura y de ellos,
2.169 se clasificaban como Literatura española e hispanoamericana el apartado que
corresponde mayoritariamente a novela por lo que no es aventurado deducir que aquel
año se publicaron aproximadamente unas 1.400 novelas. Para entendernos: tres novelas
por día (incluyendo domingos y festivos). En 1992, diez años más tarde, las cifras
reflejan un considerable incremento en todos los apartados: 50.644 títulos, 3.064 de
prosa española y latinoamericana, luego unas 1750 novelas (cuatro por día), y en el
2002 el incremento se mantiene: 69.893 títulos en el ISBN, 3.725 libros en el apartado
de prosa y por tanto unas 2.000 novelas (cinco al día). Añadiremos como dato
comparativo curioso que en el apartado de Literaturas anglosajonas traducidas los
incrementos son todavía más espectaculares: 1.016 en 1982,2.084 en 1992 y 3.702 en
2.002. Sin duda el Imperio nos invade.
Quisiera por último y antes de bajar este telón estadístico hacer una referencia
meramente cuantitativa a uno de los fenómenos que caracteriza de modo especial, y con
claras repercusiones sobre el ser y el estar de la novela, a nuestro “campo literario”: los
premios literarios. En la guía de Premios literarios correspondiente al año 2003 editada
por la librería Fuentetaja se contabilizaban nada menos que 289 convocatorias
correspondientes a novela ( es decir, a premio por día, excluyendo domingos y festivos).

La “normalización” de la novela española.

La novela española de los últimos veinte años coincide desde el punto de vista de lo que
llamamos historia literaria con la aparición y asentamiento del fenómeno que suele
denominarse Nueva Narrativa Española. Bajo esta etiqueta se da cobijo a toda una
nueva serie de obras y autores que ofrecen un cambio significativo y reconocible en sus
planteamientos narrativos respecto a la novela española de décadas anteriores. La
aparición, en los primeros ochenta, de obras como Belver Yin de Jesús Ferrero, La
media distancia de Alejandro Gándara, La ternura del dragón de Ignacio Martínez de
Pisón, Luna de lobos de Julio Llamazares, Las estaciones provinciales de Luis Mateo
Díez, El caldero de oro de Jose María Merino, o Beatus Ille de Antonio Muñoz
Molina fue prontamente valorada por la crítica como un giro narrativo relevante que se
constituyó como corpus narrativo nuclear de una nueva forma de entender la razón y el
ser de la novela. Pronto el fenómeno de la Nueva Narrativa descubrió su pertinencia y
capacidad de significación al incorporar no sólo a nuevos autores como Mercedes
Soriano o Rafael Chirbes sino a obras y autores que cronológicamente habían hecho su
aparición en años anteriores: Eduardo Mendoza, Juan José Millás, Javier Marías, José
María Guelbenzu, Alvaro Pombo, Javier Tomeo, incluyendo a autores de otras lenguas
del Estado: los gallegos Carlos Casares y Alfredo Conde, los catalanes Quim Monzó y
Sergi Pamies y el vasco Bernardo Atxaga que con su obra Obobaboak lograría un sitio
permanente en el mercado lector común. Hoy, en efecto, la crítica ve en La verdad
sobre el caso Savolta, la primera novela de Eduardo Mendoza, el inicio de ese giro
narrativo. Este nuevo movimiento narrativo iba a convivir con la presencia en el
mercado literario de novelistas de generaciones anteriores que en muchos casos iban a
dar sus mejores obras en estos mismos veinte años pero, sin duda, el eje narrativo de
este período viene determinado por el éxito del nuevo movimiento.
Parece oportuno por tanto hacer referencia aun cuando sea brevemente a la situación
de la novela española en el tiempo inmediatamente anterior a su aparición. Podemos
diagnosticarla de manera un tanto expresiva: desorientación. El agotamiento y
abandono un tanto vergonzoso y apresurado del realismo de corte crítico o social, la
“comida de moral” que supuso el éxito del “boom latinoamericano” y la indigestión
literaria que acarreó la necesidad de digerir “a toda prisa” los nuevos modos de la
novela europea, originó a nuestro parecer un descolocamiento general. Parte de los
antiguos realistas o se callaron o fueron acallados: Antonio Férres, López Salinas. Parte
continuaron su evolución propia y ajena a los vaivenes : caso de Luis y Juan Goytisolo,
otra parte de ellos intentaron ponerse al día como quien se hace perdonar los pecados de
leso realismo – valgan como ejemplos notables de esta actitud títulos como Parábola
del naufrago de Miguel Delibes, Corte de corteza de Daniel Sueiro, Gramática
Parda de García Hortelano o la propia Saga /Fuga de Torrente Ballester –, y al socaire
de los aires cortazarianos y experimentales que se respiraban, aparece una tímida y
desigual hornada de autores con vocación de “ nueve novísimos narradores” que no
encontraron el favor del público.
Son los años dominados por la alta ( e incómoda) estatura intelectual y literaria
de Juan Benet y por su propuesta de una novela que abandonase la tradición castiza y
realcostumbrista, que según él venía caracterizando a la novela española, en aras de
tradiciones narrativas de mayor altura representadas por autores como Faulkner o
Robbe-Grillet. Un descolocamiento o desquiciamiento que en algún grado era posible
reflejo de una sociedad enfrentada a las postrimerías del régimen dictatorial del general
Franco más ( y visto lo visto) desde una soterrada y conformista esperanza de “no-
anormalidad” que desde el explícito aunque clandestino deseo de un horizonte de
transformaciones revolucionarias que cierta oposición política más activa venía
proponiendo. Desde aquella propuesta literaria de los 50 y 60 que veía la novela como
instrumento de cambio social al paradigma experimental de los 70 – “la única
revolución es la revolución del lenguaje”-, la transustanciación del rumbo literario había
sido verdaderamente extremosa aun cuando la pretendida revolución del lenguaje no
fuera en la práctica mucho más allá del disloque en los signos de puntuación, los
chorros de conciencia a troche y moche, y una adjetivación que se quería exuberante y
que parecía haber llegado directamente a Churriguera sin pasar por el Barroco.
Bien, ahí estaba la novela española mientras Franco agonizaba: buscando su
legitimación todavía en la Revolución aunque fuera en la Revolución del lenguaje
(bastante menos comprometida, por cierto, esta última). Pero es también por estas
fechas cuando empiezan a aparecer los primeros síntomas de esa “normalización” que la
Nueva Narrativa asentará definitivamente en la década de los ochenta. Ya en 1972
Javier Marías había dado a imprenta su Travesía del horizonte, escrita en clave
antiexperimentalista, Torrente Ballester se situaba con La saga/fuga de J B en la onda
de fantasía e imaginación que el realismo mágico del “boom” latinoamericano había
abierto con relevante éxito comercial, la narratividad del “romance” encontraba en
1976 fuerte respaldo en el ensayo de Savater La infancia recuperada y Manuel
Vázquez Montalbán lograba interesar a un amplio número de lectores con La soledad
del manager ( 1977) apoyándose en las posibilidades y atractivos del género policíaco
donde, según sus palabras, “se subsumían los contenidos de crítica social” de los
defenestrados realismos.
Bajo el concepto de “normalización” parecen convivir o esconderse tres
procesos. El más explícito hace referencia a las celebradas buenas relaciones entre la
novela, los novelistas y los lectores, es decir, la novela española felizmente se encuentra
(o reencuentra) con un mercado que la acoge positivamente: “ No es fácil identificar un
tramo cronológico de veinte años que haya dado quizá no novelas de referencia
indiscutida – las de los planes de estudio- pero sí una más que sólida base de
narradores y prosistas capaces de persuadir a un editor, captar a un público y
conservarlo. Jordi Gracia. Los nuevos nombres: 1975-2000. Edit Crítica). Sutilmente
el concepto expresa la constatación de que, al fin, la novela española vuelve a ser
“novela” merced a su retorno hacia una “narratividad” al servicio del lector-
consumidor: “Y es ese sutil acomodamiento del horizonte de expectativas del lector y el
impulso creativo del autor lo que dará lugar a la restauración de un nuevo pacto
novelesco en plenitud. Se trataba, simplemente, de recuperar la narratividad”.
(Darío Villanueva. Letras Española 1976-1986. Edit Castalia). Y más sutilmente
todavía, en mi opinión, lo que el concepto celebraba como “buena nueva” era la
despolitización de la novela, el abandono por parte de lo literario de cualquier tipo de
responsabilidad política, la transfiguración de su entendimiento como discurso publico
a mero discurso privado destinado por tanto a divertir, cautivar y conmover, como pedía
Sánchez-Dragó, las subjetividades: “Ante tal estado de cosas, el escritor se vio a
menudo impulsado –por convicción, por generosidad, por oportunismo, por tantos
otros motivos- a poner su literatura al servicio de una causa política, con resultados
escasamente satisfactorios para quienes acataron sin más las urgencias del momento,
pues ya se sabe que la literatura es una amante excluyente… Es evidente que, más o
menos a partir de mediados de los ochenta – es decir, más o menos a partir del
momento en que mi generación empezó a publicar -, las cosas han cambiado bastante.
Para empezar, la presión de la política sobre la literatura se ha relajado…” ( Javier
Cercas. Una buena temporada. Edición de la Junta de Extremadura.)
El entusiasmo con que fue recibida la “normalidad” sólo es comparable, en otro plano
diferente pero no ajeno al literario, al que produjo el éxito de la celebrada transición
española hacia la democracia y, como sucedería también en los balances publicados
sobre ésta ,dicho entusiasmo facilitaba una mirada un tanto triunfalista que encerraba
ciertas dosis de astigmatismo cuando no de miopía. Porque el tan reiteradamente
afirmado feliz encuentro entre la novela española y el mercado no deja de ser una
verdad a medias. Bastaría con estudiar las estadísticas de producción y ventas de los
años setenta o con consultar las listas de libros más vendidos que en aquellos años
publicaba la revista del Instituto Nacional del Libro Español ( iniciativa de hit-parade
que pronto asumirían, también con entusiasmo, las publicaciones culturales) para
comprobar que no faltaba en esas listas la presencia frecuente de autores y novelas de la
patria. Autores como Vicente Soto, Juan José Benítez, Vizcaíno Casas, Angel María de
Lera, Gironella, Luis de Castresana, Ines Palou, Concha Alós, Domingo García Badell,
Salvador Garacía de Pruneda, Angel Palomino, Vallejo-Nájera, Xavier Berenguer o
Mercedes Salisachs ( de esta última llegaron a venderse 400.000 ejemplares de su
novela La gangrena, Premio Planeta de 1975). No respondería por tanto a la realidad
esta “buena nueva” ni esta alegría de “niño con zapatos nuevos” y, sin embargo, tal
visión equivocada, paradójicamente, no deja de responder a la verdad. Pero a otra
verdad: la integración lenta aunque “in crescendo” e irreversible de la “novela literaria”
en el campo, ajeno hasta esos momentos, de la novela comercial. La apertura del
“campo literario” hacia el campo de la industria editorial. Un fenómeno que bien podría
titularse como “el ascenso, venganza y triunfo del Planeta de Lara”.
Porque “los entusiasmados” parecen olvidar que la “normalización” de esas relaciones
mercantiles entre novela y consumidores lo que en realidad encierra, para bien o para
mal, es la desaparición de una “anormalidad” que hasta esos momentos no sólo no se
vivía como anormalidad sino que se sentía como necesaria y aun conveniente: la
separación no radical pero sí constatable ( y con vocación de higiene cultural) entre una
literatura “de baja intensidad”, industrial, mercantil, ideológica y formalmente
conformista y complaciente con el poder establecido (la dictadura del General Franco) y
una literatura – “la Literatura”- de “alta intensidad”, cultural, literaria, ideológica y
formalmente exigente hacia el lector e inconformista con el poder establecido (la
dictadura del General Franco). Una separación entre “campos” que si bien incorporaba
los pertinentes rasgos singulares aportados por la situación sociopolítica española, no
dejaba de responder a las características propias de la cultura occidental con su
fundacional bifurcación entre “cultura popular” y “Cultura”, presente al menos desde el
Renacimiento. Esta ruptura de la reglas de juego, de las Reglas del Arte (ruptura que
agrieta los escritos de Bourdieu al respecto), que no es patrimonio del espacio literario
español pues responde a una tendencia – postmoderna dirían algunos- rastreable en
otros ámbitos foráneos, tiene sin duda sus causas y orígenes en cuestiones económicas,
sociales y políticas inabordables en esta propuesta de conversación pero que, y al menos
con intención de expresar la cuestión gráficamente, quisiera ejemplificar con algunos
hechos. Atención destacada merece la labor editorial que sobre ese proceso de romper
aduanas literarias realizó el editor Mario Lacruz desde el sello Argos Vergara o en su
retorno a Plaza&Janés antes de recalar en Seix&Barral (que se convertiría en sello
principal para el asentamiento de la Nueva Narrativa con la publicación de las primeras
novelas de Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares y Justo Navarro), pero más
revelador es el transfuguismo editorial que ejemplifica la entrada en el Planeta Lara, vía
suculento Premio Planeta, de autores como Juan Marsé (La muchacha de las bragas
de oro), Manuel Vázquez Montalbán (En los mares del Sur.) y Jorge Semprún (La
autobiografía de Federico Sánchez..). Juego en que acabaría por entrar hasta Juan
Benet (El aire de un crimen. Finalista Premio Planeta 1980. Y valga también como
ejemplo la celeridad con que nuevas editoriales como Anagrama, Tusquets, Lengua de
Trapo se enchufan al marketing de los Premios Literarios privados ( yo me lo guiso yo
me lo como) intentando seguir la estela de Destino y Planeta. Sistema de Premios
Literarios que otorga al “campo literario español” una de sus principales características
por no decir distorsiones no tanto por los amaños más o menos reconocidos sino por la
“obligación” que trasladan al resto de la producción editorial de lograr que los libros
incorporen los rasgos requeridos para que devengan noticia social-cultural a riesgo de
no existir (aunque siempre se eche mano del famoso e imprevisible boca a boca a modo
de chivo propiciatorio para dejar limpia la conciencia del sector.). Podemos concluir
este aspecto de la celebrada “normalización” en cuanto reencuentro de novelistas y
lectores, señalando que cierta o no esa fue la sensación que se extendió y prevaleció:
“ al fin los novelistas españoles venden” lo que propició a su vez una actitud más
abierta hacia los nuevos y jóvenes autores españoles por parte de las editoriales, con el
consiguiente efecto de “bola de nieve”. Sea como sea no deja de ser cierto que en la
amplia nómina de los novelistas de hoy existen al menos una veintena de ellos que
“garantizan” al editor una venta de salida de más de treinta mil ejemplares, pudiendo
llegar en casos determinados a sobrepasar ampliamente el techo de los cien mil. Y
efectivamente, estos casos son los que más se ven en las mesas de novedades y en la
páginas de apertura de suplementos y revistas. Desde esa mirada sesgada se sigue
hablando de normalización, olvidando que las tiradas medias están estancadas o
disminuyen y que la venta real de muchas primeras o segundas novelas difícilmente
lograr pasar de los 1.000 ejemplares. Dato que el sector oculta o distrae pues ya se sabe
que vivimos en tiempos en los que “sólo lo que vende, vende”.
Sobre la “narratividad” en cuanto elemento constituyente de esa normalización
parece haber criterios de unánime encomio: “por fin las novelas vuelven a ser novelas
de verdad”. Aunque el término narratividad no sea de perfiles claros parece aceptarse de
modo general que por narratividad debemos entender la intensificación en la novela de
la presencia y el peso de aquellos elementos que identificamos como novelescos, de ahí
que autores como Darío Villanueva concedan un papel relevante a la estética de lo que
los anglosajones denominan romance, lo que indefinitiva se traduce en una construcción
de la trama más dirigida hacia el suspense (qué va a pasar) que hacia la intriga (qué esta
pasando), mayor peso en la construcción de los personajes, mayor presencia del diálogo
como recurso narrativo, descripciones funcionales, acercamiento del conflicto hacia las
zonas del misterio, y un entramado que fuerza el sistema de encuentros y desencuentros
de los personajes siguiendo pautas que bordean la “verosimilitud de folletín”. Se trataría
de “captar” al lector, de sujetarlo al desarrollo narrativo como el asno corre detrás de la
zanahoria si sustituimos al asno por un lector cansado de la supuesta ramplonería
estética del realismo social o de la aspereza abstrusa de la novela experimental y la
zanahoria por lo lejano, lo exótico, lo inusual, lo fantástico o lo misterioso, y valgan tres
ejemplos de esta narratividad hecha novela que no incluyen juicio descalificativo
alguno: El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, Belver Yin de
Jesús Ferrero, La dama del viento sur de Javier García Sánchez.
En cualquier caso el encuentro con esa “narratividad – que Juan Benet
sarcásticamente identificaba como el regreso del “pan y chocolate” – no deja de ser un
fenómeno llamativo y de difícil logro y mérito puesto que la tradición con peso literario
de la novelística española había vivido de espaldas a ella durante muchas décadas. En
ese sentido puede afirmarse que los “nuevos narradores” que surgen en los ochenta lo
hacen desde una cierta orfandad y que, huérfanos en esa tradición, para encontrar cierto
apoyo han de recurrir a novelísticas foráneas (Stevenson, Conrad, Graham Greene ) , a
los aires de imaginación y fantasía de los autores del “boom” latinoaméricano o
remitirse a la obra de un novelista que había venido construyendo su obra con una
utilización cuidadosa pero clara de los elementos más narrativos: Juan Marsé. Papel
fundamental también en ese “redescubrimiento” de la narratividad tendrá el éxito de un
grupo de autores de novelas policíacas, entre los que sobresale por su relevancia dentro
del “campo” Manuel Vázquez Montalbán, creador con novelas como Asesinato en el
Comité Central de la exitosa serie de novelas centradas en el personaje del detective
Carvalho cerrada precisamente en este año en curso, luego de su repentino
fallecimiento, con la publicación de Milenio. Al hablar de “la libertad de tendencias
habrá nueva ocasión para analizar los fuertes débitos de la novela española con la
famosa narratividad en vertiente de investigación policíaca. Quede de momento aquí
constancia de su fuerte presencia como elemento constituyente de la llamada
“normalización” de nuestra novela.
La alegría por la “despolitización” de la novela es el tercer aspecto que, de
contrabando, se celebraba bajo la buena nueva de la normalización. Parecería evidente
para cualquiera que la novela en cuanto discurso público (con su correspondiente
“especifidad”) es un discurso que inevitablemente arrastra un componente ideológico
más o menos explícito o más o menos visible (visibilidad que en última instancia
dependerá de sus relaciones con el discurso ideológico hegemónico que, precisamente
por dominante, se disfraza con el manto de invisible). El mismo Javier Cercas no duda
en constatar en su artículo ya citado que “Esto no significa, me parece, que haya que
negar la dimensión política que toda literatura, lo quiera o no, posee;”. Habría que
entender por tanto que donde leemos “despolitización” se está en verdad hablando de
una determinada despolitización o de una politización inadecuada que es lo que parece
querer matizar el autor de Soldados de Salamina cuando añade:”significa únicamente
que nadie está dispuesto a dotar a lo que escribe del propósito alicorto del sermón o el
panfleto.”
Cierto que uno de los rasgos más notorios de nuestra vida cultural ha sido la
presión que la política ejerció sobre la vida cultural, aunque se equivocaría uno si limita
esa presión como dato pertinente tan sólo a nuestra literatura de posguerra pues
entiendo que ese período de presión es mucho más amplio. Sospecho que al menos
desde la Ilustración, y de manera más acentuada desde el siglo XIX, sobre los escritores
españoles recayó – sin duda a falta de otros mecanismos más oportunos- la dura tarea de
ayudar a transformar una sociedad que no había llevado a cabo ni una Reforma religiosa
ni una Revolución burguesa. Tarea política que asumieron nuestros ilustrados con
Jovellanos y Cadalso al frente, algunos de nuestros románticos y baste nombrar a Larra,
la casi totalidad de la generación del 68 con Galdós y Clarín en primera fila y buena
parte de la generación de Ortega. Tarea por cierto que no impidió sino todo lo contrario
que nuestra literatura y nuestra novela encontraran su momentos más representativos.
Cierto que ya desde antes de la II República, y más tarde en la posguerra civil, algunos
de nuestros escritores pretendieron ir más allá de los logros laicos y democráticos de la
Revolución Francesa y mucho me temo que cuando se habla de politización se habla de
esa politización. Porque es lo cierto que aquellos de nuestros autores de la posguerra
que, llegado el momento de la Transición, se situaron en lo que llamaríamos
coordenadas políticas de las democracias occidentales, se libraron del sambenito de
alicortos sermoneadores panfletarios al igual que todos estos y aquellos nuevos
narradores que se mueven dentro del invisible pero pertinaz espectro político que va
desde el centro derecha liberal a la socialdemocracia con vocación de eficiencia
económica (*)Nota a pié de página: El desencanto ideológico va a constituir precisamente una de las
ramas temáticas más frondosas de la novela de estas décadas, con una textura política casi unívoca en la
que la militancia se ofrece en claves de caricatura o sarcasmo y la derrota se transfigura en juvenil
equivocación o en ingenua autoestafa. Entre otros títulos: La quincena soviética, de Vicente Molina
Foix, Historia de un idiota contado por él mismo de Féliz de Azúa, Los viejos amigos de Rafael

Chirbes, La tierra prometida de José María Güelbenzu. Y sin duda alguna relación la tarea
política de nuestros ilustrados, románticos y realistas, con la debilidad ya mencionada
de “la narratividad” en la tradición o historia de nuestra novela o con el rasgo bien visto
por Cercas de la “obligada conversión del escritor en intelectual”. Una obligación que
una vez llegados a Europa debe, se sobreentiende, finalizar pues al fin hemos dicho
adiós a Trento y a Fernando VII así que bienvenido ese lógico (por muerte natural)
silencio de los intelectuales. Ahora, se nos dice, al fin podemos dedicarnos a lo nuestro:
a escribir, a comprometerse con “el único compromiso real del escritor: el que le
obliga a ser fiel a su propia escritura, es decir, a si mismo” (¿y quiénes somos quién
para saber o decirle a nadie que es fiel o no es fiel a si mismo?).
En resumen: cautivos y desarmados los enemigos de “la novela novela”, nuestra
narrativa ha alcanzado sus últimos objetivos: la normalización: buenas expectativas de
ventas, narratividad que no falte y el compromiso bien entendido que empieza (y
acaba) en uno mismo.

La “libertad de tendencias”.

La segunda medalla que a la novela española de las últimas dos décadas se le


viene colgando hace referencia a la “libertad de tendencias” ganada y merecida,
suponemos, en dura batalla contra las fuerzas oscurantistas, autoritarias o totalitarias
que la coartaban. El efecto de dicha victoria lo expresan los estudiosos o los
protagonistas con enunciados del tipo “hoy ya no hay una tendencia dominante” o
“cada uno escribe cómo y sobre lo que quiera” al tiempo que señalan como enemigo
derrotado o bien al llamado realismo crítico en su versión más dura: realismo social y
militante o en su variante más blanda: realismo objetivo y civil, o bien al
experimentalismo formal que habría anatemizado, desde finales de los sesenta hasta el
comienzo de los ochenta, cualquier coqueteo con “la narratividad”.
Tampoco les falta razón en este caso a los medallistas aunque también aquí habría
que hablar de una razón astigmática puesto que- y retomo brevemente lo dicho al hablar
de la normalización- esta razón se ajusta a la verdad si sólo se atiende al campo
narrativo de lo que hasta los años setenta u ochenta se consideraba el único y verdadero
campo literario de la novela, dejando fuera de sus límites aquellas novelas que en mayor
o menor grado se despreciaban por pertenecer más a la “ constelación industrial” que al
firmamento de lo que literariamente se tomaba en consideración. Cierto que en ese
territorio la tendencia del realismo crítico predominaba pero cierto también que a su
lado coexistían diglósicamente otras tendencias: la novela fantasiosa de un Perucho o
un Cunqueiro ( que en los setenta subiría a los altares), la novela metafísica de García-
Viñó o Carlos Rojas ( estos no han conseguido llegar nuca a los altares ), la novela de
costumbres de Torcuato Luca de Tena, José Antonio Zunzunegui o Mercedes Salisachs,
las novelas de sentimiento ”rosa” de Carmen de Icaza , las novelas de aventuras de
Bartolomé Soler o Sebastián Juan Arbó, la novela psicológica del Mario Lacruz de La
tarde, de la Elena Quiroga de La sangre o del Ignacio Agustí de Mariona Rebull, la
novela de humor de Alvaro de Laiglesia o Rafael Azcona. Por haber había hasta la
novela policíaca del Tomas Salvador de Los atracadores o del Francisco García
Pavón de las Historias de Plinio o la novelas históricas de Alejandro Núñez Alonso.
Llegaría con echar una ojeada a los catálogos de los años cincuenta, sesenta o setenta de
editoriales como Planeta, Plaza, Noguer, Destino o Luis de Caralt para que la medalla
de la libertad de tendencias apagase sus brillos.
Pero a todo esto ¿a qué estamos llamando tendencias? ¿no estaremos tomando por
tendencias lo que sólo son diferencias temáticas? Por tendencia dice nuestro diccionario
en una de sus acepciones habría que entender la “fuerza por la cual un cuerpo se inclina
hacia otro o hacia alguna cosa” y si entendemos que esa cosa fuere el tema hacia el que
nuestras novelas se inclinan, cabe pensar que en la novela española de las dos últimas
décadas han convivido y conviven, libremente, diferentes tendencias. Pero si atendemos
a la primera acepción que el diccionario nos ofrece: “Propensión o inclinación en los
hombres y en las cosas hacia determinados fines”, entonces podríamos encontrarnos
alguna sorpresa. Al respecto ofrezco la opinión del Santos Sanz Villanueva cuando en
su artículo “El archipiélago de la ficción” comenta: “La variedad y la fragmentación de
la narrativa española al filo del milenio es la consecuencia, ante todo, de la libertad de
los creadores para escribir de lo que quieran y como quieran. Así que el espectador
curioso y desapasionado, el que no se guía por ningún prejuicio excluyente, comprueba
las innumerables posibilidades que tiene a su alcance. El escaparate de una librería en
nuestros finales de siglo refleja un panorama bien tentador e imposible será que nadie
deje de encontrar el tipo de texto del que gusta; al lado se alinean el relato mimético y
la fantasía sin corsé, la novela tradicional, seguidora de los modelos de siempre, y el
vanguardismo rupturista.
Resulta, sin embargo, que esa variedad tiene algo de espejismo porque la
limita el auge arrasador de un puñado de subgéneros que, en última instancia, son los
que predominan en una sociedad de consumo que obliga al escritor a inclinarse de
manera más o menos consciente por las formas de mayor aceptación. Por qué o cómo
surgen no es cuestión que podamos dilucidar, pero a ojos vistas se halla la
preponderancia de un número tan limitado de esquemas narrativos que se cuentan con
los dedos de la mano”. La larga cita me parece oportuna porque avisa bien de que no es
oro todo lo que reluce en la variedad del hipermercado de la novela española de estas
décadas. Sería sin embargo también simplificador determinar que la mayoría de los
autores y novelas significativas de este período pueden ser expedidos con la mera
remisión a la cuestión de los géneros. Es evidente que elementos correspondientes a la
estructura de la novela negra, policíaca o de investigación tienen fuerte presencia en La
verdad sobre el caso Savolta o en El laberinto de las aceitunas de Eduardo Mendoza;
en Visión de ahogado, o en Papel mojado de Juan José Millás,; en El bandido
doblemente armado o Queda es la noche de Soledad Puértolas, en Belver Yim de
Jesús Ferrero, en Luna de lobos de Julio Llamazares, en La noche en casa de Jose
María Guelbezu o en Beatus Ille y El invierno en Lisboa de Antonio Muñoz Molina,
pero de esto a concluir en una etiqueta de género hay distancias literarias insalvables. Y
algo semejante podría decirse respecto a la presencia de ingredientes y estructuras
correspondientes a los géneros de misterio, novela histórica o novela de aventuras en
relación a textos como Mi hermana Elba de Cristina Fernandez Cubas, El bobo
ilustrado de Jose Antonio Gabriel y Galán o en El caldero de oro de José María
Merino.
Pero sería un acto de miopía dejar de ver que la famosa “narratividad” denota
una relevancia manifiesta en el uso de recursos novelescos y en un predominio de las
estructuras narrativas de género, con especial eco de la novela policíaca o de
investigación, aunque haya que plantear a su vez que esa concepción de la
“narratividad” nada o apenas asoma en obras que acompañan de modo decisivo la
constitución y consolidación de la llamada Nueva Narrativa como son Punto de fuga o
La sombra del arquero de Alejandro Gándara, Antofagasta de Ignacio Martinez de
Pisón, Amado monstruo de Javier Tomeo, El hijo adoptivo de Alvaro Pombo ,
Mimoum de Rafael Chirles o Historias de no de Mercedes Soriano, o haya que poner
de manifiesto que ya en obras de otros autores se empezaba perfilar un especial gusto y
tendencia hacia modos de composición narrativa en los que lo metaliterario como tema
y el juego con simetrías y contigüedades en la estructura cumplían funciones señaladas
y reconocibles :El desorden de tu nombre de Millás, Breve historia de la Literatura
portátil de Enrique Vila-Matas, Corazón tan blanco de Javier Marías. Una tendencia,
yo diría de raíz borgiana, que iría en progresión en los años siguientes hasta alcanzar
grados de “manierismo de la trama” próximos al “virtuosismo” más o menos
exhibicionista, y que cuestionaba y cuestiona la secuencia causa-efecto sobre la que
descansa el grueso de la novela moderna desde Balzac a hoy.
Otros aspectos que conciernen a la presunción de libertad de tendencias y, aunque
con brevedad deben tomarse en consideración, se relacionan con el telón ideológico
dominante y con las cuestiones de voz o estilo. Sobre el fondo político “que toda
literatura, lo quiera o no, posee” sólo abundar en el predominio casi exclusivo de un
humanismo de buenas intenciones y de un sentimentalismo de solidaridades
convencionales (el compromiso con “lo conveniente”). Sobre lo segundo apuntar que
aunque difícilmente pueden encontrarse semejanzas entre el “sonido” de la prosa de
Gándara y el fraseo de Muñoz Molina, el lenguaje dominante de la Nueva Narrativa fue
delimitando una tendencia hegemónica marcada sintácticamente por el cultivo de un
especial gusto hacia la frase redonda, “bonita”, con “vibrator”, en punta de sentenciosa,
con inclinación hacia los tonos “pastel”, que Marsé denunciaría con la afortunada
expresión de “prosa de sonajero” aun sin lograr poner aduana a ese estilo de redacción
de niño aplicado que tantos dulces ecos va a producir en aquellos nuevos autores que ya
en los noventa con más bríos de epifanía se engancharán al carro del preciosismo vacuo
que todavía parte de nuestra crítica identifica con la buena escritura.

La “edad de plata “ de la novela española.

El ultimo de los lugares comunes que se saca a procesión a propósito de esta novela
española de las dos últimas décadas de la que venimos hablando, se desprende de modo
casi natural de los dos anteriores ya comentados y hace referencia a la alta calidad
literaria de la media o al menos de un número muy estimable de títulos y firmas. Desde
este entendimiento se concelebra la coexistencia de un amplio conjunto de novelistas
de talento que con sus obras han dado lugar a uno de los períodos más fecundos en la
historia de la novelística española, de ahí el calificativo de Edad de Plata con que se
pretende designar este tiempo.
Si uno repasa los estudios de conjunto que durante estos últimos tiempos han
ido apareciendo, y salvo excepciones escasas y reparos más bien parciales que en todo
caso parecen provenir de personales juegos de preferencias o fobias, cabe pensar que
cuando se formula la larga nómina de narradores presentes en nuestra novela al tiempo
que se describe o ubica se certifica la valía literaria de todos ( o casi todos) y cada uno
de los autores recogidos, y, de todas ( o casi todas) y cada una de las obras comentadas
aun cuando nadie se atreva a explicitar francamente una jerarquía de rangos. Labor que
el lector debe deducir ( y deduce inevitablemente) en función de la estadística: a mayor
número de citas mayor calidad, o de la geometría literaria: a mayor extensión del
comentario, mayor reconocimiento. En cualquier caso nuestros animosos historiadores
de la literatura reciente parecen dejar en manos del tiempo ( ese “impersonal” que al
parecer tiene la llave de las calidades literarias) hacer una valoración al respecto.
Esta escurridiza cuestión de las calidades, en los tiempos postmodernos en
que habitamos, parece ser para muchos tema innecesario ya por molesto ya por estéril.
Quizá tengan razón los que a tal opinión se acogen salvo que olvidan que en ausencia
de vertebración ad hoc la única jerarquización real será la del mercado. Dado el
incumplimiento real de esa función por parte de la crítica, si efectuáramos un repaso
detallado de sus aportaciones, nos podríamos encontrar con la paradoja de que si en el
semana a semana o mes a mes las valoraciones de “obra maestra” “cima” “cumbre” y
similares servirían para llenar la guía de teléfonos de una mediana ciudad de provincias,
ya en los resúmenes anuales la mayoría de las menciones desaparecen por arte de magia
y olvido, y no digamos la anchura de tal fosa del olvido cuando se trata síntesis de
lustro, siglo o cuarto de siglo (en un número reciente de la revista Quimera a propósito
de una consulta –encuesta sobre las diez mejores novelas españolas del siglo XX , creo
recordar que sólo encontraban acomodo dos publicadas con posterioridad a 1975).
No falta quien quiere ver en el dato de las traducciones a otras lenguas el elemento
de objetividad que evidenciaría o al menos aclararía tan delicado tema . Y llevados de
ese criterio hacen ver que nunca como en estos años de que estamos tratando tantas
novelas han logrado pasar las fronteras de la traducción. Y no les falta, otra vez, razón.
Salvo el breve tiempo en que el mundo editorial francés de los años cincuenta ( y con la
intervención muy concreta en esa labor de promoción generosa de Juan Goytisolo
asesor editorial en aquellos momentos para la Editorial Gallimard) fijó su atención sobre
la novela realista, nunca tan gran número de autores españoles ha visto sus obras
traducidas a todas las lenguas comunitarias, a muchas de un entorno cultural menos
esperable y, aunque en cifras significativamente más restringidas, no faltan tampoco
algunos asaltos felices al duro fortín del mundo editorial anglosajón. Y en casos muy
concretos pero muy llamativos, libros de autores y autoras españoles se han convertido
en verdaderos éxitos de crítica y venta absolutamente inconfutables. Desde el éxito de
Corazón tan blanco que convirtió a Javier Marias en escritor –estrella en Alemania,
hasta la acogida de Soldados de Salamina de Javier Cercas en Francia, pasando por los
buenos recibimientos de Chirbes o Ruiz Zafón también en Alemania, por la atenta
acogida en USA a las obras de Pérez-Reverte, por el interés despertado en ese mismo
país por la traducción de Sepharad de Muñoz Molina o por la atención constante y
entregada hacia la obra de Vila-Matas en esa Francia donde Vázquez Montalbán es al
tiempo succès d`èstime y comercial.
La existencia constatable de estas y muchas otras traducciones no deja de indicar hasta
cierto punto un grado de receptividad muy estimable en nuestra novela actual si bien
resulta aventurado ponderar si tal evidencia proviene de una mera cuestión de calidades
o si responde a la acertada política de difusión de la cultura española en general (y muy
en concreto de la literatura), que diversas instituciones estatales han venido llevando a
cabo en estas últimas décadas, con decidido apoyo a la política de subvenciones a la
traducción o con el buen servicio de promoción cultural que están suponiendo las
tareas que lleva a cabo la dinámica red de los centros con que el Instituto Cervantes teje
su labor cultural y pedagógica y cuyos frutos a medio y largo plazo todavía estamos
lejos de poder recoger en toda su extensión.
Curioso y oportuno me parece también hacer ver que en el amplio campo de la
literatura española y muy concretamente en la parcela que da límites a la novela no hay
posiciones intermedias: en nuestra novela o se es cumbre o mero llano, o genio o un
manta, o bueno o malo. En nuestro paisaje narrativo nadie se resigna a ser colina ni hay
lugar para esa categoría de novelas y novelistas – de calidad media y digna – que en
otras cordilleras constituyen precisamente el basamento fundamental de la vida
editorial y literaria. La ausencia de tal espacio dificulta extraordinariamente cualquier
intento de poner orden ( que no es exactamente, en orden) en el territorio de la novela.
He de confesar que mi vocación por la topografía literaria no es tan alocada como
para conducirme al matadero. Ni deseo que este comentario propuesto más como inicio
de conversación que como síntesis ya cerrada, devenga la carta al Sr Juez que se
encuentra siempre al lado del cuerpo del suicida. Y no tanto por razones de prudencia
( que también) como por cuestiones de oportunidad. Ni éste es el espacio ni éste es el
momento ni seguramente soy la persona más capacitada para poner en marcha uno de
esos debates que agradecen los responsables de las secciones de sucesos literarios. Pero
tampoco sería honesto no tratar de trasladar con la mayor de las humildades por delante,
una interpretación personal de la cuestión, no con voluntad de imponer criterios o
cánones sino con el deseo de que a la vista del mapa propuesto cada quien trace el suyo
propio, pues no sin razón afirmaba Benjamin que bajo el infinito cielo estrellado alguien
debía a someterse a la humilde tarea de poner nombre y figura a las vías, estrellas y
constelaciones. Pero antes de “limpiar la plata”, o a un mismo tiempo, acerquemos
nuestra conversación a tiempos todavía más cercanos.

La novela española en la bisagra de dos siglos.

A principios de la década de los noventa parecía palparse un agotamiento de la


nueva legitimidad que la narrativa de los ochenta había encontrado en la narratividad al
servicio del lector y en aquella normalización de las relaciones con el mercado ( el Arte
es el mercado) y con el poder, propias de una sociedad que se narraba a si misma desde
una autosatisfecha y cómoda mirada. Eran los tiempos de la socialdemocracia en
Moncloa, de la caída del muro en Berlín y del desarme ideológico en aras de aquel
sacralizado pragmatismo del “qué más da que el gato sea negro o blanco, lo importante
es que cace ratones”. Como datos de aquel aparente desfallecimiento de las fórmulas,
reglas, clichés y servidumbres de la “narratividad” se recibieron las primeras obras de
un grupo de escritores jóvenes que parecía plantearse un retorno hacia una concepción
de la narrativa como forma de conocimiento más allá de la consideración imperante
que parecería exigir tan sólo que cumpliese con su condición de instrumento de
entretenimiento más o menos refinado. De esta guisa libros como El triunfo de
Francisco Casavella, Lo peor de todo de Ray Loriga, La escala de los mapas de Belén
Gopegui, Los aéreos de Luis Magrìnya o Velocidad de los jardines de Eloy Tizón
parecieron anunciar un cambio de legitimación que sin embargo no terminaría por
construirse o asentarse alrededor de ellos a causa, sin duda entre otras, de la aparición
en el escenario (y nunca mejor dicho) literario de un nuevo grupo generacional, “los
jóvenes narradores” que ( como señala Ignacio Echevarría, el crítico que va a
acompañar de modo más continuo y desde posiciones de exigencia el desarrollo de la
novela española en esa década) iban a encontrar en “lo joven” seña, tema y bandera,
prosiguiendo la estela abierta por Ray Loriga tras el éxito mediático de su segunda
novela Héroes. La joven narrativa española de los noventa se va a construir como
“fenómeno más editorial que literario “ alrededor de novelas neocostumbristas como
Historias de Kronen de Jose Angel Mañas, o Amor, dudas, curiosidad y prozac de
Lucía Etxebarría, que con la fuerza de su inesperado y estrepitoso éxito comercial
atraen a su órbita o etiqueta generacional (Generación X sería otro intento fracasado de
dar marca al grupo) a una constelación de nuevos autores Marta Sanz, Paula Izquierdo,
Félix Romeo, Ismael Grasa, García Valiño, Josán Hatero, Nicolás Casariego, José
Machado entre los que quizá haya que esperar todavía un decantamiento un poco más
optimista del que diagnostica Echevarría: “Los nombres de muchos de los autores por
entonces catapultados, incluido el del propio Mañas, han sucumbido, en menos de una
década, en un olvido más o menos discreto, más o menos piadoso, que conviene no
remover.” Babelia. 31-1-2004.
Fuera del “maelstrom” de lo joven mantienen su andadura narrativa inusual frente al
eclecticismo dominante aquellos autores ya mencionados como Luis Magrinyà (Los
dos luises), Belén Gopegui (La conquista del aire) o Casavella ( El día del Watusi),
cumple también tomar cuenta de otras obras de autores que durante esos años noventa
lograron añadir sus voces narrativas al ya largo corpus de la novela española de fin de
siglo: Fernando Aramburu, La bailarinas muertas de Antonio Soler, El palacio
varado de Clara Sánchez, La música del mundo de Andrés Ibáñez , Las máscaras
del héroe de Juan Manuel de Prada o el propio Luís Landero aun cuando su novela más
significativa, Juegos de la edad tardía, se encuadre mejor en los modos de las novelas
del ochenta de modo semejante a lo que ocurre con la obra en su conjunto de Almudena
Grandes o Arturo Pérez-Reverte que han visto como la década de los noventa les situaba
en la cimas de lo que Francisco Rico llamó “la pleamar de los nuevos narradores”. Sin
olvidar la integración de nuevos escritores de las otras lenguas estatales como el vasco
Unai Elorriaga, los gallegos Manuel Rivas y Suso de Toro o el mismo Xuan Bello
(representando una literatura en lengua asturiana de la que apenas había constancia).
Apenas se inicia el siglo y ya por el horizonte narrativo aparece una nueva órbita de
escritores que ven en la novela más reciente norteamericana una línea de propuesta:
Xavi Calvo, Germán Sierra, Eloy Fernández Porta, entre otros.
Por otro lado, si bien la novela española de estos últimos veinte años está
fuertemente caracterizada por la “toma de posesión” de la nueva narrativa de los
ochenta y en menor grado por el desembarco de los nuevos y jóvenes narradores de los
noventa, hay que tener presente que durante este tiempo autores ya asentados en años y
generaciones anteriores continuaron interviniendo en la escena narrativa con especial
relieve y ofreciendo títulos imprescindibles dentro del conjunto de su obra. A modo de
simple recordatorio y a fin de no convertir, en lo posible, esta propuesta de
conversación en un Nomenclator señalar la aparición de títulos como El embrujo de
Shangai de Juan Marsé, La sonrisa etrusca de Jose Luís Sampedro, Nubosidad
variable o Caperucita en Manhhatan de Carmen Martín Gaite, El testimonio de
Yarzóz de Sánchez Ferlosio, Olvidado Rey Gudu de Ana María Matute, El hereje de
Miguel Delibes, El reloj de Luis Goytisolo, La saga de los Marx de Juan Goytisolo o
Madera de Boj de Camilo Jose Cela y el redescubrimiento de autores como Juan
Eduardo Zúñiga que con Largo Noviembre de Madrid y Madrid, capital de la gloria
se ha convertido en uno de los referentes necesarios de la mejor narrativa de hoy .

A modo de conclusión: Una comedia ligera.

Apenas acaba de terminar el siglo XX (recuerden: aquel que denigró toda la novela del
siglo anterior bajo el despectivo rótulo de “novela decimonónica”) y a la tentación de
balance hacia el que la fecha de fin de milenio parece inclinarnos se suma la propensión,
semejante, hacia la profecía que el inicio de otro suscita. Tratando de evitar ambas
tentaciones me van a permitir que proponga dos conclusiones si no divergentes no
fácilmente casables. Una de cal y otra de arena (y final).
No sabemos cómo leerán la historia literaria de la novela española de estas dos
décadas los estudiosos futuros, porque no sabemos desde qué parámetros ideológicos y
estéticos la leerán, ni estamos muy seguros de que lo que hoy llamamos literatura y
novela mantengan una identidad reconocible en un futuro más o menos lejano. Pero
podemos arriesgar la opinión de que si en su mirada se mantienen registros parejos en
algún grado a los que hoy nos hacen valorar los textos literarios tanto en razón a su
valor significativo respecto al tiempo social en que aparecen o en razón a la exigencia
interna de rigor y oficio que cualquier actividad humana conlleva y más si atañe a ese
tipo de actividades de alta complejidad que llamamos artísticas, cabe pensar que no
dejarán de ponderar en su recuento la presencia de algunas novelas o autores que nos
parecen difícilmente desechables. Obras como El testamento de Yarzóz, de Sánchez
Ferlosio, Herrumbrosa lanzas de Juan Benet, Antagonía, de Luis Goytisolo, Un día
volveré de Juan Marsé o Largo Noviembre de Madrid de Juan Eduardo Zúñiga. Cabe
también pensar que sopesaran la Nueva Narrativa y acaso la integren en un más amplio
título de Narrativa de la Democracia como un momento de giro narrativo en el que una
sociedad que elige un nuevo y menos heroico proyecto colectivo necesita construir un
espejo narrativo más autogratificante que riguroso. Y ahí cabe a su vez esperar que por
su significación o relevancia hagan mención de obras como La ciudad de los
prodigios, Belver Yin, El jardín vacío, Los mares del Sur, El expediente del
náufrago, Los aires difíciles, Amado monstruo, Corazón tan blanco, Cristales,
Obababoak, El metro de platino iridíado, La buena letra, Lo peor de todo, El mal
de Montano, La casa del padre, Lo real, Belinda y el monstruo, El Sur, Mi
hermana Elba. Acaso algún nombre más porque la onda narrativa que nace en los
ochenta aun no ha finalizado. Seguramente algunos menos porque el paso del tiempo si
no garantiza mejor criterio sí mejor perspectiva. En todo caso ejemplos suficientes del
dinamismo (más o menos lábil) de nuestra novela actual, de su salud ( al menos editorial
y mediática), de su papel activo ( ¿la actividad de lo ecléctico?) en nuestra escena
(escaparate) cultural.
Para la conclusión de arena ( y final) necesito hablar de una novela que sentiría no
reclamase la atención de esos imaginarios lectores del futuro. Me refiero a Una
comedia ligera de Eduardo Mendoza. Como recordarán la novela se inicia con una
descripción irónica de la sociedad española de posguerra que refleja un mundo
autosatisfecho: "Tampoco faltaban infortunados que, no habiendo conseguido trabajo y
no pudiendo permitirse ni siquiera una de aquellas barracas cochambrosas,
merodeaban por las calles practicando la mendicidad y dormían bajo los bancos
públicos o en el interior de los camiones estacionados en las afueras. Pero estos
pequeños contratiempos no bastaban para alterar la buena marcha de la ciudad, ni la
callada conformidad de sus gentes, dispuestas a comprar el reposo a cualquier precio"
El protagonista es un escritor dramático, Prullás, que ha escrito una nueva obra
Arrivederchi, pollo, que se esta ensayando para su estreno. Es una obra ligera con
estructura policíaca, con mucho suspense, y el autor es consciente de que aun no siendo
la obra muy buena con un buen montaje se puede arreglar: "con el material más
deleznable hemos acabado levantando un éxito". Defiende su obra porque la trama es
ingeniosa, el desenlace es sorprendente y utiliza para lograr la amenidad las infalibles
gracias clásicas de las figuras estereotipadas como un tartamudo y semejantes.
El comienzo de la acción coincide - lo sabemos a través de las noticias que aparecen
en los periódicos que ojea el protagonista - con el inicio de los juicios de Nuremberg y
en concreto con el proceso entablado contra el industrial Krupp por haber puesto su
colosal industria, sus dotes y su ingente fortuna al servicio de una mala causa. También
sabemos que el autor protagonista lee con fruición novelas policíacas y muy
especialmente novelas de Simenon.
Prullás se ve cuestionado por su habitual director de escena que está un poco harto de
los bodrios teatrales que aquel escribe y piensa que es necesario cambiar, hacer otro tipo
de teatro, más ligado a los problemas reales de la gente. Nuestro “héroe”, el escritor de
comedias de enredo y crimen, no está de acuerdo. Él no quiere ni manipular los
sentimientos ni alterar la visión de la realidad que tenga el público: "que la perciban
como les dé la gana"
La novela nos cuenta también que Prullás lleva una doble vida. Por un lado familia
burguesa acomodada, casado y con hijos , un suegro empresario, vacaciones en la Costa
Brava. Por otro, vida de "escritor", vida social, ligues y canas al aire. Todo parece estar
controlado. De pronto se comete un crimen y Prullás, que conoce a la víctima, se ve
involucrado. Su posición está en peligro. No voy a resumirles toda la historia. Si la obra
de Prullas es una comedia policíaca con tono de humor, la novela de Mendoza es a otra
escala un calco de esa misma obra: trama policíaca, enredos de vodevil, encuentros
inesperados, gracias manidas, personajes arquetípicos. Un excelente ejemplo de
autoironía literaria.
En mi opinión el interés de esta novela reside en que de igual modo que ella misma es,
en otro registro, una reproducción crítica del vodevil que escribe Prullás, Una comedia
ligera ofrece, a su vez, en mi opinión, una caricatura certera de eso que se viene
llamando Nueva Narrativa española y que, como se ha comentado, representa el núcleo
hegemónico de la novela española de las dos últimas décadas. De ahí que nos parezca
oportuno indicar algunos de los rasgos presentes en la novela de Mendoza: una ironía
cómplice, estructura policíaca, predominio del suspense, entramado virtuoso, conflicto en
clave de misterio, argumento blando, personajes arquetípicos, mirada costumbrista,
utilización de los clichés del cine, mezcla de géneros y de este modo Una comedia ligera
deviene conclusión y maliciosa metáfora, personal sin duda pero con voluntad de objetiva,
de ese paisaje narrativo del que nos hemos venido ocupando.

Constantino Bértolo.
Madrid 8-2-2004

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