El Secreto de Cristóbal Colón
El Secreto de Cristóbal Colón
El Secreto de Cristóbal Colón
PRÓLOGO
El día 9 de mayo de l453, el Imperio turco se hizo dueño de la vieja ciudad de Constantinopla; para
los países europeos, el comercio con Asia ya no era posible. Fue entonces cuando Portugal, abierto al
Atlántico, empezó a buscar un nuevo camino por mar. El plan era sencillo, pero lento: seguir la costa
de África, encontrar el paso al Océano Índico, y desde
allí ir hacia la India. En 1487, Bartolomé Días dio la
vuelta al cabo de Buena Esperanza: Portugal había
encontrado su camino.
Por aquellas mismas fechas, un hombre llamado
Cristóbal Colón, intentaba conseguir la ayuda de los
reyes españoles, doña Isabel y don Fernando, para
probar un camino distinto: él quería ir siempre hacia el
Oeste, cruzando el Atlántico.
Durante mucho tiempo Colón no pudo convencer a
nadie. Todos pensaban que era un viaje imposible: los
que no creían todavía que la Tierra era redonda, por
supuesto, pero también los que sí lo creían; para éstos,
la distancia entre Asia y Europa era demasiado grande.
Sin embargo, por fin, en l492, los Reyes Católicos
decidieron ayudar a Colón. Este cambio de opinión fue importantísimo porque el 12 de octubre de ese
mismo año, tres barcos españoles encontraban tierra al otro lado del Atlántico. De esta manera,
Europa había llegado a América.
Quinientos años después, muchos aspectos de esta aventura siguen estando poco claros. ¿Quién era en
verdad Cristóbal Colón, y qué esperaba conseguir con ese viaje? ¿Cómo tuvo la original idea de llegar
a Asia por el Oeste? ¿Por qué conocía tan bien el camino que debía seguir? ¿Y por qué lo ayudaron
los Reyes Católicos después de tantos años sin querer escucharlo? Todas estas preguntas tienen su
respuesta en El secreto de Cristóbal Colón.
Este libro presenta, en forma de novela —pero de acuerdo con la verdad histórica—, parte de la vida
de Colón: desde que llega a Portugal, hacia l475, hasta su salida con tres barcos españoles hacia
América en el verano de l492. Cuenta cómo al principio de la famosa aventura está el encuentro de
Colón con un viejo marinero que le enseñó el camino del Oeste; y cómo, de esta manera, se decidió el
futuro de España y del mundo entero. La existencia de este personaje no es completamente segura, es
verdad. Pero, para muchos historiadores, es lo único que da sentido a las acciones de Colón y lleva luz
a los rincones oscuros de la historia de su llegada a América.
CAPÍTULO I
Una noche del mes de agosto, año de 1478, en la pequeña isla de Puerto Santo Colón daba vueltas y
más vueltas en la cama; no podía dormir por culpa del calor, húmedo y pesado. Esa misma tarde había
vuelto de la isla de Madeira, donde había estado trabajando el último mes en algunos negocios. Estaba
sólo en la casa. Su familia lo esperaba en Lisboa, hacia donde él iba a salir unos días más tarde.
Las horas pasaban muy lentamente. Cristóbal se levantó de la cama y salió a la terraza. También el
cielo, muy claro, parecía despierto. La luz de la luna vestía la isla con el color de los sueños. No había
viento y nada se movía. Desde hacía varios días, aquellos lugares vivían como en una nube; el mar,
extrañamente quieto, parecía una sábana de aceite.
De repente, una luz se encendió allí abajo, cerca de la playa. Después otra, y otra más. Parecía que
todo el pueblo se estaba despertando. ¿Qué ocurría? Sin pensarlo dos veces, Cristóbal se vistió y bajó
deprisa. En las calles había mucha gente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Colón a un hombre que volvía de la playa.
—¡Hay unos marineros muertos en la playa!
El sol empezaba a salir, pero su luz, pálida todavía, no dejaba ver cuántos cuerpos había allí sobre la
arena; tal vez eran diez, tal vez más. Los hombres los estaban recogiendo y los llevaban hacia el
pueblo. Y Colón, con el
miedo escrito en su mirada,
recordó aquella noche,
cuando él había llegado a
Portugal y tan cerca de la
muerte había estado
también...
—¡Aquí! —gritó alguien
desde el final de la playa—.
¡Aquí hay uno vivo!
Colón se acercó enseguida.
Entre unas grandes piedras
había un marinero mayor,
vestido con un largo abrigo
azul, con los ojos medio
abiertos y la cara rota por el
dolor. Cuando Cristóbal le
dio la mano, él se la cogió
fuertemente, intentando decirle algo.
—Tranquilo, amigo mío —contestó Colón—. Ahora tenéis que descansar. ¡Llevadlo a mi casa!
—gritó a los hombres de Puerto Santo que corrían hacia él.
—¡Decid al médico que vaya a casa de los Moniz!
Colón acostó al marinero en su cama, y con él, que casi no respiraba, esperó al médico. Éste apareció
enseguida. Cuando, dos horas más tarde, salió de la habitación, movía la cabeza de un lado a otro.
—No hay nada que hacer —dijo en voz baja—. Este hombre se muere. Puede vivir todavía unas pocas
horas. Pero, sin duda alguna, morirá. Igual que sus otros compañeros.
Tres días después, el marinero seguía vivo. Colón se ocupaba de él en todo momento. Pero el médico
tenía razón: aquel hombre estaba cada vez más débil. Era una vida que se apagaba poco a poco bajo el
fuego de una extraña enfermedad. Aquella tarde, mientras el sol se escondía detrás del mar, empezó a
respirar muy pesadamente; luego, de repente, dio un grito y dijo una sola palabra: «Cibao».
Una y mil veces, durante la noche, escuchó Colón esa extraña palabra que el hombre repetía como un
loco. Pero lo importante ocurrió durante la tarde del cuarto día. Se encontraba el genovés en el salón
estudiando unos libros cuando oyó un ruido que venía del cuarto del enfermo. Su sorpresa no pudo ser
mayor: el marinero había dejado la cama e intentaba llegar a la terraza.
—¡Dios mío! —gritó Cristóbal, mientras lo cogía por los brazos—. Deprisa, volved a la cama
enseguida. ¿Qué es lo que queréis?
Pero cuando miró la cara del marinero, Colón se quedó sin palabras. Sus ojos eran duros como piedras
y rojos como el fuego; parecían venir de otro mundo.
—¡El mar! —dijo con voz profunda el marinero—. El mar...
Colón levantó al enfermo, y sin saber lo que hacía, lo ayudó a llegar a la terraza. Allí delante estaba el
Atlántico.
Durante unos momentos, Cristóbal creyó ver cómo una sonrisa aparecía en la cara del marinero.
Entonces éste levantó su brazo, muy lentamente, en dirección al sol, al Oeste; y su mano se abrió un
momento para cerrarse enseguida, como en un último intento por alcanzar aquel lugar donde el mar se
hace cielo. Después, cayó en los brazos de Colón, que lo llevó de nuevo a la cama.
—No, no os vayáis —dijo entonces el enfermo a Cristóbal—. Ha llegado el momento de hablar.
—Será mejor que descanséis —contestó Colón.
—Tiempo tendré de descansar, dentro de poco. Ahora tengo algo que contaros. Decidme, ¿sois
marinero? ¿Es esto Puerto Santo? ¿Y mis compañeros? ¿Están muertos?
Colón contestó a aquellas preguntas lo mejor que pudo. Le habló de su trabajo, de sus viajes, y le
explicó que se encontraba en la casa de los Moniz.
—Yo conocí al gobernador —recordó el marinero—. Y estuve aquí, en su casa, más de una vez...
Hablábamos de viajes... y de Guinea... más al sur, todavía más al sur...
Sus palabras se perdían. Casi no podía respirar. Colón abrió las ventanas y las puertas para dejar entrar
el aire de la tarde. Trajo un vaso de agua y, después de beber, el enfermo pareció encontrarse un poco
mejor.
—Vos no me conocéis, ¿verdad? —le preguntó entonces el enfermo.
—No, señor, no os conozco, pero...
—¿Habéis oído hablar de la Santa Susana?
—Sí... sí, creo que sí. Era un barco portugués que hacía viajes a Guinea y que hace unos dos años
desapareció en el mar... La gente dice que sus hombres murieron en algún lugar de África, al sur de
las Canarias...
—¡Morir! —gritó el marinero, con una risa horrible—. Sí, ya todos estamos muertos. Ahora escuchad
bien lo que voy a contaros, porque Dios os ha elegido. Y sólo vos conoceréis esta historia. Yo ya casi
me he ido de este
mundo... pero no quiero
llevarme conmigo el
secreto de la Santa
Susana.