El Valle de Los Reyes PDF

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«El

Valle de los Reyes… ¡Cómo hace soñar ese simple nombre! —escribe
Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón—; de todas las
maravillas de Egipto, no hay una sola que impresione tanto la imaginación.
Aquí, lejos de los ruidos de la vida, en este valle desértico, dominado por la
“cima”, como por una pirámide natural, yace una treintena de reyes.»
El más célebre y visitado paraje del Egipto faraónico, el Valle de los Reyes,
sigue siendo misterioso; subsisten numerosos enigmas.
El descubrimiento de las tumbas fue una verdadera epopeya que merece ser
contada; aventureros, buscadores de tesoros y sabios se ilustraron de
distintos modos, por lo general con una pasión que sólo un paraje de tanto
poderío podía inspirar. A lo largo de esta obra encontraremos sorprendentes
personalidades que ofrecieron al Valle una parte esencial de su existencia,
buscando los secretos de los reyes de Egipto. ¡Cuántos golpes de teatro,
locas esperanzas, decepciones, indescriptibles alegrías! Excavar, encontrar
un faraón más o menos conocido por los textos y los objetos, seguir la pista
de un fantasma que, de pronto, se convierte en realidad, cavar en una tierra
milenaria para penetrar en una sepultura, intacta tal vez a través de los
siglos, admirar pinturas y relieves de inefable belleza, leer textos que revelan
las claves de la resurrección… ¿Cuántas emociones ha vivido el Valle,
cuántas ha engendrado?

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Christian Jacq

El Valle de los Reyes


ePub r1.2
Rusli 01.09.14

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Título original: La Vallée des Rois
Christian Jacq, 1992
Traducción: Manuel Serrat Crespo

Editor digital: Rusli


ePub base r1.1

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INTRODUCCIÓN
«El Valle de los Reyes… ¡Cómo hace soñar ese simple nombre! —escribe
Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón—; de todas las maravillas
de Egipto, no hay una sola que impresione tanto la imaginación. Aquí, lejos de los
ruidos de la vida, en este valle desértico, dominado por la “cima”, como por una
pirámide natural, yace una treintena de reyes.»
El más célebre y visitado paraje del Egipto faraónico, el Valle de los Reyes, sigue
siendo misterioso; subsisten numerosos enigmas.
El descubrimiento de las tumbas fue una verdadera epopeya que merece ser
contada; aventureros, buscadores de tesoros y sabios se ilustraron de distintos modos,
por lo general con una pasión que sólo un paraje de tanto poderío podía inspirar. A lo
largo de esta obra encontraremos sorprendentes personalidades que ofrecieron al
Valle una parte esencial de su existencia, buscando los secretos de los reyes de
Egipto. ¡Cuántos golpes de teatro, locas esperanzas, decepciones, indescriptibles
alegrías! Excavar, encontrar un faraón más o menos conocido por los textos y los
objetos, seguir la pista de un fantasma que, de pronto, se convierte en realidad, cavar
en una tierra milenaria para penetrar en una sepultura, intacta tal vez a través de los
siglos, admirar pinturas y relieves de inefable belleza, leer textos que revelan las
claves de la resurrección… ¿Cuántas emociones ha vivido el Valle, cuántas ha
engendrado?
Durante cinco siglos y tres dinastías, las XVIII, XIX y XX, de 1552 a 1069 a. de
C, el Valle fue utilizado para albergar las momias de los soberanos y algunos
dignatarios admitidos a permanecer para siempre junto a los monarcas que marcaron
con su huella aquel brillante período de la historia egipcia conocido con el nombre de
Imperio Nuevo, de acuerdo con una denominación inspirada en la historiografía
prusiana del siglo XIX. En aquella época, Egipto era un país rico y poderoso, faro de
las civilizaciones mediterráneas y centro de una luminosa espiritualidad. Contar la
historia de las excavaciones y los excavadores nos permitirá, de paso, evocar el
reinado y la personalidad de los reyes que hicieron de Tebas su capital y del Valle su
morada de eternidad.
Mis peregrinaciones al Valle han sido innumerables. En cada viaje, el encuentro
es más intenso y más profundo. Cuanto más se conoce el Valle, cuanto más se
estudia, más fascina. Ninguno de sus amaneceres, ninguno de sus crepúsculos se
parece, y no pueden dejar indiferente. Sus piedras contemplaron los funerales de los
Tutmosis, de los Amenhotep y de los Ramsés, sus áridas laderas guardan la memoria
de aquel momento misterioso en el que el alma regresa a la luz de la que había salido.
Cada tumba tiene su propio genio, sus colores, sus perfumes del más allá, su mensaje.
Cada paso es un descubrimiento de la divinidad, severa y dulce a la vez, que protege

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el Valle, de esa diosa del silencio que nos hace escuchar la gran voz de los antiguos.
Cuando finaliza un milenio en el que el Valle de los Reyes, pese a su celebridad y
a causa de esa celebridad, corre el riesgo de desaparecer, cuando la famosa tumba de
Tutankamón y muchas otras se degradan irremediablemente, ¿tendremos la voluntad
de salvarlas?
El Valle es una página esencial de la historia y la espiritualidad, grabada en la
piedra y nutrida por los ritos que, gracias a la presencia de los bajorrelieves, siguen
celebrándose ante nuestros ojos o al margen de nuestra presencia. En el corazón de
esa «venerable necrópolis de los millones de años de Faraón», sonríe la diosa de
Occidente, acogedora y apacible, que abre los hermosos caminos de la eternidad.
Para Egipto, la muerte no existe; por ello el Valle no es un lugar de muerte sino
un canto de resurrección y un himno a la luz, al sol que desaparece en las tinieblas y
renace tras haberlas vencido. Así es la aventura del Valle: un perpetuo renacimiento.

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SITUACIÓN DE LAS TUMBAS

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1 - EL PARAJE Y SU MISTERIO
Antes de poder abordar el Valle de los Reyes, es preciso dirigirse a Luxor, en el
Alto Egipto, a seiscientos cincuenta kilómetros al sur de El Cairo. En la orilla este del
Nilo se yergue la inmensa ciudad templo de Karnak, de la que el templo de Luxor
forma parte.[1] Pequeña ciudad, perezosa y apacible, antaño, Luxor se ha convertido
en una fábrica turística a donde afluyen decenas de embarcaciones de crucero. Desde
esta orilla este, la mirada descubre el acantilado y la montaña líbica que se yerguen,
hoscos, enigmáticos y casi hostiles, en la orilla occidental. Tras esa barrera
montañosa, perdida a veces en la bruma matinal, tras el circo rocoso de Deir el-
Bahari, se oculta el Valle de los Reyes, centro de una región aislada y árida presidida
por el-Kurn, «el cuerno». Dominando esta depresión, la «cima», parecida a una
pirámide, vela por las sepulturas reales; allí vive la diosa del silencio que sometía a
ruda prueba a los artesanos encargados de construir y decorar las tumbas.
El Valle es el inicio de un ued excavado por las lluvias que desgastaron el
calcáreo y formaron una depresión donde reina a menudo un intenso calor. Para llegar
hasta allí, hay que seguir la carretera que sale del embarcadero, atravesar la zona de
cultivos y, luego, sin transición alguna, serpentear por el desierto y sumirse en un
paisaje de rocas y colinas. Este camino es el que siguieron, hace más de tres mil años,
las procesiones funerarias que conducían a los reyes de Egipto hasta su última
morada. Al norte del templo de Seti I, en Gurna, la montaña se convierte en una
barrera protectora; impone respeto al peregrino y anuncia la grandeza del paraje, tan
alejado del mundo de los hombres y de sus preocupaciones cotidianas.
Moldeado en la prehistoria por el lecho de los torrentes y las lluvias tormentosas,
el Valle se divide en dos ramas; la del oeste, la más vasta, sólo comprende cuatro
tumbas, dos de ellas sepulturas reales. La del este, considerada como el Valle de los
Reyes propiamente dicho, recibió el nombre árabe de Biban el-Muluk, «las puertas de
los reyes».
La entrada del paraje, antes de la ampliación debida a la construcción de la
carretera moderna, era un estrecho paso; daba acceso a un anfiteatro delimitado por
abruptos acantilados. Un cuerpo de policía especializada, alojado en una fortaleza,
velaba por esa puerta de piedra.
Aquí se despliega una vida secreta, inmutable, que sólo el silencio permite
advertir. Algunos gavilanes, murciélagos, un zorro de las arenas y algunos perros son
los únicos huéspedes de ese paisaje mineral, insensible a las fluctuaciones del tiempo.
La puesta en escena de la naturaleza es de perfecta eficacia; los muros de piedra
parecen muy altos, la impresión de aislamiento es absoluta aunque los cultivos y el
mundo exterior están relativamente cerca. El sonido circula de un modo sorprendente,
de modo que los pasos del paseante resuenan de acantilado a acantilado.

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El flujo de los turistas y la intrusión de la modernidad no eliminan el carácter
sacro del paraje; el Valle fue creado con un espíritu y en un universo radicalmente
distintos del nuestro, regulados por un rey-dios, Faraón, y una economía basada en la
prosperidad del templo y la solidaridad. Ni deseos de rentabilidad ni búsqueda del
beneficio material; lo esencial era descubrir un punto de condensación de la energía
donde se unieran armoniosamente el cielo y la tierra. El Valle es uno de los lugares
del planeta donde ese matrimonio es perceptible del modo más evidente; como
escribe Romer, se trata de un «emplazamiento cuidadosamente elegido y controlado
por grandes dramas cósmicos», el principal de los cuales es la muerte y la
resurrección de Faraón.
El Valle no es fúnebre; muy al contrario, recibe la luz, unas veces de modo
aparente en sus rocas y sus acantilados, otras de modo secreto en la paz de sus
tumbas. No es humano, en la medida en que se sitúa más allá de la existencia
terrestre. «Paisaje antropófago», escribe con razón Flaubert, porque devora lo
humano para que aparezca lo divino. ¿Acaso el Valle no es «el bello Occidente», el
más allá presente en la tierra y hecho visible?
En el sello del Valle, grabado en las puertas de las sepulturas, figuraba el chacal
Anubis sobre nueve enemigos atados. Simbolizaban las fuerzas del mal y los poderes
destructores que debían ser controlados y sometidos; Anubis, detentador de los
secretos de la momificación, es también el buen guía por los caminos del otro mundo.
¿Por qué ese atractivo por el Valle, por qué esa fascinación, si no porque oculta
respuestas para los problemas más esenciales y nos hace participar, más o menos
conscientemente, en su misterio? Durante cinco siglos, estuvo inscrito en la piedra y
revelado en los muros de las tumbas: para Egipto, la existencia terrestre de Faraón era
sólo un paso entre la luz de la que provenía y el paraíso en el que era admitido como
ser «de voz justa».
Llegar a esa vida de eternidad, más allá del tiempo y del espacio, exige una
ciencia del más allá que debe practicarse aquí abajo. Las tumbas del Valle están
consagradas a la transmisión de esta ciencia. No es el rey fulano el que resucita, sino
Faraón y, a través de él, su pueblo. En este lugar, del que ningún visitante sale
indiferente, se celebra el juego de la vida y de la muerte. El Valle es un lugar de vida
porque las moradas de los faraones, en vez de reducirse a sepulturas, son libros de
enseñanzas, gracias a los jeroglíficos y a la imagen.
Como escribió Forbin, director de los museos de la Restauración, al visitar «el
valle sagrado», «todo a mi alrededor decía que el hombre sólo es algo por su alma;
rey por el pensamiento, frágil átomo por su envoltura, sólo la esperanza de otra vida
puede hacerle vencedor en esta continua lucha entre las miserias de su existencia y el
sentimiento de su origen celestial… En estos lugares de tinieblas, me creía bajo el
poder de Aladino, bajo un hechizo mágico; me parecía estar guiado por la luz de la

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lámpara maravillosa, y a punto de ser iniciado a algún gran misterio».
Este mundo cerrado, tan estéril en apariencia, tenía un nombre extraordinario:
sekhet aat, ¡«la gran pradera»! Este simple detalle muestra la distancia que existe
entre la visión egipcia de la muerte y la nuestra. Las piedras del Valle y sus tumbas
son la traducción sensible de un paraíso celeste; para la mirada atenta, es la pradera
maravillosa donde Faraón, tras haber superado las últimas pruebas, pasa una
eternidad serena.

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2 - ¿SOBREVIVIRÁ EL VALLE?
Antaño, y en cualquier estación, el aire era seco; aunque existiera la humedad, los
rayos del sol la disipaban enseguida. Este sol de Egipto, en el que se encarna de
manera visible el poder de Ra, era un poderoso factor de conservación de los
monumentos. Cuando las tumbas estaban cerradas, reinaba en ellas una temperatura
casi constante, fuera cual fuese el calor exterior, con las diferencias debidas a la
exposición de la puerta de la sepultura. Gracias al clima que reinaba en el Valle, los
procesos de degradación quedaban detenidos; por ello los descubridores se
maravillaron ante la calidad de las pinturas y los relieves, cuando el vandalismo no
los había destruido. Incluso las tumbas violadas en la Antigüedad, como la de Ramsés
III, y abiertas pues al aire libre, conservaron su frescor durante siglos. Sin embargo,
recientes comprobaciones demuestran que el Valle de los Reyes está en peligro y que,
sin rápidas intervenciones, desaparecerá. ¿De dónde procede el peligro?
Violentas lluvias han amenazado, en todo tiempo, algunas tumbas; raras, pero
muy abundantes, producían corrimientos de tierra y hacían caer torrentes de barro y
piedras que invadían las sepulturas. En la Antigüedad se adoptaron medidas de
protección, especialmente la construcción de muretes.
En nuestros días, si el cielo de la antigua Tebas, antaño de un azul liso y perfecto,
se cubre cada vez más de nubes, se debe a un inexorable cambio de clima. La
creación del inmenso lago Nasser, que destruyó Nubia y sus tradiciones, fue un error
de consecuencias dramáticas que sólo ahora se comienzan a evaluar. Mañana, lloverá
cada vez más y el índice de humedad crecerá; el gres de los templos se verá atacado,
corroído, pinturas y jeroglíficos desaparecerán. La ecología se convierte, poco a poco,
en una preocupación mundial, aunque el partido «verde» egipcio sólo agrupe algunos
centenares de miembros, en un país donde la contaminación hace estragos. Para
algunos, la construcción de la presa alta de Assuan, que está terminándose, condena a
muerte a Egipto. La salvaguarda de los monumentos debiera, sin embargo, ser
prioritaria, pues el turismo es uno de los componentes más importantes de la
economía egipcia, sin mencionar la necesidad de preservar semejantes tesoros
espirituales y artísticos. Las moradas de eternidad de los faraones, con el maná que
atraen, contribuyen a alimentar a los vivos.
Otro peligro: los sobresaltos de la montaña tebana. Si los temblores de tierra son
raros, se sospecha que uno de ellos dañó los templos de Karnak a comienzos de la era
cristiana. Puede advertirse que el calcáreo del Valle se agrietó en algunos lugares y
que el soporte de las pinturas está resquebrajado.
Pillajes y degradaciones voluntarias dañaron para siempre varias tumbas. El
pillaje llamado «científico» tiene una sola ventaja, la conservación de bajorrelieves
expuestos en un museo.

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Champollion y Rossellini, a regañadientes, recortaron cada uno de ellos un relieve
de la tumba de Seti I, obras que pueden admirarse en el Louvre y en Florencia y que
desearíamos ver de nuevo en su lugar de origen. Establecer el inventario de las
figuras y las escenas arrancadas al Valle y dispersas por los museos del mundo forma
parte de las tareas ingratas de la egiptología. Lamentablemente, gran cantidad de
esculturas y objetos fueron destruidos; miles de piezas que formaban parte del
«mobiliario fúnebre» de los más grandes reyes se han perdido para siempre. ¿Y
cuántas colecciones privadas, reservadas a miradas egoístas y, por lo tanto,
profanadoras, albergan obras procedentes del Valle? Queda lo mejor y lo peor, el
turismo. Lo mejor porque proporciona a Egipto divisas, favorece una mezcla de
lenguas, de costumbres, de culturas, rechazando el espectro del integrismo islámico;
lo peor porque las tumbas del Valle no están destinadas a miles de visitantes
apresurados, poco conscientes de la irremediable contaminación que provocan. ¿Y
qué decir de algunas hordas bárbaras que se secan el sudor en los relieves y rompen
pedazos de hielo destinados a refrescarles y contenidos en bolsitas de plástico
golpeándolos contra los muros de las tumbas? Desde 1850, los visitantes fueron
demasiado numerosos. La agencia Cook, a partir de 1840, llevó a cabo una política de
viajes que hizo atractivo Egipto; país espléndido, clima agradable en invierno, aire
sano y revitalizador en la región de Luxor, propicia a la curación de las afecciones
respiratorias, hoteles de lujo, embarcaciones de crucero bien acondicionadas… ¿qué
aristócrata de cierta fortuna habría renunciado a semejantes atractivos? El viaje a
Egipto se convirtió en una obligación mundana. En 1880, Luxor era ya una estación
turística muy frecuentada.
Las tumbas reales se convirtieron en un punto de paso obligado; los visitantes
más estúpidos inscribieron su nombre en los muros con hollín, mientras el mismo
hollín de las antorchas manejadas sin precaución ennegrecía los techos. La
instalación de la electricidad suprimió aquella fuente de degradación pero, al facilitar
el acceso a las tumbas, multiplicó el número de turistas.
Hoy, la situación se considera catastrófica. Pinturas visibles aún el siglo pasado
han desaparecido; algunos textos jeroglíficos desaparecen. Se han llevado a cabo
misiones de salvamento fotográfico, especialmente gracias al Instituto Ramsés, que,
con muy escasos medios, memoriza por medio de la imagen lo que todavía es visible.
Varios especialistas predicen que, si no se lleva a cabo una acción de envergadura, las
maravillas del Valle de los Reyes habrán desaparecido dentro de diez años.
¿Soluciones propuestas? Hacer que los turistas paguen más caro. Pero, ya en el
lugar, ¿quién va a renunciar al gasto? Medio más radical: cerrar provisional o
definitivamente algunas tumbas, como la de Tutankamón, una de las más dañadas.
Pero seria también necesario cuidarlas. Se piensa también en construir
reproducciones fotográficas, pero edificarlas en el propio Valle quebraría su magia.

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Los debates enfrentan a las autoridades afectadas sin que se adopte una línea de
conducta precisa. La pregunta está planteada: ¿Cómo salvar el Valle de los Reyes y
permitir que siga siendo accesible?

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3 - NACIMIENTO, GLORIA Y DECADENCIA DEL VALLE DE
LOS REYES

NACIMIENTO DEL IMPERIO NUEVO


La historia del Valle se confunde con la del Imperio Nuevo que cubre tres
dinastías, la XVIII, la XIX y la XX (hacia 1552-1069 a. de C.). Este Imperio Nuevo,
durante el que Egipto apareció como el centro de la civilización y la sabiduría, nació
en dramáticas circunstancias.
Hacia 2050 a. de C., Tebas se convirtió en una ciudad importante; se erige ya, en
la orilla este, el primer Karnak, mientras los muertos son enterrados en la orilla oeste.
Los soberanos de la XI dinastía hacen excavar sus sepulturas en la montaña de
Occidente, aunque la capital se halla en el Medio Egipto donde se edifican todavía
pequeñas pirámides. A finales de la XII dinastía se produjo la invasión de los hicsos,
pueblos asiáticos que ocupan el norte del país; en Tebas, a finales de la XVII dinastía,
tras largos años de ocupación, ruge la revuelta. Con el impulso de grandes damas de
firme carácter, se forma un ejército de liberación, decidido a expulsar al invasor y a
reunificar las Dos Tierras.
El príncipe Ahmosis vence a los hicsos y se convierte en fundador de la XVIII
dinastía. Probablemente fue enterrado en Tebas, pero no en el Valle de los Reyes, que
no se inauguró bajo su reinado; el emplazamiento de su tumba sigue siendo un
enigma.
El personaje merecería ser mejor conocido, pues su acción fue decisiva; su
reinado fue largo, un cuarto de siglo aproximadamente (1552-1526), y dio a su país
una filosofía política destinada a evitar otras invasiones. Descansaba en la voluntad
de mantener una zona de seguridad entre Egipto y los países de Asia y enviar cierto
número de cuerpos expedicionarios, en períodos regulares, para desalentar sediciones
y conspiraciones. No se trataba de colonizar sino de prevenir cualquier tentativa de
agresión en un mundo inestable donde no faltaban aventureros y jefes de guerra.
Al Egipto del Imperio Nuevo le gusta la paz y se procura los medios para
preservarla; practica una muy activa política de disuasión, que se traduce también en
la recepción de riquezas y tributos. ¿No es acaso el dios de Karnak, Amón, «El
oculto», quien ha dado la victoria a Faraón? Nada será demasiado hermoso para su
santuario. El Imperio Nuevo celebra la gloria de Amón; Ahmosis, «El que nació de la
luna», ha dado el primer paso.

EL INNOVADOR, AMENHOTEP I
Durante veinte años, Amenhotep I (1526-1506), tal vez más según otras

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cronologías, reina sobre el Doble País unido de nuevo. Es el primer rey del Imperio
Nuevo que incluye a Amón en su nombre, que significa «El principio oculto (Amón)
está en su plenitud (hotep)». El emplazamiento de su tumba, como veremos, plantea
problemas; cierto es, sin embargo, que ese faraón de apacible reinado fue el primero
que separó la tumba real, excavada en el desierto, del templo donde se celebraba el
culto del poderío real, transfigurado y deificado.
¿Por qué semejante innovación, sino para insistir, de un modo espectacular, en el
simbolismo de la dualidad que marca la historia de la civilización egipcia? Templo y
tumba, distintos en la forma y en el emplazamiento, no lo son en el espíritu.
Indisociables, forman los dos elementos complementarios de una unidad energética
por la que circulan la potencia vital, más allá de la muerte. La tumba es el lugar
secreto donde perdura el alma de Faraón; el templo es el lugar visible donde algunos
especialistas practican los ritos.
Amenhotep I fue considerado el protector del paraje del Valle y de la necrópolis
de Occidente; los constructores le invocaron de buen grado, como un genio bueno
capaz de inspirarles y guiar su mano.

EL FUNDADOR, TUTMOSIS I, Y SU MAESTRO DE OBRAS,


INENI
Aunque el reinado de Tutmosis I sólo duró unos quince años (1506-1493), es
particularmente importante porque fue, al parecer, el primer faraón que hizo excavar
su tumba en el Valle de los Reyes. «El que nació de Thot», el dios de la sabiduría, del
conocimiento y de las ciencias sagradas, disponía de las competencias necesarias para
inaugurar tan extraordinario paraje.
Su principal colaborador fue el maestro de obras Ineni, que trabajó en secreto y en
silencio; «sólo yo —proclama en un texto tan célebre como enigmático— vigilé la
construcción de la tumba. Nadie vio, nadie oyó. Procuré con atención construir lo
más perfecto que existía, y velé por el buen desarrollo de los trabajos; hice cubrir las
paredes de revoque. La obra fue tal que los antepasados nunca vieron otra igual». El
guía del maestro de obras fue la sabiduría que albergó en su corazón; hizo que la
sepultura del rey fuera inviolable para satisfacer su deseo.
Aunque la morada de eternidad de Tutmosis I fue, sin embargo, descubierta,
veremos que plantea serios problemas de identificación. La tumba de Ineni, por su
parte, es bien conocida; fue excavada en el «valle de los nobles» y lleva el número
81. Fue despejada a finales del siglo XIX. Ineni, arquitecto poderoso y respetado,
director de la doble casa del oro y de la plata, director del doble granero de Amón,
constructor de la primera tumba del Valle de los Reyes, de la parte central del templo
de Amón en Karnak, maestro de obras con Amenhotep I, Tutmosis I, Tutmosis II,

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Tutmosis III y Hatshepsut, dignatario anciano, cargado de honores y sabio entre los
sabios, eligió como última morada una sepultura inconclusa del Imperio Medio. En
vez de un espléndido monumento, optó por la humildad y la tradición, siguiendo con
sus pasos las huellas de sus antepasados. Sabemos también que dispuso la tumba de
su hijo Nefer, «El perfecto», en Dra Abu el-Naga.

EL ENIGMA DE TUTMOSIS II
Sucesor de Tutmosis I, Tutmosis II es un rey muy enigmático. Los especialistas
en cronología no se ponen de acuerdo sobre la duración de su reinado, ¡tres años,
ocho años o doce años! De él, de su política, no sabemos casi nada. Su tumba, que
durante mucho tiempo se creyó que era la sepultura núm. 42 del Valle, tal vez se halle
en otra parte. ¿Ese misterioso faraón quebró tal vez la tradición inaugurada por
Tutmosis I eligiendo otro paraje, tal vez Deir el-Bahari? En este campo, nos haremos
más preguntas que respuestas daremos.

TUTMOSIS III Y LA GLORIA DEL VALLE


Con Tutmosis III, que reinó más de cincuenta años, la elección del Valle se
impuso de un modo definitivo. A partir de entonces, a excepción de uno o, tal vez,
dos reyes, todos los monarcas egipcios, hasta el final del Imperio Nuevo, eligieron el
paraje como última morada.
Desde esa época, se lo considera sagrado y especialmente precioso; soldados y
policías velan por él. Ningún profano puede franquear su entrada, muy estrecha,
practicada entre dos rocas. Todas las tumbas deben excavarse y decorarse en secreto.
Los accesos son luego tapiados, bloqueados y disimulados. Un mapa, que forma parte
de los secretos de Estado, se halla en los archivos del palacio y de la Casa de Vida.

¿CUÁNTAS TUMBAS?
Sesenta y dos tumbas se excavaron en el Valle, cincuenta y ocho en el Valle de los
Reyes propiamente dicho y cuatro en la rama occidental; existen inicios de tumbas
abandonadas, tumbas sin inscripciones que tal vez estuvieran destinadas a reyes y
otros tipos de sepulturas para personas no reales, a las que se les concedió, pues, un
inmenso privilegio.
Casi todas las tumbas fueron más o menos desvalijadas, a excepción de tres, la de
los padres de la reina Teje, la gran esposa real de Amenhotep III, padre del célebre
Akenatón; la de Maiherpri, un soldado; la de Tutankamón, descubierta en 1922 por
Howard Carter. Sus tesoros fueron transportados al museo de El Cairo, donde se

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exponen en salas contiguas; pueden advertirse numerosos parecidos entre los
magníficos objetos de los padres de Teje y los de Tutankamón.

EL TIEMPO DE LOS RAMSÉS


De Ramsés I a Ramsés XI, de 1295 a 1069, doscientos veintiséis años, dos
dinastías (la XIX y la XX), y una sucesión de magníficas tumbas en el Valle; pero
también, tras el reinado de Ramsés III (11 Solí 54), una lenta erosión del poder
faraónico y una degradación económica. Ramsés III había logrado rechazar dos
tentativas de invasión y mantener la prosperidad de las Dos Tierras; sus sucesores
verán cómo se desmorona la gloria del Imperio Nuevo.
Durante la XIX dinastía, la del gran Ramsés II, es probable que graves
inundaciones devastaran una parte del Valle y causaran serios daños a las tumbas más
expuestas. Cierto número de observadores, antiguos o modernos, evocaron las lluvias
torrenciales que lo destrozan todo a su paso y amenazan los monumentos colocados
al pie de una ladera.
Mientras la entrada de las tumbas de la XVIII dinastía está cuidadosamente
disimulada y enterrada, los Ramsés adoptaron una posición muy distinta. El acceso a
la tumba se convierte en un majestuoso portal, absolutamente visible. Ciertamente, el
Valle estaba muy vigilado; pero el debilitamiento del poder central y los tumultos
interiores debieron de convertir aquellas sepulturas en fáciles presas para los
ladrones.

EL VALLE DE LAS REINAS


El ser que está enterrado en el Valle de los Reyes es un faraón, término
procedente de dos palabras egipcias, per âa, cuyo significado es «El gran templo».
Simbólicamente, no es hombre ni mujer sino un ser cósmico encargado de hacer vivir
la Regla divina en la Tierra y poner orden en vez de desorden. Por lo tanto, un
hombre o una mujer pueden convertirse en faraón; el Valle de los Reyes alberga dos
tumbas de mujeres que fueron elevadas al cargo supremo, Hatshepsut y Tausert.
Las grandes esposas reales de la XIX y de la XX dinastías fueron enterradas en un
valle específico que se abre al sureste del Valle de los Reyes, frente al pueblo de Deir
el-Medineh. En esta necrópolis, la más septentrional de la montaña tebana, se
excavaron por lo menos ochenta tumbas que albergan también a hijas de rey e hijos
de Ramsés III. Al parecer, al principio, ese «Valle de las Reinas» estaba reservado a
los príncipes, a las princesas y a sus educadores. La primera gran esposa real que fue
admitida en él se llamaba Sat-Ra, «La hija de la luz divina», madre de Seti I y esposa
de Ramsés I.

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Como han subrayado varios egiptólogos, el Valle de las Reinas es la única
necrópolis tebana abierta en dirección al Nilo y los cultivos, al mundo de los vivos
pues; la decoración de las tumbas utiliza pocos episodios del viaje del sol por el más
allá, pero recurre al repertorio de escenas del Libro de los muertos y señala la última
etapa de la resurrección del ser real.
Al fondo del Valle de las Reinas, en efecto, se dispuso una estrecha garganta que
simboliza la matriz de la diosa Hator, soberana de Occidente, dama de las estrellas y
dueña del nuevo nacimiento. Durante las lluvias, en la gruta se formaba una cascada;
así se evocaba la llegada del agua celeste que transforma la muerte en eternidad. Así
se simbolizaba, de modo monumental, el útero de la vaca cósmica donde resucitaban
los seres que el tribunal de Osiris reconocía como justos.
El Valle de las Reinas se llama ta sekhet neferu, «el lugar de los lotos», símbolo
de renacimiento solar; también puede traducirse por «el lugar del cumplimiento» es
decir de la resurrección. Si el alma franqueaba el lugar de las pruebas, el Valle de los
Reyes, «salía a la luz» en el Valle de las Reinas. Se advierte que los distintos sectores
de la necrópolis tebana no fueron elegidos al azar y se dispusieron de modo que
celebraran, en la Tierra, los ritos del más allá.

EL TIEMPO DE LOS PILLAJES


A partir del reinado de Ramsés IX (1125-1107), Egipto entra en un período de
crisis. Una invasión libia provoca trastornos sociales y económicos; los obreros
tienen hambre y se declaran en huelga. La región tebana es presa de convulsiones que
el poder central no consigue dominar. En el año 9 del reinado de Ramsés IX se
comete un crimen abominable: el pillaje de algunas tumbas. El esplendor de los
sepulcros reales había aguzado ya la codicia de pandillas de ladrones, más o menos
organizadas, pero sus tentativas, perpetradas contra las tumbas de Seti II y Ramsés II,
habían abortado gracias a las consignas de seguridad que se aplicaban todavía en el
Valle.
Los desvalijadores del año 9 no se atrevieron a atacar el Valle de los Reyes; con la
probable complicidad de altos funcionarios, penetraron en las tumbas de la XVII
dinastía y en algunos sepulcros del Valle de las Reinas. En el momento del reparto se
produjo un altercado y uno de los bandidos habló demasiado; toda la banda fue
detenida. Comenzó un largo proceso. Khaemuaset, visir y gobernador de Tebas, quiso
establecer toda la verdad y procedió al examen de numerosas tumbas. Con gran
satisfacción por su parte, advirtió que la última morada de Amenhotep I estaba intacta
y que el Valle de los Reyes no había sufrido daño alguno. El tribunal se reunió en el
templo de Maat, la Regla universal, construido en el paraje de Karnak, en el interior
del recinto de Montu. Los diecisiete acusados reconocieron sus crímenes; habían

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excavado un túnel para penetrar en la sepultura del rey Sobekemsaf III, la de la reina
Nubkhas y en algunas tumbas privadas. Tras haber violado los sarcófagos y
despojado a las momias de sus joyas, las habían quemado.
Los profanadores pertenecían al personal de los templos de la orilla oeste;
ninguno de ellos había sido iniciado en la cofradía de Deir el-Medineh, encargada de
excavar y decorar las tumbas del Valle de los Reyes. Obligados a guardar secretos,
los artesanos habían respetado sus compromisos.
La ejecución de los culpables no bastó para restablecer el orden. Ramsés X, la
duración de cuyo reinado es incierta, parece ejercer cierto control sobre Nubia y, en
consecuencia, mantener todavía las riendas del Estado. Su tumba, que lleva el núm.
18, no ha sido explorada más allá del primer corredor y es una de las obras futuras del
Valle.
Cuando el último de los ramésidas, Ramsés XI, sube al trono en 1098 a. de C., se
enfrenta con disturbios cada vez más serios. Hambre, inseguridad, huelgas,
expediciones libias, abusos de poder de potentados locales. Esta descripción es, sin
duda, demasiado apocalíptica, pero cierto es que la autoridad central vacila.
Al cabo de una larga evolución, los sumos sacerdotes de Amón se han convertido
en príncipes del sur de Egipto; Tebas les pertenece. El país está de nuevo partido en
dos.
Hacia el año 18 del reinado de Ramsés XI, unos desvalijadores violan las tumbas
del Valle de los Reyes. Ya no tienen en cuenta la advertencia formulada por Ursu,
dignatario de Amenhotep III: «El que profane mi cadáver en la necrópolis y rompa
mi estatua en mi tumba será un hombre odiado por Ra; no podrá recibir agua en el
altar de Osiris y no podrá transmitir sus bienes a sus hijos».
Esta vez, la cosa es muy grave. Una banda bien organizada, aprovechando la falta
de vigilancia, se ha apoderado de numerosas riquezas. El oro, la carne de los dioses,
excita su codicia. Altos funcionarios, extranjeros e, incluso, artesanos de Deir el-
Medineh participan en la conspiración y compran testaferros que, en la tumba de
Ramsés VI, actúan con rara violencia destrozando la momia y deteriorando el
sarcófago.
Detener a los culpables y castigarlos no bastará. Se adopta una decisión
dramática: es preciso abandonar el Valle de los Reyes. El Estado no es ya capaz de
velar por la seguridad del paraje. De ese modo, en el año 19 del reinado de Ramsés
XI, se asiste a un acontecimiento extraordinario: se proclama una nueva era, llamada
«renovación de los nacimientos». Por una acción mágica, se suprime el pasado y se
vuelve a poner en orden la creación. El sumo sacerdote Herihor está en el inicio de la
mutación; el poder se distribuye entre él mismo, que reina en el sur, Ramsés XI y
Smendes, que controla el norte del país y reside en Pi-Ramsés, la capital creada por
Ramsés II. Egipto cambia, Pi-Ramsés pronto será abandonada en beneficio de Tanis,

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donde serán enterrados los faraones de la XXI dinastía. A la muerte de Ramsés XI, en
1069, Smendes subirá al trono mientras los sacerdotes de Amón seguirán afirmando
su supremacía en la región tebana.

LA ÚLTIMA TUMBA DEL VALLE: RAMSÉS XI (NÚM. 4)


Triste destino el del último de los Ramsés que, en veintinueve años de reinado
(1098-1069), ve como Egipto se disloca ante sus ojos. Tebas y el sur se le escapan,
luego Pi-Ramsés y el norte; la capital sagrada y la capital económica pasan a otras
manos. Aunque el país no se sume en la guerra civil, sus divisiones lo debilitan.
Ramsés XI no fue capaz de mantener la unidad de las Dos Tierras, su tumba fue la
última excavada en el Valle, pero es probable que su momia nunca fuera depositada
allí.
El gran pozo inconcluso del sepulcro contenía restos diversos, especialmente
fragmentos de un equipo funerario que databa de la XXII dinastía; hay rastros de un
comienzo de incendio. Un estudio reciente prueba que esta tumba sirvió de taller
donde se fabricaron objetos destinados a las procesiones y donde se «trataron»
algunas momias reales amenazadas. Los cristianos la utilizaron como establo y
cocina. Tal vez el sumo sacerdote de Amón, Pinedjem I, iniciara una restauración con
la intención de convertirla en su propia tumba; pero la hipótesis parece frágil en la
medida en que la era de la «renovación de los nacimientos» se había proclamado ya,
poniendo fin al papel del Valle como necrópolis real.

EL SALVAMENTO DE LAS MOMIAS REALES


Pinedjem I, que fue sumo sacerdote de Amón (1070-1055) y luego rey de Egipto
(1054-1032), merece nuestro agradecimiento; a él le debemos la última inscripción
jeroglífica del Valle y gracias sobre todo a este hombre piadoso se salvaron muchas
momias reales. Pinedjem I comprendió que sus esfuerzos para proteger el paraje y sus
reales ocupantes serían inútiles; los desvalijadores no retrocederían ante nada para
apoderarse del oro, las joyas y los amuletos. Tomó pues una decisión desgarradora
pero ineluctable: cambiar de lugar las momias reales.
A decir verdad, esta medida de protección se había llevado a cabo por etapas;
varias tumbas, especialmente el sepulcro de Seti I, habían albergado temporalmente
los ilustres cuerpos. Antes de Pinedjem, Smenedes, aunque fuera rey del norte, hizo
restaurar la tumba de Amenhotep I y preservar la tumba de Tutmosis II. Ciertamente
fue en la tumba desocupada de Ramsés XI donde quitaron a las momias cierto
número de objetos preciosos y se recuperó el oro, que se había convertido en un
material precioso al final de la explotación de las minas de Nubia. En realidad,

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muchos de los «pillajes» de las tumbas reales son el resultado de ese gran cambio de
la XXI dinastía durante el que se sacaron momias y equipo funerario de su lugar
original.
El escondrijo se eligió con cuidado y la elección se reveló excelente puesto que
será necesario esperar a 1881, como veremos para que el secreto sea descubierto.
Pinedjem hizo que le enterraran en el más venerable de los sarcófagos, el de Tutmosis
I, el fundador del Valle; el sumo sacerdote que llegó a Faraón rendía así homenaje a
su antepasado.
En 900 a. de C, la mayoría de las tumbas del Valle habían sido vaciadas; las
Divinas Adoradoras de Anión, que formaban una dinastía femenina reinante en
Tebas, eligieron algunas de ellas como sepultura. Las grandes tumbas ramésidas, con
su visible portal eran de fácil acceso; no ocurría lo mismo con los sepulcros
anteriores de entradas enterradas y ocultas.
En aquel primer milenio antes de Cristo, el Valle de los Reyes siguió siendo un
paraje sagrado, cada vez más enigmático y misterioso Allí remaban las sombras de
gloriosos faraones; con el declive del poder egipcio y el progresivo abandono de
Karnak, el Valle se hundió en las tinieblas.

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4 - ¿QUÉ ES UNA TUMBA REAL?
El término «tumba», que solemos utilizar, es engañoso. La tumba de un faraón no
es un mausoleo a su gloria o un monumento de propaganda, que proclama sus
grandes hechos, sus hazañas militares y civiles; textos y figuraciones son de orden
esotérico y simbólico, sin ninguna anotación histórica. Nunca se aborda la vida
privada de los monarcas, lo que desconcertó y desconcierta todavía a muchos
egiptólogos. Además, una tumba no es una cueva de Alí Babá donde un potentado
oriental acumulaba sus riquezas y su oro para sustraerlos al populacho; se trata, para
utilizar un término alquímico adecuado a la naturaleza del lugar, de un atanor, un
receptáculo donde se acumulan poderes y fuerzas que apuntan a la resurrección del
ser real. Esa tumba, recordémoslo, es el naos del templo, su parte secreta donde se
celebran perpetuamente rituales por las imágenes y las escenas cargadas de vida y de
magia creadora. Lo que se lleva a cabo en el misterio de la tumba está más allá del
entendimiento humano, pero no es menos real. Los textos inscritos son fórmulas
activas, las divinidades transmiten la energía original que está también contenida en
los amuletos. La tumba real puede ser considerada un laboratorio ultrasecreto
destinado a producir eternidad; durante esta delicada operación, cierto material es
útil: armas, carros, vajillas, ropas, cofres, muebles, vasos, uchebtis («los que
responden», estatuillas que llevan a cabo, en el otro mundo, los trabajos en lugar del
resucitado), capillas desmontables, etc. Ungüentos, óleos sagrados, alimentos sólidos
y líquidos completan ese equipamiento gracias al que el alma del rey pasará las
puertas del más allá y avanzará por sus hermosos caminos. Pese a las precauciones
adoptadas, la mayoría de estos tesoros fueron pillados, saqueados o destruidos, a
veces con un salvajismo que revela el fanatismo de los profanadores; el fabuloso
contenido de la pequeña tumba de Tutankamón permite imaginar la magnitud de
pérdidas irremediables.

EL PODER DE LOS JEROGLÍFICOS


La tumba real funciona por sí misma, sin ninguna intervención exterior, pues las
modalidades de su existencia fueron incluidas en los jeroglíficos, «las palabras de
Dios»; por ello, ninguna sepultura faraónica del Valle está desprovista de textos. Las
representaciones de los dioses y las escenas más sorprendentes, la «decoración» de
los sarcófagos, los «proveedores de vida», son jeroglíficos que siguen siendo
eficaces. Pintores y dibujantes adoptaron variadas soluciones: grabados que reúnen
ricas ilustraciones (Ramsés III, Ramsés VI), relieves pintados (Horemheb, Ramsés I,
Seti I), papiro extendido y dibujado en un muro (Tutmosis III, Amenhotep II). En
todos los casos, el objetivo buscado es el mismo, confiar a los jeroglíficos la misión

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de velar por la integridad espiritual de Faraón.
El universo del Valle de los Reyes nos desconcierta: divinidades con cuerpos de
hombre y cabezas de animales, cuerpos sin cabeza, serpientes, escenas enigmáticas…
Al menor paso nos sentimos, a la vez, admirados, fascinados y perdidos. La razón y
el análisis fracasan, impotentes, al pie del misterio. Nadie puede pretender haberlo
descifrado totalmente; pero sabemos, gracias a las investigaciones llevadas a cabo
desde Champollion, que este universo no es una fantasmagoría nacida de un cerebro
delirante. De ese modo se nos revela el otro mundo, esa otra cara de la vida por la que
viajan la luz y el ser resucitado de Faraón; nada es ahí cosa de creencia, sino sólo de
conocimiento. En Egipto, todo es andadura, travesía y metamorfosis; el viaje del alma
no se lleva a cabo sin peligros y pruebas. Las tumbas del Valle no los ocultan; muy al
contrario, insisten en los peligros que debe afrontar el sol antes de renacer. Faraón se
identifica con él y comparte su pasión. El Valle perfora las tinieblas y crea sin cesar
un nuevo sol.

MUERTE DE UN FARAÓN
El principal papel de un rey de Egipto es hacer vivir a Maat, la Regla universal,
poniéndola en el lugar del desorden, de la rebelión y del estruendo, consustanciales a
la especie humana, nacida de las lágrimas de Dios. El individuo llamado a esa
función se inscribe en el linaje eterno de los faraones y pierde sus rasgos particulares
para revestir las ropas simbólicas del rey-Dios; por ello, las representaciones del Valle
no nos ofrecen ningún retrato individualizado sino un rostro real siempre semejante
en el que se encarnan serenidad y realización.
Faraón es el elemento esencial que mantiene a Egipto en armonía; cuando muere,
el mundo regresa al caos. La solidaridad del Estado con el cosmos desaparece. El país
lleva luto por la felicidad perdida y teme el desencadenamiento de las fuerzas del
mal.
Varias medidas permiten evitar la catástrofe. En primer lugar, la momificación del
rey difunto; luego, su colocación en la tumba; finalmente, la puesta en marcha, por su
sucesor, del proceso de resurrección.
«El halcón ha llegado al cielo, el hijo de la luz divina ha emprendido el vuelo y se
sienta ahora en el trono de Ra», así se describe el ascenso al cielo del alma real que
se reincorpora a la luz original. El cuerpo de Faraón debe ser momificado para
convertirse en un Osiris, ser reconstruido que será el soporte del renacimiento. La
momificación no es una voluntad de preservar un cadáver, sino la afirmación de la
existencia de un cuerpo de luz, incorruptible para siempre. Faraón atraviesa, como
Osiris, la prueba de la muerte; de ese modo, la momia está cubierta de joyas y
amuletos que forman una armadura mágica. Se extraen las vísceras y se colocan en

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cuatro vasos, los canopes, protegidos por los cuatro hijos del dios Horus, hijo y
sucesor de Osiris. Para que el rey resucite, cada parte de su cuerpo es sacralizada;
ninguno de sus miembros es privado de divinidad. La momia es soporte material de
fuerzas inmateriales, el corazón que guía al ser; el ka, dinamismo creador; el ba, el
alma-pájaro; el nombre, identidad real del ser; la sombra, depósito de poder.
La momia permanece tendida en el sarcófago, pero también se la representa de
pie, animada por la palabra divina. La momificación es el arte de captar las energías
sutiles, de fijarlas en el cuerpo osírico. Cuando ha concluido, el cuerpo de
inmortalidad de Faraón es colocado en un ataúd y atraviesa el Nilo; en la orilla oeste
se organiza una procesión que pasa por el «templo de los millones de años» donde se
celebrará el culto, luego toma el camino que conduce al Valle. Sólo algunos íntimos,
pertenecientes al inmediato entorno de Faraón, son autorizados a vivir el ritual de
colocación en la tumba, considerada como la región de luz.
Antes de cerrar y sellar la puerta de la morada de eternidad, el sucesor del rey
difunto, que actúa como Horus, hijo de Osiris, practica en la momia la apertura de la
boca y los ojos. La tumba de Seti I, especialmente, ofrece las escenas de este ritual.
Gracias a él, textos e imágenes se ven animadas y toman vida al mismo tiempo que el
cuerpo osírico. La aventura de la resurrección puede iniciarse, en la noche
transfigurada de la tumba y bajo un cielo de piedra estrellada.

PLANO Y ELEMENTOS DE UNA TUMBA REAL


Arte de eternidad, arte para la eternidad, el arte egipcio no creó dos monumentos
semejantes. Enamorado de la estabilidad y del poder, ignora la repetición y la
fantasía. Es imposible, así, teorizar y emitir clasificaciones, estériles con mucha
frecuencia.
Si se considera el conjunto de tumbas reales, se advierte que sus dimensiones son
muy variables; mientras la sepultura de Tutmosis I es muy modesta, la de Seti I tiene
más de cien metros de largo. Existe, sin duda, un principio de crecimiento; a medida
que las tumbas van construyéndose, altura, anchura y volumen aumentan, sin relación
alguna con la duración del reinado. Los corredores, sino se alargan, se hacen más
anchos y altos; las dimensiones de la cámara funeraria son cada vez más imponentes
y el sarcófago adopta un aspecto cada vez más colosal.
Ninguna tumba es idéntica a otra, aunque se adviertan puntos comunes: una
puerta de acceso (unas veces disimulada, otras evidente), un corredor que se hunde
más o menos profundamente en la tierra, un paso intermedio y una sala del sarcófago.
Sea cual sea el plano, sean cuales sean sus variantes, se trata siempre de un camino
que consiste en penetrar en la roca, en el interior de la montaña de Occidente,
descender hacia el reino de debajo de la tierra franqueando puertas, impregnarse de

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los textos y las escenas rituales y, finalmente, descubrir la cámara de resurrección.
Recorrido iniciático por antonomasia, una tumba del Valle de los Reyes «funciona»
del mismo modo que una pirámide del Imperio Antiguo; la forma ha cambiado pero
la realidad simbólica no ha variado.
Durante la XVIII dinastía, la entrada de las tumbas se excava verticalmente, al pie
de un escarpado; da acceso a un corredor que se presenta como un plano inclinado
que puede incluir peldaños. Este primer eje se ve quebrado por un recodo en ángulo
recto, precedido de un pozo de unos seis metros de profundidad. Tumbas como las de
Tutmosis IV y Amenhotep II presentan incluso dos desviaciones. Al extremo del
recorrido, la sala del sarcófago. Se ha advertido que los pilares presentes en ciertas
salas tenían una sección de dos codos por dos, y que la norma para la altura y la
anchura de los corredores era de cinco codos por cinco (un codo = 0,52 m). Con el
comienzo de la XIX dinastía, las proporciones cambian; las tumbas se agrandan y se
amplían. Los arquitectos adoptan un plano rectilíneo y un único eje.

Lo más importante es conocer los nombres que los propios egipcios daban a las
partes principales de una tumba real.[2]
Si establecemos el plano típico de una tumba real, trazamos primero el «primer
paso del dios», que corresponde a la escalera de acceso; ese «dios» es a la vez la
potencia creadora, el sol en la que se encarna y el faraón que se le identifica. El
«camino del sol» es el completo descenso al interior de la tierra. Luego viene el

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corredor, «segundo paso del dios», seguido de un «tercer paso», flanqueado
eventualmente por capillas donde residen los dioses de Oriente y Occidente. Estos
pasos se denominan también «lugares donde el dios es halado», es decir donde el
sarcófago es arrastrado sobre una narria hacia la cámara funeraria. El «cuarto paso
del dios», enmarcado eventualmente por las dos estancias de los guardianes de las
puertas, señala el acceso a la parte secreta de la tumba. Se abre la sala del secreto, o
sala de la Regla, que sólo permite avanzar al ser que el tribunal del otro mundo
reconoce como justo. Finalmente, «la morada del oro» donde reposa el sarcófago y
donde se realiza la transmutación del cuerpo mortal en cuerpo de luz, brillante como
el oro; pueden añadirse salas anejas, «la sala del carro» (recordemos los carros
desmontados de la tumba de Tutankamón), «la sala de rechazar a los rebeldes», «el
lugar de plenitud de los dioses», «la morada del alimento», «el último tesoro», «el
lugar de los que responden» (los uchebtis).

EL MISTERIO DEL POZO


Algunas tumbas incluyen un elemento extraño, un pozo de unos seis metros de
profundidad, que aparece por primera vez en la tumba núm. 34. Es «el que oculta»,
«el que detiene», y señala un punto de ruptura en el recorrido. En la de Tutmosis III,
sus dimensiones son imponentes: 4,15 x 3,96 m. Está decorado con frisos de khakeru,
haces de vegetales unidos entre sí por cuerdas y que simbolizan el fuego protector.
¿Para qué servía ese pozo? Sin duda no de trampa para los ladrones. Semejante
idea es incompatible con la mentalidad egipcia. Se ha supuesto que permitía recoger
parte de las aguas de lluvia que caían en la tumba durante los diluvios torrenciales,
pero esta hipótesis es inaceptable. Por una parte, la mayoría de los pozos se hallan en
las sepulturas de la XVIII dinastía, que no se inundaron, por otra parte las tumbas
estaban cerradas con puertas y tabiques.
La función del pozo es de orden simbólico; es la ilustración de la caverna del dios
Sokaris, cuyo nombre se forma de un verbo de movimiento que significa «deslizar,
avanzar». En esta caverna se oculta el agua primordial, gestadora, abstracta, que da
vida y forma a todos los seres. Sin esta agua, la resurrección sería imposible. Uno de
los momentos fundamentales del ritual consistía en hacer pasar el sarcófago por
encima del pozo, para que se impregnara de la energía de Sokaris. El pozo era
también una de las formas de la tumba de Osiris, señor de las profundidades y del
reino subterráneo; al pasar por encima, la momia real, identificada con el sol, se
convertía en Osiris. Lo que estaba arriba se asimilaba a lo que estaba abajo, y a la
inversa. El pozo señalaba pues un momento de cambio durante el que el alma real
obtenía la fuerza necesaria para su regeneración.

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EL SARCÓFAGO
En el centro de la sala de oro, el sarcófago es el elemento más precioso de la
tumba. El término que utilizamos es absolutamente inadecuado; de origen griego, la
palabra sarcófago significa «devorador de cadáveres», mientras que el término
egipcio afirma exactamente lo contrario: «el señor (o el proveedor) de la vida». De
ese modo, el sarcófago no es un punto final, un simple cofre para momia, sino un
medio de renacimiento en el que actúan los poderes de creación.
Grabada en el interior de la tapa del sarcófago, la diosa del cielo, Nut, aparece
bajo la forma de una mujer, con los brazos y las piernas estirados, cuyo cuerpo se
adapta al de Faraón, que resucita en la unión con su madre cósmica. Nut tiene
también la función de tragarse el sol poniente, al anochecer, y hacerlo renacer por la
mañana; matriz del universo, transforma la muerte en vida.
El sarcófago es también la piedra primordial surgida del océano de los orígenes,
durante el nacimiento del mundo; sobre esta piedra se construyó el primer templo. En
el interior de esta piedra, Faraón renace y se convierte en el sol de mañana.
El descubrimiento del sarcófago intacto de Tutankamón permitió entrever los
esplendores que los desvalijadores e iconoclastas destruyeron en las demás tumbas
reales; sin embargo, no todas contenían ataúd de oro. Además, la mayoría de las
momias habían sido extraídas de su sarcófago en la XXI dinastía y ocultadas en lugar
seguro. Ciertos vándalos, furiosos sin duda al obtener sólo muy escaso botín, se
encarnizaron con ciertos sarcófagos, rompieron las tapas, rajaron las cubas de piedra.
Varios especímenes magníficos, por fortuna, sobrevivieron, como los sarcófagos de
Tutmosis III, de Amenhotep II, de Horemheb, o las enormes cubas de granito de los
soberanos ramésidas. El tamaño aumenta con el tiempo; el sarcófago de Ramsés IV
es colosal comparado con el de los reyes de la XVIII dinastía. A menudo, en los
ángulos del sarcófago pueden verse diosas; entre ellas, Isis y Neftis, encargadas de
recitar las fórmulas de resurrección, de batir las alas para dar el soplo de vida y de
preparar el oro, la carne de los dioses, que será el cuerpo de luz del faraón
transfigurado.

¿TUMBAS INCONCLUSAS?
La tumba de un rey era, con su templo, asunto de Estado por excelencia. Tamaño,
dimensiones, proporciones, ornatos se estudiaban y realizaban con el mayor cuidado.
Ciertos sistemas numéricos, ciertos secretos de construcción y un repertorio
simbólico se transmitían de maestro de obras en maestro de obras. El progresivo
agrandamiento de las sepulturas y el cambio de sus estructuras corresponden a un
plan que se lleva a cabo con rigor.
Y en esas condiciones, ¿por qué casi todas las tumbas reales nos parecen

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inconclusas? En el caso de Ramsés I, podemos evocar la brevedad del reinado: menos
de dos años. Pero los constructores excavaron una pequeña tumba, y la calidad de la
obra es sobresaliente. En el caso de Tutmosis III, que reinó en solitario durante más
de treinta años, esta explicación es imposible; idéntica extrañeza en la fabulosa tumba
de Seti I donde ciertos relieves no fueron coloreados y donde, al fondo de la cámara
funeraria, se abre un corredor «inconcluso» que se pierde en la roca, dispositivo
conocido también en otras partes.
En realidad, los cuadriculados, los trazos que se dejan a la vista, las figuras no
terminadas revelan las técnicas utilizadas para construir la tumba, pintarla y darle su
función simbólica. El maestro de obras consideró necesario actuar así, pues la tumba
es un ser vivo; no puede pues estar «terminada». El último corredor que sale más allá
de la morada del oro es la prosecución del camino de resurrección que nunca se
detiene. Al igual que el templo, que está siempre en construcción, la tumba real no
está inconclusa; está completa y es coherente, sea vasta o modesta, pero no detenida.
La obra de renacimiento prosigue en ella al margen del tiempo; en lo invisible, la
mano del artesano sigue grabando en los muros los signos y las figuras de
inmortalidad.

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5 - LA COFRADÍA DE LOS CONSTRUCTORES

EL PUEBLO DE LOS ARTESANOS O «EL LUGAR DE LA


REGLA»
En Egipto, nada muere por completo; la Tierra está tan transida de eternidad que
no permite que el olvido o la destrucción triunfen de un modo radical. ¿Se desea una
prueba evidente? Mientras que la memoria de los grandes faraones que eligieron el
Valle de los Reyes como domicilio se ha visto, a veces, bastante maltratada, la de los
creadores de sus tumbas se preservó de un modo sorprendente. Esa salvaguarda se
debe, en parte, a la necesidad de mantener el secreto sobre el acto misterioso que
constituía la excavación de una sepultura real; para responder a esta exigencia se
fundó el pueblo de Deir el-Medineh, en la ribera occidental de Tebas, no lejos del
Valle, de modo que se reunieran en el mismo lugar todos los gremios indispensables
para la obra.
Talladores de piedra, albañiles, yeseros, escultores, grabadores, dibujantes,
pintores vivieron allí, juntos, con sus familias, colocados bajo la directa autoridad del
visir de Tebas-Oeste. El pueblo poseía su regla y su tribunal, que emitía sentencias
soberanas. Un escriba real llevaba un diario que narra las venturas y desventuras de la
comunidad; ausencias, enfermedades, ascensos en la jerarquía se anotaban con
cuidado. Este documento, y muchos otros testimonios como las modestas ostraca,
fragmentos de calcáreo que servían a menudo como borradores escolares, permiten
trazar la historia de Deir el-Medineh que, durante cinco siglos, estará vinculada a la
de las tumbas reales.
En su apogeo, el pueblo comprendía unas setenta casas construidas en el interior
de un recinto de 130 x 50 m, y unas cincuenta fuera, donde vivieron un número de
trabajadores que variaba entre sesenta y ciento veinte, sin incluir a sus esposas e
hijos. Comunidad pequeña, pues, unida y coherente, en la que sólo se admitían
especialistas iniciados en los misterios de su arte.
Esta cofradía, cuya razón de ser era construir moradas de eternidad, fue fiel a su
regla casi hasta sus últimos días; durante los procesos que desembocaron en la
condena de los desvalijadores, bajo Ramsés IX, ningún miembro de la cofradía se vio
inculpado. Los primeros traidores aparecieron, sólo, durante los últimos años de
existencia de la comunidad.
El nombre egipcio de Deir el-Medineh era set Maat, «el lugar de Maat», el
emplazamiento donde se practicaba Maat, la regla que regenta todos los universos.
Maat es la más alta expresión de la espiritualidad egipcia; viviendo de Maat y
haciéndola vivir, Faraón permite a Egipto permanecer en contacto con lo divino y
prosperar. No es pues indiferente advertir que el pueblo de los artesanos está

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colocado bajo la protección de esta regla que todos debían aplicar en su trabajo.
Situado en el lecho de un antiguo ued, entre la colina donde fue erigido el pueblo
de Gurnet Muray y el acantilado de Occidente, Deir el-Medineh es un paraje
encantador. Reina allí un silencio que evoca el gozo de vivir de una comunidad en la
que actuaron auténticos genios, cuyas obras admiramos hoy todavía.
Fue Tutmosis I quien, a comienzos del siglo XVI a. de C, fundó la cofradía e
inauguró el paraje del Valle. Desde sus orígenes, una muralla rodeó el poblado que
formaba una entidad protegida del mundo profano y vigilada por guardias. Sólo
penetraban los miembros de la cofradía y su familia más cercana.
Tras el episodio de Amarna, durante el que Akenatón llamó probablemente a los
artesanos al emplazamiento de la nueva capital, en el Medio Egipto, regresaron a Deir
el-Medineh que Horemheb decidió agrandar. Durante las XIX y XX dinastías, el
aumento del volumen de las tumbas exigió un personal más numeroso; la decadencia
comenzó bajo Ramsés VI donde ya sólo trabajaban unos sesenta obreros. A
comienzos de la XXI dinastía, la comunidad se dispersó; la mayoría de los adeptos
fueron acogidos en el templo de Medinet Habu. El paraje de Deir el-Medineh no
quedó por completo abandonado; en la XXV dinastía, el rey etíope Taharqa hizo
construir allí una capilla dedicada a Osiris y, en la época Ptolemaica, se reconstruyó
el templo de la cofradía colocado bajo la protección de Hator y de Maat. Cuando la
civilización faraónica se extinguió, algunos anacoretas cristianos ocuparon ciertas
tumbas y las degradaron antes que la invasión árabe fuera causa de nuevas
destrucciones.

CASAS Y TUMBAS
Los artesanos eran enterrados donde vivían; generación tras generación, la
comunidad conocía los mismos goces y las mismas penas. Pequeñas casas pintadas
de blanco daban a callejas cubiertas; una calle principal atravesaba el pueblo, y sus
vestigios son visibles todavía. Provistas de unos fundamentos de piedra, las moradas
de ladrillo crudo tenían una entrada, una primera estancia con un altar dedicado a las
divinidades domésticas y a los antepasados, y una mesa de ofrendas, una segunda
habitación más alta y más grande que servía de sala de recepción, una o varias
alcobas, un cuarto de baño, una cocina, un sótano y una terraza donde, en verano, se
dormía de buena gana.
Las reuniones de la cofradía se celebraban en oratorios al norte del paraje o en el
templo; los artesanos se instalaban en bancos de piedra, a lo largo de los muros. Allí
se transmitían los secretos del oficio, allí eran iniciados aquellos a quienes la
comunidad consideraba aptos para actuar en el Valle.
Vivir eternamente en el lugar donde se ha vivido y trabajado, éste fue el destino

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de los hombres y mujeres de Deir el-Medineh. Las tumbas eran señaladas por la
presencia de una pequeña pirámide que recordaba los grandes monumentos del
Imperio Antiguo. Con la ayuda de este símbolo, la comunidad se vinculaba a los
orígenes de la civilización egipcia y a las enseñanzas de los sabios de Heliópolis, la
ciudad sagrada de las primeras dinastías.
El plano de las tumbas era sencillo: un patio, una capilla donde se reunían los
vivos y las almas de los difuntos, un pozo que llevaba a un sepulcro y una o varias
salas subterráneas, decoradas a veces de un modo admirable; la tumba del maestro de
obras Senned-jem, en perfecto estado de conservación, permite a los visitantes
apreciar el genio de los pintores y dibujantes. Los temas se han extraído del Libro de
los muertos: guardianes de puertas, resurrección en forma de un fénix, campos
paradisíacos donde siembra y siega la pareja vencedora de la muerte, etc.
Durante la XIX dinastía, las sepulturas se hicieron familiares y se comunicaban, a
veces, unas con otras, formando un imperio invisible semejante a las moradas de los
vivos; los vínculos establecidos en esta tierra seguían existiendo en el más allá.

UN BARCO Y SU TRIPULACIÓN
Una imaginería estúpida, presente todavía en los libros escolares e incluso en las
obras llamadas «cultas», presenta a los artesanos como una masa de harapientos
penando bajo un sol de justicia y recibiendo, como único salario, los latigazos de
sádicos capataces; la mayoría de películas sobre Egipto, inspiradas en una mentalidad
biblista, decididamente antifaraónica, han popularizado por desgracia tales
estupideces.
Los hombres encargados de excavar las tumbas reales eran considerados como un
cuerpo de élite; preservando los secretos de su oficio, no eran en absoluto unos
esclavos. La organización de su trabajo se hacía de acuerdo con la de los navegantes
que surcaban el Nilo; los «servidores del lugar de la Regla» formaban una tripulación
dividida en dos equipos, el de babor correspondía al barrio este del pueblo y el de
estribor, al barrio oeste. Trabajaban alternativamente, en períodos de unos quince
días, descansando uno mientras el otro trabajaba en la obra. El piloto de aquel navío
era Faraón en persona, uno de cuyos nombres es precisamente «el gobernalle»; dos
«vigilantes de la construcción en el gran lugar» enmarcaban a los artesanos.
Los astilleros tenían, para los egipcios, gran importancia porque eran el lugar
donde los adeptos eran iniciados ritualmente a su función. La prueba suprema
consistía en reunir las diseminadas partes de una barca y reconstruirla, a imagen del
cuerpo de Osiris despedazado y resucitado.

NACIMIENTO DE UNA TUMBA

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En cuanto un faraón subía al trono, reunía su consejo y, tras haber consultado a
sus «únicos amigos», elegía el emplazamiento de su morada de eternidad. Se
consultaba pues el plano del Valle, que formaba parte de los secretos de Estado mejor
guardados, y se encargaba a la comunidad de Deir el-Medineh que preparara la
sepultura.
¿Por qué determinado faraón elegía determinado emplazamiento? Somos
incapaces de responder. Podemos suponer que el azar y la fantasía no desempeñaban
papel alguno en la decisión; sin duda existe una geometría sagrada del Valle cuyas
claves no podemos todavía discernir. Comprobamos sencillamente que la orientación
de las tumbas era simbólica y no geográfica; los puntos cardinales según los que se
organizan el espacio y el tiempo son los del otro mundo.
Los artesanos salían del pueblo por el oeste, trepaban a su derecha y, luego,
tomaban un sendero de montaña hacia el norte. A un lado, la cima; al otro, las tumbas
de los nobles, los «templos de los millones de años» y los cultivos. La procesión se
detenía en un collado donde se había construido un santuario en honor de la diosa del
silencio y algunas cabañas de piedra; tras haber celebrado los ritos, ya sólo le
quedaba bajar hacia el Valle de los Reyes.
Los talladores de piedra, los primeros en actuar, quebraban el calcáreo con ayuda
de instrumentos de piedra y lo trabajaban con cinceles de cobre o bronce, que
conferían gran finura al modelado. Se establecía una larga cadena para evacuar, en
cestos, los restos de la piedra. Todos los útiles pertenecían a la cofradía, y no a uno de
sus miembros; apoderarse de uno era considerado un delito grave. Un escriba,
además, anotaba cada día el número de cestos. Desde la edad de las pirámides, la
improvisación y el abandono no tenían su lugar en una obra.
Los pulidores de roca desempeñaban un papel determinante; ellos debían preparar
del mejor modo la superficie sobre la que se desarrollarían textos y escenas. El
alisado de las paredes exigía una mano muy hábil y se advierten diferencias entre las
tumbas; tras haberlas recubierto de arcilla, se les daba una capa de yeso destinada a
eliminar mohos y humedad. Cuando la roca era de mala calidad, había que revocarla.
En cuanto una pared se consideraba correcta, los dibujantes esbozaban las líneas
maestras en función de un sistema de proporciones armónicas; aquella «plantilla»,
que se dejó a la vista en varias tumbas, permitía organizar el conjunto de la
decoración. Aquí y allá, el maestro corregía un trazo imperfecto y hacía
modificaciones. El escultor debía grabar los contornos con el cincel, sin cometer
errores, el pintor debía colorear las incisiones. La mayoría de las veces, el primer
dibujo se hace en rojo, la corrección en negro. Instrumento principal de cálculo: el
cordel.
Varios gremios trabajaban al mismo tiempo en la misma tumba, lo que implicaba
una rigurosa organización del trabajo y una perfecta distribución de las tareas; es

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pasmoso el genio de esos creadores, la sorprendente precisión de su mano, la
perfección de los jeroglíficos y los personajes. Tumba real, ciertamente, pero también
arte real que convierte al Valle en una incomparable obra maestra. Todos los
visitantes quedan fascinados por la profusión y belleza de los colores, que,
lamentablemente, se degradan de un modo alarmante; los ocres amarillo y rojo se
obtenían a partir de sulfuro natural de arsénico y óxido de hierro, los pigmentos negro
y blanco del carbono y de la tiza obtenida del calcáreo, los pigmentos azul y rosa del
lapislázuli o de la azulita del Sinaí, y de una mezcla de ocre rojo y de tiza. Tales
pigmentos eran de excepcional calidad; sólo la contaminación consiguió atenuar su
brillo, cuando el tiempo no había podido hacer mella.

PROBLEMAS DE ILUMINACIÓN
Muchos visitantes se cercioran de que en ninguna tumba, ni siquiera en las más
profundas, se ve hollín en el techo y se preguntan: ¿Cómo se iluminaban los
artesanos, cuando debían trazar los jeroglíficos, de pequeño tamaño a veces, con la
más extremada precisión?
Lámparas y mechas se consideraban objetos muy preciosos de los que se
establecía una estricta contabilidad. Se fabricaban mechas con fragmentos de tela
retorcidos que se mojaban en salmuera y se untaban, una vez secos, con grasa y aceite
de sésamo; esta técnica, a la que tal vez debieran añadirse otros ingredientes no
identificados, permitía obtener un buen sistema de iluminación porque las antorchas
no humeaban.
Muchos secretos del oficio como éste se olvidaron y perdieron; procedían de un
íntimo conocimiento del material, de la práctica cotidiana y de la progresiva mejora
sobre el terreno. En la tumba núm. 55, se representa un curioso personaje sentado,
con una lámpara de mechas encendida en las rodillas. El nombre de este dios es Heh,
la eternidad, y está encargado de difundir la luz.

DURACIÓN DE UNA OBRA


¿Cuánto tiempo necesitaban los artesanos de Deir el-Medineh para excavar y
decorar una tumba real? En el caso particular de Ramsés I, la respuesta es fácil puesto
que el reinado de ese faraón fue muy corto, menos de dos años. La cofradía, en este
plazo impuesto por el destino, fue capaz sin embargo de crear una bellísima tumba,
aunque sus dimensiones fueran modestas.
Si confiamos en la tradición según la que la momificación real duraba setenta
días, podríamos suponer que dibujantes y pintores sólo gozaban de un cortísimo lapso
de tiempo para concluir la decoración de la tumba; en realidad, la obra debía de estar

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comenzada desde mucho tiempo atrás. Según Jaroslav Ferny es probable que la
excavación propiamente dicha no durara más de dos años; por lo que a la decoración
se refiere, podía estar acabada en el año cuarto de un reinado. De acuerdo con una
hipótesis plausible, seis años de trabajo bastaban para terminar una tumba muy
grande, como la de Seti I. Es decir que la expresión «tumba inconclusa» no tiene
sentido y, en la mayoría de los casos, la ausencia de pinturas o de grabados se debe a
la voluntad de Faraón y su maestro de obras.

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6 - DEL ABANDONO DEL VALLE A LA INVASIÓN ÁRABE

TURISTAS ANTIGUOS
La XXI dinastía vive el abandono del Valle como necrópolis real. En ese siglo XI
a. de C., el destino de Egipto depende más del norte que del sur; mientras las
civilizaciones mediterráneas sufren serios trastornos, la parte meridional de las Dos
Tierras se empeña, cada vez más, en preservar las antiguas tradiciones. ¿Cuál fue el
destino reservado al Valle de los Reyes entre la XXI dinastía y la conquista de
Alejandro Magno? A decir verdad, la documentación se muestra muy silenciosa. Es
probable que la célebre necrópolis ya no estuviera custodiada como en tiempos de su
esplendor; pero es imposible precisar la fecha exacta en la que las autoridades
decidieron dejar abiertas las grandes tumbas ramésidas, vaciadas ya de su contenido
por los desvalijadores o por el propio Estado, para poner a buen recaudo el mobiliario
fúnebre en escondrijos, algunos de los cuales no han sido todavía encontrados.
En una época difícil de determinar, el Valle se convirtió en un lugar turístico; los
griegos dieron a las tumbas el nombre de «siringas» porque, a su entender, se
parecían a las largas flautas de los pastores. De fácil acceso, anchas y altas de techo,
las hermosas sepulturas de finales de la XIX dinastía y de la XX dinastía, fueron,
probablemente, accesibles ya en la Antigüedad. Se las recorría fácilmente y se las
descubría gracias a sus grandes portales decorados; en la Época Baja, habían servido
además como sepultura para momias de particulares.
Hacia 60 a. de C, el viajero griego Diodoro de Sicilia visita el Valle. «Son
admirables —escribe hablando de las tumbas—, y no dejan a la posteridad
posibilidad alguna de crear nada más hermoso.» En conversaciones con los
sacerdotes conocedores de la historia del Valle, Diodoro supo que más de cuarenta
sepulturas reales habían sido excavadas en aquel extraordinario lugar; la mayoría
parecían haber sido destruidas y sólo quedaban once.
Setenta años más tarde, un viajero romano apasionado por la geografía, Estrabón,
quedó igualmente maravillado por los esplendores del Valle; también él recogió la
tradición oral según la cual habían existido unas cuarenta tumbas.
Griegos y romanos apreciaron mucho la excursión al Valle; al igual que algunos
vándalos modernos, dejaron huellas de su paso en forma de inscripciones; se
inventariaron más de dos mil. La más antigua, descubierta en la tumba de Ramsés
VII, data de 278 a. de C. Fenicios, chipriotas y arameos no se quedaron atrás. Las
primeras inscripciones son respetuosas y alaban la belleza del paraje; luego se hacen
narcisistas y deplorables, como la inscripción de un romano que se burla de las
tumbas y utiliza una venerable pared para informarnos de su nombramiento como
gobernador.

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En el siglo I a. de C. el Valle de los Reyes es, por primera vez, víctima de un
turismo de masas.

CRISTIANOS EN TUMBAS PAGANAS


El cristianismo se implantó progresivamente en Egipto adoptando dos formas:
una comunitaria con monasterios que mezclaban trabajo y meditación y la otra
individual con gran cantidad de eremitas y anacoretas, algunos de los cuales fueron
temibles fanáticos, empeñados en destruir los templos, incendiar las capillas y hacer
desaparecer las imágenes de las diosas porque el diablo se encarnaba en un cuerpo de
mujer.
El Valle fue colonizado; las tumbas se convirtieron en celdas, y la de Ramsés VI
fue utilizada incluso como iglesia. Los nuevos ocupantes apreciaron la grandeza del
paraje y el silencio que allí reinaba; sin estar lejos del Nilo y de los cultivos se
hallaban, efectivamente, en otro mundo, transido de más allá. Escribieron su nombre
en las paredes, transformaron las moradas de los faraones en cocinas, establos y
dormitorios donde se encontraron utensilios domésticos, restos de alimento y de
plantas alucinógenas que, sin duda, favorecían el éxtasis místico. Se produjo un
milagro: no destrozaron de arriba abajo aquellas sepulturas paganas, llenas sin
embargo de divinidades y figuras extrañas. La magia del Valle lo preservaba del
desastre.
El cristianismo sólo triunfó definitivamente en Egipto en el siglo VI d. de C.;
Filae, el último templo «pagano» todavía en actividad, había sido cerrado de un modo
brutal y sangriento[3] y ya nada se oponía a la supremacía de la nueva religión.
Provincia del Imperio bizantino, Egipto practicaba un cristianismo teñido de herejía
que se apartaba a menudo del dogma; se anunciaban serios conflictos, habría podido
desarrollarse una cultura original, vinculada con las civilizaciones mediterráneas.
Pero Egipto fue gobernado de un modo deplorable por un decadente Bizancio que
se entregó a los árabes sin ni siquiera pensar en defenderse. En 537, el conde Orión
visita el Valle de los Reyes; es el último viaje de un notable bizantino antes de la
conquista árabe.

LA TUMBA DE RAMSÉS VII (NÚM. 1)


Aunque el reinado de Ramsés VII no sea especialmente desconocido, su tumba
tiene el honor de llevar el número 1, según el inventario establecido en el siglo XIX.
Vaciada de su contenido, fue ya visitada en la antigüedad.
Ramsés VII, hijo de Ramsés VI, gobernó tal vez ocho años (1136-1128); sin
embargo, existen muy pocos lugares donde figure el nombre de este soberano. ¿Su

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reinado fue mucho más corto o no ejerció ya un real dominio sobre el país? Por lo
común, la época se describe en términos siniestros: inflación galopante, negra
miseria, país empobrecido, hambruna, poder central inexistente, robos, acaparamiento
de productos alimenticios, etc. Este cuadro apocalíptico debe matizarse mucho pues
no disponemos de testimonios tan precisos y hay que estudiar mucho los documentos
para describir la situación de un modo tan sombrío. Ciertamente, Egipto no tiene ya
el esplendor de los gloriosos días del Imperio Nuevo, pero es seguro que no conoce
semejante debacle. Sin duda sufre una crisis económica, cuya magnitud no puede
precisarse.
La tumba está bastante degradada y no figura en el circuito de visitas. Su
monumental entrada se abre al pie de una especie de colina; en el corredor, el rey
hace ofrendas al dios solar, Ra-Horakhty, y la barca del sol, con el que Faraón se
identifica, desciende hacia las profundidades. El oro es el color dominante; reina una
impresión de claridad y serena alegría en ese mundo donde la regeneración tiene
primacía. En la cámara del sarcófago, cuyo techo está decorado con figuras
astrológicas y astronómicas, vela una magnífica figura de la diosa de la magia, la
terrorífica leona Sekhmet que se convierte en la dulce gata Bastet para quien conoce
las fórmulas rituales capaces de apaciguarla.

LA TUMBA DE RAMSÉS II (NÚM. 7)


Sesenta y siete años de reinado del más ilustre de los faraones, Ramsés II (1279-
1212), llamado a menudo «el Grande»: de norte a sur, su nombre figura en una
increíble cantidad de monumentos, como si hubiera construido todo Egipto. Aunque
fue, efectivamente, un excepcional constructor, Ramsés II hizo, sobre todo, restaurar
numerosos edificios; sus maestros de obras, en incesante actividad, edificaban,
consolidaban, reparaban.
Ramsés II es víctima de una mala reputación: la de un jefe de guerra cuya mayor
hazaña fue la victoria sobre los hititas, en Kadech. En realidad, ni siquiera es seguro
que aquella batalla se produjera y se ha establecido que ninguna de las dos naciones
obtuvo un triunfo militar. Frente a frente, ambos ejércitos tomaron conciencia de que
un enfrentamiento no serviría para nada; Ramsés y el soberano hitita prefirieron,
pues, concluir un tratado de no beligerancia que aseguró la paz en Oriente Próximo
durante varios años. Ramsés II la aprovechó para embellecer su país y celebrar el
poder divino; la conclusión de la inmensa sala hipóstila de Karnak basta para
demostrar el genio de sus arquitectos.
El rey estableció su capital en Pi-Ramsés, en el delta, en el emplazamiento del
actual Tell el-Daba; Tebas no era ya el centro vital del país y el rey residió
frecuentemente en el norte para mantenerse informado de las evoluciones políticas y

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militares en Asia. Abandonada en beneficio de Tanis durante la XXII dinastía, Pi-
Ramsés era una ciudad espléndida, surcada por canales y célebre por sus parques y
sus floridos jardines.
Uno de los más importantes designios de Ramsés II consistió en preservar el
equilibrio del país; al norte, construyó Pi-Ramsés, trabajó en Heliópolis, la ciudad
santa en tiempos de las pirámides; en el Medio Egipto, se ocupó de Hermópolis, la
ciudad sagrada del dios Thot; en el sur, en Tebas, amplió Luxor y Karnak, hizo
construir un inmenso «templo de los millones de años» en la orilla oeste; cubrió
Nubia de santuarios, el más célebre de los cuales es Abu-Simbel, que comprende dos
templos, uno dedicado al faraón resucitado y el otro a la gran esposa real Nefertari.
Ramsés, «el Hijo de Ra», veló para que se respetara un prudente equilibrio de
cultos: Seth en el norte, Ra en Heliópolis, Ptah en Menfis, Amón en Tebas. Quiso
evitar que los más vastos dominios de Amón incitaran a los sacerdotes tebanos a
confundir poder espiritual y poder temporal hasta el punto de olvidar la autoridad
suprema de Faraón, el único sacerdote, mediador entre el cielo y la tierra.
Fue Ramsés II —y no Horemheb— quien arrasó Aketatón, la capital de Akenatón
y de Nefertiti, consagrada a uno de los aspectos de la luz divina, Atón; el hijo de Ra,
que puso de relieve esa misma luz en su más amplia función, ocultó pues el episodio
atoniano, etapa de transición.
El «templo de los millones de años» de Ramsés II, el Ramesseum, donde se
veneraba el principio inmortal encarnado en el ser de Faraón, sigue siendo uno de los
lugares más conmovedores de Tebas-Oeste. El edificio ha sufrido mucho; sólo se
yergue todavía, potente y majestuosa, la sala de columnas que precedía al naos. En el
suelo, un gigantesco coloso derribado; entre el pilono y el templo, una acacia a cuya
sombra es agradable sentarse durante el fuerte calor.
¿El mayor de los faraones no hizo que le construyeran la más vasta y suntuosa de
las tumbas? Inventariada con el número 7 fue por desgracia desvalijada ya en la
antigüedad tardía; mobiliario y tesoros fueron robados o transferidos. Sin duda fue
también llenada de escombros y su acceso se hizo difícil. Durante una campaña de
excavaciones, en 1913-1914, Harry Burton consiguió, al parecer, penetrar en aquella
masa pedregosa para introducirse bastante en la sepultura. ¡Es sorprendente que la
última morada de Ramsés II no haya sido nunca excavada por completo! Ciertos
arqueólogos estiman que vaciarla exigiría un trabajo excesivo. No podemos estar de
acuerdo con esta opinión y deseamos, sin excesivas esperanzas, que se haga justicia a
la tumba del gran monarca.
Según K. A. Kitchen,[4] se descendía por un corredor correspondiente a los cuatro
«pasos del dios»; venía luego una sala donde Faraón se encontraba con las
divinidades y donde se celebraban algunos ritos sobre la momia, luego la sala donde
estaban depositados los carros reales. El alma de Ramsés los utilizaba para combatir a

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los enemigos en el más allá. El recorrido proseguía por un nuevo corredor cuyos
muros mostraban los ritos de la «apertura de la boca»; concluía en la «sala de la
Regla» donde Faraón era reconocido como justo por el tribunal del otro mundo. Esta
«sala de la Regla» marcaba un cambio de eje, en ángulo recto; una estrecha puerta
daba acceso a la «morada del oro», de ocho columnas, que daba a varias estancias
pequeñas, entre ellas un tesoro, un «lugar de plenitud de las divinidades» y la «sala de
los que responden», encargados de los trabajos de construcción en la eternidad. En el
centro de la «morada del oro» se hallaba el imponente sarcófago del rey, su matriz de
resurrección. Ni publicación ni estudio de conjunto alguno permiten describir una
decoración esculpida y pintada cuyo esplendor puede imaginarse. Sabemos que
Ramsés hizo inscribir en las paredes pasajes de todas las grandes colecciones
llamadas «funerarias»; su tumba aparecía como una suma teológica en la que estaba
presente el conjunto de las fórmulas de resurrección.
La momia de Ramsés II tuvo un destino más afortunado que su sepultura. En el
año 25 de Ramsés XI, el sumo sacerdote Herihor hizo que la sacaran del sarcófago,
amenazado por los desvalijadores, y la colocó en la tumba de Seti I. Cuando ésta, a su
vez, estuvo amenazada, Ramsés II emprendió un nuevo viaje, bajo la protección del
sumo sacerdote Pinedjem. Esta vez, la medida fue eficaz; el escondrijo de Deir el-
Bahari, donde el faraón descansó en compañía de otros muchos soberanos,
permaneció intacto hasta el siglo XIX.
Ramsés II, sin embargo, no había llegado al término de sus desplazamientos. Del
escondrijo de Deir el-Bahari, salió hacia el museo de El Cairo donde el monarca
estuvo algún tiempo expuesto a las miradas de los turistas. Tras haberse cerrado al
público la sala de las momias reales, se advirtió que ciertas criptógamas amenazaban
la integridad del venerable cuerpo. Se tomó la decisión de enviarlo, para tratarle, a
París, a donde Ramsés llegó en septiembre de 1976. Tras siete meses de examen y
tratamiento, la momia, ya curada, regresó a Egipto. Deseemos, y también aquí sin
grandes esperanzas, que las momias reales recuperen algún día su morada de
eternidad, pues una sala de museo nunca será sino un mal menor.
Los médicos que cuidaron al ilustre paciente, muerto a edad muy avanzada,
advirtieron que sufría espondilartrosis y arteriosclerosis; en el tórax estaba el corazón,
la nariz había sido remodelada y se habían introducido granos de pimienta en el
abdomen, la garganta y la nariz. Muchos otros detalles, como la coloración rojiza de
los cabellos, se deben a un atento estudio; lo cierto es que el rostro de Ramsés II
conserva su grandeza y su poder tres milenios después de su muerte. La autoridad
natural del soberano sigue inscrita en sus rasgos; estamos efectivamente ante uno de
los más notables faraones de la epopeya egipcia, imbuido de su función y consciente
de sus inmensos deberes. El siglo de Ramsés II fue, en muchos aspectos, un tiempo
feliz; su momia es serena y grandiosa.

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7 - DE LA CONQUISTA ÁRABE AL PRIMER EXCAVADOR

639: Y LA NOCHE CAYÓ SOBRE EL VALLE


El Egipto faraónico era duro de pelar. Filae sólo había cerrado sus puertas en el
siglo VI d. de C. y, en el cristianismo triunfante, perduraban muchos elementos de la
antigua religión, más o menos disimulados. El mito de la venida de Cristo-Rey era
sólo una adaptación del mito de creación de la civilización egipcia, el del rey-dios; la
Virgen reinterpretaba la inmensa figura de Isis dando a luz un hijo salvador y
redentor; las primeras comunidades monacales se inspiraron en la regla de los
templos y conservaron el vínculo que Egipto consideraba más fundamental: el de la
mano con el espíritu.
Egipto se orientaba pues hacia un cristianismo a la oriental y una cultura copta
donde se mezclaban aportaciones faraónicas, griegas, romanas y bizantinas; rehacer
la Historia sería imaginar, sin gran esfuerzo, un país cristiano, muy abierto a las
influencias mediterráneas y polo de equilibrio entre Occidente y el mundo árabe. Pero
se trata sólo de una utopía, y es preciso llegar al año 639 (o 642) que modificó
radicalmente el destino de Egipto.
El país no resistió mucho a los conquistadores, deseosos de apoderarse de una
tierra rica y mal defendida; Bizancio, en plena descomposición, fue incapaz de
percibir la importancia cultural y estratégica del antiguo país de los faraones. Los
cristianos, cierto número de los cuales había deseado la desaparición de una
administración bizantina opresiva e injusta, se desilusionaron muy pronto; en nombre
del Corán, fueron combatidos y despojados de sus bienes. El ejército invasor llevó a
cabo algunas matanzas y la mayoría de los monasterios desaparecieron. El pequeño
grupo de eremitas del Valle de los Reyes fue exterminado o dispersado.
Espesas tinieblas cayeron sobre el Egipto de los faraones. Al revés que los
precedentes invasores —persas, griegos, romanos, bizantinos—, los árabes no sentían
interés ni respeto por los fabulosos monumentos que descubrían. Los valores
musulmanes, es cierto, eran radicalmente distintos a los valores del antiguo Egipto.
Así, para los sabios que vivían en los templos, era necesario formular lo divino en
una obra; Amón, el dios oculto, debe incorporarse a una estatua que no es él, aunque
revela su misterio sin desnaturalizarlo. La religión musulmana, en cambio, prohíbe
cualquier representación de lo divino. La civilización egipcia, que osaba mirar cara a
cara a la muerte, fue una sociedad feliz que no despreciaba el goce de vivir y los
placeres sencillos; se bebía, de buena gana, cerveza y vino. Los conquistadores árabes
arrancaron casi todas las viñas. Egipto no conoció ningún dogma, ningún libro santo
que afirmara una verdad revelada y definitiva; el Islam impuso el Corán. Podríamos
establecer un largo catálogo; lo esencial es comprender que la cultura islámica no se

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halla en la prolongación ni en la continuidad de la cultura faraónica; el lugar de
espiritualidad no es ya el templo sino la mezquita. Cementerios de un nuevo tipo
reciben a los muertos, se celebra otro culto, se instauran nuevas costumbres.
Los valores espirituales fueron modificados, los hábitos corporales también; el
antiguo Egipto, tan justamente celebrado por el esplendor de sus vestiduras y atavíos,
no veía en la desnudez ultraje alguno a las buenas costumbres. Campesinos y
pescadores trabajaban desnudos durante los períodos cálidos, hombres y mujeres se
bañaban desnudos, Faraón y su esposa no se vestían para comer con sus hijos, como
muestran escenas de la época de Akenatón. El Islam cubrió los cuerpos y los ocultó,
sobre todo los de las mujeres; largos vestidos negros, muy poco aconsejables, sin
embargo, en un país cálido, se heredan, curiosamente, de una moda cristiana que
había consistido en vestirse así para llevar luto por Cristo.
Cien años después de la invasión árabe, la noche del olvido ha cubierto ya el
Egipto de los faraones. Tebas y el Valle de los Reyes desaparecen de los mapas y de
la memoria de los hombres, como si nunca hubieran existido. Los eruditos árabes,
tras haber preguntado si pirámides, templos y tumbas ocultaban fabulosos tesoros se
desinteresaron de ellos por completo y ni siquiera los evocaron en sus escritos, como
si el pasado faraónico no estuviera ante sus ojos. Cuando Champollion llegue a
Luxor, no verá gran cosa del admirable edificio, ocupado por familias que, desde
hacía siglos, habían acumulado gran cantidad de desechos. Cierto número de
monumentos fueron salvados por la arena; total o parcialmente invadidos, escaparon
así de la destrucción. La mayoría de los templos, que no tenían ningún valor sagrado
para los nuevos ocupantes, sirvieron así de canteras.

DOS CAPUCHINOS Y UN JESUITA


Desde la conquista árabe hasta el siglo XVI, ningún viajero occidental, que
sepamos, se aventura más allá de El Cairo; Egipto se ha convertido en un país hostil,
cerrado y peligroso. Nadie sabe lo que ocurre en el sur; sólo la capital atrae a unos
pocos aventureros.
El Valle de los Reyes yace en el abandono y el silencio; sin duda fue considerado
un lugar inquietante, poseído por genios maléficos y temibles. Ningún texto árabe lo
menciona.
En 1589, primer rayo de luz: un veneciano, cuyo nombre no se ha conservado,
camina hasta Nubia. Pasa por la antigua Tebas aunque no la identifica y no
permanece en la orilla oeste. El viajero no carece de audacia y consigue sobrevivir en
un entorno tan insólito como inquietante, dejando aparecer ciertos sentimientos
admirativos ante los antiguos monumentos.
1668 señala el renacimiento, timidísimo, del Valle. Por primera vez desde hace

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unos diez siglos, dos exploradores, los padres capuchinos Protais y François, evocan
la existencia de Biban el-Muluk, «Las puertas de los reyes»; pero corresponde al
jesuita Claude Sicard el mérito de haber identificado formalmente las ruinas de Tebas
y las del Valle de los Reyes, durante su viaje al Alto Egipto, entre 1707 y 1712. Tras
un milenio de total oscuridad, el paraje recupera una identidad.
Claude Sicard, y que nos perdone, era un rudo mocetón que, convencido de su fe
y de su valor, no temía nada. Su erudición y un agudo sentido de la observación le
permitieron descubrir con exactitud los vestigios de la gran capital del Imperio Nuevo
y la prestigiosa necrópolis real; esta pequeña hazaña exigía mucha perspicacia.
«Los sepulcros de Tebas —escribe refiriéndose al Valle— están excavados en la
roca y son de sorprendente profundidad. Se entra en ellos por una abertura más alta
y ancha que las más grandes puertas cocheras. Un largo subterráneo de diez o doce
pies de ancho lleva a unas cámaras, en una de las cuales hay una tumba de granito
elevada cuatro pies; por encima hay una especie de imperial que la cubre y da un
verdadero aire de grandeza a todos los demás ornamentos que la acompañan. Salas,
cámaras, todo está pintado de arriba abajo. La variedad de colores, que son casi tan
vivos como el primer día, hace un efecto admirable.» El padre Sicard visitó diez
tumbas, cinco correctamente conservadas y cinco medio derruidas; al no poder
descifrar los jeroglíficos, no pudo indicar los nombres de sus ocupantes. Leyendo con
atención su relato, se adivina que se sintió particularmente impresionado por el
colosal sarcófago de Ramsés IV; admiró también la extraordinaria frescura de los
colores que le produjo la sensación de que el pintor acababa de concluir su obra.
¡Feliz jesuita que contempló lo que nuestros ojos ya nunca verán!
No sin ansiedad, Claude Sicard se hundió en las profundidades de la tierra,
iluminándose con una antorcha; la magnitud de las tumbas ramésidas le sorprendió y
manifestó un real respeto ante el genio de los constructores. Pero el jesuita no
comprendió el objetivo y el significado de las moradas de eternidad; creyó que los
bajorrelieves eran anecdóticos y narraban la vida, las victorias y los triunfos
temporales de los reyes de Egipto.

POCOCKE EL CLÉRIGO
El Valle de los Reyes, lugar fundamental de la espiritualidad faraónica, les debe
mucho pues a los religiosos de los siglos XVII y XVIII; tras los dos capuchinos y el
jesuita, le toca a un clérigo británico, Richard Pococke, entrar en escena. En 1739, ese
futuro obispo visita el Valle; aunque Tebas, y especialmente la orilla oeste, siguen
siendo lugares peligrosos donde actúan pandillas de bandoleros, Pococke no se
preocupa de ello y emprende un primer trabajo de arqueólogo. Ciertamente, como sus
predecesores, rinde culto al género literario del relato de viaje, que publicará en 1743

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con el título de Description of the East; pero intrigado por el Valle, establece el
primer plano conocido e indica el emplazamiento de las tumbas que ha explorado,
nueve accesibles de un total de dieciocho descubiertas. El estilo del dibujo es muy
poco científico y parece más un cuadro fantástico que la realidad; el documento
plantea además delicados problemas. La entrada de las tumbas está situada de un
modo extraño y el número indicado parece alto; Pococke advierte la presencia de
guardas armados con bastones, cuyo papel consistía ciertamente en obtener el famoso
bakshish y no en proteger los monumentos. Nacía la explotación del turista; si
viajeros procedentes de tan lejos se interesaban por aquellos viejos sepulcros, ¿no
podían convertirse en proveedores de fondos?
Pococke, como Sicard, se extasía ante la frescura de los colores cuyo estado de
conservación le deja pasmado; pero nuestro futuro obispo no supera el estadio de la
emoción estética y no se pregunta el significado de lo que está viendo; haber sido el
primer cartógrafo moderno del Valle basta para su fama. Advirtamos que dibujó bien
la entrada del paraje, lamentablemente ampliada más tarde por razones turísticas; se
limitaba todavía a un estrecho paso excavado en la roca.
El tiempo de los religiosos concluye; comienza el de los laicos.

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8 - JAMES BRUCE Y RAMSÉS III

UN ESCOCÉS INDOMABLE
A mediados del siglo XVIII, el sur de Egipto sigue siendo una tierra de aventuras
en la que el viajero, lo bastante intrépido como para recorrer el lugar, corre reales
peligros. Los relatos de viaje de los religiosos hacen soñar a los aficionados a los
misterios de Oriente; algunos, tras haber evaluado la situación en términos de riesgo,
renuncian. No es el caso del escocés James Bruce, que, en 1768-1769, hace una
estancia en Egipto.
En Tebas, solicita ver el Valle de los Reyes; sus guías intentan disuadirle; ¿no es,
acaso, un lugar de difícil acceso? Además, no hay allí nada interesante. El escocés,
tozudo, insiste; le explican que algunos bandidos viven en aquellos parajes, que tal
vez se hayan instalado en el Valle y que un guía honesto no tiene deseo alguno de
enfrentarse con ellos. Gracias a las mágicas virtudes del bakshish, James Bruce
consigue convencer a sus interlocutores para que le lleven hasta el lugar; ¿acaso,
recorriendo los Highlands, no había superado ya peligros semejantes?
La travesía del Nilo se efectúa sin incidentes, al igual que el recorrido entre la
ribera y el Valle; Bruce, seducido por el paisaje, se felicita por haber perseverado.
Pero sus guías se muestran hoscos y desagradables; quisieran huir del Valle antes
incluso de haber entrado. Sería conocer mal a un escocés creerle influenciable tras tan
largo viaje. Por lo tanto, franquea el estrecho paso y penetra en una tumba señalada
por un majestuoso portal.
«Por fin tranquilo», estima al descubrir admirables relieves a la luz de las
antorchas. Error: en cuanto da los primeros pasos por el interior de la tumba, sus
guías exigen salir. Le predicen las peores desgracias si se obstina en permanecer más
tiempo en aquel antro demoníaco; y como el escocés se empeña en proseguir su
visita, le abandonan en la oscuridad.
Muy descontento, Bruce se ve obligado a seguirles; a regañadientes, monta a
caballo y regresa a la embarcación. La vuelta no es tan apacible como la ida; desde lo
alto de los montículos que bordean el camino, les lanzan piedras. El escocés no es un
hombre al que se le pueda tomar como blanco; se echa a la cara el fusil y responde
disparando contra sus agresores. En adelante, el indomable escocés será respetado y
podrá trabajar algo más en la tumba que había entrevisto.

LA TUMBA DE RAMSÉS III (NÚM. 11), LLAMADA «TUMBA DE


LOS ARPISTAS»
Tras el primer plano, el de Pococke, llega ahora pues el primer dibujo de un

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bajorrelieve, el de James Bruce. Como los jeroglíficos siguen siendo indescifrables,
el escocés no puede leer el nombre de Ramsés III ni identificar al propietario de la
tumba. Queda fascinado por una pintura que representa a dos personajes que tocan el
arpa, bautiza el monumento como «tumba de los arpistas» y los dibuja.
Confesémoslo, el resultado es catastrófico. El arte de Bruce no tiene relación
alguna con el de los antiguos egipcios y habría sido radicalmente suspendido en una
escuela de escribas dibujantes; da la impresión de que su mano no puede reproducir
fielmente lo que sus ojos han visto.
La publicación del mal dibujo de Bruce, en 1790, despertó sensación. El público
que lo contempló nunca había imaginado que el arte egipcio hubiera creado
semejantes obras maestras. Tras tantos siglos de olvido, volvía a la superficie y
despertaba la curiosidad.
En muchas obras se lee, todavía, que los arpistas celebran la lujuria, la vida fácil y
los placeres. Eso es olvidar los textos; los dos arpistas de la tumba de Ramsés III
cumplen una función precisa, cantan el nombre de dios ante Chu, el dios de la luz,
Onuris, el encargado de devolver el ojo del sol que se ha marchado lejos, y Atum, el
principio creador. Cuando nos conviene «hacer un día feliz», es decir completo,
disfrutando los goces cotidianos, ellos insisten en un punto capital: la felicidad sólo
puede alcanzarse si «seguimos el corazón», es decir, nuestro deseo espiritual y
nuestra inteligencia sensible.
La tumba de Ramsés III es una pura maravilla; la gama de colores es brillante y
alegre, y numerosos rasgos originales la hacen enigmática. Ramsés III había elegido
un emplazamiento inventariado hoy como tumba núm. 3; fue abandonado, pero la
excavación de la nueva sepultura se vio interrumpida por un incidente rarísimo. Tras
la apertura del tercer corredor, los talladores de piedra desembocaron en la tumba de
Amenmosis (núm. 10), faraón de la XIX dinastía que había tenido un reinado muy
breve, unos veinte años antes. ¿Error de arquitecto o deseo de englobar esta sepultura
en la de Ramsés III? Los constructores cambiaron de eje y siguieron excavando en
paralelo.
Lo que caracteriza esta tumba son unas escenas únicas pintadas en pequeñas
capillas, a uno y otro lado del corredor principal. Asistimos en ellas a la preparación
de los alimentos eternamente servidos en el más allá, a la presentación de las ofrendas
por los dioses Nilo, personajes de pechos colgantes y vientres hinchados, a la
procesión de las divinidades protectoras de las provincias de Egipto; en resumen, toda
la naturaleza colabora en la resurrección de Faraón y se ve así transportada al otro
mundo. En los muros de esas estancias de modestas dimensiones se representan
muebles, vasos, espadas, lanzas, arcos, carros, que son otros tantos elementos del
mobiliario fúnebre. Estos objetos eran ritualmente depositados en la tumba y
acompañaban al monarca en la eternidad; en la medida en que están pintados, siguen

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presentes y son eficaces. Otras escenas raras: el rey en persona corta espigas de trigo
en los campos paradisíacos y navega en barca por los canales azules de las
inmensidades celestiales. Los blancos y los dorados son especialmente luminosos.
Con ciento veinticinco metros de longitud, pero descendiendo sólo unos diez
metros bajo el nivel del Valle, la tumba del rey presenta los textos capitales y las
escenas esenciales del encuentro con las divinidades; las etapas de la resurrección
están trazadas en un grandioso estilo. Recientemente se ha instalado un suelo de
madera para que el polvo desplazado por los turistas no se pegue a las paredes y
oculte más aún los colores. Esta vasta sepultura merece una larga visita.

RAMSÉS III EL MAGNÍFICO


Debido a una infeliz dispersión, frecuente en la arqueología egipcia, el sarcófago
de Ramsés III se halla en el Louvre y la tapa en el museo Fitzwilliam de Cambridge.
Y es dable soñar en un milagro que permitiera reunir, en la misma tumba, esos
elementos dispersos. La momia del rey había sido puesta a cubierto en el escondrijo
de Deir el-Bahari; era la de un hombre relativamente anciano que había reinado
durante treinta y dos años (1186-1154) y había marcado la Historia con su huella.
Ramsés III tenía un modelo, Ramsés II, muerto ciento veinticinco años antes de
que él subiera al trono; pese a esa separación, no había olvidado a su glorioso
antepasado del que deseaba ser un fiel continuador. Pero la situación internacional
había cambiado mucho, en un sentido muy desfavorable para Egipto, y Ramsés III,
en vez de conocer los largos años de paz de los que se había beneficiado Ramsés II,
tuvo que contener a temibles invasores. Por dos veces, pandillas de libios se
infiltraron en el delta occidental con la intención de apoderarse de tierras y pueblos;
por dos veces, el ejército egipcio tuvo que restablecer el orden. En el año 11 de su
reinado, los libios comprendieron que no daban la talla y abandonaron la lucha
armada; comenzó una política de integración tan lograda que algunos libios llegaron
a subir al trono.
La agresión de «los pueblos del mar», en el año 8 del reinado, fue mucho más
seria. Esta coalición de pueblos indoeuropeos cayó sobre Egipto para apoderarse de
sus riquezas; el ejército de Ramsés III tuvo que hacer frente a un adversario superior
en número y librar batalla tanto por tierra como en el Nilo. Se considera que, en esta
ocasión, tuvo lugar el primer gran combate naval de la Historia. La estrategia egipcia
salió victoriosa; inspirándose en las escenas que relatan la famosa batalla de Kadech,
Ramsés III hizo inscribir en los muros de Medinet Habu, su «templo de los millones
de años» de la orilla oeste, el relato de sus hazañas militares que salvaron Egipto de la
invasión.
Medinet Habu. El nombre de este vasto santuario evoca, primero, una puerta

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fortificada y un recinto, luego un templo gigantesco por el que es posible pasearse
durante horas. Cuando cae la tarde, los colores del ocaso devuelven a esta
arquitectura su pasado esplendor; los grandes patios, las poderosas columnas, los
jeroglíficos profundamente grabados en la tierra, cantan los esplendores de un
reinado a cuyo término se inició el inexorable declive de Egipto. Menos célebre que
Ramsés II, Ramsés III consiguió sin embargo mantener la integridad del país y evitar
la desgracia. Hasta los últimos tiempos, Medinet Habu siguió siendo un lugar de asilo
y un puerto de paz. Allí se hallaba la colina primordial donde, tras haber llevado a
cabo su obra de creación, habían sido enterrados los ancestros. No es posible recorrer
sin profunda nostalgia ese paraje en el que se siente la presencia de Sokaris, el dueño
del mundo subterráneo, y la de las ligeras sombras de las Divinas Adoradoras,
dinastía femenina que reinó en Tebas.
El fin del reinado de Ramsés III fue trágico. El rey chocó con algunos clanes
religiosos, imbuidos de sus privilegios, y tuvo que luchar contra un solapado
adversario, una crisis económica, que provocó incluso una huelga en Deir el-
Medineh. Los artesanos protestaron vehementemente pues ya no recibían las raciones
alimenticias que se les debían; el Estado se ocupó inmediatamente de ellos, se
entregó el alimento y el trabajo prosiguió.
En palacio, se conspiraba contra el rey; mujeres, cortesanos y altos funcionarios
intentaron asesinar a Ramsés III utilizando la magia negra. Fracasaron; los cabecillas
fueron condenados a muerte. El rey sufrió por la ingratitud de sus íntimos y por la
traición en quienes había depositado su confianza.

UN EXTRAÑO TESTIMONIO
No es fácil hacer que hable el Valle, paraje misterioso por naturaleza, y saber
siempre quién ha descubierto qué y en qué momento preciso; ¿cómo estar seguro de
que, durante un milenio de silencio arqueológico, ningún curioso penetró en el
interior de una tumba cerrada desde mucho tiempo atrás? En 1792, un tal Browne
discute con algunos habitantes de Assiut, en el Medio Egipto, y con los aldeanos de
Gurna, en Tebas-Oeste, donde la mayoría de las casas fueron construidas sobre
tumbas de nobles que sirven de sótanos o de despensas; esas entrevistas le revelan
que varias tumbas del Valle sólo han sido abiertas durante los treinta últimos años,
por incitación de un buscador de tesoros, el hijo de un jeque. Tras la visita de
Pococke, algunos sepulcros habían sido cubiertos de arena y, luego, desenterrados de
nuevo; pero Browne, cuyo testimonio es discutido, se convence de que han sido
descubiertas nuevas tumbas; él mismo ha visto sus pinturas y considera «que
representan los misterios».
¿Fue engañado Browne por algún charlatán? El enigma perdura. Y se perfila ya

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una expedición de un nuevo tipo.

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9 - LA EXPEDICIÓN DE EGIPTO y AMENHOTEP III

SOLDADOS Y SABIOS
El 1 de julio de 1798, Bonaparte desembarca en Egipto. Es el comienzo de una
extraña aventura militar y cultural que habría podido convertir Egipto en un territorio
francés; aunque la epopeya fuera grandiosa, errores y precipitación la condenaron, sin
embargo, al fracaso.
Ciertamente, es un ejército el que holla la tierra de los faraones y se prepara para
enfrentarse, en duros combates, a los mamelucos que oprimen a la población egipcia.
Los franceses liberarán parcialmente Egipto de aquel yugo pero no sabrán explotar
sus victorias y dejarán a otros el trabajo de llenar el vacío dejado a sus espaldas.
La expedición de Egipto no fue simplemente un raid bélico; el futuro emperador
se llevó consigo un centenar de sabios pertenecientes a las más diversas disciplinas
para preparar una Description de l’Egypte cuya publicación comenzará en 1809. Es,
sin discusión, una de las más sorprendentes aventuras científicas nunca emprendidas
y llevadas a buen puerto en condiciones especialmente difíciles. Imaginemos a unos
eruditos, hombres de despacho y biblioteca, obligados a observar, anotar, calcular y
dibujar mientras las balas silban en sus oídos y la gente se mata a su alrededor; el
ejército hace la guerra, ellos logran que progrese el conocimiento de un país, de un
pueblo y, más todavía, de una civilización varias veces milenaria y muy distinta de un
mundo árabe con el que se enfrentan cotidianamente e intentan, sin embargo,
describirlo. Arqueología, etnología, zoología, botánica… La Description de l’Egypte,
concebida con el espíritu de los enciclopedistas, intenta no dejar escapar nada y dar
una imagen completa del tema tratado.
Vivant Denon, alto funcionario, escritor de ocasión y buen dibujante, es el más
célebre de los eruditos que se comprometerán con entusiasmo en la aventura;
vagamente libertino, de ingenio vivo, provisto de una notable sangre fría, camina con
elegancia en pleno tumulto y planta su caballete donde lo desea, sin temer al
adversario del que, a veces, es necesario defenderse.
La orilla occidental de Tebas no es, ni mucho menos, el lugar más apacible de la
región; pero el ejército francés, al precio de escaramuzas con frecuencia mortíferas,
llega al sur. Con él, el intrépido Vivant Denon que, naturalmente, no quiere perderse
el Valle de los Reyes. No sin curiosidad, franquea el estrecho paso que antaño
vigilaban los guardias de Faraón y comprueba que es preciso trepar unos quince pies
por encima del nivel del suelo del Valle. La entrada monumental de las tumbas
abiertas le intriga; anota la permanencia de ciertos símbolos, como el escarabeo en un
círculo o el hombre con cabeza de carnero (el sol resucitado) en un círculo también, o
las dos mujeres arrodilladas a uno y otro lado del disco del día, que no puede

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identificar como Isis y Neftis, encargadas de preparar el renacimiento de la luz.
Iluminándose con antorchas, Denon y algunos oficiales penetran en los largos
corredores, contemplan magníficas pinturas y columnas de coloreados jeroglíficos. Si
el erudito se siente intrigado y conquistado, los soldados bostezan y se aburren;
recorren las tumbas a paso de carga. ¡Unos pocos minutos bastan para visitar seis!
Vivant Denon protesta; desearía estudiar a su guisa aquellas obras maestras,
permanecer varios días en el lugar. Pero la guerra tiene sus exigencias; es imposible
conceder al pintor lo que pide. Tras una áspera negociación con los militares, Denon
tiene por fin derecho a… ¡tres horas! Elige la tumba de Ramsés III, de soberbios
colores, y dibuja las armas pintadas en una de las pequeñas capillas laterales.
Modestísima expedición que concluye con el descubrimiento de una mínima reliquia,
un pequeño pie de momia; «sin duda el pie de una muchacha —escribe Denon—, de
una princesa, un ser encantador cuyo calzado nunca alteró sus formas y cuyas
formas eran perfectas». Théophile Gautier lo recordará en La novela de la momia.

DOS INGENIEROS EN EL VALLE Y LA TUMBA DE


AMENHOTEP III (NÚM. 22)
Mientras Vivant Denon abandona Egipto en compañía de Bonaparte, algunos
miembros de la expedición prosiguen sus investigaciones; éste es el caso de dos
jóvenes ingenieros, Prosper Jollois, de veintitrés años de edad, y el barón Edouard de
Villiers du Terrage, de veintinueve años. Ambos nos son especialmente simpáticos en
la medida en que se apasionan por los monumentos egipcios cuyo poderío y carácter
sagrado advierten. Por desgracia, están a las órdenes de un tal Girard, ingeniero
especializado en puentes y carreteras, y absolutamente insensible al arte faraónico.
Pese a las dificultades de todo orden, Jollois y Villiers establecen un gran mapa del
Valle de los Reyes donde inventarían dieciséis tumbas, once de ellas abiertas; trazan
igualmente planos de espectacular estética aunque llenos de inexactitudes,
consecuencias de una campaña arqueológica hecha con mucha rapidez y sin grandes
medios técnicos.
Curiosamente, ambos amigos no se limitan al paraje principal; se aventuran por la
rama occidental del Valle, salvaje y aislada, y descubren la entrada de una tumba que
nadie había señalado todavía. Examinan el terreno, se preguntan si alguien les habrá
precedido; el discreto Browne, por ejemplo, ¿no se habría deslizado en el interior del
hipogeo cuyo acceso estaba cerrado por pedazos de roca? A finales del mes de agosto
de 1799, Jollois y De Villiers penetran, sin saberlo, en la última morada de uno de los
más notables faraones de la historia egipcia, Amenhotep III.[5] Incapaces de leer los
textos y de descifrar su nombre, pero convencidos con razón de que los jeroglíficos
ocultan una excepcional sabiduría, ambos hombres no tienen la posibilidad de vaciar

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la tumba para estudiarla. La sepultura, que data del período en el que el arte tebano
conoció su apogeo, está por desgracia muy arruinada; los vándalos la han saqueado,
privándonos de una inmensa obra maestra cuya decoración era digna del templo de
Luxor o de las grandes tumbas de nobles, como la de Rekhmire. En la Época Baja,
algunas momias fueron depositadas en esa gran tumba, mal conocida todavía e,
incluso, difícil de encontrar; según los dos ingenieros, el agua había dañado de modo
irremediable los bajorrelieves. El monumento era digno del esplendor del reinado:
varias salas con pilares, numerosas cámaras, una sala del sarcófago dividida en dos
partes, la primera con seis pilares y techo cubierto de representaciones astrológicas, y
la segunda, más baja, conteniendo el sarcófago.
Los hallazgos fueron muy escasos: una cabeza de rey de esquisto verde (museo
del Louvre), otra de alabastro (conservada en Nueva York), un torso de madera de la
reina Teje, gran esposa real, un collar de resurrección de bronce con el nombre del
monarca, una placa de bronce donde las divinidades que forman la dualidad
primordial, Chu y Tefnut, se encarnan en la pareja real, y cuatro estatuillas funerarias
(colección De Villiers). Éstos son los magros restos de uno de los más fabulosos
tesoros del Imperio Nuevo.

EL REINADO DE AMENHOTEP III


Amenhotep III gobernó Egipto durante treinta y ocho años y siete meses, de 1390
a 1352; aquellos cuatro decenios fueron una edad de oro durante la que la civilización
faraónica rica, apacible y feliz alcanzó cimas artísticas: templo de Luxor, templo de
Soleb en el Sudán, «templo de los millones de años» en la orilla oeste del que sólo
subsisten los colosos de Memnon,[6] tumbas de los nobles, estatuaria de una calidad
extraordinaria como las efigies de Sekhmet, la diosa leona, dispersas por numerosos
museos, o también las estatuas recientemente descubiertas en el subsuelo del gran
patio de Luxor. Junto a Amenhotep III, una reina de excepción, Teje, que desempeño
un papel decisivo en el gobierno del país, y un gran sabio, Amen-hotep hijo de Hapu,
cuya memoria será venerada al igual que la de Imhotep, el creador de la primera
pirámide. Los maestros de obras del rey erigieron también monumentos en
Heliópolis, Menfis, Hermópolis, Abydos y El-Kab.
Tiempos de paz, decíamos, porque la pareja real da primacía a la diplomacia y
establece una alianza con un país temible, Mitanni, en forma de matrimonios; el
soberano asiático envía sus hijas a la corte de Egipto donde cambian de nombre
casándose de un modo simbólico con el rey.
La tierra amada por los dioses es el centro del mundo civilizado hacia el que
afluyen riquezas y tributos: países de Asia y de Nubia envían oro, materias primas,
regalos. En la capital, Tebas, la vida es animada; una sociedad cosmopolita celebra

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fiestas y banquetes donde las bellezas rivalizan en elegancia. Siguen viviendo en los
muros de las tumbas tebanas donde la muerte no tiene cabida.
Por lo que se refiere al inmenso templo de Karnak, se embellece de un modo
notable y gestiona dominios cada vez más extensos; esa prosperidad impulsó sin duda
a ciertos sacerdotes a confundir lo espiritual y lo temporal, lo que producirá una toma
de posición de Akenatón, hijo de Amenhotep III. En el reinado de este último, Atón
era ya venerado como forma del sol. Heliópolis y Tebas no entraban en competencia
sino que formaban los dos polos de una tríada cuyo tercer polo era Menfis.
Desolador borrón, el lamentable estado de la tumba de Amenhotep III, una joya
de la que nos ha privado la locura destructora de unos vándalos. La expedición de
Egipto sólo había rozado el Valle de los Reyes; menos de veinte años más tarde, un
musculoso excavador lo afrontará con muy distinta energía.

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10 - BELZONI, EL BUSCADOR DE ORO

EL EGIPTO DE MOHAMED ALÍ


El 14 de septiembre de 1801, los últimos soldados franceses abandonan Egipto:
de 1809 a 1828 aparecen los nueve volúmenes in-folio de texto y los catorce
volúmenes folio imperial de grabados de la Description de l’Egypte, que seguirá
siendo el más hermoso resultado de la expedición y permitirá descubrir la tierra de
los faraones a un público cada vez más apasionado.
Los franceses se han marchado, los ingleses también; ha llegado la hora de
Mohamed Alí (o Mehemet Alí). A partir de 1803, su influencia no deja de aumentar;
aunque no se convierte oficialmente en virrey de Egipto hasta 1841, de hecho
gobierna el país desde 1815, con la obsesión de modernizarlo. Autoritario y astuto, se
libra brutalmente de sus adversarios, los mamelucos: los invita a la ciudadela de El
Cairo, los encierra y los hace ejecutar por sus arqueros. El campo está libre, hace la
política de Turquía y, sobre todo, la suya: reorganización del ejército sobre el modelo
europeo, introducción y desarrollo de nuevos cultivos como la caña de azúcar,
recurso a ingenieros del país y extranjeros, entre ellos muchos franceses, construcción
de azucareras, nacimiento de una industria. Mohamed Alí sueña en un país rico e
independiente; por desgracia, no siente gran interés por el pasado faraónico y ordena
desmontar numerosos edificios para reutilizar las piedras. Sin la temeraria
intervención de Jean-François Champollion, que se atrevió a afrontarle, ¿cuántos
templos habrían sobrevivido?

EL TITÁN DE PADUA
Cuando Gian-Battista Antonio Belzoni, nacido el 5 de noviembre de 1778 en
Padua, desembarca en Alejandría con su esposa Sarah, el 9 de junio de 1815,
descubre un país algo más apacible que durante las precedentes dinastías;
tranquilizados por la fuerte personalidad de Mohamed Alí y por su dominio sobre el
ejército y la administración, los viajeros que llegan a Egipto son cada vez más
numerosos. Es posible esperar dirigirse al sur y regresar indemnes si no se mezclan
en la «guerra de los cónsules»; los diplomáticos, ávidos de antigüedades egipcias,
mantienen pandillas armadas que no vacilan en manejar el fusil. Belzoni verá la
muerte de cerca cuando sea agredido por el cónsul de Francia en persona, Drovetti, y
sus esbirros.
Pero Belzoni no teme a nadie. Aquel coloso, que no mide menos de dos metros,
dispone de una insólita fuerza física. Hijo de un barbero, se sintió vagamente tentado
por el sacerdocio antes de apasionarse por la hidráulica; en 1803, ese francófobo se

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encuentra en Londres donde hace el papel de Hércules en el teatro y el circo antes de
dirigirse a Portugal y España, en 1811. Sigue representando, con éxito, el papel de
«forzudo». Gigante de tez rojiza, demuestra un terrible entusiasmo que lo arrastra
todo a su paso pero choca con una dificultad que nunca conseguirá superar: obtener
una plaza estable, descubrir un oficio y un país que le ofrezca el equilibrio y la paz
interior. Él, que consigue levantar una docena de personas, soporta con menos
facilidad de lo que parece su destino de aventurero y batelero.
Tras una estancia en Malta, decide probar suerte en Egipto. La situación política
ha evolucionado y se murmura que, si se consigue gustar a Mohamed Alí, es posible
hacer fortuna. Durante un año, Belzoni gasta su magro pecunio en poner a punto una
máquina hidráulica que espera vender al pachá, al que le gustan las innovaciones
tecnológicas que puedan utilizarse en el desarrollo económico del país. Empecinado,
el coloso obtiene una entrevista cuyo resultado es catastrófico; Mohamed Alí aprecia
el insólito carácter de su huésped, pero rechaza la máquina. En la primavera de 1816,
Belzoni está arruinado; la miseria le acecha. Disponiendo de un pasaporte inglés, se
presenta al cónsul general de Gran Bretaña, Henry Salt, que se siente impresionado
por la potencia física del italiano, su capacidad para desplazar objetos de considerable
peso, su habilidad, su ingenio y su facundia. Lo contrata, pues, para su equipo de
excavadores, con instrucciones precisas: llevar a Inglaterra la mayor cantidad de
objetos antiguos de gran valor. En resumen, un pillaje organizado.
En materia de desplazamiento de antigüedades colosales, Belzoni acumula las
hazañas; citemos la estatua gigante del Ramesseum y el obelisco de Ptolomeo IX en
Filae. El titán de Padua, de incansable actividad, recorre el país, procede a la apertura
del gran templo de Abu-Simbel y consigue entrar en el interior de la pirámide de
Kefrén, en la planicie de Gizeh.
Sin embargo, sus relaciones con Henry Salt se degradan; a Belzoni le cuesta
aceptar ser un simple perro de caza que debe llevar las presas a su dueño. ¿No posee
acaso otras cualidades, no es un auténtico cazador de tesoros? Y, si hay tesoros,
¿dónde buscarlos sino en el Valle de los Reyes?

UN BULLDOZER EN EL VALLE DE LOS REYES


Belzoni no es un erudito ni un investigador; no se le podía exigir ser precavido,
meticuloso y atento a los detalles. Cuando descubre el Valle, sólo tiene una idea en la
cabeza: forzar la entrada de tumbas desconocidas todavía y extraer la riqueza.
El primer excavador verdadero del Valle utiliza varios equipos de obreros y los
hace trabajar a todo trapo; vestido a la oriental, se toca con un turbante y luce una
magnífica barba. Con voz grave, da sus órdenes y nunca vacila en ponerse
personalmente al tajo.

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Belzoni es observador. Sólo distingue una decena de tumbas reales, algunas
completamente abiertas y otras inaccesibles porque su entrada está llena de cascotes.
Además, anota la existencia de sepulturas y pozos que contienen momias y que no
son sepulcros reales; es el primero en comprender que el Valle no sólo había recibido
faraones. Se excavaron cuarenta y siete tumbas, afirma la tradición; imposible,
responde Belzoni. En este número, concluye equivocándose, se incluyen sepulturas
reales que será preciso buscar fuera del Valle.
A Belzoni le guía la pasión del buscador de oro; no practica método arqueológico
alguno y, poseído por un fuego devorador, no se concede descanso alguno. Se
interesa por el paisaje, por la naturaleza de las rocas y por un sorprendente fenómeno:
si sólo llueve una o dos veces al año, las precipitaciones son tan violentas que forman
torrentes que arrastran considerables masas de piedras y se introducen en las tumbas.
Sigue así el camino de las aguas para intentar sacar a la luz algunos hipogeos
desconocidos.

LA TUMBA DE AY (NÚM. 23)


Tras haber pasado por la tumba de Ramsés III, Belzoni se siente atraído por el
valle del oeste; gran caminador, busca lugares donde las rocas visibles puedan
disimular una cavidad excavada por la mano del hombre. Junto a la tumba abierta de
Amenhotep III, hunde su bastón de peregrino en un lugar arenoso. Como sufre de
oftalmia, al igual que su esposa, recurre a su equipo de árabes cuya lengua habla. Sus
ayudantes apartan las piedras; cae arena en un hueco, dos horas de trabajo bastan para
poner al descubierto la entrada de una tumba.
A la luz de las velas, Belzoni descubre dos corredores y tres cámaras; incapaz de
descifrar los jeroglíficos, no puede saber que acaba de resucitar la memoria del rey
Ay, el sucesor de Tutankamón. En las paredes, algunas escenas han escapado a la
destrucción; en una de ellas, la caza de pájaros en las marismas, aunque frecuente en
las tumbas privadas, es única en el repertorio de las sepulturas reales. También están
representados doce monos en tres registros, que valdrán al monumento el nombre de
«tumba de los monos», y al valle del oeste el de «valle de los monos» (uadi el-
Garud). Simbolizan las doce horas nocturnas que atraviesan el sol y el alma de
Faraón antes de resucitar; se encuentran también en la tumba de Tutankamón, junto a
la escena donde Ay, precisamente, practica la abertura de la boca en la momia del
joven rey difunto.
La tumba de Ay está degradada; en la cámara funeraria, Belzoni contempla sólo
un sarcófago mutilado cuyos fragmentos serán recogidos en la tumba de Ramsés XI;
quedará parcialmente reconstruida en el museo de El Cairo. Belzoni se siente
decepcionado; el triste sepulcro no contiene más tesoros que fragmentos de cerámica,

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estatuillas de madera y de loza y esqueletos de dispersos fragmentos.
El monumento no ha sido estudiado con detalle y no ha sido objeto de una
publicación exhaustiva; el nombre del rey Ay fue destruido y su momia ha
desaparecido. No fue identificada en ninguno de los escondrijos donde se preservaron
los cuerpos de los faraones del Imperio Nuevo. La tumba sufrió un vandalismo
particularmente virulento, como si se hubiera querido destruir la última morada de un
soberano cuyo reinado fue corto (1327-1323), pero cuya carrera de hombre de poder
fue bastante larga. Ay, en efecto, fue un alto funcionario tebano durante el reinado de
Amenhotep III, y conoció horas de gloria en Aketatón, la ciudad del sol que
Akenatón y Nefertiti habían elevado al rango de capital. El rey dictó a Ay, fiel
cortesano y confidente, el gran himno a Atón. Cuando concluyó la experiencia de
Akenatón, la Corte regresó a Tebas para asistir a la coronación de Tutankamón; Ay
sigue siendo uno de los personajes más influyentes. Su experiencia le permite ser un
consejero escuchado por el joven monarca, en cuyo visir se convierte. No sospecha
que el soberano morirá joven y que él, viejo diplomático que ha evitado muchas
trampas, será llamado a ocupar el trono de Egipto.
Durante cuatro años, aquel antiguo jefe de los carros, cuya esposa había sido la
nodriza de Nefertiti, desempeñará la función suprema; sus maestros de obras trabajan
en Karnak, en Luxor y en Medinet Habu, donde disponía de un palacio.
¿Por quién y en qué fecha fue devastada su tumba? El enigma permanece.

¿LA TUMBA DE AMENHOTEP IV? (NÚM. 25)


Belzoni se aclimata. Se le respeta por su estatura y su potencia. Tiene la
inteligencia de no jugar al europeo dominador, de mezclarse con el pueblo, hablar su
lengua y respetar sus costumbres. Ladrones y traficantes no se atreven a
importunarle; por lo que a los cónsules se refiere, le dejan en paz en la medida en que
se ha convertido en un «patrón» de excavaciones y obtiene resultados. Adquiere una
indiscutible reputación y se cuenta con él para sacar de la tierra prodigiosos tesoros
que enriquecerán a su empleador, el cónsul general de Inglaterra.
El titán de Padua, decididamente atraído por el valle del oeste, vuelve a excavar
junto a la tumba del rey Ay. Descubre una sepultura cuya puerta está sellada todavía;
la esperanza de echar mano al oro y las joyas crece. Para derribar el obstáculo,
Belzoni utiliza un medio radical: el ariete. La barrera de antiguas piedras pronto es
derribada. Decepción, la tumba sólo contiene momias. Los ocho ataúdes pintados
datan, al parecer, de un período tardío; pero ¿no pertenecen las momias, como la
propia tumba, a la XVIII dinastía? Hoy, han desaparecido, y la sepultura, que recibió
el número 25, está vacía. Reeves, uno de los especialistas del Valle, formuló una
hipótesis: como se trata sólo de un inicio de excavación, ¿no estaría destinada esa

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tumba al rey Amenhotep IV y abandonada cuando cambió de nombre para
convertirse en Akenatón? Decepcionado, Belzoni regresó al valle del oeste; la
necesidad de obtener resultados espectaculares no le permitía descanso alguno.

UN HIJO DE REY (NÚM. 19)


El período del 9 al 18 de octubre de 1817 es una de las grandes fechas de la
aventura arqueológica en el Valle de los Reyes; ¡en nueve días, no menos de cuatro
tumbas nuevas descubiertas! El interés va creciendo. El 9 de junio, Belzoni penetra
en la pequeña tumba núm. 21; data de la XVIII dinastía, pero no está decorada y sólo
contiene dos momias de mujeres «casi desnudas» con los cabellos bien preservados.
Aquel mismo día, al parecer, entra en la morada de eternidad del príncipe Ramsés
Montu-her-kopeshef, cuyo nombre es sinónimo de valor guerrero: «El brazo de
Montu (dios halcón) es poderoso». Hijo de Ramsés IX (1125-1107), capitaneó el
ejército y obtuvo el insigne honor de habitar la misma necrópolis que su padre.
Único tesoro del lugar: algunas momias, introducidas en una época tardía. Sin
duda otros viajeros, como Pococke, conocían ya esa tumba; pero Belzoni fue el
primero en explorarla por completo. El cuerpo del príncipe no fue encontrado en
ninguno de los escondrijos conocidos.
Aquellos hallazgos, que bastarían para hacer feliz a cualquier arqueólogo
contemporáneo, minaron la moral de Belzoni; no podía exhibir ningún objeto de
valor.

LA TUMBA DE RAMSÉS I (NÚM. 16)


El destino iba a ofrecer al titán de Padua el descubrimiento del hipogeo del
primero de los Ramsés, el fundador del más ilustre linaje faraónico. Nacido en una
familia de militares del delta, el futuro Ramsés era un anciano visir que había pasado
sus días sirviendo a Faraón y esperaba pasar una vejez feliz en una villa acomodada,
disfrutando el suave viento del norte bajo su emparrado y celebrando el culto de
Maat, la Regla divina, que había inspirado su conducta y su trabajo.
El gran Horemheb, reconociendo en él excepcionales cualidades, destrozó aquel
hermoso sueño asociándole al trono y prefiriéndole a hombres más jóvenes; cuando
regresó a la luz, Ramsés I subió al trono. Llevó los nombres de «El que confirma la
Regla (Maat) a través de las Dos Tierras», «La luz divina (Ra) lo ha puesto en el
mundo», «Estable es el poder de la luz divina», «El elegido del principio creador
(Atum)». ¿No es ésta la prueba de que se veía en él al fundador de una dinastía, la
XIX y de un linaje, el de los Ramsés?
«Hijo de Ra» se casa con Satre, «La hija de Ra», de acuerdo con una coherencia

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muy egipcia; vela por el equilibrio, político y religioso del país, sin beneficiar a Tebas
la meridional a expensas de Menfis, la septentrional. Además, su dios protector es Ra
y no Amón, señor de Tebas. Aunque sus maestros de obras trabajan en Karnak, el rey
hace erigir, sobre todo, un templo en Abydos, el lugar de los misterios de Osiris.
Envía expediciones al Sinaí para explotar de nuevo las minas y, gracias a su
experiencia en asuntos de Estado, preserva la paz y la prosperidad. El reinado del
primero de los Ramsés, cuya fuerte personalidad se presiente, fue por desgracia muy
corto, menos de dos años (1295-1294). Los artesanos de Deir el-Medineh dispusieron
pues de poco tiempo para decorar la tumba; por ello su corredor es el más corto de las
tumbas reales del Valle y su cámara funeraria es de restringido volumen.
Belzoni descubre la sepultura el 10 de octubre y penetra en ella el 11. No deja de
maravillarse ante los cálidos colores de las pinturas, admirablemente conservadas;
hoy todavía, aunque hayan perdido parte de su brillo, convierten al pequeño santuario
en una gran obra maestra. Se ve en ellas a la diosa Maat, al rey conducido por Horus,
Atum y Neith ante Osiris, al soberano consagrando cuatro cofres de vestidos ante el
dios de la luz; escena rara, el faraón arrodillado, con la mano diestra en el corazón y
el brazo izquierdo levantado en escuadra, celebra el rito de la alegría en compañía de
personajes con cabezas de halcón y chacal. En las paredes están inscritas dos
divisiones de un libro funerario desconocido hasta entonces: el Libro de las puertas.
El sarcófago de granito es soberbio; no contiene el cuerpo del rey sino dos
momias que fueron introducidas después de que la momia real fuera puesta en lugar
seguro. ¿Y los objetos? Esta vez, Belzoni está lleno de júbilo. Ciertamente, no es un
fabuloso tesoro, pero al menos se apodera de una hermosa estatua del rey, de madera
de sicómoro, que se yergue en una esquina de la sepultura; Faraón está representado
en su función de guardián del otro mundo, como lo prueban las dos famosas estatuas
negras de la tumba de Tutankamón. Otras varias estatuillas de madera habían
escapado a la rapacidad de los desvalijadores; se trataba de personajes con cabeza de
león, mono, tortuga y «zorro», dice un intrigado Belzoni. Uno de ellos llevaba barba
y su rostro parecía una máscara; un dibujo permite identificarlo pues, representado en
los techos astrológicos de las tumbas ramésidas. Se trata de la divinidad que mide las
horas de la noche y el paso de las constelaciones.
Desde el punto de vista religioso y simbólico, Belzoni tenía ante los ojos piezas
de gran valor; fueron vendidas al British Museum y… ¡perdidas! En el actual estado
de las investigaciones, sólo subsisten al parecer una diosa hipopótamo, garante de la
fecundidad, y una estatuilla con cabeza de tortuga, símbolo de la capacidad de
resurrección. Los museos, lamentablemente, no son siempre lugares seguros y uno de
los aspectos más tristes de la arqueología es ver cómo se desvanecen, así, objetos que
un excavador arrancó del olvido.
La tumba de Ramsés I estuvo, durante mucho tiempo, en peligro, pues una parte

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del techo se derrumbó sobre el sarcófago y se temió que el conjunto de la sepultura
amenazara ruina; apuntalándola, se evitó la catástrofe. La pequeñez de la tumba es
poco apta para la invasión de grupos numerosos, y los colores no cesan de
degradarse.

La CAPILLA SIXTINA DEL ARTE EGIPCIO: LA TUMBA DE


SETI I (NÚM. 17)
Esta tumba puede considerarse la más importante del Valle, en la medida en que
su estado de conservación es notable; antes de Seti I, además, sólo algunas partes de
la sepultura estaban decoradas. Con él, descubrimos la primera morada de eternidad
cubierta por completo de textos y relieves, desde el comienzo del corredor
descendente hasta la sala del sarcófago. Y a Belzoni, el buen gigante atormentado, el
entusiasta aventurero despreciado por tantos eruditos y espíritus refinados, le
debemos tan fabuloso descubrimiento.
La excavación comienza el 16 de octubre. Basándose en sus observaciones sobre
el curso del agua de lluvia, Belzoni excava al pie de una pendiente bastante
empinada, en una especie de avenida en la que desemboca un torrente durante las
precipitaciones. Los fellahs, que a menudo poseen la clave de una exploración y, a
veces, están mejor informados que los sabios de despacho, le desaconsejan proseguir;
pero el titán de Padua se obstina. A dieciocho pies por debajo del nivel del suelo del
Valle, aparece una entrada cerrada por grandes piedras.
El 18 de octubre, a mediodía, Belzoni se abre paso y penetra en una tumba
inmensa, de ciento diez metros de largo.
«Esta vez tuve la felicidad que me recompensó ampliamente de todas mis penas
—escribe—. Puedo considerar el día de ese descubrimiento como uno de los más
afortunados de mi vida. Y quienes saben, por experiencia, tener éxito en una empresa
larga y penosa más allá de lo esperado son los únicos que pueden imaginar la
alegría que me dominó al penetrar, primero de todos los hombres que actualmente
viven en el globo, en uno de los más hermosos y vastos monumentos del antiguo
Egipto; en un monumento que se habría perdido para el mundo y que está tan bien
conservado que se diría que acababan de terminarlo poco antes de nuestra entrada.»
Belzoni, estupefacto, advierte que toda la tumba está decorada; los colores de los
bajorrelieves están intactos; los techos, por los que vuelan buitres de alas
desplegadas, símbolos de la madre regeneradora, están intactos. Es una maravilla…
¡y siente el irresistible deseo de llegar al fondo del hipogeo!
Un obstáculo inesperado se lo impide: un pozo de treinta pies de profundidad,
catorce de largo y doce pies y tres pulgadas de ancho. A ambos lados, los muros están
decorados hasta la bóveda; más allá del borde opuesto, una pequeña abertura permite

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suponer que la tumba continúa. Una esperanza, una cuerda atada a un pedazo de
madera cuelga en el pozo. Cae hecha polvo cuando la tocan. Hay que aguardar al día
siguiente, 19 de octubre, para regresar con otra tabla, colocarla sobre el pozo y cruzar
el vacío.
Sí, la tumba continúa. La enumeración de las partes de su planta da vértigo:
escalera, corredor, escalera, corredor, el pozo, una sala con cuatro pilares, un camino
que se detiene en una sala con dos pilares, otro que prosigue por una nueva escalera,
un nuevo corredor, una sala pequeña, una sala con seis pilares flanqueada por dos
capillas, la cámara funeraria con bóveda de cañón que da, a la izquierda, a una sala
con dos pilares y, a la derecha, a una pequeña estancia para el mobiliario funerario y,
finalmente, una sala oblonga con cuatro pilares.
El buscador de tesoros se siente decepcionado: un cuerpo de toro, fragmentos de
estatuillas momiformes y de distintas estatuas, restos de jarras, pero el Belzoni
enamorado de la grandeza de Egipto queda fascinado por la inmensa cámara
funeraria, la morada del oro, cuyo techo está cubierto de signos astrológicos y
astronómicos. Aquí, el faraón descansa en el cuerpo perpetuamente regenerado de su
madre, el cielo. El alma del rey vive en compañía de las estrellas imperecederas, las
circumpolares, y de las estrellas infatigables, los planetas. Faraón se convierte en la
gran estrella al oriente del cielo que crea las horas del día y las horas de la noche, y
atraviesa para siempre tiempos y espacios.
La tumba de Seti I es, también, el conservatorio de los grandes textos simbólicos
e iniciáticos que Faraón debe conocer para cruzar las puertas del más allá y vivir en
eternidad: Libro de la cámara oculta (Amduat), Ritual de la apertura de la boca,
Libro de las puertas, Letanías de Ra, Libro de la vaca celestial. Son las seguras guías
que contienen las fórmulas indispensables de conocimiento.
Aquí, Faraón es «el gran dios, dotado de vida»; guiado por la Regla, sigue el
camino de Occidente, unido a la luz creadora. Hace ofrendas a todas las divinidades
encontradas y su ser regenerado se convierte en el conjunto de las fuerzas divinas.
Por sí sola, la tumba de Seti I merecería una larga obra de descripción, traducción y
comentarios; ciento setenta y cinco años después de su descubrimiento, no ha sido
todavía objeto de una publicación científica y ha sido necesario aguardar hasta 1991
para que se publicaran las fotografías en blanco y negro de Harry Burton, tomadas en
1921.[7]
En 1988, cayeron algunos fragmentos del techo astronómico y la tumba fue
cerrada al público. Actualmente se están llevando a cabo trabajos de restauración.
Belzoni advierte distintas etapas en el acabado del dibujo: algunas escenas están
más o menos esbozadas, aunque la gran mayoría alcanza la perfección. Es imposible,
evidentemente, hablar de que están inconclusas. El italiano, intuitivo, es el primero en
comprender —y demasiados egiptólogos olvidan su opinión— que los egipcios

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quisieron, de este modo, hacernos ver «todo el procedimiento de los artistas
encargados del embellecimiento de los sepulcros y los templos». Quien quiera
comprender la naturaleza y la técnica del dibujo egipcio, debe, en efecto, estudiar las
plantillas de proporciones que esta tumba revela.
Durante su último viaje al Alto Egipto, Belzoni tomará moldes de los
bajorrelieves utilizando una mezcla de cera, resina y fino polvo que le permite
obtener una pasta fácil de modelar. Él, el manazas, se vuelve entonces delicado y
procura no dañar los colores. Atónito, cuenta más de dos mil «figuras jeroglíficas»
cuyo tamaño varía de una a seis pulgadas; y no se ocupa todavía de los propios
textos, de aquellos textos que viven y transmiten la vida. Muchas sutilezas se le
escapan, y otras muchas se nos escapan aún; por ejemplo, algunas frases están
escritas al revés pues el mundo subterráneo, mientras se halla en las tinieblas, está
invertido. Cuando pasa el sol, en su viaje hacia la resurrección, todo se endereza.
El sarcófago, «del más hermoso alabastro oriental [la calcita]», deslumbra a
Belzoni. No tiene igual en el mundo y «se vuelve transparente cuando se coloca una
luz tras una de sus paredes». Decorado con figuras y textos del Libro de las puertas,
esta obra maestra, cuya tapa fue arrancada y quebrada, se vio por desgracia
transportada a Londres y acabó en un museo privado, el de Sloane, en Lincoln’s Inn
Fields. La comunidad científica internacional debiera movilizarse para repatriar ese
sarcófago y devolverlo a su lugar de origen. Lo mismo debiera hacerse en lo que se
refiere a los dos bajorrelieves cortados por Champollion y Rossellini, y que se hallan
en el Louvre y el museo de Florencia. Si la intención era comprensible —mostrar al
mundo la excepcional calidad del arte egipcio, este exilio no es hoy aceptable ya. ¿No
se podría disponer al menos, y sin dilaciones, de una copia? La tumba de Seti I
encierra un enigma ante el que Belzoni no fue insensible; más allá de la sala del
sarcófago, un corredor se hunde en la roca como si el monumento renaciera y
continuara. El italiano creyó en la existencia de un paso subterráneo que atravesaba la
montaña; es imposible apoyarle o contradecirle porque no se ha iniciado excavación
alguna.
Tal dispositivo no es único; existe en otras tumbas y significa, a nuestro entender,
que la morada de eternidad, como el templo, nunca se termina. Lleva en sí misma su
más allá, que escapa a cualquier comprensión humana. ¿Cómo simbolizar esa
zambullida en lo invisible sino por medio de un corredor que se dirige al corazón de
la piedra?

UN AGÁ DESEOSO DE BOTÍN


El descubrimiento de esta fabulosa tumba causó sensación: muy pronto circularon
rumores. ¿No habría el titán de Padua exhumado un tesoro del que no habría hablado

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a nadie porque quería guardarlo para sí? Un potentado local, el agá de la ciudad de
Qena, célebre todavía hoy por sus venganzas, no quiso aceptarlo. Sin perder un solo
instante, montó en su caballo y partió a rienda suelta hacia el Valle, en compañía de
una pandilla de milicianos armados.
Su llegada no pasó desapercibida; el agá y sus hombres dispararon tiros de pistola
al penetrar en la necrópolis real. Belzoni les hizo frente, extrañado ante aquel
despliegue de fuerzas. Con relativa amabilidad, el agá exigió visitar el sepulcro donde
pudo hacer por fin, al excavador, la pregunta clave: ¿en dónde ocultaba el tesoro? Sus
informadores se lo habían descrito: un gallo de oro lleno de diamantes y de perlas. El
italiano, no sin trabajo, consiguió convencer a su interlocutor de que no había más
riquezas que los prodigiosos bajorrelieves a los que el agá no había prestado atención
alguna. Tras aceptar dirigirles una despectiva mirada, concluyó: «sería un buen local
para un harén; las mujeres tendrían algo que mirar».

SETI I EL ADMIRABLE
La momia de Seti I no estaba ya en su sarcófago; los sumos sacerdotes Herihor y
Smendes I se habían encargado de ella antes de que fuera transferida, en el año 10 de
Siamon, al escondrijo de Deir el-Bahari.
La momia del creador de la obra maestra del Valle es la más hermosa de las
momias y la mejor conservada; el rostro de Seti I es el de un hombre de raza blanca,
grave, austero, de incomparables dignidad y nobleza. Una ligera sonrisa confiere a la
expresión la serenidad más completa, que no excluye potencia y autoridad.
Contemplar la momia de Seti I no es, ciertamente, enfrentarse a un muerto sino
hallarse ante un faraón cuya alma ha vencido el obstáculo del óbito.
Seti I sólo reinó unos quince años (1294-1279) y murió entre los cincuenta y los
sesenta años; pero aquel cuarto de siglo vio nacer una tumba sublime, el templo de
Abydos, donde fueron revelados los misterios de Osiris y esculpidos los más
hermosos bajorrelieves del Imperio Nuevo, la sala hipóstila de Karnak, la más vasta
nunca edificada en Egipto, y el templo de los millones de años de Gurna, en la orilla
oeste de Tebas. Semejante actividad arquitectónica, el genio de los arquitectos y los
escultores que trabajaron en aquel bendito tiempo nos deja atónitos.
Cierto es que el rey se había colocado bajo la protección de Seth, el detentador
del poder celestial; reina sobre un Egipto rico y apacible y, adepto de Seth, el asesino
de Osiris, hizo edificar el mayor templo jamás construido para el dios muerto y
resucitado, en Abydos, con el fin de que la fuerza destructora se vuelva fuente de
resurrección.
Seti I, con el fin de garantizar la seguridad de las Dos Tierras, tomó de nuevo con
mano firme el control de Siria-Palestina; beduinos y libios fueron controlados por el

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ejército y la policía del desierto. Ninguna amenaza de invasión perturbó el clima
sereno que permitió a Seti el admirable construir las moradas divinas.

GLORIA Y DECADENCIA DE BELZONI


Pese a su formidable descubrimiento y a la primera exploración de la pirámide de
Kefrén, Belzoni ve cómo su situación se degrada. No soporta ya ser el criado del
cónsul general británico y se pelea con él, pero no se entiende mejor con sus
adversarios, los franceses. Ni Salt ni el British Museum le agradecen los servicios
prestados; no logra obtener el puesto oficial que pondría fin a su vagabundeo.
Convertido en persona non grata, incapaz de financiar personalmente las
excavaciones y obtener autorizaciones, sólo puede ya abandonar Egipto en 1819 y
poner rumbo a Inglaterra, tras haber pasado por Italia y por su ciudad natal, donde es
recibido como un héroe.
A fines de 1819 está en Londres. Gracias a los dibujos en color de Beechey y de
Ricci, organiza una exposición de reproducciones de la tumba de Seti I. El éxito es
inmenso; es la primera gran revelación del arte egipcio que, tras tantos siglos de
olvido, se pone bruscamente de moda. El libro donde Belzoni cuenta sus aventuras
obtiene, también, el favor del público. En resumen, el titán de Padua se convierte en
una celebridad; con un indudable sentido del espectáculo, desenvuelve una momia
ante una concurrencia compuesta por lores y ladies. Por lo tanto, incluso las momias
pueden tratarse ya; por lo que a los faraones se refiere, en adelante forman parte de la
cultura europea.
En 1822, el año en que Champollion descifra los jeroglíficos, la exposición de
Belzoni llega a París. El éxito se confirma. Sin embargo, el descubridor de la tumba
de Seti I sigue sin obtener la estabilidad soñada. ¿Qué le queda salvo la aventura?
Sale hacia Tombuctú, con la intención de llegar a las fuentes del Níger y obtener así
nueva fama. Pero, esta vez, la expedición termina mal; el 3 de diciembre de 1823, con
sólo cuarenta y cinco años, el titán de Padua muere de disentería.
Ciertamente, Belzoni se equivocó al afirmar que en el Valle de los Reyes no
quedaba ya nada por descubrir; pero marcó indeleblemente su historia al descubrir las
tumbas de Ramsés I y de su hijo Seti I. El mejor modo de resumir un personaje
simpático y excesivo a la vez es citar uno de sus pensamientos, ingenuo y profundo al
mismo tiempo: «Los egipcios eran una nación primitiva: no encontraron modelos
que imitar y se vieron obligados a inventar y crear».

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11 - EL METICULOSO SEÑOR BURTON

LA COTIDIANEIDAD EGIPCIA DE UN GENTLEMAN


El Valle es una gran dama de generoso corazón; ninguna clase de hombre la
asquea, siempre que sienta interés por ella. Tras el bullidor y tempestuoso Belzoni, el
siguiente explorador, James Burton, que trabajó en el paraje a partir de 1820, es
exactamente lo opuesto: lento, preciso, meticuloso, no haría descubrimiento
espectacular alguno. Sin embargo, gracias a él, el conocimiento del paraje progresará
un poco; tras el tiempo del titán, llega el de una hormiga británica.
A comienzos del siglo XIX, el apasionado por la arqueología debe tener un
evidente sentido de la organización y adaptarse a las condiciones locales. Su primera
tarea en El Cairo consiste en alquilar un barco, que habrá tenido la precaución de
desinfectar para que la mugre, los insectos y las ratas se vean reducidos al mínimo; si
llega con buena salud a Tebas, se alojará en el templo de Karnak, si le interesa la
orilla este, o en una tumba de la orilla oeste, si le fascina el Valle de los Reyes. En
Gurna, donde los aldeanos han construido sus casas sobre las sepulturas de los nobles
tebanos, es fácil encontrar morada. El arqueólogo debe aportar lo necesario: una
cama, una mosquitera, sillas, un tablero de dibujo, un sextante, medicamentos contra
la diarrea y la oftalmia, té, vino, coñac y, naturalmente, las obras de los autores
antiguos y los modernos excavadores.
La comodidad es sumaria, pero la experiencia no es tan dura; el salario de los
criados no es muy elevado y un hombre de calidad debe tener varios. Antes de que
salga el sol, el primero de ellos abre la puerta de la alcoba y anuncia alegremente:
«¡El sol, señor!»; el segundo sirve una taza de café y una pipa, el tercero un sólido
breakfast. ¿Cómo no sentirse en forma, tras tantas precauciones, para subir a un asno
y dejar que el borriquillo os guíe hasta el Valle? Allí hay que observar, medir, dibujar,
excavar; a mediodía, es conveniente regresar para comer. Aves, arroz, pastas, agua
del Nilo y un vaso de vino francés en el menú. Viene luego la indispensable siesta,
después del café. Finalmente, se regresa al trabajo, hasta el ocaso, con la esperanza de
descubrir una tumba intacta.

UN ENAMORADO DE LOS PLANOS


El honorable James Burton, que apreció los goces de aquella regulada existencia,
fue un enamorado de la arqueología precisa, del dibujo puntilloso, del análisis
arquitectónico y de los planos de las tumbas reales. Coleccionó, efectivamente,
algunas antigüedades que se dispersaron en Sotheby’s, pero redactó sobre todo
setenta volúmenes de notas, planos y dibujos, ofrecidos al British Museum después

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de su muerte.
Poco preocupado por lo sensacional, el honorable señor Burton piensa primero en
proteger la magnífica tumba de Seti I haciendo edificar muretes que impidan al agua
invadirla y degradarla; luego vacía el pozo que tanto había molestado al impaciente
Belzoni en su avance.
Intenta también vaciar la enigmática tumba núm. 20 —que, según más tarde
sabremos, fue una de las sepulturas de la célebre Hatshepsut—, pero debe renunciar a
la empresa; el polvo hace irrespirable el aire y la tarea exige una organización de la
que se siente incapaz. James Burton no es un conductor de hombres y no tiene las
cualidades de un jefe de equipo; prefiere visitar las tumbas abiertas, observarlas de
cerca y trazar sus planos. Advierte, por ejemplo, que una parte del techo de la tumba
de Ramsés VI está hueca; por un agujero que se abre a bastante altura en el muro del
corredor, es posible introducirse en otra tumba. Para evitarlo, el maestro de obras
aumentó el ángulo de inclinación del corredor.
Burton no es sólo un observador sino también un descubridor, aunque sus éxitos
fueran modestos; la tumba núm. 3, primero, sin inscripciones ni decoración, destinada
tal vez a uno de los hijos de Ramsés III; la tumba núm. 12, luego, muda también, que
se abre al sur de la sepultura de Ramsés VI. De unos ciento siete pies de longitud,
baja, es un caso único en el Valle, si nos atenemos al plano de James Burton, ¡el
único que se ha establecido! Tiene, en efecto, muchas cámaras laterales; ¿se trataría
de un panteón familiar fechado en la XVIII dinastía? El monumento fue
cuidadosamente excavado, pero los muros están desesperadamente blancos, a
excepción de las marcas de los artesanos para indicar «norte» y «sur».

LA TUMBA DE MERIATUM (NÚM. 5)


James Burton realizó un tercer descubrimiento, más relevante; se trata también de
una tumba no real, cuyo propietario es conocido, Meryatum, «El amado de Atum»,
uno de los hijos de Ramsés II, y sobre todo uno de los sumos sacerdotes de
Heliópolis que llevaban el título de «Grande de los videntes» (o «El que ve al
grande»). Personaje de consideración, en consecuencia, que fue uno de los primeros
dignatarios del país en tiempos del más famoso de los Ramsés.
Naturalmente, el meticuloso James Burton levanta un plano del extraño
monumento; un corredor lleva a una estancia cuadrada de dieciséis pilares en el que
se abren varias cámaras. Nada comparable existe en el Valle ni en el resto de Egipto.
A la izquierda de la entrada, la diosa Maat; en la tumba, muy deteriorada, Burton no
señala objeto alguno.
Esta sepultura, digna de interés, no sólo no se estudió nunca de modo sistemático
sino que hoy se ha perdido. Nadie ha entrado en ella desde 1920 y se halla en alguna

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parte, bajo el moderno aparcamiento, en un lugar que la hacía fácilmente inundable.
Como la escala del plano de Burton se ha perdido también, no tenemos idea exacta
alguna sobre sus dimensiones.
Tras los resonantes éxitos de Belzoni las hazañas de Burton parecen muy pobres;
pero ¿tener tres tumbas del Valle, aunque no sean reales, en su activo no es acaso un
honroso resultado?

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12 - WILKINSON EL NUMERADOR

¡SE HAN DESCIFRADO LOS JEROGLÍFICOS!


El 27 de septiembre de 1822, Jean-François Champollion lee su «Carta al señor
Dacier», donde expone los principios para descifrar los jeroglíficos. En el mismo
instante, y en función de una de esas casualidades de la historia que se confunden con
el destino, pasan ante el Instituto de Francia unas barcazas que transportan las
enormes reproducciones de la tumba de Seti I que se expondrán en París.
Champollion será el más atento de sus visitantes. ¿Vio a Belzoni y hablaron del Valle
de los Reyes? Lo ignoramos. Es fascinante pensar que el genial descifrador se
demoró en las reproducciones de la más hermosa tumba de aquel Valle que tanto
esperaba explorar y al que Belzoni nunca regresaría, aquel Belzoni que tantos textos
había visto sin poder leerlos.
El fabuloso descubrimiento de Champollion permitía leer los nombres de los
reyes inscritos en los óvalos llamados «cartuchos», comenzar a comprender las bases
de la civilización, establecer una cronología, un orden de las dinastías, en resumen,
abrir un gigantesco libro cerrado desde que la última comunidad de adeptos egipcios,
la del templo de Filae, había sido aniquilada por fanáticos cristianos, en el siglo VI de
nuestra era. Podríamos creer que Champollion fue festejado y cubierto de honores.
Muy al contrario, numerosos oponentes, tanto franceses como extranjeros,
discutieron la validez del desciframiento. Entre ellos están los miembros de la
expedición de Egipto, celosos del joven egiptólogo más sabio que ellos, cuando
aparecían los últimos volúmenes de la Description. El conde de Forbin, director de
los Museos nacionales y espíritu mediocre, desplegó numerosos esfuerzos para
dificultar la carrera de Champollion.
Éste no había tenido posibilidad todavía de partir hacia Egipto para verificar la
magnitud de su descubrimiento; no será él el primero en leer los nombres de los reyes
inscritos en las tumbas del Valle, sino un inglés: John Gardner Wilkinson.

EL ORDEN Y EL MÉTODO BRITÁNICOS


Ya a la edad de doce años, Wilkinson, hijo de clérigo, hace una primera estancia
en Egipto; nace una pasión que no hará sino aumentar durante las tres largas estancias
que le llevarán al envidiable estado de primer egiptólogo ennoblecido, en 1837.
Tras sus estudios en Harrow y Oxford, se destina a una carrera de oficial; pero la
llamada de Egipto es más fuerte. Un diplomático, sir William Gell, le alienta; como el
joven dispone de algunos medios económicos, gracias a sus padres, se instala en
Tebas ya en 1824, en una gran casa de ladrillos crudos, adornada con dos torreones,

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en la colina de Gurna, con la firme intención de proceder a un estudio sistemático de
las tumbas del Valle.
Paciente y meticuloso, corrige los errores de sus predecesores y se interesa por lo
que hoy se denomina «la cultura material» y la vida cotidiana de los antiguos
egipcios. Redacta una obra monumental en cinco volúmenes, The Manners and
Customs of the Ancient Egyptians, que le valdrá una reputación internacional. Como
no tiene una cabeza metafísica y filosófica, Wilkinson no intentará comprender el
significado de las tumbas reales, sino inventariarlas y clasificarlas; utilizando el
método descifrador de Champollion, lee el nombre de los reyes inscrito en los
cartuchos y, a partir de 1826, establece una primera lista cronológica de los faraones
del Imperio Nuevo basándose en la documentación que proporcionan el Valle y otras
inscripciones.

EL BOTE DE ACEITE OSCURO DE 1827


Para el Valle, 1827 es un año que cuenta, no porque Wilkinson saque a la luz una
tumba extraordinaria sino porque numera todas las tumbas conocidas hasta entonces.
Equipado con un bote de aceite oscuro y un pincel, inscribe los números a la entrada
de cada sepultura; parte de la tumba más baja, asciende por el camino central
atravesándolo a derecha e izquierda, hasta el punto más alto del Valle. Luego regresa
al área central y desciende hacia la torrentera donde Belzoni descubrió la tumba de
Seti I, a la que atribuye el núm. 17. Se dirige luego hacia la tumba de Montu-her-
kopeshef, que recibe el núm. 19, luego desciende hacia las pendientes bajas del Valle.
Así se otorgaron los veintiún primeros números. Wilkinson numera las catacumbas
del valle del oeste en un sistema separado.
Advirtiendo que varias tumbas de la XIX dinastía estaban situadas en las partes
bajas, Wilkinson teme que se inunden en las próximas lluvias torrenciales; asistió, por
otra parte, a ese cataclismo cuando afectó la tumba de Merenptah. Un furioso torrente
arrastró restos de roca que se introdujeron en el hipogeo. Conscientes ya del peligro,
los antiguos habían construido pequeños diques ante las tumbas más vulnerables y
bloqueado las puertas con piedras secas selladas con yeso muy resistente. Pero esos
dispositivos se habían visto destruidos tras el abandono del Valle, expuesto ahora a la
intemperie.
La tumba que apasionó a Wilkinson fue la de Ramsés III, no por sus colores sino
por la representación de varios objetos utilizados cotidianamente: sillas, jarras, cestos,
alfarería, etc. En opinión del arqueólogo, este material revelaba un alto grado de
refinamiento.
Naturalmente, no desdeñó los dos famosos arpistas, que dibujó, al fin, con
precisión.

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Entre 1820 y 1830, Wilkinson copia las inscripciones y dibuja las escenas de las
tumbas reales; ese enorme trabajo está reunido en cincuenta y seis preciosos
volúmenes que contienen escenas desaparecidas o dañadas hoy. El arqueólogo, que
sufría de oftalmia, se ve obligado a cambiar el Valle por las zonas desérticas donde el
aire es más seco. No ha descubierto ninguna tumba nueva, es cierto, pero ha puesto a
punto una topografía de Tebas y una numeración que sigue utilizándose.
Como Belzoni, Wilkinson está convencido de que en el Valle no hay ya nada que
encontrar; la más antigua tumba conocida es la de Amenhotep III y, desde Ramsés I,
casi todas las sepulturas de los soberanos han sido identificadas. Las que faltan
fueron, por lo tanto, excavadas en otra parte.
El arqueólogo inglés es un personaje estirado, distante, que no inspira simpatía;
demasiado preocupado por los detalles y los aspectos materiales de la realidad
egipcia, no advirtió la grandeza del Valle. Pero su trabajo sigue siendo digno de
estima y sus «maneras y costumbres» de los antiguos egipcios servirán durante largo
tiempo como obra de referencia, gracias a un hombre de campo.
Correspondería al padre fundador de la egiptología, Jean-François Champollion,
situar el Valle en su verdadera perspectiva.

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13 - CHAMPOLLION DESCIFRA EL VALLE

EL SUEÑO REALIZADO
Cuando llega a Egipto, Jean-François Champollion realiza su sueño más querido,
conocer por fin la tierra de los faraones a la que se ha consagrado desde su juventud.
Descifrar los jeroglíficos, ésa fue la vocación que le guió día tras día. Superdotado,
aprendió gran cantidad de lenguas antiguas, preparándose para la iluminación de
1822, durante la que exclamó: «¡Ya lo tengo!», antes de desvanecerse. El
desciframiento fue una cuestión de ciencia, de intuición y de videncia; todavía hoy
parece una extraordinaria hazaña. En cuanto percibió las leyes de esa lengua en la que
se mezclan lo simbólico y lo fonético, preparó una gramática, un diccionario y un
tratado de mitología, trabajó con inagotable energía aunque su salud fuera frágil.
Tras mil dificultades, se embarcó finalmente hacia Egipto, a la cabeza de una
expedición franco-toscana; el viaje estuvo a punto de ser anulado hasta el último
minuto. Cuando el exiliado llegó a su patria espiritual, superó todos los obstáculos
que levantaron en su camino Mohamed Alí, el cónsul general de Francia, Drovetti, y
los traficantes de antigüedades; el descifrador quiso verlo todo, conocerlo todo, como
si presintiera que aquel primer viaje de 1828-1829 iba a ser también el último.[8]

UNA CARAVANA DE ASNOS Y SABIOS


La primera visita de Champollion al Valle tuvo lugar en noviembre de 1828; fue
una simple toma de contacto: «Iba a visitar a los viejos reyes de Tebas en sus tumbas
o, mejor, en sus palacios excavados a cincel en la montaña de Biban el-Muluk; allí,
de la mañana a la noche, a la luz de las antorchas, me cansé recorriendo la sucesión
de aposentos cubiertos de esculturas y pinturas, en su mayoría de sorprendente
frescura». Luego la expedición se dirige al gran sur y llega hasta la segunda catarata;
en el camino de regreso, de marzo a junio de 1829, Champollion decide permanecer
en el Valle para copiar lo esencial de las escenas y los textos de las tumbas reales. Su
dibujante Néstor l’Hôte, que le conoce bien, no se hace demasiadas ilusiones: ¡lo
esencial será todo! Conquistado, también él, por el Valle, no hará reproche alguno al
descifrador pese al ritmo de trabajo que impone: tras la muerte de Champollion,
L’Hôte regresará solo para completar sus dibujos.
«Una caravana compuesta de asnos y sabios», así describe Champollion la
llegada de su equipo al lugar, cuidando de respetar el orden jerárquico de los factores;
la carta del 25 de marzo de 1829 precisa las condiciones de alojamiento: «Ocupamos
el mejor aposento y el más magnífico que pueda encontrarse en Egipto. El rey
Ramsés (IV) nos da hospitalidad, pues habitamos todos su magnífica tumba, la

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segunda que se encuentra, a la derecha, al entrar en el Valle de Biban el-Muluk. Este
hipogeo, de admirable conservación, recibe bastante aire seco y bastante luz para
que estemos maravillosamente alojados… Es realmente una morada de príncipe, con
el único inconveniente de la sucesión de estancia; el suelo está por completo cubierto
de esteras y cañas; finalmente, los dos kauas (nuestros guardas de corps) y los
domésticos duermen en dos tiendas plantadas a la entrada de la tumba».
Champollion, con mala luz, en posiciones extenuantes, respirando polvo, copia
día y noche; se entrega al Valle y moviliza toda su energía, hasta el punto de caer
desvanecido en la tumba de Ramsés VI cuyo mensaje espiritual le fascina.
En mayo, establece formalmente que el Valle es la necrópolis de los reyes
originarios de Tebas, capital de Egipto por aquel entonces; cada tumba tiene su
entrada propia y no se comunica con ninguna otra, a menos que algunos ladrones
hayan excavado galerías. Y se extasía. ¡Qué inmenso trabajo para crearlo!
Admira las tumbas de Ramsés I, de Merenptah, de Seti I (en la que corta un
sublime relieve para mostrar al mundo la perfección del arte egipcio), de Ramsés III
(cuyos arpistas hace dibujar correctamente), de Ramsés VI y de Tausert; su gran
decepción es el estado de la tumba de su querido Ramsés II, que encuentra llena de
cascotes y habitada por serpientes y escorpiones. «Haciendo excavar una especie de
intestino en medio de los restos de calcáreo que llena esta interesante catacumba,
llegamos, arrastrándonos a pesar del extremado calor, hasta la primera sala. Este
hipogeo, según lo que puede verse, fue ejecutado a partir de un plano muy vasto y fue
decorado con esculturas del mejor estilo, a juzgar por los pequeños fragmentos que
subsisten todavía.» Champollion preconiza una excavación completa que permita
estudiar la tumba… ¡Una excavación que no ha sido practicada todavía!

CHAMPOLLION EL VISIONARIO
La estupidez humana irrita al descifrador: «Varias de esas tumbas reales llevan en
sus paredes el testimonio escrito que eran, hace muchos siglos, abandonadas y
visitadas sólo, como en nuestros días, por muchos curiosos desocupados que, como
los de nuestros días, creían identificarse para siempre garabateando sus nombres
sobre las pinturas y los bajorrelieves, que quedaron así desfigurados. Los tontos de
todos los siglos tienen ahí numerosos representantes».
Este acceso de cólera no le impide hacer una predicción que se revelará acertada,
pese a las opiniones de Belzoni y de Wilkinson: «Es probable que todos los reyes de
la primera parte de la XVIII dinastía descansen en este mismo Valle, y que sea ahí
donde deban buscarse los sepulcros de Amenhotep I y II, y de los cuatro Tutmosis.
Sólo podrán descubrirse ejecutando inmensos movimientos de tierra al pie de las
grandes rocas cortadas a pico en cuyo seno fueron excavadas estas tumbas».

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Las cualidades de visionario del padre de la egiptología no se ejercieron sólo en el
terreno arqueológico; descifrador de los jeroglíficos, Champollion lo fue también del
Valle cuyo mensaje fundamental, con fulgurante intuición, logró percibir. Trabaja a
menudo solo en las tumbas, para escuchar «la voz de los antepasados», en silencio y
recogimiento; sin más instrumento de trabajo que su mirada, consigue leer textos de
gran dificultad y desvelar «las viejas verdades que creemos muy jóvenes». Las
representaciones de los suplicios de los condenados evocan El infierno de Dante,
pero, más allá de las imágenes, se produce el encuentro del ser transfigurado —
Faraón— con las fuerzas divinas, y se afirma la inmortalidad del alma.
Champollion es capaz de percibir el secreto inscrito en los hipogeos y su razón de
ser; en unas pocas líneas, da la clave básica del recorrido simbólico que lleva desde la
entrada hasta la sala del sarcófago: «Durante su vida, parecido al sol en su carrera de
oriente a occidente, el rey debía ser el vivificador, el iluminador de Egipto y la fuente
de todos los bienes físicos y morales necesarios para sus habitantes; el faraón
muerto fue pues, también, comparado naturalmente con el sol que se pone y
desciende hacia el tenebroso hemisferio inferior, que debe recorrer para renacer de
nuevo por oriente y devolver la luz y la vida al mundo superior». (Carta del 26 de
mayo de 1829.)
Faraón y la luz son de la misma naturaleza; su aventura es idéntica. Si el sol no
renace por la mañana, la naturaleza muere; si Faraón no resucita con él, la sociedad
humana se sume en el caos. Como ha demostrado Assmann, los egipcios pensaron
que el modelo faraónico, que está más allá de la Historia, era indispensable para la
buena marcha del universo. Por ello, la enseñanza del Valle es, también,
indispensable para la edificación de la espiritualidad; como Champollion
comprendió, escenas y textos nos revelan las leyes del más allá y la vía de acceso
para vivir en eternidad.
Las consecuencias de aquel desciframiento fueron considerables. Al probar que la
Biblia no poseía la verdad absoluta, Champollion trastornó los hábitos y chocó con la
Iglesia. Fue necesario admitir que la civilización se remontaba mucho más allá de
Moisés; además, el padre de la egiptología demostró que los egipcios no eran
idólatras ni politeístas, y que habían desarrollado una noción de la divinidad tan pura
como la del cristianismo.
Aquella breve estancia en el Valle señaló una verdadera revolución del
pensamiento; varios milenios de espiritualidad resucitaron y, a través de ellos, se
perfiló una visión, a la vez muy antigua y muy nueva, de la vida y de la muerte.
Champollion llevó a cabo una zambullida en las profundidades del alma egipcia y nos
abrió un camino que estamos muy lejos de haber recorrido hasta el final; su
experiencia supera el marco de la egiptología escolar y se inscribe, más bien, como la
de un maestro espiritual. «Debes considerarme como un hombre que acaba de

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resucitar —escribe a su hermano, el 4 de julio de 1829—; hasta los primeros días de
junio, yo era un habitante de las tumbas donde no se ocupan demasiado de las cosas
de este mundo.»
Champollion no descubrió ninguna tumba nueva, pero vivió y transmitió el
misterio del Valle; Wilkinson se ocupaba del número, Champollion percibió el
Número, la realidad secreta. Su muerte frenó el florecimiento de la naciente
egiptología. Traicionado, incomprendido, no tuvo ningún discípulo directo; sus obras
más importantes no fueron publicadas y deberemos aguardar la época más reciente
para verlas renacer.
Olvidando su predicción, la mayoría de los eruditos creyeron que el Valle estaba
agotado y que todas sus tumbas habían sido sacadas a la luz.

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14 - MOMENTOS BAJOS

EL TIEMPO DE LOS ARTISTAS


Entre 1820 y 1840, el Valle se convirtió en un lugar predilecto para los arquitectos
y los artistas que se complacían dibujando las escenas de las tumbas reales; de este
modo, el escocés Robert Hay, hijo de un terrateniente, se hizo construir una casa tras
haber vivido en la tumba de Ramsés VI. En el suelo, alfombras compradas en El
Cairo; contra las paredes, divanes y almohadones; cerca de la tumba, un corral con
patos y pollos. Ante la entrada del sepulcro, perros guardianes. Trabajaban en los
corredores, al abrigo del sol, y su mesa era la mejor posible.
Robert Hay, en un plazo de catorce años, efectuó varios viajes y reunió a su
alrededor a jóvenes arquitectos y dibujantes, enamorados unos de Egipto y cediendo
otros a una moda; a partir de 1842, Hay y su equipo efectuaron una considerable
tarea; cuarenta y nueve volúmenes de dibujo, en los que se reproducen escenas
desaparecidas o degradadas, serán depositados en el British Museum. Esta
documentación, poco conocida, merecería una publicación.
Ni Hay ni sus compañeros pensaron en excavar; el Valle era un paraje tan bien
explorado que parecía inútil desplegar vanos esfuerzos.

LA EXPEDICIÓN DE LEPSIUS EL PRUSIANO


El Valle había acogido ya a algunos aventureros, eclesiásticos, soldados, sabios,
artistas… Le faltaba todavía un emisario del rey de Prusia, el lingüista y museógrafo
Carl Richard Lepsius que permaneció en Tebas de octubre de 1844 a febrero de 1845.
Autoritario, organizado, condujo a redoble de tambor un disciplinado equipo que
visitó el máximo de parajes y cuya ambición fue publicar una nueva descripción de
Egipto centrada en la arqueología; el proyecto adoptará la forma de una monumental
colección de textos y planchas, los Denkmäler aus Aegypten und Aethiopien que
todos los egiptólogos dotados de suficiente fuerza física han manejado un día u otro;
con las Notices descriptives y los Monuments d’Egypte et de Nubie de Champollion,
son las primeras publicaciones arqueológicas de gran valor a las que debemos
remitirnos para seguir la huella de monumentos desaparecidos.
Lepsius no marcó el Valle con su huella; se limitó a despejar algunas tumbas y
levantar nuevos planos cuando consideró que los antiguos eran demasiado inexactos.
Hizo un estudio sumario de la tumba de Seti I, rozó la gigantesca tumba núm. 20 y se
ocupó de la sepultura de Ramsés II, de la que habría deseado sacar el sarcófago del
ilustre faraón. Decepcionado, no encontró ni rastro. Sin duda es el autor de algunas
degradaciones en la tumba de Seti I, de la que salió llevándose fragmentos de

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bajorrelieve.

EL DESENCANTO DE ALEXANDER RHIND


En distintos países, ciertos sabios se negaron a ver morir la egiptología tras el
óbito de Champollion, cuyo descubrimiento fue discutido durante largo tiempo.
En Francia, el señor De Rouge estudió los textos de acuerdo con su método, cuya
eficacia demostró. Alexander Rhind, por su parte, hombre de leyes de Edimburgo,
obligado a permanecer en Egipto por su mala salud, decidió practicar la arqueología
con rigor y método.
Estableciéndose en Gurna, en la orilla occidental de Tebas, comenzó a excavar en
el Valle en 1855, a la cabeza de un equipo de veinte obreros y con una idea algo loca:
¿y si no hubieran sido descubiertas todas las tumbas?
Hacia 1850, la guerra de los cónsules había terminado por falta de combatientes y
de hallazgos maravillosos; ¿quién podía pensar en iniciar largas investigaciones
cuando expertos como Belzoni y Wilkinson habían considerado el paraje como
definitivamente estéril? Como no existía reglamentación alguna, pequeños
buscadores de tesoros cavaban aquí y allá, con la esperanza de echar mano a algún
objeto precioso para revenderlo a buen precio en el mercado clandestino de
antigüedades.
Pero el Valle se envolvió en su dignidad y se negó a esos ocasionales
desvalijadores. Alexander Rhind era de otro temple; fue el primero que aplicó una ley
básica de la arqueología moderna, anotando la posición exacta en la que encontraba
un objeto. De momento, el detalle podía parecer sin importancia pero, tras una
excavación bien dirigida, proporcionaba con frecuencia preciosas indicaciones.
Rhind esperaba excavar pulgada a pulgada, aunque las primeras tentativas fueran
decepcionantes; ¡por fin la entrada de una tumba! La excitación del escocés llegaba al
colmo. Tras dos días despejando, tuvo que rendirse a la evidencia, se trataba sólo de
una roca que parecía haber sido tallada por manos humanas. Desencantado, decidió
abandonar el Valle de los Reyes y explorar la rama oeste; pero su salud en declive le
impidió llevar a cabo su proyecto. Entre Rhind, de evidente buena voluntad, y el
Valle, no se estableció una corriente de simpatía; el total fracaso del escocés tendía a
confirmar la inexistencia de otras tumbas.

AUGUSTE MARIETTE O EL VALLE OLVIDADO


De 1857 a 1872, Auguste Mariette, uno de los gigantes de la arqueología egipcia,
excavó un considerable número de parajes. Hombre rudo, de difícil trato, paseó por
todo Egipto su alta talla y sus autoritarias maneras. Temido y poco amado, impuso su

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formidable poder de trabajo y su pasión por la civilización de los faraones. En
Mariette había algo de Belzoni; excavó mucho, con excesiva prisa a menudo, trazó su
camino sin preocuparse por sus detractores y nunca cuidó su salud. Pero Belzoni fue
siempre un aficionado mientras Mariette se convirtió en un profesional; no sólo se
preocupó de exhumar sino también de preservar y conservar. Ya en 1857, propuso
una legislación para terminar con el pillaje de antigüedades y consideró la creación de
un museo en el que estarían a salvo de toda clase de codicia. En Bulaq, en un
modesto local del barrio viejo de El Cairo, el obstinado Mariette abrió el primer
museo de antigüedades egipcias en el propio Egipto; él fue, también, quien puso los
fundamentos del futuro Servicio de Antigüedades, encargado de organizar y
supervisar las excavaciones.
¿Y el Valle? Mariette, el devorador de parajes, lo olvidó. Sin duda consideró que
no tenía ya nada que revelar, de acuerdo con la opinión corriente; sin embargo, lo
hizo vigilar y dio consignas a los guardianes de las tumbas para evitar nuevas
degradaciones. Aunque la eficacia de aquellas órdenes fue dudosa, pusieron freno sin
duda a la actividad de los iconoclastas.
En 1860 se tomó la primera fotografía conocida del Valle; se ve en ella la antigua
entrada del paraje, bastante estrecha, que por desgracia fue destruida en 1950 para dar
paso a la carretera. Esta nueva técnica, tan útil para los arqueólogos, no suprimió la
necesidad del dibujo, más explícito a menudo; pero comenzaba una nueva era.
Hacia 1870, Egipto se abrió al progreso; una sociedad europea, compuesta sobre
todo por franceses e ingleses, se puso a la cabeza de sus finanzas, su comercio y su
industria. Era agradable vivir en aquel país, sus posibilidades futuras parecían
interesantes, su pasada grandeza sólo pedía renacer; pero el pueblo iba a pagar el
precio del cambio y los políticos llevaron pronto a su nación al borde de la
bancarrota.
1870 es una fecha significativa en la historia del Valle; aquel año, en efecto,
aparecieron en el mercado clandestino de antigüedades unos objetos muy extraños. A
los conocedores no les cupo duda alguna: procedían de una tumba real.

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15 - EL ESCONDRIJO DE DEIR EL-BAHARI

UN NUEVO CONQUISTADOR: GASTÓN MASPERO


Gracias a los esfuerzos de De Rouge, la egiptología no murió y la obra de
Champollion no se olvidó por completo. Pacientes y laboriosos, jóvenes eruditos
aprendieron los jeroglíficos y se formaron en la práctica de una nueva ciencia que
alimentaron, poco a poco, con publicaciones francesas, inglesas y alemanas. Entre
ellos, sobresale un nombre, el de Gastón Maspero, nombrado director de la nueva
escuela de arqueología de El Cairo, adonde llega en 1881. Puesto a la cabeza del
Instituto francés de arqueología oriental (IFAO), tuvo que aclimatarse a un Egipto
que estaba descubriendo y afrontar una terrible prueba, la muerte de Auguste
Mariette, agotado por largos años de intenso trabajo. Dramático final de una vida,
puesto que Mariette estaba solo, necesitado, carecía de un reconocimiento oficial que
sólo logrará después de su muerte; además, durante las últimas horas de su existencia,
vio cómo se desmoronaba una de sus más obstinadas teorías. No había creído en el
Valle, no creía que en el interior de las pirámides figuraran inscripciones. Pero
Maspero, al penetrar en las pirámides de la VI dinastía, advirtió que sus paredes
estaban cubiertas de franjas verticales de jeroglíficos, formando el más antiguo texto
sagrado de Egipto. Mariette se había equivocado en un punto fundamental. Maspero
emprenderá una traducción de aquellos Textos de las pirámides, de temible dificultad;
fue su primera conquista arqueológica, pero le aguardaba otro milagro.

UN AMERICANO DE BARBA BLANCA


Alto, imponente, de rostro alargado y adornado con una soberbia barba blanca,
Wilbour no tenía sin embargo más que cincuenta años cuando, impulsado por su
pasión egiptológica, se interesó por el mercado de las antigüedades; en 1881, éste
seguía siendo muy floreciente, incluyendo cierto número de falsificaciones, aunque
también piezas auténticas.
El ojo de Wilbour no era el de un profano; discípulo de Maspero, sabía distinguir
el buen grano de la cizaña. ¡Pero el buen grano circulaba de modo anormal! Alguien
ponía a la venta, desde hacía varios años, objetos que procedían sin duda alguna de
una tumba real que ningún arqueólogo conocía. La conclusión se imponía por sí
misma. Una banda de ladrones había echado mano a un notable tesoro. Única
solución: intentar tirar discretamente del hilo sin llamar, demasiado pronto, la
atención de los culpables.
Hábil y tranquilizador, Wilbour se hizo pasar por un aficionado a las rarezas
dispuesto a pagar hermosas sumas; un tal Ahmed Abd el-Rassul aceptó recibirle, en

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Gurna… ¡En una tumba! Apropiado lugar, donde los haya, para negociar un
magnífico papiro. Una semana más tarde, Wilbour tuvo entre las manos vendas de
momia con el nombre de Pinedjem I, rey-sacerdote de la XXI dinastía; como la pista
iba precisándose, no podía ya actuar solo. Avisó a Maspero, quien, en compañía de
Emile Brugsch y otros ayudantes, llegó a Luxor el 3 de abril de 1881. La
investigación se acentuó; un pequeño revendedor se dejó dominar por el pánico y
confesó que una importante familia de Gurna, los Abd el-Rassul, había descubierto
una tumba cuyo contenido suponía cuarenta mil libras de antigüedades.

LA GRAN JUGADA DE LOS ABD EL-RASSUL


Maspero sabía que los habitantes de Gurna eran gente pobre, abrumada por los
impuestos, y que el comercio de las antigüedades robadas en las tumbas era su único
medio de enriquecerse; como egiptólogo, tenía que luchar contra aquel tráfico.
Interrogó a Ahmed Abd el-Rassul, que lo negó todo pese a la amenaza de ser
encarcelado y, ciertamente, torturado, en Qena; seguro de sí y relajado, el interlocutor
del arqueólogo no creyó que llegaran a semejantes extremos. Ni siquiera se enojó con
el francés y sus relaciones siguieron siendo cordiales.
Ahmed, sin embargo, cometió un error; con el dinero obtenido con su tráfico,
hizo construir en Gurna «la nueva casa blanca» que llamó la atención a las
autoridades. La fortuna de los Abd el-Rassul se hizo demasiado visible.
Detenidos y encadenados, Ahmed y su hermano Hussein fueron encarcelados en
Qena donde reinaba el terrible gobernador provincial Danud Pacha, una sola de cuyas
miradas hacía confesar a los más endurecidos bribones; pero ambos hermanos
guardaron silencio. Dos meses más tarde, fueron liberados.
Maspero y su equipo no tenían ya demasiadas esperanzas; habían agotado los
medios legales. Fue entonces cuando, como en toda tragicomedia bien regulada, entró
en escena el traidor. El hermano mayor de la familia Abd el-Rassul, Mohamed, quedó
convencido de que la policía no se detendría ahí; aterrorizado, preocupado por las
severas represalias, se dirigió a Qena y reveló el emplazamiento de una tumba que,
por sí sola, contenía cuarenta momias.
El clan Abd el-Rassul lo había descubierto muchos años antes, en 1875 y, tal vez,
incluso en 1870; como precio de su traición, Mohamed recibió quinientas libras
egipcias y… ¡un cargo oficial! «Consideré que debía nombrarle reis de las
excavaciones en Tebas —explica Maspero—; si pone al servicio del museo la misma
habilidad que puso, durante largo tiempo, en perjudicarlo, podemos esperar todavía
algunos hermosos descubrimientos.»

LAS MOMIAS REALES DE DEIR EL-BAHARI

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El 6 de junio de 1881 un calor abrumador reinaba en Luxor; Emile Brugsch, que
representaba a Maspero, se lanzó al asalto de la famosa tumba cuya existencia parecía
casi extravagante. La sorprendente excursión no fue descansada; el ascenso a la
colina perteneciente al circo montañoso de Deir el-Bahari, tras la colina de Gurna, era
peligroso. En el flanco sur del acantilado, a unos sesenta metros por encima del suelo,
se abría un pozo de dos metros de largo y doce de profundidad.
Brugsch, impresionado e impaciente, presentía un formidable descubrimiento. Sin
vacilar, bajó al fondo del pozo con la ayuda de una cuerda; allí comenzaba un
corredor de techo bajo. Avanzó de rodillas y se hundió en la roca, unos setenta
metros. Objetos antiguos por todas partes: estatuillas funerarias, cofres para canopes
y ataúdes. El arqueólogo comprendió que se hallaba en un escondrijo dispuesto, por
un sumo sacerdote, Pinedjem 11, que había hecho ampliar una antigua tumba.[9]
Brugsch, tras haber girado a la derecha, descubrió un nuevo corredor; era largo,
estrecho, pero más alto y lleno también de antigüedades; al final del recorrido,
estupefacción y maravilla: una cámara de setenta pies cuadrados llena de sarcófagos,
algunos de dimensiones colosales. El egiptólogo se acercó y leyó las inscripciones.
Identificó los ataúdes de la familia de Pinedjem, lo que era de esperar, pero creyó
sufrir alucinaciones cuando descifró la identidad de los personajes reunidos en aquel
santuario: Tutmosis I, Tutmosis II, Tutmosis III, Ramsés I, Seti I Ramsés II, Ramsés
III, Ahmosis, el fundador del Imperio Nuevo, Amenhotep I, el creador del Valle de
los Reyes, la gran y venerada reina Ahmose-Nefertari, cuyo sarcófago estaba metido
en otro de cuatro metros de altura.
La época más gloriosa de la historia egipcia resucitaba, las momias de los reyes
depositadas antaño en los ataúdes del Valle salían de la nada… Conmovido, Brugsch
escribió esta frase exacta y extraordinaria: «Me hallaba ante mis propios
antepasados». Le dominó una angustia, aquel fabuloso tesoro estaba en peligro. Ante
todo, salir de la tumba; las antorchas podían pegar fuego a los preciosos sarcófagos.

TRASLADO DE MOMIAS Y ENIGMAS REALES


Reyes y reinas descansaban en hermosos ataúdes, algunos de los cuales habían
sido desfigurados por los Abd el-Rassul, ávidos de joyas y amuletos; lo más
sorprendente era una gran confusión, pues las momias no descansaban en sus
sarcófagos de origen.
¿Qué había ocurrido? Textos y etiquetas de momias probaban que piadosos
ritualistas, para salvarlas de una destrucción segura, las habían ocultado en aquella
tumba que databa de comienzos de la XVIII dinastía y había sido reutilizada durante
la XIX por el sumo sacerdote Pinedjem II y su esposa Neskhons. El secreto había
sido bien guardado, sin duda porque los salvadores habían procedido con rapidez y en

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pequeño número; habían envuelto de nuevo algunas momias y redactado etiquetas
que relataban su traslado de la tumba de origen al escondrijo. Varias momias habían
pasado algún tiempo en la tumba de Seti I; él mismo y Ramsés II eran, por otra parte,
los dos últimos llegados.
Alrededor de los sarcófagos yacían miles de objetos, copas, jarras, uchebtis,
guirnaldas de flores, cestos con alimentos, cajas que encerraban pelucas, es decir
elementos del material fúnebre recogido en las tumbas. Si algunos amuletos habían
sido brutalmente arrancados por los ladrones, Brugsch advirtió que muchas joyas
habían sido cuidadosamente recogidas por los ritualistas encargados de restaurar las
momias reales. Es muy probable que la tumba de Ramsés XI sirviera de taller; se
quitó la chapa de oro de los ataúdes y se ocultó en otros lugares, todavía no
descubiertos, raras y preciosas piezas.
El traslado de las momias reales y su colocación en lugar seguro fue una
operación cuidadosamente programada y ejecutada con rapidez y eficacia; nadie
reveló el secreto y, hasta la intrusión de los Abd el-Rassul, nadie penetró en el
escondrijo.
Un formidable enigma se planteó entonces; ciertamente, se acababa de resucitar
la memoria de varios faraones identificando sus momias, pero ¿dónde estaban sus
tumbas? ¿Dónde habían sido enterrados, por ejemplo, Tutmosis III y sus
predecesores? Mas Brugsch tenía otras cosas en la cabeza.

UN VIAJE PRECIPITADO
Evidentemente, aquel descubrimiento merecía la mayor atención; habría sido
necesario establecer un inventario completo de los objetos, pequeños y grandes,
anotar su emplazamiento exacto, trazar un plano de los lugares, dibujar y fotografiar,
en resumen, consagrar varios meses a aquel increíble hallazgo. El propio Brugsch
estaba considerado como un buen fotógrafo; sin embargo, no disponemos del menor
cliché, ni de un plano, ni de una lista de los sarcófagos tal como estaban colocados.
Aterrorizado ante la idea de que los ladrones pudieran apoderarse en cualquier
momento de semejante tesoro, Brugsch tomó una decisión que se considera
desastrosa desde el punto de vista científico: vaciar rápidamente el escondrijo de su
contenido.
Los hombres de Daud Pacha reunieron trescientos fellahs que formaban buena
parte de la población masculina de Gurna y, en menos de dos días, aquel pacífico
ejército transportó sarcófagos y momias hasta un barco especial fletado por el museo
de El Cairo.
Aunque Brugsch respirara porque el fabuloso tesoro estaba de nuevo seguro,
¿cómo no lamentar una precipitación que nos ha impedido, para siempre, reconstruir

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ciertos acontecimientos y escrutar mejor los misterios de aquel escondrijo? Al borrar
las huellas del paraje, sin efectuar la menor anotación, Brugsch privó a la arqueología
egipcia de uno de los fragmentos más apasionantes de su historia.
Algunos sarcófagos eran tan pesados que fueron necesarios doce hombres para
llevarlos; cuando el barco surcó las aguas del Nilo, los aldeanos se reunieron en las
orillas y saludaron ruidosamente a los antiguos reyes de Egipto. Como las antiguas
plañideras, ciertas mujeres lloraron mesándose los cabellos mientras los hombres
disparaban sus fusiles.

UN ADUANERO PARA LAS MOMIAS


Si el viaje de las momias reales se desarrolló sin incidentes, su llegada a El Cairo
fue más movida y dio lugar a un incidente administrativo que ni el más fecundo de
los novelistas hubiera podido imaginar.
La aduana, en todos los países del mundo, es una institución omnipotente. En el
Egipto moderno, el aduanero medio es un personaje que cree en su importancia y
debe demostrarla.
Cuando el barco que llevaba los sagrados cuerpos de los soberanos del Imperio
Nuevo llegó al puesto de aduana encargado de tasar todas las mercancías que
viajaban por el Nilo, el funcionario sintió una indiscutible turbación. Por un lado,
debía aplicar el reglamento que no toleraba excepción alguna; por el otro, ¡dramático
caso!, tenía que vérselas con una mercancía no inventariada. ¿Qué índice impositivo
elegir? Desesperado, el aduanero incluyó las momias en la categoría de «pescado
seco». Pagada la tasa, pudieron franquear la barrera de un mundo que no tenía ya,
realmente, nada en común con la civilización faraónica, y llegar al museo de El
Cairo.

TUTMOSIS III DECEPCIONA A MASPERO


El comportamiento de Brugsch tiene una explicación; Maspero, su patrono, era un
apasionado por las colecciones y sólo sentía un moderado interés por la arqueología
de campo. Nada le gustaba más que ver como el museo se enriquecía con hermosas
piezas. La llegada de las momias reales le colmó de satisfacción; decidió proceder al
desenvolvimiento de los ilustres cuerpos comenzando por el de Tutmosis III, llamado
a veces el «Napoleón egipcio» por sus victorias militares en Asia.
Los Abd el-Rassul la habían emprendido con la momia cortando algunas vendas
para arrancar el escarabeo, símbolo de las mutaciones eternas, colocado en el
emplazamiento del corazón. La decepción de Maspero fue muy grande, la momia
estaba mal conservada. La cabeza separada del cuello, las piernas quebradas, las

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vendas saturadas de aceite y resina que se adherían a la piel. El sabio francés temió
que las demás momias estuvieran en el mismo estado y aplazó sine die las
operaciones. Seguros ya en el museo, Ramsés II y los demás faraones aguardarían
días mejores.

EL INTERMEDIO LEFÉBURE
En 1882, el ejército británico bombardea Alejandría; el cuerpo expedicionario
inglés se apodera de El Cairo y, muy pronto, la administración británica reina sobre el
país controlando el gobierno egipcio. El acontecimiento es importante; durante un
largo período, Gran Bretaña se interesará de cerca por el país de los faraones y lo
colocará, cada vez con mayor firmeza, bajo su yugo.
En 1883, Eugène Lefébure, de cuarenta y tres años de edad, se convirtió en
director del Instituto francés de arqueología oriental; sucedió a Maspero que se puso a
la cabeza del Servicio de Antigüedades y reinó así sobre la arqueología en Egipto.
Lefébure, poeta y amigo de Mallarmé, se interesó en el simbolismo del Valle de los
Reyes; copió la totalidad de los textos de las tumbas de Seti I y de Ramsés IV,
identificó los «libros» y comparó las versiones de base con las halladas en otros
lugares. Tras dos meses pasados en la tumba de Seti I, trabajó cuatro años en las
tumbas reales antes de ceder su puesto a Grébaut.
Lefébure ha sido, por lo general, juzgado severamente; los epigrafistas le
reprochan un trabajo apresurado y poco cuidadoso. Por lo que a su comportamiento
se refiere, aquel hombre se ganó las críticas; ¿no había abandonado, acaso, a su mujer
y a un bebé en El Cairo para permanecer en la orilla oeste de Tebas donde, tras haber
desalentado a sus ayudantes, estaba solo? Tras haber residido en la tumba de Ramsés
IV, tuvo frío durante las noches de invierno y prefirió instalarse en una célebre
morada de Gurna, «la casa blanca» de los Abd el-Rassul, construida con el dinero
procedente del tráfico de antigüedades.
Nervioso, enamorado de la soledad, salvaje, Eugène Lefébure escribió una obra
no desdeñable en la que destacan sus estudios sobre el mito osírico y sobre los ritos
de protección de los edificios; su pasión por el Valle de los Reyes fue innegable y se
colocó en la estela de Champollion al afirmar su voluntad de conocer mejor los textos
inscritos en las paredes. ¿Y cómo no envidiar a un investigador que tuvo la suerte de
permanecer cuatro años en el Valle?

MASPERO DESENVUELVE
En junio de 1886, cinco años después del descubrimiento de Deir el-Bahari,
Gastón Maspero, recuperado de su decepción, decidió examinar las momias reales. El

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estudio de los textos le reveló que habían realizado un evidente recorrido por el Valle;
la momia de Ramsés II, por ejemplo, fue cuidada bajo el reinado de Herihor,
transportada a la tumba de Seti I y, luego, a la de Amenhotep I, restaurada de nuevo y,
finalmente, depositada en el escondrijo de Deir el-Bahari. Un equipo de especialistas
velaba por esas preciosas reliquias después de que el Valle no fuera ya utilizado como
necrópolis y, por lo tanto, estuviera poco o nada custodiado.
En compañía de Brugsch y de Barsanti, y en presencia del dueño del país, el
jedive Tewfik, el primer día de la experiencia, Maspero desenvolvió las momias.
Ciertamente, sufrió nuevas decepciones; por ejemplo, Ramsés III, cuyo rostro estaba
dañado, o la reina Ahmose-Nefertari, muerta en la vejez, y cuyo cadáver se pudrió en
cuanto estuvo al aire libre; pero le aguardaban dos sublimes hallazgos.
El primero fue el de Ramsés II, a quien Maspero liberó de sus vendas en menos
de un cuarto de hora; ancho pecho, hombros cuadrados, con las manos cruzadas sobre
el pecho, algunos cabellos en las sienes y en la parte trasera del cráneo, la nariz larga
y fina, los pómulos salientes, el mentón prominente, las orejas perforadas, el rostro
potente y voluntarioso, el gran monarca hizo una gran impresión al equipo de
egiptólogos.
El segundo fue el del padre de Ramsés II, Seti I, cuyo rostro tranquilo y sereno es
la más hermosa cara momificada nunca descubierta; a través de ella, se expresa la
eternidad.

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16 - LA TUMBA DE RAMSÉS VI O LA ALQUIMIA DE LA LUZ

DOS REYES EN UNA TUMBA


En 1886, Grébaut sustituyó a Maspero a la cabeza del Servicio de Antigüedades;
despechado y fatigado, el célebre sabio regresó a París. El nuevo director confió a
George Daressy la tarea de despejar por completo las tumbas de Ramsés VI y Ramsés
IX; aunque fueran ya muy visitadas desde la Antigüedad, estaban todavía llenas de
cascotes. Aquella pequeña campaña de excavaciones dio interesantes resultados: los
restos de una narria funeraria en la tumba de Ramsés IX y, en la de Ramsés VI, un
objeto de madera que servía para encender fuego.
En 1888, Daressy concluyó la excavación de la tumba de Ramsés VI (núm. 9),
que fue primero la de Ramsés V; dos reyes cohabitaron pues en una misma morada de
eternidad, como si fueran indisociables el uno del otro.
El reinado de Ramsés V sólo duró cuatro años (1148-1144); su momia, bien
conservada, es la de un hombre de 1,72 m aproximadamente, que parece haber
muerto bastante joven. De acuerdo con dos de sus nombres, fue «Poderosa es la
Regla (Maat) de la luz divina (Ra)» y «El que está hecho para existir gracias a la luz
divina». Según la dedicatoria redactada para su tumba, precisó que había creado
aquel monumento para sus padres, los dioses del espacio de regeneración, la duat; les
concedía así un nuevo título de propiedad relativo a Egipto, para que los nombres
divinos se vieran renovados.
Teólogo, Ramsés V hizo abrir de nuevo las canteras de piedra de Gebel el-Silsileh
y las minas del Sinaí con la intención de emprender un vasto programa de
construcciones; la muerte le impidió llevarlo a cabo.
Ramsés VI, que reinó durante ocho años (1144-1136), era uno de los hijos de
Ramsés III; su momia, de 1,70 m, está por desgracia mutilada; se hallaba en el ataúd
de un tal Re, primer profeta de Amón en el templo de Tutmosis III. Llevaba los
nombres de «La luz divina (Ra) es el dueño de la Regla (Maat), amado por Amón,
nacido de la luz divina, Amón posee su espada, el dios, el regente de Heliópolis». Se
advierte la insistencia en el tema de la luz cuyas mutaciones se evocarán,
precisamente, en la magnífica tumba que edificó desarrollando la de su predecesor.
¿Por qué lo hizo así en vez de excavar su propia morada de eternidad? Lo
ignoramos. Lo cierto es que Ramsés VI quiso vincular su destino de ultratumba al de
Ramsés V, sin duda a causa de una filiación espiritual.
Ramsés VI, que es el último faraón cuyo nombre consta en el Sinaí, hizo que la
comunidad de Deir el-Medineh tuviera de nuevo sesenta artistas; no sólo se acercaba
el fin del Valle y de la dinastía ramésida sino que Egipto sufría, también, una crisis
económica y un debilitamiento del poder central. Lamentablemente, la

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documentación no es abundante ni explícita.

LA TUMBA DE LOS MISTERIOS


Cuando un iniciado en los misterios de Eleusis, que cumplía las funciones de
portador de antorcha, visitó la tumba de Ramsés VI, se sintió conmovido y lleno de
admiración; hizo una inscripción: «Yo, el portador de antorcha de los muy santos
misterios de Eleusis, hijo de Minuciarus, el ateniense, habiendo visitado las siringas
mucho tiempo después del divino Platón, he venerado y he dado gracias a los dioses
que me han permitido hacerlo». Ese particularísimo visitante reconoció, en las
paredes, figuras y escenas que evocaban la enseñanza secreta transmitida durante la
iniciación en los misterios.
El plano de la tumba es simple; en un eje que lleva de la entrada al corazón de la
piedra, un corredor, una antecámara, una sala con pilares, un segundo corredor, una
segunda antecámara y la sala del sarcófago. En las paredes de los corredores se
inscriben capítulos del Libro de las puertas, del Libro de las cavernas y del Libro de
la cámara oculta; en el techo, capítulos del Libro del día y del Libro de la noche.
Se desarrolla aquí la pasión por el sol; la majestad del dios se acuesta en vida y
penetra en el mundo inferior para expulsar las tinieblas. Debe pasar una sucesión de
puertas, rechazar las agresiones, hacer brotar el fuego de la inmortalidad. Los seres
inquietantes, provistos de afilados cuchillos, no amenazan al sol sino que decapitan a
los enemigos de Osiris; la luz es el secreto de la vida que provoca el gozo de Faraón.
El rey se vuelve semejante a la luz, pues su voz es justa; ve su belleza, sube en su
barca, navega por el océano de los orígenes, lleva con él a aquellos cuyo corazón ha
sido reconocido auténtico, pues quienes han cometido el mal no verán el principio
creador.
La sala de oro, donde se halla el sarcófago, tiene un techo en bóveda de cañón
donde están pintadas dos diosas del cielo, la una el cielo del día, la otra el de la
noche; en ese lugar se desarrollaba el misterio de la creación del disco solar y del
renacimiento del rey, idéntico al nuevo sol que renace tras la travesía de las horas de
la noche.
El viaje se efectúa de distintos modos. La barca solar desciende al mundo
subterráneo, ilumina las tinieblas y reanima las fuerzas latentes; pero el sol puede
recorrer, también, a pie las etapas de su resurrección. Según B. H. Stricker, las
representaciones esotéricas de la tumba forman un auténtico tratado de embriología;
tras haber asistido a la separación del cielo y de la tierra, al nacimiento de la luz y a la
formación de un ser con las dimensiones del cosmos, vemos la impregnación del
embrión, el descenso del alma animadora como un fuego llegado del cielo, la
revelación del huevo primordial que contiene las formas de vida y la circulación de

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los elementos.
La tumba de Ramsés VI es un lugar fundamental del Valle; la enseñanza que
contiene es de las más esenciales. Como si los últimos ramésidas lanzaran las
postreras chispas de una sabiduría, la tumba de Ramsés IX pertenece a la misma
línea.

LA TUMBA DE RAMSÉS IX (NÚM. 6)


La última tumba del Valle espléndidamente decorada es la de un rey que reinó
dieciocho años (1125-1107) y prolongó la obra esotérica y alquímica de Ramsés VI;
su momia fue descubierta en el escondrijo de Deir el-Bahari. En el campo
arquitectónico, se advierte una no desdeñable actividad, tanto en el norte,
especialmente en Heliópolis, como en el sur, en Karnak. El nombre de Ramsés IX
está presente en el oasis de Dakla y en Palestina. Escasos indicios, es cierto, que
permiten suponer que, a pesar del creciente poderío de los sacerdotes de Amón, el
poder faraónico recuperaba cierta soberbia. Pero en el año 16 del reinado se produjo
un acontecimiento dramático, una pandilla desvalijó algunas tumbas. Este mero
hecho es revelador de una crisis profunda que marcó el fin de la era ramésida.
Una de las escenas de la tumba de Ramsés IX, que debe estudiarse como
complemento de la de Ramsés VI, es muy conmovedora; en ella se ve al rey haciendo
ofrendas a «la que ama en silencio», la diosa de la cima tebana que protege el Valle
de los Reyes.
A consecuencia de graves errores, la tumba de Ramsés IX está hoy degradada y la
propia existencia de sus relieves se ve amenazada. Forma parte de los monumentos
que deben restaurarse con urgencia, tanto más cuanto, también en este caso, falta una
publicación correcta.

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17 - TUTMOSIS III (NÚM. 34) Y EL AFORTUNADO SEÑOR
LORET

MOMIAS SIN TUMBAS


En 1891, Mohamed Abd el-Rassul justificó las esperanzas que Maspero había
depositado en él; tras haber indicado el emplazamiento del escondrijo de las momias
reales, reveló otro a Grébaut. A Daressy corresponderá el privilegio de descubrir, a la
entrada de Bab el-Gasus, un escondrijo conteniendo ciento cincuenta y tres
sarcófagos y unas doscientas estatuas de sumos sacerdotes de Amón posteriores a la
XXI dinastía.
Aquel brillante hallazgo, como el precedente, tenía un irritante sabor; si se
disponía de las momias, forzosamente tenían que proceder de tumbas. Estas estaban,
pues, enterradas bajo la roca y la arena.
Víctor Loret, que había llegado a Egipto en 1881, con Maspero, quedó
impresionado por la resurrección de varios grandes reyes del Imperio Nuevo cuyas
momias habían sido piadosamente recogidas en el escondrijo de Deir el-Bahari;
cuando fue colocado a la cabeza del Servicio de Antigüedades, ignoraba que, durante
los años 1898-1899, el Valle iba a ofrecerle sus más mayores gozos de egiptólogo.
Por sí solo, Loret iba a numerar dieciséis tumbas, aumentando así de modo
considerable el más prestigioso de los catálogos; ciertamente, varias de ellas eran ya
conocidas y se limitó a atribuirles un número de orden, pero llevó a cabo varios
descubrimientos fabulosos. ¿Fue afortunado el señor Loret? Sin duda, pero también
era buen conocedor de Egipto y de los egipcios; sus métodos lo probaron.

DONDE ENCONTRAMOS DE NUEVO A LOS ABD EL-RASSUL


En Tebas-Oeste, la célebre familia de Gurna sigue siendo un obligado punto de
paso; el clan Abd el-Rassul conoce el terreno mejor que los arqueólogos. Ha
explorado las colinas, los valles y los torrentes en busca de la más pequeña tumba,
con la esperanza de descubrir tesoros negociables. Ha aprendido, con el transcurso
del tiempo, a entablar otros diálogos con los excavadores europeos. A veces era más
rentable vender una información que aventurarse en el mercado clandestino.
Naturalmente, ese tipo de transacciones no puede consignarse en los informes
oficiales ni mencionarse en las obras cultas. Pero ¿quién duda de su existencia y su
utilidad? Víctor Loret supo llamar a la buena puerta. Discutiendo con el insustituible
Mohamed Abd el-Rassul, a quien debiera considerarse, a fin de cuentas, como uno de
los mejores arqueólogos del siglo XIX, obtuvo la tan esperada certidumbre, ¡una
tumba desconocida todavía en el Valle de los Reyes! Es imaginable la fiebre que

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puede apoderarse de un excavador en semejantes circunstancias. Loret, metódico,
ordenó que se llevaran a cabo una serie de sondeos que consistieron en excavar
pequeños pozos en la masa de cascotes para llegar a la roca y descubrir la entrada de
un hipogeo.
Contrariamente a lo que muchos imaginan, es muy raro que un arqueólogo ponga
personalmente «manos a la obra»; suele limitarse a organizar y dirigir. La elección de
los colaboradores y la formación de un equipo son decisivas. En ese terreno, Víctor
Loret tuvo también suerte; confió a Hassan Hosni, inspector del Servicio de
Antigüedades de Gurna, la tarea de proceder a las investigaciones en el extremo
meridional del Valle, lejos de las tumbas ya conocidas, sin duda a causa de las
informaciones facilitadas por Mohamed Abd el-Rassul.
Con el espíritu en paz, Loret se marchó a Assuan en viaje de inspección.

UNA TUMBA DE ALTURA


Víctor Loret no tendrá tiempo para inspeccionar ni para aprovechar las dulzuras
invernales del hermoso paraje de Assuan. El 12 de febrero de 1898, recibió un cable
de Hassan Hosni anunciándole una especie de milagro: los sondeos habían tenido
éxito, ¡se acababa de descubrir una tumba! Loret regresó el 20 de febrero al Valle
donde le aguardaba una colosal sorpresa, el 21 estaba ya trabajando.
Aquella tumba no se parecía a ninguna otra; por sí solo, su emplazamiento era
extraordinario, se podía llegar a ella por el interior del Valle o por el sendero
montañoso procedente de Deir el-Medineh pues admirablemente disimulada, se
hallaba en el fondo de una cavidad, a casi diez metros por encima del suelo; los
bordes del gollete iban aproximándose a medida que se acercaba la entrada, y el paso
final no tenía más que un metro de anchura.
Fueron necesarias varias horas de esfuerzos para llegar al agujero negro que
señalaba la entrada del hipogeo. De ella brotaba el olor de la madera de cedro.
¿Probaba aquello que había objetos preciosos intactos todavía? La curiosidad se hizo
tan viva que ampliaron el agujero para arrastrarse e introducirse en aquel paraíso
recuperado, de apariencia tan poco acogedora; ¿no serían necesarios diez días para
despejar el recorrido que iba de la entrada al pozo?
La puerta de la tumba tiene 2,04 m de altura y 1,35 m de anchura. De sección
cuadrada, el primer corredor tiene diez metros de largo, va reduciéndose y llega a una
escalera muy pendiente que lleva a un segundo corredor de unos 9 m, interrumpido
por un pozo de vastas dimensiones (4,15 x 3,96 m).
El primer cartucho que leyó Víctor Loret no dejaba subsistir duda alguna sobre el
propietario del lugar: Tutmosis III, a quien algunos consideran, no sin razón, el mayor
faraón de Egipto.

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EL REINADO Y LA OBRA DE TUTMOSIS III
¿Cincuenta y cuatro años de reinado (1479-1425) o treinta y tres (1458-1425)?
Todo depende de cómo se calcule. A la muerte de Tutmosis II, le sucede Tutmosis III
y su reinado oficial comienza, pues, hacia 1479; pero el nuevo faraón es demasiado
joven para reinar y una mujer excepcional, Hatshepsut, se hace cargo de la regencia
antes de convertirse, ella misma, en faraón durante veinte años (1478-1458), sin
eliminar por ello a Tutmosis III.
De esta situación han nacido numerosas novelas. El joven Tutmosis no fue
encarcelado ni perseguido; aprendió pacientemente su oficio de rey, no inició
conspiración alguna contra Hatshepsut, no ordenó asesinato alguno y subió al trono
en 1458, cuando se extinguió la reina-faraón tras un feliz y brillante reinado.
Tutmosis III, cuya memoria era venerada todavía en tiempos de los Ptolomeos,
fue un soberano de excepcional envergadura; su momia, de pequeño tamaño, fue mal
conservada, lamentablemente, y no comunica el vigor espiritual de un monarca que
marcó profundamente su época y legó a la posteridad obras irreemplazables.
El historiador admira al jefe de guerra, responsable de diecisiete «campañas» en
Levante, de las que algunas fueron expediciones militares y otras simples desfiles
destinados a mantener el orden. Consciente de los peligros de invasión y deseoso de
proteger Egipto, Tutmosis III dirigió la reconquista de Palestina, de Siria y de los
puertos fenicios que no se convirtieron en colonias sino en protectorados; los
gobiernos locales tenían que mostrarse fieles a Egipto y enviarle tributos. Tras haber
atravesado el Éufrates, el ejército de Tutmosis III impuso la paz egipcia en Asia
occidental; babilonios, asirios e hititas se comportaron como compañeros económicos
que mandaban a la corte de Faraón oro, plata, cobre, marfil y piedras preciosas.
La gente de Mitanni, cuya civilización estaba centrada entre el Tigris y el
Éufrates, parecieron durante largo tiempo una seria amenaza; por ello, Tutmosis III,
en vez de esperar sus asaltos, decidió pasar a hierro y fuego el propio territorio del
enemigo. En el año 33 de su reinado, le infligió una derrota decisiva.
En adelante, se tratará menos de hacer hablar las armas que de disuadir, pacificar
y educar. En el año 42 del reinado se llevó a cabo la última campaña; Mitanni se
había convertido en un país tranquilo, desprovisto de cualquier intención bélica.
Aquella transformación de un peligro real en factor de seguridad fue uno de los más
hermosos éxitos de la política exterior de Egipto; la operación fue llevada a cabo con
discernimiento y perseverancia. Desde el Éufrates y el valle del Orontes, al norte,
hasta Nubia y Napata, al sur, Tutmosis III reinó en un imperio de más de tres mil
kilómetros de longitud. En el terreno arquitectónico, el rey modificó el templo de
Amón-Ra en Karnak cerrando, hacia oriente, el patio del Imperio Medio, centro vital
del edificio, con una espléndida construcción, llamada akhmenu, «Aquél cuyos
monumentos brillan». El término akh, que puede traducirse por «luminoso,

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glorificado, fulgurante, útil», designa la más alta calidad espiritual del ser; ahora bien,
en ese akhmenu se celebraba la iniciación en los grandes misterios de los sacerdotes
de Karnak y los visires. La documentación prueba que estuvo reservada a un
reducidísimo número de adeptos y que hoy contemplamos lugares en los que muy
pocos egipcios fueron admitidos a lo largo de los siglos.
Los maestros de obras del rey construyeron templos en todo Egipto; él mismo se
interesó por las más antiguas tradiciones e hizo copiar los textos sagrados de los
orígenes, los famosos Textos de las pirámides. De este modo, los ritos practicados en
Karnak se vincularon a las enseñanzas de Heliópolis, la más sagrada de las ciudades
santas. Esos rituales, formulados por la Casa de la Vida en la época de Tutmosis III,
fueron practicados hasta la época grecorromana; en este campo, como en los demás,
el rey actuó de nuevo como innovador y hombre de síntesis.
El Valle de los Reyes fue objeto de sus más atentos cuidados. Probablemente hizo
acondicionar las sepulturas de los dos monarcas que le precedieron, Tutmosis I y
Tutmosis II, para darles una forma parecida a la de su propio hipogeo; algunos
especialistas consideran incluso que es el verdadero fundador del Valle y que fue él
quien lo designó, definitivamente, como necrópolis real.
Afortunado Víctor Loret, en verdad, que acababa de entrar en la morada real de
semejante personaje. Su reinado había sido largo y glorioso, el Egipto de Tutmosis III
rico y omnipotente… ¿No debía contener la tumba fabulosos tesoros?

ESTA TUMBA ES UN LIBRO ABIERTO


Loret advirtió que los artesanos habían trabajado cuidadosamente y el corredor
había sido bien tallado; la decoración de la primera sala, de dos pilares, le asombró:
gran número de divinidades dibujadas en el interior de rectángulos. Tenía ante los
ojos las setecientas setenta y cinco fuerzas creadoras que engendra cotidianamente el
sol y que permanecen ocultas en «las cavernas secretas de la totalidad reunida».
En el ángulo noroeste, una escalera que llegaba a la segunda estancia de la tumba,
la cámara funeraria (15 x 9 m), sostenida por dos pilares rectangulares. Sus esquinas
estaban cuidadosamente redondeadas; observándola atentamente, se toma conciencia
de estar en el interior de un óvalo muy característico, el propio cartucho donde se
inscribía el nombre de los faraones, dicho de otro modo, la sala es el ser del rey
excavado en la roca; para Egipto, el nombre, que no debe confundirse con nuestro
patronímico de estado civil, es uno de los componentes espirituales de la persona y no
debe desaparecer. Nombrar es crear; siendo el nombre del rey una potencia creadora,
sigue viviendo más allá del óbito.
En las paredes se desarrollan los distintos episodios del Amduat, el Libro de la
cámara oculta o «Libro de lo que se encuentra en el espacio de mutación»; se trata de

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un gigantesco papiro desenrollado en las paredes, un libro abierto, pues, que tiene la
particularidad de leerse a sí mismo por toda la eternidad, al margen de cualquier
presencia humana. Debido a la especificidad del reinado de Tutmosis III, es posible
que la tumba hubiera servido de lugar de iniciación y se hubiera revelado al adepto la
totalidad de ese texto secreto que narra las metamorfosis del sol y su viaje por el más
allá. Este viaje se inscribe en un óvalo; la tumba, por su forma, evoca también el
espacio sagrado en el que se producen las metamorfosis de la luz.
En uno de los pilares, una diosa, confundiéndose con un árbol, da el pecho al rey.
Según el texto, es «su madre Isis» la que lo amamanta; ahora bien, Isis era también el
nombre de la madre terrenal de Tutmosis III, asimilada aquí a la diosa, su madre
celestial, que le convierte en un ser cósmico ofreciéndole la leche de las estrellas. La
dama Isis está, además, representada en el mismo pilar; se la ve bogando en una barca
de papiro por los paraísos celestiales.
El sarcófago, de gres rojo pintado, estaba todavía en su lugar, sobre un zócalo de
alabastro; Nut, la diosa del cielo, se encarnaba en aquel sarcófago concebido como la
matriz cósmica donde el ser real renacía en eternidad. En las vendas de la momia de
Tutmosis III estaba inscrito un texto redactado por su hijo Amenhotep II: «El dios
perfecto, el Señor de las Dos Tierras, el señor de la acción, el rey del Alto y el Bajo
Egipto, el hijo de la luz divina, nacido de su cuerpo, su amado, Amenhotep: él
construyó esto como un monumento para su padre, de formas perfectas, ejecutando
para él los libros de la realización espiritual».
Víctor Loret tenía realmente mucha suerte; devolvía a la luz el primer libro
abierto de las tumbas reales, la primera revelación completa del Libro de la cámara
oculta y nos ofrecía el privilegio de poder descubrir ese lugar único donde uno de los
más poderosos faraones había elegido sobrevivir por la austeridad de un texto
sagrado, prefiriendo la sencillez del dibujo y el rigor de los jeroglíficos al esplendor
de la pintura y el bajorrelieve.

LOS RESTOS DE UN SAQUEO


Pese a su emplazamiento, la tumba no había escapado a los desvalijadores. En la
cámara funeraria, y en las cuatro capillas anejas, Loret recogió un pájaro de madera
asfaltada, sin duda un cisne, algunos fragmentos de estatuas y jarras, bastones
rituales, modelos de barca, natrón, huesos de babuino, osamentas de toro y dos
momias de una época tardía. Las capillas, cuyo suelo era más bajo que el de la sala
del sarcófago, estaban cerradas por puertas de madera, contenían el mobiliario
fúnebre, los emblemas y símbolos reales y los alimentos del banquete eternamente
celebrado en el otro mundo. De las riquezas originales sólo quedaban, pues, modestos
vestigios que, sin embargo, hubieran podido enseñarnos muchas cosas. Pero Víctor

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Loret, aunque tuvo la precaución de cuadricular el suelo para situar
convenientemente la posición original de los objetos, olvidó publicar sus notas y sus
trabajos. Una vez más, el descubrimiento de una tumba real no era acompañado por
un trabajo científico que ya nunca más podrá realizarse.
El equipo de Loret vació la tumba en tres días; fueron necesarios ocho para
extraer los últimos restos de piedra. Nos interrogamos todavía sobre la fecha del
pillaje; indica el paso de vándalos que, descontentos al no hallar montones de oro,
rompieron las estatuas de madera contra las paredes. Afortunadamente, no la
emprendieron con los dibujos y los textos; para ellos, aquel tesoro no tenía valor
alguno.
La inscripción de un escriba de la XX dinastía es difícil de interpretar; tal vez se
trate de la señal de un informe de inspección. En la dinastía XXVI un alto dignatario,
llamado Hapimon, copió el sarcófago de Tutmosis III, soberano que había llevado
hasta su más alto grado el ideal faraónico.

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18 - AMENHOTEP II (NÚM. 35) O EL SEGUNDO ESCONDRIJO
REAL

CUANDO LA SUERTE PERSIGUE A UN ARQUEÓLOGO


Mientras Víctor Loret se encarga de la tumba de Tutmosis III, ordena que
prosigan los sondeos en otra parte del Valle donde, hasta entonces, no había sido
descubierto ningún indicio interesante. ¿Intuición, lógica o utilización del talento de
los Abd el-Rassul? La pequeña historia guarda su secreto. En la colina situada sobre
la tumba núm. 12, es un fracaso; pero al pie de los montículos que van del suelo del
Valle a la terraza, un montón de cascotes calcáreos llama la atención. Tras haber
despejado el terreno, aparece la entrada de una tumba. El 9 de marzo de 1898, se
exhuma una estatuilla, un uchebti que lleva el nombre de Amenhotep II, hijo y
sucesor de Tutmosis III. ¡Después del padre, el hijo! La suerte de Loret comienza a
ser insolente. Sin embargo, el arqueólogo no se alegra; cierto número de objetos con
el nombre de este rey han circulado ya por el mercado de las antigüedades; es,
lamentablemente, prueba de que su última morada ha sido desvalijada y que no puede
esperar hallazgos espectaculares.

LA NOCHE DEL SEPULCRO


Aunque la entrada, oculta al pie del acantilado, sólo fuera accesible a las 7 de la
tarde, la curiosidad prevaleció. Loret tuvo la impresión de bajar a una gruta; avanzó
por el primer corredor cuya altura variaba de 2 metros a 2'30 metros y la anchura de
1,55 metros a 1,64 metros, luego dio con un pozo. En el techo, estrellas de oro sobre
fondo azul. No renunció y, a la luz de las velas, pidió una escalera que, colocada
sobre el pozo, permitió franquearlo. Loret penetró en una sala con dos pilares, no
decorada; en el suelo, fragmentos de grandes barcos de madera, flores de loto hechas
de cedro, una figura de serpiente. También allí, los desvalijadores habían roto y
saqueado. De pronto, la sangre del arqueólogo se heló y casi fue presa del pánico.
Necesitó valor para no poner pies en polvorosa y salir de la tumba abandonándolo
todo. Ante él, un monstruo. Un genio maligno del otro mundo, de pie en una barca.
¿Iba a moverse, a arrojarse sobre el intruso que turbaba su último sueño?
Nada aconteció. El corazón del arqueólogo latió más lentamente; prudente, se
acercó. La llama de las velas iluminó una momia martirizada, provista todavía de
largos cabellos oscuros, con un agujero en el lugar del esternón.
Su imaginación se inflamó: ¿víctima de un sacrificio humano o el cadáver de un
ladrón asesinado por sus cómplices y abandonado? En realidad, se trataba sólo de una
inocente momia, la del príncipe Ubensennu, superior de los caballos del carro real,

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que había tenido el insigne honor de ser sepultado junto al faraón. Los desvalijadores,
que no respetaban la vida ni la muerte, habían arrancado sus vendas buscando joyas y
mutilado el cuerpo con abominable salvajismo.

EL FARAÓN DEL COLLAR DE FLORES


Nunca se hablará bastante de la suerte de Víctor Loret; naturalmente, tuvo que
afrontar una visión de horror, pero antes, había descubierto la tumba del gran
Tutmosis III, y lo que todavía le aguardaba era igualmente milagroso.
Tras haber cruzado la sala con dos pilares, descendió por una escalera y penetró
en una gran sala sostenida por dos hileras de tres pilares y decorada por completo.
En los pilares, el rey daba la cara a las divinidades que veneraba; Ra, la luz
divina, afirmaba: «Pongo a Faraón a la cabeza de las estrellas». En los muros se
desarrollaban, como en la tumba de su padre Tutmosis III, los episodios del Amduat,
el Libro de la cámara oculta. El hijo había elegido, también, que su morada de
eternidad tuviera la forma de un libro abierto. Su versión, escrita en hermosos
jeroglíficos verdes, es muy completa y sirve de referencia para el establecimiento del
texto. En el techo, las estrellas nos recuerdan que no estamos ya en la tierra sino en el
cielo, en el espacio donde el espíritu de Faraón resucitado se convierte en una
estrella.
Loret desdeñó los restos de objetos de madera y los fragmentos de alfarería; se
vio irresistiblemente atraído por el sarcófago que reposaba en una especie de cripta
excavada en el suelo. Se acercó, advirtió que era de gres, cubierto con un revoque
rojo y brillante. Estaría vacío, claro, como todos los demás…
«¡Victoria!», gritó Loret, entusiasmado. No, éste no estaba vacío. Amenhotep II
seguía presente en su morada de eternidad; alrededor del cuello, la momia real
llevaba un collar de flores. Sobre el corazón, un ramo de mimosas; a sus pies, una
corona de hojas. De modo que los reyes recibían flores para su último viaje; se
convertían en árbol, en planta y en flor, renacían como la vegetación cuya muerte
aparente oculta una vida futura.
El afortunado Loret no había todavía agotado sus sorpresas; como en la tumba de
Tutmosis III, cuatro pequeñas salas completaban la cámara funeraria y contenía los
alimentos del banquete, entre ellos las primeras aceitunas identificadas. Subsistían
también fragmentos de estatuas reales, de símbolos como la pantera, la serpiente de la
diosa Neith, ladrillos mágicos, jarras, modelos de embarcación, un arco.
En una de las capillas de la derecha, estaban tendidas tres momias, una al lado de
la otra. Entre un hombre y una mujer, un adolescente que llevaba en la sien derecha la
trenza de los príncipes; el rostro del hombre estaba desfigurado, era horrible, pero la
mujer era de gran belleza, con abundantes cabellos y una expresión majestuosa. Y no

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sabemos más; tal vez hubiera sido posible identificar a los tres personajes si el
excavador se hubiera preocupado de redactar una publicación científica.
Una de las cuatro estancias pequeñas estaba cerrada con bloques de calcáreo.
Intrigado por aquel insólito dispositivo, Loret hizo arrancar un bloque y lanzó una
ojeada al interior de aquella cámara de tres metros por cuatro. ¡Vio… nueve ataúdes!
Un nuevo escondrijo, pues; sin duda pensó en los sumos sacerdotes de Amón. Pero la
verdad era mucho más sorprendente: ¡Nueve momias reales!
En aquel lugar cerrado descansaban dos faraones de la XVIII dinastía, Tutmosis
IV y su sucesor Amenhotep III; tres de la XIX dinastía, Merenptah, Seti II y Siptah;
cuatro de la XX dinastía, Sethnakht, Ramsés IV, Ramsés V y Ramsés VI. El
excavador se equivocó confundiendo a Merenptah con Akenatón, y advirtió hechos
extraños; por ejemplo, la momia de Amenhotep III se hallaba en una tina con el
nombre de Ramsés III, cubierta por una tapa de Seti II.
Pinedjem I dispuso ese escondrijo mientras Pinedjem II construyó el de Deir el-
Bahari; por lo tanto, desde la XXI dinastía, poco tiempo después de que se dejaran de
excavar tumbas en el Valle, los sumos sacerdotes de Amón consideraron que las
momias reales no estaban ya seguras en sus sarcófagos y decidieron trasladarlas.

SUBSISTEN MISTERIOS
Víctor Loret no hizo transportar las momias al museo de El Cairo (el traslado sólo
se efectuaría en 1934) y volvió a cerrar la extraña tumba. Parece haber sido
desvalijada, efectivamente, pero ¿por qué los vándalos no la emprendieron con la
momia de Amenhotep II y el escondrijo, desdeñando así los primeros objetos
codiciados? Un simple murete de piedra no podía impedirles entrar en el escondrijo
en busca de joyas y amuletos.
Fueron utilizados otros refugios provisionales, las tumbas de Horemheb (XVIII
dinastía), de Seti I (XIX dinastía) y de Sethnakht (XX dinastía) es decir un rey por
dinastía. Finalmente, se eligió la tumba de Amenhotep II como último sepulcro para
nueve faraones, siendo los demás transferidos al escondrijo de Deir el-Bahari.
Obligado es advertir que la tumba de Amenhotep II fue desvalijada de un modo
muy curioso. Sería más lógico admitir que fueron los sacerdotes de la XXI dinastía
quienes se llevaron el mobiliario fúnebre y cerraron la tumba en la que Loret fue el
primero (sin duda tras uno de los Abd el-Rassul de los siglos precedentes) en penetrar
después de tres mil trescientos años de olvido.
Fascinante evidencia, ¡tras la apertura de aquel segundo escondrijo, faltaban
muchas tumbas reales en la lista! Esta vez era seguro que el Valle no había entregado
todavía todos sus secretos y que era preciso emprender nuevas excavaciones
sondeando zonas inexploradas aún.

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EL PODER DE AMENHOTEP II
El sucesor de Tutmosis III reinó veinticuatro años (1425-1401); organizó
campañas militares contra Babilonia, Mitanni y el reino hitita, con el deseo de
mantener el orden en las regiones pacificadas por su padre. No se opuso a Asia de
modo violento; muy al contrario, la integró en el imperio y admitió la presencia, en el
propio Egipto, de divinidades asiáticas.
La interpretación literal de la documentación hizo que, a menudo, Amenhotep II
fuera calificado de «rey deportista»; le gustaban los caballos, manejaba el remo con
hercúlea fuerza y lograba, por sí solo, tensar un enorme arco para disparar flechas que
perforaban varios blancos de metal. Sin duda debemos superar el aspecto anecdótico
y recordar que el rey es la encarnación del poder; utiliza en todas sus actividades la
inagotable y sobrenatural fuerza de Seth, señor de la tormenta.
Una estela rinde un hermoso homenaje a ese rey del collar de flores, cuya tumba
fue eficaz refugio para nueve faraones: «Su padre, Ra, lo creó para que construyera
monumentos a los dioses».

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19 - TUTMOSIS I EL FUNDADOR Y LA NUEVA FORTUNA DE
LORET

LA SUERTE DURA
Tras su extraordinaria temporada de excavaciones, en 1898, Víctor Loret
comenzó otra a finales del invierno de 1899. Procedió a nuevos sondeos y destruyó
así, según los arqueólogos contemporáneos, preciosos estratos; pero en aquella época
se preocupaban poco por este tipo de detalles.
Loret trabajó en el gran barranco donde estaba situada la tumba de Ramsés IX,
luego en el valle entre las tumbas de Amenhotep II y Tutmosis III. Ningún resultado,
esa vez. Se desplazó a la zona comprendida entre las tumbas de Seti II y Tausert y, a
comienzos de marzo de 1899, descubrió la entrada de un sepulcro.
Unos peldaños, un corredor bastante corto, de 1,70 m de alto, que desembocaba
en una antecámara, una escalera llevaba a una cámara funeraria de forma oval y hacía
pensar, por lo tanto, en un cartucho real; ése era el plano de la pequeña tumba,
marcada por un descenso bastante brusco y un claro cambio de eje desde la primera
cámara. El estuco había caído, a causa de la infiltración de las aguas de lluvia, y la
decoración había desaparecido; sólo subsistían algunos frisos de kakheru, elementos
florales que prodigaban una protección mágica. Al fondo de la cámara funeraria,
seguida de una pequeña estancia destinada al cofre de los canopes, un magnífico
sarcófago de gres rojo. El cofre de los canopes, que contenía las vísceras del rey
distribuidas en cuatro compartimentos, estaba intacto.
Loret leyó el nombre del faraón en el sarcófago: ¡Tutmosis I! Acababa de
descubrir, pues, la más antigua tumba del Valle, la primera que se había excavado en
aquel paraje. ¿Acaso no correspondía a su papel de ancestro el que fuera la más
pequeña y sencilla? Se recogieron pocos vestigios, fragmentos de alfarería, de una
jarra de alabastro con el nombre del rey y, sobre todo, dos pedazos de calcáreo en los
que figuraban textos del Libro de la cámara oculta, el Amduat, totalmente revelado
en las tumbas de Tutmosis III y Amenhotep II, había sido inscrito ya, parcialmente,
en el primer hipogeo. El indicio es capital, pues demuestra que las etapas de la
resurrección del sol son consustanciales con el nacimiento del paraje y la función
principal de las tumbas reales.

¿TUTMOSIS I EL FUNDADOR?
La duración de su reinado se discute: doce o quince años (1506-1493); Tutmosis I
no tenía parentesco alguno con su predecesor, Amenhotep I, y no pertenecía a la
familia real. Su nombre nos indica que había «nacido de Thot», el señor de los

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jeroglíficos y de la ciencia sagrada.
El padre de Hatshepsut reprimió, en el año 2, una revuelta en Nubia; fijó su
frontera meridional en la tercera catarata y construyó una fortaleza que impidiera
cualquier invasión de las tribus africanas. Al norte, el rey mantuvo la paz en Palestina
y Siria. En Menfis, instaló una guarnición, desarrolló el arsenal y el puerto fluvial; de
la gran ciudad partieron las tropas encargadas de mantener el orden en Asia. En
Tebas, el maestro de obras Ineni construyó el recinto del templo de Amón-Ra de
Karnak, una sala hipóstila ante el santuario de la barca y dos obeliscos ante el cuarto
pilono. Además, Tutmosis I dio un decisivo impulso a la comunidad de Deir el-
Medineh, creada sin duda por Amenhotep I a quien los constructores veneraron a lo
largo de toda su historia.
Se afirma con frecuencia que la tumba de Tutmosis I (núm. 38) fue la primera que
se excavó en el Valle; pero un egiptólogo inglés, John Romer, duda de esta
certidumbre e intenta abrir de nuevo un expediente en el que, por desgracia, faltan las
notas de Víctor Loret, mudo en lo referente a las exactas circunstancias del
descubrimiento. Según Romer, los fragmentos de objetos datan de la época de
Tutmosis III y no del reinado de Tutmosis I; por otro lado, el plano y la arquitectura
de la tumba son parecidos a los de Tutmosis III. A éste último debiera atribuirse
también, a su entender, el sarcófago en el que fue depositada la momia de Tutmosis I.
Depositada o, con mayor exactitud, vuelta a inhumar pues, según la hipótesis de
Romer, fue Tutmosis III quien hizo construir una tumba para su antepasado. Cierto es
que las tumbas núm. 38 (Tutmosis I), núm. 42 (atribuida, aunque con discusiones, a
Tutmosis II) y núm. 34 (Tutmosis III) tienen una planta parecida y elementos en
común; ¿debemos concluir de ello que Tutmosis III hizo excavar los tres hipogeos
para conferir unidad a su linaje?
Si la tumba núm. 38 no es la primera del Valle, ¿dónde está la que sabemos que
fue excavada por Ineni, el maestro de obras de Tutmosis I? Romer propone la
extraordinaria tumba núm. 20 que suele atribuirse a la reina-faraón Hatshepsut; de
extraordinaria longitud, excavado en el acantilado, provisto de una pequeña abertura
que corresponde a la voluntad de secreto expresada por Ineni, este hipogeo se abre en
un inmenso arco aproximado que forma una planta única. Tutmosis I habría pues
ordenado que acondicionaran la tumba núm. 20, reabierta por su hija Hatshepsut,
autora de una nueva cámara funeraria en la que deseaba instalar la momia de su padre
en un sarcófago de cuarcita, grabando en él el nombre de la reina que deseaba reposar
junto a su padre. Pero no fue enterrada en esta tumba que, a su vez, fue abierta por
Tutmosis III para trasladar la momia de su antepasado e instalarla en la sepultura
núm. 38, con un nuevo equipo funerario.
Esta reconstrucción de los acontecimientos no es unánimemente aceptada; para el
egiptólogo alemán Altenmüller, por ejemplo, la tumba núm. 20 no es la de Tutmosis I

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y la tumba núm. 38 debe considerarse, efectivamente, como la primera del Valle.
El examen de la momia considerada como la de Tutmosis I añade otras
dificultades. Por un lado, la posición de las manos colocadas ante el sexo es anormal;
por otro lado, la edad de la muerte, según los especialistas, debiera situarse en torno a
los dieciocho años, lo que no corresponde a la duración de la vida ni del reinado del
faraón. O la momia llamada de Tutmosis I no es la suya o tenemos que reescribir de
nuevo la historia.

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20 - UN GUERRERO NUBIO, UN ALCALDE DE TEBAS Y
TRES CANTORES

MAIHERPRI, EL GUERRERO NUBIO (NÚM. 36)


¿Qué podía esperar Víctor Loret, después de tantos éxitos? Otra tumba real, claro,
y mejor aún, ¡intacta! La suerte no le abandonó, aunque cambió un poco. Concedió al
afortunado señor Loret una ofrenda rarísima, la tumba intacta de un particular,
añadiendo así un nuevo triunfo a un palmares fenomenal ya.
El arqueólogo prosiguió sus sondeos entre la tumba de Tutmosis 1 y la de
Amenhotep II, y descubrió un pequeño pozo. Por lo común, este dispositivo conducía
a una pequeña cámara no decorada que servía de sepultura a personas no reales; era
así de nuevo pero, esta vez, había escapado a los desvalijadores.
Tras haber descubierto la primera tumba del Valle, la única tumba real que servía
de escondrijo y la de Tutmosis III, Loret descubría, a finales de marzo de 1899, la
primera tumba intacta. ¿Cómo no lamentar, una vez más, que esos formidables éxitos
no hayan sido objeto de publicación alguna? La realidad es desoladora, ningún plano,
ninguna fotografía, notas extraviadas y, sin duda, perdidas para siempre, objetos
dispersos por distintos museos y, a veces, inencontrables, otros objetos vendidos en el
mercado de antigüedades.
En el sepulcro de esta tumba, que llevará el núm. 36, un sarcófago negro,
adornado con figuras divinas cubiertas de oro fino, contenía dos ataúdes momiformes
también decorados con hoja de oro, pero vacíos; a su lado, un sarcófago de madera de
cedro negro albergaba la momia de Maiherpri, cuyo nombre significa «El león en el
campo de batalla». Habían desplazado la tapa, es cierto, y tal vez robado algunas
joyas pero, en la minúscula estancia, muchos objetos estaban todavía en su lugar.
Consecuentemente, es un enigma idéntico al de Amenhotep II y otras tumbas del
Valle; alguien entró tras el enterramiento, desplazó algunos elementos e inspeccionó
el lugar. No puede tratarse, en modo alguno, de ladrones que, en épocas turbulentas,
habrían tenido tiempo de desvalijar sin ser molestados y se habrían llevado el botín.
Se piensa, más bien, en el paso de un ritualista que hubiera entrado para realizar
ciertas ceremonias por el alma de los difuntos o para asegurarse de que todo estuviera
en orden.
De acuerdo con sus títulos, Maiherpri era «hijo del Kap», es decir de una
institución real que se encargaba de la educación de los príncipes y de ciertos hijos de
dignatarios; cumplía las funciones de «portaabanico a la diestra del rey». Pero ¿de
qué rey? Ningún indicio lo precisa de modo formal. El estilo de la tumba evoca la
XVIII dinastía; como la tumba de Amenhotep II está cerca, se ha emitido la hipótesis,
a menudo transformada en certidumbre, de que Maiherpri era un fiel compañero de

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armas de este faraón. A decir verdad, faltan pruebas. Según otra hipótesis, Maiherpri
fue el amigo de infancia de Tutmosis III.
Cuando se quitaron las vendas, el 22 de marzo de 1901, apareció una soberbia
momia que había sido protegida por tres ataúdes de madera; cabellos cortos, crespos,
piel negra… ¡Un nubio, sin duda alguna!; el rostro era magnífico, la expresión digna
y apaciguada.
Los nubios proporcionaban a Egipto cuerpos de élite y valerosos soldados; el
nombre de Maiherpri hace pensar en un guerrero capaz de batirse como un león, pues
el animal era también símbolo de la vigilancia. El examen de la momia demostrará
que el nubio no sucumbió a una herida. Bajo la axila izquierda se había colocado un
paquete de cebada germinada que evocaba la resurrección de Osiris, bajo la forma del
grano que se pudre en tierra y recupera la vida durante la germinación.
Ignoramos todavía por qué Maiherpri fue recibido en el Valle. Su título de «hijo
del Kap» permite suponer que su padre o su madre estaban vinculados a la familia
real y que se benefició de una educación especial, dispensada en palacio. La momia
parece la de un hombre joven, pero las opiniones de los especialistas varían.
¿Qué se encontró en esa tumba intacta que nos dé el reflejo de un material
fúnebre destinado a acompañar al difunto por el otro mundo? En primer lugar, una
reliquia osírica que evoca el proceso de la resurrección por medio de la germinación
de la cebada, estableciendo también una de las bases del alimento que se servía en el
banquete eterno de los paraísos; es el símbolo que se denomina «Osiris vegetante».
Luego un bol azul adornado con peces, gacelas y flores en relación con el
renacimiento y el dominio que el justo ejerce sobre el mundo animal y el reino
vegetal; una redoma de perfume, sellada todavía, símbolo de la esencia de lo divino
que respira el alma inmortal; algunas vasijas de barro que contienen los santos óleos,
utilizados durante el ritual de regeneración; un juego de senet que ofrecía al viajero
por el otro mundo la posibilidad de disputar una partida con lo invisible; brazaletes
que servían para proteger los puntos de energía distribuidos por el cuerpo; algunas
flechas que alejaban a los enemigos del más allá.
No deben olvidarse dos collares para perro, de cuero, uno decorado con escenas
de caza y el otro con escenas de caballos; los fieles compañeros de Maiherpri le
siguieron así al otro mundo. Como encarnación de Anubis, estaban incluso
encargados de recibirle y guiarle por los hermosos caminos de la eternidad.

LA EXPULSIÓN DE LORET Y EL REGRESO DE MASPERO


El «reinado» de Víctor Loret sobre el Valle fue resplandeciente; la lista y la
calidad de sus éxitos es absolutamente notable. En dos cortas temporadas de
excavaciones se impuso como un descubridor fuera de lo común. La lógica habría

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impuesto que prosiguiera durante largo tiempo; pero se mezcló la política.
A los ingleses, por oscuras razones, no les gustaba Víctor Loret. Y los ingleses
eran los verdaderos dueños de Egipto, aunque aceptaran que un francés ocupara la
dirección del Servicio de Antigüedades. Pidieron la cabeza de Loret y su sustitución.
¿Qué peso tenía el señor Loret frente a los juegos de la política y a los ententes
diplomáticos? Tal vez aquella destitución, injusta en sí misma, fuese el origen de la
falta de publicaciones que podían esperarse. ¿Qué ha sido de las notas y los informes
de Loret? ¿Se los llevó con él, se extraviaron o fueron robados en el propio Egipto?
La suerte abandonó brutalmente a Víctor Loret; el Valle no le había decepcionado, los
hombres le traicionaron. Los egiptólogos que pasan por la universidad de Lyon,
donde Loret fundó un notable centro de investigaciones, pueden dedicarle un
conmovido recuerdo; su aventura en el Valle sigue siendo una de las más fascinantes.
¿Quién sustituiría a Loret? Un hombre que gozara de reputación suficiente y,
sobre todo, de la benevolencia de las autoridades francesas y británicas. Pensándolo
bien, sólo Gastón Maspero cumplía esas condiciones, aunque hubiera abandonado sus
funciones oficiales en Egipto más o menos decepcionado. El ilustre sabio aceptó la
proposición pero negoció con firmeza su contrato; exigió un salario considerable y
una gran libertad de maniobra. Se lo concedieron.
En cuanto llegó a El Cairo, Gastón Maspero, de cincuenta y tres años, se ocupó
de reorganizar el Servicio de Antigüedades para hacerlo más eficaz. Dividió así los
parajes arqueológicos en cinco distritos sobre los que velarían inspectores; se había
puesto en marcha una nueva política de excavaciones.

HOWARD CARTER ENTRA EN ESCENA


Entre los inspectores a quienes el experimentado Maspero concedió su confianza,
figuraba el joven Howard Carter. Permanecía en Egipto desde sus dieciocho años
sirviendo de dibujante al arqueólogo Newberry y tenía ya una gran experiencia en el
país.[10] Carter hablaba árabe, se había iniciado en la práctica de los jeroglíficos y
conocía bien la región de Tebas; por ello, aunque sólo tuviera veinticinco años,
Maspero le nombró inspector de las Antigüedades del alto Egipto, importante puesto
que exigía mucho trabajo. Carter sentía una verdadera pasión por el Valle de los
Reyes. Era su paraje, sentía deseos de explorarlo de cabo a rabo, de modo que
ninguna pulgada de terreno escapara a sus investigaciones; bajo los montones de
cascotes antiguos y modernos se ocultaban, forzosamente, tumbas. La primera tarea,
a su entender, consistía en despejar el Valle y encontrar el antiguo suelo; los
excavadores no se habían preocupado de evacuar las toneladas de piedras y arena que
habían desplazado, ocultando así algunas zonas del paraje que seguían sin explorar.
Aunque el razonamiento podía parecer acertado y digno de interés, su puesta en

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práctica planteaba problemas insuperables; ¿no sería necesario contratar gran
cantidad de obreros para emprender un trabajo titánico, lento y penoso, con una muy
débil esperanza de obtener resultados concretos? Los proyectos de Carter no
sedujeron a Maspero, que no sentía demasiado interés por el Valle; sin embargo, los
dos escondrijos, el de Deir el-Bahari y el de la tumba de Amenhotep I, demostraban
que cierto número de hipogeos no habían sido descubiertos todavía. Además, el éxito
de Loret ofrecía serias posibilidades para el porvenir; pero era Loret, precisamente;
¿no sería mejor olvidarle? Carter y Maspero se pusieron de acuerdo en un punto
preciso: en aquel año de 1900, la afluencia turística llegaba al límite soportable y se
convertía en un peligro para el Valle. Desde diciembre hasta abril, una muchedumbre
de curiosos, de estudiantes y de enfermos, invadía Luxor, famoso por su clima y sus
maravillas artísticas. Barcos y hoteles estaban al completo; se jugaba al tenis, al
bridge, se organizaban bailes y veladas sociales, y se hacían excursiones gracias a la
agencia Cook, que demostraba su conciencia social construyendo hospitales. Uno de
los pasatiempos obligatorios era la excursión al Valle de los Reyes.
Si Carter, simple inspector, no podía tomar la decisión de emprender la gigantesca
campaña de exploraciones en la que soñaba, obtuvo al menos la autorización para
proceder a ciertos acondicionamientos. Gracias a un generador instalado en el Valle,
las cinco tumbas más hermosas se beneficiaron de la luz eléctrica que eliminó las
iluminaciones contaminantes, como antorchas y velas; se edificaron muretes
alrededor de algunas tumbas, para protegerlas contra las inundaciones y la
acumulación de cascotes; se trazó un sistema de pasos para que los turistas utilizaran
un camino preciso. Algunas caídas de piedras en la tumba de Seti I exigieron trabajos
de restauración. Howard Carter se preocupó sin cesar por el Valle; le hubiera gustado
que se convirtiera en un lugar cerrado y protegido, al abrigo del mundo profano.

EL REGRESO DE LOS ABD EL-RASSUL


Loret, como recordaremos, había cerrado la tumba de Amenhotep II donde el
faraón descansaba en su sarcófago y donde había otras nueve momias reales.
Maspero, de acuerdo con sus costumbres, quería que todo pasara al museo de El
Cairo; ordenó pues el traslado de los ilustres personajes, a excepción de Amenhotep
II.
La tumba fue de nuevo accesible a los visitantes… ¡y a los ladrones!
Aterrorizado, Carter advirtió que unos desvalijadores habían arrancado las vendas del
rey. La cosa precisaba cierto número de complicidades; el inspector realizó una
investigación que le llevó, como era de esperar, a los Abd el-Rassul. Como era de
esperar, también, no obtuvo prueba alguna y el culpable siguió en libertad.
La momia de Amenhotep II fue restaurada, mejor protegida y permaneció en su

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sarcófago iluminado hasta 1931; en esta fecha, por desgracia, fue llevada al museo de
El Cairo tras haber viajado en primera clase de los coche-cama del tren. Es deplorable
la glotonería de un museo donde, por bien organizado que esté, nunca se siente la
irreemplazable atmósfera del paraje. Una reproducción en el lugar original es siempre
más sugerente que un original encerrado en un edificio administrativo al que no
estaba destinado.

LA MISTERIOSA TUMBA NÚM. 42 Y EL ALCALDE DE TEBAS,


SENNEFER
Como inspector del Servicio de Antigüedades, Carter tenía la posibilidad de
conceder autorizaciones de excavación en un lugar preciso y por un período limitado.
En el otoño de 1900, dos residentes en Luxor solicitaron un permiso para… ¡el Valle
de los Reyes! Fácil es imaginar la sorpresa del egiptólogo. Los dos curiosos
personajes afirmaron conocer el emplazamiento de una tumba desconocida. ¿De
dónde habían sacado tan preciosos informes?
La respuesta era fácil de imaginar: de los obreros de Loret, que los habían
obtenido de un excelente conocedor, probablemente un Abd el-Rassul.
Intrigado, Carter concedió el permiso pero hizo supervisar los trabajos por su
amigo Ahmed Girigar y pensó en dedicarles, personalmente, una atenta mirada.
Ahmed Girigar era un reis, dicho de otro modo el actor principal en el drama que
constituye una excavación arqueológica; el reis contrataba los obreros, controlaba su
actividad, les pagaba, les daba órdenes y dirigía, efectivamente, las maniobras en la
excavación. Sin un buen reis, el mejor arqueólogo obtenía sólo resultados mediocres.
Carter tuvo la fortuna y la inteligencia de tomar por amigo y confidente a aquel
hombre excepcional, Ahmed Girigar, que durante cuarenta años le sirvió con una
fidelidad a toda prueba.
Bajo los acantilados donde se ocultaba el hipogeo de Tutmosis III existía,
efectivamente, otra sepultura; el informe era exacto. En cuanto fue descubierta, a
finales de 1900, el inspector Carter acudió al lugar. La tumba era pequeña, simple,
correctamente perforada; su planta se parecía a la de Tutmosis I. En una cámara
funeraria oval, un sarcófago inconcluso, sin decoración y visiblemente desplazado; en
las paredes, ninguna inscripción, ninguna decoración. Evidentemente, no se trataba
de una tumba real. Sin embargo, en la mayoría de las obras, esta tumba núm. 42 se
atribuye a Tutmosis II.
¿Qué se advierte cuando se abre de nuevo el expediente, con la ayuda de la
primera publicación arqueológica seria de una tumba del Valle, debida a Carter? El
egiptólogo identificó un depósito de cimientos (lo que hoy sería una primera piedra)
con el nombre de la reina Hatshepsut-Merytre, gran esposa real de Tutmosis III; sin

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embargo, la reina no fue inhumada en aquel lugar y su momia, probablemente, fue
depositada en la tumba de su hijo, Amenhotep II. Carter llegaba a la conclusión de
que la sepultura databa de la época de Tutmosis III, que le había dado la planta de su
propia tumba, y que estaba destinada a un príncipe o a una reina.
Por lo que a los ocupantes de la tumba se refiere, vivieron durante el reinado
siguiente, el de Amenhotep II. Se trataba de un personaje importante, el alcalde de
Tebas, Sennefer, y su esposa, Sentnay, y otra mujer, Baketre, que llevaba el
antiquísimo título de «ornamento real»; sabemos que Amenhotep II tenía en mucha
estima a Sennefer y que éste último fue un notable gestor, preocupado por la
prosperidad y la dicha de su ciudad.
Forzoso es advertir que ningún objeto con el nombre de Tutmosis II fue
exhumado y que ningún indicio permite afirmar que la tumba núm. 42 fuera la de este
faraón.

LA TUMBA DE LOS TRES CANTORES DE AMÓN (NÚM. 44)


¿Había entrado Víctor Loret en la tumba núm. 42? Algunos lo suponen, aunque
no anunciara oficialmente su descubrimiento. La misma observación vale para la
tumba núm. 44 en la que Carter, utilizando una información que el reis Ahmed
Girigar obtuvo de los obreros de Loret, penetró el 26 de enero de 1901.
Cercana a la tumba de Ramsés XI, data del Imperio Nuevo, pero había sido
vaciada de su contenido original y vuelta a utilizar para albergar las momias de tres
cantores del templo de Amón en Karnak, adornadas con coronas de persea, mimosa y
loto azul. Estos ritualistas habían vivido durante la XXII dinastía y parece muy
verosímil que los Abd el-Rassul tomaran sus cuerpos del escondrijo de Deir el-Bahari
para «almacenarlos» en aquella sepultura vacía. La identidad del primer ocupante se
ha perdido para siempre.

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21 - THEODORE DAVIS, HOWARD CARTER Y TUTMOSIS
IV

UN AMERICANO A LA CONQUISTA DEL VALLE


1902 es un año decisivo para el Valle. Theodore M. Davis, rico abogado
neoyorquino de sesenta y cinco años, deseaba dedicar su jubilación a una ocupación
original y hacer excavaciones en Egipto. La idea estaba de moda; cuando se disponía
de una evidente fortuna, era de buen tono pasar el invierno en la tierra de los faraones
y cavar algunos agujeros con la esperanza de descubrir un tesoro. El Servicio de
Antigüedades, cuya falta de medios financieros era una enfermedad crónica, alentaba
a los generosos donantes que, a cambio de un permiso, financiaban sus propias
excavaciones y compartían los eventuales hallazgos con el Servicio. Naturalmente, el
comanditario no empuñaba herramienta alguna y se limitaba a supervisar, desde muy
lejos a veces, los equipos contratados; sin embargo, los descubrimientos se le
atribuían y, si llegaba a descubrirse una tumba, él era el primero que debía entrar. El
trabajo para los obreros, la gloria para el financiero.
Theodore M. Davis, al revés que los aristócratas que pronto se cansaban de las
aburridas campañas arqueológicas, con frecuencia improductivas, era un hombre
obstinado. Bajo, fornido, autoritario, no era un modelo de amabilidad y cordialidad;
su silueta era la de un personaje acostumbrado a mandar, de maneras abruptas,
cortantes incluso. En su comportamiento, nada despertaba simpatía. No obstante, le
dominaba una pasión: la de las reinas de Egipto.
Eligió el Valle de los Reyes como lugar para sus experiencias. Gastón Maspero,
feliz al recibir dinero fresco, le ofreció la concesión, de la que dispondría hasta 1915.
Durante trece años, el Valle iba a conocer la más intensa campaña de excavaciones
nunca llevada a cabo para arrancarle sus últimos secretos.
Naturalmente, era preciso nombrar a un arqueólogo de profesión como verdadero
excavador; ¿y quién más competente que Howard Carter?

UN SUPERIOR DE TEMPLO Y DOS VIEJAS DAMAS


Desde el comienzo, las relaciones entre Davis y Carter fueron bastante tensas; el
americano consideraba al arqueólogo como un simple empleado, el inglés
consideraba a su «patrón» como un personaje insoportable y carente de
conocimientos egiptológicos serios. Nombrado por el Servicio de Antigüedades,
Carter cumplió sin embargo sus funciones con tanto más ahínco cuanto trabajaba en
su querido Valle, que Davis había abandonado para descansar en Assuan, lejos de los
desérticos acantilados de la necrópolis real.

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Carter pudo utilizar un numeroso equipo, sesenta hombres, para emprender una
primera campaña de excavaciones en nombre de Theodore M. Davis, en la zona de la
tumba de los tres cantores. Despejando un barranco, llegó hasta la roca, utilizando un
método que consideraba esencial, y sacó de la tierra un fragmento de alabastro con el
nombre de Tutmosis IV, cuya tumba no había sido descubierta todavía. Por lo tanto se
ocultaba, forzosamente, en aquellos parajes. Con la seguridad de estar cerca del
objetivo, Carter contrató cuarenta hombres más.
El 25 de enero de 1902, su equipo descubrió la entrada de un pozo; llevaba a la
sepultura de Userhat, superior de los dominios del templo en la XVIII dinastía. La
tumba, que llevará el núm. 45, había sido ocupada en la XXII dinastía por un tal
Mereskhons y su esposa.
El balance de la primera temporada fue más bien escaso. Davis, sin embargo,
siguió confiando en Carter cuya reputación era excelente; en enero de 1903, el
egiptólogo inglés sacó a la luz una segunda tumba privada (núm. 60), que contenía
los sarcófagos de dos ancianas, una de las cuales era tal vez una dama llamada In,
nodriza de Tutmosis IV. El sepulcro, que contenía también patos momificados, fue
cerrado de nuevo y nadie lo ha examinado desde aquella fecha.

LA TUMBA DE TUTMOSIS IV (NÚM. 43)


Carter era perseverante. Tras haber exhumado muchos objetos rotos con el
nombre de Tutmosis IV, seguía convencido de que la tumba del rey estaba muy cerca;
al pie de la colina desenterró un depósito de cimientos constituido por modelos de
utensilios, pequeñas jarras, discos de alabastro y placas de cerámica. Su presencia
anunciaba la de un hipogeo que Carter descubrió el 18 de enero de 1903.
Una tumba real… ¡Carter vivió su primera gran alegría como arqueólogo y
enamorado del Valle! De cuerdo con la costumbre hubiera debido aguardar la llegada
de Theodore M. Davis y penetrar en el hipogeo después de su patrono; como el
americano tardaba en regresar de Assuan, el inglés no resistió la curiosidad e hizo una
rápida visita al monumento antes de la apertura oficial, que tuvo lugar dieciséis días
más tarde, en presencia de Maspero.
Davis y las autoridades que participaron en la ceremonia se sintieron molestos por
el aire pesado y polvoriento que dificultaba su avance; la tumba, grande y
cuidadosamente tallada, decorada con pinturas, era digna de un faraón. La planta, con
un recodo e interrumpida por un pozo, era característica de la XVIII dinastía; el
hipogeo había sido desvalijado y los ladrones habían dejado en el lugar la cuerda que
habían utilizado. El suelo estaba cubierto de restos y, en la cámara funeraria, yacían
miles de fragmentos de objetos rituales en los que destacaba una soberbia cerámica
azul.

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Aquellos vestigios demostraban la existencia de un mobiliario fúnebre rico y
abundante: jarras, platos, potes, vasos canopes, bastones arrojadizos de cerámica,
taburetes, sillas, tronos, uchebtis, estatuillas del rey, juegos, telas, panteras de madera,
cuatro ladrillos mágicos, espadas, arco, guantes de arquero, piezas de carros,
alimentos para el más allá. Ningún elemento de lo cotidiano, transfigurado en el otro
mundo, había sido olvidado. Todos aquellos objetos eran otras tantas obras maestras
que atestiguaban el grado de refinamiento alcanzado por la civilización de la XVIII
dinastía.
El sarcófago reposaba en una especie de cripta; su tapa, desplazada, estaba
apoyada en una cabeza de vaca de madera y un montón de piedras; ¿tenía ese
dispositivo un significado ritual, deseado por los sacerdotes que sacaron la momia del
sarcófago para ponerla a resguardo en la tumba de Amenhotep II? En una capilla
lateral, un horrible espectáculo aguardaba a los arqueólogos; la momia de un joven,
liberada de sus vendas, había sido lanzada contra una pared y permanecía de pie,
apoyada en ella, con el diafragma colgando.
Una inscripción permitió establecer que Maya, escriba real y superintendente del
tesoro, había entrado en la tumba en el año 8 de Horemheb, para «renovarla», unos
tres cuartos de siglo después de los funerales. ¿Qué significa exactamente ese
término? Al parecer, implica algo más que una simple inspección. Sin embargo, en
aquella época, el Valle estaba bien custodiado y no se había producido pillaje alguno;
el hipogeo de Tutmosis IV, por lo tanto, no podía haberse degradado. Queda la
momia: ¿exigió cuidados especiales? Tutmosis IV tuvo un reinado más bien corto
(1401-1390), apacible y feliz. Ningún acontecimiento trágico turbó la serenidad de su
época. El faraón siguió siendo célebre gracias a la estela que hizo colocar entre las
patas delanteras de la gran esfinge de Gizeh para relatar una extraordinaria aventura.
Cierto día de gran calor, el joven príncipe Tutmosis cazaba en el desierto;
fatigado, bajó de su carro y se durmió a la sombra de la esfinge, cubierta en su mayor
parte de arena. En su sueño, escuchó la voz del león con cabeza humana, guardián del
lugar donde se levantaban las pirámides de Keops, Kefrén y Mikerinos. Encarnación
del sol al amanecer, la divinidad de piedra le prometió la realeza si la liberaba de los
montones de arena que la asfixiaban. El príncipe lo hizo y se convirtió en el faraón
Tutmosis IV.
Howard Carter, gracias a aquel éxito, demostraba sus cualidades de arqueólogo y
podía esperar una brillante carrera en el Valle. Por lo que al financiero Theodore M.
Davis se refiere, estaba satisfecho de sus dos primeras campañas en Egipto: dos
tumbas privadas y una tamba real. Su jubilación comenzaba con buen pie.

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22 - LA INCREÍBLE TUMBA DE LA REINA-FARAÓN
HATSHEPSUT

UNA MUJER EN EL TRONO DE EGIPTO


¿Quién no ha oído hablar de esta reina excepcional que, a la muerte de Tutmosis
II, se encargó primero de una regencia y, luego, subió al trono de Egipto por un
período de veinte años (1478-1458)? ¿Quién no ha admirado la escena de su
coronación en la punta del obelisco caído, en Karnak, donde la reina está arrodillada
ante Amón?
«La Regla (Maat) es el poder (ka) de la luz divina (Ra)», «La que besa Amón»,
«La más venerable de las mujeres», ésos eran los nombres de Hatshepsut. Verdadero
faraón, cumplió celosamente su primer deber: construir templos. En Karnak, hizo
erigir dos obeliscos y modificó la parte central del templo; en la zona que hoy se
llama «museo al aire libre», pueden contemplarse los bloques de la magnífica
«capilla roja», un edificio que probablemente nunca fue montado y que ofrece gran
cantidad de escenas rituales raras. En la orilla occidental de Tebas, Hatshepsut hizo
construir el templo de Deir el-Bahari, «el sublime entre los sublimes», cuyas tres
terrazas ascendían hacia el acantilado; el último santuario se excavó en plena piedra.
Los bajorrelieves, de maravillosa finura, narraban el transporte de los obeliscos y la
famosa expedición al país de Punt de donde el ejército egipcio, compuesto por
alegres y pacíficos soldados, se llevó árboles de incienso que fueron plantados en los
jardines que precedían al templo. La explanada está hoy desierta, aplastada por el sol;
es necesario imaginar los estanques, los árboles, las flores que ocultaban la
arquitectura. El templo consagrado a Amón revelaba, también, los misterios de
Anubis, encargado de momificar a los justos y conducirlos por los caminos del más
allá.

LAS TUMBAS DE HATSHEPSUT


En el Imperio Antiguo, los faraones se hacían construir dos tumbas, si no tres; de
este modo, en Saqqara, en el interior del recinto de Djeser, existían una tumba del
norte y una tumba del sur, y es probable que se excavara una tercera sepultura en el
Alto Egipto. El cuerpo físico del rey se depositaba en uno de los sepulcros; los demás
recibían su ser invisible, aunque no menos real. Por ello no es seguro que las
pirámides del Imperio Antiguo hayan albergado momias.
En el Imperio Nuevo, se produce un caso distinto; un gran dignatario hace
preparar su tumba, pero, si se convierte en faraón, debe ordenar que excaven otra,
correspondiente a la nueva función. Hatshepsut, como gran dama del reino, debía

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ocupar pues una sepultura al margen del Valle de los Reyes; una vez coronada, su
morada de eternidad no podía estar en otra parte.

LA TUMBA NÚM. 20 O EL MÁS LARGO RECORRIDO DEL


VALLE
Situada junto al acantilado, la tumba núm. 20 era conocida desde hacía mucho
tiempo; los especialistas de la expedición de Egipto la habían situado, Belzoni se
había interesado por ella, James Burton había entrado; pero nadie había practicado,
antes que Carter, una excavación seria. Tan seria y difícil que iba a exigir varios
meses de trabajo y dos campañas, de febrero de 1903 a mediados de abril de 1903 y
de octubre de 1903 a marzo de 1904.
Carter no esperaba encontrar un hipogeo de tanta longitud; una serie de pasillos,
que bajaban hasta 97 m de profundidad, se desplegaba a lo largo de 213 metros. Sin
duda alguna, se trataba de la más larga y profunda de las tumbas egipcias. ¿Por qué
tantos esfuerzos cuando el pillaje, lamentablemente seguro, no permitía esperar
mayores hallazgos? Porque Davis amaba a las reinas de Egipto y quería satisfacer su
pasión; encargarse de Hatshepsut le parecía esencial.
Carter y su equipo se enfrentaron con temibles dificultades; la polvareda y el
calor eran tan grandes que les fue imposible respirar normalmente; utilizaron una
bomba de aire para poder trabajar en el interior del hipogeo. La luz se apagaba sin
cesar y, en las tinieblas, casi asfixiados, tenían que mantener su sangre fría. Como
casi todo el pasillo estaba lleno de cascotes, fue necesario vaciarlo; pero sólo dos o
tres hombres podían llenar, al mismo tiempo, los cestos que evacuaban hacia el
exterior. Cuando la limpieza hubiera terminado, se necesitarían unos veinte minutos
de incómoda marcha para llegar al fondo de la tumba.
Durante el recorrido, Carter tomó fragmentos de jarra de piedra con los nombres
de la reina Ahmose-Nefertari, de Tutmosis I, padre de Hatshepsut, y de la propia
Hatshepsut; la memoria de aquellos tres ilustres personajes estaba pues vinculada a
aquel lugar. Otro descubrimiento interesante: algunos bloques llevaban fragmentos
del Amduat; el texto de «la cámara oculta» se revelaba en los muros.
Al cabo de considerables esfuerzos, Carter llegó por fin a la cámara funeraria; allí
había todavía dos espléndidos sarcófagos de cuarcita, la más dura de las piedras; el
uno estaba destinado a Tutmosis I, el otro a su hija Hatshepsut. Eran los primeros
ejemplares de aquel tipo, inspirado en el Imperio Medio; inauguraban la
incomparable serie de tumbas reales.
Las fantásticas dimensiones de aquella tumba, su planta única, hacen pensar a
Romer, como hemos visto, que fue la primera excavada en el Valle por Ineni, el
maestro de obras de Tutmosis I. Hatshepsut se habría limitado a agrandarla para

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descansar en ella, en compañía de su padre; pero Tutmosis III hizo excavar una nueva
tumba para Tutmosis I y trasladó su momia. Son sólo hipótesis; el único hecho cierto
es que dos tumbas, la núm. 20 y la núm. 38, fueron destinadas a albergar los despojos
de Tutmosis I.
La momia de Hatshepsut, preservada tal vez en el escondrijo de Deir el-Bahari,
no ha sido identificada con seguridad; de su material fúnebre, totalmente
desaparecido, subsiste sólo una arquilla con su nombre, que contiene, al parecer, un
hígado momificado. Segundo enigma sin resolver, referente a las relaciones de la
gran reina con el Valle: ¿la dama In, enterrada probablemente en la tumba núm. 60,
era efectivamente su nodriza, a la que concedió el honor de vivir su eternidad en la
necrópolis real?

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23 - ¿EL FARAÓN DEL ÉXODO?

LA TUMBA DE MERENPTAH EL INNOVADOR (NÚM. 8)


Durante su campaña de excavaciones (1903-1904), Carter decidió despejar la
tumba del rey Merenptah, parcialmente accesible desde la Antigüedad. Su entrada,
señalada por un hermoso portal, no estaba disimulada y había atraído a ladrones y
visitantes. Sin embargo, con el transcurso de los siglos, el hipogeo se había llenado de
cascotes; Howard Carter consideró necesario despejarlo, asumiendo así una tarea
abrumadora cuyos resultados, poco espectaculares, ocultaron su mérito. ¿No sacaría a
la luz una obra maestra de la XIX dinastía?
La tumba, en efecto, fue el lugar de varias innovaciones. Si el plano es sencillo,
un corredor de empinada pendiente que lleva directamente a la sala del sarcófago, se
advierte un claro aumento en las proporciones de la tumba; la altura del corredor pasa
de cinco a seis codos, incluso siete (más de tres metros). La anchura aumenta
también, de modo que se abandona la proporción de cinco codos por cinco en vigor
en la XVIII dinastía. La cámara funeraria toma un nuevo aspecto; el sarcófago se
instala en una pequeña cripta excavada en el suelo de la cámara. Hay una evidente
voluntad de penetrar en las profundidades donde renace la luz. Por lo que al
sarcófago se refiere, se hace colosal; bajo la tapa de granito rosa hay tres ataúdes,
encajados el uno en el otro. El cuerpo del rey, protegido así por una cuádruple
envoltura de piedra, descansaba en un ataúd de alabastro del que sólo han sobrevivido
algunos fragmentos. El pulido de la tapa de granito es de una perfección inigualable.
Del equipo funerario, del que un ostracon nos dice que se introdujo en la tumba
en el año 7 del reinado, sólo subsisten algunos vasos canopes y uchebtis. Puede
afirmarse que los objetos eran numerosos y soberbios. Por lo que concierne a los
textos, si la presencia del Libro de la cámara oculta se adecúa a la tradición de la
XVIII dinastía, y la del Libro de las puertas a la de la XIX, se advierte la aparición de
una llamada al juez de los muertos que será reutilizada a partir de entonces. En
muchos campos, por consiguiente, el hijo y sucesor de Ramsés II señala una etapa
importante en la historia del Valle.

MERENPTAH Y LA DEFENSA DE EGIPTO


La sucesión de Ramsés II planteó problemas, aunque el rey tuviera numerosos
hijos. Khaemuaset, ritualista, mago, sumo sacerdote y restaurador de los monumentos
antiguos, parecía el más apto para ascender al trono, pero murió antes que su padre.
Mientras vivía, Ramsés II eligió como faraón a Merenptah, «el amado de Ptah». Ptah
era el dios de Menfis, la vieja capital situada en la conjunción del delta y el valle del

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Nilo propiamente dicho. Se manifestaba así cierto desafío a Tebas y una voluntad de
situar en el norte el centro del poder, a causa de las profundas mutaciones que se
anunciaban en Asia.
Merenptah reinó unos diez años (1212-1202); de edad avanzada cuando fue
coronado, vivió en Pi-Ramsés, en el delta, cumplió su papel de constructor en todo el
país y, como sus predecesores, hizo edificar su «templo de los millones de años» en la
orilla occidental de Tebas.
El papel principal de este experimentado monarca, que había tenido la
oportunidad de aprender a gobernar, fue defender su país contra una temible tentativa
de invasión. En el año 5 de su reinado, «los pueblos del mar», coalición indoeuropea
en la que predominaban anatolios y egeos, se lanzaron sobre las ricas tierras del delta
con la intención de instalarse en ellas. El ejército egipcio, valeroso y bien organizado,
consiguió contener la oleada; sin poder garantizar las cifras, se estima que una decena
de miles de muertos quedó en el campo de batalla y que los soldados de Faraón
hicieron un número semejante de prisioneros.

EL PROBLEMA DEL ÉXODO


Bajo el reinado de Merenptah aparece, en una estela, la más antigua mención de
Israel en un texto jeroglífico. Israel se considera como una tribu sumisa que no causa
ningún trastorno particular al orden establecido.
Desde el punto de vista judío, el Éxodo es un acontecimiento considerable; desde
el punto de vista egipcio, no ocurrió nada. Los escribas, que sin embargo tenían la
costumbre de anotarlo todo, no hablan de una salida masiva de los hebreos de Egipto.
Por lo que se refiere al exterminio de un ejército egipcio y a la derrota de un faraón
junto al mar Rojo, ningún documento los menciona. El Éxodo, que probablemente no
tiene fundamentos históricos, pertenece al mito. Los hebreos no eran esclavos sino
asalariados que se ocupaban, en parte, de un sector clave de la economía egipcia: la
fabricación de los ladrillos utilizados en la construcción de casas y palacios. Algunos
ocupaban puestos importantes en la Corte. Salomón, deseoso de forjar una
civilización duradera y de establecer la paz en el Oriente Próximo, no considerará a
Egipto un enemigo y lo adoptará, incluso, como modelo. La película de Cecil B. De
Mile, Los diez Mandamientos, es uno de los más deplorables engaños en technicolor
que nunca se haya producido.

LAS DESGRACIAS DE CARTER


En aquel año de 1904, Howard Carter parecía destinado a una hermosa carrera.
¿Acaso sus comienzos como arqueólogo en el Valle de los Reyes no se habían visto

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coronados por el éxito? Una tumba real en su activo, varias tumbas privadas, algunas
limpiezas satisfactorias, un sentido innato del mando y de la organización… Gastón
Maspero estaba tan satisfecho que decidió concederle un ascenso. Le nombró
inspector de las Antigüedades del Bajo Egipto, y puso así bajo su responsabilidad los
prestigiosos parajes de Saqqara y Gizeh. El pequeño dibujante inglés, oculto a la
sombra de Newberry y Petrie, se había convertido en un curtido profesional. Carter
amaba el Valle, el Valle le había ofrecido la prueba de su amor. Ciertamente, no era él
quien decidía abandonarlo, pero el Valle consideró sin duda aquel abandono forzoso
como una infidelidad culpable. Poco tiempo después de su instalación en El Cairo,
Howard Carter se vio mezclado en un incidente que adquirió proporciones
dramáticas. Un grupo de franceses, bastante borrachos, exigió visitar el Serapeum
después de la hora de cierre; el guarda, de acuerdo con las instrucciones recibidas, se
negó. Llegaron las invectivas y, luego, los puñetazos. Personándose en el lugar,
Carter tomó partido por su subordinado y expulsó a los revoltosos. Pero éstos
disponían de apoyos diplomáticos; se intervino ante Maspero, que pidió a Carter que
presentara sus excusas.
El arqueólogo inglés, desde su más tierna edad, era un apasionado de la justicia;
¿por qué iba a arrastrarse a los pies de una autoridad cualquiera reconociendo un
delito, si no había cometido ninguno? Muy molesto, Maspero insistió; no tenía ganas
de perder a un colaborador de calidad. Pero Carter, obstinado, seguro de estar en su
derecho, mantuvo sus posiciones. Cediendo a las presiones de los británicos, que
tomaron el relevo de la ira de los vejados franceses, Maspero se vio obligado a
despedir a Howard Carter.
La caída fue brutal. El egiptólogo, injustamente expulsado del Servicio de
Antigüedades al que pretendía consagrar su vida, no abandonó Egipto. Volvió a ser
pintor y vivió pobremente, en El Cairo, de la venta de sus acuarelas. Sin dinero, sin
relaciones, veía cómo se alejaban para siempre las excavaciones arqueológicas y su
querido Valle.

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24 - LOS PRIMEROS PASOS DE AYRTON Y DE RAMSÉS IV

EL INTERMEDIO QUIBELL
Después de los «años Carter» (1902-1904), Theodore M. Davis se sintió en
apuros. Aunque no apreciara demasiado a aquel inglés de carácter difícil, había
tenido, al menos, el mérito de transformar su jubilación en un inicio de epopeya
arqueológica. Lo más urgente era sustituirle.
En noviembre de 1904, James Quibell sucedió a Carter como arqueólogo
profesional, encargado de excavar el Valle de los Reyes en nombre de Theodore M.
Davis. Quibell no era un autodidacta como su predecesor; universitario distinguido,
había realizado sus estudios en Oxford y se interesaba, sobre todo, por las primeras
dinastías y por el arte egipcio más arcaico. Su objetivo no era, ciertamente, un
hallazgo espectacular; pensaba tomarse su tiempo, llevar a cabo lentas y meticulosas
campañas sin preocuparse por los resultados inmediatos. Ponderado, reservado,
chocó enseguida con el autoritarismo de Davis.
Davis era americano y rico. Pagaba y quería tumbas inéditas. Carter había
probado que era posible; por lo tanto debía continuar en esa dirección. Este discurso
disgustó mucho a Quibell, que solicitó su traslado sin haber iniciado ningún trabajo
de envergadura en el Valle.
Maspero le sustituyó por Arthur Weigall, pero éste tampoco sirvió. Davis,
pragmático, visitó al director del Servicio de Antigüedades y exigió que las
excavaciones se realizaran a su guisa, empleando el personal que le conviniera. Él era
el financiero y…

EL CALVARIO DE EDWARD AYRTON


El inspector oficial del Servicio, Weigall, fue relegado a un oscuro papel de
supervisor y no participó directamente en las excavaciones; durante tres años, de
1905 a 1908, Davis utilizó el talento de un joven arqueólogo, Edward R. Ayrton,
mucho menos conocido, pese a un trabajo notable, que la mayoría de los excavadores
del Valle.
Contratado con el sueldo de doscientas cincuenta libras anuales, Ayrton era un
inglés atlético de rostro abierto y simpático; bien vestido, aficionado a la franela,
valeroso y más bien metódico, sólo tenía por desgracia una pobre experiencia
egiptológica. Su principal baza era la buena voluntad; fiel a Davis, era un empleado
modelo que no discutía las órdenes de su patrono.
Al no disponer de poder alguno y de ningún margen de maniobra, Ayrton
obedecía al pie de la letra; fue la cabeza de turco de Davis y su aventura, a veces, se

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pareció mucho a un calvario. Una prueba: Ayrton, a lo largo de sus investigaciones,
tomó cierto número de notas que formaban la primera aproximación científica de las
tumbas que descubría; Davis no consideró necesario tener en cuenta estas
informaciones esenciales en las mediocres publicaciones que firmó con su nombre,
asociando a ellas afamados arqueólogos, ¡pero no a Ayrton! Los papeles del
excavador se perdieron, las elucubraciones de Davis se imprimieron.
El joven inglés aceptó ser sacrificado; solitario, vivía en una modesta casa, en el
desierto, lejos de la muchedumbre y de la vida social, prefiriendo la compañía de sus
dos perros a la de los humanos. Ese tipo de hombre, salvaje, poco interesado por los
bienes materiales, preocupado por el cumplimiento de su función, no es raro en
disciplinas donde la vocación se ve explotada por los trepadores.
Ayrton no era un eremita; le gustaba jugar al diábolo, que estaba de moda por
aquel entonces, y cada semana se concedía una velada de distracción en Luxor.
Dotado de un carácter servicial, guiaba de buena gana a algunos visitantes por el
Valle para hacerles admirar sus maravillas.
Davis había elegido bien su mano derecha; durante tres años, exigió al máximo
trabajo y resultados. A los veintiséis años, el perro fiel se rebeló considerando que el
yugo era ya en exceso asfixiante; juzgando que Davis se había pasado de la raya,
Ayrton abandonó el Valle de los Reyes. Sus amigos acababan de abandonar sus
actividades en otras excavaciones tebanas, y encontrarse cara a cara con el americano
le pareció insoportable. Se unió a una misión americana en Abydos, la ciudad de
Osiris. Al concluir una temporada de excavaciones, estudió un año en Oxford y partió
hacia la India. Destinado a Ceilán, murió ahogado en la primavera de 1914, a los
treinta y un años de edad.
En cuanto Ayrton fue contratado por Davis, éste le precisó sus intenciones,
excavar cada colina y cada pie de colina de modo definitivo. Esta vez, el azar no
tendría papel alguno; siguiendo el plan al pie de la letra, ninguna tumba, real o
privada, escaparía a Davis.
¿La intendencia? Una casa de excavaciones, construida en la entrada del valle del
oeste. En su interior, un laboratorio y cuartos de almacenamiento destinados a los
objetos. Aunque desprovisto de agua corriente y de electricidad, el lugar debía
mantenerse limpio y seco.
Todo estaba dispuesto para las grandes maniobras.

LA TUMBA DE RAMSÉS IV (NÚM. 2)


Ayrton comenzó explorando una tumba ramésida conocida desde mucho tiempo
atrás pero que no había sido despejada de modo sistemático; aquello le permitió hacer
prácticas dirigiendo su primera excavación de envergadura. La tumba tiene sesenta y

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seis metros de longitud y la forma de un corredor que va estrechándose; Ramsés IV
desarrolla más aún las proporciones que Merenptah había aumentado; de este modo,
la vasta cámara funeraria, grandiosa, contiene el mayor y más pesado sarcófago de
granito de todo el Valle (once pies y medio de largo, nueve de alto), que además está
tallado en forma de cartucho real. Esta sala de resurrección fue transformada en
iglesia en el siglo V d. de C., y la decoración de las paredes, de hermosísima calidad,
sufrió mucho. Se advierte la presencia de gran número de textos: Letanía del sol,
Libro de las cavernas, Libro de las puertas, y extractos del Libro de los muertos, con
la famosa «confesión negativa» en la que el ser que se presenta ante la balanza del
juicio divino afirma no haber cometido faltas graves que le condenarían a la «segunda
muerte», el aniquilamiento.
Cuando Ramsés IV subió al trono, tenía unos cuarenta años de edad; hijo y
sucesor de Ramsés III, anunció su intención de construir templos en todo el país y
ofrecer a Egipto un reinado largo y brillante. Con el fin de obtener medios para su
política, el rey dobló el equipo de artesanos de Deir el-Medineh, aumentándolo hasta
los ciento veinte hombres; en el año 2 de su reinado, cambió su nombre de
coronación e hizo preparar su tumba. Se organizaron varias expediciones para
obtener sillares y piedras preciosas en las canteras del uadi Hammamat y en las minas
del Sinaí, pues el rey pedía a sus escultores que crearan grandes estatuas y a sus
maestros de obras que prepararan bloques para nuevos santuarios.
La muerte quebró aquel impulso. El destino sólo concedió a Ramsés IV seis años
de reinado (1154-1148), muy insuficientes si se comparan con sus ambiciones.

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25 - LA TUMBA INTACTA DE YUYA Y DE TUYA (NÚM. 46)

EL ORO BRILLA EN LAS TINIEBLAS


El mes de febrero de 1905 fue más cálido que de costumbre. La temperatura no
impidió a los obreros de Davis proceder a una penosa exploración entre montones de
cascotes y piedras; sus esfuerzos se vieron recompensados por la aparición de la parte
superior de una puerta sellada. El jefe de equipo, el reis, llamó a su hijo pequeño tras
haber hecho un agujero. Le pidió que se introdujera en la tumba; asustado, el
muchacho se vio obligado a obedecer.
Primero, miedo, inmovilidad y silencio; luego el visitante se acostumbró y divisó,
en las tinieblas débilmente iluminadas, el brillo del oro. Mirándolo más de cerca, vio
allí el timón de un carro, una vara de función y un escarabeo cubiertos por una lámina
de oro.
Ya no cabía duda, ¡un tesoro intacto! Primera reacción del reis, hacer que
hombres armados custodiaran el lugar. Estaba convencido de que la noticia se
extendería con la velocidad del relámpago y que desvalijadores de toda calaña se
pondrían inmediatamente en pie de guerra. Entre los Abd el-Rassul debían de estar
preguntándose, ya, cómo habían podido dejar pasar semejante potosí.
Avisados, Maspero y Davis no tardaron en acudir al lugar. Uno y otro, con
satisfacción y esperanza, comprobaron que la puerta de la tumba estaba todavía
sellada. Desde su cierre, al finalizar los funerales, nadie había entrado allí. Única
solución, abrir. Con la ayuda de antorchas, disiparon la oscuridad y avanzaron por un
suelo resbaladizo hasta una segunda puerta sellada que mostraba los sellos de la
necrópolis tebana. Fue necesario quitar las piedras, hacer un agujero y subir sobre los
hombros del inspector Weigall para penetrar en la sepultura, el 11 de febrero de 1905.

LOS PADRES DE LA REINA TEJE


Las inscripciones revelaron a Maspero que los ocupantes de la tumba se llamaban
Yuya y Tuya. La sepultura era de pequeño tamaño y no estaba decorada, como las
demás tumbas no reales del Valle. En el suelo se había depositado ritualmente una
capa de fina arena amarilla. Aludiendo al simbólico hecho de que el difunto es
«Quien se halla sobre su arena».
El equipo fúnebre, soberbio, estaba intacto; la modesta estancia, en efecto, estaba
llena de admirables objetos, vasos canopes, instrumentos de música, refinados
asientos decorados con escenas rituales, una de ellas perteneciente a Sitamon, hija de
Amenhotep III, silla de la reina Teje cuyos paneles estaban decorados con las
divinidades protectoras Bes y Thueris, lechos con paneles que mostraban la figura del

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mismo Bes, protector del sueño, arquilla para joyas con el nombre de Amenhotep III
y de Teje, carro que servía para viajar por el otro mundo, jarras llenas de natrón. «El
Osiris vegetante», de acuerdo con el apelativo técnico, era un vestigio modesto pero
importantísimo; recordemos que, en un molde con la forma de Osiris, se vertía una
mezcla de arena y cebada que se regaba cada día. La cebada germinaba y alcanzaba
unos diez centímetros de altura; se envolvía el conjunto con un lienzo y se depositaba
en la tumba, como prueba de resurrección.
Los arqueólogos se acercaron a los sarcófagos. El de Yuya estaba sobre una
narria, símbolo de Atum, el principio creador; en su interior, tres ataúdes
momiformes. El de su esposa Tuya sólo tenía dos ataúdes interiores. El rostro de
ambas momias, con los ojos casi abiertos, era extraordinario; la pareja, unida en un
idéntico y sereno goce, parecía viva. Yuya era un apuesto hombre rubio, muy digno,
con las manos cruzadas a la altura del cuello. Se le ha comparado al actor americano
Charlton Heston. Tuya era una mujer magnífica de cuerpo esbelto, rostro fino y
cabellos rubios, cuya dulzura sigue siendo perceptible más allá del óbito.
Padres de la reina Teje, esposa de Amenhotep III, Yuya y Tuya habían vivido el
maravilloso período en el que el refinamiento de la civilización tebana alcanzó su
apogeo. Yuya era originario del valle de Akhmim, en el Medio Egipto y, al igual que
su esposa, no tenía vínculos con la familia real. Su hija, Teje, iba a convertirse sin
embargo en la «gran esposa real», y su hijo Anen, en sumo sacerdote; Yuya ocupó el
puesto superior en los carros del rey.
La pareja vivió una especie de cuento de hadas; llamada sin duda a la Corte por
su hija, convertida en reina de Egipto, llevó una existencia apacible y gozó del
insigne honor de ser enterrada en el Valle de los Reyes. Sin duda ésta es una de las
numerosas pruebas de la influencia de Teje, de la que sabemos que gobernó al lado de
su marido. Como siempre llueve sobre mojado, algunos arqueólogos supusieron que
Yuya y Tuya habían sido también los padres de la celebérrima Nefertiti, pero falta
todavía un documento decisivo.

FRICCIONES DE ARQUEÓLOGOS
Contrariamente a lo que puede leerse aquí y allá, la tumba no fue desvalijada;
ciertamente, entraron en ella y, sin duda, en una época antigua, para tomar algunos
productos cosméticos; el mismo fenómeno se observará, por otra parte, en la de
Tutankamón, sin que pueda darse una explicación. Si los ladrones hubieran
descubierto semejante tesoro, sólo nos habrían quedado las migajas.
El 14 de febrero, Quibell visitó la tumba. Su enemistad hacia Davis aumentó más
aún cuando advirtió que el americano había desplazado ya varios objetos sin tomar
nota del emplazamiento exacto. Como técnico, se pone furioso y se pregunta por qué

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se permite a unos aficionados estropear el estudio de una sepultura intacta. De
acuerdo con una costumbre deplorable, es preciso vaciar a toda prisa la sepultura y
transportar los objetos al museo de El Cairo, donde hoy se exponen junto a los de
Tutankamón, que le son cercanos por su estilo y su espíritu.
El equipo de Davis realizó numerosos dibujos, pero hubiera debido existir una
publicación cuidada y precisa; tres semanas después del descubrimiento, la tumba de
la pareja de dulce sonrisa había sido vaciada por completo de su contenido.
Quibell ocupó, en El Cairo, el puesto que Carter había dejado vacante, y no
regresó al Valle donde Davis siguió reinando como dueño y señor.

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26 - LOS ÉXITOS DE AYRTON:
UN FARAÓN, ALGUNOS PERROS Y UN VISIR

LA TUMBA DEL REY SIPTAH (NÚM. 47)


Ayrton, como buen y abnegado servidor, organiza el trabajo a un ritmo constante.
Debido al calor del mediodía, el equipo de unos cuarenta hombres procedentes de
Gurna y las aldeas vecinas comienza a las seis, bajo la dirección del reis, los obreros
cavan entre escombros de piedra, llenan los cestos y van despejando, poco a poco, el
lugar donde se espera descubrir una tumba. Se organiza una lenta y regular procesión;
todos repiten los mismos gestos canturreando viejas melopeas. A la hora de la
comida, los trabajadores se sientan en círculo y consumen cebollas, tomates y pan. El
tomate es azucarado, la cebolla dulce y el pan excelente. Seis de cada siete días, el
equipo lleva a cabo su tarea en el Valle; el viernes, en tierra de Islam, es día de
descanso. Por lo que a los salarios se refiere, son escasos pero muy buscados; hay
muchos candidatos que esperan ser contratados por el reis.
En noviembre de 1905, Ayrton descubrió la tumba de un rey de la XIX dinastía,
Siptah; será el último hipogeo de este período descubierto en el Valle. El corredor
estaba lleno de cascotes que fue necesario evacuar con precauciones, pues el techo
amenazaba ruina: las malas condiciones impidieron una exploración completa que
sólo se llevará a cabo, por Burton, en 1912. La tumba era grande, cuidadosamente
dispuesta; su decoración, en la que predominaba el verde, soberbia; durante cierto
tiempo, por los fragmentos de un ataúd de alabastro y otros objetos hallados entre los
cascotes, se creyó que se trataba de la sepultura de una reina, lo que despertó el
interés de Davis. El entusiasmo se enfrió cuando fue necesario admitir la realidad.
Como la decoración estaba muy dañada más allá de los dos primeros corredores y
como las partes bajas parecían peligrosas, Davis atendió a las razones de su
arqueólogo que proponía abandonar la excavación. Como la momia del rey reposaba
en el museo de El Cairo, sólo podían esperar algunos hallazgos menores. Siptah, «el
hijo de Ptah», dios de Menfis, reinó seis años (1196-1190). Llamándose
originalmente Ramsés-Siptah, lo que le unía a su glorioso antepasado Ramsés II,
cambió su nombre por el de Merenptah, «el amado de Ptah», insistiendo pues en sus
vínculos con el dios. Hijo de Seti II y de Tausert que, como Hatshepsut, fue regente
primero y luego faraón, Siptah se dirigió a Nubia en el año 1 de su reinado, para
instalar allí al virrey, alto funcionario encargado de egiptizar el paraje y de mantener
la paz. Casi nada sabemos sobre los orígenes del rey, su modo de ejercer el poder y su
fin.

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ANIMALES REALES
A finales del año 1905, Ayrton excavó en la parte sur del barranco, en las
proximidades de la tumba de Amenhotep II. Supervisó grandes limpiezas, de acuerdo
con las instrucciones de Davis, y no terminó con las manos vacías.
Descubrió primero un pequeño sepulcro de la XVIII dinastía que albergaba a un
dignatario cuya identidad no pudo precisarse; se convirtió en un simple número en la
lista, el núm. 49. Luego puso al descubierto tres fosas que conducían a tres cámaras
que reservaban una buena sorpresa; allí no descansaban seres humanos sino animales.
El más hermoso y majestuoso era un perro amarillo de tamaño medio, bien erguido
sobre sus patas con la corta cola curvada sobre el lomo; ante su hocico, un mono que
parecía tan vivo como él, puesto que los ladrones le habían quitado las vendas. Otros
ocupantes aguardaban a Ayrton: cinocéfalos, más perros, patos, ibis, pájaros y un
mono hembra sujetando tiernamente a su pequeño. Considerados como seres
respetables, al igual que los humanos, los animales habían sido momificados de
acuerdo con los ritos y gozaban de ataúdes, vasos canopes, amuletos y joyas, como
aquel mono al que los desvalijadores no habían arrancado su collar de cerámica azul.
Algunos biólogos examinaron los cuerpos; advirtieron que aquellos animales
habían sido bien alimentados, que su salud había sido excelente y su existencia fácil.
Debido a su presencia en el Valle, puede defenderse la hipótesis de que se trata de
animales que vivieron en la corte real y gozaron de la ternura de faraones y reyes. Es
el momento de subrayar el lugar considerable que ocupaba el animal en el universo
egipcio; se le consideraba el soporte y la forma encarnada de una fuerza divina que,
al revés que el hombre, no podía desnaturalizar. Fiel al genio de su raza, transmitía
sin deformación un poder del otro mundo. Por lo tanto, el hombre podía aprender
mucho de los animales que eran algunos de los mejores maestros en el camino de la
sabiduría.

EL VISIR AMENEMOPET (NÚM. 48)


En enero de 1906, Ayrton descubrió un pozo que conducía a la muy humilde
sepultura de un gran y poderoso personaje, el visir y gobernador de Tebas
Amenemopet, hermano de Sennefer, que ocupaba la tumba núm. 48. Uno y otro
vivieron en la época de Amenhotep II, conocieron una existencia feliz y un notable
destino póstumo puesto que permanecieron cerca el uno del otro siendo recibidos en
la necrópolis real. Es probable que el visir Amenemopet estuviera muy próximo a la
comunidad de Deir el-Medineh y que su calidad de maestro de obras y supervisor de
las tumbas reales justificara su presencia en el Valle.
Aunque la tumba estuviera devastada, contenía todavía el sarcófago y su momia;
así se había preservado el recuerdo de un alto dignatario de la XVIII dinastía que

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había preferido esa modesta morada de eternidad junto al rey a quien había servido a
una vasta y magnífica sepultura en el valle de los nobles.

UNA EXTRAÑA COPA AZUL Y UN REY DESCONOCIDO


A comienzos de 1906, Ayrton excavó al pie de una alta colina, junto a un
barranco próximo a las tumbas de Tutmosis III, Amenhotep II y Tutmosis IV. Bajo
una roca se ocultaba una hermosa copa azul en la que se había inscrito el nombre de
Tutankamón.
Ayrton se sintió intrigado. Ningún objeto perteneciente a ese rey había circulado
todavía por el mercado de antigüedades. Era muy difícil interpretar esa primera
aparición de Tutankamón en el Valle y apreciar en su justo valor el modesto hallazgo;
¿se trataba de una copa utilizada durante el ritual de los funerales? ¿De dónde
procedía y por qué había sido escondida allí? Fue imposible responder a esas
preguntas. Ayrton y Davis las olvidaron.

UN LORD CON MALA SALUD Y EL REGRESO DE CARTER


Aquel año, un aristócrata británico, lord Carnarvon, hizo una estancia en Egipto
con la esperanza de que mejorara su deficiente salud. Intrépido viajero, literato,
apasionado por la historia antigua y de espíritu muy independiente, disponía de una
gran fortuna; su dominio de Highclere era uno de los más hermosos de Inglaterra.
Lord Carnarvon parecía destinado a una fácil existencia cuando un accidente de
automóvil estuvo a punto de costarle la vida; gravemente herido, nunca recuperó su
antiguo dinamismo y su disminución le hizo sufrir mucho. Egipto era sólo un destino
turístico de moda donde los ricos enfermos iban a disfrutar del aire puro y el sol;
Carnarvon olvidó un poco su infortunio físico al descubrir los parajes faraónicos, y
especialmente los de Tebas-Oeste.
Una idea le divirtió. ¿Y si, como otros personajes de su rango, financiara algunas
excavaciones? Muy al corriente de la política oriental, conocía bien los problemas de
Egipto y obtuvo una entrevista con Gastón Maspero. Éste aceptó la proposición de
lord Carnarvon; naturalmente, fue necesario atribuirle un arqueólogo profesional.
Maspero aprovechó la ocasión de reparar la terrible injusticia de la que Howard
Carter había sido víctima; le sugirió al inexperto lord que empleara al excelente
técnico que vegetaba en El Cairo.
Carnarvon aceptó. Carter también. Ayudaría al arqueólogo a adquirir hermosas
piezas para su colección de antigüedades y dirigiría en su nombre algunas
excavaciones. Primero explorarían, sin demasiados medios, un pequeño sector de
Deir el-Bahari. Nació una amistad sólida y duradera; ni el aristócrata ni el egiptólogo

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tenían un carácter fácil, pero se estimaron y se complementaron.
Carter se acercaba al Valle; pero seguía siendo Davis quien reinaba allí como
dueño y señor.

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27 - LA MISTERIOSA TUMBA NÚM. 55 Y EL FARAÓN DE LA
MÁSCARA DE ORO

UNA NUEVA TUMBA REAL


El 1 de enero de 1907, tras haber discutido con Davis y obtenido su autorización,
Ayrton pidió a sus obreros que exploraran las masas de cascotes al sur de la tumba de
Ramsés IX en la parte central del Valle que ocupó, hasta 1991, un Rest House muy
poco estético. En aquel lugar, la roca es casi vertical; a unos treinta pies del hipogeo
de Ramsés IX, Ayrton exhumó algunos jarrones y puso al descubierto los peldaños de
una escalera que conducía a la entrada de una tumba situada en la ladera de la colina.
Al pie de los peldaños se erguía un muro de piedras secas, sobre el que se habían
impreso los sellos de la necrópolis; se trataba pues de una tumba real. Dada la
importancia del descubrimiento, Arthur Weigall, inspector-jefe del Servicio de
Antigüedades, se desplazó para observar el lugar. Estimó que el muro no era original
y que había sido edificado para proteger la tumba, sin duda después de un robo.
Los arqueólogos penetraron en un corredor bien tallado, de unos seis pies de
ancho; estaba lleno de cascotes, pero no había arena ni detritus entre ellos. No había
estado pues mucho tiempo expuesto al viento o la lluvia; la tumba debía de
permanecer cerrada desde la propia antigüedad egipcia y no había sido abierta desde
entonces.
El avance resultaba casi imposible; en lo alto de un montón de cascotes, un
enorme panel de madera llegaba al techo. No era un panel cualquiera; chapado en
oro, procedía de una capilla decorada con relieves e inscripciones. Al acercarse, se
advirtió que el techo estaba agrietado; el agua se había infiltrado pues y había dañado
la chapa de oro que, sin embargo, brilló todavía cuando la iluminó la luz exterior.

DAVIS, UNA REINA Y UNA BARBARIDAD


Dado el estado del lugar, se imponía la mayor circunspección; para salvar la
chapa de oro y preservar los frágiles vestigios de una tumba que se anunciaba
apasionante, hubiera sido necesario cerrarla de nuevo y recurrir inmediatamente a
fotógrafos y especialistas en restauración. Tomarse tiempo era la más urgente medida.
Por desgracia, el día del descubrimiento ningún especialista trabajaba en los
alrededores del Valle; además, Davis, impaciente, quería resultados. El reis recibió la
orden de colocar, a la derecha, una larga tabla que sirviera de camino de acceso hacia
el interior de la tumba; mientras reptaban descubrieron un nombre, el de la reina Teje,
esposa de Amenhotep III y madre de Akenatón. Exaltado por la idea de excavar una
tumba de reina, Davis ignoró cualquier precaución; lo único que importaba era

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avanzar rápidamente hacia el sepulcro. Éste era una estancia alta y bastante grande,
aunque no decorada; en el suelo, paneles de madera, fragmentos de chapa de oro y
distintos objetos. Un sarcófago extraordinario llamó enseguida la atención; ¿no estaba
acaso incrustado de piedras semipreciosas y no era, parcialmente, de oro? Para Davis,
la identidad de su ocupante, aunque llevara en la frente un uraeus, no planteaba duda
alguna: era una reina, una de las más célebres de la historia egipcia, la gran esposa
real, Teje.
Sorprendentes detalles exigían una constante atención; los vasos canopes eran un
hermoso ejemplo del arte llamado «amarniense», es decir de la época de Akenatón y
Nefertiti; en un panel, se veía a Akenatón adorando a Atón, el globo solar en el que se
encarnaba la luz. Su madre, Teje, participaba en el rito y se mantenía detrás de su
hijo. Henos pues sumidos en la atmósfera de la ciudad del sol, Aketatón, en la mística
del rey «herético», es decir en un período misterioso y complejo; en pleno Valle en la
orilla oeste de Tebas, dominio de Amón, se celebraba pues, por toda la eternidad, el
culto de Atón.
Una prueba más, si era necesario, de que ninguna guerra civil o religiosa opuso a
los «partidarios de Amón» y los «partidarios de Atón», situación inconcebible en el
antiguo Egipto donde nadie mató nunca a causa de un dogma religioso, porque tal
noción no existía.[11]
El rostro del sarcófago, cuyo soporte se había derrumbado, era una máscara de
oro que había sido arrancada. ¿Por quién y por qué razón? Sólo subsistían la ceja y
una parte del ojo derecho. Podía esperarse, ante tantos enigmas, mucho cuidado y
meticulosidad por parte de los arqueólogos; pero ni Davis, ni Ayrton, ni Weigall, ni
Maspero pensaron en estudiar a fondo aquella sorprendente tumba 55, ni siquiera en
redactar un informe arqueológico detallado. Fue una de las mayores barbaridades de
la arqueología egipcia; para tomar una «hermosa» fotografía de la tumba, no se les
ocurrió otra cosa que… ¡vaciarla! De paso, Davis consiguió incluso dañar la momia.
Sin tomar precaución alguna, pisotearon las chapas de oro y se arruinó cualquier
esperanza de una restauración inteligente que habría permitido admirar, en parte al
menos, una capilla de oro tan espléndida como los santuarios análogos de
Tutankamón.
A fines de enero de 1907, la tumba estaba limpia y entraron los visitantes. Davis
les autorizó para llevarse, a guisa de recuerdo, fragmentos de chapa de oro; por lo que
a los ladrones profesionales se refiere, ojo avizor desde el primer día, hurtaron
objetos de la mal vigilada sepultura. Tanta desenvoltura resulta pasmosa y jamás
alabaremos bastante el rigor de Howard Carter, que, algunos años más tarde, adoptará
una actitud radicalmente distinta.

¿UNA REINA O UN REY? ¿AKENATÓN ENCONTRADO?

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La momia no se conservaba bien; Davis la dañó más tocando con excesiva
brusquedad los dientes delanteros que se desprendieron y cayeron. La seguridad del
americano se reforzó; efectivamente tenía ante los ojos un cuerpo de mujer. ¿No lo
probaba acaso el examen de los huesos? Los primeros «especialistas» asintieron.
Además, la posición ritual, con el brazo derecho sobre el costado y el brazo izquierdo
doblado sobre el pecho, era la de las reinas. Otros especialistas se interesaron por el
problema y demostraron que la momia era la de un hombre muerto entre sus veinte y
sus treinta años.
¿No había leído Maspero el nombre de Akenatón? Pero ¿dónde, en el sarcófago o
en otra parte? Ciertos egiptólogos adoptaron la idea y aseguraron que aquella tumba
núm. 55 era la sepultura del rey cuyos despojos habían sido llevados a Tebas. La
capilla dorada, que se ha perdido para siempre, habría sido ofrecida a su hijo por la
reina Teje; por lo que a los vasos canopes se refiere, habrían sido fabricados para
Amenhotep, mientras reinaba en Tebas, antes de cambiar de nombre. Los ladrillos
mágicos, con el nombre del rey, le calificaban de «Osiris», dios que no figura ya en la
temática religiosa de el-Amarna; ¿fueron depositados allí antes de la partida hacia la
nueva capital o cuando se dio sepultura a la momia de Akenatón?
¿No fue concebido el sarcófago, originalmente, para Nefertiti y utilizado,
finalmente, por Akenatón que adoptó una postura de reina para simbolizar, por sí
solo, la pareja real? Si alguien se ocupó del traslado desde el-Amarna, fue
Tutankamón; el joven rey desplazó la Corte y se llevó consigo la momia de su
predecesor que habría sobrevivido, por lo tanto, a la destrucción.
Esta versión de los hechos está lejos de ser admitida por todos. Se objeta que el
cadáver es el de un hombre demasiado joven como para ser Akenatón; además,
ninguna inscripción lo prueba formalmente. ¿Por qué no pensar en el corregente del
rey «herético», Smenker, a quien Akenatón asoció al trono durante los dos últimos
años de su reinado? Este corregente, cuya existencia niegan algunos, habría
desempeñado el papel simbólico de la difunta Nefertiti. Las inscripciones del
sarcófago, fueron, además, modificadas, para que algunas palabras pasaran del
masculino al femenino. Detalle molesto: en la tumba no se recogió ningún objeto con
el nombre de Smenker. Una posibilidad más: originalmente, el sarcófago se destinó a
una mujer, Nefertiti, la esposa de Akenatón, o Teje, su madre, a la que había dedicado
su capilla de oro, o a una de sus hijas. Y se pensó incluso en su esposa secundaria,
Kiya.
Única certidumbre: los objetos (sarcófago, ladrillos mágicos, vasos canopes)
están en directa relación con la reina Teje y el reinado de Akenatón. La «gran esposa
real» era una personalidad de primera magnitud que personificaba a Maat, la Regla
universal; participaba pues en todos los rituales. Teje murió antes que su marido,
Amenhotep III, pero vivió hasta el año 8 del reinado de su hijo, Akenatón. Podría

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estimarse que, al principio, la tumba núm. 55 fue prevista como sepultura para esta
reina, considerada digna de compartir la eternidad de los monarcas. Luego su dueña
—que no ha sido formalmente identificada— habría sido trasladada a otra tumba,
cediendo su lugar a la de su hijo o corregente.
Debido a la estúpida destrucción de demasiados indicios esenciales, es muy difícil
realizar la investigación y se experimenta un penoso sentimiento de frustración; uno
de los últimos episodios de la aventura amanuense se nos escapa cuando habían
sobrevivido importantes vestigios. El Valle, una vez más, mantiene su misterio.

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28 - REYES, ARQUEÓLOGOS Y UN PEQUEÑO TESORO

HAROLD JONES, AY Y TUTANKAMÓN


En febrero de 1907, Davis contrató a un nuevo empleado para ayudar a Ayrton: E.
Harold Jones no era arqueólogo sino artista. Sin gran experiencia en egiptología, se
aventuró en el Valle con cierta inocencia y, beneficiándose de la sistemática
exploración emprendida por Ayrton, hizo un curiosísimo hallazgo en el fondo del
barranco que lleva a la tumba de Amenhotep II. Un pozo bastante ancho conducía a
una cámara funeraria donde descubrió fragmentos de chapa de oro con los nombres
de los reyes Ay y Tutankamón. Una escena muestra a Ay, de pie en su carro,
disparando flechas contra los asiáticos; simboliza el orden vencedor del caos.
Tutankamón se entrega, también, a una acción guerrera derribando a un libio; su
esposa y su sucesor, Ay, asisten a la escena que no relata un acontecimiento histórico
sino que alude al importante papel de Faraón, encargado de poner orden en lugar del
desorden. Parece cierto que estos fragmentos proceden de la decoración de un carro
ritual, perteneciente al mobiliario fúnebre utilizado por el ocupante de la tumba en el
otro mundo.
¿Quién era el propietario de esa tumba núm. 58? Jones, además de los restos de
mobiliario, fragmentos de frisos decorativos con el nombre de Ay, encontró la estatua
de un alto dignatario en la postura de Osiris. Lamentablemente, no hay inscripción
que comunique el nombre del personaje.
La tumba núm. 58 se excavó para un hombre de primera línea que ocupó
importantes funciones en Tebas, bajo los reinados de Tutankamón y Ay. La presencia
de un carro ritual, como en la tumba de Yuya, hacen pensar en un superior de los
carros, colocado a la cabeza de un cuerpo de élite del ejército y encargado de velar
por la seguridad del soberano. Son sólo hipótesis porque la tumba no revela la
identidad del dignatario.

LAS FRUSTRACIONES DE HOWARD CARTER


En 1907, Howard Carter se hizo construir una casa en Tebas-Oeste, en una
plataforma que domina una tumba real del Imperio Medio, a unos veinte minutos del
Valle de los Reyes. Trabajando para lord Carnarvon, excavaba no lejos del Valle que
seguía siendo su principal centro de interés, aunque le estuviera prohibido.
Desde su beranda, que daba a los templos fúnebres construidos en el lindero de
los cultivos, Carter soñaba en las tumbas todavía enterradas que le gustaría descubrir;
por lo tanto, seguía atentamente las excavaciones de Ayrton y se documentó sin cesar
sobre el Valle. Poco a poco, fue convirtiéndose en el mejor especialista; no ignoraba

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nada de lo que había ocurrido allí y podía describir el menor rincón.
Pero la concesión pertenecía a Davis. Para Carter, el Valle seguía siendo zona
prohibida.

LA TUMBA DE AMENMÉS (NÚM. 10)


En diciembre de 1907 fue descubierta la entrada de una tumba deteriorada;
comprendía un corredor, un vestíbulo y una cámara funeraria con cuatro pilares. La
existencia de cartuchos, la mayoría de los cuales habían sido martilleados,
demostraba que se trataba de una tumba real excavada para el faraón Amenmés que,
al parecer, había reinado tres años (1202-1199), al mismo tiempo que Seti II.
El final de la XIX dinastía se vio turbado por una querella que opuso a Seti II,
sucesor de Merenptah, y a Amenmés, príncipe y virrey de Nubia; ¿fomentó desde
aquella provincia, rica y muy belicosa, una revuelta contra el soberano? No se sabe.
La hipótesis es difícil de defender puesto que Amenmés, como Seti II, fue inhumado
en el Valle tras haber sido reconocido como faraón.
La documentación es tan pobre y elíptica que nos vemos reducidos a hacer
preguntas. Las dos mujeres que descansaban en la tumba son, también, enigmáticas;
su identificación como la madre y la esposa de Amenmés ha sido discutida, y se ha
pensado en la madre y la mujer de Ramsés IX. La momia del rey no ha sido
encontrada.

EL MATERIAL DE EMBALSAMAMIENTO DE TUTANKAMÓN


El 21 de diciembre de 1907, el equipo de Davis descubre un pozo funerario cuyo
contenido sólo se examinará el 17 de enero de 1908. La fosa rectangular, excavada en
el sector este del Valle, junto a la tumba de Ramsés X, estaba llena de jarrones que
contenían hojas, flores secas y saquitos. Los recipientes estaban envueltos con telas;
en la tela se había inscrito el nombre de un faraón, Tutankamón.
La conclusión de Davis fue inmediata: acababa de identificar la tumba de aquel
oscuro faraón. La afirmación hizo saltar a Carter, atento siempre a la vida del Valle;
¡semejante pozo no podía ser, en modo alguno, una tumba real! Davis no escuchó su
advertencia; para él, la tumba núm. 54 completaba la núm. 58, descubierta la
temporada anterior. El conjunto formaba la sepultura completa de Tutankamón.
En aquel año de 1908, el americano es un personaje célebre y respetado. ¿No se
afirma, acaso, que encuentra un faraón por año? Ninguna crítica puede dañarle. En el
museo de El Cairo se inauguró una «sala Davis» donde se expusieron sus hallazgos;
era, sin discusión, el mejor excavador del Valle. El reconocimiento oficial no habría
tenido valor sin una visita, a la casa de excavaciones, del cónsul general británico, sir

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Eldon Gorst.
Davis le recibió con la intención de deslumbrarle. El contenido de los recipientes
de una tumba real sólo podía ser excepcional; el americano procedió pues a su
apertura ante sir Eldon Gorst.
Aquel gran espectáculo se convirtió en un lamentable fiasco. El cónsul general se
sintió muy decepcionado por los pobres vestigios que exhibió el americano y
abandonó la casa de excavaciones antes de lo previsto, contrariado por haber perdido
su tiempo. El infeliz Ayrton, a quien se acusó de aquel crimen de lesa majestad, fue
objeto de severas regañinas. Furioso, Davis cedió de buena gana el contenido de la
maldita tumba 54 a Winlock, un arqueólogo americano, que se lo llevó al
Metropolitan Museum de Nueva York con el fin de estudiarlo.
Sólo quince años más tarde revelará el resultado de sus investigaciones; amigo de
Howard Carter, le hizo sin duda, antes, algunas confidencias. Resultado realmente
sensacional; en un tejido, una fecha: año 6 de Tutankamón. Aquel rey, tan mal
conocido, no había tenido pues un reinado efímero. ¿Qué contenían los recipientes?
Vendas, trapos destinados a limpiar el cuerpo del monarca, bolsas de natrón, restos de
una comida donde se habían consumido cordero lechal y aves, bebido vino y cerveza;
se añadían collares de flores compuestos de ramas de olivo y acianos que habían
llevado los invitados e, incluso, la escoba utilizada para borrar las huellas de pasos al
salir de la tumba. Winlock comprendió que la tumba núm. 54 albergaba los recuerdos
del banquete celebrado en los funerales de Tutankamón, que estaba pues enterrado en
el Valle. Ocho personas, aproximadamente, habían participado en aquella
sorprendente comida.
Por negligencia e incompetencia, Davis había tenido en sus manos y despreciado
una de las más conmovedoras resurrecciones de la arqueología egipcia. Aunque la
naturaleza del hallazgo se hubiera elucidado, la propia existencia del escondrijo no
deja de asombrar. ¿Por qué lo habilitaron, por qué se quiso conservar la memoria del
banquete, prefiguración del banquete eterno? Tutankamón, considerado demasiado a
menudo como un «reyezuelo» sin envergadura, fue, por el contrario, tratado con
especial cuidado por los ritualistas. Veremos más adelante que el azar no desempeñó,
sin duda, papel alguno en la preservación de su tumba.

LA «TUMBA DE ORO» (NÚM. 56)


El 5 de enero de 1908, Ayrton había descubierto otra sepultura privada, cerca de
la tumba núm. 58. Como de costumbre, tenía la forma de un pozo que llevaba a un
sepulcro no decorado. Se había inundado y el suelo estaba cubierto por una capa de
barro seco en la que el excavador distinguió fragmentos de objetos. Hubiera sido
necesaria una gran minuciosidad para anotar su exacta posición y registrar

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científicamente el lugar. Pero Davis, impaciente, ordenó a Ayrton que actuara deprisa
y comprobara que el lugar no contenía un tesoro.
Con la ayuda de un cuchillo se extrajeron dos pendientes de oro que llevaba el
cartucho de Seti II, algunos fragmentos de chapa de oro y joyas, una anilla con
dieciséis flores de adormidera, dos pequeños guantes de plata, dediles de oro con los
nombres de Ramsés II y Seti II, collares, amuletos, brazaletes de plata cuyo grabado
muestra a Tausert ante Seti II. Esa «tumba de oro» fue excavada, al parecer, para una
hija de Seti II y Tausert; le ofrecieron un tesoro que pudo escapar a los
desvalijadores.

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29 - LA TUMBA DE HOREMHEB (NÚM. 57)

FORTUNA Y DESGRACIA DE AYRTON


Tras el frustrado show ante el eminente cónsul general británico, Ayrton había
tenido que sufrir las reprimendas de su patrono y servir, una vez más, de cabeza de
turco aunque no tuviera responsabilidad alguna en aquel asunto.
Prosiguió, sin embargo, su trabajo concienzudamente; el Valle siguió sonriéndole
y le ofreció, el 22 de febrero de 1908, un maravilloso hallazgo. En una parte baja del
paraje, al fondo de un barranco, descubrió la entrada de un hipogeo desconocido. La
escalera, de hermosa factura, era amplia, anunciando una tumba de gran tamaño, por
desgracia estaba cubierta por una enorme masa de escombros; éstos habían sido
acarreados por las aguas torrenciales formadas por las violentas tormentas.
En los cartuchos figuraba un nombre ilustre: Horemheb. Creyó que se engañaba
porque aquel personaje célebre tenía ya una tumba en Menfis. De hecho, esta última
había sido prevista para el general Horemheb; al convertirse en faraón, de acuerdo
con la Regla, se había hecho excavar una tumba en el valle.

UN FARAÓN CALUMNIADO
Demasiados autores han descrito a Horemheb como el liquidador de la
«experiencia amarniense»; se le ha descrito con los rasgos de un perseguidor y el cine
americano, tan alejado de la realidad egipcia, lo ha convertido incluso en un soldado
violento y borracho.
Bajo el reinado de Akenatón, Horemheb residió en la ciudad del sol y realizó las
funciones de general; no era sólo un militar sino también un escriba real, un literato y
un administrador de alto rango, cercano a Faraón. Parece incluso haber ocupado el
rango de primer ministro. Especialista en política exterior, fue un notable legislador
que reformó ciertas costumbres que se habían hecho injustas.
Cuando Tutankamón sucedió a Akenatón, Horemheb siguió sirviendo al rey; fue
también el servidor de Ay antes de subir, a su vez, al trono de Egipto en el que
permaneció unos treinta años (1323-1293). Su reinado, apacible y brillante, cierra la
XVIII dinastía y, en cierto modo, abre la XIX cuyos fundamentos pone Horemheb.
Lejos de ser un hombre de transición, fue un monarca bisagra entre dos fases de la
historia de Egipto. Sus reformas administrativas y legislativas cambiaron la fisonomía
del país y prepararon los años en los que brillaron Seti I y Ramsés II. Este último,
recordémoslo, arrasará la capital de Akenatón.
Los maestros de obras de Horemheb trabajaron, sobre todo, en Menfis y Karnak,
donde edificaron tres pilonos. El segundo, que cierra la sala hipóstila por el oeste, y

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los noveno y décimo, en el camino de las procesiones. Se llenaron de pequeños
bloques, los talatates, con los que se habían construido los templos de Atón, erigidos
en la parte oriental del paraje. En los cimientos de sus pilonos, Horemheb volvió a
emplear, pues, la obra de Akenatón.
Reorganizó los equipos de Deir el-Medineh, aumentó el número de artesanos y
dio órdenes para proceder a cierto número de restauraciones en las tumbas reales.

UNA EXPLORACIÓN APASIONANTE


Fueron necesarios tres días para llegar a la parte baja de la tumba avanzando a
través de los cascotes, dos para despejar el corredor, uno para cruzar el pozo. Este
hipogeo marca, por su planta, una ruptura en relación con la XVIII dinastía, donde el
recorrido ritual se quebraba en ángulo recto; la tumba de Horemheb adopta un
camino directo, sin recodo, y ofrece el «eslabón perdido» entre las pequeñas y
secretas tumbas de la XVIII dinastía y las grandes tumbas con vistoso pórtico de la
XIX. En este campo, como en otros, Horemheb se nos muestra como el primer
ramésida. Tras el corredor de acceso suprimió, pues, el cambio de dirección y,
después de la sala del pozo, se limitó a una ligera desviación antes de llegar a la
cámara funeraria.
Otra innovación espectacular, el paso de las pinturas murales a los relieves
pintados. Éstos, en un fabuloso estado de conservación, brillaban con extraño fulgor
que parecía salir de la roca. A medida que se iba despejándolos, se vio aparecer a
Horemheb haciendo ofrendas a divinidades con rostros sublimes; los azules,
especialmente, eran de pasmosos frescor y belleza. Por primera vez, además, se
revelaba el Libro de las puertas, un texto esotérico sobre las mutaciones de la luz; los
ramésidas se lo debían pues a Horemheb.
Cuatro pilares sostenían el techo de la cámara funeraria, llena de cascotes; a pesar
del pillaje, subsistían fragmentos de un cofre para canopes de alabastro, de estatuas
de madera, de un altar para libaciones de alabastro, en forma de león, de una pantera
de madera y de ladrillos mágicos.
El sarcófago, protegido por cuatro diosas colocadas en las cuatro esquinas, se
parecía al de Ay; el de Tutankamón no es muy distinto. La presencia de Isis, Neftis,
Neith y Serket garantiza el buen desarrollo del proceso de resurrección y la liberación
de cualquier traba.
En la pared, sobre el sarcófago, se había dibujado en negro una escena que
mostraba a Osiris presidiendo el acto de pesar el corazón; de aquella prueba dependía
la justificación del ser que iba a renacer en el paraíso o a desaparecer. Horemheb, el
legislador, quiso reposar bajo aquel acto esencial del juicio divino.
En el sarcófago yacían osamentas humanas, como en la pequeña cámara aneja;

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probablemente no se trata de los restos de la momia de Horemheb, que no ha sido
hallada o no fue identificada entre las momias procedentes del escondrijo de Deir el-
Bahari. Inscripciones de escribas indican que la tumba fue cuidada en el Imperio
Nuevo. Por desgracia, Davis no consideró oportuno publicar las notas de Ayrton que
parecen definitivamente perdidas. El americano prefirió difundir su propio texto, sin
gran interés, privándonos de las preciosas observaciones de su arqueólogo.

UNA TUMBA TALLER


«Tumba inconclusa», se escribe a menudo con respecto al hipogeo de Horemheb,
porque algunas escenas están dibujadas y no pintadas; en otras, se distingue la
cuadrícula que los dibujantes utilizaron para el cálculo de las proporciones.
En treinta años de reinado, Horemheb tuvo tiempo para hacer excavar su tumba,
prever una soberbia decoración y concluirla; a nuestro entender, lo que vemos es lo
que el rey había deseado. En realidad, el sepulcro es un taller en el que se revelan
todas las etapas de la creación de los dibujantes, los pintores y los escultores, desde la
superficie blanca hasta el color. Se enseña ahí el arte de las proporciones y la
geometría sagrada, tal como se practicaban en la cofradía de Deir el-Medineh.
Imagínese pues la importancia de la tumba de Horemheb que, desde este punto de
vista, no ha sido todavía estudiada con atención. Se ha advertido, sin embargo, que el
maestro de obras modificó la plantilla de proporciones y el número de cuadrados
utilizados para medir las figuras en su altura y su anchura. También en este campo, el
reinado de Horemheb fue innovador.

GLORIA Y DECADENCIA DE AYRTON


El esplendor de la tumba de Horemheb impresionó a quienes tuvieron la suerte de
contemplarla; para Ayrton, fue un éxito que marcó el apogeo de su carrera de
excavador. Sin duda esperó ciertas consideraciones por parte de su patrono; pero
aquello era conocer mal a Davis, que habría preferido la sepultura de una reina y un
hermoso tesoro compuesto por objetos raros y espectaculares.
Davis, que acabó interesándose por la arqueología, cometió una grave falta al
negarse a publicar las notas científicas de Ayrton. Este último consideró, sin duda,
que había llegado ya la hora de afirmar mejor su personalidad. Dejando de
comportarse como una bestia de carga, formuló algunas exigencias que a Davis le
parecieron inaceptables.
Ayrton abandonó pues el Valle que tan generoso había sido con él; como hemos
visto, su destino no resultó demasiado favorable. El balance de sus años de trabajo
(1905-1908) es absolutamente notable y debemos lamentar que Davis explotara tan

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mal los descubrimientos de su arqueólogo. Cuántas observaciones silenciadas,
cuántos informes destruidos… La vanidad de los «patrones», en arqueología, fue a
menudo dramática en la medida en que la documentación aniquilada no puede ser
reconstruida.
No sin cierta nostalgia volvemos la página de la aventura de Ayrton, uno de los
mayores exploradores del Valle y, sin duda alguna, el más desconocido; no supo
hacer su propia publicidad ni explotar sus hallazgos y permaneció a la sombra de un
hombre cuyo comportamiento puede juzgarse severamente.
Cuando Ayrton se fue, Davis se vio en apuros.

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30 - UN ARTISTA DESAFORTUNADO Y UNA REINA-FARAÓN

LAS DESGRACIAS DE JONES


Davis nombró, para sustituir a Ayrton, a E. Harold Jones, que trabajaba ya en el
equipo arqueológico. Artista frágil, de carácter inseguro, obedeció las órdenes del
americano que, fiel a su estrategia de limpieza total, quiso excavar los costados de los
barrancos y las colinas que flanqueaban el valle del oeste. La empresa implicaba un
trabajo enorme, que no dio resultado alguno.
Durante los años 1910-1911, se practicaron otras excavaciones, igualmente
improductivas, alrededor de la tumba de Amenhotep III. La suerte parecía haber
abandonado a Davis, que ya no descubría un faraón por año. El infeliz Jones tuvo que
sufrir las cóleras y los malos humores de su patrono; mientras Ayrton había
acumulado éxito tras éxito, el artista presentó sólo un triste balance: ni una sola
tumba nueva. Vivió sin duda un terrible período de ansiedad y depresión; se añadió la
enfermedad y, a finales de marzo de 1911, Jones murió.

SETI II, REY DE EGIPTO; BAY, CANCILLER; TAUSERT,


REINA-FARAÓN
En 1909 fue explorada de nuevo la tumba de Tausert, conocida desde hacía
mucho tiempo. Para intentar comprender el personaje de aquella soberana de finales
de la XIX dinastía, debemos intentar desembrollar la madeja de varios destinos.
Seti II reinó seis años (1202-1196); o sucedió a Amenmés, que ocupa la tumba
núm. 10, o el reinado de este último fue paralelo, durante dos o tres años, al de Seti.
Ningún acontecimiento dramático marcó el período; se emprendieron trabajos en
Karnak y Hermópolis, la ciudad de Thot. Sin embargo, la tumba de Seti II, cuya
momia fue encontrada en el escondrijo de Amenhotep II, es muy modesta (núm. 15);
no incluye pozo y el corredor inicial parece haber sido transformado en la sala del
sarcófago. Afirmar que el rey fue inhumado precipitadamente y que el decorado fue
ejecutado rápidamente a causa de los trastornos políticos es sólo una hipótesis no
verificada, tanto más cuanto nos es desconocida la fecha del descubrimiento de la
tumba. A la muerte de Seti II, el faraón designado, Siptah, era demasiado joven para
reinar; se le atribuyeron sin embargo seis años de soberanía (1196-1190). Fue
inhumado en la tumba núm. 47. Realmente fue Tausert quien ejerció el poder,
primero en compañía de Siptah y luego sola durante unos dos años (1190-1188). Era
la gran esposa real de Seti II y, por ello, estaba perfectamente informada de los
asuntos del reino; a su lado, el canciller, escriba real y jefe del tesoro, Bay, que tuvo
el honor de gozar de una tumba en el Valle (núm. 13), mal conocida y no excavada.

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Bay fue un dignatario de primer orden bajo el reinado de Siptah; un texto nos informa
de que, lejos de Tebas, sentía la nostalgia de la gran ciudad y de sus magníficas
mujeres.
Se excavó, pues, una tumba para el faraón Tausert, «la poderosa», que tuvo una
«carrera» análoga a la de Hatshepsut y fue el último monarca de la XIX dinastía. Se
trata de una tumba real en la que se emplea el codo específico para las medidas y las
proporciones, y no una sepultura de reina.
La tumba es una obra maestra. Como fue parcialmente modificada por Setnajt, el
sucesor de Tausert, se habló de conspiración, de intrigas de corte y otras
maquinaciones, proyectando, como suele hacerse con excesiva frecuencia en
egiptología, nuestras costumbres políticas en las del Egipto faraónico. Ningún
documento corrobora esos fantasmas.

SETNAJT, FUNDADOR Y RESTAURADOR


Setnajt, cuyo nombre significa, «Seth es victorioso», sólo reinó dos años (1188-
1186). Fundó la XX dinastía, la tercera y última cuyos soberanos fueron enterrados
en el Valle. De acuerdo con el mito reactualizado por cada faraón, tuvo que restaurar
un país arruinado y de nuevo puso el orden en el lugar del desorden. Aludiendo a
Seth, insiste en el poder del cosmos, capaz de derribar todos los obstáculos, visibles o
invisibles. En nombre de este poder y gracias a él, eliminó facciones, expulsó a los
seres perjudiciales, especialmente a los asiáticos que intentaban apoderarse de Egipto.
Este restaurador de la armonía no cambió a los hombres que ocupaban los cargos
y el país siguió viviendo en paz. Setnajt nombró muy pronto al futuro faraón, Ramsés
III «príncipe» y «boca superior» del territorio, comandante en jefe de todos los
ejércitos; aquella elección resultó muy juiciosa.
Tras un reinado muy corto, que recuerda al de Ramsés I, fundador de dinastía
también, Setnajt se reunió con la luz de los orígenes; se realizó con él lo que se había
realizado con Osiris, de modo que cruzó en barca los paraísos celestiales. En la tumba
núm. 14, la de Tausert y Setnajt, se hallan en nuestra opinión los más hermosos
rostros de diosas egipcias, resplandecientes y serenos.

COLISIÓN DE TUMBAS Y MATRIMONIO FORZADO


El reinado de Setnajt fue demasiado corto para que los artesanos de Deir el-
Medineh tuvieran tiempo de terminar su tumba; habían comenzado a excavarla, pero
un incidente les impidió proseguir. Este «proyecto» de tumba (núm. 11) desembocó
en la de Amenmés (núm. 10), como si el plano consultado hubiera sido falso o
incompleto. La colisión puso a los constructores en un brete; acuciados por el tiempo,

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decidieron agrandar la reciente tumba de Tausert y adjuntarle a su sucesor Setnajt.
Matrimonio forzado, en consecuencia, pero aceptado por el rey en el otro mundo, y
que se tradujo en un espléndido hipogeo en el que están inscritos todos los grandes
textos. Podemos insistir en la calidad de las representaciones y la belleza de los
colores que demuestran que la cofradía trabajaba con toda tranquilidad, lo que
elimina la hipótesis de disturbios internos. Algunas representaciones de Tausert
fueron cubiertas de estuco; hoy, la delgada capa ha caído y la reina-faraón ha
reaparecido.
La momia de Tausert parece haber desaparecido; la de Setnajt, como hemos visto,
fue desplazada. Este último procedió probablemente a una restauración de las
sepulturas de Seti II y de Siptah o, por lo menos, a una serie de ritos en honor de estos
faraones; como fundador de dinastía, rindió homenaje a sus inmediatos ancestros.

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31 - CARTER, AMENHOTEP I Y LA GRAN GUERRA

LOS ÚLTIMOS FULGORES DE DAVIS


Theodore Davis está viejo y deprimido. A sus setenta y cinco años, no tiene ganas
ya de financiar excavaciones improductivas. Ciertamente, ha encontrado sucesor,
para el infeliz Jones; Harry Burton, nacido el 13 de septiembre de 1879, en Stamford,
Lincolnshire, es incluso un amigo. Encontró a Davis en Florencia, donde trabajaba
como fotógrafo de arte; Davis le contrató en 1910, cuando Burton no tenía ninguna
experiencia arqueológica. Hombre tranquilo, amable, ponderado, vestido con gusto y
provisto de sentido común, Harry Burton no consiguió devolver la esperanza a su
patrono. Nada habían descubierto desde hacía dos temporadas.
El americano podía, sin embargo, sentirse orgulloso. Durante doce años de
exploraciones, había descubierto o despejado unas treinta tumbas, entre las que había
un imponente número de obras maestras; su nombre estaría ligado para siempre al
Valle, aunque el verdadero trabajo lo hubieran realizado otros.
El invierno de 1912 se anunciaba como la última temporada de excavaciones.
Davis había adquirido una certidumbre: tras los enormes trabajos de limpieza
sistemáticamente realizados por sus arqueólogos, ninguna tumba real había podido
escapársele. Esta vez, el Valle había revelado todos sus secretos.
Le molestaba un detalle; un lord inglés, Carnarvon, y su arqueólogo, Howard
Carter, deseaban obtener la concesión. Era absurdo que intentaran quitarle el puesto;
de este modo, para desalentar a los importunos, ordenó a Harry Burton que limpiara
algunas sepulturas ya excavadas. De regreso a Newport, en Estados Unidos, Davis no
renunció a sus derechos sobre el Valle donde sus empleados siguieron trabajando
hasta la muerte de su patrono, en 1915.
Harry Burton, convertido en fotógrafo oficial del Metropolitan Museum of Art, se
ocupó de los monumentos tebanos en función de las urgencias y las oportunidades.
Excelente técnico, utilizando los servicios de dos ayudantes como portador de focos e
iluminador, realizó unas siete mil tomas, mil cuatrocientas de ellas en la tumba de
Tutankamón, donde trabajó con Carter. Murió en el hospital americano de Assiut, el
27 de junio de 1940, y fue enterrado en el pequeño cementerio americano, al pie de la
colina.

HOWARD CARTER: EL REGRESO


Carter, cuya obstinación no era la menor de sus virtudes, no había dejado de
observar los hechos y los gestos del equipo de Davis. Desde hacía varios años,
acumulaba una formidable documentación sobre el Valle, trazaba el mapa más

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completo y sabía que en la lista faltaba, por lo menos, una tumba: la de Tutankamón.
Los indicios eran claros y convergían.
En marzo de 1914, el Valle sufrió verdaderos diluvios; la tumba de Ramsés III
quedó inundada y la de Ramsés II se llenó de nuevo de cascotes y piedras. Carter era
consciente de las medidas que debían tomarse, pero ¿qué hacer sin autorización
oficial? Ésta se hallaba en manos de Gastón Maspero. Como Davis, Maspero estaba
viejo y agotado. El sagrado fuego de la arqueología se había extinguido; colmado de
honores, el viejo sabio se sentía cansado. Tras catorce años pasados a la cabeza del
Servicio de Antigüedades, consideraba que había cumplido su misión. ¿No había
reorganizado, acaso, el Servicio, desarrollado las colecciones del museo de El Cairo,
mantenido excelentes relaciones con las autoridades británicas, escrito obras
consideradas «de vulgarización» que le habían hecho célebre al tiempo que daban a
conocer y hacían amar el antiguo Egipto? Había llegado la hora de marcharse;
Maspero decidió regresar a Europa.
Antes del verano de 1914, tuvo que resolver cierto número de problemas. Uno de
ellos, y no el menor, se llamaba Howard Carter. Tozudo, empecinado, su antiguo
inspector estaba decidido, ante todo y contra todo, a excavar en el Valle donde, según
Maspero y todos los especialistas, las investigaciones serían ya muy decepcionantes.
Cuando Davis se marchó a América, Carter insistió; Maspero cedió. Lord
Carnarvon era un mecenas de calidad; además de sus conocimientos sobre Egipto,
manifestaba un indudable interés por el arte egipcio y sería un fiel apoyo para el
arqueólogo. Ambos formarían un equipo coherente.
Maspero firmó un contrato con lord Carnarvon; el documento le autorizaba a
iniciar excavaciones en el Valle. Era, para Carter, una inmensa victoria; tras tantos
años difíciles, desesperantes incluso, obtenía por fin lo que con tanto ardor había
deseado. En adelante, ya nada se opondría a que llevara a cabo su vocación.
El contrato estipulaba que lord Carnarvon financiaría las excavaciones y que, si
descubría una tumba real intacta, ésta sería propiedad del gobierno egipcio; sin
embargo, en la distribución de los objetos, algunos corresponderían al excavador a
guisa de compensación. Maspero, naturalmente, no creyó ni un solo instante en que
tal acontecimiento fuera posible. Todo el mundo sabía que las tumbas reales habían
sido desvalijadas.
Los proyectos de Carter eran grandiosos, ¿no iba a necesitar trescientos hombres
para quitar los montones de escombros que Davis había acumulado en las partes no
exploradas del Valle? Antes de comenzar la excavación propiamente dicha, era
necesario limpiar para llegar al suelo original. Carter pensaba, en efecto, que las
tumbas todavía desconocidas se hallaban bajo la roca, y deploraba la poca previsión
de Davis que se había lanzado a excavar sin preocuparse de sus sucesores.
Con notable intuición, alimentada por su profundo conocimiento del paraje,

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Carter quiso comenzar examinando el triángulo delimitado por las tumbas de Ramsés
II, Merenptah y Ramsés VI. La idea, como veremos, era excelente; pero un terrible
acontecimiento iba a retrasar la aventura.
En agosto de 1914 estallaba la primera guerra mundial.

LA TUMBA DE AMENHOTEP I
Carter y Carnarvon vivieron la guerra de un modo muy distinto. Carter fue,
durante algún tiempo, «mensajero del rey» para el Próximo Oriente, pero fue
expulsado de su puesto por indisciplina y regresó enseguida al Valle donde inició sus
exploraciones con los medios de que disponía. El arqueólogo, cuyo espíritu estaba
completamente ocupado por su pasión, no parece haber sido afectado por el atroz
conflicto que devastó a Europa. El lord, por el contrario, estaba obsesionado por la
idea de servir a su país; intentó que le movilizaran, pero su estado de salud le impidió
ir al frente. Buen fotógrafo, puso sus habilidades al servicio del ejército. Por lo que se
refiere al castillo de Highclere, albergó a oficiales heridos en combate. Egipto y el
Valle no eran ya las preocupaciones fundamentales de Carnarvon.
En 1914, antes de la declaración de guerra, Carter había descubierto una curiosa
tumba en Dra Abu el-Nagah, fuera del Valle pues; estaba convencido de haber
identificado la sepultura del segundo rey de la XVIII dinastía y del primero de los
Amenhotep, cuyo reinado de veinte años (1526-1506) había sido próspero.
La momia de este faraón, muy amado por los artesanos de Deir el-Medineh, que
le consagraron un culto, fue encontrada en el escondrijo de Deir el-Bahari, vistiendo
una tela anaranjada y llevando una máscara de madera y cartón pintado; estaba
cubierta de guirnaldas de flores azules, amarillas y rojas. Pese a sus nombres, «Toro
que subyuga a los países», «El que inspira un gran espanto», Amenhotep I, después
de la guerra de liberación conducida por su predecesor Ahmosis, fue un rey pacífico.
Se preocupó sobre todo de las tradiciones más antiguas, a partir de las que hizo
componer el Amduat, el Libro de la cámara oculta, destinado a las tumbas reales del
Valle. En Karnak subsiste una capilla de alabastro de Amenhotep I, depósito de la
barca divina; uno de los títulos de gloria de ese faraón es haber organizado la cofradía
de Deir el-Medineh y preparado así la creación del Valle. La fiesta del rey divinizado
y resucitado fue una de las más alegres del calendario cuyo séptimo mes tomó el
nombre de «El de Amenhotep».
¿Encontró realmente Carter la tumba de ese faraón, de la que se sabe que se
llamaba «El horizonte de eternidad»? Algunos egiptólogos lo niegan, especialmente
F. J. Schmitz, para quien la sepultura de Amenhotep I fue la tumba núm. 320,
reutilizada por Inhapi, es decir el famoso escondrijo de Deir el-Bahari.
De 1915 a finales de 1917, Carter recorrió el Valle, completó su mapa, leyó de

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nuevo sus notas y sus expedientes y se preparó para el gran día en que lord Carnarvon
le proporcionara finalmente los medios para comenzar las excavaciones. Paseando
por el valle situado al costado oeste de la cima, que domina el Valle, descubrió la
pequeña tumba de la princesa Neferu y otra modesta sepultura que contenía el
sarcófago previsto para la gran esposa real Hatshepsut antes de que fuera promovida
al rango de faraón.
Con la muerte de Maspero, en 1916, concluyó una época de la egiptología. El
tiempo de los aventureros había ya pasado; nadie volvería a excavar en Egipto como
Belzoni. Se había instaurado un marco administrativo, el Servicio de Antigüedades;
la era de las exploraciones salvajes y el pillaje sistemático había concluido, aunque al
tráfico de antigüedades le esperaran todavía fecundos días.
En los últimos meses de 1917, Carnarvon supo que la victoria no escaparía a los
Aliados; su espíritu se volvió de nuevo hacia Egipto hacia el Valle de los Reyes cuya
concesión poseía oficialmente.

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32 - DE LA EXALTACIÓN AL FRACASO: LAS DERROTAS DE
CARTER

CARTER EL LOCO
En diciembre de 1917, lejos del estruendo de las armas, Carter se instaló en una
hermosa morada de la orilla oeste donde estableció su cuartel general. Para que
quedara bien claro que tomaba posesión del lugar, transformó en almacén la casa de
excavaciones de Davis; en su interior, descubrió un plano del Valle establecido por
Ayrton; advirtió que sabía más que el excavador del americano y que era capaz de
completar el documento.
Carter provocó muchos celos. Era sólo un autodidacta, no tenía diplomas
universitarios, no había ido a una gran escuela y, sin embargo, se convertía en el
responsable de una misión correctamente financiada y dotada de nuevos medios
técnicos, como el astuto sistema consistente en utilizar un raíl desplazable por el que
se hacía circular una vagoneta cargada de escombros.
En la capillita egiptológica, donde florecían los golpes bajos, los ardides y las
rivalidades más o menos furibundas, se sabía que Carter era el mejor especialista del
Valle; pero se guaseaban porque, pese a su experiencia, era inconsciente de una
realidad fundamental sobre la que ya se habían pronunciado los especialistas: no
quedaba ninguna tumba inédita en el Valle. Aquel loco de Carter se lanzaba a una
misión imposible de la que saldría ridiculizado y caído.

PRIMERA CAMPAÑA
Carter contrató como reis a Ahmed Girigar, amigo de mucho tiempo atrás; estaba
así seguro de tener a sus órdenes un equipo de obreros serios y fieles. Los trabajos
comenzaron en diciembre de 1917, en el lugar que obsesionaba al arqueólogo desde
hacía mucho tiempo, entre las tumbas de Ramsés VI y de Merenptah. Fue necesario
más de un mes de esfuerzos para desplazar la masa de escombros que llenaban el
paraje; la vagoneta abierta y basculante resultó muy eficaz. Al revés que sus
predecesores, Carter no se limitó a desplazar un montón para hacer otro montón; hizo
que los escombros se llevaran fuera del Valle, de modo que quedaran en un terreno ya
excavado. Por primera vez se aplicó a gran escala un método inteligente.
Además, Carter fue el primer excavador que se interesó por el contenido de los
escombros; en aquella informe masa se ocultaban fragmentos de antigüedades cuya
meticulosa lista iba estableciendo el inglés; aquellos modestos vestigios permitieron a
veces sacar interesantes conclusiones.
Ya en la primera campaña, el arqueólogo topó con un adversario al que maldecirá

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cada vez más: el turista. Aunque la Gran Guerra no hubiera todavía terminado, los
visitantes regresaron al Alto Egipto y no dejaron de vagabundear por el Valle de los
Reyes. Se dirigieron, especialmente, a la tumba de Ramsés VI, célebre por la belleza
de sus misteriosas figuras, y turbaron pues los progresos del equipo de excavaciones.
Preocupado por la seguridad de aquellos importunos, Carter temió que algunos
curiosos cayeran en el agujero de treinta pies de profundidad que había hecho excavar
y ordenó que se construyeran muretes protectores.
Carter llegó a un nivel del Valle desconocido hasta entonces; advirtió que la
entrada de la tumba de Ramsés VI había sido perforada a quince pies por debajo del
suelo original. A doce pies por debajo de esa entrada aparecieron los vestigios de
rudimentarias cabañas de piedra, habitadas por los constructores. Se recogieron
algunos fragmentos de chapa de oro, cuentas de cristal y una jarra que contenía un
cadáver de serpiente disecado, símbolo del silencio y genio de la tierra.
A comienzos de 1918, Carter se hizo una pregunta fundamental:
¿Podía seguir excavando y descubrir algo bajo aquellas cabañas? Para
responderla hubiera debido cortar el camino que llevaba a la tumba de Ramsés VI e
impedir el acceso a los turistas. El asunto pareció en exceso delicado.
El 2 de febrero de 1918 concluyó la primera campaña y Carter se alejó de la
tumba de Tutankamón, que estaba muy próxima.

SEGUNDA CAMPAÑA
Egipto había sufrido con la Gran Guerra; en 1918, el país tuvo más muertes que
nacimientos. Una enorme inflación corroía una economía destrozada y el país fue
presa de la angustia moral de la que, sin embargo, nació una esperanza: obtener la
independencia. Comenzó a tomar cuerpo una tendencia nacionalista.
Si el entusiasmo de Carter siguió intacto, eso demostraba que su comportamiento
no era el de un buscador de tesoros sino el de un científico enamorado del Valle, hasta
el punto de escrutar sus menores aspectos. De este modo, en febrero de 1919, excavó
durante cinco días ante la tumba núm. 38, la de Tutmosis I, para descubrir un
depósito de cimientos que demostrara la atribución del sepulcro. Resultado mediocre;
ciertamente exhumó el depósito, pero las inscripciones jeroglíficas se habían borrado.
En 1919, Carter cumplió una misión muy distinta. Los dos compradores más ricos
del mercado de antigüedades eran lord Carnarvon y el Metropolitan Museum de
Nueva York; oponiéndose podían hacer que los precios subieran. Carter fue el
hombre providencial y conciliador. Arqueólogo de Carnarvon, tenía varios amigos
entre los egiptólogos americanos; fue pues el experto encargado de comprar las
antigüedades y ofrecérselas unas veces a su patrono y otras al museo, haciendo que se
respetara un pacto de no competencia. Carnarvon venderá incluso al museo, a través

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de Carter, una parte de sus colecciones. En aquella ocasión, el aristócrata se mostró
generoso y el egiptólogo gozó, por fin, de cierta seguridad material.
Ni Carnarvon ni Carter, ingleses sin embargo, negociaron con el British Museum
cuyas autoridades adoptaron una actitud desdeñosa; Carter, recordémoslo, no estaba
diplomado por una gran universidad y no podía merecer la estima de colegas titulados
y encopetados.

UNA FORTUNA POR TRECE JARRONES


Carnarvon se impacientaba un poco; las excavaciones costaban muy caro y los
resultados eran más bien escasos, ni tumba ni objetos de valor. ¿No estaría agotado el
Valle, como afirmaba Davis?
A fines de febrero de 1920, lord Carnarvon y su esposa, lady Almina,
acompañados por su hija Eve, decidieron ir a ver su excavación. Eve era entusiasta y
apasionada, lady Almina más reservada. Por lo que a Carter se refiere, estaba
francamente inquieto; ¿qué podría enseñarles salvo un enorme trabajo de técnico,
poco revelador para los profanos?
La suerte le sonrió. Antes de la llegada del trío, Carter excavó ante la entrada de
la tumba de Ramsés IV y encontró un depósito de cimientos; mejor aún, cerca de las
tumbas de Merenptah y de Ramsés II, sacó a la luz un escondrijo que contenía
objetos utilizados durante los funerales del rey Merenptah. Entre ellos, trece jarrones
de alabastro de muy hermosa factura. La propia lady Almina los sacó de la tierra con
sus propias manos.

EL JESUITA Y EL ARQUEÓLOGO
De acuerdo con la legislación vigente, Carter tuvo que avisar al director del
Servicio de Antigüedades. Éste era el jesuita francés Pierre Lacau, distinguido
filólogo, excelente conocedor de los textos religiosos y con corazón de funcionario.
Entre el hombre que actuaba sobre el terreno y el sabio de despacho, no nació la
simpatía; no veían el mundo del mismo modo y, además, sus respectivas
nacionalidades no arreglaron la situación.
Sin darse cuenta, Carter se hizo un enemigo de gran envergadura; no sólo no caía
simpático a Lacau sino que, además, éste estaba decidido a sancionar el menor paso
en falso. Por lo que se refiere al reparto de los trece jarrones entre Carnarvon y el
museo de El Cairo, no hubo problemas; Lacau se mostró conciliador y aceptó que el
aristócrata recibiera alguno de aquellos recipientes sagrados como compensación por
el dinero invertido en las excavaciones.

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UNA HERMOSA NAVIDAD DE 1920
Carter prosiguió, sin grandes resultados, sus investigaciones junto a la tumba de
Merenptah, luego se ocupó de limpiar la tumba de Ramsés XI, que fue utilizada como
comedor y lugar para almacenar vinos franceses y otras golosinas. En el primer
corredor se colocaron mesas y sillas que lord Carnarvon utilizaría en la recepción de
fin de año. Fue una hermosa Navidad; ¿puede imaginarse fiesta más distinguida y
lugar más refinado? No faltaba nada de lo esencial y sólo lord Carnarvon pudo
permitirse, aquel año, tan excepcional marco.
Mientras, Howard Carter llevó a cabo unos sondeos muy cerca de las cabañas de
los obreros, junto a la entrada de la tumba de Ramsés VI. Aquel dispositivo le
intrigaba; pero los excavadores dificultaban la circulación de los visitantes, muy
numerosos en aquella época. Cuando estaba de nuevo acercándose a su objetivo, el
arqueólogo tuvo que dejar el trabajo en el sector y desplazar su equipo hacia el
barranco que conducía a la tumba de Tutmosis III.
Un hallazgo: fragmentos de vasos canopes procedentes del equipo fúnebre de la
tumba de Sennefer (núm. 42), la primera que Carter había descubierto veinte años
antes, al comenzar su exploración del Valle. Entre sus trofeos figurará también el
depósito de cimientos de la reina Meryt-Re Hatshepsut, esposa de Tutmosis III y
madre de Amenhotep II.

EL CIELO SE CUBRE
A comienzos de 1921, Carter hizo excavar la tumba núm. 55 y la de Ramsés II;
siguió utilizando el mismo método, limpiar hasta alcanzar la roca y el nivel más
antiguo del Valle.
La excavación no fue del todo improductiva: un fragmento de vaso canope con el
nombre de la reina Tajat, esposa de Seti II, y un pequeño escondrijo de objetos que
contenía, especialmente, rosetas de bronce. Era muy poco, comparado con las
considerables sumas invertidas por lord Carnarvon. Este último se impacientó y llegó
a una conclusión. Puesto que las cualidades profesionales de Carter estaban fuera de
dudas, el Valle no podía ofrecer nada ya.
En febrero de 1922, Carter dirigió una breve campaña de un mes, para reducir los
gastos; comenzó a trabajar en el lado este de la tumba de Siptah y giró alrededor del
ángulo, en el barranco de la tumba de Tutmosis III. Del suelo se extrajeron sólo
algunos ostraca.
El mejor conocedor del Valle no había descubierto pues ninguna tumba nueva;
disponía sin embargo de medios materiales, tenía la cooperación de un excelente reis
y de un buen equipo de obreros y dirigía las excavaciones de acuerdo con un método
riguroso.

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Las esperanzas se disipaban. ¿Aquel Valle, al que Carter tanto había amado y al
que seguía queriendo, iba a privarle del gozo de un triunfo? Se negó a creerlo,
dispuesto a batirse hasta el final.

LA ENTREVISTA DE HIGHCLERE
Durante el verano de 1922, Carter estuvo en Highclere, el castillo de lord
Carnarvon. El aristócrata, lamentándolo mucho, comprobó el fracaso de la empresa;
tal vez Carter y él se habían lanzado a una aventura algo enloquecida. Sencillamente
habían olvidado que el Valle había sido excavado ya en todas direcciones y que no
quedaba tumba alguna por descubrir. Carnarvon no lamentaba nada, pero su fortuna
no era inagotable.
Carter esperaba aquel discurso. A sus cuarenta y ocho años de edad, sabía que la
suerte le abandonaba. ¡El Valle de los Reyes… había soñado tanto en él! Y ahora le
infligía su más dura derrota. ¿No iba a ofrecerse una última oportunidad al
condenado? Ciertamente, Carnarvon tenía cincuenta y seis años, estaba enfermo,
cansado, harto de financiar excavaciones estériles; pero Carter defendió bien su
causa. Le habló de las cabañas de obreros ramésidas. Antes de renunciar
definitivamente, quería asegurarse y saber qué se ocultaba debajo. Si no descubría
nada, sería el verdadero final de la aventura.
El entusiasmo de Carter sedujo de nuevo a Carnarvon. Financiaría pues, sin
esperanza alguna, una última temporada.

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33 - TUTANKAMÓN O EL TRIUNFO DE CARTER

EL GRAN SILENCIO DEL 5 DE NOVIEMBRE DE 1922


Carter inició su última temporada de excavaciones en el Valle de los Reyes sin
preocuparse del mundo exterior; sin embargo, el Egipto de 1922 se veía sacudido por
movimientos de revuelta y veleidades de independencia cada vez más evidentes.
Ciertamente, los ingleses seguían sujetando el timón, pero un hombre tan sagaz como
lord Carnarvon sabía que la situación estaba evolucionando de modo ineluctable. A
Howard Carter no le preocupaba. En aquel otoño de 1922, jugó su última carta. Su
primera tarea consistió en cortar el acceso a la tumba de Ramsés VI para proseguir la
exploración en profundidad. ¡Esta vez, que se fastidiaran los turistas!
Fiel a su idea inicial, pudo por fin cavar bajo los vestigios ramésidas y alcanzar
un nivel anterior, que databa forzosamente de la XVIII dinastía; ¿iba a descubrir sólo
un modesto depósito de cimientos?
El 5 de noviembre de 1922, cuando Carter llegó al paraje de la excavación,
advirtió enseguida un silencio absolutamente insólito. La ausencia de ruido, de cantos
y de palabras era anormal. No tardó en comprender: a silencio excepcional,
acontecimiento excepcional.
Un obrero acababa de descubrir un peldaño. Se atarearon a su alrededor, Carter
dio la orden de proseguir. Apareció un segundo peldaño y, luego, un tercero… hasta
doce. El arqueólogo comparó la escalera con la de la tumba núm. 55 y la de la
sepultura de Yuya y Tuya; databa sin duda alguna de la XVIII dinastía y conducía,
probablemente, a un escondrijo. Los peldaños estaban bien tallados y permitían
esperar un hipogeo de buena calidad.
Con intensa emoción, Carter bajó por aquella escalera que tenía tres milenios de
antigüedad y chocó con una puerta, aparentemente intacta, en la que se habían puesto
los sellos de la necrópolis. Creyó soñar… ¿Habría descubierto una tumba real intacta,
la única del Valle? No, era un espejismo. Tenía que reflexionar, contener su
entusiasmo. Un simple escondrijo, naturalmente, una sepultura devastada y
desvalijada como las demás.
Carter practicó un agujero. Al otro lado, un corredor. El sueño se hacía realidad.
Mandó sin más tardanza un telegrama a Carnarvon: «Maravilloso descubrimiento
en el Valle. Una tumba magnífica con sellos intactos». Mientras aguardaba la llegada
del aristócrata, era preciso proteger los lugares. Carter disponía de la eficaz ayuda del
reis Ahmed Girigar; recurrió también a su amigo Callender, un buen coloso ya
jubilado que había dirigido los ferrocarriles egipcios. Callender acudió
inmediatamente; ahuyentaría a los ladrones y no vacilaría en disparar sobre quien
intentara introducirse en la sepultura. Para mayor seguridad, se enterró de nuevo la

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escalera y se cubrió el paraje de cascotes. En lo alto, Carter colocó una gran piedra y
dibujó las armas de lord Carnarvon.

TUTANKAMÓN, POR FIN


El 23 de noviembre de 1922, en presencia de su patrono y amigo, Carter hizo
despejar de nuevo la escalera y, por primera vez, la parte baja de la puerta. También
allí había sellos de la necrópolis y, sobre todo, un cartucho real legible. El propietario
de la tumba fue pues identificado con seguridad: ¡Tutankamón!
La emoción llegó al colmo. Toda una existencia de esfuerzo, de sufrimientos y
búsquedas quedaba, en aquellos instantes, justificada. Como un astrónomo que afirma
la existencia de un cuerpo celeste desconocido por el sencillo juego de los cálculos,
Carter había llegado a la conclusión teórica de que la tumba de aquel rey, mal
conocido, de la XVIII dinastía tenía que haber sido excavada, forzosamente, en el
Valle. Ahora no se trataba ya de teoría sino de la más concreta de las realidades.
El atento examen de la puerta entibió el entusiasmo; había sido abierta y vuelta a
sellar. ¿No significaría aquel triste indicio que habían entrado los ladrones? A menos
que las autoridades de la necrópolis hubieran procedido a una inspección, después de
los funerales.
Carter estudió los fragmentos de objetos acumulados ante la puerta; descubrió los
nombres de Tutmosis III y Amenhotep III en los escarabeos, los de Akenatón y
Smenker en fragmentos de cajas de madera. Conclusión evidente: no se trataba de
una tumba sino de un escondrijo análogo a la «tumba» núm. 55 donde se habían
ocultado objetos y momia. Sin embargo, la presencia del cartucho de Tutankamón…
Sólo había una solución para despejar las incertidumbres: penetrar en el santuario.

Y EL ORO BRILLÓ EN LAS TINIEBLAS


La actitud del Servicio de Antigüedades fue más bien sorprendente. Lacau,
entregado a tareas administrativas, no abandonó su despacho de El Cairo; creyó sin
duda que Carter había exhumado una pequeña sepultura sin interés. Por lo que al
inspector local se refiere, el frío y pausado Rex Engelbach, aquella excavación no le
interesaba demasiado. Carnarvon y Carter se enfrentaron pues, solos, con una puerta
de 1,70 m de ancho y 1 m de grosor. Tras ella, una atroz decepción o una formidable
alegría.
Quitada la puerta, apareció un corredor de 7,60 m de longitud, lleno de cascotes.
Fueron necesarios dos días de trabajo para vaciarlo, dos días durante los cuales Carter
fue anotando los fragmentos de antigüedades que yacían en aquel magma,
especialmente una cabeza de muchacho brotando de una flor de loto. Evocaba, al

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mismo tiempo, al dios Nefertum y el éxito del proceso de resurrección. El ser justo
renacía del loto como un nuevo sol.
El corredor terminaba en una segunda puerta sellada. Las esperanzas aumentaban.
Con precaución, Carter practicó una abertura y miró al otro lado; pese a la
improvisada iluminación, vio. Pero ¿cómo creer lo que sus ojos le develaban?
Lord Carnarvon se impacientó. «¿Ve usted algo?», preguntó. «Sí —respondió
Carter, conmocionado—, ¡cosas maravillosas!» De las tinieblas emergían extrañas
figuras, animales fantásticos, estatuas, una increíble cantidad de objetos preciosos, en
resumen, el más fabuloso tesoro jamás descubierto en Egipto.

LA MÁS HERMOSA HISTORIA DE AMOR DEL VALLE


Desde entonces, Howard Carter triunfó. Ignoraba que estaba iniciando un largo
vía crucis que duraría diez años, de 1922 a 1932; lejos de ser considerado el mejor
arqueólogo de su tiempo, sería atacado por el Servicio de Antigüedades, despreciado
por las autoridades británicas, debería resistir frente a la injusticia, los trastornos
políticos, luchar solo después de la muerte de Carnarvon.
Pero a finales del año 1922, sólo reinaba la alegría. El Valle había satisfecho a
Carter más allá de sus exigencias; había recompensado su infinita paciencia, su
metódica aproximación y su empecinamiento en desvelar sus secretos.
Convertido en «egipcio» a los dieciocho años, Howard Carter, a pesar de las
pruebas, nunca había dejado de amar el Valle, objeto de todos sus deseos. Había
tenido siempre fe en él, seguro de que su destino se decidiría allí y sólo allí. El Valle
ofreció a aquel hombre, que lo amaba apasionadamente, lo más hermoso y
extraordinario que poseía, la única tumba real intacta.

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34 - DE LOS PRIMEROS TESOROS A LA MUERTE DE LORD
CARNARVON

EL ESPÍRITU DE EQUIPO
Espíritu arisco e independiente, Carter fue sin embargo un notable jefe de equipo.
Hablaba árabe y sabía dirigir a sus obreros, con la insustituible ayuda de su amigo
Ahmed Girigar. Ante la magnitud de la tarea, supo también rodearse de técnicos
como el químico Lucas, el fotógrafo Burton, el especialista en conservación Mace,
los epigrafistas Gardiner y Breasted, y otros más. Carter comprendió enseguida que el
estudio de una tumba real intacta no podía ser abarcado por un solo hombre.
Ciertamente, siguió siendo el maestro de obras en cualquier circunstancia, pero supo
delegar con buen criterio. Por fin un arqueólogo estaba decidido a tomarse el tiempo
necesario y no vaciar la sepultura a toda prisa.
La mayoría de los amigos de Carter pertenecían al personal científico del
Metropolitan Museum de Nueva York, otros, como Callender y Lucas, habían
ocupado funciones oficiales en el propio Egipto. Nadie discutió la autoridad de
Carter; en los peores momentos del conflicto con el Servicio de Antigüedades y con
el gobierno egipcio, los miembros de su equipo le apoyaron y defendieron su
posición. Durante varios años, «el equipo Tutankamón» vivió momentos exaltantes,
cotidianas maravillas, con una obsesiva preocupación: no destruir nada y transmitir a
la posteridad los tesoros arrancados a las tinieblas.

LA TUMBA HABLA
Cruzada la segunda puerta, los excavadores contemplaron una estancia de 8
metros de longitud y 3,60 metros de ancho, a la que Carter denominó «antecámara».
Con ligero espanto, todos escucharon la voz de la tumba. Los objetos, que sufrían el
choque del aire procedente del exterior, emitían extraños sonidos, como si
despertaran después de tres milenios de sueño.
Los muros de la antecámara estaban blanqueados con yeso y no decorados;
arquillas, sitiales, trono, cuatro carros desmontados, bastones, armas, jarrones de
alabastro, cetros, trompetas, cuatro medidas de un codo de longitud, joyas, vestidos,
sandalias, objetos de aseo, lechos rituales en forma de animal componían el
mobiliario fúnebre del rey Tutankamón.

LA TERCERA PUERTA
En la pared norte de la antecámara apareció un paso tapiado y marcado, de nuevo,

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con los sellos de la necrópolis. A cada lado, dos estatuas de madera negra barnizada
de 1,70 metros, que custodiaban el acceso a nuevas riquezas. Bastones, joyas,
tocados, paños y sandalias eran dorados; ¿no representaban aquellas estatuas al
propio Tutankamón en su función de guardián del umbral del otro mundo? Quien los
contempla en el helado marco del museo de El Cairo experimenta, aún hoy, una
intensa emoción; no es difícil imaginar la que se apoderó de Carter en el estrecho
espacio de la tumba. La inscripción identificaba a los dos guardianes como «Ka real
de Horus del doble paraje de luz, el Osiris Tutankamón». Cada una de las efigies
estaba adornada con un ramillete compuesto por hojas y ramas de persea y de olivo.
A fines de enero de 1923, lord Carnarvon, de regreso al Valle, comprobó que se
había iniciado ya el vaciado de la antecámara. Carter velaba para que el menor objeto
fuera tratado con la máxima atención; la tumba de Seti II, fácil de custodiar, sirvió de
laboratorio y de almacén, la de Ramsés XI de comedor.
Lamentablemente, según Carter, el Valle se convirtió en una verdadera feria
pueblerina donde se agolpaban personalidades más o menos frívolas, periodistas en
busca de sensacionalismo, turistas charlatanes e indisciplinados. Aquella
muchedumbre ávida de informaciones espiaba el menor paso de los arqueólogos y
dificultaba su trabajo. Tutankamón y Carter se convertían en vedettes que debían
soportar el peso de la celebridad. Peso excesivo para los hombros del egiptólogo, que
no era diplomático ni mundano; si hubiera podido ordenar que expulsaran a toda
aquella gente y cerrar el Valle, no lo habría dudado ni un solo instante.

LA CÁMARA DEL TESORO


A la izquierda de la antecámara, Carter descubrió una cámara mucho más
pequeña que contenía un increíble número de objetos magníficos; a la entrada, un
Anubis tendido sobre un gran cofre y envuelto en una tela de lino, observaba al
intruso con sus penetrantes ojos. Anubis conocía el secreto de los caminos del otro
mundo y conducía a los justos por el laberinto del más allá. Custodiaba el umbral de
aquel tesoro en el que Carter, estupefacto, admiró una cabeza de la vaca Hator de
madera dorada, un naos de madera negra sobre una pantera negra, varios barcos,
joyeles, brazaletes, pendientes y un pectoral colocados en cajas, espejos, material de
escriba, un abanico formado por treinta plumas de avestruz, ciento trece uchebtis, un
relicario rodeado y protegido por cuatro diosas donde estaban, en vasos canopes, las
vísceras del rey, jarras de vino y de cerveza, cestos con frutas, flores y distintos
alimentos. Aquella acumulación de rarezas planteó enormes problemas de
conservación. Muchos objetos, si no eran correctamente tratados, se convertirían en
polvo.
Carter y su equipo, a pesar de las presiones, no se apresuraron; colegas,

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aparentemente bien intencionados, les reprocharon su lentitud, despechados al no
participar en los trabajos de restauración.
En aquella cámara del tesoro, Carter descubrió sorprendentes reliquias; primero
dos fetos de seis y siete meses, que simbolizaban las etapas de la resurrección, luego
una estatuilla de oro macizo de Amenhotep III en un sarcófago dorado y, en otro, un
rizo de los cabellos color caoba de la reina Teje. De este modo, los padres de
Tutankamón estaban presentes en su morada de eternidad.
La visita de eventuales ladrones pareció cada vez más extraña.
¿Qué habían sustraído, en efecto, sino cosméticos y ungüentos? Algunos
recipientes, inspeccionados, no habían sido cerrados de nuevo. En realidad, la tumba
estaba intacta y debe rechazarse, definitivamente, la tesis del pillaje. Podemos
afirmar, con R. Krauss, que las perturbaciones y las anomalías fueron producidas por
el propio Carter y los miembros de su equipo.[12]

DUDAS Y CONFLICTOS
Carter no ocultó su inquietud a Carnarvon; el plano de aquella tumba era insólito.
Ningún otro hipogeo real se le parecía. Era difícil imaginar que, tras la tercera puerta
sellada, se ocultara el sarcófago de un faraón. Carnarvon tenía otras preocupaciones;
Pierre Lacau cuestionaba el contrato firmado con Maspero sobre el reparto de los
objetos. Nadie había previsto la magnitud y la calidad del tesoro. El aristócrata
discutió aquel cambio de actitud; las excavaciones le habían costado mucho dinero y
el vaciado de la tumba, el primero que se realizaba de modo riguroso, exigiría una no
desdeñable financiación. ¿Por qué no respetar, en estas condiciones, la palabra dada?
Lacau adujo una nueva reglamentación que se aplicaba a la tumba de Tutankamón.
Diplomático, creyendo tener tiempo todavía, lord Carnarvon no se enfrentó
directamente con el director del Servicio de Antigüedades.

LA APERTURA DE LA TERCERA PUERTA


El 17 de febrero de 1923, en una especie de espectáculo que hoy se calificaría de
mediático, Carter abrió la puerta sellada en la pared norte de la antecámara.
Tutankamón se había convertido en una estrella mundial que ocupaba la primera
página de muchos periódicos, obligados a comprar sus informaciones al Times que,
según los deseos de Carnarvon, había obtenido la exclusiva de la «cobertura»
periodística. En materia de primicias, la tumba de Tutankamón era un manantial
privilegiado; ¡cada día ocurría algo! Se reprochó a Carnarvon y a Carter haber
concedido tal privilegio al diario inglés; los egipcios se sintieron humillados y, con la
ayuda del corresponsal del New York Times, también enojado, llevaron a cabo

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campañas de prensa contra el arqueólogo.
La ceremonia del 17 de febrero fue organizada con mano maestra; las
personalidades egipcias y extranjeras se sintieron encantadas de asistir a un momento
único. El mundo entero aguardaba el resultado. ¿Y si, tras el muro, sólo existía vacío?
¿Y si Carnarvon y Carter se ponían en ridículo del modo más espectacular?
Imposible, se responderá, si, al revés de lo que parecía indicar la puesta en
escena, habían explorado ya íntegramente la tumba. En efecto, algunos indicios
permiten pensar que Carter, Carnarvon y su hija Eve habían practicado un agujero en
la parte baja del famoso muro e, incapaces de aguardar, se habían introducido en el
interior de la cámara funeraria. Al finalizar aquella visita nocturna, habían vuelto a
cerrar el paso.
De modo que Carter quitó sin angustia alguna algunos bloques y entró por
segunda vez en la «sala del oro» donde había una capilla de oro que tal vez
contuviera el sarcófago intacto de Tutankamón.
La noticia dio inmediatamente la vuelta al mundo. La continuación de las
exploraciones prometía ser apasionante.

LA DESAPARICIÓN DE LORD CARNARVON


El trabajo en la cámara funeraria presentaba considerables dificultades; entre la
capilla de oro y los muros el espacio era escaso y hacía muy difíciles las maniobras.
Carter seguía obsesionado por la necesidad de no romper nada.
Mientras preparaba un plan para desmontar la capilla, tenía lugar un drama.
Carnarvon había sido picado por un mosquito; la herida se había infectado, al parecer,
durante un afeitado. Se había declarado una grave enfermedad, como si el organismo
del aristócrata, desgastado y debilitado, no estuviera ya en condiciones de luchar.
Lord Carnarvon sintió aproximarse la muerte y, con un valor y una nobleza
ejemplares, anunció que estaba dispuesto. El 6 de abril de 1923, a la 1.55, exhaló el
último suspiro. En aquel instante, todas las luces de El Cairo se apagaron, sin que el
incidente pueda explicarse. En aquel instante, también, su perro preferido, que se
había quedado en Highclere, aulló a la muerte y falleció.
Carnarvon, que fue enterrado en su propiedad, había amado a Egipto y el Valle de
los Reyes. Aunque se hubiera opuesto a Carter en una ocasión, cuando sospechó que
el egiptólogo se sentía atraído por su hija Eve, se comportó como un mecenas atento
y un amigo fiel, indefectible apoyo para el descubridor de la tumba de Tutankamón.
Sin él, Carter iba a conocer las peores pruebas.

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35 - CAÍDA Y REDENCIÓN DE HOWARD CARTER

SOLEDAD DE UN EGIPTÓLOGO
La pérdida de un auténtico amigo es siempre una catástrofe de la que nadie se
recupera. Carter, poco dado, sin embargo, a admirar la aristocracia británica, sentía un
sincero afecto por Carnarvon y se creyó por completo desamparado tras su
desaparición; Carnarvon no vería pues el sarcófago de Tutankamón, suponiendo que
existiese. Carter se prometió llevar la excavación hasta el final y dedicar sus últimas
victorias al hombre que le había permitido despejar el más fabuloso de los misterios
del Valle.
Carnarvon no sólo era un amigo sino también un protector que evitaba a Carter
cualquier preocupación material, trataba con el Servicio de Antigüedades, se
encargaba de la prensa, de los visitantes y de las relaciones públicas. En adelante,
Carter estaría solo para enfrentarse con esas dificultades, al tiempo que proseguía el
trabajo científico. No siendo diplomático ni hombre de mundo, dio varios pasos en
falso, chocó con los periodistas, las autoridades administrativas y acabó siendo
considerado una especie de colonialista que creía que la tumba de Tutankamón era de
su propiedad. Tan torpe como es posible serlo, sin tomar conciencia del ascenso del
nacionalismo egipcio, el egiptólogo no se desvió del camino trazado en compañía de
Carnarvon: devolver a la luz los tesoros de Tutankamón.

LA CÁMARA FUNERARIA
De las cuatro estancias que componen la tumba, es la única decorada. Los temas
son raros, únicos incluso; asistimos a los funerales de Tutankamón, al arrastre del
ataúd por la cofradía de los sabios, a la apertura de la boca del difunto por su sucesor,
Ay, y a la acogida del resucitado por la diosa del cielo, Nut, que le transmite una
energía que brota de sus manos. También están presentes monos que acompasan las
horas y el escarabeo, símbolo del sol renaciente.
Entre la capilla de oro y el muro, Carter dispuso sólo de setenta y cinco
centímetros para moverse; advirtió que estaba hecha con paneles ensamblados, de
considerable peso, y que contenía otras tres capillas de oro. Había pues cuatro
capillas, encajadas las unas en las otras, como las envolturas protectoras de un cuerpo
de resurrección que sólo podía ser el del rey. Fue necesario proceder a un lento y
paciente desmontaje.
La decoración de la primera capilla, de madera dorada y con incrustaciones de
pasta de vidrio azul, está consagrada a la reanimación alquímica del alma de Faraón;
estamos lejos, hoy todavía, de haber desvelado todos los secretos de los textos y las

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representaciones. En el pequeño espacio entre la capilla y el muro se habían colocado
pieles de resurrección de Anubis utilizadas durante los ritos de iniciación, once remos
de madera que servían para la navegación por el otro mundo, una caja en forma de
naos, otra en forma de pilono, un ramillete de persea y jarras de vino. Ante la puerta,
una estatua de oca, símbolo de Amón, envuelto en una tela de lino, dos lámparas de
alabastro y una trompeta de plata dedicada a Ra, a Atum y a Ptah. Esta acumulación
de símbolos, en relación con la luz, la energía y el renacimiento, se consideraba
indispensable para que la tumba fuera receptáculo de los poderes creadores.
La segunda capilla estaba recubierta de un velo adornado con margaritas de
bronce dorado; los cordoncillos del cerrojo estaban intactos y Carter fue el primero en
tirar de los pestillos de ébano desde el día del año 1327 a. de C. en que el ritualista
aisló la cámara funeraria del mundo exterior.
También los cerrojos de la tercera capilla estaban intactos; por lo que a la cuarta
se refiere, contenía un receptáculo de gres con una diosa en cada esquina.

EL DRAMA DE FEBRERO DE 1924


El 12 de febrero de 1924, cuando las cuatro capillas estuvieron ya desmontadas,
Carter decidió levantar la tapa del sarcófago. Éste mostraba la huella de una rotura
reparada en la Antigüedad. Apareció el sarcófago exterior del rey, envuelto en un
sudario; el receptáculo albergaba, en realidad, tres sarcófagos momiformes, uno
dentro de otro, el primero de madera dorada, el segundo cubierto de chapas de oro y
el tercero de oro macizo.
Carter no pudo sacar a la luz aquellas maravillas pues un grave incidente le
enfrentó con el ministerio de Obras públicas y con el Servicio de Antigüedades.
Desde hacía mucho tiempo, Pierre Lacau que era escuchado por el gobierno,
intentaba hacer caer a Carter en una trampa; con los nervios de punta, el arqueólogo
perdió la sangre fría cuando el Servicio negó la entrada a la tumba a las esposas de
sus colaboradores. El egiptólogo estimó que era víctima de una medida injustificada y
escandalosa; algunos colegas, como Gardiner y Breasted, escribieron una carta
criticando severamente la actitud de Lacau. Carter fue más lejos y expuso una
vengativa nota en el vestíbulo del Winter Palace, uno de los mayores hoteles de
Luxor donde se albergaban turistas y notables.
El asunto fue envenenándose y Carter decidió cerrar la tumba. Para el gobierno,
se excedía en sus derechos. Pierre Lacau, acompañado por policías y soldados, forzó
la puerta de la sepultura e hizo bajar de nuevo la tapa del sarcófago, que Carter había
dejado colgada.

¡A CARTER LE PROHÍBEN LA ENTRADA EN LA TUMBA!

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Lacau había ganado. El Servicio de Antigüedades tomaba posesión del
monumento más célebre de Egipto. Al revés de lo que Carter deseaba, permitió que
miles de turistas penetraran en la tumba cuando el arqueólogo inglés concedía las
autorizaciones de visita con cuentagotas.
Varias personalidades políticas egipcias acudieron a la tumba y convirtieron aquel
viaje por tierras reconquistadas en una victoria del Egipto moderno, capaz de
rechazar las pretensiones de un inglés con actitudes colonialistas.
El éxito de Lacau fue absoluto cuando consiguió que a Howard Carter le
prohibieran la entrada en la tumba; con la ayuda de lady Carnarvon, el arqueólogo
inició un proceso contra el gobierno egipcio, pero le fue desfavorable tras
rocambolescas circunstancias. Abatido por aquel nuevo golpe del destino,
nerviosamente agotado, Carter abandonó Egipto para dar una gira como
conferenciante por Estados Unidos, ignorando si volvería algún día al Valle de los
Reyes y podría concluir su trabajo.

PROSIGUE EL TRABAJO
Las conferencias de Carter tuvieron mucho éxito; para el pueblo americano se
convirtió en una estrella. Aquella gloria no le satisfizo; sólo pensaba en Tutankamón,
prisionero de Pierre Lacau. Lacau, precisamente, no presumía ya demasiado; ¡nadie
se atrevía a sustituir a Carter! La situación estaba bloqueada; el Servicio de
Antigüedades disponía de la tumba pero no de un excavador competente.
De regreso a Inglaterra, Carter se entrevistó con lady Carnarvon. Se pusieron de
acuerdo en un espinoso punto, mejor era renunciar a cualquier derecho de propiedad
sobre los objetos descubiertos en la tumba. En Egipto, la situación evolucionaba; el
gobierno Zaghlul fue derribado. Los políticos que tomaron el poder eran mucho
menos hostiles a Inglaterra y a Carter. Lacau, aislado, tuvo que inclinarse; aceptó el
regreso del hombre al que había conseguido expulsar. Cuando le devolvió las llaves
de la tumba, le expresó su satisfacción por verle poner de nuevo manos a la obra. A
sus cincuenta y un años, Carter reconstruyó su equipo, a excepción de Mace, muerto
de tuberculosis, para iniciar la última etapa de la excavación. Se enfureció al
comprobar que los objetos transferidos ya al museo de El Cairo habían sido
manipulados por un personal incompetente; no habían sabido montar de nuevo los
carros. Pero el hacha de guerra estaba enterrada. El Estado egipcio conservó la
totalidad del tesoro y pagó a la viuda de lord Carnarvon los gastos que había hecho su
marido. El trabajo prosiguió en un clima sereno.

ÚLTIMOS TESOROS

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El 28 de octubre de 1925, Carter abrió el tercer sarcófago que protegían con sus
alas las diosas Isis y Neftis; contempló la célebre máscara de oro y tomó ciento
cuarenta y tres joyas y amuletos de la momia. Sarcófago y ornamentos de oro
pesaban 1.110,4 kilos.
Una pequeña abertura daba acceso a la última pieza de la tumba que Carter llamó
«anexo» (4 x 2,90 m); un considerable número de objetos le aguardaba allí. Estaban
amontonados en un equilibrio tan precario que quitar uno podía hacer que todo el
conjunto se desmoronara; el vaciado, que se inició durante la temporada 1927-1928,
sólo concluyó dos años más tarde. El tesoro se componía de cofres, cajas, jarras,
lechos rituales, un trono de ébano, arcos, flechas, bastones arrojadizos, espadas,
escudos, modelos reducidos de barcos, varas, bastones, juegos, carros dorados,
ungüentos y alimentos diversos, carne momificada, uva, nueces, melones, etc.
En 1931, Carter mandó los paneles de las grandes capillas al museo de El Cairo
donde fueron montadas de nuevo; en 1932, la tumba estaba vacía y la más fabulosa
excavación de la historia de la arqueología había terminado.
Tras un decepcionante examen de su mal conservada momia, Tutankamón siguió
reposando en su sarcófago.

INGRATITUD
Howard Carter fue, sin duda alguna, el autor del más espectacular descubrimiento
arqueológico de todos los tiempos. Era de esperar que se le concedieran grandes
distinciones y siguiera ejerciendo sus aptitudes en otras excavaciones.
La realidad fue muy distinta. Carter, detestado, despreciado y víctima de los
celos, cayó en una especie de clandestinidad. Poco interesado en obtener los favores
del establishment y del mundo llamado «científico», había olvidado ser un trepador.
Trabajador encarnizado, nunca comprendió que obtener un puesto oficial y ciertos
honores exigía algunos compromisos.
Carter regresó varias veces a Egipto, pero no volvió a excavar. Inglaterra no le
concedió la menor distinción. Murió en Londres, solitario, en 1939. Como suele
suceder, la humanidad sólo había ofrecido ingratitud a uno de sus genios.

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36 - EL ENIGMA TUTANKAMÓN

¿TUMBA REAL O TUMBA PRIVADA?


Leemos a menudo que la tumba de Tutankamón fue una tumba privada arreglada
precipitadamente para convertirse en tumba real; nada lo demuestra. El egiptólogo
belga Claude Vandersleyen considera que la escalera y el corredor son característicos
de una tumba real; podemos añadir a ello la decoración de la cámara funeraria.
Aunque la planta sea original, no existe ninguna razón seria para creer que el hipogeo
no fuera concebido, desde el principio, por Tutankamón. Algunos ven, en el relativo
desorden de los objetos, la consecuencia de un traslado, desde la tumba núm. 23, por
ejemplo; puesto que, verosímilmente, las perturbaciones se deben al equipo de
excavación, el argumento no se sostiene.
Estamos efectivamente ante una tumba real, dotada de todos los elementos
necesarios para la resurrección del faraón; la cámara del oro albergaba incluso el más
fabuloso sarcófago jamás descubierto. La «tumba tipo» de los manuales no existe,
pues Egipto no fue sistemático ni doctrinario. A faraón excepcional, tumba
excepcional.

¿QUIÉN ERA TUTANKAMÓN?


El príncipe Tutankamón, «Símbolo vivo de Atón», fue educado en la corte real de
el-Amarna donde reinaban Akenatón y Nefertiti; seguimos sin saber con seguridad
quiénes eran sus padres. Cuando la corte regresó a Tebas, el nombre del príncipe fue
modificado; se convirtió en Tutankamón, «Símbolo vivo de Amón», y ascendió al
trono de Egipto ocupándolo durante nueve años (1336-1327). No fue, por lo tanto, un
reinado efímero; adolescente en su coronación, Tutankamón fue considerado lo
bastante maduro como para gobernar y nada nos autoriza a repetir,
interminablemente, que fue un rey insignificante y sin personalidad.
Se casó con la tercera hija de Akenatón y Nefertiti, Ankhesenpaaton, «Vive por
Atón» que, en Tebas, cambió también su nombre para convertirse en «Vive por
Amón»;[13] según sus retratos, era una muchacha de gran belleza. El rey y la reina
vivieron momentos felices en los maravillosos jardines donde su ternura se expresó
con el inimitable refinamiento del arte egipcio.
El reinado de Tutankamón no se diferenció del de un faraón «clásico»; hizo
construir su «templo de los millones de años» en la orilla oeste, probablemente cerca
de Medinet Habu, y excavar su morada de eternidad en el Valle. Sus maestros de
obras comenzaron una columnata en Karnak, sus escultores crearon estatuas. El país
permanecía armonioso y apacible cuando la muerte hirió a Tutankamón. Su esposa

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enterró a un monarca de unos veinte años de edad; fue ella quien, tras el banquete
celebrado junto a la tumba, depositó en el umbral de la cámara funeraria una copa de
alabastro proclamando la vida eterna del ser amado. La joven no quiso casarse con el
viejo cortesano Ay, que sucedió a Tutankamón, ni con un gran dignatario como
Horemheb, que sucedió a Ay. Según un fragmento de carta, solicitó al rey de los
hititas que enviara a Egipto a uno de sus hijos. Horemheb impidió aquella
desacertada unión. El doctor Maurice Bucalle, especialista en el estudio de las
momias,[14] ha precisado que Douglas Derry, profesor de anatomía de la universidad
de El Cairo, había destrozado literalmente la de Tutankamón, seccionándola y
fragmentándola para extraer amuletos y objetos preciosos que había entre las vendas,
especialmente dos de hierro, uno en forma de cabecera y el otro una daga con
empuñadura de cristal de roca. Naturalmente, el martirio sufrido por los despojos del
joven rey fue ocultado en los informes oficiales, que avaló luego Desroches-
Noblecourt convirtiendo a Derry en el restaurador de la momia, «carbonizada o casi,
por la acumulación de los ungüentos vertidos en los ritos funerarios y de
momificación». Bucalle demuestra que «el papel destructor de los ungüentos
utilizados en la momificación es un puro invento», y el egiptólogo americano Hans
Goedizke deplora que sus colegas «tengan, durante los próximos años, que combatir
las fantasías y las concepciones erróneas» difundidas a partir de 1936. Bucalle, que
ha examinado realmente la documentación, concluye que existió un «odioso
despedazamiento de la momia», y protesta vigorosamente contra la ocultación de la
verdad. Resume así el destino de la infeliz momia: «Treinta y seis siglos de reposo,
una semana de despedazamiento, un cuarto de siglo de falaces relatos». No fueron los
egipcios quienes dañaron el cuerpo del joven rey, sino los egiptólogos, y es preciso
reconocer el valor de uno de ellos al admitirlo.

UN TESORO PARA LA ETERNIDAD


En Egipto se han descubierto pocos tesoros; citemos los de Heteferes, la madre de
Keops, en Gizeh; de las princesas de la XII dinastía, en Illahun y Dachur; del
arquitecto Kha y de Senedjem en Deir el-Medineh; de Yuya y Tuya en el Valle de los
Reyes; de los faraones de la XXI y XXII dinastías en Tanis. El esplendor del tesoro
de Tutankamón los eclipsa a todos. Pensemos que la publicación de los centenares de
objetos que lo componen no se ha finalizado todavía, setenta años después del
descubrimiento de la tumba.
Debemos advertir la extraordinaria utilización del oro en Tutankamón; han
sobrevivido otros sarcófagos, pertenecientes a ilustres soberanos, pero ninguno utiliza
el oro tan masiva y espectacularmente. Para los egipcios, el oro era la carne de los
dioses. Obra alquímica, capta la energía celeste y hace que irradie.

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Si la tumba de Tutankamón fue disimulada con tanto cuidado, si se benefició de
un dispositivo de ocultación que ningún desvalijador logró superar, no fue por
casualidad. Por sí solo, el tesoro es una síntesis de los esplendores del Valle y una
especie de realización de la espiritualidad y el simbolismo del antiguo Egipto.
Objetos, textos y representaciones nos enseñan las modalidades y las etapas de la
transmutación de un cuerpo mortal en ser de luz. Esta tumba no se parece a ninguna
otra porque los propios egipcios la convirtieron en santuario de lo esencial.
Tutankamón, «Hábil como Ptah y sabio como Thot», no fue ciertamente un reyezuelo
sin importancia sino el monarca elegido como vehículo y soporte de la tradición
egipcia.
Debe citarse a un noble, Maya, cuyo recuerdo está presente en la tumba, gracias a
inscripciones en los uchebtis; asumió las altas funciones de superior del Tesoro de la
necrópolis real. Él organizó los funerales del rey y veló para que el equipamiento
fúnebre estuviera completo; tal vez fue también él quien eligió el emplazamiento
donde el cuerpo del rey, convertido en oro, permanecería oculto por los siglos de los
siglos.
¿Cometió Carter un sacrilegio al quebrar ese silencio? Quizás no, si logramos
descifrar el mensaje de Tutankamón a costa de investigaciones y estudios que están
muy lejos de haber terminado. La máscara de oro del rey resucitado forma ya parte de
nuestro paisaje interior.

DESPUÉS DE TUTANKAMÓN
La más importante de las tumbas reales, a causa de su contenido, fue la última
que se descubrió; Howard Carter fue pues el último egiptólogo que sacó a la luz un
hipogeo en el Valle. Luego nada; no ha vuelto a emprenderse ninguna campaña de
excavaciones de cierta envergadura. Esta vez, la comunidad científica considera que
el más célebre paraje de Egipto se ha agotado por completo. Está hoy abandonado a
los turistas que no cesan de afluir.
De 1930 a 1966, Alexandre Piankoff se interesó por los textos enigmáticos
inscritos en las paredes de las tumbas y publicó numerosas traducciones que sirven
todavía de base a los investigadores; egiptólogos como Erik Hornung han seguido sus
pasos.
En 1978-1979, John Romer organizó una campaña de excavaciones en la tumba
de Ramsés XI. La década de los noventa debería estar señalada por cierto número de
publicaciones indispensables, pues la mayoría de las tumbas se conocen todavía muy
poco.
Pero ¿ha revelado realmente el Valle todos sus secretos?

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37 - LAS TUMBAS QUE NO SE ENCUENTRAN

LOS FUNDADORES DE LA XVIII DINASTÍA


Ahmosis, «El que nació de la luna», fue el primer faraón de la XVIII dinastía y
tuvo un largo reinado, de algo más de un cuarto de siglo (1552-1526). El monarca
expulsó a los ocupantes hicsos y puso los fundamentos de la civilización tebana.
Se admite comúnmente que su tumba no fue excavada en el Valle de los Reyes;
pero es sólo una hipótesis, en la medida en que no parece haber sido hallada, aunque
algunos arqueólogos la sitúen en Dra Abu el-Neggah. Este es uno de los más
hermosos enigmas de la arqueología egipcia, si nos negamos a aceptar la
identificación que acabamos de mencionar.
El caso de Amenhotep I, sucesor de Ahmosis, no se ha aclarado todavía de modo
definitivo. La opinión de Carter, que creía haber identificado su tumba en el sector de
Dra Abu el-Neggah, no ha suscitado la adhesión general. Si aquella pequeña
sepultura no es la del primero de los Amenhotep, ¿dónde fue enterrado y debemos
excluir sistemáticamente el Valle?

EL EMBROLLO DE LOS TUTMOSIS


Para Tutmosis III (núm. 34) y Tutmosis IV (núm. 43), la situación es clara; sus
hipogeos se han identificado con certeza. En cambio, el caso de los dos primeros
reyes de ese linaje de «Hijos de Thot» plantea problemas.
La tumba núm. 38 se atribuye a Tutmosis I; aunque no se trata de la sepultura
prevista originalmente para este rey, buscar su tumba sería inútil. Fue enterrado de
nuevo por Tutmosis III en aquel lugar, y su antigua morada de eternidad, si se trata
efectivamente de la inmensa tumba núm. 20, fue reacondicionada para Hatshepsut.
La tumba núm. 42, que se atribuye con frecuencia a Tutmosis II, sigue siendo
enigmática; ciertamente tiene la forma de las tumbas de Tutmosis I y Tutmosis III y
sería lógico pensar en una serie coherente. Pero chocamos con un hecho innegable, en
la tumba no se encontró el menor fragmento de objetos con el nombre de Tutmosis II.
Debiéramos pues pensar en la sepultura de un príncipe, una princesa o una reina, no
en la de un faraón.

¿DÓNDE ESTÁ TUTMOSIS II?


El 23 de febrero de 1929, el americano Winlock, gran amigo de Carter, descubrió
en Deir el-Bahari una tumba que recibió el núm. 358; algunos pensaron que allí había
sido enterrado Tutmosis II. Pero ¿por qué iba a excavar Tutmosis II su morada de

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eternidad fuera del Valle? Ciertamente, la presencia de un pozo es turbadora; pero ¿es
un indicio suficiente?
Su reinado es especialmente poco conocido; ni siquiera estamos seguros del
número de años. ¡Dos, tres, ocho o doce según los especialistas en cronología!
Estamos en terreno movedizo. Creemos saber que el rey murió relativamente joven,
hacia los treinta años, y que se mostró atento al mantenimiento del orden en Nubia; la
documentación es singularmente pobre.
Tal vez la tumba de Tutmosis II permanece sumida en las profundidades del
Valle; por lo que a su momia se refiere, fue identificada en el escondrijo de Deir el-
Bahari.

EL ENIGMA DE RAMSÉS VIII


Ramsés VIII, uno de los hijos de Ramsés III, gobernó en Egipto durante tres años
(1128-1125), según unos, un año según otros; no sabemos casi nada de su reinado,
salvo que de esta época data la última mención actualmente conocida a Pi-Ramsés, la
gran ciudad del delta que Ramsés II tanto quería. Eso no significa, sin embargo, que
fuese abandonada en aquella época. ¿Ramsés VIII vivía en el norte o en Tebas?
No poseemos fragmento alguno de su material fúnebre. Su momia no se hallaba
en el escondrijo de Deir el-Bahari ni en el de Amenhotep II. Por lo tanto, no hay
rastro alguno de su tumba y es un caso muy parecido al de Tutankamón.
Jacques Vandier podría desalentar los ardores de eventuales excavadores al
escribir que Ramsés VIII se limitó a la sepultura que se había hecho excavar en el
Valle de las Reinas, cuando era sólo el príncipe Seth-her-jepechef; pero, al convertirse
en faraón, debió de seguir la regla consistente en ocupar, de acuerdo con su función,
una nueva morada de eternidad.
Que la tumba de Tutmosis II fuera cuidadosamente ocultada correspondería a la
práctica de la XVIII dinastía; el caso de Ramsés VIII, en cambio, es mucho más
sorprendente. Por aquel entonces, en efecto, los reyes hacían que su hipogeo fuera
precedido por una monumental puerta que señalaba el acceso. ¿Por qué el octavo de
los Ramsés iba a modificar la costumbre? Hay una solución, desesperante para los
aficionados a lo inédito: la tumba inicialmente prevista para Ramsés VIII habría sido
ocupada por uno de sus tres sucesores. Sin embargo, conocemos el caso de una tumba
doble, la de Ramsés V y Ramsés VI, en la que ambos reyes se citan con toda claridad;
no ocurre nada parecido con Ramsés VIII.
¿Son Tutmosis II y Ramsés VIII dos falsos enigmas, debidos a nuestra
incapacidad para interpretar correctamente los hechos arqueológicos, o son dos
tumbas ocultas todavía en el Valle de los Reyes?

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38 - LAS TUMBAS «PRIVADAS»

UNA TERMINOLOGÍA INADECUADA


Los términos que utilizamos para describir la realidad egipcia están, a menudo,
mal elegidos; hablar, así, de una tumba «privada» podría hacernos creer que un
individuo podía, por propia iniciativa, hacer que le excavaran una sepultura en el
Valle de los Reyes para satisfacer cierta fantasía o su deseo de vanagloria.
El término «privado» no tiene sentido; era Faraón quien decidía, por razones que
con frecuencia ignoramos, permitir a uno de sus íntimos que pasara su eternidad en el
paraje donde residían los monarcas.
¿Todas las tumbas privadas del Valle han sido ya descubiertas? Nada es menos
seguro cuando sabemos que cierto número de ellas son simples agujeros hallados por
casualidad a medida que iba excavándose. En ciertos lugares del Valle podemos estar
casi seguros de que las investigaciones se llevaron a cabo con el mayor cuidado y el
suelo no tiene ya, sin duda, nada que revelar. Algunas zonas, en cambio, son menos
conocidas y podemos considerar que la cincuentena de sepulturas privadas, tumbas o
simples pozos funerarios no es una lista definitiva. Pero ¿cuántas toneladas de piedra
y arena sería necesario remover para obtener nuevos éxitos?

ANIMALES PARA LA ETERNIDAD


Las tumbas núms. 50, 51 y 53 no son inicios de sepulturas abandonadas ni
escondrijos para material de embalsamamiento, sino moradas de eternidad que datan
de la XVIII dinastía y albergan animales, especialmente perros y monos.
¿Signo del afecto de poderosos monarcas hacia sus fieles compañeros? Sin duda
alguna, pero la intención es más vasta. En cada animal se encarna un poder divino en
estado puro, sin ninguna de las deformaciones debidas a la especie humana. El mono
hace referencia a Thot, dios de la sabiduría y dueño de la lengua sagrada, cuyo
conocimiento es indispensable para abrir las puertas del otro mundo. El perro es la
encarnación de Anubis, encargado de proceder a la momificación que transformará
un cadáver en Osiris, en un cuerpo de resurrección, pues. Los animales son guías y
consejeros, mensajeros del otro mundo cuya presencia es indispensable en una
necrópolis.

CARACTERÍSTICAS DE LAS TUMBAS «PRIVADAS»


Si existen tumbas privadas, se diferencian claramente de las sepulturas reales.
Hecho esencial, no incluyen decoraciones ni inscripción alguna; su tamaño es

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reducido y su planta muy sencilla. Tienen por lo general la forma de un pozo
funerario que conduce a un sepulcro. Algunas fueron más o menos olvidadas por los
ladrones, como las de Yuya y Tuya, y la de Maiherpri. El rey ofreció a esas
personalidades un ataúd de madera y no de piedra, pues ésta estaba reservada a los
faraones. En resumen, modestas moradas de eternidad que, sin embargo, pueden
contener objetos de gran valor.
Señalemos también que los faraones podían albergar también en sus propios
hipogeos a príncipes y princesas; de este modo, Amenhotep acogió a su hijo;
Tutmosis IV a su hijo y a su hija. Esta costumbre desapareció bajo los ramésidas,
cuando los hijos de rey se hicieron enterrar, de buena gana, en el Valle de las Reinas;
sin embargo, algunos hijos de Ramsés III ocuparon, tal vez, las tumbas núms. 3 y 12,
y Montu-her-kepeshef, hijo de Ramsés IX, fue inhumado en la tumba núm. 19.
¿Quién fue admitido en el Valle de los Reyes? Hombres y mujeres cercanos al
soberano reinante, cuya identidad no siempre nos es conocida. Los privilegiados cuyo
nombre se ha preservado ocupaban funciones muy diversas. In (núm. 60) era una
nodriza de la Corte real (tal vez de Hatshepsut); Maiherpri (núm. 36) un militar y, sin
duda, un compañero de armas particularmente apreciado por un faraón; Meryatum
(núm. 5) un sumo sacerdote de Heliópolis, la más antigua de las ciudades santas;
Sennefer (núm. 42), un alcalde de Tebas, como su hermano el visir Amenemopet
(núm. 48); Userhat (núm. 45), superior de los campos del templo de Amón; Yuya y
Tuya (núm. 46), padres de la gran esposa real Teje.
Gran variedad de personajes, en consecuencia, característica de la sociedad
egipcia que no conocía castas ni barreras infranqueables. El sumo sacerdote de
Heliópolis podía codearse, sin menoscabo, con una nodriza y un soldado. La
presencia de alcaldes de Tebas, la capital situada en la orilla este, podría parecer
menos extraña; pero ¿por qué éstos y no los demás? ¿Por qué este visir y no los
demás? Otras tantas preguntas que no podemos responder. Los documentos referentes
al Valle son escasos y no es fácil hacer que hablen las tumbas que se ocupan mucho
de eternidad y muy poco de anécdotas. Nos vemos reducidos a algunos títulos
rituales, a algunos indicios extraídos de un material fúnebre desvalijado o dañado con
frecuencia. Los ocupantes de las moradas de eternidad no nos han dejado ninguna
noticia biográfica y debemos aceptar un silencio que, según los textos egipcios, era el
de los sabios.

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39 - EL MENSAJE DEL VALLE

LA REGLA DIVINA
La espiritualidad faraónica estaba centrada en la conciencia de Maat, la Regla
universal, y su aplicación en el mundo de los hombres. El papel fundamental de
Faraón consistía en alimentarse de Maat y hacerla vivir en la Tierra; sin la Regla, la
sociedad era presa de la corrupción, la mentira y la desgracia. Maat está presente en
las tumbas del Valle, con la forma de una diosa; se la encuentra a menudo a la entrada
de los hipogeos. ¿Acaso no es necesario pasar por ella para entrar sin temor en los
caminos del más allá? El alma era juzgada en la «sala de las dos Maat», que puede
entenderse como la del doble aspecto de la Regla, divina y humana. Una existencia se
consideraba armoniosa cuando el corazón del ser era tan ligero como la pluma de
avestruz que simbolizaba la Regla. Si las acciones habían sido negativas, el corazón
pesaba demasiado. El ser era condenado entonces a la segunda muerte y «la
devoradora» se lo tragaba.
El juicio del presidente del tribunal, Osiris, era severo; se ataba a los condenados
a postes, se los entregaba a terroríficos demonios que cortaban las cabezas con sus
cuchillos, se los arrojaba a lagos de fuego. El simbolismo de los imagineros de las
catedrales y de Dante se inspiró en el del Valle a través de distintos modos de
transmisión.
El condenado se veía privado de la luz, permanecía disperso y prisionero de las
tinieblas. Pero la Regla se mostraba llena de amor para quien la había practicado en
vida; si la colocaba en su corazón, el viajero por el más allá no tenía nada que temer.

EL VIAJE DEL SOL


El tema fundamental de las tumbas reales es el viaje del sol por el otro mundo; al
sumirse en las tinieblas, sufre terribles pruebas. De su supervivencia depende la de la
creación, a la que renueva cada noche utilizando poderes originales. Al anochecer,
Nut, la diosa del cielo, se traga al sol que penetra en su cuerpo sembrado con los
signos del zodíaco, decanes, constelaciones y planetas cuya energía la alimentan. Nut
está representada en el techo de algunas tumbas reales, como las de Seti I, Ramsés IV
o Ramsés VI; está dividida en horas que custodian ciertas puertas. En ella los justos
se convierten en estrellas. Por la mañana, Nut da a luz un nuevo sol.
Al morir en su cuerpo mortal, el sol se reúne con su cuerpo inmortal; cuando
ilumina su camino, ilumina las tinieblas y hace visible lo que estaba oculto, es decir
las fuerzas latentes de la creación. La vida renace de lo que permanecía inerte, las
puertas de «la vasta y eterna ciudad» se abren, los resucitados se llenan de júbilo pues

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sólo el sol puede oír la voz de los seres del más allá, que se parece a la de un toro, un
gato, al zumbido de una abeja o al soplo del viento. La luz quiebra el silencio de la
oscuridad. La barca solar es llamada «barca de los millones», pues acoge las fuerzas
divinas y a los seres regenerados que, al participar en el viaje, se asocian a la
dinámica de regeneración.

FARAÓN, RA Y «LA PRIMERA VEZ»


«Ra (o Re) —escribe Piankoff— no es el sol; es la energía, la fuerza divina que
se manifiesta en todos los dioses.» Adopta cuatro formas principales: el escarabeo
Khepri por la mañana, el halcón Horakhty a mediodía, el anciano Atum con cabeza
de carnero al anochecer y Osiris en las tinieblas.
Cuando Faraón es iniciado en el universo de los poderes divinos, durante el ritual
de los grandes misterios, se convierte en Ra.
Dirigiéndose a él, proclama, según la Letanía de Ra: «Soy tú, tú eres yo». Donde
Ra va, va el rey; cuando Ra crea, el rey crea.
Esta creación no se llevó a cabo de una vez por todas, en un pasado cualquiera, y
no tiene fecha ni está inmóvil en el tiempo. Si el instante en el que toma cuerpo se
llama «La primera vez», ésta se repite en cada nuevo amanecer. El mundo se renueva
cada día, recién nacido por la mañana, adulto a mediodía, anciano por la noche. Entre
la primera hora del día y la última de la noche, se realiza una eternidad.
En cierto modo, el origen de la creación es permanente. El más allá egipcio se
presenta como una perpetua mutación, un incesante viaje.

PAISAJES DEL MÁS ALLÁ


El resucitado atraviesa regiones acuáticas y campos fértiles, paraísos bañados por
el Nun, el océano de energía primordial donde nacen todas las formas de vida.
Comparado con la Tierra, el más allá es gigantesco. El trigo que crece allí tiene una
altura de nueve codos (4,68 m), una hora de viaje nocturno equivale a toda una
existencia, la línea recta desaparece en beneficio de sinuosos canales.
Lo esencial es conocer los textos que permiten no caminar cabeza abajo, apartar a
los guardas de las puertas y penetrar en la morada del Occidente donde vive el secreto
de la resurrección.
Incorporado al sol, Faraón debe vencer a la temible serpiente Apofis que intenta
cerrarle el paso. El astro solar pasa al cuerpo del gigantesco reptil invirtiendo la
dirección del tiempo y del espacio; transforma en juventud lo que era vejez, va de
occidente a oriente para renacer. En los muros de la tumba, buitres y serpientes
aletean para mantener el soplo que da vida a todas las partes del edificio.

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EL MISTERIO DE OSIRIS
Si Osiris es el soberano del otro mundo y el juez de los muertos, es también la
momia concebida como soporte de resurrección y cuerpo de luz. Cada ser justificado
se convierte en un Osiris al que Ra animará con su luz. Dato fundamental: Ra reposa
en Osiris, Osiris reposa en Ra. Osiris es ayer y Ra es mañana. El iniciado proclama:
«Soy el ayer, conozco el mañana». La vida engendra la muerte, la muerte engendra la
vida, de acuerdo con un proceso que no tiene principio ni fin. De este modo, el lugar
donde reposa Osiris es el mayor de los misterios, que sólo puede percibirse en el
interior del sarcófago donde el ser del Faraón se une al oro del cielo.
En todas sus moradas de eternidad, el Valle afirma la omnipresencia de la luz,
presente en cada expresión de la vida, desde la piedra de estrella, y de la creación
concebida como una permanente regeneración. En este sentido, sus tumbas son de
sorprendente actualidad.

LOS «LIBROS FUNERARIOS REALES»


Los ritualistas del Imperio Nuevo crearon una serie de composiciones específicas
que fueron grabadas o dibujadas en las paredes de las tumbas reales del Valle: el
Amduat o Libro de la cámara oculta, Libro de las puertas, que aparece por primera
vez en Horemheb y cuya única versión completa se halla en Ramsés VI, Libro de las
cavernas (o, con mayor exactitud, de las «envolturas»), Libro del día y de la noche,
Letanía de Ra, Libro de la Vaca divina, Libro de Aker (dios de la tierra), Ritual de la
apertura de la boca. Estos textos esotéricos estaban reservados a los faraones y no
fueron divulgados fuera de las tumbas reales antes del final de la XX dinastía.
Las composiciones ofrecen el conocimiento de los mitos y las divinidades, abren
los caminos de la eternidad, permiten luchar contra los enemigos y efectuar el paso de
la muerte a la vida.[15]
El texto elegido para figurar en las primeras tumbas del Valle fue el Amduat,
cuyas versiones completas figuran en Tutmosis III y Amenhotep II. Hoy sabemos que
el «libro» se inspira en modelos más antiguos; como siempre, en Egipto, las nuevas
formulaciones se apoyan en las antiguas sin suprimirlas.
Mientras los particulares disponen del Libro de los Muertos, el Amduat fue
patrimonio de las tumbas reales[16] y el único texto inscrito en sus muros, desde
Tutmosis I hasta Horemheb; luego llegaron otros textos cuyos títulos ya hemos
citado. La primera versión completa, en Tutmosis III, se presenta como un papiro
desenrollado. La forma y el nombre de setecientas setenta y cinco divinidades, ante
las que está colocado un pequeño recipiente donde arde incienso, se revelan en la sala
alta de la tumba; en la sala del sarcófago, esos personajes se animan y participan en

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los distintos episodios de la mutación de la luz y de la resurrección. He aquí el título
completo del Amduat: «Escritos de la cámara secreta, sede de las almas, de los
dioses, de las sombras, de los espíritus y de sus acciones. Al comienzo, el cuerno de
occidente, puerta del mundo occidental; al final, el crepúsculo, puerta del mundo
oriental. Para conocer las almas de la Duat, para conocer sus actos, para conocer
sus actos de glorificación de la luz divina (Ra), para conocer los misteriosos poderes,
para conocer el contenido de las horas y su dios. Para saber lo que les dicen, para
conocer las puertas, las vías que toma el gran dios, para conocer el curso de las
horas y su dios, para conocer a los bienaventurados y los condenados». Bajo tierra y
en las tinieblas, el viaje del sol se divide en doce etapas que corresponden a las doce
horas de la noche, que tienen un nombre, un dominio y un guardián. Según la
expresión de Champollion la barca divina navega «en el río celeste, por el fluido
primordial o el éter»; en la proa está Sia, la intuición, que la guía por las
profundidades de la energía original y por el cuerpo de la diosa del cielo. La tumba es
precisamente la encarnación arquitectónica de ese camino del sol que desemboca en
el sarcófago, medio matricial donde resucita, al igual que Faraón.
Amduat significa literalmente «Lo que está en el Duat», término que puede
traducirse como «cámara oculta», con la precisión de que no se trata de un lugar en el
sentido corriente del término sino, más bien, de un conjunto de fuerzas y energías que
permiten reunir lo que está disperso y asegurar la continuidad de la creación. La Duat
es pues un espacio de mutaciones donde se realiza el perpetuo renacimiento de la luz
y de su representante en la Tierra, Faraón. En su carta del 26 de mayo de 1829, Jean-
François Champollion escribe: «El sentido general de esta composición se refiere al
rey difunto. Durante su vida, parecida al sol en su carrera del oriente al occidente, el
rey tenía que ser el vivificador, el iluminador de Egipto y la fuente de todos los bienes
físicos y morales que sus habitantes necesitaban. El faraón muerto fue pues
naturalmente también comparado con el sol poniente y dirigiéndose hacia el
tenebroso hemisferio inferior, que debe recorrer para renacer de nuevo por oriente y
devolver la luz y la vida al mundo superior (el que habitamos), del mismo modo que
el rey difunto tenía también que renacer, bien para proseguir sus transmigraciones o
bien para habitar el mundo celestial y ser absorbido en el seno de Amón, el Padre
universal».

CONCLUSIÓN
El difunto era recibido en la orilla oeste de Tebas por una diosa sonriente, «El
bello Occidente»; el Valle de los Reyes es una sorprendente mezcla de encanto y
austeridad de la que no está ausente. Cuando está abrumado por el sol y parece un
caldero, el paraje no es muy acogedor; hay que amar el calor, el desierto y las piedras

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para aventurarse por aquel territorio misterioso, donde perduran las almas de los
faraones. Conviene acostumbrarse poco a poco al espíritu del Valle. Aprender sin
prisas a conocerlo. Es un inmenso santuario por donde se deambula, un mundo
mineral donde se abren accesos al más allá: las puertas de las tumbas reales.
A los egipcios les parecía indispensable que ese otro mundo estuviera presente en
la Tierra; los maestros de obras debían elegir emplazamientos privilegiados que
sirvieran de puntos de contacto entre el mundo de los poderes divinos y el de los
hombres. El Valle, debido a su posición geográfica y a su aspecto físico, fue uno de
los más hechizadores; pese a los modernos acondicionamientos y las modificaciones
del terreno debidas a los excavadores, conserva su carácter sagrado y su poder
original.
Al anochecer el velo se levanta un poco; una luz dorada, apaciguadora, suaviza
las abruptas pendientes de los acantilados. Se inicia la hora de Atum, la serenidad de
los anocheceres de Egipto, cuando el día se desposa con la noche en unas bodas de
muerte y resurrección.
Cada tumba real tiene su propio carácter, sus colores, su disposición de textos y
escenas; cada una de ellas es una creación original, aunque adecuada al simbolismo
tradicional. Las sepulturas de tres dinastías forman un vasto cuerpo cada uno de
cuyos órganos merece ser estudiado en sí mismo, vinculándolo al conjunto. A cada
nueva visita, a cada nueva exploración, la admiración es más intensa, la comunión
más profunda. Los enamorados del Valle pueden permanecer varias horas ante un
bajorrelieve de Seti I o de Ramsés VI, dialogar con una diosa, meditar ante el
escarabeo que simboliza el renacimiento del sol o contemplar, como Carter, el cuerpo
celeste de la diosa Nut. Esos extraños rostros, de secreta belleza, nos hablan de una
verdad sin tiempo, de esa eternidad donde se inscribe el inviolable misterio de los
faraones.
Jamás se extinguirá la gran voz del Valle de los Reyes.

Valle de los Reyes, invierno de 1991

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ANEXOS

LA VISITA AL VALLE DE LOS REYES


Los turistas residen habitualmente en la orilla este, en uno de los hoteles de
Luxor. Utilizan un trasbordador, que hace frecuentes travesías, para dirigirse al
embarcadero de la orilla oeste. Un autobús o taxis les aguardan para llevarlos al Valle
de los Reyes.
Actualmente, hay que comprar la entrada en la cabaña que las vende, junto al
embarcadero. La entrada da derecho a visitar tres tumbas.
Es imposible facilitar un orden de visita pues, según la temporada, la afluencia de
gente y las decisiones del Servicio de Antigüedades, una tumba puede estar abierta o
cerrada.
La más célebre de todas ellas, la tumba de Tutankamón (núm. 62) de la que sólo
está parcialmente decorada la cámara funeraria, está cerrada en la actualidad a causa
de su mal estado de conservación, aunque se lleve a cabo un programa de
restauración, como en la magnífica tumba de Nefertari en el Valle de las Reinas, no es
seguro que vuelva a quedar abierta al público. Sería indispensable una reproducción
fotográfica.
La tumba que merecería una visita más larga es la de Seti I (núm. 17); abierta en
junio de 1991, fue cerrada de nuevo en noviembre del mismo año.
Deben verse, prioritariamente, las tumbas de Tutmosis III (núm. 34), Ramsés III
(núm. 11) y Ramsés VI (núm. 9); luego las de Amenhotep II (núm. 35), Horemheb
(núm. 57) y Setnajt y Tausert (núm. 14), Ramsés I (núm. 16) y Ramsés IV (núm. 2);
las de Ramsés IX (núm. 16), Merenptah (núm. 8), Seti II (núm. 15) y Tutmosis IV
(núm. 43) merecen también atención, en el marco de un estudio profundo. Las demás
sepulturas sólo interesan a los especialistas.

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CRONOLOGÍA DEL IMPERIO NUEVO
Hemos adoptado las fechas de N. Grimal, Histoire de l’Egypte ancienne, París,
1988. El mismo autor propone dos sistemas de fechas, y existen otras hipótesis
propuestas por distintos egiptólogos.

IMPERIO NUEVO
1552-1069: 483 años

XVIII dinastía 1552-1295 (257 años)


XIX dinastía 1295-1188 (107 años)
XX dinastía 1188-1069 (119 años)

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LISTA DE LOS REYES, FECHAS DE LOS REINADOS Y
NÚMEROS DE LAS TUMBAS DEL VALLE DE LOS REYES

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LISTA DE LAS TUMBAS DEL VALLE DE LOS REYES POR
NÚMERO DE ORDEN Y FECHA DEL DESCUBRIMIENTO
1. Ramsés VII: desde la Antigüedad (?). Excavación en 1905-1906.
2. Ramsés IV: sin duda desde la Antigüedad. Limpieza en 1905-1906.
3. Proyecto previsto para Ramsés III, abandonado luego. Excavado hacia 1820.
4. Ramsés XI: desde la Antigüedad.
5. Meryatum: 1820. Proyecto previsto para Ramsés II, abandonado luego. Tiene la
forma de un corredor.
6. Ramsés IX: desde la Antigüedad. Excavaciones en 1888 y 1905-1906.
7. Ramsés II: desde la Antigüedad.
8. Merenptah: desde la Antigüedad.
9. Ramsés V y Ramsés VI: desde la Antigüedad. Limpieza en 1888.
10. Amenmés: diciembre de 1907.
11. Ramsés III: desde la Antigüedad.
12. ? No hay inscripción. 1820.
13. Bay: 1909(7).
14. Tausert y Setnajt: desde la Antigüedad sin duda; limpieza en 1909.
15. Seti II: ?
16. Ramsés I: 10/11 de octubre de 1817.
17. Seti I: 16 de octubre de 1817.
18. Ramsés X: ?
19. Montu-her-kopeshef: 9 de octubre de 1817.
20. Hatshepsut: 1824.
21. ? No hay inscripción. 9 de octubre de 1817.
22. Amenhotep III: 1799.
23. Ay: invierno de 1816.
24. Pozo funerario sin inscripción, descubierto por Wilkinson.
25. Pozo funerario sin inscripción: agosto de 1817.
26. Pozo funerario sin inscripción.

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27. Corredor, con cuatro sepulturas, descubierto por Wilkinson.
28. Corredor con una tumba, descubierto por Wilkinson.
29. Pozo funerario sin inscripción.
30. Pozo funerario, varias cámaras, sin inscripción.
31. Pozo funerario sin inscripción.
32. Corredor, sin inscripción.
33. Corredor, sin inscripción.
34. Tutmosis III: 12 de febrero de 1898.
35. Amenhotep II: 9 de marzo de 1898.
36. Maiherpri: marzo de 1899.
37. Corredor con una cámara, no hay inscripción.
38. Tutmosis I: marzo de 1899.
39. Tumba sin inscripción.
40. Pozo funerario sin inscripción.
41. Pozo funerario sin inscripción.
42. Sennefer: fines de noviembre de 1900. Tutmosis II (?).
43. Tutmosis IV: 18 de enero de 1903.
44. Pozo funerario sin inscripción: 26 de enero de 1901.
45. Userhat: 25 de enero de 1902. Tumba utilizada de nuevo por Merenjonsu,
guardián de puerta del templo de Amón, XXII dinastía.
46. Yuya y Tuya: del 5 al 11 de febrero de 1905.
47. Siptah: noviembre de 1905.
48. Amenemopet: enero de 1906.
49. Corredor sin inscripción: fines de 1905.
50. Pozo funerario sin inscripción.
51. Pozo funerario sin inscripción.
52. Pozo funerario sin inscripción.
53. Pozo funerario sin inscripción.
54. Escondrijo de Tutankamón: 21 de diciembre de 1907.

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55. Teje (?), Smenker (?), Amenhotep IV (?): enero de 1907.
56. «Tumba de oro» para una hija de Seti II y Tausert: 5 de enero de 1908.
57. Horemheb: 22 de febrero de 1908.
58. Pozo (¿anexo de Tutankamón?): enero de 1909 o febrero de 1907.
59. Tumba sin inscripción.
60. In (?), corredor sin inscripción: primavera de 1903.
61. Pozo funerario sin inscripción.
62. Tutankamón: 5 de noviembre de 1922.

Hay que añadir a la lista dos tumbas no numeradas. La primera se halla cien
metros al suroeste de la núm. 22; se trata de un depósito funerario de Amenhotep III.
La segunda es un comienzo de tumba excavado cerca de la núm. 34.

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LONGITUD APROXIMADA DE LAS TUMBAS REALES
(CLASIFICACIÓN CRONOLÓGICA)

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DESARROLLO DE LAS DIMENSIONES DE LAS PUERTAS Y
LOS CORREDORES DE LAS TUMBAS REALES
(SEGÚN E. HORNUNG, THE VALLEY OF THE KINGS, P.
29)

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PLANOS DE LAS TUMBAS REALES
(CLASIFICACIÓN CRONOLÓGICA)
Estos planos pueden encontrarse en cierto número de obras (Porter-Moss, Romer,
Reeves, etc.). Reproducimos los proporcionados por E. Hornung, The Valley of the
Kings, pp. 211-216.

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DISTRIBUCIÓN Y NATURALEZA DE LOS TEXTOS EN LA
TUMBAS REALES

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BIBLIOGRAFÍA
Sobre el Valle de los Reyes se han publicado cinco obras de base; se trata, por
orden cronológico, de las siguientes:

THOMAS, E., The Royal Necropolis of Thebes, Princeton, 1966.


CERNY, J., The Valley of the Kings, El Cairo, 1973.
ROMER, J., Valley of the Kings, Londres, 1981. (Edición española: Últimos secretos
del Valle de los Reyes, Planeta, Barcelona, 1990.)
HORNUNG, E., The Valley of the Kings, Horizon of Eternity, Nueva York, 1990.
REEVES, C. N, The Valley of the Kings. The Decline of a Royal Necrópolis, Londres,
1990.

Hemos extraído de ellas lo esencial de nuestra documentación, completándola con


los libros y artículos citados en las obras generales; se ha añadido una bibliografía
para cada tumba real.

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ABREVIATURAS UTILIZADAS:
KV Kings’ Valley = Valle de los Reyes.
BSEG Bulletin de la société d’égyptologie de Genéve.
GM Göttinger Miszellen, Gotinga.
JARCE Journal of the American Research Center in Egypt, Nueva York.
JEA Journal of Egyptian Archaeology, Londres.

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BIBLIOGRAFÍA REFERENTE A LAS TUMBAS REALES
(POR NÚMEROS DE ORDEN)

KV 1, Ramsés VII
PIANKOFF, A., «La tombe nº 1 (Ramsés VII)» Annales du Service des Antiquités de
l’Egypte 55, 1958, 145-146.
HORNUNG, E., «Zum Grab Ramsés VII», SAK 11, 1984, 419-424.
REEVES, C. N, C. N., Valley of the Kings, 119.
HORNUNG, E., Zwei Ramessidische Königsgräber: Ramsés IV und Ramsés VII,
Maguncia, 1990.

KV 2, Ramsés IV
REEVES, C. N, op. cit., 115-117.
HORNUNG, E., op. cit.

KV 4, Ramsés XI
REEVES, C. N, op. cit., 121-123.
La tumba será publicada por John Romer.

KV 6, Ramsés IX
GUILMANT, E, Le Tombeau de Ramsés IX, El Cairo, 1907.
REEVES, C. N, op. cit., 119-120.

KV 7, Ramsés II
MAYSTRE, C, «Le tombeau de Ramsés II», Bulletin de l’Institut français
d’archéologie oriéntale 38, 1938, 183-190.
REEVES, C. N, op. cit., 94-95.

KV 9, Ramsés IX
PIANKOFF, A., Y RAMBOVA, N., The Tomb of Ramesses VI, Nueva York, 1954.
ABITZ, E, Baugeschichte und dekoration des Grabes Ramsés VI, Friburgo/Gotinga,
1989.
REEVES, C. N, op. cit., 117-119.

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KV 11, Ramsés III
REEVES, C. N, op. cit., 115.
La tumba será publicada por Marek Marciniak.

KV 14, Tausert
ALTENMULLER, H., «Das Grab der Königin Tausret im Tal der Könige von
Theben», SAK 10, 1983, 1-24; «Das Grab der Königin Tausret (KV 14)»,
GM84,1985, 7-17: Dossiers de l’Archéologie, 149-150, 1990.
REEVES, C. N, op. cit., 115.

KV 16, Ramsés I
PIANKOFF, A., «La tombe de Ramsés I», Bulletin de l’Institut françáis
d’archéologie oriéntale 56, 1957, 189-200.
REEVES, C. N, op. cit., 91-92.

KV 17,Seti I
LEFEBURE, E., Les Hypogées royaux de Thébes, Primera parte, París, 1886.
REEVES, C. N, op. cit., 92-94.
HORNUNG, E., The Tomb of Pharaon Seti I, 1991.

KV 20, Hatshepsut
DAVIS, T. M., y col., The Tomb of Hâtshopsîtû, Londres, 1906.
REEVES, C. N, op. cit., 24-25.

KV 22, Amenhotep III


PIANKOFF, A. Y HORNUNG, E., «Das Grab Amenophis’ III im Westtal der
Könige», MDAIK 17, 1961, 117-127.
REEVES, C. N, op. cit., 38-40.

KV 23, Ay
PIANKOFF, A., «Les peintures dans la tombe du roi Aï», MDAIK 16 (1958), 247-
251.
REEVES, C. N, op. cit., 70-72.

KV 34, Tutmosis III

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BUCHER, R, Les Textes des tombes de Thoutmosis III et d’Amenophis II, El Cairo,
1932.
ROMER, J., «The Tomb of Thutmosis III», MDA1K 31 1975, 315-351. Reeves. op.
cit., 19-24.

KV 35, Amenhotep II
BUCHER, R, op. cit.

KV 43, Tutmosis IV
CÁRTER, H., NEWBERRY, P. E., Y MASPERO, G., The Tomb of Thoutmosis IV
Londres, 1904 (y Catálogo general del museo de El Cairo, volumen 15).
REEVES, C. N, op. cit., 34-38.

KV 47, Siptah
DAVIS, T. M. Y COL., The Tomb of Siphtah, Londres, 1908.
REEVES, C. N, op. cit. 105-108.

KV 55
DAVIS, T. M. Y COL., The Tomb of Queen Tiyi, Londres. 1910.
GARDINER, A. H., «The So-Called Tomb of Queen Tiye», JEA 43. 1957, 10-25.
PEREPELKIN, G., The Secret of the Gold Coffin, Moscú, 1978. REEVES, C. N, C.
N. «A Reappraisal of Tomb 55 in the Valley of the Kings», JEA 67, 1981, 48-55 y
op. cit., 42-45.

KV 57, Horemheb
DAVIS, T. M. Y COL., The Tomb of Harmhabi and Touatânkhamanou, Londres,
1912.
HORNUNG, E., Das Grab des Haremhab in Tal der Könige, Berna, 1971.
REEVES, C. N, op. cit., 75-79.

KV 62, Tutankamón
REEVES, C. N, op. cit., 61-69.
CÁRTER, H., Y MACE, A. C., The Tomb of Tut.Ankh.Amen, Londres, 1923-1933.
(Edición española: La tumba de Tutankhamón, Destino, Barcelona, 1989.)
REEVES, C. N, N., The Complete Tutankhamum, Londres, 1990.

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OBRAS GENERALES

ABITZ, F.
—Baugeschichte und Dekoration des Grabes Ramsés VI, Friburgo/Gotinga, 1989.
—Konig und Gott. Die Gotterszenen in den agyptischen, Königsgräbern von
Thutmosis IV bis Ramsés HI, Wiesbaden, 1984.
—Die religiose Bedeutung der sogennanten Grabrauberschdchte in den agyptischen
Königsgräbern der 18. bis 20. Dynastic, Wiesbaden/1974.
—Statuetten in Schreinen als Grabbeigaben in den agypt. Königsgräbern der 18. und
19. Dynastie, Wiesbaden, 1979.
—«Zur Bedeutung der beiden Nebenraume hinter der Sarkophag-halle der Konigin
Tausret», SAK 9, 1981, 1-8.

ALDRED, C.
—More Light on the Ramesside Tomb Robberies, in Glimpses of Ancient Egypt.
1979, 92-99.
—«Valley Tomb núm. 56 at Thebes», JEA 49, 1963.

ALTENMULLER, H.
—«Bemerkungen zu den Königsgräbern des Neuen Reiches», SAK 10, 1983,25-61.
—«Die Grab der Konigin Tausret im Tal der Konige von Theben», SAK 10, 1983, 1-
24."
—«Das Grab der Konigin Tausret (KV 14)», GM 84. 1985, 7-17.
—«Rolle und Bedeutung des Grabes der Konigin Tausret im Königsgrabertal von
Theben», BSEG 8, 1983, 3-11.
—«Tausret und Sethnacht», JEA 68, 1982, 107-115.
—«La tombe de la reine Taousert», Les Dossiers de l’archéologie, 149-150, 1990,64-
7.

ASSMANN, J.
—Re und Amun. Die Krise des polytheistischen Weltbilds im Agypten der 18-20
Dynastie, Friburgo, 1983.

BALOUT, L., Y ROUBET, B.

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—La Momie de Ramsés II. Contribution scientifique á l’égyptologie, París, 1985.

BARGUET, P.
—«L’Am-Douat et les funérailles royales», Revue d’égyptologie 24, 1972,7-11.
—«Le livre des portes et la transmission du pouvoir royal», Revue d’égyptologie 27,
1975, 30-36.
—«Remarques sur quelques scénes de la salle du sarcophage de Ramsés VI», Revue
d’égyptologie 30, 1978, 51-56. Barta, W.
—«Die Anbringung der Sonnenlitanei in den Königsgräbern der Ramessidenzeit»,
GM 71, 1984, 7-10.
—Die Bedeutung der Jenseitsbücher für den verstorbenen König, Munich, 1985.

BEINLICH, H., Y SALEH, M.


—Corpus der hieroglyphischen Inschriften aus dem Grab des Tutanchamun, Oxford,
1989.

BIERBRIER, M.
—Les Bâtisseurs de Pharaon, Monaco, 1986.

BRODBECK, A., Y STAEHELIN, E.


—Das Buch von den Pforten des Jenseits, Ginebra, 1979-1980.

CÁRTER, H., Y GARDINER, A.


—«The Tomb of Ramesses IV and the Turin Plan of a Royal Tomb», JEA IV, 1917,
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CÁRTER, H., Y MACE, A. C.


—The Tomb of Tut.Ankh.Amen, Londres, 1923-1933. (Edición española: La tumba de
Tutankhamón, Destino, Barcelona, 1989.)

CÁRTER, H., NEWBERRY, P. E., Y MASPERO, G.


—The Tomb of Thoutmosis IV, Londres, 1904.

CERNY, J.
—A Community of Workmen at Thebes in the Ramesside Period, El Cairo, 1973.
—The Valley of the Kings, El Cairo, 1973.

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DARESSY, G.
—Fouilles de la Vallée des mis, Catálogo general del museo de El Cairo, El Cairo,
1902.

DAVIS, T. (y diversos colaboradores).


—The Tombs of Harmhabi and Toutânkhamanou, Londres, 1912.
—The Tomb of Hatshopsîtû, Londres, 1906.
—The Tomb of Iouiya and Touiyou, Londres, 1907.
—The Tomb of Siptah, Londres, 1908.
—The Tomb of Thoutmosis IV, Londres, 1906.
—The Tomb of Queen Tiyi, Londres, 1910.

DODSON, A.
—«The Tomb of King Amenmesse: Some Observations», Discussions in Egyptology
2, 1985, 7-11.
—«The Tombs of the Kings of the Eighteenth Dynasty at Thebes», ZÄS 115, 1988,
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—Dossiers de l’archéologie, 149-150 (mayo-junio 1990), Vallée des reines, Vallée
des rois, Vallée des nobles.

GABOLDE, L.
—«La chronologie du règne de Thoutmosis III, ses conséquences sur la datation des
momies royales et leurs répercussions sur l’histoire du développement de la
Vallée des rois», SAK 14, 1987, 61-81.

GARDINER, A.
—«The So-Called Tomb of Queen Tiye», JEA 43, 1957, 10-25.

GRAPOW, H.
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—Le Tombeau de Ramsés IX, El Cairo, 1907.

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—An X-Ray Atlas of the Royal Mummies, Chicago, 1980.

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—The Royal Sarcophagi of the XVIII Dynasty, Princeton, 1935.

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—«Königsgräbertal», Lexikon der Ägyptologie III, 1979, 514-526.

HEYDEN, A. (VAN DER).


—Valley of the Kings. Tal der Könige. Vallée des Rois, El Cairo/Lausana, 1982.

HORNUNG, E.
—Ägyptische Unterweltsbücher, Zurich/Munich, 1984.
—Das Amduat. Die Schrift des Verborgenen Raumes, Wiesbaden, 1963-7.
—«Auf den Spuren der Sonne: Gang Durch ein ägyptisches Königsgrab (Seti I)»,
Eranos Jahrbuch 50, 1981, 431-475.
—Das Buch der Anbetung des Re ira Westen (Sonnenlitanei), Ginebra, 1975-77.
—Das Buch von den Pforten des Jenseits, Ginebra, 1980-84.
—«Eine aenigmatische Wand im Grabe Ramsés IX, in Form und Mass», Festschrift
Fecht, Wiesbaden, 1987, 226-237.
—Das Grab des Haremhab im Tal der Könige, Berna, 1971.
—«Das Grab Thutmosis II», Revue d’égyptologie 27, 1975, 125-131.
—«Struktur und Entwicklung der Gräber im Tal der Könige», ZAS 105, 1978, 59-66.
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—Zwei Ramessidische Königsgräbern; Ramsés IV und Ramsés VII, Maguncia, 1990.
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LEFÉBURE, E.
—Les Hypogées royaux de Thébes, 2 vol., París, 1886-1889.

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MASPERO, G.
—Etudes de mythologie el d’archéologie égyptienne, tomo II, París, 1983, 1-181.
—La trouvaille de Deir el-Bahari, El Cairo, 1881.
—Les Momies royales de Deir el-Bahari, El Cairo, 1889.

MAYSTRE, C.
—«Le tombeau de Ramsés II», Bulletin de I’Institut français d’archéologie oriéntale,
El Cairo, 1939, 183-190.

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—The Great Tomb Robberies of the Twentieth Egyptian Dynasty,Oxford, 1930.

PEREPELKING, G.
—The Secret of the Gola Coffin, Moscú, 1978.

PIANKOFF, A.
—Les Chapelles de Toutankhamon, 2 vol., El Cairo, 1951-1952.
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—«Les différents “livres” dans les tombes royales du Nouvel Empire», Annales du
Service des Antiquités de l’Egypte XL, 1940, 283-9.
—The Litany of Rê, Nueva York, 1964.
—Le Livre du jour et de la nuit, El Cairo, 1942.
—Le Livre des portes, 3 vol., El Cairo, 1939-1962.
—Le Livre des quererts, El Cairo, 1946.
—«Les peintures dans la tombe du roi Ai», MDAIK 16, 1958, 247-251.
—The Shrines of Tut-Ankh-Amon, Nueva York, 1955.
—«La tombe de Ramsés I», Bulletin de l’Institut françáis d’archéologie oriéntale 56,
1957, 189-200.
—The Tomb of Ramesses VI, 2 vol., Nueva York, 1954.
—«La tombe núm. 1 (Ramsés VII)», Annales du Service des Antiquités de l’Egypte
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—«Les tombeaux de la Vallée des rois avant et après l’hérésie amarnienne», Bulletin
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—«Pour qui a été creusée la tombe de Toutankhamon?», Studia Naster II, Lovaina,
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LAMINAS

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NOTAS

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[1] Véase Christian Jack, Karnak et Louxor. <<

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[2] Véase Romer, Valley of the Kings, pp. 279 y ss. <<

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[3] Hemos evocado este dramático período en Pour l’amour de Philae. 58. <<

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[4] Le Pharaon triomphant, 1985, pp. 287-288. <<

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[5]
Su nombre se transcribe a menudo, erróneamente, en la forma «Amenofis»;
Amen-hotep significa: «el (dios) oculto está en plenitud». <<

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[6] El nombre del rey, Neb-Maat-Ra, «La luz divina (Ra) es la dueña de la Regla», fue

reinterpretada fonéticamente como «Memnon», confundiéndose la palabra con el


nombre del héroe griego Memnon, hijo de la aurora y víctima de Aquiles; se sabe que
ambos colosos, a causa de las fisuras, emitían al amanecer una especie de canto. El
emperador romano Septimio Severo, al hacerlo restaurar, los condenó al silencio. <<

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[7] El Instituto Ramsés procedió a un inventario fotográfico en color. <<

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[8] Narramos esta epopeya en nuestra novela Champollion l’Egyptien. <<

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[9] Tal vez la de Inhapy, esposa de Ahmosis, Una inscripción nos da a conocer los

nombres de quienes procedieron a los funerales de Pinedjem I, hacia 997 a. de C., y


deben ser incluidos en el número de los salvadores de las momias reales:
Nespekeshuty, «Divino padre» de Anión, escriba del ejército, alcalde de Tebas:
Unnefer, «Divino padre» de Amón: Bekenmut, escriba real en Deir el-Medineh, el
último que realizó esta función antes de que la comunidad se dispersara; Amenmosis,
jefe de los artesanos; Pediamon, «Divino padre» de Amón y jefe de los secretos. <<

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[10]
Sobre su insólita aventura, véase Christian Jacq, En busca de Tutankamón,
Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1992. <<

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[11] Véase Christian Jacq, Nefertiti y Akenatón, Ediciones Martínez Roca, Barcelona,

1992. <<

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[12] Véase R. Krauss, Zum archäologischen Befund im thebanischen Königsgrab N.

62, pp. 165-181. <<

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[13] Hemos contado su historia y su leyenda, al tiempo que proponíamos una nueva

interpretación de su acción política, en La Reina Sol, Ediciones Martínez Roca,


Barcelona, 1991. <<

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[14] Véase Maurice Bucalle, «A propos de la momie de Toutankhamon», La Revue

administrative 44, núm. 243, 1988, pp. 250-254, y «Mummies of the Pharaons»,
Modern Medical Investigations, Nueva York. <<

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[15] Estudiaremos su contenido y su iconografía en nuestro álbum consagrado al Valle

de los Reyes, de próxima aparición. <<

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[16] Hay que advertir, sin embargo, que existió una copia del Amduat en la tumba del

visir User. <<

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