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Patricia Pizzurno.

PANAMA EN LA ENCRUCIJADA DEL MUNDO


(Siglos XVI-XXI) En publicación seriada: TAREAS. Número 116, enero-abril
2004. 93-116. Centro de Estudios Latinoamericanos, (CELA), "Justo Arosemena",
Panamá, R. de Panamá

PANAMA EN LA ENCRUCIJADA DEL MUNDO*


(Siglos XVI-XXI)

Patricia Pizzurno**

El tránsito durante la época hispana


Mil años antes de que el navegante genovés al servicio de la corona de
Castilla, Cristóbal Colón, descubriera casualmente el Nuevo Mundo y esta
masa continental entrara de lleno en la geopolítica europea, los indígenas de
Mesoamérica y Sudamérica ya utilizaban nuestro territorio como un corredor de
sus circuitos comerciales. La condición de Istmo y su posición geográfica como
puente sellaron muy pronto el destino inexorable de nuestra franja territorial e hicieron
de esta sección del continente un cruce de caminos, un pasillo, una ruta de paso.
Doce años después de que Rodrigo de Bastidas recorriera parte del litoral
atlántico del istmo de Panamá en 1501 y que al año siguiente el propio Colón
completara este recorrido en su cuarto viaje, Vasco Núñez de Balboa
descubrió el Mar del Sur, en septiembre de 1513. Entonces se corroboró que
esta porción de tierra no era el Oriente, sino un nuevo mundo que se
interponía entre Europa y Asia, y fue entonces también que el istmo de
Panamá entró de lleno en la órbita europea de la mano del océano Pacífico.
Nuestro territorio se convirtió en el paso obligado para alcanzar el otro mar y
llegar a las islas de la Especiería que, 20 años después del primer viaje
colombino, aún continuaba siendo la máxima aspiración de la corona
castellana.
Desde entonces y hasta la ruptura del pacto colonial en 1821, el istmo de
Panamá fue con desigual intensidad centro de enlace, de comunicaciones
marítimas, del comercio y el epicentro de las rutas de navegación del imperio.
La geografía cumplió un papel fundamental en tan destacada misión pues los
escasos 80 kilómetros que a través de nuestro territorio separan ambos mares,
hicieron de Panamá el puente del imperio. Su importancia para la corona se
puso tempranamente de manifiesto con la instalación del Tribunal de Real
Audiencia en 1538. Nuestro Istmo desempeñó un variado abanico de servicios
que fueron desde su utilización inicial como trampolín o plataforma para el
descubrimiento y conquista de nuevos territorios, sobre todo por el lado del
Pacífico, hasta centro y surtidero del comercio americano gracias al
establecimiento de las Ferias de Tierra Firme cuyas sedes fueron Nombre de
Dios entre 1544 y 1595 y Portobelo entre 1597 y 1739. Incluso, durante el
siglo XVIII fue base de destacamentos militares encargados de impedir el
acceso de los enemigos de España a los mares del sur, después que las
reformas borbónicas reconvirtieron el papel de nuestro territorio dentro del
ordenamiento imperial.
El 15 de agosto de 1519, Pedrarias Dávila fundó la ciudad de Panamá, que
fue el primer asentamiento español sobre el Mar del Sur, con el propósito de
extender la conquista y, fundamentalmente, de contar con un centro de
operaciones para hallar el ansiado estrecho de mar que permitiera alcanzar la
Especiería.
Aunque el estrecho de mar no se encontró, la fundación del nuevo asiento
no fue en vano porque las expediciones organizadas desde la ciudad de
Panamá dieron como resultado el descubrimiento y conquista de Nicaragua y el
Perú. La ausencia de un estrecho por esta sección del continente obligó a
España a utilizar el Istmo como la ruta de paso hacia el otro mar, máxime
cuando el estrecho de Magallanes descubierto en 1520, distante de las rutas
de navegación del imperio, y de difícil acceso, no llenó las expectativas de la
Corona. Por ello, en 1529 se habló por primera vez de construir un canal utili-
zando las aguas del río Chagres, el Nilo o el Mississipi panameño. Fue Alvaro
de Saavedra Cerón, un lugarteniente de Hernán Cortés, quien vislumbró esta
posibilidad. Carlos V se entusiasmó con la idea y encomendó sucesivos
estudios que realizaron Gaspar de Espinosa y Pascual de Andagoya arribando
a conclusiones antagónicas.
Las fabulosas riquezas del imperio inca que comenzaron a fluir hacia
España a través de Panamá después de 1533 pusieron fin a la Castilla de Oro
de Balboa y Pedrarias, y le asignaron nuevas funciones a nuestro Istmo
sellando su destino de ruta de tránsito, al tiempo que le otorgaron un
renovado protagonismo dentro del ordenamiento imperial. Adscrito
administrativamente al Virreinato del Perú y convertido en paso obligado entre
España y El Callao, Panamá fue desde entonces el camino seguido por los
miles de españoles que pasaron a Lima atraídos por esta primera fiebre del
oro, así como de las tropas realistas de guarnición en las posesiones del
Pacífico sudamericano, de las manufacturas europeas rumbo a sus mercados
compradores y de los negros esclavos y, en dirección opuesta de los
metales preciosos altoperuanos rumbo a la Casa de la Contratación de Sevilla
y de los productos naturales como cueros, lanas, grana cochinilla, hierbas,
zarzaparrilla, algodón, etc.
En 1543 se instauró el Sistema de Flotas y Ferias que organizó el recio
monopolio comercial con las colonias con el doble propósito de, por una parte,
surtir a la metrópoli del oro y la plata, así como de materias primas y, por la
otra, abastecer los mercados americanos con productos manufacturados
procedentes de Europa y negros esclavos del Africa. Gracias a las ferias
nuestro territorio se convirtió en la sede espacial del complejo comercial más
grande del Nuevo Mundo y, más que nunca, adquirió valor estratégico para la
Corona. Primero Nombre de Dios, el puerto atlántico más importante de las
Indias hasta 1595, y después Portobelo, fueron el epicentro de una actividad
mercantil de tal envergadura cuyas ramificaciones alcanzaron a casi todo el
sur del continente. En tanto que la ciudad de Panamá considerada el segundo
puerto en importancia del Pacífico, después de Callao, era la base
administrativa de este próspero complejo mercantil.
En buena medida este trasiego de mercaderías fue responsabilidad de
los peruleros, los factores de los afortunados comerciantes peruanos,
encargados de hacer llegar la manufactura europea a la Presidencia del
Ecuador, a la Nueva Granada, a Charcas, a la Capitanía General de Chile y al
Río de la Plata, donde en la ciudad-puerto de Buenos Aires sobre la vertiente
atlántica, se originaba un nuevo circuito comercial que en la segunda mitad del
siglo XVIII vino a sustituir al eje mercantil Panamá-Portobelo.
De manera que las bisagras bien aceitadas del comercio de las Ferias de
Tierra Firme desbordaron los límites del Virreinato del Perú y atenazaron los
mercados del subcontinente. Otro tanto ocurrió con las colonias de América
Central que frecuentemente utilizaron los puertos panameños como la vía de
entrada y de salida de artículos manufacturados y de productos naturales,
respectivamente.
La importancia de nuestro territorio se pone de manifiesto una ve z más al
tener en cuenta que por aquí circuló más de la mitad de los metales preciosos
que nutrió la economía europea del siglo XVI, así como las dos terceras partes
de las importaciones españolas totales entre 1581 y 1660. El oro y la plata que
llegaron a la Península a través de Panamá, sirvieron para perfeccionar las
teorías mercantilistas, robustecer los resortes del incipiente capitalismo de la
sociedad burguesa, financiar las guerras de los Habsburgo españoles contra
sus archienemigos en Europa y finalmente también provocaron la revolución
de los precios que experimentó España como afirma Earl J. Hamilton.
Pero eso no fue todo. A través de Panamá, la Corona logró organizar su
mejor comunicación con el Pacífico centroamericano. Sin alcanzar ni
remotamente el volumen y la importancia de las relaciones sureñas, el
contacto con los territorios centroamericanos revela que el Chagres fue el
puerto de embarque del oro hondureño-guatemalteco a mediados del siglo XVI,
del bálsamo salvadoreño, el cacao de Sonsonate y el añilrumbo a España. A
su vez, la ciudad de Panamá recibía esclavos indios y las mulas necesarias
para el tránsito transístmico de Nicaragua y Choluteca en Honduras, a través
del camino mulero, así como sebo, carne y otros enseres de Costa Rica. En la
segunda mitad del siglo XVI y durante todo el XVII, el comercio con
Centroamérica representaba aproximadamente el 21 por ciento del volumen
total de las transacciones realizadas desde la ciudad de Panamá con destino
al Pacífico, en tanto que el restante 79 por ciento era con Sudamérica sobre
todo con el Perú.
En definitiva, el tráfico de pasajeros, de mercaderías, de metales preciosos,
de esclavos indios de Centroamérica y negros de Africa y hasta de productos
naturales en una y otra dirección, fueron el impulso vital de nuestro Istmo
durante los casi tres siglos de dominio colonial.
Los intercambios comerciales provocaron que los extranjeros se sintieran
especialmente atraídos por nuestro territorio, pese a las reales cédulas que
prohibían su ingreso en las Indias, así como el riguroso monopolio comercial
que implantó España en el Nuevo Mundo donde además aplicó la teoría del
Mare Clausum. Los extranjeros privados de las enormes riquezas americanas
adoptaron dos posturas: 1) dedicarse al corso, a la piratería y al contrabando,
y 2) ingresar subrepticiamente en América con el fin de establecerse.
En el primer caso, se recuerdan los tempranos ataques de los corsarios
ingleses, entre ellos Francis Drake que en 1595 destruyó Nombre de Dios y
provocó el traslado de la Feria a Portobelo, y en el siglo XVII, el asalto del
pirata Henry Morgan que casi siete décadas más tarde logró lo que parecía
imposible: atravesar la ruta de tránsito y alcanzar el océano Pacífico donde
destruyó la opulenta ciudad de Panamá lo que provocó su traslado al actual
emplazamiento en 1673. En el segundo caso, se trataba de una inmigración generalmente
saludable aunque prohibida. Para tener una idea aproximada de esta situación diremos que,
según el Informe de la Real Audiencia, en 1607 existían en la ciudad de Panamá 548
vecinos, 53 de los cuales eran extranjeros, es decir poco menos del 10 por ciento de los
habitantes blancos, hombres y propietarios, pues para adquirir la condición de vecino se
necesitaba poseer estas características.
Los españoles recalaron en nuestro territorio atraídos por las facilidades de
hacer fortuna rápidamente con el comercio, pese al peligro real de perder la vida antes de
adquirirla. Nombre de Dios, Portobelo y la misma ciudad capital tenían fama de ser
“sepultura de españoles” por la insalubridad del clima. Otro peligro no menos terrible eran,
como ya mencionamos, los ataques de los corsarios y piratas célebres por su crueldad.
Como si fuera poco, los lamados caminos coloniales: el Camino de Cruces y el Camino
Real, por los cuales se realizaba la comunicación entre uno y otro mar eran difíciles,
escarpados, costosos y arriesgados. Allí operaban las bandas de negros cimarrones
aliadas con los extranjeros que asaltaban las recuas de mulas.
Pese a todos estos obstáculos, la Corona mantuvo a Panamá como el
puente predilecto con el Pacífico, aunque el istmo hondureño -guatemalteco,
que Pierre Chaunu denomina “la gran realidad secundaria”, le disputó
tenazmente la supremacía. Este conjunto con los puertos de Amatique y
Puerto Caballos sobre el Atlántico y Sonsonate sobre el Pacífico intentó,
aunque sin éxito, reemplazar a Tierra Firme como enlace entre el Perú y Sevilla
y como sede de las Ferias.
Otro aspecto interesante y poco conocido es la función que cumplió
Panamá respecto al Oriente. En 1579, la Corona autorizó a los puertos de El
Callao y Panamá a comerciar directamente con las Filipinas y la China. Pese a
la larga travesía y a los peligros que la misma entrañaba, los comerciantes
propiciaron estos viajes seducidos por las ganancias que superaban el 500 por
ciento. Además de estas empresas comerciales, Panamá también sirvió para
otro tipo de contactos como, en 1580, cuando Gonzalo de Ronquillo organizó
desde nuestro territorio una expedición para repoblar las Filipinas. Sea como
fuere, lo cierto es que las relaciones directas con el Oriente no prosperaron y
muy pronto la Corona las prohibió al comprobar el gran volumen de
contrabando que se filtraba. De manera que estas transacciones se hicieron
en forma indirecta a través del galeón de Manila que llegaba a Acapulco y de
allí continuaba el viaje hacia el Perú.
Durante el siglo XVIII, ideológicamente ilustrado y comercialmente
decadente, prosperaron las célebres bandas de contrabandistas de Coclé
capitaneadas por los ingleses de Jamaica en contubernio con los criollos y
algunas autoridades españolas.
Utilizando el río Coclé del Norte, los ingleses se internaban en el Océano
Pacífico con su célebre balandra La Yegua del Mar del Sur y, desde su base de
operaciones en Natá, inundaban las posesiones españolas con productos de
ilícito comercio. Pese a que estas bandas denominadas la Sacra Familia, el
Apostolado de Penonomé y la Real Jurisdicción de Natá fueron desarticuladas
por el gobernador Dionisio de Alcedo y Herrera, lo cierto es que los criollos
continuaron vinculados al comercio con Jamaica. Esto demuestra a las claras
que Panamá no fue solo el puente del imperio español, sino también de los
extranjeros para sus correrías de un mar a otro.
HastalaterceradécadadelsigloXVIII,nuestroterritoriofueelenclaveprimordialdelcomercioultramarinoespañol,
pese al intenso contrabando que realizaban los franceses desde Saint Domingue, Martinica y Guadalupe, los
inglesesdesdeJamaicaylosholandesesdesdeCuracaoyqueterminóporextinguirelsistemadeFlotasyFeriasen
1739despuésdelataque delalmiranteEdwardVernonaPortobelo. AgotadoelmodelodelasFeriasnosoloporel
comercio ilícito sino también por los aires renovadores de los Borbones españoles, el Istmo dejó de ser sede del
evento mercantil y también fue sustituido por el Cabo de Hornos como puente entre España y el Pacífico
sudamericano.
Perdidos sus impulsos vitales que eran el comercio y el tránsito, Panamá se
vio obligado a reconvertir temporalmente su modelo económico transitista y
terciario, para comenzar a mirar hacia el interior del Istmo. Durante la segunda
mitad del siglo ilustrado, muc hos extranjeros abandonaron nuestro sue lo en
virtud de la mengua del tráfico, mientras los criollos de la ruta de tránsito se
trasladaron al interior aunque no renunciaron a la ancestral práctica del
contrabando.
Por estas fechas comenzó a definirse el grupo criollo que adquirió
conciencia de clase y que sería el responsable de llevar adelante la
independencia de España el 28 de noviembre de 1821. Se trataba de
comerciantes que en su afán por controlar las escasas rendijas de poder que
les ofrecía la Corona, se nuclearon en torno al Cabildo de la ciudad de
Panamá. Tardíamente permeado por las ideas de la Ilustración, hacia la
octava década del siglo en un memorial dirigido al Consejo de Indias, el grupo
abogó por el fomento de la agricultura gracias al estímulo de una política de
poblamiento y a la importación de instrumental adecuado, así como la
habilitación de caminos, la autonomía monetaria, el establecimiento de un
Consulado de Comercio y la apertura de los puertos.
España hizo oídos sordos a estas demandas hasta 1808 cuando, a raíz de
la invasión napoleónica a la península Ibérica y de las abdicaciones de
Bayona, autorizó la apertura de nuestros puertos al comercio con las naciones
neutrales y amigas. Esta medida se tradujo en un despegue económico sin
precedentes para los criollos. Apenas habían comenzado a saborear las
mieles de la prosperidad cuando dos años más tarde, los independentistas
chilenos y bonaerenses cerraron la ruta del Cabo de Hornos, gracias a lo cual
nuestro territorio recobró su función de puente y de enlace con España y su
destino transitista suspendido seis décadas atrás.
El intenso tráfico comercial, no siempre lícito, que se dio a través de la ruta
de tránsito tendría consecuencias de largo alcance. Por una parte, me atrevo a
afirmar que retrasó en más de una década el proceso emancipador, pues los
criollos enriquecidos gracias a las medidas adoptadas por la metrópoli no
tenían ningún interés en vincularse con el movimiento independentista y, por la
otra, dio lugar a conmovedoras manifestaciones de lealtad hacia la Madre
Patria tales como el envío de jugosos donativos para desalojar a los franceses,
así como la organización en nuestro territorio de batallones que lucharon junto
a las tropas realistas en Sudamérica. El premio por tanta fidelidad fue la
instalación provisional del Virreinato de la Nueva Granada en Panamá en 1813.
Pero la apertura de los puertos propició un intensísimo contrabando con
Jamaica lo que, en definitiva, dio al traste con el libre comercio y llevó a la
Corona a clausurar el puerto del Chagres en 1816. A partir de este año la
lealtad de los criollos hacia Fernando VII comenzó a resquebrajarse, máxime
cuando la Constitución liberal de 1812 era violada a ojos vistas.
Es indudable que esta decisión marcó el inicio de una nueva etapa en la
que empezaron a germinar lentamente las ideas de libertad e independencia.
El lustro que va desde 1816 a 1821, y que ha sido escasamente estudiado, fue
decisivo para operar un cambio de mentalidades, definir las ideas
emancipadoras, organizar un plan estratégico y delinear otros canales de
satisfacción para el grupo criollo.
La ruta de tránsito durante el siglo XIX
El 28 de noviembre de 1821, después de completar el soborno de las tropas
realistas, los criollos de la capital rompieron el pacto colonial que los había
mantenido atados a España durante tres siglos y se unieron voluntariamente a
Colombia. Pero, contrariamente a lo que se piensa, no lo hicieron a ciegas ni a
la espera de lo que esta República pudiera ofrecerles, sino que llegaron a la
unión con un proyecto de país para la ruta de tránsito claramente estructurado
que, mutatis mutandis, fue el mismo que planteó el grupo dominante 82 años
más tarde, en 1903, con el canal como eje central y que se mantiene en la
actualidad. Ese proyecto contemplaba la apertura de los puertos panameños
para el tráfico con todas las naciones del mundo y de todos los efectos de
comercio, libres de gravámenes; la transformación de Pana má en un país
anseático bajo el amparo de las naciones marítimas de la época como Gran
Bretaña, Francia y EEUU y la construcción de una vía interoceánica que podía
ser una carretera, un ferrocarril, un canal o una vía mixta.
La independencia de España fue un golpe incruento, sin guerras ni enfren-
tamientos. A diferencia del resto de América donde se luchó durante muchos
años, en Panamá las tropas realistas fueron sobornadas por los criollos. La
razón de esta divergencia es sencilla: nuestra independencia la realizaron
comerciantes y no militares. Acá no hubo Bolívares, ni San Martines, ni
Sucres, ni O’Higgins, ni Artigas porque nuestro grupo dominante era
esencialmente comerciante y no militar y utilizó el arma que mejor conocía: el
dinero. Como bien dijo Justo Arosemena: “intrigas y oro fueron nuestras
armas”.
La unión a Colombia no operó las transformaciones que esperaban los
panameños de la ruta de tránsito ni varió las comunicaciones erráticas que
existían entre Panamá y la capital de la República. Bogotá, la cabeza
administrativa de la nación, vivió de espaldas a los requerimientos del Istmo y
no satisfizo los anhelos del grupo dominante.
Por aquellos días de la recién estrenada unión, Colombia se encontraba
embarcada en el proyecto emancipador del Ecuador, del Perú y del Alto Perú y
no estaba en capacidad de atender las demandas de los comerciantes
panameños; pero la situación no varió cuando la batalla de Ayacucho, en
1824, puso punto final a las guerras independentistas. En las siguientes
décadas, una política comercial desacertada o quizás la ausencia de ella, así
como las contradicciones políticas en Colombia y el insistente anhelo de la
neutralidad de la ruta de tránsito en Panamá, fomentaron el descontento y la
frustración en el Istmo y condujeron a los movimientos separatistas de 1830,
1831 y sobre todo el de 1840 liderizado por Tomás Herrera durante el cual se
creó el Estado Libre del Istmo. Este último obedeció al desencanto que sentían los
comerciantes de la ruta de tránsito por las permanentes guerras civiles que frenaban el giro
comercial generando más pobreza, así como por la postergación de su anhelado proyecto
de país.
Es más, hacia 1861, durante la vigencia del Estado federal y en el contexto
de una nueva guerra civil, los notables de Chiriquí y Veraguas intentaron
separarse de la Confederación Granadina y convertir al Istmo en un
protectorado de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, seguramente siguiendo
la propuesta realizada por Justo Arosemena cuatro años antes al Congreso de
la Confederación y que también perseguía ponerle freno al desembarco de
tropas estadounidenses a lo largo de la línea del ferrocarril por la interpretación
unilateral del Tratado Mallarino-Bidlack.
Otro aspecto a tener en cuenta es el de las diferencias estructurales entre
las ciudades de Bogotá y Panamá que se exacerbaron a partir de la segunda
mitad del siglo XIX al calor de la coyuntura imperante en la ruta de tránsito.
Bogotá era y es una ciudad andina prisionera de su geografía. Alojada en un
valle enclavado en la cordillera, de espaldas a las influencias extranjeras, atada
culturalmente al pasado y a los modelos coloniales, no tenía puntos de
analogía con la capital del Istmo. Por su parte, Panamá vivía volcada al mar,
abierta a las influencias foráneas, al mundo de fuera desde donde le llegaba
su impulso vital. A diferencia de Bogotá donde las actividades comerciales no
eran bien vistas por los grupos más conservadores de aquella sociedad
ultramontana, en nuestro territorio el comercio era la actividad por excelencia
de los grupos dominantes. Al igual que los ingleses éramos y somos un pueblo
de tenderos.
Estas diferencias se ahondaron aún más a raíz de la fiebre del oro a partir
de 1848 cuando la ruta Chagres-Panamá comenzó a recibir a más de 20.000
viajeros por año. La ciudad de Panamá, con una población de
aproximadamente 5.000 almas, se vio conmocionada por las hordas de
aventureros rumbo a California que alteraron todos los órdenes de la vida. En
Bogotá se pensaba que en el Istmo se había arraigado un “cosmopolitismo de
pésimo gusto” y, como si fuera poco, la fiebre del oro provocó la construcción
del ferrocarril transístmico por parte de una empresa privada estadounidense
entre 1850 y 1855, que importó mano de obra principalmente de China, de las
Antillas y de Cartagena, lo que sirvió para que Panamá también fuera
conocida en la capital de la República como “el Departamento negro”.
De la mano de los norteamericanos la ruta de tránsito recuperó su natural
función y comenzó a mirar hacia el norte para convertirse en el Istmo de Nueva
York como afirma Figueroa Navarro. La fiebre del oro es uno de los dos hitos
del transitismo panameño en el siglo XIX y el ferrocarril su máxima expresión.
Fue además, la primera gran inversión de capital extranjero que recibimos.
Construido con el propósito de agilizar las comunicaciones internas entre las
costas de EEUU como un puente ístmico, fue el primer ferrocarril que unió dos
océanos y que atravesó un contine nte. De alguna manera, también selló el
destino de cruce de caminos de nuestro territorio como una premonición de la
construcción del canal.
Dentro de este contexto, el temor de que Panamá se separara de Colombia
dio lugar a dos propuestas ante el Congreso colombiano. Por una parte, el
diputado Romualdo Liévano propuso en abril de 1849 venderle este territorio a
EEUU antes de que se oficializara la anexión sin beneficio alguno para la Nue-
va Granada y, por la otra, Justo Arosemena retomó una cara aspiración de los
notables cual era convertir a Panamá en un Estado Federal Soberano. Los
treinta años de federalismo que van desde 1855 a 1885, representan el
ensayo político más extraordinario del siglo XIX, pese a que no siempre fue
una experiencia satisfactoria en virtud de factores tales como la inexperiencia
política, las dificultades económicas, la resistencia de las compañía extranjeras
para pagar impuestos, la insatisfacción social de amplios sectores de la capital
y el interior, las guerras civiles importadas de Colombia con la velocidad de la
luz y la prepotencia de los aventureros norte americanos que influenciados por
la filosofía del Destino Manifiesto estimularon los enfrentamientos como el
incidente de la Tajada de Sandía en 1856 y el consiguiente intervencionismo
militar en la ruta de tránsito por parte de EEUU aupado por el artículo 35 del
Tratado Mallarino-Bidlack de 1846.
La fiebre del oro tocó a su fin en nuestro territorio en 1869 cuando se
inauguró el ferrocarril transcontinental que unía Nueva York con San Francisco.
La prosperidad que se había iniciado tímidamente en 1848 para crecer en
forma vertiginosa en los años subsiguientes, culminó abruptamente dos
décadas más tarde cuando la infraestructura creada para atender, alimentar,
alojar y servir a los viajeros quedó prácticamente inutilizada. A falta de
viajeros, el ferrocarril transístmico incrementó el trasiego de mercaderías y de
productos naturales de Centroamérica rumbo a sus mercados compradores.
Uno de sus negocios más lucrativos fue el transporte de armas que
alimentaron las guerras del Pacífico sudamericano, así como el acarreo de todo
tipo de bienes y productos de contrabando. Mientras el ferrocarril adquirió esta
nueva modalidad de subsistencia, los comerciantes de la ruta trans istmica
languidecían a raíz de la interrupción del tránsito. Hubo que esperar aún una
década hasta 1879 para que el viejo sueño de principiar la construcción de un
canal cobrara nuevo ímpetu gracias a la firma de la Convención Salgar-Wyse
entre una compañía privada francesa y el gobierno de Colombia.
De esta manera, llegamos al segundo momento culminante del transitismo
panameño en el siglo XIX. De la mano de Ferdinand de Lesseps, el Gran
Francés, el héroe de la jornada de Sue z que llevó a la cúspide de su prestigio
a una Francia que en 1869 no atravesaba su mejor momento, llegó la segunda
gran inversión de capital extranjero a nuestro territorio. Lesseps buscó revivir
la epopeya de Egipto en el valle del Chagres, pero su intento terminó en un
estrepitoso fracaso seguido de uno de los mayores escándalos financieros de
la historia francesa.
Entre 1880 y 1888, nuestro territorio vivió del espejismo del futuro canal, al
punto de que el fin del Estado Federal en 1885 pasó casi desapercibido. Pero
tres años más tarde cuando se produjo el colapso de la Compañía Universal,
el Istmo se estremeció. De esta manera tan frustrante en lo político y en lo
económico se cerró la octava década del siglo XIX en Panamá. Aunque en
1894 nació la Compañía Nueva del Canal con el propósito de salvar la
concesión ya no era un secreto para nadie que los franceses no estaban en
capacidad de culminar la obra. Entonces las miradas confluyeron hacia el
norte en bus ca de la tabla de salvación de la nación que más beneficios ob-
tendría del canal. Sin embargo, para entonces, EEUU aún no estaba preparado
para asumir la construcción de la vía. Básicamente dos razones entorpecían su
política canalera, a saber: por una parte, el Tratado Clayton-Bulwer, firmado
con Inglaterra en 1850 y que le impedía construir un canal en forma exclusiva
y, por la otra, el desconocimiento de cuál era la mejor ruta para la excavación de la vía
interoceánica.
Por su parte, Colombia atravesaba uno de los momentos más negros de su
historia. Fracasado el proyecto de la Regeneración de Rafael Núñez, con un
papel moneda desvalorizado, con una deuda externa que orillaba los 20
millones de dólares, con el crédito bloqueado en el extranjero y minada por las
guerras civiles entre liberales y conservadores, el panorama no podía ser peor.
En estas circunstancias, nuevamente se comenzó a hablar de la venta del
Istmo a EEUU como el único camino que disponía la República para evitar la
bancarrota. A comienzos de 1899, el periódico El Sumapaz de Fusagasugá
propuso que Colombia le ofreciera nuestro territo rio a EEUU a cambio de cien
millones de dólares que se utilizarían de la siguiente manera: 20 millones para
el pago de la deuda externa; 30 para recoger el papel moneda y los 50
restantes para la construcción de un ferrocarril desde Puerto Colombia a
Bogotá. Pero los panameños no deseábamos ser vendidos y sólo aspirábamos
a que el Istmo fuera el emplazamiento del canal. Nuestra única pretensión era
garantizar la perenne actividad comercial de la ruta de tránsito. La propuesta
de vendernos causó estupor entre la inteligentsia panameña de la época y
figuras de la talla de Carlos A. Mendoza, Pablo Arosemena, Luis De Roux,
León A. Soto y Francisco Ardila respondieron airadamente a través de El
Autonomista y El Lápiz. Fue en esta oportunidad cuando Francisco Ardila
señaló con justa indignación “no somos parias para que se nos venda y cuando
queramos amos para que nos gobiernen nos los daremos nosotros mismos”.
La sola idea de que en Colombia se especulara abiertamente con la venta
de nuestro territorio para la solución de los graves problemas que aquejaban al
país, es la clave para comprender que Panamá no era considerado parte integrante
del territorio nacional y su pérdida no se percibía como la desmembración de la República.
Parece evidente que no existía un sincero sentimiento de pertenencia y que Panamá no for-
maba parte del ente nacional. Pensemos, por un instante solamente, si hubiese sido
posible que en lugar del Istmo se planteara la venta de Antioquia o el Cauca. Desde ya les
digo: imposible.
Pero Panamá era otra cosa, era un añadido, un apéndice en el mapa
sudamericano como ya lo había hecho notar Justo Arosemena medio siglo
antes cuando señaló que la geografía misma decía que allí comenzaba otra
realidad. Panamá era un territorio levantisco siempre dispuesto a la separación,
según el gobierno de Bogotá.
Aunque Gabriel García Márquez sostuvo hace un tiempo que Colombia
era un país de identidad caribe hasta que la pérdida de Panamá lo condenó a
una mentalidad andina, lo cierto es que la separación de nuestro Istmo la
decidió el Congreso de Bogotá actuando con una mentalidad netamente andina
y no caribe.

La culminación del modelo terciario


Cuando se inauguró el siglo XX en plena guerra de los Mil Días, los
panameños no esperaban de Colombia más que la firma de un tratado con
EEUU para la construcción de un canal. Y eso fue precisamente lo que les
negó el Congreso andino de Bogotá. Haciendo gala de una miopía política
extraordinaria, de una total insensatez, de un desconocimiento absoluto de la
realidad istmeña así como de la posición del gobierno de Washington,
creyendo que la cuestión canalera se decidía en el Capitolio de Bogotá y no en
la Casa Bla nca como señala Raimundo Rivas, los senadores rechazaron el
Tratado Herrán-Hay el 12 de agosto de 1903, sin sospechar que ponían en
funcionamiento una trilogía de intereses encontrados panameño-franco-
estadounidenses que culminó con la separación definitiva. Para entonces el
gobierno norteamericano en plena carrera imperialista, había allanado el
camino para la construcción del Canal cuando en noviembre de 1901 firmó con
Inglaterra el tratado Hay-Pauncefote que sustituyó al Clayton-Bulwer. Igualmente, había
llegado a la conclusión de que Panamá era superior a la ruta de Nicaragua, principalmente
porque el tránsito sería más corto y porque el canal costaría casi 60 millones de dólares
menos. Como si fuera poco, el presidente Theodore Roosevelt soñaba con una marina
estadounidense liderizando los dos mares y un canal en medio que era la clave del equilibrio
naval, comercial y estratégico de la nación.
Quince días después del surgimiento de la República de Panamá, EEUU y
la nueva entidad firmaron la Convención del Canal Ístmico, mejor conocido
como Tratado Hay-Bunau Varilla que prácticamente enajenó todo el territorio
nacional a los intereses del canal y dio lugar a las más encarnizadas luchas
nacionalistas del siglo pasado. En este punto deseo reiterar que, pese a todas
las suspicacias que últimamente han despertado nuestros próceres, no existe
discusión posible al afirmar que estos panameños de la ruta de tránsito
demostraron que, equivocados o no, tenían un proyecto de país heredado de
padres a hijos desde un siglo antes de entrar en la órbita de EEUU. Mucho
antes de que esta nación fuese una potencia en busca de un canal, los
notables panameños ya discutían las características de esa vía interoceánica
que les garantizaría que el corredor panameño ocuparía un lugar en el
comercio del mundo. El canal representaba la clave del tránsito y la diferencia
entre hacer de Panamá una nación volcada al sector primario o un centro de
economía terciaria. Como lo definió en 1902 Ricardo Arias, en carta dirigida a
Juan Bautista Pérez y Soto, la construcción de un canal era cuestión de vida o
muerte y la alternativa era: “o Canal o ... emigración” para los comerciantes de
Panamá, pues si no se construía se condenaba al Istmo a “eterna ruina”.
Y finalmente el sueño se hizo realidad en 1914 de la mano de los
estadounidenses cuando se inauguró el Canal y nuestro territorio se convirtió
en una de las principales avenidas del comercio del mundo, en puente entre
Oriente y Occidente y sobre todo en el corredor marítimo de las costas de la
Unión. El Canal selló el destino transitista de la ruta al tiempo que fomentó las
contradicciones entre el interior del país y el eje Panamá- Colón, sin olvidar,
claro está, que se convirtió en fuente permanente de las luc has nacionalistas.
A lo largo del siglo XX, el tránsito se fue perfeccionando con la creación de
la Zona Libre de Colón, el establecimiento del sistema bancario, el centro
financiero internacional, las actividades de seguro y reaseguro y más
recientemente con la modernización de los puertos y la actual tecnología
aplicada a las comunicaciones que han dado como resultado el desarrollo
macro de la ruta de tránsito y la integración de esta porción de nuestro territorio
a la sociedad global. Esta situación ha profundizado la brecha con el Panamá
rural donde existen comunidades que aún permanecen incrustadas en el siglo
XIX sin acceso a los servicios básicos como el agua potable o la luz eléctrica.
Por eso, ya dueños del Canal, mientras transitamos por el siglo XXI el reto
sigue siendo el mismo de hace un siglo: armonizar los dos Panamá que
conviven en los escasos 78.000 kms2 de nuestra geografía y que presentan
niveles de progreso con 200 años de diferencia.
La riqueza derivada del tránsito ha sido y es exorbitante para un país
pequeño como el nuestro pero, desafortunadamente, circula entre pocas
manos fomentando la corrupción y atentando contra el desarrollo integral del
país. Esa es una de las razones por las cuales casi el 40 por ciento de los
panameños nacen descalificados, atenazados por la pobreza y la ignorancia en
hogares cuyos ingresos no superan los B./ 50 mensuales. Según el informe del
PNUD, mientras el 20 por ciento más rico de la población tiene la capacidad
para consumir más de la mitad de todo el ingreso nacional, el 20 por ciento
más pobre no llega a consumir el 3 por ciento. Estos contrastes y estas
contradicciones han hecho de Panamá uno de los países del mundo con peor
distribución de la riqueza donde el 20 por ciento más rico de a l población
percibe 42 veces más ingresos que el 20 por ciento más pobre.
Ojalá podamos revertir esta situación para que las palabras de Galileo
Solís, “500 años de transitismo inútil”, plasmadas en la década de 1950, nunca
se hagan realidad.

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