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1a CLASE

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PRIMERA CLASE:

La crisis del régimen colonial y las reformas borbónicas

1. Breve presentación: nombres, profesión y tema de tesis.

2. Organizar asesorías con los estudiantes.

3. Pautas para la ficha de lectura.

Dos personas analizan el mismo documento, pero diferentes aspectos:

a. Análisis historiográfico.

- Enfoque del problema (corriente historiográfica).

- Periodización y tratamiento del tiempo histórico.

- Delimitación espacial.

- Sociedad, grupos sociales e individuos.

- Teoría y manejo de conceptos.

- Método y metodología.

- Perspectivas de investigación.

- Fuentes teóricas, secundarias y primarias utilizadas por el autor.

- Cinco preguntas a partir del texto.

b. Análisis de contenido

- Resumen del contenido.

- Tesis central e hipótesis.

- Sustentación de la hipótesis: tipo de evidencias.

- Ideas reiterativas.

- Términos más reiterados.

- Críticas generales a la estructura del texto

- Aspectos discutibles de argumentación o sustentación de la tesis.


DISTRIBUCIÓN DE LECTURAS

* Armando Martínez Garnica, “Del soberano a las naciones a.


soberanas en el mundo hispano”, Bucaramanga, Universidad
Industrial de Santander, (texto inédito facilitado por el autor), b.
2010.
* Reyes Cárdenas, Catalina. “La explosión de soberanías: a.
¿Nuevo orden republicano o viejos conflictos coloniales?”,
en: Anuario. Historia regional y de las fronteras, Vol. 12,
Bucaramanga, Escuela de Historia de la Universidad b.
Industrial de Santander, Septiembre de 2007, pp. 111-141.
* McFarlane, Anthony. “La construcción del orden político: a.
la Primera República en la Nueva Granada, 1810-1815”, en:
Historia y Sociedad, No. 8, Medellín, Universidad Nacional b.
de Colombia, marzo de 2002, pp. 47-82.
* Adelaida Sourdis Nájera, “El proceso de independencia en a.
el Caribe colombiano”, en: Aristides Ramos, Óscar
Saldarriaga y Radamiro Gaviria (Edits.), El Nuevo Reino de
Granada y sus provincias. Crisis de la independencia y b.
experiencias republicanas, Bogotá, Universidad javeriana,
Universidad del Rosario, 2009.
* Gutiérrez Ramos, Jairo. “Las rebeliones campesinas a.
antirrepublicanas de 1822 y 1824”, en: Los indios de Pasto
contra la República, Bogotá, ICAHN, 2007, pp. 207-243. b.

* Brown, Mathew. “Esclavitud, castas y extranjeros en las a.


guerras de Independencia de Colombia”, en: Historia y
Sociedad, No. 10, Medellín, Universidad Nacional de b.
Colombia, Abril de 2004, pp. 109-125.
* Melo, Jorge Orlando. “Bolívar en Colombia: las a.
transformaciones de su imagen”, en: Boletín de la Academia
Nacional de la Historia, Tomo XCI, No. 363, Caracas, julio- b.
septiembre de 2008, pp. 7-40.
* Heraclio Bonilla, “El Bicentenario y el problema de la a. y b.
independencia en Colombia”, Bogotá, Universidad Nacional
de Colombia, 2007. (Texto PDF)

4. Historiografía y bibliografía de la emancipación del Nuevo Reino de Granada, Por Javier


Ocampo López1

“Un estudio sobre la Historiografía de la Emancipación del Nuevo Reino de Granada, nos lleva al
conocimiento de los diversos métodos, fuentes y corrientes interpretativas que han utilizado los
historiadores en la investigación de esta coyuntura…” (p. 9)

1
Javier Ocampo López, Historiografía y bibliografía de la emancipación del Nuevo Reino de Granada, Tunja,
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, 1969.
Un primer problema es el de la periodización: la Emancipación no es una época definida de larga
duración, sino una coyuntura entre dos épocas: La Colonia, en la cual se estructuró el sistema de
vigencias de España; y la República, en la cual se implantó el nuevo sistema político.

“En realidad la Emancipación se presenta como un instante en el devenir histórico de Colombia,


1810-1819, cuyo significado es el de la culminación de una crisis política que tuvo su gestación y
maduración desde siglos anteriores. Cuando hablamos de crisis, nos referimos a la modificación en
una sociedad del sistema de creencias fundamentales; sea total, o solamente en una de sus partes,
sea política, social, cultural, religiosa, etc. La crisis tiene una etapa de gestación, otra de
maduración y otra final de revolución, que también puede ser de frustración, si ella no culmina.
Cuando un sistema de vigencias ha llegado a una crisis, es decir a un debilitamiento que culmina
en un cambio de estructuras, se produce una fractura radical en las vigencias, ya sean políticas,
económicas, sociales, etc., para seguir un derrotero con la guía de un nuevo sistema.” (p. 9)

La gestación y maduración de la crisis se remonta al siglo XVI: sentimiento de aversión a la


prepotencia foránea; maduró como conciencia en la segunda mitad del siglo XVIII. La maduración
de este sentimiento es coétaneo con la crisis del antiguo régimen político, en Europa y América.
“Es por ello que el Movimiento emancipador del Nuevo Reino de Granada no puede estudiarse
como una hecho aislado de la Historia americana, ni desligado de aquel proceso revolucionario
universal, que iniciado en la Revolución inglesa del siglo XVII, se proyectó en la Revoluciones
norteamericana y francesa en el siglo XVIII; en la Revolución Latinoamericana del siglo XIX, con
ajustes revolucionarios dentro de lo social y económico que aún se ciernen en diversas áreas del
mundo.” (p. 10)

La periodización presenta sus dificultades. Esta no debe entenderse como un todo absoluto para la
historia sino como un camino fácil en la aprehensión del pasado, se individualiza épocas, aunque
bajo un análisis más profundo tengan poca validez; así que, “[…] por tradición, las épocas nos son
más familiares y así más comprensibles en el aspecto pragmático”. (p. 10)

La Independencia no presenta las características de una época, ya que su manifestación es casi


momentánea. “La larga duración de la aspiración a la independencia, podemos decir que se
encuentra incrustada en la misma época colonial, con una manifestación sistemática desde
mediados del siglo XVIII, y una explosión crítica en la década 1810-1819”. (p. 10-11)

Para algunos historiadores la crisis comenzó con el Movimiento Comunal de 1781, teniendo en
consideración las aspiraciones de cambio político que manifestaron los jefes en la última fase de
los Comuneros. Es el caso del historiador Pablo E. Cárdenas Acosta quien presentó en su obra “El
movimiento Comunal de 1781 en el Nuevo Reino de Granada” abundante material probatorio
sobre las aspiraciones de los líderes comuneros. Se refiere a las cartas de Vicente de Aguiar y
Dionisio Contreras, supuestos nombres de Juan Francisco Berbeo y Jorge Lozano de Peralta, cuyas
propuestas tienden a la independencia absoluta y a la búsqueda de apoyo de Inglaterra para
iniciar la guerra contra la metrópoli española.
Otros historiadores plantean a 1794 como fecha de inicio de la crisis, cuando se verificaron los
procesos de la publicación de los Derechos del Hombre, los pasquines y el ambiente de sedición.
En dicho año se nota la ruptura sentimental en la sociedad neogranadina; se declaró la hostilidad
entre las autoridades españolas y los criollos ilustrados. Este es el planteamiento de Forero
Benavides, quien cita una carta de un español que refleja el ambiente de sedición en cabeza de
Nariño, Zea y otros criollos, así como la persecución por parte de las autoridades españolas. (p. 11-
12)

“Si tenemos en cuenta los diversos aspectos que estimulaban el sentido nacionalista en el Nuevo
Reino de Granada y el espíritu del liberalismo individualista en la generación precursora, podemos
deducir que el corte de periodización para la fase precursora de la independencia se presenta
desde la segunda mitad del siglo XVIII, hasta el año de 1810 cuando explota la crisis y se tiende
hacia la Emancipación.” (p. 12)

A partir de la Revolución de 1810, la Emancipación del Nuevo Reino de Granada presenta tres
fases bien definidas:

1. La Primera República Granadina, denominada tradicionalmente Patria Boba, con un corte


de periodización que se inicia el 20 de julio de 1810 y culmina con la crisis política de
1816, cuando el Ejército Pacificador de Pablo Morillo invadió el país, teniendo como
objetivo su reconquista para la Corona Española. La causa de esta crisis fue la invasión
napoleónica de 1808, ya que ante el vacío de poder, las colonias debían escoger entre
aceptar la autoridad de la Junta Central (y más tarde de la Regencia), o el establecimiento
de regímenes locales. En el Nuevo Reino de Granada surgieron en 1810 las juntas locativas
y la que se constituyó en Santafé con el nombre de Junta Suprema. En nombre de la
soberanía del pueblo el grupo criollo subió a los destinos del poder político que se
caracterizó por las diversas opiniones para organizar el gobierno central que produjo un
conflicto interno, en especial la pugna entre el Estado de Cundinamarca y las Provincias
Unidas del Nuevo Reino; enfrentamiento entre los partidarios de la idea centralista del
Estado y la idea federalista para la organización del Nuevo Reino. Se hizo presente el
regionalismo, el caudillismo, el constitucionalismo y todas las divisiones intestinas que
manifiestan la indecisión política que caracterizan a los nuevos Estados en los años
inmediatamente siguientes a la Revolución. Para el estudio de la Primera República
Granadina, deben tenerse en cuenta las dos reacciones fundamentales que se presentan:
la reacción fidelista y la reacción americanista. La reacción fidelista surgió
espontáneamente como un sentimiento de lealtad a la Monarquía Española: busca el
mantenimiento del orden colonial; apoyaban el estado político anterior a la crisis de 1808.
Principales núcleos de esta reacción: Capitanía General de Cuba, Audiencia de Panamá.
Capitanía General de Guatemala, Virreinato del Perú. En el N.R. de G. fueron fidelistas
Santa Marta y Popayán. La reacción americanista que surgió en el grupo criollo presenta
tres fases, dos de tendencia conservadora y la última de tendencia separatista radical: a)
Fase inicial, de 1808-1809, movimiento juntista fidelista, que tenía como meta la
imitación de las juntas españolas, con el fin de conservar los derechos de la dinastía
borbónica. Postura propiciada por la alta burocracia borbónica que auspició juntas
fidelistas, como la organizada por el virrey Amar y Borbón; b) segunda fase: Juntista
autonomista de 1810. Se organizaron juntas de gobierno autónomas de la Regencia
española, pero conservadoras de los derechos de Fernando VII. Se organizaron gobiernos
autónomos en el N.R. de G. (20 julio 1810), en Caracas (19 abril 1810), en B. Aires (25
mayo 1810), en Chile (18 sept. 1810) y en México (16 sept. 1810). Estas juntas expusieron
su derecho a la reasunción de la soberanía popular y el reconocimiento del bien amado
Fernando VII; c) tercera fase: Independentista. Se presenta la declaración de
independencia absoluta de la metrópoli y se defiende el derecho que tiene todo pueblo o
nación para gobernarse por sus propias leyes y costumbres. Idea que se manifiesta en la
“Declaración de Independencia Absoluta de Cartagena de Indias”, promulgada el 11 de
noviembre de 1811. En esta tercera fase se organizó propiamente la Primera Repúbluca
Granadina. (pp. 12-15)

2. La Reconquista Española. Es un período cuyo corte de periodización en el Nuevo Reino de


Granada se fija entre el sitio de Cartagena en los finales de 1815 y el abandono
precipitado del gobierno que hizo en agosto de 1819 el virrey Juan Sámano, cuando tuvo
noticias del triunfo de Boyacá por parte de los patriotas el 7 de agosto de 1819. El
gobierno español intenta atraerse nuevamente a sus colonias, adoptando la defensa de su
derecho adquirido por conquista. La reconquista del N.R. de G. y de Venezuela fue
encomendada al General en jefe de la Expedición Pacificadora don Pablo Morillo, cuya
misión fue la de pacificar las colonias separatistas y exigir la sumisión de los vasallos
americanos.

Después de la invasión pacificadora y la toma de Santafé de Bogotá, el Pacificador


estableció tres instituciones con las cuales se restauró el régimen colonial: el Tribunal de
Purificación, la Junta de Secuestros y el Consejo de Guerra Permanente.

El método utilizado en la pacificación fue el del terrorismo y el militarismo, el denominado


“Régimen del Terror”. Durante este período pereció la mayor parte de la generación
directora de los destinos de la Primera República, después de la revolución de 1810, “…lo
cual estimuló en las masas populares el sentimiento patriota y la reacción a la pacificación,
que facilitaron el triunfo del Ejército Libertador, con la unión de granadinos y
venezolanos.” La táctica del terror utilizada por don Pablo Morillo y el virrey Juan Sámano,
la cual fue criticada en la misma metrópoli española, llevó al fracaso la Pacificación y los
intentos de la Corona española por integrar de nuevo el Imperio Español. (p. 16)

3. La Campaña Libertadora: Es un instante de 1819 (100 días), en el cual se planeó, organizó


y se desarrolló la ofensiva patriota al Gobierno español, para organizar un gobierno
independiente basado en la Democracia Republicana. Se inicia con la organización del
Ejército Libertador en Casanare a cargo del General Francisco de Paula Santander, y la
unión de los intereses de granadinos y venezolanos bajo la inspiración del Libertador
Simón Bolívar. Esta campaña, tendiente a libertar el Nuevo Reino de Granada, para
establecer un punto firme de apoyo para libertar a Venezuela y posteriormente las áreas
del Sur, siguió un itinerario a través de los llanos colombo-venezolanos, el ascenso a los
Andes y la sorpresiva ocupación de la Provincia de Tunja, culminando en la Batalla de
Boyacá, el 7 de agosto de 1819. Así culminó el esfuerzo independentista en la liberación
de Nueva Granada, con excepción de Pasto y la Costa, que posteriormente fueron
independizados de los últimos reductos españoles. Las aspiraciones se plasmaron en la
creación de la Gran Colombia, mediante la ley fundamental promulgada por el Congreso
de Angostura el 17 de diciembre de 1819, la cual organizó la República de Colombia,
dividida en tres grandes departamentos: Venezuela, Cundinamarca y Quito. (p. 17)

PRINCIPALES TENDENCIAS EN LA HISTORIOGRAFÍA DE L A EMANCIPACIÓN

Para este análisis es necesario tener en cuenta la interpretación de los historiadores, sus métodos
y técnicas de investigación. El significado que los historiadores le dan a la Independencia varia por
diversas causas, sea por la tendencia historiográfica de la época, o por diversos intereses, ora
políticos, religiosos, hispanistas, anti-hispanistas, de grupo social, etc., que innegablemente
influyen en la interpretación dada por el historiador. “debemos comprender la estrecha relación
existente entre las ideas e interpretaciones del historiador, con las vigencias del momento que
vive, sin que neguemos por consiguiente su propia originalidad”. (p. 41)

La historiografía romántica

Es la tendencia predominante en los estudios que se produjeron en el siglo XIX. Esta concepción
influyó en los diversos órdenes de la concepción del mundo en el siglo XIX. Manifiesta una
oposición sistemática a la ordenación de la vida propia del racionalismo del siglo XVIII y se
presenta como una corriente que sobrevalora el sentimiento y la pasión sobre la razón. La
opinión de los hombres nacidos a finales del XVIII y principios del XIX –dice Jean Touchard–, era la
de vivir una época de transición entre un período acabado y un futuro incierto. Toda esa
generación tuvo la sensación, tras la Revolución, que una época terminaba y que otra nueva y
diferente comenzaba. Ello estimuló en unos sentimientos de exaltación y en otros, sentimientos
de nostalgia.

Estos fueron los sentimientos que se manifestaron en Hispanoamérica y Nueva Granada respecto
de la separación absoluta de la metrópoli española y de la organización de un nuevo Estado.
Como las reacciones ante la Revolución se expresaron en diferente forma de acuerdo con la
mentalidad y los intereses de los diversos grupos, la historiografía de la emancipación en el siglo
XIX no se puede desligar de las dos tendencias que se presentaron: la Tradicionalista y la Liberal,
sin las cuales no se puede comprender el movimiento historiográfico del siglo XIX.

La mentalidad tradicionalista se caracteriza por ser la expresión de un grupo de colombianos de


profundo sentimiento católico, convencido de la necesidad de defender el sistema de creencias
legado por tradición; y entre ellos la Iglesia y el mantenimiento del orden social. “Este
tradicionalismo sobreestima la tradición en cuanto conjunto de normas transmitidas en el curso de
la Historia, las cuales son insertadas en lo actual, no como uno de los elementos, sino como el
único elemento; como un presente que tiene en el pasado su propio modo de ser.” (p. 42)

“La mentalidad tradicionalista trató de demostrar el sentido único y orgánico del movimiento
emancipador. El está ligado al pasado y es una superación, pero sin que surja aislado, pues en la
Historia todo es un continuo fluir y en ella nada queda desconectado”. Esta concepción de
continuidad histórica llevó a los representantes de esta corriente a hacer la defensa del legado
español, como símbolo de la tradición. Uno de ellos fue Miguel Antonio Caro, defensor de la obra
de España en América, “quien lejos de renegar del pasado colonial, considera que en él se
encuentran los antecedentes lógicos de nuestra historia contemporánea”. (p. 43) La
Independencia fue la culminación de un proceso que se fue gestando en la sociedad colonial; así
expresa: “no hay duda de que la revolución de independencia ha de tener antecedentes en la
época colonial; porque no hay fruto sin árbol que lo produzca, ni planta sin raíz que la sustente”.
Para Caro la Independencia no puede entenderse a cabalidad sin tener en cuenta las raíces
hispánicas, la raza, la formación intelectual de los héroes, etc. El grito de Independencia “puede
considerarse como una repetición afortunada de tentativas varias que datan de época de la
conquista”. La educación de los próceres, la sangre y su ascendencia familiar y la formación de su
mentalidad se adquirió con el legado español, por ello dice Caro: “El sentimiento que animó a los
Padres de la Patria y pone timbre de unidad a su obra, fue el de la libertad civil en el sentido
cristiano”. (p. 43)

En la corriente tradicionalista podemos incluir también a dos historiadores contemporáneos:


Miguel Aguilera y el Pbro. Rafael Gómez Hoyos, quienes destacan la notable influencia del
pensamiento español en la Emancipación. El historiador Aguilera, en su estudio “Raíces lejanas de
la Independencia”, considera que las instituciones políticas impuestas por España, sirvieron para
mantener la libertad y dignidad del pueblo, por ello “al proceso formativo de los pueblos
hispanoamericanos, siguió el fenómeno consecuencial de la madurez para elegir su forma de
gobierno y darse su régimen político”. (p. 43) [Subrayado de Ocampo López] Manifiesta asimismo
su idea de que la influencia de las filosofías no hispánicas fue de orden secundario o a posteriori,
“como que se produjo cuando ya se había consolidado el pensamiento emancipador” (Subr. O.
L.). En la misma forma Rafael Gómez en su obra “La Revolución Granadina de 1810. Ideario de una
generación y de una época, 1781-1821”, sostiene que no fueron solamente los filósofos de la
Ilustración quienes inspiraron el Movimiento Emancipador, sino también la corriente de la
filosofía cristiana y en especial de la populista española de la soberanía popular. Relieva la gran
influencia de la tradición española, sin demeritar la influencia del espíritu racionalista de siglo
XVIII. Esto lo lleva a plantear la existencia de tres vertientes ideológicas en la independencia: la
castellana, la anglosajona y la francesa, “que a veces en armonía por provenir de una fuente
común, a veces en agudo conflicto, produjeron nuestra independencia y las instituciones políticas
que la cimentaron”. (p. 44)

La mentalidad liberal, por su parte se caracteriza por hacer una crítica a la colonización española
y en algunos casos por compararla con la anglosajona para demostrar lo dañina y funesta de la
tradición española en la conformación de las naciones hispanoamericanas; negaron y
despreciaron el contenido cultural de los tres siglos de dominación española. Atacaron los
privilegios de la Iglesia y el clero, considerándolos como puntales vivos del antiguo orden;
defendieron la libertad de religión, de imprenta y en general las garantías para el cumplimiento
de los derechos humanos. (p. 44)

José María Samper en su “Ensayo sobre las revoluciones políticas y condición social de la
repúblicas colombianas”, al hacer una crítica de la colonización española, considera que ella se
fundó en la centralización política absoluta, el monopolio comercial, el descuido de la instrucción
pública, la inquisición, la censura, el fanatismo y la superstición, “por una población
esencialmente iconólatra más que cristiana y pervertida por los ejemplos de mendicidad, de
disipación en el juego, de soberbia en las costumbres de las clases privilegiadas; destinada por los
cruzamientos de diversas y muy distintas razas a vivir bajo el régimen de igualdad, y sin embargo
sujeta a instituciones abiertamente aristocráticas”. Respecto a la Revolución de Independencia,
Samper opina que se presenta con un carácter esencialmente social: “La revolución de 1810,
comenzada en parte en 1808, fue espontánea, súbita, imprevista. Estalló entonces porque los
hechos de esta clase jamás son imputables al cálculo de ningún hombre o partido”. (p. 45) (Subr.
O. L.)

Ambas tradiciones estuvieron marcadas por la cercanía del acontecimiento, que en unos y otros
infundió sentimientos de rencor, consecuencia de toda guerra; o sentimiento de reconocimiento
por la obra de España en la formación de los nuevos estados. Así, de un lado está la tendencia que
considera la emancipación como una separación por mayoría de edad de las colonias respecto de
la metrópoli, cuyos ideales se encuentran incrustados en la misma tradición española pues de allí
obtuvo sus fuentes. Y la que considera la Independencia como aquel corte de lazos políticos con
la metrópoli, en el cual una generación luchó contra la tradición española, el derrocamiento del
antiguo régimen y el establecimiento de nuevas vigencias basadas en los ideales de la Ilustración.
(p. 45)

Otro aspecto a considerar es la influencia romántica del sentimiento y la pasión. El recuerdo de


la gesta emancipadora inculcó en los románticos de la Nueva Granada un espíritu nacionalista con
la supravaloración de aquellos actos de los héroes que con grandeza derramaron su sangre por la
patria. Este sentimiento estimuló el culto al héroe militar (Herocracia) y la narración minuciosa de
los acontecimientos patriotas, exaltando aquellos actos relevantes que delinearon la
emancipación como una coyuntura de gesta con rasgos casi legendarios. Así se manifiesta el
romanticismo en la historiografía, con su meta de ensalzar a los libertadores y destacar los hechos
más sobresalientes de cada época. El estilo utilizado buscaba alcanzar la emoción en los lectores,
pues la historia es vida y debe emocionar; debe ser la resurrección del pasado, según la
expresión de Michelet; debe ser una narración que acerque al lector al suceso narrado y que
manifieste aquella fuerza espiritual propia de la Nación.

Dos obras representativas de la historiografía sobre la Independencia en la Nueva Granada:


Historia de la Revolución de la República de Colombia, de José Manuel Restrepo; Historia
eclesiástica y civil de la Nueva Granada, de José Manuel Groot. Ambas influyeron en las
investigaciones posteriores, definiendo la tendencia hacia una historia política, acontecimental y
de un gran estilo romántico.

En la técnica de investigación de ambos autores, se puede decir que se basaron en las fuentes
narrativas que personalmente conocieron; muchas de las cuales fueron obtenidas en los
incipientes archivos de las altas esferas oficiales. (p. 46) Plasmaron sus experiencias personales
como testigos presenciales, y en el caso del historiador Restrepo, como actor principal en algunos
de los acontecimientos. Confrontaron sus aseveraciones son otros testigos presenciales, caudillos
de la Independencia, escritores, periodistas, etc., aprovechando muchos de sus documentos
oficiales y personales, escritos, folletos, hojas volantes, etc. Gracias a esa información directa, en
algunos casos despejaron las incógnitas de la Independencia, e hicieron la narración romántica
de determinados episodios, de especial importancia para la heurística de la emancipación.

La obra de Restrepo relata en 43 capítulos los acontecimientos políticos y militares de la


Revolución en la Nueva Granada y Venezuela, desde la revolución de 1810 hasta la disolución de
la Gran Colombia en 1830. “Esta obra se caracteriza por su gran objetividad y su carácter
fundamentalmente acontecimental”. Va al suceso directamente, y trata de “desnudar las
relaciones contradictorias de los realistas y de los patriotas de las exageraciones de los partidos
contendores en la guerra de Independencia y averiguar la verdad comparando entre sí las
diferentes versiones” (Restrepo citado por O.L., p. 47) Como representante de la tendencia
romántica se expresa con entusiasmo de algunos personajes y pasajes representativos. Esta obra
marcó la tendencia de nuestra historiografía hacia lo político y militar.

La obra de José Manuel Groot, por su parte, tiene un espíritu de defensa a la Iglesia y a la tradición
española. Los volúmenes 2, 3, 4 y 5, están dedicados al estudio de la Independencia, desde el
movimiento de los Comuneros hasta la disolución de la Gran Colombia. Incluye abundante
documentación de primera mano, que presenta las reacciones de los dos bandos contendientes en
la coyuntura. Relata en forma detallada diferentes aspectos de la historia del país, de los cuales
destaca el eclesiástico, como una réplica a los detractores de la obra civilizadora de la Iglesia.
Narra los sucesos mezclándolos con interesantes descripciones de las costumbres y de las ideas y
personalidad de los individuos más representativos de la Independencia.

Se manifiesta en Groot el romanticismo, con su sistemática defensa de la tradición española y de


la obra grandiosa de la Iglesia, asi como el calor de la lucha emancipadora, “tanto en el cadalso
ensangrentado, como en el triunfo de los héroes de la Campaña Libertadora. La Independencia
para Groot debía comprenderse como un proceso con profundas raigambres en la tradición
española; como el fruto de la emancipación de las colonias ya maduras, de la madre España”. (p.
48)

En historiografía romántica de la Emancipación del siglo XIX debemos destacar también al


cartagenero Joaquín Posada Gutiérrez, con su obra Memorias Histórico-Políticas, en la cual
presenta una historia acontecimental con una narración viva de los sucesos, sacando causas y
consecuencias en los acontecimientos. Asimismo las Memorias de un abanderado, de José María
Espinosa, obra clásica para el acontecimiento de la Primera República Granadina. Estudios como
los de Soledad Acosta de Samper, José María Cordovés Moure, Pedro María Ibáñez y otros, son
representativos de la historiografía romántica de la emancipación. (p. 48)

Historiografía positivista

La meta de esta es equilibrar a la historia con las demás ciencias, enfocando su estudio a la
búsqueda de leyes en la evolución de la sociedad humana. Al buscarlas se tiene una proyección al
porvenir, que lleva a encadenar las leyes como un proceso de causa a efecto. Los historiadores de
esta tendencia analizan con minuciosidad las causas de la emancipación; insistieron en buscar y
rebuscar fuentes, documentos inéditos en publicar colecciones de documentos seleccionados. Los
positivistas esperan que con la aplicación rigurosa del método se neutralizará la parcialidad; por
ello insisten que la Historia debe atenerse al rigor de las fuentes.

Bajo esta influencia se publicaron numerosas colecciones documentales sobre Santander, Bolívar y
algunas instituciones. Historiadores venezolanos como Vicente Lecuna, José Félix Blanco Lombana
y Ramón Azpurúa; y colombianos como Eduardo Posada, Ernesto Restrepo Tirado, Antonio B.
Cuervo; Roberto Cortázar, Raimundo Rivas, etc.

“La Historiografía Contemporánea de la Emancipación, presenta un gran avance hacia la


historiografía científica, cuyo predominio actual es muy interesante tenerlo en cuenta. Su
tendencia mira más que a la colección de las fuentes, o sea de las huellas del pasado, al
pensamiento de esta huella; es decir, a las ideas reflejadas en ella. Más que a la colección de
textos, a la “comprensión de los mismos”, para extraerles la substancia que lleva a la explicación
misma de los textos, aplicando la técnica de la metodología histórica y aprovechando los aportes
de las ciencias auxiliares de la Historia y de las demás Ciencias Sociales; Asimismo llegando a una
especialización dentro de la Historia Política, Historia Social, Historia Económica, Historia Cultural,
Historia Religiosa, etc.” (pp. 49-50)

Como una transición hacia la historiografía científica debe tenerse en cuenta la denominada
corriente Revisionista, en la cual se han destacado notables historiadores como Indalecio Liévano
Aguirre y Arturo Abella. La idea es la de que a través de una historia oficial se han presentado
modelos que deben revisarse, porque tanto la utilización de las fuentes como las formas de
interpretación no corresponden a la realidad histórica. Obras como Los Grandes Conflictos sociales
y económicos de la Historia, de Indalecio Liévano Aguirre; El Florero de Llorente y Don Dinero en la
Independencia de Arturo Abella son ejemplos de este revisionismo. (p. 50)

TENDENCIAS EN LA HISTORIOGRAFÍA COLOMBIANA

- El género biográfico es el más utilizado, alcanzado aproximadamente al 30% de los


estudios. La mitad de estas biografías se refieren a Bolívar y un 13% a Nariño. Los otros
biografiados son Santander, Humboldt, Mutis, Caldas, Camilo Torres, Francisco A. Zea,
Pedro F. de Vargas, Córdova, Ricaurte, José María del Castillo y Rada, Manuel del Socorro
Rodríguez, etc.
- La historia militar y política representa el 26%. El tema que más ha llamado la atención es
la Campaña Libertadora y dentro de esta la Batalla de Boyacá y la Batalla del Pantano de
Vargas. En historia política los temas ha sido: 20 de julio, causas de la Independencia,
Reconquista e Independencia de las provincias.

- Historia de las Ideas e Historia de la Ciencia 8%: Expedición Botánica, Memorial de


Agravios, Carta de Jamaica.

- En Historia social: Comuneros y libertad de los esclavos.

- Historia religiosa: 0,9%, se refieren a Expulsión de los jesuitas e influencia del clero en la
Independencia.

- Faltan estudios de historia de la ideas de los diversos sectores de la población.

- Faltan estudios que se alejen del sentido patriotero y expongan las actitudes y tendencias
en el lado español.

- Faltan estudios interpretativos del conjunto de la coyuntura que analicen tendencias


dominantes y ritmos de las diversas estructuras.

- Faltan estudios sobre las actitudes de los criollos realistas de Pasto, Santa Marta y otras
regiones.

- Faltan estudios sobre las actitudes y actuaciones de negros, indígenas y mestizos en la


Independencia.

- Faltan estudios serios sobre los orígenes y consecuencias económicas de la Guerra de


Independencia, financiación del Ejército, la economía española en la Reconquista, la
deuda externa en la Independencia.

- Faltan estudios sobre la movilidad de los grupos sociales para comprobar o destruir las
tesis de la rigidez e inmovilidad social de los grupos en la Independencia.

- Se hace necesario el conocimiento real de las actitudes positivas, negativas e indiferentes


de las provincias ante la Independencia. (p. 51-53).

Fuentes directas del movimiento emancipador

Entre las fuentes mencionadas por Ocampo López, pueden resultar de utilidad:

- Relaciones de viajeros: generalmente diplomáticos o científicos que dejaron expresadas


sus ideas sobre el movimiento emancipador, costumbres en la Independencia, situación
social, política, económica, etc. Estudios como los de Charles Stuart Cochrane, “Journal of
residence and travels in Colombia”; John P. Hamilton, “Travels Through the interior
provinces of Colombia”; Gaspar Theodore Mollien, “Viaje por la República de Colombia en
1823”, entre otros.
- Memorias, autobiografías y comentarios de caudillos y oficiales sobre los
acontecimientos: “Memorias del General Daniel Florencio O´Leary”; las memorias de José
Hilario López; “Recuerdos históricos de la Guerra de Independencia”, de Manuel Antonio
López; la “Autobiografía… y apuntamientos para la historia que tienen que insertar como
relacionados con su vida pública desde el año de 1809”, de Antonio Obando; los
“Apuntamientos para la historia”, de José María Obando; “Autobiografía” del General
José Antonio Paéz; las “Memorias histórico-políticas” de Joaquín Posada Gutiérrez; las
“Memorias” del General Rafael Urdaneta; las “Memorias” del General Pablo Morillo y
otras.

- Colecciones de Documentos: la obra de Vicente Lecuna, “Cartas del Libertador” en 10


volúmenes y las “Cartas de Santander” en 3 vol. Asimismo las “Memorias de Daniel
Florencio O´Leary” antes mencionadas, publicadas por su hijo Simón B. O´Leary en 32
volúmenes los cuales contienen una serie de cartas enviadas por el Libertador y recibidas
de numerosos personajes. Los historiadores José Félix Blanco y Ramón Azpurúa publicaron
en 14 volúmenes los “Documentos para la vida pública del Libertador de Colombia, Perú y
Bolivia”, que son de obligada consulta para la vida de Bolívar y el ambiente general de la
Independencia.

El “Archivo Santander” publicado en 24 volúmenes y las “Cartas y mensajes de Santander”


en 10 volúmenes, publicadas bajo la dirección de Roberto Cortázar, son también obras de
especial consulta para el estudio de la Independencia, en donde se analizan no solamente
las actuaciones e ideas del General Santander, sino el ambiente general que vivió la
Nación en la Independencia.

El “Archivo del General Miranda” publicado en Venezuela en 24 volúmenes presenta


especial importancia para el estudio de la fase precursora, por los numerosos documentos
que incluye, relacionados con las actuaciones e ideas de los Precursores Granadinos. (p.
21)

Se han publicado algunas colecciones de documentos sobre la revolución de 1810, entre


las cuales: “Proceso histórico del 20 de julio de 1810”, con documentos publicados por el
Banco de la República como un homenaje en el Sesquicentenario de la Independencia.
Mencionamos asimismo la selección de “Documentos sobre el 20 de julio de 1810”
realizada por el historiador Enrique Ortega Ricaurte.

Sergio Elías Ortiz, “Colección de documentos para la historia de Colombia” (Época de la


Independencia).

Ernesto Restrepo Tirado, “DE Gonzalo Jiménez de Quesada a don Pablo Morillo”, que
incluye documentos inéditos sobre la Primera República Granadina.

Documentos inéditos sobre la Campaña Libertadora, seleccionados por Rafael Salamanca


Aguilera, Oswaldo Díaz Díaz y el Hermano Nectario María.
Eduardo Posada, “Congreso de las Provincias Unidas”

José Dolores Monsalve, “Actas de la Diputación permanente del Congreso de Angostura”,


de consulta obligada para el estudio de la organización de la Campaña Libertadora y de la
creación de la Gran Colombia.

- Epistolarios de personajes de la Independencia. “Archivo epistolar del Sabio naturalista


José Celestino Mutis”, publicado bajo la dirección de Guillermo Hernández de Alba;
“Cartas de Caldas”, seleccionadas por Eduardo Posada; Las “Obras completas de José Félix
de Restrepo”, publicadas en Medellín por Ediciones Académicas; “Cartas inéditas de D.
José Manuel Restrepo”, publicadas en el Repertorio Histórico de la Academia Antioqueña
de Historia.

- Revistas históricas. Boletín de Historia y Antigüedades, órgano de la Academia Colombiana


de Historia; Repertorio Boyacense, de la Academia Boyacense de Historia; Repertorio
Histórico, de la Academia Antioqueña de Historia; Boletín Historial, de la Academia de
Historia de Cartagena de Indias; Estudio, de la Academia de Historia de Santander; Gaceta
Histórica, de la Academia de Historia de Norte de Santander; Boletín de Estudios
Históricos, de la Academia Nariñense de Historia; revista Popayán de la Academia de
Historia del Cauca; Boletin de la Academia de Historia del Valle del Cauca; revista
Hacaritama, del Centro de Historia de Ocaña; Archivo Historial del Centro de Estudios
Históricos de Manizales. (p. 23)

LOS ARCHIVOS PARA EL ESTUDIO DE LA EMANCIPACIÓN DEL NUEVO REINO DE GRANADA

Archivos Nacionales Públicos:

- Archivo General de la Nación:

o Real Audiencia

o Virreyes

o Milicias y Marina

o Miscelánea de Cartas

o Miscelánea General

o Hojas de Servicio

o Títulos Militares

o Archivos Notariales

- Biblioteca Nacional: abundan folletos, anónimos, hojas volantes, discursos, sermones,


poesías, periódicos, dramas y otros documentos de la Independencia.
o Fondo José María Quijano

o Fondo Anselmo Pineda

- Archivos Departamentales

o Archivo General del Cauca

o Archivo Histórico de Antioquia

- Archivos Municipales

o Archivo de Tunja: su área de influencia llegaba hasta Venezuela.

o Otros: Bogotá, Pamplona, Ibagué y Cali.

- Archivos eclesiásticos

o Diocesanos. Archivo Arzobispal de Popayán: rico en documentos sobre los siglos


XVII a XIX, entre cuyas series: Curatos, de 1700 a 1838; Capellanías, de 1600 a
1861; Dispensas matrimoniales, siglos XVIII a XIX. Archivo Arzobispal de Bogotá
(destruido por las llamas durante el Bogotazo). Archivo del Cabildo Eclesiástico de
Bogotá.

o Parroquiales: Bajo la custodia de cada una de las parroquias.

o Comunidades Religiosas: se encuentran organizados en Archivos de Curias


Generales, Archivos Provinciales y Archivos Conventuales. Uno de los mejor
organizados el Archivo de la Provincia Franciscana, conservado en el convento de
San Francisco (Bogotá). El Archivo del Convento de la Candelaria, contiene valiosa
información sobre los Agustinos Recoletos. En Cali el Archivo del Colegio
Franciscano de Misiones. EN Medellín el Archivo del Convento Franciscano de San
Antonio.

- Academia Colombiana de Historia:

o Fondos Posada, Mártires, Archivo Herrán, Legado Zaldúa, Fondo Fominaya,


Archivo Santander, Papeles Varios, Fondo Latorre, Fondo Salamanca Aguilera.

- Archivos Privados:

o Archivo de Restrepo: “Correspondencia de Morillo, 1815-1816”; “Documentos de


los españoles, 1817-1819”.

o Archivo del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (Bogotá)

o Archivo del Colegio de Santa Librada (Cali)


o Archivo de Bolívar (Caracas)

o Archivo de la Fundación Bulton (Caracas)

- Archivos extranjeros:

o Archivo General de Indias

 Consejo de Indias

 Patronato

 Escribanía de Cámara del Consejo de Indias

 Papeles de Correos

 Papeles de Estado: Los legajos 52 a 57 se refieren al Nuevo Reino de


Granada durante el período de la Independencia. Legajos del 86 al 105
trata diversos asuntos sobre la Independencia.

 Papeles del Ministerio de Ultramar

 Audiencia de Santafé

 Papeles de Cuba: Nueva Granada. Correspondencia 1815-1821; Cartagena


de Indias, correspondencia 1815-1821; Cartagena de Indias, expedientes
varios 1774-1808; Costa Firme 1718-1825.

 Pedro Torres Lanzas publicó un catálogo “Independencia de América.


Fuentes para su estudio”. Catálogo de documentos conservados en el
Archivo de Indias. Primera serie 6 vols., Madrid 1912; Segunda serie 2 vols.
Sevilla 1924-1925.

o Archivo de Simancas

 Patronato Real

 Patronato eclesiástico

 Casa y personas reales

 Cámara de Castilla

 Consejo real de Castilla

 Secretaría de Estado

 Secretaría de Gracia y Justicia


 Guerra y Marina: incluye las hojas de servicios militares; los legajos 7280 y
7282 se refieren al Nuevo Reino de Granada y el 7298 se refiere a
expediciones militares de 1814-1815. El legajo 8173 correspondientes a
los años 1810-1812 contiene noticias sobre el movimiento revolucionario
de Cartagena y sobre la influencia inglesa en la Independencia.

 Secretaria de Guerra

o Archivo Histórico Nacional de España.

 Sección Ordenes militares: incluye noticias genealógicas y biográficas de


numerosos personajes americanos en la Independencia.

 Sección Tercera Estado: para el estudio del movimiento revolucionario de


1810.

 En el aparte Junta Central Gubernativa del Reino se encuentran noticias


sobre el movimiento emancipador, las intrigas francesas, etc.

 Las Sección Consejo de Indias contiene las causa políticas seguidas a


insurrectos, rebeldes, etc. De 1810 a 1825.

o Archivo General de la Marina (Madrid):

 La serie “Expediciones de Indias” (1808-1839) se refieren a la actividad de


la marina española en las guerras de emancipación y buques insurgentes.

o Archivo General Militar. Causa sumarias y procesos contra insurgentes, como la


seguida al Precursor Francisco Miranda. Se encuentran varias hojas de servicio de
los hombres de la Independencia que pertenecieron en algún momento al Ejército
español.

o Servicio Histórico Militar, localizado en Madrid, faciita un magnífico documental


sobre la historia militar de América en la Independencia. Muy valiosa la sección
“Estudios históricos” en la cual se encuentra le “Archivo de Ultramar”, contiene
información sobre la historia de Cartagena y folletos sobre la Independencia.

o Archivo del Jardín Botánico (Madrid): para la historia de la Expedición Botánica.

o Archivos de Roma

 Archivo Secreto Vaticano

 Archivo Consistorial

 Archivo de la Secretaria de Estado


 Congregación de Negocios Extraordinarios (Vaticano)

 Biblioteca vaticana

 Archivo de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide.

 Archivos de las Comunidades Religiosas: Archivo Central de Franciscanos,


Arcivo Romano de la Compañía de Jesús, Archivo General de los
Dominicos, Archivo General de los Padres Agustinos.

o Archivos de Inglaterra:

 Public Foregin Office

 Chattam Papers.

o Archivos de París

 Archivo de Negocios Extranjeros de París

 Biblioteca del Instituto de France

o Archivos de los Estados Unidos

 Archivo Nacional de los Estados Unidos (Washington)

 Biblioteca del Congreso (Washington)

 Biblioteca Pública de Nueva York: documentos de la Nueva Granada.

o Archivo General de Venezuela

 Sección Segunda: Revolución; Ilustres próceres y correspondencia de


próceres; Gobierno de Angostura (1817-1819); Gran Colombia; Causa de
infidencia (1810-1811) y Corte de Almirantazgo.

o Archivo Nacional de Historia del Ecuador

o Archivo de la Suprema Corte de Justicia del Ecuador, guarda el archivo de la Real


Audiencia.

o Archivo de la Biblioteca del Congreso.

o Archivo Municipal de Quito.

o Archivo Nacional de Perú

o Archivo Histórico de Cuzco.


o Archivo Nacional de Bolivia (Sucre)

o Archivo Nacional de Chile

o Archivo General de la Nación (Buenos Aires)

o Archivo Nacional de Panamá

o Archivo Nacional de Cuba

Marco Palacios, “Las independencias hispanoamericanas en trece ensayos”, en: Marco


Palacios (Coord.), Las independencias hispanoamericanas. Interpretaciones 200 años
después, Bogotá, Norma, 2009, pp. 9-29.

LAS INDEPENDENCIAS HISPANOAMERICANAS EN TRECE ENSAYOS

Marco Palacios

El Colegio de México y Universidad de Los Andes

IMPREDECIBILIDAD: Hace doscientos años nadie hubiera podido predecir la naturaleza


de la crisis imperial hispánica a causa de las abdicaciones reales de 1808, y, menos aún, sus
efectos.

La guerra peninsular marcó el paso del imperio a la nación. En América española más vale
emplear el plural. Las diferencias regionales, provinciales, locales, se nutrían de muchos
factores. Se alude, por ejemplo, a la antigüedad y solidez de las instituciones sociales y
jurídicas en los virreinatos del Perú y la Nueva España, en contraste con los de la Nueva
Granada y el Río de la Plata, o las capitanías generales y audiencias de las reformas
administrativas de los Borbones.

REFORMAS BORBÓNICAS: También se menciona la nueva geopolítica imperial europea


que se gesta a mediados del siglo XVIII y se acelera después de la Guerra de los Siete Años
(1756-1763). En el ámbito hispánico esto significó la reorganización de la fiscalidad,
destinada en lo fundamental a proteger militarmente los puntos más estratégicos del vasto
imperio: la Nueva España, las Antillas y el Perú. Allí, una combinación del
conservadurismo de las élites criollas y la presencia de un aparato militar moderno, habrían
neutralizado el movimiento juntista.
CASO NEOGRANADINO: Por el contrario, en donde las élites no tenían tal grado de
sedimentación histórica y los ejércitos eran ostensiblemente débiles, el juntismo criollo
prevaleció, acentuó el espíritu autonomista y desembocó en la independencia una vez que
Cádiz mostrara en 18 12 la carta centralista del nuevo Estado nacional español que, además,
reforzaba el patrón de fiscalidad que tanto se resentía en América.

Tenemos entonces en este período, de 1808 a 1825, tres zonas bien delimitadas:

- Cuba con Puerto Rico que se mantienen en el estatus colonial;

- Suramérica, tempranamente independiente y republicana;

- México y Centromérica que se acogen a la Constitución de Cádiz hasta su


independencia en 1821-1823, aunque hay un efímero imperio mexicano.

La historia latinoamericana presenta un problema específico: ¿pueden desarrollarse el


Estado nacional, el capitalismo industrial y la democracia a la par y armónicamente o, por
el contrario, se excluyen al punto en que uno de ellos deba desarrollarse primero por ser
condición previa de los otros?

Bajo esta perspectiva, desde las llamadas reformas borbónicas y pombalinas hasta el
presente los países latinoamericanos parecen condenados a recorrer la lógica circular de la
trampa 22, el término acuñado por Joseph Heller en su novela. Lograda la independencia,
en una primera fase, C. 1825-1870, las nuevas naciones debían alcanzar simultáneamente el
crecimiento económico y la integración política nacional. Semejante proyecto exigía
insumos básicos tales como legitimidad política, ingresos fiscales estables y administración
pública eficiente.

Pero, con marcados grados nacionales de diferencia, Hispanoamérica aparecía limitada para
integrarse política y económicamente. Había que superar restricciones estructurales tales
como los altos costos internos de transporte, la fuga de empresarios y capitales, las secuelas
de la devastación económica, la desorganización político-institucional, el faccionalismo
político de las élites criollas, la bancarrota fiscal y una profunda crisis de legitimidad
política, originadas todas en las guerras de independencia.

El período 1808-1825 fue un período propicio al desorden y a la guerra civil y precisamente


por esta razón hubo más urgencia de definir sobre la marcha instituciones legales
destinadas a regular la actividad de los Estados nacionales en embrión, las relaciones de
estos con una ciudadanía novata y de todos ellos con el mundo del Atlántico norte y entre
sí. Tales instituciones se habían importado del constitucionalismo europeo y
norteamericano y del "código civil de los franceses". Instantáneamente hicieron sincretismo
con el viejo sistema jurídico indiano y con los poderes de facto, las costumbres sociales y
políticas y asumieron la tradición de la desigualdad básica, social y étnica, heredada de la
Colonia.
CONTEXTO: LAS REVOLUCIONES ATLÁNTICAS

Nos circunscribimos a la crisis de la monarquía hispánica que colapsa en América (excepto


en Cuba y Puerto Rico) y que puede verse ora como un área particular de las llamadas
revoluciones atlánticas cuyos paradigrnas comúnmente aceptados son la independencia de
Estados Unidos y la Revolución Francesa, ora como una variante específica de tales
revoluciones (v. McFarlane 56).

La geografía americana con la independencia se vuelve "nacional". Precisamente se


muestra de qué manera ante la súbita e insólita "orfandad del trono" se formaron juntas
hispanoamericanas "que crearon las primeras formas de autogobierno conformadas por
hombres que no tenían la intención de buscar la independencia [...] reinó la confusión que
pronto se transformó en discordia" (v. McFarlane 31).

En la década de 1820, inmediatamente después de consumadas las independencias, los


historiadores deseosos de legitimar las nuevas repúblicas tendían a retratar la caída del
imperio español y su reemplazo por Estados independientes como el resultado de unas
luchas en las que los líderes de "naciones" embrionarias buscaban liberarse y liberarlas de
una monarquía arcaica. Según esta versión, los hispanoamericanos pelearon contra el
"despotismo español" a fin de conseguir la "emancipación" para sus "naciones". Con todo,
la legitimación por la pluma historiográfica (y las hubo formidables: Restrepo, Alamán,
Mitre) fue ex post.

En efecto, era tal la urgencia de poner fundamento legal a las naciones inventadas sobre la
marcha que los constituyentes del Río de la Plata consagraron una soberanía "sin mapa" (v.
Ternavasio 165 y ss.), algo que, por ejemplo, también puede predicarse de la república que
Bolívar imagina y consigue en un formato constitucional grandilocuente en 1819 y 1821,
república que empieza a desbaratarse en 1825 y desaparece en 1830.

EL PROBLEMA TELEOLÓGICO:

Como el resto de autores, Van Young también critica la teleología inherente a las historias
patrias. Subraya que la mitología nacionalista referida a la independencia mexicana (la
separación de España en 1821) suprime o acalla el disenso, "y los caminos no transitados
son borrados del mapa de la memoria histórica de un pueblo". Se refiere a la forma en que
la insurrección de Hidalgo y Morelos, que hacia 1815 estaba prácticamente derrotada,
quedó subsumida en una narrativa central que supone que fue un "grupo" más de los que
participaron en el movimiento independentista y que por definición deseaba el resultado
obtenido en 1821 por Iturbide y el Ejército Trigarante o de las tres garantías: religión,
independencia y unión.

Con base en un pormenorizado estudio de la población que siguió al liderazgo criollo en


1810, Van Young muestra las conexiones de la base étnica (los indígenas constituyeron la
mitad o más de los participantes a la largo de la década de 1810) y la geografía de la
insurrección para subrayar aspectos como el intenso localismo, más dirigido hacia el
interior que hacia el exterior de las comunidades que el autor no duda en calificar de
soviético y que ve como una ideología popular ajena a "la comunidad imaginada " nacional
de la propuesta de Benedict Anderson, que llegaría mucho después: “la mayoría de la gente
humilde estaba más preocupada por la defensa de sus propias comunidades que por
imaginar un orden civil más amplio” (v. Van Young 319).

La "prudencia" del lenguaje político criollo se debía a la conciencia que tenían de la


religiosidad popular. Dada la proclividad monarquista del alto clero, podía convertirse en
arma del legitimismo, como fue, entre otros, el notable caso del terremoto en Venezuela:
"El terremoto se produjo un jueves santo, a semejanza del 19 de abril de 1810. La
coincidencia fue aprovechada por la Iglesia para sermonear a favor de la restitución del
poder a la monarquía y el pecado de infidencia al rey" (v. Leal y Falcón 75 y ss.).

EL MESIANISMO EN LA REVOLUCIÓN MEXICANA: Una de las direcciones más


gratificantes del ensayo sobre la insurrección mexicana apunta al mesianismo. "La creencia
popular en los poderes redentores del rey español o sus sustitutos era de tipo mesiánico,
más que un simple pacto carismático entre el rey ausente y los más humildes de sus
súbditos coloniales" (v. Van Young 325 y ss.). El análisis de este mesianismo a gran escala
lleva a una exposición de la "doble hélice" (¿una simbiosis?) de religión y política que,
aparte de sus méritos propios, saca a la luz que los problemas de la Iglesia institucional y de
la religiosidad popular.

EL BICENTENARIO: REFLEXIÓN POLÍTICA U OBJETO KITSCH

Conforme al espíritu de estos tiempos apolíticos y mediáticos, es difícil prever si, como en
la Francia del bicentenario de la Revolución, en las celebraciones oficiales ya programadas
en todos los países hispanoamericanos, las ideologías políticas que movieron la era
revolucionaria habrán de ser remplazadas "por declaraciones moralizadoras que conmueven
un instante, pero pronto aparecen como irrisorias, hipócritas, e incluso manipuladoras. [...]
La destrucción de la ideología moderna llegó a su término en cuanto los publicitarios se
encargaron de celebrar el segundo centenario de la Revolución Francesa que ha perdido
todo sentido y que se ha convertido en un objeto kitsch. Los que apelaban a la vuelta de las
grandes causas y de los grandes valores, que querían volver a dar un sentido a la historia,
[...] aparecieron entonces como ideólogos atrasados frente a la reducción oficial, puro
espectáculo de masas, cuyo contenido es tan diverso y cambiante como los programas de
televisión" (cf Touraine 247-248).

Si bien los franceses hubieron de celebrar su bicentenario de un modo "extraño"


nadie dudó de que habían alcanzado los frutos prometidos por la revolución:
soberanía popular, gobierno representativo y laico; ciudadanía dentro de la igualdad
republicana y bienestar material, todo bajo la inestabilidad que produce la constante
tensión entre libertad e igualdad.

Es saludable recordar que hace rato tal hito fundacional quedó "petrificado, generador de
héroes y modelos sociales que han devenido en verdaderos fósiles que han impedido la
identificación, el conocimiento y el protagonismo de nuevos modelos y valores sociales,
más acordes con la trayectoria nacional del siglo XX" (v. Sagredo 209).

¿Celebrar qué?

Así, aparte de las agendas oficiales, ¿qué podemos celebrar los ciudadanos
hispanoamericanos? Aunque los niveles de ingreso per cápita hayan aumentado
considerablemente en estos dos siglos los datos sobre la desigualdad siguen apabullando.
Las cifras de la salud pública, de niños desnutridos que mueren como moscas a causa de
enfermedades curables y prevenibles, ante una indiferencia social generalizada, ¿qué
pueden decirnos al conmemorar doscientos años de gesta independentista? ¿Qué de la
marginalidad de los pueblos originarios de América como lo comprueban los índices de
pobreza y necesidades básicas insatisfechas en México y Guatemala, Perú, Bolivia,
Ecuador, Paraguay, los países de más altas densidades indígenas?

Los modelos de los patriotas. Los criollos ilustrados en papel de conductores de nuevos
Estados se buscaban frecuentemente en las historias de Grecia y Roma antiguas. En su
temprano, único y excepcional experimento autárquico (1811-1840) el Dr. Francia en
Paraguay apeló a las figuras del derecho público romano: el consulado y la dictadura (v.
Potthast 190-191). Ese período hispanoamericano confronta una cadena de conjuras,
asesinatos políticos y golpes de Estado, a la que se adosaron prolijas listas de caudillos y
redes caciquiles; jefes de a caballo y hombres providenciales de sacoleva; de guerras y
guerritas internacionales y civiles; de dictaduras militares feroces y dictablandas
pragmáticas; de corrupciones administrativas y políticas.

No deja de sorprender la fuerza del continuo bipolar del sustrato social y cultural
hispanoamericano, la desigualdad básica en las relaciones de clase y raza, en la propiedad y
en el ingreso. Por ejemplo, al fin del período colonial era manifiesta la polaridad social en
Perú y el Alto Perú, con sus matices diferenciales: "la contradicción españoles-indios,
aparte de coincidir con la de oligarquía-pueblo o la de ricos-pobres, se extendía a la que
tradicionalmente suele darse entre ciudad y campo" (v. Contreras y Soux 250). Tesis que no
excluye la existencia de estratos medios entre los polos.

El tiempo de las independencias

Si bien el arco de las luchas de independencia se extiende de 1808 a 1825, los historiadores
debaten diferentes temporalidades del fenómeno según la perspectiva de interpretación
adoptada. Puede decirse que las retiradas de Gran Bretaña, Francia, España y Portugal del
escenario americano "comparten el mismo origen en la competencia entre Estados europeos
por territorio y comercio en la última parte del siglo XVIII, cuando las frecuentes guerras
en las Américas provocaron nuevas tensiones en las relaciones de las potencias europeas
con sus posesiones de ultramar" (v. McFarlane 54).

La historiografía de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, puso el acento en el
rezago económico español en el concierto europeo. Historiadores como John Lynch,
Stanley y Barbara Stein o Tulio Halperín Donghi subrayaron la necesidad de estudiar el
fenómeno en perspectivas de largo plazo. En efecto, a comienzos del siglo XVII ya era
evidente el puesto cada vez más subalterno de la monarquía hispánica en la rivalidad de
Francia e Inglaterra, las dos potencias mercantilistas en ascenso, cuyas guerras alcanzarían
todo el mundo conocido cien años después.

ANTECEDENTES

El atraso económico y tecnológico español se traducía en debilidad fiscal y administrativa


y, sobre todo, militar en el frente más exigente en recursos e innovaciones: el naval,
absolutamente indispensable para conservar posesiones ultramarinas. La debilidad de
España se puso de manifiesto en la Guerra de los Siete Años (1756-1763) que británicos y
franceses libraron en cuatro continentes y a la que España entró tarde y del lado del
perdedor, Francia. Resultado: la humillante caída de La Habana y Manila (1762) a manos
de la flota inglesa, recuperadas al año siguiente en el costoso Tratado de París. La derrota
propulsó en los ministerios de Madrid una fiebre de gobernar el imperio bajo pautas
modernas.

Los diagnósticos más implacables del atraso material de España y sus colonias y de los
remedios que para superarlo debían tomarse en ambos lados del océano venían de atrás,
como se aprecia en informes y comentarios de funcionarios reales de los siglos XVII y
XVIII, imbuidos de celo reformista. Cuando los ministros ilustrados leían y releían
informes como el de Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1748) concluían con alarma que en la
América española imperaba un extendido sistema de corrupción. Símbolo de este espíritu
es, por ejemplo, el cambio del título del monarca de "rey de las Españas y de las Indias" a
"rey de España y emperador de América". Lo simbólico quiso acentuar una representación
más moderna de la cabeza del Estado y del Estado mismo: modernización del discurso
político y constitucional en el período c. 1750-1812.

REFORMAS BORBÓNICAS

La corriente modernizadora ganó más fuerza después de la desastrosa Guerra de los Siete
Años y catapultó proyectos como las expediciones científicas (las de Malaspina en el
Pacífico o las de la Nueva Granada y la Nueva España) y, con carácter de urgencia,
reformas fiscales, militares, comerciales que asegurasen la incorporación de América en un
Estado español centralizado. Estas, junto con el control al clero (la expulsión de los jesuitas
y la expropiación de sus bienes o la "consolidación de los vales reales", por ejemplo),
parecen ser el meollo del programa de "reformas borbónicas" que se administró en
desorden, alcanzó el apogeo en el reinado de Carlos III (1759-1788) y se frenó por miedo a
la Revolución francesa en el momento del ascenso de Carlos IV (1788-1808).

Con este proyecto político la monarquía española se fijó la tarea monumental de dar unidad
administrativa a los reinos americanos y transformarlos en colonias productivas, como se
entendía el término en la Europa del XVIII. Al momento de la vacatio regis de 1808 salió a
la luz su fracaso y la complejidad social, la vastedad geográfica, las variedades regionales y
locales abigarradas del imperio.

De acuerdo con la argumentación de los ensayos hay una sucesión de fechas importantes en
el primer constitucionalismo hispanoamericano:

- 1808, año en que se desata la crisis imperial y la guerra patria en la Península.

- 1809-1810, cuando se convoca a los americanos a participar en los cuerpos que conservan
"el depósito de la soberanía regia".

- 1810-1812, años de las Cortes de Cádiz y la Constitución.

- 1814, año de la vuelta al trono de Fernando VII, su repudio fulminante de la monarquía


constitucional y la vuelta al absolutismo.

Esos acontecimientos o generan nuevos agravios americanos o crean problemas de


gobernabilidad en las unidades más proclives a la lealtad. En las más radicalizadas, como
Venezuela, la Nueva Granada, Chile o el Río de la Plata, "la nación española" reconstituida
en Cádiz fue vista como una prórroga del proyecto estatista y centralizador borbónico. En
el Perú legitimista, la Constitución del 12 fue vista con aprehensión. Sin embargo, en Cuba
y Puerto Rico, por el contrario, que habían sido el laboratorio del nuevo experimento
colonial Borbón, el binomio esclavitud y azúcar sirvió para afianzar la lealtad criolla a la
Corona y permanecer en el imperio, en medio de un boom agrícola.

El período de la independencia desencadenado por las abdicaciones de Bayona en 1808 y la


unción de José I, bien pudo arrancar hacia 1750 cuando se dio inicio al "reformismo
preventivo" español, en la citada expresión de Lynch. ¿Culminó en los campos de Junín y
Ayacucho que sellaron la fase militar de la empresa en 1824?

La proclama de nuevas naciones en el modelo estándar de la época, es decir, el Estado


nacional, sujeto de derecho y capaz de contraer obligaciones por medio de tratados
internacionales, representó un profundo cambio institucional, político y económico. Pese al
fin de la exacción fiscal metropolitana y del mercantilismo comercial, la apertura al
"comercio libre" y a las inversiones extranjeras (que no llegaron como se esperaba), la
extinción o debilitamiento del tributo indígena, la abolición gradual de la esclavitud,
trajeron realidades verdaderamente nuevas: el déficit fiscal, el peso de la deuda pública,
causados en buena medida por la destrucción de la guerra (de la minería mexicana y andina,
de las plantaciones venezolanas) y los costos de los ejércitos y de las nuevas guerras civiles.

Pero siguieron vigentes las premisas de la desigualdad. No hubo distribución dramática ni


de riqueza ni de poder. Muchas familias de abolengo colonial pudieron ser desplazadas o
expropiadas y, por la vía de las armas, ascendieron jefes de origen humilde. Llega la época
del gatopardismo: el poder quedó "en manos de los blancos, a menudo en manos de las
mismas familias que habían estado a la cabeza de las jerarquías coloniales" que entablaban
alianzas matrimoniales con los nuevos caudillos (v. McFarlane 56).

Vista por sus secuelas directas, la época de la independencia terminó hacia mediados del
siglo XIX. Un debate sigue abierto: ¿fueron décadas perdidas en términos de crecimiento?
McFarlane sugiere que sí y Prados que no o que no tanto. El asunto sigue pendiente, lo que
no debe inhibirnos de formular otra pregunta: ¿era suficiente la magnitud relativa de los
recursos económicos y fiscales para armar Estados modernos conforme a los estándares del
siglo XIX?

Las interpretaciones de la independencia

Conscientes de la simplificación digamos que el laberinto constitucional hispanoamericano


(1810-1830) resultó veladamente yermo para el liberalismo inglés del individuo, del libre
examen y del equilibrio de poderes y abiertamente inhóspito para el radicalismo francés en
lo que tenía de estatista, antifeudal y anticlerical. Los estudios de Guerra y Rodríguez,
ampliamente citados, intentan explicar por qué no fueron tiempos de claridad. La
ambigüedad de la "opinión" era un manto apto para encubrir esa miríada de actitudes y
expresiones de las juntas americanas, 1808-1814, localistas, provinciales, nunca
"nacionales" en una fase que podemos llamar de la revolución jurídica, de luchas por la
autonomía local, de ciudades-Estados, dentro de los marcos tradicionales, una vez la
vacatio regis fracturó en mil pedazos la pirámide de autoridad y gobierno.

Los ensayos describen las actitudes confusas del liderazgo criollo con vocablos como
"prudencia", "cautela", "duplicidad", "conveniencia". Gritos como "!Viva Fernando!
Mueran los franceses!" y expresiones de Fernando VII, como el "deseado", el "adorado",
así parecen mostrarlo, independientemente del fingimiento en el nuevo teatro político como
es el caso de la llamada "máscara de Fernando VII".

Como se ha dicho, la abrumadora presencia de Bolívar estriba en que fue protagonista de


todas las etapas de la independencia. Añadamos que su actitud política siempre estuvo
marcada por eludir la ambigüedad y optar por la radicalidad. Aun antes de la vuelta al
absolutismo de 1814, Bolívar, con su elocuencia característica, instaló el terror al decretar
la lucha sin cuartel y a muerte entre españoles y americanos y no entre partidarios de la
autoridad real o de la independencia. "El terror afectó a la sociedad entera" (v. Leal y
Falcón 77).

Federalismo y centralismo.

En este punto conviene apreciar en qué forma los dirigentes se arropaban en el vocabulario
del constitucionalismo moderno que aún perdura, aunque hayan cambiado sus contenidos:
federalismo y centralismo, tópico de las historias patrias, develado por la crítica
historiográfica (cf Chiaramonte). Los significados de palabras como "federalismo" y
"centralismo" parecen cambiar de la década de 1810 a la de 1820, dependen de las
circunstancias políticas y de la escala en que se apliquen. No es lo mismo el "federalismo"
como municipalismo dentro del Ecuador o de Centroamérica que el "federalismo"
reclamado por los caraqueños desde 1821 y que parece oponerse a "monarquía" bolivariana
en el contexto de la crisis de la Gran Colombia entre 1825 y 1827.

El cierre a las autonomías americanas, que marcaron sucesivamente y con signo político
diametralmente opuesto la Constitución de la monarquía de 1812 y su repudio por parte de
Fernando VII al regresar al trono, impulsó la transformación de los medios de lucha
política. El juntismo inicial, con la formidable excepción de la insurrección mexicana,
promueve lo que se ha descrito como guerras patricias y municipales; después de 1812 va
llevando a la dinámica de guerrillas u "hordas", y remata con el experimento "jacobino" de
los "ejércitos nacionales" de proyección continental de San Martín y Bolívar.

EL CASO MEXICANO

En México, el centro de gravedad del imperio americano, y en Centroamérica, las formas


de los movimientos y las cronologías son bien diferentes. Los estudios de Breña de la
revolución criolla y de Van Young de la insurrección, mayoritariamente indígena y
contenida en los pueblos, dan cuenta de otras sociedades, de otras comunidades dentro del
imperio.

En el caso de la Nueva Granada, se trataba de la percepción criolla de un "tiempo diferente"


en el que las "contiendas por el sentido" se inscribieron en "cambios de significado". La
filología rinde aplicada al lenguaje público y constitucional que brota del tropel de
acontecimientos de la independencia, puede mostrar esa "combinación" peculiar del
lenguaje individualista y liberal de los derechos y "el lenguaje de privilegios, propio de la
sociedad constituida por cuerpos con fueros y del pensamiento tradicionalista" en el que el
"honor" adquiere centralidad (v. Garrido 93-95).

Si hablamos del lenguaje en el contexto geopolítico del colapso de imperio español bien
vale transcribir esta observación: "El vocabulario sobre la nación como unidad política está
lleno de trampas. Desde los siglos XVI o XVII 'nación' ha sido la palabra más empleada en
Europa occidental para designar la unidad política mayor: así se explica la parquedad de
derivados del vocablo 'Estado' y sus equivalentes y, en su lugar, el uso de palabras como
'nacional' y 'nacionalización'. Los reinos de los Habsburgos y Romanovs no eran naciones
sino imperios; y la descolorida palabra 'Estado' los definía así, como también a las naciones
de Europa occidental y a los numerosos y pequeños Estados italianos y alemanes. En
Europa central y oriental el vocablo 'nación' y sus equivalentes denotan un grupo racial o
lingüístico y no tienen un significado político antes del siglo XIX, cuando fue
prevaleciendo la doctrina según la cual tales grupos tenían derecho a la independencia
política y a la estatalidad ('autodeterminación'). Del mismo modo, más tarde fue usual
hablar de nacionalismo escocés, galés o indio aunque fuese muy raro decir nación escocesa,
galesa o india.

Su uso en Estados Unidos complica más la terminología, pues allí 'nación' se reserva para la
unidad mayor de la cual los 'Estados' son componentes que no son sujetos del derecho
internacional.

Esta cita nos permite preguntar directamente si las reformas de los Borbones españoles
consiguieron modernizar el imperio que heredaron de los Austrias. De acuerdo a los
ensayos de este libro, la respuesta apunta a un no, claramente enunciada en el caso
ecuatoriano que aparece como "uno de los más significativos para explicar la complejidad
del proceso de formación estatal en territorios que pertenecían a ese gran conjunto político
multicomunitario que era la monarquía española" (v. Morelli 127). En este conjunto,
"pueblo" o "territorio" aparecen como nociones fluidas, fragmentadas, entremezcladas con
cuerpos tradicionales que a veces hablan una nueva lengua, de naturaleza aún más incierta
y babélica en aquellas unidades a las que se aplicó el nuevo municipalismo de la
Constitución de Cádiz (v. Morelli 139 y ss.).

Siguiendo esta veta interpretativa, ni Cuba ni Puerto Rico ofrecían dificultad en definir
"pueblo". No participaban de la célebre composición "república de españoles-república de
indios". En este sentido eran "modernos" de entrada, como todas las economías de
plantación esclavista, desde el sur de las trece colonias y luego los Estados Unidos, al
Brasil, pasando por el Caribe francés, británico y holandés, y, quizás, la modernización
imperial, bajo la "nación española" del siglo XIX, pueda interpretarse como el triunfo
circunscrito de las reformas borbónicas.

Nuevas perspectivas, nuevas preguntas

Ya se mencionó el arquetipo de la "revolución atlántica" o "democrática", productora del


paradigma que llamamos Estado nacional moderno y el problema historiográfico de insertar
en este las independencias hispanoamericanas. Francia y Estados Unidos fueron una
referencia explícita en toda Hispanoamérica y Haití en el Caribe, pero especialmente en
México, Venezuela y la Nueva Granada. Como se menciona en el capítulo panorámico de
McFarlane el asunto "atlántico" es central en las preocupaciones de la historiografía actual.
Quizás el horizonte esté maduro para ampliar la apertura del foco y considerar las
independencias y el proceso de formación estatal-nacional bajo una perspectiva de la
historia mundial, de la historia anticolonial desencadenada inicialmente por colonos (o
coloniales) de la Norteamérica británica: Guerra, Independencia y Constitución
compendian imágenes, razones y emociones que habrían de contribuir al
desencadenamiento del ciclo revolucionario posterior: la Revolución Francesa y las
independencias de Haití, Hispanoamérica y el Brasil.

Podemos preguntarnos con el historiador C. A. Bayly cómo pudo emerger el Estado


nacional hispanoamericano cuando los requisitos básicos para armar un modelo estatal
(fuese el centralista francés o prusiano o el británico y norteamericano de poderes
territoriales dispersos) no parecían existir por fuera de una geografía prácticamente
circunscrita a Europa y los Estados Unidos (cf. Bayly 247-283).

Si nos atenemos a México, la insurrección popular no se dirigía a construir un Estado


moderno de "abajo hacia arriba". Pero la dirigencia criolla triunfante en 1821 no contaba
con los recursos discursivos y materiales, consenso y riqueza, para construir un Estado
liberal "de arriba hacia abajo", aunque este fuese el proyecto dominante no solo en México
sino en toda la Hispanoamérica liberada.

¿A partir de qué condiciones podían construirse Estados? Quizás, como en otras partes del
mundo a partir de formas localistas, personalistas y difusas de poder. Unidos primariamente
por lazos de sangre, pertenencia a un lugar y clientela, los criollos americanos pudieron
apoyarse en redes formales e informales de poder, en los entramados del latifundio-
hacienda-plantación, el comercio legal e ilegal, la Iglesia, la universidad, el municipio, el
tribunal, los nuevos ejércitos. Con base en la familia y la localidad, la cooptación y la
clientela, los criollos se lanzaron al gran proyecto de construir naciones liberales. Sobre
esta traza abigarrada de sociedades locales y provinciales extraordinariamente desiguales y
heterogéneas se construyó una fachada constitucional y constitucionalista.

La historiografía económica confirma que durante el siglo XVIII el complejo minería-


comercio y agricultura de exportación (generalmente del tipo plantación) fue favorecido en
detrimento de la agricultura tradicional. En otras palabras, mineros, comerciantes y
terratenientes exportadores prevalecieron políticamente sobre los latifundistas confinados a
producir para los atomizados mercados interiores. Después de la independencia la política
se ruralizó, como dijera Halperín. Su expresión republicana fue la sumatoria de caciquismo
y latifundio tradicional. El sufragio, independientemente de su organización (universal
masculino, censitario; directo, indirecto, mayoritario, proporcional), y la guerra civil
convierten el número de habitantes en fuente de poder. Puesto que el sufragio (y la guerra
civil) fue una de las bases de la nueva legitimidad republicana, el campesinado pudo
transformarse en recurso indispensable en la formación de poder político "nacional".

Ilustrados o no, exaltados o no, después de 1824 muy pocos criollos estuvieron realmente
dispuestos a valerse de la proclamada soberanía nacional para que la revolución
constitucional barriera las bases de su propio poder difuso, local y corporativo, que había
sobrevivido las tormentas de la independencia. Se decía que eso llevaría a la anarquía antes
que a instaurar un nuevo orden.

Mientras las nuevas repúblicas fueran de papel, aéreas, como dijera mordazmente Bolívar,
el orden político restaba en los precarios balances de los poderes fácticos. En el vacío de
legitimidad política que había dejado la abdicación del rey y sin que fuera claro quién o
cómo podría ser reemplazado, se consolidaron esos poderes y hubo la pretensión de
establecer sobre ellos consensos para construir instituciones nacionalistas y liberales. En
este ejercicio el carisma y la clientela pudieron contar más que decenas de documentos
constitucionales y legales.

Los criollos debían domesticar la república y mantener el orden público liberal. La tarea
tomó medio siglo, o más. En un solo proceso debían construir Estado moderno, nación,
democracia electoral, y promover el crecimiento económico. No había, sin embargo, bases
materiales suficientes ni tradiciones fuertes para erigir una administración nacional
jerarquizada y profesional, abolir las tiranías de la ignorancia y la distancia (con inversiones
en educación y vías de trasporte), garantizar la moneda sana y el crédito interno y externo,
dislocado por las guerras, y organizar un sistema electoral creíble.

En suma, un poder nacional con capacidad de imponer y recaudar impuestos,


independientemente de qué grupos lo controlaran, solo era posible si había una economía
capaz de tributar.

En este círculo vicioso vivió Hispanoamérica hasta la década de 1870, con breves
excepciones de tiempo y lugar. La historia de las instituciones de la igualdad civil fue
protagonizada por los liberales, que se presentaron como abanderados de la lucha política
por democratizar los derechos de propiedad y eliminar las trabas al funcionamiento de
mercados libres de tierra y mano de obra. La ficción de estas nuevas instituciones políticas
consistía en que en las estructuras sociales no había un lugar preciso, mucho menos
propicio, para que los blancos y mestizos pobres, los ex esclavos o los indígenas más o
menos liberados de las cargas corporativas, pudieran transformarse en los sujetos políticos
autónomos del gobierno civil de Locke, o en los sujetos libres para concurrir a la formación
de la voluntad general de Rousseau.

La historiografía de los ciudadanos (mexicanos, colombianos, ecuatorianos, paraguayos)


que provenían de los órdenes -inerciales aunque modernizados- de la esclavitud, la
hacienda, el repartimiento o el ejido, en fin, de la polaridad "república de
españoles"-"república de indios", ha demostrado la precariedad de las libertades recién
otorgadas. Esto lo descubrieron rápidamente los comerciantes ingleses: las nuevas
repúblicas no traían consigo la prosperidad esperada.
La secuela de guerras, verdaderamente inciviles, inhibió las esperadas ventajas de la
inversión minera y la expansión del comercio. Los costos internos de transporte eran una
verdadera barrera. Hacia la década de 1870 en la mayoría de los países hispanoamericanos
pudo pacificarse el cambio institucional. El estímulo provino de las posibilidades de
acumulación de capital mediante la incorporación comercial al Atlántico norte.

La modernización económica después de 1870 se daba a lo largo de la línea de continuidad


del poder político de élites que ya habían rotado bastante en el carrusel de sus luchas
internas. La prueba del ácido fue la industrialización. En el siglo XIX los países
latinoamericanos no tenían condiciones para industrializarse. En el momento de la
independencia y en las décadas posteriores, y a diferencia de los Estados Unidos, ninguna
nación latinoamericana hizo cola para entrar al mundo industrial.

En suma, el desorden y destrucción material de las guerras, la discordia entre las élites, la
perturbación y devaluación social de las creencias populares, la movilización militar de los
esclavos (con la promesa de la libertad), el reconocimiento político de los mestizos, una
cierta indiferencia ante los indios, amparados en el vocablo de ciudadanos, pasó una factura
de difícil pago en términos de construir naciones modernas, liberales y democráticas.

2ª PARTE DE LA CLASE: DISCUSIÓN DE LECTURA

Juan Marchena Fernández, “La expresión de la guerra. El poder colonial. El ejército y la


crisis del régimen colonial”, en: Germán Carrera Damas (Ed.), Historia de América Andina,
Vol. 4, Ecuador, Universidad Andina Simón Bolívar, 2003, pp. 79-128.

Enfoque: El ocaso del régimen colonial como resultado de un cúmulo de circunstancias:

- Luchas de los criollos por la consecución del poder político-administrativo.

- Problemas financieros de la Corona para sustentar sus guerras con Inglaterra

- El asalto al orden colonial por parte de las elites sociales y financieras criollas.

- Reformas borbónicas.

- Crisis de la productividad en sectores claves de la minería: Potosí, Nueva Granada y


Nueva España.

1. El problema financiero. La financiación militar y los flujos de capital en el


mundo colonial americano.
Finales del siglo XVIII: problemas para financiar la defensa americana: se requería
mayores inversiones ce capital y por tanto incrementar la presión fiscal.

El problema defensivo americano afectó al orden colonia en su conjunto y a la economía


americana.

El circuito financiero para la defensa fue aprovechado por determinados grupos de


relevancia socioeconómica en las principales ciudades o puertos.

Financiación militar era el rubro más cuantioso del gasto total de la administración colonial.

Estudiar el circuito económico para cubrir gasto militar, permite conocer los mecanismos
de capitalización de la economía americana, en el período 1770-1810 y el binomio capital
comercial-capital financiero en los centros de poder económico americanos.

Factor para el desarrollo de sectores oligárquicos capitalizados en torno a principales


centros comerciales.

Relaciones entre lo anterior y los acontecimientos políticos en los grupos de poder.

Marco: complicado y turbulento desarrollo de las Reformas Borbónicas, que vincularon


política regional, fiscalidad y ejército.

Al desbordarse el problema de la financiación, la administración colonial se vio obligada a


permitir y fomentar la participación en estos circuitos económicos de personas, grupos o
corporaciones privadas o semipúblicas (comerciantes, asentistas, sectores del patriciado
urbano, hasta Consulados de Comercio e incluso Cabildos).

El capital privado se vio en situación de realizar una sólida inversión de grandes


proporciones, garantizada en la plata de la Real Hacienda, garantizada por ésta y desde la
que podía establecerse, mediante un adecuado manejo de la deuda estatal, una clara
relación de dependencia de la Hacienda Real para con los grupos de poder locales.

El circuito financiero militar generó un extenso circuito económico y financiero más allá de
lo militar, de importancia como factor capitalizador de la economía americana, de clara
incidencia en las relaciones entre capital comercial y capital financiero, y utilizando la plata
de la Real hacienda.

Un sistema de flujos y reflujos de capital que relacionó entre sí distantes y diversas áreas
del continente. Las transferencias de capital entre los focos productivos y la metrópoli no
dejaron de tener importancia, pero las que se daban entre estos focos productivos y otras
áreas americanas que centralizaban el gasto militar fueron cada vez más relevantes.

La aceleración de estos flujos de capital en las últimas décadas del siglo XVIII y la
extensión de este circuito a cada vez más amplias zonas del continente y el acaparamiento
de las elites locales (mediante el manejo de la deuda pública) de estos flujos financieros,
devendrá su estrecho control de la estructura militar americana. Elites locales serán los
principales beneficiarios

Los Situados2 y otros rubros de la Hacienda dedicados a gastos militares, aparecen como
uno de los determinantes económicos más importantes para la ciudad o el área sobre las que
se aplicaron.

En las plazas receptoras de Situados, lugares consolidados como mercados locales o


regionales, produjeron un notable incremento de liquidez: puesta en circulación de grandes
cantidades de metal procedentes de zonas productivas.

El incremento sucesivo del gasto militar en el período obligaba a incrementar los Situados,
tanto los ordinarios como los extraordinarios, lo que generaba mayor liquidez en el circuito
local-militar: proveedores y suministradores, receptores de sueldos, economías domésticas
de las familias militares, etc., y afectaba al total de la estructura económica del área local.

Ante el déficit de las Cajas locales, había dos soluciones: a) presupuestar el déficit en el
Situado del año siguientes, incrementándolo o solicitando la remisión de un Situado
extraordinario, declarando suspensión de pagos hasta su llegada; b) solicitar préstamos a los
capitales privados locales, con la garantía de devolución a la llegada de los caudales.
Ambas soluciones tuvieron que ser aplicadas simultáneamente. Esta combinación resultó
letal para la Real Hacienda, en la medida que la acumulación de la deuda entregó los
Situados (ordinario y extraordinarios) al grupo de prestamistas.

Los situados extraordinarios se hicieron tan comunes y ascendieron tanto en frecuencia y


montos que constituyeron una de las partidas más importantes para poder hacer frente al
gasto militar, así como uno de los motivos del descalabro y ruina de la Hacienda Real.

De esta manera, aquellos prestamistas controlaron el flujo de plata proporcionado por los
situados, y manejando buena parte de la liquidez del mercado local; una consecuencia:
encarecimiento de los productos de consumo.

Comerciantes y distribuidores, vendiendo a precio sobrevalorado y resarciéndose a la


llegada del Situado, rápidamente pasaron de ser comerciantes-prestamistas a especuladores
de capital, convirtiendo sus ganancias en capital financiero.

En definitiva, el régimen de Situados puede ser entendido como un sistema de


capitalización externa de estos circuitos locales, primando a una zonas sobre otras,
actuando como mecanismo de redistribución interna americana y de donde puede deducirse
la lógica de los conflictos entre las Cajas Reales emisoras y las receptoras: no sólo
problemas de jurisdicción sino una larga y compleja pugna entre zonas productoras y focos
2
Cantidades que se remitían con carácter anual desde Cajas Reales matrices a Cajas Reales deficitarias, a fin
de abonar gastos administrativos y militares que no podían ser asumidos por la Hacienda local destinataria.
de control comercial, características de este período: Lima-Buenos Aires, Bogotá-
Cartagena, México-La Habana.

2. La guerra para los oficiales ilustrados: algo más que una cuestión de eficacia

El ejército de América fue creciendo a lo largo del siglo XVIII y estuvo conformado por
tres grandes colectivos:

Ejército de dotación: compuesto por unidades veteranas o regulares “fijas” de guarnición en


las principales ciudades americanas, de idéntica estructura a las unidades peninsulares, pero
cuya composición lo caracterizó como un ejército netamente americano.

Ejército de refuerzo: también llamado “ejército de operaciones en Indias”, compuesto por


unidades peninsulares remitidas temporalmente como refuerzo a ciudades o áreas
americanas conflictuadas o para realizar alguna campaña ofensiva contra posiciones
británicas; al finalizar las operaciones debía regresar a España.

Milicias: conjunto de unidades regladas de carácter territorial, que englobaban al total de la


población masculina de cada jurisdicción comprendida entre los 15 y 45 años; se las
consideraba un ejército de reserva y rara vez debían ser movilizadas, salvo casos de ataques
exteriores o con ocasión de tumultos, disturbios o sublevaciones.

Pero las Reformas Borbónicas aplicadas a lo militar transformaron al ejército de América


en una institución que no solo estuvo al servicio de las necesidades defensivas de la
Corona, sino que terminó por asumir la representación de la autoridad real, así como
respaldar la ejecución de estas reformas.

En América se aplicó la estructura militar a la reorganización de la administración, para


transformar el vetusto funcionariado colonial en un cuerpo operativo al servicio de los
proyectos del Estado y menos apegado a los intereses locales y particulares. En la segunda
mitad del siglo XVIII predominan los oficiales militares entre los funcionarios americanos
(desde virreyes, corregidores, intendentes y presidentes de Audiencias), especialmente
después de 1780-1785. La idea política consistía en depositar la autoridad en un colectivo
que gozaba o parecía gozar, de la confianza de la monarquía y sus ministros: la oficialidad
militar. Estos oficiales tenían un nivel de formación y práctica superior al de los cuerpos
burocráticos tradicionales; tenían menos intereses creados en los distritos, eran fácilmente
removibles y estaban sujetos a una jerarquización y disciplina militar efectiva.

De esta manera se impuso, a partir de la oficialidad militar, un nuevo concepto y práctica de


la autoridad real, enfrentada y contrapuesta a la autoridad y control económico, social y
político de las elites locales, enfrentadas a los intereses centrales del Estado. Este conflicto
produjo enfrentamientos y actitudes encontradas, llevando a la dicotomía poder
metropolitano-poder colonial territorial: conflicto entre peninsulares y criollos.

Las protestas y convulsiones en las jurisdicciones ante la aplicación de medidas


relacionadas con el incremento de la presión fiscal propia de los reformas agravaron un ya
de por si sombío panorama para la autoridad real.

Principales sublevaciones:

Motín de Esquilache: conmociones populares que tuvieron lugar en Madrid y en provincias


españolas en la primavera de 1766. Fueron producidos por causas profundas (carestías,
subidas de precios, xenofobia contra gobernantes extranjeros); el desencadenante fue la
aplicación drástica de reformas en el uso de las capas y los sombreros. Carlos III tuvo que
capitular ante los amotinados y deponer al ministro marqués de Esquilache. El día 25 el
pueblo en armas, dueño de Madrid, se amotinaba de nuevo exigiendo la vuelta del monarca,
que había huido a Aranjuez. El rey prometió el retorno. El pueblo se calmó el día 26. En
casi todas las provincias, en las semanas siguientes, tuvieron lugar conmociones locales
contra la administración. Las más violentas fueron las ocurridas en el País Vasco
(Vascongadas en la época), Cuenca, Zaragoza.

1765: en el reino de Quito se dio un grave conflicto para cuya sofocación se enviaron
unidades veteranas desde Panamá y Lima.

En Popayán, Cali, Cartago y Buga hubo problemas locales.

En Perú: conflictos de la sierra central y de Arequipa.

Sublevaciones serranas dirigidas por Tupac Amaru y Tupac Catari.

1781: estalló la sublevación de los Comuneros del Socorro que se extendió por el interior
de la Audiencia de Nueva Granada, a la par que surgían otros conflictos en Quito (Ambato
y Alausí) y Venezuela.

Ante estas circunstancias la administración colonial tomó medidas para reorganizar la


defensa y atender tanto al peligro exterior como el interno. Envió militares peninsulares
para llevar a cabo la reforma. Estos reformadores y técnicos elaboró sus conclusiones, que
fueron muy similares: era necesario contar con un sistema de defensa que garantizara la
seguridad de las provincias de ultramar ante la penetración británica y asegurar que las
directrices de la política borbónica fueran aplicadas en toda su extensión y profundidad: las
medidas tomadas en Madrid debían cumplirse por parte de las autoridades coloniales.

Se comenzó a utilizar el aparato militar como apoyo y sostén de de la autoridad y de la


política reales, más que como aparato defensivo frente a otras potencias coloniales.
Tanto el virrey Messia de la Cerda como Caballero y Góngora aseguraban que la
obediencia de los habitantes dependía de su voluntad y arbitrio: “no hay fuerzas, armas ni
facultades para que los superiores se hagan respetar y obedecer”. Y esperaban que las
tropas veteranas, convertidas en especie de policía de orden público conseguirían que se
pudieran llevar a la práctica las medidas reformadoras de la Monarquía.

Empezó a discutirse cual debía ser la estructura defensiva de los territorios americanos.
Alguno técnicos propusieron que debía recaer en todo el peso de la defensa en el ejército
veterano, desmantelando las milicias y enviando a las plazas y zonas más expuestas
unidades procedentes de la península, bien pertrechadas, pagadas y con experiencia en
combate contra tropas europeas. Las tropas veteranas o fijos americanos debían ser
sustituidas por unidades peninsulares, y en las ciudades importantes, estas tropas veteranas
se encargarían de las instrucción de algunas unidades de vecinos para que ayudaran en la
defensa. Esta era la idea del Conde de Ricla, hasta cierto punto de O´Reilly y desde luego
de Juan de Villalba. Éste decía desde Nueva España que la nobleza y familias de mayor
comodidad y jerarquía no mira las armas como carrera que guía al heroísmo, son delicados,
entregados al ocio, al vicio y no estaban elevados por sus padres a ideas más superiores…
son raros los que se han presentado para obtener empleos militares.

El Capitán General de Chile, coronel Ambrosio de Benavides informaba que por la guerra
permanente con los araucanos, el establecimiento de nuevas milicias o su reforma era tarea
inútil, y que aduras pena, la tropa veterana, pagada y reglada, podía mantener la frontera en
calma. Con los milicianos era duro y decía, entre otras cosas: “Les es violenta y gravosa la
sujeción y obligación del alistamiento”, por estar acostumbrados a la desidia, ociosidad y
libertinaje. Habla de su rusticidad e incultura, por la distancia entre Santiago y sus lugares
de residencia, podía pasar un año sin que los jefes vean a muchos soldados y oficiales.

Ante el panorama descrito, los técnicos informaron positivamente sobre el proyecto de


basar toda la defensa americana en la tropa peninsular.

Inconvenientes:

- Elevado costo.

- Imposibilidad de incrementar la recluta de soldados en España

- La negativa de gran parte de la oficialidad peninsular a marchar a América.

- Complejidad del envío de tropas a través del Atlantico.

- Distribución y mantenimiento de las tropas.

José Galvez, Ministro de Indias, le decía al virrey Flores de la Nueva Granada que aquello
sería una “empresa imposible aun cuando el Rey de España tuviese a su disposición todos
los tesoros, los Ejércitos y los almacenes de Europa. La necesidad obliga a seguir un
sistema de defensa acomodado a nuestros medios […] la necesidad y la política exigen que
se saque de los naturales del país todo el partido que se pueda. Para esto es preciso que los
que mandan los traten con humanidad y dulzura, que a fuerza de desinterés y equidad les
infundan amor al servicio, y les hagan conocer que la defensa de los derechos del rey está
unida con la de sus bienes, su familia, su patria y su felicidad.”. (pp. 95-96)

En algunas plazas, se experimentó al desmovilización del fijo de la ciudad y su remplazo


por dos batallones del ejército peninsular. El resultado fue la duplicación de los gastos, sin
conseguir ninguna ventaja, puesto que a los seis meses de estancia de los batallones en
América ya había muerto o desertado la mitad de sus efectivos. O´Reilly describe su
proceso de adopción de los vicios de los americano, su cambio en la manera de vestir y sus
concubinatos con mulatas.

En suma, la experiencia y a realidad demostraron que el ejército de dotación, formado por


fijos americanos, parecía irremplazable, máxime cuando tras los primeros ocho años de
reformas mantenía 35.000 hombres encuadrados en más de cincuenta unidades; una
estructura que no hizo sino crecer, tanto en volumen físico como en gasto económico, en
función de unas necesidades que nunca terminaban de cubrirse.

3. La militarización de la sociedad americana: del orden colonial al poder militar


en Latinoamérica

La escasa entidad del ejército de dotación frente a la magnitud del objetivo a cubrir y la
imposibilidad económica de mantener el ejército de operaciones peninsular
permanentemente en América, obligaba a reorganizar el sistema de milicias, dotándolas de
un Reglamento y transformándolas en " disciplinadas" , al igual que las peninsulares, con
oficiales veteranos que las mantuviesen instruidas, incorporando a las élites locales en sus
cuadros de ofíciales y animando a los sectores populares a integrar los distintos batallones y
regimientos.

Siguiendo este organigrama, diseñado y puesto en práctica por O'Reilly en Cuba y Puerto
Rico y luego aplicado a otras zonas (Buenos Aires, Perú, Nueva España, Nueva Granada,
etc.); se organizaron multitud de unidades milicianas, repartidas por todo el continente,
atendiendo al volumen de población y en función de las distintas etnias que la
conformaban: blancos, pardos, morenos, cuarterones, zambos, etc.

Se dotó a todos los milicianos del fuero militar (que comportaba la exención de la
jurisdicción judicial ordinaria, entre otros importantes privilegios) y, en casos concretos, se
concedieron beneficios y dispensas a las élites locales a cambio de asegurar su pertenencia
a la oficialidad. Tenían obligación de sufragar algunos gastos de sus unidades, potenciar y
facilitar la recluta y ejercer un control efectivo sobre esta población a sus órdenes,
Comprometiéndose así con la Administración colonial a ser garantes y defensores de la
política reformadora de la Corona.

En Nueva España, Cruillas o Villalba tuvieron serios problemas a la hora de convencer a


las élites locales para que participaran del sistema. Por el contrario, en Perú Amat indicó
desde la Secretaría del virreinato:

“Esta providencia surtió todo su efecto en los caballeros, títulos y personas de


esplendor, quienes a porfía, desde el momento prefinido, corrieron a alistarse,
ofreciendo sus personas, las de sus hijos, los que los tenían, armas, caballos y todo
cuanto les permitían sus facultades sacrificar, en defensa de la Religión, del Rey y
de la Patria... empeñándose la nobleza hasta lo sumo, a que concurriese
personalmente a la defensa de unos países que supieron conquistar sus mayores.” (p.
98)

La aplicación y aceptación del fuero militar varió en función de las posibilidades que tenían
las élites de controlar el sistema a nivel local. Así, en los casos en que las autoridades
consolidaban en la cúpula del sistema miliciano a un grupo poderoso de peninsulares,
fueran militares o comerciantes, las élites criollas rechazaban de plano la pertenencia a la
institución, pues entendían que el fuero militar, más que defenderles, les haría rehenes de la
competencia comercial y social de los "chapetones". Tales fueron los casos de Nueva
Granada y Nueva España, en la década de los setenta y primeros ochenta.

En cambio, en otras zonas donde los peninsulares eran escasos y quedó en manos de los
grupos locales criollos el control de las unidades -lo que equivalía a transformarlas en una
guardia pretoriana al servicio de sus intereses- y de los tribunales militares, las élites
americanas se incorporaron rápidamente, como sucedió en Perú, donde más del 80 por
ciento de los oficiales de las milicias eran criollos adinerados y dueños de la tierra en cada
jurisdicción.

Humboldt escribía sobre lo que acontecía en el Perú:

“No es el espíritu militar de la nación sino la vanidad de un pequeño número de


familias cuyos jefes aspiran a títulos de Coronel o Brigadier, lo que ha fomentado
las milicias en las Colonias españolas. Asombra ver, hasta en las ciudades chicas de
provincias, a todos los negociantes transformados en Coroneles, en Capitanes y en
Sargentos Mayores. Como el grado de Coronel da derecho al tratamiento y título de
Señoría, que repite la gente sin cesar en la conversación familiar, ya se concibe que
sea el que más contribuye a la felicidad de la vida doméstica, y por el que los
criollos hacen los sacrificios de fortuna más extraordinarios.”

Esta situación, por una parte, originó que las milicias se transformaran en un instrumento de
control social y político de las élites sobre los sectores populares (tanto urbanos como
rurales) encuadrados en las unidades bajo su mando (en muchos casos los peones de sus
haciendas o sus aparceros), generando unas fuertes relaciones de clientelismo político y
usando esta fuerza como presión para salvaguardar sus intereses en caso de problemas con
sus subordinados.

Pero, por otra parte, el sistema miliciano generó también recelos en algunos altos
funcionarios de la administración colonial, civiles y militares, para los cuales la idea de
armar a los sectores populares mediante las milicias, instruirlos militar y tácticamente,
sobre todo después de las grandes sublevaciones de la década de los ochenta, era totalmente
errada, diabólica y descabellada; aún cuando estas masas estuvieran bajo un supuesto
control de las élites criollas, opinaban algunos; precisamente por eso, argumentaban otros.

Así, el virrey de Nueva España Marqués de Cruillas, escribió a Julián de Arriaga, secretario
de Indias:

Medite V. E. si las cosas están ahora en tan crítico estado, si la plebe desarmada
desunida se halla ya insolentada y va acabando de perder el temor y el respeto...
¿Cuál será la suerte de este Reino cuando a esta misma plebe de que se han de
componer las tropas milicianas se le ponga el fusil en la mano y se le enseñe el
modo de hacerse más temible?

Gil y Lemos, virrey de Nueva Granada, indicaba en su Memoria de Gobierno:

Vivir armados, entre semejante gente... y conservarse en un continuo estado de


guerra, es enseñarles lo que no saben; es hacerles que piensen en lo que de otro
modo jamás imaginan; es ponerlos en la precisión de medir sus fuerzas, y en la
ocasión de que se sirvan de los recursos que les puedan presentar favorables la
comparación. De modo que, si además de los gastos indispensables que el Rey debe
hacer para la seguridad de estos dominios respecto de un enemigo exterior, se pone
en semejante pie de defensa interior, la posesión de ellos no solo le llegará a ser
inútil, sino gravosa. (p. 100)

El peligro que verían algunos altos oficiales peninsulares en mantener a los sectores
populares armados se contradecía con el hecho de que esas milicias resultaban del todo
inútiles si no se las instruía. La discusión entre los que consideraban más o menos
ventajoso, más o menos improcedente y peligroso, más o menos costoso, un sistema
defensivo interno y externo en el que el peso recayera sobre las tropas peninsulares, las de
dotación o las milicias, nunca se dio por finalizada.

La normativa que reglamentaba el ingreso a la oficialidad del ejército de América no hizo


sino evolucionar adaptándose a las circunstancias: "No se admitirán Cadetes no siendo
Hijos de Oficiales, o personas de que se tenga conocimiento evidente que sean bien
nacidos" complementada por la Real Orden de 1760 (29 de nov.) que indica:
"Exclusivamente se permitirá sentar plaza de cadetes en las unidades de América a los
Hijos de Oficiales, Hijos de Ministros de las Reales Audiencias, Hijos de Oficiales Reales,
y a aquellos naturales de América que hagan constar limpieza de sangre, por papeles e
instrumentos fidedignos de ambas líneas".

La normativa general para acceder a la oficialidad quedó fijada, por último, con carácter
territorial: “Los coroneles se escogerán entre los más cualificados y titulados de cada
partido... los demás jefes y oficiales entre los caballeros hidalgos y los que viviesen
noblemente, aunque fuesen comerciantes... los sargentos entre los que se hallaren más a
propósito sin exigirles otra cualidad... los soldados entre los vecinos de todo estado y
condición”.

Por tanto, se estableció una equiparación formal entre los nobles de sangre (peninsulares) y
los nobles de vida (criollos), puesto que el requisito de la limpieza de sangre era de fácil
consecución y más aún para aquellos cuya distinción económica y social era elevada. Con
esta equiparación entre nobleza española y "nobleza" americana, se produce la vinculación
entre el ejército de América y los grupos de poder locales más poderosos desde el punto de
vista económico y social, cumpliéndose así los objetivos básicos trazados por la
administración: hacer propio de estas clases altas criollas la defensa de América como
defensa de sus intereses y otorgando facilidades para que estos militares americanos no
tuvieran que abandonar sus ocupaciones particulares.

En resumen, descargar al ejército de América de la necesidad del envío de unidades


completas peninsulares, disminuir costos y aumentar la eficacia del mismo.

Con respecto a los oficiales peninsulares, cuyo número fue disminuyendo drásticamente a
lo largo del último tercio del siglo XVIII, la mayor parte de ellos se casaron en América
con extraordinaria rapidez. Del estudio de los expedientes matrimoniales se deduce que
estos matrimonios fueron siempre con criollas de elevado nivel económico, puesto que las
autoridades militares exigían, antes de dar su consentimiento para la boda, que la elegida
fuera de familia de prestigio y aportara una dote importante.

El oficial peninsular obtenía el acceso al poder económico americano, ya que las hijas de
terratenientes y comerciantes criollos casaban con estos oficiales de escasa fortuna pero de
evidente prestigio, en cuanto a su condición de militares, españoles y representantes de la
autoridad, cuando no ejecutores directos de la misma. Los descendientes eran, por tanto,
criollos, hijos de militares, jóvenes oficiales, nobles y con estrechas vinculaciones con los
mecanismos de poder económico americano. [Nota 53: Para 1800, la oficialidad al mando
de las unidades del Ejército de Dotación, que representaban el 87 por ciento de las tropas
veteranas en el continente, estaba compuesta por 6.432 individuos, desde Coroneles a
sargentos y su origen geográfico era el siguiente: 18 por ciento de peninsulares; 77 por
ciento de americanos; 5 por ciento de extranjeros. Entre los jefes de Batallón y Regimiento,
el 86 por ciento era peninsular o extranjero, pero ya entre Tenientes Coroneles y Capitanes,
los criollos eran más del 65 por ciento.]

Con respecto a la tropa que componía el Ejército de dotación, una muestra porcentual de la
misma en la que se estudia su origen geográfico, arroja los siguientes porcentajes:

Siglo XVII 1740-1759 1760-1779 1780-1800


Total soldados estudiados 726 1.063 1.098 2.690
Peninsulares 587 328 173 442
80,85 31,23 15,75 16,43
Americanos 95 731 918 2.171
3,08 68,76 86,04 80,70
Extranjeros 7 4 7 65
2,34 0,37 0,63 2,41

La transformación es importante. Si para el siglo XVII la supremacía de los peninsulares es


total, a finales del siglo XVIII los americanos componen prácticamente la totalidad de la
tropa. Es, por tanto, un cambio radical el que se produce a lo largo del XVIII o, si se quiere,
en la segunda mitad del siglo, fenómeno de importantes repercusiones sociológicas y
políticas, especialmente de cara a los acontecimientos de 1810.
Si consideramos que de los 35.000 soldados del ejército de dotación en 1800 solo 5.500
eran peninsulares, llegaremos a la conclusión que durante cuarenta años (1760-1800),
fueron absolutamente ineficaces todas las disposiciones sobre leva peninsular. El
sistema colonial parecía sustentarse -al menos por parte de estas tropas que debían velar por
su mantenimiento- en el interés de las élites criollas y de la misma administración colonial
por continuar una política que favorecía a ambas partes. Al menos, hasta 1810.
La identificación entre estos soldados y los sectores populares urbanos no deja lugar a
dudas. Su calificación social, desde el punto de vista de la élite, no podía ser otra. Y en
buena medida esta calificación surge de la oficialidad: "Las tropas son muy malas, sin clase
ni disciplina ni buenas costumbres... siendo unos hombres enigmas, ni bien soldados ni bien
paisanos... confundidos en la especie de ínfima calidad, casados con mulatas de la peor
condición... y que se niegan a hacer ejercicios pues consideran se les está usurpando el
tiempo...". Por tanto, el soldado era considerado como "miserable" en cuanto a sus
condiciones de vida, comparados con la oficialidad.
Es cierto que algunos procedían del desecho del ejército peninsular, pero la mayor
parte de las tropas procedían de las ciudades americanas, reclutados en su mayoría al
amparo del sueldo, del fuero y de las posibilidades de sumar algunas monedas a sus
menguadas economías domésticas, dedicándose a otras actividades cuando no vestían
el uniforme, lo cual fue más que corriente.
Según un informe del Gobernador de Panamá de 1766:
Al soldado se le señalan en la Real Instrucción ocho pesos mensuales, dividiendo su
distribución en darles cuarenta y dos reales cada mes para comer y en retenerles dos
pesos y seis reales para vestuario y entretenimiento (hospital, lavanderas, etc.)... El
soldado para el rancho compuesto de carne y menestra pone un real diario, con lo
cual comen lo suficiente sin encontrar lo superfluo, pero para el pan le faltarían tres
reales al mes para comerlo todos los días. El comer pan no les es posible y aún tan
siquiera plátanos, a causa de no llegar su prest diario a real y medio, sin que pueda
verificarse que a este pobre soldado le quede una tenue sobra o para comprar un
tabaco (costumbre tan establecida en las tropas que casi se le puede dar el título de
alimento) o para beber de cuando en cuando un trago, que les es tan provechoso...y
esto es en Panamá, que en Portobelo (donde se proveen de víveres de esta plaza),
por su consecuencia, son mucho más caros, en tanta diferencia que la carne allí se
vende más del doble que aquí, y es moralmente imposible que ni aun por el real y
medio puedan comer...
No debe pensarse que éste sea un caso aislado: la dedicación de la tropa a otros menesteres
extramilitares, la deserción continua, las sublevaciones, el apoyo al contrabando, los robos,
hurtos e intimidaciones de los soldados a los civiles, las bancarrotas continuas de las
unidades, etc., fenómenos corrientes en las guarniciones americanas, nos indican que esta
realidad era más que general.
Por otra parte, las milicias, como ya comentamos, se transformaron en el exponente más
claro de la exteriorización de las relaciones de poder de las élites locales, ya
fundamentalmente criollas, para con los sectores populares. Y ello tanto en el mundo
urbano como en el mundo rural: un universo de artesanos, dependientes de comercio y
campesinos sujetos al control de las principales familias de cada jurisdicción, al servicio de
ellas y de sus intereses y reguladas por las interpretaciones que realizaban sus mismos jefes,
es decir, el patriciado local, del fuero militar.
En el perdido interior de los territorios o en el complicado mundo de los barrios urbanos,
los milicianos -es decir, los sectores populares- apenas si pudieron manifestarse si no fue
por boca de los que los mandaban, armaban y pagaban; es decir, las élites rurales,
hacendados o estancieros o las élites urbanas, comerciantes, rentistas y especuladores
financieros, que aprestaron gruesos contingentes de peones, campesinos, comuneros,
indígenas, mestizos o pardos -incluso esclavos-, para defender las banderas que mejor
representaran sus intereses.

4. Los ríos profundos de la guerra


Desde 1810 y en buena parte de las guarniciones americanas, un serio conflicto de lealtades
se extendió tanto a nivel de la oficialidad como de la tropa o incluso entre unidades que
hasta entonces habían estado defendiendo conjuntamente plazas y territorios frente a
agresiones exteriores. Lealtad al monarca, desde la defensa de la autoridad emanada
directamente de la península; y lealtad al monarca, desde la defensa de la autoridad
representada por los Cabildos y Juntas americanas. Luego, la propia dinámica de los
acontecimientos, en América pero también en España y Europa, mostraría otras
perspectivas y, en el juego de lealtades en el cual este ejército dividido tuvo un papel
protagónico, llevaría a unos y otros a defender posiciones bien diferentes.
Las autoridades partidarias del mantenimiento del poder virreinal contaron con algunas
unidades militares del ejército de América y las usaron para asegurar la situación política de
su jurisdicción eso bien para enfrentarse abiertamente a los partidarios de establecer una
opción netamente americana. Las que habían conseguido expulsar o anular a los
representantes del poder metropolitano para constituirse como autoridad independiente de
los dictámenes peninsulares, pero salvaguardando la soberanía de Fernando VII, también
contaron con unidades del ejército de América para hacer respetar la autoridad de estas
Juntas americanas.
En el seno de unas y otras autoridades e incluso en el de las unidades militares que
apoyaron una u otra opción, bullían intereses de grupo que señalaban el camino a recorrer y
que, incluso, llevaron a readaptar estas unidades militares. No solo eliminaron a aquellos
jefes u oficiales sobre los que podrían precaverse sospechas de desafecto, sino
transformaron un ejército de carácter defensivo en un ejército de operaciones, capaz de
enfrentarse con otro ejército también organizado con precipitación, que pretendía imponer
una opción política diferente.
Los ejércitos de la Independencia fueron, por una parte, herederos directos de la
estructura militar colonial. Pero, por otra, llegaron a ser un producto genuino de la
fracturada sociedad americana: un universo de campesinos indígenas, mestizos y mulatos,
arrastrados a la guerra por sus patrones, fueran de un bando u otro; un mundo de humildes
pobladores reclutados a sueldo entre el lumpen urbano por los Cabildos, los gremios de
comerciantes o los burgueses más poderosos; envueltos, los unos y los otros, en prometidas
banderas de libertad, tradición o independencia, pero a las órdenes del patriciado urbano y
rural, adscritos bien al partido virreinal o al patriota y cuyos intereses acabaron finalmente
por defender.
Los sectores populares que engrosaron las filas de ambos ejércitos permanecían en la órbita
del añejo caudillismo patriarcal, que les aseguraba protección y trabajo si continuaban
siendo fieles. La realidad americana desbordó los intentos de algunos oficiales militares
profesionales que, en ambos bandos, intentaban llevar adelante una guerra de operaciones.
La algarabía desquiciada propia de toda guerra civil recorrió los campos y las ciudades, las
cordilleras y los llanos y dio pretextos a cuanta facción pudo o deseó entrar en la pugna por
el poder local o territorial hasta ensangrentar el continente mucho más allá de los campos
de batalla, consolidando, finalmente, esta fractura en la esencia de la sociedad misma,
consagrándose así las relaciones de poder establecidas por las élites como principio rector
de las manifestaciones políticas, sociales y económicas.
De aquí que, al analizar los ejércitos de la Independencia, haya que distinguir expresamente
entre los levantados por realistas y patriotas como cuerpos de operación, moviéndose
ordenadamente por el territorio, aplicando una teoría táctica y logística aprendida en las
campañas europeas del período napoleónico, con una oficialidad y un Estado Mayor
organizado y cuya finalidad consistía en situar en las cabeceras político-administrativas de
las antiguas jurisdicciones territoriales una opción política representada por un grupo de
poder económico y social, fuesen partidarios del rey o de la república... y los movilizados
por diversos caudillos locales, tanto populares como miembros del patriciado en las
provincias alejadas del poder central, sin organización militar, basados en la fuerza de las
masas, en la violencia desatada como argumento de presión ante la facción enemiga, a
veces dentro del mismo partido; masas que, por la propia naturaleza de su composición y
extracción, expresaron con contundencia la urgencia de reformas más profundas a partir de
la Revolución Libertadora.
Para 1810, los sucesos de la abdicación de la familia real, la insumisión del pueblo español
ante Napoleón y la consiguiente acefalía metropolitana, acarrearon, en la cadena de mando
militar del ejército de América, el repliegue hacia las autoridades delegadas. Pero
considerando lo fraccionado de éstas a nivel territorial, el poder de decisión quedó en
manos de los coroneles de los regimientos regulares y milicianos acantonados en las
principales ciudades y en las fronteras, cuando no directamente bajo la oficialidad más
decidida e influyente.
Dada la estructura de mando y dada también la composición social de la oficialidad de las
mismas y su estrecha vinculación con las élites locales, el comportamiento de las
guarniciones militares en cuanto a una opción política, estuvo determinado por la postura
que adoptara el patriciado local, en la defensa de sus intereses y posición, no solo ante el
poder central, sino también frente a iniciativas focales americanas, provinciales o
virreinales.
De esta manera, hubo zonas de una marcada fidelidad a la metrópoli, solo explicable por la
ubicación cercana a los órganos de decisión política de una alta oficialidad militar de origen
peninsular, con fuerte impronta en la élite local y apoyada en la estructura militar y la
composición interna de las unidades de la guarnición que, aunque respondiendo siempre a
intereses concretos y locales, mantuviesen todavía fuertes lazos con la península.
Otras zonas, en cambio, las diferentes opciones habían sido consideradas y resueltas aún
antes de 1810, dado que, en el conflicto entre intereses particulares o regionales e intereses
metropolitanos, los primeros tuvieron mucho mayor peso.
Los comportamientos del ejército -explicados tradicionalmente usando criterios como
fidelidad, entereza, disciplina, por una parte, o progresismo liberal, patriotismo e incluso
jacobinismo, por otra- resultan evidentes solo a partir del análisis de la estructura social,
geográfica y étnica de las unidades militares y de la situación específica, comercial,
financiera, social y administrativa, en que se encontraban las ciudades y los puertos donde
se acuartelaban las guarniciones.

En cuanto al envío de tropas peninsulares desde los puertos españoles su composición


resulta extraordinariamente contradictoria en sus facetas social e ideológica. En 1815, al
terminar la guerra contra Napoléon, la metrópoli consiguió organizar la llamada
"Expedición Pacificadora" al mando del General Pablo Morillo, originalmente destinada al
Río de la Plata y finalmente desviada a Venezuela, situando en los lugares de conflicto casi
18.000 soldados bien pertrechados que, efectivamente, inclinaron el fiel de la balanza hacia
una notable recuperación de la posición realista en la mayor parte del continente, al menos
sobre el papel y, desde luego, sin dejar de estar en precaria situación.
La disolución de las Cortes ese mismo año de 1815 y la derogación de la Constitución
liberal de Cádiz de 1812, con el más inequívoco retorno al absolutismo, produjeron una
auténtica conmoción en el seno del ejército español. Las tropas de Morillo constituían un
ejército que había defendido la independencia y luego la libertad constitucional frente a la
invasión francesa durante siete años. Estaba formado por liberales, masones, burgueses y
sectores populares ascendidos gracias a sus méritos de guerra; aglutinaba en sus unidades
desde viejos militares de Carlos III, miembros de la nobleza tradicional española,
guerrilleros transformados en capitanes y coroneles del ejército, jóvenes estudiantes de las
mejores familias de Andalucía y Castilla que habían cambiado las aulas y los libros por las
casacas de los ejércitos de Castaño, Wellington o Palafox, hasta extranjeros de los
regimientos irlandeses, italianos, walones o flamencos organizados en el último tercio del
XVIII.
El destino de este ejército, enfrentado bien a las unidades organizadas por Bolívar, por los
Cabildos de Cartagena de Indias, de Caracas o Santa Fe de Bogotá, tan a la moderna como
se pudo, o bien enfrentado al tropel de milicias populares que se enviaron contra él desde
remotos puntos del interior y que fueron destrozadas a veces sin miramientos, parecía
escrito aún antes de que llegara a su destino.
Los testimonios de jefes, oficiales e incluso de la misma tropa, hablan de esta
gigantesca contradicción que bullía en su seno: por una parte, se sentían
profundamente liberales, compartiendo ideario y planteamientos con aquellos a los
que tenían que reprimir, dispersar, capturar y juzgar. Por otra, actuaban en nombre de
un rey del que a duras penas -las deserciones de soldados y oficiales fueron muy
abundantes- podían tolerar su absolutismo; y, por último, porque notaban en el enemigo las
mismas actitudes, el mismo fraseo y la misma inconmovible voluntad que ellos mismos
habían demostrado tan solo unos años antes peleando por la libertad constitucional contra
Napoleón y contra los absolutistas.
En los ejércitos patriotas, las contradicciones también resultaban evidentes. Por un lado,
porque el ideario de la revolución contra la opresión colonial, fuera de índole liberal o
conservador, había arrastrado a la guerra a multitud de grupos a los cuales sería
políticamente inviable permitirles la consecución de todas sus expectativas, so peligro de
hacer estallar la esencia misma del nuevo régimen puesto que, aunque se buscara el
establecimiento de un sistema político de corte liberal-oligárquico, éste habría de tener su
fundamento en la permanencia de las relaciones de dominación hacia los sectores populares
características del régimen colonial, como el tiempo demostró.
Por otro, porque los militares liberales españoles, autores muchos de ellos y defensores casi
todos de la Constitución de Cádiz, habían demostrado con los hechos, entre 1808 y 1815,
un deseo profundo de trastocar el antiguo régimen, dando participación a los sectores
populares españoles en la vida política y en la reforma de las estructuras sociales,
enfrentándose abiertamente al rancio tradicionalismo español. Por eso precisamente
habían sido alejados de la política y de la acción, remitiéndolos a ultramar tras el
golpe de estado absolutista de Fernando VII.
El ejemplo de este constitucionalismo más que liberal para una América en ignición era,
cuando menos, peligroso: un continente donde pardos, mulatos, esclavos, mestizos e indios
reivindicaban para sí el pleno ejercicio de sus derechos comunales, sus libertades
corporativas o individuales cuando no el título de " ciudadanos", obteniendo así idénticos
derechos y deberes que el grupo tradicional dominante heredero de los últimos años
coloniales. De esta manera, en los ejércitos de la Independencia, lealtades y traiciones
fueron el pan de cada día.
El General Dávila, defensor de la autoridad real en Veracruz y un buen conocedor de que
en América el liberalismo de la Constitución de Cádiz jamás sería tolerado por las élites
criollas, escribía a Madrid: Señores, Vds. me han obligado a proclamar la Constitución;
esperen ahora la independencia, que es lo que va a ser el resultado de todo esto.
En este sentido, estos dos mundos, que pugnaban en el seno de ambos ejércitos fueron
mostrando el haz de conflictos latentes a lo largo de estos años y que se manifestarían, tanto
en España como en América, a lo largo del siglo XIX. En los Andes, la Constitución
significó el desmoronamiento del ejército realista, en la medida que pocos hacendados,
mineros y terratenientes, estuvieron dispuestos a defender un ideario que atentaba contra
sus propios intereses. Consideraron excesivamente liberales, subversivos y "a todas luces
improcedentes para estos reinos" los preceptos constitucionales sobre la igualdad de los
hombres, atentando claramente contra la brutal desigualdad en la que se basaban las
relaciones laborales y sociales que articulaban el mundo andino.
Olañeta, cuasi virrey del Alto Perú, gran hacendado, comerciante y minero, acabó
sintiéndose traicionado por el liberalismo de los españoles -siendo él mismo español- y
decidió llevar la guerra por su cuenta contra porteños y limeños. Olañeta trató por escrito a
La Serna, Canterac y Valdés, de "liberales, judíos y herejes" , afirmando actuar así por
rechazo a "los innovadores y falsos filósofos llegados con uniforme desde España", cuyas
"desenfrenadas licencias políticas" eran las culpables del derrumbamiento en la sierra de la
Ley y el Orden y tachando al liberalismo de ser un "sistema destructor de la moral cristiana

En los ejércitos patriotas la fragmentación parecía evidente, respondiendo los cuerpos de


tropas que actuaban en las distintas jurisdicciones a intereses distintos, en función de a qué
grupo pertenecían, cuando no a los particulares del jefe que los mandaba. En tomo a las
posiciones realistas de la zona andina, operaban varios ejércitos:
Las tropas de Bolívar y Sucre, por el norte, colombianos y venezolanos que pretendían
extender el ámbito de influencia neogranadino sobre el mundo peruano.
Las tropas de Buenos Aires, pertenecientes al "Ejército Auxiliar de las Provincias
Interiores", destinadas a ocupar el Alto Perú.
Las partidas de caudillos rurales organizadas en el norte argentino (Martín de Güemes o
Arenales, por ejemplo), respondiendo a intereses locales de salteños y jujeños, cuya
vinculación con los mineros potosinos era más que evidente.
Las partidas de caudillos altoperuanos (Padilla, Wames, entre otros) que desde su
posición de terratenientes en Tarija, Cinti, Tupiza, Chuquisaca o Santa Cruz, atentaban
contra el poder virreinal peruano asentado en la zona.
Las tropas chilenas, cuyos intereses estuvieron más en evitar el predominio de Buenos
Aires y asegurar el control comercial del litoral del sur del Pacífico para los comerciantes
de Santiago y Valparaíso.
Y finalmente, las tropas peruanas reclutadas por los titubeantes cabildos peruanos,
testigos de la circulación de cuatro o cinco ejércitos extranjeros sobre su territorio, en pos
de construirles una república independiente en la que el poder comercial, económico, social
y político de Lima parecía quedar supeditado a los designios e intereses de colombianos,
venezolanos, bonaerenses y chilenos.
La situación en el área andina no podía ser más complicada. Si la oligarquía serrana había
conseguido, después de la sangrienta represión de la sublevación de Túpac Amaru, imponer
su poder en la zona, acaparando tierras y cargos públicos y eclesiásticos, tuvo que entrar en
conflicto forzoso con los grupos limeños.
De esta manera, al menos para la zona andina, la idea del" enemigo" , realista o patriota,
enmascaraba, a veces, otras motivaciones. Así, el comandante de las tropas de Buenos
Aires, Eustaquio Díaz Vélez, tras su entrada en Potosí en 1813, de donde luego habría de
retirarse ante la presión realista, proclamaba: "Habitantes del Alto Perú: Los vencedores de
Tucumán y Salta, vuestros hermanos, han venido a protegeros contra los tiranos de Lima
que nos tenían esclavizados".
Los escasos oficiales con un cierto espíritu castrense que opinaron sobre lo que sucedía en
la zona, achacaron a los gobernantes políticos de las jurisdicciones, muchos de ellos
situados solo en función de sus propias conveniencias -fueran realistas o patriotas- todos los
males que aquejaban al territorio.
El testimonio del Teniente Coronel Francisco de Uriondo, del ejército patriota, confirma
esta impresión y no duda en afirmar que estos gobernantes son los que en verdad merecen
pasar por el filo de su espada, antes que las mismas tropas realistas, pues desde sus cargos
han traicionado e infamado las armas del Rey y de la justicia.
Con respecto al ejército patriota, el General Belgrano no podía sino exasperarse,
especialmente cuando ante la ausencia de un ejército profesional, contemplaba la
composición de sus unidades y particularmente de su oficialidad, recién llegada de Buenos
Aires para mandar gauchos, indios, pardos y mestizos -reclutados a la fuerza en las
provincias del interior argentino-, proclives a la deserción y que difícilmente hacían suyo el
interés de Buenos Aires por conquistar el Alto Perú para el puerto a los propios
altoperuanos que, a su vez, deseaban liberarse por igual de peruanos y bonaerenses.
Este complejo conjunto de circunstancias imposibilitó la continuación de las operaciones
para este ejército después de 1818. Tras declarar, las Provincias Unidas del Río de la Plata,
su independencia definitiva de España en el Congreso de Tucumán de 1816, las rivalidades
interprovinciales surgidas por los intereses contrapuestos de los diferentes caudillos locales
produjeron una auténtica secesión en el seno de las Provincias, con lo que el gobierno de
Buenos Aires optó por olvidar sus anhelos sobre el Alto Perú y destinar su ejército del
Norte a sofocar estos levantamientos locales. El antaño Ejército Auxiliar del Alto Perú fue
enviado a reprimir a los alzados, pero ni siquiera esto pudo lograr, sublevándose a su vez
contra la capital en Arequito (principios de 1820) y dispersándose.
En el ejército realista las cosas no eran muy diferentes y excepto en el posicionamiento
territorial, poco les separaba de los patriotas. Primero, porque a nivel ideológico existieron
las mismas tensiones en su seno entre liberales y conservadores que en el resto de los
ejércitos en campaña sobre la región.
Segundo, porque la estructura interna del ejército realista se mostraba fragmentada en
varios sectores, algunos profundamente enfrentados entre sí: las tropas altoperuanas al
mando de Olañeta, acérrimo defensor de la causa absolutista y de la libertad de actuación
del Alto Perú frente al grupo peruano; el grupo peruano, escindido entre los serranos
-fundamentalmente arequipeños- como Goyeneche o Tristán, que deseaban mantener unida
toda la sierra frente a los intereses costeños y los limeños, defensores del centralismo de la
capital y relacionados íntimamente con los grupos de capital comercial del núcleo Lima--
Callao; el grupo de gachupines o peninsulares, casi todos liberales constitucionalistas, que
habían llegado a América con la expedición de Morillo, siendo destinados al Perú y que
ponían serios reparos a mantener una postura absolutista de la que abominaban… Así, el
general Iriarte anotaba en sus memorias:
Es difícil, o por mejor decir imposible, que hombres reunidos en un mismo buque
durante una larga navegación, puedan ocultar por mucho tiempo sus opiniones. Así
sucedió que muy pronto nos conocimos todos, distinguiéndonos por el color político
a que nos adheríamos... Los liberales se expresaban con mayor franqueza; los
serviles por su parte no se quedaban en zaga, como que estaban más garantizados.
La guerra estaba declarada entre ambos bandos.
Efectivamente, en Aznapuquio (1821) y una vez llegaron al Perú noticias sobre la
sublevación de Riego y el triunfo del liberalismo en España, La Serna destituyó a Pezuela
en lo que podríamos calificar como un golpe de estado en la cúpula militar realista,
asumiendo el mando del ejército como virrey del Perú.
La actuación de los ejércitos por ambos bandos se reducía a esporádicos encuentros en los
cuales el carácter sangriento de los mismos se manifestaba en las retiradas o en las
ocupaciones de las ciudades al ser abandonadas por las tropas. El carácter de guerra civil,
con infinidad de muertos anónimos, producto más de las desigualdades e injusticias locales
y del afán de revancha personal de unos y otros que de la guerra, enmarca este sangriento
proceso.
Las opiniones e ideologías personales -y por supuesto, sus intereses particulares- de los
jefes y caudillos locales o de los altos oficiales de los ejércitos, arrastraron a la batalla
y, en muchos casos, a la guerra a sangre y fuego, a masas que, en muchos casos,
apenas entrevieron qué les iba a unos y otros en cada una de las facciones, en una
espiral de violencia que se extendió por la región, resucitando viejos odios étnicos y
viejas pasiones apenas escondidas. Mientras, jefes militares, caudillos locales y el propio
patriciado urbano y terrateniente, buscaban vías de negociación.
La polémica constitucionalismo-liberalismo versus absolutismo-conservadurismo
aparece como uno de los caballos de batalla fundamentales del período y viene a ser
válida, tanto para uno como para otro ejército, el realista y el patriota, por lo que a veces
existía más afinidad ideológica entre oficiales de distinto bando que entre los de un
mismo cuerpo de operaciones.
La Constitución de 1812, aplicada en la sierra peruana, resultaba más revolucionaria que
algunas propuestas planteadas por importantes grupos de poder serranos, quienes abogaban
por la permanencia del sistema de sujeción de la población indígena a las haciendas o
minas del patriciado urbano y rural que, sin embargo, encabezaban un partido que se
llamaba "de la revolución". Los realistas eran conscientes de que aplicar la Constitución de
1812 en el Perú significaba la total revolución del mundo andino. Mateo Pumacahua,
influyente cacique cuzqueño, que había destacado en 1781 como uno de los principales
autores de la derrota de la sublevación de Túpac Amaru. En 1812, Pumacahua mantenía en
Cuzco una sólida posición económica y social, con título de Coronel del ejército,
posteriormente acrecentada por adscribirse, tras la revolución de 1810, como ferviente
partidario de la causa realista, siendo ascendido a Brigadier e incluso llegando a ser
nombrado en 1813 Presidente y Gobernador Intendente del Cuzco, caso realmente inaudito
tratándose de un cacique indígena. Tras la discusión de la aplicación de los preceptos
constitucionales de 1812, Pumacahua se distinguió como uno de los más acérrimos
defensores del orden legal, obligando a su cumplimiento en la zona bajo su jurisdicción, lo
que fue entendido por Pezuela como traición, volviendo a Cusco para reprimir a los
"sublevados de las provincias de Cuzco, Arequipa, Puno y Huamanga, que se habían dejado
ganar al espíritu de la revolución". Es decir, que para el Virrey y para algunos oficiales,
cumplir los preceptos constitucionales vigentes era un acto revolucionario propio del
enemigo.
La contradicción en el seno del bando realista era, pues, más que evidente. Después de
1820, con la reinstauración del orden constitucional, los problemas volvieron a surgir.
Ahora fue el virrey La Serna el que, con mucho tiento, intentó su aplicación. Desde luego,
su primera medida consistió en revocar el nombramiento de Pezuela, realizado en el
quinquenio absolutista, y proclamarse como garante de las libertades constitucionales.
Pedro Antonio de Olañeta, minero potosino y transformado virtualmente en el bastión del
realismo altoperuano, se mostró radicalmente en contra de la Constitución, negó su
aplicación en los territorios bajo su mando y atacó furibundamente a las propias tropas
realistas que intentaban obligarle a cumplirla.
Olañeta, al conocer la derogación de la Constitución en Madrid, en 1823, inmediatamente
dejó de reconocer a La Sema como virrey del Perú, dado que su nombramiento se había
producido en el período constitucional y ya carecía de valor, proclamándose garante de la
causa absolutista en el Alto Perú, lo que le valió el nombramiento de virrey emitido por el
monarca.
Esta serie de conflictos en el seno de ambos ejércitos (independentistas peruanos,
altoperuanos, bonaerenses, chilenos y colombiano-venezolanos por una parte, y
constitucionalistas o absolutistas, por otro) conllevó el establecimiento de negociaciones
entre todas las partes en conflicto, realizadas a título personal tratando de consolidar
posiciones en el seno de los grupos contendientes.
Abominando de la constitución liberal española, Olañeta escribía a Bolívar en términos
nada equívocos: él seguiría defendiendo la causa de la monarquía en el Alto Perú, aunque
estaba decidido a acabar con los realistas partidarios de la constitución, lo que no le
impedía estar de acuerdo con los independentistas, puesto que, según él, todos luchaban por
América:
Excelentísimo Sr. D. Simón Bolívar, Libertador de Colombia y Dictador del Perú:
Acabo de recibir la carta de V. E. de fecha... Son exactos los juicios de V. E.
expresados en ella; efectivamente, mi convencimiento de la defección de La Sema y
sus socios es una experiencia delo perjudicial y ruinoso que era el sistema
constitucional; ello me determinó a desprenderme de la obediencia al Virrey. Si algo
tenía de bueno la Constitución del año 12 es que jamás se observó en el Perú, pero
solo se cumplían aquellos decretos de Cortes que hollaban la religión... La
Providencia y el valor de mis tropas han hecho que triunfe completamente contra
ellos en el espacio de dos meses. De sus resultas, mando las Provincias del Alto
Perú desde el Desaguadero, y quedan en mi poder casi todas las fuerzas destinadas a
la agresión. Estoy persuadido que trabajo en beneficio de la América y del Rey, y
mis deseos nunca han sido otros. Un sistema sólido a mi ver es el único que puede
calmar la agitación de las pasiones.. La tiranía anárquica ha destruido los fértiles
pueblos del Río de la Plata y los ha puesto en un estado de nulidad e impotencia.
Los mismos sacudimientos de Tierra Firme y del Perú habrán manifestado a V. E.
los vicios de un gobierno popular y la falta de garantías para una estabilidad futura".
Por Su parte, Bolívar, escribió a Olañeta desde Lima:
Señor General. Diferentes veces he escrito a V. S. con el objeto de entrar en
relaciones amistosas con un jefe que coopera con nosotros a la destrucción de
nuestros enemigos comunes... Antes de concluir esta comunicación me parece
oportuno indicar a V. S. que mi gratitud con los jefes españoles que han servido
nuestra causa, ha sido siempre la más constante. El general Mires en Colombia ha
sido protegido por mí hasta nombrarlo general de División o Teniente General. El
Coronel Sardá que manda la provincia de Santa Marta. El Coronel Jalón por cuyo
rescate ofrecí doscientos prisioneros en la Plaza de Puerto Cabello, y muchos otros
que sería largo referir, todos españoles, y todos mis amigos íntimos. En el Perú, el
Coronel Plasencia a quien he dado el mando del único Regimiento de Caballería que
tiene el Perú; el Coronel Pardo de Zela, acaba de ser nombrado Prefecto del
Departamento de Jauja; el Coronel Vivero, Comandante General de Marina, está
conmigo en esta capital habiendo preferido nuestro servicio al de los españoles
constitucionalistas, tanto ha sido apreciado de nosotros como ultrajado de sus
compatriotas. El general Arenales es una prueba del respeto y consideración que
tenemos a los buenos españoles. El señor Torres, representante de Colombia en los
Estados Unidos, es otro español que manifiesta la confianza que se tiene en los
talentos yen la probidad de los que son adornados con estas relevantes cualidades...
Puede observarse que, por motivos ideológicos, el pase ya no solo de la oficialidad sino
de los altos jefes, de un ejército al otro, era frecuente.
Canterac3 parece que había pactado con San Martín la independencia del Perú en 1820;
siendo obstaculizado por Bolívar que, en absoluto, estaba de acuerdo con el argentino ni en
métodos ni en preceptos ideológicos. Según las fuentes, estas conversaciones se
mantuvieron incluso en Ayacucho, cuando la batalla -para los liberales realistas- parecía
absurda. Valdés dijo que se batió contra Sucre "solo para salvar el honor", según diversos
testimonios, pero su división, excepto dos batallones, ni siquiera entró en combate y la
mitad del mismo decidió capitular, lo que le impidió su edecán con la espada en la mano.
Valdés obedeció, pero Canterac rindió su división casi completa.
El mismo Canterac, al final de la batalla, se fue con los vencedores a Cuzco y desde allí
volvió por su cuenta a España, mientras el virrey La Sema y Valdés y el resto de los
principales jefes y oficiales lo hacían en un barco (La Emestina) -constitucionalistas y
conservadores juntos- cantándose mutuamente himnos insultantes y llegando casi al empleo
de las armas de fuego.
Al mismo tiempo, Olañeta pretendía, en nombre del mismo Rey, transformarse en dictador
del Alto Perú. Mientras, en el Callao, José Ramón Rodil soportaba un asedio de varios
años, aún después de la capitulación de Ayacucho, en el convencimiento de que no debía
entregar a los independentistas una plaza cuya defensa le había sido confiada en nombre
también de un monarca que, según él, no lo abandonaría.
Las élites serranas, con su decisión de no acatar la Constitución liberal de 1812, no
encontraron otro camino que pactar, a su vez, con los vencedores. Se rindieron ante la
evidencia de que habían perdido la guerra por el poder en el Perú. Porque no solamente
perdieron la batalla en sus jurisdicciones, sino comprendieron que los grupos limeños
acabarían por construir el Perú republicano desde la capital, al influjo de los aires europeos
y al servicio de los intereses extranjeros que habían llevado a cabo la independencia de la
costa, considerando apenas a la sierra en función de la rápida liquidación de sus recursos.
Así, el proceso agónico del Ejército de América junto con el del orden colonial, resultan
realmente ilustrativos para entender el convulso y revuelto siglo XIX americano. La
3
José Canterac (1787-1835), militar español, de origen francés. Nacido en Castel-Jaloux (en el actual
departamento de Lot-et-Garonne), su padre falleció durante la Revolución Francesa. Se afincó en España, en
cuyo Ejército ingresó en 1801. Tomó parte en la guerra de la Independencia contra las fuerzas francesas,
ascendiendo a brigadier en 1815. En adelante, su trayectoria profesional iría estrechamente unida a su
experiencia en Sudamérica. En aquel mismo año fue destinado al virreinato del Perú. Allí hubo de combatir a
los grandes militares independentistas: José de San Martín y Simón Bolívar. En el Perú fue asumiendo
sucesivamente cargos militares de gran relevancia. Fue nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército realista a
las órdenes de José de la Serna en el Alto Perú, y en 1821 se convirtió en jefe del Ejército de Lima.
herencia colonial, entendida no como herencia metropolitana sino -ya casi exclusivamente-
como herencia del pasado, propio e irrenunciable, de los pueblos americanos, forjada en la
esencia misma de la estructura socioeconómica y política del continente, resultaba una
pesada losa que gravitaría sobre los años futuros como una formidable hipoteca nunca
saldada. Es más, el haz de conflictos latentes que surge de estos acontecimientos marcará,
definitivamente, la historia de nuestros pueblos y generará una conmoción permanente de la
que nadie quedará a salvo.

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