Carazamba

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La novela es una obra narrativa de los años 50 de Guatemala, de

forma que este libro nos transporta a diferentes localizaciones de


ese país, desde la ciudad portuaria de Livingston, Izabal, hasta la
interna zona selvática de Petén, donde se desarrolla gran parte de
la acción.
Esta narra los infortunios del narrador (que no dice su nombre) y su
mayordomo Pedro, al conocer a Carazamba y sus secretos. Este
libro, aparte de tener un gran contenido de acción y romance, narra
también en un estilo emotivo una critica "disfrazada" y con bastante
sentido de la posición hacia el gobierno militarista que se daba en
los años cuarenta en el país de Guatemala.
Virgilio Rodríguez Macal
Carazamba eBook v1.0
Achim_311 15.05.13
Título original: Carazamba
Virgilio Rodríguez Macal, 1960.

Editor original: Achim_311 (v1.3)


ePub base v2.1
I
Esta es la historia que trataré de contar, nada más que relatar, sin
ahondar en la profundidad misteriosa del alma del ser que se llamó
Carazamba...
Este ser, encarna en sí toda la complejidad del alma femenina, que se
acentúa aún más en el trópico plasmándose en toda la amalgama emotiva de
la mujer tropical, en donde la diversidad de sangres se mueven en un cuerpo
para darle vida pero sin mezclarse en una cosa afin; corriendo por iguales
vertientes pero guardando su paralelismo sin homogeneizarse jamás;
llorando unas con el ímpetu ancestral del indio, cual desbordamiento de
chirimías y marimbas; gritando enloquecidas otras en vértigo de maracas y
caracolas negroides; riendo, amando y odiando las otras con la fuerza
insolente o la sublime euforia de España... Y estos torrentes juntos
imprimen sacudidas espasmódicas de incertidumbre, de pasión y de
sentimientos antitéticos en aquel pobre cuerpo que lleva dentro de sí todas y
cada una de esas sangres, que le fueron inoculadas bárbaramente, contra
toda ley de eugenismo, en este trópico receptor de todas las simientes, en
donde todo es absurdo por su volumen, monstruosamente vivo y
monstruosamente muerto, como si todas las fuerzas del cosmos estuvieran
en él fundidas en algo mismo, algo igual, cual un cuerpo en que latieran en
vida juntos Ariel y Calibán.
Bajo la marisma azulina, espejo del cielo cuya infinita pureza conturba
la alborada crencha del cocotero, el tiburón ojizarco presto siempre a
cambiar la apacible quietud de las aguas en un burbujeo de macabra
escarlata. . . La tarántula peluda que hembra al fin, esconde su fealdad bajo
la orquídea de cutis de virgen... La muerte que se arrastra dentro de la
plenitud de vida del coral, el trágico arlequín de los abrojos. Sobre la
belleza del “suampo” en donde la garza sin mácula esconde su nostalgia
bajo las linfas, el vaho canturriento del zancudo, cual tubito de escape de su
hálito mortal...
Porque todo es así en el trópico, cubil protector de los contrastes! La
flor del Amchee, que castiga dolorosamente al que la toca, atraído por su
belleza . . . Flores sirenas, clima sirena, agua sirena, cálida y apacible, en
donde acecha, callada, la muerte.
Enmedio de todo esto existió Carazamba!
Producto de todo ésto, y mucho más, fue Carazamba!
Hija espuria de las razas que se encontraron en el trópico y se
entrelazaron cual torsal de víboras en celo, esto fue Carazamba, la hembra
jocunda que engendró este trópico para dar forma humana a todas sus
pasiones, todos sus contrastes, toda su fuerza embrutecedora, toda su
atrocidad y toda su grandeza sublime.
Todo esto, pues, fue Carazamba!
El historial de Carazamba dio principio allá, en el horizonte del tiempo,
cuando tenía catorce años. Fue en un poblado ribereño del Motagua, donde
parece que nació... Ya entonces era Carazamba!
La mórbida esbeltez de su cuerpo hacía santiguarse a las viejas
comadres pueblerinas que la veían pasar, derramando el agua de la tinaja
que traía del río al bamboleo incitante de sus ancas, aquellas ancas
pletóricas, de abultadas redondeces, tan duras que parecían moldeadas para
la inmovilidad de estatua y, sin embargo, se sacudían a uno y otro lado,
imitando el vaivén de los cocales, tronándole entre las carnes las enaguas
cortas y ceñidas, con un rasgueo enloquecedor, como de lija sobre piedra.
La conocí por Carazamba, que fue como la bautizó su pueblo y como lo
escribió la historia de esa tierra bravía y pasional de Oriente con letras
luciferinas... Probablemente sólo yo supe su verdadero nombre: María! Pero
eso fue mucho después, ya al final de su trágico destino! Y no hay duda que
el sobrenombre lo debió a su aspecto físico. Morena, morenísima, casi
llegando al tinte de mulata, pero de facciones perfecta Naricilla rectilínea y
corta, boca regular de labio inferior grueso y carnoso y dientes menudos y
blanquecinos. Su cara, de un corte impecable, parecíase al de la Virgen
Morena de América, tal cual la pintan en los retablos. Mas este aspecto
virginal terminaba al levantar la vista y contemplar el mundo a través de
dos inmensos ojos verdes y felinos, con ese verdor tan raro de los ojos
verdaderamente verdes; como las lechuguillas tiernas de las marismas,
como el verdesol de los potreros en tarde luminosa de invierno, como el
verde de la víbora arborícola.
Era de verse el efecto que producían en el fondo obscuro de su rostro
aquellos inmensos faroles verdes, chispeantes de oro verde, como el brillo
del lucero de la tarde en ocasiones, o despidiendo el mismo fuego hipnótico
y maligno del tigre real de la montaña.
Como si aquel contraste en su físico fuera la seña con que la marcó el
destino, así sus entrañas no fueron sino un horno de pasiones encontradas; y
la llamaron Carazamba las lenguas malévolas de su pueblo; morenísima de
color, con facciones de europea y cabello largo, liso y sedoso como de india
quecchí.
Pero aquel su andar cimbreante y musical, con esa música de rozadura
de carne en ropa limpia, hablaba vorazmente a los sentidos de los hombres
de su pueblo, encendiéndoles el deseo loco de danzar con ella en el festín de
su carne, dura como el guayacán nativo...
Hasta que hubo uno! . .. El más audaz quizá o el más baquiano en
desbravar potrancas en aquellos llanos orientales, que la esperó a la orilla
del río…
La daga al cinto, el pañuelo azogándole el pescuezo y el chacuaco
humedecido caído en la comisura, el hombre atalayaba al pie del amate,
rechoncho de río y sombra.
Un ruidillo de arena que se desmembra bajo unos pies desnudos, un
cigarro aplastado al tronco cómplice y una tinaja que vuela hecha pedazos,
señalaron el ataque felino del macho. . . Varias vueltas y revuelo de arena y
piedredillas entre jadear de lucha, lucha silenciosa en que nada había qué
decir, como la lucha callada de las víboras en celo en el fondo de los
guamiles, como la estéril lucha de la yeguada contra el garañón salvaje...
Allí, entre los tiestos de la tinaja, de barro prieto como sus muslos,
Carazamba conoció el dolor y después mordió con lujurioso anhelo hasta
sangrar los labios del hombre que la rindió bárbaramente.. . Y en un
descuido de éste, cuando tendido con langor a su lado daba por terminada la
batalla, la hembra jocunda y plena le arrebató su propia daga y de un solo
golpe la hundió en su pecho hasta la cruz, dejándolo clavado a la arena de
su triunfo como una mariposa palpitante.
Los alcaravanes chillaron asustados y volaron, tendiéndose en el río,
que ya se sonrojaba con la sangre del sol.
II
Como se libró la muchacha de la cárcel?
Su relato era corto y evasivo... Allá en el río, la historia de siempre! . . .
Cuánto pueden contar los ríos patrios, fuentes canturrientas del himeneo
campero!
Ella se defendió... Y eso fue todo!
Su mirada altiva y serena y el relampaguear de aquellos ojos
hechizantes . . . Flaquearon los jueces, pero más lo hizo el Jefe Político del
Departamento.
“Es tan patoja!
“El canalla halló su merecido con esa patoja valiente! “.
“No es cosa de estar abusando de las muchachas así nomás, porque sí,
porque aquélla se me antojó!
Y salió libre.
Libre de la cárcel para el encierro en la querencia del Coronel Jefe
Político.
“Mirá preciosa, yo te salvé! ... Si no es por mí, te estarías pudriendo en
la Casanueva! O, a lo mejor, quién sabe? .. . Hasta volando espalda estarías,
pues vos sabés cómo es de caprichoso el Señor Presidente con eso de los
asesinatos . . . No! No es que vos hayás matado por matar. . . Fue por tu
honra, ya lo sé! . .. Pero. . . Ya sabés cómo es el Señor Presidente! “…
Carazamba callaba y miraba. Y cuando Carazamba miraba, enloquecía!
Y el Coronel enloqueció!
Se la llevó a su finca y allí la tuvo bajo mil custodios.
Carazamba pareció agradecer y el coronel fue feliz por mucho tiempo.
Ya la muchacha era mujer, y qué mujer! Sus diecisiete años los llevaba
en encantos de uno en uno. La morbidez de su cuerpo se había acentuado
tanto que hasta las mujeres de la finca se quedaban boquiabiertas al verla
trajinar por la casa de la hacienda con un sencillo vestido floreado y sus
zapatos bajos...
“Jesús me ampare! “ —decían— “ . . . esta mujer debe ser hechura
misma del diablo pa perdición de los hombres”...
Pero la respetaban todos. Era la querida del amo y, más que esta palabra,
la “adoraba”, ya que el hombre cincuentón y rudo casi no se asomaba por la
jefatura de la Cabecera a atender sus quehaceres y tenía abandonados mujer
e hijos por no separarse un solo instante de la muchacha.
“Mirá preciosa” —decía arrodillado al lado de la hamaca donde ella
languidecía, aventada su mirada hasta los celajes ponientes que iban
tendiendo un toldo carmesí sobre el llano— “ . . . Por qué ya no me hablas?
. . . no estás contenta? . . . Te querés ir a otra parte? A Guatemala? . ..
Decime! “.
Y el hombre apretaba la mano regordeta y cepillaba su brazo con las
cerdas de su bigote.
Ella le dirigía una mirada indefinible e iba a enredar sus dedos entre las
crenchas cerriles del Coronel
E! hombre cerraba los ojos y, con aquella caricia, se hacía un ovillo bajo
la hamaca y ronroneaba como un gato regalón.
El Coronel prohibía que los hombres se acercaran a la hacienda. Sólo
las mujeres, y viejas—porque las jóvenes podían malaconsejar— rodeaban
a Carazamba. Infeliz del mozo que osara llegar a la casa en ausencia del
amo! Y los mozos jóvenes, sabedores de que allí había un tesoro mortal, se
acodaban tristemente en las tranqueras de los corrales distantes tratando de
“cachear” una vislumbre de aquello vedado que en la obscuridad de sus
ranchos los hacía soñar.
Comenzada la tarde de un día caliginoso en que el llano negreaba de
calor en el horizonte y los cactus parecían escuálidas chimeneas ahumadas,
llegó un correo de la cabecera. A galope, entró por los patios de la hacienda
el Capitán Martínez, ayudante de confianza del amo.
El Capitán se apeó y preguntó por el jefe a una de las sirvientas.
“Ta asiendo la siesta”
“Bueno. Cuando despierte, díganle que vine porque traigo unos
despachos que tiene que firmar con urgencia”.
El Capitán Martínez se fue a sombrear en el brocal del pozo, abierto al
pie de un frondoso injerto. El sabía la orden de no pisar la casa de la
hacienda y sabía la razón . . . Era un militar joven y apuesto, “de escuela”,
como se decía, y de brillante porvenir. En veces entrábale curiosidad por
ver “el tesoro” que su jefe guardaba como un Otelo, el cual era causa de que
ya se rumorara en la ciudad que el señor presidente “se estaba
incomodando” por la poca actividad que desplegaba en su departamento.
Pero como era disciplinado y obediente, adrede se habia sentado de
espaldas a la casa.
Carazamba salió al corredor.
Vio el caballo sudoroso atado a un pilar y dos tigres verdes saltaron de
sus ojos.
Con aquel su eterno andar, que hahíase con el tiempo tornado más
lánguido y más estudiado, se fue aproximando al pozo.
El Capitán oyó sus pasos menudos. Algo indefinible corrió por su
espalda, como si un alacrán le anduviera por ella, pero permaneció quieto
sin volver la vista... Sin saber por qué, tembló! No podía explicar el
inquieto campanilleo de sus espuelas y una como opresión le enjuntó el
pecho y la garganta. . . Presintió algo que no pudo definir!
“Por vía suya, sáqueme un poco de agua... Quiere?” — oyó una voz.
El Capitán se volvió con presteza, como para afrontar un peligro...
Carazamba le sonreía y le miraba fijamente... El Capitán tragó saliva y,
torpemente, comenzó a bajar la cubeta...
Cuando el agua salió, ya el Capitán estaba perdido!
III
EL CHIPORROTEO de los grillos y la algazara de las ranas cesaron de
pronto en el remanso de la poza. Bajo la fronda del madrecacao una sombra
se movió y fue a recostarse en el tronco. La brasa de un cigarro brilló en el
agua clara, confundiéndose con el chispeante manchón de estrellas que
retozaba en las tenues ondas. Un tapacaminos extendió su canto en la
pradera!
Momentos después, otra sombra se acercó, viniendo por el lado de los
corrales... Se movía presurosa y en silencio, como si sus pies fueran alados.
Por fin llegó al lado del hombre que esperaba en el madrecacao.
“Cuánto has tardado en venir, mi amor” —dijo el hombre s al paso y
tomándola por el talle febrilmente.
“No! Ahora no! Soltame! ... Después”.
Se desasió del ímpetu del hombre. “Ha costado que se durmiera” —dijo
la voz de Carazamba
“Tuve qué darle más trago que otras veces.
El hombre se movió inquieto. “Pero mi amor. . Aún persistes en la idea?
... Mira que nos vamos a desgraciar los dos! “
La voz del Capitán Martínez sonaba casi suplicante.
“Si tenés miedo, decilo diuna vez y me voy a acostar!
“No, no es miedo! ... Tú bien sabes. Cuánto he expuesto y expongo para
venir a verte! .. . Ya te dije que mi Coronel sospecha y, ya ves, no me
importa! Pero un asesinato así, a sangre fría...”
“Si me querés y querés que nos vayamos juntos, no hay más remedio!
Silencio.
Luego él: “Si fuera siquiera con pistola!...
Pero con cuchillo”..
querés despertar a todos y que nos agarren ay merito? Ja ja! Ya voy
creyendo que sos gaína y no el giro que presumís! ... Los gayos hieren con
filo, no con cuete!
Otro silencio.
“Está bien! Tienes listos los caballos? Te repito que creo que es una
locura y que nos van a agarrar antes de cruzar la línea de Honduras, pero...
Allá tú! ... Por qué diablos me tenía que enamorar de tí como loco? “. La
voz del Capitán estaba llena de amargura.
Los ojos de la mujer fosforescían con el brillo• de los luceros.
“Así me gusta! . . . Te dejo la puerta de su cuarto entreabierta... Está
fondiado, así que no te va a sentir y ya sabés donde está su cama. Yo me
voy a alistar las cosas y te estaré aguardando. Tantito te vea entrar en el
cuarto, me voy pal corral de la talanquera y allí montamos”.
El hombre quiso agarrarla de nuevo. “Dame un beso” — suplicó.
“No pensés en eso ahora! ... Ya tendremos tiempo pa todo!
La sombra de Carazamba volvió a perfilarse negra en el potrero
silencioso.
La puerta del cuarto del Coronel gimió al entrar el Capitán. Las tinieblas
dentro oprimieron SU alma mientras los pies se movían en silencio sobre la
piel de un venado... Ganas le daban de huír, de salir de esa casa maldita y
galopar en su caballo lejos, lejos de aquella mujer que adoraba con las
fuerzas de Satanás.. . Un instante se detuvo indeciso, mas luego reaccionó.
“Que sea lo que el diablo quiera! “—se dijo decidido.
Del bolsillo de la guerrera sacó una linterna y desenvainó el largo puñal.
El corazón parecía un gamichuelo asustado dentro de su pecho. Se fue
acercando al rincón donde se oía la fuerte
respiración del Jefe... Paso a paso fue llegando hasta tocar la cama con
el muslo. Entonces, repentinamente, encendió la linterna con la mano
izquierda y alumbró al dormido, lista ya la mano homicida. Estaba panza
arriba, con los brazos en cruz y la boca abierta.
No quiso ver más el Capitán! Levantó el cuchillo y lo clavó hasta la
empuñadura en el corazón del dormido!
Instantáneamente apagó la linterna y se retiró de un salto al rincón
opuesto, lleno de horror! Tan sólo se oyó un fuerte traquido en la cama y
luego un ronquido que terminó en estertor. Después, el silencio!
En ese momento, se abrió de golpe la puerta. de una habitación vecina y
un chorro de luz clarísima iluminó la estancia.... El capitán estaba aplastado
contra la pared...
La cara del hombre fue cambiando de expresión! En el dintel de la
puerta, en camisón, estaba Carazamba! En una mano levantaba en alto una
lámpara de gasolina y en la otra empuñaba la 45 del Coronel...
El Capitán no pudo moverse. Sólo vi6 la expresión del rostro de la
mujer. Algo horrible debe haber pasado por el alma de aquel hombre en
esos instantes, algo tan tremendo que sus ojos se saltaron y brillaron con el
fuego de la locura! ... Luego, lanzó un alarido espantoso, que fue apagado
por el bramido de la 45 al disparar cinco veces en un rosario hilado de
estampido!
Los gritos de Carazamba pidiendo auxilio rasgaron el silencio de la
ranchería.
Un tapa caminos extendió su canto en la’ pradera!
Los periódicos hablaron del asesinato del Coronel y le dieron un tinte
político! Carazamba compareció de nuevo ante los tribunales y fue absuelta
por unanimidad. .. Había sido en defensa propia y aún en defensa del Jefe
Político! Había llegado tarde y solamente alcanzó a matar al asesino!
Estuvo presa un mes, y de nuevo libre.
Hacia dónde iría? Qué era lo que perseguía aquella alma misteriosa y
atormentada? Con el Coronel llevaba una vida apacible y regalada. Pero no
estaba contenta! Le faltaba algo, o buscaba alguna quimera aquel su espíritu
plurifacético? Lo sabría ella misma? Se conocería a sí misma y sería capaz
de analizarse introspectivamente? ... Esto era una incógnita! Era
simplemente una enferma mental, una vulgar asesina o un caso de psicosis
gestada desde su primer aventura en el río? Que poseía una gran
inteligencia natural, quedó como probado en todos los actos de su vida por
el tranquilo y maquiavélico cálculo que de ellos hizo, exceptuando, quizá,
el último . . Pero el talento le Sirvió únicamente como humilde esclavo de
sus pasiones y de aquel carácter turbulento, indómito y dominador que la
llevó a su trágico fin.
Este período de su vida es el más oscuro y’ ni yo mismo, pude hacer
mucha luz sobre él. Viajó por Centro América y México. En qué
circunstancias? No lo sé!
Años después se volvió a oír de ella! Fue en ocasión en que el
intendente de Agua Blanca, siempre en Oriente, se baleó con un joven
finquero de la zona. Carazamba, la hembra magnífica, andaba de por medio.
Fue un duelo al estilo de allá. Ambos armados “sacaron” lo más rápido que
pudieron y ambos dispararon casi al unísono. . . El intendente murió a las
pocas horas y el otro, el finquero, a los dos días. Carazamba, sin duda, había
saldado otra cuenta!
Un periodista joven, entusiasmado por la aureola de leyenda que
rodeaba a esta mujer única, decidió hacer el reportaje más sensacional d su
carrera y partió en su busca.
A los seis meses volvió! Ni escribió nada ni habló nunca de lo que había
ido a buscar. Ni dijo si la había encontrado o no. Lo único que se supo fue
que, a su regreso, se dedicó en cuerpo y alma a la bebida. Veíasele ambular
día y noche por las cantinas de la capital en un estado lamentable. Cuando
estaba comunicativo sólo decía palabras incoherentes y lloraba
pronunciando el nombre fatal: ¡Carazamba! ¡Carazamba! . Al poco tiempo,
lo encontraron en el cuarto de su mísera pensión con un revólver en el
ruano rígida y un orificio en la sien
Algo se habló de ella en ocasión en que una mujer y un hombre
aparecieron muertos en un salón de diversiones de Puerto Barrios, pero fue
muy veladamente y todo quedó esclarecido: el había matado a la mujer y,
después se Dónde encontró cabida en este Carazamba? ¡Carazamba,
Carazamba! Voz maléfica con que te designó quién sabe quién allá en tu
pueblo natal! Carazamba, de alma zamba, negra, negra! Carazamba de
muerte, de amor y de lujuria, Carazamba dulce y tierna cual mujer
castellana! Carazamba que hundiste, mataste, enloqueciste y triunfaste
sobre todo lo que se opuso a tu camino de fuego! ... Tenías alma
Carazamba? Sentiste amor, lujuria, odio? ... Sentiste algo, Carazamba
insensible? ¿Deseaste realmente algo en tu vida?
Carazamba, Carazamba! ... ¿ Por qué te cruzaste en mi camino, para
dejarlo por siempre señalado con el dolor y la muerte?
IV
TENÍA yo treinta años cuando. el destino puso en mi camino a
Carazamba! Mejor dicho, nos puso a ambos en uno mismo para que juntos
lo recorriéramos hasta el fin y se preocupó de que no fuera, por cierto, un
sendero de flores! El camino Negro de mi vida comenzó entonces, cuando
todo me sonreía, cuando mi juventud no había hecho sino brindarme una
vida agitada pero interesante y llena de razones para vivirla y gozarla,
cuando el porvenir me mostraba un camino abierto de horizontes ilimitados
en distancias y placeres hacia donde creí que la brújula de mi suerte me
había arrojado, como premio a mi trabajo, intenso y aniquilador sí, pero
espléndidamente remunerado.
El destino caprichoso quiso juntarnos a ambos, usando siempre del
contraste como símbolo de todo lo que hizo y fue Carazamba. Yo era un
criollo a quien la costumbre burguesa había hecho subir, peldaño a peldaño
la tediosa escala de las aulas escolares. De posición más que mediana, al
morir mi padre decidí truncar mi carrera de leyes y dedicarme a los
negocios. Mi educación había sido rígida y fría a la sombra vetusta del
caserón de Quezaltenango que me vio nacer. Mi familia toda era oriunda de
los Altos, y en esto principio’ mi contraste con Carazamba, la oriental
arquetipo.
Mi madre, había querido disuadirme de la idea de cortar mi carrera,
pero yo estaba decidido y jamás me arrepentí de ello. La guerra estaba ya
“puesta”, como se pone el agua segura de invierno sobre los cerros de
Xelajú. Y me dedique’ a lo mejor que podía dedicarme con tales
perspectivas: a maderero. Hice contratos con casas norteamericanas para la
entrega de caoba y por tres años anduve deambulando entre las selvas del
norte de Alta Verapaz, del sur del Petén y, por último, las márgenes del
inmenso Lago de Izabal, con mi cuadrilla de cortadores, mi equipo
maderero y Pedro, mi capataz petenero cuya eterna ayuda, fidelidad y
conocimientos contribuyeron en gran parte a que mis empresas fueran un
éxito.
Fue en Livingston! Acababa de embarcar el último lote de trozas y
había, por fin, despedido a mi cuadrilla. Sólo me quedaba Pedro a quien
pensaba recompensar espléndidamente y de quien, no había querido aún
separarme después que ambos habiamos dejado, entrelazada en los bejucos
de las inmensas selvas, parte de nuestra juventud. Y mucha salud había
también quedado atrás, enterrada entre los pantanos de las tierras bajas o
arrastrada por los húmedos inviernos, bajo la bóveda penumbrosa de las
grandes montañas.
Pero estaba joven y en los bancos capitalinos había sumas enormes
esperando una orden mía para llevarme a ver la parte suave, hermosa y fácil
dé la vida.
¡Fue en Livingston! Cómo recuerdo el momento aquél en que, para
perdición de muchos, la vi por vez primera!
Estaba yo sentado ante una mesa, en un salón de refrescos que no
pasaba de ser una barraca pero que tenía una gran refrigeradora y era, por lo
menos, limpio. Pedro, como siempre, me acompañaba. Entonces fue cuando
ella entró. Al instante llamó mi atención aquella mujer de cuerpo
espléndido vestida elegantemente de blanco. Los brazos, redondos y bellos,
asomaban desnudos y más obscuros aún por el albísimo fondo del vestido.
Iba peinada a la española, el pelo negro, lisos y sedoso partido en medio y
recogido atrás en un moño... Entró acompañada y yo saludé levemente al
grupo. Mister Burguess iba con ella, ofreciéndole el brazo. El otro personaje
era el Mayor Juárez, Comandante de Plaza. Mister Burguess devolvió mi
saludo mohínamente, al igual que el militar.
¡Ya había tenido relación con ambos! Mister Burguess, que unos decían
ser inglés y otros suizo, era un hombre turbio y misterioso. Había llegado al
país hacía cinco años y trabajaba en madera. Sus negocios prosperaron
enormemente y pronto se convirtió en el magnate de la costa atlántica,
aunque también se aseguraba que no había limpio en sus acciones pero ni el
modo de salir del baño. Contrabandeaba cuanto podía a través de la frontera
beliceña: sacaba madera y chicle de Guatemala e introducía en cambio,
whísky y cuanta mercadería inglesa podía. Se hablaba de grandes intereses
comunes con personajes de las autoridades fronterizas de Benque Viejo y de
Lívingston, a donde llegaban, en noches obscuras, sus lanchas con el
contrabando beliceño.
Pero lo cierto es que era rico e influyente. Mis relaciones con él no eran
cordiales debido a un incidente por el embarque de una madera que quiso
entorpecerme para despachar la suya. El Comandante de Plaza, que no
cabía duda era su socio, habíase puesto de su parte... Yo me impuse por
influencia de la compañía norteamericana a quien destinaba mi madera y el
embarque se hizo, a pesar de ambos. Desde entonces, nos evitábamos
mutuamente.
Desde mi asiento contemplaba el perfil de aquella extrañísima mujer y
me admiraba de la perfección de su línea. Todavía no me había visto y
cuando lo hizo en un momento casual, me quedé inmóvil como un
paralítico.. . Aquellos ojos! Su mirada cálida me envolvió en un segundo.
Vi el destello de aquellos ojazos incomparables y sentí frío en el alma
¿Sería a propósito? Había quedado sentada en una forma que sólo de
perfil podía verla. Al cabo de unos minutos, ví que se levantaba y colocaba
su asiento a manera de quedar frente a mí.
Yo me turbé con su maniobra y parece que también Míster Burguesa,
que me lanzó una mirada aviesa.
En ese instante, cuando mi vanidad comenzaba a sentir un extraño
halago, sentí la presión de la mano de Pedro sobre mi brazo.
“Qué le pasa patrón?” —me dijo— “ . . . Ya lo he sangoloteado tres
veces y no me siente...”
Me volví a mi capataz y expresión de su rostro. “Sabe patrón? “ —
susurró casi a mi oído.
Como me viera impasible, explicó: “Es la querida de Burguess. Mal le
va a ir con ella, al muy salado! ... Sabe quien es ella? CA-RA-ZAM-BA!
Las palabras de Pedro, dichas así, con aquella vehemencia y el último
nombre silabeado como para penetrar despacio en mi entendimiento, me
dejaron helado!
De manera que allí, sentada, sorbiendo un refresco voluptuosamente
estaba Carazamba! ¿ Era ella la mujer-demonio de quien tanto había oído
hablar?
¡Una sensación de horror y de asco me invadió! Esperé que la mujer me
estuviera viendo, cosa que hacía casi constante y des- descaradamente, y en
ese momento le lancé la mirada más despectiva que pude y de un tirón volví
a mi silla y quedé dándole la espalda...
La oí reír alegremente, con una risa melodiosa y suave y oí fragmentos
de su conversación, fluida y refinada.. . ¿De manera que ya hasta se había
educado aquella hembra cerril, vástago espurio del anonimato más
humilde?
Cuando abandonaron el salón, ya ni me molesté en repetir el saludo.
Seguí conversando con Pedro para demostrar hasta lo último mi desdén...
Pasó junto a mí, rozándome con la falda. Un olor a jazmín a rosas, a
suquinai, me envolvió por un instante, y aquella fragancia indefinible se fue
a meter muy hondo dentro de mi ser, quedándose ahí como algo pegajoso e
intangible.
Desde entonces, la ví casi a diario. Yo no me iba de Lívingston por dos
razones: la primera, porque esperaba que Pedro ultimara el negocio de la
venta de nuestro equipo de campamento que tenía en tratos con un
maderero principiante, y la segunda, porque deseaba, antes de irme
definitivamente de la región, dedicar dos o tres días a la pesca en el lago, ya
que la época del sábalo estaba comenzando. No tenía ninguna prisa, ni nada
ni nadie me conminaba a hacer esto o lo otro. Era libre, con la libertad de
quien se basta a sí mismo y que en lo de adelante, ni siquiera tiene que
preocuparse en trabajar más.
Posiblemente había otra razón, que yo no quería reconocer, pero que
secretamente persistía en mi subconsciente: el deseo de ver de nuevo a
aquella magnífica mujer a quien despreciaba y temía y que, al conocerla,
había despertado en mí un sentimiento que yo calificaba de curiosidad.
Sentía algo así como siente el cazador cuando va tras la huella fresca del
tigre. . . Conciencia de un peligro mortal y deseos de vencerlo: deseo tan
vivo y arrollador que se sobrepone al miedo y aún a la prudencia.
¡La ví casi a diario! Ella parecía buscarme, ya que yo no hacía nada por
encontrarla y, sin embargo, por todas partes nos veíamos: en las tiendas, los
pocos bares aceptables de la población, en la cantina del hotel . . . Me
miraba y me sonreía me alarmó la quién es esa, en una franca invitación
para que la abordara.
Yo seguía inmutable, ya fuera en mis compras en los almacenes o
bebiendo en las cantinas antes de las comidas. Hacía como si no existiera
para mí y adoptaba el aire de mayor indiferencia que me era posible,
presintiendo que en ello estribaba mi defensa... ¿Defensa de qué? En veces
poníame rabioso conmigo mismo al confesarme que era un temor vago e
indefinido el que me causaba la muchacha! Según mis cálculos, a la sazón
Carazamba debía de estar viviendo sus veinticinco años, y así era en efecto.
Aquella cara de facciones virginales manteníase fresca y lozana, como el de
una jovenzuela, probablemente con la misma expresión de ingenuidad de
los ‘tiempos en que su mano, firme y certera como la de un hombre, había
clavado a su amante en la playa del Motagua!
V
POR fin hablé con ella! ¡Me vi obligado a hacerlo!
En cierta ocasión había almorzado con el Jefe Político de Izabal, un
militar culto y deportista furibundo. Hablamos de cacerías y de pesca y
quedó de invitarme a una de estas excursiones en la primera oportunidad.
Una mañana, amaneció el vaporcito del gobierno —que hacía múltiples
trabajos, entre otros el de guardacosta— anclado en el muelle de
Lívingston. Habíame levantado temprano para gozar de aquella mañana
gloriosa en que los celajes purpurinos y violáceos se mojaban en el
horizonte azul oscuro del mar, allá por donde la claridad del sol iba
reventando en llamaradas inmóviles pero cambiantes en colorido.
El día se anunciaba esplendoroso y cálido y por la desembocadura del
Río Dulce comenzaba a brillar el oro sobre los penachos de los cocales y las
palmas reales y una niebla azulina salía lentamente de los acantilados
esmeraldinos de su enorme Cuenca.
Ví el vaporcito, con los colores nacionales ondeando gallardamente a
popa y alguien me dijo que el Jefe Político había amanecido en Lívingston
para salir en una excursión de pesca por la boca del Sarstún y los cayos
adyacentes.
Regresé con apetito al hotel y ya en el comedor Pedro me entregó una
tarjeta cerrada. “La acaban de traer” —me explicó.
Rasgué el sobre en donde mi nombre estaba escrito a mano. Era una
tarjeta personal del Jefe Político en que me invitaba para acompañarlo a la
pesquería. Los términos eran lacónicos pero muy cordiales. Me esperaba a
bordo del vaporcito a las siete y media de la mañana.
Aquel día fue de los más inolvidables y ha persistido en mi memoria a
través de los años con todos sus detalles! Hay momentos, minutos tal vez
que subsisten en el espíritu con la transparencia del instante mismo en que
los vivirnos! Estos son los que marcan una época o el punto de partida hacia
un nuevo derrotero, que altera el curso, ya trazado, de nuestra existencia.
Cuánto he vuelto a vivir aquellas horas imperecederas, volviendo a colmar
de luz y de azul mis horas tenebrosas de amargura y opacidad anímica!
El mar rutilaba de sol y no había diferencia entre éste y el cielo
inmaculado. El azul profundo del firmamento se diluía en el horizonte en un
tono más pálido pero intensamente brillante y por allí también el mar
cambiaba su azul por un verde esmeraldino. Ni una ola rizaba la tersa
superficie por donde el vaporcito iba rasgando su curso entre un suave
lamento de agua desgarrada y una hemorragia de perlas cual si la quilla
fuera una cuchilla impacable cortando una tela de seda finísima.
De vez en cuando como flotando en el agua, aparecían los cayos,
cubiertos de cocales y palmeras. . . El verdor entonces parecía más intenso,
como si el color tratara allí de superarse para no quedar esfuminado en el
azul luminoso del Caribe. Por entre estos islotes pasaba el vaporcito
dejando una huella blanca, como de agua empolvada . . . Los curricanes
saltaban de vez en cuando fuera de la superficie, remolcados cien varas
atrás y los pescadores nos turnábamos en las cañas, ya que iban tendidas
solamente dos para evitar enredos en las cuerdas.
Éramos ocho a bordo, además del maquinista y de un criado negro que
no se cansaba de pasar tandas de high-balls y refrescos, para endulzarnos el
sol que quemaba la piel como lente gigantesca.
Contra todo mi deseo, confieso que fue una sorpresa agridulce la que
tuve al encontrarme a Míster Burguess y a “su hembra” como compañeros
de viaje. Más tarde supe que fue ella, Carazamba, la que pidió al Jefe
Político que me invitara, a lo que él había accedido gustoso, no sólo por
serle yo persona agradable sino porque ni el viejo mandatario había podido
sustraerse al encanto fatal de aquella mujer y estaba dispuesto a no negarle
nada.
La presentación había sido sencilla, ya que con Burguess nos
conocíamos. Me tendió la mano Con un “como está” glacial. Entonces me
dijo: “Conoce a la señora? “. Yo le tendí la mano y la retiré al instante,
como si el contacto aquel me hubiera quemado. “Mucho gusto” —me dijo
ella, y me miró largo rato con una sonrisa entre burlona y alegre.
Después permanecí alejarme del grupo que, rodeada de una baranda de
en cómodas sillas de lona.
Con el pretexto de alistar mi equipo de pesca, bajé hasta la popa en
donde había un espacio grande, también lleno de sillas, para los que
quisieran pescar y tomar el sol. Los otros invitados del Jefe eran de Puerto
Barrios, entre ellos un gringo y su señora, una dama ya entrada en años pero
amantísima del deporte. Pronto iniciamos una alegre plática y fue ella la
que no se movió, casi durante todo el día, de uno de los asientos de pesca.
Mientras nos mantuvimos cerca de la costa, no tuvimos suerte. Pero al
alejarnos de la boca del Sarstún, mar adentro y ya a la altura de Belice y sus
cayos, comenzaron a rizar las aguas las bandadas de júreles. . . ¡Muy pronto
la gringa comenzó a sacar! Gozaba “peleando” las piezas, dándoles cuerda
primero y llamando despacio. Al poco rato cayó algo en mi curricán! Era un
róbalo bastante grande. Entonces cambiamos de asiento con los otros
compañeros y la pesca, desde ese momento, se generalizó.
Carazamba no se interesaba por pescar, o no sabía. Creo que, más que lo
primero era esto último y no quería demostrar su ignorancia. No podía
pensar que se la considerara inferior en algo a cualquiera que estuviera
cerca de ella. . . Pero permanecía sentada en el espacio abierto de popa y
rada vez que las cuerdas se atirantaban, se ponía de pie y seguía con avidez
todas las maniobras del pescador hasta que la pieza era izada a bordo.
Al medio día, el vaporcito ancló en el muelle de un cayo habitado.
Habíamos tenido buena pesca y el humor general era excelente. El Jefe
había sacado un tiburón de trescientas libras y, después de, tomarle algunas
fotos y matarlo, lo habíamos tirado al mar.
En este pequeño islote, perdido entre los miles las costas de Belice,
comenzó mi juego
A pesar de mi cautela y el temor a aquel algo indefinido que me
inspiraba Carazamba, la voluntad comenzó a flaquearme ante la embestida
irresistible de sus encantos.
Antes del almuerzo, que se había preparado en una gran mesa bajo la
sombra de los cocales, el gringo y su señora dispusieron bañarse y yo los
acompañé gustoso... Míster Burguess no pudo ocultar su disgustó cuando
Carazamba dijo que también ella iba a darse un chapuzón.
El agua estaba tibia y transparente, pero temamos cuidado de no
alejarnos demasiado por miedo a los tiburones... Al principio traté de
apartarme del grupo, nadando paralelamente a la orilla. Al poco rato noté
que alguien nadaba detrás Y vi a la muchacha que hacía esfuerzos por
darme alcance. Entonces me detuve y salí a la playa. Un pequeño
promontorio de la isla me ocultaba, del callado, tratando de en la cubierta
alta y hierro, se había sentado de peligroso! resto de los bañistas, pero
Carazamba pronto asentó pie y salió también a la playa. Entonces no tuve
más remedio que mirarla... Conforme su cuerpo iba saliendo del agua,
comencé a verlo con indiferencia pero cuando toda la maravilla de aquella
naturaleza prodigiosa estaba ya en la arena y venía despacio hacia mí, ya no
pude quitar los ojos de aquellas formas hechas por el demonio para la
locura y el placer...
Ella se dio cuenta del hambre de mis ojos y creo que, por vez primera,
tuvo un gesto de pudor y se apresuró a sentarse a mi lado. Entonces yo
volví la vista al mar, sintiendo que algo me brincaba dentro del pecho y
repercutíame en las sienes.
¡Largo rato estuvimos callados! Ella también soñaba en el mar y el
vientecillo, que comenzaba a rizar pequeñas olas, jugueteaba con su cabello
negrísimo como las jícaras.
Hubo un momento en que sentí la quemadura de sus ojos largamente . . .
“Así es usted siempre con las mujeres?” —me preguntó por fin con una voz
suave y mielosa.
“Cómo así?” —Pregunté——. . . ¿Qué quiere decir con eso?”
Ella titubeó al contestar. “Quiero decir... Así, tan. . . tan esquivo”.
Yo no quería mirarla porque la tenía peligrosamente cerca. Casi sentía la
humedad de su vestido de baño junto a mí.
“Según de la mujer que se trate” —dije durame1
Ella permaneció en silencio por un rato. Pero si yo no le he hecho nada
a usted!
Al contrario! He tratado de ser amable y de caerle bien! “.
Su voz tenía un dejo de súplica.
“No! A mí no me ha hecho nunca nada, y de que no me lo haga es de lo
que me estoy preocupando “...
“Ah. . . Es por eso?”
Tuve la seguridad que su voz estaba llena de tristeza, de que había
comprendido bien lo que quise decirle y que le dolía. . . ¿Podría creerse en
ella? S e r í a sincera? O era yo la nueva víctima que iba cayendo en el lazo
que ella sabía siempre tender tan sutilmente.
“A saber cuánto sabe de mí” —dijo después de larga pausa —“ .. . Y a
saber cuánto es cierto de lo que sabe”
Ahora estaba mirando de nuevo al mar en actitud pensativa. Al verla de
reojo me dije que, como comediante no tenía rival.
“Usted sabe que las verdades vuelan... Sean buenas o malas. . .
Carazamba! . . . Se ha dado cuenta que ese nombre es bien famoso y que,
por cierto, no es nada bonito? . . . No tiene otro menos feo? ... Supongo que
no nació con ese nombre o que, por lo menos, sus padres no le pondrían
así”…
Estuvo callada largo rato. Evidentemente no le había gustado mi tono
brusco y hasta burlón. “Tiene razón” —dijo por fin y siempre viendo hacia
el mar—. —“Carazamba es un nombre bien feo! Pero no tengo otro! Si mis
padres me pusieron alguno, nunca lo supe porque nunca los conocí para que
me lo dijeran. . . De manera que Carazamba me quedo, aunque no le guste!
Además, me sienta bien... ¡Y Carazamba sólo hay una! . . . No le parece?
Sentí de nuevo el fuego también noté que, en el encerraban cierto
orgullo.
Entonces me volví hacia ella y me asomé al abismo de sus ojos. Estaban
también ellos fijos en los míos y despedían una luz tenue, húmeda,
incomparable. . . Bajo la sombra de sus pestañas negrísimas y largas
brillaban intensa y cálidamente, y no pude ver nada maligno en ellos. .. Más
bien, habría jurado que estaban a punto de llorar.
Jamás he experimentado sensación igual! Cuánto tiempo me quedé allí,
con el alma entera puesta en aquellos ojos magníficos e inolvidables?
En ese instante pensé en los hombres que se habían perdido por ella, y
los compadecí! Y mientras más me miraba en ellos, fui comprendiendo más
a aquellos infelices y les di la razón. . . Cualquier cosa valía la pena, la vida
misma, por asegurarse para sí aquella mirada…
Un instante después la tenía entre mis brazos.
Primero la atraje y la apreté en un abrazo loco. Luego, ella misma me
ofreció su boca, que yo sorbí con toda el ansia de mi alma.
Después, me aparté de ella tan rápida y repentinamente como la había
tomado. Me miró con una expresión suavísima y me pasó la mano
acariciándome el pelo lleno de arena. “Te quiero con toda mi alma” - . —me
dijo suavemente.
Yo me levanté de un salto. “No le va a gustar nada a Míster Burguess
esta desaparecida” —le dije— vámonos!
A la carrera me lancé a las olas y nadé furiosamente hacia donde había
quedado la pareja de gringos, sintiendo que la muchacha venía nadando
también a escasos metros detrás de mí.
Cuando llegue al lugar donde habíamos entrado al -agua, vi que los
otros bañistas ya habían salido. Recogí mi toalla y me fuí a vestir a la
casucha donde tenía mi ropa.
Al salir a juntarme, con los compañeros que bebían el aperitivo
alrededor de la mesa, iba maldiciendo mi debilidad. . . Tenía aún fresco el
sabor de los labios de aquella que decía llamarse Carazamba y no dejaba de
repetirme a cada instante: ¡qué imbécil fui, qué idiota!
Y cuando ví la cara que me hizo Burguess al aproximarme al grupo, aún
me arrepentí más
Que interés podía tener yo en ponerme aún más mal con aquel hombre?
A él no le temía, a pesar de la pésima fama de que gozaba pero no veía la
razón para ahondar mi enemistad con un hombre de sus ojos sobre mí y
fondo, sus palabras
Peligroso bajo todo punto de vista, ya que la seguridad de sentirse
poderoso y rico lo hacía insolente y agresivo.
“Creí que se lo habían comido los tiburones” —me dijo la señora
norteamericana alegremente, a tiempo que me alargaba un high-bafl.
Burguess estaba al lado de ella. Se notaba que, para calmar su cólera, había
estado bebiendo. “Ya le dije yo, Mrs. Bailey, que no tuviera cuidado. . . ¡
Los tiburones no comen cualquier cosa! “...
Me puse pálido de rabia. Preferí no darme por aludido y pasé por alto el
insulto para evitar un escándalo. Además dentro de mí, algo brincó
produciéndome más cólera que las palabras de Burguess... Sería esto lo que
andaba buscando aquella maldita mujer? ¿Querría usarme a mí para
eliminar a su querido?
Que el hombre estaba envalentonado, no cabía duda! Del cinturón
pendíale una escuadra del 45 y había hecho alarde de ella disparando al
tiburón cuando la cuerda de la caña del Jefe Político lo había llevado cerca
de la lancha. Yo estaba desarmado, ya que sólo había llevado al vaporcito
un rifle 22.
Burguess esperó mi reacción con los ojos encendidos y la mano
apoyada en el cinturón de su escuadra. Como viera que yo disimulaba
tomando mi whisky y hablando en inglés con la señora, sentí que algo
nuevo y más rudo iba a decir, cuando apareció Carazamba peinándose la
goteante cabellera.
Entonces de dirigió a ella y los vi apartados del grupo discutiendo... La
muchacha levantó los hombros despectivamente y se acercó a nosotros
dando por terminada así su polémica con el rabioso Burguess.
Por suerte el almuerzo transcurrió sin otro incidente con bastante
cordialidad, habiéndome yo preocupado de sentarme lo más lejos posible de
la peligrosa pareja, a
Pesar de que la muchacha hizo cuanto estuvo de su parte por sentarse a
mi lado, cosa que yo evité haciéndolo entre los norteamericanos.
Por la tarde, siguió la pesca con mucho éxito. Al regreso, pasando por la
barra del Sarstún, tuve la suerte de que un enorme pez-sierra mordiera mi
curricán. Por varios minutos lo vimos saltando fuera d agua en plateadas
contorsiones mientras yo iba llamando poco a poco y a costa de un gran
esfuerzo... Repentinamente el peso cedió y me di cuenta de que había
reventado la cuerda.
Durante toda la tarde Carazamba estuvo a mi lado! Ya no le importaban
los gestos de cólera de míster Burguess ni las amenazas que le hacía a
media voz. .. Quería agradarme y me conversaba animadamente de todo. Yo
casi no respondía, salvo lo estrictamente necesario para no pasar por
grosero.
Evité abiertamente la mirada de Burguess, tratando de ponerme siempre
de espaldas a él y atento únicamente a las cuerdas de pesca.
- Por fin desembarcamos en Lívingston. El Jefe Político estuvo muy
cordial al despedirse, ya que él seguía con sus otros invitados hasta Barrios.
Al sentar pie en el muelle, estreché la mano a mis acompañantes y me
despedí de Burguess con un “buenas noches” seco y cortante.
Cuando me inclinaba frente a Carazamba cortésmente, ella lo nizo hacia
mí y en un instante sentí su cálido aliento junto a mí oído.
“Sepa usted que Burguess me importa un pito! ... Ya sabe que yo sólo lo
quiero .... “. Ya no alcancé a oír más porque, cuando ella terminaba la frase,
yo estaba subiendo la cuesta hacia el hotel a grandes trancos.
VI
HASE dos días en un verdadero desasosiego. Sentíame malhumorado y
estaba decidido a irme de Lívingston cuanto antes. Ya no hallaba qué hacer
en aquel pequeño poblado y los pocos amigos que tenía se me hicieron
insoportables.
Pedro se ausentó al día siguiente de la pesquería. Había, por fin, llegado
a un acuerdo definitivo con el cliente para el equipo de campamento y
juntos se fueron en el vaporcito del Ferrocarril Verapaz hacia El Estor, en
donde se iba a verificar la entrega. Estaría ausente dos o tres días y yo
decidí esperar tan sólo su regreso para irme de la zona definitivamente.
Ambulaba por las calles del heterogéneo Lívingston, perdido entre la
muchedumbre negra, mulata y zamba, en donde los idiomas se mezclaban y
degeneraban bárbaramente en una babel de español, inglés pésimo, quecchí
y caribe... Secretamente ansiaba ver de nuevo a Carazamba y, sin embargo,
cuando me encontré con ella cerca del mercado, dos días después de la
pesquería, al verla enmedio de unos vendedores de fruta, quise pasar
desapercibido y traté de escabullirme. Ella me había visto y me alcanzó,
tomándome por el brazo al abordarme.
“No se vaya”. —me dijo en una mezcla de mandato y súplica—”. . .
Quiero hablarle!
La gente nos veía pasar por las callejuelas sucias y a mis oídos llegaba
el murmullo de sus •i comentarios. La muchacha iba a mi lado en silencio,
mientras mis pensamientos saltaban en informe connubio de cosas
encontradas. Sentíame contento de tenerla a mi lado y quería al mismo
tiempo separarme de ella, decirle que se largara y me dejara en paz. Ella
seguía todo gesto mío con ansiosa mirada, temerosa de lo que podría
decirle. . . ¿ “Por qué me huye?” se atrevió a decir por fin.
“Desde lo de la playa prosiguió— no puedo pensar en otra cosa, a pesar
de lo rudo que ha sido conmigo”...
Yo la miré y ví sus ojos de frente. No pestañeé y sostuvo la mirada. En
aquel momento estaba sincera y era presa de extraña agitación.
“He tratado de verlo desde ayer” —siguió diciendo—”. .. a pesar de que
el idiota de Burguess hasta me ha prohibido salir mientras usted esté aquí.
¡Ya vé! Todos ven lo que usted no quiere ver...”
No hallaba qué contestarle. Decirle que estaba feliz de tenerla a mi lado,
que a mí también se me hacían insoportables las horas con el deseo
constante de encontrarla; que nos fuéramos lejos . . . Esto habría sido lo que
sinceramente le habría dicho, si dejara salir la verdad de donde mi juicio la
tenía aprisionada
En vez de ello, seguí un rato inmutable para demostrar lo poco que me
interesaban sus palabras.
“Sepa usted, señora” —le dije por fin en tono pausado y seco— “que no
me interesa en absoluto lo que pueda sentir por mí y la opinión que de mí
tenga! Lo de la playa no fue sino una locura momentánea, propiciada por
las circunstancias y el ambiente. Soy hombre y, como tal, los sentidos
trabajaron en mala hora sobreponiéndose a mi voluntad... ¡El yerro o
debilidad o como usted quiera llamarlo, fue rectificado inmediatamente y
mi mayor deseo es no causarle mayores molestias en su vida y que usted no
las cause, a su vez, en la mía! “
Sentí inmediatamente haber dicho aquellas palabras! Con ellas creí
alejar para siempre la tentación de la aventura, pero, por esto mismo, algo
dentro de mí se rebelaba. . . ¿Por qué aquellos prejuicios estúpidos, cuando
podía aprovecharme a mis anchas de esta deliciosa y diabólica criatura y
dejarla después? .
Pero de nuevo la voluntad subconsciente actué en mis músculos y me
hizo caminar de prisa, casi a la carrera, dejándola rezagada.
Cuando torcí en la próxima esquina, de soslayo le eché un vistazo.
Habíase detenido en el lugar donde la dejé y me veía marchar con expresión
de desconsuelo en su extrañísimo rostro.
Llegué al hotel en un estado de furia inmensa Furia contra el mundo
entero, contra mí mismo sobre todo! No sabía, en definitiva, lo que quería y
maldecíame en el fondo por haber cortado el paseo con la muchacha en la
forma que lo hice. En la cantina ordené que subieran a mi cuarto una botella
de whisky y minerales y me puse a beber vaso tras vaso. No bajé a almorzar
y seguí bebiendo. A media tarde pedí otra botella. El alcohol me había
reconfortado grandemente. Entraba con suave facilidad y me quemaba las
vísceras con calorcillo extraño que después se extendía por todo el cuerpo y
me ensanchaba el alma. Aspiraba el aire a pulmón pleno y me sentí ya
mejor. Cada vaso me producía una sensación nueva de bienestar y una
lánguida euforia se había adueñado de mí .. . ¡Qué me importaba aquella
hembra lujuriosa y maldita! Menos me importaba el bandolero de míster
Burguess, ni nada ni nadie! Yo era yo, bastante para mí mismo y para
cualquiera!.. Reí a carcajadas en la soledad de mi cuarto. . . “Cuando vuelva
Pedro, me iré de aquí para siempre! ¡Se acabaron las penas, las
enfermedades y este maldito calor insoportable! ... Al carajo con todo y a
gozar la vida en el extranjero. . . La América del Sur. ¡Sí! Me iría a Buenos
Aires, a Santiago, a gozar de las mujeres hermosas y de mi dinero, alejado
del caos de la guerra de Europa. . . Después, cuando ésta pasara. . . París,
Londres, Madrid ... . Y de nuevo América! Nueva York, California, Miami”
Estaba febril y espiritado, pero no borracho. Me sentía mejor que nunca
y decidí dar un paseo. Baje hasta el muelle en donde invité a un mulato a
beber. Lo conocía desde que me sirvió de guía en una excursión de caza.
Entramos a una cantina y bebimos ron del país. . . El aguardiente me quemó
las entrañas y sentí los ojos vidriosos y relucientes corno los de un felino...
De nuevo me iba invadía la cólera y el rencor. Contra quién?
¡El mulato era manso y fiel! No comprendía el incendio de mi espíritu y
se asustó al verme belicoso. Entraron tres negros y un blanco y me puse a
provocarlos. Cuando uno de ellos contestó con una broma simple Un
insulto mío, me puse de pie y tomando la botella por el cuello, me acerqué a
la mesa donde estaban bebiendo. . . Al instante se levantaron y salieron
corriendo . . . El cantinero no tuvo tiempo de cobrarles. “Dejá que se vayan
esos coyones! “ —Le dije deteniéndolo rudamente—”. ¡No te aflijas, que
yo pago su cuenta!
Debo de haber estado terrible porque, cuando volví a mi mesa, el
mulato también había desaparecido!
Bebí unos tragos m y regresé al hotel. Iba a subir directamente a mi
habitación a darle fin a la botella de whisky cuando algo me detuvo. El
destino de ese día estaba ya escrito con letras de fuego!
Decidí tornar un high bien frío en la cantina, antes de subir, y allí me
dirigí. Había humo Y ruido de voces, pero no quise ver a nadie. Pedí mi
trago en el mostrador. Entonces me volví. En una mesa cercana estaban
Burguess y el Comandante y al lado de éste, ¡Carazamba! La ví a ella con
mirada insistente y burlona y noté que se ponía! tan pálida que el moreno
subido de su faz desapareció por completo.
Burguess y su compañero también habían bebido porque la botella en su
mesa estaba casi vacía . . . Pero no me preocupé de ellos mayormente, sólo
el tiempo suficiente para lanzarles una mirada despectiva y retadora.
Burguess era peligroso! Algo dijo a su compañero en voz alta, para que
yo lo oyera, pero no alcancé a entender claramente. Que era un insulto, no
cabía la menor duda!
Ambos iban armados y detuve la mirada febril en la escuadra del
extranjero, aquella misma 45 cuyos estampidos al dar muerte al tiburón
volvieron a resonar extrañamente en mi memoria...
Entonces tomé el resto del trago de un sorbo y me dirigí a la escalera
para ganar mi cuarto. Al pasar frente al trío, oí que el comandante decía:
“Déjelo! . . . ¡No vale la pena! ¡Ya se va, corriendo de miedo!
Las sienes me palpitaron brutalmente y subí las gradas de cuatro en
cuatro.
Dos minutos después bajaba de nuevo. Esta vez venía despacio. Mis
ojos veían con diáfana claridad, mejor que nunca, y una extraña
tranquilidad me invadía. . . Repentinamente creí que todo el alcohol se
había evaporado de mi cuerpo como por encanto. . . Sentí los nervios firmes
y el corazón latíame tan despacio como cuando hacía la siesta. . Las gradas
de madera gemían largamente a cada paso mío.
En la cintura llevaba un ancho biricú lleno de tiros y por el lado
derecho, muy caída, colgaba mi negra 38 especial, cuya culata tocaban
suavemente las yemas de mis dedos.
Cuando aparecí de nuevo en la cantina, algo extraño e imponente debía
haber en mi figura, porque los criados desaparecieron y se hizo un silencio
absoluto. Llegue al mostrador y pedí otro trago que el cantinero me sirvió
lleno de nervios. Entonces, con el vaso en la mano izquierda, me volví
lentamente.
Burguess me observaba en silencio, pero su cara permanecí colorada e
impasible. El Comandante estaba pálido y se movió intranquilo en su
asiento. Carazamba parecía una esfinge, con inmovilidad y color pétreos.
“Levántese, perro maldito! “ —dije a Burguess repentinamente “Ahora
quiero que vuelva a insultarme, inglés sarnoso hijue puta!
La mesa donde estaban sentados cayó volcada de un empellón, un fuerte
estampido sonó en el ámbito ahuecado de la cantina y sentí una quemadura
en el hombro. .. Al instante, mi 38 comenzó a disparar. . Una, dos, tres
veces. Burguess se tambaleó un momento y cayó pesadamente sobre el
canto de la mesa volteada! Yo estaba seguro que dos de mis tiros le habían
reventado la frente y el tercero le había entrado en el pecho..
El Comandante estaba de pie y, a tiempo que Carazamba lo empujaba
violentamente, sonó el disparo de su revólver, que hizo añicos el espejo del
mostrador a mis espaldas. Entonces disparé los tres tiros restantes y el
Comandante se volteó y cayó, lanzando un grito...
Ya no vi nada más. . . Sólo el humo de la cantina estaba frente a mí,
como una niebla espesa. . . Abrí el tambor de la pistola y lo cargué de
nuevo, con toda calma. .. Al dirigirme a la calle, sentí la mano de
Carazamba que me apretaba el brazo con fuerza diciéndome algo. Yo la
empujé brutalmente a un lado...
En la calle, alguien me tomó de un brazo, la mano de un hombre!
“Véngase por aquí, pero ligero! “ —oí que me decían.
La noción de que corría por las callejuelas arrastrado por alguien y que
avanzábamos largamente... Después el ruido del mar golpeando en unos
troncos, y luego, el silencio!
VII
CUANDO abrí los ojos, me pareció que aún no había despertado de un
profundo sueño. Me costó trabajo volver a la plena conciencia, ya que mi
cerebro se empeñaba en mantener un extraño embotamiento. Poco a poco se
fue haciendo la luz en mis confusas ideas y, por fin, ví claramente.
Hallábame acostado en un catre de lona. Alguien me había desvestido,
pero me encontraba en ropa interior y tapado con una colcha desteñida.
Estaba en una covacha de madera que poco a poco, fui reconociendo.
Por el hueco de la puerta entraba la luz del sol y, ví el brillo verdoso del
agua a escasos metros de la casucha Quise incorporarme en el entre y un
dolor agudo me lo impidió. Entonces me di cuenta de que el hombro
izquierdo lo tenía fuertemente vendado. La gasa estaba limpia y me consolé
al no Ver en ella manchas de sangre.
¡ De golpe recordé todos los acontecimientos últimos y el corazón me
dió un vuelco!
En ese momento apareció la cara de Pedro en el hueco luminoso de la
puerta. “Ya despertó, patrón?” —me dijo entrando con rapidez y yendo a
sentarse a mi lado.
¡Ah! ,¡Mi bueno e inseparable Pedro! Cuánto he agradecido aquella su
recia amistad y aquella su calma, que fue para mis horas de zozobra y
lucha, bálsamo benéfico y vivificante!
Se inclinó y me examinó los ojos detenidamente. Luego me palpó la
frente con su mano amplia y callosa.
“Ya no hay calentura” —dijo sonriendo... “Lo que debe haber es una
goma terrible! “
Se fue a un cajón que hacía de mesa y sirvió medio vaso de whisky de
una botella, el cual vacié de un sorbo.
“Que tal se siente? “ —me preguntó con su voz profunda y suave.
“Ahora bien! . . . ¡Con ese trago!
¿Qué estoy haciendo en la covacha de la Ná Cantel?”
“Lino, el mulato, lo trajo pa cá! Dice que anoche, después que salió de
la cantina del muelle, ya iba “picado” y al cabo diun rato se jué pal hotel a
ver si usté quería emprestarle unos pesos, pero que anduvo rondando por la
puerta sin atreverse a entrar porque dice que usté estaba mero liyero y le
daba miedo... En eso oyó los plomazos del pleito y cuando se asomó a ver
qué había pasado, tuavía canzó a ver las últimas pataleadas del Comandante
a que usté se acercaba a la puerta de la calle amba1eándo5e y con el cuete
en la mano... Entonces la salada mujer esa lo había querido sostener Y usté
la aventó diun empujón. . . Lino lo agarró del brazo y le dijo que corriera
con él y se lo jué trayendo a trompezones hasta aquí! Usté tenía la camisa
llena de sangre y al nomás llegar aquí se cayó al suelo y entre la Cantel y él’
lograron por fin encaramarlo al catre y desvestirlo. Nadie los vió porque era
l’hora de comer, no había nadie en la calle y se vinieron por la oscurana...
Le sacó pisto de la bolsa y mandó a la Cantel a comprar vendas y medicinas
y entre los dos le lavaron y le curaron la herida”
“Era grave la herida?”
“No tanto! La bala le pasó yebando un tanto así de carne por encima del
hombro! “ Fue pura potra que no entrara más debajo y si nués porque estaba
jalado, el riendazo lo hubiera botado al suelo! No se olvide que jue con 45!
después le dio calentura juerte y la Cantel comenzó a hacer brujerías y le
dio a tomar un caliente de yerbas del monte, que lo hizo sudar toda la
noche... Tuavía hoy a medio día, que jué cuando yo volví y el mulato me
jué a encontrar al muelle pa contarme todo, lo vine a hallar hirviendo; pero
la Cantel dijo que pa cuando se dispertara ya iba a estar güeno. Y asi parece
que jue la voluntá de Dios porque ya esta fresquito”. Y Pedro volvió a posar
su mano sobre mi frente sudorosa.
A pesar de la herida y de la pérdida de sangre, me sentía bien! Quise
levantarme mas Pedro no me dejó. “Quédese acostado un poco más,
siquiera hasta que coma. Ya no tardan en regresar el Lino y la Cantel, que
los mandé a traer noticias y a comprar qué comer”.
Algo terrible se apretaba dentro de mi ser y me conminaba a no pensar
en ello. Pedro no había hecho alusión alguna a lo que había sucedido en la
cantina del hotel.
Pedí otro trago y. cuando lo hube tornado, me atreví a decir: “Lo de
anoche ¡Fue culpa de ellos! También estaban socados y me insultaron,
abusando que yo no llevaba arma. Entonces, me fui a mi cuarto y bajé con
el revólver ¿Qué pasó por fin, después de todo?
“Ya sabía yo eso, por las declaraciones de los criados! Dicen todos que
ellos lo provocaron a usté, que uste todavía se quiso ir pa arriba y que al
pasar, el Comandante le dijo quera un miedoso y entonces usté regresó
armado. Que el gringo disparé primero, hiriéndolo, y que entonces usté
contestó el luego. Que también el Comandante le tiré a usté primero y que
si nués porque Carazamba le da un empujón a tiempo, lo mata! “
“No se salvé ninguno? ‘‘ Esta pregunta la hice con toda el ansia de mi
alma!
“Qué se iban a salvar” El gringo murió instantáneamente. Tenía dos
plomazos en media frente separados uno del otro media pulgada y fueron
los que le destaparon la cabeza. El otro se lo metió en mitá del pecho
cuando ya iba difunto de caída. El
Comandante aguantó vivo cinco tres tiros le atravesaron el pecho y los
pulmones”.
Pedro vio la palidez mortal que me invadió y e dio otro trago.
Comprendió la tragedia tormentosa que se revolvía dentro de mi alma! De
manera que tenía ya las manos manchadas de sangre? . .. Yo, que siempre
pasé a través de la vida dejando una estela de honradez y hombría de’ bien
como la mejor huella de mis andanzas! Yo que fui educado en el seno de un
hogar pacífico y modelo! •.. Las lágrimas me brotaron cuando pensé en mi
madre!
Pedro pareció leer el luto de mi espíritu. “No se áflija, patrón! “ —me
dijo suavemente—” Usté no tuvo la culpa! Jue pura defensa propia... Todo
es por la maldita mujer esa! Ya se luavía dicho yo, que está salada y yeba la
perdición de los hombres! “. . . Lo malo es que el cónsul inglés puso el grito
en el cielo y vino hoy en la mañana pal entierro, que acaba de ser,
acompañado del Jefe Político desde Barrios, y está furioso. Ya sabe que,
desde los pleitos por Belice, está echando leche como los sapos y dice que
exije que lo cauturen a usté. ‘También el Jefe ha dado orden de que lo
agarren, no sólo por lo del gringo sino por lo del Comandante que a más de
ser actoridá, era pariente suyo”.
“Bueno! Que me capturen! Fue legítima defensa y ya lo probaré!
“Dios guarde, patroncito! A saber cómo van a pintar los hechos en
Guatemala, y pior si lo juzgan en Barrios!... No se olvide que el Presidente
no perdona eso de los balazos y las muertes! Es que huyamos, pero … ¿pa
dónde?
Pedro se paseó como buscando inspiración.
Al rato entró el mulato con la Cante!, la bruja quecchí a quien yo había
ido a buscar en cierta ocasión para que atendiera a un mi cortador de
madera que le tenía m fe que yo a los médicos. Le había pagado bien
aquella vez y, desde entonces, me tenía “buena ley” como decía Pedro.
Estreché la mano de Lino y le dí las gracias. El tan sólo me miró,
sonriéndome con sus dientazos albos. “Ya vé, patrón! “ —Me dijo por fin—
“Yo ya sabía que iba hacer algo mú malo uté! “... ¡Le dio mal trago! “...
Tomé otro whisky y un caldo de huevos con apazote, que pronto me
preparó la vieja, quien, según murmuraciones de Pedro, tenía amores con el
mulato, logrados a fuerza de brujerías hechas con un sapo cosido por la
boca y un retrato de Lino claveteado de alfileres en el corazón y en los
sentidos...
Después me contó que el entierro había estado muy concurrido... Que
sólo al gringo lo habían sepultado en Lívingston y que el Jefe Político se
llevó al Comandante para entregarlo a la familia en Puerto Barrios... Que
Carazamba no había ido al éntierro y que la gente hablaba mal de ella
porque todas sus declaraciones fueron en favor mío. Que en el pueblo todos
estaban de mi lado, pero que la mujer no debía haber declarado a favor del
hombre que había matado a su marido y que, finalmente, e andaban
buscando por todas partes y ya se habían ido varias patrullas al monte y con
el Jefe político iba a echarme al día siguiente a toda la Montada encima.
Nadie sabía mi paradero! Los criados del hotel y el cantinero declararon
que me vieron salir, pero que no se atrevieron a atajarme porque había
cargado de nuevo el revólver y, desde entonces; nadie me había vuelto a ver
más. Me buscaban en las casas de los pocos amigos que tenía en la
población pero la mayoría creía que había huído por el río y ya se había
telegrafiado a San Felipe, al Estor Y a Izabal, en las márgenes del lago,
ordenando mi captura.
Noté de pronto que la Cante! estaba nerviosa. Quería decir algo y no se
atrevía. “Vos, Cante!” —Le dije secamente y ya de pie, paseándome por la
destartalada pieza de un lado a otro— “vos sabés algo y no lo decís . . .
Dios te guarde si has dicho dónde estoy!
La india emitió una serie de sonidos raros, manifestando así su protesta.
“Ay, vos patroncite... Donde ibe yo acusarte vos pa que te yebe el policíe? .
. . Vos sos güene y tenés fe en el costumbro del Cantel y pagás güen piste!
Yo no decir nada nadie! ... Sólo que... sólo que.
La india vacilaba, presa de verdadera nerviosidad ante la mirada severa
y escrutadora mía y de Pedro. “Solo que, desgraciada”—gritó Pedro
amenazador.
El mulato también estaba cerca de ella y, por la mirada que le lanzó,
comprendí que ni todos los sapos y los alfileres de “su costumbro” la iban a
librar de morir atragantada entre las manazas de Lino, como hubiera dicho
dónde me encontraba yo.
La india se asustó de verdad! “No vayan hacer nada mí, yo contarte vos
patroncite, y vos Pegue y vos don Line! •.. Resulte que yo tener güena
marchante pagar también güen piste, este mujer Carazamba llamar muchas
veces Ná Cante! pa hacerle el costumbre a ey! Hoy timprane yo ir verla pa
llevarle yerbites y polvo de gusane encantado que l’otro diye me encargó pa
hacerle brujeríe de amor a un su hombre que dis que la dispreseye. Cuando
entré su casa eye estar su cuarte y dis que no durmió, dis, y no querer salir
saludar gento que yegar ver dijunte... Me dij que no le importabe un caraj el
tal su maride y que ya no quiríe mis yerbite y mis polvite de gusane. Que
l’hombre que ey quiríe se había ido pa siempre Y se puse yorar y me dij que
el tal su hombre eras vos mesme, patroncite! Cuando me dije tu nombre,
quedarme asustade y eye notar mi cara de suste y entonce eye agarrarme de
la trenza y decirme q yo saber donde vos estás, patroncite y que eye darme
muche piste si yo dicirle pura verdá... líe juró por los santes que no dicir
nada policíe y cuando yo le dij que sí sabía dónde estabas pero que no dicir,
eye me dij que pa que yo viere que no querer hacer mal nadie eye darme
este papelite pa vos y si vos querés, vos contestés otro que yo le yebe
después”.
La india se sacó del güipil un papel doblado en varios pliegos y me lo
dio. Pedro se puso tras de mi hombro para leer también.
Decía: “Por la Cantel he sabido que usted está por aquí cerca. Le ruego
tener mucha prudencia porque lo buscan por todas partes. Si me tiene
confianza, contésteme inmediatamente. Yo tengo la lancha automóvil y un
negro de todo fiar. Sólo hay escape hacia México, por El Petén, ya que a
Belice, ni soñarlo, pues Burguess era inglés y no suizo, como la gente creía
y, además Belice devuelve a todo el que pasa sin papeles... Sólo México es
su salvación y por El Petén puede llegar, usted que conoce bien las
montañas. Le suplico con toda mi alma que fíe en mí! Si acepta mi
ofrecimiento, dígame a dónde le mando la lancha esta misma noche para
que se vaya. Le pondré también provisiones y armas. ¡Dios quiera que
algún día perdone el daño que, sin querer, le he causado!
Por varios minutos nos quedamos callados. Leí y releí el papel y una
emoción extraña me invadió...
“¡No le haga caso! “ —me dijo Pedro rubiosamente— “¡ .. . Y vos,
india maldita, no salís de aquí hasta que nos vayamos!
P e r o yo seguía pensando! Repentinamente, algo se iluminó dentro de
mí. Si era un lazo que me tendía para salir de mí también, como era su
costumbre, y deseaba entregarme en manos de la ley, pensé que ya me había
metido demasiado en la aventura y que, al fin y al cabo, hasta sería una
liberación y una solución rápida de mi problema.
Tomé un lápiz, arranqué la hoja de un cuaderno de apuntes y escribí
rápido y breve. Le decía que esperaba la lancha esa misma noche, a las doce
en punto en la playa, frente a la casa de la Cantel.
VIII
CUANDO la india se fue, llevando el mensaje, Pedro me contempló en
silencio, con una expresión indescifrable en su moreno semblante. Lino tan
sólo se sentó en un cajón y pidió permiso para tomarse un trago, sin
comprender nada.
M recosté de nuevo en el catre y le dije a Pedro que cambiara mi
vendaje y me echara más polvos de sulfa en la herida. Sentía algo de fiebre
y quise dormir un rato.
Unos minutos antes de las doce, llegó la lancha. Rato hacía que Pedro,
el mulato y yo, esperábamos ansiosamente. Era una noche obscura y
nebulosa y el mar estaba agitado. Por una parte, la oscuridad nos favorecía
inmensamente, ya que en noche clara nuestra escapada habría sido más
difícil, pero en el trópico la ausencia de estrellas en el firmamento presagian
lluvia y mal tiempo. Grandes nubes rojizas cruzaban velozmente y el viento
soplaba con fuerza, despeinando los cocales las Palmeras. Enmedio de la
obscuridad envolvente veíamos los blancos rizos de las olas al encresparse
cerca de la playa, frente a la casucha de la india Cantel.
Pedro no había querido asomarse por las calles, temeroso de que lo
apresaran a él para averiguar mi paradero y, por lo tanto, habíamos decidido
abandonar nuestro equipaje en el hotel que, por lo demás, era bien escaso.
Mi amigo tenía en el bolsillo el dinero de la venta del equipo de
campamento, y yo llevaba encima una suma regular, que era todo lo que
poseía conmigo, ya que los pagos mayores los hacía siempre por medio de
cheques. Por lo tanto no teníamos otra impedimenta que la que llevábamos
puesta, además de mi pistola y del cinturón lleno de tiros.
La lancha llegó guiada por un negro viejo y silencioso y atracó
suavemente a la playa, no sin gran esfuerzo, ya que el hombre venía
impulsándola a remos para no hacer ruido. Al instante, ví que se trataba de
una magnífica lancha automóvil Higgins, de último modelo y de veinte pies
de largo. No pude distinguir nada más que a su ocupante y algunos bultos
envueltos en pesadas lonas, dentro de ella.
Nos despedimos silenciosamente del mulato y de la india y, en el
momento de separarme de ellos, le entregué a Lino dos billetes de veinte
quetzales cada uno. “Tomá” —le dije— ‘ ¡Para vos y la Cantel, para que se
compren algo en nombre mío!
A la india le relumbraron los ojos, pues ya su del carnero, brilló la
claridad de una lágrima.
El negro de la lancha no habló hasta que estuvimos a bordo. “Ustedes
colocarse aquí adelante, a mi lado. Los bultos ir detrás tapados por si llueve.
Usted, Míster, poder ordenar lo que quiera al negro John. Y ahora,
ayudarme con los remos”.
Al instante nos dio a cada uno un canalete de cayuco y él comenzó a
bogar con dos largos remos. Pedro y yo lo ayudábamos lo mejor que nos era
posible y, poco a poco, la pesada lancha se fue alejando de la orilla.
Minutos después, las borrosas figuras de Lino y la Cante’ paradas
silenciosamente en la playa, fueron desapareciendo mientras yo iba
contemplando cómo se esfumaban de mi vida aquellos seres que me fueron
fieles y desinteresados en el momento más preciso. Amargamente pensé en
mis amigos de la capital y de Xelajú y en si ellos habrían sido capaces de
hacer tanto y tan modestamente por mí como aquellas insignificantes
sombras que apenas me habían conocido y que ya se iban confundiendo con
la negrura de la playa. Allí quedaban aquellas almas sencillas para
proseguir sus vidas al unísono, de diferentes razas ambas pero que el
trópico había unido sin ningún escrúpulo ni prejuicio: la del— negro,
rudimentaria y mansa como la de un perro y la de la india, compleja y
misteriosa, preservando su amor senil con un sapo cosido por la boca y un
retrato claveteado de alfileres. Comercio y el trato con los blancos la habían
hecho “pistera”. En cambio, en la cara del mulato sólo pude ver tristeza y
en sus ojos, apagados como los
Seguimos alejándonos y más afuera nos era dificultoso avanzar con los
remos, pues los rizos blancos que viéramos desde la orilla se habían
convertido en olas de regular tamaño. La embarcación cabeceaba y nuestros
canaletes, manejados torpemente puesto que no era lancha propia para
remos, iban rozando continuamente las bordas. En silencio fuimos
desfilando frente a las luces de Lívingston. La corriente del río nos ayudaba
bastante y el negro John iba guiando la lancha hacia la izquierda para doblar
el minúsculo cabo que separa la barra del Dulce con la Bahía.
Media hora después, había desaparecido Lívingston con sus luces
tragadas por la línea negra de la tierra y el mar. El parpadeo intermitente de
los tres faros se veía a lo lejos y, por fin, en el horizonte a nuestras espaldas
apareció el lucerio de Puerto Barrios. Entonces el negro John dejó de remar.
“Esto ser suficiente ya” —dijo con su voz garrasposa—. “Aquí ya no oírse
motor”...
Oprimió el starter y la máquina arrancó. Al instante comenzamos a
correr por el mar en dirección a Belice.
¡La lancha era magnífica! A pesar de lo picado del mar avanzaba con
una velocidad tal que nos hacía dificultosa la respiración y nos obligaba a
buscar cobijo bajo el parabrisas. Saltaba como pescado sobre las crestas de
las olas e iba dejando una estela turbulenta de extraña luminosidad.
“Usted llevar timón un rato” —me dijo el negro cediéndome su asiento
— “...seguir adelante pero sin acercarse a la orilla Por su manera de hablar
comprendí que era beliceño. Saltó sobre el asiento hacia la parte trasera, en
donde desapareció tras los bultos. Yo aproveché para calmar mis nervios
oprimiendo el acelerador y haciendo volar la embarcación sobre las olas,
que ya se habían violentado Y castigaban la quilla y el casco con extraños
golpes secos. De vez en cuando, la proa se cubría de espuma Y una rociada
de agua tibia nos caía encima.
Al poco rato volvió el negro. Traía una bolsa de papel. “Ustedes comer
y beber café” —nos dijo; volviendo a ocupar su asiento ante el timón.
Pedro y yo nos alegramos de encontrar dentro del paquete gran cantidad
de sándwiches y un thermo con café.
Pronto vimos la obscura y alargada silueta de punta Cocolí y entonces la
embarcación viró un tanto a la izquierda, enfilando en línea recta hacia la
invisible barra del Sarstún.
Nos maravillábamos del sentido de orientación del negro, cuyos ojos
impasibles y apagados parecían traspasar la compacta oscuridad de la noche
y el mar como si en un día luminoso estuviera viendo fijamente su punto de
destino.
¡Comenzó a llover! Al principio, una llovizna que creíamos fuera la
brisa del mar y las salpicaduras de la lancha. Pero luego arreció y los
goterones macizos pronto nos rodearon en un manto blanquecino y espeso.
El negro nos ofreció una gran lona, bajo la cual nos arrebujamos.
¿Cuánto tiempo duró aquella mar, que se iba embraveciendo por Nunca
a pude precisarlo, pero, circunstancias, se me hizo corto! carrera sobre el
momentos? A pesar. De las Yo calculé que corrimos a 45 kilómetros por
hora, cuando menos.
Repentinamente la lancha comenzó a perder velocidad hasta quedar en
marcha lenta. Enfrente veíamos grandes masas de negrura y la cercana
tierra, más negra aún... Una claridad tenue f esparciéndose poco a poco,
como una inmensa luciérnaga que flotara sobre las aguas frente a nosotros y
comprendimos que era la boca de un río anchísimo. Pronto, la lancha
comenzó a cabecear peligrosamente pero siempre avanzando con lentitud.
El negro, a quien yo llamaba míster John, iba incorporado en el asiento y
manteníase pendiente de su maniobra. Se veía que iba cruzando un paso
difícil y peligroso.
Habíamos comenzado a penetrar en el río y la barra tenía un oleaje
violento. Apareció la sombra de una isla y pasamos casi rozándola. Estaba
cubierta de mangles, y tan cercanos a ella pasamos que oímos esos extraños
ruidos, como pequeñas. Explosiones, causadas por el sinnúmero de
cangrejos y moluscos que pululan en el intrincado raicero. La lancha saltaba
peligrosamente y en varias ocasiones creí que íbamos a volcar. Míster John
sonreía entonces para darnos ánimo. “¡Hoy no estar barra muy mala! ...
Después ponerse peor! Noche negra, muy mala para caer dentro del mar!
Tiburonero alborotarse con el lluvia!
Poco a poco se fue aquietado el agua y la isla quedó atrás.
Habíamos entrado en pleno río y sus márgenes se veían obscuras. La
lluvia cesó repentinamente y a través de los volantes tules de las nubes
brillaba de cuando el chispazo de una estrella. No se veía ninguna montaña,
tan sólo la sombra de una selva baja que supimos al instante se trataba de un
inmenso manglar.
La lancha se fue haciendo hacia la margen derecha, con el motor
funcionando apenas. Parecía que no avanzábamos e íbamos casi rozando los
anglares de la costa beliceña.
En el lado opuesto aparecieron unas lucecillas. “La aldea de Sarstún” —
dijo el negro—. “ . . . Por eso ir yo muy despacio, muy silencío, para que
ellos allá no oírnos! . Hay telégrafo para Lívingston, usted sabe”.
Hasta ese momento nada había dicho yo a míster John y nada había
preguntado él. Parecía que sus instrucciones las tenía precisas . . Cuando
hizo la observación del telégrafo, comprendí que sabía todo, el motivo del
viaje, su misterio y objetivo. ¿Sería de fiar, como había asegurado
Carazamba?
No había tenido tiempo de meditar sobre mi extraña situación! Aquella
lancha, propiedad sin duda del hombre a quien había matado la noche
anterior, me sacaba de las fauces de la autoridad de Lívingston y me iba
llevando, a través de parajes desconocidos, hacia una meta aún más
ignorada.
“¿Hasta dónde me lleva ahora?” —pregunté un poco tímidamente.
“Seguir adelante hasta lugar seguro dónde poder dormir un poco” —fue
la respuesta inmediata.
A pesar de la lentitud, pronto una vuelta del río apagó las luces de la
aldea y entonces paulatinamente, comenzó la lancha a acelerar s marcha
hasta volver a correr, aunque ya no con la velocidad que traíamos en el mar.
Al poco rato aparecieron otras luces en el lado guatemalteco del río,
como pequeñas fogatas. “Este aldeíte llamarse La Vaca” —volvió a explicar
el piloto.
Nos manteníamos siempre pegados a la costa beliceña. El río era
anchuroso y calculé una distancia de cuatrocientos a quinientos metros de
orilla a orilla.
Un rato después, míster John viró hacia la margen opuesta. Ibamos
rápidamente hacia tierra y yo creí que encallaríamos en ella, cuando ésta se
abrió en otro camino de agua y repentinamente la lancha desembocó en una
especie de bahía. Acabábamos de entrar en ella a través de dos lenguas de
tierra que la separaban del río. La atravesamos y el negro disminuyó la
marcha hasta que la proa encalló con suavidad en la arena. “Aquí poder
dormir tranquilos” —nos dijo—. “ . . . Este lugar llamarse Laguna Grande!
¡No más poblados con telégrafo hacia adelante! Ustedes dormir en este
asiento. Yo ir dormirme a popa”.
Luego de haberse ido hacia la parte trasera de la lancha. Regresó con
dos gruesos ponchos y nos dejó solos.
Pedro se durmió rápidamente y yo aún vi el nacimiento de las estrellas,
que la noche iba soltando a la deriva con las nubes. La lancha se mecía
lánguidamente y uno que otro zancudo me obligaba a manotear el aire.
La herida del hombro comenzó a dolerme un poco y tomé una aspirina
con un trago de café. Más tarde oí los gritos de un león monero en el fondo
de la montaña un tecolote cantó muy cerca de la lancha. De vez en cuando,
sonaba un golpe seco sobre el agua, casi con la intensidad de un disparo. . .
Era el lagarto que atontaba peces a coletazos. Después, me quedé dormido.
IX
YA ÉL SOL estaba alto cuando desperté la mañana siguiente. Un olor
irritante mehizo estornudar y entonces me incorporé en el suave asiento de
la lancha y estiré mis encogidos miembros. Pronto ví que lo que molestó mi
olfato era la densa humareda que salía de una hoguera que en la orilla
alimentaban Pedro y míster John. Eché un vistazo a mí alrededor y el
paisaje no podía ser más bello. La laguna, o bahía del río, no era tan grande
como me había parecido en la noche, y de forma circular. La salida hacia el
río quedaba a popa de la lancha y era bastante estrecha. El agua clarísima
estaba tranquila, como en una taza, y en la superficie cercana a la orilla
crecían los lirios y las anchas hojas de Nap, cuya floración se empinaba
desde el fondo hasta asonar sus amarillas fases sobre el agua. De vez en
cuando, un pez plateaba con su lomo la tersa superficie y los rayos del sol
se quedaban retozando un rato en las amplias ondulaciones, que se iban
extendiendo hasta mecer las flores de Nap de las orillas.
La tierra cercana al río estaba cubierta de manglares, verdinegros y
eternos manglares cuya vida se gesta en el légamo del fondo para después
subir muy altos, hasta ofrecer su ramazón tupida a la caricia del sol y del
cielo, cumpliendo así con la evolución darwiniah1 En la parte donde
nuestra lancha se encontraba al anda, la tierra se elevaba en suave declive Y
estaba cubierta de vegetación de tierra firme.
La hoguera ardía bajo un pequeño bosque de cocales de distintos
tamaños. Varios platanares lucían sus hojas, de un verde sano y brillante, y
después, más atrás, se anudaba la vegetación en una selva altísima y tupida
en donde los líquenes y las parásitas ponían la única nota cambiante en la
uniformidad obscura e impresionante de los enormes árboles.
El día estaba hermosísimo y ví las bandadas de garzas, blancas y
morenas, cruzar los cuatro angulos del cielo con el perezozo batir de sus
alas, que el sol hacía brillar con más intensidad de colorido.
El trino de cien tonalidades brincaba de rama en rama, como si los
árboles fueran goteando en notas la lluvia de la última noche. . . De vez en
cuando, venía del fondo del monte el grito de las pavas y la algazara de una
bandada de chachas.
Sentíame contento y ensanché el pecho, aspirando el aroma
incomparable de la tierra húmeda y del vaporcillo que el sol iba arrancando
al monte circundante. Me desvestí rápidamente y me lancé al agua. Algo
exquisito me envolvió por completo y nadé buen trecho sumergido,
gozando con el fresco vigorizante que íba a quitarme los últimos dolores de
mi herida y de la mala posición en que había dormido.
Cuando salí a flote, ví que Pedro me observaba desde la orilla con una
cara de profundo disgusto Creí que se disponía a reprocharme el que
hubiera lanzado al agua haciendo caso omiso de la herida y su vendaje Me
dirigí hacia la orilla dispuesto a reírme de él. Cuando asenté pie y e disponía
a salir, Pedro me contuvo. “No vaya a salir así, desnudo” —me dijo con
extraña seriedad—. Regrese a la lancha y vístase! . .. Hay moros en la
costa.! “
Fue tal su gesto de seriedad y su apariencia de enojo que me quedé un
rato inmóvil y en silencio y luego me zambullí hasta la barba. . . “ diablos
pasa?”
“¡Nada! Q u e no eran sólo “bultos” los que venían brincando, con
nosotros en el oleaje de anoche! ... Mire!
Se volvió hacia el interior del monte y mi vista siguió a la suya. Una
exclamación no santa salió con toda espontaneidad del fondo malo de mis
entrañas! Del lindero de la montaña, abrazando una carga de ramas, se
acercaba Carazamba! Su cabello lo mantenía peinado a la española y venía
ataviada con una camisa a cuadros y pantalones de lona azul
Cuando vio mi cabeza sobre el agua, echó a correr hacia la laguna y
botó su carga al pasar junto a la hoguera. Después, ví que levantaba el brazo
Y me lanzaba una alegre mirada, sonriendo con la más feliz de las
expresiones
“¡Buenos días. haragán! “ —me gritó festiva—.
. Ya era hora!
No quise oír más y esta vez mi zambullida fue 0 y profunda, pasando
bajo el casco de la lancha y saliendo por el lado opuesto.
Como una lagartija mojada, me arrastré al fondo de la lancha me vestí
precipitadamente, sin secarme, procediendo luego a deshacerme del
negruzco y empapado vendaje. Examiné la herida y ví que tenía buen
aspecto. Luego, llamé a Pedro para que me echara sulfas y me pusiera
vendas limpias.
Un cúmulo de ideas se atropellaban en mi cabeza. ¡No sabía qué pensar
y menos qué hacer! Confieso que, al primer instante, la vista de Carazamba
me produjo una alegría inmensa. Luego, ésta se fue enfriando y, mientras
Pedro en silencio maniobraba en mi hombro lesionado, yo miraba hacia el
bosque de cocales en donde míster John y Carazamba extendían una serie
de platos y preparaban el desayuno.
¿Qué diablos había venido a hacer esa mujer, asociada a un par de
fugitivos? ... ¿Qué se proponía con acompañarme? El pensamiento de todo
esto me tenía perplejo! En un principio creí que, por premeditación o por
azar, estaba contenta de que y la hubiera librado de Burguess, ya que
persistia en creer que ella buscó el choque entre nosotros... Había salido
también de mí, ya fuera que yo desapareciera en las selvas peteneras o en el
extranjero, o que cayera en manos de la justicia... Que hacia, pues.
siguiéndonos en nuestro incierto destino? ... Luego, poco a poco fuí
contemplando la posibilidad de que aquella mujer caprichosa, acostumbrada
siempre a que los hombres la persiguieran como lobos hambrientos, podía
creerse enamorada y no estuviera satisfecha sino hasta lograr el triunfo
sobre mis sentimientos.. . Por vez primera en su vida se había encontrado
con alguien que, no sólo no la perseguía ni la asediaba, sino que le mostraba
la indiferencia y el desdén más amplios; y e s o no podía ser cierto, no debía
quedar así!
Mientras más pensaba en el problema, más me iba halagando la idea de
mantenerla cerca de mí. ¿Qué mal podía y hacerme, Estábamos lejos de
toda civilización y pronto nos encontraríamos, cual míseros átomos, en la
inmensidad inhóspita del Petén, en donde el hombre manda, en donde el
macho es amo y señor. . . No sería, por cierto, desagradable llevar una
hembra hermosísima d€ compañera y una mano femenina para las tareas de
campamento. Así, pues, cuando Pedro terminó de vendarme, me encontraba
con el ánimo mejor dispuesto. “No te aflijás así” —le dije a mi amigo—. La
cosa no es tan mala como te la figuras! No te olvidés que si no es por ella, a
estas horas ya nos habrían pescado en Lívingston. También nos queda el
recurso de mandarla de vuelta con míster John en la lancha, tan pronto nos
dejen en El Petén”.
Pedro permanecía mohíno y cabizbajo. Carazamba se dio cuenta de mi
buen humor y estuvo encantadora mientras desayunamos Y apagamos la
fogata. Después, embarcamos de nuevo y, saliendo al río, seguimos su curso
hacía el nacimiento.
Durante toda aquella mañana fui remontando la corriente del ancho río a
buen de la lancha. Pronto comenzó a estrecharse y sus márgenes se fueron
juntando. La lancha tuvo que caminar más de prisa para contrarrestar la
correntada que se hacía por momentos más fuertes Las orillas ya no estaban
cubiertas de manglares sino que éstos habían cedido su lugar a los altos
camalotes, las pacayas y huisnayes y, más adentro la selva impenetrable . . .
Veíanse por doquier árboles enormes de caoba y ceibas gigantes en donde
los monos saraguates parecían inmóviles panales negros secándose al sol.
Las pavas y paujiles volaban de una margen a otra y las bandadas de guacas
comenzaron a incendiar las ramas de los voladores…
Yo iba en la parte trasera de la lancha, n cómodamente sobre los bultos,
y a mi lado, • sin apartarse un instante, permanecía siempre la muchacha.
Reía y me conversaba con tranquilidad de quien se encuentra en una
excursión de recreo y me mostraba alborozada los grupos de monos y los
pájaros extraños que iban encontrando. De uno de los cajones que iban
tapados, sacó un rifle 22 automático, otro Calibre 300 Savage, también
automático, y una escopeta Me explicó que fue lo que pudo traer, además s
de machetes y dos pistolas. Para todos había munición en abundancia y no
pude menos que agradecerle sinceramente esta providencial ayuda.
Reía a cada instante y me aseguraba que ibamos a estar muy contentos”,
pues se había preocupado de que no nos faltara nada: comida en
abundancia, conservas en lata, hamacas con mosquiteros, etcétera, etcétera.
Yo apenas hablaba! Con el pretexto de contemplar el paisaje,
permanecía mudo y absorto la mayor parte del tiempo, ya que Pedro iba en
el asiento de adelante con míster John.
Hasta ese momento nada habíamos dicho ni comentado sobre sucesos
trágicos que motivaron el viaje, ni ella había hecho alusión alguna a nada,
ni siquiera a la forma en que se escondió en la lancha.
“Ojalá le haga a usted tan buen tiempo al regreso como el de ahora” —
dije de pronto, después de un buen rato de silencio—, “ . . . Y será más
cómodo, ya que no tendrá qué venir agachada y oculta bajo las lonas”.
Fue la ruptura del temido fuego! Ella pareció meditar bien su respuesta,
‘ ¡No sé de qué regreso me habla! No pienso regresar nunca... por este
camino, por lo menos! “Sus palabras fueron dichas en voz baja pero
enérgicas, en un tono que no admitía réplica.
“No pensará atravesar todas las montañas para volver por tierra” —
insistí yo.
Otra pausa. ‘‘¡No sé por regresaré! “ . . . Eso lo dejo a su decisión... Por
donde usted regrese, por haré yo también”.
No pudo haberse expresado con más franqueza y claridad. Ahora fui yo
quien guardo silencio. “De manera que usted pretende seguir conmigo y
con Pedro a donde nosotros vayamos”.
“¡Esa es mi decisión!
“Pero, es absurda! Mire señora, sea usted razonable! ¿Se da cuenta de
que nosotros nos internaremos por las selvas, por los suampos y las sabaflas
tórridas, ahora que comienza el verano? ... ¿Se ha puesto a pensar en los
peligros y las privaciones que tendremos que afrontar? ¿Se da cuenta de lo
que significa hacerse cómplice de un prófugo?.... Ya demasiado se ha
comprometido con este viaje al Sarstún y tendrá qué explicar su
desaparición de Lívingston el mismo día en que... en que enterraron a su... a
míster Burgess! No! regresará con el negro John tan pronto como la
navegación del río se imposibilite! Nada tiene qué venir haciendo conmigo
en estas soledades! .. . Y, conste que yo le advertí que se apartara de mi
camino. Ya ve, sólo desgracias le he ocasionado”.
No me dejó continuar. Suavemente me puso una mano sobre la boca,
callándome. Sus ojos se levantaron hasta los míos y me miró
profundamente. Aquellos ojos divi1 estaban llenos de lágrimas. “No diga
eso” —me dijo temblorosa—. “...Yo he sido quien le ha traído desgracia...
Siempre la traigo a todos y créame que ésta es la única vez en mi vida que
lo siento hasta el fondo del alma”.
Su rostro estaba tan cercano al mío que sentí su cálido aliento, y un
deseo loco de besarlo me invadió, pero me contuve. Afortunadamente, en
momento Pedro saltó de su asiento a la parte donde íbamos nosotros y me
pidió que lo ayudara con do grandes latas de gasolina que venían bajo las
lonas
Al cabo de unos minutos habíamos vaciado combustible en el tanque de
la lancha, que no interrumpía su curso ni por un instante.
A medio día almorzamos con sencillez; si0 detenernos. De vez en
cuando, encontrábamos uno que otro cayuco tripulado por varias personas.
Eran negros y gente del campo, pescando con anzuelo o fisgueando
chumbimbas y lagartos. Se impulsaban con canaletes y, cuando el viento
soplaba, iban veleando con “confra” de palma. En ciertos parajes, donde el
suelo de las márgenes se elevaba y el río corría encajonado, encontramos
una que otra ranchería. La gente corría a la playa a vernos pasar y nos decía
adiós con las manos en alto. Evidentemente, el espectáculo de una elegante
y rapidísima lancha era para ellos de extrema novedad. Temíamos poco que
tuvieran noticias de nosotros, ya que no había telégrafo ni otra
comunicación que la de los cayucos y las lanchas del gobierno o de las
compañías bananeras que ocasionalmente remontábanse hasta esas alturas.
La tarde fue caluorsa hasta que el sol se fue apagando entre un burbujeo
de nubes carmesí.
Antes del ocaso, llegamos a nuestro destino. Acabábamos de dejar atrás,
en la margen izquierda la confluencia del Río Chocón y el Sarstún, y a
partir de ese momento, supimos que la margen opuesta pertenecía al Petén y
no ya a Belice. La corriente se hizo turbulenta y la anchura y cor del río,
escasas. Ibamos bajo una da de ramaje formada por la palasón de ambas
que arriba se entrelazaba, y la luz del sol poniente apenas alumbraba ya.
Atracamos a la margen derecha, en el primer lugar adecuado que
encontrabamos en donde una vuelta del río formaba remanso El estruendo
de la correntada se oía ensordecedor más arriba y supimos por míster John
que más lejos no podíamos avanzar porque los Rápidos de Gracias a Dios
estaban cercanos.
Bajamos los bultos que habían de servirnos y comenzamos a
examinarlos y a separarlos. Eran demasiados para ser transportados por
nosotros. La muchacha se había excedido en provisiones y demás
pertrechos que nos hubieran sido de mucha utilidad y habrían evitado
grandes incomodidades, en caso de haber contado con algún animal de
transporte.
Con experiencia de viejos conocedores, fuimos separando lo que nos
sería de utilidad indispensable y en un costal pusimos las provisiones de
boca, d lámparas, una de mano y otra de cabeza, pilas, tiro... de rifle y
cartuchos de escopeta, algunos utensilios de cocina, cubiertos y una caja de
latón llena de medicinas. Apartamos y cargamos las armas y Pedro Y yo
nos ceñimos un machete, con su vaina, cada uno.
Míster John tenía qué regresar a la mañana Siguiente. .. ¡Y con él
Carazamba!
Había un zancudero terrible que brotaba por lados. Salían las legiones
del agua, del monte, ajo la hojarasca húmeda.. . Nos hacía insoportable el
trabajo de descargar la lancha y si no hubiera sido por varios frascos de
loción Flit que previsoramente había traído la muchacha, creo que nos
habrían desangrado.
Pedro se llevó la linterna de mano y se metió entre el monte. Al rato
volvió, diciendo que había encontrado un lugar seco y más despejado, en
una pequeña colina. Allí no había tanto zancudo y era mejor lugar para
dormir que el interior de la lancha, en donde los zancudos nos matarían.
Recogimos el costal de las provisiones y el otro donde venían cuatro
hamacas de guindar. El resto de las vituallas que sobraban, las metimos de
nuevo en la lancha.
El lugar encontrado por Pedro era excelente. El sol lo había calentado
durante todo el día y estaba seco, ya que era una plazoleta natural en la
cumbre de una colina de escasa altura. Colgamos las hamacas con sus
respectivos mosquiteros y encendimos un alegre fuego. Míster John se puso
a preparar la cena, ayudado por la muchacha, mientras yo, alejado del
grupo, examinaba las armas y fumaba. Separé los tiros de distinto calibre y
decidí que yo llevaría el 300 Savage y Pedro la escopeta. El rifle 22 nos lo
turnaríamos, puesto que yo tendría qué cargar también el costal con nuestras
dos hamacas y mi capataz el de las provisiones. Había decidido que la
muchacha regresara al día siguiente con míster John.
Mientras comíamos alrededor del fuego, se lo dije! “Mañana, de
madrugada se va usted con míster John de vuelta! ... No sabe lo que
agradecemos este gran favor que nos ha hecho, y, si no es ofensa, me
gustaría pagarle el costo de todo el equipo que nos llevamos”. Mi tono era
amable pero firme, con toda la consistencia de una decisión tomada
irrevocablemente.
Míster John miró a Carazamba y noté en su rostro, morado como el
caimito, una expresión de burla. Carazamba también pareció fijarse en él y,
por un instante, Ví un relámpago peligroso en sus ojos cuando devolvió la
mirada al negro. Pero no dijo nada! Se encogió de hombros y bajó la vista:
dedicándose a comer . . . Yo la veía allí sentada y la luz de la hoguera le
daba una apariencia irreal os pantalones no hacían sino resaltar más las
formas de su cuerpo y las sombras de las llamas brincaban nerviosamente
sobre las turgentes redondeces de sus pechos, que pugnaban contra el
encierro de la gruesa camisa.
Cuando Pedro oyó la noticia de la partida de Carazamba, se puso locuaz
y decidor como por encanto. Repentinamente volvió a ser el mismo Pedro
de siempre y hasta bromeó y contó un chiste que yo le había oído en varias
ocasiones y que hizo que míster John casi se cayera en el fuego, de la risa...
Carazamba le dirigió una mirada que me causó frío! Aquellos ojos
magníficos brillaron con tal intensidad que creí ver en ellos, con el reflejo
de la hoguera, la fosforescencia de los del tigre. Comprendí en ese
momento que Pedro habíase ganado un enemigo mortal y peligroso! Aquél
no la podía soportar, también lo sabía yo, pero el odio de Pedro para con
una mujer no encerraba ningún peligro. En cambio, yo estaba triste! Duro
me era reconocer que la comida de la próxima noche iba a carecer del
encanto de ésta. No sería Sino el hecho de alimentarse bajo aquella bóveda
verde e interminable, por tener fuerzas y seguir, seguir adelante
arrastrándonos como insectos bajo la solemne y embrutecedora grandeza de
la selva. Ya no habría interés en la fogata triste, alimentada con ramas
húmedas. Las sombras no tendrían ya dónde brincar tentadoramente y sólo
me producirían la nostalgia de un recuerdo...
¿Por qué no la dejaba seguir conmigo? ¡Qué caramba! Ella lo quería y.
yo no tenía qué hacer más que aceptar su compañía. . . Si deseaba atar su
suerte a la mía en una aventura, no debía yo impedírselo
Pero mi educación saltó al frente y se opuso a la tentación! Aquel
vetusto caserón de Xelajú, con su constante predicar de bien, y sus
sermones d caballerosidad quijotesca y estúpida. . . ¡No! Carazamba se
reiría con míster John al día siguiente!
No quise prolongar más mi tortura hablando de nuevo con la muchacha.
Al finalizar la cena con el café hervido le dí las buenas noches. “Me voy a
acostar” —le dije—. “ . . . Esta herida me molesta aún un poco! ... De
madrugada, cuando nos levantemos nos diremos adiós. Usted seguirá su
camino de azul y espuma, y nosotros el nuestro, de opresión y verdor”...
Me extrañó, sí, que no contestara nada! Se ¡imitó a sacar un llameante
palo de la hoguera para encender un cigarro y se alejó con míster John.
Pedro y yo nos retiramos y tomamos un trago de whisky antes de
sepultarnos en nuestras hamacas, cunas volátiles en donde el trópico mece
el sueño trágico de los caminantes de las selvas..
Algo me despertó repentinamente! Fue un ruido de explosión y al
instante salté al suelo con el revólver en la mano. . . Ví que la hamaca de
Pedro se balanceaba también y entonces oí con claridad... El ruido venía del
río y era el motor de la lancha..
Tomando la linterna, me lancé a la carrera hacia el lugar donde
habíamos desembarcado y todavía llegue a tiempo para ver que la lancha
iba ya en plena corriente . . . Me metí en el río hasta las rodillas y comencé
a gritar. “Míster John. Míster John. . . ¿Qué sucede?
Por toda respuesta, el motor rugió con más potencia y el reflector de
proa se encendió aventando un chorro de luz sobre la espuma d río... Luego
la lancha partió veloz como un tiburón, a favor de la corriente... Me quedé
parado entre el río por unos minutos, sin comprender... Cuando la
embarcación iba a desaparecer tras la primera vuelta, oí la voz del negro
John que gritaba dominando el estruendo del motor: “Good-bye míster...
Good luck”..
Regresé despacio al campamento y no Comprendía aún con claridad
qué había pasado. Inexplicablemente, sentí como si me hubieran aliviado de
un peso opresor. . . Me acerqué a la hamaca donde dormía la muchacha y
levanté el velo de su mosquitero... Estaba boca abajo y parecía dormir, con
el pelo suelto sobre sus desnudos hombros. Alumbré con la linterna para ver
Si efectivamente dormía y la luz me mostró en toda su belleza aquel cuerpo
medio desnudo. La luz tembló cuando ví el nacimiento de un pecho, que
tenía oprimido contra la hamaca. . . Entonces repentinamente, se volvió y
sus ojos, muy abiertos, me miraron irónicos y sonrientes... Apagas la
lámpara instintivamente al vuelco del corazón, cuando ví que ella se daba
vuelta sin tratar de cubrirse el pecho.. . Me quedé callado y rígido como un
estúpido, y por fin las palabras me brotaron... “Se fue míster John! ... Se
llevó la lancha! —dije balbuciente.
No! .. . ¿De veras? .. . ¡Qué lástima! ¿No le dije, pues, que el negro era
de fiar?”.,,
Volvió a ponerse boca abajo. “¡Buenas noches! Déjeme dormir.. .
¿Quiere
Y cuando me alejaba torpemente hacia mi hamaca, oí su risa suave,
ahogada entre la ropa.
La hamaca de Pedro estaba quieta y me acosté. Las estrellas se colaban
por el mosquitero y me hacían burla con el guiño de sus ojos. A lo lejos,
sonó el impresionante grito de una moyusa y lo oí varias veces antes de
quedar dormido.
X
AL TERCER día nos sorprendió ya bien adentrados en la selva, aunque
habíamos avanzado muy poco en la ruta que nos trazamos. El día estaba
gris y la penumbra en el suelo de la selva era tan intensa como si todo lo
viéramos a través de un grueso cristal verdinegro. Nuestras primeras
jornadas no fueron tan pesadas, a pesar de que el estorbo de la impedimenta
nos obligaba a hacer frecuentes altos en la marcha. ¡Lo que más nos
torturaba eran las nubes de zancudos! Había lugares en donde el suelo,
cubierto de un serojo húmedo y podrido, hervía a nuestro paso con
escuadrillas enteras d ellos. ¡Eran negros y azulados y picaban a través de la
ropa! La loción Flit era lo único que los alejaba, hasta que el constante
sudar la limpiaba de la piel y entonces teníamos que untarnos de nuevo.
Muchas veces nos vimos obligados a ponernos las chumpas de cuero para
evitar las picaduras en la espalda, lo Cual nos producía un intenso calor.
La muchacha marchaba entre nosotros, siempre animosa y alegre. Ella
llevaba el riflito 22, ya .que nosotros no quisimos que nos ayudara con la
carga pesada
Habíamos decidido seguir rumbo noroeste.
Pedro no conocía la región pero para él las selvas peteneras eran su
hogar y su vivienda! “Todas son iguales” —nos decía para darnos confianza
“...Seguiremos rumbiando en esta dirección has el Río Santa Isabel. . . De
allí todo estará e conseguirnos un cayuco... Si no, construiremos una balsa y
nos botamos a la corriente”.
Nuestro plan era llegar, por el Río Santa Isabel al Cancuén y de éste al
Pasión... Ya en él, seguiríamos su curso sin tener qué desembarcar más.
Procuraríamos viajar la mayor parte del tiempo de noche, para pasar las
aldeas ribereñas a obscuras, hasta que el Pasión, por fin, nos arrojara a las
aguas del gran Usumacinta. ¡Allí estaríamos salvados! Seguiríamos su
curso largo trecho hasta llegar a la aldea de Orizaba, sobre su margen
izquierda, ya n territorio mexicano. De ahí, pensábamos seguir a caballo, o
como fuera, hasta la pequeña ciudad chiapaneca de San Cristóbal, de donde
partía una buena carretera para el centro de México. Calculábamos que el
viaje total hasta Orizaba nos llevaría un mes o mes y medio, tomando en
cuenta la sinuosidad de los ríos, sus rápidos y la cautela con que tendríamos
qué viajar.
Nuestro principio había sido muy animoso! Del lugar donde nos dejó el
negro John hasta el punto del Río Santa Isabel a donde nos proponíamos
llegar, habrían unos cincuenta kilómetros escasos, pero la dificultad estaba
en seguir la línea recta. A cada instante nos veíamos obligados a hacer
grandes rodeos para evitar los suampos que aún permanecían llenos por el
invierno que acababa de los boscajes tupidos de huisnayes y verdaderas
murallas de espinosos biscoyoles.
Carazamba trataba de hacerse perdonar de mí la jugarreta que nos hizo
con míster John y la 1ancha para poder seguir con nosotros, ya que con
Pedro ni siquiera se molestaba en cruzar una palabra, cosa que no podía ser
más del agrado de aquél, quien cuando quena hacerle una indicación, me
decía: “¡Díga a la señora que tenga cuidado, que no se cerque mucho a la
orilla de los suampos porque se puede hundir! Dígale que no se adelante,
que se puede ir entre un ciguan ... Dígale que mire dónde pone el pie, por
las culebras”. Ella oía y seguía sus indicaciones y así, aquella forma de
conversación indirecta la aprovechaban ambos para proseguir alimentando
su mutua antipatía.
Mi intención era regresar a Carazamba en la primera oportunidad, en
donde pudiera enviarla sin peligro a un poblado importante, para que le
fuera posible seguir una ruta segura hasta un campo de aterrizaje de la
Compañía Nacional de Aviación, aunque reconocía que, hasta el momento,
sólo de ayuda nos había servido, puesto que era ella la que preparaba la
comida y la que arreglaba el campamento nocturno en condiciones de
relativa comodidad.
Habíame propuesto que las relaciones entre ambos no fueran sino de
una camaradería forzada, ya que nos había obligado a aceptar su compañía.
Ella, sin embargo, no se apartaba de mí un solo instante Si yo me detenía
para tomar aliento y me dejaba caer sobre el costal de las hamacas, se
sentaba a mi lado y me ofrecía agua de si cantimplora y encendía un
cigarro, que luego me entregaba, húmedo de sus labios. Era una tentación
constante tenerla siempre junto a mí y, diabólicamente, se proponía hacerme
lo más intolerable aquella situación.
Cuando descansábamos, se tendía con languidez y con cualquier
pretexto juntaba su cuerpo tanto al mío que tenía que retirarme
cautelosamente En cierta ocasión, cuando Pedro marchaba adelante
abriendo camino con el machete a través de una cortina de lianas y bejucos,
ella se detuvo. “;No aguanto los zancudos en la espalda! . .. Echeme Flit. . .
¿Quiere?”
Sin esperar mi respuesta, se puso frente a mí y en un segundo se sacó la
camisa y quedó desnuda, ofreciéndome la espalda... Con mano temblorosa
comencé a untar el Flit, sintiendo una corriente de fuego por mis venas al
contacto de aquel cuerpo duro y palpitante...
“¡No me eche sólo allí! . . . También por los lados, así! “... Y tomando
mi mano impregnada de loción, se la pasó por los costados y la subió tanto
que por un instante palpé la dura redondez de un pecho... Las sienes me
palpitaron brutalmente y retiré la mano, como si me hubiera espinado. Ella
se rió y se puso de nuevo la camisa, dándome las gracias.
Mucho rato anduve tras ella en silencio, tratando de recobrarme de
aquella maléfica emoción.
Por las noches, guindaba su hamaca lo más apartados de las nuestras y
yo lo atribuía a que deseaba completa independencia en esos momentos, o
que nos concedía unas horas para que conversábamos libremente.
¡La selva manteníase siempre igual! Ni por un instante encontramos un
lugar despejado. Los inmensos árboles apretaban su ramazón a muchos pies
sobre nosotros y sólo nos dejaban caer sus innumerables bejucos cubiertos
de musgos verdiosos o grises. Rara vez lográbamos una avara vislumbre del
cielo a través de un clarito en el follaje y por él añorábamos el sol. Luego,
durante todo el día, silencio y más silencio! Tan sólo por las mañanas, muy
temprano, oíamos el canto de las chachas, el silbar profundo de la perdiz
andariega y la intermitente flauta de las pavas. Después, la selva parecía
dormir un sueño de muerte, tan sólo interrumpido por el constante gotear de
los árboles y el traquido quejumbroso de las ramas que, al extinguirse,
dejaba más silencio en el bosque, como si un quejido siniestro brotara del
alma de aquellos árboles, condenados a una inmovilidad de siglos, y
quedara flotando la expectación angustiosa del próximo.
Nada desagradable nos había acontecido y los seres vivos permanecían
invariablemente ocultos. ¡ Sólo zancudos y arañas, enormes y peludas, que
trepaban por los troncos o se escondían bajo las hojas. De vez en cuando,
un pajarillo piaba en las altas ramas, y eso era todo! ¡Si hubiéramos tenido
qué alimentarnos de la caza, habríamos perecido de inanición!
En la tarde del tercer día, llegamos a la orilla del río Santa Isabel. ¡Qué
alegría invadió nuestros espíritus cuando logramos ver el cielo! Jamás me
parecieron tan bellos los celajes vespertinos como aquella tarde en que se
reflejaron en el agua verdiosa del pequeño afluente del Cancuén! Era un río
de ochenta varas de ancho, pero de corriente tranquila. Medimos su
profundidad y alcanzaba a seis pies a p metros de la orilla, puesto que en
aquel lugar ya traía el caudal de sus afluentes, el Chirujhao y el
Chixchobetz. En la parte donde llegamos a él la selva se cortaba de pronto
para dar paso al cauce del río. La margen opuesta estaba cubierta de
camalotes y los esbeltos guarumos retrataban su silueta en la luz
desfalleciente.
Instalamos nuestro campamento en forma más estable, y por si llovía
procuramos hacer una especie de sombrajos sobre nuestras hamacas, ya que
teníamos qué buscar un cayuco por las inmediaciones, o construir una balsa.
Por primera vez durante el viaje, salí de noche a recorrer las márgenes
del río. Llevaba la linterna de cabeza y el rifle 300. Estaba obscurísimo, a
pesar de la luna nueva que brillaba como retazo de uña luminosa entre
millares de estrellas. Me abrí paso entre la maleza que bordeaba el río y a
cada lamparazo veía sobre el agua el ojo colorado de los lagartos, como la
brasa de un puro encendido que flotara en la corriente.
Habría recorrido unos cien metros cuando algo hizo ruido frente a mí.
Alumbré al instante, a tiempo de ver que un animal alargado trataba de
escurrirse al río. Disparé y el animal se quedó inmóvil! Era un hermosísimo
perro de agua, el cual llevé alborozado al campamento.
Al día siguiente, de madrugada, Pedro nos dejo solos se fue, llevándose
la escopeta y provisiones, pues iba en procura de un cayuco. Confiaba
encontrar alguna aldea en las márgenes del Santa Isabel y llevaba dinero
para comprarlo.
Aquél día fue de prueba para mí! Cuando Carazamba se vió a solas
conmigo, centuplicáronse sus mimos y sus encantos. Quiso bañarse y yo la
previne contra los lagartos. Estúpido de mí! “No importa” —me dijo al
instante—. “Yo me tiro al agua y usted me cuida desde la orilla con el
rifle... ¿Quiere?”
Y aunque yo no hubiera querido, oí al poco rato que el agua se abría
dándole paso a su cuerpo y me gritó para que me acercara... “¡Venga!
Traiga el rifle”. . . Me fui acercando a la orilla, temeroso de lo que podía
ver, y allí estaba ella, a media corriente. A través del agua veía su cuerpo,
moreno y desnudo y como la mirara con mucha insistencia, ella chapoteaba
el agua y la visión tentadora se desvanecía entre la blanca espuma.
Cuando se disponía a salir, me alejé de allí, sin que ella me lo pidiera, y
me fui a sentar lejos del campamento. Al regresar, ya estaba vestida y de un
humor excelente.
¡El día pasó torturante de deseos! Caía la tarde y Pedro no volvía...
Entró la noche, cenamos abundantemente, hasta un trozo de perro de agua
que Pedro, antes de irse, había ahumado... Mi amigo no volvi6!
En silencio me fui a recostar en 1a hamaca, dejando a la muchacha
junto al fuego, fu mando un cigarro. Tendido sobre los ponchos, me puse a
meditar.., ¿Qué era lo que me alejaba, de aquella mujer? ¿Por qué algo
instintivo me e impedía apoderarme de ella, estrujarla y arrebatar todo el
tesoro de su cuerpo incomparable? ... ¡Algo se agitaba dentro de mí,
produciéndome angustia Le tenía miedo, un miedo loco imposible de
explicar! M e aterraba el pensamiento de aquellos ojos que sabían
transformarse en los del tigre y que habían visto tanta sangre! ... Creo, que
hasta llegué a pensar si no sería ella un caso de, sadismo criminal y que
gozara destruyendo a sus amantes... ¿Trataría de matarme de de entregarse
mí, con toda la voluptuosidad del ansia de sus sentidos, que yo tenía
contrariados??
El aire soplaba con extraña dulzura, y la brisa del río y el humo de la
fogata habían alejado los zancudos. La noche era tranquila: sólo se oía el
canto de lo grillos y el chapoteo de los peces en el agua.
De pronto, se movió mi hamaca! Carazamba se había sentado junto a
mí, quedándose dentro, del mosquitero a mi lado. Mirábame fijamente con
la cara inclinada. Se fue acercando más, no me moví. Un cosquillero
horrible martirizabame ame la columna Ví sus ojos muy cerca de los míos y
luego su boca se abrió sobre mis labios en un beso apasionado y rabioso...
La estruje con locura y ella me echó su cuerpo encima. . . La tenía tan
apretada que sentí el crujir de mí huesos sobre su carne, y entonces ella, en
un frenesí concupiscente, maniobró para deshebillarse cinturón y oí el roce
de su mano tratando de quitarse el pantalón...
Aquella fue la última y la más cruel de mis resistencias.
Repentinamente, la empujé y la tendí en la hamaca a mi lado. Luego,
salté fuera del mosquitero y salí corriendo al interior del monte. No me
detuve, hasta que la oscuridad me hizo tropezar con un árbol. Allí me quedé
largo rato, sintiéndome miserable y temblando, como si el paludismo
hubiera hecho presa de mí.
¡Cuando volví al círculo iluminado por el fuego, mi- hamaca estaba
vacía! En la suya, Carazamba sollozaba calladamente.
XI
‘La mañana siguiente, me levanté tarde, a pesar de que estuve despierto
desde las primeras luces del alba. Quería, por extraño capricho, esperar que
la muchacha saliera de su hamaca antes que yo. Sin embargo, el reloj
marcaba ya las siete y media y ella no se movía de su lecho. Levánteme
entonces y comencé a. hacer las pequeñas tareas solo. Encendí fuego, y
corté leña con el machete. Cuando ponía a hervir la cafetera, Carazamba
llego a mi lado silenciosamente. . No quise verla de frente y le di los buenos
días sin quitar la vista del fuego.
Ella también estaba poco comunicativa, por lo que noté. Me contestó
también con un “buenos días”, seco y solitario. Por lo visto, su orgullo y su
amor propio habíanse, por fin, resentido seriamente. Sentí pena por ella
pero juré aprovecharme de la circunstancia y no hacer nada por cambiar su
estado de ánimo.
Cuando hubimos arreglado el pequeño lugarcito, se puso a cocinar y yo
me fui con unos anzuelos y el rifle 22 a la orilla del río. Encontré lombrices
escarbando bajo un bijagual y las usé de bocado. Pronto, comencé a sentir
los tirones en la cuerda y al poco rato había sacado una hermosa
chumbimba. Seguí así con entusiasmo y al medio día tenía más de dos
docenas de pescados, en su mayoría machacas y chumbimbas, algunas
tenguayacas de gran tamaño y un hermoso tepemechín. Me sentía
preocupado por Pedro y a menudo me incorporaba sobre la piedra que m
servía de asiento, quedándome atento a los ruidos del bosque. ¡Nada!
¿Qué podía haberle sucedido a mi capataz?
Cuando el sol caía a plomo sobre el Santa Isabel, me dí un chapuzón en
sus tibias aguas y volví al campamento en el preciso instante en que la
muchacha recogía su toalla y se dirigía al río.
Por la tarde, ambos nos pusimos a limpiar el pescado, uno al lado del
otro. Pero en silencio. El baño la había puesto de mejor talante, y, poco a
poco, volvió a sonreírme y a cambiar conmigo unas cuantas palabras.
Serían las cuatro de la tarde cuando oí unos gritos lejanos que venían
del río. . . Carazamba me miró, con el susto reflejado en su semblante. De
un salto llegué a la hamaca en donde estaba el cinturón con la pistola y me
lo ceñí. Tomé el 300 Savage y un puñado de tiros que puse en mi bolsillo.
Así prevenido, me alejé unos doscientos metros río abajo y me puse a
escuchar. . . Oí voces que I venían subiendo la corriente y, de pronto
reconocí la de Pedro. “Ey, patrón... Soy yo, Pedro... No se vaya a asustar”. ..
—gritaba a voz en cuello.
Al poco rato apareció por una curva del río una larga chalía tripulada
por seis hombres. El que venía adelante, cerca de la proa, era Pedro. ¿Qué
diablos venía a hacer con esa gente, a enseñarles nuestro escondrijo?
Repentinamente se me ocurrió que, tal vez lo habían apresado w obligado
por sus captores, venía a enseñarles el lugar donde yo me encontraba! ¡Fue
estúpido de mí creer semejante cosa de Pedro, conociéndolo como yo lo
conocía! Se hubiera dejado matar antes que traicionarme, pero en ese
instante no pensé en ello! Quité el seguro del rifle y me asomé
repentinamente en la estrecha playa a la vista de ellos. “Agachate Pedro” —
le grité rápidamente— “¡Que voy ír a disparar!
Efectivamente disparé, apuntando un lado del cayuco, y ví la columna
de agua salir en el mismo instante en que el fuerte estampido hizo caer una
lluvia de hojas secas de los árboles vecinos. Pedro no había hecho caso de
mi indicación. Al contrario! Se puso de pie en el cayuco. “¡No tire, patrón! .
. . ¡Son amigos!
Al poco rato, la embarcación atracó en la playa y Pedro me fue a
abrazar. “Qué susto el que nos ha dado” —me dijo como saludo—. “ . . . No
se preocupe, que son amigos! Este que está aquí es Rosalío, mi cuñado”. . .
Efectivamente, los hombres del cayuco tenían toda la apariencia de
chicleros. No llevaban más armas que sus guarizamas, exceptuando a
Rosalío, quien portaba una larga daga. Todos me ten la mano conforme
Pedro los iba presentando y sonrieron afablemente.
Juntos regresamos al campamento, fumando como viejos amigos. Poco
antes de asomarnos al claro donde estaban las hamacas Y las toscas
champas, nos detuvimos... Frente a nosotros estaba Carazamba! Pálida y
con los ojos brillantes, empuñaba el rifle 22 y lo tenía encañonado hacia el
lugar por donde aparecimos. Cuando nos vio a Pedro y a mí tranquilos entre
el grupo, la ví estremecerse en un suspiro de alivio y bajar el rifle.
Los hombres la contemplaron largamente iluminándose sus semblantes
con admiración ante la estampa magnífica de aquella mujer.
Pretendí no dar importancia al asunto ni hice mención de ello! Tampoco
ellos preguntaron nada, cosa que me extrañó. Ya en el campamento, en vez
de acercarse a saludarla, límitárose a hacerlo con un movimiento de cabeza
y con un “buenas tardes” tímido. Ella se retiró desapareciendo por la ribera
del río.
Pedro me explicó entonces que se había topado con el cayuco la tarde
anterior, como a tres kilómetros río arriba de una aldea que se llamaba
Santa Isabel, según le dijeron ellos después y a donde él había pensado
llegar. No halló a nadie hasta ese momento y fue providencial su encuentro
con ellos. Había reconocido a su cuñado inmediatamente, a pesar de que
hacía dos años que no se veían, y como los hombres iban a seguir río arriba,
hasta la confluencia del Chirujhao en donde tenían una pequeña montería,
decidió mejor regresar con ellos. Durante la noche él se franqueó con
Rosalio y fue una suerte, por las noticias que éste le dio! El día anterior
había llegado hasta la aldea de Santa Isabel una pequeña lancha a motor,
propiedad del gobierno. Venía con seis hombres de la Montada. Uno de los
Policías era de Fallabón, el pueblo de Rosalio y por eso eran conocidos. Le
contó que había recibido órdenes en Flores de salir al instante en un avión
transporte que llegaron en media hora de vuelo a la Concordia sobre el Río
Cancuén, y que allí los esperaba lancha para ir a capturar uno criminales
que habían escapado de Lívingston. Tenían órdenes d el Cancuén y seguir
por el - Santa Isabel ir dando aviso por todos los caserios y hasta ofrecer
quinientos quetzales de recompensa a quien diera datos exactos de los;
fugitivos. . La lancha ya había regresado al Cancuén y muchas otras
Patrullas rondaban las márgenes del Pasión, Principalmente en la
desembocadura de los afluentes que vienen del interior. Claramente habían
mencionado mi nombre, y, lo que más extrañó Y preocupó. Fue también el
de Carazamba .... ¡De Pedro se decía nada!
Rosalío confirmo todo lo que iba diciendo mi capataz. . . “ Y de qué se
me acusa “ —pregunté, tratando de hacerme el inocente ante aquellos
hombrees.
Dicen que de homicidio… Doble! “—fue la respuesta del cuñado de
Pedro
“ Y la muchacha.. .. Que quieren con ella?
“Pues aistá el cuento, señor A ella parece que la buscan con mas juerzas
que Dicen que es orden directa del presidente... Que ya ha hecho muchas; y
que siempre por onda se mete, hay lío y que el presidente dispuso que tal
vez será mejor tenerla bien guardadita pa que la gente no se ande matando
por eya”
“Y saben que huyó conmigo?”
“No tienen la seguridad, pero lo sospechan o que, por lo menos, en
alguna parte se le ha de juntar”. Largo rato cambiamos impresiones con
aquellos hombres sencillos. Cuando hube platicado Con todos, presentí
como si me lo hubieran jurado, ¡que ni por diez veces la suma que ofrecían
por mi captura, me delatarían! Eran ese tipo raro y único del petenero,
hombres de pelo en pecho que se juegan la vida constantemente en medio
de las selvas, en el ingrato trabajo de las chiclerías. . . No les interesa nada
más que su trabajo y, por instinto innato, odian a las autoridades que los
explotan y los castigan en las poblaciones cuando, ávidos de sociedad y
placer, llegan a gastar el dinero ganado, no ya sólo con el sudor de sus
frentes, sino con la sangre y la salud de sus cuerpos.
Con Pedro insistimos en que pernoctaran con nosotros, pero se negaron.
Dijeron que iban a aprovechar parte de la noche para seguir bogando con la
fresca, para poder alcanzar su montería en las primeras horas de la tarde
siguiente.
Les ofrecí algunos paquetes de cigarros y dinero. No me aceptaron lo
último y, por fin, los ví desfilar hacia su cayuco. Diez minutos después,
pasaban frente a nuestro campamento. Su embarcación la guiaban
magistralmente y con Pedro nos quedamos viéndolos esfumarse corriente
arriba COn el movimiento uniforme y acompasado de sus Canaletes
Las noticias no podían haber sido peores Nosotros, que creímos que
todo nuestro sacrificio sería llegar hasta el Santa Isabel y de allí seguir ya
embarcados, el resto de nuestro viaje!
“Qué opinás, vos Pedro?.. . ¿Qué crees que debemos hacer?”
“¡Todo ha cambiado, patrón! Supongo que ya no tendrá intenciones de
mandar de güelta a la mujer! Ya ve; a eya la buscan más que a usté”.
Me quedé pensativo largamente.
“ a dónde vamos ahora?”
“¡Nuay más remedio que seguir pa lante! Mañana hacemos una balsa
pequeña pa pasar las cosas y nosotros nadamos al lado d’ella... En l’otra
orilla seguimos rumbiando siempre al noroeste, hasta llegar al Río
Machaquilá. Cerca de aquí, en l’otra oriya, me dijo Rosalío que está la
aldea Tzuncal. Allí no saben nada de nosotros porque la lancha de la
Montada no llegó a estas alturas y nuay telégrafo. Tal vez podamos
conseguir un macho pa llevar las cosas”.
“Y en el Machaquilá, qué”.
“Lo mismo que queríamos hacer aquí! Nos embarcamos y salimos más
directos al Pasión. puede que no se les ocurra que nos hemos ido tan lejos
pa salir a nuestro camino rial”...
“ hay de aquí al Machaquilá?”
“¡Tal vez unos sesenta kilómetros en línea , pero el camino es más fácil
porque no hay selva! Como a legua y media, al otro lado, comienza la gran
sabana. Nos iremos sabaneando y pa eso necesitamos por lo menos una
bestia, porque aguatamos la resolana con carga”.
“Comenzaremos a cruzar el río bien temprano A qué hora llegaremos a
esa aldea a que te refieres.
“Si salimos de madrugada, tal vez de que lleguemos al filo de las
nueve”.
“Está bueno! ... Pedro, te voy a pedir-un favor; no le digas ni media
palabra a la muchacha de que a ella también la buscan. . . ¡Pobrecita! Que
vaya, por lo menos, tranquila por ese lado”.
“Qué le guá andar diciendo nada, si ni le hablo? Además, no ganamos
nada sino sólo que nos friegue más con sus jirimiqueyos”.
Carazamba se acercaba en ese instante y buscaba con la vista al grupo
que había llegado con nosotros. “ fueron?” —preguntó.
“ los vio pasar en el cayuco?”
“¡No! ¡No estaba cerca de la orilla! ¿Qué quería esa gente?”
Le expliqué lo mejor que pude parte de lo que ellos habían dicho. Le
dije que, por ahora, tendría que aplazar su regreso, pues nosotros
seguiríamos «asta encontrar el Machaquilá y la consolé con la idea de
conseguir una bestia, tal vez dos, para que ella montara una.
No podía haberle dado mejor noticia! ¡Como por encanto, se olvidó del
enojo que tenía conmigo y casi me abraza delante de Pedro. Hasta éste le
sonrió con toda alegría!
“ la mejor noticia que podían darme! Ya era hora que me dijeran algo
agradable!
Decidirnos acostamos más temprano, y así lo hicimos al terminar de
comer, para poder dormir lo más que fuera posible.
XII
EL COMIENZO de la tarde siguiente, desembocamos, por fin a la
sabana petenera. El último manchón de selva se clareó cada momento más y
más, hasta transformarse en un ralo guamil por donde nos abrimos paso con
los machetes. Ibamos llenos de optimismo y yo tenía prisa en posar mis
ojos por vez primera en las enormes planicies sabaneras. Nos hallábamos
completamente ligeros de carga, ya que logramos comprar dos mulas en la
aldea Tzuncal. No tuvimos dificultad alguna en atravesar el río, habiendo
construido una pequeña balsa rudimentaria con cinco troncos atados con
bejucos, en donde remolcamos nuestra carga y las armas, pasando a nado
nosotros. La pequeña aldea, compuesta de diez ranchos en tertulia en un
claro de la selva, nos acogió bien, aunque extrañados. Pronto se dieron
cuenta de que traíamos dinero y las bestias nos costaron lo que habríamos
pagado por seis mulas buenas en cualquier otro lugar. Habíamos adquirido
también nuevas provisiones de fríjol, papas y arroz, ya que no sabíamos
cuándo, en definitiva Podríamos conseguir más.
En una de las mulas cargamos toda la impedimenta y en la otra montó la
muchacha en un viejo y raído galápago, que nos vendieron a precio de
nuevo; también compramos amplios sombreros de petate para defendernos
de la resolana sabanera. Así equipados, emprendimos la marcha llenos de
optimismo y sintiéndonos livianos como pájaros, puesto que nuestra carga
personal se limitó al rifle y la escopeta.
A las dos de la tarde salvamos el último pedazo de guamil y ante
nuestros ojos admirados apareció la grandiosidad de la sabana! Tan sólo en
el horizonte, hacia el noroeste, veíamos su límite de un verde brillante, en
donde hacía tope con la selva lejana. Giramos la vista en redondo y el cielo
se unió por dos puntos cardinales con el llano inmenso. El sol caía pleno
sobre el zacatal, que nos llegaba hasta las rodillas. Inmediatamente pensé en
la fortuna que allí había y en el futuro de la patria cuando aquellas Inmensas
extensiones de pastos naturales fueran pobladas de ganado
En la lejanía. Precisamente en dirección de nuestro rumbo, el sol
cabrilleaba en el nácar de una pequeña laguna y decidimos llegar hasta ella
para acampar esa noche.
Anden ron cuidado y con la vista alerta” —nos dijo Pedro—--. “; ... Por
aquí se encuentran de repente unos cantilones que dan miedo!
El suave roce del, zacate contra nuestras piernas y el andar pausado de
las mulas iba alterando la quietud majestuosa de aquel páramo inmenso.
Repentinamente, ví unas manchas de color bermejo a trescientos metros
de distancia. Poniendo toda atención distinguí al fin un grupo de venados.
Desde el lugar donde se encontraban levantaron las gráciles cabezas y
nos vieron pasar con extraña indiferencia. Habría hasta quince de ellos y
claramente pude apreciar la cornamenta de los machos.
Quise hacer un buen tiro, mas Pedro no me dejó! “ va a espantarlos!
¡Déjelos! Ya se cansará de matar venados y es mejor hacerlo pa asegurarnos
carne. A la noche ya va a ver... !
Como a las cinco llegamos a la laguna. Su orilla era seca, pues no se
trataba de un pantano sino de agua nacida allí. Tenía su desagüe en un
pequeño arroyo que se iba a perder entre el zacate exhausto.
Limpiamos con los machetes un buen trecho de maleza y allí tendimos
nuestras hamacas, pues no había cerca un solo árbol, como no fuera un
chaparral de picos de gorrión que quedaba a nuestras espaldas y que pronto
fue víctima de los machetes para hacer leña. Casi siempre solíamos poner, a
guisa de alfombra, una de las lonas que en la lancha sirvieron para tapar los
bultos.
Como siempre, Carazamba extendió su hamaca y arregló su cama lejos
de nosotros. Después de dar de beber a las bestias, las apersogamos a poca
distancia y para que comieran a sus anchas y luego. Cuando la cena estuvo
preparada. Comimos alegremente cerca del imprescindible fogaron..
La noche estaba bellísima y la luna tierna reflejábase en la laguna con
suave mansedumbre.
Un murmullo vago y extraño extendíase por todo el llano, como si la
infinidad de estrellas en su eterna combustión produjeran sonidos apagados.
De vez en cuando, se oía el canto de los tapacaminos y el ulular del
tecolote. La brisa soplaba levemente, llevándose el humo de la hoguera para
dejarnos en cambio, un olor a incienso de la tierra, a zacatal mojado, a
flores salvajes y desconocidas.. Carazamba estaba maravillada; yo también,
al v el efecto que le producía aquella noche incomparable. . . La creí
incapaz de emocionarse y humillarse ante la naturaleza cuando Dios está
presente en ella
“Nunca creí que El Petén —dijo con el rostro soñador hacia
correspondían vertiéndole en los sus luceros.
Que son esas luces tan lindas que Parecen luciérnagas, pero no se
apagan.
Como la muchacha nunca había visto una cucaya, corrí tras una y se la
traje. Quedó maravillada de aquel insecto, cuya enorme y suave luz no es
intermitente. “Los ojos le brillan como luces de automóvil” —dijo riendo
alborozada como una niña, colocándose el animalito en la palma de la
mano.
Cuando con súbito arranque la cucaya emprendió el vuelo y yo quise
atraparla de nuevo, ello me lo impidió… ¡Déjela! Que vuelva libre y feliz y
que siga adornando el monte”.
Me quedé quieto donde estaba tendido cerca del fuego y fumando.
Pedro examinaba y ponía pilas nuevas a la lámpara de cabeza y luego
alumbró varias veces la laguna. “Creo que vamos a tener que disparar unos
cuantos tiros al agua” —dijo tranquilamente— “porque estos lagartos de
aquí parece que tuavía no han probado la maldá del hombre y son meros
abusivos! . . . Mire ese que está allí nomás, como haciéndonos visita!
Efectivamente, el chorro de luz de la linterna nos mostró el dorso entero
de un enorme lagarto que nadaba silenciosamente a escasos dos metros de
la orilla donde nos encontrábamos.
Quise tomar el rifle, pero Pedro me contuvo. “Déjelo pa después” —me
dijo—. “Cuando volvamos de luciar. Si tira ahora, va a espantar el venado y
ya la carne de conserva se nos está escasiando”.
Así que comimos, nos preparamos a dar un. Paseo. Yo me coloqué la
linterna de cabeza, de cuatro pilas y Pedro le dio la mano a la muchacha.
“Pa que no tenga miedo a quedarse en la oscurana”, —se atrevió a decirle,
dirigiéndole la palabra de mala gana.
“De ninguna manera! Yo no me quedo! Me voy con ustedes”.
“Como quiera! Pero no haga ruido”. Fui yo quien hablé.
Salimos del pedazo que habíamos limpiado de maleza y nos internamos
en el llano, tratando que el viento nos diera de frente. Era la primera vez en
mi vida que luceaba en las sabanas peteneras y ello me causaba viva
emoción. Siempre fui cazador, más que nada de afición y, tal vez por ello,
más cruel . . . Mi parte de animal primitivo y el ansia de matar del ego
desconocido que vivía oculto en las cavernas de mi espíritu, sentía un raro
placer en la persecución y la muerte de la pieza, sirviéndole ésto quizá a la
generalidad de mi ser como un desfogue necesario, como una válvula de
escape que me liberara de cometer quién sabe qué atrocidades en el plano
de mi vida de hombre civilizado, según el concepto que tenía de mí mismo .
. . Lo terrible en mí era que el animal perdía su interés después de muerto.
Su carne me importaba un comino y hasta, he de decir con franqueza, me
repugnaba un poco comer la de mis víctimas.
Yo iba adelante. Seguíame la muchacha, caminando casi junto a mí.
Pedro cerraba la marcha, y así, en fila india proseguimos luceando. Sólo mi
foco iba encendido, para no desencandilar al animal con la luz de otro. No
tenía fe en la noche aquella, puesto que la luna alumbraba ya con bastante
claridad la inmensidad del llano, pero Pedro me había asegurado que los
animales, por falta de costumbre de ver seres humanos, eran mansos y
confiados.
Avanzábamos paso a paso alumbrando el camino, temerosos de las
serpientes. Luego lanzaba el chorro de luz en abanico, para escudriñar los
rincones donde el zacatal se anudaba entre grupos de bijagües; señal
infalible de la feracidad de la tierra.
Habríamos caminado media hora cuando algo brilló en mitad del llano,
a doscientas varas de nosotros. Comencé a jugar la luz para encandilar más
efectivamente y pronto vi gran número de ojos de fosforescencia amarillo-
verdosa, peculiar de los venados. Eran cinco y se quedaron quietos, viendo
las cabriolas de luz que los cegaba. . . Paso a paso, me fui acercando
haciendo con la mano una seña a mis compañeros para que me aguardaran
donde estaban. La luz seguía moviéndose, como en rápidos brochazos sobre
la cara de los venados. Uno de ellos alzó en alto la cabeza para luego
bajarla hasta el suelo. Después, volvió a quedarse quieto.
¡Me iba aproximando! Pronto, por la bondad de la lámpara y .sus pilas
nuevas, pude distinguir sus cuerpos. Escogí entonces a un macho que me
miraba de frente. Le ví los cachos y el pecho blanquecino, me detuve y le
apunté!
Al sonar el estampido poderoso del 300 Savage, los ecos del llano
inmenso se lo fueron pasando de mano en mano hasta perderlo en la línea
del horizonte.
¡Un temblequeo hueco en el suelo, al golpear de los rápidos cascos, un
susurro de ventarrón despeinando el monte, y luego el silencio!
Me fui acercando despacio hacia el sitio a donde había disparado. El
venado estaba tendido a lo largo y. ni después de muerto había perdido la
belleza de sus líneas. En el centro del pecho estaba el boquete por donde su
agilísima vida brinco al infinito.
Pronto nos reunimos los tres a1rededo del venado. Pedro estaba
contento y sin más ceremonias, procedió a maniatarlo y a preparar el
mecapal. Ayudamos a que Pedro se lo
colocara sobre la espalda y fuimos regresando con n carga. Yo iba
siempre adelante para alumbrar el camino y, a mi lado, marchaba la
muchacha con la cabeza gacha y silenciosa. De reojo le lancé una mirada.
¿Sería posible? . . . Tenía la tristeza pintada en su moreno semblante y así,
de perfil, parecíase más que nunca a una estampa de la reina de los Cielos.
Mientras avanzaba aplastando el zacatal, iba pensando y tratando de
filosofar... ¿Qué le i pasado a aquella mujer últimamente? ¿Sería ella la
misma criatura salvaje, calculadora y sanguinar de la leyenda de odio y de
muerte, a quien bautizaron las crónicas de oriente Carazamba? . . . ¿No
seria que ésta no era la Carazamba de mortífera fama? . . . ¿Habría otra
acaso? . . . Se había enternecido con la visión esplendorosa de la noche y
sus delicadas naricillas se dilataron al efluvio de la tierra generosa y salvaje,
como sólo se dilata las que aspiran directamente al alma... Evitó que yo
atrapara de nuevo a la cucaya y quiso que volara en libertad. . . Y ahora,
venía mustia y callada por la muerte del venado
Extraño y complejo laberinto de su alma, atormentada y misteriosa, de
cuyas recónditas profundidades brotaba tan pronto el fuego destructor y el
vaho de la pasión morbosa y desenfrenada, como el dulce aroma de la
piedad y el amor.
XIII
LOS DIAS después, nos sorprendió la tarde llegando a orillas del
Machaquilá. Habíamos dejado atrás la sabana para penetrar, finalmente, en
una montaña plana y seca cubierta de chicales. Con gran nostalgia
contemplamos por última vez la inmensa extensión del llano, que se perdía
en el horizonte que acabábamos de trasponer, y con decaimiento nos
internamos de nuevo bajo la floresta. Por suerte, la montaña aquella era
perfectamente transitable, ya que el suelo estaba limpio de maleza. Crecían
los chicales en profusión y gran cantidad de manaques sacaban sus
adornados copetes a muchos pies sobre la montaña sonando alegremente
sus largas hojas a cada soplo de la brisa. Lo difícil allí era seguir el rumbo,
pues todo era exactamente igual y uniforme. No había posibilidad de un
punto de referencia y Pedro t alguna dificultad en encontrar su camino.
Pronto comenzamos a toparnos con grupos esparcidos de bijagües y uno
que otro helecho. No cabía duda que el río estaba cerca! En un instante en
que nos detuvimos para estudiar nuestra ruta oímos en la lejanía el
estampido de un tiro.
C o n Pedro nos miramos en silencio!
“Ese fue tiro de Mauser nacional” —dijo mi capataz, con el oído atento
a percibir cualquier otro sonido.
Efectivamente, el estampido fuerte y seco que oyéramos no podía ser
sino de un Mauser. Nos quedamos parados en silencio largo rato. Al poco
tiempo, otros dos disparos llegaron a nuestros oídos en rápida sucesión.
Entonces, ya no dudamos más.
“Esos deben ser soldados” —dijo Pedro con desconsuelo.
Celebramos consejo largo rato y tomamos una decisión.
Pedro se adelantaría e iría a investigar. La tarde estaba ya muy avanzada
pero aún había tiempo para que llegara a la orilla del río antes del
anochecer. Buscaría a los que hicieron los disparos, pues no cabía duda que
éstos procedían de la margen del Machaquilá. Trataría de averiguar con
ellos cuanto le fuera posible, haciéndose pasar por un chiclero que
regresaba a su montería. Acordamos que debía fingir pertenecer a la
cuadrilla de Rosalío, en el Chirujhao, para que así, cuando se separara de
dios, no les extrañase que tomara rumbo hacia nosotros. Debía aparecerse
diciendo que acababa de cruzar el río, según la orilla en que ellos
estuvieran, y que venía rumbiando de norte a sur.
Pedro dejó el revólver para evitar toda clase de sospecha y tan sólo se
llevó su hamaca, una bolsita con víveres, el machete y su escopeta terciada.
Todo esto para despistar y probar que venía solo y viajando hacia su
destino. Antes de partir me dijo: “No se descuide. Traten de no hacer mucha
llama con el fuego y apáguenlo cuanto antes pa quel humo no yegue hasta
el río. No vaya a disparar con el rifle grande! Si tiene necesidá, hágalo con
el 22”...
Sin decir más, lo vimos alejarse con aquel su andar silencioso y
calmado, propio de todos los rumberos del Petén.
¡Me quedé de nuevo solo con la muchacha!
Estábamos ambos preocupados por los tiros que escucháramos y
presintiendo que la mala suerte andaba a grandes saltos en nuestro mismo
camino adelantándose siempre para tendernos una emboscada... ¡Con
cuánta ilusión contemplábamos la llegada de un nuevo río! Significaba el
fin de nuestra angustiosa peregrinación a través de los montes inhóspitos y
el comienzo de una nueva ruta descansada a bordo de un cayuco,
impulsados por la corriente hasta la libertad de México. . . No terminarían
allí nuestras zozobras, pues el temor de ser capturados nos obligaría a
escondernos y viajar casi sólo de noche, pero ya en circunstancias más
cómodas. Teníamos la perspectiva de una magnifica luna y no sería tan
insoportable la espera diurna, y cuando llegáramos al Usumacinta,
viajaríamos también de día, sin apartarnos de la margen mexicana.
Cualquier peligro en que nos viéramos, desembarcaríamos y nos
internaríamos aunque fuera en plena selva. Las autoridades armadas no se
atreverían a seguirnos en territorio extranjero.
Buscamos un lugar adecuado para colgar nuestras hamacas y lo
encontramos al instante en medio de aquel inmenso chical. El suelo estaba
limpio, tan sólo cubierto de hojas secas, y por vez primera la muchacha
colocó su hamaca muy cerca a la mía. Quise encender fuego pero ella me
contuvo. “No hace falta” —me dijo— “. . . no vale la pena exponernos!
Abriremos unas latas y comeremos así, aunque sea frío. Además, la luna ya
no tardará en salir”.
Así lo hicimos y a las pocas horas aquella se dio maña para penetrar a
través del follaje y alumbrarnos el suelo con extraños brochazos de luz y
sombra. En un bijagual cercano, apersogué las mulas para que husmearan
en procura de argo de comer, ya que no había ni señas de pasto.
No había zancudos en aquella montaña seca y me tendí cómodamente
sobre la tierra, teniendo el rifle y la linterna a mano. De vez en cuando
oíamos extraños ruidos entre las grandes hojas secas, que habíanse
desprendido de los manaques y entonces alumbraba, con el rifle listo. En
una ocasión, ví una hermosa gama que, al ver la luz, se quedó plantada
largo rato. ¡Le apunté con el rifle y estuve contemplándola a través de la
mira casi durante un minuto! ¡Con qué tentación acariciaba el gatillo! No
quise disparar, pues aún el 22 podía ser oído en el río. En otra ocasión, una
familia entera de mapaches desfiló a cinco pasos de nosotros en dirección al
río. Y así, al cabo de un rato, le fuimos haciendo poco caso a los ruidos de
la montaña. En las ramas de algún árbol cercano chillaba una partida de
micoleones.
Lo único que me preocupaba era examinar el suelo, por temor a las
víboras, ya que habíamos tenido mucha suerte en el sentido de no habernos
topado con ninguna hasta entonces. Con ese mismo temor, había examinado
cuidadosamente las ramas de los árboles en que colgáramos nuestras
hamacas; pues, aunque la mayoría de las serpientes venenosas son rastreras,
existen en El Petén especies arborícolas de picadura mortal, como la terrible
CambolaY y la huisnayera.
No creí que Pedro regresara esa noche! No sería prudente que tratara de
separarse de los que estaban en el río, con tanta prisa. Despertaría sospechas
el que no quisiera compañía un hombre que viaja solo en la se’va, por muy
chiclero que fuera, y que despreciara la alegría y comodidad de un buen
fuego en un campamento.
Carazamba estaba tendida a mi lado, con los ojos fijos en la obscuridad
del follaje. Contra lo que creí, permaneció quieta y en silencio y yo no quise
interrumpirla. Fumamos ambos cigarro tras cigarro hasta que ella se levantó
y sin decir media palabra, se fue a su hamaca.
Permanecí donde estaba, viendo cómo las Columnas de humo de mi
cigarro se elevaban y se iban tras la luna por entre el ramaje. .
Al poco rato, me llamó la muchacha. “Venga me dijo suavemente. “¡. . .
Acérquese a m hamaca, que quiero hablarle! No tenca miedo.
Su voz tenía algo de burlon. Sentí u estremecimiento y una cosa
indefinible se apoderó de mí. Como un autómata me levanté despacio y me
acerqué a la hamaca. Ella levantó el mosquitero para que yo entrara y me
senté a su lado. “ se le ofrece? “, le dije encendiendo otro cigarro para
disimular mi turbación.
“Cuidado, que va a quemar el mosquitero!
Con la luz del fósforo ví sus brazos desnudos. Habíase soltado el pelo y
su cara estaba extrañamente pálida. Sólo sus ojos brillaban en forma
maravillosa...
“¡Desde lo de la otra noche. . . quería hablarle! “ —comenzó
pausadamente—. “¡Usted me cree una asesina sin alma y sin sentimient4os
Puede ser que tenga razón en... muchas cosas, pero sí tengo sentimientos! “
Mantúveme callado, tragando algo como una pelota de amargura que
me entorpecía el habla... “Si yo he hecho lo que he hecho con usted...
Viniéndome así, dando al diablo con todo, es precisamente porque tengo
corazón y porque por fin lo he encontrado! . . . Usted parece un muchachito
amishado, que le tiene miedo a las mujeres y por eso tengo qué ser yo quien
le diga las cosas... ¿Recuerda lo que le dije aquella vez en la playa? ¡Pues
era cierto! Ni yo misma creí que fuera así, hasta que me convencí por
completo! ... Desde ese momento no he sido más que suya y no podré ser ya
de nadie más”.
Su voz se hacía por momentos más cortada y u pecho subía y bajaba
rápidamente. “Ya lo que usted no me querrá nunca, pero no me importa! Yo
lo seguiré a donde usted vaya y seré para usted todo, todo! ... aunque me
eche de su lado, yo lo seguiré siempre, siempre!
Su voz se quebró en un sollozo y todo giró a mí alrededor! Creí que
estaba sentado en el mosquitero y que la hamaca estaba arriba, con la
muchacha! De pronto, ví que ella se caía sobre mí y el último baluarte de
mi ficticia resistencia estalló dentro de mi cabeza en mil partículas de
fuego... Busqué sus labios rabiosamente —la mordí, la estrujé, y ella
devolvió mis caricias entre risas y sollozos, y ya no quise irme de allí por
nada del mundo!
Noche inolvidable aquella en que apuré hasta la última gota en la copa
del placer! . . . Noche en que me lancé, como loco, en un mar tempestuoso
de lujuria, para hundirme en sus brazos tersos y aprisionadores como
serpientes en su cuerpo cálido y duro y en sus muslos redondos de hembra
magnífica e insaciable!
La luna se fue rumbiando suavemente por un sendero de estrellas, y yo
seguía abrazado a la muchacha! ¡Cuánto hablamos en los últimos suspiros
de aquella noche de sempiterna añoranza! Ella deslizaba sus palabras en mi
oído y me iba contando todo lo de su vida. Me dijo que la llamara María,
que era su verdadero nombre y que probablemente era yo el único que
estaba enterado ya. . Me contó de sus amores. Y me estremecí de horror al
oír la confesión terrible y, más añil, de su tranquilo semblante al referirme
los detalles, Coello si quisiera lavar conmigo su conciencia para siempre y
pudiera yo darle el perdón que su alma necesitaba.
A la mañana siguiente, comenzó nuestra fatalidad!
Pedro llegó cansado y silencioso. Desde que lo oímos aproximarse y
aparecer en el bosque de chicales, supe que traía malas noticias. Mis
presentimientos de la noche anterior se confirmaron del todo!
Había llegado a la orilla del Machaquilá en un punto casi en línea recta
del lugar donde a la sazón nos encontrábamos y se aproximó con mucha
cautela. Como no encontró a nadie, se metió al agua, se puso la ropa sin
secarse para decir que había cruzado el río, y de esta manera siguió
descendiendo por su margen hasta que dió, de manos a boca con una gran
lancha de gasolina amarrada a un tronco entre el camalotal de la ribera en
donde, pronto, fue descubierto por un grupo de soldados de uniforme azul.
Pedro se acercó tranquilamente y todos lo rodearon. Eran diez en total,
contando al teniente que los mandaba. Le hicieron mil preguntas y
quedaron satisfechos .con sus explicaciones. Pedro pidió permiso para pasar
la noche con ellos, a lo que accedieron gustosos. La mayoría, principiando
por el teniente, estaban bebiendo, pues tenían una damajuana de “Olla” e
insistieron en que Pedro tomara con ellos, cosa que él hizo, pero muy
parcamente. Averiguó que los disparos que oyéramos los hicieron a un
lagarto que cruzaba frente a ellos. Después, es fue sacando el objeto de u
viaje y no tuvieron reparo en contarle que estaban allí destacados para
atalayar a unos fugitivos, que resultamos ser nosotros, con pelos y señales.
Tenían qué remontar el río y regresar al pasión, y así esperar hasta nueva
orden... Abrigaban la creencia de que andábamos cerca y de que nos íbamos
a aventurar por el Machaquilá y probar salir al Pasión.
“Tienen ilusión de repartirse los quinientos quetzales” —nos dijo Pedro
—. “ . . . Y aseguran que pronto nos van a encontrar bogando en un cayuco.
A cada rato encienden el reflector de la lancha y alumbran todo el río, pa
ver si aparecemos de repente”.
Le dijeron que había muchos ríos llenos de soldados como ellos, ya que
el Presidente mismo, que en todo estaba metido, había ordenado la captura.
El Jefe Político de Izabal despachó gente de su Departamento y hasta fue en
avión a Flores a encargar al Jefe del Petén que movilizara a toda su
Montada y también a las escoltas encargadas de perseguir a los
contrabandistas, para que dieran con nosotros, pues son muy conocedoras
de las selvas.
¡Pedro estaba descorazonado! Claramente ví la angustia en su semblante
y sentí pena por él, que se había metido en aquel embrollo por fidelidad a
mí.
En cambio, la muchacha no mostraba ningún temor ni preocupación.
Tenía demasiado fresco el recuerdo de la noche y acariciaba su recién
nacida felicidad... Pedro desde un principio, se dió cuenta de que un cambio
substancial se había operado en nuestras relaciones, ya que Carazamba no
se movía de mi lado mientras él nos hacia el desconcertante relato y a cada
instante me pasaba la mano por el pelo o la frente, limpiándome el sudor
que comenzaba a brotarme, coniforme el sol iba subiendo. Cuando yo me
ponía muy serio, ella se inclinaba a mí y me besaba. “No se aflija, mi
amor... Ya saldremos de -todo” —me decía acariciante.
¡Yo la dejaba hacer y nada me importaba ya! Sentíame al fin contento
de poder franquearme con ella y conmigo mismo y de haber mandado al
diablo los tapujos...
Si Pedro pensó algo sobre nosotros, no dijo nada, pues su cara de barro
pe: impasible ante las demostraciones cariñosas de la muchacha.
De nuevo busqué su consejo...
“ Y ahora..., qué? —fue mi pregunta temerosa.
“Lo mismo de siempre... -. creo! Seguir pa delante, rumbiando al
noroeste Pasar con las bestias el Machaquilá a nado, en un momento en que
no nos vea nadie, y atravesar la selva. . . No creo que .podamos
embarcarnos en el Río Santa Amelia, tal vez tampoco en el San Juan! Más
al norte, está el Santa Mónica y alli tal vez podamos escurrirnos al Pasión,
porque no v a creer que nos juimos tan lejos sin intentar uno de estos ríos.
Tal vez se baboseyen y crean que agarramos otro rumbo y descuiden el
patruyaje del Pasión pa buscarnos por otro lado”...
Recogimos apresuradamente las hamacas y demás enseres para cargar la
bestia. Carazamba no quiso montar la suya porque la baja palasón de los
chicales le azotaba la carne y la obligaba a desmontar a cada instante, así
que Pedro se puso en marcha c cabestreando las dos mulas y nosotros lo
seguimos a pie.
Llegamos al Machaquilá y todo estaba — silencioso en el punto en que
decidimos cruzarlo. El río era angosto pero profundo y Pedro nos explicó
que la patrulla estaba a cosa de tres kilómetros corriente abajo.
Envolvimos los víveres y las armas en una de las lonas y colocamos el
bulto encima de la bestia que usualmente montaba Carazamba. Sin perder
tiempo en desvestirnos, nos lanzamos al agua lo más rápida y
silenciosamente que pudimos.
En la otra margen, dimos un vistazo a toda la extensión que alcanzaba el
río antes de la curva. ¡Nadie nos había visto! Entonces, nos internamos en la
selva, la verdadera y terrible selva que se extendía interminablemente hacia
el norte.
XIV
Los DIAS que siguieron fueron de verdadera pesadilla! El sol
desapareció de nuestras vidas y se nos figuraba que nunca más volveríamos
a ver ni a sentir el calor vivificante de sus rayos. Con infinita tristeza
añoramos la travesía de la enorme sabana y echamos de menos aquella
resolana de mediodía que nos obligaba a buscar refugio bajo la sombra de
los manaques o los corozos, que, de vez en cuando ponían una nota vertical
en la planicie inmensa.
¡La selva nos recibió plenamente! En cuanto nos apartamos de la orilla
del Machaquilá, nos salió al encuentro con toda la potencialidad caótica de
un mundo en formación, como si allí el planeta no se hubiera enfriado aún
lo suficiente para hacer posible la vida humana.
¡Todo era monstruoso! Los árboles inmensos y variados, se confundían
en apretado connubio y con tonos tan diversos como sus tamaños... Unos
eran verdes y lustrosos, como enormes y ligosas serpientes, otros rojos
como; la sangre, otros blancos o cenicientos... Las ceibas, los guarumos, los
palojiotes los conacastes... Bosques interminables de caobas,
maquilishuates, cedros, irayoles y el maremaguum del caulotal. De vez en
cuando, la nota brillante y amarilla de la flor del palo blanco... Un caos
vegetal, desordenado e imposible, con los musgos, las lianas y las parásitas
enmarañadas como inmensas lombrices colgantes... Las enredaderas de mil
variedades, cual agobiantes fundas salpicadas de quiebracajetes. De vez en
cuando, detenía admirando extraños fenómenos! De un corpulento tronco,
allá arriba, por donde se
Bifurcaban sus enormes brazos, salía hacia lo alto, como surtidor, el
ramaje de una palmera... ¿Cómo podía ser el fenómeno de una palmera
creciendo sobre otro árbol? ... Observando atentamente pude ver que el
tronco exterior no era sino un viejo matapalo que venía estrangulando a la
palmera desde mucho tiempo atrás, teniéndola ya ahogada, completamente
rodeada, dejándole libre tan solo la empenachada cabeza para aspirar, en
agónico frenesí, las últimas brisas de la selva. Los bejucos se entrelazaban
como víboras inmensas formando un laberinto de columpios...
Por vez primera vimos a los grandes monos saraguates brincando sobre
nuestras cabezas, y, desde entonces, día a día, nos perseguían por la altísima
fronda arrojándonos una lluvia de ramas e inmundicias. En varias
ocasiones, disparamos tiros para ahuyentarlos y entonces desaparecían
saltando en el ramaje y haciendo retumbar las verdes bóvedas con su ronco
griterío... Hubo ocasiones en que, enojado por el constante arrojar de palos,
disparé a matar con el rifle grande. Antes de caer sobre el abrojal del suelo,
se quedaban colgados de la cola y, como seres humanos del comienzo del
mundo, miraban para abajo con incomprensión estúpida y se taponaban la
herida con manojos de hojas... Poco a poco, iban debilitándose hasta que la
cola no los sostenía más y se venían desde cincuenta pies de altura,
produciendo un ruido macabro al rebotar en el suelo.
Todo era igual, igual, igual Desesperantemente igual. Uniforme todo
hasta qué, Pedro perdió el rumbo!
¡Ambulamos de arriba para abajo durante seis días, con la angustia
terrible de sentirnos perdidos! Nadie sabe lo que es esa angustia hasta que
no la ha vivido! . . . Perdidos en la selva enorme e indiferente, en donde la
muerte es menos extraña que la vida misma!
Dormíamos angustiados en cualquier lugar. Guindábamos las hamacas
en el sitio menos tenebroso. Los zancudos envolvían nuestros mosquiteros
de tal manera que del lado interior se veían negros, tal era la cantidad que
pugnaban por entrar. Un zumbido enloquecedor nos iba por fin
adormeciendo en una especie de letargo febril. Nuestro único consuelo eran
las mulas, que llevaban toda la carga pacientemente, ya que estaban en
mejores condiciones que nosotros. Por doquiera había qué pastar para ellas
y, cuando no había nada, Pedro encontraba los palos de “ramón”, ese
misterio providencial de las selvas peteneras. . . Las mulas comían sus hojas
y sus ramas con gran deleite y las alimentaba mejor que el mejor pasto.
¡Fue una de éstas la que nos salvó! Venteó el agua desde gran distancia,
pues hacía ya dos días que se había terminado la de nuestras cantimploras.
La sed en la selva, para el que la conoce, no es problema pues
encontrábamos bejucos de uva o de camarón que al cortarlos con el
machete, destilaban agua fresca y purísima, filtrada a través de sus poros
diminutos pero nos costaba mucho trabajo reunir cantidades suficientes en
una olla para que las pobres bestias bebieran y tenían qué contentarse con la
humedad de las hojas que rumiaban. La mula levantó la cabeza y rebuznó
alegremente, emprendiendo un corto trotecito a través de los helechos. La
seguíamos a grandes pasos, tropezando y cayendo sobre los podridos
troncos, tratando de seguirla para que no fuera a
Perdérsenos. Al cabo de un rato, llegamos a un caño de agua dormida,
que iba culebreando entre la selva. Era un “cric”, como le dicen en El Petén
a aquellas vías de agua, castellanizando el nombre inglés de “creek” que le
dan los beliceños.
Pedro no conocía la región, pero la geografía de su departamento se la
sabía al dedillo, como todo rumbero... Comprendió que estábamos cerca de
Santa Amelia y que el cric aquél desembocaría al río.
Tomamos de aquella agua caliente y turbia y llenamos nuestras
cantimploras. Luego, seguimos por su margen en la dirección que, casi
imperceptiblemente, llevaba la corriente.
Caminamos con mucho cuidado porque habíamos visto varias víboras.
Pedro mató con el canto del machete un “timbo”, que brotó amenazador a la
orilla de un charco y yo maté de un tiro de revólver una enorme
“barbamarilla” que, tendida frente a nuestro camino, al vernos aproximar se
recogió en un rollo, y con la cabeza proyectada hacia
Yo venía compadeciendo a María! Hacía dos días que caminaba en
silencio y con una palidez mortal. Pedro también iba amarillo y, según él,
yo no estaba, por cierto, muy sonrosado. Pero la muchacha era la que peor
estaba! Tenía el rostro cubierto de ronchas producidas por el constante
ataque de zancudos y jejenes, a los cuales ni la loción Flit lograba alejar del
todo. . . Los ojos le brillaban extrañamente y comprendí que tenía fiebre.
Comenzó a tomar quinina, y se desesperaba del zumbido que le producía en
los oídos. Yo sabía que, más que enfermedad, era la falta absoluta de sol la
que nos producía aquella palidez. Por las• tardes, cerca de las cuatro, nos
deteníamos y acampábamos porque el suelo de la selva estaba ya obscuro a
esa hora. Ni siguiendo el cric pudimos ver el sol, pues los árboles sé
juntaban en lo alto. Era tan compacta la masa de ramaje que, muchas veces,
me produjo la sensación de que ni un tiro la atravesaría.
¡Por fin llegamos al Santa Amelia!. ¡Por fin quiso Dios que asomáramos
nuestras macilentas figuras a la cuenca del río y por varios minutos
estuvimos parados, enceguecidos por la luz del sol que cayó repentinamente
sobre nosotros!
Reírnos largamente y dispusimos quedarnos allí dos días para descansar,
reponemos y ver qué había por los alrededores.
Acampamos a cosa de 50 metros de la orilla del río por miedo a hacerlo
en la propia playa, pero un punto donde lo ralo del monte nos permitía ver
cualquier embarcación que pasara en uno u otro sentido de la corriente.
Por vez primera en muchos días, comimos tranquilos, aunque ya los
víveres comenzaron a escasear. Carne ya casi no había, exceptuando
algunas latas de sardinas, pero todavía nos quedaba suficiente frijol y arroz.
Teníamos luna llena y aquella noche su brillo era fantástico reflejándose
sobre las aguas del río. Ni un cayuco pequeño habría pasado desapercibido
desde nuestro campamento en aquella lisa faja de plata; así pues,
decidimos’ hacer el fuego detrás de un grupo de árboles y aún colgamos a
guisa de pantalla una de las lonas para disimularlo más. Fuíme al río a ver si
desde allí podía descubrirse el reflejo de su llama, pero solamente
deteniéndose en la propia orilla donde estábamos y poniendo mucha
atención, se notaba su leve sombra de humo rojizo. Con esto quedamos
tranquilos y Pedro decidió que saliéramos a ver si, a pesar de la luna,
podíamos encontrar algo de caza, ya que, por la floresta circundante al río,
habíamos visto muchas huellas.
Dejamos a la muchacha para que vigilara el río, la cual dispuso
quedarse probando suerte con el anzuelo y, en compañía del rifle 22 y la
lámpara de mano, la dejamos instalada sobre una piedra ribereña.
Nos alejamos despacio, alumbrando cuanto espacio abierto
encontramos. De vez en cuando, por curiosidad, lanzaba la luz entre la
ramazón de la arboleda. Vimos siempre brillar los ojos de los animales
pequeños que andaban también de caza. Eran, en su mayoría, micoleones,
mapaches y tacuasines. De estos vimos a granel, trepando o escurriéndose
por el suelo delante de nuestra luz, con su andar torpe de, ratas gigantes.
Al poco tiempo de caminar, vimos el primer venado pero ya iba de
huída cuando la luz lo un salto, desapareció en dirección al rió.
Poco después, encontramos una gama echada al pie de un viejo caulote.
Como no le viera intenciones de moverse, le dije a Pedro que disparara él.
Se colocó debajo de la luz e hizo fuego con la escopeta.
La gama dio un salto enorme y creímos que se había ido, pero al
aproximamos, la encontramos tendida a pocos metros, entre un manchón de
camalote.
Aquella no era cacería de sport, así que regresamos rápidamente al
campamento, llevando entre ambos al animal con un palo a través de las
patas, amarrado con bejucos.
La muchacha había tenido regular suerte en la pesca, pues había sacado
un cuyamel de gran tamaño que, según nos dijo, le había costado mucho
trabajo llevar hasta la orilla. Era un pez luchador y nos mostró una profunda
cortadura que en un dedo le hizo la pita cuando mordió el anzuelo.
Largo rato estuvimos todavía despiertos, alumbrando la luna nuestra
tarea de destazar el venado. Las vísceras las fuí a tirar al río y pronto ví el
cardúmen de peces en el lugar donde se sumergieron.
Pedro construyó una alta parrilla sobre el fuego y en ella colocó las
diferentes presas para que se ahumaran, echando nueva leña para que durara
buena parte de la noche.
Cuando el silencio reinaba en torno, me deslicé de mi hamaca y fui en
busca de Cara. . . Me esperaba despierta Y me recibió apasionada y melosa
como una gata...
“¿Ves por qué siempre coloco mi hamaca lejos de las de ustedes? “ —
me dijo después de besarme. “ sabía que, tarde o temprano, tú vendrías de
noche a buscar lo que te pertenece!
XV
EL DIA siguiente, mientras almorzábamos, fui notando que Pedro se
ponía nervioso! ‘Levantaba la vista de su plato y se quedaba inmóvil, como
un animal de caza oteando su presa. No quise preguntarle nada, temeroso de
su respuesta! Algo notaba Pedro en el ambiente! Por fin se levantó,
quedándose en actitud expectante. Con la muchacha lo imitamos, pero nada
vimos ni oímos. De pronto, comencé a percibir un lejano sonido como de
ronroneo Crecía por oleadas y desaparecía completamente... Al rato, volvió
a sonar aquel extraño ruido pero ya en forma claramente perceptible.
“¡Lancha! —gritó Pedro, corriendo a echar tierra sobre la hoguera.
Nosotros lo imitamos febrilmente y pronto habíamos enterrado la brasa y el
humo no salió sino en una tenue columnita.
Para entonces, cuando hubimos terminado, se oía ya perfectamente el
ruido del motor, que venía subiendo la corriente.
Tomamos las armas y nos fuimos a ocultar entre los altos camalotes de
la orilla desde donde podíamos ver las setenta brazas de anchura del río que
era, como todos los de la región en esa época del año, de abundante y
profundo caudal. Largo rato esperamos y por momentos se apagaba el ruido
por completo, para. renacer de nuevo con más intensidad. . . La lancha
estaba cerca y eran las curvas del río las que alejaban el sonido
temporalmente.
Por fin, la vimos aparecer tras una península de camalotes. Era una
lancha de regular tamaño y mediana velocidad, pintada de blanco y rojo y
tapada con un toldo de lona. La bandera nacional ondeaba a popa y pronto
aparecieron, siguiéndola, tres cayucos a gran velocidad. Entonces nos
dimos cuenta que venían remolcados.
Tanto los cayucos como en la embarcación a motor, vimos mucha gente.
No pudimos contarlos porque la distancia era aún larga, pero sí
distinguimos uniformes azules y maltrechos kepis... También venían
paisanos con sombreros de petate. La comitiva pasó a diez metros escasos
de donde nosotros observábamos. Entonces pudimos ver que, en total, sería
una veintena y que todos iban armados...
“Con toda seguridad que van a dejar los cayucos con su gente a la
entrada de los crics pa que los remonten buscándonos” —susurró a mi lado
Pedro.
Con toda claridad oímos descuiden las orillas muchá! la lancha a los
cayucos... Si ven cualquier novedá en la oria o cualquier Pa parar”...
Pasó el fatídico desfile tan rápido como llegó y nos quedamos largo rato
aún, encuclillados entre las húmedas hojas. Nuestra actitud no era ya d
escondite sino de gran desconsuelo! ¿De manera que habían tomado tan en
serio nuestra persecución hasta el colmo de movilizar a todas las
guarniciones del Petén, y aún Izabal? ... No cabía duda que era el propio
presidente quien lo había ordenado, y a ello se debía aquel despliegue
inusitado de actividad en las siempre solitarias regiones selváticas de
aquella parte de mi patria!
Como si Carazamba hubiera adivinado mis pensamientos me tomó la
mano y me miró largamente, con los ojos llenos de lágrimas. “No hay duda
que quieren cojerte vivo o muerto” —me dijo amargamente—. “Por la
gente que están desplegando, parece como si hubieras matado al propio
Presidente o, por lo menos, a un ministro! ¡Pero no te cojerán!.. Seguiremos
escapando, aunque tengamos que cruzar toda la selva hasta salir al Golfo de
México!
¡Pobre María! Di gracias a mi idea de no enterarla de que a ella la
buscaban con tanto o más empeño que a mí! Pedro tosió significativamente
y ví su mirada de comprensión.
Decidimos aprovechar ese mismo instante para cruzar el río, ya que la
lancha no tardaría en regresar en su constante patrullaje y no podríamos
hacerlo sino a la sombra de la noche, lo que era peligroso, por los lagartos.
Recogimos el campamento, los pedazos semiahumados del venado y
cargamos nuestra mula.
Esta vez nos desvestimos, quedando en ropa interior y colocamos
zapatos, trajes y armas sobre la mula de Carazamba, perfectamente
cubiertos con la lona.
Trabajo nos dieron las bestias para hacerlas entrar en el agua, hasta que
yo me metí y comencé’ a tirar de ellas con un lazo. Entonces se lanzaron y
comenzaron a nadar rápidamente. La muchacha iba asida a la cola de la
última mula, y así cruzamos por fin el Santa Amelia sin mayor dificultad.
Nos vestimos e iniciamos la marcha inmediatamente. Pedro desvió su
rumbo ligeramente al norte. “Es mejor que evitemos el Arroyo Maculís” —
me dijo—”. . . porque en esta época está crecido y es navegable en cayucos.
No vaya a ser que nos anden buscando por ay también, puesto que el
Maculís se mete en el Pasión”
Aquella noche, acampados otra vez en plena selva a tres leguas al norte
del Santa Amelia, nos sorprendió la luna, cuyo retozo plateado se colaba
débilmente entre el ramaje.
Retornaron las horas terribles de angustioso avanzar en medio de
aquellas inmensas soledades Verdinegras.
Un día amaneció lloviendo y la selva se puso más tétrica. Oíamos el
ruido del aguacero en la alta bóveda, pero a nosotros nos llegaba solamente
en forma de llovizna necia y monótona que nos fue calando poco a poco.
Pronto, el sucio se puso chagüitoso y nuestras mulas tenían dificultad
avanzar sobre aquél piso blando y barrozo Carazamba iba cabalgando
cubierta con Una lo Pecho y yo caminábamos en silencio, cubriéndola lo
mejor que podíamos con hojas de sal, guiando las bestias por los mejores
pasos y abriendo camino con los machetes por ente las cerrasones de
helechos de todas formas que, con la lluvia, se hacían más fríos y
antipáticos.
Pronto encontramos una región de suampos y pequeños crics, tan
abundantes y difíciles de franquear que, en dos días, calculamos que
habríamos recorrido, cuando más, diez kilómetros con la lluvia, que se
mantuvo por dos días, se alborotó un zancudero terrible y los enes
engrosaron su caudal.
Las noches eran húmedas y tristes, tratando de alimentar nuestro fuego
con las mojadas ramas o los troncos podridos y empanzados de agua que
producían más humo que calor.
Era entonces cuando yo buscaba cobijo en los brazos de la muchacha, a
quien las calenturas habían vuelto a atacar. Cuántas cosas me contaba
durante aquellas lóbregas e interminables noches, en suaves cuchicheos
para no despertar a Pedro. Su mente poníase más lúcida con la fiebre y
habla veces que hasta deliraba y decía palabras incoherentes. Hubo, sin
embargo, cosas que no quiso decirme nunca y cuando yo insistía en saberlas
y me enojaba sus negativas, se encerraba en un silencio hermetico y lloraba
calladamente. . - Jamás pude sacarle, una palabra sobre sus viajes, ni nada
de lo que ando pasado entre ella y el periodista suicida. Cuando insistía en
ello, rompía a llorar desconsoladamente y o comprendía que era presa de
intensa fiebre. “No e preguntes” —decía sollozando—. “¡. . . Era tan necio,
tan necio!
Y fue lo único que pude sacarle al respecto. Tambien le hablé del
hombre que mató a la mujer, 50 después en el salón de Puerto Barrios a lo
cual no contestó gran Cosa. “¡Ninguno de los dos valía nada! ... ¡Eran
malos! ... Estuvo bueno que murieran en esa forma! “Comprendí que era
crueldad mía someterla a aquellos interrogantorios, que volvían a abrir
viejas heridas, pero yo tenía qué saber, buscar y analizar para tratar de
comprenderla.
¡Jamás hablamos de Burguess ni de sus mutuas relaciones! A mí me
producía un extraño desasosiego aquel nombre que había truncado mi vida
de hombre limpio y de bien; y ella, delicadamente, jamás me lo mencionó!
Carazamba sentíase culpable de mi desgracia y en aquellas aciagas noches
me lo repetía constantemente, con febril desesperación. “ tengo la culpa de
todas tus desgracias, amor mío! ... ¡Ah! ¡Pero no me arrepiento! ¡Ahora eres
mío, mío! “... Me apretaba contra su cuerpo hirviente y me besaba mil
veces, humedeciéndome la cara con sus lágrimas.
¡Pobre mujer! Aquellos excesos le hacían daño en las circunstancias en
que se encontraba y yo, entonces, trataba de calmarla y de que se durmiera.
Creí que Carazamba, la terrible Carazamba de antes, había muerto ya
quedaba tan sólo María, la dulce y atormentada María, como aquella otra
arrepentida que buscó el perdón y el olvido a los pies de Cristo! Pero ¿qué
sabía yo de los misterios del alma humana y de sus recónditas oscuridades
atávicas?
XVI
Por fin llegamos a otro afluente del Pasión otro camino de espumante
plata hacia la libertad, al cual tendríamos que dejar s, Esta vez era el San
Juan! En sus márgenes acampamos, siempre alertas y encontramos huellas
frescas de gente que había vivaqueado allí, incluso hasta un pedazo de
periódico de fecha y el lugar donde estuvo atracada una gran ancha. ¡La
Ley rondaba inexorablemente nuestro alrededor!
La última noche estuvimos en el San Juan, tuvimos una extraña visita.
Estábamos sentados alrededor de la pequeña hoguera, que habíamos
Ocultado lo más posible cuando, sin aviso previo, oímos ruido de pasos
cautelosos en la hojarasca y una figura humana acercó al radio de luz. Un
instante después, in levantar los brazos con rapidez increíble a encañonada
por tres bocas de fuego.
“Buenas noche —dijo la voz más aflautada que he al era mi vida”
Perdonen mi manera de presenta pero soy un solitario viajero en busca de
un lugar dónde pasar la noche”.
Llevaba terciada una escopeta tubera y Pedro, i1igentemente, se la
arrebató, así como el machete envainado que pendía de su cinturón.
“Muchísimas gracias, señor” —dijo el tipo, queriendo demostrar que
aquella maniobra la interpretaba como un acto de amabilidad.
“...Estoy rendido y, si son tan amables, me sentaré junto al fuego”.
¡Jamás a primera vista me ha repugnado tanto, una persona como aquel
hombre! Era joven, alto y flaco. Su cara de mestizo tenía algo de alimaña en
el modo de mirar de aquellos ojillos pequeños y saltones. Alargada y
limpia, ya que sólo tenía tres o cuatro pelos largos en la barba y un ridículo
amago de bigote de cerdas, perfectamente contables, me recordó a la del
tacuacín.
Volvimos a sentarnos en silencio y entonces él se aproximó y se
acomodó también frente a nosotros, extendiendo las palmas de las manos
hacia el fuego con un “Ah! prolongado, de satisfacción.
Nos admiramos de cómo pudo haberse acercado tanto sin que nosotros
lo sintiéramos. “Es peligroso venir así, agazapado, a un lugar donde hay
gente armada” —le dije en tono significativo y a guisa de saludo.
“Me perdonarán ustedes” —fue su inmediata respuesta, con aquella voz
antipática y llena de palabras rebuscadas—..., pero, tienen tan bien oculta la
fogata que no la vide sino cuando ya estaba yo en la puerta de su casa,
como si dijéramos. Hay tanta gente de poco fiar en estas pestilentes
montañas que primero me dije: mejor echo primero una ojeadita, por
aquello de las dudas, como se dice vulgarmente”...
En ese momento se fijó en la cara de la muchacha y hasta entonces se
dio cuenta de que era una mujer. No pudo ocultar su sorpresa y ví el brillo
en su mirada ante la belleza de María, a pesar de estar ésta pálida y
demacrada. “¡Ah!, caramba, señores! “ —dijo levantándose—, P ustedes si
no me había dado cuenta de que había aquí una dama! . . . ¿Su esposa,
joven? “ Esto último dirigido a mí.
Como no le contestara, se inclinó ante Carazamba en un gesto grotesco
de saludo que a él le pareció exquísito, “ ¡A los pies de usted señora! Mi
nombre es Hermenegildo J. Fuentes Ramírez, pa servirle a usté y a estos
señores”.
Ví que a Pedro y a María les comenzaba a hacer gracia el individuo y le
sonrieron amables. Volvió a sentarse mientras yo no hacía más que
examinarlo.
Nos explicó que era de la ciudad de Flores, en donde tenía “muy buena
posición social”; que era dueño de un almacén, que comerciaba en pieles de
lagarto, venado y coche de monte, y que por ello se veía obligado a viajar
por las montañas.
Todo esto lo iba relatando con un palabrerío rebuscado y pedante,
tratando de deslumbrar a la muchacha con su lenguaje y elegancía. “ . - .
Pero esta vez” —proseguía— “. . . mi expedición no ha sido tan afortunada
como otras veces porque en el Río Santa Mónica mis criados, que ahora
tuve qué traer nuevos, pues los antiguos tenían que quedarse atendiendo mis
negocios en Flores, se pusieron de acuerdo pa hacerme un golpe de estado y
robarme... ¡Sí, señores! Cometieron la inicuidá de darme a escoger entre la
bolsa o la vida, como se dice vulgarmente. Me dejaron plantado en medio
de la montaña, llevándose mi lancha de motor nuevecita, mis armas
modernas y una suma regular de dinero... Digamos... A ver... ¡Sí, cosa de
dos mil quetzales! Por suerte, esta vez traía poco dinero porque mis agentes
ya me habían informado que la cosecha de cueros no andaba este año como
Dios manda, como se dice vulgarmente”...
“Y pa qué echó el rumbo pa cá en lugar de dar la güelta y salir del
monte por onde entró? —preguntó Pedro muy acertadamente, comenzando
él también a cansarse de la chachalaca de aquel hombre.
La pregunta de sopetón lo tomó algo descuidado, pero don
Hermenegildo reaccionó. “¡Verá usté! Es que, los muy indinos, con el
permiso de la señora aquí presente, se dirigieron pa estos rumbos. Yo decidí
seguirlos de atrasito y quejarme ante las actoridades de Izabal porque, sea
dicho entre nosotros y çon permiso de la señora, las de Flores son muy...
¿Cómo decir? ... Un poco aguadas y no los perseguirían como Dios
manda”...
“ Dice usted que vino por el Santa Mónica?” —Pregunté
interrumpiéndole. Al instante ví que Pedro y María se ponían en tensión,
comprendiendo a dónde iba mi pregunta.
“Como le dije hace un ratito, señor! Allí fue donde los muy indinos, otra
vez con permiso de...”
Volví a cortarle. “¡Que extraño me parece! En el Santa Mónica debió
usted de encontrar una fuerte escolta patrullando el río... ¿Cuándo estuvo en
el Santa Mónica?”
Esta vez, la cara del hombre mostró sincera extrañeza. “¡No puede ser
señor! Yo entré por el Pasión al Santa Mónica, lo remonté durante cinco
días corriente arriba y en el punto donde desembarqué, es decir, donde los
ladrones me robaron —y gracias a que hubo uno que se apiadó de mí y me
dio su escopeta y su machete, que son éstos que porto, y hasta me dió su
poncho y unas cuantas tortillas tiesas—, como iba diciéndoles, hasta el
punto donde me robaron y donde yo me interné en persecusión de los
bandidos, no encontré un ser humano! De qué patrulla me hablan?”
“De una escolta que está persiguiendo a una partida de contrabandistas
de chicle” —le respondí inmediatamente—. “ . . . Por cierto, que ya no
tarda en llegar aquí la que los busca por las márgenes de este río”.
El hombre pareció interesado con la noticia y ví su mirada temerosa
dirigirse a la obscuridad circundante en un movimiento impulsivo que no
pudo refrenar.
Pronto se serenó. “ aquí hoy mismo, esta noche, los del resguardo?” . . .
¡Yo habría jurado que, en esta pregunta, puso toda su alma!
“No creo que vengan esta noche! Mañana, tal vez, de madrugada! “
“Y ustedes señores... Son también de la actoridá?”
“En cierto modo. Vamos con la escolta porque parte del chicle robado es
nuestro’
“¡Ah vaya! ... Yo lo preguntaba para por si acaso podían echarme una
manita en lo de los bandidos, como se dice vulgarmente”...
“Y, dígame: ¿Cómo es que dice que remontó el Santa Mónica en cinco
días? En lancha de motor, en cinco días se recorren tres ríos de ese calibre!
“Fue Pedro quien habló.
El hombre titubeó un instante. “¡Verá usté, señor! Es de que, como les
dije hace un ratito, la lancha comenzó a fallar. ..“
“¡No dijo nada de eso! —le interrumpí ¡Al contrario! ¡Dijo que su
lancha era nuevecita!
“jDéjeme acabar señor! . . . Como les iba diciendo, precisamente por ser
nuevecita mi lancha, no la conocíamos bien y jue fallando todo el tiempo
hasta que los muy indinos. . .
“ Cuanto hace que dejó el Santa Mónica?
“ Seis días, señor! Y tal vez hubiera echado más tiempo si no es porque
el Arroyo de Animas para acá me vine de volandas, como se dice
vulgarmente... ¿Ustedes no han estado en el Arroyo de Animas? ... ¡Pues
nunca vayan! ¡Si persiguen a los contrabandistas más al norte, tienen que
pasarlo pa llegar al Santa Mónica! Pero ustedes son bastantes y llevan
escolta”
“¿Qué pasa en el arroyo ese que menciona?” —pregunté.
“¡Cosas horribles, señor! En primer lugar, he de decirle que es la mera
guarida del Sisimite! ¡Sí, señor! ¡Como lo oye! Yo vide sus juellas con estos
ojos que lo están aura viendo a .usté y que se han de comer los gusanos.
Mejor dicho su juella, porque sólo deja una, la del pie derecho”
Hice ademán de interrumpirlo pero, con gran sorpresa Carazamba me
detuvo.
Me volví a ella y la ví echada hacia adelante, con los nervios en tensión
y los ojos brillantes y fijos en don Hermenegildo. Pedro también era todo
oídos y se había ido acercando- más l fuego.
“Siga, siga” —urgió la muchacha.
“Pues es de que, como les iba diciendo, yo llegué con miedo al tal
arroyo, pues ya su nombre lo dice, por ay andan las ánimas en pena de una
banda de contrabandistas que murieron en su oría. . ¡Sí, señores! Ustedes, si
son peteneros, se acordarán de cuando el Coronel Ponce era Jefe Político y
jué quien acabó con esa banda porque les echó encima otros contrabandistas
que contrató de soldados y se agarraron todos en la oría... Dicen que El
Tuerto, que ansina se llamaba el dijunto jefe de los contrabandistas, no
quiso rendirse a los soldados, que muchos de ellos habían sido de su banda,
y les echó plomo, como vulgarmente se dice, y cuentan que eras de oírse la
balacera que sonaba en el monte! •.. La guerra duró tres días, pues dicen
que se atrincheraron y hasta que no quedó niuno de los contrabandistas pa
contar el cuento, hasta entonces no se jueron los otros de regreso a dar parte
a Flores... Y también jueron pocos los que regresaron! E se coronel Ponce
era un largazo y ansina salió de muchos contrabandistas, matando, como se
dice vulgarmente, dos pájaros diun tiro! “
“¡Es cierto! “ —dijo Pedro enfáticamente “....Yo supe también ese
cuento!
“Pues como les iba contando, desde entonces los viajeros y hasta los
más mejores rumbiadores, le tienen sus pelos al tal arroyo porque dicen que
el ánima de los que murieron dan grandes gritos en las noches y espantan a
los viajantes... También dicen que El Tuerto se hizo amigo en l’otra vida del
Sisimite y que desde entonces vive éste también en el Arroyo de Animas y
ayuda a espantar de noche... Siempre se encuentra su juella de una sola
pata, con uñas largas como las del cadejo, su pariente!
Pedro y María estaban quietos y mudos como electrizados. A Pedro ya
le conocía su afición de creer en ánimas, aparecidos y demás espantos de
nuestro folklore, propia de su alma sencilla Y montaraz, pero me extrañó
sobremanera que una mujer que se había ya educado, por humilde que fuera
su origen, creyera en semejantes patrañas. De nuevo vino a mi cabeza la
idea repulsiva de que Carazamba latía siempre dentro del barniz de María, a
pesar de todo lo que se hiciera por cambiarla. Repentinamente, me acordé
de las palabras de la Ná Cantel, la bruja queechí de Lívingston, que me
aseguró que la muchacha era “su cliente” y que pagaba “güen piste por su
costumbro”
Por fin nos retiramos a dormir y yo le devolví sus armas a
Hermenegildo, pues me pareció inofensivo con ellas.
Apartado con Pedro cerca de las hamacas, cambiamos impresiones
sobre todo lo que nos había dicho aquel grandísimo embustero y separamos
la verdad y la mentira. . . No creímos nada de cuanto nos dijo, exceptó, que
sí había entrado por el Santa Mónica y que lo había remontado cinco días,
en cayuco y no en lancha “nuevecita”. También era verdad que no había
escolta allí cuando él pasó, pues no me cabía la menor duda de que aquel
pillo, prototipo del “largo” pueblerino, pariente del “lana” de la capital,
había cometido algún crimen y era tan prófugo como nosotros.
No pude evitar unas cuantas carcajadas al ver que la muchacha, por
primera vez, venía con el bulto de su hamaca en brazos para guindarla
próxima a las nuestras. La tenía ya arreglada en otro sitio y prefirió
deshacerla para estar cerca de nosotros. Yo la fui a ayudar, ya que Pedro
jamás hacía nada por ella directamente
“¡Le tengo miedo al. . . tipo ese! “ —me dijo en vía de explicación,
señalando hacia el otro lado del fuego en donde el hombre arreglaba su
cama hojas de pacaya, bastante alejado de nosotros.
Comprendi cuál era su miedo y no pude evitar una sensación molesta de
repugnancia y decepción. No había nada de particular en que una mujer
creyera en el Sisimite y en aparecidos, pero en mi ilusa imaginación habíase
asentado la idea de que la Carazamba primitiva y salvaje estaba
desapareciendo para siempre, y cualquier detalle que me la mostraba por
dentro conservando siempre la misma estructura espiritual, me volvía a
sumir en un mar de dudas y esceipticismo.
Al día siguiente cuando despertamos, tuvimos una amarga sorpresa!
Don Hermenegildo J. Fuentes Ramírez, había huído durante la noche, con
el mismo silencio con que se apareció ante la fogata, llevándose una de
nuestras mulas y el galápago de Carazamba...
XVII
La pura verdad es” —le decía a Pedro mientras nos abríamos paso
atravesando una ciénaga pestífera y donde nuestra mula se enterraba
frecuentemente el pecho— “ ¡. - que vamos de mal en peor! En el Santa
Mónica nos tiramos al Pasión, aunque nos tengamos que abrir paso a punta
de rifle!
Esto se lo dije cuando marchábamos penosamente, varias leguas al norte
del San Juan. La muchacha iba hecha una lástima de lodo, y su faz, exangüe
con: las fiebres, había perdido parte de su primitiva belleza. Sin embargo,
caminaba un poco rezagada de nosotros pero Siempre animosa. Cuando yo
volvía peor ella para ofrecerle ayuda en los pasos más difíciles me acogía
con una sonrisa y trataba de parecer mejor de lo que estaba.
La única mula que juzgo a bien dejarnos el ya famoso Hermenegildo,
hacia cabriolas entre los baches de la ciénaga, a pesar de que su carga era
bastante liviana porque los víveres se agotaban a pasos agigantados, ya que
jamás previmos que tuviéramos que ir tan lejos. Demasiado nos habían
abundado puesto que estaban destinados primitivamente a durar hasta el
Santa Isabel y aún en nuestra navegación hacia el Pasión, en donde
pensábamos proveemos de nuevo en algún poblado ribereño, pero nunca
hasta las lejanías deshabitadas a que nos habíamos visto obligados a
internarnos. Lo más voluminoso de su carga era el saco de los enseres de
dormir, pero a pesar de lo escaso del peso, María no podía ir montada por
las frecuentes caídas y undimientos de la mula en aquel pantano
interminable.
A medio día lo habíamos cruzado por fin, para internarnos en la selva
de tierra firme... De nuevo los monos comenzaron a gritarnos desde sus
caminos aéreos y a aturdir los espacios con aquel su rugido ronco e
impresionante, pero yo los prefería al silencio espantoso y enervante de la
selva. Aquella maraña inmensa no estaba hecha para espíritus civilizados y
me imaginaba que cualquier hombre de mediana inteligencia obligado a
vivir en ella eternamente, acabaría por volverse loco o por bestializarse a la
altura de los monos zaraguates. El horizonte allí era una utopía, todo estaba
cerca, todo compacto y pegado a las retinas, que ya no segregaban lágrimas
sirio clorofila...
Habíamos tomado otra vez nuestro rumbo primitivo, noroeste, y Pedro
trataba de apresurarse más y más. Hubo momentos en que lo perdíamos de
vista y hasta me ví obligado a gritarle que no esperara. El sonido de mi voz
dejó entonces un ansia espectral en la concavidad del monte! Pedro regresó
y ví su cara llena de enojo. El sabía que mi tardanza se debía a la muchacha.
“Apúrense” —nos dijo—. “...Hay que llegar al Santa
Mónica antes que se vayan corriendo las patrullas más al norte, y echen
de ver que nos estamos filtrando entre ellos”.
Luego, para que Carazamba lo oyera, dijo: “Sí no nos apuramos, vamos
a tener que acampar en el Arroyo de Animas! ...“
Como por milagro, la muchacha avanzó más de prisa hasta que noté que
no aguantaba más. Posé mis labios sobre su frente empapada de sudor y
llena de lodo. ¡Estaba hirviendo! Calculé que, por lo menos, tendría 39
grados de fiebre! Entonces detuve a Pedro para que arregláramos la mula y
subimos a la muchacha sobre el bulto de las hamacas. Iba incómoda pero
descansada, ya que su asiento por lo menos era blando.
Así avanzamos más de prisa, aunque la mula se ponía terca a veces y
teníamos que propinarle verdaderas palizas para que anduviera. Dijérase
que presentía algo que nos acechara por delante.
A pesar de los esfuerzos de Pedro, ya estaba la tarde muy avanzada
cuando llegamos al Arroyo de Animas. Era, én realidad, un caño de agua
sin corriente, como de diez o quince brazadas de ancho y de dos a tres de
profundidad. La bóveda estaba completamente cubierta de ramaje y aquella
agua jamás se calentaba con los rayos del sol, por lo que permanecía fresca
siempre. Su fondo podíamos verlo a través de la transparencia, cubierto
totalmente por una espesa capa de hojas podridas donde ambulaban los
peces en un paraíso submarino.
A mí me sobrecogió el lugar por su penumbra y silencio, y a Pedro y a
María por otros motivos. Noté que mi capataz ponía mil defectos al sitio
aquél para acampar y sugería encontrar otro más adelante vadeando el
arroyo. Carazamba también, por vez primera, estuvo de acuerdo Con él.
“De ninguna manera” —les dije resueltamente—. “Aquí nos quedamos esta
noche pues hay magníficos palos para colgar las hamacas, no hay tanto
zancudo y el agua está deliciosa para darse un baño”. Mi tono no admitía
réplica y pronto comencé a descargar la mula para evitar ulteriores
argumentos.
Cuando el campamento estuvo instalado, tomé un jabón y me alejé. Así
que me hube bañado, procedí a lavar mi ropa, que era ya una sola costra de
suciedad.. . En ella podía leerse toda la historia de nuestra travesía! Eché de
menos una navaja de afeitar, ya que mi barba comenzaba a cubrirme la
mitad de la cara y mi único consuelo era que esto producía gran disgusto a
los zancudos y demás bichos impertinentes. Tan sólo la muchacha estaba
bien provista de ropa, pues de todo había traído, incluso pequeños
accesorios para su; coquetería femenina.
Cuando hice mi aparición ante los compañeros, no pudieron contener la
risa al yerme cubierto solamente por un taparrabo formado con la toalla.
Tendí la ropa cerca del fuego, que había encendido ya en una forma
magnífica. Jamás habíamos tenido tan hermosa hoguera y yo comencé a dar
gracias al Sisimite por aquella actividad de la muchacha en acumular
combustible en grandes cantidades para mantenerla encendida durante toda
la noche...
Pedro dijo que lavaría su ropa en otra ocasión, pero yo comprendí que,
por nada del mundo, se alejaría solo.
Esa noche, María tuvo fiebre altísima. Le di dos pastillas de quinina y
una aspirina con café caliente. Colocó su hamaca muy junto a la mía y cerca
también de la de Pedro y todos decidirnos acostarnos temprano.
Sería la media noche cuando unos gritos me despertaron sobresaltado.
Instintivamente empuñe el revólver, que siempre mantenía conmigo dentro
del mosquitero. ¡Carazamba gritaba y lloraba en una forma pavorosa! Salté
de mi dormidero y me acerqué a ella. Estaba medio incorporada en su
hamaca y, al alumbrarla con la linterna, retrocedí asustado. Con el pelo
suelto y los ojos vidriosos y fijos en la obscuridad de la noche, tenía un
aspecto aterrador de locura. . . Me acerqué a ella, la tomé en mis brazos
hablándole dulcemente, tratando de calmarla. Ella se aferró a mí con
desesperación, y. clavándome las uñas en la espalda, se puso a sollozar
apoyada en mi pecho... “¡Los espantos, las ánimas en pena! “ —balbuceó
jadeante—. ¡vienen por mí, vienen por ahí cerca! “.. . Y señalaba la
oscurana con dedo tembloroso.
“Cálmese, cálmese por favor” —le decía— Aquí estoy yo y no hay
ánimas ni nada cerca! “
“¡Cómo no! “ —me decía volviendo a llorar amargamente—. “. . . ¡Por
ahí vienen a buscarme! ... Y hay otras que no son de aquí, que no debían
estar aquí sino lejos, lejos! “. En aquellos instantes, temí por su vida porque
la fiebre la consumía.
Fui a empapar un trapo en la fresca agua del arroyo y se lo puse en la
frente. Le dí otra aspirina.
Cuando se había calmado un poco y trataba de reprimir los sollozos,
unos gritos espeluznantes resonaron en la floresta! . . Hasta yo mismo sentí
un escalofrío que me recorrió como un ciempiés a lo largo de las vértebras.
Era un coro infernal de gritos estridentes y lúgubres que salían del aire y de
un recodo próximo del caño.
Carazamba volvió a incorporarse y lanzó un grito angustioso, mortal! ...
“¿Los oyes, los oyes ahora?” —me decía zarandeándome por los hombros
con extraña fuerza... “¿Ves que sí era cierto, que ya vienen cerca?”. . . Mi
corazón galopaba furiosamente y hasta sentí un miedo supersticioso que me
iba congelando los huesos!
¡Yo también creía que iba a volverme loco y salté furioso fuera de la
hamaca de María! “¡Ya vas a ver tus ánimas! “ —le grité—. “ .. . Ya vas a
tener un ánima muerta, allí, en tu hamaca”... Mi tono la sobrecogió y ví que
se tapaba la cara con sus chamarras.
Así, tan sólo cubierto con el taparrabo, corrí al tronco donde
descansaban las armas y tomando el 300 Savage alumbre mi camino en
dirección a los. Gritos, que volvian a repetirse en ese instante con más
intensidad que antes... Ví la cara de Pedro desfigurada de horror, asomarse
de su mosquitero y cuando él trató de detenerme. . . “¡No vaya, patroncíto!
“Lo oí suplicante—. “No vaya, que nues gente deste mundo! “.
Su voz se quedó estampada en mi espalda cuando me alejé a la carrera,
sin preocuparme de las espinas que se clavaban en mis desnudos pies.
En una vuelta del arroyo sonaban los gritos pavorosos! Yo iba presa de
extraña furia y, de pronto, aquellos alaridos chillaron sobre mi cabeza! Me
detuve, sobrecogido por un instante y luego alumbré a la fronda de un
enorme zapote cubierto de enredaderas.
Al rayo de luz, que hice girar sobre la ramazón, mil puntos brillantes
aparecieron en todas partes, moviéndose con gran ligereza...
“¡Animas, ánimas! “ —grité furioso. Luego, quité el seguro del rifle y
apuntando a los puntos luminosos mientras sostenía la linterna y el cañón
con la mano izquierda, comencé a halar el gatillo con toda rapidez. La selva
se sobrecogió de espanto con los terribles estampidos del rifle automático,
hasta que la recámara quedó vacía. Los ecos se fueron bramando entre la
palazón y luego quedó un silencio pesado, tenebroso, como si la noche y la
selva se hubieran convertido en la boca abierta de una carverna monstruosa.
Algo cayó de las ramas, produciendo un ligero ruido sobre el abrojal.
Me acerqué y ví el cuerpo de una moyusa destrozado por el potente
proyectil. Tomándola por la cola lo levanté en alto y lo examiné...
“¡Animas, ánimas! “, me repetía mientras seguía contemplando el cuerpo
inerte del animalito parecidísimo al mapache. Me pasé una mano por la
frente... ¡Cómo no reconocí aquellos gritos antes! ... No era sino una brama
de moyuzas sobre un palo de la selva, algo tan común comó el paso del sol
por las copas de los voladores. Me palpé la frente y la tenía empapada de
sudor... Estaba con fiebre y no me había dado cuenta.
Volví al campamento y encontré a Pedro, pálido como un muerto,
echando más leños en el fuego. Abrió desmezuradamente los ojos cuando
yó mis pasos entre la maleza... “Aquí, colgando por la cola, les traigo su
ánima”, —grité al asomarme a la luz—. “ de miedosos!..
Pedro no se atrevía a mirar aún lo que le traía y cuando lo obligué a
hacerlo, sus espantados ojos se fueron tranquilizando. “¡Ah la! ... ¡Hoy si
que me chivó patrón! ... ¡Quién lo iba a creer! ¡Puras moyusas! ...“
—“¡Y puros nervios” —agregué yo—. “ . . . Con un poco de calentura!
Carazamba estaba silenciosa. Mis gritos y los estampidos del rifle
relajaron sus nervios y me contemplaba, desde el fondo de sus ojos
hundidos en un par de círculos violáceos, con la cara salida del mosquitero.
Me acerqué a ella y le mostré el precioso animalito. “Aquí está su ánima
en pena, con un cuento muy bonito para usted”...
La ví sonreír en una sonrisa vaga como de sonámbula para luego
esconderse dentro de su hamaca. Fuí por la cantimplora y tomé quinina.
Pedro seguía junto al fuego cuando me enterré a sudar entre mis chamarras.
En la madrugada, partimos. El baño obligado para cruzar el arroyo nos
reavivó mucho. Carazamba estaba bien y la fiebre había desaparecido Por
entonces.
Proseguimos nuestro camino, pero de pronto Pedro se detuvo y sus ojos
se llenaron de espanto Tenía la vista clavada en el suelo y me llamó
presuroso. “Patrón” —me dijo enfáticamente— “Ahora no me venga a decir
que no cree en nada. ¡Mire la juella del Sisimite!
En el fango cercano al arroyo se veía una sola huella, clara y precisa, de
un pequeño pie, como de un niño y las marcas profundas de las uñas... Me
incliné a examinarla y ví que Carazamba, desde lo alto de su montura, abría
unos ojos desmesurados y palidecía
“Pero, Pedro! ...“—dije en tono de burla—. “¡Eres tú el gran rumbero
que ha cruzado las selvas peteneras de arriba abajo! .. . ¡Esta huella es la del
tejón! Cualquier cazador novicio de la Costa Sur la conocería al instante...
Pedro no estaba muy convencido.
—“ y la otra juella, la del otro pie? ¿Por qué sólo hay una?”
“Porque brincó desde el monte, y volvió a brincar después, dejando su,
huella donde asentó su pata por un segundo” —le dije tratando de
convencerme yo mismo pues no se me ocurría explicar nada más. Busqué
entre la maleza circundante y al cabo dé un rato encontré otras huellas
idénticas a la primera, esta vez de todas las patas del animal. Se las mostré
Pedro y quedó más convencido, aunque lo oí rezoingando sus dudas a
media voz por largo rato.
XVIII
Nunca fui supersticioso, ni lo soy ahora. Pero el destino quiso que, al
alejarnos del Arroyo de Animas, la fatalidad siguiera con nosotros como
inseparable compañera.
Esa noche encendimos fuego en un paraje hermoso y salvaje. Como
cosa extraña e inesperada, la selva se clareó tanto que vimos la luna, ya
sazona, a través del follaje. Las altas ramas parecían cubiertas con una
pintura plateada y brillante y, a pesar de nuestra triste situación, aquella
noche me pareció maravillosa y aspiré plenamente, como para llenar mis
pulmones de aquel aire purísimo saturado de luna.
Pronto fuimos encontrando verdaderos calveros en donde el cielo
apareció en toda su esplendidez. Por todas partes crecían palmeras,
manaques y corozos y los grandes árboles fueron cediendo su lugar a los
apretados grupos de bambú. Desde el suelo las palmeras tiernas escupían,
como surtidor, sus hojas lustrosas, de un verde que diluían suavemente los
reflejos lunares. Creímos que la selva había terminado y que de allí hasta el
Santa Mónica gozariamos del sol y de la luna.
Con gran optimismo nos dispusimos a pernoctar. Ya la preparada de
nuestra “casa” se había vuelto tan rutinaria que cada uno hacía sus tareas
automáticamente y, día a día, quedaba lista en menos tiempo que el anterior.
Cuando empezaba a salir la columna de humo precursora de las llamas,
nuestra mula relinchó de un modo extraño y dio un reparo tan fuerte que el
árbol donde estaba apersogada soltó una lluvia de hojas. Nos quedamos
atentos a los ruidos. Me coloqué la lámpara de cabeza y alumbré a los
cuatro ángulos del monte pero nada ví. La mula, sin embargo, seguía
inquieta.
Al poco rato, oímos un ruido de pasos acolchados entre el alto
montarral, que crecía al pie de los corozos y, de pronto un fuerte tufo nos
llegó con un golpe de brisa.
¡Tigre! “, exclamó Pedro al momento, empuñando su escopeta.
Yo alumbré sobre el monte y el ruido de pasos cesó, pero no se movió
nada ni vi la luz del ojo.
—“Allí debe estar agazapado” —me dijo Pedro—. “Páseme la linterna
de mano, y usté quédese aquí, cubriéndome los lados con la lámpara de
cabeza. . . ¡Tenga el rifle sin seguro!
María se arrimó a mí, como siempre hacía en cualquier momento de
incertidumbre, mientras yo alumbraba en abanico manteniendo a Pedro
como centro de él.
Ví cómo se iba alejando cautelosamente, con aquél su andar silencioso
que jamás pude imitar. A cada momento se acercaba más al montarral
donde habíamos oído los pasos. Cuando lo perdí de vista, me fuí tras él con
el rifle listo. Al rato apareció Pedro...
—“Se me jue” —me dijo—. “ . . . Venga a ver dónde estuvo echado,
vigilándonos! ¡Y venga a ver el tamañito del condenado! ...“
Efectivamente, enmedio del montarral, ví la huella aplastada de su
cuerpo y era tan reciente su huída que el monte aún se estaba enderezando a
su posición natural. En ese instante oímos su bramido corto y garrasposo.
Sonaba cerca pero, por más que hicimos por encandilarlo, no fue posible
que se diera a la luz.
Volvimos despacio al campamento y terminamos de encender la
hoguera, echándole doble cantidad de leña. Previsoramente, Pedro fue a
reforzar el lazo de la mula para evitar que barajustara. Estaba muy inquieta.
Comimos en silencio, lanzando temerosas miradas a nuestro alrededor.
La luna, brillando intensamente, formaba caprichosas sombras con los
largos brazos de las palmeras y veíamos extrañas formas danzar por entre el
monte. A cada rato se nos imaginaba ver la sinuosa silueta del tigre saltando
hacia nosotros.
Aquella noche comimos parcamente, tratando de economizar los
víveres.
La fiebre atacó de nuevo a la muchacha, pero esta vez no tan
intensamente corno las anteriores. Tomó quinina y se acostó la hamaca.
Con Pedro nos quedas junto al fuego con las armas listas. La mula se
habia aquietado y comía pacientemente.
Jamás había hablado Pedro de nuestra situación, ya que el era por
naturaleza reservado. Cualquier explicación entre nosotros salía sobrando,
pues en largo tiempo de convivencia nos habíamos acostumbrado a ver y
callar. El había aceptado mi suerte como si fuera la suya y yo no me atreví
siquiera a insinuarle que no me acompañara en aquella aventura. Ambos
sabiamos que la suerte de uno era la del otro. Pero Pedro estaba
malhumorado y raro. No sabía yo a qué atribuir aquella su actitud y pensé
que, quizá, tendría fiebre.
—“ Que pasa Pedro? -le dije “¡Hace días que te veo raro, de mal tal y
esquivo! ...
¡Nada, patrón! Çon el permiso de usté, que ya no sé si se le pueda
hablar de ella como antes, le voy a decir una cosa. Mientras esa mujer ande
con nosotros, la ‘negra” vendrá también trotando a nuestro lado rumbiando
por onde vayamos. . Trae mala suerte esa mujer y pior aura que le ha
entrado la calentura en forma de locura, pues nunca había visto yo ningún
cristiano que lo tuvieran casi qué amarrar cuando le da la fiebre. Eso es todo
lo que me pasa. Por usté, ya sabe que doy la vida y que me rompo
cualquiera, pero es de más con esa mujer siguiéndos por todos lados... ¡De
repente me entran ganas que se muriera en unode esos sus ataques!
—“¡Cállate Pedro! “—corté, sintiendo una oleada de sangre en la cara
—”. . . Si esa es tu idea, si has llegado con tu superstición estúpida y con tu
odio e ingratitud hasta el colmo de desear que se muera, mejor te largás! ...
Vos no has hecho nada, sos libre y podés salir de aquí cuando te dé la
gana... Si vos quisiste ganar el monte, fue sin que yo te lo pidiera... No te
preocupés por nosotros que seguiremos rumbiando hasta salir por el Santa
Mónica”.
No hay duda que la fiebre me volvía a acometer pues me sentía tan
rabioso que hubiera podido asesinar a alguien en ese momento. Me alejé del
fuego y, de soslayo, ví la silueta de Pedro, que no se había movido del lugar
y echaba pacientemente más troncos en la hoguera.
Me llegué hasta la hamaca de María, temeroso de que hubiera oído lo
que se habló cerca del fuego, ya que Pedro jamás se cuidaba de disimular
sus sentimientos para con ella. Tenía los ojos cerrados, pero un leve temblor
en sus párpados me hizo dudar que realmente durmiera.
¿Cuántas horas dormí aquella noche antes de despertarme
violentamente?
Un pataleo furioso y unos relinchos de dolor me arrojaron del lecho y
creo que todavía estaba dormido cuando empuñe el rifle. Ví la figura de
Pedro en calzoncillos, esgrimiendo el machete en dirección al árbol donde
estaba amarrada la mula Yo corrí tras él. . . La bestia estaba encabritada y
pugnaba por tirarse de espaldas, lanzando unos relin chos que se iban
extendiendo por el monte como lamentos semihumanos.... Nada vi al
principio y Pedro cortó de un tajo el lazo para que la mula se defendiera
mejor. ¡Cuando viré en redondo frente al fuego, pude ver al tigre! Era un
animal enorme y estaba pegado sobre el lomo de la mula. . . En ese instante
me ‘ofreció un buen blanco y, acomodándome lo mejor que pude para ver
las miras a la luz de la hoguera, hice mi primer disparo. El tigre saltó al
suelo al instante y, cuando iba a lanzarse sobre Pedro, que era el que más
próximo estaba, disparé dos veces casi sin interrupción.
En plena carrera, algo detuvo al jaguar, como si un freno poderoso
hubiera accionado en sus músculos de acero. . . Se resolvio
instantáneamente y lo vi tratando de agazaparse para saltarme encima, pero
otra bala le fue a destrozar el cráneo, penetrándole por la frente.
Pedro se le aproximó despacio, listo el machete por si aún vivía. Pasó a
su lado y fue a detener a la mula, que se había quedado quieta, temblando
de espanto como un ser humano. Con cuidado la tomó por el lazo y le habló
cariñosamente. Cuando la hubo atado de nuevo, nos pusimos a examinarla.
El pobre animal parecía comprender nuestras palabras mientras la
acariciábamos, y sus ojos inquietos giraban en derredor, con el miedo más
patético. Cuando le limpiamos la sangre con unas hojas, pudimos ver una
terrible herida en el nacimiento de la espina dorsal... Por rara casualidad sin
duda temeroso y enceguecido por el fuego, el tigre había fallado y no logró
partirla de un solo golpe, como es su infalible costumbre. . . Las garras,
enormes y romas, había abierto zurcos sangrientos y profundos a cada lado
del cuello y las uñas traseras le destrozaron las ancas en su afan de
destaparle la barriga. La mula estaba viva pero hecha una lástima, e iba a
costarnos un gran trabajo el cargarla sin lastimar aquellas horrendas heridas.
La infeliz bestia se calmó inmediatamente, como si ya nada temiera
viéndonos a nosotros cerca de ella. De vez en cuando, lanzaba una mirada a
la tendida figura del tigre y relinchaba nerviosamente.
Cuando volvimos nuestra atención al causante de aquel alboroto, vi que
la muchacha estaba inclinada sobre él sin el menor temor. ¡Aquella visión
tenía algo de absurdo e irreal! Carazamba, en camisón de dormir y con el
cabello suelto hasta los hombros, empuñaba en una mano el riflito 22 y la
otra la pasaba acariciante por el costado del tigre, como si el contacto de
aquel cuerpo le produjera una sensación de extraña voluptuosidad.
—“¡Pobre es la mula! ¡Vaya a verla! “
Ella no levantó la cabeza. ¡El tigre la tenía fascinada!
“; Ojalá pudieran quitarle la piel! . . . ¡Es tan hermosa! ¡Me gustaría
tenerla! . . . Si yo hubiera sido animal, de seguro habría sido un tigre real,
tan hermoso como éste! ... Se enderezó y se fue a su hamaca lentamente, sin
apartar la vista del felino.
Con Pedro dispusimos pelarlo esa misma noche. Mientras lo hacíamos,
mi capataz me sonreía a menudo con toda la franqueza y bondad de
siempre. Yo me avergoncé al tropezar la mirada con la suya, recordando
nuestra última escena. Buscamos en el cuero los impactos de mis tiros y
había tres, dos en el costado y el de la cabeza, que lo. El primero no había
hecho blanco.
—“Si nues por usté, patrón, a estas horas este indino me tendría en la
barriga.... “— y de una cuchillada separó el último fragmento de piel
sanguinolento cuerpo.
XIX
Pronto quedáronse atrás los espacios abiertos por donde el sol mañanero
vivificó un tanto nuestros enfermos y cansados cuerpos, y reapareció de
nuevo la selva cerrada, implacable invasora de todo lo que es fértil en
aquella desolada comarca. Apenas una mañana llevábamos alejados del
campamento en donde el tigre quedó para alimento de los zopilotes y los
quebrantahuesos, cuando la selva nos reclamó de nuevo! Me hizo la
impresión de que, cuando nos vio aparecer como míseros gusanos
arrastrándonos en el fondo de su altísimo seno soltó una carcajada queda y
diabólica en el murmullo eterno de sus frondas y en el traquido de sus
ramas al chocar unas Con otras. . . ¡Miserables de nosotros que creímos
haber dejado para siempre la penumbra, alucinados Por una caricia de luna
o un rayo efímero de sol! Esta selva que se extendía hasta las márgenes del
Santa Mónica era más densa que las anteriores, y miles de plantas
trepadoras, helechos enanos y gigantes y toda la variedad de los bijahues
entorpecían nuestro andar y los machetes no se daban reposo mutilando
aquí y allá. Yo iba adelante abriendo paso, y sintiendo un raro placer a Cada
golpe del machete, como si la furia de mi alma fuera manejar mi mano
vengadora. . . Hacíame la ilusión de que pronto la reluciente hoja del
vizcaino iba aparecer roja de sangre, de la sangre de aquella maldita
muchedumbre de seres gigantes y callados que vivían en absurdo
apretamiento de siglos, esperan quizá, en alguna evolución de cataclismo!
Pero mi brazo se rendía y cedía el puesto a Pedro, quien calmadamente,
quizá por no sentir la furia mía, iba desmochando las ramas y abriendo paso
en el abrojal. . . “Y pensar que dentro de tres días esta trocha estará cerrada
de nuevo, como si nadie hubiera rumbiado por aquí ... ‘ Estas palabras
suyas fueron la respuesta de la selva a mis pensamientos, como si los
árboles aquellos hubieran comprendido y contestaran mi reto por boca del
capataz . . . ¡Era la verdad! ¡No se puede luchar contra la selva! ¡Lo más
que puede hacer el hombre mísero es doblegarse humildemente ante ella y
rogarle que le permita salir vivo por cualquiera de sus lejanos límites!
La pobre mula iba cabizbaja y enferma. Dábame lástima el verla
caminando siempre con la vista pegada al suelo, indiferente a todo. Las
horribles herida se le cubrían de moscones, verdes y azulados, que
zumbaban a su alrededor incansablemente Había momentos en que yo las
espantaba con una larga hoja y no bien había pasado ésta sobre las llagas,
ya un enjambre nuevo se posaba sobre ellas. Probé echarle Flit en la
pelambre cercana a las heridas, pero todo fue inútil. Aquella Pobre bestia
estaba condenada a engusanarse en vida. Y lo peor de todo era que no
podíamos prescindir de sus servicios. Carazamba seguía enferma y por
momentos tornábase más silenciosa y melancolica. No se quejaba nunca,
pero rara vez hablaba y tan sólo me sonreía o me miraba largamente, con
aquellos ojos que se habían tornado más enormes y brillantes.
La herida del cuello de la mula la habíamos cubierto lo más suavemente
que pudimos con una de las lonas, para que las rozaduras de la carga se le
hicieran un poco tolerables y me consolaba que las moscas no se posaran en
ellas. Pero, en cambio, el peso de María que iba siempre sobre el costal de
las hamacas, debía hacerle insoportable aquella marcha de eterna agonía.
Así avanzamos dos días más, en un estado lamentable de opresión y
tristeza y con la idea más fija en nuestros corazones de que. Pasara lo que
pasara, intentaríamos salir por el Santa Mónica. Yo me iba casi siempre al
lado de la mula, tratando de cubrirle las ancas con hojas frescas de bijahue,
para ahuyentar las moscas o aislarlas. Carazamba me conversaba entonces,
en un esfuerzo por parecer animada y alegre y hasta reía por cualquier
motivo simple.
En una de estas ocasiones, me dijo: “ serás tú también de la opinión de
Pedro, de que sería mejor que me muriera?
No contesté al momento, sobresaltado por el rey que yo ya sospechaba,
de habernos oído durante el alegato cerca de la fogata del campamento del
tigre.
¡No diga tonterías! . . . ¡Pedro ni siquiera lo dijo con intención! . . . ¡El
también estaba nervioso y tenía fiebre! . . .
— ‘¡Oh! ... ¡Lo que opine Pedro no me importa nada! Además, no
pienso darle gusto y llegare al final mejor que él...” Lo dijo en u tono
sombrío y, al mirarla, noté en sus ojos aquel brillo extraño que me aterraba
y que no había vuelto a verle desde hacía mucho tiempo.
Me fui callado y pensativo todo el resto del camino.
Al tercer día creímos estar ya cerca del Santa Mónica y Pedro me dijo
que llegaría al atardecer. ..., Ese fue el día crucial de nuestra amarga y
desesperada peregrinación.
¿Cómo fue la desgracia. ..? Nunca pude precisarlo con exactitud y todo
sucedió tan rápidamente que mi memoria conserva los hechos entre brumas.
Avanzábamos en fila india, como siempre, y Pedro iba adelante,
abriendo camino algo distanciado de nosotros. De pronto lo ví detenerse en
seco y lanzar un grito terrible. Lo ví volverse al matorra1 circundante y
machetear el suelo furiosamente... “¡Ah, maldito! “ —lo oí rugir en una
forma horrenda.
Me quedé parado por un instante, deteniendo a la mula por el lazo sin
atinar a hacer nada ni a comprender Luego, ví que Pedro corría hasta
detenerse frente a un caído tronco. Entonces me fuí acercando lentamente,
con la boca abierta de manera estúpida.
-“¿Qué te pasa, Pedro? –atiné a preguntarle. No me contesto, mientras
iba acercándome a el por detrás. De pronto vi que extendía la pierna sobre
el tronco y se arremangaba el pantalón... Aún no comprendí claramente
aquella atrocidad, pero algo dentro me hizo gritar: “¡No! ... ¡No! ...“
Entonces Pedro levantó el machete en alto, y alto sobre su cabeza... Por
un instante vi la hoja muy relucir y bajar rápida como una centella.
Un alarido espantoso martirizó el silencio de la floresta, y nunca supe si
había salido de la garganta de Pedro o de la mía... Los ojos se salían de mis
e 1tas cuando por fin llegue corriendo cerca del orb1t. Que había caído al
lado del tronco y se retorcía en convulsiones...
Me aproximé a él, como en un sueño de pesadilla, de cosas
inconcebibles y macabras que deja dañada el alma por mucho tiempo!
Estaba en el suelo, revolcándose en un charco de sangre y en el oprimía con
las manos la pantorrilla derecha. Un borbollón negruzco salía en oleadas del
extremo de su pierna y hasta entonces me dí cuenta de toda la horrible
verdad... Al lado del tronco, en el suelo y con el machete encima, estaba el
viejo zapato de Pedro como caído al azar, y al verlo en aquel instante habría
jurado que aún se movía. ¡Algo como una amapola enorme asomaba por la
boca del mismo y por los ojetes de las cintas salían burbujas sanguinolentas.
—“ ¡Apúrese patrón! “—me dijo Pedro con una voz que venía de
ultratumba— “No tuve mas remedio... ¡Era un coral! ¡Apúrese, apúrese,
que me desangro!”
Me tambaleé, sintiendo que el monte giraba vertiginosamente y la
náusea me oprimió el estómago. Creí caerme, pero no caí. Como en sueños,
recuerdo que me quité el cincho y con él le sujeté la pantorrilla húmeda y
lodosa... Mis manos se inundaron de un líquido viscoso y cálido que saltaba
por todos lados. Apreté con furia hasta oír crujir el cuero. Luego, lo até lo
mejor que pude.
Dios quiso que entonces me fuera recobrando enteramente y que
pensara con más calma. La sangre seguía saliendo por el muñón donde
antes había estado el tobillo. Saqué mi pañuelo y con él hice otro amarre
arriba de la horrible mutilación. Con un palo, comencé a dar vue1ta al
pañuelo, improvisando un torniquete que apretaba con todas las fuerzas de
mis nervios, hasta que Pedro gimió... “Que me va a quebrar el hueso” —me
dijo jadeante.
En ese instante me dí cuenta de que Carazamba estaba a mi lado. Dirigí
hacia ella la mirada en busca de consuelo e inspiración y la vi rígida y
pálida, contemplando aquella escena dantesca! Pero no encontré en sus ojos
el espanto ni el dolor de aquella tragedia, inhumano y salvaje. Contemplaba
la sangre con un extraño relumbre en sus inmensos ojos y recordé los del
tigre cuando iba a saltarme encima. .. “Si yo hubiera sido animal, habría
sido un tigre real, tan hermoso como éste”. Aquellas palabras resonaron
como martillar furioso dentro de mí cerebro. ¡No hay duda que, en aquel
instante, era Carazamba! Carazamba y no María la que observaba en
silenció la más espantosa de las escenas, con un silencio frío, de dolor ajeno
e indiferente.
¡“Carazamba “! —le grité con voz espantosa. “No se quede allí, con esa
cara... Encienda fuego, pero pronto, pronto... ¿Me oye? ... Echele alcohol al
monte para que encienda ligero... ¿Me oye?
Tuve que gritarle cien veces para sacarla de aquella actitud de éxtasis
morboso y me mordí de rabia los labios al no poder soltar el torniquete y
cruzarle la cara a bofetadas.
Por fin se movió y la oí trajinar a mis espaldas y por último, el frotar de
un fósforo...
Pedro estaba pálido como muerto y dijérase que una mano invisible le
echaba cántaros de agua, tal era el sudor que brotaba a chorros por cada uno
de sus poros. Tenía los dientes enterrados en el labio inferior y mugía como
un toro...
Sosteniendo con una mano el palo que atornillaba la presión del
pañuelo, con la otra rasgué mi camisa y con gran trabajo logré amarrarlo
también a la pierna para que no diera vueltas y relajara la presión, que
estaba conteniendo la hemorragia. Entonces me vi libre y examiné el
muñón cortado al sesgo... Un escalofrío espeluznan te me sacudió hasta el
último nervio cuando mis ojos se posaron en aquella cosa bárbara! ¡El
machete había cortado el pie en diagonal, de un tajo tan tremendo que el
hueso había cedido como un tallo de caña tierna! Los nervios y los
tendones, amarillentos y blancuzcos, flotaban entre una esponja colorada y
la sangre salía ya escasamente por venas y arterias que parecían pedazos de
tripa, flácidas y elásticas.
Me aparté de allí y recogí el machete de Pedro, con manos tan
temblorosas que temí no fueran a sostenerlo. Carazamba había encendido
un efírnero fuego entre la hojarasca empapada de alcohol, al cual me
acerqué a echarle más hojas y ramas, y todo cuanto encontraba a mano. Por
fin, oí crepitar entre el humo y comprendí que la madera ya había
encendido. Entonces puse el machete, tinto de sangre, sobre la naciente
llama y allí lo dejé mientras iba en busca de más alimento para la hoguera.
Corría como loco. Tan pronto iba a dejar la leña como volvía al lado de
Pedro quien, por instinto, seguía aferrándose con ambas manos a su
pantorrilla.... La sangre comenzaba a coagularse en aquel muñón palpitante
e inolvidable. Me fui al lugar donde la mula se había quedado y la encontré
quieta indiferente a aquel drama solitario.
Tomé la cantimplora y serví medio vaso de agua al que le agregue otro
tanto de alcohol, ya que el poco whisky que lleváramos, se había terminado
hacía días; y con aquel trago improvisado retorné al lado de Pedro e hice
que se lo bebiera.
Regresé a la hoguera que ya ardía con intensidad y palpé el machete por
el mango. Estaba caliente, pero la hoja aún no se alteraba. Agregué más
leña y le di instrucciones secas a la muchacha para que preparara otro de
aquellos tragos. En silencio me obedeció, con una rara expresión en su
pálido rostro.
Por fin, fui sacando el machete con la ayuda de un envoltorio de trapo,
ya que hasta el mango de cuerno olía a quemado. Tan sólo una cuarta, de la
punta para arriba, estaba rojiza, pero no quise aguardar más...
Con el corazón en la boca, me fui acercando a Pedro, y Carazamba me
seguía, llevando el vaso con el alcohol diluido.
Pedro seguía en la misma posición y tenía los ojos fuertemente
cerrados. Un entero lamento salía de sus labios ensangrentados por sus
propios dientes...
Levanté su cabeza y le hice beber íntegro el contenido del vaso. Por el
gesto instintivo de su cara, comprendí que estaba más fuerte que el primero.
—“¡Bueno viejo! “—le dije suavemente—. “...Tenés que aguantar más
todavía! ... ¡Cerrá los ojos y no veás lo que te voy a hacer!
Sin perder más tiempo, apliqué la candente hoja en la amapola abierta
de su carne viva.
Con dificultad enorme pude sostener el machete. Pedro lanzó un grito
mortal y sentí cuando su cuerpo entero se sacudía en una horrible
convulsión, pero no hizo esfuerzo alguno por retirar la pierna. Con todo
fervor rogué para que se desmayara. Fui untando la hoja por todo el espacio
mutilado y un olor a carne chamuscada subía con el humo cada vez que la
hoja siseaba el contacto de su carne.
Jamás podré olvidar aquellos momentos espeluznantes y por mucho
tiempo permaneció e mis oídos el chasquido del machete cuando rozaba el
hueso y cauterizaba el tuétano.
La sangre se contuvo completamente y Volví a darle otro trago, más
fuerte aún. Entonces comenzó a hablar y a desvariar. Después ya no se
quejó más. Sólo pidió que le pusiéramos algo debajo de la cabeza, para
poderla levantar un poco. Le traje una de las almohadas.
Ví el reloj y eran las cuatro de la tarde. ¿Cuánto tiempo había
transcurrido desde el comienzo de la tragedia? ¡Jamás pude precisarlo! Me
serví un tragazo de alcohol con un poco de agua y me alejé del herido.
“Quédese a su lado” —le dije a la muchacha secamente—. “¡. . . Y déle a
tomar un poco de agua! Ya vuelvo en seguida”.
Llegue al lugar Pedro había sido mordido por el coral y busque entre la
hojarasca. En el borde mismo de la trocha que iba él abriendo lo encontré
partido en tres pedazos. Era un animal extrañamente grande para ser coral y,
por un momento el corazón me dió un salto al sospechar que podía tratarse
solamente de una serpiente arlequín y no de un coral auténtico y mortífero
Y que aquel brutal sacrificio habría sido tal vez Sin objeto. Pero Pedro
conocía bien el monte. Inmediatamente ví que los anillos negros no
presentaban en su parte media la línea blancuzca o amarilla que caracteriza
a los no venenosos! Con el machete abrí dificultosamente su boca y pude
ver los colmillos inyectores, curveados hacia adentro Y gruesos como
espinas y comprendí con cuanta facilidad habían atravesado el viejo y
humedo zapato de Pedro, quien, para mayor comodidad, hacía días que
había tirado las gruesas medias inservibles viejas.
Unos minutos me estuve en cuclillas contemplando al más temible y
silencioso asesino de la selva y fue entonces cuando me fue entrando la
admiración por mi capataz. Me puse a pensar con terror, si yo habría sido
capaz de hacer lo que él hizo, en caso de haberme tocado ser la víctima.
Llegué a la conclusión de que yo hubiera muerto a las pocas horas, enmedio
de los más atroces sufrimientos, por la acción de aquel veneno que destruye
los vasos sanguíneos y las neuronas, pues nunca hubiera tenido el valor de
hacer lo mismo que hizo mi capataz.
La vida de Pedro pendía aún de un hilo, no sólo por el peligro de una
hemorragia o de gangrena sino por el propio veneno, si es que éste había
logrado circular en cantidad antes de la mutilación. Recordé entonces que,
minutos antes del accidente, había visto en medio de unos matorrales, una
planta de “bolayché”, que los indios quecchíes consideran antídoto infalible
para toda serpiente venenosa. Me fuí despacio, tratando de localizar el
lugar.
Al cabo de un rato de búsqueda, dí con él y, Cortando el arbusto entero
con mi machete, lo traje arrastrando de vuelta.
Cuando me acercaba adonde había quedado Pedro, un ruido extraño y
voces violentas me detuvieron en seco. Era la voz jadeante de Pedro, debil y
moribunda. . . “¡NO’ ¡No, malvada! “ —Oí que decía en un susurro
agonizante— “... ¡Suélteme, déjeme!... ¡No me suelte el torniquete! ... ¡El
patrón la va a matar por esto!
Una nube roja se plantó frente a mis ojos. De un salto pasé• un tronco
caído en mí camino y aparecí en el lugar de la tragedia.
Carazamba estaba sobre Pedro, luchando por soltarle las ligaduras que
yo había puesto para contener la hemorragia, y él se resistía
desesperadamente, en el último esfuerzo de sus agotadas energías. Ví que
tenía fuertemente sujeta del pelo a su enemiga y pugnaba po separarla de su
pierna... “¡Bandida, bandida! “ —lo oí jadear, mientras me quedaba como
herido de un mazazo, contemplando aquella escena que mi cerebro
rechazaba por monstruosa e increíble.
“¡Con que querías que muriera, perro cochino! “ —Oí que decía la
mujer entre jadeos -¡ya verás tú quien es el que se muere! ...“
En ese instante reaccioné. De un salto me planté al lado de Carazamba y
la tiré del pelo hasta levantarla. Cuando la tuve de cara a mí y le ví los ojos,
supe que tenía que repeler algo monstruoso y en instinto defensivo le lancé
una bofetada que la hizo rodar por el suelo. Algo horroroso hervía en mi
pecho, como el retumbo del volcán cuando el cráter va a estallar en mil
pedazos. La nube roja persistía frente a mí y, desenvainando el machete, me
lancé sobre su caído cuerpo y comencé a golpearla brutalmente con el plano
de la hoja. Mi brazo inexorable iba y venía y los planazos sonaban en su
carne como coletazos de lagarto en agua mansa!
Cuando pasó la nube roja, solte el machete y me dirigí a Pedro. Estaba
mirando la escena con ojos espantados y su corazón generoso esforzábalo a
arrastrarse hasta mí para contenerme “¡Por Dios, patroncito! —Me dijo
sollozando—... ¡que la va a matar! ... Déjela por Dios!
Entonces me incliné sobre su pierna ví que Carazamba, por milagro y
por ira resistencia de Pedro, no había logrado arrancar ni el torniquete ni el
cincho y que la sangre habíase contenido por completo.
Después, algo se rompió en mi garganta y me tiré boca abajo al lado de
Pedro, sollozando convulsivamente.
XX
Aquella noche fue la más amarga y terrible de cuantas viví en la selva!
Transporté en brazos a Pedro hasta el pie de una enorme ceiba, en donde
extendí su hamaca y allí lo deposité con todo cuidado. Le dí a tomar gran
cantidad de infusión caliente de las hojas de “bolayché”, que era amarga
como hiel, y dos aspirinas para aliviarle el horrible tormento de aquella
amputación salvaje y de la atroz pero salvadora quemadura. Pedro era
valiente y racialmente estoico y tan sólo se quejaba en un lamento quedo y
prolongado.
Las señales del envenenamiento aparecieron en forma leve y comprendí
que; por esa parte, no correría mayor peligro. Se limitaron a producirle
vómitos y una baba sanguinolenta le salió por la boca... Repetí la dosis del
Bolayché y cuando éste hizo su efecto desaparecieron las últimas huellas
del envenenamiento.
Carazamba se había desmayado a consecuencia de la tremenda paliza
que recibiera, ya que los golpes de mi machete cayeron por todo su cuerpo,
incluso la cabeza. Me limité a reanimarla con un poco de agua con alcohol
y la dejé donde estaba.
Al rato, apareció en el lugar donde yo había encendido el fuego
nocturno y en donde preparaba café para Pedro. Entonces le lancé una
mirada furtiva. El cabello caíale en desorden sobre los hombros y ví que
apenas podía moverse. Su pecho se alteraba violentamente por los sollozos
reprimidos y extendiendo su hamaca en el suelo sin ánimos para colgarla,
tomó su cantimplora y se metió entre sus chamarras, alejada de nosotros y
del fuego. No la oímos proferir ni una palabra.
No había tenido tiempo de analizar aquella horrible tormenta de
sucesos, pero mi espíritu sentía un gran alivio ¡Ni por un instante tuve
lástima de aquella mujer! De golpe habíanse derrumbado mis ilusiones y
una gran decepción embargaba todo mi ser. ¡Carazamba sería Carazamba
siempre, de alma zamba, negra, negra! ... No había manera de cambiar
aquella obscura complejidad de su ser! ... ¿Qué motivos tuvo para querer
asesinar a Pedro? ¿Era tan intenso su odio para aquel hombre que nos
estaba sacando adelante en aquellos montes? . . . ¿O creía que él era un
obstáculo que se interponía entre ella y yo? . . . ¡Quién sabe! Fuera lo que
fuere, ella demostraba una vez más que estaba dispuesta a destruír todo
aquello que se opusiera en su camino de fuego. Sentí lástima por Pedro y
por mí mismo, que había acariciado un sueño que la realídad evaporó con la
súbita rapidez del viento cuando descorre la niebla del amanecer.
Aquella noche aciaga la pasé rondando por el bosque en busca de ramas
secas para la hoguera, y mis nervios hacían más penosa la tarea, pues me
sobresaltaba con cualquier murmullo en la hojarasca y examinaba
cuidadosamente con la linterna, el terreno que pisaba, temiendo a cada
instante ver aparecer una víbora en mi camino.
Pedro tuvo fiebre a media noche y le dí dos aspirinas más y bastante
agua, para que ésta fuera reponiendo la sangre perdida.
Carazamba pasó una noche mortal y la fiebre debe haberle llegado al
límite. Me compadecí al oírla delirar y darse vuelta en sus cobijas
atormentadamente. Tan pronto reía como lloraba a gritos y se halaba el
pelo. Muchas veces oí que me llamaba y, de repente, poníase a insultarme
en un lenguaje tan vulgar, que comprendí procedía del origen mismo de su
existencia. . . Después, hablaba dulcemente . . . “ ¡No, no! . .. ¡Todo es
mentira...., perdóname amor mío...! ¡Te adoro, te adoro’ ¡Mátame pero no
me dejes! . . . ¡Me muero, me muero!
Me acerqué a su lecho y ví que estaba roja como un camarón, la frente
perlada de sudor y los ojos cerrados. Movía la cabeza a uno y otro lado
incesantemente y temí que pudiera sobrevenirle una meningitis... Entonces,
logré abrirle la boca y hacerla tragar dos pastillas de quinina y dos
aspirinas, arropándola para que sudara.
Hacía mucho que le había quitado a Pedro las ligaduras de la pierna,
para evitar la gangrena. Con cuánta pena fuí soltando poco a poco el cincho
y dando vuelta al palo para aflojar la presión del pañuelo, temiendo que la
cauterización y la coagulación no fueran aún suficientes para evitar la
hemorragia. Pero la pierna quedó libre completamente y la sangre apenas
humedeció de nuevo los bordes de la amputación. Machaqué cierta cantidad
de pastillas de sulfa y las apliqué con una gasa al muñón palpitante,
cubriéndolo después lo más suavemente que pude, con una venda externa.
Más tarde Pedro me pidió algo que me hizo estremecer de repugnancia.
. . “Le suplico, patroncito, que vaya al tronco y entierre mi... mi zapato . . .
No quiero que se lo lleve el tacuacín o cualquier otro animal del monte...
¡Al fin y al cabo, es un pedazo cristiano!
Con los ojos llenos de lágrimas, me fuí con la linterna a cumplir su
voluntad. Abrí un hoyo profundo con el machete y allí empujé aquel resto
sanguinolento, que ya se estaba cubriendo de voraces hormigas negras, y lo
enterré, apisonando la tierra y cubriéndola después con hojas y ramas
frescas.
Dos días y dos noches nos quedamos en aquel lugar horrible, cuidando
yo a mis enfermos lo mejor que pude. Pedro estaba mejor y habíase salvado
momentáneamente, y ya sólo era de temer una infección, la cual trataba de
evitarle a base de asepsia y sulfas.
Carazamba despertaba muy débil y dormía la mayor parte del día,
teniendo yo que hacer todo el trabajo del campamento.
Echaba mano de los escasos víveres y hacía condimentos imposibles,
que sólo nos comíamos para no morir de hambre. a pobre mula no tenía con
qué al alimentarse, ya que los helechos y demás yerbajos los rechazaba
naturaleza enferma. Entonces, Me interné en el monte con el rifle y el
machete, hasta que encontre un árbol de ramón y regresé arrastrando una
enorme rama, que la bestia comenzó a comer con desgano haciendo el
mismo esfuerzo que nosotros para perecer de inanición.
Por fin, al tercer día, Pedro estuvo más animado pues había dormido
bien por primera vez desde el accidente, y tuve la gratísima sorpresa, al
abrir mis cansados ojos, de ver la figura de Carazamba, inclinada ante un
naciente fuego, con la cafetera en la mano.
Me acerqué a ella en la forma más natural del mundo y le cómo se
sentía.
“Ahora bien, gracias a sus cuidados” —me contestó sin mirarme—. “No
sabe lo que le agradezco, y siento las molestias que ha tenido por mí...”
Su voz era triste y cansada y comprendí que, en esos momentos, era
María la que hablaba. Por su camisa arremangada pude verle los
verdugones de sus brazos, causados por mis golpes y retiré los ojos de allí
porque la vista de ellos me causaba un raro malestar.
“¿Se siente con animos de andar. — pregunté con suavidad—. “No va a
poder montar la mula, porque allí va a ir Pedro, Creo que hoy mismo
llegaremos al Santa Mónica
Hizo un gesto afirmativo y me dijo que sé sentía capaz de caminar días
enteros, con tal de alejarse de aquel lugar. Me acerqué a ella y le tomé la
mano para buscar su pulso. Ella me la abandonó y quizá interpretó mal mi
intención, porque me miró con tal dulzura que tuve que bajar la vista. El
.pulso estaba lento y parejo; no tenía fiebre.
Se acercó tímidamente a Pedro, mientras yo observaba desde lejos
aquella molesta escena... “Me alegró que ya esté mejor”, dijo ella con la
vista en el suelo, y regresó rápidamente a ayudarme a empacar la carga. Ví
la cara de Pedro ilumínarse con una sonrisa y lo oí contestar: “Gracias,
señora. Yo también me alegro que usté ande ya en sus pies de güelta.. .
Aquella alma noble estaba llena de agradecimiento a Dios por haberlo
sacado adelante de aquel trance y en ella no había espacio para el rencor ni
el odio... Comprendí que Pedro estaba dispuesto a olvidar, para no seguir en
aquella situación tan violenta.
Corté un palo grueso pero liviano con una horqueta grande en un
extremo, en donde puse un rollo de trapos para improvisar una muleta y ví
con gran contento que Pedro se ponía inmediatamente a ensayar a caminar.
—“Mejor que aprienda luego a usar esta mi otra pata” —me dijo— “ . .
. ya que será la que me sirva de hoy en adelante”.
Efectivamente, pronto comenzó a caminar con bastante soltura, aunque
se cansaba mucho y el hombro le dolía por la falta de costumbre.
Ayudé a montarlo sobre la mula y emprendimos la marcha lentamente.
Ya la tarde estaba coagulando sombras en los rincones de la montaña
cuando oímos el rumor del río y entramos a un bosque de chicales donde el
suelo era limpio y terso, tan sólo cubierto de hojas secas. A través de los
árboles vimos el brillo del agua que el sol poniente tenía arrebolada.
Con emoción nos acercamos a la margen, en un lugar donde una gran
playa arenosa se extendía, y el río apareció en todo su esplendor. a cuenca
era muy extensa, pero el caudal de agua ocupaba de ella, en aquella época
del año, sólo unos veinte metros de anchura y por la lentitud de la corriente,
supimos que era profundo.
Decidimos acampar en la playa y extender nuestras hamacas en la
arena. La luna menguante asomé tarde aquella noche... Con qué alegría ví
asomar su deformado rostro sobre la copa de una alta ceiba, difuminando en
su camino la luz de las estrellas.
Me quedé despierto, fumando tranquilamente y escuchando la
respiración calmada de Pedro y Carazamba que dormían en sus chamarras.
La luna bajó a bañarse al río y alumbró el cuerpo de una enorme danta
que chapoteaba con el agua hasta la barriga. La tibia brisa me llevó una
gran tufarada de flores salvajes y el potente maullido d un puma, que
cazaba en la distancia.
XXI
De madrugada estábamos en pie. Era el nacimiento de un día
esplendoroso en que los árboles comenzaron a contornear sus negras
siluetas contra un fondo madreperla y púrpura.
El Santa Mónica lo conocía Pedro desde lejanos días de chiclero,
habiéndolo remontado en cayuco desde su confluencia con el Pasión hasta
los raudales de su nacimiento, ya cercanos a la aldea de El Chal. Con la
ayuda de su muleta, se puso a recorrer la playa, tratando de reconocer el la
adonde habíamos ido a desembocar.
Por fin regresó, con expresión alegre en su rostro:
—“No hay duda que tuavía sirvo pa rumbero” ‘:
—nos dijo jactanciosamente—. “Porque no me desvié ni tantito del
noroeste. ¡Por un poquito. Salimos diuna vez al Pasión! De aquí pa la
desembocadura habrá, si acaso, unas tres leguas”.
Mientras tomábamos el desayuno, Pedro fue reconociendo más aquel
lugar.
—“En esta misma playa” —me dijo—... “matamos hace años un lagarto
de más de cinco quintales de peso. Lo tiró un mi hermano desde el cayuco,
con un Mauser, cuando el animal estaba soleando en la playa. Al tiro, se jué
arrastrando toavía se metió entre el agua, pero de ay lo sacamos con la
fisga. Estamos de suerte porque a cosa de media legua río arriba, hay una
aldeyita que se llama El Danto, al otro lado del río. Allí hay cayucos
grandes porque son pescadores y cazadores de perro de agua y lagarto”.
—“ Crees que nos venderán uno?”
—“Es peligroso que nos veyan, patrón, ¡Quién quita que ya sepan lo de
la recompensa, por alguno que se haya topado con las patrullas del Pasión y
entonces sí nos friegan! . . . Sería mejor robárselo. No es difícil porque los
mantienen amarrados en la oría... ¡Lástima que yo no me pueda meter al
agua, ni nadar! ...“
—“No te aflijas por eso. Yo lo hago. ¿Por donde me voy?”
—“Tanteye irse abriendo camino por la mera orfa y no se meta en el
monte porque se puede perder. Cosa de media legua, río arriba, va a mirar la
aldeya en el lado de enfrente . . . Entonces métase al agua, pero en un lugar
donde no lo vayan a ver, hasta que llegue a los cayucos”.
Carazamba quiso acompañarme, pero yo no se lo permití.
Me quité la camisa y dejé todo lo que llevaba en los bolsillos del
pantalón, incluso la cartera con el dinero y no lleva más armas que el
machete pendiente de mi cinturón.
—Espérenme aquí” —les dije— “ . . . y tengan listo todo para embarcar
al no más llegar con el cayuco”
Cuando me alejaba por la orilla, Pedro me. gritó: “¡No vaya a olvidarse
de los caneletes y fíjese que estén dentro del cayuco”.
Al instante me interné en el monte, ya que la playa terminaba y el río
comenzaba a deslizarse encajonado entre la selva.
Abríame paso conforme iba encontrando los claros entre las cerrazones
de maleza y, cuando no, usaba el machete. Pasé junto a un gran tronco
podrido y un ronquido prolongado y garrasposo me hizo dar un brinco de
costado. Encima del tronco vi el rollo de una enorme mazacuata que, al
sentirme, se había puesto a roncar amenazadoramente. Largo rato estuve
contemplándola de lejos y, mientras se iba inflando al tragar aire para
expelerlo después con ese ronquido que emite cuando está enojada, le ví los
ojillos perversos y la lengua bífida que proyectaba hacia mí su gran cabeza.
Era un animal enorme y calculé que bien tendría sus doce pies de largo y la
fuerza suficiente para quebrarme. Seguí mi camino con más prudencia para
evitar un encuentro desagradable e imprevisto.
En una hora llegué a la par de la aldea. Estaba al otro lado, en un lugar
donde la margen del río se elevaba en una colina. El espacio de la ranchería
era despejado y limpio y pude ver los cocales, las palmeras y los
platanaares que le daban sombra, Desde mi escondrijo distinguí varios
patojos medio desnudos jugueteando en la puerta de los ranchos; y de vez
en cuando, las coleadas de brisa me llevaban el ruido peculiar de la torteada
del maíz.
En la orilla había varios cayucos que se mecían al soplo del viento y
escogí mi observatorio escogí uno, el más alejado de los ranchos y el mas
grande.
Arremangué mis pantalones y me eché al agua silenciosamente,
nadando con las manos y los pies sumergidos. Así, apenas con la cabeza
fuera de la superficie, atravesé el río sin tocar fondo un solo instante.
Cuando me encontraba a cosa de veinte pies del cayuco, aspiré
profundamente y me zambullí no aflorando hasta ver su casco a través del
agua amarillenta. Salí por un lado y agarrándome por uno de sus bordes, me
dominé poco a poco y lo fui ladeando hasta ver su interior. Había dentro un
guacal dos canaletes, una pica y varios palos cortos que no tuve tiempo para
examinar. Me fuí deslizando por su costado hasta que mis pies tocaron un
fondo cenagoso. Arrastrándome, pude ll4egar harta el lazo por donde estaba
amarrado a una gran estaca y de n tajo lo corté. Instantáneamente el cayuco
comenzó a derivar con la corriente y yo me escurrí hasta la proa y de ahí lo
fuí halando, procurando mantenerme pegado a lila margen.
Antes que la curva del río me ocultara la aldea, oí el furioso ladrar de un
perro. Entonces me dominé en la proa y,,, con gran esfuerzo para no
volcarlo, logré por fin meterme adentro, Empuñé un canalete y comencé a
remar hacia el centro.
XXII
Media hora más tarde estábamos listos para despegar de la playa.
Habíamos acomodado en el cayuco todo nuestro equipaje y los tres
contemplábamos a la mula, que nos veía con una extraña y patética
expresión, como si presintiera que la íbamos a abandonar, y fue esto motivo
de discusión... ¿Qué hacíamos con ella? Yo era de opinión que la dejáramos
allí donde estaba, para que tuviera agua y buscara qué comer en los linderos
de la montaña. Pedro y la muchacha no opinaban conmigo
—“ ¡Infeliz animal! “ —decía Pedro “... ¡Este es el pago que le damos
por habernos servido con fidelidad! Dejarla pa que se muera de hambre o pa
que se la coma el tigre o el lagarto... Además, ya la gusanera de las heridas
la va a debilitar tanto que se la van a comer viva los quebrantahuesos y los
guanses... Yo opino que lo mejor es matarla.
—“Yo también —decía Carazamba.
Yo ponía muy en duda la piedad de aquel acto. “Pero habría que hacerlo
con el 22, porque el tiro grande lo oirían en la aldea” —argüía yo aún—. . .
¡Y va a sufrir mucho!
—“ ¡No! Tírele con el 300 y si lo oyen en la aldeya, mejor! Que sepan
que estamos bien armados, por si deciden venir a buscar el cayuco”.
Comprendí que tenía razón y no había tiempo para más discusiones.
Quise relegar en Pedro el penoso deber aquél, pero su argumento me
convenció:
—“No puedo pararme bien y guá fayar y va a ser pior! •
Tomé el rifle y me fuí a colocar tras la pobre bestia que, como si
presintiera algo, no dejaba de mirarme con el cuello vuelto.
—“ ¡Háblenle! “ —les dije a mis compañeros.
Entonces Pedro le gritó algo y en el momento en que la mula me quitó
la vista, sonó el disparo que le entró tras la oreja.
Cuando remábamos rápidamente a favor de la corriente, ví sobre la
playa la obscura figura de su cuerpo, que pronto estaría rodeada d aves de
rapiña. Estaba escrito que aquellos pobres restos fueran pasto de algún hijo
de esos solitarios y salvajes páramos.
Nuestro viaje fue de lo más animoso, ya que el río íbase ensanchando
por momentos y la corriente nos llevaba con rapidez. Pedro estaba contento
de no tener que caminar más y nuestros presentimientos eran optimistas. . . .
El silencio era absoluto en aquellas soledades y nada se distinguía en toda la
extensión del río que abarcaba nuestra vista.
—“Por víveres, ya no nos preocupemos” —decía Pedro—’---. “ . Por
las noches vamos a lucear en las orías y ya van a ver el tepescuintero!
Además, aquí hay dos fisgas y un “pegue” pa agarrar tortugas. Cuando
estemos en el Pasión, yo me puedo acercar a cualquier pueblo, Tierra
Mojada, por ejemplo , donde tengo amigos y allí. conseguimos cualquier
cosa. ... Ya no hay luna casi y viajaremos sólo de noche... De día metemos
el cayuco en el monte y descansamos pa que no nos vean..
Avanzába llenos de ilusión y Carazamba iba recobrando sus colores
sanos con aquel aire fresquísimo del río o y con el sol que caía plenamente
sobre nuestras cabezas descubiertas.
Pronto, el agua comenzó a tomar diferentes tonos. Veíase de pronto azul
y cristalina y luego amplias fajas mas obscuras.
—“Ya esta entrando el agua del Pasión” —gritó Pedro alegremente. Un
rumor sordo se comenzo a oír a proa. “ ¡Es el pasión, es el Pasión! “ —gritó
de nuevo Pedro « - oigan cómo suena el raudal de la desembocadura”.
El ruido hizo más intenso y el oleaje más violento.
Y fue aquel ruido y la brisa a favor lo que impidió que oyéramos el de
nuestra perdición!
En la última curva, cuando iba apareciendo frente a nosotros especie de
bahía y Pedro se disponía a gritar su al ansiado río, sin aviso previo asomó a
cien varas de nosotros, trasponiendo también la curva, una lancha a motor
con un toldo de lona. Casi al mismo tiempo nos vimos los tripulantes de
ambas embarcaciones y nosotros distinguimos claramente los cañones de
los rifles de sus ocupantes.
Pedro reaccionó al instante y metió su canalete, sujetándolo firme,
haciendo virar el cayuco hacia la margen derecha, la más cercana…
Entonces comenzamos a remar desesperadamente hacia la orilla.
Oímos voces en la lancha y supusimos que nos mandaban hacer alto.
Remamos con desesperado vigor y el cayuco cabeceaba peligrosamente,
haciendo agua por los lados, no sólo por la velocidad con que se deslizaba
sino por las correntadas encontradas de los ríos.
Algo pasó silbando sobre nuestras cabezas y un chorro de agua saltó
varios metros adelante de la proa. ¡Entonces nos llegó el estampido de un
Mauser! . Pronto, una lluvia de balas comenzó a caer a nuestra alrededor en
el instante en que el cayuco enterraba su proa en un banco de camalotes.
De un salto salí de la canoa, ayudé a Pedro a que se arrastrara fuera y se
colocara la muleta. Carazamba traía los cinturones con los machetes y las
pistolas y yo cogí en manojo los rifles y la escopeta. Con febril excitación,
urgué entre la carga hasta encontrar la bolsa con las cajas de tiros, y en un
segundo nos metimos entre el monte.
Pedro saltaba penosamente y nosotros no quisimos alejarnos de él.
—“ ¡Corran, patroncito! “ —me decía desesperado “jVáyanse ustedes
dos, corriendo! Piérdanse entre el monte... ¡A mí no me harán nada!
Pero ni yo ni la muchacha nos alejábamos de él y tratábamos de
ayudarlo en los pasos difíciles.
Era imposible continuar así. Pedro estaba cubierto de sudor y una
palidez mortal habíale invadido con el esfuerzo sobrehumano que hacía
corriendo en un pie, ya que el palo sólo servía para medio guardar el
equilibrio. Pronto oímos los gritos de la gente que había desembarcado, y
una voz dando rápidas ordenes.
Media hora después, nos detuvimos. Pedro había caído al suelo y no
podía levantarse más. La muleta yacía a su lado, quebrada en dos.
—“ ¡Déjenme y váyanse” —nos decía—”. . . tal vez todavía sea tiempo!
Pero desgraciadamente ya era tarde.
Arrastramos a Pedro tras un grupo de troncos caídos. Nos colocamos en
una barricada natural, teniendo todos los flancos cubiertos por un
sinnumero de árboles que habían sido arrastrados al suelo por un enorme
cedro que un rayo derribara anteriormente. Nos agazapamos en el fondo. Yo
empuñé el 300 Savage y me ceñí el cinturón con el revólver . . . Carazamba
había llenado la recámara del 22, y Pedro, sentado con la espalda contra un
tronco, ponía dos cartuchos con posta para venado en su escopeta. El
silencio era angustioso y nosotros nos hicimos la ilusión de que podríamos
escondernos allí hasta la noche.
De pronto, una voz sonó rotunda e imperativa a una veintena de metros
de donde nos encontrábamos:
—“ ¡Ríndanse a las fuerzas del gobierno! Es inútil que se resistan
porque están rodeados. ¡Si no salen con las manos en alto, los vamos a
quemar a plomazos! “ ¡Nunca me pareció más horrible la voz humana y
eché de menos aquel angustioso silencio de la selva!
Como no respondiéramos, una lluvia de balas fue a incrustarse en los
troncos adyacentes. .. Una bandada de monos salió gritando por las altas
ramas, espantados por las tremendas detonaciones de los Mausers, que la
concavidad del monte hacían más impresionantes.
Me arrastré hasta el extremo del gran tronco d cedro y asomé el cañón
del rifle, disparando dos tiros hacia el lugar donde sonaban las descargas...
Con orgullo comprobé que la voz de mi 300 Savage era tan poderosa como
la de los rifles de los soldados.
Oí ruido de pasos cautelosos en la hojarasca y comprendí que tomaban
posiciones más seguras en vista de la potencia del rifle...
¡Después, comenzó el infierno! ... Por todos lados tronó el monte en una
balacera tupida, y los proyectiles arrancaban grandes trozos a los árboles
que nos servían de parapeto. Nuestra situación no podía durar mucho
tiempo así porque aquellos hombres eran peligrosos. Acostumbrados a la
lucha en la selva contra los bandoleros Y contrabandistas de chicle, eran
rápidos en el avance y en tomar por asalto las posiciones enemigas. Pude
oír claramente que se iban aproximando a nosotros y era un suicidio
intentar asomarse . Había que alejarlos de cualquier modo y procurar
aguantar hasta la noche... Tal vez podríamos escurrirnos al amparo de la
obscuridad!
¡Qué ilusiones las mías! ¡No era aún ni mediodía!
Una furia inmensa se iba apoderando de mí. Lancé una mirada a mis
compañeros y ví a Pedro tranquilo y pálido con la escopeta sobre sus
muslos. Carazamba estaba cerca de mí agazapada con el k riflito en las
manos. Lo que había que hacer era ocupar una posición lateral desde la cual
sorprender con mis tiros a los soldados. Entonces me decidí. Saldría
repentinamente corriendo hacia un árbol que estaba a veinte pies de
distancia y al pasar por el claro iría disparando rápidamente mi automático.
Sin decir nada a mis compañeros, me puse de pie y comencé a correr antes
que pudieran impedírmelo...
Sali con el rifle a la altura del pecho y, sin llevármelo al hombro,
comencé a disparar a la maraña en donde estaban los soldados. . - Uno, dos,
tres, cuatro, cinco tiros salieron de mi rifle en rápida sucesión y como un
eco respondieron los otros . . . Sentí un golpe terrible contra el pecho y caí
de espaldas cuando aún no me había alejado de mis compañeros ni diez
metros... Quise incorporarme inmediatamente, pero no pude. Algo tenía
atravesado en el pecho que me quemaba y no me dejaba respirar. . .
Entonces oí el grito de la muchacha, y sentí que me tiraba por los brazos y
sólo así pude arrastrarme sin soltar el arma.
Un instante después, me hallaba de nuevo tras el refugio del cedro.
Carazamba estaba sobre mí, con la cara tan lívida como no la había visto
nunca... ¡Ni en las horas de enfermedad, cuando la fiebre hacía crisis,
estuvo tan pálida como la vieron mis ojos aquella tarde! . .. Pedro se había
arrastrado a mi lado y disparaba sobre el tronco con la escopeta, para
mantenerlos alejados.. . Luego, sentí su mano urgándome el pecho y
abriéndome la camisa... La vista se me nublaba, y no podía respirar,
sintiendo como si una enorme piedra me oprimiera el tórax. Bajé los ojos y
ví el pecho lleno de sangre y con un agujerito obscuro que la expelía a cada
latido del corazón...
Comencé a oír todo vagamente y quise levantar la cabeza pero ya no
pude. Con horror, comprobé que mis brazos también se negaban a
obedecerme. Pero todo lo veía con claridad aún, una claridad extraña!
La muchacha se arrojó sobre mí y me cubrió la cara y el pecho
ensangrentado con su cabello y sus besos... “¡Amor mío, amor mío! “ —
escuche débilmente que me decía—. “ . . . ¡No me dejes, no me dejes! . . .
¡Ah, bandidos! “
De pronto sentí que se alejaba y ví la mano de Pedro que quería
sujetarla. . . “Suéltame” —oí que decía con una voz que me pareció el
gruñido de una fiera.
Oí que cargaba el rifle y, de pronto la voz del 300 Savage comenzó a
rugirle a la montaña. “Vengan a pelear, ¡malditos! “ —gritaba la voz de la
muchacha. “ ... ¡Vengan cobardes! . ..“ Y el 300 Savage seguía disparando.
—“ ¡ Bájese del tronco, señora! “— gritaba Pedro desesperado—.
“¡Bájese de allí, que la van a matar!
Una carcajada le respondió y nuevamente sonaron los disparos de mi
rifle.
Un grito de agonía se oyó entre la maleza y luego otro y otro.
¡Carazamba estaba magnífica! Alcancé a verla completamente al
descubierto sobre el tronco, de pie, con el cabello flotando suelto y el rifle
en las manos, disparando a cuanto se movía. Pedro se había alejado de mi
lado y supuse que estaría tratando de arrastrarla al seguro del tronco
De pronto, Pedro gritó algo y un bulto cayó al fondo de nuestro
escondrijo. Al instante sentí de nuevo el rostro de la muchacha junto al mío.
Ví sus enormes ojos y sentí que su alma penetraba hasta la mía en aquella
mirada ... Jadeaba penosamente y pude verle un hilo de sangre bajarle por la
comisura del labio
Entonces escuché vagamente su voz: “ ¡Así es mejor, así es mejor!
¡Amor. .. querido! Los dos juntos... los dos...”
Ya no oí más y sentí que sus labios abrían los míos y traté de
corresponder aquel beso. Su boca ardía formando algo mismo con la mía y
un fuerte sabor a sangre se fue esparciendo por mi paladar.
Sus ojos verdes comenzaron a girar en torno, a dar vueltas y más vueltas
hasta que se transformaron en la copa de un árbol gigantesco y verde, que
daba vueltas también como en un torbellino y se iba elevando, elevando
vertiginosamente en un cielo obscuro, como de noche tétrica, sin estrellas y
sin luna, hasta desaparecer...
¡Un sonido de campanas y timbres resonó en mis oídos y todo quedó
después en silencio, todo se ennegreci6 en mi cerebro, en mis ojos, en mi
alma!
XXIII
El hombre es un animal de sufrimiento y de tortura!
¡Sufre como animal y se tortura como hombre! De ahí su desventaja en
medio de los que cohabitan con él en el planeta. De rey de la creación, se
convirtió en rey del sufrimiento psíquico, sin haber logrado extirpar de su
ser el sufrimiento animal.
La conquista evolutiva del intelecto, que iba a asegurarle la supremacía
animal, lo hundiría más tarde en la tortura del pensamiento y la conciencia,
quedando como único poseedor analítico del pasado, del presente y de la
incertidumbre del futuro. El animal sufre como animal y resiste y reacciona
como tal, o se extingue como tal... El hombre sufre como animal pero
resiste y reacciona como hombre, y la tortura de su psiquis y la luz del
pensamiento no se exting mientras su vida animal subsista, y aún después,
quizá.
El animal encarcelado en un zoológico sufre por una añoranza relativa
de su libertad, pero mientras le satisfagan sus necesidades animales esta,
cuando menos, resignado; y a veces hasta feliz…
¡Yo fui un animal encarcelado y me torturé como hombre!
Los hombres se preocuparon de encarcelar mi sufrimiento animal pero
no pudieron, por desgracia cautivar mi tortura de hombre.
¡Tres años estuve en la cárcel! Tres años aislado de mis congéneres
sociales en un zoológico humano . . . Hace solamente dos meses que salí en
libertad, que me abrieron la jaula para que volviera a juntarme a mi manada,
la grey que deambula al amparo de leyes hechas también por otros hombres,
como los que hicieron las que rigen dentro de las cárceles . . . He vuelto a
ver amigos y he recibido la amistad de pocos, la comprensión de algunos, la
desconfianza y el temor de muchos. . . Temor que siente la grey hacia todo
matador de hombres!
Me han dado de nuevo la libertad y, según los que me encarcelaron, he
salido “limpio” de toda culpa para rehacer mi vida . . Pero ¿se les ha
ocurrido siquiera pensar en si estoy realmente libre? ¿Creen que, con la
manoseada frase de “cumplió su condena”, la he cumplido ya de verdad? ...
¡No! Mi condena no la cumpliré jamás y, lo que es peor, inciertamente peor,
quien sabe si aún después de muerto seguiré con ella arrastrándola en mi
eterna evolución espiritual
Mi tortura de hombre estuvo siempre fuera de la cárcel, muy lejos y
gozando de entera Y despiadada libertad, mientras mi sufrimiento animal
vegetaba tras las rejas del calabozo o el recinto de la Penitenciaría. Lo que
no supieron nunca, ni mis carceleros ni mis jueces, fue que mi sufrimiento
era manso y resignado y mi tortura cruel, indómita y despiadada... Durante
tres años, mi tortura vagó libre entre las selvas del Petén y recorrió un
millón de leguas desde Lívingston hasta la confluencia del Pasión y el Santa
Mónica, ida y vuelta, ida y vuelta, como el reloj del universo, mientras mi
sufrimiento caminaba mansamente, ida y vuelta, ida y vuelta en la
penumbra angustiosa de la cárcel.
Mi sufrimiento caminaba ida y vuelta en pos de las horas, los días, los
meses, los años . . . Mi tortura iba ida y vuelta tras la huella de un amor que
se perdió en la sublimidad trágica de la selva... Mi sufrimiento llegó a su
meta tras paciente caminar de tres años. Mi tortura seguirá eternamente,
buscando algo que se fue para siempre y cuya huella quizá no vuelva a
hallar, ni aún en el complejo laberinto de mis futuras evoluciones
espirituales...
Hace dos meses que el ego animal no sufre ya y mi tortura sigue
adelante, adelante, hacia la incierta luz de las estrellas.
¡Y si mis jueces supieran que, por lo que me condenaron no me importó
jamás! ... Si supieran que lo que en el léxico legal ellos llamaron
“homicidio doble” a mí no me restó ni una hora de sueño tranquilo...
¡Cuánta distancia recorrí dentro de mí mismo en esos tres años de
soledad y aislamiento; cuán avaramente fuí contando y saboreando uno tras
uno, los minutos de mí vida desde que conocí a María! . . . Si los jueces
supieran que, si las mismas lejanas circunstancias en que en Lívingston me
manché de sangre volvieran a presentárseme hoy cuando hace apenas dos
meses que gozo de libertad absoluta, volvería a matar irremisible y
tranquilamente, de seguro me creerían un caso perdido y reincidente de
criminalidad y andarían buscando un pretexto para “guardarme” de nuevo,
en salvaguarda de la grey que ellos dicen proteger.... ¡No! Mi condena no la
cumplí en la cárcel porque no me consideré merecedor a ella. ¡Había
matado, sí, pero en defensa propia y tras abierta provocación! ... ¡No fuí yo
quien disparó primero sino ellos, los que me abrieron las puertas del
Camino Negro hacia el sufrimiento y la tortura! ¡No, jueces! ¡A ellos
volvería a matarlos una y mil veces! ¡No me arrepiento! Os he dejado
tranquilos y habéis sellado el papelón de vuestro proceso con un: “Fue
capturado, juzgado y condenado” y estáis orgullosos de haber cumplido
vuestro deber. Ahora me véis libre ,y me decís con patriarcal benevolencia:
Hijo nuestro... ¡Estáis libre porque la ley se cumplió en tí! ... ¡Anda y
goza de la vida del hombre que se ha purificado en la penitencia y el
castigo!
¡Pamplinas!
Estoy libre de la cárcel porque quisieron condenarme por algo que yo
consideré legítimo, como es el derecho a conservar y defender la vida de
que uno es depositario... Estoy libre porque mi santa madre movió cielo y
tierra y porque mi dinero fue maravilloso suero contra la abulia, pereza e
ineptitud de los abogados... Estoy libre porque todos, absolutamente todos
los testigos presenciales declararon en mi favor. . . Estoy libre porque, a
pesar del encono de las autoridades donde el hecho ocurrió, vosotros,
jueces, no tuvisteis más remedio que rendiros a la evidencia. Y, aún así,
todo el mundo consideró injusta la condena de tres años, más el tiempo que
conmuté con mi dinero! Por ello estoy libre y, si vosotros os empeñáis, para
daros gusto, estamos en paz... ¡Ya cumplí mis tres años y haced de caso que
no maté a nadie!
Pero, lo que no sabe nadie, es la condena de mi tortura! ¡Sí, la tortura de
haber encontrado un amor inmenso cuando el objeto de éste ya había
muerto! La tortura de haber desperdiciado horas sublimes en que cada
minuto podía haber sido un retazo de dicha; la tortura de haber poseído el
cuerpo- y el alma de un ser atormentado a quien sólo el amor habría podido
salvar de las profundidades luciferinas de su propio ser.
En la ancha soledad de tres años me fuí enamorando más y más de una
muerta y hasta entonces le dí el perdón y la comprensión que en vida le
negaron mis prejuicios, mi educación y todo aquel lastre de absurdos e
inmundicias que evita nuestra ascensión a las inmensidades de la
espiritualidad serena!
¿Qué sabía yo de Carazamba? ¿Qué sabía yo de lo que estaba dentro de
su alma y de lo que corría por sus verlas o de lo que su espíritu estaba
conquistando a través de su tormento? . . ¿Sabía yo, acaso, qué designios
divinos cumplíase en ella? . . ¡Pero lo que sí supe fue su inmenso amor, eso
que era mío porque ella me lo entregó, a mí, al único! ¡Y yo, estúpido ciego
Y ofuscado prejuicista, le negué la limosna del mío, que Para ella habría
sido, quizá, la gloria de su recóndito infierno!
En la soledad de la cárcel, me enamoré de una muerta y mi espíritu
atormentado voló a llorar años enteros sobre una solitaria tumba en la
confluencia del Santa Mónica y el Pasión.
Pedro, el eterno y fiel Pedro, fue el que salvó mi vida física. En premio
a su lealtad, los jueces lo condenaron a un año de presidio! El enorme
papeleo de su sentencia se resumió a buscar en el léxico jurídico la
traducción a estas tres palabras: lealtad, abnegación y sacrificio. No
pudieron encontrarla exactamente, pero la leyeron así: complicidad,
encubrimiento y resistencia armada a la autoridad.
Cuando le leyeron su sentencia y supo que sólo le tocaba un año y a mí
tres, protestó enérgicamente. Quería insultar al abogado a quien se le
entregó su defensa y que hiciera cuanto estuviera de su parte, que “apelara”
para que le pusieran a él el mismo tiempo mío…
Pedro me acompañó en el encierro un año y durante ese tiempo
conversamos tanto y me dió tanto detalle, que yo le iba pidiendo con el
ansia de agua de un sediento.
El me salvó en el trágico final de nuestra huida. Me relató punto por
punto, todo lo que sucedió después de que me hirieron.
¡Cuando examinó la herida, creyó que no me salvaba! La bala entró en
medio pecho, pasó a un centímetro del corazón y buscó su salida a través
del pulmón izquierdo... Carazamba se volvió loca cuando vio que yo ya no
le respondía y que ya no podía moverme... Luego cuando Pedro descubrió
mi herida y ella la vió, perdió toda esperanza. ¡Ella podía haberse salvado,
si se hubiera rendido! Es más, ni siquiera sabía que a ella también la
buscaban, pero no pudo soportar la idea de sobrevivirme y busco la muerte,
una muerte que se acomodaba muy bien a su extraña naturaleza! ¡Quiso en
el último instante, vengarme e irse conmigo! De un salto, subió al tronco
que nos servía de parapeto, empuñando mi rifle, y comenzó a disparar... Los
soldados, en un principio, no hicieron fuego sobre ella y uno de ellos salio
al descubierto para pedirle que se rindiera... Cuando ella lo vió, le gritó un
insulto y disparó. El soldado cayó, con la cabeza destrozada. . . Entonces,
siguió disparando y la escolta contestó a matar. Consiguió herir a dos más y
ella no cayó sino hasta que el tercer proyectil le había atravesado el pecho...
Hasta el último instante tuvo la vitalidad y la resistencia del tigre real, a
quien ella tanto admiró!
¡Cuando se arrastró a mi lado, ya estaba moribunda!
Pedro entonces, gritó que se rendía y los soldados entraron a nuestro
refugio. Tuvieron que separar a Carazamba, que se había quedado muerta
sobre mí y nuestras bocas permanecían juntas.
Pedro creyó que yo había muerto también, pero al darse cuenta de que
vivía, me taponó la herida lo mejor que pudo y lloró y suplicó para que me
atendieran y me trataran bien .. Sacó el dinero de mi cartera y con el que él
llevaba, comenzó a sobornar a los soldados para que me cuidaran y trataran
de salvarme, sacándome de allí cuanto antes.
Al principio, el teniente que mandaba la escolta quiso llevarse el cuerpo
de la muchacha para entregarlo en la primer guarnición, más luego pensó
que el trayecto era muy largo, con demasiádo calor y decidió enterrarlo al
borde mismo de la selva, cerca de la playa, en el mismo punto donde las
corrientes de los dos ríos se unían . . . Pedro se preocupó de que la sepultura
fuera bien honda y él mismo colocó unas piedras en forma de montículo
sobre ella, y clavó una tosca cruz.
Inmediatamente partieron en la lancha a favor de la corriente, y ya todos
iban interesados en que yo me salvara, por las recompensas que Pedro
ofrecía. Esa misma noche llegaron a Sayaxché, de donde telegrafiaron a
Flores dando cuenta de todo. A la mañana siguiente, llegó un avión
transporte del ejército que me llevó a la capital junto con Pedro y con una
guardia. Yo no recobré el conocimiento sino tres días después, ya en el
Hospital Militar
Estuve gravísimo y hubo necesidad de operarme dos veces . . . ¿Para
qué? . . ¡La ley me reclamaba y tenía sobre mí n derecho que la muerte!
Luego, me enviaron a Barrios, en donde se inició mi juicio y después, “por
razones de seguridad”, me devolvieron a la Penitenciaría de la capital…
Pedro abandonó la cárcel al año justo y, desde entonces no vivió sino
para ver qué hacía por mí y por sacarme, visitándome todos los días que se
lo permitieron llevándome siempre el consuelo de su recia y noble amistad.
¡Heme aquí, pues, libre de nuevo! Hace dos meses que salí y estoy en
casa de mi madre, en mi frío y víejo caserón de Xelajú... Hay un inusitado
movimiento de la servidumbre y de gente amiga. Mi madre va a despedirme
esta noche con una comida, pues me voy mañana. ¡Sí! Por fin me voy al
extranjero, a ver si es posible aún encontrar sosiego y tranquilidad, cuando
menos, ya que no olvido, lejos del teatro de mi desgracia. ¡Pedro se va
conmigo ¿A dónde iría yo a rumbear sin Pedro? ... Quiero que en una
clínica de Estados Unidos le pongan un pie ortopédico y que deje la muleta.
¡Hoy no viajo ya en busca de placeres Voy en busca de horizontes
nuevos, en donde mi espíritu pueda ensancharse más, a donde pueda gozar
de mi pasado tranquilamente, pues es el pasado lo único real que nos
pertenece. El presente es susceptible de cambios, voluntarios o no. El futuro
es incierto e invisible. ¡Sólo el pasado es nuestro, y yo quiero contemplar el
mío desde un lejano horizonte!
Cuando vuelva a mi tierra, rumbearemos de nuevo con Pedro. Llegaré al
Sarstún y le diré: “¡Siempre pa delante! ¡Al noroeste!
En la confluencia del Pasión y el Santa Mónica, hay una tumba anónima
y solitaria, con una tosca cruz. Llevaré un nombre con letras de bronce para
incrustarlo en ella y que dure eternamente. ¡Será breve y sencillo! Dirá
solamente: ¡María!
Virgilio Rodríguez Macal (Ciudad de Guatemala, 28 de junio de 1916 -
ibíd. 13 de febrero de 1964) fue un periodista, novelista y diplomático que
logró varios premios tanto internacionales como nacionales, como el Primer
Premio en Prosa, en la rama de novela, o los Juegos Florales de
Quetzaltenango de 1950 gracias a sus novelas. Es uno de los novelistas más
populares en la cultura centroamericana por sus publicaciones de estilo
criollista. La mayoría de sus obras se ambientan en las selvas del
Departamento de El Petén.

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