SADISMO

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SADISMO

To be surrounded by beautiful, curious, breathing, laughing flesh is enough,


To pass among them or touch any one, or rest my arms lightly round his or
her neck for a moment, what is this them?

[Es suficiente estar rodeado de carme hermosa, curiosa, que respire y ría,
¿O qué es entonces pasar entre ellos y tocar a alguno, o descansar el brazo
suavemente rodeando el cuello de él o de ella?]
WALT WHITMAN

No me gustaba Santiago. Le parecía lindo a los adultos porque era rubiecito y


sonrosado. Parecía un niño muy despierto y eso siempre le gusta a la gente mayor, quieren
ver mocosos porque son tiernos y no hay que poner atención a lo que dicen, pero además
los quieren con aires sabiondos y expresiones seriotas de viejo. A lo mejor ver niños así los
reanima, al ver sus propios gestos de próximo-difunto en cuerpos tan bonitos y rebosantes
de futuro.
Santiago era sádico y rubio como tantas otras personas sádicas y rubias en la historia,
y le encantaba sentárseme encima de muchas maneras indirectas —tanto como de otras
bastante más físicas y menos ‘simbólicas’.
Cuando hacíamos algo malo juntos siempre se escapaba ipso facto y yo, que era torpe
y regordete, terminaba cargando con la culpa de cosas generalmente planeadas por él; como
esa vez que encontramos una ventana de la tienda que daba a una manga detrás de los
edificios y se dejaba abrir con un palito; sacamos unos paquetes de lentejas y pastas y
abrimos y regamos todo ahí en el suelo. Nos bañamos en pasta y brincamos para oír el
traqueteo y a la mierda los niños pobres con hambre en el Vaupés y hasta los de Somalia y
mejor el desempaquetar maloso y su traqueteo, hasta que esa vieja dientona salió a poner
quejas y a cobrar lentejas y fideos —y hasta letricas y conchitas— y a mí me agarraron del
pescuezo a rayas de la camisa tipo-polo, mientras Santiago huía con cara de ‘jah-jah, ya se
lo llevó el putas’.
Vivíamos en una unidad residencial llena de nuevos-ricos y toda clase de carrangas
con billete a lo loco y aquel flamante mal-gusto que suele acompañarlo. Era buen lugar para
vagar, no todo eran humillaciones y escapes fallidos en que yo terminase castigado,
también nos divertíamos; había un barranco enorme —seguro no era tan grande, pero
cuando uno es pequeño, de apenas un metro de alto, todo parece enorme en comparación—;
nos tirábamos de culos sentados en pedazos ajados de caja de cartón, que se iban
desintegrando cual transbordadores entrando a la atmósfera, hasta que uno derrapaba los
últimos metros sobre las prendas carcomidas —casi siempre uniformes escolares y pijamas
— que le colgaban de las posaderas. Había zonas verdes enlodadas donde se podían cazar
ranas, muchas canchas de varios juegos, parques y senderos para andar en bici o caminar.
También había una piscina a la que no me dejaban meter solo y que se atestaba de gente
cada domingo; justamente el único día que me llevaban, cuando todo era más cálido y
acinado de prole remojada en meados con cloro, diseminando el hedor característico. Los
animales suelen ser lo que más recuerdo porque me producen asco y extrañeza, sobre todo
los sapos y demás anfibios, pero de todos modos me arrodillaba al lado de un caño grande
para verles las verrugas y vejigas entreabiertas, que asemejaban algo alienígena; si hasta

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fastidiaba a los animalejos con un palo picudo que por más que dejase tirado siempre me
volvía a encontrar.
Más que nada me viene a la mente el maldito juego de baloncesto. Tirábamos el
balón a la cesta por turnos, pero yo, que no tengo puntería ni alineación ni nada siempre
fallaba, entonces Santiago comenzaba a darme indicaciones, cosas de una naturaleza
absurda que nadie podía ejecutar, o que, aun si alguien las hiciera, nadie distinguiría si algo
cambió en relación al intento anterior…: cosas como que tirara más ladeado, que pusiera el
pulgar más al centro, que le diera más rotación, que no apoyara el dedo gordo del pie al
tirar, que contra el viento, y todo lo que pueda uno imaginarse. El hecho es que no lograba
hacer ninguna de esas jodas y el balón no solamente no entraba, sino que se iba a los
parqueaderos, afuera de la reja del conjunto residencial, o donde sea que mi mala suerte y
motricidad fina de poliomielítico epiléptico quisieran propulsar el pedazo de cuero
hinchado. A medida que mi desinterés en mejorar y mi cómoda inutilidad se iban
acentuando sus malditas indicaciones sin sentido y el tono autoritario de las mismas iban
creciendo en obstinación y saña. Al final simplemente gritaba como un simio señalando el
aro al otro lado de la cancha; como yo ya no le entendía ni me importaba me quedaba
viéndolo rebuznar con cara de idiota, hasta que llegaba a su límite de rubio sádico y la
cogía a patadas contra mí. Una vez me caí y siguió dándome patadas en el piso por un rato.
En realidad, era poco o nada lo que me dolía: ambos éramos muy pequeños como para que
el daño fuera verdadero o, al menos se notara, sin embargo, me marcó mucho la facilidad
con que caía en el abismo de la violencia: el temblor, el aliento entrecortado, su cara
enrojecida por la furia mientras me atacaba. Eran su violencia y ciertas inclinaciones
extrañas al ejercerla, cuanto me dejó este mal-sabor de boca ya añejo, uno tan propio de
todo lo incomprendido. Tema reiterado, como de trauma menor volviendo con el recuerdo
de su cara tierna y encolerizada de pequeñuelo fatal.
Ahora que he dicho “fatal” no puedo evitar un repaso de los extraños tintes eróticos
de la historia que me une a este primer amigo de infancia.
Aunque nunca me haya acostado con un hombre en sentido estricto, pasa que a
algunos amigos los recuerdo con esa ambigüedad sexuada con que se rememora a ciertas
amantes que fueron muy buenas o muy malas con uno. Creo que el erotismo comenzaba
cuando Santiago agotaba sus energías golpeándome, después de los accesos de ira, tras
darme todas las inútiles patadas de infante que podía y gritarme como a un costal de
estiércol, pues como en una película repetida representaba en cada ocasión la misma
pantomima extraña y —de alguna manera— excitante… Me miraba a los ojos como lleno
de una ternura demoniaca, tomaba mi mano para ponerme en pie y, luego, no sé si movido
por el arrepentimiento o por un placer compensatorio de criatura viciosa, me trataba
inauditamente bien por todo el resto del día; me invitaba a comer comida chatarra y helado,
me llevaba a los videojuegos y hasta me prestaba o regalaba algún juguete de su cuarto que
me gustase más de lo usual. No podría precisar por qué le permitía tratarme de ese modo.
Hasta entonces nunca había tenido un amigo, quiero decir, alguien a quien hubiera
conocido por mi propia cuenta y que pudiera frecuentar disponiendo del tiempo y espacio
como quisiera, y, sobre todo, alguien que no fuera hijo de los amigos de mis papás, empero
nunca le tuve cariño, o aprecio siquiera. Quizá podría decirse que lo frecuentaba por puro
interés, por los juguetes y cosas que me regalaba, pero en el fondo poco me importaban sus
golosinas y cacharros; también podría decir que era por temor, pero tampoco lo creo, en
realidad él no me parecía temible o intimidante, no era particularmente grande o fuerte, sólo
un gritón energúmeno. Lo que más sentía cuando estábamos en ese tipo de situaciones

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salvajes era una especie de curiosidad vertiginosa acerca de qué me impedía moverme, y
mucha tensión, la electricidad del choque de cuerpos surcándome los nervios.
Creo que, en primer lugar, a los siete años no se posee una conciencia moral o sexual
muy precisas que digamos, ni mucho menos se piensa un carajo en las relaciones de poder,
el erotismo, la dominación y ese tipo de cosas enfermas de adulto raro, pero en todo caso
esto era lo que nos pasaba: él sentía placer al golpearme y luego intentar resarcir sus actos
terribles, y yo, que no sé si sentía placer con algo de esto, sabía al menos que la cosa tenía
algo de sucio; experimentaba una sensación muy rara de que el ritual bizarro tenía aura de
acto prohibido, puesto que nunca había nadie cerca cuando ocurría y existía un pacto
silencioso de no contar nada, ni hablarlo siquiera entre nosotros. Todo debía pasar al olvido
igual que como sucedía: por nada y casi sin pensarlo.
Un día le pedí a mi padre un disfraz de power-ranger, porque los habían estrenado
ese año en televisión nacional y todos queríamos ser power-rangers —Gokú no había
aparecido. No me fue negado, eran feos y baratos; no obstante, como siempre que se trataba
de algo relativamente importante para mí, mi padre optó por delegar la tarea, y mi abuela,
que nada sabía ni sabe ni sabrá acerca de nada de nada, me compró el disfraz con emblema
de pterodáctilo de la ranger rosada. Incluso el amarillo de la asiática hubiera sido más
honorable que eso… Tras la correspondiente pataleta se convino ir a la semana siguiente —
era sábado— a cambiar el traje de damita, y yo me quedé atrapado en mis ropas de casa,
mientras los demás mocosos del complejo residencial gritaban por doquier con sus
leotardos coloridos de defensor de la galaxia. Entonces tuve la estúpida idea de contarle a
Santiago lo que había ocurrido, y él, como era de esperar, aplicó toda su increíble lindura y
astucia de rubio sádico con aptitudes de proxeneta del infierno en convencerme de salir por
ahí con el traje rosado, y fingir que era niña por una tarde, aprovechando la máscara que
emula el casco intergaláctico de pasta para ocultar mi pobre identidad.
Toda esa tarde corrí y jugué alegremente convertido en la linda novia de mi amigo,
falseando la voz y haciendo los ademanes y poses que suponía que una niña podría hacer.
Nuevamente no sé cómo me siento al respecto y a duras penas y recuerdo el episodio. No
me viene a la mente como algo bueno, pero tampoco particularmente desagradable,
solamente pienso que fue bastante extraño. Lo que más retumba en ecos mentales es mi voz
de falsa niña diciendo “Santi, Santi” en un sinnúmero de ocasiones. Todavía no entiendo
muy bien, a ciencia cierta, qué tenía de femenino el atuendo; a fin de cuentas los trajes de
ranger eran todos iguales y solamente variaba el color. Algunas otras veces en la vida usé
prendas de mujer sin que nadie me viera, y experimenté en ello cierto tipo de morbo o,
incluso excitación, aunque nunca fuera demasiada, ni cuento con las dotes o impulsos
histriónicos necesarios para hacerlo en público —de hecho, solamente me he puesto piezas
de lencería ante espejos de baño, y ha sido más que todo por la gracia imbécil que me causa
ver mis hombrías desvaídas colgando a los lados de una minúscula tanga.
A veces, cuando Santiago me llevaba a su casa para prodigarme cuidados y ‘sanar
mis heridas’, tenía la costumbre de pedirme que nos desnudásemos de la cintura para abajo
y entrásemos al armario a frotarnos. No lo sugería de una manera tan directa, pero igual
sabía que se trataba de algo marcadamente sexual, incluso en aquel tiempo. No tenía claro
si me gustaban los niños, pero tampoco las niñas, por eso creo que el asunto iba más allá de
eso. Al recordarlo he llegado a la conclusión de que lo que me producía placer era la idea
‘sucia’ de tener contacto sexual con alguien, sin que importase demasiado si era hombre,
mujer, infante, adulto o hasta humano —porque también recuerdo que alguna vez a esa
edad me dejé lamer la salchicha de la pitbull de un primo, y se sintió rico—, de hecho en

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ese tiempo faltaban muchos años para que pudiera hacer algo parecido con una muchacha,
pero la sensación me resultó similar: el tacto de unas nalgas magras y rosadas, algo de
genitalidad, algo de muslos carnosos universalmente eróticos para alguien como yo —o
mejor para ‘algo’ como yo: una suma de apéndices palpitantes que apenas y me servían
para pensar, moverme o gesticular palabra.
Lo que hacíamos en el armario era dar vueltas entre chaquetas y zapatos mientras
nuestros tercios inferiores se rozaban. Ni siquiera tengo claro si llegábamos a tener algo
parecido a una erección; es probable, pero creo que no distinguía entre los diversos grados
de dureza de mi verguita infantil. Terminábamos con el asunto cuando perdía la gracia,
cuando ambos notábamos, un poco estupefactos, que ninguno de los dos sabía qué más se
supone que debíamos hacer.
Nunca nos tocamos con las manos ni besamos ni acariciamos el rostro, porque ésas
son cosas de marica.
Un día cualquiera —como cualquier otro igual que cualquiera en cualquier otra parte
del mundo—, mi tía me informó que nos cambiábamos de casa. Para cuando me dijeron
mis cosas ya estaban empacadas, y así, sin pena ni gloria ni despedidas, me fui dejando
atrás a Santiago; su sadismo de rubio culi-rosadito y todo el lindo y estúpido conjunto
residencial.
No me dio felicidad ni tristeza, así como tampoco me daba asco ni placer frotarme
con él en el armario. De todos modos lo hacía, como tantas otras cosas sexuadas y sin
motivo que haría más tarde en la vida.
Al final lo que me quedó latente no fue el gusto por los muslos gruesos de varón, la
ropa femenina, o los premios por ser maltratado: lo que llevo más encima de todo este
episodio es la esencia infantil e inocente del sadismo, esa necesidad extraña de maltratar e
inmediatamente después querer y consolar a una misma criatura.

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