La Mascara de Apolo
La Mascara de Apolo
La Mascara de Apolo
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Mary Renault
La máscara de Apolo
ePub r1.0
SebastiánArena 01.09.13
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Título original: The Mask of Apolo
Mary Renault, 1966
Traducción: Hernán Sabaté
Retoque de portada: SebastiánArena
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Hubo lágrimas por Hécuba, amigo, y por
las mujeres de Ilión, prendidas en la oscura telaraña
el día de su nacimiento, pero por ti nuestras esperanzas
eran grandes, y grande el triunfo, suprimidos
ambos por los dioses al borde de la gloria.
Ahora yaces en tu propia tierra, ahora
todos los hombres te honran…
¡Pero yo te amé, oh Dión!
PLATÓN.
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I
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modo que se quedó hasta pasada la medianoche, bebiendo. El frío le entró en el pecho
acompañado de fiebres altas y, a la tercera noche, falleció.
Aunque para entonces tenía yo diecinueve años, era la primera muerte que se
producía en nuestra casa desde mi nacimiento. Me sentí medio aturdido y confuso
con el alboroto de los rituales; la casa estaba manga por hombro, mi padre en el
féretro con los pies hacia la puerta, mi madre y mi abuela y mis hermanas
extendiendo el brazo sobre el cuerpo entre sollozos, el pequeño salón lleno de
vecinos y actores entrando y saliendo a empujones para presentar sus respetos y
colgar de la puerta sus mechones de cabello con cintas negras. Aún puedo sentir los
tirones en el cuero cabelludo cuando, a solas en un rincón oscuro, procedí a cortarme
los míos con las tijeras de mi madre. Yo llevaba el pelo corto, como todos los actores,
y, al tenerlo rubio y muy fino, parecía quedar en nada por mucho que apurase. Me di
tirones hasta hacerme daño, hasta que me saltaron las lágrimas de dolor, de pena y de
miedo de no tener suficiente para presentarme en el círculo mortuorio.
De vez en cuando, los llantos se interrumpían para que un nuevo visitante recitara
sus versos. Los vecinos se marcharon pronto —los extraños a la farándula no saben
qué decir de un actor—, pero sus colegas artistas se quedaron, pues mi padre fue
siempre un hombre apreciado. Y no dejé de oírles repetir lo buen compañero que era
en el trabajo y lo dispuesto que estaba siempre para ayudar a un amigo. (Mi madre,
pensé, hubiera preferido la noticia de que había guardado algunos ahorros). Jamás se
agotaba, decían; era capaz de ejecutar cualquier papel. Y me contaron algunas
anécdotas que me causaron asombro, pues aún no tenía idea de que en una gira puede
suceder cualquier cosa. Qué gran talento tenía el pobre Artemidoro, decían. Y qué
lástima que no le hubieran tenido en cuenta en las Leneas; nadie recuerda una
Polixena interpretada con más sentimiento, pero ese año quiso la suerte que hubiera
malos jueces.
Dejé las tijeras y corrí adentro, con el cabello trasquilado como el de un felón y
los mechones guardados en la toalla. Como si alguien fuera a reprobar mis lágrimas,
me escondí como un perro herido, sollozando y sofocando mi llanto tumbado en el
lecho. Pero no era de los asistentes al duelo de quienes me ocultaba, sino de mi padre,
tendido en el féretro y silencioso como un extra, con su rostro muerto por máscara,
esperando para hacer el mutis.
No estoy seguro de cuándo descubrí que yo tenía más talento que él. Un par de
años antes…, no, tres; había cumplido los dieciséis cuando le vi como el joven
Aquiles en El sacrificio de Áulide y dudo que ya entonces fuera una novedad para mí.
Siempre se movió bien y sus manos podían expresarlo todo. Nunca oí más encanto en
su voz. Hizo de Aquiles un muchacho lleno de encanto, animoso, sincero y con una
arrogancia demasiado juvenil para resultar ofensiva. Los espectadores se lo habrían
comido; casi no prestaron atención a su Agamenón, esperando a que volviera de
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nuevo a escena como Aquiles. Sí, pero la sombra de toda esa oscuridad, de esa negra
pesadumbre junto a la costa, del terrible grito de guerra cuya rabia y cuyo dolor han
asustado a todos los caballos, está ya muy próxima y su madre diosa lo sabe. ¡Ah!,
había que percibir aquella presencia. Cuando el dios habla de su honor desairado, se
me erizó el cabello y un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Y escuché la voz
de otro actor, sin apenas reconocer aún de quién se trataba.
Si mi padre hubiera sido un hombre presumido, celoso o difícil como compañero
de trabajo, yo debería haber aprendido a justificarme. Pero él tenía todo lo que
precisa un artista, salvo la chispa del dios. Nadie sabía mejor que yo cómo era entre
bambalinas, pues me llevaba a su lado casi desde el día en que pude tenerme en pie.
A los tres años, fui el hijo menor de Medea, aunque no guardo ningún recuerdo de
ello; supongo que ni me enteré de que estaba en un escenario. Tiempo después, mi
padre me contó que había traído a casa la máscara de Medea antes de la
representación, por si me asustaba, pero lo único que había hecho fue meterle los
dedos en la boca. Cuesta mucho que los hijos de los actores se tomen en serio las
máscaras, incluso las más horribles, pues las ven demasiado pronto y demasiado de
cerca. Mi madre solía contarme que, cuando yo sólo tenía dos semanas, me metió
dentro de una vieja Gorgona para protegerme de las corrientes de aire y me encontró
chupando las serpientes.
En cambio, recuerdo muy bien haber hecho de Astianacte en su Andrómaca. Para
entonces debía de tener ya seis años, porque Astianacte tiene que actuar. La obra era
Las troyanas, de Eurípides. Mi padre me contó la trama y me prometió que no me
arrojarían de verdad desde las murallas, por mucho que dijeran que lo harían. Él y yo
siempre representábamos esas escenas como un juego antes de ir a dormir, con
mímica o con nuestras propias palabras. Le quería con locura y, durante años, luché
por seguir considerándole grande.
«No mires al Heraldo —me dijo en el ensayo—. Se supone que no sabes qué
significa, aunque cualquier niño lo sabría. Déjate guiar por mí». Luego me mandó a
las gradas, para que viera las máscaras como las veían los espectadores. Desde lo alto
de las graderías, encima de los asientos de honor, me sorprendió comprobar lo
humanas que parecían, y lo tristes. Mientras estaba allí arriba, él representó su papel
de Casandra, furiosa con los dioses, llevando dos antorchas. Yo me conocía el
parlamento de memoria, de oírle ensayar. Todo el mundo está de acuerdo en que fue
su mejor papel. Después, se cambió de máscara para interpretar a Andrómaca. Ésta es
la obra en que sacan a Andrómaca de la ciudad saqueada en un carro lleno de botín,
con el niño en los brazos, como dos piezas más del expolio. Una maravillosa escena
teatral. Nunca falla.
Para entonces, yo todavía era lo bastante pequeño como para estar acostumbrado
a ir en brazos de mujeres y me resultaba extraño notar, bajo los pliegues de la túnica a
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la que me agarraba, el pecho duro de un hombre que contenía el aliento y lo
acomodaba a las frases, mientras la caja torácica le vibraba como la caja de una lira.
Pensándolo bien, supongo que la mayoría de los hijos se morirían de vergüenza si
escucharan a su padre llorar y lamentarse con la voz de una mujer. Sin embargo,
como él nunca olvidaba sus ejercicios, debí de empezar a oírle practicar sus papeles
desde el mismo día en que nací: ancianos, jóvenes, reinas y tiranos de voz resonante,
héroes, doncellas y reyes. Para mí, tener siete voces era cosa de hombres; sólo las
mujeres se las arreglaban con una sola.
Cuando llegó el día, seguía enfadado porque no había una máscara para mí,
aunque me habían explicado una y mil veces que los niños no las utilizan. «No te
importe —me dijo mi padre—, ya llegará el momento». Tras esto, se colocó su
máscara y el rostro sonriente se convirtió en otro solemne. Estaba en el prólogo en el
papel de Atenea.
Fuera del parodos esperaba el carro, tirado por cuatro bueyes con el dorado botín
de Troya. Por fin, aparecieron el traspunte y mi padre con la máscara pálida de la
viuda de cabellos rapados. Montó en el carro y alguien me izó tras él; me instaló en
su regazo y los bueyes se pusieron en marcha.
Al otro lado de la alta entrada se encontraba la amplia curva del teatro. Yo estaba
habituado a las filas de asientos vacías. Esta vez, llena de rostros, la gradería me
pareció enorme y desconocida, susurrante y peligrosa como el mar. La voz de mi
padre me cuchicheó: «No mires al público. Eres sagrado para los extraños. Ahora,
piensa en cómo hicieron pedazos a tu pobre abuelo. Apóyate en mí».
No es así como yo dirigiría a Astianacte, el hijo de Héctor; a mí me gusta hacerle
despierto y osado, ignorante del mal hasta que éste se presenta. Sin embargo, mi
padre también conocía su oficio. Hasta los hombres suspiraban cuando los dos nos
adelantamos hasta la orkhēstra, y pude escuchar los murmullos y gemidos de las
mujeres, flotando sobre aquel sonido grave del bajo. De pronto, cobré conciencia de
la situación. Mi padre y yo, sin más ayuda, estábamos haciendo aquello a más de
quince mil personas. Podíamos llevarlas a todas ellas a Troya con nosotros; podíamos
hacer que nos vieran exactamente como nosotros quisiéramos. Aún hoy recuerdo el
sabor de aquel primer sorbo de poder.
Luego, noté la voluntad de la audiencia extendiéndose hacia mí. Era como la
caricia del amante que dice: «Sé lo que yo deseo». Todo poder tiene su precio. Me así
a Andrómaca, mi madre, y me apoyé en su pecho; pero las manos a las que respondí
eran las de Artemidoro, el actor. Y mientras esas manos me moldeaban como si fuese
de cera y nos esculpían a ambos en una sola figura, supe que aquel amante de
múltiples cabezas le había alcanzado también a él; lo percibí a través de nuestras
pieles. Pero le noté inocente. Mi padre no se vendía, sino que se entregaba
gratuitamente, amor por amor.
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Entró el Heraldo con la noticia de que yo debía morir. Recuerdo que,
supuestamente, yo no debía prestarle atención. Sin embargo, me pareció que debía
mostrarme apenado ante el dolor de mi madre, de modo que extendí la mano para
tocar el cabello muerto de la máscara. Al hacerlo, oí alzarse una oleada de suspiros y
sollozos procedentes de la gradería de las hetairas; esas mujeres prefieren una buena
llorera a una cesta de higos maduros. Aunque por entonces faltaban algunos años
para que yo aprendiera a buscar su compañía.
Cuando el Heraldo se me llevó para darme muerte, pensé que todo el mundo
estaría entre bambalinas para darme la enhorabuena, pero sólo se me acercó
apresuradamente el ayudante del maestro de vestuario para desnudarme y pintarme
las heridas ensangrentadas. Mi padre, que había hecho mutis poco después de mí,
vino corriendo donde me tenían tendido, me dio unas palmaditas en el vientre y me
dijo: «¡Buen chico!». Luego se fue; el cambio de Andrómaca a Helena, con todas las
joyas y demás, debe hacerse deprisa. El vestido de Helena siempre es espléndido,
pensado para que destaque entre los demás cautivos. La máscara estaba pintada con
la mayor delicadeza y lucía una cabellera entretejida de hilos de oro. Cuando volvió a
escena, escuché su nueva voz, suave y seductora, dando la réplica a un furioso
Menelao.
Poco después llegó mi turno de ser presentado, ya muerto. Me tendieron sobre el
escudo y un par de extras lo alzó del suelo. El día era cálido pero la brisa me
cosquilleaba la piel, y me concentré en mantenerme relajado como me habían dicho.
El coro anunció la terrible noticia a mi abuela, Hécuba; allí tendido con los ojos
cerrados mientras el Heraldo pronunciaba un largo parlamento acerca de mi muerte,
rogué a Dioniso que no se me escapara un estornudo. Hubo luego una pausa que,
como no podía ver nada, me pareció eterna. Todo el teatro había quedado en absoluto
silencio, conteniendo la respiración. Entonces, una voz grave y terrible dijo, justo a
mi lado:
Yo había ensayado mucho aquella escena, pero no con Hécuba. No tenía que
hacer nada, salvo estar quieto; y aquél era Croisos, el primer actor. Por esa época,
Croisos se hallaba en la cúspide de su poder y, como era de esperar, no se dedicaba a
ensayar con niños. Yo había visto la máscara, eso era todo.
Por supuesto, ya le había oído lamentándose con Andrómaca; pero ésa era su
escena. Y yo tenía que ocuparme de mi papel. La voz, ahora, parecía atravesarme y
hacía que un escalofrío me recorriera el espinazo. Me olvidé de que era por mí por
quien lloraban. En realidad, era más que por mí.
No había allí dulzura, sino un viejo orgullo reducido a desesperación, aún no
habituado a ella, una desconocida errante. En el fondo del pozo se abre un nuevo
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pozo, y aun así la mente continúa sintiendo. Unas manos frías me tocaron la cabeza.
Las gradas estaban tan silenciosas sobre nosotros que reconocí claramente el
murmullo de una tórtola entre los pinos del exterior.
Creo recordar que aún no había cumplido los siete años, aunque, sin duda, habré
mezclado y confundido con mis recuerdos otros fragmentos de narraciones
posteriores de todo tipo, a cargo de Teodoro, Filemón o Tétalo, o incluso de mi propia
cosecha. En todo caso, he soñado con ello durante años y es de esos sueños de donde
surge el recuerdo de ciertos detalles vislumbrados con los ojos entreabiertos, como
los bordados de su túnica, que tenía una orla de cuñas y rosas. Cuando pienso en esos
sueños, todo vuelve a mi recuerdo. ¿Eran por Troya mis lamentos, o por la condición
mortal del hombre? ¿O eran por mi padre, en aquella inmovilidad que era como una
corona de triunfo en las sienes de Croisos? Lo único que recuerdo con certeza es un
nudo en la garganta y el horror que se adueñó de mí cuando supe que iba a llorar.
Los ojos me ardían. A la pena que ya sentía se sumó el terror. Iba a estropear la
obra. El patrocinador perdería el premio, y Croisos, la corona; mi padre no
conseguiría nunca más otro papel y pronto estaríamos por las calles mendigando
nuestro pan. Y, al terminar la obra, tendría que enfrentarse a una terrible Hécuba sin
máscara. Las lágrimas escaparon de mis párpados cerrados; la nariz me goteaba.
Deseé morirme allí mismo, deseé que la tierra se abriera o se incendiara el escenario,
con tal de no emitir un sollozo.
Las manos que habían recorrido las heridas pintadas en mi cuerpo me alzaron con
suavidad. Me hallaba en los brazos de Hécuba; muy cerca de mí, la máscara llena de
arrugas con la boca torcida hacia abajo. La flauta, que había estado gimiendo
suavemente durante el parlamento, elevó su sonido siguiendo una indicación. Bajo
sus notas, la Reina Hécuba me susurró al oído: «¡Quédate quieto, pequeño imbécil!
¡Estás muerto!».
Al momento me sentí mejor. Volví a recordar todo lo que había ensayado.
Teníamos trabajo que hacer. Cuando sus manos me soltaron, me dejé caer totalmente
laxo; entonces, mientras me limpiaba la sangre y me envolvía en el sudario, procedió
a sonarme la nariz. La escena continuó hasta el final.
En vano hacemos sacrificios. Y, con todo, si la mano del propio Dios no hubiera
estrujado y aplastado esta ciudad contra el suelo, todos habríamos desaparecido en la
oscuridad y no habríamos sido tema para la música y las canciones de los hombres
que vendrán.
Mientras los extras me sacaban de escena con mi mortaja regia, pensé con
sorpresa: «¡Somos nosotros esos hombres que habían de venir!». Además de todo
aquello, yo había tenido una responsabilidad para con Astianacte, cuya sombra me
había observado desde el inframundo con la esperanza de que no le dejara en mal
lugar. ¡Qué cargas había soportado! Me sentí como si hubiera envejecido una vida
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entera. Mi padre, que había presenciado toda la escena desde atrás del puesto del
apuntador, acudió corriendo mientras me levantaban del escudo y me preguntó qué
me había sucedido. Si hubiera sido mi madre, estoy seguro de que habría roto en
sollozos, pero me apresuré a responder:
—Papá, no he hecho ningún ruido.
Croisos salió poco después, quitándose la máscara. Era un hombre delgado, todo
perfil; como el dios de una moneda, pero calvo. Cuando se volvió hacia nosotros, me
escondí tras las faldas de mi padre pero el otro se acercó hasta agarrarme por el
cabello. Salí encogido y temeroso; una visión desagradable, como podéis suponer,
todo manchado de pintura encarnada y lleno de mocos. Él sonrió mostrando unos
grandes dientes amarillos. Comprobé, con sorpresa, que no estaba enfadado.
—¡Por el dios que he pensado que estábamos acabados! —exclamó con una
mueca que me recordó una máscara de esclavo en una comedia—. Artemidoro, este
muchacho tiene sentimiento, pero también sabe qué se lleva entre manos. ¿Cómo se
llama?
—Niko —respondí.
—Nicérato —dijo mi padre.
Rara vez le había oído emplear mi nombre entero y me sentí cambiado por ello,
de algún modo.
—Un buen presagio —comentó Croisos—. En fin, ¿quién sabe?
Mientras las mujeres gemían sobre el féretro, mi mente evocó una decena de
parecidas escenas de mi infancia. Mi padre siempre me colaba como extra cuando
había ocasión. Fuera, se produjo un intervalo de silencio. Fantías, el artista de las
máscaras, había acudido a presentar sus condolencias con una urna funeraria pintada
ex profeso, en la que se veían dos máscaras y a Aquiles velando junto a la tumba. Las
mujeres, que ya estaban fatigadas, se dedicaron a hablar un rato. Yo era el amo de la
casa y me correspondía salir a recibirle. Oí su voz recordando a mi padre en Polixena
y di otra vuelta en el lecho, mordiendo la almohada. Lloré porque el dios al que
ambos servíamos me había hecho escoger y mi corazón le había abandonado por el
dios. Aunque me había enfrentado al dios por él. «Vaya un lleno hoy —le diría—.
Deben de haber oído los aplausos hasta en el Cerámico. Este detalle de la urna
podría derretir una piedra. ¿Sabes que he visto llorar al general Ifícrates?». Siempre
había algo que uno podía decir, y algo sincero. Pero esas grandes cosas que espera
cualquier artista…, ésas, el cruel dios las sofocaba en mi boca y las forzaba a volver
garganta abajo. Él las echaba en falta. Sé que él las echaba en falta; lo leí a veces en
sus ojos. ¿Por qué no pronunciarlas, y dejar que el dios se las arreglara como pudiera?
Los dioses tienen tanto y los hombres tan poco… Además, los dioses viven
eternamente.
No podía quedarme allí como un niño. Me levanté, me sequé la cara, saludé a
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Fantías, acabé de cortarme el pelo para el círculo mortuorio y acudí a la puerta para
recibir a la gente. Allí estaba cuando llegó Lamprías.
Cuando formuló su ofrecimiento, mi madre, sin preguntarme qué opinaba, le dio
las gracias con lágrimas en los ojos. Lamprías carraspeó y me dirigió una mirada de
disculpa, consciente de lo que yo sabía. Sus grandes cejas negras se movieron arriba
y abajo y sus ojos se volvieron luego hacia mi padre. También yo, al aceptar, casi
esperé verle levantarse del féretro y decirme: «¿Estás loco, muchacho?». Pero no dijo
nada; ¿qué hubiera podido decir, en realidad? Supe que debía aceptar. No encontraría
nada mejor. A los diecinueve, uno no sirve en el teatro para otra cosa que el trabajo de
extra. Para entrar en una compañía, incluso como tercer actor, se debe tener el
repertorio para interpretar no sólo jóvenes o mujeres, sino también guerreros, tiranos
y ancianos. Ningún muchacho de esta edad puede hacer tales papeles; en cambio, un
buen actor que haya mantenido la voz entrenada y el cuerpo en buena forma puede
llevar máscaras juveniles hasta los cincuenta, y dominar también los demás papeles.
Mientras vivió mi padre, siempre tuve trabajo cantando en los coros, portando
una espada o haciendo sustituciones mudas, cuando se superponen dos papeles
interpretados por el mismo actor y se necesita que un extra lleve la máscara y la
indumentaria de uno de ellos. Últimamente, incluso había tenido alguna que otra
frase en obras modernas donde no se respeta de modo tan estricto la regla de los tres
y, de vez en cuando, habla un extra. Aunque no sabía apenas nada más, conocía el
teatro y no era tan estúpido como para pensar que seguirían tocándome tales papeles.
Cualquier actor lo bastante bueno como para aparecer en Atenas tiene siempre un
hijo, un sobrino o un amante preparándose para el escenario. En adelante, yo sería
como el pequeño huérfano de la Ilíada, que no tenía derecho ni a las migajas de la
mesa. «¡Fuera! —le dicen los otros chicos—. ¡Tu padre no come en esta mesa!».
Calculé que necesitaría tres años de esfuerzos, como mínimo, para conseguir
algún papel en una buena producción, y que mi madre no podría mantenerme ocioso
más de un trimestre, pues mi padre nos había dejado sumidos en la pobreza; mi
madre tendría que vender lo que tejiera y mi hermana debería ganarse la dote para no
verse obligada a casarse con alguien inferior. Era preciso que encontrara una
ocupación en el único oficio que conocía.
A Lamprías le gustó que accediera enseguida y que no dijera nada que le pusiera
en un apuro. El actor iba a conseguir algo a cambio del dinero que debía, cuando lo
único que necesitábamos nosotros eran monedas contantes y sonantes.
—Buen chico, buen chico —me dijo, dándome unas palmaditas en la espalda—.
Una decisión propia de un auténtico profesional, y digna de tu padre. El repertorio ya
llegará, eso lo sabemos todos; mientras tanto, partes con ventaja respecto a la mayoría
de meritorios. Has vivido entre bambalinas desde que echaste a andar y sabes hacer
un poco de todo, desde tocar la lira hasta mover la grúa. Una gira como ésta
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terminará de formarte. Ningún artista se conoce a sí mismo hasta que ha hecho una
gira.
No le conté que ya había estado de gira con mi padre el año anterior, actuando en
Samos y en Mileto como extra en una compañía de primera categoría, con un
camarote a popa y compartiendo las comidas con el capitán. De nada me serviría
darme ínfulas y mostrarme descontento. Las cosas podrían haber sido mucho peores.
Los muchachos en mi situación tenían que escoger, habitualmente, entre conceder sus
favores a algún actor a cambio de trabajo o caer en lo más bajo, en esos escenarios
improvisados de los pueblos donde, si la obra no gustaba, uno podía hacer la cena con
las frutas y las verduras que arrojaban los espectadores. Al menos, la compañía de
Lamprías actuaba en teatros, aunque sólo en los pequeños.
A la puesta de sol, enterraron a mi padre. Hubo una numerosa concurrencia al
acto, como a él le habría gustado. Estuvo presente el propio Filotimo, que contó un
embrollo del que le había sacado mi padre cuando él era joven y fogoso. Una vez
terminada la ceremonia, volvimos a casa, encendimos las lámparas, arreglamos la
estancia y dejamos vagar la mirada a nuestro alrededor como hace la gente cuando no
quiere pensar en lo que se le avecina.
Iba a marcharme en el plazo de un mes. Salí a dar una vuelta y todo me pareció
extraño. Mi deambular me llevó ante la puerta de una vieja hetaira con la que había
pasado una noche, cuando tenía diecisiete años, porque estaba avergonzado de no
haber estado nunca con una mujer. La oí dentro de casa, tarareando con su lira. La
hetaira siempre había sido cariñosa con los muchachos. Pero le debía un poco más de
respeto a mi padre y, en realidad, lo único que deseaba era un poco de amor materno.
Mi primer amor de verdad aún estaba fresco en mi corazón, aunque ya habían
transcurrido tres años desde entonces. Un actor de Siracusa había venido a pasar un
mes de visita, y se había quedado otro por amor a mí. Nuestra despedida había sido
muy bella, con citas de Los mirmidones; todo un año después me había escrito desde
Rodas.
Antes de empezar los ensayos, me pidieron que fuera a tomar unos tragos a casa
de Lamprías para conocer a la compañía. Mi familia vivía en el Pireo, cerca del
teatro, y él tenía sus aposentos en la zona de los muelles. Me encaminé hacia allí con
paso nervioso, salvando las redes de pesca y rodeando los barriles y balas de carga.
«Lo peor de una gira de tercera categoría —solía decir mi padre— es el segundo
actor. Es el fracasado y, por regla general, se lo hace pagar a todos los demás».
Esta vez se equivocaba. El viejo Demócares había probado la miel del triunfo y
había conservado su dulzura. En más de una ocasión había lucido la corona de hiedra
del vencedor, aunque había terminado por servir a Dioniso demasiadas veces con una
corona de parra. Cuando llegué, Demócares ya estaba bastante ebrio y, al final, le
ayudé a volver a su casa para evitar que cayera a las aguas del puerto. Las copas le
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habían puesto más alegre que Papasileno, y así siguió hasta que le condujimos al
lecho; entonces me tomó de la mano y lloró un poco y citó «¡Oh, rostro joven y rubio,
el dolor y la muerte pasan por tu lado!», en una voz que aún mostraba cierta belleza
entre la bruma. A nuestro regreso, Lamprías carraspeó, se refirió a los triunfos del
viejo actor y me dio a conocer que, además de mis otros deberes, debería compartir la
tarea común de mantenerle sobrio hasta que saliera a escena.
Meidias, el tercer actor, ya se había marchado a su casa, enojado —no os lo
creeréis— porque había sido yo, y no él, quien había recibido los cumplidos de un
viejo borracho que no era capaz ni de andar en línea recta. Mi padre había acertado a
medias: éste era el fracasado. Con apenas veintiséis años, Meidias ya había visto
frustradas todas sus esperanzas. Algún dios burlón le había concedido un rostro
agraciado, la única belleza de la que puede prescindir un actor; esa hermosura le
había proporcionado ciertos éxitos fuera del escenario, a los que debía sus inicios en
el teatro y que le habían llevado a pensar que tenía el mundo a sus pies. Ahora estaba
aprendiendo que los pies sólo sirven para sostenerse, pero no quería reconocerlo.
Apenas habíamos llenado las primeras copas cuando empezó a hablarme de los
espléndidos papeles que le habrían ofrecido si hubiera accedido a vender su honor.
Usaba los grandes nombres con la misma displicencia con que una vieja dama
muestra sus joyas a unas jovencitas. Aunque de aspecto aniñado para mi edad, yo
sabía suficiente de la vida para suponer que Meidias se había sometido a todo lo que
su honor podía soportar antes de firmar con Lamprías. Y me temo que él lo advirtió
en mi mirada.
Al día siguiente iniciamos los ensayos. Teníamos un repertorio de dos o tres obras
modernas, sin coro, y un par de clásicos por si algún patrocinador nos contrataba para
un festival.
Por supuesto, no actuaríamos en Corinto. Los corintios saben lo que quieren y
arrojan cosas a escena si no se lo das. Estrenaríamos en Eleusis y luego seguiríamos
por Megara y el sur, dando la vuelta a la Argólida. Cuando Lamprías insistió, como
hacía todos los días por nuestro bien, sobre la espléndida experiencia que significaría
para mí, a lo que se refería era a que, desde el primero al último día, apenas veríamos
un asomo de utillaje moderno ni, probablemente, a ningún patrocinador. Tendríamos
que acarrear nuestros propios vestidos, máscaras y utilería (material adquirido de
segunda mano al final de las Dionisias, una vez que las compañías más ricas habían
hecho su selección), preparar la skēnē con lo que encontráramos al llegar y hacer
todos los arreglos improvisados que fueran precisos. Aunque pensé que nunca
llegaría a decir tal cosa, uno puede tener principios peores.
Fue una lástima que, en la última semana de ensayos, tuviera que pegarme con
Meidias. Aunque la había tomado conmigo desde el principio, yo había tratado de
llevarme bien con él para mantener la paz, pero ese día se creyó con derecho a citar
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un comentario de uno de sus amigos, lleno de rabiosa envidia, sobre mi padre.
Meidias era más corpulento que yo pero no se había preocupado, como me había
obligado a hacer mi padre, en acudir a un buen gimnasio donde aprender a moverse y
a permanecer erguido. Y donde uno también aprende algunas llaves de lucha.
Habíamos estado ensayando en el teatro del Pireo y estábamos subiendo los peldaños
entre las gradas cuando le lancé el puño y le di una patada en la rodilla, de modo que
no tuvo una caída blanda precisamente y rodó un buen trecho escalones abajo. Unos
chiquillos que se habían colgado como gorriones en la parte superior del teatro para
vernos actuar mostraron su alegría ante aquel espectáculo gratuito y jalearon la
escena. Por fortuna, Meidias no se rompió los huesos y su cara no le importaba a
nadie, de modo que Lamprías no dijo nada. Yo comprendí que habría de pagar por lo
que había hecho, pero eso no tenía remedio. Poco imaginaba, sin embargo, hasta qué
punto afectaría mi vida la sombra de aquel incidente.
Llegó el día de la partida. Mi madre me despidió al amanecer, a la luz de las
lámparas. Derramó unas cuantas lágrimas y me advirtió contra unas tentaciones que
no especificó, intuyendo sin duda que yo podía darle lecciones al respecto. La besé,
me eché el hato al hombro y me alejé silbando por las calles en penumbra, donde los
pájaros medio dormidos me contestaron. Los gritos de los pescadores nocturnos al
cobrar sus capturas sonaban a lo lejos sobre las aguas grises. En el lugar de reunión
observé que Lamprías, para mostrar que éramos una compañía de importancia, había
contratado a un criado para ocuparse del carro del equipaje, de los asnos y de las
mulas. La noticia me levantó el ánimo, pues había pensado que también tendría que
encargarme de esas tareas.
Aquél era un año arriesgado para una gira, me comentó mientras emprendíamos
la marcha. Lo era, en efecto; como la mayoría de los años. Últimamente, los tebanos
habían asombrado al mundo arrojando a los espartanos primero de su ciudadela y,
más tarde, de su ciudad. Les habían expulsado de Boecia; nosotros, los atenienses, les
habíamos derrotado en el mar y, por toda la Hélade, los hombres se erguían y
respiraban aliviados. Sin embargo, con todo esto, los grupos de soldados no dejaban
de ir y venir por el istmo y Lamprías declaró que se alegraría cuando lo hubiera
dejado atrás. Megara, sin duda, estaría en calma; sus gentes saben meterse en sus
propios asuntos. En cambio, en el Peloponeso, las ciudades bullían como calderos de
levadura, derribando las decarquías que los espartanos habían establecido. Podíamos
encontrarnos con cualquier cosa.
La gente habla siempre de la vida libre de los actores, capaces de cruzar fronteras
e ir a cualquier parte. Y tiene razón, si se refiere a que las tropas mercenarias no
tienen nada contra nosotros y que los demás respetan los edictos sagrados. Es
bastante probable que el actor llegue a su destino y pueda contar allí con techo y
comida proporcionados por el corego, siempre que tal patrocinador esté con vida y no
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se haya exiliado de la noche a la mañana. Sin embargo, para una compañía que viaja
por su cuenta, llegar resulta bastante difícil cuando los hombres se han escapado a las
montañas, las mujeres están encerradas en sus casas y un escuadrón de caballería ha
atado sus monturas en la orkhēstra y está haciendo astillas las tablas del escenario
para el fuego de la comida.
No obstante, la mañana era espléndida y el estrecho de Salamina brillaba contra la
isla púrpura; recordando a mi Esquilo, poblé las aguas de remos crujientes y proas
cortantes y de galeras con espolón que arrojaban al mar a los persas de turbantes
dorados. Eleusis quedaba justo delante; allí actuaríamos al día siguiente, tras dedicar
la primera jornada a preparar la skēnē. Montado en el asno, dejé que el carro se
interpusiera entre Meidias y yo siempre que era posible. Lamprías abría la marcha a
lomos de la mula. Demócares prefirió empezar el día en el carro, donde podía
continuar durmiendo entre los fardos y cuidar la resaca. Le observé con esperanza,
pensando en preguntarle si había conocido a Eurípides alguna vez. Así de viejo
parecía.
No hay nada que merezca la pena contar sobre la primera parte de la gira. Cien
artistas podrían explicar lo mismo que yo. Me tocó la cama más dura y la paja más
vieja en la posada, hacer recados para todos, coser el vestuario, poner cordones en las
botas, peinar los cabellos y las barbas de las máscaras y salpicarme de pintura cuando
alguna vieja skēnē necesitaba una nueva mano. Nada de ello me importaba, salvo
cuando Meidias le decía a alguien que para eso me habían contratado.
Él era mi causa de irritación: él, y no las pulgas de la paja, el trabajo duro o el
cuidar a Demócares. El viejo borrachín me caía bien incluso cuando me volvía loco y
pronto aprendí a manejarle. En su juventud, según me hizo saber, había sido un gran
amante; hacía bastante tiempo, creo, que no se prendaba de un joven en la confianza
de que éste no se burlaría de él. Incluso en su decadencia, jamás resultaba
desagradable, ni siquiera bebiendo. Era más bien como un viejo bailarín que, al
escuchar una flauta, ejecutara sus pasos donde los vecinos no le ven. El respeto por sí
mismo le mantenía a raya cuando estaba sobrio; y después de la obra, cuando
empezaba a beber, no tenía tiempo para asuntos menores. El resumen de todo ello fue
que me enseñó muchas cosas que me han sido de utilidad desde entonces, y me recitó
algunos hermosos epigramas compuestos por Agatón y Sófocles para los jóvenes que
cortejaban, cambiando sus nombres por el mío allí donde cabía.
Sólo por las mañanas, antes de la obra, me producía verdaderos problemas. A esas
horas, se escabullía a tomar un traguito para entrar en calor y, si no me andaba con
cuidado, seguía bebiendo hasta terminar la jarra. Mi estratagema era correr a la
taberna a buscarle el vino, rebajarlo con agua por el camino y mantenerle hablando
para hacerle espaciar los tragos. Con un poco de suerte, le tenía vestido a tiempo para
terminar mis tareas.
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—Llevas el teatro en los huesos —solía decirme—. Tienes el rostro abierto, no
como ese patán de Meidias, que está enamorado de la máscara que le tocó al nacer y
pronto no tendrá ni eso, pues su fatuo engreimiento ya empieza a dejar marcas en
ella. El artista fluye en la máscara que le ofrece el poeta; sólo así le poseerá el dios.
Te he observado, querido, cuando tú no te veías. Lo sé.
Lo decía para consolarme. No había nadie más amable, cuando era capaz de
sentarse tranquilamente y serlo. Nunca esperé de él que se mantuviera sobrio para
librar mis batallas. Demócares rondaba los sesenta años y para mí era muy viejo, pero
aún se movía como un hombre que conoce su porte distinguido y, tras una máscara,
era sorprendente lo joven que podía parecer, en un día bueno. Yo no le llevaba
ninguna queja de Meidias, que se burlaba del viejo y su querido en las tabernas, entre
desconocidos.
Así transcurrieron las cosas hasta el día en que representamos el Héctor, de
Filocles. La obra requiere vestuario de batalla de ambiente homérico, con las piernas
desnudas hasta el muslo. Meidias tenía las piernas muy delgadas; tanto, que tenía que
llevar rellenos en los muslos y aún seguía patizambo. En la obra, representaba a Paris.
Actuábamos en una pequeña población con mercado entre Corinto y Micenas. En
tales lugares siempre sale el gracioso local que monta su escenita. Paris hizo mutis
diciendo: «¿Qué me importa, mientras Helena comparta mi lecho?». Un hombre entre
el público gritó entonces: «¡Qué delgada ha de estar, para caber entre esas rodillas!».
El comentario detuvo la obra unos instantes, y lo peor aún estaba por llegar. Meidias
hacía también el papel del Heraldo Griego, y a Paris, que debe estar presente para
escuchar el desafío, lo interpretaba un extra. Detrás del escenario, Meidias me dio el
peto con la faldilla y la máscara como si deseara que estuvieran empapados en
veneno. Por supuesto, cuando aparecí, el gracioso lanzó una risotada y todo el teatro
le imitó.
Desde entonces, Paris apareció en Héctor con túnica larga, y se añadió al texto un
verso acerca de su vestuario, inadecuado para la batalla. Y Meidias pasó, de
fastidiarme en los ratos libres, a convertirse en un serio enemigo.
Dejemos a un lado la crónica diaria de sus artimañas. Sentaos en cualquier
taberna cerca de un teatro y escucharéis a algún actor relatar la vieja historia como si
fuera el primer hombre a quien se le ocurriera tal cosa; pero, al menos, el oyente está
invitado a una copa. Pasaremos por alto pues la espina en la bota, la manga cosida, la
cinta rota de la máscara y todo lo demás. Una mañana encontré un charco oscuro y
pegajoso y una jarra de vino rota junto al asiento donde Demócares había estado
tomando el aire. Era vino del bueno y supuse quién lo había enviado. Pero esta vez
calculó mal. Demócares podía ser demasiado complaciente consigo mismo, pero no
hasta el punto de permitir que Meidias le utilizara. Creo que en esa ocasión advirtió a
Lamprías que habría problemas. Pero Lamprías no quería oír hablar de más
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problemas de los que ya tenía y sabía de Meidias todo lo que le importaba: en una
palabra, que no había modo de contratar a otro en su lugar hasta que la gira terminara.
Teníamos un compromiso en Figalea, una pequeña población cerca de Olimpia.
Era una fecha importante, porque nos había contratado la ciudad, que celebraba, en la
festividad de su héroe fundador, su reciente liberación.
Figalea era una de las ciudades en las que los espartanos, después de su victoria
sobre Atenas en la Gran Guerra, cedieron el poder a los oligarcas locales para que
mantuvieran sujeto al pueblo. Como de costumbre, habían escogido su Consejo de los
Diez entre lo peor de los viejos terratenientes, que habían sido exiliados por los
demócratas y eran quienes más tenían que ganar sometiéndolos. Estos decarcas se
habían cobrado diez veces sus viejas cuentas pendientes; actuando sin freno, se
apropiaban de cualquier esposa joven y bonita o de cualquier joven agraciado que les
apeteciera, o de las mejores tierras de cultivo. Si alguien se quejaba, los espartanos
mandaban sus tropas y, cuando terminaban con el demandante, éste deseaba haberse
quedado como estaba antes. Entonces se produjo el levantamiento de Tebas;
Pelópidas y los demás patriotas habían demostrado allí al mundo que los espartanos
estaban hechos del mismo material que los demás hombres. Y mientras los Hijos de
Hércules se rascaban la cabeza y corrían de un lado a otro para ver qué les atacaba,
las ciudades sojuzgadas aprovecharon la oportunidad. Los habitantes de Figalea
habían actuado con rapidez, pero se habían precipitado al lanzarse todos a la vez
sobre el más odiado de los decarcas para despedazarlo, dando ocasión a que los
demás escaparan a las montañas con sus partidarios.
El Concejo de la ciudad nos había mandado aviso por adelantado y había pedido
una obra acorde con la celebración; no importaban los gastos, pues parte del oro de
los decarcas se había salvado del saqueo. Lamprías había encontrado la pieza más
adecuada en el repertorio, un Cadmo, de Sófocles el Joven, que glorificaba a Tebas.
Era una obra nueva, mediocre, que nadie había considerado merecedora de una
reposición. Cadmo, castigado por matar al dragón del dios de la Guerra, es rescatado
de su esclavitud y hecho rey, se casa con Armonía y se llega así a un final con la
comitiva nupcial. Para completar el asunto, Demócares, que sabía retocar las obras
con ingenio cuando tenía la cabeza despejada, había incluido algunas profecías a
cargo de Apolo, varias de las cuales hacían forzadas referencias a Figalea. El Concejo
de la ciudad estuvo encantado y dispusimos de una semana para ensayar con el coro,
que era todo lo bueno que podía esperarse cuando se había escogido para formarlo a
los hijos de los demócratas prominentes primero y a las mejores voces después.
Yo tenía mis esperanzas puestas en la representación porque me permitía actuar
más de lo habitual. Tenía unas breves líneas como extra (uno de los guerreros de
Cadmo, nacidos de la tierra) y durante todo el final estaba en escena con la máscara
de Apolo, ya que Meidias, que interpretaba el papel, también hacía el de Armonía.
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Ésa fue la primera vez que llevé la máscara del dios.
Meidias, que se burlaba de todo nuestro vestuario para demostrar a lo que estaba
acostumbrado, despreciaba aquella máscara de Apolo más que ninguna otra cosa.
Decía que debía de tener, por lo menos, cincuenta años; y descubrí que en esto
llevaba razón. Era pesada, pues estaba tallada en madera de olivo, pero no costaba
llevarla porque estaba tan pulida y terminada por dentro como por fuera. Era un
trabajo de auténtico artesano; hoy, ya nadie hace las máscaras para que duren.
Recuerdo la primera vez que abrí los cestos en Eleusis y la vi mirándome. Me dio
un susto. Era un rostro, pensé, más propio de un templo que de un escenario.
Recuerdo también que me senté sobre los talones, entre el desorden de fardos,
mirándola y mirándola. Meidias acertaba, eso había que reconocerlo, al decir que
estaba pasada de moda. Ante ella, nadie comentaría, como hacían ante un Apolo
moderno: «¡Delicioso! ¡Qué joven tan bello!».
Demócares, a quien pregunté por la máscara, me dijo que se la había dejado a
Lamprías un viejo actor, que creía que le daba suerte. Se suponía que la habían
confeccionado para la primera reposición de Las Euménides, de Esquilo, donde el
dios tiene un papel central. Eso había sido en los grandes tiempos de Alcibíades y
Nicias, cuando un patrocinador era un patrocinador, me comentó Demócares.
La noche anterior a nuestra llegada a Figalea la habíamos pasado en Olimpia. Yo
no había estado nunca allí y no me cansé de ver y ver cosas. En realidad, al no ser año
de Juegos, el lugar estaba completamente muerto. Pero la juventud es fácil de
complacer y salí con Demócares para gozar de las vistas de la ciudad. Como un
caballo viejo camino de su establo, sus pasos le llevaron a su taberna favorita junto al
río y, al advertir en mi mirada que iba a pedirle que siguiéramos, me dijo con su voz
sacerdotal:
—Querido muchacho, me preguntabas por la máscara de Apolo. Bien, ya he
recordado de qué taller procede, según me contaron. Acércate al templo de Zeus y lo
verás. Déjame pensar…, sí, en el frontón oeste.
Asentí, contento de poder callejear más deprisa. Hacía calor en el valle boscoso,
pues la primavera llega como el estío en esa región. El lecho de guijarros del río
estaba ya casi seco, la tierra estaba caliente bajo los pies y las estatuas pintadas
brillaban. Un tierno Hermes, sosteniendo unas uvas frente al dios niño que tenía en
brazos, le hacía desear a uno acariciar su carne rosada. Más allá estaban las estatuas
de sanción, ofrendadas como multa por los atletas sorprendidos haciendo trampas;
unas estatuas vulgares, hechas de cualquier manera. Los dorados de los techos
resultaban deslumbrantes; el mármol blanco refulgía. El gran altar de Zeus, sin
limpiar desde el sacrificio matinal, estaba lleno de moscas y apestaba, pero siempre
hay visitantes en el templo. El pórtico y los peristilos bullían de guías y buhoneros,
los mercaderes vendían tablillas de barro pintado con la imagen de Zeus, los
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curanderos anunciaban sus remedios, los carneros y cabritos a la venta para los
sacrificios lanzaban sus balidos; un orador de voz ronca declamaba la Odisea
mientras su chico pasaba el platillo. Pasé del cálido sol a las sombras suaves y frescas
y, junto al resto de los presentes, contemplé con asombro la gran estatua del interior,
toda de oro y marfil sobre un trono mayor que mi alcoba de la casa familiar, hasta que
mis ojos, en su recorrido de abajo arriba, llegaron a ese rostro poderoso que anuncia:
«Oh, hombre, haz las paces con tu mortalidad, pues también ésta es Dios».
A la salida, tuve que quitarme de encima a un tipejo que debía de creerse capaz de
sacarme una cena y casi me olvidé de mirar en la parte del frontón oeste, pero pasó
un guía conduciendo, como si fueran ocas, a un grupo de mujeres ricas con sus hijos,
nodrizas y grandes sombreros de paja. Vi que el hombre señalaba algo con la mano y
oí un comentario sobre Fidias, el escultor. Mi mirada siguió la dirección que indicaba.
El triángulo del frontón contenía la escena de la batalla entre griegos y centauros.
Teseo y Piritoo y sus hombres libraban la batalla para salvar a los niños y a las
mujeres: hombres contra semihombres peleando con las manos, con garrotes, a
patadas o blandiendo hachas, y en el medio, alto y solitario, con el brazo derecho
extendido sobre el tropel de combatientes, estaba el Apolo de la máscara.
Resultaba inconfundible, aunque aquí la boca estaba cerrada y el rostro tenía ojos.
Retrocedí unos pasos para verlo mejor, tan absorto que tropecé con una dama, que me
regañó. Casi no me enteré. El cuerpo me temblaba de asombro y placer. Aun hoy, en
ocasiones, ese escalofrío vuelve a mí cuando estoy en Olimpia.
El dios domina la batalla sin necesidad de actuar, sólo con estar allí. El mundo
todavía es joven e inmaduro; únicamente el dios sabe que por él combaten los
griegos, pero una cierta luz procedente de su figura brilla en el rostro del joven Teseo.
Los griegos deben ganar porque son quienes más se parecen a él; sus ojos proféticos
alcanzan muy lejos. No tiene favoritos. Es un dios severo, radiante, gracioso y
despiadado. Un acorde perfecto es el amigo suyo cuyas cuerdas están afinadas.
¿Puede compadecerse del tañedor de cítara que toca con torpeza?
Hice el camino de vuelta hablando como si fuera él, balbuceando tonterías
infantiles con los versos vulgares que cualquier actor puede recordar. No tuve tiempo
de terminarlos, pues Demócares ya estaba bastante bebido y era preciso que lo llevara
de vuelta mientras aún pudiera sostenerse en pie. Me recibió llamándome su precioso
Hilas, lo cual produjo risas y exclamaciones entre los demás bebedores, pero yo ya
estaba acostumbrado a esas cosas.
—¿Hilas? —le respondí—. Ya sabes lo que le pasó a Hilas, ¿verdad? Heracles le
dejó que fuera a ver la ciudad sin compañía y las ninfas locales se lo llevaron y lo
ahogaron. Y Heracles se quedó sin su pasaje en el Argos. ¡Arriba, marinero!
Volvamos a bordo antes de que el patrón ordene zarpar.
Pero mientras desembalaba los cestos en Figalea, al colgar la máscara de Apolo
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en su percha, coloqué una ramita de laurel sobre ella y derramé unas gotas de vino en
el suelo. Cuando salí del cuarto de tramoyas con mi vacilante lamparilla, al darme la
vuelta, casi creí advertir que unos ojos me miraban alejarme desde aquellas cuencas
vacías.
La mañana de la actuación, los espectadores empezaron a acudir mucho antes de
que el sol saliera. Debían estar presentes todos los ciudadanos capaces de andar; de
hecho, vi a un viejo abuelo transportado en andas desde su burro hasta el asiento.
Me aseguré de que Demócares tomara su desayuno aguado, le ceñí la panoplia de
Ares, dispuse las cosas de todos y afiné la lira, que debería tañer para la canción de
bodas. Después, me vestí de guerrero tebano.
Según recuerdo, todo se desarrolló con normalidad hasta pasado el segundo tercio
de la obra. Lamprías y Demócares representaban en el escenario a Cadmo y Teléfasa.
Meidias había hecho mutis como Armonía para ponerse las ropas de Apolo; en la
siguiente escena aparecería en la pasarela de los dioses, sobre la skēnē, para
proclamar la profecía. Yo seguía aún en escena, en el papel de guerrero, sin otra tarea
que sostener una lanza.
Desde mi posición en el centro del escenario, junto a la puerta regia, mi mirada
alcanzaba más allá del teatro, a la ladera en la que éste había sido excavado. De
pronto, advertí que descendía por ella un grupo de hombres. Mi primer pensamiento
fue que eran los ciudadanos de alguna población vecina que habían acudido a ver la
obra y llegaban tarde. Cuando advertí que todos llevaban lanzas y escudos no le di
importancia, suponiendo que se disponían a ejecutar una danza de guerra en el
festival. Ahora, si me detengo a pensarlo, me cuesta dar crédito a semejante simpleza
pero, cuando uno trabaja en Atenas, llega a creer que el mundo se detiene por
completo mientras se representa una obra.
Lamprías continuó su parlamento; los hombres se acercaron aún más hasta que,
de pronto, uno de los coreutas lanzó un grito desde la orkhēstra y señaló hacia arriba.
Los espectadores se volvieron, primero hacia él y luego en la dirección que indicaba.
Y se inició el caos.
Los soldados de la ladera lanzaron su peán y cargaron pendiente abajo. Los
figaleos, desarmados, empezaron a arrancar los bancos de madera y sus postes, o
iniciaron la huida. Las mujeres, que habían ocupado sus asientos en el otro lado con
sus mejores galas, empezaron a apretujarse y a lanzar gritos. Un joven, rápido de
reflejos, saltó al escenario desde el coro y me quitó la lanza de la mano. Espero que le
sirviera de algo, pues era una pieza de utilería teatral, con la hoja de madera. Le
ofrecí el escudo, que le sería aún más necesario, pero el muchacho ya estaba lejos,
con la máscara barbuda subida sobre la cabeza.
No sé qué habría hecho a continuación, de haberlo pensado, pero entonces
escuché cerca de mí la voz retumbante de Lamprías, declamando todavía sus versos.
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Aquellos que no dijeron que casi todos los actores están locos, proclamaron más
tarde que nos había poseído un dios. Sin embargo, lo cierto es que continuar la
actuación en momentos parecidos tiene más sentido del que podéis suponer. Así, al
menos, todo el mundo sabe quién y qué eres; habríamos tenido muchas más
posibilidades de ser alanceados o golpeados por un garrote si hubiéramos salido
corriendo que permaneciendo en el escenario. La naturaleza humana exige razones,
dicen los filósofos, de modo que aquí ofrezco una. Aunque dudo de que la tuviera
presente en ese momento. Para mí, el Teatro seguían siendo las Dionisias de Atenas.
Estaba habituado a la ceremonia, al respeto por el recinto sagrado, a los sacerdotes y
estadistas y generales ocupando los asientos de honor, a que todo se hiciera como era
debido y a la pena de muerte por los actos de violencia. Aquel altercado me
enfureció. Habíamos ensayado la obra especialmente para aquel festival y todavía no
había salido como doble de Apolo.
El tumulto era cada vez mayor. Aquí y allá algunos hombres del público se habían
incorporado de un salto y, tras unos instantes de vacilación, abandonaron corriendo el
recinto para unirse a los oligarcas. Varias mujeres se habían encaramado a las
graderías de los hombres para coger a los niños y sacarlos del revuelo. Otros hombres
que habían corrido al pueblo en un primer momento, no por miedo sino para buscar
sus armas, regresaban ya con ellas. Sin embargo, Demócares había entrado en escena
según le tocaba y recitaba con voz aflautada su papel de Teléfasa. Incluso tenía
público: un viejo sacerdote de las primeras filas, que no se había enterado de nada, y
algunos niños que, al parecer, estaban acostumbrados a las luchas entre facciones
pero que no habían visto nunca una obra de teatro.
Yo acababa de advertir, asombrado, que se estaba derramando sangre ante mí —
era la primera vez que veía verter sangre en una batalla— cuando Lamprías
improvisó una frase, me hizo gestos para que me acercara y, por un costado de la
máscara, me dijo: «Ve a buscar a Apolo».
Hice mutis y corrí tras el escenario. Antes de llegar a la skēnē, donde se
cambiaban los actores, supe que no encontraría a nadie allí. Efectivamente, estaba
vacía. Incluso miré dentro de los grandes cestos. Meidias debía de haber huido sin
quitarse siquiera el vestido de Armonía, pues sus ropas seguían donde antes.
La indumentaria y la máscara de Apolo estaban donde yo las había dejado. Me
desnudé y me las puse, tomé la lira y volví tras el escenario. La skēnē era una simple
cabaña de techo plano, con una escalerilla decrépita desde ésta hasta el estrado del
dios. Al contrario que Meidias, yo no había ensayado la manera de encaramarme
hasta allí, agarrándome con una mano y sosteniendo la lira y la falda con la otra.
Mientras subía a duras penas, me desgarré una manga en un clavo y maldije a los
oligarcas de Figalea, que se habían hecho tan ricos y no habían sabido dedicar un solo
dracma a aquel desvencijado teatro. Abajo con ellos, pensé; vivan los demócratas.
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Apolo bendice su causa.
Mientras esperaba bajo la rampa de entrada a que me dieran el pie, repasé cuanto
recordaba del parlamento de Apolo por haber oído a Meidias durante los ensayos.
Eran los versos dedicados a los figaleos, aunque nadie les prestara atención ahora.
Toqué la máscara pidiendo suerte al tiempo que decía: «Ayúdame en esto, Apolo, y te
haré una ofrenda»; no tuve tiempo de concretar cuál. Después, subí la rampa tañendo
la lira.
Desde allá arriba pude observar una auténtica batalla. La mitad de los ciudadanos,
más o menos, estaba armada ya, aunque sólo fuera con cuchillos o hachas de
carnicero. También había lanzas y espadas, cosa grave. Quedarse allí, declamando
frases que nadie escuchaba, parecía estúpido en un actor e indigno de un dios.
Levanté el brazo en la postura del Apolo de Fidias y exclamé:
—¡Victoria!
Varias mujeres lanzaron exclamaciones y me señalaron. Un puñado de hombres
empezó a dar vítores. Al instante, el parlamento de la profecía se me fue de la cabeza.
Por un instante, me sentí morir. Pero luego recobré —dejo a vuestro criterio la
explicación de cómo me fue concedida mi vocecilla aniñada y me puse a declamar
los versos del Mensajero de Salamina en Los persas, de Esquilo—. Era la primera
estrofa larga que me había hecho aprender mi padre. Saqué un sonoro acorde a la lira;
avancé hasta el borde del estrado del dios y la pronuncié con todas mis fuerzas:
El teatro de Figalea carecía de todo lo demás, pero al menos tenía buena acústica.
Desde la colina me llegó el eco de los vítores. Más tarde, me aseguraron que las
mujeres habían creído que era el propio Apolo quien hablaba; por lo que he visto en
las giras por el campo, no me sorprende que así fuera. Los hombres, aunque no tan
crédulos como para ello, consideraron, no obstante, que había sido un buen presagio,
creyendo que los versos pertenecían a la obra. Les oí invocar al dios mientras hacían
retroceder a los oligarcas.
En lo que restaba del parlamento, los hijos de los griegos resultaban arrojados al
mar y tuve miedo de que eso estropeara la escena. Sin embargo, tuve la certeza de
que a mi padre le habría disgustado saber que me había quedado mudo por un ligero
incidente en una gira. Además, abajo, en el escenario, Demócares me lanzaba besos y
me decía: «¡Sigue, sigue!». Así pues, continué según me salió y hablé de espolones
de bronce, timones embestidos, remos hechos astillas, playas llenas de muertos,
quillas volcadas y gemidos sobre las aguas. De vez en cuando hacía un alto y toqué
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unas marchas dóricas para alargar el texto.
No recuerdo hasta dónde alcancé a declamar antes de que los oligarcas
retrocedieran y desaparecieran de la vista tras las montanas. (Los vencidos huyeron
hasta Esparta, donde se quedaron; así recibieron su merecido). Con ello perdí a la
mayor parte de mi audiencia, pues los ciudadanos salieron en su persecución. Como
la obra parecía terminada, agregué unos versos más, esta vez de Eurípides:
Tras esto, descendí del estrado y volví a desgarrarme la manga con el clavo.
Toda Figalea participó en la fiesta nocturna. En el ágora instalaron una crátera del
tamaño de la boca de un pozo, llena de vino gratis. Dejé a Demócares disfrutando de
la abundancia de Dioniso —se lo tenía merecido— y me dediqué a vagar por la
ciudad. La gente no cesaba de preguntarme quién había representado a Apolo; era un
hombre de gran estatura que parecía haber surgido del cielo, coincidía la mayoría. Yo
hubiera debido llevar las botas con alzas, pero no me había dado tiempo a atármelas.
Es muy cierto que uno le puede hacer ver casi cualquier cosa al público, si él mismo
se convence de ello.
Eché en falta a Lamprías durante varias horas y me pregunté dónde se habría
metido. Más tarde, supe que había pasado todo aquel tiempo en la skēnē, sentado
sobre uno de los cestos con la paciencia de una Parca, esperando a que Meidias
regresara por sus ropas.
El tercer actor ya tenía preparado un cuento sobre si había visto a un ciudadano
luchando en inferioridad y había corrido en su auxilio. Aquel desagradable individuo
jamás acudía a ayudar a nadie. Además, traía el vestido de boda de Armonía hecho
trizas y lleno de estiércol de una pocilga cercana, cuyo techo no permitía permanecer
erguido.
El Concejo de la ciudad nos rogó que repitiéramos el Cadmo al día siguiente, para
celebrar la victoria. Aceptamos, entre grandes vítores. Cuando llegó el momento de
cobrar, dijeron que sólo nos darían la mitad de lo acordado por la primera
representación, puesto que no la habíamos terminado. Aún me río al recordar el rostro
de Lamprías. En cuanto a mí, no tuve ninguna queja pues esta vez representé yo a
Apolo y a Armonía, mientras Meidias me reemplazaba como extra.
Como os decía, en una gira puede suceder cualquier cosa. En todo caso, así fue
como conseguí mi primera oportunidad como tercer actor.
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II
A los veintiséis años, mi nombre no era del todo desconocido en Atenas. Ya había
interpretado primeros papeles en el Pireo y había hecho segundos en el Teatro
de la Ciudad, en obras premiadas. Sin embargo, los grandes papeles masculinos
habían quedado reservados al protagonista y todas mis mejores actuaciones habían
sido en personajes femeninos. Siendo hijo de mi padre, era fácil que me encasillaran,
aunque cualquiera que buscara un actor para un gran papel femenino pensaría
primero en Teodoro. Era un momento que les llega a muchos artistas, y del cual es
preciso huir.
Sería necesario algo más que el aplauso en el Pireo para que mi nombre constara
en la lista de actores principales del Teatro de la Ciudad. La competencia era a
muerte; los libros estaban llenos de viejos vencedores que apenas podían contar sus
coronas. Sin embargo, había más concursos en otras ciudades y era el momento de
intentar llevar a casa un par de coronas de triunfo.
Mi madre había muerto. Yo había podido dar una dote decente a mi hermana y
casarla convenientemente. Nada me retenía en Atenas y a mí me gusta vagar libre y
sin responsabilidades, como a tantos de mi oficio. Por todas estas razones, me asocié
con Anaxis.
Ya hace bastante que Anaxis decidió dedicarse exclusivamente a la política. Su
voz y sus gestos son muy apreciados y todos sus rivales oradores, cuando quieren
atacarle, le acusan de haber sido actor. En fin, él escoge sus compañías y buen
provecho le haga, pero —aunque tal vez él no me agradezca que lo diga ahora— en la
época a la que me estoy refiriendo era una figura en ciernes y siempre he pensado que
abandonó la escena demasiado pronto.
Era mayor que yo, treinta años cumplidos, y tenía fama de irritable, pero uno
podía llevarse bastante bien con él si no se metía en sus asuntos. Su familia había sido
rica, pero lo había perdido todo en la Gran Guerra; no consiguieron recuperar sus
tierras y su padre terminó trabajando de administrador. Por eso Anaxis, pese a tener
talento, sólo deseaba ser artista con la mitad de su mente; la otra mitad aspiraba a ser
un gentilhombre. Cualquier colega artista comprenderá a qué me refiero.
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Es el único actor con barba que he conocido nunca. No logro imaginar cómo era
capaz de llevarla bajo las máscaras, pero ni siquiera en verano hacía otra cosa que
recortársela un poco. Anaxis valoraba mucho la dignidad que le daba y, ciertamente,
tenía una gran presencia. Sin embargo, ya no era joven y no había conseguido entrar
en la lista, de modo que se estaba poniendo nervioso.
Según nuestro contrato, nos turnaríamos en los papeles de protagonista. A mi
socio le gustaban los personajes majestuosos como el Agamenón y, gracias a ello,
incluso cuando le tocaba escoger a él, me cedía algunos papeles de primera clase.
Siempre se mostraba como un hombre de buena cuna y se comportaba de acuerdo
con ello. Tal vez fuera pomposo, pero nunca resultaba sórdido o mezquino, lo cual
tenía mucho mérito en una gira.
Teníamos un compromiso en Corinto para una obra muy reciente, Las amazonas,
de Teodectes. Anaxis, a quien le tocaba escoger, se decidió por Teseo y me dejó a
Hipólita, que, a mi modo de ver, era el mejor papel. Heracles era interpretado por
nuestro tercer actor, Crántor. Era el mejor que habíamos podido contratar, un
profesional fiable y experimentado que había perdido toda ambición hacía mucho
tiempo, sin amargarse por ello, y que había seguido en el teatro porque no habría
podido soportar otra vida. Como extra teníamos a un joven llamado Antemio, que era
el amante de Anaxis. Éste le comparaba con una estatua de Praxíteles y tenía razón, al
menos en lo que se refería a su cabeza, dura como el mármol; por lo demás, el
muchacho era inofensivo y hacía lo que le mandaba. Yo habría escogido a alguien
mejor, pero me había dado cuenta de que Anaxis nunca se movía sin él, de modo que
guardé silencio en lugar de empezar con discusiones desde el primer momento.
El teatro de Corinto es uno de los mejores de Grecia. Tiene capacidad para
dieciocho mil espectadores y desde la última fila puede oírse suspirar a los actores.
La plataforma móvil gira suavemente sobre ruedas engrasadas; uno nunca ve aparecer
a Clitemnestra, presente en la escena final del Agamenón, tambaleándose y dando
pequeños botes con un par de cadáveres temblando a sus pies. La grúa le iza a uno
por encima del estrado de los dioses como si estuviera volando de verdad y le
deposita luego en el lugar preciso como una pluma; esa grúa es capaz de levantar un
carro con dos caballos alados de tamaño natural y dos actores, sin el menor crujido.
Nuestro patrocinador, quien, como todos los corintios, era tan rico que le salía el
oro por las orejas, había escogido personalmente un coro de entre los muchachos más
bellos de la ciudad para representar a las amazonas. Pasé todo mi tiempo libre con
uno de ellos, una criatura espléndida, medio macedonia, de ojos grises y cabellos
color rojo oscuro.
Anaxis fue muy feliz allí. En Corinto, los actores eran recibidos en las mejores
casas. Igual sucedía con aurigas y púgiles, aunque preferí no mencionárselo. Qué
placer, me comentaba, estar entre buenas familias, lejos de los chismorreos del teatro
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con sus pequeñas envidias. Sin embargo, los hombres del teatro saben muy bien qué
hace uno y cuánto vale; incluso esa envidia es una especie de alabanza. En cuanto a
mí, prefería sentarme a beber con un soldado licenciado de Egipto o la Jonia y
escuchar sus relatos, o intercambiar consejos con algún cordelero conocedor de los
caminos, antes que compartir un diván y un banquete con un estúpido ricachón que
cree que, por poseer tres cuadrigas, sus comentarios tienen que agradarte; que no sabe
discernir el bien del mal hasta que los jueces le indican qué debe opinar, pero que te
tiene en su comedor igual que los tapices persas, la corneja parlanchina y el mono de
Libia, porque estás de moda este año; y que te dice sin inmutarse que le gustaría
escribir una tragedia, si sus asuntos le dejaran el tiempo preciso. Lo único bueno que
se puede decir de tales anfitriones es que contratan a las mejores hetairas. En general,
vivo muy bien sin mujeres pero, en una fiesta así, los únicos comentarios sensatos
que uno oye proceden de ellas. Las hetairas conocen muy bien las tragedias,
empezando por los textos. En Corinto, uno no tarda en descubrir dónde tienen su
grada en el teatro, y todo el mundo les dirige las sutilezas.
Las amazonas es una de las mejores obras de Teodectes, quien ganó con ella el
premio de los poetas. El autor se había apresurado a acudir desde Atenas y quedó tan
encantado con nosotros que ni siquiera hizo mención de las modificaciones que yo
había realizado en algunos versos. Nuestro patrocinador dispuso un banquete de
celebración, auténticamente corintio, y dedicamos todo el día siguiente a
recuperarnos. Yo me dediqué a retozar con mi macedonio de ojos grises a la sombra
de unos pinos en una caleta rocosa cerca de Peracora. La vida de un actor está llena
de encuentros y despedidas y uno no puede permitir que se le rompa el corazón cada
vez, pero me sentí conmovido cuando el muchacho me entregó un collar de cuentas
azules para protegerme del mal de ojo. Aún lo conservo.
Nuestro siguiente compromiso era en Delfos.
Anaxis estaba impaciente ante aquella perspectiva. Con cada año que pasaba, sus
esperanzas en el teatro decaían al tiempo que aumentaba su interés por la política y
por la situación del país. Y había tenido interés por aquel compromiso desde el
principio. La razón de que se pusiera en escena una obra fuera de la temporada de
festivales era entretener a los delegados de una conferencia de paz, un asunto muy
importante.
Era preciso llegar a algún acuerdo de paz; desde hacía varios años, los artistas
habían tenido problemas incluso para desplazarse, con los espartanos marchando
sobre Tebas y, después, los tebanos marchando sobre Esparta. Al principio, todos
habían estado de parte de Tebas, pero sus continuas victorias habían despertado en
Atenas la vieja envidia vecinal y, ahora, la ciudad era aliada de Esparta. Supongo que
era un pacto ventajoso, pero me desagradaba; es este tipo de cosas lo que lleva a un
hombre como yo a dejar la política a los demagogos. Lo mejor del asunto era que
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aquellos pendencieros de gesto hosco tuvieran que pedir nuestra ayuda; eso
significaba que por fin habían quedado postergados a terceros papeles y que ya nunca
volverían a ser los protagonistas. Se habían creído invencibles por el mero hecho de
prepararse para la guerra desde la cuna hasta la tumba, pero la Gran Guerra había
durado tanto que los demás griegos también habían adquirido esta experiencia
profesional, aunque fuera contra su voluntad. Cuando terminó el conflicto, buen
número de ciudadanos habían empuñado las armas desde la infancia y apenas
conocían otra ocupación. Entonces, como los actores sin trabajo, esos hombres
salieron de gira. Aún había tantas guerras como festivales dramáticos, y todas ellas
necesitaban extras.
No bien vencidos los espartanos, los arcadios, que hasta entonces se habían
contentado con pelear aquí y allá como mercenarios, se propusieron hacerse los
gallos del corral. En consecuencia, el Peloponeso estaba lleno de humo y soldados,
precisamente cuando se había prometido una buena época con los caminos tranquilos.
La mayor parte de las demás ciudades, sin embargo, ya había tenido suficiente.
Por eso se celebraba la conferencia de paz en Delfos. Anaxis me aseguró también
que, desde las sombras, apoyaban la reunión varios estados poderosos ajenos a la
Hélade. Dichos estados conocían la valía de aquellos mercenarios griegos,
lamentaban verles desperdiciados en luchas intestinas en sus ciudades y querían
tenerles de nuevo al servicio del mejor postor.
Anaxis conocía muchos rumores sobre intrigas. Traté de seguirle, pero me costó.
Habíamos llegado por mar a Itea y ahora, a lomos de mulas, ascendíamos el
serpenteante camino a través del valle de Plistos, siguiendo el río a la sombra de los
olivos que se encaramaban por la garganta. A veces, un claro entre los árboles dejaba
a la vista Delfos, allá en lo alto, pequeña en el flanco inmenso del Parnaso, reluciente
como una joya.
Entre los olivares hacía calor, el sol llegaba a nosotros tamizado y nunca nos
alejábamos mucho del rumor del agua que corría hacia el mar. De vez en cuando, las
ramas se agitaban y un aire diferente soplaba de la montaña, frío y brillante y puro.
Me producía un escalofrío en el cogote, igual que el perro mueve el hocico antes de
saber la razón. Pero, en Corinto, Anaxis había estado atareado como una ardilla
reuniendo información y no le gustó verme con la mirada perdida. El faraón de
Egipto y el Gran Rey, me dijo, enviarían sin duda algún agente.
—¡Que tengan suerte! —repliqué—. Al menos con la paz, los griegos podrán
escoger entre ir a luchar o quedarse en casa.
Anaxis carraspeó y miró a un lado y otro, en un gesto absolutamente innecesario
pues sólo podían oírnos las mulas. Antemio se había aburrido de oírle y se había
retrasado para aburrir a Crántor.
—También dicen que habrá un emisario (extraoficial, por supuesto) de Dionisio
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de Siracusa.
Me di una palmada en la rodilla, para sobresalto de mi montura, que casi me tira.
Aquellas palabras me habían despertado por completo.
—¡Por los dioses de Egipto! ¿Sólo un emisario? ¿Estás seguro? Quizá venga en
persona; incluso es posible que le veamos con nuestros propios ojos.
Anaxis frunció el entrecejo y chasqueó la lengua al captar un tono de ligereza en
mi voz. Al fin y al cabo, estábamos hablando del patrocinador más famoso del
mundo.
—Por supuesto que no vendrá. Nunca sale de su ciudad si no es para ir a la
guerra, llevándose consigo a todo su ejército. Así impide que corrompan a sus
hombres, y los tiene a mano por si surge la traición entre los que deja de guardia en
Siracusa. No se habría podido mantener cuarenta años en el poder, en Sicilia, si no
fuera uno de los hombres más astutos que existen. Además, es muy posible que ese
enviado suyo sea alguien de alto rango de su corte, a quien haya encargado buscar
algún talento.
Lo había leído en sus ojos antes de que me lo dijera. Su aire solemne me resultó
tentador.
—No cuentes conmigo —le dije—. Tal vez quiera leernos una de sus odas, como
hizo con Filóxeno, el poeta. Dionisio le preguntó su opinión, el poeta se la dio y fue
castigado a una semana en las canteras para que corrigiera su gusto. Después, fue
perdonado e invitado a cenar. Cuando Filóxeno vio que volvían a salir los rollos de
pergamino, llamó a los guardianes con unas palmadas y les dijo: «¡Devolvedme a la
cantera!».
Debo decir que ya había oído esa historia en las rodillas de mi padre. Filóxeno
llevaba veinte años ganándose cenas con ella, mejorándola cada vez, y supongo que
debió de inventársela de vuelta a su casa, después de alabar a su anfitrión como un
segundo Píndaro. Pero la anécdota era demasiado buena para desperdiciarla.
—Por otra parte —continué—, también está ese sofista que dirige una escuela, el
tipo del que se enamoró el joven pariente de Dionisio y al que éste llevó a Siracusa
con la esperanza, pobre muchacho, de que convirtiera al tirano en un segundo Solón.
¡Qué conmovedor es el amor juvenil! ¿No es cierto que, cuando el viejo erudito abrió
la boca un poco más de lo prudente, no sólo fue expulsado de Siracusa, sino que le
pusieron en un barco rumbo a Egina, donde se acababa de decretar sentencia de
esclavitud para cualquier ateniense que arribara a sus costas? Sus amigos y discípulos
se vieron en la necesidad de pujar por él en el mercado. Ahora no recuerdo su
nombre.
—Platón —apuntó Anaxis, respirando hondo para mantener la calma—. Todo el
mundo coincide en que es un hombre testarudo, que perdió su oportunidad por temor
a ser tachado de servil. Le pidieron que asistiera a una fiesta pero no quiso ponerse
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las ropas adecuadas, ni bailar…
—¿Acaso sabía?
—Ni tampoco evitaba, en sus discursos, las teorías políticas…
—¿De qué le pedían que hablara?
—De la virtud, supongo. ¿Qué importa eso? Lo único que te pido es que tengas
los ojos muy abiertos en Delfos, y que te fijes muy bien en lo que haces. Ocasiones
como ésta sólo se presentan una vez.
—Bueno —repliqué—, si Dionisio es tan rico como dice la gente, sin duda podrá
pagarle un asiento en el teatro a su emisario. Sólo cuesta dos óbolos.
—Niko, querido muchacho, ya sabes que te estimo sobremanera. —Se le notaba
el esfuerzo que estaba haciendo—. Tienes dotes y gustas al público, pero no pienses
jamás que no puedes terminar donde está ahora ése —volvió la mirada hacia Crántor,
que se había apeado de la mula para orinar—, si no te preocupas de ser conocido por
la gente influyente. ¡Ese muchacho de Corinto! ¡Una criatura encantadora para una
noche, pero pasar cuatro días con él…! Y esa fiesta para la que dijiste estar
demasiado cansado… ¿Sabías que Crisipo posee la mayor cuadra de caballos de
carreras en todo el istmo? Estaba allí todo el mundo. En cambio, no estabas
demasiado cansado para rondar las tabernas con Crántor.
—Crántor conoce las mejores. Estaba allí todo el mundo. ¿Por qué no viniste tú
también?
—En una ciudad como Corinto, un artista de tu categoría no debe ser visto
bebiendo con un actor de terceros papeles. Te aseguro que tales cosas no están nada
bien consideradas.
—Gracias por el cumplido, querido. Pero si soy demasiado bueno para esto,
entonces también lo soy, ¡por Apolo!, para interpretar versos ampulosos de tercera
categoría, aunque sea el propio tirano de Siracusa quien los escriba y los ponga en
escena. Que contrate a Teófanes y le ponga a él las botas púrpura; se merecen el uno
al otro.
Noté que Anaxis se contenía, recordando (igual que yo debería haber hecho) los
perjuicios que causan las discusiones en una gira. Los antagonistas no pueden
mantenerse alejados el uno del otro el tiempo suficiente para enfriar los ánimos y he
visto terminar más de una con derramamiento de sangre.
—Muy bien, Niko, pero un artista debería saber si es de arte o de política de lo
que se está hablando. Y, en este caso, dudo de que lo sepas.
—¡Mira! —dije, señalando hacia arriba. Ya tenía suficiente de política—. Eso
debe de ser el templo de Apolo.
—Por supuesto. El teatro queda justo detrás. Dime, Niko, ¿has visto representar
alguna obra de Dionisio?
—No, jamás he pisado Siracusa.
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—Su Áyax obtuvo el segundo premio en las Dionisias de Atenas, hace unos años.
—¿Áyax? ¿Era suya?
Naturalmente, la obra había sido producida por un corego ateniense que le
representaba. Además, un actor siempre se deja absorber por su propia obra; me había
olvidado del dato o tal vez no lo había llegado a conocer y, por ello, la noticia me
sorprendió.
—Sí, era suya. Y ten presente que los atenienses no admiten la bazofia sin
protestar, y mucho menos la premian. Dejemos cada cosa en su sitio. Dionisio, el
gobernante, es un déspota y amigo de déspotas: gobierna con espías, saquea templos,
ha vendido ciudades griegas a los cartagineses, tiene alianzas con oligarcas en todas
partes y ha prestado tropas a los espartanos. Odiarle, por tanto, es rasgo distintivo de
un demócrata. En un parlamento en la Asamblea, por supuesto, es preciso decir que
sus versos pasan de lo sublime a lo vulgar y que todos sus pies son cojos. Si alguien
dijera que una obra suya es pasable, ¿crees que la Asamblea discutiría su estructura?
No; lo que harían sería acusar al autor del comentario de desear el retorno de los
Treinta Tiranos. Pero nosotros, Niko, somos artistas y adultos; y no nos oye nadie.
—Bien, lo que dices es razonable pero, incluso así, ¿de veras actuarías para él?
Yo no querría actuar para un público al que previamente se hubiera dirigido un
orador, como ése de Olimpia.
—¡Mi querido Niko! Se ve que has vivido en el teatro desde que naciste. Eso fue
hace más de cuatro Olimpiadas. ¿Cuántos años tenías entonces?
—Siete, creo, pero parece que fue ayer.
En esa ocasión, me hallaba presente cuando unos amigos de mi padre, que habían
presenciado los hechos, acudieron a nuestra casa para contárnoslos. Dionisio había
presentado unas odas corales al concurso de música. No satisfecho con contratar a los
mejores intérpretes, no había sabido contenerse y los había ataviado a todos con más
lujo que un grupo de sátrapas persas, añadiendo una marquesina de tela púrpura
sujeta con cuerdas de oro para la representación. Supongo que se debía a que nunca
abandonaba Sicilia. Los espectadores más cultos se echaron a reír y todos los demás
se pusieron a gritarle: «¡Engreído, engreído!». Entre los asistentes a los Juegos estaba
Lisias, el orador, que ya era un anciano pero aún imponía respeto y que se había
enfrentado a los oligarcas toda su vida (no sin razón, pues había visto asesinar a su
hermano por orden de los Treinta y él mismo se había librado por poco de la muerte).
Lisias aprovechó la ocasión para lanzar un encendido alegato contra Dionisio,
incitando al pueblo a demostrar qué opinión tenía de él la Hélade. Los espectadores
habían abucheado a los artistas, habían derribado el ostentoso pabellón y se habían
llevado todo lo que habían podido saquear. Al llegar a este punto de la narración se
me escapó una risilla que atrajo sobre mí la atención de los presentes. Mi padre, que
nunca pasaba por alto un error, aprovechó para grabar de forma indeleble en mi
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mente una idea, sometiéndome a una humillante reprimenda. Los festivales de
Olimpia, me dijo, eran sagrados. Si era contrario a la ley que Lisias empleara allí la
violencia por su propia mano, también lo era que la ejerciera por medio de otros.
Además, en un concurso artístico no debería juzgarse otra cosa que los méritos
artísticos. ¿Acaso me habría gustado ser uno de los actores insultados mientras
ofrecían lo mejor que llevaban dentro? Ojalá nunca tuviera que descubrirlo en mi
propia piel, había añadido. Tras sus palabras, yo me había escurrido de la estancia.
Aún ahora, rehuí hablar de ello con Anaxis.
—En esos tiempos, Dionisio era un tipo provinciano —me comentó él—. Al fin y
al cabo, sólo era hijo de un funcionario. Sin embargo, desde entonces ha hecho caso
de buenos consejos y siempre ha sido un hombre laborioso.
—Leeré sus obras —le aseguré para aplacarle.
Estábamos ascendiendo hacia el saliente sobre el cual se alza Delfos. Los bosques
eran cada vez más ralos y un aire puro y fragante bajaba de los picos. El lugar olía a
bendición, a peligro y a dioses.
—En cualquier caso —estaba diciendo Anaxis—, debe tenerse en cuenta que es
un siciliano que gobierna a sicilianos. El antiguo linaje de Corinto se ha diluido en
gran manera en esas tierras. Tras tantos años de combatir a los cartagineses, han
adoptado sus costumbres y se han mezclado con ellos. Se dice que incluso Dionisio
tiene una parte de sangre cartaginesa. Lo máximo que podrían esperar allí, tal como
están, sería cambiar a un mal tirano por otro bueno.
Por un instante, mi mente evocó el rostro de cejas oscuras de mi amante de la
adolescencia y me pregunté si aún me complacería. Después, salimos de entre los
árboles y nos encontramos en el saliente.
Pedidle a un poeta que os describa las maravillas de Delfos; pedidle a un filósofo
que os las explique. Yo trabajo con las palabras de otros. Volví la vista al valle y
contemplé los olivos que formaban líneas sinuosas y descendían por las laderas hasta
un mar cegador sobre el cual se recortaban los escollos. Al otro extremo de una
enorme extensión de aire quedaban las tierras altas del monte Córax, entre el sol y las
sombras debido a unos jirones de nubes; al oeste se divisaban los acantilados de
hierro del Cirfis; encima de nosotros se alzaba el Parnaso, más presentido que visto.
Su cabeza quedaba tapada por las rodillas, las torres roqueñas de las Fedríadas, que
parecían rasgar el cielo como dos cuchillos. Ciertamente, Apolo es el más grande de
todos los maestros coristas. La ciudad, con el templo en medio, aparece minúscula
como un juguete en esta inmensidad, pero todas esas cabezas de titán que la rodean
parecen vueltas hacia ella, formando un coro en torno a su altar. Si el dios alzara el
brazo, las montañas entonarían un ditirambo. No conozco a ninguna otra deidad
capaz de organizar tal espectáculo. En Delfos no es preciso preguntar por qué saben
que están en el centro del mundo.
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Levanté la vista hacia las grandes laderas empinadas de las Fedríadas, que se
alzan detrás del teatro como unaskēnē que llegara al cielo.
—¡Mira! —exclamé—. ¡Águilas!
—Mi querido Niko, aquí son tan comunes como las palomas. Vayamos a la
posada mientras aún les quede algo que comer. No es necesario que todo el mundo se
entere de que es tu primera visita a la ciudad.
A la mañana siguiente, acudimos a ver el teatro y descubrimos, complacidos, que
ningún elemento del material escénico estaba obsoleto. Después del gran terremoto
de cinco años antes, lo habían renovado por completo. Aún quedaban algunos
andamios en torno al templo y el techo era provisional, improvisado con travesaños
de pino y una cubierta de paja. Apolo y la Serpiente Terrenal proseguían su vieja
guerra.
Nos abrimos paso entre el bullicio de la ciudad bajo las elevadas estatuas
orgullosas y, al llegar ante los tesoros donde se guardaban las ofrendas hechas a la
ciudad, Anaxis aguardó pacientemente mientras yo daba una propina a los guardianes
para poder admirar todo aquel oro. Después, continuamos nuestro deambular entre
mirones, guías y peregrinos, entre soldados, sacerdotes y esclavos, entre barrenderos
del templo con sus escobas y prostitutas con abanicos. En los tenderetes se ofrecían
lamparillas, cintas, pasas, libros de oráculos y hojas de laurel sagrado para tener
buenos sueños. Al mirar a mi alrededor y hacia arriba, me pareció estar ante un grupo
de enanos que representara una obra en un escenario pensado para titanes. Supongo
que todavía era un lugar pequeño y solemne cuando el ejército de Jerjes había llegado
para llevarse el oro y los ciudadanos habían preguntado a Apolo qué hacer.
«Marchaos —había dicho el dios—. Puedo cuidar de mí mismo». La gente de Delfos
aún enseña el gran peñasco que arrojó sobre los persas, surgiendo llameante sobre las
Fedríadas y rugiendo con la voz del trueno. Como recuerdo, compré una estatuilla de
bronce dorado del dios tendiendo el arco. Un bello objeto. La antigua estatua del
templo muestra a Apolo disparando al frente, pero en las tiendas ya no venden
reproducciones de ella; dicen que es tosca y que el arte debe evolucionar con los
tiempos.
Finalmente, vino a nuestro encuentro un esclavo que nos invitó a tomar unos
tragos con nuestro corego y nos condujo a una casa rica de paredes pintadas, próxima
al Estadio.
Enseguida comprobamos que nuestro patrocinador era un grupo. Tres de sus
miembros eran de Delfos pero, al fijarnos en quien era el centro de todas las miradas,
supusimos que era el cuarto hombre el que ponía el dinero. Era un tal Filiscos, un
griego asiático de Abydos. Viendo sus ropas y su espantamoscas de marfil, y estando
Delfos tan llena de rumores como una colmena en invierno, sólo tuvimos que sumar
dos y dos. Aquél tenía que ser el agente de Artajerjes, haciendo de anfitrión de la
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conferencia de paz con oro de los persas.
Mientras intercambiábamos cortesías y elogios, tratamos la obra a representar. En
ningún momento se hizo mención a los ciudadanos de Delfos; a quien había que
complacer era a los delegados. Era mi turno de dirigir la representación y escoger un
papel, y propuse Hipólito con la guirnalda. Ya estaba prácticamente tomada la
decisión cuando un hombrecillo al que, puedo jurarlo, sólo movía el deseo de volver
a su casa pudiendo decir que había hablado en la reunión, comentó que tal vez la obra
podía ofender a los atenienses, al mostrar como culpable al rey Teseo. Anaxis y yo les
aseguramos que la obra se reponía en Atenas cada cuatro o cinco años y que era el
éxito más seguro del repertorio. Demasiado tarde; el daño estaba hecho y el pánico
había estallado. No era preciso decir que, en una conferencia de paz, todo el mundo
estaría pendiente de desaires e insultos. Helena en Egipto podía ser una afrenta para
el faraón; Medea, para los corintios; Alceste, para los tesalienses. Un par de veces,
crucé una mirada con Anaxis, como diciéndole: «Dejémosles plantados; estaremos en
Tebas antes de que nos echen en falta». Pero él había volcado su corazón y sus
esperanzas en esa producción y cuando, aprovechando el barullo de voces, le susurré:
«¡Prueba a ofrecerles Los persas!», me miró con desprecio y no se rió en absoluto.
Por puro aburrimiento, me puse a soñar despierto y esos sueños me trajeron
recuerdos. Cuando hicieron una nueva pausa para rascarse la cabeza, les propuse:
—¿Por qué no Los mirmidones?
Que hayáis visto esta obra muchas veces, pocas o ninguna, depende del lugar
donde viváis. Es la favorita en Tebas y gusta mucho en Macedonia. En Atenas apenas
se repone; ningún patrocinador quiere correr el riesgo. Ya desde los tiempos del
propio Esquilo, ha habido gente que nunca la ha aprobado y uno nunca sabe cuándo
puede encontrarse entre los jueces alguien que opine de esta manera. Los demagogos
han proclamado que el amor del hombre por la juventud es una reliquia de la
aristocracia (los políticos son capaces de decir cualquier cosa, si ello favorece sus
pretensiones) y lo último que quieren oír es que la obra sea noble. Preferirían que
esas grandes declaraciones no sonaran tan fuertes en los corazones.
Esta vez, en cambio, resultó ser la más indicada. Después de estudiarla por todas
partes, de volverla del derecho y del revés, no pudieron encontrar un solo reparo o
desdoro para los antepasados, dioses o ciudades de ninguno de los reunidos.
Atiborrados de dulces y almendras persas, continuamos nuestro camino
maldiciendo la pérdida de tiempo, pero satisfechos del resultado. Anaxis estaba
contento con los papeles que interpretaría. Yo, como protagonista, haría el Aquiles;
pero Patroclo tenía unos versos deliciosos, igual que Briseida más tarde. Crántor se
ocuparía del Odiseo y los demás papeles menores.
—… y supongo que también el Apolo del prólogo —apuntó Anaxis.
Charlando camina que camina, habíamos llegado a lo alto de las gradas del teatro
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y teníamos ante nosotros el techo del templo junto a las montanas.
—No —respondí—. Yo mismo haré el dios.
—¿De veras quieres? —replicó Anaxis, frunciendo el entrecejo—. Es un cambio
muy rápido. No olvides que Apolo desciende por los aires y luego tendrás que
desembarazarte del arnés.
—Tengo deseos de hacerlo. No está uno en Delfos todos los días. Considéralo mi
culto al dios.
Esa noche, fuimos convocados de nuevo para conocer al maestro de coro, al
flautista y al pintor de la skēnē. Hagnón, el pintor, era un viejo amigo mío de Atenas.
Entre ensayo y ensayo, me quedé a charlar con él mientras pintaba trofeos de guerra
en las jambas y tiendas griegas en los bastidores. De vez en cuando, Hagnón llamaba
a gritos a su ayudante para que le trajera una escalera o pintura o para que le moviera
el andamio y se quejaba de que el tipo no estuviera nunca atento. El ayudante era
larguirucho y de piernas ahusadas, con una barba amarilla desordenada. En una
ocasión, le descubrí mirándome y despertó en mí un recuerdo que no logré concretar;
en cualquier caso, era evidente que el tipo miraría a cualquier parte antes que trabajar
y no volví a pensar en el asunto. Hagnón había tenido que contratarle en Delfos, pues
había acudido a la ciudad para hacer murales en una casa privada y, a continuación, le
había salido aquel trabajo imprevisto en el teatro.
Los ensayos se desarrollaban sin contratiempos. El coro de mirmidones estaba
constituido por hombres de buena presencia que, además, sabían cantar. Encontré a
un talabartero que me preparó unos arneses para sostenerme en el aire. El encargado
de la grúa me sopesó para calcular el contrapeso necesario y, como vi que era un
hombre hábil y experimentado, sólo practiqué con él una vez la escena en que el dios
aparece volando; luego, ensayé el prólogo desde el estrado de los dioses.
Disfruté mucho preparando Los mirmidones. La obra había llenado de emoción
mi espíritu cuando era joven y aún me conmovía. He oído Patroclos mejor
interpretados —pues Anaxis, aunque poseedor de una técnica suficiente para sonar
joven, carecía del encanto preciso—, pero aun así, mi socio conseguía transmitir la
bondad del personaje, sin la cual nada tiene sentido en la obra.
Delfos iba llenándose a cada día que pasaba. Empezaban a llegar los delegados y
con ellos, como me había dicho Anaxis, agentes de todas clases enviados para
espiarles por la oposición de las diversas ciudades, por aliados secretos en ciudades
rivales, por reyes y tiranos interesados y por no sé quién más. Yo estaba más
entretenido en admirar a las hetairas de altos vuelos que habían acudido de otras
ciudades y habían abierto casa para indignación de las muchachas de Delfos; esas
hetairas serían un público mejor que los negociadores de la paz. Mientras Anaxis
husmeaba por la ciudad, yo salía de paseo por las laderas cubiertas de tomillo y por
los olivares, con los pájaros silvestres y las cigarras por coro, y repasaba diversos
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fragmentos de la obra. Un día, Anaxis vino apresuradamente a mi encuentro para
decirme que el enviado de Dionisio había llegado por fin y que satisfacía todas
nuestras expectativas, pues se trataba de un personaje importante, miembro de la
familia del tirano. Yo estaba concentrado en ubicar en los versos una pausa para
tomar aire y no retuve el nombre.
A petición mía, Hagnón estaba pintando las máscaras de los personajes
principales; el artesano local sólo era adecuado para preparar las del coro, mientras
que mi amigo Hagnón era capaz de conseguir en sus tallas las maravillas que puede
lograr un buen pintor. Ya me había preparado un magnífico Aquiles y ahora estaba
trabajando en la máscara de Patroclo. La de Apolo todavía no había sido tallada.
Desde que Lamprías muriera y su viuda vendiera todas sus cosas, yo había
conservado la máscara de Fidias en una caja, colgada como una pequeña capilla en la
pared de mi habitación de Atenas. Recordando los sucesos de Figalea, antes de cada
concurso la adornaba con un corona de triunfo y le hacía una ofrenda. No había
ninguna razón de peso para que la hubiera llevado conmigo en la gira —uno siempre
puede recurrir a un amigo para que se ocupe de sus cosas mientras está ausente—,
pero algún motivo me había parecido encontrar y por ello la tenía sobre la mesa en mi
alojamiento. Esa noche, cuando encendí el candil y las sombras empezaron a bailar
bajo la llama, la máscara pareció mirarme directamente, como si tuviera ojos dentro
de las cuencas, y decirme: «Nicérato, me has traído a casa. El reinado invernal de
Dioniso en Delfos ha terminado. ¿No has oído mi música en el Parnaso? Me gustaría
oler de nuevo el aroma de la pintura de una skēnē».
El corazón me dio un vuelco. Tomé asiento ante la mesa de pino, con la barbilla
apoyada en la mano como mi padre me había enseñado que debe hacerse ante una
máscara cuando uno quiere penetrar mentalmente en su interior.
—Glorioso Apolo, ¿estás seguro? —murmuré al instante—. ¿No preferirías un
rostro más a la moda? Podrías lucir cualquier cosa, desde una corona triunfal de oro
puro a pendientes de piedras preciosas; el coste no tiene importancia para los
patrocinadores y todos ellos estarán presentes en el ensayo general.
Una brisa nocturna se levantó desde las alturas del Córax e hizo temblar la llama
del candil. Apolo me miró con sus ojos oscuros y sin párpados. «En Figalea —le oí
decir—, me prometiste concederme cualquier cosa. ¿Te he pedido algo desde
entonces?».
Por la mañana, saqué la máscara a la luz. La pintura estaba gastada y descolorida,
pero la talla era perfecta. Hagnón estaba en el teatro, dando retoques; le llevé la caja y
le pregunté qué opinaba del contenido. El pintor contempló la máscara largo rato en
silencio, con el entrecejo fruncido y mordiéndose los labios. Esperé oírle decir lo
habitual: que era una talla rígida, áspera y primitiva. El hombre, sin embargo, alzó la
vista como si le hubiera atenazado un gran dolor y dijo:
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—Oh, dios, ¿cómo eran los tiempos cuando los hombres tenían tal certidumbre?
—El dios lo sabrá —respondí—. Pienso ponerme la máscara y ver qué sucede.
¿Puedes volver a pintarla?
—Sí, claro. Puedo darle un retoque y suavizarle los tonos hasta que, de frente,
apenas se distinga de una moderna. Escucha, Niko: te compro una nueva y la pinto
gratis. Dame ésta a cambio y quedamos en paz.
—No; me refería a si puedes rehacerla tal como era.
El artesano la levantó, la hizo girar en la mano y rascó la pintura con el dedo.
—Puedo intentarlo, con la ayuda del dios. Déjamela aquí.
La puso a un lado y arrastró la escalera por la skēnē. Le eché una mano, al tiempo
que le preguntaba por su ayudante.
—Le he despedido, y en hora buena lo he hecho. Voy más deprisa trabajando
solo. El tipo era perezoso e insociable y se pasaba la mitad del tiempo borracho. ¿Tú
le habías contratado alguna vez, Niko?
—Desde luego que no.
—Cuando le dije que se fuera, murmuró que suponía que era asunto tuyo.
—¿Mío? ¿A qué podía referirse? Es cierto que sus facciones me sonaban…
¿Cómo se llamaba?
—Meidias… ¿Le conoces, pues?
Le conté la historia. Supongo que en esos tiempos me habría gustado verle de
aquel modo; cualquiera que le viese habría pensado que había sido un mísero peón
perezoso toda su vida. Tal vez le habría reconocido incluso sin barba, pero creo que
fueron sus piernas lo que avivó mis recuerdos. ¿Quién, sino él, habría podido
imaginar que tantos años después, habiendo llegado donde estaba, me fuera a
preocupar de quitarle su mísero jornal? Supongo que eso habría hecho él.
Bien, me dije, ya le he visto por última vez. Y realmente fue así.
Al día siguiente, Hagnón no acudió por el teatro. Alguien dijo que estaba
encerrado en su habitación y no quería abrir; no parecía enfermo, de modo que debía
de tener compañía en la cama. Por la noche, se reunió conmigo en la taberna.
—La pintura no está seca —me dijo—, pero ven conmigo.
Había colocado la máscara sobre una mesa, con un candil delante. La contemplé
en silencio mientras los ojos de Apolo el Perspicaz, llenos de una profundidad
insondable, miraban al vacío atravesándonos. Le habíamos servido bien y el dios
había regresado a su refugio de las montañas como una serpiente en primavera, para
ver recobrada la juventud.
Mi prolongado silencio puso inquieto a Hagnón.
—La habitación es demasiado pequeña. Debería habértela enseñado en el teatro.
—¿Eso lo has hecho tú, o ha sido él mismo? —quise saber.
—Te diré lo que he hecho. He sabido que era día de oráculo, de modo que he
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hecho un sacrificio, he cogido la máscara y he bajado a la cueva.
Le miré con los ojos muy abiertos. Hagnón parecía bastante avergonzado.
—Lo he hecho sólo para captar el espíritu de la obra, pero una vez allí es preciso
hacer una consulta, de modo que he preguntado qué atributos debía mostrar el rostro
del dios, y la Pitia me ha contestado muy claramente, tanto que he oído la respuesta
sin necesidad de que el sacerdote la interpretara: «Los del Apolo Pitio». Así pues, he
vuelto a casa y me he puesto a trabajar.
—El Apolo Loxias —murmuré, contemplando la máscara.
Hasta entonces, desgastada por el uso hasta quedar casi en la madera desnuda,
sólo había parecido mostrar al Olímpico, equilibrado y claro. Pero Hagnón,
estudiando detenidamente las líneas borrosas de la boca, la nariz y los ojos, había
descubierto curvas y sombras perdidas. Un escalofrío me recorrió la cerviz. Allí
estaba el Ambiguo, cuyas palabras cambiaban de sentido como una serpiente entre
los carrizos, sinuosas y confusas. ¿Cómo puede un hombre hablar con franqueza a un
niño, o un dios a un hombre?
Pregunté entonces a Hagnón qué aspecto tenía la Pitia.
—El de una roca curtida a la intemperie. No le quedan dientes y babeaba bajo el
efecto de la droga, pero lo cierto es que no la miré mucho tiempo. Al fondo de la
cueva, detrás del trípode, hay una grieta que se hunde en la oscuridad y en su boca
hay un Apolo de siete pies de altura fundido en oro, con ojos de lapislázuli y ágata.
Debe remontarse a antes de las Guerras Persas. Y tiene una sonrisa misteriosa que no
me dejaba apartar los ojos de ella. Pero he oído claramente las palabras de la Pitia.
Mandé por vino y quise pagarle el tiempo empleado, pero me dijo que eso traería
mala fortuna. Antes de beber, los dos alzamos nuestras copas hacia la máscara.
Le pregunté a Hagnón cómo era que seguía trabajando en el estilo moderno, si
tanto le emocionaban las formas antiguas.
—Devuélveme a la era gloriosa de Pericles y dame a beber el agua del Leteo para
olvidar lo que sé. Hubo un tiempo en que los hombres merecían tales dioses. ¿Dónde
quedan ahora? Murieron desangrados en los campos de batalla, negros de moscas, o
de hambre en el asedio, demasiado honrados para robar al vecino. O zarparon hacia
Sicilia entonando peanes y allí dejaron los huesos en las naves hundidas, en las
ciénagas malsanas o en las canteras de esclavos. Y si volvieron con vida a casa, los
Treinta Tiranos les dieron muerte. O, si incluso a esto sobrevivieron, se hicieron
viejos en rincones polvorientos, bajo las burlas de sus nietos, cuando hablar de
grandeza era ser la voz de los muertos. Ahora, todos han desaparecido y aquí estamos
nosotros, que sabemos qué fue de ellos. Cuando te pongas esa máscara, Niko, ¿qué
harás con ella?
—Buena pregunta. Al menos, representar la obra de Esquilo para la que fue
construida. Quizá me enseñe algo.
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El candil se caló y Hagnón despabiló la llama. Mientras tocaba la mecha, hubo un
parpadeo en el rostro del Loxias y pareció que su lado en sombras sonreía.
En el ensayo general, como había previsto, los patrocinadores preguntaron a
Hagnón si pretendía estafarles con un material viejo repintado. Cuando él les
demostró que no les había cobrado nada por la máscara, le replicaron,
desconcertados, que habían exigido que todo fuera de lo mejor. La máscara carecía de
gracia y de encanto; resultaba demasiado severa. Un patrocinador es un patrocinador,
de modo que no les pregunté para qué necesita Apolo tener encanto, cuando aparece
para hablar de un nefasto destino con palabras como el bronce batido. En lugar de
ello, dijimos que el dios había escogido expresamente la máscara a través del oráculo,
por su parecido al Pitio. Esta explicación les hizo callar.
Cuando aquellos estúpidos se hubieron marchado, Gillis, la cortesana de Tebas —
ya entrada en años, pero aún famosa por sus lecturas poéticas—, acudió a besarnos a
todos. Había estado en el ensayo y nos auguró un gran éxito. Micón, el mecánico, que
amaba su trabajo, me preguntó si consideraba que la grúa se movía con suficiente
suavidad.
—Me gusta que el actor se sienta seguro, pues de lo contrario no puede hacerse
justicia a sí mismo. Aquí, en Delfos, nunca aprovechamos una soga vieja. Dos veces
para un hombre, una vez para un carro: ésta es mi regla. La última obra fue Medea,
de modo que tendrás una nueva.
Le aseguré que no me había sentido tan seguro ni en los brazos de mi madre, y él
volvió tras su torreta de madera con el frasco de aceite y el tarro de grasa.
Por la noche llovió, lo cual apagó nuestro ánimo, pero el día despertó frío y
despejado, sin apenas un soplo de brisa. Cuando llegamos al teatro, las gradas
superiores estaban llenas y los sirvientes de los patrocinadores corrían entre los
asientos de honor con alfombras y cojines. Entre las rendijas de la skēnē parecía un
acontecimiento regio. Me coloqué los correajes para el vuelo y me puse encima la
túnica de Apolo, blanca con los bordes dorados, mientras el ayuda de cámara pasaba
el aro del arnés por la abertura.
La máscara, en su caja abierta, estaba sobre mi mesa. Yo había comprado al
artesano Hagnón una peluca nueva, rubia, para colocársela. Era cabello joven y
fuerte, como el que venden las muchachas campesinas cuando tienen que cortárselo
en señal de duelo. La vida del rostro fluyó en él y lo imaginé desparramándose desde
la cabeza del dios furioso, con las flechas resonando a su espalda al ritmo de sus
pasos airados mientras descendía entre los peñascos hacia la planicie troyana como
las sombras de la noche. Éste es el Apolo de Los mirmidones, directamente surgido
de Homero.
Volví hacia lo alto la palma de las manos pidiendo su favor y me coloqué la
máscara. Mientras el ayudante peinaba la peluca, empezaron a sonar las flautas y la
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cítara, y Micón, desde la torreta, hizo la señal de que todo estaba dispuesto.
Salí corriendo e hice un gesto con la mano al pasar junto a Anaxis, que estaba
besando a Antemio para que le diera suerte, y junto a Crántor, que estaba ajustándose
el peto de Odiseo. Detrás de la skēnē quedaba la plataforma oculta, donde el ayudante
de Micón me esperaba para engancharme al garfio de la grúa. La música subió de
volumen para silenciar el crujido de la máquina y la cuerda se tensó a mi espalda.
Tomé el arco de plata y me colgué del arnés mientras mis pies despegaban del suelo.
Me elevé hasta sobrevolar laskēnē; el brazo de la grúa, con su pantalla móvil de
nubes pintadas, se alzó y giró sobre su eje. El mar de voces se convirtió en un
susurro: la obra había comenzado. Sobre las Fedríadas, un águila volaba en círculos y
lanzó un grito, sostenida en el aire igual que yo. El brazo mecánico se deslizó más
arriba y hacia adelante y la música se apagó para dar paso a mi parlamento. Fue
entonces cuando noté, muy cerca encima de mí, una vibración en la cuerda y un
ligero descenso. Se había roto uno de los cabos.
Al principio creí que sólo había sido un movimiento de la polea. Micón era de fiar
y la cuerda era completamente nueva. Decidí no pensar más en ello. Ya llevaba casi
una tercera parte del parlamento cuando volví a notar algo. Esta vez no había duda,
pues noté cómo un nuevo cabo cedía hasta romperse; me hundí un par de dedos.
Sabias palabras, que aún seguían surgiendo de la máscara, cada verso inspirando
al siguiente. Dos cabos sueltos; ¿cuántos quedaban? El último que aún soportaba todo
mi peso no podía durar mucho. Si avisaba ahora, aún estaría a tiempo de que me
rescataran.
Pues yo soy Foibos, el que hiende el cenit, el arquero del sol, fiel lengua de
verdad…
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chillido: «¡Yaa!».
Pensé en la máscara que llevaba. Había pasado tanto tiempo sentado ante ella que
conocía sus facciones tanto como las mías. Pensé en ese lamento humano saliendo de
su boca y me dije que mi padre habría continuado la representación.
Todo esto sucedió en unos instantes. Mi voz aún seguía recitando los versos y
concentré mi mente en ellos. Las palabras, la luz, los picos rocosos entrevistos por las
aberturas de la máscara, el olor de ésta a madera rancia mezclada con pintura fresca,
las graderías de la ladera llenas de ojos… Mis sentidos lo captaron todo nítidamente,
con un intenso brillo, mientras cada instante que pasaba podía ser el último de mi
vida. Una especie de éxtasis como el que, según he oído, pueden experimentar los
combatientes en plena batalla, recorrió todo mi ser.
De pronto, los espectadores se mostraron inquietos. Se alzó entre ellos un
murmullo y, a continuación, una voz gritó:
—¡Cuidado! ¡La cuerda!
El nerviosismo había cundido en los asientos laterales, desde los cuales se podía
ver detrás del telón de fondo. Deseé que guardaran silencio. Ya que podía estar
muerto antes de terminar mi parlamento, lo menos que podían hacer los espectadores
era prestar atención y no interrumpirme con advertencias inútiles. Levanté la mano
con la palma hacia el frente. Apolo pedía silencio. Pronuncié la primera frase de
efecto que se me ocurrió: «¡El Destino es el señor de todos los dioses!», y continué
luego con el texto.
El silencio era absoluto, ahora. Cada una de mis palabras caía sobre una multitud
callada y jadeante. De nuevo, noté un temblor y una tensión en los correajes,
producidos por la cuerda que me sostenía. El tercer cabo se estaba partiendo.
Se rompió. El cuarto cabo debía ser el último, me dije. Ya estaba cediendo, y yo
me hundía con él. A continuación, mientras el público lanzaba un gemido de alivio (o
bien un gruñido de decepción), cobré conciencia de lo que estaba sucediendo. Micón
había sido advertido de lo que sucedía y estaba arriando el peso suavemente, para
depositarme en el escenario.
En un abrir y cerrar de ojos, de estar colgando de la cuerda mortal, pasé a sentir el
suelo firme bajo mis pies. Todo había terminado. El silencio se rompió entonces. Me
encontré allí, en mitad del escenario, sin nadie que pudiera desengancharme y con los
espectadores exigiéndome que siguiera recogiendo aplausos con una reverencia tras
otra. Me llevé una mano a la espalda, desenganché el anillo del arnés e improvisé un
mutis. Mi último verso hablaba de regresar volando al Olimpo, pero tuve el buen
juicio de no pronunciarlo. Con una audiencia tan agitada, tales palabras habrían
resultado hilarantes, sin duda.
Para entonces, parecía que hubiera estado colgado allí arriba durante días. Me
resultó muy extraño que, entre bambalinas, todo el mundo me detuviera para
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preguntarme cómo me encontraba.
—Después —respondía—. Ahora, dejadme cambiar de ropa.
Anaxis corrió a mi encuentro con la máscara juvenil de Patroclo echada hacia
atrás; su barba y sus cejas estaban erizadas y vi que se había puesto muy pálido. Me
acercó una copa de vino pero, tras darle un sorbo, la dejé a un lado; tenía miedo de
derramar el líquido.
—¿Puedes continuar? —me preguntó—. ¿Prefieres que te sustituya Antemio?
Logré poner una cara inexpresiva justo a tiempo de contestar:
—No, gracias. Y, por el amor de los dioses, sal de una vez a escena. ¡No hay
nadie en el escenario!
El ayuda de cámara me quitó el arnés y me ajustó la panoplia de Aquiles entre
risillas y comentarios. Micón llegó corriendo con la cuerda rota en las manos,
agitando los cabos en alto.
—Después —le indiqué.
Aquiles permanece un buen rato sentado en un rincón, meditabundo, antes de
dignarse hablar. Eso me proporcionaba un cierto descanso, pero, cuando el héroe
rompe finalmente su silencio, sus palabras tienen que resultar imponentes. Mi sangre
aún estaba agitada y me sentía dispuesto a cualquier cosa. Recuerdo haber pensado:
«Así es como se siente uno cuando hace una mala actuación». Sin embargo, cuando
llegué a los versos en que el héroe escoge la gloria a una vida larga, estalló una salva
de aplausos que obligó a detener la obra. Jamás lo hubiera imaginado. Creo que fue el
momento en que más cerca he estado de olvidar mi papel.
Por fin, la representación terminó. La ovación pareció prolongarse eternamente.
Incluso después de retirarme para cambiarme de ropas, habría podido salir de nuevo a
saludar; sin embargo, de repente, me sentí hueco como un odre de vino vacío, me
sentí enfermo y mortalmente cansado. Incluso los aplausos me parecieron vacíos; era
como si se los hubieran dedicado a algún malabarista que hubiera saltado entre un aro
de cuchillos. Pensé con desagrado en mi actuación, que, estaba seguro, había sido
exagerada y melodramática de principio a fin. Mientras el ayuda de cámara me
desnudaba, permanecí de pie con gesto embobado, tratando de ser correcto con la
gente que se había acercado a la skēnē. Micón apareció entonces de nuevo con la
cuerda, mostrándola a todos los presentes.
—¡Anoche la repasé personalmente, palmo a palmo! —exclamó, poniendo los
cabos rotos bajo las narices de dos de los patrocinadores, que habían acudido a
protestar—. Mirad aquí, qué trampa más astuta. Han separado los cabos y han
colocado dentro de la cuerda un hierro caliente. Si la hubieran limado, se habría
deshilachado y me habría dado cuenta de ello al extenderla. Esto se ha hecho durante
la noche. Debió de ser ese borracho holgazán, el ayudante del pintor. Me han dicho
que le vieron por aquí.
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—Sí, yo le vi hacia medianoche —confirmó Hagnón—. Sólo pensé que había
conseguido otro trabajo eventual. Bien, espero que le encuentren. Los jóvenes han
salido hacia los senderos de montaña; suponen que ese tipo debió de subir allí para
ver si su plan daba resultado.
—Tal vez —murmuré.
No conseguía sentirme preocupado. Cerca de mí estaba el féretro de Patroclo
muerto; quité de encima el muñeco que representaba al cadáver, contento de
encontrar un asiento.
—¿Dónde está esa jarra de vino? —preguntó Crántor.
Llenó una copa y me la ofreció. Yo hubiera bebido cualquier cosa, pero la rica
fragancia del vino de Samos me dijo que aquél debía de ser el mejor que podía
tomarse en Delfos. El líquido calentó mi cuerpo como si fuera sangre nueva. Antemio
soltó una risilla entre dientes.
—Es un regalo de un admirador. Lo han traído antes de que terminara el último
coro con un mensaje que sólo decía: «En honor del protagonista», pero estoy seguro
de que pronto sabrás de quién se trata.
Dejé la copa al instante.
—¡Estúpido! Alguien acaba de intentar que me rompiera el cuello y ahora me
ofreces un vino que te ha dado un desconocido.
Dudé de si tomar o no un emético. Me parecía preferible morir.
—No, no, Niko —dijo el viejo Crántor, dándome una palmadita en el hombro—.
Bebe tranquilo, muchacho, porque he visto al esclavo que lo ha traído. Iba acicalado
como un caballo de raza y se le veía nacido y crecido en una buena casa. Debe de ser
un regalo de un patrocinador. —Miró a los dos que habían acudido a las bambalinas,
pero ellos desviaron la mirada y carraspearon.
Crántor volvió a llenarme la copa. Aunque puro, el vino era tan suave que entraba
como la leche, pero mi estómago vacío —nunca puedo comer nada antes de una
representación— no tardó en notar la diferencia. Me sentí flotando en el aire sin
necesidad de grúas. Todo tenía un tono dorado, todo el mundo era bueno, amable y
hermoso. Me volví con la copa en la mano y vi sobre la mesa la máscara de Apolo,
guardada en su caja. El ayuda de cámara había peinado sus cabellos en una trenza y
había atado ésta en el estilo de Pericles, como yo le había enseñado. Bajo el efecto
euforizante del vino, me pareció a punto de pronunciar alguna profecía. Me coloqué
ante ella, oscilando a un lado y otro. No había sido yo quien había pronunciado los
versos; era la máscara, me dije, la que había hablado mientras yo colgaba como un
muñeco en manos de Apolo. Ladeé la copa y vertí una libación por el dios.
—Haces bien —dijo una voz nueva—. Ciertamente, el dios debe amarte.
Me volví. La gente que llenaba la skēnē se había apartado a ambos lados, como si
fueran extras en una gran entrada en escena.
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Ante mí estaba un hombre que parecía recién bajado de una de las peanas de la
Avenida de los Vencedores. Medía seis pies y un palmo de estatura y tenía el cabello
negro y rizado, con canas en las sienes pero el rostro todavía joven; un rostro de
serenísima belleza, austera hasta la melancolía, pero lleno de vida. Unas facciones
salidas, sin duda, de aquellos tiempos a los que se había referido Hagnón, cuando los
hombres se merecían sus dioses. El hombre tenía los ojos oscuros y fijos en mí.
Han sucedido tantas cosas desde entonces que no sé qué sentí en ese momento.
Sólo pensé que había aparecido, como si le hubiesen enviado, en el momento en que
derramaba mi ofrenda a Apolo.
Todo lo sucedido, añadido al vino, me hizo reaccionar con más lentitud de lo
normal. No supe qué responder y Anaxis se apresuró a intervenir, todo cortesía y
amabilidad. Los patrocinadores habían regresado y se dirigían hacia nosotros.
Comprobé que todos los presentes, y no sólo yo, consideraban importante al recién
llegado.
Mientras Anaxis hablaba, tuve tiempo de echar un vistazo al desconocido. Iba
vestido muy modestamente para la celebración, casi con la severidad de un filósofo:
una toga larga, sin túnica debajo y con el hombro izquierdo al aire. Una gran cicatriz
de guerra le recorría la mitad del brazo. La toga era sencilla, con una orla de apenas
dos dedos de anchura, pero la lana, excelentemente cardada, era de Mileto. Las
sandalias que calzaba eran de manufactura cartaginesa, con hebillas de oro. Ante mí
tenía la sencillez natural de un hombre que sólo conoce una tienda, la mejor de la
ciudad.
Hablaba el ático de la clase alta, aunque con un toque de dórico aquí y allá y,
mezclado con éste, otro acento que no tuve oportunidad de reconocer, pues su
respuesta a las palabras de Anaxis fue tan seca y formal que apagó todos los matices.
Después, con la misma expresión de severidad en el rostro, el desconocido me miró
de nuevo y tragó saliva. No sé de dónde saqué la perspicacia; supongo que fue la
verdad del vino, pero recuerdo que pensé al instante: «Vaya, es un hombre tímido,
aunque demasiado orgulloso para reconocerlo».
Hasta entonces le había contemplado con asombro y temor, pues parecía salido de
otro mundo; ahora, habiendo apreciado en él una flaqueza que confirmaba su
condición de mortal, empecé a sentir amor por él.
Me levanté del féretro y apoyé una mano en éste para mantener el equilibrio. No
me sentía incómodo por estar algo bebido pues, al fin y al cabo, el vino lo había
enviado él. Y ahora estaba allí por amistad, cuando nunca hasta entonces había puesto
el pie en las bambalinas de un teatro, como bien podía advertir hasta el más estúpido.
Debía de sentirse desconcertado, y yo era su anfitrión.
—Gracias —le dije—. Es el mejor vino que he bebido nunca, y justo cuando más
falta me hacía. Me has salvado la vida… después de Apolo, que ha estado a mi lado
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como dios benevolente que es. Mañana le ofreceré una cabra en sacrificio. Y le debo
una ofrenda funeraria a mi padre, Artemidoro. ¿Le viste alguna vez interpretando a
Casandra?
El desconocido inició una media sonrisa, más relajado, y murmuró:
—Sí, déjame pensar… —Quedaba muy claro que nunca pronunciaba una palabra
a la ligera—. ¡Sí! Fue en Las troyanas, ¿no es eso? ¿O fue en el Agamenón? Yo era
entonces muy joven y estaba visitando a unos amigos de la Academia, pero nunca he
visto una interpretación más conmovedora. Si recuerdo bien, el papel de Hécuba lo
hacia Croisos.
—¡Croisos! —exclamé—. Entonces, me viste a mí también. Yo era el pequeño
Astianacte.
Me miró fijamente y, tras una pausa, me preguntó:
—¿De modo que siempre has sido actor? ¿Toda la vida? —Parecía sorprendido,
pero era evidente que no quería mostrarse descortés. Le respondí que sí—. Así pues
—añadió entonces—, eran ciertas las palabras de Eurípides acerca de los muchos
rostros de los dioses. ¿Cómo eran los versos?
Yo recité:
Hizo una pausa y pasó la mirada por el grupo reunido en la skēnē, que se
apretujaba en torno a nosotros. La sonrisa se desvaneció y, con voz solemne, añadió:
—Tenemos que hablar más de todo esto. Ahora necesitarás descansar, pero
¿querrás cenar conmigo esta noche? Ven a la puesta de sol, o un poco antes.
—Será un placer —asentí, más contento que sorprendido, ya que normalmente se
nos ordenaba la asistencia—. Pero ¿por qué casa debo preguntar?
Oí a los dos patrocinadores lanzar un cloqueo entre dientes; Anaxis emitió un
jadeo y se puso a gesticular otra vez. Sin embargo, advertí que mi interlocutor no
daba muestras de disgusto. Nunca sienta mal que uno caiga bien por sí mismo, sea a
quien sea.
—Te enviaré a mi criado —respondió tranquilamente—. Tengo una casa
alquilada en el risco. Soy Dión, ciudadano de Siracusa.
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III
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habría dado las orejas por tener mi suerte y temía que echara a perder nuestra fortuna
con mi lengua descuidada, pero, a pesar de ello, no se mostró resentido. Cuando se
acercó la hora, yo habría cambiado con gusto nuestros papeles. Gillis de Tebas daba
una fiesta en su estancia y yo era el único que no asistiría.
Pronto llegó el esclavo y me condujo a la casa de Dión, situada al otro lado de la
ciudad, sobre el contrafuerte rocoso que domina el valle de Plistos. El sol se ocultaba
ya y Delfos lucía sus galas trágicas. Una luz encarnada como la sangre teñía las
pálidas laderas de las Fedríadas y llenaba los barrancos de cinabrio y púrpura.
Escuché unas llamadas a gritos procedentes de montaña arriba, como si las ménades
corrieran por sus senderos. Pero esto era cosa del pasado y quienes ahora andaban
entre las peñas debían de ser los jóvenes que aún rastreaban la presencia de Meidias.
La luna en cuarto creciente les proporcionaría luz suficiente para la búsqueda. A esas
horas, me dije, Meidias ya debía de estar en Tebas. Por mí, el pobre diablo podía
escapar. Si realmente se había ocultado en alguna parte para contemplar su triunfo,
pensé, ya había recibido su merecido con el fracaso de su plan.
La casa blanca y cuadrada se abría sobre el valle; su terraza se abrazaba al borde
del saliente rocoso y, más allá, quedaba el vacío y el cielo encendido. Caía el
crepúsculo y en la terraza ardía una antorcha con llamas erguidas en un candelabro de
pared bañado en oro. Vi varias macetas con flores colgantes, arbustos de aroma
dulzón entre las baldosas y una espaldera con enredaderas. En alguna parte, un
muchacho cantaba acompañado de una cítara. La música se detuvo y mi anfitrión
surgió de las sombras para acudir a mi encuentro, rozando la enredadera con la
cabeza.
—Bienvenido, Nicérato. —Allí, en su elemento y sin espectadores, Dión parecía
diez años más joven. La luz difusa del atardecer bañó su sonrisa cuando me tocó el
brazo para mostrarme el camino—. Me alegro de verte. Hemos salido aquí afuera
para ver las últimas luces del día, pero pasaremos adentro cuando empiece a hacer
frío.
En realidad, hacía una tarde muy agradable, pero recordé que mi anfitrión venía
de Sicilia.
La terraza estaba pavimentada con mármoles de colores. Los divanes bajos de
mimbre tenían cojines de lino blanco cuyos bordados evocaban Egipto. No había
ninguna señal de que se ofreciera una fiesta, de modo que había hecho bien en
rechazar la toga de Antemio. Sólo estaba presente otro invitado, un hombre de unos
sesenta años, barba gris, cejas abundantes y ojos hundidos. De constitución robusta
aunque nada obeso, el hombre estaba en buena forma para su edad, como un viejo
atleta de los tiempos en que los nobles competían por afición. En el brazo izquierdo
lucía unas pálidas cicatrices de guerra. Los hoplitas con escudos no suelen recibir
heridas en esa zona, de modo que debía tratarse de un jinete. Incluso al lado de Dión,
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su aspecto era muy distinguido. No era siciliano, pues llevaba escrito en él su origen
ateniense. Tampoco era un político: tenía un aire demasiado honrado y elegante
cuando mi anfitrión nos presentó. Sin embargo, dio la casualidad de que ambos nos
pusimos a hablar al mismo tiempo y no oí bien su nombre, que luego me dio apuro
preguntarle.
—Hemos visto juntos la obra —explicó Dión—. ¿Sabes que ninguno de los dos la
había visto representar? Aunque, naturalmente, la hemos leído…
Me miró de reojo con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas. Supongo que Los
mirmidones es la menos representada y la más leída de todas las grandes obras. En
ellas se encuentran amantes, como si fuera un santuario parecido a esa tumba tebana.
Por mucho tiempo que hubiera transcurrido desde entonces, aún seguía
envolviéndoles algo de ello.
—En efecto, los dos la hemos leído —confirmó el otro hombre. Comprendí que
era algo que todo el mundo conocía de ellos; siempre hay cierta atmósfera que se lo
indica a uno. No obstante, también me pareció captar que al desconocido le había
sorprendido encontrar tan cómodo y relajado a Dión. Como si quisiera ocultar esa
sorpresa, añadió—: Y, luego, la mente escucha una interpretación ideal, que la
realidad rara vez iguala. En cambio tú, al contrario, has enriquecido la obra para mí y
estoy en deuda contigo.
Nos acercamos a la balaustrada de la terraza. El crepúsculo estaba
desvaneciéndose pero Delfos aún parecía refulgir con la luz que había absorbido un
rato antes.
—Le estaba dando envidia a Dión —continuó el hombre— contándole que te vi
representar a Alceste el año pasado en el Pireo. La escena de la muerte fue excelente.
Su constancia, su soledad, esa voz que parecía alejarse con cada verso, como si la
mujer ya hubiera emprendido su viaje… Fue una interpretación memorable, muy
superior al pathos que imprime la mayoría de los actores.
Me sentí halagado por sus palabras, pero alguna razón me impulsó a contestar:
—¿Quién no se sentiría solo, muriendo por un empalagoso embaucador como
Admeto? Siempre me alegro de cambiar de personaje y llevar la máscara de Heracles
en la escena de la borrachera, aunque tenga que interpretarla sobre unas alzas de
cuatro dedos.
El invitado me ponía nervioso, aunque no creo que fuera su intención; hay
hombres acostumbrados a mantener las distancias. Con todo, ello no impidió que, en
un determinado momento, me dirigiera una mirada en la cual pude leer que, de haber
sido yo cinco años más joven, el asunto podría haber sido serio. Tampoco creo que
aquel hombre estuviera dispuesto a hacer tal cosa. Tenía el carácter con el que había
nacido, aunque nunca perdiera las riendas y el dominio de sí.
Advertí que mi respuesta le había desagradado. Dión, en cambio, sonrió. Muy
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rara vez se le veía reír abiertamente, pero ahora mostraba una cierta sonrisa, con la
cabeza ligeramente echada hacia atrás, que equivalía en él a una carcajada. Hay
hombres con los que resulta difícil sentirse cómodo, cuyos muros derrumba uno por
un golpe de suerte, y éste era mi caso. Y me llegaba, pensé, gracias a un hombre que
había intentado matarme. En alguna parte, un dios velaba.
Tras unos comentarios más sobre la obra, entramos a cenar. La comida era
excelente, pero cocinada con sencillez, y sólo constó de dos platos. En nada se
pareció a los proverbiales banquetes sicilianos. Entraron las flores, unas pequeñas
rosas amarillas, y el vino, que era el mismo que me había enviado al teatro. Dión me
había ofrecido lo mejor que tenía. Con él, siempre era todo o nada.
Del techo colgaba una espléndida lámpara de factura etrusca, un retazo de sol con
ninfas asomadas hacia afuera cuyos brazos en alto sostenían los cuencos de los
candiles. Objetos así no se encuentran en una casa alquilada a menos que los traiga
consigo el inquilino. En la estancia no había nada que no tuviera alguna utilidad, pero
todo lo que se veía tenía un aspecto regio. Me costó esfuerzo apartar la mirada de mi
anfitrión lo suficiente para que no me considerara un maleducado. Reclinado en el
diván con la guirnalda de flores y la copa en la mano, habría podido ser el modelo
para un pintor de vasijas que dibujara un festín de los dioses. El brazo y el hombro
desnudos eran como un bello bronce y ni uno solo de sus gestos resultaba
desmañado; llevaba metido en los huesos el aire digno que tanto ensayaban los
actores y su rostro había superado la prueba del movimiento. A menudo, la belleza se
vuelve insípida o vulgar cuando las palabras rompen la máscara; allí, en cambio, cada
cambio aportaba un nuevo matiz, como las variaciones de la luz.
Dión no tardó en despedir al esclavo, diciendo que nos serviríamos nosotros
mismos; instalamos la crátera en el centro y el cucharón sobre un paño limpio, y
acercamos luego los divanes.
—Cuéntanos, Nicérato —dijo entonces mi anfitrión—, cómo has salido tan bien
librado esta mañana. Disculpa si me estoy entrometiendo en algún secreto, pero soy
soldado entre otras cosas y jamás he visto tal frialdad ante la muerte. ¿Ha sido
producto de la inspiración, o acaso los actores os preparáis para tales cosas en los
ensayos?
Me hablaba como si se dirigiera a un invitado de honor. Hice una pausa antes de
responder.
—Pues no —dije a continuación—. Al fin y al cabo, el teatro es un recinto
sagrado. Está penado por las leyes pelearse en su interior, y mucho más derramar
sangre. No ensayamos tales cosas, aunque nos enorgullecemos de no interrumpir
nuestros parlamentos por nada; he conocido a un hombre que, después de caerse
desde el estrado de los dioses, se cambió de máscara y continuó actuando con el
brazo roto. Pero lo de hoy… Ya habéis visto la máscara de Apolo. A nadie le gustaría
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dejar en ridículo un rostro así.
Dión lanzó una rápida mirada a su amigo, como si le dijera: «Yo tenía razón», y
se volvió de nuevo hacia mí con su sonrisa grave e impaciente.
—No es raro, entonces, que me vinieran a la mente estas palabras: «¿Pensáis que
yo tengo menos adivinación que los cisnes? Pues ellos, cuando saben que han de
morir, habiendo cantado toda su vida cantan más fuerte que nunca, de alegría por
presentarse al dios al que sirven. Los hombres, que temen a la muerte, toman sus
voces por lamentos, olvidando que las aves no cantan cuando sufren hambre, frío o
dolor. Al contrario, siendo criaturas de Apolo, comparten su don de la profecía y
prevén los goces de otro mundo…». —Se interrumpió y dijo a su amigo—: No estoy
siguiendo el texto.
—Se parece bastante —respondió el hombre con una sonrisa.
—No. He olvidado la abubilla.
Yo le había escuchado con toda atención y apenas pude esperar a intervenir:
—¡Qué palabras tan maravillosas! ¿Quién las ha escrito? ¿De qué obra son?
Mis interlocutores se miraron. Mis palabras parecían haberles complacido.
—Aquí tienes al poeta —dijo Dión—. Son de Fedón, un diálogo de Platón.
El nombre me sorprendió. ¡Aquéllas eran las personas cuya historia había contado
a Anaxis! Después de tantos años —casi veinte, debía de hacer—, allí seguían
encontrándose todavía. Pero yo había creído que el tal Platón era una especie de
sofista.
—Las palabras son mías —estaba explicándome—. Las ideas eran de un hombre
mejor que yo.
—¡Ah, pero las palabras…! —Aún resonaban dentro de mi cabeza—. ¿Tienes
más como ésas, señor? ¿No has pensado nunca en escribir para el teatro?
Enarcó las cejas como si mi pequeño cumplido le hubiese sorprendido. Al cabo,
sin embargo, respondió medio sonriendo:
—Últimamente, no.
—¡Platón! —exclamó Dión—. ¿Qué es eso?
—Aunque te extrañe oírlo, ésa fue mi primera ambición de joven. Estaba lleno de
imágenes y fantasías; sólo tenían que llamar y les abría la puerta, sólo tenían que
pedirlo y yo las alimentaba y vestía… ¡Ah, sí! ¿De veras no te lo había contado,
Dión?
Advertí de nuevo su voz expresiva, como un aulos de tono bajo tocado por un
maestro, pero sin volumen. Con su caja torácica, eso podría haberse corregido en un
mes, siguiendo el entrenamiento adecuado. Forzándola, la haría más aguda; daba la
impresión de que el hombre había aprendido aquello y nada más.
—Te aseguro que es verdad —le oí insistir—. Una vez escribí una tragedia entera
y llegué con ella hasta el mismo teatro para presentarla a concurso en las Dionisias.
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Por lo que vi en éstas, tal vez hubiera sido bien valorada, no lo sé. Pero dio la
casualidad, como dicen los hombres que se contentan con la ignorancia, de que en los
pórticos encontré a Sócrates (el amigo, Nicérato, que me introdujo a la filosofía),
quien me pidió verla y me planteó varias preguntas, todas muy pertinentes. Entonces
vi que tenía ante mí un trabajo para toda la vida: encontrar las respuestas que tan
alegremente había escrito. En ellas había cualquier cosa menos la verdad.
—Bien, señor, incluso Eurípides fue un principiante, en algún momento —le dije
—. La verdad pura no puede aprenderse sólo en el estudio; la mitad de las veces
viene a ponerse delante y escuchar. Los actores no tardan en mostrarle a uno si un
verso flojea. A juzgar por lo que acabo de oír, creo que dejaste que tus amigos te
disuadieran demasiado pronto. El teatro pide a gritos nuevas tragedias de enjundia,
créeme; fíjate, si no, en todas esas reposiciones. ¿Por qué no sacarla y repasarla y
hacerla leer por alguien, esta vez del mundo del teatro? ¿Te importaría dejármela ver,
para decirte luego mi opinión?
—¿Por qué no? —se sumó Dión—. Así podré leerla yo también.
—La quemé tan pronto regresé a mi casa —explicó Platón. Al ver mi cara, sonrió
(podía ser realmente encantador cuando quería) y añadió—: Amigo mío, Apolo no
nos pide a todos la misma ofrenda.
Dión me llenó la copa, en cuyo fondo había pintado un Eros tocando la lira; un
trabajo bello y delicado, realzado en blanco, al estilo de Italia.
—Bien, Nicérato, si Platón no tiene ninguna obra que presentarte, es el momento
de que otro amigo te haga la mejor oferta que puede. Tenía intención de proponértela,
pero me he distraído con el placer de nuestra charla…
De pronto, se interrumpió. Todos nos incorporamos de un brinco. Fuera, nos
pareció que procedente del cielo, había sonado un grito que me dejó sin aliento. No
creo que haya oído en toda mi vida un sonido tan horrible. Como una piedra celeste
cae dejando una estela de luz, así cayó sobre nosotros desde una enorme altura aquel
grito de terror, que cesó de pronto como segado por un cuchillo. Dejé la copa, cuyo
contenido se me había derramado en la mano. Fue Dión quien, llamando a un
esclavo, le preguntó:
—¿Qué ha sido eso?
El hombre le lanzó una sonrisa, como un portador de buenas noticias seguro de
que será bien recibido.
—Bien, señor, debe de ser ese impío al que llevan persiguiendo desde la mañana,
el que ha intentado contaminar el recinto con la sangre de este actor. Antes de subir a
por él, los jóvenes decían que, si le capturaban, le arrojarían de la roca de Esopo.
El vino me supo frío en el estómago.
—¿La roca de Esopo? —repitió Dión.
—La llaman así, señor, en recuerdo de un viejo blasfemo que fue arrojado desde
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ella. Está encima de esos grandes farallones blancos, las Fedríadas. Tienen una caída
en picado.
—Gracias, puedes irte —dijo Dión. Se volvió hacia mí y murmuró—: Han hecho
justicia y te han vengado… ¿Qué es eso? Te has puesto pálido.
Él era un soldado, me dije. ¿Pensaría acaso que yo debería haber estado allí
arriba, echando una mano a aquellos jóvenes?
—Ya estaba vengado —respondí—. Ese hombre había sido actor.
Pensé en la larga cacería, con la presa sedienta y dando tumbos como un lobo
agotado. Y luego siendo arrastrada un largo trecho hasta el lugar, sabiendo en todo
momento lo que le esperaba.
Mis dos contertulios me estaban mirando. No parecían desdeñosos, pero yo estaba
allí como invitado.
—¿Él intentó quitarte la vida y tú se la hubieras perdonado? —inquirió Dión.
—Le habría perdonado eso. Al fin y al cabo, estoy aquí, vivo y gozando de una
buena cena. ¿Crees que soy un pusilánime?
Mi anfitrión abrió los ojos. Jamás he visto unos ojos tan oscuros en un rostro tan
alegre.
—Sin duda estás bromeando. ¿Pusilánime, después de lo que hemos visto hoy?
¡Por Zeus, no! Es la grandeza de espíritu lo que perdona al enemigo que ha mordido
el polvo. Mejor que la venganza es no compartir la maldad.
Se inclinó hacia adelante con el destello de un hombre enamorado en su mirada.
No me había engañado: el honor era su amante. Al menos, mi cabeza no se engañaba.
—Un mal proverbio antiguo dice —murmuró— que uno debe superar a sus
amigos en amor, y a sus enemigos en crueldad. No, he visto… —hizo una breve
pausa y se volvió a Platón—, he visto demasiado.
Bueno, pensé, Sicilia debía de ser así. ¿Cómo era posible que saliera de tal lugar
un hombre como aquél?
—Créeme, Nicérato, más aún que por tu valor, te honro por no alegrarte en la
venganza.
Emocionado y con un nudo en el estómago, me habría echado a llorar ante su
benevolencia, pero eso no habría sido muy honorable. Balbuceé algo respecto a que
tenía suficiente, en mi oficio, de venganzas de otros. Vi que Platón se agitaba al
oírme, pero finalmente permaneció en silencio.
—Sin duda —continuó Dión—, ansiar venganza es caer ante el enemigo y morder
el polvo a sus pies. ¿Podríamos permitirle hacernos algo peor? Tanto en el amor
como en el odio, nos desarrollamos según nuestros pensamientos. Cuando odiamos,
el odio se injerta en nuestros espíritus. Más provecho obtiene el hombre que solicita
una prostituta. La mente, descuidada; el espíritu, privado de su auténtico alimento,
condenado por último a un renacer bajo y ruin si, como estoy convencido, Pitágoras
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nos ha enseñado la verdad. ¿Quién, estando en sus cabales, concedería tal triunfo al
hombre que le ha agraviado?
Sus palabras me impresionaron. Yo jamás había meditado sobre aquella cuestión
y así lo dije, añadiendo en tono de disculpa:
—Estaba pensando en ese infeliz Meidias. Toda la vida quiso ser alguien, pero sin
tener que pagar un precio por ello, lo cual es la muerte para un artista. Y ahora esto.
Yo no se lo hubiera hecho ni a un perro. De todos modos, tienes razón acerca del
espíritu, por supuesto. Me acabas de mostrar las riquezas de la filosofía.
—Unas riquezas prestadas —respondió Dión con una sonrisa, cambiando una
mirada con Platón—. Es el sino del maestro escuchar sus propias palabras torpemente
articuladas en boca del discípulo.
—El discípulo que pone en práctica lo que ha aprendido es también un maestro
—afirmó Platón con aquella voz grave y ligera—. Una ciudad de tales discípulos
sería un ejemplo para el mundo. —Tras esto, como si hubiera faltado a la cortesía
hablando de un asunto privado, se volvió hacia mí diciéndome—: Estás limpio de
esta muerte, pues no la has deseado ni te has alegrado de ella, pero ten presente que
ese hombre la ha sufrido por su sacrilegio. Lo que han vengado sus ejecutores es el
honor del dios.
Tomé un trago de vino, que me entró muy bien, y me mantuve en silencio. Sin
embargo, por dentro estaba diciendo: «¿Es eso lo que piensas, sabio filósofo? Si, colgado de esa
cuerda, hubiera pedido auxilio chillando de miedo por la boca de Apolo y hubiera provocado con ello las risas y
el desprecio de todos, esos jóvenes habrían limitado la persecución a los alrededores del teatro, por pura
obligación, y luego se habrían marchado a casa. Pero mi reacción les ha complacido y por eso se han molestado
por mí: ésta es mi corona de triunfo. Un truco muy hábil, y tú no sabes verlo». Mis dos interlocutores
estaban discutiendo citas de Pitágoras. Contemplé sus finas facciones llenas de
inteligencia y pensé: «Yo sólo soy un actor; lo mejor de mí desaparecerá como el humo cuando muera el
último anciano que me haya escuchado. En cambio, estos dos son grandes hombres cuya fama, muy posiblemente,
vivirá para siempre. Y, sin embargo, pese a toda su sabiduría, no conocen las reacciones de una multitud».
—Tienes la copa vacía —dijo Dión, hundiendo el cucharón en la crátera—. No
podemos permitir que te entristezcas. ¿Acaso Aquiles lloró por Héctor? Y aquí sólo
ha muerto un Tersites. Lo cual me lleva de nuevo a lo que quería decirte, Nicérato.
¿Te gustaría volver a interpretar a Aquiles en otra tragedia, en las próximas Leneas?
De modo que era eso, pensé. Por un instante, evoqué a Anaxis con el barbero.
Pero ,¿en Atenas?
—Me complace que hayas pensado en mí, pero todavía no consto en la lista de
actores protagonistas y, además, a éstos les escogen los patrocinadores.
Se me había olvidado que mi anfitrión era extranjero. Tan cerca y tan lejos.
—Vuelve a solicitar la inscripción —insistió Dión con una sonrisa—. Creo que
algún amigo mío podrá ocuparse de eso. En cuanto a la elección, aunque no
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entráramos en la primera ronda aún podríamos tener la suerte de escogerte, ya que tu
nombre sería nuevo en la lista.
Advertí que Dión sabía de qué hablaba. Los vencedores de otros años son los
primeros en ser escogidos; de hecho, la elección se realiza para que todos los
patrocinadores estén en igualdad de condiciones para contratarlos. Lo que Dión
estaba diciéndome era que, incluso si entraba en la primera ronda de elección, su
corego seguiría escogiéndome a mí. La puerta a la que había llamado durante años
empezaba a abrirse al contacto de su dedo. Le di las gracias lo mejor que supe pero,
aun así, llevaba demasiados años en el teatro para no preguntar:
—¿De qué obra se trata?
Adiviné la respuesta antes de que contestara. Le vi tragar saliva.
—Se titula El rescate de Héctor; el autor es mi pariente Dionisio el arconte de
Siracusa. —Dión habría preferido no mirarme, de modo que lo hizo con la actitud de
un soldado—. Como sabrás, la obra se ha presentado ya a los concursos atenienses y
ha obtenido varios premios menores, pero, como todo poeta, Dionisio aspira a
conseguir el primero. —Llamó a un esclavo con unas palmadas y le ordenó—:
Magón, tráeme el libro de mi mesilla de noche.
Mientras esperábamos, seguimos charlando no recuerdo de qué. Yo pensé que
Dión lo había hecho muy bien; aquel hombre sabía pedir las cosas como un auténtico
caballero. Siendo el autor su pariente y soberano, no tenía por qué pedirme excusas.
Y nadie podría decir que me ofrecía a cambio un pago mezquino.
Cuando llegó el libro, me preguntó:
—¿Quieres que llame a mi secretario para que te la lea? Es un tarentino que lee
excelentemente.
—Gracias, pero prefiero hacerlo yo mismo. La antorcha de la terraza aún está
encendida. ¿Me permites instalarme fuera?
Dión sólo me deseó, cortésmente, que no cogiera frío. Salí al fresco jardín,
húmedo de rocío y lleno de los sonidos nocturnos de la montaña: el rumor de las
hojas de los árboles, el trino de un pájaro como una campanilla, los cencerros de las
cabras tintineando entre los despeñaderos. Ríos de luz de luna bañaban las Fedríadas
con la pureza del cristal. La espuma oscura de los olivos fluía hasta el mar. Las
sombras de las parras cruzaban las vetas del pavimento de mármol. La luz de la
antorcha era ya mortecina, pero apenas la necesitaba.
Me instalé en un diván con el rollo de manuscrito cerrado en la mano. Creí ver un
rostro expectante entre las sombras moteadas de la adelfa. Desaté la cinta del
pergamino y me detuve otra vez.
—Loxias —murmuré—, si esta obra contiene algo bueno, proviene de ti. Por
tanto, actuaré en ella y que la gente diga lo que quiera. Pero si se trata de un bodrio
pretencioso, no es cosa tuya y, por tanto, no la interpretaré. No lo haré, aunque tenga
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que esperar hasta los cuarenta para encontrar otra ocasión como ésta y aunque pierda
por ello, además, la amistad de un hombre que le hace a uno tener fe en la
humanidad. Te lo prometo, Apolo Loxias. Un hombre no tiene gran cosa que ofrecer
a un dios en agradecimiento por haberle salvado la vida; esto es lo máximo que puedo
hacer.
Desenrollé el pergamino y empecé a leer.
Una escena para Aquiles, sacada de Homero con un toque de Sófocles. Ya que
uno toma prestadas palabras ajenas, al menos que sean las mejores. Era posible hacer
algo con todo aquello; por lo menos, no había en ello sensiblería o trivialidad.
Continué leyendo; la trama no estaba mal concebida y tenía toques de originalidad,
hasta donde resultaba posible en un tema como aquél. Después de una escena con
Fénix y Automedonte, un coro mientras los actores se cambian de máscara; luego
entra Hermes, precediendo a Príamo. No era un mal parlamento para un tercer actor.
Ahora aparece Príamo; una carroza entra por el parodos, lo cual siempre va bien. La
carroza se detiene en el centro y Príamo habla.
Hasta allí había estado leyendo por encima para hacerme una idea de la obra,
pero, de repente, el texto absorbió mi atención y empecé a leer en voz alta. El viejo
Príamo habla de su hijo muerto, cuyo cuerpo ha venido a rescatar del vencedor:
primero, como el rey y héroe que nunca será; después, como el niño que fue. El padre
recuerda sus rasguños y contusiones cuando era un chiquillo atrevido, y los azotes
que le daba. Era una transición maravillosa; incluso yo, acostumbrado a leer con
mente crítica, estuve al borde de las lágrimas. Había un parlamento de Agamenón:
desconocimiento, ironía, intercambio de agudezas. Lo habitual. La obra era sólo
estimable, salvo el personaje de Príamo. Entonces cobraba vida y no había nada que
criticarle. La escena con Aquiles habría hecho fundirse el bronce.
Me sorprendió, pues había oído en todas partes que Dionisio tenía en muy poca
estima a su hijo y heredero. En cualquier caso, allí estaba: un papel que uno no podía
dejar escapar.
Volví al comedor. Mis contertulios interrumpieron su charla; la fría mirada de
Platón me indicó, por si no me había dado cuenta, que acababa de hacer una pausa en
el umbral de la puerta para realizar una gran entrada.
—La obra me gusta. Creo que tendría éxito. Si he entendido bien, antes me has
ofrecido el papel protagonista…
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—En efecto —asintió Dión—. ¿Cómo no?
—El protagonista es Príamo. Aquiles sólo le da la réplica.
—Puedes escoger el personaje que quieras, naturalmente. —Dión pareció
sorprendido.
Debería haber tenido en cuenta, me dije, que el Aquiles que llevaba dentro le
impediría ver lo demás. Pero Platón, de quien me había olvidado, intervino entonces:
—Nicérato tiene razón, Dión. Ese Príamo tiene cierta originalidad, mientras que
el Aquiles está sacado de otras obras. No te lo he dicho antes porque no estaba seguro
de ser justo.
En ese momento tuve la certeza, como si lo hubiera visto con mis propios ojos, de
que la historia sobre el mercado de esclavos de Egina era verídica. Aristófanes,
pensé, podría haber hecho algo bueno con aquello. Mientras hablábamos de la obra,
jugué con ese pensamiento, pero una idea lleva a otra. Aquél era un hombre orgulloso
como había visto pocos. Cuánto debía de haber amado a Dión, para seguir
queriéndole todavía. La reflexión acalló mi risa.
Al cabo, Dión dijo:
—Bien, querrás un buen segundo actor. Había pensado en Hermipos, de quien
nunca he visto una mala actuación.
Debí haber previsto aquello. Recordé a Anaxis revoloteando a mi alrededor con
su capa de lujo y con su barbero, preocupándose por todo, y sólo porque confiaba en
que no aprovecharía la oportunidad pensando únicamente en mí, algo que en absoluto
podía darse por sentado en el teatro. Bien, me dije, tal vez no sea gran cosa en esta
compañía, pero seré honrado con mi gremio.
—Conozco a Hermipos. Un gran artista. Pero mi compañero escénico es Anaxis,
al que habéis podido ver hoy. —Nuestro contrato era sólo para la gira pero, con los
legos en la materia, es preciso simplificar. Dión pareció entre sorprendido e
incomodado. Supongo que la mayoría de la gente piensa que los hombres de teatro
viven a salto de mata, pillando lo que encuentran—. Perdóname —añadí—, pero los
servidores del dios también tenemos nuestro honor.
—No digas más —replicó Dión al instante—, tu compañero es bienvenido.
Esta vez, fue Platón quien pareció más desconcertado.
Pero Dión había empezado a hablar de diversas obras y no tardé en observar que
era un hombre que podía enseñarme algo. Por lo general, no existe nada más tedioso
que un aficionado ignorante de la técnica y lleno de teorías, y él era bastante
ignorante. Pero, cuando hablaba de algo, sabía lo que se hacía. La mayor parte de las
tragedias tratan de los reinados y de las decisiones que obligan a tomar a los hombres,
y sus comentarios de esa velada me han sido de utilidad el resto de mi vida. Al fin y
al cabo, el teatro sólo puede enseñarle a uno el cómo; las vidas reales de los hombres
deben enseñarle el porqué.
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Dión conocía la guerra y el mando, lo que inspiraba a los soldados confianza en
su jefe: uno debe ser fuerte antes de arriesgarse a ser clemente. Su poeta favorito,
afirmó, era Sófocles, que escribía sobre la responsabilidad y la opción moral;
Antígona y Neoptólemo sopesando su propia decencia y honor, que conocían de
primera mano, frente a las causas que debían aceptar con los ojos cerrados.
—Una ciudad no es sólo una suma de ciudadanos —afirmó—. Si cada uno de
ellos ha renunciado a su virtud personal, ¿cómo podrán levantar un bien común?
—¿Y Eurípides? —intervine—. Todavía no hemos dicho nada de él.
—Sólo me gusta de él Las troyanas —se apresuró a responder—, porque enseña a
tener piedad del vencido, aunque nadie la demuestre en la obra. En cuanto a las
demás, sus hombres y mujeres son meros juguetes de unos dioses que se comportan
peor que los bárbaros humanos. ¿Qué puede uno aprender de ellos?
Su acaloramiento me confundió.
—Supongo que muestran cómo son las cosas y que los hombres tienen que
soportarlas. Eurípides vivió tiempos difíciles, según tengo oído. Hécubas a diez el
dracma.
—Murió antes de que llegara lo peor —comentó Platón. El corazón me dio un
vuelco, como siempre que uno conoce a alguien que vivió esa época; para mí, no eran
más que cuentos de la niñez—. Da la casualidad —continuó diciendo— que sé lo que
quería enseñar, aunque Eurípides murió cuando yo aún era un muchacho. Me lo contó
Sócrates, a quien solía enseñar sus escritos antes de presentarlos en el teatro, pues el
motivo que impulsaba a ambos era el mismo. Sócrates le decía que nunca lo
alcanzaría con los medios que utilizaba, pero Eurípides solía replicarle que él era un
artista, no un filósofo. Eso que tenían en común era un profundo desagrado al ver a
los dioses envilecidos por burdas historias de campesinos que les hacían peores que el
más ruin de los hombres. Sócrates lo consideraba una blasfemia y por eso le mataron
esos estúpidos, pero no pudieron acabar con su verdad, porque Sócrates no destruía
sin ofrecer a cambio algo mejor. No así Eurípides, creador de fantasmas como todos
los poetas. La verdad es una, las fantasías son muchas y la diversidad hace una obra.
Él opinaba que bastaría con mostrar a esos dioses del campo y del ágora como les
hacían las leyendas (caprichosos, lascivos, mintiendo descaradamente por venganza,
irrespetuosos con el honor) y dejar que los espectadores sacaran sus consecuencias.
Su remedio para las goteras de un tejado era derribar toda la casa. Sócrates enseñaba
que, siendo inconcebible que los dioses sean malos, tienen que ser buenos. Eurípides,
en cambio, despedía al público (y sigue haciéndolo) con este mensaje: «Si los dioses
son así, no son dioses».
Medité sobre sus palabras y entendí a qué se refería.
—Es cierto —respondí— que si dejamos a un lado Las bacantes, que es una gran
obra en sí misma, Eurípides no tiene tanto éxito entre los dioses como entre los
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humanos. Tú, señor, sabrás mejor que yo si lo hacía a propósito o no podía evitarlo.
Pero me concederás, espero, su habilidad en lo segundo. Fue el primero en mostrar a
los hombres y mujeres como son realmente.
—Di mejor que fue el primero en decir que podían estar satisfechos con lo que
eran y que no necesitaban intentar ser un ápice mejores. «Me doy cuenta —dice
Medea— de la iniquidad que voy a cometer, pero la pasión es más fuerte que un buen
consejo». «Soy impotente», declara Fedra antes de inducir con engaños a un rey justo
a dar muerte a su hijo inocente. Los hombres rara vez son impotentes ante sus propios
impulsos malvados, y tienen conciencia de ello en el fondo de su alma. Pero los
hombres comunes aman los halagos tanto como los tiranos, si hay quien se los venda.
Muchos se sienten agradecidos cuando alguien les dice que la lucha por el bien es una
ilusión, que nadie debe avergonzarse de arrojar el escudo y huir de la batalla, que el
hombre de verdad es el cobarde y la heroicidad es una fábula. Pero ¿mejorará eso la
ciudad, o la humanidad?
No siendo un sofista adiestrado en responder preguntas sin vacilar, sólo pude
decir:
—Pero es un teatro tan maravilloso…
Platón enarcó las cejas y hundió la mirada en el fondo de su copa. Veinte mil
espectadores sentados con las manos bajo los muslos no hubieran producido un
silencio más elocuente. Me sonrojé hasta la punta de los cabellos.
Dión se inclinó hacia adelante y me puso la mano en el hombro.
—Platón, no consentiré que sermonees a Nicérato. ¿Acaso no le hemos visto
arriesgar la vida esta mañana, antes que permitir que se oyeran palabras indignas en
boca de un dios? Este actor ha sido un modelo para todos nosotros.
Platón respondió al instante con un comentario elegante, cambiando de actitud.
Creo que incluso lo hacía de verdad. Aunque el filósofo no estaba en absoluto
borracho, supongo que se había dejado llevar por la fogosidad de sus propios
pensamientos. Por ello, aunque ya era hora de irme, me quedé un rato más para
demostrar que no me sentía ofendido.
Cuando me despedí, Dión me llenó la copa para beber por la Buena Diosa;
después, cuando la hube apurado, la secó y me la puso en la mano.
—Guárdala, por favor —me dijo—, como recuerdo de esta velada y en
agradecimiento por una representación que tardaré en olvidar. Me hubiera gustado
tener tiempo de hacer pintar una con un Apolo o un Aquiles, especial para ti.
Salí de la casa cuando la luna ya se ponía. Sombras insondables llenaban las
gargantas. En el cuenco de la copa, Eros coronado de flores blancas tocaba la lira.
Detrás de mí, en la casa, escuché la voz de Dión comentando a su amigo alguna cosa
que no podía mencionarse en presencia de extraños. En cuanto a mí, supe que había
conocido a un hombre por el que habría dado con gusto la vida.
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IV
L a conferencia de paz de Delfos fue una obra que no alcanzó el éxito ni ganó
premios. Dión culpó de ello a los delegados, por no haber rezado ni hecho
sacrificios antes de empezar. Cualquiera pensaría que, estando en Delfos, podrían
haber consultado el oráculo, por lo menos, pero supongo que todos ellos tenían miedo
a descubrirse entre los perdedores.
—Algunos de nuestros invitados que ocuparon asientos de honor en el teatro —
comentó Dión cuando me mandó llamar para confirmar nuestro contrato—, deberían
haber aprendido de lo que vieron. Si hombres con asuntos más importantes entre
manos hubieran mostrado la mitad de tu piedad, habrían conseguido más resultados.
—Me di cuenta de que hablaba en serio, de modo que no le repliqué si un tratado
apresurado, que sólo resistiría hasta que cada uno volviera a su patria y se lo volviera
a pensar, era un asunto más importante que la obra de Esquilo, que llevaba con
nosotros cien años y parecía llevar camino de otros cien.
Anaxis estaba en las nubes y apenas había dejado de hablar desde que recibiera la
noticia. Naturalmente, no le dije que era a Hermipos a quien había querido Dión. Hay
actores que nunca desaprovechan tales oportunidades, pero no han vivido con mi
padre. Además, estas cosas se pagan más tarde y la factura siempre llega en el peor
momento. Anaxis estaba encantado de que yo hubiera escogido a Príamo; Aquiles era
justo el papel en que mejor se veía a sí mismo. Era como un gato ante un tazón de
crema.
—No podía suceder en un año mejor —me comentó—. Nunca ha existido en
Atenas menos animadversión contra Dionisio que en estos días. Si recuerdas, cuando
nos prestó tropas en la guerra de Tebas, obtuvo a cambio la libertad de la ciudad. Con
un poco de suerte, los jueces votarán la obra y no contra el autor. ¿Has pensado,
Niko, que si gana es seguro que querrá representarla en Siracusa con el reparto
original?
—¡Escupe! —respondí—. Trae mala suerte poner precio al ternero no nacido.
Al oírme, ejecutó todos los ritos de aversión que se le ocurrieron. Tuve miedo de
que le entrase tal fiebre que se olvidara de actuar. Sabía qué le rondaba la cabeza,
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pobre Anaxis. Soñaba con recuperar las tierras de su padre y establecerse como
gentilhombre.
Yo también me alegraría de ganar un poco de dinero. Tenía ahorrado el suficiente
para comer en una mala racha, si ésta no se prolongaba demasiado, pero no disponía
del que uno precisa para rechazar trabajos hasta encontrar un papel interesante. No
obstante, lo que más vueltas me daba en la cabeza era la expectativa de darme a
conocer en Atenas. Eso, y una cosa más: la esperanza de Anaxis de que si la obra
ganaba sería representada en Siracusa, era para mí una certeza. Dión me lo había
confirmado. Y esto significaría mi reencuentro con él.
Si me preguntáis qué clase de amor era éste, os diré que también yo me lo
preguntaba. Desde el primer momento, había sabido que Dión era inalcanzable como
un dios. A mi edad, era demasiado mayor para profesar el amor de un muchacho que
venera a un hombre; y tampoco como un muchacho deseaba competir. Yo llevaba mi
vocación en la sangre. Pero una necesidad en mi alma había reconocido en Dión lo
que estaba anhelando.
La última noche que pasaba en Delfos, salí a pasear a solas, tratando de razonar
conmigo mismo. Era tarde y las calles estaban vacías. Las estatuas votivas me
miraban: los bronces, mostrando el blanco de sus ojos de ágata; los mármoles,
pintados con una mirada serena y azul. «¿Qué quieres, Niko? —parecían preguntar—. ¿Lo sabes?».
Me encontré camino del teatro, ascendiendo la ladera junto a sus piedras. La grúa,
aquel artilugio de los dioses, asomaba como un dedo contra el cielo bañado por una
pálida luz de luna. Continué subiendo hasta llegar ante la carroza trofeo de un
vencedor, una cuadriga con sus caballos y un joven alto que sujetaba las riendas. La
figura del joven no evocaba el movimiento, todo músculos en tensión y vestiduras al
viento, como haría un escultor moderno, sino que parecía esperar con calma, envuelta
en su larga toga, el momento de la salida. «Aquí estamos yo y mis caballos,
entrenados y dispuestos —parecía decir—. Nos hemos preparado todo cuanto hemos
podido, pero somos mortales. Ahora, de los dioses depende todo».
Contemplando la figura, pensé: «¿Exististe de verdad, joven héroe, o eres sólo el sueño de un
escultor?». Pero la pregunta también puede hacerse a la inversa. El artista concibe el
atleta perfecto, el joven lo crea. Tú has sido real; esas manos y esos pies de grandes
huesos lo atestiguan. Tú has hecho real el sueño de otro. ¿De quién? ¿De Homero?
¿De Píndaro? Platón llamó a los poetas creadores de fantasmas, es cierto, pero a
veces éstos se encarnan y vuelven para decir: «Hola, padre». Pues bien, aquí está uno
cuyo padre no tiene de qué sonrojarse. Esto le hace a uno pensar.
Pensé en Dión. Él había atrapado un sueño de Platón y había decidido serlo. Una
orgullosa creación. Pero también yo había soñado, y muchos más. ¿Cómo no?
Cuando los manantiales se vuelven salobres, todo el mundo piensa en el agua clara.
Observad lo que ha visto Atenas, y la mayor parte de la Hélade, en los tiempos de
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nuestros padres y en los nuestros. Primero, la guerra; luego, la debilidad, la tiranía, y
la revolución; luego, la liberación de la tiranía y, por fin, el principio de la buena
vida. Pero los fuegos de los hombres ardían con llama baja; combatir la vileza con
armas viles había encogido su espíritu; para poder llevar una buena vida, uno debe
recordar cómo es ésta. Antes de empezar a disfrutarla, siempre hay una guerra o una
elección más que ganar; mientras, los que aún creen en la bondad siguen discutiendo
sobre ella. Por eso soñamos. ¿Con qué? Con un hombre enviado por los dioses,
primero para hacernos creer en algo, aunque sólo sea en él, y luego para dirigirnos.
Eso es. Hemos soñado con un rey.
Recordé el placer que había experimentado mientras, entre trago y trago de vino,
Dión hablaba del trono y sus decisiones, de la justicia, de la piedad y del mando. Yo
había pensado que se debía a que estaba aprendiendo cómo debían ser representados
los reyes y los héroes, pero no era así. Al interpretar a reyes y héroes, no había hecho
sino una imitación simbólica de lo que deseaba que ocurriese, igual que los marineros
silban para invocar el viento; había sido un conjuro. Y mi invocación se había
encarnado.
Ahora que conocía mi propio corazón, me sentía en paz. Amarle por el mero
hecho de existir cobraba sentido; no era preciso que hiciera nada por mí, salvo ser
real. Más allá de esto, sólo pedía a los dioses poder cambiar una palabra con él de vez
en cuando, para constatar que seguía vivo y presente en la tierra. A cambio, yo haría
por él, si podía, todo lo que quisiera, como ganar un premio para la obra de su
pariente.
Volví a casa después de alzar la mano en señal de saludo al muchacho de la
cuadriga. Él había puesto su empeño para ello y lo mismo debía hacer yo.
Al día siguiente, dejamos Delfos para continuar la gira. Ninguno de nuestros
patrocinadores nos invitó ni siquiera a una copa. El teatro no les interesaba un
pimiento y, por complacer a los delegados, no habrían dudado en cambiarnos por
unas tañedoras de flauta. De hecho, según me contó Gillis de Tebas, también se las
proporcionaron. En cualquier caso, nos pagaron todo lo acordado, cosa que no
siempre sucede; así pues, por nosotros podían guardarse su vino.
Fue un acierto haberle dicho a Anaxis que su trabajo había gustado a Dión, pues
éste nunca le invitó a la casa. Por supuesto, Dión debería haberlo hecho si quería
obtener de mi socio lo mejor que llevaba dentro, y tuve que disculparle con alguna
que otra mentira. Anaxis había tenido la mala suerte de estar sobrio en la skēnē,
mientras yo estaba bebido; se había tomado demasiadas molestias y Dión las había
interpretado como una muestra de servilismo. Había personas ante las cuales Anaxis
quedaba impotente pero, en lugar de aceptarlo, se refugiaba en su rango como en una
alta acrópolis, fuera de su alcance. Así era Anaxis.
De vuelta a casa tras la gira, inscribimos de nuevo nuestros nombres en la lista de
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protagonistas de Atenas. No tardé en saber que el mío había sido escogido. De
Anaxis no se decía nada, pero había conseguido buenos papeles y, si la obra ganaba,
tendría más posibilidades al año siguiente.
Entre Delfos, Corinto, Tebas y Megalópolis, habíamos hecho un buen dinero que
me permitiría vivir bastante bien hasta el invierno, cuando se iniciaran los ensayos
para las Leneas. Recorrí la ciudad convidando a viejos amigos que antes me habían
invitado, comprando obras para mi biblioteca, haciendo ejercicio en el gimnasio,
etcétera. Con mucha frecuencia, me llegaba hasta uno de los jardines de la Academia,
aunque distaba un buen trecho de mi alojamiento, por si Dión, en lugar de volver a su
ciudad por barco inmediatamente, hubiera decidido quedarse una temporada con
Platón. Aunque no apareció una sola vez, no perdí del todo las esperanzas de
encontrarle, pues sabía que no era hombre a quien gustara dejarse ver en las calles.
La escuela de Platón no estaba lejos del gimnasio, tras una arboleda de plátanos.
Podía verse a sus jóvenes, recién bañados, aceitados y vestidos, dirigiéndose hacia
ella después del ejercicio, charlando y riendo pero sin alborotar. A veces, un par de
ellos se detenía junto a la estatua de Eros, entre los árboles, y le hacía una ofrenda de
flores recogidas por el camino, tocándole las manos en un gesto que me resultaba
encantador. En un par de ocasiones, al escuchar risas, me acerqué para enterarme del
chiste, pero nunca logré sacar nada en claro.
La mayoría de los jóvenes vestía muy bien, algunos con lujo incluso, aunque sin
ostentación. Los de ropajes más modestos llevaban éstos con gracia, de modo que no
se sabía si vestían así por pobreza o por propia voluntad.
Entre los segundos había un muchacho al que vi a menudo en el jardín, aunque no
en el gimnasio. Sus facciones siempre me dejaban prendado; tenía el mentón suave
de un adolescente, pero su perfil era despejado y delicado, demasiado serio para su
edad. Un día que topé con él en el camino, aproveché la ocasión para preguntarle si
Dión se encontraba en la casa.
—Ahora no. —El muchacho tenía una voz grave y agradable, sin la aspereza
propia de sus años—. Hace un par de meses, le habrías encontrado. Estuvo en Delfos
con Platón. ¿Has venido a verle?
Hice caso omiso de esto último y, para disimular, le hice algunas preguntas sobre
la escuela. Hasta entonces, el muchacho había parecido tímido, pero esto le desató la
lengua.
—No es ninguna escuela, en el sentido a que te refieres. Nos reunimos para
trabajar, pensar, discutir y experimentar. Los jóvenes aprenden de los mayores, y
todos aprendemos de Platón. Pero cualquiera puede disentir, si fundamenta sus
criticas. ¡Únete a nosotros! Te cambiará la vida, como me ha sucedido a mí.
Era evidente que me tomaba por un hombre ocioso. Mientras uno no es famoso,
puede ponerse la máscara e ir por todas partes, libre como el aire; nadie reconoce su
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rostro. Incluso hoy, a veces echo eso de menos.
—Supongo que no podría pagar la cuota —respondí—. ¿Cuánto cuesta un año?
—Si el muchacho no era demasiado rico y de alta cuna, esperaba volver a verle.
—Nada en absoluto. Yo no he pagado un solo dracma. Como dice Platón,
Sócrates nunca cobraba; decía que le gustaba escoger con quien conversaba.
Eché una mirada a las columnatas pintadas, a las flores y a los cuidados jardines.
—Pero ¿no se pasa el día entero en las calles y en el ágora? No se puede levantar
algo así de la nada…
—Es cierto. Platón no es rico, aunque tiene más posesiones de las que tuvo
Sócrates, pero la escuela acepta donaciones. Sólo de miembros de la Academia, pues
no quiere tener deudas de gratitud con nadie más. Dión nos ha regalado la nueva
biblioteca. Pero aquí nadie es aceptado por lo que posee…, salvo aquí. —Se tocó la
frente con el dedo. Tenía los ojos grises con un círculo interior oscuro como el humo
—. Gracias por el placer de tu conversación; tengo que irme o no conseguiré un buen
lugar para el discurso de Platón. Es una gran ocasión. Sólo pronuncia uno de esta
importancia cada varios años.
—Bueno, tal vez volvamos a vernos allí. ¿De que trata el discurso?
—Sobre la Naturaleza del Uno —respondió el muchacho, como si mi pregunta le
sorprendiera.
Cuando se hubo ido, continué paseando bajo la sombra de los plátanos. Todos los
jóvenes de la escuela habían entrado en la palestra, de la que surgía un sonido
distinto, más ruidoso pero más hueco. Los jardines y paseos estaban vacíos. Me
acerqué más. Una fuente con un delfín murmuraba suavemente; los edificios, aunque
bastante nuevos, parecían tan aposentados y cómodos como un viejo olivo. Por una
puerta abierta, vi las espaldas de los hombres que llenaban el recinto. Pensé que uno
más pasaría inadvertido y que, si Platón no cobraba entrada, no podría decir que le
estafaba. Tal vez aprendiera, me dije, lo que había convertido a Dión en el hombre
que era.
Al aproximarme, escuché una voz que reconocí. ¡Gran Dios, pensé, estos
aficionados! ¿Por qué lo pronuncia todo en el cielo de la boca? Una hermosa voz,
medio echada a perder. Tiene una buena caja torácica con la que podría llenar un
teatro; incluso a su edad, si le tomara por su mano un buen profesional… Nadie
advirtió mi presencia en la entrada; desde allí podía oír perfectamente, pues los
presentes no habrían guardado más silencio en el parlamento de Teodoro en la
Antígona. En fin, presté atención durante un buen rato, el que tarda el coro en cantar
una obertura; y, por lo que entendí de sus palabras, habría podido perfectamente estar
hablando en escita.
Salí discretamente y me alejé, deteniéndome a echar una última mirada al
edificio. Sobre el pórtico había unas palabras grabadas y rellenas con oro. Pero
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cuando alcé la vista para leerlas, lo único que decían era «NO ENTRAR SIN
MATEMÁTICAS».
Zapatero a tus zapatos, pensé. Una mañana perdida, excepto por aquellos ojos
grises. Volví a casa a hacer mis ejercicios y a repasar El rescate de Héctor; en
adelante, salí a tomar el aire más cerca de mi casa. Habría sido distinto si el
muchacho hubiera aparecido alguna vez por un gimnasio, pero era evidente que sólo
estaba interesado en la mente y en la Naturaleza del Uno. Aquello sólo podía terminar
en desgracia.
Algunas semanas más tarde, un espléndido día de otoño, varios amigos y yo
salimos a dar un paseo y nos encontramos de pronto en los jardines de la Academia.
Mientras los cruzábamos, uno de mis amigos me dio un codazo, diciendo:
—¡Ah, Niko, qué pícaro eres! Decías que te daba igual ir a cualquier parte, pero
nos has traído aquí. ¿Dónde encuentras efebos tan hermosos? Y no finjas que no le
ves mirarte. Tendrías merecido que no te dejáramos solo.
Me libré de mis acompañantes antes de que el muchacho advirtiera de qué se
estaban riendo y avancé a su encuentro. Él me saludó y dijo al instante:
—Ya sé quién eres. Lo recordé en cuanto te fuiste la otra vez. Eres Nicérato, el
actor trágico.
Asentí, complacido como cualquiera de que recordara mi rostro de esos breves
instantes en que el actor sale a recibir los aplausos en el teatro.
—Te vi interpretando a Alceste en el Pireo. Ya había visto la obra dos veces pero,
comparadas con tu actuación, las otras eran lacrimógenas y quejumbrosas. Cuando
hiciste toda la travesía de la Estigia allí tendido, a solas en medio del cortejo fúnebre,
me hiciste llorar. Sí, lloré, pero como es debido: con el alma y no con el vientre.
El muchacho tenía el rostro absolutamente lampiño; no debía de tener, pues, más
de quince años. Su aplomo y su porte me desconcertaron.
—Entonces, ¿no todo son matemáticas ahí? —le dije.
—Claro que no. ¿Por qué no te has unido a nosotros, como te propuse?
—Mi querido muchacho, aunque no se pague cuota uno tiene que seguir
comiendo. Pero tengo la esperanza de que podamos volver a vernos.
—Puedes venir a estudiar cuando no trabajes.
—No entrar sin matemáticas. Sería la corneja blanca de la bandada. ¿Querrás
cenar conmigo esta noche?
—¿Lo dices porque eres un actor? Platón no es un hombre convencional. —Hizo
una pausa, pensativo—. Creo que incluso aceptaría a una mujer, si la encontrara apta.
—Entonces, tienes más fe que yo.
—Eso es lo que decía, pero aquí me tienes.
Abrí la boca para replicar y así me quedé, boquiabierto, sin poder articular
palabra. Cuando uno se fijaba podía apreciar sin lugar a dudas, bajo la túnica del
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joven, la curva apenas insinuada de unos pechos.
—Soy Axiotea de Plíos. En la Academia, todos me conocen. No visto así para
disfrazarme.
Continué mudo, parpadeando. Si lo hubiera sabido desde el principio, lo habría
desaprobado; ahora, en cambio, la sorpresa sólo me había dejado sin aliento.
—Me ha parecido —continuó la muchacha— que era poco honrado no decírtelo.
Espero que no te hayas enfadado.
Su sonrisa y su franqueza me vencieron. No podía irritarme con ella, sabiendo
que era la misma clase de persona en mujer que yo en hombre.
—Los amigos son los amigos —dije al fin—. ¿Puedo tomarme una libertad de
amigo y preguntarte la edad?
—Diecinueve. Me habías juzgado demasiado precoz. —Nos echamos a reír y le
pregunté cómo había empezado todo aquello. Me contó que, cuando tenía quince
años, había ganado la carrera femenina en Olimpia. Platón había estado presente y
ella le había visto. También había oído hablar de la Academia.
—Pero pensé en ésta como se sueña con participar en la carrera de cuadrigas;
algo maravilloso, pero fuera del alcance. Hice lo único que pude; compré sus obras y
las leí. Así, vivía en la casa de mi padre como esa corneja blanca de la bandada que
antes decías y los pretendientes me rehuían, para enfado de mi padre.
Había pasado muchas penalidades; su padre le había azotado y había quemado
sus libros al encontrarlos. Los pocos que logró salvar, los tuvo que esconder entre las
rocas y leerlos a escondidas. Nadie la había defendido salvo el hermano de su madre,
un hombre que había estudiado en la escuela de Fedón de Elis. Sin embargo, la madre
de la muchacha había muerto, de modo que nadie prestaba atención al tío. Entonces,
el padre de Axiotea había muerto repentinamente y ese hombre pasó a ser su tutor.
—Todos, incluso yo misma, estábamos convencidos de que mi padre me había
desheredado, pero había retrasado el momento de hacerlo, o había cambiado de idea.
Y, cuando el hecho se conoció brotaron a mi alrededor los pretendientes como los
soldados surgidos de las semillas. Mi tío, el mejor de los hombres, no sólo
comprendió mi desagrado sino que lo compartió. Hablamos y me concedió lo que
deseaba. Él habría querido que acudiera a Fedón, pues decía que Platón era un
hombre de sueños, pero también reconoció que Platón era quien más fácilmente me
aceptaría.
Entonces se había cortado el cabello y se había puesto ropas masculinas para
presentarse ante él, porque quería que su inteligencia fuera puesta a prueba por sí
misma, y no como algo extraordinario en una mujer.
—Pero —continuó— cuando les hube conocido un poco mejor, decidí que la
compañía de los discípulos me satisfacía el espíritu. Espero que lo entenderás.
—Sí —corroboré—. En el teatro puede experimentarse lo mismo.
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—Así pues, me presenté ante él con la que parecía mi auténtica naturaleza;
supongo que fue mi sinceridad lo que le engañó, si puede decirse tal cosa; en todo
caso, me sometió a preguntas y dijo que me daba su acogida. Sin embargo, para
entonces sentía yo tal respeto por él que no le habría mentido más que a un dios, de
modo que se lo conté todo. Créeme, Nicérato, Platón es un hombre de gran corazón.
Podría haberse enfadado conmigo y pensar que había querido burlarme de él, pero
dijo que había quedado demostrada su tesis de que las mujeres pueden aprender
filosofía si están dotadas para ello por la naturaleza, y añadió que me daba la acogida
con más efusión que antes. En cuanto a mi indumentaria, dijo que una debe ser fiel a
la mente, antes que al cuerpo.
—¿Y ha mantenido de verdad su palabra? ¿Te trata con igualdad ante los demás?
La muchacha hizo un ademán tan enérgico y elocuente que tomé nota de él
mentalmente para utilizarlo en el escenario.
—¡Igualdad! Espero no tener que caer nunca tan bajo. Esa palabra es como una
pócima de adormidera. ¿Acaso pide el soldado ser considerado igual que los otros?
No, lo que pide es demostrar su valor. ¿Lo pide el filósofo? No; su aspiración es
conocerse. Antes preferiría ser la última en la escuela de Platón, conociendo el bien y
guiando mis actos por él, que volver corriendo a Plíos, donde podría ordenar qué
alabanza prefiero escuchar. ¡Igualdad! No; Platón no me insulta con algo así. Gente a
la que preocupan estas cosas la encontrarás en las escuelas de retórica. Aquí no
acuden.
—Lo siento —me disculpé—. Un artista debería haberlo comprendido.
Nos sentamos en un banco bajo un olivo. Cuando me hube acostumbrado a su
identidad, me resultó más fácil conversar con ella que con la despreocupada Gillis de
Tebas. Ésta podría haber montado un regimiento con sus amantes, mientras que la
muchacha llevaba escrita sobre ella su condición de virgen. Sin embargo, Axiotea
estaba habituada a la compañía de los hombres, era amistosa sin descaro y digna sin
arrogancia. Daba la impresión de que Platón sabía lo que hacía.
Después de charlar un rato más, le dije que había conocido a Dión en Delfos. Su
rostro se iluminó y exclamó:
—¡Él es la esperanza del mundo!
Yo esperaba comentarios elogiosos sobre él, pero esto era mucho más de lo que
había pensado.
—Pareces sorprendido —continuó—. Entonces, ¿no has leído nada de Platón, ni
siquiera La República? —Le confesé que así era—. Lo encontrarás en los libros
cuarto y quinto —dijo ella—, donde dice que la humanidad no se librará del mal
hasta que un gran estado quede bajo el control de un filósofo instruido en el gobierno.
Alguien tiene que empezar, antes de que el pueblo se convenza de que funciona.
Platón dice que la mayor parte de la política de hoy es como una nave mandada por
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un capitán medio ciego. La tripulación sabe que está fuera del rumbo y proyecta un
motín pero, aunque consigan adueñarse del barco, la situación no habrá mejorado
porque ninguno de ellos sabe navegar, desconocen que exista tal arte. Si aparece un
timonel de verdad y les dice: «Guiaos por Arturo», los marineros se burlarán de él
llamándole astrólogo chiflado. El filósofo es el timonel. Sabe dónde está el puerto y
los arrecifes; conoce las estrellas fijas. Pero los hombres siguen persiguiendo
fantasías y no habrá modo de quebrantar sus prejuicios hasta que alguien así empuñe
el timón y les haga una demostración. Una vez que les haya salvado de los escollos,
se habrán acabado las vacilaciones. Nadie se ahogará, si conoce el remedio, ¿no
crees?
Axiotea hizo una pausa para dar pie a una réplica, como hacen los filósofos (y
como hacen también los actores cómicos, aunque era mejor que me callara tal
comentario). Así pues, repliqué:
—Seguramente, no.
—Entonces, cuando Dión se ponga al mando de la nave, comenzará una nueva
era.
—¿Cómo? —exclamé, sobresaltado—. ¿Dión está preparando una revuelta, pues?
—No. ¿Cómo has podido pensar tal cosa? Es amigo de Platón y éste ha enseñado
siempre que la violencia y la traición no pueden engendrar nada mejor que ellas
mismas. Ésta era también la doctrina de Pitágoras, el más sabio de los hombres.
—Entonces, ¿qué esperanzas abriga? Es cierto que parece un hombre hecho por
los dioses para reinar, pero Dionisio tiene un heredero.
—Un hijo al que desprecia.
—En último término, la sangre siempre es la sangre.
—A veces, el orgullo habla más alto. Dionisio no ha construido el poder de
Siracusa para rendirlo a los cartagineses a su muerte.
—¿Es eso lo que piensa de su hijo?
—Como todo el mundo. Le ha tenido atemorizado desde la infancia y ahora le
desprecia por cobarde.
—¿Y lo es de verdad?
—Quizás. O tal vez sólo intenta mantenerse vivo como mejor pueda. El viejo
Dionisio es bastante valiente en el combate, pero ve un asesino detrás de cada silla.
¿Sabías que ni siquiera sus familiares pueden presentarse ante él sin haber sido
registrados minuciosamente? El joven Dionisio ha vivido, casi desde la infancia, con
el constante temor de que su padre pudiera sospechar de su participación en algún
complot para usurparle el trono y decidiera desembarazarse de él. No se le ha dejado
intervenir en ningún tipo de asunto público; apenas le permite ofrecer un sacrificio en
unos juegos, o dedicar alguna fuente.
—Bueno, no se puede matar la vaca y ordeñarla a la vez. ¿Qué esperaba su padre?
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—¿Quién sabe qué puede pensar un hombre sin educación? Una cosa es cierta: el
arconte confía en Dión más que en nadie. Incluso le ha liberado de los registros
porque sabe que es incapaz de una traición. Están emparentados por matrimonio, no
por sangre; Dión procede de la antigua nobleza, mientras que Dionisio no es nadie.
En los demás estados se respeta y se negocia con Dión cuando éste actúa de enviado,
mientras que nadie confiaría en Dionisio ni para cruzar la calle. Dión es un soldado
probado en la batalla al que sus hombres seguirían a cualquier parte, y no siempre ha
cumplido las órdenes de su soberano; allí donde éste le ha enviado para imponer el
terror y los castigos ejemplares, él ha implantado justicia y se ha ganado el respeto. Y,
pese a ello, Dionisio no le hace registrar por sus guardianes y a su hijo, sí.
—Acepto todo lo que dices, pero sólo un filósofo, supongo, dejaría a un lado la
sangre y escogería al heredero por su virtud.
—Sí, tienes razón. No esperemos tal cosa. Pero Dionisio tiene dos hijos de su otra
esposa, la hermana de Dión. Aún son jóvenes, pero su tío ha colaborado en su
educación y el mayor le tiene por un ídolo. Dionisio podría decidir nombrar heredero
a éste y, en tal caso, Dión podría tener la oportunidad que busca. No es el orgullo y la
ostentación del poder lo que pretende, sino sólo cambiar de una ciudad gobernada por
hombres a otra regida por leyes.
Por su manera de pronunciar estas últimas palabras, adiviné que la muchacha
estaba repitiendo una cita; de Platón, supongo.
—¿Qué leyes? —pregunté—. ¿Las atenienses?
—¡Ah, Nicérato!, ¿cómo podremos hablar mientras no hayas leído La República?
Escucha. Espera aquí. Veré si está libre en la biblioteca. Tendrás cuidado del
manuscrito, ¿verdad? Si se perdiera, no podría pagar un amanuense; tendría que
copiarla yo misma de las tablillas y eso me llevaría un año.
—¿Tan larga es la obra? —pregunté, alarmado, pero enseguida pensé en Dión y
añadí—: Sí, tendré cuidado de él.
La muchacha se ausentó un rato; finalmente, la vi correr entre los árboles, con los
rizos oscuros revueltos en la frente. Ciertamente, su confesión había llegado justo a
tiempo; me pregunté si Platón habría pensado lo mismo.
—Lo siento —me dijo—, lo está leyendo alguien. Y después me he entretenido
hablando con Espeusipo, el sobrino de Platón. Pero te he traído esto. Es muy corto y,
naturalmente, te gustará más. Debería haberlo pensado de entrada.
Vi un solo rollo, y no muy grueso. Le di las gracias, tal vez demasiado
efusivamente.
—¿También trata de leyes?
—No. De amor.
—Seguro que me gusta. Podemos encontrarnos aquí mañana, hacia esta hora,
para que te lo devuelva.
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—Aquí estaré. ¿Sabes?, aparte de los filósofos eres el primer hombre con el que
trabo amistad. Los demás me han considerado un monstruo.
—Mal podría un actor pensar tal cosa. Cuando me pongo una máscara de mujer,
soy una mujer; si no lo fuera, no podría hacer nada. En la mayoría de quienes
servimos al dios existen dos naturalezas.
—Esta obra te gustará. Me alegro de haberla escogido.
—Y yo me alegro de que nos hayamos encontrado. —En mis palabras había algo
más que cortesía.
Esa noche tenía intención de visitar a unos amigos pero, como todavía era pronto,
desaté la cinta del manuscrito y le eché un vistazo. Llevaba por título El banquete; un
buen comienzo, por lo menos, y mi interés se acrecentó cuando descubrí que tenía
lugar en la casa de Agatón, el autor trágico, después de su primer triunfo. Yo había
actuado en su Anteo, una pieza encantadora que marcaba el inicio del teatro moderno,
pues apartaba el coro de la acción y nos permitía situaciones que no implicaban la
presencia de cincuenta mirones. Aunque, para mi disgusto, no había comentarios
sobre la función, el diálogo me interesó y continué leyendo. En la obra, los reunidos
no tardaban en iniciar un juego de sociedad, una ronda de parlamentos loando el
amor. Cuando volví a levantar la mirada, estaba ya muy oscuro. Encendí el candil,
retomé el pergamino y no volví a moverme hasta que hube terminado la lectura.
Como descubre uno luego, los primeros parlamentos sólo pretenden mostrar el
punto inferior de la ascensión amorosa. Sin embargo, era el sueño de mi juventud, el
noble vinculo de Aristogitón y Harmodio, de Aquiles y Patroclo, de Pílades y
Orestes. Recordé cómo lo había vivido con mi primer amante, el actor siracusano. Él
había llevado la máscara del héroe en mi lugar, no por engaño sino, como había
comprendido hacía mucho tiempo, a petición mía. Pobre chico, más le hubiera valido
tener a alguien que escuchara sus pequeños problemas: ese rival que le pisaba las
réplicas o que le estropeaba la gran escena con alguna minucia, esa gira que terminó
en bancarrota en las fragosidades de la Tesalia. Recordé con placer su gentileza y
afecto; el muchacho había sido tierno con mis emociones. Podía considerarme
afortunado, tal como van hoy estos asuntos. Hacía tiempo que había dejado de creer
que la realidad existiera. Ahora, en cambio, sabía que existía, aunque no para mí.
Platón y Dión lo habían conocido. Yo había visto la prueba con mis propios ojos.
Veinte años después de que esa antorcha fuera encendida, pese a haber consumido
todo su calor, aún seguía dando luz. Era una constatación amarga, aunque no había
esperado nada para mí; así es la naturaleza del hombre. No obstante impregnada mi
sangre con las palabras y su significado, me resultó imposible dejar de leer. Era como
si alguien, al escuchar el sonido de la lira en lo alto de la montaña, tuviera que
seguirlo entre peñas y arbustos de espinas. El autor escribía como un dios. Ahora que
ha muerto, la gente empieza a decir que su madre le concibió de Apolo. Nada de eso.
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Aquel hombre era mortal; yo le conocí y lo sé. Pero puedo comprender que corra ese
rumor.
Dejando aparte todo esto, la obra era una espléndida pieza teatral. Cualquiera se
sentiría impaciente por representarla. Alcibíades era un papel de gran brío por el que
hubiera dado las orejas. Sócrates parecía a medio camino entre la tragedia y la
comedia (los escritores modernos empiezan justo ahora a explorar este terreno), pero
el personaje me cautivó, pues lo conocía sobre todo de la sátira de Las nubes. Si
realmente era un hombre como lo describe Platón, su muerte fue un asesinato y las
manos de Aristófanes no están limpias en absoluto. Esto me llevó a pensar que no era
extraño que Platón no tuviera tiempo para los dramaturgos, y apenas para los actores.
Cuando le devolví el libro a Axiotea, le pregunté si ello era cierto. Aunque la
historia era muy anterior a su nacimiento, la muchacha había escuchado la tradición
de la escuela según la cual, en el juicio de Sócrates, Platón se había puesto en pie para
hablar en su defensa, lo cual, teniendo en cuenta el talante del tribunal y del gobierno,
debió de ponerle en una situación de gran peligro. «Patricios, aunque soy el más
joven que se ha levantado nunca para hablar ante vosotros…», había empezado a
decir con la intención de proclamar que hablaba en nombre de los jóvenes a los que
se acusaba a Sócrates de haber corrompido. Pero los dicastas se limitaron a gritarle
que se sentara y, siendo un aficionado, no consiguió hacerse oír. Supongo que no
debe sorprender que nunca se repusiera de tal golpe. Con todo, como le dije a
Axiotea, fue una auténtica pérdida para el teatro. No hay duda de que lo llevaba
dentro.
La muchacha y yo sostuvimos frecuentes encuentros en el parque, en parte porque
me gustaba su compañía y, asimismo, por ver qué más podía contarme de Dión.
Axiotea, que aún no había perdido las esperanzas de conducirme a la filosofía, me
presentó a sus amigos, entre los cuales se encontraba Espeusipo, el sobrino de Platón.
Era un joven elegante, enjuto y nervudo, con el rostro de un mono bien parecido, que
habitualmente parecía haber dormido poco, a veces volcado sobre los libros, pero a
veces no. A pesar de ello, al joven no se le escapaba nada. Axiotea decía que era uno
de sus hombres más brillantes. Sus modales, ciertamente, eran encantadores y,
aunque conocía todas las obras de teatro de cierto valor, siempre me preguntaba
primero mi opinión.
Por otra parte estaba Jenócrates, un tipo delgado de barba descuidada y uñas
sucias que nunca movía un músculo del rostro, salvo la boca, cuando hacía algún
comentario; con frecuencia, me asaltaba el deseo de decirle que podía encontrar
máscaras mejores por diez dracmas. Con la misma frialdad que si yo fuera sordo
como una tapia, Jenócrates sostuvo ante el grupo que tratar de filosofar con un actor
era como lanzar redes al aire; el actor, según él, era un hombre que se entregaba a
todas las pasiones, no para aprender el dominio del dolor y del placer, sino para
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exhibir sus peores excesos para aplauso del ignorante. Era como predicar la castidad
en un burdel. Nadie le censuró su falta de delicadeza, pues en su escuela tenían la
costumbre de debatir cada proposición antes de condenarla. Al darme cuenta de ello,
contuve mi mal humor; el debate se prolongó algún tiempo, pero Espeusipo tomó mi
defensa y se le declaró vencedor de aquella jornada.
A menudo, los jóvenes del grupo hablaban de Dión sin que yo tuviera que
incitarles a ello. En la escuela se impartía la creencia (recogida de Sócrates) de que el
hombre nace con una memoria de lo que es justo; y Dión era su ilustración favorita.
Su padre, Hiparino, procedía de la estirpe de más alcurnia de Siracusa y el
muchacho siempre había vivido como un rey. Entre caballos de carreras,
construcciones palaciegas y banquetes, estaba casi en la ruina cuando apoyó el
ascenso al poder de Dionisio, tras lo cual vio quintuplicarse sus posesiones. Además
de merecerle una gran estima, Dión debió de ser del agrado del arconte, pues éste
unió ambas familias tanto como permitían las leyes, casándose con la hermana de
Hiparino y tía de Dión y, cuando ésta le dio una hija, prometiéndola a éste, a quien
trataba casi como a un hijo.
Sicilia, sin embargo, no es Grecia, por mucho que os digan los griegos que viven
allí. Dionisio, a quien sólo faltaba el nombre para ser rey, se abandonó a un capricho
regio y tomó dos esposas. Aristómaca, la hermana del padre de Dión, le
proporcionaba apoyo y amistad en la ciudad; Doris de Locros, en la política exterior.
De no haber sido un hombre de recursos, la decisión habría podido hacer que las
familias se enfrentaran. Para evitar disputas sobre prioridades, se desposó con ambas
el mismo día y, lo que es más, yació con ambas esa noche y no se permitió a nadie
saber qué puerta había visitado primero.
Fue Doris de Locros quien le dio primero un hijo, pero no pareció que fuera
aquello lo que esperaba Dionisio pues, algún tiempo más tarde, viendo que
Aristómaca continuaba sin concebir, condenó a muerte a la madre de Doris por haber
realizado un hechizo contra aquélla. (Como os he dicho, la Hélade termina en los
estrechos). El hijo de Doris era un muchacho ya crecido cuando nació el primer hijo
de Aristómaca.
Mientras, el joven Dión crecía, favorito de todos los dioses, libre en la casa del
arconte como en la suya propia, tan rico que nunca necesitaba preguntar cuánto
costaba una cosa, con el rango de un sobrino del rey o aún más alto y con el aspecto
de un joven sacado de un friso de Fidias. Solicitado por su posición y por su persona,
Dión consiguió mantener su honor en la más disoluta de las ciudades. Y su actitud
dejó huella en él: aunque desprovisto de vanidad, aprendió a mantenerse reservado en
defensa propia y la gente le tachó de orgulloso. Para alivio suyo, a los dieciséis años
logró escapar de aquello para dedicarse a la guerra. Los dioses no le habían privado
de nada y demostró también su valentía. Poco después, de campaña por Italia,
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encontró tiempo para estudiar con los pitagóricos. A los veinte, cuando su brillante
juventud empezaba a dar paso a un hombre adulto no menos espléndido, recibió la
noticia de que Platón era huésped de aquellos estudiosos y se apresuró a cruzar el
estrecho para presentarle sus respetos.
Para entonces, ya había leído un par de diálogos de Platón, escritos algún tiempo
antes de que sucediera lo que estoy narrando. Casi siempre aparece en ellos, en algún
momento, un joven glorioso, un Lisis, Alcibíades o Cármides, tan atlético de mente
como de cuerpo, que descuida sus ocupaciones más urgentes para dejarse iluminar
por Sócrates, que hace todas las preguntas correctas, con humildad pero con
vehemencia, y que sale del intercambio de palabras radiante, seguro de volver. Allí
estaba el sueño convertido en realidad. Pude imaginar lo que había sentido Platón.
Poco después estaban los dos en Sicilia, escalando el monte Etna para ver los
cráteres. La forma pura de la lejana montaña flotando en el éter, blanca como la
espuma; la ascensión sobre los huertos, entre las ásperas formas de negra lava; las
nieves bañadas de luz expulsando el aliento del dragón; la forja encendida y
humeante precipitándose insondable desde los cielos hasta las entrañas de la tierra;
ninguna otra cosa, me atrevo a decir, parecía merecedora de los elementos desatados
en su seno.
Mientras tanto, Dión había enviado noticia de lo sucedido a Siracusa, y Dionisio,
a quien encantaba imaginar su corte como un Helicón de musas, envió su esperada
invitación al filósofo.
El joven Dión estaba extasiado. El amor y la filosofía le habían abierto los ojos y
vio que no todo iba bien en aquella Siracusa que tan bien se había portado con él.
Pero también había aprendido que el hombre sólo peca por ignorancia. Una vez que
ha visto el bien, tiene que amarlo. Y, ¿cómo no?, todo el mundo debía amar a Platón.
Cuando escuché esta historia bajo los olivos de la Academia, debo reconocer que
compadecí al pobre Platón. Educado en la política, había tenido que vivir, en cuarenta
años, el amargo final de la guerra y tres tipos de desgobierno en su patria; había visto
a sus propios parientes, reformadores sinceros, convertirse en crueles tiranos una vez
que se adueñaban del poder; había tenido que suplicar ante ellos el perdón para
Sócrates y luego, habiendo cortado las relaciones con la mitad de su familia y
habiendo abandonado su carrera política, había sido obligado a contemplar,
impotente, cómo el amigo que había desafiado a la tiranía con valor impávido era
asesinado por los demócratas mediante un decreto. Y, ahora, allí estaba aquel joven
amado que le consideraba un dios y le invitaba a llevar la vida virtuosa a Siracusa.
¿Qué podía hacer él?
Mis amigos de la Academia me contaron al detalle lo que habían conversado
Platón y Dionisio. Incluso los filósofos son humanos y jamás he conocido a un
hombre que, repitiendo una disputa sostenida con alguien, no le añada un matiz aquí
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y allá; con todo, doy por cierto la mayoría de cuando me narraron los jóvenes. Platón
tenía unos modales muy refinados y debió de empezar con alguna cortesía pero,
habiendo vivido bajo los Treinta Tiranos, no pudo dejar de captar el olor a tiranía que
rezumaba de las propias paredes. Mientras, se le trató con gran deferencia. A su
debido tiempo, se le pidió que cumpliera con su papel y hablara de la vida virtuosa.
No sé si Dionisio esperaba que el filósofo le utilizara como ejemplo; en Sicilia, no
me sorprendería. Pero resultó que la vida virtuosa de Platón era la de unos hombres
justos en una ciudad justa cuyos gobernantes fueran escogidos por sus méritos sin
consideración de rango, e instruidos en la templanza y la virtud. Para entonces, el
filósofo había asistido a un par de banquetes sicilianos en los que los comensales,
saciados de manjares y empapados en bebida, habían terminado en una orgía en los
propios divanes; aquella —dejó bien sentado— no era forma de llevar una vida
virtuosa. Y añadió una cita de Pitágoras sobre el cerdo de Circe.
Dionisio no estaba acostumbrado a la libertad de expresión ateniense y, al oírle,
perdió la cabeza y el dominio de sí. Platón estaba tan acostumbrado al respeto como
Dionisio a las lisonjas, y hubo entre ellos palabras altisonantes. Dionisio estaba
furioso y, tal vez, celoso también de aquella nueva amistad de Dión. Perdió la
disputa, pero se propuso tener la última palabra.
Platón, por supuesto, se marcharía enseguida; sólo necesitaba un barco y Dión se
encargó de encontrarlo. Pero la nave zarpó con órdenes secretas del arconte, que
debió de considerar una refinada venganza hacer que Platón fuera traicionado y
reducido a la esclavitud por el hombre a quien Dión se lo había confiado. Cuando,
tiempo después, Dionisio se enteró de que Platón no había dudado ni por un instante
de Dión, supongo que se sentiría desconcertado.
El rico filósofo que rescató a Platón no aceptó un dracma en compensación,
afirmando que había sido un privilegio. Platón volvió a su patria y guardó silencio
por orgullo; cuando la noticia se difundió, salió en defensa de la inocencia de Dión.
El viejo Dionisio, a quien le importaba mucho lo que pensaran de él, se inquietó y le
escribió en un intento de hacer las paces, diciendo que esperaba que Platón no hablara
mal de él. Platón le contestó que había estado demasiado ocupado para acordarse del
asunto.
No hay constancia de qué pensó Dión cuando se enteró de la noticia, pero su vida
cambió. Cuando quedó libre de ocupaciones para viajar, ya era tan adepto a la
Academia que, más que acudir por primera vez, parecía haber regresado a ella. Tenía
la templanza de Pitágoras y dedicaba el tiempo al estudio y al encuentro con filósofos
pero, cuando se le confiaba cualquier misión en Sicilia —una guerra, una embajada,
un juicio— la desempeñaba sin vacilación. Si se apartaba de las órdenes por cuestión
de justicia, siempre lo hacía abiertamente. Ningún conspirador habría pensado jamás
en abrir su mente a Dión. Era como si, dado que no se había permitido a Platón
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quedarse en Siracusa para defender su propio honor, Dión hubiera querido convertir
toda su vida en testimonio de su amigo. Como había dicho Axiotea, no sabía qué era
la traición; y tampoco lo sabía Platón, para quien no había causa más importante que
la verdad y había sobrevivido a suficientes revoluciones en Atenas, cada una de ellas
con su siembra de odios, perfidias y venganzas como dientes de dragón, para
engendrar la siguiente.
Todas habían fracasado por la sencilla razón de que los hombres no se habían
hecho mejores. Platón había llegado a una conclusión: el odio destruye, sólo el amor
crea; un estado sólo puede ser redimido por unos hombres virtuosos que difundan la
bondad y la virtud a su alrededor, hasta que el fermento prenda y haya suficientes
hombres justos para gobernar. De todo esto me hablaron en la Academia y vi que
resultaba razonable, si era posible ponerlo en marcha. Y, si algún hombre podía
hacerlo, ése era Dión.
Sin embargo, pronto llegó el momento de decir adiós a aquellos placeres. Iban a
repartirse los papeles para las obras de las Leneas y, a continuación, empezarían los
ensayos.
—Tienes que ganar —comentó Axiotea cuando se lo dije—. Un triunfo atraería a
Dionisio hacia Atenas y le alejaría de Esparta, y eso sólo podría ser bueno.
—¿De veras? —repliqué—. Por lo que he visto de la política, cualquier cosa que
uno piense puede salir mal; sólo es preciso un poco de mala voluntad. Pero dejo todo
esto a los expertos. Los artistas en la política son como el hijo de la prostituta en la
boda; recordamos cosas a destiempo y recibimos censuras.
—Ten cuidado, Niko, con ese desinterés por los asuntos públicos, algún día
pueden afectarte quieras o no.
—También puede hacerlo la peste negra o la fiebre de los pantanos. Mientras,
tengo que servirme de lo que conozco. Cuanto más tiempo pase Dionisio escribiendo
obras de teatro, menos le quedará para ejercer su tiranía; los días no son más largos
para él que para los demás hombres. Por otra parte, un artista tiene que conocerse, lo
cual no puede perjudicar a nadie. ¿O sí? —añadí, recordando el método.
—No, desde luego.
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V
E l rescate de Héctor fue aprobada por los seleccionadores e inscrita para las
Leneas, con un rico siracusano residente en la ciudad como Corego. Todo salió
como estaba previsto, salvo un ligero contratiempo en el reparto de actores. A
Leontis, nuestro patrocinador, le había correspondido la tercera ronda para la elección
de protagonista, pero el hombre que tenía el turno anterior me eligió, comentando que
había visto mi trabajo en Delfos. Hubo una rápida conferencia y el otro patrocinador
cambió de idea. No sé qué recibió a cambio, pero en aquella producción no se
regateaba dinero. Cuando supimos quién haría las máscaras y los trajes, se encargaría
de pintar la skēnē y de preparar al coro, y por qué cantidad, incluso la obra de Delfos
pagada por los persas nos pareció una minucia.
Fileas era un maestro de coro que si hubiera sido necesario poner a todo el coro
cabeza abajo, aun así habría conseguido una actuación sin titubeos y una vocalización
perfecta de cada sílaba. Yo solía sentarme en las primeras gradas por el puro placer de
verle trabajar. Os preguntaréis cómo me sentía, haciendo el protagonista y dirigiendo
donde una vez lo había hecho Esquilo, donde Sófocles había danzado como corifeo y,
más tarde, sólo había tenido que salir como extra en una de sus propias obras para
que todo el público se pusiera de pie. En fin, aquel lugar era mi segunda casa. No
podía recordar un tiempo anterior a él. Era como ser el hijo de una casa grande que
llegara a la mayoría de edad. Me parece que nunca he sido tan feliz.
Para entonces, la obra era mi vida; sabía cada verso que iba a pronunciar el actor
y dónde necesitaría mejorarlo o desechar alguna cosa. Como me temía, Anaxis había
cogido un tono demasiado forzado y resultaba terriblemente altisonante en el papel de
Aquiles. «Querido mío —le dije finalmente—, hoy has estado espléndido, pero has
remarcado un poco los versos, si entiendes a qué me refiero. De vez en cuando,
tenemos que tapar un poco al viejo. No olvides que, para que vayamos a Siracusa, es
la obra la que debe conseguir el triunfo».
Anaxis se tomó muy bien mis palabras, pero se quejó de que el tercer actor,
Hermipos, no hacía más que tratar de molestarle, lo cual era muy cierto. Aquél era el
actor que Dión había pensado para segundo actor. Yo había reconocido que era un
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gran artista, de modo que, cuando Dión le propuso para otro papel, no le planteé mis
dudas sobre la conveniencia de que un segundo actor hiciera el papel de un tercero.
La paga era buena y existía también el señuelo dorado de Siracusa; Hermipos se
había comido el orgullo y había aceptado, pero necesitaba demostrarnos que era
alguien por si lo olvidábamos. Y no lo hizo mostrándose pomposo, lo cual no se
correspondía con su estilo, sino haciendo el tonto. Era uno de los pocos actores que se
desenvuelven bien tanto en la comedia como en la tragedia y era la primera la que
parecía haber moldeado su rostro, que era redondo con una boca grande y una nariz
chata. En el escenario se comportaba a la perfección, pero era uno de esos hombres
que, una vez aprendidos sus versos, puede hacer cualquier cosa hasta el momento de
recitarlos. Se reía con los mecánicos contando chistes, apostaba en las carreras y
hacía burlas con máscaras de otras obras, para hacernos saber a todos que se tenía en
la misma consideración que siempre. En cuanto a mí, mi padre me había enseñado a
pensar en mis asuntos y no dejarme desconcertar por minucias. Ya había conocido a
otros como Hermipos. Anaxis, en cambio, que tenía a gala no colocarse nunca su
máscara sin haber meditado delante de ella como un actor tallado en la lápida de una
tumba, se enfurecía al verle y no tenía la discreción de ocultarlo. Eso era todo lo que
necesitaba Hermipos para buscarle las cosquillas. Era agotador tener que poner paz
cuando lo único que quería era concentrarme en Príamo.
A veces, me ponía nervioso pensando en el papel. Había rechazado el Aquiles
porque era demasiado fácil; hubiera podido captar los efectos en sueños. Quizá
debería haberlo aceptado y haber propuesto para Príamo a algún buen viejo actor que
hubiera hecho el papel en esta o aquella obra más veces de las que recordara, y que
también pudiera captar los efectos en sueños. Ésta habría sido la decisión más
sensata. Había deseado aquel otro papel porque era algo nuevo para mí, algo que me
ponía a prueba, que me inspiraba pensamientos; en una palabra, había buscado en él
mi propia satisfacción. Sería mejor que me luciera, si no quería defraudar a Dión y
arrojar por la borda mi gran oportunidad.
Nunca he sido un actor de esos que se ponen hechos una furia cuando ensayan un
Heracles, que arden por dentro cuando preparan una Medea, y cosas así. Sin
embargo, juro que esta vez me dolían los huesos cuando llovía y, cuando me
levantaba de una silla, me apoyaba en los brazos. Releí la Ilíada de cabo a rabo,
volviendo al pasaje en el que Príamo intenta salvar a Héctor del combate mortal. Tú
eres nuestra última defensa, le dice; cuando desaparezcas, veré mi casa en ruinas,
Troya saqueada, las mujeres raptadas, los niños estrellados contra las piedras, antes
de que me abatan y dejen mi cuerpo donde haya caído, para que lo devoren los
perros. «Un joven caído en el campo, hendido por el afilado bronce, resulta agradable a la vista incluso
estando bañado en sangre; la muerte no puede dejar al desnudo nada que no sea hermoso. Pero el cadáver de un
viejo tirado por el suelo, con la barba y el cabello canoso y las extremidades desgarradas por los perros… ¡Ah!,
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ésta es la visión más detestable de toda la mortalidad». Estas líneas siempre volvían a mi mente
cuando representaba la escena con Aquiles.
Llegó luego el día de la Presentación de los Poetas, que siempre hace que el
concurso parezca muy próximo. Acudimos al Odeón con nuestros ropajes y
guirnaldas ceremoniales para hacer nuestra salutación mientras se explica el tema de
cada obra. Como nuestro poeta se hallaba en Siracusa, habló en su nombre un orador
de voz dulce; sin duda, era un buen cambio. Yo temía que nuestra indumentaria fuera
demasiado ampulosa pues, al fin y al cabo, se trata de una ceremonia y no de una
actuación. Uno aparece en ella tal como es, sin máscara, y debe vestir sin arrogancia,
pero nosotros íbamos ataviados con suntuosa elegancia; si nuestro patrocinador
carecía de buen gusto, por lo menos sabía dónde adquirirlo con dinero.
Como había pronosticado Anaxis, el nombre de Dionisio no fue acogido con
abucheos; en cambio, Hermipos fue recibido con algunas risas, pues su última
actuación había sido en una comedia. Los cómicos, por lo general, son más populares
y conocidos que los actores trágicos y, si el público le recuerda a uno agitando una
ristra de salchichas en las manos y moviéndose a un lado y otro con un gran falo
relleno atado a las caderas, es preciso algo más que una guirnalda dorada para
hacérselo olvidar. Si Hermipos se sintió disgustado por esas risas, no lo demostró en
absoluto sino que hizo una reverencia como si agradeciera unos aplausos. El actor era
un hombre corajudo; incluso cuando me resultaba pesado y molesto, no podía evitar
que me cayera bien. Más tarde, le comenté a Anaxis que había sido un acierto llevarle
con nosotros para tener al público a favor.
—¡Ese payaso! Déjame olvidarle mientras puedo. Dionisio ya ha obtenido
premios secundarios cuando su persona era mucho más rechazada que ahora. No
entiendo por qué has de estar tan nervioso.
Me disponía a negar este extremo, pero se me ocurrió algo mejor y dije:
—Querido mío, debes tener paciencia conmigo. Lo cierto es que estoy tenso
como las cuerdas de una lira con esos problemas entre tú y Hermipos. Resulta
sorprendente que le soportes tan bien, pero el temor a que te saque de tus casillas
durante el día, con tantas cosas pendientes que resolver, me tiene sin pegar ojo por las
noches.
—¡Mi querido Niko! —replicó él al instante—. Confío en que haga falta algo más
que un Hermipos para conseguir una cosa así de mí. Estamos en manos del dios;
podría ponerse a nevar, la esposa del arconte supremo podría romper aguas en los
asientos de honor o los tebanos podrían cruzar la frontera. Todos éstos son males
reales, de los cuales podemos rogar a Iakkos que nos libre. Pero por lo que respecta a
Hermipos, será mejor que nos ocupemos de cosas serias.
Así pues, en el ensayo general, fue todo gentileza, y Hermipos, como buen artista
que era en el fondo, no tuvo tiempo para tonterías. Todo iba demasiado bien, me dije.
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Seguro que la mala suerte llegaría justo el gran día. Más tarde, en mi entrada en
cuadriga detrás de Hermes, uno de los caballos alargó el cuello, levantó la máscara de
Hermipos por la peluca —que tomó por paja, supongo— y se la quitó de la cabeza
limpiamente. Todos nos desternillamos de risa y nos sentimos mejor.
Llegó luego el día fatídico del sorteo del orden de actuación. Esa mañana llovía,
pero nos unimos a la multitud de artistas y patrocinadores que aguardaban en la
columnata del teatro a que salieran las listas.
Los primeros días no nos incumbían; en las Leneas, la comedia es la reina y
siempre abre el festival. Después venían las trilogías con finales en farsa satírica, un
día para cada una. Tras ellas, era el momento de las obras únicas. Apareció la lista y
corrió la voz. Dejando aparte la clausura cómica, íbamos los últimos.
Si le toca a uno ese orden de las Dionisias, es una noticia excelente. Pero en un
festival de invierno como las Leneas, uno no sabe si ha tenido suerte o no hasta el
mismo día de la actuación. Si llovizna o sopla un viento frío, los ancianos y los
enfermos y los que llevan ropa delgada empiezan a volverse a casa. El resto se
muestra intranquilo y sale con frecuencia a estirar las piernas o a aliviarse; la mitad
de sus mentes están puestas en una sopa caliente en casa y se vuelven hoscos y
picajosos y difíciles de complacer. Pero si, por el contrario, el tiempo es bueno, no
sólo tiene el mejor momento del día sino también el público más distinguido. Son
proverbiales la dulzura y la benignidad de una tarde así en el teatro. No es extraño
que Zeus, Dioniso y Apolo Helios recompensen tan bien las ofrendas hechas antes
del festival.
La víspera del inicio de éste, escuché desde mi lecho el ruido de los ritos de
medianoche; los gritos de las mujeres que, corriendo por las calles, trataban de imitar
el sonido de las ménades en una montaña, jugando al riesgo en la seguridad, como
hacen por las Leneas, y engalanando con guirnaldas al rey Sarmiento para aplacarlo
por la poda. Sus himnos y sus agudos chillidos, «¡Iakkos!», y la luz roja de las
antorchas deslizándose por el techo de mi alcoba me despertaban cuando mis
párpados se cerraban. Hacia el alba, escuché pasar a un grupo de ellas con las
antorchas apagadas, tiritando y gruñendo y quejándose de la lluvia.
La mañana siguiente amaneció nublada; no hacía el tiempo de perros que obliga a
suspender la representación, sino un día gris y amenazador. Durante la primera de las
comedias, el cielo estaba tan oscuro que la gente se quedó en sus casas y el teatro
estaba medio vacío. Si los actores no hubieran tenido los elementos en contra, creo
que la obra habría ganado. Más tarde aclaró un poco, el teatro se llenó y otra obra no
mejor recibió una buena acogida y se llevó el premio.
El día que se inició el concurso de tragedias, se levantó el viento. El público
acudió embozado hasta los ojos, con las togas sobre las cabezas y con dos togas quien
las tenía. El viento batió los ropajes de los actores y del coro; al flautista, que tenía
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que utilizar ambas manos para tocar, se le levantó la falda hasta dejar a la vista su
trasero. Esto no ayudó al protagonista, que interpretaba a Belerofonte en medio de un
solemne fragmento recitativo. En la parte siguiente de la trilogía, el actor tenía que
aparecer volando a lomos de Pegaso. Mi corazón sangró por él mientras se
balanceaba hacia adelante y hacia atrás entre las risas y los chillidos del público.
Naturalmente, la obra quedó partida en dos, pero era un trabajo mediocre y dudo que
tuviera muchas posibilidades, de todos modos.
El viento arreció aún más al día siguiente. El coro de mujeres llevaba largos
pañuelos de cabeza, una tontería en las Leneas; durante una danza coral, se quedaron
enredadas y tuvieron que pararse a deshacer el nudo. Los muchachos que formaban el
coro eran muy jóvenes y empezaron a lanzar risillas. Supongo que, cuando su
adiestrador les puso la mano encima, no pudieron sentarse en una semana. La obra
era desigual; el poeta había puesto todo cuanto tenía que decir en la primera parte,
pero había resuelto la trama en una trilogía. Durante la última parte, el viento amainó
y asomó un pálido sol pero, para entonces, los espectadores ya estaban aburridos y
sólo esperaban para ver el número cómico.
Al día siguiente íbamos nosotros.
No pude dormir. Pensé en tomar un jarabe de amapola, pero le deja a uno
embotado y antes prefería sentirme cansado. Cuando ya estaba adormilado, pasó una
comitiva nupcial entre cánticos y gritos; en este mes de las bodas, casi todos los días
hay una. Me di la vuelta en la cama y saqué la mano por la ventana. Noté el aire en
calma, pero muy frío. La mortecina luz del cielo me mostró a Apolo en su hornacina
de madera. Ya que estaba despierto, encendí una lamparilla de barro y la coloqué ante
la mascara. La llama se agitó levemente al aire de la ventana; los agujeros de los ojos
me miraron; parecían inquisitivos, pero en calma. Volví a la cama con la lámpara aún
encendida, y me quedé pensando. De pronto, desperté al romper el día. La lamparilla
había quemado el aceite y escuché piar a los pájaros. El cielo estaba despejado.
Salté de la cama y miré por la ventana. Una ligera escarcha cubría los bordes de
las hojas de la adelfa y los dedos negros de la parra del patio. El aliento formaba
nubecillas de vapor ante mi rostro.
Me envolví en la manta y realicé mis ejercicios junto a la ventana. Mi voz sonaba
precisa y flexible. Un pájaro de plumaje erizado lanzó en la parra un trino tan
parecido a una flauta que lo acompañé con un fragmento de recitativo. Avivé los
rescoldos del hogar y me serví un poco de vino, rompiendo en él varios huevos y
añadiendo luego harina blanca y miel; un remedio anticuado que me sienta bien en el
estómago en ocasiones así. Mojé un poco de pan en él, sabiendo que después no
comería nada más. Luego, tras echar las migajas al exterior como pago de mi
flautista, pronuncié una invocación ante la máscara y le escancié una ofrenda.
Cuando salí, me sentía caliente y lleno de vigor. Mi casero y su esposa, a quienes
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apenas había tratado excepto una noche que vinieron a ver a quién había traído a
casa, se asomaron a desearme suerte, lo que tomé por un buen augurio. El cielo
estaba quedando totalmente despejado. Aún tenía heladas las puntas de los dedos de
manos y pies, pero se apreciaba claramente que el frío había decrecido.
Me detuve en el barbero y encontré allí a Hermipos recibiendo los últimos
retoques. Cuando estuvo en condiciones de hablar, me contó la juerga que se había
montado con dos muchachas a las que había conocido la noche anterior, volviendo de
los ritos. Yo habría preferido el silencio, pero me di cuenta de que el tercer actor
estaba muy tenso bajo su apariencia eufórica, y que ésta era su manera de intentar
elevar nuestros ánimos. Así pues, coreé sus risas y, a cambio de ello, gocé de su
compañía todo el camino, pues se esperó en el local hasta que el barbero me hubo
atendido.
Cuando llegamos al teatro, los bancos del público estaban llenos de gente
envuelta en toda la ropa que tenía, con gorros y sombreros calados hasta las orejas.
Anaxis nos había guardado sitio en los asientos laterales, donde se sientan los actores
para escuchar lo que pueden de otras obras. A nuestro lado se encontraban los
intérpretes de la segunda obra del día, que deberían abandonar los asientos a mitad de
la representación. Unas gradas más abajo estaba el elenco de la farsa satírica que
cerraría la jornada, Sileno y las gorgonas. Los actores saludaron a Hermipos como a
un hermano perdido y le preguntaron cuándo volvería a la comedia. Encima de
nosotros, en lo más alto, los hombres y muchachos del coro comentaban chismorreos
y se lanzaban pullas y chanzas.
Abajo, en los asientos de honor, empezaban a llegar embajadores y arcontes,
sacerdotes y coregos y sus invitados; les precedían sus esclavos, cargados de
alfombras y cojines para hacer confortable el lugar. Después llegaron los grandes
sacerdotes y sacerdotisas: la gran sacerdotisa de Deméter, los sumos sacerdotes de
Zeus, de Apolo, de Poseidón y de Atenea. Poco después sonaron tambores y
címbalos; la imagen de Dioniso fue entrada en el recinto y colocada de cara a la
orkhēstra, donde pudiera ver actuar a sus servidores; su sumo sacerdote se instaló en
el trono central. Sonó el clarín. Cuando cesó, el teatro quedó en silencio. Fuera de
escena, detrás del parodos, se escucharon las primeras notas de la flauta
introduciendo al coro. Tanto si está uno tras las bambalinas como entre el público, no
existe nada igual a ese momento.
La primera tragedia era un Anfitrión de un poeta cuyo nombre no retuve, un
escritor novel de quien nunca se volvió a tener noticia. En aquella obra debía de
haber volcado cuanto tenía dentro, pues no era mala en absoluto. El autor estaba muy
atento a las novedades y no había olvidado ningún efecto novedoso que hubiera
tenido buena aceptación el año anterior. La obra era brillante como una cuadriga de
carreras. Aunque todo había sido sacado de otras obras, estaba desarrollado con tal
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confianza que uno notaba que el poeta apenas se había dado cuenta de ello. Los
interludios corales eran muy llamativos, con fondos lidios de la flauta; eran piezas de
esa música que, cuando era una novedad, llamábamos «de vientre». Aún hoy, me
evoca el recuerdo del llanto por Adonis. El flautista no estaba a la altura de la
enrevesada composición pero dudo que el público se diera cuenta de ello. Era una
pieza animada, incisiva y nítida, que entraba como un vino caliente y sazonado de
especias. Vi que Hermipos se reía abiertamente y le comenté a Anaxis:
—Esta obra es un éxito.
Él asintió, con más calma de la que yo esperaba, y replicó:
—Este año, los jueces son un grupo de viejos.
Estiré el cuello para ver a los diez representantes de las tribus. Para entrar en la
votación, un hombre debe tener una edad respetable y aquel año, ciertamente, había
auténticos abuelos entre el jurado. No parecían los más proclives a apreciar aquella
flauta sollozante y, sin duda, algunos de ellos incluso tomarían por música moderna
las notas falsas. Me imaginé al poeta mordiéndose las uñas a cada instante.
No obstante, la obra había prendido el interés; el público gritó, pateó y agitó
sombreros y chales. Los jueces mantuvieron la reunión correspondiente. Yo me sentí
un tanto desanimado al topar con tal contrincante en la primera obra, pues mis
mayores temores se centraban en la segunda. Anaxándrides, su autor, era un vencedor
de las Grandes Dionisíacas y tales poetas rara vez se dignan participar en las Leneas.
Quizá tenía algo que criticar; la gente prefiere oír las censuras a la ciudad cuando el
invierno ha cerrado puertos y carreteras y no hay extranjeros que puedan escucharlas.
En cualquier caso, sería un duro competidor y, además, su patrocinador había
aprovechado el primer turno en la elección para escoger a Éupolis, que llevaba veinte
años recibiendo premios al mejor actor.
El coro de la obertura tenía algunos versos buenos, pero era desigual y no parecía
del estilo más moderno de Anaxándrides. Empecé a sospechar que era alguna obra
antigua, arrinconada y retocada ahora, con la que no había querido arriesgarse en las
grandes fiestas. No obstante, aún contaba con Éupolis, que hizo su entrada como
Telémaco, el hijo de Ulises; sus movimientos eran hermosos, como siempre, y pensé:
«¿Qué locas esperanzas he estado abrigando? Ni siquiera vamos a ser tenidos en
cuenta».
Hermipos se inclinó hacia mí y murmuró:
—Creí que sería más juicioso. Debería haber escogido el papel de Penélope.
Alcé las cejas con gesto de extrañeza. Éupolis era famoso por sus papeles
juveniles; no tenía más de cuarenta y cinco años y era grácil como un muchacho. A
continuación, empezó a hablar y me quedé boquiabierto. Su voz sonaba veinte años
mayor que cuando la había escuchado el verano anterior.
—¿Ha estado enfermo? —susurré.
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—No; le han quitado tres dientes. Le tenían atormentado desde hacía más de
medio año y al final el médico le advirtió que, si seguía con ellos, moriría. ¿No lo
sabías? ¡Y ahora decide escoger ese difícil Telémaco…!
Entre las muchas cosas que debo agradecerle a mi padre, no es la menor el hecho
de que tuviera una buena dentadura, que nunca le dio problemas y que me transmitió
a mí. Estoy seguro de que cualquier actor que escuchara a Éupolis aquel día sentiría
el mismo escalofrío que si hubiera visto un búho en pleno día. Aquello podía
sucederle a cualquiera de nosotros el año siguiente. Cuando un actor pierde la
versatilidad, su carrera está acabada. Rara vez encuentra uno una obra como Las
troyanas, donde el protagonista es anciano y no necesita ponerse una máscara más
joven en toda la obra.
Ahora, nuestras posibilidades parecían mayores pero, aun así, no pude alegrarme
de escuchar a un gran actor en su canto del cisne, ante un auditorio que se daba
cuenta de ello. Cuando Anaxis me dio un codazo y me dijo que debíamos
marcharnos, supe que teníamos tiempo de sobra, pero me levanté. No tenía valor para
quedarme a escuchar.
Abajo, en los camerinos de laskēnē, encontramos el habitual alboroto silencioso
que yo conocía desde que era tan pequeño que iba y venía como un ratón en una
cocina abarrotada, inadvertido mientras no molestara a nadie. Después había sido
muchacho del coro, un pajarillo más de la bandada que lanzaba sus trinos en forma de
risillas y chismorreos, alardeando y burlándose de sus respectivos pretendientes. Más
tarde había actuado portando una lanza, complacido de tener un pequeño papel;
luego, había hecho de doble de algún actor real, para lo cual me sentaba en las
primeras filas de las graderías a estudiar cómo se movía dicho actor; finalmente,
había interpretado terceros papeles, esas colinas que uno asciende sintiéndose
triunfador, para descubrir desde su cumbre las auténticas montañas a escalar.
Después habían llegado los segundos papeles, donde uno puede vivir y morir a
menos que tenga una oportunidad y sepa aprovecharla. Y ahora, por primera vez,
entraba en la skēnē como protagonista, allí, en el camerino de los primeros actores,
me esperaba mi mesa, el ayuda de cámara, el vestuario colgado del perchero y las
máscaras y complementos a punto para ser utilizados.
Me puse la toga de Zeus para el prólogo; era una prenda exquisita, de color
púrpura, adornada con hojas de roble doradas. El ayuda de cámara restregó el gran
espejo de bronce bruñido y, reflejado en él, vi a mi espalda el fondo de la estancia,
con la mesa de Éupolis. En el silencio de la skēnē, escuché con claridad su voz en el
escenario y las toses del público. Por el sonido de sus versos, debía de faltar poco
para su mutis final. Tomé el cetro, me ajusté la máscara en la cabeza tirando de su
augusta barba y, volviéndome hacia el ayuda de cámara que estaba ajustando mi
cinturón, le dije que volvería enseguida. Supongo que el hombre debió de pensar que
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tenía retortijones de vientre, algo bastante habitual entre los actores que empiezan; no
me retuvo y pude salir del camerino a tiempo. Éupolis no tenía ningún otro lugar
donde refugiarse entre su salida de escena y la salutación final y, de haberme
encontrado en su situación, me habría gustado disponer de aquella estancia para mí.
No sé dónde pasé la espera. Lo siguiente que recuerdo es que me encontré
sentado en el trono en el centro del estrado de los dioses, con el águila en el puño
izquierdo y el cetro en la derecha. Vi a Anaxis acercándose a mí con la máscara de
Tetis y los ojos de los atenienses taladrándome hasta los huesos.
Allí sentado, con el pie derecho adelantado sobre el pedestal en la pose del Zeus
Olímpico, era como si hubiese estado sonámbulo y acabara de descubrir dónde me
encontraba. De pronto, fui presa del terror. En mi cabeza sonaron los cinco primeros
versos, dando vueltas sobre sí mismos sin conducir a ninguna parte. Cuando
terminara de recitarlos, me iba a quedar en blanco. Desde el estrado donde me
hallaba, era imposible que alguien me apuntara la continuación sin que lo oyera todo
el teatro y, con un dios, esto siempre provoca risas. Si sucedía tal cosa, me dije, toda
mi actuación sería un desastre. Pensé en Dión, a quien iba a defraudar, y en Anaxis
cuyas esperanzas echaría por los suelos. Le oí darme el pie. En un instante, mi mente
había vivido una hora de temor. Hija de Océano, pensé. Hija de Océano… Me noté
heladas las manos y me dije: «Mi padre se moriría de vergüenza. Él jamás se quedó
en blanco. Era dos veces mejor actor que yo».
Al instante, los versos volvieron a mi mente. Inicié mi parlamento teniendo buen
cuidado de los detalles y menudencias en los que mi padre insistía siempre. Casi no
podía creerme que no estuviera allí delante, observándome. Pronto me metí en el
papel y, cuando volví a aparecer como Príamo, ya no sentía más miedo que durante
un ensayo. Pero hasta el final de la obra continué evocando la figura de mi padre,
como si no se hubiera marchado nunca de mi lado.
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VI
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pobre muchacha, perfectamente sobria, pareció desconcertada por completo. Algún
idiota, tomándola por el joven amante de Espeusipo, le dirigió un comentario burlón
que hizo volver la cabeza a los presentes; el rubor de sus mejillas hizo aún más
hermosa a la muchacha y el autor de la broma declaró que parecíamos hechos el uno
para el otro. Espeusipo, que tenía un genio muy vivo según pude comprobar con
sorpresa, estuvo a punto de lanzarse sobre él y sólo Zeus sabe cómo pudo terminar el
asunto; por fortuna, conseguí mantener la paz y relajar la tensión. Cuando le pedí
disculpas, Axiotea respondió que yo sólo la había recibido como una amiga. Me
parece que estaba más molesta y turbada de lo que fingía, pero era una chica generosa
y no quería estropearme el triunfo.
Aunque el premio de las Leneas había sido dotado cuando el dinero valía más que
hoy, seguía siendo una suma considerable y, con nuestras expectativas, no vi ningún
inconveniente en gastarlo. Sabía lo suficiente sobre Sicilia para entender que
debíamos ofrecer algún espectáculo fuera del escenario, además de en éste; así pues,
como no me gustaban las ropas poco elegantes, acudí a Kalinos. Éste me hizo una
toga de lana de Mileto finamente cardada, de color blanco cremoso, cuya orilla
llevaba bordada, con un artístico pespunte, una amplia cinta de estrellas carmesíes,
ribeteada por encima con unos puntiagudos rayos en azul resaltados con hilo de oro.
Al contrario que los disfraces de teatro, la ropa parecía buena desde lejos, pero aún
mejor desde cerca. No quería presentarme ante Dionisio de Siracusa con el aspecto de
no tener otra cosa que lo que él se dignara darme. Además de mi buen nombre, era
preciso pensar en el de Atenas.
Anaxis y Hermipos llegaron aún más lejos en esta línea. La toga iba casi cubierta
de bordados; con ella, podrían haber representado al rey Midas. Hermipos se hizo
teñir la suya de color púrpura, habiendo oído que en Siracusa era algo habitual.
Calculé que la pieza le debía de haber costado sus ingresos de un mes; la cautela que
me habían inculcado, profundamente arraigada en mí desde la infancia al escuchar los
comentarios sobre los altibajos de fortuna de los actores, casi me impulsó a decirle
que la devolviera, pero tuve miedo de que pensara que estaba celoso de él.
Esperamos varios días para encontrar un buen barco, pues el cónsul quería que
viajáramos como era debido, sin arriesgarnos en plena temporada de tormentas a
bordo de cualquier pequeño cascarón. No obstante, zarpamos con muy buen tiempo
para aquella época del año y tuvimos una travesía apacible desde Corfú a Tarento.
Tocamos puerto en Sybaris para desembarcar una partida de vasijas con motivos
pintados, embaladas y manejadas como si fueran huevos pues, sin duda, debían de ser
tan valiosas como todo lo que hay en esa ciudad. Hermipos, que visitó un burdel en
ella, dijo que parecía la casa de un noble y que todas las habitaciones estaban llenas
de murales, los más instructivos que había visto nunca; según él, debían de tenerlos
allí para que el cliente no se volviera impotente pensando en el precio. Ahora,
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Hermipos estaba sin blanca pero eso no le importaba porque ya estábamos muy cerca
de Sicilia.
No había ninguna función en el teatro, pero vimos un escenario improvisado en el
ágora, una representación de máscaras al estilo italiano. Como bien sabemos todos,
las obscenidades en la comedia complacen al dios y tampoco me tengo por un
hombre mojigato pero, en Atenas, nunca transgredimos los límites de la blasfemia.
Dioniso, señor de la juerga, es objeto de bromas con frecuencia; pero con Zeus el
Altísimo nadie bromea, y a Apolo se le trata con respeto incluso en las obras satíricas.
Allí, en cambio, aparecía perseguido por Heracles y su garrote e increpado desde el
techo de su capilla como un gato encaramado a un árbol; a continuación, tentado con
un dulce, se inclinaba a cogerlo, resbalaba y caía a una cuba de agua. Peor aún
trataban a Zeus, con una narizota y un gran falo, que trepaba a duras penas por una
escalera para seducir a Alcmena; a continuación, Hermes se ponía a fisgar por la
ventana y a contarle a los espectadores lo que estaba viendo. Incluso Hermipos,
después de celebrar algunas gracias, terminó absolutamente escandalizado.
Sin embargo, por desagradable que esto resultara, aún me revolvió más el
estómago un espectáculo representado por un grupo de etruscos del norte. Es una
gente morena, de ojos endrinos, buenos bailarines y flautistas, cuyos antepasados
procedían de Lidia, según dicen. Ignoro qué historia estaban contando, pero los
italianos parecían seguir su jerga. Lo único que puedo deciros es que llevaban los
rostros totalmente al descubierto; actuaban con sus facciones a la vista de todos.
Me resulta difícil describir cómo me afectó aquello. Algunos pueblos bárbaros se
avergüenzan de mostrar sus cuerpos, mientras que los hombres civilizados se
enorgullecen de preparar los suyos para ser vistos. Pero desnudar el rostro de uno
ante la multitud, como si todo le estuviera sucediendo a uno en lugar de a Edipo o a
Príamo; es preciso tener el colmo del descaro para resistirlo. Mientras actúa, uno sabe
que tras la máscara está hablando él mismo, y así debe ser si uno tiene la menor
sensibilidad; pero tal hecho es un secreto entre él y el dios. Anaxis, indignado por
igual como gentilhombre y como artista, dijo que uno se sentiría como una prostituta.
Dos días más tarde doblamos el cabo de Heracles y vimos la cima del Etna,
envuelta en nubes, cerniéndose sobre el mar. Reunidos a popa del barco para quedar a
favor del viento, huyendo del hedor de los remeros que un sol primaveral hacía aún
más fétido, vimos aparecer el perfil de la tierra. El capitán de la nave, con quien ya
habíamos trabado amistad, nos dio unas palmaditas en el hombro y nos dijo que
cuando llegáramos a Siracusa haríamos fortuna. Además de los regalos de Dionisio,
que con seguridad serían espléndidos, podríamos actuar en todas las ciudades griegas
a lo largo de la costa, que poseen espléndidos teatros y aceptarían nuestras
condiciones. Aquel viaje debía resolvernos la vida.
Cuando se hubo ido, Anaxis comentó:
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—No hace más que repetirlo; supongo que sabrá de qué está hablando. Como ya
debo haberte contado, antes de la guerra mi familia tenía una pequeña propiedad
cerca de Maratón. Una parcela de tierra muy buena, cuyas aceitunas tenían fama en
Atenas. El hombre que la posee ahora vive en la ciudad y tiene a un factor que la
trabaja. Nunca se sabe; quizás acepte venderla.
—Lo que a mí me gustaría es formar una compañía de primera clase y hacer giras
por todo lo grande —dijo Hermipos—. Tres actores, dos extras y un buen flautista
capaz de preparar un coro. Un año, pongamos, Corinto, Epidauro, Delfos y el norte
hasta Pella; otro, Delos y la Jonia. Se oyen cosas soberbias de Pérgamo. Samos ya lo
conozco y Éfeso…, ¡ah, eso sí que es una ciudad! En cuanto a Sicilia, mientras
estemos ahí echaré un vistazo. Piensa en esas primerísimas compañías, como la de
Dífilo: ¿qué las hace diferentes de la nuestra, en realidad? Sólo los accesorios; los
vestidos, las máscaras, un buen carruaje para las giras, mulas de buenos hierros y
algunos dorados en el carromato. Una vez en la cúspide, uno puede mantenerse en
ella. Compraría una casita en Corinto, en la calle del Teatro, para descansar entre
giras. Conozco a la chica perfecta para mantenerla caliente. Sé que aceptaría en el
acto; ahora la tiene un viejo banquero barrigón que padece esparaván, el cual…
Y así continuó un buen rato, al cabo del cual preguntó:
—¿Y tú, Niko? ¿Por qué estás tan callado?
—No pongas precio al becerro por nacer —respondí riéndome.
Estaba tan ilusionado como los demás, pero era más supersticioso que ellos. Mi
padre me lo había inculcado. Antes de un festival, siempre andábamos de puntillas
por si pronunciábamos alguna palabra de mal agüero o asustábamos a la serpiente de
la casa o contábamos algún sueño de infortunio. Pero no había nada peor que contar
por anticipado con un triunfo. Fue algo que aprendí a la primera, de lo furioso que se
puso. Encima, otro actor se llevó el premio y me sentí culpable por ello durante años.
El viento nos era tan favorable que los remeros alzaron las palas. A la salida del
sol avistamos Siracusa.
Mientras entrábamos en el gran puerto, Anaxis comentó:
—Así pues, éste es el lugar que me convirtió en actor.
Comprendí a qué se refería. Su familia había quedado arruinada en la Gran
Guerra, que Atenas había perdido en aquella ciudad. Debíamos estar cruzando las
aguas donde la cadena de cables había atrapado nuestra flota. Por allí estaban las
llanuras —buenas tierras drenadas, ahora donde el ejército había acampado y había
contraído la fiebre de las marismas, que era desconocida en Grecia cuando nuestros
abuelos eran jóvenes, según tengo entendido—. Todo el terreno era bastante llano;
incluso las famosas Alturas de Epipolai no serían más que un cerro en el Ática. Pero
ninguno de los actores de la vieja tragedia habría reconocido el escenario. La ciudad
alta estaba ahora acorazada como un dragón, toda ella muros y puertas custodiadas, y
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tenía la forma de una cabeza de dragón. En el extremo del camino empedrado que
formaba su cuello, con torres por escamas, la isla fortaleza de Ortigia se adentraba en
el mar, erizada de máquinas de guerra y con muros como acantilados. Todo ello era
obra de Dionisio. El coste había sido casi impensable, pero su rapacidad era famosa
en toda Grecia; se decía, y yo empezaba a creerlo al ver aquello, que exigía hasta el
veinte por ciento de los ingresos de sus súbditos como impuestos. Le pregunté al
capitán cómo podían soportarlo.
—Sabrías cómo —me dijo— o, mejor, por qué, si hubieras estado como yo estuve
una vez, en una ciudad que los cartagineses acababan de saquear. Yo creía conocer la
maldad antes de ver aquello, pero te aseguro que es mejor no saber que los hombres
son capaces de tales cosas. Sin los cartagineses, nada de cuanto ves tendría sentido.
Fue el temor a ellos, no al tirano, la razón de que hombres libres trabajaran en esos
muros como esclavos y de que el viejo haya conservado el poder todos estos años. Es
la misma razón por la que se hizo con él: porque los siracusanos prefieren tenerle a él
que a los cartagineses. Recordad eso cuando desembarquéis y cuidad vuestra lengua.
Pronto quedó a la vista el teatro, en los contrafuertes de Epipolai. Alargamos el
cuello para contemplarlo y Anaxis dijo:
—Quizá necesitemos algún ensayo extra. Tiene ese sonido de caverna…
Asentí, pues era un hecho conocido que el ángulo de las gradas producía una mala
acústica y era preciso utilizar altavoces. En algunos teatros se utiliza bronce hueco
para aumentar el sonido de la voz y, en otros, pantallas de madera; allí, en cambio,
habían aprovechado una caverna natural cercana. La cámara de eco tenía la forma de
una oreja puntiaguda; algún gracioso la había llamado «La oreja de Dionisio»,
refiriéndose a las orejas de asno del rey Midas, y por ese nombre la conocían los
actores en todas partes. Me habían advertido que era preciso ensayar en ella.
En cubierta había cierto revuelo; las velas fueron arriadas, pero los remeros
permanecieron ociosos. En lugar de llevarnos hacia el muelle, el capitán se dirigió a
proa con el timonel, frunciendo el entrecejo. Cuando llegué junto a él, me preguntó:
—¿Tienes buena vista, Niko?
—¿Qué hay que ver? —repliqué.
—Nada en absoluto. Demasiada tranquilidad; demasiada poca gente, y con aire
meditabundo. No hay ningún grupo congregado para recibir el barco. Algo sucede en
tierra.
Yo también me percaté de ello. Cuando alguno que otro hombre bajaba de la
ciudadela superior, los contados viandantes le detenían para preguntarle algo; luego,
formaban grupitos y se dedicaban a comentar. En todas partes parecía suceder lo
mismo. No se escuchaban voces ni ruidos de gente trabajando como sería de esperar
en un puerto en plena actividad.
Mis dos compañeros me miraron.
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—Sea lo que sea, va a ser muy difícil que Dionisio deje de presenciar su obra. —
Algunos pasajeros sicilianos empezaron a ponerse inquietos. Le pregunté al capitán
—: ¿Qué opinas que será? ¿La peste?
—No, veríamos el humo de las piras. Y, si fuera la guerra, todo el mundo estaría
muy atareado. Debe de tratarse de algo político. Si nos mantenemos a distancia,
alguien acudirá; un mercader en busca de su carga, alguien que busque un pasaje.
Entonces nos enteraremos.
Un grupo de siracusanos acudió al capitán exigiendo desembarcar, mientras otros
se mostraban contrarios a ello.
—¡Por el dios! —exclamó Hermipos—. Siempre ha de haber algún sobresalto
antes de una gran actuación. Bien, sea lo que sea, tendrán tiempo de reponerse antes
de que terminemos los ensayos con el coro.
Anclamos donde estábamos. El calor del sol apretó y la panorámica se hizo
aburrida. Varios pasajeros convinieron un pago a una barca de pesca para que les
llevara a la orilla y les vimos en el embarcadero, interesándose por las novedades.
Intranquilos, decidimos tomar nosotros el siguiente bote. Pronto distinguimos uno,
pero no fue preciso hacerle señales, pues venía derecho hacia el barco.
Dos hombres subieron a bordo; el primero era un mercader, sin duda; ropas
griegas, corte de pelo griego, piel morena y nariz ganchuda de algún ascendiente
cartaginés o siquel. Sicilia siempre había sido lugar de encuentro de diversas razas. El
mercader, en buen griego, preguntó al capitán por una carga de lapislázuli de Éfeso.
El capitán mandó a buscarla en la bodega y le preguntó qué noticias había. Podéis
suponer que apenas levantaban la voz para evitar oídos indiscretos.
—No hay novedades desde ayer —respondió el siracusano—. No se permite a
nadie pasar de los postigos y la guardia no abre la boca. Los médicos llevan tres días
dentro y ni sus esposas han podido arrancarles una palabra.
—Amigo mío —le interrumpió el capitán—, estás empezando la carrera en el
poste de giro. ¿Quién es el enfermo?
—¡Ah! Entonces, ¿no sabéis nada?
Nos miró como si la noticia estuviera escrita en el aire.
—Sólo lo que veo aquí. Eres nuestro primer mensajero.
El hombre miró a su alrededor como por costumbre; luego, acosado por una
decena de nosotros, murmuro:
—Es Dionisio. Agoniza, según dicen.
Noté que boqueaba como un pez en tierra. Hermipos soltó un jadeo. Anaxis se
quedó de piedra. Dionisio había gobernado Siracusa durante más años de los que
tenía ninguno de nosotros. Yo había pensado en casi todos los golpes del destino
posibles, excepto éste.
Alguien preguntó cuánto tiempo llevaba enfermo. Seis días, dijo el mercader, con
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fiebre. Después, su mirada se dirigió más allá de nosotros, hacia la orilla, donde se
veía cierto alboroto. El hombre corrió al pasamanos y agitó la mano. En el muelle,
otro hombre alzó la suya y la dejó caer con la palma hacia abajo. No hubo necesidad
de intérprete.
Sin embargo, siempre hay alguien que da explicaciones.
—La noticia corre ya —dijo el mercader—. Ha muerto.
Estalló en el barco un confuso parloteo en tres o cuatro lenguas: balidos, ladridos,
cloqueos: parecía una granja a la hora del pienso. Se dice que los actores son
locuaces, pero creo que fuimos los únicos que nos quedamos mudos. Nadie se atrevió
a hablar primero. Tampoco había nada que decir. En silencio, nos despojamos de
nuestras esperanzas como de espléndidos trajes y máscaras de una obra fracasada; no
volveríamos a necesitarlas. Al cabo de un rato, dije:
—Bien, queridos míos. Así es el teatro.
Alguien hizo un movimiento brusco. Era el mercader, que seguía esperando la
carga y se había vuelto para observar al otro ocupante del bote, el cual estaba
conversando con el capitán. El hombre llevaba consigo un fardo y parecía solicitar un
pasaje en el barco. Interrumpiéndole, el mercader nos señaló con el dedo como quien
se queja de que su carga apesta.
—¿Son actores esos hombres?
Recordando nuestras cuitas, el capitán proclamó que éramos artistas distinguidos
de Atenas que habíamos sido contratados para actuar en la corte, pero que habíamos
tenido mala fortuna. Me fijé en que, al oír sus palabras, el otro individuo del bote se
movía furtivamente, tratando de interponer al capitán entre él y nosotros. El gesto
llamó mi atención; había algo en aquel hombre que despertaba en mí un vago
recuerdo. Pero el mercader no había terminado de hablar.
—¿Son acaso los actores de la obra del arconte? —insistió, sin dejar de
apuntarnos con el dedo.
Yo había tenido suficiente con lo de antes y esta insistencia me pareció
demasiado.
—¿Dónde crees que estás? —le dije—. ¿En un mercado, tasando cabras? Si
quieres saber algo, pregúntalo como es debido.
El mercader no protestó ni pidió perdón. Estaba demasiado absorto en sus
sentimientos para perder el tiempo en ello.
—Pues bien, si lo sois, será mejor que viréis en redondo con el barco. ¿Qué dios
puede decir cómo terminará esta jornada de desgracia que nos habéis traído a la
ciudad, vosotros y ese compañero vuestro de ahí abajo? —Con un gesto del pulgar,
señaló al parecer al otro hombre del bote—. Yo no soy político ni sofista —su tono de
voz iba ascendiendo gradualmente al siguiente registro—; lo único que pido es vivir
en paz. Podéis decir lo que queráis del arconte, pero él construyó estas murallas, sí,
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señor; él en persona se arremangó la toga y tomó un capacho y obligó a los
cortesanos a participar también en el trabajo. Dionisio las construyó y las dotó de
guarnición y protegió las vías de navegación. Y ahora, ¿qué? ¿Quién ocupará su
lugar? —Se volvió en redondo hacia el otro individuo, que había retrocedido
furtivamente y le miraba con el aire de un conejo asustado—. ¡Y tú, portador de mala
fortuna, pantomimo ateniense que conseguiste mendigar esa bolsa de monedas que
llevas bajo la camisa! ¡Quieran los dioses que nunca engordes con ese dinero! ¡Ojalá
te sirva para comprarte una soga!
No sacamos nada en claro de aquella explosión de cólera délfica, pero el capitán,
muy perspicaz, replicó:
—¿Cómo? ¿Qué ha hecho este hombre? ¿Ha sido un asesinato, entonces? Tú, el
del fardo, sal de mi barco antes de que te mande echar por la borda. ¿Crees acaso que
quiero tener una flota de guerra tras nuestra estela? ¡Abandona el barco ahora mismo!
El hombre avanzó unos pasos parloteando agitadamente. Agarró el borde de la
túnica del capitán con una mano mientras se llevaba la otra al pecho, donde supongo
que guardaba el dinero. Invocando a todos los dioses desde Zeus a Serapis, juró que
no había hecho nada contrario a ninguna ley humana o divina. Un bebé por destetar
no hubiera parecido más inocente. Viendo su nervioso manoseo, sus protestas de
inocencia, no pude creer que fuera un actor; sin embargo, en mi cerebro algo me
decía: «teatro».
Un momento después, Hermipos me tomó por el brazo.
—Acabo de reconocer a ese individuo, Niko. Estaba en el coro, en la primera
línea de las antiestrofas. Es aquel que siempre se adelantaba medio compás a la
entrada, ¿recuerdas?
Tenía razón; tal cosa había sucedido incluso en el ensayo general.
—¿Pero cómo ha logrado llegar hasta aquí, por Hécate?
—Preguntémosle —intervino Anaxis.
Los tres avanzamos hacia el corista, que frunció el entrecejo y volvió la cabeza a
un lado y otro, como Orestes acosado por las Furias. Pero cada cosa tiene su
momento y su lugar, de modo que me adelanté a los demás y, poniendo de pronto mi
voz de Aquiles Furioso, exclamé:
—¡Ya basta! ¡Dinos la verdad!
Retorciendo las manos hasta el punto que pensé que se le iban a desprender del
brazo, el hombre dijo con un gemido:
—¡Oh, Nicérato! ¡Apelo a ti, señor! Dime, ¿cómo podía yo prever lo sucedido?
Te juro por mi vida, por todo lo sagrado, que no tenía intención de causar daño a
nadie. Alguien tenía que llevar la noticia a Dionisio y conseguir la recompensa por la
buena nueva; ¿por qué había de ser un mensajero contratado, y no yo? Salí de Atenas,
cabalgué dos días hasta Corinto y desde allí crucé el golfo en un barco, ganando un
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par de días. ¿Quién iba a pensar que eso pudiera perjudicar a unos actores como
vosotros, que ibais a recibir sin duda todos los honores? ¿Quién podía saberlo?
¿Acaso soy un adivino, un dios?
—No —respondí—. A juzgar por tu aspecto, no. De modo que te adelantaste a
nosotros con la noticia… ¿Qué sucedió entonces?
El hombre puso los ojos en blanco como un perro apaleado. Le habría sacado de
su estado a sacudidas, pero intervino el mercader:
—Yo tardaré menos en explicároslo. Cuando el arconte recibió la noticia, le pagó
el servicio a este Hermes de pies alados aquí presente. Una buena bolsa, desde luego.
A continuación, empezó el banquete de celebración de la victoria. La fiesta duró dos
días y supongo que aún continuaría, de no ser porque Dionisio salió a dar una vuelta
por los jardines y cogió frío. El arconte no era un hombre joven; había padecido la
fiebre de las marismas en más de una ocasión y ya sabéis que se le mete a uno en los
huesos. Al cabo de dos horas, se sintió enfermo.
El hombre del coro nos miró uno tras otro, corroborando el relato con su silencio.
Hermipos cruzó una mirada con Anaxis y ladeó la cabeza en dirección al agua.
Ambos se remangaron las túnicas.
No les podía culpar por pensar así, pues yo mismo me sentía tentado de hacerlo,
pero el desgraciado corista sólo había actuado como lo habría hecho cualquiera en su
situación y, en cualquier caso, el mensajero del patrocinador también se habría
adelantado a nuestra llegada con la gran noticia. Incluso después de mis intentos por
convencerlos de lo contrario, todos se mostraron a favor de enviarle de nuevo a tierra,
diciendo que el tipo ya había traído la mala suerte suficiente para hundir a una
escuadra. Si hay alguien más supersticioso que un actor, sólo es un marinero; advertí
que el capitán estaba muy atento a lo que oía. El hombre del coro —cuyo nombre ya
no recuerdo, aunque creía que lo tenía grabado en mi mente para siempre— se arrojó
al suelo y me asió las rodillas. He visto hacerlo mejor. Entre sollozos, exclamó que su
única esperanza de salvar la vida era escapar antes de que los siracusanos empezaran
a culparle de la muerte del arconte; si no le ayudábamos, sería crucificado en las
murallas y su espectro nos perseguiría.
Fue un buen parlamento, bastante largo, que me dio tiempo a pensar. Me había
retrasado en llegar pero ¿qué necesidad había de ir con prisas? El hombre que recibe
presagios en la hora del destino no debe volver la espalda a la puerta y considerarlo
obra del azar.
—¡Deja de lloriquear! —le ordené—. ¡No dejas que uno oiga su propia voz
mientras habla! —El hombre ahogó sus lamentos y añadí—: Está bien; no tenías
intención de causar males, pero lo has hecho. E incluso has salido del trance con
beneficios; una buena suma, supongo. En cambio, estos actores han perdido la
oportunidad de su vida. Lo menos que puedes hacer, me parece, es pagarles los
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pasajes de vuelta a Atenas. En este caso, le pediremos al capitán que te permita
quedarte a bordo.
El hombre no tuvo tiempo de responder a la oferta. Anaxis se le adelantó,
diciendo:
—Naturalmente, el trato incluye a Nicérato, aunque sea un hombre tan
caballeroso que no haya querido mencionarlo. En su calidad de protagonista, es el
más perjudicado de todos.
—Gracias, querido mío —repliqué a sus palabras—, pero no es necesario. Yo no
voy a regresar. Tengo ganas de visitar Sicilia.
Mis palabras, como me temía, interrumpieron la representación. Acto seguido,
empezó la gran escena. Incluso el capitán participó en ella. ¿Había perdido la
cordura, acaso? ¿Qué sería ahora del teatro? Lo más probable era que se iniciara
primero una guerra civil y luego, tal vez, que se presentaran los cartagineses mientras
en las murallas escasearan defensores. Incluso para un hombre harto de la vida,
comentó el capitán, habría maneras y maneras de perderla. Ante todos estos
comentarios, respondí que sabría cuidar de mí mismo y que siempre había querido
conocer Siracusa. Al cabo de un rato, Hermipos y el capitán se dieron por vencidos,
pero Anaxis me llevó aparte e insistió:
—Niko, amigo mío —murmuró, asiéndome por los hombros, algo que nunca le
había visto hacer. Me di cuenta, con sorpresa, de que mi socio me apreciaba de veras
—. Te suplico que no te lances como un muchacho a la batalla, en busca de su
amado, sin yelmo ni escudo. No he dicho nada delante de los demás por respeto a tus
sentimientos, pero no era preciso el oráculo de Delfos para saber lo que te rondaba
por la cabeza. ¡Piénsalo! No tienes mucha visión de las cosas, ya lo sabes; no
encontrarás otra cosa que problemas y el hombre cuya suerte quieres seguir, por
excelente que sea, cosa que no dudo, tendrá ahora mismo demasiadas preocupaciones
como para recordar que existe sobre la tierra un hombre llamado Nicérato. No tienes
idea de lo que puede suceder en una ciudad cuando una tiranía cambia de manos.
»Una vez que se inicia la lucha entre facciones y la gente se degüella por las
calles, nadie se para a preguntar si uno es extranjero de paso por esas tierras. Vamos,
vuelve ahora a casa con nosotros y regresa más adelante, cuando las cosas estén
asentadas.
—No te inquietes tanto, querido —respondí—. Con diecinueve años, estuve de
gira con Lamprías en el circuito de segunda clase y salí con vida. Supongo que sabré
componérmelas en Sicilia.
—¿Cómo vas a comer, siquiera?
—Aún me queda parte del dinero del premio. Mira, el mercader se va a marchar;
debo alcanzarle enseguida.
Si tenía que esperar a otra barca, me vería obligado a pasar por todo aquello dos o
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tres veces más.
Cuando hube recogido mis cosas, entregué a Anaxis la caja con la máscara de
Apolo.
—Guárdamela, querido. Cuélgala en alguna parte y ofrécele un pellizco de
incienso de vez en cuando; el dios está acostumbrado a ello. Y pídele que se acuerde
de mí hasta que vuelva a casa.
Anaxis me lo prometió, sacudiendo la cabeza como si me dispusiera a abordar la
barca de Caronte para cruzar la Estigia. Hermipos y él me abrazaron y me siguieron
con la vista hasta que llegamos a la orilla. A cierta distancia de ellos, apoyado en la
borda, estaba también el hombre del coro, mirándome como si viera a un hombre
privado de razón que corriera hacia un edificio en llamas. Su imagen se me quedó
grabada en la mente mientras ponía pie en el muelle de Siracusa.
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VII
D ecidí hacer lo más lógico y encaminarme hacia el teatro. Sería un buen punto
de partida y allí se me ocurriría algo. Recelando de preguntar a nadie el
camino, lo busqué por mi cuenta.
Siracusa es una ciudad espléndida que sigue el estilo de Corinto, de donde
procedían sus fundadores. Sin embargo, es más calurosa, verde, polvorienta y
fragante, y olía ya a primavera. En Siracusa, parecía haber más de todo: más dorados,
más mármol, más tiendas, más gente. Sus habitantes tenían rasgos de todas las
naciones del orbe: helenos rubios y morenos, númidas oscuros de rostro de ave rapaz,
libios negros de rostros redondos, siqueles menudos de piel rosada y cabello negro, y
todos los tipos de mezclas que pueden darse entre todos ellos. Lo único que tenían en
común era su indumentaria griega y el miedo. La ciudad era como un hormiguero
destrozado, antes de que sus ocupantes empezaran a reconstruirlo. Pero había una
diferencia: los siracusanos no parecían dispuestos a ello, sino a estar pendientes de
qué iba a ser de cada uno. Se percibía en aquello, además, cierta mezquindad; como
si cada cual vigilara a su vecino por miedo a que alcanzara antes que él una posición
estable en aquella época azarosa y pudiera sacar provecho de ello.
El teatro estaba vacío. Incluso el cuidador y los encargados de la limpieza se
habían marchado, dejándolo abierto. Las calles estaban llenas de gente en ropa de
trabajo. Entré y eso me hizo sentirme mejor, más yo mismo. Como imaginaba, había
un exceso de todo lo mejor: mármoles de colores, dorados, pinturas, estatuas
excesivamente decoradas. Era un lugar diseñado para hacerle pensar a uno, «estoy
actuando en Siracusa», en lugar de «estoy representando a Sófocles». Jamás había
visto tanta maquinaria como la que había aquí tras el escenario y debajo de éste.
Dionisio debía de haber soltado allí a sus ingenieros de máquinas de guerra cuando
no tenía otra cosa a mano. Un enorme artilugio de engranajes y palancas me dejó
desconcertado; más tarde me enteré de que servía para elevar el escenario o bajarlo,
mediante el bombeo de agua en las cámaras que tenía debajo.
Con todo, como había supuesto, desde allí supe muy bien dónde dirigirme. Tomé
la primera calle y encontré la taberna del teatro.
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Como siempre, un vistazo bastaba para confirmarlo: un estrado de barbero en una
esquina, un juego de máscaras trágicas en una pared, una escena de Agamenón en
otra, con el nombre de los actores escritos en ella. Si el teatro estaba vacío, la taberna
estaba llena a rebosar; llegó hasta mí el ruido del interior, ese que le hace a un actor
sentirse en casa en cualquier ciudad de la Hélade. Allí no había murmullos y
cuchicheos, como en las calles. Un actor siempre sabe que, si una ciudad se hace
demasiado insegura, existen muchas otras.
El servicio de barbería era gratuito y, como me había afeitado por la mañana, pedí
que me dieran unas pasadas de piedra pómez, una tarea larga y propicia a la
locuacidad. Las noticias traen noticias. El barbero era corintio, como son —o dicen
ser— todos los barberos de Siracusa. Cuando me preguntó de dónde venía y demás,
se lo conté todo salvo que conocía a Dión. No parecía haber ninguna razón para
ocultar lo demás. Mientras me ponía las toallas, me participó de las novedades a
hurtadillas; al poco rato, como precaución, los parroquianos se levantaron y se
sentaron alrededor de nosotros. Alguien me ofreció vino. Era lo más contrapuesto a lo
que sucedía en el resto de la ciudad. Allí, uno podía sentirse seguro. Los actores se
entienden entre ellos, igual que sucede con los perros.
A nadie sorprendió que, habiendo llegado tan lejos para nada, me quedara a ver la
ciudad antes de regresar a mi casa. El barbero, propietario también de la taberna, me
presentó a los principales actores allí reunidos, y a algunos viejos que supuse que
pasaban allí todo el día. Después, el hombre recordó que cerca de allí vivía aquel
maestro de coro que había trabajado en El rescate de Héctor, Y mandó a alguien a
buscarlo. Mientras, todos me hablaron de la fatídica fiesta de Dionisio; algunos
añadieron que, por lo general, el arconte era un hombre sobrio y que tal vez habría
sobrevivido si hubiera estado más acostumbrado a los banquetes. También hablaron
de las obras que había puesto en escena; advertí entre los actores principales muchas
más sutiles rencillas de lo que era habitual en Atenas, debido, diría yo, a haber tenido
que competir entre ellos por el favor del tirano. El hombre que mejor me cayó fue un
trágico de segundos papeles llamado Menécrates. Como parecía una persona
habladora y yo aún no me había enterado de nada útil, le pregunté si el joven Dionisio
sería tan buen mecenas como su padre.
Por un momento, todo el mundo miró a su alrededor en busca de oídos
indiscretos; incluso allí, uno seguía estando en Siracusa. Por fin, se sintieron
satisfechos. Menécrates lanzó una sonrisa, mostrando su blanca dentadura; su piel era
negra casi como el carbón y tenía una nariz ganchuda de númida.
—Mi querido Nicérato, éste es el enigma de la Esfinge. Nadie sabe nada, respecto
al teatro y respecto a nada. Si quieres mi opinión, el hombre que mejor debe saber
cómo piensa el joven Dionisio es él mismo. Desde que dejó de entretenerse con
juguetes, no se ha atrevido a ser nada que un hombre de alcurnia pudiera considerar
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serio. Ni siquiera es capaz de reírse en una comedia si no lo hacen antes quienes le
rodean. Y se echa a llorar por cualquier cosa. Yo mismo le hice llorar en una ocasión.
Nadie sabe nada más de él. Tal vez en este momento esté sentado, como un actor sin
máscara, esperando a que alguien le escriba un papel.
—O quizás —intervino un hombre con los dedos de yemas planas propias de un
flautista— se esté quitando la máscara que ha llevado hasta hoy, para recibir los
aplausos y mostrar su rostro.
En ese preciso instante entró el maestro de coro, un hombrecillo bamboleante que
conocía actores de toda Grecia y me pidió noticias de ellos, lo que me obligó a hablar
de teatro. Al fin y al cabo, era el centro de la vida de aquellos hombres y sólo el azar
estaba haciéndome diferente de ellos.
¿Qué haría a continuación? No tenía mucha más idea que cuando había
desembarcado. De haber sido otro, habría podido presentarme en casa de Dión y
pedir en qué podía ser de utilidad pero ¿qué entrada podía hacer allí que no pareciera
decir: «Aquí estoy, sin recursos ni trabajo después de tan largo viaje. Tú me
contrataste; ocúpate de mí ahora»?
El barbero había terminado y era mediodía, pero Menécrates no me dejó pedir
nada y compartí con él un buen guiso de pescado. Cuando terminamos de comer me
dijo que, ya que había desembarcado para ver la ciudad, se alegraría de enseñarme
Siracusa y de ofrecerme una cama libre en su alojamiento.
Había encontrado un buen presagio en la encrucijada. El hombre me caía bien; a
él también le gustaba el cotilleo y tal vez conocía algo de interés. Una red de
amistades y lugares para hospedarse une a los artistas de Dionisio por toda Grecia; ni
que decir tiene que la siguiente vez que él visitara Atenas, le devolvería su
hospitalidad. Así pues, pude aceptar su invitación sin que se resintiera mi orgullo;
debía considerarme muy afortunado, pues aún tenía sin resolver el pasaje de vuelta a
Atenas.
—Sólo por presenciar el funeral ya te habrá merecido la pena la visita —dijo
Menécrates—. Siempre hay un gran espectáculo para un hombre importante, pero
éste será el asombro de toda una generación.
—De dos —le corrigió el maestro del coro—. Dionisio ha gobernado durante dos
generaciones, según los cómputos habituales.
Quise saber quién dirigiría los ritos.
—Su heredero, naturalmente. Dionisio el Joven —respondió el hombre.
Era evidente que nadie dudaba de quién sería el heredero. Me pregunté qué
estaría sucediendo en la fortaleza de la isla, pero no era probable que llegara a
enterarme nunca.
Tras esto, Menécrates me llevó a la calleja donde tenía su alojamiento, una
habitación cómoda y aseada de paredes encaladas que se abría a un patio interior. Me
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mostró mi lecho, se tumbó en el suyo y se durmió al instante, como hace todo el
mundo en la ciudad a esas horas. Incluso a aquellas alturas del año, apenas entrada la
primavera, hacía ya calor. Como no estaba acostumbrado a la siesta, permanecí
acostado pensando y mirando por la ventana el dosel verde de palmeras y enredaderas
que cubría el patio.
Mi amigo despertó cuando las sombras empezaban a alargarse. Mientras nos
refrescábamos la cara con agua del pozo, me dijo:
—Vamos a ver si ha vuelto a casa mi primo Teoros. A estas horas ya debe de
haberse purificado después de estar en la cámara mortuoria. Él nos dará noticias de
primera mano.
Mientras nos deslizábamos por una retorcida calleja donde no cabían dos
personas hombro con hombro, le pregunté quién era aquel Teoros.
—¡Ah!, es el gran personaje de la familia —me explicó—. Trabaja con Leontis, el
médico; le prepara los emplastos y esas cosas. Él y su maestro y otro famoso médico,
Yatrocles, llevan tres días encerrados en la Ortigia. Mi prima (en realidad, Teoros es
su marido) estaba desesperada, la pobre. Decía que, si el arconte moría, les harían
ejecutar a todos. Yo le he dicho que no se preocupe, que para nadie es más preciosa la
vida del viejo que para sí mismo.
Apolo, me dije, no has olvidado a tu siervo.
—Teoros no me tiene en buen concepto —continuó Menécrates—. Cree que
debería haber previsto la entrada en la familia de una persona de su dignidad, y haber
escogido otra vocación. Pero algo le sacaremos; es demasiado engreído para
reservarse lo que sabe.
Unos niños que jugaban en la calle nos dijeron que había vuelto. Entramos en la
casa y encontramos una pequeña sala que se llenaba rápidamente de parientes
conocidos. Las mujeres se habían escondido dentro, pero la puerta cortina delataba su
gran número; dos chiquillos corrían entre los pies como gallinas. No había sitio para
sentarse. Teoros, un tipo robusto de barba larga y peinada, con gestos copiados de su
maestro, peroraba junto al hogar. Me recibió con corrección, pero mostró aires de
superioridad con Menécrates. Vi que toda la familia, excepto él, eran muy rubios y de
rasgos griegos. Así suele suceder en Sicilia.
Os evitaré la primera parte de la narración de Teoros, que repasaba la enfermedad
de Dionisio desde los primeros temblores a los rigores, vómitos, sudores, purgas,
etcétera, detallando el tratamiento. Nos explicó cómo, cada vez que Leontis le
mandaba a buscar algo fuera, era registrado hasta la piel por los guardianes antes de
que le dejaran acceder de nuevo a la cámara del enfermo.
—Una necedad, cuando hay tantos medios de curación que, mal empleados,
pueden ser medios para matar. Pero los soldados tenían esa norma y nadie se atrevía a
cambiarla; cuando Yatrocles, nuestro colega, se quejó del retraso, el capitán de la
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guardia nos explicó cómo una vez uno de sus hombres había sido ejecutado por
entregarle una jabalina al propio hermano del arconte, que solamente pretendía
dibujar un plan de asedio en el suelo para que Dionisio lo viera. No permitía una
cuchilla cerca de él, ni siquiera para afeitarse, sino que se chamuscaba la punta de las
barbas con carbón al rojo. Por eso, como comprenderéis, incluso en esos momentos
los soldados seguían temiendo que pudiera recobrarse Y pedirles cuentas por ello.
Cuando empezó a desmoronarse y nos oyeron decir que era sólo cuestión de tiempo,
dejaron de registrar al joven Dionisio, pero se notaba que no estaban muy tranquilos.
Si hubiera estado Dión, las cosas habrían sido distintas; con él nunca se ha aplicado la
regla.
Se escuchó un murmullo en la estancia.
—¿Dión no estaba? —preguntó alguien. Teoros carraspeó y se mesó la barba.
—Era difícil. Un asunto muy delicado. Por un lado, el paciente estaba exhausto, y
su mera presencia (como su hijo nos recordó, aunque no era necesario que lo hiciera)
podía agotar las escasas fuerzas que le quedaban. Por otra parte, seguía siendo el
arconte máximo. Pero obedecer a un hombre enfermo en todo lo que ordene puede
hacerle a uno su asesino.
Los reunidos sopesaron su reflexión en una pausa respetuosa. La pregunta me
quemaba en la boca, pero los modales con los que uno se educa permanecen muy
arraigados. Fue un abuelo canoso, seguro de su posición, quien la pronunció en voz
alta:
—¿Y qué? ¿Y qué? ¿Preguntó Dionisio por Dión?
—También esto, Glauco, es algo más fácil de preguntar que de responder. —
Movió la cabeza con un gesto de aprobación a sus propias palabras, hasta que creí
que iba a volverme loco. Después prosiguió—: En la primera fase, cuando el paciente
era perfectamente dueño de sus facultades, estaba ocupado con trivialidades, como
suele suceder, pues los dioses no le habían enviado ningún presagio. Habló de la
obra, mandó llamar a Timayo, el pintor de skēnēs, y conversó con él una hora entera
en contra de nuestros consejos, mandándole más de una vez a comprobar si habían
llegado de Atenas los actores. —Al llegar a aquel punto, recordó quién era yo, me
saludó con una inclinación de cabeza y dijo—: Nuestro es el privilegio a él negado.
Le devolví el saludo. Menécrates buscó mi mirada y me guiñó el ojo.
—Naturalmente, Dión visitó a su pariente, pero le encontró absorto en tales
asuntos. Llamándonos a la antecámara, nos encargó le informáramos al instante si
nuestros pronósticos variaban. «He visto esas fiebres en el campo —nos dijo—.
Cambian rápidamente, en un sentido o en otro. Si empeora, comunicádmelo
directamente, sin falta». Ya conocéis sus modales. Más tarde, mi maestro dijo que
podía ser un gran general, pero que no éramos sus hombres aunque él pareciera
creerlo.
A l día siguiente, zarpé rumbo a casa con escala en Tarento. Antes de partir, Dión
mandó por mí otra vez para confiarme una carta a Arquitas, caudillo de la
ciudad y líder de los pitagóricos de ésta. En ella, me dijo Dión, le solicitaba que le
ayudara a convencer a Platón, amigo y huésped suyo de muchos años. Me
comprometí a entregarla sin falta. Algo en la expresión de Dión me dio a entender
que era una misiva enérgica y me dijo también que dentro de aquel estadista, general
y erudito vivía un muchacho lleno de hermosa altivez que no estaba acostumbrado a
oír negativas.
En el viaje de ida habíamos tenido fortuna con el tiempo y el trayecto de vuelta
parecía que iba a ser igual de plácido. Incluso hoy me desagrada hablar de ello; cada
vez que cruzo una pasarela de barco revivo lo sucedido. Más de una vez he rechazado
buenas propuestas porque representaban hacer una travesía en la mala temporada.
Para no extenderme en el relato de mi naufragio, os diré que sucedió frente a
Tarento, bajo un vendaval que bajaba de las montañas. Antes de que el barco volcara,
me había sentido tan mareado que habría recibido con agrado la muerte. Sin embargo,
me encontré nadando en las aguas. Cuando ya estaba casi exhausto, unos hombres
que habían descubierto el bote auxiliar del barco vacío y a la deriva me subieron a
bordo del mismo. En la bocana del puerto, volcó también el bote. Sólo recuerdo a
medias haber alcanzado medio muerto el embarcadero, helado hasta la médula, y que
allí me pusieron cabeza abajo para que sacara el agua. Ignoro quién lo hizo. Perdí el
sentido y desperté en una cama, con un joven junto a mí que, después de decirme que
estaba entre amigos, salió a buscar a un anciano. Unas piedras calientes envueltas en
paños caldeaban el lecho y en alguna parte hervía una infusión de hierbas dulzonas.
Cuando recuperé el entendimiento, me enteré de que me estaban atendiendo los
mismos pitagóricos a cuyo líder había venido a ver. Esta gente tiene por norma
socorrer al necesitado, como ofrenda a Zeus el Misericordioso.
Enfermé del pecho, con fiebres altas, y estuve a punto de seguir el camino de mi
padre. Recuerdo poco de todo ello, salvo algunos sueños. Oí que tocaban música
suave para restaurar la armonía en mi cuerpo y me administraron un jarabe dulce y
T ras esto, estuve ocupado en mis propios asuntos durante una temporada.
Cuando los coregos eligieron los protagonistas para las Dionisias, fui
seleccionado muy pronto para representar el papel de Orfeo en una obra de Eucarmo
que llevaba ese título. Se trataba de un buen papel para un actor, cargado de
patetismo; la música de la obra era interpretada por un tañedor de cítara fuera del
escenario, pero los versos los cantaba yo. La función tuvo una buena acogida; más
tarde, voces autorizadas me contaron que estuve entre los máximos candidatos a la
corona y que no perdí por muchos votos. El premio fue para Aristódemo, que había
hecho una briosa interpretación de Áyax; tal vez algo adornada pero, no lo niego,
sólida en conjunto.
Si no me extiendo más sobre lo sucedido en esos días no es porque me
decepcionara no haber alcanzado la corona, pues me consideré afortunado de haber
llegado tan cerca de ella, sino porque inicié un pequeño amorío de esos que están
bien si uno no deja que le cieguen. Si hubiera sido otro quien estuviera en mi lugar,
yo habría sabido enseguida qué consejo darle. Pero, profundamente enamorado,
empecé a engañarme a mí mismo, a ver sólo lo que quería ver y a excusar todo lo
demás achacándolo a la despreocupación juvenil. Por eso, cuando mi Alcibíades del
ágora me dejó por un idiota adinerado que tenía un caballo de carreras y una casa en
el Cerámico, la reflexión de que había perdido la paz por algo que merecía la pena no
alivió mi amargura. Había sabido muy bien lo que sucedería, pero no había querido
verlo con tal de seguir gozando de sus cejas risueñas y de su dorada lozanía.
Aun así, en otro tiempo habría sabido tomarme el asunto a la ligera. Ahora era
incapaz de ello. Estaba en conflicto conmigo mismo. Y mientras seguí en aquel
estado, mientras desperdiciaba las horas preguntándome dónde estaría el muchacho o
haciendo planes para la siguiente cena, que siempre guardaba cierta amargura en la
copa, o meditando sobre el significado de una palabra o de una mirada (en una
palabra, mientras perdía el tiempo queriendo tocar la luna), la máscara de Apolo no
dejó de contemplarme con ojos vacíos. Una vez que el dios le concede el
conocimiento, uno no puede prescindir de éste; si lo intenta, el dios le hace sufrir. Me
Leí el mensaje dos veces. Algo se movió en el patio; era el caballo fresco del
correo que esperaba para llevar mi respuesta.
Cerré las contraventanas y me dejé caer en el lecho revuelto. La estancia olía a
melón, a vino y a sudor. La jarra estaba aún casi llena; alargué la mano para cogerla,
pero decidí no hacerlo. Beber no me ayudaría a pensar.
Los siracusanos utilizan el calendario dórico y me puse a calcular a qué mes de
los nuestros correspondía el karneios. Debía de ser el siguiente, nuestro matagitnión;
y para el noveno día quedaban unos quince, muy pocos para los ensayos.
¿Por qué se me había ocurrido volver a Sicilia?, me dije. En Atenas tenía mis
amigos y mi vida, sabía el terreno que pisaba. De entre mil actores dedicados a sus
propios asuntos, ¿por qué me había tocado a mí verme arrastrado en dos direcciones
opuestas y partido por la mitad? ¿Cuándo había pronunciado la palabra que me había
traído tan mala suerte? ¿A qué dios había ofendido?
A Dioniso no, pues allí estaba, por medio de su tocayo mortal, invitándome a
representarle en uno de los papeles de más brío de la tragedia clásica; no como un
dios que observaba a distancia sino como el personaje central de la acción. Pensé en
el joven Filanto, deteniéndose junto a todos aquellos altares con su pellizco de
incienso o su racimo de uvas. ¿Quién dice que los dioses no aprecian las ofrendas de
T an pronto regresé, visité a Filistos. Estuvo cordial, rápido y eficiente; sin duda,
había hecho de corego en incontables ocasiones y sabía de qué iba el asunto. El
secreto de mi trabajo para Dión debía haberse mantenido, pues fue una entrevista con
el patrocinador como muchas otras. Filistos estuvo muy correcto, sabedor de que
correspondía a su rango y a mi posición; no me importunó ni me vino con naderías, ni
trató de enseñarme mi oficio. Si se hubiera tratado de un desconocido en una ciudad
extraña, me habría vuelto a casa muy satisfecho. Sin embargo, en esta ocasión pensé
en lo fácil que debía de haberle resultado debilitar paulatinamente a Dión con la única
arma de que carecía éste: la habilidad para agradar a la gente que le resultaba útil y
por la que no sentía el menor interés.
El resto de la compañía me trataba como a la esposa del primogénito que por fin
le ha dado un varón. La noticia del correo les había llegado mientras yo meditaba
sobre el asunto en Helora. Menécrates me dijo que los otros dos casi se habían
postrado de rodillas para pedirle que intercediera por ellos ante mí; sin embargo,
como me conocía bien, se abstuvo de hacerlo. Cuando al fin les dije que actuaría,
dieron la impresión de unos hombres rescatados de las canteras. Tuve que ir a beber
con ellos, o no habríamos terminado nunca.
Tenía en mi mente una idea fija: era preciso que viera a Dión; no para
disculparme, pues no sólo no había roto ningún compromiso con él sino que incluso
le había asegurado que haría precisamente lo que estaba haciendo. Quería verle para
decirle que lamentaba contrariarle aunque fuera por el dios al que servía, y que en
todo lo demás seguía estando a su servicio. Sin embargo, no podía utilizar su nombre
para cruzar las puertas; si tenía algún trabajo secreto para mí, era lo último que debía
hacer. Podría haber visitado su casa a la salida de mi entrevista con Filistos, que
también vivía en la Ortigia, pero el corego me dio la impresión de estar rodeado de
espías y temí que pudiera hacerme seguir.
Estuve dos noches y un día trastornado con el asunto; entonces, fui llamado a
presencia de Dionisio.
Como la vez anterior, aquello podía servir a mi propósito. Debo reconocer,
Dioniso, con cuya máscara volvería a salir muy pronto. Pensé en el parlamento
inicial a la luz de las antorchas, anunciando venganza contra el hombre que había
prohibido mi culto. Dioniso, dios del teatro. Un prolegómeno perfecto… para esto.
Igual que cuando era un niño desnudo sobre un escudo troyano, deseé que un
terremoto se tragara la skēnē. Pero eso venía más tarde. Yo era un dios y sería yo
quien daría el pie para que se iniciara. Cuando caí en la cuenta de ello, me habría
sentado allí mismo y me habría echado a reír hasta que me cayeran las lágrimas.
Menécrates se acercó, profiriendo amenazas. Veneno por todas partes. ¿Qué sabe
él?, me pregunté.
T ranscurrió un año hasta que Dión tuvo ultimados los preparativos. Los
comentarios sobre el encuentro de Olimpia habrían cesado de no ser por los
rumores que se difundían subrepticiamente, como los brotes del áloe se esparcen bajo
tierra para surgir siempre donde menos se espera. Grecia estaba llena de exiliados
siracusanos, pues, entre padre e hijo, la tiranía llevaba instaurada casi medio siglo.
Estos exiliados estaban siendo tanteados. Ya ha pasado el tiempo suficiente para
poder confesar que yo mismo hice parte de ese trabajo. A veces se trataba de llevar
una carta a alguien importante, otras era sondear las opiniones de los exiliados de un
lugar. No vi apenas a Dión, pues, habitualmente, recogía mis informes Espeusipo. La
Academia estaba muy ocupada.
A Platón no le veía nunca salvo por casualidad, mientras iba y venía de mis
asuntos. Él me saludaba, pero no me preguntaba nunca por éstos. Su posición había
quedado clara para todo el mundo. Dión había sido agraviado; tenía derecho a exigir
satisfacción, y sus amigos, a apoyarle. Platón no hablaría en favor ni en contra de
ello. Su opinión sobre las contiendas civiles era la misma que había sostenido desde
su difícil juventud. Además, había sido el invitado por amistad de Dionisio, con todas
las obligaciones religiosas que ello conllevaba. Cuando la gente le recordaba los días
en el perímetro exterior de la Ortigia, él respondía que Dionisio no le había hecho
nada pese a tener en su mano quitarle la vida y estar enfadado con él. Las
obligaciones sagradas del vínculo entre los dos no habían sido violadas. Platón era
viejo; no podría portar un arma aunque hubiera tenido derecho a hacerlo. Por lo tanto,
tampoco haría la guerra con su lengua ni con su pluma (como a menudo debían
incitarle a hacer, supongo), pues lo consideraba una concesión propia de cobardes. Si
alguna vez los dos parientes podían ser reconciliados, su deber sería mediar entre
ellos, pues estaba vinculado a ambos.
Corinto, la ciudad madre, albergaba más fugitivos de Siracusa que ningún otro
lugar. La vida allí es muy cara, de modo que la mayoría de exiliados que se había
establecido en la región a lo largo de los años pertenecía a la aristocracia. Yo no tuve
contacto con ellos, sin embargo; el encargado de esta tarea era Megacles, el hermano
—¡O h, verdad
Nicérato! —exclamó Axiotea, la primera a quien se lo dije—, ¿de
vas a Sicilia? Aunque seas mi amigo del alma, casi te odio.
¿Dónde vas a actuar? Desde luego, no en Siracusa, mientras aún dure el asedio…
—En ninguna parte, que yo sepa. Por una vez, viajaré por placer. ¿Por qué no,
ahora que aún me quedan fuerzas?
—¿Fuerzas? ¿Después de estar con ese Diomedes de aspecto leonino? Me
avergüenzo de ti. ¿Irás con Tétalos?
—No. Está en Jonia; ahora tiene compañía y no quedará libre en varias semanas.
Me propongo viajar a Sicilia por mi cuenta. He visto iniciar esa empresa y me
gustaría estar allí cuando sea coronada.
Una vez pronunciada, me disgustó haber pronunciado esta palabra. Cuando un
actor trágico habla de coronas —en especial cuando acaba de conseguir una—, está
refiriéndose a algo trágico. Un poco más y habría pronunciado la palabra gafe; yo
siempre he sido muy cuidadoso con estas cosas y el desliz era impropio de mí.
Pregunté a Axiotea qué novedades había. Timónides aún se escribía con
Espeusipo, pero entre sus investigaciones, sus asuntos para la Academia y la
elaboración de los archivos de la campaña, estaba demasiado ocupado para que se le
viera en público y rara vez me tropecé con él. Axiotea me respondió que Timónides
había recibido carta del sobrino de Platón la semana anterior y no parecía haber
grandes cambios. Después añadió:
—Pero ahora no vemos todos los despachos. Antes se leían en voz alta. Aunque,
por supuesto, debe de haber menos que contar. Parece que ese tipo, Heráclides (ya
sabes que nunca ha sido uno de los nuestros), sigue dando quebraderos de cabeza.
¿Le conociste, Niko?
—Una sola vez, durante unos momentos. Le creía un simple buen soldado, pero
me equivocaba. Debería haber sido actor, pero no le querría en mi compañía. Seguro
que sería capaz de esconderle a uno la máscara y hacer una brillante improvisación
mientras uno la buscaba.
—¿Sabes qué hizo para recuperar el favor de los ciudadanos después de permitir
E stuve a punto de dar media vuelta y cabalgar sin descanso hasta Mesina para
embarcar rumbo a casa. En Leontinoi no debía de haber menos de tres hombres
por cada cama disponible y la idea de acudir a Siracusa me ponía enfermo. Sin
embargo, había hecho un largo viaje hasta allí. En Atenas, todo el mundo querría
saber las novedades y me tomarían por estúpido por haber escapado de aquella
manera. Además, le había anunciado mi llegada a Menécrates. Era de esperar que al
menos él habría sabido meterse en sus propios asuntos y no me vería obligado a
comer con un enemigo de Dión.
No obstante, al llegar a su puerta, el criado me informó de que su amo estaba en
Italia. Mi carta no había llegado a tiempo y permanecía sobre la mesa sin abrir; la
esposa y los hijos de Menécrates estaban en casa del padre de la mujer. Deseando una
vez más no haber emprendido el viaje, tan lleno de contratiempos, di una vuelta por
la Ciudad Nueva en busca de alojamiento. El criado me había dicho que le esperaba
pronto y decidí quedarme un tiempo con la esperanza de verle. El día era ventoso y
ya había tenido suficiente del mar.
La ciudad estaba más llena que nunca de grupos armados, pues cada uno de los
líderes elegidos en lugar de Dión tenía su propia facción. Sólo se habían aliado
brevemente en un interés común a todos ellos. Oí decir que, mientras le expulsaban
de la ciudad a pedradas, Dión había señalado con la mano hacia la Ortigia, cuyos
bastiones estaban poblados de hombres vigilantes, pero nadie le había hecho caso.
Encontré una posada limpia y tranquila y me acosté temprano. No obstante, tenía
suficiente en que pensar para mantenerme en vela y, cuando ya casi estaba dormido,
me perturbó el sonido de una mujer que lloraba en la habitación contigua. Estuve
escuchando un rato para ver si acudía alguien a consolarla, pero parecía estar
completamente sola. No era asunto mío si era una mujer de la casa o una hetaira;
había de ser una de ambas cosas, para estar sola allí. Si hubiera llorado abiertamente,
me habría molestado menos, pero su manera de acallar el sonido de sus gimoteos me
perturbó, impidiéndome conciliar el sueño. Aún había gente levantada; encontré a un
criado y le pregunté quién ocupaba la habitación. Un joven ateniense, me respondió.
A quel año estuve muy ocupado. A mi regreso, hube de escuchar lo que cada cual
había estado haciendo en mi ausencia. Tétalos, según me confesó, había tenido
una aventura con un joven en Corinto. No obstante, volvimos a encontrarnos con
alegría, nos perdonamos mutuamente y nos pasamos dos días charlando sin parar.
Siempre lo hacemos cuando hemos estado separados y el paso del tiempo no cambia
las cosas.
Se rumoreaba que yo había estado en misiones secretas en Sicilia, para haber
permanecido tanto tiempo allí. Mientras estaba fuera, Tétalos había entrado en la lista
de protagonistas y en las Dionisias, por primera vez, nos encontramos en compañías
rivales, él representando a Troilo y yo en el papel de Ulises. Los dos sabíamos que
cada cual lo haría lo mejor posible y que no habría lamentaciones entre nosotros. Ya
éramos maduros para tales tonterías. Me llevé el premio en una votación reñida;
pronto le llegaría el turno a él. En el banquete, nos quedamos tan absortos hablando
de técnica teatral (por fin, Tétalos había podido dirigir una obra y había conseguido
una producción espléndida), que nuestros amigos tuvieron que separarnos a la fuerza.
Casi se me había olvidado en honor de quién era la fiesta.
Decidimos hacer una pequeña gira juntos y fuimos a Éfeso. Es un placer salir de
gira con Tétalos una vez cada varios años; después, se necesita un par de éstos para
recobrar el aliento. Entre su trabajo y sus escapadas, los días están llenos y no queda
gran cosa de la noche. En su faceta de artista hace lo que se le antoja; en sus
aventuras siempre me pide consejos y se muestra tan agradecido como si hiciera caso
de ellos.
De vez en cuando nos llegaban noticias de Sicilia: que Dión seguía en el poder y
que Dionisio no había tratado de regresar, pese a ser profundamente detestado en la
Lócrida por su embrutecida ebriedad y por corromper a las muchachas de la región.
Los dos ejércitos seguían instalados en Siracusa; Dión había expulsado a los hombres
de Nipsos pero había conservado los restantes. La ciudad no había estado tan bien
defendida desde los tiempos de Dionisio el Viejo. Dión continuaba viviendo según la
regla casta y sencilla de Pitágoras.
HISTORIA
PLUTARCO:
Vidas de Dión y Timoleón.
PLATÓN:
Cartas. La República. El banquete.
DIODORO SÍCULO:
Historia, Libros XV y XVI.
GEORGE GROTE:
Historia de Grecia.
EL TEATRO
MARGARETE BIEBER:
The History of the Greek and Roman Theatre.
A. PICKARD-CAMBRIDGE:
The Dramatic Festivals of Athens.
T. B. L. WEBSTER:
Greek Theatre Production.
DEMÓSTENES:
«Discurso contra Esquines», Sobre la embajada.
ESQUINES:
Discursos. Sobre la embajada, «Réplica a Demóstenes». (Esquines era
un antiguo actor que se dedicó a la carrera política.)