El Valle de Los Reyes PDF
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Valle de los Reyes… ¡Cómo hace soñar ese simple nombre! —escribe
Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón—; de todas las
maravillas de Egipto, no hay una sola que impresione tanto la imaginación.
Aquí, lejos de los ruidos de la vida, en este valle desértico, dominado por la
“cima”, como por una pirámide natural, yace una treintena de reyes.»
El más célebre y visitado paraje del Egipto faraónico, el Valle de los Reyes,
sigue siendo misterioso; subsisten numerosos enigmas.
El descubrimiento de las tumbas fue una verdadera epopeya que merece ser
contada; aventureros, buscadores de tesoros y sabios se ilustraron de
distintos modos, por lo general con una pasión que sólo un paraje de tanto
poderío podía inspirar. A lo largo de esta obra encontraremos sorprendentes
personalidades que ofrecieron al Valle una parte esencial de su existencia,
buscando los secretos de los reyes de Egipto. ¡Cuántos golpes de teatro,
locas esperanzas, decepciones, indescriptibles alegrías! Excavar, encontrar
un faraón más o menos conocido por los textos y los objetos, seguir la pista
de un fantasma que, de pronto, se convierte en realidad, cavar en una tierra
milenaria para penetrar en una sepultura, intacta tal vez a través de los
siglos, admirar pinturas y relieves de inefable belleza, leer textos que revelan
las claves de la resurrección… ¿Cuántas emociones ha vivido el Valle,
cuántas ha engendrado?
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Christian Jacq
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Título original: La Vallée des Rois
Christian Jacq, 1992
Traducción: Manuel Serrat Crespo
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INTRODUCCIÓN
«El Valle de los Reyes… ¡Cómo hace soñar ese simple nombre! —escribe
Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón—; de todas las maravillas
de Egipto, no hay una sola que impresione tanto la imaginación. Aquí, lejos de los
ruidos de la vida, en este valle desértico, dominado por la “cima”, como por una
pirámide natural, yace una treintena de reyes.»
El más célebre y visitado paraje del Egipto faraónico, el Valle de los Reyes, sigue
siendo misterioso; subsisten numerosos enigmas.
El descubrimiento de las tumbas fue una verdadera epopeya que merece ser
contada; aventureros, buscadores de tesoros y sabios se ilustraron de distintos modos,
por lo general con una pasión que sólo un paraje de tanto poderío podía inspirar. A lo
largo de esta obra encontraremos sorprendentes personalidades que ofrecieron al
Valle una parte esencial de su existencia, buscando los secretos de los reyes de
Egipto. ¡Cuántos golpes de teatro, locas esperanzas, decepciones, indescriptibles
alegrías! Excavar, encontrar un faraón más o menos conocido por los textos y los
objetos, seguir la pista de un fantasma que, de pronto, se convierte en realidad, cavar
en una tierra milenaria para penetrar en una sepultura, intacta tal vez a través de los
siglos, admirar pinturas y relieves de inefable belleza, leer textos que revelan las
claves de la resurrección… ¿Cuántas emociones ha vivido el Valle, cuántas ha
engendrado?
Durante cinco siglos y tres dinastías, las XVIII, XIX y XX, de 1552 a 1069 a. de
C, el Valle fue utilizado para albergar las momias de los soberanos y algunos
dignatarios admitidos a permanecer para siempre junto a los monarcas que marcaron
con su huella aquel brillante período de la historia egipcia conocido con el nombre de
Imperio Nuevo, de acuerdo con una denominación inspirada en la historiografía
prusiana del siglo XIX. En aquella época, Egipto era un país rico y poderoso, faro de
las civilizaciones mediterráneas y centro de una luminosa espiritualidad. Contar la
historia de las excavaciones y los excavadores nos permitirá, de paso, evocar el
reinado y la personalidad de los reyes que hicieron de Tebas su capital y del Valle su
morada de eternidad.
Mis peregrinaciones al Valle han sido innumerables. En cada viaje, el encuentro
es más intenso y más profundo. Cuanto más se conoce el Valle, cuanto más se
estudia, más fascina. Ninguno de sus amaneceres, ninguno de sus crepúsculos se
parece, y no pueden dejar indiferente. Sus piedras contemplaron los funerales de los
Tutmosis, de los Amenhotep y de los Ramsés, sus áridas laderas guardan la memoria
de aquel momento misterioso en el que el alma regresa a la luz de la que había salido.
Cada tumba tiene su propio genio, sus colores, sus perfumes del más allá, su mensaje.
Cada paso es un descubrimiento de la divinidad, severa y dulce a la vez, que protege
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el Valle, de esa diosa del silencio que nos hace escuchar la gran voz de los antiguos.
Cuando finaliza un milenio en el que el Valle de los Reyes, pese a su celebridad y
a causa de esa celebridad, corre el riesgo de desaparecer, cuando la famosa tumba de
Tutankamón y muchas otras se degradan irremediablemente, ¿tendremos la voluntad
de salvarlas?
El Valle es una página esencial de la historia y la espiritualidad, grabada en la
piedra y nutrida por los ritos que, gracias a la presencia de los bajorrelieves, siguen
celebrándose ante nuestros ojos o al margen de nuestra presencia. En el corazón de
esa «venerable necrópolis de los millones de años de Faraón», sonríe la diosa de
Occidente, acogedora y apacible, que abre los hermosos caminos de la eternidad.
Para Egipto, la muerte no existe; por ello el Valle no es un lugar de muerte sino
un canto de resurrección y un himno a la luz, al sol que desaparece en las tinieblas y
renace tras haberlas vencido. Así es la aventura del Valle: un perpetuo renacimiento.
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SITUACIÓN DE LAS TUMBAS
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1 - EL PARAJE Y SU MISTERIO
Antes de poder abordar el Valle de los Reyes, es preciso dirigirse a Luxor, en el
Alto Egipto, a seiscientos cincuenta kilómetros al sur de El Cairo. En la orilla este del
Nilo se yergue la inmensa ciudad templo de Karnak, de la que el templo de Luxor
forma parte.[1] Pequeña ciudad, perezosa y apacible, antaño, Luxor se ha convertido
en una fábrica turística a donde afluyen decenas de embarcaciones de crucero. Desde
esta orilla este, la mirada descubre el acantilado y la montaña líbica que se yerguen,
hoscos, enigmáticos y casi hostiles, en la orilla occidental. Tras esa barrera
montañosa, perdida a veces en la bruma matinal, tras el circo rocoso de Deir el-
Bahari, se oculta el Valle de los Reyes, centro de una región aislada y árida presidida
por el-Kurn, «el cuerno». Dominando esta depresión, la «cima», parecida a una
pirámide, vela por las sepulturas reales; allí vive la diosa del silencio que sometía a
ruda prueba a los artesanos encargados de construir y decorar las tumbas.
El Valle es el inicio de un ued excavado por las lluvias que desgastaron el
calcáreo y formaron una depresión donde reina a menudo un intenso calor. Para llegar
hasta allí, hay que seguir la carretera que sale del embarcadero, atravesar la zona de
cultivos y, luego, sin transición alguna, serpentear por el desierto y sumirse en un
paisaje de rocas y colinas. Este camino es el que siguieron, hace más de tres mil años,
las procesiones funerarias que conducían a los reyes de Egipto hasta su última
morada. Al norte del templo de Seti I, en Gurna, la montaña se convierte en una
barrera protectora; impone respeto al peregrino y anuncia la grandeza del paraje, tan
alejado del mundo de los hombres y de sus preocupaciones cotidianas.
Moldeado en la prehistoria por el lecho de los torrentes y las lluvias tormentosas,
el Valle se divide en dos ramas; la del oeste, la más vasta, sólo comprende cuatro
tumbas, dos de ellas sepulturas reales. La del este, considerada como el Valle de los
Reyes propiamente dicho, recibió el nombre árabe de Biban el-Muluk, «las puertas de
los reyes».
La entrada del paraje, antes de la ampliación debida a la construcción de la
carretera moderna, era un estrecho paso; daba acceso a un anfiteatro delimitado por
abruptos acantilados. Un cuerpo de policía especializada, alojado en una fortaleza,
velaba por esa puerta de piedra.
Aquí se despliega una vida secreta, inmutable, que sólo el silencio permite
advertir. Algunos gavilanes, murciélagos, un zorro de las arenas y algunos perros son
los únicos huéspedes de ese paisaje mineral, insensible a las fluctuaciones del tiempo.
La puesta en escena de la naturaleza es de perfecta eficacia; los muros de piedra
parecen muy altos, la impresión de aislamiento es absoluta aunque los cultivos y el
mundo exterior están relativamente cerca. El sonido circula de un modo sorprendente,
de modo que los pasos del paseante resuenan de acantilado a acantilado.
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El flujo de los turistas y la intrusión de la modernidad no eliminan el carácter
sacro del paraje; el Valle fue creado con un espíritu y en un universo radicalmente
distintos del nuestro, regulados por un rey-dios, Faraón, y una economía basada en la
prosperidad del templo y la solidaridad. Ni deseos de rentabilidad ni búsqueda del
beneficio material; lo esencial era descubrir un punto de condensación de la energía
donde se unieran armoniosamente el cielo y la tierra. El Valle es uno de los lugares
del planeta donde ese matrimonio es perceptible del modo más evidente; como
escribe Romer, se trata de un «emplazamiento cuidadosamente elegido y controlado
por grandes dramas cósmicos», el principal de los cuales es la muerte y la
resurrección de Faraón.
El Valle no es fúnebre; muy al contrario, recibe la luz, unas veces de modo
aparente en sus rocas y sus acantilados, otras de modo secreto en la paz de sus
tumbas. No es humano, en la medida en que se sitúa más allá de la existencia
terrestre. «Paisaje antropófago», escribe con razón Flaubert, porque devora lo
humano para que aparezca lo divino. ¿Acaso el Valle no es «el bello Occidente», el
más allá presente en la tierra y hecho visible?
En el sello del Valle, grabado en las puertas de las sepulturas, figuraba el chacal
Anubis sobre nueve enemigos atados. Simbolizaban las fuerzas del mal y los poderes
destructores que debían ser controlados y sometidos; Anubis, detentador de los
secretos de la momificación, es también el buen guía por los caminos del otro mundo.
¿Por qué ese atractivo por el Valle, por qué esa fascinación, si no porque oculta
respuestas para los problemas más esenciales y nos hace participar, más o menos
conscientemente, en su misterio? Durante cinco siglos, estuvo inscrito en la piedra y
revelado en los muros de las tumbas: para Egipto, la existencia terrestre de Faraón era
sólo un paso entre la luz de la que provenía y el paraíso en el que era admitido como
ser «de voz justa».
Llegar a esa vida de eternidad, más allá del tiempo y del espacio, exige una
ciencia del más allá que debe practicarse aquí abajo. Las tumbas del Valle están
consagradas a la transmisión de esta ciencia. No es el rey fulano el que resucita, sino
Faraón y, a través de él, su pueblo. En este lugar, del que ningún visitante sale
indiferente, se celebra el juego de la vida y de la muerte. El Valle es un lugar de vida
porque las moradas de los faraones, en vez de reducirse a sepulturas, son libros de
enseñanzas, gracias a los jeroglíficos y a la imagen.
Como escribió Forbin, director de los museos de la Restauración, al visitar «el
valle sagrado», «todo a mi alrededor decía que el hombre sólo es algo por su alma;
rey por el pensamiento, frágil átomo por su envoltura, sólo la esperanza de otra vida
puede hacerle vencedor en esta continua lucha entre las miserias de su existencia y el
sentimiento de su origen celestial… En estos lugares de tinieblas, me creía bajo el
poder de Aladino, bajo un hechizo mágico; me parecía estar guiado por la luz de la
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lámpara maravillosa, y a punto de ser iniciado a algún gran misterio».
Este mundo cerrado, tan estéril en apariencia, tenía un nombre extraordinario:
sekhet aat, ¡«la gran pradera»! Este simple detalle muestra la distancia que existe
entre la visión egipcia de la muerte y la nuestra. Las piedras del Valle y sus tumbas
son la traducción sensible de un paraíso celeste; para la mirada atenta, es la pradera
maravillosa donde Faraón, tras haber superado las últimas pruebas, pasa una
eternidad serena.
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2 - ¿SOBREVIVIRÁ EL VALLE?
Antaño, y en cualquier estación, el aire era seco; aunque existiera la humedad, los
rayos del sol la disipaban enseguida. Este sol de Egipto, en el que se encarna de
manera visible el poder de Ra, era un poderoso factor de conservación de los
monumentos. Cuando las tumbas estaban cerradas, reinaba en ellas una temperatura
casi constante, fuera cual fuese el calor exterior, con las diferencias debidas a la
exposición de la puerta de la sepultura. Gracias al clima que reinaba en el Valle, los
procesos de degradación quedaban detenidos; por ello los descubridores se
maravillaron ante la calidad de las pinturas y los relieves, cuando el vandalismo no
los había destruido. Incluso las tumbas violadas en la Antigüedad, como la de Ramsés
III, y abiertas pues al aire libre, conservaron su frescor durante siglos. Sin embargo,
recientes comprobaciones demuestran que el Valle de los Reyes está en peligro y que,
sin rápidas intervenciones, desaparecerá. ¿De dónde procede el peligro?
Violentas lluvias han amenazado, en todo tiempo, algunas tumbas; raras, pero
muy abundantes, producían corrimientos de tierra y hacían caer torrentes de barro y
piedras que invadían las sepulturas. En la Antigüedad se adoptaron medidas de
protección, especialmente la construcción de muretes.
En nuestros días, si el cielo de la antigua Tebas, antaño de un azul liso y perfecto,
se cubre cada vez más de nubes, se debe a un inexorable cambio de clima. La
creación del inmenso lago Nasser, que destruyó Nubia y sus tradiciones, fue un error
de consecuencias dramáticas que sólo ahora se comienzan a evaluar. Mañana, lloverá
cada vez más y el índice de humedad crecerá; el gres de los templos se verá atacado,
corroído, pinturas y jeroglíficos desaparecerán. La ecología se convierte, poco a poco,
en una preocupación mundial, aunque el partido «verde» egipcio sólo agrupe algunos
centenares de miembros, en un país donde la contaminación hace estragos. Para
algunos, la construcción de la presa alta de Assuan, que está terminándose, condena a
muerte a Egipto. La salvaguarda de los monumentos debiera, sin embargo, ser
prioritaria, pues el turismo es uno de los componentes más importantes de la
economía egipcia, sin mencionar la necesidad de preservar semejantes tesoros
espirituales y artísticos. Las moradas de eternidad de los faraones, con el maná que
atraen, contribuyen a alimentar a los vivos.
Otro peligro: los sobresaltos de la montaña tebana. Si los temblores de tierra son
raros, se sospecha que uno de ellos dañó los templos de Karnak a comienzos de la era
cristiana. Puede advertirse que el calcáreo del Valle se agrietó en algunos lugares y
que el soporte de las pinturas está resquebrajado.
Pillajes y degradaciones voluntarias dañaron para siempre varias tumbas. El
pillaje llamado «científico» tiene una sola ventaja, la conservación de bajorrelieves
expuestos en un museo.
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Champollion y Rossellini, a regañadientes, recortaron cada uno de ellos un relieve
de la tumba de Seti I, obras que pueden admirarse en el Louvre y en Florencia y que
desearíamos ver de nuevo en su lugar de origen. Establecer el inventario de las
figuras y las escenas arrancadas al Valle y dispersas por los museos del mundo forma
parte de las tareas ingratas de la egiptología. Lamentablemente, gran cantidad de
esculturas y objetos fueron destruidos; miles de piezas que formaban parte del
«mobiliario fúnebre» de los más grandes reyes se han perdido para siempre. ¿Y
cuántas colecciones privadas, reservadas a miradas egoístas y, por lo tanto,
profanadoras, albergan obras procedentes del Valle? Queda lo mejor y lo peor, el
turismo. Lo mejor porque proporciona a Egipto divisas, favorece una mezcla de
lenguas, de costumbres, de culturas, rechazando el espectro del integrismo islámico;
lo peor porque las tumbas del Valle no están destinadas a miles de visitantes
apresurados, poco conscientes de la irremediable contaminación que provocan. ¿Y
qué decir de algunas hordas bárbaras que se secan el sudor en los relieves y rompen
pedazos de hielo destinados a refrescarles y contenidos en bolsitas de plástico
golpeándolos contra los muros de las tumbas? Desde 1850, los visitantes fueron
demasiado numerosos. La agencia Cook, a partir de 1840, llevó a cabo una política de
viajes que hizo atractivo Egipto; país espléndido, clima agradable en invierno, aire
sano y revitalizador en la región de Luxor, propicia a la curación de las afecciones
respiratorias, hoteles de lujo, embarcaciones de crucero bien acondicionadas… ¿qué
aristócrata de cierta fortuna habría renunciado a semejantes atractivos? El viaje a
Egipto se convirtió en una obligación mundana. En 1880, Luxor era ya una estación
turística muy frecuentada.
Las tumbas reales se convirtieron en un punto de paso obligado; los visitantes
más estúpidos inscribieron su nombre en los muros con hollín, mientras el mismo
hollín de las antorchas manejadas sin precaución ennegrecía los techos. La
instalación de la electricidad suprimió aquella fuente de degradación pero, al facilitar
el acceso a las tumbas, multiplicó el número de turistas.
Hoy, la situación se considera catastrófica. Pinturas visibles aún el siglo pasado
han desaparecido; algunos textos jeroglíficos desaparecen. Se han llevado a cabo
misiones de salvamento fotográfico, especialmente gracias al Instituto Ramsés, que,
con muy escasos medios, memoriza por medio de la imagen lo que todavía es visible.
Varios especialistas predicen que, si no se lleva a cabo una acción de envergadura, las
maravillas del Valle de los Reyes habrán desaparecido dentro de diez años.
¿Soluciones propuestas? Hacer que los turistas paguen más caro. Pero, ya en el
lugar, ¿quién va a renunciar al gasto? Medio más radical: cerrar provisional o
definitivamente algunas tumbas, como la de Tutankamón, una de las más dañadas.
Pero seria también necesario cuidarlas. Se piensa también en construir
reproducciones fotográficas, pero edificarlas en el propio Valle quebraría su magia.
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Los debates enfrentan a las autoridades afectadas sin que se adopte una línea de
conducta precisa. La pregunta está planteada: ¿Cómo salvar el Valle de los Reyes y
permitir que siga siendo accesible?
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3 - NACIMIENTO, GLORIA Y DECADENCIA DEL VALLE DE
LOS REYES
EL INNOVADOR, AMENHOTEP I
Durante veinte años, Amenhotep I (1526-1506), tal vez más según otras
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cronologías, reina sobre el Doble País unido de nuevo. Es el primer rey del Imperio
Nuevo que incluye a Amón en su nombre, que significa «El principio oculto (Amón)
está en su plenitud (hotep)». El emplazamiento de su tumba, como veremos, plantea
problemas; cierto es, sin embargo, que ese faraón de apacible reinado fue el primero
que separó la tumba real, excavada en el desierto, del templo donde se celebraba el
culto del poderío real, transfigurado y deificado.
¿Por qué semejante innovación, sino para insistir, de un modo espectacular, en el
simbolismo de la dualidad que marca la historia de la civilización egipcia? Templo y
tumba, distintos en la forma y en el emplazamiento, no lo son en el espíritu.
Indisociables, forman los dos elementos complementarios de una unidad energética
por la que circulan la potencia vital, más allá de la muerte. La tumba es el lugar
secreto donde perdura el alma de Faraón; el templo es el lugar visible donde algunos
especialistas practican los ritos.
Amenhotep I fue considerado el protector del paraje del Valle y de la necrópolis
de Occidente; los constructores le invocaron de buen grado, como un genio bueno
capaz de inspirarles y guiar su mano.
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Tutmosis III y Hatshepsut, dignatario anciano, cargado de honores y sabio entre los
sabios, eligió como última morada una sepultura inconclusa del Imperio Medio. En
vez de un espléndido monumento, optó por la humildad y la tradición, siguiendo con
sus pasos las huellas de sus antepasados. Sabemos también que dispuso la tumba de
su hijo Nefer, «El perfecto», en Dra Abu el-Naga.
EL ENIGMA DE TUTMOSIS II
Sucesor de Tutmosis I, Tutmosis II es un rey muy enigmático. Los especialistas
en cronología no se ponen de acuerdo sobre la duración de su reinado, ¡tres años,
ocho años o doce años! De él, de su política, no sabemos casi nada. Su tumba, que
durante mucho tiempo se creyó que era la sepultura núm. 42 del Valle, tal vez se halle
en otra parte. ¿Ese misterioso faraón quebró tal vez la tradición inaugurada por
Tutmosis I eligiendo otro paraje, tal vez Deir el-Bahari? En este campo, nos haremos
más preguntas que respuestas daremos.
¿CUÁNTAS TUMBAS?
Sesenta y dos tumbas se excavaron en el Valle, cincuenta y ocho en el Valle de los
Reyes propiamente dicho y cuatro en la rama occidental; existen inicios de tumbas
abandonadas, tumbas sin inscripciones que tal vez estuvieran destinadas a reyes y
otros tipos de sepulturas para personas no reales, a las que se les concedió, pues, un
inmenso privilegio.
Casi todas las tumbas fueron más o menos desvalijadas, a excepción de tres, la de
los padres de la reina Teje, la gran esposa real de Amenhotep III, padre del célebre
Akenatón; la de Maiherpri, un soldado; la de Tutankamón, descubierta en 1922 por
Howard Carter. Sus tesoros fueron transportados al museo de El Cairo, donde se
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exponen en salas contiguas; pueden advertirse numerosos parecidos entre los
magníficos objetos de los padres de Teje y los de Tutankamón.
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Como han subrayado varios egiptólogos, el Valle de las Reinas es la única
necrópolis tebana abierta en dirección al Nilo y los cultivos, al mundo de los vivos
pues; la decoración de las tumbas utiliza pocos episodios del viaje del sol por el más
allá, pero recurre al repertorio de escenas del Libro de los muertos y señala la última
etapa de la resurrección del ser real.
Al fondo del Valle de las Reinas, en efecto, se dispuso una estrecha garganta que
simboliza la matriz de la diosa Hator, soberana de Occidente, dama de las estrellas y
dueña del nuevo nacimiento. Durante las lluvias, en la gruta se formaba una cascada;
así se evocaba la llegada del agua celeste que transforma la muerte en eternidad. Así
se simbolizaba, de modo monumental, el útero de la vaca cósmica donde resucitaban
los seres que el tribunal de Osiris reconocía como justos.
El Valle de las Reinas se llama ta sekhet neferu, «el lugar de los lotos», símbolo
de renacimiento solar; también puede traducirse por «el lugar del cumplimiento» es
decir de la resurrección. Si el alma franqueaba el lugar de las pruebas, el Valle de los
Reyes, «salía a la luz» en el Valle de las Reinas. Se advierte que los distintos sectores
de la necrópolis tebana no fueron elegidos al azar y se dispusieron de modo que
celebraran, en la Tierra, los ritos del más allá.
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excavado un túnel para penetrar en la sepultura del rey Sobekemsaf III, la de la reina
Nubkhas y en algunas tumbas privadas. Tras haber violado los sarcófagos y
despojado a las momias de sus joyas, las habían quemado.
Los profanadores pertenecían al personal de los templos de la orilla oeste;
ninguno de ellos había sido iniciado en la cofradía de Deir el-Medineh, encargada de
excavar y decorar las tumbas del Valle de los Reyes. Obligados a guardar secretos,
los artesanos habían respetado sus compromisos.
La ejecución de los culpables no bastó para restablecer el orden. Ramsés X, la
duración de cuyo reinado es incierta, parece ejercer cierto control sobre Nubia y, en
consecuencia, mantener todavía las riendas del Estado. Su tumba, que lleva el núm.
18, no ha sido explorada más allá del primer corredor y es una de las obras futuras del
Valle.
Cuando el último de los ramésidas, Ramsés XI, sube al trono en 1098 a. de C., se
enfrenta con disturbios cada vez más serios. Hambre, inseguridad, huelgas,
expediciones libias, abusos de poder de potentados locales. Esta descripción es, sin
duda, demasiado apocalíptica, pero cierto es que la autoridad central vacila.
Al cabo de una larga evolución, los sumos sacerdotes de Amón se han convertido
en príncipes del sur de Egipto; Tebas les pertenece. El país está de nuevo partido en
dos.
Hacia el año 18 del reinado de Ramsés XI, unos desvalijadores violan las tumbas
del Valle de los Reyes. Ya no tienen en cuenta la advertencia formulada por Ursu,
dignatario de Amenhotep III: «El que profane mi cadáver en la necrópolis y rompa
mi estatua en mi tumba será un hombre odiado por Ra; no podrá recibir agua en el
altar de Osiris y no podrá transmitir sus bienes a sus hijos».
Esta vez, la cosa es muy grave. Una banda bien organizada, aprovechando la falta
de vigilancia, se ha apoderado de numerosas riquezas. El oro, la carne de los dioses,
excita su codicia. Altos funcionarios, extranjeros e, incluso, artesanos de Deir el-
Medineh participan en la conspiración y compran testaferros que, en la tumba de
Ramsés VI, actúan con rara violencia destrozando la momia y deteriorando el
sarcófago.
Detener a los culpables y castigarlos no bastará. Se adopta una decisión
dramática: es preciso abandonar el Valle de los Reyes. El Estado no es ya capaz de
velar por la seguridad del paraje. De ese modo, en el año 19 del reinado de Ramsés
XI, se asiste a un acontecimiento extraordinario: se proclama una nueva era, llamada
«renovación de los nacimientos». Por una acción mágica, se suprime el pasado y se
vuelve a poner en orden la creación. El sumo sacerdote Herihor está en el inicio de la
mutación; el poder se distribuye entre él mismo, que reina en el sur, Ramsés XI y
Smendes, que controla el norte del país y reside en Pi-Ramsés, la capital creada por
Ramsés II. Egipto cambia, Pi-Ramsés pronto será abandonada en beneficio de Tanis,
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donde serán enterrados los faraones de la XXI dinastía. A la muerte de Ramsés XI, en
1069, Smendes subirá al trono mientras los sacerdotes de Amón seguirán afirmando
su supremacía en la región tebana.
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muchos de los «pillajes» de las tumbas reales son el resultado de ese gran cambio de
la XXI dinastía durante el que se sacaron momias y equipo funerario de su lugar
original.
El escondrijo se eligió con cuidado y la elección se reveló excelente puesto que
será necesario esperar a 1881, como veremos para que el secreto sea descubierto.
Pinedjem hizo que le enterraran en el más venerable de los sarcófagos, el de Tutmosis
I, el fundador del Valle; el sumo sacerdote que llegó a Faraón rendía así homenaje a
su antepasado.
En 900 a. de C, la mayoría de las tumbas del Valle habían sido vaciadas; las
Divinas Adoradoras de Anión, que formaban una dinastía femenina reinante en
Tebas, eligieron algunas de ellas como sepultura. Las grandes tumbas ramésidas, con
su visible portal eran de fácil acceso; no ocurría lo mismo con los sepulcros
anteriores de entradas enterradas y ocultas.
En aquel primer milenio antes de Cristo, el Valle de los Reyes siguió siendo un
paraje sagrado, cada vez más enigmático y misterioso Allí remaban las sombras de
gloriosos faraones; con el declive del poder egipcio y el progresivo abandono de
Karnak, el Valle se hundió en las tinieblas.
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4 - ¿QUÉ ES UNA TUMBA REAL?
El término «tumba», que solemos utilizar, es engañoso. La tumba de un faraón no
es un mausoleo a su gloria o un monumento de propaganda, que proclama sus
grandes hechos, sus hazañas militares y civiles; textos y figuraciones son de orden
esotérico y simbólico, sin ninguna anotación histórica. Nunca se aborda la vida
privada de los monarcas, lo que desconcertó y desconcierta todavía a muchos
egiptólogos. Además, una tumba no es una cueva de Alí Babá donde un potentado
oriental acumulaba sus riquezas y su oro para sustraerlos al populacho; se trata, para
utilizar un término alquímico adecuado a la naturaleza del lugar, de un atanor, un
receptáculo donde se acumulan poderes y fuerzas que apuntan a la resurrección del
ser real. Esa tumba, recordémoslo, es el naos del templo, su parte secreta donde se
celebran perpetuamente rituales por las imágenes y las escenas cargadas de vida y de
magia creadora. Lo que se lleva a cabo en el misterio de la tumba está más allá del
entendimiento humano, pero no es menos real. Los textos inscritos son fórmulas
activas, las divinidades transmiten la energía original que está también contenida en
los amuletos. La tumba real puede ser considerada un laboratorio ultrasecreto
destinado a producir eternidad; durante esta delicada operación, cierto material es
útil: armas, carros, vajillas, ropas, cofres, muebles, vasos, uchebtis («los que
responden», estatuillas que llevan a cabo, en el otro mundo, los trabajos en lugar del
resucitado), capillas desmontables, etc. Ungüentos, óleos sagrados, alimentos sólidos
y líquidos completan ese equipamiento gracias al que el alma del rey pasará las
puertas del más allá y avanzará por sus hermosos caminos. Pese a las precauciones
adoptadas, la mayoría de estos tesoros fueron pillados, saqueados o destruidos, a
veces con un salvajismo que revela el fanatismo de los profanadores; el fabuloso
contenido de la pequeña tumba de Tutankamón permite imaginar la magnitud de
pérdidas irremediables.
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de velar por la integridad espiritual de Faraón.
El universo del Valle de los Reyes nos desconcierta: divinidades con cuerpos de
hombre y cabezas de animales, cuerpos sin cabeza, serpientes, escenas enigmáticas…
Al menor paso nos sentimos, a la vez, admirados, fascinados y perdidos. La razón y
el análisis fracasan, impotentes, al pie del misterio. Nadie puede pretender haberlo
descifrado totalmente; pero sabemos, gracias a las investigaciones llevadas a cabo
desde Champollion, que este universo no es una fantasmagoría nacida de un cerebro
delirante. De ese modo se nos revela el otro mundo, esa otra cara de la vida por la que
viajan la luz y el ser resucitado de Faraón; nada es ahí cosa de creencia, sino sólo de
conocimiento. En Egipto, todo es andadura, travesía y metamorfosis; el viaje del alma
no se lleva a cabo sin peligros y pruebas. Las tumbas del Valle no los ocultan; muy al
contrario, insisten en los peligros que debe afrontar el sol antes de renacer. Faraón se
identifica con él y comparte su pasión. El Valle perfora las tinieblas y crea sin cesar
un nuevo sol.
MUERTE DE UN FARAÓN
El principal papel de un rey de Egipto es hacer vivir a Maat, la Regla universal,
poniéndola en el lugar del desorden, de la rebelión y del estruendo, consustanciales a
la especie humana, nacida de las lágrimas de Dios. El individuo llamado a esa
función se inscribe en el linaje eterno de los faraones y pierde sus rasgos particulares
para revestir las ropas simbólicas del rey-Dios; por ello, las representaciones del Valle
no nos ofrecen ningún retrato individualizado sino un rostro real siempre semejante
en el que se encarnan serenidad y realización.
Faraón es el elemento esencial que mantiene a Egipto en armonía; cuando muere,
el mundo regresa al caos. La solidaridad del Estado con el cosmos desaparece. El país
lleva luto por la felicidad perdida y teme el desencadenamiento de las fuerzas del
mal.
Varias medidas permiten evitar la catástrofe. En primer lugar, la momificación del
rey difunto; luego, su colocación en la tumba; finalmente, la puesta en marcha, por su
sucesor, del proceso de resurrección.
«El halcón ha llegado al cielo, el hijo de la luz divina ha emprendido el vuelo y se
sienta ahora en el trono de Ra», así se describe el ascenso al cielo del alma real que
se reincorpora a la luz original. El cuerpo de Faraón debe ser momificado para
convertirse en un Osiris, ser reconstruido que será el soporte del renacimiento. La
momificación no es una voluntad de preservar un cadáver, sino la afirmación de la
existencia de un cuerpo de luz, incorruptible para siempre. Faraón atraviesa, como
Osiris, la prueba de la muerte; de ese modo, la momia está cubierta de joyas y
amuletos que forman una armadura mágica. Se extraen las vísceras y se colocan en
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cuatro vasos, los canopes, protegidos por los cuatro hijos del dios Horus, hijo y
sucesor de Osiris. Para que el rey resucite, cada parte de su cuerpo es sacralizada;
ninguno de sus miembros es privado de divinidad. La momia es soporte material de
fuerzas inmateriales, el corazón que guía al ser; el ka, dinamismo creador; el ba, el
alma-pájaro; el nombre, identidad real del ser; la sombra, depósito de poder.
La momia permanece tendida en el sarcófago, pero también se la representa de
pie, animada por la palabra divina. La momificación es el arte de captar las energías
sutiles, de fijarlas en el cuerpo osírico. Cuando ha concluido, el cuerpo de
inmortalidad de Faraón es colocado en un ataúd y atraviesa el Nilo; en la orilla oeste
se organiza una procesión que pasa por el «templo de los millones de años» donde se
celebrará el culto, luego toma el camino que conduce al Valle. Sólo algunos íntimos,
pertenecientes al inmediato entorno de Faraón, son autorizados a vivir el ritual de
colocación en la tumba, considerada como la región de luz.
Antes de cerrar y sellar la puerta de la morada de eternidad, el sucesor del rey
difunto, que actúa como Horus, hijo de Osiris, practica en la momia la apertura de la
boca y los ojos. La tumba de Seti I, especialmente, ofrece las escenas de este ritual.
Gracias a él, textos e imágenes se ven animadas y toman vida al mismo tiempo que el
cuerpo osírico. La aventura de la resurrección puede iniciarse, en la noche
transfigurada de la tumba y bajo un cielo de piedra estrellada.
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los textos y las escenas rituales y, finalmente, descubrir la cámara de resurrección.
Recorrido iniciático por antonomasia, una tumba del Valle de los Reyes «funciona»
del mismo modo que una pirámide del Imperio Antiguo; la forma ha cambiado pero
la realidad simbólica no ha variado.
Durante la XVIII dinastía, la entrada de las tumbas se excava verticalmente, al pie
de un escarpado; da acceso a un corredor que se presenta como un plano inclinado
que puede incluir peldaños. Este primer eje se ve quebrado por un recodo en ángulo
recto, precedido de un pozo de unos seis metros de profundidad. Tumbas como las de
Tutmosis IV y Amenhotep II presentan incluso dos desviaciones. Al extremo del
recorrido, la sala del sarcófago. Se ha advertido que los pilares presentes en ciertas
salas tenían una sección de dos codos por dos, y que la norma para la altura y la
anchura de los corredores era de cinco codos por cinco (un codo = 0,52 m). Con el
comienzo de la XIX dinastía, las proporciones cambian; las tumbas se agrandan y se
amplían. Los arquitectos adoptan un plano rectilíneo y un único eje.
Lo más importante es conocer los nombres que los propios egipcios daban a las
partes principales de una tumba real.[2]
Si establecemos el plano típico de una tumba real, trazamos primero el «primer
paso del dios», que corresponde a la escalera de acceso; ese «dios» es a la vez la
potencia creadora, el sol en la que se encarna y el faraón que se le identifica. El
«camino del sol» es el completo descenso al interior de la tierra. Luego viene el
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corredor, «segundo paso del dios», seguido de un «tercer paso», flanqueado
eventualmente por capillas donde residen los dioses de Oriente y Occidente. Estos
pasos se denominan también «lugares donde el dios es halado», es decir donde el
sarcófago es arrastrado sobre una narria hacia la cámara funeraria. El «cuarto paso
del dios», enmarcado eventualmente por las dos estancias de los guardianes de las
puertas, señala el acceso a la parte secreta de la tumba. Se abre la sala del secreto, o
sala de la Regla, que sólo permite avanzar al ser que el tribunal del otro mundo
reconoce como justo. Finalmente, «la morada del oro» donde reposa el sarcófago y
donde se realiza la transmutación del cuerpo mortal en cuerpo de luz, brillante como
el oro; pueden añadirse salas anejas, «la sala del carro» (recordemos los carros
desmontados de la tumba de Tutankamón), «la sala de rechazar a los rebeldes», «el
lugar de plenitud de los dioses», «la morada del alimento», «el último tesoro», «el
lugar de los que responden» (los uchebtis).
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EL SARCÓFAGO
En el centro de la sala de oro, el sarcófago es el elemento más precioso de la
tumba. El término que utilizamos es absolutamente inadecuado; de origen griego, la
palabra sarcófago significa «devorador de cadáveres», mientras que el término
egipcio afirma exactamente lo contrario: «el señor (o el proveedor) de la vida». De
ese modo, el sarcófago no es un punto final, un simple cofre para momia, sino un
medio de renacimiento en el que actúan los poderes de creación.
Grabada en el interior de la tapa del sarcófago, la diosa del cielo, Nut, aparece
bajo la forma de una mujer, con los brazos y las piernas estirados, cuyo cuerpo se
adapta al de Faraón, que resucita en la unión con su madre cósmica. Nut tiene
también la función de tragarse el sol poniente, al anochecer, y hacerlo renacer por la
mañana; matriz del universo, transforma la muerte en vida.
El sarcófago es también la piedra primordial surgida del océano de los orígenes,
durante el nacimiento del mundo; sobre esta piedra se construyó el primer templo. En
el interior de esta piedra, Faraón renace y se convierte en el sol de mañana.
El descubrimiento del sarcófago intacto de Tutankamón permitió entrever los
esplendores que los desvalijadores e iconoclastas destruyeron en las demás tumbas
reales; sin embargo, no todas contenían ataúd de oro. Además, la mayoría de las
momias habían sido extraídas de su sarcófago en la XXI dinastía y ocultadas en lugar
seguro. Ciertos vándalos, furiosos sin duda al obtener sólo muy escaso botín, se
encarnizaron con ciertos sarcófagos, rompieron las tapas, rajaron las cubas de piedra.
Varios especímenes magníficos, por fortuna, sobrevivieron, como los sarcófagos de
Tutmosis III, de Amenhotep II, de Horemheb, o las enormes cubas de granito de los
soberanos ramésidas. El tamaño aumenta con el tiempo; el sarcófago de Ramsés IV
es colosal comparado con el de los reyes de la XVIII dinastía. A menudo, en los
ángulos del sarcófago pueden verse diosas; entre ellas, Isis y Neftis, encargadas de
recitar las fórmulas de resurrección, de batir las alas para dar el soplo de vida y de
preparar el oro, la carne de los dioses, que será el cuerpo de luz del faraón
transfigurado.
¿TUMBAS INCONCLUSAS?
La tumba de un rey era, con su templo, asunto de Estado por excelencia. Tamaño,
dimensiones, proporciones, ornatos se estudiaban y realizaban con el mayor cuidado.
Ciertos sistemas numéricos, ciertos secretos de construcción y un repertorio
simbólico se transmitían de maestro de obras en maestro de obras. El progresivo
agrandamiento de las sepulturas y el cambio de sus estructuras corresponden a un
plan que se lleva a cabo con rigor.
Y en esas condiciones, ¿por qué casi todas las tumbas reales nos parecen
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inconclusas? En el caso de Ramsés I, podemos evocar la brevedad del reinado: menos
de dos años. Pero los constructores excavaron una pequeña tumba, y la calidad de la
obra es sobresaliente. En el caso de Tutmosis III, que reinó en solitario durante más
de treinta años, esta explicación es imposible; idéntica extrañeza en la fabulosa tumba
de Seti I donde ciertos relieves no fueron coloreados y donde, al fondo de la cámara
funeraria, se abre un corredor «inconcluso» que se pierde en la roca, dispositivo
conocido también en otras partes.
En realidad, los cuadriculados, los trazos que se dejan a la vista, las figuras no
terminadas revelan las técnicas utilizadas para construir la tumba, pintarla y darle su
función simbólica. El maestro de obras consideró necesario actuar así, pues la tumba
es un ser vivo; no puede pues estar «terminada». El último corredor que sale más allá
de la morada del oro es la prosecución del camino de resurrección que nunca se
detiene. Al igual que el templo, que está siempre en construcción, la tumba real no
está inconclusa; está completa y es coherente, sea vasta o modesta, pero no detenida.
La obra de renacimiento prosigue en ella al margen del tiempo; en lo invisible, la
mano del artesano sigue grabando en los muros los signos y las figuras de
inmortalidad.
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5 - LA COFRADÍA DE LOS CONSTRUCTORES
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colocado bajo la protección de esta regla que todos debían aplicar en su trabajo.
Situado en el lecho de un antiguo ued, entre la colina donde fue erigido el pueblo
de Gurnet Muray y el acantilado de Occidente, Deir el-Medineh es un paraje
encantador. Reina allí un silencio que evoca el gozo de vivir de una comunidad en la
que actuaron auténticos genios, cuyas obras admiramos hoy todavía.
Fue Tutmosis I quien, a comienzos del siglo XVI a. de C, fundó la cofradía e
inauguró el paraje del Valle. Desde sus orígenes, una muralla rodeó el poblado que
formaba una entidad protegida del mundo profano y vigilada por guardias. Sólo
penetraban los miembros de la cofradía y su familia más cercana.
Tras el episodio de Amarna, durante el que Akenatón llamó probablemente a los
artesanos al emplazamiento de la nueva capital, en el Medio Egipto, regresaron a Deir
el-Medineh que Horemheb decidió agrandar. Durante las XIX y XX dinastías, el
aumento del volumen de las tumbas exigió un personal más numeroso; la decadencia
comenzó bajo Ramsés VI donde ya sólo trabajaban unos sesenta obreros. A
comienzos de la XXI dinastía, la comunidad se dispersó; la mayoría de los adeptos
fueron acogidos en el templo de Medinet Habu. El paraje de Deir el-Medineh no
quedó por completo abandonado; en la XXV dinastía, el rey etíope Taharqa hizo
construir allí una capilla dedicada a Osiris y, en la época Ptolemaica, se reconstruyó
el templo de la cofradía colocado bajo la protección de Hator y de Maat. Cuando la
civilización faraónica se extinguió, algunos anacoretas cristianos ocuparon ciertas
tumbas y las degradaron antes que la invasión árabe fuera causa de nuevas
destrucciones.
CASAS Y TUMBAS
Los artesanos eran enterrados donde vivían; generación tras generación, la
comunidad conocía los mismos goces y las mismas penas. Pequeñas casas pintadas
de blanco daban a callejas cubiertas; una calle principal atravesaba el pueblo, y sus
vestigios son visibles todavía. Provistas de unos fundamentos de piedra, las moradas
de ladrillo crudo tenían una entrada, una primera estancia con un altar dedicado a las
divinidades domésticas y a los antepasados, y una mesa de ofrendas, una segunda
habitación más alta y más grande que servía de sala de recepción, una o varias
alcobas, un cuarto de baño, una cocina, un sótano y una terraza donde, en verano, se
dormía de buena gana.
Las reuniones de la cofradía se celebraban en oratorios al norte del paraje o en el
templo; los artesanos se instalaban en bancos de piedra, a lo largo de los muros. Allí
se transmitían los secretos del oficio, allí eran iniciados aquellos a quienes la
comunidad consideraba aptos para actuar en el Valle.
Vivir eternamente en el lugar donde se ha vivido y trabajado, éste fue el destino
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de los hombres y mujeres de Deir el-Medineh. Las tumbas eran señaladas por la
presencia de una pequeña pirámide que recordaba los grandes monumentos del
Imperio Antiguo. Con la ayuda de este símbolo, la comunidad se vinculaba a los
orígenes de la civilización egipcia y a las enseñanzas de los sabios de Heliópolis, la
ciudad sagrada de las primeras dinastías.
El plano de las tumbas era sencillo: un patio, una capilla donde se reunían los
vivos y las almas de los difuntos, un pozo que llevaba a un sepulcro y una o varias
salas subterráneas, decoradas a veces de un modo admirable; la tumba del maestro de
obras Senned-jem, en perfecto estado de conservación, permite a los visitantes
apreciar el genio de los pintores y dibujantes. Los temas se han extraído del Libro de
los muertos: guardianes de puertas, resurrección en forma de un fénix, campos
paradisíacos donde siembra y siega la pareja vencedora de la muerte, etc.
Durante la XIX dinastía, las sepulturas se hicieron familiares y se comunicaban, a
veces, unas con otras, formando un imperio invisible semejante a las moradas de los
vivos; los vínculos establecidos en esta tierra seguían existiendo en el más allá.
UN BARCO Y SU TRIPULACIÓN
Una imaginería estúpida, presente todavía en los libros escolares e incluso en las
obras llamadas «cultas», presenta a los artesanos como una masa de harapientos
penando bajo un sol de justicia y recibiendo, como único salario, los latigazos de
sádicos capataces; la mayoría de películas sobre Egipto, inspiradas en una mentalidad
biblista, decididamente antifaraónica, han popularizado por desgracia tales
estupideces.
Los hombres encargados de excavar las tumbas reales eran considerados como un
cuerpo de élite; preservando los secretos de su oficio, no eran en absoluto unos
esclavos. La organización de su trabajo se hacía de acuerdo con la de los navegantes
que surcaban el Nilo; los «servidores del lugar de la Regla» formaban una tripulación
dividida en dos equipos, el de babor correspondía al barrio este del pueblo y el de
estribor, al barrio oeste. Trabajaban alternativamente, en períodos de unos quince
días, descansando uno mientras el otro trabajaba en la obra. El piloto de aquel navío
era Faraón en persona, uno de cuyos nombres es precisamente «el gobernalle»; dos
«vigilantes de la construcción en el gran lugar» enmarcaban a los artesanos.
Los astilleros tenían, para los egipcios, gran importancia porque eran el lugar
donde los adeptos eran iniciados ritualmente a su función. La prueba suprema
consistía en reunir las diseminadas partes de una barca y reconstruirla, a imagen del
cuerpo de Osiris despedazado y resucitado.
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En cuanto un faraón subía al trono, reunía su consejo y, tras haber consultado a
sus «únicos amigos», elegía el emplazamiento de su morada de eternidad. Se
consultaba pues el plano del Valle, que formaba parte de los secretos de Estado mejor
guardados, y se encargaba a la comunidad de Deir el-Medineh que preparara la
sepultura.
¿Por qué determinado faraón elegía determinado emplazamiento? Somos
incapaces de responder. Podemos suponer que el azar y la fantasía no desempeñaban
papel alguno en la decisión; sin duda existe una geometría sagrada del Valle cuyas
claves no podemos todavía discernir. Comprobamos sencillamente que la orientación
de las tumbas era simbólica y no geográfica; los puntos cardinales según los que se
organizan el espacio y el tiempo son los del otro mundo.
Los artesanos salían del pueblo por el oeste, trepaban a su derecha y, luego,
tomaban un sendero de montaña hacia el norte. A un lado, la cima; al otro, las tumbas
de los nobles, los «templos de los millones de años» y los cultivos. La procesión se
detenía en un collado donde se había construido un santuario en honor de la diosa del
silencio y algunas cabañas de piedra; tras haber celebrado los ritos, ya sólo le
quedaba bajar hacia el Valle de los Reyes.
Los talladores de piedra, los primeros en actuar, quebraban el calcáreo con ayuda
de instrumentos de piedra y lo trabajaban con cinceles de cobre o bronce, que
conferían gran finura al modelado. Se establecía una larga cadena para evacuar, en
cestos, los restos de la piedra. Todos los útiles pertenecían a la cofradía, y no a uno de
sus miembros; apoderarse de uno era considerado un delito grave. Un escriba,
además, anotaba cada día el número de cestos. Desde la edad de las pirámides, la
improvisación y el abandono no tenían su lugar en una obra.
Los pulidores de roca desempeñaban un papel determinante; ellos debían preparar
del mejor modo la superficie sobre la que se desarrollarían textos y escenas. El
alisado de las paredes exigía una mano muy hábil y se advierten diferencias entre las
tumbas; tras haberlas recubierto de arcilla, se les daba una capa de yeso destinada a
eliminar mohos y humedad. Cuando la roca era de mala calidad, había que revocarla.
En cuanto una pared se consideraba correcta, los dibujantes esbozaban las líneas
maestras en función de un sistema de proporciones armónicas; aquella «plantilla»,
que se dejó a la vista en varias tumbas, permitía organizar el conjunto de la
decoración. Aquí y allá, el maestro corregía un trazo imperfecto y hacía
modificaciones. El escultor debía grabar los contornos con el cincel, sin cometer
errores, el pintor debía colorear las incisiones. La mayoría de las veces, el primer
dibujo se hace en rojo, la corrección en negro. Instrumento principal de cálculo: el
cordel.
Varios gremios trabajaban al mismo tiempo en la misma tumba, lo que implicaba
una rigurosa organización del trabajo y una perfecta distribución de las tareas; es
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pasmoso el genio de esos creadores, la sorprendente precisión de su mano, la
perfección de los jeroglíficos y los personajes. Tumba real, ciertamente, pero también
arte real que convierte al Valle en una incomparable obra maestra. Todos los
visitantes quedan fascinados por la profusión y belleza de los colores, que,
lamentablemente, se degradan de un modo alarmante; los ocres amarillo y rojo se
obtenían a partir de sulfuro natural de arsénico y óxido de hierro, los pigmentos negro
y blanco del carbono y de la tiza obtenida del calcáreo, los pigmentos azul y rosa del
lapislázuli o de la azulita del Sinaí, y de una mezcla de ocre rojo y de tiza. Tales
pigmentos eran de excepcional calidad; sólo la contaminación consiguió atenuar su
brillo, cuando el tiempo no había podido hacer mella.
PROBLEMAS DE ILUMINACIÓN
Muchos visitantes se cercioran de que en ninguna tumba, ni siquiera en las más
profundas, se ve hollín en el techo y se preguntan: ¿Cómo se iluminaban los
artesanos, cuando debían trazar los jeroglíficos, de pequeño tamaño a veces, con la
más extremada precisión?
Lámparas y mechas se consideraban objetos muy preciosos de los que se
establecía una estricta contabilidad. Se fabricaban mechas con fragmentos de tela
retorcidos que se mojaban en salmuera y se untaban, una vez secos, con grasa y aceite
de sésamo; esta técnica, a la que tal vez debieran añadirse otros ingredientes no
identificados, permitía obtener un buen sistema de iluminación porque las antorchas
no humeaban.
Muchos secretos del oficio como éste se olvidaron y perdieron; procedían de un
íntimo conocimiento del material, de la práctica cotidiana y de la progresiva mejora
sobre el terreno. En la tumba núm. 55, se representa un curioso personaje sentado,
con una lámpara de mechas encendida en las rodillas. El nombre de este dios es Heh,
la eternidad, y está encargado de difundir la luz.
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comenzada desde mucho tiempo atrás. Según Jaroslav Ferny es probable que la
excavación propiamente dicha no durara más de dos años; por lo que a la decoración
se refiere, podía estar acabada en el año cuarto de un reinado. De acuerdo con una
hipótesis plausible, seis años de trabajo bastaban para terminar una tumba muy
grande, como la de Seti I. Es decir que la expresión «tumba inconclusa» no tiene
sentido y, en la mayoría de los casos, la ausencia de pinturas o de grabados se debe a
la voluntad de Faraón y su maestro de obras.
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6 - DEL ABANDONO DEL VALLE A LA INVASIÓN ÁRABE
TURISTAS ANTIGUOS
La XXI dinastía vive el abandono del Valle como necrópolis real. En ese siglo XI
a. de C., el destino de Egipto depende más del norte que del sur; mientras las
civilizaciones mediterráneas sufren serios trastornos, la parte meridional de las Dos
Tierras se empeña, cada vez más, en preservar las antiguas tradiciones. ¿Cuál fue el
destino reservado al Valle de los Reyes entre la XXI dinastía y la conquista de
Alejandro Magno? A decir verdad, la documentación se muestra muy silenciosa. Es
probable que la célebre necrópolis ya no estuviera custodiada como en tiempos de su
esplendor; pero es imposible precisar la fecha exacta en la que las autoridades
decidieron dejar abiertas las grandes tumbas ramésidas, vaciadas ya de su contenido
por los desvalijadores o por el propio Estado, para poner a buen recaudo el mobiliario
fúnebre en escondrijos, algunos de los cuales no han sido todavía encontrados.
En una época difícil de determinar, el Valle se convirtió en un lugar turístico; los
griegos dieron a las tumbas el nombre de «siringas» porque, a su entender, se
parecían a las largas flautas de los pastores. De fácil acceso, anchas y altas de techo,
las hermosas sepulturas de finales de la XIX dinastía y de la XX dinastía, fueron,
probablemente, accesibles ya en la Antigüedad. Se las recorría fácilmente y se las
descubría gracias a sus grandes portales decorados; en la Época Baja, habían servido
además como sepultura para momias de particulares.
Hacia 60 a. de C, el viajero griego Diodoro de Sicilia visita el Valle. «Son
admirables —escribe hablando de las tumbas—, y no dejan a la posteridad
posibilidad alguna de crear nada más hermoso.» En conversaciones con los
sacerdotes conocedores de la historia del Valle, Diodoro supo que más de cuarenta
sepulturas reales habían sido excavadas en aquel extraordinario lugar; la mayoría
parecían haber sido destruidas y sólo quedaban once.
Setenta años más tarde, un viajero romano apasionado por la geografía, Estrabón,
quedó igualmente maravillado por los esplendores del Valle; también él recogió la
tradición oral según la cual habían existido unas cuarenta tumbas.
Griegos y romanos apreciaron mucho la excursión al Valle; al igual que algunos
vándalos modernos, dejaron huellas de su paso en forma de inscripciones; se
inventariaron más de dos mil. La más antigua, descubierta en la tumba de Ramsés
VII, data de 278 a. de C. Fenicios, chipriotas y arameos no se quedaron atrás. Las
primeras inscripciones son respetuosas y alaban la belleza del paraje; luego se hacen
narcisistas y deplorables, como la inscripción de un romano que se burla de las
tumbas y utiliza una venerable pared para informarnos de su nombramiento como
gobernador.
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En el siglo I a. de C. el Valle de los Reyes es, por primera vez, víctima de un
turismo de masas.
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reinado fue mucho más corto o no ejerció ya un real dominio sobre el país? Por lo
común, la época se describe en términos siniestros: inflación galopante, negra
miseria, país empobrecido, hambruna, poder central inexistente, robos, acaparamiento
de productos alimenticios, etc. Este cuadro apocalíptico debe matizarse mucho pues
no disponemos de testimonios tan precisos y hay que estudiar mucho los documentos
para describir la situación de un modo tan sombrío. Ciertamente, Egipto no tiene ya
el esplendor de los gloriosos días del Imperio Nuevo, pero es seguro que no conoce
semejante debacle. Sin duda sufre una crisis económica, cuya magnitud no puede
precisarse.
La tumba está bastante degradada y no figura en el circuito de visitas. Su
monumental entrada se abre al pie de una especie de colina; en el corredor, el rey
hace ofrendas al dios solar, Ra-Horakhty, y la barca del sol, con el que Faraón se
identifica, desciende hacia las profundidades. El oro es el color dominante; reina una
impresión de claridad y serena alegría en ese mundo donde la regeneración tiene
primacía. En la cámara del sarcófago, cuyo techo está decorado con figuras
astrológicas y astronómicas, vela una magnífica figura de la diosa de la magia, la
terrorífica leona Sekhmet que se convierte en la dulce gata Bastet para quien conoce
las fórmulas rituales capaces de apaciguarla.
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militares en Asia. Abandonada en beneficio de Tanis durante la XXII dinastía, Pi-
Ramsés era una ciudad espléndida, surcada por canales y célebre por sus parques y
sus floridos jardines.
Uno de los más importantes designios de Ramsés II consistió en preservar el
equilibrio del país; al norte, construyó Pi-Ramsés, trabajó en Heliópolis, la ciudad
santa en tiempos de las pirámides; en el Medio Egipto, se ocupó de Hermópolis, la
ciudad sagrada del dios Thot; en el sur, en Tebas, amplió Luxor y Karnak, hizo
construir un inmenso «templo de los millones de años» en la orilla oeste; cubrió
Nubia de santuarios, el más célebre de los cuales es Abu-Simbel, que comprende dos
templos, uno dedicado al faraón resucitado y el otro a la gran esposa real Nefertari.
Ramsés, «el Hijo de Ra», veló para que se respetara un prudente equilibrio de
cultos: Seth en el norte, Ra en Heliópolis, Ptah en Menfis, Amón en Tebas. Quiso
evitar que los más vastos dominios de Amón incitaran a los sacerdotes tebanos a
confundir poder espiritual y poder temporal hasta el punto de olvidar la autoridad
suprema de Faraón, el único sacerdote, mediador entre el cielo y la tierra.
Fue Ramsés II —y no Horemheb— quien arrasó Aketatón, la capital de Akenatón
y de Nefertiti, consagrada a uno de los aspectos de la luz divina, Atón; el hijo de Ra,
que puso de relieve esa misma luz en su más amplia función, ocultó pues el episodio
atoniano, etapa de transición.
El «templo de los millones de años» de Ramsés II, el Ramesseum, donde se
veneraba el principio inmortal encarnado en el ser de Faraón, sigue siendo uno de los
lugares más conmovedores de Tebas-Oeste. El edificio ha sufrido mucho; sólo se
yergue todavía, potente y majestuosa, la sala de columnas que precedía al naos. En el
suelo, un gigantesco coloso derribado; entre el pilono y el templo, una acacia a cuya
sombra es agradable sentarse durante el fuerte calor.
¿El mayor de los faraones no hizo que le construyeran la más vasta y suntuosa de
las tumbas? Inventariada con el número 7 fue por desgracia desvalijada ya en la
antigüedad tardía; mobiliario y tesoros fueron robados o transferidos. Sin duda fue
también llenada de escombros y su acceso se hizo difícil. Durante una campaña de
excavaciones, en 1913-1914, Harry Burton consiguió, al parecer, penetrar en aquella
masa pedregosa para introducirse bastante en la sepultura. ¡Es sorprendente que la
última morada de Ramsés II no haya sido nunca excavada por completo! Ciertos
arqueólogos estiman que vaciarla exigiría un trabajo excesivo. No podemos estar de
acuerdo con esta opinión y deseamos, sin excesivas esperanzas, que se haga justicia a
la tumba del gran monarca.
Según K. A. Kitchen,[4] se descendía por un corredor correspondiente a los cuatro
«pasos del dios»; venía luego una sala donde Faraón se encontraba con las
divinidades y donde se celebraban algunos ritos sobre la momia, luego la sala donde
estaban depositados los carros reales. El alma de Ramsés los utilizaba para combatir a
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los enemigos en el más allá. El recorrido proseguía por un nuevo corredor cuyos
muros mostraban los ritos de la «apertura de la boca»; concluía en la «sala de la
Regla» donde Faraón era reconocido como justo por el tribunal del otro mundo. Esta
«sala de la Regla» marcaba un cambio de eje, en ángulo recto; una estrecha puerta
daba acceso a la «morada del oro», de ocho columnas, que daba a varias estancias
pequeñas, entre ellas un tesoro, un «lugar de plenitud de las divinidades» y la «sala de
los que responden», encargados de los trabajos de construcción en la eternidad. En el
centro de la «morada del oro» se hallaba el imponente sarcófago del rey, su matriz de
resurrección. Ni publicación ni estudio de conjunto alguno permiten describir una
decoración esculpida y pintada cuyo esplendor puede imaginarse. Sabemos que
Ramsés hizo inscribir en las paredes pasajes de todas las grandes colecciones
llamadas «funerarias»; su tumba aparecía como una suma teológica en la que estaba
presente el conjunto de las fórmulas de resurrección.
La momia de Ramsés II tuvo un destino más afortunado que su sepultura. En el
año 25 de Ramsés XI, el sumo sacerdote Herihor hizo que la sacaran del sarcófago,
amenazado por los desvalijadores, y la colocó en la tumba de Seti I. Cuando ésta, a su
vez, estuvo amenazada, Ramsés II emprendió un nuevo viaje, bajo la protección del
sumo sacerdote Pinedjem. Esta vez, la medida fue eficaz; el escondrijo de Deir el-
Bahari, donde el faraón descansó en compañía de otros muchos soberanos,
permaneció intacto hasta el siglo XIX.
Ramsés II, sin embargo, no había llegado al término de sus desplazamientos. Del
escondrijo de Deir el-Bahari, salió hacia el museo de El Cairo donde el monarca
estuvo algún tiempo expuesto a las miradas de los turistas. Tras haberse cerrado al
público la sala de las momias reales, se advirtió que ciertas criptógamas amenazaban
la integridad del venerable cuerpo. Se tomó la decisión de enviarlo, para tratarle, a
París, a donde Ramsés llegó en septiembre de 1976. Tras siete meses de examen y
tratamiento, la momia, ya curada, regresó a Egipto. Deseemos, y también aquí sin
grandes esperanzas, que las momias reales recuperen algún día su morada de
eternidad, pues una sala de museo nunca será sino un mal menor.
Los médicos que cuidaron al ilustre paciente, muerto a edad muy avanzada,
advirtieron que sufría espondilartrosis y arteriosclerosis; en el tórax estaba el corazón,
la nariz había sido remodelada y se habían introducido granos de pimienta en el
abdomen, la garganta y la nariz. Muchos otros detalles, como la coloración rojiza de
los cabellos, se deben a un atento estudio; lo cierto es que el rostro de Ramsés II
conserva su grandeza y su poder tres milenios después de su muerte. La autoridad
natural del soberano sigue inscrita en sus rasgos; estamos efectivamente ante uno de
los más notables faraones de la epopeya egipcia, imbuido de su función y consciente
de sus inmensos deberes. El siglo de Ramsés II fue, en muchos aspectos, un tiempo
feliz; su momia es serena y grandiosa.
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7 - DE LA CONQUISTA ÁRABE AL PRIMER EXCAVADOR
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halla en la prolongación ni en la continuidad de la cultura faraónica; el lugar de
espiritualidad no es ya el templo sino la mezquita. Cementerios de un nuevo tipo
reciben a los muertos, se celebra otro culto, se instauran nuevas costumbres.
Los valores espirituales fueron modificados, los hábitos corporales también; el
antiguo Egipto, tan justamente celebrado por el esplendor de sus vestiduras y atavíos,
no veía en la desnudez ultraje alguno a las buenas costumbres. Campesinos y
pescadores trabajaban desnudos durante los períodos cálidos, hombres y mujeres se
bañaban desnudos, Faraón y su esposa no se vestían para comer con sus hijos, como
muestran escenas de la época de Akenatón. El Islam cubrió los cuerpos y los ocultó,
sobre todo los de las mujeres; largos vestidos negros, muy poco aconsejables, sin
embargo, en un país cálido, se heredan, curiosamente, de una moda cristiana que
había consistido en vestirse así para llevar luto por Cristo.
Cien años después de la invasión árabe, la noche del olvido ha cubierto ya el
Egipto de los faraones. Tebas y el Valle de los Reyes desaparecen de los mapas y de
la memoria de los hombres, como si nunca hubieran existido. Los eruditos árabes,
tras haber preguntado si pirámides, templos y tumbas ocultaban fabulosos tesoros se
desinteresaron de ellos por completo y ni siquiera los evocaron en sus escritos, como
si el pasado faraónico no estuviera ante sus ojos. Cuando Champollion llegue a
Luxor, no verá gran cosa del admirable edificio, ocupado por familias que, desde
hacía siglos, habían acumulado gran cantidad de desechos. Cierto número de
monumentos fueron salvados por la arena; total o parcialmente invadidos, escaparon
así de la destrucción. La mayoría de los templos, que no tenían ningún valor sagrado
para los nuevos ocupantes, sirvieron así de canteras.
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unos diez siglos, dos exploradores, los padres capuchinos Protais y François, evocan
la existencia de Biban el-Muluk, «Las puertas de los reyes»; pero corresponde al
jesuita Claude Sicard el mérito de haber identificado formalmente las ruinas de Tebas
y las del Valle de los Reyes, durante su viaje al Alto Egipto, entre 1707 y 1712. Tras
un milenio de total oscuridad, el paraje recupera una identidad.
Claude Sicard, y que nos perdone, era un rudo mocetón que, convencido de su fe
y de su valor, no temía nada. Su erudición y un agudo sentido de la observación le
permitieron descubrir con exactitud los vestigios de la gran capital del Imperio Nuevo
y la prestigiosa necrópolis real; esta pequeña hazaña exigía mucha perspicacia.
«Los sepulcros de Tebas —escribe refiriéndose al Valle— están excavados en la
roca y son de sorprendente profundidad. Se entra en ellos por una abertura más alta
y ancha que las más grandes puertas cocheras. Un largo subterráneo de diez o doce
pies de ancho lleva a unas cámaras, en una de las cuales hay una tumba de granito
elevada cuatro pies; por encima hay una especie de imperial que la cubre y da un
verdadero aire de grandeza a todos los demás ornamentos que la acompañan. Salas,
cámaras, todo está pintado de arriba abajo. La variedad de colores, que son casi tan
vivos como el primer día, hace un efecto admirable.» El padre Sicard visitó diez
tumbas, cinco correctamente conservadas y cinco medio derruidas; al no poder
descifrar los jeroglíficos, no pudo indicar los nombres de sus ocupantes. Leyendo con
atención su relato, se adivina que se sintió particularmente impresionado por el
colosal sarcófago de Ramsés IV; admiró también la extraordinaria frescura de los
colores que le produjo la sensación de que el pintor acababa de concluir su obra.
¡Feliz jesuita que contempló lo que nuestros ojos ya nunca verán!
No sin ansiedad, Claude Sicard se hundió en las profundidades de la tierra,
iluminándose con una antorcha; la magnitud de las tumbas ramésidas le sorprendió y
manifestó un real respeto ante el genio de los constructores. Pero el jesuita no
comprendió el objetivo y el significado de las moradas de eternidad; creyó que los
bajorrelieves eran anecdóticos y narraban la vida, las victorias y los triunfos
temporales de los reyes de Egipto.
POCOCKE EL CLÉRIGO
El Valle de los Reyes, lugar fundamental de la espiritualidad faraónica, les debe
mucho pues a los religiosos de los siglos XVII y XVIII; tras los dos capuchinos y el
jesuita, le toca a un clérigo británico, Richard Pococke, entrar en escena. En 1739, ese
futuro obispo visita el Valle; aunque Tebas, y especialmente la orilla oeste, siguen
siendo lugares peligrosos donde actúan pandillas de bandoleros, Pococke no se
preocupa de ello y emprende un primer trabajo de arqueólogo. Ciertamente, como sus
predecesores, rinde culto al género literario del relato de viaje, que publicará en 1743
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con el título de Description of the East; pero intrigado por el Valle, establece el
primer plano conocido e indica el emplazamiento de las tumbas que ha explorado,
nueve accesibles de un total de dieciocho descubiertas. El estilo del dibujo es muy
poco científico y parece más un cuadro fantástico que la realidad; el documento
plantea además delicados problemas. La entrada de las tumbas está situada de un
modo extraño y el número indicado parece alto; Pococke advierte la presencia de
guardas armados con bastones, cuyo papel consistía ciertamente en obtener el famoso
bakshish y no en proteger los monumentos. Nacía la explotación del turista; si
viajeros procedentes de tan lejos se interesaban por aquellos viejos sepulcros, ¿no
podían convertirse en proveedores de fondos?
Pococke, como Sicard, se extasía ante la frescura de los colores cuyo estado de
conservación le deja pasmado; pero nuestro futuro obispo no supera el estadio de la
emoción estética y no se pregunta el significado de lo que está viendo; haber sido el
primer cartógrafo moderno del Valle basta para su fama. Advirtamos que dibujó bien
la entrada del paraje, lamentablemente ampliada más tarde por razones turísticas; se
limitaba todavía a un estrecho paso excavado en la roca.
El tiempo de los religiosos concluye; comienza el de los laicos.
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8 - JAMES BRUCE Y RAMSÉS III
UN ESCOCÉS INDOMABLE
A mediados del siglo XVIII, el sur de Egipto sigue siendo una tierra de aventuras
en la que el viajero, lo bastante intrépido como para recorrer el lugar, corre reales
peligros. Los relatos de viaje de los religiosos hacen soñar a los aficionados a los
misterios de Oriente; algunos, tras haber evaluado la situación en términos de riesgo,
renuncian. No es el caso del escocés James Bruce, que, en 1768-1769, hace una
estancia en Egipto.
En Tebas, solicita ver el Valle de los Reyes; sus guías intentan disuadirle; ¿no es,
acaso, un lugar de difícil acceso? Además, no hay allí nada interesante. El escocés,
tozudo, insiste; le explican que algunos bandidos viven en aquellos parajes, que tal
vez se hayan instalado en el Valle y que un guía honesto no tiene deseo alguno de
enfrentarse con ellos. Gracias a las mágicas virtudes del bakshish, James Bruce
consigue convencer a sus interlocutores para que le lleven hasta el lugar; ¿acaso,
recorriendo los Highlands, no había superado ya peligros semejantes?
La travesía del Nilo se efectúa sin incidentes, al igual que el recorrido entre la
ribera y el Valle; Bruce, seducido por el paisaje, se felicita por haber perseverado.
Pero sus guías se muestran hoscos y desagradables; quisieran huir del Valle antes
incluso de haber entrado. Sería conocer mal a un escocés creerle influenciable tras tan
largo viaje. Por lo tanto, franquea el estrecho paso y penetra en una tumba señalada
por un majestuoso portal.
«Por fin tranquilo», estima al descubrir admirables relieves a la luz de las
antorchas. Error: en cuanto da los primeros pasos por el interior de la tumba, sus
guías exigen salir. Le predicen las peores desgracias si se obstina en permanecer más
tiempo en aquel antro demoníaco; y como el escocés se empeña en proseguir su
visita, le abandonan en la oscuridad.
Muy descontento, Bruce se ve obligado a seguirles; a regañadientes, monta a
caballo y regresa a la embarcación. La vuelta no es tan apacible como la ida; desde lo
alto de los montículos que bordean el camino, les lanzan piedras. El escocés no es un
hombre al que se le pueda tomar como blanco; se echa a la cara el fusil y responde
disparando contra sus agresores. En adelante, el indomable escocés será respetado y
podrá trabajar algo más en la tumba que había entrevisto.
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bajorrelieve, el de James Bruce. Como los jeroglíficos siguen siendo indescifrables,
el escocés no puede leer el nombre de Ramsés III ni identificar al propietario de la
tumba. Queda fascinado por una pintura que representa a dos personajes que tocan el
arpa, bautiza el monumento como «tumba de los arpistas» y los dibuja.
Confesémoslo, el resultado es catastrófico. El arte de Bruce no tiene relación
alguna con el de los antiguos egipcios y habría sido radicalmente suspendido en una
escuela de escribas dibujantes; da la impresión de que su mano no puede reproducir
fielmente lo que sus ojos han visto.
La publicación del mal dibujo de Bruce, en 1790, despertó sensación. El público
que lo contempló nunca había imaginado que el arte egipcio hubiera creado
semejantes obras maestras. Tras tantos siglos de olvido, volvía a la superficie y
despertaba la curiosidad.
En muchas obras se lee, todavía, que los arpistas celebran la lujuria, la vida fácil y
los placeres. Eso es olvidar los textos; los dos arpistas de la tumba de Ramsés III
cumplen una función precisa, cantan el nombre de dios ante Chu, el dios de la luz,
Onuris, el encargado de devolver el ojo del sol que se ha marchado lejos, y Atum, el
principio creador. Cuando nos conviene «hacer un día feliz», es decir completo,
disfrutando los goces cotidianos, ellos insisten en un punto capital: la felicidad sólo
puede alcanzarse si «seguimos el corazón», es decir, nuestro deseo espiritual y
nuestra inteligencia sensible.
La tumba de Ramsés III es una pura maravilla; la gama de colores es brillante y
alegre, y numerosos rasgos originales la hacen enigmática. Ramsés III había elegido
un emplazamiento inventariado hoy como tumba núm. 3; fue abandonado, pero la
excavación de la nueva sepultura se vio interrumpida por un incidente rarísimo. Tras
la apertura del tercer corredor, los talladores de piedra desembocaron en la tumba de
Amenmosis (núm. 10), faraón de la XIX dinastía que había tenido un reinado muy
breve, unos veinte años antes. ¿Error de arquitecto o deseo de englobar esta sepultura
en la de Ramsés III? Los constructores cambiaron de eje y siguieron excavando en
paralelo.
Lo que caracteriza esta tumba son unas escenas únicas pintadas en pequeñas
capillas, a uno y otro lado del corredor principal. Asistimos en ellas a la preparación
de los alimentos eternamente servidos en el más allá, a la presentación de las ofrendas
por los dioses Nilo, personajes de pechos colgantes y vientres hinchados, a la
procesión de las divinidades protectoras de las provincias de Egipto; en resumen, toda
la naturaleza colabora en la resurrección de Faraón y se ve así transportada al otro
mundo. En los muros de esas estancias de modestas dimensiones se representan
muebles, vasos, espadas, lanzas, arcos, carros, que son otros tantos elementos del
mobiliario fúnebre. Estos objetos eran ritualmente depositados en la tumba y
acompañaban al monarca en la eternidad; en la medida en que están pintados, siguen
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presentes y son eficaces. Otras escenas raras: el rey en persona corta espigas de trigo
en los campos paradisíacos y navega en barca por los canales azules de las
inmensidades celestiales. Los blancos y los dorados son especialmente luminosos.
Con ciento veinticinco metros de longitud, pero descendiendo sólo unos diez
metros bajo el nivel del Valle, la tumba del rey presenta los textos capitales y las
escenas esenciales del encuentro con las divinidades; las etapas de la resurrección
están trazadas en un grandioso estilo. Recientemente se ha instalado un suelo de
madera para que el polvo desplazado por los turistas no se pegue a las paredes y
oculte más aún los colores. Esta vasta sepultura merece una larga visita.
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fortificada y un recinto, luego un templo gigantesco por el que es posible pasearse
durante horas. Cuando cae la tarde, los colores del ocaso devuelven a esta
arquitectura su pasado esplendor; los grandes patios, las poderosas columnas, los
jeroglíficos profundamente grabados en la tierra, cantan los esplendores de un
reinado a cuyo término se inició el inexorable declive de Egipto. Menos célebre que
Ramsés II, Ramsés III consiguió sin embargo mantener la integridad del país y evitar
la desgracia. Hasta los últimos tiempos, Medinet Habu siguió siendo un lugar de asilo
y un puerto de paz. Allí se hallaba la colina primordial donde, tras haber llevado a
cabo su obra de creación, habían sido enterrados los ancestros. No es posible recorrer
sin profunda nostalgia ese paraje en el que se siente la presencia de Sokaris, el dueño
del mundo subterráneo, y la de las ligeras sombras de las Divinas Adoradoras,
dinastía femenina que reinó en Tebas.
El fin del reinado de Ramsés III fue trágico. El rey chocó con algunos clanes
religiosos, imbuidos de sus privilegios, y tuvo que luchar contra un solapado
adversario, una crisis económica, que provocó incluso una huelga en Deir el-
Medineh. Los artesanos protestaron vehementemente pues ya no recibían las raciones
alimenticias que se les debían; el Estado se ocupó inmediatamente de ellos, se
entregó el alimento y el trabajo prosiguió.
En palacio, se conspiraba contra el rey; mujeres, cortesanos y altos funcionarios
intentaron asesinar a Ramsés III utilizando la magia negra. Fracasaron; los cabecillas
fueron condenados a muerte. El rey sufrió por la ingratitud de sus íntimos y por la
traición en quienes había depositado su confianza.
UN EXTRAÑO TESTIMONIO
No es fácil hacer que hable el Valle, paraje misterioso por naturaleza, y saber
siempre quién ha descubierto qué y en qué momento preciso; ¿cómo estar seguro de
que, durante un milenio de silencio arqueológico, ningún curioso penetró en el
interior de una tumba cerrada desde mucho tiempo atrás? En 1792, un tal Browne
discute con algunos habitantes de Assiut, en el Medio Egipto, y con los aldeanos de
Gurna, en Tebas-Oeste, donde la mayoría de las casas fueron construidas sobre
tumbas de nobles que sirven de sótanos o de despensas; esas entrevistas le revelan
que varias tumbas del Valle sólo han sido abiertas durante los treinta últimos años,
por incitación de un buscador de tesoros, el hijo de un jeque. Tras la visita de
Pococke, algunos sepulcros habían sido cubiertos de arena y, luego, desenterrados de
nuevo; pero Browne, cuyo testimonio es discutido, se convence de que han sido
descubiertas nuevas tumbas; él mismo ha visto sus pinturas y considera «que
representan los misterios».
¿Fue engañado Browne por algún charlatán? El enigma perdura. Y se perfila ya
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una expedición de un nuevo tipo.
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9 - LA EXPEDICIÓN DE EGIPTO y AMENHOTEP III
SOLDADOS Y SABIOS
El 1 de julio de 1798, Bonaparte desembarca en Egipto. Es el comienzo de una
extraña aventura militar y cultural que habría podido convertir Egipto en un territorio
francés; aunque la epopeya fuera grandiosa, errores y precipitación la condenaron, sin
embargo, al fracaso.
Ciertamente, es un ejército el que holla la tierra de los faraones y se prepara para
enfrentarse, en duros combates, a los mamelucos que oprimen a la población egipcia.
Los franceses liberarán parcialmente Egipto de aquel yugo pero no sabrán explotar
sus victorias y dejarán a otros el trabajo de llenar el vacío dejado a sus espaldas.
La expedición de Egipto no fue simplemente un raid bélico; el futuro emperador
se llevó consigo un centenar de sabios pertenecientes a las más diversas disciplinas
para preparar una Description de l’Egypte cuya publicación comenzará en 1809. Es,
sin discusión, una de las más sorprendentes aventuras científicas nunca emprendidas
y llevadas a buen puerto en condiciones especialmente difíciles. Imaginemos a unos
eruditos, hombres de despacho y biblioteca, obligados a observar, anotar, calcular y
dibujar mientras las balas silban en sus oídos y la gente se mata a su alrededor; el
ejército hace la guerra, ellos logran que progrese el conocimiento de un país, de un
pueblo y, más todavía, de una civilización varias veces milenaria y muy distinta de un
mundo árabe con el que se enfrentan cotidianamente e intentan, sin embargo,
describirlo. Arqueología, etnología, zoología, botánica… La Description de l’Egypte,
concebida con el espíritu de los enciclopedistas, intenta no dejar escapar nada y dar
una imagen completa del tema tratado.
Vivant Denon, alto funcionario, escritor de ocasión y buen dibujante, es el más
célebre de los eruditos que se comprometerán con entusiasmo en la aventura;
vagamente libertino, de ingenio vivo, provisto de una notable sangre fría, camina con
elegancia en pleno tumulto y planta su caballete donde lo desea, sin temer al
adversario del que, a veces, es necesario defenderse.
La orilla occidental de Tebas no es, ni mucho menos, el lugar más apacible de la
región; pero el ejército francés, al precio de escaramuzas con frecuencia mortíferas,
llega al sur. Con él, el intrépido Vivant Denon que, naturalmente, no quiere perderse
el Valle de los Reyes. No sin curiosidad, franquea el estrecho paso que antaño
vigilaban los guardias de Faraón y comprueba que es preciso trepar unos quince pies
por encima del nivel del suelo del Valle. La entrada monumental de las tumbas
abiertas le intriga; anota la permanencia de ciertos símbolos, como el escarabeo en un
círculo o el hombre con cabeza de carnero (el sol resucitado) en un círculo también, o
las dos mujeres arrodilladas a uno y otro lado del disco del día, que no puede
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identificar como Isis y Neftis, encargadas de preparar el renacimiento de la luz.
Iluminándose con antorchas, Denon y algunos oficiales penetran en los largos
corredores, contemplan magníficas pinturas y columnas de coloreados jeroglíficos. Si
el erudito se siente intrigado y conquistado, los soldados bostezan y se aburren;
recorren las tumbas a paso de carga. ¡Unos pocos minutos bastan para visitar seis!
Vivant Denon protesta; desearía estudiar a su guisa aquellas obras maestras,
permanecer varios días en el lugar. Pero la guerra tiene sus exigencias; es imposible
conceder al pintor lo que pide. Tras una áspera negociación con los militares, Denon
tiene por fin derecho a… ¡tres horas! Elige la tumba de Ramsés III, de soberbios
colores, y dibuja las armas pintadas en una de las pequeñas capillas laterales.
Modestísima expedición que concluye con el descubrimiento de una mínima reliquia,
un pequeño pie de momia; «sin duda el pie de una muchacha —escribe Denon—, de
una princesa, un ser encantador cuyo calzado nunca alteró sus formas y cuyas
formas eran perfectas». Théophile Gautier lo recordará en La novela de la momia.
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la tumba para estudiarla. La sepultura, que data del período en el que el arte tebano
conoció su apogeo, está por desgracia muy arruinada; los vándalos la han saqueado,
privándonos de una inmensa obra maestra cuya decoración era digna del templo de
Luxor o de las grandes tumbas de nobles, como la de Rekhmire. En la Época Baja,
algunas momias fueron depositadas en esa gran tumba, mal conocida todavía e,
incluso, difícil de encontrar; según los dos ingenieros, el agua había dañado de modo
irremediable los bajorrelieves. El monumento era digno del esplendor del reinado:
varias salas con pilares, numerosas cámaras, una sala del sarcófago dividida en dos
partes, la primera con seis pilares y techo cubierto de representaciones astrológicas, y
la segunda, más baja, conteniendo el sarcófago.
Los hallazgos fueron muy escasos: una cabeza de rey de esquisto verde (museo
del Louvre), otra de alabastro (conservada en Nueva York), un torso de madera de la
reina Teje, gran esposa real, un collar de resurrección de bronce con el nombre del
monarca, una placa de bronce donde las divinidades que forman la dualidad
primordial, Chu y Tefnut, se encarnan en la pareja real, y cuatro estatuillas funerarias
(colección De Villiers). Éstos son los magros restos de uno de los más fabulosos
tesoros del Imperio Nuevo.
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fiestas y banquetes donde las bellezas rivalizan en elegancia. Siguen viviendo en los
muros de las tumbas tebanas donde la muerte no tiene cabida.
Por lo que se refiere al inmenso templo de Karnak, se embellece de un modo
notable y gestiona dominios cada vez más extensos; esa prosperidad impulsó sin duda
a ciertos sacerdotes a confundir lo espiritual y lo temporal, lo que producirá una toma
de posición de Akenatón, hijo de Amenhotep III. En el reinado de este último, Atón
era ya venerado como forma del sol. Heliópolis y Tebas no entraban en competencia
sino que formaban los dos polos de una tríada cuyo tercer polo era Menfis.
Desolador borrón, el lamentable estado de la tumba de Amenhotep III, una joya
de la que nos ha privado la locura destructora de unos vándalos. La expedición de
Egipto sólo había rozado el Valle de los Reyes; menos de veinte años más tarde, un
musculoso excavador lo afrontará con muy distinta energía.
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10 - BELZONI, EL BUSCADOR DE ORO
EL TITÁN DE PADUA
Cuando Gian-Battista Antonio Belzoni, nacido el 5 de noviembre de 1778 en
Padua, desembarca en Alejandría con su esposa Sarah, el 9 de junio de 1815,
descubre un país algo más apacible que durante las precedentes dinastías;
tranquilizados por la fuerte personalidad de Mohamed Alí y por su dominio sobre el
ejército y la administración, los viajeros que llegan a Egipto son cada vez más
numerosos. Es posible esperar dirigirse al sur y regresar indemnes si no se mezclan
en la «guerra de los cónsules»; los diplomáticos, ávidos de antigüedades egipcias,
mantienen pandillas armadas que no vacilan en manejar el fusil. Belzoni verá la
muerte de cerca cuando sea agredido por el cónsul de Francia en persona, Drovetti, y
sus esbirros.
Pero Belzoni no teme a nadie. Aquel coloso, que no mide menos de dos metros,
dispone de una insólita fuerza física. Hijo de un barbero, se sintió vagamente tentado
por el sacerdocio antes de apasionarse por la hidráulica; en 1803, ese francófobo se
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encuentra en Londres donde hace el papel de Hércules en el teatro y el circo antes de
dirigirse a Portugal y España, en 1811. Sigue representando, con éxito, el papel de
«forzudo». Gigante de tez rojiza, demuestra un terrible entusiasmo que lo arrastra
todo a su paso pero choca con una dificultad que nunca conseguirá superar: obtener
una plaza estable, descubrir un oficio y un país que le ofrezca el equilibrio y la paz
interior. Él, que consigue levantar una docena de personas, soporta con menos
facilidad de lo que parece su destino de aventurero y batelero.
Tras una estancia en Malta, decide probar suerte en Egipto. La situación política
ha evolucionado y se murmura que, si se consigue gustar a Mohamed Alí, es posible
hacer fortuna. Durante un año, Belzoni gasta su magro pecunio en poner a punto una
máquina hidráulica que espera vender al pachá, al que le gustan las innovaciones
tecnológicas que puedan utilizarse en el desarrollo económico del país. Empecinado,
el coloso obtiene una entrevista cuyo resultado es catastrófico; Mohamed Alí aprecia
el insólito carácter de su huésped, pero rechaza la máquina. En la primavera de 1816,
Belzoni está arruinado; la miseria le acecha. Disponiendo de un pasaporte inglés, se
presenta al cónsul general de Gran Bretaña, Henry Salt, que se siente impresionado
por la potencia física del italiano, su capacidad para desplazar objetos de considerable
peso, su habilidad, su ingenio y su facundia. Lo contrata, pues, para su equipo de
excavadores, con instrucciones precisas: llevar a Inglaterra la mayor cantidad de
objetos antiguos de gran valor. En resumen, un pillaje organizado.
En materia de desplazamiento de antigüedades colosales, Belzoni acumula las
hazañas; citemos la estatua gigante del Ramesseum y el obelisco de Ptolomeo IX en
Filae. El titán de Padua, de incansable actividad, recorre el país, procede a la apertura
del gran templo de Abu-Simbel y consigue entrar en el interior de la pirámide de
Kefrén, en la planicie de Gizeh.
Sin embargo, sus relaciones con Henry Salt se degradan; a Belzoni le cuesta
aceptar ser un simple perro de caza que debe llevar las presas a su dueño. ¿No posee
acaso otras cualidades, no es un auténtico cazador de tesoros? Y, si hay tesoros,
¿dónde buscarlos sino en el Valle de los Reyes?
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Belzoni es observador. Sólo distingue una decena de tumbas reales, algunas
completamente abiertas y otras inaccesibles porque su entrada está llena de cascotes.
Además, anota la existencia de sepulturas y pozos que contienen momias y que no
son sepulcros reales; es el primero en comprender que el Valle no sólo había recibido
faraones. Se excavaron cuarenta y siete tumbas, afirma la tradición; imposible,
responde Belzoni. En este número, concluye equivocándose, se incluyen sepulturas
reales que será preciso buscar fuera del Valle.
A Belzoni le guía la pasión del buscador de oro; no practica método arqueológico
alguno y, poseído por un fuego devorador, no se concede descanso alguno. Se
interesa por el paisaje, por la naturaleza de las rocas y por un sorprendente fenómeno:
si sólo llueve una o dos veces al año, las precipitaciones son tan violentas que forman
torrentes que arrastran considerables masas de piedras y se introducen en las tumbas.
Sigue así el camino de las aguas para intentar sacar a la luz algunos hipogeos
desconocidos.
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estatuillas de madera y de loza y esqueletos de dispersos fragmentos.
El monumento no ha sido estudiado con detalle y no ha sido objeto de una
publicación exhaustiva; el nombre del rey Ay fue destruido y su momia ha
desaparecido. No fue identificada en ninguno de los escondrijos donde se preservaron
los cuerpos de los faraones del Imperio Nuevo. La tumba sufrió un vandalismo
particularmente virulento, como si se hubiera querido destruir la última morada de un
soberano cuyo reinado fue corto (1327-1323), pero cuya carrera de hombre de poder
fue bastante larga. Ay, en efecto, fue un alto funcionario tebano durante el reinado de
Amenhotep III, y conoció horas de gloria en Aketatón, la ciudad del sol que
Akenatón y Nefertiti habían elevado al rango de capital. El rey dictó a Ay, fiel
cortesano y confidente, el gran himno a Atón. Cuando concluyó la experiencia de
Akenatón, la Corte regresó a Tebas para asistir a la coronación de Tutankamón; Ay
sigue siendo uno de los personajes más influyentes. Su experiencia le permite ser un
consejero escuchado por el joven monarca, en cuyo visir se convierte. No sospecha
que el soberano morirá joven y que él, viejo diplomático que ha evitado muchas
trampas, será llamado a ocupar el trono de Egipto.
Durante cuatro años, aquel antiguo jefe de los carros, cuya esposa había sido la
nodriza de Nefertiti, desempeñará la función suprema; sus maestros de obras trabajan
en Karnak, en Luxor y en Medinet Habu, donde disponía de un palacio.
¿Por quién y en qué fecha fue devastada su tumba? El enigma permanece.
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tumba al rey Amenhotep IV y abandonada cuando cambió de nombre para
convertirse en Akenatón? Decepcionado, Belzoni regresó al valle del oeste; la
necesidad de obtener resultados espectaculares no le permitía descanso alguno.
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muy egipcia; vela por el equilibrio, político y religioso del país, sin beneficiar a Tebas
la meridional a expensas de Menfis, la septentrional. Además, su dios protector es Ra
y no Amón, señor de Tebas. Aunque sus maestros de obras trabajan en Karnak, el rey
hace erigir, sobre todo, un templo en Abydos, el lugar de los misterios de Osiris.
Envía expediciones al Sinaí para explotar de nuevo las minas y, gracias a su
experiencia en asuntos de Estado, preserva la paz y la prosperidad. El reinado del
primero de los Ramsés, cuya fuerte personalidad se presiente, fue por desgracia muy
corto, menos de dos años (1295-1294). Los artesanos de Deir el-Medineh dispusieron
pues de poco tiempo para decorar la tumba; por ello su corredor es el más corto de las
tumbas reales del Valle y su cámara funeraria es de restringido volumen.
Belzoni descubre la sepultura el 10 de octubre y penetra en ella el 11. No deja de
maravillarse ante los cálidos colores de las pinturas, admirablemente conservadas;
hoy todavía, aunque hayan perdido parte de su brillo, convierten al pequeño santuario
en una gran obra maestra. Se ve en ellas a la diosa Maat, al rey conducido por Horus,
Atum y Neith ante Osiris, al soberano consagrando cuatro cofres de vestidos ante el
dios de la luz; escena rara, el faraón arrodillado, con la mano diestra en el corazón y
el brazo izquierdo levantado en escuadra, celebra el rito de la alegría en compañía de
personajes con cabezas de halcón y chacal. En las paredes están inscritas dos
divisiones de un libro funerario desconocido hasta entonces: el Libro de las puertas.
El sarcófago de granito es soberbio; no contiene el cuerpo del rey sino dos
momias que fueron introducidas después de que la momia real fuera puesta en lugar
seguro. ¿Y los objetos? Esta vez, Belzoni está lleno de júbilo. Ciertamente, no es un
fabuloso tesoro, pero al menos se apodera de una hermosa estatua del rey, de madera
de sicómoro, que se yergue en una esquina de la sepultura; Faraón está representado
en su función de guardián del otro mundo, como lo prueban las dos famosas estatuas
negras de la tumba de Tutankamón. Otras varias estatuillas de madera habían
escapado a la rapacidad de los desvalijadores; se trataba de personajes con cabeza de
león, mono, tortuga y «zorro», dice un intrigado Belzoni. Uno de ellos llevaba barba
y su rostro parecía una máscara; un dibujo permite identificarlo pues, representado en
los techos astrológicos de las tumbas ramésidas. Se trata de la divinidad que mide las
horas de la noche y el paso de las constelaciones.
Desde el punto de vista religioso y simbólico, Belzoni tenía ante los ojos piezas
de gran valor; fueron vendidas al British Museum y… ¡perdidas! En el actual estado
de las investigaciones, sólo subsisten al parecer una diosa hipopótamo, garante de la
fecundidad, y una estatuilla con cabeza de tortuga, símbolo de la capacidad de
resurrección. Los museos, lamentablemente, no son siempre lugares seguros y uno de
los aspectos más tristes de la arqueología es ver cómo se desvanecen, así, objetos que
un excavador arrancó del olvido.
La tumba de Ramsés I estuvo, durante mucho tiempo, en peligro, pues una parte
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del techo se derrumbó sobre el sarcófago y se temió que el conjunto de la sepultura
amenazara ruina; apuntalándola, se evitó la catástrofe. La pequeñez de la tumba es
poco apta para la invasión de grupos numerosos, y los colores no cesan de
degradarse.
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suponer que la tumba continúa. Una esperanza, una cuerda atada a un pedazo de
madera cuelga en el pozo. Cae hecha polvo cuando la tocan. Hay que aguardar al día
siguiente, 19 de octubre, para regresar con otra tabla, colocarla sobre el pozo y cruzar
el vacío.
Sí, la tumba continúa. La enumeración de las partes de su planta da vértigo:
escalera, corredor, escalera, corredor, el pozo, una sala con cuatro pilares, un camino
que se detiene en una sala con dos pilares, otro que prosigue por una nueva escalera,
un nuevo corredor, una sala pequeña, una sala con seis pilares flanqueada por dos
capillas, la cámara funeraria con bóveda de cañón que da, a la izquierda, a una sala
con dos pilares y, a la derecha, a una pequeña estancia para el mobiliario funerario y,
finalmente, una sala oblonga con cuatro pilares.
El buscador de tesoros se siente decepcionado: un cuerpo de toro, fragmentos de
estatuillas momiformes y de distintas estatuas, restos de jarras, pero el Belzoni
enamorado de la grandeza de Egipto queda fascinado por la inmensa cámara
funeraria, la morada del oro, cuyo techo está cubierto de signos astrológicos y
astronómicos. Aquí, el faraón descansa en el cuerpo perpetuamente regenerado de su
madre, el cielo. El alma del rey vive en compañía de las estrellas imperecederas, las
circumpolares, y de las estrellas infatigables, los planetas. Faraón se convierte en la
gran estrella al oriente del cielo que crea las horas del día y las horas de la noche, y
atraviesa para siempre tiempos y espacios.
La tumba de Seti I es, también, el conservatorio de los grandes textos simbólicos
e iniciáticos que Faraón debe conocer para cruzar las puertas del más allá y vivir en
eternidad: Libro de la cámara oculta (Amduat), Ritual de la apertura de la boca,
Libro de las puertas, Letanías de Ra, Libro de la vaca celestial. Son las seguras guías
que contienen las fórmulas indispensables de conocimiento.
Aquí, Faraón es «el gran dios, dotado de vida»; guiado por la Regla, sigue el
camino de Occidente, unido a la luz creadora. Hace ofrendas a todas las divinidades
encontradas y su ser regenerado se convierte en el conjunto de las fuerzas divinas.
Por sí sola, la tumba de Seti I merecería una larga obra de descripción, traducción y
comentarios; ciento setenta y cinco años después de su descubrimiento, no ha sido
todavía objeto de una publicación científica y ha sido necesario aguardar hasta 1991
para que se publicaran las fotografías en blanco y negro de Harry Burton, tomadas en
1921.[7]
En 1988, cayeron algunos fragmentos del techo astronómico y la tumba fue
cerrada al público. Actualmente se están llevando a cabo trabajos de restauración.
Belzoni advierte distintas etapas en el acabado del dibujo: algunas escenas están
más o menos esbozadas, aunque la gran mayoría alcanza la perfección. Es imposible,
evidentemente, hablar de que están inconclusas. El italiano, intuitivo, es el primero en
comprender —y demasiados egiptólogos olvidan su opinión— que los egipcios
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quisieron, de este modo, hacernos ver «todo el procedimiento de los artistas
encargados del embellecimiento de los sepulcros y los templos». Quien quiera
comprender la naturaleza y la técnica del dibujo egipcio, debe, en efecto, estudiar las
plantillas de proporciones que esta tumba revela.
Durante su último viaje al Alto Egipto, Belzoni tomará moldes de los
bajorrelieves utilizando una mezcla de cera, resina y fino polvo que le permite
obtener una pasta fácil de modelar. Él, el manazas, se vuelve entonces delicado y
procura no dañar los colores. Atónito, cuenta más de dos mil «figuras jeroglíficas»
cuyo tamaño varía de una a seis pulgadas; y no se ocupa todavía de los propios
textos, de aquellos textos que viven y transmiten la vida. Muchas sutilezas se le
escapan, y otras muchas se nos escapan aún; por ejemplo, algunas frases están
escritas al revés pues el mundo subterráneo, mientras se halla en las tinieblas, está
invertido. Cuando pasa el sol, en su viaje hacia la resurrección, todo se endereza.
El sarcófago, «del más hermoso alabastro oriental [la calcita]», deslumbra a
Belzoni. No tiene igual en el mundo y «se vuelve transparente cuando se coloca una
luz tras una de sus paredes». Decorado con figuras y textos del Libro de las puertas,
esta obra maestra, cuya tapa fue arrancada y quebrada, se vio por desgracia
transportada a Londres y acabó en un museo privado, el de Sloane, en Lincoln’s Inn
Fields. La comunidad científica internacional debiera movilizarse para repatriar ese
sarcófago y devolverlo a su lugar de origen. Lo mismo debiera hacerse en lo que se
refiere a los dos bajorrelieves cortados por Champollion y Rossellini, y que se hallan
en el Louvre y el museo de Florencia. Si la intención era comprensible —mostrar al
mundo la excepcional calidad del arte egipcio, este exilio no es hoy aceptable ya. ¿No
se podría disponer al menos, y sin dilaciones, de una copia? La tumba de Seti I
encierra un enigma ante el que Belzoni no fue insensible; más allá de la sala del
sarcófago, un corredor se hunde en la roca como si el monumento renaciera y
continuara. El italiano creyó en la existencia de un paso subterráneo que atravesaba la
montaña; es imposible apoyarle o contradecirle porque no se ha iniciado excavación
alguna.
Tal dispositivo no es único; existe en otras tumbas y significa, a nuestro entender,
que la morada de eternidad, como el templo, nunca se termina. Lleva en sí misma su
más allá, que escapa a cualquier comprensión humana. ¿Cómo simbolizar esa
zambullida en lo invisible sino por medio de un corredor que se dirige al corazón de
la piedra?
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a nadie porque quería guardarlo para sí? Un potentado local, el agá de la ciudad de
Qena, célebre todavía hoy por sus venganzas, no quiso aceptarlo. Sin perder un solo
instante, montó en su caballo y partió a rienda suelta hacia el Valle, en compañía de
una pandilla de milicianos armados.
Su llegada no pasó desapercibida; el agá y sus hombres dispararon tiros de pistola
al penetrar en la necrópolis real. Belzoni les hizo frente, extrañado ante aquel
despliegue de fuerzas. Con relativa amabilidad, el agá exigió visitar el sepulcro donde
pudo hacer por fin, al excavador, la pregunta clave: ¿en dónde ocultaba el tesoro? Sus
informadores se lo habían descrito: un gallo de oro lleno de diamantes y de perlas. El
italiano, no sin trabajo, consiguió convencer a su interlocutor de que no había más
riquezas que los prodigiosos bajorrelieves a los que el agá no había prestado atención
alguna. Tras aceptar dirigirles una despectiva mirada, concluyó: «sería un buen local
para un harén; las mujeres tendrían algo que mirar».
SETI I EL ADMIRABLE
La momia de Seti I no estaba ya en su sarcófago; los sumos sacerdotes Herihor y
Smendes I se habían encargado de ella antes de que fuera transferida, en el año 10 de
Siamon, al escondrijo de Deir el-Bahari.
La momia del creador de la obra maestra del Valle es la más hermosa de las
momias y la mejor conservada; el rostro de Seti I es el de un hombre de raza blanca,
grave, austero, de incomparables dignidad y nobleza. Una ligera sonrisa confiere a la
expresión la serenidad más completa, que no excluye potencia y autoridad.
Contemplar la momia de Seti I no es, ciertamente, enfrentarse a un muerto sino
hallarse ante un faraón cuya alma ha vencido el obstáculo del óbito.
Seti I sólo reinó unos quince años (1294-1279) y murió entre los cincuenta y los
sesenta años; pero aquel cuarto de siglo vio nacer una tumba sublime, el templo de
Abydos, donde fueron revelados los misterios de Osiris y esculpidos los más
hermosos bajorrelieves del Imperio Nuevo, la sala hipóstila de Karnak, la más vasta
nunca edificada en Egipto, y el templo de los millones de años de Gurna, en la orilla
oeste de Tebas. Semejante actividad arquitectónica, el genio de los arquitectos y los
escultores que trabajaron en aquel bendito tiempo nos deja atónitos.
Cierto es que el rey se había colocado bajo la protección de Seth, el detentador
del poder celestial; reina sobre un Egipto rico y apacible y, adepto de Seth, el asesino
de Osiris, hizo edificar el mayor templo jamás construido para el dios muerto y
resucitado, en Abydos, con el fin de que la fuerza destructora se vuelva fuente de
resurrección.
Seti I, con el fin de garantizar la seguridad de las Dos Tierras, tomó de nuevo con
mano firme el control de Siria-Palestina; beduinos y libios fueron controlados por el
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ejército y la policía del desierto. Ninguna amenaza de invasión perturbó el clima
sereno que permitió a Seti el admirable construir las moradas divinas.
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11 - EL METICULOSO SEÑOR BURTON
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de su muerte.
Poco preocupado por lo sensacional, el honorable señor Burton piensa primero en
proteger la magnífica tumba de Seti I haciendo edificar muretes que impidan al agua
invadirla y degradarla; luego vacía el pozo que tanto había molestado al impaciente
Belzoni en su avance.
Intenta también vaciar la enigmática tumba núm. 20 —que, según más tarde
sabremos, fue una de las sepulturas de la célebre Hatshepsut—, pero debe renunciar a
la empresa; el polvo hace irrespirable el aire y la tarea exige una organización de la
que se siente incapaz. James Burton no es un conductor de hombres y no tiene las
cualidades de un jefe de equipo; prefiere visitar las tumbas abiertas, observarlas de
cerca y trazar sus planos. Advierte, por ejemplo, que una parte del techo de la tumba
de Ramsés VI está hueca; por un agujero que se abre a bastante altura en el muro del
corredor, es posible introducirse en otra tumba. Para evitarlo, el maestro de obras
aumentó el ángulo de inclinación del corredor.
Burton no es sólo un observador sino también un descubridor, aunque sus éxitos
fueran modestos; la tumba núm. 3, primero, sin inscripciones ni decoración, destinada
tal vez a uno de los hijos de Ramsés III; la tumba núm. 12, luego, muda también, que
se abre al sur de la sepultura de Ramsés VI. De unos ciento siete pies de longitud,
baja, es un caso único en el Valle, si nos atenemos al plano de James Burton, ¡el
único que se ha establecido! Tiene, en efecto, muchas cámaras laterales; ¿se trataría
de un panteón familiar fechado en la XVIII dinastía? El monumento fue
cuidadosamente excavado, pero los muros están desesperadamente blancos, a
excepción de las marcas de los artesanos para indicar «norte» y «sur».
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parte, bajo el moderno aparcamiento, en un lugar que la hacía fácilmente inundable.
Como la escala del plano de Burton se ha perdido también, no tenemos idea exacta
alguna sobre sus dimensiones.
Tras los resonantes éxitos de Belzoni las hazañas de Burton parecen muy pobres;
pero ¿tener tres tumbas del Valle, aunque no sean reales, en su activo no es acaso un
honroso resultado?
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12 - WILKINSON EL NUMERADOR
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en la colina de Gurna, con la firme intención de proceder a un estudio sistemático de
las tumbas del Valle.
Paciente y meticuloso, corrige los errores de sus predecesores y se interesa por lo
que hoy se denomina «la cultura material» y la vida cotidiana de los antiguos
egipcios. Redacta una obra monumental en cinco volúmenes, The Manners and
Customs of the Ancient Egyptians, que le valdrá una reputación internacional. Como
no tiene una cabeza metafísica y filosófica, Wilkinson no intentará comprender el
significado de las tumbas reales, sino inventariarlas y clasificarlas; utilizando el
método descifrador de Champollion, lee el nombre de los reyes inscrito en los
cartuchos y, a partir de 1826, establece una primera lista cronológica de los faraones
del Imperio Nuevo basándose en la documentación que proporcionan el Valle y otras
inscripciones.
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Entre 1820 y 1830, Wilkinson copia las inscripciones y dibuja las escenas de las
tumbas reales; ese enorme trabajo está reunido en cincuenta y seis preciosos
volúmenes que contienen escenas desaparecidas o dañadas hoy. El arqueólogo, que
sufría de oftalmia, se ve obligado a cambiar el Valle por las zonas desérticas donde el
aire es más seco. No ha descubierto ninguna tumba nueva, es cierto, pero ha puesto a
punto una topografía de Tebas y una numeración que sigue utilizándose.
Como Belzoni, Wilkinson está convencido de que en el Valle no hay ya nada que
encontrar; la más antigua tumba conocida es la de Amenhotep III y, desde Ramsés I,
casi todas las sepulturas de los soberanos han sido identificadas. Las que faltan
fueron, por lo tanto, excavadas en otra parte.
El arqueólogo inglés es un personaje estirado, distante, que no inspira simpatía;
demasiado preocupado por los detalles y los aspectos materiales de la realidad
egipcia, no advirtió la grandeza del Valle. Pero su trabajo sigue siendo digno de
estima y sus «maneras y costumbres» de los antiguos egipcios servirán durante largo
tiempo como obra de referencia, gracias a un hombre de campo.
Correspondería al padre fundador de la egiptología, Jean-François Champollion,
situar el Valle en su verdadera perspectiva.
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13 - CHAMPOLLION DESCIFRA EL VALLE
EL SUEÑO REALIZADO
Cuando llega a Egipto, Jean-François Champollion realiza su sueño más querido,
conocer por fin la tierra de los faraones a la que se ha consagrado desde su juventud.
Descifrar los jeroglíficos, ésa fue la vocación que le guió día tras día. Superdotado,
aprendió gran cantidad de lenguas antiguas, preparándose para la iluminación de
1822, durante la que exclamó: «¡Ya lo tengo!», antes de desvanecerse. El
desciframiento fue una cuestión de ciencia, de intuición y de videncia; todavía hoy
parece una extraordinaria hazaña. En cuanto percibió las leyes de esa lengua en la que
se mezclan lo simbólico y lo fonético, preparó una gramática, un diccionario y un
tratado de mitología, trabajó con inagotable energía aunque su salud fuera frágil.
Tras mil dificultades, se embarcó finalmente hacia Egipto, a la cabeza de una
expedición franco-toscana; el viaje estuvo a punto de ser anulado hasta el último
minuto. Cuando el exiliado llegó a su patria espiritual, superó todos los obstáculos
que levantaron en su camino Mohamed Alí, el cónsul general de Francia, Drovetti, y
los traficantes de antigüedades; el descifrador quiso verlo todo, conocerlo todo, como
si presintiera que aquel primer viaje de 1828-1829 iba a ser también el último.[8]
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segunda que se encuentra, a la derecha, al entrar en el Valle de Biban el-Muluk. Este
hipogeo, de admirable conservación, recibe bastante aire seco y bastante luz para
que estemos maravillosamente alojados… Es realmente una morada de príncipe, con
el único inconveniente de la sucesión de estancia; el suelo está por completo cubierto
de esteras y cañas; finalmente, los dos kauas (nuestros guardas de corps) y los
domésticos duermen en dos tiendas plantadas a la entrada de la tumba».
Champollion, con mala luz, en posiciones extenuantes, respirando polvo, copia
día y noche; se entrega al Valle y moviliza toda su energía, hasta el punto de caer
desvanecido en la tumba de Ramsés VI cuyo mensaje espiritual le fascina.
En mayo, establece formalmente que el Valle es la necrópolis de los reyes
originarios de Tebas, capital de Egipto por aquel entonces; cada tumba tiene su
entrada propia y no se comunica con ninguna otra, a menos que algunos ladrones
hayan excavado galerías. Y se extasía. ¡Qué inmenso trabajo para crearlo!
Admira las tumbas de Ramsés I, de Merenptah, de Seti I (en la que corta un
sublime relieve para mostrar al mundo la perfección del arte egipcio), de Ramsés III
(cuyos arpistas hace dibujar correctamente), de Ramsés VI y de Tausert; su gran
decepción es el estado de la tumba de su querido Ramsés II, que encuentra llena de
cascotes y habitada por serpientes y escorpiones. «Haciendo excavar una especie de
intestino en medio de los restos de calcáreo que llena esta interesante catacumba,
llegamos, arrastrándonos a pesar del extremado calor, hasta la primera sala. Este
hipogeo, según lo que puede verse, fue ejecutado a partir de un plano muy vasto y fue
decorado con esculturas del mejor estilo, a juzgar por los pequeños fragmentos que
subsisten todavía.» Champollion preconiza una excavación completa que permita
estudiar la tumba… ¡Una excavación que no ha sido practicada todavía!
CHAMPOLLION EL VISIONARIO
La estupidez humana irrita al descifrador: «Varias de esas tumbas reales llevan en
sus paredes el testimonio escrito que eran, hace muchos siglos, abandonadas y
visitadas sólo, como en nuestros días, por muchos curiosos desocupados que, como
los de nuestros días, creían identificarse para siempre garabateando sus nombres
sobre las pinturas y los bajorrelieves, que quedaron así desfigurados. Los tontos de
todos los siglos tienen ahí numerosos representantes».
Este acceso de cólera no le impide hacer una predicción que se revelará acertada,
pese a las opiniones de Belzoni y de Wilkinson: «Es probable que todos los reyes de
la primera parte de la XVIII dinastía descansen en este mismo Valle, y que sea ahí
donde deban buscarse los sepulcros de Amenhotep I y II, y de los cuatro Tutmosis.
Sólo podrán descubrirse ejecutando inmensos movimientos de tierra al pie de las
grandes rocas cortadas a pico en cuyo seno fueron excavadas estas tumbas».
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Las cualidades de visionario del padre de la egiptología no se ejercieron sólo en el
terreno arqueológico; descifrador de los jeroglíficos, Champollion lo fue también del
Valle cuyo mensaje fundamental, con fulgurante intuición, logró percibir. Trabaja a
menudo solo en las tumbas, para escuchar «la voz de los antepasados», en silencio y
recogimiento; sin más instrumento de trabajo que su mirada, consigue leer textos de
gran dificultad y desvelar «las viejas verdades que creemos muy jóvenes». Las
representaciones de los suplicios de los condenados evocan El infierno de Dante,
pero, más allá de las imágenes, se produce el encuentro del ser transfigurado —
Faraón— con las fuerzas divinas, y se afirma la inmortalidad del alma.
Champollion es capaz de percibir el secreto inscrito en los hipogeos y su razón de
ser; en unas pocas líneas, da la clave básica del recorrido simbólico que lleva desde la
entrada hasta la sala del sarcófago: «Durante su vida, parecido al sol en su carrera de
oriente a occidente, el rey debía ser el vivificador, el iluminador de Egipto y la fuente
de todos los bienes físicos y morales necesarios para sus habitantes; el faraón
muerto fue pues, también, comparado naturalmente con el sol que se pone y
desciende hacia el tenebroso hemisferio inferior, que debe recorrer para renacer de
nuevo por oriente y devolver la luz y la vida al mundo superior». (Carta del 26 de
mayo de 1829.)
Faraón y la luz son de la misma naturaleza; su aventura es idéntica. Si el sol no
renace por la mañana, la naturaleza muere; si Faraón no resucita con él, la sociedad
humana se sume en el caos. Como ha demostrado Assmann, los egipcios pensaron
que el modelo faraónico, que está más allá de la Historia, era indispensable para la
buena marcha del universo. Por ello, la enseñanza del Valle es, también,
indispensable para la edificación de la espiritualidad; como Champollion
comprendió, escenas y textos nos revelan las leyes del más allá y la vía de acceso
para vivir en eternidad.
Las consecuencias de aquel desciframiento fueron considerables. Al probar que la
Biblia no poseía la verdad absoluta, Champollion trastornó los hábitos y chocó con la
Iglesia. Fue necesario admitir que la civilización se remontaba mucho más allá de
Moisés; además, el padre de la egiptología demostró que los egipcios no eran
idólatras ni politeístas, y que habían desarrollado una noción de la divinidad tan pura
como la del cristianismo.
Aquella breve estancia en el Valle señaló una verdadera revolución del
pensamiento; varios milenios de espiritualidad resucitaron y, a través de ellos, se
perfiló una visión, a la vez muy antigua y muy nueva, de la vida y de la muerte.
Champollion llevó a cabo una zambullida en las profundidades del alma egipcia y nos
abrió un camino que estamos muy lejos de haber recorrido hasta el final; su
experiencia supera el marco de la egiptología escolar y se inscribe, más bien, como la
de un maestro espiritual. «Debes considerarme como un hombre que acaba de
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resucitar —escribe a su hermano, el 4 de julio de 1829—; hasta los primeros días de
junio, yo era un habitante de las tumbas donde no se ocupan demasiado de las cosas
de este mundo.»
Champollion no descubrió ninguna tumba nueva, pero vivió y transmitió el
misterio del Valle; Wilkinson se ocupaba del número, Champollion percibió el
Número, la realidad secreta. Su muerte frenó el florecimiento de la naciente
egiptología. Traicionado, incomprendido, no tuvo ningún discípulo directo; sus obras
más importantes no fueron publicadas y deberemos aguardar la época más reciente
para verlas renacer.
Olvidando su predicción, la mayoría de los eruditos creyeron que el Valle estaba
agotado y que todas sus tumbas habían sido sacadas a la luz.
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14 - MOMENTOS BAJOS
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bajorrelieve.
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formidable poder de trabajo y su pasión por la civilización de los faraones. En
Mariette había algo de Belzoni; excavó mucho, con excesiva prisa a menudo, trazó su
camino sin preocuparse por sus detractores y nunca cuidó su salud. Pero Belzoni fue
siempre un aficionado mientras Mariette se convirtió en un profesional; no sólo se
preocupó de exhumar sino también de preservar y conservar. Ya en 1857, propuso
una legislación para terminar con el pillaje de antigüedades y consideró la creación de
un museo en el que estarían a salvo de toda clase de codicia. En Bulaq, en un
modesto local del barrio viejo de El Cairo, el obstinado Mariette abrió el primer
museo de antigüedades egipcias en el propio Egipto; él fue, también, quien puso los
fundamentos del futuro Servicio de Antigüedades, encargado de organizar y
supervisar las excavaciones.
¿Y el Valle? Mariette, el devorador de parajes, lo olvidó. Sin duda consideró que
no tenía ya nada que revelar, de acuerdo con la opinión corriente; sin embargo, lo
hizo vigilar y dio consignas a los guardianes de las tumbas para evitar nuevas
degradaciones. Aunque la eficacia de aquellas órdenes fue dudosa, pusieron freno sin
duda a la actividad de los iconoclastas.
En 1860 se tomó la primera fotografía conocida del Valle; se ve en ella la antigua
entrada del paraje, bastante estrecha, que por desgracia fue destruida en 1950 para dar
paso a la carretera. Esta nueva técnica, tan útil para los arqueólogos, no suprimió la
necesidad del dibujo, más explícito a menudo; pero comenzaba una nueva era.
Hacia 1870, Egipto se abrió al progreso; una sociedad europea, compuesta sobre
todo por franceses e ingleses, se puso a la cabeza de sus finanzas, su comercio y su
industria. Era agradable vivir en aquel país, sus posibilidades futuras parecían
interesantes, su pasada grandeza sólo pedía renacer; pero el pueblo iba a pagar el
precio del cambio y los políticos llevaron pronto a su nación al borde de la
bancarrota.
1870 es una fecha significativa en la historia del Valle; aquel año, en efecto,
aparecieron en el mercado clandestino de antigüedades unos objetos muy extraños. A
los conocedores no les cupo duda alguna: procedían de una tumba real.
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15 - EL ESCONDRIJO DE DEIR EL-BAHARI
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Gurna… ¡En una tumba! Apropiado lugar, donde los haya, para negociar un
magnífico papiro. Una semana más tarde, Wilbour tuvo entre las manos vendas de
momia con el nombre de Pinedjem I, rey-sacerdote de la XXI dinastía; como la pista
iba precisándose, no podía ya actuar solo. Avisó a Maspero, quien, en compañía de
Emile Brugsch y otros ayudantes, llegó a Luxor el 3 de abril de 1881. La
investigación se acentuó; un pequeño revendedor se dejó dominar por el pánico y
confesó que una importante familia de Gurna, los Abd el-Rassul, había descubierto
una tumba cuyo contenido suponía cuarenta mil libras de antigüedades.
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El 6 de junio de 1881 un calor abrumador reinaba en Luxor; Emile Brugsch, que
representaba a Maspero, se lanzó al asalto de la famosa tumba cuya existencia parecía
casi extravagante. La sorprendente excursión no fue descansada; el ascenso a la
colina perteneciente al circo montañoso de Deir el-Bahari, tras la colina de Gurna, era
peligroso. En el flanco sur del acantilado, a unos sesenta metros por encima del suelo,
se abría un pozo de dos metros de largo y doce de profundidad.
Brugsch, impresionado e impaciente, presentía un formidable descubrimiento. Sin
vacilar, bajó al fondo del pozo con la ayuda de una cuerda; allí comenzaba un
corredor de techo bajo. Avanzó de rodillas y se hundió en la roca, unos setenta
metros. Objetos antiguos por todas partes: estatuillas funerarias, cofres para canopes
y ataúdes. El arqueólogo comprendió que se hallaba en un escondrijo dispuesto, por
un sumo sacerdote, Pinedjem 11, que había hecho ampliar una antigua tumba.[9]
Brugsch, tras haber girado a la derecha, descubrió un nuevo corredor; era largo,
estrecho, pero más alto y lleno también de antigüedades; al final del recorrido,
estupefacción y maravilla: una cámara de setenta pies cuadrados llena de sarcófagos,
algunos de dimensiones colosales. El egiptólogo se acercó y leyó las inscripciones.
Identificó los ataúdes de la familia de Pinedjem, lo que era de esperar, pero creyó
sufrir alucinaciones cuando descifró la identidad de los personajes reunidos en aquel
santuario: Tutmosis I, Tutmosis II, Tutmosis III, Ramsés I, Seti I Ramsés II, Ramsés
III, Ahmosis, el fundador del Imperio Nuevo, Amenhotep I, el creador del Valle de
los Reyes, la gran y venerada reina Ahmose-Nefertari, cuyo sarcófago estaba metido
en otro de cuatro metros de altura.
La época más gloriosa de la historia egipcia resucitaba, las momias de los reyes
depositadas antaño en los ataúdes del Valle salían de la nada… Conmovido, Brugsch
escribió esta frase exacta y extraordinaria: «Me hallaba ante mis propios
antepasados». Le dominó una angustia, aquel fabuloso tesoro estaba en peligro. Ante
todo, salir de la tumba; las antorchas podían pegar fuego a los preciosos sarcófagos.
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pequeño número; habían envuelto de nuevo algunas momias y redactado etiquetas
que relataban su traslado de la tumba de origen al escondrijo. Varias momias habían
pasado algún tiempo en la tumba de Seti I; él mismo y Ramsés II eran, por otra parte,
los dos últimos llegados.
Alrededor de los sarcófagos yacían miles de objetos, copas, jarras, uchebtis,
guirnaldas de flores, cestos con alimentos, cajas que encerraban pelucas, es decir
elementos del material fúnebre recogido en las tumbas. Si algunos amuletos habían
sido brutalmente arrancados por los ladrones, Brugsch advirtió que muchas joyas
habían sido cuidadosamente recogidas por los ritualistas encargados de restaurar las
momias reales. Es muy probable que la tumba de Ramsés XI sirviera de taller; se
quitó la chapa de oro de los ataúdes y se ocultó en otros lugares, todavía no
descubiertos, raras y preciosas piezas.
El traslado de las momias reales y su colocación en lugar seguro fue una
operación cuidadosamente programada y ejecutada con rapidez y eficacia; nadie
reveló el secreto y, hasta la intrusión de los Abd el-Rassul, nadie penetró en el
escondrijo.
Un formidable enigma se planteó entonces; ciertamente, se acababa de resucitar
la memoria de varios faraones identificando sus momias, pero ¿dónde estaban sus
tumbas? ¿Dónde habían sido enterrados, por ejemplo, Tutmosis III y sus
predecesores? Mas Brugsch tenía otras cosas en la cabeza.
UN VIAJE PRECIPITADO
Evidentemente, aquel descubrimiento merecía la mayor atención; habría sido
necesario establecer un inventario completo de los objetos, pequeños y grandes,
anotar su emplazamiento exacto, trazar un plano de los lugares, dibujar y fotografiar,
en resumen, consagrar varios meses a aquel increíble hallazgo. El propio Brugsch
estaba considerado como un buen fotógrafo; sin embargo, no disponemos del menor
cliché, ni de un plano, ni de una lista de los sarcófagos tal como estaban colocados.
Aterrorizado ante la idea de que los ladrones pudieran apoderarse en cualquier
momento de semejante tesoro, Brugsch tomó una decisión que se considera
desastrosa desde el punto de vista científico: vaciar rápidamente el escondrijo de su
contenido.
Los hombres de Daud Pacha reunieron trescientos fellahs que formaban buena
parte de la población masculina de Gurna y, en menos de dos días, aquel pacífico
ejército transportó sarcófagos y momias hasta un barco especial fletado por el museo
de El Cairo.
Aunque Brugsch respirara porque el fabuloso tesoro estaba de nuevo seguro,
¿cómo no lamentar una precipitación que nos ha impedido, para siempre, reconstruir
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ciertos acontecimientos y escrutar mejor los misterios de aquel escondrijo? Al borrar
las huellas del paraje, sin efectuar la menor anotación, Brugsch privó a la arqueología
egipcia de uno de los fragmentos más apasionantes de su historia.
Algunos sarcófagos eran tan pesados que fueron necesarios doce hombres para
llevarlos; cuando el barco surcó las aguas del Nilo, los aldeanos se reunieron en las
orillas y saludaron ruidosamente a los antiguos reyes de Egipto. Como las antiguas
plañideras, ciertas mujeres lloraron mesándose los cabellos mientras los hombres
disparaban sus fusiles.
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vendas saturadas de aceite y resina que se adherían a la piel. El sabio francés temió
que las demás momias estuvieran en el mismo estado y aplazó sine die las
operaciones. Seguros ya en el museo, Ramsés II y los demás faraones aguardarían
días mejores.
EL INTERMEDIO LEFÉBURE
En 1882, el ejército británico bombardea Alejandría; el cuerpo expedicionario
inglés se apodera de El Cairo y, muy pronto, la administración británica reina sobre el
país controlando el gobierno egipcio. El acontecimiento es importante; durante un
largo período, Gran Bretaña se interesará de cerca por el país de los faraones y lo
colocará, cada vez con mayor firmeza, bajo su yugo.
En 1883, Eugène Lefébure, de cuarenta y tres años de edad, se convirtió en
director del Instituto francés de arqueología oriental; sucedió a Maspero que se puso a
la cabeza del Servicio de Antigüedades y reinó así sobre la arqueología en Egipto.
Lefébure, poeta y amigo de Mallarmé, se interesó en el simbolismo del Valle de los
Reyes; copió la totalidad de los textos de las tumbas de Seti I y de Ramsés IV,
identificó los «libros» y comparó las versiones de base con las halladas en otros
lugares. Tras dos meses pasados en la tumba de Seti I, trabajó cuatro años en las
tumbas reales antes de ceder su puesto a Grébaut.
Lefébure ha sido, por lo general, juzgado severamente; los epigrafistas le
reprochan un trabajo apresurado y poco cuidadoso. Por lo que a su comportamiento
se refiere, aquel hombre se ganó las críticas; ¿no había abandonado, acaso, a su mujer
y a un bebé en El Cairo para permanecer en la orilla oeste de Tebas donde, tras haber
desalentado a sus ayudantes, estaba solo? Tras haber residido en la tumba de Ramsés
IV, tuvo frío durante las noches de invierno y prefirió instalarse en una célebre
morada de Gurna, «la casa blanca» de los Abd el-Rassul, construida con el dinero
procedente del tráfico de antigüedades.
Nervioso, enamorado de la soledad, salvaje, Eugène Lefébure escribió una obra
no desdeñable en la que destacan sus estudios sobre el mito osírico y sobre los ritos
de protección de los edificios; su pasión por el Valle de los Reyes fue innegable y se
colocó en la estela de Champollion al afirmar su voluntad de conocer mejor los textos
inscritos en las paredes. ¿Y cómo no envidiar a un investigador que tuvo la suerte de
permanecer cuatro años en el Valle?
MASPERO DESENVUELVE
En junio de 1886, cinco años después del descubrimiento de Deir el-Bahari,
Gastón Maspero, recuperado de su decepción, decidió examinar las momias reales. El
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estudio de los textos le reveló que habían realizado un evidente recorrido por el Valle;
la momia de Ramsés II, por ejemplo, fue cuidada bajo el reinado de Herihor,
transportada a la tumba de Seti I y, luego, a la de Amenhotep I, restaurada de nuevo y,
finalmente, depositada en el escondrijo de Deir el-Bahari. Un equipo de especialistas
velaba por esas preciosas reliquias después de que el Valle no fuera ya utilizado como
necrópolis y, por lo tanto, estuviera poco o nada custodiado.
En compañía de Brugsch y de Barsanti, y en presencia del dueño del país, el
jedive Tewfik, el primer día de la experiencia, Maspero desenvolvió las momias.
Ciertamente, sufrió nuevas decepciones; por ejemplo, Ramsés III, cuyo rostro estaba
dañado, o la reina Ahmose-Nefertari, muerta en la vejez, y cuyo cadáver se pudrió en
cuanto estuvo al aire libre; pero le aguardaban dos sublimes hallazgos.
El primero fue el de Ramsés II, a quien Maspero liberó de sus vendas en menos
de un cuarto de hora; ancho pecho, hombros cuadrados, con las manos cruzadas sobre
el pecho, algunos cabellos en las sienes y en la parte trasera del cráneo, la nariz larga
y fina, los pómulos salientes, el mentón prominente, las orejas perforadas, el rostro
potente y voluntarioso, el gran monarca hizo una gran impresión al equipo de
egiptólogos.
El segundo fue el del padre de Ramsés II, Seti I, cuyo rostro tranquilo y sereno es
la más hermosa cara momificada nunca descubierta; a través de ella, se expresa la
eternidad.
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16 - LA TUMBA DE RAMSÉS VI O LA ALQUIMIA DE LA LUZ
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documentación no es abundante ni explícita.
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los elementos.
La tumba de Ramsés VI es un lugar fundamental del Valle; la enseñanza que
contiene es de las más esenciales. Como si los últimos ramésidas lanzaran las
postreras chispas de una sabiduría, la tumba de Ramsés IX pertenece a la misma
línea.
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17 - TUTMOSIS III (NÚM. 34) Y EL AFORTUNADO SEÑOR
LORET
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puede apoderarse de un excavador en semejantes circunstancias. Loret, metódico,
ordenó que se llevaran a cabo una serie de sondeos que consistieron en excavar
pequeños pozos en la masa de cascotes para llegar a la roca y descubrir la entrada de
un hipogeo.
Contrariamente a lo que muchos imaginan, es muy raro que un arqueólogo ponga
personalmente «manos a la obra»; suele limitarse a organizar y dirigir. La elección de
los colaboradores y la formación de un equipo son decisivas. En ese terreno, Víctor
Loret tuvo también suerte; confió a Hassan Hosni, inspector del Servicio de
Antigüedades de Gurna, la tarea de proceder a las investigaciones en el extremo
meridional del Valle, lejos de las tumbas ya conocidas, sin duda a causa de las
informaciones facilitadas por Mohamed Abd el-Rassul.
Con el espíritu en paz, Loret se marchó a Assuan en viaje de inspección.
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EL REINADO Y LA OBRA DE TUTMOSIS III
¿Cincuenta y cuatro años de reinado (1479-1425) o treinta y tres (1458-1425)?
Todo depende de cómo se calcule. A la muerte de Tutmosis II, le sucede Tutmosis III
y su reinado oficial comienza, pues, hacia 1479; pero el nuevo faraón es demasiado
joven para reinar y una mujer excepcional, Hatshepsut, se hace cargo de la regencia
antes de convertirse, ella misma, en faraón durante veinte años (1478-1458), sin
eliminar por ello a Tutmosis III.
De esta situación han nacido numerosas novelas. El joven Tutmosis no fue
encarcelado ni perseguido; aprendió pacientemente su oficio de rey, no inició
conspiración alguna contra Hatshepsut, no ordenó asesinato alguno y subió al trono
en 1458, cuando se extinguió la reina-faraón tras un feliz y brillante reinado.
Tutmosis III, cuya memoria era venerada todavía en tiempos de los Ptolomeos,
fue un soberano de excepcional envergadura; su momia, de pequeño tamaño, fue mal
conservada, lamentablemente, y no comunica el vigor espiritual de un monarca que
marcó profundamente su época y legó a la posteridad obras irreemplazables.
El historiador admira al jefe de guerra, responsable de diecisiete «campañas» en
Levante, de las que algunas fueron expediciones militares y otras simples desfiles
destinados a mantener el orden. Consciente de los peligros de invasión y deseoso de
proteger Egipto, Tutmosis III dirigió la reconquista de Palestina, de Siria y de los
puertos fenicios que no se convirtieron en colonias sino en protectorados; los
gobiernos locales tenían que mostrarse fieles a Egipto y enviarle tributos. Tras haber
atravesado el Éufrates, el ejército de Tutmosis III impuso la paz egipcia en Asia
occidental; babilonios, asirios e hititas se comportaron como compañeros económicos
que mandaban a la corte de Faraón oro, plata, cobre, marfil y piedras preciosas.
La gente de Mitanni, cuya civilización estaba centrada entre el Tigris y el
Éufrates, parecieron durante largo tiempo una seria amenaza; por ello, Tutmosis III,
en vez de esperar sus asaltos, decidió pasar a hierro y fuego el propio territorio del
enemigo. En el año 33 de su reinado, le infligió una derrota decisiva.
En adelante, se tratará menos de hacer hablar las armas que de disuadir, pacificar
y educar. En el año 42 del reinado se llevó a cabo la última campaña; Mitanni se
había convertido en un país tranquilo, desprovisto de cualquier intención bélica.
Aquella transformación de un peligro real en factor de seguridad fue uno de los más
hermosos éxitos de la política exterior de Egipto; la operación fue llevada a cabo con
discernimiento y perseverancia. Desde el Éufrates y el valle del Orontes, al norte,
hasta Nubia y Napata, al sur, Tutmosis III reinó en un imperio de más de tres mil
kilómetros de longitud. En el terreno arquitectónico, el rey modificó el templo de
Amón-Ra en Karnak cerrando, hacia oriente, el patio del Imperio Medio, centro vital
del edificio, con una espléndida construcción, llamada akhmenu, «Aquél cuyos
monumentos brillan». El término akh, que puede traducirse por «luminoso,
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glorificado, fulgurante, útil», designa la más alta calidad espiritual del ser; ahora bien,
en ese akhmenu se celebraba la iniciación en los grandes misterios de los sacerdotes
de Karnak y los visires. La documentación prueba que estuvo reservada a un
reducidísimo número de adeptos y que hoy contemplamos lugares en los que muy
pocos egipcios fueron admitidos a lo largo de los siglos.
Los maestros de obras del rey construyeron templos en todo Egipto; él mismo se
interesó por las más antiguas tradiciones e hizo copiar los textos sagrados de los
orígenes, los famosos Textos de las pirámides. De este modo, los ritos practicados en
Karnak se vincularon a las enseñanzas de Heliópolis, la más sagrada de las ciudades
santas. Esos rituales, formulados por la Casa de la Vida en la época de Tutmosis III,
fueron practicados hasta la época grecorromana; en este campo, como en los demás,
el rey actuó de nuevo como innovador y hombre de síntesis.
El Valle de los Reyes fue objeto de sus más atentos cuidados. Probablemente hizo
acondicionar las sepulturas de los dos monarcas que le precedieron, Tutmosis I y
Tutmosis II, para darles una forma parecida a la de su propio hipogeo; algunos
especialistas consideran incluso que es el verdadero fundador del Valle y que fue él
quien lo designó, definitivamente, como necrópolis real.
Afortunado Víctor Loret, en verdad, que acababa de entrar en la morada real de
semejante personaje. Su reinado había sido largo y glorioso, el Egipto de Tutmosis III
rico y omnipotente… ¿No debía contener la tumba fabulosos tesoros?
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un gigantesco papiro desenrollado en las paredes, un libro abierto, pues, que tiene la
particularidad de leerse a sí mismo por toda la eternidad, al margen de cualquier
presencia humana. Debido a la especificidad del reinado de Tutmosis III, es posible
que la tumba hubiera servido de lugar de iniciación y se hubiera revelado al adepto la
totalidad de ese texto secreto que narra las metamorfosis del sol y su viaje por el más
allá. Este viaje se inscribe en un óvalo; la tumba, por su forma, evoca también el
espacio sagrado en el que se producen las metamorfosis de la luz.
En uno de los pilares, una diosa, confundiéndose con un árbol, da el pecho al rey.
Según el texto, es «su madre Isis» la que lo amamanta; ahora bien, Isis era también el
nombre de la madre terrenal de Tutmosis III, asimilada aquí a la diosa, su madre
celestial, que le convierte en un ser cósmico ofreciéndole la leche de las estrellas. La
dama Isis está, además, representada en el mismo pilar; se la ve bogando en una barca
de papiro por los paraísos celestiales.
El sarcófago, de gres rojo pintado, estaba todavía en su lugar, sobre un zócalo de
alabastro; Nut, la diosa del cielo, se encarnaba en aquel sarcófago concebido como la
matriz cósmica donde el ser real renacía en eternidad. En las vendas de la momia de
Tutmosis III estaba inscrito un texto redactado por su hijo Amenhotep II: «El dios
perfecto, el Señor de las Dos Tierras, el señor de la acción, el rey del Alto y el Bajo
Egipto, el hijo de la luz divina, nacido de su cuerpo, su amado, Amenhotep: él
construyó esto como un monumento para su padre, de formas perfectas, ejecutando
para él los libros de la realización espiritual».
Víctor Loret tenía realmente mucha suerte; devolvía a la luz el primer libro
abierto de las tumbas reales, la primera revelación completa del Libro de la cámara
oculta y nos ofrecía el privilegio de poder descubrir ese lugar único donde uno de los
más poderosos faraones había elegido sobrevivir por la austeridad de un texto
sagrado, prefiriendo la sencillez del dibujo y el rigor de los jeroglíficos al esplendor
de la pintura y el bajorrelieve.
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Loret, aunque tuvo la precaución de cuadricular el suelo para situar
convenientemente la posición original de los objetos, olvidó publicar sus notas y sus
trabajos. Una vez más, el descubrimiento de una tumba real no era acompañado por
un trabajo científico que ya nunca más podrá realizarse.
El equipo de Loret vació la tumba en tres días; fueron necesarios ocho para
extraer los últimos restos de piedra. Nos interrogamos todavía sobre la fecha del
pillaje; indica el paso de vándalos que, descontentos al no hallar montones de oro,
rompieron las estatuas de madera contra las paredes. Afortunadamente, no la
emprendieron con los dibujos y los textos; para ellos, aquel tesoro no tenía valor
alguno.
La inscripción de un escriba de la XX dinastía es difícil de interpretar; tal vez se
trate de la señal de un informe de inspección. En la dinastía XXVI un alto dignatario,
llamado Hapimon, copió el sarcófago de Tutmosis III, soberano que había llevado
hasta su más alto grado el ideal faraónico.
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18 - AMENHOTEP II (NÚM. 35) O EL SEGUNDO ESCONDRIJO
REAL
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que había tenido el insigne honor de ser sepultado junto al faraón. Los desvalijadores,
que no respetaban la vida ni la muerte, habían arrancado sus vendas buscando joyas y
mutilado el cuerpo con abominable salvajismo.
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sabemos más; tal vez hubiera sido posible identificar a los tres personajes si el
excavador se hubiera preocupado de redactar una publicación científica.
Una de las cuatro estancias pequeñas estaba cerrada con bloques de calcáreo.
Intrigado por aquel insólito dispositivo, Loret hizo arrancar un bloque y lanzó una
ojeada al interior de aquella cámara de tres metros por cuatro. ¡Vio… nueve ataúdes!
Un nuevo escondrijo, pues; sin duda pensó en los sumos sacerdotes de Amón. Pero la
verdad era mucho más sorprendente: ¡Nueve momias reales!
En aquel lugar cerrado descansaban dos faraones de la XVIII dinastía, Tutmosis
IV y su sucesor Amenhotep III; tres de la XIX dinastía, Merenptah, Seti II y Siptah;
cuatro de la XX dinastía, Sethnakht, Ramsés IV, Ramsés V y Ramsés VI. El
excavador se equivocó confundiendo a Merenptah con Akenatón, y advirtió hechos
extraños; por ejemplo, la momia de Amenhotep III se hallaba en una tina con el
nombre de Ramsés III, cubierta por una tapa de Seti II.
Pinedjem I dispuso ese escondrijo mientras Pinedjem II construyó el de Deir el-
Bahari; por lo tanto, desde la XXI dinastía, poco tiempo después de que se dejaran de
excavar tumbas en el Valle, los sumos sacerdotes de Amón consideraron que las
momias reales no estaban ya seguras en sus sarcófagos y decidieron trasladarlas.
SUBSISTEN MISTERIOS
Víctor Loret no hizo transportar las momias al museo de El Cairo (el traslado sólo
se efectuaría en 1934) y volvió a cerrar la extraña tumba. Parece haber sido
desvalijada, efectivamente, pero ¿por qué los vándalos no la emprendieron con la
momia de Amenhotep II y el escondrijo, desdeñando así los primeros objetos
codiciados? Un simple murete de piedra no podía impedirles entrar en el escondrijo
en busca de joyas y amuletos.
Fueron utilizados otros refugios provisionales, las tumbas de Horemheb (XVIII
dinastía), de Seti I (XIX dinastía) y de Sethnakht (XX dinastía) es decir un rey por
dinastía. Finalmente, se eligió la tumba de Amenhotep II como último sepulcro para
nueve faraones, siendo los demás transferidos al escondrijo de Deir el-Bahari.
Obligado es advertir que la tumba de Amenhotep II fue desvalijada de un modo
muy curioso. Sería más lógico admitir que fueron los sacerdotes de la XXI dinastía
quienes se llevaron el mobiliario fúnebre y cerraron la tumba en la que Loret fue el
primero (sin duda tras uno de los Abd el-Rassul de los siglos precedentes) en penetrar
después de tres mil trescientos años de olvido.
Fascinante evidencia, ¡tras la apertura de aquel segundo escondrijo, faltaban
muchas tumbas reales en la lista! Esta vez era seguro que el Valle no había entregado
todavía todos sus secretos y que era preciso emprender nuevas excavaciones
sondeando zonas inexploradas aún.
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EL PODER DE AMENHOTEP II
El sucesor de Tutmosis III reinó veinticuatro años (1425-1401); organizó
campañas militares contra Babilonia, Mitanni y el reino hitita, con el deseo de
mantener el orden en las regiones pacificadas por su padre. No se opuso a Asia de
modo violento; muy al contrario, la integró en el imperio y admitió la presencia, en el
propio Egipto, de divinidades asiáticas.
La interpretación literal de la documentación hizo que, a menudo, Amenhotep II
fuera calificado de «rey deportista»; le gustaban los caballos, manejaba el remo con
hercúlea fuerza y lograba, por sí solo, tensar un enorme arco para disparar flechas que
perforaban varios blancos de metal. Sin duda debemos superar el aspecto anecdótico
y recordar que el rey es la encarnación del poder; utiliza en todas sus actividades la
inagotable y sobrenatural fuerza de Seth, señor de la tormenta.
Una estela rinde un hermoso homenaje a ese rey del collar de flores, cuya tumba
fue eficaz refugio para nueve faraones: «Su padre, Ra, lo creó para que construyera
monumentos a los dioses».
LA SUERTE DURA
Tras su extraordinaria temporada de excavaciones, en 1898, Víctor Loret
comenzó otra a finales del invierno de 1899. Procedió a nuevos sondeos y destruyó
así, según los arqueólogos contemporáneos, preciosos estratos; pero en aquella época
se preocupaban poco por este tipo de detalles.
Loret trabajó en el gran barranco donde estaba situada la tumba de Ramsés IX,
luego en el valle entre las tumbas de Amenhotep II y Tutmosis III. Ningún resultado,
esa vez. Se desplazó a la zona comprendida entre las tumbas de Seti II y Tausert y, a
comienzos de marzo de 1899, descubrió la entrada de un sepulcro.
Unos peldaños, un corredor bastante corto, de 1,70 m de alto, que desembocaba
en una antecámara, una escalera llevaba a una cámara funeraria de forma oval y hacía
pensar, por lo tanto, en un cartucho real; ése era el plano de la pequeña tumba,
marcada por un descenso bastante brusco y un claro cambio de eje desde la primera
cámara. El estuco había caído, a causa de la infiltración de las aguas de lluvia, y la
decoración había desaparecido; sólo subsistían algunos frisos de kakheru, elementos
florales que prodigaban una protección mágica. Al fondo de la cámara funeraria,
seguida de una pequeña estancia destinada al cofre de los canopes, un magnífico
sarcófago de gres rojo. El cofre de los canopes, que contenía las vísceras del rey
distribuidas en cuatro compartimentos, estaba intacto.
Loret leyó el nombre del faraón en el sarcófago: ¡Tutmosis I! Acababa de
descubrir, pues, la más antigua tumba del Valle, la primera que se había excavado en
aquel paraje. ¿Acaso no correspondía a su papel de ancestro el que fuera la más
pequeña y sencilla? Se recogieron pocos vestigios, fragmentos de alfarería, de una
jarra de alabastro con el nombre del rey y, sobre todo, dos pedazos de calcáreo en los
que figuraban textos del Libro de la cámara oculta, el Amduat, totalmente revelado
en las tumbas de Tutmosis III y Amenhotep II, había sido inscrito ya, parcialmente,
en el primer hipogeo. El indicio es capital, pues demuestra que las etapas de la
resurrección del sol son consustanciales con el nacimiento del paraje y la función
principal de las tumbas reales.
¿TUTMOSIS I EL FUNDADOR?
La duración de su reinado se discute: doce o quince años (1506-1493); Tutmosis I
no tenía parentesco alguno con su predecesor, Amenhotep I, y no pertenecía a la
familia real. Su nombre nos indica que había «nacido de Thot», el señor de los
EL INTERMEDIO QUIBELL
Después de los «años Carter» (1902-1904), Theodore M. Davis se sintió en
apuros. Aunque no apreciara demasiado a aquel inglés de carácter difícil, había
tenido, al menos, el mérito de transformar su jubilación en un inicio de epopeya
arqueológica. Lo más urgente era sustituirle.
En noviembre de 1904, James Quibell sucedió a Carter como arqueólogo
profesional, encargado de excavar el Valle de los Reyes en nombre de Theodore M.
Davis. Quibell no era un autodidacta como su predecesor; universitario distinguido,
había realizado sus estudios en Oxford y se interesaba, sobre todo, por las primeras
dinastías y por el arte egipcio más arcaico. Su objetivo no era, ciertamente, un
hallazgo espectacular; pensaba tomarse su tiempo, llevar a cabo lentas y meticulosas
campañas sin preocuparse por los resultados inmediatos. Ponderado, reservado,
chocó enseguida con el autoritarismo de Davis.
Davis era americano y rico. Pagaba y quería tumbas inéditas. Carter había
probado que era posible; por lo tanto debía continuar en esa dirección. Este discurso
disgustó mucho a Quibell, que solicitó su traslado sin haber iniciado ningún trabajo
de envergadura en el Valle.
Maspero le sustituyó por Arthur Weigall, pero éste tampoco sirvió. Davis,
pragmático, visitó al director del Servicio de Antigüedades y exigió que las
excavaciones se realizaran a su guisa, empleando el personal que le conviniera. Él era
el financiero y…
FRICCIONES DE ARQUEÓLOGOS
Contrariamente a lo que puede leerse aquí y allá, la tumba no fue desvalijada;
ciertamente, entraron en ella y, sin duda, en una época antigua, para tomar algunos
productos cosméticos; el mismo fenómeno se observará, por otra parte, en la de
Tutankamón, sin que pueda darse una explicación. Si los ladrones hubieran
descubierto semejante tesoro, sólo nos habrían quedado las migajas.
El 14 de febrero, Quibell visitó la tumba. Su enemistad hacia Davis aumentó más
aún cuando advirtió que el americano había desplazado ya varios objetos sin tomar
nota del emplazamiento exacto. Como técnico, se pone furioso y se pregunta por qué
UN FARAÓN CALUMNIADO
Demasiados autores han descrito a Horemheb como el liquidador de la
«experiencia amarniense»; se le ha descrito con los rasgos de un perseguidor y el cine
americano, tan alejado de la realidad egipcia, lo ha convertido incluso en un soldado
violento y borracho.
Bajo el reinado de Akenatón, Horemheb residió en la ciudad del sol y realizó las
funciones de general; no era sólo un militar sino también un escriba real, un literato y
un administrador de alto rango, cercano a Faraón. Parece incluso haber ocupado el
rango de primer ministro. Especialista en política exterior, fue un notable legislador
que reformó ciertas costumbres que se habían hecho injustas.
Cuando Tutankamón sucedió a Akenatón, Horemheb siguió sirviendo al rey; fue
también el servidor de Ay antes de subir, a su vez, al trono de Egipto en el que
permaneció unos treinta años (1323-1293). Su reinado, apacible y brillante, cierra la
XVIII dinastía y, en cierto modo, abre la XIX cuyos fundamentos pone Horemheb.
Lejos de ser un hombre de transición, fue un monarca bisagra entre dos fases de la
historia de Egipto. Sus reformas administrativas y legislativas cambiaron la fisonomía
del país y prepararon los años en los que brillaron Seti I y Ramsés II. Este último,
recordémoslo, arrasará la capital de Akenatón.
Los maestros de obras de Horemheb trabajaron, sobre todo, en Menfis y Karnak,
donde edificaron tres pilonos. El segundo, que cierra la sala hipóstila por el oeste, y
LA TUMBA DE AMENHOTEP I
Carter y Carnarvon vivieron la guerra de un modo muy distinto. Carter fue,
durante algún tiempo, «mensajero del rey» para el Próximo Oriente, pero fue
expulsado de su puesto por indisciplina y regresó enseguida al Valle donde inició sus
exploraciones con los medios de que disponía. El arqueólogo, cuyo espíritu estaba
completamente ocupado por su pasión, no parece haber sido afectado por el atroz
conflicto que devastó a Europa. El lord, por el contrario, estaba obsesionado por la
idea de servir a su país; intentó que le movilizaran, pero su estado de salud le impidió
ir al frente. Buen fotógrafo, puso sus habilidades al servicio del ejército. Por lo que se
refiere al castillo de Highclere, albergó a oficiales heridos en combate. Egipto y el
Valle no eran ya las preocupaciones fundamentales de Carnarvon.
En 1914, antes de la declaración de guerra, Carter había descubierto una curiosa
tumba en Dra Abu el-Nagah, fuera del Valle pues; estaba convencido de haber
identificado la sepultura del segundo rey de la XVIII dinastía y del primero de los
Amenhotep, cuyo reinado de veinte años (1526-1506) había sido próspero.
La momia de este faraón, muy amado por los artesanos de Deir el-Medineh, que
le consagraron un culto, fue encontrada en el escondrijo de Deir el-Bahari, vistiendo
una tela anaranjada y llevando una máscara de madera y cartón pintado; estaba
cubierta de guirnaldas de flores azules, amarillas y rojas. Pese a sus nombres, «Toro
que subyuga a los países», «El que inspira un gran espanto», Amenhotep I, después
de la guerra de liberación conducida por su predecesor Ahmosis, fue un rey pacífico.
Se preocupó sobre todo de las tradiciones más antiguas, a partir de las que hizo
componer el Amduat, el Libro de la cámara oculta, destinado a las tumbas reales del
Valle. En Karnak subsiste una capilla de alabastro de Amenhotep I, depósito de la
barca divina; uno de los títulos de gloria de ese faraón es haber organizado la cofradía
de Deir el-Medineh y preparado así la creación del Valle. La fiesta del rey divinizado
y resucitado fue una de las más alegres del calendario cuyo séptimo mes tomó el
nombre de «El de Amenhotep».
¿Encontró realmente Carter la tumba de ese faraón, de la que se sabe que se
llamaba «El horizonte de eternidad»? Algunos egiptólogos lo niegan, especialmente
F. J. Schmitz, para quien la sepultura de Amenhotep I fue la tumba núm. 320,
reutilizada por Inhapi, es decir el famoso escondrijo de Deir el-Bahari.
De 1915 a finales de 1917, Carter recorrió el Valle, completó su mapa, leyó de
CARTER EL LOCO
En diciembre de 1917, lejos del estruendo de las armas, Carter se instaló en una
hermosa morada de la orilla oeste donde estableció su cuartel general. Para que
quedara bien claro que tomaba posesión del lugar, transformó en almacén la casa de
excavaciones de Davis; en su interior, descubrió un plano del Valle establecido por
Ayrton; advirtió que sabía más que el excavador del americano y que era capaz de
completar el documento.
Carter provocó muchos celos. Era sólo un autodidacta, no tenía diplomas
universitarios, no había ido a una gran escuela y, sin embargo, se convertía en el
responsable de una misión correctamente financiada y dotada de nuevos medios
técnicos, como el astuto sistema consistente en utilizar un raíl desplazable por el que
se hacía circular una vagoneta cargada de escombros.
En la capillita egiptológica, donde florecían los golpes bajos, los ardides y las
rivalidades más o menos furibundas, se sabía que Carter era el mejor especialista del
Valle; pero se guaseaban porque, pese a su experiencia, era inconsciente de una
realidad fundamental sobre la que ya se habían pronunciado los especialistas: no
quedaba ninguna tumba inédita en el Valle. Aquel loco de Carter se lanzaba a una
misión imposible de la que saldría ridiculizado y caído.
PRIMERA CAMPAÑA
Carter contrató como reis a Ahmed Girigar, amigo de mucho tiempo atrás; estaba
así seguro de tener a sus órdenes un equipo de obreros serios y fieles. Los trabajos
comenzaron en diciembre de 1917, en el lugar que obsesionaba al arqueólogo desde
hacía mucho tiempo, entre las tumbas de Ramsés VI y de Merenptah. Fue necesario
más de un mes de esfuerzos para desplazar la masa de escombros que llenaban el
paraje; la vagoneta abierta y basculante resultó muy eficaz. Al revés que sus
predecesores, Carter no se limitó a desplazar un montón para hacer otro montón; hizo
que los escombros se llevaran fuera del Valle, de modo que quedaran en un terreno ya
excavado. Por primera vez se aplicó a gran escala un método inteligente.
Además, Carter fue el primer excavador que se interesó por el contenido de los
escombros; en aquella informe masa se ocultaban fragmentos de antigüedades cuya
meticulosa lista iba estableciendo el inglés; aquellos modestos vestigios permitieron a
veces sacar interesantes conclusiones.
Ya en la primera campaña, el arqueólogo topó con un adversario al que maldecirá
SEGUNDA CAMPAÑA
Egipto había sufrido con la Gran Guerra; en 1918, el país tuvo más muertes que
nacimientos. Una enorme inflación corroía una economía destrozada y el país fue
presa de la angustia moral de la que, sin embargo, nació una esperanza: obtener la
independencia. Comenzó a tomar cuerpo una tendencia nacionalista.
Si el entusiasmo de Carter siguió intacto, eso demostraba que su comportamiento
no era el de un buscador de tesoros sino el de un científico enamorado del Valle, hasta
el punto de escrutar sus menores aspectos. De este modo, en febrero de 1919, excavó
durante cinco días ante la tumba núm. 38, la de Tutmosis I, para descubrir un
depósito de cimientos que demostrara la atribución del sepulcro. Resultado mediocre;
ciertamente exhumó el depósito, pero las inscripciones jeroglíficas se habían borrado.
En 1919, Carter cumplió una misión muy distinta. Los dos compradores más ricos
del mercado de antigüedades eran lord Carnarvon y el Metropolitan Museum de
Nueva York; oponiéndose podían hacer que los precios subieran. Carter fue el
hombre providencial y conciliador. Arqueólogo de Carnarvon, tenía varios amigos
entre los egiptólogos americanos; fue pues el experto encargado de comprar las
antigüedades y ofrecérselas unas veces a su patrono y otras al museo, haciendo que se
respetara un pacto de no competencia. Carnarvon venderá incluso al museo, a través
EL JESUITA Y EL ARQUEÓLOGO
De acuerdo con la legislación vigente, Carter tuvo que avisar al director del
Servicio de Antigüedades. Éste era el jesuita francés Pierre Lacau, distinguido
filólogo, excelente conocedor de los textos religiosos y con corazón de funcionario.
Entre el hombre que actuaba sobre el terreno y el sabio de despacho, no nació la
simpatía; no veían el mundo del mismo modo y, además, sus respectivas
nacionalidades no arreglaron la situación.
Sin darse cuenta, Carter se hizo un enemigo de gran envergadura; no sólo no caía
simpático a Lacau sino que, además, éste estaba decidido a sancionar el menor paso
en falso. Por lo que se refiere al reparto de los trece jarrones entre Carnarvon y el
museo de El Cairo, no hubo problemas; Lacau se mostró conciliador y aceptó que el
aristócrata recibiera alguno de aquellos recipientes sagrados como compensación por
el dinero invertido en las excavaciones.
EL CIELO SE CUBRE
A comienzos de 1921, Carter hizo excavar la tumba núm. 55 y la de Ramsés II;
siguió utilizando el mismo método, limpiar hasta alcanzar la roca y el nivel más
antiguo del Valle.
La excavación no fue del todo improductiva: un fragmento de vaso canope con el
nombre de la reina Tajat, esposa de Seti II, y un pequeño escondrijo de objetos que
contenía, especialmente, rosetas de bronce. Era muy poco, comparado con las
considerables sumas invertidas por lord Carnarvon. Este último se impacientó y llegó
a una conclusión. Puesto que las cualidades profesionales de Carter estaban fuera de
dudas, el Valle no podía ofrecer nada ya.
En febrero de 1922, Carter dirigió una breve campaña de un mes, para reducir los
gastos; comenzó a trabajar en el lado este de la tumba de Siptah y giró alrededor del
ángulo, en el barranco de la tumba de Tutmosis III. Del suelo se extrajeron sólo
algunos ostraca.
El mejor conocedor del Valle no había descubierto pues ninguna tumba nueva;
disponía sin embargo de medios materiales, tenía la cooperación de un excelente reis
y de un buen equipo de obreros y dirigía las excavaciones de acuerdo con un método
riguroso.
LA ENTREVISTA DE HIGHCLERE
Durante el verano de 1922, Carter estuvo en Highclere, el castillo de lord
Carnarvon. El aristócrata, lamentándolo mucho, comprobó el fracaso de la empresa;
tal vez Carter y él se habían lanzado a una aventura algo enloquecida. Sencillamente
habían olvidado que el Valle había sido excavado ya en todas direcciones y que no
quedaba tumba alguna por descubrir. Carnarvon no lamentaba nada, pero su fortuna
no era inagotable.
Carter esperaba aquel discurso. A sus cuarenta y ocho años de edad, sabía que la
suerte le abandonaba. ¡El Valle de los Reyes… había soñado tanto en él! Y ahora le
infligía su más dura derrota. ¿No iba a ofrecerse una última oportunidad al
condenado? Ciertamente, Carnarvon tenía cincuenta y seis años, estaba enfermo,
cansado, harto de financiar excavaciones estériles; pero Carter defendió bien su
causa. Le habló de las cabañas de obreros ramésidas. Antes de renunciar
definitivamente, quería asegurarse y saber qué se ocultaba debajo. Si no descubría
nada, sería el verdadero final de la aventura.
El entusiasmo de Carter sedujo de nuevo a Carnarvon. Financiaría pues, sin
esperanza alguna, una última temporada.
EL ESPÍRITU DE EQUIPO
Espíritu arisco e independiente, Carter fue sin embargo un notable jefe de equipo.
Hablaba árabe y sabía dirigir a sus obreros, con la insustituible ayuda de su amigo
Ahmed Girigar. Ante la magnitud de la tarea, supo también rodearse de técnicos
como el químico Lucas, el fotógrafo Burton, el especialista en conservación Mace,
los epigrafistas Gardiner y Breasted, y otros más. Carter comprendió enseguida que el
estudio de una tumba real intacta no podía ser abarcado por un solo hombre.
Ciertamente, siguió siendo el maestro de obras en cualquier circunstancia, pero supo
delegar con buen criterio. Por fin un arqueólogo estaba decidido a tomarse el tiempo
necesario y no vaciar la sepultura a toda prisa.
La mayoría de los amigos de Carter pertenecían al personal científico del
Metropolitan Museum de Nueva York, otros, como Callender y Lucas, habían
ocupado funciones oficiales en el propio Egipto. Nadie discutió la autoridad de
Carter; en los peores momentos del conflicto con el Servicio de Antigüedades y con
el gobierno egipcio, los miembros de su equipo le apoyaron y defendieron su
posición. Durante varios años, «el equipo Tutankamón» vivió momentos exaltantes,
cotidianas maravillas, con una obsesiva preocupación: no destruir nada y transmitir a
la posteridad los tesoros arrancados a las tinieblas.
LA TUMBA HABLA
Cruzada la segunda puerta, los excavadores contemplaron una estancia de 8
metros de longitud y 3,60 metros de ancho, a la que Carter denominó «antecámara».
Con ligero espanto, todos escucharon la voz de la tumba. Los objetos, que sufrían el
choque del aire procedente del exterior, emitían extraños sonidos, como si
despertaran después de tres milenios de sueño.
Los muros de la antecámara estaban blanqueados con yeso y no decorados;
arquillas, sitiales, trono, cuatro carros desmontados, bastones, armas, jarrones de
alabastro, cetros, trompetas, cuatro medidas de un codo de longitud, joyas, vestidos,
sandalias, objetos de aseo, lechos rituales en forma de animal componían el
mobiliario fúnebre del rey Tutankamón.
LA TERCERA PUERTA
En la pared norte de la antecámara apareció un paso tapiado y marcado, de nuevo,
DUDAS Y CONFLICTOS
Carter no ocultó su inquietud a Carnarvon; el plano de aquella tumba era insólito.
Ningún otro hipogeo real se le parecía. Era difícil imaginar que, tras la tercera puerta
sellada, se ocultara el sarcófago de un faraón. Carnarvon tenía otras preocupaciones;
Pierre Lacau cuestionaba el contrato firmado con Maspero sobre el reparto de los
objetos. Nadie había previsto la magnitud y la calidad del tesoro. El aristócrata
discutió aquel cambio de actitud; las excavaciones le habían costado mucho dinero y
el vaciado de la tumba, el primero que se realizaba de modo riguroso, exigiría una no
desdeñable financiación. ¿Por qué no respetar, en estas condiciones, la palabra dada?
Lacau adujo una nueva reglamentación que se aplicaba a la tumba de Tutankamón.
Diplomático, creyendo tener tiempo todavía, lord Carnarvon no se enfrentó
directamente con el director del Servicio de Antigüedades.
SOLEDAD DE UN EGIPTÓLOGO
La pérdida de un auténtico amigo es siempre una catástrofe de la que nadie se
recupera. Carter, poco dado, sin embargo, a admirar la aristocracia británica, sentía un
sincero afecto por Carnarvon y se creyó por completo desamparado tras su
desaparición; Carnarvon no vería pues el sarcófago de Tutankamón, suponiendo que
existiese. Carter se prometió llevar la excavación hasta el final y dedicar sus últimas
victorias al hombre que le había permitido despejar el más fabuloso de los misterios
del Valle.
Carnarvon no sólo era un amigo sino también un protector que evitaba a Carter
cualquier preocupación material, trataba con el Servicio de Antigüedades, se
encargaba de la prensa, de los visitantes y de las relaciones públicas. En adelante,
Carter estaría solo para enfrentarse con esas dificultades, al tiempo que proseguía el
trabajo científico. No siendo diplomático ni hombre de mundo, dio varios pasos en
falso, chocó con los periodistas, las autoridades administrativas y acabó siendo
considerado una especie de colonialista que creía que la tumba de Tutankamón era de
su propiedad. Tan torpe como es posible serlo, sin tomar conciencia del ascenso del
nacionalismo egipcio, el egiptólogo no se desvió del camino trazado en compañía de
Carnarvon: devolver a la luz los tesoros de Tutankamón.
LA CÁMARA FUNERARIA
De las cuatro estancias que componen la tumba, es la única decorada. Los temas
son raros, únicos incluso; asistimos a los funerales de Tutankamón, al arrastre del
ataúd por la cofradía de los sabios, a la apertura de la boca del difunto por su sucesor,
Ay, y a la acogida del resucitado por la diosa del cielo, Nut, que le transmite una
energía que brota de sus manos. También están presentes monos que acompasan las
horas y el escarabeo, símbolo del sol renaciente.
Entre la capilla de oro y el muro, Carter dispuso sólo de setenta y cinco
centímetros para moverse; advirtió que estaba hecha con paneles ensamblados, de
considerable peso, y que contenía otras tres capillas de oro. Había pues cuatro
capillas, encajadas las unas en las otras, como las envolturas protectoras de un cuerpo
de resurrección que sólo podía ser el del rey. Fue necesario proceder a un lento y
paciente desmontaje.
La decoración de la primera capilla, de madera dorada y con incrustaciones de
pasta de vidrio azul, está consagrada a la reanimación alquímica del alma de Faraón;
estamos lejos, hoy todavía, de haber desvelado todos los secretos de los textos y las
PROSIGUE EL TRABAJO
Las conferencias de Carter tuvieron mucho éxito; para el pueblo americano se
convirtió en una estrella. Aquella gloria no le satisfizo; sólo pensaba en Tutankamón,
prisionero de Pierre Lacau. Lacau, precisamente, no presumía ya demasiado; ¡nadie
se atrevía a sustituir a Carter! La situación estaba bloqueada; el Servicio de
Antigüedades disponía de la tumba pero no de un excavador competente.
De regreso a Inglaterra, Carter se entrevistó con lady Carnarvon. Se pusieron de
acuerdo en un espinoso punto, mejor era renunciar a cualquier derecho de propiedad
sobre los objetos descubiertos en la tumba. En Egipto, la situación evolucionaba; el
gobierno Zaghlul fue derribado. Los políticos que tomaron el poder eran mucho
menos hostiles a Inglaterra y a Carter. Lacau, aislado, tuvo que inclinarse; aceptó el
regreso del hombre al que había conseguido expulsar. Cuando le devolvió las llaves
de la tumba, le expresó su satisfacción por verle poner de nuevo manos a la obra. A
sus cincuenta y un años, Carter reconstruyó su equipo, a excepción de Mace, muerto
de tuberculosis, para iniciar la última etapa de la excavación. Se enfureció al
comprobar que los objetos transferidos ya al museo de El Cairo habían sido
manipulados por un personal incompetente; no habían sabido montar de nuevo los
carros. Pero el hacha de guerra estaba enterrada. El Estado egipcio conservó la
totalidad del tesoro y pagó a la viuda de lord Carnarvon los gastos que había hecho su
marido. El trabajo prosiguió en un clima sereno.
ÚLTIMOS TESOROS
INGRATITUD
Howard Carter fue, sin duda alguna, el autor del más espectacular descubrimiento
arqueológico de todos los tiempos. Era de esperar que se le concedieran grandes
distinciones y siguiera ejerciendo sus aptitudes en otras excavaciones.
La realidad fue muy distinta. Carter, detestado, despreciado y víctima de los
celos, cayó en una especie de clandestinidad. Poco interesado en obtener los favores
del establishment y del mundo llamado «científico», había olvidado ser un trepador.
Trabajador encarnizado, nunca comprendió que obtener un puesto oficial y ciertos
honores exigía algunos compromisos.
Carter regresó varias veces a Egipto, pero no volvió a excavar. Inglaterra no le
concedió la menor distinción. Murió en Londres, solitario, en 1939. Como suele
suceder, la humanidad sólo había ofrecido ingratitud a uno de sus genios.
DESPUÉS DE TUTANKAMÓN
La más importante de las tumbas reales, a causa de su contenido, fue la última
que se descubrió; Howard Carter fue pues el último egiptólogo que sacó a la luz un
hipogeo en el Valle. Luego nada; no ha vuelto a emprenderse ninguna campaña de
excavaciones de cierta envergadura. Esta vez, la comunidad científica considera que
el más célebre paraje de Egipto se ha agotado por completo. Está hoy abandonado a
los turistas que no cesan de afluir.
De 1930 a 1966, Alexandre Piankoff se interesó por los textos enigmáticos
inscritos en las paredes de las tumbas y publicó numerosas traducciones que sirven
todavía de base a los investigadores; egiptólogos como Erik Hornung han seguido sus
pasos.
En 1978-1979, John Romer organizó una campaña de excavaciones en la tumba
de Ramsés XI. La década de los noventa debería estar señalada por cierto número de
publicaciones indispensables, pues la mayoría de las tumbas se conocen todavía muy
poco.
Pero ¿ha revelado realmente el Valle todos sus secretos?
LA REGLA DIVINA
La espiritualidad faraónica estaba centrada en la conciencia de Maat, la Regla
universal, y su aplicación en el mundo de los hombres. El papel fundamental de
Faraón consistía en alimentarse de Maat y hacerla vivir en la Tierra; sin la Regla, la
sociedad era presa de la corrupción, la mentira y la desgracia. Maat está presente en
las tumbas del Valle, con la forma de una diosa; se la encuentra a menudo a la entrada
de los hipogeos. ¿Acaso no es necesario pasar por ella para entrar sin temor en los
caminos del más allá? El alma era juzgada en la «sala de las dos Maat», que puede
entenderse como la del doble aspecto de la Regla, divina y humana. Una existencia se
consideraba armoniosa cuando el corazón del ser era tan ligero como la pluma de
avestruz que simbolizaba la Regla. Si las acciones habían sido negativas, el corazón
pesaba demasiado. El ser era condenado entonces a la segunda muerte y «la
devoradora» se lo tragaba.
El juicio del presidente del tribunal, Osiris, era severo; se ataba a los condenados
a postes, se los entregaba a terroríficos demonios que cortaban las cabezas con sus
cuchillos, se los arrojaba a lagos de fuego. El simbolismo de los imagineros de las
catedrales y de Dante se inspiró en el del Valle a través de distintos modos de
transmisión.
El condenado se veía privado de la luz, permanecía disperso y prisionero de las
tinieblas. Pero la Regla se mostraba llena de amor para quien la había practicado en
vida; si la colocaba en su corazón, el viajero por el más allá no tenía nada que temer.
CONCLUSIÓN
El difunto era recibido en la orilla oeste de Tebas por una diosa sonriente, «El
bello Occidente»; el Valle de los Reyes es una sorprendente mezcla de encanto y
austeridad de la que no está ausente. Cuando está abrumado por el sol y parece un
caldero, el paraje no es muy acogedor; hay que amar el calor, el desierto y las piedras
IMPERIO NUEVO
1552-1069: 483 años
Hay que añadir a la lista dos tumbas no numeradas. La primera se halla cien
metros al suroeste de la núm. 22; se trata de un depósito funerario de Amenhotep III.
La segunda es un comienzo de tumba excavado cerca de la núm. 34.
KV 1, Ramsés VII
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KV 2, Ramsés IV
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HORNUNG, E., op. cit.
KV 4, Ramsés XI
REEVES, C. N, op. cit., 121-123.
La tumba será publicada por John Romer.
KV 6, Ramsés IX
GUILMANT, E, Le Tombeau de Ramsés IX, El Cairo, 1907.
REEVES, C. N, op. cit., 119-120.
KV 7, Ramsés II
MAYSTRE, C, «Le tombeau de Ramsés II», Bulletin de l’Institut français
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KV 9, Ramsés IX
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1989.
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KV 14, Tausert
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Theben», SAK 10, 1983, 1-24; «Das Grab der Königin Tausret (KV 14)»,
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KV 16, Ramsés I
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KV 17,Seti I
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KV 20, Hatshepsut
DAVIS, T. M., y col., The Tomb of Hâtshopsîtû, Londres, 1906.
REEVES, C. N, op. cit., 24-25.
KV 23, Ay
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251.
REEVES, C. N, op. cit., 70-72.
KV 35, Amenhotep II
BUCHER, R, op. cit.
KV 43, Tutmosis IV
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REEVES, C. N, op. cit., 34-38.
KV 47, Siptah
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KV 57, Horemheb
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