El Centauro-Alas Clarin Leopoldo

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Año primera publicación: 1893

Edición: Manuel Fernandez y Lasanta, Madrid, 1893

Relato perteneciente a: "El señor y lo demás, son cuentos"

EL CENTAURO

Leopoldo Alas Clarín

Violeta Pagés, hija de un librepensador catalán, opulento industrial, se educó,


si aquello fue

educarse, hasta los quince años, como el diablo

quiso, y de los quince años en adelante como

quiso ella. Anduvo por muchos colegios extran-

jeros, aprendió muchas lenguas vivas, en todas

las cuales sabía expresar correctamente las

herejías de su señor padre, dogmas en casa.

Sabía más que un bachiller y menos que una

joven recatada. Era hermosísima; su cabeza


parecía destacarse en una medalla antigua, co-

mo aquellas sicilianas de que nos habla el poeta

de los Trofeos; su indumentaria, su figura, sus posturas, hablaban de Grecia al


menos versado

en las delicadezas del arte helénico; en su toca-

dor, de gusto arqueológico, sencillo, noble, poé-

tico, Violeta parecía una pintura mural clásica,

recogida en alguna excavación de las que nos

descubrieron la elegancia antigua. En el Ma-

nual de arqueología de Guhl y Koner, por

ejemplo, podréis ver grabados que parecen

retratos de Violeta componiendo su tocado.

Era pagana, no con el corazón, que no lo

tenía, sino con el instinto imitativo, que le hacía

remedar en sus ensueños las locuras de sus

poetas favoritos, los modernos, los franceses,

que acidaban a vueltas con sus recuerdos de

cátedra, para convertirlos en creencia poética y

en inspiración de su musa plástica y afectada-mente sensualista.

A fuerza de creerse pagana y leer libros de


esta clase de caballerías, llegó Violeta a sentir,

y, sobre todo, a imaginar con cierta sinceridad y

fuerza, su manía seudoclásica.

Como, al fin, era catalana, no le faltaba el

necesario buen sentido para ocultar sus capri-

chosas ideas, algunas demasiado extravagantes,

ante la mayor parte de sus relaciones sociales,

que no podían servirle de público adecuado,

por lo poco bachilleras que son las señoritas en

España, y lo poco eruditos que son la mayor

parte de los bachilleres.

A mí, no sé por qué, a los pocos días de tra-tarme creyome digno de oír las
intimidades de

su locura pagana. No fue porque yo hiciera

ante ella alarde de conocimientos que no poseo;

más bien debió de haber sido por haber notado

la sincera y callada admiración con que yo con-

templaba a hurtadillas, siempre que podía, su

hermosura soberana, los divinos pliegues de su

túnica, las graciosas líneas de su cuerpo, el res-


plandor tranquilo e ideal de sus ojos garzos.

¡Oh, en aquella cabecita peinada por Praxiteles,

había el fósforo necesario para hacer un poeta

parnasiano de tercer orden; pero, qué templo el que albergaba aquellos


pobres dioses falsos,

recalentados y enfermizos! ¡Qué divino molde,

qué elocuente estatuaria!

Violeta, como todas las mujeres de su clase,

creería que por gustarme tanto su cuerpo, yo

admiraba su talento, su imaginación, sus capri-

chos, traducidos de sus imprudentes lecturas...

Ello fue que una noche, en un baile, después de cenar, a la hora de la fatiga
voluptuosa en

que las vírgenes escotadas y excitadas parece

que olfatean en el ambiente perfumado los mis-

terios nupciales con que suena la insinuante

vigilia, Violeta, a solas conmigo en un rincón de

un jardín, transformado en estancia palatina,

me contó su secreto, que empezaba como el de

cualquier romántica despreciable, diciendo:

«Yo estoy enamorada de un imposible». Pe-


ro seguía de esta suerte:

«Yo estoy enamorada de un Centauro. Este

sueño de la mitología clásica es el mío; para mí

todo hombre es poco fuerte, poco rápido y tiene

pocos pies. Antes de saber yo de la fábula del

hombre-caballo, desde muy niña sentí vagas

inclinaciones absurdas y una afición loca por

las cuadras, las dehesas, las ferias de ganado

caballar, las carreras y todo lo que tuviera rela-

ción con el caballo. Mi padre tenía muchos, de

silla y de tiro, y cuadras como palacios, y a su

servicio media docena de robustos mozos, buenos jinetes y excelentes


cocheros. Muy de ma-

drugada, yo bajaba, y no levantaría un metro

del suelo, a perderme entre las patas de mis

bestias queridas, bosque de columnas movibles

de un templo vivo de mi adoración idolátrica.

No sin miedo, pero con deleite, pasaba horas

enteras entre los cascos de los nobles brutos,

cuyos botes, relinchos, temblores de la piel, me


imponían una especie de pavor religioso y cier-

ta precoz humildad femenil voluptuosa, que

conocen todas las mujeres que aman al que

temen. Me embriagaba el extraño perfume pi-

cante de la cuadra, que me sacaba lágrimas de

los ojos y me hacía soñar, como el mijo a los

espectadores del teatro persa.

»Soñaba con carreras locas por breñales y

precipicios, saltando colinas y rompiendo va-

llas, tendida, como las amazonas de circo, sobre

la reluciente espalda de mis héroes fogosos,

fuertes y sin conciencia, como yo los quería. Fui

creciendo y no menguó mi afición, ni yo traté de ocultarla; los primeros


hombres que empe-zaron a ser para mí rivales de mis caballos fue-

ron mis lacayos y mis cocheros, los hombres de

mis cuadras. Bien lo conoció alguno de ellos,

pero me libraron de su malicia mis desdenes,

que al ver de cerca el amor humano lo encon-

traron ridículo por pobre, por débil, por habla-

dor y sutil. El caballo no bastaba a mis ansias,


pero el hombre tampoco. ¡Oh, qué dicha la mía,

cuando mis estudios me hicieron conocer al

Centauro! Como una mística se entrega al espo-

so ideal, y desprecia por mezquinos y delezna-

bles los amores terrenos, yo me entregué a mis

ensueños, desprecié a mis adoradores, y día y

noche vi, y aún veo, ante mis ojos, la imagen

del hombre bruto, que tiene cabeza humana y

brazos que me abrazan con amor, pero tiene

también la crin fuerte y negra, a que se agarran

mis manos crispadas por la pasión salvaje; y

tiene los robustos humeantes lomos, mezcla de

luz y de sombra, de graciosa curva, de músculo

amplio y férreo, lecho de mi amor en la carrera de nuestro frenesí, que nos


lleva a través de

montes y valles, bosques, desiertos y playas,

por el ancho mundo. En el corazón me resue-

nan los golpes de los terribles cascos del ani-

mal, al azotar y dominar la tierra, de que su

rapidez me da el imperio; y es dulce, con vo-


luptuosidad infinita, el contraste de su vigor de

bruto, de su energía de macho feroz, fiel en su

instinto, con la suavidad apasionada de las ca-

ricias de sus manos y de los halagos de sus

ojos...».

Calló un momento Violeta, entusiasmada de

veras, y hermosísima en su exaltación; mirome

en silencio, miró con sonrisa de lástima burlona

a un grupo de muchachos elegantes que pasa-

ban, y siguió diciendo:

«¡Qué ridículos me parecen esos buenos mo-

zos con su frac y sus pantalones!... Son para mí

espectáculo cómico, y hasta repugnante, si in-

sisto en mirarlos; les falta la mitad de lo que yo

necesito en el hombre... en el macho a quien yo he de querer y he de


entregarme... Si me quie-ren robar, ¿cómo me roban? ¿Cómo me llevan a

la soledad, lejos de todo peligro?... En ferroca-

rril o en brazos. . ¡Absurdo! Mi Centauro, sin

dejar de estrecharme contra su pecho, vuelto el

tronco humano hacia mí, galoparía al arreba-


tarme, y el furor de su carrera encendería más y

más la pasión de nuestro amor, con el ritmo de

los cascos al batir el suelo... ¡Cuántos viajes de

novios hizo así mi fantasía! ¡La de tierras des-

conocidas que yo crucé, tendida sobre la espal-

da de mi Centauro volador!... ¡Qué delicia res-

pirar el aire que corta la piel en el vertiginoso

escape!... ¡Qué delicia amar entre el torbellino

de las cosas que pasan y se desvanecen mien-

tras la caricia dura!... El mundo escapa, desapa-

rece, y el beso queda, persiste...».

Como aquello del beso me pareció un poco

fuerte, aunque fuese dicho por una señorita

pagana, Violeta, que conoció en mi gesto mi

extrañeza, suspendió el relato de sus locuras, y cerrando los ojos se quedó


sola con su Centauro, entregándome a mí al brazo secular de su

desprecio.

Un poco avergonzado, dejé mi asiento y salí

del rincón de muestra confidencia, contento con

que ella, per tener cerrados los ojos, como he


dicho, no contemplara mi ridícula manera de

andar como el bípedo menos mitológico, como

un gallo; por ejemplo.

Pasaron algunos años y he vuelto a ver a

Violeta. Está hermosa, a la griega, como siem-

pre, aunque más gruesa que antes. Hace días

me presentó a su marido, el Conde de La Pita,

capitán de caballería, hombrachón como un

roble, hirsuto, de inteligencia de cerrojo, brutal,

grosero, jinete insigne, enamorado exclusiva-

mente del arma, como él dice, pero equivocán-

dose, porque al decir el arma, alude a su caba-

llo. También se equivoca cuando jura (¡y jura

bien!), que para él no hay más creencia que el

espíritu de cuerpo; porque también entonces alude al cuerpo de su tordo, que


sería su Pílades, si hubiera Pílades de cuatro patas, y si

hombres como el Conde de La Pita pudieran

ser Orestes. El tiempo que no pasa a caballo lo

da La Pita por perdido; y, en su misantropía de

animal perdido en una forma cuasi humana,


declama, suspirando o relinchando, que no

tiene más amigo verdadero que su tordo.

Violeta, al preguntarle si era feliz con su ma-

rido, me contestaba ayer, disimulando un sus-

piro: «Sí, soy feliz... en lo que cabe... Me quie-

re... le quiero... Pero... el ideal no se realiza ja-

más en este mundo. Basta con soñarlo y acer-

carse a él en lo posible. Entre el Conde y su tordo... ¡Ah! Pero el ideal jamás


se cumple en la

tierra».

¡Pobre Violeta; le parece poco Centauro su

marido!

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