Cuento-EN LA CUERDA FLOJA

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EN LA CUERDA FLOJA

Cristina Peri Rossi. En: ​El museo de los esfuerzos inútiles​. Seix Barral, 1989.

Desde que nací, me aficioné a la cuerda. Al principio, era una cuerda tensa pero, con
el tiempo, se fue aflojando. Pero para mí no tenía importancia, pues ya me había
acostumbrado. Los dedos de mis pies eran como garfios y se adherían a la cuerda de tal
modo que no temía caerme. Ya no descendí, prefería estar todo el tiempo en el aire, y
comía mis comidas allá amiba, leía, escuchaba música y confeccionaba pequeños objetos de
mimbre —posavasos: mantel es y cestos— mi entras me paseaba.
Cuando era pequeño, mis padres encargaron a un buen hombre mi vigilancia. Se
trataba de un funcionario jubilado, que corría de un lado a otro de la habitación, con una
bolsa de arpillera en los brazos, por si yo me caía. El pobre hombre estaba muy ocupado,
pues yo, con mi inquietud infantil, me deslizaba incesantemente de un extremo a otro de la
cuerda y él debía seguirme, con el gran agujero de la bolsa abierto. El viejo resoplaba, su
frente se perlaba de sudor y a veces me pedía que me detuviera, para poder descansar un
rato. Yo no era muy conversador, por lo cual su tarea se volvía angustiosa y solitaria. Sin
embargo, tengo que reconocer que le debo a él los conocimientos que poseo de las ciencias
y de las artes, ya que mientras yo me detenía en un lugar o en otro de la cuerda, él
aprovechaba para informarme acerca de las leyes físicas o los metros de la poesía. Era un
buen hombre y me quería como a un hijo. Solía decir que estaba cansado, que ese trabajo
no era para él, que ya tenía muchos años, pero la jubilación no le alcanzaba para vivir. Por
eso yo no me preocupaba cuando descuidaba un poco su trabajo y dejaba de correr por el
suelo, bajo mis pies, y aprovechaba el descanso para liar un cigarrillo o beberse un vaso de
vino.
A veces le gastaba bromas; me deslizaba como siempre por la cuerda, con paso
cauto y firme, pero al llegar a la mitad, simulaba resbalar; el pobre hombre, desesperado,
corría hasta quedar exactamente debajo de mí y abría muy grande la boca de la bolsa, para
recogenne, Pero yo no caía. En realidad, no recuerdo haberme caído ni una sola vez. Por lo
demás, yo dudaba mucho de que su agilidad le pennitiera llegar a tiempo, en el caso de que,

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efectivamente, yo me cayera, aunque andaba muy rápido y era muy atento (con un ojo
vigilaba siempre mis pasos amiba de la cuerda) posiblemente mi descenso fiera más veloz
que sus piernas.
Un día, dispuesto a jugarle una broma, cuando estaba casi en el extremo de la
cuerda, simulé un grito; el viejo se precipitó, aterrado, y yo dejé caer sobre el agujero de la
bolsa un ratón rosado que había guardado en mi bolsillo. El ratón cayó exactamente sobre la
boca de la bolsa, pero él no lo vio hasta después, porque había cerrado los ojos. Ese día se
fastidió conmigo y estuvo a punto de renunciar a su empleo. Yo le pedí perdón,
sinceramente, y le rogué que permaneciera debajo de mí, ya que su presencia, su empeño
con la bolsa, sus locas carreras y sus cuentos —en los raros momentos de paz— me
estimulaban. En realidad, ya había decidido no bajar Se lo comuniqué pocos días después.
No demostró mayor sorpresa y no discutió conmigo, cosa que le agradecí. Se dispuso de
inmediato a realizar los preparativos necesarios para que mi vida, allá amiba, no fiera
excesivamente incómoda. Primero izó una mesa, para que yo pudiera comer sobre ella sin
manchanne. Luego, algunos implementos para mi lavado. Con un ingenioso sistema de
cuerdas y poleas, me suministraba aquellos afiículos que yo podía necesitar y que no
estaban a mi alcance: la pastilla de jabón, el diario, las velas —hay frecuentes apagones en
este lugar—, algún libro, las tijeras o una camisa limpia. Yo ya era un adolescente y él estaba
muy preocupado por mi educación. Dispuso una pizarra en la pared y mientras yo estaba
sentado en la cuerda, él desarrollaba fórmulas o me explicaba la geografía de Irlanda.
Después consiguió un proyector de diapositivas y el resto de mi educación se hizo de esa
manera.
—Sí tuviera menos años —me decía—, yo también trataría de vivir allá amiba.
Sostenía que cada criatura tenía su espacio propio —la tierra, el aire: el agua— y no veía
ningún inconveniente en que el mío fiera la cuerda. Es más, aseguraba que sólo las
manipulaciones a las que sometemos nuestro instinto cambian esa inclinación; de ahí que
seres terrestres padezcan en los vuelos de avión, seres aéreos sufran en los barcos y los
hombres de mar se mareen en las ciudades.
Desde amiba, yo lo escuchaba con curiosidad: mientras me paseaba. Es verdad… que
vivía en constante peligro (una distracción cualquiera, una somnolencia imprevista, un
traspié involuntario o la pérdida de mi capacidad de reflejos podían precipitarme al vacío),

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aunque al mismo tiempo me veía libre de otros. Lanzaba las cáscaras de banana a un cubo
de basura, con notable precisión; recitaba versos de Amado Nervo y tocaba en la armónica
viejas melodías indias; a veces, desde amiba, dirigía la disposición de un mueble o arreglaba
los cables de la luz. Sólo la posibilidad de recibir visitas me causaba terror. No deseaba ver a
nadie y le había dado órdenes al viejo de que expulsara violentamente a cualquier intruso.
Cuando imprevistamente alguien entraba a la habitación, yo me iba hasta un extremo y,
pegado al techo, intentaba desaparecer, como un insecto oscuro. Imaginaba que desde
abajo, el recién llegado divisaría nada más que la cuerda balanceándose en el vacío, como
un cable sobre el mar.
—Si tuviera menos años —insistía el viejo—me subiría allí contigo, a descansar
—decía.
Un día, el buen hombre trajo a su hija para que me conociera. Lo hizo por sorpresa, y
eso me desagradó. Me escondí detrás de la araña del techo. Era una gran araña, de esas que
se usan en los teatros o en los salones de las nobles familias, y tenía muchos caireles. Por
hacer algo, a veces yo me entretenía lustrándolos con un paño mojado en vinagre. Desde mi
rincón, la vi entrar, con pasos medidos y tacones negros. Vestía un impermeable beige y
tenía los cabellos cortos. Yo no creía que el espectáculo de la cuerda pudiera interesarle. Me
había negado, desde mi más tierna infancia, a realizar pruebas y ejercicios en la cuerda, sólo
me paseaba, y despreciaba a los gimnastas y equilibristas que entretenían al público en los
circos o tablados.
Ella se dirigió hacia el centro de la habitación y miró hacia amiba. Las tablas del suelo
crujieron un poco. El viejo se sentó en una silla, como un portero cuando ha empezado la
función. Dejé que me buscara con la mirada, pues difícilmente podría descubrirme a
primera vista; su cuello, no acostumbrado a las alturas, se cansaría antes de divisarme. El
viejo se había puesto a leer el diario. Era una manera de dejarme solo ante el peligro.
-¡Oh! Qué bonito cuadro! —murmuró ella, descubriendo una reproducción de
Turner sobre la pared. Yo la había recortado y pegado, pero ya no estaba al alcance de mi
mano. De lo contrario, la hubiera quitado, para que ella no pudiera mirarla.
Desgraciadamente, la habitación estaba llena de recortes de diarios, fotografías, objetos en
repisas que yo me había entretenido en disponer, y ella parecía empeñada en realizar el
inventarío.

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-No toque eso —le grité, desde mi rincón, cuando alzó la mano para alcanzar uno de
mis caleidoscopios. Sólo al viejo le permitía tocarlo y para que le quitara el polvo.
Ella retiró la mano y dirigió los ojos hacia mi rincón.
Entonces hizo una cosa completamente imprevista, ágilmente se subió a una silla,
para estar más cerca de mí. Esto me irritó. Nunca nadie se había atrevido a tanto, ni siquiera
el viejo, cuando le pedía algo; siempre se las ingeniaba para subírmelo a través del sistema
de poleas.
-Bájese de allí —le grité, sofocado por la indignación.
No se movió. La silla era de paja y yo confiaba en que se rompiera bajo su peso. Pero
desgraciadamente, yo mismo la había urdido, y era muy resistente.
—Me gustaría ver su rostro —me contestó, ignorando mi orden.
Yo podía ver el suyo. Era algo redondo y simpático, vivaz, desenvuelto. Cené los ojos.
Hubiera preferido que se pareciera al viejo, que tenía un rostro trabajado por el tiempo, la
angustia y la incertidumbre. Cuando los abrí, ella continuaba de pie sobre la silla, como una
estatua de pórfido.
-He traído algo para usted —me dijo, pretendiendo halagarme. Conocía esa treta: la
habían empleado muchas veces mis padres, mis vecinos y hasta un médico. Pequeños
objetos que tenían la función de disuadirme, o de estimularme, o de convencerme de algo.
—No necesito nada —dije, con firmeza.
No sé por qué, sospeché qué tenía una cámara fotográfica entre sus ropas, y que
pretendía sacarme una fotografía. Hay gente así. Pero debía ser una fantasía, el viejo no le
hubiera permitido entrar con una máquina escondida.
De pronto, súbitamente, descendió de la silla. Se acomodó los zapatos, la falda color
aceituna y dijo, dirigiéndose al viejo que leía o simulaba leer:
—Es verdad, no necesita nada.
El hombre murmuró:
-Ya te lo dije, hija.
Entonces me asomé. No mucho, pero lo suficiente como para que me viera. Di unos
pasos sobre la cuerda y la miré.
Ella alzó la cabeza y sonrió. Me gustó su sonrisa. Era parecida a la del viejo.

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-¿Sabe? —me dijo: en voz baja, humilde, casi confidencial—. En realidad, ardo en
deseos de subir. Lo he deseado toda la vida.
Me quedé en silencio.
—En realidad, yo también —murmuró el viejo: en seguida—. Pero ya sabes, la edad,
los achaques, el calo, el frío. No resisto mucho tiempo de pie. Ya ni siquiera me preocupo de
la bolsa. Pero él no la necesita. Ni la bolsa, ni a mí. No necesita a nadie.
—Siempre deseé subir —repitió ella, elevando los ojos con arrobamiento. Tenía un
gesto implorante que me perturbaba.
—Quizás, si fiera más joven —continuó el viejo—, lo intentaría. Pero a mi edad, casi
todas las cosas están prohibidas, salvo correr con una bolsa en la mano por una habitación
vacía.
—Si usted quisiera… —murmuró la muchacha—… si usted me permitiera intentarlo.
-No es posible —dije, quedamente—. No se trata de egoísmo.
—Sólo una vez. Una vez tan sólo, le prometo —suplicó ella—. Como un paseo en
bote, cuando se es pequeño: o un viaje en globo, o una excursión a la isla de pelícanos. El
sueño de toda la vida, una sola vez.
-No puedo —contesté, en voz baja.
—Si usted lo permitiera… No molestaría en absoluto. Sólo la posibilidad: un
instante, de estar allá amiba, y después bajar.
—Querría quedar se siempre —vaticiné.
—No. Le prometo que no. Sólo una vez, un momento.
-Yo también lo deseé pero no pude —agregó el viejo—. Los impedimentos legales, la
gota, la edad. Aunque sigo soñando con ello.
—Una vez, para probar —insinuó ella.
-No es posible —intenté disuadirla—. Aquí no hay lugar. Además, se caería. Sólo hay
espacio para uno. Juntos, nos haríamos daño.
-No me importaría morir, después —agregó ella.
-No insista —respondí yo—. No se trata de mi voluntad. Son leyes físicas: de la
naturaleza. Hay que respetarlas. Puede subirse a una silla y hablar conmigo, si lo desea. O
irse a una montaña. Puede ascender a un avión o montar en teleférico. Pero aquí es
imposible.

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Ella bajó los ojos, con pena.
-Te lo dije —le reprochó el viejo—. Hay que resignarse.
-¡Hubiera sido tan hermoso! —suspiró ella, apoyando su cabeza en el hombro del
anciano.
Para distraerla de la pena, di unos pasos de danza sobre la cuerda. No lo hago nunca,
pero estaba triste por ella.
Se fue. Yo volví a mis actividades en la cuerda, lustré los caireles, hice un cesto de
mimbre para guardar pañuelos, toqué la armónica y leí un periódico viejo. Añadí algunos
recortes a la pared. Escribí un poema y una carta.
Al otro día, cuando desperté, vi entrar al viejo a la habitación con pasos nerviosos y
rápidos, y aspecto agitado. Parecía huir de algo y resoplaba. Escuché un gran bullicio añera.
-¿Qué ocurre? —le pregunté: asustado.
El viejo cerró bien la puerta y se apoyó contra ella.
-Hay una multitud allí afuera —dijo.
Pensé en varias cosas, quizás un triunfo deportivo, una manifestación política, un
accidente o la llegada de una actriz. El tumulto se extendía y yo lo escuchaba cada vez más
cerca de mí. Me paseé nervioso por la cuerda. El viejo seguía pegado a la puerta. Oí gritos,
exhortaciones, silbidos y golpes.
-¿Qué quieren? —le pregunté al viejo: que sudaba.
El hombre señaló la cuerda.
—Todos quieren subir —me contestó, agotado.

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