Antologia Z - Volumen 1

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«Antología

Z» recopila una selección de relatos sobre el género zombi


realizada por diversos autores en donde los protagonistas son los seres
humanos y las diferentes situaciones que tendrán que afrontar en un mundo
donde los muertos han vuelto a la vida. Sabrás cuál pudo ser el origen de
todo, el personaje más curioso que puedas imaginar te enseñara cómo lo ve
él a través de sus ojos, sentirás el impulso del hambre… Situaciones que te
harán ver el Apocalipsis Z como nunca habías imaginado…
Este libro está llevado a cabo por verdaderos aficionados al género zombi.
Autores que, gracias a su afición, han creado relatos merecedores de ser
conocidos por todo el público. Álvaro Fuentes, director de la línea narrativa
de zombis de Dolmen, se ha encargado de realizar esta recopilación que
llevará al lector, a través de estas historias, a conocer el verdadero horror de
un Apocalipsis Z. De esta forma se da respuesta a algo que los fans del
genero venían deseando desde hace tiempo, la creación de una línea
editorial zombi en la que por primera vez sus voces también sean
escuchadas.

ebookelo.com - Página 2
AA. VV.

Antología Z: Volumen 1
ePub r1.1
Rob_Cole 02.06.2016

ebookelo.com - Página 3
Título original: Antología Z: Volumen 1
AA. VV., 2010
Retoque de cubierta: Rob_Cole

Editor digital: Rob_Cole


Primer editor: capitancebolleta (r1.0)
ePub base r1.2

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Recopilación de relatos realizada por Álvaro Fuentes García.

Para Romero, por crearlos.


A Alicia, por iluminarme el camino.
A Daniel, por ser parte de mí.
A mi abuelo, disfrútalo allí donde estés.
A mi madre, por aguantarme tantos años.
Gracias por quererme tal como soy,
lo sois todo para mí.

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Sobre zombis, no muertos, antropófagos, infectados y
otras criaturas comedoras de carne humana, corredoras
o no.

Cuando Romero creó el zombi devorador de carne humana en 1968 —y no digo


antropófago porque para mí no son humanos—, no se imaginaba hasta dónde llegaría
su creación.
Con el devenir de los años, los muertos vivientes se han convertido en las
criaturas favoritas de muchos… entre los que me encuentro. Y si, pese a que La
noche de los muertos vivientes tiene claras similitudes con Soy leyenda de Matheson
(maestro entre otros de Stephen King) o El día de los trífidos de Wyndham, fue él
quien nos mostró a este ser por primera vez como algo terrorífico e implacable.
«Algo» que sólo ansía carne humana para «alimentarse», «algo» que te quiere, que te
desea y que anhela que tú formes parte de él. Eso sí, desde su estómago.
La intención de Romero era hacer una crítica de la sociedad de la época por
medio de estas criaturas; con el tiempo, el mensaje se ha perdido, pero los zombis
continúan.
Recuerdo el día en que estos seres me dejaron pasmado y se convirtieron en una
«obsesión» para mí: la Nochevieja del 83. En la anodina programación característica
de estas fechas, un videoclip impactante llamó poderosamente mi atención: Thriller,
de Michael Jackson. Desde ese momento —bendito y terrorífico momento—,
aquellas criaturas que se levantaban de sus tumbas, que vestían ropas andrajosas y
que se movían como no volverían a hacerlo hasta El regreso de los muertos vivientes,
de O’Banon, me robaron parte de mi corazón. Aquello ocurrió en los años ochenta, y
hoy en día, los zombis, «podridos», «caminantes», «zetas» o como se les quiera
llamar, han pasado a formar parte de nuestra cultura y son por sí mismos un icono
popular en toda regla.
Me entra nostalgia al rememorar esos tiempos en los que lo único que teníamos
disponible para ver eran películas del maestro Romero, que se visionaban una y otra
vez hasta que la cinta de VHS quedaba para el arrastre. No había libros de zombis,
por lo menos en España, y, si los había, mi inglés en aquella época era como mi
manejo del klingon.
Con los cómics poco se podía hacer: con suerte, en el Zona 84, el Cimoc o el
Creepy salía alguna historia de zombis, pero era más fácil no soliviantar a un wookie
jugando al ajedrez espacial que toparse con una.
Respecto a los videojuegos, salvo que te pusieras en la piel de un intrépido
caballero que los mataba y estuvieras dispuesto a que los recreativos se zamparan la
paga del domingo sin darte cuenta —ya que la dificultad era absurda—, poco se
podía encontrar. Y, como suele pasar en un Apocalipsis Z, los cambios llegaron

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despacio, hasta que ya fue imposible controlarlos…
En 1996, Capcom, que a mi parecer es el padre adoptivo de la criatura, sacó un
juego que los hizo despertar de nuevo: Resident Evil. Cuando lo vi por primera vez,
no podía creérmelo; había zombis, pero de verdad. Del estilo Romero: se movían
lentamente, te mordían, en algunos momentos eran muchos, y ¡leche!… ¡daban
miedo de verdad y te atacaban los nervios! Sin duda éste es el momento que marca su
reaparición: habían vuelto, y esta vez para quedarse. La factura técnica del juego y su
elaborado argumento nos encandilaron. Los pusieron en boca de todos, y pasaron a
ser algo rentable, que es en realidad lo que interesa, ya que en esta sociedad
consumista, por muy bien que esté algo, si no da dinero, directamente cae en el
olvido más absoluto. Desde ese momento, el zombi es una constante en el mundo de
los videojuegos.
En el séptimo arte, salvo algunos títulos de interés —que no míticos; lo siento,
pero una pelea entre un tiburón tigre y un zombi no me parece para nada serio—,
había poco que ver. Pero un día brillante —tuvo que ser brillante—, un director se
sacó de la manga una película de zombis que no son zombis, porque son infectados, y
que encima corrían que se las pelaban. Su nombre: Danny Boyle. Y si Shinji Mikami,
creador de Resident Evil, se convirtió en el padre adoptivo en el mundo de los
videojuegos, él era el padrastro que transformó al niño en el cine. Al igual que
Romero, no creo que él fuese consciente de la que iba a liar, ni de que su película
picaría el gusanillo de aquél y le incitaría a volver a ponerse detrás de la cámara para
deleitarnos con su criatura de nuevo… Así llegó La tierra de los muertos.
Tras ésta, y de la mano de Snyder y su remake El amanecer de los muertos,
tendríamos una de zombis corredores de verdad, en la que se nos mostró que si los
zombis corren, ya sí que no hay escapatoria posible. Shaun of the dead —lástima de
traducción que le hizo perder toda la gracia— dio origen a la Zombedia, con permiso
de La divertida noche de los muertos vivientes. Y así llegamos al día de hoy, cuando
las producciones de calidad aparecen por —o asolan— todo el mundo: Solos en
Chile, La Horde en Francia, Dead Snow en Finlandia, y un largo etcétera que ha
contribuido a que el cine zombi esté más vivo que nunca (aunque la frase resulte un
tanto paradójica).
En los cómics siempre han existido historias de «zombis». Los primeros
aparecieron en Vault of Horror, Tales from the Crypt o The Haunt of Fear, que ya
forman parte de las obras maestras de este arte. Tras el éxito de Resident Evil,
aparecieron más, versiones de los juegos incluidas, pero su calidad dejaba mucho que
desear. Con este panorama, si querías leer cómics de zombis, tenías que tirar de
Previews, porque aquí lo poco que llegaba mejor era dejarlo «quietecito» en la
estantería y gastar el dinero en otra cosa.
Pero un día brillante —también tuvo que ser brillante—, un señor llamado Robert
Kirkman llegó… ¡y cómo llegó! Dejó a todo el mundo con la boca abierta y
consciente de que desde ese día cualquier historia de zombis publicada en formato

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cómic sería incapaz de superar a su historia. Simplemente leyendo el prólogo supe
que aquello iba a ser grande, y muchos números después sigue siéndolo.
Y llegamos a la literatura, que es lo que realmente nos interesa, más que nada
porque lo que tenéis entre las manos es un libro, y salvo que estéis leyendo este
prólogo en una librería por todo el morro —cosa que me halaga igualmente—, eso
significa que lo habéis comprado para disfrutar de él.
Para mí, el punto de inflexión tiene nombre y apellido, curiosamente, el de uno de
los grandes directores que el cine ha dado: Max Brooks. El hijo del creador de El
jovencito Frankenstein nos ha enseñado cómo sobrevivir a los zombis, de modo que
con su guía, si llega el momento, podremos salir victoriosos del ataque de las hordas
de caminantes. Pero por si esto fuera poco, nos mostró de la forma más realista cómo
sobreviviría la humanidad al Apocalipsis Z.
Estos dos libros marcaron un antes y un después; se convirtieron en superventas,
arrasaron en todo el mundo y han hecho que gente que jamás se acercaría al género
ahora sienta curiosidad y quiera saber más de estos pesadillescos seres.
Y aunque esto es lo que se ve, lo que siempre queda detrás somos los fans de los
podridos que los leemos, visionamos, jugamos e incluso nos disfrazamos de ellos,
dejando a la gente con cara de «pero qué co…». Estos fans han tomado la iniciativa y,
a falta de historias, han decidido crear las suyas y darlas a conocer a todos aquellos
que los leían en foros como Somos leyenda, por ejemplo. Este libro quiere dar a
conocer a todo el mundo parte de estos relatos que han sido creados por ellos y cuya
calidad y originalidad han sorprendido al que escribe este prólogo.
Éste es vuestro granito de arena al género y vuestro homenaje a las criaturas que
pueblan vuestras pesadillas. Si algo bueno tenemos los fans de los zombis, es que
somos fieles: los queremos estén de moda o no, y quizá seamos los únicos que
discutimos sobre planes de supervivencia en caso de producirse un Apocalipsis
zombi.
Si eres uno de nosotros seguro que algo nuevo aprenderás en estas páginas, y si
no, bienvenido y pregúntate una cosa… ¿estás preparado para el día en que los
muertos se levanten?

Gracias, Vicente, por dar vida a este sueño.


Álvaro Fuentes García

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EL JUDÍO

José Martín Ramiro

Al cabezón (R. J. M.), por darme la idea.

Aunque a lo largo de la historia ha habido cierta controversia al respecto, lo cierto es


que todo empezó el día 14 de Nisán según el calendario hebreo, el día en que un judío
fue torturado, azotado, coronado con espinas, cargado con una cruz y conducido a la
fuerza al monte Gólgota, en las afueras de Jerusalén. Por el camino el populacho le
insultó y le escupió. Le arrojaron piedras, y, cuando creyó que un alma amable le
ofrecía vino para aliviar su tormento, descubrió asqueado que lo había mezclado con
hiel. ¿Actuaron así por miedo, por ignorancia, o es que, simplemente, eran crueles y
necios?
Ni siquiera el judío, al que sus allegados llamaban «el Maestro», podía imaginar
la respuesta a semejante pregunta. Las caras, crispadas en máscaras de odio, se
deslizaban por la periferia de su cada vez más borrosa visión. ¿Aquellas criaturas
eran las que pretendía salvar? ¿Por ellas iba a hacer el mayor de los sacrificios? Los
libros que narran su vida no lo recogen así, pero fue en verdad aquélla, y no otra, la
primera ocasión en que dudó de verdad de su misión, del cometido que su propio
padre le había encomendado.
La última parte del trayecto, el ascenso por la falda del monte, fue la más dura.
Los latigazos habían minado sus fuerzas de tal manera que las piernas a duras penas
le sostenían. El mismo sol parecía querer flagelarle con sus ardientes rayos. El sudor
y la sangre le corrían a chorros desde las sienes y abrían surcos en la mugre que
cubría sus mejillas. El sendero se empinaba y el madero de la cruz se hacía más y
más pesado a cada paso que daba. Cada vez que tropezaba y caía, los soldados le
golpeaban con la vara de sus lanzas y le obligaban a incorporarse. Se reían, le
llamaban «majestad», le hacían reverencias burlonas y le espetaban bromas
macabras. ¿Por qué? ¿No se daban cuenta de que él sólo pretendía ayudarles? El
mundo era dolor. Ya no veía ni oía, de modo que cerró los ojos y se limitó a arrastrar
los pies y a avanzar un poquito cada vez, hasta que perdió la noción del tiempo y del
espacio.
Alguien le golpeó en las pantorrillas y se derrumbó como un tronco talado. La
cruz cayó a su lado y levantó una nube de polvo que le entró por las fosas nasales y la
boca. Trató de toser, pero tenía la garganta demasiado reseca y tan sólo fue capaz de
emitir un ronco estertor. Esta vez no le pegaron ni le obligaron a levantarse. Nadie le
gritó. Rodó con infinita lentitud hasta colocarse boca arriba sin considerar el motivo
de su buena suerte. Su pecho subía y bajaba como un fuelle, y cada bocanada de aire

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era como un torrente de fuego, pero en ese momento deseó quedarse allí tumbado
para siempre.
Pasó algún tiempo hasta que un gemido le arrancó de su trance. No, un gemido
no: un llanto. Alguien lloraba muy cerca de él. El judío abrió los ojos lentamente. El
sol más grande y caluroso que jamás hubiera contemplado inundó sus pupilas. Era un
disco enorme que lo llenaba todo y le abrasaba, como un rostro enorme que se mofara
de su agonía. ¿El rostro de su padre? Parpadeó varias veces. Los ojos le escocían y le
lagrimeaban como si los tuviera repletos de vinagre. Poco a poco la vista se le fue
aclarando, hasta el punto de distinguir una sombra recortada contra el sol. La imagen
tomó mayor nitidez. Una viga de madera con dos brazos: una cruz. Y, pendiente de
ella, un barbudo desgreñado, flaco, desnudo y sucio, que gimoteaba como un niño
pequeño.
El judío, el Maestro, el sabio, se sintió en ese momento el más estúpido de los
hombres. Su cerebro era demasiado lento; su mente, demasiado torpe para
comprender lo que pasaba más allá de su entumecido cuerpo. Un pesado crujido de
madera, acompañado por resoplidos de esfuerzo, le hizo girar la cabeza. Varios
soldados alzaban una segunda cruz de la que colgaba otro hombre como un fruto
ajado. El madero se asentó con un topetazo sobre el agujero que le servía de base y el
hombre gruñó al tensarse las cuerdas que lo sujetaban. Los soldados rellenaron el
socavón con arena y piedras. Uno de ellos se apoyó un par de veces sobre la cruz para
comprobar que no se movía y le hizo una señal de conformidad a su decurión.
Entonces, en ese mismo instante, el judío lo entendió todo. Aquél era el final del
camino. Y él era el siguiente.
Unas manos rudas lo alzaron del suelo y lo colocaron sobre la cruz, obligándolo a
extender los brazos a lo largo del madero transversal. Uno de los soldados tenía un
cartel de madera. Se lo enseñó al judío, pero éste fue incapaz de distinguir lo que
ponía. Al resto, sin embargo, les pareció desternillante. El soldado se agachó y,
armado con un martillo de carpintero, clavó el letrero sobre la cabeza del judío. Con
cada golpe, el poste vibraba y las espinas de su corona se le incrustaban sin
misericordia en la nuca. Cuando creyó que no podría soportarlo más, el martilleo
cesó. El soldado se puso en pie y contempló su obra con aires de artesano satisfecho.
Otro, con una soga, comenzó a amarrarle el brazo al judío, pero su compañero, el del
martillo, le detuvo con un ademán. Aún le quedaban tres clavos.
Cuando el primer clavo le atravesó la piel, los tendones y el hueso de la muñeca
izquierda, el judío lanzó un alarido tan profundo e inhumano que de un campo
cercano una bandada de perdices alzó el vuelo espantada en busca de la seguridad del
cielo. La muñeca derecha cedió con mayor facilidad, pero los tobillos… El clavo no
estaba lo suficientemente afilado, y el hueso crujía con cada impacto, al igual que la
madera reseca, a coro con los aullidos desesperados del judío. Hicieron falta al menos
una docena de martillazos para acabar el trabajo.
Mientras los soldados alzaban la cruz, el judío rezó para que todo acabase cuanto

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antes. Pasaron minutos antes de que lograra reunir fuerzas suficientes para alzar la
cabeza y mirar a su alrededor. Su vista se deslizó fugazmente por los tejados de la
cercana Jerusalén, subió por el camino que él mismo había empleado para ascender
hasta allí y se posó en las personas que aguardaban tan cerca como los soldados les
permitían. Allí estaba su madre, llorando. Uno de sus discípulos la mantenía erguida,
pues parecía que las piernas estuvieran a punto de fallarle. Al menos, aunque sólo
fuera por ellos, su sacrificio merecería la pena.
Pasaron las horas. El judío vagaba entre la consciencia y la inconsciencia. Cada
vez le resultaba más difícil respirar, como si tuviera un yunque oprimiéndole el
pecho, y el dolor en las laceraciones de las muñecas y los tobillos era insoportable. Al
borde de la desesperación, el judío trató de encontrar consuelo en la oración. Cerró
los ojos e intentó rememorar los rostros de las personas que amaba, pero sólo podía
recordar los de aquellos que le habían llevado allí: los sacerdotes que le había
acusado por envidia, los jueces que le habían condenado a cambio de algo de plata, el
gobernador que había permitido aquello por cobardía, el mezquino populacho que
había jaleado la sentencia y los soldados que le habían torturado por diversión. ¿Se
suponía que debía morir por ellos? ¿Por aquellos miserables? ¿Acaso merecían algo
mejor que la condenación eterna? ¿O es que acaso el Creador era tan infame como
aquellas criaturas? Al fin y al cabo, se suponía que las había creado a su imagen y
semejanza.
Trató de apartar aquellos pensamientos de su cabeza, pero le fue imposible. Su
sufrimiento era atroz. Era injusto. Desesperado, alzó la cabeza al cielo y gritó:
Elí, Elí, lemá sabactani!
La risa borboteante, como aceite derramándose de un pellejo, de uno de sus
compañeros de crucifixión le hizo volver a la realidad. El que antes lloriqueaba tenía
la barbilla caída sobre el pecho y los ojos cerrados como si durmiese, pero el otro lo
miraba con desprecio y comenzó a insultarlo. Lo llamó mentiroso y lo desafió. Si en
verdad era quien afirmaba ser, ¿por qué no se salvaba a sí mismo? ¿Por qué no los
salvaba a todos? El judío hundió la cabeza entre los hombros, deseando que se callara
de una vez, que le dejara en paz, que le permitiesen morir de una vez. Rezó por ello y
de nuevo nadie le escuchó.
Llegó la tarde. El dolor y la sensación creciente de asfixia estaban más allá de lo
que podía soportar, pero sus oraciones eran desatendidas y el Señor ni siquiera le
concedía la piedad de la inconsciencia de la que disfrutaban sus compañeros. ¿De qué
se sorprendía? Eran ladrones, quizá asesinos, y los soldados los habían amarrado a la
cruz con sogas. En cambio, a él, que sólo había tratado de traer paz al mundo, le
habían atravesado la carne y los huesos. De algún modo tenía sentido dentro de una
retorcida lógica que era incapaz de sorprender.
Y fue entonces, con el sol a punto de tocar el horizonte, cuando su fe se quebró de
verdad. ¿Dónde estaba la justicia? ¿Dónde, el sentido de todo aquello? Aunque le
causaba una agonía increíble, consiguió alzarse unos centímetros sobre el madero y

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vomitó a los cielos la ira que le consumía. Gritó y blasfemó cosas tan horribles que
hasta los soldados retrocedieron unos pasos, y donde antes hubo un cielo despejado
nubes de tormenta comenzaron a formarse. El judío comprendió que Él estaba
enojado y aquello aumentó su ira.
Cuentan los cuatro libros que narran su vida que nada de esto ocurrió. Cuentan
que el judío soportó su tormento en silencio hasta que el final le alcanzó. Cuentan que
un centurión, apiadándose del sufrimiento de la madre del judío, que pensaba que su
hijo tal vez viviera aún y fuera presa de terribles dolores, decidió atravesarle el
costado con su lanza para mostrarle a ella que el judío estaba muerto. También
cuentan que de la herida manó agua mezclada con la sangre, y que cuando esa agua
se derramó sobre la cara del soldado, éste tuvo una revelación, cayó de rodillas y,
arrepintiéndose públicamente de sus pecados, proclamó la divinidad del judío.
Esto cuentan los cuatro libros, aunque no es del todo cierto.
En realidad, el judío no pereció en silencio. Siguió clamando su odio con palabras
tan horrendas que luego nadie pudo recordar, y aunque su madre y sus discípulos se
taparon los oídos con las manos y era grande la distancia que les separaba, de algún
modo siguieron escuchándole con tanta claridad como si el sonido proviniese de sus
mismísimos corazones. El cielo replicó cerrándose por completo, dejando la tierra en
tinieblas interrumpidas de tanto en tanto por el fogonazo de los relámpagos.
Ni siquiera el estampido de los truenos logró silenciar la voz del enloquecido
judío, y cuando sus blasfemias se volvieron intolerables, una columna de chispas
descendió culebreando desde las nubes y golpeó el madero de la cruz, llenando el
mundo de fuego y luz. El judío se retorció. Su rostro se transfiguró, sus labios se
contrajeron y dejaron a la vista una dentadura más propia de un depredador que de un
ser humano, y de los ojos y la boca brotaron borbotones de sangre que parecía
melaza; pero aun entonces encontró fuerzas para seguir escupiendo su desprecio por
Él. Los cielos rebulleron de furia y la misma tierra comenzó a temblar como si fuera a
deshacerse en pedazos, y entonces, sobre el tumulto, se escuchó el aullido de la
madre del judío.
—¡Haced que se calle! ¡Haced que se calle, por el amor de Dios!
No fue un centurión, como se dice, ni siquiera el decurión que supervisaba las
ejecuciones quien atendió al chillido histérico de la mujer. Fue un simple soldado el
que de algún modo encontró fuerzas para vencer el pánico y hundir su lanza en el
costado del judío. Tampoco es cierto que fuese agua lo que manó de la herida, aunque
tampoco fue sangre, al menos no del mismo tipo de la que corre por las venas de un
hombre vivo. Lo que sí es verdad es que bañó el rostro del soldado y le entró por la
nariz y la boca, y que éste cayó al suelo de rodillas, pero no para expulsar sus
pecados, sino el contenido de su estómago.
Con un alarido completamente inhumano, el judío se tensó de tal manera que los
clavos que le sostenían saltaron por los aires. Su cuerpo se mantuvo por un solo
instante en el aire, como si flotara, antes de desplomarse como un fardo sobre la tierra

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removida al pie de la cruz. Sus discípulos, los soldados, e incluso su madre, dieron
media vuelta y huyeron monte abajo mientras el firmamento se despejaba con la
misma rapidez con la que antes se había cubierto. Más de la mitad del sol aún era
visible sobre la franja del horizonte.
Sólo uno de los seguidores del judío, natural de Arimatea, se quedó quieto, quizá
porque estaba tan asustado que las piernas se negaron a responderle. Permaneció allí
inmóvil varios minutos, mientras el día terminaba de esfumarse, hasta que
comprendió que nadie iba a volver. En ese momento sintió que era responsabilidad
suya dar sepultura al judío. Pese a todo, aquél era el Maestro. Al menos le debía un
entierro digno.
Se acercó muy despacio al cuerpo del judío. Había quedado tendido boca arriba,
con los ojos y la boca cerrados, y su rostro dejaba traslucir cierta placidez, como si
durmiera. La fugaz imagen que había vislumbrado por un momento cuando le
alcanzó el rayo, la de un carnívoro de piel tensa y afilados incisivos, se le antojó en
ese momento una ilusión lejana. Con todo, no pudo evitar la tentación de coger una
de las lanzas arrojadas por los soldados en su precipitada huida y tocar el cuerpo con
el extremo romo. Sabía que el Maestro estaba muerto —estaba seguro—, pero de
algún modo aquel cuerpo albergaba una vaga promesa de movimiento, de vida más
allá de la muerte.
Cuando logró reunir suficiente valor, el discípulo se agachó junto al cuerpo y,
vacilante, tendió la mano hacia el cuello del judío en busca de pulso. Vaciló. Un leve
aroma a descomposición flotaba en el ambiente. Alzó la vista hacia los otros
crucificados, ya cadáveres. ¿Había pasado suficiente tiempo para que empezaran a
pudrirse? Imposible, ni siquiera con aquel calor. Las aves de rapiña ni siquiera habían
hecho acto de presencia. Entre ambos, la cruz en la que habían clavado al Maestro
aparecía intacta, sin rastro alguno de que un rayo acabase de golpearla. ¿De verdad
todo aquello había pasado? ¿Acaso lo había soñado?
La boca del judío se entreabrió repentinamente, a escasos centímetros de la mano
que el de Arimatea aún tenía tendida hacia su cuello. El discípulo percibió por el
rabillo del ojo el movimiento y retrocedió con un alarido, arrastrándose hacia atrás a
toda prisa sobre las posaderas hasta que su espalda se topó con la cruz. Allí se quedó,
inmóvil como un cervatillo ante un lobo, con los ojos muy abiertos, sin atreverse ni a
parpadear. Pasaron un par de minutos. El Maestro no dio ninguna otra señal de vida y
el de Arimatea logró convencerse a sí mismo de que aquel cuerpo no iba a levantarse
ni a echar a andar por mucho que una vocecilla interior le advirtiese de lo contrario.
A cuatro patas, reptó el escaso metro que le separaba del cuerpo y tendió de
nuevo la mano. Sus dedos se acercaron al pecho del difunto milímetro a milímetro,
como si alguna fuerza invisible le tirase del brazo hacia atrás. El corazón le
martilleaba el pecho. Trató de tragar saliva para calmarse, pero descubrió que tenía la
boca seca y pastosa. Reuniendo todo su coraje, echó su peso hacia delante y obligó a
su mano a hacer contacto. Al instante la retiró de nuevo. La piel del Maestro estaba

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caliente. No, no estaba caliente: estaba ardiendo.
Posó de nuevo la palma sobre el pecho del judío. Quemaba como un asado recién
retirado del fuego, pero apretó los dientes y aguantó. Nada. Ni un latido, ni un
movimiento. No respiraba. Estaba muerto. El de Arimatea retiró la mano y se sopló
en la palma para aliviar el escozor. La tenía enrojecida como si hubiera estado
sujetando una brasa. En contraste, la piel del Maestro mostraba una tonalidad cerúlea,
una claridad antinatural. Quizá había perdido mucha sangre antes de morir. Sí, ésa
debía de ser la explicación.
El discípulo percibió de nuevo movimiento, pero esta vez al pie del camino. Eran
sus hermanos. Al parecer, habían reunido el valor suficiente para regresar. Sus
rostros, aún contraídos por el terror, le demostraban que todo había sido real, que
había ocurrido de la manera en que lo recordaba. Traían con ellos un escuálido buey
que tiraba de una carreta de ruedas irregulares. El de Arimatea recordó que habían
planeado usarla para transportar el cuerpo del Maestro hasta su sepulcro, siempre que
el gobernador les diera permiso para ello. Tal como estaban las cosas, la autoridad del
gobernador ya no parecía tan importante.
Sus hermanos se detuvieron a una prudente distancia. El de Arimatea vio en sus
caras que ninguno estaba dispuesto ni siquiera a cercarse a aquel al que pocas horas
antes veneraban. Tomando en brazos al Maestro, se dirigió a la carreta, resoplando de
dolor. ¿Cómo podía estar tan caliente? Lo arrojó sobre la madera con muy poca
delicadeza y se frotó los antebrazos. Si su comportamiento resultó extraño a ojos de
sus hermanos, ninguno lo exteriorizó. Uno de ellos le tendió un sudario. El de
Arimatea subió a la carreta, le cruzó los brazos al difunto sobre el pecho y lo cubrió
con él.
El buey dio un pequeño tirón y a punto estuvo de derribarlo de la plataforma. El
animal, de temperamento usualmente apacible, estaba nervioso, quizá contagiado por
el miedo que se respiraba en el ambiente. Cuando la sábana que cubría el cadáver
comenzó a humear, los discípulos retrocedieron alarmados unos metros. Sólo el de
Arimatea, de nuevo, permaneció quieto en su sitio, observando atónito cómo la tela
se tostaba y la silueta del cuerpo que tapaba comenzaba a hacerse visible como una
sombra negruzca. El discípulo imaginó que a continuación estallaría en llamas,
convirtiendo la carreta entera en una improvisada pira funeraria, pero nada de eso
pasó. De algún modo, el cuerpo empezó a enfriarse y las tenues volutas de humo
comenzaron a evaporarse hasta desaparecer por completo.
El de Arimatea bajó de la parte trasera de la carreta y guió al buey monte abajo,
hacia el sepulcro del Maestro. Sus hermanos lo siguieron en silencio a media docena
de metros. Al pie del Gólgota cayó en la cuenta de algo. En todo ese tiempo no había
rezado. Tardaría mucho tiempo en atreverse de nuevo a hacerlo.

A la mañana siguiente, el soldado cuya lanza había acabado con la vida del judío
cayó enfermo. A lo largo del día su piel se fue tornando cada vez más pálida y los

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ojos comenzaron a enrojecerse bajo el iris. Sufría fuertes dolores abdominales, y
aunque se quejaba de un hambre desmesurada, su estómago rechazaba el agua, la
sopa y la fruta que trataron de darle. Al anochecer, su estado había empeorado. Había
perdido la consciencia y la mandíbula se le había desencajado, dejando parte de la
dentadura a la vista.
De madrugada le dieron por muerto, cuando dejó de respirar tras una intensa
agonía. Tal vez un diagnóstico precipitado, pues cuando los necróforos acudieron a
preparar el cuerpo para su inhumación, el enfermo se levantó de su lecho y,
enloquecido por la infección, trató de morder a uno de ellos. El guardia que los
acompañaba logró reducirle antes de que hiriese a nadie, aunque, desgraciadamente,
un fuerte golpe que le propinó en la cabeza acabó con su vida. Temerosos de que se
tratase de la rabia o de alguna otra enfermedad contagiosa, los galenos decidieron
incinerar el cuerpo y enterrar los restos fuera de la ciudad.
Tres días después de la crucifixión del judío, uno de sus discípulos más cercanos
dormitaba recostado contra la piedra que sellaba su sepulcro. Desde que le sepultaran,
había pasado allí cada jornada, desde la salida hasta la puesta del sol, tratando de
expiar su culpa. Había llorado mucho apoyado contra aquella losa, en parte por la
pérdida del Maestro, pero sobre todo de rabia contra sí mismo, por ser un cobarde y
un miserable. Cuando los soldados le habían interrogado, él, por tres veces, había
negado que conociese al Maestro y le había abandonado a su suerte. Después, ni
siquiera había tenido valor para acercarse al Gólgota, donde había ocurrido algo tan
terrible que sus hermanos no se atrevían a hablar de ello, ni para contárselo a él.
Un leve ruidito le hizo despertar sobresaltado. Parpadeó confundido y echó un
vistazo alrededor, tratando de encontrar el origen del sonido y preguntándose si se
había tratado de alguna pesadilla. El ruido se repitió muy cerca, junto a su cabeza. El
discípulo apoyó la oreja contra la piedra y escuchó con atención. Ahí estaba de
nuevo. Sonaba como si algo rascase contra la losa.
El discípulo pronunció el nombre del judío. Luego lo gritó. Nadie respondió
desde dentro del sepulcro, pero el extraño soniquete cesó de improviso. El discípulo
repitió la llamada, de nuevo sin respuesta. Se incorporó tembloroso. ¿Acaso había
enloquecido? Antes, en una ocasión, en Judea, el Maestro había sido capaz de
desafiar a la misma muerte y arrancar a un hombre de sus garras. Él lo había visto
con sus propios ojos. ¿Podía ser que…?
El discípulo corrió en busca de los preferidos del Maestro tan rápido como le
permitieron sus piernas. Sólo pudo encontrar a siete de los doce. Los otros cinco no
estaban en sus casas, y no había tiempo de buscarlos. Si lo que sospechaba era cierto,
debían abrir el sepulcro cuanto antes. Cuando los reunió y les explicó lo que pasaba,
algunos le llamaron loco y otros se limitaron a mirarlo aterrados. Se negaron a
acompañarlo y él les replicó con ira. Les llamó cobardes y traidores, les recordó su
compromiso con el Maestro y les preguntó qué les daba tanto miedo. Ninguno quiso
responderle, como si contar lo que habían visto en el monte Gólgota pudiera conjurar

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algún tipo de maldición sobre ellos. Al final, a regañadientes, los siete accedieron a ir
con él.
El sepulcro estaba excavado en la ladera pedregosa de una colina, un corto túnel
que descendía hasta una pequeña cámara circular. El discípulo apoyó la oreja sobre la
piedra que lo sellaba y escuchó con atención. El ruido, fuera lo que fuese lo que lo
producía, había cesado. En cualquier caso, era preciso que retiraran la losa. Debían
ver. Debían saber.
Hicieron falta cuatro de ellos para moverla y echarla a un lado. La luz del sol se
aventuró tímidamente en la entrada de la oquedad, apenas la suficiente para iluminar
unos pasos. Desde el exterior, el contraste hacía que la parte más interna del sepulcro
permaneciera en tinieblas. El discípulo que había negado a su Maestro, el único de
los ocho que no había presenciado su fin, entornó los ojos y accedió al sepulcro.
Junto a la entrada, un guiñapo se enrolló en torno a su pie derecho. Se agachó y lo
recogió, desplegándolo para verlo bien. Era un sudario. Estaba manchado de sangre y
tierra. En él, como si la hubieran trazado con carbón, estaba impresa la inconfundible
silueta del Maestro.
El discípulo se dio cuenta de que estaba solo. Sus hermanos habían retrocedido
varios metros, con el pavor pintado en sus caras.
—¿Pero qué hacéis? —les dijo—. ¿Por qué tenéis miedo?
Ninguno de sus hermanos, ni siquiera aquel con quien compartía madre, se
atrevió a responderle. Habían accedido a acompañarle y a abrir la tumba del Maestro,
nada más. Tampoco es que los necesitara. Se dispuso a continuar hacia el interior
cuando una voz le hizo detenerse.
—Espera. Si ha ocurrido, necesito verlo con mis propios ojos, aunque ello me
condene al infierno.
El discípulo no comprendió las palabras de su hermano, al que apodaban «el
Fuerte», pero asintió agradecido. Avanzaron hombro con hombro los pocos pasos que
les separaban de la cripta. Sus ojos se adaptaron poco a poco a la penumbra. Lo
primero que distinguieron fue el ataúd de madera, en el centro de la sala. La tapa
estaba tirada en el suelo. Un tenue olor a putrefacción invadió sus fosas nasales.
Una sombra se movió en un rincón, algo se puso en pie y, con andar vacilante, dio
un paso al frente.
—¿Maestro?
El discípulo sintió que su pecho estallaba de alegría al distinguir la figura alta y
delgada de su amigo. ¡El milagro había ocurrido! ¡Había resucitado!
La sombra dio otro paso y extendió unas manos retorcidas como garras hacia
ellos. De su garganta brotó un lúgubre lamento completamente inhumano. La alegría
se tornó en terror y ambos echaron a correr hacia la luz del día. «El Fuerte» tropezó y
aquel que le había llevado hasta allí pasó sobre él, ganando la salida en un instante.
«El Fuerte» gritó, un alarido espantoso mezcla de sorpresa, miedo y dolor, que hizo
que su hermano volviera la cabeza hacia él. El Maestro, si es que aquello lo era, se

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había abalanzado sobre él y le daba dentelladas en la espalda, el hombro y el cuello
como un perro rabioso. «El Fuerte» trató de incorporarse, pero la criatura que lo
sujetaba lo volvió a derribar. Gimiendo como un niño, tendió la mano hacia su
hermano en una muda súplica de auxilio.
La criatura alzó la cabeza y sus ojos relumbraron de hambre al fijarse en su
antiguo discípulo, que observaba inmóvil de espanto desde el exterior. Como si
aquello le liberase de un hechizo, éste arrojó el sudario a un lado, se lanzó sobre la
losa y la empujó con todas sus fuerzas para tapar la entrada al sepulcro. No logró
moverla ni un milímetro.
—¡Ayudadme! ¡Ayudadme, por la misericordia de Dios Todopoderoso!
Sus hermanos corrieron a su lado y juntos movieron la piedra hasta colocarla en
su lugar. Algo la golpeó desde el interior y el horrendo lamento que había escuchado
dentro se repitió tres veces más, soterrado, apenas audible. Algo rascó contra la
piedra, pero, fuera lo que fuera, no tenía las fuerzas o la voluntad necesarias para
moverla. Al rato, volvió a escucharse la voz de la criatura, sólo que esta vez otra
diferente le respondió desde las profundidades de la tierra. Los discípulos se miraron
unos a otros y comprendieron, y supieron qué había que hacer. Los siete juntaron
piedras y arena y sellaron de forma definitiva el sepulcro. Más adelante, a lo largo de
muchas semanas, lo irían enterrando hasta hacerlo desaparecer por completo con la
intención de que nadie pudiera encontrar lo jamás. Nunca volvieron a hablar de «el
Fuerte», y de esta manera, para la historia, fueron doce los que compartieron la última
cena del judío en lugar de trece.
Cuando consideraron, al atardecer, que era imposible que nada pudiera entrar ni
salir del sepulcro, decidieron volver a casa y descansar. Por el camino se encontraron
con la madre y con la favorita del Maestro. Conocedoras de que los hombres habían
ido allí por la mañana, habían decidido acudir para ungir al difunto con perfumes.
Los seis que quedaban de los siete que habían acompañado al discípulo que no acudió
al Gólgota se volvieron hacia éste preguntándole qué debían contar de aquello que
había acontecido.
—Les diremos que «el Fuerte» decidió marcharse en peregrinación y que quizá
no regrese. En cuanto al Maestro… Les diremos la verdad.
—¿La verdad?
—Sí, la verdad. Les diremos que fue crucificado, muerto y sepultado. Que
descendió a los infiernos. Que al tercer día resucitó de entre los muertos. Que está
sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, pues Él está en todas partes, y que,
desde allí, algún día, habrá de venir para juzgar a los vivos y a los muertos. Ésa es la
verdad.

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AVE CÉSAR, LOS QUE VAN A MORIR
RESUCITARÁN

Miguel Ángel González Díaz

Año 182 a. C. Roma. El Coliseo estaba repleto: las ochenta filas de gradas, ocupadas
por la plebe deseosa de un buen espectáculo. Y lo iban a tener.
En el pódium, la grada más cercana a la arena, se acomodó el César. Una gran red
y arqueros listos para intervenir en caso de emergencia le protegían de posibles
ataques de las fieras. Ese día el emperador estaba especialmente emocionado, pues
iba a ver en acción a sus cinco gladiadores más poderosos saltar a la arena y combatir
contra un puñado de esclavos que les superaban en número.
Sonó el cuerno y los esclavos fueron arrojados a la arena, armados con puñales y
pequeñas espadas cortas. Estaba claro que iban a ser masacrados por los gladiadores
del emperador, que poseían armas más contundentes, protecciones mayores e infinita
destreza en la lucha. El grupo de quince esclavos estaba compuesto en su mayoría por
hombres africanos y árabes traídos de lejanas tierras.
Llegó la hora de ponerse frente al emperador y soltar la frase que les habían
obligado a decir: «Ave, César, los que van a morir te saludan». Uno de los esclavos
árabes estaba herido en el cuello, y su sangre seca se empezaba a llenar de polvo. Se
tambaleaba como si estuviera a punto de desmayarse. Su piel estaba pálida, casi gris,
y le sangraba la nariz. Ni siquiera pudo pronunciar la frase.
El emperador, con un gesto de la mano, dio por comenzados los juegos y sus
gladiadores saltaron al suelo del Coliseo. Eran enormes, curtidos en mil combates e
iban ataviados con cascos, escudos y armaduras.
Los malolientes esclavos se agruparon temblorosos empuñando sus armas de
pacotilla. El árabe herido quedó separado de sus compañeros mientras los gladiadores
avanzaban confiados hacia el desafortunado grupo. Un primer gladiador al que la
plebe conocía como «Sombra» por su casco y sus adornos negros lanzó una estocada
con su espada gladius al costado del esclavo herido, que cayó de boca contra el suelo
al instante. Al público no le gustó nada esta primera acción, carente de emoción. Los
espectadores ni siquiera sabían por qué habían dejado pelear a un tipo tan lamentable.
Los catorce esclavos que quedaban se mantenían apiñados en el centro de la
arena, temblando y empuñando armas que más de uno no había sujetado jamás.
Sabían que iban a morir, era sólo cuestión de tiempo y de la voluntad de los
gladiadores que tenían enfrente.
Un joven negro, con lágrimas en los ojos, se lanzó desesperadamente hacia el

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enemigo que tenía justo enfrente, un gladiador conocido como «Pez» porque llevaba
impreso este animal en el casco y en su largo escudo. El ataque del africano fue
zanjado con un golpe de escudo, y el esclavo salió rebotado hacia atrás. El gladiador
dio dos pasos hacia delante y clavó su espada en la garganta del negro, que cayó de
espaldas al suelo ahogándose en su propia sangre. El público gritó y algunos se
levantaron del asiento para comtemplar mejor la muerte de aquel infeliz.
La desesperación y el miedo crecían entre los esclavos. La osadía o el temor
acabarían con ellos.
Los gladiadores se acercaban a sus desiguales contrincantes aclamados por la
plebe, que deseaba ver más sangre en la arena. Los pobres esclavos que osaban pasar
al ataque eran reducidos de forma casi burlesca por los enormes gladiadores, que los
hacían sufrir y agonizar como el que tiene un insecto en sus manos y decide acabar
con su vida caprichosamente.
Las estocadas y los apuñalamientos hacían brotar la sangre por los aires,
sembrando el suelo de cadáveres que aún parecían temblar por el miedo. El número
de esclavos se iba reduciendo conforme pasaban los minutos, hasta que sólo quedaron
dos hombres negros que proferían palabras en su extraño idioma. Uno de ellos recibió
una puñalada en el muslo que le hizo caer al suelo de dolor sin que pudiera
levantarse. El gladiador apodado «Rapiña» por el peculiar escudo ornamental que le
cubría el pecho y que mostraba un ave rapaz se acercó al malherido africano
dispuesto a darle muerte. Pero los gritos de emoción de los espectadores dieron paso
a una expresión de sorpresa. Y mayúscula, pues lo que estaban viendo no era posible.
El primer esclavo en caer, el árabe enfermizo, se estaba levantando torpemente.
Su reciente herida del costado no sangraba, y la arena se había adherido a ella
confiriéndole una apariencia repugnante. El esclavo, de rodillas y con las palmas de
las manos en el suelo, vomitó sangre negra y prácticamente coagulada. Todos los que
pisaban la arena, esclavos y gladiadores, miraban al árabe con cara sorprendida. La
plebe calló y todo quedó en silencio por unos segundos. El esclavo herido de piel
grisácea consiguió finalmente ponerse de pie, aunque sus movimientos parecían
carecer de coordinación. Entonces el público gritó una vez más de emoción, esta vez
en reconocimiento a la resistencia de aquel esclavo.
El árabe aún olía peor que antes. Se quedó allí de pie, dándoles la espalda a los
gladiadores y mirando a ninguna parte. Mientras, el africano que yacía herido en el
suelo aprovechó para avanzar reptando unos metros por la arena. El sonido del
cuerpo del negro arrastrándose por la grava llegó a los oídos sangrantes del resistente
árabe, que se volvió dejando ver su horrible aspecto a los gladiadores.
Su cuello y parte de su cara eran de un color gris oscuro, casi morado. Sus
extremidades parecían agarrotadas, dejando sus brazos rígidos de forma truculenta,
por no hablar de algunos trozos de carne que se desprendían de su cuerpo como los
de un cadáver putrefacto. Además, su boca y pecho estaban manchados de sangre y
los músculos de su cara se habían contraído, de modo que sus labios se habían

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estirado hacia atrás dejando a la vista sus dientes amarillos. Sus ojos estaban abiertos,
pero no miraban a ningún sitio y estaban secos y llenos de polvo, ya que ni siquiera
parpadeaba.
Sus pies empezaron a moverse hacia el grupo de hombres atónitos que estaban en
la arena. Cada vez caminaba más rápidamente, aunque de manera torpe, como un
niño que está aprendiendo a andar. Un gladiador golpeó de repente a ese «hombre sin
vida» con su escudo y consiguió derribarlo. El árabe dio con su espalda en el suelo y
rápidamente su cabeza fue sujetada por el pie de su agresor. El esclavo «no muerto»
movía sus brazos y piernas sin mostrar síntoma de dolor alguno. El gladiador seguía
con el pie sobre la cabeza de su enemigo, esperando órdenes. Consideró que aquél era
un caso excepcional de resistencia y no quería dar muerte al esclavo sin obtener antes
el beneplácito del César.
El emperador se levantó y extendió su brazo. Por su cabeza surcaban muchas
dudas. Lo que acababa de ver no era normal. ¿Y si la reacción del árabe se debía a
una rara enfermedad traída de sus tierras? ¿Podría contagiar a toda Roma? No iba a
arriesgarse, así que se señaló el pecho con el pulgar, dando la orden de ejecutar al
esclavo. A pesar de todo, el público no estaba muy de acuerdo con esta decisión, pues
querían ver qué posibilidades tenía aquel esclavo loco.
El gladiador alzó su espada para cumplir la sentencia del César. Clavó su arma en
el pecho de aquel loco que aún se movía. La cabeza del esclavo se zafó de su pie
opresor y lanzó una dentellada al tobillo desprotegido. El gladiador fue cojeando
hacia atrás hasta que cayó al suelo, llevándose la mano a su tobillo herido. Sentía
cómo aquel mordisco le quemaba por dentro, como si ardientes brasas recorrieran su
sangre. Sus manos cambiaron de lugar, y ahora se las llevó a los oídos, donde una
fuerte presión le causaba un dolor inimaginable, algo insoportable. Se quitó el casco
rápidamente y observó que sus manos estaban manchadas de sangre procedente de
sus oídos. Su vista se empezó a nublar, pero aún tuvo tiempo de observar cómo ese
hombre maldito al que había apuñalado en el corazón se volvía a levantar. ¡Era
imposible! La sorpresa se mezcló con la angustia cuando notó que no podía respirar;
entonces le sobrevino una bocanada y vomitó una gran cantidad de sangre. Después,
frío y muerte.
Los demás gladiadores estaban asombrados y no sabían qué pensar. Confusos,
empezaron a culpar a los hombres negros de idioma extraño, pensando, tal vez, que
algún tipo de maldición había sido formulada sin que ningún romano se percatara, lo
que habría permitido a ese árabe burlar la muerte. Ante estos extraños
acontecimientos, «Rapiña» remató al hombre negro herido y, deseoso de acabar con
aquella extraña maldición, se dispuso a terminar con la vida del otro esclavo negro.
Pero el africano, único superviviente, decidió acudir en auxilio del árabe intentando
una alianza que alargara un poco más su ya condenada vida. Fue inútil. El árabe
putrefacto se abalanzó hacia él con los brazos extendidos y la boca abierta y mordió
el cuello del negro, que lanzó un grito de dolor mientras su garganta era seccionada.

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No contento con eso, el esclavo maldito se arrodilló ante el cuerpo del negro mientras
éste seguía agonizando y comenzó a desgarrar la carne como un animal hambriento,
sacando músculos y vísceras para luego llevarse enormes trozos a la boca.
Murmullos de horror y repugnancia recorrían ahora las gradas de todo el Coliseo.
El rostro del César reflejaba una mezcla de asombro y asco. ¿Qué tipo de salvajes
habían traído como esclavos?
Mientras, en la arena, otro gladiador se atrevió a interrumpir el festín del salvaje
esclavo dándole una patada en la cabeza que le hizo rodar por el suelo. La agresión
fue inútil una vez más, ya que el putrefacto esclavo se levantó como si nada hubiera
pasado, se abalanzó sobre su reciente agresor, que se vio sorprendido, y le mordió el
antebrazo como si fuera un perro salvaje. «Sombra» y «Pez» trataron de ayudar a su
compañero echándose encima del esclavo caníbal y arrojándolo al suelo.
Igual que le había pasado al anterior gladiador, éste también se retorcía de dolor y
se llevaba las manos a sus oídos sangrantes para morir poco después entre la sangre
que salía de su boca.
Los tres gladiadores que quedaban vivos no sabían cómo afrontar la situación.
Nada afectaba a aquel loco, sus heridas no sangraban y siempre a volvía a ponerse en
pie para atacar de nuevo.
El emperador, harto de aquel espectáculo horrible, ordenó soltar las fieras para
que pusieran fin a todo aquello. Las rejas de los fosos se abrieron y un enorme tigre
macho salió raudo hacia la arena guiado por el hambre. La multitud rugía más que
cualquier bestia allí encerrada, pero todos callaron cuando la fiera frenó su carrera y
alzó su cabeza, como si olfatease, para después arrugar su nariz, repudiando el olor de
la «muerte viva». El tigre mantuvo esa cara unos minutos, sin intención de atacar.
Poco a poco comenzó a dar vueltas, como si aún estuviera encerrado en su exigua
jaula. Unas leonas asomaron la cabeza tímidamente desde el foso, pero, con las orejas
gachas, no se atrevieron a salir a la luz del día, ni siquiera tentadas por la comida fácil
que ofrecían los cadáveres de los combatientes muertos. Por su parte, el tigre volvió
temeroso al foso de donde había salido.
Los gladiadores aún estaban más confusos y en guardia frente al esclavo infecto
bañado en sangre ajena. Un sonido hizo que giraran sus cabezas hacia la izquierda.
¡El primer gladiador muerto se estaba levantando! Ahora sí que ya nada tenía sentido.
¿Había sobrevivido al ataque o también había sucumbido a la maldición? La gente
asistía asombrada al regreso del gladiador caído y le aplaudía tímidamente, ya que no
sabía si volvería como un héroe resistente o como un caníbal.
«Rapiña», el gladiador más cercano a su compañero reincorporado, se acercó
empuñando su espada por lo que pudiera acontecer. El gladiador herido se levantó
torpemente, igual que había hecho el árabe. «Rapaz» comprendió entonces que ése ya
no era su compañero y que debía acabar con él lo antes posible, así que se lanzó al
ataque; pero su antiguo compañero, que ahora presentaba los mismos síntomas que
aquel extraño esclavo, se giró lanzando dentelladas al aire. «Rapiña» no puedo más

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que sujetarle el cuello y la frente para evitar ser mordido. Le había dado tiempo a
observar que el mordisco que había recibido su compañero le había transmitido esa
enfermedad, maldición o lo que fuere. Siguieron forcejeando.
Por otro lado, el árabe atacó a «Pez» y «Sombra». Una vez más, los cortes
profundos que le infligían éstos eran inútiles, ni siquiera salía sangre de ellos. Por
mucho que acuchillaran, golpearan o tumbaran a ese hombre, no conseguían acabar
con su vida, si es que tenía. En uno de los lances, «Sombra» cercenó el brazo
izquierdo del esclavo. Éste no profirió ningún grito, y su sangre no se derramó.
El público observaba ese espectáculo sin atreverse a decir una palabra. Dudaban
de disfrutar de esa masacre, que era diferente de todas las que habían visto antes. El
César tampoco sabía cómo actuar y seguía observando esa horrible escena incapaz de
tomar ninguna decisión. Desde su posición, pudo ver cómo el segundo de sus
gladiadores heridos se levantaba con la misma apariencia que los anteriores
reanimados.
Este nuevo «muerto viviente» se incorporó y movió su cabeza, buscando algo con
sus ojos secos. Tras él, la batalla entre los vivos y los muertos. Frente a él, el mismo
César. Su mecanismo simple y salvaje le incitó a avanzar hacia la posición del
emperador con los brazos extendidos y la mandíbula desencajada bajo el casco. Ante
el peligro inminente, los arqueros apostados junto al pódium lanzaron sus flechas al
resucitado gladiador.
Los proyectiles afilados se clavaban en el cuerpo del inconsciente ser, que no
dejaba de avanzar. Una vez más, la sangre no brotaba. El gladiador sediento de sangre
llegó a la red que protegía al César y que le impedía atacar a los allí presentes. El
emperador hizo un amago de levantarse de su trono impulsado por el miedo y el
horror de ver a ese engendro arremeter contra él, con su boca ensangrentada. Los
arqueros disparaban sus flechas una y otra vez, pero la bestia no se rendía ni caía
abatida, hasta que una de ellas hizo volar su casco por los aires y otra le alcanzó en la
cabeza. Sólo entonces el monstruo murió definitivamente. Al reparar en este hecho, el
César ordenó a los arqueros que dispararan a la cabeza a todos los hombres presentes
en la arena para acabar así con esa pesadilla. Los arqueros procedieron.
Las flechas volaron hasta los hombres que forcejeaban con los muertos y
atravesaron sus cuerpos y cabezas, de donde empezó a brotar la sangre roja. Las
flechas que se clavaban en los muertos resucitados no tenían efecto, salvo que se
insertaran en la cabeza, que parecía ser su punto débil. Ahora vivos y muertos yacían
en el suelo del Coliseo. El público no aplaudió, pero tampoco abucheó: simplemente
se quedó perplejo ante el espectáculo que acababan de presenciar.
Nadie se atrevió a bajar a retirar los cuerpos, ni siquiera los esclavos que estaban
al servicio del Coliseo, por miedo de contraer esa extraña enfermedad o maldición. El
César ordenó quemar los cuerpos allí mismo y sustituir toda la arena del Coliseo por
cuestiones de seguridad.
Nunca antes se había visto tal espectáculo en todos los años de luchas en el

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Coliseo. El Imperio jamás había asistido antes a una masacre de ese calibre.
El acontecimiento suscitó muchas teorías por parte de filósofos y pensadores de
Roma: enfermedades venidas de África, maldiciones de pueblos perdidos e incluso
algún tipo de locura contagiosa. Finalmente no se llegó a ninguna conclusión y este
episodio se fue olvidando poco a poco. Nunca nadie supo por qué, pero los muertos
se levantaban con el único propósito de matar y alimentarse de los vivos, y ese terror
se apoderó hasta el final del Imperio de los romanos que asistieron a aquella batalla
entre gladiadores y «muertos vivientes» u oyeron hablar de ella.

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TIENE MENSAJES NUEVOS. PARA
ESCUCHARLOS PULSE…

Ángel Villán

Ojalá pudiese agradeceros a todos uno por uno.


Hoy, por fin, somos leyenda.

«Mensaje recibido el día 22 de marzo a las 14 horas, 32 minutos»:


—¿Hijo? Sí, lo sé, no estás en casa. Llámame tonta, pero pensé que a lo mejor
habías vuelto con antelación a casa y no habías avisado. Estoy preocupada por todo
este tema del virus, mi pequeño. Parece que cada vez está en más países, y aunque tú
aún estás lejos, estoy algo angustiada por ti. Espero que regreses pronto y puedas
llamarme. Te quiero, hijo.

«Mensaje recibido el día 27 de marzo a las 21 horas, 49 minutos»:


—Hola, cariño. No estás aún en casa, ¿verdad? Estoy muy preocupada, de verdad.
Hoy ha salido el rey por la televisión y ha dicho algo de un tal Marcial. Estaba tan
nerviosa que no he entendido lo que quería decir. Tu padre me lo ha explicado: desde
hoy está prohibido salir a la calle de noche. ¿Te lo puedes creer? También he oído
noticias de que el virus se está extendiendo mucho por España, y también por
Madrid. Aquí ya se habla de disturbios y gente desquiciada por la calle. Pienso que…
Aunque sea exagerado, quizá no está de más el toque de queda. Espero que cuando
llegues y te encuentres todo esto, sepas reaccionar a tiempo y no te hagan nada malo.
Te dejo, que tengo que ir a hacer algo de cena. Adiosito, pequeño.

«Mensaje recibido el día 30 de marzo a las 12 horas, 3 minutos»:


—Hola. Esta vez sí es un mensaje importante, cielo. Nos vamos de casa. El
gobierno ha creado unos puntos seguros en los centros de las ciudades para
protegernos de la gente infectada. Hablan de que son muy agresivos y contagian a la
gente normal con facilidad. Por lo que recuerdo, aún te quedan algunos días fuera.
Espero que estés bien, cariño. No te preocupes por mí ni por papá, seguro que allí
estamos bien. En cuanto lleguemos y sepamos exactamente adónde nos han enviado,
te llamaremos y te dejaremos otro mensaje si aún no estás. Por cierto, los móviles
empiezan a fallar, a si que te dejaremos algún teléfono fijo del lugar. ¡Ah, escucha!:
tu hermana ha dicho que se quedará de momento en su casa; la muy cabezota no

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quiere atender a razones y prefiere quedarse con el chulo de su novio. Si las cosas se
ponen feas, por favor, cuida de ella. Te quiero, mi niño, y cuídate tú también.

«Mensaje recibido el día 2 de abril a las 2 horas, 59 minutos»:


—¡Por fin! Escúchame, hijo: no te he podido llamar antes, llevo desde que
llegamos haciendo cola para el teléfono público y mira qué horas son. Aquí hay miles
de personas y apenas hay teléfonos, ¡todo el mundo quiere hablar! Óyeme, cielo,
estamos aquí, en el estadio de fútbol del Getafe. Nos tienen durmiendo en tiendas de
campaña como si fuera un campo de concentración. ¡Es tan indignante! Para hablar
con nosotros no tengo ni idea de lo que puedes hacer, creo que lo mejor es que vengas
directamente si seguimos aquí encerrados. Aunque los rumores hablan de que cada
vez la cosa pinta peor ahí fuera. Se dice que Toledo es un caos, que nadie está a salvo
allí y cosas así. Por favor, hijo, ten mucho cuidado cuando salgas de casa. Pienso que
quizá sería mejor que te quedaras en el chalé, allí al menos estás apartado de toda esta
gentuza y vivirás más dignamente. No abras la puerta a nadie y no te fíes de la gente.
Si puedes, ve a buscar a tu hermana; acabo de hablar con ella y sigue encerrada en
casa. Dice que hay infectados merodeando por su calle, pero que está bien. Tienen
comida para algunos días y dice que no me preocupe… ¡Ah! No salgas por la noche,
el toque de queda lo cumplen a tiros, mi hijo. ¡Espero que no te pase nada! Te tengo
que dejar, la gente empieza a empujar y… ¡OIGA! ¡UN POQUITO DE RESPETO,
¿NO?! ¡Por favor!… Perdona, cielo, pero escúchame, ten cuidado, ¿sí? ¡Y mira bien
antes de cruzar, que los militares van como locos! ¡Te quiero, hijo! ¡Pero bueno!
¡Quieren parar de emp…!

«Mensaje recibido el día 5 de abril a las 19 horas, 12 minutos»:


—Tate, ya sé que no estás, pero te dejo este mensaje porque ya no puedo hablar
con papá y mamá. Estoy con Richi y esta tarde nos vamos de mi piso. Hay infectados
en nuestra calle, así que Richi ha decidido que nos vayamos a su pueblo, a casa de sus
padres. Ellos están bien, y el pueblo, aseguran, está libre del virus. No es mucho
camino, es en Colmenar Viejo. La dirección es calle del Tinte, 8. Piso… ¿Qué piso
era, Richi?… Ah, sí, tienes razón. Toma nota, calle del Tinte número 8, 4.o derecha.
Cuando llegues a casa y escuches esto, si hablas con mamá, díselo, porque seguro que
está preocupada. Si puedes ir a buscarlos al estadio, sería lo mejor, los rumores
hablan de que las cosas se están poniendo cada vez más feas en los puntos seguros.
Aunque no me hagas mucho caso porque la tele no funciona y la radio a duras penas.
Sólo son mensajes de advertencia y cosas así, pero dijeron que no se acudiera a los
puntos seguros, así que me imagino que no están muy bien. Richi tenía razón, ojalá la
testaruda de mamá me hubiera hecho caso. Bueno, lo que sea, un besito y ten
cuidado. Nos veremos pronto, hermanito.

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«Mensaje recibido el día 6 de abril a las 5 horas, 45 minutos»:
—¿Hijo? Soy yo, tu padre. ¿Estás ahí? ¿Aún no has llegado a casa? Después de
todo lo que ha pasado no recuerdo cuándo llegabas. Espero que aún estés fuera del
país, lejos de todo este horror. Pero quiero que prestes mucha atención cuando oigas
esto al llegar a casa. Tu madre y yo hemos conseguido escapar de la trampa del
estadio. Todo se volvió una matanza, y sinceramente logramos salir por los pelos. Tu
madre está en mitad de una crisis nerviosa y yo apenas consigo mantenerme sereno,
pero debo hacerlo por ella. Escucha, estamos refugiados en un piso de una
urbanización en las afueras de Getafe. No puedo decirte dónde exactamente, y no
puedo salir precisamente al exterior para mirar la plaquita de la calle. Desde la
ventana parece una amplia avenida, y, si no recuerdo mal, tenemos el estadio al este,
no muy lejos. Quiero que me hagas caso, no sé si podremos volver a llamarte.
Presiento que el teléfono va a durar menos o nada, es toda una suerte que aún esté en
servicio y tú tengas corriente en casa… Al final tenías razón con lo de la energía
solar.
»Bueno, escúchame: no vengas a por nosotros. Quédate en tu casa, en el chalé
estarás más seguro. Tu madre te dijo que fueras a buscar a tu hermana, pero yo no sé
qué decirte. Si puedes, hazlo. Lo último que supimos de ella es que estaba bien, pero
ahora no coge el teléfono. Si se ha ido a algún lado, no nos lo ha podido decir, así que
espero que te dejara a ti un mensaje. Tú sabrás qué es lo mejor que puedes hacer.
Confío en ti.
»Nosotros no podemos salir de aquí de momento, hasta que venga “la caballería”.
Hay decenas de infectados abajo y tú solo únicamente conseguirías que te atacasen.
Quédate allí y protégete todo lo que puedas. Haz barricadas, lo que sea. Pero ni se te
ocurra acercarte a un infectado, sea quien sea. Son altamente contagiosos y agresivos.
Me duele no estar ahí para protegerte, pero ahora tengo que cuidar de mamá. Haz lo
posible por sobrevivir, hijo. No te preocupes por nosotros, ya verás como todo se
arregla y vienen a rescatarnos. Hemos colgado sábanas en las ventanas pidiendo
ayuda. Nosotros estaremos bien, cuídate tú.

«Mensaje recibido el día 7 de abril a las 17 horas, 23 minutos»:


—¡¡Amor!! ¿Me oyes? ¡¡Aún funciona el teléfono!! ¡¡Le voy a dejar otro
mensaje!!… Hola, cielo, me sorprende volver a poder dejarte un mensaje. Los
últimos días han sido un infierno, ya me ha dicho tu padre que te lo contó por encima.
Quiero que tengas en cuenta sus palabras y hagas caso a todo lo que te dijo, él sabe lo
que hace. Estamos encerrados aquí en el piso, y aunque los infectados se las han
ingeniado para colarse en la escalera, estamos bien, pues la puerta está cerrada y tiene
una cadena de seguridad. Comida no tenemos mucha, pero bueno, siempre quise
hacer dieta, ¿no?… Estoy muy preocupada por vosotros, tú ya deberías haber

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regresado a casa y haberme devuelto la llamada. No sé qué número es éste, pero
míralo en tu teléfono. De tu hermana tampoco sé nada, no coge el teléfono… Espero
que esté en algún lado escondida y cuando termine esta pesadilla por fin consigamos
reunirnos todos. Cuando logremos salir de aquí, iremos para tu casa, ¿vale? Me
gustaría que ése fuese nuestro punto de reunión. Díselo a tu hermana si consigues
hablar con ella… Espero que llegues pronto a casa… Te quiero, hijo.

«Mensaje recibido el día 8 de abril, a las 23 horas, 12 minutos»:


—[Sollozos]… Mi niño… Mi niño, ¿estás ahí? Por favor… [Sollozos]. Tengo
mucho miedo, estoy asustada. ¡Los muertos saben dónde estamos! Llevan horas
aporreando la puerta. ¡Me van a volver loca! Por los gemidos deben de ser
muchísimos, estoy aterrorizada. Si… Si puedes… Ven a ayudarnos. Nadie ha
aparecido… Tengo miedo… [Sollozos y golpes de fondo]. Tu padre ha puesto
muebles delante de la puerta, espero que no puedan entrar… He visto lo que hacen…:
muerden a la gente… la despedazan… y están… Ellos están muertos, pero aun así
andan, atacan a la gente… Por favor, mi hijo… ven en cuanto puedas… No sé hasta
cuándo podremos aguantar así… Te quiero, mi pequeño… Ten… Ten mucho
cuidado…

«Mensaje recibido el día 8 de abril, a las 23 horas, 48 minutos»:


—Perdóname, cariño. Olvida lo que dije antes. Estaba asustada… Es inútil que
vengas. Lo he aceptado, y ahora… ahora simplemente quería despedirme. No… No
sé por dónde empezar. Siempre has sido un buen hijo, cariñoso y respetuoso con tu
familia. Te he querido desde el día en que supe que ibas a nacer, y te querré por
siempre. Quiero que lo sepas y lo tengas clarísimo. Tu padre… [Silencio, golpes de
fondo y sollozos ahogados].
»Tu padre también te quiso siempre. Ahora ya no está aquí… pero sin duda fue
un gran padre. Cuidó de sus hijos y de su mujer durante toda su vida. Lo ha dado todo
hasta su último aliento… quiero que lo sepas. Me encerró en este dormitorio y se
quedó fuera luchando con esas bestias… [Sollozos y golpes]. Ya sólo es cuestión de
que echen la puerta abajo, cielo.
No te preocupes más por nosotros, ahora lo único que quiero es que sigas
viviendo. Que lo hagas por nosotros y que busques a tu hermana. Cuida y protege lo
que nosotros no pudimos… [Llora en silencio durante un par de minutos, mientras los
golpes son cada vez más estruendosos].
»Lo siento, mis pequeñines… Recordad que siempre os quisimos, que os amamos
desde lo más profundo de nuestro corazón, y mi alma espera… [Un gran crujido,
golpes, muebles arrastrándose]… que aguantéis y resistáis hasta el final. Protege a tu
hermana… y cuídate.
»Te quiero.

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[Golpes, forcejeos y durante unos segundos gemidos de dolor ahogados,
resistiendo los gritos. Después, sonidos viscerales, para terminar en un silencio sólo
roto por pies arrastrándose y algún que otro pequeño golpe, un objeto cayéndose o
empujado, hasta que se acaba la cinta].

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EL HUÉSPED

Álvaro Peiró Burriel

A mi familia y amigos, por


aguantarme y seguir a mi lado.

Desde que todo comenzó, la misma pregunta ronda por mi cabeza una y otra vez,
como un tema recurrente que, a falta de cosas mejores en las que pensar, aflora en mi
mente de cuando en cuando.
¿Por qué? ¿Por qué yo y no otro? ¿Acaso tuve la mala suerte de ser la excepción
que confirma la regla? Los zombis no tienen conciencia, no pueden pensar. Y una
mierda: yo soy la prueba que desmiente todas las leyendas urbanas, el suceso que
sólo ocurre una vez cada cuatro trillones de años. Estoy al otro lado de la vida y no
muero, floto en una neblina existencial, atrapado en mi propio cuerpo.

Todo comenzó tal y como empiezan todas las tramas de terror, con una historia
que nadie se creía. Una enfermedad contagiosa, ataques terroristas, el castigo divino,
vudú africano… qué más daba la causa, lo cierto es que cuando nos dimos cuenta,
teníamos al infierno llamando a nuestras puertas. Los denominados «planes de
contención» fueron ineficaces. ¿Cómo iban a retener a una masa de carne reanimada
que camina eternamente en busca de cuerpos que devorar? Nada podía detener a los
no muertos, y las ciudades caían mientras aquellas criaturas ampliaban sus filas con
cada muerte que provocaban.
Yo tuve el suficiente instinto de supervivencia para sobrevivir al inicio de la
invasión zombi, pero la situación empeoraba cada día que pasaba. Cuando quise
darme cuenta, estaba atrincherado en el antiguo colegio salesiano de mi pueblo, junto
con otros doce supervivientes. De esos días recuerdo el silencio sepulcral que
envolvía al edificio, sólo roto por el andar de los zombis y su insoportable forma de
arrastrar los pies. Y el hambre, un hambre feroz y creciente. Las reservas de comida
disminuían poco a poco, y pronto comprendimos que no podríamos aguantar mucho
tiempo así. La protección del edificio no era un problema: el perímetro estaba
rodeado por altos muros de cemento, y, si no hacíamos ruido, podríamos liquidar a
los zombis que se acercasen. Sin embargo, lo que los no muertos no habían
conseguido hasta ahora lo estaba haciendo la falta de agua y alimentos.
Urdimos un plan a la desesperada. El huerto del colegio estaba descuidado y
necesitábamos semillas para ponerlo en marcha de nuevo. Eso, junto con el pozo que
había en la parte trasera del edificio, constituía nuestra única salvación. Conocíamos
una floristería cercana que tenía lo que necesitábamos. Sería una incursión

ebookelo.com - Página 29
relámpago, así que los riesgos quedarían minimizados. Teníamos dos armas de fuego
y conocíamos el terreno. ¿Qué podía salir mal?
El miedo pudo con nosotros. Un primer disparo nos delató cuando estábamos
aprovisionándonos. Decenas de no muertos acudieron a la llamada y barrieron
nuestras defensas sin esfuerzo gracias a su superioridad numérica. Acabé llorando en
el almacén mientras escuchaba cómo aquellos seres luchaban por echar abajo la
puerta que había apuntalado con muebles y cajas. Sabía que era cuestión de tiempo:
su constancia acabaría derribándola y mi historia llegaría a su fin. Aquellos minutos
se hicieron eternos hasta que la puerta cedió y acabé como mis ya fallecidos
compañeros, gritando de puro terror mientras sentía cómo unas manos mugrientas me
agarraban por todos los lados y las mandíbulas de los zombis empezaban con mi
cuerpo.
Cuando desperté, ya era uno de ellos. A mi lado reconocí a algunos de mis
amigos, con los ojos tan perdidos como seguramente debía de tenerlos yo. El estado
de shock me impedía pensar mucho más allá de mi condición. Nada era como lo que
había visto en las películas. No era dueño de mis propios actos, caminaba con un
rumbo prefijado entre la marabunta de cuerpos a la que acompañaba, siguiendo un
recorrido cuyas pautas desconocía pero que en líneas generales parecía seguir un
itinerario errante en busca de los pocos seres vivos que todavía quedasen.
Fue entonces cuando me di cuenta de lo que estaba pasando. Intenté por todos los
medios recuperar el control de mi cuerpo, alejarme del grupo y aislarme en algún
rincón oscuro, de manera que no fuera un peligro para nadie más. Cuál fue mi
sorpresa cuando me encontré preso en mi propia mente, agarrando unos barrotes
invisibles que impedían cualquier intento de escape mientras escuchaba una risa
tenebrosa que brotaba de algún pasadizo oscuro de mi propio cerebro. Alguien
llevaba el mando de mi cuerpo.
Con el paso de los días, comprendí que de alguna forma debía de ser inmune a la
causa de todo aquello. Mi mente había conservado su parte racional, aunque estaba
dominada por mi nueva y monstruosa personalidad. No, en realidad éramos dos seres
en un mismo cuerpo: el huésped y su parásito invasor. Ambos sabíamos de la
existencia del otro, pero, por mucho que lo intentase, no conseguía recuperar el
control. Él no era como los demás, su inteligencia y la facilidad que tenía para cazar
me aterraban. Evitaba en lo posible dejarse llevar por el hambre, planificaba cada
ataque y minimizaba los riesgos, de modo que salía victorioso en cada una de sus
emboscadas. Cuando mi cuerpo descansaba (aunque no del todo, pues siempre
permanecía en un estado latente de vigilia), las pesadillas me invadían, y entonces
rememoraba cada una de las carnicerías de las que había sido testigo, sabiendo que el
Invasor disfrutaba atormentándome con esos pensamientos, regocijándose en mi
sufrimiento. Mi captor controlaba mi cuerpo, y yo no podía hacer nada para advertir a
las presas de aquel ser.
O al menos eso pensaba. Había descubierto una pequeña posibilidad, una rendija

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por la que escabullirme y asumir el control momentáneamente. Tan sólo tenía que
esperar el momento oportuno, y, por fin, parecía que había llegado.

Llevo ya dos meses convertido en un no muerto y hace una semana que no


encontramos ningún superviviente. El Invasor está furioso: sus ansias de carne
humana lo han convertido en un ser más temerario. Nos encontramos en las afueras
de una ciudad pequeña, en el comienzo de una urbanización de alto nivel económico.
Al fondo se escucha el murmullo de un río, silenciado de vez en cuando por el cantar
de un grupo de aves. Sé por qué me ha traído hasta aquí: los muros de las casas son
altos y resistentes, y la concentración de podridos es mucho más densa de lo habitual,
signo inequívoco de que hay alguien vivo cerca.
No tardo mucho en confirmar lo que digo: decenas de no muertos se agolpan en la
puerta de hierro de una vivienda. Tanto mi captor como yo vemos una sombra
proyectada desde la ventana del segundo piso. Reconozco la curvatura típica de la
figura femenina escondida tras esa presencia fantasmal. Es una mujer joven, de
complexión delgada, no sé si por la falta de comida o por cualquier otra razón. La
figura tiembla un poco y desaparece entre la oscuridad de la casa. Está nerviosa, tanto
el Invasor como yo lo sabemos. Rápidamente caminamos en busca de una salida
alternativa. Esto es lo que diferencia a mi captor del resto: se aprovecha de mi mente
y la utiliza a su favor, urdiendo planes elaborados que lo convierten en el más temible
de los depredadores.
Al fin damos con una calle estrecha, usada en el pasado para delimitar los
terrenos de las distintas propiedades colindantes. Mi podrido cuerpo se agazapa
detrás de un cubo de basura. Es la única huida lógica para escapar de la casa, el único
sitio donde no hay zombis. Mientras esperamos, siento la creciente excitación del
Invasor. El ansia por probar de nuevo carne viva lo tiene casi cegado, está totalmente
ofuscado en su tarea. Sonrió internamente, esperando que la acción comience.
Por fin, un cuerpo se asoma por lo alto de la pared izquierda. La mujer es más
guapa de lo que había imaginado. Su pelo castaño realza sus ojos verdes y le confiere
un aspecto salvaje. Si no fuera por su extrema palidez y la suciedad causada por el
constante ajetreo de la supervivencia, parecería una modelo. Mientras baja, observo
cómo el Invasor acalla unos gemidos de satisfacción. Estamos tan cerca que no podrá
huir de nuestro ataque, ni siquiera manejando la tubería que usa como arma. La chica
mira hacia ambos lados de la calle y empieza a correr sigilosamente.
El ataque de mi captor la pilla desprevenida, pero consigue esquivarlo por los
pelos mientras retrocede con un grito involuntario. Los demás zombis vendrán
pronto, así que el Invasor no pierde el tiempo. Sonríe y se acerca hacia ella,
emitiendo un amago de risa. Aquello paraliza por completo a la mujer, desconcertada
por el comportamiento del ser que tiene enfrente. Siempre utiliza ese truco, los
supervivientes se horrorizan ante su comportamiento aparentemente racional, algo
que nunca habían visto en un no muerto.

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Diez metros me separan de ella. Mi cuerpo avanza con un arrastrar lento mientras
el Invasor se deleita con el shock de la mujer, tanto, que noto cómo el control que
ejerce sobre mi prisión disminuye. No muevo ni un músculo, esperando el momento
adecuado. La distancia ya se ha reducido a seis metros. La ceguera del monstruo es
total: el único pensamiento que ocupa su cabeza es desgarrar el cuerpo que se expone
ante él. Ya ha abierto la mandíbula, amenazando a la mujer con unos dientes sucios y
espantosos. Cuatro metros. Tres metros. Ahora.
Consigo salir de mi prisión mental y el Invasor suelta un grito de sorpresa. Con
esmero, tomo el control de mi pierna derecha y la muevo en un espasmo extraño,
haciendo que mi cuerpo caiga de bruces contra el suelo y mi extremidad se fracture a
la altura de la tibia. Mi captor consigue encerrarme de nuevo en lo más recóndito de
mi mente, pero ya es demasiado tarde. Observo con júbilo cómo la mujer se
sobrepone a su propio miedo y mira hacia nuestra posición. Ha estado cerca, pero
reconozco en su mirada de nuevo el instinto de supervivencia que la debe de haber
mantenido viva durante todo el apocalipsis. Ahora sólo queda esperar mi recompensa,
el premio que merezco por haberla ayudado. Cierro los ojos mentalmente y espero el
golpe que ha de partir mi cráneo y poner fin a esta pesadilla…
Sin embargo, el golpe no llega y vuelvo a abrir los ojos. Veo cómo la mujer dobla
la esquina y sale de la urbanización, poniendo distancia entre los zombis y ella.
Ahora soy yo el que grita y mi huésped emite una risa maligna. Ambos sabemos que
será muy difícil que esto vuelva a pasar, pues es cuestión de tiempo que los no
muertos dominen el mundo. Y mi huésped no caerá de nuevo en la misma trampa, ya
no será tan negligente como antes. Me espera una eternidad encerrado en esta prisión
y no puedo hacer nada. Siento cómo la desesperación inunda todo mi ser y me
percato antes de desmayarme de que éste va a ser el inicio de un lento pero constante
descenso a la locura.

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EN EL METRO

Álex Gómez

Para Carmen y Roi.

Ahora, sentado en el vagón, me doy cuenta de que no ha sido buena idea usar el
metro esta mañana.
El hombre que está sentado delante de mí tiene cerca de cincuenta años. Lleva
una gorra negra y una cazadora de aviador con piel vuelta. Como la mayoría de los
ocupantes del vagón, lleva una pequeña mochila. Lo suficientemente pequeña para no
retrasarle en su huida y lo suficientemente grande para llevar sus objetos más
valiosos, probablemente joyas y el dinero que haya podido reunir. Creo que está solo;
al menos en los veinte minutos que llevamos encerrados en el vagón no ha hablado
con nadie. Está abrazado a la pequeña mochila amarilla. Creo que se está quedando
dormido, ya que ha ido reclinando su cabeza lentamente hacia atrás.
Hace un calor infernal. El vagón se ha detenido en medio de dos estaciones. Por
megafonía, el conductor del convoy ha anunciado lacónicamente que se ha producido
un problema técnico y estaremos parados unos minutos.
Con el vagón atestado y sin recirculación de aire, la espera se está haciendo
eterna. El pánico a la infección terminó de cundir entre la población. A pesar de los
esfuerzos del gobierno por ocultarlo, la realidad tiene la insana costumbre de hacerse
patente, tarde o temprano. Comenzó hace unas semanas. Al principio sólo eran
rumores, noticias aisladas en internet y programas sensacionalistas, pero se ha
convertido en una pandemia de proporciones desconocidas. La infección, el temor
irracional codificado en nuestros genes a los muertos vivientes ha resultado ser una
horrorosa e implacable realidad. Quién sabe si su origen está en el principio de los
tiempos o en un perdido laboratorio. La realidad es que se ha extendido por todo el
mundo. Se ha alimentado de la masificación en las grandes ciudades y de la facilidad
para desplazarnos de un extremo al otro del mundo. Hemos trasladado así la
enfermedad.
Las noticias de muertos vivientes eran tan inverosímiles, que yo mismo no las
creí. Hasta que, hace apenas unos días, pude ver con mis propios ojos cómo una
mujer atacaba a mordiscos a los clientes de un supermercado. Y cómo,
posteriormente, una de sus víctimas moría y se reanimaba ante nuestros ojos. El
ejército llegó poco después, y acabó con la mujer y con los afectados por sus
mordeduras. Pero los incidentes se multiplicaron por toda la ciudad, por todo el país
quizá, y de tal manera que la situación ha escapado a cualquier control. En los
últimos días, la presencia de las fuerzas de seguridad se ha reducido a los lugares

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estratégicos, como hospitales, grandes superficies o estaciones de ferrocarril y metro.
Y, por supuesto, el aeropuerto, adonde me dirijo.
Al encender la radio a primera hora de la mañana, informaron de que las
autopistas para salir de la ciudad se han colapsado esta noche. En todos los medios de
comunicación aconsejan quedarse en las casas en espera de que la situación se
normalice. Pero tengo la convicción de que, sea lo que sea lo que esté pasando, no
hará más que empeorar.
Por ello, decidí coger el metro hasta el aeropuerto y escapar de Madrid.
Vuelvo a fijar mi atención en el hombre sentado enfrente de mí. Su cabeza sigue
reclinada y su gorra no me deja ver sus ojos. Me concentro en su garganta, en su
pecho, cuento en mi interior los segundos que transcurren entre cada inspiración y
espiración de su torso.
Es posible que el hombre de la gorra esté profundamente dormido, pero cada vez
transcurren más segundos entre cada una de sus exhalaciones. Recorro
detalladamente con la vista las ropas del hombre. Mis temores se confirman cuando
descubro horrorizado que un pequeño hilo de sangre, parcialmente coagulada, está
resbalando lentamente por la bota del hombre. Probablemente, debajo de su pantalón,
hay un vendaje que oculta una herida. Una herida oculta sólo indica una cosa: un
mordisco.
Puedo ver a través de la ventanilla la lejana claridad que indica la salida del túnel:
la estación del aeropuerto está cerca.
Una vez que la máquina se ponga en marcha, tardaremos muy poco en llegar.
La garganta del hombre de la gorra ya está inmóvil y creo advertir que ha
adquirido una tonalidad ligeramente azulada.
Me fijo en la mujer joven que está sentada a la derecha del hombre de la gorra. Se
encuentra demasiado ocupada intentando calmar el llanto desconsolado de su bebé
como para caer en la cuenta de que el viajero de su lado ha dejado ya de respirar. Por
unos segundos dudo si avisarla, e incluso elevo la mano y carraspeo, humedeciendo
mi garganta seca por el pánico. Pero recapacito. Casi no tengo espacio para moverme,
y el ruido en el vagón hace imposible poder avisarla sin gritar, lo que evidentemente
alertaría a todo el pasaje. ¿Y luego qué? ¿Pánico generalizado? ¿Una avalancha?
No, rectifico y decido no avisar. Bajo la cabeza avergonzado ante mí mismo por
mi cobardía, pero apenas faltan unos metros, pronto las puertas se abrirán y podremos
salir. Rezo para que el hombre de la gorra se mantenga muerto unos minutos más.
Cuando salgamos, avisaré a los guardias, ellos sabrán qué hacer con él.
No soporto la tensión de la espera y me levanto de mi asiento deseando llegar a
las puertas para ser el primero en salir de este horno. Empujo a un señor cargado con
una pesada maleta de piel y consigo hacerme un hueco hasta la puerta. Ya falta poco,
pronto estaré a salvo.
La megafonía del vagón se activa con su chasquido característico. Me muerdo el
labio inferior y aprieto con fuerza los puños mientras espero oír que el problema

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técnico se ha solucionado y que pronto llegaremos a la próxima estación. En vez de
eso, sólo unos largos segundos de silencio. El vagón entero parece haberse congelado
en el tiempo: ni un sonido, ni un murmullo, hasta el bebé ha dejado de llorar. Tengo
la sensación de que los viajeros del vagón llevamos congelados en el tiempo y en la
misma postura muchos miles de años, como un vetusto bosque de árboles pétreos.
Pero un farfulleo gutural, ronco y brusco surge de la megafonía en vez de la voz del
maquinista y nos saca del trance.
Antes incluso de asimilar que el conductor del tren ha dejado de ser humano, mi
mirada incrédula se cruza con la del hombre de la pesada maleta de piel, como
buscando un compañero con el que confirmar el horror que estoy sintiendo. Y ambos,
a coro, comenzamos a gritar y a retorcernos buscando una desesperada salida del
vagón.
A través del reflejo en la ventanilla, un último vistazo al hombre de la gorra. Su
garganta y cara ya han adquirido un color totalmente azul y están surcadas de las
mismas gruesas venas color cian que recuerdo adornaban la piel de aquella mujer del
supermercado. Mis temores se confirman y sus manos comienzan a temblar, seguidas
por sus piernas y su cabeza. De su nariz, ojos y oídos rezuma un líquido negruzco y
viscoso. Puedo ver cómo sus dedos se tensan y agarrotan, a la vez que su mandíbula
se desencaja en un gesto pavoroso.
La mujer del bebé ya se ha dado cuenta de que el averno está despertando a su
vera, al igual que los viajeros más cercanos a ellos, provocando, como había intuido,
un intento generalizado de alejarse del infectado.
Me aprisiono todavía más contra la puerta del vagón. Casi no puedo respirar ni
moverme. Intento introducir mis dedos por la rendija en que se juntan las puertas
automáticas del vagón. Otros viajeros se me unen en el fútil intento por vencer el
mecanismo y abrir las puertas.
A mi espalda, un bufido cavernoso y atávico me congela el espinazo. El hombre
de la gorra ya se ha abalanzado sobre algún pasajero, tan cerca de mí, que puedo
sentir el crujido que producen sus dientes al rasgar la piel y tronzar los músculos de
su víctima. El olor de la sangre chispea en mi nariz.
Me invade una desasosegante sensación de alivio al saber que el hombre de la
gorra estará entretenido unos segundos, quizá los suficientes. Alguien tiene la
serenidad suficiente para activar el mecanismo de emergencia y las puertas se abren.
Mi vista aún no se ha acostumbrado a la oscuridad y tengo la certeza de estar cayendo
a un pozo sin fondo, pero nada enturbia mi entusiasmo por haber salido del vagón.
Decenas de personas caen en cascada a la vía detrás de mí, formando una pequeña
pirámide humana. La presión de la multitud me ha catapultado lo suficientemente
lejos para salvarme de morir aplastado. Caigo sobre un suelo pedregoso y cubierto de
una gruesa capa de hollín. Me incorporo y percibo lamentos del resto de viajeros.
Algunos se han fracturado huesos y suplican auxilio desde el suelo. Otros profieren
maldiciones y lamentos, pero se ponen en pie como resortes accionados por el pánico.

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Casi todos se afanan en poner tierra de por medio en las dos únicas direcciones
posibles. La mayoría huye hacia la lejana claridad de la estación de Barajas. Pero
otros, los menos, sin duda, corren en la dirección opuesta, hacia el interior de la
galería. Se adentran en la más profunda negrura sin mirar atrás. Quizá ellos son
conscientes de algo que los demás ignoramos.
Una vez de pie, me tomo una fracción de segundo. Me vuelvo y observo cómo el
vagón que hasta hace unos segundos era mi salvación se ha convertido en el
mismísimo infierno. A través de la puerta desde la que he caído, puedo ver cómo el
hombre de la gorra se está dando un festín con las entrañas de la mujer del bebé. La
sangre baña el suelo del vagón y el hombre de la gorra, arrodillado, trocea con sus
manos y dientes pedazos de la joven. Mastica concentrado jirones de carne mientras
mira a su alrededor buscando sin duda su próxima presa. Observo la escena como si
me encontrase en un cine un domingo por la tarde. El iluminado vagón ejerce a modo
de pantalla mientras, en mi delirio, opino que tanto el hombre de la gorra como la
mujer están interpretando un gran papel. No hay rastro del bebé; espero que algún
alma caritativa se lo haya llevado consigo para ponerlo a salvo, pero intuyo que es
poco probable. Un hombre tropieza conmigo en su carrera por dejar atrás este horror
y le sigo sin pensar. Al fondo, la claridad. La estación del aeropuerto. Mis piernas han
decidido tomar la iniciativa y se mueven a una velocidad inaudita, de modo que
pronto adelanto a los viajeros que me llevaban ventaja y me sitúo en cabeza de esta
carrera en la tiniebla.
La claridad del fondo del túnel se hace poco a poco más y más grande. Mis ojos,
que ya se han acostumbrado a la oscuridad, se resienten del nuevo cambio.
Gritos de terror me persiguen y rebotan en las paredes del túnel. Tengo la horrible
sensación de que el hombre de la gorra ya ha salido fuera del tren y de que no está
solo. No paro de correr. La ya cercana claridad de la estación me deslumbra, pero
puedo ver en el andén a varias personas. Estoy agotado, pero aun así no paro de
gritar, pido ayuda, llamo su atención. A pesar de la molesta luminosidad, puedo ver
que están uniformadas. La sensación de seguridad que ello me proporciona me
impulsa a bajar la guardia y por un momento casi me detengo. La visión del hombre
de la gorra masticando carne humana vuelve a mi mente y acelero nuevamente, más
rápido aún si cabe.
Los militares de la estación se han percatado de nuestra presencia y se dirigen
hacia nosotros. En los últimos metros de carrera intento articular algún tipo de
explicación sobre lo ocurrido, pero tan sólo tengo fuerzas para caer arrodillado y
extenuado a los pies del primero de ellos. Siento cómo éste acelera el paso y se me
acerca extendiendo sus brazos. Feliz por sentirme a salvo al fin, levanto la vista e
intento recibir con una sonrisa a mi salvador. Hasta que acierto a distinguir en su
azulado rostro unas gruesas venas de color cian.
Definitivamente, no ha sido una buena idea coger el metro esta mañana.

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DECLARACIÓN DE UN SUPERVIVIENTE

Álex Gómez

En memoria de Juan Antonio Cebrián.

1.a Parte
Que se presenta, en estas dependencias, libre y voluntariamente al objeto de ser
oído en declaración a tenor de los hechos acaecidos a partir de la fecha 1 del mes 1
del año 0.
Que el abajo firmante da su consentimiento para que esta declaración sea
utilizada por el presente ministerio y su Servicio de Política Infecciosa en la
evaluación de los actuales planes de prevención epidemiológica y los diferentes
gabinetes de Análisis de Riesgos e Infraestructuras de Contención Infecciosa.
Que por la presente es informado de la inmunidad jurídica sobre los posibles
delitos derivados de la consiguiente declaración según ley 29/0010. Hecho que se
refrenda en acta aparte.
Que preguntado: «¿Cómo recuerda el comienzo de la infección?», responde:
[Se transcribe]:
«Vaya… había intentado bloquear estos recuerdos… pero bueno, creo que es
importante que analicemos los fallos que cometieron… que todos cometimos.
»Soy… bueno, era trabajador en el ayuntamiento de mi ciudad. En las últimas
elecciones mi partido político había sacado un buen resultado y yo fui puesto al frente
de una concejalía de deportes. En aquel momento tenía cuarenta y seis años y mi vida
discurría monótona y sencilla como la de tantos otros.
»En estos últimos meses he hablado mucho, con otros supervivientes, he
escuchado cómo sucedió… como comenzó todo, y bueno… yo lo viví de otra
manera, digamos que no tuve tiempo para hacerme una idea de que algo se nos
echaba encima; digamos que la dura realidad fue la que se me echó encima.
»Mi mujer trabajaba como enfermera en el turno de mañana en un ambulatorio
privado. Los militares, como otros muchos funcionarios, tenían un acuerdo por el
cual eran atendidos en dicho centro. A los pocos días de la revuelta en Rusia,
militares médicos fueron enviados para colaborar en tareas humanitarias. No duraron
mucho, puesto que la situación se les fue de las manos enseguida. Varios de ellos
regresaron heridos, y uno, un capitán cirujano, fue atendido en la unidad de
quemados del ambulatorio.
»Una gran quemadura cubría su pecho y, según mi mujer me contó, presentaba

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mordiscos en brazos y piernas… Me contó que los médicos le dijeron a la familia del
capitán que había sido algún animal salvaje, pero ellos tenían claro que no había sido
así.
»A la mañana siguiente a la de la llegada del militar, llevé a mi mujer a trabajar
antes de dirigirme al ayuntamiento. Tenía por costumbre aparcar en el área reservada
para personal sanitario, justo enfrente de la puerta principal, tomarme un café rápido
con ella en la cafetería y luego despedirme de ella. La quería, la quería mucho.
»No recuerdo muchas cosas que sucedieron durante estos años, pero en cambio
me acuerdo claramente de lo que ocurrió aquella mañana. Nunca lo podré borrar de
mi mente.
»A las siete de la mañana se hacía el relevo al turno de noche en el hospital.
Serían las siete menos veinte cuando llegamos. Después de tomar el café, mi mujer se
despidió de mí con un beso y un “te quiero, hasta la tarde”. Yo me quedé unos
minutos más terminando de leer el periódico, sobre todo alucinado con las noticias
que estaban llegando de Daguedestán. Un revuelo me sacó de mi lectura, algo había
pasado: el personal del ambulatorio corría de un lado para otro y gritaban pidiendo
que acudiesen los de seguridad.
»Al parecer, cuando se hizo el relevo en la planta de quemados, algunos pacientes
habían atacado a las enfermeras. Cuando escuché eso enseguida entendí que Rosa
estaba involucrada, por lo que subí corriendo las escaleras de las dos plantas que
había hasta la de quemados; en esos segundos pasaron por mi cabeza mil cosas:
¿habría sido algún paciente de psiquiatría fugado?, ¿algún familiar descontento? No
tenía sentido, los pacientes no podían haber sido, la mayoría de ellos estaban tan
sedados por sus heridas que un camión de mercancías podría pasar por aquella sala
sin que se inmutasen.
»Cuando llegué a la segunda planta, lo primero que vi fue a dos vigilantes de
seguridad, porra en mano, empleándose a fondo con cuatro pacientes, a los que
golpeaban… Ahora casi da risa, pero en aquel momento… ¡Dios! Necesito parar
unos minutos…, no puedo seguir.
»Gracias por el vaso de agua… ya estoy mejor. Bueno, ¿por dónde iba? Sí, ya…
Llegué a la segunda planta y dos vigilantes estaban aporreando a cuatro pacientes.
Bueno, usted ya sabe cómo se comportaban estos “pacientes”: los vigilantes les
golpeaban con furia y ellos no retrocedían ni un milímetro, avanzaban, agarrándoles y
mordiéndoles una y otra vez. Yo no entendía qué podía haber sucedido para que se
comportasen así; tenían las facciones desencajadas y parecían no estar afectados por
las inmensas quemaduras que cubrían su cuerpo.
»Recorrí la sala de quemados con la vista y fue en ese momento fue cuando la vi:
mi mujer estaba sentada en el suelo de la oficina de enfermeras y sangraba
abundantemente por el cuello, pero todavía estaba consciente. Sin prestar atención a
la trifulca, a la que ya se habían sumado seis vigilantes más, ayudé a mi mujer como
pude, le taponé la herida mientras estúpidamente le preguntaba: “¿Pero qué ha

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pasado? ¿Quién te ha hecho esto?”. Fue entonces cuando se me abalanzó por la
espalda el capitán médico… me agarró con muchísima fuerza por la espalda.
Recuerdo que pensé: “¿Pero bueno? ¿Pero este hijoputa qué se ha creído? Le voy a
dar unas hostias… Me da igual que esté churruscado”. Me di la vuelta rápidamente y
le agarré con fuerza por el pescuezo. No entendía por qué este cabrón no me pegaba y
sólo intentaba morderme. ¿Pero qué tipo de formación en defensa personal les dan a
estos milicos? Recuerdo aquellos pensamientos, razonamientos lógicos en la otra era
pero… ya no.
»Soy cinturón negro de kárate, y bueno, entrenaba por aquellas fechas casi todos
los días, pesaba veinticinco kilos más que ahora, y la verdad es que estaba como un
toro. Le di dos rodillazos en las costillas que habrían tumbado a un hipopótamo y
aquel cabrón ni se inmutó; le asesté varios puñetazos en la garganta… ¡Gracias a
Dios que instintivamente golpeé allí y no en la boca o la nariz! Si lo hubiese hecho,
casi seguro que no estaría aquí ahora, pero aquel tipo parecía que estaba hecho de
acero. Por último, le acerté con una patada frontal con la que sí pude sacármelo de
encima por unos segundos, los suficientes para coger a mi mujer en brazos y salir
corriendo hacia la planta baja, donde estaba urgencias.
»Cuando pasé al lado de la trifulca, varios celadores ya se habían unido a ella y
tenían arrinconados entre todos a los pacientes contra una pared utilizando bancos del
pasillo, camas de las habitaciones y todo lo que tenían a mano los pobres. Eché un
fugaz vistazo a sus caras cuando pasé: estaban todos perplejos con lo que estaba
sucediendo, pero valientemente les echaban cojones a esos cabrones, y gracias a
ellos, a su sacrificio, pude llegar a urgencias con mi mujer en brazos. Escuché sirenas
de policía acercarse, y no dejaba de subir personal del hospital intentando colaborar
con los vigilantes y celadores.
»Ahora, con lo que sé, puedo imaginar lo que sucedió aquella noche en la sala de
quemados del ambulatorio. El capitán falleció durante la noche, y a causa de las
mordeduras se reanimó convertido en un no muerto. Mató a las enfermeras de
servicio y luego se dio un festín con los internados… uno a uno. Sólo espero que
aquellas pobres personas estuviesen suficientemente sedadas como para no enterarse
de nada; no me puedo imaginar el sufrimiento de alguien postrado en una cama con
grandes quemaduras en su cuerpo, siendo consciente de que un ser infernal se estaba
comiendo vivos a tus compañeros y que pronto, inexorablemente, tú serías el
próximo, sin posibilidad de huir. Sabiendo que las únicas personas que te podrían
ayudar, las encargadas de velar por ti, yacían en el suelo con medio cuerpo devorado.
En fin… como todo lo que sucedió a partir de ese día… horrible.
»Quedaron atrapados dentro de la sala el capitán y los pacientes que no devoró
por completo en lo que quedaba de noche. Las puertas estancas diseñadas para
mantener la zona totalmente limpia impidieron que aquellos monstruos extendiesen la
infección por el resto del hospital. Probablemente el personal del hospital estaba
acostumbrado a que gritos y gemidos saliesen de aquella planta.

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»Cuando mi mujer llegó a la sala y abrió la puerta con intención de relevar a sus
compañeras, abrió las puertas del mismísimo infierno…
»Y así es como recuerdo el comienzo de la infección.
»[Funcionario]: Está bien, señor 95 628, por hoy hemos finalizado».
Que se da por concluida esta comparecencia 53 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 23 de marzo de 0012.

2.a Parte
En fecha 24 de marzo de 0012 (continuación comparecencia).
[Se transcribe]:
«Bueno, ¿por dónde íbamos? Así, si, bueno, mientras mi mujer era operada de las
graves heridas que tenía en el cuello, llamé por teléfono a mi casa y hablé con mi hijo
Enrique. Hice lo que pude para tragarme las lágrimas y le dije que se fuese con su
hermana a la casa de mis padres, que su madre y yo habíamos tenido un accidente y
que no fuesen al colegio esa mañana.
»Mi hijo Enrique tenía quince años en aquel momento. No estaba muy unido a él
entonces por culpa de su rebeldía adolescente y mi poca paciencia. Es curioso, pero
todo lo que pasó, todo lo que juntos tuvimos que sufrir, nos unió de aquella manera.
Estoy convencido de que si pude sobrevivir a este apocalipsis, si pude sacar fuerzas
de flaqueza en los momentos más crudos, fue gracias a Enrique y su hermana Elena.
»[Funcionario]: Por favor, cíñase a los hechos, gracias.
»Entiendo. Mientras esperaba en la puerta del quirófano el resultado de la
operación de mi mujer, vi llegar policías nacionales y locales en poco tiempo.
Llegaron más de veinte coches patrulla: las cosas se pusieron muy feas en la segunda
planta.
»Se escuchaban los gritos y los golpes desde mi situación en la planta baja. Vi
bajar a varios policías con un enfermo inmovilizado; tenía las esposas puestas y los
agentes utilizaban sus porras para inmovilizarle la cabeza y así evitar que les
mordiese. Nadie entendía lo que estaba sucediendo, y el estupor se reflejaba en los
rostros de policías, médicos y pacientes del hospital. Después de mucho batallar,
consiguieron reducir a los infectados, pero casi todos los que intervinieron resultaron
heridos por mordiscos.
»El médico salió con lágrimas en los ojos del quirófano. Nunca había visto a un
doctor tan afectado; en principio pensé que era lógico, puesto que al fin y al cabo mi
mujer era compañera suya. Luego comprendí que había algo más: aquel hombre
había visto algo allí dentro que escapaba a la comprensión de un médico de urgencias
de un ambulatorio de una pequeña ciudad. Aquel pobre hombre pudo ver cómo mi
mujer se moría entre convulsiones y hemorragias masivas, un espeluznante

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espectáculo del que desgraciadamente todos los supervivientes posteriormente hemos
sido testigos antes o después.
»Mientras el doctor me consolaba como podía en la puerta del quirófano, un grito
de horror salió de él. Ambos entramos precipitadamente y bueno, lo que vi… lo que
tuve que ver en ese momento en el que mi cerebro aún no estaba acostumbrado a la
espiral de sangre y violencia en la que a partir de esa mañana se sumergió mi familia,
me marcó para siempre.
»Mi mujer, recién fallecida, estaba de rodillas en el suelo, al lado de la mesa de
operaciones, incorporada encima de una enfermera, la cual, tumbada en el suelo boca
arriba, agitaba sus brazos y piernas con desesperación intentando zafarse de Rosa.
Por una milésima de segundo pensé que de alguna extraña manera mi mujer no había
muerto y le estaba haciendo el boca a boca a esa enfermera. Sí, sé que es absurdo,
pero… ¿qué otra cosa lógica podía estar sucediendo? Cuando me acerqué, descubrí lo
que realmente estaba ocurriendo: mi mujer se estaba comiendo la cara de la
enfermera, y masticaba sus labios, sus ojos, su nariz con voracidad, totalmente
bañadas ambas en sangre. Aquella imagen vuelve a mí cada noche. Si no hubiese sido
por mis hijos, en aquel preciso instante yo habría perdido la razón.
»Me quedé petrificado, no pude reaccionar. Por un segundo me miró, y fue
entonces cuando comprendí que aquélla ya no era mi mujer, “aquello” ya no era mi
mujer. En ese momento no podía saber qué estaba pasando, pero comprendí que las
cosas ya no volverían a ser como hasta entonces.
»Fue el médico el que separó a Rosa de su víctima y el que se llevó un mordisco
de regalo. Dos celadores entraron inmediatamente y entre los tres la inmovilizaron
con correas a la mesa. Yo no pude moverme; me quedé apoyado contra una pared,
atónito, viendo aquello en lo que se había convertido mi esposa, viendo su mirada
perdida, viendo cómo masticaba ávida los jirones de carne mientras la sangre caía en
cascada por su cuello y pecho, viendo cómo lanzaba dentelladas al vacío intentando
alcanzar a los celadores… No fui capaz de articular palabra, no intenté siquiera
razonar con ella. Algo dentro de mí entendió en ese momento lo que estaba
sucediendo.
»Me senté en la sala de espera durante horas intentando asimilar lo que había
visto; no reaccioné, no llamé a nadie, no hablé con nadie, simplemente estuve allí
sentado horas, con la mirada fija en el vacío y una banda sonora de gritos, de sirenas,
de lamentos y de gemidos. El médico se sentó a mi lado y dijo algo, pero no le
escuché, no le miré; es posible que me hablase de un plan epidemiológico y de otros
casos en otros hospitales, pero no le presté la más mínima atención: mi mente
intentaba procesar dos horas de visita al averno.
»Aquélla fue durante años la última ocasión en la que me permití ser débil, en la
que permití que los hechos me superasen. En aquella silla se quedó sentado para
siempre el concejal de deportes de una pequeña ciudad y el superviviente se levantó
con dos ideas claras: la primera de ellas era que esta situación no había hecho más

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que comenzar; la segunda era que tenía que poner a salvo a mis hijos…
»[Funcionario]: Está bien, señor 95 628, por hoy hemos finalizado».
Que se da por concluida esta comparecencia 56 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 24 de marzo de 0012.

3.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«La experiencia con el fallecimiento y posterior reanimación de mi mujer, aquella
horrible mañana en el hospital, sigo pensando que fue lo que me salvó la vida.
»Mientas otras muchas personas de mi ciudad se enteraban de la infección
mediante noticias sesgadas o rumores, yo lo tenía muy claro: sabía que los que habían
sido mordidos se convertían en lo que fuera en lo que se había convertido mi mujer.
Conocía perfectamente la forma de pensar de los políticos —al fin y al cabo yo era
uno de ellos—, sabía que para cuando quisieran tomar medidas ya sería demasiado
tarde, la burocracia y el escepticismo jugarían en nuestra contra. No les culpo, yo
tampoco lo creería si no hubiese visto con mis propios ojos a la que era mi mujer
comiéndose a una compañera…
»[Funcionario]: Sabemos que es difícil no entremezclar los sentimientos con los
hechos de los que todos hemos sido víctimas, pero la finalidad de esta toma de
declaración es la de sacar conclusiones, saber cómo fueron las primeras reacciones de
las autoridades, fallos organizativos y de logística. Para ello debemos ceñirnos
estrictamente a la evolución de la infección en las distintas localidades, y su
testimonio como miembro de un equipo de gobierno local en Pontevedra es vital.
Prosiga, por favor, muchas gracias.
»Está bien… discúlpeme… Fui a buscar a mis hijos a casa de mis padres. Como
ya dije, Enrique tenía quince años, y Elena acababa de cumplir doce. Fueron
momentos duros, pero no les mentí, les conté a todos lo que había pasado, lo más
suavemente posible, claro, pero entendí que tenían que tomar conciencia lo antes
posible de la situación, era crítico.
»Mis padres me preguntaron si había tomado drogas o algo por el estilo, que
dónde estaba realmente Rosa, que yo qué sé… todo menos creerse lo que les estaba
contando. Llamaron al hospital y, como me temía, no confirmaron nada, desvirtuaron
la realidad hablando de enfermos y de infecciones en vez de hablar de muertos
caníbales, que era de lo que iba el asunto. Esto no hizo más que reafirmarme en mis
sospechas de que aquello, fuese lo que fuese, pronto se nos iría de las manos.
»Me llevé a mis hijos al puerto deportivo de Marín; hacía unos años me había
comprado una pequeña lancha motora cabinada, sólo seis metros, pero con un potente

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motor que me permitía disfrutar del mar en las épocas estivales.
»Nos alojamos en ella, ni que decir tiene que con la opinión en contra de mis
hijos: estábamos en pleno mes de enero y no era plato de gusto pasarse el día mojado
y en un barquito que a pesar de estar amarrado en un puerto con buen abrigo se movía
como un corcho con el mar de fondo.
»Los dejé, con órdenes tajantes de no moverse de allí y no permitir que nadie
subiese a bordo. Volví a Pontevedra, y en mi casa recogí todo lo que pude de valor o
lo que me pudiese ser útil para mi estancia a bordo.
»Una vez que tenía el coche cargado, fui al banco y retiré prácticamente todos
nuestros ahorros. Después fui a ver a mis amigos más cercanos, y a los que no pude
localizar les llamé por teléfono. A todos les interpelé de buenas a primeras con la
siguiente frase: “Sé que no me vas a creer, pero…”. Algunos me mandaron
directamente al carajo, otros me recomendaron un amigo suyo psiquiatra y unos
pocos, aunque no me creyeron, siguieron mis indicaciones de hacer acopio de cosas
de primera necesidad y de reunir a sus familias en un punto seguro. Por si acaso volví
para descargar todo lo que pude en el barco; le pedí permiso al guardamuelle para
usar un pequeño cobertizo que había en el muelle como almacén, sin dar demasiadas
explicaciones, ya había perdido suficiente tiempo. Con el coche ya vacío, otra vez fui
a un supermercado cercano y compré todos los víveres que pude cargar.
»[Funcionario]: ¿No intentó usted que esta acertada política de aprovisionamiento
se extendiese a nivel gubernativo?
»Hummmm… es muy fácil ver los toros desde la barrera. ¿Lo que usted insinúa
es si intenté convencer al señor alcalde de que el apocalipsis se nos venía encima? Lo
que hice lo hice porque saqué consecuencias lógicas de lo que había visto en aquel
hospital, y por una corazonada… nada más… No me toque los huevos insinuando si
pude haber evitado una sola muerte porque dejamos esto aquí mismo…
»[Funcionario]: Entiendo, prosiga.
»Los tres nos teníamos que hacinar en el único camarote que el barco tenía para
dormir e ir a comer y a ducharnos al club náutico. Ése era el único momento del día
en que les dejaba abandonar el muelle. Mis hijos se pasaron varios días sin hablarme,
pensaban que me había vuelto loco después de la muerte de su madre y no entendían
por qué no habíamos hecho ni funeral ni entierro, pero a mí me daba igual, estaba
convencido de que era mi deber protegerles a costa de lo que fuese y de quien fuese.
»Iba a diario a Pontevedra y pasaba algunas horas en el ayuntamiento —al fin y al
cabo seguía siendo mi trabajo—, pero mis tareas como concejal de deportes pronto
perdieron por completo importancia. Al principio no dejaba de hablarse de lo
sucedido en el ambulatorio, porque la gente me preguntaba por lo ocurrido a mi
mujer. Pero pronto aquello pasó a ser poco más que una anécdota comparado con
otros ataques: al día siguiente, que recuerde, fueron un par, al otro, diez, y así en
progresión geométrica. Pero mis sospechas acerca de la manera de actuar de nuestros
dirigentes se confirmaron tristemente.

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»Se tardó demasiado en empezar a ejecutar a los infectados, se tardó demasiado
en hablar de muertos vivientes en los medios, se tardó demasiado en tomar medidas
conjuntas con otros países…
»Como me había temido, nuestro mayor enemigo fue nuestra incredulidad, la
tendencia a lo políticamente correcto, nuestra tendencia social a que nos rechacen
tomándonos por locos.
»Fue entonces, en el principio de la pandemia, por culpa de la ignorancia, cuando
sucedieron algunos de los episodios más escalofriantes, como aquella mujer a la que
un no muerto había mordido; una herida superficial —le dijeron en el hospital—, un
vendaje, antitetánica y para casa. El problema vino cuando aquella mujer falleció y se
reanimó convertida en un no muerto mientras cumplía su jornada laboral… en una
guardería infantil…
»[Funcionario]: Diosss… ejem… Bueno, por hoy ya hemos terminado…
Estooo… Siento que tenga usted que recordar esto pero…
»Me hago cargo, no se preocupe. Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 46 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 25 de marzo de 0012.

4.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: Bien, ya nos ha hablado del comienzo, pasemos a la caída de la
zona segura de Pontevedra. ¿Qué recuerdos tiene de aquellos días?
»En varias ocasiones el alcalde nos citó a todos los concejales para comunicarnos
algunas medidas que se iban a tomar. No recuerdo todas, pero creo que fueron
gilipolleces tales como apoyo psicológico a las víctimas, que el ayuntamiento se
presentase como acusación popular en el caso de reclamaciones jurídicas, en fin…
subnormaladas de ese tipo. Creo que fue en una de esas reuniones cuando decidí no
volver.
»En pocos días, otras personas, alertadas por el desarrollo de los acontecimientos,
se fueron a vivir a sus barcos del puerto deportivo. Eso me alegró, puesto que de esta
manera mis hijos ya no estarían solos durante el día y yo podría estar más tiempo
fuera ayudando a mis padres —que ya sabían que lo del ambulatorio no había sido
producto de mi mente desquiciada— a aprovisionarse.
»También para informarme del desarrollo de los acontecimientos en otras
ciudades y países; aquello pintaba mal, muy mal. Pronto comenzaron los saqueos, y
aprovisionarse empezó a ser una necesidad vital para todos, aunque para muchos ya
fue demasiado tarde.

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»Mis hijos se empezaron a dar cuenta entonces de la gravedad del asunto y sus
gestos de enfado se tornaron en colaboración absoluta y en una disciplina casi
castrense en las obligaciones diarias que les imponía.
»Recuerdo que tuvimos bastantes problemas al principio entre los que nos
instalamos en el club.
»El peor creo que fue el de una familia que insistía en alojar con ella a un sobrino
que presentaba claros síntomas de haber sido mordido.
»Entendí enseguida que sería imposible convencerlos de que lo tenían que
abandonar fuera del recinto del club. El padre de familia era un tipo de mucha pasta,
acostumbrado a dar órdenes, y no aceptaba mi consejo… Bueno… No insistí más y
aproveché la oportunidad para conocer más a fondo aquello a lo que me enfrentaba y,
por otro lado, para enseñar al resto de las familias lo que podía pasar si encubrían un
mordisco.
»La noche en que llegó el crío, después de la discusión con el padre de familia,
esperé horas sentado en el muelle. Monté guardia pacientemente justo enfrente de
donde estaba amarrado el yate de aquella familia. Eran cinco miembros más el
sobrino. Los primeros rayos del alba llegaron de la mano de los primeros gritos
dentro del barco; en ese momento, solté las amarras del velerito y lo empujé largando
cabo para que se alejase lo suficiente; cuando estaba a seis o siete metros del muelle,
volví a amarrar el cabo y esperé… Aquella familia subió desesperada a la cubierta
entre gritos y aspavientos… Alertadas por el jaleo, las otras familias comenzaron a
salir de sus embarcaciones y se acercaron a mi altura.
»Todos, Enrique y Elena incluidos, asistimos a la encarnizada batalla en la
cubierta del velero entre aquel padre y su hijo mayor con el puto sobrinito. Lucharon
como jabatos, lo reconozco, no me esperaba tanto de aquellos pijos; la madre y los
dos pequeños saltaron al agua y alcanzaron el muelle a nado. Al final, aquel hombre y
su hijo consiguieron arrojar por la borda al no muerto. Desgraciadamente, ambos ya
habían sido mordidos. Cuando se deshicieron del engendro, cobré el cabo. Una vez
amarrado el yate, di un paso atrás…
»Amoedo, el dueño armador de varios barcos pesqueros y propietario también de
un hermoso yate de 12 metros que ocupaba una plaza de amarre tres más allá que el
mío, era un tipo que con dieciséis años se había embarcado por primera vez en un
pesquero. Ordenó a su mujer que hiciese entrar a la aterida cónyuge del pijo y a sus
dos pequeños al interior de su barco. Pra que se quenten un pouquiño, dalles unha
soupiña ou aljo, recuerdo que dijo.
»Amoedo siempre hablaba en algo parecido al gallego. Luego, con una enorme
hacha de cortar la leña entre las manos, saltó con decisión al velero y, sin darles una
sola oportunidad, los descuartizó… como probablemente había descuartizado en su
vida a multitud de atunes, bonitos y peces espada. Amoedo, un tipo normal de Marín,
mató delante de más de cincuenta personas a aquel hombre y su hijo… Nadie intentó
detenerlo, y ésa era exactamente la reacción que yo buscaba… En mi obsesión por

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salvar a mis hijos, era de personas como Amoedo de las que tenía que rodearme… no
de pijos.
»[Funcionario]: Usted sabía lo que iba a ocurrir, pudo haberlos salvado, si no
hubiese soltado amarras…
»Si no hubiese soltado amarras, probablemente Amoedo, en vez de matar a dos,
hubiese tenido que descuartizar a cinco o a diez…, entre ellos mis hijos o yo, y como
ya manifesté, nada ni nadie se interpondría en el camino de salvarlos.
»Aquel hombre tomó su decisión y le costó la vida tanto a él como a su hijo… De
paso sirvió para que nadie más volviese a cuestionar mi criterio en las medidas de
aislamiento.
»Nadie me reprochó nada: aquel episodio sirvió paradójicamente para unirnos
como grupo, y buena falta que nos hacía, se lo aseguro. No soy un monstruo. Entre
todos, cuidamos de aquella mujer y sus hijos, la cual, por cierto, tampoco me
recriminó nunca nada, más bien todo lo contrario…
»[Funcionario]: Está bien, está bien. No soy nadie para cuestionarle. Continuemos
con la situación en la provincia de Pontevedra.
»En una semana escasa, el ejército ya había tomado el mando y comenzaba a
evacuar los pequeños núcleos urbanos que rodean Pontevedra, entre ellos Marín,
concentrando a la población en los puntos seguros más cercanos. Los soldados nos
visitaron en nuestro refugio náutico y nos dieron la oportunidad de irnos con ellos
advirtiéndonos de que los que se quedasen, lo harían bajo su responsabilidad. A partir
de ese momento, estábamos solos.
»En el club ya éramos más de treinta familias, entre ellas las de muchos buenos
amigos míos. Nos habíamos organizado bastante bien y nos sentíamos bastante
seguros allí. Yo había sido el primero en tomar aquel sitio como nuestro pequeño
punto seguro y hacia mí se dirigieron todas las miradas cuando el soldado nos dio la
oportunidad de acompañarle. Yo agradecí encarecidamente el ofrecimiento de los
soldados pero opté por quedarme allí. Sólo tres familias abandonaron sus barcos para
irse con ellos, no sin antes autorizarnos para usar sus embarcaciones si lo creíamos
conveniente.
»Los soldados, antes de irse, nos dieron algunos consejos de cómo actuar ante los
no muertos: disparar a la cabeza, usar fuego, etc., en fin, lo que todos ya sabemos.
Nos dijeron que esta situación pronto se arreglaría, que aguantáramos unos días hasta
que pudiesen acabar con esos engendros, que volverían a por nosotros… Doce años
después, aún estamos esperando…
»Acordamos entre todos los del club que, si las cosas se ponían feas,
levantaríamos amarras y nos dirigiríamos a la isla de Tambo, que sería el punto de
reunión en caso de que unos barcos perdieran el contacto con otros.
»Organizamos turnos de vigilancia y reforzamos las puertas de hierro que
impedían el acceso al pequeño muelle del club. Habíamos logrado hacer acopio de
una cantidad importante de víveres, y yo repartí lo que tenía en el cobertizo entre las

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familias que menos habían podido traer, a cambio de lo cual recibí abundantes
medicamentos y gasolina. Resistiríamos una buena temporada, o eso creíamos…
»Durante algunos días, no sucedió nada significativo en el muelle, nadie más vivo
o muerto se acercó al club; tan sólo la radio nos mantenía informados de lo que iba
sucediendo: en los alrededores, los podridos estaban acosando la ciudad, la tenían
rodeada, y los policías y militares rechazaban como podían los ataques. La Escuela
Naval de Marín, un recinto militar a una milla escasa por mar del club náutico, había
sido también usada como punto seguro, pero al parecer cayó rápidamente.
»Tenía un perímetro de seguridad con altas rejas, pero no dejaba de ser una
escuela para marinos militares, lo que significa que carecían de un buen arsenal, de
modo que cuando la munición comenzó a escasear en los otros puntos seguros, la
escuela militar dejó de ser abastecida y terminó por caer. Por suerte, casi todo el
mundo pudo ser evacuado desde allí a la isla de Tambo y al punto seguro de
Pontevedra.
»Cuando el viento soplaba del este, el eco de la batalla por la defensa de
Pontevedra llegaba con claridad, y el sonido de disparos y explosiones retumbaba en
toda la ría. La corriente eléctrica pronto se cortó y tuvimos que comenzar a arrancar
los barcos para tener energía, y claro… con el ruido de los motores… llegaron los
podridos…
»[Funcionario]: Se nos ha acabado el tiempo. Hoy nos hemos extendido bastante
más de lo normal. Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 101 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 26 de marzo de 0012.

5.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«No vinieron muchos, apenas una veintena; es posible que nunca tan pocos
hubiesen sido capaces de tirar abajo la puerta metálica que protegía el muelle. Pero su
sola presencia allí, su amenaza, sus gemidos, sus aporreos incansables sembraron el
pánico en la pequeña comunidad del náutico. Las discusiones sobre qué hacer, si
evacuar o aguantar, empezaron a minar la moral de la comunidad. Reconozco que era
muy difícil conciliar el sueño con aquellas cosas tan cerca.
»Algunos se desvincularon del pacto y amenazaron con marcharse solos,
poniendo rumbo a la isla de Tambo o Pontevedra. Comprendí entonces que muchos
no soportarían y se irían, más pronto que tarde. Un grupo cohesionado y unido nos
proporcionaba mayores posibilidades de supervivencia, y, por otro lado, en el caso de

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que a mí me pasase algo, ellos podrían hacerse cargo del cuidado de mis hijos.
»Por eso me vi obligado a partir, abandonando la relativa seguridad del náutico.
Aquella mañana soltamos amarras todos juntos. Algunos chavales se encargaron de
tripular los barcos que habían sido abandonados en el muelle para conservarlos, por
lo que pudiera pasar, a la vez que nos servían como almacenes de aquellos víveres y
material a los que no pudimos hacer un hueco en nuestras casas flotantes.
»Encabecé aquella pequeña flotilla de supervivientes por el centro de la ría.
Desde allí teníamos una buena vista de las localidades de la costa de la ría como
Sanxenxo, Combarro y Marín, todas ellas desoladas, abandonadas. Desde la
distancia, no podíamos distinguir si había podridos en las calles, pero no iba a ser yo
el que fuese a comprobarlo, al menos de momento…
»Como ya le dije, la Escuela Naval había caído y en el inmenso puerto pesquero
de Marín no quedaba un solo buque: todos habían partido o se encontraban fondeados
en la ría, lejos del alcance de los engendros. Intentamos comunicarnos con sus
tripulaciones, pero no recibimos más que invitaciones poco amistosas para que no nos
acercásemos: era patente el miedo al contagio de la infección.
»Desistimos y nos dirigimos a Pontevedra; al fin y al cabo, aquél seguía siendo el
gran punto seguro…
»Pero al poco de abandonar Marín y poner rumbo al río Lérez con la intención de
remontarlo y llegar al punto seguro, por la radio comenzaron a informar de que
Pontevedra estaba siendo evacuada, de que las defensas se replegaban. Los militares
se reagrupaban para dirigirse a Vigo, donde se había establecido un inmenso punto
seguro muy bien abastecido y defendido, decían, aunque tan sólo podían transportar
al veinte por ciento de la población; el resto tendría que arreglárselas por sus propios
medios.
»Informaron… no…, más bien avisaron de que la isla militar de Tambo estaba
repleta de refugiados y de que la pequeña guarnición que quedaba no aceptaría a
ninguno más.
»He de decir que aquello me conmocionó: Pontevedra siempre había estado en mi
mente como el lugar al que recurrir si las cosas se ponían feas, y ahora, como
improvisado almirante de una flota de desesperados, me quedé sin ideas.
»Cometí el grave error de fondear, a la espera de acontecimientos, a medio
camino entre la desembocadura del Lérez y la isla de Tambo, sin pensar en que ésa
era la ruta de escape de cualquiera que abandonase, por el río, Pontevedra. Cuando vi
salir, a lo lejos, aquel enjambre naval de botes, chalanas, yates y piraguas, caí en la
cuenta de que sin quererlo había comprometido nuestra situación. Creo que todo lo
que podía flotar salió de Pontevedra.
»Cuando las tropas se retiraron de la ciudad, miles de personas se abalanzaron a
la desesperada sobre la única vía de escape posible, el mar. Con incontables podridos
invadiendo la ciudad, los barcos que había en el muelle fluvial se convirtieron en el
bien más codiciado y fueron abordados. Probablemente mucha gente murió en aquel

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embarcadero, pero ninguna en las fauces de los podridos.
»Grité a mis compañeros, al resto de los barcos, que levasen anclas echando
leches y que se adentrasen en la ría todo lo que les fuese posible, puesto que, aunque
tarde, pude imaginarme lo que pasaría.
»Mis hijos y yo no corrimos peligro gracias a la potencia de mi pequeña lancha,
pero algunos de mis compañeros, sobre todo los que tripulaban veleros, más lentos de
maniobrar, eran alcanzados poco a poco por aquella marabunta flotante. Según se
fueron acercando las embarcaciones que salían de Pontevedra, pude ver que iban
repletas de refugiados. Pude observar que en cubierta sus ocupantes seguían luchando
unos con otros por permanecer a bordo; algunas embarcaciones incluso se iban
hundiendo según avanzaban… Pude escuchar claramente disparos, y observar el
agitar rabioso de barras de hierro y palos en sus cubiertas. Los cuerpos caían
constantemente al mar, los más afortunados sin vida, los demás chapoteando
inútilmente para intentar alcanzar a nado la cercana costa, donde les esperaba una
muerte mucho peor, gentileza de la gripe de Daguedestán.
»Pero lo peor llegó cuando alcanzaron a los yates de mi grupo que se habían
quedado rezagados… Bueno, imagíneselo: los patrones de aquel enjambre naval
vieron en ellos la oportunidad de deshacerse de parte de sus incómodos pasajeros y
pusieron rumbo de colisión, abarloando a su costado para que fuesen abordados sin
miramientos. Sus legítimos dueños, mis compañeros, aquellos que en esos días
aciagos habían depositado, de alguna manera, su confianza en mí para salir de aquella
terrible situación, fueron asesinados o arrojados por la borda, sin compasión.
»Mis hijos, con lágrimas en los ojos, me suplicaron que regresásemos para ayudar
a aquella gente. Algunos, desde el mar, suplicaban a gritos por su vida. Entre esa
pobre gente se encontraban niños que durante el par de semanas que vivimos en el
club náutico se habían convertido en compañeros de juegos de mi hija Elena, y
tiempo después me enteré de que la chiquilla preciosa de catorce años que murió
apuñalada junto con sus padres defendiendo estoicamente el velero que se había
convertido en su última esperanza había empezado a ser, durante aquellas semanas en
el embarcadero del náutico, algo más que una simple amiga para mi hijo…
»[Funcionario]: Vaya… De acuerdo… Mañana continuaremos…
»Ok. Hasta mañana.
»[Funcionario]: Disculpe, una cosa más… ¿Volvió para recoger a alguno de sus
compañeros del mar?
»Ya le he dicho varias veces que no pondría a mis hijos en riesgo… por nadie.
»[Funcionario]: Ejem… Eso era todo, gracias».
Que se da por concluida esta comparecencia 50 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 27 de marzo de 0012.

ebookelo.com - Página 49
6.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: Hábleme de lo que ocurrió en la isla de Tambo.
»Rodeamos la isla y nos pusimos fuera del alcance de los que escapaban como
podían de Pontevedra. Nos acercamos lo suficiente a ella como para comprobar que
los avisos que habían dado por radio, en los que se advertía de que no se admitirían
más refugiados, no eran injustificados. Tambo estaba literalmente abarrotada, y allí se
hacinaban ya miles de personas.
»Se resguardaban del invierno gallego en chabolas tercermundistas, hechas con
plásticos, ramas de los árboles o restos de las pequeñas embarcaciones con las que
habrían llegado allí.
»Al estar tan cerca de la costa, aquella minúscula isla se convirtió en el refugio
para muchos de los que no fueron evacuados a Pontevedra. Pero no dejaba de ser un
pequeño islote, casi sin edificaciones, sin agua potable, sin suministros y con otros
muchos cientos de supervivientes, quizá miles, a punto de unirse a ellos.
»La situación tanto para unos como para otros era desesperada.
»Tambo sólo tiene dos accesos posibles: uno, un pequeño embarcadero; el otro,
una cala situada en su cara interna, la más próxima a la desembocadura del Lérez. El
resto del perímetro de la isla, un par de kilómetros —calculo—, eran escolleras y
roca.
»En el embarcadero había un pequeño grupo de soldados, y en la cala estaba
fondeada una pequeña patrullera de la Armada que había visto en muchas ocasiones
amarrada en la Escuela Naval o patrullando la ría.
»Desde la megafonía exterior de la patrullera comenzaron a realizar avisos de que
no se acercase nadie, de que tenían órdenes de no aceptar más refugiados… Que la
gente se dirigiese a Vigo, que allí les acogerían.
»¡Vaya chiste!, la mayor parte de aquellas embarcaciones iban tan sobrecargadas
que a duras penas se mantenían a flote: ¿una travesía de más de dos horas hasta Vigo,
la mayor parte en mar abierto? Totalmente imposible. Y ya no hablo de los que iban
en chalupas, canoas o piraguas: sin duda, Tambo era su única opción.
»No pararon de avisar, por megafonía lo repitieron mil veces, pero aquellas
personas continuaron su desesperada travesía a la isla. Cuando ya estaban
prácticamente encima de la cala, desde la patrullera y el embarcadero realizaron
disparos de advertencia, primero al aire, luego al agua, muy cerca de los primeros
botes.
»Para entonces muchos de los nuevos habitantes de la isla se habían acercado a la
orilla y, gesticulando, hacían patente, en la distancia, que no permitirían esa invasión,
así que se armaron con lo que pudieron encontrar en aquel estercolero en el que se

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había convertido Tambo: palos, cuchillos, remos…
»Cuando los primeros botes del desesperado tropel marítimo llegaron a unas
pocas decenas de metros de la cala, muchos de sus ocupantes saltaron al agua y
comenzaron a nadar frenéticamente hacia la orilla, en la que ya se había formado una
nutrida línea de agresivos isleños que no dejaban de gritarles para que no se
acercasen.
»El miedo a la infección, la locura de aquellos días, la desesperación, hicieron el
resto…
»[Funcionario]: Pero… ¿qué pasó?
»Desde nuestros barcos vimos cómo los isleños apaleaban a los primeros que
llegaban a la orilla. En pocos minutos aquella cala se convirtió en una batalla campal,
al principio con dos bandos diferenciados, pero pronto aquella lucha por la
supervivencia se convirtió en una masa chapoteante informe, rebozada en arena, agua
salada y sangre.
»Y, a pesar de ello, no paraban de llegar más y más a la orilla…
»Los militares, no sé si asustados por lo que estaban viendo, por estar
desbordados ante tal tragedia o por órdenes superiores, levaron anclas y pusieron
rumbo a la boca de la ría, abandonando a su suerte a unos y otros.
»Es muy probable que entre esos cientos de personas que escapaban de
Pontevedra muchos hubiesen sido mordidos durante su huida, de manera que la
infección acabó llegando también a Tambo.
»[Funcionario]: Creo que hemos terminado por hoy… Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 48 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 28 de marzo de 0012.

7.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
»[Funcionario]: ¿Qué hicieron usted y sus compañeros después de lo ocurrido en
Tambo?
»Huimos de aquel sinsentido y pusimos proa a la boca de la ría.
»Nunca antes de la infección me habría imaginado que mis hijos tendrían que ver
una cosa así. Y supongo que todos y cada uno de los tripulantes de la flotilla de
supervivientes pensábamos lo mismo. Todos nos habíamos afanado en poner a salvo
a nuestras familias, pero, después de lo ocurrido, después de haber perdido a
dieciocho de nuestros compañeros de ruta, descubrimos que los demás supervivientes
podían ser incluso peores que los podridos.

ebookelo.com - Página 51
»Ninguno de nuestros barcos estaba preparado para realizar travesías de más de
unos pocos días, y mucho menos el mío, por lo que nos refugiamos en el puerto de
Sanxenxo, casi en mar abierto.
»Sanxenxo era el destino turístico principal de la zona; durante el verano
multiplicaba su población en más de quince veces, y su puerto deportivo era sin duda
el más lujoso y nutrido de la costa gallega. A pesar de esto, me sorprendió ver
tantísimos yates amarrados en su abrigado puerto.
»Pero era totalmente lógico… En pleno invierno, la mayoría de los dueños de
aquellos hermosos barcos estarían en sus zonas habituales de residencia. La escasa
población invernal de Sanxenxo habría caído víctima de la infección o sido evacuada
a la zona segura de Pontevedra.
»A pesar de que el puerto, al caer la tarde, estaba desierto, no nos arrimamos y
decidimos fondear para pasar la noche. Dormir en aquella lancha, amarrados, dos
semanas, fue duro, pero nada comparado con hacerlo fondeados. El constante
balanceo y el peligro de que el mar de fondo rompiese el ancla y nos estrellase contra
las rocas impidieron que conciliase el sueño más de cinco minutos seguidos. Por otro
lado estaban las imágenes de lo que habíamos visto a lo largo del día…, era
imposible sacarme aquello de la cabeza. Abracé a mis hijos con fuerza aquella noche
y recé, con lágrimas en los ojos, para que por lo menos ellos pudiesen salir con bien
de ésta, aunque supongo que muchos otros lo habrían hecho igualmente el día
anterior, en Pontevedra.
»Mis preocupaciones no hicieron más que aumentar con la llegada del amanecer.
El tranquilo puerto deportivo de ayer hoy, con el alba, se había tornado en un paisaje
terrorífico. Unas decenas de no muertos deambulaban por entre los coches aparcados
y los cabos de amarre; algunos simplemente permanecían de pie, al borde del mar,
arañando el aire y mordiendo el viento.
»Otra vez más, sin duda, el ruido de los barcos, encendidos toda la noche para
poder calentarnos, los había atraído.
»Nos reunimos, como pudimos, en el barco de Amoedo, que, por algo, tenía el
más grande de todos.
»Discutimos un par de horas, en algunas ocasiones a gritos. Se formaron dos
grupos claramente diferenciados: por un lado, los que abogaban por poner rumbo a
Vigo —la radio seguía diciendo que aquél era el último punto seguro de la zona—;
por el otro, en el que nos incluíamos Amoedo y yo, los que defendíamos quedarnos
allí e intentar hacernos con algunos de los yates más grandes, en los que podríamos
aguantar sin problemas semanas y semanas hasta que la situación volviese a la
normalidad. En aquellas fechas, aún creíamos que las cosas volverían a la
normalidad.
»Era evidente que cada uno tenía sus propios motivos; por ejemplo, yo sabía que
con la gasolina que me quedaba, y debido a la poca autonomía de mi lancha, a duras
penas llegaría a Vigo. En el caso de que ocurriese cualquier imprevisto, como el

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sucedido el día anterior, por ejemplo, sería un viaje sin retorno; era jugársela a una
carta. Por otro lado, los que insistían en poner rumbo a Vigo tenían buenos barcos con
los que poder salir a mar abierto sin problemas y regresar en caso de que algo fallase.
Excepto Amoedo, al que su instinto desconfiado le había nutrido el día anterior de
suficientes motivos. A pesar de que con su barco habría alcanzado Vigo sin
problemas, no se volvería a poner demasiado cerca de una masa de supervivientes.
Suponíamos que, después de lo visto ayer, en ese punto seguro podría haber cientos
de miles de personas. ¡¡NO, GRACIAS!!
»Por último, estaba el asunto de los víveres: comenzaban a escasear, y era muy
probable que en aquellos yates hubiese muchas cosas aprovechables. El único
problema eran los podridos que los rodeaban.
»Todavía en aquella reunión, mientras unos y otros intentábamos, inútilmente,
convencer al resto de que teníamos la razón, se escuchó un gran alboroto proveniente
del centro del pueblo que nos hizo olvidar nuestras polémicas.
»No sólo nosotros nos sentimos intrigados por el origen de aquellos ruidos: los
podridos que estaban en el puerto hicieron lo propio y perdieron el interés en nuestros
pellejos, evidentemente fuera de su alcance, para dedicárselo al origen del jaleo.
»En pocos minutos descubrimos lo que pasaba. Un autobús de línea, de los que
habitualmente realizaba la ruta entre aquellos pueblos y Pontevedra, apareció por una
de las calles de acceso al puerto. El conductor de aquel trasto, quien quiera que fuese,
no perdía el tiempo en esquivar, y todo lo que se ponía en su camino era simplemente
machacado: cubos de basura, farolas, podridos…
»Al llegar a la entrada del club náutico, se abrieron las puertas y dos hombres
armados con pistolas empezaron a disparar contra los podridos que estaban más
cerca. Sin duda no era la primera vez que lo hacían, pues racionaban la munición y
sólo efectuaban disparos certeros sobre las cabezas de los más cercanos.
»Entonces supe que aquélla era nuestra oportunidad…». [Funcionario]: Está bien,
mañana me lo cuenta… Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 51 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 29 de marzo de 0012.

8.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: Estábamos en Sanxenxo…
»Sí… Cuando los hombres se vieron incapaces de llegar a los barcos, se retiraron
al interior del autobús como pudieron. En pocos minutos estaban rodeados por varias

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decenas de podridos, que seguían llegando por las calles de acceso al náutico. Aún
escuchábamos las detonaciones por doquier, pero ahogadas por gemidos lacónicos y
el ruido de los pies al arrastrarse.
»Tenía que aprovechar para hacerme con alguna de las embarcaciones del muelle,
un barco lo suficientemente amplio como para soportar unos días fondeados.
Aguantar a que aquello pasase, con mis hijos a bordo de mi lancha, era inviable.
»Conocía a Sergio mucho antes de la pandemia. Hacía dos años que se había
retirado del fútbol profesional con una hermosa cuenta corriente. Ahora se dedicaba a
jugar en un pequeño equipo comarcal y a disfrutar de su mujer, su hijo de tres años y
de su precioso velero. Bueno, ésa era su vida hasta que a algún científico degenerado
se le ocurrió probar qué pasaba si se juntaban dos cuartas partes de ébola, una de TSJ
y una cuarta parte de su puta madre… En fin…». Era un tipo reservado, hablaba lo
justo y nunca llegamos a ser amigos… Ambos teníamos cosas mejores en qué pensar
que en compartir unas cervezas y unos panchitos. Por eso me sorprendió tanto que se
ofreciese a ayudarme en mi propósito de saltar al muelle… yo no lo habría hecho por
él.
»También se unió a la expedición Amoedo, con el pretexto de conseguir más
víveres y gasóleo, pero creo que lo que realmente quería era ayudarme a mí y a mis
hijos. Y, además, vino con nosotros José Manuel, un directivo de banca que se había
pegado a Amoedo como una lapa desde que lo vio manejar la “machada”. El armador
era un tipo poco ágil para las relaciones sociales, pero su trato con José Manuel era
particularmente cómico, puesto que, al parecer, no le había concedido, años atrás, un
crédito para pasar un bache económico.
»Mientras bajábamos a un pequeño bote auxiliar que Amoedo tenía en la popa de
su barco, los demás volvieron a sus embarcaciones y levaron anclas. Creo que ni se
despidieron. Con ellos se fueron también muchos de los que abogaban por quedarse,
ya que, evidentemente, cambiaron de idea con la aparición de aquellos centenares de
cabrones. También se llevaron con ellos uno de los barcos que habíamos utilizado de
improvisado almacén de material. Así que sólo nos quedamos nueve embarcaciones,
incluyendo las tres nuestras y las que capitaneaban los dos hijos mayores de Amoedo.
Todos los demás se fueron, supongo que a Vigo, aunque no lo puedo decir con
seguridad, puesto que nunca más volvimos a saber de ellos.
»A golpe de remo nos arrimamos a la punta del muelle y durante una media hora
recorrimos las distintas embarcaciones forzando puertas y apropiándonos de
abundantes provisiones, como latas de conservas, gasóleo, lanzabengalas, etc.
»Sergio, que era el que más sabía de vela, eligió los dos barcos que nos
llevaríamos, unos estupendos yates de doce metros. Cuando bajé a los camarotes del
que me correspondió, me pareció un palacio, sobre todo después de compartir con
mis hijos dos semanas de codazos nocturnos.
»Mientras trasladábamos el material a los barcos, pudimos observar cómo los
ocupantes del autobús habían roto las salidas de emergencia del techo del vehículo.

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Eran unos diez, que nos gritaban y hacían señas para que les ayudásemos, pero…
»[Funcionario]: Pero… tampoco lo hicieron…
»No exactamente…
»Soltamos amarras y sacamos lo más rápido que pudimos aquellos dos yates
hacia la entrada del puerto. Mientras tanto, algunos de los del autobús habían sacado
fuerzas de flaqueza y habían conseguido acceder al techo de una caseta de venta de
material náutico. Los primeros en saltar no esperaron por los demás y aprovecharon
que en el otro lado de la caseta no había casi ningún podrido para dejarse caer al
suelo. De los cuatro que lo hicieron, uno se rompió un tobillo y en pocos segundos
fue rodeado por los no muertos. Los otros tres se lanzaron en una desesperada carrera
hacia la punta del muelle, que era donde nos encontrábamos.
»Amoedo y José Manuel salieron los primeros de la dársena en su velero.
Mientras, Sergio y yo nos afanábamos en alejarnos del pantalán, sin perder de vista a
esos tres tipos que corrían hacia nuestra posición y con ellos, claro está, unas pocas
decenas de podridos. Nos gritaban: “¡Hijos de puta, esperadnos!”, pero tanto Sergio
como yo aceleramos las maniobras cuanto pudimos para ponernos fuera de su
alcance.
»Sin embargo, fueron más rápidos que nosotros. Como usted sabrá, se corre
mucho más cuando llevas pegado un podrido a tu culo. Y cuando alcanzaron la punta
del muelle, nosotros estábamos demasiado cerca todavía.
»Uno de ellos, el que había salido en primer lugar del bus repartiendo plomo, me
encañonó con su pistola y simplemente dijo: “¡Vamos con vosotros!”. No tuvimos
opción. Los otros dos, un hombre y una mujer, se lanzaron al agua mientras él seguía
apuntándonos.
»A pesar de que una decena de podridos se acercaban tambaleantes a él, ávidos de
carne fresca, aquel tipo no miró atrás, no vaciló un segundo, no volvió a hablar,
simplemente nos apuntaba con su pistola. Si hubiese bajado el arma, y presa del
pánico se hubiera arrojado también al agua, les habríamos abandonado allí, a los
tres… sin dudarlo.
»Una vez que ayudamos a subir a estos dos a bordo, el de la pistola se la lanzó,
pasando a ser ellos, desde el barco, los que nos amenazaban. Cuando se arrojó al
agua, tenía prácticamente a los no muertos soplándole la nuca, y me sorprendió
mucho la frialdad de aquel tipo. No sería la última vez, no… ni mucho menos…
»[Funcionario]: ¿Mañana me contará qué pasó con los que quedaron en el techo
del autobús y de la tienda?
»Claro. Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 58 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 30 de marzo de 0012.

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9.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«Mientras nuestros invitados forzosos se recuperaban, en la cubierta del velero,
de lo agitado de su huida, observamos lo que ocurría con los otros ocupantes del
autobús.
»Los ya cientos de apestosos que rodeaban el vehículo lo golpeaban y
zarandeaban sin descanso. Algunos de ellos incluso eran capaces de trepar, por
encima de los demás, agarrando los pies de los vivos que aguantaban; otros se habían
introducido dentro del bus y sus putrefactas zarpas asomaban a través de las salidas
de emergencia.
»Los desafortunados que quedaban en aquel techo estaban sentenciados, pero
repelían a tiros a los no muertos que conseguían acercarse más. Uno de aquellos
infelices, en uno de los feroces ataques, fue derribado, arrastrado al mar de fauces y
garras y despedazado en décimas de segundo, como si de una inmensa trituradora
humana se tratase.
»Supongo que los demás, al ver lo que había pasado con su compañero, tomaron
la decisión de suicidarse y empezaron a hacerlo uno tras otro. Un fogonazo de
pólvora fue la única vía de escape al averno pandémico en que se ha convertido
nuestra existencia.
»Los dos que aún quedaban en lo alto del tejado tardaron un poco más, pero
tomaron la misma decisión que el resto.
»Abatidos, guardamos silencio un par de horas. Después entablamos una larga
charla… Juan José, que era el que nos había encañonado, Carla y Toño resultaron ser
supervivientes del punto seguro de Pontevedra y nos contaron cómo había caído la
ciudad.
»Hablaron de que en el este y el norte de la ciudad la defensa fue relativamente
sencilla: el río Lérez proporcionaba una barrera natural contra los no muertos; pero el
resto de la ciudad era otra historia, con calles estrechas y un gran arco de territorio
para defender… la cosa se complicó mucho. Se usó de todo para formar barricadas, y
una y otra vez se rechazó a oleadas de fétidos, que acudían sistemáticamente a la
llamada de la carne viva.
»Nos contaron cómo comenzaron a hacer controles a los refugiados, que
constantemente acudían al punto seguro. Pero eran tantos miles, que pronto se volvió
totalmente imposible establecer protocolos de cuarentena. Comenzaron a declararse
tantos casos de infección dentro que tenían que utilizar la mitad de las fuerzas de
seguridad en el control interno del punto seguro. Pronto el abastecimiento se colapsó,
la munición para mantener a raya a los apestosos escaseaba y empezó a faltar comida,
de modo que los que tenían la guardaban como oro en paño, y los que no la tenían

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llegaban a matar para conseguirla.
»En contra de lo que se había dicho en un principio, aquello no fue una situación
temporal de unos días, y las informaciones que llegaban de otros puntos seguros eran
parecidas o peores.
»El mando militar decidió, entonces, replegarse a Vigo y concentrar allí las
defensas. A pesar de que se dijo que se evacuaría, en vehículos militares, a las
mujeres y niños, los sobornos y las influencias hicieron su aparición. Los problemas
de orden público fueron en aumento, hasta el punto de que se llegaron a producir
linchamientos. Los militares invitaron a todo aquel que pudiese hacerse con algún
transporte a seguirles hasta Vigo, en una improvisada caravana… tan mal organizada,
que lo que se consiguió fue crear un monumental atasco, una línea de varios
kilómetros de coches totalmente indefendible en toda su longitud.
»Nuestros nuevos amigos habían conseguido subirse a un autobús que durante
todo aquel tiempo había servido de barricada. Juan José y Toño formaban parte del
cuerpo de policía local, y habían estado todo el tiempo defendiendo el puente sobre el
Lérez del Burgo. Cuando les llegaron noticias de que la salida hacia Vigo estaba
colapsada y la gente se estaba matando por conseguir un barco en el embarcadero
fluvial, decidieron hacerse con el autobús e intentar llegar a Sanxenxo por tierra.
Toño, que vivía en Sanxenxo, sabía que habían quedado muchos barcos abandonados,
y en uno de ellos tenían pensado llegar hasta Vigo.
»Se pasaron toda la noche abriéndose paso, y en la carretera se encontraron con
muchos accidentes. Cada vez que tenían que bajarse del autobús para despejar la
carretera perdían a varios compañeros, pues esos engendros les salían al paso en
cualquier sitio. Les llevó toda la noche efectuar un recorrido de apenas treinta
minutos.
»Hasta que llegaron al puerto… Allí, como ya sabemos, fue incluso peor. Según
me contaron, de casi cuarenta personas que habían salido de Pontevedra en aquel
cacharro sólo quedaban ellos tres.
»[Funcionario]: ¿No les recriminaron por no intentar ayudarles desde un
principio?
»No, no; durante la conversación con ellos todos nos relajamos mucho, y ellos
inmediatamente bajaron su arma. También ellos corrieron para salvar la vida en lugar
de ayudar a sus amigos… Las cosas estaban así de crudas, no era nuestra culpa.
»Entre todos decidimos que ellos se harían cargo de uno de los barcos que
habíamos sacado del muelle, y el otro me lo quedaría yo. Repartimos, entre todos, los
suministros que habíamos logrado rapiñar.
»Nuestros nuevos amigos dudaron en un principio entre dirigirse a Vigo o
quedarse con nosotros. Al final, como tenían víveres, optaron por no enfrentarse al
mar abierto y quedarse con nosotros. Supongo que, al igual que nosotros, habían
perdido la confianza en los puntos seguros.
»[Funcionario]: ¿No regresaron para buscar más víveres?

ebookelo.com - Página 57
»Fondeamos a pocos metros de la boca de la dársena, durante diez días más,
esperando nuestra oportunidad de regresar a tierra en busca de más víveres, pero
aquellas alimañas nos olían en la distancia y no se alejaban del puerto.
»Por la radio escuchamos que en Vigo las cosas se estaban poniendo feas; ya se
había dado el aviso de que no se admitía a más refugiados e informaban sobre
disturbios constantes. Nos dimos cuenta, entonces, de que había sido una buena idea
no dirigirse allí. Pero también teníamos claro que algo debíamos hacer… Y lo
hicimos… claro que lo hicimos.
»[Funcionario]: Se nos acabó el tiempo. Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 61 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 31 de marzo de 0012.

10.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: ¿Cómo decidieron dirigirse a la isla de Ons?
»Esperábamos que aquella pesadilla terminara, que el gobierno acabase con ellos,
o, simplemente, que los no muertos terminasen… no sé… ¿muriendo? Ahora
sabemos que pueden durar casi eternamente, pero en aquel momento… no teníamos
ni idea… de nada.
»Después de diez días fondeados en Sanxenxo, nuestra situación era desesperada,
el gasóleo escaseaba, y mover los barcos de allí sin un lugar seguro al que ir… una
locura.
»Cada día me despertaba en aquel velero y encendía la radio marítima. Esperaba
fervientemente escuchar buenas noticias, pero día a día la cosa empeoraba. Recuerdo
escuchar noticias de la caída de puntos seguros de grandes ciudades, Valencia,
Coruña, Valladolid… Y las cosas en Vigo estaban mal, muy mal.
»La fragata de guerra en la que se habían refugiado los altos mandos militares y
autoridades civiles había levado anclas durante la noche abandonando Vigo a su
suerte. Entonces supe que era cuestión de tiempo, nada más: Vigo estaba descartado.
»Nos reuníamos diariamente en el barco de Amoedo, discutíamos nuestras
opciones o simplemente pasábamos el tiempo observando el deambular monótono de
aquellos ex humanos.
»Aún me pregunto hasta qué punto conservan su humanidad, puesto que, aunque
es evidente que carecen de cualquier atisbo de raciocinio, no se lanzaban al agua con
intención de alcanzarnos. Están sometidos a esa… no sé cómo definirlo…
¿enfermedad? Pero sus sentidos no están ni mucho menos muertos: está claro que

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escuchan perfectamente y son capaces de acelerar sus movimientos cuando tienen
cerca una presa que destripar… Es simplemente… demencial.
»[Funcionario]: Sigamos en Sanxenxo… Por favor…
»Sí, claro… Amoedo tiene dos hijos, Hugo y Jorge. El mayor de ellos, a sus
veinte años, se había convertido en el patrón del barco del pijo fallecido. Cuidaba de
Aurora y sus dos pequeños con esmero; era un chaval grande y noble, quizá algo
tímido. En nuestras reuniones se limitaba a permanecer callado, con una taza de café
en las manos, mirando a través del ojo de buey la silueta de la costa gallega.
»Un día, en una de nuestras reuniones, Sergio y Toño disertaban sobre el tiempo
que podríamos aguantar en aquella situación. Jorge, sin apartar la mirada de la taza de
café, espetó: “Tenemos que ir a Ons”.
»Yo había descartado Ons desde los primeros días de la infección. Por radio, se
había avisado insistentemente de que esa isla estaba plagada de no muertos. Conocía
la ínsula muy bien: era una excursión obligada en la época veraniega. Un pequeño
transbordador realizaba la ruta entre los distintos puertos de la ría y Ons; sus
excelentes playas y la buena comida la mantenían plagada de turistas todo el verano.
»Está a dos millas de Sanxenxo, mar adentro. Es una isla mucho más grande que
Tambo, unos seis kilómetros de largo y un par a lo ancho. Antes de la infección, tenía
una población en invierno de unas cuarenta personas, descendientes de los antiguos
trabajadores de la fábrica de salazón de los años cincuenta.
»Amoedo y su hijo se enfrascaron en una discusión. Por supuesto la mayoría en
un primer momento nos negamos a ir, pero los argumentos de Jorge eran aplastantes.
Era una cuestión matemática: aquella isla no podía tener más de cincuenta o sesenta
podridos, la población total más los que hubiesen podido llegar en los primeros días.
Como la infección, según habíamos escuchado por la radio, había llegado muy
rápido, ése debía de ser el número total de infectados.
»Por otro lado, el arma principal de esos cabrones era su superioridad numérica;
todos habíamos visto cómo se comportaban: acudían en masa cuando sentían la
presencia humana. El plan, según Jorge, era “sencillo”: iríamos a la isla y la
limpiaríamos de fétidos.
»[Funcionario]: ¿Y fue sencillo?
»Para nada.
»Enfrentarnos con esas cosas era una mala idea, y no lo habríamos siquiera
barajado si no hubiésemos estado desesperados. Jorge nos convenció a todos,
incluido Amoedo, de que convertir aquella isla en nuestro propio punto seguro era la
única opción que teníamos de sobrevivir.
»Levamos anclas al día siguiente y pusimos rumbo a la isla. Según me acercaba y
se iba haciendo cada vez más grande en nuestra perspectiva, lo de meternos allí
dentro me iba pareciendo peor idea, pero era nuestra única salida, supongo.
»Ons tiene un muelle de piedra bastante grande, y en él se encontraban amarrados
seis o siete barcos. A cada lado del muelle se extienden dos enormes playas. En ellas

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vi al primero… Lo delataron, a lo lejos, su andar cansado y sus movimientos
espasmódicos. En el muelle había otros dos, y quizá tres o cuatro en la otra playa.
»Fondeamos a unas decenas de metros de la costa y preparamos todo el material
según habíamos planeado. La idea, básicamente, consistía en crear una barricada en
el muelle con los múltiples restos de embarcaciones y de aparejos que había. Juan
José nos cubriría con su arma mientras tuviese munición; luego nos parapetaríamos
detrás de la barricada en espera de que se juntase el mayor número posible de
cabrones. En el momento en que no aguantásemos más, prenderíamos la gasolina que
previamente habríamos derramado en el suelo, al otro lado de la barricada. El plan
era deshacerse del mayor número de fétidos de una sola vez; al resto habría que
cazarlos “a mano”.
»[Funcionario]: ¿Y qué fue lo que salió mal?
»¿Qué salió mal? Las cosas en la isla no eran ni mucho menos como nos
habíamos imaginado.
»[Funcionario]: Se nos acabó el tiempo. Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 60 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 1 de abril de 0012.

11.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: ¿Qué sucedió en el muelle?
»Nos acercamos a la punta del muelle en el bote auxiliar.
Amoedo con su «machada» y Juan José con su nueve milímetros fueron los
primeros en poner pie en tierra preparándose para recibir a los primeros fétidos.
»Los demás nos afanamos en descargar del bote las latas de gasolina y el material
apropiado para la pequeña emboscada que habíamos planeado. Recuerdo que
atravesamos en el muelle un par de barcas de madera con pinta de llevar abandonadas
en dique seco una buena temporada, remos, aparejos de pesca. Cuando bajé del bote,
tenía tanto miedo que, como un autómata, me concentré en la tarea que me había sido
asignada. Sin levantar la vista, como quien camina por una cornisa y no quiere fijarse
en el vacío a sus pies, yo no quería ver acercarse por aquel pasillo de piedra a un
centenar de podridos.
»Pero no ocurrió, no fue eso lo que sucedió…
»Cuando llevaba unos minutos concentrado en levantar la barricada, me di cuenta
de que no escuchaba disparos, ni el sonido característico del arrastrar de pies de los
podridos, ni sus gemidos ni sus dentelladas. Nada. Levanté la vista para ver al otro

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lado de la barricada a Juan José y a Amoedo, que seguían preparados para el combate
a muerte por su supervivencia, pero los dos podridos, en el otro extremo del muelle,
no se acercaban.
»Nos miraban furiosos en la distancia, alargando sus brazos y arañando el aire;
gemían con más fuerza que nunca y se retorcían… pero no se acercaban. Nos
miramos unos a otros sin saber muy bien qué hacer: nuestro plan se basaba en las
ganas de merendarnos que tendrían esos engendros, pero por alguna razón no se
dignaban avanzar.
»Jorge, el hijo de Amoedo, se empleaba a fondo conmigo en la construcción de la
barricada, cuando, como yo, cayó en la cuenta de que los fétidos no avanzaban. Se
dirigió a Juan José y, ungido con la autoridad de ser el ideólogo de la emboscada,
ordenó: “Dispara a esos dos”, señalando con el dedo a los que más cerca de nuestra
posición estaban. Juan José, obediente, los abatió de un certero disparo en la cabeza.
»Volvimos a esperar… Con el ruido, era seguro que atraeríamos a los de las
playas y a otros muchos del interior de la isla. Pero eso no ocurrió.
»Los de las playas estaban lejos, pero se comportaban exactamente igual que los
dos recién abatidos: tampoco se acercaban. Mientras los observaba, intentando
descifrar el misterio, Jorge salió corriendo.
»Saltó por encima de la barricada, pasando a continuación como un rayo entre
Amoedo y Juan José. Siguió corriendo mientras su padre lanzaba un grito ahogado de
protesta e intentaba detenerlo. Pero Jorge ya le llevaba mucha ventaja y en pocos
segundos recorrió todo la longitud del muelle, hasta que se plantó ante los cadáveres
de los dos podridos que acababa de abatir Juan José.
»Al llegar, Jorge se giró sobre sus talones y gritó alertado:
«¡MIERDA, ESTÁN ATADOS!».
»Los demás nos miramos asombrados: ¿Atados? ¿Cómo era posible? Aún no
habíamos salido de nuestro asombro ante lo que acabábamos de escuchar cuando un
potente sonido, inconfundiblemente proveniente de un disparo, nos devolvió a la
realidad. Movidos por un acto reflejo, todos nos agachamos, todos… excepto Jorge.
»[Funcionario]: ¿Qué le pasó?
»Jorge cayó muerto. El proyectil le entró por la nuca y su boca estalló en una
cascada de sangre delante de nuestras narices.
»Amoedo, desesperado, gritaba e intentaba llegar hasta su hijo. Pero desde el
interior de la isla seguía lloviendo plomo. Juan José descargó su arma, inútilmente,
contra el origen de los disparos. Era evidente que quien estaba haciendo fuego lo
hacía con un rifle y desde una distancia considerable.
»Arrastramos como pudimos a Amoedo hasta el bote; los impactos sonaban muy
cerca de nosotros. Toño cayó también en la refriega: una bala le atravesó de lado a
lado la espalda mientras intentaba recoger las valiosas latas de gasolina.
»Hasta que nos subimos de nuevo al barco aquel hijo de puta no dejó de
balearnos.

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»Amoedo y su mujer se abrazaron en la cubierta del barco, empapados en
lágrimas. Su hijo yacía muerto en el muelle de Ons y no podían ni enterrarlo. Fue
duro, muy duro.
»A continuación del muelle sigue un estrecho camino que conduce a la aldea
donde vivían la mayoría de los habitantes de la isla. Hay una docena de casas, y era
evidente que desde alguna de aquellas ventanas habían hecho fuego contra nosotros.
»[Funcionario]: ¿Quién disparaba?
»No había que ser demasiado inteligente para darse cuenta de lo sucedido. La
infección había llegado a la isla pero, gracias a su aislamiento y su escasa población,
pudieron controlarla. Luego, en los primeros barcos que llegaron con refugiados,
quizá familiares o amigos de poblaciones cercanas, había infectados todavía vivos.
Los habitantes de la isla, como método de cuarentena, se limitaron a encadenar a los
que llegaban a pesadas losas de piedra. Después, los que no se convertían eran
liberados y a los que se convertían los dejaban allí. Imagino que al principio lo hacían
porque eran incapaces de acabar con ellos; luego se dieron cuenta de que tener la
costa de la isla plagada de podridos era un método excelente para mantener a los
demás refugiados alejados. Por eso, corrió la noticia de que la isla estaba infectada.
»Aquellas personas seguramente escucharon lo ocurrido en Tambo, lo que explica
su hostilidad ante cualquiera que llegase de tierra firme.
»[Funcionario]: ¿Cómo consiguieron entonces asentarse en la isla?
»Digamos que hubo que convencerlos…
»[Funcionario]: Ok, mañana me lo cuenta… Se nos acabó el tiempo.
»De acuerdo, hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 60 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 2 de abril de 0012.

12.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: ¿Qué ocurrió tras la muerte de Jorge?
»Debo reconocer que cundió el desánimo.
»Aislados, a dos millas de una costa plagada de no muertos, nuestras ya exiguas
reservas de combustible y víveres nos obligaron a tomar una decisión desesperada…
»Juan José se reunió conmigo en el velero la noche del tiroteo. Ordené a mis hijos
que se acostaran en su camarote para poder hablar tranquilamente con él. Analizamos
nuestras posibilidades, conversamos durante horas para llegar a la conclusión de que
todo se reducía a una fría ecuación: eran ellos o nosotros.
»De madrugada me despedí con un beso de mis hijos mientras dormían y me

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dispuse a luchar por un lugar seguro para ellos.
»El invierno nos había dado una tregua aquella noche y, fondeada en la
desesperación, nuestra pequeña flota se mecía tranquila a cincuenta metros de la isla.
Antes de sumergirme, me fijé en el barco de Amoedo: un hilo de luz salía por el ojo
de buey del camarote dormitorio. Sé que en otras circunstancias nos habría
acompañado sin dudarlo, pero esta vez no.
»Mientras nos acercábamos nadando a la costa, oteamos el muelle y el pueblo
intentando descubrir a algún isleño, pero todo estaba aparentemente tranquilo.
Subimos por la playa e intentamos acceder al muelle por la parte más cercana a la
isla. No había luna, pero se veía lo suficiente como para distinguir en las sombras a
los dos engendros en lo alto de las dunas. Sabía que estaban atados, pero, aun así,
desenvainé el cuchillo de buceo que, por única arma, colgaba de mi cinturón. Yo subí
el primero, y mientras ayudaba a Juan José, pude ver un fogonazo a mi izquierda,
luego oí el ruido y después sentí la quemazón en mi hombro y cadera.
»Un muchacho al que no habíamos visto montaba guardia en el muelle detrás de
una pila de cajas. Se había puesto nervioso al vernos y nos disparó con una escopeta
de caza de cañones superpuestos, un arma muy efectiva a corta distancia, pero se
había apresurado. Estábamos demasiado lejos y los perdigones se habían dispersado,
a pesar de lo cual me alcanzó con dos. El dolor hizo que soltara a mi compañero, que
cayó de nuevo a la arena, y que se despertase en mí una bestia dolorida.
»Me lancé en una carrera homicida hacia aquel crío. En pocos segundos pasaron
por mi mente los traumáticos hechos recientes: mi mujer, mis padres, de los que no
sabía absolutamente nada, la infección, mis compañeros asesinados, mis hijos… Todo
se revolvió en mi cabeza envenenándome la mente.
»Recuerdo la cara de pánico de aquel chaval viéndome correr hacia él con un
puñal en la mano, recuerdo cómo intentaba recargar el arma y cómo el temblor de sus
manos le impedía acertar a introducir otro cartucho. Cuando estaba a pocos metros,
soltó la escopeta y salió corriendo en la dirección contraria. Pero yo llevaba la ventaja
de la inercia y le alcancé rápidamente. De un golpe lo tiré al suelo y, casi con el
mismo gesto, me dejé caer sobre él sosteniendo el cuchillo con ambas manos. Creo
que lo maté en la primera acometida, pues sentí crujir sus costillas cuando hundí el
acero en su cuerpo, pero volví a apuñalarlo tres o cuatro veces más.
»Cuando recuperé la razón, estaba empapado en la sangre de un crío de dieciocho
años y Juan José se encontraba de pie a mi lado. Jadeante, recogió la escopeta y la
canana con los cartuchos. Escuchamos gritos provenientes del interior de la isla y
luces de linternas intentaban enfocar el muelle. Juanjo me arrastró hasta debajo de
unos aparejos de pesca cercanos al cadáver del chaval donde nos ocultamos.
»Pronto llegaron dos hombres con linternas y una mujer. Uno de ellos portaba un
rifle de caza con mira telescópica. Cuando lo vi, supe que había sido el que nos había
recibido tan amistosamente el día anterior. Juan José y yo, escondidos a pocos
metros, pudimos escuchar sus lamentos y vimos cómo la mujer se arrodillaba

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abrazando al chaval, llorando y maldiciendo en gallego.
»Sentí cómo la culpa se apoderaba de mi mente; apenas pude aguantar la tensión
del momento, pero Juan José, dándose cuenta, me agarró de los hombros con una
firmeza reconfortante y me dijo al oído: “Espera”. Y esperamos… unos minutos, pero
nadie más se acercó al muelle, sólo ellos tres, con sus maldiciones y gritos. El
hombre del rifle, en un arrebato de ira, gritó “¡FILLOS DE PUTA!” elevando a
continuación su arma y abriendo fuego contra los barcos.
»En ese momento me quedé petrificado por la posibilidad de que aquel disparo
errático hubiese acabado con la vida de alguno de mis hijos, pero Juan José no.
Aprovechó la circunstancia de que el rifle era de acerrojamiento manual y, mientras
el tipo recargaba su arma, salió de su escondite con la escopeta por delante. Los tres
se quedaron estupefactos: tenían todo el aspecto de estar preguntándose a sí mismos
cómo podían haber sido tan estúpidos como para dejarse atrapar así.
»Pero Juan José no tenía pensado hacer prisioneros, así que, sin mediar palabra,
disparó primero contra el del rifle y luego, implacable, ejecutó al otro. La mujer
gritaba mientras Juanjo la miraba fríamente y extraía de la canana otros dos
cartuchos. No sé si mi compañero habría abierto fuego también contra ella… no tuve
tiempo de comprobarlo, pues aquella pobre mujer se arrojó al mar para no salir nunca
más.
»[Funcionario]: Se nos acabó el tiempo. Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 69 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 3 de abril de 0012.

Epílogo
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: Me ha contado el “incidente” con aquellos isleños. ¿Qué ocurrió
con el resto de los habitantes?
»Las cosas, como le dije, no eran, ni mucho menos, como nos habíamos
imaginado.
»Muchos de los que habitaban Ons al principio de la infección la habían
abandonado por diversos motivos. Algunos, en busca de familiares; otros prefirieron
alojarse en el punto seguro de Vigo. Los que quedaban, en total unos veinte
habitantes, estaban enfrentados entre sí. La escasez de recursos había hecho mella en
la buena convivencia. Y según nos contaron posteriormente, el que nos disparó con el
rifle era el dueño del mejor negocio de hostelería de la aldea. Junto con su hermano,
su mujer y su hijo, se había impuesto por la fuerza a los demás habitantes. Poseían el

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único generador de electricidad y sólo lo compartían a cambio de abusivas prebendas.
De ahí su interés en que nadie más se uniese a la comunidad, a la que ya tenían
controlada… En fin, digamos que no se molestaron demasiado cuando descubrieron
lo que habíamos hecho con sus vecinos.
»Ocupamos algunas de las casas vacías y nos esforzamos en mantener una buena
relación con los demás habitantes. A pesar de eso, a todos nos costó mucho
adaptarnos a la vida en la isla. A la alegría por sentirnos por fin a salvo de la
infección le siguió el desánimo: sabíamos que no podríamos salir de allí en mucho,
mucho tiempo.
»[Funcionario]: ¿Cómo subsistieron estos años?
»Creamos, entre todos, una pequeña comunidad bastante bien abastecida dadas
las circunstancias. Nos adaptamos como pudimos a la vida en Ons. Pronto se
repartieron los roles según las aptitudes de cada uno: unos obtenían comida de las
aves marinas y de sus huevos; otros prepararon pequeños huertos, y casi todos
explotábamos la abundante pesca. El agua dulce no fue un problema, gracias a las
frecuentes lluvias y a que la isla cuenta con abundantes acuíferos y pozos.
»Supongo que no han sido tiempos cómodos para ningún superviviente, pero nos
las arreglamos para aguantar estos doce años.
»[Funcionario]: ¿Han tenido contacto con otros supervivientes?
»En los meses posteriores, algunos barcos pasaron cerca de las islas. La mayoría
siguieron su camino; otros, al ver signos de supervivientes, pararon unos días. Pero
siguieron su rumbo hacia el sur en busca de su propio lugar seguro.
»Recuerdo que aproximadamente un año después, una mañana escuchamos a lo
lejos el sonido inconfundible de un helicóptero. Nos reunimos todos los vecinos muy
excitados, saltando y haciendo señas al aparato. Venía del interior de la ría de Vigo y
creo que ni nos vio. De su panza colgaba un red con muchos bidones de combustible,
y fue tanta la decepción cuando se fue como la alegría que sentimos cuando lo
escuchamos.
»Descubrimos meses después que en el archipiélago de Cíes, muy cercano a
nuestra isla, había también supervivientes y establecimos relaciones con ellos. Nos
contaron lo ocurrido en Vigo, cómo se había convertido en una ratonera para los que
habían acudido al punto seguro. La mayoría de ellos habían escapado de la infección
en los primeros días, al igual que nosotros. Creo que los puntos seguros se
convirtieron en inmensos restaurantes para los podridos.
»Nos ayudamos mutuamente en multitud de ocasiones y, cuando reunimos el
valor suficiente, juntos, organizamos expediciones a la costa. Necesitábamos
materiales, medicinas y combustibles. Muchos murieron en aquellas expediciones,
tan arriesgadas como necesarias… entre ellos, mi hijo Enrique.
»[Funcionario]: ¿Cómo fue su rescate?
»Hace cinco meses vimos al primer barco con la nueva bandera, una bandera
desconocida para nosotros. Pero sus tripulantes nos explicaron que era la bandera del

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nuevo gobierno y nos contaron cómo se había vencido a la infección. Nos informaron
de que la población mundial había quedado reducida a unos escasos cientos de miles
de habitantes, pero que todavía quedaba esperanza.
»Supimos que los años que estuvimos aislados en la isla fueron tiempos de lucha
sin cuartel contra los podridos. Que no quedaba ninguno de los países que
conocíamos, pero que la humanidad había vencido y, poco a poco, se estaba
reconstruyendo una nueva sociedad.
»Nos hablaron de que su misión era buscar supervivientes. Sé que han encontrado
gente en los lugares más insospechados que relata las historias más escalofriantes.
Historias que hacen que dé gracias a Dios por haber tenido la idea de irme a un barco
con lo que quedaba de mi familia. Que dé gracias a Dios por llegar a Ons, mi hogar,
donde hoy mis nietos pueden corretear por sus playas y adonde volveré para vivir
hasta el fin de mis días.
»Pero antes, he venido a la nueva capital, como representante de nuestro grupo de
supervivientes, para dejar testimonio de nuestro periplo, para que las futuras
generaciones sepan cómo conseguimos sobrevivir y cómo… empezamos a vivir…
»[Funcionario]: Muy bien. Creo que esto es todo, pronto podrá regresar a su
hogar. Su declaración nos ha sido de mucha ayuda. Gracias por su colaboración.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 4 de abril de 0012.

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NO POR MUCHO MADRUGAR, AMANECE MÁS
TEMPRANO

Avelino Marcos (Badfun).

Dedicado al mensajero de mis fantasías…

—No por mucho madrugar, amanece más temprano, Alonso. Tu línea de


investigación no es válida, está incompleta, y lo sabes. Estás perdiendo el tiempo.
—Venga, Arturo, no me jodas, no me vengas con refranitos estúpidos…
—¿Estúpidos? Pues bien se ve que éste es cierto —sonrió.
—Ya. Y ahora me dirás que lo mío es cuestión de mala suerte. Al que madruga
Dios le ayuda, y ha pasado de mí como si no estuviese.
—Tú no has madrugado. Has llegado a la misma hora de siempre. Sí, son las
6:30, pero… no has madrugado. —La sonrisa se convirtió en una sonora carcajada.
—VETE A LA MIERDA, HOMBRE.
El enfado de Alonso era mayúsculo. No le salían los resultados ni en el simulador
informático. Se levantó mirando de reojo a Alonso, salió del laboratorio, se dirigió a
la máquina de café, sacó un capuchino y entró en la sala de relax. Miró el resto de las
máquinas expendedoras pero desechó la idea del chocolate, demasiado pronto. Se
sentó, y mientras se quemaba los labios y la lengua con el café, empezó a darle
vueltas al asunto por enésima vez.
«El fallo está en las proteínas. No. Esa parte está bien. La cadena de ADN del
virus. Tampoco. La revisó Arturo y estaba bien. Estaba completa. El proceso de
diseño del nanovirus. O el programa informático».
Se decidió a sacar un kitkat de la máquina expendedora y volvió a recostarse en el
sofá.
—Buenos días, Alonso. ¿Ya con el chocolate?
—Buenos días, Laura —contestó a la auxiliar de limpieza del nivel donde se
encontraba su laboratorio, sin hacer referencias al chocolate. Su cerebro seguía
pensando en el nanovirus.
La cadena de ADN que portaba el nanovirus no estaba completa, o no era la
adecuada. Era lo más lógico, o eso le parecía en ese momento.
—También puede ser que el nanovirus no inyecte la cadena completa, pero eso es
un fallo de diseño del nanovirus… —dijo Alonso, evidentemente hablando solo.
Laura, que salía en ese momento de la sala de relax, se volvió para mirarlo y
sonrió.
—Estos tipos están todos idos, vaya que sí —le comentó a Sonia, que la esperaba

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junto al carro de limpieza.
—Sí, pero éste por lo menos está bueno.
Ambas rieron a carcajadas mientras se alejaban por el pasillo.
Alonso se levantó con renovadas esperanzas y se dirigió al laboratorio. Ni
siquiera recordaba ya las mofas de Arturo.
Notó una vibración.
Sorpresa.
Después, otra.
¡Coño, es el busca!
Sonrió para sí mientras lo sacaba del bolsillo de su bata. Era su jefe. Lo llamaba a
su despacho… ¡PERO YA!

—¿Cómo me puedes estar diciendo esto? Nos conocemos desde primaria. No


habrías hecho el posgrado en Los Ángeles si no hubiese sido por mí —le increpó
Alonso cruelmente.
—Cállate. Sabes que eso no tiene nada que ver. Puedes pedirme hasta el alma si la
necesitas, pero no aquí. Aquí soy tu superior. Estamos trabajando, y de los resultados
depende la vida de cientos y cientos de millones de personas. ¿Has escuchado las
noticias esta mañana, mientras venías, verdad? Pues yo te voy a decir lo que no has
escuchado. El contacto con Rusia se perdió hace tres días. En Alemania ya no
funcionan ni los blogs de la gente. Explosiones nucleares en la India. Nuevos brotes
en Londres, en Milán, en Zaragoza y Vigo, en Buenos Aires, en Santiago de Chile, en
El Salvador, en Los Ángeles, en Nueva York… ¡DIOS, LOS HAY HASTA EN
ALASKA Y TIERRA DE FUEGO! —le reprendió brutalmente, inclinándose hacia
adelante sobre la mesa y adoptando una actitud violenta mientras esparcía sobre la
mesa un montón de fotos de infectados, heridos por lo que parecían ataques de
animales salvajes con crueles desgarros y mordeduras en sus cuerpos, estadísticas y
demás informes.
—No te estoy pidiendo nada —siguió hablando con esa actitud el teniente coronel
—. TE ESTOY ORDENANDO que amplíes tu equipo de trabajo. No que lo dejes.
No nos queda tiempo.
—Dame dos horas.
—¿Cómo dos horas? Me acabas de pedir dos días.
Alonso se levantó, hizo una mueca de saludo militar, se dio la vuelta y se dirigió a
la salida mientras se lo confirmaba. En su fuero interno, comprendía perfectamente a
su amigo, pero siempre confundió el orgullo y la soberbia.
—Dos putas horas, señor —le contestó de espaldas.
Cerró de un portazo. La secretaria del Tecol se sobresaltó y miró al interior del
despacho con el teléfono en la mano, dispuesta a llamar a la P. M.
El Tecol la calmó con un movimiento de su mano, entendiendo lo que iba a hacer
ella. Levantó el teléfono y llamó a Arturo. Le ordenó que se presentase en su

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despacho inmediatamente. Quería discutir con él la nueva línea de investigación,
basada en el trabajo de Alonso. Si Alonso en dos horas no conseguía resultados
positivos, le iba a quitar el mando e iba a ampliar el equipo.
Alonso meditó un momento si sustituir el nanovirus por nanopredador, pero
desechó la idea rápidamente. El nanopredador no se reproduciría, y el nanovirus, sí;
además, al no poder reproducirse debería calcular la cantidad exacta de
nanopredadores que habría que inyectar en el paciente, y no tenía tiempo.
Escrutó la cadena de ADN del nanovirus por enésima vez y encontró el fallo: un
simple nucleótido de color azul. Eso era lo que estaba fallando. Solucionó el
problema. Sintetizó el nuevo ADN y lo introdujo en el nanovirus. Hizo una prueba en
el simulador informático. Debía funcionar.
Estaba exaltado, ilusionado. Sonreía. Se levantó y pasó a la parte de bioseguridad
4 del laboratorio, aunque no usó los equipos de protección individual
correspondientes. No tenía tiempo. Hizo dos pruebas más con el microscopio
electrónico, una con plasma de cobaya y otra con plasma humano del tipo B+. Ambas
pruebas fueron satisfactorias. El nanovirus identificaba al virus, se acoplaba
perfectamente a él y lo modificaba genéticamente introduciéndole la nueva cadena de
ADN. No lo mataba, pero lo dejaba vulnerable para que los glóbulos blancos del
paciente lo exterminasen. Le había eliminado la capacidad de mutar, dejándolo
indefenso. Además, se había asegurado de que el virus se volviese estéril, incapaz de
reproducirse. Concluyó que las pruebas estaban terminadas sin cerciorarse de que
funcionaba con todos los tipos de RH sanguíneos.
Esto era un triunfo.
«Imbécil.
»Te voy a demostrar que puede amanecer a cualquier hora del día.
»¡JODER! ¡Voy a salvar al mundo!».
Salió lo más rápido que pudo hacia el hospital. Le quedaba una última prueba que
hacer, y lo que necesitaba estaba allí.
Su identificación le abrió todas las puertas que necesitaba, los guardias lo
saludaban al verla.
Cruzó pasillos y salas, despachos y oficinas, hasta que por fin llegó a la zona de
los quirófanos. Buscó uno equipado… Éste le valdría. El equipamiento no estaba
completo, pero tenía todo lo que necesitaba.
Montó dos portasueros en la cabecera de la mesa quirúrgica. Sacó dos sueros
salinos de la estantería y los enganchó en la parte superior.
Volvió a la estantería y sacó los útiles para montar los goteros, una ampolla de
adrenalina, una de roypnhol y otra de voltarén inyectable. Lo extendió todo con sumo
cuidado sobre la mesa de trabajo, junto con unas cuantas jeringuillas.
Montó los goteros. Equipó ambos con una toma de aire, un regulador de caudal,
una llave de paso y una aguja de mariposa. Con toda la frialdad de la que era capaz de
hacer gala en esos momentos, sacó de sus bolsillos dos tubos de ensayo. Uno

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contenía el virus, y el otro, el nanovirus.
Respiró hondo. En uno de los goteros introdujo una cantidad indeterminada de
virus, y en el segundo, otra cantidad distinta de nanovirus. Tomó el roypnhol… «Con
veinticinco mililitros sobrará…». Lo inyectó en el segundo gotero y dejó pinchada la
jeringuilla desechable. Hizo lo mismo con el voltarén… Comprobó que todo estaba
preparado…
El estrés de la situación estaba empezando a provocarle pequeños ataques de
ansiedad, en los que su corazón se aceleraba bruscamente y pasaba a latir
arrítmicamente. Un sudor frío empezó a perlar su frente. Miró el termostato del aire
acondicionado. Estaba en marcha. Lo bajó a dieciséis grados.
Extendió unos pedazos de esparadrapo y escribió en ellos los nombres de las
sustancias y la cantidad para etiquetar las jeringuillas.
Se sentó en la mesa.
El pulso le temblaba. No pensaba que le fuese a costar tanto. No había lugar a
error.
Miró las mariposas.
Cogió una y se la introdujo en una vena de su mano izquierda. La sujetó con
esparadrapo mientras el tubo se llenaba de sangre por efecto de la gravedad.
Se introdujo la otra en una vena de la otra mano y la sujetó de la misma manera.
Abrió la llave de paso.
Ya estaba hecho.
Su corazón seguía haciendo dolorosas arritmias. Ajustó el primer regulador con
una cadencia determinada. Era el gotero dos. Se empezó a introducir los nanovirus, el
sedante y el antiinflamatorio primero.
El corazón dejó de golpearle el pecho.
Las arritmias cesaron.
La excitación desapareció.
Se le empezó a nublar la visión.
Se tumbó en la mesa, se ajustó los cinturones y abrió la segunda llave de paso.
Ajustó la cadencia a la mitad aproximadamente del otro gotero.
Justo a tiempo.

Desorientación.
No sabía cuánto tiempo había pasado.
No sabía dónde estaba.
Sentía náuseas.
Notaba movimientos.
Empujones.
Gritos.
Entreabrió los ojos como pudo e inmediatamente los cerró. Los tubos
fluorescentes del techo se le tornaban guiones luminosos que lo cegaban

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dolorosamente.
Empezó a comprender las voces.
—Rápido, está en parada.
—Apartaos.
—Vamos, vamos, nos están esperando en resucitación.
—VAMOS, COÑO, QUE SE NOS VA.
El sonido de los tacones rebotando en las paredes le hacía un daño terrible en los
tímpanos, y notaba un calor en ellos que se le extendía hacia los lóbulos y el cuello.
Quiso gritar.
Notaba cómo las manos lo movían de aquí para allá.
—¿Qué le pasa en la cara?
Sintió que algo frío se apoyaba en su torso y cortaba sus ropas, dejando su pecho
al descubierto. Sentía frío.
—Ciento ochenta —gritó una voz.
Un tremendo golpe en su pecho le hizo arquearse de una manera antinatural.
—Plano.
—Trescientos sesenta —gritó de nuevo.
Esta vez la sacudida fue brutal, sintió que el dolor le recorría todo el pecho.
—Plano.
—Intubadlo, rápido.
Algo le hizo vomitar.
Se hizo un silencio en la habitación que se podía cortar.
—Señor… está plano… Cómo ha podido…
—Masaje cardíaco, el monitor no funciona. —El médico militar se abalanzó
sobre su pecho y empezó el masaje…—. Una mascarilla, rápido.
Con un rápido movimiento se llevó el antebrazo del médico a la boca y lo mordió.
Le arrancó un trozo de carne y la empezó a masticar.
El sabor no le gustó y la escupió.
El médico gritaba, mirándose con terror el antebrazo.
Las bandejas metálicas caían al suelo atronadoramente, y le hacían estallar los
oídos. Se llevó una mano a uno de ellos y se dio cuenta de que el líquido cálido era
sangre.
Se asustó.
Gritó.
Pero de su garganta salió un alarido indescriptible. Ahogado. Desde su interior,
sin modular por las cuerdas vocales.
Su alarido se mezcló con otros gritos. Estos otros, de terror puro, de incredulidad,
de asombro.
Se abalanzó sobre un bulto que se movía a su alrededor —aún no veía bien— y le
asestó involuntariamente un mordisco en algo parecido a una mejilla. El sabor le
repugnó, pero era distinto… El tacto, la temperatura, la tersura…

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El dolor se iba convirtiendo a pasos agigantados en rabia. No podía dejar de
sentirlo.
Volvió a morder mientras sentía cómo gritaba su víctima, esta vez más abajo. Tras
el mordisco, le desgarró el abdomen y, con ambas manos, empezó a sacar del interior
pedazos de carne que se llevaba a la boca. Ésta sí le gustaba, estaba empezando a
disfrutar.
Notaba los golpes, pero no sentía dolor. A uno de los golpes le siguieron unos
tirones que lo alejaban de fuese lo que fuese que se estaba comiendo. Llevaba una
pequeña hacha clavada en uno de sus omóplatos que le imposibilitaba mover el
brazo, pero se volvió y se echó encima de su agresor.
Más mordiscos.
Más sangre.
Más gritos.
Más empujones.
Luz blanca.
Empezaba a ver.
El bulto que acababa de destripar se estaba levantando.
Se abalanzó sobre una enfermera y le desgarró la garganta de un mordisco.
Sintió miedo.
Se cruzó con un espejo.
Lo que vio lo llenó de pavor.
Tenía cataratas.
Estaba pálido y unas negras venas se marcaban por toda su cara.
Tenía el pecho lleno de sangre.
De uno de sus ennegrecidos dientes colgaba un pequeño jirón de carne humana
que goteaba sobre la pila que tenía debajo.
Su quijada estaba llena de sangre.
Vomitó sobre el espejo y, mientras éste resbalaba hacia la pila, gritó de nuevo.
Se giró.
No lo pudo reprimir.
Se echó encima de otro bulto.
Volvió a morder.

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CASI HUMANO

Paola Fuentes Claramonte

A Obdulia, profesora y amiga. In memóriam.

No hay dolor… no hay placer… Simplemente existo, ni siquiera me muevo… Pero


ese olor… no puedo resistirme, no quiero resistirme. Mmmmm…
Lo primero que recuerdo es el frío. Comenzó en la nuca, que me dolía
tremendamente, y se extendió con rapidez por todo el cuerpo, como una corriente
eléctrica. Intenté moverme, pero mi cuerpo de alguna forma se encontraba atrapado.
Algo me sujetaba de las muñecas y los tobillos, impidiéndome ponerme de pie y salir
de aquel lugar gélido. Se escuchaba un pitido insistente, irritante. Abrí los ojos, casi
sin aliento, ya que la temperatura de mi cuerpo no dejaba de descender.
Estaba en el interior de una habitación aparentemente vacía, únicamente ocupada
por el aparato que emitía los pitidos —un monitor cardíaco, creo— y la especie de
bañera enorme donde me encontraba, el cuerpo sumergido hasta el cuello en el agua
llena de hielo. De los laterales colgaban las correas que mantenían sujetas mis
extremidades, impidiéndome escapar. El ritmo que marcaba el monitor comenzó a
aumentar a medida que el miedo me invadía y mi respiración se aceleraba. Iba a
morir allí mismo de una hipotermia fatal. Un momento, ¿no había yo…?
La puerta se abrió, interrumpiendo mis pensamientos. Un hombre joven, con bata
blanca, apareció en el umbral. Se quedó mirándome con expresión de asombro
mientras yo trataba en vano de articular una petición de ayuda. Comenzó a gritar algo
que no entendí. Me revolví en mi posición, tratando de liberarme, aunque los
músculos apenas me respondían. Entonces llegaron unos cuantos más, hombres y
mujeres, gritando entusiasmados y observándome con la boca abierta.
Finalmente, uno de ellos se acercó y comenzó a desabrochar las correas que me
sujetaban. Me ayudaron a salir de la bañera helada, sujetándome entre varios, ya que
era totalmente incapaz de mantenerme en pie. Me envolvieron en toallas y mantas.
Yo temblaba violentamente, pero al menos iba recuperando la sensibilidad en mis
extremidades agarrotadas. Quería hablar, preguntarles dónde estaba, cómo había
llegado allí, pero no podía articular una palabra. Ni siquiera entendía las preguntas
que me estaban haciendo…
Rápidamente, todos se enfrascaron en una actividad frenética. Uno de ellos se
puso a examinar la herida de mi tobillo. Parecía limpia y bastante cicatrizada. No
estaba así la última vez que la vi, entonces no se parecía en nada a… Oh, Dios.
En aquel momento recordé. Escuché el monitor reproduciendo mi pulso
descontrolado mientras llegaban a mi memoria las imágenes más terribles que puedo

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recordar. Todo sucedió tan rápido que evocar aquellos instantes fue como ver una
película a toda velocidad, un borrón terrorífico pasando ante mis ojos que encadenaba
uno tras otro los acontecimientos de aquella noche fatídica. La barricada cayendo, la
gente gritando, el olor a sangre y el miedo casi tangible que se respiraba, las manos
heladas agarrándome de la ropa y del pelo, los golpes, las heridas, los dientes
hundiéndose en mi carne, el dolor… La muerte. Casi un alivio, después de haber
vivido durante meses con el miedo instalado en el cuerpo igual que un parásito. Pero
no podía haber muerto: estaba allí, temblando de frío en la sala con aquella especie de
médico examinando una herida casi curada.
Además, recordaba algo después de aquellas terribles horas de agonía. Una
existencia vacía, guiada por un único impulso, en la que el tiempo no existía. Los
tipos con los trajes de seguridad, que llegaron envueltos en el estruendo de un enorme
vehículo y me introdujeron en su interior. Me rompieron algunos huesos al
inmovilizarme y arrastrarme hasta la bañera de hielo, aunque yo no sentía ningún
dolor. Y luego recordé que había alguien a mi espalda, alguien que tenía miedo de
estar allí. El mismo que minutos después me inyectaba una sustancia fría
directamente en la médula.
Y de repente, allí estaba de nuevo el impulso incontrolable, haciéndome volver
bruscamente al presente. Los de las batas blancas se encontraban sumidos en una
incansable actividad registrando variables y hablando a voz en grito de «la cura». El
médico que atendía mi herida parecía no percatarse de la lucha que se estaba librando
en mi interior, aunque se trataba de una batalla perdida de antemano. Probablemente,
él pensaba que yo era otra vez como antes. Celebraba, junto a los demás, el gran
hallazgo de haberme devuelto a la vida, porque volvía a respirar, mi cuerpo
funcionaba, mis heridas se curaban, y al parecer todos creían que eso era suficiente. Y
aunque era consciente del dolor que iba a causarle a aquel pobre incauto, no era capaz
de actuar de otro modo. Liberando la profunda tensión que sentía, me lancé sobre él,
directamente al cuello. No lo solté a pesar de los gritos y los golpes. El sabor de la
sangre y la carne humana me enloquecía, exactamente del mismo modo que antes de
que me «curaran». La única y crucial diferencia es que ahora puedo correr. Y pensar.
Y no voy a permitir que nadie acabe con mi diversión…

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LA ÚLTIMA BALADA DE XEOGLIA

Albert Sanz

A mi churri, familia, amigos, zombis, y en especial a Javier.

La nave surcaba el cosmos en una incansable búsqueda iniciada eones atrás. Miles de
mundos visitados. Miles de civilizaciones contactadas. Pero ninguna morada donde
echar raíces. Donde nacer, crecer, amar y morir. Ninguna… hasta ahora.
Klan’Xen, el piloto, se acercó a la consola para iniciar el descenso. Transformó su
brazo en una cristalina barra rematada por varias puntas y lo introdujo en la vaporosa
estructura rectangular. Ésta brilló con un fulgor verde iluminando la estancia. Las
órdenes estaban fijadas y en unos minutos la nave arribaría a su destino.
Ante la excitación del momento, el joven metamorfo cambió de manera
espontánea su estructura habitual, gelatinosa y azul, hacia algo de color violeta
oscuro.
El resto de miembros de la tripulación compartían el mismo ánimo. Pocos eran
los supervivientes entre los que iniciaran la búsqueda, y la avidez del día de partida se
había transformado en ansia, en desespero por alcanzar un destino al fin. Tampoco
pedían tanto: un sol radiante, un planeta con escasa capa de ozono y elevada
concentración de radiación ultravioleta, su único alimento y sustento vital, tal y como
les había urgido a evolucionar el crepúsculo de su mundo. Pero todos los planetas
visitados que reunían las condiciones estaban habitados por seres belicosos que los
expulsaban diezmando seriamente la población, o por entes que rechazaban la
petición de asilo atendiendo a las más diversas razones. Sin embargo, ya no había
posibilidad de retroceder. Ni toda su ciencia había podido salvar la vida del anciano y
moribundo sol. Y la búsqueda había proseguido hasta hoy.
La información acerca del planeta era escasa. Su avanzada tecnología tan sólo les
había permitido descubrir que cumplía las necesidades requeridas. La proximidad les
había permitido una investigación más exhaustiva. Extrañas ruinas conformaban los
restos de lo que pudieron ser las construcciones de sus antiguos moradores, y los
expertos sospechaban que un cataclismo medioambiental había irrumpido devastando
su civilización.
Pero lo que más les inquietaba era que los actuales habitantes no parecían hacer
nada. Sólo se desplazaban erráticamente. No conocían ningún dato acerca de su
economía, tipo de sociedad o desarrollo científico, pero no había muestras de
belicosidad. Y para los xeoglianos, era suficiente. Habían superado tiempo atrás todas
las diferencias sociales hasta convertirse en la perfecta utopía. Y no iban a imponerse
nunca sobre nadie.

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La gigantesca nave se posó a varios kilómetros de la superficie y extendió su
sombra como un abrupto eclipse sobre una gran zona del planeta.
Un haz de luz púrpura de varios metros de circunferencia surgió del vientre de la
colosal bestia metálica hasta tocar tierra. El emocionado Klan’Xen descendió por él.
Le había sido concedido el sagrado honor de ser quien entablara el primer contacto.
Tras caminar unos metros en su forma original, adoptó una constitución
antropomórfica similar sin perder su esencia gelatinosa y azulada. Varios de los
lugareños se congregaron en las inmediaciones y se acercaron tímida y curiosamente
hasta él. El más cercano, con aspecto sucio y andrajoso, emitió un espectacular
gemido y propinó un mordisco al recién creado brazo del piloto. La sucia dentadura
atravesó sin esfuerzo alguno la mano, llevándose consigo un trozo.
El ser se quedó parado. Con una de sus manos extrajo de la boca el trozo, lo
observó extrañado y lo dejó caer mientras daba la vuelta y se marchaba.
Klan’Xen lo comprendió al instante. Acababa de verificar que se trataba de una
cultura menos evolucionada que la suya. Por tanto, debía comunicarse a la antigua
usanza con esos seres. El habla se había atrofiado tras el desarrollo de la telepatía.
Además, la vía que había tomado su evolución les compensaba con notorias ventajas,
como no sentir dolor ante la dentellada sufrida.
Debía transformarse en uno de aquellos seres, remedando con la mayor fidelidad
su tejido nervioso. El resto de compañeros hicieron lo mismo, pero nunca antes
habían experimentado el convertirse en una criatura de una complejidad tan absurda
como aquélla, y, en este caso, el retroceso a su estado original requeriría varias horas.
El joven contempló sus manos, que le parecieron extrañamente delicadas.
Se estremeció al verse envuelto por una ráfaga de aire frío. Nunca antes había
tenido tan activo el sentido del tacto. Le asaltaban innumerables olores, y se iba
familiarizando con la sensación de luchar contra la gravedad en lugar de dejarse
llevar por ella. Se sentía fuerte, y por unos instantes sopesó la posibilidad de
mantener esa apariencia más allá de lo estipulado como razonable.
El sentimiento de emoción que le embargaba también producía cambios en su
nuevo cuerpo, no tan exagerados como los propios de su estado original pero también
excitantes, como una mueca facial arqueando los labios hacia arriba, la humedad en
las manos o el intenso y rítmico golpeteo en el tórax.
Agitó las manos y comenzó a gemir acercándose hasta ellos, mientras tres
compañeros más emergieron de dentro del rayo. El nativo se detuvo y dio media
vuelta alertado por el ruido. Algo parecido a una sonrisa como la del visitante se
dibujó en su rostro, viendo cómo éste agitaba las manos aún más hasta acercarse tanto
que casi estaba a punto de tocarle. Ante su sorpresa, le sujetó con firmeza una de las
muñecas. El joven xeogliano se dejó llevar pensando que se trataba de algún tipo de
saludo y permitió que durante unos segundos olisqueara el brazo esperando el
mordisco como antes había ocurrido.
Sintió un atroz e inesperado dolor al ver que el pulgar y la mitad del índice habían

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desaparecido. Atemorizado, se dejó caer al suelo mientras observaba cómo su mano
sangraba en abundancia. El atacante tragó, se relamió y comprobó con estupor y
satisfacción cómo, desde lo más profundo de su ser, regresaba el ansia por la carne
fresca, el impulso de anular toda forma de vida. Una voz interior acallada por siglos
de abstinencia.
Klan’Xen se puso en pie con esfuerzo justo para volver a caer ante el empujón de
la criatura, que comenzó a morder con desesperación su pecho para después pasar al
cuello. El metamorfo gritó con todas sus fuerzas mientras su cuerpo se retorcía con
violentos espasmos. Parte de su cuerpo volvió a su estado original, confiriéndole un
aspecto grotesco, mezcla de las dos razas. Y, finalmente, los temblores cesaron y la
vida dejó de habitar en su cuerpo.
La bestia no pudo finalizar el banquete en esas condiciones. No era de su agrado,
así que fue directo hacia el chorro de luz siguiendo a la horda de sus compañeros.
Xeoglia, la más antigua y sabia de las civilizaciones que hubiera conocido el
universo, se precipitaba a su extinción. El eterno éxodo había tenido un desenlace
brusco, inesperado… y doloroso, muy doloroso.

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SANTUARIO

Óscar Felipe

Daniel se preparó para la charla de antes de la incursión. Respiró profundamente,


alisó sus ropas y se puso en posición de firme. Lo había hecho ya muchas veces, pero
aun así no le había perdido el respeto a los muertos. No importa cuán preparados se
sintieran: rara era la incursión en la que no perdían a alguien. Intentó pensar en algo
más alegre. A su alrededor, en el inmenso y polvoriento vestíbulo, el resto del grupo
contenía el aliento también, cada cual perdido en sus propios pensamientos, como él.
Todos vestían el mismo uniforme, compuesto por una camiseta gris y un pantalón del
mismo color, con botas de cuero de la mejor calidad traídas directamente desde
Colón. Como única arma, cada uno contaba con una robusta barra de hierro, acabada
en una punta doble y a la que los ancianos llamaban «palanca», sujeta con simples
cordeles o tiras de cuero, en el mejor de los casos. Había sido su inseparable
compañera desde que empezaron a vivir en Hospital.
Miró a su alrededor hasta que encontró a Sandra. Ella también le estaba mirando a
él, con una expresión de seriedad como nunca le había visto. Le dedicó su mejor
sonrisa, intentando animarla, pero, antes de poder apreciar ninguna reacción, escuchó
unos pasos en el exterior de la sala y, como todos los demás, se puso firme y dirigió
la vista al frente. Un hombre, de al menos sesenta años, vestido con un viejo
uniforme militar, entró en la sala, acompañado de dos individuos armados con
pistolas que cargaban un pesado cajón.
El jefe, que debía de ser uno de los «ancianos», les dirigió un rígido saludo
militar, al que todos respondieron al unísono.
—Descansen. Hoy es un día muy importante para todos vosotros. Hoy vais a
subir a la superficie. Sin duda habréis oído muchas cosas sobre lo que hay allí arriba,
en la ciudad. Olvidadlo todo. Algunos sois nuevos en esto, y otros no. Algunos ya
habéis salido al exterior antes, y podréis dar fe de mis palabras. Pero para los nuevos,
lo que os voy a contar es la verdad.
El hombre se giró y comenzó a pasear a lo largo de la primera fila, con la mirada
perdida, mientras seguía hablando. Le pareció apreciar tristeza en sus palabras, y
también añoranza.
—Los muertos dominan el planeta. Pero no siempre fue así. Hace años, vivíamos
en la superficie. Éramos el logro supremo de la evolución, la especie dominante del
planeta. Viajábamos por mar y por aire, por la tierra e incluso por el espacio exterior.
Nos volvimos orgullosos, y después descuidados. Nadie sabe por qué, pero llegó un
día en que nuestros muertos no murieron. Sus cuerpos en putrefacción se animaron y

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empezaron a darnos caza. Y nos cogieron completamente por sorpresa. Las ciudades
se convirtieron en trampas mortales, atestadas de no muertos, que, incansables,
perseguían cualquier rastro de vida hasta atraparlo y devorarlo. La civilización, que
tantos años nos costó construir, fue destruida, y nuestra especie parecía a punto de
extinguirse.
Poco a poco fue elevando el tono de voz, dejó de caminar y se giró hacia
nosotros.
—Pero los antiguos nos salvaron. Habían construido estos refugios, y escondieron
a la gente en ellos. Aquí tenemos casi todo lo que podemos necesitar. Hay amplios y
ventilados túneles, tenemos electricidad, agua. Podíamos aguantar indefinidamente.
Bloquearon todos los accesos y dejaron que los muertos creyeran que habían vencido.
Hemos vivido bajo tierra desde entonces, recuperando fuerzas y preparándonos,
preparándonos para recuperar aquello que nos pertenece. Como todos los demás,
deberéis demostrar que sois dignos de formar parte de nosotros.
Se dirigió hacia el cajón y sacó una carpeta. De su interior extrajo un fajo de
papeles y lo sostuvo en alto.
—Tenéis que traer esto de vuelta. El refugio necesita que lo encontréis y vosotros
tenéis que recompensar al refugio por todo lo que ha hecho por vosotros. Os ha
criado, os ha alimentado y os ha mantenido a salvo. ¿Sabéis las penurias que hay que
pasar por cada cuenco de hongos que llega a nuestra mesa? ¿O para llenar un vaso del
agua que bebéis? ¿Cuántas horas de trabajo hacen falta para confeccionar uno solo de
los trajes que lleváis? ¡Coged vuestra fotografía y salid fuera! ¡¡Y no os atreváis a
volver sin lo que os han encargado!!
Y, seguidamente, uno de los soldados se llevó un silbato a la boca y lanzó tres
agudos silbidos. La señal de marcha. Intenté, al igual que Sandra, ponerme de los
primeros en la cola. Los últimos solían ser atrapados. El otro soldado ya estaba
distribuyendo equipo: una cuerda, una linterna y una fotografía por cabeza. Tan
pronto como lo recibí, eché a correr hacia las escaleras de subida, con Sandra pegada
a mí. La linterna fue a parar directamente al bolsillo trasero, y la cuerda quedó
asegurada a mi cintura.
La reja estaba abierta, y comencé a subir al nivel superior. Sabía que los soldados
la cerrarían, una vez hubiéramos salido todos, para evitar que los muertos entraran.
Habían aprendido a ser cautelosos tras perder varias entradas y parte del refugio hace
unos años, cuando fueron atacados por culpa de un acceso mal bloqueado.
Resoplando, subimos la estrecha escalera que llevaba al nivel superior, pasamos
por las rejas abiertas que protegían el acceso al refugio, donde dos soldados
montaban guardia, y atravesamos a toda velocidad el vestíbulo, que estaba desierto.
Nos situamos detrás de los que nos habían precedido, escondidos junto a la escalera
de subida. En la pared había un cartel en el extraño código de los ancianos. Pocos
sabían leerlo, y él era uno de ellos, pero, aun así, se le escapaba el significado.
¿Línea 3? ¿Qué podía significar eso? Se centró en el presente. Por detrás de él se oían

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los pasos apresurados de los que habían quedado rezagados.
En cuanto sumaron un par de docenas, el primero de la fila se levantó y echó a
correr escaleras arriba, con la palanca en la mano. Sin perder el tiempo, aferró su
palanca en la mano derecha, cogió a Sandra con la izquierda y echó a correr detrás de
él, ascendiendo hacia la calle.
Como en otras ocasiones, el intenso resplandor de la luna prácticamente le dejó
ciego por unos segundos, mientras sus pupilas se contraían rápidamente para
adaptarse. Con un movimiento ensayado muchas veces, se agachó detrás de un
«coche» mientras miraba a su alrededor, intentando detectar cualquier rastro de
peligro. Pudo sentir cómo la mano de Sandra temblaba, sin duda de miedo, pero tenía
que decir en su honor que permaneció callada. Porque el problema era que los
muertos respondían al sonido, de modo que cuanto más follón armaran, menos
probabilidades tendrían de sobrevivir.
Unos difusos contornos se empezaron a formar y se fueron definiendo hasta
configurar el desolado paisaje de edificios en ruinas, coches abandonados y basura
que muchos estaban empezando a conocer. Pudo escuchar cómo ella soltaba un «oh»
de sorpresa al ver la ciudad por primera vez. Daniel ya estaba acostumbrado al
paisaje, a los edificios abandonados, con agujeros donde en otro tiempo hubo
ventanas, a los vehículos que antes se usaban para desplazarse por la superficie y que
ahora yacían abandonados y oxidados, con los cristales rotos y las ruedas deshechas.
Había miles de objetos diferentes y extraños miraras donde miraras, algunos en
perfecto estado, la mayoría desgastados e irreconocibles por el paso de los años.
Mientras algunos de sus compañeros se abalanzaban sobre el primer no muerto
que apareció, ellos dos se escabulleron por una calle lateral, aparentemente
despejada. Los muertos podían tener un aspecto muy diverso, dependiendo de las
heridas recibidas con el tiempo y de su diferente estado de podredumbre, pero
siempre resultaban aterradores, aunque sólo fuera por su mirada vaga y su expresión
de rabia. En una época se pensó que acabarían pudriéndose y desapareciendo, pero ya
eran muy pocos los que tenían fe en ello.
Este muerto en particular había perdido la mandíbula inferior, quién sabe cómo, y
chorreaba un líquido negro y viscoso. Uno de ellos fue alcanzado por unas gotas de
ese líquido y perdió tiempo intentando quitárselo. Uno de los caídos, los muertos que
ya no volverían a andar, se arrastró desde su escondite debajo de un coche y,
cogiéndole por sorpresa, le mordió con fuerza en la espinilla. Sintió un nudo en el
estómago, pero ya era demasiado tarde para ayudarle. Otro de sus compañeros, al ver
que el herido empezaba a gritar de dolor, sin pensárselo dos veces, le golpeó con
todas sus fuerzas en la sien. La maldición se propagaba mediante el mordisco, y nadie
que hubiera sido mordido podía volver. Era la ley.
Aquí fuera, cualquier distracción era mortal. Debían lograr su objetivo y volver
cuanto antes a la seguridad del refugio. Tenía algunas ideas de dónde podríamos
encontrar el objeto que les habían pedido, y pretendía que llegaran los primeros.

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Echó un vistazo atrás para comprobar la situación y, una vez más, pudo ver cómo
los no muertos, surgidos de quién sabe dónde, habían aparecido por todas partes y se
abalanzaban sobre los últimos en subir. Su pecho se llenó de orgullo cuando observó
cómo Ángel, un compañero con el que había estado practicando maniobras de
evasión, evitaba ser atrapado poniendo en práctica una pirueta que él le enseñó. En
otros puntos de la estación, varios de sus compañeros golpeaban salvajemente a los
no muertos que les perseguían. La táctica era simple: fuertes golpes en las rodillas
hasta que caían al suelo y permitían un ataque claro y directo a la cabeza. Era la única
forma de acabar con ellos.
Pero él ya había comprendido que no importaba cuántos mataran porque siempre
había más, tan dispuestos como los primeros a seguir intentando devorarles. Ya sólo
intentaba liquidar a los imprescindibles para conseguir su objetivo.
Llegaron al final del callejón, donde una furgoneta bloqueaba la salida desde
hacía años. Como tantas otras veces, se agachó y reptó por debajo, sin soltar la mano
de Sandra. Pero cuando se estaba levantando, sintió un movimiento a su izquierda.
Un muerto, cuyos pies debían de estar ocultos por las ruedas del vehículo, estaba
esperándoles en la otra parte. Intentó evitar que le atrapase, pero no había tiempo, y
sus helados y malolientes dedos se cerraron en torno a su brazo. Le golpeó con todas
sus fuerzas la pierna y pudo oír un crujido, y sintió un tirón conforme su oponente se
derrumbaba, intentando arrastrarle al suelo consigo.
Era mucho más fuerte que él, y lenta e inexorablemente arrastraba su brazo hacia
su maloliente boca. Intentó golpearle en la cabeza, pero no tenía ángulo para acertarle
de lleno, y el miedo se apoderó de Daniel. El hedor de este muerto en particular era
insoportable; varios gusanos se movían por debajo de su piel, que también era un
criadero de moscas. Si lograba morderle, estaba condenado a muerte. Nunca se logró
descubrir una cura cuando la ciencia era común y avanzada, y ahora ya no disponían
de los medios. Flexionó la pierna intentando interponerla entre ellos, pero únicamente
consiguió retrasar lo inevitable unos segundos, y, terriblemente asustado, comenzó a
gritar.
En ese momento sintió que la presión en su brazo desaparecía y, al abrir los ojos,
vio que Sandra había destrozado el cráneo de su atacante con su arma. Estaba
llorando.
—No deberías haber gritado —susurró, mientras le abrazaba, intentando
tranquilizarle, y sabía que ella tenía razón. Cada momento que estuvieran parados
aumentaba el peligro.
Algunos de los muertos estaban llegando hasta la esquina, pero reaccionaron en el
último momento, y afortunadamente aún no eran tan numerosos como para cortarles
todas las rutas de huida. Eran más rápidos que ellos, mientras siguieran corriendo.
Continuaron la carrera hasta llegar a la avenida paralela, donde se detuvieron para
inspeccionar la siguiente calle. Daniel no se había equivocado. Allí estaba aquel
antiguo local acristalado, con cientos de objetos diferentes colocados para poder ser

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observados. Se giró hacia Yolanda y le susurró:
—Tengo que entrar. No hay ningún muerto a la vista, pero no podemos ser
descuidados. Yo me llevaré la linterna, y la cuerda sujeta con la otra mano. Si ves que
algún muerto se acerca a menos de cincuenta metros, tira de la cuerda. Eso significará
que saldré lo antes posible y nos retiraremos hacia la siguiente estación.
—¿Y si dentro hay alguno? —le respondió ella, hablando tan bajo que
comprendió más que escuchó su pregunta.
—Llevo la palanca. No me pasará nada —dijo Daniel, sin estar seguro de que
fuera cierto.
—Vuelve —le susurró, mirándole fijamente a los ojos.
Daniel asintió con la cabeza, le dio un extremo de la cuerda y un beso y, mientras
ella se escondía, se deslizó sigilosamente hacia el local.
La puerta estaba ligeramente entornada. Escuchó atentamente, pero no se oía
nada. Nervioso, tragó saliva y entró, procurando hacer el menor ruido posible. El
polvo acumulado durante mucho tiempo se removió, y en pocos minutos una densa
nube de partículas en suspensión invadió el local. Estaba preparado. Llevaba unas
viejas gafas de plástico que le protegían ojos y nariz, y un pañuelo mugriento para
taparse la boca.
Se movió rápidamente por entre las filas de estanterías, con la linterna apagada,
hasta que llegó a una zona despejada. Cubriendo la linterna con la mano, consultó
rápidamente la fotografía. ¡Premio! Había acertado, el estante superior tenía varios de
los frascos que les habían pedido a ellos.
Entonces escuchó un ruido a pocos metros detrás de él. Uno de los muertos,
alertado por el destello de su linterna, había finalizado su letargo y se dirigía hacia él.
El polvo caía de su cuerpo conforme avanzaba, arrastrando un sinfín de telarañas, y
de su garganta salió un profundo gemido. Como si hubiera saltado una alarma, se
oyeron diferentes sonidos por varios puntos del local, incluso alguno de respuesta.
Varias nubes de polvo señalaron sus posiciones, aproximadamente, y Daniel decidió
arriesgarse.
Desató la cuerda de su cintura, para tener movilidad, y se preparó para actuar. En
lugar de atacar al muerto más cercano, se situó al principio del pasillo e intentó con
todas sus fuerzas volcar la estantería. Poco a poco, centímetro a centímetro, el muerto
se acercaba a él, y cuando estaba a punto de agarrarle, las sujeciones de la estantería
cedieron por fin y toda la hilera de baldas se desplomó sobre su atacante. Con un
tremendo alboroto, lo que quedaba en esos estantes rodó por los suelos de todo el
local, y levantó tanto polvo que incluso a través de sus gafas dejó de ver por unos
momentos. Estiró el brazo todo lo posible y agarró un frasco, primero, y luego otro,
se echó uno bajo cada brazo y salió por la puerta antes de que los confusos no
muertos tuvieran tiempo de acercarse. Pero el ruido se había oído con claridad desde
la calle, y se empezaba a notar el movimiento de los cadáveres en busca de su origen.
Mientras Sandra recogía la cuerda todo lo deprisa que podía, Daniel comprobó

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que no se había equivocado con su objetivo. Le dio uno de los frascos a Sandra y se
aferró al otro. Por todas partes empezaban a verse figuras tambaleantes, que
delataban su condición con sonidos guturales, alertándose unos a otros. Tal y como
una vez le habían explicado, los muertos no eran inteligentes. Pero como ocurre con
los pájaros y los peces, que tampoco lo son, el comportamiento de la manada sí que
lo es. Se coordinan, compensan sus debilidades con su enorme número y finalmente
rodean y atrapan a su presa. Por todas partes, el murmullo de cientos de gargantas
resecas y polvorientas se extendía, mientras los incursores corrían entre ellos,
tropezaban o rompían cosas y, en resumen, llamaban la atención de los muertos.
A su alrededor, la ciudad de Valencia estaba volviendo a la actividad, aunque
fuera una actividad siniestra. Daniel y Sandra corrieron y corrieron, y, como en otras
ocasiones, Daniel pudo ver cómo se les terminaba el tiempo. Las figuras de pie
empezaban a apelotonarse, bloqueando calles y accesos, limitando las opciones de
huida. Corrieron y corrieron, mientras el espacio disponible se lo permitía, y cuando
estaban alcanzando el límite de sus fuerzas, acabaron llegando al viejo cauce del río.
Con escasos metros de ventaja sobre sus perseguidores, tuvieron que actuar deprisa.
Enlazó la cuerda alrededor de uno de los remates de adorno y la sostuvo mientras
Sandra trepaba y empezaba a descolgarse por uno de los extremos. En cuanto bajó un
par de metros, Daniel rodó sobre la barandilla y se dejó caer, confiando en que el
peso de Sandra detendría su caída. Y simultáneamente fueron bajando, mientras los
primeros muertos empezaban a asomarse al desnivel de casi diez metros. Tan pronto
llegaron al fondo, estiró y recuperó la cuerda y se alejaron, antes de que la presión de
la multitud hiciera caer a sus perseguidores sobre sus cabezas.
Apenas media hora después, llegaron a la entrada del refugio. Había muchas
salidas, pero sólo una entrada, y estaba fuertemente guardada. Se acercaron al
interfono, pulsaron y dijeron la palabra clave. La pesada puerta metálica corrió por
sus raíles dejando una abertura de apenas veinte centímetros de ancho. Se escurrieron
por el hueco y entraron en el edificio. Tan pronto entraron, fueron desnudados y
revisados en busca de señales de mordisco, y su botín fue enviado a los mandos. Ellos
se abrazaron. Si los cálculos de Daniel eran correctos, sólo le quedaban un par de
misiones más y tendría todos los puntos necesarios para convertirse en adulto. Y
entonces la elegiría a ella como esposa.
A su alrededor, varios de sus compañeros también habían vuelto, aunque no
todos. Uno de los más pequeños lloraba desconsolado, aterrado por su primer
encuentro con los muertos. No importaba. Seguían siendo los únicos capaces de
sobrevivir en el exterior, gracias a su velocidad, a su destreza y a su habilidad para
colarse por los lugares más inesperados. Hasta que pudieran reconquistar la
superficie, los niños seguirían obteniendo los recursos imprescindibles para todos.

En otra estancia, en el segundo nivel de la estación de Ángel Guimera, en un


cuarto de mantenimiento reconvertido en alojamiento, varios soldados catalogaban lo

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que los niños habían logrado rescatar. Ambos saludaron a los dos ancianos que
entraron.
—¿Cómo ha ido la incursión?
—Bastante bien. Por lo menos veinte litros de whisky, varios paquetes de pilas,
más de cien condones. Esta noche vamos a celebrar una buena fiesta.
—¿Alguna baja que lamentar?
—Menos de las habituales: sólo dos niños han muerto. Señor, uno de ellos
informa de haber visto un muerto muy reciente cerca de la entrada. ¿Es posible que
queden supervivientes fuera del refugio?
—Oh, lo dudo. Han pasado casi quince años desde que esto comenzó. Desde el
día en que decidimos desertar de nuestros puestos y hacernos fuertes en el metro.
Acabamos permitiendo el paso de quien nos interesara, como mujeres, técnicos, etc.
Hemos afrontado muchas amenazas, y no creo que nadie tuviera mejor escondite ni
más suerte que nosotros.
—¿Quién iba a pensar que acabaríamos teniendo una plaga de niños? —dijo uno
de los soldados, jocosamente, y el otro, siguiendo la broma, le respondió.
—Es el problema cuando ya no hay televisión, que hay que entretenerse en algo,
ja, ja, ja.
Se asomó por la puerta del cuarto. Desde ahí se dominaba la estación, se veían las
hileras de cultivos, a las mujeres encargadas de su cuidado, a los artesanos que les
fabricaban todo lo que necesitaban. Aquí eran adorados como dioses. Esto era un
auténtico paraíso.

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¡CLONK!

Sergio de Marcos

A mi familia, amigos y lectores, gracias.


Espero que disfrutéis de él.

¡Clonk! ¡Clonk! ¡Clonk! ¡Clonk!


Y así todo el día, hora tras hora, mañana y tarde. ¡Clonk! Ese ser golpeando al
otro lado de la pared me huele, me siente y sabe que sigo vivo. ¡Clonk! Sólo entiende
de vida, y la busca como la polilla la luz. No entiende de muros. ¡Clonk! No sabe que
una pared lo suficientemente resistente nos separa. ¡Clonk! No entiende que
chocando con la pared no consigue acercarse a mí. ¡Clonk! Si su cerebro no estuviera
muerto, a lo mejor entendería que sólo tiene que abrir o derribar la puerta del pasillo.
¡Clonk! Haría lo mismo con la de la habitación en la que me hallo y sólo tendría una
salida. ¡Clonk! Saltar desde el quinto piso en el que estamos. Y aun así. ¡Clonk! No
sería una salida aunque estuviéramos en un primero, en la calle hay muchos más
como él. ¡Clonk!
Al principio, los primeros dos días, cuando todavía disponía de toda la casa,
¡clonk!, vi a algún loco corriendo por la calle o tratando de subirse a un coche para
escapar. ¡Clonk! Pero eso es lo último que debes hacer, el ruido llama su atención.
¡Clonk! Para cuando has arrancado el coche, ya han roto los cristales y te han cogido.
¡Clonk! El coche no es una buena idea. Además, las carreteras están colapsadas.
¡Clonk! Todos los viajeros buscan el calor de los que siguen vivos. ¡Clonk!
«No podía asegurar cuándo comenzó todo; el poco raciocinio que parece
quedarme sugiere que fue hace unos seis días, aunque en mi cabeza parecen haber
pasado semanas desde que las perdí. Era un domingo como otro cualquiera. Mi
mujer, mi hija y yo nos habíamos vestido medio de etiqueta, como siempre, yo de
traje, mi mujer con su vestido marrón de corte francés y mi hija con su vestido rojo
favorito. Luego habíamos ido a misa, como casi todos, más por costumbre que por
otra cosa.
»Todo comenzó para mí cuando el cura decía eso de “venga a nosotros tu reino”;
en ese momento la puerta de la sacristía cayó al suelo retumbando por toda la iglesia
y llamando la atención de todos los presentes. Pudimos ver cómo entraban tres
vándalos, o por lo menos así nos lo pareció a los del fondo. Los de las primeras filas
debieron de verlos claramente cubiertos de sangre y con algún miembro arrancado, ya
que comenzaron a levantarse de los bancos aterrorizados, como esperando que
alguien empezara a correr para seguir el ejemplo.
»Uno de los recién llegados se giró hacia la persona más cercana, que resultó ser

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el cura, y salió a media carrera hacia él. Jacobo, el cura rechonchete, gritó a los
presentes: “¡¡Corred, hijos míos!!”, mientras él mismo salía de detrás del púlpito,
aunque no le sirvió de mucho. Antes de salir corriendo, pude ver cómo le arrancaban
parte del cuello de un mordisco. Fue entonces cuando cundió el pánico. Una cuarta
parte de los presentes se quedó por el camino bajo los pies de la marabunta de gente
aterrorizada. La gran mayoría de los demás murió en las calles, a la salida de misa,
como ovejas en el matadero. Cogí a mi familia y los puse delante de mí a correr en
dirección a nuestra casa: así podía ver cuánto se les acercaban y evitar que las
cogieran. Todo fue frenéticamente rápido.
»Procuré mantener a mi mujer y a mi hija en el centro de la masa de gente. A
nuestro alrededor, los conocidos de toda la vida, con los que crecimos, eran cazados
por vecinos y amigos. Yo me decía que tenía que velar por mi familia, que no podía
hacer nada por los caídos. La masa de gente comenzaba a verse mermada, de modo
que pronto estaríamos a su alcance, pronto serían otros los que verían cómo éramos
alcanzados por las mandíbulas hambrientas de los caídos».

¡Clonk! ¿Por qué no morí en ese momento? ¡Clonk! ¿Por qué no pude ahorrarme
este calvario que no conduce a ningún sitio? ¡Clonk! ¡Diosssssss!, ¡cállate ya!
¡Clonk! ¡Muérete de una vez y deja de moverte! ¡Clonk! Acaba ya con este tormento.
¡Clonk! Haz que caiga un rayo sobre él. ¡Clonk! O sobre mí, pero no te rías más.
¡Clonk!
Estoy vivo, sí. ¡Clonk! Pero más muerto que ellos, no puedo ni pensar con
claridad. ¡Clonk! No ha pasado ni una semana y ya no recuerdo ni los nombres.
¡Clonk! Ni las caras. No es que no estén ahí, ¡clonk!, es que cada vez que trato de
concentrarme en algo…, ¡clonk!, ese ruido me va minando hasta que desisto de puro
cansancio. ¡Clonk!
Recordar lo ocurrido esta semana, ¡clonk!, es lo único que puedo hacer, ¡clonk!
En realidad no lo hago conscientemente, ¡clonk!, sólo cierro los ojos y el repicar
constante en la pared, ¡clonk!, me sumerge en la vorágine destructiva de estos días.
¡Clonk! Cierro los ojos y respiro profundamente. ¡Clonk!

«El caso es que esa vez creí que la suerte nos sonreía, ya que nuestros feroces
enemigos fueron quedándose atrás con sus víctimas. Alguno nuevo se unía, pero
enseguida cazaba a alguien y dejaba de seguirnos; de esta manera tan lamentable
conseguimos salvarnos por el momento. Cuando quedábamos menos de diez
personas y estábamos a menos de una manzana de nuestra casa, conseguimos dejar
atrás a todos los muertos, por lo menos a los que nos seguían, porque en la calle había
alguno delante de nosotros, pero no parecían habernos visto todavía.
»Fue entonces cuando David, el hermano de uno de mis mejores amigos de la
infancia, nos instó a seguirle a su coche, un monovolumen con bastante capacidad
que tenía aparcado allí mismo. Yo, en nombre de mi familia, me negué, no íbamos a

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caber todos; además, me veía más seguro en mi casa que en la calle rodeado de seres
antiguamente conocidos pero que a fecha de hoy sólo me veían como un plato de
comida muy suculento.
»Nos separamos de los demás y fuimos escondiéndonos tras los coches hasta
llegar a nuestro portal al final de la calle. Resultó ser la mejor idea que había tenido
en la vida. Apenas nos habíamos alejado cuando oí arrancar el coche. Lo oímos
nosotros y todos los vecinos enloquecidos y ensangrentados de la calle, que salieron
corriendo en dirección a él. Era nuestro momento, así que les indiqué a mi hija y mi
mujer que aceleraran el paso. Yo fui volviendo la vista atrás esperando ver a David y
los suyos alejándose con el coche, pero no llegaron ni a moverlo: los infectados
rodearon el vehículo y sacaron a todos, uno por uno. Los gritos nos acompañaron
hasta que doblamos la esquina, donde paramos a recuperar el aliento.
»Tras un par de segundos, pues no podíamos permitirnos más, me asomé a la reja
del portal y vi a la familia del cuarto C, mordidos y cubiertos de sangre. Permanecían
estáticos entre la puerta del portal y la reja exterior, donde estábamos, con la piel
blanquecina y amoratada y la vista perdida en la nada.
»Indiqué a mi familia que se escondiera tras nuestro coche, que estaba aparcado
junto al portal, mientras yo abría el portón exterior y llamaba la atención de los
vecinos. De esta manera los alejaría lo suficiente para que entraran mi mujer y mi
hija, luego volvería corriendo y cerraría la puerta. Con un poco de suerte, podríamos
subir las escaleras sin percances, o no, pero de eso no me podía preocupar hasta estar
dentro.
»Al principio todo parecía ir bien: abrí la puerta bruscamente dejando las llaves
en la cerradura; al momento me miraron con una cara que no mostraba ira alguna,
únicamente una profunda necesidad. No se comían entre ellos, parecía que sólo la
carne viva, la sangre fluyendo, les atraía.
»Salieron a media carrera tras de mí; parecían algo entumecidos, de modo que
sólo tenía que alejarlos un poco, pero antes de que pudiera pasar la esquina del portal,
varios asomaron por ella. Yo iba mirando para atrás y, de no ser por el grito de alerta
de mi hija, no habría conseguido esquivarlos. Jamás olvidaré su carita al darse cuenta
de lo que había hecho; abrieron las puertas y se escondieron dentro. Deberían haber
intentado correr, pues así, a lo mejor, las habría podido ayudar.
»Los muertos se volvieron y se echaron sobre el coche. Ocurrió todo tan rápido
que no pude hacer nada por ellas. Me habría vuelto loco al verlas morir, así que corrí
hacia el portal, cerré la puerta y me adentré en el edificio.
»Subí las escaleras deseando encontrarme con uno de ellos para terminar así mi
sufrimiento, pero no hubo suerte. Llegué a la puerta de mi casa y me encerré en el
silencio de su recuerdo.
»Pasé ese día y el siguiente completamente aletargado viendo a mis vecinos y
amigos deambulando por la calle en un estado lamentable: les faltaban miembros y
parecían cubiertos de mordiscos. En varias ocasiones estuve a punto de saltar por el

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balcón, pero fui demasiado cobarde hasta para eso».

¡Clonk! ¡Brumm! ¿Cómo?, el ruido ha parado. Ha variado y ha parado. Aleluya:


paz, calma; cuando la locura ya tenía casi la batalla ganada, por fin un respiro. No sé
si sería el hecho de no haber dormido en varios días o la ausencia de ese ruido
monótonamente infernal, pero comenzaba a ver todo a mi alrededor con cierta
luminosidad. A lo mejor se había agotado y por fin se había muerto del todo… Podría
recuperar el piso, el agua y la comida. Ya me había olvidado, pero con el cese del
ruido recuperé la sensación de dolor que me producían la acartonada boca y mi vacío
estómago.
Además, podría limpiar un poco el cubo que me había servido estos días de váter,
pues, a pesar de tener la ventana abierta de par en par y de que lo vaciaba
constantemente en la calle, el hedor se hacía insoportable.
Quién sabe, a lo mejor sobrevivo a esta locura que me rodea. ¡Clonk! Era
demasiado bonito para ser cierto. ¡Clonk! Cada vez tengo más claro que ese pequeño,
¡clonk!, monstruito acabará conmigo. ¡Clonk!

«La noche del segundo día me acerqué a la cocina: tenía una sed que dolía y no
podía aguantar más sin beber ni comer; ya que no tenía valor para morir, de momento
me ahorraría el sufrimiento físico, al menos mientras me duraran las reservas. Al
abrir la nevera, se encendió la luz interior, iluminando parte del alféizar, y en ese
momento me di cuenta: si yo había sobrevivido, quizá también algún vecino lo
hubiese conseguido y estuviese escondido en su casa.
»Encendí los halógenos de la cocina y me asomé a la ventana. Lo que presencié
me demostró que no quedaba nada vivo dentro de esas carcasas, sólo el ansia por la
vida ajena.
»Resultó que no quedaba ningún vecino vivo. Poco a poco los cadáveres andantes
se fueron asomando a las ventanas, con esa mirada de extrema necesidad, alargando
los brazos para intentar llegar hasta mí, hasta lo que para ellos era la vida. Uno tras
otro fueron cayendo al patio y todos, sin excepción, ya fuera andando o arrastrándose,
se amontonaban al pie de mi ventana sin perderme de vista, con esos ojos que me
suplicaban que compartiera mi vida con ellos. Pero no sería ese día, así que me alejé
de la ventana y apagué la luz; me vendría bien dormir un poco.
»Otro gran error, no por las pesadillas —tuve unas cuantas—, sino por el último
sueño, el último que me he permitido tener, pues desde entonces no he vuelto a
dormir.
»Era domingo y nos levantábamos los tres vivos. Habíamos decidido tomarnos el
día libre y nos habíamos ido al campo; disfrutábamos en el río, y mis dos princesas
estaban más vivas que nunca. Antes de que pudiera darles un último abrazo y decirles
lo mucho que las echaba de menos, me desperté y las volví a perder. En esa ocasión
casi consigo saltar por el balcón.

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»Pasé otro día medio comatoso en el sofá, tratando de convencerme de que no
habría podido hacer nada, no habría podido salvar a ningún vecino, a ningún amigo,
ni a mi mujer ni a mi hija. Fue a mí mismo al único que conseguí salvar y a la vez
condenar para el resto de la vida, que por suerte parecía tener los días contados.
»En mitad de la noche oí un ruido, como un rascar de uñas sobre la madera, y
pensé que podía tratarse de algún vecino muerto. Al instante me vino la idea a la
cabeza: en realidad no había visto morir a ninguna de las dos… Tal vez en este caso
los cristales habían aguantado y al oír la puerta cerrarse se habían alejado del coche
dejándolas vivas, y ahora habían conseguido escapar y llegar a casa. Salí lo más
rápido que pude sin hacer ruido y me asomé a la mirilla, pero no vi nada.
»El rascar seguía. Si era un monstruo y me descubría tras la puerta, podría echarla
abajo y sería mi fin, pero si era alguno de mis soles… Tenía que comprobarlo. Si
abría la puerta sólo un poquito, lo justo para ver quién era, podría cerrarla
rápidamente y bloquearla con algo o abrirla del todo y recuperar algo de felicidad.
Estaba decidido, sólo una rendija para poder comprobarlo. Error.
»Nada más abrir se abalanzó sobre mí con la boca abierta de par en par y la
saliva, mezclada con sangre, goteando por la barbilla.
»Era una pequeña criatura infectada con unas ganas incontrolables de comerme y
una fuerza superior a la mía. Sólo tenía un punto a mi favor: era algo torpe, y llevaba
además la ropa hecha jirones, lo que le impedía moverse con toda la agilidad que
habría querido. Así que la aparté hacia un lado fácilmente y, antes de que cayera al
suelo, conseguí levantarme y escabullirme hasta el estudio. Nada más entrar, cerré la
puerta tras de mí, coloqué una estantería como refuerzo y me senté a esperar. Al poco
debió de olerme, sentirme, oírme, no sé cómo, pero comenzó a golpear la pared
tratando de alcanzarme».

¡Clonk! Las horas se sucedían, el día y la noche son ya casi lo mismo. ¡Clonk!,
una sucesión de golpes constante, un recuerdo de aquello en lo que se ha convertido
todo lo que me rodea. ¡Clonk! Traté inútilmente de leer alguno de los libros que tenía,
¡clonk!, pero mi persistente compañero hacía que fuera imposible concentrarse en
cualquier cosa. Y así hasta hoy. ¡Clonk!
La falta de líquido acabará conmigo en un par de días a lo sumo. ¡Clonk! Con
tanta agua y comida tan cerca, y sin poder alcanzarla. ¡Clonk! Al igual que mi
compañero de piso, uno de los dos acabará alimentándose. ¡Clonk! O acabo con él o
terminaré abriéndome las venas y la puerta para que deje de torturarme con su
hambre. ¡Clonk!
Pero yo jamás he matado a alguien. ¡Clonk! Seré capaz de acabar con mi pequeña
compañía. Técnicamente hablando, no es mala. ¡Clonk! Sólo tiene hambre, un
hambre sin fin, sin fondo, lo he visto por la calle. ¡Clonk! Tras darse un festín con
algún incauto, se levantan con la misma ansia en los ojos, ¡clonk!, como si no
hubieran comido en décadas.

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No tienen ningún control. ¡Clonk! Son seres sin cerebro que se limitan a destruir,
no son las personas que eran antes. ¡Clonk! No merecen ninguna compasión, no están
vivos, están muertos. ¡Clonk! Yo soy el que sigue vivo y tengo que continuar
luchando por mantenerme así. ¡Clonk! Debo pasar página, dejar mis sentimientos
atrás y seguir viviendo. ¡Clonk!
Si realmente lo voy a hacer, tendrá que ser ya, ¡clonk!, antes de que pierda el
juicio del todo. ¡Clonk!, acabar con ese ser para poder seguir vivo. ¡Clonk! Al alba
veré un nuevo día o presenciaré el último. ¡Clonk!
Por fin, ya sale el sol. ¡Clonk! Respiro profundamente varias veces mientras me
digo que todo va a salir bien. ¡Clonk! Me quito la camiseta, rasgo un trozo para
después y me hago un corte en la mano. ¡Clonk! Empapo la camiseta con mi sangre
caliente y me tapo la herida con lo que queda de ella. ¡Clonk! Lo fácil ya está.
Asomo el cuerpo por la ventana y lanzo el trozo de tela al balcón. ¡Clonk! Surte
efecto antes de lo que esperaba y me encuentro frente a ella otra vez, con sus harapos
rojos hechos jirones. Antes de coger el trozo de tela, me ve y se gira, con esos ojos de
suprema necesidad.
Para cuando soy capaz de recuperarme, está tratando de alcanzarme saltando por
encima de la barandilla. Todo está llegando al final. Me echo para atrás y ella se
adelanta para cogerme, pero no llega, se resbala y cae al vacío. Ya está, libre.
La cojo de la mano antes de que se caiga —qué padre no lo haría—; ya sé que
está muerta, pero sigue siendo mi hija, no puedo fallarle otra vez, no puedo verla
morir de nuevo sin hacer nada. Con su tremenda fuerza, se alza y me arranca de un
mordisco medio antebrazo. La mano se me desprende del peso y ella cae… Ya no
tengo futuro, así que la sigo en su último viaje.

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FRAGMENTOS DE NUESTRA MUERTE

Santiago Eximeno

Para todos aquellos que no han vuelto.


¿A que estais esperando?

Génesis
Aunque resulta imposible señalar con precisión el instante exacto en que todo
comenzó, hemos aceptado la fecha del 23 de mayo de 2016 como el Día de Difuntos.
A partir de ese día, todas las mujeres, por remoto que fuera su lugar de residencia, por
inusual que fuera su condición, dieron a luz a niños muertos.
Todas las mujeres sin excepción.
En todos los lugares del mundo.
A partir de ese día todos los partos que tuvieron lugar trajeron un cadáver
consigo. Ninguno de los bebés sobrevivió. Partos naturales, partos programados,
partos vaginales, cesáreas. Todos ellos condenaron a los recién nacidos a una muerte
prematura, inesperada. Los hospitales se convirtieron en tanatorios; los tanatorios, en
centros de acogida.
El 23 de mayo de 2016 la muerte se enseñoreó del mundo y acabó con cualquier
atisbo de esperanza que la humanidad pudiera albergar.
El 23 de mayo de 2016 fue el día que comenzó el fin del mundo. Trescientos
sesenta y cinco días después, terminó.

365
Éramos primerizos, nuestro primer hijo. Habíamos estado la semana anterior en el
hospital por una falsa alarma. Mi mujer se despertó por la noche y me susurró al oído
que la hora había llegado. Sonreía. Cuando se levantó, las sábanas estaban
empapadas. Yo creía —ella también— que había roto aguas. Nos vestimos con
calma, recogimos todo lo necesario y bajamos hasta la entrada del edificio. Fui a
buscar el coche. Era de noche, una noche en la que hacía frío, inusual para la época
del año en que nos encontrábamos. Cuando llegué hasta el coche, aparcado a un par
de manzanas de nuestra casa, me di cuenta de que me había olvidado las llaves. Volví
a por ellas corriendo, riéndome a carcajadas, incapaz de controlar mis nervios. Laura
me sacó la lengua al llegar al portal. El llavero tintineaba en su mano derecha,
colgando entre sus dedos como uno de esos cacharros que suenan con el aire. La besé
y cogí las llaves.

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Tardamos menos de quince minutos en llegar al hospital. Una enfermera, toda
sonrisas, nos acompañó hasta la que sería nuestra habitación. Mi mujer se tumbó en
la cama, esperó. El sudor brillaba en su frente. Vino un médico, rostro serio, manos
temblorosas. Nos dijo que todo iría bien. Que no nos preocupáramos. Esa frase tuvo
el efecto contrario. Salí del cuarto cuando entró la matrona. Necesitaba beber algo.
Junto a la máquina de refrescos, un hombre lloraba. «Muerto —me dijo—, ha nacido
muerto». Después se dejó caer en una silla de plástico, el rostro oculto entre las
manos. Se me revolvió el estómago y volví al cuarto. La matrona vio mi rostro, trató
de tranquilizarme. «Todo va a ir bien —dijo—, no pasa nada, es sólo que…». Dejó la
frase sin terminar. El médico me dijo que sería una cesárea, que debía esperar fuera
del quirófano.
Le pregunté si algo iba mal.
No me contestó.
La niña iba a llamarse Asia. Nació muerta. Entonces no sabíamos nada, después
vimos las noticias. Todos los niños nacían muertos. Entonces no sabíamos nada, sólo
que habíamos perdido a nuestra hija. Habíamos perdido nuestra esperanza, nuestras
ganas de vivir.
Habíamos perdido todo lo que teníamos.

361
No creo que nadie pensara que sería tan fácil situar el día, el instante preciso, en
el que comenzó el fin del mundo. No creo que nadie supiera, ese día, que el fin del
mundo había comenzado. Viéndolo con perspectiva, me resulta difícil recordar qué es
lo que estaba haciendo exactamente. Sé que aquel lejano día de mayo, hace ya tantos
y tantos años, fuimos a visitar a mi abuela al hospital. Había llevado una vida feliz,
rodeada de sus hijos, de sus nietos. Con el paso de los años, había engordado, tanto,
que le resultaba imposible comer sin dejar caer algo —un trozo de pescado, unas
gotas de salsa— en el largo camino que debía recorrer el cubierto de la mesa a su
boca. Siempre sonreía con condescendencia cuando hacíamos referencia a su peso,
cuando nos preocupábamos por ella. Había criado a sus hijos, e incluso a uno de sus
nietos, y ya no sentía miedo por su vida. Todo estaba hecho. Su marido, mi abuelo, la
cogía de la mano en los restaurantes y, con delicadeza, limpiaba las manchas
inesperadas que se formaban en sus vestidos de flores. Siempre vestidos de flores,
amplios, que le resultaran cómodos, que le quedaran bien. De pequeño mi abuela era
para mí como un enorme peluche en forma de barril, enorme y cariñoso, adorable.
Una mujer activa a pesar de su peso, maquillada lo suficiente para resultar atractiva
pese a su edad, elegante y a la vez cercana y amable.
Tenía cáncer.
A pesar de ello, se esforzaba por parecer alegre. Sonreía, cogía nuestras manos,
hablaba en susurros mientras el cáncer devoraba sus pulmones. Los médicos nos

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dijeron que la mantenían sedada con morfina, que no pasaría de aquella semana.
Fuimos fuertes: cuando la vida nos la arrebató, no lloramos.
La enterramos junto a su marido, tal y como nos había dicho.
Después el mundo entero se fue al infierno, llevándose por delante todo aquello
en lo que habíamos creído.
Vimos a mi abuela un mes después, tambaleándose, caminando desnuda por las
calles. Ya no era ella, claro, era una de esas cosas.
Sin embargo, cuando la vimos morir por segunda vez, sí lloramos.

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Pobrecito, tan frágil, tan desamparado, tan hermoso y tan triste. Papá podrá decir
lo que quiera, mi niño, podrá gritar y enfadarse como a veces se enfada, papá podrá
decir lo que quiera, hijo mío, pero yo sé que aquí estarás bien. Aquí es donde tienes
que estar, con tus padres, no en ese hospital blanco, frío, en ese hospital donde nadie
te cuidaba. Te dejaban allí, junto a los otros, apilados como un montón de juguetes
olvidados.
Aquí en casa estarás bien.
Esos niños estaban muertos, hijo mío. Tú no lo estás. Sé que no lo estás. Mírate,
tumbado en la cuna boca abajo, con tu precioso pijama azul con dibujos de barcos y
mares. ¿Cómo podrías estar muerto, hijo mío? Están locos los que dicen eso. Están
locos, mienten. O están equivocados, como papá. «Ofuscado» suele decir él cuando
alguien es incapaz de ver la verdad aunque las evidencias frente a él se lo griten a la
cara. Papá está ofuscado y tú estás vivo.
Vivo.
Por eso agitas tus manitas en la cuna, por eso abres la boca y sé que quieres decir
«mamá», pero no puedes porque todavía no sabes decir «mamá». Ni «papá». Pero
papá no está aquí para oírte, mi niño. Y sé que te gusta que te acaricie la espalda, y lo
hago, y te miro y te das la vuelta y abres la boca. Y susurras y dices algo y no te
entiendo, mi niño. Y te paso la mano por la cara, por los ojos.
Estoy llorando, ¿no es triste? Y papá no ha vuelto. Dice que ha leído cosas en la
red, que hablan de una plaga, de bebés gateando por las calles, de sangre, de niños
que han muerto y han resucitado. Yo no entiendo nada de eso. Si fuese cierto, ¿no
haría algo el gobierno? Todo eso me asusta, mi niño, me da miedo pensar que tú
podrías, que tú harías… Pero no, tú no harías nada de eso.
Entonces me muerdes.
Duele, y ahogo un grito.
Pero no me enfado.
Porque estás vivo.

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Sangre, eso es lo que recuerdo. Sangre por todas partes. Cuando trabajas en un
hospital, estás acostumbrada a la sangre, pero no de esa forma, no. No de esa manera.
Con todos aquellos pequeños cuerpos en fila, empapados en su propia sangre.
Llevábamos horas allí, y cada nacimiento era una orgía de llanto y dolor, y todas
estábamos nerviosas, sentíamos pánico, no comprendíamos qué coño tenía Dios en la
cabeza para permitir que ocurriera algo así.
Una de las chicas nuevas, de las jóvenes, con mucho maquillaje y piernas largas,
lloraba acurrucada en una esquina. Tenía los dedos enredados en el pelo, como si
pretendiera arrancárselo a puñados. Manchas rojas recorrían de arriba abajo su
uniforme blanco, la piel de sus brazos desnudos, su rostro. De vez en cuando dejaba
de llorar y, entre jadeos, decía cosas a las que nadie prestaba atención. Bastante
ocupadas estábamos las demás, colocando los cuerpos sobre las cunas, tratando de
limpiarlos con toallitas como si aquellos jodidos bebés estuvieran todavía vivos. Los
doctores se movían como autómatas por los pasillos, hablando con los padres,
sonriendo, agitando los brazos como títeres en manos de un ciego. Las madres
gritaban, los padres amenazaban. Sentían la necesidad de comprender lo que había
ocurrido, y, como no podíamos explicarlo, nos culpaban.
No me importaba.
Lo único importante era la sangre, la sangre que empapaba el cuerpo de los niños,
mis manos, mi ropa. Algunas enfermeras hablaban por el móvil, imagino que con sus
padres o con sus novios o vete a saber con quién. Todas gritaban, como si la distancia
que les separara de ellos sólo pudiera ser salvada por un arrebato de histeria. No las
culpaba, todo aquello era una locura. En ese momento, claro, no sabíamos nada.
Habíamos oído rumores, y teníamos nuestra ración de cadáveres, pero no sabíamos
nada. Después ya tendríamos tiempo de hundirnos, de llorar, de rezar.
Entonces lo único que podíamos hacer era limpiar esos cuerpos y ordenarlos en
fila, a la espera de que pudiéramos encargarnos de ellos tras el papeleo.

286
Le dije a Balbina que lo mejor sería tenerlo en casa, encerrado en su cuarto. No
quería oír nada de lo que decía la televisión, así que la desenchufé. Balbina volvió a
enchufarla una tarde después de comer, así que fui en busca de un palo y golpeé la
pantalla varias veces con todas mis fuerzas, ignorando sus gritos, hasta que estuve
seguro de que nunca volvería a funcionar. Los vecinos se acercaron hasta nuestra casa
para hablarnos de nuestro hijo, pero no les abrí la puerta. Gritaron por las ventanas
que nos denunciarían, que llamarían a la policía o al ejército para que entraran en
casa por la fuerza. Balbina lloraba en la cocina; yo me limité a cargar la escopeta y
lanzar dos tiros al aire. Para amedrentarlos nada más; no quería hacer daño a nadie.
Mi hijo daba golpes a la puerta, a las paredes. Gruñía como un animal rabioso,
gemía. Creo que lo que me ponía los pelos de punta eran los gemidos. Busqué el

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berbiquí e hice un agujero en la puerta para poder verle. Tenía la piel gris, los ojos
blancos. Estaba desnudo. Como si fuera un bebé, trataba de introducir los dedos de
sus pies en la boca. Vi la sangre, las heridas. Ya se había comido al menos tres.
Balbina me suplicó que entrara y le disparara.
No pude.
Era mi hijo.
Una noche, desesperado, abrí la puerta y me senté en las escaleras a esperar. No
tardó mucho en salir. Creí que se abalanzaría sobre mí sin más. Ni siquiera había
cogido la escopeta.
No lo hizo.
Gimiendo, descomponiéndose a cada paso, entró en nuestro dormitorio y se
abalanzó sobre Balbina.
Siempre había querido más a su madre.

283
La multitud espera en silencio frente a las puertas del cine. Los cuerpos se rozan,
se golpean con cada movimiento, y ocasionales gemidos recorren el gentío,
convertido en una masa sin nombre que ansía entrar en el edificio.
Dentro, sentado en una de las butacas centrales de la sala, disfrutando de la que
probablemente será mi última cesta de palomitas, espero. Han llegado tantos hasta
aquí, atraídos por los recuerdos, por los buenos momentos, que me resisto a abrir las
puertas y acabar con la magia del momento. Sólo un poco más, me digo, sólo unos
minutos más de soledad frente a la gran pantalla, esa gran sábana blanca que,
expectante, aguarda a que comience la proyección.
Termino las palomitas y, de camino a la sala de proyección, dejo caer la cesta en
una de las papeleras del pasillo. Todo está en silencio. Así ha sido desde que ocurrió,
desde que ese final que tantos habían anticipado llegó. Soy de los pocos que han
resistido, parapetado entre carteles y nostalgias, convencido de que antes o después
proyectaría por última vez una película.
En la sala de proyección hace calor. Coloco el primer rollo, lo dejo todo
preparado. La película, una de esas lacrimógenas, comenzará en unos minutos.
Ha llegado la hora de abrir la puerta.
¿Cómo ha terminado todo así? No puedo entender que nadie detuviera a tiempo
esta plaga, esta barbarie. En cualquier caso, ya es tarde.
Los veo agolpados contra las puertas de cristal, gimiendo, arañando, suplicando.
Quieren entrar, quieren ver la película.
O quizá no.
Quizá estas criaturas muertas, estos seres grises sin alma que antes fueron seres
humanos, sólo quieran devorar mi cerebro.

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243
Los llevábamos al circo. Sí, de verdad, al circo. Recuerdo grandes jaulas, de
brillantes barrotes de acero, y dentro de ellas media docena de esas cosas, babeando y
gimiendo. Sus brazos surgían entre los barrotes como malas hierbas, nadie tenía valor
para acercarse a ellos. Tendríamos que haberlo comprendido entonces, saber que no
sería posible controlarlos, pero no nos preocupamos. Eran una atracción de feria,
nada más. La policía entraba en el recinto, se llevaba su parte y no decía nada.
Absolutamente nada. ¿Por qué iban a hacerlo? Al fin y al cabo, estaban muertos, y
ningún familiar había reclamado su cadáver.
Sí, eran peligrosos.
Sabías que si te mordían, la herida se infectaría y, sin remedio, al cabo de unos
días estarías dentro de la jaula. Pero qué coño, los leones también eran peligrosos. Un
chico joven, uno de los que se disfrazaba de payaso, un día se acercó demasiado a la
jaula y perdió un dedo. Así de simple, de un bocado se lo arrancaron. Recuerdo a esas
cosas peleándose por el dedo. Señor, qué patético. Lloró como sólo pueden llorar los
payasos mientras la gente gritaba y aplaudía y también lloraba.
Sí, al final terminó en la jaula. Esperamos al final de la función e, ignorando sus
gritos, le atamos a la cama y nos quedamos allí para asistir al cambio. Qué coño, se
había dedicado en cuerpo y alma al circo, no podíamos matarlo sin más. Así que
terminó con ellos, tan contento.

219
Digas lo que digas, es mi padre y no me marcharé sin él. No podría abandonarle.
Anoche el niño y yo bajamos al sótano, pertrechados con dos palas y una cuerda.
Logramos reducirle. Fue una noche larga, lo sabes, lo sé. Esos aullidos, tan extraños y
a la vez tan cercanos, tan familiares. Y el olor, ese tufo insoportable que nos obligó a
detenernos varias veces, controlando a duras penas las arcadas. Lo atamos a la mesa
con cuerdas, ganchos y cadenas y procedimos tal y como habíamos hablado. Oí tus
gritos desde el cuarto en el que te habíamos encerrado. Ya te dije que lo haríamos,
quisieras o no. Lo primero que hicimos fue amputarle las piernas, después los brazos.
No se nos ocurrió nada mejor. Cauterizamos las heridas con alcohol, con fuego. No
me pregunte de dónde lo sacamos. En cualquier caso, poco importa, ya sabes que la
sangre de estas cosas apenas fluye. Se apelmaza en las heridas, negra y caliente como
los restos de una llanta quemada. Esta misma mañana lo hemos colocado en la
carretilla. Ha tratado de mordernos un par de veces, pero ya no nos da miedo, sólo un
poco de respeto. Era mi padre. Es mi padre. Ya podemos llevarle con nosotros, todo
está arreglado. Cariño, mañana subiremos a por ti.

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Nos sentábamos en la playa a observarlos. Desde la distancia, parecían restos de
un naufragio, flotando a la deriva, deslizándose sobre las olas sin rumbo fijo. María
Jesús traía siempre unos prismáticos, y los tres nos turnábamos para verlos, allí
tumbados, olvidados por todos. Con nosotros bajaba Puck, nuestro perro. Correteaba
por la playa, hundiendo el hocico en la arena, ladrando. Ellos, ajenos a todo lo que no
fuera el mar, ni siquiera volvían la cabeza. Sabíamos que, de alguna forma, estaban
vivos, pues a veces la marea arrastraba a uno de ellos hasta la arena. Entonces,
torpemente, se alzaba y caminaba en dirección a nosotros, o a otro grupo que
estuviera más próximo. Las chicas chillaban y corrían, nosotros nos limitábamos a
caminar hacia él con nuestros palos, con nuestras navajas, y le golpeábamos hasta que
caía al suelo. Después hundíamos el arpón en su cabeza, como decía la radio.
Eso era al principio, claro.
Después empezaron a llegar a docenas, centenares de cuerpos grises,
hambrientos, empapados, caminando por la arena. Los soldados apostados en el
paseo marítimo disparaban y disparaban y disparaban. Nosotros esperábamos al otro
lado del paseo, abrazados, temblando, sabedores de que, antes o después, las
municiones se acabarían y aquellos inmigrantes que eran sus propias pateras se
apoderarían de nosotros.

206
Fui uno de los primeros voluntarios.
Vinieron los soldados a nuestras casas, armados, furiosos. Reclutamiento forzoso.
Cuando me vieron cojeando, me tomaron por los brazos y me arrastraron al exterior.
Mi madre gritó, pero no le hicieron caso. Me subieron en un camión junto a otros
chicos, la mayoría de mi pueblo, y nos llevaron al campo de concentración. Lo habían
levantado en mitad del campo, una endeble estructura de metal rodeada de vallas
coronadas por largas tiras enrolladas de alambre de espino. En el interior se
hacinaban los cuerpos de esas cosas. La mayoría, tumbados boca abajo, sólo un
puñado en pie, sus dedos engarfiados alrededor del alambre. Nos miraron con sus
ojos vacíos, gimieron.
«Vuestro objetivo es vigilarlos», nos dijeron. «Vuestro objetivo es no permitir que
salgan al exterior», nos dijeron. Nos dieron armas, nos apostamos junto a las vallas y
esperamos. De vez en cuando alguno de los chicos disparaba al interior de la jaula.
Los soldados nunca nos recriminaban por ello. Cada día llegaba un camión con más
de esas cosas. Las llevaban al interior del campo de concentración y las dejaban allí,
mirando al vacío, esperando. Nunca me pregunté por qué no les disparaban.
Nunca, hasta que trajeron a mi madre.

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205
Me han dejado atrás, me han abandonado. ¿Por qué lo han hecho? Creían que
sería una carga para ellos. Yo, que supe guiarles en la noche hacia lugares seguros.
Yo, que nunca les dije que se detuvieran, a pesar de que no podía seguir sus pasos.
Me han dejado aquí sentado, en la primera fila, porque soy ciego. En el interior de
este cine abandonado huele a rancio, a podrido. Lidia me ha dicho que volverían a
buscarme, que aquí estaría seguro.
Mentía.
Han pasado ya varias horas, no podría decir cuántas, y no han vuelto. Me dejaron
en la butaca de al lado mi bastón y una bolsa con un bocadillo y un poco de agua.
Comí y bebí hace ya mucho tiempo.
Me pregunto cuál sería la última película que proyectaron aquí.
Oigo ruidos algunas filas más atrás, un gemido apagado. Gruñidos. ¿Cuántos
habrán venido? Me incorporo, dispuesto a enfrentarme a ellos, empuñando mi bastón
como un estoque.
Soy ciego, pero puedo oír sus gargantas corrompidas, sus pasos temblorosos.
Puedo olerlos.
Mezclado con el hedor de la muerte, descubro el perfume de Lidia. Siento
entonces sus manos, frías, hambrientas, sobre mi rostro y comprendo que, al fin y al
cabo, no me habían mentido.

189
Mamá nos dijo que no fuésemos al colegio. A mi hermana le pareció bien, a mí
también. No nos gusta ir al colegio, nos gusta más jugar con nuestros amigos. Mamá
nos dijo que no podíamos bajar al parque, que nos teníamos que quedar en casa. Los
tres. Mi hermana y yo estuvimos jugando a las carreras, pero mamá nos dijo que nos
calláramos, que no hiciéramos ruido. Mamá se encerró en su cuarto y estuvo
escuchando la radio un buen rato. Nosotros encendimos la televisión, pero no
funcionaba. Todos los canales tenían una imagen fija con un símbolo raro, pero no
había sonido. Mamá se enfadó cuando vio la televisión encendida, me dio un azote
por ser el mayor. Lloré. Mamá llamó por teléfono, habló con alguien, preguntó por
papá. Llamaron a la puerta. Mamá gritaba al teléfono, no oyó la puerta. Mi hermana
también lloraba. Yo fui a abrir la puerta. Era papá. Tenía la cara gris, estaba
manchado por todas partes, olía mal. Mamá gritó, dejó caer el teléfono al suelo, se
tapó la boca con las manos. Yo dije «hola, papá». Él no dijo nada.

188
Cuando queríamos asustar a los niños, los llevábamos al autobús.
Los niños no entendían de miedos y peligros, para ellos todo era una aventura.

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Nos veían como padres severos, se sentían incomprendidos. Incapaces de
controlarlos, los cogíamos de la mano y los llevábamos al autobús. Al principio se
reían y se burlaban. «¿A quién le tocará?», gritaban. «¿Quién bailará con el gris?»,
decían. Al llegar, siempre callaban, temerosos de ser ellos los escogidos para el
escarmiento.
Siempre elegíamos al más inocente. Debíamos mostrarnos inflexibles, debíamos
enseñarles. Abríamos la puerta trasera del autobús y lanzábamos al niño, una masa
temblorosa de llantos y aullidos, al interior, donde esperaba el gris. A través de las
ventanas le veíamos correr, luchar. Todo en vano. El gris siempre lo atrapaba y, con
parsimonia, hundía sus dientes ansiosos en la carne.
Esperábamos a que lo soltara y se echara a un lado para entrar a por el niño. Con
cuidado, lo atábamos al poste que habíamos levantado junto al autobús y
esperábamos. No solía tardar más de dos días. Así los demás veían lo que les
ocurriría. Así aprenderían a temer al gris.

185
Ahora las salas están cerradas, los pasillos vacíos, las ventanas cegadas, las luces
apagadas. Ahora nadie admira las obras de arte que cuelgan de las paredes, recuerdos
de otros tiempos, de otras vidas. Recuerdo la multitud ordenada frente a la entrada,
las aglomeraciones ante los cuadros más relevantes. Gente empujando, sudando,
gimiendo, luchando en un inquietante silencio por obtener el mejor lugar para
contemplar la obra.
Ahora, en el interior del museo, sólo quedo yo. Vago por las salas, por los
pasillos, en la oscuridad, acostumbrados mis ojos tras tanto tiempo a una vida en la
penumbra. Acaricio con dedos temblorosos los óleos, acerco mi rostro a la tela y
aspiro su aroma. Hoy se han terminado mis provisiones. Las incursiones en el
restaurante, en las máquinas de refrescos de las diferentes plantas, han llegado a su
fin. He resistido más de lo que creía, pero ya sabía que mi esperanza tenía fecha de
caducidad.
Ellos se agolpan en la entrada, gimiendo, gruñendo.
Voy a abrir las puertas sólo una vez más, para sentir de nuevo la belleza de la
multitud cruzando el umbral.

184
Trabajábamos en un hospital. No había maternidad, por lo que no tuvimos que
sufrir lo más horrible, los niños muertos. Trabajábamos día y noche, atendiendo a
todos los enfermos que nos llegaban. No sabíamos que existía riesgo de contagio,
nadie lo sabía. «Riesgo de contagio», maldito eufemismo. Si una de esas cosas grises
y malolientes te mordía, estabas perdido. Supongo que cuando todo se derrumbó,
cuando la policía disparaba antes de preguntar y el ejército invadía las calles con los

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tanques, nosotros también nos derrumbamos. Todos. Médicos, enfermeras, auxiliares,
celadores. Ninguno fue capaz de mantener la cordura cuando esas… cosas se
abalanzaron sobre nosotros. Es fácil juzgar lo que hicimos desde la distancia,
parapetados en edificios oscuros tras las armas de los ejércitos. En aquel momento
estábamos solos, y necesitábamos tiempo para huir, para pensar.
Por eso utilizamos a los enfermos, a los ancianos, a los niños. Los atamos a sus
camas y los lanzamos contra las cosas. Mientras se entretenían con ellos, mientras
mordían y ellos gritaban y aullaban y esas cosas les arrancaban los miembros,
mientras hacían todo aquello, nosotros logramos huir.

181
La niña era ciega.
Cuando entramos en la casa, lo primero que vimos fue a uno de los grises,
sentado en el salón, frente al televisor. Había logrado encenderlo, o quizá ya lo estaba
antes de que llegara. Aquí todavía llegaba la electricidad, y la estática brillaba en el
rostro del gris, haciendo que sus ojos blancos simularan tener vida. Aquella cosa sin
vida sostenía entre sus manos un pie, y lo mordisqueaba con cierto deleite. Le
disparamos varias veces, cinco o seis, a la cabeza.
Después vimos a la niña. Se había escondido en un armario, en su cuarto. Luis
estuvo a punto de dispararle cuando abrimos la puerta y se nos echó encima. Lloraba.
Hablaba. Estaba viva. Y era ciega.
No lográbamos calmarla, no paraba de llorar. Me enfadé, grité. Creo que llegué a
abofetearla. Fue entonces cuando vi las marcas, a la altura de la clavícula. Le faltaba
un trozo de piel, de músculo. Un mordisco horrible.
Yo no tuve estómago para hacer lo que había que hacer, así que volví al salón y
dejé que Luis lo hiciera.

180
Sentado en el sofá, sostengo entre mis brazos el cadáver dormido del bebé.
¿Quién podría imaginar que algo así sucedería algún día? Miro el cuerpo
marchito, los ojos cerrados, la boca entreabierta, jadeante. Dormido, muerto. Apenas
unos días antes, era una criatura sonrosada, alegre, agitando las manos y balbuceando
en su dialecto incomprensible, solicitando nuestro amor incondicional. Y ahora…
Llevo más de seis horas aquí, en este cuarto, sentado en el sofá, sosteniendo al
bebé entre mis brazos. A los pies del sofá, sobre la alfombra, descansa el cuerpo de
mi mujer. De su tráquea desgarrada ya no brota sangre. Alrededor de la herida que los
pequeños dientes del bebé han abierto en la carne, la piel se ha replegado y ha
adquirido un tono negruzco, desagradable. El bebé se agita entre mis brazos, inquieto.
Yo susurro una canción de cuna, le mezo entre mis brazos una vez más. Dormido,
muerto. No quiero que despierte, no quiero hacerle daño. No quiero que me haga

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daño.
En el suelo, el cuerpo mutilado de mi mujer gime, trata de incorporarse.
Despierta.
Muerta.

171
Hace calor en el interior del coche. He intentado encender el aire acondicionado,
pero hace horas que se acabó la gasolina. Bebo un trago de la botella de agua. Está
caliente, pero aplaca en parte el ardor que desde hace horas se agarra a mi garganta.
El coche se tambalea cuando abro la guantera. Dentro guardo una Biblia. «Por si
acaso —le dije a mi mujer—. Por si algo sale mal». Los ojos de ella, sin vida, me
miran desde el asiento de atrás. El coche se agita, se mueve como una bestia dormida
que despertara de su letargo. Miro a mi mujer, abro el libro. Lo cierro. No logro
encontrar consuelo en sus palabras. Debería abrir la puerta del coche, salir; huir de
esta pesadilla.
No llegaría muy lejos.
Medio centenar de esas cosas me esperan, zarandeando el vehículo, pegando sus
rostros mutilados contra el cristal del parabrisas, de las ventanillas.
No, esperaré hasta que el olor sea insoportable.
Mi mujer está muerta.
Dentro del coche hace un calor insoportable.

170
Al principio fue el caos, después vino la muerte.
Bebíamos la información que destilaban las cadenas de televisión: imágenes
desenfocadas rodadas cámara en mano, panorámicas de los refugiados corriendo por
las calles tomadas desde helicópteros militares, hombres armados hasta los dientes
custodiando el acceso a puentes, a ciudades. Gritos, gemidos, disparos, incendios,
chillidos, muerte. Y sangre, sangre por todas pares. No apartábamos la vista del
televisor, conscientes de que las batallas que se libraban contra los grises en las
calles, en los campos, pronto se extenderían y llegarían a nuestras casas. Saqueamos
tiendas y mercados buscando provisiones para enfrentarnos al futuro gris que nos
esperaba. Conseguimos armas poco tiempo después de que las televisiones
enmudecieran, de que nuestro único amarre con una sociedad que se desintegraba
fuera la radio. Parapetados en nuestros hogares, disparamos a otros que, como
nosotros, buscaban un refugio donde ocultarse. Luchamos por defender lo que
considerábamos nuestro, y lo hicimos sin piedad. Cuando llegaron los muertos —
cientos, miles de ellos—, lo único que queríamos era terminar.

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154
Ayer vi, recortada contra el cielo azul, la diminuta silueta de un avión. Me
pregunto adónde se dirigirán, y cuánto combustible les quedará. Uno de los hombres
que me acompaña lo interpreta como una señal de esperanza. Yo no soy tan optimista,
lo considero algo anecdótico. Imagino que habrá barcos que no atraquen en ningún
puerto, islas perdidas en el océano, alejadas de toda civilización, donde puedan
refugiarse algunos supervivientes. Sí, es cierto, todavía no hemos perdido esta guerra,
pero yo soy de los que creen que no queda esperanza, que sólo es cuestión de tiempo
que los muertos erradiquen la vida. Me pregunto si, en el fondo, esto no es un final,
sino ese nuevo principio que las religiones prometían. Un principio gris, anónimo,
con olor a podredumbre. Un principio silencioso, sí, pero un principio al fin y al cabo.
Me pregunto de qué se alimentarán cuando todos nosotros hayamos muerto.

143
Nadie recordó cerrar las puertas. Enclavadas en los muros de hormigón,
permanecen abiertas, bocas hambrientas esperando con ansia ser alimentadas. Ellos
cruzan el umbral, uno a uno, en grupo, golpeando sus cuerpos marchitos contra las
paredes, entre ellos. En el suelo el rastro de podredumbre de su paso se extiende
como un río desbordado. Gimen, gruñen, agitan espasmódicamente sus brazos
mientras buscan un lugar para descansar. Moviéndose con torpeza entre las
interminables filas de sillas rojas y azules, alzan la mirada de ojos blancos al cielo
nocturno, quizá buscando la luz de unos focos por siempre apagados, quizá buscando
la imagen del marcador electrónico.
En el estadio abandonado, los muertos caminan entre las localidades. Mientras,
abajo, en el campo, una docena de ellos vaga de una portería a otra, ignorantes de un
público hambriento que hace mucho tiempo perdió el interés por ellos.

136
Avanzamos por la carretera que se interna entre los campos de cultivo mirando a
un lado y a otro a cada paso. Llevamos con nosotros dos pequeños carros de madera;
en ellos hemos acumulado, entre la comida y las armas, nuestros últimos recuerdos.
Formamos el grupo tres hombres y una mujer.
Ella camina dos pasos por delante.
Es sorda.
De vez en cuando, vemos una de esas cosas —gris, desmoronándose— sentada en
el arcén, esperando. Se incorpora al vernos llegar, hambrienta. Damos gracias porque
no vaya en grupo y nos limitamos a golpear su cabeza con palos y piedras.
Golpeamos y golpeamos y golpeamos, sin importarnos qué era antes de convertirse

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en eso, sin preocuparnos por nada. Golpeamos hasta que, por fin, deja de gemir.
Ella es afortunada.
No puede oír los gemidos.
Ni los gritos.

133
Salimos con las primeras luces del alba, al amanecer. Llevamos con nosotros las
armas y los perros, como hacíamos antaño. Ahora las piezas que nos cobramos son
distintas, pero la pasión, la ansiedad, es la misma. El placer de la caza es superior al
valor del trofeo obtenido. Caminamos en silencio, en grupos de tres, recorriendo las
calles desiertas como vagabundos en busca de comida. Sabemos que somos cazador y
presa; eso nos vuelve precavidos.
No tardamos en localizar a los primeros. Avanzan en grupo, tambaleándose,
ahítos y eternamente hambrientos. Los perros ladran, echan espuma por las fauces.
Disparamos varias veces, a las piernas primero, después a la cabeza.
Recuerdo la mirada triste, insoportable, del ciervo que sabe que será abatido.
Estas cosas grises, sin vida, ni siquiera nos miran cuando los derribamos.

125
Preciosa, preciosa. Una mujer preciosa. Ya, lo sé, muchos no la consideraban una
mujer, ni siquiera un ser humano. Para mí era preciosa, estuviera viva o muerta. No
me importaba su piel gris, ni su olor. Era hermosa, y sólo yo podía apreciarlo.
La retuve junto a mí durante varios días, encadenada a una pared. Ya había tenido
otras antes en las mismas condiciones, podía manejarlo. Vivía solo, claro, oculto en el
sótano de lo que antaño fue mi casa, con suficientes provisiones para sobrevivir un
par de años, saliendo al exterior lo mínimo imprescindible.
Sabía lo peligroso que podía resultar, claro que lo sabía, no era tonto. Por eso,
antes de penetrarla, le disparé dos veces a la cabeza, justo entre sus dos ojos.

124
Tras varias semanas recorriendo esta carretera, acompañados únicamente por la
lluvia y el viento, hemos descubierto los primeros signos de vida. Volcado junto al
arcén, un camión yace entre los árboles. La cabina quebrada, el cuerpo intacto. Nos
hemos repartido el trabajo, cerciorándonos primero de que no había por allí ninguna
de esas cosas, de que tampoco había supervivientes. La cabina estaba vacía. ¿Cuánto
tiempo llevará allí, tumbado, esperándonos? Andrés ha decidido abrir el camión, ver
qué oculta en su interior. Es un camión frigorífico, confiamos en encontrar comida
para el grupo. Para los niños. David ha pegado la oreja a la puerta, cree haber oído
algo en el interior. Nos hemos reído. Es un camión frigorífico. ¿Qué podría haber

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sobrevivido ahí dentro tanto tiempo?

123
Llevamos un mes encerrados en este barco, un catamarán de apenas doce metros
de eslora. A merced del capricho del viento, del mar. La subsistencia se limita a
pescado y a unas menguantes reservas de agua. Pronto se acabará. Somos siete en el
barco, incluyendo a dos niños pequeños. Hemos decidido que alcanzar la costa y
quedar a merced de ellos no es una opción. Preferimos morir aquí. Ahogaremos a los
niños, después decidiremos qué hacer. Hasta ayer ése era nuestro plan.
Sin embargo, esta mañana hemos avistado una patera que, a la deriva, se acerca a
nosotros. Desde la distancia vemos al menos una docena de esas cosas a bordo,
agitándose, hambrientos.
Me pregunto si tendremos valor para hacer lo que debemos.

117
Las montañas de cadáveres ardiendo noche y día han quedado reducidas a
cenizas. El viento las arrastra creando una densa niebla gris que nos envuelve, nos
ahoga. Hace tiempo que no las vemos arder, pues hemos perdido incluso la capacidad
de encender un fuego. Las noches les pertenecen, sólo podemos movernos por el día.
Es cuestión de tiempo que nos encuentren, que acaben con nosotros o —Dios no lo
quiera— nos conviertan en uno de ellos.
Quizá por ello no he querido despertar a las niñas esta mañana y he preferido
terminar con su sufrimiento con mis propias manos.
Sólo espero que, cuando encuentren sus cuerpos, nuestros cuerpos, no los
mancillen con sus bocas repletas de podredumbre.

116
Tenía una hermana pequeña, delgada, frágil.
Sonreía a destiempo, cuando los demás estábamos tristes. Eso me gustaba. Nunca
me demostró aprecio: ni un abrazo, ni un beso. Eso no me gustaba. Creció encerrada
en una burbuja, ensimismada en su propia existencia. Sin amigos, quizá incluso sin
familia. Cursó estudios superiores, encontró un buen trabajo. Se sumergió en la
lectura de libros de autoayuda, entró en contacto con sectas, con espiritistas, con
charlatanes. Se perdió en un mundo que la absorbió y la convirtió en nada.
Se hizo vegetariana.
Quizá por todo ello no entiendo que, convertida en un amasijo de carne muerta en
descomposición, haya venido a buscarme acuciada por esa hambre insaciable que la
domina.

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102
Media docena de hombres armados recorren las calles. Cuando se cruzan con los
muertos que caminan, solitarios, tambaleantes, disparan a sus cabezas con armas
automáticas. Bromean, ríen. Visten uniformes de la policía, llevan a la espalda
grandes mochilas cargadas de municiones, de armas, de comida.
En ocasiones los que han sobrevivido ocultos salen a su encuentro, sonrientes, o
con lágrimas en los ojos, o gritando. Lo que siempre llevan consigo es la esperanza,
muchas veces recuperada. Los hombres armados les disparan a la cabeza, al cuerpo.
Después registran sus cadáveres en busca de objetos de valor y continúan su camino,
bromeando, riendo.

99
Supongo que supe que todo estaba perdido cuando salí a la carretera. Nos
refugiábamos en una pequeña granja, alejados de las ciudades. Habíamos visto
algunas de esas cosas, grises, descompuestas, caminando por los alrededores, pero no
nos costó mucho deshacernos de ellas. Eran torpes, estaban solas. A pesar de todo,
tuvimos cuidado. Quemamos los cuerpos, enterramos las cenizas. No sabíamos qué
podía ocurrir. Permanecimos ocultos mucho tiempo, esperando. Un día caminé
durante una hora a través del maizal hasta salir a la carretera. A lo lejos vi un millar,
quizá más, de esas cosas. Supe que todo estaba perdido.

93
Fanáticos religiosos.
He oído que los han utilizado jeques y otras personas con poder para abrirse
camino entre los grises. El imán lo niega, pero no podrá hacerlo mucho más tiempo.
Las evidencias no se pueden ocultar. Recluidos en la mezquita, no estamos aislados
del mundo. Vemos por las ventanas a los grises dando vueltas alrededor, esperando.
Antes o después lograrán entrar. La radio nos dice que están por todas partes, que no
hay esperanza. Nosotros nos negamos a creerlo. Confiamos en nuestro dios.
A veces, en el exterior, oímos explosiones.
Fanáticos religiosos.

91
Dos de ellos, sosteniendo entre sus manos temblorosas a un niño, ajenos a sus
llantos, a sus pataleos. A lo lejos, un incendio que consume los restos de lo que
antaño fue una hermosa casa de campo. Uno de ellos mira el fuego, el otro —una
mujer, apenas reconocible, pues le falta la mitad del rostro— mira al niño, la saliva

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resbalando por su boca quebrada.
El niño grita, llora, pero sus padres, ajenos a sus llantos, abren la boca con ansia y
hunden sus dientes en la carne de su torso.

86
He reunido una docena de botellas de diferentes marcas, todas ellas repletas de
ese licor dorado que tanto aprecio. Las he colocado sobre la barra, junto al único vaso
intacto que he encontrado. Mi rostro —cansado, sucio— se refleja en el espejo que
recorre la pared. No hay camareros, así que me serviré yo mismo. Paciencia. Esas
cosas están en la puerta, gimiendo, esperando a que salga. Lo haré enseguida, en
cuanto el alcohol me permita recuperar el valor.
A ver si consigo emborracharlas a todas.

82
Ellos cada vez son más numerosos, nosotros cada vez somos menos. He oído
rumores de que en otros países las cosas han seguido caminos distintos, pero en todos
ellos, de una forma u otra, la plaga se ha extendido y ha acabado por amenazar con la
extinción de todos sus habitantes. Espero que no sea verdad, rezo porque no sea
verdad. En alguna parte debemos resistir, continuar con la lucha hasta que todo acabe
y podamos empezar de nuevo. No podemos perder.

65
Las voces de los niños enfermos susurran canciones que atraen a los muertos. Sus
madres componen sinfonías con las lágrimas derramadas por familiares y amigos.
Los hombres esperan, agazapados entre los escombros. Saben que si sus esposas y
sus hijos sobreviven, serán una carga para ellos. Desearían poder abandonarlos a su
suerte, pero la incertidumbre de saber si están vivos les mataría. Necesitan la certeza.

64
Al principio la fe les otorgaba la fuerza que necesitaban. Se parapetaban tras
púlpitos improvisados en las calles y, desde tan precario refugio, lanzaban sus
arengas desesperadas. No concebían que aquella multitud hambrienta desoyera la
palabra de su dios, así que se enfrentaban a ellos armados únicamente con su fe.
Cuando su fe no fue suficiente, volvieron para reclamar la carne y la sangre.

58
Para ganar tiempo, Julia hunde el cuchillo en el muslo del joven que nos

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acompaña. Sorprendido, trata de revolverse. Sólo consigue agravar la herida. Cae al
suelo derramando su sangre sobre la acera. Ni siquiera grita, sólo nos mira con odio.
Con lástima. Nosotros corremos, miramos atrás. Ellos, los grises, los corrompidos, ya
se abalanzan sobre el joven.

56
Cientos de ovejas yacen sobre la hierba, sus cuerpos parcialmente devorados.
Abren sus bocas y balan al cielo, moviendo a un lado y a otro sus cabezas. Tratan de
incorporarse, pero caen de nuevo al suelo. Algunos de ellos caminan entre los
cuerpos. Parecen desorientados. Nosotros apenas nos detenemos unos instantes antes
de continuar nuestro camino.

55
Desde la ventana contemplo el parque. Junto a los columpios de colores veo a tres
niños. Tratan de subir, pero tropiezan y caen al suelo. Uno de ellos gime. A otro le
falta un brazo y parte del rostro. Desde la ventana me resulta difícil saber si alguno de
aquellos pequeños monstruos era mi hijo.

54
Un robot recorre Marte. Las imágenes que transmite de la superficie del planeta,
filtradas y retocadas por los diferentes equipos informáticos involucrados en el
proceso, tiñen de rojo las enormes pantallas de la sala de control.
Al pie de las pantallas, una criatura largo tiempo muerta desgarra a dentelladas el
cadáver de un hombre.

52
Cuando era pequeña, mi abuela solía decirme que ella no había visto nunca un
muerto, pero que salir, salían. Que no sabía por qué salían de sus tumbas, pero que lo
hacían. Yo los he visto. Tampoco sé por qué salen, pero una cosa sí sé: no podré
contárselo a mis nietos.

51
Lo terrible no ha sido sentir sus dientes en mi antebrazo, no ha sido ver cómo
arrancaba piel y músculo, no ha sido sentir la sangre brotando, empapándome. Lo
terrible ha sido verle marchar, dejándome atrás, incapaz de comprender que pronto
caminaré tras él con la misma hambre royéndome las entrañas.

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50
Trenes de mercancías recorriendo las vías. Se detienen en las ciudades y abren sus
puertas para que hombres armados descarguen en los vagones cadáveres putrefactos,
cuerpos sin vida que se resisten a entrar, que lanzan dentelladas a los vivos y gimen
como niños malcriados. En los andenes repiquetean las armas.

36
Me han mordido, esas malditas cosas me han mordido. Oculto mi herida bajo un
vendaje improvisado, bajo la ropa. No deben saberlo, no pueden saberlo. Mi mujer no
lo soportaría. Y los niños… Oh, los niños…

34
Sólo un rasguño, nada más. Sólo el roce de sus dientes sobre mi piel. La sangre
que mana de la herida no es mía, lo juro. Por favor, deja ese cuchillo. Por favor.
Por…

33
De nada nos ha servido ocultarnos en las casas, blindar las puertas, cegar las
ventanas. Al final, siempre encuentran la manera de entrar y, una vez dentro, no
existe ninguna posibilidad de sobrevivir.

32
Bajo el agua, en una piscina de un bloque de edificios de un barrio residencial, un
centenar —quizá más— de cadáveres pugna por alcanzar la superficie mientras se
devoran unos a otros.

29
Acudieron a mi iglesia buscando el consuelo que nadie podía proporcionarles.
Muchos habían perdido a familiares y amigos. No fueron ellos los que acudieron
a mí.
Vinieron sus pérdidas.

28
He oído que algunos los llaman «muertos vivientes». Creo que la definición es
errónea. Ellos son sólo cosas, sin alma. No son nada. Nosotros somos los muertos

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vivientes.

27
Somos cincuenta y tres personas, seis perros, nueve gatos.
Ellos se cuentan por miles.
Algunos dicen que todo es cuestión de tiempo. Yo no lo creo. Resistiremos.

26
El hombre es una hiena para el hombre. La carroña nos acosa, nos infecta, nos
mata. La carroña nos devuelve la vida, nos convierte en hienas.

25
El niño perdió un zapato y se detuvo a recogerlo. Su madre se quedó a su lado. El
resto continuamos la marcha sin mirar atrás.

24
Cientos, miles de ellos, abalanzándose sobre un puñado de supervivientes, ajenos
a los gritos, a los llantos. Decenas, cientos de nosotros, luchando por sobrevivir.

23
Huir, huir, huir. Correr mientras gritas, sin mirar atrás. Caer al suelo, llorar
cuando sus manos te tocan. Gritar. Morir y, quizá, volver.

19
Cuando no quede sitio en el infierno, los muertos se levantarán de sus tumbas y
caminarán sobre la tierra.

15
Y ahora, cuando tu vida está en manos de los muertos, ¿dónde está tu dios?

14
Los niños y las mujeres primero. Abandonad a los enfermos, a los ancianos.
Rezad.

13

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Teníamos algo en común con ellos: todos estábamos muertos aunque no lo
sabíamos.

12
No puedo dejar de pensar quién seré cuando no recuerde quién soy.

11
Dime, amigo: ¿Qué sentido tiene luchar cuando tus hijos han muerto?

10
Guarda una bala para cuando te atrapen. Será más rápido.

9
Abro la boca, introduzco el cañón del arma. Disparo.

8
Abandonamos a niños y ancianos para ganar tiempo.

7
Ciudades enteras abandonadas, entregadas a los muertos.

6
No hay refugio en ninguna parte.

5
Adiós a los últimos supervivientes.

4
Ya no queda esperanza.

3
Nacidos para morir.

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2
Todos muertos.

1
Silencio.

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EL ANSIA

Álvaro Fuentes

A Max Power, el superviviente definitivo.

Abro los ojos.


¿Qué ha pasado? Me siento como al despertar de una larga siesta.
Recuerdo… gritos, miedo, dolor, después calma.
No noto nada, me cuesta pensar.
Lo intento. Pienso.
Un hombre corría hacia mí. Me tiró al suelo. Grité. Me mordió. Intenté escapar,
no pude. Dolor. Grité más fuerte. Me comía. Más dolor. Más gritos… después calma.
Por último, oscuridad.
Ahora no hay dolor. No noto nada.
¿Qué ha pasado?
Me miro las manos. Están llenas de sangre. Me asusto.
¿Qué ha pasado?
Miro al suelo. Todo está teñido de rojo. Miro las paredes. Están salpicadas de
sangre. Miro las escaleras. Un rastro escarlata las recorre.
¿Qué ha pasado?
Necesito calmarme. Intento respirar profundamente. Un momento. No estoy
respirando.
No respiro.
Pánico.
¿Qué está pasando?
Me busco el pulso en la muñeca. Nada. Lo busco en el cuello. Mis dedos
encuentran una herida enorme. Mis yemas rozan algo viscoso.
Pánico.
¿Qué está pasando?
No comprendo. Comienzo a temblar. No es miedo. Es otra cosa.
Noto algo. Voces.
Alguien habla. Es en el piso de abajo. No entiendo lo que dice.
Rugen mis tripas. La saliva inunda mi boca. Tengo hambre.
Alguien grita algo abajo. Noto un calor que me sube desde el estómago.
Pienso en comer. ¿Qué pasa? Intento pensar en otra cosa. No puedo. Sólo hay
hambre.
Mi cuerpo se lanza escaleras abajo. Corro. Rápido. Más rápido.
Giro el rellano. Veo a un grupo de personas. Ellos me ven. Me paro en seco. Me

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gritan algo. No entiendo. «No nos hagas daño», grita una mujer. No la entiendo. No
sé qué me dice.
Me fijo en su cuello. Me fijo en la vena que se marca en él. Me lanzo a por ella.
Grita. Todos huyen. Son rápidos. Ella ha sido lenta. Salto. Me abrazo a su cuerpo.
«¡Ayuda!», grita. No la entiendo. El resto huye. Gruño.
Grito. Me siento frenética.
Muerdo su cuello. Arranco piel, músculos y tendones. ¿Cómo es posible? ¿Cómo
soy capaz de morder así? Un diente se me parte. No siento dolor.
La sangre salpica mi cara. La mujer grita. Se agita como una posesa. Yo gruño
mientras arranco carne. Trago trozos enteros. No mastico. No saboreo. Sólo trago.
Con cada pedazo quiero más. Muerdo con más ansia. Trago. Muerdo. Arranco.
Trago.
La mujer grita. Apenas se escucha su grito ya. Gruño más fuerte. Deja de
moverse. Ya no grita.
Muerdo. Arranco. Trago. Escupo. Su sabor ahora es horroroso. No quiero más de
ella.
Busco a los otros. No están. Han huido. Se han escondido detrás de algo. Un
momento. Yo sé qué es eso detrás de lo cual se han escondido.
Pienso. Duele mucho. Cuesta. Pienso. La palabra se forma en mi cerebro.
Lentamente. Gota a gota. «Puerta». Recuerdo.
Es una puerta. Están detrás de una puerta.
Me tiro a ella. Golpeo. Araño. Grito. Aúllo. Golpeo. Están detrás. Los oigo. Me
oyen. Quiero llegar a ellos. Quiero su carne. ¿Qué estoy pensando? Yo no soy así.
Noto el hambre que me taladra. Sí, sí soy así. Ahora sí.
Pienso. El dolor es horrible. Cuesta más que antes. Pienso. Antes sabía cómo
pasar por una puerta. Pienso. Una punzada de dolor atraviesa mi cerebro. Noto cómo
llega el recuerdo. Dolor. Pienso. «El pomo». Recuerdo. Hay que usar el pomo.
Lo busco. Ahí está. Lo agarro. Intento abrir. No puedo. Ira. Frustración. Grito.
Aúllo. Golpeo la puerta. Araño.
Oigo cómo se me rompe un dedo. Lo miro. Está torcido. No duele. No me
importa. Ellos están dentro. Yo estoy fuera. Quiero entrar. No sé cómo. Ira. Golpeo.
Escucho algo detrás. Me giro. Miro. Es la mujer. Se levanta. Pero no es igual. No
me atrae.
Me mira. La miro. Su cuello está desgarrado. Se lo hice yo. No me importa. No
siento pena. Sólo rabia. Ya no me interesa.
Escucho voces más abajo. Ella también. Duda. Yo no. Corro escaleras abajo.
Mientras bajo, la escucho rugir. Ya lo sabe. Corre detrás de mí.
Los veo. Son varios. Van corriendo a la calle. Otro les persigue. Gritan. Aullamos.
Corro más rápido. Corren más rápido. Noto el ansia. Rujo. Gritan.
Salgo a la calle. Veo movimiento por todos lados. Hay incendios. Hay humo.
Veo a otros como yo. Veo a otros como yo era antes. Me paro. No sé qué hacer.

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No sé a por quién ir. Demasiados. No me centro. Me cuesta.
Oigo gritos a mi lado. Una mujer con un niño. Corren. Sé lo que hacer. Corro tras
ellos. Gritan. Rujo. Corren. Soy más rápida. El niño es un lastre.
Algo en mi interior me dice que sólo es un niño. Casi puedo sentir algo. Ya es
tarde. No queda nada de lo que antes era.
No siento nada. No tengo dolor. No tengo miedo. No quiero pensar más. Sólo
quiero comer.
El niño tropieza. La mujer se para. Duda. «Mamá, ayúdame», grita el niño. No
entiendo lo que dice.
Va a ser mío. La madre lo mira. La madre me mira. Veo la duda en sus ojos. Veo
pena en ellos. Veo la culpa apareciendo. «Lo siento, te quiero», dice, y se va
corriendo. No la entiendo. Me da igual.
El niño es mío.
Me tiro encima de él. Grita. Llora. «Mamá», grita. Rujo. El ansia crece. La ira
aumenta. Noto el hambre.
Busco su cuello. Se defiende. Mi boca encuentra su cuello. Muerdo. Él grita.
Llora. Yo rujo. Arranco su carne. Trago.
Me cuesta pensar. Quiero comer. Muerdo. Desgarro. Arranco. Trago.
Me pierdo. No puedo pensar. Lucho. Intento pensar.
Muerdo. Desgarro. Arranco. Trago.
Me pierdo. Ya no quiero pensar más.
Nunca. Quiero pensar.
Muerdo. Desgarro. Arranco. Trago.
El sabor de la sangre me inunda. Me rindo. No quiero pensar. Quiero comer.
«Es sólo un niño», me dice algo en mi interior. Es el último intento.
No… lo… en… entiendo.
C… co… comer.
S… sólo co… commmmm… comer.
L… lo s… si… siennnnnn…
Lo siennnnn…
Lo siento.

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FLORO

Luis Alonso

Nchts… Dedicado al ser humano,


al que nombro así por ser educado…

El día comenzaba mal.


Dos… Tres… No… Cinco…
El perro olisqueó el aire intentando captar la presencia de otros zombis, pero no
detectó ninguno. En ese aspecto, los muertos vivientes se parecían a los seres
humanos: cada uno de ellos tenía un olor característico que lo diferenciaba del resto
de sus semejantes.
Incorporándose tras los cascotes donde estaba agazapado, ladró en la dirección de
la que provenía aquella pestilencia.
Un golpe en la cabeza le cerró la boca.
—¡Calla, Floro! —le espetó su amo—. ¡Como vuelvas a delatar mi posición, te
despellejo y hago salchichas con tu mugriento cuerpo!
El animal giró la cabeza al escuchar aquella palabra. Las puntas de sus orejas
temblaban, la lengua se revolvía en el interior de la boca y los ojos buscaban una
recompensa en forma del trozo de carne condimentada mencionado.
Un nuevo golpe y las esperanzas del perro desaparecieron de inmediato.
—¡Vigila, chucho de mierda! ¡Como por tu culpa me pillen con los pantalones
bajados, juro que te mato!
Floro agachó las orejas y, gruñendo, empezó a otear el horizonte.
El panorama que se desplegaba ante sus ojos resultaba desolador.
El antiguo barrio residencial lleno de vida se había convertido en una serie de
calles muertas cubiertas de basura. Enormes manchas negras tiznaban las paredes de
los edificios, en los que aún persistía el olor a quemado. En los jardines crecían
columpios solitarios y huérfanos. Los automóviles eran criaderos de óxido y moho.
Al fondo, un campo de hierba marchita se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Floro perdió su mirada en la lejanía y rememoró la época en la que trotaba por
aquellos campos.
Buenos tiempos.

Su única responsabilidad consistía en jugar con sus hermanos de camada.


Junto a ellos, una niña de casi diez años se sumaba a los juegos sobre el césped.
Su negra melena rizada se ondulaba al viento. Su sonrisa alegraba a todos.
Aquella chiquilla era su ama.

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Una pequeña humana que, con el cariño que le prodigaba, había sustituido a la
madre que nunca llegó a conocer.
Su tierna y dulce ama.
Durante los atardeceres del verano, jugaban en el jardín del chalé familiar. La
niña solía lanzar un palo. El perro adoraba aquel momento. Había que estar muy
atento y salir galopando como alma que lleva el diablo en el momento justo en que
los dedos liberaban el trozo de madera.
Siempre se hacía con el palo antes de que siquiera tocara el suelo, adelantándose
al resto de sus hermanos.
Se convirtió en el favorito de la pequeña.
Pasaban mucho tiempo juntos y él disfrutaba acurrucando la cabeza en su regazo,
sintiendo el calor de sus caricias.
A la hora de cenar, nunca faltaba un enorme tazón de comida en la cocina y,
exclusivamente para él, unas galletas robadas de la despensa le esperaban entre las
manos de la niña.
Tras el postre, el guiño de complicidad de la pequeña era la señal para ir a dormir
junto a sus hermanos.
Buenos tiempos.
Todo acabó la noche en que la niña enfermó.
El cachorro se mantuvo al lado de la cama de su ama. No le apetecía salir a jugar.
La cena no finalizaba con el agradable sabor de las galletas. Pero con cada amanecer,
recibía de la chiquilla un dulce y cálido beso de buenos días.
Suficiente recompensa.
Así ocurrió el primer día.
Y el segundo.
Y el tercero.
Y el cuarto.
La quinta mañana ella intentó arrancarle la garganta de un mordisco.
Desconcertado por el cambio de comportamiento de su ama, ladró buscando la
atención de los padres de la niña.
Nadie contestó.
En la planta de abajo reinaba el silencio.
El salón estaba vacío, la habitación de invitados cerrada con llave, el vestíbulo…
El vestíbulo…
Algo no encajaba.
La puerta del chalé estaba abierta. La alfombra de la entrada, empapada de rojo.
Un reguero oscuro se dirigía hacia la cocina.
El cachorro miró aquel rastro.
Inquieto, se asomó a la cocina.
Allí estaba la madre de la niña.
Pero ya no era ella.

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Atrapado entre las huesudas manos de la mujer, un cachorro se agitaba mientras
sus intestinos se desparramaban sobre las baldosas. La madre hundió la cara en la
panza del animal y, tras agitarla salvajemente, la retiró. El animal quedó inmóvil.
De los dientes le colgaban trozos gelatinosos de carne que masticaba como si
estuviera rumiando un enorme chicle. Las gotas de sangre golpeaban el suelo dejando
miles de puntos circulares que se superponían unos sobre otros.
Al perro se le escapó un gemido.
Alertado, el padre de la niña apareció tras unas sillas. De su boca asomaban los
restos de otro cachorro. Unos trozos de piel peluda se habían quedado pegados a sus
dedos. Una mueca apareció en su rostro dejando ver su perfecta dentadura conseguida
en la consulta de un odontólogo de prestigio.
Un rugido precedió al ataque del padre.
Aullando, el perro esquivó la arremetida y huyó de la casa sin mirar hacia atrás.

Otro golpe en la cabeza.


—¿Se puede saber qué cojones miras? —El hombre aún seguía con el puño en
alto.
Floro volvió a gruñir.
Odiaba a aquel humano.
—¡Cállate, chucho de mierda! —señaló con el dedo unos cientos de metros más
adelante y empezó a hablar entre susurros.
—Entre las ruinas… Tres putos zombis.
Tras los muros derruidos de una lujosa casa, surgieron los deteriorados cuerpos de
tres muertos vivientes. Arrastraban los pies y con sus brazos mantenían de forma
precaria un sentido del equilibrio que parecían haber olvidado.
Desaparecieron en el interior de la vivienda.
Floro los observó. Al ver los movimientos de los zombis, se podía pensar que
eran unas criaturas patosas.
Nada más lejos de la realidad.
En los momentos decisivos, aquellos monstruos se revelaban como unos
cazadores letales. Reservaban las energías de sus cuerpos para dispararlas en fugaces
y violentos ataques.
Si una presa se descuidaba, no lo volvía a contar. Normalmente, los zombis
actuaban de forma individual, pero estaban modificando este comportamiento.
Empezaba a ser habitual verlos interactuar para lograr objetivos comunes. No era
gran cosa lo que conseguían, aunque aquello no calmaba la preocupación de Floro.
Si descubrían el valor de actuar en grupo, ya nada podría frenarlos.
Los zombis se convertirían en los únicos supervivientes del planeta.
Los demás no iban a sobrevivir.

El cachorro no iba a sobrevivir.

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Lo presentía.
Había escapado de su único hogar y ahora se daba cuenta de lo acomodada que
había sido su vida.
Nunca le había faltado un sitio confortable en el que descansar.
Nunca había sentido la soledad.
Nunca había oído gritar a su estómago.
La noche cubría el cielo y el animal caminaba sin rumbo entre los restos de un
edificio. Las patas comenzaban a fallarle. Cada paso le suponía un tremendo
esfuerzo. No sabía cómo encontrar comida. Su única oportunidad consistía en
acercarse a un humano, pero prefirió evitar el contacto con ellos.
Estaban todos enfermos.
No vio el cascote del suelo. Tropezó. Unos días atrás habría trastabillado ante el
obstáculo y después habría recuperado el equilibrio con facilidad.
Pero su vida anterior ya no existía.
No hubo quejidos tras el golpe. Ni tan siquiera una mueca. Sencillamente no hubo
nada. Desde el incidente con su dueña, el animal se había ido desconectando del
mundo poco a poco.
Dejó que el asfalto le enfriara la barriga. Esbozó una sonrisa. Resultaba
reconfortante esa sensación gélida en sus tripas. Al menos sentía algo.
No tenía energías. Aquél iba a ser el final de su camino. Cerró los ojos. Si iba a
renunciar a la vida, prefería que el fin le llegara durmiendo. Se acomodó entre las
ruinas y esperó el abrazo de la muerte. Sin embargo, fue su tierna y dulce ama quien
lo abrazó. ¿Qué hacía ella ahí? ¿Por qué lucía de repente una tarde soleada?
El aroma de la hierba recién cortada llenaba el aire. Sus hermanos de camada se
arremolinaban alrededor de la niña. Ella lanzó el palo.
El perro se puso a correr y su cuerpo se despegó del suelo.
Estaba volando.
Estaba soñando.
Era un sueño agradable. Cogía el palo y se lo devolvía a su dueña. Por cada viaje,
recibía una galleta. Así una y otra vez hasta que se hinchó su estómago. —¡Coge el
palo! El trozo de madera cayó a pocos metros. No podía moverse. Había comido
demasiado—. ¡Maldita bestia mimada! ¡Coge el maldito palo! El rostro de la niña
cambió. La voz sonaba distorsionada. Se acercó al animal y le propinó una patada en
la panza. El cachorro abrió los ojos. Algo le había golpeado el estómago y no se
trataba de una pesadilla. Asustado, se incorporó de un salto. Ladró a las sombras
enseñando sus pequeños colmillos. Aunque no lo quisiera reconocer, su instinto de
supervivencia era muy fuerte. De las sombras surgió un perro de pelaje largo y
marrón. Cruzaron las miradas.
Aquel animal era un pastor vasco. Su presencia era imponente. Floro se lo
imaginó por los verdes montes de la cordillera Cantábrica vigilando un gran rebaño
de ovejas.

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Sin duda aquel animal tenía madera de líder.
Tras el pastor vasco apareció una docena de perros más, todos de diferentes razas
y algunos de ninguna en concreto.
Le estaban invitando a formar parte de aquella variopinta manada.
No hubo dudas.
Con aquel grupo se sentía protegido.
Aprendió a ser uno más. Un engranaje dentro de la maquinaria. Asimiló los
conocimientos que le enseñaban: buscar agua, cazar pequeños animales, robar
alimento a los humanos, evitar a los muertos vivientes, ladrar para atraerlos si era
necesario…
Todo resultaba provechoso si servía para sobrevivir un día más.

Un grito desgarró los viejos recuerdos del animal.


Ruidos de pelea.
Irguió las orejas y aguzó la vista buscando el origen del sonido.
—¡Busca, chucho! ¡Busca! —El hombre no sabía hacia dónde mirar.
Del interior de la casa en ruinas salió una niña de apenas diez años de aspecto
raquítico, perseguida por un zombi.
El perro la miró sorprendido.
Aquella chiquilla le recordaba a su ama.
El pelo grasiento le ocultaba el rostro. La sudadera rosa estaba cubierta de
manchas de barro que casi impedían distinguir el dibujo impreso de una gatita blanca
con un enorme lazo en su cabeza. Los vaqueros raídos parecían caerse a pedazos.
El hombre abrió los ojos como platos.
Tras la niña, una mujer madura la seguía. Protegía a la pequeña del acoso del
zombi mientras se defendía de otros dos monstruos. Blandía un enorme cuchillo de
caza, seguramente conseguido en el saqueo de una tienda, y un viejo martillo ajado
por el uso.
Agitó las armas para intimidar a los monstruos.
No lo consiguió.
Su cara se veía deformada por la tensión.
Aun así, resultaba tremendamente atractiva.
Su larga melena castaña, aunque descuidada, enmarcaba un esbelto rostro en el
que destacaban sus ojos verdes. Un pequeño lunar sobre uno de los pómulos resaltaba
sobre la tersa piel. La camiseta de algodón, rasgada durante el enfrentamiento, se
ajustaba perfectamente a su cuerpo. A través del roto de la tela, uno de sus generosos
pechos se movía al compás de las zancadas de sus sinuosas caderas y sus largas
piernas.
—¿Has visto a esa monada, chucho?
Floro observó la escena con preocupación.
Aquellas humanas no sabían qué hacer excepto escapar. Sin una estrategia, tenían

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los minutos contados ante aquellos monstruos que cada día parecían aprender algo
nuevo.

La manada de perros había aprendido algo nuevo.


Cazar humanos.
La continua escasez de comida les obligaba.
Al principio resultó una tarea fácil. Las presas eran personas solitarias que habían
renunciado a la compañía de sus congéneres.
No tenían ninguna oportunidad.
Con el tiempo, la labor fue haciéndose más compleja. Ya no se encontraban
personas vagando en solitario. Se habían extinguido. Ahora los humanos viajaban en
pequeños grupos.
Eso convertía la caza en un trabajo muy peligroso.
Para acabar con la vida de un humano, había que esperar un instante en que
descuidase la guardia.
Generalmente, el momento perfecto llegaba cuando se bajaban los pantalones
para hacer sus necesidades.
En alguna ocasión, la manada pudo cazar más de un humano en una sola
acometida.
Con el tiempo las personas dejaron de practicar sexo si no era bajo vigilancia.
Los ataques debían ser letales. Un mordisco desgarrando la garganta y el plato
listo en un minuto.
Había que alimentarse rápido y, si no, alejarse y esperar.
Con suerte, sus congéneres dejaban abandonado el cadáver.
Sin suerte, los zombis se adelantaban al banquete.
Lo habitual era que los propios humanos trocearan el cuerpo y se lo llevaran en
las mochilas.
Había que ser prácticos.
Había que comer.
El ocaso de la manada llegó con el asesinato del líder por una pareja de
dóbermans recién llegados.
Tomaron el poder a la fuerza.
Gobernaban de un modo sádico y tiránico.
Las peleas se convirtieron en algo cotidiano. Un pequeño trozo de carne, un hueso
medio roído, una zona más cómoda para descansar… Cualquier motivo era bueno
para empezar un enfrentamiento.
Un abismo crecía entre los compañeros haciendo más fuertes a los nuevos líderes.
La armonía había desaparecido.
El orden había muerto.
«Si alguno de tus compañeros cae, cómetelo antes de que otro se te adelante».
Ésa era la única ley válida.

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Una mañana, unos quejidos llamaron la atención del grupo. Cinco cachorros de
setter irlandés miraban el cuerpo de su madre gravemente herida.
Los gemidos de dolor se transformaron en aullidos cuando cada uno de sus hijos
fue despedazado por los dóbermans y sus despojos arrojados a la jauría hambrienta.
Después siguió el camino de sus crías.
Floro se hizo con un buen trozo de carne. Lo devoró con ansia mientras vigilaba
que no le robasen la comida. Aborrecía aquella salvaje situación, pero se veía incapaz
de detenerla.
Llevar la contraria a los líderes suponía la muerte.
Y él ya no quería morir.
Aunque para vivir tuviera que hacer cosas que odiaba.
Las consecuencias de sus actos le perseguían durante las noches.
En sus pesadillas se veía con el morro lleno de sangre y trozos de intestinos
colgándole de entre los dientes. Desde el suelo, los ojos de uno de los cachorros de
setter suplicaban piedad. Un breve destello de luz y aparecía en una cocina. La misma
cocina en la que compartió tantos momentos junto a sus hermanos y a su dulce ama.
Aunque ahora su ama ya no era dulce.
Estaba plantada en mitad de la cocina. Sus ojos, sin vida. Sus dientes, podridos.
Sus labios, resquebrajados. Su pijama, sucio y apestando a sudor, orina y heces.
Un reguero de sangre se extendía hasta la puerta. La niña lo miraba. Con una
siniestra mueca, abría la boca. Sus encías negras goteaban una sustancia blancuzca y
purulenta.
Empezaba a reír.
De forma exagerada.
Levantaba su podrido brazo señalándole.
El perro miraba hacia abajo. Unos ojos llorosos se cruzaban con los suyos
suplicándole piedad.
Pero no eran los del setter.
Eran de uno de sus hermanos.
Estaba masticando la deliciosa carne de uno de sus hermanos.
Y su ama le miraba y reía.
Floro despertó de la pesadilla y se alejó unos metros del grupo para respirar.
Gracias a ello, salvó la vida.
La manada dormía. Los zombis aparecieron. El ataque fue brutal, aunque no
precipitado.
Nunca antes se habían comportado así.
La sangre bañaba el suelo. Las entrañas salían despedidas por el aire. Una
macabra danza concebida por la enfermiza mente de un psicópata.
Floro quería ayudar a sus compañeros, pero algo en su interior se lo impidió.
Quizá era un acto cobarde.
O quizá era lo justo y la manada se lo merecía.

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Sintió una zarpa en su piel. Se revolvió para zafarse del monstruo que lo agarraba.
Los músculos de su pata se tensaron al límite…
… Y se rompieron.
Ignorando el dolor, comenzó a correr. Descargas eléctricas le recorrían la pata.
Pensó en sus compañeros.
Era la segunda vez que huía en su vida.
Y esta vez no se sintió mal.

La mujer de los pechos generosos se sentía mal.


Estaba débil. Tenía diarrea, le dolía la cabeza y las continuas náuseas la obligaban
a separarse de la niña para que no la viera vomitar sangre.
Todo porque la pequeña se sintiera segura y protegida.
Recordó el día en que la encontró abandonada y hambrienta en una parada de
autobús. No le gustaban los críos. Los odiaba. Nunca había querido quedarse
embarazada. Tener un bebé supondría perder la figura que tantos años le había
costado conseguir machacando el cuerpo en caros gimnasios.
Tener hijos no le iba a ayudar a conseguir lo que buscaba. Reconocimiento.
Al final todos los hombres la utilizaban. No importaba que fueran jefes, amigos
del alma o novios con falsas promesas. La abandonaban por estúpidas jovencitas de
poco seso y facilidad para abrir las piernas.
¿Niños? El embarazo sólo traía nuevos problemas.
Miró a la niña. Estaba llorando.
Sin motivo aparente, notó explotar su corazón. Un calor le recorrió el pecho. Un
cariño irracional se apoderó de ella. ¿Quizá aquella mocosa era la respuesta a tantos
años de inseguridad?
—¿Es así como se siente una madre tras el parto?… No, no puede ser… ¿O sí?
Juró convertirse en la mejor madre del mundo. Por desgracia, esa promesa incluía
alejarse con pésimas excusas y vomitar sangre en un rincón.
No podía permitir que la pequeña la viera flaquear.
Una buena madre no hacía eso.
Y ella era una buena madre.
—¡Corre, mi vida, corre! ¡Corre y no mires atrás! ¡Ma… mamá te sigue!
La palabra le vino por instinto, aunque no quería utilizarla. No desde el momento
en que, en un arranque de rabia, ella le dijo que no era su hija, que su madre estaba
muerta.
Jamás le habían hecho tanto daño.
La niña escapaba protegida por la mujer. Juntas, avanzaban a trompicones.
El hombre miró la escena. Una sonrisa lasciva asomó por su arrugado rostro.
—Mira qué rico chochito viene acercándose al galope —chasqueó la lengua,
remojándose con ella sus agrietados labios. Empezó a frotarse los genitales.
La garra de uno de los monstruos asió la sudadera de la niña. La mujer gritó y se

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abalanzó sobre el zombi. Una amalgama abstracta de piernas y brazos se formó sobre
el asfalto. Un combate salvaje y desigual.
«Carne fácil», pensó el perro.
—¡Joder, que me quedo sin polvo! —maldijo el hombre.
Un ruido seco de huesos rotos se escuchó por encima de la pelea.
Sacando fuerzas de flaqueza, la mujer blandió el martillo con determinación. El
cráneo del zombi se partió como una rama quebradiza. Un sonido gutural salió de la
garganta del monstruo. Una gelatina viscosa se escapaba por la brecha de su cabeza.
Los dedos aflojaron la presa sobre la niña.
—¿Ma… mami? —preguntó al levantarse.
El tiempo se congeló para la mujer.
¿Qué había dicho?
Los segundos parecían extenderse hasta el infinito. Miró su mano. Ya no formaba
parte de su cuerpo. Y, sin embargo, allí estaba, asida aún al martillo y dibujando una
grácil parábola hasta impactar en otro de los monstruos. Un momento onírico y
surrealista. Las esquirlas de hueso despedidas por el impacto danzaban en armónicas
piruetas acrobáticas a ritmo de vals. Sus músculos se tensaban al son de una música
relajante que sólo resonaba en su cabeza.
¿Por qué todo transcurría lentamente?
¿Era posible aquello que había escuchado por boca de la niña?
Sí.
Había dicho «mami».
Por fin alguien la valoraba.
—Sí, mi amor, soy mamá. Soy tu mamá. Ponte a salvo, que yo me ocupo de todo.
Y entonces el cuello le estalló en una pulpa informe de carne y sangre.
No sintió rabia ni odio: sólo paz y felicidad.
Vio huir a su preciosa niña.
—Adiós, mi vida. Mamá siempre cuidará de ti.
—Lo que decía: mi chochito viene trotando hacia su papaíto —el hombre respiró
aliviado, volviendo a masajearse los genitales—. Qué suerte, ¿eh, chucho de mierda?
Teñida de rojo, la mujer golpeaba sin fuerza. Las uñas de los monstruos
destrozaban su piel dejando al descubierto la carne rosada del interior. Los pechos
quedaron a la vista. Uno de ellos, perfecto como la mejor obra de un escultor griego
del clasicismo; el otro, deforme como los trazos de un cuadro abstracto.
—¡Así se hace, bichos cabrones! ¿Has visto? Esos cerdos me han ahorrado el
esfuerzo de cargarme a la zorra pechugona. Está muy bien, pero… pero es una
pena… De esas tetas podríamos haber sacado unos buenos filetes… ¡Qué se le va a
hacer!
Volvió la vista hacia la niña.
—Esa mocosa hoy traga rabo… Qué suerte, ¿eh, Floro? Y cuando me canse de
ella… —Abrió la boca enseñando los dientes amarillentos.

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Hizo el gesto de estar masticando.
La niña siguió corriendo.
Las lágrimas le empapaban la cara.

El perro tenía los ojos inundados en lágrimas.


El dolor de su pata era cada vez más intenso.
Se detuvo a descansar un momento.
Antes de darse cuenta, se había sumido en un profundo sueño.
Una sensación de ahogo lo despertó.
Una cuerda alrededor de su cuello le impedía respirar.
Al otro extremo de la soga un hombre tiraba con fuerza. Chasqueaba la lengua
contra sus dientes amarillentos.
El enfrentamiento duró poco tiempo. El animal cayó al borde de la asfixia. El
hombre lo inmovilizó.
Ziiiip.
Fue la primera vez que escuchó aquel sonido.
El sonido de una cremallera al bajarse.
Le agarraron los cuartos traseros clavándole las uñas en la carne.
Notó una presión bajo su cola.
Un aullido de pánico.
Aquel hombre lo estaba sodomizando.
Se revolvió para escapar.
—¡Eso es, chucho de mierda! ¡Baila para tu papaíto! —graznó en pleno éxtasis
sexual.
Tras unos minutos eternos, el hombre gimió y se derrumbó sobre el animal.
Había eyaculado.
El perro notó el tibio líquido salir de su ano. Gotas de saliva le empapaban las
orejas, la cara y el hocico.
—Eres la jodida bola de pelo más cariñosa que he conocido.
El hombre se limpió la boca con el dorso de la mano. Se masajeó los testículos.
—Si no fuera por tus orejas, diría que eres un maricón de mierda… De esos que
por un poco de dinero se dejan reventar el culo.
Soltó la cuerda que amordazaba al animal.
El perro intentó morderlo, pero falló.
—Vaya, una zorrita peleona —le propinó una patada.
El pene osciló como un péndulo estropeado, dejando manchas de semen en el
pantalón.
—Había pensado en despellejarte y comerte, pero… No sé… Hacía meses que no
echaba un polvo tan bueno… Y te lo digo en serio, las mujeres de ahora no saben
follar: van a lo suyo y se olvidan de tu «hermano pequeño».
Rebuscó en la mochila y tiró algo cerca de la cara del animal.

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Los restos de una mano.
—Tu premio por alegrarme la noche.
Un incómodo silencio se hizo entre ambos.
—Es para ti. Aprovéchalo.
Silencio.
—¿No sabes ser agradecido, chucho?
Silencio.
—Cómete eso…
Silencio.
—… de una puta vez…
Silencio.
—¡He dicho que comas, cabrón! ¡Te he dado una puta orden, maldito chucho de
mierda! —Se levantó y forzó la boca del animal metiendo dentro los restos de la
mano.
Tras embutir parte del despojo entre las mandíbulas del perro, se sentó. Respiró
profundamente realizando algún tipo de relajación espiritual. Se rascó los testículos y
escupió al suelo. La rabia de hacía unos instantes parecía haberse disipado.
—Eso perteneció a mi último polvo. No fue ni la mitad de bueno que el tuyo…
Menuda fulana de mierda, una puta estrecha… Como todas las tías… Siempre con la
misma monserga: piensas con la polla, piensas con la polla… La destripé y me corrí
en su cara. ¿Sabes qué le dije mientras la diñaba? ¡Ya les gustaría a los hombres tener
un cerebro tan grande como el mío!… ¿Lo pillas? Cerebro, polla… polla, cerebro…
Zorras… Creen que por tener dos tetas y un coño calentito te pueden dar órdenes toda
la vida…
Después de escupir los trozos atragantados en su boca, el perro comenzó a lamer
la poca carne de una de las falanges de los dedos.
Tenía hambre.
—Está bueno, ¿eh, cabrón? Receta de la casa —observó detenidamente durante
unos segundos la panza del animal.
»¡Me gusta que no tengas tetas! Eso es bueno para mí… Y si pones el culo
blandito, también lo será para ti… Te voy a adoptar, serás mi puto chucho de
compañía… ¡Floro! Me gusta ese nombre, suena a perro maricón… Sí… Floro… Mi
perro “guei”…
Se levantó con una sonrisa.
Ziiiip.
—¡Ven, pequeño!

—¡Ven, pequeña! —El hombre agitaba los brazos.


La niña se detuvo sorprendida.
Miró hacia delante intentando huir de todo.
Le esperaba un camino solitario, lleno de peligros y de hambre.

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Volvió la vista hacia atrás.
El pasado le golpeó como un puñetazo en la boca del estómago.
La mujer yacía envuelta en un charco de sus propios fluidos. Los zombis habían
olvidado el cadáver ahora que le habían dado caza. Ya darían buena cuenta de él con
más calma en otro momento. Clavaron la mirada en su nueva presa.
—¡Vamos, pequeña! ¿A qué esperas?
La niña lo miró angustiada. No había futuro en el camino que se abría delante y
su pasado acababa de morir. ¿Aquel hombre representaba su presente?
No sabía qué hacer.
Sus instintos le gritaban que huyera, pero si lo hacía, moriría de hambre.
¿Y si aquella persona tenía comida?
La mujer le advirtió sobre los hombres. Le dijo que todos eran iguales. Que no
debía fiarse de ellos. Que la utilizarían y luego la abandonarían.
Quería creerla, pero ¿cómo hacer caso a alguien que te había mentido?
Le había prometido que siempre estarían juntas.
Y no era cierto.
Ya no estaba con ella.
¡Mentirosa…!
Corrió hacia donde se encontraba el hombre. De todas las posibilidades, aquélla
era la menos mala.
—Eso es, puta cría… Ven aquí… ¡Y tú, Floro, no dejes escapar a la enana o juro
que esta noche te hago daño de verdad!
Salió del escondite.
El machete pulcro y afilado de su mano contrastaba con el aspecto descuidado de
su vestimenta. Un bate metálico de béisbol oscilaba en la otra mano.
Parecían dos extensiones naturales de su cuerpo.
—¡Vamos, bichos de mierda! ¡Venid aquí! —gritó atrayendo la atención de los
zombis. Empezó a correr blandiendo las armas con aterradora facilidad—. ¡Y tú
escóndete detrás del muro! ¡Mi perro te protegerá!
La niña obedeció por puro instinto, sin estar convencida de sus actos.
El choque contra los zombis fue brutal.

Los golpes de su pelvis eran brutales.


Floro aborrecía ser sodomizado, pero, si se dejaba hacer, la comida no tardaba en
llegar.
Las noches se habían vuelto rutinarias. El hombre se masturbaba hasta conseguir
la erección. Luego le penetraba. Tras eyacular, se limpiaba con el pelaje de su lomo y
le daba un poco de comida.
—¡Toma, chucho de mierda!… Y a ver si pones más empeño, que cada vez te
mueves menos…
El perro se había acostumbrado al bestialismo de aquel hombre. Poco le

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importaban ya las brutales penetraciones.
Sólo pensaba en no pasar hambre.
Eso era lo único que le animaba.
Eso, y ver a su amo muerto.
Algún día, cuando no necesitara su comida, tras el coito, le desgarraría la
garganta.

—Creo… creo que he rasgado la… la sudadera —la niña hablaba


entrecortadamente al perro. Llevó los dedos al tejido roto y lo observó durante unos
segundos.
»Ella… ella me lo habría arreglado… Lo habría cosido o… o algo así… —Se
limpió la nariz con la manga. Unos mocos se quedaron pegados a la tela. Los miró y
rompió a llorar.
»Era buena conmigo, ¿sabes?… Siempre… siempre me cuidaba… A veces era
una pesada… Muy pesada… Pero me cuidaba… Y ahora… ahora está… está
muerta… Es idiota… Se ha dejado matar… Está muerta y me ha dejado sola… —Se
abrazó al perro desconsolada.
A Floro se le encogió el corazón. Era como estar al lado de su tierna y dulce ama.
El contacto con la pequeña le hizo sentir bien. No le ocurría desde hacía mucho
tiempo.
—¡Vaya par de tortolitos!
La niña chilló por la repentina aparición del hombre. El perro miró a su amo con
desconfianza.
—Veo que ya conoces al chucho. Se llama Floro —sonrió a la niña en una mueca
forzada—. Le puse ese nombre porque es un perro maric… Bueno… porque…
porque le gustan las flores. Eso es, le gustan mucho las flores… ¿A que sí, Floro?
Venga, sé amable con la pequeña y dale la patita.
La niña se fijó detenidamente en aquel hombre. Era feo. Tenía la cara llena de
arrugas. La barba descuidada. Olía a orina y a sudor viejo.
En sus armas se adivinaban los restos de carne del combate que acababa de tener
lugar.
Daba miedo.
Miedo de verdad.
Sus ojos tenían un brillo siniestro. Parecían ocultar algo.
Intuyó algo peligroso para ella.
Miró hacia la casa lujosa donde había estado escondida. Si salía huyendo, quizá
tuviera una oportunidad de escapar de aquel hombre.
Sus ojos se toparon con los restos destrozados de los monstruos. Estaban
machacados. Un amasijo de torsos y miembros amputados. Las cabezas habían sido
seccionadas a partir del cuello y pulverizadas hasta convertirse en una papilla espesa
de tejidos y huesos.

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Prefirió no huir a la desesperada. Si lo hacía, probablemente la matasen del
mismo modo.
—Sí, pequeña… Me los he tenido que cargar… No me gusta la violencia… No…
Soy pacifista… Pero he tenido que hacerlo… Por tu bien… Lo he hecho por ti…
Papaíto te ha salvado la vida…
Se acercó a la niña para acariciarle la mejilla.
Ella retiró la cara.
—Usted… usted no es… no es mi padre… —le vacilaba la voz. Las piernas le
temblaban.
El hombre movió una de sus cejas. La expresión le cambió radicalmente.
Floro reconoció el significado de aquella mirada. La había visto varias veces,
cuando se encontraban con alguna superviviente y…
No… No iba a permitir que el hombre lastimara a la niña.
—Claro que no soy tu padre —estaba perdiendo la poca paciencia que tenía—.
No soy él… Pero acabo de jugarme el pescuezo por ti ahí afuera y… Eso me da
derecho a ser quien me dé la puta gana, ¿entiendes?
Señaló donde los monstruos yacían mutilados.
—¿No crees que deberías ser un poco más agradecida? —Alzó el machete
apuntando al cuello de la niña.
La muchacha se escondió tras el perro. Floro adoptó una postura de ataque. Los
graves gruñidos de advertencia le indicaban a su amo que no se acercase. Fue
aumentando el tono hasta convertirlos en fuertes y amenazadores.
—¿Qué pasa, puta enana? ¿Es que no te enseñaron modales tus jodidos padres? Y
tú, chucho cabrón, ¿así me pagas todo el tiempo que te he estado cuidando?… Me
habéis jodido el día… Y me lo vais a pagar…
Se hizo el silencio. Floro se sentía inquieto con aquella situación. Cada vez que
había tenido un enfrentamiento con su amo, había salido perdiendo, aunque al final
siempre hallaba el modo de reconciliarse: levantando la cola y dejando que se le
acercara por detrás.
Ahora era diferente.
No había vuelta atrás.
No habría perdón.
Las miradas de ambos se escrutaron buscando una debilidad en el oponente.
Alguien iba a morir.
El hombre se movió primero. Un rápido golpe del bate dirigido a la cabeza siseó
en el aire. El perro esquivó la embestida haciendo tambalearse al amo. Contraatacó
con un mordisco. Los colmillos se clavaron en el brazo. El machete que sostenía cayó
al suelo.
Un pequeño brillo de victoria apareció en los ojos de Floro.
Grave error.
Como un tren de mercancías, el bate impactó contra su lomo. El aire escapó de

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sus pulmones. El sordo crujir de huesos le alarmó. Esperó que aquel ruido no
significara que se le habían roto las costillas. No pudo defenderse del siguiente
ataque.
Una bota se incrustó contra su cara.
Todo se volvió negro.
La niña salió huyendo al ver al perro agitarse entre convulsiones. Recorrió unos
pocos metros antes de que el hombre le diera alcance. Un golpe seco en su espalda.
Cayó al suelo. Antes de poder levantarse, el hombre se había tirado sobre su cuerpo.
Chilló.
Un puñetazo en su cara.
El silencio se adueñó de ella.
Se quedó bloqueada.
No podía creerlo aunque le estuviera pasando.
Un hilo de sangre apareció por la nariz. El ojo derecho le palpitaba y cada vez lo
sentía más caliente.
¿Por qué estaba pasando aquello?
No había hecho nada malo. Ni siquiera su padre se atrevió a abofetearla cuando
rompió la televisión del salón jugando al yoyó. Se quedó sin paga y sin salir a la calle
tres meses, pero nadie le puso la mano encima.
¿Entonces por qué aquel hombre la había dado un puñetazo?
Miró a los ojos de su agresor.
Odio y rabia primitivos, que nada tenían que ver con ella.
Esa bestia odiaba por puro instinto.
Volvió a gritar.
Un nuevo puñetazo.
Se le aparecieron luces de colores. Le costaba enfocar la vista.
Otro golpe.
Sabor metálico en la boca.
Otro puñetazo.
—No te muevas… Quizá así deje de pegarte…
Otro.
—No te muevas… ¿Qué he hecho mal?…
Otro.
—Por favor…
Otro.
—Por f…
Otro.
Silencio.
Otro.
Silencio.
Otro.

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Silencio.
El hombre dejó de golpear a la niña, aunque podía continuar.
Aún no le dolían los nudillos.
La cría hacía un rato que no se movía.
Tenía el cuello en un ángulo extraño.
Esperaba no haberla matado.
Él no quería hacerlo.
¿Por qué le resultaba imposible controlar su ira? ¿Tantos años de psicólogos para
nada?
Acercó el rostro a la pequeña nariz amoratada de la niña.
Una respiración débil.
—Menos mal… No me apetece follarme a otro cadáver —arrastró el cuerpo hasta
donde yacía inconsciente el perro.
—Chucho de mierda… Esto es lo que pasa cuando te haces amiguito de zorritas.
Propinó varias patadas al animal.
Negro.
Todo era negro.
Daba igual hacia donde dirigiera Floro su mirada: una inmensidad oscura lo
envolvía por completo.
En su mente estaban recientes los recuerdos del combate que acababa de tener
con su amo, pero, extrañamente, no le dolía el cuerpo ni sentía esos pinchazos
preocupantes en los pulmones.
Un minúsculo punto de luz blanca apareció en la lejanía.
¿Qué era aquello?
Corrió hacia allí.
El punto no se acercaba.
¿Dónde estaba realmente?
¿Acaso había muerto?
De la nada apareció su antigua ama. Con gestos espasmódicos, se arrancó los
jirones de ropa en los que se había convertido su pijama. La piel macilenta le cubría
el cuerpo desnudo y emitía extraños brillos que rápidamente se extinguían.
El perro se fijó más detenidamente.
Millones de gusanos blancuzcos se desplazaban bajo la superficie.
La niña abrió la boca hasta desencajarse las mandíbulas. Se oyó un chasquido al
romperse los músculos.
Una sustancia pastosa comenzó a arrastrarse por su garganta hasta llegar a la
lengua. Ruidos obscenos acompañaban todo aquel proceso. Convulsionaba y, con
cada espasmo, parte de esa viscosa materia se desparramaba sobre el suelo.
Heces.
Estaba defecando por la boca.
Repugnado, el animal retrocedió unos pasos.

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Los excrementos se iban acumulando, formando un montículo que no paraba de
crecer.
Su ama levantó el brazo y señaló el lejano punto de luz.
Los ojos de Floro siguieron el putrefacto dedo de su ama y, antes de darse cuenta,
aquel diminuto destello aumentó de forma vertiginosa hasta iluminar con un
resplandor que quemaba los ojos.
Dolor.
Algo se le clavaba al respirar.
Dolor.
Abrió los ojos para despertar de su pesadilla, pero, lejos de acabar, ésta no había
hecho más que comenzar.
—¿Qué pasa, chucho de mierda? ¿Ya nos hemos despertado?
Floro intentó levantarse, pero el cuerpo le dolía demasiado. Se quedó tirado
intentando coger fuerzas.
—¡Menudo maricón estás hecho! ¡No me extraña que me gustara tanto darte por
el culo!
El perro observó el entorno.
Unos pequeños pantalones vaqueros ensangrentados yacían abandonados sobre
unas piedras chamuscadas.
A pocos metros, el hombre sujetaba a la cría por las muñecas. La cremallera de su
pantalón estaba bajada.
Su erección era descomunal.
La niña estaba totalmente expuesta de cintura hacia abajo. El aire frío hacía que
sus piernas tiritaran.
O quizá lo hacían por el miedo.
Quería llorar, pero se reprimía para no recibir más golpes.
El hombre emitió una risita sádica y acercó el pene hacia la niña.
Floro ladró.
Se incorporó, pero las patas le fallaron haciéndole caer de nuevo. Lo volvió a
intentar ayudándose del terreno. Se apoyó en una roca.
El hombre retó al animal con la mirada. Su glande rozaba las nalgas de la
pequeña.
Un amago de vómito hizo su aparición en la boca de la niña.
Floro ladró más fuerte.
Cada vez que lo hacía, un pinchazo martirizaba sus pulmones. No podía llegar
hasta donde estaban ellos dos sin caerse al suelo. Sólo le quedaba ladrar y esperar que
su amo se olvidara de la niña y fuera a por él. Aquella chiquilla le recordaba tanto a
su dulce y tierna ama que no podía permitir que sufriera daño.
Siguió ladrando.
Exageradamente.
La garganta le picaba, pero no cejó en su labor.

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—¿Qué pasa, chucho? ¿La quieres para ti? —La risa sádica dio paso a una mueca
de triunfo—. Pues lo será, pero te la entregaré usada.
Y gritó.
Pero aquél no era un grito de placer.
Era de sorpresa.
Un dolor desgarró su hombro provocando que la erección bajara de inmediato.
Giró la cabeza.
De la boca de un zombi colgaba el trozo de carne que acababan de arrancarle. Sin
tiempo para reaccionar, un segundo monstruo se abalanzó haciéndole perder el
equilibrio.
Esta vez el mordisco fue dirigido hacia el cuello.
Brutal.
Sin precipitación.
«Carne fácil», pensó Floro.
Los ladridos habían surtido efecto.
Las enseñanzas de la manada habían resultado útiles.
Había conseguido atraer a los zombis hasta su posición.
La niña corrió hacia el perro.
—Vámonos, Floro. Huyamos antes de que se fijen en nosotros.
Al perro le costaba caminar, pero se esforzó al ver que la chiquilla le ayudaba.
Sí. Aquella pequeña se comportaba igual que su tierna y dulce ama.
Se alejaron.
La niña se detuvo y volvió la vista atrás. Los zombis se estaban dando un festín.
—Ese cerdo me… Me iba a…
Unas lágrimas asomaron a sus ojos pero las retuvo.
—Cabrón…
No pensaba llorar.
—Vamos, Floro. Yo cuidaré de ti —un gesto dubitativo apareció en su rostro—.
Pero tú también cuidarás de mí, ¿eh? —Acarició la cabeza del animal.
El perro lamió la mano de su nueva ama.
Su dulce y tierna ama.
Los buenos tiempos parecían regresar. La presencia de la niña le estaba llenando
la mente de gozosos recuerdos del pasado.
Esa sensación le hacía sentirse muy bien.
Lo único que extrañaba para redondear el día eran unas galletas.
Era demasiado pedir.
No había comida.
No había ningún tipo de comida.
«Bueno… —pensó mientras se alejaban cojeando hacia el soleado horizonte—.
Espero que mi ama siga siendo dulce y tierna».
Se imaginó a la niña sobre un charco de sangre mientras él devoraba su dulce y

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tierna carne.
El día había comenzado mal.
Pero estaba acabando maravillosamente bien.

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MARCHITAS POR DENTRO

David Mateo

Si mañana se declarase un holocausto zombi,


compartiría ataúd con Yolanda. Va por ti, cariño.

«No por mí realizo esta plegaria


sino por esta raza mía
que extiende desde lugares sombríos
oscuras manos en busca de pan y vino».
Richard Matheson, Desde lugares sombríos.

Me llamo Christelle Leclerck y formo parte de la brigada de limpieza de Burdeos.


Mientras mis compañeras se dedican a ir de edificio en edificio registrando
habitaciones, buhardillas, sótanos y áticos, a mí me toca recoger los cadáveres de la
calzada. No es que sea una faena agradable, sobre todo porque esos pobres diablos
llevan casi cuatro meses apestando la ciudad, pero no queda más remedio que
hacerlo. Después de que las anarquistas se hicieran con el control del estuario de
Gironde y fortificaran el Pont de Pierre, creando la Zona Franca, la principal labor del
nuevo gobierno se centró en la rehabilitación de los recursos energéticos y los
trabajos de saneamiento.
Ya que en otra vida fui estudiante de medicina, voy a recitaros de memoria las
cuatro fases que conlleva la putrefacción de un cadáver: cromática, enfisematosa,
colicuativa y reductiva. Durante el segundo periodo, una vez que se ha llevado a cabo
la deshidratación de las mucosas y comienza la momificación, se produce la
descomposición del sistema orgánico por acción de las bacterias. Es cuando más se
aprecian los efectos de la degradación. Los órganos internos se llenan de gas y se
desgarran, los escrotos de los hombres se hinchan como globos, las órbitas se
expanden y los ojos se convierten en grotescas canicas en las que las pupilas están
completamente dilatadas. Los labios se agrietan y dejan entrever las encías y los
dientes. La piel se contrae sobre los pómulos y se estira hasta que se transparentan los
alvéolos faciales. Es en ese momento cuando el cuerpo se convierte en un imán para
pestes, liendres y enfermedades. Pues bien, tras Tifoidea puedo aseguraros que todo
Burdeos es una descomunal llaga enfisematosa. Por consiguiente, se hacen
ineludibles las brigadas de limpieza casi tanto como el restablecimiento de la luz y
del agua potable.

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El verano ha sido insoportable. Desde primera hora de la mañana, cuando la brisa
traía el olor de la landa y arrastraba consigo la corrupción de miles de cuerpos, la
mayoría de las supervivientes no podíamos salir a la calle sin mascarilla. Imaginaos
el ambiente al mediodía, mientras el sol rugía como una llama incandescente sobre
nuestras cabezas y las chicharras se regodeaban en el erial de acero. El asfalto
desprendía un halo rancio y pútrido que hacía que las tripas se te derritieran en el
estómago. Creo que durante los meses de julio y agosto han muerto más mujeres a
causa de las enfermedades que a manos de los involucionados.
Hoy, por suerte, el olor no es tan desagradable. Es cierto que en los días más
revueltos, el aroma dulzón de la parca nos recuerda a nuestros muertos. El viento nos
dice que nuestros hombres —padres, maridos, hermanos e hijos— siguen
aguardándonos en cada rincón de la ciudad, en cada callejuela, en cada edificio
deshabitado, algunos todavía tumbados en sus camas, otros sentados en la taza del
váter, con el esfínter bien abierto, tal como se los llevó Tifoidea aquella trágica noche
de primavera. Los más fuertes, sin embargo, todavía están vivos… si a eso se le
puede llamar vida. Hay veces que, imbuida por mi trabajo, me quedo mirando los
cuerpos y me detengo en medio de la desolación. Mis músculos se convierten en
raíces de acero, las piernas se tensan hasta que un leve temblor recorre mis
pantorrillas y siento un aleteo de mariposas en el estómago. Veo sus cuerpos en las
aceras, desposeídos de humanidad, agusanados, reducidos a simples despojos de
pellejos y huesos, y de repente siento que algo pugna por arrebatarme la vida, por
arrancármela de golpe. Supongo que todas las mujeres de este condenado planeta se
sienten así en algún momento del día. Dios no nos creó para caminar solas por el
mundo. Después de seis meses desde la expansión de la plaga, apenas hemos tenido
tiempo de llorarles. Primero sujetas al miedo más irracional, después apuradas por el
instinto de supervivencia, finalmente espoleadas por el deseo de comenzar de nuevo.
Es cierto que muchas siguen respirando, pero, si te detienes a observarlas y te
fijas bien, rápidamente comprendes que están muertas por dentro. Que esa reacción
de inmovilidad de la que he hablado antes prevalece a lo largo del día. Están más
muertas que los involucionados. Pero hay otras que luchan por sobrevivir, por
recobrar el orden, por introducir ese gobierno necesario que actúe como una hostia en
los morros y nos haga reaccionar. Ellos ya no están, pero nosotras sí. Así que tenemos
que levantarnos, poner en marcha este puto planeta y volver a abrir los brazos a las
que todavía vagan perdidas allá fuera, a merced de las criaturas hostiles.
No obstante, hay momentos en los que es imposible no pulsar el interruptor de
standby y dejar que la vida te arañe las entrañas. Hay momentos en los que preferiría
estar muerta a tener que vivir un segundo más en esta cochina pesadilla. ¿Adónde
vamos sin ellos? ¿Sin descendencia, sin esperanza, sin futuro? Un mundo sin
hombres no es mundo, igual que no lo sería sin mujeres. Dios creó a Adán y a Eva, y,
aun en su imperfección, eran dos y constituían el orden natural de las cosas. Creo que
el mismísimo Diablo fue el que sintetizó a Tifoidea y la expandió por la tierra para

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abocarnos a una lenta y agónica extinción.
—¿Estás bien? —me pregunta Denise, poniendo su mano en mi espalda.
Me vuelvo lentamente hacia ella, me quedo mirándola y encuentro ese horror
vacío que ahora todas llevamos dentro. Me entran ganas de llorar, pero me trago la
bilis y contengo las lágrimas. Intento no ser egoísta. Todas estamos marchitas, incluso
las más fuertes.
—Estoy bien —le respondo a mi compañera.
Denise asiente con la cabeza, con tanta tristeza que por un instante vuelvo a
tambalearme en el abismo.
Finalmente, nos concentramos en el siguiente cuerpo. No es más que un niño,
aunque la putrefacción ha hecho tantos estragos en su rostro que ahora parece un
anciano arrugado. Lo recogemos con cuidado y Denise le hace una señal a Erica para
que se aproxime con el camión de basura. Entre las dos lo arrojamos al contenedor.
Las prensas se ponen en funcionamiento y el cuerpo queda encajado en la masa de
carne. Me estremezco ante el chasquido de huesos rotos. Pero hay que dejar espacio
para los demás… en Burdeos quedan aún más de ciento sesenta mil hombres
esperándonos.

Me gusta bajar al final de la tarde por la calle de Victor Hugo, dejar atrás la
catedral y el Gran Teatro, cruzar la alameda de Saliniers y llegar hasta el Pont de
Pierre. Es un paseo idílico entre antiguas mansiones que rezuman un aire
renacentista. Antaño el olor de la uva y de los viñedos se apoderaba de aquella parte
de la urbe; hoy, en cambio, todo transpira muerte. La piedra se ha enmohecido en los
monasterios, los lagos rebosan agua corrupta y los bosquecillos que antaño esparcían
un olor fresco a pino ahora se han transformado en cementerios de troncos huesudos
y secos. Parece que Tifoidea no sólo se ha llevado a los hombres, sino también la
belleza de la ciudad. Me pregunto si en el resto del mundo también habrá pasado lo
mismo. Quién sabe… Los parajes que rodean Burdeos son un misterio ignoto para
nosotras.
Al atardecer, las afueras de la ciudad se funden con un cielo anaranjado,
atemperado por el fuego de la incertidumbre, de la muerte, de la ignominia y del
caos. Desde el Pont de Pierre se divisan los barrios de la Bastida, de Cenón, de
Lormont allá lejos, en el norte. Los reflectores de la milicia apuntan hacia el paseo de
la Souys, buscando cualquier sombra que se mueva por las inmediaciones del río. Los
puntos de mira de los fusiles de asalto no dejan de escrutar el vacío, con una mezcla
de expectación y miedo. Al principio de establecernos en la Zona Franca, las
manadas de involucionados trataban de cruzar el Garona por cualquiera de los
puentes y asaltar la parte poblada de la ciudad. No había noche en que no se
registrasen disturbios y alguna muerte en las afueras. Las anarquistas pusieron fin a
las incursiones creando brigadas de defensa, alzando trincheras en los puentes y
formando una barrera infranqueable. La mayoría de las mujeres que componen las

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brigadas jamás habían empuñado un arma, pero el miedo obliga a hacer cosas que en
la otra vida, antes de Tifoidea, jamás habrías pensado que se podrían hacer.
El Pont de Pierre, por su situación estratégica en el centro de la ciudad, es uno de
los más custodiados. Conforme transcurre la tarde, el mundo se vuelve oscuro, los
cadáveres que arrastran las turbias aguas del Garona se disuelven entre las brumas, la
vida estalla en el territorio incierto. Los reflectores de los puentes de Sant-Jean y de
Aquitania proyectan columnas de luz azulada que descienden sobre los suburbios,
sobre las fachadas de las viejas casonas, sobre el canal abandonado de las calles
Deschamps y Queyries. Todo se vuelve espectral y lúgubre, y puedes sentir la tensión
de las manos que aferran las armas, el olor del sudor y de la adrenalina; el miedo de
las mujeres que guardan este trocito de mapa que podría llamarse civilización.
Esta noche a Alicia le toca guardia. Ella, Denise y Erica forman el frágil círculo
de amistades que conservo en este mundo demencial. Alguien la reclutó para las
brigadas, la dopó hasta las orejas y le puso un fusil Sniper de 7.62 mm en las manos.
Me pregunto a quién tiene más miedo, si a los involucionados del otro lado o al arma
que le obligan a empuñar. El casco Spectra le viene demasiado grande, le cubre sus
bonitos ojos azules, y el traje de camuflaje difumina sus formas de mujer. A nuestro
alrededor hay otras diecinueve milicianas más, pero todas tiemblan por la brisa
nocturna y por el miedo que sienten ante un posible ataque. Todas sabemos cómo se
las gastan los involucionados. Nos comen vivas. Así de crudo, así de frío. Se dice que
el hambre de esos desgraciados es dolorosa, que quema las entrañas y los impulsa a
cazar, a arrancar la carne de sus víctimas y a metérsela a puñados en la boca. Dicen
que el sabor de las vísceras ensangrentadas es el único bálsamo para sus arranques de
lujuriosa voracidad. Pero la paz apenas perdura unos segundos… unos segundos de
intensa satisfacción. Luego vuelve el dolor. El dolor y el impulso de descuartizar.
Alicia mató a uno de ellos hace diez días, al poco de entrar en las brigadas.
—He asesinado a un hombre —me confesó cuando regresó a casa. Su mirada se
desvanecía en la nada.
—Ésos ya no son hombres —le dije yo.
—¿Y qué más da? En otro tiempo lo fueron. Fueron nuestros maridos y nuestros
padres. Los hombres a quienes nosotras asesinamos.
Alicia acabó sentada en mi regazo, llorando desconsoladamente hasta caer en un
profundo letargo.
A pesar de que forma parte de las brigadas, Alicia no posee un temperamento
enérgico. No es más que una chiquilla de diecinueve años, introvertida y callada,
aunque de vez en cuando saca fuerzas de flaqueza y acude a mí como confidente.
Pero la mayoría de las ocasiones prefiere sufrir en silencio. Eso es malo, muy malo.
Creo que tiene una amante, pero ni los brazos más cálidos pueden deparar consuelo
en este mundo estéril. El sexo entre mujeres es un alivio, pero no colma nuestras
necesidades, ni las afectivas ni las más elementales. Yo, últimamente, tengo la
sensación de que llevo un trozo de hielo pegado a las ingles. Un vacío tan grande que

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se expande hasta las tripas y me convierte en una autómata de metal. Lo noto cuando
me siento, cuando me arrimo a otro ser humano, cuando como, cuando respiro… Me
hace sentir molesta conmigo misma y con las demás. A veces me dan ganas de
meterme los dedos ahí dentro y hacerlo sangrar. Al fin y al cabo, esa parte de mí ya
no sirve para nada.
—Quiero pasar al otro lado —me dijo Alicia esa noche, en el Pont de Pierre—.
Quiero cruzar esta maldita pasarela y reunirme con ellos.
—¡Pero qué estás diciendo! —exclamé horripilada.
Alicia, pese a que lo tenía prohibido, bajó el arma y se sentó a mi lado. Apenas
podía ver su silueta en la oscuridad, pero su respiración llegaba entrecortada junto al
fluir del agua.
—Te lo dije una vez. Creo que, aunque transformados, siguen siendo nuestros
hombres.
—Ésos no son nuestros hombres, maldita loca. Son bestias, zombis, criaturas
monstruosas. Para ellos somos simple ganado.
—Fueron fuertes y sobrevivieron a la purga, ahora quieren reunirse con nosotras
y ellas lo impiden…
—¿Quiénes? —pregunté con recelo.
Alicia miró hacia atrás, hacia la Zona Franca.
—Ellas. Las anarquistas.
Comencé a preocuparme por Alicia. ¿Acaso había terminado por enloquecer?
¿Acaso el dolor que sentía —el dolor que nos acomplejaba a todas— había
aniquilado su juicio? Quise abrazarla, pero ella me evitó.
—No quiero que me toques. No me toques. No me toques nunca. Quiero que me
toquen ellos… sólo ellos…
Una campana comenzó a sonar en la zona desocupada, por el parque de Floirac.
Eran las ocho de la noche. Los gritos de los involucionados corearon el estrépito del
bronce. La ciudad cobró vida. Sonidos guturales sobrevinieron desde los barrios
bajos. Seres sin mente que se rendían al delirio del hambre, decenas de gargantas
grotescas que llamaban a las estrellas, suplicando carne para paliar un dolor muy
profundo.
Las milicianas prepararon las armas y dirigieron los focos hacia la parte oscura de
la ciudad. Las luces danzaron entre callejones y fachadas ruinosas, desvelaron
carreteras quebrantadas por el caos, trincheras de vehículos, escaparates rotos, diques
vacíos, pero ni rastro de los involucionados. Parecían haber aprendido la lección de
las armas de fuego. Aun así, seguían amenazándonos, en la parte de la ciudad que nos
rodeaba, en los bosques que cercaban Burdeos, en el resto del país y quién sabe si en
el mundo entero.
«No os olvidéis de nosotros —parecían decir—. Nosotros no nos olvidamos de
vosotras».
El clamor concluyó de pronto, como si todas las gargantas respondieran a una

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sola voz. La ciudad volvió a quedar en silencio, vacía, expectante. Algunas de las
milicianas comenzaron a llorar, degradadas por el miedo y la tensión.
—¿Has oído? —le pregunté a Alicia, todavía anquilosada por el pánico—. ¿Crees
que ésos son nuestros hombres? ¿Aún crees que vale la pena ir en su busca?
Ella no respondió. Seguía dándome la espalda al trasluz de los reflectores, de pie.
—Nuestros hombres están muertos —continué jadeando—. En las calles, en las
casas, en las carreteras, entre los hierros de los coches. Ésos… ésos… —No se me
ocurrió ninguna forma de definirlos—… Ésos ya no son nuestros hombres. Nuestros
hombres murieron, Alicia. Se fueron para dejarnos solas.
Siento que Alicia se vuelve hacia mí y se me queda mirando. Sus ojos me
taladran, me traspasan, me hacen sentir culpable. Por un instante, la odio por su
debilidad, la odio porque comprendo que todavía conserva la esperanza, porque su
fragilidad proviene de un anhelo que trata de perdurar en el tiempo. Pero esta noche
ha vencido mi frustración y mi desesperanza. Le he abierto los ojos. Le he mostrado
el mundo tal como es.
Alicia levanta el arma, se la pone en la sien y sus ojos, esbozando el terror que
todas llevamos dentro, me dicen adiós. Después, la detonación me deja
completamente sorda.
Veo su cuerpo tambalearse al borde del puente. El arma resbala de sus manos y
cae al suelo. Algo viscoso se escurre por mi cara; puede ser su sangre o sus sesos
reventados. ¿Qué más da? Alicia ya no está conmigo. Se ha pegado un tiro… no, se
lo he pegado yo. La niña de dulces ojos cae hacia un lado; su peso muerto resbala por
el parapeto y desaparece en el vacío. Después sólo se escucha el chapoteo de algo que
se hunde en el río.
Una o dos milicianas se vuelven hacia mí, sobresaltadas por la detonación del
arma. Aunque están lejos unas de otras, atisbo el mismo miedo de Alicia en sus ojos.
Viven aterradas, atenazadas por el germen de un desasosiego vírico. No tardan
demasiado en darme la espalda y retomar sus funciones de vigilancia. Parecen
acostumbradas a aquel sinsentido. No es la primera vez que una de ellas baja los
brazos y se pega un tiro en la cabeza.
De pronto, esa frialdad que he mencionado antes asciende por mis tripas y por mi
pecho y se atrinchera en mi gaznate. La bilis me golpea el paladar: se me llena la
boca con todas las mierdas que he tragado hoy. Me ahogo. Me asfixio. La garganta
me apesta a hiel. Tengo que vomitarlo todo de golpe, expulsarlo con esos hilos de
jugo gástrico que me abrasan las entrañas. Incluso cuando estoy completamente
vacía, sigo vomitando y arrojando la peste que me carcome por dentro. Minutos
después estoy tumbada sobre el empedrado, con la cabeza a punto de estallar y el
rostro arrasado por las lágrimas.
Alicia… Alicia… Alicia… ¿Qué he hecho?
Soy consciente de que tan sólo le he mostrado la verdad, y eso es, precisamente,
lo que más me aterra. Alicia ya era cadáver hacía mucho tiempo, aquel disparo en la

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cabeza no ha sido más que la constatación de una muerte anunciada. Y puede que su
destino sea el mismo que suframos todas: Denise y Erica, las anarquistas, las
milicianas… yo misma. Estamos condenadas en este mundo putrefacto, en esta
sociedad enfisematosa. Sólo es cuestión de tiempo… sólo es cuestión de esperar y
seguir recogiendo cadáveres. Tifoidea se llevó a nuestros hombres o los convirtió en
monstruos. Nosotras nos sentimos afortunadas por sobrevivir a la purga. Pero hoy,
demasiado tarde, comprendemos que no hay esperanza, que Tifoidea los mató a ellos
pero que también nos mutiló a nosotras. No hay Adán sin Eva, pero tampoco hay Eva
sin Adán.
El fusil de Alicia todavía está caliente cuando me lo pongo en la boca. Me quema
la lengua. ¿Qué más da? Ya estamos todas muertas.

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TRABAJO INACABADO

Santiago Sánchez Pérez

Para Eva.

1. Malas noticias
Siguiendo mi particular rito, me dispongo a disfrutar de un cubalibre bien fresco,
para celebrar el éxito de mi último trabajo. Cómodamente instalado sobre el sillón,
saboreo un primer sorbo de la bebida, pero la placentera experiencia es en gran
medida estropeada por el odiado sonido de mi teléfono móvil.
Con el tiempo, he aprendido a temer ese sonido, y aunque es remotamente posible
que se trate de mi jefe llamándome para felicitarme por otra tarea bien hecha, soy un
ser pesimista por experiencia, así que no me sorprendo en exceso cuando la conocida
voz del tipo que ingresa la pasta en mi cuenta corriente me grita como si tuviera un
cactus metido por su almorránico trasero:
—¡Maldito idiota! ¡La has cagado pero bien!
No tengo ni idea de a qué puede referirse y, aunque el trabajo se ha cumplido al
pie de la letra, el temor por algún cabo suelto que pueda haber dejado tras de mí me
hace empezar a preocuparme.
—¿Cuál es el problema? —pregunto con cierta impaciencia.
—¡Pon el canal cinco!
Tomo el mando a distancia y pulso el número cinco. En la oscura superficie del
televisor aparece una reportera pelirroja de ojos claros con un generoso escote que no
tarda en atraer mi atención, aunque dudo seriamente que esas domingas sean
naturales.
—No veo cuál es el problema —digo por el auricular a mi encabronado patrón.
—¡Deja de observar las tetas de esa zorrita y mira por detrás de ella!
—¡Santa rajadura! —exclamo.
La impresión que recibo es tan fuerte que a punto está el teléfono de caérseme de
las manos. Por detrás de la joven, puedo ver un sórdido grupo de desastrados
vagabundos y, entre ellos, sucio de sangre y caminando con manifiesta torpeza,
distingo al jodido soplón al que se supone que acababa de liquidar esta misma
mañana.
—Imposible —digo sin terminar de creerlo—, le disparé dos veces a corta
distancia.
Pero las evidencias en la pantalla de la televisión me confirman que algo debió de
salir mal. ¡El muy bastardo! Seguro que no llevaba chaleco antibalas, lo dejé en

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medio de un charco de su propia sangre. Puede que sea uno de esos casos raros, uno
de esos cabrones que tienen el corazón en el lado contrario. La culpa es del jodido
cornudo de mi jefe, con su «no le dispares en la cara». Fijo que se tira a la futura
viuda y por eso quiere que durante el funeral el ataúd pueda exhibirse abierto.
Los gritos del cornudo me sacan de mis meditaciones.
—¡Ya sabes donde está!, ¡mueve el culo y termina tu puto trabajo!
—Pero… ya me deshice del arma, y además…
—¡Ése es tu puto problema! —me corta—, por mí como si le asfixias con un
calcetín resudado. Pero será mejor que ese soplón esté muerto para la hora de la cena.
Y, sin decir más, el cornudo cuelga dejándome con la palabra en la boca y el
marrón entre manos. Vuelvo mi atención de nuevo hacia la pantalla, donde un locutor
habla de no sé qué noticia de última hora. Apago el aparato con fastidio y le doy un
largo trago al cubalibre mientras pienso que mi padre tenía razón: debí hacerme
higienista dental.
Me visto con rapidez para el trabajo. Me tocará improvisar, y ésa no es la forma
en la que a mí me gusta trabajar. Pero ésta es una profesión dura, y más últimamente,
con tanto intrusismo. Entre los sicarios llegados de Sudamérica y los ex militares
procedentes de los países del Este, el negocio se está poniendo cada vez más difícil.
Abro la caja fuerte oculta en la pared y compruebo la pequeña pistola de calibre
32 antes de enroscarle el silenciador. ¡Puto cornudo y reputo soplón! Malditos sean
los dos, el primero por sus exigencias, cuando todo esto es por su culpa, y el segundo
por no tener la decencia de morirse y obligarme a hacer horas extra.

2. Trayecto
Si hay algo que detesto del transporte público, es la gentuza que te toca aguantar
durante el viaje.
Por un lado, está un borracho que mantiene a un pequeño y desagradable perro de
ratonil aspecto, sujeto por un pedazo de cuerda, que se dedica a insultar a diestro y
siniestro. En el otro lado del vagón, una mujer que, a pesar de su juventud, tiene
varios dientes de oro y sostiene a un bebé llorón bajo el brazo, como si fuera una
barra de pan, canturrea no sé qué sobre que es inmigrante de la Rumanía y que no
tiene ni para leche y pañales. Por si no fuera suficiente con esos dos, un tipo raro se
mantiene en pie en el centro del vagón y nos grita algo sobre el incipiente fin del
mundo, el arrepentimiento y demás mandingas similares. Los tres parecen competir
entre sí por ver quién es capaz de ser el más molesto.
Tampoco es de mi agrado el estridente pitido que anuncia el cierre de las puertas,
y, por si todo ello fuera poco, mis oídos también son torturados por los escandalosos
gritos de unos jovenzuelos que bajan atropelladamente las escaleras mecánicas que
llevan al andén. No me molesto en ocultar una maliciosa sonrisa cuando las puertas
se cierran a escasos centímetros de una muchacha, con la cara llena de piercings, que

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golpea la puerta con las palmas de las manos, como si su vida dependiera de ello.
Mientras empezamos a ganar velocidad, internándonos en el túnel, aún alcanzo a ver
a un desastrado grupo de muchachotes que bajan rugiendo, con todo el aspecto de
venir de una pelea. Sin duda, pendencieros hinchas de algún equipo de fútbol,
ensangrentados por la pelea con otros rivales tan pendencieros como ellos. Me alegro
de que no vayan a poder subir a este convoy. Lo único que me faltaba era un grupo de
jovenzuelos violentos, borrachos y probablemente incluso drogados.
—Esta juventud… —digo por lo bajo.
—Una moneda para leche y pañales —me pide con voz quejumbrosa la tipa del
bebé bajo el brazo.
—Haz como yo y búscate un trabajo honrado —le respondo secamente.
Mi parada es la siguiente, así que me acerco a la puerta y aprovecho para
propinarle una patada al pequeño trasero del perro del borracho. El animal ladra con
indignación y su dueño me grita una larga retahíla de insultos mientras lucha por
mantener el equilibrio.
Bajo del vagón en una sucia estación que parece desierta. Mejor, nunca me han
gustado las multitudes.

3. Llegada
Salgo de la estación. No veo un alma en las calles. El sol está ya bastante bajo,
deben de ser más de las siete de la tarde y yo debería estar preparándome para ver la
serie del mafioso gordo o la del médico borde. Pero no, en lugar de eso, tengo que
estar buscando el agujereado trasero de un soplón de mierda porque el cornudo de mi
jefe se folla a su parienta. ¡Debería cobrar horas extra!
No tardo en llegar hasta la sórdida calle que vi en las noticias. Un nutrido grupo
de vagabundos golpea y parece querer volcar la furgoneta del equipo de televisión.
En su interior, veo cómo la reportera de generoso escote me hace señales
desesperadas. Si espera que sea yo quien llame a la policía, lo tiene claro. Además, le
está bien empleado. Eso le pasa por venir a explotar las miserias de los
desfavorecidos con sus reportajes de mierda.
Me dispongo a avanzar por la otra acera para no despertar atenciones no
deseadas, cuando me topo con el que sólo puede ser el operador de cámara de la
siliconada reportera o, mejor dicho…, lo que queda de él. La desagradable sorpresa
tarda un instante en ser procesada por mi cerebro. Lo primero que pienso es que ha
debido de ser atacado por una horda de animales salvajes. Del destrozado tronco, y
sujeto por apenas una delgada tira de pálida piel, veo los rosáceos pedazos del tendón
de un brazo. El otro, sujetando aún la cámara, se encuentra a medio metro de
distancia. Su pierna derecha permanece relativamente intacta, pero un espantoso
muñón es todo lo que puedo distinguir en el lugar en el que debería encontrarse la
izquierda. La mayor parte de su oloroso aparato digestivo se encuentra esparcida por

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el suelo.
—Pero qué cojones… —exclamo, casi cayendo de culo por la impresión.
Y como si hubiera sido capaz de oír mis palabras, el pobre despojo abre los ojos y
fija su fría mirada en mí.
—No puede ser.
El cámara abre lentamente lo que queda de su boca y profiere una especie de
gemido lento y apagado… que no tarda en ser respondido por otros.
—¡Joder!
Reconozco que la idea de llamar a la policía ya no me parece en absoluto
descabellada. Doy un par de pasos hacia atrás para alejarme del despojo, que parece
hacer grandes aunque infructuosos esfuerzos por moverse en mi dirección, y choco de
espaldas con una farola.
Algo que suena remotamente parecido a «groarghgoulg» me obliga a centrar de
nuevo mi atención en la acera donde se encuentra la furgoneta y observo que el grupo
de puercos vagabundos avanza torpemente en mi dirección. Para mi sorpresa,
reconozco al cerdo soplón al que he venido a liquidar, que aferra la pierna que le falta
al cámara como si de una cachiporra se tratara. Eso sería bueno si estuviéramos a
solas. Lo malo es que parece hacer buenas migas con esos sucios vagabundos, que
sospecho pueden estar detrás de lo ocurrido al cámara, y, en cualquier caso, hay
demasiados testigos.
Los sucios tipejos siguen acortando distancias mientras trato de decidirme entre
sacar la pistola para acabar el trabajo de una vez o el teléfono móvil para avisar a la
policía.
—¡Las llaves de la furgoneta! —me grita la siliconada reportera, bajando la
ventanilla del vehículo.
Hago gesto de no comprender, a lo que ella añade:
—En el bolsillo del pantalón.
Dirijo la vista hacia el despojo del cámara, que continúa moviéndose lentamente
en mi dirección, como si de una babosa especialmente repulsiva se tratara. Me
apetece tanto rebuscar en los bolsillos del pantalón de ese tipo como meter la mano
en el culo de un yonqui sifilítico. Si la tetona cree que voy a hacerlo, es que es aún
más tonta de lo que parece.

4. Chapuza
La cosa ya no tiene remedio. La policía no puede tardar en llegar, y si permito que
se lleven al soplón, acabará confinado en un loquero, lo que me dejará sin posibilidad
de terminar el trabajo. Pero cargármelo a plena luz del día y delante de una docena de
testigos, chalados o no, no es mi forma de trabajar.
Eso no es propio de un profesional, sino de esos sicarios chapuceros, así que saco
el teléfono móvil y, mientras dudo entre llamar a emergencias o a mi jefe para

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explicarle la situación, compruebo que me encuentro sin cobertura.
—¡Date prisa, se acercan! —me grita la tetona.
Un grito procedente del fondo de la calle me hace levantar la vista y olvidarme
momentáneamente de esta panda de torpones chalados. Se trata de una agente de
policía que parece haber perdido parte de su equipo reglamentario y que corre en mi
dirección, rugiendo como una loca. Mientras se aproxima, veo que se trata de una
muchacha de entre veintimuchos y treinta y pocos, que ha perdido la gorra y cuyo
rubio cabello, recogido en un moño, anda medio deshecho. Su azulado uniforme está
manchado de algo de color oscuro, y el objeto que lleva agarrado en una mano y que
en un primer momento pensé que debía de tratarse de algún tipo de arma es el cuerpo
descabezado de un gato.
Puedo entender que la situación la supere o incluso encabrone, pero esta tipa no
sólo parece estar tan majareta como los vagabundos sino que se mueve de forma
rápida y nerviosa, lo que la convierte en un problema mucho más serio.
¿Debería cargármela? Matar a un poli no es nada profesional y puede hundirme
en la mierda pero bien. Estoy a punto de empuñar la pistola, aunque sólo sea para
amenazarla, cuando, en su frenética carrera, la poli resbala con las tripas del cámara y
cae cuan larga es sobre el suelo. Entonces veo el feo mordisco que exhibe sobre el
hombro izquierdo. La agente me mira desde el suelo con la boca llena de una espuma
rojiza y mostrando una dentadura que me hace pensar en Ronaldinho.
«¡Joder! —exclamo para mí mismo—, esta perra está rabiosa».
Aprovechando la situación, le propino una brutal patada en la cara. El soplón, que
de un modo lento pero seguro ha conseguido llegar hasta mí, se me echa encima.
Forcejeamos.
Sus manos, frías como el hielo, se cierran alrededor de mi cuello. Es mucho más
fuerte de lo que parece. Le propino un cabezazo, que sospecho que me ha dolido a mí
mucho más que a él, y consigo liberarme, pero el resto de la «pandilla» de tirados ya
me tiene rodeado y comprendo que, si no quiero terminar como el cámara de
televisión, voy a tener que comportarme de un modo muy poco profesional.
—¡A la mierda el funeral con ataúd abierto! —grito ya muy harto de toda esta
jodienda.
Empuño la pistola, acciono la pequeña corredera y le disparo al soplón dos veces
en plena frente. Los orificios son pequeños y los proyectiles no llegan a salir de su
cabeza, pero al tipo se le doblan las rodillas. De todos modos, y en parte por
asegurarme, en parte por haberme jodido el día, le disparo otras dos veces en la nuca.
Soy consciente de que debería detenerme a recoger los casquillos, pero el horno no
parece estar para bollos.
Contra todo pronóstico, lejos de retroceder asustados, el resto de tirados continúa
su avance cerrando el cerco e ignorando por completo el arma con la que les
amenazo. Por si la situación no estuviera lo bastante mal, una estridente cacofonía de
gritos, proferida por no menos de una docena de gargantas y procedente de una calle

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lateral, gana intensidad.
—¡Las llaves! —vuelve a gritar la desesperada reportera.
Coloco un pie sobre el cuello del agonizante cámara e introduzco mi mano en sus
bolsillos. Encuentro un pringoso pañuelo, una cartera de lona y, por fin, las llaves de
la furgoneta. Esquivando a los torpes vagabundos, consigo pasar entre ellos evitando
tocarlos, ya que en esta vida, menos la belleza, todo se pega. Así llego hasta el
vehículo, donde la tetona no tarda en abrirme la puerta, justo a tiempo de ver a un par
de vociferantes cabrones salir de una calle lateral y emprender una carrera en mi
dirección.
—¡Ya era hora, joder! —Me increpa la reportera.
—¿Se puede saber qué está pasando aquí?
Sin responder, ella pone el vehículo en marcha y se interna por una calle donde un
nutrido grupo de personas se lanza contra el vehículo como si quisieran abordarlo por
las bravas.

5. Génesis
Tardamos cerca de veinte minutos en cruzar una ciudad que parece haberse
convertido en un sangriento manicomio. Durante el trayecto, presenciamos la
actividad de unos agentes de policía claramente superados por la situación: actos de
pillaje y canibalismo, personas huyendo de otras que parecen perseguirlas a gran
velocidad mientras expulsan espumarajos por la boca… Pero lo que me resulta más
inquietante son esos grupos de seres que, a pesar de haber sufrido terribles heridas,
avanzan mecánicamente con una fría e inexpresiva mirada en el rostro.
Por la radio de la furgoneta nos enteramos de que la situación está muy lejos de
estar controlada y que parece tener su origen en una nueva cepa de rabia,
especialmente contagiosa, que un oscuro grupo terrorista robó del ECDC, el Centro
Europeo para la Defensa y Control de Enfermedades Infecciosas.
—¡Eso no tiene sentido! —grita la reportera—. ¿Por qué harían algo así?
—Quién sabe —le respondo—, quizá quieran cambiar el mundo.
—¿Qué haremos ahora?
—Esperar.
—¿Esperar? —pregunta con algo a medio camino entre la incredulidad y la
indignación—, ¿eso es todo lo que se te ocurre?
Me encojo de hombros a modo de respuesta.
—Quizá esto sea lo que necesita nuestra sociedad —respondo—, una buena
limpieza; ya sabes, como dicen los informáticos, un reseteo.
Ella me mira como si me faltara un tornillo.
—¡¿Pero qué coño dices?! —me grita—. ¿En qué cojones estás pensando?
—Ahora mismo —respondo con calma—, en si tus tetas son naturales o de
silicona.

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Después de unos segundos de tenso silencio, la reportera responde por fin:
—¡Naturales!, ¿acaso no te has fijado en cómo se mueven? Las de silicona son
tiesas y acartonadas.
Mientras pone de nuevo el vehículo en marcha, constato que tiene razón.
—Seguiremos por esta carretera —dice ella—, a ver qué encontramos.
Asiento con la cabeza. Me parece un plan tan bueno o tan malo como cualquier
otro. Introduzco la mano en el bolsillo de mi chaqueta, tomo mi teléfono móvil y,
bajando el cristal de la ventanilla, lo arrojo fuera.
No estoy seguro de si esto es el final o sólo un nuevo principio, pero, en cualquier
caso, allí adonde acabe llegando no creo que vaya a volver a necesitarlo.

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ESTOY CAMBIANDO…

Fernando Corvillo Rodríguez

A Mar, porque los deseos contigo


se hacen todos realidad. Te quiero.

¡Me ha mordido, esa loca me ha mordido!


Las autoridades sanitarias, los bomberos y la policía no han podido pararlo. Esa
vieja loca salió del edificio, enfurecida, con los ojos inyectados en furia y sangre, y
me mordió en el brazo. Tras ella aparecieron otros más. Vi dos bomberos, dos
ancianos y también algunos GEOS que salieron a recibirnos con el estómago vacío.
Tiré la cámara al suelo y salí corriendo del lugar. Perdí el rastro de Álex; tal vez se lo
hayan comido esos locos. Entre la marabunta pude llegar a un sitio seguro dejando
detrás una lucha encarnizada que ni el plomo de las balas podía frenar.
He llegado a un callejón oscuro. Es de noche. Tal vez no sea la mejor salida, pero
creo que es la que ahora más me conviene. Está oscuro; pero es mejor, así se me
pasará la jaqueca que tengo. La herida no para de sangrar y no me puedo mantener en
pie ni un minuto más. No sé qué me pasa, estoy sudando muchísimo, excesivamente,
como nunca. Además, notó que mi interior hierve, que la sangre me quema las venas.
Está empezando a ser insoportable…
Moqueo y la jaqueca ha aumentado. Sudo; ¡joder!, me estaré deshidratando. Noto
cómo los músculos del brazo, justo al lado del mordisco, empiezan a tensarse. Esa
tensión se está transmitiendo por todo mi cuerpo a una velocidad pasmosa. Debo ir a
algún hospital, yo no estoy bien…
Me levanto, pero el mareo es superior a mis fuerzas, no puedo resistirlo y
empiezo a escupir líquido por la boca. Será la hamburguesa de por la noche.
No parece que haya vomitado la cena, ni mucho menos. Sabe a sangre. Seguro
que es sangre. Dios mío, todo me da vueltas, mi cuerpo arde… Lo siento por
dentro…
Mi vida ha cambiado. Mi mente lleva un desfase con respecto a las acciones
fisiológicas de mi cuerpo. No me controlo.
En mi mente resido yo, el mediocre periodista, aunque excelente padre y marido.
Mi figura externa ya no se parece tanto a ese que era. Oigo mi respiración muy fuerte,
incluso puedo sentir cómo mis pulmones se inflan con una rapidez que el organismo
en condiciones normales no puede resistir. Mis tímpanos se resienten; aunque no me
quejo de ello, aun así he soltado un tremendo alarido al ver pasar a una persona
corriendo al lado del callejón. ¿Qué diablos pretendo?
Me dirijo a una velocidad atlética hacia el final del callejón. Yo no quiero correr,

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joder, no quiero. Muevo la cabeza a los lados, vislumbrando una posible presa…
¿Cómo? ¿Qué diablos estoy diciendo? No busco presas, no estoy cazando… O tal vez
sí… Tengo un poco de hambre, eso es cierto. Pero no es un hambre típica de querer
algo que te llene, no; lo que yo quiero no es muy común. ¡Maldita sea, deja de pensar
en eso!
Corro entre un enorme jaleo. Veo a unos cuantos compañeros corriendo en la
noche, soltando alaridos iracundos como los míos, incluso más fuertes. Una mujer
corre detrás de un hombre, que parece estar llorando, incluso se habrá meado encima
del miedo. Me río; pero me da pena.
Sin controlarme, salgo disparado a por una chica que corre, presa del pánico,
perseguida por otro compañero. Mi velocidad es increíble, en la vida he corrido de tal
manera, ¡en mi vida! Un instinto incontrolable me impulsa a ello. Algo desconocido
para mí me lleva a competir por la pre…, la presa. ¡Otra vez lo he dicho! Es una
persona. ¿Y por qué la persigo?
Adelanto a mi compañero y le piso los talones a la chica. Yo no quiero cogerla; en
cambio, mi cuerpo responde de manera contraria y se impone a mi mente. Mi sangre
hierve ahora más que nunca, me quema el cuerpo… No puedo resistirlo…
Estoy mordiendo a la chica la mejilla. Me da igual que grite, me da absolutamente
igual. No me da pena. Ahora me alimento de la carne de su cuello. ¡Está muy buena!
Bebo la sangre que rezuma de la herida abierta. ¡Está para chuparse los dedos!
Muerdo con más fuerza en el cuello haciendo un boquete más profundo, y, de
repente, la chica deja de gritar y llorar. ¡Ha muerto! ¡La he matado! ¿Qué he hecho?
Mi mente obliga a mi cuerpo a dejar de ser antropófago y me levanto. Empiezo a
notar que en mi mente se está introduciendo algo que me intenta llevar por malos
caminos. He perdido el habla, pero no la voz, ya que grito y escupo sangre oscura sin
ton ni son. Mi nuevo visitante del cerebro ha enviado una orden a mi cuerpo. No
puedo escucharlo y, por tanto, tampoco puedo evitarlo. Me pongo a correr, frenético,
como había hecho hasta ahora.
He corrido durante horas, sin tener ni la más remota idea de hacia dónde iba mi
cuerpo. Por el camino he visto a más gente como yo. Ya me siento menos solo. Miro
de frente una enorme carretera con chalés a los lados, todos de alta gama. Entonces
reconozco dónde estoy. Corro hasta situarme delante de uno de ellos y lo miro con
pensamientos asesinos. Estoy frente a la casa de mi jefe, el muy cabrón… Nos paga
una mierda y él vive entre lo mejorcito. ¡Se va a enterar!
Deseo tirar la puerta abajo, lo deseo más que nunca, y por eso golpeo hasta con
mi cabeza con el fin de destrozar la puerta.
Por lo visto, he despertado a los habitantes de la casa. Se enciende una luz. Suena
el cerrojo. Me hierve la sangre. Empiezo a salivar. La rabia me consume. Me recibe
una mujer, la esposa del jefe.
«¡No lo hagas!», grito a mi cuerpo, intentando refrenar a la bestia en la que me he
convertido. Devoro su oreja y la saboreo; devoro su barbilla, su mejilla, su ceja y las

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saboreo todas; devoro su seno y lo saboreo, y oigo cómo se queja y me trae sin
cuidado. Tengo hambre, mucha hambre…
En cuanto he visto a mi jefe, me he lanzado a por él. Ya dudo si lo ha ordenado el
intruso de mi cerebro o mi mente sana; pero me despacharé a gusto. No me fijo en su
lujosa casa. La envidia que siempre me suscitaba no me importaba lo más mínimo.
Nada me interrumpirá el plato estrella de la noche.
Salgo de la casa con el estómago hinchado, aunque mis ganas de carne humana
han aumentado. Tengo ganas de más y no pretendo poner impedimentos a cazar
nuevas presas… Mi mente es mala, y solamente piensa en matarme de hambre. He
despedazado a mi jefe, pero me queda algo que hacer, algo que me saciará por
completo.
Estoy corriendo y el estómago está pidiendo a gritos más carne fresca. No sé por
qué razón lo hago. Tal vez ya mi vida sea como la del león que persigue a la presa y
no al revés. Por una vez en mi vida me siento feliz conmigo mismo. No sé si estará
bien o mal, pero nunca me he sentido tan a gusto. Es una sensación indescriptible, te
sientes un dios.
¡Qué diablos!
¡No!
Le pido a mi cuerpo que retroceda, y al intruso que me está consumiendo le ruego
que rectifique. No puedo abandonarme a los deseos de mi cuerpo: la solución es el
autocontrol que mi mente proporciona. ¡No lo hagas, por favor!
Asciendo el rellano del edificio donde vivo. No me canso de correr a zancadas.
¡No!
Ya no me quedan fuerzas para refrenar al intruso que siento en mí…
¡No!
No puedo estar llegando a la puerta de mi casa. No pretendo dormir, no pretendo
cenar junto a mi familia… ¡No quiero hacerles daño!
¡No!
Golpeo la puerta. Me lanzo contra ella. Oigo a mi mujer gritar desde el interior y
a mi hijo llorar. Intento recuperar mi humanidad, intento dejar de ser un animal…
¡No entres, por tu vida!
La puerta ha caído entera, rompiendo el tabique. Veo a dos personas…, no, son
mi mujer y mi hijo.
«¡Nada de eso!», grita una voz desconocida en mi cabeza.
Ahora veo a dos personas, dos presas, acurrucadas, esperando a ser cazadas.
Otro ser merodea por mi cabeza; la mente sana ya se ha perdido. Mi nueva mente
me repite una y otra vez:
¡Hazlo!

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3113

Óscar de Marcos

A mis hermanos, padres y amigos,


por vuestro apoyo y ayuda: Gracias.

Entrada de texto: 18 de enero del 3113


Es la una del mediodía. Les oigo aporreando las paredes. Por mucho que insistan,
sé que los gruesos muros no cederán, pero eso no me relaja: ellos tampoco desistirán.
Se me acaba el tiempo. Por mucho que espere, tarde o temprano moriré. No sé si
alguien recibirá esto. Confío en que así sea. Es lo único que está en mi mano hacer.
También lo hago por mí, necesito pensar que todo lo que sucedió valió para algo. Me
estoy yendo por las ramas; será mejor que comience mi narración tal y como yo la
recuerdo. Esto fue lo que sucedió.

1. El Almender
Todo comenzó el 13 de enero del 3113. En aquel entonces, formaba parte de la
tripulación del Almender, un remolcador de rescate espacial. Para quien no esté muy
familiarizado con este término, nuestro trabajo venía a consistir más o menos en
localizar naves a la deriva y remolcarlas al puerto estelar o planeta habitado más
cercano. Generalmente, en este trabajo las naves se conformaban con navegar entre
sistemas habitados, rescatando naves abandonadas o estropeadas. No obstante,
nuestro capitán pensaba de otra manera. El Káiser —en realidad no se llamaba así,
pero todos nos referíamos a él de ese modo— era un ex capitán de las guerras
coloniales, un auténtico héroe de guerra. Su manera de dirigir nuestra misión
consistía en navegar fuera de los sistemas habitados en busca de naves de exploración
—comúnmente, estos navíos contenían mayores riquezas o se pagaba más por ellos—
y, muy ocasionalmente, y con mucha suerte, intentar localizar algún crucero colonial.
Para que entendáis la situación, me veo en la necesidad de explicar qué eran los
cruceros coloniales y qué los hacía tan interesantes, pues cualquiera que no haya sido
un aplicado estudiante de historia antigua se habrá olvidado de lo que significaban
estas naves. Hacia el año 2138 ya se habían creado colonias en Marte y Urano.
Protegidos por cúpulas, estos asentamientos poseían una buena cantidad de
población, pero, pese a la colonización de esos planetas y la propia Tierra, cada vez
había menos espacio y capacidad de manutención para una población en constante
aumento. Ese mismo año, el científico Bruger Satlinaf fabricó lo que hoy día se

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conoce como «terraformador», un aparato de alta tecnología capaz de —en unos
pocos años— volver respirable la atmósfera del cinco por ciento de los planetas
inhabitables. Empleando este artilugio, se pudo vivir fuera de las cúpulas en Marte,
Urano, Plutón y Karonte, además de que pudieron ser habitadas numerosas lunas
mediante cúpulas de aislamiento. De este modo, fue solventado el problema de la
superpoblación durante el siglo siguiente. En el año 2221, la población humana se
encontraba nuevamente cada vez más hacinada. Para remediarlo, John Abel Abrams
(J. A. A.), jefe del Departamento Terrestre de Ciencia y Tecnología Espacial (STS),
comenzó la fabricación de los denominados «cruceros coloniales». La tecnología para
viajar por el espacio ya existía; no obstante, la velocidad a la que se desplazaban las
naves de aquella época dejaba mucho que desear. Así pues, para que una nave
pudiese transportar y mantener a una gran población durante el proceso de
exploración y colonización, debía tratarse de un aparato colosal. Con enorme
esfuerzo técnico y material, se fabricaron una gran cantidad de estas inmensas naves,
todas ellas dotadas de alojamientos para entre quinientos mil y un millón de
habitantes, además de sistemas autónomos de reciclaje de agua, aire y manutención
alimentaria (huertas artificiales, principalmente). Aparte de esto, todos los cruceros
contaban con dos terraformadores de nueva generación (capaces ya de volver
habitable el quince por ciento de los planetas) y con laboratorios de investigación
dotados de las últimas tecnologías. La idea era que llegasen a su destino las
generaciones descendientes de los que entraban en la nave, puesto que los viajes
podían durar siglos. Esto explica por qué desaparecían los cruceros —algunos para
siempre— en la inmensidad del espacio, en busca de nuevos planetas que habitar en
nombre de Tierra. Aún hoy, se descubre en planetas terraformados a descendientes de
esos colonos que habitan como salvajes o viven sin conocimiento de los tremendos
avances que ha dado la ciencia en estos siglos. No obstante, muchos de esos cruceros
se mantuvieron a la deriva. En muchos casos fallaron sus sistemas de mantenimiento
vital o sencillamente su tripulación desapareció. Es raro, pero a veces un remolcador
tiene la oportunidad de toparse con una de estas joyas de antaño.
Con el paso de los siglos y las mejoras en los transportes espaciales, estos
artefactos se empezaron a fabricar cada vez más pequeños y para menos población,
puesto que las tecnologías modernas permitían realizar lo que antiguamente era un
viaje de siglos en apenas unos años; además, con los sistemas de automatización, la
tripulación puede viajar en estado de éxtasis criogénico la mayor parte del tiempo.
Pero pese a ese salto tecnológico, los antiguos cruceros coloniales siguen siendo muy
solicitados por numerosos motivos: su propia estructura contiene una cantidad de
materia prima tremenda, sus ordenadores de a bordo en principio archivan todos los
datos del viaje —de hecho, muchos de los sistemas que hoy conocemos con detalle se
los debemos a la información obtenida de estos pecios espaciales— y a menudo
conservan al menos uno de sus terraformadores, cuyas células energéticas son muy
codiciadas hoy día. Por eso no era de extrañar que nuestro audaz capitán soñase con

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localizar uno de esos mastodontes del espacio en los límites exteriores de los sistemas
conocidos. Un solo crucero espacial nos proporcionaría dinero suficiente para vivir
como marqueses en las colonias exteriores el resto de nuestras vidas.
Nuestra nave era un remolcador típico: sistemas criogénicos, depuradores de aire
y agua, armamento estándar de exploración, generador de campos magnéticos para
remolques de naves menores y una pequeña huerta artificial que, junto con las
provisiones básicas, bastaba para que la pequeña tripulación que lo habitaba se
alimentase bastante bien.
Yo estaba criogenizado cuando todo sucedió. De repente, el sopor desapareció y
un tremendo entumecimiento agarrotó mis músculos. Lo último que recordaba era
haber entrado en el tanque de criogenia después de la comilona de Navidad. Poco a
poco, abrí los ojos —todo estaba borroso, como era habitual—, me relajé y dejé que
mi cuerpo se adaptase a la nueva temperatura, mientras los sueros intravenosos
evitaban daños corporales por la descongelación; finalmente la puerta se abrió y las
agujas liberaron mi piel. Salí tambaleándome, pero ya comenzaba a serenarme. Me
dirigí a mi taquilla para vestirme. Nos habían despertado, pero aún no sabía por qué;
en cualquier caso, no sonaba ninguna alarma, así que procedí sin prisas. A mi derecha
se abrieron dos cápsulas de criogenia más, las de Daxie y Roberto. Casi
inmediatamente después de ser descriogenizada, Daxie salió, bastante más lúcida que
yo. No pude evitar desviar la mirada hacia ella. Pese a ser más robusta que la mayoría
de las mujeres, había que admitir que era bastante atractiva: cuerpo bien formado,
cara con carácter, piel bronceada y pelo rizado negro. Por lo general, un capitán
competente no admitiría a una mujer atractiva entre una tripulación casi
exclusivamente masculina, pero ella era su protegida, lo cual evitaba cualquier
inconveniente; y me da la impresión de que, aunque el capitán no estuviese, la mala
leche de Daxie y su habilidad a la hora de manejar cualquier herramienta le evitarían
problemas. Me lanzó una mirada en la que se percibía un ligero brillo de odio, así que
me di la vuelta inmediatamente y terminé de vestirme. Cuando salí de la sala de
criogenia seguido por Daxie, su hermano apenas estaba saliendo de la cápsula.
Siempre era igual: no he conocido en mi vida a nadie que se tome su vida con más
calma que Roberto.
Anduvimos por los cortos pasillos de camino a la sala de navegación. Por el
camino pasamos por delante de la sala de criogenia para oficiales a tiempo de ver
salir, medio dormido, a Frederick, el psicólogo de la nave. Hacía ya años que era
obligado por ley transportar a un psicólogo para los viajes largos. Frederick era un
buen tipo; rondaría los cuarenta años y siempre llevaba una perilla de chivo y el pelo
bastante corto con entradas. Era muy elocuente, aunque algo engreído en ocasiones;
siempre tenía la situación bajo control, o al menos lo hacía ver así; en eso se parecía
al capitán. Tras él salía Anneva, la médico de la nave. Debía de tener veintipocos, y
era muy guapa, simpática y charlatana; tenía el pelo moreno y corto y era un tanto
bajita, pero resultaba también bastante atractiva. Probablemente se sintiese más

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segura que nadie en la nave, pues, a fin de cuentas, a uno no le conviene enemistarse
con quien puede curarle las heridas o enfermedades. Siempre andaba cerca de
Frederick, pues, pese a la diferencia de edad, eran marido y mujer.
—Saludos, Danny —Frederick me posó una mano sobre el hombro—. ¿Alguna
idea de por qué nos han despertado?
—Ninguna, Fred. —Mi respuesta fue mitad hablada mitad bostezada—. Confiaba
en que los oficiales lo supieseis.
—Déjalo ya, ya sabes que Fred y yo sólo somos oficiales por protocolo. —
Anneva se mostraba un tanto arisca, algo raro en ella—. No sé por qué hemos
despertado, pero no me gusta nada.
—Bueno, sea como fuere, lo mejor será que nos dirijamos a la sala de navegación
—y, tras decir esto, Frederick se giró y abrió la corta marcha hasta nuestro destino.
La puerta se elevó automáticamente cuando nos aproximamos. Al acceder a la
sala semicircular, vimos algo que nos causó gran asombro: el Káiser estaba
sonriendo. El Káiser, aparte de poco risueño, era un hombre robusto, que encajaba
perfectamente en el denominado «arquetipo ario»: era alto, calvo y sin barba, blanco
y pálido, de mandíbula prominente, y su único ojo sano era azul claro. En torno a la
cuenca vacía exhibía una fea cicatriz.
—Señores, ¿cómo ha ido la siesta? —La voz del Káiser, aunque tan fría como
siempre, dejaba traslucir un tono ligeramente diferente—. Espero que bien, pues
tenemos trabajo por delante, señoritas.
—¿Qué sucede, capitán? —Fred preguntó lo que todos deseábamos saber.
—Al fin ha sucedido, señores —su sonrisa se hizo más amplia—. Somos
oficialmente ricos.
—¿Hemos… encontrado uno? —Daxie apenas podía hablar de la emoción, y, más
que pronunciarlas, balbuceaba las palabras.
—Así es, pequeña, hemos encontrado un crucero colonial.
La sonrisa que lucía el capitán era la más amplia y sincera que le había visto en
los cinco años que llevaba a su servicio (aproximadamente dos de ellos en criogenia);
y no sólo él sonreía: de repente todos lo hacíamos como bobos. Acabábamos de
encontrar un auténtico tesoro a la deriva. Todos empezamos a abrazarnos y a gritar de
emoción.
—Sí, somos ricos, pero aún tenemos que entrar en ese mamotreto, comprobar si
funciona y, de no ser así, colocar los anclajes magnéticos; nuestro campo magnético
normal no puede arrastrar esa cosa.
La ronca y profunda voz de Logan salió del asiento del piloto; como estaba
sentado allí, no lo había visto. Logan era un ex soldado que sirvió a las órdenes del
Káiser, un armario andante de dos metros, anchas espaldas y brazos como columnas.
Era el piloto de la nave y segundo al mando. Su aspecto era típico de un vikingo
calvo: aparte de ser enorme, tenía una densa barba castaña.
—Logan tiene razón, chicos. —El Káiser dejó de sonreír para dar las órdenes—.

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Danny, ve a tu ordenador. Daxie, coge a tu hermano y comprobad que todos los
sistemas están en perfecto funcionamiento, ¡ah!, y activad a Napoleón. Ann y Fred,
marchaos de la sala de navegación, no me importa adónde, pero no os quiero aquí.
—Señor, ¿de verdad es necesario activar a Napoleón?
Daxie parecía extrañada, y no era para menos, yo también lo estaba. Napoleón era
un androide de combate. Su modelo, el XC-13, fue el más popular durante la última
guerra colonial; se dice que uno solo de esos cacharros podía acabar con batallones
enteros. El androide en sí consistía en una plataforma de dos metros de diámetro,
asentada sobre cuatro patas articuladas, encima de la cual estaba ubicado un robusto
torso mecánico con cuatro brazos: dos con garras prensiles, otro con una
ametralladora gatling de calibre ochenta y otro con un taser eléctrico de alto voltaje.
Era lo que se dice una máquina de matar bien preparada. Su apodo, escogido por
Logan, se debía a que en combate era imparable, igual que el histórico emperador
francés.
—Dudo que sea necesario, pero el protocolo para abordaje de cruceros es similar
al de aterrizaje en planetas desconocidos o al de exploración de plataformas
espaciales abandonadas. —Mientras explicaba todo esto con una voz neutra, el Káiser
se fue colocando su parche en el ojo vacío, cosa que agradecí: no era una imagen
agradable—. Aseguraos de que está operativo y dejadlo en standby. En más o menos
seis horas llegaremos a las proximidades del crucero, así que cenaremos bien en
honor de este gran descubrimiento y, tras un sueño reparador, abordaremos esa mina
de oro. —Se volvió hacia nosotros y nos miró fijamente—. ¿Algo que añadir? ¿O
acaso estáis esperando a que os lleve en brazos a vuestros puestos?
Todos nos pusimos en movimiento y yo me dirigí a mi terminal en la sala de
navegación.
Mi trabajo como informático era muy diverso, como es lógico en un mundo
completamente informatizado. En el momento que nos ocupa, mi deber era
corroborar que todos los sistemas estuviesen operativos, y eso fue lo que hice.
Cuando terminé las comprobaciones, se lo comuniqué al Káiser, que, sin darse la
vuelta, me habló con un tono extrañamente suave.
—Danny, amigo mío, ¿es factible comprobar cuánto lleva repitiéndose una
emisión automatizada de un equipo antiguo?
—En teoría sí, capitán. —Mientras hablaba, mi mente hacía operaciones en busca
del mejor modo de calcularlo—. Al menos en teoría. Me explico: con el equipo que
tengo en la nave, puedo calcular cuánto tiempo lleva repitiéndose una emisión
automatizada con un margen de error de cien repeticiones —medité un instante mis
palabras—. No obstante, como todo se basa en cálculos aproximados de acuerdo con
el mecanismo empleado, éste ha de constar en mis bases de datos para poder
realizarlos.
—¿Con la emisión en sí podrías hacer algo al respecto?
—Algo aproximado sí. Podría descifrar de qué tipo de sistema proviene, al

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menos, insisto, si consta en mi base de datos. —Le miré intrigado—. ¿A qué vienen
todas estas preguntas?
—La nave entró en nuestro sistema de radar hace unas horas y no realizó ningún
tipo de emisión. De hecho, al principio, el equipo lo registraba como un montón de
escombros a la deriva. De repente, cuando estuvimos más cerca, empezó a realizar
una emisión de petición de rescate, automatizada según nuestros sistemas. Y ahora
que aún nos hemos acercado más se registra algo, de muy corto alcance, y no deja de
emitir una señal en código Morse de SOS cada cinco minutos.
El capitán estaba intrigado, se le veía en la cara, y eso no me gustaba; muy pocas
veces lo había visto en ese estado.
—Si deriva la señal a mi terminal podré empezar a realizar el análisis. —Dudé
por un instante si callar lo que se me pasaba por la cabeza, pero finalmente me decidí
a hablar—. Todo esto es un tanto… peculiar, capitán. Una nave a la deriva con todos
los sistemas de emisiones apagados que, conforme nos aproximamos a ella,
súbitamente se encienden para permitirnos registrar una señal de SOS de corto
alcance cuando ya estamos muy cerca.
—Lo sé, es extraño, pero no demasiado —me miró y su mueca de extrañeza
desapareció—. Derivaré la señal a tu ordenador, automatiza los sistemas de análisis.
En media hora quiero verte en el comedor con el resto de la tripulación para la
celebración.
Acto seguido, se sentó en su puesto y no volvió a hablar durante todo el tiempo
que permanecimos allí. Por mi parte, hice lo que me pidió, automaticé el análisis
utilizando varios programas.

2. La cena
Según entré por la puerta del comedor, me embargó una sensación de placidez no
muy habitual. Ahí estábamos, toda la tripulación, contentos, charlando. Una cena
especialmente sabrosa nos esperaba en la mesa, cortesía de nuestro segundo piloto y
cocinero de la nave, Xiang, un joven asiático —chino, si no recuerdo mal— muy
parlanchín y simpático. Era amigo especialmente de Roberto, aunque sinceramente
creo que en parte se debía a la mercancía «ilegal» que le prestaba éste: cristal azul,
marihuana, Endilza y similares.
—Yo, con mi parte… —Frederick rompió el silencio de algunos y las
conversaciones privadas de otros.
—Nuestra parte —le corrigió Ann.
—Eso, eso; con nuestra parte hemos pensado en comprarnos una finca en el
planeta Maebus, clima templado, enormes bosques…
Mientras hablábamos, el vino afrutado que había servido Xiang empezaba a hacer
efecto entre la tripulación.
—Yo me compraré mi propia fragata de clase S-21 y la usaré para viajes entre

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sistemas. —Miramos sorprendidos a Xiang—. ¿De qué os extrañáis? Quizá no suene
tan ostentoso como la casa de campo de Fred, pero sería mi propio negocio.
Trasladaría rápidamente entre sistemas a quien lo necesitase, un trabajo fácil, seguro
y bien remunerado.
—En mi opinión, deberías abrir un restaurante en Tierra, este filete está
riquísimo. —Xiang sonrió ampliamente ante mi comentario.
—Pues es probable que nos veamos, Xiang —Daxie parecía la más afectada por
el vino, aunque también era la que más había bebido después de Logan—. Pienso
abrir un taller de reparaciones para naves en la plataforma orbital Delta-8, justo en la
órbita de Marte; con mi habilidad y la ayuda del yonqui de mi hermano, me haré de
oro con ese negocio.
—Yo compraré un territorio en los bosques del planeta Abeus. —Logan estaba
visiblemente contento mientras lo decía, casi como un niño que hablase de la
Navidad.
—¿En Abeus? —Daxie lo miró un poco extrañada—. Ese planeta está en un
invierno perpetuo.
—¿Qué pasa?, me gusta ese clima; además, justo por eso el terreno está tan
barato. Podré comprarme un buen trozo de planeta. —Nada más terminar de
pronunciar la última palabra. Se bebió de un trago otro vaso de vino.
—Yo… —comencé— no lo tengo decidido, pero en el puerto espacial de Jial
conocí a una chica muy simpática. Igual vuelvo allí; me dio su número y, bueno,
quién sabe. Si no, siempre puedo apuntarme al negocio de Daxie o al de Xiang.
—Más quisieras, yo no comparto el pastel con nadie. —Logan se rió sonoramente
del comentario de Daxie.
—Tranquilo, conmigo sí podrás trabajar, toda buena nave necesita a un gran
informático. —Xiang me miró—. Además, así podrás disfrutar de mi cocina.
—Tendré en cuenta la propuesta —me apresuré a decir mientras cogía otro filete
—. ¿Y usted, capitán?, ¿qué hará con su parte?
Todos callamos a la espera de lo que dijese el capitán, hasta que finalmente nos
miró uno por uno.
—Lo más probable es que me jubile y vuelva a la casa que tenía en Tierra con mi
ex mujer… murió hace tiempo. —Xiang y yo nos apresuramos a balbucear unos
pésames; por lo visto éramos los únicos que no lo habíamos oído, aunque también
éramos los más «nuevos» de la tripulación—. No os preocupéis, murió por la edad,
muerte natural. Yo siempre estaba realizando viajes largos en criogenia y ella, por
contra… Bueno, la naturaleza siguió su curso. Me dejó el piso a mí en el testamento.
Posiblemente vuelva allí y pase mis últimos años viendo la tele, paseando por las
calles… quizá compre un perro, no lo sé. —Todos nos quedamos en silencio—.
Seguid sonriendo y animados u os pongo a hacer flexiones a todos.
Logan estalló en unas carcajadas tremendas y todos seguimos a lo nuestro.
La noche transcurrió entre risas, comentarios y tragos. Roberto casi no habló con

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nadie, salvo con Xiang. Anneva y Frederick no tardaron en excusarse. Decían estar
cansados, pero las miraditas que se lanzaban y la velocidad con la que se fueron
indicaban otra cosa. El capitán se excusó también poco después y se fue a su
camarote. Pasada la medianoche, Roberto y Xiang se fueron cada uno a su
habitación. Me quedé solo con Logan y Daxie. Logan nos contaba anécdotas de la
guerra junto al Káiser, de las batallas de las guerras coloniales. Logan siempre fue un
tipo simpático y bonachón, pero si se le enfurecía… bueno, digamos que no era
buena idea. Era realmente inmenso, y le había visto realizar proezas de fuerza casi
sobrehumanas. Una vez salvó la vida a Daxie sujetando un cubo de cargamento que
se le cayó encima. Esa cosa, que pesaría alrededor de doscientos kilos, descendió
media docena de metros en caída libre y Logan la sujetó al vuelo. Además, las pocas
veces que le había visto enfadado, me recordaba tremendamente a los documentales
sobre osos de las reservas de Tierra. Según avanzaba la noche, yo estaba cada vez
más dormido, pero por el contrario Daxie parecía cada vez más interesada en las
narraciones de Logan, así que decidí irme; no hacía falta ser un lince para saber que
allí sobraba.
Llegué a mi habitáculo tras caminar unos minutos por los estrechos corredores
metálicos. Al otro lado de la puerta me esperaba todo tal y como lo dejé: una cama
mal hecha, una taquilla con ropa variada, un escritorio con un ordenador auxiliar con
acceso a mi terminal del puente de mando y nada más; apenas mediría cinco metros
cuadrados, pero era confortable.
Antes de acostarme, hice una última comprobación desde la terminal de mi
camarote; parecía que aún no se había terminado el proceso de análisis de la señal.
Tras comprobar aquello, me eché a dormir.

3. El abordaje
Esa noche tuve numerosas pesadillas, y me desperté repetidas veces empapado en
sudor. Ni siquiera recuerdo cuántas veces me sucedió ni de qué trataban los sueños.
Atribuí aquello a los efectos propios de un sueño criogénico de meses y de una cena
copiosa antes de acostarse.
Sobre las siete, según el horario de la nave, sonó el toque de diana por el sistema
de transmisión. Me erguí rápidamente en la cama, contento de que la noche hubiese
acabado. Me apresuré a vestirme y salí por la puerta.
Apenas me llevó un minuto llegar al puente de mando. Por lo visto, había sido de
los primeros. Allí sólo estábamos el Káiser, Logan, Daxie y yo. Iba a saludarles, pero
no pude, me quedé sin habla. Por la ventana del puente de mando se veía una
estructura monstruosa. Aquella cosa debía de medir cientos de kilómetros. Había
visto imágenes de estas naves en los libros de historia, pero jamás había contemplado
una con mis propios ojos: un crucero colonial de primera o segunda generación. Esa
cosa tenía capacidad para albergar a alrededor de un millón trescientas mil personas

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no sólo con amplitud y comodidad, sino además atendiendo a sus variadas
necesidades. Pese a mi emoción ante semejante vista, no pude reprimir un leve
escalofrío. Ni siquiera sé por qué, pero sencillamente tal monstruosidad a la deriva,
sin ninguna luz activada, resultaba una visión inquietante. En mitad del casco pude
distinguir el nombre del navío: Nostradamus. Al leerlo, un fuerte escalofrío me
recorrió todo el cuerpo.
—Daxie se quedó igual que tú.
Logan me sacó de mis ensoñaciones. Mientras hacía esa observación, me ofreció
un café.
—Mentira. —Daxie parecía entre indignada y divertida—. Me quedé
impresionada, pero no se me quedó esa cara de imbécil.
—¿Tienes que ser tan «amable» incluso un día así? —la espeté.
—No te ofendas, Danny, estaba de broma, procuraré no volver a herir tus frágiles
sentimientos, chiquitín.
La miré con cara de indiferencia y me volví hacia el Káiser.
—Señor, ¿qué novedades hay?
—Todo sigue igual, ambas señales funcionando. ¿Has comprobado ya cuánto
tiempo lleva repitiéndose la emisión de corto alcance?
Mientras el Káiser decía esto, Roberto hizo acto de aparición en la sala
bostezando. Nada más entrar y ver la nave, se le quedó una mueca grotescamente
divertida, como las de los dibujos animados; un poco más y se le habría descolgado la
mandíbula.
—Ahora mismo lo compruebo, capitán —dije, mientras me dirigía a mi terminal
—. Por cierto Roberto, cierra la boca antes de que te llegue la barbilla al suelo.
Las lecturas eran diversas, y me llevó un rato comprobar todos los factores.
Mientras lo hacía, fueron llegando Xiang y Fred. Anneva no apareció —por lo visto
no se encontraba muy bien—. Finalmente, más o menos media hora después, terminé
de filtrar la emisión y conseguí el número aproximado de repeticiones, de modo que
con una operación básica calculé cuánto tiempo llevaba emitiéndose.
—Señor. —No sólo el Káiser, sino todos se volvieron hacia mí—. Esta emisión
proviene de un sistema de radioemisión de la clase H9, que dejaron de fabricarse a
mediados del siglo veinticuatro. Y, lo que es más extraño, lleva cincuenta y tres
millones quinientas seis mil noventa repeticiones aproximadamente. —Todos se me
quedaron mirando con cara de intriga, salvo Logan y el Káiser, que parecían hacer
operaciones mentales, así que me adelanté a ellos—. Lleva aproximadamente
quinientos nueve años repitiéndose.
Un silencio repentino inundó la sala.
—Vaya, medio milenio. —Logan fue el primero en romper el silencio.
—¿Eso en qué nos afecta? —La pregunta de Xiang era por un lado obvia y por
otro complicada.
—Pues que una señal de SOS lleve repitiéndose más de medio milenio

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posiblemente signifique que algo sucedió allí. —El Káiser caminaba hacia la ventana
mientras hablaba—. Y que probablemente eso acabase con la gente que habitaba el
crucero, o la obligase a huir, puesto que todos los sistemas exteriores parecen
apagados y, de no haber sido así, posiblemente también habrían apagado la señal de
auxilio. —Se giró hacia nosotros—. Aunque me intriga que hayan empleado un
sistema ajeno a la nave y tan arcaico para realizar la emisión.
—Quizá no podían acceder a los controles de la nave —comenté, un poco
temeroso de mi propia propuesta.
—Es posible. —El Káiser me miró—. Prepara tu terminal portátil, vuelca en ella
todos los datos que puedan sernos de interés o utilidad ahí dentro y prepárate, es
posible que te toque piratear más de un sistema. A saber en qué estado se encuentra el
soporte informático de la nave. ¿Cuánto tardaras?
—Menos de diez minutos, capitán —me apresuré a responder.
—Bien. Frederick —se volvió hacia el psicólogo—, trae a tu mujer, no podemos
permitirnos entrar en un entorno desconocido sin nuestra médico.
—Si no hay más remedio —comentó Fred.
—No, no hay más remedio. —Se quedó un instante parado y se giró hacia los
pilotos—. Logan, Xiang y Danny, comprobad el casco exterior de la nave, mirad qué
información tenemos sobre este modelo de crucero colonial, qué hangares son viables
para abordarlo en su estado, y atracad en el más próximo al puente de mando.
—Sí, señor, ahora mismo —la respuesta de Logan fue automática.
—Danny.
—¿Sí, capitán?
—Supongo que no es necesario que te ordene que vuelques en tu ordenador
portátil toda la información que localicéis con respecto a este modelo de navío.
—Sin problemas, señor.
Tras recibir las órdenes, todos continuamos con nuestras tareas.
Me coloqué mi ordenador portátil de muñeca en el antebrazo y lo cerré. Era el
modelo más práctico de ordenador portátil —compacto y resistente— y se acoplaba
perfectamente al antebrazo. El único problema es que pesaba un kilo, pero bueno,
uno se acaba acostumbrando a los pormenores de su oficio. Mientras volcaba datos
de mi terminal principal en el portátil, me dedicaba a buscar información sobre el
crucero en cuestión. Se trataba de un crucero Titán de la serie trece, un crucero
colonial de segunda generación, con espacio habitable para un millón trescientos mil
colonos, dos terraformadores, cuatro secciones destinadas a vida civil, una dedicada a
seguridad y uso militar, otras dos habilitadas para almacenaje masivo y la principal,
que contenía el puente de mando, los sistemas más esenciales y el laboratorio central.
En los navíos de primera generación también se ubicaba en esa sección el centro
médico, pero con el paso de casi un siglo los siguientes modelos se diseñaron con un
centro médico en la sección de seguridad y otro en cada una de las secciones civiles,
así como laboratorios secundarios en todas ellas. Fui comunicando toda la

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información a Logan, Xiang y al Káiser y transmitiendo planos a sus terminales.
Todo los datos se basaban en aproximaciones, puesto que dentro de los mismos
modelos había variaciones, aunque finalmente dimos con el más probable. Tras
contemplar en nuestros análisis todos los factores, concluimos cuál sería el hangar
disponible más apropiado. Se trataba de un hangar para naves de transporte de la
sección B, una de las secciones destinadas a la vida civil. Cerca de ese hangar, a
apenas doscientos metros, por diversos corredores llegaríamos a uno de los
numerosos transportes intersecciones. Consistía en un tren compacto, similar a los
metros subterráneos de las ciudades de Tierra y Marte, que nos llevaría hasta la
sección C. Ésta era el centro neurálgico de la nave y, como ya he explicado, incluía el
puente de navegación, los mandos de la nave, los principales sistemas informáticos y
el laboratorio principal.
Cuando concluimos todas aquellas cavilaciones y nos posicionamos rumbo a
dicho hangar, el Káiser hizo sonar la llamada a puente. Para entonces, yo ya había
terminado los preparativos de mi terminal portátil. Apenas un par de minutos después
de la sirena de llamada, toda la tripulación que faltaba se presentó en el puente. El
Káiser nos miró fijamente a todos, que no pronunciamos palabra, y finalmente se
cuadró y comenzó a hablar.
—Bien, señores, así están las cosas: hemos llegado, estamos ante nuestro sueño,
un crucero colonial, y además de segunda generación. Sé que todos estamos ansiosos
por entrar y remolcarlo. Lo cierto es que yo también. Pero el protocolo y el sentido
común dictan que, a efectos prácticos, el interior de esa nave es entorno hostil, por lo
que hay que tomar las mismas medidas que al abordar un puerto espacial abandonado
o aterrizar en un planeta inexplorado. —Varios de nosotros asentimos ante esas
palabras—. Así que no quiero tonterías ahí dentro. En primer lugar, Xiang, te
quedarás a cargo de la nave; mantendremos siempre el contacto contigo y, si es
necesario, saldrás del hangar y realizarás una extracción desde otro punto de acceso
al exterior. —Xiang hizo un saludo militar ante las palabras del Káiser, lo que a éste
le provocó una leve sonrisa, pero continuó—. Daxie, Roberto, activad a Napoleón,
será nuestro escolta y guardián, se encargará de que no nos suceda nada; aparte,
recoged vuestros maletines de herramientas portátiles, cualquier cosa que pueda ser
necesaria quiero que la llevéis encima. —Daxie asintió—. Danny, confío en que ya
tengas preparado tu terminal portátil.
—Sí, señor.
—Así me gusta —miró a Logan—; y tú, viejo amigo, quiero que lleves tu rifle de
asalto —yo haré lo mismo— y además quiero que cojas el cañón de asalto pesado.
Todos le miramos incrédulos salvo el propio Logan.
—Señor —comencé a hablar en tono vacilante—, llevamos a Napoleón con
nosotros, ¿de verdad es necesario que Logan acarree semejante arsenal?
—Lo más probable es que no sea necesario —me miró fijamente—. Pero, como
os he dicho, el protocolo es el protocolo, y he oído bastantes historias de cruceros

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cuyos habitantes se volvieron locos. Creo que todos hemos escuchado la historia del
crucero Belial. —Varios de nosotros movimos la mirada inquietos—. Tras varias
generaciones, el capitán creó una secta en torno al nombre de la nave. Alegando que
eran heraldos del demonio, convenció a los habitantes de que tenían que acabar con
toda la humanidad. Tuvo que ser asaltado por marines y sus habitantes fueron
encarcelados o abatidos en combate.
—Ya, pero no hay señales visibles de vida.
Por primera vez desde que llegó al puente, Roberto habló.
—¿Y? Puede ser una trampa, o vete a saber. —Empezaba a notarle un poco
enfadado—. Continuando con lo que decía, sí, lo considero necesario; es más, yo
también llevaré un rifle de asalto, y todos, recalco, todos, llevaréis una pistola de
seguridad. Al margen del armamento, quiero que todos cojáis dos botellas de
oxígeno. Además, es un complejo enorme, así que llevaos raciones alimenticias, agua
y cápsulas de nutrientes para una semana, y sacos térmicos. —Nos lo quedamos
mirando a la espera de que dijese algo más y anotando mentalmente todo lo que había
dicho—. ¿A qué esperáis? Vamos, maldita sea, preparaos.
Todos nos movimos rápidamente en nuestras respectivas direcciones.
Una vez en mi camarote, tras haber preparado el equipaje, me quedé mirando la
pistola. Hace cosa de un año, Logan me enseñó a usarla —sólo lo básico—, pero
jamás había disparado a nada ni a nadie. No me gustaba llevarla. Mientras mi mente
cavilaba con respecto al arma, noté una molesta sensación, como si alguien me
observara, y me giré. Por la ventanilla de mi camarote sólo se veía la gargantuesca
nave. Debíamos de estar llegando al hangar, estaba muy cerca. Y entonces lo vi.
Había alguien allí, en una ventanilla. Me miraba fijamente. Parecía una mujer, aunque
a esa distancia no podía asegurarlo; no sé qué tenía pero se me empezó a erizar el
vello de todo el cuerpo y un terror repentino comenzó a atenazarme. Estaba a punto
de gritar de horror cuando de repente desapareció de la ventana. Salí corriendo a toda
velocidad hasta el puente de mando a tiempo de ver cómo el hangar se abría para
recibir a nuestra nave.
—¿Qué demonios pasa? —Por un instante olvidé el tétrico rostro—. ¿Cómo se ha
abierto?
—Algunos sistemas deben de seguir automatizados y funcionales. —Xiang me
miró mientras me hablaba—. Al menos el hangar sí funciona. Por cierto, ¿a qué
vienen esas pintas?, parece que hubieses visto un fantasma.
El Káiser también me miró.
—Quizá haya sido así… —No sabía ni cómo expresarme—. Había alguien
dentro, he visto una cara en una de las ventanas del crucero.
Xiang palideció ligeramente; en cambio, el Káiser se me aproximó y posó una
mano sobre mi hombro.
—¿Estás seguro?
—Seguro del todo no, pero casi. No sé, la verdad es que fue tan fugaz, tan

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extraño… —No podía saber si lo había imaginado por culpa de la tensión.
—Bueno, tendremos en cuenta esa posibilidad, relájate, aún tardaremos algo en
aterrizar y en ultimar los sistemas. La parte informática ya la has dejado lista, así que
date un paseo por la nave o túmbate un poco.
Asentí y salí por la puerta del puente de navegación.
Era difícil describir lo que sentía: una mezcla de pavor y vergüenza. Mi parte
racional me aseguraba que podía haber sido perfectamente una visión. Además,
estaba lejos, de manera que, aunque hubiese sucedido de verdad, no podía asegurar
que fuese una cara y no un trapo o cualquier otra cosa. Decidí visitar a Frederick y
Anneva. Siempre me habían inspirado calma, y a fin de cuentas Fred era el psicólogo
de la nave.
El corto camino hasta el camarote de Fred y Ann me resultó opresivo, casi
agobiante, la imagen de la cara me seguía allá donde fuese. Finalmente llegué hasta
su puerta y llamé suavemente.
—Pase —la voz de Fred translucía algo de cansancio.
Según entré, vi a Fred sentado cómodamente en su sillón y a Anneva durmiendo
en la cama que compartían. Al igual que su voz, la cara de Fred mostraba cierto
cansancio. Cuando hice amago de hablar, Fred se puso el índice sobre los labios para
indicarme que guardara silencio y me acompañó fuera. Tras salir y cerrar la puerta,
me invitó a pasear con un gesto del brazo y a los pocos metros de empezar a caminar
comenzó la conversación.
—¿Qué te traía hasta nuestro camarote?
—Quería hablar con vosotros. —Nuestro camino nos llevaba en dirección al
comedor—. Bueno, realmente contigo, supongo.
—¿Supones? —Me observó entre intrigado y divertido—. Explícate, por favor.
—Bueno —titubeé por un momento—, supongo que a estas alturas sabrás más
que de sobra que me encanta hablar con vosotros. No es que no me guste hablar con
el resto de la nave, pero no sé, sois los más simpáticos. Realmente no sé cómo
explicarlo.
—Me halagas profundamente, Danny. —Aunque había cierto tono de humor en
su voz, pude ver claramente que en gran medida lo que decía era verdad—. Pero eso
no responde a mi pregunta.
—Bueno —continué—, digo que supongo que quería hablar contigo porque a fin
de cuentas eres el psicólogo de la nave. —La mirada de Fred empezó a mostrar un
obvio interés en lo que decía—. Y creo que lo que me ha sucedido entra dentro de tus
competencias.
Según caminábamos, llegamos al comedor. Fred no habló. Dejó que entrase
primero, me indicó que me sentase, hizo lo propio acomodándose frente a mí, me
miró fijamente y entonces habló.
—Bueno, tú dirás.
Le expliqué lo de mi visión, mis pesadillas, mis inquietudes con respecto al

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crucero espacial y el escalofrío incomprensible que me provocó el nombre de la nave.
Durante un par de minutos, Fred se mantuvo en silencio, desvió la mirada y se
arrellanó en la silla. Finalmente me miró intensamente y retomó la conversación.
—Comprendo tus preocupaciones —mostró una sonrisa amable—, pero también
tú debes entender que es mera sugestión. —Cruzó las piernas y continuó hablando—.
Nos estamos aproximando a un navío de un tamaño colosal, con capacidad para una
población exageradamente enorme y que a todas luces está deshabitado. Todas estas
inquietudes que experimentas son las mismas que sienten los exploradores espaciales
al descubrir colonias abandonadas o pueblos vacíos. Muchas veces esta sensación se
ve reforzada por la intriga ante el suceso que pudo provocar que esos lugares
quedasen deshabitados.
Pero, aunque en menor grado, esa sensación permanece cuando se saben los
motivos.
—¿Por qué?
—Simple, porque resulta antinatural con respecto a nuestra manera de ver el
mundo. —Nuevamente me sonrió, con un gesto casi condescendiente—. Un navío de
este tamaño, una colonia, o un pueblo, son lugares para vivir, son entornos para que
viva gente. Un lugar así, vacío, resulta inquietante —dejó de sonreír—. En cuanto al
tema de la cara… Bueno, puede que vieses algo, a fin de cuentas no sabemos qué hay
dentro. Pero en vista de las pruebas palpables, lo más lógico sería asumir que ha sido
una visión fruto del estrés, y espero que lo comprendas del mismo modo.
—Sí, tranquilo, Fred —contesté, procurando mostrar una sonrisa de serenidad
pese a que no estaba en absoluto tranquilo—. Si vine a hablar contigo fue porque
opinaba de manera parecida.
—Bueno —Fred pareció dudar un instante—, querría pedirte un pequeño favor.
—Lo que sea —me apresuré a decir.
—No le comentes nada de esto a Ann. —Le miré intrigado—. Ayer, tras
descongelarnos, insistió mucho en que había tenido un sueño horrible. Supongo que
sabes tan bien como yo que en estado de criogenia no se puede soñar. —Asentí—.
Ella también lo sabe, pero, al igual que yo, es una fanática del esoterismo, sólo que,
por desgracia, más crédula que yo —sonrió un poco—. Dice que todo esto le da mala
espina.
—Eso no me tranquiliza mucho —comenté con sorna.
—Bueno. Tú no te preocupes. Tras dejar mi puesto de psicólogo en Urano…
—¿Dejarlo? Te echaron por golpear a un paciente —me costó no reírme al
recordar esa vieja historia.
—Era un hijo de la grandísima puta ese bastardo. —Me lanzó una mirada
fulminante—. Ahora, si me disculpas, querría proseguir.
—Sí, sí, claro, disculpa, ya sé que el tipo se lo merecía, continúa tu historia.
—Como decía, tras dejar el trabajo, aprovechamos el dinero que teníamos
ahorrado para visitar cinco de los nueve enigmas del universo conocido —enarcó una

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ceja—. ¿Has oído hablar de los zigurats de Erkil?
—Por supuesto, las pirámides que se descubrieron en ese planeta —contesté.
—Sí. Siete pirámides enormes, más antiguas que la especie humana en un planeta
sin signos de vida inteligente. Las visitamos, como iba comentando, pero por poco
nos quedamos sin verlas. El día previo a la visita, Ann tuvo otro de sus «sueños
premonitorios». Según dijo, si íbamos, algo malo sucedería. A duras penas logré
convencerla para ir. —Fred se levantó mientras continuaba su narración y sirvió para
ambos unas jarras de agua fría—. Tras visitar dos de ellas, llegamos a la más grande,
con acceso al interior. —Volvió a sentarse—. Cuando nos acercamos a la entrada,
empezamos a oír un extraño ruido. Provenía de dentro, y parecía el sonido de unos
pequeños pies a la carrera. —Empecé a sentirme bastante inquieto y la cara de la
ventana volvió a mi cabeza—. Ann retrocedió y yo cogí mi navaja, y en ese momento
sucedió —me miró esbozando una amplia sonrisa—. Apareció una niñita de unos
nueve años corriendo, perseguida por su hermano. Pocos segundos después, llegaron
sus padres. Por lo visto, el lugar era casi un parque de esparcimiento para los colonos
del lugar. —Se levantó mientras continuaba—. Ann insiste en que tuvo razón, pues la
niña se tropezó poco después y se llevó un fuerte golpe. De hecho se salvó gracias a
que Ann estaba cerca —me miró fijamente—. Supongo que comprendes lo que te
digo.
—Si hubieseis hecho caso al sueño de Ann y no hubieseis ido, la niña habría
muerto —sentencié con voz neutra. Casi al unísono notamos un leve temblor que
recorrió toda la nave.
—Exacto —respondió mientras posaba una mano sobre mi hombro—. No puedo
asegurarte qué habrá o no habrá allí dentro, pero sí puedo garantizarte que no es
bueno permitir que nuestros miedos irracionales nos gobiernen —levantó la mano de
mi hombro y se alejó rumbo al pasillo—. Y deberías ir dirigiéndote al puente de
mando, parece que ya hemos aterrizado. Iré a ver cómo está Ann y la despertaré.
Hasta ahora.

4. El Nostradamus
Todo el mundo estaba visiblemente alterado. Algunos lo mostraban más que
otros. El capitán, Logan y Fred parecían tranquilos, pero para alguien que los
conociera bien resultaba obvio que estaban inquietos. Roberto no dejaba de moverse
en el sitio, con un balanceo constante. Daxie apretaba con tal fuerza el asa de la caja
de herramientas que sus nudillos habían adquirido un tono blanquecino. Ann estaba
pálida como una sábana. Yo, por mi parte, no dejaba de hacer comprobaciones en mi
portátil.
La pasarela descendió, abriendo nuestra nave y dejando a la vista una amplia
rampa para bajar al abandonado hangar de la Nostradamus. El hangar parecía
funcionar mejor de lo que esperábamos, pues, aparte de abrirse correctamente ante la

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proximidad del Almender, tras aterrizar se cerró automáticamente. Mientras mi mente
divagaba en esos temas, Napoleón se puso en camino. Descendió por la rampa con
movimientos mecánicos y precisos, lo que, unido a la forma de sus cuatro patas, le
conferían el aspecto de una extraña araña perezosa. Su torso giró en varias
direcciones una vez estuvo abajo antes de emitir un leve pitido que significaba luz
verde. El primero en bajar fue Logan. A su espalda llevaba el cañón de asalto y su
mochila y en las manos portaba su rifle, de modo que su presencia resultaba
intimidante cuando menos. Tras él, descendió el Káiser con total naturalidad, como
quien pasea por el parque, a pesar de lo cual un vistazo más a fondo permitía
constatar que estaba alerta. Una vez abierta la marcha con lo que podríamos catalogar
como el cuerpo de seguridad, descendimos los demás. El hangar era enorme, como
un estadio de fútbol, sólo que lleno de bártulos, barrotes y cajas. La altura de las
paredes superaría con creces los treinta metros. Al final de la sala se veían tres
puertas, dos cerradas al fondo y una abierta en el lateral derecho desde nuestra
perspectiva.
—Extraño aunque afortunado —comentó Logan.
—¿A qué te refieres? —preguntó, inquisitivo, el Káiser.
—La única puerta abierta es la que tenemos que usar para dirigirnos al transporte
intersecciones —explicó con una amplia sonrisa.
—Esto no me gusta —el tono de Ann transmitía bastante angustia.
—Tranquila, cariño, es sólo suerte —Fred le pasó un brazo sobre los hombros con
suavidad—. Además, vamos con Napoleón, el Káiser y Logan —mostró una sincera
sonrisa—. No sé qué demonios habrá ahí dentro, pero, si está vivo, debería ser él el
que tuviese miedo.
Ann, que no pudo reprimir una leve sonrisa, asintió y se calmó visiblemente.
He de admitir que las palabras de Fred también me calmaron a mí. Napoleón
abrió la marcha nuevamente y se dirigió a la puerta abierta. A los pocos metros, aún
lejos de la puerta, oímos cómo el Almender cerraba la pasarela, y, pese a que era lo
acordado, no pude evitar cierta sensación de claustrofobia. No tardamos en llegar a la
puerta. Antes de tener ángulo de visión, Napoleón realizó otra comprobación y emitió
nuevamente el característico sonido de «todo despejado». Aunque dentro del
Almender nos pareció una medida excesiva, una vez en el Nostradamus, resultaba
tranquilizador contar con el poderoso robot de combate. Cuando fui capaz de ver lo
que se abría ante nosotros, noté una especie de bloque de hielo en mi estómago por
puro temor. Frente a nosotros se extendía un largo pasillo, de aproximadamente
cuatro metros de anchura por cuatro de altura. Ante la falta de luz, Napoleón
encendió sus focos frontales y pudimos ver que el corredor se extendía hasta donde
alcanzaba la vista.
—Estremecedor —murmuré sin apenas darme cuenta.
—Míralo como lo que es, damita —se burló Daxie—, un tesoro a la deriva.
—Poneos los arneses de exploración y activad las linternas del hombro —ordenó

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el Káiser.
Cumplimos la orden al instante y, en cuanto el último de nosotros, Roberto,
terminó, el Káiser continuó.
—Napoleón, prosigue la exploración.
El robot reemprendió la marcha y todos le seguimos. Ante un gesto del Káiser,
Logan retrocedió y se colocó detrás de nosotros para cerrar la marcha, una medida, a
mi juicio, muy tranquilizadora. Caminamos durante lo que me pareció un cuarto de
hora —aunque en mi portátil pude comprobar que fueron apenas cinco minutos—
cuando nos topamos con un cruce. El final de nuestro camino acababa en otro igual
de ancho que lo cortaba de forma transversal. Este pasillo, al contrario que el anterior,
mostraba algunas puertas en sus paredes. Aquí y allá, se veían por el suelo bártulos
variados.
—Cambio de rumbo hacia la izquierda desde nuestra posición. —El Káiser
hablaba por el micrófono acoplado al auricular que portaba en el oído derecho. Daxie,
Logan y yo llevábamos uno similar—. ¿Correcto?
—Afirmativo, capitán —oí decir a Xiang por el auricular.
—Izquierda.
El androide reaccionó inmediatamente ante la orden del Káiser y todos les
seguimos de cerca.
—Capitán —dije, sin molestarme en subir la voz porque sabía que en esos
momentos él, Daxie, Logan y Xiang me escucharían perfectamente aunque susurrase
—, ¿no deberíamos revisar adónde llevan las puertas del pasillo?
Nein —contestó, ladeando levemente la cabeza, lo suficiente para mirarme de
reojo—. Esta nave es enorme; si nos paráramos a explorar cada centímetro de ella,
tardaríamos semanas. Lo primero es lo primero: llegar a la sección C y acceder a los
sistemas de la nave; la automatización del hangar significa que algunos sistemas aún
están operativos. Una vez comprobemos los datos y el equipo, ya exploraremos a
fondo este mastodonte.
Me limité a asentir ante las palabras del capitán.
Nuevamente anduvimos en penumbras, sólo rotas por los haces de luz de los
focos del robot y nuestras linternas. Prácticamente la totalidad de las puertas que
encontramos estaban cerradas a cal y canto, exceptuando alguna ocasional que
mostraba leves ranuras. Los pasos de Logan detrás de mí me tranquilizaban bastante,
a pesar de lo cual apresuré un poco el paso y me coloqué tras el Káiser, a la altura de
Daxie.
—¿Miedo a la oscuridad?
A pesar del tono de burla de Daxie, su voz no sonaba tan segura como de
costumbre.
—Tú tampoco pareces muy tranquila.
Me lanzó una mirada fulminante y continuamos caminando en silencio.
Realmente aquel pasillo parecía ser largo. En dos ocasiones pasamos por cruces

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con pasillos perpendiculares, pero, tras una corta comprobación por radio,
continuamos. Eran esos cruces los que me suscitaban una especial inquietud. Se
perdían en la inmensidad de aquella estructura y era difícil saber dónde acababan. El
tiempo iba transcurriendo mientras nuestros pasos sonaban rotundos contra el
metálico suelo, sobre todo los de Napoleón. Según avanzábamos, ese sonido cada vez
me iba provocando más desazón. Resultaba tranquilizador tener al robot de combate
con nosotros, pero ese ruido generaba un profundo eco que reverberaba en las
paredes y sólo Dios sabe hasta dónde alcanzaba. Finalmente, aproximadamente dos
horas después, llegamos a una enorme puerta de seguridad cerrada sobre la que podía
leerse «Acceso a sección C» y a la derecha de la cual había una terminal de control.
Un leve gesto del Káiser me indicó lo que ya suponía: tenía que intentar abrirla. Me
aproximé con calma, asumiendo que era probable que por falta de energía no
funcionase. Presioné el botón de activación y ante mi asombro se encendió. A nuestra
izquierda la puerta chirrió. El fuerte ruido me provocó un terrible temblor por todo el
cuerpo; si los pasos de Napoleón podían oírse a larga distancia, este ruido debía de
haberse oído a kilómetros.
—Buen trabajo, Danny —el Káiser silbó de asombro—, no esperaba que fueses
tan rápido.
—Me gustaría atribuirme el mérito, pero sólo he encendido la terminal. Ni
siquiera he solicitado que se abriese —me temblaba ligeramente la voz mientras
decía aquello.
—¿Seguro? —Por segunda vez en dos días, vi al Káiser visiblemente intrigado, y
esta vez me gustó aún menos—. Qué extraño —sonrió levemente y la mueca de
intriga desapareció de su rostro—. Puede que aún sigan automatizados los sistemas
de acceso —me miró—; ¿es posible que ésa sea la explicación?
La pregunta iba dirigida tanto a mí como a Xiang.
—A priori sería una posibilidad —musité.
—Ciertamente estos navíos contaban con numerosas puertas que se abrían por
proximidad —la voz de Xiang se oyó con claridad por el auricular—. Al activarla, se
habrá abierto sola al percibiros con sus sensores.
El Káiser asintió levemente y ordenó al androide continuar. Una vez dentro,
pudimos comprobar que nos encontrábamos en una sala de aproximadamente la
mitad de tamaño que el hangar donde aterrizamos. Había numerosas cajas y trastos
por el suelo, más que en el hangar y los pasillos. En mitad del habitáculo se extendían
unos raíles con un tren compacto con las puertas abiertas cuyas luces se encendieron
cuando entramos. Tuve que repetirme las palabras de Xiang con respecto a la
automatización para no salir huyendo cuando se encendieron, pues el efecto resultaba
fantasmagórico. Roberto también hizo un aspaviento, y me alegró constatar que no
era el único aterrado allí dentro. Cuando nos alejamos de la puerta, ésta se cerró
nuevamente con el mismo ruido de antes. Y si la vez anterior fue sólo una sensación,
en esta ocasión no tuve dudas de que había oído un gemido lejano, como de angustia.

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—¿Lo habéis oído? —pregunté con voz queda por el terror mientras todo mi
cuerpo temblaba.
—¿Oír el qué, Danny? —contestó Daxie mirándome con visible desprecio ante
mi falta de valor.
—Yo también lo he oído. —Al pronunciar Logan esas palabras, la cara de Daxie
palideció—. Parecía un gemido.
El enorme hombretón, al contrario que yo, parecía más intrigado y alerta que
aterrado.
—¿Estáis seguros?
Segunda vez en el día que el Káiser me hacía esa pregunta y segunda vez que no
sabía qué responderle, aunque Logan se me adelantó.
—Sí. —El Káiser le miró—. Estoy seguro de haber oído algo que parecía un
gemido, como ya he dicho —aclaró—, lo que no significa que lo fuese. Podía ser
maquinaria: parece que la nave está activándose ante la presencia de gente.
—Sería factible.
La voz de Xiang por el auricular no traslucía mucha tranquilidad. Al parecer, pese
a permanecer en la relativa seguridad de la nave, el hecho de estar solo y de oír lo que
decíamos no le dejaba frío.
—Bueno, de un modo u otro sería imposible determinar de dónde procedía, así
que será mejor continuar con el plan original —nos miró y torció el gesto levemente
—. Pero estad atentos, esto empieza a pasarse de castaño oscuro. —Se giró hacia mí
—. Comprueba si el transporte es funcional.
—Para eso debería entrar —tartamudeé sin darme apenas cuenta.
—Me parece bien —mi cara debió de ser un mapa del horror ante esas palabras,
pues el Káiser se rió suavemente y acto seguido habló de nuevo.
—Logan, acompáñalo.
Logan abrió la marcha, cosa que le agradecí. Al entrar en el transporte, noté que
la sensación de inquietud aumentaba. Miré alrededor y una visión llamó
poderosamente mi atención. Me aproximé titubeante y temblando. Mientras, sin
darme cuenta, Logan se dirigía a la cabina al fondo del transporte. Terminar de
acercarme y comenzar a retroceder fue todo uno. Quería gritar, pero a la vez temía
despertar algo. En la ventanilla del vehículo, por fuera, se veían claramente marcas de
manos ensangrentadas, al menos una decena. Empecé a marearme, mucho; no notaba
las manos, y salí tambaleante de allí. Debía de estar especialmente pálido porque Fred
se apresuró a sujetarme, a pesar de lo cual caí de rodillas y devolví de pura angustia.
El Káiser hablaba, pero tardé un poco en entender lo que decía.
—¿… sucede, soldado? —Lo miré—. ¿Qué diablos sucede?
—Ahí dentro… no, dentro no… —apenas lograba articular las palabras—, fuera,
por fuera de la ventanilla, hay marcas de manos.
—¿Manos? —Daxie soltó un bufido—. ¿Y por eso tanto alboroto?
—Manos ensangrentadas, imbécil.

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La última palabra la pronuncié casi gritando. Me hervía la sangre y a la vez sentía
una mano estrujándome las entrañas.
No sabía qué sucedía ahí dentro y cada vez tenía menos curiosidad por saberlo.
El Káiser empezó a caminar dispuesto a bordear el tren y comprobar lo que decía
cuando apareció Logan por la puerta.
—Capitán —el Káiser le miró—, creo que debería ver esto.
Yo me quedé de rodillas en el suelo en compañía de Fred, Ann y Napoleón
mientras Daxie, el Káiser y Roberto se aproximaban a la cabina de control. Pocos
instantes después salieron Daxie y Roberto, ella claramente mareada. Roberto, que
parecía desorientado, se apoyó en la pared y se sentó en uno de los bancos.
—¿Qué demonios ha sucedido? —En esta ocasión habría preferido no contar con
el auricular—. Menudo asco.
—Sí. —Casi tan inquietante como la situación en sí era la calma con la que
conversaban Logan y el Káiser—. No sé qué habrá sucedido, capitán, pero a este tipo
lo han destrozado.
—Al esqueleto le falta la mitad de abajo. —Silencio—. La sangre seca parece
indicar que perdió las piernas y que después se arrastró hasta aquí. —Silencio
nuevamente—. Ese tipo o bien era tremendamente fuerte o tenía litros de adrenalina
recorriendo sus venas. Una vez sentado, tras haber devuelto y retomar algunas
nociones de mí mismo, vi salir al Káiser de la cabina.
—Tranquilícense, señoritas. —Daxie le miró con cara de pocos amigos—. Sea lo
que sea lo que sucediese, ocurrió hace mucho tiempo, porque la sangre se encuentra
completamente seca y oxidada y el esqueleto está quebradizo.
—Capitán —Ann parecía a punto de romper a llorar—, se lo ruego, demos la
vuelta.
—Eso sería ilógico —contestó, mientras la miraba sin sentimiento alguno—. Lo
que hemos visto puede deberse a mil cosas; ya sabíamos que estaba abandonado y
que algo le debió de suceder a la tripulación. —Alzó un poco el tono para que todos
le oyésemos—. Quisieseis admitirlo o no, era tremendamente probable que
encontrásemos numerosos cadáveres. —Fred abrazó a Ann—. Seguiremos con el
plan inicial. Una vez en la sala de mandos, podremos leer los informes y saber qué
diablos pasó. Llevamos a Napoleón con nosotros y vamos armados para enfrentarnos
a un navío de miedos infundados.
Ordenó a Napoleón que subiese al tren, cosa que logró a duras penas, y el resto
también lo hicimos, aunque con reticencia por parte de Anneva.
—Danny. —Era de nuevo el Káiser. Yo le miré, con la mandíbula aún temblorosa,
aunque, con todos dentro, daba casi más miedo la estación que el propio tren—.
Logan ya ha arrojado el esqueleto a las vías. Quiero que vayas a la cabina y nos bajes
hasta la sección C.
Asentí y me dirigí hacia allí.
Al entrar, la cabina resultaba cuando menos inquietante: las mismas marcas de

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manos eran perfectamente visibles en el cristal, y todo el suelo estaba cubierto de una
enorme mancha de sangre seca y oxidada, lo mismo que la terminal de control.
Empecé a sentir náuseas y mareos de nuevo, pero una mano fuerte y enorme se apoyó
en mi espalda.
—Tranquilo, chaval, yo estoy aquí, y el resto del pelotón detrás. Llévanos rápido
ahí abajo y acabemos con esto lo antes posible.
Logan me tranquilizó, pero sabía tan bien como él que esto no sería rápido. Una
vez en la sección C, nos esperaba una larga caminata hasta la sala de mandos: un par
de días si todo iba bien, mucho más si nada marchaba. Obvié esos pensamientos y me
concentré en mi tarea actual. Empecé a trastear la consola de control y no me llevó
mucho ponerla en marcha. Cuando se activó, casi me tira de espaldas. Iba a una
velocidad tremenda y, no obstante, el reloj indicaba que tardaría veinte minutos en
llegar a la estación de la sección C.

5. Sección C
El trayecto fue largo. Sin poderme mover de la cabina, una fugaz sucesión de
imágenes fantasmagóricas pasaron ante mí. Las luces exteriores del transporte no
funcionaban, pero la iluminación interior generaba un pequeño campo de visión más
allá de la ventanilla. Ni siquiera sé qué vi en esos veinte minutos. Me pareció
vislumbrar una silueta, y estoy seguro de que vi varias manchas de sangre a lo largo
de las paredes. Apenas tres minutos después, aparté la vista y me limité a observar el
teclado manchado de sangre que había ante mí.
A la hora marcada, el tren empezó a disminuir paulatinamente la velocidad hasta
que se detuvo del todo.
—Bueno, Danny —Logan me miraba con amabilidad—, deberíamos ir atrás con
los demás.
El enorme hombretón abrió la puerta y pasó al compartimento de pasajeros y yo
le seguí. Ahí dentro estaban todos sentados, salvo el Káiser, que se mantenía de pie.
—Bien, chicos —al instante nos volvimos hacia el capitán—. Empieza la segunda
etapa de nuestro viaje. Tenemos ante nosotros un camino de aproximadamente treinta
horas hasta el centro de la sección donde se encuentra el puente de mando y, a poca
distancia, el laboratorio central —se fue aproximando a la puerta central del vagón, la
única lo bastante grande como para permitir el paso de CX-13—. Confío en que todo
marche como es debido.
La puerta se abrió. Napoleón salió en primer lugar. El Káiser y Daxie le siguieron.
A continuación, haciendo acopio de las escasas reservas de valor que me quedaban,
salí al exterior del transporte. Ante mí se abría una sala enorme, que se mantenía en
una completa oscuridad. A la vista de lo que descubrimos en la estación superior,
resultaba profundamente perturbador encontrarnos allí, en las profundidades. Me
sentía como si acabase de acceder a un oscuro infierno. No soplaba la más leve brisa,

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y un silencio absoluto inundaba el lugar. Era lógico, pero eso no hacía menos
inquietante la escena. Nuestras linternas y los focos del robot arrojaron luz sobre el
suelo y las paredes. Aquí y allá, de manera caótica, se veían restos de sangre y marcas
de pisadas. La sensación de mareo y aturdimiento se volvió a apoderar de mí; todo
me daba vueltas, y notaba que estaba a punto de huir al transporte a toda prisa y
precipitarme hacia el hangar. En ese momento noté que unas manos me aferraban de
los hombros y me zarandeaban. Me giré furioso y vi la cara de Fred frente a mí.
—Relájate —abrí la boca para quejarme de sus palabras pero se adelantó—.
Sabíamos que esto era lo más probable: semejante navío a la deriva emitiendo señales
de auxilio y con la mayoría de los sistemas apagados… Tú lo sabías, yo lo sabía. —
Nuevamente abrí la boca para replicar, pero me interrumpió antes de poder empezar
—. Este ambiente resulta perturbador, no te lo puedo negar. Justamente por eso
hemos de mantenernos calmados. Además, te lo pediría como favor personal, Ann
cada vez se encuentra peor.
Medité unos instantes sobre lo que me decía Fred mientras el Káiser, Logan,
Daxie y Napoleón exploraban la sala. El psicólogo tenía razón, y bastaba un rápido
vistazo para comprobar que estaba tan preocupado como yo. Sencillamente, él se
controlaba mejor y utilizaba más la lógica. Seguía mirándome, así que asentí, aún
algo pálido. Se apartó de mí y se fue junto a Ann. Decidí aproximarme a ellos, Ann
parecía aturdida.
—¿Cómo lo llevas? —pensé que un poco de conversación nos ayudaría.
—A mí todo esto sigue dándome escalofríos —la voz de Ann parecía
especialmente apagada—. Cada vez me recuerda más a mis sueños.
—Ya hemos hablado de eso, cariño. —Fred hizo amago de cogerla por los
hombros, pero ella le apartó con brusquedad.
—No me trates como a una niña —le miró airada—. Ni soy una niña ni soy tu
paciente —apartó la cara—. Ya no.
—Voy a ver qué se cuenta Roberto. —Ante la situación, me apresuré a excusarme
y me dirigí al más callado de nuestra tripulación.
—¿Cómo vas, amigo?
Roberto me miró; no mostraba mucha expresión, pero tenía los ojos como platos.
—Nada de esto me gusta, Danny. —Solté un ligero resoplido ante la obviedad—.
No, lo digo en serio —miró a su alrededor—. Esta gente no murió por inanición,
tampoco por asfixia. —Le observé intrigado, aunque sabía que tenía toda la razón del
mundo—. Si fuese así, ¿por qué el conductor del transporte perdió las piernas?, ¿y a
qué vienen las manos ensangrentadas en los cristales? —Me observó, aparentemente
a la espera de una respuesta.
—Bueno… —dudé por un instante—. Es difícil saberlo, pero podría ser que
huyesen atropelladamente porque la sección tuviese algún problema —ni yo mismo
me lo creía—. O una revuelta interna, quién sabe.
El Káiser y Logan aparecieron de nuevo en nuestro lado del transporte seguidos

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de Napoleón. Rápidamente el capitán nos informó de que la sala tenía dos accesos,
uno de los cuales se encontraba abierto y el otro cerrado. Por primera vez esa
inquietante suerte que parecía presidir nuestros actos desapareció, pues justamente la
puerta cerrada era la que debíamos usar. Me aproximé a la terminal siguiendo las
instrucciones del capitán. No pude evitar un escalofrío al mirar de reojo a la puerta
abierta: las marcas de sangre y pisadas parecían proceder de allí. Me centré en mi
trabajo, encendí la terminal. Bloqueada. Conecté mi ordenador de muñeca al control
de acceso y comencé el proceso de desencriptación de códigos.
—Parece bien protegido —murmuré al micrófono—. Puede llevarme un rato.
—Tranquilo —la voz del Káiser sonaba a mis espaldas; un rápido vistazo de reojo
me bastó para corroborar que el resto de la tripulación se había ido colocando tras de
mí— tómate tu tiempo.
Bastante más sereno por la proximidad de mis compañeros, continué con mi
labor. Finalmente, tras quizá media hora de pirateo concienzudo, logré abrir la
compuerta. Fue repentino, y casi me caí de espaldas. Napoleón se adelantó y no tardó
más que un instante en realizar la señal de despejado. El resto entramos. Fue una
sensación extraña la que experimenté al llegar a ese largo y ancho corredor. No sabría
explicar por qué me causó tanta inquietud como el oscuro pasillo lleno de sangre,
porque, al fin y al cabo lo realmente extraño de éste es que no había nada. Simple y
llanamente estaba limpio. Ni marcas de pisadas, ni sangre seca ni bártulos por los
suelos: nada.
—¿A alguien más le resulta raro este pasillo? —Me giré ante la pregunta de
Roberto—. A mí me da repelús.
—Sí, estoy contigo —contesté—, debemos de ser masocas; para un pasillo que
encontramos en condiciones… —Ese tonto comentario pareció relajarnos a ambos.
—¿Qué tal si dejamos de hablar del pasillo y comenzamos a recorrerlo?
Tras esas palabras del Káiser, empezamos todos a avanzar.
El pasillo era de una anchura aproximada de cinco o seis metros y una altura
similar. Caminamos por el corredor, carente de salidas laterales, durante bastante
tiempo. De vez en cuando, Xiang nos preguntaba sobre nuestro estado pues, sin
darnos apenas cuenta, pasábamos largos ratos en completo silencio. La monotonía
sólo era rota ocasionalmente por los comentarios de Xiang y algún chascarrillo suyo
o Roberto. Cada cierto tiempo miraba mi terminal de pulsera para comprobar cuánto
tiempo llevábamos en aquel pasillo. Supongo que en los días en que funcionaba se
emplearía algún tipo de vehículo para recorrerlo, lo que quizá explicaría el tamaño
del corredor. Las piernas empezaban a dolerme y el agotamiento comenzaba a
pasarme factura cuando, finalmente, el Káiser se detuvo.
—¿Sucede algo, capitán?
La pregunta de Logan se quedó unos instantes sin respuesta.
—Hace aproximadamente veinte horas que descendimos del Almender —Roberto
soltó un silbido de impresión, al parecer era el único que no se había molestado en ir

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mirando la hora— y más de quince que recorremos este infernal pasillo —se giró
hacia nosotros—. La mejor opción será hacer una pausa para descansar.
—Gracias a Dios —lo dije casi sin pensar.
Mientras comenzábamos a organizarnos, oí a mis espaldas una fuerte discusión.
Al parecer, Roberto había intentado drogarse. Pero el Káiser le vio y le arrebató la
hipodérmica. Las voces se prolongaron unos minutos, hasta que el capitán se puso
serio. Incluso Roberto supo en ese momento que no había réplica posible.
En menos de una hora habíamos cenado de manera consistente y estábamos todos
metidos en nuestros sacos térmicos. Resulta curioso constatar que, incluso caminando
en oscuridad y silencio, hay sonidos que se te escapan y que no captas hasta que estás
en estado de reposo total. Durante horas fui incapaz de dormir; oía en la lejanía algo
que a mi juicio parecían pasos. Y, muy ocasionalmente, algún ruido similar al que oí
al cerrarse la puerta de la sección B. Cuando esto último ocurría, no podía reprimir un
fuerte temblor. Bastante tiempo después de tumbarme, quizá dos horas o más,
comencé a oír un ruido cadente, amortiguado pero claro, al otro lado de la pared.
Parecía como una maquinaria imprecisa, una sucesión de golpes constantes que
poseían una pauta, aunque no perfecta. Finalmente, pese a aquel ruido, conseguí
dormirme de puro agotamiento.

6. El puente de mando
La noche estuvo plagada de horribles pesadillas. En mis sueños veía al anónimo
conductor, sin piernas, avanzar hacia mí pidiendo auxilio. Me desperté numerosas
veces, pero era tal mi agotamiento que no tardaba en volver a dormirme. Además,
estaba el problema de Roberto, toda la noche retorciéndose, dando vueltas. En varias
ocasiones estuve a punto de solicitar al capitán que le devolviese sus drogas, pero me
abstuve. El Káiser tenía sus razones para actuar como lo hizo: no era conveniente
tener a alguien drogado y armado en una situación tensa.
Cuando hacía aproximadamente cuatro horas que montamos el campamento (no
descarto que fuesen cuatro horas exactas), el Káiser nos despertó.
—Arriba, señores —mientras caminaba, daba alguna patada suave a los más
remolones—. Nos espera una larga jornada.
Resultaba perturbador levantarse en ese entorno. Comenzamos a recoger el
campamento espoleados por el capitán. Al parecer, un sueño reparador unido al hecho
de despertarse en territorio «hostil» le había devuelto su espíritu militar. Por extraño
que parezca, resultaba reconfortante. En menos de una hora habíamos recogido el
campamento y tomado un copioso desayuno.
—Bien, señores. —Logan y Daxie se pusieron firmes ante la voz del capitán; el
resto nos limitamos a observarle—. Si los datos que tenemos son correctos, en menos
de dos horas estaremos en el puente de mando. Ya queda menos, soldados, no
desfallezcáis —y, con una amplia sonrisa, ordenó a Napoleón comenzar el camino

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una vez más. De nuevo en la brecha.
El aturdimiento de toda la situación y las emociones del día anterior, unidos al
poco descanso que tuve, me provocaron un estado de sopor durante todo el camino.
En gran medida lo agradecí. Cuanto menos consciente fuese de aquel infierno, mejor.
Anduvimos durante todo el tiempo sin descanso. En un par de ocasiones atravesamos
cruces transversales. Poseían la misma estructura que el túnel por el que viajábamos,
lo cual reforzó mi teoría sobre que se trataba de túneles para transportes ligeros
dentro de una misma sección.
En el tercer cruce, y apenas a un cuarto de hora de nuestro destino, vimos en el
suelo una mancha de sangre seca del tamaño de un humano. Era cierto que habíamos
visto muchas más previamente. Pero dentro de este entorno tan pulcro, llamaba
mucho la atención. Procuré no darle vueltas y seguí al resto del grupo.
Ante nosotros, el túnel se bifurcó hacia ambos lados, sin posibilidad de seguir de
frente. Según los planos de la nave, se trataba de una rotonda de la cual partían
numerosos túneles (como el nuestro). Comenzamos a bordear por la derecha la
avenida circular. Varios accesos se encontraban sellados por gruesas puertas de
seguridad, pero la mayoría estaban abiertos. Cada apertura que pasábamos me
provocaba un nuevo escalofrío. Finalmente llegamos a nuestro destino: un pasillo
considerablemente más pequeño, de aproximadamente tres por tres metros, que se
extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pero lo importante estaba ya a la vista: una
gruesa plancha de metal a modo de puerta de seguridad como las de la rotonda sólo
que de menor tamaño. En el letrero que exhibía se leía claramente «Sala de
mandos/Puente de navegación».
—Aleluya —exclamó Fred, y todos compartimos con suspiros y risas distendidas
su comentario.
—Bueno —el Káiser me miró sonriente—, te toca lucirte.
Me aproximé hacia la terminal de acceso. El resto del grupo se colocó detrás.
Logan se situó cubriendo el largo pasillo y Napoleón se mantuvo en el acceso a la
rotonda para vigilar. En primer lugar, intenté acceder a la terminal de manera común.
Nada. No me alteré lo más mínimo; a fin de cuentas, era de esperar. Conecté mi
terminal de muñeca al ordenador y nuevamente nada. Era extraño, ni siquiera se
encendía.
—¿Sucede algo, Danny?
Al parecer, el Káiser se había percatado de mi cara, que sin duda debía de estar
pálida y mostrar una expresión poco tranquilizadora.
—No funciona —pronuncié la frase con un hilo de voz.
—Ya suponíamos que no funcionaría —Daxie estaba claramente furiosa—; por
eso estás aquí.
—No lo entiendes —la miré, mientras notaba cómo me temblaban la voz y las
piernas—. No funciona, sin más. —Todos me miraron anonadados—. La terminal
está frita. No tiene utilidad. Como si hubiesen arrancado todo su cableado.

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Sintiéndome colapsado, me apoyé contra la pared y me dejé caer hasta sentarme.
Daxie despotricaba sin parar y golpeaba las paredes. Anneva ocultó su rostro entre
sus manos y empezó a sollozar de manera disimulada. Fred, por el contrario, se limitó
a dar vueltas de un lado a otro del pasillo. Alcé mi mirada hacia el Káiser a tiempo de
verle caminar, pasar al lado del robot y pararse en la rotonda. Se dio la vuelta
dispuesto a impartir nuevas órdenes o pronunciar otro de sus discursos. Más de uno le
miramos anhelantes; necesitábamos algo a lo que aferrarnos.
—Bueno, la situación no es tan grave. Sabíamos que esto podía suceder. —Me
observó por un instante—. ¿Desde dónde podemos acceder a los sistemas clave de la
nave aparte del puente?
—Pues, en teoría, el siguiente ordenador en importancia sería la computadora
principal del laboratorio central —contesté, y he de reconocer que, analizando esa
posibilidad, me calmé bastante.
—Bien, pues hacia allí nos dirigiremos —sentenció el Káiser, y, sonriendo,
añadió—: No temáis, tenemos a Napoleón con nosotros.
Sin previo aviso, y ante nuestras miradas horrorizadas, la enorme puerta de
seguridad bajo la que se encontraba el robot cayó con toda su fuerza sobre él. Un
tremendo ruido de metal roto y doblado resonó por los pasillos. Y antes de que
pudiésemos reaccionar, una fuerte explosión proyectó piezas ardientes de Napoleón
en todas direcciones. El estallido arrojó a Daxie contra el suelo y a mí me tumbó de
espaldas. Cuando por fin fui capaz de ponerme en pie, aún no era consciente de la
situación. Simplemente veía a mis compañeros tirados en el pasillo por la fuerza de la
explosión, provocada por las células energéticas del robot —intuí—. Al girarme, vi la
puerta cerrada sobre la chatarra que anteriormente había sido Napoleón y comprobé
que sólo había dejado una ranura de menos de medio palmo del suelo; y, lo que era
aun peor: el Káiser se encontraba en la rotonda, al otro lado de aquella pesada puerta.
—Dios santo —el comentario se me escapó sin querer. Al instante comencé a
gritar por el micrófono—. ¡Capitán! ¡¿Se encuentra bien?! —Silencio—. ¡Káiser,
responda, por favor!
—Estoy bien. —La voz del Káiser se oía bastante amortiguada; no en vano
provenía del otro lado de la plancha metálica—. Relativamente al menos. Tengo
quemaduras en el brazo y el auricular funciona pero el micrófono ha desaparecido.
¿Vosotros estáis bien?
Miré a mi alrededor y comprobé que todos estaban bien y aproximándose a la
puerta. Me dispuse a responder, pero Logan tomó la palabra antes.
—Sí, capitán, estamos bien —dudó un instante—. Voy a intentar abrir la puerta.
Ante esas palabras, no supe si reír o llorar. Lo que Logan se proponía era
imposible.
—Ahórratelo. —La voz del Káiser se oía perfectamente, debía de haberse
acercado a la puerta—. Esa puerta acaba de destrozar a Napoleón, no podrás
levantarla.

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Empezaba a notar la misma sensación que en el tren: mareo, aturdimiento y
náuseas. Apenas pude apoyarme en la pared antes de escurrirme al suelo.
—Estamos atrapados —balbuceé.
—Tienes razón. —Por la voz daba la impresión de que Anneva estaba al borde de
un ataque de nervios—. Estamos atrapados —continuó—. Atrapados y sin robot y sin
capitán. Estamos muertos —comenzó a llorar.
Daxie repetía continuamente «joder» al tiempo que realizaba aspavientos de furia.
Roberto parecía igual de colapsado que yo.
—Calmémonos, señores —pese a la intención de Fred, su voz también translucía
un fuerte miedo—. Esto puede tener explicación, y, aunque no sea así, no estamos
muertos, seguimos vivos, el capitán está al otro lado y Logan con nosotros —suspiró
de manera sonora—. Si dejamos que esto nos supere, entonces sí que estaremos
muertos.
—Bien dicho, Fred. —Nuevamente la voz del Káiser sonó a través de la puerta—.
No sé qué demonios está pasando, pero será mejor que continuemos con el plan.
—Siempre dices lo mismo y mira dónde nos ha llevado —intervino Anneva, que
parecía cada vez más cerca de estallar.
—No nos queda otra opción —guardó una corta pausa—. Dirigíos al laboratorio
principal. En teoría, el camino más corto es el que avanza por vuestro lado. Yo
procuraré llegar por algún camino alternativo. —Nuevamente un corto silencio—.
Danny, ¿puedes piratear la automatización de la nave desde el laboratorio?
—Se supone que sí —contesté.
—Pues hazlo, esto puede haber sido casualidad, pero no quiero jugármela.
—Entendido.
—No os podré responder, pero sí escuchar, así que mantenedme al tanto de
vuestros movimientos.
—Sí, señor —respondimos Logan y yo casi a la par.
—Hasta pronto, soldados. Cuida de ellos, Logan.
De este modo el Káiser se despidió de nosotros.

7. El laboratorio
Oímos perfectamente cómo el Káiser se alejaba al otro lado de la pesada plancha
de metal. Durante un rato largo nadie dijo nada. Nos limitamos a observarnos los
unos a los otros. Toda la situación, en conjunto, era demasiado. La atmósfera era cada
vez más opresiva y acabábamos de perder a nuestro guardaespaldas robótico y al
capitán. Anneva seguía llorando en un rincón. Todos parecíamos repentinamente más
cansados y viejos. Roberto maldecía entre dientes y Daxie continuaba con su retahíla
de «joderes».
—Buenos días, chicos. Siento haber tardado tanto —la voz de Xiang desde
nuestra nave sonó por el auricular—. Como no podía conciliar el sueño, me tomé un

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tranquilizante y he dormido como un bebé. ¿Alguna novedad?
Comencé a reírme. Simplemente la situación me superaba. Logan me miró atónito
y después observó inquisitivo a Fred, el cual se limitó a encogerse de hombros.
—Risa nerviosa —el psicólogo me miró y continuó—. La verdad es que me
alegro por él, quizá sea el mejor modo que tengamos de soltar tensión en momentos
así. Ojalá yo también pudiese reírme de ese modo.
Cuando cesó mi ataque de risa, explicamos la situación a Xiang. Desde luego, él
no se rió lo más mínimo.
—Bueno —parecía no saber qué decir—. No sé qué diablos hacer desde aquí.
—Ahora mismo no puedes hacer nada —comentó Logan—, pero es posible que
nos seas muy útil desde ahí más adelante. No te alejes del micrófono y mantente a la
escucha.
Nuevamente aquel silencio incómodo. No obstante, y aunque posteriormente
nadie lo admitiese, se notaba a ojos vista que la conversación con Xiang y mi ataque
de risa habían calmado un poco el ambiente. Poco, pero no se podía pedir más.
—Bueno. —Logan se adelantó un poco y se giró hacia nosotros—. Ya hemos
descansado bastante. Todos estamos jodidos y todos tenemos miedo, pero debemos
continuar, y rápido. Xiang, desde nuestra posición, ¿cuánto camino hay hasta el
laboratorio central?
—Calculando a ojo, y si los planos son correctos, apenas un cuarto de hora. —Al
fin una buena noticia—. Estáis prácticamente al lado.
—Ya habéis oído, panda de nenazas. —Se volvió hacia el túnel y comenzó a
caminar rifle en ristre—. Apenas quince minutos.
Nos pusimos en pie los que aún permanecíamos sentados y todos nos
apresuramos a alcanzar a Logan. Tras escasos cinco minutos, llegamos a una
bifurcación.
—Este lugar cada vez me gusta menos. —Logan se giró hacia Daxie y le alargó el
rifle de asalto—. Después de mí, eres la mejor tiradora del grupo. Me molesta tener
que pedírtelo, pero deberás encargarte de cerrar la marcha. —Daxie hizo amago de
rechazar el rifle—. Mira, maja, no hay tiempo para discusiones. Cógelo, mantente
alerta y vigila, yo me apaño con el cañón de asalto.
Daxie esta vez aceptó el arma sin rechistar y continuamos el camino.
Avanzamos en formación: Logan delante, tras él Fred, en medio Anneva, después
Roberto y yo y finalmente Daxie mirando continuamente hacia atrás. El primer tramo
del trayecto se limitaba a seguir aquel oscuro pasillo. El nerviosismo era palpable, y
las linternas iban de un lado a otro, alumbrando cada rincón de oscuridad. En un
punto a mitad del trayecto, dimos con otro cruce transversal. Logan sugirió que
avanzásemos rápido, pero Roberto no pudo evitar desviar la linterna.
Ojalá no lo hubiese hecho. A nuestra derecha se perdía en la oscuridad un pasillo
lateral. Lo temible era que apenas unos metros más allá de nuestro camino se
encontraba un esqueleto, muy deteriorado por la edad, quebrado en varios puntos,

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encima de una enorme mancha roja rodeada de otros restos de sangre seca que
asemejaban pisadas. Noté un vahído, pero logré controlarme y continué.
Aproximadamente veinte minutos después de comenzar el camino nuestro pasillo
desembocó en otro formando una «T». Tras una corta comprobación por micrófono,
Xiang nos corroboró que debíamos seguir el camino de la derecha. Logan prosiguió y
todos detrás de él hicimos lo propio. No obstante, al llegar al pasillo en el que
desembocaba nuestro anterior sendero empecé a notarme inquieto. Continuamos
rumbo al laboratorio central. Un poco más adelante ya se veía el letrero. Esa
sensación perduraba, como si estuviese siendo observado. Preferí por puro temor no
girar la cabeza y confiar en Daxie para cubrirme las espaldas. Tras pasar por delante
de numerosas puertas, la mayoría cerradas, llegamos ante la del laboratorio central.
—Por fin aquí —dijo Logan, que accedió a él en primer lugar.
La puerta del laboratorio comenzó a descender. Todo parecía suceder a cámara
lenta, como si de un horrible déjà vu se tratase, cuando de repente la compuerta se
detuvo en seco. Logan había parado su descenso con los brazos. No se trataba de una
puerta de seguridad, tan pesada y ancha como la que destrozó a Napoleón, pero desde
luego debía de tener una consistencia considerable.
—¿Cómo demonios has hecho eso? —pregunté atónito.
—Las preguntas luego, no sé cuánto aguantaré. Entrad, ¡YA!
Nos apresuramos en acceder y cuando Daxie penetró en la habitación Logan
apartó las manos y la puerta se cerró tras nosotros.
Nos hallábamos en una enorme sala, la más grande que habíamos encontrado
desde nuestra llegada al Nostradamus. Sólo otra puerta al lado contrario daba acceso
a este enorme complejo. Hileras e hileras de mesas plagadas de viejos artilugios de
ciencia se extendían ante nosotros. En las paredes, interminables estanterías cubrían
los metálicos muros. En el lado izquierdo de la habitación, desde donde nosotros nos
encontrábamos, había una puerta interna que daba paso a lo que el letrero
denominaba «Sala de experimentos». Había numerosos ordenadores en la sala. No
obstante, era fácil adivinar cuál era el ordenador central. Se encontraba al fondo de la
estancia, tras un pesado escritorio sobre el cual se podía leer «Jefe del Departamento
Científico». Me dirigí sin dilación a aquel ordenador, seguido de cerca por mis
compañeros. Una vez llegué allí, me senté con cuidado en el cómodo sillón.
—¿Éste es el ordenador? —preguntó Logan, cuya voz sonaba nerviosa.
—Sí —dije—. Éste es el ordenador principal del laboratorio central —observé las
caras de los demás—. Desde aquí debería tener acceso a todo, o casi todo al menos.
—Sin prisas. —Que Daxie dijese eso me sorprendió sobremanera—. Si la
fastidias, te mataré con mis propias manos. —Eso ya no fue tan sorprendente.
—Tranquila —me crují los dedos—. Si funciona, lo hackearé. Primero buscaré
información acerca de esta maldita nave, lo cual debería llevarme menos tiempo.
Después comenzaré con el proceso de liquidar las automatizaciones.
Encendí el ordenador y éste respondió bien. Tras un suspiro de alivio, comencé,

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sin prisa pero sin pausa, a intentar localizar información relevante. Todos los datos
parecían encriptados, pero poco a poco los fui descodificando. Aproximadamente a
mitad de proceso se oyó la voz de Xiang desde el Almender, por el auricular.
—Chicos.
—Ahora no —me apresuré a responder.
—Sólo quiero preguntaros si alguno de vosotros está en la sección B.
Nos miramos intrigados.
—No, todos estamos en el laboratorio salvo el Káiser —comentó Logan—. ¿Por
qué lo preguntas?
—Una de las puertas del hangar acaba de abrirse —durante un instante no dijo
nada—. Maldita sea, entre la oscuridad y la distancia no veo nada. Igual es el Káiser,
ahora vengo.
—¡No seas idiota, no salgas de la nave! —se apresuró a ordenar Logan, pero no
hubo respuesta.
—¿Qué demonios estará sucediendo allá arriba?
Nadie supo responder a la pregunta que Fred lanzó al aire.
Continué con mi trabajo y nos mantuvimos expectantes. Se suponía que Xiang no
debía abandonar su puesto. Él no poseía auricular, se comunicaba a través del equipo
del puente de mando del Almender. Cinco minutos después, había terminado la
desencriptación pero seguíamos sin tener noticias de Xiang. Inicié mi búsqueda en el
año 2580. Tras un largo rato desechando datos sin interés, al fin di con algo que
parecía relevante, un compendio de entradas archivadas como «END» que
comenzaban en una perteneciente al 17 de mayo del 2604. Comencé a leerla en alto
para todos los demás:

«Diario del capitán Michael August. Entrada de texto: 17 de mayo de 2604.


»Al fin la suerte nos ha sonreído. Tras el desastre que provocó la pérdida de
nuestros terraformadores hace más de un siglo, hemos vagado en busca de un planeta
habitable sin intervención tecnológica. Y por fin hemos dado con él.
»He organizado una avanzadilla que comience las preparaciones de lo que será la
colonia base. Esta operación estará dirigida por el comandante de seguridad
Francisco Rodríguez y por el jefe del Departamento Científico Abel Abrams
(descendiente directo del ilustre John Abel Abrams). Junto a ellos serán enviadas diez
escuadras de seguridad, una veintena de científicos y un millar de colonos. En dos
semanas debería estar preparada la base de la colonia para el despliegue de más
personal.
»Fin de la entrada».

Deseché dos informes de puro protocolo y di con otro que parecía interesante:

«Diario del capitán Michael August. Entrada de texto: 21 de mayo de 2604.


»Hace aproximadamente trece horas empezamos a recibir emisiones por parte de

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la avanzadilla colonial que informaban de una extraña fiebre que ha comenzado a
aquejar a algunos colonos. Los científicos dicen tenerla bajo control. Francisco se
muestra visiblemente preocupado ante esta enfermedad.
»Fin de la entrada».

Tras unos pocos archivos rutinarios, di con el siguiente informe relevante:

«Diario del capitán Michael August. Entrada de texto: 23 de mayo de 2604.


»Abel ha solicitado una evacuación de emergencia hace escasamente una hora.
Tras recoger en transportes a apenas dos centenares de colonos, ha insistido en
abandonar la órbita de ese planeta. Se encontraba en un estado de histeria, al igual
que el resto de colonos que recogimos. Todos se mostraban aterrados. Los he enviado
a todos al laboratorio central para que sean estudiados y psicoanalizados, hecho lo
cual he solicitado a Abel que realice un informe completo sobre lo acaecido.
»Fin de la entrada».

—Fueron enviados aquí. —Fred mencionó el dato que todos teníamos en mente
—. Continúa.
Era extraño, pero el archivo que contenía el informe del jefe científico estaba
corrupto. Sin poder hacer más al respecto, continué hasta que encontré otro dato
importante:

«Diario del capitán Michael August. Entrada de texto: 2 de junio de 2604.


»Han aparecido casos de contagio, dentro de la nave, de la extraña enfermedad
que exterminó a la gran mayoría de la avanzadilla colonial. Este hecho me inquieta
profundamente. Si los datos que aportó Abel son correctos, es un peligro que hay que
solventar lo más pronto posible. Las fuerzas de seguridad están intentando controlar
los focos de infección y los científicos tratan de encontrar un remedio.
»Fin de la entrada».

—¿Eso fue lo que acabó con ellos? ¿Una plaga?


Daxie me miraba esperando una respuesta.
—Lo que te he leído es lo que sé —volví mi atención al ordenador—. Mejor
continuemos.

«Diario del capitán Michael August. Entrada de texto: 13 de junio de 2604.


»Los casos de la enfermedad se extienden sin control por las secciones F y G. No
comprendo cómo puede estar sucediendo. Por más que llevamos a cabo procesos de
cuarentena herméticos, siempre continúa extendiéndose. Las fuerzas de seguridad
poco a poco se van viendo más superadas, y las investigaciones científicas cada vez
avanzan más despacio. Abel está cada día menos dialogante. Esperemos que no se
nos vaya la situación de las manos.

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»Fin de la entrada».

—Me parece que ya se les había ido de las manos. —Roberto paró un instante—.
Igual que a nosotros, a fin de cuentas. Obvié sus palabras y continué. Apenas había
datos sueltos ya:

«Diario del capitán Michael August. Entrada de texto: 28 de junio de 2604.


»La enfermedad ha alcanzado niveles de pandemia. Las secciones F y G han
sucumbido en su totalidad. La sección H también ha sido sellada en protocolo de
cuarentena. Todos los accesos a la sección I han sido cerrados salvo el transporte
intersecciones que lo comunica con la sección C. Las fuerzas de seguridad se han
visto reducidas a una tercera parte. Los científicos están exhaustos y completamente
perdidos, no saben cómo hacer frente a la plaga que nos acosa. Abel pasa largos
períodos en soledad. Empieza a preocuparme su salud mental; no descansa, sólo
trabaja continuamente en la enfermedad.
»Fin de la entrada».

—El siguiente archivo también está corrupto —mencioné—. Es extraño, todos los
demás parecen estar bien. Bueno, a falta de ese archivo extraviado, sólo queda una
entrada:

«Diario del capitán Ros Haydel. Entrada de texto: 18 de julio de 2604.


»Tras la repentina desaparición de Michael y mi ascenso a capitán en funciones,
la situación ha sido la misma. Sigo intentando encontrar la entrada concerniente al 7
de julio del diario del capitán, pero al parecer los datos están corruptos. Han
aparecido casos de contagio en las secciones D, B y E. En estos momentos las únicas
secciones “limpias” son la C y la I. Estamos considerando medidas desesperadas para
afrontar la enfermedad.
»Fin de la entrada».

—Aparte de ser la última entrada del archivo «END», también es la última


entrada del registro —me di la vuelta para observar a mis compañeros—. Una
pandemia, murieron por una maldita pandemia.
—Vaya —Logan se sentó en la mesa—. No sé cómo sentirme al respecto. En
teoría, eso significa que no habrá problemas, todos deberían estar muertos.
—¿Y si estamos contagiados?
La pregunta de Roberto nos provocó cierta tensión a todos.
—Eso sería muy difícil —Anneva hablaba con claridad por primera vez desde
hacía horas—. Un organismo patógeno no suele mantenerse vivo fuera de un vector
de contagio tanto tiempo —levantó la vista mostrando su demacrado aspecto a causa
de los sollozos y la tensión—. Pero por si acaso será mejor que no nos acerquemos
más de la cuenta a manchas de sangre, cadáveres y demás —volvió a bajar el rostro.

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—Genial, como si no nos hubiésemos acercado ya a bastantes restos humanos.
Roberto parecía excepcionalmente alterado para su forma de ser. Comencé a
temerme que la privación de droga tuviese algo que ver.
—Demonios. —Logan volvió a levantarse—. Todo esto es muy inquietante, y
seguimos sin saber qué diablos ha sido de Xiang —pareció dudar un poco—. No
podemos hacer nada por él, salvo sabotear este armatoste. Comienza con el ataque a
la automatización.
—Como mandes, jefe.
Inmediatamente me volví al ordenador y me centré en mi nueva labor.
Durante veinte interminables minutos me empleé concienzudamente en sabotear
los sistemas, pero cada vez que parecía hacer un avance, me encontraba una nueva
trampa. Mientras, un silencio sepulcral seguía presidiendo el auricular. Finalmente,
descubrí cuál era el problema.
—Logan.
Mi tono no debía de mostrar mucho aplomo, pues la reacción del enorme
hombretón fue bastante acertada.
—No, no, no. ¿Qué cojones sucede ahora? —exclamó, exasperado; parecía a
punto de destrozar el ordenador de un puñetazo.
—He logrado, con mucho esfuerzo, saltarme los bloqueos de las secciones C,
F y E —dije, mientras él me observaba intrigado—. Eso tiene una parte buena y otra
mala. La buena es que la sección C, como bien sabrás, es esta en la que estamos. La
mala es que las secciones a las que tengo acceso, no sé por qué, son las únicas sin
acceso al exterior de la nave, salvo algún colector de basura.
—¿Que qué? —Logan empezó a deambular en torno a la mesa mascullando las
palabras—. ¿Me estás diciendo que de nueve secciones que tiene esta puñetera nave
sólo puedes sabotear las que no nos permiten salir fuera?
—Así es, esta terminal tiene bloqueado su acceso a los sistemas de esas secciones
—dudé si añadir una segunda información, pero era necesario que lo supiesen—. Y
he descubierto otra cosa.
—Joder… —Logan en esta ocasión parecía a punto de arrancarme la cabeza—.
Habla.
El resto de la tripulación no hacía el más mínimo ruido, temiendo provocar al
enorme soldado.
—Lo que mencionó el capitán —tragué saliva—. Tenía razón.
—¿A qué te refieres?
—La nave estaba automatizada. Desde aquí no puedo saber el motivo. Pero lo de
las puertas creo que no ha sido casualidad. No obstante, ahora, con las
automatizaciones de esta sección eliminadas, podemos avanzar con tranquilidad, la
mayoría de las puertas se abren por proximidad.
—¿Y eso de qué nos sirve? —Logan me observó como si le hubiese contado un
mal chiste—. Estas secciones no tienen acceso al exterior, tú mismo lo has dicho.

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—Ya —por primera vez en horas sonreí con ganas—. Pero quien programó esto
no contaba con que sería yo quien accediese. He localizado el ordenador que posee
acceso a los sistemas de esas secciones. —Logan comenzó a sonreír también—. Es
un laboratorio secundario de esta misma sección, y no debería llevarnos más de
media hora llegar hasta él. Y, lo que es más, desde allí, si todo marcha bien, podré
conectar el piloto automático —casi me reí al decir esto último—. Podría programar
el Nostradamus para que nos siguiera y volver cómodamente al Almender. Que se
encargue de limpiar el loco que compre este cacharro.
—Al fin —Daxie parecía casi en shock—, al fin una buena noticia.
—Bueno, chicos, ya hemos descansado bastante. ¿Continuamos, oficial? —
sugirió Fred, que también se mostraba mucho más animado.
—Adelante, gente, salgamos de esta carcasa flotante. —Logan me miró—.
Guíanos hacia ese ordenador milagroso.

Nos dirigimos a la puerta opuesta la que usamos para entrar. No se abrió al


aproximarnos, y al principio temimos que pudiese estar bloqueada. Pero un rápido
vistazo me confirmó lo que ya suponía: algunas puertas requerían apertura manual.
Fui el último en abandonar la sala y, sin querer, no pude evitar fijar mi mirada en la
puerta por la que accedimos allí. Quizá fuesen imaginaciones mías, pero juraría que
había una mancha de sangre que antes no estaba en la ventanilla de la compuerta. Un
nuevo escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Pero, debido a la distancia y la
oscuridad, no podía asegurar que se tratase de sangre. Así pues, cerré la puerta e
intenté eliminar esa imagen de mi cabeza.

8. Abel
Lo que nos esperaba al otro lado de la puerta no resultaba halagüeño. Se suponía
que se trataba de la sección dedicada a laboratorios y similares. Un extenso pasillo,
plagado de puertas y corredores laterales, se abría ante nosotros. Nuevamente se
dejaban ver ocasionales manchas de sangre y objetos desperdigados por los suelos.
Era difícil saber qué había sucedido allí, pero estaba claro que alguien había andado
con prisas. Quizá huyendo de alguna persona infectada en busca de ayuda.
—¿Por dónde es, Danny? —Logan iba a mi lado, en cabeza—. Me gustaría llegar
allí lo antes posible.
—Me he descargado un plano de la sección —observé un instante mi computador
de muñeca—. Hemos de realizar varios giros y atravesar un par de salas. Como ya
dije, nos llevará una media hora a paso normal.
—Entonces quizá convenga acelerar el paso —dijo, y se giró hacia los demás—.
Venga, chicos, que nadie se quede atrás, vamos a acelerar la marcha.
Acabada la conversación, comenzamos a avanzar a un ritmo de trote ligero. No
corríamos, y Logan se mantenía atento a todos los alrededores, pero aceleramos

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bastante el ritmo. Una sucesión de estrechos pasillos y laboratorios abandonados
discurría en torno a nosotros. Resultaba un ambiente perturbador, similar al de un
hospital vacío. La imagen blanca y pulcra que se intuía contrastaba con los cacharros
desperdigados por los suelos, los cristales rotos y las manchas de sangre
desperdigadas aquí y allá. Un temblor de pura inquietud empezó a recorrerme el
cuerpo. El único modo de combatir esa sensación era repetirme constantemente, cual
letanía, que una vez llegásemos a ese ordenador todo estaría controlado.
Según avanzábamos, percibí nuevamente la sensación que me asaltó en el pasillo
previo al laboratorio central. Cuando estaba a punto de descartarla, oí claramente el
ruido de una puerta automática abrirse a cierta distancia. Todos nos detuvimos al
instante, petrificados cual estatuas.
—¿Habéis oído eso?
Todos ignoramos la obvia pregunta de Roberto.
—Káiser, si acabas de abrir una puerta en el sector de laboratorios, danos un
grito. —Logan hablaba por el micrófono. Silencio y el ruido de otra puerta en el lado
contrario fueron las únicas respuestas—. No sé qué demonios está pasando aquí, pero
será mejor que aceleremos.
Nadie más abrió la boca en lo que quedaba de trayecto. Todos parecíamos
temerosos de llamar la atención, pero, pese a nuestro silencio, ruidos similares
empezaron a oírse, espaciados, la mayoría bastante alejados, aunque los realmente
escalofriantes eran los que sonaban más cercanos. De no ser por la presencia de
Logan a mi diestra, es probable que mis nervios me hubiesen hecho incapaz de seguir
siquiera el plano. Pero finalmente llegamos a la puerta del laboratorio 0138, nuestro
destino. La puerta era de tipo hermético. Sin necesidad de mediar palabra, conecté mi
terminal portátil al ordenador de acceso. Me costó concentrarme con los ruidos
lejanos. Finalmente, logré que la puerta se abriese y nos apresuramos a traspasarla y
cerrarla de nuevo tras nosotros.
El interior se encontraba más revuelto que el resto de la sección científica. Parecía
que hubiesen soltado a un animal enloquecido allí dentro. Viales rotos, papeles
esparcidos por los suelos y numerosas manchas de sangre, pisadas, manos,
goterones… Resultaba sumamente inquietante. El laboratorio era especialmente
amplio. Según mis planos, estaba formado por varias salas de pequeño tamaño, todo
distribuido en un corredor que circulaba paralelo a la puerta y otro que partía de
frente, formando así dos ángulos de noventa grados. El ordenador se encontraba en el
pasillo que continuaba hacia delante.
—No me gusta este sitio —escuchamos a Logan con atención—. No sabemos qué
hay en esos otros pasillos. ¿Este laboratorio tiene más accesos? —me preguntó.
—Dos más, uno en cada extremo del pasillo —me apresuré a responder.
—Bien, Daxie, quédate aquí y vigila, no sabemos si las puertas se han vuelto
locas al eliminar la automatización o si algo nos sigue.
Daxie le observó indignada.

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—Quiero enterarme de lo que suceda allí.
—Tranquila, ya vigilo yo —sentenció Roberto, y todos lo observamos atónitos.
—No me malinterpretes —comenzó Logan—. Pero no me convence encargarte a
ti que nos cuides las espaldas.
—Mira, jefe —la última palabra la pronunció con tono burlón—. Lo más
probable es que no suceda nada y sólo seamos una panda de paranoicos —sacó la
pistola—, pero si no es así, se me da bien manejar esto. Además, estaremos sólo a
unos metros de distancia.
—Bueno. —Logan titubeó un instante—. Supongo que no hay más voluntarios, y
yo quiero ver qué encuentra nuestro amigo Danny. Mantente alerta.
Los cinco restantes nos adentramos por el pasillo, que se prolongó durante una
treintena de metros hasta que, finalmente, llegamos a una cortina corredera, también
llena de marcas de sangre y algo rota. Al descorrerla, observamos un espacio
pequeño, con un ordenador, una mesa de operaciones y una celda de cristal cromado
abierta. Encima se podía leer «Paciente 0».
—¿Paciente 0? —Logan se giró hacia Ann—. ¿No suelen referirse así al primer
afectado por una nueva enfermedad?
—No necesariamente. —Los ojos de Ann apenas mostraban expresión; llevaba ya
un rato así, parecía haberse saturado—. A veces también se llama así al primer
afectado de un lugar concreto, o al que ha actuado como vector de contagio.
—¿Por qué diablos tendrían aquí al primer enfermo?
Nadie supo qué responder a Daxie, pero yo al menos lo intenté.
—Quizá para estudiar la enfermedad —contesté, mientras me sentaba al
ordenador—. Bueno, fuese por lo que fuese, los datos deberían estar aquí, y también
nuestra salvación.
Encendí el ordenador, que por suerte parecía intacto. Comencé a intentar acceder
a las automatizaciones de las secciones que no estaban ya saboteadas. No obstante,
parecían fuertemente protegidas. Automaticé un sistema de hackeo y me giré hacia
mis acompañantes.
—Bueno, esto puede llevar un rato.
—Entonces aprovecha y empieza a buscar datos sobre este dichoso «paciente 0».
—Logan bajó el tono tras decir aquello y sentenció—: No me gusta como suena.
Asentí y, mientras saboteaba las defensas de las automatizaciones, comencé a
buscar información, lo cual no me llevó mucho. Estaba bloqueado, pero fue fácil
saltarme las defensas. Por lo visto, se trataba del laboratorio personal de Abel. Tras
un rápido vistazo, descarté gran cantidad de datos técnicos y di con las últimas
entradas de su diario personal. Comencé a abrirlas en la pantalla, a la vista de todos.
«Diario del jefe del Departamento Científico Abel Abrams. Entrada de texto: 24
de mayo de 2604.
»No sé cómo ha podido suceder. Pero Amanda está infectada. La he recluido en
mi laboratorio privado. Si alguien la descubre, la eliminará. He de hallar una cura.

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»Fin de la entrada».
Me quedé atónito. Un ligero empujón por parte de Logan me hizo reaccionar y
acceder a la siguiente entrada de texto:
«Diario del jefe del Departamento Científico Abel Abrams. Entrada de texto: 27
de mayo del 2604.
»Ante mi horror, parece no haber cura. Al menos no recurriendo a los
medicamentos habituales. Mi última esperanza sería localizar una inmunidad o una
mutación del virus. Pero para ello necesitaría cobayas. Los experimentos con
animales no dan resultado. El virus parece transmitirse sólo a humanos. He de
sanarla.
»Fin de la entrada».
Abrí el siguiente archivo obviando los datos técnicos y científicos que contenía
aquí y allá.
«Diario del jefe del Departamento Científico Abel Abrams. Entrada de texto: 29
de mayo de 2604.
»Sigue sin cambios. En principio pensé en alimentarla. No obstante, haciendo
acopio de todo mi autocontrol, opté por poner a prueba qué efectos tenía en ella la
inanición. Los resultados han sido sorprendentes. Pase el tiempo que pase, y a pesar
de estar privada de alimento, no ha empeorado su ya maltrecho estado. Al parecer, se
encuentra en un estado neutro. La necrosis no avanza, pero tampoco remite, y pese a
la falta de alimento no parece encontrarse más aletargada o débil que en el momento
de su regreso. No obstante, esta situación está pudiendo conmigo. Tengo pesadillas
con ella y cuando estoy aquí juro que la oigo pedirme ayuda. He tomado una
resolución. Muchos me tacharán de monstruo, pero si todo sale según lo planeado, no
habrá víctimas a largo plazo. Puedo salvarla, a ella y a todos. Sé que puedo.
»Fin de la entrada».
Cuando me disponía a abrir el siguiente archivo, la mano de Logan me inmovilizó
el brazo.
—¿Qué es eso? —Observé hacia donde me indicaba y leí un archivo secundario
titulado «Informe de Abel»—. Ábrelo.
Lo puse en pantalla. Al parecer, se trataba del informe de Abel sobre lo acaecido
en el planeta, el que en la terminal del laboratorio central se encontraba corrupto.
«Informe de Abel Abrams. Entrada de texto: 24 de mayo de 2604.
»Me resulta difícil explicar lo que sucedió en la avanzadilla. Los primeros días
todo transcurrió con normalidad. Instalamos las tiendas de campaña y los muros del
perímetro e iniciamos la construcción de instalaciones.
»El día 21 varios miembros del cuerpo de seguridad enviados a explorar los
alrededores llegaron al anochecer mareados y débiles. Alegaban haber sido atacados
por algo. Les llevamos a la enfermería. Ocho horas después, pese al tratamiento
médico, los síntomas empezaron a agravarse.
»Yo mismo inicié el estudio de los enfermos. Los síntomas eran los siguientes:

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fiebre alta, delirios, agarrotamiento muscular, pérdida parcial de visión, ocasionales
ataques de convulsiones, hemorragias internas, leve necrosis de tejidos y repentinos
brotes de agresividad. Según iba transcurriendo la noche, los síntomas fueron en
aumento.
»Sobre las tres de la madrugada el soldado de primera Charles Reynolds, el más
grave de los casos, sufrió un shock y cayó en estado de coma profundo. En ese
momento, salí de la enfermería para despejarme y, cuando apenas me había alejado
unos metros, oí un alarido proveniente del interior. Inmediatamente identifiqué la voz
de la enfermera y me apresuré a entrar, a tiempo de ver a Charles arrancar de un
mordisco la yugular a la enfermera. Mi sorpresa fue tal que tardé bastante en
reaccionar. Reynolds se abalanzó sobre el cadáver de la joven y empezó a devorarlo
con la avidez propia de un carroñero. Ante semejante visión, no pude evitar un fuerte
mareo y sin querer volqué una bandeja de material médico. Al instante, Charles se
irguió. Me observó unos segundos y, saltando por encima de la cama, se abalanzó a la
carrera hacia mí. Fui incapaz de reaccionar, pero antes de que me alcanzase su
clavícula izquierda estalló en una nube de trozos de hueso, sangre coagulada y carne.
El soldado Reynolds cayó al suelo. Al girarme, pude ver a Francisco con su rifle de
asalto. Antes de que tuviese tiempo de darle las gracias sonó una segunda ráfaga de
su arma. Cuando me di la vuelta vi a Charles sin cabeza, tumbado a escasos metros.
Al parecer, pese a su grave estado y la severa herida provocada por el comandante, el
soldado fue capaz de arrojarse nuevamente contra mí. Tomamos medidas preventivas,
inmovilizamos a los demás enfermos y encargué a los cuerpos de seguridad que se
librasen de los cadáveres de la enfermera y el soldado. Supuse que, como es lógico,
los quemarían, pero tendría que haber supervisado el proceso, pues posteriormente
me enteré de que los habían enterrado fuera del campamento.
»Apenas recuerdo lo que sucedió al día siguiente. Durante la noche habían
desaparecido varias patrullas de seguridad, y cuando Francisco quiso organizarlo
todo, varios de los enfermos habían roto sus ataduras y asaltado a numerosos colonos.
Es difícil aseverarlo con los datos de los que dispongo ahora, pero al parecer la
enfermedad se acelera cuanto más grave es el estado del afectado. Un hombre sano
puede tardar entre ocho y doce horas en sucumbir; en cambio, alguien en el umbral
de la muerte puede verse superado por la enfermedad en cuestión de apenas una hora.
Durante todo aquel día Francisco y sus hombres intentaron controlar la situación,
hasta que finalmente quedó constatado que era incontenible.
En ese momento solicité una evacuación y, gracias al sacrificio de Francisco y la
mayoría de sus hombres, pudimos salvarnos dos centenares de colonos.
»Ésta es la razón por la que insisto fervientemente en mi solicitud de alejarnos de
este planeta. No sé qué tipo de enfermedad era, pero puedo asegurar que vi a la
enfermera, con su traje cubierto de tierra, corriendo en dirección a las fuerzas de
seguridad.
»Fin de la entrada».

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Nos mantuvimos en silencio mientras Anneva emitía una especie de gemido y se
apoyaba en su marido.
—¿De qué demonios están hablando? —Fred estaba anonadado—. ¿Qué tipo de
enfermedad puede hacer eso?
—No lo sé —admitió Logan, que se volvió hacia mí—. Retoma las entradas del
científico y en cuanto termines de piratear este cacharro vayámonos de aquí.
Hice una rápida comprobación del estado del hackeo y constaté que tardaba más
de la cuenta. Me ahorré comentarlo y abrí la siguiente entrada de texto de Abel:
«Diario del jefe del Departamento Científico Abel Abrams. Entrada de texto: 1 de
junio de 2604.
»Lo he hecho. Confío en que se perdonen mis pecados pasados cuando logre
encontrar una cura. He liberado el virus entre la población. Fue difícil aislar el virus y
mantenerlo vivo hasta introducirlo en otro cuerpo. Fuera del huésped tiene una
esperanza de vida increíblemente corta. No obstante, aproveché mi puesto para
contaminar unos pocos medicamentos intravenosos. Confío en que, una vez
afectados, comiencen a esparcir la plaga a ritmo suficiente como para borrar el rastro
de las primeras víctimas. Que Dios me perdone. Ahora sólo queda esperar el milagro:
inmunidad o mutación. Ambas opciones me sirven.
»Fin de la entrada».
Casi de manera automática, accedí al siguiente archivo marcado como
importante. Había un fuerte salto de fechas.
«Diario del jefe del Departamento Científico Abel Abrams. Entrada de texto: 1 de
julio del 2604.
»Un mes ha transcurrido desde que inicié esta pesadilla. Los gemidos y pasos de
los muertos no me dejan dormir. Son eso, muertos, pero sé que hay algún modo de
revertirlo. Tiene que haberlo. En el “sujeto 0” continúa sin haber cambio alguno:
lleva más de un mes sin alimentarse, encerrado en la celda de cristal, y sigue sin
mostrar signos de debilidad o desfallecimiento. Cada vez que me ve, se lanza contra
la puerta. Las últimas veces he notado cierta vibración en las bisagras de metal.
Empiezo a temer que un embate tan constante pueda debilitar la apertura, pero no
puedo solicitar la ayuda de nadie para arreglarla, no puedo confiar en nadie.
»Me he visto obligado a emplear las automatizaciones de la nave para que el virus
se siga esparciendo y así volver inservibles los protocolos de cuarentena. Llevo casi
dos semanas trabajando en manipular la IA de la nave y mejorarla, pero no es fácil.
»Fin de la entrada».
—Maldito bastardo, hijo de perra.
Daxie tenía toda la razón. Abrí el siguiente archivo de texto.
«Diario del jefe del Departamento Científico Abel Abrams. Entrada de texto: 7 de
junio de 2604.
»Apenas queda población en la nave, todo está yéndose al infierno. Pero no hay
marcha atrás, he de continuar. El capitán comenzaba a sospechar, se mostraba reacio

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conmigo últimamente; soy consciente de que mi aislamiento puede levantar
sospechas, pero sólo puedo hacer mis auténticos experimentos aquí. Hoy le encontré
en mi despacho y me preguntó acerca del “sujeto 0”. Por la noche se dirigió hacia
aquí; por suerte me percaté a tiempo para encerrarle mediante los sistemas
automáticos. Finalmente, abriendo y cerrando puertas, conseguí que un grupo de
infectados llegasen a su posición. Ya no me molestará más; me lo agradecerá cuando
les cure a todos. Bueno, por desgracia, a todos no, porque si durante el ataque el
cerebro es dañado o el cuerpo queda demasiado maltrecho, parece no haber
reanimación.
»También he tenido que piratear el ordenador del capitán desde mi terminal y
sustraerle la entrada del día de hoy, pues cualquiera que lo leyera comenzaría a
sospechar.
»Empiezo a pensar en un plan secundario para reunir sujetos.
»Fin de la entrada».
Anexo a esa entrada estaba el archivo corrupto del diario del capitán. Se lo
mencioné a mis compañeros y lo abrí.
«Diario del capitán Michael August. Entrada de texto: 7 de julio de 2604.
»En estos instantes, los accesos de la sección A están siendo clausurados. Hoy
visité a Abel. No se encontraba en su despacho y tenía la terminal encendida, así que
eché un rápido vistazo. Apenas tuve tiempo de ver nada antes de que llegase, aunque
había un término que se repetía numerosas veces: “sujeto 0”. Montó en cólera ante mi
presencia. Le exigí explicaciones con respecto al “sujeto 0”, pero se negó alegando
que se trataba de un asunto sin importancia. Empiezo a sentirme inquieto con
respecto al científico. Esta misma noche accederé a su terminal mientras duerme.
»Fin de la entrada».
Tras estas entradas, había un amplio vacío —todo datos técnicos— hasta que
finalmente di con una entrada denominada «Despedida».
«Diario del jefe del Departamento Científico Abel Abrams. Entrada de texto: 28
de julio de 2604.
»No me quedan sujetos para experimentar. Toda la nave está vacía. He logrado a
duras penas mantener la zona del puente de mando y los laboratorios parcialmente
limpias, pero me he visto obligado a defenderme de más de un ataque. Son
sumamente resistentes, soportan casi cualquier cosa. El modo más seguro de
eliminarlos es dañar severamente el cerebro.
»No puedo permitir que todo termine así. He de salvarlos a todos. He trabajado
día y noche en la reconfiguración de la IA del Nostradamus. La he reprogramado por
completo. A partir de este instante las automatizaciones se centrarán en localizar
posibles sujetos de estudio. Nostradamus vagará a la deriva evitando puestos
militares y atrayendo naves menores o coloniales. He reorganizado las directrices de
puertas también. En estos momentos su función es, en el momento en que llegue más
gente, permitirles un rápido acceso a secciones profundas de la nave y allí bloquear

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los accesos a los hangares. Se me acaba el tiempo, cada vez los tengo más cerca y la
puerta de Amanda no sé cuánto aguantara, porque empieza a ceder. No he podido
recodificar todas las secciones, carecía de tiempo. He puesto bloqueos informáticos
en las secciones C, F y E y he derivado los permisos de administración a mi
ordenador privado. Eso debería evitar que se saboteasen las automatizaciones.
Además, he quemado los circuitos que controlan las puertas del puente de mando. El
resto de secciones, las más importantes, pues pueden permitir huir a mis sujetos de
estudio, las he bloqueado con contraseñas, lo mismo que el piloto automático.
»Para evitar posibles complicaciones voy a criogenizarme. He programado la
nave para que me despierte en el momento en que se produzca una mutación o una
inmunidad a la enfermedad. Para mayor seguridad, he memorizado los códigos de
acceso a las secciones prioritarias y al piloto automático.
»Nos veremos cuando despierte, Amanda, hija mía.
»Fin de la entrada».
Un silencio absoluto se extendió por la sala. Nadie sabía qué decir o hacer.
Finalmente Logan me miró y me hizo la pregunta que tanto me temía.
—¿Puedes superar esas claves?
—Si es tal y como ha dicho él —bajé la cabeza—, no, sería inútil intentar
sabotearlo, son medidas de seguridad de primer grado.
—¿Qué hacemos? —Anneva parecía a milésimas de segundos de echar a correr
gritando—. ¿Qué vamos a hacer?
—Danny, chico —Fred parecía pensativo—, ¿puedes localizar la cápsula de
criogenia de ese tal Abel?
—Sí, eso sí puedo hacerlo —apenas tardé unos instantes—, es la cápsula 8139. —
Comprobé unos archivos de la terminal y añadí—: También puedo hacer algo más.
—Explícate.
Logan parecía ansioso por recibir una buena noticia.
—Ya anulé las automatizaciones de este sector, y éste es el computador principal.
—Ante las miradas confusas de mis compañeros, me apresuré a explicarlo—. Eso
significa que tengo acceso a varios datos concernientes a esta sección, incluidos
mapas —miré si era posible efectuar lo que tenía en mente antes de asegurarlo—, y
creo que puedo descargarme en mi portátil un mapa de accesos.
—¿Eso qué significa? —me preguntó Fred.
—Un mapa que indica qué puertas están abiertas, cuáles están bloqueadas, qué
transportes siguen activos… Eso debería acelerar mucho nuestro avance hasta la sala
de criogenia.
—¿Alguna otra opción?
La pregunta de Daxie quedó en el aire.
Cuando estaba descargando el mapa interactivo, además de la mayor cantidad de
datos posible, un horrible alarido nos heló la sangre.
—Roberto.

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Daxie tenía razón, parecía la voz de Roberto.
Nos precipitamos a toda velocidad en su dirección. Con las prisas armamos un
buen escándalo. Cuando al fin llegamos hasta él, nos lo encontramos tumbado en el
suelo. Durante un instante no supe cómo actuar. Roberto estaba ahí, tirado, con una
mejilla y parte del hombro derecho desgarrados. En ese instante sucedió. Cuando
ahora lo recuerdo lo veo a cámara lenta.
Ni siquiera sé de dónde salió: una figura pálida, de piel cerúlea; parecía una mujer
joven, casi una niña, pero con horribles marcas de sangre y putrefacción. Pero lo más
horrible era su rostro, parcialmente tapado por una melena oscura y enmarañada y
tenso, torcido en una mueca de furia, con la boca entreabierta de la que chorreaba
sangre. En cuanto Logan se percató, la criatura se arrojó sobre él a toda velocidad
mientras su garganta emitía un horrible gemido. El inmenso soldado la paró con su
brazo derecho. Eso no hizo que el monstruo cejara en su empeño, pues de un
mordisco le arrancó un trozo de piel del brazo. Ante mi horror, era incapaz de
reaccionar. Y no era el único. Por suerte, Logan logró zafarse de ella de un empujón.
La niña volvió a la carga, pero esta vez el soldado estaba preparado. La sujetó con el
mismo brazo que había recibido el mordisco y la arrojó con una fuerza inaudita
contra la pared. Con un asqueroso ruido de huesos rotos, el cuerpo cayó al suelo
hecho un guiñapo. Pese al tremendo golpe, la criatura seguía moviéndose, apenas
arrastrándose, pues probablemente su cuello o su columna se habían quebrado por el
tremendo impacto. Pero continuaba intentando alcanzarnos a rastras con esa horrible
mueca. Logan se aproximó y, con calma, la levantó por el cuello con el brazo sano y
la empotró contra la pared; después, empleando el brazo contrario, hizo añicos su
pequeño cráneo de un tremendo golpe.
Pasaron unos segundos sin que nadie actuase. Oí un golpe a mi derecha y por acto
reflejo desvié allí la mirada. Ann acababa de desmayarse. Fred se apresuró a
atenderla. Daxie avanzó titubeante hacia su hermano, pero, antes de recorrer la mitad
de la distancia que los separada, un estallido resonó y en la cabeza de Roberto
apareció un agujero que acabó con su vida. Daxie se giró, furiosa, para ver a Logan
con su pistola en ristre, aún humeante del disparo.
—Eres un bastardo —espetó, y la voz le temblaba de horror e ira.
—Sabes perfectamente que era lo que había que hacer, estaba infectado.
Daxie se arrojó sobre Logan gritando y empezó a golpearle en el pecho con furia.
El soldado lo aceptó casi con resignación, hasta que finalmente le inmovilizó los
brazos contra la pared y Daxie rompió a llorar.
—Logan… —conseguí articular.
Parecía que mi cuerpo dejaba de estar petrificado de horror, al fin lograba al
menos hablar.
—… tu brazo… También estás infectado.
—No. —Logan dejó suavemente a Daxie, que se sentó entre sollozos. Se giró
hacia mí y ante mi repugnancia sujetó con fuerza un lateral de la herida y se arrancó

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un trozo alargado de piel. Debajo no había carne ni hueso, sino metal, y lo que
parecía sangre en la herida era un fluido negruzco, parecido a aceite—. Perdí el brazo
en la guerra.
—Eso explica tu fuerza —murmuré, tremendamente aliviado al saber que no
estaba infectado.
—Danny —me observó—, puede haber más de ésos. Esa niña… creo que es
obvio quién puede ser, y, si ella sigue «viva», es probable que los demás también.
Esos ruidos que nos seguían… Descárgate el plano al que te referías y vámonos ya,
no podemos permitirnos perder más tiempo.
Hice lo que me solicitó. Mientras, oía a Fred hablar con Daxie y Ann. En menos
de cinco minutos tenía volcados la mayoría de los datos de la terminal y el mapa
interactivo. Nos dirigimos rápidamente hacia una de las puertas contrarias a la que
usamos para entrar en el infernal laboratorio, dejando atrás los cuerpos sin vida de
Roberto y la horrible niña.

9. La huida
Activé el mapa y lo que mostró me provocó un terror abrumador: no dejaban de
abrirse y cerrarse puertas por toda la sección, pero bastaba un rápido golpe de vista
para comprobar que el patrón predominante era aproximarse a nosotros. Así se lo
expuse, aterrado, a Logan.
—Me temía que esto podía suceder. —Logan dudó un instante—. Tienes que
llevarnos hasta la sala de criogenia esquivando esas puertas —me miró fijamente a
los ojos—. Podemos acabar con grupos pequeños, acabamos de matar uno, pero si
nos rodean, estamos muertos.
—Ellos están muertos —susurró Ann.
—Sí, eso ya lo sabemos —le espetó Daxie.
—Danny —Logan ignoró al resto y siguió centrado en mí—, ¿puedes hacerlo?
Dudé un largo instante, hasta que finalmente asentí.
—Pues adelante, yo limpiaré el camino de avance. Daxie, cubre la retaguardia.
—Lo que tú digas, asesino.
Daxie pronunció estas palabras con un hilo de voz apenas perceptible.
Ya organizados, usé la apertura manual de la puerta y me hice a un lado para
permitir a Logan salir en primer lugar. Una rápida descarga del cañón de asalto
precedió nuestro avance. Cuando los disparos cesaron y salimos a la carrera, pude ver
tres cuerpos destrozados por impactos de alto calibre. Lancé una muda oración de
agradecimiento por tener a Logan a nuestro lado. Por un instante, recordé que era
agnóstico y sonreí ante la ironía de la situación: llevaba horas rezando a Dios en
busca de misericordia mientras recorría un lugar que cada vez se asemejaba más a los
nueve infiernos relatados por Dante. Sacudí la cabeza apartando esos pensamientos y
me centré en mi tarea, nada sencilla, por otra parte. Fui empleando órdenes cortas

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para dirigir a Logan, avanzando lo más recto posible y al mismo tiempo evitando las
puertas que mostraban movimiento.
Avanzamos esquivando puertas, obviando ruidos mecánicos y huyendo de
gemidos y sonidos de pisadas. En una de las ocasiones accedimos a una sala con una
empalizada en el sendero por el que debíamos avanzar. Logan abrió fuego contra el
improvisado muro de trastos desmontándolo en instantes. Con ese ensordecedor
ruido, no percibí el movimiento a mi derecha hasta que fue tarde. Un peso enorme
cayó sobre mí, derribándome de espaldas y provocándome una fuerte contusión en el
costado. Cuando acerté a abrir los ojos, vi unas mandíbulas babeantes, chorreantes,
sin mejillas, intentando alcanzar mi garganta. A duras penas mantuve esas fauces
alejadas cuando noté una descarga y vi salpicar sangre de la horrible y putrefacta
cabeza. Con poco esfuerzo, exhausto y aterrado, me aparté de encima el inerte
cadáver con un agujero en la sien. Giré la cabeza y vi a Fred con su pistola apuntando
en mi dirección, pero apenas acerté a pronunciar un «gracias» antes de que Logan me
alzase sin miramientos para que volviésemos a ponernos en marcha.
En varias ocasiones estuve a punto de gritar o de, directamente, volarme la
cabeza. Logan y Daxie, ayudados por Fred, se ocupaban de librarse de los seres —
pocos, en realidad— que nos salían al encuentro. Pero yo era el guía. Si fallaba,
estábamos acabados.
Instantes después llegamos a una sala con apertura manual. Por la esquina del
pasillo aparecieron dos de aquellas criaturas. Logan no disparó, ni Daxie, ni Fred.
Tuve oportunidad de verlos acercarse. De observar en detalle sus pútridos cuerpos
pálidos, sus blanquecinos ojos y sus múltiples heridas abiertas. Una fuerte mano tiró
de mí y me introdujo en la sala, cerrando después la puerta.
—¿Qué hacías ahí parado? —Logan me observaba—. ¿Querías morir?
—¿Por qué… —terminé de serenarme—… por qué no disparasteis a esos dos?
—Nuestra munición es limitada, y una vez aquí y con la puerta cerrada no podrán
entrar —me aclaró.
Un rápido vistazo me confirmó que la sala estaba despejada. Por petición de
Logan, me tomé un instante para comprobar mi terminal de muñeca y explicar el
camino más directo. Vi que la puerta de enfrente nos llevaría por un largo pasillo con
pocas aperturas hasta alcanzar una sucesión de corredores y salas, oficinas y
almacenaje sobre todo. Después accederíamos a otro de los anchos corredores aptos
para vehículos donde, según el mapa, había uno operativo con el que podríamos
aproximarnos hasta las inmediaciones de la sala de criogenia. Le expuse la situación
a Logan.
—¿Cuánto podemos tardar? —Mientras me preguntaba, no apartaba el rostro de
la puerta que pronto emplearíamos.
—Llegar hasta el vehículo nos costará el doble de lo que nos ha llevado acceder
hasta aquí —comenté.
—Eso es bueno, supongo; dado el tamaño de la nave, un cuarto de hora es poco

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tiempo.
Observé a Logan incrédulo.
—¿Un cuarto de hora?, ¿llevamos menos de diez minutos corriendo?
Era incapaz de creérmelo.
—Así es. —Logan me observó, intrigado—. ¿Por qué lo dices?
—Ha parecido mucho más tiempo… —murmuré.
—Opino lo mismo —corroboró Daxie con la voz temblorosa.
—Vamos a morir.
Todos nos giramos hacia Ann, que estaba completamente bloqueada y que sólo
gracias a Fred había conseguido no quedarse atrás.
Haciendo acopio del poco valor que nos quedaba y apoyándonos en la presencia
de los demás, nos dispusimos a realizar nuestro último trayecto. Efectuamos la misma
maniobra que empleamos con la puerta del laboratorio de Abel. Esta vez los disparos
del arma pesada de Logan no cesaron, siguieron resonando mientras éste avanzaba.
Al seguirle, comprobé que había decenas de ellos en el largo pasillo. Durante un
interminable minuto, quizá menos, el arma dejó caer montones de casquillos e inundó
de humo el aire. Finalmente, el ensordecedor ruido cesó al tiempo que caía un
engendro especialmente esquelético con una bata blanca increíblemente raída. Lo
cierto es que la mayor parte de los tejidos eran meros jirones o harapos, y que muchos
de esos seres iban desnudos, lo cual resultaba especialmente turbador. Salimos a la
carrera, con el final del pasillo en mente. En uno de los recodos una de esas criaturas
se arrojó sobre Logan, pero el soldado, con un movimiento raudo, la proyectó por
encima aprovechando el impulso con que se había lanzado al ataque. Tras un fuerte
impacto contra la pared, cayó seca al suelo, y, antes de poder comprobar si seguía
viva o no, Fred le disparó un balazo en plena cabeza.
Seguimos corriendo, atravesando más pasillos transversales y aperturas en los que
casi siempre aparecía alguno de ellos a cierta distancia. El rifle de Daxie empezó a
sonar emitiendo ráfagas rápidas y cortas. La chica sabía manejar el arma. Logan
limpiaba el terreno frente a nosotros, pero cada vez parecía más sobrepasado por la
situación y había comenzado a murmurar algo entre dientes.
Casi sin darnos cuenta, habíamos pasado del trote rápido a la carrera. En más de
una ocasión habría muerto de no ser por los rápidos reflejos de Logan. Llegamos
hasta el laberinto de corredores y salas que había mencionado a mis compañeros.
Continuamos. Mientras atravesábamos habitaciones oscuras, las armas de Logan,
Daxie y Fred resonaban sin descanso. De repente sucedió. Oí un grito a mi espalda,
me giré y vi en el suelo a Fred con dos de aquellas criaturas encima mientras Logan y
Daxie permanecían ocupados vigilando sus respectivos flancos. Ann comenzó a gritar
y a intentar apartarlos de Fred. El psicólogo logró zafarse de uno y dispararle un
balazo en la nariz. Pero, pese a los esfuerzos de Ann, el otro asaltante logró su trofeo:
de una dentellada se llevó un pedazo del antebrazo de Fred. Su alarido de dolor me
hizo reaccionar. Saqué mi propia pistola y efectué tres disparos. Dos dieron en el

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suelo, pero el tercero acertó en pleno oído de la criatura. Mientras, Daxie había
logrado abatir a todos los monstruos que nos seguían por la retaguardia y bloqueado
la puerta volcando una estantería. No aguantaría mucho, pero al menos obstaculizaría
un poco. Fred se irguió y Ann intentó acercarse a él, pero éste se apartó, nos miró a
Daxie y a mí y habló.
—Cuidadla, por favor.
Ante esas palabras de Fred, Ann comenzó a avanzar de nuevo hacia él,
aterrorizada. Éste la miró, pronunció un «te quiero» y, antes de que pudiésemos hacer
nada, se introdujo el cañón de la pistola en la boca y apretó el gatillo. Ann lanzó un
grito terrible, cargado de angustia, y se derrumbó entre sollozos. La escena era
dantesca: los dos cadáveres putrefactos abatidos, el psicólogo con el cráneo
destrozado y Ann catatónica en el suelo. Mientras, la barrera improvisada por Daxie
comenzaba a tambalearse. Logan se volvió hacia nosotros. Al parecer, el frente estaba
ya limpio. El soldado dedicó una mirada y un adiós al psicólogo y después me ordenó
que me encargase, llevándola a rastras si era necesario, de Ann. Reanudamos una vez
más el camino. No sé si mi reacción fue acertada o no, humana o no, sencillamente
no asimilé lo que sucedía. Pude seguir adelante porque todo me parecía cada vez
menos real.
Continué indicando a Logan el camino a seguir y durante un largo trayecto
fuimos esquivando puertas que se abrían y cerraban y a la vez siguiendo el rumbo
más corto posible. Arrastraba conmigo a Ann, que no hacía siquiera amago de
caminar. En un punto desvié la mirada hacia ella y comprobé con preocupación que
carecía de expresión en la cara y que su mirada ni siquiera estaba fija en un punto
concreto.
Atravesamos decenas de salas y cortos pasillos hasta que al fin desembocamos en
el amplio pasaje de transporte. Las armas de Logan y Daxie sonaban más a menudo
de lo que yo quisiera. Pero lo que más me preocupaba era lo que veía en mi portátil.
Parecía que todas las puertas que se abrían y cerraban desembocaban en el enorme
túnel que recorríamos. Caminamos durante varios minutos por aquel sendero de
metal, y aunque es cierto que las armas cada vez sonaban menos, había en el aire otro
ruido más perturbador. Al principio pensé que se trataría de algún tipo de maquinaria
extraña, pero al instante me di cuenta de la verdad: pisadas —cientos, tal vez miles—
nos seguían a cierta distancia por aquel amplio corredor. Así continuamos durante
unos instantes más, avanzando como podíamos cargando con Ann y acompañados de
aquel horrible y constante ruido y los ocasionales disparos de Daxie y Logan. De
repente el soldado se detuvo.
—No lo lograremos. —Daxie y yo lo miramos atónitos—. Oídlos, cada vez están
más cerca —se giró hacia mí—. Cargando con Ann no podemos aspirar a correr más
que esas cosas.
—¡No pienso dejarla! —grité indignado—. Fred nos pidió que cuidásemos de ella
y eso es lo que voy a hacer.

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—No estaba pensando en dejarla atrás. Además, aunque consiguiéramos que
caminara, no estoy seguro de que lográsemos llegar al vehículo. —Logan, que de
repente parecía más cansado que nunca, soltó un leve suspiro—. Iros.
—¿Qué? —preguntó Daxie, perpleja.
—Lo que habéis oído —nos miró—. Puedo contenerlos. Tomaos tiempo para
llegar al transporte. No sé cuánto exactamente, pero algunos minutos os podré dar.
Llevaos a Ann, llegad a ese transporte, localizad al maldito Abel y salvaos de este
infierno. —Daxie comenzó a protestar, pero Logan la silenció—. ¡Es una orden!
Por un instante, pareció que Daxie iba a protestar de nuevo, pero repentinamente,
y para mi asombro, se aproximó al enorme soldado y le dio un apasionado beso.
Después le dijo adiós, se dio la vuelta y no volvió a mirar atrás. Yo contemplé un
instante a Logan, le di las gracias y cargué con Ann para alcanzar a Daxie. Mi cabeza
estaba a punto de estallar. No había terminado de asimilar que los muertos caminaban
cuando murió Roberto, no había terminado de encajar la muerte de Roberto cuando
cayó Fred y no había terminado de asumir esta última pérdida cuando Logan firmó su
propia sentencia de muerte. Caminé todo lo rápido que el peso de Ann me permitía
mientras Daxie iba limpiando el trayecto de los pocos monstruos que había
desperdigados allí. Cuando la alcancé, vi los regueros de lágrimas que recorrían sus
mejillas. Poco después comenzamos a oír el constante martilleo del arma de Logan en
la lejanía.
Pocos minutos después vimos el transporte. Se trataba de una especie de camión
metálico de ocho ruedas. Daxie dio una vuelta en torno a él para comprobar si había
alguno de esos seres. Subí al asiento del piloto, Daxie se colocó al otro lado y
sentamos a Ann en medio. De repente el ruido de disparos cesó. Sin poder evitar
imaginarme la muerte de Logan, encendí como pude el vehículo y comencé el
trayecto hacia el sector de criogenia.

10. «END».
El vehículo no era difícil de manejar y avanzaba a buena velocidad. Mientras
íbamos dejando atrás el ruido de la marabunta de cadáveres que nos perseguía, en la
relativa seguridad del interior de la cabina tuve oportunidad de pensar con relativa
calma por primera vez en casi una hora entera. Poco a poco empezaron a cobrar
sentido en mi cabeza los hechos acaecidos tan recientemente y, cuando quise darme
cuenta, estaba llorando. Logan, Roberto, Fred y probablemente también Xiang y el
Káiser. Era como una horrible pesadilla de la que no podía despertar. En ese instante
los focos del vehículo iluminaron a una de aquellas criaturas, pero no alteré el rumbo
y la pasé por encima. El ruido de sus huesos mientras eran destrozados por las ruedas
de nuestro transporte resultó repugnante, pero también reconfortante. A fin de
cuentas, esos cabrones nos lo habían quitado todo.
El túnel se prolongó lo que supongo que serían unos pocos kilómetros. Por el

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trayecto atropellamos a dos más de aquellas criaturas. Por fin llegamos a nuestro
objetivo, la sección de criogenia. No sin mucha reticencia decidimos descender del
vehículo. En primer lugar Daxie, rifle en mano, y después yo cargando con Ann.
Cada vez me preocupaba más la médico, que ahora lucía una extraña sonrisa en su
rostro. Intenté hablar con ella pero no respondía. Era siniestra.
El túnel proseguía hasta perderse en la distancia. A la derecha del camión había
una puerta de seguridad, y enfrente, otra. Desactivamos los cierres manuales y la
puerta ascendió lentamente con un ruido chirriante. Mi linterna alumbró un macabro
rostro que carecía de ojos, orejas y labios, pero, antes de que pudiese reaccionar,
aquel ser recibió en mitad de la cabeza el impacto de tres proyectiles procedentes del
rifle de Daxie. Iluminamos con nuestras linternas la enorme sala: extensas filas de
cápsulas de criogenia se perdían en la oscuridad. Se trataba de la sala de criogenia
principal. No pude reprimir un escalofrío al observarlas mejor. Aquellas cápsulas se
habían descongelado, pero no abierto. Decenas de esqueletos podían verse a través de
los cristales de seguridad. Por la parte interior se veían marcas ensangrentadas, y en
algunas se intuía la estela sanguinolenta de dedos o manos, como si alguien hubiese
intentado arañar el panel transparente; por la parte de fuera aparecían manchas
similares. Resultaba horrible imaginarse la escena: despertarse encerrado, sin poder
salir y con aquellas criaturas intentando acceder hasta ti y devorarte. Los pobres ni
siquiera tenían medios para suicidarse.
Intentando eliminar esas ideas de mi cabeza me centré en el mapa. Tan sólo nos
quedaba pasar esa sala y recorrer dos pasillos. El problema era que veía puertas
abriéndose y cerrándose en la zona. Se lo comuniqué a Daxie y su única reacción ante
mi aviso fue recargar el arma. Avanzamos, Daxie en primer lugar y yo cargando con
Ann detrás. Alcanzamos el final de la sala y accedimos al pasillo. Unos metros más y
tendríamos al bastardo de Abel en nuestras manos. Con aquello en mente, no me
percaté del cambio de expresión de Ann y, pillándome por sorpresa, se zafó de mí
arrojándome al suelo y salió corriendo en dirección contraria. Me puse en pie lo más
rápido que pude y salí en su persecución. Ni siquiera fui del todo consciente de lo que
hacía. Quizá, de haberme parado a pensar, la habría dejado ir… o tal vez no, quién
sabe. Corrí tras ella, pero ya me llevaba ventaja. La luz que alumbraba a mi espalda
me confirmó que Daxie venía tras de mí. Al cruzar la tercera puerta automática perdí
a Ann de vista. Rápidamente miré mi portátil, obviando el terror que me provocaban
las demás puertas abriéndose y cerrándose, y seguí el itinerario de apertura de puertas
que partía de nuestro punto. Una sucesión de puertas se abrían y cerraban a mi paso y
en el mapa, como un macabro juego del escondite. Finalmente, la última puerta que
se abrió, según indicaba el mapa, era de una sala cerrada. Aceleré el paso al
percatarme de que había puertas abriéndose a varios metros detrás de nosotros. Al fin,
alcancé la sala en cuestión y, sin pensármelo dos veces, me precipité en ella para
coger a Ann. Se me heló la sangre: ante mí tenía el cuerpo de Anneva tendido sobre
el suelo con media docena de aquellas aberraciones devorándola. Cuando empezaban

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a alzar sus rostros y yo iniciaba un movimiento de retroceso, Daxie me alcanzó.
Horrorizados ante la visión que teníamos ante nosotros, empezamos a dar la vuelta.
Daxie realizó unos pocos disparos de rifle, pero no podíamos esperar, había más
criaturas aproximándose. Avanzábamos de vuelta a nuestro sendero original con
aquellas cosas pisándonos los talones cuando me percaté en el mapa de que la puerta
siguiente a la que estábamos a punto de cruzar se abría. Frené en seco a Daxie. Tras
un corto aviso, nos preparamos para defendernos o morir. Ella se preparó para recibir
a nuestros nuevos perseguidores mientras yo encaraba el lado contrario, esperando
con mi pistola a los que nos perseguían desde la sala. Ambas puertas se abrieron casi
al unísono y empezaron a sonar disparos. Para mi asombro, los engendros que
aparecieron por mi puerta empezaron a morir de certeros balazos en la cabeza. Ni
siquiera tuve que usar mi pistola. Me giré y vi una escena que hizo que mi corazón
diese un vuelco de alegría.
—Vamos, soldados. —El Káiser nos observaba—. Encontremos esa sala de
criogenia.
Sin lograr librarme de mi estupefacción, retomé el camino hacia la cápsula.
Mientras recorríamos el corto trayecto, el capitán nos explicó que, pese a no poder
comunicarse con nosotros, sí nos escuchaba por el auricular. Y, en consecuencia, se
dirigió hacia allí en cuanto se enteró de todo lo referente a Abel y la cápsula donde se
encontraba congelado.
Con el Káiser a nuestro lado, el resto del camino fue más sencillo, o al menos a
mí me lo pareció. Recorrimos los últimos metros que nos separaban de la sala de
criogenia que contenía la cápsula 8139. En la estancia nos topamos con un infectado
que cayó de una corta ráfaga del rifle del Káiser. La sala era pequeña, apenas contenía
cuatro cápsulas, y sólo la de Abel estaba en uso. Dejé escapar un suspiro de alivio al
verle aún congelado. A nuestras espaldas la marabunta de engendros del corredor
principal parecía aproximarse.
—Cada vez están más cerca —el Káiser se giró hacia nosotros—. Despertadle e
interrogadle, yo cubro el pasillo.
Me apresuré a acceder a los controles de la sala y comencé el proceso de
descriogenización. Se trataba de un sistema antiguo, y tardaría diez minutos en
abrirse. Así se lo comuniqué al capitán, que emitió un gruñido de asentimiento como
única respuesta. Daxie se aproximó a la cápsula mientras yo activaba de manera
manual los programas de descongelación. Siete minutos. Cinco. Tres. El Káiser
empezó a efectuar disparos, el ejército de muertos parecía estar ya aquí. Dos minutos.
Los disparos del Káiser cada vez eran más continuados. Por fin la cápsula se abrió y
Daxie comenzó a zarandear al científico gritándole y golpeándole para despertarle.
Yo empezaba a acercarme para ayudarla cuando de manera repentina el científico se
arrojó sobre ella, la derribó al suelo y, antes de saber siquiera qué sucedía, le arrancó
la yugular de una feroz dentellada. El muy bastardo se había congelado infectado.
Comencé a retroceder. Ante mi aturdimiento, el científico que poseía las claves de

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nuestra salvación estaba literalmente devorándole la cara a Daxie mientras que a mi
izquierda el Káiser comenzaba a verse abrumado por la horda de muertos que ansiaba
devorarnos.
—¿Qué sucede ahí atrás?
El Káiser, centrado en su labor, no sabía qué acababa de suceder.
Mi mente comenzó a delirar. Sin saber muy bien por qué lo hacía, me quité el
auricular y lo dejé caer. Me acerqué a un conducto de ventilación y huí.

Epílogo
De todo esto hace ya tres días. Mi huida fue corta e inútil. Los conductos de
ventilación se estrecharon enseguida y tuve que salir de nuevo a los pasillos, aunque
logré llegar hasta aquí esquivando las puertas que se abrían. Accedí a un colector de
basura. Lo cerré en modo estancó. ¿Y todo para qué? Todos han muerto. Quizá habría
podido ayudar al Káiser, y, aunque no hubiese podido, al menos habría muerto de un
modo digno. Por el contrario, moriré encerrado entre basura. Lo que realmente me
aterra y repugna es imaginarme a Daxie, Ann, el Káiser, Logan y Xiang deambulando
por la nave, en un estado de «no vida», esperando nuevos visitantes de los que
alimentarse. Incluso puede que alguno de ellos esté aporreando estas paredes ahora
mismo. Roberto y Fred tuvieron más suerte.
Lo que finalmente me ha instado a plasmarlo todo por escrito son los datos que
extraje del ordenador de Abel. He estado haciendo cálculos y contrastando datos. La
automatización que preparó para la nave se basa en la búsqueda de nuevos sujetos.
Siguiendo su rumbo, y en función de estos datos… Lo he comprendido. Hacia dónde
se dirige. Si no me equivoco, llegará en tres o cuatro décadas. Se dirige a Tierra.
No tengo modo de enviar este mensaje, salvo uno. Fui un cobarde. Muchos
murieron porque no reaccioné a tiempo, y abandoné al Káiser a su suerte. Espero
redimirme con este acto. He programado la expulsión de basuras para mañana a esta
hora. Vagaré muerto en el vacío espacial con este mensaje en mi terminal portátil.
Confío en que alguien me localice y pueda avisar del desastre. Al sellar el lugar para
evitar que entrasen, también bloqueé el suministro de oxígeno. Por suerte, moriré de
asfixia progresiva mucho antes de salir al espacio.
Según mis cálculos, me quedan trece horas de vida. Fin de la entrada.

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Epílogo

Jerusalén, mayo de 2009.


Los operarios fijaron mediante unas abrazaderas metálicas la piedra al gancho de
la grúa y se retiraron. El encargado de manejarla probó los controles y alzó el pulgar
para dar su conformidad, pendiente de la orden del profesor. Éste alzó la mano para
pedir calma a su equipo. Habían trabajado mucho para llegar a aquel momento. Se
había tratado de una larguísima carrera de fondo, y no era cuestión de tropezar en los
últimos metros, a punto de llegar a la meta.
La piedra tenía forma de moneda, un disco de granito gris claro con pintitas
oscuras que había pasado casi veinte siglos alejado de la luz del sol, sepultado bajo
una montaña de sedimentos. Dos mil años atrás, la piedra había tenido otra forma y
había descansado en otro lugar, antes de que la mano del hombre la arrancase de una
cantera cercana y la tallase en un taller. Después, alguien la había transportado hasta
allí en un carro tirado por bueyes y con ella había sellado el sepulcro de un judío.
El profesor había dedicado veinticinco años de su vida a encontrarla. La piedra,
por sí misma, apenas tenía valor arqueológico. Era fea, basta y deslustrada,
completamente vulgar. Estaba mal trabajada, sin marcas, sin inscripciones, sin nada
que la hiciese especial. Pero lo era, y mucho, pues durante siglos había protegido con
su piel cenicienta el mayor engaño de todos los tiempos.
Frente a ella, un puñado de hombres había hecho un pacto de silencio. Habían
ocultado la realidad bajo una losa, en el interior de un sepulcro, y le habían contado al
mundo una bonita fábula que había alterado de modo irreversible la historia del ser
humano desde entonces hasta el presente. Fueron siete los que lo hicieron, y todos
guardaron el secreto hasta el fin. Todos salvo uno.
Ese único hombre, quizá atormentado, terminó por contar en su lecho de muerte
lo que en realidad había pasado. Alguien le escuchó y, por la razón que fuera, lo
contó a su vez a alguien que se lo transmitió a otro, y así, de uno en uno, de boca en
boca, el secreto, de algún modo, logró sobrevivir mucho tiempo, veinte siglos, hasta
llegar a un profesor de arqueología que se atrevió a creer en él.
Desde entonces, el profesor había recorrido un largo camino plagado de
incomprensión y trabas. Se habían reído de él, le habían llamado lunático y cosas
peores, pero él siempre había conservado la fe. Nunca se había rendido. Había
luchado contra todo y contra todos, y ahora, tras esa piedra, estaba la carta definitiva,
la que le haría ganar o perder la partida más importante no sólo de su vida, sino quizá
de la historia.
Antes de instalar el armazón que permitiría abrir el sepulcro, habían tenido que
retirar montones de escombros. Aquellos que lo habían sellado se habían empleado a
conciencia. Por algún motivo, habían apuntalado firmemente la losa por fuera, como
si temiesen que algo pudiera derribarla desde dentro, y lo habían cubierto todo con

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toneladas de tierra. En su tiempo, sin maquinaria, debió de tratarse de un trabajo
titánico.
El profesor percibió que todos los presentes estaban pendientes de él, de su orden.
Por algún motivo, era incapaz de darla. Ahora que estaba tan cerca, a sólo unos
metros, a unos minutos del final, tenía más miedo que nunca. ¿Y si estaba
equivocado? ¿Y si el sepulcro estaba vacío? ¿Y si el secreto no era tal? ¿Y si tan sólo
se trataba de los desvaríos de un moribundo? De ser así, estaría completamente
acabado. Casi toda su vida adulta habría sido una estúpida farsa.
El relato que le había llevado hasta allí hablaba de un judío que había sido
torturado y crucificado en Jerusalén y de cómo sus seguidores habían rescatado su
cadáver y le habían enterrado. No se mencionaban nombres, pero el profesor asumía
que el judío debía de ser Jesús de Nazaret, y los seguidores, sus discípulos, pese a que
hablaba de trece en lugar de doce. Algo había ocurrido durante la crucifixión, «tan
pavoroso que nadie debía incurrir en la ira de Dios tratando de contarlo». Después, el
cuerpo del judío había sido trasladado a un sepulcro cercano, y en este punto se
producía la mayor contradicción del relato, pues aunque aseguraba que nunca
abandonó su tumba, también decía que el judío resucitó, si bien «tal milagro no fue
motivo de gozo, sino de gran turbación».
Era igual. Ya no había marcha atrás. Hizo una seña al operario de la grúa. Éste
asintió y accionó los controles. El brazo hidráulico comenzó a tirar, con suavidad
primero, con fuerza irresistible después. Por primera vez en dos mil años, la losa
abandonó su lugar, acompañada por el crujido de los terrones de tierra al quebrarse.
Dos ayudantes se apresuraron a cubrir la entrada al sepulcro con una cortina de
plástico para protegerla.
El profesor se tapó la boca con la mano para protegerse de la gruesa polvareda
que se había producido al retirar la piedra. Una cita de la Biblia, del Apocalipsis,
acudió en aquel momento a su memoria: «Y abrí el pozo del abismo; y subió del pozo
un humo semejante al de un grande horno; y con el humo de este pozo quedaron
oscurecidos el sol y el aire».
Aguardaron unos minutos para que el aire estancado del interior, un aire que
había permanecido muchos siglos confinado, escapase por completo hacia el cielo de
Jerusalén. El profesor se colocó una mascarilla y guantes. Tras el plástico translúcido
se intuía un agujero de negrura absoluta. Cogió la linterna que uno de sus ayudantes
le tendía e inspiró profundamente. De pronto, como por ensalmo, su miedo
desapareció. Allí estaba, en el lugar que tanto había buscado, en el momento que
tanto había perseguido. Su momento. En ese mismo instante estaba reescribiendo la
historia. En ese mismo instante, él era historia.
Apartó la cortina y entró en el sepulcro. Un hedor rancio le golpeó en la nariz a
pesar de la mascarilla, olor a decadencia, olor a corrupción. Olor a muerte. Una
ráfaga de aire caliente le azotó el rostro y el polvo milenario se arremolinó ante sus
ojos. Y, de repente, volvió a tener miedo, pero de un modo diferente. No era temor al

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fracaso, ni a la humillación, sino un auténtico terror que le nacía en el estómago y le
subía como una pelota de plomo fundido hacia la boca. Sin saber por qué, otra cita
brotó en su cabeza: «No temas nada. Soy Yo, el Primero y el Último. Yo soy el que
vive; estuve muerto y de nuevo soy el que vive por los siglos de los siglos, y tengo en
mi mano las llaves de la muerte y del infierno».
Trató de tragar saliva y descubrió que tenía la boca seca. De la oscuridad le llegó
un sonido vacilante, como de pies descalzos arrastrándose sobre la tierra. Pese a que
era mediodía, la claridad del sol apenas alcanzaba a iluminar la entrada, como si el
aire fuera demasiado denso para que pudiera traspasarla. El profesor entornó los ojos,
tratando de atravesar las tinieblas y olvidando por completo la linterna que aún
sujetaba en la mano derecha.
De nuevo escuchó aquel susurro, como gusanos arrastrándose entre hojas
podridas, y supo que había algo allí abajo, algo horrible. Los esfínteres se le
aflojaron, pero ni siquiera lo notó. Todos sus instintos le gritaban que huyera, que
corriese, que se alejara de aquella cosa que aún era incapaz de ver pero que podía
sentir, de aquel sitio que olía a muerte, que sabía a muerte, que sonaba a muerte.
Quería hacerles caso, de verdad, lo quería más que nada. Quería irse y que el secreto
lo fuera de nuevo. Quería estar a salvo, pero sabía que era demasiado tarde. Se quedó
quieto y empezó a llorar.
Una sombra se desligó de las demás y tomó forma, los ojos brillantes, los dientes
dispuestos, babeando de ansia. Ansia de carne. Abrió la boca y profirió un lamento
inhumano, insoportable, voraz, y el profesor supo por qué lloraba. Lo hacía por la
humanidad.

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