68-Texto Del Artículo
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RESUMEN
En los últimos tiempos, el viejo debate en torno a naturaleza y cultura, que es una
discusión —finalmente— sobre la definición de lo humano, ha adquirido las formas ex-
tremas de una pugna (tanto filosófica como a pie de calle) entre “animalistas” e “hiper-
humanistas”; entre quienes pretenderían —humanizando a los animales en materias como
las de sus derechos— propiciar, según sus opositores, una cierta “animalización del hom-
bre” y quienes, desde las perspectivas contrarias, estarían agrandando la brecha entre
los humanos y los animales para justificar —así— el maltrato y sacrificio de estos últi-
mos en nombre de la tradición y la cultura. Este trabajo viene a recordar que los abu-
sos reduccionistas del “sociobiologismo vulgar”, que ahora se presentan a veces como
novedosos, ya fueron contestados suficientemente desde la antropología en el pasado;
y propone, tanto frente a ellos como ante el “hiper-humanismo misticista”, la reivindica-
ción de la cultura como conquista de nuestra especie por la que llegamos a ser huma-
nos, recuperando —precisamente de este modo— el programa de aquella antropología
que promovía, desde el conocimiento de la diversidad cultural, una positiva “humani-
zación” del mundo.
SUMMARY
In the past few years, the old debate about nature and culture, a debate which is
—ultimately— one on the definition of the ‘human’, has acquired the form of a contro-
versy (both philosophical and everyday) between “animalists” and “hyper-humanists”;
between those who would claim a certain “animalisation of humankind” —humanising
RDTP, vol. LXIV, n.o 1, pp. 23-40, enero-junio 2009, ISSN: 0034-7981, eISSN: 1988-8457, doi: 10.3989/rdtp.2009.023
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animals on issues such as rights— and those who, on the contrary, make attempts at
widening the division between humans and animals to justify practices of mistreatment
and sacrifice of the latter in the name of tradition and culture. This paper mantains that
reductionist abuses of “vulgar sociobiology”, now at times presented as innovative, were
adequately questioned by anthropologists in the past; and proposes, both against these
views and as opposed to what has been called “mysticist hyperhumanism” by some au-
thors, a reivindication of culture as a conquest of our species leading us to humanity,
retrieving in this way the program of that anthropology which, coming from the acknowl-
edgement of cultural diversity, promoted a positive “humanization” of the world.
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Herodoto habla de un rey egipcio que, deseando poner en claro la lengua ma-
terna de la humanidad, hizo que se aislara a algunos niños de los de su especie,
teniendo sólo cabras por compañía y sostenimiento. Cuando los niños se hicie-
ron mayores y fueron visitados gritaban la palabra “beckos” o, sustrayendo el fi-
nal que el sensible y normalizador griego no podía omitir para nada que pasara
por sus labios, más probablemente “beck”. Entonces el rey envió gentes a todos
los países para ver en qué tierra significaba algo este vocablo. Supo que en la
lengua frigia significaba pan y, suponiendo que los niños gritaban pidiendo co-
mida, sacó la conclusión de que hablaban frigio al pronunciar su lenguaje huma-
no “natural” y que, por tanto, esta lengua debía ser la original de la humanidad
(Alfred L. Kroeber [1917], en Kahn 1975: 55).
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Los leones, los lobos, los osos, pueden verse apartados desde cacho-
rros de la compañía de sus congéneres e incluso crecer adiestrados para
convertirse temporalmente en mascotas, pero no dejan de ser lo que son ni
se convierten en humanos por ello. Las historias sobre “niños salvajes” re-
velan, por el contrario, que esos cachorros de hombre se comportaban como
las “fieras” con las que habían convivido y no pudieron ya llegar jamás a
ser humanos. Eran homínidos completos, pero por una serie de circunstan-
cias diversas el proyecto humano quedó truncado en ellos. Y es que ese
proyecto no se reduce a adquirir un lenguaje, sino a aprehender una cultu-
ra de la que el lenguaje forma parte y no al revés. Al no integrarse tales
niños en una cultura humana, al no poder compartirla, el lenguaje se hacía
innecesario, porque el lenguaje no es únicamente una forma de comunicar-
se, no existe sólo en función de la comunicación: es la expresión del con-
junto de elementos simbólicos que llamamos cultura y a través del cual
adquirimos una visión del mundo y las herramientas para interpretarlo. Puede
pensarse que “el habla es natural, mientras que la escritura es artificial, cul-
tural” (Mosterín 2006: 201) y reproducir así el viejo esquema según el cual
la naturaleza se opone o es algo distinto de la cultura. Pero el habla no es
más ni menos natural o artificial que la escritura y la cultura. Porque de ser
totalmente natural naceríamos hablando y no es así. Se precisa un largo
periodo de aprendizaje —consistente en varios años— para conocer y lle-
gar a ser mínimamente competentes en un idioma. Y existen distintos gra-
dos de competencia en el dominio del mismo. Tenemos la capacidad de
hablar, de codificar y decodificar el lenguaje, mas sin embargo, e indepen-
dientemente de si existen problemas fisiológicos que impidan verbalizarlo,
cuando no hallamos el entorno necesario para su desarrollo —que no es
otro que el de la cultura— no podemos llegar a expresarnos en palabras.
Permaneceremos culturalmente mudos y desnudos como el homo alalus,
hombre sin habla, ni animal ni humano o puente entre los dos, que ima-
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partida entre varios dados, y que cada vez que los tira, los ve esparcirse
por el tapete dando muchos resultados diferentes” (Lévi-Strauss 1993: 64).
Ser homínidos es nuestra naturaleza y ser humanos una condición que
se ha logrado con el tiempo y a la que el hombre/mujer tiene la posibili-
dad e incluso la libertad de renunciar, deshumanizándose. Si hablamos de
lo humano, estamos hablando tanto de una naturaleza como de una condi-
ción y —sobre todo— de qué especial manera se relacionan las dos cosas.
Los animales pueden, en ciertos aspectos “humanizarse” —como constante-
mente nos demuestran los animales que viven bajo la condición de mas-
cotas— y los humanos “animalizarse” al quedar segregados del ámbito de
la cultura donde se fragua lo verdaderamente humano. La frontera no es
tan clara.
Resulta curioso, en este sentido, el empeño actual de cifrar toda la dife-
rencia entre el hombre y animal en el lenguaje, de parecida manera a como
antiguamente el ánima (que sólo el hombre tendría) separaba uno y otro
mundo. No obstante, mientras que conceder la existencia de la cultura a
otras especies es muy discutible, si entendemos por cultura la cultura humana
tal como antes se ha explicado, deberíamos reconocer que no podemos estar
del todo seguros de que la forma de comunicarse de ciertos animales no
sea —o se parezca bastante— a un lenguaje en la acepción humana. Es decir,
una actividad que sirve para algo más que emitir señales y comunicarse. Sería
el caso de los cetáceos, que no por casualidad poseen como el ser huma-
no una parte del cerebro, el neocórtex, donde se supone radica la capaci-
dad de raciocinio o pensamiento y que —por cierto— no tienen los simios
conocidos. Los delfines, por ejemplo, desarrollan dos tipos de lenguaje (uno
verbal y otro semejante al radar o sonar de los barcos), por lo que se po-
dría decir que son —al menos— bilingües, lo que muchos humanos no lle-
gan a ser. Y pueden aprender, comprender e incluso reproducir —siquiera
rudimentariamente— el lenguaje de los humanos, lo que es más de lo que
nosotros hemos conseguido respecto a su “lenguaje” a pesar de las muchas
investigaciones y experimentos llevados a cabo con ese fin (de los de John
C. Lily a los de Gregory Bateson).
Y viene al caso recordar todo ello porque existen en la actualidad ini-
ciativas que pretenden y abogan por que se conceda a los grandes simios
derechos propios de los humanos. El motivo principal para que ese cam-
bio radical —presentado como una conquista humanitaria y científica— se
produzca tiene como base la semejanza de chimpancés, gorilas y orangutanes
con nosotros, lo que no deja de reflejar una visión bastante antropocéntrica
de la naturaleza. Se habla, así, en relación con los animales citados y de
los derechos que quiere otorgárseles, de una “comunidad de iguales” de la
que entrarían a formar parte y en virtud de cuya pertenencia merecerían la
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misma consideración ética y moral que los humanos; a pesar de que —al
mismo tiempo— se dice (por ejemplo, en la Declaración de los grandes si-
mios) que se persigue, por primera vez, la inclusión en dicha comunidad
de “animales no humanos”, es decir, desiguales (http://www.proyecto
gransimio.org/declaracion.php).
También se expresa en dicha declaración que “el proyecto ‘Gran Simio´
aspira a ser un paso más en el proceso de extender la comunidad de los
iguales”. No obstante, y dado que los grandes simios, hoy por hoy, no lo
son para —por ejemplo— defender sus propios derechos dentro de esa
comunidad igualitaria, se arbitra que “sus intereses y sus derechos deben
ser salvaguardados por guardianes humanos, del mismo modo en que se
salvaguardan los derechos de los menores de edad y de los discapacitados
mentales de nuestra propia especie”. Pero un orangután no es exactamente
un niño, ni un discapacitado ni siquiera un homo feral, pues menos el
discapacitado que —no obstante siempre puede paliar en parte sus deficien-
cias mediante el aprendizaje— los otros pueden o podrían convertirse en
humanos por entero. En el niño es cuestión de tiempo y enculturación y,
en cuanto al homo feral cabe decir que parece que perdió su ocasión de
ser totalmente humano, pero si no puede lograrlo aún (cosa que está por
estudiarse), podría haberlo conseguido de vivir entre humanos y no lobos,
osos, leopardos o gacelas. Los orangutanes, por el contrario, ni son huma-
nos, ni lo han sido ni lo serán nunca. Esa ínfima porción de su genoma en
que no somos iguales debe de haber determinado que un orangután no
pueda sumergirse con provecho en las aguas comunes de la cultura, lo que
pareciendo insignificante a los ojos de quienes consideran la cultura como
cosa muy secundaria y no esencial, resulta —sin embargo— decisivo para
llegar o no a ser humanos.
En la Biblioteca Ambrosiana de Milán se conserva una Biblia judía del siglo XIII
que contiene preciosas miniaturas [...] La escena que nos interesa en modo parti-
cular es, en todos los sentidos, la última, porque con ella terminan tanto el códi-
ce como la historia de la humanidad. Representa el banquete mesiánico de los
justos en el último día. A la sombra de árboles paradisíacos, y regocijados por la
música de dos intérpretes, los justos, con sus cabezas coronadas, se sientan en
una mesa ricamente guarnecida [...] bajo las coronas el miniaturista ha represen-
tado a los justos no con semblantes humanos, sino con cabeza inequívocamente
animal. No sólo volvemos a encontrar aquí, en las tres figuras situadas a la dere-
cha, el pico característico del águila, la roja cabeza del buey y la testa leonina de
los animales escatológicos, sino que también los otros dos justos que aparecen
en la imagen exhiben grotescos rostros asnales, el uno, y un perfil de pantera, el
otro. Pero también los dos músicos comparecen con cabeza animal, en particular
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el de la derecha, más visible, que toca una especie de viola con un inspirado
hocico simiesco (Agamben 2005: 11-12).
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Pin 2006: 17). Ni tampoco parece una exageración pensar que esa homolo-
gación horizontal de lo humano con lo animal puede acarrear consecuen-
cias jurídicas y éticas importantes (Gómez Pin 2006: 15). En ello ya se está,
como hemos visto al comentar algunos de los puntos que forman parte de
la Declaración del Proyecto Gran Simio. ¿A qué sirven estas tendencias, es-
tos propósitos? ¿Se trata de elevar la dignidad de los animales o de rebajar
los derechos de los humanos como recelan otros? Todo determinismo bio-
lógico resulta una ideología y, en el fondo, seguramente reaccionaria o re-
gresiva como ya señalara Sahlins (1982: 5), pero el pretendido humanismo
que sólo mira al pasado y teme al futuro quizá también lo es.
Ya señaló certeramente Lévi-Strauss respecto al evolucionismo social o
cultural —tildado por él de “pseudo-evolucionismo”— que “la diferencia, ol-
vidada con demasiada frecuencia, entre el verdadero evolucionismo y el fal-
so evolucionismo se explica por sus fechas de aparición respectivas”. Y pun-
tualiza: “Anterior al evolucionismo biológico, teoría científica, el evolucionismo
social no es, sino muy frecuentemente, más que el maquillaje falsamente
científico de un viejo problema filosófico” (Lévi-Strauss 1993: 52-53).
El problema está en qué es lo que nos hace humanos. Qué nos cam-
bió, en apariencia, tan radicalmente. Por qué y cómo nos hemos vuelto lo
que somos.
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bre, sino una producción histórica que, como tal, no puede ser asignada
en propio ni al animal ni al hombre” (Agamben 2005: 50-51).
Los niños salvajes no son “hombres naturales”, sino anomalías o —como
asegurara Lévi-Strauss— “deformidades” de lo humano. Tampoco la natu-
raleza estudiada y sometida a pruebas por los hombres, los científicos, es
la naturaleza en sí, sino un parte de ella aislada del resto, de su historia,
de su contexto, y puesta por el científico que la examina en unas condicio-
nes de laboratorio que la reducen a un tipo de fenómeno o de cosa, a una
clase particular de anémonas, no a todas las anémonas.
Por último, los visionarios gnósticos que imaginaban el postrero banquete
de los justos comiéndose, por cierto, al monstruo Leviatán con sus cabezas
de animales, también estaban queriendo decir algo, una suerte de “verdad”
que interpretaron de diversa manera —según Agamben recuerda (2005: 15-
23)— Bataille y Kojève: como el triunfo de una reconciliación del hombre
con su naturaleza animal al fin de los días, cuando termine la Historia, o
como el fin de lo humano y de la Humanidad. Una y otra interpretación
podrían ser válidas. Uno y otro futuro son posibles.
Del homo narrans (Niles 1999) que reinventa un viejo cuento a los
cibernautas que se transmiten el último rumor en la red —en el mismo tiem-
po y, a veces, a unos pocos pasos unos de otros— el hombre sigue con-
tándose historias de sí mismo y de los demás. No sabemos si los delfines
se transmiten baladas —porque aún no hemos sido capaces de descifrar su
canto—, pero sí que puede haber un Homero escondido en ese inmigrante
que duerme en el metro y narra las historias milenarias de su tribu a quie-
nes estén dispuestos a escucharlas. “Es a través de tales actividades menta-
les que las gentes han conquistado la habilidad de crearse ellas mismas como
seres humanos y, por lo tanto, transformar el mundo de la naturaleza den-
tro de formas que no eran conocidas antes”; pues, en efecto, “sólo los se-
res humanos poseen ese casi increíble poder ‘cosmoplástico´ o habilidad de
reahacer el mundo” (Niles 1999: 3). Un poder que va más allá del lenguaje,
un arte de narrar y narrarse que es la base misma de la cultura y nos per-
mite imaginar lo que hemos sido y lo que podríamos ser: nuestro futuro es
como el canto del pájaro de aquel viejo cuento en que el ave era capaz de
decir —según los momentos— el bien o el mal.
Al final, ciertas especulaciones paleo-antropológicas acerca del eslabón
perdido y aún no encontrado entre lo animal y lo humano, o esa compla-
cencia de la socio-biología más superficial en reconocernos como animales
en nuestros primos los primates, siguen presuponiendo la existencia de un
hombre-simio o, mejor, un “simio-hombre, el enfant sauvage u homo ferus”
(Agamben 2005: 52), un homo alalus u hombre-mono que no hablaba, pero
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que pueden cambiar cuando las circunstancias cambian. Es nuestra tarea descu-
brir entre todas las variedades del comportamiento humano aquéllas que son co-
munes a toda la humanidad. Mediante el estudio de la universalidad y variedad
de las culturas, la antropología puede ayudarnos a modelar el curso futuro de la
humanidad (Boas [1932] 2008: 217).
BIBLIOGRAFÍA CITADA
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