Marco Didio Falco 19 - Alejandría - Lindsey Davis

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Incluso un informante romano tiene derecho a unas vacaciones, y si su esposa

procede de una familia aristocrática, no es de extrañar que escojan Egipto para


ampliar su cultura visitando alguna de las siete maravillas del mundo. Tal es el caso
de Marco Didio Falco, que se embarca con destino a Alejandría para contemplar el
Faro y la famosa biblioteca. Helena Justina quiere visitar las pirámides de Gizah y su
cuñado Aulo —se ha matriculado en un curso en el Museion— la «universidad»
alejandrina. Les acoge el hasta ahora innombrable tío Fulvio y todo parece ir como la
seda. Pero, cómo no, aparece un cadáver, un caso que resolver, y Falco tendrá que
sacar lo mejor de sí mismo para descubrir al asesino de turno.

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Lindsey Davis

Alejandría
La XIX novela de Marco Didio Falco
Marco Didio Falco - 19

ePub r1.2
orhi 16.06.2022

Página 3
Título original: Alexandria
Lindsey Davis, 2009
Traducción: Montse Batista
Diseño de portada: Redna G.

Editor digital: orhi


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Corrección de erratas: kraken61
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Para Michelle, con mi agradecimiento por ser una intrépida
compañera de viaje y guía, con mis disculpas por el choque cultural,
la tormenta de arena, el museo cerrado… y ese aeropuerto.

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Marco Didio Falco: apañador, viajero y dramaturgo.
Helena Justina: su culta esposa y planificadora de viajes.
Julia Junila, Sosia Favonia y Flavia Albia: sus distinguidos tesoros.
Aulo Camilo Eliano: hermano de Helena, un estudiante aplicado.
Fulvio: el enigmático tío de Falco, un negociador.
Casio: su pareja en la vida, un anfitrión maravilloso.
M. D. Favonio (alias Gémino): el padre de Falco, a quien se le ordenó que no
viniera.
Talía: una artista que lamentará haberlo traído.
Jasón: su pitón, una verdadera curiosidad.

EN EL PALACIO REAL
El prefecto de Alejandría y Egipto: de gran notoriedad (no hay constancia de su
nombre).
Una panda de niños ricos y cortos de luces.
Sus empleados administrativos: los típicos triunfadores.

LEGIONARIOS
Cayo Numerio Tenax: un centurión al que le tocan los trabajos delicados.
Mammio y Cotio: sus refuerzos, ávidos de gloria.
Tiberio y Tito: de servicio en el Faro, hastiados (no por mucho tiempo).

EN EL MUSEION DE ALEJANDRÍA
Fileto: el director del Museion, ¿elevado por sus méritos?
Teón: bibliotecario de la Gran Biblioteca, alicaído.
Timóstenes: de la Biblioteca del Serapeion, ansioso por ascender.
Filadelfio: el guarda del zoo, un seductor.
Apolófanes: el virtuoso director de filosofía, un adulador.
Zenón: Responsable del observatorio de astronomía.
Nicanor: director de estudios legales, honrado (¡por favor!).
Eácidas: un autor trágico seguro de sí mismo, tan bueno como cualquiera.
Chaereas y Chaeteas: ayudantes del zoo y del médico forense, gente de buena
familia.
Sobek: un cocodrilo del Nilo con muchas ganas de acción.
Nibytas: un viejo lector y apasionado de los libros dispuesto a morir por la
Biblioteca.

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Heras, hijo de Hermias: un estudiante sofista, no demasiado sensato.
Estudiantes: lo que cabría esperar.
Edemón: un médico empírico (purgas y laxantes).
Herón: un deus ex machina, el dios de las máquinas terrenal.

PERSONAJES PINTORESCOS ALEJANDRINOS


Roxana: una admirada viuda, corta de vista.
Psaesis: un porteador de literas (se merece un aumento).
Katutis: en la alcantarilla, contemplando las estrellas.
Petosiris: un director de funeraria (sabe dónde están los cuerpos).
Picazón y Sorbemocos: sus ayudantes (cosen a la gente).
Diógenes: un hombre ambicioso que se dedica al comercio.
Un fabricante de cajas: su adlátere.

Y ADEMÁS
El legendario catoblepas: no aparece, pero merece una mención.
El ñu: pura nostalgia.

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MAPAS

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EGIPTO

Primavera, año 77 d.

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I
Dicen que el Faro puede verse desde una distancia de treinta millas. De día no, de día
no se ve. De todos modos, el rumor sirvió para que los más jóvenes se estuvieran
callados mientras intentaban divisarlo desde la barandilla del barco en precario
equilibrio. Cuando viajéis con niños, tened siempre algún juego reservado para esos
últimos momentos conflictivos que se dan al término de una larga travesía.
Los adultos nos quedamos por allí cerca, arrebujados en capas para protegernos
de la brisa y listos para tirarnos al agua si las pequeñas Julia y Favonia se caían por la
borda. Para aumentar nuestra inquietud, veíamos cómo gran parte de la tripulación
intentaba con apremio averiguar dónde nos encontrábamos, mientras la nave se
aproximaba a la larga, llana y notoriamente monótona costa de Egipto, con sus
numerosos bancos de arena, corrientes, afloramientos rocosos, vientos
repentinamente cambiantes y una dificultadora ausencia de mojones. Éramos
pasajeros en un gran barco de carga que realizaba su primera y torpe travesía de la
temporada, y todo parecía indicar que durante el invierno todo el mundo se había
olvidado de cómo hacer este viaje. El adusto capitán realizaba desesperados sondeos
una y otra vez, y buscaba en las muestras de agua de mar el cieno que le indicara que
se hallaba cerca del Nilo. Puesto que el delta del Nilo era absolutamente enorme, yo
albergaba la esperanza de que no fuera tan mal navegante como para pasarlo de largo.
Nuestra salida de Rodas no me había llenado precisamente de confianza. Me pareció
oír que Poseidón, ese viejo y cáustico dios del mar, se reía a nuestra costa.
Las memorias ampulosas de cierto geógrafo griego habían proporcionado una
gran cantidad de información errónea a Helena Justina. Mi escéptica esposa y
planificadora del viaje consideraba que, incluso desde aquella distancia, no sólo podía
distinguirse el faro, que brillaba como una gran estrella confusa, sino que además
podía percibirse el olor de la ciudad que flotaba sobre las aguas. Ella juraba que
podía. Fuera cierto o no, como somos unos románticos, nos convencimos de que los
exóticos perfumes de aceite de loto, pétalos de rosa, nardo, bálsamo árabe, aceite de
mirra e incienso nos daban la bienvenida en el cálido océano… eso sí, junto con los
demás olores memorables de Alejandría: túnicas sudorosas y aguas residuales
desbordadas; por no hablar de alguna que otra vaca muerta que flotaba Nilo abajo.
Como romano que era, mi hermosa nariz detectaba las notas subyacentes más
recónditas de aquel perfume. Reconocía mi herencia. Iba totalmente equipado con el
viejo prejuicio de que todo lo que tuviera que ver con Egipto implicaba corrupción y
engaño.
Y tenía razón, por supuesto.
Finalmente, conseguimos sortear los traicioneros bajíos sin ningún percance y nos
dirigimos hacia lo que sólo podía ser la legendaria ciudad de Alejandría. El capitán
pareció aliviado de haberla encontrado, y tal vez sorprendido por su hábil pilotaje.
Nos fuimos acercando al enorme Faro, y el capitán empezó a buscar un espacio vacío

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para amarrar entre las miles de embarcaciones que se aglutinaban entre los malecones
del Puerto del Este. Contábamos con un práctico, pero señalar un trozo de muelle
libre era indigno de él. Se marchó en un bote y dejó que nos las arregláramos solos.
Nuestro barco estuvo un par de horas maniobrando lentamente de un lado a otro y, al
final, conseguimos hacernos un hueco con el método de amarrar de oído, arañando la
pintura de otras dos embarcaciones.
A Helena y a mí nos gusta pensar que somos unos buenos viajeros, pero somos
humanos y, como tales, estábamos cansados y tensos. Habíamos tardado seis días en
llegar desde Atenas vía Rodas tras la previa salida de Roma, que se había hecho
interminable. Teníamos donde alojarnos; íbamos a quedarnos con mi tío Fulvio y su
novio, pero no los conocíamos bien y estábamos preocupados por cómo íbamos a
encontrar su casa. Además, Helena y yo éramos dos personas instruidas. Conocíamos
nuestra historia. Así pues, cuando nos enfrentamos al desembarco, no pude evitar
hacer una broma sobre nuestra situación y la que vivió Pompeyo el Grande: a él lo
fueron a buscar a su trirreme para llevarlo a tierra a conocer al rey de Egipto, y en el
ínterin fue apuñalado por la espalda por un soldado romano a quien conocía,
asesinado delante de su esposa e hijos y luego decapitado.
Mi trabajo consiste en sopesar los riesgos y luego correrlos de todos modos. A
pesar de lo de Pompeyo, estaba totalmente resuelto a ser el primero en bajar por la
plancha cuando Helena me apartó de un empujón.
—No seas ridículo, Falco. Aquí nadie quiere tu cabeza… todavía. ¡Bajaré yo
primero! —dijo.

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II
Las ciudades extranjeras siempre parecen muy escandalosas. Puede que Roma sea
igual, pero al ser nuestro hogar nunca notamos el jaleo.
Me desperté gimiendo en una cama extraña: doblado bajo un cobertor poco
corriente confeccionado con una lana que no reconocí, y salido de una pesadilla en la
que mi cuerpo parecía seguir meciéndose en el barco que nos había traído, me
encontré con una luz y un ruido inquietantes. Al moverme, un insecto sumamente
raro levantó el vuelo de debajo de mi oreja izquierda. En el exterior, en las calles, se
alzaron unas voces nerviosas que atravesaron los endebles postigos con pestillo que
no pude cerrar la noche anterior cuando llegamos, pues estaba demasiado exhausto
para resolver los enigmas incomprensibles de aquellos herrajes de puertas y ventanas
desconocidos para mí. Había bromeado un poco diciendo que una esfinge alada
griega nos había sometido a una prueba a vida o muerte, y mi ingeniosa compañera
había señalado que en aquellos momentos nos encontrábamos en el territorio de la
esfinge egipcia con cuerpo de león. No se me había ocurrido pensar que hubiera
alguna diferencia.
¡Por Júpiter atronador! Los habitantes de aquel nuevo lugar conversaban a voz en
cuello, enzarzados en ásperas y largas discusiones sin sentido, aunque, cuando miré
fuera con la esperanza de ver una pelea con cuchillos, lo único que estaban haciendo
todos era encogerse de hombros con indiferencia y alejarse tranquilamente con las
hogazas de pan bajo el brazo. El volumen de los sonidos de la calle parecía absurdo.
Unas campanas innecesarias repicaban sin propósito. Incluso los asnos eran más
ruidosos que en Roma.
Volví a echarme en la cama. El tío Fulvio había dicho que podíamos dormir
cuanto quisiéramos. Pues bueno, eso no evitó el traqueteo de las criadas, que no
paraban de subir y bajar por las escaleras de piedra. Una de ellas llegó incluso a
irrumpir en la habitación para ver si ya nos habíamos levantado. En lugar de retirarse
con discreción, se quedó allí de pie con su túnica informe y sus sandalias, sonriendo
con burla.
—¡No digas nada! —masculló Helena contra mi hombro, aunque me pareció que
apretaba los dientes.
Cuando la criada o esclava se marchó, estuve un rato despotricando sobre las
muchas humillaciones repugnantes que se les imponen a los viajeros inocentes por
medio de la enojosa frase: «¡Recuerda que somos invitados, querido!».
No seáis nunca invitados. Puede que la hospitalidad sea la tradición social más
noble de Grecia y Roma, y posiblemente también de Egipto, pero se la podéis meter
por la axila sudada a cualquier pariente servicial que quiera mataros de aburrimiento
con sus historias del ejército, al mismísimo viejo amigo de vuestro padre que espera
despertar vuestro interés en su nuevo invento o a quienquiera que sea el peligro
público que os haya invitado a compartir su inconveniente casa en el extranjero.

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Pagad vuestra estancia en una mansio honesta, proteged vuestra integridad y
mantened el derecho a gritar: ¡Vete al diablo!
—Estamos en Oriente —dijo Helena para tranquilizarme—. Dicen que el ritmo
de vida es distinto.
—Siempre hay una buena excusa para la horrible incompetencia de los
extranjeros.
—No te amargues —Helena se dio la vuelta, se acurrucó entre mis brazos y, una
vez más, se puso cómoda y se quedó grogui.
A mí se me ocurrió una idea mejor que dormir.
—Estamos en Oriente —murmuré—. Las camas son blandas, el clima templado y
agradable; las mujeres son sinuosas, los hombres están obsesionados con la lujuria…
—No me lo digas, Marco Didio…, quieres añadir una nueva entrada en tu lista de
«Ciudades en las que he hecho el amor», ¿no?
—Siempre me lees el pensamiento, señora.
—Es muy fácil —insinuó Helena con crueldad—. Nunca cambia.
Así era la vida. Estábamos en Oriente. No teníamos ningún asunto que nos
apremiara y el desayuno seguiría sirviéndose durante toda la mañana.

***
Conocía las disposiciones para el desayuno porque Fulvio me lo había explicado.
Como hombre con un pasado del que nunca hablaba y que se dedicaba a negocios que
llevaba con misterio, mi tío por parte de madre tenía tendencia a ser lacónico (a
diferencia del resto de nuestra familia), de manera que impartía información esencial
con absoluta claridad. Las normas de su casa eran pocas y civilizadas: «Haced lo que
queráis, pero no llaméis la atención de los militares. Llegad a tiempo para la cena.
Los perros no deben subirse a los divanes de lectura. Los niños menores de siete años
tienen que estar acostados antes de que empiece la cena. Toda fornicación se llevará a
cabo en silencio». Pues eso sí que constituía un reto. Helena y yo éramos unos
amantes entusiastas; me moría por ver si eso era posible.
Habíamos dejado a mi perro en Roma, pero teníamos dos niñas menores de siete
años: Julia, que estaba a punto de cumplir cinco, y Favonia, que tenía dos. Había
prometido que serían unas huéspedes ejemplares y, como al llegar estaban
profundamente dormidas, nadie tenía aún conocimiento de lo contrario. También
venía con nosotros Albia, mi hija adoptiva, quien probablemente tuviera alrededor de
diecisiete años y, por consiguiente, unas veces asistía a las comidas formales como
una adulta muy tímida y otras se iba furiosa a su habitación con cara de pocos
amigos, llevándose con ella todos los dulces de la casa. La habíamos encontrado en
Britania. Algún día sería un encanto. O, al menos, eso nos decíamos.
Albia constituía un elemento fijo y éste era el segundo viaje importante que
realizaba con nosotros. El hermano de Helena, Aulo, fue una incorporación
inesperada a mi grupo. Podía ser una cruz cuando quería, cosa frecuente dado que era

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un tipo brusco y desagradable. Aulo Camilo Eliano, el mayor de los dos hermanos de
Helena, había trabajado como ayudante mío en Roma antes de que le diera por
marcharse a Atenas a estudiar derecho cuando (por cuarta o quinta vez, que yo sepa)
quedó deslumbrado al encontrar su «verdadera» vocación. Igual que ocurría con
todos los estudiantes, en cuanto su familia creyó que por fin iba a sentar la cabeza en
una universidad prestigiosa y sumamente cara, un pajarito le dijo al joven que la
enseñanza era mejor en otra. O en todo caso, que se celebraban mejores fiestas y
existía la posibilidad de mejorar la vida amorosa de uno. Cuando fuimos a hacerle
una visita el mes pasado, se sumó de gorra a nuestra travesía diciendo que deseaba
ardientemente estudiar en el Museion de Alejandría. Yo no dije nada. Era su padre el
que pagaría por ello. El senador, un hombre tolerante y diligente, no tendría más
remedio que sentirse agradecido por el hecho de que Aulo no hubiera expresado —de
momento— el deseo de convertirse en gladiador, falsificador de arte o escritor de
poesías épicas de diez rollos.
Fulvio no podía saber que llevaría conmigo al gandul de mi cuñado, pero al resto
sí nos esperaba. El hermano de mi madre, el más complicado de un trío de chiflados,
el que hace años era el tío Fulvio, se escapó de casa para unirse al culto de Cibeles en
Asia Menor. Después de aquello, no se le vio durante dos décadas bien buenas,
durante las cuales se le conoció como «ése del que nadie habla nunca», aunque por
supuesto siempre era objeto de fervientes discusiones en las reuniones familiares
cuando ya se había ingerido bastante vino y la gente empezaba a insultar a los
miembros ausentes. Crecí al lado de muchas tías refinadas que masticaban sin dientes
los panecillos al tiempo que especulaban sobre si Fulvio se había castrado con un
pedernal, como se suponía que hacían los devotos.
Hace un año, en Ostia, nos encontramos de nuevo. En aquella misión me
acompañó también todo el cortejo, de modo que Fulvio ya sabía que iba con toda una
tribu. Su reaparición en Italia fue toda una sorpresa para todos. Por aquel entonces, se
dedicaba a actividades en el extranjero que resultaban sospechosas y que, por lo visto,
continuaba llevando ahora que vivía en Egipto. Como se trataba de Fulvio, no se
había molestado en explicar por qué se había mudado allí. En Ostia, tanto él como su
compinche Casio mostraron cierta inclinación por Helena; al menos había sido a ella
a quien la pareja brindó una invitación para alojarse en su casa de Alejandría. Sabían
que ella quería ver las pirámides y el Faro. Al igual que yo, Helena Justina tenía listas
mentales; como turista metódica que era, aspiraba a ver las Siete Maravillas del
Mundo. Tenía numerosos objetivos y ambiciones; para ser hija de un senador, dichas
ambiciones eran extravagantemente culturales, motivo por el cual —bromeaba ella—
se había casado conmigo. Habíamos visitado Olimpia y Atenas en un viaje a Grecia
el año anterior. Y, en la ruta hacia Egipto, habíamos incluido Rodas.
—¿Y cómo estaba el querido Coloso? —preguntó Fulvio cuando nos reunimos
con él en la azotea de su casa. Allí, en efecto, se estaba sirviendo el desayuno

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prometido y, a juzgar por las migas que había en el mantel, había sido así durante al
menos las últimas tres horas.
—Se desmoronó con un terremoto, pero los pedazos rotos son espectaculares.
—Es una monada…, ¿no te parece adorable un hombre con unos muslos de casi
diez metros?
—Bueno, Marco ya es bastante musculoso para mi gusto… Muchas gracias por
invitarnos, Fulvio, ¡esto es divino! —Helena sabía cómo zafarse de una charla
grosera de un solo puñetazo.
Fulvio se dejó llevar. Aquella figura barrigona vestida con un inmaculado atuendo
romano —largo hasta los tobillos y todo de blanco— era uno de esos expatriados
irritables que no creían en aquello de intentar integrarse. En el extranjero vestía toga
incluso en ocasiones en las que en Roma ni se le habría ocurrido molestarse. El único
indicio de su lado exótico era su enorme anillo de camafeo.
Mirando hacia el mar, en dirección norte, Helena contemplaba el espectáculo que
ofrecían aquellas maravillosas vistas marinas, que bullían bajo un cálido cielo azul.
Mi astuto tío se las había arreglado para adquirir una casa en la zona del Brucheion,
el que antaño fuera el distrito real y que seguía siendo el lugar más espléndido y
solicitado para vivir. Ahora que los incestuosos y regios Ptolomeos habían sido
relegados al olvido a patadas por nosotros, los romanos —quienes limpiamos
hábilmente el mundo de rivales—, dicho distrito era aún más deseable para las
personas de buen gusto. Ya habíamos vislumbrado sus atractivos atmosféricos a
nuestra llegada, la noche anterior, pues Alejandría era el centro de una enorme
industria de fabricación de lámparas; aquí las calles estaban maravillosamente
iluminadas de noche, a diferencia de todas las demás ciudades en las que Helena y yo
habíamos vivido —Corduba, Londinium, Palmira—, e incluso de nuestra querida
Roma, donde los ladrones apagaban de inmediato cualquier lámpara que se colgara.
Nuestro barco había atracado muy cerca de la casa de mi tío. Era poco probable
que la suerte siguiera sonriéndonos. Tras más de diez años como informante
investigador, esperaba que la Fortuna me diera patadas y no caricias. No obstante,
habíamos logrado encontrar un guía digno de confianza que aseguraba que, aunque
pareciera increíble, los ciudadanos de Alejandría eran muy amables con los
extranjeros; yo tenía mis dudas al respecto. Nací y crecí en una ciudad, la mejor del
mundo, y sabía que todas las ciudades compartían la misma actitud: lo único
admirable de los extranjeros es la inocencia con la que se separan de su dinero de
viaje. Fuera como fuese, con ayuda del guía habíamos encontrado la casa con tanta
rapidez que lo único que vimos fue que Alejandría era una ciudad expansiva,
exorbitantemente cara y griega hasta la médula en su estilo.
Helena seguía impartiendo sus pequeñas lecciones culturales. Por consiguiente,
supe que Alejandro Magno había llegado a esta zona más o menos al término de sus
aventuras conquistadoras; al parecer, encontró un puñado de chozas de pescadores
que se pudrían junto a un lago de agua dulce y se dio cuenta del potencial que tenía el

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lugar. Iba a construir un poderoso puerto para dominar el extremo oriental del
Mediterráneo, donde los ancladeros seguros eran escasos y se hallaban muy distantes
unos de otros. Uno no se pasa años dando palizas a las ciudades famosas del mundo
sin adquirir una noción de lo que impresionará a los visitantes… y de lo que
perdurará. Sin embargo, Alejandro tenía las ideas muy claras. Si vas a fundar un lugar
nuevo y a ponerle tu propia etiqueta, lo haces bien.
—Lo diseñó todo él mismo.
—Bueno, no te conviertes en el general más grande de la historia a menos que
sepas que nunca debes fiarte de tus subordinados.
—Por lo visto —me informó Helena—, no había traído tiza o, puesto que llevaba
la cartera llena de mapas de Mesopotamia, no quedaba espacio suficiente. De modo
que un cortesano obsequioso le dijo que en lugar de eso utilizara harina de alubias
para marcar el plano de la ciudad. Se tomó infinitas molestias en la alineación, pues
quería que los vientos refrescantes y saludables del mar llegaran a toda la ciudad…
Se llaman vientos etesios, por cierto…
—Gracias, querida.
—Entonces, cuando Alejandro hubo terminado, una enorme nube oscura de
pájaros se alzó del lago Mareotis y éstos devoraron toda la harina. Los libros dicen —
Helena tenía el ceño fruncido— que los adivinos convencieron a Alejandro de que se
trataba de un buen augurio.
—¿No estás de acuerdo? —yo también estaba ocupado devorando… el
despliegue de pan, dátiles, aceitunas y queso de cabra que nos había proporcionado el
tío Fulvio.
—Obviamente, Marco. Si los pájaros se habían comido las marcas, ¿cómo llegó a
construirse la magnífica cuadrícula griega de calles?
—¿No aceptas el mito y la magia, Helena? —preguntó mi tío.
—No puedo creer que Alejandro Magno se dejara enredar por un atajo de
adivinos.
—Elegiste una esposa sumamente pedante —comentó Fulvio mirándome.
—Me eligió ella a mí. En cuanto puso de manifiesto sus opiniones, su noble padre
la entregó sin dilación. Esto quizá tendría que haberme preocupado. De todos modos,
su atención a los detalles resulta útil cuando trabajamos. —Disfrutaba haciendo
alusión a nuestro trabajo. Mantenía alerta al tío Fulvio. A ese viejo farsante le gustaba
dar a entender que estaba involucrado en negocios secretos para el gobierno. Yo
también había aceptado tareas como agente imperial y, sin embargo, nunca había
encontrado a ningún funcionario que supiera de la existencia de aquel tío mío—. El
trabajo de informante requiere escepticismo, así como unas buenas botas y un
elevado presupuesto para gastos, ¿no te parece, tío Fulvio? —Él se puso en pie de un
salto.
—¡Marco, hijo, no puedo quedarme aquí sentado charlando! Casio cuidará de ti.
Anda por aquí, por alguna parte; ¡a él le gusta el jaleo y le encanta la vida hogareña!

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Esta noche vamos a servir algo muy especial…, espero que os guste. La cena va a ser
en vuestro honor y he invitado al bibliotecario.

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III
En cuanto Fulvio se hubo alejado con brío y ya no pudo oírnos, Helena y yo
refunfuñamos. Todavía estábamos agotados tras el viaje y habíamos albergado la
esperanza de poder retirarnos temprano aquella noche. Lo último que queríamos era
que nos hicieran desfilar como trofeos romanos frente a algún dignatario de
provincias indiferente.
No me entiendan mal. A mí me encantan las provincias. Nos proveen de artículos
de lujo, esclavos, especias, sedas, ideas curiosas y gente a la que despreciar. Egipto
envía al menos un tercio del suministro anual de grano a Roma, además de médicos,
mármol, papiro y animales exóticos que serán sacrificados en la arena, así como
fabulosos artículos de importación de zonas remotas de África, Arabia y la India.
También proporciona un destino turístico que, incluso teniendo en cuenta a Grecia,
no tiene parangón. Ningún romano sabe lo que es bueno hasta que no ha grabado su
nombre indeleblemente en una eterna columna faraónica, ha visitado un burdel de
Canope y contraído una de las horribles enfermedades que han llevado a Alejandría a
dar unos profesionales de la medicina de fama mundial. Algunos visitantes pagan por
la emoción adicional de montar en camello. Nosotros podíamos prescindir de ello.
Habíamos estado en Siria y Libia. Ya sabíamos que estar cerca de un camello que
escupe es una experiencia repugnante y una de las causas por las que todos esos
médicos seguían en el negocio.
—Fulvio está entusiasmado de tenernos aquí. —Helena era la parte buena y
amable de nuestra asociación.
Yo me aferré al rencor.
—No. Es un esnob arribista. Algún motivo tendrá para congraciarse con este
escarabajo de los rollos; nos está utilizando de excusa.
—Tal vez Fulvio y el bibliotecario son unos buenos amigos que echan unas
partidas a juegos de tablero todos los viernes, Marco.
—¿Y eso dónde deja a Casio?
***
No tardamos en descubrir dónde estaba Casio: en una calurosa cocina del sótano,
en plena organización de los menús y muy nervioso. Tenía a toda una cohorte de
empleados desconcertados trabajando para él, y en algunos casos contra él. Casio
tenía las ideas muy claras sobre cómo dar una fiesta y sus métodos no tenían nada
que ver con los egipcios. Yo creía que Fulvio quizá lo hubiera conocido retozando
con los adoradores de Cibeles en las costas aún más salvajes de Asia Menor, por lo
que me sorprendió la eficiencia con la que abordaba un banquete en triclinios.
—Deberíamos contar con nueve divanes, para ser ceremoniosos, pero voy a
conformarme con siete. Fulvio y yo no somos partidarios de ofrecer invitaciones en
los alrededores de los baños sólo para completar el número de invitados. Atraes a

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pelmazos gordos sin moralidad que vomitarán en tu peristilo. Huelga decir que nunca
te devuelven la invitación… Pensaba que tu padre iba a estar aquí contigo, Falco.
—¿Escribió para deciros eso? ¡De ninguna manera, Casio! Sí que propuso
importunarnos con su presencia, pero le dejé bien claro a ese viejo zorro que tenía
prohibido venir por aquí.
Casio se rió tal como se ríe la gente cuando no creen que hables en serio. Lo
fulminé con la mirada. Mi padre y yo habíamos pasado separados la mitad de mi vida
y ésa era la mitad que me gustaba. Trabajaba en la compraventa de antigüedades, en
la especialidad en que «antiguo» significa «montado ayer por un bizco de Brucia».
Mi padre, que tenía mucha labia, podía hacer que lo de «procedencia dudosa»
pareciera una virtud. Cualquier cosa que le compraras sería una falsificación, pero tan
ostensiblemente cara que nunca podrías reconocer que te timó. Apuesto a que
mientras te llevaras el objeto a casa se le caería un asa.
—¡Lo digo en serio, no va a venir! —declaré. Helena soltó un resoplido. Casio se
rió de nuevo.
Pese a su cabello cano, aquel hombre tenía una complexión robusta; iba a hacer
pesas dos veces por semana. Se suponía que si alguna vez Fulvio se metía en
problemas, Casio lo sacaría de ellos por medio de la fuerza, aunque yo ya había visto
a ese guardaespaldas en acción y no tenía ninguna fe en él. Era un tipo apuesto, unos
quince años más joven que mi tío, quien debía de tener diez años más que mis padres;
según esto, Fulvio debía de tener los setenta bien cumplidos y Casio cerca de sesenta.
Afirmaban que llevaban un cuarto de siglo juntos. Mi madre, que siempre estaba al
tanto de los asuntos privados de los demás, juraba que su hermano era un solitario
que nunca se había establecido. Esto no hacía otra cosa que demostrar lo esquivo que
podía ser Fulvio. Por una vez, mamá se equivocaba. Fulvio y Casio tenían anécdotas
que se remontaban en el tiempo e incluían varias provincias. No había duda de que
Casio se exaltaba por las recetas de sus canapés como un hombre que se hubiera
pasado años sufriendo crisis nerviosas con cada fiesta que había celebrado. Su
proceder era muy meticuloso, y él disfrutaba con ganas.
Helena se ofreció para ayudar, pero Casio nos mandó a hacer turismo.
***
En cuanto pusimos el pie en la calle, el habitual lugareño que sabe que han
llegado extranjeros se levantó de un salto de la alcantarilla en la que estaba esperando
pacientemente. No éramos tan tontos como para contratar a un guía para visitar los
lugares de interés. Lo apartamos a empujones y nos alejamos con brío. El hombre se
quedó tan sorprendido que tardó unos momentos en recuperar la compostura y
maldecirnos, cosa que hizo mediante un siniestro rezongo en un idioma desconocido.
Aquel hombre iba a estar allí cada día. Yo ya conocía las reglas. Al final me
ablandaría y le permitiría que nos llevara a alguna parte. Haría que nos
extraviáramos; yo perdería los estribos; mi actitud desagradable lo convencería de

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que los extranjeros eran unos fanfarrones gritones e insensibles, y dentro de un par de
siglos, el odio acumulado a raíz de incidentes como aquél llevaría a una sanguinaria
revuelta. Yo sería parte de la causa, lo sé, pero únicamente porque había querido
pasar una o dos horas caminando sin rumbo fijo de la mano de mi esposa por una
nueva ciudad.
Al menos aquel día nos escapamos los dos solos. Aulo debía de haberse levantado
al amanecer y se había ido a pie al Museion para intentar convencer a las autoridades
académicas de que era un alumno digno. Si a los estudiantes se les permitía el acceso
por tener padres ricos, Aulo apenas estaría cualificado. Si se requería cerebro, la cosa
se complicaba más aún. Albia estaba enfurruñada porque Aulo había salido sin ella.
Nuestras dos hijas pequeñas también nos rechazaron; habían descubierto el lugar por
donde andaban los sirvientes, a la espera de niñitas monas con túnicas a juego que
pasaran por allí por casualidad en busca de pastelillos de pasas.
A mí me parecía estupendo que Aulo se hiciera el intelectual. Él quería obtener el
prestigio de decir que había estudiado en Alejandría, y a mí no me vendría nada mal
tener a un agente infiltrado en la biblioteca. Si no lograba abrirse camino por sus
propios medios, tendría que arreglarlo yo con el prefecto, pero nuestra tapadera
quedaría mejor si Aulo llegaba a poner los pies bajo las mesas de lectura por sus
propios méritos. Además, odio a los prefectos. Suplicar favores oficiales nunca me
resulta bien.
Egipto se había mantenido como un joyero personal para los emperadores ya
desde que Octavio —quien posteriormente adoptó el nombre de Augusto— acabó
con las ambiciones de Antonio en la batalla de Actio. Desde entonces, los
emperadores se aferraban con obstinación a esta rutilante provincia. Otras están
gobernadas por ex cónsules, pero Egipto no. Todos los emperadores mandan a sus
propios hombres de confianza para que dirijan el lugar —personas de rango ecuestre,
con frecuencia ex esclavos de palacio—, y su tarea consiste en desviar sus ricos
recursos directamente a las arcas imperiales. Los senadores tienen oficialmente
prohibido poner el pie en el barro del Nilo, no sea que adquieran ideas impropias y
empiecen a conspirar. Mientras tanto, el cargo de prefecto de Egipto se ha convertido
en un trabajo codiciado para los funcionarios de rango medio, sólo por detrás de la
dirección de la Guardia Pretoriana. Estos hombres podían ser pesos pesados de la
política. Hace ocho años, fue un prefecto de Egipto, Julio Alejandro, el primero que
aclamó a Vespasiano como emperador; luego, mientras Vespasiano se las ingeniaba
para ganar su ascenso al trono, brindó su zona de influencia en Alejandría.
Yo estaba en contra de los emperadores, quienesquiera que fueran, pero tenía que
trabajar. Aunque era un informante privado, de vez en cuando desempeñaba misiones
imperiales, sobre todo cuando éstas contribuían a financiar viajes al extranjero. Me
había dirigido hasta Egipto en una «visita familiar», pero ésta encerraba la
oportunidad de hacer un trabajo para el jefe. Helena lo sabía, naturalmente, y también
Aulo, quien me ayudaría con ello. De lo que no estaba seguro era de si Vespasiano se

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había molestado en informar al actual prefecto de que se me había encargado una
misión de carácter informal.
Digamos que la reunión de aquella noche con el bibliotecario resultaba un tanto
temprana para mi conveniencia. Por lo general, me gusta hacerme una idea de la
investigación por mí mismo antes de meterme con los protagonistas.

***
No obstante, lo primero era el turismo: Alejandría era una ciudad hermosa. Estaba
tan magníficamente diseñada que, a su lado, Roma parecía haber sido fundada por
pastores… y así había sido, por cierto. La Vía Sacra, que serpenteaba hacia el Foro
Romano con hierba entre sus irregulares adoquines de piedra, era como un sendero de
cabras comparado con la elegante calle Canope. El resto no era mejor. Roma nunca
había contado con una red formal de vías públicas, y no sólo por el hecho de que las
Siete Colinas estén en medio. Los romanos no aceptan órdenes en lo referente a
cuestiones domésticas. Dudo que ni siquiera Alejandro de Macedonia pudiera decirle
a un batidor de cobre del Esquilino cómo tenía que orientar su taller; seria prestarse a
que el heroico macedonio recibiera un fuerte martillazo en la cabeza.
Helena y yo deambulamos cuanto pudimos por aquella noble ciudad, sobre todo
teniendo en cuenta que yo me convertí en un visitante admirador malhumorado y que
ella estaba embarazada de cuatro o cinco meses, otra razón por la cual habíamos
aceptado rápidamente la invitación de mi tío. Vinimos en cuanto se inició la
temporada de navegación del año. Helena no tardaría en perder la movilidad, nuestras
madres insistirían en que se quedara en casa y, si lo dejábamos para después del
nacimiento, entonces habría —así lo esperábamos— otro bebé con el que andar a
cuestas. Con dos crías ya era suficiente, y el hecho de poder dejarlas en casa de un
pariente resultaba de gran ayuda. Esta podría ser la última vez que fuera factible
hacer turismo en los próximos diez o veinte años, de modo que nos lanzamos a ello.
Alejandría tiene dos calles principales, ambas de unos sesenta metros de ancho.
Sí, lo habéis leído bien: eran lo bastante anchas como para que un gran conquistador
hiciera marchar a todo su ejército antes de que las multitudes se tostaran al sol, o
como para que hiciera desfilar una columna de varios carros de guerra en fondo
mientras charlaba con sus famosos generales, que ocupaban sus propias cuadrigas.
Revestida de mármol en toda su longitud, la calle Canope era la más larga, con la
Puerta de la Luna en su extremo occidental y la Puerta del Sol al este. Nosotros
alcanzamos dicha calle más o menos en la mitad, desde donde las puertas no serían
más que unos puntos distantes si pudiéramos ver más allá de los remolinos de gente.
La calle Canope atravesaba el distrito real y se cruzaba con la calle del Soma,
llamada así por la tumba a la que había sido trasladado el cuerpo embalsamado de
Alejandro Magno después de que lo mataran las heridas, el cansancio y la bebida. Sus
herederos lucharon por la posesión de sus restos; el primero de los Ptolomeos robó el
cadáver y lo trajo aquí para dar renombre a Alejandría.

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Si la tumba de Alejandro nos resultaba bastante familiar era porque Augusto la
copió para su propio mausoleo, con los cipreses plantados en sus terrazas circulares y
todo. La de Alejandro era considerablemente mayor, uno de los edificios más altos
del centro de la ciudad.
Como es lógico suponer, entramos y examinamos el famoso cuerpo cubierto de
oro que yacía en un ataúd traslúcido. Actualmente, la tapa del ataúd está sellada,
aunque los guardias debieron de facilitar el acceso a Augusto tras la batalla de Actio
porque, cuando ese réprobo fingió presentarle sus respetos, le partió un trozo de la
nariz a Alejandro. Lo único que pudimos distinguir fue el perfil borroso del héroe.
Más que de paneles de cristal, el ataúd parecía estar hecho de sábanas de esa cosa
llamada talco. En cualquier caso, le hacía falta un buen cepillado. Generaciones de
papamoscas habían dejado las marcas de los dedos y había entrado polvo de arena
por todas partes. Dado que para entonces el insigne cadáver ya tenía casi
cuatrocientos años, no nos quejamos por no poder establecer un contacto más
cercano.
Helena y yo tuvimos una ingeniosa discusión sobre por qué a Octavio, sobrino
nieto de Julio César, se le había antojado destruir el mejor rasgo de Alejandro, esa
nariz tan maravillosamente plasmada en las elegantes estatuas de su servicial escultor,
Lisipo.
Es cierto que Octavio Augusto era un hombre engreído y detestable, pero muchos
patricios romanos poseen estos mismos defectos y no se dedican a atacar cadáveres.
—Una payasada —explicó Helena—. Todos los generales juntos. Uno de la
pandilla. «Puede que seas Magno…, ¡pero te puedo retorcer la nariz!». «Vaya, mirad;
se le ha quedado en la mano a Octavio César…». «Deprisa, deprisa, volved a
pegársela y esperemos que nadie lo note». —Sin amilanarse por las convenciones, mi
amada se acercó todo lo que pudo a la bóveda opaca e intentó ver si los
conservadores habían vuelto a encolar la nariz.
Nos pidieron que circuláramos.
***
El Soma era tan sólo uno de los elementos del grandioso complejo del Museion.
Había un templo dedicado a las Musas en una enorme zona de jardines formales,
dentro de los cuales se alzaban unos edificios grandísimos consagrados a la búsqueda
de la ciencia y las artes. Había también un zoo, pero preferimos dejarlo para otro día
en que pudiéramos traer a las niñas. También albergaba la legendaria biblioteca y
otros hermosos lugares en los que los alumnos vivían y comían.
—Libre de impuestos —dijo Helena—. Eso siempre es un incentivo para los
intelectuales.
Yo todavía no estaba preparado para explorar aquel templo del saber. Nos
refrescamos paseando por entre las terrazas umbrosas y los ornamentos acuáticos,
admirando los ibis que, parecidos a las cigüeñas, sumergían sus picos curvos en los

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elegantes canales donde los lotos de un azul intenso se balanceaban levemente. Cogí
un capullo que se estaba abriendo para obsequiar a Helena; su perfume era exquisito.
Poco más tarde, decidimos acercarnos al mar. Fuimos a parar al extremo del
estrecho paso elevado que unía la isla de Faros con la costa. Dicho paso recibía el
nombre de Heptastadio porque su longitud era de siete estadios griegos —a ojo,
calculé que serían aproximadamente unos mil doscientos metros—, más de lo que nos
apetecía afrontar aquel día. Desde los muelles del Puerto del Este o Gran Puerto,
teníamos una buena vista del Faro. El día anterior, cuando arribamos, nos habíamos
aproximado demasiado a él, de manera que al levantar la vista resultó imposible verlo
como era debido. Entonces pudimos apreciar que se alzaba en un espolón de la isla,
dentro de un recinto decorativo.
Su altura total era de aproximadamente unos ciento cuarenta metros. Se trataba de
la estructura artificial más alta del mundo, y tenía tres pisos: unos enormes cimientos
cuadrados que sostenían un elegante octógono sobre el que, a su vez, descansaba una
redonda torre linterna rematada por una gran estatua de Poseidón. El faro de Ostia, en
Italia, se había construido siguiendo el mismo diseño, pero tuve que admitir que no
era más que una mala imitación.
Una parte de la isla de Faros, junto con el heptastadio, formaba un gran brazo en
torno al Gran Puerto. En el lado de la costa en el que nos encontrábamos, había varios
embarcaderos, algunos de los cuales circundaban atracaderos seguros. A nuestra
derecha, a lo lejos, cerca de la casa de Fulvio en la que nos alojábamos, otro
promontorio llamado Lochias completaba el círculo. Sabíamos que en esta famosa
península se encontraban muchos de los viejos palacios reales, lo que antaño fuera
guarida de Ptolomeos y Cleopatras. Ellos habían tenido un puerto privado y una isla
privada a la que llamaron Antirrhodus porque sus magníficos monumentos
rivalizaban con los de Rodas.
La parte principal de la isla de Faros daba la vuelta en dirección contraria,
formando así el dique que protegía el Puerto del Oeste. Este era aún mayor que el
Gran Puerto y era conocido como el puerto de Eunostos, con su ensenada interior
Kibotos, todo ello supuestamente obra del hombre. Por detrás de nosotros, allí donde
no nos alcanzaba la vista y al otro lado de la ciudad, estaba el lago Mareotis, una
extensión de agua interior donde aún más muelles y amarraderos servían para la
exportación de papiros y otros artículos que se producían en los alrededores del lago.
Para los romanos, todo aquello resultaba impresionante.
—¡Estamos tan acostumbrados a pensar que Roma es el centro del mundo
comercial! —se maravilló Helena.
—No resulta difícil darse cuenta de por qué Alejandría fue capaz de representar
semejante amenaza. Supongamos que Cleopatra y Antonio hubieran ganado la batalla
de Actio. Ahora, podríamos estar viviendo en una provincia del Imperio Egipcio,
donde Roma no sería más que un insignificante lugar atrasado en el que unos nativos
incultos ataviados con burdas prendas autóctonas se empeñarían en hablar latín en

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lugar de griego helénico —me estremecí—. Los turistas evitarían visitar nuestra
ciudad, resueltos en cambio a estudiar la curiosa civilización de los antiguos etruscos.
Lo único que tendrían que decir sobre Roma es que los campesinos son groseros, la
comida asquerosa y que las condiciones sanitarias apestan.
Helena se rió tontamente.
—Las madres advertirían a sus sugestionables hijas que los italianos quizá fueran
apuestos, pero que las dejarían embarazadas y luego se negarían a abandonar sus
huertas de la Campania.
—¡Ni aunque el tío de la chica le ofreciera al tipo en cuestión un buen trabajo en
una fábrica de papiros!
Cuando ya regresábamos a casa, pasamos junto a un emporio absolutamente
enorme que hacía que el almacén central de Roma pareciera una colección de
tenderetes de coles. Junto a los muelles, encontramos también el Caesarium de
Cleopatra. Dicho monumento a Julio César, que entonces todavía se hallaba
inacabado, se había convertido en el refugio donde la reina levantó a un Marco
Antonio herido para que muriera en sus brazos, después de que intentara suicidarse
en su propio retiro, otro monumento impresionante junto al puerto llamado
Timonium. Más tarde, el Caesarium sería escenario del suicidio de la propia
Cleopatra, cuando ésta arrebató al satisfecho Octavio la esperanza de exhibirla en la
ceremonia de su Triunfo. Aunque sólo fuera por eso, ya me caía bien esa chica.
Lamentablemente, Octavio convirtió el Caesarium en un santuario para su espantosa
familia, que lo echó a perder. El lugar estaba custodiado por dos enormes obeliscos
antiguos de granito rojo que, según nos contaron, habían traído de algún otro lugar de
Egipto. Era una de las ventajas de esta provincia. El lugar estaba plagado de exóticos
ornamentos de exterior. Si aquellos obeliscos no hubieran pesado toneladas, sin duda
Augusto los hubiera embarcado y llevado a Roma. Estaban suplicando ser utilizados
como elementos de paisajismo moderno.
Contemplamos el Caesarium y sentimos la punzada de hallarnos al lado de la
historia. (Creedme, se parece muchísimo a la punzada que notas cuando te mueres
por sentarte un rato y beberte un vaso de agua fresca). Encontramos una esfinge
gigante, contra cuya zarpa de león apenas pudimos apoyarnos, puesto que unos
guardias nos echaron enseguida. Helena trató por todos los medios de dejar bien claro
que el halo de misterio que rodeaba a Cleopatra no derivaba de su belleza, sino de su
ingenio, su vivacidad y sus vastos conocimientos intelectuales.
—No me decepciones. Nosotros los hombres nos la imaginamos rebotando sobre
almohadas de satén perfumadas, salvajemente desinhibida.
—Es que a los generales romanos les gusta pensar que han seducido a una mujer
inteligente. Luego pueden engañarse diciendo que lo han hecho por su propio bien —
se burló Helena.
—Cualquier cosa un poco menos frígida que la típica esposa de un general les
hubiera parecido algo sensacional a César y Antonio. Una hora con Cleo lanzando su

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cetro hacia el techo y haciendo eróticas volteretas hacia atrás sin duda pasaría de una
manera muy agradable.
—Y la Reina del Nilo podría estimular sus fantasías a la vez que hacía alarde de
haber estudiado filosofía natural y de su fluidez en lenguas extranjeras.
—La habilidad lingüística no era la clase de gusto pervertidillo a que me refería,
Helena.
—¿No? ¿Ni siquiera para gritar «¡Más! ¡Más, César!» en siete idiomas?
Nos fuimos a casa a descansar. Aquella noche nos iba a hacer falta energía.
Teníamos que soportar una cena formal con un dignatario. Eso no era nada. Antes de
que empezara, según las reglas de la casa de mi tío, teníamos que convencer a Julia y
Favonia para que se fueran a la cama mucho más temprano de lo que ellas querían…
y para que se quedaran allí, claro.

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IV
Casio se había entregado en cuerpo y alma a la velada. Casi todo salió bien. La
decoración y algunos de los platos eran magníficos.
Sirvió pescado a la parrilla con salsa alejandrina. Aunque Casio lo veía como un
cumplido a Egipto, mi opinión era que a cualquier invitado del lugar le parecería sin
duda que la receta no estaba a la altura de la preciada versión de su madre. Casio
estaba pidiendo a gritos que lo informaran de que, actualmente, las ciruelas
damascenas deshuesadas eran un tópico, y de que toda la gente importante utilizaba
pasas de Corinto en sus salsas… Por otro lado, Casio comentó en voz baja que no
hubiera podido adiestrar a los cocineros a tiempo para elaborar una buena receta
romana. Tenía miedo de que el jefe repostero lo acuchillara si le pedía que lo
intentara. Peor todavía, sospechaba que el hombre había intuido la posibilidad de que
le pidieran que cambiara su repertorio, y quizá ya hubiera envenenado los buñuelos
de miel. Le sugerí a Casio que se comiera uno para comprobarlo.
Finalmente, el bibliotecario hizo acto de presencia, aunque llegaba tarde.
Tuvimos que soportar el nerviosismo de Fulvio durante una hora, pues ya estaba
convencido de que lo habían desairado. Llegado el momento, mientras el hombre se
quitaba los zapatos y lo ponían cómodo, Fulvio nos quiso hacer creer que llegar tarde
era una costumbre del lugar, un cumplido que implicaba que el invitado se sentía tan
a gusto que tenía la sensación de que el tiempo no tenía importancia… o alguna
majadería por el estilo. Vi que Albia lo miraba fijamente con unos ojos como platos;
ya se había asustado al ver el atuendo de mi tío, que llevaba una de esas prendas
holgadas para las grandes cenas, de ésas que llaman «síntesis», confeccionada en
gasa de un vivo color azafrán. Al menos el bibliotecario le había traído a Fulvio un
tarro de higos en conserva a modo de obsequio, lo cual solucionaría el problema del
postre si Casio caía redondo después de probar los buñuelos.
El hombre se llamaba Teón. A primera vista parecía aceptable, pero iba vestido
con una ropa que debería haber llevado a la lavandería por lo menos quince días
atrás. Nunca habían sido unas prendas elegantes. El hombre lucía una barba rala y
descuidada, y su túnica de diario colgaba sobre su cuerpo enjuto como si nunca
comiera como es debido. O le pagaban tan poco que no podía vivir de acuerdo con su
honorable posición, o era dejado por naturaleza. Puesto que yo, a mi vez, soy cínico
por naturaleza, supuse esto último.
En la cena, Casio nos colgó a todos unas guirnaldas especiales y, a continuación,
nos indicó dónde debíamos sentarnos. Por su proceder, todo estaba delicadamente
estudiado. La intención era que hubiera tres platos formales, aunque el servicio tenía
curiosidad y la distinción no quedó muy clara. Con todo, entablamos conversación
con diligencia siguiendo los turnos correctos: el aperitivo se dedicó al tema del viaje
de mi grupo. Helena, que hacía de nuestra portavoz, nos ofreció una graciosa
alocución sobre el tiempo, el capitán del barco mercenario y nuestra parada en

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Rodas… destacando la observación de los gigantescos pedazos del Coloso caído y de
la estructura de piedra y metal que lo hubiera sostenido eternamente en pie de no ser
por el terremoto.
—¿Aquí sufrís muchos terremotos? —preguntó Albia al tío Fulvio en un griego
sumamente esmerado. Estaba aprendiendo el idioma y tenía instrucciones de
practicarlo. Nadie diría que en otro tiempo esta pulcra y seria joven había
deambulado por las calles de Londinium siendo una golfilla que podía espetar
«¡Piérdete, pervertido!» en más idiomas de los que Cleopatra hablaba con elegancia.
Como padres adoptivos, nos sentíamos orgullosos de ella.
Helena había creado un manual de conversación para nuestra hija adoptiva que
incluía la pregunta con la que Albia se había lanzado con dulzura para romper el
hielo. Yo agasajé a los presentes con más ejemplos.
—La siguiente frase continúa con el tema volcánico: «Por favor, disculpa que mi
esposo se haya tirado un pedo durante la cena; tiene una dispensa del emperador
Claudio». Una nota a pie nos recuerda que es cierto; todo romano disfruta de ese
privilegio por cortesía de nuestro frecuentemente vilipendiado ex emperador. Si
deificaron a Claudio, fue por un buen motivo.
Albia logró devolver el decoro a la conversación.
—Mi frase favorita es: «Ayúdame, por favor; mi esclavo ha expirado de una
insolación en la basílica».
Helena sonrió.
—Pues yo estaba particularmente orgullosa de: «¿Podrías decirme dónde hay un
boticario que venda callicidas baratos?», que tiene una continuación: «Si necesito
alguna otra cosa de naturaleza más delicada, ¿puedo confiar en su discreción?».
El tío Fulvio hizo gala de un inesperado buen humor e informó a Albia con frases
pronunciadas lentamente:
—Sí, en este país hay terremotos, aunque por fortuna la mayor parte de ellos son
leves.
—¿Causan muchos daños, si se puede saber?
—Siempre cabe esa posibilidad. Sin embargo, esta ciudad lleva existiendo
cuatrocientos años sin ningún percance… —Albia tenía problemas con los números
griegos, y empezó a entrarle el pánico. El bibliotecario había estado escuchando con
expresión inescrutable.
Cuando llegaron los primeros platos, cambiamos de tema, por supuesto. Yo me
concentré educadamente en las cuestiones locales. Apenas había comentado si se
esperaba mucho calor durante nuestra estancia, cuando Aulo me interrumpió y se
puso a explicar cómo le había ido aquella mañana en el Museion. Aulo podía llegar a
ser muy grosero. Ahora el bibliotecario supondría que lo habían invitado para poder
suplicarle una plaza para Aulo.
Teón fulminó con la mirada al aspirante a estudioso. No debió de impresionarle lo
que vio: un tipo malhumorado y agresivo de veintiocho años, que hacía tiempo que

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tendría que haberse cortado el pelo y, con tan pocos modales, que cualquiera podía
darse cuenta de por qué no había seguido los pasos de su padre en el Senado. Sin
embargo, nadie imaginaría que Aulo había pasado un período rutinario como tribuno
en el ejército, e incluso un año en la oficina del gobernador en la Hispania Bética. En
Atenas, se había dejado una barba como la de los filósofos griegos. A Helena le
aterrorizaba que su madre se enterara. Ningún romano honesto lleva barba. El acceso
a buenas navajas de afeitar es lo que nos distingue de los bárbaros.
—Las decisiones sobre las admisiones las toma el Museion… no está en mis
manos —advirtió Teón.
—Oh, la cosa no va por ahí, querido huésped. Utilicé mi encanto —dijo Aulo con
una sonrisa triunfal—. Me aceptaron enseguida.
—¡Por el Olimpo! —se me escapó—. ¡Menuda sorpresa!
Teón pareció pensar lo mismo.
—¿Y tú a qué te dedicas, Falco? ¿Has venido por la educación o por el comercio?
—Sólo es un viaje para visitar a la familia y dedicar un tiempo moderado a visitar
los lugares de interés.
—Mi sobrino y su esposa son unos viajeros intrépidos —terció el tío Fulvio con
una sonrisa radiante. Él tampoco se quedaba atrás a la hora de hacer turismo, aunque
no había salido del Mediterráneo, mientras que yo había estado en zonas más
remotas: Britania, Hispania, Germania, la Galia… Mi tío se estremecería con sólo
pensar en todas esas lúgubres provincias con su abundante presencia de legionarios y
ausencia de influencia griega—. Y sus actividades guardan relación con asuntos
imperiales, ¿eh, Marco? Y he oído que te dedicaste al Censo hace no demasiado
tiempo, ¿verdad? Falco está muy bien considerado, Teón. Bueno, sobrino, cuéntanos,
¿quién va a ser objeto esta vez de una penetrante auditoría?
Si Casio no estuviera colocado entre nosotros en su diván, le hubiese dado un
puntapié a Fulvio. Es típico que los parientes hablen más de la cuenta. Hasta ese
punto el bibliotecario nos había visto como los habituales extranjeros poco leídos que
querían ver las pirámides. Por supuesto, ahora su mirada se agudizó.
Helena le sirvió un poco de cerdo «con dos rellenos» y lo resolvió con eficiencia:
—Mi esposo es informante, Teón. Sí que es cierto que hace dos años llevó a cabo
una investigación especial sobre la evasión del Censo, pero su trabajo en Roma
consiste principalmente en comprobar los antecedentes de las futuras parejas para el
matrimonio. La gente tiene una percepción equivocada de lo que hace Falco, aunque
de hecho su labor es comercial y rutinaria.
—Los informantes nunca suscitan simpatías —comentó Teón no del todo con
sorna.
Me limpié los dedos pegajosos en la servilleta.
—La fama se hereda. Habrás oído hablar de hombres deshonestos entre mis
colegas de profesión que, en el pasado, informaban a Nerón sobre la fortuna de sus
ciudadanos para que éste los llevara a juicio con acusaciones falsas, de modo que

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pudiera quedarse con sus posesiones. Los informantes, por supuesto, sacaban tajada
de todo ello. Vespasiano puso fin a ese chanchullo…, y no es que yo haya tenido nada
que ver en dicho asunto. Hoy en día todo son cuestiones de poca monta. Impugnar
herencias para viudas esperanzadas o ir a la caza de socios fugitivos de pequeños
negocios cargados de deudas. Ayudo a los ciudadanos a evitar algún mal trago que
otro; sin embargo, para el mundo en general mi trabajo sigue teniendo la misma
fragancia que un sumidero obstruido.
—¿Y qué haces para el emperador? —El bibliotecario no iba a dejarlo correr.
—La gente está en lo cierto. Desatasco obstrucciones tóxicas.
—¿Eso requiere habilidad?
—Sólo unos hombros fuertes y saber cuándo aguantar la respiración.
—Marco está siendo modesto. —Helena era mi mejor seguidora. Le guiñé un ojo
con picardía, dando a entender que si nuestros divanes estuvieran juntos le hubiera
dado un apretón. Eso iba en contra de las convenciones sociales, pero a mí no me
preocupan esas minucias. Helena vestía de rojo oscuro, un color que le proporcionaba
un brillo seductor, y llevaba un collar de oro. Se lo había comprado yo después de
una misión particularmente rentable—. Es un investigador de primera con unas
habilidades excepcionales. Trabaja con rapidez, discreción e inquebrantable
humanidad. —«Y es un pulpo», me dijeron sus ojos oscuros desde el otro extremo del
semicírculo de divanes.
Mandé más mensajes oculares privados a Helena. Teón se había dado cuenta de
que pasaba algo, pero aún no había averiguado que se trataba de simple lascivia.
—La noble Helena Justina no sólo es mi esposa, sino que además es mi contable,
gerente y publicista. ¡Si Helena decide que necesitas un agente de investigación, con
buenas referencias y precios asequibles, te arrancará un corretaje, Teón!
Entonces Helena nos dirigió una radiante sonrisa a todos.
—¡Este mes no, cariño! ¡Estamos de vacaciones en Egipto!
—¡Pero Argos, el que todo lo ve, nunca duerme! —Ahora fue Aulo quien abrió
de nuevo el pastel con aire pomposo. Estaba rodeado de idiotas. Nadie tenía la más
mínima idea de lo que era la discreción… bueno, exceptuando a Casio, que estaba tan
agotado por sus esfuerzos de todo el día que se había quedado dormido con la barbilla
apoyada en el antebrazo. Un antebrazo sumamente peludo que sobresalía de unas
vestiduras de manga ancha de diseño africano.
—Una alusión a los clásicos, ¿eh? —Helena le dio unos golpes en broma a su
hermano con el extremo de una cuchara para el marisco—. Marco prometió que sería
todo mío. Ha venido aquí a pasar unos días conmigo y con las pequeñas.
Me puse a comer de mi cuenco con cara de inocente tesoro doméstico.
Entonces, Helena dio un brusco pero hábil viraje y empezó una charla educada
sobre la Gran Biblioteca. Teón parecía estar dispuesto a ignorar a Helena. Me honró
con una queja profesional:

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—Debes de pensar que la Biblioteca es la institución más importante de la ciudad,
Falco, pero a efectos administrativos cuenta menos que el observatorio, el laboratorio
médico… ¡e incluso que el zoo! Tendrían que agasajarme y en cambio me acosan a
cada momento mientras que a otros les tratan con deferencia. Por tradición, el
director del Museion es un sacerdote, no un erudito. No obstante, él incluye en su
título «Jefe de las Bibliotecas Unidas de Alejandría», en tanto que yo, que estoy a
cargo de la colección de conocimientos más famosa del mundo, soy simplemente su
conservador y tengo menos importancia que él. ¿Y por qué el Faro, una simple fogata
en lo alto de una torre, goza de tanta fama cuando la biblioteca es la verdadera
almenara, una almenara de la civilización?
—En efecto —Helena le siguió la corriente, haciendo a su vez caso omiso de su
intento de ignorar a las mujeres—. La Gran Biblioteca, Megale Biblotheca, debería
ser una de las Maravillas del Mundo. He leído que Ptolomeo Soter, que fue el
primero que empezó a fundar un centro de erudición universal en este lugar, decidió
reunir no sólo literatura helénica, sino «todos los libros de los pueblos del mundo».
No reparó en gastos ni en esfuerzos. —Estaba claro que la investigación de Helena no
impresionó a Teón. A las mujeres no se les permitía estudiar en su biblioteca, y tuve
la impresión de que rara vez se mezclaba con ellas. Era dudoso que estuviera casado.
Los intentos de adulación por parte de Helena se toparon con una expresión abatida,
malhumorada y grosera. Era un hombre difícil. Helena, probablemente desesperada,
hizo sonar un montón de pulseras y planteó una pregunta obvia—. Dime, ¿cuántos
rollos tenéis?
Fue como si el bibliotecario hubiera mordido un grano de pimienta. Palideció y se
atragantó. Fulvio tuvo que darle unas palmadas en la espalda. El alboroto despertó a
Casio de su cabezada, de manera que Teón también le ofreció una mirada de reproche
como si la culpa fuera de la comida. Casio se sumó a la conversación como si no se
hubiera dormido y dijo entre dientes:
—¡Por lo que se oye sobre la famosa biblioteca, los gorrones de los eruditos
tienen una espantosa falta de moralidad, y todo el personal está tan descorazonado
que han estado a punto de rendirse! —Era la primera vez que veía al compañero de
mi tío revelar su lado dispéptico. Todas las cenas son iguales.
Entonces, en el preciso momento en que Aulo obligaba al bibliotecario a beberse
una taza de agua —agarrándolo de una forma que indicaba que de verdad nuestro
chico había estado en el ejército—, aparecieron dos figuritas descalzas y patéticas en
la puerta: Julia y Favonia con los ojos desorbitados, berreando porque se habían
despertado solas en una casa extraña.
El tío Fulvio gruñó. Helena y Albia se pusieron de pie de un salto y salieron a
toda prisa de la habitación para llevarse a las niñas de vuelta a la cama. Albia tendría
que haberse quedado con ellas. Cuando Helena regresó al comedor, ya habían servido
el tercer plato y los esclavos se habían retirado. Los hombres habíamos intensificado
el ritmo de nuestra ingestión de vino, y estábamos hablando de carreras de caballos.

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V
Sorprendentemente, el tema de los caballos era el que mejor dominaba el
bibliotecario. Aulo y yo nos las apañamos bastante bien, en tanto que Fulvio y Casio
hablaron de competiciones legendarias en las que participaban bestias nobles en
hipódromos internacionales, utilizando anécdotas llenas de color y en ocasiones
subidas de tono.
Helena confiscó para sí la jarra de vino para olvidar que éramos unos pelmazos
del deporte. Los hombres romanos llevaban a sus esposas a las cenas con
magnanimidad, pero ello no significaba que nos molestáramos en hablar con ellas.
Sin embargo, Helena no iba a tolerar ser postergada a las dependencias de las mujeres
como una buena esposa griega, dejando que su hombre saliera para que una
juerguista profesional lo entretuviera. Antes que yo, ya había tenido un esposo que
intentó ir por libre; le entregó una notificación de divorcio.
Nosotros formábamos un equipo: ella se abstuvo de darme la lata y, al terminar la
cena, la busqué, la encontré enterrada debajo de un montón de cojines y me la llevé a
la cama. Sé desnudar a una mujer que dice tener demasiado sueño. Cualquiera puede
ver dónde están los botones de las mangas. Helena estaba lo bastante sobria como
para moverse pesadamente en las direcciones adecuadas.
Simplemente, le gustaba la atención; para mí también fue muy divertido.
Dejé su vestido rojo extendido con cuidado sobre un arcón y puse encima los
pendientes y demás. Luego, arrojé mi túnica sobre un taburete, y me metí en la cama
al lado de Helena, pensando en lo bueno que sería levantarse tarde al día siguiente,
antes de otro de los pausados desayunos de mi tío que duraban toda la mañana en su
azotea delicadamente soleada. Después, tal vez, ahora que ya lo conocía, pudiera ir a
molestar a Teón fisgoneando por su biblioteca y pidiéndole que me enseñara el
funcionamiento del sistema de catálogo…
No hubo suerte. Primero nuestras hijas descubrieron dónde estaba nuestra
habitación. Como todavía se sentían abandonadas, se aseguraron de hacérnoslo saber.
Nos despertaron dos duros proyectiles de artillería humana que cayeron en picado
sobre nuestros cuerpos tendidos y que luego se arrebujaron entre los dos. No sé por
qué, habíamos tenido unas niñas con cabeza de hierro y unos pies de conejo que
propinaban unas patadas fuertes y rápidas.
—¿Por qué no tenéis una niñera que cuide de ellas? —había preguntado el tío
Fulvio con genuino desconcierto. Yo le había explicado que la última esclava que
compré para dicho propósito se encontró con que Julia y Favonia le daban tantísimo
trabajo que anunció que sólo aceptaría ser nuestra cocinera. Esto aumentó su
incomprensión. Fulvio tendría que haberlo sabido todo sobre el caos familiar; creció
en la misma familia de locos que mi madre. Por lo visto, su cerebro había borrado el
sufrimiento. Quizás el mío también lo hiciera algún día.
El próximo horror fue un desayuno agitado.

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Acabábamos de dejarnos caer bajo la pérgola, cuando oímos unos fuertes pasos
que subían ruidosamente por las escaleras. Me di cuenta de que se avecinaban
problemas. Fulvio también pareció reconocer unas botas militares. Dado que las
normas de su casa eran firmes en cuanto a no atraer este tipo de atención, la rapidez
con la que reaccionó fue sorprendente. Se levantó como pudo con la intención de
llevar a los recién llegados abajo, a algún lugar más privado, pero tras su noche de
jolgorio fue demasiado lento. Tres hombres entraron en la azotea pisando fuerte.
—¡Mmm…, soldados! —murmuró Helena—. ¿En qué has estado metido, Fulvio?
Por lo que recordaba de las comprobaciones rutinarias que había hecho antes de
salir de Roma, en Egipto había dos legiones, aunque se suponía que ejercían el
control con mano blanda. El hecho de tener un prefecto en Alejandría implicaba que
hubiera tropas destinadas aquí de forma permanente para demostrar que el hombre
iba en serio. Actualmente, las tropas que no estaban en el interior ocupaban un fuerte
doble en Nicópolis, el nuevo suburbio romano que Augusto había construido en el
lado este. Desde un punto de vista geográfico, el fuerte estaba mal situado, justo al
norte de una provincia larga y estrecha cuando los forajidos se encontraban mucho
más al sur, explotando los puertos del Mar Rojo, y las incursiones fronterizas desde
Etiopía y Nubia ocurrían aún más lejos. Y lo peor de todo era que, durante las
crecidas del Nilo, Nicópolis sólo era accesible en batea. Aun así, el populacho
alejandrino tenía fama de pendenciero. Resultaba útil tener a las tropas cerca para que
se encargaran de ello, y el prefecto podía sentirse importante yendo de un lado a otro
con una escolta armada.
Al parecer, la milicia también llevaba a cabo ciertos servicios para garantizar el
cumplimiento de la ley que en Roma hubieran recaído en los vigiles. Así pues, en
lugar del equivalente de mi amigo Petronio Longo, recibimos la visita de un
centurión y dos adláteres. Antes de que dijeran lo que querían, mi tío adoptó el
aspecto de un mozo de cuadra travieso. Corrió para llevarse al centurión a su
estudio… aunque los soldados fingieron considerar que era más discreto que ellos se
quedaran en la azotea para vigilarnos a nosotros. Habían visto la comida, claro está.
¡Buena treta, nobles soldados rasos! Inmediatamente, les pregunté sobre lo que
les había inducido a molestar a mi tío.
Tuvieron el mérito de mostrarse recatados… durante cinco minutos enteros.
Helena Justina no tardó en ablandarlos. Rellenó unos panecillos recién hechos con
rodajas de salchicha para ellos, mientras Albia les pasaba unos cuencos con
aceitunas. No ha nacido soldado que pueda resistirse a una chica de diecisiete años
muy educada, con el cabello limpio y delicados collares de cuentas; debió de
recordarles a las hermanas pequeñas que habían dejado en casa.
—Y bien, ¿cuál es el gran misterio? —les pregunté con una amplia sonrisa.
Se llamaban Mammio y Cotio, una prolongada ventolera con la hebilla del
cinturón rota y un tarro pequeño de grasa de cerdo al que le faltaba el pañuelo del

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cuello. Se movieron, incómodos, pero entre bocado y bocado del desayuno me lo
contaron, indefectiblemente.
Aquella mañana habían estado en el despacho de Teón, el bibliotecario. En su
mesa de trabajo había una guirnalda de rosas, vincas y hojas verdes, la guirnalda con
la que Casio nos había engalanado a todos la noche anterior en la cena. Dicha
guirnalda era un encargo especial sobre el que Casio había sido meticuloso,
seleccionando personalmente el surtido de hojas y el estilo. El adorno había
conducido a su centurión hasta la florista que lo había confeccionado, y ésta acusó a
Casio y les dio la dirección del lugar donde entregó los adornos. Egipto era una
provincia burocrática, por lo que en algún registro figuraba que la casa estaba
alquilada por el tío Fulvio.
—¿Qué le pasaba a Teón?
—Estaba muerto.
—¿Muerto? ¡Pero si no probó ninguno de los pastelillos envenenados del
repostero! —Helena se rió mirando a Albia. Los soldados se pusieron nerviosos y
fingieron no haberla oído.
—¿Asesinato? —pregunté con indiferencia.
—Sin comentarios —anunció Mammio con gran formalidad.
—¿Eso significa que no os lo dijeron o que no llegasteis a ver el cuerpo?
—No lo vimos —juró Cotio en tono de superioridad moral.
—Claro, los chicos buenos no quieren andar por ahí mirando cadáveres. Podría
ser que os marearais… ¿Y por qué llamaron al ejército? ¿Es lo habitual?
Según nos informaron los muchachos (bajando la voz), fue porque el despacho de
Teón estaba cerrado con llave. Habían tenido que echar la puerta abajo. No había
llave, ni en su puerta ni en su persona, ni en ningún otro lugar de la habitación. La
Gran Biblioteca estaba llena de matemáticos y demás eruditos a los que el alboroto
atrajo ruidosamente; dichas mentes brillantes dedujeron que había sido otra persona
la que había encerrado dentro a Teón. Anunciaron su descubrimiento a voz en grito, a
la usanza del mundo académico. Corrió el rumor de que las circunstancias eran
sospechosas.
Los matemáticos habían querido resolver el enigma de la habitación cerrada por
sí mismos, pero un estudiante de filosofía envidioso que creía en el orden cívico dio
parte a la oficina del prefecto.
—¡Ese chivato debió de corretear hasta allí con toda la rapidez de sus
piernecillas! —Como soldados que eran, a mis informadores les fascinaba el hecho
de que alguien quisiera involucrar a las autoridades de manera voluntaria.
—Quizás el estudiante quiera trabajar en la administración cuando tenga un
empleo de verdad, y cree que con ello mejorará su perfil —se burló Helena.
—O tal vez lo único que pasa es que es un soplón asqueroso.
—¡Ah, eso no le impide entrar en la administración gubernamental! —me di
cuenta de que Mammio y Cotio consideraban a Helena una mujer sumamente

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fascinante. Eran unos chicos perspicaces.
La cuestión es que el soplón nos había metido en una buena. En aquel momento,
el centurión le estaba ordenando a Fulvio que sacara el menú de la noche anterior y
confirmara si alguno de nosotros había sufrido efectos adversos. Mi tío sería
interrogado sobre si Casio o él tenían alguna cuenta pendiente con Teón.
—Como sois visitantes en la ciudad, seguro que vosotros sois los primeros
sospechosos, por supuesto —admitieron los soldados con franqueza—. Cuando se
comete algún delito, el hecho de que podamos decir que hemos arrestado a un grupo
de extranjeros sospechosos contribuye a la confianza pública.

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VI
Dejé que Helena y Albia mantuvieran ocupados a los soldados y bajé al estudio de mi
tío. Encontré calmados a Fulvio y Casio. Este último estaba un poco colorado, pero
sólo porque se habían puesto en entredicho sus dotes de anfitrión. Fulvio estaba suave
como la pasta de ajo machacado. Interesante: ¿acaso estos viejos muchachos habían
tenido que responder ante la burocracia en otras ocasiones? Actuaban conjuntamente
y tenían una colección de trucos. Sabían el de sentarse muy separados para que el
centurión no pudiera mirarlos a los dos al mismo tiempo. Dijeron cuánto lo sentían y
fingieron estar ansiosos por ayudar. Habían pedido que les subieran unos pastelillos
de pasas muy pegajosos, que al centurión le costaba comer mientras intentaba
concentrarse.
Me hicieron señas para que me marchara, como si no hubiera ningún problema.
Me quedé.
—Soy Didio Falco. Puede que tenga un interés profesional.
—Ah, sí —dijo el centurión, no sin esfuerzo—. Tu tío me ha estado explicando
quién eres.
—¡Vaya, bien hecho, tío Fulvio! —Me pregunté cómo me habría descrito;
probablemente como el apañador del emperador, pues dicha insinuación les
proporcionaría inmunidad a Casio y a él. El centurión no parecía impresionado, pero
dejó que me entrometiera. Era un hombre de unos cuarenta años, avezado a la lucha y
perfectamente capaz de encargarse de aquello. Se había olvidado de ponerse las
grebas cuando lo llamaron a toda prisa, pero por lo demás era un hombre elegante,
bien afeitado, pulcro… y parecía observador. Ahora tenía a tres romanos fingiendo
que eran ciudadanos influyentes y tratando de desconcertarle, pero él mantuvo la
calma.
—Dinos, ¿cómo te llamas, centurión?
—Cayo Numerio Tenax.
—¿A qué unidad perteneces, Tenax?
—A la Tercera Cirenaica. —Reclutada en el norte de África, el territorio que se
extendía a continuación de aquél en el que nos encontrábamos. No se acostumbraba a
emplazar a las tropas en su provincia natal, por si acaso eran demasiado leales a sus
primos y vecinos. De modo que la otra legión de Nicópolis era la Vigésimo Segunda
Deiotariana: gálatas a los que se les dio el nombre de un rey que había sido un aliado
romano. Debían de pasarse mucho tiempo deletreándoselo a los extranjeros. Los
cirenaicos probablemente los miraran y se mofaran de ellos.
Hice el discursito para ganarme su amistad:
—Mi hermano estuvo en la Decimoquinta Apolinaris…, estuvo destinado aquí
durante un breve período, antes de que Tito los reclutara para la campaña en Judea.
Festo murió en Betel. Oí decir que, después, volvieron a traer a la Decimoquinta,
pero temporalmente.

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—Se superaban las necesidades —confirmó Tenax. Siguió mostrándose cortés,
pero la vieja cantinela de camaradería no lo engañó—. La mandaron a Capadocia,
creo.
Sonreí abiertamente.
—¡Mi hermano pensaría que de una buena se había librado!
—¿Acaso no lo pensaríamos todos? Tendríamos que ir a tomar un trago —
propuso Tenax, que hizo el esfuerzo, aunque probablemente no lo decía en serio. Por
suerte no me preguntó dónde había servido yo, o en qué legión; si le hubiese
mencionado la deshonrada Segunda Augusta y la espantosa Britania, se habría
quedado helado. En aquel momento no le presioné, pero tenía intención de aceptar su
amable ofrecimiento.
Me callé y dejé que Tenax llevara la voz cantante. Parecía competente. Yo hubiera
empezado averiguando de qué conocía Fulvio a Teón, pero, o bien ya lo habían
contemplado, o Tenax suponía que cualquier extranjero con la posición que tenía mi
tío automáticamente se movía en esos círculos. Lo cual implicaba la pregunta: ¿qué
posición? ¿Quién creía el centurión que eran mi astuto tío y su musculoso
compañero? Probablemente ellos dijeron que «mercaderes». Sabía que se dedicaban a
procurar arte de lujo a entendidos; allí en Italia mi padre tenía su mano larga metida
en ello. Sin embargo, Fulvio era también un negociador oficial de grano y otros
artículos, y abastecía a la flota de Rávena. Todo el mundo sabía que los factores de
grano también hacían de espías para el gobierno.
Tenax optó por empezar preguntando a qué hora nos dejó Teón anoche. Después
de algunos razonamientos, calculamos que no era tarde.
—Mis jóvenes invitados todavía estaban cansados del viaje —se mofó Fulvio—.
Terminamos a una hora razonable. Teón habría tenido tiempo de volver a la
biblioteca. Era un terrible esclavo del trabajo.
—La responsabilidad de su posición hacía presa en él —añadió Casio.
Todos cruzamos unas miradas de lástima.
Tenax quiso saber qué se había servido para cenar. Casio le explicó y le juró que
todos habíamos probado de todos los platos y bebidas. El resto estábamos vivos.
Tenax escuchó y tomó unas mínimas notas.
—¿El bibliotecario estaba borracho?
—No, no —Casio inspiraba confianza—. No habrá muerto por abusar de la
bebida. Ni por lo de anoche.
—¿Alguna señal de violencia? —tercié.
Tenax se cerró en banda.
—Lo estamos investigando, señor. —No podía quejarme de sus tácticas evasivas.
Yo nunca daba detalles innecesarios a los testigos.
—¿Y qué es todo eso de una habitación cerrada con llave?
Tenax frunció el ceño, irritado por el hecho de que sus hombres hubieran hablado.
—Estoy seguro de que resultará irrelevante.

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—Puede que la llave saltara de la cerradura cuando echaron la puerta abajo —dije
con una sonrisa—. Se habrá colado bajo las tablas del suelo y…
—Podría ser, si la biblioteca no fuera un edificio tan hermoso, cubierto de losas
de mármol… —masculló Tenax con un mínimo dejo de sarcasmo.
—¿Sin rendijas?
—Yo no vi ni una dichosa rendija, Falco —respondió con aire apesadumbrado.
—Aparte de la puerta cerrada, que por supuesto puede tener una explicación
inocente, ¿hay alguna otra cosa que no parezca normal en esta muerte?
—No. Ese hombre pudo haber sufrido un ataque de apoplejía o un infarto.
—Pero, ahora que los eruditos han sacado el tema, ¿tendrás que hallar una
explicación? ¿O quizá las autoridades preferirían acallar el asunto discretamente?
—Llevaré a cabo una investigación minuciosa —contestó Tenax con frialdad.
—¡Nadie insinúa una maniobra para encubrir el asunto! —exclamó Fulvio.
Entonces dejó claro que, a menos que hubiera un buen motivo para seguir
interrogándolo, daba por terminada la entrevista—. Podéis descartarnos. Ese hombre
salió vivo de nuestra casa. Sea lo que sea lo que le ha ocurrido a Teón, debió de
suceder en la biblioteca, y si no pudisteis encontrar respuestas cuando examinasteis el
escenario, quizás es que no haya ninguna.
El centurión permaneció sentado mirando fijamente su tablilla de notas unos
momentos, mordiendo el estilo. Me dio lástima. El panorama me era conocido. Tenax
no tenía nada con lo que seguir investigando, no había pistas. El prefecto nunca le
ordenaría directamente que abandonara la investigación; no obstante, si lo hacía y
había protestas lo culparían a él, mientras que si seguía adelante tampoco ganaría
nada, pues sus superiores insinuarían que estaba perdiendo el tiempo, que era
demasiado puntilloso y que suponía una carga para el presupuesto. Con todo, había
algo que lo tenía inquieto.
Al final se marchó y se llevó a sus soldados, pero había cierto descontento en su
manera de alejarse con paso largo.
—No me sorprendería que dejara a alguien vigilando nuestra casa.
—¡No hace falta! —exclamó Fulvio—. En esta ciudad reina la desconfianza… ya
somos objeto de las miradas oficiales.
—¿Ese tipo que está sentado fuera en el bordillo, preparado para hostigar a la
gente?
—¿Katutis? Oh, no, es inofensivo.
—¿Quién es? ¿Un campesino pobre que se gana la vida a duras penas
ofreciéndose como guía turístico?
—Creo que viene de un templo —respondió Fulvio con brusquedad.
Bueno, ahora sabía que estaba en Egipto. Hasta que no te persiguiera un sacerdote
siniestro y rezongador no podías decir que habías vivido en esta provincia.
Aquella tarde cayó sobre mí otra maldición. Fulvio debió de haberme descrito con
un curriculum muy florido del que Tenax informó a la base. Me convocaron a la

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oficina del prefecto. Allí me recibió un emisario imperial de alto rango; un esbirro
importante me examinó, me transmitió un caluroso saludo de parte del prefecto
(aunque éste no salió para brindarme dichas efusiones en persona), y me pidió que me
hiciera cargo de las investigaciones sobre la muerte de Teón. Me dijeron que
involucrando a un especialista imperial calmarían la agitación política entre la élite
del Museion, no fuera que supusieran que no se estaban tomando en serio el asunto.
Lo entendí. Mi presencia resultaba útil. Con estas disposiciones, el prefecto y las
autoridades romanas darían la impresión de estar preocupados como correspondía.
Los académicos se sentirían halagados por mi supuesta importancia para Vespasiano.
Si Vespasiano se enteraba de que me habían asignado el trabajo, él sí que se sentiría
halagado de que su agente estuviera tan bien considerado (las autoridades se
equivocaban en su opinión sobre mí, pero no los saqué de su error). Para ellos lo
mejor de todo era que aquello tenía todos los ingredientes de un caso difícil. Si yo
metía la pata, sería un extranjero quien tendría la culpa. Ellos quedarían como si
hubieran hecho todo lo que estaba en sus manos. El incompetente sería yo.
Al regresar a casa, le conté lo ocurrido a Helena, que me sonrió con unos ojos
enormes y tiernos.
—Esto encaja perfectamente con tu línea de trabajo habitual, ¿verdad, cariño? —
Helena sabía cómo bajarme los humos con un dejo de duda. Tomó unos sorbos de su
infusión de menta con un aire demasiado pensativo. En su brazo destelló un brazalete
de plata cuyo brillo igualaban sus ojos—. Un rompecabezas ridículo que no hay
manera clara de resolver y en el que todo el mundo se quedará mirando cómo
fracasas, ¿no? ¿Puedo preguntarte cuánto te van a pagar?
—Lo que suele pagar el gobierno… lo que significa que lo único que esperan es
que me sienta honrado por el hecho de que hayan depositado tanta confianza en mí.
—¿No habrá honorarios? —preguntó Helena con un suspiro.
—No habrá honorarios —respondí suspirando también—. El prefecto supone que
ya estoy contratado para lo que sea que Vespasiano me haya enviado a hacer aquí. Su
funcionario no me preguntó de qué se trataba, por cierto.
Helena dejó el cuenco de la infusión.
—Entonces, ¿les dijiste que su oferta suponía para ti un insulto?
—No. Dije que suponía que me pagarían los gastos, para los cuales pedí un
cuantioso anticipo de inmediato.
—¿Cómo de cuantioso?
—Lo suficiente como para financiar nuestra excursión privada a las pirámides
cuando haya solucionado este caso.
—Cosa que estás seguro de conseguir, ¿verdad? —me preguntó Helena con su
dulce cortesía habitual.
Yo la besé con mi acostumbrado e irresistible aire de embaucador.

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VII
Aulo no tardó en regresar del Museion, ansioso por recitar la extraña suerte que había
corrido nuestro invitado a la cena. Le molestó que ya lo supiéramos. Se calmó cuando
le dije que no se desabrochara las botas, que podía venir conmigo a inspeccionar el
lugar del delito. Si es que se trataba de un delito.

***
La noche anterior Casio había tenido la cortesía de ceder a Teón la litera que
Fulvio y él utilizaban en sus desplazamientos para que lo llevara a casa. Casio llamó
entonces a los porteadores y les ordenó que nos condujeran a la Biblioteca o al punto
más cercano al que pudieran llegar siguiendo exactamente el mismo recorrido. No
obtuvimos ninguna pista al volver sobre los pasos de Teón, pero nos convencimos de
que aquél era el proceder de un detective experto. Al menos nos sirvió para
protegernos del sol.
El jefe de los porteadores, Psaesis, cuyo nombre sonaba como un escupitajo, era
muy agradable para tratarse de una persona que tenía que transportar a extranjeros
ricos para ganarse el pan y el ajo. Como se defendía con el griego, antes de salir le
preguntamos si anoche el bibliotecario parecía el mismo de siempre. Psaesis dijo que
encontró a Teón un tanto taciturno, inmerso en su propio mundo tal vez. A Aulo le
pareció una actitud normal para un bibliotecario.
El transporte de mi tío era un recargado palanquín de dos plazas con almohadones
de seda púrpura y un dosel con muchos flecos. Habría hecho que sus pasajeros se
sintieran como potentados consentidos, de no ser porque los porteadores tenían
distintas estaturas, con lo cual, cuando adquirían velocidad, su inestable carga recibía
fuertes sacudidas. Las curvas eran traicioneras. Perdimos tres almohadones, que
cayeron por la borda mientras nosotros nos aferrábamos donde podíamos. Aquello
debía de ser habitual, porque los porteadores se detuvieron a recogerlos casi antes de
que nosotros gritáramos. Cuando nos dejaron en nuestro destino, sonrieron
triunfalmente como si creyeran que la cuestión era aterrorizarnos.
***
Aulo fue delante. Su figura fornida penetró con atrevimiento en el territorio del
Museion. Llevaba puesta una túnica blanca, un cinturón elegante y unas botas caras,
todo ello con la gracia de un joven que se consideraba un líder nato… convenciendo
así a todo el mundo de que lo trataran como si lo fuera. No poseía el más mínimo
sentido de la orientación, pero era el único hombre que conocía capaz de hacer que
los barrenderos le indicaran el camino sin que esos picaros lo mandaran derecho al
muladar local. En Roma había sido un ayudante chapucero, ignorante, holgazán y de
habla demasiado educada, pero descubrí que cuando le interesaba un caso se
esforzaba y se volvía responsable.

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Aulo se aproximaba a la treintena y había dejado atrás todos los momentos
necesarios de bebida excesiva, amistades poco apropiadas, mujeres de vida alegre,
flirteos con la religión y dudosas ofertas políticas; sin duda estaba preparado para
establecerse en ese mismo estilo de vida agradable al margen de la alta sociedad que
llevaba su padre, una persona sin complicaciones. Cuando se cansara de estudiar,
Roma lo recibiría a su regreso. Tendría unos cuantos buenos amigos y ningún
asociado cercano. Era de suponer que le buscarían una esposa obediente, una chica
con un pedigrí medio decente y que sólo adoptara una actitud ligeramente mordaz
con Aulo. Una muchacha que acumularía unas facturas en ropa más elevadas de lo
que podía cubrir el patrimonio de los Camilos, aunque Aulo estaba tan lleno de
inventiva que de un modo u otro haría frente a la situación.
Yo no tenía ni idea de la clase de intelectual que era Aulo. De todos modos, la
decisión de estudiar había sido suya, por lo que quizá se aplicara más que los jóvenes
a quienes mandaban a Atenas por la fuerza sólo para evitar que se metieran en líos en
Roma. En Grecia había conocido a su tutor, quien al parecer lo tenía en buena
consideración, aunque Minas era un hombre de mundo… un bebedor empedernido.
Sería capaz de decir cualquier cosa para seguir cobrando sus honorarios. ¿Cómo
había conseguido Aulo que lo aceptaran en el Museion? Tal vez lo lograra
simplemente echándose un farol.
—Este centro —dijo Aulo menospreciando la joya egipcia como un verdadero
Romano— fue fundado por los Ptolomeos para dar realce a su dinastía. Es un enorme
complejo de aprendizaje que forma parte del distrito real de Brucheion. —El día
anterior había visto que los complejos del palacio y el Museion ocupaban casi un
tercio de la ciudad… y la ciudad era grande. Aulo siguió hablando en tono de
eficiencia—: Ptolomeo Soter lo empezó a construir hace unos trescientos cincuenta
años. El general de Alejandro, militar de carrera, tenía veleidades de historiador. De
ahí su gran ambición: no sólo crear un Templo de las Musas para glorificar su cultura
y civilización, sino además incluir en él una biblioteca que contuviera todos los libros
del mundo conocido. Quería ser más que nadie. Su intención deliberada era poder
competir con Atenas. Hasta el catálogo es una maravilla.
Aulo me había conducido a través de algunos de los jardines por los que Helena y
yo habíamos paseado el día anterior. Él no se detuvo a oler las flores. Era un
muchacho atlético y se movía con rapidez. Su visita guiada fue sucinta:
—Mira las agradables zonas exteriores: estanques de agua fría, topiario,
columnatas. En el interior: salones de lectura revestidos de mármol con podios para
los oradores, hileras de asientos, divanes elegantes. Una acústica excelente para la
música y los recitales de poesía. Un refectorio común para los estudiosos…
—¿Has probado la comida?
—El almuerzo. Pasable.
—Los eruditos no vienen aquí para mimarse precisamente, muchacho.
—De todos modos, tenemos que alimentar nuestros cerebros atareados.

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—¡Ja! ¿Y qué más has encontrado?
—El teatro. Salas de disección. Un observatorio astronómico en el tejado. El zoo
más grande del mundo. —Dicho zoo se hacía notar. Todo paseo por entre los pórticos
umbrosos era orquestado por unos desconcertantes rugidos, graznidos y bramidos
animales. Parecían estar muy cerca.
—¿Para qué quieren un zoo los eruditos, por el Hades?
Camilo Eliano me dirigió una mirada triste. Estaba claro que yo era un bárbaro.
—El Museion facilita la investigación sobre el funcionamiento del mundo. Estas
bestias no son los trofeos de un hombre rico. Las han reunido aquí expresamente para
el estudio científico. Todo este lugar, Falco, está pensado para atraer las mentes más
brillantes a Alejandría, en tanto que la biblioteca —habíamos llegado ya a dicho
edificio— está diseñada para que sea el mayor aliciente.
El edificio se hallaba emplazado en torno a los tres lados de otro jardín. En el
centro de la exuberante y verde vegetación, había un estanque rectangular. Su agua
límpida atraía la atención hacia una grandiosa entrada principal. Dos alas laterales se
alzaban a doble altura con un edificio principal aún más formidable que descollaba
justo frente a nosotros.
—De modo que aquí se encuentra toda la sabiduría del mundo, ¿no? —musité.
—Por supuesto, Falco.
—¿Los más grandes eruditos vivos se reúnen actualmente para leer aquí?
—Las mejores mentes del mundo.
—Además de un hombre muerto.
—Uno por lo menos —repuso Aulo con una amplia sonrisa—. La mitad de los
lectores parecen embalsamados. Podría haber otros fiambres sin que nadie se hubiese
dado cuenta todavía.
—El nuestro había tomado una comida excelente en agradable compañía, con una
buena conversación y una cantidad suficiente de buen vino, y aun así quiso encerrarse
en su estudio ya bien entrada la noche, rodeado de la presencia inerte de cientos de
miles de rollos… Una vida doméstica un tanto pobre, ¿no?
—Era un bibliotecario, Falco. Lo más probable es que no tuviera vida doméstica.
***
Nos dirigimos a la imponente entrada revestida de mármol. Esta se hallaba
flanqueada por los consabidos pilares formidables. Tanto los griegos como los
egipcios son magníficos con los pilares monumentales. Al juntar los dos estilos, la
biblioteca tenía un porche y un peristilo sólidos y sobrecogedores. La entrada se
hallaba flanqueada por unas estatuas enormes de Ptolomeo Soter, el Salvador. En las
monedas aparecía como un hombre maduro de cabello rizado, más fornido que
Alejandro, si bien vivió mucho más que éste; Ptolomeo murió a los ochenta y cuatro
años, en tanto que Alejandro sólo llegó a los veintiocho. Tallada en granito pulido, la
figura de Ptolomeo era suave y serena al estilo de los faraones, sonriente, con el

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tocado tradicional colgando por detrás de sus largas orejas y un imperceptible atisbo
de maquillaje en los ojos. El general más allegado de Alejandro era un macedonio, un
compañero de estudios de Aristóteles que en el gran reparto tras la muerte de
Alejandro se apropió de Egipto, territorio que gobernaba con respeto hacia su antigua
cultura. Quizá fuera el hecho de ser macedonio el motivo por el que Ptolomeo se
impusiera la misión de asentar Alejandría como rival de Atenas para fastidiar a los
griegos, los cuales consideraban que los macedonios eran unos ordinarios
advenedizos del norte. Así pues, Ptolomeo no sólo construyó una biblioteca que
superara las que había en Atenas, sino que robó los libros atenienses para ponerlos en
ella; los «pedía prestados» para copiarlos y luego se quedaba los originales, aun
cuando tuviera que perder el derecho a la fianza de quince talentos de oro. Esto tendía
a confirmar lo que los atenienses pensaban: un macedonio era un hombre a quien no
le importaba perder su depósito.
Demetrio Falereo había construido para Ptolomeo uno de los mayores edificios
oficiales del mundo culto. Por extraño que pareciera, su material principal era el
ladrillo.
—¿Es que son unos agarrados?
—El ladrillo contribuye a que circule el aire. Protege los libros. —¿Dónde
averiguó esto Aulo? Era muy propio de él; siempre que lo tachaba de indolente, salía
con alguna joya. La biblioteca principal daba al este; según dijo, eso también era
mejor para los libros.
Alzamos el cuello frente a unas enormes columnas de granito pulido coronadas
por capiteles de talla exquisita, recargados al estilo corintio, sólo que más antiguos y
con inconfundibles matices egipcios. En torno a sus bases imponentes, unos grupos
de lectores fuera de servicio llenaban la bien diseñada arquitectura en conjuntos
desordenados: miembros más jóvenes del mundo académico, todos ellos con aspecto
de estar debatiendo teorías filosóficas, cuando en realidad discutían qué bebió cada
cuál la noche anterior y en qué terribles cantidades.
Atravesamos la sombra del porche amedrentador y entramos al gran salón.
Calculé que tendría unos veinte pasos de longitud y casi los mismos de anchura.
Nuestros pies aminoraron la marcha con reverencia; el suelo, forrado con enormes
placas de mármol, estaba tan pulido que nos devolvía nuestras imágenes borrosas. Un
pervertido podía mirar por debajo de tu túnica; un narcisista podía mirar por debajo
de la suya. Avancé más lentamente, con cautela. El espacio interior era enorme,
suficiente para transmitir el silencio únicamente mediante su tamaño. Los bellos
revestimientos de mármol refrescaban la atmósfera y calmaban los ánimos. Una
estatua colosal de Atenea como diosa de la sabiduría dominaba la pared del fondo,
entre dos de los magníficos pilares que decoraban la zona inferior, de techos altos, y
servían de soporte a la galería superior. Por detrás de dicha columnata, que se repetía
arriba con columnas más ligeras, había unas hornacinas altas, todas ellas tapadas por
unas puertas de doble hoja donde se almacenaban algunos de los libros. Había alguna

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que otra puerta abierta que mostraba unos anchos estantes llenos de rollos. Los
armarios estaban situados encima de un triple plinto, cuyos escalones garantizaban
que cualquiera que se acercara a los rollos fuera perfectamente visible. El personal de
la biblioteca podía controlar con discreción quién estaba consultando qué obras
valiosas.
La galería superior estaba protegida por una baranda de celosía con tachones
dorados. En el piso inferior, medias columnas situadas a intervalos soportaban los
bustos barbudos de autores e intelectuales famosos. Unas discretas placas nos dijeron
quienes eran. Muchos de ellos habrían trabajado allí en su día.
Le puse una mano en el brazo a Aulo y nos quedamos un momento allí,
observando. Sólo con aquello ya tendríamos que haber llamado la atención, pero al
parecer nadie se dio cuenta. Los estudiosos hacían caso omiso de la actividad que
tenía lugar a su alrededor. Trabajaban en dos hileras de hermosas mesas dispuestas a
lo largo de ambos lados del gran salón. La mayoría de ellos estaban sumidos en la
concentración. Sólo unos pocos hablaban, cosa que a todas luces provocaba un
repelús de irritación en los demás. Algunos tenían montones de rollos en las mesas,
con lo que daban la impresión de hallarse profundamente enfrascados en
investigaciones largas y pesadas, al mismo tiempo que evitaban que otra persona
intentara utilizar la misma mesa.
Entraban hombres que recorrían la estancia con la mirada en busca de asientos
vacíos o de algún miembro del personal para que les fuera a buscar alguno de los
rollos almacenados, pero casi nunca nadie miraba directamente a otra persona. Sin
duda, algunos de esos tipos de miras estrechas evitaban ser sociables; andaban por ahí
sigilosa y discretamente, y se ponían nerviosos si alguien les hablaba. Algunos de
ellos debían de ser figuras muy conocidas, pero me pareció que a otros les gustaba el
anonimato. En la mayoría de edificios públicos, todo el mundo tiene un interés
común; trabajan como un equipo en sea cual sea el objetivo del edificio en cuestión.
Las bibliotecas son distintas. En las bibliotecas cada erudito se esfuerza privadamente
en su tesis. No es necesario que nadie llegue a averiguar la identidad de otro o lo que
su trabajo implica.
Yo había sido usuario de las bibliotecas. La gente tacha a los informantes de
brutos mezquinos, pero yo no sólo leía por placer, sino que además consultaba a
menudo los registros de Roma para mi trabajo. El lugar que más solía frecuentar era
la Biblioteca de Asinio Polio, la más antigua de Roma, donde se guardan los detalles
sobre los ciudadanos —nacimiento, matrimonio, posición en la ciudadanía,
certificados de muerte y testamentos abiertos—, pero tenía otras favoritas, como la
biblioteca del Pórtico de Octavia para la investigación general o la consulta de mapas.
En unos pocos momentos de quietud, empecé a reconocer a los tipos habituales.
Estaba el que hablaba largamente en voz alta, ajeno a la mala sensación que causaba;
el que llegaba y se sentaba justo enfrente de otro aun cuando hubiera muchos asientos
libres; el inquieto que parecía no ser consciente de todo el frufrú y el traqueteo que

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hacía con sus cosas; el que tomaba notas furiosas en escritura normal, no en
taquigrafía, con un estilo muy chirriante; el que respiraba de manera exasperante. Los
miembros del personal iban de un lado a otro en silencio con los rollos que les habían
solicitado, realizando una tarea ingrata.
En el exterior ya nos habíamos encontrado con algunos estudiantes que
holgazaneaban por allí, los que nunca hacían nada porque sólo habían venido a ver a
sus amigos. Dentro estaban los eruditos más raros, los que sólo venían a trabajar y
por consiguiente no tenían amigos. Fuera estaban los frívolos, que se sentaban a
discutir novelas griegas de aventuras, soñando en poder convertirse algún día en
autores de ficción popular y ganar una fortuna gracias a un mecenas rico. Dentro vi a
los profesores que lamentaban no poder dejar de ser sólo estudiosos. Como nieto de
un horticultor, admito que tenía la esperanza de que en algún lugar merodeara un
valiente que se atreviera a preguntarse si no se sentiría más feliz y más útil si volviera
a dirigir la granja de su padre… Probablemente no. ¿Por qué iba nadie a renunciar a
la legendaria existencia «exenta de necesidades y de impuestos» de la que habían
disfrutado los estudiosos en Alejandría desde los Ptolomeos?
Teón nos había explicado que, aun cuando trabajaba en un lugar maravilloso, lo
«acosaban a cada momento». Me pregunté si no lo perseguiría algún administrador
encargado de los cálculos que intentara recortar los fondos. Se había quejado de que
el director del Museion le quitaba prestigio. Por lo que sabía sobre la administración
pública, también era posible que Teón tuviera un subalterno que considerara su
misión crear problemas. En las instituciones, siempre hay aduladores administrativos.
De haber algún indicio de que la muerte del bibliotecario hubiera sido un acto
delictivo, tendría que buscar a cualquier tiralevitas con futuro que tuviera su celosa
mira puesta en el empleo de Teón.
Suspiré. Si hubiéramos gritado «¡Fuego!», muchos de aquellos seres hubieran
levantado ligeramente la mirada y hubieran retomado su lectura.
La idea de empezar a hacer preguntas en busca de testigos no me hacía ninguna
gracia.

***
Aulo era más impaciente que yo. Había cogido por banda a un auxiliar de la
biblioteca.
—Soy Camilo Eliano, acaban de admitirme en el Museion. Éste es Didio Falco, a
quien el prefecto ha pedido que investigue la muerte de tu director, Teón.
Me fijé en que el auxiliar ni se inmutó. No se mostró irreverente, pero tampoco se
intimidó. Escuchó como un igual. Tendría alrededor de treinta años, y su piel era
oscura como la de un sirio más que como la de un africano; poseía un rostro angular,
un cabello rizado muy corto y unos ojos grandes. Llevaba una túnica sencilla y
limpia, y había llegado a dominar el arte de caminar en silencio con sus sandalias
sueltas.

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Muchos serían los que oirían todo lo que dijéramos allí, aun cuando pareciera que
los lectores no levantaran la cabeza.
—Si no interrumpimos nada, ¿podrías mostrarnos la habitación de Teón? —
pregunté.
Los auxiliares de biblioteca creen que existen para ayudar a la gente a encontrar
cosas, lo cual es insólito en los servidores públicos. Aquél dejó el montón de rollos
que llevaba y nos invitó a acompañarlo de inmediato. Cuando nos hubimos alejado de
nuestro auditorio, me puse a hablar con él. Se llamaba Pastous. Era uno de los
hyperetae, el personal responsable de registrar y clasificar los libros.
—¿Cómo clasificáis? —pregunté, tratando de entablar conversación en voz baja
mientras cruzábamos el imponente salón.
—Por la fuente, autor y editor. Luego los rollos se etiquetan para señalar si son
variados o no, si contienen varias obras o sólo una extensa. A continuación, se
incluyen todos en los Pinakes, que empezó a elaborar Calímaco —me miró; no estaba
seguro de lo culto que sería yo—. Un gran poeta que en otro tiempo fue jefe de la
biblioteca.
—¿Los Pinakes? ¿Vuestro famoso catálogo?
—Sí, las tablas —dijo Pastous.
—¿Mediante qué criterios se definen?
—Retórica, derecho, épica, tragedia, comedia, poesía lírica, historia, medicina,
matemáticas, ciencias naturales y miscelánea. Los autores se disponen bajo cada uno
de los temas, todos ellos con una breve biografía y un informe crítico de su obra.
Además, los rollos se almacenan por orden alfabético, según una o dos letras
iniciales.
—¿Te has especializado en alguna sección en particular?
—En poesía lírica.
—¡No te lo voy a tener en cuenta! Así pues, la biblioteca posee un repertorio de
libros… ¿y de libros que tratan de otros libros?
—Algún día —coincidió Pastous, haciendo gala de su sentido del humor— habrá
libros que traten de libros que traten de otros libros. Una oportunidad para un joven
estudioso, ¿no? —le sugirió a Aulo.
Mi cuñado frunció el ceño.
—¡Demasiado futurista para mi gusto! No me veo como alguien original. Yo
estudio leyes.
Pastous se dio cuenta de que la hosquedad de Aulo ocultaba cierta ironía.
—¡Precedentes! Podrías escribir un comentario sobre los comentarios de los
precedentes.
—Ahora mismo no cobra ningún tipo de honorarios —tercié—. ¿Se sacaría
dinero con eso?
—¿Es que acaso la gente escribe por dinero? —Pastous esbozó una sonrisa, como
si hubiera planteado un concepto extraño—. Me enseñaron que sólo los ricos pueden

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ser autores.
—Y a los ricos no les hace falta el trabajo… —entonces hice la pregunta que
Helena le había hecho a Teón el día anterior—. Dime, ¿cuántos rollos tenéis aquí?
Pastous reaccionó con calma:
—Entre cuatrocientos y setecientos mil. Pongamos que unos quinientos mil. No
obstante, hay quien dice que la cantidad es considerablemente menor.
—Para tratarse de un lugar tan bien catalogado, tu respuesta me parece
curiosamente imprecisa —comenté con desdén.
Pastous se irritó:
—En el catálogo constan todos los libros del mundo. Todos ellos han pasado por
aquí. Lo cual no quiere decir forzosamente que estén aquí en estos momentos. Para
empezar —el hombre no estaba por encima de una ligera broma—, creo que Julio
César, vuestro gran general romano, quemó una gran cantidad en el muelle.
Estaba insinuando que los romanos éramos incivilizados. Miré a Aulo y lo
dejamos correr.
Habíamos llegado a una zona situada detrás del salón de lectura. De allí salían
unos pasillos oscuros de techo más bajo como madrigueras de conejo. Pastous nos
había llevado más allá de una o dos habitaciones grandes y estrechas, donde se
almacenaban los rollos. Algunos de ellos estaban colocados en casilleros contra las
largas paredes y otros metidos en cajas cerradas. En otras estancias más pequeñas,
había empleados y artesanos trabajando, supuse que todos ellos esclavos, dedicados
al mantenimiento: reparando páginas rotas, poniendo varillas a los rollos, coloreando
los bordes, colocando etiquetas de identificación. De vez en cuando, nos llegaba el
aroma de la madera de cedro y otros conservativos, aunque lo que allí primaba era un
halo de eternidad y polvo. En algunos de los trabajadores también.
—¿La gente pasa décadas aquí?
—La vida los reclama, Falco.
—¿A Teón lo cautivaba su vida?
—Sólo él podría decírtelo —repuso Pastous en tono grave.
En aquel momento, se detuvo e hizo un movimiento elegante con el brazo. Nos
había indicado un par de altas puertas de madera que habían sufrido daños
recientemente. Una de ellas permanecía medio abierta. No tuvo que decírnoslo:
habíamos llegado a la habitación que ocupaba el bibliotecario muerto.

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VIII
Habían dejado a un esclavo menudo de raza negra vigilando la habitación. Nadie le
había explicado lo que dicho trabajo implicaba. Nos dejó entrar sin siquiera intentar
comprobar nuestras credenciales. ¡Qué reconfortante!
Por lo demás, el pasillo estaba desierto. El remolino de eruditos curiosos que
había descrito el centurión Tenax debía de haberse dispersado, aburridos de esperar
que sucediera algo. Aulo tosió con nerviosismo y le preguntó a Pastous si el cuerpo
del bibliotecario seguía allí. El auxiliar puso cara de horror y nos aseguró que se lo
habían llevado para darle sepultura.
—¿Quién dio la orden? —Por primera vez, Pastous adoptó una expresión
distraída. Le pregunté si sabía adonde habían trasladado los restos.
—Puedo averiguarlo y decírtelo.
—Gracias.
Empujé la puerta doble. La que se movió era sólida y pesada, aunque no se
hallaba muy bien nivelada en sus grandes bisagras; la otra estaba atrancada.
Constituía una entrada grandiosa. Con los dos brazos no alcanzabas a abrir las dos
puertas del todo a la vez; estaban diseñadas para que las movieran con ceremonia un
par de lacayos vestidos a juego.
Parecía que alguien se hubiera lanzado contra las puertas con una grúa de una
promotora inmobiliaria a toda marcha para realizar una demolición rápida.
—¡Han hecho un buen trabajo!
—Oí decir que fueron a buscar a un estudiante de ciencias naturales —Pastous
poseía una mordacidad agradable—. Suelen ser unos jóvenes sanos y grandotes.
—¿Por la vida al aire libre?
—Tienen pocas clases, de manera que casi todos pasan el tiempo libre en el
gimnasio. En los viajes de estudio fortalecen las piernas huyendo de los rinocerontes.
Aulo y yo nos metimos por el hueco de la puerta medio abierta y entramos en la
habitación. Pastous se quedó en el umbral, detrás de nosotros, observando con una
curiosidad que lograba ser educada aunque escéptica.
Inspeccionamos las puertas. Por la parte exterior tenían una cerradura formidable
y muy antigua, una tranca de madera que se cerraba mediante unas clavijas; tras
mucho mirar con los ojos entrecerrados, vi que había tres. Siempre que las puertas se
cerraran y la tranca se colocara en su sitio, la gravedad haría caer las clavijas, que
actuarían como cierre. Para levantarlas hacía falta insertar la llave correcta y entonces
podía retirarse la tranca utilizando dicha llave. Había visto otras cerraduras en las que
la persona que las manejaba retiraba la tranca manualmente, pero Pastous dijo que
ese tipo de cerrojo era el tradicional egipcio, y que era el utilizado en casi todos los
templos antiguos.
Había un inconveniente: la llave, de madera, debía de tener casi treinta
centímetros de longitud. Aulo y yo sabíamos que Teón no llevaba encima nada

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parecido cuando vino a la cena de Fulvio.
Me pareció que la vieja tranca de madera hacía tiempo que no se utilizaba. Quizá
por la incomodidad, alguien había decidido instalar una cerradura romana mucho más
recientemente. Era de metal, bellamente adornada con la cabeza de un león y
colocada en la parte interior de una de las puertas. El pestillo se deslizaba en un
cerradero que se había fijado especialmente en la otra puerta para recibirlo. Esta
cerradura se abría por medio de una llave con guardas. Accionada en la puerta desde
el pasillo, dicha llave giraría y movería las clavijas del interior de la cerradura. Sin
embargo, dentro había también un rodete que aseguraba que las guardas de la llave
encajaran; sólo la llave correcta podría girar en dicho rodete… y tenía que insertarse
bien alineada. Había visto llaves fabricadas con tubos huecos que se deslizaban sobre
una guía para mantenerlos rectos.
Si la pasada noche Teón hubiera llevado encima aquella llave, podría haberla
ocultado en su persona, colgada de un cordón alrededor del cuello tal vez, y no la
habríamos visto. Debía de ser mayor que una llave de anillo, pero aun así era
manejable.
—¿Y esta otra llave ha desaparecido?
—Sí, Falco.
La cerradura estaba dañada, lo cual ocurrió probablemente cuando la gente
irrumpió y encontró el cadáver. Las puertas dobles son vulnerables a los empujones.
Sería más difícil tirar de ellas desde el interior si uno se quedara encerrado. Pero
dentro no había señales de forcejeo.
—¡Era demasiado esperar que la llave se hubiera caído en algún sitio! —Aulo
odiaba los enigmas y, como nos había dicho Tenax, no había ninguna rendija en las
losas de mármol por la que pudiera haber caído la llave. Miramos por todo el pasillo,
por si acaso la habían empujado por el suelo de un puntapié, pero no.
Yo tampoco tenía mucha paciencia para los misterios de ese tipo, de modo que
volví a entrar en la habitación y miré por ahí. La estancia había sido construida
especialmente para un notable titular del cargo. El techo volvía a ser la mitad de alto
que el del pasillo exterior, con un artesonado y unas clásicas cornisas cóncavas
ornamentadas. En las paredes aún había más armarios para libros que, si bien eran
sencillos, estaban hechos de una madera cara; todos los espacios intermedios estaban
profusamente pintados y dorados al colorido estilo egipcio. Dos elegantes leopardos
tallados sostenían una mesa espectacular. Tras ella, había un asiento adornado con
esmaltes y marfil, más propio de un trono que del escritorio de un empleado
administrativo. Mi padre hubiera hecho una oferta para subastarlo nada más verlo.
Pastous me observó mientras yo contemplaba el esplendor del mobiliario.
—Al bibliotecario lo llamaban «Director de la Biblioteca Real» o «Conservador
de los Archivos»… —hizo una pausa—. Tradicionalmente. —Quería decir antes de
que llegaran los romanos y pusieran fin a la sucesión de reyes. Volví la vista atrás

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para mirarlo mientras consideraba si estarían resentidos por ello. No me pareció de
buena educación preguntárselo.
—Dime, ¿conocías bien a Teón?
—Era mi superior. Hablábamos con frecuencia.
—¿Te tenía en buena consideración?
—Me gusta pensar que sí.
—¿Estás dispuesto a decirme lo que opinabas de él?
Pastous hizo caso omiso de mi invitación a ser indiscreto. Respondió en tono
formal:
—Era un gran erudito, como lo han sido todos los bibliotecarios.
—¿Cuál era su disciplina? —inquirió Aulo.
Yo ya lo sabía.
—La historia —me volví a mirar a Pastous—. Anoche Teón cenó con nosotros en
casa de mi tío y se lo pregunté. Para ser sincero, nos pareció un hombre difícil, desde
el punto de vista social.
—¡Ya has dicho que era historiador! —se rió Aulo medio entre dientes.
—Era tímido por naturaleza —observó Pastous, excusando a su jefe.
Yo lo definiría de otro modo. Teón me había parecido antipático e incluso
arrogante.
—Para una persona de su elevada posición, la timidez no es una buena
compañera.
—Teón se mezclaba con personas importantes y visitantes extranjeros cuando era
necesario —lo defendió Pastous—. Desempeñaba bien sus obligaciones formales.
—Bueno…, pareció entrar en calor cuando hablamos del hipódromo. Parecía un
gran aficionado a las carreras…
El auxiliar no hizo ningún comentario. Deduje que no sabía nada de los intereses
privados de Teón. La igualdad con el bibliotecario no iba más allá de la sala de
lectura. Fuera de allí, existía una brecha social entre los funcionarios y los miembros
de su personal, e imaginé que el brusco Teón la había mantenido encantado.
—¿Dónde encontraron el cadáver?
—Sentado a su mesa.
Aulo se colocó allí, de cara a la puerta, a unos tres metros de distancia. Desde su
posición vería a cualquiera que entrara en cuanto dicha persona abriera la puerta.
Eché un vistazo alrededor. La habitación no tenía otra entrada. Estaba iluminada por
claristorios situados en lo alto de una de las paredes. Si bien las ventanas no tenían
cristales, sí que contaban con una celosía metálica tupida. Aulo se hizo el muerto con
los brazos extendidos sobre la mesa y la cabeza apoyada en la madera.
Pastous, que seguía en la puerta, miró con nerviosismo al joven arrogante que
ocupaba el asiento. Impaciente como de costumbre, Aulo se movió enseguida,
aunque no antes de haber olisqueado la mesa como si fuera un sabueso incontrolado.
Lo dejó y se acercó a las librerías, las abrió y cerró una tras otra; todas ellas tenían la

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llave en la cerradura, aunque el hecho de que estuvieran cerradas o no parecía
aleatorio. Quizás el bibliotecario considerara que cerrar su habitación con llave al
salir ya era lo bastante seguro. Aulo sacó uno o dos rollos, por lo visto sin un objetivo
concreto, y volvió a dejarlos allí ladeados mientras miraba dentro, en los estantes,
examinando los rincones y mirando fijamente la parte superior de cada uno.
Yo permanecí detrás de aquella mesa portentosa. En ella había una bandeja con
una pequeña selección de estilos y plumas, un tintero, un cuchillo para afilar los
estilos y una salvadera. Para mi sorpresa, no había nada que contuviera una palabra
escrita. Aparte de los utensilios, que se hallaban alejados en una esquina, la superficie
estaba completamente despejada.
—¿Hoy se ha sacado algo de esta habitación?
Pastous se encogió de hombros; estaba claro que no sabía por qué se lo
preguntaba.
—¿Ni una práctica nota de suicidio? —bromeó Aulo—. ¿Ningún garabato
apresurado que declarara: «¡Lo hizo X!»? ¿Escrito en sangre, tal vez?
—¿Xi? —me mofé.
—Xi, la equis del alfabeto griego, la incógnita, la que señala la ubicación.
—No hagas caso de mi ayudante, Pastous. Es un alocado que estudia leyes.
—No hagas caso de mi cuñado —contraatacó Aulo—. Es un simple informante.
Son incultos y prejuiciados… y se jactan de ello. Es razonable, Falco, esperar al
menos una nota que diga: «Reúnete con Nemo[1] en cuanto anochezca».
—Ahórranos las referencias homéricas, Aulo. El despacho de Teón, bastante
acogedor, a duras penas puede igualarse a la cueva de un cíclope con Odiseo
llamándose a sí mismo «Nadie» y creyendo que era sumamente astuto. Si Teón fue
víctima de un delito, «alguien» lo ejecutó.
—¿Se ha visto salir de la biblioteca a alguna oveja con unos aventureros de alta
mar aferrados a su lana? —preguntó Aulo a Pastous alegremente.
El auxiliar de la biblioteca torció el gesto como si nos considerara un par de
payasos. Se me figuraba que aquel hombre era más astuto de lo que dejaba traslucir.
Nos observaba con suficiente detenimiento para darse cuenta de que, mientras
hacíamos el tonto, absorbíamos la información de nuestro entorno. Nuestros
procedimientos le interesaban. Probablemente su curiosidad fuera inofensiva, la
normal en un hombre que trabajaba con información. De todos modos, nunca se sabe.
Le pedimos que averiguara adonde se habían llevado el cadáver, le dimos
nuevamente las gracias por su ayuda y le aseguramos que podía dejar que
continuáramos solos.
***
Cuando nos quedamos a solas recuperamos la seriedad. Ahora me tocó a mí
sentarme en la silla de Teón. Aulo continuó registrando la librería. Nada de lo que
había en los estantes le llamó la atención. Se volvió hacia mí.

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—Aquí falta algo, Aulo. —El muchacho enarcó una ceja. En aquellos momentos
estábamos tranquilos. Pensativos, formales y serios. Evaluamos la habitación con
profesionalidad, considerando las posibilidades—. Para empezar, algunos
documentos. Si de verdad Teón vino a trabajar, ¿dónde está el papiro?
Aulo tomó aire lentamente.
—Alguien ha limpiado. No hay nada significativo en los armarios… al menos,
ahora ya no.
—¿Qué tipo de rollos tiene?
—Sólo un catálogo.
—Así pues, si el trabajo de ayer tenía que ver con algunos documentos, éstos han
sido robados. Si son relevantes para saber cómo murió, tenemos que encontrarlos.
—Quizá no hubiera ningún trabajo —Aulo poseía imaginación y por una vez la
estaba utilizando—. Tal vez estuviera deprimido, Marco. Se pasó un largo rato
sentado frente a una mesa vacía pensando en sus penas, fueran las que fueran.
Permaneció con la mirada clavada en el vacío hasta que ya no pudo soportarlo más y
se suicidó. —Ambos nos imaginamos la escena en silencio. Siempre resulta
perturbador revivir los últimos instantes de un suicidio. Aulo se estremeció—. Quizá
muriera por causas naturales… ¿Qué alternativas tenemos?
Esbocé un amago de sonrisa.
—No se lo diré a Casio, pero su salsa alejandrina de anoche era lo bastante fuerte
como para provocar una indigestión subyugadora. No descarto que Teón se sentara
aquí, incapaz de descargar el vientre, hasta que la naturaleza se lo llevó.
Aulo meneó la cabeza.
—Para lo que son las salsas, la de ayer tenía demasiada pimienta para mi gusto.
Un condimento fuerte, pero ni mucho menos letal, Marco. ¿Alguna otra posibilidad?
—Una.
—¿Cuál?
—Puede que Teón no hubiera venido a trabajar. Quizá tenía previsto encontrarse
con alguien. Tal vez tu Nemo haya existido, Aulo. De ser así, se nos plantea la
pregunta habitual: ¿alguna otra persona vio al visitante de Teón?
Aulo asintió con la cabeza. Estaba apesadumbrado. A ninguno de los dos nos
entusiasmaba una investigación como aquélla teniendo en cuenta que allí trabajaban
centenares de personas. Si alguno de los miembros del personal o de los estudiosos
era lo bastante observador como para fijarse en quién había acudido al despacho del
bibliotecario (una esperanza con la que yo no contaba), encontrar al testigo entre el
resto iba a resultar difícil. Aun cuando lo lográramos, cabía la posibilidad de que no
quisiera contarnos nada. Podríamos perder mucho tiempo, y aun así no llegar a
ninguna parte. Además, por la noche, cuando todo se hallaba en calma y las
habitaciones traseras estaban desiertas, cualquier colega misterioso que supiera andar
de puntillas podría haber llegado al bibliotecario sin que nadie se diera cuenta.
—Falta otra cosa —señalé.

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Aulo paseó la mirada por la habitación y no averiguó de qué se trataba. Agité el
brazo.
—Vuelve a mirar, muchacho. —Siguió sin servir de nada. Era hijo de un senador
y daba demasiadas cosas por sentado. Tenía unos ojos castaños grandes y bonitos
como los de Helena, pero él carecía de la rápida inteligencia de su hermana. El sólo
era brillante. Ella era un genio. Helena se hubiera percatado de la omisión por sí
misma, o cuando yo hubiera hecho la pregunta hubiese seguido mi línea de
pensamiento obstinadamente hasta averiguarlo.
Me di por vencido y se lo dije:
—¡No hay ninguna lámpara, Aulo!

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IX
Aulo siguió mis pasos y vio que, en efecto, no había lámparas de aceite, apliques ni
candelabros de pie. Si la habitación se encontraba verdaderamente tal como la habían
encontrado, entonces Teón estuvo sentado a su mesa y murió sumido en una
oscuridad absoluta. Lo más probable es que tuviéramos razón en lo que habíamos
deducido antes: alguien había limpiado.
Salimos al pasillo a preguntarle al esclavo menudo. Se había largado.
Ya habían transcurrido tres cuartas partes de un día desde que habían encontrado
al bibliotecario. Teníamos que actuar con rapidez. Llamé a un artesano que llevaba un
mandil para trabajar con los rollos y le pregunté dónde estaba el subalterno de Teón.
No tenía ninguno. Con su muerte, el director del Museion había asumido la dirección
de la biblioteca. El director se alojaba cerca del Templo de las Musas, y decidimos
que había llegado el momento de ir a verle.

***
Se llamaba Fileto. A él no le bastaba con una sola habitación; él ocupaba su
propio edificio, frente al cual se alineaban las estatuas de sus predecesores más
eminentes, encabezadas por la de Demetrio Falereo, el fundador y constructor, un
seguidor de Aristóteles que le había sugerido a Ptolomeo Soter la idea de una gran
institución para la investigación.
A las visitas que nadie había invitado se las echaba. Sin embargo, cuando los
secretarios iniciaron su cansina cantinela para rechazarnos, el director salió de su
santuario, casi como si hubiera estado escuchando con la oreja pegada a la puerta.
Aulo me lanzó una mirada. Los empleados empezaron a parlotear y le contaron que
habíamos venido por Teón; pese a que el director hizo hincapié en que era un hombre
muy ocupado, señaló que encontraría tiempo para nosotros.
Mencioné las estatuas:
—¡Tú serás el siguiente!
—¡Vaya! ¿Lo crees de verdad? —dijo Fileto con una sonrisa tonta y con tanta
falsa modestia que me di cuenta enseguida de por qué Teón le había tenido antipatía.
Aquél era el segundo hombre más importante de Alejandría; después del prefecto, era
un dios vivo. No tenía ninguna necesidad de promocionarse. Sin embargo, eso era
precisamente lo que hacía Fileto. Sin duda creía que lo hacía con elegancia y
comedimiento, pero en realidad era mediocre y engreído, un hombre insignificante en
el puesto de un hombre destacado.
Nos hizo esperar, mientras él se iba afanosamente a hacer algo más importante
que hablar con nosotros. Era sacerdote; seguro que estaba manipulando algo. Me
pregunté qué sería lo que estaba preparando. La comida, tal vez. Con lo que tardó, le
dio tiempo a hacerla.

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Algunos titulares de grandes cargos públicos son modestos al respecto. Se
sorprenden de haber sido nombrados y desempeñan sus obligaciones con la eficacia
que habían previsto los sabios que los eligieron. Otros son arrogantes. Pero incluso
éstos pueden realizar el trabajo en ocasiones, o si no intimidan al personal para que se
lo haga. Los peores —y yo había visto a suficientes como para reconocerlos— se
pasan el tiempo con la profunda sospecha de que todo el mundo está confabulando
contra ellos: sus empleados, sus superiores, los ciudadanos, los hombres que les
venden la comida en la calle y tal vez incluso sus propias abuelas. Éstos son los
cabrones obcecados por el poder que han recibido un cargo que supera en mucho su
competencia. Por regla general, se trata de algún tipo de candidato de compromiso,
en ocasiones el favorito de algún mecenas rico, pero las más de las veces se les
endilga el cargo para sacarlos de algún otro sitio. Antes de que termine su ejercicio,
son capaces de arruinar el cargo que ostentan, así como las vidas de todos aquéllos
con los que mantienen contacto. Se aprovechan de su posición valiéndose de
amenazas y de los aduladores locales. Las buenas personas se encogen durante el
desalentador desarrollo de sus funciones. Una reputación falsa los mantiene pegados
al trono de sus cargos donde la inercia del gobierno deja que continúen. Vespasiano
no nombraba a esa clase de hombres, dicho sea en su honor, aunque algunas veces
tenía que cargar con los que sus predecesores le habían dejado. Al igual que todos los
gobernantes, en ocasiones consideraba que suponía demasiado esfuerzo deshacerse
de los inútiles. Al final, todos acababan muriendo. Por desgracia, los fracasados
aburridos tenían unas vidas longevas. —¡Tranquilízate, Falco!
—¿Aulo?
—Una de tus peroratas. —No he dicho nada.
—Tienes la misma cara que si acabaras de comerte un higadillo de pollo en el que
se hubiera roto el conducto hepático.
—¿El conducto hepático? —El director del Museion regresó con impetuosidad.
Pareció perturbado al oírnos.
Le dirigí mi sonrisa más alegre, la que decía: «¡Buenas noches, señor; seré su fiel
servidor durante la velada!». Habíamos esperado tanto tiempo que parecía apropiado
volver a saludarle.
—Fileto…, es un honor para nosotros. —Fue suficiente. Acabé con la sonrisa
tonta. Aquel hombre poseía unos rasgos suaves y anónimos. Los problemas no habían
hecho mella en él. Parecía tener una piel muy limpia, aunque eso no significaba que
viviera moralmente, sólo que se pasaba horas en los baños—. Me llamo Falco, Marco
Didio Falco; represento al emperador.
—Me dijeron que ibas a venir.
—¿Ah sí?
—El prefecto me confió que el emperador iba a enviar a un hombre. —Así pues,
el prefecto se había pasado de la raya.
Jugué limpio.

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—Está bien que me haya allanado el camino… Éste es mi ayudante, Camilo
Eliano.
—¿No he oído antes este nombre? —Fileto era listo. A nadie lo nombraban
director del Museion sin que al menos poseyera cierta capacidad intelectual. No
debíamos subestimar sus habilidades de supervivencia.
Aulo explicó:
—Acabo de ser admitido como estudiante de derecho, señor. —A todos nos gustó
eso de «señor», por motivos distintos. Aulo disfrutó embaucando descaradamente. Yo
quedé bien gracias a mi respetuoso empleado y Fileto aceptó el trato como si se lo
mereciera, aun viniendo de un romano de clase alta.
—Entonces…, ¿trabajáis juntos? —al director le brillaron los ojos con cautelosa
fascinación. Como me había imaginado, tenía un miedo embrutecedor a la
conspiración—. ¿Y qué es lo que haces exactamente, Falco?
—Llevo a cabo investigaciones rutinarias.
—¿Sobre qué? —espetó el director.
—Sobre cualquier cosa —respondí tan pancho.
—¿Por qué viniste a Egipto? ¡No puede haber sido por Teón! ¿Por qué tu
ayudante se ha inscrito en mi Museion?
—He venido a ocuparme de un asunto privado para Vespasiano. —Dado que
Egipto era el territorio personal de los emperadores, eso podía significar que se
trataba de negocios relativos a las propiedades imperiales alejadas de Alejandría—.
Eliano está en período sabático y va a hacer un curso privado de estudios legales.
Cuando el prefecto me invitó a supervisar este asunto de la muerte de Teón, lo hice
venir. Prefiero tener a un ayudante que esté acostumbrado a trabajar conmigo.
—¿Acaso hay algún problema de tipo legal? —Trabajar con Fileto debía de ser
una pesadilla. Aludía a cualquier irrelevancia y había que tranquilizarlo cada cinco
minutos. Yo había estado en el ejército; ¡conocía muy bien a los de su calaña!
—Espero averiguar que no hay ningún problema —contesté con delicadeza—.
¿Querrías contarme lo sucedido en la biblioteca?
—¿A quién más le has preguntado? —La respuesta de un paranoico.
—Vine a verte a ti primero, naturalmente —esto lo halagó, aunque le dejaba vía
libre para idear una patraña. Para ahorrar tiempo, lo ayudé a empezar—: ¿Puedes
darme una idea general? ¿Era Teón una persona querida en la biblioteca?
—¡Oh sí! ¡Todo el mundo lo apreciaba!
—¿Tú también?
—Yo tenía una gran admiración por ese hombre y por su erudición —me pareció
falso. Si Teón había detestado a Fileto, tal como nos insinuó la noche anterior durante
la cena, lo más seguro era que Fileto le correspondiera. La lealtad hacia su
subordinado fallecido era una cosa; intentar echarme el humo a los ojos no
beneficiaba a nadie.

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—Así pues, poseía una buena reputación académica y era una persona popular en
el trato social, ¿no? —pregunté con sequedad.
—Así es.
—¿Normalmente los bibliotecarios se retiran o siguen en su puesto hasta su
muerte?
—Es un cargo vitalicio. De vez en cuando, puede que tengamos que sugerirle a
un hombre muy mayor que se ha vuelto demasiado débil para continuar.
—¿Que ha perdido la chaveta, quieres decir? —saltó Aulo con descaro.
—Teón no era demasiado viejo —le indiqué con una seña que parara—. Se mire
por donde se mire, murió prematuramente.
—¡Un golpe de veras terrible! —exclamó Fileto con un pestañeo.
Me estiré en la silla de mimbre que habían traído sus empleados. Al hacerlo,
saqué un bloc de notas de una cartera que abrí sobre la rodilla, mientras mantenía una
actitud relajada.
—Explícame cómo lo encontrasteis en la habitación cerrada con llave, ¿quieres?
¿Qué fue lo que hizo que la gente empezara a buscarle?
—Teón no se presentó a una reunión de la junta a primera hora de la mañana. No
dio ninguna explicación. No era propio de él.
—¿Para qué era la reunión? ¿Por algún asunto en concreto?
—¡Era totalmente rutinaria! —Fileto respondió con demasiada firmeza.
—¿Temas relacionados con la biblioteca?
—Nada de eso… —Dejó de mirarme a los ojos. ¿Estaría mintiendo?—. Al ver
que no llegaba, envié a alguien a recordárselo. Cuando no hubo respuesta… —bajó la
vista a sus rodillas con recato. No había duda de que el hombre comía bien; bajo una
túnica larga ribeteada con unas tiras anchas de galón caro, sobresalían las rodillas
regordetas que estaba contemplando—. Uno de los estudiantes trepó a una escalera
por el exterior y miró adentro. Vio a Teón tumbado sobre su mesa. Alguien echó la
puerta abajo, creo.
Sonreí y seguí tratándolo con simpatía.
—¡Estoy impresionado de que la investigación científica alejandrina incluya el
ascenso por escaleras!
—¡Bueno, hacemos mucho más que eso! —Fileto interpretó mal mi tono y
respondió con aspereza. Aulo y yo asentimos educadamente con la cabeza. Aulo, que
poseía un gran interés en la buena reputación del Museion como lugar de estudio,
adoptó un aire especialmente obsequioso. En ocasiones, me preguntaba por qué no se
iba corriendo a casa y se presentaba a las elecciones para el Senado directamente.
En aquel momento, Fileto decidió de repente hacerse cargo de la situación:
—Escucha, Falco…, ya se le ha dado demasiada importancia a esta tontería de la
llave perdida. Tiene que haber una explicación racional. Resulta que Teón ha muerto,
tal vez algo prematuramente, es cierto, pero debemos darle sepultura como es debido
mientras aquellos a quienes corresponda nombran un sucesor.

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Preví problemas en ese aspecto. Supuse que Fileto estaba nervioso por tener que
tomar decisiones; lo iría posponiendo hasta el último minuto, consultando con otras
personas hasta la saciedad, hasta que quedara tan desconcertado por los consejos
contradictorios que se lanzara a la peor solución.
—Por supuesto. —Creyó que me había vencido. Yo acababa de empezar—. El
emperador sin duda permitirá que tomes la iniciativa y entregues una lista de
candidatos pre-seleccionados para el puesto de bibliotecario. El prefecto agradecerá
recibirlo lo antes posible.
Resultaba evidente que estaba molesto. No se esperaba una participación oficial y
estaba claro que no la quería.
—¡Ah! ¿Vas a intervenir, Falco?
—No sería lo habitual. Pero ya que estoy aquí podría ser que el prefecto me
nombrara asesor —murmuré. No había ni la más mínima posibilidad en todo el
Hades de que el prefecto me permitiera participar en aquella decisión…, pero había
engañado a Fileto. Él estaba convencido hasta ahora de que controlaba el puesto de
bibliotecario. Tal vez fuera así. A menos que quisiera nombrar a una cabra de tres
patas de la zona más pobre de la ciudad, la mayoría de prefectos se alegrarían de
cruzarse de brazos y permitir que el director hiciera lo que creyera más conveniente.
Ahora él creía que me había entrometido en sus atribuciones; no sospechaba que yo
no tenía poder para hacerlo.
—Tendré que consultarlo con la Junta Académica, Falco.
—Bien. Dime cuándo y dónde.
—Bueno, normalmente no permitimos que los extraños oigan las discusiones
confidenciales.
—Tengo muchas ganas de conocer a los miembros de la junta. —Por regla
general, huyo de los comités, pero quería conocer a ese grupo porque, si a Teón le
había sucedido algo extraño, sin duda eran esos hombres los que se beneficiaban
profesionalmente de ello—. ¿Las reuniones son diarias? ¿Puedo asistir mañana por la
mañana? Mencionaste que se reúnen temprano…, puedo arreglármelo.
El rostro de Fileto traslució un pánico íntimo.
Yo adopté una actitud despreocupada y seguí insistiendo:
—Veamos, ¿fuiste el responsable de que sacaran el cadáver de Teón de su
despacho? ¿Puedes decirme qué funeraria tiene el cuerpo?
Esto le causó más preocupación.
—¡No querrás verlo!
—Puede que sólo vayamos a ver al director de la funeraria —intervino Aulo en
tono aplacador—. A Didio Falco siempre le gusta hacer constar los nombres en un
informe. Da buena impresión que Vespasiano crea que llevamos a cabo un examen
completo personalmente.
Aulo se las arregló para insinuar que lo más probable era que no nos acercáramos
por allí. Representó tan bien el papel de alumno tonto e informal que, cuando se quiso

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dar cuenta, el director ya nos había proporcionado la información.

***
Cuando ya nos marchábamos, di media vuelta de improviso (un truco manido,
pero es bien sabido que funciona).
—Sólo una cosa más, Fileto, una pregunta rutinaria: ¿puedes decirme dónde te
encontrabas y qué estabas haciendo ayer por la noche?
Se enfureció. No obstante, pudo decir que había asistido a un largo recital de
poesía. Puesto que al parecer lo había ofrecido el prefecto, podría comprobarlo. Por
mucho que me hubiera gustado convertir al director en mi principal sospechoso, si el
prefecto —o más probablemente alguno de sus subalternos— lo confirmaba, tendría
que creérmelo.

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X
El director había contratado a una funeraria local cuya sala de embalsamamiento se
hallaba cerca del Museion. Uno de los secretarios nos llevó hasta allí, nos guió hacia
el exterior del complejo y a través de las calles que, a primera hora de la tarde,
estaban llenas de carretas alejandrinas de lecho plano, todas ellas con su
correspondiente montón de forraje verde para el caballo o asno. Todas las bestias
llevaban morral. Los conductores parecían estar todos medio dormidos hasta que nos
veían, a partir de cuyo momento se nos quedaban mirando fijamente.
Todo estaba cubierto de un polvo fino. Cruzamos un pequeño mercado repleto de
palomas, conejos, patos, gansos, pollos y gallinas ponedoras; todos esos animales
eran para comer, y estaban enjaulados o bien en cajones con las patas atadas. Al otro
lado del mercado, que seguía siendo sumamente audible, se encontraban las
instalaciones que buscábamos. Los lugareños curiosos se nos quedaron mirando
mientras entrábamos, igual que hubieran hecho en el Aventino.
El jefe del negocio se llamaba Petosiris.
—Soy Falco.
—¿Eres griego?
—¡Ni muerto!
—¿Judío? ¿Sirio? ¿Libanes? ¿Nabateo? ¿Ciliciano?…
—Romano —confesé, y vi que el director de la funeraria perdía interés.
Ofrecía sus servicios para todo tipo de gente, excepto para los judíos. Ellos tenían
su propio barrio, llamado Delta en orden alfabético, cerca de la Puerta del Sol y del
Puerto del Este. Llevaban a cabo sus propios rituales que, según suponía Petosiris,
serían desagradablemente exóticos comparados con la buena tradición nilótica.
Asimismo, se refirió en tono desdeñoso a los cristianos, que velaban a sus fallecidos
durante tres días en casa del finado mientras su propia familia y amigos lo lavaban y
lo vestían para el entierro —todo lo cual era absolutamente antihigiénico—, antes de
que un sacerdote celebrara una misteriosa ceremonia en medio de cánticos y luces
siniestras. En Alejandría miraban a los sacerdotes cristianos con recelo desde que un
tal Marcos el Evangelista había denunciado a los dioses egipcios hacía quince años;
la multitud lo agredió, y los caballos lo arrastraron por las calles hasta que él también
necesitó una tumba. Petosiris lo consideraba un momento magnífico en la historia.
No nos había preguntado si éramos cristianos, pero creímos conveniente señalarlo
con una firme negación.
Por lo demás, Petosiris era un hombre sumamente polifacético. Podía prepararte
un duelo de nueve días y una cremación al estilo romano con un banquete completo
en tu panteón familiar. Podía organizar una respetuosa exposición griega de dos días,
con las cenizas en la urna tradicional y ritual suficiente para garantizar que tu alma no
rondara entre este mundo y el próximo como un fantasma irreverente. O podía
vendarte como una momia.

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Si optabas por la momificación, una vez te habían extraído el cerebro por la nariz
con un gancho largo y tus órganos se estuvieran secando enterrados en natrón dentro
de un decorativo juego de tarros de esteatita, podía contratar a un artista del sur que
pintara tu rostro de manera muy realista para ponerlo en una placa de madera sobre tu
vendaje e identificarte así dentro de tu ataúd. Huelga decir que para todos estos
sistemas había numerosos tipos de sarcófagos entre los que escoger, e incluso una
variedad aún mayor de estelas y estatuas conmemorativas, la mayoría de ellas
terriblemente caras.
—¿Los gastos van a correr a cargo de la familia de Teón, acaso?
—Era un funcionario público.
—¿Va a enterrarlo el Estado?
—Por supuesto. ¡Era el bibliotecario!
—Excelente —terció Aulo—. Bueno, vamos a echarle un vistazo, ¿de acuerdo?
Me pareció que haría una pausa. Sin embargo, Petosiris no tardó en conducirnos
junto a un cadáver que expuso con mucha discreción. Sus ayudantes interrumpieron
sus atenciones y retrocedieron para dejarnos sitio.
Aulo se acercó a la parte superior del féretro y ladeó ligeramente la cabeza
mientras examinaba los rasgos faciales del muerto. Yo me incliné a medias. Aulo se
metió los pulgares en el cinturón. Yo me crucé de brazos. Estábamos pensativos, pero
admito que nuestras respectivas poses podían haber parecido demasiado críticas.
Petosiris no sabía que habíamos conocido a Teón con vida.
Frente a nosotros, yacía un cuerpo desnudo con la cabeza afeitada. Tenía una
nariz aguileña, unas mejillas rechonchas y papada. Le habían tapado la cintura con un
paño de lino por motivos rituales o por pudor. El paño ocultaba un vientre abultado,
aun cuando el hombre estaba tendido de espaldas. Tenía los rollizos brazos pegados a
los costados y unas piernas cortas y robustas.
La gente cambia de aspecto al morir. Pero no tanto.
Aulo se volvió a mirarme, desconcertado. Le indiqué por señas que estaba de
acuerdo. Asentimos con la cabeza mientras contábamos hasta tres y nos lanzamos a la
acción. Aulo empujó a Petosiris contra la pared y le apretó la tráquea con el
antebrazo. Advertí a los ayudantes que no intervinieran.
—Este joven amigo mío que está atacando a vuestro jefe es de natural bondadoso.
De haberlo hecho yo, le habría arrancado la cabeza a este cabrón mentiroso.
Miré a los asustados embalsamadores con una amplia sonrisa que hice parecer
sanguinaria.
Entonces Aulo acercó la boca al oído izquierdo de Petosiris y gritó:
—¡No juegues con nosotros! ¡Te hemos pedido ver a Teón, no a un pobre
vendedor de pepinos de Rakotis que lleva tres días muerto! —El director de la
funeraria soltó un chillido. Aulo bajó la voz, lo cual intensificó aún más el terror que
suscitaba—: Falco y yo conocíamos al bibliotecario. Ese hombre era un asceta y

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estaba en los huesos. No sé a quién estás lavando con agua del Nilo para su viaje a la
eternidad en los hermosos campos de juncos, ¡pero sabemos que éste no es Teón!

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XI
Por un momento, la cosa no fue bien.
Los ayudantes de la morgue eran dos; posteriormente Aulo los bautizó como
Picazón y Sorbemocos: un soñador de piel morena, lento y con cara de pasmarote y
un tipo nervioso, de rasgos finos y piel aún más oscura que el otro. En cuanto se
recuperaron de la sorpresa, reaccionaron, en tanto que Petosiris seguía atrapado.
Picazón dejó de rascarse y lanzó un chillido histérico que resultó molesto aunque
inofensivo. Sorbemocos fue el esforzado. Saltó sobre mí, me tiró al suelo y se me
sentó a horcajadas en el pecho. Una alegre sonrisa maliciosa me convenció de que iba
a demostrarme cómo les extraían el cerebro a los muertos con el gancho nasal.
Mientras agitaba tal instrumento, cometió la sandez de dejarme los brazos libres.
Paré el gancho que amenazaba mi nariz y le propiné un puñetazo en la garganta.
Aquellos tipos estaban acostumbrados a clientes pasivos. Lo pillé desprevenido. Me
zafé, lo aparté a la fuerza, me levanté como pude y, cuando se negó a rendirse, lo
golpeé con más dureza. Sorbemocos se apagó como una vela. Lo tumbé en las
angarillas junto al cuerpo del hombre a quien Aulo había llamado vendedor de
pepinos, y lo dejé allí para que se recuperara a su ritmo.
Picazón se estaba preguntando débilmente si él también debía proceder como un
hombre de acción. Lo señalé, a continuación señalé a su colega inconsciente y meneé
lentamente la cabeza. Resultó que era el lenguaje de signos internacional.
Examiné el gancho nasal con gesto de dolor.
—¡Es repugnante! —me comentó Aulo—. ¿Cuánto me das para que no le cuente
a mi hermana que estuviste a punto de que te momificaran?
Entonces, abordamos a Petosiris los dos juntos. No tardamos mucho; estábamos
irritados y éramos brutales. Tras fingir que no tenía ni idea de que nos había mostrado
el cadáver que no era, admitió que esperaban la llegada del cuerpo de Teón para más
tarde, pero que todavía no lo habían traído.
—¿Qué necesidad tenías de mentirnos?
—No lo sé, señor.
—¿Alguien te ordenó que lo hicieras?
—No puedo decirlo, señor.
Le pregunté dónde estaba Teón en realidad. Por lo que Petosiris sabía, seguía en
el Museion.
—¿Y eso por qué?
Petosiris reconoció el motivo a regañadientes, por lo que comprendimos la razón
por la que habían querido que intentara engañarnos:
—Van a realizar un «Míralo tú mismo».
—¿Una autopsia? —dijo Aulo en tono de burla—. ¡Me parece a mí que no! —se
convirtió en el estudiante de leyes con aire de superioridad moral—: Según la ley
romana, la disección médica de restos humanos es ilegal.

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—¡Pero estamos en Egipto! —replicó Petosiris con orgullo.

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XII
Encontramos el camino de vuelta al Museion y, una vez allí, intentamos averiguar
dónde estaba teniendo lugar el «procedimiento ilegal». Naturalmente, no había
ningún anuncio garabateado en las paredes. En un primer momento, nos pareció que
en todas las salas se celebraban conferencias con escasa asistencia de público y
recitales de lira anodinos. Aulo divisó a un joven del que se había hecho amigo en el
refectorio.
—Este es Heras, hijo de Hermias, que está estudiando con un sofista. Heras, ¿hoy
has oído algo sobre una disección?
—¡Cuando venía hacia aquí! —Como el típico estudiante, se entretenía por todas
partes; no tenía ni idea del tiempo. Mientras avanzábamos deseando que Heras se
apresurara, me enteré de que la sofistería era una rama de la retórica declamatoria que
se había practicado durante cuatrocientos años; la versión alejandrina era célebre por
su estilo florido. Heras tenía aspecto de ser un egipcio agradable de familia rica, un
hombre bien vestido de rasgos suaves; no me lo imaginaba siendo florido. Aulo había
estudiado retórica judicial, una variedad más contenida, con Minas de Karystos,
aunque por lo que yo había visto en Atenas eso implicaba principalmente ir de fiesta.
Yo le había llevado dinero a Aulo a Atenas de parte de su padre, por lo que era
consciente de que el senador esperaba que contribuyera a restringir sus gastos.
(¿Cómo? ¿Dando un ejemplo intachable, sermoneándolo hasta el aburrimiento o
simplemente pegándole un puñetazo?). No le pregunté a Heras si la sofistería
alejandrina tenía que ver con la buena vida. Nadie debería dar malas ideas a los
alumnos.
Finalmente, encontramos el lugar. No vendían entradas al público. Tuvimos que
embaucar a un par de porteros aburridos para que nos dejaran pasar. La seguridad no
era su punto fuerte y, por fortuna, fueron pan comido.
Los tres entramos con sigilo a la parte trasera de una sala de prácticas. Era un
lugar viejo, construido a tal efecto, que olía a mandil de boticario. Había un pequeño
semicírculo de asientos que miraban a una mesa de trabajo, tras la cual se encontraba
un hombre apuesto que tendría cerca de cincuenta años, flanqueado por dos
ayudantes. Resultaba evidente que sobre la mesa yacía un cuerpo humano, de
momento tapado de pies a cabeza con un lienzo blanco. Allí cerca había un bajo
pedestal en el que probablemente hubiera instrumentos médicos, pero éstos también
estaban cubiertos. La estancia se hallaba abarrotada de un público impaciente, y
muchos de sus miembros tenían las tablillas de notas preparadas; en su mayoría eran
estudiantes, aunque me fijé en que también había una proporción de hombres
mayores, probablemente tutores. Allí ya hacía calor y el lugar era un hervidero de
murmullos.
—¿El jefe de medicina? —pregunté con un susurro.

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—No, ese puesto está vacante. Este es Filadelfio, el guarda del zoo. —Tanto Aulo
como yo no ocultamos nuestra sorpresa—. Realiza disecciones con frecuencia —
explicó Heras—. Aunque por lo general lo hace con animales, por supuesto…
¿Tenéis intención de detener esto? —preguntó, claramente consciente de la situación
legal.
—No sería diplomático. —Además, yo también quería respuestas.
Filadelfio hizo un pequeño gesto para indicar que iba a empezar. Reinó un
silencio instantáneo. Me hubiera gustado acercarme más, pero todos los asientos
estaban ocupados.
—Gracias por venir. —Su modestia supuso un cambio agradable—. Antes de
empezar, quiero decir unas palabras sobre la situación especial que hoy os ha traído
aquí a muchos de vosotros. Para aquellos a los que todo esto pueda resultarles una
novedad, primero repasaré la historia de la disección en Alejandría. A continuación,
explicaré por qué este cuerpo que, como todos sabéis, era el de Teón, el conservador
de la Gran Biblioteca, parece requerir un examen. Por último, llevaré a cabo la
necropsia en la que me asistirán Chaereas y Chaeteas, mis jóvenes colegas del zoo
real que ya han trabajado conmigo aquí anteriormente.
Me gustó su estilo. No tenía nada de florido. Sólo poseía una habilidad especial
para la exposición sencilla, respaldada por una voluntad de educar. Los miembros del
público anotaban furiosamente todo lo que decía. Si lo que tenía intención de hacer
era ilegal, Filadelfio no intentaba en absoluto llevarlo a cabo de forma furtiva.
—Cuando se creó el Museion de Alejandría, sus fundadores, con visión de futuro,
concedieron una libertad sin precedentes a los eruditos…, una libertad de la que
seguimos disfrutando en muchas disciplinas. Hombres ilustres acudieron a este lugar
para utilizar unas instalaciones incomparables. Entre ellos, se contaban dos grandes
científicos médicos: Herófilo y Erasístrato. Herófilo de Calcedonia realizó grandes
descubrimientos en la anatomía humana con relación a los ojos, el hígado, el cerebro,
los órganos genitales y los sistemas vascular y nervioso. Nos enseñó a apreciar el
pulso de la vida, que notaréis si colocáis los dedos sobre la muñeca de quienquiera
que tengáis al lado. Herófilo utilizó técnicas de investigación directa… es decir, la
disección: la disección de cuerpos humanos. —Se alzó un murmullo entre el público,
como si los pulsos que habían comprobado se aceleraran en aquel momento—. Le
permitían hacerlo. Sus motivos eran bienintencionados. Como resultado de su mayor
comprensión del cuerpo humano a raíz de examinar a los muertos, creó un régimen
de dieta y ejercicio para mantener o restituir la salud de los vivos.
Filadelfio hizo una pausa para dejar que los que tomaran notas lo alcanzaran.
Mientras hablaba, sus ayudantes permanecían completamente inmóviles. O lo habían
ensayado, o bien ellos ya estaban familiarizados con su enfoque. Hablaba de manera
improvisada. Su voz era tranquila, audible y sumamente persuasiva.
—Erasístrato de Ceos también creía en la investigación. Continuó el trabajo de
Herófilo, que había descubierto que las arterias llevan sangre y no aire, como se había

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pensado anteriormente de manera equivocada. Erasístrato identificó que el corazón
funciona como una bomba que contiene válvulas; creía que el cerebro es el centro de
nuestra inteligencia e identificó sus distintas partes; restó importancia a la idea falsa
de que la digestión implica una especie de procedimiento «culinario» en el estómago,
demostrando que la comida es conducida a través de los intestinos mediante suaves
contracciones musculares. En sus investigaciones sobre el cerebro, Erasístrato probó
que las lesiones en ciertas partes del mismo tendría consecuencias directas sobre el
movimiento. Para ello, comprenderéis que era necesario experimentar con cerebros
vivos, tanto humanos como animales. Sus sujetos humanos eran criminales a los que
traían de las cárceles de la ciudad.
Otra pausa para seguir el ritmo… y para que la reacción del público se calmara.
Aulo y su amigo permanecían clavados en sus asientos. Ellos se consideraban unos
jóvenes duros. Iban al gimnasio y no les amedrentaba una pelea. Aulo había sido
tribuno en el ejército, si bien sirvió en tiempos de paz. Aun así, a medida que las
descripciones fisiológicas se iban haciendo más gráficas, ellos se iban apagando. En
aquellos momentos, todos los presentes se estaban imaginando a Erasístrato abriendo
la cabeza con un serrucho a algún preso vivo y observando tranquilamente lo que
ocurría mientras la víctima gritaba y se retorcía.
Filadelfio continuó hablando sin dejarse inmutar por su encogido auditorio:
—Aristóteles, maestro de Alejandro Magno, de Ptolomeo Soter y de Demetrio
Falereo, fundador del Museion, había enseñado que el cuerpo es una cascara que
alberga el alma o psique, lo cual no justificaba la vivisección. Pero muchos de
nosotros creemos que, cuando el alma parte, el cuerpo pierde todo lo que
consideramos vida humana. Esto da legitimidad a la disección después de la muerte,
al menos cuando existen motivos. Personalmente prefiero no aceptar la vivisección,
es decir, los experimentos en seres vivos ya sean humanos o animales. Desde aquel
breve período en el que Herófilo y Erasístrato florecieron, la gente consciente
considera lamentable, o directamente repulsivo, todo experimento de esa índole.
También impera el desagrado de cualquier tipo de necropsia. Nos da la impresión de
que cortar en pedazos a nuestros semejantes constituye una falta de respeto hacia
ellos, y que podría deshumanizarnos. Por consiguiente, ha pasado mucho tiempo
desde la última vez que alguien llevó a cabo un «Míralo tú mismo» con un cadáver
humano en el Museion.
Una o dos personas carraspearon con nerviosismo. Filadelfio sonrió.
—Si alguien cree que preferiría no verlo por sí mismo, no será ninguna vergüenza
si abandona la sala.
Nadie se marchó. Puede que algunos hubieran querido hacerlo.
—¿Y por qué es excepcional este caso? —preguntó Filadelfio—. Todos
conocíamos a Teón. Pertenecía a nuestra comunidad; le teníamos una consideración
especial. Físicamente estaba sano, era un discutidor de lo más animado y todavía le
quedaban unos cuantos años en el puesto. Tal vez se había mostrado taciturno

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últimamente, lo cual podría haber tenido muchas causas, incluida la enfermedad, ya
fuera conocida o bien irreconocible. No obstante, su aspecto era bueno y su
comportamiento seguía siendo vigoroso. Su muerte me sobresaltó, como imagino que
os ocurrió a muchos de vosotros. Los testigos percibieron algunos detalles extraños
cuando lo encontraron. Podemos darle sepultura y no pensar más en ello… o
podemos hacerle el favor de intentar averiguar qué le ocurrió. Mi decisión es realizar
una necropsia. —Los dos ayudantes avanzaron en silencio—. Vamos a proceder con
respeto y gravedad en todo momento —informó Filadelfio—. Nuestras acciones se
llevarán a cabo desde la curiosidad científica, disfrutando de la perspectiva intelectual
de hallar respuestas.
Uno de los ayudantes retiró con delicadeza el lienzo que cubría el cuerpo de Teón.

***
Al principio, Filadelfio no hizo nada.
—El primer paso es un examen ocular detallado.
Aulo se volvió a mirarme y asentimos con la cabeza: aquél era el verdadero
cadáver de Teón. Estaba desnudo, allí no le habían puesto un paño recatado. Su
cuerpo delgado era reconocible al instante incluso desde varias filas de distancia, así
como sus rasgos y su barba incipiente. A diferencia del falso cadáver del director de
la funeraria, él seguía teniendo pelo, un cabello fino, oscuro y lacio. Cuando el
profesor terminó de inspeccionar la parte delantera, Chaereas y Chaeteas avanzaron,
dieron media vuelta al cuerpo para el examen de la parte posterior y, a continuación,
volvieron a dejarlo boca arriba. Filadelfio inspeccionó también la parte superior de la
cabeza y las plantas de los pies del cadáver. Le levantó un párpado. Le abrió la boca y
miró en su interior unos momentos. Filadelfio utilizó una espátula para mantener la
lengua hacia abajo y echar un vistazo con más detenimiento.
—No se aprecian heridas —dictaminó al fin—. No observo magulladuras.
—¿Alguna mordedura de áspid? —gritó Aulo desde nuestra fila trasera. Poseía un
claro acento senatorial y una impecable dicción latina; su griego nunca había sido tan
fluido como el de su hermano o el de su hermana, pero sabía cómo hacerse oír lo
suficiente para provocar un disturbio. En el silencio subsiguiente sí que podría
haberse percibido el serpenteo de un áspid. Todas las cabezas de la sala se volvieron
hacia nosotros. Ahora todo el mundo sabía que había dos romanos en la habitación,
tan insensibles como los cultos griegos y egipcios nos habían considerado siempre. El
propio Aulo crispó el rostro—. Se me ocurrió que, con lo de la habitación cerrada,
deberían tenerse en cuenta las serpientes —masculló en tono de disculpa.
Filadelfio clavó la mirada en la fuente de aquella grosera interrupción, y
respondió con cierta frialdad en su tono que no había mordeduras de serpiente, ni de
insecto, perro o humano. Prosiguió metódicamente:
—Este es el cuerpo de un hombre de cincuenta y ocho años, de peso un tanto más
bajo de lo normal y tono muscular pobre, pero no tiene ninguna marca que pudiera

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explicar una muerte súbita —tocó el cadáver—. La temperatura y coloración dan a
entender que la muerte tuvo lugar dentro de las últimas doce horas. En realidad,
sabemos que a última hora de la pasada noche Teón todavía estaba vivo. Así pues,
aún no hay respuestas. Si queremos arrojar luz sobre lo que mató a nuestro estimado
colega, será necesario diseccionar el cadáver.
Al oír las palabras «estimado colega», un anciano de la primera fila soltó un
fuerte resoplido. Era un hombre grande, de aspecto tosco y cabello despeinado, que
estaba apoltronado en dos asientos con los brazos y las piernas muy abiertos. Poseía
un porte orgulloso; él no tomaba notas; por la posición de su cabeza, supimos que
estaba observando como si esperara que no saliera nada bueno de todo aquello.
—¿Quién es ése, Heras?
—Eácidas, el trágico.
Era fácil formarse una idea de él. Un académico de toda la vida que no esperaba
tener que presentarse y cuya actitud insidiosa había sido evidente desde el principio.
No fue ninguna sorpresa que preguntara:
—¿Tienes alguna expectativa razonable de que abrir el cuerpo resuelva algún
misterio?
—Tengo ciertas expectativas —repuso Filadelfio con firmeza. Fue cortés, pero no
estaba dispuesto a dejarse intimidar—. Tengo esperanza.
El experto en tragedias pareció calmarse, cosa que tal vez fuera rara en él. Estaba
claro que consideraba la zoología una disciplina menor que la literatura; los
experimentos científicos no eran más que una diversión despreciable. Sin embargo,
haciendo frente a los alborotadores muchas veces los acallas, de manera que
Filadelfio siguió dominando la situación.
El segundo ayudante había retirado el paño que cubría los instrumentos. Los
cuchillos afilados, serruchos, sondas y escalpelos relucían; la última vez que había
visto un despliegue como aquél, fue en un hospital de campaña del ejército, donde un
cirujano demasiado impaciente amenazaba con amputarme una pierna. Aquellos
artilugios estaban dispuestos entre un montón de cuencos semiesféricos. También se
veían unos cubos de bronce detrás del pedestal. Los dos asistentes se habían hecho
con sendos mandiles, aunque Filadelfio trabajaba vestido con la túnica, que era de
manga corta y de tela cruda.
Le entregaron un escalpelo y, casi antes de que la audiencia estuviera preparada,
realizó una incisión en forma de Y, cortando desde los hombros hacia el centro del
pecho y luego descendiendo en línea recta hasta la ingle. Trabajaba sin dramatismo.
Cualquiera que esperara ver alguna extravagancia, e imaginé que eso incluía a
Eácidas, habría quedado defraudado. Me pregunté cuántas veces habría hecho esto
Filadelfio. Dada la cuestionable legalidad de estos procedimientos, no tenía intención
de preguntarlo. No obstante, estaba claro que sus dos ayudantes cumplían con su
cometido con confianza. Filadelfio no tuvo que apuntarles en ningún momento lo que

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tenían que hacer. Aquellos guardas del zoo sabían perfectamente lo que se traían
entre manos.
La piel, y una capa de grasa amarillenta que la acompañaba, se apartó a ambos
lados. Filadelfio explicó que saldría muy poca sangre porque el flujo cesa con la
muerte. La incisión debió de alcanzar el hueso. Sus ayudantes sujetaron la carne, uno
a cada lado, mientras Filadelfio separaba las costillas del esternón serrando el
cartílago de unión. Se oyó la sierra. En aquel momento, hubo algunos gritos
entrecortados. Aulo estaba inclinado hacia adelante tapándose la boca con la mano,
posiblemente para sofocar sus gritos de asombro; bueno, eso fue lo que dijo después.
Me pregunté si aquellos cubos arrinconados se repartirían en caso de que los
espectadores vomitaran. De pronto, alguien que estaba más al frente cayó de rodillas,
desmayado; Chaeteas se dio cuenta y al hombre lo tumbaron sin prisas en el pasillo
para que se recuperara. En cuanto volvió en sí, abandonó la sala a trompicones.
Aprensivos o no, el resto de nosotros estábamos absortos. Observamos a
Filadelfio, que extrajo con cuidado el corazón y los pulmones para examinarlos y
luego otros órganos sólidos: los riñones, el hígado, el bazo y otros más pequeños. Los
iba nombrando sin apasionamiento mientras los sujetaba. Dio la impresión de prestar
una atención especial al estómago y al montón de intestinos. Se investigó su
contenido, con resultados predecibles. Un par más de miembros del público
recordaron que tenían una cita previa y huyeron.
Todo fue digno y metódico. Cualquiera que contara con un mínimo de asistencia
a ceremonias religiosas habría visto procesos similares con animales, aunque con
frecuencia realizados fuera de la línea directa de visión de todo el mundo, excepto de
los dioses. (Cuando haces de sacerdote intentas ocultar tus errores). En esta ocasión,
el disecador era absolutamente abierto pero tenía la misma actitud, esa reverencia
formal del sacerdote que oficia al inspeccionar las entrañas de la víctima propiciatoria
buscando augurios. Sus calmados ayudantes correteaban por allí como atentos
acólitos.
No era un proceso delicado. Aunque no se trataba de una carnicería, sí que
requería actividad muscular. Hasta para deshuesar un pollo hace falta esfuerzo. Nadie
que hubiera sido soldado se sorprendería ante la fuerza física necesaria para abrir la
carne y desmontar un esqueleto humano. Filadelfio tuvo que tajar y desgarrar. Los
jóvenes que se habían pasado la vida enfrascados en los rollos estaban visiblemente
horrorizados.
Y se impresionaron aún más cuando llegamos a la parte en la que se aserraba el
cráneo para abrirlo y extraer el cerebro.

***
Filadelfio completó todo el procedimiento sin hacer declaraciones. Trabajó sin
cesar. En cuanto hubo terminado, pidió a Chaereas y Chaeteas que volvieran a
colocar los órganos dentro del cuerpo y lo armaran de nuevo para coserlo. Mientras lo

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hacían, todos nos movimos en los asientos, estiramos las extremidades e intentamos
recuperar la compostura. Filadelfio se lavó las manos y los antebrazos a conciencia, y
se secó con una toalla pequeña, como si se dispusiera educadamente a cenar. A
continuación, se sentó y empezó a tomar notas.
No tardó mucho. Sus ayudantes retiraron los cuencos y los instrumentos y
empujaron la mesa con el cuerpo hacia una salida; me pareció ver a Petosiris, el
director de la funeraria, con sus disparejos ayudantes, Picazón y Sorbemocos,
esperando fuera para recoger el cadáver. Chaereas y Chaeteas cerraron la puerta y
ocuparon sus posiciones para el anuncio de los descubrimientos, moviéndose con la
misma discreción que si fueran deidades guardianas menores.
Filadelfio se puso de pie para su discurso. Tenía las notas en la mano, aunque rara
vez recurrió a ellas. Su porte seguía siendo calmado y seguro de sí mismo.
—Ahora voy a comunicaros mis conclusiones. Podéis hacer las preguntas que
queráis.
Eácidas, el gran disidente, se movió con brusquedad. Estaba sentado al lado de
otro hombre más tranquilo, también mayor que los estudiantes.
—Apolófanes —me susurró nuestro joven amigo Heras, que ya tenía mejor color
en su rostro—. El director de filosofía. —En realidad Eácidas no interrumpió; hasta
su engreimiento parecía haberse desinflado con la coreografía clínica.
—La mayor parte de lo que he encontrado era normal para un hombre de la edad
de Teón —dictaminó Filadelfio—. El cartílago de las costillas, por ejemplo, estaba
empezando a fusionarse con el hueso, cosa que sabemos que ocurre con el paso de los
años. Sin embargo, no había ningún indicio de enfermedad en los órganos, ni
problemas importantes achacables a la edad. No hay duda de que el corazón y los
pulmones fallaron, pero resulta imposible determinar si eso fue la causa específica de
la muerte o parte del proceso. En el cerebro, no encontré nada que merezca la pena
comentar.
Aquellas palabras provocaron unas carcajadas… no por parte de Eácidas, en
realidad, sino de Apolófanes. Su risa era suave, casi cordial. Por lo visto, el director
de filosofía disfrutaba con las bromas pero no era estridente.
Filadelfio también sonrió. No había sido su intención ser ingenioso, pero aceptó
el hecho de que su comentario directo pudiera interpretarse de dos maneras distintas.
—Las zonas que considero significativas se concentran en el sistema digestivo. El
hígado, por ejemplo, es más grande y pesado de lo que debería y, al cortarlo, la
estructura interior sugería que Teón había estado bebiendo mucho últimamente. Esto
podría ser un síntoma de ansiedad. Como colega suyo, que lo conocía profesional y
socialmente, no lo hubiera descrito como un devoto de Baco.
—¡Tonto de él! —comentó Eácidas. Filadelfio no le hizo caso.
—El estado del hígado, sin embargo, no es motivo suficiente para causarle la
muerte. De hecho, mis observaciones no han logrado encontrar ninguna explicación
para lo que consideraríamos un fallecimiento «natural». Por lo tanto, tenemos que

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determinar una causa que no lo sea. No hubo violencia. ¿Acaso, dicho en lenguaje
común, comió o bebió algo que le sentó mal? Se sabe que anoche Teón cenó fuera.
Los de las primeras filas sois particularmente conscientes de que hallé pruebas de la
ingestión de una comida copiosa, sustanciosa y variada; los alimentos se consumieron
pocas horas antes de que el bibliotecario muriera.
—¿Cómo puedes saber la hora? —preguntó uno de los estudiantes que tomaban
notas.
—Lo supe por el estado de digestión de la comida y su posición en los órganos. Si
alguien más está dispuesto a confiar en mi palabra, puedo hablaros de ello más tarde,
joven; venid a verme en privado… —Casi todos nosotros estábamos absolutamente
dispuestos a pasar por alto los detalles—. Esta noche estaré cansado; sugiero que sea
mañana por la mañana en el zoo.
—¿Qué puedes determinar de la comida? —preguntó otro joven. Filadelfio
pareció incómodo y se encogió de hombros.
Aulo se puso de pie.
—No hay necesidad de especular. Los detalles de la comida se conocen, señor. —
Pasó a desglosar detalladamente el menú y añadió—: Se ha establecido que de todos
los platos comió más de una persona y nadie más ha sufrido efectos nocivos. Dos de
nosotros, sin ir más lejos, hoy tenemos el estómago lo bastante fuerte como para
presenciar tu necropsia.
—¿Y cuánto vino bebió? —le preguntó el otro estudiante.
Aulo sonrió ampliamente y se rascó la oreja.
—Bebimos la cantidad que sería la normal en una comida de ese estilo, dado que
éramos visitantes extranjeros y que había un invitado importante… Yo diría que Teón
mantuvo bien el ritmo, si bien no nos dejó atrás al resto.
—Al menos que tú recuerdes, ¿no? —bromeó Filadelfio. Estaba claro que
también tenía sentido del humor. Aulo recibió el comentario con otra sonrisa relajada
y volvió a sentarse—. Puesto que era el invitado de honor, supongo que a Teón debió
de servírsele cuanto quiso. Un testigo dice que su comportamiento parecía normal.
Así pues, si bebía en exceso con regularidad —sugirió Filadelfio—, lo hacía en
privado. El hecho de beber en secreto, sobre todo cuando previamente el bebedor no
ha tenido dicha costumbre, hay que considerarlo significativo. Antes he mencionado
que Teón parecía estar preocupado, y esto reafirmará mi comentario de que tal vez
estuviera experimentando algún tipo de angustia mental, de que estuviera sometido a
algún tipo de presión. ¿Por qué me estoy centrando en esta suposición? Porque en su
estómago y esófago había unos restos intrigantes, algo que había comido o bebido
después de la cena. He guardado unas muestras que analizaré con nuestros colegas
botánicos. Se trata de un tejido vegetal, al parecer hojas, y quizá semillas. Estoy
capacitado para comentar las circunstancias, dado que en el zoo examinamos
animales, de los nuestros u otros que nos traen… animales que mueren por haber
ingerido comida envenenada o venenosa. Me ha parecido reconocer similitudes.

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Aquello produjo un revuelo. Alguien preguntó rápidamente:
—Cuando empezaste la necropsia, ¿preveías que hubiera veneno?
—Siempre fue una posibilidad. Aquellos de vosotros que hayáis estado atentos
habréis observado que el cuerpo estaba desnudo. Normalmente, en un caso como
éste, examinar la ropa que llevaba en el momento de la muerte formaría parte del
procedimiento inicial. En esta ocasión, Chaereas y Chaeteas le habían quitado la
túnica por razones estéticas, pues había presencia de vómito. La examiné antes de la
necropsia.
—¿Encontraste más tejido vegetal?
—Sí. Dado que Teón ya había comido bien, si sufrió un envenenamiento dudo
que hubiera cortado un trozo de planta junto a la que pasara soñando despierto y lo
hubiera masticado imprudentemente. Así pues, si ingirió este tejido vegetal estando
sentado a su mesa, y si lo hizo por voluntad propia, debemos decidir que tenía tantas
preocupaciones en la cabeza que cometió suicidio. De no ser así… —Fue la única vez
en toda la tarde que Filadelfio hizo una pausa dramática—. De no ser así, alguien le
dio el veneno. Si sabían lo que le estaban dando, y no sé por qué iban a hacerlo a
menos que lo supieran, por motivos que no podemos conocer de inmediato, nuestro
bibliotecario fue asesinado.

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XIII
La reacción duró varios minutos. Durante el alboroto, mientras se volvían unos hacia
otros e intercambiaban ideas con excitación, me levanté de mi asiento y me dirigí a la
zona central.
—Saludos, Filadelfio, y felicitaciones por tu trabajo de hoy. Me llamo Didio
Falco…
—¡El hombre del emperador!
Enarqué una ceja. Debía de haberse percatado de la presencia de un desconocido
entre el público…, no tenía ningún problema de visión; aquellos ojos grandes y
atractivos veían bien tanto de cerca como de lejos…, pero esa información provenía
de dentro.
—¿Sabías que iba a venir?
El apuesto profesor, esbelto y canoso, sonrió:
—Esto es Alejandría.
El ruido se iba apagando. Entonces se le plantearon algunas preguntas a
Filadelfio, incluida la de: «¿Por qué estaría encerrado Teón?».
Filadelfio levantó las manos para pedir silencio.
—No está dentro de mis atribuciones responder a eso. Pero está aquí el
investigador especial del prefecto…, ¿te importa, Falco?, que tal vez pueda explicar
más cosas.

***
Filadelfio se retiró a un asiento y me cedió el uso de la palabra sin previo aviso.
—Me llamo Didio Falco. Como ha dicho Filadelfio, se me ha pedido que dirija la
investigación sobre la muerte de Teón. Lleváis aquí sentados un buen rato y lo que
hemos visto ha sido terrible, de manera que no voy a prolongar la agonía. Sin
embargo, me alegro de presentarme. Ya que estamos todos aquí, os pediría que si
alguno de vosotros sabe algo sobre lo ocurrido que crea pueda ser de utilidad, por
favor venga a verme en privado lo antes posible.
Hubo cierto movimiento en los asientos, pues la gente que nunca ha ayudado en
una investigación de la ley y el orden suele ponerse nerviosa. Yo trataba con algunos
de los estratos más bajos de la sociedad, donde todos sabían perfectamente cómo
funcionaban esas cosas. Tuve que recordarme que existían círculos educados donde
los testigos no sabrían con seguridad lo que se esperaba de ellos.
—Uno de vosotros acaba de preguntar por qué estaría encerrado Teón. He visto
su habitación, y sólo puede cerrarse desde fuera. De modo que, si se suicidó, es
extraño que la puerta estuviera cerrada con llave. Si fue asesinado tiene sentido; la
puerta garantizaría que no pudiera acudir en busca de ayuda antes de que el veneno
hiciera efecto. Filadelfio, ¿tu examen proporciona alguna pista sobre el tiempo
transcurrido entre la ingestión y la muerte?

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No se molestó en levantarse, pero respondió:
—No; eso depende del veneno que fuera. Espero averiguar más cosas mañana.
Los venenos de las plantas pueden tardar desde algunos minutos a varias horas o, en
ocasiones, días.
—Los de efecto a largo plazo son menos atractivos tanto para los asesinos como
para los suicidas —comenté.
—¿No hay otra posibilidad? —preguntó un joven de aspecto inteligente que se
hallaba a un lado de la habitación—. ¿Teón no podría haber ingerido esas hojas y
semillas con la esperanza de que fueran un antídoto para algún otro veneno?
Filadelfio se dio la vuelta en su asiento.
—Eso también dependerá de la identificación…, suponiendo que sea posible.
El muchacho había cogido el ritmo:
—Podría ser que Teón ni siquiera hubiera ingerido ningún veneno, sino que
simplemente temiera haberlo hecho. Las hojas del antídoto podrían haber causado
más reacción de la que él esperaba… —Aquel joven poseía una imaginación
vigorosa, era de esos a los que les gustan las cosas muy complicadas.
—Tendré en mente estos factores —contestó Filadelfio con paciencia.
Empezábamos a estar estancados. Intervine:
—Escuchad… es tarde, todos estamos agotados. Me satisface que el excelente
examen de Filadelfio haya aislado una sustancia que bien podría haber matado a
Teón. Sin su debida identificación, todas las especulaciones que hagamos esta noche
serán inútiles. Hay que saber cuando dejar que las cosas se tomen su tiempo —
advertí, asumiendo el papel de un profesional curtido en estas lides—. Permitidme
decir una cosa. Aunque Teón se quitara la vida, alguien le cerró la puerta. Quiero
saber quién fue y por qué lo hizo. Necesito cualquier información que podáis
proporcionarme al respecto. ¿Quién vio lo ocurrido? ¿Quién vio a alguien que fuera a
visitar a Teón? Se ha sugerido que últimamente estaba preocupado. ¿Quién sabe por
qué? ¿Quién habló con él y oyó que se sugería alguna preocupación sobre su salud,
su trabajo o su vida privada? Y, en caso de que se tratara de un crimen, ¿qué
enemigos tenía? ¿Quién le tenía envidia? ¿Quién quería su investigación, su tratado
escrito, su colección única de cerámica de figuras negras, a la amante que mantenía
en secreto o a la amante que le robó a otro y que exhibía abiertamente?… —
Filadelfio me dirigió una mirada vivaracha, como si le horrorizara la sugerencia.
Eácidas y Apolófanes se estaban riendo a medias; definitivamente, Teón no era un
seductor—. ¿Quién quería su trabajo? —pregunté en tono neutro. Podía ser que más
de uno de los presentes.
Nadie se ofreció a dar respuestas. Eso ocurriría más adelante, si tenía suerte.
Sabía que debatirían acaloradamente las cuestiones. Sabía que la gente podía empezar
a acudir a mí a hurtadillas a partir de mañana… era posible que incluso aquella
misma noche. Algunos de ellos querrían ayudar, otros querrían llamar la atención y,

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sin duda, habría quien estaría ansioso por sacar a relucir los trapos sucios de sus
estimados colegas académicos.
***
Filadelfio y yo dejamos claro que la reunión iba a terminarse. Lo invité a cenar a
casa conmigo, pero dijo que tenía un compromiso anterior en una casa privada. Debía
de tratarse de unos amigos de prestigio porque entonces fue él quien me invitó a
acompañarle. A esas alturas, yo tenía que volver a casa a tranquilizar a Helena. Aulo
y yo nos llevamos con nosotros a Heras.
Cuando abandonamos el edificio del Museion, habíamos perdido toda noción de
tiempo y espacio. La necropsia había sido tan intensa, que teníamos la sensación de
haber estado en otro mundo.
El cielo todavía retenía un poco de luz, pero la oscuridad iba ganando terreno sin
pausa. Con ello aumentó nuestra sensación de que habíamos permanecido absortos
mucho más que unas pocas horas. Estábamos exhaustos. Estábamos hambrientos.
Estábamos abrumados.
El auditorio se dispersó con rapidez. Muchos salieron apresuradamente en
dirección al refectorio. Algunos iban en pequeños grupos, aunque había un número
sorprendente de ellos que iban solos. Los estudiosos parecían encerrarse en ellos
mismos más que la gente corriente.
Aulo, Heras y yo salimos del gran complejo del Museion y recorrimos las calles
bien iluminadas de Brucheion hasta la casa de mi tío. Anduvimos juntos y en
silencio, pues teníamos muchas cosas que recordar y en las que pensar.
Alejandría estaba en plena efervescencia y llena de vida por la noche, aunque a
mí no me resultaba amenazadora. Los negocios seguían abiertos. Las familias estaban
en sus tiendas o paseando por sus vecindarios. Aquél era el mayor puerto del mundo,
por lo que inevitablemente los marineros y comerciantes andaban de jarana, pero
éstos estaban cerca de los muelles y del Emporio, y no solían frecuentar las avenidas.
Allí, la vida diaria continuaba mucho después de anochecer, y medio millón de
personas de distintas nacionalidades se saludaban unas a otras, comían en la calle,
charlaban y soñaban, trabajaban y jugaban, robaban monederos, intercambiaban
mercancías, se citaban, se quejaban sobre las tasas romanas, insultaban a otras sectas,
insultaban a sus parientes políticos, engañaban y fornicaban. Cuando el nervioso
viento venía del mar, traía consigo la atracción del Mediterráneo. Pasamos frente a un
templo y oímos el tremor de un sistro. Los soldados marcharon por nuestro lado con
el familiar ruido del paso de los legionarios. Estábamos en Egipto, pero únicamente
en el extremo norte del país. Captamos atisbos de su rareza, pero estábamos medio
ausentes del mundo que creíamos conocer.
La necropsia me había afectado. Me alegré de entrar en la calidez de la casa de mi
tío, que me recibieran los berridos de mis hijas, que habían tenido un día quisquilloso.
Después, Helena me rodeó con un cariñoso abrazo. Se apartó y me interrogó en

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silencio. Estaría impaciente por enterarse de las noticias del día y, mientras las oía,
suavizaría las atrocidades con su dulce sensatez.

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XIV
Fulvio y Casio habían salido en pos de algún interés comercial, de modo que la cena
de aquella noche fue un acontecimiento familiar. Me vino bien.
Cenamos en la azotea, donde los sirvientes habían dispuesto una zona acogedora
bajo unos toldos. Los tres hombres nos dejamos caer, débilmente al principio, en los
lujosos aunque gastados cobertores que adornaban los viejos divanes. En mi opinión,
Fulvio y Casio también tenían un aspecto lujoso pero gastado. Me pregunté si el
mobiliario y demás complementos vendrían con la casa o eran suyos. Julia y Favonia
estuvieron presentes en la cena pero, después de un duro día de peleas, la pareja
manchada de lágrimas no tardó en quedarse dormida. Albia tomó asiento junto a
Aulo y lo espabilaba a puñetazos cada vez que a él se le olvidaba ser amable. Yo
comí y bebí lentamente, perdido en divagaciones.
Helena dio unas palmaditas en el diván, a su lado.
—¡Ven a hablar conmigo, Heras!
El simpático joven aceptó la oferta de inmediato. Poseía unos modales excelentes,
probablemente producto de una buena madre, y pareció halagado por dicha atención.
Él no podía saber que la magnífica dama romana, tan bien casada y embarazada a
primera vista, era una bruja peligrosa. Helena le sonsacaría con la misma habilidad
con la que ya había extraído la carne del marisco y las semillas de las granadas.
—Háblame de ti —le dijo con una sonrisa.
Heras fue la obediencia personificada. Así, Helena averiguó que provenía de
Naukratis, una antigua ciudad griega; su padre era rico y deseaba que su hijo se
abriera camino con éxito. A Heras lo habían mandado solo a Alejandría para que
eligiera una carrera. Los resultados habían causado cierto malestar en sus relaciones
con su padre.
—¿Qué es lo que tu padre no aprueba, a tu tutor o la materia que has elegido?
—Más o menos ambas cosas, señora.
Heras explicó que la sofistería era un estudio necesario para cualquiera que
esperara convertirse en un líder de la sociedad en este lugar. Aprender a ser un orador
persuasivo era una habilidad fundamental; lo capacitaría para las más altas esferas:
ser senador, magistrado, diplomático, benefactor público. Por desgracia, los
profesores sofistas habían acabado tomando perfecta conciencia de su valor para los
ricos, que por definición eran su mejor fuente de alumnos, y cobraban unos
honorarios caros. En ocasiones muy caros, puesto que exigir menos que un rival
podría implicar mediocridad.
—Se supone que sus enseñanzas fomentan la virtud, un ideal desinteresado; de
manera que algunas personas adoptan la postura de que no está bien que cobren
cantidad alguna. Mi padre puede pagarlo… —Todos los adolescentes piensan lo
mismo. Miré a mis hijitas y me pregunté cuánto tardarían esos cupidos durmientes en

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esperar que tuviera un monedero inagotable. No mucho tiempo. Julia ya sabía ponerle
precio a un juguete—. Sin embargo, está horrorizado de lo que pide el tutor.
—Sócrates siempre habló en público, para todos los que quisieran oírle. —Helena
sorprendió a Heras con sus conocimientos y con la natural confianza en sí misma al
compartirlos. Yo ya sabía lo mucho que leía. Por norma general, las hijas de los
senadores no reciben el mismo nivel de educación que los hijos varones, ni siquiera
en caso de que sean más inteligentes. Sin embargo, al tener dos hermanos menores,
Helena creció con tres profesores en casa, por no mencionar una biblioteca privada.
Ella había aprovechado cada oportunidad. Tampoco intentaron disuadirla. Sus padres
pensaron que sería responsable de la educación de futuros senadores. Su única
equivocación fue que Helena me eligió a mí en lugar de a un patricio estirado.
Nuestros hijos pertenecerían a la clase media. Yo no tenía ningún inconveniente en
que les enseñara cualquier cosa valiosa, pero si el bebé que esperaba era un varón, y
si sobrevivía al parto y a la niñez, no iba a enviarlo al extranjero para que adquiriera
malos hábitos y enfermedades graves en una universidad foránea. Yo había nacido
plebeyo, quería que mi dinero rindiera. Lo había ganado yo y también era capaz de
malgastarlo por mí mismo.
—¿Por qué no me hablas de tus estudios, Heras? —Helena hablaba con el
estudiante al tiempo que me miraba a mí. Oculté una sonrisa. Me gustaba que mis
mujeres fueran versátiles. Esta me gustaba mucho más que otras a las que había
conocido.
—Aprendemos las reglas de la retórica, el buen estilo, el entrenamiento de la voz
y la postura correcta. Parte del sistema consiste en declamar discursos modelo en
clase… mi padre dice que tratamos temas falsos y estériles, divorciados de la vida.
Para él no son más que artimañas orales. También observamos las alocuciones
públicas de nuestro maestro, con las que se granjea la admiración de la ciudad. Mi
padre también recela de ello. Arguye que, actualmente, los profesores cultivan el arte
de la retórica virtuosa por motivos erróneos. Su estilo de vida atenta contra las buenas
cualidades que se supone que tienen que enseñar: dan discursos para obtener
reputación; sólo quieren tener fama para ganar más dinero.
Me incliné y me apoyé en el codo.
—Decir que la sabiduría no puede comprarse y venderse como el grano o el
pescado parece virtuoso. Sin embargo, los filósofos tienen que vestirse y llenar la
panza.
—En Alejandría no —me recordó Helena—. El Museion les promete «exención
de necesidades y de impuestos». Incluso en Roma, nuestro emperador, Vespasiano, ha
tratado de fomentar la educación concediendo la dispensa de las obligaciones
municipales a gramáticos y retóricos. Y proporciona un salario a los maestros.
Heras se rió con timidez.
—¿Se trata del mismo emperador que al principio de su mandato exilió a todos
los filósofos de Roma?

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—A todos excepto al estimado Musonio Rufo —admitió Helena.
—¿Qué tenía de especial?
—Mi padre lo conoce un poco, de modo que puedo responder a eso. Es un estoico
que argumenta que el objetivo de un filósofo es alcanzar la virtud. Nerón lo mandó al
exilio, lo cual siempre es señal de calidad. Cuando los ejércitos de Vespasiano
avanzaron sobre Roma al término de la guerra civil, Musonio Rufo suplicó a los
soldados que tuvieran un comportamiento pacífico. Lo que me gusta especialmente
de él es que dice que los hombres y las mujeres poseen exactamente la misma
capacidad para comprender la virtud, y que por lo tanto habría que enseñar filosofía a
las mujeres de la misma manera que a los hombres.
Tanto Aulo como Heras soltaron una risotada al oír aquello. No me pareció que al
mundo académico de Alejandría le hiciera mucha gracia. Y llegados a esto, pocas
mujeres romanas suscribirían la idea, sobre todo si exigía la búsqueda de la virtud.
Esto no significa que estuviera en contra del principio de la educación igualitaria.
Estaba dispuesto a burlarme de los malos filósofos de ambos sexos.
—Nosotros pensamos que Vespasiano sólo piensa en su fortuna personal —nos
confió Heras. El tío Fulvio tenía una buena bodega. Heras había bebido vino con
nosotros, quizá más del que estaba acostumbrado y sin duda más de lo que sería
prudente en él—. Lo llamamos el Vendedor de pesca salada. —Y creyó necesario
añadir—: Porque se dice que eso es lo que hizo cuando estuvo aquí.
—Será mejor no insultar al emperador en voz demasiado alta —le advirtió Aulo
quedamente—. Nunca se sabe quién podría estar escuchando. No lo olvides: Marco
Didio trabaja para él.
—¿Estás en su poder? —me preguntó Heras. Yo mastiqué un dátil con aire
meditabundo.
—¿Quién sabe? —Aulo se encogió de hombros—. Quizá Marco Didio también
busque reputación para ganar dinero… o tal vez posea suficiente carácter para seguir
siendo independiente.
Como era viejo y sabio, guardé silencio. A veces ni yo mismo sabía hasta qué
punto había capitulado y vendido mi alma para mantener a mi familia, o hasta qué
punto me limitaba a seguir el juego y preservar mi integridad.
Helena me estaba mirando de nuevo con los ojos ensombrecidos bajo la luz de las
lámparas. Llena de ideas, llena de valoraciones privadas y, con un poco de suerte,
todavía llena de amor.
Me di la vuelta en el diván, agarré una jarra de agua con una mano y una de vino
con la otra y volví a llenar los vasos. Helena no quiso; a Albia le serví muy poco; a
Aulo y a Heras probablemente les agüé el vino más de lo que hubieran deseado.
Entonces empecé a hablar yo:
—Bueno, decidme, muchachos… —incluí a Aulo para que así no diera tanto la
impresión de que estaba interrogando a Heras—. ¿Qué sabéis sobre la gestión de la
biblioteca?

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Heras tenía los ojos redondos.
—¿Crees que hay algún escándalo?
—¡Qué va! Era una pregunta neutra.
—¿Neutra? —Heras consideró el concepto. Si hubiera llevado a tierra un
monstruo de las profundidades marinas nunca visto quizá no hubiera recelado tanto.
—Se trata de una investigación empírica —le expliqué en tono dulce—. Busco
pruebas y luego saco conclusiones de ellas. Con este sistema no obtienes una
respuesta clara para la que tengas que formular un discurso oratorio. El objetivo es el
descubrimiento, sin condiciones previas ni prejuicios. Unas preguntas simples,
«¿cómo?», «¿qué?», «¿dónde?» y «¿cómo otra vez?», que hay que responder antes de
que puedas empezar con el «¿por qué?».
El muchacho aún parecía preocupado. A mí también me perturbaba su actitud
hermética. Demasiada gente la compartía: la falsa creencia de que sólo podías hacer
preguntas cuando sabías las respuestas. Traté de disuadirlo con delicadeza:
—En Roma utilizo las bibliotecas para mi trabajo. Tenemos unas magníficas,
como la colección pública de Asinio Polio o la Biblioteca de Augusto en lo alto del
Palatino, y Vespasiano está construyendo un nuevo Foro satélite con su propio
nombre que albergará un Templo de la Paz, así como un par de bibliotecas a juego de
Latín y Griego. —Me pareció que no hacía ningún daño mencionándolo. No era
ningún secreto. El programa de embellecimiento de Roma de Vespasiano iba a ser
mundialmente famoso—. Ahora estoy aquí, en Alejandría. Junto con Pérgamo,
Alejandría tiene las mejores bibliotecas del mundo conocido pero, admitámoslo,
¿quién sabe dónde está Pérgamo, por el Hades? De modo que, como soy un hombre
que tengo curiosidad por todo, lógicamente en Alejandría quiero saber cosas sobre la
Gran Biblioteca.
—¿Es esa curiosidad independiente de la teoría de que su conservador fuera
asesinado? ¿Aunque estés investigando el tema?
—No puedo saber si la biblioteca es relevante hasta que primero no averigüe lo
que allí es normal.
—¿Y qué es lo que me estás preguntando? —a Heras le tembló débilmente la voz.
—¿Tú qué has notado? ¿Funciona todo bien?
Heras pareció avergonzado y agachó la cabeza. Seguro que engañaba a su
preocupado padre y a su tutor cuando lo interrogaban pero, esa noche, a mí me contó
la penosa verdad:
—Me temo que soy bastante descuidado. No voy a la biblioteca con tanta
frecuencia como debería, Falco.
Bueno, era un estudiante. Helena me lanzó una mirada que me decía que tendría
que habérmelo imaginado.

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XV
A la mañana siguiente, me costó mucho levantarme temprano. Pero tenía que hacer
frente al jefe del Museion y a sus colegas en su reunión matutina. Sería fundamental.
Pensé que seguramente iban a hablar de la muerte de Teón.
Además, cuando le empiezo a cobrar antipatía a alguien, sigo presionando. El
director, Fileto, me parecía tan limpio como el estiércol de las cuadras. Mi intención
era darle con la horca hasta que chillara.
Aulo todavía estaba roncando, así como casi todos los demás habitantes de la
casa.
Helena vino conmigo. Después se encontraría con Albia para enseñarles el zoo a
las niñas pero, como madre concienzuda que era, primero iba a hacer un
reconocimiento del terreno.
—Excelente mujer. Si Alcmena hubiera tenido el mismo cuidado, el niño
Hércules no habría tenido que pasar por el delicado momento de saltar de su cuna
para estrangular a dos serpientes… Yo puedo ofrecerte otra clase de zoo —le dije—.
Allí habrá unas bestias salvajes increíbles… es una colección de seres humanos.
—¿Los académicos? No me dejarán entrar, Marco.
—Tú no te separes de mí, cariño. —Cogí una servilleta de lino, me hice un
cabestrillo con ella y le anuncié que diría haberme hecho daño en la mano y que mi
esposa era la única persona en la que podía confiar para que tomara notas fielmente, o
para que después se mantuviera la confidencialidad—. Ve detrás de mí. Quédate
quieta. No hables en ningún momento.
—No soy una mujer griega, Falco.
—¡Como si no lo supiera! Tú eres una mujer de armas tomar, querida, pero no
hace falta que esos intelectuales confusos lo sepan. Si puedes aguantar con la boca
cerrada, puede que no se den cuenta. —Las posibilidades eran escasas. Helena
saltaría indignada en cuanto esos hombres, en su palabrería, dijeran alguna estupidez
poco realista. La miré con una amplia sonrisa, como si estuviera lleno de confianza.
Helena se conocía; torció el gesto.
—Aun así no me dejarán entrar.
Sí lo hicieron. Fileto no había llegado todavía. El lugar era un ejemplo típico de
una gran organización. Los demás estaban ansiosos por hacer cualquier cosa que
molestara a su director.
Fileto tenía buenas razones para no estar aún allí. Intentaba mantenerse a
distancia de una situación desagradable que él mismo había provocado: había
denunciado a Filadelfio al prefecto. Tenax y sus adláteres habían venido a arrestar al
guarda del zoo por llevar a cabo una disección humana ilegal. Nos los encontramos
en las escaleras del edificio del director acompañados por el inculpado, que tenía su
atractiva cabeza echada hacia atrás, desafiándolos a que se lo llevaran.
Saludé al centurión con soltura.

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—¡Cayo Numerio Tenax! Y Mammio y Cotio, tus magníficos agentes. ¡Caramba,
chicos, qué elegantes vais! —Se habían bruñido el peto para esta ocasión formal. Me
gusta ver que la gente se esmera. Aquella mañana el centurión llevaba puestas las
grebas y agarraba su bastón como si temiera que un mono travieso saltara desde una
canaleta y se lo arrebatara. Empezaba a pensar que allí los monos eran los que
llevaban barba griega—. ¿Vamos a llenar las celdas en una mañana tan hermosa?
—Ha habido una denuncia —se quejó Tenax. Por una vez la denuncia no era
sobre mí. (Cosa que aún podía cambiar). Tenax me habló en voz baja, compartiendo
su indignación con un compañero romano—. Ese imbécil que está al cargo de todo
podría haberlo hablado conmigo, pero no, él tuvo que ir directamente a ver al jefe,
¿qué te parece?
—Es un sacerdote. No tiene ni idea del procedimiento que debe seguir. Bueno, si
arrestas al zoólogo, Tenax, también tienes que arrestarme a mí. Yo estaba allí cuando
troceó el cuerpo de Teón.
Tenax quedó fascinado.
—¿Entonces tú qué piensas, Falco?
—Pienso que estaba justificado. Dio resultados: El bibliotecario había ingerido
veneno. No lo hubiéramos sabido sin desenredarle los intestinos. Creo que puedes
asegurarle al jefe que esta necropsia fue excepcional; considéralo como que la
intención era que resultara útil. También puedes actuar en contra, pero eso provocará
resentimiento en el Museion, debido a la popularidad de Teón…
—¿Qué popularidad?
Helena se rió tontamente:
—Sus colegas lo elogiarán como locos, con la esperanza de que algún día se haga
lo mismo por ellos. —Tenax no se lo tomó a mal. Helena le caía bien.
—Además —le advertí con aire misterioso—, podría ser que todo esto tuviera una
trascendencia inesperada.
—¡¿Cómo?! —Tenax seguía detrás de Filadelfio, como si fuera a arrestarle.
—Ya conoces al populacho de Alejandría… Una detención puede terminar siendo
un asunto de orden público en cuestión de cinco minutos.
—¿Y qué puedo hacer, Falco?
—Vuelve y le explicas al jefe que viniste y evaluaste la situación. Dile que
consideraste que debías limitarte a amonestar al autor, explicarle que este tipo de
experimentos son extraños a la tradición romana, hacerle prometer que será un buen
ciudadano… y efectuar una retirada estratégica.
Se suponía que la retirada estratégica no era la manera de actuar del ejército
romano, pero Tenax veía Egipto como un destino fácil, un lugar donde el ejército se
mantenía al margen de los problemas.
—¿Puedo decir que tú estuviste de acuerdo?
—Di lo que quieras —le permití con cortesía—. No va a reincidir.
Tenax miró a Filadelfio.

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—¿Lo has entendido, señor? Advertencia, tradición, promesa… y no vuelvas a
hacerlo. ¡No lo hagas, por favor, o el prefecto usará mis pelotas hechas picadillo para
hacer salsa de menudillos!
Filadelfio asintió con la cabeza. No mostró ninguna reacción al comentario
lascivo, quizá porque él y su pequeño cuchillo de disección tenían experiencia con
testículos de todas clases. Los soldados se marcharon a paso rápido. Nosotros
entramos los tres juntos.

***
Poco después, apareció Fileto caminando a trompicones. Puso cara de asombro al
ver que Filadelfio todavía andaba suelto. Por supuesto, no podía decir nada sin
admitir que había sido él quien se había chivado.
Encontró otra cosa por la que indignarse:
—¿Estoy viendo a una mujer?
—Viene conmigo. Te presento a mi esposa, director. Como hija de un senador,
Helena Justina representa lo más espléndido de la mujer romana. Posee la rectitud y
la perspicacia de una Virgen Vestal. Es confidente de Vespasiano y goza de la
admiración duradera de Tito César. —Puede que allí llamaran vendedor de pesca
salada a Vespasiano, pero su hijo y heredero, Tito, era un niño mimado en Alejandría.
Los generales jóvenes y apuestos, acalorados tras sus triunfos en Oriente, les
recordaban a su fundador. Implicar que Helena era la chica del héroe no haría más
que dorar su prestigio. Moví el cabestrillo—. Goza también de mi admiración y
tomará notas por mí.
Helena, furiosa, estaba a punto de hablar, pero nuestro bebé nonato le dio una
tremenda sacudida. Lo supe por la expresión de su cara y la rodeé con el brazo
amablemente. (Tenía que ser un niño; estaba de mi parte).
—¡Arriba ese ánimo, querida! Tranquilízate, Fileto. Será invisible y permanecerá
en silencio. —Helena iba a darme una paliza con muchas vocales cuando llegáramos
a casa, pero no se dio por aludida, al menos temporalmente.
***
Fileto se entronizó como si fuera un magistrado particularmente aburrido. Los
demás tomaron asiento con sigilo en un círculo de butacas que eran como los asientos
de mármol asignados a los senadores en los anfiteatros. Conseguí una para Helena. A
mí me trajeron un taburete plegable. Huelga decir que las patas eran desiguales y no
dejaba de intentar plegarse de nuevo. Era informante, por lo que estaba acostumbrado
a este truco. Mejor eso que no que te dejaran de pie, como a un esclavo.
—Didio Falco observará el procedimiento —anunció Fileto con rencor. Todo el
buen carácter que hubiera poseído se había marchitado como una planta enferma—.
¡Debemos complacer al hombre del emperador!

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Mientras yo estaba ocupado estabilizando el taburete, Helena Justina tomó notas.
Todavía conservo sus escritos, encabezados por una relación de los presentes. Nadie
nos había presentado —en el programa de estudios de la institución, no se incluían
los buenos modales—, pero ella improvisó su propio reparto:
· Fileto: director del Museion.
· Filadelfio: guarda del zoo.
· Zenón: astrónomo.
· Apolófanes: director de Filosofía.
· Nicanor: derecho.
· Timóstenes: conservador de la biblioteca del Serapeion.
Normalmente habrían asistido dos personas más: el bibliotecario principal y el
jefe de medicina. Teón se hallaba retenido en la funeraria. Heras había dicho que el
puesto médico estaba vacante por alguna razón. Helena anotó sus dudas en cuanto al
motivo por el que la literatura y las matemáticas no se hallaban representadas;
posteriormente, trazó una flecha que partía de todas las ramas de la literatura, así
como de las de historia y retórica, y las unía con el director de filosofía, en tanto que
las atribuciones del astrónomo eran las matemáticas; me fijé en que Helena ponía
cara de pocos amigos. Para empezar, odiaba la relegación de la literatura.
Hubo una cosa que me llamó la atención de inmediato. Ninguno de los nombres
era romano, ni siquiera egipcio. Eran todos griegos.
A medida que iba transcurriendo la mañana, Helena añadió opiniones y retratos
escritos. Una «B» significaba que Helena consideraba al hombre en cuestión
candidato al empleo en la Gran Biblioteca. A ésos los observé con más detenimiento.
Confiaba plenamente en la opinión que Helena se formara de ellos.
· Fileto: la pesadilla de M.D.F. ¡Y la mía! Sacerdote y cobarde.
· Filadelfio: un hombre encantador de pómulos salidos; ¿un seductor? No, sólo
cree que lo es. B.
· Zenón: no habla nunca. ¿Es mudo o un enigma?
· Apolófanes: altivo. ¿El pelota del director? B.
· Nicanor: pomposo. Cree que va a ser B con toda seguridad… ¡Ni hablar!
· Timóstenes: demasiado razonable para sobrevivir en este lugar. Podría ser B.
En su mayor parte, la agenda seguía un patrón que debía de haber sido el mismo
casi todos los días y que al menos permitía que aquellos que odiaran las reuniones
asintieran con la cabeza:
· Informe del director: posibles visitas relevantes
· Asuntos de la facultad
· Presupuesto
· Adquisiciones: informes de los bibliotecarios (aplazados desde ayer)
· Disciplina: Nibytas (aplazado)
· Progresos en la búsqueda de un nuevo jefe de Medicina

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· Nuevo punto: nombramiento de un bibliotecario principal
· Otros asuntos: representación teatral.
Típico de la ineptitud del director para su puesto era el hecho de que considerara
más importante dejarse llevar por el pánico ante la posible llegada dentro de dos
meses de una delegación de ediles que vendrían de parranda desde alguna isla griega,
que tratar el fallecimiento de Teón el día anterior. El único interés que expresó sobre
dicho incidente fue su cotorreo sobre encontrar un sustituto. La biblioteca podría
haber estado llena de asesinos sedientos de sangre y lo único que Fileto quería hacer
era colocar a la próxima víctima en posición de ser atacada. Ese hombre era el sueño
de un psicópata. Consideré la posibilidad de que pudiera ser un psicópata. (¿Y si no le
interesaba la suerte que corrió Teón porque él ya sabía lo que había ocurrido?). Lo
que era Fileto, no comprendía ni se relacionaba con nadie. Sin embargo, decidí que
carecía de precisión, de energía comprimida y del frío deseo de matar.
Los asuntos de la facultad fueron tan aburridos como eran de prever y se
prolongaron el doble de tiempo del que uno puede imaginar. El Museion no poseía un
programa de estudios establecido, lo cual al menos nos ahorró una discusión
interminable entre los retrógrados partidarios de un Viejo Plan de estudios y los
ambiciosos defensores de uno Nuevo; tampoco le buscaron tres pies al gato en lo
concerniente a la eliminación de la obra de un antiguo filósofo menor de quien nadie
había oído hablar a favor de otro individuo insignificante cuyo nombre haría
refunfuñar a los alumnos. Filadelfio se permitió el lujo de divagar sobre que deberían
intentar impedir que los padres de los alumnos les abordaran llenos de insensatas
esperanzas.
—¡Lo mejor es que se limiten a mandar regalos! —comentó Nicanor, el abogado,
con cinismo. El director se lamentó del bajo nivel de escritura de los alumnos; se
quejó de que buen número de ellos eran tan ricos que presentaban tesis que les habían
copiado los escribientes, cosa que significaba cada vez más que eran estos últimos los
que en realidad habían hecho el trabajo. A Fileto le importaba menos que los
estudiantes estuvieran haciendo trampas que el hecho de que a los escribientes, meros
esclavos, se les permitiera adquirir conocimientos. Apolófanes se jactó
maliciosamente de que sus alumnos no podían hacer trampas porque tenían que
declamar filosofía delante de él.
—¡Si lo que dicen es suficientemente interesante como para mantenerte
despierto! —se mofó Nicanor, dando a entender con sutilidad legal que no sólo los
alumnos eran unos aburridos en la facultad de filosofía.
Timóstenes quería hablar de la celebración de conferencias públicas, pero todo el
mundo rechazó la idea.
El tema del presupuesto se despachó con eficiencia. El astrónomo, Zenón, con su
papel de observador de las matemáticas, presentó las cuentas a la asamblea sin dar
explicaciones. Se limitó a repartirlas y luego volvió a recogerlas. Nadie más entendió
las cifras. Yo intenté birlar un juego, pero Zenón recogió todas las copias con rapidez.

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Me pregunté si habría algún motivo para ello. Helena escribió en sus notas:
«¿¿Dinero??». Tras dudarlo un instante, rodeó la palabra con un círculo, para más
énfasis.
El asunto de las adquisiciones hubo que posponerlo porque Teón estaba muerto.
Sin embargo, Timóstenes rindió un informe sobre temas de libros en el Serapeion,
que según dedujimos era una biblioteca satélite; parecía bien dirigida. Él se ofreció a
hacerse cargo de las responsabilidades de Teón en la Gran Biblioteca como medida
ad hoc, pero Fileto recelaba demasiado como para permitírselo. A juzgar por la
manera de hablar sobria de Timóstenes, y por la comprensión de su propio informe,
no había duda de que hubiera sido un buen sustituto. Por consiguiente, Fileto lo temía
como a una amenaza a su propia posición; tampoco nombraría a nadie más. Prefirió
dejarlo todo en suspenso. Apolófanes hizo algún comentario halagador sobre que «lo
más adecuado era no reaccionar de forma exagerada, era prudente no precipitarse»
(estas lisonjas cuidadosamente equilibradas nos ayudaron a Helena y a mí a
identificar a Apolófanes como el pelota del director). Todos los demás asistentes a la
reunión se hallaban hundidos en sus asientos con desánimo. Parecía ser lo normal.
Pasaron por alto el tema de la disciplina, de modo que no nos enteramos de quién
era Nibytas ni de qué había hecho. Bueno, al menos no aquel mismo día.
No había ninguna necesidad de hacer constar diariamente en la orden del día el
asunto del nombramiento del jefe de medicina, aparte de permitir que Fileto ganseara
en vano sobre un tema que ya se había resuelto. Filadelfio contuvo un bostezo y
Timóstenes, desesperado, dejó que se le cerraran los ojos brevemente. Se había
elegido y nombrado un candidato. Estaba de camino y venía en barco. Le pregunté de
dónde provenía: de Roma. Me pareció una medida radical hasta que oí que había
estudiado en Alejandría: Edemón, que trabajaba para la gente adinerada de Roma.
Por curioso que parezca, Helena y yo lo conocíamos, aunque lo mantuvimos en
secreto. Su relación con nosotros podía condenar a aquel hombre antes de que pisara
tierra.
Cuando llegaron al nombramiento de un nuevo bibliotecario, todo el mundo se
irguió en su asiento. Fue un esfuerzo inútil: Fileto sólo masculló un desganado
lamento por Teón, y dio demasiada importancia a su propio papel en la composición
de una nueva lista de candidatos para el puesto. No tenía una escala de tiempo.
Tampoco diplomacia. Disfrutó diciendo «¡Algunos de vosotros seréis tenidos en
cuenta!» con un centelleo malicioso en los ojos que me sentó muy mal. «Otros se
sorprenderán al verse excluidos». Logró insinuar que aquellos que lo desairaron no
albergaran esperanzas.
Fileto les mandó una invitación clara a que se embarcaran en una truculenta
adulación y le ofrecieran cenas caras. Aquello apestaba. Con todo, Helena me recordó
que en gran parte de la vida pública así es como funcionan las cosas, también en
Roma.

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La discusión sobre el puesto de bibliotecario duró menos que una riña
interminable del punto «Otros asuntos» sobre unos estudiantes que querían poner en
escena una versión de la obra de Aristófanes Lisístrata. Las objeciones de la junta no
fueron a su lenguaje descarado o a su peligroso tema de poner fin a la guerra, ni
siquiera a su descripción de las mujeres organizándose y debatiendo su propio papel
en la sociedad. Hubo serias dudas sobre la sensatez de permitir que los actores, todos
del sexo masculino, se vistieran con ropa de mujer. Nadie mencionó que la obra
giraba en torno a la negación de sexo por parte de los personajes femeninos como
método para influenciar a sus esposos. Vencí un poco el aburrimiento mirando a los
presentes y preguntándome cuál de ellos sabría siquiera lo que era el sexo.
También podría haberme preguntado si alguno de aquellos seres cultos estaba
familiarizado con la obra. Sin embargo, dar a entender que podrían estar discutiendo
sobre un texto que ni siquiera habían leído sería un sacrilegio, por supuesto.

***
Terminó la reunión. No se consiguió nada concreto. Tuve la impresión de que con
aquella tortura diaria nunca se lograba nada.
Fileto se marchó con aire majestuoso a su habitación para que le sirvieran una
infusión de menta. Apolófanes encontró una excusa para rogar con adulación a su
maestro que le permitiera unas palabras. Aquel filósofo que tan razonable había
parecido el día anterior durante la necropsia me decepcionó. Así son las cosas. Los
hombres decentes se rebajan en la búsqueda del ascenso profesional. Apolófanes sin
duda era consciente de que Fileto poseía una mente inferior y una ética censurable.
No obstante, le hacía la pelota abiertamente con la esperanza desesperada de obtener
el puesto de bibliotecario.
Todos los asistentes parecían estar abatidos. Algunos de ellos tenían además una
expresión furtiva. Era muy triste para una gran institución histórica estar tan mal
dirigida y tan desmoralizada.
Sólo había una manera de que Helena y yo nos recuperáramos de aquel triste
espectáculo: nos fuimos al zoo.

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XVI
Tal como habíamos quedado, nos encontramos con Albia, a quien Julia y Favonia
llevaban a remolque por los jardines.
—Aulo se ha ido a hacer de estudiante.
—¡Bien por él! —exclamó entusiasmada su hermana, que levantó a Favonia del
suelo y se la puso contra la cadera con la esperanza de que la proximidad le ayudara a
controlarla.
—Es un chico duro —le dije a Albia para tranquilizarla. Sometí a Julia a una
sofisticada llave de lucha. Ella se esforzó mucho en su intento de escapar, pero sólo
tenía cinco años y conseguí imponerme gracias simplemente a la fuerza—. Aulo no
permitirá que un poco de educación le pierda.
Helena me golpeó con la mano que tenía libre y los brazaletes de su muñeca
tintinearon.
—Me imagino que estará husmeando por ahí por encargo tuyo, ¿no?
—De incógnito con los escarabajos de biblioteca. No todos podemos reposar para
contemplar los elefantes.
En el zoo había elefantes, en efecto, un par de crías muy monas. Había pajareras y
nidos de insectos. Tenían leones de Berbería, leopardos, un hipopótamo, antílopes,
jirafas, mandriles —«¡tienen un culo horrible!»— y, lo más maravilloso de todo, un
cocodrilo absolutamente enorme y muy consentido. Mis hijas fingieron ser bruscas
desde el principio, aunque la notable mejora en su comportamiento mientras
contemplaban los animales hablaba por sí sola. El favorito de Julia era la cría de
elefante más pequeña, que lanzaba hierba con mala puntería y barritaba. A Favonia le
robó el corazón el cocodrilo.
—Espero que esto no sea indicio de su futuro gusto en hombres —murmuró
Helena—. ¡Debe de medir casi diez metros! Favonia, si te masticara, para él sería
como comerse un dulce.
Seguíamos parados allí, mirando al foso del cocodrilo, incapaces de arrancar de
allí a nuestra perdidamente enamorada Favonia, cuando se acercó el guarda del zoo,
Filadelfio.
—Se llama Sobek —le dijo a mi hija en tono grave—. Es el nombre de un dios.
—¿Va a comerme? —preguntó Favonia, que acto seguido gritó la respuesta a su
propia pregunta—: ¡No!
Helena dejó a las niñas en el suelo y murmuró:
—¡Sólo tiene dos años y ya desconfía de todo lo que le dice su madre!
Filadelfio inició una charla educativa:
—Intentamos hacer que coma sólo carne y pescado. La gente le trae tarta, pero es
mala para él. Tiene cincuenta años y queremos que viva en forma hasta los cien.
Helena observó la paciencia de aquel hombre y le preguntó:
—¿Tienes familia?

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—En casa, en mi pueblo. Dos hijos. —De modo que tenía un nombre griego pero
no era griego. ¿Se lo habría cambiado por motivos profesionales? El tío Fulvio me
había explicado que las distintas nacionalidades convivían en paz, casi siempre, pero
en el Museion resultaba evidente cuál era la cultura imperante.
—¿Tu esposa cuida de ellos? —parecía cháchara, pero Helena lo estaba
sonsacando. Filadelfio sólo asintió con la cabeza, como era de esperar.
Favonia y Julia intentaron trepar a la verja que había al borde del profundo foso
del cocodrilo y les ordenamos con urgencia que bajaran.
—¿Sobek va a escaparse? —gritó Julia. Debió de haberse percatado de que al otro
lado de la verja el personal del zoo tenía una larga rampa de acceso al foso, protegida
por vallas de hierro.
—No, no —nos aseguró Filadelfio. Cuando mis dos excitables niñitas empezaron
a dar brincos en la verja, me ayudó a bajarlas—. Hay dos puertas que separan a Sobek
del exterior. Sólo mis empleados y yo tenemos las llaves.
Helena le contó que, en una ocasión, conocimos a un viajero que nos habló del
cocodrilo de Heliópolis, una bestia mansa que se encontraba en un templo, cubierta
de joyas y a quien los peregrinos le daban de comer dulces con frecuencia, de modo
que el animal había engordado tanto que apenas podía andar.
—Ese también se llama Sobek —repuso Filadelfio—. Pero nosotros mantenemos
al nuestro en unas condiciones más naturales a efectos científicos. —Atrajo la
atención de las niñas con hechos sobre la velocidad a la que corría el gigantesco
cocodrilo, lo buenas madres que eran las hembras, la rapidez con la que crecían las
crías una vez rompían el cascarón y cómo Sobek sabía que sus compañeros salvajes
vivían en las costas del lago Mareotis—. Los añora. Los cocodrilos son sociables.
Viven y cazan juntos en grandes grupos. Cooperan para conducir a los peces a la
costa y así poder cazarlos.
—¿Volvería corriendo al lago si alguien lo deja salir?
—Nadie será tan tonto de dejarlo salir —le dijo Helena a Julia.
Abajo en su foso, Sobek permanecía con el vientre contra el suelo, con sus fuertes
piernas dobladas, tomando el sol con el morro alzado y apoyado en una pared
formando un ángulo recto. El cuerpo del animal era de varios tonos de gris, y el
vientre más amarillento; la cola grande y fuerte estaba rodeada por unas franjas más
oscuras. Todo él estaba cubierto de una piel escamosa, con dibujos de rectángulos y
con unas crestas a lo largo de todo el lomo y la cola. Parecía saber lo que estábamos
pensando. Filadelfio nos llevó a su despacho, donde tenía unas crías de un par de
meses de edad que habían recogido cuando aún estaban en sus huevos porque su
escamosa madre había dejado que el nido se enfriara. Las niñas quedaron encantadas
con aquellos pequeños monstruos chillones. Los sonrientes ayudantes, Chaereas y
Chaeteas, los de la necropsia del día anterior, lo supervisaban todo muy de cerca.
—Aun siendo tan pequeños, podrían daros un mordisco tremendo. Tienen unas
mandíbulas sumamente fuertes —advirtió Filadelfio. Julia retiró bruscamente el

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brazo, con sus coloridos brazaletes de cuentas, y volvió a acercarlo a su cuerpo;
Favonia agitó la mano hacia los animalitos mordedores, desafiándolos a que la
agarraran—. Sin embargo, en cierto sentido las mandíbulas de los cocodrilos son
débiles. No pueden masticar; sólo arrancar pedazos de carne que tragan enteros. Un
hombre puede sentarse a horcajadas sobre uno de estos animales, por grande que sea,
y mantenerle la boca cerrada desde atrás. Pero los cocodrilos del Nilo son
extremadamente fuertes; la bestia agitaría y retorcería el cuerpo y rodaría sobre sí
misma una y otra vez hasta sacarse al hombre de encima o meterlo bajo el agua y
ahogarlo.
—¿Y entonces se lo comería?
—Podría intentarlo, Julia.
Dos pequeñas mandíbulas humanas se abrieron flojamente, revelando una serie de
dientes infantiles.

***
Filadelfio sugirió que Chaereas y Chaeteas cuidaran de las niñas puesto que,
según comentó con sequedad, se les daban bien los animales jóvenes, para que él y yo
pudiéramos hablar. No quedó claro si su intención era incluir a Helena o no, pero ella
no tenía ninguna duda. Se vino a jugar con los chicos.
Albia se quedó practicando el griego con los empleados. Probablemente los
considerara unos tipos dulces, serviciales e inofensivos. Ella no los había visto, como
yo el día anterior, tirando de la carne muerta del bibliotecario para dejar su caja
torácica al descubierto.

***
Nos sirvieron infusión de menta. Fui directo al grano y le pregunté a Filadelfio si
había tenido éxito con la identificación de las hojas que comió Teón.
—Consulté a un botánico, Falco. De manera provisional, la ha identificado como
adelfa.
—¿Es venenosa?
—Mucho.
Helena Justina se irguió en su asiento.
—¡Marco, las guirnaldas! —Se lo explicó a Filadelfio—: Nuestro anfitrión,
Casio, encargó unas guirnaldas especiales para la cena; tenían hojas de adelfa
entretejidas.
Filadelfio enarcó las cejas con gesto elegante.
—Mi colega me dijo que sin duda sería posible matar a alguien con esta planta,
aunque tendrías que persuadirlo de algún modo para que la ingiriera. Según parece, el
sabor sería muy amargo.
—¿La ha probado?

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—¡No es lo bastante valiente! Tomada en cantidades suficientes, cantidades que
no son difíciles de controlar, actúa en cuestión de una hora. Funciona bien. Según me
han dicho, es la elección preferida por los suicidas.
—¿Se encontró la guirnalda de la cena en el cuerpo de Teón? —pregunté.
—Es posible… —Filadelfio meneó la cabeza—, pero si fue así no nos la
entregaron.
—Alguien limpió la habitación de Teón y pudo haberla tirado. ¿Sabes algo al
respecto? —Volvió a hacer una señal de negación.
Vi un fallo. Ni Teón, si se sentía desesperado, ni un asesino en potencia podrían
haber sabido de antemano el tipo de plantas que habría en las guirnaldas. Casio lo
había seleccionado aquella misma tarde antes de la cena.
—¿Teón sabía algo de plantas? ¿Reconocería esas hojas o sería consciente de su
toxicidad?
—Podría haberlo consultado en los libros —señaló Helena—. Al fin y al cabo,
Marco, ese hombre trabajaba en la biblioteca más completa del mundo.
—Tenemos secciones de botánica y herbaria —confirmó Filadelfio, que honró a
mi esposa con una de sus muy bellas sonrisas. A diferencia de Teón, decidí que él sí
era un seductor. Dejar a la mujer en casa en el pueblo debía de tener sus ventajas.
Estiré las piernas y le pregunté sobre la reunión de aquella mañana.
—¡Tú no eres el único experto con los instrumentos quirúrgicos, Filadelfio! Tus
colegas sacaron los cuchillos unas cuantas veces en la junta académica.
—Están en buena forma —coincidió, y se acomodó como si disfrutara con los
cotilleos—. Fileto comprende perfectamente los puntos esenciales… unos puntos
esenciales que, según su propia definición, son aquellos que realcen su grandiosidad.
Apolófanes apoya con devoción todo lo que piensa Fileto, sin tener en cuenta lo
mezquino que eso le hace parecer. Nicanor, el director de Estudios Legales, detesta la
ineptitud de ambos, pero es demasiado astuto para decirlo. Nuestro astrónomo tiene
la cabeza en las estrellas en más de un sentido. Yo trato de mantener el equilibrio,
pero es una causa perdida.
En vista de lo mordaz que acababa de ser, aquel último comentario habría sido
irónico. Filadelfio no veía su propia parcialidad y no era dado a burlarse de sí mismo.
—¿Cuál era el papel habitual de Teón?
—Discutía con Fileto, sobre todo últimamente.
—¿Por qué?
Filadelfio se encogió de hombros, aunque dio la impresión de que podría haberlo
adivinado.
—Teón empezó a aprovechar bastante bien cualquier tema que surgía, como si
quisiera discutir con Fileto por principio. Supongo que le había dicho a Fileto cuál era
su motivo de queja. Pero, a diferencia de casi todos nosotros, que en el consejo
solemos buscar apoyo en el grupo, él abordó a Fileto en privado.

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—A nosotros nos contó que lamentaba que el director fuera considerado como su
superior cuando él, Teón, ostentaba un puesto tan mentado —dijo Helena.
—¡Yo diría que hacía algo más que lamentarlo! —Filadelfio fue más sincero—.
Todos nosotros ocupamos puestos de responsabilidad y nos revienta doblar la cerviz
ante Fileto, pero para el bibliotecario resultaba sumamente irritante. A un anterior
director del Museion, Balbilo, que ocupó el puesto hará unos diez años, se le ocurrió
ampliar su título para que éste incluyera la supervisión del conjunto de bibliotecas de
Alejandría.
—Ese nombre parece romano, ¿no? —sugerí con minuciosidad.
—Era un liberto imperial. Los tiempos han cambiado desde los Ptolomeos —
reconoció Filadelfio—. Antes, el puesto de bibliotecario era un nombramiento real, y
no sólo eso: el así designado sería el tutor real. Así pues, en un principio el
bibliotecario poseía prestigio e independencia; se le denominaba «Presidente de la
Biblioteca del Rey» o «Conservador de los archivos». Además, al instruir a sus
pupilos reales podía llegar a convertirse en una persona de gran influencia política…
en realidad solía llegar a ser primer ministro.
Entendí por qué la Prefectura Romana quiso cambiar eso.
—Consciente de cómo habían funcionado las cosas en el pasado, Teón tenía la
sensación de que lo habían privado de prestigio.
—Exactamente, Falco. Sospechaba que no se lo tomaban lo bastante en serio, ni
los colegas de aquí, principalmente Fileto, ni tampoco vuestras autoridades romanas.
Perdonadme; no puedo plantearlo con más delicadeza.
Entonces me tocó a mí encogerme de hombros.
—Por lo que a Roma respecta, Teón se engañaba. La Gran Biblioteca de
Alejandría tiene un enorme prestigio en Roma. A su bibliotecario se lo venera
automáticamente, y puedo asegurarte que el prefecto de Egipto es el primero en
hacerlo.
El guarda del zoo parecía no creerme.
—Bueno, la cuestión es que Teón llevaba mucho tiempo quejándose de su puesto
venido a menos. Eso acabó con él. Y creo que también había… cierta tirantez
administrativa.
Puesto que no tenía nada más que añadir, me quedé callado.
—Timóstenes me dio muy buena impresión en la reunión. Está a cargo del
Serapeion, ¿verdad? —preguntó Helena. No diré que pensara que yo estaba
flaqueando, pero se echó la estola sobre el hombro y se alisó las brillantes faldas de
verano como una chica que ha decidido que ha llegado su turno.
—Colina arriba, hacia el lago. Es un complejo consagrado a Serapis, nuestra
deidad local «sintética».
—¿Sintética? ¿Alguien se inventó a un dios deliberadamente? —En mi fuero
interno pensé que debió de haber supuesto un cambio respecto a contar las patas de
los milpiés o a crear teoremas de geometría.

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—¡Cuéntanoslo! —le instó Helena, al parecer tan llena de regocijo como lo
habían estado nuestras hijas junto al foso del cocodrilo.
Dudo que Filadelfio aprobara la educación formal de las mujeres, pero le gustaba
aleccionarlas. Helena cruzó los brazos sobre el regazo y ladeó la cabeza de manera
que el pendiente de oro tintineó débilmente contra su perfumado cuello mientras lo
animaba con todo descaro.
—Noble señora, fue un intento deliberado por parte de los reyes Ptolomeos de
aunar la antigua religión egipcia con sus propios dioses griegos.
—¡Qué visión de futuro! —La clara sonrisa de Helena me incluyó. Ella sabía que
yo rezumaba irritación.
Por lo visto Filadelfio no se percató de aquel momento entre nosotros.
—Tomaron al buey Apis de Menfis, que representa a Osiris tras la muerte, y
crearon una composición con varias deidades helenísticas: un dios supremo de
autoridad y el dios del sol, Zeus y Helios. Fertilidad: Dioniso. El averno y la otra
vida: Hades. La curación: Asclepio. Hay un santuario con un templo magnífico, y
también lo que llamamos la Biblioteca Hija. Timóstenes puede deciros cuál es la
organización exacta, pero allí se llevan los rollos que no tienen espacio en la Gran
Biblioteca: duplicados, supongo. Las normas son distintas. La Gran Biblioteca sólo
está abierta a los estudiosos acreditados, pero el Serapeion pueden utilizarlo todos los
ciudadanos.
—Me imagino que algunos eruditos menosprecian el acceso libre del público,
¿no? —sugerí—. Las ideas de Timóstenes para dar conferencias abiertas fueron
rápidamente acalladas a gritos en la reunión de la junta. —Filadelfio realizó uno de
sus displicentes encogimientos de hombros. No lo consideraba un hombre altivo, y
pensé que únicamente estaba evitando la polémica.
El tiempo apremiaba. Helena me dirigió una de esas miradas elocuentes en cuya
consecuencia las mujeres enseñan a actuar a sus esposos. No podíamos abandonar
durante mucho más tiempo a nuestras dos hijas; era injusto tanto para Albia como
para el personal del zoo. Sin embargo, Filadelfio estaba de buen humor para hablar.
La contienda por el puesto de Teón se iba haciendo más reñida, y podría ser que no
volviera a repetirse un momento como aquél, de modo que dejé caer una última
pregunta.
—Dime una cosa, ¿quién entra en liza en esa lista de candidatos para el puesto de
bibliotecario? Supongo que tú mismo debes de ser uno de los favoritos, ¿no?
—Sólo si puedo evitar retorcerle el pescuezo al director —admitió Filadelfio con
un tono que seguía siendo agradable—. Apolófanes cree que será él quien se lleve el
premio, pero no tiene antigüedad y su trabajo carece de prestigio. Eácidas, en quien
tal vez te fijaras ayer, Falco, está presionando para que lo tengan en consideración
aduciendo que la literatura es la materia más relevante.
—Sin embargo, él no es miembro de la Junta Académica, ¿verdad?

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—No. Fileto no tiene una muy buena opinión de la literatura. Cuando los demás
queremos ser malos, le hacemos notar al director que Calíope, la Musa de la poesía
épica, era la musa suprema por tradición… Nicanor podría conseguirlo. Es lo
bastante prepotente… y lo bastante rico. Puede permitirse el lujo de allanarse el
camino.
—¿Su riqueza proviene de su profesión legal o de ingresos privados? —quiso
saber Helena.
—El dice que lo ha ganado. Le gusta pretender que es sensacional, tanto en el
tribunal como en el estrado.
—¿Y qué me dices de Zenón? —pregunté.
—Que yo recuerde, no hemos tenido a un astrónomo a cargo de la biblioteca
desde Eratóstenes. Él creía que la tierra era redonda y calculó su diámetro.
—¡Habéis tenido aquí a grandes mentes!
—Euclides, Arquímedes, Calímaco… ¡Con Fileto ninguno de ellos hubiera
contado mucho!
—¿Y Timóstenes, el favorito de mi esposa? ¿Tendrá alguna posibilidad?
—¡Ninguna! ¿Por qué es su favorito? —Es probable que Filadelfio pensara que
Timóstenes no era ni de lejos tan atractivo como él.
—Me gustan los hombres inteligentes, organizados y que hablan bien —
respondió Helena por sí misma. En aquel momento, me tomó de la mano, no sé si por
lealtad o sin darse cuenta.
Puede que la actitud de Helena fuera demasiado para el guarda del zoo. Estuvo
conforme cuando le dije que teníamos que recuperar a nuestras hijas. Le di las gracias
por su tiempo. Él asintió, como quien cree que ha tenido la suerte de salir bien parado
de algo que había esperado que le dolería mucho más.
Todavía no le tenía calado. O aquel tipo era desacostumbradamente abierto por
naturaleza y tenía mucho interés en ayudar a las autoridades, o acabábamos de
presenciar una hábil tanda de juegos de palabras.
Helena y yo estuvimos de acuerdo en que una cosa estaba clara: Filadelfio creía
que el puesto de bibliotecario tenía que ser para él por sus méritos. ¿Había sido tanta
su ambición como para matar a Teón y dejar así el puesto vacante? Teníamos nuestras
dudas. En cualquier caso, él parecía esperarse que el nombramiento fuera para otro,
bien por las maniobras de sus colegas o por el favoritismo del director. Además,
parecía demasiado honesto como para cometer un asesinato. Sin embargo, podría ser
que el artero guarda del zoo quisiera dar precisamente esa impresión.

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XVII
Comí tarde con mi familia, y desde luego fuera del complejo del Museion; más tarde,
volvimos a casa. Fue una comida alegre, pero también ruidosa, debido sobre todo a la
charla excitada de las dos niñas sobre los animales exóticos.
Incluso Albia quiso lucirse:
—En Alejandría ha habido un zoo público durante miles de años. Fue fundado
por una reina llamada Hapshepsut…
—¿Chaeteas y Chaereas te han dado lecciones de historia? ¡Espero que no te
enseñaran nada más!
—Parecían unos buenos chicos del campo —repuso Albia con desdén—.
Personas de buena familia, no unos granujas de ciudad, Marco Didio. No seas bobo.
Era un auténtico padre romano locamente desconfiado. No tardé en encorvarme
sobre mi pan plano y mi salsa de garbanzos, lleno de pesimismo paternal.
—Eres un buen padre —me tranquilizó Helena en voz baja—. Lo único que pasa
es que tienes demasiada imaginación. —Eso podía ser porque hubo un tiempo en el
que fui un soltero veleidoso y rapaz.
Fuera del complejo del Museion había puestos de emprendedores mercachifles
que vendían reproducciones de animales en madera y marfil, sobre todo de serpientes
y monos, que los niños con ojo de lince podían suplicar a sus padres que les
compraran. Por suerte, Julia, que ya sabía lo que se solía pagar por las muñecas de
hueso articuladas que tenía en casa, los consideró demasiado caros. Y Favonia aceptó
sin dudarlo y muy seria lo que dijo Julia. Por lo que a la adquisición de juguetes se
refería, cooperaban como los cocodrilos rodeando a un montón de peces.

***
Poco después, estaba en la biblioteca. Tras pasar un rato con mi familia, aquel
silencio parecía mágico. Entré en la gran sala, esta vez yo solo, por lo que pude
disfrutar de su asombrosa arquitectura a mi antojo. En Roma el mármol era
predominantemente blanco —el de Carrara, cristalino, o el travertino, de color crema
—, pero en Egipto predominaba el negro y el rojo, por lo que el efecto me resultó
más oscuro, más suntuoso y sofisticado de lo que estaba acostumbrado a ver. Creaba
una atmósfera sombría y reverencial… aunque los lectores no parecían ser
conscientes de ello.
Una vez más tuve la impresión de que cada uno de aquellos hombres se movía en
su espacio privado, inmerso en sus excepcionales estudios. A algunos de ellos aquel
lugar debía de parecerles un hogar, un refugio, incluso una razón para existir que de
otro modo quizá no tendrían. Podía resultar solitario. Sus sonidos apagados y
atmósfera respetuosa podían acabar filtrándose en el alma. Sin embargo, el
aislamiento era peligroso. Podía volver completamente loca a una persona de carácter
vulnerable, no tenía ninguna duda.

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Y si ocurría tal cosa, ¿alguien llegaría a darse cuenta?
Volví a salir dando un paseo en busca de información general, y me uní a uno de
los grupos de jóvenes alumnos que se amontonaban en el porche. Cuando oyeron que
estaba investigando la muerte de Teón, quedaron fascinados.
—¿Podéis contarme cómo es la rutina en este lugar?
—¿Eso es para que puedas encontrar contradicciones en las declaraciones de los
testigos, Falco?
—¡Eh, no me metáis prisa! —Al igual que Heras anoche, aquellos pillos se hacían
con respuestas demasiado pronto—. ¿De qué contradicciones tenéis noticia?
Entonces me fallaron: eran jóvenes; no habían prestado suficiente atención como
para saber nada.
Sin embargo, estuvieron encantados de ponerme al corriente de los detalles del
funcionamiento de la biblioteca. Me enteré de que el horario oficial de atención al
público era desde la hora prima a la sexta, lo mismo que en Atenas. Esto cubría casi
la mitad de la jornada en el sistema horario romano, según el cual el día y la noche
siempre se dividían cada uno en doce horas cuya duración variaba dependiendo de la
estación del año. Un buen ciudadano se levantará antes del amanecer para aprovechar
la luz; hasta un poeta amanerado estará acicalado y desfilando por el Foro alrededor
de la hora tercia o cuarta. Por la tarde, los hombres se bañan a la hora octava o
novena y después cenan. Los burdeles tienen prohibido abrir sus puertas antes de la
hora novena. Los obreros dejan sus herramientas a la hora sexta o séptima. Así pues,
los estudiosos pueden dedicarse a su trabajo durante un período de tiempo similar al
de los fogoneros o enlosadores.
—¡Y también terminan con rigidez de espalda, calambres en las pantorrillas y
fuertes dolores de cabeza! —exclamaron los estudiantes riéndose tontamente.
Les devolví la sonrisa.
—Así pues, ¿creéis que es más saludable trabajar durante un horario reducido? —
En Alejandría, durante la mayor parte del año todavía hay luz a la hora sexta. No es
de extrañar que tengan que organizar recitales de música y poesía, o groseras obras de
teatro de Aristófanes—. Escuchad. Cuando la biblioteca se cierra a los lectores, ¿las
puertas se cierran con llave? —Ellos creían que sí, pero tendría que preguntar a los
empleados. Ninguno de aquellos jóvenes personajes que probaban sus primeras
barbas se había quedado nunca tanto tiempo como para averiguarlo.
Eran inteligentes, excitables, carentes de prejuicios… y dispuestos a probar
teorías. Decidieron acudir aquella misma noche para ver si el lugar estaba cerrado o
no.
—Bueno, prometedme que no cruzaréis la Gran Sala de puntillas en la oscuridad.
Alguien puede haber cometido un asesinato en este edificio y, de ser así, todavía anda
suelto. —Mi afirmación los entusiasmó—. Me imagino que estará cerrada. El
bibliotecario puede ir y venir con las llaves, igual que quizás otros académicos de alto
rango o miembros selectos del personal, pero no todo el mundo sin excepción.

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—¿Quién crees que lo hizo, Falco?
—Aún es demasiado pronto para decirlo.
Se calmaron, se codearon unos a otros subrepticiamente y entonces un tipo
valiente…, o descarado, soltó:
—Hemos estado hablando entre nosotros, Falco, ¡y creemos que has sido tú!
—¡Caray, gracias! ¿Y por qué iba a matarlo?
—¿Acaso no eres el sicario del emperador?
Solté una carcajada.
—Creo que él me considera más bien su chico de los recados.
—Todo el mundo sabe que Vespasiano te mandó a Egipto por una razón. No
puedes haber venido a Alejandría a «investigar» la muerte de Teón porque tuviste que
haber salido de Roma hace varias semanas… —Mi informante perdió el aplomo bajo
mi mirada severa.
—¡Veo que has estudiado lógica! Sí, trabajo para Vespasiano, pero vine aquí por
un motivo del todo inocente.
—¿Tiene algo que ver con la biblioteca? —preguntaron los estudiantes.
—Mi esposa quería ver las pirámides. Mi tío vive aquí. Eso es todo. De manera
que estoy fascinado de que supierais que iba a venir.
Los estudiantes no tenían ni idea de cómo se había extendido la noticia, pero en el
Museion todo el mundo había oído hablar de mí. Supuse que la oficina del prefecto
tenía más agujeros que un colador, como solía decirse.
Podía tratarse de un afán de venganza o de simple envidia. El prefecto y/o su
personal administrativo quizás habían tenido la sensación de que estaban
perfectamente preparados para responder a todas las preguntas que les hiciera
Vespasiano sin que hiciera falta que éste me encargara la tarea. Podía ser incluso que
hubieran imaginado que mi historia sobre las pirámides era una tapadera, que tal vez
tuviera instrucciones secretas de comprobar cómo dirigían Egipto el prefecto y/o su
personal.
¡Dioses! Es así como la burocracia ocasiona nudos gordianos y preocupaciones
innecesarios. El resultado era mucho peor que un fastidio: difundir historias falsas en
la zona podía causarles problemas a los agentes. En ocasiones, la clase de problemas
en los que un pobre memo que cumple con su obligación acaba perdiendo la vida en
un callejón trasero. De manera que hay que tomárselo en serio. Nunca pienses:
«¡Bueno, soy un agente del emperador, soy tan importante que el prefecto cuidará de
mí!». Todos los prefectos odian a los agentes en misiones especiales. «Cuidar de»
puede adoptar dos formas, una de las cuales es sumamente desagradable. Y
probablemente, de todas las provincias romanas, Egipto fuera la que tenía la peor
fama por traicionera.
Mientras yo reflexionaba, los estudiantes se apoyaron tranquilamente contra las
bases de las columnas. Aquellos jóvenes demostraban respeto por las ideas.

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Resultaba inquietante, pues era absolutamente distinto de mi trabajo habitual en
casa. Si lo que intentaba era identificar cuál de tres sobrinos avariciosos había
apuñalado a un magnate que hablaba más de la cuenta y que había admitido como un
tonto haber redactado un nuevo testamento a favor de su amante, no tenía tiempo para
pensar; los sobrinos se largarían en todas direcciones si me detenía, y si me mostraba
despistado, incluso la indignada amante empezaría a chillarme para que me
apresurara con su legado. Peor era localizar obras de arte robadas; jugar a «encontrar
a la dama» con estatuas desportilladas de alguna subasta incierta en un pórtico
requería muy buena vista y mucha atención. Si dejaba de divagar en voz alta, no sólo
se llevarían los artículos a toda prisa en una carretilla por la Via Longa, sino que
podía ser que un ladrón ex esclavo del Brucio me afanara el monedero, junto con el
cinturón en el que lo llevaba colgado. Volví de nuevo al presente.
—Perdonad, muchachos. Me he ido a un mundo propio… El lujo de Alejandría
está empezando a afectarme… ¡toda esta libertad para soñar despierto! Habladme de
los rollos de la biblioteca, ¿queréis?
—¿Es relevante para la muerte de Teón?
—Tal vez. Además, me interesa. ¿Alguien sabe cuántos rollos hay en la Gran
Biblioteca?
—¡Setecientos mil! —respondieron inmediatamente al unísono. Quedé
impresionado—. Es la primera lección que siempre les dan a todos los nuevos
lectores, Falco.
—Es muy preciso —comenté con una amplia sonrisa—. ¿Dónde está el espíritu
travieso? ¿Los empleados renegados nunca hacen correr versiones contradictorias?
Los estudiantes parecieron intrigados.
—Bueno… otra posibilidad es que haya cuatrocientos mil… posiblemente.
Entonces, un tipo pedante que coleccionaba datos aburridos para darse más
carácter me informó con gravedad:
—Todo depende de si das o no credibilidad al rumor de que Julio César incendió
los muelles en su intento por destruir la flota egipcia. Se había puesto del lado de la
hermosa Cleopatra contra el hermano de ésta, e incendiando las naves ancladas de sus
oponentes consiguió el control del puerto y la comunicación con sus propias fuerzas
en el mar. Se dice que el fuego arrasó algunos edificios de los muelles, y que con
ellos se perdieron grandes cantidades de grano y de libros. Hay quien cree que fue
gran parte o toda la biblioteca, aunque otros dicen que sólo se perdió una selección de
rollos que estaban allí almacenados, preparados para la exportación…, quizá fueran
sólo unos cuarenta mil.
—¿Para la exportación? —pregunté—. ¿Y qué eran? ¿El botín del que se había
apropiado César? ¿O es que los rollos de la biblioteca se venden habitualmente?
¿Duplicados? ¿Volúmenes superfluos? ¿Autores cuya obra odia personalmente el
bibliotecario?

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Mis informadores pusieron cara de no estar seguros. Al final, uno de ellos retomó
de nuevo la historia principal:
—Se cuenta que cuando Marco Antonio se convirtió en amante de Cleopatra, éste
le dio doscientos mil libros (hay quien dice que procedentes de la Biblioteca de
Pérgamo) como regalo para sustituir los rollos perdidos. Más adelante, quizá, la
biblioteca de rollos de Cleopatra fue trasladada a Roma por el victorioso Octavio… o
no.
Adopté una expresión de desconcierto:
—«Hay quien dice y quizá…». ¿Y vosotros qué pensáis? Al fin y al cabo, ahora
tenéis una biblioteca en funcionamiento.
—Por supuesto.
—Ya entiendo por qué el bibliotecario pareció molestarse un poco cuando la
conversación decayó de manera incómoda y mi esposa le preguntó por las cifras.
—Quedaría desacreditado si no fuera capaz de decir a cuánto ascendían sus
reservas.
—¿Es posible —sugerí— que en momentos distintos, cuando se veían
amenazados, los bibliotecarios astutos permitieran que los conquistadores imaginaran
equivocadamente que habían tomado posesión de los rollos?
—Todo es posible —asintieron los jóvenes filósofos.
—¿Podría ser que hubiera tantos rollos que nadie pueda contarlos nunca?
—Eso también, Falco.
—¡Desde luego lo que sí es imposible es leerlos todos! —exclamé con una
sonrisa burlona.
A mis jóvenes amigos les pareció una idea horrible. Su objetivo era leer cuantos
menos rollos mejor, meramente para animar su estilo de debate con citas aprendidas y
referencias obscuras. Lo justo para conseguir un empleo fardón en la administración
pública para que así sus padres les aumentaran la asignación y les buscaran una
esposa rica.
Les dije que lo mejor sería que no los distrajera durante más tiempo de aquel
loable objetivo.
—Acabo de recordar que se me olvidó preguntar al guarda del zoo dónde estaba
la noche que murió Teón.
—Ah, seguro que dice que estaba con Roxana —me contaron amablemente los
estudiantes.
—¿Su amante? —Ellos se limitaron a asentir con la cabeza—. ¿Cómo podéis
estar tan seguros de que aquella noche tenía una cita?
—Quizá no. De todos modos, ¿«con mi amante» no es lo que dicen todos los
culpables para procurarse una coartada?
—Cierto… aunque coludir con la amante les obliga a admitir un estilo de vida
subido de tono. Puede que Filadelfio necesite ser cauto; tiene una familia en alguna
parte. —Vi que los jóvenes lo envidiaban, aunque no por eso de la familia. Ellos

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querían pescar unas amantes fabulosas—. Decidme, ¿cómo es Roxana? ¿Un
espécimen un tanto exótico?
Los muchachos cobraron vida y empezaron a hacer gestos voluptuosos para
indicar que era una mujer escultural, hirviendo de lujuria. Ya no tenía necesidad de
volver a buscar a Filadelfio. Tanto si tenía algo que esconder como si no, haría que
Roxana jurara que estuvo con ella toda la noche y cualquier tribunal la creería.
Al terminar la necropsia, me había dicho que iba a cenar a alguna parte. En aquel
momento tuve la impresión de que, dondequiera que fuera, Filadelfio era bien
recibido. Después de cortar carne muerta debió de haber agradecido los cálidos
placeres de los vivos.
Me preguntaba a qué hora del día un ciudadano de Alejandría podía visitar a su
amante sin que fuera una descortesía.
Hice una última pregunta. Recordé el punto del orden del día académico sobre la
disciplina (que habían postergado con entusiasmo) y pregunté:
—¿Alguno de vosotros conoce a alguien llamado Nibytas?
Se miraron los unos a los otros de un modo que me resultó desconcertante, pero
no dije nada. Endurecí la mirada. Al final, uno de ellos respondió con aire furtivo:
—Es un erudito muy viejo que siempre trabaja en la biblioteca.
—¿No sabéis nada más sobre él?
—No; nunca habla con nadie.
—¡Entonces no me sirve de nada! —exclamé.

Página 104
XVIII
El joven me acompañó adentro y me señaló el lugar donde normalmente se sentaba
Nibytas, una mesa solitaria situada al fondo de la Gran Sala. No la hubiera
encontrado sin ayuda; habían empujado la mesa hasta un rincón oscuro y la habían
colocado formando un ángulo como si formara una barrera para los demás.
El anciano no estaba en su sitio. Bueno, hasta los estudiosos tenían que comer y
orinar. Sólo había una gran cantidad de rollos que cubrían toda la mesa. Me acerqué a
echar un vistazo. Muchos de ellos tenían metidas unas tiras rotas de papiro a modo de
marcadores, en tanto que otros se encontraban medio desenrollados. Daba la
impresión de que los habían dejado así hacía meses. Unas pilas rebeldes de tablillas
de notas privadas se mezclaban con los rollos de la biblioteca. Olía a un estudio
intenso e interminable que llevaba años realizándose. A primera vista, te dabas cuenta
de que el hombre que se sentaba allí era obsesivo y estaba, como mínimo, un poco
loco.
Antes de que pudiera investigar sus misteriosos garabatos, vi al profesor de
tragedia, Eácidas. Quería entrevistar a todos los posibles candidatos para el puesto de
Teón y hacerlo lo más rápidamente posible. El hombre me había visto; temí que se
esfumara y me acerqué de inmediato para preguntarle si podíamos hablar un
momento.
Eácidas era un tipo grandote, de movimientos torpes y cejas tupidas, con la barba
más larga que había visto en Alejandría. Llevaba una túnica limpia, pero de pelo
raído y dos tallas más grande. Él se negó a abandonar su puesto de trabajo. Ello no
significaba que no fuera a hablar conmigo, simplemente se quedó donde estaba sin
importarle las molestias que su retumbante voz de barítono causara a los que se
encontraban cerca.
Le dije que había oído que figuraba en la lista de candidatos del director.
—¡Eso espero, diantre! —bramó Eácidas sin ningún reparo.
—Podría ser que fueras el único foráneo, el único que no pertenece a la Junta
Académica —intenté murmurar con discreción.
Me vi honrado con un estallido de indignación. Eácidas afirmó que si se le diera
rienda suelta a Fileto, el Museion estaría dirigido por unos arcaicos representantes de
las artes originales asignadas a las Musas. Por si acaso era el ignorante por el que él
me tomaba, las enumeró:
—Tragedia, comedia, poesía lírica, poesía erótica, himnos religiosos… ¡himnos
religiosos!… épica, historia, astronomía y, que los dioses nos asistan, canto y la
dichosa danza.
Le di las gracias por su cortesía.
—De momento no hay mucho espacio para la literatura.
—¡Ya lo creo!
—Ni para las ciencias, ¿eh?

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—¡Que se joda la maldita ciencia! —El tipo era todo un encanto.
—Si quieres que te incluyan en la junta para hablar en nombre de tu disciplina,
¿cómo eligen a la gente? ¿Esperan a que se muera alguien?
Eácidas se movió con inquietud.
—No necesariamente. La junta dirige la política del Museion. Fileto puede invitar
a formar parte de la comisión a cualquiera que crea que puede hacer alguna
contribución. No lo hace, por supuesto. Ese hombrecillo ridículo no se da cuenta de
cuánta ayuda necesita.
—¿Se ahoga en su propia incompetencia?
El profesor de tragedia grandote y enojado se detuvo y me dirigió una mirada
severa. Pareció sorprendido de que un desconocido pudiera llegar y discernir de
inmediato los problemas de la institución.
—¡Veo que ya conoces a ese cabrón!
—No es mi tipo. —Eácidas no estaba lo suficientemente interesado en otras
personas como para importarle lo que yo pensara. El sólo quería hacer hincapié en
que, según su criterio, el director carecía de aptitudes. Eso no suponía ninguna
novedad. Lo interrumpí—: Así pues, ¿la muerte de Teón fue una suerte para ti? De no
haber acontecido, no tendrías muchas posibilidades de escurrirte entre la reducida
camarilla de Fileto, ¿no? Presentándote para el puesto de bibliotecario podrías unirte
al Consejo por derecho, ¿no es así?
Eácidas se dio cuenta de inmediato de adonde quería llegar.
—Yo no habría deseado la muerte de Teón. —Bueno, la tragedia era su medio.
Supuse que entendería lo que era un móvil… y también el destino, el pecado y el
castigo, sin duda.
Me pregunté si se le daría bien reconocer el defecto humano esencial que se
supone que tienen los héroes trágicos.
—¿Qué opinión te merecía Teón?
—Tenía buenas intenciones y estaba haciendo un buen trabajo acorde con sus
aptitudes. —Este hombre siempre se las arreglaba para insinuar que el resto del
mundo no estaba a la altura de su magnífico nivel. Bajo su dirección todo sería
distinto, suponiendo que llegara a ganar el puesto. Si uno de los requisitos era un trato
comprensivo con el personal, no tenía ninguna posibilidad.
Le pregunté dónde se encontraba la pasada noche. Eácidas se quedó estupefacto,
aun cuando le expliqué que estaba preguntando lo mismo a todo el mundo. Tuve que
señalar que el hecho de no responder parecería sospechoso. De modo que admitió de
mala gana que estaba leyendo en su habitación; por lo que nadie podía corroborar su
paradero.
—¿Qué estabas leyendo?
—Bueno… La Odisea de Homero. —El trágico reconoció aquella falta de buen
gusto como si lo hubiera sorprendido teniendo una historia subida de tono. Olvidadlo;
La Odisea es única. Digamos que como si lo hubiera sorprendido con un mito

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pornográfico en el que hubiera animales de por medio y que le hubieran vendido
ilícitamente, metido en un envoltorio sencillo, en una sórdida tienda de rollos que
pretende ofrecer odas literarias—. Lamento defraudarte, Falco…, ¡no puedo hacer
nada más para exculparme!
Le aseguré que sólo los villanos tomaban elaboradas precauciones para demostrar
sus movimientos; el hecho de no tener coartada podría ser un indicio de inocencia.
—Fíjate en mi suave inflexión al decir «podría». Adoro el modo condicional.
Claro que en mi oficio lo «posible» no abarca necesariamente lo «factible» o
«creíble». —Helena me diría que me callara y dejara de hacerme el listo; ella tenía la
norma de que tienes que conocer muy bien a alguien antes de lanzarte a hacer juegos
de palabras. Para ella los juegos de palabras eran una especie de flirteo.
Eácidas me lanzó una mirada asesina. Él creía que la utilización sofisticada del
verbo debía estar vedada a las clases bajas, y ser informante del emperador era
definitivamente una actividad de baja estofa. Adopté un aire despectivo, como el de
un matón a quien no le importa ensuciarse las manos, a ser posible retorciendo el
pescuezo a los sospechosos, y le pregunté dónde le parecía que podía encontrar a
Apolófanes, así podría poner a prueba mi gramática con él.

***
El filósofo, el soplón del director, estaba leyendo sentado en un banco de piedra
bajo una arcada. Me dijo que estaba prohibido sacar los rollos del complejo, pero que
los caminos, jardines y soportales que unían los elegantes edificios del Museion se
hallaban todos dentro de los límites; dichos lugares siempre habían estado pensados
para que fueran salas de lectura exteriores de la Gran Biblioteca. Había que devolver
las obras a los empleados al término del horario de atención al público.
—¿Y se puede confiar en los estudiosos?
—Los empleados te guardarán los rollos hasta el día siguiente si todavía los
quieres. —Apolófanes tenía una voz débil y ligeramente ronca. Para hacerse oír en la
Junta Académica, había tenido que esperar a que se hiciera una pausa e intervenir
entonces.
—¡Apuesto a que algunos se pierden! —pareció inquietarse—. ¡Tranquilo! No te
estoy acusando de robar libros. —Se puso tan nervioso que empezó a temblar.
Quizás Apolófanes fuera muy inteligente, pero lo disimulaba muy bien. Lejos de
la protección del director, tenía un aspecto encorvado y con tan pocas pretensiones
que no me lo imaginaba escribiendo un tratado o enseñando a sus alumnos con
buenos resultados. Era como esos idiotas que, sin poseer la más mínima cordialidad,
se empeñaban en llevar una taberna.
Le hice las preguntas habituales: si se consideraba un candidato de la lista y
dónde estaba la noche anterior. Él respondió con nerviosismo que bueno, que no era
precisamente digno de un alto cargo, pero que si lo consideraban lo bastante bueno

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aceptaría el empleo, por supuesto… y había estado en el refectorio, y después
hablando con un grupo de alumnos suyos. Me dio los nombres con aprensión.
—¿Esto significa que vas a preguntarles si te he dicho la verdad, Falco?
—¿Qué es la verdad? —pregunté con ligereza. Me gusta molestar a los expertos
metiéndome en sus disciplinas—. Es el procedimiento de rutina. No le des más
importancia.
—¡Van a pensar que me he metido en algún lío!
—Apolófanes, estoy seguro de que todos tus alumnos saben que eres un hombre
de una ética impecable. ¿Cómo podrías dar clases sobre la virtud sin distinguir lo que
está bien de lo que está mal?
—¡Me pagan para que explique la diferencia! —bromeó, todavía aturullado, pero
se animó al recurrir de nuevo a las bromas tradicionales de su disciplina.
—He estado hablando con algunos de los jóvenes alumnos. Me gustó su estilo.
Tal como se podría esperar de un centro de enseñanza tan renombrado, parecen ser
excepcionalmente brillantes.
—¿Qué te han dicho? —me preguntó Apolófanes en tono de súplica, inquieto,
intentando calcular lo que había averiguado. Cualquier cosa que dijera iría
directamente a oídos de su director. Era un buen adulador. A Fileto debía de resultarle
inestimable.
—¡Nada por lo que tu director tenga que preocuparse! —le aseguré con una falsa
sonrisa mientras me despedía.

***
No encontré al abogado. Pregunté a un par de personas e insinué que tal vez
Nicanor estuviera en los tribunales. En ambas ocasiones, la idea fue recibida con
sonoras carcajadas.
Resultó más fácil encontrar a Zenón, el astrónomo. Para entonces estaba
anocheciendo, de modo que se encontraba en la azotea.

Página 108
XIX
El observatorio estaba situado en lo alto de un tramo muy largo de escaleras curvas
de piedra y se había construido especialmente. Zenón estaba ajustando con
nerviosismo un asiento bajo que debía ser el que utilizaba para contemplar el
firmamento. Al igual que la mayoría de los profesionales que utilizan mobiliario, los
astrónomos tenían que ser prácticos. Me imaginé que él mismo habría diseñado la
tumbona para observar las estrellas. Puede que hasta también la hubiera construido él.
Tras dirigirme una rápida mirada, se tumbó con un bloc de notas en la mano, echó
la cabeza hacia atrás y miró al cielo como un augur intentando divisar algún pájaro.
Probé comentando un tema de actualidad:
—«¡Dame un punto de apoyo y moveré el mundo!». —Zenón recibió mi cita con
una sonrisa débil y cansada—. Lo siento. Probablemente Arquímedes sea demasiado
pedestre para ti… Soy Falco. No soy un idiota redomado. Al menos no te pregunté
cuál es tu signo astrológico. —Siguió mirándome sin decir nada. Los hombres de
pocas palabras son la pesadilla de mi profesión—. ¡Bueno! ¿Cuál es tu postura,
Zenón? ¿Crees que el Sol describe una órbita alrededor de la Tierra o viceversa?
—Soy heliocentrista.
Un hombre del sol. También se estaba quedando calvo antes de tiempo, pues sus
rizos rojizos ya formaban un halo desgreñado en lo alto de una cabeza ovalada. Por
encima de la consabida barba, la piel de las mejillas era tersa y pecosa. Unos ojos
claros me observaban con poco ánimo de ayudar. En la reunión de la junta, había
permanecido tan callado que, en comparación con los demás, parecía carecer de
confianza en sí mismo. Eso inducía a error.
—Parece que el brazo se te ha curado muy deprisa, Falco. —Me había deshecho
de la servilleta que usé como cabestrillo en cuanto Helena y yo habíamos abandonado
la reunión de aquella mañana.
—Un testigo observador. ¡Has sido el primero en darte cuenta!
En su terreno, bajo su propio techo, tenía esa actitud autocrática que adoptan
muchos académicos. La mayoría de ellos eran poco convincentes. Yo no le
preguntaría la hora a un catedrático, ni siquiera a aquel hombre que probablemente
ajustaba el gnomon del reloj de sol del Museion, y era el que sabía la hora con más
exactitud de toda Alejandría. Lo que estaba claro era que Zenón no consideraba el
tiempo como un elemento que pudiera malgastarse:
—Has venido a preguntarme dónde estaba anoche.
—Así es el juego.
—Estuve aquí, Falco.
—¿Alguien puede confirmarlo?
—Mis alumnos. —Me dio sus nombres en tono de eficiencia. Los anoté y
comprobé con mis notas que fueran distintos de los que me había proporcionado
Apolófanes. Entonces, sin que lo indujera a ello, Zenón me dijo—: Puede que yo

Página 109
fuera la última persona que vio con vida a Teón. —Se puso de pie de un salto y me
condujo hasta el borde de la azotea. Allí había una balaustrada baja, pero no era lo
que yo llamaría una valla de seguridad. Había una buena caída desde allí. Me señaló
el estanque alargado y los jardines adyacentes a la entrada principal de la Gran
Biblioteca—. Suelo quedarme aquí hasta tarde. Oí un ruido de pasos. Miré y vi llegar
al bibliotecario.
—Mmm. Supongo que no pudiste distinguir si estaba masticando unas hojas,
¿no? ¿O si llevaba un manojo de follaje en la mano?
Pude palpar su desdén.
—No… pero llevaba una guirnalda de las que se ofrecen en las cenas sobre el
brazo izquierdo.
Se había hecho público que la guirnalda era crítica.
—Por lo visto se ha perdido… De todos modos, es una pista de las que me
gustan, lo que un geómetra llamaría un punto fijo. Ya sólo me hacen falta un par más
y podré empezar a formular teoremas. ¿Viste a alguien más, Zenón? ¿A alguien que
lo siguiera?
—No. Mi trabajo es mirar hacia arriba, no hacia abajo.
—Sin embargo, el ruido de pasos despertó tu curiosidad, ¿no?
—En ocasiones tenemos intrusos en la biblioteca. Uno cumple con su obligación.
—¿Qué clase de intrusos?
—¿Quién sabe, Falco? Para empezar, el complejo está lleno de jóvenes llenos de
vida. Muchos de ellos tienen unos padres ricos que les dan demasiado dinero para
gastos. Puede que hayan venido a estudiar ética, pero algunos de ellos no abrazan las
ideas. No tienen conciencia ni sentido de la responsabilidad. Cuando se hacen con
unas jarras de vino, la biblioteca es como un imán. Trepan hasta allí, entran, se
tumban en las mesas de lectura como si fueran los divanes de un simposio y
emprenden unos estúpidos debates simulados. Luego, para «divertirse», estos chicos
entran en los armaria cuidadosamente catalogados y mezclan todos los rollos.
—¿Ocurre con frecuencia?
—Ocurre. Los días de luna llena —dijo el astrólogo con picardía— siempre son
malos para la delincuencia.
—Así me lo cuentan mis amigos de los vigiles. Según ellos no sólo se encuentran
con más ciudadanos que se vuelven locos con las hachas, sino que también aumentan
los mordiscos de perro, las picaduras de abeja y las deserciones en sus propias
unidades. Este podría ser un tema pionero para la investigación. «Consecuencias
sociales de la variación lunar: efectos observados en la volubilidad del populacho de
Alejandría y en el comportamiento de los haraganes del Museion»… ¿Había luna
llena hace dos noches?
—No. —¡Muy útil! Zenón cambió entonces su sugerencia; estaba jugando
conmigo… o eso creía él—. Nosotros los alejandrinos echamos la culpa al viento de

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los cincuenta días, el Khamseen, que viene del desierto lleno de polvo rojo y lo seca
todo a su paso.
—¿Estamos en la época de los cincuenta días?
—Sí. Es de marzo a mayo.
—¿El polvo rojo podría haber afectado a Teón?
—La gente odia este viento. Puede ser fatal. Criaturas pequeñas, niños
enfermizos…, y ¿quién sabe? Bibliotecarios deprimidos…
—Así pues, ¿dirías que estaba deprimido? —me aparté del borde de la azotea—.
¿Qué opinión te merecía Teón?
—Era un colega respetado.
—Maravilloso. ¿Qué tipo de inmunidad debo ofrecerte para tener tu verdadera
opinión?
—¿Por qué crees que estoy mintiendo?
—Es una respuesta anodina. Demasiado rápida. Demasiado parecida a las
tonterías con las que han intentado engatusarme todos tus estimados colegas. Si fuera
un filósofo, sería aristotélico.
—¿En qué sentido?
—Un escéptico.
—Eso no tiene nada de malo —comentó. Había anochecido. Zenón tenía una
pequeña lámpara de aceite encendida allí donde escribía sus anotaciones y, en aquel
momento, pellizcó la mecha. Esto me impidió tomar notas e hizo que dejara de verle
la cara—. La duda, sobre todo para reexaminar los conocimientos recibidos, es el
fundamento de la buena ciencia moderna.
—Entonces te lo volveré a preguntar: ¿Qué pensabas de Teón?
Los ojos se me adaptaron a la penumbra. Zenón poseía la inteligencia azogada de
un arriero vendiendo carne de ovino robada, quien se alejaba lo justo del Foro Boario
para evitar llamar la atención de los comerciantes legítimos. En cualquier momento,
rebajaría el precio a la mitad para hacer una venta rápida.
—Teón realizaba un trabajo respetable. Trabajaba duro. Tenía buenas intenciones.
—¿Y?
Zenón hizo una pausa.
—Y era un hombre decepcionado.
Me burlé en voz baja.
—¡Eso parece ser muy común por aquí! ¿Qué fue lo que provocó su decepción?
—La administración de la biblioteca era una lucha demasiado ardua… y no es
que careciera de energía y talento. Tuvo que afrontar demasiados contratiempos.
—¿Por ejemplo?
—No entra dentro de mis competencias. —Eso era escurrir el bulto. Le pregunté
si podrían ser sus colegas quienes causaran dichos contratiempos, concretamente el
director, pero Zenón se puso celestial conmigo: no quiso sacar los trapos sucios a
relucir.

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Probé a enfocar las cosas de otra manera:
—¿Eras amigo de Teón? Si lo veías comiendo en el refectorio, por ejemplo,
¿cogías tu cuenco y te sentabas a su lado?
—Me sentaba con él. Y él conmigo.
—¿Alguna vez te habló de su vida privada?
—No.
—¿Mencionó que estuviera deprimido?
—Nunca.
—¿Ibas detrás de su empleo? ¿Te tomarán en consideración ahora que está
muerto? —Quizás en aquel preciso momento soplara del desierto el viento
equivocado. Cuando sondeé su ambición, de repente el astrónomo se ofendió y montó
en cólera:
—¡Ya has hecho bastantes insinuaciones! ¡Si hubiera sido enemigo de Teón lo
descubrirías ahora mismo, Falco! ¡Te arrojaría por la azotea!
Me alegré de haberme apartado del borde.
—¡Cuan dolorosamente normal es encontrar a sospechosos que brinden
amenazas!
Esto le molestó. Quizá la excesiva luz de las estrellas le había invadido el cerebro.
En cualquier caso, Zenón explotó, cosa totalmente inesperada en un académico. Lo
tuve encima en un periquete. Se colocó detrás de mí de un salto, me inmovilizó
rodeándome el pecho con los brazos y me llevó de vuelta a las escaleras.
Hubiera sido un buen gorila en una de esas tabernas bulliciosas a las que los
estibadores acudían en masa, allí junto a los muelles donde se embarca el grano. Si
me empujaba escaleras abajo, la caída sería larga y dura. Probablemente me abriera la
cabeza y consiguiera un boleto de entrada prematura al Hades.
Cooperé el tiempo suficiente. Me encontraba en forma. Últimamente había
pasado los largos días de travesía poniéndome al día con el ejercicio. Me recuperé,
me dejé caer bruscamente hacia delante, lo levanté, lo lancé por encima de mi cabeza
y lo arrojé al suelo. Procuré no echarlo escaleras abajo.
Zenón se levantó sin resuello, aunque apenas avergonzado. Lo miré mientras él se
sacudía el polvo de la túnica con una mano. Creo que se había hecho daño en la otra
muñeca al caer. Ocultaba el dolor.
Me pregunté si me había ganado un enemigo. Probablemente. Puesto que no tenía
sentido contenerse, le espeté:
—Quiero ver esos presupuestos que retiraste con tanta premura esta mañana en la
reunión.
—Ni lo sueñes —repuso Zenón con la misma suavidad que si estuviera
rechazando una bandeja de pastas de un vendedor ambulante al que veía con
frecuencia.
—Ahora es el emperador quien dirige este museo. Puedo obtener una orden del
prefecto.

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—Esperaré tu citación —replicó el astrónomo sin perder la calma. Regresó a su
silla de observación. Yo me quedé un momento en lo alto de las escaleras y luego me
marché.
Seguro que merecía la pena escudriñar aquellas cifras, pero era imposible que
llegara a percatarme de si había algo sospechoso. Zenón estaba demasiado relajado al
respecto. Supuse que había hecho arreglar el documento contable para que pareciera
limpio, justo después de darse cuenta de mi interés en la reunión de la Junta
Académica.

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XX
Lo único que quería era descansar.
Y resultó que la ayuda estaba en camino. Cuando abandoné el complejo del
Museion, vi el palanquín de tío Fulvio que aguardaba para recogerme. Aulo estaba de
pie junto a él.
—¡Por el Olimpo que estoy hecho polvo! ¡Se agradece el transporte! —Apareció
el recelo—. Espero que no ocurra nada malo, ¿eh? ¿Qué pasa?
Aulo se rió y me metió en el transporte encortinado.
—¡Ya lo verás! —Él se iba a quedar allí. Se había hecho amigo de un grupo que
iba a ver la Lisístrata de Aristófanes.
—¡Va de sexo! —dije, como si advirtiera a un mojigato.
No le dije que trataba de unos hombres a quienes sus esposas insolentes les
negaban el sexo. Un chico soltero de veintiocho años era demasiado joven para
averiguar que eso podía pasar. Bueno, al menos no iba a enterarse por mí.

***
Aulo se merecía una paliza. Cuando se encontró con los porteadores, éstos
debieron de contarle el motivo por el que Helena había enviado el palanquín para que
me llevara de vuelta a casa rápidamente. Aulo, ese bufón, podía haberme advertido.
Los porteadores me depositaron en casa de mi tío, aunque no dieron muestras de
volver a ponerse en marcha. Supuse que Fulvio y Casio querrían el palanquín para
salir otra vez con sus compinches de negocios. Lo único que yo quería era una noche
tranquila, con una buena cena y una mujer sosegada que oyera cómo me había ido el
día y me dijera lo listo que era.
La casa formaba parte de un grupo de viviendas organizadas en una serie de
niveles. En ninguna de ellas había un atrio central; todos los edificios del complejo
daban a un patio cerrado que se compartía en comunidad. Entramos por una puerta
exterior con portero y entonces los porteadores me dejaron en el patio, frente a la
entrada privada de mi tío. Para disfrutar de la intimidad al aire libre, todo el mundo
utilizaba las azoteas. En el interior, todas las habitaciones daban a las escaleras, como
si cada vez que se quedaban sin espacio se hubieran limitado a construir hacia arriba.
Ascendí despacio por las curvas pronunciadas, consciente de un murmullo de
actividad que indicaba que todo el mundo se hallaba reunido cerca del piso de arriba.
Cuando llegué, se abrió la puerta del salón y Albia se deslizó por ella. Debía de haber
estado alerta por si me oía llegar. Estaba a punto de hablar, quizá para darme la
oportunidad de huir… Demasiado tarde; la puerta se abrió del todo rápidamente. Por
ella irrumpieron mis hijas; Julia estaba jugando a los cocodrilos, con los brazos
extendidos por delante de sus mandíbulas batientes. Luchaba con Favonia, que hacía
el papel de algún animal que rugía y abría las puertas a topetazos.
—Acercaos con buenos modales y dadle un beso a vuestro padre…

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Ninguna de las dos se detuvo. Julia se retorcía como una loca mientras intentaba
dominar a su hermana, en tanto que Favonia seguía rugiendo enérgicamente.
Me habían visto desde dentro. Frente a mí había un cálido resplandor de lámparas
y un murmullo de conversación. Oí una voz que me resultó conocida y que se burlaba
escandalosamente de mi encargo relacionado con la muerte de Teón:
—¿Asesinado en una habitación cerrada con llave? ¿Quieres decir que Marco se
ha convencido de que alguien hizo que una serpiente amaestrada se deslizara hasta el
interior y apuñalara a ese hombre utilizando una daga de mango de marfil con un
extraño escarabajo en la empuñadura?
Helena respondió con calma:
—No, lo envenenaron.
—¡Ah, ya lo entiendo! ¡Un mono adiestrado se descolgó por una cuerda desde el
techo llevando consigo un recipiente de alabastro curiosamente tallado lleno de
infusión de borraja contaminada!
Estallé. Albia hizo un gesto de dolor y se sujetó la cabeza con las manos. Entré
como un vendaval. Era él, en efecto. Esa voz y esa actitud no podían disimularse: un
hombre de cuerpo ancho, cabello cano y con más de una copa de vino encima,
aunque todavía capaz de hacer cosas detestables sin tener la cortesía de arrastrar las
palabras. Se había tomado unas cuantas y la estaba emprendiendo con más… pero se
detuvo al verme.
—¡El tío Fulvio tiene un nuevo invitado, Marco! —exclamó Helena alegremente
—. Ha llegado esta misma noche.
—¿Cuándo te vas? —le gruñí.
—¡Por el Hades! —Albia, que venía pisándome los talones, odiaba los
problemas.
—No seas así, hijo —gimió él. Marco Didio Favonio, también conocido como
Gémino: mi padre. La maldición del Aventino, el terror de la Saepta Julia, la plaga de
los pórticos de subastas de antigüedades. El hombre que había abandonado a mi
madre y a toda su prole, y que luego intentó atraparnos de nuevo al cabo de dos
décadas, cuando ya habíamos aprendido a olvidar que existía. El mismo padre a quien
le había prohibido terminantemente que viniera a Alejandría mientras yo me
encontrara aquí.

***
Y había más.
Nos íbamos a una fiesta. Se trataba de un acontecimiento diplomático, en la
residencia del prefecto, de esos que nadie puede eludir. A mí me habían presentado
como asistente, por lo que el hecho de que no acudiera se comentaría. Íbamos a ir
todos. Helena, Albia y yo, tío Fulvio y Casio… y mi padre. ¡Ese cabrón no iba a
aducir cansancio después de un largo viaje ni de broma! Y menos cuando se ofrecía
comida, bebida, compañía y entretenimiento gratis en un lugar en el que podía

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hacerse notar ruidosamente, intentar vender arte dudoso a las personas equivocadas,
ser indiscreto, ofender al hombre más importante y asombrar al servicio… y, sobre
todo, hacerme pasar un bochorno irreparable.

Página 116
XXI
Tiberio Julio Alejandro, el anterior prefecto de Egipto, ayudó a los Flavios a adquirir
el imperio hacía casi diez años. Después se aseguró de que Vespasiano lo
recompensara con una sinecura que mereciera realmente la pena allí, en Roma.
Helena creía que había dirigido la guardia pretoriana, aunque no pudo haber sido
durante mucho tiempo porque Tito César asumió el cargo. Aun así, no había sido una
mala situación para un hombre que no sólo era judío de nacimiento, sino que además
era de Alejandría. Por norma general, la gente de provincias lucha más.
El cargo de Prefecto de Egipto no formaba parte de la lotería senatorial para el
gobierno de las provincias, pero sí del regalo personal de Vespasiano. La propiedad
privada de Egipto suponía una gran ventaja para un emperador. Los inteligentes
tenían mucho cuidado a la hora de nombrar a su prefecto, cuya tarea principal era
garantizar que fluyera el grano para alimentar al pueblo de Roma en nombre de su
emperador. Otra tarea fundamental era recaudar el dinero de los impuestos y las
gemas procedentes de las remotas minas del sur; además, el emperador sería querido
en casa por su formidable poder adquisitivo. El programa de construcción en Roma
de Vespasiano, por ejemplo —famoso por su anfiteatro aunque también incluía una
biblioteca— se financiaba en parte con sus fondos egipcios.
El actual prefecto era un típico hombre de Vespasiano: enjuto, competente, juez
comedido y trabajador infatigable. No había oído ningún rumor sobre él que lo
tachara de cualquier cosa que no fuera de persona ética. Sus antepasados eran
hombres lo bastante nuevos para que le resultara conveniente a la familia de
Vespasiano, los igualmente recientes Flavios. Poseía un buen curriculum; una esposa
a la que nunca se nombró en ningún escándalo, salud, cortesía e inteligencia. Se hacía
llamar por sus tres nombres, ninguno de los cuales me molesté en aprender. Su título
completo era Prefecto de Alejandría y Egipto, lo cual recalcaba el hecho de que la
ciudad se hallaba misteriosamente separada del resto, situada en la costa norte como
un juanete. No ibas a encontrar ningún gobernador de «Londinium y Britania», y
aunque lo hicieras, un hombre de esa impresionante superioridad consideraría el
puesto como un castigo cruel. Sin embargo, el cargo en Egipto lo hacía ronronear.
Cuando llegamos a su juerga, el prefecto encabezaba una fila de recepción
formal, donde saludó a Fulvio y Casio como saludables visitantes comerciales y
pareció estar extrañamente encantado con papá. Mi padre sabía congraciarse con la
gente. A Helena y a mí nos recibieron con estudiada indiferencia. Su Excelencia
debía de haber recibido instrucciones previas por parte de sus asistentes de ojos
brillantes, pero no recordaba quién era yo, qué me habían mandado a hacer para el
Emperador (si es que había algo), qué me había hecho asumir en cambio su centurión
en la biblioteca, quién era el noble padre de mi noble esposa y si todo ello importaba
un carajo o no… por supuesto, tampoco recordaba que ya nos habían presentado la
semana anterior. Sin embargo, después de treinta años de marcarse faroles de ese

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tipo, su actuación resultó empalagosa. Nos estrechó la mano con sus dedos flojos y
fríos, y dijo cuánto se alegraba de vernos allí y que por favor entráramos y
disfrutáramos de la velada.
Yo estaba decidido a no disfrutar, pero entramos.

***
El entorno lo compensaba todo. Era uno de los palacios de los Ptolomeos, de los
que tenían un espléndido puñado, todos ellos opulentos y diseñados para intimidar.
Los pasillos y entradas estaban adornados con enormes parejas de estatuas de dioses
y faraones de granito rosa, las mejores de unos ciento veinte centímetros de altura. En
todos los lugares a los que se podía acceder por un amplio tramo de escaleras, así era.
Unos estanques de mármol de dimensiones imponentes reflejaban el tenue resplandor
de centenares de lámparas de aceite y palmeras enteras servían de plantas de interior.
Fuera había legionarios romanos montando guardia, pero en aquellos salones por los
que en otro tiempo caminó Cleopatra nos atendían unos lacayos discretos ataviados
con faldas egipcias, tocados característicos y relucientes adornos pectorales de oro
sobre sus torsos desnudos y untados de aceite.
Todo se había llevado a cabo según los más elevados criterios diplomáticos. Las
habituales bandejas enormes con bocados peculiarmente preparados. Canapés
oficiales: una cocina desconocida fuera del ambiente tibio de la restauración a gran
escala. Un vino que resultaba muy familiar, de alguna desafortunada ladera italiana
que ni siquiera en nuestra magnífica tierra natal recibía suficiente luz del sol. Esta
cosecha mediocre había sido transportada cuidadosamente hasta aquí: nuestra basura
importada a esta ciudad cuyo propio y soberbio vino de Mareotis se consideraba
apropiado para honrar las mesas doradas de los muy ricos en Roma. Insulta siempre a
aquellos que gobiernes. Nunca te aproveches de sus maravillosos productos locales,
no sea que pudiera parecer que te está corrompiendo un antipatriótico disfrute de tu
viaje al extranjero.
Fulvio y Casio enseguida fueron a besuquearse con los hombres de negocios. Los
comerciantes siempre saben cómo andar buscando invitaciones. Allí había de sobras.
Nos deshicimos de papá… o mejor dicho, él se deshizo de nosotros. Era su primera
noche allí, pero ya tenía a alguien a quien ir a ver. Mi padre poseía el don, que mi
difunto hermano Festo también dominaba, de aparentar que era un asiduo de
cualquier lugar en el que se encontrara. En parte, papá era lo bastante insensible
como para no preocuparse nunca de si era bien recibido o no; el resto era cuestión de
conquistar a los asustados lugareños con el mero peso de su personalidad. Los
extranjeros se entusiasmaban con él. Sólo lo rehuían sus familiares cercanos. Fulvio
era una excepción. La primera vez que los vi juntos, supe que Fulvio y papá se
trataban en igualdad de condiciones, igualmente turbias.
Logré identificar al personal administrativo del prefecto. La mayoría de sus
miembros estaban agrupados en torno a Albia. Lo más probable era que todos

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tuvieran una amante en la ciudad, pero una chica educada de tu país con flores en el
pelo era todo un lujo. Albia les estaba hablando del zoo. Ninguno de ellos había
estado allí; daban por sentado que ya irían en algún otro momento. ¿Quién se va a
trabajar a una provincia extranjera y llega a ver los lugares de interés? Lo que
buscaban todas esas mujeres regordetas a las que compraban flores y collares
elegantes era mantener relaciones sexuales con un joven limpio y viril, excitante por
el hecho de ser extranjero y porque, cuando se aburrieran de él, ya tendría que
marcharse a casa. Ir de visita al zoo cuando podían estar comiendo pastas en sus
nidos de amor y quejándose del tiempo era indigno de tan cultos alejandrinos.
En cuanto a esos jóvenes que se hallaban al borde de sus carreras públicas, al
menos estaban más impresionados por un agente imperial de lo que lo había estado su
patrón. Uno de ellos me guiñó el ojo y todo, como si mi presencia en Alejandría fuera
un secreto confidencial.
—No es más que una misión de investigación —me marqué un farol, pero hasta
eso era exagerar.
—¿Estás haciendo progresos? ¿Podemos allanarte el camino? Recuerda que
estamos aquí para ayudar. —Llovían las mentiras de siempre. Cada vez que un chico
nuevo salía destacado, había que pasar a otro el bien sobado léxico de los burócratas,
así como los tinteros y el dinero para los sobornos.
—Me he quedado atrapado en vuestra muerte sospechosa.
—¡Anda! ¿Te la han endilgado a ti? —fingió que no lo sabía, como si tal cosa.
—Me la han endilgado a mí —repuse con adustez—. La verdad es que podrías
acelerar mi tarea; hay una cosa que me ayudaría increíblemente… —Vi que Helena
me miraba con aprobación por expresarme con diplomacia, aunque parecía recelar—.
Necesito ver el presupuesto del Museion, por favor. —Casi me atraganté al decir «por
favor». Helena sonrió con picardía.
Aquel burócrata mimado frunció los labios. Supe lo que se avecinaba. Era
demasiado difícil. Saber dónde hacerse con un documento era algo que estaba muy
fuera del alcance de los mocosos despistados de cabello desmadejado y rango
senatorial que se marchaban a las provincias. Para ellos se trataba de un destino de
doce meses con el que ganarían su próximo ascenso en el escalafón. Lo único que
quería el muchacho con el que estaba hablando era sobrevivir a ello sin ensuciarse la
túnica blanca que llevaba con el barro del Nilo. Él había venido para pasar un año de
sol, vino y mujeres, y para compilar historias exóticas, después volvería a casa para
las próximas elecciones, aceptaría el patrocinio vitalicio del prefecto al que había
servido y se aseguraría un escaño en la curia. Su papaíto tendría a una novia rica
esperándole; su mamaíta habría confirmado que la heredera elegida fuera virgen, o
pudiera pasar por serlo. La nueva esposa se enfrentaría a un matrimonio, ya fuera
corto o largo, lleno de historias aburridas sobre las triunfales experiencias del hijito
en Egipto donde, según él, había dirigido el lugar sin la ayuda de nadie, combatiendo
la ineptitud y los chanchullos locales, además de las zancadillas de todos sus colegas

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romanos. Probablemente con una cacería de leones de Berbería y una huida por los
pelos de un rinoceronte incluidas.
Piénsalo mejor, edecán de alta alcurnia. Los que de verdad dirigían Egipto para
Roma eran los centuriones. Los hombres como Tenax. Hombres que adquirían
conocimientos geográficos y aptitudes legales y administrativas y que luego las
utilizaban. Ellos resolverían disputas y acabarían con la corrupción en los alrededores
de treinta distritos Ptolemaicos, los nomos, donde los ciudadanos nombrados a tal
efecto supervisaban el gobierno local y las tasas, pero Roma estaba a cargo de todo. A
ningún hijo de senador de veinticuatro años se le podía soltar con tranquilidad al
desfalco de tierras, el robo de ovejas, los asaltos en las casas o las amenazas contra
los recaudadores de impuestos (sobre todo si al recaudador le habían robado el asno o
si él mismo había desaparecido). ¿Cómo podía decidir aquel jovenzuelo que todavía
se chupaba el dedo si creer la palabra del testigo de la cicatriz en el muslo que olía a
sudor y a ajo o la palabra del hombre con una sola pierna y la cicatriz en la mejilla
que olía a sudor y a caballos, cuando ambos hablaban únicamente egipcio, tenían un
aspecto furtivo y firmaban con sólo una cruz?
—Lo consultaré, Falco. Esta petición podría ser un pelín delicada.
¿Veis a lo que me refería? Era inútil.
Le hice la señal de que no tenía por qué preocuparse. Se escabulló rápidamente y
se puso fuera de mi alcance.
En algún lugar debía de haber un tribuno de aquella clase favorecida, alguien que
nominalmente estaba a cargo de las finanzas. O mejor todavía; sabía por experiencia
que, en una pequeña contaduría que se abriría a un pasillo poco decorado, manejando
su ábaco frenéticamente, habría un liberto imperial que podría encontrarme lo que
necesitaba.
—Estás cansado. —Helena había interpretado mi expresión. Antes de venir se me
había permitido ir a los baños, cosa que me animó, pero el efecto fue temporal. De
camino hasta allí, le había contado a Helena lo esencial sobre mis investigaciones de
la tarde, por lo que sabía que mi cabeza era un torbellino de datos para digerir, por no
mencionar nuestra experiencia conjunta en la reunión del comité y en el zoo. Helena
cogió una tartaleta triangular de queso de una bandeja que pasaba y me la ofreció.
Unas hebras diminutas de cebolla me invadieron los huecos entre los dientes. Eso me
proporcionaría algo con lo que jugar si me aburría.
—Ven conmigo; he descubierto dónde está la sala de entretenimiento. Puedes
tumbarte en unos almohadones como Marco Antonio y dormir mientras alguien nos
toca la lira.
Helena sacudió la cabeza; Albia se libró de su nidada de admiradores y nos siguió
con un correteo. Estaba seguro de haber oído que mi hija adoptiva mascullaba:
—¡Tontos!
—Estás hablando de la flor y nata de la diplomacia romana, Albia —le dije.
—No todos los hombres son idiotas —la tranquilizó Helena.

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—No; sigo siendo optimista. —Helena le había enseñado a Albia la habilidad de
parecer una mojigata cuando estaba siendo satírica—. Gracias a vosotros, estoy
recorriendo grandes distancias y viendo muchos países extranjeros. Estoy segura de
que algún día conoceré al único hombre del mundo con una pizca de inteligencia.
Hoy he aprendido —soltó Albia tan pancha mientras rozaba una bandeja de delicias
de almendra al pasar— que la tierra es una esfera. Sólo espero que el único hombre
con cerebro no se haya caído por el otro lado, mientras yo lo estoy buscando.
—Tú la hiciste así —me quejé a Helena.
—No, los hombres que conoce lo hicieron.
—Tus opiniones son igual de mordaces.
—Es posible…, pero creo que mi papel como madre es inculcar la imparcialidad
y la esperanza. De todos modos —los delicados ojos de Helena brillaron con el
reflejo de las muchas luces de un imponente candelabro—, sé que los hombres
pueden ser buenos, inteligentes y honestos. Te conozco a ti, querido.
Tened por seguro que, en un palacio Ptolemaico, hay unos pasillos largos, anchos
y aparentemente desiertos con atractivas estatuas sobre pedestales enormes y suelos
relucientes, por los que puedes perseguir mujeres, deslizándote por ellos, haciendo el
tonto y chillando de regocijo.
—¡Lo más probable es que haya un eunuco artero espiándonos! —susurró
Helena, que se detuvo.
—¡Un conspirador sacerdotal, que nos enviará a una muerte lenta para satisfacer
las exigencias de su dios con cabeza de cuervo! —Albia debía de haber estado
leyendo los mismos mitos. Aquella noche se estaba divirtiendo y correteaba a nuestro
alrededor como una mariposa atolondrada. Aparecieron algunos sirvientes, de modo
que aminoramos todos el paso y caminamos con más calma; puse la mano de Helena
formalmente contra la mía como si fuéramos un par de cadáveres vendados que se
dirigían al averno egipcio.
—¡Caramba, Albia! Tu conspirador va a acabar siendo ese hombre que acecha a
las puertas de la casa de tío Fulvio y que siempre quiere guiarnos hasta las pirámides.
Las mujeres se desternillaron de risa; se rieron tontamente hasta que Albia se
puso seria.
—Esta mañana os ha seguido a Helena Justina y a ti cuando os habéis ido al
Museion —me contó un tanto preocupada. Le había enseñado que mi trabajo podía
entrañar peligro, y que debía informar de cualquier cosa sospechosa.
—Tío Fulvio lo llama Katutis. —Yo no había visto que nos siguiera. Debíamos de
haberlo perdido por el camino. Les di a mis dos chicas un apretón tranquilizador.
Nos dejamos guiar por los organizadores de eventos contratados, que nos hicieron
entrar en un gran salón donde la música, la danza y la acrobacia se nos brindaban
para nuestro entretenimiento. Unas bailarinas nubias medio desnudas que agitaban
unos abanicos de plumas de avestruz confirmaron el gusto estereotipado del actual

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prefecto. Por fortuna, había más vino; a esas alturas, ya estaba dispuesto a beberme
cualquier cosa que me encontrara en una copa.
Un grupo numeroso de exportadores de cristal alejandrinos había llegado antes
que nosotros y se instaló en los mejores asientos. Sin embargo, fueron muy amables y
tuvieron mucho gusto en levantarse y cambiar de sitio por una mujer embarazada y
una joven excitable; hasta me dejaron meter baza, porque creyeron que era el esclavo
acompañante de Helena y Albia. Hablaban en su propio idioma, pero intercambiamos
saludos en griego, luego asentimientos con la cabeza y sonrisas, y de vez en cuando
nos pasamos los cuencos de exquisiteces. Menos accesibles eran un par de mujeres
bien vestidas, con un atuendo tan caro que tenían que estar continuamente
arreglándose las faldas y los brazaletes por si acaso alguien no había visto las
etiquetas con el precio. Se pasaron el tiempo chismorreando entre ellas y no hablaron
con nadie más. Era posible que una de ellas fuera la esposa del prefecto, o que
simplemente pertenecieran al minúsculo alto estrato de la sociedad de Alejandría
formado por romanos allí asentados. No podían ser de rango senatorial, pero eran
sólidamente ricos e incurablemente afectados. Aparte de los visitantes comerciales,
allí todo el mundo era del nivel inferior, ya fueran griegos o judíos, personas con
dinero y posición suficientes para convertirse en ciudadanos romanos (ellos tenían
que llamarse alejandrinos). Huelga decir que no se hallaba presente ninguno de los
nativos egipcios que trabajaban duro en oficios provechosos y estaban atascados en la
parte inferior de la pila social.
Las dos mujeres miraron a Helena Justina con frialdad. Lo hicieron con absoluto
descaro, captando todos los detalles de su vestido de seda con el ancho ribete
bordado, el modo en que llevaba la brillante estola, su collar de oro de filigrana con
colgantes de perlas orientales, la red dorada con la que intentaba controlar su fina y
suelta melena oscura. Helena dejó que la miraran y murmuró entre dientes:
—La ropa adecuada, las joyas adecuadas…, voy bien…, pero… ¡ay, no! ¡Un fallo
terrible! Mira cómo se reduce su fascinación… Marco Didio, esto no está bien. Tu
generosidad tiene que ser mucho más elástica: Debo viajar con una peluquera.
—Estás adorable.
—No, amor mío. Estoy condenada. «¡No llevo el peinado adecuado!».
Albia tomó parte y exclamó que ahora ningún miembro de la educada sociedad
alejandrina nos invitaría a una velada de poesía o a un té de menta matutino. Éramos
una vergüenza; debíamos marcharnos a casa de inmediato… A mí ya me parecía
bien. Lamentablemente, Albia sólo estaba llevando la broma más allá. Además, iba a
dar comienzo la música. No podríamos marcharnos de allí hasta que nos salvara un
intermedio.
Llegaron más personas que incrementaron el auditorio. Entre ellas estaban Fulvio
y Casio, que nos saludaron con la mano presuntuosamente desde el otro extremo de la
habitación. Debían de haberse hecho amigos de un lacayo, porque trajeron unos
almohadones con relleno extra confeccionados con tejidos de aspecto caro y los

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colocaron allí para que se recostaran en ellos, en tanto que les ponían delante una
mesa pequeña con patas de sátiro. En ella aparecieron bebidas en copas elegantes y
platillos con frutos secos que se dispusieron allí con modales graciosos. Mi tío y su
compañero picaron de los platillos educadamente. Daba la impresión de que
disfrutaban de esta clase de atenciones continuamente. Cada pocos instantes, se
retiraban los platillos medio vacíos y se reemplazaban por otros llenos. En una
ocasión, Casio rechazó el reabastecimiento y, sonriente, indicó por señas que llevaran
el platillo a los de mi grupo. Nos dieron más vino, y aquél parecía ser de mejor
calidad. Todos los demás nos miraron con malicia y envidia por aquel trato especial.
La música era soportable. Los malabaristas hicieron sus juegos malabares sin
cagarla demasiado. El ambiente se hizo más caluroso. Me pesaban los párpados.
Albia se movía inquieta. Incluso Helena tenía una expresión forzada de intenso
interés que significaba que se estaba impacientando.
Uno de los exportadores de cristal se inclinó hacia nosotros y nos comunicó con
entusiasmo:
—¡Baile especial! —Con los ojos brillantes, señaló con un gesto el arco
encortinado por el que salían las diversas actuaciones para entretenernos. ¿Podría ser
que incluso en aquel distante punto del Mediterráneo encontráramos a las
omnipresentes chicas de Hispania? ¿Les gustarían a los alejandrinos sus revolcones
agotadores con las panderetas… aun cuando tenían la opción de los fulgurantes
flautistas sirios que podían tocar de manera racheada y ondulante al mismo tiempo?
Mi padre se abrió paso a empujones por la puerta principal, echó un vistazo a su
alrededor como si estuviera en su casa, y luego se unió a Fulvio. Cuando le
informaron de nuestra presencia, hizo una seña hacia el arco y se dio con el pulgar en
la túnica con orgullo, como si lo que fuera a suceder a continuación fuera
responsabilidad suya.
—¿Nos va a gustar esto? —preguntó Helena con aprensión—. ¿Acaso Gémino
tiene escarceos con el mundo del entretenimiento, Marco?
—Eso parece. ¿Será el anuncio de su negocio? —Me imaginaba a mi padre
presentando un espectáculo que incluiría a unos repartidores de folletos en los que se
mostrarían las estatuas que los idiotas podían incorporar a sus galerías de arte—. ¡No
puede ser que vaya a vender las estatuas móviles a precio rebajado! —gruñí. Nos
encontrábamos en la ciudad donde se habían inventado los autómatas—. La
combinación de la presencia de papá y las aterradoras palabras «baile especial»
sugieren que tendríamos que empezar a prepararnos para una salida discreta…
No tuvimos esa suerte.
El público se animó, lleno de expectación. Posiblemente instado por alguien, el
prefecto eligió aquel momento para dejarse caer por allí. Él y su séquito privado
bloqueaban entonces la salida; se quedaron allí, sonriendo, a la espera de lo que sin
duda era el punto culminante de una recepción que, por lo demás, resultaba bastante
aburrida. Albergué la esperanza de que quienquiera que contratara el espectáculo

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hubiera creído prudente pedir una demostración. Si lo hizo, seguro que le endilgaron
una cláusula de cancelación en el contrato. Sin embargo, conociendo a papá, ni
siquiera habría un contrato escrito. Sólo algunas palabras risueñas por su parte y un
vago acuerdo de esos que con mi padre fácilmente podrían salir mal…
Los instrumentos exóticos redoblaron sus golpes febriles. Unas panderetas sólidas
que no eran hispánicas. Tambores del desierto. El traqueteo sibilante de los sistros.
Unos volatineros con botas suaves entraron de improviso en la habitación dando
brincos, a la cabeza de otros artistas de varios tamaños y formas. En la medida en que
llevaban disfraces, éstos eran de colores vivos y con lentejuelas que, inevitablemente,
se caían. Todo aquel que supiera cómo llevar una pluma en el pelo lo hacía con
garbo, aunque su número incluyera dar volteretas describiendo un círculo por toda la
habitación. Había niños danzantes. Y una pequeña troupe de monos, algunos de los
cuales iban sentados en unas cuadrigas en miniatura tiradas por perros muy bien
amaestrados. Era un espectáculo de alto nivel que, no sé por qué, me recordó a otras
ocasiones. Sólo una de las cuadrigas tenía las ruedecitas atascadas, y sólo uno de los
perros fue corriendo detrás de una golosina que alguien les lanzó para distraerlos.
Su mono lo hizo volver a la fila. Aún lanzábamos vítores cuando dio comienzo el
espectáculo principal. Un falso general romano de piel bastante oscura, con una
coraza que llevaba pintada la cabeza de Medusa, recorrió el escenario pavoneándose.
La túnica escarlata se le levantaba por detrás gracias a un trasero de dimensiones
considerables. Adoptó una pose y se tapó el culo de manera eficiente con una
exuberante capa circular. A continuación, irrumpió por entre la cortina una montaña
de hombre en cuyos músculos protuberantes se había derrochado toda una ánfora de
aceite. Lo ovacionamos, intimidados. Encima del hombro llevaba una alfombra
enorme enrollada. La alfombra tenía un aspecto desaliñado, como si perteneciera a un
grupo de teatro ambulante, probablemente al final de una larga temporada de viajes
por países muy calurosos. El fleco colgaba desgreñado de un extremo. Había que
reconocer que estaba enrollada al revés, tal como debe estarlo una alfombra cuando
se pretende extenderla en un momento dramático.
El gigantón rodeó la estancia para que todos pudiéramos ver bien su espléndido
físico y su pesada carga. Se detuvo frente al general, y lo aclamó como a César. César
respondió con ademán altanero. El gigante dejó la alfombra en el suelo y retrocedió
de un salto; hizo un gesto de prestidigitación. Sabíamos lo que estaba ocurriendo, por
supuesto. Todos habíamos oído la historia de una muy joven Cleopatra que se había
entregado de manera muy provocativa al susceptible viejo general romano.
Bueno, lo sabíamos más o menos. El falso César señaló con su bastón. Como
respuesta, el grandote desenrolló la alfombra, de metro en metro, al compás de unos
redobles entrecortados en sincronía con los puntapiés burlones que daba con sus pies
enormes. Casi al final, el público soltó un grito ahogado. Dentro de la alfombra
apareció algo, y no era lo que la mayoría se esperaba.

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Una gran serpiente asomó la cabeza, retrocedió bruscamente y nos miró con
expresión desagradable. Sus ojos transmitían más furia de lo que era habitual y no
había duda de que disfrutaba asustándonos.
No se trataba de un áspide. Tenía las características marcas en forma de diamante
de una pitón.
Albia se pegó a mí con un sobresalto; la rodeé con el brazo. El gesto de Helena se
volvió socarrón; estaba a punto de echarse a reír.
El gigante porteador desenrolló el resto de la alfombra de golpe. Surgió una
figura que se desenroscó lentamente, con una gracia danzarina. En cuanto se reveló
como un espectacular espécimen de mujer, cobró vida.
Aquella amazona de estupenda presencia, que llevaba más pintura en los ojos que
el mejor equipado de los faraones, se puso en pie de un salto. Llevaba unas sandalias
de falso dorado y un collar azul de Cleopatra que podría haber sido de esmalte de
verdad. Dicho collar adornaba un pecho en el que los reyes agotados podrían apoyar
la cabeza con gratitud. Unos brazaletes con cabezas de serpiente apretaban unos
bíceps mejores que los del monstruo que la había transportado en la alfombra. Hubo
un estallido del blanco drapeado de un disfraz, tan corto y transparente que se me
humedecieron los ojos.
—¡Aaah! ¿Qué está haciendo?
—Bailará con la serpiente, Albia —murmuró Helena débilmente—. A todos los
hombres les parecerá muy grosero, en tanto que las mujeres se limitarán a esperar que
no pidan voluntarias para saltar al escenario y tocar la serpiente. Que se llama Jasón,
por cierto. Y ella Talía.
—¿Es que las conocéis?
Como para demostrarlo, la bailarina de las serpientes nos reconoció. Honró a
Helena con un enorme guiño lascivo. No estuvo mal, dado que, al hacerlo, nuestra
amiga Talía estaba tumbada boca arriba con las piernas en torno al cuello mientras la
serpiente —que en mi opinión no era del todo de fiar— se enroscaba tres veces en las
partes sensibles de la chica y miraba por debajo de su taparrabos. Suponiendo que
llevara.
Nunca juego, pues es ilegal para un buen romano, por supuesto, pero si lo hiciera,
por lo que sabía de la trayectoria de Talía, hubiera apostado una buena cantidad a que
no llevaba ropa interior.

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XXII
Debido a lo avanzado de la hora, quedaron muchas cosas por decir. Cuando terminó
la actuación, con un desenfreno de aplausos, le indicamos por señas a Talía que
teníamos que llevarnos a casa a la joven Albia. Talía nos dijo adiós con la mano
alegremente, y me comunicó con el movimiento de sus labios que pronto hablaríamos
ella y yo, lo cual me produjo una emoción relativa, dada mi inquietud ante la
posibilidad de que aquella alocada mujer hubiera compartido un barco hasta Egipto
con mi padre. Vi que se conocían y la simultaneidad de sus llegadas quizá no fuera
una coincidencia.
No había nada que amilanara a Talía. Se presentó en casa a la hora del desayuno
con un atavío diurno sólo un poco menos asombroso que el del banquete, y unos
modales ligeramente menos escandalosos. Gracias a los Dioses que no trajo la
serpiente.
—Está cansado. Pero le encantaría verte, Falco. Tienes que pasar un día a
visitarlo. Hemos montado las tiendas junto al Museion, ya que Talía era una de las
Musas —explicó a Albia de manera instructiva. Yo la puse al corriente de que la Talía
allí presente era una mujer de negocios de muchísimo éxito que comerciaba con
animales, serpientes y gente de teatro.
—¿No es peligroso? —preguntó Albia con unos ojos como platos.
—Bueno, la gente puede morderte.
—Me sorprende que se atrevan.
—¡Sólo cuando los invito a hacerlo, Falco!
—Delante de las niñas no, por favor… Talía era la Musa de la comedia y de la
poesía rural —expliqué entrando en detalles—. ¡La que «florece»! ¡Qué apropiado!
Talía, flor, me parece increíble que te dejaran montar una tienda de circo en el
complejo del Museion. El director es un cabrón pedante; se volverá loco.
Talía dejó escapar una carcajada salvaje.
—¡De modo que conoces a Fileto! —No me aclaró nada—. Bueno, Flavia Albia,
¿verdad? ¿Cómo es que acompañas a estos viejos amigos míos, tesoro? —Albia
todavía no era consciente de que estaba siendo hábilmente considerada como
acróbata, actriz o músico en potencia.
—Comparado con tus exóticos encantos —le dije a Talía—, que Albia quedara
huérfana siendo un bebé durante la rebelión de Boudica en Britania, como creemos
que le ocurrió, parece un comienzo un tanto insulso. No te hagas ilusiones. Mi hija
adoptiva nunca escapará con el circo, ni siquiera en los momentos de plena
exaltación, cuando nos odia por no entenderla. Albia ya ha tenido suficientes
aventuras. Ella quiere aprender griego de secretariado y contabilidad.
—Me vendría bien un contable corrupto —contestó Talía siguiendo la broma.
Debían de irle bien las cosas—. Aunque tendrías que ser versátil y hacerle cosquillas
a la pitón cuando se aburriera.

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Albia pareció interesarse, pero las interrumpí con firmeza:
—¿Jasón sigue dándote tanto trabajo?
—Es peor que un hombre, Falco. Hablando de amenazas, tu padre sí que es un
caso. —Tomé aire lentamente.
—¿Cómo has llegado a entablar amistad con él?
Talía me dirigió una sonrisa burlona, una amplia sonrisa pícara que compartió con
Helena.
—Se enteró de que iba a venir aquí y consiguió un camarote en mi barco.
Consiguió arreglarlo utilizando tu nombre, por supuesto.
—Me figuro que no pagó el pasaje, ¿verdad? Bueno, para la próxima vez ya lo
sabes.
—Pero si Gémino es buena gente…
Si no hubiera estado seguro de que Talía tenía a un enamorado llamado Davos a
jornada completa, me habría preocupado. Podía decirse que mi padre ya tenía un
pasado. Y los pocos fragmentos que yo conocía ya eran lo suficientemente
escabrosos. Él siempre había estado en plena forma para las camareras, pero ahora
que Flora, su novia durante treinta años, estaba muerta, parecía creer que gozaba de
una libertad suplementaria. Sí, mi madre estaba viva. No, no se habían divorciado.
Pero puesto que ella y mi padre no habían hablado ni estado ambos en la misma
habitación desde que yo tenía unos siete años, mi madre no lo cohibía. En realidad,
mamá consideraba que tampoco había contado para nada cuando vivían juntos. Según
papá, eso era injusto y vengativo, por lo que probablemente fuera cierto.
—¿Qué tal está el fiel Davos? —le pregunté. El hombre era un representante de
actores tradicional con cierto talento. Siempre me había caído simpático.
Talía se encogió de hombros.
—De gira, representando tragedias en Tarento. Yo me desentendí. Me gusta esa
obra de los sangrientos asesinatos con hachas, pero puedes llegar a hartarte de que un
coro de mujeres con vestiduras negras te colme de sombras. Además, nunca hay
buenos papeles para mis animales.
—Creía que Davos era un buen hallazgo.
—Es el amor de mi vida —me aseguró Talía—. Nunca me canso de su atronadora
virilidad ni de la manera en que se escarba los dientes. Hace años que lo conozco, lo
cual es íntimo, agradable y familiar… Pero es mejor guardar las cosas buenas en una
caja bonita para las fiestas. No queremos que se pongan rancias, ¿verdad?
—¿Qué te trae a Alejandría? —preguntó entonces Helena a Talía con una sonrisa.
—El futuro está en los leones. Ese monstruoso anfiteatro nuevo que se alza poco
a poco en Roma… Ya casi se ha levantado el último piso y están planeando una gran
inauguración.
—Muchos importadores de bestias salvajes harán una fortuna —comenté,
volviendo a la referencia a los leones. Se trataba de un comercio que había
investigado en una ocasión. Por aquel entonces trabajaba en el Censo, de modo que lo

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sabía todo sobre las sumas fabulosas que se manejaban—. Pero nunca te imaginé
vendiendo carne para el matadero, Talía.
—Una tiene que ganarse la vida. Y es una vida muy buena, de lo contrario no lo
haría. En realidad, no estoy de acuerdo con tomarse todas las molestias de capturar y
retener a unos animales salvajes complicados, y menos si lo único que quieres es que
mueran. En cualquier caso, ya es bastante difícil mantenerlos con vida en
cautividad… Pero, bueno, no soy una sentimental. Es demasiado dinero para dejarlo
pasar.
—Así pues, ahora que estás en Egipto, ¿vas a viajar al sur, donde pueden
encontrarse las bestias? —preguntó Helena.
—Yo personalmente no. A mí me gusta la vida tranquila. ¿Por qué luchar cuando
hay hombres lo bastante tontos como para cazarlas por ti? Tengo contactos
especiales, algunos de ellos en el zoo.
Me pregunté si eso de «contactos especiales» sería tan exótico como el «baile
especial».
—¿No será Filadelfio? —inquirió Helena.
—¿Ese? Ese tipo tiene muy mal carácter. —Por lo que sabía de Talía, esto
significaba que el atractivo guarda del zoo había rechazado sus insinuaciones—. No,
mi atención se centra en Chaereas y Chaeteas. Cuando los tratantes les traen
especímenes, ellos organizan algunos extras para mí.
¿Aparecerían en los libros de contabilidad del Museion los especímenes de Talía?
—Estoy buscando chanchullos en el Museion —decidí que Talía y yo éramos lo
bastante amigos como para serle franco—. No voy a meterte en esto, ya lo sabes,
pero… ¿quién paga esos extras, si se me permite la pregunta?
—¡Los pago yo! ¡Y al precio normal! —me espetó Talía—. Como bien sabes, son
muy caros. Lo único que hacen los muchachos es ponerme en contacto a los tratantes,
y si éstos aparecen con alguna bestia con la que no estoy familiarizada, Chaereas y
Chaeteas me aconsejan sobre cómo manejarla. No hay ningún chanchullo, Falco.
—Perdona; es que estoy trabajando en un problema. Ya me conoces. Un caso me
hace sospechar de todo el mundo.
Helena intervino:
—Puedes ayudar a Marco, Talía. ¿Qué sabes de las finanzas del Museion?
¿Tienen problemas de dinero?
Talía se aplacó de inmediato y soltó un resoplido. Una vez le había salvado la
vida a Helena después de la mordedura de un escorpión, y el cariño que se profesaban
era mutuo.
—El zoo siempre parece funcionar. Claro que no tienen privilegios… puede que
fuera distinto en la época de los faraones, cuando todo pertenecía al hombre que
ocupaba el trono, pero ahora el hombre del trono es un tacaño hijo de un recaudador
de impuestos que está en Roma. ¡Cuando compran un nuevo animal tienen que pagar
el precio normal! Se quejan, pero aun así consiguen lo que necesitan.

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—¿El mismo precio normal que pagas tú? —pregunté con una sonrisa burlona.
—¡Qué dices! Yo tengo que regatear con los tratantes para poder permitirme el
lujo de pagar a Chaereas y Chaeteas por su amable ayuda.
—¿Entonces —Helena planteó la pregunta crítica—, dirías que el zoo se
administra con rectitud?
—¡Uy, yo diría que sí, querida! Al fin y al cabo, ésta es la única ciudad del
mundo repleta de geómetras que saben trazar una línea recta… Pero claro —dijo
Talía misteriosamente—, si saliéramos unos cuantos a cenar pescado, no me fiaría de
un geómetra para que hiciera la cuenta.
En aquel momento, apareció el tío Fulvio acompañado de Casio y de mi padre.
Papá había presentado a los demás a Talía la noche anterior. Ella era precisamente el
tipo de elemento vistoso que a Fulvio y Casio les gustaba. Papá se adjudicó todo el
mérito por haberla atraído a su órbita; a Helena y a mí, que la conocíamos desde
hacía años, nos mantuvieron al margen.
Me sentía como un intruso en aquella reunión de empresarios. Cogí mi bloc de
notas y, después de quedar con Helena en encontrarnos más tarde para visitar el
Serapeion, me marché.

***
En el Museion puse en orden los asuntos pendientes.
Todavía estaba buscando a Nicanor, el abogado. Seguía sin dejar que lo
encontrara. Si se hubiera tratado del esposo infiel de una cliente en Roma, habría
creído que me estaba evitando.
Averigüé dónde vivía el bibliotecario muerto y fui a registrar sus dependencias.
Tendría que haberlo hecho antes, pero no había tenido ocasión. No descubrí nada que
pudiera explicar su muerte, aunque el apartamento era espacioso y estaba bien
amueblado, lo cual evidenciaba el porqué de una reñida competición para heredar el
puesto de Teón. Unos empleados apáticos me acompañaron dócilmente. Me dijeron
que el funeral tendría lugar dentro de más de un mes, ya que la momificación
requería su tiempo. No había duda de que estaban disgustados por su pérdida. Su
sentimiento me pareció genuino y no vi necesidad de señalarlos en la columna de
sospechosos. Un secretario personal que parecía un buen tipo había escrito a la
familia y empaquetado las posesiones privadas de Teón, pero había tenido el sentido
común de guardarlas allí por si yo necesitaba verlas. Eché un vistazo a los paquetes y,
de nuevo, no encontré nada de interés.
—¿La noche que murió, dijo que iba a quedarse trabajando?
—No, señor.
—¿Aquí se guardaban algunos documentos de la biblioteca?
—No, señor. Si alguna vez el bibliotecario se llevaba trabajo a casa, siempre lo
devolvía al día siguiente. Pero no era muy frecuente.
—¿Quién vació su despacho en la biblioteca?

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—Supongo que uno de los empleados de allí.
Le pregunté si sabía si Teón estaba preocupado por algo, pero un buen secretario
nunca cuenta esas cosas.

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XXIII
Aún quedaba un poco de tiempo antes de reunirme con Helena. Fui a la biblioteca y
me las arreglé para encontrar yo solo el camino hasta la habitación del bibliotecario.
Habían reparado y limpiado la cerradura dañada. Las puertas estaban cerradas.
Aunque no estaban atrancadas, costaba moverlas. Utilicé el hombro para entrar a
empujones y estuve a punto de caerme cuan largo era y hacerme daño.
—¡Por las pelotas de un toro! Me pregunto si Teón no tendría unas puertas tan
herméticas para desconcertar a las visitas.
Le había lanzado la pregunta a Aulo, a quien me encontré dentro de la habitación,
sentado en la silla de Teón, con un rollo particularmente enorme medio desplegado.
Se había instalado como si estuviera en su casa, se había quitado las sandalias y tenía
apoyados sus pies desnudos en un taburete. Tenía el rollo en el regazo, como si lo
estuviera leyendo de verdad. Parecía una escultura clásica de un intelectual.
—Si permaneces aquí el tiempo suficiente, Aulo, quizá veas cuál de los notables
eruditos se desliza a hurtadillas en la habitación a tomarse las medidas para la lujosa
silla de Teón.
—Pensaba que ya sabíamos quién quería el cargo.
—No tiene nada de malo verificarlo dos veces. ¿Qué estás leyendo?
—Un rollo.
Yo había utilizado ese juego cuando era joven y estúpido. Camilo Eliano sabía
que le estaba preguntando el título… del mismo modo que yo sabía que se mostraba
difícil a propósito.
—Déjate de respuestas tontas, que no soy tu madre.
Tal como lo estaba sujetando, no me resultaba posible leer el título en la etiqueta.
En lugar de eso me acerqué a un armario abierto del que supuse que había cogido el
rollo. El resto de la colección eran unos volúmenes igualmente pesados y antiguos.
Colocados de tres en fondo en los estantes, una única serie ocupaba todos los
armarios. Empecé a contarlos a bulto. Debía de haber unos ciento veinte. Solté un
silbido. Eran los legendarios Pinakes, el catálogo iniciado por Calímaco de Cirene.
Sin duda se trataba de los originales, aunque había oído que aquellos que podían
permitírselo encargaban copias para sus bibliotecas privadas. Vespasiano quería que
hiciera averiguaciones al respecto. No sé por qué pero, teniendo en cuenta que las
tarifas de los copistas de primera calidad eran de veinte denarios por cien líneas, no
veía al jefe decidiendo adquirir un nuevo juego de rollos.
Saqué unos cuantos. Había una amplia división entre poesía y prosa. Después
había subdivisiones en las que Calímaco había colocado a cada autor; me figuré que
debían de corresponderse con el sistema de estanterías de las grandes salas donde se
almacenaban los rollos. El catálogo se llamaba literalmente: Tablas de personas
eminentes en todas las ramas del saber con una lista de sus obras.
Los autores estaban agrupados según la primera letra de su nombre.

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—Yo también he escrito cosas. ¿Crees que algún día me incluirán? Investigador y
genio. Estudió en el Museion de la Vida Real…
Mientras yo cavilaba alegremente, Aulo me estaba observando desde el otro
extremo de la habitación.
—Ya estás incluido. Te busqué… porque, Marco Didio, un autor de tu prestigio
no querrá ser tan inmodesto como para buscarse por sí mismo.
—¡Me buscaste! —me quedé atónito—. Camilo Eliano, estoy emocionado.
—Dicen que el Pinakes es exhaustivo. Me pareció una buena manera de
comprobarlo. Tu obra se representó en público, ¿verdad? «Phalko de Roma, padre
Phaounios; fiscal y dramaturgo». Sólo reconocen tu obra griega, no consta ningún
discurso legal ni recital de poesía en latín: «Sus obras son: El secreta que habló».
Como no existe una sección para la Tontería Ridícula, te han catalogado como
comediógrafo. ¡Qué apropiado!
—No seas insidioso.
Aulo tenía aspecto de estar deprimido, y no tan sólo porque la célebre Biblioteca
de Alejandría estuviera dispuesta a reconocer cualquier paparrucha con tal de que
estuviera escrita en griego.
—No tenemos tiempo de leer los Pinakes —dijo mientras enrollaba el pergamino
—. Llevo horas aquí simplemente asimilando el estilo. Apenas he catado un solo
volumen. La creación de los Pinakes fue una hazaña asombrosa, pero no dice nada de
cómo pudo haber sido asesinado Teón, ni por qué. Voy a abandonar.
Yo estaba otra vez fisgoneando en el armario.
—La colección de Miscelánea incluye libros de cocina y todo. Me gustaría
constar aquí también con mi Receta de rodaballo con salsa de alcaravea. Es digna de
la inmortalidad.
—Puede ser —gruñó Aulo—. Pero es la receta de mi hermana.
—Helena no se enterará. Las mujeres no pueden entrar en la Gran Biblioteca.
—Con la suerte que tienes, algún cabrón se lo contará. «¡Ah, Helena Justina,
estaba curioseando los Pinakes y resulta que encontré el nombre de tu esposo en una
receta de pescado!». O harán una copia para la magnífica nueva biblioteca de
Vespasiano y la verá ella misma. Ya la conoces, dará directamente con la prueba
comprometedora el mismo día de la inauguración. —Como rezongaba como un
cascarrabias, me pregunté si tendría resaca—. De todos modos, aquí hay una vieja y
grandiosa historia de plagios.
—¿Cómo lo sabes?
—Aunque creas que he permanecido sentado en un banco sin hacer nada durante
tres días, me he estado aplicando con diligencia en la investigación.
—¿En serio? Yo te hacía masticando en el refectorio y perdiendo el tiempo con
juegos lascivos. ¿Te gustó Lisístrata? —Soltó un resoplido. Me senté en un taburete,
me crucé de brazos y adopté un aire inteligente—. Bueno, ¿cuál es tu tesis?

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—No se me había ordenado hacer una tesis. —Aulo se echó el pelo hacia atrás;
sabía hacerse el alumno deficiente.
—Inspírate en tu propia área de interés, Aulo. Tienes que encontrar un tema que
no se haya tratado previamente y dedicarte a él de forma independiente. Puede que,
como informante callejero, hayas resultado desastroso, pero ahora estás adornado con
una educación cara, de modo que esperamos mejores resultados… Antes de salir
corriendo y malgastar un montón de esfuerzo, tú pregúntame a mí, por si acaso
pienso que tu investigación es inútil, o por si quiero apropiármela. Creo que
mencionaste el plagio.
—Bueno, hay una historia que por lo visto aquí le cuentan a todo el mundo. Un
tal Aristófanes de Bizancio, que fue una vez director del Museion…
—¿No será el dramaturgo ateniense llamado Aristófanes?
—He dicho «de» Bizancio; intenta prestar atención, Falco. Aristófanes el director
leía sistemáticamente todos los rollos de la biblioteca. Por sus bien conocidos hábitos
de lectura, se le pidió que fuera juez en un concurso de poesía delante del rey. Tras
haber escuchado a todos los participantes, acusó a los alumnos de plagio. Le retaron a
que lo demostrara, y él recorrió toda la biblioteca dirigiéndose directamente a los
estantes donde se encontraban los rollos en cuestión. Los reunió todos,
completamente de memoria, y demostró que todos los poemas de la competición
habían sido copiados. Creo que se les reitera esta historia a los nuevos alumnos como
una seria advertencia.
—¿Hicieron trampas? ¡Es terrible!
—Indudablemente, sigue sucediendo. Fileto no puede saberlo. A menos que uno
posea un adecuado calibre mental, ¿quién sería capaz de saber si una obra es original
o un flagrante robo?
Me quedé pensativo.
—La gente habla bien de Teón. ¿Existe algún indicio de que hubiera acusado a
algún erudito, o eruditos, de plagio?
—Eso sería una buena solución —admitió Aulo—. Por desgracia, no hay
constancia de que lo hiciera. —¿Has preguntado?
—Soy meticuloso, Falco. Veo las conexiones lógicas.
—No te sulfures… Ojalá supiera si aquella noche Teón estuvo consultando los
Pinakes.
—Los consultó. —Aulo tenía la molesta costumbre de guardarse información
para luego soltarla en la conversación como si yo ya tuviera que saberlo.
—¿Cómo lo sabes?
Aulo estiró sus piernas robustas.
—Porque sí.
—¡Vamos, hombre, que no tienes tres años! ¿Cómo lo sabes, chicharra?
—Esta mañana llegué a la biblioteca antes de que abrieran, utilicé la labia para
que me dejaran pasar y encontré al pequeño esclavo patizambo que siempre limpia la

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habitación.
No perdí los estribos. Llevaba varios años tratando con Aulo. Cuando me rendía
un informe siempre tenía que quedar bien. Limitarse a relatar los hechos era
demasiado sencillo para él… aunque normalmente sus informes eran buenos. Ejercité
un poco el cuerpo tirando sistemáticamente de mis articulaciones y añadiendo una
fricción en la cabeza para indicar que podía ser paciente.
—¡Número uno! —A Aulo le gustaba el orden—. Dice que la primera vez que
apareció con sus esponjas aquel día la habitación estaba cerrada. ¡Número dos!
Regresó después de que hubieran echado la puerta abajo y encontrado el cuerpo. Le
dijeron que lo ordenara todo.
—¿Cuánto hace que lo sabes? —bramé.
—Lo he sabido hoy.
—¿Cuánto tiempo llevo en esta habitación sin que me lo hayas dicho?
—«Filósofo, ¿un hecho adquiere fundamento sólo cuando Marco Didio Falco lo
conoce o acaso la información existe de manera independiente?». —Había adoptado
una pose, mirando al techo y hablando con una voz cómica como si fuera un orador
particularmente aburrido. Aulo disfrutaba con la vida de estudiante. Se quedaba
levantado hasta tarde e iba sin afeitar. Había que reconocer que también disfrutaba
con el pensamiento. Siempre había sido más solidario que su hermano menor,
Justino. Él tenía amigos, unas amistades que su familia no consideraba apropiadas,
pero ninguno especialmente íntimo. Mi Albia sabía más que nadie sobre él, e incluso
eso era una amistad de larga distancia. Dejábamos que mantuviera correspondencia
con él porque así podía practicar la escritura. Supongo que él le contestaba porque
tenía buen corazón—. Bueno, te lo estoy diciendo ahora, Falco.
—Gracias, Aulo. ¿Quién dio la orden de limpiar?
—Nicanor.
—El abogado. ¡Tendría que haber sido más listo!
—Nicanor vino aquí poco después de la reunión de la Junta Académica. Le dijo al
limpiador que arreglara la habitación y que el cuerpo ya se lo llevarían más tarde. El
esclavo no pudo soportar tocar el cadáver, de manera que hizo todo lo demás tal
como lo hubiera hecho normalmente: barrió el suelo, pasó una esponja por los
muebles y tiró la basura, en la que había una corona festiva seca. También encontró
unos cuantos rollos sobre la mesa; los devolvió a su lugar en los armarios.
—Supongo que no puede decir cuáles eran, ¿verdad?
—Fue lo primero que le pregunté y no, de más está decir que no se acuerda.
Para ser justos con el esclavo, había que reconocer que todos los rollos de los
Pinakes se parecían. La situación era tentadora; si los rollos eran relevantes, habría
dado mucho por saber cuáles había estado leyendo Teón.
—¿Encontró algún otro escrito? ¿Teón estaba tomando o utilizando algunas
notas?
Aulo negó con la cabeza.

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—Sobre la mesa no había nada más.
—Entonces, ¿eso es todo?
—Es todo lo que me dijo, Marco.
—Supongo que le preguntaste a este esclavo si fue él quien cerró la puerta, ¿no?
—Sí. Es un esclavo. No tiene la llave.
—De modo que cuando Nicanor echó la puerta abajo, ¿estaba tramando algo?
—No veo el qué. Gracias a Zeus que eres el cerebro de nuestro equipo, Falco, así
no tengo que serlo yo. La cerradura ya no está rota.
—Fue después de la muerte, ¿no te fijaste? Tienen un empleado de
mantenimiento. Las reparaciones en la habitación del bibliotecario tendrán prioridad.
—Planteé mi siguiente pregunta con todo el tacto posible—: ¿Es necesario que
entreviste por mí mismo a este esclavo?
—¡Puedo hablar con un esclavo de la limpieza y que se confíe en que lo haré
bien! —replicó, resentido.
—Ya sé que puedes, Aulo —le contesté con dulzura.

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XXIV
Dejé a Eliano y fui a reunirme con su hermana.
El Serapeion se hallaba en el punto más alto de la ciudad. Aquel afloramiento
rocoso del viejo distrito de Rakotis se veía desde toda Alejandría. Era un punto de
referencia para los marineros. Como acrópolis griega hubiera sido magnífico… Por
eso nosotros, en cambio, los romanos, habíamos instalado un Foro en la parte de atrás
del Cesarium. Ahora había un punto central comunitario de nuestra elección, en tanto
que un enorme santuario al inventado dios Serapis ocupaba las alturas. Tío Fulvio le
había contado a Helena que los egipcios no prestaban mucha atención a Serapis y a su
consorte, Isis; como culto religioso, la pareja estaba más bien considerada en Roma
que allí. Eso podría haberse debido a que en Roma se trataba de un culto exótico
extranjero, mientras que allí pasaba desapercibido entre la multitud de viejas rarezas
faraónicas.
El recinto del Serapeion sí que resaltaba. Aquel lugar de peregrinaje y estudio era
un complejo grande y espléndido, con un enorme y bello templo en el centro. Unas
placas conmemorativas del reinado de Ptolomeo III celebraban el establecimiento del
santuario original. Dos series de tablas de oro, plata, bronce, cerámica vidriada y
cristal, dejaban constancia de la fundación en caracteres griegos y jeroglíficos
egipcios.
—Incluso hoy en día —comentó Helena con aire pensativo—, nadie ha añadido la
versión en latín.
Dentro del templo encontramos una estatua monumental del dios sintético, una
figura masculina sentada que lucía un grueso drapeado. Su barbero debía de estar
henchido de orgullo. Serapis, de constitución robusta, iba magníficamente equipado
con una cabellera y una barba arreglada, larga y suelta con cinco curiosos tirabuzones
alineados a lo largo de su ancha frente. A modo de tocado, llevaba el característico
medidor de cuarto de fanega invertido, que era su sello distintivo y que simbolizaba
la prosperidad, recuerdo de la abundante fertilidad del grano en Egipto.
Le pagamos unas cuantas monedas a un guía para que nos contara que se colocó
una ventana en lo alto por la que el sol entraba a raudales al despuntar el día, y que
caía de tal forma que los rayos parecían besar al dios en los labios. Un recurso ideado
por el inventor, Herón.
—Lo conocemos. —En una ocasión Aulo y yo realizamos un trabajo en el que
hice que se disfrazara de vendedor de estatuas autómatas, todo ello derivado de la
imaginación descabellada de Herón de Alejandría—. ¿El maestro sigue ejerciendo?
—Está lleno de ideas. Continuará hasta que lo detenga la muerte.
—Me pregunto si Herón hace magia con cerraduras de puerta. Podría valer la
pena investigarlo —le murmuré entre dientes a Helena.
—¡Eres un crío, Falco! Sólo quieres divertirte con tus juguetes.

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Nos explicaron que por debajo del templo había unos profundos pasillos
subterráneos que se utilizaban en los ritos asociados al aspecto de la vida del dios
después de la muerte. No lo investigamos. Me mantengo a distancia de los túneles
rituales. Allí abajo en la oscuridad nunca sabes si algún sacerdote enojado va a
abalanzarse sobre ti blandiendo un cuchillo ritual sumamente afilado. Los buenos
romanos no creen en el sacrificio humano…, sobre todo cuando ellos mismos son la
ofrenda.

***
Fuera, un sol espléndido llenaba el elegante recinto que presidía el dios. Dicho
recinto se hallaba rodeado en su interior por una stoa griega, una amplia columnata
de doble altura cuyas columnas estaban rematadas por extravagantes capiteles al
estilo egipcio, que caracterizaba los edificios ptolemaicos. En un mercado griego
típico habría tiendas y oficinas en torno a la stoa, pero aquélla era una construcción
religiosa. Sin embargo, algunos ciudadanos seguían utilizando el santuario a la
manera tradicional como lugar de reunión y, tratándose de Alejandría, era un lugar
muy animado: nos dijeron que fue allí donde llegó el cristiano llamado Marcos diez
años atrás, para fundar su nueva religión y denunciar los dioses locales. Como era
lógico, también fue allí donde se congregó la multitud para poner fin a aquello.
Atacaron a Marcos y lo hicieron pedazos…, un método mucho más persuasivo que
una reprimenda intelectual, aunque acorde con el espíritu de los griegos cuyos dioses
habían sido insultados por unos advenedizos.
Normalmente, la stoa tenía un propósito más noble y pacífico: proporcionaba un
amplio espacio para que el público amante de los libros paseara con un rollo de la
biblioteca. Ya podían leer una magnífica traducción de los libros hebreos que
atesoraba la religión judía, la Septuaginta, así llamada porque setenta y dos eruditos
hebreos habían estado encerrados en setenta y dos chozas en la isla de Faros con
instrucciones por parte de uno de los Ptolomeos de crear una versión griega. Quizás
algún día los curiosos leerían algo escrito por el cristiano Marcos. Mientras tanto, la
gente devoraba alegremente filosofía, trigonometría, cánticos, cómo construir tu
propio ariete para la guerra de asedio y, por supuesto, a Homero. En la biblioteca del
Serapeion no podían tomar en préstamo El secreta que habló, de Phalko de Roma, lo
cual era una lástima.
No penséis que soy tan inmodesto. Helena lo preguntó por mí. Así nos enteramos
del primer hecho difícil sobre la Biblioteca Hija: contenía más de cuatrocientas mil
obras, pero todas eran clásicos o superventas.
***
Cuando nos encontramos con Timóstenes, lo felicitamos por la floreciente
academia que dirigía allí. Era más joven que algunos de los demás profesores, un
hombre delgado y de piel olivácea que lucía una barba más corta que los mayores,

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tenía una mandíbula cuadrada y unas orejas pulcras. Nos dijo que había conseguido
su elevado puesto después de trabajar como miembro del personal de la Gran
Biblioteca. A juzgar por su aspecto y a pesar de su nombre griego, debía de ser de
origen egipcio. Sin embargo, no había indicios que lo hicieran más favorable a
nuestra tarea ni más propenso a traicionar confianzas.
Dejé que Helena hablara primero. Hacer que el entrevistado se sienta cómodo es
un buen truco. Aunque calmarlo con una sensación de falsa seguridad sólo
funcionaría si él no se daba cuenta de lo que estaba pasando, en cualquier caso me
permitía observarlo en silencio. Sabía que Helena pensaba que estaba desanimado
porque no habíamos encontrado mi obra. La verdad es que yo siempre disfrutaba
viéndola en acción.
—Sé que deben de hacerte las mismas preguntas constantemente, pero háblame
de la Biblioteca Hija —le instó Helena. Su expresión era curiosa y sus ojos
vivarachos, pero su culta voz senatorial la convertía en algo más que una simple
turista.
Timóstenes explicó de buen grado que su biblioteca en el Serapeion actuaba como
un rebosadero que albergaba los rollos duplicados y ofrecía un servicio al público en
general. Este tenía prohibida la entrada a la Gran Biblioteca, al principio porque su
uso era una prerrogativa real y luego porque pasó a ser del dominio exclusivo de los
estudiosos del Museion.
La mención de los estudiosos lo distrajo, aunque lo achaqué a la casualidad.
—Me han contado —dijo Helena— que hay un centenar de alumnos acreditados.
¿Es cierto?
—No, no. Hay cerca de treinta… cincuenta a lo sumo.
—En tal caso, mi hermano menor, Camilo Eliano, tuvo mucha suerte de que le
permitieran sumarse a ellos.
—Tu hermano es un romano influyente, y está relacionado con el agente del
emperador. También oí decir que vino con muy buenas referencias de Minas de
Karystos. La junta está encantada de conceder acreditación temporal a una persona
con semejante capacidad de influencia. —Timóstenes torció el gesto; no fue
completamente grosero… pero casi.
Helena había enarcado sus delicadas cejas:
—Así pues, ¿fue la Junta Académica la que aceptó a Eliano?
Timóstenes sonrió ante su perspicacia.
—Lo admitió Fileto. Alguien lo anotó después en la agenda.
—¡Se presentaría una queja, supongo! —soltó Helena.
—Ya habéis visto cómo funcionan las cosas en este lugar.
—¿Quién puso objeciones a Fileto? —pregunté.
No había duda de que Timóstenes lamentaba mencionar aquel asunto.
—Creo que fue Nicanor. —Aulo estudiaba leyes. ¿Y su director de estudios
legales objetó?—. Aunque sin duda puso objeciones por principio.

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—Mi padre, el senador Camilo Vero, se opone totalmente a la corrupción —dijo
Helena con frialdad—. No le gustaría que mi hermano hiciera valer una influencia
injusta. Mi propio hermano no sabe que se ejerció una presión especial.
Timóstenes la tranquilizó.
—Cálmate. La admisión de Camilo Eliano se discutió y fue aceptada por todos
con efectos retroactivos.
—Dime la verdad —le ordenó Helena—: ¿Por qué?
Helena podía ser muy contundente. Timóstenes pareció sorprendido y lo afrontó
con franqueza.
—Porque Fileto, nuestro director, está aterrorizado de lo que sea que el
emperador mandó hacer aquí a tu esposo.
—¿Está cagado de miedo por mí? —interrumpí.
—Fileto está acostumbrado a dar vueltas en círculo persiguiéndose el rabo.
Eso fue un logro. Habíamos inducido a aquel hombre a revelar una opinión.
Timóstenes era un buen educador. Era elocuente, no tenía ningún problema en
discutir las cosas con mujeres y no dio muestras de rencores candentes. Al mismo
tiempo, no toleraba con agrado a los idiotas y, obviamente, él colocaba a Fileto en esa
categoría.
Helena bajó la voz:
—¿Y cuál es la razón de que Fileto esté tan asustado?
—Eso no lo ha compartido conmigo —contestó Timóstenes en tono afable.
—Entonces, ¿no trabajáis en armonía?
—Cooperamos.
—¿Se da cuenta de tu valía?
—¡La teme! —exclamé riendo.
—Obro con tolerancia hacia los defectos de mi director —nos informó
Timóstenes con cara de pocos amigos. Una leve elevación de la mano nos dijo que no
nos entrometiéramos más. Continuar por ahí hubiera sido de mala educación. El
hecho de que dijera «mi» director ponía de relieve que aquel hombre estaba obligado
por la lealtad profesional.
Decidí actuar con formalidad. Le pregunté sobre sus esperanzas de alcanzar el
puesto de Teón. Timóstenes admitió enseguida que le gustaría. Dijo que se había
llevado bien con Teón, que admiraba su trabajo. Sin embargo, consideraba que las
posibilidades de que Fileto lo nombrara para el puesto eran tan escasas que no
hubiera podido constituir un móvil para hacer daño a Teón. Él no esperaba nada de la
muerte de aquel hombre.
—Siendo bibliotecario del Serapeion, ¿no sería un paso natural en tu carrera
profesional? ¿Por qué Fileto desprecia tanto tus cualidades?
—Es porque conseguí mi puesto por la vía administrativa —contestó Timóstenes
con pesar—, como miembro del personal de la biblioteca más que como un erudito
eminente. Aunque el propio Fileto es sacerdote por sus circunstancias, o quizás a

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causa de ello, está empapado de afectación con respecto a los «catedráticos». Él se
figura que el hecho de que el bibliotecario principal sea famoso por su obra
académica contribuye a su propia gloria. Teón era un historiador de cierto renombre.
Yo soy autodidacta y nunca he publicado nada, aunque lo que me interesa es la poesía
épica. Ante todo soy un bibliotecario administrativo, y Fileto puede tener la sensación
de que mi enfoque no concuerda con el suyo.
—¿En qué sentido? —preguntó Helena.
—Podríamos dar un valor distinto a los libros. —Sin embargo, no le dio mucha
importancia al problema—. Aunque nunca se ha dado el caso.
No había duda de que prefería cerrar ahí la conversación. Entonces le pregunté a
Timóstenes dónde estaba cuando Teón murió.
—Aquí, en mi propia biblioteca. Mis empleados pueden confirmarlo. Estábamos
haciendo un recuento de los rollos.
—¿Hacíais inventario por algún motivo en concreto o es algo rutinario?
—De vez en cuando, se llevan a cabo verificaciones.
—¿Se os pierden los libros? —le preguntó Helena.
—A veces.
—¿Muchos?
—No.
—¿Suficientes como para preocuparse?
—En mi biblioteca no. Puesto que las obras están a disposición del público que
quiera consultarlas, tenemos que ser rigurosos. La gente tiene fama de «olvidarse» de
devolver las cosas, aunque por supuesto siempre sabemos quién ha pedido prestado
qué, por lo que se lo podemos recordar con delicadeza. De vez en cuando,
encontramos algunos rollos mal colocados, aunque tengo a un personal muy
competente. —Timóstenes hizo una pausa. Había estado conversando con Helena y
sin embargo me miró a mí—: ¿Te interesan las cantidades?
Me hice el aburrido.
—¿Cuadrar y marcar listas? Parece una tarea árida como el polvo del desierto.
Helena frunció los labios ante aquella interrupción:
—¿Y cómo va el recuento, Timóstenes?
—Bien. Faltaban muy pocos.
—¿Era lo que te esperabas?
—Sí, sí, por supuesto —contestó Timóstenes—. Era lo que me esperaba.

Página 140
XXV
En el transcurso de una investigación, había ocasiones en las que Helena y yo nos
deteníamos sin más. Cuando el flujo de información se volvía abrumador, dábamos
media vuelta. Huíamos del escenario. Nos escapábamos al campo unas cuantas horas
y no se lo decíamos a nadie. A los estudiantes de ciencias racionales tal vez les
pareciera raro, pero olvidarlo todo sobre el caso durante un tiempo podía, mediante
un proceso misterioso, aclarar los hechos. Además, Helena era mi esposa. La quería
tanto como para pasar algún tiempo a solas con ella. No era la manera tradicional de
considerar a una esposa pero, como la noble Helena Justina decía a menudo, yo era
un tipo hosco al que le gustaba saltarse las normas.
Claro que con ella nunca me mostraba hosco. Es así como los maridos
tradicionales quedan mal. Nuestra unión gozaba de una lustrosa tranquilidad. Si
Helena Justina veía avecinarse un momento de hosquedad desacostumbrada, se
marchaba indignada de la habitación con aire despectivo y el frufrú de su falda.
Siempre se las arreglaba para hablar primero.
Ambos fruncimos los labios con respecto a Timóstenes. Estuvimos de acuerdo en
que era un hombre de carácter elevado y una persona ética casi con certeza, pero los
dos pensábamos que ocultaba algo.
—Los hombres que se refugian en unos buenos modales escrupulosos pueden
resultar unos huesos duros de roer, Helena. No puedo poner al bibliotecario del
Serapeion contra la pared y mascullarle amenazas al oído.
—Espero que no trabajes así normalmente, Marco.
—Lo hago cuando espero obtener resultados con ello.
El Serapeion se encontraba cerca del lago Mareotis. Habíamos conseguido un
transporte, un carro y un caballo con cuyo conductor había regateado al verlo parado
en la calle Canope con aspecto triste. Aquel día tío Fulvio estaba utilizando su
vehículo. No puedes culpar a un hombre por querer utilizar su propio palanquín. (Sí
lo culparía si me enteraba de que se lo había dejado a mi padre… una idea difícil de
digerir, aunque por desgracia probable).
Cuando abandonamos el santuario, encontramos nuestro carro y nos enfrentamos
al momento de tener que decidir adonde ir a continuación, no tardamos en optar por
una pequeña excursión de tarde. El carretero se puso contento. Hasta su caballo se
animó. La tarifa era más alta «fuera de la ciudad».
Primero nos llevó al lago. Allí, cerca de la ciudad que bordeaba, nos
maravillamos ante el tamaño del puerto interior. El carretero afirmó que el lago se
extendía a lo largo de cientos de millas de este a oeste, y que quedaba separado del
mar por una franja larga y estrecha de tierra que se prolongaba kilómetros y
kilómetros, alejándose hacia Cirenaica. Los canales proporcionaban conexiones con
otras zonas del delta, incluyendo un gran canal en Alejandría. Allí, en la orilla norte
del lago, encontramos un amarradero que parecía aún más ajetreado que los grandes

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puertos del Este y del Oeste situados en la costa. La campiña circundante era
obviamente fértil, barrida cada año por la crecida del Nilo con su carga de rico cieno
y, como resultado de ello, todo el terreno cercano al lago estaba bien cultivado.
Tenían grano, olivos, frutales y vides, por lo que, aunque en un primero momento
parecía una zona enorme y solitaria, vimos grandes cantidades de prensas de aceite,
cubas de fermentación y cervecerías. El lago Mareotis era famoso por sus
interminables plantaciones de papiro, de modo que tenía todo lo indispensable para la
industria de fabricación de rollos. Unos niños que chapoteaban con el agua hasta las
rodillas para cortar los juncos se llamaron entre ellos y se detuvieron para mirarnos.
En el mismo lago se pescaban enormes cantidades de peces. También tenían una
cantera y una fábrica de vidrio soplado, además de numerosos hornos de alfarero para
la industria de las lámparas y la fabricación de ánforas para el comercio de vino.
Era una de las vías fluviales más frecuentadas que había visto. Frente al enorme
puerto, los transbordadores se dirigían tanto al norte como al sur, yendo y viniendo de
las ciudades de la ribera meridional del lago, y también de este a oeste. Las márgenes
del lago eran sumamente pantanosas y, aun así, estaban llenas de embarcaderos.
Había bateas de fondo plano por todas partes. Mucha gente vivía y trabajaba en casas
flotantes situadas en los bajíos, familias enteras, incluidos niños pequeños a los que,
cuando empezaban a gatear, les ataban una cuerda en el tobillo lo bastante larga para
que jugaran sin peligro.
—Mmm. Me pregunto si estaría mal visto probarlo con unas sogas cortas con
nuestras chiquitinas.
—Julia y Favonia podrían desanudar la cuerda en cuestión de cinco minutos.
El carretero no quiso detenerse en medio de los pantanos. Dijo que los altos
juncos de papiro estaban llenos de senderos y guaridas que utilizaban las bandas de
delincuentes. Esto no parecía concordar con la multitud de lujosas villas alejadas de
la ciudad a las que los alejandrinos ricos emigraban para pasar el tiempo libre en el
campo. Los seductores y los magnates no soportan tener forajidos en su vecindario…,
bueno, a menos que ellos mismos sean forajidos que han hecho fortuna y se han
instalado en villas enormes con lo recaudado. Allí, las fincas de los magnates
funcionaban como las grandiosas casas de vacaciones de la franja costera entre Ostia
y la Bahía de Nápoles: estaban lo bastante cerca para que los agotados hombres de
negocios pudieran volver desde la ciudad al final del día, y lo bastante cerca también
para que los trabajadores obsesivos tuvieran la sensación de que podían regresar en
una escapada a los tribunales o a oír las noticias del Foro sin ni siquiera llegar a
perder el contacto.
Habíamos dejado atrás el puerto, y nos dirigíamos a la franja de tierra larga y
estrecha situada entre el mar y el lago. Al cabo de un rato, el carretero decidió que en
aquella zona los juncos no eran del tipo peligroso, de aquellos por entre los que
podrían aparecer unos forajidos que le robaran el caballo. A mí me parecían todos
iguales, pero uno ha de mostrarse deferente ante el experto saber local. El caballo

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estaba dispuesto a seguir caminando pesadamente, puesto que avanzaba a un paso
cómodo que le daba tiempo para contemplar las vistas. Pero el hombre tuvo la
necesidad de bajar y echarse a dormir bajo un olivo. Dejó muy claro que nos hacía
falta una parada para descansar, y nosotros, obedientemente, hicimos una.
Por suerte, habíamos traído agua para beber y un tentempié para mantenernos
ocupados. Garzas e ibis desfilaban aquí y allá. Ranas e insectos mantenían un suave
ruido de fondo. El sol calentaba, aunque no era sofocante. Mientras el carretero
roncaba, nosotros aprovechamos al máximo aquel lugar tranquilo. Podía ser que el
hombre estuviera fingiendo con la esperanza de espiar nuestro comportamiento
íntimo, pero me mantuve alerta al respecto. Además, a veces resulta aún más seductor
ponerse al día con un caso.
—Esta mañana, cuando volviste a abandonarme, tuve una larga charla con Casio
—dijo Helena, a quien le gustaba participar en todo. Su queja fue desenfadada.
Estaba acostumbrada a que yo desapareciera para realizar entrevistas o establecer
vigilancia. A ella no le importaba que yo realizara los aburridos trabajos de rutina,
siempre y cuando la dejara jugar a los dados cuando la cosa se caldeara.
—Estuve con tu querido hermano una parte del tiempo, echando un vistazo a los
Pinakes.
—Eso es de una intelectualidad digna de encomio. Curiosamente, Casio y yo
también estuvimos hablando del catálogo.
—Nunca me lo había imaginado como un ratón de biblioteca.
—Bueno, yo tampoco, Marco, pero sabemos muy poco de él. Nos limitamos a
suponer que Casio fue, en otro tiempo, un joven hermoso y banal que el tío Fulvio se
ligó en un gimnasio o en unos baños…, pero lo más probable es que no sea tan joven.
Me reí perezosamente.
—Entonces ¿crees que es un intelectual? ¿Que Fulvio lo eligió por su mente?
¿Que cuando no los ve nadie se sientan juntos y discuten atentamente los matices más
sutiles de La República de Platón?
Helena me propinó un puñetazo.
—No. Pero es un hombre independiente. Creo que Casio debe de haber recibido
educación… quizá la suficiente para haber deseado más, pero su familia no podía
permitírselo. Estoy segura de que proviene de un entorno de clase obrera, es
demasiado sensato como para que no sea así. De todas formas, Fulvio también; tu
abuelo tenía la huerta. Ahora es Fulvio quien toma la iniciativa en sus actividades
comerciales. Creo que cuando Casio tiene que quedarse esperando a que Fulvio cierre
algún trato, se sienta en un rincón a leer un rollo.
—Es muy posible, querida. Es precisamente lo que yo haría.
—Tú te irías a tomar un trago —se mofó Helena—. Y te enfrascarías en
contemplar a las mujeres —añadió con mirada torva. No podía negarlo… aunque por
supuesto sólo sería con fines comparativos.
—Casio no.

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—Bueno, supongo que puede leer y beber… —¿Y mirar a los hombres?
—Me figuro que eso dependería de lo cerca que estuviera Fulvio… ¿crees que los
hombres que viven con hombres son tan promiscuos como los hombres que viven
con mujeres?
Bajé la voz:
—Algunos somos fieles.
—No, todos sois hombres… —A pesar de su tono, Helena me puso la mano en el
brazo como si me exonerara de toda culpa. Al igual que muchas mujeres que
comprenden al sexo masculino, su perspectiva era caritativa. Ella quizá diría que si
las mujeres no hicieran eso tendrían que quedarse solteras, aunque lo diría
amablemente—. Bueno, ¿quieres saber lo que me ha dicho o no?
Me tumbé de espaldas de cara al sol, con las manos entrelazadas debajo de la
cabeza.
—Si es relevante… —Mejor que fuera algo emocionante o me quedaría dormido.
—Pues escucha. Según Casio, la comunidad académica está sometida a una fuerte
presión. Todos los estudiosos que venían a vivir a Alejandría llevaban a cabo nuevas
investigaciones científicas y daban clases; hubo grandes hombres que publicaron
grandes artículos. En el aspecto literario, realizaron el primer estudio sistemático de
la literatura griega, y se inventaron la gramática y la filología como temas de estudio.
En la biblioteca tuvieron que decidir cuáles de los rollos recopilados eran originales,
o se parecían más al original, sobre todo cuando tenían duplicados. Y había
duplicados, por supuesto, ya que los libros provenían de varias colecciones que
forzosamente tendrían que solaparse y porque, como tú ya sabes, querido, las obras
de teatro en particular tienen más de una copia. Cuando escribiste El secreta que
habló, garabateabas a toda prisa, de modo que podrían haberse colado algunos
errores, incluso en tu original. Además, los actores se hacen sus propios guiones y a
veces sólo se molestan en escribir la parte de sus personajes y los pies que señalan
sus intervenciones.
—¡Ellos se lo pierden!
—Desde luego, querido.
Como represalia por su sarcasmo, me lancé en una embestida; a pesar de su
embarazo, Helena se las arregló para ponerse fuera de mi alcance arrastrando los pies.
Estaba demasiado cómodo como para volver a intentarlo, e hice una contribución:
—Sabemos cómo se recopiló la colección de la biblioteca. Los Ptolomeos
invitaron a los jefes de todas las naciones del mundo a que les enviaran la literatura
de su país. Incluso recurrieron a la piratería. Si alguien navegaba cerca de la ciudad,
los equipos de buscadores arrasaban sus barcos. Todos los rollos que encontraran en
el equipaje quedaban confiscados y se copiaban; si los dueños tenían suerte, se les
devolvía una copia, aunque rara vez su propio original. Hoy Aulo y yo hemos visto
un poco de eso… Estas obras constan en el Pinakes con la anotación «procedentes de
los barcos» junto al título.

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—Entonces ¿la historia es cierta? —preguntó Helena—. Supongo que nadie
discutiría con un Ptolomeo.
—No a menos que quisieras que te tiraran al río. ¿Y bien? ¿Cuál es la
controversia que despierta ahora tantas tensiones?
—Bueno, ya sabes lo que ocurre con las copias, Marco. Algunos copistas lo
hacen muy mal. El personal de la biblioteca examina los duplicados para decidir qué
copia es la mejor. Por lo general, suponían que el rollo más viejo probablemente fuera
el más fiel. Se convirtieron en especialistas de aclarar la autenticidad. Sin embargo, lo
que empezó como una crítica genuina ha ido degradándose. Los textos se alteran de
manera arbitraria. Los hay que están convencidos de que un hatajo de administrativos
ignorantes están realizando cambios ridículos en obras que sencillamente no tienen la
inteligencia necesaria para comprender.
—¡Qué vergüenza!
—Tómatelo en serio, Marco. Hubo un tiempo en el que los estudios literarios en
Alejandría eran de muy alto nivel. Últimamente, la cosa ha cambiado. Hace unos
cincuenta años, Dídimo, hijo de un pescadero, fue uno de los primeros egipcios
nativos en convertirse en un erudito de mucho talento. Escribió tres mil quinientos
comentarios, principalmente sobre los clásicos griegos, incluida la obra de Calímaco,
el mismísimo catalogador de la biblioteca. Dídimo publicó un estudio autorizado de
Homero basado en la muy bien considerada recensión de Aristarco y en su propio
análisis textual; escribió un comentario crítico sobre las Filípicas de Demóstenes;
creó lexicarios…
—¿Todo esto te lo contó Casio?
Helena se ruborizó.
—No, he estado investigando por mi cuenta… Fue una época de excelencia.
Algunos contemporáneos de Dídimo eran unos magníficos gramáticos y
comentaristas literarios.
—No hace mucho tiempo de todo esto.
—Exactamente, Marco. Fue en la época de nuestros padres. Los estudiosos de
este lugar llegaron incluso a establecer el primer contacto con Pérgamo, que en la
época Ptolemaica siempre había sido rechazada por Alejandría porque su biblioteca
era una rival.
Me cambié de posición.
—Me estás diciendo que, hace tan sólo una generación, Alejandría iba a la cabeza
del mundo. ¿Y qué es lo que ha salido mal? ¿Por qué se ha permitido que unos
críticos de poca monta hagan comentarios de mal gusto y enmiendas absurdas?
—Parece ser que ha ocurrido.
—¿Es culpa nuestra, Helena? ¿De los romanos? ¿Lo causó Augusto después de
Accio? ¿Fue eso lo que inició la decadencia? ¿Acaso no nos tomamos suficiente
interés porque Roma está demasiado lejos?

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—Bueno, lo de Dídimo fue después de Augusto, bajo Tiberio. Pero tal vez al
tener al emperador como mecenas y al estar tan lejos, la supervisión del Museion ha
fracasado un tanto. —Helena tenía una manera muy delicada de intentar que las cosas
no se salieran de madre. En aquellos momentos hablaba despacio, concentrándose—.
Casio también echa la culpa a otros factores. Ptolomeo Soter había albergado un ideal
glorioso. Se había propuesto poseer todos los libros del mundo para así reunir toda la
sabiduría mundial en su biblioteca y que estuviera disponible para su consulta.
Podríamos llamarlo un buen motivo. Sin embargo, el coleccionismo puede llegar a
ser obsesivo. La totalidad se convierte en un fin en sí misma. La posesión de todos
los trabajos de un autor, de todas las obras de una colección, se vuelve más
importante que lo que en realidad dicen los textos. Las ideas se vuelven irrelevantes.
Hinché las mejillas.
—Los libros son simples objetos. Todo es estéril… No he visto ninguna polémica
directa al respecto. Pero aquí los bibliotecarios tienen fijación con el número de
rollos. Teón se atragantó cuando le pregunté cuántos rollos tenían, y Timóstenes ha
estado haciendo inventario.
—Fui yo la que le pregunté a Teón cuántos rollos tenían —dijo Helena haciendo
un mohín.
—¡Cierto! No importa cuál de los dos lo preguntara…
Ah, sí, sí que importaba.
—Ahora estás siendo desdeñoso. Di con la pregunta por casualidad. Admito que
fue cuestión de suerte.
—Muy propio de ti. Tú siempre tan escrupulosa con los detalles.
—Así pues, yo soy desagradablemente pedante en tanto que tú posees intuición y
estilo… —En realidad Helena no estaba de humor para una pelea; tenía algo
demasiado decisivo que anunciar. Dejó de lado la polémica con eficiencia—: Bueno,
Casio me dijo que, por lo que Fulvio y él sabían de Teón antes de que viniera a cenar
con nosotros, sí que existe una controversia ética, y Teón formaba parte de ella. Se
enfrentó al director, a Fileto.
—¿Se pelearon?
—Fileto ve los rollos como una mercancía. Ocupan espacio y acumulan polvo;
requieren de un caro personal para que cuide de ellos. Él se pregunta qué valor
intelectual tienen los rollos antiguos cuando nadie los ha consultado durante décadas
e incluso siglos.
—¿Puede tener relación con el presupuesto que Zenón tuvo tanto cuidado en
evitar que viera? ¿Acaso hay una crisis financiera? ¿Y si se trata de la diferencia de
enfoques de la que hablaba Timóstenes? A él no me lo imagino considerando que los
rollos son un mero derroche de espacio polvoriento… ¿Cómo es que nuestro Casio
está al corriente de todo esto?
—No quedó muy claro. Pero dijo que Fileto siempre estaba arengando a Teón
sobre si es necesario o no guardar los rollos que nadie consulta o de los que hay más

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de una copia. Teón, que ya temía que el director le estaba desautorizando, recuerda,
luchó para que la biblioteca fuera totalmente completa. Él quería todas las nuevas
versiones; quería que se llevara a cabo un estudio comparado de los duplicados como
crítica literaria válida.
Yo no estaba del todo de acuerdo con eso. Rechazaba a los estudiosos que
pasaban años comparando obras exhaustivamente, línea por línea. A mí me parecía
que la minuciosa búsqueda de la versión perfecta no añadía ningún valor al
conocimiento humano y no contribuía en nada a la mejora de la condición humana.
Quizá mantuviera a los eruditos alejados de las tabernas y fuera de las calles, aunque
si había contribuido directamente a que a Teón le dieran una tisana de adelfa antes de
acostarse, quizás hubiera sido mejor que no hubiera vuelto a la biblioteca, que
hubiera estado debatiendo sobre el gobierno con cinco pescaderos en un bar del
centro de la ciudad, por ejemplo. O, llegados a eso, que se hubiera quedado más rato
en nuestra casa, comiendo pastelillos con el tío Fulvio.
—Hay otros contendientes —dijo Helena—. Filadelfio, el guarda del zoo, está
molesto por el prestigio internacional que se le da a la Gran Biblioteca a expensas de
su instituto científico; discute, o discutía, tanto con Fileto como con Teón, sobre
aumentar la importancia de la ciencia pura dentro del Museion. Zenón, el astrónomo,
piensa que estudiar la tierra y los cielos es más útil que estudiar animales, de manera
que también tiene una guerra abierta con Filadelfio. Para él, comprender la crecida
del Nilo es infinitamente más útil que calcular el promedio de huevos que ponen los
cocodrilos que habitan en sus orillas.
Asentí con la cabeza.
—Zenón también sabe lo que es pasar estrecheces, y debe de sentirse molesto por
tener que examinar las estrellas desde una silla que se ha hecho él mismo en tanto
que, si lo que dice Talía es cierto, Filadelfio puede permitirse no escatimar en oro
para adquirir la última variedad de ibis extravagante. Por lo que cuentas, amor mío, el
Museion es un hervidero de animosidad. Parece que nuestro Casio se mantiene al
corriente de los cotilleos. ¿Algún otro dato valioso?
—Uno. El abogado, Nicanor, desea a la amante del guarda del zoo.
—¿La fabulosa Roxana?
—¡Estás babeando, Falco!
—¡Si ni siquiera conozco a esa mujer!
—¡Ya veo que te gustaría!
—Sólo para evaluar si sus encantos podrían constituir un móvil.
En aquel punto, tal vez por suerte, la cálida y agitada brisa que se había levantado
mientras conversábamos empezó a sacudir la maleza con más fuerza, hasta el
extremo de despertar a nuestro cochero. Nos dijo que se trataba del Khamseen, el
viento de los cincuenta días que, según las especulaciones de Zenón, podría haber
alterado la estabilidad mental de Teón. Lo cierto es que empezaba a hacerse arenoso y
desagradable. Helena se envolvió el rostro con la estola. Yo intenté aparentar

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valentía. El carretero nos hizo volver a subir al vehículo a toda prisa y emprendió el
camino de vuelta a la ciudad, obsequiándonos por el camino con el relato de que este
viento malvado mataba bebés. No había necesidad de historias sensacionalistas para
hacernos volver. Estábamos listos para irnos a casa y ver cómo estaban nuestras hijas.

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XXVI
Llegamos de nuevo a la ciudad a última hora de la tarde. El viento había soplado
durante todo el camino, y ahora asediaba las calles, agarrándose a los toldos y
arrastrando la basura con sus fuertes ráfagas. La gente se cubría el rostro con
pañuelos y estolas, y las ropas largas de las mujeres se enroscaban contra sus cuerpos,
los hombres soltaban maldiciones y los niños gimoteaban. Me picaba la garganta.
Tenía las manos, los dedos y los labios secos; el polvo se me había metido en los
oídos y en el pelo. Notaba su sabor. Mientras el carro avanzaba por el camino del
puerto, mientras todavía había luz, vimos unas olas encrespadas que se arrancaban
por la superficie del agua.
Al llegar a casa de mi tío, le pagué al carretero en la puerta del patio. En cuanto
nos apeamos del vehículo y el portero nos abrió, ese tipo que se sentaba en la acera
todos los días intentando darnos la lata, Katutis, pescó a nuestro cochero. Por el
rabillo del ojo los vi con las cabezas juntas, enzarzados en una profunda
conversación. No supe deducir si Katutis se estaba quejando o sólo mostraba
curiosidad. Sólo eché un vistazo, pero supuse que no tardaría en enterarse de dónde
habíamos estado aquel día por boca de nuestro conductor. ¿Nos estaba espiando? ¿O
simplemente tenía envidia de que otro tipo nos hubiera conseguido como clientes?
Helena y yo habíamos contratado el transporte de aquel carretero por casualidad. No
había ningún motivo para que aquellos dos hombres de ropa y bigotes similares se
conocieran. No veía ninguna razón por la que tuvieran que hablar de nosotros tan
detenidamente. En algunos lugares, tal vez me encogería de hombros y diría que «era
una ciudad pequeña», pero Alejandría tenía medio millón de habitantes.
En el umbral, Helena y yo nos sacudimos el polvo y dimos patadas en el suelo.
Subimos despacio. Estábamos radiantes del sol y el azote del viento, con la mente
relajada y nuestra relación reafirmada. No oímos ningún grito de las niñas. Todo
parecía estar tranquilo. Al pasar junto a la zona de la cocina, nos llegó un débil y
agradable aroma. La idea de lavarme, seguida de contarles cuentos a mis hijas, cenar
tranquilamente, charlar un poco con mis parientes mayores, incluso tomar un trago
con papá —no, de eso nada— e irme a dormir pronto, me resultaba sumamente
atractiva.
Pero el trabajo nunca cesa. Primero tuve que atender a una visita.
Mi padre y Casio lo habían estado entreteniendo hasta que yo llegara. Ambos
parecían estar ligeramente sorprendidos de su cooperación. No se trataba de un
contacto comercial: Nicanor, el abogado del Museion, me había encontrado. La
etiqueta dictaba que a un visitante como él no debía dejársele solo en una habitación
vacía, pero ninguno de mis dos parientes se encontraba cómodo con aquella visita y
me di cuenta de que él, a cambio, los miraba por encima del hombro. Casio y papá lo
abandonaron a mi custodia y nos dejaron solos a una velocidad increíble.

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Antes, ya se habían servido vino y exquisiteces y un esclavo trajo una copa para
mí. Mientras Nicanor y yo nos acomodábamos, Helena entró un momento a saludarlo
como si fuera la matrona de la casa, pero ella también se excusó diciendo que tenía
que acostar a nuestras hijitas. Nos birló unas cuantas delicias y nos dejó solos.
El abogado se había limitado a asentir pomposamente con la cabeza en respuesta
al educado saludo de Helena. Fue en aquel momento cuando empecé a tomarle
antipatía. Bueno, si consideraba que había intentado censurar a Aulo por sus
contactos, de hecho ya se la tenía. El sentimiento se intensificaría, y no sólo porque
fuera abogado. Dejaba tras de sí una nube de su propia autoestima de la misma
manera en que algunos hombres desprenden un fuerte olor a ungüento capilar. Pero
claro, él también llevaba el ungüento. Pese a que no era afeminado, su manicura era
concienzuda e iba muy bien arreglado. Yo soltaría un resoplido y diría que los
abogados bien pueden permitírselo, pero la verdad es que eso me haría parecer
prejuiciado.
Nicanor poseía un rostro alargado y unos ojos conmovedores, de un castaño muy
oscuro. Tenía aspecto de judío romanizado. Su voz grave era oriental, sin duda.
Sostenía su copa, que entonces estaba medio llena, y no bebía con el entusiasmo que
yo atribuía a los abogados. Aflojé mi ritmo para adaptarme al suyo.
Automáticamente, me encontré adaptando también mi actitud. Me puse más en
guardia de lo que había estado con los otros académicos.
—He oído —empezó diciendo Nicanor, que se consideraba el fiscal principal—
que has estado buscándome.
Resultaría decepcionante que sólo hubiera venido porque había preguntado por él.
Durante la necropsia, había invitado a la gente a que me proporcionara pistas y
aireara los trapos sucios. Había tenido la esperanza de que los altisonantes miembros
de la Junta Académica se apresurarían a dejar a sus colegas con la mierda hasta el
cuello. Los chivatazos no siempre son precisos, pero proporcionan un punto de
partida al investigador.
Paciencia, Falco. Sí que había venido por un motivo. Lo que ocurre es que
todavía no habíamos llegado a ello. Adopté la necesaria postura de agradecimiento:
—Vaya, gracias por aparecer. La verdad es que sólo son un par de preguntas. Ya
se las he hecho a casi todos los demás miembros de la Junta: primero, lo evidente. —
Fingí dar por sentado que él era un experto en investigaciones criminales—. ¿Dónde
estabas la noche en que murió Teón?
—El viejo tópico… Ocupándome de mis propios asuntos. ¿Qué más?
Observé que no me había proporcionado una coartada… y fue muy grosero.
Añadí mi segunda pregunta, un tanto agriamente:
—Me gustaría saber cuál es tu interés por el puesto en la biblioteca.
—¡Pues claro que quieres saberlo! ¡Se ha anunciado la lista de candidatos,
supongo que lo sabes! —disfrutó de su poder al contármelo.

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—Hoy he estado fuera de la ciudad. —Me negué a perder los estribos. La verdad
es que me hubiera gustado haber oído aquello en circunstancias privadas. Apuesto a
que Nicanor vio que me molestaba—. Bueno, ¿y quiénes están en la lista?
—Yo mismo. —Ahí no había falsa modestia. Se puso en primer lugar—. Zenón,
Filadelfio, Apolófanes…
¡Um! Ni Eácidas ni Timóstenes. Yo los hubiera incluido a ambos y hubiera dejado
fuera al pelota.
—¿Cuándo se hizo pública la lista?
—Esta tarde, en una reunión especial de la Junta.
¡Maldición! Mientras yo estaba medio dormido a orillas del lago.
—¿Alguna reacción?
—Timóstenes se marchó de la sala —dijo Nicanor en tono indignado.
—Tiene motivos.
Nicanor soltó una carcajada, aunque sin alzar la voz.
—Nunca tuvo ninguna posibilidad; sería una crueldad presentar su nombre. De
todos modos, la manera en que se fue airado me sorprendió… Normalmente, acepta
quedarse al margen. Aun así, es realista. Debe de saberlo, ni siquiera se puede
consolar pensando que no era su turno porque nunca va a serlo.
—¿Eso es porque ascendió por la vía administrativa… o se trata de afectación
literaria porque estudia épica?
—¿Eso estudia? ¡Por todos los dioses! Pero claro, era de esperar… Este tipo de
personas piensan que nadie sabe escribir aparte de Homero.
Tachadme de anticuado, pero me parecería un delito que un hombre con
semejantes ideas dirigiera la biblioteca.
—¿Timóstenes puede recurrir? —«¿O podría recurrir yo en su nombre?», me
pregunté.
—Si lo que quiere es otro rechazo… Dime, Falco, ¿quién crees que lo
conseguirá? —Nicanor hizo la pregunta sin rodeos. Algunas personas hubieran
bajado la voz o mirado al suelo con modestia. Aquel hombre me miró fijamente a los
ojos.
Algunos hubieran respondido con diplomacia nombrándole a él como primera
opción. Yo no utilizo ese tipo de lisonjas.
—No está bien que lo comente —hice una pausa inquietante—. ¿Qué se dice por
el Museion? Supongo que será un hervidero de rumores.
—Cuando la lista llegue a manos del prefecto romano, Fileto señalará su propia
recomendación, pero ¿será tan claro como para favorecer a su adlátere? Imagino que
si nombra a Apolófanes estará perdiendo el tiempo… eso espero. Los filósofos ya no
cuentan con el apoyo de Roma. Teón era historiador. Podría ser que el prefecto
decidiera que las artes ya han tenido suficiente influencia; podría ser que optara por
una disciplina científica. En tal caso, Zenón no se maneja bien en público. Se apuesta
por Filadelfio.

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—Parece apropiado —me encogí de hombros, queriendo decir con ello que no me
pronunciaba al respecto—. De todos modos, las elecciones rara vez resultan como
uno se espera.
No lo había dicho como una provocación. Nicanor saltó de inmediato:
—Bien, ahora ya conoces mi interés… y sabes por qué he venido, Falco.
Tardé un momento en comprenderlo. Cuando entendí a qué se refería, me resultó
tan descarado e inesperado que casi me atraganté.
Por suerte contaba con el entrenamiento de años trabajando con villanos
impenitentes, astutos chanchulleros y evasores del Foro que intentarían cualquier
cosa para inclinar la balanza de la justicia. Por regla general, lo que intentaban era
darme una paliza…, pero el otro método era conocido. Hay villanos que no tienen
vergüenza.
—¡Nicanor! ¿Crees que tengo influencia con el prefecto sobre este
nombramiento?
—¡Oh, vamos, Falco! Puede que los demás te llamen «agente» como si fueras un
burócrata empalagoso de palacio, pero un liberto imperial sería el doble de mortífero
y unas cinco veces más desenvuelto. Tú eres un informante común y corriente. Sé
cómo funciona eso, por supuesto. Apareces en los tribunales. Interpones procesos.
Soy tu candidato lógico. —Nicanor estaba insinuando entonces que compartíamos las
mismas redes repulsivas, las mismas sucias obligaciones, los mismos falsos
principios—: De modo que, ¿cuánto quieres?
Traté de no quedarme boquiabierto.
—¿Estás haciendo campaña? ¿Quieres comprar mi voto?
—¡Ni siquiera tú puedes ser tan lento! Es un aspecto normal del patrocinio.
—No exactamente, según mi experiencia.
—No te hagas el inocente.
—Había supuesto que la concesión del puesto de un académico mundialmente
famoso era algo muy distinto de los fraudes electorales del Senado.
—¿Por qué? —me preguntó Nicanor lisa y llanamente.
Me eché para atrás. En efecto, ¿por qué? Hacer ver que los intelectuales
aparentemente altruistas de aquel lugar estaban por encima de la mendicidad de
votos, si encontraban la manera de hacerlo, era hipócrita; Nicanor tenía razón. Al
menos él era sincero.
—¿Qué podrías tener contra mí? —insistió. En los tribunales debía de ser una
pesadilla. Es probable que creyera que estaba aguantando con la esperanza de que
alguno de los otros me ofreciera más que él.
Me senté más erguido.
—Me gustaría mucho saber por qué intentaste votar en contra de la incorporación
de Camilo Eliano al Museion. ¿Qué tenía de malo?
—Minas de Karystos. Ese tipo que se las da de entendido y yo llevamos
enfrentados dos décadas… ¿Qué tiene que ver esto contigo, Falco?

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—Es un aspecto normal del patrocinio —le cité sus propias palabras—. Camilo es
mi cuñado. Supongo que tendría que haberte sobornado primero, ¿no?
—Sería educado allanarle el camino… llámalo el procedimiento correcto. Así
pues, ¿esto aumenta el precio en mi asunto?
Aquel hombre era increíble.
Le dije que tendría presente su petición. Debió de resultar evidente que no lo
decía en serio.
—Entonces ¿es un no? —parecía incapaz de creérselo—. ¿Vas a apoyar a
Filadelfio?
—Me parece un buen candidato, pero yo nunca he dicho nada parecido.
—¿Es que está amañado?
—Estoy seguro de que puedes confiar plenamente en que será una vista justa. —
Nicanor no creyó mi recatada promesa y nos separamos.
Si aquella rata judicial ganaba, no sólo rechazaría su dinero. ¡Por todos los dioses
que si le daban el puesto me reuniría con Teón para tomar un tentempié de adelfa!
Sabía que el mundo era un lugar sucio. Lo que pasa es que no quería pensar que
pudiera ser tan deprimente.

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XXVII
El hecho de que un abogado me ofreciera un soborno provocó cierta hilaridad en mi
familia.
Advertí a Fulvio, Casio y —sin muchas esperanzas de que me hiciera caso— a mi
padre de que esta información tenía que seguir siendo confidencial. Todos me
aseguraron que este tipo de historias sólo resultaban útiles a ciertos hombres de
negocios cuando éstos podían implicar a alguna persona que aceptara un soborno.
Una mera oferta era una cosa tan común que no contaba.
—Bueno, de todos modos no digáis nada —ordenó Helena a esos tres réprobos.
Estaban alineados en un diván de lectura como unos colegiales traviesos: Fulvio se
limpiaba las uñas remilgadamente, Casio iba arreglado y tenía un aire sereno y mi
padre estaba tumbado en un extremo de manera poco elegante, con la cabeza hacia
atrás, apoyada en los almohadones como si le doliera el cuello. Al final, el viaje le
había afectado. Sus desaliñados rizos canos parecían más finos. Lo cierto es que tenía
aspecto de estar cansado—. No quiero que Marco caiga arrollado por la avalancha —
continuó diciendo Helena— si todos los candidatos vienen corriendo a traerle
obsequios.
—¡Nada de obsequios! Si me someto, sólo lo haré por dinero —dije—. Estoy
harto de porquerías. No quiero tener un montón de enfriadores de vino de plata con
groseras máximas grabadas en ellos; en cuestiones de buen gusto, no te puedes fiar de
los catedráticos. Si nos van a llenar de regalos para la casa, quiero que sea Helena
quien los elija.
Los tres Reyes Magos consideraron mis posibilidades. En su opinión, no se podía
esperar mucho del astrónomo ni del filósofo; según Casio, seguro que el filósofo me
traía una túnica de un color horrible, como una temblorosa tía de ochenta y cinco
años murmurando: «aquí tienes una cosita para ti, querido». (De modo que Casio
tenía tías, ¿eh?).
—¿Esto es la filosofía en funcionamiento? Así pues, ¿«conocerse a uno mismo»
en Delfos significa «saber cuál es el color de tu mejor túnica»? —bromeó Helena.
Fulvio, Casio y papá la contemplaron, preocupados por sus ideas avanzadas.
Consideraban que el guarda del zoo podía ser una buena apuesta, porque
probablemente cobrara de las personas cuyas cabras curaba como actividad
complementaria; sin embargo, sabían que Filadelfio se estaba gastando todo el dinero
extra en su amante.
Puse una objeción a eso:
—La impresión que yo tengo de la supuestamente cautivadora Roxana es que da
más de lo que exige.
—Ya lo he dicho antes —refunfuñó mi padre—. ¡Este chico es tan inocente que
me niego a llamarlo hijo mío!

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—El hecho de que Marco Didio sea de natural bondadoso no lo convierte en un
ingenuo —lo reprendió Albia—. Necesita ser optimista. Muchas veces es el único
hombre honesto en un mar de inmundicia.
Eso hizo callar incluso a mi padre.
Seguimos bromeando mientras tomábamos una cena temprana. A mi familia se le
da estupendamente meterse con algún idiota que ha revelado una historia divertida
que debería haberse reservado. Nunca dejarían escapar una oportunidad como ésa.
«Aquella vez que el abogado le ofreció un soborno a Marco» estaba destinado a
convertirse en un clásico favorito en las fiestas.
No era eso lo que me intranquilizaba. Al enterarme de que se había anunciado la
lista de candidatos para el puesto de Teón, quise saber lo que se decía en el Museion.
Helena se dio cuenta. Nunca necesitaba su permiso para escaparme a trabajar, pero a
veces me contenía y aguardaba su sanción, como una cortesía. Ninguno de nosotros
lo mencionó en voz alta: Helena se limitó a sacudir levemente la cabeza, y a cambio
yo le guiñé el ojo. Me escabullí con discreción. Albia lo vio. Los demás no se
percataron de que me marchaba.

***
El tío Fulvio no iba a salir. Aquella noche los negocios debían de venir a verle a
casa. Al bajar, me crucé con un hombre que subía. Aquélla era la diferencia en las
viviendas urbanas de Egipto: un hogar romano clásico tiene una línea de entrada justo
delante del porche, atravesando el atrio si lo hay. Ofrece una vista a la calle con la
que fanfarronear y cierto grado de espacio y de elección; podías tomar cualquier
dirección en torno al jardín del peristilo, por ejemplo. En este lugar, en cambio, era
todo vertical. Todo aquel que viniera o se fuera utilizaba las escaleras, lo cual era un
arma de doble filo. Si la casa estaba llena de invitados podía ser que, en medio del
barullo, pudieras arreglártelas para infiltrar a otra persona sin que se dieran cuenta.
Sin embargo, si dichos invitados eran dados a dar vueltas por ahí no había ninguna
posibilidad de recibir a un visitante secreto.
De modo que no sólo vi a aquel hombre, sino que además intercambiamos un
saludo con la cabeza. Me pegué a la pared para dejarle espacio. Él se arrimó la cartera
que llevaba para evitar rozarme con ella, y aferró el cuero con su mano izquierda para
que yo no oyera el tintineo de las monedas. Él vería a un extranjero bien parecido,
con una túnica de color neutro, corte de pelo romano, bien afeitado, modales
agradables y dueño de sí mismo. Yo vi a un tipo fornido con pinta de comerciante que
no me miró a los ojos. En ocasiones el instinto te dice que, sea lo que sea lo que
venda un hombre que se dedica al comercio, no lo quieres.
Uno de los criados de Fulvio estaba esperando en lo alto de las escaleras para
acompañar a aquel hombre a una habitación secundaria privada, probablemente al
mismo salón en el que antes habían llevado a Nicanor. Estaba situado por debajo de
las estancias familiares y contenía un par de divanes sencillos, una mesa trípode lo

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bastante grande para sostener una bandeja de bebidas, una alfombra de las que podías
comprar en cualquier parte y ningún adorno que valiera la pena robar. Yo también
tenía una habitación así en mi casa de Roma. La utilizaba para los clientes y testigos,
brindándoles el acceso a mi casa como tradicionalmente hacía un buen patrón con la
gente de confianza. Nunca me fiaba de nadie. Si salían de la habitación y fingían
querer utilizar el cuarto de baño, un esclavo que por casualidad siempre estaba en el
pasillo les «mostraba el camino»; con la misma amabilidad, les indicaba también el
camino de vuelta.
Abajo, el portero del patio me saludó servilmente.
—¿Quién era ése? —le pregunté haciendo un gesto con la cabeza en la dirección
por la que había subido el visitante.
—No sé cómo se llama. ¿Fulvio lo conoce?
—Sin duda… —No tenía intención de dejar que Fulvio supiera que me interesaba
—. ¿El palanquín está aquí?
—¿Quieres a Psaesis? Se ha ido. No volverá hasta mañana.
Típico.
Albergué cierta esperanza de que el carretero que nos llevó al lago Mareotis
estuviera en la calle, aunque siguiera hablando entre dientes con ese obstinado
rondador de Katutis. Habían desaparecido los dos. Debía de ser la primera vez desde
que llegamos que lograba salir de casa sin que me abordaran.
Fui andando al Museion. Me recordó a mi primera época como informante,
cuando iba a pie a todas partes. En aquel entonces, no podía permitirme nada más.
Ahora mis piernas eran más viejas, pero aguantaban.
El viento continuaba arremolinando polvo por doquier. Había bastante gente en
las anchas calles. En el Mediterráneo, la vida se hace fuera de casa, en la acera o al
menos en los umbrales de los negocios. Al pasar frente a las tiendas de los peleteros,
ebanistas y batidores de cobre, vi sus interiores iluminados con la familia rondando
por allí. Las ráfagas nerviosas del Khamseen traían consigo el olor de alimentos
asados y a la parrilla. Perros de todos los tamaños disfrutaban formando parte de la
vida callejera. Lo mismo hacían los gatos, unas criaturas largas y delgadas de orejas
puntiagudas que eran considerados animales sagrados; los evité, no fuera a pasarme
como a aquel romano que mató a un gato en las calles de Alejandría y, como era de
esperar, la muchedumbre lo hizo pedazos.
Echaba de menos a mi perra. La había dejado con mi madre, pero a ella le hubiera
encantado andar husmeando por aquí. Pero claro, llevar a Nux a cualquier lugar
cercano al zoo hubiera sido una pesadilla. En cuanto a los reverenciados gatos
alejandrinos, Nux hubiera añadido unos cuantos al total de mininos sagrados que
necesitaban una momificación.
Me mantuve ocupado pensando en Nux hasta que llegué al complejo del Museion.
Allí estaba todo mucho más tranquilo. Los grandiosos edificios tenían una presencia
espectral después de anochecer. Sus largos y blancos pórticos se hallaban mal

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iluminados por una serie de lámparas de aceite situadas al nivel del suelo, muchas de
las cuales se habían apagado. Había unos cuantos hombres paseando por los jardines,
solos o en pequeños grupos. Daba la sensación de que la actividad continuaba,
aunque el verdadero trabajo duro había terminado para la mayoría de los que allí
vivían.
Esta debía de ser la atmósfera de paz que reinaba cuando Teón regresó aquella
noche tras la cena. Sus pasos apagados quizás eran los únicos. El sonido habría
resultado lo bastante llamativo como para que el astrónomo echara un vistazo desde
el observatorio, aunque no tan raro como para que Zenón siguiera mirando una vez
comprobó que simplemente se trataba del bibliotecario. Me pregunté si Teón supo o
supuso que alguien se había fijado en él. Me pregunté si eso le proporcionó un
sentimiento de compañerismo o aumentó su sensación de soledad. Me pregunté si iba
a reunirse con alguien.
Seguí la misma ruta que debió de trazar Teón. Mientras caminaba, comprobé si
por allí había adelfa, pero ninguno de los arbustos que adornaban los senderos eran de
ese tipo. Así pues, la culpa era nuestra. Tanto si se trataba de un suicidio como de un
asesinato, aquel hombre murió por culpa de su guirnalda festiva. Por consiguiente,
tenían la responsabilidad de averiguar lo ocurrido.
Al llegar a la entrada principal de la Gran Biblioteca, vi que los dos enormes
portales estaban cerrados con llave. Me di la vuelta. Eso respondía a la pregunta.
Tenía que haber una puerta lateral, pero la entrada estaría controlada o se necesitaría
una llave especial.
Regresé a los pórticos con paso meditabundo y me dirigí al refectorio. Mi
intención era encontrar a Aulo. Si no me dejaban entrar, le pediría a alguien que fuera
a buscarle.
Había gente por allí. En ocasiones, oí hablar en voz baja, otras veces sólo unos
pasos. Una persona pasó por mi lado y me dio las buenas noches con educación. Una
o dos veces oí a otros que se cruzaban y se saludaban entre sí de la misma manera.
No obstante, cuando empezó el alboroto me encontraba solo.
Provenía del zoo. Oí unas voces que pedían ayuda a gritos en un claro estado de
histeria. Un elefante empezó a barritar dando la alarma. Otros animales se le unieron.
Las voces humanas me habían parecido femeninas y masculinas. Empecé a correr
hacia ellas, y entonces parecieron cambiar las cosas, porque por unos momentos sólo
se oyó gritar a una mujer.
Y después se hizo el silencio.

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XXVIII
Iba desarmado. ¿Quién acude a un templo del saber armado hasta los dientes? Lo
único que esperas que te haga falta es inteligencia, claridad y el don de la ironía.
Logré recoger un par de lámparas de aceite cuya luz trémula a duras penas
iluminaba las sombras y que probablemente atrajeran la atención hacia mí. Me quedé
quieto escuchando. Los animales habían dejado de bramar, aunque percibí
movimientos nerviosos en sus varios recintos y jaulas. Definitivamente, algo los
había inquietado. Ellos también escuchaban. Quizá tuvieran más idea que yo de lo
que había pasado… o de lo que todavía podía pasar, pero siendo yo esta vez el que
gritara…, cosa que hice. Al igual que yo, aquellas inquietas criaturas parecían tener
muy claro que no les gustaba la situación.
Me pareció oír un prolongado susurro de hojas por entre los arbustos cercanos,
cerca de donde me encontraba. Me di la vuelta, pero no vi nada. Un purista tal vez
afirmara que debería haber penetrado en el follaje para investigar, pero creedme,
nadie con un poco de imaginación lo haría.
Empecé a explorar los senderos desiertos. Todo estaba oscuro. Mis lámparas
creaban un círculo diminuto de penumbra tras el cual la negrura parecía aún más
amenazadora si cabe. Parte del benigno régimen del zoo para con los animales era
dejar que las valiosas criaturas tuvieran sus horas normales de sueño. Aunque aquella
noche no iba a ser así. Iba transcurriendo el tiempo y seguía oyéndolas, estaban
despiertas y, al parecer, todas ellas observaban mi avance.
O estaban atentas a otra cosa.
El mayor zoo del mundo poseía, en efecto, unas dimensiones espectaculares.
Tardé siglos en registrarlo. Me obligué a examinar cada una de las zonas lo mejor que
pude, a toda prisa, a oscuras. Fuera lo que fuera lo que estaba buscando, sabía que me
resultaría evidente en cuanto lo encontrara. Esos gritos terribles no habían sido los de
unos estudiantes achispados haciendo el tonto. Alguien había sufrido mucho. El
horror seguía susurrando por aquellos senderos desiertos mezclándose con el viento,
que en algunas zonas acumulaba el polvo como si fueran charcos en las aceras
elevadas. Me pareció percibir el olor de la sangre.
Todavía tenía la impresión de que había algo detrás de mí, al acecho. Cada vez
que me daba la vuelta rápidamente, el ruido cesaba. Si aquello fuera Roma, doblaría
por una esquina con aire despreocupado y aguardaría allí con el cuchillo en ristre. No,
seamos sinceros; de haberme encontrado en la calle hubiera entrado un momento en
la taberna más próxima con la esperanza de que se me pasara el miedo, mientras me
tomaba un trago.
Aquella noche no llevaba cuchillo. Cerca de allí no había ninguna esquina ni
taberna alguna. Lo que sí encontré de un modo totalmente repentino fue media cabra
muerta.

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Estaba tendida en medio del camino. La habían degollado y despellejado. La
bisección era limpia. Tenía una larga cuerda atada en torno al medio cuerpo,
extendida en el camino como si alguien hubiera arrastrado la comida con ella desde
una distancia prudencial. El reclamo ensangrentado se hallaba cerca de una puerta.
Esta estaba dañada y abierta de par en par. Se suponía que dicha puerta cerraba el
cercado al que mis dos pequeñas se habían encaramado cuando intentaban mirar en el
profundo foso en el que vivía Sobek, el cocodrilo. Al otro lado de la puerta rota,
empezaba una larga rampa de tierra que facilitaba el acceso de los cuidadores.
Probablemente hubiera otra puerta al final. Tuve la seguridad de que si bajaba por la
rampa también me la encontraría abierta.
No me molesté en hacerlo. También estaba convencido de que el cocodrilo no
estaba en casa. Había abandonado su recinto. En aquellos momentos, Sobek se
encontraba allí afuera, conmigo.

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XXIX
No podía verle, pero me parecía que él me estaba observando con mucha atención.
Me pregunté por un momento por qué Sobek no se había llevado su media cabra.
Quizás hubiera algo más sabroso disponible. En aquel preciso instante, podía ser yo.
Recogí la cuerda enrollándola y arrastré la carne conmigo. Había tenido mejor
equipaje que aquél. No dejaba de recordar las historias que Filadelfio había contado
para despertar el interés de mis hijas: la persistencia de los cocodrilos del Nilo
cuando le seguían la pista a una víctima; su gran velocidad en tierra cuando se
alzaban sobre sus patas y echaban a correr; su astucia, su fuerza colosal, su feroz
capacidad para matar…
No tardé en descubrir lo que en realidad le gustaba cenar a Sobek. El próximo
horror que me encontré tendido en el camino era el cuerpo de un hombre…, aunque
sólo en parte. Le habían arrancado algunos pedazos al cadáver. Había mucha sangre,
por lo que el hombre estuvo vivo durante parte de su agonía. Sobek debía de haber
desgarrado y tragado los pedazos que faltaban. Me pregunté por qué había
abandonado el festín. Supuse que regresaría a por su presa en cuanto le gruñeran sus
tripas de reptil. Sólo se había ido a por más.
En la oscuridad cercana, se oían unos roces y crujidos que no auguraban nada
bueno. La enorme bestia debía de estar dando vueltas en círculo en torno a mí. Se me
ocurrió encaramarme a la verja, pero Filadelfio nos había contado que habían puesto
a Sobek en un foso porque podía trepar distancias cortas. Su tamaño era tal, que
seguro que al erguirse llegaría a una buena altura.
Entonces oí otro ruido… distinto, humano, desconcertante.
Miré alrededor, pero no vi a nadie. De todos modos, no había duda de que había
oído un gemido apagado. Mi voz sonó áspera:
—¿Quién anda ahí? ¿Dónde estás?
—Aquí arriba… ¡Ayúdame, por favor!
Levanté la mirada tal como me indicaron y vi a una mujer angustiada.
Estaba encaramada en una palmera datilera a medio camino de la copa; se
agarraba desesperadamente al tronco con brazos y piernas, de la misma manera que
trepan los chicos para coger los racimos de fruta, y se aferraba por su vida.
—De acuerdo… Estoy aquí. —No le resultaría de mucho consuelo si veía lo
asustado que estaba yo también—. ¿Puedes seguir agarrada?
—¡No por mucho tiempo más!
—Está bien. —Supuse que la mujer sabía que el cocodrilo todavía andaba por
allí. No tenía sentido manifestar lo evidente—. ¿Puedes bajar deslizándote?
Podía; de hecho, en aquel preciso momento le fallaron las fuerzas, no pudo seguir
agarrándose y cayó al suelo, a mis pies. La ayudé a levantarse como un informante
educado. Ella se arrojó a mis brazos. Son cosas que ocurren.

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Por suerte, todavía tenía una de las lámparas de aceite, lo cual facilitó una
inspección discreta. El corazón me latía aceleradamente, pero el temblor de la
lámpara respondía a mi miedo. Aunque ella lo notara, estaba demasiado trastornada
como para fijarse en ello. A ella también le palpitaba el corazón…, me di cuenta
porque su ropa destrozada ya era vaporosa de por sí y, gracias a las duras
protuberancias del tronco de la palmera, sus prendas estaban hechas jirones. Estaba
cubierta de sangre allí donde los bordes afilados de los feroces espolones de las hojas
viejas la habían herido. Debió de molestar a los insectos al subir, y quizá supiera
ahora que las palmeras eran uno de los lugares predilectos de los escorpiones. Nada
de eso le hubiera importado, porque había visto el cadáver medio devorado que en
aquellos momentos yacía a mis pies. Imaginé que la pobre también había sido testigo
de cómo murió exactamente aquel hombre.
La habría envuelto en una capa para que estuviera más cómoda y por pudor, pero
en las noches cálidas de Alejandría sólo llevan capa los peleles. No me esperaba tener
que rescatar a una mujer consternada. No sé si es relevante, pero tenía unos ojos
oscuros realzados por los cosméticos, una abundante cabellera morena que se había
soltado de varias horquillas de marfil y la figura de una mujer todavía joven que no
había tenido hijos y que se cuidaba, unos rasgos agradables y una actitud
encantadora. Sólo faltaba un dato, y ella me lo proporcionó enseguida:
—Me llamo Roxana. —No me sorprendió. Bueno, corría por el zoo de noche
muy bien arreglada. No estaba nada mal en aquellos momentos, presa del terror, y
debía de haber estado bellísima cuando salió de casa. Sin duda había venido al zoo a
ver a su amante, Filadelfio.
Comprendí por qué todos los varones del Museion ansiaban semejante belleza.
Filadelfio, ese encanto de cabello plateado, tenía toda la suerte del mundo. La
muchacha aún era lo bastante joven como para constituir una posibilidad sumamente
atractiva.
—Yo soy Falco. Marco Didio Falco.
—¡Por los dioses del cielo! —chilló alarmada, e inmediatamente empezó a trepar
de nuevo a la palmera a toda prisa.
¡Por el Olimpo! Puede que mi nombre fuera innoble, pero normalmente sólo
suscita un leve desprecio… Pero enseguida caí en la cuenta de lo que había
provocado que saliera disparada para ponerse a salvo. Yo también miré a mi
alrededor como un loco en busca de algún refugio. Sólo había una palmera y, puesto
que la fuerza de Roxana se había visto reducida y en aquella ocasión no había llegado
tan arriba, ya no quedaba espacio para mí…, al menos si quería mantenerme fuera del
alcance de las mandíbulas gigantescas del cocodrilo enojado de casi diez metros de
largo que había aparecido de repente de la nada y venía corriendo hacia mí.
Hice girar la cabra en la cuerda, una vez, y la lancé. Sobek se detuvo un instante a
echar un vistazo. Entonces decidió que yo era mejor.

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Nos habían hablado de su enorme longitud, pero yo no me presentaría voluntario
para medirlo con unas reglas. Medía el doble que un comedor lujoso, el triple de lo
que hacía el mío en casa. En su primera acometida, sus cuatro patas cortas,
musculosas y separadas habían recorrido el terreno al galope; parecía encantado de
mantener la misma velocidad si tenía a alguien a quien perseguir. Yo no estaba seguro
de cuánto tiempo podría resistir…, no el suficiente. Cuando el animal abrió la boca,
alrededor de unos sesenta dientes de distintas formas y tamaños adornaron sus
mandíbulas, todos con aspecto afilado. El hedor de su aliento era terrible.
Roxana, que era una chica más animosa de lo que hubiera osado esperarme,
empezó a gritar a voz en cuello pidiendo ayuda.

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XXX
Sobek seguía acercándose.
Mi primera reacción fue echar a correr como el Hades. «Cuando los cocodrilos se
yerguen, Julia, pueden sobrepasar fácilmente a un hombre…».
De modo que no corras, Falco; sólo servirá para animarlo… Estaba a punto de
largarme a pesar de todo, cuando un grito nos detuvo a ambos. Me hice a un lado de
un salto. El cocodrilo se distrajo, cerró sus enormes mandíbulas de golpe y me
arrancó un pedazo grande y cuadrado de la túnica. A continuación, volvió su gran
cabeza hacia el recién llegado.
¡Gracias a Júpiter! Alguien a quien se le daban bien los animales.
De la oscuridad surgió mi vieja amiga Talía, atraída por el ruido. Tenía un aspecto
desarreglado, incluso para lo que era habitual en ella, pero al menos llevaba consigo
un venablo y un pesado rollo de cuerda. Me tiró el dardo. No sé cómo, lo cogí.
—Cálmate, chico…
Sobek tal vez estuviera mimado, pero despreció sus palabras cariñosas. Se sacudía
de un lado a otro, decidiendo a cuál de nosotros matar primero. Unas voces excitadas
se aproximaban; era poco probable que los rescatadores llegaran a tiempo.
—No vamos a conducirlo de vuelta a casa con un pastel de cebada… ¡Salta sobre
él, Falco!
—¿Cómo dices?
Sobek me eligió a mí.
Cuando se decidió, metí el venablo en sus fauces abiertas tratando de mantenerlo
vertical para que no pudiera cerrar la boca. Fue inútil. El arma era un utensilio pesado
y pasado de moda, pero él hizo astillas para el fuego con la madera y escupió los
restos. Si antes ya me había tomado antipatía, ahora estaba muy enfadado. Talía gritó.
Poseía unos pulmones como los de un luchador de la arena. Dio la impresión de que
las mandíbulas de Sobek adoptaban un aire despectivo.
Bastó con aquella pausa. Cuando el animal se abalanzó hacia mí obedecí órdenes,
lo esquivé con un rápido giro y de inmediato me monté en su espalda. El reptil era
todo músculo. Se retorció violentamente y me arrojó como si no pesara más que un
puñado de plumón. Al caer al suelo, estuve a punto de fracturarme todos los huesos
del cuerpo. El animal se dio la vuelta para venir de nuevo a por mí.
Por suerte aparecieron refuerzos: Chaereas, Chaeteas y los empleados de Talía.
Unas manos fuertes me agarraron la pierna y tiraron de mí, al tiempo que aquellos
dientes terribles se cerraban. Tanto Talía como Roxana estaban gritando a pleno
pulmón. Me puse a salvo como pude, sin aliento, en tanto que Sobek se revolvía
contra la gente que le lanzaba redes y cuerdas. Batió su cola gigantesca y se zafó de
todos aquellos impedimentos como si de madejas de hilo para coser se trataran. El
extremo de una cuerda me azotó la cara. Sin embargo, volví a enfrentarme a él,

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evitando por un pelo la patada de una pata con unas zarpas que podían abrirme en
canal.
No sé cómo volví a montar a horcajadas sobre él. Me agarré por detrás de los ojos
que tenía en lo alto de la cabeza. Otros valientes lo aferraron por sus enojadas
extremidades. Lo sujetaban contra el suelo con todas sus fuerzas. Era entonces o
nunca. Extendí del todo los brazos en torno a su mandíbula, y apreté el rostro contra
su repugnante piel correosa, con el cuerpo boca abajo sobre el músculo palpitante que
no tardaría en dejarme sin sentido de una sacudida. Nunca había experimentado nada
tan fuerte. No podía ver a mis compañeros, no tenía tiempo de pensar siquiera en lo
que estaban haciendo. Apreté con fuerza, y dijera lo que dijera el guarda del zoo
sobre que un hombre era capaz de cerrarle la boca a un cocodrilo con un pequeño
esfuerzo, se equivocaba. No puedo empezar a describir hasta qué punto. Sólo
Hércules sabe cómo me aferré a Sobek durante un tiempo indeterminado.
Había notado la llegada de más gente. Conocían la rutina. Sobek tenía que
vigilarlos y evitarlos. Yo seguía manteniendo sus mandíbulas cerradas y estaba al
borde del desmayo a causa del esfuerzo, pero la situación estaba cambiando. El
cocodrilo intentó rodar sobre sí mismo con una fuerza tremenda, pero su impulso se
vio entorpecido por el peso de los cuerpos que lo retenían. La gente debía de estar
sujetándolo a lo largo de todas las patas y la cola. Yo seguía notando cómo el animal
se revolvía.
—¡No lo sueltes! —oí decir a Talía alegremente.
«¡Me tomas el pelo!», pensé, incapaz de responder o de soltar una ocurrencia
romana de una nobleza apropiada. Aun así, seguí agarrándome y, como le expliqué a
Helena posteriormente, sujetando las mandíbulas desde detrás con mucha firmeza
para que no se abrieran.
—Lo tengo. Afloja, Falco. Falco…, ¡suéltalo, vamos!
No podía soltarme. No podía mover los brazos. El terror me mantenía allí,
paralizado en mi sórdido abrazo con Sobek.
—¡Bueno, que alguien los separe! —gruñó Talía, como si estuviera ordenando a
un gorila que separara a un par de rivales que se peleaban por una dulce acróbata. Al
final, aflojé los brazos lo suficiente como para caer resbalando. Chaereas, creo que
fue, tuvo la gentileza de sujetarme.
Todavía quedaba trabajo que hacer, como sujetar a la bestia con cuerdas en cada
una de sus extremidades antes de tener que arrastrar su tremendo peso de vuelta a su
habitáculo privado. Lo cual no dejó de entrañar peligro en ningún momento. No
parábamos de sudar a causa del miedo. Logramos hacer entrar al animal
trabajosamente y entonces, al oír la orden, todos retrocedimos de un salto y nos
largamos de allí, dejándolo para que se liberara solo de sus ataduras. No tardó nada.
Me acuclillé en el sendero, apoyé la cabeza en las rodillas e intenté recuperarme tanto
física como mentalmente de la ocasión en la que había estado más cerca del colapso

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total. Alguien daba golpes colocando maderos nuevos en la puerta, y Filadelfio —¿de
dónde había salido?— apostó una guardia en las instalaciones del cocodrilo.
Cuando alcé la cabeza, alguien —¿Chaeteas?— me tendió la mano para ayudar a
levantarme.
La gente miraba por encima de la verja para ver lo que hacía Sobek. El animal dio
unas cuantas dentelladas al aire pero luego empezó a descender por la larga rampa,
anadeando lentamente hacia sus dependencias.
—¡Ha sido increíble! —comentó algún bromista. Un hombre le arrojó la media
cabra. El otro no le hizo caso.
En aquellos momentos ya habían empezado a traer luces, y todos los que se
atrevieron se acercaban al cuerpo destrozado que había encontrado cerca de Roxana.
Nadie pudo soportar la idea de tocar al muerto. Era un hombre; se veía por las
piernas.
Talía, vestida con una túnica con lentejuelas de tal brevedad que hacía falta coraje
para ponérsela aun tratándose de ella, empezó a mirar a la amante del guarda del zoo
como si Roxana fuera un perro con fama de asesino. Roxana, que a la luz de las
recién traídas lámparas no parecía tan joven como en un principio había pensado, le
devolvió una mirada fulminante como si todo fuera culpa de Talía. Aunque había
terminado rasguñada, magullada, aterrorizada y con la ropa hecha jirones, la amante
del guarda del zoo hizo gala de un estilo admirable.
A pesar de los numerosos testigos, Filadelfio abandonó cualquier atisbo de
discreción y tuvo la amabilidad de dirigirse a su amiga con murmullos de consuelo.
Lógicamente preocupado, rodeó a Roxana con los brazos y se hizo cargo de ella. Vi
que Talía adoptaba un aire despectivo. Mientras Filadelfio contemplaba la escena, me
pregunté sin apasionamiento qué conclusión sacaría de ello.
El alboroto había despertado a los estudiosos. Vi llegar a Camilo Eliano, que se
abrió paso a empujones por entre la concentración de curiosos como si tuviera
derecho oficial. Venía hacia mí pero, en cuanto vio el cuerpo, se acercó rápidamente a
él y se arrodilló a su lado. Me fijé en su expresión y me levanté para acercarme.
Cuando llegué junto a él, estaba pálido.
—¿Quién es?
—Heras, Falco —Aulo temblaba. Debía de haber reconocido lo que quedaba de
la ropa del joven—. Mi amigo Heras.

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XXXI
Alguien cubrió el cadáver con una manta. Ya iba siendo hora.
Aulo se puso de pie. Por un momento pareció estar bien, pero entonces se apartó
y vomitó con intensas bascas.
En un mundo ideal, hubiéramos empezado con los interrogatorios aquella misma
noche. Era imposible. Yo estaba demasiado agotado, mi ayudante había sufrido una
fuerte impresión, los testigos estaban histéricos y la gente se arremolinaba por todas
partes. Quería alejarme todo lo posible del cocodrilo. Lacónicamente y entre dientes,
le dije a Filadelfio que tendría que ver a su amante y a sus empleados a primera hora
de la mañana siguiente, sin excusas. Intercambié un saludo con Talía. Podía confiar
en que le echaría un ojo a la zona del zoo con discreción; ya hablaría con ella por la
mañana antes de ir a ver a nadie más. Me llevé a Aulo a casa conmigo. Logramos
alquilar un carro y nuestro viaje transcurrió en completo silencio.
Aulo estaba destrozado. Ya había visto cadáveres otras veces, pero que yo supiera
nunca se había encontrado con el de un amigo. El joven Heras había sufrido una
muerte espantosa, y Aulo sin duda se estaba imaginando lo horrible que habría sido.
En cuanto entramos en la casa, lo mandé a la cama con un trago. Seguía estando
taciturno, aunque yo tampoco estaba muy hablador que digamos.

***
Al día siguiente, Helena me despertó al amanecer. Fue suave pero persistente.
Aunque era lo que quería, me costó levantarme. Tenía los miembros entumecidos y
estaba lleno de rasguños y magulladuras, por lo que me dolía todo el cuerpo. Helena
supo ocultar su preocupación mientras me aplicaba un ungüento, pero, después de
estar a punto de perderme, insistió en acompañarme cuando saliera. Dejamos a su
hermano durmiendo. Les habíamos dicho a Albia y a Casio que cuidaran de él cuando
se despertara a la hora que fuera.
—Dejad que venga al Museion a ayudar, si resulta que es lo que quiere hacer.
—¿Eso hará que se sienta mejor? —A veces Albia tenía una forma de hablar un
tanto arrogante.
—Puede que a Aulo le resulte de ayuda —contestó Helena—. No se puede hacer
nada por el joven muerto…, eso Marco Didio ya lo entiende. Pero hay que tener en
cuenta otras cosas. Tenemos que averiguar qué ocurrió.
Albia claudicó. Era brusca, pero práctica:
—Saber lo que ha pasado para su familia, para evitar accidentes similares…
A mí también me serían de ayuda las respuestas.
Helena y yo atravesamos la ciudad para volver al Museion cuando los panaderos
aún estaban avivando los hornos, preparándolos para cocer las primeras hogazas del
día. Los obreros de ojos soñolientos ya se dirigían andando al estilo mediterráneo a
sus lugares de trabajo. Unas mujeres de poco peso se dirigían a gritos a unos hombres

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fofos y desaliñados; otras señoras de más edad y más peso barrían o fregaban las
aceras a las puertas de sus locales medio abiertos. Los caballos permanecían entre las
varas de los carros. Los transeúntes ya podían comprar pastas. El Faro se hallaba
totalmente oculto al otro extremo de la bahía, envuelto en una niebla espesa. Eso
explicaba por qué necesitaban un faro.
Incluso en el Museion ya se habían levantado. La noticia de la tragedia de la
noche anterior se había difundido por la residencia de los estudiantes. A algunos de
esos soñadores les llevaría mucho tiempo enterarse de lo ocurrido; otros estaban
ansiosos por chismorrear inmediatamente. Yo necesitaba iniciar mis investigaciones
con urgencia, antes de que los rumores arraigaran y se convirtieran en un hecho
aceptado.
Encontramos a Talía sorbiendo con desánimo de una taza que contenía un brebaje
perfumado, repantigada en la entrada de su fantástico entoldado. Este no se parecía en
nada a las tiendas militares con capacidad para diez soldados con las que yo estaba
familiarizado, sino que más bien se asemejaba a una enorme morada beduina, una
construcción alargada, de un color rojo oscuro, con guirnaldas de colores y
banderines en todas las costuras y cuerdas tensoras. La tienda por sí sola ya
confirmaba lo bien que le iba a Talía económicamente hablando.
El exterior estaba abarrotado de recipientes con agua y comida. Entre aquel
revoltijo, dentro de un cesto enorme junto a ella, acechaba Jasón, la pitón; reconocí
su alto contenedor de mimbre y, al ver la sonrisa burlona que ello suscitó en Talía,
supe que iba a burlarse de mí sobre el animal. El concepto de diversión que tenía
Jasón era deslizarse por detrás de mí y mirar por debajo de mi túnica. Yo no lo
soportaba. A Helena le caía bastante bien la serpiente, y era probable que le pidiera a
Talía que la dejara salir del cesto.
Nos trajeron unos taburetes plegables y acompañamos a nuestra anfitriona. Acabé
sentándome al lado del cesto de la serpiente; noté que Jasón daba golpes contra la
pared de su contenedor, ansioso por salir y asustarme con sus bromas, como de
costumbre.
Talía iba completamente tapada; iba envuelta en una caliente capa de lana que la
mantenía decente de los pies a la cabeza. Aquel extraño decoro demostraba que hasta
ella consideraba que la captura de Sobek había sido un asunto muy peligroso.
—¡Lo de anoche fue un desastre, Falco! —exclamó con voz ronca y áspera, y
volvió a invadirla un humor sombrío.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Helena.
—Cosas de mujeres.
Nos habían traído una bebida. Sujeté la taza entre las manos con el mal humor de
un hombre al que recientemente habían estado a punto de dejar medio inconsciente y
que todavía no había recuperado el equilibrio.
—¿Y tú, Marco?
—He tenido noches más relajadas… ¿Qué se dice por aquí?

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Talía se tomó su tiempo. Al final respondió:
—Esta mañana he enviado a unos cuantos de los míos… para echar un vistazo,
hacer preguntas. La historia es que a Sobek le entraron unas repentinas ganas de ir de
excursión al lago Mareotis. Se escapó antes de que sus cuidadores se dieran cuenta.
El joven estudiante se cruzó con él por casualidad y resultó muerto al intentar
intervenir para salvar a la mujer. ¿Quién sabe por qué estaría ella tonteando por allí?
Pero, al parecer, todo fue un triste accidente.
—La mujer se llama Roxana —informó Helena a Talía en un tono inocente que
utilizaba a veces. A mí no me engañaba. Helena había intuido que Talía le guardaba
cierto rencor a Roxana. Posiblemente sólo detestara a los ciudadanos que causaban
problemas con animales; o quizá había algo más.
—Eso tengo entendido —repuso Talía en tono avinagrado. Atribuí aquel
definitivo pique a un desprecio por las muñecas emperifolladas que andaban
tropezando por ahí de noche y haciendo que tuvieran que rescatarlas. Talía estaba
hastiada de la falta de sentido común de la gente.
—¿Ya la conocías? —inquirió Helena.
—Yo no me mezclo con los de su calaña.
—¿Cómo pudo romperse la puerta de contención? —pregunté—. ¿Sobek la echó
abajo?
—Eso es lo que dicen.
—¿Me lo tengo que creer?
—¡Cree lo que te dé la gana! —Definitivamente, aquella mañana Talía no era ella
misma—. Los cocodrilos son impredecibles, son inteligentes y hábiles, y poseen una
fuerza devastadora…
—¡No hace falta que me lo recuerdes!
—Y si Sobek quisiera comerse media puerta, podría hacerlo.
Talía volvió a sumirse en el silencio, de manera que Helena lo llenó:
—Por otro lado, Sobek ha pasado la mayor parte de su vida en el zoo y los
guardas dicen que tiene cincuenta años.
No debe recordar nada más que su vida en confinamiento. Sobek está
absolutamente mimado, le dan de comer a diario con más festines de los que un
cocodrilo salvaje se atreve a soñar jamás. Sus cuidadores lo quieren y lo consideran
manso. Es un animal muy inteligente, así pues, ¿por qué iba a tratar de escapar?
—¿Quién sabe? —gruñó Talía—. En cuanto estuvo fuera se lo pasó muy bien,
pero es lo que haría cualquier cocodrilo. Quizá lo que quería en realidad era ir de
expedición y arrasar un poco. El muchacho se cruzó en su camino. Me atrevería a
decir que intentó echar a correr…, pues bien, Sobek sólo reaccionaría a eso de una
manera. No fue más que un accidente.
—De modo que ésta es la versión oficial. ¿Y tú te lo crees? —pregunté de nuevo.
—Sí, me lo creo, Falco.

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—Bien, pues yo no. Decir que fue un accidente es una auténtica estupidez.
Alguien hizo salir a Sobek deliberadamente, atrayéndolo con un pedazo de cabra
atada a una cuerda larga.
—Lo que tú digas, Falco. —Inexplicablemente, Talía pareció perder cualquier
interés por el asunto.
Me fiaba de ella. Sin embargo, mientras Helena y yo nos dirigíamos a las
dependencias del guarda del zoo después de abandonar la tienda del circo, ninguno de
los dos habló mucho. Quizás ambos estábamos cavilando sobre lo delicado que es
cuando alguien a quien has apreciado y en quien has confiado durante años empieza a
cerrarse en banda de manera sospechosa.

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XXXII
Inspeccionamos el recinto del cocodrilo. Sobek estaba en el fondo del foso, fingiendo
dormir. Para animarlo a que permaneciera allí, se le habían arrojado varios pedazos
de carne nueva. Chaeteas lo estaba vigilando. Al igual que su compañero Chaereas,
era un hombre de mediana edad, de facciones agradables y temperamento tranquilo
que parecía ser de origen egipcio; ambos se parecían tanto que era posible que
estuvieran emparentados. Siempre me había dado la impresión de que aquellos dos
estaban contentos con su trabajo. Su amor por los animales parecía genuino, así como
su entusiasmo por el ejercicio de la ciencia. En la autopsia, se habían comportado con
una discreción que parecía serles totalmente natural. Daba la impresión de que tenían
una relación muy estrecha con Filadelfio. Él confiaba en ellos, y ellos lo respetaban a
él. Está claro que dichas cualidades son deseables pero, según mi experiencia, no se
dan con frecuencia entre jefes y empleados. En muchas profesiones no ocurre nunca.
En la mía, suele ser más habitual.
Examiné la puerta superior dañada a la luz del día. Era casi toda de madera,
puesto que se suponía que el cocodrilo nunca tenía que alcanzarla. Lo cierto es que
por su aspecto podría haberla mordido un reptil feroz, aunque existían alternativas
igualmente convincentes. A juzgar por la manera en que se habían arrancado los
tornapuntas y por cómo se había roto un lado de la puerta, que estaba separado de las
bisagras, podría ser perfectamente que se hubiera hecho con un hacha (pongamos por
caso). Yo carecía de la habilidad forense necesaria para distinguirlo y lo mismo le
ocurriría a la mayoría de personas, cosa de la que un villano bien podría ser
consciente. La madera recién astillada es madera recién astillada.
—¿Estás convencido de que esto lo hizo Sobek? —le pregunté a Chaeteas. Él
asintió con la cabeza.
—En tal caso, ¿por qué lo hizo?
Como si hubiera estado con Helena y conmigo el día anterior cuando nos
contaron lo del Khamseen, Chaeteas culpó a los efectos perturbadores del viento de
los cincuenta días.
El hombre se ofreció a acompañarme abajo para examinar también la puerta
inferior. Bajo la mirada maligna de Sobek, me contenté con mirarla a distancia,
entrecerrando los ojos.
La otra puerta estaba hecha de metal y no había quedado tan destrozada. Parecía
estar un poco combada, pero el enorme Sobek podía haberla golpeado con la cola al
pasar. Chaeteas admitió con vergüenza que la pasada noche, inadvertidamente, la
cadena y el candado no se habían cerrado bien. Lo miré fijamente. Entonces confesó
que no era la primera vez…, aunque afirmó que era la única ocasión en la que Sobek
se había dado cuenta y había escapado. Normalmente, Filadelfio se percataba del
error y lo corregía cuando efectuaba sus rondas nocturnas.

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Según Chaeteas, Chaereas y él siempre atendían juntos a la bestia. Las rutinas del
zoo prohibían hacerlo de otro modo. Sobek era tan grande que nadie bajaba nunca a
su foso en solitario. Resultó imposible saber cuál de ellos había sido el responsable de
no asegurar el candado, puesto que ninguno de los dos se acordaba.
—¿Y qué explicación dais vosotros a la cabra que encontré atada a una cuerda?
—pregunté.
—Alguien provocó a Sobek. Quizás el joven que murió.
Eso a mí no me cuadraba. Helena, que había permanecido escuchando en silencio,
también lo consideró una manera fácil de dar a entender que Heras se buscó la
muerte.
—Él no era de los que van provocando —replicó Helena con amargura.

***
Helena y yo fuimos a ver a Filadelfio. Cuando llegamos, el director lo estaba
arengando. Fileto era muy capaz de reprender a sus colegas delante de desconocidos,
por muy eminentes que fueran dichos colegas.
—¡Te lo he advertido! Tu relación con esta mujer desacredita al Museion. Debes
ponerle fin de inmediato. No tiene que volver a entrar en el complejo del Museion.
Filadelfio había estado aguantando la reprimenda con los labios apretados. En
algunos aspectos, parecía como un colegial cuyas fechorías ya habían causado el
berrinche de más de un maestro. Sin embargo, cuando el director hizo una pausa para
recuperar el aliento, las apuestas facciones del guarda del zoo enrojecieron; supongo
que fue por nuestra presencia allí.
—Quizás estés en la lista de candidatos —Fileto no hizo ningún intento por
suavizar su tono—, ¡pero recuerda que sólo puedo recomendar a un hombre de
principios impolutos!
Fileto abandonó el despacho del guarda del zoo arrastrando tras de sí la
convicción de su propia superioridad moral. Agitó el aire con tanta furia, que uno de
los rollos que había en la mesa empezó a desenrollarse. Helena alargó su delgada
mano y lo detuvo.
—¡Como puedes ver —me comentó Filadelfio cuando el otro se hubo marchado
—, se me ha prohibido formalmente traer a Roxana al zoo esta mañana para que
hable contigo!
Esbozó una leve sonrisa, de las que con frecuencia significan que un hombre
paciente está pensando en lo mucho que le gustaría estrangular al cabrón que lo ha
estado insultando: cuánto prolongaría la muerte y en cuánto dolor infligiría…
Me dirigí a él con suavidad:
—Deduzco que los miembros más antiguos deben de estar por encima de todo
reproche, ¿no?
—Los miembros más antiguos —respondió Filadelfio con voz crispada, dejando
traslucir entonces todo su resentimiento— pueden ser unos idiotas, unos mentirosos,

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unos tramposos o unos payasos…, bueno, tú ya has conocido a mis colegas, Falco,
pero no tienen que revelar nunca que llevan una vida más agradable que la del
director.
Helena tenía el mentón erguido. Yo le lancé una amplia sonrisa, e incluí al guarda
del zoo.
—Entonces se trata de hacer lo que quieras pero sin dejar que lo descubran, ¿no?
Filadelfio torció el gesto.
—La señora Roxana es inteligente, distinguida, culta y una anfitriona
encantadora. —Eso era sin duda un logrado eufemismo de «cortesana». Cierto era
que cuando me la encontré dio la impresión de ser una chica animosa. La manera en
la que subió disparada a esa palmera hablaba en su favor. Me creí lo de que la dulce
Roxana podía hablar de Sócrates al mismo tiempo que servía una bandeja de
caprichos de higo. También me imaginaba el resto de sus talentos.
—¿Fileto ha puesto objeciones a que tu encantadora amiga te visite aquí? —
preguntó Helena con frialdad.
—Nunca lo hace —repuso Filadelfio—. La veo en su casa.
—Pero anoche vino, ¿no?
La corrección hizo que a Filadelfio se le ensombreciera el semblante. Casi parecía
culpable.
—Excepcionalmente.
—¿Os habíais citado? —inquirí.
—No. Debía de tener algún motivo para hablar conmigo con urgencia.
—¿No sabes cuál? —continuó Helena. Filadelfio dijo que no con la cabeza, como
si ella fuera una mosca que lo atormentara.
Era mi turno:
—Dime, ¿dónde estuviste anoche?
Me miró como si estuviera a punto de decir otra cosa y entonces, con una firmeza
que no parecía de fiar, respondió:
—En mi despacho. Hasta que oí el alboroto y acudí corriendo.
—En tu despacho… ¿Haciendo qué? —insistí.
—Poniendo al día las cuentas del zoo —señaló el rollo que había en la mesa y
que, en efecto, estaba junto a un ábaco. Me pregunté cínicamente si no habría
colocado el ábaco allí aquella mañana de manera deliberada. Helena cogió el rollo
como en un movimiento inconsciente y desenrolló un poco el extremo con
despreocupación, mientras yo seguía con las preguntas.
—¿Tienes idea de qué podía haber estado haciendo anoche el joven Heras en tu
zoo, Filadelfio?
—No. Quizá los estudiantes vinieron a hacer alguna travesura, pero no
encontramos nada.
Las travesuras de los jóvenes parecían ser la excusa que tenía el Museion para
cualquier suceso poco corriente.

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—Nosotros lo conocíamos. Heras no parecía ser de los que van haciendo el tonto
por ahí.
—Sé muy poco de él —dijo Filadelfio—. No era un alumno de ciencias. Tengo
entendido que estaba en Alejandría para aprender retórica con la intención de forjarse
una carrera pública. Alguien me dijo que vino contigo a la necropsia de Teón.
—Era amigo de mi joven cuñado. ¿Conocía él a Roxana?
—En absoluto.
—¿Se lo preguntaste a ella? —terció Helena. Eso hizo que Filadelfio hiciera una
pausa. Cuando dicha pausa ya duraba demasiado, Helena cambió de táctica—:
¡Bueno! ¿Podemos hablar de la lista de candidatos para el puesto de bibliotecario?
Muchas felicidades por estar incluido…, pero las preguntas lógicas son: ¿qué
posibilidades crees que tienes y cómo te sientes respecto a tus rivales?
Hasta hoy, Filadelfio se había mostrado bien dispuesto al cotilleo; entonces
tampoco nos falló:
—Zenón es el enigma. ¿Quién sabe lo que piensa Zenón o qué resultados
obtendrá? Está claro que Fileto quiere darle el puesto a Apolófanes, pero ¿tendrá
nuestro director tanto descaro como para recomendar a su propio adlátere? Ya visteis
cómo Fileto empezaba a intentar manipular la lista cuando hablaba conmigo ahora
mismo. Me estaba amenazando, buscando excusas para apoyar a otro candidato.
—A Marco Didio y a mí nos defraudó ver que no se le daba una oportunidad a
Timóstenes.
—No tanto como a él. Se tomó muy mal que lo excluyeran.
—¿Y qué me dices de Nicanor? —lo animó Helena.
—Nicanor se considera muy cualificado.
—¿Y tú qué piensas? —No mencionó la oferta de soborno que me hizo Nicanor,
no fuera a creer que le estaba lanzando una indirecta.
—Que es un bravucón. Francamente, me estremezco ante la posibilidad de
trabajar con él.
—Alguien insinuó que Nicanor admira a Roxana —planteó Helena con
discreción.
—Muchos de los que la conocen admiran a Roxana —espetó Filadelfio
irasciblemente.
Helena adoptó una expresión taimada. Intervine con rapidez y pasé a preguntar
qué le había contado Roxana sobre el incidente con Sobek. La versión de Filadelfio
fue la siguiente: ella había ido a buscarle; por el camino oyó unos ruidos extraños; se
aventuró con valentía a investigar y se encontró a Sobek matando y comiéndose a
Heras. Roxana chilló y el cocodrilo dejó el cuerpo; la mujer se dio cuenta de que la
bestia estaba a punto de atacarla a ella también, por lo que se subió a la palmera y
gritó pidiendo ayuda. Entonces llegué yo…
—Por lo que Roxana y yo debemos darte las gracias, Falco, sinceramente.

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Helena dijo con un susurro que no era necesario; seguro que cuando la viéramos,
ella me daría las gracias personalmente.
Chaereas fue el encargado de acompañarnos a casa de Roxana.
Por el camino, le pregunté sobre la noche anterior, y me contó lo mismo que
habíamos oído por boca de Chaeteas. Exactamente lo mismo. El también consideraba
excepcional la escapada de Sobek. Él también decía que la muerte de Heras fue un
accidente. No tenía ninguna explicación para lo de la cabra.
—¿Quizá tu colega y tú utilizarais la comida para dársela a Sobek?
—¡Oh, no! —nos aseguró Chaereas.
Cuando llegamos dejó que entráramos solos. Roxana tenía unas habitaciones en
un edificio anónimo de una calle monótona, subiendo unas escaleras llenas de polvo.
Era típico de Alejandría. En Roma, eso nos hubiera indicado que era una manicura
que luchaba por salir adelante con cinco hijos de tres padres distintos. Allí no quería
decir nada.
El interior era muy distinto. Unos sirvientes discretos caminaban con paso suave
por un amplio apartamento decorado con una opulencia sutil y extremadamente
femenina. Había alfombras por todas partes; había asientos formados con
almohadones enormes; había muchos objetos de cobre reluciente, marfil y unas
pequeñas y elaboradas piezas de mobiliario talladas en maderas raras. No vi ninguna
caja con rollos que confirmara la afirmación de competencia intelectual, pero estaba
dispuesto a creer que la filosofía y las obras de teatro se hallaban escondidas en
alguna parte. O Roxana había heredado una fortuna, o había tenido un esposo rico, ya
estuviera vivo o fallecido, o bien tenía un amante, o más de uno, que se gastaban un
montón de dinero en ella. Helena estaba haciendo inventario ferozmente.
Una vez limpia y arreglada, la amiga del guarda del zoo parecía la hermana
menor de una virgen vestal. Cuando apareció (cosa que llevó cierto tiempo), Roxana
iba ataviada con unas vestiduras discretas de colores oscuros, un peinado sencillo y
pocas joyas. Entró en la habitación rodeada de la fetidez de un perfume
desconcertante, pero por lo demás no era nada exótica. Claro que daba la impresión
de que, si quería, podía volverse tan exótica como uno deseara.
A Helena Justina no le resultó muy simpática. No sé por qué, pero ya me lo
esperaba. No había duda de que la presencia de Helena a mi lado sorprendió a la
señora. Debía de ser el primer hombre bien parecido que, al ir a ver a Roxana, se
llevaba a su mujer. Pues bien, eso demostraba lo decentes que eran los esposos
romanos. Y lo bien vigilados que estaban.
La declaración de Roxana sobre la tragedia de Heras fue tan bien elaborada y
organizada como su aspecto. Nos contó exactamente la misma historia que Filadelfio.
Se corroboraron el uno al otro con la misma coherencia con la que lo habían hecho
Chaereas y Chaeteas. Las descripciones casi nunca son tan matemáticamente
coordinadas. Mi intuición me decía que no debía malgastar mucho tiempo con ello.
Fue Helena quien se hizo cargo de la situación.

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—Gracias, Roxana. Si me permites que te lo diga, ha sido una declaración
sumamente clara y maravillosamente bien expresada.
Durante toda nuestra entrevista y hasta ese momento, Roxana había dado
muestras de una ligera contención, pero ante aquel afectuoso elogio se relajó, al
menos técnicamente. En cualquier caso, pareció desconcertada, como si no estuviera
segura de cómo tomarse a Helena. Disfruté viendo cómo esas dos mujeres se
enfrentaban con frialdad.
Entonces Helena se dirigió a la criada que se había quedado cerca de la puerta con
actitud de acompañante. Mi fiel ayudante apoyó la mano con delicadeza sobre su
vientre de embarazada y suplicó con dulzura:
—Siento mucho causar molestias, pero ¿sería posible que nos ofrecierais algo de
beber? Sólo un poco de agua ya sería estupendo, una infusión de menta sería
delicioso… —Cuando la criada se retiró mascullando misteriosamente, Helena se
irguió con brusquedad—. Marco, querido, deja de zangolotear como si tuvieras tres
años. Si quieres estirar las piernas, sal y hazlo.
Yo nunca zangoloteo. Aun así, sabía reconocer una gran indirecta cuando me la
lanzaban. Abandoné la habitación arrastrando los pies y con expresión furtiva…
luego pegué la oreja a la puerta.
Helena empezó a hablar de nuevo con Roxana.
—¡Estupendo! Ahora estamos solas, de modo que puedes ser sincera, querida. —
Quizá Roxana había hecho una caída de ojos. Fue una pérdida de tiempo. Helena fue
seca—: Escúchame, por favor. Anoche mi esposo estuvo a punto de morir y otro
pobre joven perdió la vida de un modo terrible. Quiero saber quién fue el causante, y
no me interesan las patrañuelas patéticas urdidas a toda prisa para proteger la
reputación de las personas.
—¡Ya os he contado lo ocurrido! —exclamó Roxana.
—No; no lo has hecho. Mira, te diré lo que va a pasar. Puedes contarme la verdad
ahora y entonces tú y yo, como mujeres sensatas, encontraremos la manera de
ocuparnos de ello. De lo contrario, Marco Didio, que no es estúpido ni tan susceptible
como es evidente que crees, rebatirá tu falsa declaración. Tú pensarás que se había
tragado tu historia, por supuesto. Créeme, duda de hasta la última palabra. Siendo un
hombre no lo admitirá delante de una mujer guapa. Sin embargo, es absolutamente
competente y siempre directo. Si Falco…, o mejor dicho, cuando Falco descubra la
verdad de lo que ocurrió en el zoo, la hará pública. No tiene elección. Debes
entenderlo. Es agente del emperador y debe encargarse de hacer que las mentiras
salgan a la luz. —Helena bajó la voz. Apenas la oía—. Así pues, supongo que
Filadelfio te intimidó para que contaras esta versión. ¿Es a él a quien temes,
Roxana… o es otra persona?
No suelo tener mucha suerte. En aquel instante, la maldita criada decidió regresar
con una maltrecha bandeja de exiguos refrescos. Durante varios minutos, entablé una
pelea con ella mediante el lenguaje de los signos. Al final, el único modo de sacarme

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de encima a ese factótum inepto fue ahuyentarla como si mandara a un rebaño de
vaquillas a través de un seto, lo cual debió de resultar perfectamente audible desde el
interior.
Le había arrebatado la bandeja de las manos sudorosas a aquella mujer. Llamé a
la puerta rápidamente y entré en la habitación en el momento justo en que Roxana
exclamaba con sentido dramatismo:
—Alguien soltó a Sobek deliberadamente. No podían saber que yo estaría allí con
ese chico, Heras.
—¡Vaya! ¿Te traías algo entre manos con él?
—¡Eso lo niego! Normalmente Filadelfio hubiera ido a comprobar todos los
animales… ¡de manera que lo que tendrías que considerar es que alguien intentaba
hacer que el cocodrilo lo matara a él!
Las damas se volvieron a mirarme.
—¿Y quién podría haber sido? —inquirí con suavidad—. ¿Quién quiere ver
muerto a Filadelfio?
—¡Nicanor! —estalló Roxana—. Eres idiota, Falco… ¡es evidente!
Dejé la bandeja sobre una mesa pequeña y me puse a servir infusión de menta
para todos.

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XXXIII
—¡Un abogado culpable! ¡Vaya, esto sí que me gusta!
—¡No me digas: «Ya te lo dije»!
—¡Claro que no, señora!
Los ojos de Helena me acusaron con dulzura: «¡Falco, eres un pillo!». No
obstante, me dejó continuar con el interrogatorio.
Según Roxana, el odio que Nicanor le tenía al guarda del zoo únicamente tenía
que ver con ella. Nicanor no era un mero rival silencioso que la deseara desde la
distancia; nos contó que llevaba meses acercándose a ella a escondidas. Había jurado
públicamente arrebatársela a Filadelfio, costara lo que costara. Ella consideraba su
persistencia como una amenaza. Le daba un poco de miedo; el hombre tenía fama de
iracundo. El guarda del zoo se negaba a enfrentarse a Nicanor, pues se sentía seguro
en posesión de los favores de Roxana y no quería peleas en el trabajo. Ella, por
supuesto, siempre había sabido que aquello terminaría mal.
Era una egocéntrica. El hecho de que entendiera vagamente que hacer hincapié en
su propia importancia podría desacreditarla fue el único motivo por el que Roxana
nos brindó un posible factor condicionante: que Filadelfio fuera el favorito en la lista
de candidatos para el puesto de bibliotecario principal. Ella sabía que Nicanor tenía
una férvida envidia profesional. Le pregunté cómo se sentía realmente Filadelfio en
relación con el puesto, dado su resentimiento por el hecho de que la biblioteca
atrajera más atención que el zoo, que estaba claro que significaba mucho para él.
Roxana pensaba que, para él, hacerse cargo de la biblioteca, si ocurría, era
potencialmente una manera de restablecer el equilibrio. Yo tenía mis dudas en cuanto
a que eso lo convirtiera en un buen bibliotecario, aunque no creía que Nicanor fuera a
hacerlo mejor. El también quería el puesto por razones personales: su pura ambición.
Si podía arrebatar también a Roxana de manos de Filadelfio, el triunfo sería doble.
Según mi experiencia, a los abogados se les da muy bien eso de odiar y nunca se
resisten a la venganza. Sin embargo, son hábiles y perspicaces, y rara vez se rebajan a
utilizar la violencia. No les hace falta. Disponen de otras armas más poderosas.
Lo más fácil sería descartar las afirmaciones de Roxana calificándolas de fantasía.
La ausencia de pruebas en el escenario hacía difícil acusar a Nicanor, o a cualquier
otra persona, de haber liberado a Sobek. Si alguien lo hizo, el plan era sumamente
arriesgado. Sí, se sabía que Filadelfio efectuaba su ronda por la noche para
comprobar cómo estaban los animales, pero los propios acontecimientos demostraban
con toda claridad que podía ser que otras personas también anduvieran por el zoo.
Además, aunque hubiera sido el guarda del zoo quien se hubiese encontrado al
cocodrilo, podría ser que Sobek sintiera algún tipo de aprecio por Filadelfio. Quizá se
hubiera limitado a acercarse a él anadeando y a menear su tremenda cola esperando
obtener alguna golosina.

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Por otro lado, si era cierto que alguien había soltado a Sobek para que matara, el
mérito del plan era sencillo: de no ser porque habían abandonado la cabra, la muerte
resultante hubiera parecido un accidente con todo convencimiento. Si Sobek hubiera
matado al hombre correcto, hubiera sido perfecto. Eso nos llevaba a pensar en un
asesino sanguinario. La víctima sufrió una muerte horrible. Alguien que estuviera tan
loco y fuera tan vengativo como para prepararla habría disfrutado con sus gritos.
Alguien que estuviera tan loco, pensé, podría intentar atacar de nuevo.
Le aseguré a Roxana que se investigarían todas sus afirmaciones. Iba a hacerlo al
verdadero estilo Falco: con discreción, eficiencia y lo antes posible. Mientras tanto,
ella no tenía que acercarse a Nicanor ni dejarlo entrar en su casa. Debía advertir a
Filadelfio de que temía que su vida pudiera correr peligro, pero convencerlo también
de que no se enfrentara al abogado. Ya lo abordaría yo… cuando fuera el momento.
En realidad, cuando Helena y yo nos marchamos, dije que primero quería
considerar si había alguna otra persona que le guardara un gran rencor al guarda del
zoo.
—¿Qué te pareció la amante devota?
—Lo que me pareció es que los encantos de Roxana son un tributo a los poderes
de una buena noche de sueño reparador —respondió Helena mordazmente.
—¿En serio? ¿Me estás diciendo que acaba de ver morir a un hombre de un modo
espantoso, que casi nos matan a ella y a mí también, y que aun así no la acosan las
pesadillas?
La contestación de Helena fue desdeñosa:
—¿Dónde estaban los ojos hinchados? ¿Los indicios de haber llorado? ¿Las
mejillas descarnadas? ¿Los estragos en el cutis? Esa mujer no tiene conciencia,
Marco.
Así pues, ambos teníamos el mismo concepto intrigante de la cautivadora
anfitriona: ¿acaso la propia Roxana había tenido algún motivo para dejar salir a
Sobek?
Cuando sugerí que tal vez resultara útil investigar más a fondo a Roxana, Helena
Justina se burló:
—¡No es necesario! ¡Creo que sabemos exactamente cuáles son las intenciones de
esa mujer! —Coincidí mansamente.
Se notaba que Helena estaba cansada. La mandé de vuelta a casa de mi tío en el
palanquín que le habíamos tomado prestado por la mañana.
Con la excusa de hablar sobre el difunto Heras, regresé al Museion para ver a
Fileto. Él ya estaba pensando en Heras cuando me condujeron a su despacho.
—Como director del Museion tengo que escribir a sus padres para contarles lo
ocurrido. —Al cabo de un momento, estaba dándome un discurso en el que
lamentaba que sus responsabilidades le llevaran tanto tiempo, haciendo hincapié en la
carga de intentar mantener el orden entre los jóvenes estudiantes.
—¿Heras había requerido tu atención con anterioridad?

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—Intento conocer personalmente a todos nuestros alumnos. —Así pues, nunca
había oído hablar de aquel joven.
—¿Era un estudiante modelo?
—Eso dice su tutor. Trabajaba duro y estaba bien considerado. —Era la respuesta
normal después de una muerte inesperada. No tenía ningún valor. Apuesto a que
dicho tutor apenas recordaba quién era Heras.
—¿Qué se sabe de su familia?
—Su padre posee tierras y recauda impuestos. —Eso encajaba con lo que el
propio Heras me había contado—. Claro que en Egipto cualquiera con un poco de
prestigio cultiva la tierra y recauda impuestos, Falco, pero me han dicho que la
familia es respetable y de buena reputación. —Sí que parecía que Fileto había
dedicado algún tiempo a hacer los deberes, lo cual era sorprendente. Quizá no fuera
malo del todo…, o tal vez algún subalterno le había chivado los datos. Era necesario
escribir una carta diplomática a la familia para proteger la reputación del Museion.
No había duda de que Fileto tenía miedo de que un padre enojado irrumpiera en el
lugar exigiendo respuestas e intentando encontrar un responsable. Me pregunté si su
inquietud se basaba en experiencias previas.
Si se trataba de negligencia, yo no quería participar en ningún encubrimiento.
Cambié de tema:
—Me gustaría sonsacarte un poco de tu maravilloso saber, Fileto —me las arreglé
para no atragantarme.
—¿Eso quiere decir que estás en un punto muerto? —preguntó con aspereza.
Estuve en un tris de admitirlo. De todos modos, tenía razón hasta cierto punto.
—¿Puedo hablarte en confianza? —Fileto se limitó a asentir con la cabeza,
impaciente por ver cuál era la magnitud de mis problemas—. Tengo una muerte que
parece un asesinato, pero que podría ser un suicidio. Otra que parece un accidente,
pero que creo que fue un intento de asesinato.
—¿Cómo dices? ¿Quién habría querido matar a Heras?
—Que yo sepa nadie. Hay indicios de que la víctima deseada era otro hombre.
Heras murió por error. Por lo visto hay mucha enemistad entre los miembros de tu
lista de candidatos.
—¡Vamos, eso no es ningún secreto, Falco!
Abordé el tema con toda la delicadeza de la que fui capaz:
—No pude evitar oír tus ruegos a Filadelfio para que dejara de lado a su amante.
¡Parece que esa mujer es un lastre! La estoy considerando detenidamente por si acaso
su implicación de anoche fuera sospechosa… —Tal como me esperaba, el director
estuvo encantado de oírlo. Se puso tan contento que me pregunté si no cabía la
posibilidad de que él también hubiera cortejado a Roxana y ésta lo hubiese rechazado
—. ¿Puedes contarme algo más sobre esa mujer?
—Es la viuda de un comerciante de papiros. Huelga decir que su esposo era rico.
No me sorprendería que lo ayudaran a emprender el camino… aunque dicen que

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murió de un tumor. Alguien debería asegurarse de que Roxana se volviera a casar y
de que la mantuvieran alejada de los problemas con firmeza, pero ¿quién iba a
aceptarla ahora? Varios de mis colegas subalternos le prestan una atención excesiva.
A ella le gusta y se deja querer.
—¿A los miembros del Museion se les permite contraer matrimonio? —inquirí.
—No hay ningún motivo por el que no puedan hacerlo. Nadie ha sugerido nunca
que un hombre no pueda copular y pensar al mismo tiempo, Falco —pontificó Fileto.
Mantuve la calma.
—No es que crea que una abundante vida sexual disminuya las facultades
mentales. A menudo los hombres de mente privilegiada corren a rebajarse, y el hecho
de que se les conozca por su mente parece incrementar sus oportunidades. El poder es
un afrodisíaco de efecto rápido. Las mujeres encuentran los altos cargos atractivos en
un hombre, y los hombres ocupados dan más sensación de virilidad.
—Algunos hombres sabemos controlar nuestros impulsos.
—¡Vaya, muy bien! —No era ningún mojigato, pero me estremecí al pensar en
Fileto controlando sus impulsos—. Entonces, tu objeción al flirteo de Filadelfio con
Roxana es puramente moral, pues se supone que es un hombre con familia. Según me
han dicho, hay otros a los que eso les molesta por pura envidia.
—¿Por una mujer con tan mala reputación? No le veo el atractivo —repuso Fileto
con una risita.
—¿No te tienta? —¡Seguro que sí!—. ¿Y qué hay de Nicanor? La gente dice que
la desea.
—Es un hombre de principios rectos.
—¿Un abogado honesto? —exhibí una sonrisa—. Bueno, no creo que Nicanor
arriesgara su magnífica carrera por una mujer. Sin embargo, posee una vil ambición.
Podría darle por hacer absolutamente cualquier cosa para conseguir el prestigioso
puesto de bibliotecario.
—¿Ah, sí? ¡Pues será mejor que se lo preguntes a él, Falco!
Lo más probable es que terminara haciéndolo. Si lo hacía entonces, Nicanor se
limitaría a negarlo cuando viera que no tenía ninguna prueba.
—Dame una pista, Fileto: ahora que has anunciado tu lista de candidatos, ¿cuál de
ellos es el gran favorito?
—¿Tú qué piensas de ellos, Falco? —Como siempre, el director escurrió el bulto
y me lo encajó a mí. Podría haber soportado que estuviera siendo discreto, pero lo
que ocurría es que estaba indeciso.
—Filadelfio debe de ser el favorito, aunque, ¿te gustaría trabajar codo con codo
con él? Aparte del punto en contra por lo de Roxana, ¿hay algún otro obstáculo?
—Me perturbaría si sale a la luz que anoche hubo algún problema con la
seguridad del zoo. Por lo visto —caviló Fileto con gravedad—, como mínimo hubo
una falta de atención al encerrar al cocodrilo. Ahora tengo que ver si Filadelfio está
dirigiendo el zoo como es debido… —¡Pues ya podíamos excluirlo! Fileto no podía

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dejarlo correr—: De todos modos, es demasiado pendenciero. Siempre estaba
discutiendo con Teón y no para de pelearse con Zenón, nuestro astrónomo.
—¿Y qué hay de Zenón?
Fileto entrecerró los ojos.
—Es sumamente competente —fue lacónico. Lo entendí: Zenón sabía demasiado
sobre las circunstancias económicas del Museion. Zenón era peligroso para Fileto.
—Estábamos hablando de Nicanor. ¿Es tan bueno como cree que es?
—Es demasiado renuente en sus contribuciones a los debates. Se contiene… y se
cree muy listo y manipulador. —Era una valoración tan buena, que pensé que Fileto
debía de habérsela robado a otra persona.
—¿Y Apolófanes? Creo que te llevas bien con él, ¿no es cierto?
Ahora lo había complacido.
—¡Oh, sí, sí! —admitió el director, como un gato asilvestrado que acabara de
robarles un cuenco de crema particularmente lleno a un grupo de mascotas mimadas
—. Apolófanes es un estudioso con el que siempre me encuentro a gusto.
Me marché pensando en lo mucho que me hubiera gustado ver muerto a Fileto,
embalsamado y momificado en un estante cubierto de polvo. Si fuera posible, lo
consignaría a un templo de reputación bastante dudosa donde hicieran mal los
rituales. Ese hombre sólo se merecía una larga eternidad de moho y descomposición.

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XXXIV
Aquello era un desastre. Aun a riesgo de complicarlo todavía más, me dirigí al
palacio del prefecto y comuniqué a los miembros de su personal que no permitieran
ninguna actuación en lo concerniente al cargo de bibliotecario hasta que hubiera
terminado mi investigación.
—El director nos está dando la lata para que nos pronunciemos pronto, Falco.
Sonreí con serenidad.
—Pues actuad con estoicismo. Sois vosotros los burócratas. Vuestra tarea
principal consiste en encontrar sistemas enrevesados que exijan un retraso.
Cualquier cosa que evitara trabajar les parecía adecuada a esos edecanes.
—Cuando el director os envió su lista, a la que recomiendo que efectuéis algunas
incorporaciones, ¿señaló él a su candidato preferido?
—¿Fileto? ¿Tomar una decisión? —Hasta esos listillos de rango senatorial se
echaron a reír.
Le habían pasado la lista al prefecto, cual si de un ladrillo al rojo vivo se tratara.
Como sabía cuidar de sí mismo, él se la devolvió enseguida y les pidió que le
informaran sobre qué medidas decidían tomar. Era demasiado importante para que
permaneciera en una bandeja de documentos entrantes. No sabían qué hacer. Me
preguntaron a mí.
—En caso de duda, consultad con el emperador. —Eso podría llevar meses—. La
lista es una farsa, por cierto.
—¿Podemos añadir algún nombre?
—Un prefecto siempre puede incluir a otros candidatos. Y debería hacerlo. Ello
demuestra que está ejerciendo su criterio y experiencia, y que no se limita a consentir
todo lo que le plantean.
—¡Eso le gustará! ¿A quién debería incluir?
—Para empezar, a Timóstenes. —Ellos lo anotaron. Eran beneficiarios de una
magnífica educación y sabían escribir. Me complació verlo—. Cuando el jefe os
pregunte por qué, decidle: «Timóstenes ya ostenta un cargo similar en el Serapeion.
Dirige bien esa biblioteca. Quizá no sea tan eminente como los demás desde el punto
de vista académico, pero es un candidato sólido, por lo que en vista de que el
emperador prefiere que los cargos se otorguen por los méritos, vuestro consejo es que
habría que tomar en consideración a Timóstenes».
Anotaron eso también. Uno de ellos sabía taquigrafía.
—Suena bien.
—Soy informante. Sabemos cómo ganarnos el pan.
—¿Alguien más?
—Si el prefecto, o su noble señora, han mostrado alguna vez un interés especial
por el teatro trágico, sugiero a un hombre llamado Eácidas.
—A su esposa le gusta mucho la música de lira. Sigue las luchas de gladiadores.

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—¡Pues adiós al triste trágico!

***
En palacio se estaba fresco. En el exterior, el Khamseen había cesado pero, sin el
viento, teníamos un mediodía de calor agobiante que me provocaba una tensión
similar. Siempre que decidía hacer cualquier cosa, incluso irme a casa a comer, me
encontraba sudoroso y debilitado. Afronté el panorama con una leve depresión.
Por suerte vi a Numerio Tenax, el centurión. Le dije si podía buscarse una excusa
para salir a comer, de modo que yo pudiera aprovecharme de sus conocimientos
expertos. Lo invitaría a la copa que él se había ofrecido a pagarme cuando nos
conocimos. Fingió que desentrañaba las cláusulas de mi oferta, pero agradeció beber
a expensas de mi dinero imperial (como él pensaba). Me llevó a la taberna que
frecuentaba y brindamos por Vespasiano.
Le transmití los acontecimientos recientes. Tenax hizo una mueca.
—Me alegro de que seas tú quien esté a cargo de todo este embrollo, y no yo.
—¡Gracias, Tenax! ¡Sólo los dioses saben por dónde tirar!
Bebimos y comimos unos platillos salados en silencio.
Tenax no tenía nada que decirme sobre las contiendas de los intelectuales. Por
enconadas que fueran sus rivalidades, no pasarían de ser una guerra dialéctica. Los
militares sólo se verían obligados a intervenir si empezaban a liarse a puñetazos, lo
cual era poco probable.
—Tienen tendencia a solucionar las cosas por sí mismos. Cuando nos vimos en el
Museion el otro día, Falco, era mi primera visita desde hacía siglos. El prefecto los
deja en paz. Nunca nos involucramos.
Mencioné mi teoría de que existían dificultades económicas.
—¿Sabes si ha surgido algún problema en una auditoría?
—¿De qué auditoría me hablas? Al Museion se le entrega un jugoso presupuesto
anual; ahora proviene del tesoro imperial, por supuesto. Pueden gastar el dinero como
les plazca. El prefecto no cuenta con personal para supervisar una institución de tal
magnitud. Tampoco es que tuviera ningún sentido.
Hice girar mi bebida.
—Alguien tenía miedo de que el prefecto, o las más altas esferas, estuviera a
punto de empezar a darse cuenta de algo. Todos parecen estar muertos de miedo por
mi aparición en el escenario.
Tenax me observó. Hizo un mohín.
—¿Tienen miedo de ti, Falco? —preguntó enigmáticamente—. ¡Por los dioses del
Olimpo! ¿Cómo puede ser?
Sonreí amplia y diligentemente y comí un par más de aceitunas. Quizá la sal
devolviera el equilibrio a mi cansado cuerpo.
Tenax siguió pensando en ello.

Página 183
—Desde mi punto de vista, el actual director no tiene mucho control. Ya
aprendiste en el ejército cómo van esas cosas. —Vaya, Tenax tomaba nota de mis
insinuaciones—. En cuanto a la gente le llegan indicios de que la supervisión es un
poco blanda, todo el mundo se pone a gastar más de la cuenta como locos. Un tribuno
encarga una mesa nueva, probablemente porque la suya realmente está llena de
carcoma, luego el de al lado lo ve y quiere otra, y al cabo de un minuto ya se están
mandando a través de medio Imperio mesas con tiradores de oro y tableros con
incrustaciones de marfil en grandes cantidades. Después, el cuartel general hace una
pregunta e inmediatamente se toman medidas enérgicas.
—¿En el Museion todavía no se han tomado ese tipo de… medidas enérgicas?
—No creo que eso ocurra, Falco. El Museion se rige por ese sistema milagroso
llamado autocertificación.
Ambos nos reímos con voz ronca.
Tenax sí que recordaba un incidente de algún tipo en el que estuvo implicada la
Gran Biblioteca hacía cosa de seis meses. No se había molestado en intervenir.
—Ni siquiera fui. Que yo recuerde la cosa quedó en nada. Puedo preguntar a mis
muchachos…
No me quedé para oír lo que podrían haber tenido que decir sus legionarios. Ya
había conocido a Cotio y Mammio. No había muchas posibilidades de obtener de
ellos una pista importante.
Le di las gracias al centurión por su tiempo y sus consejos. Me sentó bien charlar
con un profesional de ideas afines, y retomé mi investigación sintiéndome mucho
más enérgico.
***
Entré en el complejo del Museion por una ruta que me llevó hasta las cercanías de
la Gran Biblioteca. Crucé sus agradables columnatas disfrutando de la sombra y la
belleza de los jardines. Me llamó la atención ver a un hombre al que tardé en
reconocer. Cuando recordé quién era, ya lo había perdido de vista. Se trataba del
comerciante que había acudido a visitar al tío Fulvio aquella noche. Me pregunté con
despreocupación si simplemente había pasado por allí de camino a alguna otra parte o
si tenía algún negocio que atender en el Museion. Aunque había encajado bien en el
círculo de mi tío, parecía una visita fuera de lugar en el complejo de la biblioteca. De
todos modos, era posible que, simplemente, se encaminara al foro.
Sólo cuando llegué a la zona abierta frente al porche, dejé de pensar en aquel
hombre. Vi a Camilo Eliano y fui detrás de él. Aulo debió de reconocer mis pisadas
subconscientemente porque, cuando llegó al porche de la biblioteca, aminoró el paso
y miró por encima del hombro. Lo alcancé en el umbral de la gran sala. Le observé
con preocupación. Estaba pálido, pero calmado.
Nos hubiéramos alejado de la zona de estudio para intercambiar saludos y
novedades, pero percibimos una actividad agitada en la sala de lectura. Una multitud

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de estudiosos y personal de la biblioteca se arremolinaba a nuestra izquierda, al
fondo. Aulo y yo cruzamos la mirada y avanzamos al mismo tiempo hacia el jaleo.
Algunos empleados instaban a los demás a que retrocedieran y a éstos no pareció
hacer falta animarles demasiado. Tuvo lugar una pequeña estampida. Cuando
llegamos allí, entendimos el motivo: un fuerte e inconfundible olor. El corazón me
dio un vuelco.
Aun antes de poder ver nada, supe que estábamos a punto de encontrar otro
cadáver más.

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XXXV
Las moscas zumbaban de la manera en que sólo lo hacen las que han estado poniendo
huevos en un cadáver.
Pastous, el auxiliar que habíamos conocido en nuestra primera visita, nos empujó
por entre el gentío tapándose la boca con la mano. Anteriormente se había mostrado
muy calmado, y sin embargo en aquel momento se acercó a nosotros a trompicones,
horrorizado y agitado. Se detuvo al reconocernos, con una expresión que era una
mezcla de preocupación y alivio.
—¡Pastous! Aquí huele como si necesitarais a la funeraria… será mejor que me
dejes echar un vistazo.
La gente se caía con las prisas por apartarse de allí. Aulo dijo a los empleados que
despejaran completamente la sala. Hicimos señas para que se marchara todo el
mundo excepto Pastous, y entonces nos aproximamos con cautela. Ahuyentamos las
moscas con movimientos torpes; de todos modos, no estaban interesadas en nosotros.
El alboroto se había centrado en la mesa donde me habían dicho que trabajaba el
tal Nibytas. La habían movido a toda prisa y habían dejado una marca en el suelo de
mármol. Detrás de la mesa, había un taburete al lado del cual yacía el cuerpo. Nos
inclinamos, pero no lo vimos bien. Le hice un gesto con la cabeza a Aulo; cogimos la
mesa cada uno por un extremo, alzamos el mueble e hicimos girar mi extremo hacia
un lado para dejar espacio libre.
—La gente intentó retirar la mesa y él debía de estar apoyado en ella, de modo
que el cuerpo cayó —gimoteó Pastous con voz débil mientras contemplaba al muerto.
—¿Este es Nibytas?
—Sí. Estaba aquí como de costumbre, aparentemente trabajando…
Debió de pasarse «aparentemente trabajando» mucho tiempo después de haber
muerto.
Pastous retrocedió y dejó que Aulo y yo investigáramos.
—¡Por Júpiter! Podría haber pasado sin esto —le confié.
—¿Qué te parece, Marco? ¿Alguna circunstancia sospechosa?
—A juzgar por su aspecto, creo que se murió de viejo.
Y sería de muy viejo. El fallecido parecía tener ciento cuatro años.
—Ciento cuatro años más unos tres días que lleva aquí sentado, diría yo. —De
pronto Aulo era el experto.
Me tapé la nariz con el antebrazo.
—La última vez que olí un hedor a descomposición tan fuerte fue… —me callé.
El muerto al que me refería había sido una persona próxima a Helena y a Eliano, un
tío suyo; se suponía que yo no sabía la suerte que había corrido. De eso hacía casi
siete años. Ahora yo era un hombre respetable; que otros limpiaran el desastre esta
vez… Aulo había levantado la vista con curiosidad. Evité su mirada, por si acaso

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entendía lo que había significado ser el hombre del Emperador durante los últimos
años. En mi trabajo había momentos sombríos—. Mejor no recordarlo.
Nibytas estaba empequeñecido, acartonado, seco por la edad y el abandono. Sus
hombros parecían clavarse en la túnica; tenía manchas en sus piernas esqueléticas.
Debía de ser un extraño en el refectorio, aunque tenía derecho a comer allí. Al igual
que muchas personas mayores, probablemente también escatimara los baños. Sus pies
delgados colgaban en unas sandalias demasiado grandes. Según nuestros principios,
podríamos decir que mientras estaba vivo apenas había vivido. No era de extrañar
que hubieran pasado días sin que nadie se fijara en que no se movía. En aquellos
momentos, el cadáver estaba tendido de costado; el ángulo recto que formaba su
cuerpo debió de ser durante unas horas inamovible, pero la rigidez había
desaparecido ya. La leve caída desde su bajo asiento lo había dejado simplemente tal
y como debía de estar sentado cuando al fin unos hombres preocupados que querían
ayudar perturbaron su última sesión de lectura.
Al mover la mesa y caerse el cuerpo del taburete, las habituales sustancias
corporales se filtraron por todas partes. Debió de ser entonces cuando vi retroceder a
todo el mundo. Gracias a los dioses que la Gran Biblioteca era un lugar fresco.
El anciano tenía la piel descolorida pero, tras un breve examen no demasiado
concienzudo, no vi indicios de herida alguna. Todavía llevaba un estilo agarrado entre
sus dedos arrugados. A diferencia del bibliotecario, él no había dejado ninguna
guirnalda en la mesa y tampoco detecté que hubiera vómito. El montón de rollos y de
notas con furiosos garabatos parecía estar exactamente igual que cuando inspeccioné
su lugar de trabajo el primer día. Daba la impresión de que su mesa debía de haber
tenido el mismo aspecto durante treinta años, o incluso cincuenta. Ahora el viejo
sencillamente se había quedado dormido para siempre en su lugar de costumbre.
Llamé a Pastous con el dedo. Lo sujeté suavemente por los hombros y le obligué
a mirarme. Aun así, sus ojos no podían evitar desviarse hacia abajo, hacia Nibytas.
Dejé que mirara. El hecho de que estuviera alterado podría contribuir a que se
mostrara más abierto a las preguntas. Aulo apoyó el trasero en la mesa del muerto.
Ambos logramos dar la impresión de que el espectáculo y los olores repulsivos nos
dejaban indiferentes.
—Bien, Pastous. En esta venerable biblioteca, un respetado anciano erudito puede
fallecer metido en un rincón apartado. Durante varios días, nadie se da cuenta.
Debieron de haberle encerrado aquí todas las noches. Incluso tus limpiadores pasaron
junto a él como si les diera igual.
—No nos daba igual, Falco. Es una desgracia terrible…
—No da muy buena impresión —gruñí. Aulo levantó la mano a modo de
protesta, haciendo el papel de bueno. Yo me volví a medias y le dirigí una mirada
fulminante—. ¡Esto tiene pinta de ser un jodido desastre, Eliano!
—Marco Didio, Pastous está alterado…
—¡Faltaría más! ¡Es como tendrían que estar todos!

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Aulo me apartó a un lado con marcialidad. Habló con delicadeza. Siendo hijo de
un senador, no tenía necesidad de ser grandilocuente; lo habían educado para ser
cortés a todos los niveles. Todo el mundo era su inferior, de modo que no tenía que
insistir en ese punto.
—Pastous, este triste y anciano personaje parece haber muerto de viejo. Si es así,
no nos interesa saber por qué permaneció aquí sin que nadie lo encontrara.
—¡Decid que es una consecuencia de no tener bibliotecario principal! —
mascullé.
Aulo siguió siendo cortés y poco amenazador.
—Lo que sí tenemos que preguntar es que oímos que Nibytas era objeto de una
investigación disciplinaria. ¿De qué iba eso?
Pastous no quiso decírnoslo.
—No te preocupes —le dije a Aulo en tono despreocupado—. Puedo salir a
comprar un martillo grande y ponerme a clavar clavos de un palmo en la cabeza del
director hasta que Fileto cante.
—O sencillamente podríamos clavárselos a Pastous —repuso Aulo, quien podía
ser «no tan bueno» con mucha facilidad. Estaba mirando al asistente de la biblioteca
con aire meditabundo.
—En una ocasión —confesó Pastous con rapidez—, pensamos que Nibytas
podría estar abusando de sus privilegios y sacando rollos de la biblioteca.
—¿Sacándolos?
—Escondiéndolos. Y no devolviéndolos.
—¿Robo? ¡Por eso llamasteis a los soldados! —espeté. El asistente pareció
aturullarse, pero asintió con la cabeza—. ¿Qué ocurrió?
—Se dejó correr el asunto.
—¿Por qué?
—Eso sólo lo sabía Teón.
—¡Muy útil! —solté. Miré fijamente la mesa en la que había trabajado el anciano
erudito. El montón de material escrito tenía casi treinta centímetros de alto y se
extendía por toda la superficie—. ¿Por qué iba a tener necesidad de robar libros
cuando aquí se le permitía tener tantos con los que trabajar… y, obviamente,
quedárselos una larga temporada?
Pastous se encogió de hombros y alzó las dos manos con aire de impotencia.
—Hay gente que no lo puede evitar —susurró. Enfocó el tema con comprensión,
por mucho que lo deplorara. A continuación, nos sugirió, también en voz baja—:
Quizá pudierais echar un vistazo a la habitación en la que vivía Nibytas.
Aulo y yo nos relajamos.
—¿Dónde está? ¿Puedes acompañarnos discretamente?
Pastous accedió de buen grado a llevarnos hasta allí.
Por el camino, dimos instrucciones de que había que acordonar el extremo de la
gran sala. Todo el que estuviera hecho de más dura pasta y quisiera trabajar era libre

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de hacerlo en la otra zona. Pastous devolvería todos los rollos en préstamo de la
biblioteca a sus lugares respectivos; le pedí que recopilara las notas que había tomado
Nibytas y que guardara dicho material. Llamarían a la funeraria para que vinieran a
recoger el cadáver; si se les pedía que trajeran el equipo necesario, lo limpiarían todo.
Ellos sabían cómo hacerlo adecuadamente y cómo desinfectar la zona.
Yo conocía algunas maneras de deshacerse de cadáveres inconvenientes, pero mis
métodos eran rudimentarios.

***
Nos dirigimos al colegio mayor con el ánimo apagado. Nadie dijo nada hasta que
llegamos allí. Un portero nos dejó entrar. No pareció sorprendido de que los círculos
oficiales hubieran acudido a las dependencias de Nibytas pisando fuerte.
El edificio principal tenía unos espléndidos espacios comunitarios revestidos de
mármol al estilo faraónico. Al otro lado, había unas habitaciones agradables. A cada
estudioso se le asignaba una celda individual donde podía retirarse a leer, dormir,
escribir o pasar el tiempo pensando en amantes, rumiando en sus enemigos o
mascando pasas. Si optaba por comer pistachos, un limpiador retiraría las cascaras al
día siguiente. Las habitaciones eran pequeñas, pero estaban amuebladas con lo que
parecían unas camas cómodas, taburetes de tijera, alfombras para cuando pusieras los
pies descalzos en el suelo por la mañana, armarios sencillos y todas las jarras,
lámparas de aceite, cuadros, capas, zapatillas o sombreros para el sol que cualquiera
de ellos quisiera traer para su comodidad e identidad personal. En un campamento
militar, todo estaría lleno de armas y de trofeos de caza; en cambio allí, cuando el
portero nos mostró con orgullo varios de los dormitorios, lo más probable es que
viéramos un reloj de sol en miniatura o un busto de un poeta barbudo. Homero era
popular. Eso es porque los eruditos del Museion recibían los bustos de sus poetas
favoritos a modo de obsequio de parte de unas sobrinas o sobrinos cariñosos; los
fabricantes de estatuillas siempre hacen muchos Homeros. Como señaló Aulo, nadie
sabe qué aspecto tenía Homero; mi sobrino tenía cierta tendencia a ser pedante en las
cuestiones griegas. Le expliqué que a los fabricantes de estatuillas les gustaba que no
lo supiéramos, puesto que así nadie podría criticar su trabajo.
En la mayoría de las habitaciones de los estudiosos, había rollos sueltos y en
cajas. Uno o dos estuches elaborados o un montoncito de documentos surtidos. Lo
que sería de esperar. Eran posesiones personales, sus obras más preciadas…
La habitación que utilizaba Nibytas era distinta. En ella reinaba un olor
avinagrado y una atmósfera polvorienta; nos dijeron que se negaba a dejar entrar
hasta al limpiador. Llevaba tanto tiempo allí, que se le toleraban sus modales
cascarrabias sólo porque siempre había sido así. El encargado no podía afrontar una
discusión, sobre todo porque seguro que entonces las autoridades se inmiscuirían.
Nibytas se había salido con la suya durante demasiado tiempo, y era demasiado viejo
para hacerlo entrar en vereda.

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Sabíamos de antemano que había sido un excéntrico, pero cuando el portero
buscó la llave de la puerta se hizo evidente hasta qué punto. El hombre tuvo que ir a
buscarla porque Nibytas había sido muy categórico en cuanto a que no quería que
nadie entrara en su habitación para espiarlo.
La estancia estaba absolutamente atiborrada de rollos robados. Estaba tan llena
que costaba ver la cama, debajo de la cual había más rollos todavía. Nibytas había
acumulado rollos en estalagmitas de papiro. Había cubierto las paredes con ellos,
formando una muralla que llegaba a la altura del hombro. También había rollos en el
hueco de la ventana, y ésos los sacamos al pasillo para que entrara un poco de luz.
Cuando abrí los postigos para que el aire fresco ventilara aquella atmósfera cargada,
mi mano tropezó con telarañas suficientes como para poder contener la sangre de una
profunda herida de espada.
Aparte de Nibytas, debíamos de ser los primeros que habían entrado en aquella
habitación desde hacía décadas. Al ver la reserva de propiedad robada, Pastous soltó
un leve grito lastimero. Se arrodilló para examinar el montón de rollos que tenía más
cerca, sopló para quitarles el polvo con ternura y los levantó para enseñarme que
todos llevaban la etiqueta de la Gran Biblioteca. Se puso de pie, empezó a ir
rápidamente de un lado a otro de la habitación y descubrió otros rollos procedentes
del Serapeion, incluso unos cuantos que él creía que podrían haberse robado en las
tiendas. El régimen de Timóstenes debía de ser más estricto que el de la Gran
Biblioteca, en tanto que los locales comerciales están totalmente preparados para
evitar la pérdida de existencias.
—¿Por qué tendría todos estos rollos, Pastous? No parece que los hubiera estado
vendiendo.
—Sólo quería poseerlos. Los quería tener cerca. Abarcan todos los temas,
Falco… no podía estar leyéndolos. Parece que Nibytas sustraía rollos como un loco,
cuando y como podía.
—¿Teón sospechaba que pudiera estar haciendo esto?
—Todos nos lo temíamos, pero nunca lo supimos con certeza. Nunca lo pillamos
con las manos en la masa. No pensábamos que la cosa pudiera alcanzar estas
proporciones…
—Sin embargo, Nibytas había llegado a figurar en la orden del día de la Junta
Académica.
—¿Ah sí?
—Esta misma semana. —Probablemente llevara tiempo figurando, pero Fileto
evitaba discutir aquel tema tan delicado.
—Siempre hubo dudas sobre cómo podíamos abordar al anciano. Nunca logramos
verlo llevándose un rollo. Debía de ser muy hábil.
—¡Parece que contaba con años de práctica! —se rió Aulo.
—¿Alguna vez se le planteó el tema? —pregunté.

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—Teón habló con él en una ocasión. No consiguió nada. Nibytas lo negó y se
ofendió mucho por el hecho de que hubieran dudado de él.
—Entonces, ¿quién informó a la Junta Académica?
Pastous lo pensó.
—Creo que debió de ser Teón.
La Junta Académica, bajo el fuerte liderazgo de Fileto, rehuía el tema, pero eso
Nibytas no lo sabía. Si él creía que se le había acabado el juego, debía de estar
desconcertado. Podría haberse enfrentado no solamente a un castigo por robo, sino
también a la deshonra pública y académica. Supuse que la mayor amenaza para él
hubiera sido que lo expulsaran de la Gran Biblioteca. ¿Adónde iría? ¿Cómo
sobreviviría sin el sustento económico del Museion y el estímulo que encontraba en
su ferviente trabajo? El estudio de su vida hubiera quedado interrumpido, condenado
a permanecer inacabado. Su existencia futura no hubiera tenido mucho sentido.
Una cosa estaba clara. Dicha amenaza podría haberle proporcionado a Nibytas un
motivo para matar a Teón.

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XXXVI
Aulo y yo nos fuimos a casa. La triste vida y muerte del anciano lo había deprimido,
algo relativamente comprensible, sobre todo teniendo en cuenta que todavía pensaba
mucho en su amigo Heras. Primero lo llevé a una agradable casa de baños que había
descubierto cerca de casa de mi tío. Era temprano, por lo que estaba bastante
tranquila. Un ruidoso grupo de tenderos llegó casi al mismo tiempo que nosotros; con
los años, aprendes a rezagarte y a dejar que ese tipo de gentío se adelante. No se
entretuvieron; se asearon con avidez después de una dura jornada de trabajo, y
salieron de allí todos juntos, igual que habían entrado: estaban impacientes por irse a
casa… o, en el caso de los que tenían que desempeñar dos trabajos para sobrevivir
económicamente, a su próximo empleo.
Nosotros nos quedamos sentados un buen rato en la sala de vapor. Aulo para
sobreponerse a su tristeza. Yo me conformaba con que me dejaran tranquilo para
poder pensar.
No me sorprendió cuando, finalmente, Aulo adoptó una postura casi oratoria y
dijo:
—Marco Didio, estoy intentando decidir si decir una cosa.
—En tales circunstancias, mi norma acostumbra ser: no hables —dejé transcurrir
un lento segundo—. Pero a menos que me digas de qué estás hablando, me volverás
completamente loco.
—Heras.
—Me parecía probable.
Tratándose de Aulo, una vez decidió mencionarlo siguió adelante
obstinadamente.
—Yo sabía que iba a ir al zoo —hizo una mueca—. En realidad, sabía que tenía
una cita. Heras no estaba allí por casualidad. Me lo había explicado de antemano, iba
a encontrarse con Roxana.
«No podían saber que yo estaría allí con ese chico…». Aquellas palabras se
habían pronunciado bajo presión. Si nos encarásemos con Roxana, ella negaría
cualquier relación previa con Heras.
Solté aire pensativamente. Aulo cogió agua fría con el cucharón y se la echó en el
pecho. Yo me froté los ojos y me masajeé la frente con los dedos.
—De modo que a Heras le gustaba. ¿Qué fue lo que te contó?
—Estaba muy enamorado.
—¿Le advertiste?
—Yo no había visto nunca a esa mujer. Ni siquiera conocía tanto al propio Heras.
—Pero pudiste darte cuenta de los posibles problemas, ¿no? ¿Un estudiante
intentando empezar a verse con la fulana de su superior académico? Roxana iba a
dejarlo tirado sin miramientos, eso como mínimo, y más bien temprano que tarde.

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Aulo sonrió con sequedad. Lo comprendía. Él todavía no había alcanzado esa
madurez superior que había poseído Heras, pero se acercaba lo suficiente para darse
cuenta de las ingenuas esperanzas de su amigo.
—Me pareció que estaba preparado para llevarse una decepción. Imaginé que ella
ni siquiera se presentaría… —Pues algo sí que había aprendido de mí—. Heras dijo
que Roxana nunca le había hecho el menor caso, pero que aquel mismo día se la
había encontrado y parecía estar inquieta; Heras probó suerte y ella lo engatusó. Él le
rogó que se vieran. Ella prometió reunirse con él en el zoo.
—Parece increíble. Yo la he visto, Aulo. Es una viuda rica y coqueta de unos
treinta y cinco años a la que cortejan toda suerte de profesores eminentes.
—Estoy de acuerdo. Heras, el pobre tonto, creía que de pronto Roxana lo había
encontrado atractivo —comentó Aulo con tristeza—. Pensé que debía de haberse
peleado con Filadelfio.
—Entonces es que eres del tipo de cínicos que a mí me gustan… Así pues, el
hecho de elegir el zoo para un encuentro, ¿no podría haber sido un dulce acto de
venganza?
Yo detestaba semejantes relaciones. Roxana veía a Heras como a un niño… y la
señorita egoísta estaba a punto de convertirlo en un niño con el corazón roto. Era una
crueldad deliberada. ¿Qué necesidad tenía de hacer eso?
—Heras era consciente de que lo que ella pretendía era poner celoso a Filadelfio.
Al parecer, Roxana no lo ocultó en ningún momento.
—¿Cómo dices? ¿Lo que quería era que Filadelfio se los encontrara el uno en
brazos de la otra mientras efectuaba su ronda nocturna?
—Heras sólo pensó que la suerte le sonreía y no hizo preguntas. Estaba tan
contento que le daba igual.
Recordé lo solícito que se había mostrado Filadelfio con Roxana cuando apareció
en escena. Apuesto a que, si aquella noche se hizo cargo de ella con tanta firmeza, fue
para poderla alejar de los demás y asegurarse de que contara la historia que él quería.
Hasta entonces, me había imaginado que Filadelfio tenía miedo de las preguntas
incómodas sobre el fallo en el sistema de seguridad de las instalaciones de Sobek. Sin
embargo, su consideración debía de responder a motivos más personales. Para
empezar, ¿por qué Roxana estaba tan enfadada con él?
—He aquí una lección, muchacho —le dije al alicaído Camilo Eliano—.
Mantente alejado de las queridas de los otros.
—¿Tal como haces tú, Falco?
—Por supuesto.
De todas formas, cuando llegamos a casa del tío Fulvio lo dejé hablando con
Albia y yo subí las escaleras hasta la azotea dando saltos, impaciente por ver a mi
propia «querida».
Era el momento en el que las últimas horas de la tarde rayaban en las primeras de
la noche. El Faro seguía estando oculto por la niebla al otro lado de la bahía, y el

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calor del día apenas empezaba a atenuarse allí arriba; hacía una noche estupenda para
cenar fuera con mi familia. Helena se estaba relajando a la sombra. Favonia, nuestra
solemne y reservada hijita, estaba dormida a su lado, pegada a su madre como un
cachorrito, en tanto que Julia, nuestro espíritu imaginativo, jugaba tranquilamente ella
sola a un juego largamente absorbente en el que había de por medio flores, guijarros
y conversaciones serias en su idioma secreto. Le alboroté el pelo; Julia frunció el
ceño ante la interrupción sin ser del todo consciente de que lo había hecho, aunque
también consciente a medias de que aquél era el padre al que toleraba. El padre que
era fuente de caprichos, cosquillas, cuentos y excursiones; el padre que curaría sus
magulladuras a besos y arreglaría las muñecas rotas. El padre a quien dentro de unos
cuantos años quizá culpara, maldijera, despreciara por anticuado, odiara por tacaño,
criticara y con quien se pelearía, pero al que no obstante llamaría para que la sacara
de apuros y la librara de los encurtidos y del inevitable desastre amoroso con un
camarero de taberna embustero…
Helena Justina alzó la mano distraídamente. Estaba haciendo lo que más le
gustaba, aparte de los momentos de intimidad conmigo. Estaba leyendo un rollo.
Quizás era de los que había traído en su equipaje, pero también podría haber salido a
comprarlo. O, puesto que leía tantos, era igual de probable que lo hubiera tomado en
préstamo de la biblioteca de Alejandría. Levantó la mirada, me vio soñando como un
sentimental y escapó a toda prisa volviendo al rollo.
Yo me senté cerca de ella y me conformé con estar con mi familia sin molestarla.

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XXXVII
A la mañana siguiente, vinieron a verme Mammio y Cotio. Al ser soldados, llevaban
levantados y andando por ahí desde el amanecer. Se aseguraron de llegar cuando
estuviéramos comiendo. A ellos ya les habían dado de comer en los barracones, pero
yo ya conocía las reglas. Dejé que se sentaran a desayunar por segunda vez. El tío
Fulvio nunca se sentía cómodo con los militares y se escapó con Casio. Mi padre se
quedó, cosa que me dio mucha rabia. Tenía una manera de escuchar las
conversaciones privadas que me hacía montar en cólera.
A cambio de nuestra comida y asiento, los muchachos me habrían contado
cualquier cosa. No obstante, sugerí que se ciñeran a los hechos.
Después de la conversación que mantuvo conmigo, el centurión Tenax los había
enviado a verme porque ellos eran los que habían respondido a una llamada que se
hizo desde la Gran Biblioteca hacía seis meses. Teón los había mandado llamar.
—¿Para hablar de unos rollos desaparecidos?
Sí, pero para mi sorpresa, no tenía nada que ver con el erudito Nibytas.
—Nunca hemos oído hablar de él. Aquello fue un contratiempo extraño. Un
plebeyo había descubierto un montón de cosas de la biblioteca en un vertedero de
basura. El bibliotecario se había encolerizado. Si te gustan las explosiones volcánicas,
fue algo digno de ver. Después nos fuimos todos a separar la basura…
Helena torció el gesto.
—¡No debió de resultar nada agradable!
Mammio y Cotio, dos sensacionalistas natos, disfrutaron describiendo los
placeres de los vertederos egipcios. Ambos refirieron de pasada el habitual cúmulo de
peines, horquillas, fragmentos de cerámica, plumas y tinteros, lámparas —con o sin
fuga de aceite—, alguna que otra copa de vino perfecta, muchas ánforas, aún más
tarros de salsa de pescado, ropa vieja, broches rotos, pendientes y zapatos
desparejados, dados y desechos de marisco. Incluyeron con más entusiasmo las
verduras medio podridas y las colas de pescado, hablaron de huesos, grasa, salsa de
jugo de carne asada, queso mohoso, excrementos de perro y de asno, ratones muertos,
bebés muertos y pañales de bebés vivos. Afirmaron haber desenterrado un juego
completo de utensilios para falsificar moneda, quizá desechado por algún acuñador
que tuvo un ramalazo de conciencia. Se habían pelado los tobillos y arañado los
nudillos con palos, ladrillos y pedazos de teja. También había capas y capas de cartas
de amor, maldiciones por escrito, listas de la compra, listas de la lavandería,
envoltorios de pescado y páginas descartadas de obras de teatro griegas poco
conocidas. Entre aquellos documentos, de los que sin duda se habían desprendido en
los domicilios particulares, había un enorme revoltijo de rollos etiquetados de la
biblioteca.
—¿Y cómo fueron a parar a un vertedero?

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—No lo averiguamos. Teón los desenterró con sus propias manos, sacudiéndoles
la suciedad como si fueran sus tesoros privados. Los metió en unas carretillas de la
biblioteca y se los llevó de nuevo a un lugar seguro. Al principio, todos armaron un
buen revuelo. Se suponía que iba a realizarse una investigación completa, pero al día
siguiente llegó un mensaje de Tenax diciendo que el bibliotecario había descubierto
de qué iba todo aquello, por lo que nuestra intervención ya no era necesaria.
Al pensar en aquellos dos patosos de túnica roja fisgoneando por los armarios
sagrados de la Gran Biblioteca, toqueteando los Pinakes con sus dedos sucios y
regordetes y haciendo preguntas tontas a grito pelado a los desconcertados eruditos y
a los empleados nerviosos, entendí por qué Teón lo había dejado correr oficialmente.
Sin embargo, ¿habría continuado investigando el incidente por sí mismo?
—Si obras venerables han estado desapareciendo de los estantes en
circunstanciáis turbias, cariño —me sugirió Helena—, ya entiendo por qué en el
Museion podrían haber pensado que Vespasiano te envió a Alejandría para hacer de
auditor.
—Pero Teón sabía perfectamente que él no había elevado el asunto al ámbito
imperial. Él no había solicitado un recuento oficial.
—¿Es eso lo que haces, Falco? —preguntó Mammio, lleno de inocencia escéptica
—. ¿Ir a los sitios y contar cosas?
—¿Es eso, Marco? —Helena se comió un panecillo relleno de queso de cabra de
un modo sumamente malicioso. ¡Se iba a enterar luego! Ella seguía pensando en
Teón—. Fue el bibliotecario quien se atragantó horrorizado cuando le pregunté
cuántos rollos había en la biblioteca.
—Quizá fuera muy susceptible a la crítica. Tal vez tuviera miedo de que le
culparan a él si se habían perdido otros libros… ¿Vosotros qué creéis que estaba
pasando? —pregunté a los soldados.
Ellos eran unos meros reclutas. No tenían ni idea.
—Por lo visto alguien desmalezaba los armarios y estanterías sin preguntarle
primero al bibliotecario —se mofó Aulo, que apareció en la terraza con mi tercera
hija.
—Y a él no le gustaba lo que se llevaban —coincidió Albia.
Solté un gruñido.
—A mí me da la impresión de que el bibliotecario le pidió a algún asistente que
todavía estaba verde que volviera a colocar en los estantes algunas devoluciones
destacadas que llevaban meses tiradas por ahí. En lugar de ordenar aquel barullo, el
asistente se limitó a archivar la montaña de rollos en el contenedor de «No es
necesario» para evitarse el trabajo.
—Tu opinión de los subordinados es muy poco entusiasta —me criticó Albia.
—Eso es porque he conocido a muchos.
Mammio y Cotio parecieron tener la sensación de que me estaba metiendo con
ellos. Cogieron unos últimos pedazos de pan, saludaron y se marcharon.

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***
Mi padre había estado escuchando sin interrupción, pero entonces creyó necesario
intervenir, claro:
—Por lo visto, te trajeron aquí para cavar en una ciénaga de prácticas corruptas.
Me serví otra tajada de jamón ahumado, una tarea que requería silencio y
concentración, no fuera a cortarme con el cuchillo de hoja fina y afilada. Ya que
estaba, y para prolongar la actividad, corté también unas lonchas para Helena y Albia.
Aulo también me tendió su pan.
—De acuerdo —admitió Gémino con paciencia, reconociendo mi táctica dilatoria
—. No te trajeron aquí para eso. Te creo. Sólo viniste a pasar unas vacaciones
inocentes. Los problemas flotan hacia ti dondequiera que vayas.
—Si atraigo los problemas es por herencia, papá… En cualquier caso, ¿por qué te
interesa? —Como siempre que hablaba con mi padre, inmediatamente me sentí como
un adolescente hosco que cree que mantener una conversación educada con alguien
que tenga más de veinte años es indigno por su parte. Hubo una época en que lo fui,
por supuesto, aunque entonces no tuve el lujo de un padre que fuera grosero. El mío
se había fugado con su amante. Cuando reapareció adoptando el nombre de Gémino
en lugar del de Favonio, se comportó como si todos aquellos años intermedios no
hubieran tenido lugar. Algunos de nosotros, sin embargo, no lo olvidaríamos jamás.
Papá esbozó una sonrisa triste y ejercitó su irritante tolerancia marca de la casa.
—Sólo me gustaría saber en qué andas metido, Marco. Eres mi chico, mi único
hijo superviviente; es normal que un padre se interese.
Sí, seguro, era su chico. Dos días en la misma casa y comprendí por qué Edipo
había sentido el ardiente impulso de estrangular a su regio papá griego, aun sin saber
quién era ese cabrón. Yo sabía perfectamente quién era el mío. Sabía que cualquier
interés que tuviera se debería a un motivo sospechoso. Y si alguna vez me lo
encontraba en una cuadriga en una encrucijada aislada, Marco Didio Favonio,
conocido como Gémino, podría desaparecer del todo, con cuadriga y caballos
incluidos, y no sería necesario perder el tiempo en dialogar primero…
—Cálmate, papá. No sé qué es lo que intentas sonsacarme. Estoy aquí porque
Helena Justina quiere ver las pirámides… —Ella nos honró con su sonrisita de
complicidad—. Tú sigue con los enredos que estás urdiendo con Fulvio. No te
preocupes por las intrincadas confabulaciones egipcias que hayan estado sucediendo
en la biblioteca. Puedo meter en cintura a unos cuantos chanchulleros de libros.
Tienen los días contados.
—¿En serio?
Papá consultó con Helena dirigiéndole una mirada escéptica. Para mi padre la
palabra de Helena era la ley. Se había convencido de que la hija de un senador estaba
por encima de practicar el engaño, ni siquiera por las acostumbradas razones
familiares.

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—Es verdad —confirmó ella. Era sumamente leal… e increíblemente ingeniosa
—. Esperamos tener todos los datos cualquier día de estos. Se hará llegar un informe
a las autoridades de inmediato. Marco está en ello.
Helena había acabado de imponer una limitación de tiempo, aunque yo aún no lo
sabía.

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XXXVIII
Aulo y yo fuimos juntos al Museion. Primero, cuando salimos de casa de mi tío, nos
encontramos con que Mammio y Cotio todavía estaban en la calle, cacheando al
hombre que siempre merodeaba por allí afuera y que en aquellos momentos
rezongaba. Con la excusa de las investigaciones rutinarias relativas al orden público,
lo habían inmovilizado contra una pared y le estaban dando un susto de muerte.
—¿Cómo te llamas?
—Katutis.
—¡Y qué más! Cachéalo, Cotio.
Sonreímos y pasamos de largo a paso rápido.
***
A esas alturas, la conocida ruta hacia el Museion parecía mucho más corta. No
hablé mucho por el camino, pues estaba planeando mis próximos movimientos. Había
una serie de líneas de investigación que estaba impaciente por seguir y tenía en mente
un trabajo para Aulo. Mientras cruzábamos por una columnata, de repente, me
preguntó:
—¿Tú te fías de tu padre?
—No me fiaría de él ni para que aplastara una larva en su lechuga. ¿Por qué lo
preguntas?
—Por nada.
—Bueno, mira, hagamos un pacto: yo no haré hincapié en cualesquiera parientes
deplorables que puedas tener, y tú puedes evitar tu desaprobación de clase alta con
los míos. Puede que Gémino sea un subastador, pero lo cierto es que nunca lo han
arrestado, ni siquiera por vender falsificaciones… y tú todavía no eres pretor. Ni lo
serás, hasta que algún día vuelvas a Roma cargado con tus nobles libros y levites
como un semidiós por todo el cursus honorum hasta las vertiginosas alturas del
consulado.
—¿Crees que podría llegar a ser cónsul? —Con Aulo siempre podías desviar el
tema recordándole que hubo un tiempo en el que tuvo ambiciones políticas.
—Cualquiera puede serlo si se gasta el dinero suficiente.
Él era realista.
—Bueno, ahora mismo papá no tiene dinero, de modo que ¡vamos a ganar un
poco!
***
En la biblioteca, encontramos a Pastous con expresión preocupada.
—Me pediste que guardara los papeles con los que Nibytas estaba trabajando,
Falco, pero esta mañana han venido de parte del director a pedírmelo todo. Me han
dicho que quiere mandar sus efectos personales a la familia.

Página 199
—¿Qué familia tenía Nibytas?
—Que yo sepa ninguna.
—¿Te desprendiste de esos libros de notas?
Pastous había descubierto que le gustaba la intriga.
—No. Aduje que te lo habías llevado todo. Decidí que si los requerían con tanta
urgencia es que debían de ser importantes…
—¿Están aquí? —Todas las cosas que había en la mesa de trabajo del anciano se
habían ocultado en una pequeña habitación trasera.
—Quiero que Eliano lo revise. —El joven noble en cuestión puso una cara muy
innoble—. Si dispones de tiempo libre, Pastous, quizá puedas ayudar. No hace falta
que leas cada línea, sino que decidas qué era lo que Nibytas creía estar haciendo.
Aulo, danos una perspectiva general tan rápido como puedas. Separa todo lo que sea
significativo, y el resto puede hacerse llegar a Fileto. Revuélvelo todo un poco para
mantenerlo ocupado.
Antes de dejarlos con ello, le pedí a Pastous que me contara lo que supiera sobre
rollos que se encontraban en los vertederos de basuras. No había duda de que el
asistente se sentía incómodo.
—Sé que ocurrió en una ocasión.
—¿Y?
—Que provocó una situación desagradable. Teón fue informado de ello y logró
recuperar todos los rollos. El incidente lo enojó muchísimo.
—¿Cómo fueron a parar allí esos rollos?
—El personal subalterno los había seleccionado para deshacerse de ellos. Eran
duplicados, o rollos que llevaban mucho tiempo sin leerse. Al parecer, ellos habían
recibido instrucciones de que esos rollos ya no se necesitaban.
—¡Deduzco que no fue Teón quien se las dio! ¿Qué opinas tú de una decisión
como ésta, Pastous?
El hombre se irguió y se embarcó en un discurso sincero:
—Es un tema que tratamos con frecuencia. ¿Es justificable que los libros que no
se han leído durante décadas, o incluso siglos, se tiren para aumentar el espacio en los
estantes? ¿Por qué hace falta tener duplicados? Luego está la cuestión de la
calidad…, obras que todo el mundo sabe que son espantosas, ¿deberían seguir
guardándose y cuidándose amorosamente, o tendrían que ser desterradas sin piedad?
—¿Y qué línea adopta la biblioteca?
—Que los conservemos —Pastous fue rotundo—. Puede que algún día se
soliciten los libros poco leídos. Obras que parecen malas podrían reexaminarse… o,
si no, sigue siendo necesario confirmar lo malas que eran.
—Entonces, ¿quién ordenó al personal que vaciara los estantes? —preguntó Aulo.
—Fue una decisión de la dirección. O al menos eso pensaban los subalternos. En
las organizaciones grandes siempre se producen cambios. Llega una nota. Aparecen

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nuevas instrucciones, con frecuencia anónimas, casi como si cayeran a través de una
ventana como rayos de luna.
Las palabras de Pastous encerraban una verdad horrible.
Aulo no poseía tanta experiencia como yo en la locura que infecta a la
administración pública.
—¿Cómo pueden ocurrir estas cosas? Seguro que alguien lo verificaría, ¿no?
¡Teón no pudo haber permitido que a sus empleados se les dieran unas instrucciones
tan importantes y controvertidas a sus espaldas!
Habían pasado cuatro días desde la muerte de Teón.
En una organización, eso contaba como una eternidad. Sus leales empleados, que
otrora se mostraron herméticos, ya estaban dispuestos a criticarlo. El propio Pastous
parecía más seguro de sí mismo aquel día, como si su posición en la jerarquía hubiese
cambiado. Dirigiéndose a Aulo, admitió:
—A Teón no se lo veía mucho últimamente. Estaba atravesando una mala racha.
—¿Estaba enfermo?
El asistente miró al suelo.
—Se rumoreaba que eran problemas de dinero.
—¿Apostaba en los caballos?
Ya había hecho esta pregunta con anterioridad, la primera vez que vi a Pastous, y
él la había eludido. En esta ocasión, estuvo más comunicativo:
—Creo que sí. Venían hombres preguntando por él. Después desaparecía durante
unos cuantos días. De todos modos, si tenía problemas, imagino que los solucionó, ya
que estaba de vuelta en su puesto cuando un ciudadano de mentalidad cívica vino a
informar de que había encontrado los rollos tirados.
—¿Y cómo se enfrentó a ello Teón?
—Su prioridad fue recuperarlos. Después confirmó que la política de la biblioteca
era conservar los rollos. Y creo, aunque por supuesto se llevó a cabo con mucha
discreción, que tuvo una discusión espantosa con el director.
—¿Fue Fileto quien mandó los rollos al vertedero? —Pastous respondió a mi
pregunta únicamente con un encogimiento de hombros un tanto cansino. El personal
había abandonado toda esperanza de aflojar el rígido control del director. Fileto
estaba reprimiendo la iniciativa y el sentido de la responsabilidad de los empleados.
Siempre se podía contar con que Aulo propinara un fuerte empujón a los asuntos
delicados.
—¿Había alguna relación entre los problemas de dinero personales de Teón y las
finanzas de la biblioteca? Me refiero a si…
—¡Por supuesto que no! —exclamó Pastous. Por suerte le caíamos bastante bien
y no se largó horrorizado.
—Hubiera supuesto un escándalo terrible —comenté.
Estaba pensando que era el tipo de escándalo con el que ya me había topado
muchas veces…, de ésos que podían tener un resultado fatal si se escapaban de las

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manos.
Dejé a Aulo y Pastous tranquilos para que leyeran el cúmulo que nos había legado
Nibytas, y decidí intentar abordar a Zenón una vez más sobre las cuentas del
Museion.
Volvía a estar en el observatorio de la azotea. Por lo visto se escondía allí tan a
menudo como le era posible para hacer pequeños ajustes al equipo. Recordé cómo
fue a por mí la última vez y me aseguré de que su sillón para escudriñar el cielo se
mantuviera entre nosotros. Él, por supuesto, se dio cuenta.
—¿Estás progresando, Falco?
Suspiré con dramatismo.
—En mis momentos sombríos, mis investigaciones aquí parecen particularmente
fútiles. ¿Teón se suicidó o lo mataron? ¿Nibytas murió de viejo? ¿El joven Heras
murió por accidente y, de no ser así, quién lo mató, era el objetivo real o intentaban
acabar con otra persona? ¿Alguna de estas muertes estaba relacionada, y tienen
alguna conexión con la manera de dirigir el Museion y la Gran Biblioteca? ¿Acaso
importa? ¿Me importa a mí? ¿Alguna vez permitiré que un hijo mío venga aquí a
estudiar en esta casa de locos llena de mentes retorcidas cuya otrora magnífica
reputación ahora parece estar destrozada debido a una incompetencia y mala
administración de proporciones monumentales?
Zenón pareció ligeramente desconcertado.
—¿Qué mala administración has descubierto?
Dejé que se lo siguiera preguntando.
—Dime la verdad, Zenón. Las cuentas son un desastre, ¿verdad? No te estoy
culpando, me figuro que por muy dura que sea tu lucha por imponer la prudencia y
una práctica comercial sensata, hay otros, nosotros ya sabemos quiénes, que te
coartan constantemente. —Me estaba dejando hablar, de modo que insistí—. No he
visto tus cuentas, pero oí que las cosas han empeorado tanto en la biblioteca que
incluso se han intentado medidas cicateras, como deshacerse de viejos rollos. Alguien
está desesperado.
—Yo no diría eso, Falco.
—Si los fondos son escasos, necesitáis un esfuerzo coordinado para economizar.
Dicho esfuerzo no se puede coordinar como es debido en el transcurso de una
verdadera discusión sobre la política de conservación. ¿A qué me refiero? El director,
a escondidas de Teón, empieza a deshacerse de los viejos rollos que él personalmente
considera que no vale la pena conservar. Teón se opone violentamente. El espectro
del bibliotecario a cuatro patas en un vertedero recuperando sus existencias y
trayéndolas aquí de nuevo por las sucias calles con carretillas es muy poco edificante
para esta institución.
—No existe ninguna crisis financiera que requiera de las medidas del director —
protestó Zenón.

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—De todos modos, no sirvió de nada —gruñí—. Los ahorros debieron de ser
mínimos. Con tirar unos cuantos rollos a la basura y cerrar unos cuantos armarios no
se conseguiría mucho. Aún sigue habiendo empleados a los que pagar. Todavía tenéis
que mantener el edificio, lo cual no es barato tratándose de un monumento famoso,
construido con unas proporciones fabulosas y con unos accesorios irreemplazables de
cuatrocientos años de antigüedad. Lo único que ocurrió fue que los empleados
acabaron deprimidos, con la sensación de que trabajan para una organización en
decadencia que ha perdido su prestigio y su energía.
—Tranquilízate —dijo Zenón—. Todo eso fue un asunto entre Fileto y Teón, nada
más. El director sólo intentaba agobiarlo un poco.
—¿Por qué?
—Porque Teón se negó a que lo mandonearan como a un idiota.
—¿Ponía objeciones a una política corta de miras?
—Ponía objeciones a todo el régimen actual. ¿Qué podemos hacer? ¿Acaso tú
tienes el poder de anularlo? —preguntó Zenón, claramente sin mucha fe en mí.
—Depende de la causa fundamental. La ineptitud de una persona siempre puede
alterarse… destituyendo a dicha persona.
—No si tiene un cargo vitalicio.
—No te rindas. Bajo el gobierno de Vespasiano, los incompetentes que creían ser
incombustibles se han visto sin embargo ascendidos para ocupar puestos que carecen
completamente de sentido, y desde los cuales no pueden causar ningún daño.
—Eso aquí no ocurrirá nunca. —Bajo el opresivo mandato del director actual,
Zenón, al igual que Teón antes que él, se había convertido en un profundo derrotista
—. En Alejandría hacemos las cosas a nuestra manera.
—¡Ah, la misma excusa de siempre! «Somos especiales. ¡Aquí todo es distinto!».
—El Museion está en decadencia. Los verdaderos intelectuales que vienen a
Alejandría son menos que en sus buenos tiempos. Ya casi no se conceden becas. Sin
embargo, Fileto representa el futuro.
Seguí intentándolo:
—Escucha… ¿Alguna vez has oído hablar de Antonio Primo? Cuando
Vespasiano se proponía convertirse en emperador, Primo fue su brazo derecho.
Mientras el propio Vespasiano permanecía a salvo aquí, en Alejandría, fue Primo
quien condujo a las legiones del este a través de los Balcanes hacia Italia y derrotó a
su rival, Vitelio. Pudo haber aducido que corrió todos los riesgos e hizo todo el
trabajo, por lo que se merecía un gran reconocimiento. Pero Primo no tenía criterio, el
éxito se le subió a la cabeza y se dejó llevar por una ambición equivocada… ¿te
suena algo de todo esto? Se convirtió en un problema. Se ocuparon de él. Y puedo
asegurarte, Zenón, que lo hicieron con la máxima discreción. ¿Quién ha oído hablar
de él desde entonces? Sencillamente, desapareció del mapa.
—Esto aquí no sucederá.

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—¡Si seguís cediendo, seguro que no! —El derrotismo de Zenón estaba
empezando a deprimirme a mí también—. Supongo que Teón estaba muy
desmoralizado por esos intentos de deshacerse de los rollos de más, ¿no?
—Teón estaba disgustado, sin duda.
—Me dijiste que Teón y tú os llevabais bien. ¿Qué sabes de sus deudas de juego
personales?
—Nada… Bueno, que lo solucionó.
—¿Pagó a los hombres que lo acosaban?
—Nunca oí que llegara a complicarse tanto… —Zenón permanecía ajeno a los
chismes, o eso era lo que quería que pensara—. Tuvo un problema de dinero
temporal, le puede pasar a cualquiera.
—¿Le preguntaste a Teón cómo lo resolvió?
—No. Un hombre debe guardarse sus deudas para sí mismo.
—No necesariamente, ¡y menos si uno es amigo del hombre que controla el
enorme presupuesto del Museion!
—Me molesta tu insinuación, Falco.
Mi próxima pregunta iba a molestarle más todavía, porque para entonces yo ya
había perdido la paciencia.
—Así pues, ¿el Museion está en bancarrota… o lo que pasa es que está dirigido
por una panda de monos?
—Lárgate de mi azotea, Falco.
En aquella ocasión, el astrónomo estaba tan dolido que ni siquiera intentó
maltratarme. Pero supe que había llegado el momento de marcharme.
—¿Cómo te sientes al saber que estás en la lista para el puesto de Teón? —le
pregunté cuando ya estaba en lo alto de las escaleras.
—¡Vulnerable! —respondió Zenón con sentimiento. Cuando ladeé la cabeza en
actitud inquisitiva, hasta aquel hombre retraído y prácticamente mudo perdió su estilo
lacónico—: ¡La máquina de rumores del refectorio dice que lo ocurrido en el zoo
hace dos noches fue un intento fallido de reducir el número de candidatos! ¡Claro que
—añadió con amargura— aquí hay quien mantendría que asesinar académicos es
éticamente más aceptable que deshacerse de unos rollos! La palabra escrita debe
preservarse a toda costa. Los simples eruditos, sin embargo, son desordenados y
prescindibles.
—¿De modo que fue el puesto de bibliotecario lo que llevó a que Sobek estuviera
suelto? —me burlé—. No, yo lo veo como un final más desastroso que de costumbre
a un triángulo amoroso. Además, espero que cualquier intento de asesinato por parte
de un erudito que ha recibido una educación cara se llevaría a cabo con elegancia,
con alguna alusión a la literatura clásica y una acertada cita en griego prendida en el
cadáver.
—En el Museion no hay ningún erudito que pudiera llevar a cabo un asesinato —
se quejó Zenón—. La mayoría de ellos necesitan un diagrama a escala e instrucciones

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en tres idiomas hasta para atarse los zapatos.
Me lo quedé mirando, y ambos reconocimos en silencio lo práctico que era. Sin
duda él podría habérselas ingeniado para conseguir un poco de carne de cabra a
escondidas para atraer a Sobek y hacerlo salir de su foso. Además, a diferencia de los
hombres de poco mundo de los que se reía, Zenón no tenía ningún reparo en utilizar
la violencia. Bajé las escaleras dando saltos, antes de que pudiera embarcarse en otro
de sus intentos de echarme de su santuario lanzándome al vacío de cabeza.

Página 205
XXXIX
Fui a ver a Talía.
Cuando me encaminaba hacia su tienda, vi que el director salía de la biblioteca.
Iba acompañado de un hombre al que reconocí: el mismo hombre que había ido a ver
a mi tío, y al que también había visto por allí el día anterior, cruzando una de las
columnatas.
Estaba claro que Fileto y el hombre de negocios habían estado juntos, aunque se
separaron de inmediato. Estuve a punto de seguir al comerciante, pero aún tenía que
averiguar más sobre él para sentirme preparado. Así pues, fui detrás de Fileto.
Caminó afanosamente como un conejo preocupado, y ya había llegado a su
despacho cuando lo alcancé. Le di unos golpecitos en el hombro al estilo típico del
Foro para que se detuviera. Fui directo al grano:
—¡Fileto! ¿Yo no conozco a ese hombre con el que estabas?
Pareció molesto.
—Es Diógenes, un coleccionista de rollos. El tipo es una amenaza, siempre
intenta vendernos obras que no queremos o no necesitamos. El pobre Teón siempre
estaba intentando quitárselo de encima.
—Diógenes —repetí, pronunciando el nombre lentamente, como hace la gente
para memorizarlos. Entonces era el director quien intentaba zafarse de mí, resuelto a
no dejarme entrar con él. Permanecimos en la escalinata de su edificio como un par
de palomas que tienen un enfrentamiento por unas migas duras esparcidas en el suelo.
Él se limitó a encrespar el plumaje para parecer más grande. Yo intentaba
ingeniármelas para alcanzar el pastel de cebada—. Quería preguntarte sobre unos
rollos —adopté un tono indiferente—. Que me explicaras lo de aquella vez que el
pobre Teón encontró todos esos rollos de la biblioteca en un montón de basura.
Alguien me ha contado que lo habías ordenado tú.
—Sólo fue una reorganización sin importancia —respondió Fileto con desdén—.
Teón no estaba y sus empleados fueron demasiado lejos. —Era típico de Fileto,
compeler a los subalternos a que hicieran algo para luego echarles la culpa. Era el
tipo de gestión más inconsistente que existía—. Cuando Teón lo averiguó y me dio
una idea general de sus razones para conservar los documentos, naturalmente deferí a
su experiencia.
—¿Qué intentabas hacer, ahorrar dinero?
Fileto parecía agobiado. Se comportaba como alguien que se hubiera dado cuenta
de que podría haberse dejado una lámpara de aceite encendida en una habitación sin
vigilancia. Le sonreí de modo tranquilizador. Eso lo asustó de verdad.
—Así que era Diógenes… —murmuré, como si eso fuera muy importante.
Entonces ya no pude soportar más a Fileto y sus vacilaciones y dejé que ese cabrón se
fuera.

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Talía estaba con Filadelfio, el guarda del zoo, quien se marchó cuando vio que me
acercaba. Habían estado inclinados por encima de una verja mirando a un grupo de
tres leones jóvenes, poco más que cachorros, un macho de cuerpo alargado, que
empezaba a mostrar la franja de pelo áspero que sería su melena, y dos hembras que
se peleaban jugando ruidosamente.
Le dije que esperaba no haber ahuyentado a Filadelfio.
—No, tenía que irse, Falco. Hay cosas que hacer y anda corto de personal.
Chaereas y Chaeteas se han ido al funeral de su abuelo.
—¿La gente sigue utilizando la misma excusa trasnochada para tomarse un día
libre?
—Bueno, es mejor que la de «estoy mal del estómago», aunque sólo la puedas
utilizar dos veces.
—Los informantes no tenemos este lujo… ni tú, ni nadie que trabaje por cuenta
propia.
—No, es curioso lo rápido que se te normaliza el estómago cuando no tienes
alternativa.
—A propósito de trastornos, ¿te encuentras bien, Talía? —le pregunté
cariñosamente—. Ayer por la mañana parecías tener mala cara.
—No me pasa nada.
—¿Seguro? Después de la aventura con Sobek sería lo más natural que…
—¡Déjalo, Falco!
—De acuerdo.
Cambié de tema y confirmé otra vez con Talía su impresión sobre la salud
económica del zoo. Ella creía que tenían mucho dinero. Podían adquirir todos los
animales que quisieran; no existían presiones en cuanto a las facturas del forraje y
alojamiento; el personal parecía estar contento, lo cual significaba que era suficiente
y que lo trataban bien.
—Por lo que dices, la situación parece satisfactoria… ¿Vas a comprar esos
leones?
—Creo que sí.
—Son preciosos. ¿Los vas a traer a Roma?
—Habrá muchos animales hermosos que harán una corta visita a Roma, Falco.
Cuando el nuevo anfiteatro abra se van a matar miles de ellos. ¿Por qué tendría que
salir perdiendo? Si no me llevo a estos tres lo hará otra persona, o si no, puesto que el
zoo no puede mantener a demasiados leones adultos, acabarán en una de las arenas de
Cirenaica o Tripolitania. No llores por ellos, Falco. Desde el día en que los
capturaron siendo cachorros, están condenados.
Yo cavilaba en voz alta:
—¿Podría ser que el zoo estuviera implicado en algún chanchullo… procurando
bestias salvajes para las arenas?

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—No. Deja de fantasear —me respondió Talía con franqueza—. No hay ningún
chanchullo. Los comerciantes y los cazadores adquieren bestias raras en el sur y en el
interior. Primero muestran los buenos especímenes al zoo. Es lo que han hecho
siempre, desde la época de los faraones. Si el zoo los rechaza, los cazadores se van a
venderlos a otra parte.
—¿Y tus tres leones?
—Los tuvieron como atracción pública mientras eran unos lindos cachorros.
Ahora dan mucho trabajo, y Filadelfio se alegra de que me los vaya a llevar.
—Será mejor que vaya a buscarle —dije, dando por concluida nuestra
conversación—. Tengo que preguntarle a ese encanto de cabellos plateados si podría
ser que uno de sus colegas quisiera matarle.
—Pues lárgate —dijo Talía con aspereza.
—Me imagino que tú no sabrás nada sobre la vida amorosa del guarda del zoo,
¿no?
—¡No te lo contaría aunque lo supiera! —contestó Talía, que se echó a reír con
ordinariez.
Bueno, ya casi volvía a ser la misma de siempre.

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XL
Localicé a Filadelfio.
—No voy a entretenerte mucho. Oí que tus empleados están en un funeral… —Él
asintió con la cabeza, pero no hizo ningún otro comentario—. ¿Qué son, hermanos?
—Primos. ¿Qué quieres, Falco? —preguntó con sequedad. Quizás estuviera
agobiado al tener que limpiar los excrementos de los recintos y cargar por ahí los
cubos de comida. Cuando lo encontré, iba arremangado hasta las axilas, tenía paja en
el pelo y le estaba dando fruta a la cría de elefante.
Le pregunté si era cierto que se había peleado con Roxana el día en que murió
Heras. Filadelfio lo negó. Dije que se suponía que había cierta enemistad entre él y el
abogado Nicanor porque éste había amenazado con robarle a su amante.
—Me lo contó la propia Roxana. Y sé que está decidido a derrotarte en la carrera
para convertirse en bibliotecario, utilizando cualquier método injusto.
—¿Crees que ese retorcido con ínfulas soltó a mi cocodrilo? Sobek lo hubiera
aplastado entre sus fauces en la rampa del recinto.
—Lo cual lleva entonces a esta pregunta, Filadelfio: ¿sospechabas que Roxana
podría haberse reunido con un rival en el zoo y por eso dejaste salir a Sobek? —
Filadelfio soltó una risotada, pero yo insistí—: Tú sabrías cómo hacerlo. ¿Creías que
Roxana iba a verse con Nicanor y era él quien se suponía que debía morir?
—¿En qué mundo vives, Falco?
—Por desgracia, en uno en el que necesito insistir en que me digas dónde estabas
la noche en que murió el joven Heras.
—Ya te lo dije. Trabajando en mi despacho.
—Sí, eso fue lo que dijiste —repuse con firmeza—. Ahora cuéntame la verdad.
—Estaba harto de que me trataran como a un burro. Estaba harto de andar yendo y
viniendo por aquel magnífico complejo para que, uno tras otro, esos eruditos
arrogantes pudieran pensar que me estaban tomando el pelo—. No es la primera
coartada falsa que oigo. Déjate de evasivas. Un cocodrilo de casi diez metros escapó
y mató salvajemente a un joven inocente. Heras estaba flirteando con tu amante, que
lo había atraído hasta aquí para molestarte. ¿Qué queréis Roxana y tú, que el ejército
os arreste por pervertir el curso de la justicia? O sueltas lo que pasó realmente, o en
menos de una hora estarás bajo custodia. Tu aventura amorosa saldrá a la luz y dará
al traste con tus posibilidades de convertirte en bibliotecario. Al director le
entusiasmaría excluirte.
—¿Flirteando con Heras, dices? —Filadelfio me interrumpió, por lo visto
asombrado.
—Mi fuente es impecable.
—No sé nada de eso.
—¿Y qué es lo que sabes?
—¿Roxana te ha dicho que ocurrió eso?

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—Roxana lo niega.
—Pues…
—Para mí eso lo zanja todo. Es una niñita mentirosa. Se citó con Heras; tengo a
un testigo independiente que sabe que la cita se concertó de antemano. De manera
que para ti Roxana es ahora un lastre… y para mí una sospechosa. Olvídate de que
estás dolido por su comportamiento veleidoso y confiesa lo que pasó aquel día.
Filadelfio se irguió.
—Roxana y yo nos peleamos, sí. Fue por Nicanor. Ese descarado utiliza su interés
por Roxana para engatusarme con la intención de que pase más tiempo con ella, le
haga regalos más valiosos, la lleve a excursiones mejores… —Lo de «descarado» era
demasiado suave. De todos modos, hombres mejores que él habían sido cautivados
por guapísimas tentadoras egipcias—. Este asunto de la lista llevó a que lo de
Nicanor alcanzara un punto crítico. Detesto a ese hombre; no lo oculto —el guarda
del zoo meneó la cabeza asombrado—. Sin embargo, Falco, no entiendo qué estaría
haciendo Roxana con un joven como Heras…
Yo sí lo entendía.
—Tal vez sólo quería que lamentaras algo. Si en lugar de a Heras hubiera
animado a Nicanor, le habría resultado muy difícil librarse de él cuando hubiera
terminado. Una mujer de su perspicacia sabría que no debía utilizar a Nicanor como
inocentón temporal. Con él sería o todo o nada. Las consecuencias de jugar con un
hombre como él serían nefastas. Heras, en cambio, el pobre Heras, parecía un juguete
sin riesgos.
—Roxana no es así.
—Es dura como un clavo del ejército —repliqué—. Y problemática. Sigue mi
consejo: déjala.
—¡Cómo puedes decir eso, pero si es una monada! —con aquel salto amanerado
quiso convencerme el guarda del zoo. Casi decidí que el director estaba en lo cierto:
el criterio de aquel hombre era deficiente. No obstante, si a los candidatos se los
rechazara sólo porque estaban relacionados con mujeres inadecuadas, en el Imperio
nunca se ocuparían los altos cargos.
La cría de elefante no estaba recibiendo su fruta con suficiente rapidez. Empezó a
hacer girar su trompa diminuta en el aire por encima de nosotros y a barritar con
petulancia. Si Aníbal hubiera utilizado unas criaturas tan pequeñas en los ejércitos
cartagineses, las legiones romanas se hubieran mantenido firmes diciendo: «¡Vaya!
¿No son una monada?»… Aunque sólo hasta que las crías se abalanzaran hacia ellos.
Aquella criatura en concreto tenía la mitad de mi estatura, pero pesaba lo suficiente
como para hacer que nos apartáramos corriendo cuando atacó.
Nos refugiamos detrás de una valla. No era el modo ideal de interrogar a un
sospechoso.
El guarda del zoo hizo un chiste malo sobre lo dulces que eran cuando agitaban
las orejas. Luego se agachó para que el pequeño elefante no lo viera, cedió y confesó:

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Roxana se había mostrado quisquillosa porque creía que era Filadelfio el que tenía un
lío con otra mujer.
—¿Qué otra mujer?
—Bueno… quizá sólo exista en su imaginación.
Solté un gruñido. Como pareja, Filadelfio y Roxana parecían estar hechos el uno
para el otro. Los dos se metían en líos ellos solitos. Sin embargo, según él, era
ridículo que Roxana tuviera dudas. Filadelfio mantuvo su absoluta inocencia y que
los temores de su amante eran irracionales, hasta que decidió reconocer que, después
de todo, sí que tenía una coartada para la noche en que murió Heras. Yo casi no podía
dar crédito a su desfachatez; declaró que era Talía.

***
Fui a ver a Talía de nuevo.
—¡Vaya, tú otra vez, Falco!
—Investigaciones de rutina… ¿Puedes confirmarme, por favor, que hace dos
noches un tal Filadelfio, guarda del zoo de esta localidad, estuvo contigo, tal como
afirma ahora, durante varias horas durante las que discutisteis inocentemente sobre un
animal al que llama catoblepas?
Talía adoptó una expresión despistada.
—¡Ah, sí! Ahora que lo mencionas, podría ser.
Me hirvió la sangre.
—Por el Hades que me importa un comino lo que sea un catoblepas…
Talía se irguió, cosa que siempre impresionaba.
—Es una especie de antílope, Falco.
—Filadelfio dijo que era un animal legendario.
—Puede que sí, puede que no.
—¿Esta extraña discusión os tuvo entretenidos toda la noche?
—Él se negaba a verlo a mi manera. Me dijo lo que pensaba… y yo se lo aclaré.
Este animal procede de Etiopía, tiene la cabeza de búfalo y el cuerpo de cerdo… ¿o
era al revés? Sea como sea, su nombre significa que mira hacia abajo. Según dice el
rumor, su horrible mirada o su aliento pueden convertir a las personas en piedra o
matarlas.
—Eso parece una tontería.
—En mi opinión —repuso Talía—, con la que estuvo de acuerdo el guarda del
zoo cuando se lo planteé adecuadamente, un catoblepas es lo mismo que ese antílope
descomunal que conozco como ñu.
—¿Como qué?
—Ñ-u.
—Fabuloso… —controlé mis pulmones, deseando que mi aliento pudiera matar a
la gente—. De modo que estuvisteis los dos enzarzados en un debate sobre los
orígenes de esta hipotética criatura durante…, ¿cuánto tiempo?

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—¿Hipotética, dices? No me vengas con palabras altisonantes, Falco.
—¿Cuánto tiempo?
—Bueno…, unas cuatro horas —respondió Talía con un resuello.
—No esperarás que me lo crea.
—Falco, cuando visito Alejandría, siempre observamos las costumbres del
desierto. Quizá no nos hallemos en el desierto propiamente dicho, pero estamos muy
cerca. Así pues, el guarda y yo nos pasamos casi todo el rato sentados en mi tienda
con las piernas cruzadas, tomando un respetable cuenco de infusión de menta.
—¿Infusión de menta? ¿Así es como lo llaman en estos lares? —pregunté en tono
incisivo.
—Mira que te pones pesado, Falco.
—Te conozco desde hace mucho. Has dicho casi todo el rato. ¿Y el resto del
tiempo?
—¿Tú qué crees?
—Creo que lo siento por Davos.
—Davos no está aquí para quejarse. Jasón se puso un poco celoso, las serpientes
pueden ser muy susceptibles, pero sabe que no fue nada serio y ya se le ha pasado…
—Cuando te lo pregunté por primera vez, me diste a entender que apenas
conocías a Filadelfio.
—¿Ah sí?
—No juegues conmigo. Supongo que en realidad lo conoces desde hace años, ¿no
es cierto?
—Contacto profesional. Desde antes de que se le volviera el pelo blanco.
—Es de suponer que Roxana lo sabe. De modo que sus sospechas sobre él
estaban totalmente justificadas, ¿verdad?
—¡Ah, Roxana! —refunfuñó Talía—. ¿Es que no puede disculpar un poco de
diversión entre dos viejos amigos?
—Tu «diversión» hizo que mataran a un chico por error.
Entonces sí se ensombreció el rostro de Talía. Fuera cual fuera su actitud hacia el
comportamiento de los adultos, siempre albergaba tiernos sentimientos por los
jóvenes.

Página 212
XLI
La mañana se estaba volviendo aburrida. La gente me tomaba el pelo por defecto o
confesaba historias que prefería no saber.
A continuación fui a buscar al abogado, cosa que no iba a animarme
precisamente.
Sólo un idiota esperaría que Nicanor confesara algo. Sabía que, si lo hacía, el
hombre se libraría gracias a algún tecnicismo astuto, mientras que, probablemente, yo
me quedaría con cara de tonto. Me lo pude ahorrar: lo negó todo. Según él, nunca
había mirado a Roxana y no tenía ninguna intención de ganarle el puesto de
bibliotecario a Filadelfio.
—¡Yo digo: que gane el mejor!
Le pregunté si tenía alguna coartada para la noche que murió Heras. Otra vez,
estaba gastando saliva inútilmente. Nicanor declaró que había estado solo en su
habitación en el Museion. Puesto que era abogado, sabía que aquello no servía
absolutamente de nada. Su arrogancia hizo que lamentara no tener la llave del
candado del recinto de Sobek, y una cabra para hacer salir al cocodrilo y que se
comiera a Nicanor.
Al pensar en ello, me pregunté quién tendría la llave del candado. Perdí más
tiempo volviendo al zoo a preguntar, pero entonces recordé que ya me lo habían
dicho. Filadelfio tenía un juego completo de llaves que llevaba encima cuando estaba
en la tienda de Talía «bebiendo infusión de menta». El otro juego estaba colgado en
su despacho para uso de sus empleados. Chaereas y Chaeteas se las habrían llevado
cuando visitaron a Sobek para darle las buenas noches y arroparlo, pero ya me habían
dicho que las habían devuelto a su sitio. No obstante, mientras Filadelfio estaba
coqueteando el despacho permaneció abierto, de modo que cualquiera pudo haberse
llevado otra vez las llaves.
Pregunté por la media cabra. Los carniceros locales les proporcionaban comida
para varios carnívoros, normalmente se trataba de género que no habían vendido y
que se echaría a perder. Hasta el momento de utilizarla, la carne se almacenaba en
una choza que se mantenía cerrada para evitar que la robaran para comérsela. La llave
estaba en el mismo manojo que se guardaba en el despacho.
Descorazonado, fui a buscar a Aulo para sacarlo de allí y llevármelo a comer.
Mientras me dirigía a la biblioteca, llegó Helena Justina con la misma idea. Fuimos a
comer juntos, en compañía de Pastous, que nos llevó a un restaurante de pescado que
recomendaba. Durante el paseo hasta allí, me tranquilicé. En realidad, no había
necesidad de que Helena me dirigiera una mirada de las suyas, que decía: «No le
digas a Pastous lo que piensas de los asquerosos restaurantes de pescado extranjeros».
Es decir: que nunca sabes lo que es nada porque el pescado tiene nombres distintos en
todas partes; que a los camareros les enseñan a ser groseros, ciegos y a timar con el

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cambio; y que comer pescado en el extranjero es el modo más rápido de experimentar
cualquier diarrea mortífera por la que sea famosa la ciudad.
Sin embargo, Pastous tenía razón. Era un buen restaurante. Tenía unas vistas
fascinantes al Puerto del oeste, donde aquel día la niebla se había disipado y pudimos
ver el Faro. Y entre otros nombres ciertamente misteriosos, había variedades
reconocibles: sábalo, caballa y besugo.

***
Mientras comíamos, Aulo y Pastous nos contaron a Helena y a mí lo que habían
logrado deducir de las tablillas de notas del anciano. Estaban llenas de quejas.
Nibytas había dejado en herencia un embrollo del todo incoherente. Su caligrafía
resultaba muy difícil de descifrar. Aparte de escribir las palabras juntas y sin
espacios, con frecuencia su letra corrida iba degenerando hasta convertirse en apenas
una larga línea serpenteante. En ocasiones, además, también usaba el dorso del
papiro.
—Ya sabes cómo son los papiros, Falco —explicó Pastous, que mientras hablaba
desmenuzaba hábilmente un pescado al que había llamado tilapia—. Se fabrica
cortando unas tiras finas de junco y colocando luego dos capas cruzadas; la primera
va de arriba abajo y la otra se coloca encima, de lado a lado. Dichas capas se
comprimen hasta unirlas; para hacer un rollo, las hojas se pegan de manera que cada
una se solape con la de su derecha. La preferencia es pues que la gente escriba por la
cara que tiene el grano hacia un lado, y por la que es más fácil cruzar las juntas. Esta
cara es suave para la pluma, pero si le das la vuelta, el plumín no deja de toparse con
las protuberancias. La escritura es desigual y la tinta se emborrona.
Dejé que me contara todo esto, aunque en realidad ya lo sabía. Debía de estar
disfrutando tanto con la comida que se me endulzó el carácter.
—De manera que Nibytas se estaba volviendo confuso, ¿no?
—Resulta evidente que llevaba años estándolo —declaró Aulo.
—¿Y pudisteis encontrarle algún sentido a lo que estaba haciendo? —preguntó
Helena.
—Estaba compilando una enciclopedia con todos los animales conocidos del
mundo. Un bestiario.
—Hay de todo —elaboró Pastous con cierta reverencia—, desde el aigicampoi
(cabra etrusca con cola de pez) y el pardalocampoi (pantera etrusca con cola de pez),
pasando por la esfinge, la androesfinge, el fénix, el centauro, el cíclope, el
hippocampus, el cerbero de tres cabezas, el toro de pezuñas de bronce, el minotauro,
el caballo alado, los pájaros metálicos de Stymphalia hasta Tifón, el gigante alado
con serpientes en las piernas.
—Por no mencionar —añadió Aulo con melancolía— a Escila, el híbrido de
serpiente, lobo y humano que tiene cola de serpiente, doce patas de lobo y seis
cabezas de lobo de cuello largo.

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—Y sin duda también el legendario catoblepas, ¿no? —Yo también era capaz de
lucirme.
—Sea lo que sea eso —confirmó Pastous, que parecía estar tan deprimido como
Aulo.
—Lo más probable es que sea un ñu.
—¿Un qué? —el tono de Aulo pareció mordaz.
—Un ñu.
—¿Alguien ha visto uno alguna vez?
—No que yo sepa.
Pastous permaneció serio.
—El método del anciano no es aceptable desde el punto de vista científico.
Nibytas escribió una mezcla extraña; incluyó tanto datos técnicos certeros como
tonterías rocambolescas. Resultaría peligroso poner a disposición de los demás una
colección como ésta. La calidad de las mejores partes convencería a los lectores de
que podían confiar en que los mitos eran hechos.
—Está claro que se las arregló para dar gato por liebre —dijo Aulo—. Mantenía
correspondencia con estudiosos de todo el mundo culto, incluso un tipo llamado
Plinio, de Roma, le consultó con bastante seriedad; al parecer, es amigo del
emperador.
—Más vale que le prevengamos —sugirió Helena.
—No os involucréis —le aconsejó Pastous con una sonrisa—. Estos entregados
estudiosos pueden resultar sorprendentemente desagradables si los haces enfadar.
—¿Nibytas se enojó alguna vez?
—En algunas ocasiones se disgustaba mucho.
—¿Por qué? —pregunté.
—Por detalles que a él le parecía que se estaban organizando mal. Él poseía unos
principios muy elevados, quizá los de alguna época remota.
—¿De modo que se quejaba?
—Constantemente. Tal vez tuviera razón, pero se enfadaba y se quejaba tanto que
al final nadie lo tomaba en serio.
Aquello me hizo pensar.
—¿Recuerdas alguna de esas quejas, Pastous? ¿A quién se quejaba, puedes
decírmelo?
—Al bibliotecario. Últimamente había estado dándole mucho la lata a Teón,
aunque no puedo decirte sobre qué. Oí una conversación, pero sólo en parte; creo que
se dieron cuenta de que andaba cerca y los dos bajaron la voz. Nibytas, el anciano,
bramó con ferocidad: «¡Pasaré por encima de ti e iré a ver al director!». Teón no trató
de impedírselo; se limitó a responder con voz bastante triste: «Créeme, no te servirá
de nada». —Pastous hizo una pausa—. ¿Crees que puede ser importante, Falco?
No pude hacer más que encogerme de hombros.
—Sin conocer el tema de conversación, ¿cómo podría saberlo?

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Helena se inclinó hacia delante y dijo:
—Pastous, ¿dirías que el bibliotecario se mostraba especialmente agobiado con
aquella conversación?
—Parecía embargado por una profunda melancolía —respondió Pastous con
gravedad—. Como si estuviera totalmente derrotado.
—¿No le importaba? —preguntó Aulo.
—No, Camilo Eliano; tuve la sensación de que le importaba mucho. Era como si
pensara para sus adentros: que Nibytas arme un escándalo si quiere. El esfuerzo de
disuadir a Nibytas era demasiado grande. No conseguiría nada hablando con el
director, pero tampoco perdería nada con ello.
—¿Te pareció que pudiera ser que el bibliotecario ya le hubiera planteado el tema
a Fileto, fuera cual fuera, en vano?
Pastous lo consideró.
—Es muy probable, Falco.
Me hurgué los dientes con discreción.
—Antes he visto a Fileto; y salía de la biblioteca. ¿Es propio de él visitarla?
—Habitualmente no lo hace, aunque viene a vernos desde que perdimos al
bibliotecario. Se da una vuelta. Inspecciona los rollos. Nos pregunta si hay algún
problema.
—¡Podría decirse que es una buena costumbre! —murmuró Helena con justicia.
—¡O podría pensarse que trama algo! —me mofé—. ¿Qué conlleva la inspección
de los rollos?
—Mirar los estantes. Anotar unas cuantas cosas en una tablilla. Plantear lo que
los empleados consideran preguntas con trampa, para ver si están haciendo su trabajo.
—¿Cómo es eso?
—Solicita libros peculiares, obras viejas, material sobre temas poco habituales, y
cuando se lo traemos se limita a escribir una de sus notitas y ordena que lo vuelvan a
dejar en el estante.
—Um… Dime, Pastous, ¿qué sabes de un hombre llamado Diógenes?
Antes de responder, Pastous dejó el cuchillo en su cuenco vacío y lo empujó para
apartarlo. Habló con mucha formalidad:
—No tengo tratos con ese hombre. Por lo tanto, no tengo nada contra él.
Aulo se percató de ello y sonrió levemente:
—¡Pero crees que tendrías que desconfiar de él!
Pastous le devolvió la sonrisa.
—¿Debería hacerlo?
—La primera vez que vi a este tal Diógenes, tuve la sensación inmediata de que
no me gustaría lo que hacía. De vez en cuando, tropiezas con gente que tiene este
efecto en uno. A veces el hecho de que den tan mala impresión sólo es cuestión de
mala suerte, pero en otras ocasiones esa sensación visceral no se equivoca —dije.
—¿Quién es? —preguntó Helena.

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—Fileto dice que es un vendedor de rollos.
—También los compra —declaró Pastous con un aire de infinita tristeza. Tenía las
palmas de las manos apoyadas en el borde de la mesa a la que estaba sentado, y con
la mirada fija en el tablero a unos treinta centímetros de sus manos, sin cruzarla con
nadie.
Solté un silbido y entonces, con su mismo pesar, comenté:
—No me lo digas: trata de comprar rollos de la biblioteca, ¿verdad?
—Eso he oído, Falco.
—Teón solía echarlo a patadas…, pero el director lo ve distinto, ¿no?
—Sea lo que sea lo que esté haciendo Fileto —respondió Pastous, ahora con voz
sumamente suave—, no tengo ni idea de lo que es. No estoy al nivel en el que un
hombre tan importante compartiría su confianza.
Era administrador de la biblioteca. Allí llevaba una vida tranquila, ordenada y, en
general, libre de preocupaciones y agitación. Trabajaba con la sabiduría del mundo,
un concepto abstracto que podía causar disensión, aunque rara vez hasta el extremo
de la violencia física. Si alguna vez el personal de una biblioteca presencia una
agresión —cosa que por supuesto tiene que suceder, puesto que tratan con el público,
una panda de dementes—, suele tratarse de un arrebato repentino e inexplicable de
alguien mentalmente inestable. Las bibliotecas atraen a este tipo de personas; les
sirven de refugio.
Sin embargo, a los bibliotecarios casi nunca se les acusa de hacer daño
deliberadamente. Ellos conocen a los que van allí a pasar el rato, a los ladrones de
libros y a los que vierten tinta profanando grandes obras, pero no son un objetivo de
los sicarios. Por consiguiente, me resultó aún más espeluznante cuando, al fin, aquel
hombre abierto y claramente honesto alzó la vista y me miró directamente.
—Oí otra cosa más, Didio Falco. Oí que Teón advertía al anciano: «Sigue mi
consejo y no digas nada. No es porque estos asuntos deban ocultarse, de hecho no
debería ser así, y he intentado corregir las cosas. Pero quienquiera que suelte el
pañuelo blanco para iniciar esta carrera, Nibytas, amigo mío, tiene que ser un hombre
valiente. Quien hable se estará poniendo en grave peligro». No puedo evitar recordar
que los dos hombres que tuvieron esta conversación ahora están muertos, Falco —
terminó diciendo Pastous en voz baja.
La comida fue muy agradable. Al terminar, comenté que el propietario debía de
ser primo del auxiliar de la biblioteca, y que por eso nos había brindado un trato
especial.
—No, Falco; aquí no me conocen especialmente —repuso Pastous con gravedad.

Página 217
XLII
Le di dinero a Aulo para que pagara la comida y me llevé a Pastous a un lado.
—Ten mucho cuidado. Teón tenía razón: denunciar a tus superiores siempre es
arriesgado. No me gusta nada todo esto a lo que nos enfrentamos.
Si ese tal Diógenes estaba implicado en negocios turbios ayudado y animado por
el director del Museion, y si tanto Teón como Nibytas lo habían descubierto, esto
explicaría muchas cosas. Si no alguna de las muertes, sí al menos el resentimiento.
No obstante, Fileto bien podía afirmar que, como director, tenía absoluta autoridad
para vender los rollos que, a su juicio, ya no se necesitaran. ¿Quién tenía poder para
invalidar sus decisiones? Probablemente sólo el emperador, y estaba demasiado lejos.
Era posible que lo que estuviera ocurriendo fuera tan sólo una nadería. Tal vez
Fileto estuviera tirando las obras de escritores a los que no soportaba personalmente,
material desacreditado y libros anticuados u obsoletos que nadie volvería a mirar
nunca, cosa que el director podría definir perfectamente como una reorganización
rutinaria. Toda diferencia de opinión sobre la filosofía que hubiera detrás de ello
podría resolverse cuando nombraran a un nuevo bibliotecario. En cualquier caso, si se
decidía que eliminar obras era algo más que una actuación poco ortodoxa, si se
consideraba que estaba mal, entonces Vespasiano podría emitir un edicto para que los
rollos que se guardaban en la Gran Biblioteca no pudieran venderse bajo ningún
concepto. Sólo una cosa me disuadía de hacer dicha sugerencia de inmediato: a
Vespasiano, famoso por su tacañería, podría gustarle la idea. Lo más probable es que
insistiera en que los rollos se vendieran en grandes cantidades, y que se le enviara
todo el dinero recaudado a Roma.
Podía suponerse que, si era verdad que Fileto le estaba vendiendo rollos a
Diógenes, los ingresos se utilizarían para el beneficio global del Museion y la
biblioteca. Pero si Fileto estaba deshaciéndose de los libros a escondidas y
quedándose el dinero para él, eso era otra cosa. Eso era robo, sin más.
Nadie lo había sugerido. Tampoco me habían proporcionado ninguna prueba de
ello. Pero tal vez nunca se les había pasado por la cabeza que el director pudiera
hacer semejante cosa.
Podría ser peor. El problema sobre la venta de rollos podría haber llevado al juego
sucio. Habían acontecido dos muertes recientes en la biblioteca. Iba a necesitar una
prueba de las más sólidas para dar a entender que las había provocado un fraude con
los rollos. De lo contrario, la mayoría de la gente estallaría en carcajadas. Seguir el
hilo de mis sospechas implicaba pasar por encima del director, puesto que al parecer
estaba involucrado. Implicaba llevar el asunto al prefecto romano.
No era un incauto. No podía hacerlo a menos que hallara pruebas.
Le hice prometer a Pastous que se limitaría a observar. Si veía a Diógenes en la
Gran Biblioteca, tenía que ponernos rápidamente sobre aviso a Aulo o a mí. Si volvía

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a aparecer el director, Pastous tenía que espiar lo que hacía Fileto y guardar el
registro de los rollos que le pidiera.
Aulo y Pastous se marcharon para terminar de leer los documentos del anciano.
Yo llevé a Helena a casa de mi tío. Quería discutir con ella, a solas, el otro aspecto de
esta historia: Diógenes estaba relacionado con el tío Fulvio.
—Si Diógenes es un comerciante —caviló Helena—, podría estar involucrado en
toda clase de comercio con mucha gente. No se puede deducir de ello que lo que haga
en la biblioteca tenga que ver también con tu tío.
—No, y el sol nunca se pone por el oeste.
—Podríamos preguntarle a Fulvio al respecto, Marco.
—El problema con Fulvio es que, aunque sea completamente inocente, nos dará
una respuesta solapada por principio. ¿Y qué tengo que hacer yo, cariño, si descubro
que hay un chanchullo… y que un miembro de mi familia está metido en él? Y
posiblemente más de uno.
—¿Estás pensando en Casio?
—No —contesté en tono grave—. Me refiero a papá. Ninguno de los tres se
encontraba en casa cuando llegamos nosotros. Eso me ahorró tener que abordarlos.

***
Cuando llegaron, vimos que los tres habían asistido a una comida de negocios
muy prolongada. Los oímos llegar antes incluso de que entraran de manera vacilante
en el patio exterior. Tardaron media hora en recorrerlo desde que cruzaron la puerta,
pues se entretuvieron asegurándole al portero que lo querían. Los tres estaban
desmesuradamente alegres, y resultaban casi incomprensibles. Me di cuenta de que
me acababa de asignar la ardua tarea de interrogar a tres viejos degenerados que
habían perdido la razón, además de toda apariencia de modales y el control de la
vejiga. Tendríamos suerte si ninguno de los tres sufría un ataque de apoplejía o un
infarto, y más suerte aún si no venía a quejarse ningún vecino airado.
¿Cómo es el vandalismo de los jubilados? ¿Hacen una pintada en un Templo de
Isis en perfecto griego? ¿Desatan una reata de asnos y vuelven a colocarlos
desordenadamente? ¿Persiguen a una bisabuela por la calle amenazándola con darle
un besito si la alcanzan?
Papá iba en cabeza. Echó a correr desde las escaleras y consiguió impulsarse
hasta el salón. Quería llegar a un diván, pero falló: cayó boca abajo sobre un montón
de almohadas y se quedó dormido de inmediato. Helena insistió en que le diéramos la
vuelta y lo pusiéramos de lado, no fuera a ahogarse. Le clavé unos cuantos golpes
fuertes para cerciorarme de que su sueño era genuino. Por mí podía asfixiarse.
Fulvio tropezó y cayó mientras subía por las escaleras. La caída lo dejó aún más
atontado si cabe, y existía la posibilidad de que se hubiera roto la pierna, que se le
había torcido de mala manera bajo su peso. Casio pasó mucho tiempo intentando
primero llevar a Fulvio al dormitorio y luego meterlo en la cama, o al menos dejarlo

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encima. Fulvio iba soltando palabrotas y no facilitaba nada las cosas. Casio le
devolvía las maldiciones, y creo que incluso lloraba un poco. Había varios esclavos
de la casa observando desde las puertas con unos ojos como platos, y que
desaparecían rápidamente en cuanto alguien los invitaba a prestar ayuda. Yo me
ofrecí. O bien nadie me oyó en medio de aquel guirigay, o es que nadie era capaz de
asimilar lo que decían los demás.
Me retiré a la azotea con mi familia. Estuvimos un rato leyendo las fábulas de
Esopo a las niñas. Al final, se nos acabaron las fábulas y nos limitamos a disfrutar de
los últimos rayos de sol de la tarde.
Casio era, quizá, el que menos embriagado estaba. Acabó por unirse a nosotros
allí arriba. Balbució unas cuantas disculpas y, cuando consiguió subirse a una
tumbona mientras le observábamos en silencio, empezó a roncar mansamente.
Fui abajo. Fulvio y papá estaban vivos pero completamente inconscientes. Fui a
ver si encontraba a algún miembro de personal y, con educación, solicité la cena para
aquellos de nosotros que nos encontrábamos en condiciones de comer.
Regresé a la azotea, evalué a Casio y decidí que al menos podía responder a
algunas preguntas.
—¿Tuvisteis una buena comida?
—¡Ex-ce-len-te! —quedó tan impresionado con su dicción que continuó diciendo
lo mismo varias veces.
—Sí, creo que ya lo vemos… ¿Estabais con ese comerciante llamado Diógenes?
Casio me miró con los ojos entrecerrados, aun cuando no se hallaba de cara al sol.
—¿Diógenes? —farfulló arrastrando los sonidos.
—Me han dicho que Fulvio lo conoce.
—Ay, Marco… —Casio me hizo un gesto admonitorio con el dedo, como si a
pesar de la bebida supiera que le había hecho una pregunta prohibida. El dedo se
agitó frenéticamente hasta que acabó metiéndoselo en el ojo. Helena cogió a las niñas
(que estaban fascinadas con aquel extraordinario comportamiento en un adulto) y se
las llevó a la parte más alejada de la azotea. Aunque podía llegar a ser muy
reprobadora, Albia se quedó conmigo—. ¡Eso se lo tendrás que preguntar a Fulvio!
—decretó Casio cuando dejó de enjugarse el ojo lloroso en el brazo.
—Desde luego, pienso hacerlo… Así pues, ¿Diógenes le ha ofrecido un buen
trato a Fulvio?
—¡Ex-ce-len-te! —contestó Casio, que se dio cuenta demasiado tarde de su error.
Albia me miró y se estremeció. Tenía razón. Aquello era espantoso… la visión de
un hombre de sesenta y tantos años que se encorvaba y ocultaba el rostro entre los
dedos mientras se reía tontamente como un colegial culpable.

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XLIII
Nada más lejos de mi intención que ser farisaico.
El hecho era que toda generación detesta que las demás se diviertan. La
naturaleza humana nos hace deplorar el mal comportamiento en los jóvenes, pero el
mal comportamiento en los viejos nos parece igual de penoso. Era evidente que
aquella noche no iba a sacar nada en claro de ninguno de los miembros de aquel trío
de embriagados y que, si sobrevivían y empezaban a despejarse, era muy poco
probable que al día siguiente recordaran a quién habían estado entreteniendo… o
quién les había estado entreteniendo a ellos, por no hablar de lo que alguien había
dicho o de qué acuerdos cerraron con un apretón de manos.
Si lograba convencerlos para que se desdijeran de ellos, ya podría darme por
satisfecho.
El resto de nosotros tuvimos una noche apagada, como suele suceder cuando la
mitad de los miembros de la casa han tenido una gran aventura y la otra mitad no. Me
fui pronto a la cama. Todos lo hicimos. Las niñas se portaron tan bien, que el tío
Fulvio lamentaría habérselo perdido.
A la mañana siguiente, Helena y yo nos despertamos con suavidad, entrelazados
con amor pero cautelosos en cuanto a lo que podría deparar el día. Mi familia
desayunó junta: Helena y yo, nuestras hijas y Albia. No había ni rastro de nuestros
mayores. Aunque hubieran empezado a volver en sí y se hubieran dado cuenta de que
había amanecido un nuevo día, la luz del sol les molestaría y el recuerdo resultaría
fugaz y penoso. Si habían recuperado la conciencia, probablemente decidieron
mantenerse alejados hasta que pudieran comparar notas. Estaba seguro de que no se
arrepentían.
Helena dijo que se llevaría a las niñas a dar una vuelta por los lugares de interés.
Volvería a casa después de comer, para comprobar el estado de los depravados, ver si
hacía falta atención médica e intentar sonsacarles algo que tuviera sentido.
—Eres una mártir de la bondad.
—Soy una matrona romana.
—Les va a dar un buen rapapolvo —sugirió Albia, esperanzada.
Esbocé una sonrisa burlona.
—Puedes quedarte a mirar, así sabrás cómo hacerlo algún día.
—Yo evitaré compartir mi casa con viejos malvados, Marco Didio.
—No digas eso. Nunca sabes lo que puede acarrearte la Fortuna.
—Puedo ocuparme yo sola de la Fortuna. ¿Vas a ir a ver a Aulo?
—Si Aulo se encuentra en el lugar al que voy, seguro que lo veo.
—¿Es que tienes que hacer un acertijo de todo?
—¿Y adónde vas exactamente, Marco? —intervino entonces Helena.
Le dije que empezaría yendo a la biblioteca. Daba la impresión de que ese asunto
de los rollos era el hilo más fructífero del que tirar. El episodio con el cocodrilo no

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parecía tener ninguna relación, y probablemente sólo fuera una riña doméstica que
había acabado terriblemente mal. Les comuniqué que esperaba volver pronto a casa
con la esperanza de poder interrogar a Fulvio y a mi padre sobre su relación con
Diógenes. Sin embargo, iban a ocurrir muchas cosas antes de que pudiera cumplir mi
promesa.
Helena creía que la situación podía ponerse fea; quería que me llevara una
espada. Me negué, pero afilé el cuchillo para complacerla.
Cuando salí, el rezongón estaba apostado en su lugar de costumbre, y se puso de
pie de un salto; sin embargo, yo pasé de largo con cara de enfado y lo dejé atrás. Me
iba pisando los talones, pero yo no me detuve. Mantuve la vista al frente y, aunque
durante un rato me imaginé que seguía detrás de mí, cuando llegué al Museion ya no
lo vi más.
Pastous estaba en la biblioteca, pero Aulo no.
—¿Habéis terminado?
—Sí, Falco. Entre los documentos no había nada más de interés. En la última pila
que revisamos, encontramos esto —sostuvo un objeto en alto—. Es la llave de la
habitación del bibliotecario.
La cerradura ya se había reemplazado, pero el diligente Pastous había logrado
encontrar la rota. La llave, aunque pesada, era manejable, estaba hecha de latón y
decorada con una esfinge. La probé. A pesar de los daños en la cerradura, la llave
giraba en ambas direcciones. Según el auxiliar, a Teón le resultaba demasiado
incómodo llevar la llave encima, y sólo lo hacía cuando abandonaba el edificio.
Cuando se encontraba presente en la biblioteca, la colgaba de un discreto gancho en
el exterior de la habitación.
—Entonces, si estaba trabajando en su habitación, cualquiera podría haberse
acercado hasta allí y encerrarlo dentro, ¿no?
—¿Por qué iban a hacer algo semejante? —preguntó Pastous, que era más bien
poco imaginativo. Tenía razón—. Pero era la llave del bibliotecario… Nibytas no
debería haberla tenido en su poder —parecía preocupado—. Falco, ¿significa esto
que el anciano podría haber matado a Teón?
Fruncí los labios.
—Como bien acabas de decir, ¿por qué iba a hacer algo semejante? Dime, cuando
los oíste discutir aquella vez, ¿parecía que Nibytas estuviera muy enfadado, tanto
como para poder regresar a altas horas de la noche y atacar a Teón?
—En absoluto. Se fue refunfuñando, pero eso era normal. A menudo recibíamos
quejas de otros lectores que nos decían que Nibytas hacía ruido hablando consigo
mismo. Por eso le dieron una mesa en el otro extremo de la estancia.
—Los ancianos suelen hablar entre dientes.
—Por desgracia, Nibytas daba la impresión de molestar a propósito.
—Ah, bueno, eso también suelen hacerlo los ancianos.

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Le pregunté adonde había ido Aulo. A Pastous se le nubló el semblante. Como
siempre, no parecía dispuesto a chismorrear, pero la preocupación le sacó la historia:
—Vino un hombre. Camilo estuvo con él todo el tiempo. Era Hermias, el padre de
Heras, el joven que murió en el zoo. Hermias ha venido a Alejandría para enterarse
de lo que le sucedió a su hijo. Estaba sumamente alterado.
—¡No lo dudo! —Esperaba que el director hubiera tenido el sentido común de
incinerar los restos rápidamente, al estilo romano. Fileto me había dicho que
escribiría a la familia a Naukratis, que se hallaba a poco menos de ochenta kilómetros
al sur. Tan sólo habían transcurrido tres días desde aquella noche. El mensajero debía
de haber viajado a toda velocidad; el padre lo había dejado todo y había venido hasta
aquí con la misma rapidez, sin duda estimulado por el dolor, la ira y las preguntas
airadas.
—Muchos jóvenes son presa de los cocodrilos a lo largo del Nilo —afirmó
Pastous con un suspiro—, pero el consternado padre de Heras es consciente de que
esto debía de haber sido evitable.
—Aulo y Heras eran amigos desde hacía poco. Aun así, ¿Aulo habló con
Hermias?
—Sí, les sugerí que fueran a la habitación vacía del bibliotecario. Estuvieron allí
largo rato. Oí que Camilo Eliano hablaba en voz baja y tono amable. El padre estaba
muy agitado cuando llegó; Aulo debió de haberlo calmado. Es un hombre tan
admirable… —¿Se refería a Aulo? Me gustaría contarle a Helena ese sólido veredicto
sobre su hermano—. Cuando volvieron a salir, el padre parecía estar más resignado al
menos.
—Espero que Camilo no le revelara el motivo por el que Heras se encontraba allí
esa noche.
—¿Te refieres a Roxana? No, pero en cuanto el padre se marchó Aulo me lo
contó todo —Pastous volvió a adoptar su expresión preocupada—. Espero que eso no
te enoje, Falco… Camilo Eliano es un hombre adulto y toma sus propias
decisiones…
A esas alturas yo ya me había puesto nervioso.
—A veces es un idiota… Canta, ¿qué ha hecho Aulo Camilo?
—Ha ido a ver a esa mujer —respondió Pastous.
—¡Oh, no! ¿Se ha llevado a Hermias con él?
—Es idiota pero no tanto, Falco.
Aquello era mucho peor.
—¿Me estás diciendo que se ha ido solo?
Pastous adoptó un aire recatado.
—Yo no visito a este tipo de personas. Además, ahora mismo estoy de servicio.
No puedo salir de la biblioteca.

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XLIV
Tardé un buen rato en volver a encontrar la casa de Roxana. El anonimato de la calle
y del edificio en los que vivía me tuvo dando vueltas en círculo. No dejé de preguntar
el camino a unos habitantes desconcertados que, o eran deliberadamente torpes, o no
entendían mi latín imperial ni mi griego educado. Allí todo el mundo hablaba griego
alejandrino, una variante híbrida muy acentuada, con vocales egipcias y salpicada de
vocabulario dialéctico; fingían no entender la pronunciación estándar tan apreciada
por los profesores romanos. Yo prefería no utilizar el latín; la gente podía mostrarse
hostil.
Todos los lugares parecían iguales: calles estrechas con alguna que otra tienda
pequeña o taller artesano, puestos callejeros y viviendas de paredes lisas. No parecía
haber ninguna clase de mobiliario urbano distintivo, ni fuentes ni estatuas. Irrumpí en
dos apartamentos por error y asusté a varios grupos de mujeres antes de encontrar el
lugar que buscaba. Tardé tanto que, cuando me encontraba frente al edificio de
Roxana preguntándome qué iba a decir, salió Aulo.
Se sonrojó al verme. Malas noticias. Intenté fingir que no lo había notado. Sentí
una gran necesidad de discutir la situación con mi mejor amigo Petronio Longo,
quien se hallaba sano y salvo en casa, en Roma. En otro momento hubiera dicho que
quería discutirlo mientras nos tomábamos un buen trago, pero el comportamiento que
mis supuestamente maduros asociados tuvieron anoche me hizo cambiar de idea.
—¡Buenas, Aulo Camilo! —Táctica dilatoria.
—Muy buenas, Marco Didio. —Parecía calmado.
—Si has ido a ver a Roxana necesitamos una charla íntima.
—¿Por qué no? ¿Nos acercamos a una taberna?
—No, gracias. —Podría ser que no volviera a beber nunca más—. Sufro una
resaca monumental, por triplicado, y no es la mía. Ya te lo contaré luego.
Aulo enarcó las cejas suavemente. Optamos por una tahona diminuta y pedimos
pan y queso de cabra. Aulo pidió también una jarra de zumo de frutas. Yo dije que
pasaría con agua. Hasta la moza pareció sorprenderse. Limpió el polvo del desierto de
un banco para que nos sentáramos e incluso nos trajo un plato de pepinillos cortesía
de la casa.
—Bueno… cuéntame lo de Roxana, Aulo.
—No me mires así. No hay nada de lo que tengas que informar a mi madre.
—Es tu hermana la que me da miedo. —Mordí medio pepinillo. Estaban tan
pasados que entendí por qué los regalaban. Me pregunté qué sabría Aulo sobre
aquella vez que se me hizo responsable de que su hermano menor, Justino, se
enamorara de manera poco acertada cuando estábamos en Germania.
—Pues tampoco hay nada que contarle a mi hermana.
Trajeron el pan.
—Eso es bueno. Así pues, la apasionada Roxana no intentó seducirte…

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En el rostro de Aulo empezó a formarse una lenta sonrisa burlona.
—Por supuesto que lo intentó.
Se me cayó el alma a los pies.
—¡Por los zurullos de uno de los Titanes!, como diría mi horrible padre. Espero
que la rechazaras con audacia.
—¿Qué te esperabas? —Trajeron el queso.
—¡Estupendo! ¡Eres un buen chico!
Entonces Aulo Camilo Eliano me dirigió una mirada que me pareció muy poco de
fiar.
Si seguimos conversando sobre este tema después de que nos trajeran el zumo y
el agua, lógicamente lo hicimos en total confianza. De modo que no vais a saberlo
por mí.

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XLV
No, lo siento, legado; lo digo en serio. Es estrictamente confidencial.

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XLVI
Claro que, aunque Aulo me hizo prometer que guardaría el secreto, había otras
personas que no participaban de nuestro acuerdo.
Almorzamos juntos. La angustia del padre de Heras había alterado mucho a Aulo;
en cuanto se hubo desahogado, me lo llevé a casa de mi tío. Allí las cosas habían
progresado…, hasta el punto de que Casio le había confesado inocentemente a Fulvio
haber admitido que éste y papá conocían a Diógenes. Helena me informó de que se
había armado un jaleo inmediato. Había habido indignación junto con palabras
enojadas, insultos horribles y fuertes portazos. Fulvio se peleó con Casio y luego
papá se despertó y se peleó con Fulvio. Ahora los tres se habían retirado enfurruñados
a habitaciones separadas.
—Eso debería mantenerlos bajo control temporalmente. ¿Y tú qué hiciste, cariño?
—Lo que te dije esta mañana; soy una matrona romana. Había comprado unas
coles para curarles la resaca. De modo que hice caldo.
—¿Se lo tomaron?
—No. Todos se muestran distantes.
Bueno, a Aulo y a mí ya nos venía bien. Nos llevamos un par de bandejas a la
azotea y atacamos el excelente caldo de col. Albia se unió a nosotros. Aulo, todavía
alterado, le describió a Albia que había tenido que hacer frente a Hermias, el padre de
Heras. A continuación, y por asombroso que parezca, se le escapó que había decidido
ir a ver a Roxana. Si el hecho de hacerle una visita había sido una estupidez, no fue
nada comparado con la temeridad de mencionárselo a Albia.
Hubo más indignación y más portazos.
En medio de este huracán, recibimos una visita. Nicanor, el abogado, había
venido para tener una confrontación legal con Aulo. Fue entonces cuando
descubrimos que los detalles de la entrevista de nuestro muchacho con Roxana ya no
eran tan secretos como él hubiera deseado.
Cuando fue a su apartamento, Aulo se había encargado de explicarle a Roxana lo
afligido que estaba el padre del difunto Heras. Hizo hincapié en el dolor de Hermias,
en su desesperado anhelo de hallar respuestas y en su deseo de recibir una
compensación, todo ello perfectamente comprensible, según había mantenido Aulo.
El dinero nunca podría reemplazar a Heras, un hijo bueno, inteligente y trabajador al
que todo el mundo quería, pero el reconocimiento ante un tribunal de que la muerte
de Heras había sido un homicidio contribuiría a mitigar el sufrimiento de sus padres.
Aulo apretó cuanto pudo las clavijas anunciando que el afligido padre tenía intención
de demandar a Roxana por atraer a Heras a su destino. Y, además, afirmó que lo
único que podría disuadirlo era que la mujer cooperara con mi investigación y lo
admitiera todo sobre la noche en cuestión.
Cuando Aulo y yo lo habíamos estado hablando mientras nos comíamos el queso
de cabra, coincidimos en que se trataba de una investigación de primera magnitud. El

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farol estaba justificado. (Y es que era un farol; en realidad Aulo había convencido al
padre de Heras para que regresara con su tristeza a Naukratis). Cuando tratas con
testigos poco dispuestos a colaborar, las pequeñas mentiras que ayudan a que se
desmoronen son aceptables, por no decir obligatorias. Roxana se lo tenía merecido.
Además, meterle miedo dio resultado: le confesó a Aulo que aquella noche había
visto a alguien en el zoo, alguien que sólo podía ser el asesino. Por desgracia, no
pudo reconocerlo en la oscuridad…, o eso afirmó. Según dijo, tenía mala vista.
Aulo y yo habíamos discutido sobre si la creíamos o no. Quedamos en que quizá
podríamos volver a interrogarla más adelante. A mí me parecía que Roxana ocultaba
algo; con el incentivo adecuado, de pronto se vería capaz de identificar al culpable
después de todo. Por otro lado, tratándose de una testigo, su seguridad me suponía
cierto cargo de conciencia. De todas formas, Aulo había tenido la sensatez de
advertirle que no le dijera a nadie que había visto a ese hombre. Si el asesino creía
que lo habían identificado, podría ser peligroso.
Había felicitado a Aulo por su diligente ejercicio de nuestra magnífica profesión.
Lo que ninguno de los dos habíamos esperado es que, en cuanto Aulo se marchó
(después de las formalidades adicionales que fueran, aunque, según él, no la tocó en
ningún momento), y mientras rumiaba sola sobre sus gruesos almohadones de seda,
Roxana reconsideró su posición legal. Entonces, esa ridícula mujer se afanó a
consultar con Nicanor la supuesta demanda de compensación.
—No es tan inteligente como se cree —se burló Helena—. Y mucho más corta de
luces de lo que piensan todos sus amantes.
Helena soltó su denuncia delante de Nicanor.
Mientras él se iba poniendo morado, le dije en tono agradable:
—No te ofendas. Técnicamente, según tu propia declaración como testigo, no
eres amante de Roxana, si bien admito que se te podría considerar como tal puesto
que son muchas las personas que han jurado que te gustaría serlo.
Aquel estudioso anteriormente tan sofisticado y amanerado amenazaba con el
estallido de un vaso sanguíneo. Las emociones estaban tan desatadas en su fuero
interno que sin duda olvidó mi supuesta influencia con el prefecto sobre el cargo que
él también codiciaba.
—¡Eres un cabrón, Falco! ¿Qué estás insinuando?
—Bueno, pues que no eres precisamente la persona adecuada para aconsejar a
Roxana con imparcialidad.
—¡Puedo contarle que es víctima de una acusación falsa! Puedo advertirle que sin
duda se hizo por motivos encubiertos, invalidando así cualquier prueba que tu necio
ayudante le indujera a proporcionar.
—No temas —dijo Aulo con desdén, con su desdén senatorial más desagradable
—. Esa mujer nunca será una testigo. Cualquier juez la declararía poco fiable desde el
punto de vista moral y, según ella misma ha reconocido, es corta de vista.
—¡Dice que la amenazasteis con Minas de Karyistos!

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—Me limité a mencionar que el eminente Minas es mi profesor.
—¿Eminente? Ese hombre es un farsante. ¿Qué te está enseñando? —se mofó
Nicanor—. ¿A limpiar pescado?
Por lo visto, Minas le había enseñado a Aulo a mantener la calma bajo un turno
de repreguntas brutal. Sonrió pacientemente y no dijo nada.
—Roxana quiere una compensación —gruñó Nicanor. Esto no hacía más que
demostrar lo descabellado que puede llegar a ser emprender acciones legales, aun
cuando el objetivo fuera exprimir a un testigo. Una cosa siempre lleva a otra. No
teníamos tiempo para entretenernos en los tribunales ni, por supuesto, nos sobraba el
dinero para pagarlo—. Por estrés nervioso, calumnias y acusaciones injustas.
—Por supuesto —repuso Aulo en tono burlón—. Y yo efectuaré mi reconvención
por la impresión sufrida y las magulladuras infligidas en el cuerpo de un ciudadano
romano libre cuando esa libidinosa señorita me atacó.
—¿Que hizo qué? —chilló Helena con su estilo de hermana mayor.
—Es una desvergonzada, pero la rechacé…
Entonces nos enteramos de la pasión con la que el rapaz Nicanor deseaba a
Roxana. Soltó un rugido, se levantó de su asiento de un salto, se abalanzó sobre el
joven y noble Camilo, lo agarró del cuello e intentó estrangularlo.

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XLVII
Fue tanto el alboroto, que hizo salir a Fulvio, Casio y a mi padre de sus respectivos
escondites. A todos ellos se les pasó el enfurruñamiento lo suficiente como para
lanzarse a la acción agitando los puños. Aulo estaba indignado, de modo que, cuando
le saqué a Nicanor de encima, lo inmovilicé e intenté razonar con él. A ningún hijo de
senador le hacía ninguna falta adquirir fama de andarse a puñetazos, aunque el
altercado no fuera por su culpa. El hecho de que te creyeran un bravucón podía
hacerte ganar votos en Roma, donde el obstinado electorado siempre va a favor de los
matones, pero nos encontrábamos en Alejandría, un lugar donde simplemente nos
considerarían unos extranjeros rebeldes y despreciables. En un momento dado, Aulo
se zafó de mí, pero Helena lo hizo retroceder contra la pared con su manida orden:
«¡Recuerda que somos invitados, querido!». Aulo me había pegado un puñetazo en el
hígado, pero con ella fue educado.
Nicanor tampoco se dejaba someter, pero la pandilla de jubilados lo mandoneó y
lo insultó. Se apresuraron escaleras abajo a tropezones y lo acosaron hasta que
capituló a regañadientes. Anuncié con severidad que nadie iba a emprender acciones
legales.
—Por favor, recuerda, Nicanor, que acabas de demostrar que eres capaz de ejercer
la violencia contra un joven que simplemente rechazó las insinuaciones de Roxana,
por lo que cualquier jurado sabrá lo que podrías haber hecho si hubieras sorprendido
a Heras en sus brazos. —Mi padre soltó una risita. Creo que Nicanor estaba lo
bastante tranquilo como para entender lo que le decía, de modo que, para que no
recayera en nosotros ninguna sospecha de agresión, despaché a aquel hombre en el
palanquín de mi tío.
Fue un error, pues ello implicó que el palanquín no estuviera disponible cuando lo
necesité.
Entonces, Fulvio, Casio y papá cayeron en la cuenta de lo mucho que les dolía la
cabeza. Fueron todos a echarse, en tanto que Helena y Albia cuidaban de ellos con el
caldo de col. Yo me quedé de responsable, lo cual supuso que cuando llegó un tímido
mensajero buscando a Fulvio, fue a mí a quien entregó el mensaje:
—Diógenes se ocupará de vuestra recogida hoy, tal como se convino.
Por suerte, el muchacho era más tímido que un ratón silvestre y habló en susurros
con voz queda y agradable. Yo era el único que sabía que estaba allí.
Ni siquiera pude avisar a Aulo para que viniera conmigo a reconocer el terreno,
puesto que de haberlo hecho Fulvio y compañía se hubiesen enterado. En lugar de
eso, salí de casa discretamente, sin decírselo a nadie.
Claro que el rezongón del mal de ojo, Katutis, me vio marchar.

***

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El encuentro tendría lugar en el Museion. El chico tímido me había dado
indicaciones. Diógenes estaría en la biblioteca, no en el edificio principal sino al lado,
en un lugar aparte. Como no contaba con medio de transporte alguno, tuve que ir
andando. Fui deprisa, lo cual no resultó fácil. Era última hora de la tarde; las calles
estaban abarrotadas de gente que se iba a casa, que salía, que se reunía con amigos o
colegas simplemente para disfrutar del ambiente de aquella fabulosa ciudad. A esa
hora, la multitud era mucho más numerosa que durante el día.
Cuando emprendí el camino, me pareció que Katutis me seguía, como de
costumbre, aunque cuando llegué a los jardines del Museion ya lo había perdido de
vista. Allí se había congregado una gran cantidad de paseantes que admiraban los
jardines y merodeaban por las columnatas. Vi a miembros de la plebe, incluyendo a
unas cuantas familias jóvenes, así como a hombres que claramente eran estudiosos,
aunque no reconocí a ninguno de ellos. El calor del día persistía en la justa medida,
de modo que la atmósfera resultara agradable. El cielo todavía era azul, aunque
estaba a punto de perder su mayor intensidad de color a medida que el sol se iba
cerniendo sobre el horizonte, y acabó hundiéndose y desapareciendo por debajo de
los edificios. No hay nada en el mundo que supere la atmósfera de una larga y
magnífica tarde en una ciudad frente al Mediterráneo; me di cuenta de que Alejandría
se contaba entre las mejores.
Me dirigí a la Gran Biblioteca. Estaba cerrada, por supuesto, por lo que se
desvaneció toda vaga esperanza de encontrarme con Pastous. Se habría ido hacía un
buen rato, a casa o dondequiera que viviera, a la vida que llevara, fuera cual fuera.
Estaba solo en esto.
***
Detrás de la biblioteca, había varios edificios auxiliares; al final, averigüé cuál era
el anexo que me habían descrito. Era de la misma época que las salas de lectura
principales, aunque se había construido a una escala considerablemente menor y con
mucho menos ornato. Debía de tratarse de un almacén de rollos o de un taller en el
que quizá repararan los daños o llevaran a cabo la catalogación. Me quedé fuera un
momento, observando y escuchando.
Apenas había nadie por allí, en la parte trasera del complejo monumental y de los
elegantes jardines formales. Había senderos de grava y habitaciones de servicio,
puntos de entrega y contenedores de basura. Si los vagabundos merodeaban de noche
por los jardines del Museion en busca de cobijo, sería allí donde irían. Aunque
todavía no; aún era demasiado temprano. Los plebeyos tampoco acudían a aquel
lugar. Era lo bastante remoto para los solitarios o los amantes, si bien nada atractivo.
La quietud resultaba inhóspita y el aislamiento daba miedo. Yo mismo me sentí fuera
de lugar, como un intruso.
A veces hay momentos que te hacen contener el aliento. Te invaden las dudas.
¡Por todos los dioses! ¿Por qué hacía este trabajo?

Página 231
Había una respuesta. Si, como es mi caso, habíais nacido en una familia pobre del
Aventino romano, las opciones eran muy pocas. Un chico cuyo padre se dedicara al
comercio podía iniciarse en un gremio, y tal vez se le permitiera llevar una vida de
duro esfuerzo en alguna industria poco gratificante; pero necesitabas una
recomendación… y yo tenía un padre ausente. No tenía abuelos, y mis tíos eran todos
demasiado viejos o no tenían ningún buen contacto. (Como crudo ejemplo, uno de
ellos había sido Fulvio, que en aquella época se encontraba lejos, retozando en el
monte Ida, con la esperanza de castrarse como acto de devoción religiosa…). La
única alternativa le había parecido bien a un adolescente: el ejército. Me había
alistado, pero descubrí que, en la vida de legionario, ni la sangrienta tragedia de la
guerra ni el recuento de botas y ollas en la comedia de la paz estaban hechos para mí.
De modo que ahí estaba yo. Independiente, trabajador por cuenta propia,
favorecido por un empleo lleno de desafíos pero que conducía a una vida de locura.
La tarea de informante sólo era buena si te gustaba pasarte horas solo ante una puerta,
mientras todas las demás personas con un mínimo de sentido común estaban cómodas
en su casa, disfrutando de la cena y la conversación antes de ir a dormir, o a hacer el
amor, o ambas cosas.
Yo podía haber sido una de aquellas personas. Podía haber aprendido a utilizar un
ábaco o a ser un grabador de sellos; podía transportar troncos o llevar un puesto de
venta de manzanas. Podía trabajar para el propietario de una panadería metiendo la
pala en el horno de pan, o acarreando cubos llenos de despojos para un carnicero.
Ahora mismo podía estar sentado en una silla de mimbre, con una copita en una mesa
auxiliar y un buen rollo divertido para leer.
***
No parecía estar ocurriendo nada, pero era paciente.
Por lo que yo sabía, estaba vigilando un fraude, nada peligroso. Llevaba puestas
unas buenas botas, tenía un cuchillo metido en una de ellas y un cinturón que me
gustaba mucho. Hacía buen tiempo. La noche era joven. Iba limpio y había comido
bien; llevaba las uñas bien cortadas, la vejiga vacía y tenía dinero en el monedero.
Ninguno de mis allegados sabía dónde estaba pero, aparte de eso, mi situación era
relativamente buena.
Nada más llegar, me fijé que a un lado del edificio había un típico caballo
alejandrino discretamente situado entre las varas de un típico carro plano alejandrino.
No parecía haber nadie vigilándolo. El caballo patizambo de color hueso aguardaba
con la cabeza baja, como suelen hacer, con el hocico medio metido en el morral para
estar más cómodo, aunque no se molestaba en comer. Era un animal flaco, si bien no
se percibían en él señales visibles de maltrato. Quizá la gente lo quisiera. Tal vez al
final de una larga jornada, más media noche más durante la que su amo estaba
pluriempleado, volvía a casa a un establo tolerable donde el agua de su cubo viejo no
estaría demasiado sucia y el heno del pesebre sería bastante decente. Era una bestia

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de carga. No iban a malcriarlo, pero a nadie beneficiaba hacerlo sufrir. El animal
llevaba la misma vida que su amo: el trabajo duro que siempre había conocido y que
duraría hasta que se desplomara y dejara de existir.
Cerca de allí, en una entrada sumida en las sombras, había una puerta
entreabierta.
Al cabo de un rato, un hombre salió tambaleándose por la entrada, tirando de una
carretilla de mano cargada. Al principio, iba caminando de espaldas para arrastrar la
carretilla por encima del desnivel del umbral. A continuación, se dio la vuelta y llevó
la carretilla hasta la parte trasera del carro, donde empezó a descargar lentamente
unos fardos pequeños y a meterlos en él. No tardó en salir otro hombre que se unió al
primero y trasladó más fardos con más lentitud todavía. Tenían que alargar los brazos
torpemente por encima del portón trasero del carro. A ninguno de los dos se le
ocurrió subirse a él y coger los fardos que le entregara su compañero, para así poder
apilarlos más fácilmente. Y ninguno de los dos se había molestado tampoco en bajar
la portezuela trasera. No tenían ningún saco para recoger los fardos que estaban
moviendo, sino que los manejaban de dos en dos o de tres en tres. Era un proceso
tedioso.
Antes de regresar dentro a buscar otra carga, fueron los dos a darle unas
palmaditas al caballo. El animal ladeó la cabeza hacia ellos para que pudieran
susurrarle en la oreja que él agitaba. Podría considerarse un gesto simpático, aunque
lo más probable es que quienquiera que los hubiera contratado no pensara lo mismo.
Uno de los hombres se puso a comer un panecillo con desgana.
Típico. Si tío Fulvio y mi padre estaban metidos en eso, se habían mezclado con
un equipo que carecía incluso de una eficiencia básica. Muy propio de mis parientes.
Observé a esos dos payasos, que volvieron a entrar andando despacio, charlando,
y que luego volvieron a salir tras haber cargado de nuevo sus carretillas. La escena
cambió de repente. Nuestro amigo Pastous apareció por una esquina. Vio la puerta
abierta, aunque tal vez no se dio cuenta de la presencia de los dos payasos del carro.
Antes de que pudiera hacerle una seña o llamarlo, Pastous se precipitó al interior del
edificio.
Los hombres de las carretillas cruzaron la mirada con aprensión y fueron
corriendo tras él.
Abandoné la seguridad de mi entrada, refunfuñando, para seguirles. Mi situación,
que antes era tan buena, ahora se estaba complicando.

***
Dentro del edificio me encontré con una habitación grande. Estaba oscura, aunque
débilmente iluminada todavía por el sol de última hora de la tarde. Había montones
de rollos sobre varias mesas de trabajo y en el suelo. ¿De modo que era eso lo que los
dos tipos habían estado trasladando hasta el carro con el caballo? Y aquel hombre
adusto llamado Diógenes estaba supervisando su trabajo. Puede que contratara a

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payasos, pero él era más serio. Aunque no era un hombre alto ni ágil, su cuerpo
fornido en forma de pera era fuerte; su aspecto era el de un hombre al que nadie
debería contrariar. Aquel día vestía manga corta, tenía una vieja cicatriz que le iba del
hombro al codo y unas manos grandes. Sus ojos diminutos parecían percibirlo todo.
Le calculé unos cuarenta y cinco años, era de natural adusto y, a juzgar por sus
tupidas cejas negras que se juntaban en el centro, pensé que probablemente proviniera
del lado norte y extremo este del Mediterráneo.
Cuando entré, Diógenes ya había derribado a Pastous y lo estaba atando. Debió de
haber reaccionado con suma rapidez. Estaba utilizando una cuerda que debía de haber
traído para hacer fardos manejables con los rollos.
Levantó la mirada.
—Buenas noches —dije—. Me llamo Marco, sobrino de Fulvio. Te doy mi
palabra de que no sé qué estuviste haciendo ayer con los ancianos. Recibieron tu
mensaje, pero hoy están todos deshechos como una hilera de babosas espachurradas.
Me han enviado a mí en su lugar.
Fingí mirar a Pastous; lo honré con un guiño prolongado, al estilo de un maldito
grumete descarado. Avergonzado por haberse dejado capturar, él no dijo nada.
Diógenes me escudriñó con recelo mientras le apretaba los nudos a Pastous. Yo
aguardé allí. Sólo esperaba que Fulvio y papá no le hubieran hablado de mí. Lo cierto
es que, cuando querían, podían ser muy reservados.
¿Recordaba Diógenes haberse cruzado conmigo por las escaleras aquella noche?
¿Le habría preguntado después a Fulvio algo sobre mí?
Diógenes soltó un gruñido.
—¿Vienes de parte de Fulvio?
—Y de Gémino —respondí mansamente.
Por lo visto pasé su examen. Diógenes se inclinó sobre Pastous, le rasgó el borde
de la túnica al auxiliar y utilizó el jirón de tela para amordazarlo. Antes de verse
limitado a unos gritos ahogados e inútiles, Pastous consiguió lanzar el viejo tópico:
—¡No vais a saliros con la vuestra!
—¡Oh, sí, sí que lo haremos! —le respondió Diógenes parodiando un tono triste.
Pastous, amordazado, lo fulminó con la mirada. Me pareció que, ahora, aquel
hombre tan poco imaginativo pensaría que yo debía de haber estado trabajando con el
comerciante desde un principio. Su antagonismo resultaba conveniente para mi
actuación.
Diógenes pareció aceptar que se podía confiar en mí. Me ordenó que me pusiera a
ayudar a los otros dos. Así pues, de aquel extraño modo, me vi trabajando para mis
parientes cuando no me lo esperaba, como podría haber estado haciendo durante los
últimos veinte años si la vida hubiera sido distinta.
El carro estuvo cargado antes de que se vaciara la habitación. Diógenes les dijo a
sus dos hombres que aguardaran allí hasta que llegara un carro de vacío. Subió al
vehículo para conducirlo, y me indicó que tenía que ir con él y descargar los rollos en

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su destino. Me convenía seguirle la pista al cargamento, de modo que obedecí. En
cuanto hubimos abandonado el Museion y pasado por muchas calles en dirección
oeste, pregunté en tono indiferente:
—¿Adónde vamos?
—A casa del fabricante de cajas. ¿No te lo dijeron? —Diógenes me miró. Detecté
un dejo irónico en su voz.
Ya estaba metido en mi papel: el idiota de la familia, aquel a quien nadie se
molesta siquiera en dar explicaciones. De modo que permanecí sentado en silencio,
aferrándome al carro como si temiera caerme, mientras dejaba que el comerciante me
llevara adondequiera que fuera.
Si esto salía mal, mi aventura podría tener un desenlace desagradable y muy
solitario.

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XLVIII
El viaje duró una eternidad, o al menos eso es lo que me pareció a mí. Entonces caí
en la cuenta de lo grande que era la ciudad de Alejandría. Los viajes por calles
desconocidas siempre parecen interminables.
Seguimos dirigiéndonos al oeste y entramos en lo que supe que debía de ser el
distrito Rakotis. Aquella parte de la ciudad la poblaban los habitantes nativos, una
zona a la que el tío Fulvio me había advertido que no fuera nunca. Dicho enclave
siempre había sido un refugio para los descendientes de los primeros pescadores
egipcios que Alejandro desplazó cuando decidió construir la ciudad. Ellos estaban en
lo más bajo de la jerarquía, eran casi invisibles para el resto: romanos y griegos,
judíos, cristianos y la multitud de otros inmigrantes extranjeros. Según mi tío,
también eran los descendientes de los pseudopiratas a quienes los Ptolomeos habían
animado a saquear embarcaciones en busca de rollos en todos los idiomas que
pudieran requisar para la Gran Biblioteca. Según Fulvio, nunca habían perdido ni su
ferocidad ni su anarquía.
El trazado de las calles era igual que todos los de Alejandría o cualquier otra
ciudad griega previamente planificada, pero aun así aquellos callejones parecían más
siniestros. Si se hubiese tratado de un barrio pobre de Roma, al menos sabría cuáles
eran las reglas y entendería el dialecto. Allí, las cuerdas en las que se tendía la colada
de colores apagados colgaban del mismo tipo de apartamentos abarrotados, pero los
alimentos que cocían a la parrilla olían a unas especias distintas, en tanto que los
hombres delgados que nos veían pasar poseían las inconfundibles facciones
autóctonas. Los habituales asnos medio muertos de hambre iban sumamente
cargados, pero eran unos perros de patas largas y hocicos puntiagudos los que
hurgaban en los estercoleros, unos chuchos que parecían tener algo de los excelentes
sabuesos de caza aristocráticos; en la Suburra, en cambio, las ratas de cloaca y los
gatos esqueléticos lo plagaban todo. La vida humana, sin embargo, era bastante
parecida a la de los suburbios romanos. Niños semidesnudos acuclillados en las
alcantarillas jugando a canicas; alguno de ellos que acababa berreando tras una breve
pelea… Las lágrimas de indignación que surcan la mugre del rostro de un niño
postilloso son iguales en cualquier parte del mundo. O el pavoneo de un par de
chicas, hermanas o amigas, caminando por la calle con pañuelos y brazaletes iguales,
deseando atraer la atención de la población masculina. Como también la
malevolencia de cualquier anciana de nariz aguileña y negro atavío que refunfuñan
ante las chicas desvergonzadas o que maldicen a los carros que pasan sólo porque van
ocupados por extranjeros.
Cuando ya había pasado un buen rato, lo desconocido se volvió familiar. En
aquellos momentos, atravesábamos unas calles de apariencia normal y corriente
donde la gente desempeñaba las habituales ocupaciones: panaderos, lavanderas y
tintoreros, tejedores de guirnaldas, batidores de cobre, vendedores de lámparas de

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aceite, mercaderes de vino y aceite. Pasamos por un callejón mágico donde, a la luz
de unas hogueras ardientes, los sopladores de vidrio creaban sus frascos, jarras, vasos
y botellas de perfume que se adornaban con piedras preciosas. Llegamos a zonas en
obras y edificios en renovación donde las zanjas, las herramientas, las pilas de arena
y los montones de ladrillos o adoquines impedían el paso aunque, en cuanto nos veían
llegar, el trabajo se detenía y nuestro caballo era conducido a través de los obstáculos
sin ningún percance y con una cortesía impecable.
Sólo cuando dejé de sentirme inquieto me quedó claro que aquel barrio era
ajetreado pero convencional. Un gran número de personas que en su mayoría tenían
lo justo para subsistir vivían y trabajaban allí; sufrían, hacían sufrir a otros, llegaban
al final de sus días y morían. Como en todas partes.

***
Diógenes frenó al caballo.
Nos encontrábamos en otra calle lateral sobre la que colgaba una urdimbre de
cuerdas para tender la ropa. Había dos hombres que jugaban a los dados con un
fervor peligroso, aunque levantaban la mirada siempre que una mujer aparecía ante su
vista. Cualquier mujer los excitaba, incluso las abuelas. Un ruidoso trío de jóvenes
corría de un lado a otro utilizando un melón como pelota. En una esquina, había una
casa de baños ruinosa y enfrente se alzaba un pequeño templo. Ambos edificios
tenían a un hombre muy anciano sentado en un taburete en la puerta que, o bien era el
encargado, o simplemente un octogenario solitario que había localizado un buen
lugar para abordar a la gente e imponerles una conversación. Por su aspecto se diría
que habían luchado en la batalla de Accio y que aprovecharían la menor oportunidad
para contártelo todo, trazando diagramas en el polvo con sus bastones temblorosos.
Salió el fabricante de cajas. Trabajaba en un local tradicional de una sola
habitación con un gran postigo que estaba abierto sólo a medias cuando llegamos, lo
cual le daba al lugar un aire furtivo que normalmente los talleres como aquél no
poseen. Vi que dentro había luz, pero no divisé a ninguna familia apiñada. Aquel
hombre tenía un rostro pálido y demacrado y una boca desagradablemente torcida.
No separó los labios en ningún momento, como si tuviera mal la dentadura. No me
fue presentado, ni yo a él.
Diógenes empezó a actuar como si hubiera una urgencia. Empezó a ir de un lado
a otro descargando los rollos del carro mientras me ordenaba que empezara a
meterlos en las cajas. Estas se habían fabricado de antemano y eran unas sencillas
capsae redondas con base plana y tapa, del mismo tipo que las otras más elaboradas
hechas de plata, marfil o raras maderas aromáticas en las que los hombres ricos
guardan sus juegos de rollos valiosos. Diógenes había comprado unos recipientes
muy básicos, lo justo para proteger los rollos a bordo de un barco y darles un aspecto
respetable para venderlos. El hecho de que se molestara en comprar cajas implicaba
que esperaba ganar mucho dinero.

Página 237
Una vez dentro, intenté charlar un poco con el fabricante de cajas:
—¿Adónde va a ir todo esto?
—A Roma.
Desenrollé uno de los rollos, sujetándolo al revés como si fuera analfabeto. La
etiqueta del extremo me demostró que procedía de la biblioteca. Parecía una obra de
teatro, por lo visto de Menandro. Puede que fuera un superventas que hacía furor en
todos los teatros romanos, pero a mí nunca me había gustado mucho Menandro.
—¿Para quién son?
—Para el pueblo de Roma —respondió el fabricante de cajas con un gruñido—.
Vamos, empieza, y no pierdas el tiempo.
Empecé a meter rollos en las cajas. Actualmente, sólo había un benefactor
público al que se le permitiera derrochar en regalos para «el pueblo de Roma». Su
Padre, su Sumo Sacerdote, su Emperador. Empezaba a comprender cuál podría ser el
plan.
El fabricante de cajas levantó la mirada. Diógenes había vuelto a entrar en el
taller con el siguiente montón de rollos.
—Hace muchas preguntas. ¿De dónde lo has sacado?
—Dice que se llama Marco. —Diógenes me presentó al fin. No me gustó su tono
de voz—. Y asegura que trabaja con Fulvio, pero a mí Fulvio me contó otra cosa.
Diógenes lo sabía. Lo había sabido desde el principio. Entonces se volvieron los
dos hacia mí, el impostor, y me lanzaron una mirada fulminante.
Así pues, Fulvio sí que le había contado a Diógenes que su sobrino trabajaba
como informante. Hasta podría ser culpa mía que la tarea de sacar aquellos rollos de
la biblioteca para embalarlos y despacharlos por barco aquella misma noche hubiera
adquirido tanta urgencia: bien podría ser que mi padre les hubiera hecho partícipes de
que Helena y yo le aseguramos que estaba a punto de descubrir los chanchullos del
Museion.
Estaba metido en un lío. El fabricante de cajas comprendió la situación. Se puso
de pie. En su mano derecha, apareció un pequeño cuchillo que debía de utilizar para
hacer las cajas y cuya hoja estrecha y reluciente parecía terriblemente afilada.
—¿Por qué lo has traído aquí? —preguntó en tono acusador.
—Para alejarlo y ocuparme de él —respondió Diógenes.
El taller y su entrada rectangular tenían poco menos de dos metros de ancho
aproximadamente; como el postigo estaba medio cerrado, Diógenes ocupaba casi
toda la entrada y bloqueaba cualquier vía de escape en esa dirección. No daba la
impresión de que llevara armas, aunque parecía lo bastante fuerte como para no
necesitarlas. Tiró del postigo hacia él. Entonces me encontré atrapado allí dentro con
ellos y, aunque gritara pidiendo ayuda, el sonido quedaría amortiguado.
No era momento de vacilaciones. Me di la vuelta a medias esperando encontrar la
única oportunidad posible… sí, en la parte trasera del taller había unas torcidas
escaleras de madera que iban hacia arriba. Las subí rápidamente dando saltos y

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plenamente consciente de que aquello podía llevarme a una trampa peor. Me metí por
una trampilla que había en el oscuro salón-dormitorio que solían tener los lugares
como aquél, y donde el artesano podía vivir con poco dinero con su familia. Agarré la
cama. De haber estado empotrada en la pared, no me hubiese servido, pero no lo
estaba. La empujé con fuerza por la trampilla, embutiendo las patas tanto como pude
para que bloquearan las escaleras. Había otro camino hacia arriba, poco más que una
escalera de mano vertical, que me llevó a un piso superior lleno de cajas viejas y de la
materia prima para la fabricación de éstas. En un primer momento pensé que estaba
atrapado, pero estábamos en Alejandría y el lugar tenía acceso al tejado. La puerta
estaba atrancada, pero me las arreglé para soltarla. La empujé y salí al aire fresco,
bajo el cielo nocturno.
Oía que Diógenes y el fabricante de cajas se esforzaban en seguirme. No había
más remedio que trepar por encima de un parapeto hasta la azotea de al lado. Avancé
corriendo hasta el otro extremo del terrado y me encaramé a una especie de mampara
de juncos. Seguí adelante. A partir de allí, los edificios estaban separados, pero a lo
largo de la calle la distancia entre ellos era tan corta que podía respirar hondo y saltar.
Así pues, fui pasando de una casa a otra, lo cual no siempre resultó fácil. La gente
tenía jardines allí arriba; aterricé en macetas gigantes. Almacenaban muebles; me
hice daño en las piernas con sillas y camas. Sobresalté a las polillas. Una cigüeña alzó
el vuelo y me asustó a mí. Los edificios del fondo eran unos apartamentos selectos
cuyas familias ocupantes llevaban unas vidas de ocio nocturno. En uno de ellos, había
unas mujeres enormes sentadas al aire libre sobre unos almohadones maltrechos,
bebiendo de unas copas de cobre pequeñas y charlando. Cuando caí entre ellas como
un joven mochuelo desgarbado probando sus alas, las sobresaltadas señoras gritaron,
rezumando su aliento agrio y su risa estentórea. No obstante, las damas oyeron venir
a mis perseguidores y apagaron varias lámparas de aceite de inmediato para poder
esconderme a toda prisa entre sus blandos almohadones intensamente perfumados.
Permanecí allí tumbado, intentando no asfixiarme. Diógenes y su compañero saltaron
ruidosamente a la azotea y fueron expulsados de allí con insultos extravagantes.
Al salir de mi escondite, me enfrenté a un momento delicado con una multitud de
mujeres entusiasmadas que, por lo visto, creían que los dioses me habían enviado
como a un volátil objeto del deseo. Sin embargo, entre muchas risitas tontas y
pellizcos dolorosos, me hicieron bajar por una escalera estrecha que me condujo a la
calle. Debía de ser por allí por donde dejaban entrar a sus amantes, pensé (admirando
la resistencia de los hombres que pudieran tratar con semejantes pesos pesados). No
obstante, se trataba de mujeres de buen corazón, rápidas a la hora de discernir una
emergencia. Les había dado las gracias sinceramente.
Salí a un callejón oscuro. Olía igual que todos, aunque éste tenía ciertos tufos
egipcios adicionales. No tenía ni idea de dónde me encontraba. No reconocí nada. No
vi a nadie a quien poder pedirle indicaciones aun cuando me atreviera a confiar en

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ellos. Y mis perseguidores podían aparecer en cualquier momento por alguna otra
puerta.
De pronto, maulló un gato y me sobresalté.
—Piérdete, sucio minino. Soy romano; para mí no eres sagrado. —Me pegué a
una pared, jadeante.
Mientras escuchaba la posible llegada de problemas, pensé seriamente en
Vespasiano y mi supuesta «misión» como agente suyo. En realidad, no tenía ninguna
misión, al menos en sentido remunerado. Mis razones para visitar Egipto eran
exactamente las que le había contado a todo el mundo: Helena quería ver el Coloso
de Rodas, las Pirámides y la Esfinge; su embarazo había motivado que tuviéramos
que viajar lo antes posible; el tío Fulvio nos había ofrecido quedarnos en su casa y
nos resultó conveniente. Mientras tanto, el emperador estaba terminando su nuevo
foro satélite, llamado el Foro de la Paz; en él se alzaría un nuevo Templo de la Paz,
en tanto que, dominando el patio delantero del templo, habría dos bellas bibliotecas
públicas, una griega y otra latina. Lo único que me había dicho Vespasiano era: «Si
vas a Alejandría, Falco, echa un vistazo al funcionamiento de la Gran Biblioteca». No
hizo mención a los rollos. A mí me pareció que no había sido tan previsor como para
hacer adquisiciones para sus nuevos edificios aunque, por supuesto, era un buen
momento para que un empresario hábil apareciera en Roma ofreciendo libros baratos.
El Emperador no iba a pagarme por venir a ver la Gran Biblioteca, ni mucho
menos. Ese viejo tacaño no iba a realizar ninguna contribución a mis gastos de viaje,
y el único motivo por el que iba a terminar un informe para él sería una vaga
esperanza de gratitud futura. Helena creía que, a cambio de un buen informe (que me
había prometido escribir), el Emperador me daría las gracias a lo grande. Yo pensaba
que se limitaría a reírse. Tenía fama de bromista. Intentar que Vespasiano te pagara
era el gran chiste del Palatino.
De modo que, por culpa de este concepto impreciso —un trabajo que nunca
existió—, ahora me perseguía el cómplice hostil de mis maquinadores parientes.
Ellos no tenían ni idea del lío en el que me habían metido; ellos estaban
cómodamente instalados en casa con los pies en alto, mientras que unas mujeres
entregadas los cuidaban dándoles cucharadas de caldo caliente.
Entonces me di cuenta de en qué consistía su plan: adquirir rollos a precio
rebajado del intrigante director del Museion, transportarlos por mar y presentarlos en
Roma como un paquete completo a buen precio, sin gastos adicionales, para las
Bibliotecas del Templo de la Paz, que de momento estaban vacías. Conociendo a mi
padre y a Fulvio, recuperarían su inversión multiplicada por siete. El adusto Diógenes
querría una buena tajada, pero aun así esa pareja de furtivos sacaría un beneficio
enorme. ¿Había algo ilegal en todo aquello? Estaba claro que lo que sí era ilegal era
la intención, la de todo el mundo, desde Fileto y Diógenes hasta Fulvio y papá.
Como pariente suyo, yo estaba implicado. Puesto que me alojaba en la misma
casa, el asunto daba una impresión doblemente mala. Ni siquiera el eminente Minas

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de Karystos podría librarme de la acusación de culpable por asociación.

***
Caminé furioso hasta el extremo del callejón. Inspeccioné la calle en ambas
direcciones. Tenía la esperanza de encontrarme un asno que pudiera «tomar
prestado»…, o mejor todavía, si veía a un hombre con un caballo y un carro le
ofrecería una gran suma para que me llevara de vuelta al centro; podía nombrar algún
sitio que tuviera que conocer, el Cesarium, por ejemplo, o el Soma, la tumba de
Alejandro…
Pero mi vigilancia no había terminado. Quería averiguar qué barco utilizaba
Diógenes. Podría ser incluso que ya estuviera medio cargado. También tenía que
impedir que siguiera estando en connivencia con Fulvio y papá, y evitar que les
contara que me había enterado de su proyecto. Me gustaría arrestar a Fileto y a
Diógenes, aunque no veía el modo de hacerlo sin involucrar a mis parientes.
Seguí andando y, al final, reconocí la calle en la que vivía el fabricante de cajas.
Para entonces, ya se había dispersado todo el público de las calles; tanto los baños
como el templo parecían estar cerrados hasta el día siguiente. Al llegar, vi que se
aproximaba un segundo carro con caballo en el que iban los dos patanes que había
visto en la biblioteca con otro cargamento entero de rollos. Me situé entre las
sombras, con desánimo. Pasó un asno al trote montado por dos hombres que, a juzgar
por su complexión y actitud, parecían hermanos, y además iban vestidos de forma
similar, con túnicas negras del desierto y unos tocados que se habían enroscado en la
cabeza de manera que les cubrieran el rostro si amenazaba una tormenta de arena. Se
detuvieron y miraron el local del fabricante de cajas, pero siguieron adelante. No
había nadie más por allí, al menos en la calle. Oía una música confusa que llegaba
desde el otro lado de los postigos cerrados, y algunas voces provenientes del interior
de las casas o tiendas. La gente había colgado luces, aunque a intervalos distantes.
Seguí observando, y los dos patanes cargaron el primer carro con cajas llenas. En
cuanto todas las cajas estuvieron en su lugar, salió Diógenes y ocupó el pescante.
Mientras los patanes empezaban a descargar los rollos sueltos del segundo carro y a
llevarlos adentro para que el fabricante los metiera en las cajas, Diógenes se puso en
marcha.
El caballo estaba cansado y avanzó muy lentamente. Yo lo seguí a pie. En un
momento dado, solté una maldición y tuve que detenerme para quitarme una piedra
afilada de la bota. Cuando me hallaba con una mano apoyada en el soporte de un
toldo, toqueteándome el pie como un desesperado, pasó junto a mí un asno con dos
jinetes. Era el mismo que había visto antes. Poco después, mientras el mismo burro
bebía en un abrevadero, volví a adelantarlos. Los dos hombres no me miraron; me
pregunté si sabían que estaba allí. No sé por qué, pero esperaba que no. Empezaba a
pensar si podría ser que, mientras yo seguía a Diógenes, los dos jinetes del asno nos
estuvieran siguiendo a ambos.

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Diógenes siguió adelante en una dirección, al parecer rumbo al Puerto del Oeste.
Había girado hacia el norte, hacia el mar. Yo sabía que más adelante debía de
encontrarse el canal que llegaba a dicho puerto desde el lago Mareotis. A nuestra
derecha, en el extremo más alejado de su curso, se alzaba la forma oscura del Faro,
que a aquella hora de la noche estaba coronado por el intenso resplandor de su
almenara, que lanzaba su reflejo sobre el mar pero que a su vez iluminaba la torrecilla
más alta de un modo inquietante. Diógenes enfiló la calle Canope, cuyos pórticos
esplendorosos la hacían inconfundible. Nos encontrábamos muy cerca de la Puerta de
la Luna; debido a la orientación de la ciudad, aquel extremo de la calle Canope se
hallaba muy cerca del mar. El caballo fue adquiriendo velocidad. Vi que Diógenes
echaba un vistazo por encima del hombro. Me escondí en el pórtico. Cuando volví a
salir por entre las columnas, lo había perdido.
No podía haber ido muy lejos. Seguí adelante apretando el paso para intentar
alcanzarlo. No tardé en ver el carro, que reconocí por su carga de cajas de rollos. El
caballo estaba quieto y el pescante vacío. A unos dos metros del carro, otra persona
había dejado un burro.
Se me aceleró el corazón.

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XLIX
Cuando no tengáis ni idea de por dónde tirar, preguntad a los transeúntes.
—¿Viste adonde fue este carretero?
—¡Por allí! Hacia el mercado.
Sencillo.
—¿Y los hombres que se bajaron del burro?
—También se fueron por allí.
—¿Andando?
—Andando. Todos iban andando.
—¿Iban muy aprisa?
—Pues…, no mucho.
Nunca te impongas complicaciones innecesarias. A menudo la gente trata de
obstaculizar las investigaciones. Sin embargo, si no saben quién eres, muchas veces
te ayudarán.
Le pedí a aquel hombre que guardara el carro y su carga en su patio, en la parte de
atrás de su tienda. Le di dinero y le prometí más. Si era una buena persona, puede que
hasta le diera de comer al caballo y todo.
—Mañana vendrá alguien a buscarlo.
—¿Qué es esto? —señaló las cajas de rollos.
—No son más que viejos envoltorios de pescado.
—¡Ah… historias sucias!
Creyó que se trataba de mi alijo de pornografía privado. Por lo visto, mi sonriente
fautor ya se había topado otras veces con viajeros romanos con colecciones de rollos.

***
Me apresuré a ir detrás de Diógenes y de los dos hombres misteriosos que lo
seguían. Cuando lo alcancé, él caminaba con paso brioso, pero como si quisiera
disimular el hecho de que intentaba escapar. Los hombres con ropa del desierto lo
seguían a unas cinco zancadas por detrás, uno a cada lado de la calle. Los estuve
vigilando a todos hasta que Diógenes llegó al ágora.
El mercado se encontraba cerca del heptastadio, el camino elevado del Faro. Era
un enorme recinto cuadrado, abierto al cielo, tan grande como sería de esperar en una
ciudad dedicada al comercio internacional y que había sido fundada por un griego.
Les encantan sus mercados. Puesto que Alejandría era una ciudad que apenas dormía,
la mayor parte de los tenderos todavía estaban trabajando. Un rico aroma a comida
callejera flotaba como una nube de humo sobre la zona. Se oían gritos resonantes…
El traqueteo de las ruedas… Unos músicos sin compromiso, descalzos y con ropajes
raídos, golpeteaban unos tambores con las manos y hacían sonar unas flautas
peculiares. Aquel lugar estaba bien iluminado y lleno de animación, era un lugar en el

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que un comerciante que conociera bien la ciudad tal vez creyera que podría darles
esquinazo a un par de salvajes con capas oscuras que lo estaban acosando.
***
A primera vista, la escena sólo parecía un hombre que avanzaba con rapidez por
entre los tenderetes con otros que tal vez intentaban llamar su atención para poder ir
todos juntos a tomar una copa. Yo estaba desconcertado, pero animoso. Allí adonde
ellos iban, yo los seguía.
La cosa no tardó en volverse más siniestra. Diógenes empezó a dar muestras de
pánico. Dejó de fingir que sólo se dirigía caminando a algún sitio sin percatarse de
persecución alguna y chocó contra la esquina de un par de aquellos puestos; pasó
ruidosamente por entre un montón de calderos de metal; apartó a puntapiés unas
esponjas gigantes; molestó a la gente; unos perros le persiguieron. Me concentré en
él. De vez en cuando veía a uno de los dos hombres con capa. Se hizo evidente que
acechaban a Diógenes como si de un juego se tratara. Podían haberlo alcanzado en
cualquier momento, pero le estaban tomando el pelo; le hacían creer que los había
perdido para luego salir de la nada y abatirse sobre él como murciélagos, de manera
que cuando su corazón empezaba a calmarse, tenía que ponerse en marcha otra vez.
Supuse que Diógenes los conocía. Sin duda sabía qué querían. El modo en que se
había largado abandonando los valiosos rollos lo decía todo. Un hombre que me
había dado la impresión de no tener miedo de nada parecía, en aquel momento, estar
sumamente preocupado.
Los perseguidores actuaban como un solo hombre, sin duda estaban muy unidos.
Quizá fueran residentes de Rakotis, o tal vez habían pescado y cazado aves juntos en
los grandes juncales del lago Mareotis. Quizá provinieran de esas casas flotantes en
las que, según nos había contado el carretero a Helena y a mí, moraban las bandas de
asesinos sin ningún control por parte de las autoridades.
La gente empezó a percatarse de la persecución. Las pocas mujeres allí presentes
recogieron a sus hijos y se marcharon a toda prisa, como si temieran problemas. Los
hombres se quedaron a mirar, aunque con cautela. A los perros que vagaban por las
calles se les ordenó regresar con aspereza. Uno o dos de ellos se quedaron junto a los
tenderetes de sus amos, ladrando en actitud desafiante. Alguien me tomó del brazo e
hizo que me detuviera; el hombre meneó la cabeza y me hizo un gesto admonitorio
con el dedo advirtiéndome que no me involucrara. Me zafé de él y oí que mascullaba
un funesto comentario mientras yo me alejaba.
Vi un destello rojo: soldados. Se dirigían hacia Diógenes, aunque con más
curiosidad que determinación. Un hombre con un cesto grande de manzanas chocó
contra ellos, quizás a propósito, y la fruta cayó y se fue rodando en todas direcciones;
los soldados se limitaron a quedarse allí plantados mientras él soltaba un torrente de
quejas. Si Diógenes vio a los militares, no hizo ningún intento de pedir ayuda. Estaba
lo bastante cerca para hacerlo, pero en vez de eso siguió adelante. Apareció uno de

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sus perseguidores, y Diógenes agarró las cuerdas del toldo de un puesto de túnicas y
volcó todo el armazón para bloquearle el paso a aquel hombre que, enredado con las
prendas, dejó que Diógenes huyera para ponerse a salvo. Salté por encima de un
despliegue de cuencos de cerámica, tropecé con hojas de verdura húmedas, esquivé
una larga hilera de puestos de ornamentos y me abrí paso a la fuerza por entre el
gentío lo mejor que pude. Al perder de vista a Diógenes, seguí avanzando y volví a
verlo claramente cuando cometió lo que a mí me pareció un gran error: agachó la
cabeza, echó a correr a paso largo y dejó el mercado por el lado que daba al mar; se
lanzó por el enorme paso elevado, el heptastadio. En aquel momento, me encontraba
tan cerca de él que incluso grité su nombre. Diógenes miró hacia atrás con expresión
preocupada, luego se volvió de nuevo y aceleró el paso.
A la luz del día, el heptastadio me había parecido muy largo; debía de tener casi la
mitad de la distancia de la ciudad de norte a sur. Yo estaba cansado y no era
responsable de aquella persecución. Decidí volver al ágora y alertar a los soldados.
Que fueran ellos quienes atraparan a Diógenes. Los legionarios podían instalar una
barrera que bloqueara el paso elevado y hacer salir al fugitivo cuando quisieran.
Me detuve al ver a un oscuro grupo de hombres frente a las puertas del ágora. Los
toscos habitantes de Rakotis habían respondido a alguna llamada; se estaban
acercando, y de pronto vi que la reunión la estaban organizando las dos figuras con
capa que habían perseguido a Diógenes. Lo estaban señalando mientras él se alejaba
por el largo malecón. Yo era consciente de que, aun siendo pobres, los descendientes
de los piratas de rollos irían armados y no tendrían piedad. Tío Fulvio decía que eran
muy peligrosos. Cuando los primeros empezaron a avanzar, me di la vuelta y regresé
al malecón.
Y sin tener planeado si iba a advertirle, a ayudarle o a darle caza yo mismo,
empecé a correr también por el heptastadio detrás de Diógenes.
Era una buena caminata. El malecón era una estructura artificial de granito que
fácilmente tendría la longitud que su nombre indicaba: siete estadios. Al menos
estaba bien pavimentado. Lo recorría una calzada decente y bien construida para
transportar por ella los convoyes de combustible para el Faro y a los muchos turistas
diarios. En la oscuridad de entonces, parecía casi desierta. Diógenes tomó dicha
calzada con paso seguro y yo lo imité. También hicieron lo mismo los forajidos que
venían detrás. Cualquiera que observara desde la costa, o desde las embarcaciones
apiñadas en los grandes puertos del Este y del Oeste, debió de vernos desplegados,
como un grupo de atletas que participaban en una carrera Panateniense. Adoptamos
ese paso regular para largas distancias que utilizan los corredores del maratón,
reservándonos de momento, sin que nadie intentara tomar la delantera todavía.
La noche era hermosa. Una brisa fresca nos acariciaba el rostro y, aunque el cielo
ya se había oscurecido en lo alto, chispeaba con multitud de estrellas diminutas. A
ambos lados había miles de embarcaciones amarradas, unos cascos oscuros cuyas
jarcias producían ruidos interminables y cuyos botes golpeaban contra ellos y los

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salpicaban con el suave chapaleteo de las aguas del puerto. De vez en cuando, se oían
gritos provenientes de la orilla ensombrecida o de las aves marinas que, indignadas,
graznaban al ver perturbada su intimidad. Era demasiado tarde para los paseantes
ocasionales. Si había algunos enamorados o pescadores en la penumbra, intentaron
pasar inadvertidos y guardaron silencio. En el extremo más alejado del Puerto del
Este, distinguí unos edificios débilmente iluminados: los palacios, dependencias
administrativas y demás monumentos en los que nadie escatimaba en aceite para
lámparas. Para entonces, ya habría terminado cualquier fiesta, recital o concierto. Los
vigilantes nocturnos serían los únicos que recorrerían los silenciosos pasillos de
mármol, aunque tal vez en alguna habitación solitaria, a la luz de un magnífico
candelabro, el prefecto redactaba sus informes interminables sobre nada, para que el
emperador creyera que realizaba algún trabajo.
Yo podría haber sido un empleado administrativo. Podría haber repartido costales
y garabateado resguardos de entrega. La verdad es que también podría haber sido
poeta. Hubiera sido pobre y mis hijas se morirían de hambre, pero nunca hubiese
estado cerca del peligro…
Dejé de divagar.
Corrimos a lo largo de siete estadios hasta que el aliento me hirió en el pecho y
las piernas me pesaron como si fueran de madera empapada. Llegué a la isla de
Faros. En todas partes reinaba la oscuridad. Ya no veía a Diógenes. La calzada se
bifurcaba. En algún lugar, hacia la izquierda, se hallaba el Templo de Poseidón, el
gran dios del mar de Grecia y Roma, que vigilaba la entrada del Puerto del Oeste. A
la derecha se alzaba otro templo, el de Isis Faria, la protectora egipcia de las
embarcaciones. Detrás de dicho templo se encontraba el Faro, que constituía el
imponente tope. Fui hacia la derecha. El Faro, que debía de estar atendido por la
noche, parecía el destino menos solitario.
***
La Isla de Faros era un afloramiento rocoso curvo, lo suficientemente separado de
la ciudad para parecer una disparatada ciudadela en medio de las estruendosas aguas
que, de manera memorable, rompían contra las largas y bajas costas de Egipto. Dijo
Homero que allí encallaron Menelao y Helena durante su viaje de regreso a casa tras
la caída de Troya; por aquel entonces, lo único que encontraron en la isla fue una
aldea solitaria de pescadores y algunas focas que bramaban en las rocas. En aquellos
momentos, el lugar parecía despoblado salvo por el faro, aunque no podía confiarme
demasiado.
Eché un vistazo por el templo de Isis por si acaso el fugitivo se había acogido a
terreno sagrado. Allí todo estaba en calma. No había ningún desfile de sacerdotes
ataviados con largas vestiduras blancas, no sonaba ningún sistro ni se oían cánticos.
Una estatua enorme de Isis, con grandes pechos y con un pie adelantado, sostenía una
vela hinchada frente a ella para simbolizar que atrapaba los vientos en beneficio de

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los marineros. El interior solitario y poco iluminado empezó a ponerme nervioso. Me
marché.
Frente a mí apareció entonces el recinto de la gran torre. El Faro propiamente
dicho se había construido como una señal fija, alta y delgada que los marineros
buscaban ansiosamente para dirigirse hacia ella desde la distancia, un punto claro en
una costa que, por lo demás, era famosa por la ausencia de señales. Era más alto que
otros faros, quizá fuera la estructura más alta del mundo, ciento cincuenta metros
como poco. Los muros de su recinto cuadrado quedaban empequeñecidos por el faro
al que rodeaban, aunque cuando me acerqué con sigilo a uno de los largos tramos que
daban a tierra, vi que las paredes formaban unas murallas formidables con puertas
enormes y torres en las esquinas.
Helena me había contado que el empresario que había organizado los doce años
de construcción había burlado taimadamente una norma que le prohibía dejar su
marca personal. Él hizo grabar una inscripción en los muros del lado este; sobre una
capa de enlucido, proclamó la tradicional alabanza al faraón: cuando el yeso golpeado
por las aguas acabó por desconcharse, aparecieron unas letras negras de cincuenta
centímetros que decían: «Sostrato, hijo de Dexífanes el cnidio, dedicó esta obra a los
Dioses Salvadores, como beneficio a los marineros». Esperé que su protección se
hiciera extensiva a mí.
El Faro era un edificio municipal frecuentado por los jornaleros que se ocupaban
del fuego e incluso por turistas. Su entrada estaba ocupada sólo por una pareja de
soldados romanos. Diógenes había pasado por delante de ellos. Cuando entré de
sopetón, los guardias estaban charlando con las botas apoyadas sobre una mesa. Me
presenté como agente imperial, les aseguré que no estaba borracho ni loco y les
advertí que esperaran problemas. Uno de ellos, que se llamaba Tiberio, hizo un
esfuerzo por aparentar que estaba alerta.
—Una multitud incontrolada se acerca al galope desde Rakotis. ¡Pide refuerzos!
—ordené—. Manda a tu compañero si es necesario. ¿Podéis comunicaros con tierra?
—¡Estamos en la torre de señales más grande del mundo! —comentó Tiberio con
sarcasmo—. Sí, señor. Podemos mandar un mensaje…, si hay alguien allí mirando en
nuestra dirección, podemos mantener con ellos una buena charla… ¡Tito! Ve a buscar
las antorchas. Haz la señal de: «Mandad refuerzos». —Parecía dispuesto a ayudar.
Allí afuera, entre el interminable roción del mar, cualquier emoción era bienvenida—.
¡Éste va a ser mi primer disturbio! ¿Qué se cuece en Rakotis?
—No estoy seguro… Cierra con llave, si puedes.
—Oh, sí, puedo cerrar con llave, tribuno… aunque si lo hago encerraré a los
trabajadores, que en su mayor parte proceden también de Rakotis.
—Haz lo que puedas.
Salí lentamente por la torre de entrada a los vastos patios, donde dominaban la
escena unas estatuas de más de doce metros de altura que representaban a unas
colosales parejas de faraones con sus reinas. Me llamó la atención un movimiento:

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una figura empequeñecida que me pareció que era Diógenes. Estaba subiendo por la
enorme rampa que conducía a la torre principal.
La puerta de entrada estaba situada a un par de pisos de distancia del nivel del
suelo por motivos defensivos. Una rampa larga y empinada que se apoyaba en unos
arcos conducía hasta ella. Cuando llegué arriba, jadeante, me encontré con un puente
de madera que iba desde la rampa a la puerta. Ya estaba experimentando cierto miedo
a las alturas… y eso que apenas había empezado. La entrada medía casi doce metros
de alto y sus arquitrabes estaban recubiertos del clásico granito rosa egipcio. Ese
mismo granito rosa se había utilizado en todas partes y ejercía un estético contraste
con casi todo el resto del edificio, que estaba compuesto por unos bloques titánicos de
un mármol blanco con vetas grises de Asuán.
El primer nivel del edificio era una enorme estructura cuadrada alineada con los
cuatro puntos cardinales de la brújula. Al levantar la mirada, vi que remataba en una
gran cornisa decorada que parecía reproducir las olas que se oían batiendo los muros
exteriores, con unos tritones monumentales que soplaban sus cuernos desde cada una
de las esquinas. Aquella gran torre se estrechaba ligeramente, para adquirir
estabilidad. Encima de ella había un segundo nivel, que era octogonal, y por encima
de éste se alzaba la torre circular de la almenara, coronada por una estatua colosal.
Una hilera tras otra de ventanas rectangulares iluminaban el interior; no podía
pararme a contarlas, pero me pareció que podría haber casi veinte pisos solamente en
el primer nivel.
Entré, y me encontré en un amplio espacio dominado por un núcleo central que
soportaba el peso de los pisos superiores. Al otro lado de la puerta, había lo que
parecía ser una dependencia para los guardas; se mostraron molestos por la
interrupción pero, a diferencia de los soldados, podían fingir que no entendían
ninguno de los idiomas en los que intenté hablarles. No pude sacarles nada que
tuviera sentido.
Sabía que en los sótanos se encontraban los almacenes de armas y grano. Aquel
lugar era tan enorme que podría albergar a varias legiones si se veían amenazadas,
pero en la actualidad no contaba con una guarnición permanente.
Unas largas rampas de caracol ascendían junto a las paredes interiores. Unas
recuas de asnos subían pesadamente por dichas rampas, que eran lo bastante anchas
como para dar cabida a cuatro bestias una al lado de otra, transportando materiales
combustibles para la hoguera: madera, de la que Egipto tenía una pobre producción,
enormes ánforas redondas llenas de aceite y pacas de juncos como combustible
adicional. Cuando llegaban a lo alto de la gran espiral, los descargaban, daban media
vuelta y volvían a bajar lentamente.
No había más remedio. Subí a lo alto de la primera torre cuadrada. Aquella era,
con mucho, la etapa más larga. Los asnos se detuvieron allí. Los hombres
descargaron sus bultos pesados y transportaron el combustible a mano por el tramo
restante.

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Unas puertas daban a una gran plataforma de observación con una baranda que
rodeaba el exterior. Allí vendían comida y bebida para los visitantes, de los que
encontré más de los que me esperaba. Las vistas eran asombrosas. A un lado se
hallaba la distante extensión de la ciudad, que se distinguía débilmente por el brillo
de miles de luces diminutas. Al otro, el oscuro vacío del Mediterráneo, cuya ominosa
presencia nocturna confirmaban los sonidos del furioso oleaje al romper contra las
rocas, muy por debajo de nosotros.
Allí arriba había lámparas, hombres con bandejas, guías que soltaban datos y
cifras, y reinaba un ambiente festivo. Nunca había estado en un lugar como aquél. El
Faro siempre había sido una atracción turística. Incluso de noche, la gente debía de ir
a cenar en grupo allí cuando hacía buen tiempo. Los padres acaudalados organizaban
fiestas de cumpleaños o de boda. Las familias normales acudían a contemplar las
vistas, para adquirir cultura, para divertirse y para tener un recuerdo asombroso. En
aquellos momentos, había tanta gente allí arriba que perdí de vista a Diógenes, y
tampoco podía saber si sus dos perseguidores con capa lo habían seguido hasta allí
(no es que hubiera una multitud, pero sí suficiente gente como para que la situación
resultara peligrosa si Diógenes causaba problemas).
Anduve por allí y me encontré a Tiberio, el fuerte soldado de la torre de entrada,
junto con Tito, su compañero, que llevaba unas antorchas de señales y lo que
reconocí como el libro de códigos. No encontramos a Diógenes en aquel nivel, por lo
que, mientras los soldados despejaban un espacio en la plataforma de observación y
empezaban a enviar su mensaje a la costa, los dejé con ello, apreté los dientes, y
empecé a subir por el interior del nivel siguiente.

Página 249
L
Ahora estaba subiendo por el octágono.
Cuando salí tambaleándome a la siguiente plataforma, estaba prácticamente
reventado. Para aquellos que quisieran emprender el ascenso adicional hasta lo alto
de la torre de ocho lados y que poseyeran la resistencia suficiente, un balcón más
pequeño brindaba unas vistas realmente espectaculares. Debía de estar a más de
noventa metros sobre el mar. Era maravilloso y espantoso al mismo tiempo. Quien
subiera allí necesitaba tener un aguante a las alturas del que por desgracia yo carecía.
Mucho más abajo, en el patio, los hombres pululaban como insectos. El viento
traía un débil clamor ondulante. Ya había oído unos sonidos como aquéllos en lugares
y situaciones terribles… y la peor fue la rebelión de Britania; me estremecí al
recordarlo. Al asomarme vi, allí abajo en la rampa que conducía a la puerta principal,
lo que parecía una mancha escarlata —¿Tiberio?— que contenía los disturbios, como
un Horacio de nuestros días defendiendo el puente de madera. Si lo distinguía
correctamente, cada vez que los hombres de Rakotis echaban a correr
esporádicamente hacia la puerta, los soldados los golpeaban y los tiraban por la
rampa. El espectáculo se sumó a la locura de aquella noche imprevista.
En la primera plataforma de observación, debajo de mí, vi al soldado Tito que,
con diligencia, conducía al público hacia el interior de la torre por seguridad. El
hecho de estar solo no le facilitaba mucho las cosas. La gente se arremolinaba por ahí
sin que él pudiera hacer nada, por supuesto.
Atraído por el chisporroteo de la gran hoguera, subí a la zona cilíndrica de la
linterna, justo cuando unos cuantos de los fogoneros salían de allí a empujones,
presas del pánico. No se detuvieron a explicar qué era lo que los había alterado y se
dispersaron bajando por el octágono.
Arriba, me encontré con una escena aterradora. Había penetrado en la inquietante
luz anaranjada de la almenara, en perpetuo movimiento. Un viento fuerte soplaba
constantemente y su silbido se perdía en el rugido del fuego. Estaba seguro de que
notaba movimiento. La linterna era sólida, pero daba la impresión de balancearse.
El Faro llevaba allí trescientos cincuenta años, pero los griegos y los egipcios
nunca habían tenido una almenara. Eso lo introdujimos nosotros; los romanos la
añadimos porque el tránsito marítimo nocturno, en continuo crecimiento, requería
unas mejores medidas de seguridad. Casio había regalado a mis hijas una maqueta de
la linterna que les encantaba, y que utilizaban de lamparilla por la noche. En ella se
veía el diseño antiguo; estaba rematada por una torre con pilares cubierta por una
cúpula, un rasgo que permanecía vivo en la memoria popular y que probablemente
persistiría. Sin embargo, dicha cúpula se había desmontado para albergar un enorme
receptáculo para el fuego, que tenía que estar abierto al cielo. La abertura superior del
Faro relucía como una escena refulgente de la fragua de Vulcano, con unas figuras
oscuras atendiendo las tremendas llamas.

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Noté el calor ardiente en la cara, un ardor tan intenso que apenas podía
soportarse. Allí no ibas a tostar el panecillo del desayuno. Unos fogoneros sudorosos
se ocupaban del fuego con unos largos rastrillos metálicos. Detrás, visto desde mi
perspectiva, había un enorme reflector curvo de metal. Relucía como un espejo, con
un brillo rojo a la luz de la almenara. Desde el mar, algunos decían que a un centenar
de millas de distancia, aquella luz brillaría como una estrella enorme, baja en el
horizonte, brindando esperanza a los marineros inquietos y haciendo una dramática
declaración del poderío y prestigio de Alejandría.
Para mi asombro, divisé a Diógenes. El hombre aún estaba más sofocado que yo
y se había dirigido tambaleándose al pie de una estatua colosal, una escultura
sobrante que en otro tiempo había coronado la vieja cúpula… ¿Zeus? ¿Poseidón?
¿Uno de los gemelos celestiales, Castor y Pólux? No era momento de apreciaciones
artísticas. Diógenes se había desplomado y estaba al borde del colapso.
De pronto, apareció uno de sus torturadores dando un salto por detrás del
reflector. Como si de un murciélago se tratara, aquella figura desenfrenada corrió
hacia el comerciante dando gritos. Diógenes se puso de pie como pudo para tratar de
huir. Encogido de miedo, se apartó de la figura con capa, tropezó con un muro bajo
que contenía la almenara y cayó encima de las llamas ardientes. Empezó a gritar de
inmediato. Se quedó allí trastabillando, ardiendo de los pies a la cabeza, pero debió
de pasar tan sólo un instante hasta que salió trepando desesperadamente. A propósito
o no, Diógenes se abalanzó sobre su asaltante como una ardiente antorcha humana. El
hombre de negro perdió la capa al intentar escapar. Alzó el brazo para protegerse el
rostro del ardor de la almenara y corrió a ciegas. Chocó contra el parapeto del balcón
exterior, fue incapaz de recuperar el equilibrio y el impulso que llevaba lo precipitó al
vacío. Su grito se fue apagando a medida que él desaparecía.
Diógenes cayó al suelo. Tenía la ropa, el pelo y la piel ardiendo. Cuando llegué a
su lado, uno de los fogoneros había vaciado el contenido de un cubo sobre la figura
que se retorcía, pero el calor era tal que el agua chisporroteó y no sirvió de nada.
Cubrimos al hombre tendido con la capa que había abandonado el atacante, y
entonces la gente empezó a traer más baldes de agua. Algún idiota retiró la capa, y las
llamas volvieron a surgir espontáneamente. Al final, los fogoneros trajeron una
pesada estera para los incendios y enrollaron a Diógenes en ella; debían de tener
experiencia o haber recibido capacitación para ello. Diógenes todavía estaba vivo
cuando al fin lo apagamos, pero aun así sus quemaduras eran tan graves que no
sobreviviría a ellas. Unos horribles jirones de piel se le desprendían de la espalda y
los brazos. Dudaba que pudiera resistir siquiera el viaje hasta la planta baja.
Me acuclillé a su lado con una desagradable sensación de náusea en la garganta.
—¡Diógenes! ¿Puedes oírme? ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué querían de ti?
—Diógenes farfulló. Alguien puso un frasco en sus labios carbonizados. Casi todo el
líquido le cayó por el cuello. Se esforzaba por hablar. Yo agucé el oído.
—¡Que te jodan, Falco!

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Se sumió en la inconsciencia. Desesperado, dejé que los fogoneros llevaran el
cuerpo abajo.
Salí tambaleándome de la linterna y bajé al octógono. Al llegar a la plataforma de
observación pública situada en lo alto de la gran torre principal, ésta parecía estar
desierta. Me entró frío y me sentí desconsolado. La noche no había podido resultar
más movida y, aun así, no me había proporcionado ninguna respuesta.
La gente a la que habían conducido al interior se hallaba apiñada en las rampas de
caracol. Miraban hacia arriba aterrados, con el semblante pálido, conscientes de que
allí en lo alto había acontecido una tragedia.
—Que nadie salga de aquí, por favor, por su propia seguridad. Ahora, que todo el
mundo se dirija tranquilamente a la planta baja. ¡Dejad que nos ocupemos nosotros!
—Uno de los soldados, el que se llamaba Tito, salió a la plataforma conmigo.
Cogimos unas lámparas y registramos los cuatro largos flancos de la zona de
observación. Juntos encontramos la forma inerte del hombre que se había caído.
Tito se inclinó sobre él.
—Está muerto. —Se volvió y levantó la mirada hacia la linterna situada encima
de nosotros, en lo alto—. Debe de haber unos… ¿veinticinco metros? ¿Quién sabe?
—calculó—. No tenía ninguna posibilidad.
—Había otro hombre.
—Pues sin duda se ha largado.
Tito retrocedió. Me incliné para examinar el rostro del muerto.
—¡Pero…!
—¿Lo conoces, Falco?
—Esto es increíble… Trabaja en el zoo del Museion —miré otra vez, pero no
había duda. Era Chaereas o Chaeteas. Aquello resultaba un tanto difícil de entender.
¿Qué era lo que había convertido a aquellos dos ayudantes del zoo calmados y
competentes en unas furias vengativas que habían dado caza a un hombre hasta su
muerte? ¡Arriesgando con ello sus propias vidas, además!—. Tendré que ir a buscar
al que ha escapado. ¿Cómo puedo salir del edificio de manera segura? ¿Están esos
alborotadores en el patio?
—Cuando llegues a la puerta estará todo solucionado —Tito echó un vistazo para
confirmarlo. Me uní a él, aunque con temor. Mi coraje se había desvanecido en
aquellas plataformas ventosas donde acababa de ver morir a dos hombres.
Tito tenía razón. Todos los hombres de Rakotis corrían de vuelta a casa. Una
columna roja de soldados, tan alejada que daba la impresión de estar inmóvil,
marchaba por el recinto.
—Han venido en barco, Falco.
Por la manera en que las olas batían contra la base del Faro, no debía de resultar
fácil. Me sorprendió que hubieran llegado con tanta rapidez, aunque por supuesto
Tito se llevó el mérito por sus hábiles señales.

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—Estás reventado, tribuno. Esta noche ya no harás nada bueno. Dinos quién es el
otro tipo y los militares lo localizarán.
Aquellas palabras me parecieron más dulces que una canción de cuna.

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LI
Al final, hasta las peores noches terminan. Así pues, aunque mi cabeza seguía
abarrotada de imágenes de figuras oscuras que gesticulaban contra unas intensas
llamas, me desperté con la clara y fuerte luz del sol que llevaba varias horas entrando
por un postigo abierto. Debía de ser media mañana, tal vez más tarde. Unos
murmullos apagados me dijeron que mis hijitas estaban cerca de allí, jugando las dos
tranquilamente en el suelo. Cuando había corrido alguna aventura, a menudo se
acercaban a mí con sigilo mientras me recuperaba. Permanecí un rato tumbado,
combatiendo amodorrado el estado de vigilia, pero acabé soltando un gruñido para
hacer saber a Julia y a Favonia que ahora ya podían meterse en la cama conmigo.
Helena vino a traerme una bandeja con comida y nos encontró a los tres acurrucados.
Abrazado a las niñas, una a cada lado, besé sus suaves cabezas de dulce fragancia y
miré a Helena como un perro culpable.
—Estoy castigado.
—¿Fue culpa tuya, Marco?
—No.
—Entonces no estás castigado. —Sonreí a mi chica tolerante, sabia y
comprensiva con toda la adoración de la que pude hacer acopio. Para lo que eran las
sonrisas, aquélla fue dirigida con fervor, aunque quizá fuera un poco pálida—. No
vuelvas a hacerlo —añadió en tono mordaz—. ¡Nunca más!
Recordé que fueron los soldados los que me trajeron a casa sucio y agotado. Me
pareció que había sido de madrugada, pero Helena calculaba que fue poco antes de
amanecer.
—Fuiste lo bastante sensato como para ordenar que buscaran de inmediato a
Pastous en la biblioteca. Lo encontraron sano y salvo, por cierto. Llegó un mensaje de
Aulo. Va a venir más tarde para ver qué hay que hacer.
Me recostó sobre unos almohadones para que pudiera desayunar. No tenía mucho
apetito. Dejé que las niñas me lo robaran casi todo. Helena se sentó en un taburete y
me estuvo observando sin hacer ningún comentario. Cuando aparté la bandeja y me
recosté cansinamente, ella les dijo a las niñas que fueran corriendo a ver a Albia y nos
acomodamos los dos solos para ponernos al día de todo lo ocurrido.
Intenté narrar la historia de manera lógica, para entenderla yo mismo. Helena
escuchó con una expresión pensativa en sus grandes ojos oscuros. Me llevó un buen
rato. Las palabras me salían con lentitud. De haber sido por mí, me hubiera quedado
tumbado sin moverme y hubiera vuelto a cerrar los ojos.
Era inútil. Tenía que decidir qué hacer.
—Dime, ¿dónde están Fulvio y papá?
—Han salido, Marco. —Helena me observó. Yo debía de estar hecho un desastre,
pero ella estaba fresca, limpia, hermosa con su vestido de color granate y su estola
rojiza. Su rostro parecía empequeñecido y hundido, pero su mirada era limpia.

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Aunque no había hecho uso de ningún cosmético, sí había peinado meticulosamente
su fina cabellera, sujetándola con todo un panteón de largas horquillas de marfil que
terminaban en forma de pequeñas diosas. Helena tenía la costumbre de arreglarse con
esmero después de que yo me hubiera metido en un lío… sin duda para recordarme
que tenía a alguien por quien valía la pena volver a casa—. Les he contado que te
metiste en problemas en una taberna…, se lo creyeron enseguida. Quizá deberías
pulir un poco tu reputación, querido. —Me hablaba como un socio que estaba
acostumbrado a discutir sobre el trabajo, reafirmando su propia importancia. Yo ya
conocía esa actitud. No suponía ninguna amenaza. Su tono crítico sería temporal—.
Creo que esperan encontrarse con Diógenes.
—¡No aparecerá! —Me moví; me dolía todo el cuerpo. Me resultaba imposible
estar cómodo—. El ejército intentará encubrir lo ocurrido… El Faro es bastante
remoto, pero el lugar estaba lleno de gente. Se filtrarán rumores.
—Bueno, cuando volviste a casa anoche salí corriendo y me hice cargo. He hecho
todo lo posible para ocultar lo sucedido.
Helena había estado magnífica: lógicamente alarmada, fingió estar lidiando con
un esposo depravado y envió a todos los demás a la cama. Yo había oído las rápidas
preguntas que Helena hizo a los miembros de mi escolta y las respuestas
atemorizadas de éstos. Recordé que me examinó en busca de heridas, o posiblemente
de perfumes de mujeres malvadas.
Eso me hizo sonreírle, una larga y profunda sonrisa de tranquilidad y de amor.
Helena la aceptó, se levantó del taburete y se acercó a mí. Dejó la bandeja en una
mesa auxiliar, ocupó el lugar de nuestras hijas entre mis brazos y nos estrechamos
buscando consuelo, reconciliación y alivio. En otra ocasión eso hubiera llevado a
más, pero ahora yo estaba demasiado agotado, Helena demasiado embarazada y
ambos demasiado intrigados por nuestras investigaciones. Nos quedamos allí
tendidos, pensando. No os burléis si no lo habéis experimentado.

***
Apareció Aulo. Explicó que le había dicho a Pastous que se escondiera… si no,
tendrían que detenerlo para su propia protección. En el restaurante de pescado donde
comimos el otro día, alquilaban habitaciones; ahora Pastous se alojaba allí en secreto.
Le di instrucciones a Aulo y dinero para la recompensa, y lo envié al otro lado de la
ciudad para que recuperara el cargamento de rollos que Diógenes abandonó en la
calle la pasada noche. Albia fue con él, ansiosa por participar en una pequeña
aventura como aquélla.
—Te advierto que al hombre se le metió en la cabeza que le estaba confiando
literatura pornográfica.
—Me pregunto por qué iba a pensar algo así —caviló Helena.
***

Página 255
Me fui a los baños en cuanto abrieron, y después pasé el resto de la mañana en
casa. En otra época me hubiera recuperado antes, pero había llegado a una edad en la
que pasar toda una noche de actividad extenuante —no de la que tiene que ver con las
mujeres— me dejaba con una gran necesidad de tiempo para recuperarme. Me
consolé pensando que Egipto era famoso por sus baños sensuales y sus masajistas
exóticas, pero me encontré con que los baños próximos a casa de mi tío no tenían
nada mejor que ofrecer que a un miserable esclavo de Pelusa, que me untó con un
empalagoso aceite de lirio y luego me dio un masaje en el cuello con desgana,
mientras me contaba sin parar sus problemas familiares. Aquello no tuvo ningún
efecto en mi cuerpo dolorido y me deprimió profundamente. Le aconsejé que dejara a
su esposa, pero se había casado con ella por la herencia que, según las complicadas
leyes de sucesión egipcias, donde la propiedad se dividía entre todos los hijos,
ascendía a treinta y tres doscientas cuarenteavas partes de su edificio.
—No obstante, confía en mí… deja a tu mujer y hazte con un perro. Elige uno
que tenga su propia caseta, así podrás compartirla y vivir con él.
No le hizo ninguna gracia.

***
Me arrastré de vuelta a casa para encontrarme de nuevo con Helena, mascando
tristemente un pedazo de papiro fresco que aquel tipo me había vendido. Ella acudió
a mi encuentro en el patio para advertirme que los ancianos habían regresado. Habían
subido todos en corrillo al piso de arriba. Casio le había dicho a Helena que se habían
enterado de que Diógenes estaba en coma, bajo custodia militar, y que era seguro que
no sobreviviría. Antes de que pudieran abordarme, requisé el palanquín y me largué
pitando. Helena vino conmigo: íbamos al Museion.

Página 256
LII
Filadelfio estaba contemplando una manada de gacelas, tal vez intentando hallar
consuelo en compañía de los animales. Las gacelas no eran la mejor opción; pacían
en un espacioso recinto, indiferentes al escrutinio acongojado de aquel hombre. De
vez en cuando, se ponían tensas, alzaban la cabeza y se alejaban de un peligro
imaginario dando saltos. Filadelfio se limitó a seguir contemplando los pastos por
donde deambulaban esos animales.
Atrajimos su atención con apremio. Yo no estaba de humor para melancolías.
—Déjame en paz, Falco. Ya he recibido la visita de ese centurión para hacerme la
vida imposible.
—¿Te contó que uno de tus empleados murió anoche en el Faro?
—Era Chaeteas. Identifiqué el cadáver. Puesto que su primo parece haber
desaparecido, asumiré la responsabilidad del funeral… —Aquel hombre que tan
competente y comedido había parecido cuando llevó a cabo la necropsia (¿Cuándo
fue…? ¡Hacía tan sólo seis días!), se hallaba sumido en un sufrimiento inesperado.
Helena y yo lo condujimos a paso rápido a su despacho. Filadelfio se detuvo
fuera, como si fuera renuente a entrar en aquel escenario de muchas conversaciones y
experimentos con sus dos ayudantes.
—Los conozco desde que eran niños. Les enseñé todo lo que sabía…
—Así pues, ¿no puedes explicar por qué ayer estaban recorriendo la ciudad a la
caza de ese hombre? —preguntó Helena con delicadeza.
Aquel hombre apuesto de cabello cano la miró con tristeza.
—No tengo ni idea. Ni la más remota idea… Este asunto es increíble.
—¡En su momento fue absolutamente real, eso puedo asegurártelo! —gruñí—.
Contrólate. Quiero saber qué tenían contra el comerciante.
—Sé muy poco sobre él, Falco…
—¿Qué tendrían que ver Chaereas y Chaeteas con un vendedor de rollos? —Perdí
la paciencia, senté a Filadelfio en un taburete de un empujón y me erguí sobre él—.
Mira… ¡ya ha muerto demasiada gente en circunstancias turbias en el Museion!
Primero, esa pareja de alocados ayudantes tuyos se vieron implicados en la huida de
Sobek.
—Bueno, eso no fue más que un descuido. Tenían la cabeza en otra parte…
Roxana los vio junto al recinto del cocodrilo hablando con tanta seriedad que no
estaban pensando como es debido en asegurar las cerraduras.
—¿De qué estaban hablando? —preguntó Helena.
Utilizó deliberadamente un tono de voz afable, y el guarda del zoo respondió de
igual modo:
—De su abuelo. —Dio la impresión de que lamentó de inmediato haber
respondido.

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—Había muerto, ¿no? —Recordé que, poco después de la tragedia de Sobek, nos
habían dicho que estaban en un funeral—. ¿Estaban disgustados?
—No…, no, Falco… Entonces todavía no se habían enterado de lo de su
abuelo… —Filadelfio se golpeaba las manos, por lo visto torturándose.
Le di una leve sacudida.
—¿Pues entonces de qué discutían con tanta intensidad? ¿Acaso la preciosa
Roxana escuchó a escondidas?
—No, por supuesto que no.
—Aun así —Helena me ayudó a presionarlo—, creo que sabes de qué iba la
conversación. Debes de saber qué era lo que preocupaba a Chaereas y Chaeteas. Tu
relación con ellos es muy estrecha. Si tenían un problema, seguro que te lo contaban.
—Esto resulta muy difícil —gimoteó Filadelfio.
—Lo comprendemos —lo tranquilizó Helena. Por suerte para él, yo estaba
demasiado cansado para retorcerle el pescuezo—. Supongo que te lo contaron en
confianza, ¿no?
—Tuvieron que hacerlo; hubiera causado un gran escándalo… Sí, Helena Justina,
estás en lo cierto. Sé bien qué era lo que preocupaba a mis ayudantes… y lo que
preocupaba a su abuelo. —Filadelfio se irguió de golpe y porrazo. Nosotros nos
relajamos. Iba a contarnos la historia.
El guarda del zoo fue sucinto, como en sus mejores momentos otra vez. Algunos
elementos de la historia me resultaron familiares. El abuelo de los dos primos era un
estudioso que había estado trabajando en la Gran Biblioteca; una vez, sin que le
vieran, oyó que el director del Museion acordaba venderle personalmente a Diógenes
unos rollos de la biblioteca. El abuelo se lo contó a Teón, que ya se imaginaba lo que
estaba ocurriendo. Teón intentó disuadir a Fileto, sin éxito. Entonces Teón murió. El
abuelo no sabía qué hacer, de modo que recurrió a sus nietos en busca de consejo.
—Chaereas y Chaeteas le dijeron que te informara a ti, Falco.
—No lo hizo.
—¿Pero tú lo sabías?
—Lo descubrí por mi cuenta. La verdad es que me hubiera venido muy bien tener
el testimonio de ese hombre —me quejé—. ¿Quién es? O debería decir, ¿quién era?
Filadelfio puso cara de asombro.
—¡Pero si era Nibytas, Falco! Nibytas era el abuelo de mis ayudantes.
Llegados a ese punto medio, nada me sorprendía.
—¿Nibytas? ¿El anciano erudito que murió de viejo en la biblioteca?
Filadelfio frunció los labios.
—Chaereas y Chaeteas estaban convencidos de que no fue la edad avanzada lo
que acabó con él. No tenían ninguna duda de…, de que Diógenes lo asesinó en su
mesa para evitar que hablara.
—¿Tenían pruebas?
—Ninguna.

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—¡Qué peliagudo!
Filadelfio estuvo de acuerdo.
—Yo estaba seguro de que se equivocaban. Me instaron a que realizara una nueva
necropsia pero, como creo que ya sabes, Falco, el cuerpo estaba demasiado
descompuesto. El funeral tuvo que celebrarse al día siguiente; y la momificación
resultó imposible.
—¿Por qué rito funerario se optó?
—Por la cremación. —¡Maldita sea mi suerte!—. Era la única solución —nos dijo
Filadelfio lacónicamente. Al vivir con animales era un hombre poco sentimental.
Entonces nos quedamos los tres en silencio mientras pensábamos en aquellos dos
hombres desconsolados: Chaereas y Chaeteas debían de haberse sentido cada vez más
inquietos al volver una y otra vez sobre lo que creían que le había ocurrido a Nibytas,
y cada vez más preocupados por el hecho de que nadie, ni siquiera Filadelfio, fuera a
ayudarles a sacar la verdad a la luz. Ojalá me hubieran consultado. En cambio,
conspiraron para vengarse por su cuenta. De ahí la manera en la que perseguían a
Diógenes la noche anterior… y el miedo genuino que éste les tenía, porque sin duda
sabía por qué habían ido a por él.
Si se equivocaban, los dos primos habían conducido a un hombre a una muerte
prematura. Puede que Diógenes se hubiera dedicado a actividades delictivas, pero
teníamos leyes para ocuparnos de ello. El propio Chaeteas había muerto en vano en la
torre. Chaereas, que supuestamente sabía lo de la caída mortal de su primo, era ahora
un fugitivo.
—¿Adonde puede haber ido Chaereas? —preguntó Helena. Filadelfio se encogió
de hombros.
—¿Tenían algún pariente en Rakotis? ¿O huiría al desierto? —insistí.
—Lo más probable es que se haya dirigido a alguna granja de su familia —
respondió entonces Filadelfio en tono triste—. Se esconderá allí hasta que crea que
has abandonado Egipto y que el asunto de los rollos ha quedado resuelto.
—Podría prestar declaración —espeté—. Chaereas podría asegurarse de que su
abuelo y su primo no han muerto en vano. Lo que Nibytas oyó será de tercera mano,
pero podría inclinar la balanza contra Fileto. Es un hombre escurridizo y poderoso…
—¡Inmerecidamente poderoso! —Ésta fue Helena, que no toleraba la avaricia—.
¿Vas a enfrentarte a Fileto, Marco?
Dije que no con la cabeza.
—Primero quiero tenerlo todo claro.
Sin que nadie se lo hubiera preguntado, el guarda del zoo añadió:
—Fileto ya sabe lo que le ha pasado a Diógenes.
Podía vivir con ello. Quizás eso le infundiera pánico a ese cabrón. Estando
Pastous escondido en un lugar seguro y yo sin decir ni pío sobre mis aventuras de
anoche, el director haría lo imposible por averiguar los detalles. No sabría con
seguridad cuánto se conocía sobre su mala práctica. Los soldados estaban buscando al

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fabricante de cajas valiéndose de lo que pude recordar sobre su paradero. También
buscarían el segundo cargamento de rollos, en tanto que, con suerte, a estas alturas
Aulo habría recuperado el primero. A Fulvio y a papá iba a ponerlos en cuarentena.
El director estaba a punto de encontrarse muy solo.
—Iré a ver a Fileto en cuanto esté preparado. Dejemos que se preocupe.

Página 260
LIII
Lo que sí quería hacer entonces era ir a ver a Zenón.
Helena estaba cansada, notaba el peso de su embarazo y los efectos retardados de
su preocupación por mí el día anterior. Se quedó sentada en un banco a la sombra, en
los jardines, abanicándose suavemente, y yo me dirigí al observatorio. Subí por las
escaleras muy despacio porque los muslos y las rodillas protestaron al tener que hacer
aún más alpinismo. Tardaría días en recuperarme de aquello. Esperaba que el
astrónomo se mostrara agradable y no volviera a probar sus fuerzas conmigo.
Mientras me concentraba en mi ascensión, la luz quedó tapada. Un hombre
enorme bajaba hacia mí. Me detuve con educación en un rellano. El último
desconocido con quien me había cruzado apretadamente en un tramo de escaleras era
Diógenes; se me puso la carne de gallina al pensarlo.
—¡Falco! ¡Vaya, pero si es Didio Falco! ¿Te acuerdas de mí?
No era un desconocido. Se trataba, en cambio, de una figura con un tremendo
sobrepeso; levanté la mirada y lo reconocí. Aquel hombre sofisticado, mundano y un
poquito artero debía de ser el médico en ejercicio de su profesión más corpulento de
todo el Imperio…, lo que resultaba más irónico aún, puesto que su método era
recomendar purgas, eméticos y ayuno.
Se llamaba Edemón. Tras pasarse veinte años tratando las tripas putrefactas de los
romanos crédulos, había aceptado retirarse en su ciudad natal para servir en la Junta
del Museion. En la reunión a la que asistimos Helena y yo, habíamos oído que iba a
venir. Debía de ser un retiro digno para un profesional respetado. De vez en cuando
podría dar clases, podría escribir artículos eruditos en entrecortada prosa médica,
volver a visitar a familiares y amigos que no había visto desde hacía años y criticar
desde la distancia las malas costumbres de sus antiguos pacientes.
Después de prorrumpir en exclamaciones de verdadero placer ante aquel
encuentro fortuito, el siguiente comentario de Edemón fue que tenía aspecto de
necesitar un laxante.
Noté que una gran sonrisa se extendía por mi rostro.
—¡Supone todo un cambio, un cambio maravilloso, Edemón, encontrar a un
académico con actitud práctica!
—El resto de mis colegas son unos vagos caprichosos —coincidió enseguida. A
Helena y a mí nos caía bien—. Necesitan que los ponga en fila y les administre
lechuga silvestre y sentido común.
Le di seis meses a Edemón antes de que la inercia y las luchas internas lo
agotaran… pero confiaba en que primero permanecería allí una buena temporada.
Todavía estábamos en las escaleras. Edemón había apretado su formidable trasero
contra la pared para apoyarse mientras charlábamos. Deseé que la pared estuviera
bien construida.

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—¿Qué estabas haciendo arriba en la jarcia, doctor? ¿Conoces al soñador de
Zenón, o acaso te llamó para hacerte una consulta?
—Somos viejos amigos. Aunque su bilis amarilla necesita corregirse. Quiero que
empiece un régimen estricto para curar esa cólera que tiene.
—Escucha, Edemón —le dije—, confío en ti, de manera que dime, por favor,
¿crees que puedo fiarme de Zenón?
—Es absolutamente honesto —respondió Edemón—. Su humor corporal hace
que sea propenso al mal genio, pero, al mismo tiempo, es una persona de una virtud
moral impecable. ¿Qué sospechas que ha hecho?
—Después de lo que me has dicho… ¡nada!
—Puedes confiarle tu vida perfectamente, Falco.
—Trató de tirarme por la azotea —le expliqué, suavizando lo ocurrido.
—No volverá a hacerlo —me aseguró Edemón—. Ahora ya no. Le he prescrito
una decocción de mirra con regularidad para limpiar sus corrompidos intestinos… y
voy a prepararle un régimen personalizado de cánticos rituales.
Aquella sabiduría mística a duras penas encajaba con la ciencia pura que Zenón
siempre había defendido, pero la amistad puede derribar muchas barreras.
—Se tirará demasiados pedos como para perder los estribos —me confió Edemón
con una sonrisa bastante amplia.
Cuando estábamos a punto de despedirnos, le pregunté:
—¿Conocías al último bibliotecario, a Teón?
Edemón debía de haberse enterado de lo ocurrido. Quizá Zenón acabara de
contárselo. El físico grandote puso cara de pena.
—Conocí a Teón hace muchos años. Él sí que era un tipo de bilis negra.
Taciturno. Irritable. Con tendencia a la falta de seguridad en sí mismo. Obstruido por
toda una poza de materia pútrida.
—¿Proclive al suicidio?
—¡Oh, sí, perfectamente! Sobre todo si lo estaban presionando.
«Con frecuencia —pensé—, por parte de Fileto, por ejemplo».
Aun sin necesidad de una purga ni un emético, me sentí inspirado mientras subía
a la azotea.
El astrónomo, ese hombre de pocas palabras, apartó la mirada por principio.
—Sólo una pregunta, Zenón. Por favor, respóndeme a una cosa: ¿Fileto ha estado
ingresando dinero en los fondos del Museion?
—No, Falco.
—¿No se ha conseguido dinero con la venta de rollos de la biblioteca?
—Ya me has hecho una pregunta.
—Edemón dice que eres un pilar de la moralidad. Sígueme la corriente. No seas
pedante en vano. Confírmame la pregunta adicional, por favor.
—Como ya te he dicho… no. El director no ha incrementado nuestras cuentas con
ingresos de su venta secreta de rollos. Esperaba recibirlos, pero se guarda el dinero

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para él.
—Gracias —le dije con dulzura.
Zenón sonrió. Me lo tomé como una manera de darme ánimos para mis
investigaciones. La cura de Edemón ya debía de estar haciéndole efecto. ¿O acaso las
estrellas y planetas celestes le habían pronosticado a Zenón que la caída de Fileto
podría ser inminente?
El director estaba a punto de condenarse. En aquel preciso momento, divisamos
desde la azotea del observatorio una preocupante columna de humo negro. Zenón y
yo nos quedamos mirando, horrorizados. La Gran Biblioteca estaba ardiendo.

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LIV
La emergencia hizo que mis articulaciones y tendones agarrotados se aflojaran. Bajé
por las escaleras por delante de Zenón, y corrimos los dos hacia la biblioteca.
Entramos ruidosamente en la sala principal, pero allí todo parecía despejado. Los
lectores levantaron la vista de sus rollos y nos fulminaron con la mirada por
molestarlos con una conducta indecorosa. Al menos de momento el famoso
monumento no corría peligro. Gritamos «¡Fuego!» para alertar a los auxiliares.
Sabíamos que si el incendio se propagaba desde su origen —fuera cual fuera—, la
pacífica atmósfera podía cambiar en cuestión de momentos.
Volvimos a salir a toda prisa. Olíamos el humo, pero no lo veíamos. Reunimos a
los jóvenes estudiantes que siempre andaban merodeando por el pórtico y rodeamos
precipitadamente el edificio principal en dirección a la zona de servicio en la que
había estado el día anterior. El incendio era en el mismo edificio donde se habían
guardado los rollos de Diógenes antes de llevárselos. Aquel día soplaba el Khamseen,
que no sólo podía alterar a los hombres, sino también avivar las llamas.
Se había congregado una multitud que se quedó mirando, atontada. Zenón y yo
movilizamos a todo aquel que nos pareció útil y ordenamos al resto que se largaran.
Con la ayuda que habíamos conseguido, hicimos lo que pudimos. Los estudiantes
reaccionaron bien. Eran jóvenes, sanos y estaban ansiosos por llevar a cabo
experimentos prácticos. Utilizaron sus mentes para idear actividades acertadas.
Trajeron rápidamente cualquier cosa que pudiera apagar las llamas; algunos
exhibicionistas impacientes se desvistieron y se valieron de sus túnicas. Se
encontraron unos cubos… tal vez, al igual que en la plataforma de la linterna del
Faro, la biblioteca contaba con una reserva de utensilios por si se daba una
emergencia semejante. Los limpiadores también tendrían cubos. Nuestros muchachos
no tardaron en organizar una cadena humana para mover los baldes a pulso, después
de llenarlos en el gran estanque ornamental del patio delantero.
Lo hicieron bien, pero la biblioteca era una construcción enorme. Zenón masculló
que el mármol no ardería. A mí me parecía que se equivocaba. Hasta el mármol se
desmenuza si la temperatura es lo suficientemente alta; la superficie se rompe y unas
escamas de mármol del tamaño de fuentes de servir caen al suelo estrepitosamente.
Aun cuando pudiéramos salvar el edificio, aquel incendio podría resultar desastroso
para su estructura histórica.
Para cuando nos llegaban los cubos, ya se había derramado casi toda el agua que
contenían. El incendio se estaba extendiendo, inadvertidamente, antes de que
hubiéramos empezado siquiera. La densa humareda dificultaba nuestra tarea. Después
de lo del día anterior, el calor me amedrentó sólo a medias e intenté asegurarme
desesperadamente de que nadie ardiera de nuevo como una tea. Mientras trabajaba,
unas visiones del horrible espectro del muy desfigurado Diógenes pasaron flotando
ante mí.

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Estábamos perdiendo la batalla. En cualquier momento, las llamas penetrarían por
el tejado del taller y, en cuanto éste prendiera, el fuego pasaría a los demás edificios
cercanos, llevado por el viento. Cualquiera que hubiera visto una ciudad en llamas
debía de ser muy consciente de que nos hallábamos al borde de la tragedia.
Lamenté que no estuviéramos en Roma, donde podríamos llamar a los vigiles. En
las otras ciudades del Imperio no había brigadas contra incendios; los emperadores se
oponían a ellas, puesto que temían permitir que las remotas provincias extranjeras
dirigieran organizaciones pseudomilitares. Si la noticia llegaba al palacio del
prefecto, todos los soldados que hubiera en Alejandría podrían acudir en nuestra
ayuda, pero la mayoría de los legionarios estaban en su campamento, a las afueras de
la ciudad. Cualquier mensaje que se mandara llegaría demasiado tarde. Lo único que
podíamos esperar era que nos ayudara la escoria de la sociedad. Ordené a un
muchacho de piernas largas que fuera corriendo a buscar ayuda en cualquier sitio. Si
estábamos a punto de perder la biblioteca, correría rápidamente la voz por todo el
mundo. En cuanto empezaran a lanzarse reproches, los testigos oficiales serían una
ventaja.
Cundió el pánico. Enseguida siguió la desesperanza. Los primeros arrebatos de
energía juvenil se habían agotado. Nuestros esfuerzos empezaban a parecer inútiles.
Estábamos sucios y cansados, bañados en sudor y vapor. El calor empezaba a
hacernos retroceder.
Zenón volvió a reunir a los jóvenes para un último y agotador intento. Les indiqué
el punto donde las llamas eran más virulentas. Los cubos iban llegando
continuamente, pero nuestros logros fueron lamentables. Estábamos al borde de la
extenuación y a duras penas conseguíamos defendernos. Entonces distinguí el
borroso perfil de una carreta grande e inestable que avanzaba pesadamente por los
espléndidos pórticos. Unas filas dobles de jóvenes la arrastraban con gran esfuerzo
tirando de unas cuerdas. Cuando aquel pesado armatoste surgió a través del humo y
se tambaleó en una esquina, me quedé asombrado al ver que mi Helena Justina iba en
el pescante. Al verme, gritó:
—¡Marco! ¡Vi esto en una de las salas de lectura! Los estudiantes de ingeniería
iban a hacer una clase práctica. Está basado en la bomba de sifón que inventó
Ctesibios hace trescientos años, con modificaciones modernas hechas por Herón de
Alejandría…
Nadie sabía manejar aquella bestia. Todavía no les habían dado la clase. Sin
embargo, mi mejor amigo en Roma, Lucio Petronio, trabajaba con los vigiles, de
modo que yo sí sabía hacerlo.
Por suerte, el depósito de agua estaba lleno, preparado para las demostraciones
previstas. Aquélla sería mejor que ninguna. Era de verdad.
Dispusimos a un par de estudiantes de los más fuertes en cada extremo, donde
tenían que mover las dos palancas grandes del balancín arriba y abajo sobre su eje
central.

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—¡Mantened un ritmo constante! —les ordené cuando se pusieron en acción con
un chirrido y a un ritmo excesivo. No tardaron en dominar el movimiento. La
manguera giraba sobre un empalme que funcionaba como una bisagra, de modo que
podía ajustarse en cualquier dirección. Apuntar la manguera no supuso ningún
problema para unos muchachos prácticos e inquisitivos que habían viajado a
Alejandría con la esperanza de convertirse en inventores locos. Todos querían ser el
nuevo Arquímedes, o como mucho igualar a Herón, su mentor. Cuando el balancín
chirrió y puso en funcionamiento los dos émbolos, mis consejos ya no fueron
necesarios. Pronto empezaron a rociar con la boca de la manguera como si acabaran
de regresar de un ejercicio de entrenamiento de los vigiles en el patio del cuartel de la
Cohorte Cuarta. Así pues, mientras los chicos envidiosos de la cadena de baldes
redoblaban sus esfuerzos para competir por el triunfo, me atreví a musitarle a Zenón:
—¡Puede ser que ganemos!
Como era de esperar, no me respondió.
Al final, el depósito de agua de la bomba quedó totalmente vacío. No obstante, el
fuego que había amenazado con arrollarnos había quedado reducido a brasas. Los
baldes cayeron de entre las manos entumecidas a medida que nuestros ayudantes se
desplomaban, completamente exhaustos. Los jóvenes se tumbaron en el suelo,
resollando ruidosamente después de su esfuerzo desacostumbrado. Incluso para
aquellos que practicaban el atletismo, había sido una dura prueba; me fijé en su cara
de asombro ante el agotamiento que sentían. Zenón y yo nos dejamos caer en un
banco de piedra, tosiendo y jadeando.
Helena Justina, con unas manchas de tizne que le quedaban muy bien, se sentó en
una pequeña extensión de hierba agarrándose las rodillas. En tono soñador, nos
impartió una lección:
—Ctesibios, hijo de un barbero, fue el primer director del Museion. Sus inventos
incluyen un espejo de afeitar ajustable que se movía con un contrapeso, pero es más
conocido como padre de la neumática. A él debemos el órgano hidráulico o hydraulis
y la versión más eficiente del reloj de agua de los abogados o clepsydra. Sus trabajos
con las bombas impulsoras le permitieron crear un chorro de agua para utilizarlo en
una fuente o para sacar agua de los pozos. ¡Descubrió el principio del sifón del que
hoy hemos tenido una demostración sumamente efectiva! No obstante, hay que decir
que incendiar la Gran Biblioteca fue una manera muy drástica de ilustrar los
principios del bombeo. Quizás en el futuro tenga que reconsiderarse este enfoque
empírico.
Los que la escuchaban aplaudieron. Algunos se recuperaron lo suficiente como
para reírse.
—Ctesibios —añadió Helena, que se aventuró a hacer propaganda asumiendo un
tono de burla de sí misma— tenía la ventaja de trabajar para unos faraones benévolos
que apoyaban la invención y las artes. Por suerte, ahora vosotros tenéis una ventaja

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similar, puesto que vivís en el reinado de Vespasiano Augusto, que por supuesto fue
instituido en el poder en esta maravillosa ciudad de Alejandría.
—Hoy los estudiantes han demostrado que aprecian totalmente su buena fortuna
—comenté con voz ronca. Yo también podía hacerme el mojigato.
—Muchas gracias a todos vosotros por vuestra valentía y esfuerzo —exclamó
Helena—. ¡Mirad! ¡Ahora que el alboroto ha terminado, hete aquí a la magnífica
Junta Académica que viene a felicitaros por haber salvado la biblioteca!
A través del humo que empezaba a disiparse, contemplamos a Fileto. Se
aproximaba anadeando, a la cabeza de un pequeño séquito de barbudos: Apolófanes
el filósofo, Timóstenes del Serapeion y Nicanor el abogado. Zenón, sentado en el
banco a mi lado, soltó un gruñido gutural. Ninguno de los dos nos levantamos.
Ambos estábamos manchados de humo y nos escocían los ojos, que teníamos
enrojecidos. Ninguno de los dos estaba de humor para tolerar a un idiota
condescendiente.
Fileto avanzó por entre los jóvenes que habían combatido el incendio, ora
apoyando la mano en alguno de ellos en señal de aprobación, ora murmurándole un
elogio a otro. Si se le hubiera ocurrido traer guirnaldas, aquel adulador empalagoso
les hubiera rodeado el cuello o coronado sus cabezas tiznadas como si fueran unos
olímpicos triunfadores. Los estudiantes no eran tan tontos como para rehuir la
situación, pero se les veía nerviosos. Me acababa de dar cuenta de lo hipócrita que
estaba siendo Fileto con el incendio del taller.
A Zenón y a mí no nos hizo ni caso. Esquivó también el mecanismo del sifón,
como si la apreciación de la mecánica y la belleza de la utilidad fueran conceptos que
lo superaran.
Se acercó al taller quemado. El calor que habían absorbido las antiguas piedras
todavía emanaba de aquellos bloques faraónicos, de manera que Fileto no se aventuró
más allá del umbral de granito. Miró al interior.
—¡Oh, Dios mío! ¡No parece quedar nada del contenido!
Me puse de pie. El astrónomo se quedó detrás de mí, pero entrelazó los dedos
como un miembro impaciente del público que está a punto de ver una obra premiada.
Me acerqué a Fileto, y me dirigí a él en tono de preocupación:
—¿En serio? ¿Y qué contenido era ése, director?
—En este edificio almacenábamos una gran cantidad de rollos de la biblioteca,
Falco…
—¡Oh, no! ¿Estás seguro?
—Yo mismo ordené que los pusieran aquí. ¡Se han perdido todos!
—Por desgracia no pudimos salvar nada de lo que había dentro —le dije,
aparentando que lo lamentaba mucho.
—Entonces, una gran cantidad de valiosas obras culturales han quedado reducidas
a cenizas…
—¿Eso te parece? —me enderecé—. ¡Buen intento, Fileto!

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—¿Cómo dices? —Estaba a punto de recurrir a la bravuconería… demasiado
tarde.
Apolófanes, Timóstenes y Nicanor dejaron de apoyarlo en ese mismo instante.
Aquellos tres personajes ilustres se dieron cuenta de adonde queríamos ir a parar.
Todos ellos optaban al puesto de bibliotecario… y si Fileto caía, también intentarían
conseguir el puesto de director. El cambio de partido empezó justo entonces. Los
candidatos estaban dispuestos a hacer campaña incluso antes de que el antiguo
director se diera cuenta de que estaba acabado.
—Esos serían los rollos —anuncié lentamente— que anoche se llevó de aquí un
comerciante llamado Diógenes. Tú se los vendiste, Fileto, injusta y secretamente,
para tu propio beneficio. No sólo te desprendiste de un material irreemplazable que se
había recopilado durante siglos, sino que además te quedaste el dinero para ti.
Estaba a punto de negarlo. Se lo impedí.
—No empeores tu falta mintiendo públicamente. A Diógenes lo atraparon
mientras perpetraba tu robo. Ahora los rollos se hallan bajo custodia. Serán devueltos
a la biblioteca. Disfraza lo que has hecho como quieras, Fileto. Yo lo llamo fraude.
Lo llamo robo.
—¡Estás exagerando! —Era demasiado tonto como para reconocer que estaba
acabado.
Antes de que pudiera hablar, otra persona intervino arrastrando las palabras
lacónicamente:
—¡A mí me parece que no! —Increíble: era Apolófanes, el mismísimo soplón del
director. Era un gusano…, pero, por lo visto, hasta a los gusanos se les agota la
paciencia.
Empecé a andar directamente hacia Fileto y lo arrastré hacia el interior del
almacén humeante. Apenas podíamos respirar en medio de aquella humareda, pero
estaba tan enfadado que me las ingenié para hablar:
—¿Qué es lo que has dicho? «¡Oh, Dios mío! ¡No parece quedar nada del
contenido!», ¿no es así? Tú esperabas que no quedara nada, por supuesto. Querías
que pareciera que los rollos habían quedado destruidos para ocultar su desaparición.
Agarré al asustado director por el borde de la túnica y lo atraje hacia mí de
puntillas.
—Escúchame, Fileto. ¡Escúchame bien! Apuesto a que has hecho incendiar este
edificio. ¿Por qué no te arresto aquí y ahora? Únicamente porque todavía no puedo
demostrar que fueras tú quien provocó el incendio. Si encuentro las pruebas estarás
acabado. El incendio de un edificio público es un delito capital.
Fileto profirió un grito ahogado. Lo solté.
—Me das asco. Ni siquiera puedo soportar la idea de perder el tiempo con una
acusación. Los hombres como tú sois tan insidiosamente malvados que lo destruís
todo; conducís a la inercia y la desesperación a todo aquel que tenga que tratar con
vosotros. No te mereces que me moleste por ti. Además, creo sinceramente en esta

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institución que tú has depredado y gobernado mal. La razón de ser del Museion
radica en esos jóvenes que yacen aquí, exhaustos. Hoy han utilizado su sabiduría, su
visión y su aplicación. Fueron valientes y esforzados. Son ellos los que justifican este
templo del saber… y sus conocimientos, su invención, su devoción a las ideas y su
desarrollo de las mentes.
Lo aparté de un empujón.
—Esta noche mándale tu dimisión al prefecto. Será aceptada. Mi consejo es que
lo hagas por ti mismo. De lo contrario… —Le cité sus propias palabras—. «De vez
en cuando puede que tengamos que sugerirle a un hombre muy mayor que se ha
vuelto demasiado débil para continuar».
Fileto se iría, aunque fuera protestando. Con ello se evitaría la necesidad de
investigaciones, recriminaciones, peticiones al emperador y, sobre todo, el escándalo.
Aún podría ser que se le asignara una pensión o que conservara el derecho a tener una
estatua en la hilera de antiguos directores, esos grandes hombres cuya excelente
administración había instituido Ctesibios, el padre de la ciencia neumática. ¿Quién
sabe? Podría ser incluso que Fileto mantuviera sus derechos de lectura en la
biblioteca. Yo ya sabía que la vida estaba llena de ironías.
Odiaba todo esto, pero era realista. Había servido a mi emperador el tiempo
suficiente para saber el estilo de acción que quería Vespasiano. La renuncia sería una
solución llevadera y ordenada, que lo haría todo menos embarazoso y limitaría los
comentarios públicos desfavorables. Además, tendría efectos inmediatos.

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LV
Puede que Alejandría fuera un destacado lugar de entrenamiento para la mente, pero
a mí me estaba dejando físicamente para el arrastre. Busqué a Helena con la mirada;
tenía la esperanza de que pudiéramos volver a casa juntos. La palabra «casa»
empezaba a tener ya una resonancia romana, aun cuando no habíamos terminado con
Egipto ni mucho menos.
Me desanimé al verla de pie y conversando con avidez con un anciano. Era uno
de esos hombres de barba gris típicos del Museion, aunque aquél tenía más edad que
la mayoría y se apoyaba pesadamente en unos bastones. Pese a ser delgado y adusto,
y a que probablemente padeciera un montón de achaques, poseía esa mirada de
pensador que se niega a rendirse mientras todavía exista alguna posibilidad de que
pueda resolver uno de los grandes enigmas del mundo.
—¡Marco, corre, ven para que te presente! ¡Estoy tan emocionada! —Tanta
efusión era sorprendente en la fría y refinada Helena Justina—. Este es Herón,
Marco. ¡Herón de Alejandría! Es un privilegio conocerte, señor…, mi hermano
Eliano se entusiasmará. Marco, he invitado a Herón a cenar con nosotros.
Apuesto a que Helena no le había contado al gran fabricante de autómatas que, en
cierta ocasión, su hermano pasó semanas siguiendo la pista de los nuevos ricos de la
remota Britania, intentando vender a esos ilusos buscadores de cultura unas versiones
de las estatuas móviles de Herón que eran una birria. Una de aquellas estatuas mató
incluso a una persona accidentalmente, pero echamos tierra sobre el asunto con la
excusa de que el muerto era un constructor de casas de baños. Tal vez a Herón le
hiciera gracia; era humano, porque me traspasó con una mirada de sus ojos alegres y
dijo:
—Si eres Marco Didio Falco, el investigador del que todo el mundo habla, quiero
tratar contigo de un asunto profesional pero, como bien dice tu esposa, lo mejor es
que charlemos de manera civilizada ante una buena comida.
No había duda de que era un ser humano corriente y moliente, como todos
nosotros. Y mientras nos dirigíamos a casa de mi tío en un carro alquilado —Herón
tullido, Helena embarazada y yo completamente hecho polvo—, el hombre bromeó y
todo diciendo que parecía que nos llevaran a casa como a un grupo de heridos tras
librar la batalla de sus vidas.

***
Aulo y Albia ya habían regresado. Habían conseguido recuperar una gran
cantidad de rollos de la biblioteca en Rakotis, y que se trasladaran nuevamente a su
lugar de procedencia bajo vigilancia militar.
Fulvio y papá, que tenían un aspecto tenso, iban a salir. Casio le confesó a Helena
que mis maquinadores parientes estaban desesperados por recuperar lo que le habían
pagado a Diógenes. Querían descubrir dónde había escondido el dinero. Conociendo

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a los comerciantes, recuperar su depósito quizá resultara imposible. El hombre
guardaría su peculio en escondrijos ingeniosos; incluso podría ser que el dinero ya
estuviera metido en una nudosa madeja de inversiones.
Casio dijo que dispondríamos de comida y bebida en abundancia para entretener a
nuestro famoso visitante. Así fue, en efecto, y disfrutamos de una velada memorable.
No fue ni mucho menos tan formal como la noche que cenamos con el bibliotecario,
por lo que aún resultó más agradable. Helena y yo, Aulo y Albia, estábamos
encantados con Herón, quien estaba tan seguro de su inteligencia progresista que
podía compartir libremente su disfrute de las ideas con cualquiera que quisiera
escucharlo.
Aquel hombre era el prestidigitador que inventó la lámpara de aceite que se
despabilaba sola, la copa inagotable y las máquinas expendedoras que dispensaban
agua bendita. No en vano era conocido como el Hombre Máquina. Nosotros ya lo
conocíamos por su trabajo con los autómatas, unos famosos artefactos que elaboraba
para teatros y templos: ruidos como el del trueno, puertas que se abrían
automáticamente utilizando fuego y agua, estatuas móviles. Había fabricado un teatro
mágico que podía desplegarse frente al público, funcionando solo, y luego crear una
representación en miniatura en tres dimensiones antes de alejarse pesadamente en
medio de un retumbo de aplausos. Mientras permanecíamos cautivados en nuestros
asientos, nos contó que, en una ocasión, hizo otro que ponía en escena un rito
sacramental dionisíaco; tenía llamaradas, truenos y unas bacantes automáticas que
daban vueltas en una danza alocada en torno al dios del vino sobre una plataforma
giratoria que se movía mediante poleas.
No todo su trabajo era frívolo. Había escrito sobre la reflexión de la luz y el uso
de los espejos; cosas muy útiles sobre dinámica, con referencia a pesadas máquinas
elevadoras; sobre el establecimiento de longitudes utilizando instrumentos de
agrimensura y aparatos como el odómetro, que yo mismo había visto utilizar en el
transporte; sobre el área y el volumen de los triángulos, pirámides, cilindros, esferas,
etcétera. Sus estudios abarcaban las matemáticas, la física, la mecánica y la
neumática; fue el primero en anotar lo que se denominaba el «método babilónico de
calcular las raíces cuadradas de las cifras», y coleccionaba información sobre
máquinas de guerra militares, particularmente catapultas.
El chisme más fascinante del que nos habló fue su aeolipile, que modestamente
tradujo como «balón de viento». En su diseño utilizaba un caldero de agua cerrado
herméticamente que se colocaba sobre una fuente de calor. Cuando el agua hervía, el
vapor se alzaba y se metía por unos tubos hasta la esfera hueca. Por lo que entendí, el
resultado era la rotación del balón.
—Y dime, ¿para qué podría utilizarse? —preguntó Helena atentamente—. ¿Para
algún tipo de propulsión? ¿Podría mover vehículos?
Herón se rió.

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—No considero que este invento sea útil, simplemente es fascinante. Es una
novedad, un juguete sorprendente. La dificultad de crear unas cámaras metálicas
fuertes hace que no sea apropiado para aplicaciones diarias, pero… ¿quién iba a
necesitarlo?
Al final, ya resultaba una descortesía pedirle que contara más historias aún. Herón
estaba dispuesto a hablar, era un hombre ansioso por divulgar sus conocimientos y
mostraba un gran entusiasmo en subrayar su propia ingenuidad. Aun así, seguro que
le hacían las mismas preguntas una y otra vez, lo cual debía de acabar resultándole
tedioso. Probablemente pudiera salir a cenar fuera con sus adeptos todos los días de la
semana, aunque me fijé en que comía con prudencia y sólo bebía agua. A todos nos
cayó bien. Nos halagó, dándonos la impresión de que le gustábamos. Helena estaba
particularmente impresionada por el hecho de que Herón nos animara a que
dejáramos que las niñas corretearan por allí.
—¿Cuál es el objetivo de la sabiduría, sino mejorar la suerte de las generaciones
futuras?
Puesto que se les había permitido estar con nosotros, la excitación por la novedad
de hallarse entre los adultos no tardó en palidecer; Julia y Favonia enseguida se lo
tomaron como algo natural, y por una vez se portaron bien. Ojalá lo hubiera visto el
tío Fulvio. Claro que quizá las pequeñas intuyeran la actitud de Herón; con Fulvio las
cosas podrían haber sido muy distintas.
Había llegado el momento de hablar de negocios.
—Herón, antes de poner fin a esta deliciosa velada, dijiste que querías hablarme
de algo, y a mí también me gustaría consultarte un enigma.
Herón sonrió y repuso:
—Podría ser que nos cautivara el mismo problema, Falco.
—¿Vas a preguntar cómo es posible que hallaran muerto al bibliotecario en una
habitación cerrada con llave, Marco? —intervino Aulo.
Asentí con la cabeza. Todos guardamos silencio mientras el gran inventor se
disponía a fascinarnos una vez más. Estaba claro que le gustaba ser el centro de
atención; sin embargo, tenía un encanto que hacía soportable su encumbramiento.
—Conocía a Teón, y me enteré de cómo lo encontraron. Una habitación cerrada
desde el exterior y la llave desaparecida.
—Ya hemos encontrado la llave —le informó rápidamente Aulo—. La tenía
Nibytas, el anciano erudito.
—¡Ah… Nibytas! También conocía a Nibytas… —Herón dejó que su sonrisa
calmada bastara como comentario—. He considerado detenidamente qué explicación
puede tener este misterio —hizo una pausa. Nos estaba manteniendo en vilo con
picardía—. ¿Podría tratarse de cuerdas y poleas? ¿Teón podría haber hecho funcionar
algún artilugio neumático dentro de su santuario privado? ¿Acaso algún delincuente
increíblemente falto de sentido práctico ha montado una descabellada máquina de
matar mecánica? Es imposible, por supuesto…, o habríais encontrado dicha máquina

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después… Además, esto se escapa a mi competencia —dijo con tacto—, pero casi
todos los asesinos tienden a actuar llevados por un impulso, ¿no es así, Falco?
—Las más de las veces. Incluso los que matan premeditadamente suelen ser
bastante estúpidos.
Herón lo reconoció y continuó hablando:
—Cuando me dijeron que el eminente Nicanor había sido el primero en llegar al
lugar de los hechos, mi mente empezó a divagar desmesuradamente, debo admitirlo.
También conozco a Nicanor… —nos brindó su sonrisa más dulce y maliciosa de
todas—. Muchas veces he pensado que me gustaría aprovechar la bravuconería de ese
hombre. ¡Seguro que ese material energético haría funcionar algún artilugio
milagroso!
Herón hizo una pausa para que todos pudiéramos reírnos de su broma.
—Así pues, ¿tienes una teoría? —Helena lo animó a seguir con delicadeza.
—Tengo una sugerencia. No diré que sea más que eso. No puedo demostrar mi
idea con reglas matemáticas ni con el elevado nivel legal que necesitarías, Falco. Sin
embargo, en ocasiones no debemos buscar respuestas intrincadas o atroces. La
naturaleza humana y el comportamiento de los materiales deberían bastar. Yo mismo
fui a la habitación del bibliotecario para inspeccionar el escenario de este misterio
tuyo.
—Ojalá hubiera estado allí contigo, señor.
—Bueno, puedes volver a visitarla y comprobar mis ideas cuando te venga bien.
Lo que propongo no es nada complicado. En primer lugar —dijo Herón, haciendo
que todo pareciera tan lógico que me avergoncé de no haberme dado cuenta por mí
mismo—, en el transcurso de los siglos la Gran Biblioteca ha sufrido muchas veces el
embate de los terremotos que padecemos aquí en Egipto. —La joven Albia soltó un
chillido y se puso a dar brincos; Aulo la codeó ligeramente para que se tranquilizara
—. El edificio ha soportado las sacudidas —se rió—. ¡De momento! Algún día…,
¿quién sabe? Toda nuestra ciudad se encuentra en terreno bajo, surcada y encenagada
por el Delta del Nilo. Quizás aún podría hundirse en el mar… —guardó silencio,
como si le preocuparan sus propias especulaciones.
Fue Aulo quien se percató de hacia dónde había ido encaminado el primer
comentario.
—Las puertas de la habitación se atrancan. Una de ellas mucho.
Herón revivió:
—¡Vaya! ¡Excelente, joven! Me has entendido. La puerta y su mano no encajan
como deberían; yo no pude abrirla. Los daños de los terremotos han movido el suelo
y el marco de la puerta, y el mantenimiento de rutina no se ha ocupado del problema.
Si se hubiera tratado de mi habitación, me habría dedicado a disponer algún sistema
de éxodo artificial en caso de que algún día me encontrara atrapado…
—Entonces, ¿crees que Teón se quedó atrapado? —sugirió Albia.

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—Querida, creo que en ningún momento supo que alguien había cerrado la puerta
con llave. Mucho me temo que su muerte fue del todo coincidente con lo que pasó
con la llave.
—Cada vez me inclino más a pensar que la muerte de Teón fue un suicidio —
dije.
—Sería propio de él —asintió Herón con seriedad. Se sumió en sus cavilaciones.
Al cabo de un rato, lo empujé a seguir:
—Así pues, ¿las puertas se atascan y…?
Una vez más, Herón se espabiló y se deshizo enseguida de su momento
melancólico.
—Considera la escena. Teón, que encuentra que su lucha con la vida le resulta
insoportable, decide poner fin a todo; se ha asegurado de cerrar bien las puertas para
que no lo molesten. Imaginemos que entonces llega Nibytas. No sé, y tal vez no
llegue a saberse nunca, si el bibliotecario ya está muerto dentro de su habitación.
Nibytas está muy nervioso; quiere instar a Teón a que tome medidas, pero éste ya se
ha mostrado renuente. En cualquier caso, Nibytas es ya mayor; podría ser que se
sintiera confuso y que se asustara con facilidad cuando las cosas no iban como él
quería. Llega a las puertas dobles y no puede abrirlas. No tiene la fuerza suficiente
para forzarlas.
—Yo casi me disloqué el hombro —confirmé.
—Menos joven que tú, Falco, menos en forma y más torpe, Nibytas no puede
mover las puertas. Es tarde; sabe que podría ser que Teón no se encontrara en el
edificio. Se pregunta si habrán echado el cerrojo. La llave cuelga de su gancho.
Nibytas no se da cuenta de que eso significa que Teón debe de estar por allí en alguna
parte y de que las puertas no están cerradas… de todos modos, él prueba la llave. Nos
lo podemos imaginar hurgando en la cerradura, quizá cada vez más enojado,
frustrado, concentrado en sus preocupaciones…, bueno, ya sabes lo que pasa cuando
una cerradura es difícil. Es a esto a lo que me refiero cuando he nombrado la
naturaleza humana. Te olvidas de hacia qué lado gira la llave.
Capté la idea.
—De manera que crees que Nibytas giró la llave en un sentido y luego en otro y
se frustró. La cerradura funcionaba; sencillamente las puertas estaban atrancadas.
Teón no acudió en su ayuda, pues probablemente ya estuviera muerto dentro de la
habitación. Al final, Nibytas se marchó de allí indignado y se llevó la llave con él,
probablemente sin darse cuenta. Y con todo este lío había dejado, sin pretenderlo, las
puertas cerradas con llave.
—No puedo demostrarlo.
—Tal vez no. Pero, aun así, es acertado, lógico y probable. A mí me convence.
Le dije a Herón que, cuando se cansara de la vida académica, tendría trabajo
como informante. El gran hombre tuvo la cortesía de decir que no tenía cabeza para
eso.

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LVI
En cuanto los casos lentos empezaban a moverse, a menudo se desataba una tormenta
de acontecimientos capaz de romper cualquier dique. Bueno, Aulo estuvo hurgando
con un palo y lo dejó todo hecho un turbio desastre.
El noble Camilo decidió que era el momento de desafiar a Roxana sobre su
dudosa declaración en lo concerniente a lo que había visto la noche que Heras murió.
Debí impedírselo, pero el muchacho actuaba empujado por un sentimiento de
amistad. Tenía la sensación de que se lo debía a Heras, de modo que le di rienda
suelta.
Fuimos juntos a verla. Helena y Albia insistieron en ello. Ambas querían venir
con nosotros, pero los hombres fuimos tajantes: no necesitábamos carabinas. Sin
embargo, bajo la influencia de Herón, utilizamos nuestro sentido común.
Roxana nos recibió con bastante docilidad. Parecía apagada, y nos contó que su
relación con Filadelfio se había ido a pique. Por lo visto, ahora tenía que pensar en su
carrera, aunque el sinvergüenza había afirmado que lo vencían las ganas de hacerlo
bien junto a su esposa y sus hijos. Roxana dijo que reconocía una mentira nada más
oírla. Aulo y yo nos miramos, pero no le preguntamos cómo lo sabía. Ella nunca
admitiría que también era una artista del engaño, y echaría la culpa a su trato con los
hombres. Nosotros éramos hombres de mundo. Ya lo sabíamos.
Hablamos de la noche del cocodrilo. Dejé que Aulo hiciera las preguntas.
—Nos han contado que la noche en cuestión viste a Chaereas y Chaeteas, los
ayudantes del zoo. ¿Es cierto?
—Estaban encerrando al cocodrilo —asintió Roxana.
—Pues resultó que no lo estaban encerrando —le dijo Aulo en tono grave—.
¿Estaban concentrados hablando?
—Con los cinco sentidos.
—¿Por qué no lo mencionaste antes?
—Se me debió olvidar.
—¿Te encontrabas lo bastante cerca como para oír su conversación?
—¿Eso te han dicho? —preguntó Roxana con recelo—. Pues así debió de ser.
—Dímelo tú.
—Acabo de hacerlo.
Me moví. Yo no hubiera perdido mi tiempo con ella, pero Aulo estaba decidido,
de manera que dejé que continuara.
—Esta vez intenta recordarlo todo. Me dijiste que también habías visto a un
hombre cerca del recinto de Sobek antes de que Heras y tú os dierais cuenta de que el
cocodrilo estaba suelto.
—Estaba justo ahí. Haciendo algo junto a la puerta.
—¿Y tú seguías estando muy cerca de ella?

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—No —contestó Roxana, como si se lo estuviera explicando a un idiota—.
Cuando vi a los dos ayudantes, sí que estaba cerca, yo sola, buscando a Heras.
Cuando vi al otro hombre, ellos dos ya se habían ido, Heras había llegado, por lo que
cuando pensamos que alguien se acercaba, tomamos medidas para evitarlo.
—¿Qué hicisteis exactamente?
—Nos metimos de un salto entre los arbustos —respondió ella sin rubor. Pero,
claro, se trataba de una dama que treparía sin dudarlo a una palmera si su vida corría
peligro.
—Entonces, ¿te avergonzabas de estar con Heras?
—Yo no me avergüenzo de nada.
Aulo adoptó un aire despectivo. Eso fue muy poco profesional y Roxana le
dirigió una sonrisita.
—Bueno, ¿y quién era el recién llegado? Estoy seguro de que sabes quién es —la
reprendió severamente.
Roxana no sabía lo que eran las admoniciones, y el tono de voz de Aulo pareció
desconcertarla.
—¿Era Nicanor? —preguntó él. En un tribunal Nicanor habría protestado por
pregunta sugestiva.
—Pues… sí —titubeó Roxana, que adoptó una actitud reservada—. Es probable
que fuera él. —Incluso las mujeres que dicen no avergonzarse de nada pueden
mostrarse reacias a identificar a un asesino, sobre todo cuando es alguien cuya pericia
profesional implica la posibilidad de que se libre de todos los cargos y quede libre
para volver a la comunidad ardiendo en deseos de vengarse—. Odiaba a Filadelfio…
quizá tanto como para matarlo. Sí, supongo que debía de tratarse de Nicanor.

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LVII
El tío Fulvio y mi padre decidieron que no tenía nada que hacer y podía ayudarles.
Confesaron que estaban intentando encontrar el tesoro escondido de Diógenes. Este
ya había muerto a causa de las quemaduras que sufrió en el Faro. Expiró sin
recuperar la conciencia, lo cual le ahorró mucho dolor, pero dejó a esa pareja en una
situación muy deficitaria. Dado que al parecer Diógenes había sido un hombre
solitario, las posibilidades que tenían de averiguar qué hizo con su dinero eran
escasas.
—¿Le pagasteis por adelantado? —hice hincapié en mi estupefacción.
—¿Quién… nosotros? Sólo le entregamos un pequeño depósito, Marco. Como
muestra de buena fe.
—¡Pues lo habéis perdido! —exclamé sin mucha compasión.
Me negué a dejarme engatusar para que les ayudara. Como entonces se hizo
insoportable vivir bajo el mismo techo que semejante panda de mártires
quejumbrosos, hicimos lo que habíamos venido a hacer. Me llevé a Helena y al resto
de mi grupo a Giza para ver las pirámides.

***
No estoy escribiendo un folleto de viajes. Phalko de Roma, sufrido hijo del
maquinador Phaounios, es un autor teatral de comedias griego. Sólo tengo que decir
que eran más de cien millas. Tardamos dos semanas de ida y otras dos de vuelta,
viajando a un ritmo adecuado para una familia con una esposa embarazada y unas
niñas pequeñas. Para mí, un buen romano, esposo modélico y padre afectuoso, pasar
veinte días de vacaciones con mis seres más queridos es una auténtica delicia, por
supuesto. Confía en mí, legado.
A nuestra llegada, se levantó una tormenta de arena. El polvo se arremolinaba por
el terreno elevado en el que se habían colocado las tres enormes pirámides todos esos
siglos atrás. La arena hería nuestras piernas desnudas, nos irritaba los ojos, nos
rasgaba la ropa y hacía más difícil de lo que hubiera resultado de todos modos eludir
las atenciones de los guías con su sarta interminable de hechos inexactos, o a los
vendedores ambulantes de rostro curtido que se hallaban a la espera de desplumar a
los turistas. Todo resultó agotador. Y, encima, la mejor manera que tenían los
visitantes de evitar el sufrimiento de la tormenta era darle la espalda a las pirámides.
Vimos la Esfinge el mismo día, claro está. Y bajo la misma tormenta de arena.
Nos quedamos todos allí de pie, intentando no ser el primero en decir: «Bueno, ya
está, ¿cuándo podemos volver a casa?».
—¡Por Juno! —exclamó Helena alegremente—. ¿Qué, no os lo estáis pasando
bien?
Fue un error por su parte. Varios miembros de nuestro grupo le respondimos sin
titubear.

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LVIII
Teón, el bibliotecario fallecido, tuvo su funeral poco después de que regresáramos de
nuestro viaje a Giza. Habían pasado cuarenta días desde su muerte, y su familia había
hecho momificar su cuerpo según la tradición egipcia. Durante aquellos cuarenta
días, lo habían lavado con agua del Nilo, lo habían vaciado de órganos (que ya le
habían sacado en una ocasión, al practicarle la autopsia), lo habían rellenado de
natrón para secar y conservar los restos, lo habían vuelto a lavar, habían vuelto a
introducirle los órganos conservados, lo habían hidratado con aceites aromáticos y
envuelto en tiras de lino. También se le habían realizado los encantamientos
pertinentes. Antes de vendarlo, le habían colocado entre las manos un rollo con más
hechizos del Libro de los Muertos. Se le ocultaron amuletos entre las vendas. A la
momia se le puso una imagen muy real de su rostro hecha con yeso pintado, y recibió
una corona dorada de vencedor como señal de su gran prestigio.
Me figuré que se le estaban prodigando más atenciones al cadáver entonces que
las que se le habían mostrado a la persona en vida. Si la familia, amigos y colegas
hubieran prestado más atención a un hombre cuya mente se hallaba
insoportablemente atribulada, ¿seguiría Teón entre nosotros en lugar de pasar a la otra
vida mimado únicamente por los procesos rituales de su embalsamamiento? No se
ganaría nada haciendo hincapié en estos pensamientos públicamente. Había redactado
un informe para el prefecto en el que deduje que el bibliotecario estaba
descorazonado con su trabajo y se quitó la vida. Le conté al prefecto qué era lo que le
deprimía de su trabajo exactamente. Lo hice en confianza. El descontento profesional
de Teón se mantuvo en secreto, claro está, aunque cualquiera que prestara un poco de
atención al asunto se fijaría en la simultaneidad de la renuncia al puesto por parte del
director del Museion.
Acudió mucha gente a despedirse de Teón. Fileto no se contaba entre ellos. Nos
dijeron que se había marchado al sur, al antiguo complejo de templos del que había
venido, fuera cual fuera.
El funeral se celebró en una gran necrópolis situada a las afueras de la ciudad
donde, por su elevada posición, Teón había encargado una espléndida tumba. ¿Se
habría diseñado y construido antes de que muriera? Me pareció una pregunta
maleducada para que la hiciera un mero conocido. El sepulcro estaba tallado en
piedra autóctona, aunque algunas partes estaban decoradas con hiladas de piedras
pintadas en distintos colores para simular un edificio. Descendimos por un tramo de
escaleras talladas en la roca hasta un atrio abierto; allí, bajo el cielo azul, había un
altar para las ceremonias formales. Observamos una curiosa mezcla de decoración
griega y egipcia por todo el lugar. Unas columnas jónicas enmarcaban el atrio, pero
las que flanqueaban la cámara funeraria eran lotiformes. Los dolientes comieron con
su muerto en una sala con asientos tallados, sobre los que se habían colocado unos
colchones para hacerlos más cómodos. El ataúd estaba dentro de un sarcófago

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adornado con motivos griegos: cenefas de vides y olivos. Descansaría en una
habitación pintada, donde una serie de escenas de la mitología griega (según Helena,
el rapto de Perséfone por Plutón cuando éste salió del Inframundo en su cuadriga) se
desarrollaban bajo otra escena de los procedimientos de momificación tradicionales.
Dioses con cabeza de perro y cabezas de Medusa compartían la tarea de proteger la
tumba de los intrusos, pero la estatua del dios egipcio llevaba un uniforme romano.
Sobre las entradas, se extendían unos discos alados egipcios del sol, en tanto que
fuera de la cámara funeraria había una nueva estatua de Teón representado con un
estilo decididamente griego para hacerlo verosímil: sus rasgos conocidos, el pelo y la
barba abundantes y rizados.
—¡Más abundantes y rizados de lo que recuerdo! —exclamé entre dientes.
—Permítele un poco de vanidad —me reprendió con sorna Helena.
Su funeral me pareció muy deprimente. Al recordar cómo lo habíamos conocido
aquella noche, pensé en que debió de pasar todo el tiempo ocultando su estado
melancólico, quizás incluso planeando el final de la noche con su muerte. No lo
conocíamos lo suficiente como para darnos cuenta entonces, ni como para llorarlo
completamente ahora. Me negué a tener mala conciencia por ello. Habíamos
escuchado sus quejas sobre el Museion; si Teón hubiese querido, podría haberme
advertido de las malas acciones del director y solicitar mi ayuda.
Al cabo de un rato, me sentí demasiado incómodo para quedarme. Me escabullí,
volví a subir las escaleras hacia la necrópolis y esperé allí con inquietud. Helena
cumpliría con nuestro deber. Ella consideraba que la asistencia formal en ese día era
tranquilizadora para la familia del difunto, además de un sano proceso de
cicatrización para sus colegas. Yo pensaba que todo era hipocresía. Me sentía
demasiado apesadumbrado para pasar por ello.

***
El director de la funeraria estaba ahí afuera. Petosiris.
Al verlo, vacilé. La última vez que nos vimos, Aulo lo había inmovilizado
mientras yo le daba una paliza a sus dos ayudantes. Ellos también se encontraban allí,
esa pareja a la que Aulo había bautizado como Picazón y Sorbemocos y que
continuaban rascándose y sorbiéndose la nariz respectivamente. Sin embargo,
ninguno de ellos parecía guardarme rencor, de manera que intercambiamos unos
silenciosos saludos con la cabeza.
—Espero que esta vez hayáis traído el cuerpo correcto —dije, dando por sentado
que a los profesionales hastiados siempre les gusta bromear en los entierros.
Pasamos aquellos instantes del día cortésmente, como suele hacerse cuando estás
esperando por un cementerio a que concluya un funeral.
Cuando había salido a la necrópolis, los tres empleados del depósito estaban
manteniendo una conversación bastante seria que interrumpieron al verme. Después
siguieron charlando entre ellos un buen rato. Casi todos sus comentarios se hicieron

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en un idioma que yo no hablaba. No obstante, distinguí el tono. Supe que estaban
hablando de mí.
Con todo, me sorprendí cuando Petosiris se aclaró la garganta y asumió una
actitud casi de disculpa que supe reconocer. En el desempeño de mi trabajo, otros
hombres me habían abordado de la misma manera, a menudo para proporcionarme
alguna información que decían que me sería útil. Normalmente me pedían que les
pagara y, a veces, me contaban tonterías, pero otras muchas me daban información
perfectamente válida.
—Estos chicos creen que debería contarte una cosa, Falco.
—Te escucho. Adelante.
—El otro día preparé a ese tal Nibytas. El viejo que murió en la biblioteca.
Puse cara de compadecerlo.
—Tuve ocasión de ver el cuerpo. Me dijeron que tuvisteis que incinerarlo.
—La medida no tuvo mucho éxito con los parientes —se lamentó Petosiris—. Un
hombre incinerado no puede reencarnarse —dijo—. Claro que hoy en día no todo el
mundo cree en el renacimiento, pero para los que sí lo hacen, recibir únicamente una
urna de cenizas puede ser desgarrador.
—¿La urna se mete en una tumba?
—En unos estantes numerados. Aquí en la necrópolis, más abajo. Las apretamos
un poco para ahorrar espacio. Obviamente, no es tan refinado como esto.
Asentí con la cabeza y volví a pensar en aquella noche desenfrenada en la que
Chaereas y Chaeteas dieron caza a Diógenes. La manera en que fue enterrado su
abuelo debió de incrementar su ira.
—¿Y bien? ¿Qué es lo que tienes que decirme?
—La cuestión es… —a Petosiris se le fue apagando la voz—. Esos chicos, sus
nietos, estaban muy disgustados por lo de la incineración, claro, pero había algo más.
Me pareció que debía contarles lo que había encontrado.
—Podría resultar útil si me lo contaras a mí.
—Eso es precisamente lo que estábamos diciendo…
Petosiris hizo un gesto repentino. Dos gestos. Se puso la mano en la garganta una
vez, con los dedos separados, y luego hizo un movimiento repentino con ambas
manos, como si partiera el hueso de la suerte de un pollo.
Solté un leve silbido.
—¿Tenía el hueso de la garganta roto?
Petosiris respondió afirmativamente moviendo la cabeza. Sabía que yo lo
comprendía: hay un hueso que se rompe durante la estrangulación. Sus nietos estaban
en lo cierto. Nibytas no había muerto de viejo. Alguien lo había asesinado.
Pensé que probablemente tampoco se equivocaban en cuanto a quién lo hizo.
***

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Como casi siempre, Helena tenía razón. Siempre vale la pena asistir a los
funerales.
Filadelfio se hallaba entre el pequeño grupo de lumbreras académicas allí
presentes. Cuando dichos dolientes salieron, lo cogí por banda con discreción. Le
comenté que me parecía que seguramente él sabía dónde se había refugiado Chaereas.
No hacía falta que me lo dijera, pero si él supiera que teníamos constancia de los
hechos aportados por Petosiris, tal vez le haríamos un favor. No haría que la muerte
del anciano fuera más fácil de soportar, pero sí significaría que los dos primos tenían
cierta justificación para tomar medidas contra Diógenes. Chaereas no había estado en
lo alto del Faro, por lo que no se entablaría ninguna acción legal contra él. De modo
que quizá querría regresar al zoo y seguir con su vida.
Además, tal vez Chaereas considerara que su primo había muerto por una buena
causa. Sabía cuál era mi opinión al respecto, pero no lo juzgaba por ello.
—¿Cómo te las arreglas sin ellos, Filadelfio?
—¡Estoy disfrutando mucho! Me recuerda a mis inicios. Esta nueva situación ha
hecho que empiece a reconsiderar las cosas.
—¿Un replanteamiento? ¿De qué se trata?
—En realidad no quiero el puesto de bibliotecario —dijo Filadelfio—. Me gusta
demasiado lo que hago.
De todos modos, no dijo nada de retirarse de la lista de candidatos. Aquel hombre
apuesto tenía demasiada ambición social, dijera lo que dijera entonces.
—Bueno, pues buena suerte, pase lo que pase… Helena y yo hemos estado fuera
de viaje. Ayúdame a ponerme al día, Filadelfio. ¿Qué ocurrió con Nicanor después de
que Roxana lo pusiera en un aprieto? Oí que lo habían arrestado, pero no sé nada de
lo que ocurrió después.
Filadelfio se rió brevemente.
—Nada. Ella se desdijo.
Como me temía. Tendría que decirle a Aulo que aquello no hacía más que
demostrar los riesgos de sonsacar a una cabeza hueca corta de vista, a la que unos
diestros embalsamadores debían de haberle extraído la conciencia.
—¿Cómo ocurrió?
—Roxana fue a verle…
—¿A Nicanor?
—A Nicanor. Estaba preocupada por haberle causado problemas, de modo que
esa monada fue a disculparse. La cosa terminó en que Nicanor y ella se hicieron…
buenos amigos.
—¿Tête-à-têtes sobre almohadones mullidos para el abogado? Entonces, ¿no hay
posibilidad de que te reconcilies con ella?
Filadelfio adoptó una actitud sospechosa. Contra toda probabilidad, parecía que,
de hecho, Roxana y él habían hecho las paces. Me carcajeé abiertamente y quise

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saber cómo se había logrado estando de por medio el consabidamente celoso Nicanor.
Fácil: los dos amantes habían acordado formalmente compartir a la mujer.
—¡Vaya! Me asombras —confesé—. Sin embargo, esto deja sin respuesta una
pregunta fundamental. ¿Roxana vio de verdad a un hombre soltando a Sobek? ¿Fue
algún loco que intentaba hacerte daño? Si es así, ¿por qué y quién era?
—Vio a alguien, eso lo creo —asintió Filadelfio—. Pero no era Nicanor. Estoy
siendo extremadamente cuidadoso por si esa persona vuelve a intentarlo…, pero no
ha sucedido nada extraño. Creo que debe de haberse dado por vencido.
—Me parece que corres peligro. Insisto en averiguar quién lo hizo…
—Déjalo, Falco —me instó el guarda del zoo—. Ahora que Teón está en su
tumba, retomemos todos nuestras vidas diarias con tranquilidad.

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LIX
Nos marchábamos de Alejandría. Nuestro barco ya estaba reservado, y gran parte de
nuestro equipaje, ahora incrementado por muchas adquisiciones exóticas, ya estaba
cargado. Habíamos ido a despedirnos de Talía únicamente para encontrarnos con que
ella y su serpiente Jasón ya habían recogido los bártulos y habían seguido adelante
hacia cualesquiera nuevas guaridas que se verían honradas con su presencia llena de
vitalidad. Yo había hecho las paces con mi padre y con el tío Fulvio, que adoptaron
los dos un aire demasiado petulante; supuse que habían localizado su depósito
supuestamente perdido, lo cual era sorprendente, y que estaban de nuevo metidos en
algún negocio indecente. Ellos iban a quedarse allí. Aulo de momento también,
aunque después de varias discusiones, me pareció que su período de estudio formal
finalizaría pronto. No tardaríamos en verlo de nuevo en Roma. Para Helena y para
mí, para Albia y las niñas, nuestra aventura en Egipto se acercaba ya a su fin.
Zarparíamos bajo el poderoso Faro para regresar a lo que nos era familiar: nuestra
propia casa y las personas a las que habíamos dejado atrás. Mi madre y hermanas, los
padres de Helena y su otro hermano, mi amigo Petronio, mi perra Nux de vuelta a
casa.
Ahora que estaba todo organizado, experimentamos las últimas y ridículas
punzadas nostálgicas de los viajeros, deseando poder quedarnos, después de todo. No
había manera: era momento de marcharse, de verdad. Así que, por última vez, Helena
y yo tomamos prestado el palanquín de mi tío que, con sus cojines color púrpura,
distaba mucho de ser discreto. Salimos de casa con sigilo y pasamos junto al hombre
rezongón que seguía sentado en la alcantarilla con la esperanza de abordarnos. No le
hicimos ni caso, por supuesto. Nos quedaba una última cosa por hacer: llevé a Helena
a devolver los rollos que había tomado en préstamo de la biblioteca.
Como no podía utilizar la Gran Biblioteca, había estado tomando libros prestados
de la Biblioteca Hija del Serapeion. No me preguntéis si estaba permitido sacar los
rollos; Helena era la hija de un senador romano y esgrimía bien sus encantos. Así
pues, llegamos allí dando sacudidas en el palanquín, nos apeamos de un salto,
entramos en la stoa y… tuve que volver de nuevo a nuestro transporte, porque me
había olvidado los rollos. Había alguien hablando con Psaesis, el jefe de los
porteadores, pero, quienquiera que fuera, se escabulló rápidamente.
Cuando llegué a la biblioteca con mi carga, Helena estaba conversando con
Timóstenes. Le entregué el material de lectura como si fuera su pedagogo de
confianza, y ella continuó con su conversación:
—Antes de que nos vayamos, Timóstenes, ha llegado a mis oídos el leve rumor
de que ahora tu nombre está en la lista de candidatos para el puesto de la Gran
Biblioteca. Ambos queremos felicitarte y desearte lo mejor…, aunque, por desgracia,
parece ser que cuando hagan el nombramiento Marco y yo ya habremos abandonado
Alejandría. Estas cosas llevan tanto tiempo…

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Timóstenes inclinó la cabeza con gravedad.
Helena no pudo resistirse y bajó la voz para decir:
—Sé que debió de decepcionarte mucho el hecho de no haber sido incluido desde
el principio. Sin embargo, está bien que, pese a los esfuerzos de cierta parte, el
prefecto fuera alertado del error.
—¡Por Filadelfio! —exclamó Timóstenes.
Vi que Helena parpadeaba.
—¡Vaya! ¿Te lo ha dicho él?
Timóstenes era perspicaz. Había advertido la sorpresa de Helena.
—Bueno, eso pensaba yo… Cuando añadieron mi nombre me dijo: «Siempre creí
que tenías que haber estado en la lista». —Observamos a Timóstenes mientras volvía
a considerar el comentario, y se dio cuenta de que podía haberse tratado de mera
cortesía por parte del guarda del zoo. Por una fracción de segundo, me pareció que
sus ojos adquirían una nueva frialdad.
—¡Todos lo pensábamos! —le dijo Helena resueltamente.
Yo estaba estudiando a Timóstenes. Él quería el puesto; recordaba que me lo
había dicho. Él había pensado que los prejuicios del director contaban demasiado en
su contra, porque él era un bibliotecario profesional y no un académico. Aun así,
otros candidatos me habían contado que, cuando Fileto anunció la lista original,
Timóstenes se puso tan furioso que le dio un berrinche y salió disparado de la reunión
de la Junta Académica. Intenté recordar si le había dicho alguna vez que creía que
Filadelfio era el candidato favorito…
En aquellos momentos, Timóstenes se mostraba contenido. Su actitud era casi
arrogante. Me sentí preocupado por él; sí, debía estar en la lista, aunque
probablemente no tuviera muchas posibilidades. Era más joven que los demás
candidatos, seguramente contaba con menos experiencia… No obstante, vi que él
creía que debía conseguir el trabajo. Se había convencido a sí mismo. Para un viejo
soldado como yo, su seguridad era peligrosa. Sus ansias eran evidentes en el más leve
parpadeo de sus ojos, en una ligera tensión de los músculos de sus mejillas. Pero yo
lo tenía allí, delante de mí, y la fuerza del sentimiento me resultó perturbadora.
Se dio cuenta de que lo observaba. Quizá también vio que Helena deslizaba su
mano en la mía. Fue un gesto de lo más natural para cualquiera que nos hubiese visto
juntos. Lo que él no habría detectado era la presión adicional del pulgar de Helena
contra mi palma y el suave apretón con el que le respondí.
Helena suspiró como si estuviera cansada. Dije que teníamos que marcharnos.
Nos despedimos formalmente y nos dirigimos hacia el palanquín. Le di un beso en la
mejilla, le dije a Psaesis que debía llevarla a casa y luego, sin añadir ningún otro
comentario, regresé yo solo y crucé la stoa.
Timóstenes caminaba alejándose del trío de grandes templos: el santuario de
Serapis, flanqueado por un templo más pequeño de su consorte Isis y otro mucho más
pequeño aún dedicado al hijo de ambos, Harpócrates. Lo vi entrar en un lugar en el

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que ya me había fijado con anterioridad y que me había horrorizado: el pasadizo que
descendía hasta el oráculo. Lo seguí, a pesar del horror que me producían los
espacios subterráneos. En todas las provincias dejadas de la mano de los dioses que
había visitado, si había un agujero en el suelo donde se pudiera aterrorizar a un
hombre, yo acababa metido en él. Tumbas fantasmagóricas, cavernas inquietantes,
espacios estrechos y sin luz de todas clases esperaban para ponerme nervioso con sus
interiores claustrofóbicos. Allí había otro.
Aquél había sido construido por los faraones, de modo que era un lugar refinado.
Olía a limpio y parecía gozar de cierta corriente de aire. Un pasillo largo con las
paredes cubiertas de piedra caliza se alejaba en declive por debajo de la stoa. Al igual
que todas las estructuras faraónicas, aquel pasillo estaba maravillosamente bien
construido; era amplio, con una buena forma rectangular. Los peldaños eran bajos y
daban sensación de seguridad. Por lo que yo sabía, probablemente condujera a una
cámara subterránea utilizada para el culto al Buey Apis. Dicho culto tenía rituales que
poseían ciertas similitudes con el mitraísmo, y en Egipto estaba relacionado con el
culto a Serapis. Los rituales para los iniciados se celebraban bajo tierra; me figuré que
tendrían que ver con la oscuridad, el miedo y la sangre.
Había mucha gente fuera, en el pórtico, pero allí abajo no nos veía nadie. No
quise ir muy lejos. Me quedé cerca de la entrada y llamé.
Timóstenes debía de haber estado esperándome. Eso significaba que me había
conducido allí abajo a propósito. Había supuesto que me vería obligado a darle caza
en la oscuridad aterradora, pero al oír mi grito se detuvo y se dio la vuelta con mucha
tranquilidad. Su comportamiento tenía una cortesía extraña y desconcertante.
—Éste es un camino secreto a nuestro oráculo, Falco —permaneció inmóvil
mientras hablaba—. Quizás él me diga a quién van a darle el puesto.
—Hay una cosa que tendrías que saber. —Mi voz sonó fría. Antes nos había
caído bien, pero ahora ya lo tenía calado—. La noche que soltaron al cocodrilo para
que matara, una testigo vio a un hombre por allí cerca.
—Esa mujer, Roxana. Identificó a Nicanor.
—Lo ha reconsiderado y negó que fuera él. Creo que se la puede convencer de
que confiese la verdad. ¿A quién identificará entonces, Timóstenes?
Esperaba que intentara algo. Lo único que hizo fue encogerse de hombros y luego
empezó a caminar hacia mí. Yo seguía estando cerca de la salida. Había espacio para
que pasara.
Me alegré de que se marchara sin intentar nada. Lo dejé pasar y di media vuelta
rápidamente para seguirle. En aquella gran ciudad de impresiones artificiosas, se
pretendía que los que salieran del subsuelo al brillante mundo de arriba quedaran
deslumbrados. En cuanto estuve frente a la salida, quedé cegado por la luz natural.
Timóstenes lo había calculado perfectamente.
Me golpeó con tanta fuerza que me quedé sin aliento. Me empujó con tanta
rapidez que me caí. Ni siquiera me dio tiempo a soltar una maldición. Con esa misma

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lógica pedante que lo había llevado a intentar matar al guarda del zoo con su propia
bestia, intentó matarme a mí con mi propio cuchillo. Debía de haberlo visto antes,
pegado a mi pantorrilla; fue a por él al instante, cuando yo apenas había empezado a
alargar la mano para cogerlo. Peleamos de cerca, brevemente, luchando en las
escaleras. Uno de nosotros tiró del cuchillo, que se deslizó entre mis dedos y que
también pasó rozando su mano.
Alguien soltó un gruñido. Oí tres golpes, todos fuertes, pero ninguno de ellos me
lo propinaron a mí.
Timóstenes me soltó y cayó. Todo quedó en silencio.
Estaba vivo. Si te apuñalan no siempre te das cuenta enseguida. Me moví con
cuidado, comprobándolo. Me incorporé y me fui apoyando por etapas en la pared que
tenía detrás, sin saber qué podía esperarme. Cerca de allí, en la salida, había luz
suficiente para ver que Timóstenes estaba muerto. Me habían rescatado.
Lo conocía. Acuclillado junto al cuerpo con expresión satisfecha, mi salvador era
un hombre de mediana edad, escuálido, con una túnica larga y mugrienta. Su aspecto
era sucio y desastrado, con una sombra de barba: la inanición encarnada. Como
siempre, parecía siniestro y desesperado a la vez. Limpió la sangre de mi cuchillo en
su túnica con una amplia sonrisa y entonces me lo ofreció con el mango por delante.
—¡Katutis! —le dirigí una mirada prolongada y tomé el cuchillo. No dominaba el
egipcio, de modo que le hablé en griego—. Me has salvado la vida. Gracias.
—¡En el Faro también! —me dijo en tono excitado—. Vi que ibas hacia allí.
¡Corrí hasta el palacio, y mandé a los soldados para que te ayudaran! —Bueno, eso
explicaba por qué habían llegado tan deprisa. ¡Luego dirán de las señales militares!
Asombroso.
—Está bien, Katutis. Me rindo. No juegues conmigo; al fin tienes tu oportunidad:
dime qué es lo que quieres.
—¡Trabajo! —me rogó. Lo dijo en latín. Tenía un acento horrible, pero también
lo era el mío para cualquiera que no fuera del Aventino. Al menos había hablado con
claridad, sin mascullar ni maldecir—. Necesito trabajo, legado.
—Vivo en Roma. Hoy mismo emprendemos el viaje…
—¡Roma! —exclamó Katutis, entusiasmado. Le brillaron los ojos de exaltación
—. Una gran ciudad. ¡Roma… sí!
¿Por qué me pasa esto? No era lo que me había esperado, pero reconocí el dejo de
fatalidad de la situación.
—¿Qué sabes hacer? —me aventuré a preguntar con desaliento.
—Mi griego de secretariado es perfecto, mi legado. Leo, escribo. Todas las letras
bien formadas, todas las líneas rectas… —Sabía que no lo necesitaba para nada, pero
el hecho de que él sí me necesitara a mí podía conmigo. Mientras permanecía allí
sentado, indefenso, él cogió el ritmo y entonó alegremente—: Buenas copias, Phalko.
¡Puedo copiar muchos rollos para ti!

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ROMA

Un mes después

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LX
Al cabo de un mes, estábamos en casa. Ya me había empapado bastante del lujo
oriental con sabor a antiguo. Aquí, en el moderno y próspero oeste, el sol era claro, el
cielo era azul y el Foro apestaba satisfactoriamente; apestaba a lasitud, a fraude, a
rumor, a corrupción y a depravación. Aquello no tenía nada de exótico; era la
porquería de nuestra propia casa. Ahora ya estaba contento.
Transcurrió cerca de otro mes antes de que recibiéramos una carta del tío Fulvio.
En realidad, la había escrito Casio. Helena y él habían entablado una de esas
amistades en las que las noticias iban de un lado a otro con una ligereza encantadora.
Fulvio y Casio seguían en Alejandría, aunque decían que mi padre se hallaba
entonces de camino de vuelta a casa.
—¡Ay, qué larga se hará la espera! Lee el resto, Helena, si es que no va a
disgustarme.
Helena y yo nos estábamos relajando bajo nuestra pérgola cubierta de rosas del
jardín que teníamos en la azotea. Ella estaba a punto de dar a luz, de modo que yo
pasaba gran parte del tiempo por allí, preparado para la crisis doméstica. Mi cauto
apoyo parecía hacerle gracia; aunque también contribuía a capear mi ansiedad.
—Podría llamar a tu secretario para que te lo leyera —se burló Helena Justina sin
piedad.
Lo habíamos lavado, pero haría falta mucho más que agua caliente y una túnica
nueva para que Katutis estuviera a la altura de los factótums impecables que otros
empleaban. Mascullé que Helena era más guapa y tenía mejor voz; además, afirmé,
Katutis estaba ocupado coordinando mis memorias.
—Lo he puesto a aplanar papiros, cosa que, como te dirá cualquier papelero, se
hace sentándose encima…
—¡Anda, cállate, Marco! Esto es importante… ¡Casio nos ha mandado la lista de
nombramientos del Museion!
Me estaba hurgando los dientes con una ramita, cosa que normalmente ocupa toda
mi atención, pero me erguí en mi asiento. Helena me leyó la noticia:
—Aquí está el primer anuncio. El bibliotecario de la Gran Biblioteca va a ser…
Filadelfio.
Tiré la ramita. Me crucé de brazos y me sumí en una actitud crítica.
—Lúcido, formal, bueno con el personal, popular entre los estudiantes… en
apariencia un candidato completo y decente. Puesto que todos los lectores de la
biblioteca son hombres, su confianza en su atractivo y su carácter mujeriego no serán
relevantes. Por desgracia, desde el punto de vista académico sólo le importa la ciencia
experimental. Puede que su entendimiento de una gran colección de literatura escrita,
mucha de ella filosófica, sea inadecuado… Fue el único que me dijo que no quería el
trabajo.
—La opción lógica —comentó Helena con cinismo.

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—Este es el lado oscuro de los cargos públicos.
—Los que deciden deben de tener la sensación de que cualquiera que ansíe
demasiado el puesto seguro que la pifia. Esto podría ser una manera sofisticada de
evitarlo.
—O una completa mierda.
—Bueno, ya sabes cómo funciona todo, Marco. No se trata de elegir al mejor
candidato, sino de evitar al peor. No tiene que haber resultado fácil elegir entre los
idiotas y los incompetentes, por no mencionar un candidato que se libró de que lo
ejecutaran por asesinato sólo porque ya estaba muerto.
—Dejé una nota con instrucciones claras. No sé cómo justifican su sueldo los
secretarios de palacio… ¿Quién es el siguiente?
Casio debía de tener un estilo divagador. Helena buscó antes de responder:
—Incorporaciones a la Junta Académica, ascensos para llenar vacantes. Dos caras
nuevas. Edemón, nuestro amigo médico, cosa que ya sabíamos, y Eácidas, el
historiador.
—Podría ser peor.
—Ah, aquí hay otro. A Nicanor lo han nombrado jefe de la Biblioteca Hija del
Serapeion.
Solté un gruñido.
—¡Caramba! ¿Nicanor? Un abogado corrupto…, si es que eso no es una doble
negación. Es inútil. Todo son destellos y pirotecnia. ¿Qué sabe Nicanor de bibliotecas
de santuarios? Lo considerará una sinecura, un paso útil para abrirse camino hacia
posiciones más elevadas. Es como si lo viera. Nunca tomará decisiones, así nunca
hará nada por lo que puedan criticarlo. El Serapeion estaba bien dirigido y funciona
de maravilla; a partir de ahora se deteriorará. Todo se estancará.
Helena me dirigió una mirada y, a continuación, desenrolló un poco más la carta
de Casio.
—No obstante, va a tener a nuestro amigo Pastous como auxiliar especial.
—Ascenso por méritos…, un concepto innovador, querida, ¡pero podría
funcionar! Cuando Nicanor haya salido a retozar con Roxana o a defender a algún
completo sinvergüenza en los tribunales a cambio de unos honorarios exorbitantes, el
excelente Pastous puede arreglar todo lo que sea necesario. Esperemos que su nefasta
posición no acabe por agotarlo. O quizá Pastous pueda organizar de algún modo un
accidente fatal para Nicanor; estará bien situado para tomar el relevo…
—Para Zenón no hubo nada. Casio dice que el destino de Zenón es el de ser un
hombre permanentemente decepcionado. De todas formas, si es bueno contemplando
las estrellas ya lo habrá previsto.
—¡Un chiste muy viejo! Pero es de los que me gustan.
—Tendría que haber hablado.
—Es un hombre de pocas palabras. De ésos a los que siempre apartan a
empujones.

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Se hizo un breve silencio. Helena soltó un suspiro acongojado.
—Prepárate, querido. Aquí está: el nuevo director del Museion. ¡Puf! No quiero
ni pensar en lo que te va a parecer esto, Marco.
—¿Qué puede ser más horrible que lo que ya hemos oído? Cuéntame, venga.
Helena dejó el rollo en su regazo.
—Apolófanes, el pelota.
—Bueno, ahí lo tienes. —Apliqué mi flema característica con tristeza—. No hay
justicia. Esta debe de ser la peor de las soluciones, sin duda, la más deprimente que
podría llegar a idear una panda de funcionarios ridículos, remotos e ignorantes.
Supongo que decidieron esta tontería cuando acababan de regresar tambaleándose de
una borrachera de cinco horas, todo pagado por importadores de artículos de lujo que
quieren que el prefecto les haga favores.
Helena asumió su imparcialidad natural.
—Intentemos ser optimistas, Marco. Quizás Apolófanes acabe estando a la altura.
Hay algunos hombres, hombres que de entrada tienen ciertas limitaciones, que sin
embargo desafían el consenso de opinión y adquieren una nueva postura.
No dije nada. No iba a discutir con mi esposa, no fuera eso a provocarle unos
dolores de parto prematuros y que nuestras madres me echaran la culpa a mí.
Además, tenía razón. El nuevo director era un pelota, pero un estudioso serio.
Igual salía adelante. En la terrible sátira que es la vida pública, tienes que albergar un
poco de esperanza.

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LINDSEY DAVIS. Nació en Birmingham en 1949 y estudió Literatura Inglesa en la
Universidad de Oxford. Después de escribir con seudónimo algunas novelas
románticas, saltó a la fama como autora de originales novelas históricas en las que la
fiel reproducción de la vida cotidiana en la Roma imperial se combinaba con un
agudo sentido del humor y unas perfectas tramas detectivescas. Su más célebre
creación, el investigador privado Marco Didio Falco, la ha convertido en la más
popular, leída y admirada cultivadora de novela histórica, al tiempo que le ha
granjeado el respeto de los lectores de novela negra. La veintena de títulos de la serie
han convertido a Falco en un personaje entrañable para miles de lectores en todo el
mundo y le han valido a la autora la Ellis Peters Historical Dagger 1998, el Premio
Author's Club First Novel Award en 1989, el Premio Sherlock 1999 y el Premio de
Novela Histórica Ciudad de Zaragoza 2009, entre otros galardones.

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Notas

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[1] Nemo significa «nadie» en latín. (N. de la T.) <<

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