El Dios Inesperado

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El Dios inesperado

En los albores de nuestra era, en el pueblo judío se esperaba con ansias la llegada del Mesías, el
enviado de Dios que salvaría al pueblo de los imperios invasores y opresores. Este hombre sería un
guerrero, un verdadero hombre de poder y armas.
Entonces, una joven pobre y humilde recibe un anuncio: de ella nacerá un niño que será grande y
será llamado Hijo del Altísimo; y su prometido también recibe un anuncio: deberá custodiar a ese
niño y a su madre, pues él salvará a su pueblo de sus pecados (Cfr. Mt 1, 18-24; Lc 1, 26-38). Este
niño nace lejos de los poderosos, en un lugar paupérrimo, cercano a la gente pobre.
Luego, efectivamente, aquella muchacha y aquel joven cumplen su misión y custodian y educan
a este niño que, en cierto momento llegará a afirmar: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14,
8).
Sí, el tan esperado enviado de Dios se había hecho presente en medio de su pueblo. Y, más aún,
no era solamente un enviado, era el mismo Hijo de Dios hecho un ser humano de carne y hueso que
había venido a los suyos pero que, sin embargo, estos no lo recibieron (Cfr. Jn 1, 11). Dios estaba
presente, pero sin acomodarse a los esquemas mentales judíos. No era un guerrero, era un hombre
que predicaba el amor al prójimo; no tenía poder ni armas, pero enseñaba que el poder más grande
era el servicio a los hermanos.
Así, pues, aunque Dios amaba a su pueblo y había enviado a su mismo Hijo para liberarlo, no se
había dejado constreñir por las ideas de este pueblo que delimitaban cómo debía ser aquel enviado.
Y es que Dios no se acopla a nuestros esquemas, a nuestras ideas. Sus caminos no suelen ser los
nuestros.
A menudo me pregunto cuál será la razón de estas «sorpresas» de Dios. Las respuestas pueden
ser muchas, pero también suelo pensar que lo que desea es sacarnos de nuestras zonas de confort, de
nuestras zonas seguras pues no podemos negar que el ser humano siempre busca seguridad, un lugar
donde se sienta firme y protegido.
Sin embargo, esa seguridad y protección pueden limitar grandemente nuestra experiencia de
Dios. Los refugios pueden ser muchos —ideologías, leyes, liturgias, tradiciones…— pero todos
tienen en común el hecho de limitar la visión del ser humano y su capacidad para abrirse a la
posibilidad de que el Dios que tanto desea experimentar probablemente —¿acaso muy
probablemente?— no se deje atrapar por unas ideas que lo predeterminen.
«Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único» afirma también el
evangelio de Juan en su prólogo (1, 18). Pero ese Hijo único ha revelado a un Dios inesperado, que
se presentó de una manera muy diferente a como los judíos imaginaban.
Sin lugar a dudas, esto también debe cuestionarnos acerca de los límites que también nosotros
podríamos estar imponiendo a Dios mismo. ¿En qué maneras se hace Jesús presente entre nosotros?
¿Se acopla siempre a nuestras ideas? ¿Debe hacerlo? Más aún, nosotros como Iglesia estamos
llamados a perpetuar la presencia de Jesús en medio de nuestras sociedades, a permitir que también
se encarne en cada realidad y en cada cultura de nuestro tiempo. Pero para ello debemos tener la
capacidad de ver más allá de nuestras ideas y esquemas y permitir que Dios siga siendo el Dios
inesperado, el Dios que no se deja encasillar y que siempre da sorpresas.

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