Arte y CCSS 1 15

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 15

Arte y Ciencias Sociales

Ana M. ULLÁN DE LA FUENTE y Manuel HERNÁNDEZ BELVER

Para comenzar este trabajo podemos hacerlo planteando una pregunta; una
pregunta muy general pero que encuadra, en buena medida, su interés y su en-
foque. La pregunta podríamos formularla de la siguiente forma: ¿qué es lo que
hace que unas personas disfruten, valoren y estimen el arte moderno mientras
que, por el contrario, otras lo rechazan drásticamente?, ¿por qué algunos in-
dividuos se emocionan ante determinado objeto que otros critican e, incluso,
desprecian?
Esta cuestión relativa a la conducta del espectador, a la apreciación estéti-
ca, seguramente sólo podría recibir una respuesta muy parcial si la desconec-
tamos de las cuestiones relativas a la conducta del artista y a la creación artís-
tica. ¿Qué hace que en un determinado contexto las formas de representación
plástica evolucionan, e incluso [leguen a cambiar radicalmente?, ¿qué signifi-
cados tienen estos cambios?
Como muy bien afirman los teóricos del arte, el arte moderno es descon-
certante. Pero este desconcierto para algunas personas supone una experiencia
positiva, placentera y enriquecedora de sus vidas, mientras que para otras no
ocurre lo mismo. ¿Qué factores o qué mecanismos subyacen a la apreciación
estética y justifican respuestas tan diferentes?
Si deseamos estudiar y comprender las relaciones de las personas ante de-
terminadas manifestaciones plásticas modernas, posiblemente fuera justo dete-
nernos un momento para analizar este tipo de configuraciones plásticas moder-
nas que encuadramos bajo la rúbrica de arte moderno.

Arte, Individuo y Sociedad, 5. Editorial Complutense, Madrid, 1993


114 Ana M. Ullán de la Fuente y Manuel Hernández Belver

Unas palabras de Kandinsky nos permiten delimitar más precisamente el


problema. En ~<Rúckblicken», Kandinsky describe las impresiones artísticas mas
decisivas más decisivas de su evolución: «En aquel mismo tiempo tuve dos ex-
periencias que marcaron toda mi vida y me conmocionaron hasta el fondo. La
primera fue la exposición francesa en Moscú —en primer lugar el “Montón de
heno”, de Claude Monet— y una representación de Wagner en el Teatro Im-
perial de Lohengrin. Yo sólo conocía el arte realista, casi exclusivamente el
ruso; a menudo me quedaba largo rato contemplando la mano de Franz Listz
en el retrato de Lepin y cosas por el estilo. De pronto vi por primera vez un
cuadro. El catálogo me aclaró que se trataba de un montón de heno. Me mo-
lestó no haberlo reconocido. Además me pareció que el pintor no tenía ningún
derecho a pintar de una manera tan imprecisa. Sentía oscuramente que el cua-
dro no tenía objeto y notaba asombrado y confuso que no sólo me cautivaba,
sino que se marcaba indeleblemente en mi memoria y que flotaba, siempre ines-
peradamente, hasta el último detalle ante mis ojos. Y todo esto no estaba muy
claro y yo era incapaz de sacar las consecuencias simples de esta experiencia.
Sin embargo, comprendí con toda claridad la fuerza insospechada, hasta ahora
escondida, de los colores, que iba más aJJá de todos mis sueños. De pronto la
pintura era una fuerza maravillosa y magnífica. Al mismo tiempo —e inevita-
blemente— se desacreditó por completo el objeto como elemento necesario del
cuadro».
Si un imaginario espectador contemplase en dos salas contiguas de un mu-
seo una selección de obras pictóricas representativas del siglo XIX (p. ej. Da-
vid, Goya, Ingres, Delacroix,. . -) y una selección de obras pictóricas represen-
tativas del siglo XX (p. ej., Picasso, Klee, Mondrian, Malevitch, Miró, Du-
ehamp...), respectivamente, es probable que esta experiencia le suscitase in-
terrogantes acerca de lo ocurrido en el mundo del arte. Kandinsky, que de al-
guna forma en la cita anterior nos relata una experiencia análoga, ofrece tam-
bién sus respuestas. Nos habla de la fuerza insospechada de los colores y (pro-
bablemente esto resulte más esencial para el problema que tratamos de bos-
quejar) de la pérdida del objeto como elemento necesario del cuadro.
Sería ingenuo plantear qué es lo ocurrido en el mundo del arte sin analizar
qué es lo ocurrido en el ámbito de la ciencia, en el mundo de las ideas, en el-
mundo de la cultura en general. De todas formas lo que ahora pretendemos es
situarnos frente a los interrogantes de nuestro imaginario espectador y tratar
de ampliar —y en cierto sentido justificar— la respuesta que a los mismos pue-
de ofrecer el párrafo de Kandinsky citado. ¿Qué ha ocurrido, pues, en el con-
texto de las Artes Plásticas que ha hecho que un episodio bélico pase de re-
presentarse según las convenciones románticas, por ejemplo, a representarse
como el «Guernica»? Es más ¿qué ha ocurrido para que una obra como «El
Arte y Ciencias Sociales 115

Botellero», de Duchamp, o los cuadros de las pinturas chorreantes de Pollock


sean acogidos en las instituciones de arte, valorados y estimados como tal?
En una tesis doctoral de principios de siglo, Worringer recoge el concepto
de Riegí de «voluntad artística absoluta», entendiendo por tal una «exigencia
interior latente que existe por sí sola, por completo independiente de los ob-
jetos y del modo de crear y que se manifiesta como voluntad de forma. Es el
momento primario de toda voluntad artística; y toda obra de arte no es, en su
más íntimo ser, sino una objetivación de esta voluntad artística absoluta, exis-
tente a priori» (Worringer, 1953, p. 23). Desde esta perspectiva se considera
la historia evolutiva del arte como una historia de la voluntad artistica. Esta vo-
luntad artística Worringer la vincula con un «impulso psíquico que reclama su
satisfacción». Según él, el arte genuino ha satisfecho en todos los tiempos una
profunda necesidad psíquica. «Una aureola que rodea el concepto de arte, toda
la amorosa devoción de que ha gozado a través de los tiempos, sólo puede ¡no-
tivarse psíquicamente pensando en un arte que brote de necesidades psíquicas
y satisfaga necesidades psíquicas», (Worringer, 1953, p. 26-27).
¿De qué necesidad psíquica surgiría el arte abstracto y a qué necesidad psí-
quica satisfacería este tipo de manifestación plástica? En este trabajo, que, sor-
prendentemente, tuvo mucho más eco entre los artistas que entre psicólogos y
estudiosos del comportamiento, Worringer desarrolla una interesante hipótesis
al respecto. Según él, la calidad de las necesidades psíquicas tendría su expre-
sión externa en la obra de arte, es decir, en el estilo de ésta, cuya peculiaridad
seria, precisamente, la peculiaridad de las necesidades psíquicas. Cada estilo re-
presentaría para la humanidad que lo creó desde sus necesidades psíquicas, un
máximo de felicidad. Lo que desde otros puntos de vista puede parecer como
la peor deformación, debe haber sido, para el autor de la obra, la suprema be-
lleza y la realización de su peculiar voluntad de arte.
Por tanto, y esta es la idea esencial que Worringer defiende, los supuestos
psíquicos del afán de abstracción habrían de buscarse en el sentimiento vital de
los pueblos, en su comportamiento anímico frente al cosmos. El afán de pro-
yección sentimental, que desemboca en el arte naturalista, está condicionado
por «una venturosa y confiada comunicación panteísta entre el hombre y los
fenómenos del mundo circundante». Este afán de proyección sentimental, ori-
gen, como decimos, del arte naturalista, y el afán de abstracción serían los dos
polos de la sensibilidad artística del hombre, en cuanto ésta es accesible a la
valoración estética. Cada pueblo tendería hacia uno o hacia otro lado según su
idiosincrasia. El afán de proyección sentimental surgiría donde «a raíz de la pre-
disposición, del desarrollo de favorables condiciones climáticas y otros supues-
tos propicios, se haya producido cierta relación de confianza del hombre y el
mundo circundante. En estas condiciones, la seguridad sensual, la ciega con-
116 Ana M. Ullón de la Fuente y Manuel Hernández Belver

fianza frente al mundo ambiente, la eliminación de todo problematismo, el sen-


tirse bien en este mundo, conducen, en el terreno religioso, a un panteísmo in-
genuamente antropomórfico; en el terreno artístico, a un venturoso naturalis-
mo, a una alegre devoción a lo mundano» (ibídem, p. 57). Frente a esto, el
afán de abstracción set-la consecuencia de una intensa inquietud interior dcl
hombre ante el medio exterior. Worringer plantea que cuanto menos familia-
rizada está la humanidad, en virtud de una comprensión intelectual, con los fe-
nómenos del mundo exterior, cuanto menos íntima es su relación con éste, tan-
to más poderoso será el ímpetu con que aspire a la suprema belleza abstracta:
~<Atormentados por la confusa trabazón y el incesante cambio de los fenóme-
nos del mundo exterior, se hallaban dominados por una intensa necesidad de
quietud. La posibilidad de dicha que buscaban en el arte no consistía para ellos
en adelantarse en las cosas del mundo exterior (...), sino en desprender cada
cosa individual perteneciente al mundo exterior de su condición arbitraria y apa-
rente causalidad; en eternizarlo acercándolo a las formas abstractas y en econ-
trar de esta manera un punto de reposo en la fuga de los fenómenos. Su más
enérgico afán era arrancar el objeto del mundo exterior, por así decirlo, de su
nexo natural, de la infinita mutación a que está sujeto todo ser, depurarlo de
todo lo que en él fuera dependencia vital, es decir, arbitrariedad, volverlo ne-
cesario e inmutable, aproximarlo a su valor absoluto» (p. 31).
Resumiendo, la idea de Worringer es que la voluntad artística origen de la
obra de arte sc fundamenta en unas necesidades psíquicas derivadas de la re-
lación de la persona (o del pueblo o comunidad) con su entorno, con su medio
ambiente, de su actitud hacia los fenómenos externos. A actividades diferentes
habrían de corresponderles diferentes voluntades de crear y, por tanto, dife-
rentes conceptos de belleza. Necesidades psíquicas, o más bien psicosociales
que se sitúan como elemento importante si deseamos conocer y comprender
aquellos comportamientos de las personas en relación a las obras de arte, com-
portamientos de apreciación estética o de producción o creación artística que
conforman parte de Ja historia del hombre y de la cultura.
Con estos planteamientos podríamos volver a nuestro imaginario especta-
dor, que en su visita al imaginario museo constata el sorprendente cambio que
experimentan las Artes Visuales a partir de finales del siglo XIX y principios
del XX. Desde luego el arte cambia de una manera sorprendente, pero, evi-
dentemente, los cambios no son exclusivos de los ámbitos artísticos. Stangos
(1986) lo expresa con suma claridad: «En torno a principios de siglo la progre-
sion aparentemente regular y apacible de las artes pareció trastocarse de ma-
nera súbita. Esto, qué duda cabe, era el reflejo de un cambio similar en la vi-
sión que cl hombre tenía del mundo como un todo. A la par que se sucedían
cambios sociales, políticos y económicos se produjeron innovaciones filosóficas
Arte y Ciencias Sociales 117

y científicas, y sobrevino el colapso gradual de los tradicionales sistemas y va-


lores autoritarios, no necesariamente en términos de pérdida de su poder, sino
de confianza en si mismos y de su supervivencia a largo plazo».
Volvemos de nuevo a la idea de la relación entre la obra de arte y el con-
texto en que ésta aparece, idea que certeramente se recoge en los planteamien-
tos de la sociología del arte. «Los artistas no crean en el vacío, su actividad no
es ni gratuita ni independiente de su tiempo. Para que haya una creación ver-
dadera, un nuevo lenguaje plástico, hace falta un progreso simultáneo del pen-
samiento y de la técnica» (Francastel, 1984, p. 161).
De alguna manera, la lectura de estos textos nos plantea el desafío de arti-
cular, por un lado, las necesidades psíquicas de las que el arte surge y a las que
la obra de arte habrá de dar respuesta. Deberíamos considerar, asimismo, y en
conjunción con lo externo, del contexto, o mejor dicho, de la relación del hom-
bre con este contexto, con este entorno, que configura una manera determina-
da de entenderlo y de desenvolverse en él. Finalmente habríamos de apuntar
el objeto artístico en sí mismo, que si bien refleja los factores anteriores, tam-
bién, como lenguaje que es, puede incidir en la creación y construcción de la
propia realidad. Read (1984) lo sintetiza cuando afirma que toda la historia del
arte «es una historia de modos de percepción visual: de las diversas maneras
en que el hombre ha visto el mundo. La persona ingenua tal vez objete que
sólo hay una manera de ver el mundo, es decir, la manera presentada por su
propia percepción inmediata. Pero esto no es cierto; vemos lo que aprendemos
a ver y la visión se convierte en un hábito, una convención, una selección par-
cial de cuanto se ofrece a la vista y un deformado sumario de lo demás. Vemos
lo que queremos ver, y lo que queremos ver está determinado, no por las in-
mutables leyes de la óptica o siquiera (como podría ser en el caso de los ani-
males salvajes) por un instinto de supervivencia, sino por el deseo de descubir
o construir un mundo creíble. Lo que vemos debe ser hecho real. El arte se
convierte de este modo en construcción de la realidad» (p. 12-13). Es más, el
arte es, en sí mismo, como afirma Fischer (1985), una realidad social.
Nuestro sorprendido espectador constata, pues, un cambio en las Artes Plás-
ticas que los teóricos relacionan tanto con las necesidades psicológicas de los
individuos como con las drásticas variaciones que se producen en el contexto
sociohistórico en que artista y espectador están inmersos, factores ambos nece-
sariamente interdependientes. ¿Cómo podríamos resumir este cambio? ¿Cuál
es la diferencia esencial entre la «Virgen del jilguero», de Rafael, y la «Mujer
y pájaro al amanecer», de Miró? El análisis de Eco en relación a la poética de
la obra abierta resulta sumamente pertinaz para responder a estas cuestiones.
Eco (1985) mantiene que una obra de arte, forma completa y cerrada en su
perfección de organismo perfectamente calibrado, resulta asimismo abierta
118 Ana M. Ullán de la Fuente y Manuel Hernández Belver

cuando puede ser interpretada de modos diversos sin que se altere por ello su
singularidad irreproducible. Todo goce se pantea entonces como una interpre-
tación y una ejecución, puesto que en todo goce la obra revive en una pers-
pectiva original. La obra de arte se convierte así en un mensaje fundamental-
mente ambiguo, una pluralidad de significados que conviven en un solo signi-
ficante. En buena parte del arte contemporáneo esta ambigúedad se convertirá
en una de sus finalidades explicitas.
La noción de obra abierta no se propone como una categoría crítica, sino,
según el autor, como un modelo útil para indicar, mediante una fórmula ma-
nejable, una dirección del arte contemporáneo. Evidentemente, el mismo Eco
lo señala, estos planteamientos de apertura y ambigúedad delimitan un nuevo
tipo de relaciones entre el artista y eJ público, una nueva mecánica de la per-
cepción estética, y desafían, no sólo a los historiadores del arte, sino a los cien-
tíficos sociales en general que deseen comprender cuestiones básicas relativas
al comportamiento humano y a la cultura.
También Eco menciona la íntima conexión existente entre estas formas no-
vedosas de plantear y entender las obras de arte, entre las poéticas de la obra
abierta, y las visiones del mundo físico y las relaciones contemporáneas. Las
obras abiertas, indeterminadas, ambigúas y múltiples en su significado apare-
cerían como «metáforas epistemológicas, resoluciones estructurales de una di-
fusa conciencia teórica (...): representan la repercusión, en la actividad forma-
tiva, de determinadas adquisiciones de las metodologías científicas contempo-
ráneas, la confirmación, en el arte, de las categorías de indeterminación, de dis-
tribución estadística, que regulan la interpretación de los hechos naturales» (ibí-
dem, p. 198). Lejos de señalar que las estructuras del arte moderno reflejen
las presuntas estructuras del universo real, lo que se apunta es la vinculación
cultural de determinadas nociones de modo que el arte «quiere y debe ser como
la reacción imaginativa, la metaforización estructural de cierta visión de las co-
sas» (ibídem, p. 199).
Así, pues, constatamos que a la pregunta de nuestro espectador de qué es
lo ocurrido en el ámbito de las Artes Plásticas la respuesta, necesariamente, ha-
brá de hacer referencia a un modo diferente de plantear la obra de arte, más
ambigúo, más indeterminado, más polisémico, donde, en palabras ya citadas
de Kandinsky, el objeto se desacredita como elemento necesario de cuadro.
Para que se produzcan estos cambios en las concepciones que artista y espec-
tador tienen del mundo, en las relaciones que mantienen con el entorno y en
el contexto sociohistórico que interdetermina concepciones y relaciones men-
cionadas. Observamos, pues, el arte situado en un complicado cruce de cami-
nos. Toda pregunta y toda respuesta relativa al mismo necesariamente habrá
de recoger aportaciones diferentes de distintas disciplinas. Quien durante casi
Arte y Ciencias Sociales 119

cuatro décadas fuera responsable del Museo de Arte Moderno de Nueva York,
Alfred FI. Barr, afirmaba que «una obra de arte constituye un foco infinita-
mente complejo de experiencia humana. El misterio de su creación y de su his-
toria, la ascensión y caída de sus valores estéticos, documentales, sentimenta-
les y comerciales, la infinita variedad de sus relaciones con otras obras de arte,
sus características físicas, el significado de su objeto material, la técnica de su
producción y el propósito que perseguía el hombre que la creó constituyen to-
dos ellos factores que descansan tras la obra de arte y convergen sobre ella, de-
safiando nuestra capacidad de análisis» (Barr, 1989, p. 235).
Efectivamente, una obra de arte como objeto de creación, como objeto de
apreciación, como lenguaje, como «punto de encuentro de los espíritus» que
dice Francastel (1984), desafía a las Ciencias Sociales a comprender el porqué
surge y el comportamiento de las personas y de los grupos sociales en relación
a ella. Plantea, pues, interrogantes cuyas respuestas deberían buscarse e inte-
grarse en el corpus de conocimientos de dichas Ciencias Sociales.
Si nuestro espectador se pregunta por lo ocurrido en el mundo del arte cons-
tatando un cambio, en algunos sentidos radical, en la forma de plantear las re-
presentaciones plásticas, nosotros nos preguntamos qué ocurre en la mente del
espectador ante este cambio. Qué procesos cognitivos y emocionales determi-
nan la respuesta de apreciación estética, qué mecanismos psicosociales están im-
plicados en ella, qué incidencia tiene el contexto sociocultural en la valoración
que pueda hacer de determinadas imágenes a las que nos referimos como «arte
moderno», son todas ellas preguntas a contestar desde la perspectiva de las
Ciencias Sociales.
A estas alturas, quizá fuese oportuno precisar con mayor detenimiento al-
gunas cuestiones esenciales. Una de ellas, y que necesariamente debemos tra-
tar con brevedad, es la referida al término «arte».
Hasta aquí hemos venido utilizando los términos arte, artista, obra de arte,
arte moderno, arte contemporáneo..., en el mismo sentido y con la misma es-
casa precisión con que se utilizan en el lenguaje común. ¿Es posible una defi-
nición más precisa del concepto de arte? ¿Resulta necesaria de cara al plantea-
miento de este trabajo?
Seguramente sea ingenuo pensar que podemos responder a estas preguntas
con algún categórico «sí» o «no». Especialmente la primera, la definición del
concepto de arte ha sido y es hoy día objeto de una ardua polémica. ¿Qué en-
tendemos por arte?, ¿qué sigifica el que a algo le atribuyamos la etiqueta de
obra de arte?, ¿a qué clase de objetos, hechos o acciones nos estamos refirien-
do con esta expresión?
Dufrenne (1982) plantea la ambigúedad de la noción de arte con una serie
de preguntas que carecen de respuesta sencilla: <4...) el campo semántico del
120 Ana M. Ullán de la Fuente y Manuel Hernández Belver

arte es, efectivamente, muy incierto: ¿cómo cincunseribir sus fronteras? De una
parte sucede que el arte no ha tenido siempre, ni en todos los lugares, el mis-
mo estatuto, ni el mismo contenido, ni la misma función (...): la diversidad de
los contextos políticos, sociales e ideológicos acarrea de una sociedad a otra di-
ferencias muy sensibles en la situación y en la significación del arte (...). Por
otro lado, independientemente de todo supuesto sociocultural, ocurre hoy día
que la palabra arte es tomada con gran recelo, y que la extensión del concepto
es muy vaga: de la obra maestra al boceto, del dibujo del maestro al dibujo
del niño, del canto al grito, del sonido al ruido, de la danza a la gesticulación,
del objeto al hecho, del arte al no-arte ¿dónde trazar una frontera?, ¿acaso es
necesario hacerla? Porque no son solamente las “teorías” del arte las que du-
dan en atribuirle una esencia, es también la práctica de los artistas la que no
cesa de desmentir todas las definiciones» (p. 11-12).
Desde luego hay algo claro. Si estas preguntas las hiciésemos en momentos
distintos de la historia, como plantea Dufrenne. y en contextos diferentes, las
respuestas no coincidirían. Tatarkiewicz (1976) resume esta cuestión plantean-
do de qué forma la historia del concepto de arte en Europa ha durado casi ven-
ticinco siglos, que podemos dividir grosso modo en dos períodos, afirmando,
cada uno de ellos, un concepto de arte diferente. En el primer período, que
abarcada desde el siglo V a. d. C. al XVI d. C., el arte se construyó como una
producción sujeta a reglas. En este contexto «arte» significaba destreza, a sa-
ber, la destreza «que se requería para construir un objeto, una casa, una esta-
tua, un barco, el armazón de una cama, un recipiente, una prenda de vestir, y
además la destreza que se requería para mandar también un ejército, para do-
minar una audiencia. Todas estas destrezas se denominaron artes: el arte del
arquitecto, del escultor, del alfarero, del sastre, del estratega, del geómetra,
del retórico. Una destreza se basa en el conocimiento de unas reglas, sin pre-
ceptos (...). IDe este modo, el concepto de regla se incorporó al concepto de
arte, a su definición. Hacer algo que no se atuviera a unas reglas, algo que fue-
ra sencillamente producto de la inspiración o de la fantasía no se trataba de
arte para los antiguos o para los escolásticos: se trataba de la antítesis del arte»
(p. 39).
Este sistema de conceptos —el arte entendido como destreza, como hacer
algo que se atuviese a unas reglas— persistió hasta los tiempos modernos, apli-
cándose hasta una época tan tardía como el Renacimiento. Pero en esta época
tuvo lugar una transformación. Los años 1500-1700 fueron años de transi-
cíon:~<el concepto antiguo, aunque había perdido su puesto anterior, se conser-
vaba todavía, mientras ya se estaba gestando el nuevo. Finalmente, alrededor
de 1750, el concepto antiguo cedió su lugar al moderno. Ahora arte significaba
producir belleza» (Tatarkiewicz, 1976, p. 51). Las artes, pues, hasta entonces
Arte y Ciencias Sociales 121

íntimamente vinculadas con los oficios y las artesanías, se separaron de las mis-
mas configurándose un nuevo concepto de arte, de Bellas Artes, en el que la
idea de Belleza se constituye en elemento nuclear del mismo. Gimpel (1979)
habla de mutación del obrero en artista. Hasta entonces, según él, ser pintor
o escultor era una profesión, no una vocación, y la palabra «artista» no apare-
ce, en el sentido que hoy le damos, en oposición al obrero y al artesano, sino
a mediados del siglo XVIII. Investigaciones como las de Antal (1979) apuntan
de qué forma esta transformación, este cambio del artista-artesano al artista
burgués, erudito, esta metamorfosis (Gimpel, 1979) de los pintores y esculto-
res de simples mortales, en artistas, en seres dotados de poderes divinos, en
absoluto resulta ajena al contexto social, político y económico de la época. Ta-
tarkiewicz (1976) reafirma esta idea insistiendo en que la separación de las be-
llas artes de los oficios la facilitó la situación social. El deseo de los artistas de
mejorar su estatus jugó un papel importante en este proceso; «la belleza, en el
Renacimiento, comenzó a valorarse más y a jugar un rol en la vida que no ha-
bía tenido desde los tiempos antiguos: sus productores —pintores, escultores,
arquitectos— se valoraron más: de cualquier modo pensaban que eran supeno-
res a los artesanos y querían que se les dejase de identificar con las artesanías.
La mala situación económica estuvo, inesperadamente, de su parte: el comer-
cio y la industria, que habían prosperado a finales de la Edad Media, había de-
caído ahora y, dudándose de todas las formas antiguas de inversión del capital,
se comenzó a pensar que las obras de arte eran unas formas de inversión nada
peores, e incluso mejores, que otras. Esto mejoró el estado financiero y la si-
tuación social de los artistas, y a su vez aumentó sus ambiciones; querían dis-
tinguirse, separarse de los artesanos, que se les considerara como representan-
tes de las artes liberales» (p. 43-44).
La idea de Belleza de alguna manera dio carta de identidad a los artistas
como grupo social diferenciado. Mayoritariamente aceptado este nuevo con-
cepto de arte por artistas, teóricos del arte y público, durante siglo y medio per-
maneció estable, sin modificaciones sustanciales. Pero la misma evolución de
las artes, en conjunción con la evolución de las ciencias y del pensamiento y,
obviamente, con la evolución del sistema cultural y social del que forman par-
te, hace que se planteen nuevas cuestiones y se introduzcan profundas fisuras
y polémicas respecto a aquel concepto de arte surgido del Ranacimiento.
Si tratar de responder a la cuestión del concepto de arte desde una pers-
pectiva histórica nos remite necesariamente a una relatividad sociocultural, en
el sentido de que resulta inviable separar el concepto de arte del contexto his-
tórico y cultural en el que dicho concepto se elabora y se practica, tratar de
dar una respuesta a la pregunta de qué se entiende hoy día a día por arte, su-
pone enfrentarse a una serie de concepciones dispares y diversas, que confor-
122 Ana M. Ullán de la Fuente y Manuel Hernández Belver

man una perspectiva compleja de nuestra realidad cultural. En revistas, mono-


grafías, catálogos, exposiciones.. - y demás documentos y lugares relativos a esta
parcela de la cultura podemos encontrar desde «cuadros» en el más tradicional
sentido del término (representaciones plásticas bidimensionales), a personas hu-
manas con el rostro dorado de pie sobre un plinto haciendo como que cantan
(Gilbert y George, Escultura cantarina, 1970). Sólo en el ámbito de las artes
plásticas la diversidad es tan representativa, que dar un referente contemporá-
neo al concepto de arte en absoluto se plantea como una tarea sencilla. En un
interesante trabajo, sobre el que más tarde volveremos a insistir, Child (1968)
efectúa una selección de unas cuantas definiciones de arte, interesantes o su-
gerentes porque se expresan en términos psicológicos o porque sugieren hipó-
tesis o modos de aproximación psicológicos. Así señala cómo Kluber (1962),
buscando diferenciar entre los objetos hechos por el hombre aquellos que po-
drían ser considerados obras de arte de aquellos que no, propone la inutilidad
como criterio básico para determinar una obra de arte. Apunta Child, asimis-
mo, la propuesta de un filólogo, Jacobson (1960), que intentando encontrar en-
tre las varias funciones del mensaje lingúistico una que pudiera apropiadamen-
te ser etiquetada como función poética, la localiza en las llamadas de atención
al mensaje mismo más que a sus referentes. Un mensaje sería poético (literario
o artístico) cuando está construido de tal forma que llama la atención sobre sus
sonidos particulares, sus palabras y su orden.
Una reflexión sobre esta breve selección de definiciones y sobre otras que
podamos encontrar, nos hacen cuanto menos señalar que la naturaleza del tér-
mino arte plantea serias dificultades para ser definido con exactitud. Tatarkie-
wicz (1976) observa ya que el término arte pertenece a esa categoría de térmi-
nos cuya denotación tiende hacia un área extensa según sea el contexto en que
se utilicen, y que los variados objetos que se suponen que «denotan» no po-
seen en común más que, utilizando la expresión de Wittgenstein, un «parecido
de familia».
Y es que, en realidad, es frecuente que las respuestas a la pregunta de qué
es o qué se entiende por arte nos informen más acerca del contexto cultural en
que estas respuestas se producen, o del punto de este contexto en que se sitúa
el teórico, el investigador, el artista o el público que las pronuncia, que acerca
del arte mismo.
Por lo tanto, no es extraño que desde la perspectiva de las Ciencias Sociales
la definición del concepto de arte se haga en términos de la conducta del ar-
tista o de los apreciadores del arte. El arte generalmente se incluye en la cate-
goría genérica de actividad humana consciente. La cuestión central es averi-
guar, como apuntan distintos teóricos, qué es lo que diferencia al arte de otros
tipos de actividades humanas conscientes. Algunas definiciones pretenden si-
Arte y Ciencias Sociales 123

tuar esta diferencia en ciertos rasgos de las obras de arte, otras en la intención
de los artistas y otras, a su vez, en la reacción que las obras de arte producen
en los receptores.
Dickie (1974) se expresa en la misma línea sugiriendo que el arte puede de-
finirse en términos de la conducta de los artistas y apreciadores de arte: «una
obra arte en el sentido clasificatoria es (1) un artefacto, (2) un conjunto de as-
pectos del cual le ha sido conferido un estatus de candidato para la aprecia-
ción, por alguna persona o personas que actúan en nombre de una determina-
da institución social (el mundo del arte)». Asi,pues, parece claro que las obras
de arte (Crozier y Chapman, 1981) son definidas como tales por aquellas per-
sonas y organizaciones que componen el mundo del arte, y este mundo es quien
decide si se adscribe valor artístico a determinada obra. Gablick (1987) es aún
más tajante cuando afirma que «no hay ninguna propiedad o función específica
que haga de un objeto una obra de arte, salvo nuestra actitud hacia él y nues-
tra voluntad de aceptarlo como arte» (p. 37).
Parece claro, pues, que si tuviésemos que señalar alguna propiedad especí-
fica que diferenciase una obra de arte de otra clase de objetos, tendríamos que
apuntar más hacia el contexto social que produce o que valora la obra en cues-
tión que hacia la obra misma. En contextos distintos, grupos sociales diferentes
poseen concepciones diferentes de lo que es o no es arte, y, evidentemente, la
forma de entender, valorar, producir y utilizar el arte nos proporciona una im-
portante información acerca de las características de los grupos en que dichas
acciones se producen. Desde esta perspectiva el arte se sitúa, pues, como ya
hemos dicho, en un cruce de caminos de las Ciencias Sociales, constituyéndose
tanto en objeto de estudio de las mismas como en forma de abordar el cono-
cimiento de los grupos sociales.
Y es que la idea que mantenemos del arte refleja probablemente, como he-
mos insistido, no tanto lo que el arte sea, como lo que seamos nosotros. En
cierto sentido nuestra relación con el arte nos define como grupo social, situán-
donos en un contexto cultural específico. Un mismo objeto, una misma acción,
pueden poseer significados diferentes y cumplir distintas funciones.
El arte, lo que nosotros en nuestro contexto cultural actual denominamos
arte, ha servido para fines diferentes; ha cumplido, como decíamos, funciones
distintas, un análisis breve de las cuales puede sernos útil delimitar este fenó-
meno cultural.
Hauser (1982) es muy explícito al respecto cuando afirma que «la historia
de la actividad artística puede representarse, en líneas generales, como la his-
toria de las tareas que han ido correspondiendo a los artistas» (p. 157). ¿Cuá-
les han sido estas tareas, cuáles han sido y son las funciones del arte?
Igual que con respecto al concepto mismo de arte, tampoco en relación a
124 Ana M. Ullán de la Fuente y Manuel Hernández Belver

sus funciones podemos separar éstas del entorno social en que el arte se pro-
duce o se valora. Como correctamente apunta Gablick (1987) «el arte no es el
mismo, época tras época, cambiando sólo de estilo; su función varia mucho de
una sociedad a otra. El arte siempre ha estado relacionado con el entorno so-
cial; nunca ha sido neutro. Puede reflejar, reforzar, transformar, o repudiar
algo, pero siempre mantiene una relación de necesidad con la estructura social.
Siempre se da una correlación entre los valores, la dirección y los motivos de
una sociedad y el arte que ésta produce» (p. 49).
¿Para qué sirve, pues, el arte? De nuevo Hauser (1982) nos ofrece una res-
puesta sobre la que merece la pena reflexionar. El plantea que «la afirmación
más importante de la sociología del arte se basa en el hecho de que todo nues-
tro pensar, nuestras sensaciones y nuestra voluntad se ajustan a una y la misma
realidad, a saber, que en el fondo nos encontramos siempre ante los mismos
hechos, cuestiones y dificultades y que nos entregamos con todas nuestras fuer-
zas y nuestro talento a la solución de las tareas que nos plantea nuestra exis-
tencia unitaria e indisoluble. Cualquiera que sea nuestro empeño y la forma
que tengamos de acometerlo, nuestro problema es siempre el de conocer me-
jor, juzgar más correctamente, y dominar con mayor eficacia una realidad que
es caótica en sí y de por si, misteriosa y, a menudo, amenazante. Todos nues-
tros esfuerzos giran en torno a ese fin y nuestra subsistencia depende. más que
nada, de la corrección o incorrección de nuestro juicio sobre las condiciones
de la existencia y de cómo apreciamos los problemas que ella plantea. Al igual
que en la práctica habitual y en las distintas ciencias, también en el arte nos
esforzamos por averiguar cómo está constituido el mundo en el que tenemos
que vivir y cómo podemos conocer sus puntos débiles. Las obras de arte son
sedimentos de experiencia y, como todas las realizaciones culturales, se rigen
por fines prácticos» (p. 15-16). En otro momento del mismo tratado insiste: «la
economía, el derecho, la ciencia y el arte no son más que momentos o aspectos
distintos de un comportamiento esencialmente unitario frente a la realidad para
el que, en definitiva, lo importante no es la verificación de verdades científicas,
la creación de obras de arte, ni siquiera el descubrimiento y formulación de nor-
mas morales para la vida, sino simplemente la elaboración de una concepción
del mundo eficaz, la obtención de directrices en las que se pueda confiar en la
práctica (...) Dominar mediante la autoridad, la religión, la ética, el conoci-
miento y el arte, el caos que les amenaza por doquier es uno de los requisitos
de su sentimiento de seguridad y, con ello, de su éxito en la lucha por la exis-
tencia» (p. 25).
El arte, pues, para garantizar la supervivencia; pero ¿cómo? Una primera
respuesta que se propone alude a la magia, el arte como recurso mágico. «La
función decisiva del arte era, evidentemente, ejercer poder—poder sobre la na-
Arte y Ciencias Sociales 125

turaleza, sobre un enemigo, sobre el compañero de la relación sexual, sobre la


realidad, poder para fortalecer el colectivo humano—. En el alba de la huma-
nidad el arte tenía muy poco que ver con la «belleia» y nada en absoluto con
el deseo estético: era un instrumento mágico o un arma del colectivo en la lu-
cha por la supervivencia» (Fischer, 1985, p. 41).
Obviamente, ya hemos insistido en ello, al cambiar las condiciones de vida
y modificarse los contextos culturales, las funciones del arte cambian. Y si pa-
rece claro, a juzgar por las investigaciones antropológicas e históricas, que el
arte en sus orígenes era, fundamentalmente, una magia, una ayuda mágica para
dominar un mundo real pero inesperado (Fischer, 1985), a medida que los gru-
pos sociales se diversifican y evolucionan, cambia tanto lo que dichos grupos
entienden por arte, como las funciones que al mismo le adscriben.
En un intento por analizar la situación y el significado del arte hoy día, Du-
frenne (1982) se refiere a la forma en que en las sociedades arcaicas el arte,
consagrado al culto, celebraba un rito sagrado que daba sentido y unidad a
toda la vida comunitaria. Este aspecto del arte, de un arte, señala Dufrenne,
que no se reconoce como tal y sólo es reconocido por nosotros, «progresiva-
mente pierde sus rasgos cuando la cultura se divide en instituciones diversas y
la sociedad en clases más o menos enfrentadas; conquista su autonomía cuando
se desintegra la totalidad, cuya alma era él sin saberlo. Entonces se inventan
las palabras arte y artista, y el arte, a través del artista, se refleja y se siente
como arte» (p. 29).
Además de la función mágica, y dentro de la idea general del arte como re-
curso, como proceso cultural que cumple determinadas funciones sociales, se
han señalado otros aspectos interrelacionados que pasamos a comentar. De nue-
yo es Hauser (1982) quien da pie para iniciar la discusión. El afirma que a pe-
sar de «todo lo caprichoso, despreocupado, fantástico y extravagante que pue-
da ser el arte, sirve para la elaboración de armas en la lucha por la existencia,
no sólo de modo indirecto, por medio de la agudización del sentido de lo real,
sino también directamente, como instrumento de la magia, del rito y de la pro-
paganda» (p. 23). Así pues, a las funciones mágicas y rituales hay que añadir,
en esa línea, las funciones de propaganda. De hecho, el análisis de las funcio-
nes de propaganda política e ideológica del arte ha dado pie a importantes es-
tudios (véase p. e. Haskell, 1984; Antal, 1989; Strong, 1988). Y ello no sólo
porque el arte reafirme o realce el estatus de sus patrocinadores, productores
o consumidores, sino porque el estilo artístico, como plantea Kavolis (1970),
puede cumplir funciones políticamente estabilizadoras aportando apoyo emo-
cional a los sistemas políticos establecidos, satisfaciendo las disposiciones de la
fantasía derivadas de las orientaciones valorativas internalizadas en la persona-
lidad, y liberando —y, por tanto, neutralizando, en cierta medida— las tensio-
126 Ana M. Ullán de la Fuente y Manuel Hernández Belver

nes de origen social. Asimismo, como apunta el citado autor, el arte puede cum-
plir una función innovadora en la política brindando apoyo emocional a las pre-
siones en pro de transformaciones del sistema político, sugiriendo nuevas acti-
vidades de la fantasía, y por tanto modificando potencialmente las pautas de
orientación valorativa de la personalidad, e intensificando las tensiones socia-
les. Así pues, el arte puede ser «un medio de reforzar las condiciones sociales
vigentes al reflejarlas —y por lo mismo confirmar su legitimidad— o (servir de)
agente del cambio social, al poner al descubierto violencias y tensiones, o trans-
mitir nuevas actitudes» (Kavolis, 1970, p. 13).
Pero el arte no se limita a reflejar la realidad social, sino que la interpreta
y, por tanto, la «pre-crea». El arte, pues, va unido al conocimiento. Kubler
(1975) lo expresa diciendo que las innovaciones artísticas alteran la sensibilidad
de la humanidad, y. por tanto, aumentan el conocimiento humano directamen-
te con nuevos medios de experimentar el universo. Es la agudización del sen-
tido de lo real, a que se refiere 1-lauser. El arte, que «permite al hombre com-
prender la realidad y no sólo le ayuda a soportarla, sino que fortalece su deci-
sión de hacerla más humana» (Fiseher, 1985, p. 54). El mismo Fiseher señala
de qué forma la función mágica del arte va desapareciendo, de manera progre-
siva, sin que posiblemente se llegue a eliminar del todo, y van constituyéndose
nuevas funciones del mismo relacionadas con la clarificación de las relaciones
sociales, con el conocimiento y la transformación de la realidad social.
De alguna forma, intentar acotar la parcela de la realidad cultural que no-
sotros denominamos arte nos ha llevado a pensar por un lado, en la diversidad
de sentidos que el término implica, en función de los contextos culturales e his-
tóricos diferentes en que se utiliza, y por otro, en las diversas funciones que
los procesos artísticos pueden desempeñar en los grupos sociales. El arte, como
resume Tatarkiewicz (1976) puede «representar cosas existentes, pero también
puede construir cosas que no existen; trata de cosas que son externas al hom-
bre, pero expresa también su vida interior, estimula la vida interior del artista,
pero también la del receptor; al receptor le aporta satisfacción, pero también
puede emocionarle, provocarle, impresionarle o producirle un choque; el arte
puede imitar o representar; y también puede construir o expresar». El arte, en
definitiva, conforma parte de una realidad cultural que nos define como grupo
social. Comprenderlo, comprender los procesos y mecanismos implicados en la
creación y producción artística, y aquellos otros que condicionan el uso que se
hace de estas creaciones, implica comprender mejor al ser humano, su forma
de comportarse y de relacionarse, objetivo básico de las Ciencias Sociales.
Arte y Ciencias Sociales 127

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

BARa, A. H. (1989): La definición del arte moderno. Madrid, Alianza.


CROZíER, W. R. y CHAPMAN, A. (1981): Aesthetic Preferences: Prestige and Social
Class, en D. O’Hare (cd) Psychology and the Arts. N. J., Humanities Press.
CHiLO, 1. L. (1969): Esthetics, en G. Lindzey y E. Aronson (eds.> The Handbook of
Social Psychology, Reading, Mass., Addison-Wesley.
DICKíE, G. (1974): Art and Aesthetic: An Institutional Analysis, N. Y., Cometí Univer-
sity Press.
Eco. U. (1985): Obra abierta. Barcelona, Ariel.
FIsCHER, E. (1985): La necesidad del arte. Barcelona, Nexos.
FRANCA5ThL, P. (1984): Pintura y Sociedad. Madrid, Cátedra.
FRANCASTEL, P. (1984): Sociología del arte. Madrid, Alianza.
GABLICK, 5. (1987): ¿Ha muerto el arte moderno? Madrid, Blume.
HA5KELL, F. (1984): Patronos y pintores. Madrid, Cátedra.
HAUsER, A. (1982): Sociología del arte. Barcelona, Labor.
JAcOBsON, R. (1960): Linguistics and poetics, en T. A. Sebeok (cd.) Style in language.
N. Y., Wiley.
GíMPEL, 1. (1979): Contra el arte y los artistas. Madrid, Gedisa.
KÁvoLís, V. (1970): La expresión artística: un estudio sociológico. Buenos Aires,
Amorrortu.
KUBLER, 0. (1962): The shape of time: remarks on the history of things. New Haven,
Yale University Press.
READ, H. (1984): Breve historia de la pintura moderna. Barcelona, Ed. del Serbal.
STANOos, N. (1986): Conceptos de arte moderno. Madrid, Alianza.
STRONG, R. (1988): Arte y poder. Madrid, Alianza.
TATARKíEWícZ, W. (1988): Historia de seis ideas. Madrid, Tecnos.
WORRINGER, W. (1953): Abstracción y naturaleza. México, FCE.

También podría gustarte