Arte y CCSS 1 15
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Para comenzar este trabajo podemos hacerlo planteando una pregunta; una
pregunta muy general pero que encuadra, en buena medida, su interés y su en-
foque. La pregunta podríamos formularla de la siguiente forma: ¿qué es lo que
hace que unas personas disfruten, valoren y estimen el arte moderno mientras
que, por el contrario, otras lo rechazan drásticamente?, ¿por qué algunos in-
dividuos se emocionan ante determinado objeto que otros critican e, incluso,
desprecian?
Esta cuestión relativa a la conducta del espectador, a la apreciación estéti-
ca, seguramente sólo podría recibir una respuesta muy parcial si la desconec-
tamos de las cuestiones relativas a la conducta del artista y a la creación artís-
tica. ¿Qué hace que en un determinado contexto las formas de representación
plástica evolucionan, e incluso [leguen a cambiar radicalmente?, ¿qué signifi-
cados tienen estos cambios?
Como muy bien afirman los teóricos del arte, el arte moderno es descon-
certante. Pero este desconcierto para algunas personas supone una experiencia
positiva, placentera y enriquecedora de sus vidas, mientras que para otras no
ocurre lo mismo. ¿Qué factores o qué mecanismos subyacen a la apreciación
estética y justifican respuestas tan diferentes?
Si deseamos estudiar y comprender las relaciones de las personas ante de-
terminadas manifestaciones plásticas modernas, posiblemente fuera justo dete-
nernos un momento para analizar este tipo de configuraciones plásticas moder-
nas que encuadramos bajo la rúbrica de arte moderno.
cuando puede ser interpretada de modos diversos sin que se altere por ello su
singularidad irreproducible. Todo goce se pantea entonces como una interpre-
tación y una ejecución, puesto que en todo goce la obra revive en una pers-
pectiva original. La obra de arte se convierte así en un mensaje fundamental-
mente ambiguo, una pluralidad de significados que conviven en un solo signi-
ficante. En buena parte del arte contemporáneo esta ambigúedad se convertirá
en una de sus finalidades explicitas.
La noción de obra abierta no se propone como una categoría crítica, sino,
según el autor, como un modelo útil para indicar, mediante una fórmula ma-
nejable, una dirección del arte contemporáneo. Evidentemente, el mismo Eco
lo señala, estos planteamientos de apertura y ambigúedad delimitan un nuevo
tipo de relaciones entre el artista y eJ público, una nueva mecánica de la per-
cepción estética, y desafían, no sólo a los historiadores del arte, sino a los cien-
tíficos sociales en general que deseen comprender cuestiones básicas relativas
al comportamiento humano y a la cultura.
También Eco menciona la íntima conexión existente entre estas formas no-
vedosas de plantear y entender las obras de arte, entre las poéticas de la obra
abierta, y las visiones del mundo físico y las relaciones contemporáneas. Las
obras abiertas, indeterminadas, ambigúas y múltiples en su significado apare-
cerían como «metáforas epistemológicas, resoluciones estructurales de una di-
fusa conciencia teórica (...): representan la repercusión, en la actividad forma-
tiva, de determinadas adquisiciones de las metodologías científicas contempo-
ráneas, la confirmación, en el arte, de las categorías de indeterminación, de dis-
tribución estadística, que regulan la interpretación de los hechos naturales» (ibí-
dem, p. 198). Lejos de señalar que las estructuras del arte moderno reflejen
las presuntas estructuras del universo real, lo que se apunta es la vinculación
cultural de determinadas nociones de modo que el arte «quiere y debe ser como
la reacción imaginativa, la metaforización estructural de cierta visión de las co-
sas» (ibídem, p. 199).
Así, pues, constatamos que a la pregunta de nuestro espectador de qué es
lo ocurrido en el ámbito de las Artes Plásticas la respuesta, necesariamente, ha-
brá de hacer referencia a un modo diferente de plantear la obra de arte, más
ambigúo, más indeterminado, más polisémico, donde, en palabras ya citadas
de Kandinsky, el objeto se desacredita como elemento necesario de cuadro.
Para que se produzcan estos cambios en las concepciones que artista y espec-
tador tienen del mundo, en las relaciones que mantienen con el entorno y en
el contexto sociohistórico que interdetermina concepciones y relaciones men-
cionadas. Observamos, pues, el arte situado en un complicado cruce de cami-
nos. Toda pregunta y toda respuesta relativa al mismo necesariamente habrá
de recoger aportaciones diferentes de distintas disciplinas. Quien durante casi
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cuatro décadas fuera responsable del Museo de Arte Moderno de Nueva York,
Alfred FI. Barr, afirmaba que «una obra de arte constituye un foco infinita-
mente complejo de experiencia humana. El misterio de su creación y de su his-
toria, la ascensión y caída de sus valores estéticos, documentales, sentimenta-
les y comerciales, la infinita variedad de sus relaciones con otras obras de arte,
sus características físicas, el significado de su objeto material, la técnica de su
producción y el propósito que perseguía el hombre que la creó constituyen to-
dos ellos factores que descansan tras la obra de arte y convergen sobre ella, de-
safiando nuestra capacidad de análisis» (Barr, 1989, p. 235).
Efectivamente, una obra de arte como objeto de creación, como objeto de
apreciación, como lenguaje, como «punto de encuentro de los espíritus» que
dice Francastel (1984), desafía a las Ciencias Sociales a comprender el porqué
surge y el comportamiento de las personas y de los grupos sociales en relación
a ella. Plantea, pues, interrogantes cuyas respuestas deberían buscarse e inte-
grarse en el corpus de conocimientos de dichas Ciencias Sociales.
Si nuestro espectador se pregunta por lo ocurrido en el mundo del arte cons-
tatando un cambio, en algunos sentidos radical, en la forma de plantear las re-
presentaciones plásticas, nosotros nos preguntamos qué ocurre en la mente del
espectador ante este cambio. Qué procesos cognitivos y emocionales determi-
nan la respuesta de apreciación estética, qué mecanismos psicosociales están im-
plicados en ella, qué incidencia tiene el contexto sociocultural en la valoración
que pueda hacer de determinadas imágenes a las que nos referimos como «arte
moderno», son todas ellas preguntas a contestar desde la perspectiva de las
Ciencias Sociales.
A estas alturas, quizá fuese oportuno precisar con mayor detenimiento al-
gunas cuestiones esenciales. Una de ellas, y que necesariamente debemos tra-
tar con brevedad, es la referida al término «arte».
Hasta aquí hemos venido utilizando los términos arte, artista, obra de arte,
arte moderno, arte contemporáneo..., en el mismo sentido y con la misma es-
casa precisión con que se utilizan en el lenguaje común. ¿Es posible una defi-
nición más precisa del concepto de arte? ¿Resulta necesaria de cara al plantea-
miento de este trabajo?
Seguramente sea ingenuo pensar que podemos responder a estas preguntas
con algún categórico «sí» o «no». Especialmente la primera, la definición del
concepto de arte ha sido y es hoy día objeto de una ardua polémica. ¿Qué en-
tendemos por arte?, ¿qué sigifica el que a algo le atribuyamos la etiqueta de
obra de arte?, ¿a qué clase de objetos, hechos o acciones nos estamos refirien-
do con esta expresión?
Dufrenne (1982) plantea la ambigúedad de la noción de arte con una serie
de preguntas que carecen de respuesta sencilla: <4...) el campo semántico del
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arte es, efectivamente, muy incierto: ¿cómo cincunseribir sus fronteras? De una
parte sucede que el arte no ha tenido siempre, ni en todos los lugares, el mis-
mo estatuto, ni el mismo contenido, ni la misma función (...): la diversidad de
los contextos políticos, sociales e ideológicos acarrea de una sociedad a otra di-
ferencias muy sensibles en la situación y en la significación del arte (...). Por
otro lado, independientemente de todo supuesto sociocultural, ocurre hoy día
que la palabra arte es tomada con gran recelo, y que la extensión del concepto
es muy vaga: de la obra maestra al boceto, del dibujo del maestro al dibujo
del niño, del canto al grito, del sonido al ruido, de la danza a la gesticulación,
del objeto al hecho, del arte al no-arte ¿dónde trazar una frontera?, ¿acaso es
necesario hacerla? Porque no son solamente las “teorías” del arte las que du-
dan en atribuirle una esencia, es también la práctica de los artistas la que no
cesa de desmentir todas las definiciones» (p. 11-12).
Desde luego hay algo claro. Si estas preguntas las hiciésemos en momentos
distintos de la historia, como plantea Dufrenne. y en contextos diferentes, las
respuestas no coincidirían. Tatarkiewicz (1976) resume esta cuestión plantean-
do de qué forma la historia del concepto de arte en Europa ha durado casi ven-
ticinco siglos, que podemos dividir grosso modo en dos períodos, afirmando,
cada uno de ellos, un concepto de arte diferente. En el primer período, que
abarcada desde el siglo V a. d. C. al XVI d. C., el arte se construyó como una
producción sujeta a reglas. En este contexto «arte» significaba destreza, a sa-
ber, la destreza «que se requería para construir un objeto, una casa, una esta-
tua, un barco, el armazón de una cama, un recipiente, una prenda de vestir, y
además la destreza que se requería para mandar también un ejército, para do-
minar una audiencia. Todas estas destrezas se denominaron artes: el arte del
arquitecto, del escultor, del alfarero, del sastre, del estratega, del geómetra,
del retórico. Una destreza se basa en el conocimiento de unas reglas, sin pre-
ceptos (...). IDe este modo, el concepto de regla se incorporó al concepto de
arte, a su definición. Hacer algo que no se atuviera a unas reglas, algo que fue-
ra sencillamente producto de la inspiración o de la fantasía no se trataba de
arte para los antiguos o para los escolásticos: se trataba de la antítesis del arte»
(p. 39).
Este sistema de conceptos —el arte entendido como destreza, como hacer
algo que se atuviese a unas reglas— persistió hasta los tiempos modernos, apli-
cándose hasta una época tan tardía como el Renacimiento. Pero en esta época
tuvo lugar una transformación. Los años 1500-1700 fueron años de transi-
cíon:~<el concepto antiguo, aunque había perdido su puesto anterior, se conser-
vaba todavía, mientras ya se estaba gestando el nuevo. Finalmente, alrededor
de 1750, el concepto antiguo cedió su lugar al moderno. Ahora arte significaba
producir belleza» (Tatarkiewicz, 1976, p. 51). Las artes, pues, hasta entonces
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íntimamente vinculadas con los oficios y las artesanías, se separaron de las mis-
mas configurándose un nuevo concepto de arte, de Bellas Artes, en el que la
idea de Belleza se constituye en elemento nuclear del mismo. Gimpel (1979)
habla de mutación del obrero en artista. Hasta entonces, según él, ser pintor
o escultor era una profesión, no una vocación, y la palabra «artista» no apare-
ce, en el sentido que hoy le damos, en oposición al obrero y al artesano, sino
a mediados del siglo XVIII. Investigaciones como las de Antal (1979) apuntan
de qué forma esta transformación, este cambio del artista-artesano al artista
burgués, erudito, esta metamorfosis (Gimpel, 1979) de los pintores y esculto-
res de simples mortales, en artistas, en seres dotados de poderes divinos, en
absoluto resulta ajena al contexto social, político y económico de la época. Ta-
tarkiewicz (1976) reafirma esta idea insistiendo en que la separación de las be-
llas artes de los oficios la facilitó la situación social. El deseo de los artistas de
mejorar su estatus jugó un papel importante en este proceso; «la belleza, en el
Renacimiento, comenzó a valorarse más y a jugar un rol en la vida que no ha-
bía tenido desde los tiempos antiguos: sus productores —pintores, escultores,
arquitectos— se valoraron más: de cualquier modo pensaban que eran supeno-
res a los artesanos y querían que se les dejase de identificar con las artesanías.
La mala situación económica estuvo, inesperadamente, de su parte: el comer-
cio y la industria, que habían prosperado a finales de la Edad Media, había de-
caído ahora y, dudándose de todas las formas antiguas de inversión del capital,
se comenzó a pensar que las obras de arte eran unas formas de inversión nada
peores, e incluso mejores, que otras. Esto mejoró el estado financiero y la si-
tuación social de los artistas, y a su vez aumentó sus ambiciones; querían dis-
tinguirse, separarse de los artesanos, que se les considerara como representan-
tes de las artes liberales» (p. 43-44).
La idea de Belleza de alguna manera dio carta de identidad a los artistas
como grupo social diferenciado. Mayoritariamente aceptado este nuevo con-
cepto de arte por artistas, teóricos del arte y público, durante siglo y medio per-
maneció estable, sin modificaciones sustanciales. Pero la misma evolución de
las artes, en conjunción con la evolución de las ciencias y del pensamiento y,
obviamente, con la evolución del sistema cultural y social del que forman par-
te, hace que se planteen nuevas cuestiones y se introduzcan profundas fisuras
y polémicas respecto a aquel concepto de arte surgido del Ranacimiento.
Si tratar de responder a la cuestión del concepto de arte desde una pers-
pectiva histórica nos remite necesariamente a una relatividad sociocultural, en
el sentido de que resulta inviable separar el concepto de arte del contexto his-
tórico y cultural en el que dicho concepto se elabora y se practica, tratar de
dar una respuesta a la pregunta de qué se entiende hoy día a día por arte, su-
pone enfrentarse a una serie de concepciones dispares y diversas, que confor-
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tuar esta diferencia en ciertos rasgos de las obras de arte, otras en la intención
de los artistas y otras, a su vez, en la reacción que las obras de arte producen
en los receptores.
Dickie (1974) se expresa en la misma línea sugiriendo que el arte puede de-
finirse en términos de la conducta de los artistas y apreciadores de arte: «una
obra arte en el sentido clasificatoria es (1) un artefacto, (2) un conjunto de as-
pectos del cual le ha sido conferido un estatus de candidato para la aprecia-
ción, por alguna persona o personas que actúan en nombre de una determina-
da institución social (el mundo del arte)». Asi,pues, parece claro que las obras
de arte (Crozier y Chapman, 1981) son definidas como tales por aquellas per-
sonas y organizaciones que componen el mundo del arte, y este mundo es quien
decide si se adscribe valor artístico a determinada obra. Gablick (1987) es aún
más tajante cuando afirma que «no hay ninguna propiedad o función específica
que haga de un objeto una obra de arte, salvo nuestra actitud hacia él y nues-
tra voluntad de aceptarlo como arte» (p. 37).
Parece claro, pues, que si tuviésemos que señalar alguna propiedad especí-
fica que diferenciase una obra de arte de otra clase de objetos, tendríamos que
apuntar más hacia el contexto social que produce o que valora la obra en cues-
tión que hacia la obra misma. En contextos distintos, grupos sociales diferentes
poseen concepciones diferentes de lo que es o no es arte, y, evidentemente, la
forma de entender, valorar, producir y utilizar el arte nos proporciona una im-
portante información acerca de las características de los grupos en que dichas
acciones se producen. Desde esta perspectiva el arte se sitúa, pues, como ya
hemos dicho, en un cruce de caminos de las Ciencias Sociales, constituyéndose
tanto en objeto de estudio de las mismas como en forma de abordar el cono-
cimiento de los grupos sociales.
Y es que la idea que mantenemos del arte refleja probablemente, como he-
mos insistido, no tanto lo que el arte sea, como lo que seamos nosotros. En
cierto sentido nuestra relación con el arte nos define como grupo social, situán-
donos en un contexto cultural específico. Un mismo objeto, una misma acción,
pueden poseer significados diferentes y cumplir distintas funciones.
El arte, lo que nosotros en nuestro contexto cultural actual denominamos
arte, ha servido para fines diferentes; ha cumplido, como decíamos, funciones
distintas, un análisis breve de las cuales puede sernos útil delimitar este fenó-
meno cultural.
Hauser (1982) es muy explícito al respecto cuando afirma que «la historia
de la actividad artística puede representarse, en líneas generales, como la his-
toria de las tareas que han ido correspondiendo a los artistas» (p. 157). ¿Cuá-
les han sido estas tareas, cuáles han sido y son las funciones del arte?
Igual que con respecto al concepto mismo de arte, tampoco en relación a
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sus funciones podemos separar éstas del entorno social en que el arte se pro-
duce o se valora. Como correctamente apunta Gablick (1987) «el arte no es el
mismo, época tras época, cambiando sólo de estilo; su función varia mucho de
una sociedad a otra. El arte siempre ha estado relacionado con el entorno so-
cial; nunca ha sido neutro. Puede reflejar, reforzar, transformar, o repudiar
algo, pero siempre mantiene una relación de necesidad con la estructura social.
Siempre se da una correlación entre los valores, la dirección y los motivos de
una sociedad y el arte que ésta produce» (p. 49).
¿Para qué sirve, pues, el arte? De nuevo Hauser (1982) nos ofrece una res-
puesta sobre la que merece la pena reflexionar. El plantea que «la afirmación
más importante de la sociología del arte se basa en el hecho de que todo nues-
tro pensar, nuestras sensaciones y nuestra voluntad se ajustan a una y la misma
realidad, a saber, que en el fondo nos encontramos siempre ante los mismos
hechos, cuestiones y dificultades y que nos entregamos con todas nuestras fuer-
zas y nuestro talento a la solución de las tareas que nos plantea nuestra exis-
tencia unitaria e indisoluble. Cualquiera que sea nuestro empeño y la forma
que tengamos de acometerlo, nuestro problema es siempre el de conocer me-
jor, juzgar más correctamente, y dominar con mayor eficacia una realidad que
es caótica en sí y de por si, misteriosa y, a menudo, amenazante. Todos nues-
tros esfuerzos giran en torno a ese fin y nuestra subsistencia depende. más que
nada, de la corrección o incorrección de nuestro juicio sobre las condiciones
de la existencia y de cómo apreciamos los problemas que ella plantea. Al igual
que en la práctica habitual y en las distintas ciencias, también en el arte nos
esforzamos por averiguar cómo está constituido el mundo en el que tenemos
que vivir y cómo podemos conocer sus puntos débiles. Las obras de arte son
sedimentos de experiencia y, como todas las realizaciones culturales, se rigen
por fines prácticos» (p. 15-16). En otro momento del mismo tratado insiste: «la
economía, el derecho, la ciencia y el arte no son más que momentos o aspectos
distintos de un comportamiento esencialmente unitario frente a la realidad para
el que, en definitiva, lo importante no es la verificación de verdades científicas,
la creación de obras de arte, ni siquiera el descubrimiento y formulación de nor-
mas morales para la vida, sino simplemente la elaboración de una concepción
del mundo eficaz, la obtención de directrices en las que se pueda confiar en la
práctica (...) Dominar mediante la autoridad, la religión, la ética, el conoci-
miento y el arte, el caos que les amenaza por doquier es uno de los requisitos
de su sentimiento de seguridad y, con ello, de su éxito en la lucha por la exis-
tencia» (p. 25).
El arte, pues, para garantizar la supervivencia; pero ¿cómo? Una primera
respuesta que se propone alude a la magia, el arte como recurso mágico. «La
función decisiva del arte era, evidentemente, ejercer poder—poder sobre la na-
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nes de origen social. Asimismo, como apunta el citado autor, el arte puede cum-
plir una función innovadora en la política brindando apoyo emocional a las pre-
siones en pro de transformaciones del sistema político, sugiriendo nuevas acti-
vidades de la fantasía, y por tanto modificando potencialmente las pautas de
orientación valorativa de la personalidad, e intensificando las tensiones socia-
les. Así pues, el arte puede ser «un medio de reforzar las condiciones sociales
vigentes al reflejarlas —y por lo mismo confirmar su legitimidad— o (servir de)
agente del cambio social, al poner al descubierto violencias y tensiones, o trans-
mitir nuevas actitudes» (Kavolis, 1970, p. 13).
Pero el arte no se limita a reflejar la realidad social, sino que la interpreta
y, por tanto, la «pre-crea». El arte, pues, va unido al conocimiento. Kubler
(1975) lo expresa diciendo que las innovaciones artísticas alteran la sensibilidad
de la humanidad, y. por tanto, aumentan el conocimiento humano directamen-
te con nuevos medios de experimentar el universo. Es la agudización del sen-
tido de lo real, a que se refiere 1-lauser. El arte, que «permite al hombre com-
prender la realidad y no sólo le ayuda a soportarla, sino que fortalece su deci-
sión de hacerla más humana» (Fiseher, 1985, p. 54). El mismo Fiseher señala
de qué forma la función mágica del arte va desapareciendo, de manera progre-
siva, sin que posiblemente se llegue a eliminar del todo, y van constituyéndose
nuevas funciones del mismo relacionadas con la clarificación de las relaciones
sociales, con el conocimiento y la transformación de la realidad social.
De alguna forma, intentar acotar la parcela de la realidad cultural que no-
sotros denominamos arte nos ha llevado a pensar por un lado, en la diversidad
de sentidos que el término implica, en función de los contextos culturales e his-
tóricos diferentes en que se utiliza, y por otro, en las diversas funciones que
los procesos artísticos pueden desempeñar en los grupos sociales. El arte, como
resume Tatarkiewicz (1976) puede «representar cosas existentes, pero también
puede construir cosas que no existen; trata de cosas que son externas al hom-
bre, pero expresa también su vida interior, estimula la vida interior del artista,
pero también la del receptor; al receptor le aporta satisfacción, pero también
puede emocionarle, provocarle, impresionarle o producirle un choque; el arte
puede imitar o representar; y también puede construir o expresar». El arte, en
definitiva, conforma parte de una realidad cultural que nos define como grupo
social. Comprenderlo, comprender los procesos y mecanismos implicados en la
creación y producción artística, y aquellos otros que condicionan el uso que se
hace de estas creaciones, implica comprender mejor al ser humano, su forma
de comportarse y de relacionarse, objetivo básico de las Ciencias Sociales.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS