CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA IGLESIA-Lumen Gentium

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CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA IGLESIA-LUMEN GENTIUM

CAPÍTULO I

EL MISTERIO DE LA IGLESIA

1. Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea
ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con
la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en Cristo como un
sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género
humano, ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su
misión universal, abundando en la doctrina de los concilios precedentes. Las condiciones de nuestra
época hacen más urgente este deber de la Iglesia, a saber, el que todos los hombres, que hoy están más
íntimamente unidos por múltiples vínculos sociales técnicos y culturales, consigan también la plena
unidad en Cristo.

2. El Padre Eterno, por una disposición libérrima y arcana de su sabiduría y bondad, creó todo el
universo, decretó elevar a los hombres a participar de la vida divina, y como ellos hubieran pecado en
Adán, no los abandonó, antes bien les dispensó siempre los auxilios para la salvación, en atención a
Cristo Redentor, «que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1,15). A todos
los elegidos, el Padre, antes de todos los siglos, «los conoció de antemano y los predestinó a ser
conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm
8,29). Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia, que ya fue prefigurada desde el
origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza
[1], constituida en los tiempos definitivos, manifestada por la efusión del Espíritu y que se consumará
gloriosamente al final de los tiempos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos desde
Adán, «desde el justo Abel hasta el último elegido» [2], serán congregados en una Iglesia universal en la
casa del Padre.

5. El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a
la Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la
Escritura: «Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el reino de Dios» (Mc 1,15; cf. Mt 4,17). Ahora
bien, este reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo. La palabra
de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (cf. Mc 4,14): quienes la oyen con fidelidad y se
agregan a la pequeña grey de Cristo (cf. Lc 12,32), ésos recibieron el reino; la semilla va después
germinando poco a poco y crece hasta el tiempo de la siega (cf. Mc 4,26-29). Los milagros de Jesús, a su
vez, confirman que el reino ya llegó a la tierra: «Si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda
que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20; cf. Mt 12,28). Pero, sobre todo, el reino se
manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino «a servir y a dar su
vida para la redención de muchos» (Mc 10,45).
Mas como Jesús, después de haber padecido muerte de cruz por los hombres, resucitó, se presentó por
ello constituido en Señor, Cristo y Sacerdote para siempre (cf. Hch 2,36; Hb 5,6; 7,17-21) y derramó
sobre sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. Hch 2,33). Por esto la Iglesia, enriquecida con
los dones de su Fundador y observando fielmente sus preceptos de caridad, humildad y abnegación,
recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye
en la tierra el germen y el principio de ese reino. Y, mientras ella paulatinamente va creciendo, anhela
simultáneamente el reino consumado y con todas sus fuerzas espera y ansia unirse con su Rey en la
gloria.
6. Del mismo modo que en el Antiguo Testamento la revelación del reino se propone frecuentemente en
figuras, así ahora la naturaleza íntima de la Iglesia se nos manifiesta también mediante diversas imágenes
tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la edificación, como también de la familia y de los
esponsales, las cuales están ya insinuadas en los libros de los profetas.
Así la Iglesia es un redil, cuya única y obligada puerta es Cristo (cf. Jn 10,1-10). Es también una grey, de
la que el mismo Dios se profetizó Pastor (cf. Is 40,11; Ez 34,11 ss), y cuyas ovejas, aunque conducidas
ciertamente por pastores humanos, son, no obstante, guiadas y alimentadas continuamente por el mismo
Cristo, buen Pastor y Príncipe de los pastores (cf. Jn 10,11; 1 P 5,4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn
10,11-15).
La Iglesia es labranza, o arada de Dios (cf. 1 Co 3,9). En ese campo crece el vetusto olivo, cuya raíz santa
fueron los patriarcas, y en el cual se realizó y concluirá la reconciliación de los judíos y gentiles (cf. Rm
11,13- 26). El celestial Agricultor la plantó como viña escogida (cf. Mt 21,33-34 par.; cf. Is 5,1 ss). La
verdadera vid es Cristo, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que
permanecemos en El por medio de la Iglesia, y sin El nada podemos hacer (cf. Jn 15,1-5).
A veces también la Iglesia es designada como edificación de Dios (cf. 1 Co 3,9). El mismo Señor se
comparó a la piedra que rechazaron los constructores, pero que fue puesta como piedra angular (cf. Mt
21,42 par.; Hch 4,11; 1 P 2,7; Sal 117,22). Sobre este fundamento los Apóstoles levantan la Iglesia (cf. 1
Co 3,11) y de él recibe esta firmeza y cohesión. Esta edificación recibe diversos nombres: casa de Dios
(cf. 1 Tm 3,15), en que habita su familia; habitación de Dios en el Espíritu (cf. Ef 2,19-22), tienda de Dios
entre los hombres (Ap 21,3) y sobre todo templo santo, que los Santos Padres celebran como representado
en los templos de piedra, y la liturgia, no sin razón, la compara a la ciudad santa, la nueva Jerusalén [5].
Efectivamente, en este mundo servimos, cual piedras vivas, para edificarla (cf. 1 P 2,5). San Juan
contempla esta ciudad santa y bajando, en la renovación del mundo, de junto a Dios, ataviada como
esposa engalanada para su esposo (Ap 21,1 s).

La Iglesia, llamada «Jerusalén de arriba» y «madre nuestra» (Ga 4,26; cf. Ap 12,17), es también descrita
como esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 19,7; 21,2 y 9; 22,17), a la que Cristo «amó y se
entregó por ella para santificarla» (Ef 5,25-26), la unió consigo en pacto indisoluble e incesantemente la
«alimenta y cuida» (Ef 5,29); a ella, libre de toda mancha, la quiso unida a sí y sumisa por el amor y la
fidelidad (cf. Ef 5,24), y, en fin, la enriqueció perpetuamente con bienes celestiales, para que
comprendiéramos la caridad de Dios y de Cristo hacia nosotros, que supera toda ciencia (cf. Ef 3,19). Sin
embargo, mientras la Iglesia camina en esta tierra lejos del Señor (cf. 2 Co 5,6), se considera como en
destierro, buscando y saboreando las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios,
donde la vida de la Iglesia está escondida con Cristo en Dios hasta que aparezca con su Esposo en la
gloria (cf. Col 3,1-4).

CAPÍTULO II
EL PUEBLO DE DIOS

9. En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf. Hch 10,35). Sin
embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna
de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por
ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente,
revelándose a Sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y
santificándolo para Sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta
que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de
Dios hecho carne. «He aquí que llegará el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de
Israel y con la casa de Judá... Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios
para ellos y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr
31,31-34). Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Co 11,25), lo estableció
Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles, que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu,
y constituyera el nuevo Pueblo de Dios. Pues quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen
corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 P 1,23), no de la carne, sino
del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5-6), pasan, finalmente, a constituir «un linaje escogido, sacerdocio
regio, nación santa, pueblo de adquisición..., que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios»
(1 P 2, 9-10).
Este pueblo mesiánico tiene por cabeza a Cristo, «que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para
nuestra salvación» (Rm 4,25), y teniendo ahora un nombre que está sobre todo nombre, reina
gloriosamente en los cielos. La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios,
en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene por ley el nuevo mandato de amar
como el mismo Cristo nos amó a nosotros (cf. Jn 13,34). Y tiene en último lugar, como fin, el dilatar más
y más el reino de Dios, incoado por el mismo Dios en la tierra, hasta que al final de los tiempos El mismo
también lo consume, cuando se manifieste Cristo, vida nuestra (cf. Col 3,4), y «la misma criatura sea
libertada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
Este pueblo mesiánico, por consiguiente, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con
frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen
segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación. Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de
caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal y lo envía a
todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16).
Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia
(cf. 2 Esd 13,1; Nm 20,4; Dt 23,1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la
ciudad futura y perenne (cf. Hb 13,14), también es designado como Iglesia de Cristo (cf. Mt 16,18),
porque fue El quien la adquirió con su sangre (cf. Hch 20,28), la llenó de su Espíritu y la dotó de los
medios apropiados de unión visible y social. Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en
Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que
fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera [15]. Debiendo difundirse en
todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las
fronteras de los pueblos. Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve
confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la
fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su
Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz
que no conoce ocaso.

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