El Mago y El Cazo Saltarín
El Mago y El Cazo Saltarín
El Mago y El Cazo Saltarín
Beedle el Bardo
Había una vez un anciano y bondadoso mago que empleaba la magia con
generosidad y sabiduría en beneficio de sus vecinos. Como no quería revelar la
verdadera fuente de su poder, fingía que sus pociones, encantamientos y antídotos
salían ya preparados del pequeño caldero que él llamaba su cazo de la suerte.
Llegaba gente desde muy lejos para exponerle sus problemas, y el mago nunca tenía
inconveniente en remover un poco de su cazo y arreglar las cosas.
Ese mago tan querido por todos alcanzó una edad considerable, y al morir le dejó
todas sus pertenencias a su único hijo. Éste no tenía el mismo carácter que su
magnánimo progenitor. En su opinión, quienes no podían emplear la magia eran
seres despreciables, y muchas veces había discutido con su padre por la costumbre
de éste de proporcionar ayuda mágica a sus vecinos.
–A mi nieta le han salido unas verrugas, señor –dijo la mujer¬ –. Su padre preparaba
una cataplasma en ese viejo cazo…
Sin embargo, ninguno de sus hechizos funcionó y el mago no pudo impedir que el
cazo saliera de la cocina dando saltos tras él, ni que lo siguiera hasta su dormitorio,
golpeteando y cencerreando por la escalera de madera.
No consiguió dormir en toda la noche por culpa del ruido que hacía el viejo y
verrugoso cazo, que permaneció junto a su cama. A la mañana siguiente, el cazo se
empeñó en saltar tras él hasta la mesa del desayuno. ¡Cataplum, cataplum,
cataplum! No paraba de brincar con su pie de latón, y el mago ni siquiera había
empezado a comerse las gachas de avena cuando volvieron a llamar la puerta.
– ¡Pues yo tengo hambre ahora! –bramó el mago, y le cerró la puerta en las narices.
¡Cataplum, cataplum, cataplum! El cazo seguía dando saltos con su único pie de
latón, pero a los ruidos metálicos se añadieron rebuznos de burro y gemidos
humanos de hambre que salían de sus profundidades.
– ¡Silencio! ¡Silencio! –chillaba el mago, pero no con todos sus poderes mágicos
consiguió hacer callar al verrugoso cazo, que se pasó todo el día brincando tras él,
rebuznando, gimiendo y cencerreando, fuera a donde fuese e hiciera lo que hiciese
su dueño.
Esa noche llamaron a la puerta por tercera vez. Era una joven que sollozaba como si
fuera a partírsele el corazón.
–Mi hijo está gravemente enfermos –declaró –. ¿Podría usted ayudarnos? Su padre
me dijo que viniera si tenía algún problema…
Aunque el resto de la semana ningún otro vecino fue a pedir ayuda a la casa del
mago, el cazo lo mantuvo informado de las numerosas dolencias de los aldeanos.
El mago no podía dormir ni comer con el cazo a su lado, pero éste se negaba a
separarse, y él no podía hacerlo callar ni obligarlo a estarse quieto.
Y así, perseguido por el repugnante cazo, recorrió la calle principal de punta a punta,
lanzando hechizos en todas direcciones.
En una casa, las verrugas de la niña desaparecieron mientras ella dormía; la burra,
que se había perdido en un lejano brezal, apareció mediante un encantamiento
convocador y se posó suavemente en su establo; el bebé enfermo se empapó de
díctamo y despertó curado y con buen color. El mago hizo cuanto pudo en cada una
de las casas donde alguien padecía alguna dolencia o aflicción; y poco a poco, el
cazo, que no se había separado de él ni un solo momento, dejó de gemir y tener
arcadas y, limpio y reluciente, se quedó quieto por fin.
El cazo escupió la zapatilla que el mago le había metido dentro y dejó que se la
pusiera en el pie de latón. Luego se encaminaron hacia la casa del mago, y el cazo
ya no hacía ruido al andar. Pero, Partir de ese día, el mago ayudó a los vecinos como
había dicho su padre, por temor a que el cazo se quitara la zapatilla y empezase a
saltar otra vez.
Actividad en su cuaderno: