El Decimo Infierno

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Mempo Giardinelli

El Décimo Infierno
Primera edición: 2017
Segunda edición: 2024

Diseño de colección: Estrada Design


Diseño de cubierta: Manuel Estrada
Fotografía de Javier Ayuso

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas
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PAPEL DE FIBRA
CERTIFICADA

© Mempo Giardinelli, 1998


© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2017, 2024
Calle Valentín Beato, 21
28037 Madrid
www.alianzaeditorial.es

ISBN: 978-84-1148-532-6
Depósito legal: M. 30.055-2023
Printed in Spain

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Índice

13 Capítulo 1
20 Capítulo 2
26 Capítulo 3
33 Capítulo 4
40 Capítulo 5
45 Capítulo 6
51 Capítulo 7
59 Capítulo 8
65 Capítulo 9
70 Capítulo 10
74 Capítulo 11
79 Capítulo 12
86 Capítulo 13
90 Capítulo 14
95 Capítulo 15
100 Capítulo 16
103 Epílogo
Eres padre del fuego, pariente de la llama;
Más arde e más se quema cualquier que te
más ama; Amor, quien te más sygue, qué-
masle cuerpo é alma, Detrúyeslo del todo,
como l’fuego á la rrama.
Arcipreste de Hita,
El libro de Buen Amor

¡Dios mío, hermano, qué no seremos ca-


paces de hacer por huir de la soledad! ¡Qué
infierno no visitaremos por ahuyentar nues-
tro miedo!
José Manuel Fajardo,
Carta del fin del mundo
Para Sabina Bautista
y para Luis Sepúlveda.
Y para Osvaldo Soriano,
in memoriam.
Capítulo 1

En todo momento supe que lo que hacía era horroro-


so, pero lo hice. Una vez que me lancé por esa cornisa
del Infierno, como una bola en el bowling que adquie-
re velocidad y fuerza a medida que se desliza, no me
detuve más. No importaba cuántos pitotes iba a vol-
tear. Sólo importaba rodar.
Un hombre que está por cumplir cincuenta años y se
siente hecho, en el sentido de que ya hizo las cosas que
quiso y pudo, y entonces está entre aburrido y desaso-
segado, no tiene más que dos alternativas: o empieza a
disponerse a la vejez, satisfecho por lo que hizo o frus-
trado por todo lo que no logró; o dispara sus últimos
cartuchos y lo hace a todo o nada. Yo decidí esto últi-
mo. Y Gris me hizo la pata. La muy inconsciente.
Les diré: Resistencia es una ciudad que mi madre lla-
maba Peyton Place, por una serie que fue muy famosa

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El Décimo Infierno

en los primeros años de la televisión en blanco y ne-


gro: La Caldera del Diablo, no sé si se acuerdan. Bue-
no, igual que Peyton Place, Resistencia es un pueblo
norteamericano, sólo que equivocado de lugar en los
mapas y rodeado de un cinturón de pobreza impresio-
nante, de esos que los norteamericanos jamás dejan ver.
Allí nunca pasa nada, hasta que un día pasa de todo. El
calor nos vuelve locos, y ésa es la única explicación a las
cosas que pasan, cuando pasan. Yo no sé lo que provo-
ca, pero una noche –porque generalmente todo sucede
de noche– enloquecemos. Se te acaba el dinero, o la cer-
veza, o te hartaste de ver las mismas boludeces en la tele,
y sentís que debés hacer algo. Romper algo, tirar todo
abajo, gritarle a tu vecino, pegarle a tu mujer, no sé, algo.
Yo estaba cansado, pero no era un hombre infeliz.
Antes de los cincuenta ya me había divorciado dos ve-
ces, mis hijos estudiaban uno en la Universidad de Bue-
nos Aires y el otro en la Nacional de Córdoba, y yo vivía
solo en una casa muy grande, en cuyo piso superior te-
nía un lindo departamento, una especie de enorme loft.
En la planta baja vivía mi madre, ya viejita, al cuidado
de una correntina sesentona muy dulce y eficiente que
se llamaba Rosa. Las dos eran muy religiosas y vivían
sus vidas simple y tranquilamente, tan virtuosas como
soporíferas. Yo tenía un buen trabajo, independiente
y rentable, que me permitía ser lo que en una ciudad
como Resistencia se califica enjundiosamente como un
excelente hijo. Todo mi pecado era la relación secreta
que mantenía con Gris. Casada, ella. Y con mi mejor
amigo.

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Capítulo 1

No me vengan con moralinas: todo estaba bien y des-


de hacía cuatro años ésa era una relación perfecta. Gri-
selda es una mujer fantástica. No sólo porque es bella,
sino porque no hay nadie en el mundo con quien pue-
da divertirse uno tanto: su inteligencia es rápida y bri-
llante, y a su agudeza le añade la gracia, el ángel de su
actitud y una inmensa sabiduría que siempre me des-
concierta y fascina. Y todo eso, perdónenme, es una
mezcla explosiva. Apasionada y loca en la intimidad,
ella también estaba harta de representar el papel de la
irreprochable dama burguesa resistenciana. Cuando
empezamos a ser amantes ella ya había dejado de ir al
Club de Ikebana, no participaba del Patronato de Can-
cerosos y ni siquiera iba más a las reuniones de la Coope-
radora Escolar del Santísima Trinidad. Ya no quería
perder el tiempo inventándose actividades, ni pedir
más permiso ni sentir más culpas por nada. Gris lo
que quería era divertirse, gozar, vivir en movimiento y
ser amada. Todo lo que el buenazo de Antonio no le
daba.
Habíamos empezado casi de casualidad, hacía exac-
tamente cuatro años, pero no les voy a contar cómo
empezó todo. No hace falta. Sí, créanme que fue sen-
sacional, excitante, y que en toda mi vida yo no había
conocido una mujer así, tan fogosa, ni había sentido
semejante calentura. Jamás me había entregado a una
mujer como me entregué a ella, ni había visto que
una mujer fuera capaz de tanta entrega, tanta totali-
dad afectiva, quiero decir. Nos conocíamos desde mu-
cho tiempo atrás, por lo menos diez años, y creo que

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El Décimo Infierno

nunca habíamos tenido fantasías mutuas. Por represión


social o por lo que fuera, durante una década fuimos
casi asexuados el uno para el otro. Hasta que un día,
pum, estalló algo, una bomba, y bajo los escombros nos
liamos como enredaderas, fundidos como dos metales
en un caldero.
Griselda tenía unos años menos que yo. Nunca sabía
si siete u ocho, porque ella siempre mentía la edad y su
gracia para hacerlo era absoluta, incomparable. Des-
nuda sobre la cama, le encantaba que yo simplemente
la mirara, masturbándome lenta y suavemente, mientras
ella se movía como una contorsionista, sensual como
una diosa, a la vez que me preguntaba, desafiante, si yo
sería capaz de cambiarla por dos chicas de veinte. Y
después se me lanzaba encima y me recorría el cuerpo
con la lengua, deteniéndose en mis partes más sensi-
bles, las costillas, las axilas, la entrepierna, las orejas, y
me ordenaba que me quedara quieto y me poseía con
una fineza, con una calidad que no sería yo capaz de
describir. Se montaba sobre mí y giraba las caderas ha-
cia los lados, en círculos, y le gustaba que yo le acaricia-
ra los pechos suavemente, adoraba que yo jugara con
sus pezones gordos, de madraza que ha dado vida, y ce-
rraba los ojos y me pedía que le dijese cosas chanchas,
que la insultase, que le dijera suavemente que era la
puta más puta de todo el Chaco. Era fantástica: estaba
pendiente de su placer pero también del mío, y yo mi-
raba su sonrisa de gozo y era como ver a la Gioconda
antes de posar, como imaginar a la Virgen María en el
momento de amamantar a Jesucristo. Y de pronto me

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Capítulo 1

gritaba que le diera mi leche, que se la diera toda, que


me secara completamente para ella, y me decía que ella
era agua, que era el mar, que viera cómo se derramaba
toda, y temblaba y me exigía que no me silenciara, que
le jurara que la amaba y que se lo dijera salivándole la
oreja, y yo así lo hacía porque era cierto, porque la ama-
ba más que a nada en el mundo y porque además me
encanta hablar mientras lo hago y sabía que Griselda
alucinaba de que yo pudiera hacer el amor y hablar tan-
to al mismo tiempo.
No hace falta decir más: nos amábamos y al cabo de
los primeros encuentros, de los tres o cuatro primeros
meses, cuando vencimos la culpa, empezamos a enhe-
brar los lazos más profundos del amor: la amiga que
también era, el consejero que también yo era, las in-
terminables charlas acerca de los hijos (sus dos mu-
chachas son ya adolescentes, aunque menores que los
míos), los chismes de la ciudad que tanto nos divertían,
los amigos comunes y sus frustraciones, el Club Náu-
tico, el pequeño universo provinciano en que nos mo-
víamos. Y por supuesto hablábamos de nuestro secreto,
que era nuestra fuerza, porque desde el comienzo nos
habíamos juramentado a que ninguno hablaría con na-
die, pero absolutamente nadie, de esa relación. De lo
único que jamás hablábamos, el nombre que jamás se
pronunciaba, era por supuesto el de Antonio. Quien
además de mi amigo y su marido, era mi socio en la In-
mobiliaria Nordeste Argentino, S. A.
Por supuesto, él lo sabía. Al menos yo siempre estu-
ve convencido de que lo sabía. Una mujer como Gri-

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El Décimo Infierno

selda puede engañar a todo un pueblo, por supuesto,


pero no a su marido, y sobre todo si el marido no es
un tonto. Y Antonio no lo era. Nunca entendí por qué
procedía así, pero la verdad es que jamás hizo un mí-
nimo gesto, jamás le hizo preguntas a ella ni manifestó
enojo alguno conmigo. Jamás. Siempre aceptó todo en
silencio. Era cornudo y se lo bancaba. A mí eso me de-
sesperaba y a veces, de la rabia, sentía ganas de decírse-
lo, ganas de gritarle que me estaba recogiendo a su mu-
jer y que no fuera tan pelotudo, me daban ganas de
zamarrearlo preguntándole por qué mierda se lo ban-
caba. La verdad es que no puedo decir exactamente
desde cuándo él sabría lo nuestro, pero yo sé que lo
sabía. Y Gris también sabía que él sabía. Pero de eso
no hablábamos.
Esto que les cuento es una cretinada, abyección pura,
ya lo sé. Pero me he propuesto narrar las cosas como
fueron. Nada de tener cuidados ni disimular. Al pan,
pan, etcétera... Fue todo tan explícito y evidente cuan-
do lanzamos a rodar la bola de bowling sobre la pista,
que todavía me da gracia la pobre inocencia de la gen-
te. Ni siquiera me parece tierna; me parece estúpida.
Porque aquí la gente suele creer en lo que no debe y
se traga cuanto sapo hervido le ponen en la sopa. Está
demasiado extendida, es demasiado popular la im-
becilidad urbana como para que uno vaya a tenerles
piedad. Eso es tarea de los políticos, o de los curas,
que mienten siempre y prometen lo que ni siquiera
conocen. De modo que al menos aquí, lo más conve-
niente es ser obvio. Las sutilezas son demasiado para

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Capítulo 1

ciertos pueblos. Usted no puede darle caviar a las ga-


llinas.
El caso es que una tarde, después de hacer el amor y
terminar exhaustos como dos ciclistas que corrieron el
Tour de France, nos fumamos un pucho y yo le dije,
de modo casual, como jugando:
–Deberíamos matar a tu marido.
Y Griselda, sin reparar en la enormidad de mis pa-
labras, como si lo importante hubiese sido que yo no
pronunciara el nombre de mi amigo, y sin detenerse a
reprocharme nada, ni siquiera sorprendida, simplemen-
te dijo:
–¿Y cómo lo haríamos?

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Capítulo 2

–No sé –respondí–. Le rompo la cabeza de un palazo.


Ella se rió como si yo hubiese hecho un buen chiste
delicado, no de los que merecen una carcajada esten-
tórea sino sólo una risita educada y acaso un poquitín
nerviosa.
Pero así lo hice. Fue en el living de la casa de ellos,
la noche siguiente. Y fue esa noche por la sencilla ra-
zón de que unas horas antes, durante la tarde, habíamos
cobrado el efectivo de tres boletos de compraventa
que sumaban casi doscientos mil dólares, los cuales
habíamos guardado en la caja fuerte de la Inmobiliaria
e íbamos a depositar en el Banco Río a la mañana si-
guiente.
Cuando terminamos de cenar, como tantas noches en
las que yo iba a comer a casa de ellos y me quedaba
hasta la medianoche charlando de negocios, planean-

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