Antologia Z - Volumen 1
Antologia Z - Volumen 1
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AA. VV.
Antología Z: Volumen 1
ePub r1.1
Rob_Cole 02.06.2016
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Título original: Antología Z: Volumen 1
AA. VV., 2010
Retoque de cubierta: Rob_Cole
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Recopilación de relatos realizada por Álvaro Fuentes García.
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Sobre zombis, no muertos, antropófagos, infectados y
otras criaturas comedoras de carne humana, corredoras
o no.
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despacio, hasta que ya fue imposible controlarlos…
En 1996, Capcom, que a mi parecer es el padre adoptivo de la criatura, sacó un
juego que los hizo despertar de nuevo: Resident Evil. Cuando lo vi por primera vez,
no podía creérmelo; había zombis, pero de verdad. Del estilo Romero: se movían
lentamente, te mordían, en algunos momentos eran muchos, y ¡leche!… ¡daban
miedo de verdad y te atacaban los nervios! Sin duda éste es el momento que marca su
reaparición: habían vuelto, y esta vez para quedarse. La factura técnica del juego y su
elaborado argumento nos encandilaron. Los pusieron en boca de todos, y pasaron a
ser algo rentable, que es en realidad lo que interesa, ya que en esta sociedad
consumista, por muy bien que esté algo, si no da dinero, directamente cae en el
olvido más absoluto. Desde ese momento, el zombi es una constante en el mundo de
los videojuegos.
En el séptimo arte, salvo algunos títulos de interés —que no míticos; lo siento,
pero una pelea entre un tiburón tigre y un zombi no me parece para nada serio—,
había poco que ver. Pero un día brillante —tuvo que ser brillante—, un director se
sacó de la manga una película de zombis que no son zombis, porque son infectados, y
que encima corrían que se las pelaban. Su nombre: Danny Boyle. Y si Shinji Mikami,
creador de Resident Evil, se convirtió en el padre adoptivo en el mundo de los
videojuegos, él era el padrastro que transformó al niño en el cine. Al igual que
Romero, no creo que él fuese consciente de la que iba a liar, ni de que su película
picaría el gusanillo de aquél y le incitaría a volver a ponerse detrás de la cámara para
deleitarnos con su criatura de nuevo… Así llegó La tierra de los muertos.
Tras ésta, y de la mano de Snyder y su remake El amanecer de los muertos,
tendríamos una de zombis corredores de verdad, en la que se nos mostró que si los
zombis corren, ya sí que no hay escapatoria posible. Shaun of the dead —lástima de
traducción que le hizo perder toda la gracia— dio origen a la Zombedia, con permiso
de La divertida noche de los muertos vivientes. Y así llegamos al día de hoy, cuando
las producciones de calidad aparecen por —o asolan— todo el mundo: Solos en
Chile, La Horde en Francia, Dead Snow en Finlandia, y un largo etcétera que ha
contribuido a que el cine zombi esté más vivo que nunca (aunque la frase resulte un
tanto paradójica).
En los cómics siempre han existido historias de «zombis». Los primeros
aparecieron en Vault of Horror, Tales from the Crypt o The Haunt of Fear, que ya
forman parte de las obras maestras de este arte. Tras el éxito de Resident Evil,
aparecieron más, versiones de los juegos incluidas, pero su calidad dejaba mucho que
desear. Con este panorama, si querías leer cómics de zombis, tenías que tirar de
Previews, porque aquí lo poco que llegaba mejor era dejarlo «quietecito» en la
estantería y gastar el dinero en otra cosa.
Pero un día brillante —también tuvo que ser brillante—, un señor llamado Robert
Kirkman llegó… ¡y cómo llegó! Dejó a todo el mundo con la boca abierta y
consciente de que desde ese día cualquier historia de zombis publicada en formato
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cómic sería incapaz de superar a su historia. Simplemente leyendo el prólogo supe
que aquello iba a ser grande, y muchos números después sigue siéndolo.
Y llegamos a la literatura, que es lo que realmente nos interesa, más que nada
porque lo que tenéis entre las manos es un libro, y salvo que estéis leyendo este
prólogo en una librería por todo el morro —cosa que me halaga igualmente—, eso
significa que lo habéis comprado para disfrutar de él.
Para mí, el punto de inflexión tiene nombre y apellido, curiosamente, el de uno de
los grandes directores que el cine ha dado: Max Brooks. El hijo del creador de El
jovencito Frankenstein nos ha enseñado cómo sobrevivir a los zombis, de modo que
con su guía, si llega el momento, podremos salir victoriosos del ataque de las hordas
de caminantes. Pero por si esto fuera poco, nos mostró de la forma más realista cómo
sobreviviría la humanidad al Apocalipsis Z.
Estos dos libros marcaron un antes y un después; se convirtieron en superventas,
arrasaron en todo el mundo y han hecho que gente que jamás se acercaría al género
ahora sienta curiosidad y quiera saber más de estos pesadillescos seres.
Y aunque esto es lo que se ve, lo que siempre queda detrás somos los fans de los
podridos que los leemos, visionamos, jugamos e incluso nos disfrazamos de ellos,
dejando a la gente con cara de «pero qué co…». Estos fans han tomado la iniciativa y,
a falta de historias, han decidido crear las suyas y darlas a conocer a todos aquellos
que los leían en foros como Somos leyenda, por ejemplo. Este libro quiere dar a
conocer a todo el mundo parte de estos relatos que han sido creados por ellos y cuya
calidad y originalidad han sorprendido al que escribe este prólogo.
Éste es vuestro granito de arena al género y vuestro homenaje a las criaturas que
pueblan vuestras pesadillas. Si algo bueno tenemos los fans de los zombis, es que
somos fieles: los queremos estén de moda o no, y quizá seamos los únicos que
discutimos sobre planes de supervivencia en caso de producirse un Apocalipsis
zombi.
Si eres uno de nosotros seguro que algo nuevo aprenderás en estas páginas, y si
no, bienvenido y pregúntate una cosa… ¿estás preparado para el día en que los
muertos se levanten?
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EL JUDÍO
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era como un torrente de fuego, pero en ese momento deseó quedarse allí tumbado
para siempre.
Pasó algún tiempo hasta que un gemido le arrancó de su trance. No, un gemido
no: un llanto. Alguien lloraba muy cerca de él. El judío abrió los ojos lentamente. El
sol más grande y caluroso que jamás hubiera contemplado inundó sus pupilas. Era un
disco enorme que lo llenaba todo y le abrasaba, como un rostro enorme que se mofara
de su agonía. ¿El rostro de su padre? Parpadeó varias veces. Los ojos le escocían y le
lagrimeaban como si los tuviera repletos de vinagre. Poco a poco la vista se le fue
aclarando, hasta el punto de distinguir una sombra recortada contra el sol. La imagen
tomó mayor nitidez. Una viga de madera con dos brazos: una cruz. Y, pendiente de
ella, un barbudo desgreñado, flaco, desnudo y sucio, que gimoteaba como un niño
pequeño.
El judío, el Maestro, el sabio, se sintió en ese momento el más estúpido de los
hombres. Su cerebro era demasiado lento; su mente, demasiado torpe para
comprender lo que pasaba más allá de su entumecido cuerpo. Un pesado crujido de
madera, acompañado por resoplidos de esfuerzo, le hizo girar la cabeza. Varios
soldados alzaban una segunda cruz de la que colgaba otro hombre como un fruto
ajado. El madero se asentó con un topetazo sobre el agujero que le servía de base y el
hombre gruñó al tensarse las cuerdas que lo sujetaban. Los soldados rellenaron el
socavón con arena y piedras. Uno de ellos se apoyó un par de veces sobre la cruz para
comprobar que no se movía y le hizo una señal de conformidad a su decurión.
Entonces, en ese mismo instante, el judío lo entendió todo. Aquél era el final del
camino. Y él era el siguiente.
Unas manos rudas lo alzaron del suelo y lo colocaron sobre la cruz, obligándolo a
extender los brazos a lo largo del madero transversal. Uno de los soldados tenía un
cartel de madera. Se lo enseñó al judío, pero éste fue incapaz de distinguir lo que
ponía. Al resto, sin embargo, les pareció desternillante. El soldado se agachó y,
armado con un martillo de carpintero, clavó el letrero sobre la cabeza del judío. Con
cada golpe, el poste vibraba y las espinas de su corona se le incrustaban sin
misericordia en la nuca. Cuando creyó que no podría soportarlo más, el martilleo
cesó. El soldado se puso en pie y contempló su obra con aires de artesano satisfecho.
Otro, con una soga, comenzó a amarrarle el brazo al judío, pero su compañero, el del
martillo, le detuvo con un ademán. Aún le quedaban tres clavos.
Cuando el primer clavo le atravesó la piel, los tendones y el hueso de la muñeca
izquierda, el judío lanzó un alarido tan profundo e inhumano que de un campo
cercano una bandada de perdices alzó el vuelo espantada en busca de la seguridad del
cielo. La muñeca derecha cedió con mayor facilidad, pero los tobillos… El clavo no
estaba lo suficientemente afilado, y el hueso crujía con cada impacto, al igual que la
madera reseca, a coro con los aullidos desesperados del judío. Hicieron falta al menos
una docena de martillazos para acabar el trabajo.
Mientras los soldados alzaban la cruz, el judío rezó para que todo acabase cuanto
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antes. Pasaron minutos antes de que lograra reunir fuerzas suficientes para alzar la
cabeza y mirar a su alrededor. Su vista se deslizó fugazmente por los tejados de la
cercana Jerusalén, subió por el camino que él mismo había empleado para ascender
hasta allí y se posó en las personas que aguardaban tan cerca como los soldados les
permitían. Allí estaba su madre, llorando. Uno de sus discípulos la mantenía erguida,
pues parecía que las piernas estuvieran a punto de fallarle. Al menos, aunque sólo
fuera por ellos, su sacrificio merecería la pena.
Pasaron las horas. El judío vagaba entre la consciencia y la inconsciencia. Cada
vez le resultaba más difícil respirar, como si tuviera un yunque oprimiéndole el
pecho, y el dolor en las laceraciones de las muñecas y los tobillos era insoportable. Al
borde de la desesperación, el judío trató de encontrar consuelo en la oración. Cerró
los ojos e intentó rememorar los rostros de las personas que amaba, pero sólo podía
recordar los de aquellos que le habían llevado allí: los sacerdotes que le había
acusado por envidia, los jueces que le habían condenado a cambio de algo de plata, el
gobernador que había permitido aquello por cobardía, el mezquino populacho que
había jaleado la sentencia y los soldados que le habían torturado por diversión. ¿Se
suponía que debía morir por ellos? ¿Por aquellos miserables? ¿Acaso merecían algo
mejor que la condenación eterna? ¿O es que acaso el Creador era tan infame como
aquellas criaturas? Al fin y al cabo, se suponía que las había creado a su imagen y
semejanza.
Trató de apartar aquellos pensamientos de su cabeza, pero le fue imposible. Su
sufrimiento era atroz. Era injusto. Desesperado, alzó la cabeza al cielo y gritó:
Elí, Elí, lemá sabactani!
La risa borboteante, como aceite derramándose de un pellejo, de uno de sus
compañeros de crucifixión le hizo volver a la realidad. El que antes lloriqueaba tenía
la barbilla caída sobre el pecho y los ojos cerrados como si durmiese, pero el otro lo
miraba con desprecio y comenzó a insultarlo. Lo llamó mentiroso y lo desafió. Si en
verdad era quien afirmaba ser, ¿por qué no se salvaba a sí mismo? ¿Por qué no los
salvaba a todos? El judío hundió la cabeza entre los hombros, deseando que se callara
de una vez, que le dejara en paz, que le permitiesen morir de una vez. Rezó por ello y
de nuevo nadie le escuchó.
Llegó la tarde. El dolor y la sensación creciente de asfixia estaban más allá de lo
que podía soportar, pero sus oraciones eran desatendidas y el Señor ni siquiera le
concedía la piedad de la inconsciencia de la que disfrutaban sus compañeros. ¿De qué
se sorprendía? Eran ladrones, quizá asesinos, y los soldados los habían amarrado a la
cruz con sogas. En cambio, a él, que sólo había tratado de traer paz al mundo, le
habían atravesado la carne y los huesos. De algún modo tenía sentido dentro de una
retorcida lógica que era incapaz de sorprender.
Y fue entonces, con el sol a punto de tocar el horizonte, cuando su fe se quebró de
verdad. ¿Dónde estaba la justicia? ¿Dónde, el sentido de todo aquello? Aunque le
causaba una agonía increíble, consiguió alzarse unos centímetros sobre el madero y
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vomitó a los cielos la ira que le consumía. Gritó y blasfemó cosas tan horribles que
hasta los soldados retrocedieron unos pasos, y donde antes hubo un cielo despejado
nubes de tormenta comenzaron a formarse. El judío comprendió que Él estaba
enojado y aquello aumentó su ira.
Cuentan los cuatro libros que narran su vida que nada de esto ocurrió. Cuentan
que el judío soportó su tormento en silencio hasta que el final le alcanzó. Cuentan que
un centurión, apiadándose del sufrimiento de la madre del judío, que pensaba que su
hijo tal vez viviera aún y fuera presa de terribles dolores, decidió atravesarle el
costado con su lanza para mostrarle a ella que el judío estaba muerto. También
cuentan que de la herida manó agua mezclada con la sangre, y que cuando esa agua
se derramó sobre la cara del soldado, éste tuvo una revelación, cayó de rodillas y,
arrepintiéndose públicamente de sus pecados, proclamó la divinidad del judío.
Esto cuentan los cuatro libros, aunque no es del todo cierto.
En realidad, el judío no pereció en silencio. Siguió clamando su odio con palabras
tan horrendas que luego nadie pudo recordar, y aunque su madre y sus discípulos se
taparon los oídos con las manos y era grande la distancia que les separaba, de algún
modo siguieron escuchándole con tanta claridad como si el sonido proviniese de sus
mismísimos corazones. El cielo replicó cerrándose por completo, dejando la tierra en
tinieblas interrumpidas de tanto en tanto por el fogonazo de los relámpagos.
Ni siquiera el estampido de los truenos logró silenciar la voz del enloquecido
judío, y cuando sus blasfemias se volvieron intolerables, una columna de chispas
descendió culebreando desde las nubes y golpeó el madero de la cruz, llenando el
mundo de fuego y luz. El judío se retorció. Su rostro se transfiguró, sus labios se
contrajeron y dejaron a la vista una dentadura más propia de un depredador que de un
ser humano, y de los ojos y la boca brotaron borbotones de sangre que parecía
melaza; pero aun entonces encontró fuerzas para seguir escupiendo su desprecio por
Él. Los cielos rebulleron de furia y la misma tierra comenzó a temblar como si fuera a
deshacerse en pedazos, y entonces, sobre el tumulto, se escuchó el aullido de la
madre del judío.
—¡Haced que se calle! ¡Haced que se calle, por el amor de Dios!
No fue un centurión, como se dice, ni siquiera el decurión que supervisaba las
ejecuciones quien atendió al chillido histérico de la mujer. Fue un simple soldado el
que de algún modo encontró fuerzas para vencer el pánico y hundir su lanza en el
costado del judío. Tampoco es cierto que fuese agua lo que manó de la herida, aunque
tampoco fue sangre, al menos no del mismo tipo de la que corre por las venas de un
hombre vivo. Lo que sí es verdad es que bañó el rostro del soldado y le entró por la
nariz y la boca, y que éste cayó al suelo de rodillas, pero no para expulsar sus
pecados, sino el contenido de su estómago.
Con un alarido completamente inhumano, el judío se tensó de tal manera que los
clavos que le sostenían saltaron por los aires. Su cuerpo se mantuvo por un solo
instante en el aire, como si flotara, antes de desplomarse como un fardo sobre la tierra
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removida al pie de la cruz. Sus discípulos, los soldados, e incluso su madre, dieron
media vuelta y huyeron monte abajo mientras el firmamento se despejaba con la
misma rapidez con la que antes se había cubierto. Más de la mitad del sol aún era
visible sobre la franja del horizonte.
Sólo uno de los seguidores del judío, natural de Arimatea, se quedó quieto, quizá
porque estaba tan asustado que las piernas se negaron a responderle. Permaneció allí
inmóvil varios minutos, mientras el día terminaba de esfumarse, hasta que
comprendió que nadie iba a volver. En ese momento sintió que era responsabilidad
suya dar sepultura al judío. Pese a todo, aquél era el Maestro. Al menos le debía un
entierro digno.
Se acercó muy despacio al cuerpo del judío. Había quedado tendido boca arriba,
con los ojos y la boca cerrados, y su rostro dejaba traslucir cierta placidez, como si
durmiera. La fugaz imagen que había vislumbrado por un momento cuando le
alcanzó el rayo, la de un carnívoro de piel tensa y afilados incisivos, se le antojó en
ese momento una ilusión lejana. Con todo, no pudo evitar la tentación de coger una
de las lanzas arrojadas por los soldados en su precipitada huida y tocar el cuerpo con
el extremo romo. Sabía que el Maestro estaba muerto —estaba seguro—, pero de
algún modo aquel cuerpo albergaba una vaga promesa de movimiento, de vida más
allá de la muerte.
Cuando logró reunir suficiente valor, el discípulo se agachó junto al cuerpo y,
vacilante, tendió la mano hacia el cuello del judío en busca de pulso. Vaciló. Un leve
aroma a descomposición flotaba en el ambiente. Alzó la vista hacia los otros
crucificados, ya cadáveres. ¿Había pasado suficiente tiempo para que empezaran a
pudrirse? Imposible, ni siquiera con aquel calor. Las aves de rapiña ni siquiera habían
hecho acto de presencia. Entre ambos, la cruz en la que habían clavado al Maestro
aparecía intacta, sin rastro alguno de que un rayo acabase de golpearla. ¿De verdad
todo aquello había pasado? ¿Acaso lo había soñado?
La boca del judío se entreabrió repentinamente, a escasos centímetros de la mano
que el de Arimatea aún tenía tendida hacia su cuello. El discípulo percibió por el
rabillo del ojo el movimiento y retrocedió con un alarido, arrastrándose hacia atrás a
toda prisa sobre las posaderas hasta que su espalda se topó con la cruz. Allí se quedó,
inmóvil como un cervatillo ante un lobo, con los ojos muy abiertos, sin atreverse ni a
parpadear. Pasaron un par de minutos. El Maestro no dio ninguna otra señal de vida y
el de Arimatea logró convencerse a sí mismo de que aquel cuerpo no iba a levantarse
ni a echar a andar por mucho que una vocecilla interior le advirtiese de lo contrario.
A cuatro patas, reptó el escaso metro que le separaba del cuerpo y tendió de
nuevo la mano. Sus dedos se acercaron al pecho del difunto milímetro a milímetro,
como si alguna fuerza invisible le tirase del brazo hacia atrás. El corazón le
martilleaba el pecho. Trató de tragar saliva para calmarse, pero descubrió que tenía la
boca seca y pastosa. Reuniendo todo su coraje, echó su peso hacia delante y obligó a
su mano a hacer contacto. Al instante la retiró de nuevo. La piel del Maestro estaba
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caliente. No, no estaba caliente: estaba ardiendo.
Posó de nuevo la palma sobre el pecho del judío. Quemaba como un asado recién
retirado del fuego, pero apretó los dientes y aguantó. Nada. Ni un latido, ni un
movimiento. No respiraba. Estaba muerto. El de Arimatea retiró la mano y se sopló
en la palma para aliviar el escozor. La tenía enrojecida como si hubiera estado
sujetando una brasa. En contraste, la piel del Maestro mostraba una tonalidad cerúlea,
una claridad antinatural. Quizá había perdido mucha sangre antes de morir. Sí, ésa
debía de ser la explicación.
El discípulo percibió de nuevo movimiento, pero esta vez al pie del camino. Eran
sus hermanos. Al parecer, habían reunido el valor suficiente para regresar. Sus
rostros, aún contraídos por el terror, le demostraban que todo había sido real, que
había ocurrido de la manera en que lo recordaba. Traían con ellos un escuálido buey
que tiraba de una carreta de ruedas irregulares. El de Arimatea recordó que habían
planeado usarla para transportar el cuerpo del Maestro hasta su sepulcro, siempre que
el gobernador les diera permiso para ello. Tal como estaban las cosas, la autoridad del
gobernador ya no parecía tan importante.
Sus hermanos se detuvieron a una prudente distancia. El de Arimatea vio en sus
caras que ninguno estaba dispuesto ni siquiera a cercarse a aquel al que pocas horas
antes veneraban. Tomando en brazos al Maestro, se dirigió a la carreta, resoplando de
dolor. ¿Cómo podía estar tan caliente? Lo arrojó sobre la madera con muy poca
delicadeza y se frotó los antebrazos. Si su comportamiento resultó extraño a ojos de
sus hermanos, ninguno lo exteriorizó. Uno de ellos le tendió un sudario. El de
Arimatea subió a la carreta, le cruzó los brazos al difunto sobre el pecho y lo cubrió
con él.
El buey dio un pequeño tirón y a punto estuvo de derribarlo de la plataforma. El
animal, de temperamento usualmente apacible, estaba nervioso, quizá contagiado por
el miedo que se respiraba en el ambiente. Cuando la sábana que cubría el cadáver
comenzó a humear, los discípulos retrocedieron alarmados unos metros. Sólo el de
Arimatea, de nuevo, permaneció quieto en su sitio, observando atónito cómo la tela
se tostaba y la silueta del cuerpo que tapaba comenzaba a hacerse visible como una
sombra negruzca. El discípulo imaginó que a continuación estallaría en llamas,
convirtiendo la carreta entera en una improvisada pira funeraria, pero nada de eso
pasó. De algún modo, el cuerpo empezó a enfriarse y las tenues volutas de humo
comenzaron a evaporarse hasta desaparecer por completo.
El de Arimatea bajó de la parte trasera de la carreta y guió al buey monte abajo,
hacia el sepulcro del Maestro. Sus hermanos lo siguieron en silencio a media docena
de metros. Al pie del Gólgota cayó en la cuenta de algo. En todo ese tiempo no había
rezado. Tardaría mucho tiempo en atreverse de nuevo a hacerlo.
A la mañana siguiente, el soldado cuya lanza había acabado con la vida del judío
cayó enfermo. A lo largo del día su piel se fue tornando cada vez más pálida y los
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ojos comenzaron a enrojecerse bajo el iris. Sufría fuertes dolores abdominales, y
aunque se quejaba de un hambre desmesurada, su estómago rechazaba el agua, la
sopa y la fruta que trataron de darle. Al anochecer, su estado había empeorado. Había
perdido la consciencia y la mandíbula se le había desencajado, dejando parte de la
dentadura a la vista.
De madrugada le dieron por muerto, cuando dejó de respirar tras una intensa
agonía. Tal vez un diagnóstico precipitado, pues cuando los necróforos acudieron a
preparar el cuerpo para su inhumación, el enfermo se levantó de su lecho y,
enloquecido por la infección, trató de morder a uno de ellos. El guardia que los
acompañaba logró reducirle antes de que hiriese a nadie, aunque, desgraciadamente,
un fuerte golpe que le propinó en la cabeza acabó con su vida. Temerosos de que se
tratase de la rabia o de alguna otra enfermedad contagiosa, los galenos decidieron
incinerar el cuerpo y enterrar los restos fuera de la ciudad.
Tres días después de la crucifixión del judío, uno de sus discípulos más cercanos
dormitaba recostado contra la piedra que sellaba su sepulcro. Desde que le sepultaran,
había pasado allí cada jornada, desde la salida hasta la puesta del sol, tratando de
expiar su culpa. Había llorado mucho apoyado contra aquella losa, en parte por la
pérdida del Maestro, pero sobre todo de rabia contra sí mismo, por ser un cobarde y
un miserable. Cuando los soldados le habían interrogado, él, por tres veces, había
negado que conociese al Maestro y le había abandonado a su suerte. Después, ni
siquiera había tenido valor para acercarse al Gólgota, donde había ocurrido algo tan
terrible que sus hermanos no se atrevían a hablar de ello, ni para contárselo a él.
Un leve ruidito le hizo despertar sobresaltado. Parpadeó confundido y echó un
vistazo alrededor, tratando de encontrar el origen del sonido y preguntándose si se
había tratado de alguna pesadilla. El ruido se repitió muy cerca, junto a su cabeza. El
discípulo apoyó la oreja contra la piedra y escuchó con atención. Ahí estaba de
nuevo. Sonaba como si algo rascase contra la losa.
El discípulo pronunció el nombre del judío. Luego lo gritó. Nadie respondió
desde dentro del sepulcro, pero el extraño soniquete cesó de improviso. El discípulo
repitió la llamada, de nuevo sin respuesta. Se incorporó tembloroso. ¿Acaso había
enloquecido? Antes, en una ocasión, en Judea, el Maestro había sido capaz de
desafiar a la misma muerte y arrancar a un hombre de sus garras. Él lo había visto
con sus propios ojos. ¿Podía ser que…?
El discípulo corrió en busca de los preferidos del Maestro tan rápido como le
permitieron sus piernas. Sólo pudo encontrar a siete de los doce. Los otros cinco no
estaban en sus casas, y no había tiempo de buscarlos. Si lo que sospechaba era cierto,
debían abrir el sepulcro cuanto antes. Cuando los reunió y les explicó lo que pasaba,
algunos le llamaron loco y otros se limitaron a mirarlo aterrados. Se negaron a
acompañarlo y él les replicó con ira. Les llamó cobardes y traidores, les recordó su
compromiso con el Maestro y les preguntó qué les daba tanto miedo. Ninguno quiso
responderle, como si contar lo que habían visto en el monte Gólgota pudiera conjurar
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algún tipo de maldición sobre ellos. Al final, a regañadientes, los siete accedieron a ir
con él.
El sepulcro estaba excavado en la ladera pedregosa de una colina, un corto túnel
que descendía hasta una pequeña cámara circular. El discípulo apoyó la oreja sobre la
piedra que lo sellaba y escuchó con atención. El ruido, fuera lo que fuese lo que lo
producía, había cesado. En cualquier caso, era preciso que retiraran la losa. Debían
ver. Debían saber.
Hicieron falta cuatro de ellos para moverla y echarla a un lado. La luz del sol se
aventuró tímidamente en la entrada de la oquedad, apenas la suficiente para iluminar
unos pasos. Desde el exterior, el contraste hacía que la parte más interna del sepulcro
permaneciera en tinieblas. El discípulo que había negado a su Maestro, el único de
los ocho que no había presenciado su fin, entornó los ojos y accedió al sepulcro.
Junto a la entrada, un guiñapo se enrolló en torno a su pie derecho. Se agachó y lo
recogió, desplegándolo para verlo bien. Era un sudario. Estaba manchado de sangre y
tierra. En él, como si la hubieran trazado con carbón, estaba impresa la inconfundible
silueta del Maestro.
El discípulo se dio cuenta de que estaba solo. Sus hermanos habían retrocedido
varios metros, con el pavor pintado en sus caras.
—¿Pero qué hacéis? —les dijo—. ¿Por qué tenéis miedo?
Ninguno de sus hermanos, ni siquiera aquel con quien compartía madre, se
atrevió a responderle. Habían accedido a acompañarle y a abrir la tumba del Maestro,
nada más. Tampoco es que los necesitara. Se dispuso a continuar hacia el interior
cuando una voz le hizo detenerse.
—Espera. Si ha ocurrido, necesito verlo con mis propios ojos, aunque ello me
condene al infierno.
El discípulo no comprendió las palabras de su hermano, al que apodaban «el
Fuerte», pero asintió agradecido. Avanzaron hombro con hombro los pocos pasos que
les separaban de la cripta. Sus ojos se adaptaron poco a poco a la penumbra. Lo
primero que distinguieron fue el ataúd de madera, en el centro de la sala. La tapa
estaba tirada en el suelo. Un tenue olor a putrefacción invadió sus fosas nasales.
Una sombra se movió en un rincón, algo se puso en pie y, con andar vacilante, dio
un paso al frente.
—¿Maestro?
El discípulo sintió que su pecho estallaba de alegría al distinguir la figura alta y
delgada de su amigo. ¡El milagro había ocurrido! ¡Había resucitado!
La sombra dio otro paso y extendió unas manos retorcidas como garras hacia
ellos. De su garganta brotó un lúgubre lamento completamente inhumano. La alegría
se tornó en terror y ambos echaron a correr hacia la luz del día. «El Fuerte» tropezó y
aquel que le había llevado hasta allí pasó sobre él, ganando la salida en un instante.
«El Fuerte» gritó, un alarido espantoso mezcla de sorpresa, miedo y dolor, que hizo
que su hermano volviera la cabeza hacia él. El Maestro, si es que aquello lo era, se
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había abalanzado sobre él y le daba dentelladas en la espalda, el hombro y el cuello
como un perro rabioso. «El Fuerte» trató de incorporarse, pero la criatura que lo
sujetaba lo volvió a derribar. Gimiendo como un niño, tendió la mano hacia su
hermano en una muda súplica de auxilio.
La criatura alzó la cabeza y sus ojos relumbraron de hambre al fijarse en su
antiguo discípulo, que observaba inmóvil de espanto desde el exterior. Como si
aquello le liberase de un hechizo, éste arrojó el sudario a un lado, se lanzó sobre la
losa y la empujó con todas sus fuerzas para tapar la entrada al sepulcro. No logró
moverla ni un milímetro.
—¡Ayudadme! ¡Ayudadme, por la misericordia de Dios Todopoderoso!
Sus hermanos corrieron a su lado y juntos movieron la piedra hasta colocarla en
su lugar. Algo la golpeó desde el interior y el horrendo lamento que había escuchado
dentro se repitió tres veces más, soterrado, apenas audible. Algo rascó contra la
piedra, pero, fuera lo que fuera, no tenía las fuerzas o la voluntad necesarias para
moverla. Al rato, volvió a escucharse la voz de la criatura, sólo que esta vez otra
diferente le respondió desde las profundidades de la tierra. Los discípulos se miraron
unos a otros y comprendieron, y supieron qué había que hacer. Los siete juntaron
piedras y arena y sellaron de forma definitiva el sepulcro. Más adelante, a lo largo de
muchas semanas, lo irían enterrando hasta hacerlo desaparecer por completo con la
intención de que nadie pudiera encontrar lo jamás. Nunca volvieron a hablar de «el
Fuerte», y de esta manera, para la historia, fueron doce los que compartieron la última
cena del judío en lugar de trece.
Cuando consideraron, al atardecer, que era imposible que nada pudiera entrar ni
salir del sepulcro, decidieron volver a casa y descansar. Por el camino se encontraron
con la madre y con la favorita del Maestro. Conocedoras de que los hombres habían
ido allí por la mañana, habían decidido acudir para ungir al difunto con perfumes.
Los seis que quedaban de los siete que habían acompañado al discípulo que no acudió
al Gólgota se volvieron hacia éste preguntándole qué debían contar de aquello que
había acontecido.
—Les diremos que «el Fuerte» decidió marcharse en peregrinación y que quizá
no regrese. En cuanto al Maestro… Les diremos la verdad.
—¿La verdad?
—Sí, la verdad. Les diremos que fue crucificado, muerto y sepultado. Que
descendió a los infiernos. Que al tercer día resucitó de entre los muertos. Que está
sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, pues Él está en todas partes, y que,
desde allí, algún día, habrá de venir para juzgar a los vivos y a los muertos. Ésa es la
verdad.
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AVE CÉSAR, LOS QUE VAN A MORIR
RESUCITARÁN
Año 182 a. C. Roma. El Coliseo estaba repleto: las ochenta filas de gradas, ocupadas
por la plebe deseosa de un buen espectáculo. Y lo iban a tener.
En el pódium, la grada más cercana a la arena, se acomodó el César. Una gran red
y arqueros listos para intervenir en caso de emergencia le protegían de posibles
ataques de las fieras. Ese día el emperador estaba especialmente emocionado, pues
iba a ver en acción a sus cinco gladiadores más poderosos saltar a la arena y combatir
contra un puñado de esclavos que les superaban en número.
Sonó el cuerno y los esclavos fueron arrojados a la arena, armados con puñales y
pequeñas espadas cortas. Estaba claro que iban a ser masacrados por los gladiadores
del emperador, que poseían armas más contundentes, protecciones mayores e infinita
destreza en la lucha. El grupo de quince esclavos estaba compuesto en su mayoría por
hombres africanos y árabes traídos de lejanas tierras.
Llegó la hora de ponerse frente al emperador y soltar la frase que les habían
obligado a decir: «Ave, César, los que van a morir te saludan». Uno de los esclavos
árabes estaba herido en el cuello, y su sangre seca se empezaba a llenar de polvo. Se
tambaleaba como si estuviera a punto de desmayarse. Su piel estaba pálida, casi gris,
y le sangraba la nariz. Ni siquiera pudo pronunciar la frase.
El emperador, con un gesto de la mano, dio por comenzados los juegos y sus
gladiadores saltaron al suelo del Coliseo. Eran enormes, curtidos en mil combates e
iban ataviados con cascos, escudos y armaduras.
Los malolientes esclavos se agruparon temblorosos empuñando sus armas de
pacotilla. El árabe herido quedó separado de sus compañeros mientras los gladiadores
avanzaban confiados hacia el desafortunado grupo. Un primer gladiador al que la
plebe conocía como «Sombra» por su casco y sus adornos negros lanzó una estocada
con su espada gladius al costado del esclavo herido, que cayó de boca contra el suelo
al instante. Al público no le gustó nada esta primera acción, carente de emoción. Los
espectadores ni siquiera sabían por qué habían dejado pelear a un tipo tan lamentable.
Los catorce esclavos que quedaban se mantenían apiñados en el centro de la
arena, temblando y empuñando armas que más de uno no había sujetado jamás.
Sabían que iban a morir, era sólo cuestión de tiempo y de la voluntad de los
gladiadores que tenían enfrente.
Un joven negro, con lágrimas en los ojos, se lanzó desesperadamente hacia el
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enemigo que tenía justo enfrente, un gladiador conocido como «Pez» porque llevaba
impreso este animal en el casco y en su largo escudo. El ataque del africano fue
zanjado con un golpe de escudo, y el esclavo salió rebotado hacia atrás. El gladiador
dio dos pasos hacia delante y clavó su espada en la garganta del negro, que cayó de
espaldas al suelo ahogándose en su propia sangre. El público gritó y algunos se
levantaron del asiento para comtemplar mejor la muerte de aquel infeliz.
La desesperación y el miedo crecían entre los esclavos. La osadía o el temor
acabarían con ellos.
Los gladiadores se acercaban a sus desiguales contrincantes aclamados por la
plebe, que deseaba ver más sangre en la arena. Los pobres esclavos que osaban pasar
al ataque eran reducidos de forma casi burlesca por los enormes gladiadores, que los
hacían sufrir y agonizar como el que tiene un insecto en sus manos y decide acabar
con su vida caprichosamente.
Las estocadas y los apuñalamientos hacían brotar la sangre por los aires,
sembrando el suelo de cadáveres que aún parecían temblar por el miedo. El número
de esclavos se iba reduciendo conforme pasaban los minutos, hasta que sólo quedaron
dos hombres negros que proferían palabras en su extraño idioma. Uno de ellos recibió
una puñalada en el muslo que le hizo caer al suelo de dolor sin que pudiera
levantarse. El gladiador apodado «Rapiña» por el peculiar escudo ornamental que le
cubría el pecho y que mostraba un ave rapaz se acercó al malherido africano
dispuesto a darle muerte. Pero los gritos de emoción de los espectadores dieron paso
a una expresión de sorpresa. Y mayúscula, pues lo que estaban viendo no era posible.
El primer esclavo en caer, el árabe enfermizo, se estaba levantando torpemente.
Su reciente herida del costado no sangraba, y la arena se había adherido a ella
confiriéndole una apariencia repugnante. El esclavo, de rodillas y con las palmas de
las manos en el suelo, vomitó sangre negra y prácticamente coagulada. Todos los que
pisaban la arena, esclavos y gladiadores, miraban al árabe con cara sorprendida. La
plebe calló y todo quedó en silencio por unos segundos. El esclavo herido de piel
grisácea consiguió finalmente ponerse de pie, aunque sus movimientos parecían
carecer de coordinación. Entonces el público gritó una vez más de emoción, esta vez
en reconocimiento a la resistencia de aquel esclavo.
El árabe aún olía peor que antes. Se quedó allí de pie, dándoles la espalda a los
gladiadores y mirando a ninguna parte. Mientras, el africano que yacía herido en el
suelo aprovechó para avanzar reptando unos metros por la arena. El sonido del
cuerpo del negro arrastrándose por la grava llegó a los oídos sangrantes del resistente
árabe, que se volvió dejando ver su horrible aspecto a los gladiadores.
Su cuello y parte de su cara eran de un color gris oscuro, casi morado. Sus
extremidades parecían agarrotadas, dejando sus brazos rígidos de forma truculenta,
por no hablar de algunos trozos de carne que se desprendían de su cuerpo como los
de un cadáver putrefacto. Además, su boca y pecho estaban manchados de sangre y
los músculos de su cara se habían contraído, de modo que sus labios se habían
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estirado hacia atrás dejando a la vista sus dientes amarillos. Sus ojos estaban abiertos,
pero no miraban a ningún sitio y estaban secos y llenos de polvo, ya que ni siquiera
parpadeaba.
Sus pies empezaron a moverse hacia el grupo de hombres atónitos que estaban en
la arena. Cada vez caminaba más rápidamente, aunque de manera torpe, como un
niño que está aprendiendo a andar. Un gladiador golpeó de repente a ese «hombre sin
vida» con su escudo y consiguió derribarlo. El árabe dio con su espalda en el suelo y
rápidamente su cabeza fue sujetada por el pie de su agresor. El esclavo «no muerto»
movía sus brazos y piernas sin mostrar síntoma de dolor alguno. El gladiador seguía
con el pie sobre la cabeza de su enemigo, esperando órdenes. Consideró que aquél era
un caso excepcional de resistencia y no quería dar muerte al esclavo sin obtener antes
el beneplácito del César.
El emperador se levantó y extendió su brazo. Por su cabeza surcaban muchas
dudas. Lo que acababa de ver no era normal. ¿Y si la reacción del árabe se debía a
una rara enfermedad traída de sus tierras? ¿Podría contagiar a toda Roma? No iba a
arriesgarse, así que se señaló el pecho con el pulgar, dando la orden de ejecutar al
esclavo. A pesar de todo, el público no estaba muy de acuerdo con esta decisión, pues
querían ver qué posibilidades tenía aquel esclavo loco.
El gladiador alzó su espada para cumplir la sentencia del César. Clavó su arma en
el pecho de aquel loco que aún se movía. La cabeza del esclavo se zafó de su pie
opresor y lanzó una dentellada al tobillo desprotegido. El gladiador fue cojeando
hacia atrás hasta que cayó al suelo, llevándose la mano a su tobillo herido. Sentía
cómo aquel mordisco le quemaba por dentro, como si ardientes brasas recorrieran su
sangre. Sus manos cambiaron de lugar, y ahora se las llevó a los oídos, donde una
fuerte presión le causaba un dolor inimaginable, algo insoportable. Se quitó el casco
rápidamente y observó que sus manos estaban manchadas de sangre procedente de
sus oídos. Su vista se empezó a nublar, pero aún tuvo tiempo de observar cómo ese
hombre maldito al que había apuñalado en el corazón se volvía a levantar. ¡Era
imposible! La sorpresa se mezcló con la angustia cuando notó que no podía respirar;
entonces le sobrevino una bocanada y vomitó una gran cantidad de sangre. Después,
frío y muerte.
Los demás gladiadores estaban asombrados y no sabían qué pensar. Confusos,
empezaron a culpar a los hombres negros de idioma extraño, pensando, tal vez, que
algún tipo de maldición había sido formulada sin que ningún romano se percatara, lo
que habría permitido a ese árabe burlar la muerte. Ante estos extraños
acontecimientos, «Rapiña» remató al hombre negro herido y, deseoso de acabar con
aquella extraña maldición, se dispuso a terminar con la vida del otro esclavo negro.
Pero el africano, único superviviente, decidió acudir en auxilio del árabe intentando
una alianza que alargara un poco más su ya condenada vida. Fue inútil. El árabe
putrefacto se abalanzó hacia él con los brazos extendidos y la boca abierta y mordió
el cuello del negro, que lanzó un grito de dolor mientras su garganta era seccionada.
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No contento con eso, el esclavo maldito se arrodilló ante el cuerpo del negro mientras
éste seguía agonizando y comenzó a desgarrar la carne como un animal hambriento,
sacando músculos y vísceras para luego llevarse enormes trozos a la boca.
Murmullos de horror y repugnancia recorrían ahora las gradas de todo el Coliseo.
El rostro del César reflejaba una mezcla de asombro y asco. ¿Qué tipo de salvajes
habían traído como esclavos?
Mientras, en la arena, otro gladiador se atrevió a interrumpir el festín del salvaje
esclavo dándole una patada en la cabeza que le hizo rodar por el suelo. La agresión
fue inútil una vez más, ya que el putrefacto esclavo se levantó como si nada hubiera
pasado, se abalanzó sobre su reciente agresor, que se vio sorprendido, y le mordió el
antebrazo como si fuera un perro salvaje. «Sombra» y «Pez» trataron de ayudar a su
compañero echándose encima del esclavo caníbal y arrojándolo al suelo.
Igual que le había pasado al anterior gladiador, éste también se retorcía de dolor y
se llevaba las manos a sus oídos sangrantes para morir poco después entre la sangre
que salía de su boca.
Los tres gladiadores que quedaban vivos no sabían cómo afrontar la situación.
Nada afectaba a aquel loco, sus heridas no sangraban y siempre a volvía a ponerse en
pie para atacar de nuevo.
El emperador, harto de aquel espectáculo horrible, ordenó soltar las fieras para
que pusieran fin a todo aquello. Las rejas de los fosos se abrieron y un enorme tigre
macho salió raudo hacia la arena guiado por el hambre. La multitud rugía más que
cualquier bestia allí encerrada, pero todos callaron cuando la fiera frenó su carrera y
alzó su cabeza, como si olfatease, para después arrugar su nariz, repudiando el olor de
la «muerte viva». El tigre mantuvo esa cara unos minutos, sin intención de atacar.
Poco a poco comenzó a dar vueltas, como si aún estuviera encerrado en su exigua
jaula. Unas leonas asomaron la cabeza tímidamente desde el foso, pero, con las orejas
gachas, no se atrevieron a salir a la luz del día, ni siquiera tentadas por la comida fácil
que ofrecían los cadáveres de los combatientes muertos. Por su parte, el tigre volvió
temeroso al foso de donde había salido.
Los gladiadores aún estaban más confusos y en guardia frente al esclavo infecto
bañado en sangre ajena. Un sonido hizo que giraran sus cabezas hacia la izquierda.
¡El primer gladiador muerto se estaba levantando! Ahora sí que ya nada tenía sentido.
¿Había sobrevivido al ataque o también había sucumbido a la maldición? La gente
asistía asombrada al regreso del gladiador caído y le aplaudía tímidamente, ya que no
sabía si volvería como un héroe resistente o como un caníbal.
«Rapiña», el gladiador más cercano a su compañero reincorporado, se acercó
empuñando su espada por lo que pudiera acontecer. El gladiador herido se levantó
torpemente, igual que había hecho el árabe. «Rapaz» comprendió entonces que ése ya
no era su compañero y que debía acabar con él lo antes posible, así que se lanzó al
ataque; pero su antiguo compañero, que ahora presentaba los mismos síntomas que
aquel extraño esclavo, se giró lanzando dentelladas al aire. «Rapiña» no puedo más
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que sujetarle el cuello y la frente para evitar ser mordido. Le había dado tiempo a
observar que el mordisco que había recibido su compañero le había transmitido esa
enfermedad, maldición o lo que fuere. Siguieron forcejeando.
Por otro lado, el árabe atacó a «Pez» y «Sombra». Una vez más, los cortes
profundos que le infligían éstos eran inútiles, ni siquiera salía sangre de ellos. Por
mucho que acuchillaran, golpearan o tumbaran a ese hombre, no conseguían acabar
con su vida, si es que tenía. En uno de los lances, «Sombra» cercenó el brazo
izquierdo del esclavo. Éste no profirió ningún grito, y su sangre no se derramó.
El público observaba ese espectáculo sin atreverse a decir una palabra. Dudaban
de disfrutar de esa masacre, que era diferente de todas las que habían visto antes. El
César tampoco sabía cómo actuar y seguía observando esa horrible escena incapaz de
tomar ninguna decisión. Desde su posición, pudo ver cómo el segundo de sus
gladiadores heridos se levantaba con la misma apariencia que los anteriores
reanimados.
Este nuevo «muerto viviente» se incorporó y movió su cabeza, buscando algo con
sus ojos secos. Tras él, la batalla entre los vivos y los muertos. Frente a él, el mismo
César. Su mecanismo simple y salvaje le incitó a avanzar hacia la posición del
emperador con los brazos extendidos y la mandíbula desencajada bajo el casco. Ante
el peligro inminente, los arqueros apostados junto al pódium lanzaron sus flechas al
resucitado gladiador.
Los proyectiles afilados se clavaban en el cuerpo del inconsciente ser, que no
dejaba de avanzar. Una vez más, la sangre no brotaba. El gladiador sediento de sangre
llegó a la red que protegía al César y que le impedía atacar a los allí presentes. El
emperador hizo un amago de levantarse de su trono impulsado por el miedo y el
horror de ver a ese engendro arremeter contra él, con su boca ensangrentada. Los
arqueros disparaban sus flechas una y otra vez, pero la bestia no se rendía ni caía
abatida, hasta que una de ellas hizo volar su casco por los aires y otra le alcanzó en la
cabeza. Sólo entonces el monstruo murió definitivamente. Al reparar en este hecho, el
César ordenó a los arqueros que dispararan a la cabeza a todos los hombres presentes
en la arena para acabar así con esa pesadilla. Los arqueros procedieron.
Las flechas volaron hasta los hombres que forcejeaban con los muertos y
atravesaron sus cuerpos y cabezas, de donde empezó a brotar la sangre roja. Las
flechas que se clavaban en los muertos resucitados no tenían efecto, salvo que se
insertaran en la cabeza, que parecía ser su punto débil. Ahora vivos y muertos yacían
en el suelo del Coliseo. El público no aplaudió, pero tampoco abucheó: simplemente
se quedó perplejo ante el espectáculo que acababan de presenciar.
Nadie se atrevió a bajar a retirar los cuerpos, ni siquiera los esclavos que estaban
al servicio del Coliseo, por miedo de contraer esa extraña enfermedad o maldición. El
César ordenó quemar los cuerpos allí mismo y sustituir toda la arena del Coliseo por
cuestiones de seguridad.
Nunca antes se había visto tal espectáculo en todos los años de luchas en el
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Coliseo. El Imperio jamás había asistido antes a una masacre de ese calibre.
El acontecimiento suscitó muchas teorías por parte de filósofos y pensadores de
Roma: enfermedades venidas de África, maldiciones de pueblos perdidos e incluso
algún tipo de locura contagiosa. Finalmente no se llegó a ninguna conclusión y este
episodio se fue olvidando poco a poco. Nunca nadie supo por qué, pero los muertos
se levantaban con el único propósito de matar y alimentarse de los vivos, y ese terror
se apoderó hasta el final del Imperio de los romanos que asistieron a aquella batalla
entre gladiadores y «muertos vivientes» u oyeron hablar de ella.
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TIENE MENSAJES NUEVOS. PARA
ESCUCHARLOS PULSE…
Ángel Villán
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quiere atender a razones y prefiere quedarse con el chulo de su novio. Si las cosas se
ponen feas, por favor, cuida de ella. Te quiero, mi niño, y cuídate tú también.
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«Mensaje recibido el día 6 de abril a las 5 horas, 45 minutos»:
—¿Hijo? Soy yo, tu padre. ¿Estás ahí? ¿Aún no has llegado a casa? Después de
todo lo que ha pasado no recuerdo cuándo llegabas. Espero que aún estés fuera del
país, lejos de todo este horror. Pero quiero que prestes mucha atención cuando oigas
esto al llegar a casa. Tu madre y yo hemos conseguido escapar de la trampa del
estadio. Todo se volvió una matanza, y sinceramente logramos salir por los pelos. Tu
madre está en mitad de una crisis nerviosa y yo apenas consigo mantenerme sereno,
pero debo hacerlo por ella. Escucha, estamos refugiados en un piso de una
urbanización en las afueras de Getafe. No puedo decirte dónde exactamente, y no
puedo salir precisamente al exterior para mirar la plaquita de la calle. Desde la
ventana parece una amplia avenida, y, si no recuerdo mal, tenemos el estadio al este,
no muy lejos. Quiero que me hagas caso, no sé si podremos volver a llamarte.
Presiento que el teléfono va a durar menos o nada, es toda una suerte que aún esté en
servicio y tú tengas corriente en casa… Al final tenías razón con lo de la energía
solar.
»Bueno, escúchame: no vengas a por nosotros. Quédate en tu casa, en el chalé
estarás más seguro. Tu madre te dijo que fueras a buscar a tu hermana, pero yo no sé
qué decirte. Si puedes, hazlo. Lo último que supimos de ella es que estaba bien, pero
ahora no coge el teléfono. Si se ha ido a algún lado, no nos lo ha podido decir, así que
espero que te dejara a ti un mensaje. Tú sabrás qué es lo mejor que puedes hacer.
Confío en ti.
»Nosotros no podemos salir de aquí de momento, hasta que venga “la caballería”.
Hay decenas de infectados abajo y tú solo únicamente conseguirías que te atacasen.
Quédate allí y protégete todo lo que puedas. Haz barricadas, lo que sea. Pero ni se te
ocurra acercarte a un infectado, sea quien sea. Son altamente contagiosos y agresivos.
Me duele no estar ahí para protegerte, pero ahora tengo que cuidar de mamá. Haz lo
posible por sobrevivir, hijo. No te preocupes por nosotros, ya verás como todo se
arregla y vienen a rescatarnos. Hemos colgado sábanas en las ventanas pidiendo
ayuda. Nosotros estaremos bien, cuídate tú.
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regresado a casa y haberme devuelto la llamada. No sé qué número es éste, pero
míralo en tu teléfono. De tu hermana tampoco sé nada, no coge el teléfono… Espero
que esté en algún lado escondida y cuando termine esta pesadilla por fin consigamos
reunirnos todos. Cuando logremos salir de aquí, iremos para tu casa, ¿vale? Me
gustaría que ése fuese nuestro punto de reunión. Díselo a tu hermana si consigues
hablar con ella… Espero que llegues pronto a casa… Te quiero, hijo.
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[Golpes, forcejeos y durante unos segundos gemidos de dolor ahogados,
resistiendo los gritos. Después, sonidos viscerales, para terminar en un silencio sólo
roto por pies arrastrándose y algún que otro pequeño golpe, un objeto cayéndose o
empujado, hasta que se acaba la cinta].
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EL HUÉSPED
Desde que todo comenzó, la misma pregunta ronda por mi cabeza una y otra vez,
como un tema recurrente que, a falta de cosas mejores en las que pensar, aflora en mi
mente de cuando en cuando.
¿Por qué? ¿Por qué yo y no otro? ¿Acaso tuve la mala suerte de ser la excepción
que confirma la regla? Los zombis no tienen conciencia, no pueden pensar. Y una
mierda: yo soy la prueba que desmiente todas las leyendas urbanas, el suceso que
sólo ocurre una vez cada cuatro trillones de años. Estoy al otro lado de la vida y no
muero, floto en una neblina existencial, atrapado en mi propio cuerpo.
Todo comenzó tal y como empiezan todas las tramas de terror, con una historia
que nadie se creía. Una enfermedad contagiosa, ataques terroristas, el castigo divino,
vudú africano… qué más daba la causa, lo cierto es que cuando nos dimos cuenta,
teníamos al infierno llamando a nuestras puertas. Los denominados «planes de
contención» fueron ineficaces. ¿Cómo iban a retener a una masa de carne reanimada
que camina eternamente en busca de cuerpos que devorar? Nada podía detener a los
no muertos, y las ciudades caían mientras aquellas criaturas ampliaban sus filas con
cada muerte que provocaban.
Yo tuve el suficiente instinto de supervivencia para sobrevivir al inicio de la
invasión zombi, pero la situación empeoraba cada día que pasaba. Cuando quise
darme cuenta, estaba atrincherado en el antiguo colegio salesiano de mi pueblo, junto
con otros doce supervivientes. De esos días recuerdo el silencio sepulcral que
envolvía al edificio, sólo roto por el andar de los zombis y su insoportable forma de
arrastrar los pies. Y el hambre, un hambre feroz y creciente. Las reservas de comida
disminuían poco a poco, y pronto comprendimos que no podríamos aguantar mucho
tiempo así. La protección del edificio no era un problema: el perímetro estaba
rodeado por altos muros de cemento, y, si no hacíamos ruido, podríamos liquidar a
los zombis que se acercasen. Sin embargo, lo que los no muertos no habían
conseguido hasta ahora lo estaba haciendo la falta de agua y alimentos.
Urdimos un plan a la desesperada. El huerto del colegio estaba descuidado y
necesitábamos semillas para ponerlo en marcha de nuevo. Eso, junto con el pozo que
había en la parte trasera del edificio, constituía nuestra única salvación. Conocíamos
una floristería cercana que tenía lo que necesitábamos. Sería una incursión
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relámpago, así que los riesgos quedarían minimizados. Teníamos dos armas de fuego
y conocíamos el terreno. ¿Qué podía salir mal?
El miedo pudo con nosotros. Un primer disparo nos delató cuando estábamos
aprovisionándonos. Decenas de no muertos acudieron a la llamada y barrieron
nuestras defensas sin esfuerzo gracias a su superioridad numérica. Acabé llorando en
el almacén mientras escuchaba cómo aquellos seres luchaban por echar abajo la
puerta que había apuntalado con muebles y cajas. Sabía que era cuestión de tiempo:
su constancia acabaría derribándola y mi historia llegaría a su fin. Aquellos minutos
se hicieron eternos hasta que la puerta cedió y acabé como mis ya fallecidos
compañeros, gritando de puro terror mientras sentía cómo unas manos mugrientas me
agarraban por todos los lados y las mandíbulas de los zombis empezaban con mi
cuerpo.
Cuando desperté, ya era uno de ellos. A mi lado reconocí a algunos de mis
amigos, con los ojos tan perdidos como seguramente debía de tenerlos yo. El estado
de shock me impedía pensar mucho más allá de mi condición. Nada era como lo que
había visto en las películas. No era dueño de mis propios actos, caminaba con un
rumbo prefijado entre la marabunta de cuerpos a la que acompañaba, siguiendo un
recorrido cuyas pautas desconocía pero que en líneas generales parecía seguir un
itinerario errante en busca de los pocos seres vivos que todavía quedasen.
Fue entonces cuando me di cuenta de lo que estaba pasando. Intenté por todos los
medios recuperar el control de mi cuerpo, alejarme del grupo y aislarme en algún
rincón oscuro, de manera que no fuera un peligro para nadie más. Cuál fue mi
sorpresa cuando me encontré preso en mi propia mente, agarrando unos barrotes
invisibles que impedían cualquier intento de escape mientras escuchaba una risa
tenebrosa que brotaba de algún pasadizo oscuro de mi propio cerebro. Alguien
llevaba el mando de mi cuerpo.
Con el paso de los días, comprendí que de alguna forma debía de ser inmune a la
causa de todo aquello. Mi mente había conservado su parte racional, aunque estaba
dominada por mi nueva y monstruosa personalidad. No, en realidad éramos dos seres
en un mismo cuerpo: el huésped y su parásito invasor. Ambos sabíamos de la
existencia del otro, pero, por mucho que lo intentase, no conseguía recuperar el
control. Él no era como los demás, su inteligencia y la facilidad que tenía para cazar
me aterraban. Evitaba en lo posible dejarse llevar por el hambre, planificaba cada
ataque y minimizaba los riesgos, de modo que salía victorioso en cada una de sus
emboscadas. Cuando mi cuerpo descansaba (aunque no del todo, pues siempre
permanecía en un estado latente de vigilia), las pesadillas me invadían, y entonces
rememoraba cada una de las carnicerías de las que había sido testigo, sabiendo que el
Invasor disfrutaba atormentándome con esos pensamientos, regocijándose en mi
sufrimiento. Mi captor controlaba mi cuerpo, y yo no podía hacer nada para advertir a
las presas de aquel ser.
O al menos eso pensaba. Había descubierto una pequeña posibilidad, una rendija
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por la que escabullirme y asumir el control momentáneamente. Tan sólo tenía que
esperar el momento oportuno, y, por fin, parecía que había llegado.
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Diez metros me separan de ella. Mi cuerpo avanza con un arrastrar lento mientras
el Invasor se deleita con el shock de la mujer, tanto, que noto cómo el control que
ejerce sobre mi prisión disminuye. No muevo ni un músculo, esperando el momento
adecuado. La distancia ya se ha reducido a seis metros. La ceguera del monstruo es
total: el único pensamiento que ocupa su cabeza es desgarrar el cuerpo que se expone
ante él. Ya ha abierto la mandíbula, amenazando a la mujer con unos dientes sucios y
espantosos. Cuatro metros. Tres metros. Ahora.
Consigo salir de mi prisión mental y el Invasor suelta un grito de sorpresa. Con
esmero, tomo el control de mi pierna derecha y la muevo en un espasmo extraño,
haciendo que mi cuerpo caiga de bruces contra el suelo y mi extremidad se fracture a
la altura de la tibia. Mi captor consigue encerrarme de nuevo en lo más recóndito de
mi mente, pero ya es demasiado tarde. Observo con júbilo cómo la mujer se
sobrepone a su propio miedo y mira hacia nuestra posición. Ha estado cerca, pero
reconozco en su mirada de nuevo el instinto de supervivencia que la debe de haber
mantenido viva durante todo el apocalipsis. Ahora sólo queda esperar mi recompensa,
el premio que merezco por haberla ayudado. Cierro los ojos mentalmente y espero el
golpe que ha de partir mi cráneo y poner fin a esta pesadilla…
Sin embargo, el golpe no llega y vuelvo a abrir los ojos. Veo cómo la mujer dobla
la esquina y sale de la urbanización, poniendo distancia entre los zombis y ella.
Ahora soy yo el que grita y mi huésped emite una risa maligna. Ambos sabemos que
será muy difícil que esto vuelva a pasar, pues es cuestión de tiempo que los no
muertos dominen el mundo. Y mi huésped no caerá de nuevo en la misma trampa, ya
no será tan negligente como antes. Me espera una eternidad encerrado en esta prisión
y no puedo hacer nada. Siento cómo la desesperación inunda todo mi ser y me
percato antes de desmayarme de que éste va a ser el inicio de un lento pero constante
descenso a la locura.
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EN EL METRO
Álex Gómez
Ahora, sentado en el vagón, me doy cuenta de que no ha sido buena idea usar el
metro esta mañana.
El hombre que está sentado delante de mí tiene cerca de cincuenta años. Lleva
una gorra negra y una cazadora de aviador con piel vuelta. Como la mayoría de los
ocupantes del vagón, lleva una pequeña mochila. Lo suficientemente pequeña para no
retrasarle en su huida y lo suficientemente grande para llevar sus objetos más
valiosos, probablemente joyas y el dinero que haya podido reunir. Creo que está solo;
al menos en los veinte minutos que llevamos encerrados en el vagón no ha hablado
con nadie. Está abrazado a la pequeña mochila amarilla. Creo que se está quedando
dormido, ya que ha ido reclinando su cabeza lentamente hacia atrás.
Hace un calor infernal. El vagón se ha detenido en medio de dos estaciones. Por
megafonía, el conductor del convoy ha anunciado lacónicamente que se ha producido
un problema técnico y estaremos parados unos minutos.
Con el vagón atestado y sin recirculación de aire, la espera se está haciendo
eterna. El pánico a la infección terminó de cundir entre la población. A pesar de los
esfuerzos del gobierno por ocultarlo, la realidad tiene la insana costumbre de hacerse
patente, tarde o temprano. Comenzó hace unas semanas. Al principio sólo eran
rumores, noticias aisladas en internet y programas sensacionalistas, pero se ha
convertido en una pandemia de proporciones desconocidas. La infección, el temor
irracional codificado en nuestros genes a los muertos vivientes ha resultado ser una
horrorosa e implacable realidad. Quién sabe si su origen está en el principio de los
tiempos o en un perdido laboratorio. La realidad es que se ha extendido por todo el
mundo. Se ha alimentado de la masificación en las grandes ciudades y de la facilidad
para desplazarnos de un extremo al otro del mundo. Hemos trasladado así la
enfermedad.
Las noticias de muertos vivientes eran tan inverosímiles, que yo mismo no las
creí. Hasta que, hace apenas unos días, pude ver con mis propios ojos cómo una
mujer atacaba a mordiscos a los clientes de un supermercado. Y cómo,
posteriormente, una de sus víctimas moría y se reanimaba ante nuestros ojos. El
ejército llegó poco después, y acabó con la mujer y con los afectados por sus
mordeduras. Pero los incidentes se multiplicaron por toda la ciudad, por todo el país
quizá, y de tal manera que la situación ha escapado a cualquier control. En los
últimos días, la presencia de las fuerzas de seguridad se ha reducido a los lugares
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estratégicos, como hospitales, grandes superficies o estaciones de ferrocarril y metro.
Y, por supuesto, el aeropuerto, adonde me dirijo.
Al encender la radio a primera hora de la mañana, informaron de que las
autopistas para salir de la ciudad se han colapsado esta noche. En todos los medios de
comunicación aconsejan quedarse en las casas en espera de que la situación se
normalice. Pero tengo la convicción de que, sea lo que sea lo que esté pasando, no
hará más que empeorar.
Por ello, decidí coger el metro hasta el aeropuerto y escapar de Madrid.
Vuelvo a fijar mi atención en el hombre sentado enfrente de mí. Su cabeza sigue
reclinada y su gorra no me deja ver sus ojos. Me concentro en su garganta, en su
pecho, cuento en mi interior los segundos que transcurren entre cada inspiración y
espiración de su torso.
Es posible que el hombre de la gorra esté profundamente dormido, pero cada vez
transcurren más segundos entre cada una de sus exhalaciones. Recorro
detalladamente con la vista las ropas del hombre. Mis temores se confirman cuando
descubro horrorizado que un pequeño hilo de sangre, parcialmente coagulada, está
resbalando lentamente por la bota del hombre. Probablemente, debajo de su pantalón,
hay un vendaje que oculta una herida. Una herida oculta sólo indica una cosa: un
mordisco.
Puedo ver a través de la ventanilla la lejana claridad que indica la salida del túnel:
la estación del aeropuerto está cerca.
Una vez que la máquina se ponga en marcha, tardaremos muy poco en llegar.
La garganta del hombre de la gorra ya está inmóvil y creo advertir que ha
adquirido una tonalidad ligeramente azulada.
Me fijo en la mujer joven que está sentada a la derecha del hombre de la gorra. Se
encuentra demasiado ocupada intentando calmar el llanto desconsolado de su bebé
como para caer en la cuenta de que el viajero de su lado ha dejado ya de respirar. Por
unos segundos dudo si avisarla, e incluso elevo la mano y carraspeo, humedeciendo
mi garganta seca por el pánico. Pero recapacito. Casi no tengo espacio para moverme,
y el ruido en el vagón hace imposible poder avisarla sin gritar, lo que evidentemente
alertaría a todo el pasaje. ¿Y luego qué? ¿Pánico generalizado? ¿Una avalancha?
No, rectifico y decido no avisar. Bajo la cabeza avergonzado ante mí mismo por
mi cobardía, pero apenas faltan unos metros, pronto las puertas se abrirán y podremos
salir. Rezo para que el hombre de la gorra se mantenga muerto unos minutos más.
Cuando salgamos, avisaré a los guardias, ellos sabrán qué hacer con él.
No soporto la tensión de la espera y me levanto de mi asiento deseando llegar a
las puertas para ser el primero en salir de este horno. Empujo a un señor cargado con
una pesada maleta de piel y consigo hacerme un hueco hasta la puerta. Ya falta poco,
pronto estaré a salvo.
La megafonía del vagón se activa con su chasquido característico. Me muerdo el
labio inferior y aprieto con fuerza los puños mientras espero oír que el problema
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técnico se ha solucionado y que pronto llegaremos a la próxima estación. En vez de
eso, sólo unos largos segundos de silencio. El vagón entero parece haberse congelado
en el tiempo: ni un sonido, ni un murmullo, hasta el bebé ha dejado de llorar. Tengo
la sensación de que los viajeros del vagón llevamos congelados en el tiempo y en la
misma postura muchos miles de años, como un vetusto bosque de árboles pétreos.
Pero un farfulleo gutural, ronco y brusco surge de la megafonía en vez de la voz del
maquinista y nos saca del trance.
Antes incluso de asimilar que el conductor del tren ha dejado de ser humano, mi
mirada incrédula se cruza con la del hombre de la pesada maleta de piel, como
buscando un compañero con el que confirmar el horror que estoy sintiendo. Y ambos,
a coro, comenzamos a gritar y a retorcernos buscando una desesperada salida del
vagón.
A través del reflejo en la ventanilla, un último vistazo al hombre de la gorra. Su
garganta y cara ya han adquirido un color totalmente azul y están surcadas de las
mismas gruesas venas color cian que recuerdo adornaban la piel de aquella mujer del
supermercado. Mis temores se confirman y sus manos comienzan a temblar, seguidas
por sus piernas y su cabeza. De su nariz, ojos y oídos rezuma un líquido negruzco y
viscoso. Puedo ver cómo sus dedos se tensan y agarrotan, a la vez que su mandíbula
se desencaja en un gesto pavoroso.
La mujer del bebé ya se ha dado cuenta de que el averno está despertando a su
vera, al igual que los viajeros más cercanos a ellos, provocando, como había intuido,
un intento generalizado de alejarse del infectado.
Me aprisiono todavía más contra la puerta del vagón. Casi no puedo respirar ni
moverme. Intento introducir mis dedos por la rendija en que se juntan las puertas
automáticas del vagón. Otros viajeros se me unen en el fútil intento por vencer el
mecanismo y abrir las puertas.
A mi espalda, un bufido cavernoso y atávico me congela el espinazo. El hombre
de la gorra ya se ha abalanzado sobre algún pasajero, tan cerca de mí, que puedo
sentir el crujido que producen sus dientes al rasgar la piel y tronzar los músculos de
su víctima. El olor de la sangre chispea en mi nariz.
Me invade una desasosegante sensación de alivio al saber que el hombre de la
gorra estará entretenido unos segundos, quizá los suficientes. Alguien tiene la
serenidad suficiente para activar el mecanismo de emergencia y las puertas se abren.
Mi vista aún no se ha acostumbrado a la oscuridad y tengo la certeza de estar cayendo
a un pozo sin fondo, pero nada enturbia mi entusiasmo por haber salido del vagón.
Decenas de personas caen en cascada a la vía detrás de mí, formando una pequeña
pirámide humana. La presión de la multitud me ha catapultado lo suficientemente
lejos para salvarme de morir aplastado. Caigo sobre un suelo pedregoso y cubierto de
una gruesa capa de hollín. Me incorporo y percibo lamentos del resto de viajeros.
Algunos se han fracturado huesos y suplican auxilio desde el suelo. Otros profieren
maldiciones y lamentos, pero se ponen en pie como resortes accionados por el pánico.
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Casi todos se afanan en poner tierra de por medio en las dos únicas direcciones
posibles. La mayoría huye hacia la lejana claridad de la estación de Barajas. Pero
otros, los menos, sin duda, corren en la dirección opuesta, hacia el interior de la
galería. Se adentran en la más profunda negrura sin mirar atrás. Quizá ellos son
conscientes de algo que los demás ignoramos.
Una vez de pie, me tomo una fracción de segundo. Me vuelvo y observo cómo el
vagón que hasta hace unos segundos era mi salvación se ha convertido en el
mismísimo infierno. A través de la puerta desde la que he caído, puedo ver cómo el
hombre de la gorra se está dando un festín con las entrañas de la mujer del bebé. La
sangre baña el suelo del vagón y el hombre de la gorra, arrodillado, trocea con sus
manos y dientes pedazos de la joven. Mastica concentrado jirones de carne mientras
mira a su alrededor buscando sin duda su próxima presa. Observo la escena como si
me encontrase en un cine un domingo por la tarde. El iluminado vagón ejerce a modo
de pantalla mientras, en mi delirio, opino que tanto el hombre de la gorra como la
mujer están interpretando un gran papel. No hay rastro del bebé; espero que algún
alma caritativa se lo haya llevado consigo para ponerlo a salvo, pero intuyo que es
poco probable. Un hombre tropieza conmigo en su carrera por dejar atrás este horror
y le sigo sin pensar. Al fondo, la claridad. La estación del aeropuerto. Mis piernas han
decidido tomar la iniciativa y se mueven a una velocidad inaudita, de modo que
pronto adelanto a los viajeros que me llevaban ventaja y me sitúo en cabeza de esta
carrera en la tiniebla.
La claridad del fondo del túnel se hace poco a poco más y más grande. Mis ojos,
que ya se han acostumbrado a la oscuridad, se resienten del nuevo cambio.
Gritos de terror me persiguen y rebotan en las paredes del túnel. Tengo la horrible
sensación de que el hombre de la gorra ya ha salido fuera del tren y de que no está
solo. No paro de correr. La ya cercana claridad de la estación me deslumbra, pero
puedo ver en el andén a varias personas. Estoy agotado, pero aun así no paro de
gritar, pido ayuda, llamo su atención. A pesar de la molesta luminosidad, puedo ver
que están uniformadas. La sensación de seguridad que ello me proporciona me
impulsa a bajar la guardia y por un momento casi me detengo. La visión del hombre
de la gorra masticando carne humana vuelve a mi mente y acelero nuevamente, más
rápido aún si cabe.
Los militares de la estación se han percatado de nuestra presencia y se dirigen
hacia nosotros. En los últimos metros de carrera intento articular algún tipo de
explicación sobre lo ocurrido, pero tan sólo tengo fuerzas para caer arrodillado y
extenuado a los pies del primero de ellos. Siento cómo éste acelera el paso y se me
acerca extendiendo sus brazos. Feliz por sentirme a salvo al fin, levanto la vista e
intento recibir con una sonrisa a mi salvador. Hasta que acierto a distinguir en su
azulado rostro unas gruesas venas de color cian.
Definitivamente, no ha sido una buena idea coger el metro esta mañana.
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DECLARACIÓN DE UN SUPERVIVIENTE
Álex Gómez
1.a Parte
Que se presenta, en estas dependencias, libre y voluntariamente al objeto de ser
oído en declaración a tenor de los hechos acaecidos a partir de la fecha 1 del mes 1
del año 0.
Que el abajo firmante da su consentimiento para que esta declaración sea
utilizada por el presente ministerio y su Servicio de Política Infecciosa en la
evaluación de los actuales planes de prevención epidemiológica y los diferentes
gabinetes de Análisis de Riesgos e Infraestructuras de Contención Infecciosa.
Que por la presente es informado de la inmunidad jurídica sobre los posibles
delitos derivados de la consiguiente declaración según ley 29/0010. Hecho que se
refrenda en acta aparte.
Que preguntado: «¿Cómo recuerda el comienzo de la infección?», responde:
[Se transcribe]:
«Vaya… había intentado bloquear estos recuerdos… pero bueno, creo que es
importante que analicemos los fallos que cometieron… que todos cometimos.
»Soy… bueno, era trabajador en el ayuntamiento de mi ciudad. En las últimas
elecciones mi partido político había sacado un buen resultado y yo fui puesto al frente
de una concejalía de deportes. En aquel momento tenía cuarenta y seis años y mi vida
discurría monótona y sencilla como la de tantos otros.
»En estos últimos meses he hablado mucho, con otros supervivientes, he
escuchado cómo sucedió… como comenzó todo, y bueno… yo lo viví de otra
manera, digamos que no tuve tiempo para hacerme una idea de que algo se nos
echaba encima; digamos que la dura realidad fue la que se me echó encima.
»Mi mujer trabajaba como enfermera en el turno de mañana en un ambulatorio
privado. Los militares, como otros muchos funcionarios, tenían un acuerdo por el
cual eran atendidos en dicho centro. A los pocos días de la revuelta en Rusia,
militares médicos fueron enviados para colaborar en tareas humanitarias. No duraron
mucho, puesto que la situación se les fue de las manos enseguida. Varios de ellos
regresaron heridos, y uno, un capitán cirujano, fue atendido en la unidad de
quemados del ambulatorio.
»Una gran quemadura cubría su pecho y, según mi mujer me contó, presentaba
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mordiscos en brazos y piernas… Me contó que los médicos le dijeron a la familia del
capitán que había sido algún animal salvaje, pero ellos tenían claro que no había sido
así.
»A la mañana siguiente a la de la llegada del militar, llevé a mi mujer a trabajar
antes de dirigirme al ayuntamiento. Tenía por costumbre aparcar en el área reservada
para personal sanitario, justo enfrente de la puerta principal, tomarme un café rápido
con ella en la cafetería y luego despedirme de ella. La quería, la quería mucho.
»No recuerdo muchas cosas que sucedieron durante estos años, pero en cambio
me acuerdo claramente de lo que ocurrió aquella mañana. Nunca lo podré borrar de
mi mente.
»A las siete de la mañana se hacía el relevo al turno de noche en el hospital.
Serían las siete menos veinte cuando llegamos. Después de tomar el café, mi mujer se
despidió de mí con un beso y un “te quiero, hasta la tarde”. Yo me quedé unos
minutos más terminando de leer el periódico, sobre todo alucinado con las noticias
que estaban llegando de Daguedestán. Un revuelo me sacó de mi lectura, algo había
pasado: el personal del ambulatorio corría de un lado para otro y gritaban pidiendo
que acudiesen los de seguridad.
»Al parecer, cuando se hizo el relevo en la planta de quemados, algunos pacientes
habían atacado a las enfermeras. Cuando escuché eso enseguida entendí que Rosa
estaba involucrada, por lo que subí corriendo las escaleras de las dos plantas que
había hasta la de quemados; en esos segundos pasaron por mi cabeza mil cosas:
¿habría sido algún paciente de psiquiatría fugado?, ¿algún familiar descontento? No
tenía sentido, los pacientes no podían haber sido, la mayoría de ellos estaban tan
sedados por sus heridas que un camión de mercancías podría pasar por aquella sala
sin que se inmutasen.
»Cuando llegué a la segunda planta, lo primero que vi fue a dos vigilantes de
seguridad, porra en mano, empleándose a fondo con cuatro pacientes, a los que
golpeaban… Ahora casi da risa, pero en aquel momento… ¡Dios! Necesito parar
unos minutos…, no puedo seguir.
»Gracias por el vaso de agua… ya estoy mejor. Bueno, ¿por dónde iba? Sí, ya…
Llegué a la segunda planta y dos vigilantes estaban aporreando a cuatro pacientes.
Bueno, usted ya sabe cómo se comportaban estos “pacientes”: los vigilantes les
golpeaban con furia y ellos no retrocedían ni un milímetro, avanzaban, agarrándoles y
mordiéndoles una y otra vez. Yo no entendía qué podía haber sucedido para que se
comportasen así; tenían las facciones desencajadas y parecían no estar afectados por
las inmensas quemaduras que cubrían su cuerpo.
»Recorrí la sala de quemados con la vista y fue en ese momento fue cuando la vi:
mi mujer estaba sentada en el suelo de la oficina de enfermeras y sangraba
abundantemente por el cuello, pero todavía estaba consciente. Sin prestar atención a
la trifulca, a la que ya se habían sumado seis vigilantes más, ayudé a mi mujer como
pude, le taponé la herida mientras estúpidamente le preguntaba: “¿Pero qué ha
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pasado? ¿Quién te ha hecho esto?”. Fue entonces cuando se me abalanzó por la
espalda el capitán médico… me agarró con muchísima fuerza por la espalda.
Recuerdo que pensé: “¿Pero bueno? ¿Pero este hijoputa qué se ha creído? Le voy a
dar unas hostias… Me da igual que esté churruscado”. Me di la vuelta rápidamente y
le agarré con fuerza por el pescuezo. No entendía por qué este cabrón no me pegaba y
sólo intentaba morderme. ¿Pero qué tipo de formación en defensa personal les dan a
estos milicos? Recuerdo aquellos pensamientos, razonamientos lógicos en la otra era
pero… ya no.
»Soy cinturón negro de kárate, y bueno, entrenaba por aquellas fechas casi todos
los días, pesaba veinticinco kilos más que ahora, y la verdad es que estaba como un
toro. Le di dos rodillazos en las costillas que habrían tumbado a un hipopótamo y
aquel cabrón ni se inmutó; le asesté varios puñetazos en la garganta… ¡Gracias a
Dios que instintivamente golpeé allí y no en la boca o la nariz! Si lo hubiese hecho,
casi seguro que no estaría aquí ahora, pero aquel tipo parecía que estaba hecho de
acero. Por último, le acerté con una patada frontal con la que sí pude sacármelo de
encima por unos segundos, los suficientes para coger a mi mujer en brazos y salir
corriendo hacia la planta baja, donde estaba urgencias.
»Cuando pasé al lado de la trifulca, varios celadores ya se habían unido a ella y
tenían arrinconados entre todos a los pacientes contra una pared utilizando bancos del
pasillo, camas de las habitaciones y todo lo que tenían a mano los pobres. Eché un
fugaz vistazo a sus caras cuando pasé: estaban todos perplejos con lo que estaba
sucediendo, pero valientemente les echaban cojones a esos cabrones, y gracias a
ellos, a su sacrificio, pude llegar a urgencias con mi mujer en brazos. Escuché sirenas
de policía acercarse, y no dejaba de subir personal del hospital intentando colaborar
con los vigilantes y celadores.
»Ahora, con lo que sé, puedo imaginar lo que sucedió aquella noche en la sala de
quemados del ambulatorio. El capitán falleció durante la noche, y a causa de las
mordeduras se reanimó convertido en un no muerto. Mató a las enfermeras de
servicio y luego se dio un festín con los internados… uno a uno. Sólo espero que
aquellas pobres personas estuviesen suficientemente sedadas como para no enterarse
de nada; no me puedo imaginar el sufrimiento de alguien postrado en una cama con
grandes quemaduras en su cuerpo, siendo consciente de que un ser infernal se estaba
comiendo vivos a tus compañeros y que pronto, inexorablemente, tú serías el
próximo, sin posibilidad de huir. Sabiendo que las únicas personas que te podrían
ayudar, las encargadas de velar por ti, yacían en el suelo con medio cuerpo devorado.
En fin… como todo lo que sucedió a partir de ese día… horrible.
»Quedaron atrapados dentro de la sala el capitán y los pacientes que no devoró
por completo en lo que quedaba de noche. Las puertas estancas diseñadas para
mantener la zona totalmente limpia impidieron que aquellos monstruos extendiesen la
infección por el resto del hospital. Probablemente el personal del hospital estaba
acostumbrado a que gritos y gemidos saliesen de aquella planta.
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»Cuando mi mujer llegó a la sala y abrió la puerta con intención de relevar a sus
compañeras, abrió las puertas del mismísimo infierno…
»Y así es como recuerdo el comienzo de la infección.
»[Funcionario]: Está bien, señor 95 628, por hoy hemos finalizado».
Que se da por concluida esta comparecencia 53 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 23 de marzo de 0012.
2.a Parte
En fecha 24 de marzo de 0012 (continuación comparecencia).
[Se transcribe]:
«Bueno, ¿por dónde íbamos? Así, si, bueno, mientras mi mujer era operada de las
graves heridas que tenía en el cuello, llamé por teléfono a mi casa y hablé con mi hijo
Enrique. Hice lo que pude para tragarme las lágrimas y le dije que se fuese con su
hermana a la casa de mis padres, que su madre y yo habíamos tenido un accidente y
que no fuesen al colegio esa mañana.
»Mi hijo Enrique tenía quince años en aquel momento. No estaba muy unido a él
entonces por culpa de su rebeldía adolescente y mi poca paciencia. Es curioso, pero
todo lo que pasó, todo lo que juntos tuvimos que sufrir, nos unió de aquella manera.
Estoy convencido de que si pude sobrevivir a este apocalipsis, si pude sacar fuerzas
de flaqueza en los momentos más crudos, fue gracias a Enrique y su hermana Elena.
»[Funcionario]: Por favor, cíñase a los hechos, gracias.
»Entiendo. Mientras esperaba en la puerta del quirófano el resultado de la
operación de mi mujer, vi llegar policías nacionales y locales en poco tiempo.
Llegaron más de veinte coches patrulla: las cosas se pusieron muy feas en la segunda
planta.
»Se escuchaban los gritos y los golpes desde mi situación en la planta baja. Vi
bajar a varios policías con un enfermo inmovilizado; tenía las esposas puestas y los
agentes utilizaban sus porras para inmovilizarle la cabeza y así evitar que les
mordiese. Nadie entendía lo que estaba sucediendo, y el estupor se reflejaba en los
rostros de policías, médicos y pacientes del hospital. Después de mucho batallar,
consiguieron reducir a los infectados, pero casi todos los que intervinieron resultaron
heridos por mordiscos.
»El médico salió con lágrimas en los ojos del quirófano. Nunca había visto a un
doctor tan afectado; en principio pensé que era lógico, puesto que al fin y al cabo mi
mujer era compañera suya. Luego comprendí que había algo más: aquel hombre
había visto algo allí dentro que escapaba a la comprensión de un médico de urgencias
de un ambulatorio de una pequeña ciudad. Aquel pobre hombre pudo ver cómo mi
mujer se moría entre convulsiones y hemorragias masivas, un espeluznante
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espectáculo del que desgraciadamente todos los supervivientes posteriormente hemos
sido testigos antes o después.
»Mientras el doctor me consolaba como podía en la puerta del quirófano, un grito
de horror salió de él. Ambos entramos precipitadamente y bueno, lo que vi… lo que
tuve que ver en ese momento en el que mi cerebro aún no estaba acostumbrado a la
espiral de sangre y violencia en la que a partir de esa mañana se sumergió mi familia,
me marcó para siempre.
»Mi mujer, recién fallecida, estaba de rodillas en el suelo, al lado de la mesa de
operaciones, incorporada encima de una enfermera, la cual, tumbada en el suelo boca
arriba, agitaba sus brazos y piernas con desesperación intentando zafarse de Rosa.
Por una milésima de segundo pensé que de alguna extraña manera mi mujer no había
muerto y le estaba haciendo el boca a boca a esa enfermera. Sí, sé que es absurdo,
pero… ¿qué otra cosa lógica podía estar sucediendo? Cuando me acerqué, descubrí lo
que realmente estaba ocurriendo: mi mujer se estaba comiendo la cara de la
enfermera, y masticaba sus labios, sus ojos, su nariz con voracidad, totalmente
bañadas ambas en sangre. Aquella imagen vuelve a mí cada noche. Si no hubiese sido
por mis hijos, en aquel preciso instante yo habría perdido la razón.
»Me quedé petrificado, no pude reaccionar. Por un segundo me miró, y fue
entonces cuando comprendí que aquélla ya no era mi mujer, “aquello” ya no era mi
mujer. En ese momento no podía saber qué estaba pasando, pero comprendí que las
cosas ya no volverían a ser como hasta entonces.
»Fue el médico el que separó a Rosa de su víctima y el que se llevó un mordisco
de regalo. Dos celadores entraron inmediatamente y entre los tres la inmovilizaron
con correas a la mesa. Yo no pude moverme; me quedé apoyado contra una pared,
atónito, viendo aquello en lo que se había convertido mi esposa, viendo su mirada
perdida, viendo cómo masticaba ávida los jirones de carne mientras la sangre caía en
cascada por su cuello y pecho, viendo cómo lanzaba dentelladas al vacío intentando
alcanzar a los celadores… No fui capaz de articular palabra, no intenté siquiera
razonar con ella. Algo dentro de mí entendió en ese momento lo que estaba
sucediendo.
»Me senté en la sala de espera durante horas intentando asimilar lo que había
visto; no reaccioné, no llamé a nadie, no hablé con nadie, simplemente estuve allí
sentado horas, con la mirada fija en el vacío y una banda sonora de gritos, de sirenas,
de lamentos y de gemidos. El médico se sentó a mi lado y dijo algo, pero no le
escuché, no le miré; es posible que me hablase de un plan epidemiológico y de otros
casos en otros hospitales, pero no le presté la más mínima atención: mi mente
intentaba procesar dos horas de visita al averno.
»Aquélla fue durante años la última ocasión en la que me permití ser débil, en la
que permití que los hechos me superasen. En aquella silla se quedó sentado para
siempre el concejal de deportes de una pequeña ciudad y el superviviente se levantó
con dos ideas claras: la primera de ellas era que esta situación no había hecho más
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que comenzar; la segunda era que tenía que poner a salvo a mis hijos…
»[Funcionario]: Está bien, señor 95 628, por hoy hemos finalizado».
Que se da por concluida esta comparecencia 56 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 24 de marzo de 0012.
3.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«La experiencia con el fallecimiento y posterior reanimación de mi mujer, aquella
horrible mañana en el hospital, sigo pensando que fue lo que me salvó la vida.
»Mientas otras muchas personas de mi ciudad se enteraban de la infección
mediante noticias sesgadas o rumores, yo lo tenía muy claro: sabía que los que habían
sido mordidos se convertían en lo que fuera en lo que se había convertido mi mujer.
Conocía perfectamente la forma de pensar de los políticos —al fin y al cabo yo era
uno de ellos—, sabía que para cuando quisieran tomar medidas ya sería demasiado
tarde, la burocracia y el escepticismo jugarían en nuestra contra. No les culpo, yo
tampoco lo creería si no hubiese visto con mis propios ojos a la que era mi mujer
comiéndose a una compañera…
»[Funcionario]: Sabemos que es difícil no entremezclar los sentimientos con los
hechos de los que todos hemos sido víctimas, pero la finalidad de esta toma de
declaración es la de sacar conclusiones, saber cómo fueron las primeras reacciones de
las autoridades, fallos organizativos y de logística. Para ello debemos ceñirnos
estrictamente a la evolución de la infección en las distintas localidades, y su
testimonio como miembro de un equipo de gobierno local en Pontevedra es vital.
Prosiga, por favor, muchas gracias.
»Está bien… discúlpeme… Fui a buscar a mis hijos a casa de mis padres. Como
ya dije, Enrique tenía quince años, y Elena acababa de cumplir doce. Fueron
momentos duros, pero no les mentí, les conté a todos lo que había pasado, lo más
suavemente posible, claro, pero entendí que tenían que tomar conciencia lo antes
posible de la situación, era crítico.
»Mis padres me preguntaron si había tomado drogas o algo por el estilo, que
dónde estaba realmente Rosa, que yo qué sé… todo menos creerse lo que les estaba
contando. Llamaron al hospital y, como me temía, no confirmaron nada, desvirtuaron
la realidad hablando de enfermos y de infecciones en vez de hablar de muertos
caníbales, que era de lo que iba el asunto. Esto no hizo más que reafirmarme en mis
sospechas de que aquello, fuese lo que fuese, pronto se nos iría de las manos.
»Me llevé a mis hijos al puerto deportivo de Marín; hacía unos años me había
comprado una pequeña lancha motora cabinada, sólo seis metros, pero con un potente
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motor que me permitía disfrutar del mar en las épocas estivales.
»Nos alojamos en ella, ni que decir tiene que con la opinión en contra de mis
hijos: estábamos en pleno mes de enero y no era plato de gusto pasarse el día mojado
y en un barquito que a pesar de estar amarrado en un puerto con buen abrigo se movía
como un corcho con el mar de fondo.
»Los dejé, con órdenes tajantes de no moverse de allí y no permitir que nadie
subiese a bordo. Volví a Pontevedra, y en mi casa recogí todo lo que pude de valor o
lo que me pudiese ser útil para mi estancia a bordo.
»Una vez que tenía el coche cargado, fui al banco y retiré prácticamente todos
nuestros ahorros. Después fui a ver a mis amigos más cercanos, y a los que no pude
localizar les llamé por teléfono. A todos les interpelé de buenas a primeras con la
siguiente frase: “Sé que no me vas a creer, pero…”. Algunos me mandaron
directamente al carajo, otros me recomendaron un amigo suyo psiquiatra y unos
pocos, aunque no me creyeron, siguieron mis indicaciones de hacer acopio de cosas
de primera necesidad y de reunir a sus familias en un punto seguro. Por si acaso volví
para descargar todo lo que pude en el barco; le pedí permiso al guardamuelle para
usar un pequeño cobertizo que había en el muelle como almacén, sin dar demasiadas
explicaciones, ya había perdido suficiente tiempo. Con el coche ya vacío, otra vez fui
a un supermercado cercano y compré todos los víveres que pude cargar.
»[Funcionario]: ¿No intentó usted que esta acertada política de aprovisionamiento
se extendiese a nivel gubernativo?
»Hummmm… es muy fácil ver los toros desde la barrera. ¿Lo que usted insinúa
es si intenté convencer al señor alcalde de que el apocalipsis se nos venía encima? Lo
que hice lo hice porque saqué consecuencias lógicas de lo que había visto en aquel
hospital, y por una corazonada… nada más… No me toque los huevos insinuando si
pude haber evitado una sola muerte porque dejamos esto aquí mismo…
»[Funcionario]: Entiendo, prosiga.
»Los tres nos teníamos que hacinar en el único camarote que el barco tenía para
dormir e ir a comer y a ducharnos al club náutico. Ése era el único momento del día
en que les dejaba abandonar el muelle. Mis hijos se pasaron varios días sin hablarme,
pensaban que me había vuelto loco después de la muerte de su madre y no entendían
por qué no habíamos hecho ni funeral ni entierro, pero a mí me daba igual, estaba
convencido de que era mi deber protegerles a costa de lo que fuese y de quien fuese.
»Iba a diario a Pontevedra y pasaba algunas horas en el ayuntamiento —al fin y al
cabo seguía siendo mi trabajo—, pero mis tareas como concejal de deportes pronto
perdieron por completo importancia. Al principio no dejaba de hablarse de lo
sucedido en el ambulatorio, porque la gente me preguntaba por lo ocurrido a mi
mujer. Pero pronto aquello pasó a ser poco más que una anécdota comparado con
otros ataques: al día siguiente, que recuerde, fueron un par, al otro, diez, y así en
progresión geométrica. Pero mis sospechas acerca de la manera de actuar de nuestros
dirigentes se confirmaron tristemente.
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»Se tardó demasiado en empezar a ejecutar a los infectados, se tardó demasiado
en hablar de muertos vivientes en los medios, se tardó demasiado en tomar medidas
conjuntas con otros países…
»Como me había temido, nuestro mayor enemigo fue nuestra incredulidad, la
tendencia a lo políticamente correcto, nuestra tendencia social a que nos rechacen
tomándonos por locos.
»Fue entonces, en el principio de la pandemia, por culpa de la ignorancia, cuando
sucedieron algunos de los episodios más escalofriantes, como aquella mujer a la que
un no muerto había mordido; una herida superficial —le dijeron en el hospital—, un
vendaje, antitetánica y para casa. El problema vino cuando aquella mujer falleció y se
reanimó convertida en un no muerto mientras cumplía su jornada laboral… en una
guardería infantil…
»[Funcionario]: Diosss… ejem… Bueno, por hoy ya hemos terminado…
Estooo… Siento que tenga usted que recordar esto pero…
»Me hago cargo, no se preocupe. Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 46 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 25 de marzo de 0012.
4.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: Bien, ya nos ha hablado del comienzo, pasemos a la caída de la
zona segura de Pontevedra. ¿Qué recuerdos tiene de aquellos días?
»En varias ocasiones el alcalde nos citó a todos los concejales para comunicarnos
algunas medidas que se iban a tomar. No recuerdo todas, pero creo que fueron
gilipolleces tales como apoyo psicológico a las víctimas, que el ayuntamiento se
presentase como acusación popular en el caso de reclamaciones jurídicas, en fin…
subnormaladas de ese tipo. Creo que fue en una de esas reuniones cuando decidí no
volver.
»En pocos días, otras personas, alertadas por el desarrollo de los acontecimientos,
se fueron a vivir a sus barcos del puerto deportivo. Eso me alegró, puesto que de esta
manera mis hijos ya no estarían solos durante el día y yo podría estar más tiempo
fuera ayudando a mis padres —que ya sabían que lo del ambulatorio no había sido
producto de mi mente desquiciada— a aprovisionarse.
»También para informarme del desarrollo de los acontecimientos en otras
ciudades y países; aquello pintaba mal, muy mal. Pronto comenzaron los saqueos, y
aprovisionarse empezó a ser una necesidad vital para todos, aunque para muchos ya
fue demasiado tarde.
ebookelo.com - Página 44
»Mis hijos se empezaron a dar cuenta entonces de la gravedad del asunto y sus
gestos de enfado se tornaron en colaboración absoluta y en una disciplina casi
castrense en las obligaciones diarias que les imponía.
»Recuerdo que tuvimos bastantes problemas al principio entre los que nos
instalamos en el club.
»El peor creo que fue el de una familia que insistía en alojar con ella a un sobrino
que presentaba claros síntomas de haber sido mordido.
»Entendí enseguida que sería imposible convencerlos de que lo tenían que
abandonar fuera del recinto del club. El padre de familia era un tipo de mucha pasta,
acostumbrado a dar órdenes, y no aceptaba mi consejo… Bueno… No insistí más y
aproveché la oportunidad para conocer más a fondo aquello a lo que me enfrentaba y,
por otro lado, para enseñar al resto de las familias lo que podía pasar si encubrían un
mordisco.
»La noche en que llegó el crío, después de la discusión con el padre de familia,
esperé horas sentado en el muelle. Monté guardia pacientemente justo enfrente de
donde estaba amarrado el yate de aquella familia. Eran cinco miembros más el
sobrino. Los primeros rayos del alba llegaron de la mano de los primeros gritos
dentro del barco; en ese momento, solté las amarras del velerito y lo empujé largando
cabo para que se alejase lo suficiente; cuando estaba a seis o siete metros del muelle,
volví a amarrar el cabo y esperé… Aquella familia subió desesperada a la cubierta
entre gritos y aspavientos… Alertadas por el jaleo, las otras familias comenzaron a
salir de sus embarcaciones y se acercaron a mi altura.
»Todos, Enrique y Elena incluidos, asistimos a la encarnizada batalla en la
cubierta del velero entre aquel padre y su hijo mayor con el puto sobrinito. Lucharon
como jabatos, lo reconozco, no me esperaba tanto de aquellos pijos; la madre y los
dos pequeños saltaron al agua y alcanzaron el muelle a nado. Al final, aquel hombre y
su hijo consiguieron arrojar por la borda al no muerto. Desgraciadamente, ambos ya
habían sido mordidos. Cuando se deshicieron del engendro, cobré el cabo. Una vez
amarrado el yate, di un paso atrás…
»Amoedo, el dueño armador de varios barcos pesqueros y propietario también de
un hermoso yate de 12 metros que ocupaba una plaza de amarre tres más allá que el
mío, era un tipo que con dieciséis años se había embarcado por primera vez en un
pesquero. Ordenó a su mujer que hiciese entrar a la aterida cónyuge del pijo y a sus
dos pequeños al interior de su barco. Pra que se quenten un pouquiño, dalles unha
soupiña ou aljo, recuerdo que dijo.
»Amoedo siempre hablaba en algo parecido al gallego. Luego, con una enorme
hacha de cortar la leña entre las manos, saltó con decisión al velero y, sin darles una
sola oportunidad, los descuartizó… como probablemente había descuartizado en su
vida a multitud de atunes, bonitos y peces espada. Amoedo, un tipo normal de Marín,
mató delante de más de cincuenta personas a aquel hombre y su hijo… Nadie intentó
detenerlo, y ésa era exactamente la reacción que yo buscaba… En mi obsesión por
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salvar a mis hijos, era de personas como Amoedo de las que tenía que rodearme… no
de pijos.
»[Funcionario]: Usted sabía lo que iba a ocurrir, pudo haberlos salvado, si no
hubiese soltado amarras…
»Si no hubiese soltado amarras, probablemente Amoedo, en vez de matar a dos,
hubiese tenido que descuartizar a cinco o a diez…, entre ellos mis hijos o yo, y como
ya manifesté, nada ni nadie se interpondría en el camino de salvarlos.
»Aquel hombre tomó su decisión y le costó la vida tanto a él como a su hijo… De
paso sirvió para que nadie más volviese a cuestionar mi criterio en las medidas de
aislamiento.
»Nadie me reprochó nada: aquel episodio sirvió paradójicamente para unirnos
como grupo, y buena falta que nos hacía, se lo aseguro. No soy un monstruo. Entre
todos, cuidamos de aquella mujer y sus hijos, la cual, por cierto, tampoco me
recriminó nunca nada, más bien todo lo contrario…
»[Funcionario]: Está bien, está bien. No soy nadie para cuestionarle. Continuemos
con la situación en la provincia de Pontevedra.
»En una semana escasa, el ejército ya había tomado el mando y comenzaba a
evacuar los pequeños núcleos urbanos que rodean Pontevedra, entre ellos Marín,
concentrando a la población en los puntos seguros más cercanos. Los soldados nos
visitaron en nuestro refugio náutico y nos dieron la oportunidad de irnos con ellos
advirtiéndonos de que los que se quedasen, lo harían bajo su responsabilidad. A partir
de ese momento, estábamos solos.
»En el club ya éramos más de treinta familias, entre ellas las de muchos buenos
amigos míos. Nos habíamos organizado bastante bien y nos sentíamos bastante
seguros allí. Yo había sido el primero en tomar aquel sitio como nuestro pequeño
punto seguro y hacia mí se dirigieron todas las miradas cuando el soldado nos dio la
oportunidad de acompañarle. Yo agradecí encarecidamente el ofrecimiento de los
soldados pero opté por quedarme allí. Sólo tres familias abandonaron sus barcos para
irse con ellos, no sin antes autorizarnos para usar sus embarcaciones si lo creíamos
conveniente.
»Los soldados, antes de irse, nos dieron algunos consejos de cómo actuar ante los
no muertos: disparar a la cabeza, usar fuego, etc., en fin, lo que todos ya sabemos.
Nos dijeron que esta situación pronto se arreglaría, que aguantáramos unos días hasta
que pudiesen acabar con esos engendros, que volverían a por nosotros… Doce años
después, aún estamos esperando…
»Acordamos entre todos los del club que, si las cosas se ponían feas,
levantaríamos amarras y nos dirigiríamos a la isla de Tambo, que sería el punto de
reunión en caso de que unos barcos perdieran el contacto con otros.
»Organizamos turnos de vigilancia y reforzamos las puertas de hierro que
impedían el acceso al pequeño muelle del club. Habíamos logrado hacer acopio de
una cantidad importante de víveres, y yo repartí lo que tenía en el cobertizo entre las
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familias que menos habían podido traer, a cambio de lo cual recibí abundantes
medicamentos y gasolina. Resistiríamos una buena temporada, o eso creíamos…
»Durante algunos días, no sucedió nada significativo en el muelle, nadie más vivo
o muerto se acercó al club; tan sólo la radio nos mantenía informados de lo que iba
sucediendo: en los alrededores, los podridos estaban acosando la ciudad, la tenían
rodeada, y los policías y militares rechazaban como podían los ataques. La Escuela
Naval de Marín, un recinto militar a una milla escasa por mar del club náutico, había
sido también usada como punto seguro, pero al parecer cayó rápidamente.
»Tenía un perímetro de seguridad con altas rejas, pero no dejaba de ser una
escuela para marinos militares, lo que significa que carecían de un buen arsenal, de
modo que cuando la munición comenzó a escasear en los otros puntos seguros, la
escuela militar dejó de ser abastecida y terminó por caer. Por suerte, casi todo el
mundo pudo ser evacuado desde allí a la isla de Tambo y al punto seguro de
Pontevedra.
»Cuando el viento soplaba del este, el eco de la batalla por la defensa de
Pontevedra llegaba con claridad, y el sonido de disparos y explosiones retumbaba en
toda la ría. La corriente eléctrica pronto se cortó y tuvimos que comenzar a arrancar
los barcos para tener energía, y claro… con el ruido de los motores… llegaron los
podridos…
»[Funcionario]: Se nos ha acabado el tiempo. Hoy nos hemos extendido bastante
más de lo normal. Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 101 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 26 de marzo de 0012.
5.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«No vinieron muchos, apenas una veintena; es posible que nunca tan pocos
hubiesen sido capaces de tirar abajo la puerta metálica que protegía el muelle. Pero su
sola presencia allí, su amenaza, sus gemidos, sus aporreos incansables sembraron el
pánico en la pequeña comunidad del náutico. Las discusiones sobre qué hacer, si
evacuar o aguantar, empezaron a minar la moral de la comunidad. Reconozco que era
muy difícil conciliar el sueño con aquellas cosas tan cerca.
»Algunos se desvincularon del pacto y amenazaron con marcharse solos,
poniendo rumbo a la isla de Tambo o Pontevedra. Comprendí entonces que muchos
no soportarían y se irían, más pronto que tarde. Un grupo cohesionado y unido nos
proporcionaba mayores posibilidades de supervivencia, y, por otro lado, en el caso de
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que a mí me pasase algo, ellos podrían hacerse cargo del cuidado de mis hijos.
»Por eso me vi obligado a partir, abandonando la relativa seguridad del náutico.
Aquella mañana soltamos amarras todos juntos. Algunos chavales se encargaron de
tripular los barcos que habían sido abandonados en el muelle para conservarlos, por
lo que pudiera pasar, a la vez que nos servían como almacenes de aquellos víveres y
material a los que no pudimos hacer un hueco en nuestras casas flotantes.
»Encabecé aquella pequeña flotilla de supervivientes por el centro de la ría.
Desde allí teníamos una buena vista de las localidades de la costa de la ría como
Sanxenxo, Combarro y Marín, todas ellas desoladas, abandonadas. Desde la
distancia, no podíamos distinguir si había podridos en las calles, pero no iba a ser yo
el que fuese a comprobarlo, al menos de momento…
»Como ya le dije, la Escuela Naval había caído y en el inmenso puerto pesquero
de Marín no quedaba un solo buque: todos habían partido o se encontraban fondeados
en la ría, lejos del alcance de los engendros. Intentamos comunicarnos con sus
tripulaciones, pero no recibimos más que invitaciones poco amistosas para que no nos
acercásemos: era patente el miedo al contagio de la infección.
»Desistimos y nos dirigimos a Pontevedra; al fin y al cabo, aquél seguía siendo el
gran punto seguro…
»Pero al poco de abandonar Marín y poner rumbo al río Lérez con la intención de
remontarlo y llegar al punto seguro, por la radio comenzaron a informar de que
Pontevedra estaba siendo evacuada, de que las defensas se replegaban. Los militares
se reagrupaban para dirigirse a Vigo, donde se había establecido un inmenso punto
seguro muy bien abastecido y defendido, decían, aunque tan sólo podían transportar
al veinte por ciento de la población; el resto tendría que arreglárselas por sus propios
medios.
»Informaron… no…, más bien avisaron de que la isla militar de Tambo estaba
repleta de refugiados y de que la pequeña guarnición que quedaba no aceptaría a
ninguno más.
»He de decir que aquello me conmocionó: Pontevedra siempre había estado en mi
mente como el lugar al que recurrir si las cosas se ponían feas, y ahora, como
improvisado almirante de una flota de desesperados, me quedé sin ideas.
»Cometí el grave error de fondear, a la espera de acontecimientos, a medio
camino entre la desembocadura del Lérez y la isla de Tambo, sin pensar en que ésa
era la ruta de escape de cualquiera que abandonase, por el río, Pontevedra. Cuando vi
salir, a lo lejos, aquel enjambre naval de botes, chalanas, yates y piraguas, caí en la
cuenta de que sin quererlo había comprometido nuestra situación. Creo que todo lo
que podía flotar salió de Pontevedra.
»Cuando las tropas se retiraron de la ciudad, miles de personas se abalanzaron a
la desesperada sobre la única vía de escape posible, el mar. Con incontables podridos
invadiendo la ciudad, los barcos que había en el muelle fluvial se convirtieron en el
bien más codiciado y fueron abordados. Probablemente mucha gente murió en aquel
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embarcadero, pero ninguna en las fauces de los podridos.
»Grité a mis compañeros, al resto de los barcos, que levasen anclas echando
leches y que se adentrasen en la ría todo lo que les fuese posible, puesto que, aunque
tarde, pude imaginarme lo que pasaría.
»Mis hijos y yo no corrimos peligro gracias a la potencia de mi pequeña lancha,
pero algunos de mis compañeros, sobre todo los que tripulaban veleros, más lentos de
maniobrar, eran alcanzados poco a poco por aquella marabunta flotante. Según se
fueron acercando las embarcaciones que salían de Pontevedra, pude ver que iban
repletas de refugiados. Pude observar que en cubierta sus ocupantes seguían luchando
unos con otros por permanecer a bordo; algunas embarcaciones incluso se iban
hundiendo según avanzaban… Pude escuchar claramente disparos, y observar el
agitar rabioso de barras de hierro y palos en sus cubiertas. Los cuerpos caían
constantemente al mar, los más afortunados sin vida, los demás chapoteando
inútilmente para intentar alcanzar a nado la cercana costa, donde les esperaba una
muerte mucho peor, gentileza de la gripe de Daguedestán.
»Pero lo peor llegó cuando alcanzaron a los yates de mi grupo que se habían
quedado rezagados… Bueno, imagíneselo: los patrones de aquel enjambre naval
vieron en ellos la oportunidad de deshacerse de parte de sus incómodos pasajeros y
pusieron rumbo de colisión, abarloando a su costado para que fuesen abordados sin
miramientos. Sus legítimos dueños, mis compañeros, aquellos que en esos días
aciagos habían depositado, de alguna manera, su confianza en mí para salir de aquella
terrible situación, fueron asesinados o arrojados por la borda, sin compasión.
»Mis hijos, con lágrimas en los ojos, me suplicaron que regresásemos para ayudar
a aquella gente. Algunos, desde el mar, suplicaban a gritos por su vida. Entre esa
pobre gente se encontraban niños que durante el par de semanas que vivimos en el
club náutico se habían convertido en compañeros de juegos de mi hija Elena, y
tiempo después me enteré de que la chiquilla preciosa de catorce años que murió
apuñalada junto con sus padres defendiendo estoicamente el velero que se había
convertido en su última esperanza había empezado a ser, durante aquellas semanas en
el embarcadero del náutico, algo más que una simple amiga para mi hijo…
»[Funcionario]: Vaya… De acuerdo… Mañana continuaremos…
»Ok. Hasta mañana.
»[Funcionario]: Disculpe, una cosa más… ¿Volvió para recoger a alguno de sus
compañeros del mar?
»Ya le he dicho varias veces que no pondría a mis hijos en riesgo… por nadie.
»[Funcionario]: Ejem… Eso era todo, gracias».
Que se da por concluida esta comparecencia 50 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 27 de marzo de 0012.
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6.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: Hábleme de lo que ocurrió en la isla de Tambo.
»Rodeamos la isla y nos pusimos fuera del alcance de los que escapaban como
podían de Pontevedra. Nos acercamos lo suficiente a ella como para comprobar que
los avisos que habían dado por radio, en los que se advertía de que no se admitirían
más refugiados, no eran injustificados. Tambo estaba literalmente abarrotada, y allí se
hacinaban ya miles de personas.
»Se resguardaban del invierno gallego en chabolas tercermundistas, hechas con
plásticos, ramas de los árboles o restos de las pequeñas embarcaciones con las que
habrían llegado allí.
»Al estar tan cerca de la costa, aquella minúscula isla se convirtió en el refugio
para muchos de los que no fueron evacuados a Pontevedra. Pero no dejaba de ser un
pequeño islote, casi sin edificaciones, sin agua potable, sin suministros y con otros
muchos cientos de supervivientes, quizá miles, a punto de unirse a ellos.
»La situación tanto para unos como para otros era desesperada.
»Tambo sólo tiene dos accesos posibles: uno, un pequeño embarcadero; el otro,
una cala situada en su cara interna, la más próxima a la desembocadura del Lérez. El
resto del perímetro de la isla, un par de kilómetros —calculo—, eran escolleras y
roca.
»En el embarcadero había un pequeño grupo de soldados, y en la cala estaba
fondeada una pequeña patrullera de la Armada que había visto en muchas ocasiones
amarrada en la Escuela Naval o patrullando la ría.
»Desde la megafonía exterior de la patrullera comenzaron a realizar avisos de que
no se acercase nadie, de que tenían órdenes de no aceptar más refugiados… Que la
gente se dirigiese a Vigo, que allí les acogerían.
»¡Vaya chiste!, la mayor parte de aquellas embarcaciones iban tan sobrecargadas
que a duras penas se mantenían a flote: ¿una travesía de más de dos horas hasta Vigo,
la mayor parte en mar abierto? Totalmente imposible. Y ya no hablo de los que iban
en chalupas, canoas o piraguas: sin duda, Tambo era su única opción.
»No pararon de avisar, por megafonía lo repitieron mil veces, pero aquellas
personas continuaron su desesperada travesía a la isla. Cuando ya estaban
prácticamente encima de la cala, desde la patrullera y el embarcadero realizaron
disparos de advertencia, primero al aire, luego al agua, muy cerca de los primeros
botes.
»Para entonces muchos de los nuevos habitantes de la isla se habían acercado a la
orilla y, gesticulando, hacían patente, en la distancia, que no permitirían esa invasión,
así que se armaron con lo que pudieron encontrar en aquel estercolero en el que se
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había convertido Tambo: palos, cuchillos, remos…
»Cuando los primeros botes del desesperado tropel marítimo llegaron a unas
pocas decenas de metros de la cala, muchos de sus ocupantes saltaron al agua y
comenzaron a nadar frenéticamente hacia la orilla, en la que ya se había formado una
nutrida línea de agresivos isleños que no dejaban de gritarles para que no se
acercasen.
»El miedo a la infección, la locura de aquellos días, la desesperación, hicieron el
resto…
»[Funcionario]: Pero… ¿qué pasó?
»Desde nuestros barcos vimos cómo los isleños apaleaban a los primeros que
llegaban a la orilla. En pocos minutos aquella cala se convirtió en una batalla campal,
al principio con dos bandos diferenciados, pero pronto aquella lucha por la
supervivencia se convirtió en una masa chapoteante informe, rebozada en arena, agua
salada y sangre.
»Y, a pesar de ello, no paraban de llegar más y más a la orilla…
»Los militares, no sé si asustados por lo que estaban viendo, por estar
desbordados ante tal tragedia o por órdenes superiores, levaron anclas y pusieron
rumbo a la boca de la ría, abandonando a su suerte a unos y otros.
»Es muy probable que entre esos cientos de personas que escapaban de
Pontevedra muchos hubiesen sido mordidos durante su huida, de manera que la
infección acabó llegando también a Tambo.
»[Funcionario]: Creo que hemos terminado por hoy… Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 48 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 28 de marzo de 0012.
7.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
»[Funcionario]: ¿Qué hicieron usted y sus compañeros después de lo ocurrido en
Tambo?
»Huimos de aquel sinsentido y pusimos proa a la boca de la ría.
»Nunca antes de la infección me habría imaginado que mis hijos tendrían que ver
una cosa así. Y supongo que todos y cada uno de los tripulantes de la flotilla de
supervivientes pensábamos lo mismo. Todos nos habíamos afanado en poner a salvo
a nuestras familias, pero, después de lo ocurrido, después de haber perdido a
dieciocho de nuestros compañeros de ruta, descubrimos que los demás supervivientes
podían ser incluso peores que los podridos.
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»Ninguno de nuestros barcos estaba preparado para realizar travesías de más de
unos pocos días, y mucho menos el mío, por lo que nos refugiamos en el puerto de
Sanxenxo, casi en mar abierto.
»Sanxenxo era el destino turístico principal de la zona; durante el verano
multiplicaba su población en más de quince veces, y su puerto deportivo era sin duda
el más lujoso y nutrido de la costa gallega. A pesar de esto, me sorprendió ver
tantísimos yates amarrados en su abrigado puerto.
»Pero era totalmente lógico… En pleno invierno, la mayoría de los dueños de
aquellos hermosos barcos estarían en sus zonas habituales de residencia. La escasa
población invernal de Sanxenxo habría caído víctima de la infección o sido evacuada
a la zona segura de Pontevedra.
»A pesar de que el puerto, al caer la tarde, estaba desierto, no nos arrimamos y
decidimos fondear para pasar la noche. Dormir en aquella lancha, amarrados, dos
semanas, fue duro, pero nada comparado con hacerlo fondeados. El constante
balanceo y el peligro de que el mar de fondo rompiese el ancla y nos estrellase contra
las rocas impidieron que conciliase el sueño más de cinco minutos seguidos. Por otro
lado estaban las imágenes de lo que habíamos visto a lo largo del día…, era
imposible sacarme aquello de la cabeza. Abracé a mis hijos con fuerza aquella noche
y recé, con lágrimas en los ojos, para que por lo menos ellos pudiesen salir con bien
de ésta, aunque supongo que muchos otros lo habrían hecho igualmente el día
anterior, en Pontevedra.
»Mis preocupaciones no hicieron más que aumentar con la llegada del amanecer.
El tranquilo puerto deportivo de ayer hoy, con el alba, se había tornado en un paisaje
terrorífico. Unas decenas de no muertos deambulaban por entre los coches aparcados
y los cabos de amarre; algunos simplemente permanecían de pie, al borde del mar,
arañando el aire y mordiendo el viento.
»Otra vez más, sin duda, el ruido de los barcos, encendidos toda la noche para
poder calentarnos, los había atraído.
»Nos reunimos, como pudimos, en el barco de Amoedo, que, por algo, tenía el
más grande de todos.
»Discutimos un par de horas, en algunas ocasiones a gritos. Se formaron dos
grupos claramente diferenciados: por un lado, los que abogaban por poner rumbo a
Vigo —la radio seguía diciendo que aquél era el último punto seguro de la zona—;
por el otro, en el que nos incluíamos Amoedo y yo, los que defendíamos quedarnos
allí e intentar hacernos con algunos de los yates más grandes, en los que podríamos
aguantar sin problemas semanas y semanas hasta que la situación volviese a la
normalidad. En aquellas fechas, aún creíamos que las cosas volverían a la
normalidad.
»Era evidente que cada uno tenía sus propios motivos; por ejemplo, yo sabía que
con la gasolina que me quedaba, y debido a la poca autonomía de mi lancha, a duras
penas llegaría a Vigo. En el caso de que ocurriese cualquier imprevisto, como el
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sucedido el día anterior, por ejemplo, sería un viaje sin retorno; era jugársela a una
carta. Por otro lado, los que insistían en poner rumbo a Vigo tenían buenos barcos con
los que poder salir a mar abierto sin problemas y regresar en caso de que algo fallase.
Excepto Amoedo, al que su instinto desconfiado le había nutrido el día anterior de
suficientes motivos. A pesar de que con su barco habría alcanzado Vigo sin
problemas, no se volvería a poner demasiado cerca de una masa de supervivientes.
Suponíamos que, después de lo visto ayer, en ese punto seguro podría haber cientos
de miles de personas. ¡¡NO, GRACIAS!!
»Por último, estaba el asunto de los víveres: comenzaban a escasear, y era muy
probable que en aquellos yates hubiese muchas cosas aprovechables. El único
problema eran los podridos que los rodeaban.
»Todavía en aquella reunión, mientras unos y otros intentábamos, inútilmente,
convencer al resto de que teníamos la razón, se escuchó un gran alboroto proveniente
del centro del pueblo que nos hizo olvidar nuestras polémicas.
»No sólo nosotros nos sentimos intrigados por el origen de aquellos ruidos: los
podridos que estaban en el puerto hicieron lo propio y perdieron el interés en nuestros
pellejos, evidentemente fuera de su alcance, para dedicárselo al origen del jaleo.
»En pocos minutos descubrimos lo que pasaba. Un autobús de línea, de los que
habitualmente realizaba la ruta entre aquellos pueblos y Pontevedra, apareció por una
de las calles de acceso al puerto. El conductor de aquel trasto, quien quiera que fuese,
no perdía el tiempo en esquivar, y todo lo que se ponía en su camino era simplemente
machacado: cubos de basura, farolas, podridos…
»Al llegar a la entrada del club náutico, se abrieron las puertas y dos hombres
armados con pistolas empezaron a disparar contra los podridos que estaban más
cerca. Sin duda no era la primera vez que lo hacían, pues racionaban la munición y
sólo efectuaban disparos certeros sobre las cabezas de los más cercanos.
»Entonces supe que aquélla era nuestra oportunidad…». [Funcionario]: Está bien,
mañana me lo cuenta… Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 51 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 29 de marzo de 0012.
8.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: Estábamos en Sanxenxo…
»Sí… Cuando los hombres se vieron incapaces de llegar a los barcos, se retiraron
al interior del autobús como pudieron. En pocos minutos estaban rodeados por varias
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decenas de podridos, que seguían llegando por las calles de acceso al náutico. Aún
escuchábamos las detonaciones por doquier, pero ahogadas por gemidos lacónicos y
el ruido de los pies al arrastrarse.
»Tenía que aprovechar para hacerme con alguna de las embarcaciones del muelle,
un barco lo suficientemente amplio como para soportar unos días fondeados.
Aguantar a que aquello pasase, con mis hijos a bordo de mi lancha, era inviable.
»Conocía a Sergio mucho antes de la pandemia. Hacía dos años que se había
retirado del fútbol profesional con una hermosa cuenta corriente. Ahora se dedicaba a
jugar en un pequeño equipo comarcal y a disfrutar de su mujer, su hijo de tres años y
de su precioso velero. Bueno, ésa era su vida hasta que a algún científico degenerado
se le ocurrió probar qué pasaba si se juntaban dos cuartas partes de ébola, una de TSJ
y una cuarta parte de su puta madre… En fin…». Era un tipo reservado, hablaba lo
justo y nunca llegamos a ser amigos… Ambos teníamos cosas mejores en qué pensar
que en compartir unas cervezas y unos panchitos. Por eso me sorprendió tanto que se
ofreciese a ayudarme en mi propósito de saltar al muelle… yo no lo habría hecho por
él.
»También se unió a la expedición Amoedo, con el pretexto de conseguir más
víveres y gasóleo, pero creo que lo que realmente quería era ayudarme a mí y a mis
hijos. Y, además, vino con nosotros José Manuel, un directivo de banca que se había
pegado a Amoedo como una lapa desde que lo vio manejar la “machada”. El armador
era un tipo poco ágil para las relaciones sociales, pero su trato con José Manuel era
particularmente cómico, puesto que, al parecer, no le había concedido, años atrás, un
crédito para pasar un bache económico.
»Mientras bajábamos a un pequeño bote auxiliar que Amoedo tenía en la popa de
su barco, los demás volvieron a sus embarcaciones y levaron anclas. Creo que ni se
despidieron. Con ellos se fueron también muchos de los que abogaban por quedarse,
ya que, evidentemente, cambiaron de idea con la aparición de aquellos centenares de
cabrones. También se llevaron con ellos uno de los barcos que habíamos utilizado de
improvisado almacén de material. Así que sólo nos quedamos nueve embarcaciones,
incluyendo las tres nuestras y las que capitaneaban los dos hijos mayores de Amoedo.
Todos los demás se fueron, supongo que a Vigo, aunque no lo puedo decir con
seguridad, puesto que nunca más volvimos a saber de ellos.
»A golpe de remo nos arrimamos a la punta del muelle y durante una media hora
recorrimos las distintas embarcaciones forzando puertas y apropiándonos de
abundantes provisiones, como latas de conservas, gasóleo, lanzabengalas, etc.
»Sergio, que era el que más sabía de vela, eligió los dos barcos que nos
llevaríamos, unos estupendos yates de doce metros. Cuando bajé a los camarotes del
que me correspondió, me pareció un palacio, sobre todo después de compartir con
mis hijos dos semanas de codazos nocturnos.
»Mientras trasladábamos el material a los barcos, pudimos observar cómo los
ocupantes del autobús habían roto las salidas de emergencia del techo del vehículo.
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Eran unos diez, que nos gritaban y hacían señas para que les ayudásemos, pero…
»[Funcionario]: Pero… tampoco lo hicieron…
»No exactamente…
»Soltamos amarras y sacamos lo más rápido que pudimos aquellos dos yates
hacia la entrada del puerto. Mientras tanto, algunos de los del autobús habían sacado
fuerzas de flaqueza y habían conseguido acceder al techo de una caseta de venta de
material náutico. Los primeros en saltar no esperaron por los demás y aprovecharon
que en el otro lado de la caseta no había casi ningún podrido para dejarse caer al
suelo. De los cuatro que lo hicieron, uno se rompió un tobillo y en pocos segundos
fue rodeado por los no muertos. Los otros tres se lanzaron en una desesperada carrera
hacia la punta del muelle, que era donde nos encontrábamos.
»Amoedo y José Manuel salieron los primeros de la dársena en su velero.
Mientras, Sergio y yo nos afanábamos en alejarnos del pantalán, sin perder de vista a
esos tres tipos que corrían hacia nuestra posición y con ellos, claro está, unas pocas
decenas de podridos. Nos gritaban: “¡Hijos de puta, esperadnos!”, pero tanto Sergio
como yo aceleramos las maniobras cuanto pudimos para ponernos fuera de su
alcance.
»Sin embargo, fueron más rápidos que nosotros. Como usted sabrá, se corre
mucho más cuando llevas pegado un podrido a tu culo. Y cuando alcanzaron la punta
del muelle, nosotros estábamos demasiado cerca todavía.
»Uno de ellos, el que había salido en primer lugar del bus repartiendo plomo, me
encañonó con su pistola y simplemente dijo: “¡Vamos con vosotros!”. No tuvimos
opción. Los otros dos, un hombre y una mujer, se lanzaron al agua mientras él seguía
apuntándonos.
»A pesar de que una decena de podridos se acercaban tambaleantes a él, ávidos de
carne fresca, aquel tipo no miró atrás, no vaciló un segundo, no volvió a hablar,
simplemente nos apuntaba con su pistola. Si hubiese bajado el arma, y presa del
pánico se hubiera arrojado también al agua, les habríamos abandonado allí, a los
tres… sin dudarlo.
»Una vez que ayudamos a subir a estos dos a bordo, el de la pistola se la lanzó,
pasando a ser ellos, desde el barco, los que nos amenazaban. Cuando se arrojó al
agua, tenía prácticamente a los no muertos soplándole la nuca, y me sorprendió
mucho la frialdad de aquel tipo. No sería la última vez, no… ni mucho menos…
»[Funcionario]: ¿Mañana me contará qué pasó con los que quedaron en el techo
del autobús y de la tienda?
»Claro. Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 58 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 30 de marzo de 0012.
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9.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«Mientras nuestros invitados forzosos se recuperaban, en la cubierta del velero,
de lo agitado de su huida, observamos lo que ocurría con los otros ocupantes del
autobús.
»Los ya cientos de apestosos que rodeaban el vehículo lo golpeaban y
zarandeaban sin descanso. Algunos de ellos incluso eran capaces de trepar, por
encima de los demás, agarrando los pies de los vivos que aguantaban; otros se habían
introducido dentro del bus y sus putrefactas zarpas asomaban a través de las salidas
de emergencia.
»Los desafortunados que quedaban en aquel techo estaban sentenciados, pero
repelían a tiros a los no muertos que conseguían acercarse más. Uno de aquellos
infelices, en uno de los feroces ataques, fue derribado, arrastrado al mar de fauces y
garras y despedazado en décimas de segundo, como si de una inmensa trituradora
humana se tratase.
»Supongo que los demás, al ver lo que había pasado con su compañero, tomaron
la decisión de suicidarse y empezaron a hacerlo uno tras otro. Un fogonazo de
pólvora fue la única vía de escape al averno pandémico en que se ha convertido
nuestra existencia.
»Los dos que aún quedaban en lo alto del tejado tardaron un poco más, pero
tomaron la misma decisión que el resto.
»Abatidos, guardamos silencio un par de horas. Después entablamos una larga
charla… Juan José, que era el que nos había encañonado, Carla y Toño resultaron ser
supervivientes del punto seguro de Pontevedra y nos contaron cómo había caído la
ciudad.
»Hablaron de que en el este y el norte de la ciudad la defensa fue relativamente
sencilla: el río Lérez proporcionaba una barrera natural contra los no muertos; pero el
resto de la ciudad era otra historia, con calles estrechas y un gran arco de territorio
para defender… la cosa se complicó mucho. Se usó de todo para formar barricadas, y
una y otra vez se rechazó a oleadas de fétidos, que acudían sistemáticamente a la
llamada de la carne viva.
»Nos contaron cómo comenzaron a hacer controles a los refugiados, que
constantemente acudían al punto seguro. Pero eran tantos miles, que pronto se volvió
totalmente imposible establecer protocolos de cuarentena. Comenzaron a declararse
tantos casos de infección dentro que tenían que utilizar la mitad de las fuerzas de
seguridad en el control interno del punto seguro. Pronto el abastecimiento se colapsó,
la munición para mantener a raya a los apestosos escaseaba y empezó a faltar comida,
de modo que los que tenían la guardaban como oro en paño, y los que no la tenían
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llegaban a matar para conseguirla.
»En contra de lo que se había dicho en un principio, aquello no fue una situación
temporal de unos días, y las informaciones que llegaban de otros puntos seguros eran
parecidas o peores.
»El mando militar decidió, entonces, replegarse a Vigo y concentrar allí las
defensas. A pesar de que se dijo que se evacuaría, en vehículos militares, a las
mujeres y niños, los sobornos y las influencias hicieron su aparición. Los problemas
de orden público fueron en aumento, hasta el punto de que se llegaron a producir
linchamientos. Los militares invitaron a todo aquel que pudiese hacerse con algún
transporte a seguirles hasta Vigo, en una improvisada caravana… tan mal organizada,
que lo que se consiguió fue crear un monumental atasco, una línea de varios
kilómetros de coches totalmente indefendible en toda su longitud.
»Nuestros nuevos amigos habían conseguido subirse a un autobús que durante
todo aquel tiempo había servido de barricada. Juan José y Toño formaban parte del
cuerpo de policía local, y habían estado todo el tiempo defendiendo el puente sobre el
Lérez del Burgo. Cuando les llegaron noticias de que la salida hacia Vigo estaba
colapsada y la gente se estaba matando por conseguir un barco en el embarcadero
fluvial, decidieron hacerse con el autobús e intentar llegar a Sanxenxo por tierra.
Toño, que vivía en Sanxenxo, sabía que habían quedado muchos barcos abandonados,
y en uno de ellos tenían pensado llegar hasta Vigo.
»Se pasaron toda la noche abriéndose paso, y en la carretera se encontraron con
muchos accidentes. Cada vez que tenían que bajarse del autobús para despejar la
carretera perdían a varios compañeros, pues esos engendros les salían al paso en
cualquier sitio. Les llevó toda la noche efectuar un recorrido de apenas treinta
minutos.
»Hasta que llegaron al puerto… Allí, como ya sabemos, fue incluso peor. Según
me contaron, de casi cuarenta personas que habían salido de Pontevedra en aquel
cacharro sólo quedaban ellos tres.
»[Funcionario]: ¿No les recriminaron por no intentar ayudarles desde un
principio?
»No, no; durante la conversación con ellos todos nos relajamos mucho, y ellos
inmediatamente bajaron su arma. También ellos corrieron para salvar la vida en lugar
de ayudar a sus amigos… Las cosas estaban así de crudas, no era nuestra culpa.
»Entre todos decidimos que ellos se harían cargo de uno de los barcos que
habíamos sacado del muelle, y el otro me lo quedaría yo. Repartimos, entre todos, los
suministros que habíamos logrado rapiñar.
»Nuestros nuevos amigos dudaron en un principio entre dirigirse a Vigo o
quedarse con nosotros. Al final, como tenían víveres, optaron por no enfrentarse al
mar abierto y quedarse con nosotros. Supongo que, al igual que nosotros, habían
perdido la confianza en los puntos seguros.
»[Funcionario]: ¿No regresaron para buscar más víveres?
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»Fondeamos a pocos metros de la boca de la dársena, durante diez días más,
esperando nuestra oportunidad de regresar a tierra en busca de más víveres, pero
aquellas alimañas nos olían en la distancia y no se alejaban del puerto.
»Por la radio escuchamos que en Vigo las cosas se estaban poniendo feas; ya se
había dado el aviso de que no se admitía a más refugiados e informaban sobre
disturbios constantes. Nos dimos cuenta, entonces, de que había sido una buena idea
no dirigirse allí. Pero también teníamos claro que algo debíamos hacer… Y lo
hicimos… claro que lo hicimos.
»[Funcionario]: Se nos acabó el tiempo. Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 61 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 31 de marzo de 0012.
10.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: ¿Cómo decidieron dirigirse a la isla de Ons?
»Esperábamos que aquella pesadilla terminara, que el gobierno acabase con ellos,
o, simplemente, que los no muertos terminasen… no sé… ¿muriendo? Ahora
sabemos que pueden durar casi eternamente, pero en aquel momento… no teníamos
ni idea… de nada.
»Después de diez días fondeados en Sanxenxo, nuestra situación era desesperada,
el gasóleo escaseaba, y mover los barcos de allí sin un lugar seguro al que ir… una
locura.
»Cada día me despertaba en aquel velero y encendía la radio marítima. Esperaba
fervientemente escuchar buenas noticias, pero día a día la cosa empeoraba. Recuerdo
escuchar noticias de la caída de puntos seguros de grandes ciudades, Valencia,
Coruña, Valladolid… Y las cosas en Vigo estaban mal, muy mal.
»La fragata de guerra en la que se habían refugiado los altos mandos militares y
autoridades civiles había levado anclas durante la noche abandonando Vigo a su
suerte. Entonces supe que era cuestión de tiempo, nada más: Vigo estaba descartado.
»Nos reuníamos diariamente en el barco de Amoedo, discutíamos nuestras
opciones o simplemente pasábamos el tiempo observando el deambular monótono de
aquellos ex humanos.
»Aún me pregunto hasta qué punto conservan su humanidad, puesto que, aunque
es evidente que carecen de cualquier atisbo de raciocinio, no se lanzaban al agua con
intención de alcanzarnos. Están sometidos a esa… no sé cómo definirlo…
¿enfermedad? Pero sus sentidos no están ni mucho menos muertos: está claro que
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escuchan perfectamente y son capaces de acelerar sus movimientos cuando tienen
cerca una presa que destripar… Es simplemente… demencial.
»[Funcionario]: Sigamos en Sanxenxo… Por favor…
»Sí, claro… Amoedo tiene dos hijos, Hugo y Jorge. El mayor de ellos, a sus
veinte años, se había convertido en el patrón del barco del pijo fallecido. Cuidaba de
Aurora y sus dos pequeños con esmero; era un chaval grande y noble, quizá algo
tímido. En nuestras reuniones se limitaba a permanecer callado, con una taza de café
en las manos, mirando a través del ojo de buey la silueta de la costa gallega.
»Un día, en una de nuestras reuniones, Sergio y Toño disertaban sobre el tiempo
que podríamos aguantar en aquella situación. Jorge, sin apartar la mirada de la taza de
café, espetó: “Tenemos que ir a Ons”.
»Yo había descartado Ons desde los primeros días de la infección. Por radio, se
había avisado insistentemente de que esa isla estaba plagada de no muertos. Conocía
la ínsula muy bien: era una excursión obligada en la época veraniega. Un pequeño
transbordador realizaba la ruta entre los distintos puertos de la ría y Ons; sus
excelentes playas y la buena comida la mantenían plagada de turistas todo el verano.
»Está a dos millas de Sanxenxo, mar adentro. Es una isla mucho más grande que
Tambo, unos seis kilómetros de largo y un par a lo ancho. Antes de la infección, tenía
una población en invierno de unas cuarenta personas, descendientes de los antiguos
trabajadores de la fábrica de salazón de los años cincuenta.
»Amoedo y su hijo se enfrascaron en una discusión. Por supuesto la mayoría en
un primer momento nos negamos a ir, pero los argumentos de Jorge eran aplastantes.
Era una cuestión matemática: aquella isla no podía tener más de cincuenta o sesenta
podridos, la población total más los que hubiesen podido llegar en los primeros días.
Como la infección, según habíamos escuchado por la radio, había llegado muy
rápido, ése debía de ser el número total de infectados.
»Por otro lado, el arma principal de esos cabrones era su superioridad numérica;
todos habíamos visto cómo se comportaban: acudían en masa cuando sentían la
presencia humana. El plan, según Jorge, era “sencillo”: iríamos a la isla y la
limpiaríamos de fétidos.
»[Funcionario]: ¿Y fue sencillo?
»Para nada.
»Enfrentarnos con esas cosas era una mala idea, y no lo habríamos siquiera
barajado si no hubiésemos estado desesperados. Jorge nos convenció a todos,
incluido Amoedo, de que convertir aquella isla en nuestro propio punto seguro era la
única opción que teníamos de sobrevivir.
»Levamos anclas al día siguiente y pusimos rumbo a la isla. Según me acercaba y
se iba haciendo cada vez más grande en nuestra perspectiva, lo de meternos allí
dentro me iba pareciendo peor idea, pero era nuestra única salida, supongo.
»Ons tiene un muelle de piedra bastante grande, y en él se encontraban amarrados
seis o siete barcos. A cada lado del muelle se extienden dos enormes playas. En ellas
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vi al primero… Lo delataron, a lo lejos, su andar cansado y sus movimientos
espasmódicos. En el muelle había otros dos, y quizá tres o cuatro en la otra playa.
»Fondeamos a unas decenas de metros de la costa y preparamos todo el material
según habíamos planeado. La idea, básicamente, consistía en crear una barricada en
el muelle con los múltiples restos de embarcaciones y de aparejos que había. Juan
José nos cubriría con su arma mientras tuviese munición; luego nos parapetaríamos
detrás de la barricada en espera de que se juntase el mayor número posible de
cabrones. En el momento en que no aguantásemos más, prenderíamos la gasolina que
previamente habríamos derramado en el suelo, al otro lado de la barricada. El plan
era deshacerse del mayor número de fétidos de una sola vez; al resto habría que
cazarlos “a mano”.
»[Funcionario]: ¿Y qué fue lo que salió mal?
»¿Qué salió mal? Las cosas en la isla no eran ni mucho menos como nos
habíamos imaginado.
»[Funcionario]: Se nos acabó el tiempo. Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 60 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 1 de abril de 0012.
11.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: ¿Qué sucedió en el muelle?
»Nos acercamos a la punta del muelle en el bote auxiliar.
Amoedo con su «machada» y Juan José con su nueve milímetros fueron los
primeros en poner pie en tierra preparándose para recibir a los primeros fétidos.
»Los demás nos afanamos en descargar del bote las latas de gasolina y el material
apropiado para la pequeña emboscada que habíamos planeado. Recuerdo que
atravesamos en el muelle un par de barcas de madera con pinta de llevar abandonadas
en dique seco una buena temporada, remos, aparejos de pesca. Cuando bajé del bote,
tenía tanto miedo que, como un autómata, me concentré en la tarea que me había sido
asignada. Sin levantar la vista, como quien camina por una cornisa y no quiere fijarse
en el vacío a sus pies, yo no quería ver acercarse por aquel pasillo de piedra a un
centenar de podridos.
»Pero no ocurrió, no fue eso lo que sucedió…
»Cuando llevaba unos minutos concentrado en levantar la barricada, me di cuenta
de que no escuchaba disparos, ni el sonido característico del arrastrar de pies de los
podridos, ni sus gemidos ni sus dentelladas. Nada. Levanté la vista para ver al otro
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lado de la barricada a Juan José y a Amoedo, que seguían preparados para el combate
a muerte por su supervivencia, pero los dos podridos, en el otro extremo del muelle,
no se acercaban.
»Nos miraban furiosos en la distancia, alargando sus brazos y arañando el aire;
gemían con más fuerza que nunca y se retorcían… pero no se acercaban. Nos
miramos unos a otros sin saber muy bien qué hacer: nuestro plan se basaba en las
ganas de merendarnos que tendrían esos engendros, pero por alguna razón no se
dignaban avanzar.
»Jorge, el hijo de Amoedo, se empleaba a fondo conmigo en la construcción de la
barricada, cuando, como yo, cayó en la cuenta de que los fétidos no avanzaban. Se
dirigió a Juan José y, ungido con la autoridad de ser el ideólogo de la emboscada,
ordenó: “Dispara a esos dos”, señalando con el dedo a los que más cerca de nuestra
posición estaban. Juan José, obediente, los abatió de un certero disparo en la cabeza.
»Volvimos a esperar… Con el ruido, era seguro que atraeríamos a los de las
playas y a otros muchos del interior de la isla. Pero eso no ocurrió.
»Los de las playas estaban lejos, pero se comportaban exactamente igual que los
dos recién abatidos: tampoco se acercaban. Mientras los observaba, intentando
descifrar el misterio, Jorge salió corriendo.
»Saltó por encima de la barricada, pasando a continuación como un rayo entre
Amoedo y Juan José. Siguió corriendo mientras su padre lanzaba un grito ahogado de
protesta e intentaba detenerlo. Pero Jorge ya le llevaba mucha ventaja y en pocos
segundos recorrió todo la longitud del muelle, hasta que se plantó ante los cadáveres
de los dos podridos que acababa de abatir Juan José.
»Al llegar, Jorge se giró sobre sus talones y gritó alertado:
«¡MIERDA, ESTÁN ATADOS!».
»Los demás nos miramos asombrados: ¿Atados? ¿Cómo era posible? Aún no
habíamos salido de nuestro asombro ante lo que acabábamos de escuchar cuando un
potente sonido, inconfundiblemente proveniente de un disparo, nos devolvió a la
realidad. Movidos por un acto reflejo, todos nos agachamos, todos… excepto Jorge.
»[Funcionario]: ¿Qué le pasó?
»Jorge cayó muerto. El proyectil le entró por la nuca y su boca estalló en una
cascada de sangre delante de nuestras narices.
»Amoedo, desesperado, gritaba e intentaba llegar hasta su hijo. Pero desde el
interior de la isla seguía lloviendo plomo. Juan José descargó su arma, inútilmente,
contra el origen de los disparos. Era evidente que quien estaba haciendo fuego lo
hacía con un rifle y desde una distancia considerable.
»Arrastramos como pudimos a Amoedo hasta el bote; los impactos sonaban muy
cerca de nosotros. Toño cayó también en la refriega: una bala le atravesó de lado a
lado la espalda mientras intentaba recoger las valiosas latas de gasolina.
»Hasta que nos subimos de nuevo al barco aquel hijo de puta no dejó de
balearnos.
ebookelo.com - Página 61
»Amoedo y su mujer se abrazaron en la cubierta del barco, empapados en
lágrimas. Su hijo yacía muerto en el muelle de Ons y no podían ni enterrarlo. Fue
duro, muy duro.
»A continuación del muelle sigue un estrecho camino que conduce a la aldea
donde vivían la mayoría de los habitantes de la isla. Hay una docena de casas, y era
evidente que desde alguna de aquellas ventanas habían hecho fuego contra nosotros.
»[Funcionario]: ¿Quién disparaba?
»No había que ser demasiado inteligente para darse cuenta de lo sucedido. La
infección había llegado a la isla pero, gracias a su aislamiento y su escasa población,
pudieron controlarla. Luego, en los primeros barcos que llegaron con refugiados,
quizá familiares o amigos de poblaciones cercanas, había infectados todavía vivos.
Los habitantes de la isla, como método de cuarentena, se limitaron a encadenar a los
que llegaban a pesadas losas de piedra. Después, los que no se convertían eran
liberados y a los que se convertían los dejaban allí. Imagino que al principio lo hacían
porque eran incapaces de acabar con ellos; luego se dieron cuenta de que tener la
costa de la isla plagada de podridos era un método excelente para mantener a los
demás refugiados alejados. Por eso, corrió la noticia de que la isla estaba infectada.
»Aquellas personas seguramente escucharon lo ocurrido en Tambo, lo que explica
su hostilidad ante cualquiera que llegase de tierra firme.
»[Funcionario]: ¿Cómo consiguieron entonces asentarse en la isla?
»Digamos que hubo que convencerlos…
»[Funcionario]: Ok, mañana me lo cuenta… Se nos acabó el tiempo.
»De acuerdo, hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 60 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 2 de abril de 0012.
12.a Parte
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: ¿Qué ocurrió tras la muerte de Jorge?
»Debo reconocer que cundió el desánimo.
»Aislados, a dos millas de una costa plagada de no muertos, nuestras ya exiguas
reservas de combustible y víveres nos obligaron a tomar una decisión desesperada…
»Juan José se reunió conmigo en el velero la noche del tiroteo. Ordené a mis hijos
que se acostaran en su camarote para poder hablar tranquilamente con él. Analizamos
nuestras posibilidades, conversamos durante horas para llegar a la conclusión de que
todo se reducía a una fría ecuación: eran ellos o nosotros.
»De madrugada me despedí con un beso de mis hijos mientras dormían y me
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dispuse a luchar por un lugar seguro para ellos.
»El invierno nos había dado una tregua aquella noche y, fondeada en la
desesperación, nuestra pequeña flota se mecía tranquila a cincuenta metros de la isla.
Antes de sumergirme, me fijé en el barco de Amoedo: un hilo de luz salía por el ojo
de buey del camarote dormitorio. Sé que en otras circunstancias nos habría
acompañado sin dudarlo, pero esta vez no.
»Mientras nos acercábamos nadando a la costa, oteamos el muelle y el pueblo
intentando descubrir a algún isleño, pero todo estaba aparentemente tranquilo.
Subimos por la playa e intentamos acceder al muelle por la parte más cercana a la
isla. No había luna, pero se veía lo suficiente como para distinguir en las sombras a
los dos engendros en lo alto de las dunas. Sabía que estaban atados, pero, aun así,
desenvainé el cuchillo de buceo que, por única arma, colgaba de mi cinturón. Yo subí
el primero, y mientras ayudaba a Juan José, pude ver un fogonazo a mi izquierda,
luego oí el ruido y después sentí la quemazón en mi hombro y cadera.
»Un muchacho al que no habíamos visto montaba guardia en el muelle detrás de
una pila de cajas. Se había puesto nervioso al vernos y nos disparó con una escopeta
de caza de cañones superpuestos, un arma muy efectiva a corta distancia, pero se
había apresurado. Estábamos demasiado lejos y los perdigones se habían dispersado,
a pesar de lo cual me alcanzó con dos. El dolor hizo que soltara a mi compañero, que
cayó de nuevo a la arena, y que se despertase en mí una bestia dolorida.
»Me lancé en una carrera homicida hacia aquel crío. En pocos segundos pasaron
por mi mente los traumáticos hechos recientes: mi mujer, mis padres, de los que no
sabía absolutamente nada, la infección, mis compañeros asesinados, mis hijos… Todo
se revolvió en mi cabeza envenenándome la mente.
»Recuerdo la cara de pánico de aquel chaval viéndome correr hacia él con un
puñal en la mano, recuerdo cómo intentaba recargar el arma y cómo el temblor de sus
manos le impedía acertar a introducir otro cartucho. Cuando estaba a pocos metros,
soltó la escopeta y salió corriendo en la dirección contraria. Pero yo llevaba la ventaja
de la inercia y le alcancé rápidamente. De un golpe lo tiré al suelo y, casi con el
mismo gesto, me dejé caer sobre él sosteniendo el cuchillo con ambas manos. Creo
que lo maté en la primera acometida, pues sentí crujir sus costillas cuando hundí el
acero en su cuerpo, pero volví a apuñalarlo tres o cuatro veces más.
»Cuando recuperé la razón, estaba empapado en la sangre de un crío de dieciocho
años y Juan José se encontraba de pie a mi lado. Jadeante, recogió la escopeta y la
canana con los cartuchos. Escuchamos gritos provenientes del interior de la isla y
luces de linternas intentaban enfocar el muelle. Juanjo me arrastró hasta debajo de
unos aparejos de pesca cercanos al cadáver del chaval donde nos ocultamos.
»Pronto llegaron dos hombres con linternas y una mujer. Uno de ellos portaba un
rifle de caza con mira telescópica. Cuando lo vi, supe que había sido el que nos había
recibido tan amistosamente el día anterior. Juan José y yo, escondidos a pocos
metros, pudimos escuchar sus lamentos y vimos cómo la mujer se arrodillaba
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abrazando al chaval, llorando y maldiciendo en gallego.
»Sentí cómo la culpa se apoderaba de mi mente; apenas pude aguantar la tensión
del momento, pero Juan José, dándose cuenta, me agarró de los hombros con una
firmeza reconfortante y me dijo al oído: “Espera”. Y esperamos… unos minutos, pero
nadie más se acercó al muelle, sólo ellos tres, con sus maldiciones y gritos. El
hombre del rifle, en un arrebato de ira, gritó “¡FILLOS DE PUTA!” elevando a
continuación su arma y abriendo fuego contra los barcos.
»En ese momento me quedé petrificado por la posibilidad de que aquel disparo
errático hubiese acabado con la vida de alguno de mis hijos, pero Juan José no.
Aprovechó la circunstancia de que el rifle era de acerrojamiento manual y, mientras
el tipo recargaba su arma, salió de su escondite con la escopeta por delante. Los tres
se quedaron estupefactos: tenían todo el aspecto de estar preguntándose a sí mismos
cómo podían haber sido tan estúpidos como para dejarse atrapar así.
»Pero Juan José no tenía pensado hacer prisioneros, así que, sin mediar palabra,
disparó primero contra el del rifle y luego, implacable, ejecutó al otro. La mujer
gritaba mientras Juanjo la miraba fríamente y extraía de la canana otros dos
cartuchos. No sé si mi compañero habría abierto fuego también contra ella… no tuve
tiempo de comprobarlo, pues aquella pobre mujer se arrojó al mar para no salir nunca
más.
»[Funcionario]: Se nos acabó el tiempo. Hasta mañana.
»Hasta mañana».
Que se da por concluida esta comparecencia 69 minutos después de haberla
iniciado, quedando citado el interesado para mañana a la misma hora.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 3 de abril de 0012.
Epílogo
Continuación de la comparecencia del superviviente 95 628.
[Se transcribe]:
«[Funcionario]: Me ha contado el “incidente” con aquellos isleños. ¿Qué ocurrió
con el resto de los habitantes?
»Las cosas, como le dije, no eran, ni mucho menos, como nos habíamos
imaginado.
»Muchos de los que habitaban Ons al principio de la infección la habían
abandonado por diversos motivos. Algunos, en busca de familiares; otros prefirieron
alojarse en el punto seguro de Vigo. Los que quedaban, en total unos veinte
habitantes, estaban enfrentados entre sí. La escasez de recursos había hecho mella en
la buena convivencia. Y según nos contaron posteriormente, el que nos disparó con el
rifle era el dueño del mejor negocio de hostelería de la aldea. Junto con su hermano,
su mujer y su hijo, se había impuesto por la fuerza a los demás habitantes. Poseían el
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único generador de electricidad y sólo lo compartían a cambio de abusivas prebendas.
De ahí su interés en que nadie más se uniese a la comunidad, a la que ya tenían
controlada… En fin, digamos que no se molestaron demasiado cuando descubrieron
lo que habíamos hecho con sus vecinos.
»Ocupamos algunas de las casas vacías y nos esforzamos en mantener una buena
relación con los demás habitantes. A pesar de eso, a todos nos costó mucho
adaptarnos a la vida en la isla. A la alegría por sentirnos por fin a salvo de la
infección le siguió el desánimo: sabíamos que no podríamos salir de allí en mucho,
mucho tiempo.
»[Funcionario]: ¿Cómo subsistieron estos años?
»Creamos, entre todos, una pequeña comunidad bastante bien abastecida dadas
las circunstancias. Nos adaptamos como pudimos a la vida en Ons. Pronto se
repartieron los roles según las aptitudes de cada uno: unos obtenían comida de las
aves marinas y de sus huevos; otros prepararon pequeños huertos, y casi todos
explotábamos la abundante pesca. El agua dulce no fue un problema, gracias a las
frecuentes lluvias y a que la isla cuenta con abundantes acuíferos y pozos.
»Supongo que no han sido tiempos cómodos para ningún superviviente, pero nos
las arreglamos para aguantar estos doce años.
»[Funcionario]: ¿Han tenido contacto con otros supervivientes?
»En los meses posteriores, algunos barcos pasaron cerca de las islas. La mayoría
siguieron su camino; otros, al ver signos de supervivientes, pararon unos días. Pero
siguieron su rumbo hacia el sur en busca de su propio lugar seguro.
»Recuerdo que aproximadamente un año después, una mañana escuchamos a lo
lejos el sonido inconfundible de un helicóptero. Nos reunimos todos los vecinos muy
excitados, saltando y haciendo señas al aparato. Venía del interior de la ría de Vigo y
creo que ni nos vio. De su panza colgaba un red con muchos bidones de combustible,
y fue tanta la decepción cuando se fue como la alegría que sentimos cuando lo
escuchamos.
»Descubrimos meses después que en el archipiélago de Cíes, muy cercano a
nuestra isla, había también supervivientes y establecimos relaciones con ellos. Nos
contaron lo ocurrido en Vigo, cómo se había convertido en una ratonera para los que
habían acudido al punto seguro. La mayoría de ellos habían escapado de la infección
en los primeros días, al igual que nosotros. Creo que los puntos seguros se
convirtieron en inmensos restaurantes para los podridos.
»Nos ayudamos mutuamente en multitud de ocasiones y, cuando reunimos el
valor suficiente, juntos, organizamos expediciones a la costa. Necesitábamos
materiales, medicinas y combustibles. Muchos murieron en aquellas expediciones,
tan arriesgadas como necesarias… entre ellos, mi hijo Enrique.
»[Funcionario]: ¿Cómo fue su rescate?
»Hace cinco meses vimos al primer barco con la nueva bandera, una bandera
desconocida para nosotros. Pero sus tripulantes nos explicaron que era la bandera del
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nuevo gobierno y nos contaron cómo se había vencido a la infección. Nos informaron
de que la población mundial había quedado reducida a unos escasos cientos de miles
de habitantes, pero que todavía quedaba esperanza.
»Supimos que los años que estuvimos aislados en la isla fueron tiempos de lucha
sin cuartel contra los podridos. Que no quedaba ninguno de los países que
conocíamos, pero que la humanidad había vencido y, poco a poco, se estaba
reconstruyendo una nueva sociedad.
»Nos hablaron de que su misión era buscar supervivientes. Sé que han encontrado
gente en los lugares más insospechados que relata las historias más escalofriantes.
Historias que hacen que dé gracias a Dios por haber tenido la idea de irme a un barco
con lo que quedaba de mi familia. Que dé gracias a Dios por llegar a Ons, mi hogar,
donde hoy mis nietos pueden corretear por sus playas y adonde volveré para vivir
hasta el fin de mis días.
»Pero antes, he venido a la nueva capital, como representante de nuestro grupo de
supervivientes, para dejar testimonio de nuestro periplo, para que las futuras
generaciones sepan cómo conseguimos sobrevivir y cómo… empezamos a vivir…
»[Funcionario]: Muy bien. Creo que esto es todo, pronto podrá regresar a su
hogar. Su declaración nos ha sido de mucha ayuda. Gracias por su colaboración.
Conste y certifico.
En Tenerife, a 4 de abril de 0012.
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NO POR MUCHO MADRUGAR, AMANECE MÁS
TEMPRANO
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junto al carro de limpieza.
—Sí, pero éste por lo menos está bueno.
Ambas rieron a carcajadas mientras se alejaban por el pasillo.
Alonso se levantó con renovadas esperanzas y se dirigió al laboratorio. Ni
siquiera recordaba ya las mofas de Arturo.
Notó una vibración.
Sorpresa.
Después, otra.
¡Coño, es el busca!
Sonrió para sí mientras lo sacaba del bolsillo de su bata. Era su jefe. Lo llamaba a
su despacho… ¡PERO YA!
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despacho inmediatamente. Quería discutir con él la nueva línea de investigación,
basada en el trabajo de Alonso. Si Alonso en dos horas no conseguía resultados
positivos, le iba a quitar el mando e iba a ampliar el equipo.
Alonso meditó un momento si sustituir el nanovirus por nanopredador, pero
desechó la idea rápidamente. El nanopredador no se reproduciría, y el nanovirus, sí;
además, al no poder reproducirse debería calcular la cantidad exacta de
nanopredadores que habría que inyectar en el paciente, y no tenía tiempo.
Escrutó la cadena de ADN del nanovirus por enésima vez y encontró el fallo: un
simple nucleótido de color azul. Eso era lo que estaba fallando. Solucionó el
problema. Sintetizó el nuevo ADN y lo introdujo en el nanovirus. Hizo una prueba en
el simulador informático. Debía funcionar.
Estaba exaltado, ilusionado. Sonreía. Se levantó y pasó a la parte de bioseguridad
4 del laboratorio, aunque no usó los equipos de protección individual
correspondientes. No tenía tiempo. Hizo dos pruebas más con el microscopio
electrónico, una con plasma de cobaya y otra con plasma humano del tipo B+. Ambas
pruebas fueron satisfactorias. El nanovirus identificaba al virus, se acoplaba
perfectamente a él y lo modificaba genéticamente introduciéndole la nueva cadena de
ADN. No lo mataba, pero lo dejaba vulnerable para que los glóbulos blancos del
paciente lo exterminasen. Le había eliminado la capacidad de mutar, dejándolo
indefenso. Además, se había asegurado de que el virus se volviese estéril, incapaz de
reproducirse. Concluyó que las pruebas estaban terminadas sin cerciorarse de que
funcionaba con todos los tipos de RH sanguíneos.
Esto era un triunfo.
«Imbécil.
»Te voy a demostrar que puede amanecer a cualquier hora del día.
»¡JODER! ¡Voy a salvar al mundo!».
Salió lo más rápido que pudo hacia el hospital. Le quedaba una última prueba que
hacer, y lo que necesitaba estaba allí.
Su identificación le abrió todas las puertas que necesitaba, los guardias lo
saludaban al verla.
Cruzó pasillos y salas, despachos y oficinas, hasta que por fin llegó a la zona de
los quirófanos. Buscó uno equipado… Éste le valdría. El equipamiento no estaba
completo, pero tenía todo lo que necesitaba.
Montó dos portasueros en la cabecera de la mesa quirúrgica. Sacó dos sueros
salinos de la estantería y los enganchó en la parte superior.
Volvió a la estantería y sacó los útiles para montar los goteros, una ampolla de
adrenalina, una de roypnhol y otra de voltarén inyectable. Lo extendió todo con sumo
cuidado sobre la mesa de trabajo, junto con unas cuantas jeringuillas.
Montó los goteros. Equipó ambos con una toma de aire, un regulador de caudal,
una llave de paso y una aguja de mariposa. Con toda la frialdad de la que era capaz de
hacer gala en esos momentos, sacó de sus bolsillos dos tubos de ensayo. Uno
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contenía el virus, y el otro, el nanovirus.
Respiró hondo. En uno de los goteros introdujo una cantidad indeterminada de
virus, y en el segundo, otra cantidad distinta de nanovirus. Tomó el roypnhol… «Con
veinticinco mililitros sobrará…». Lo inyectó en el segundo gotero y dejó pinchada la
jeringuilla desechable. Hizo lo mismo con el voltarén… Comprobó que todo estaba
preparado…
El estrés de la situación estaba empezando a provocarle pequeños ataques de
ansiedad, en los que su corazón se aceleraba bruscamente y pasaba a latir
arrítmicamente. Un sudor frío empezó a perlar su frente. Miró el termostato del aire
acondicionado. Estaba en marcha. Lo bajó a dieciséis grados.
Extendió unos pedazos de esparadrapo y escribió en ellos los nombres de las
sustancias y la cantidad para etiquetar las jeringuillas.
Se sentó en la mesa.
El pulso le temblaba. No pensaba que le fuese a costar tanto. No había lugar a
error.
Miró las mariposas.
Cogió una y se la introdujo en una vena de su mano izquierda. La sujetó con
esparadrapo mientras el tubo se llenaba de sangre por efecto de la gravedad.
Se introdujo la otra en una vena de la otra mano y la sujetó de la misma manera.
Abrió la llave de paso.
Ya estaba hecho.
Su corazón seguía haciendo dolorosas arritmias. Ajustó el primer regulador con
una cadencia determinada. Era el gotero dos. Se empezó a introducir los nanovirus, el
sedante y el antiinflamatorio primero.
El corazón dejó de golpearle el pecho.
Las arritmias cesaron.
La excitación desapareció.
Se le empezó a nublar la visión.
Se tumbó en la mesa, se ajustó los cinturones y abrió la segunda llave de paso.
Ajustó la cadencia a la mitad aproximadamente del otro gotero.
Justo a tiempo.
Desorientación.
No sabía cuánto tiempo había pasado.
No sabía dónde estaba.
Sentía náuseas.
Notaba movimientos.
Empujones.
Gritos.
Entreabrió los ojos como pudo e inmediatamente los cerró. Los tubos
fluorescentes del techo se le tornaban guiones luminosos que lo cegaban
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dolorosamente.
Empezó a comprender las voces.
—Rápido, está en parada.
—Apartaos.
—Vamos, vamos, nos están esperando en resucitación.
—VAMOS, COÑO, QUE SE NOS VA.
El sonido de los tacones rebotando en las paredes le hacía un daño terrible en los
tímpanos, y notaba un calor en ellos que se le extendía hacia los lóbulos y el cuello.
Quiso gritar.
Notaba cómo las manos lo movían de aquí para allá.
—¿Qué le pasa en la cara?
Sintió que algo frío se apoyaba en su torso y cortaba sus ropas, dejando su pecho
al descubierto. Sentía frío.
—Ciento ochenta —gritó una voz.
Un tremendo golpe en su pecho le hizo arquearse de una manera antinatural.
—Plano.
—Trescientos sesenta —gritó de nuevo.
Esta vez la sacudida fue brutal, sintió que el dolor le recorría todo el pecho.
—Plano.
—Intubadlo, rápido.
Algo le hizo vomitar.
Se hizo un silencio en la habitación que se podía cortar.
—Señor… está plano… Cómo ha podido…
—Masaje cardíaco, el monitor no funciona. —El médico militar se abalanzó
sobre su pecho y empezó el masaje…—. Una mascarilla, rápido.
Con un rápido movimiento se llevó el antebrazo del médico a la boca y lo mordió.
Le arrancó un trozo de carne y la empezó a masticar.
El sabor no le gustó y la escupió.
El médico gritaba, mirándose con terror el antebrazo.
Las bandejas metálicas caían al suelo atronadoramente, y le hacían estallar los
oídos. Se llevó una mano a uno de ellos y se dio cuenta de que el líquido cálido era
sangre.
Se asustó.
Gritó.
Pero de su garganta salió un alarido indescriptible. Ahogado. Desde su interior,
sin modular por las cuerdas vocales.
Su alarido se mezcló con otros gritos. Estos otros, de terror puro, de incredulidad,
de asombro.
Se abalanzó sobre un bulto que se movía a su alrededor —aún no veía bien— y le
asestó involuntariamente un mordisco en algo parecido a una mejilla. El sabor le
repugnó, pero era distinto… El tacto, la temperatura, la tersura…
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El dolor se iba convirtiendo a pasos agigantados en rabia. No podía dejar de
sentirlo.
Volvió a morder mientras sentía cómo gritaba su víctima, esta vez más abajo. Tras
el mordisco, le desgarró el abdomen y, con ambas manos, empezó a sacar del interior
pedazos de carne que se llevaba a la boca. Ésta sí le gustaba, estaba empezando a
disfrutar.
Notaba los golpes, pero no sentía dolor. A uno de los golpes le siguieron unos
tirones que lo alejaban de fuese lo que fuese que se estaba comiendo. Llevaba una
pequeña hacha clavada en uno de sus omóplatos que le imposibilitaba mover el
brazo, pero se volvió y se echó encima de su agresor.
Más mordiscos.
Más sangre.
Más gritos.
Más empujones.
Luz blanca.
Empezaba a ver.
El bulto que acababa de destripar se estaba levantando.
Se abalanzó sobre una enfermera y le desgarró la garganta de un mordisco.
Sintió miedo.
Se cruzó con un espejo.
Lo que vio lo llenó de pavor.
Tenía cataratas.
Estaba pálido y unas negras venas se marcaban por toda su cara.
Tenía el pecho lleno de sangre.
De uno de sus ennegrecidos dientes colgaba un pequeño jirón de carne humana
que goteaba sobre la pila que tenía debajo.
Su quijada estaba llena de sangre.
Vomitó sobre el espejo y, mientras éste resbalaba hacia la pila, gritó de nuevo.
Se giró.
No lo pudo reprimir.
Se echó encima de otro bulto.
Volvió a morder.
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CASI HUMANO
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recordar. Todo sucedió tan rápido que evocar aquellos instantes fue como ver una
película a toda velocidad, un borrón terrorífico pasando ante mis ojos que encadenaba
uno tras otro los acontecimientos de aquella noche fatídica. La barricada cayendo, la
gente gritando, el olor a sangre y el miedo casi tangible que se respiraba, las manos
heladas agarrándome de la ropa y del pelo, los golpes, las heridas, los dientes
hundiéndose en mi carne, el dolor… La muerte. Casi un alivio, después de haber
vivido durante meses con el miedo instalado en el cuerpo igual que un parásito. Pero
no podía haber muerto: estaba allí, temblando de frío en la sala con aquella especie de
médico examinando una herida casi curada.
Además, recordaba algo después de aquellas terribles horas de agonía. Una
existencia vacía, guiada por un único impulso, en la que el tiempo no existía. Los
tipos con los trajes de seguridad, que llegaron envueltos en el estruendo de un enorme
vehículo y me introdujeron en su interior. Me rompieron algunos huesos al
inmovilizarme y arrastrarme hasta la bañera de hielo, aunque yo no sentía ningún
dolor. Y luego recordé que había alguien a mi espalda, alguien que tenía miedo de
estar allí. El mismo que minutos después me inyectaba una sustancia fría
directamente en la médula.
Y de repente, allí estaba de nuevo el impulso incontrolable, haciéndome volver
bruscamente al presente. Los de las batas blancas se encontraban sumidos en una
incansable actividad registrando variables y hablando a voz en grito de «la cura». El
médico que atendía mi herida parecía no percatarse de la lucha que se estaba librando
en mi interior, aunque se trataba de una batalla perdida de antemano. Probablemente,
él pensaba que yo era otra vez como antes. Celebraba, junto a los demás, el gran
hallazgo de haberme devuelto a la vida, porque volvía a respirar, mi cuerpo
funcionaba, mis heridas se curaban, y al parecer todos creían que eso era suficiente. Y
aunque era consciente del dolor que iba a causarle a aquel pobre incauto, no era capaz
de actuar de otro modo. Liberando la profunda tensión que sentía, me lancé sobre él,
directamente al cuello. No lo solté a pesar de los gritos y los golpes. El sabor de la
sangre y la carne humana me enloquecía, exactamente del mismo modo que antes de
que me «curaran». La única y crucial diferencia es que ahora puedo correr. Y pensar.
Y no voy a permitir que nadie acabe con mi diversión…
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LA ÚLTIMA BALADA DE XEOGLIA
Albert Sanz
La nave surcaba el cosmos en una incansable búsqueda iniciada eones atrás. Miles de
mundos visitados. Miles de civilizaciones contactadas. Pero ninguna morada donde
echar raíces. Donde nacer, crecer, amar y morir. Ninguna… hasta ahora.
Klan’Xen, el piloto, se acercó a la consola para iniciar el descenso. Transformó su
brazo en una cristalina barra rematada por varias puntas y lo introdujo en la vaporosa
estructura rectangular. Ésta brilló con un fulgor verde iluminando la estancia. Las
órdenes estaban fijadas y en unos minutos la nave arribaría a su destino.
Ante la excitación del momento, el joven metamorfo cambió de manera
espontánea su estructura habitual, gelatinosa y azul, hacia algo de color violeta
oscuro.
El resto de miembros de la tripulación compartían el mismo ánimo. Pocos eran
los supervivientes entre los que iniciaran la búsqueda, y la avidez del día de partida se
había transformado en ansia, en desespero por alcanzar un destino al fin. Tampoco
pedían tanto: un sol radiante, un planeta con escasa capa de ozono y elevada
concentración de radiación ultravioleta, su único alimento y sustento vital, tal y como
les había urgido a evolucionar el crepúsculo de su mundo. Pero todos los planetas
visitados que reunían las condiciones estaban habitados por seres belicosos que los
expulsaban diezmando seriamente la población, o por entes que rechazaban la
petición de asilo atendiendo a las más diversas razones. Sin embargo, ya no había
posibilidad de retroceder. Ni toda su ciencia había podido salvar la vida del anciano y
moribundo sol. Y la búsqueda había proseguido hasta hoy.
La información acerca del planeta era escasa. Su avanzada tecnología tan sólo les
había permitido descubrir que cumplía las necesidades requeridas. La proximidad les
había permitido una investigación más exhaustiva. Extrañas ruinas conformaban los
restos de lo que pudieron ser las construcciones de sus antiguos moradores, y los
expertos sospechaban que un cataclismo medioambiental había irrumpido devastando
su civilización.
Pero lo que más les inquietaba era que los actuales habitantes no parecían hacer
nada. Sólo se desplazaban erráticamente. No conocían ningún dato acerca de su
economía, tipo de sociedad o desarrollo científico, pero no había muestras de
belicosidad. Y para los xeoglianos, era suficiente. Habían superado tiempo atrás todas
las diferencias sociales hasta convertirse en la perfecta utopía. Y no iban a imponerse
nunca sobre nadie.
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La gigantesca nave se posó a varios kilómetros de la superficie y extendió su
sombra como un abrupto eclipse sobre una gran zona del planeta.
Un haz de luz púrpura de varios metros de circunferencia surgió del vientre de la
colosal bestia metálica hasta tocar tierra. El emocionado Klan’Xen descendió por él.
Le había sido concedido el sagrado honor de ser quien entablara el primer contacto.
Tras caminar unos metros en su forma original, adoptó una constitución
antropomórfica similar sin perder su esencia gelatinosa y azulada. Varios de los
lugareños se congregaron en las inmediaciones y se acercaron tímida y curiosamente
hasta él. El más cercano, con aspecto sucio y andrajoso, emitió un espectacular
gemido y propinó un mordisco al recién creado brazo del piloto. La sucia dentadura
atravesó sin esfuerzo alguno la mano, llevándose consigo un trozo.
El ser se quedó parado. Con una de sus manos extrajo de la boca el trozo, lo
observó extrañado y lo dejó caer mientras daba la vuelta y se marchaba.
Klan’Xen lo comprendió al instante. Acababa de verificar que se trataba de una
cultura menos evolucionada que la suya. Por tanto, debía comunicarse a la antigua
usanza con esos seres. El habla se había atrofiado tras el desarrollo de la telepatía.
Además, la vía que había tomado su evolución les compensaba con notorias ventajas,
como no sentir dolor ante la dentellada sufrida.
Debía transformarse en uno de aquellos seres, remedando con la mayor fidelidad
su tejido nervioso. El resto de compañeros hicieron lo mismo, pero nunca antes
habían experimentado el convertirse en una criatura de una complejidad tan absurda
como aquélla, y, en este caso, el retroceso a su estado original requeriría varias horas.
El joven contempló sus manos, que le parecieron extrañamente delicadas.
Se estremeció al verse envuelto por una ráfaga de aire frío. Nunca antes había
tenido tan activo el sentido del tacto. Le asaltaban innumerables olores, y se iba
familiarizando con la sensación de luchar contra la gravedad en lugar de dejarse
llevar por ella. Se sentía fuerte, y por unos instantes sopesó la posibilidad de
mantener esa apariencia más allá de lo estipulado como razonable.
El sentimiento de emoción que le embargaba también producía cambios en su
nuevo cuerpo, no tan exagerados como los propios de su estado original pero también
excitantes, como una mueca facial arqueando los labios hacia arriba, la humedad en
las manos o el intenso y rítmico golpeteo en el tórax.
Agitó las manos y comenzó a gemir acercándose hasta ellos, mientras tres
compañeros más emergieron de dentro del rayo. El nativo se detuvo y dio media
vuelta alertado por el ruido. Algo parecido a una sonrisa como la del visitante se
dibujó en su rostro, viendo cómo éste agitaba las manos aún más hasta acercarse tanto
que casi estaba a punto de tocarle. Ante su sorpresa, le sujetó con firmeza una de las
muñecas. El joven xeogliano se dejó llevar pensando que se trataba de algún tipo de
saludo y permitió que durante unos segundos olisqueara el brazo esperando el
mordisco como antes había ocurrido.
Sintió un atroz e inesperado dolor al ver que el pulgar y la mitad del índice habían
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desaparecido. Atemorizado, se dejó caer al suelo mientras observaba cómo su mano
sangraba en abundancia. El atacante tragó, se relamió y comprobó con estupor y
satisfacción cómo, desde lo más profundo de su ser, regresaba el ansia por la carne
fresca, el impulso de anular toda forma de vida. Una voz interior acallada por siglos
de abstinencia.
Klan’Xen se puso en pie con esfuerzo justo para volver a caer ante el empujón de
la criatura, que comenzó a morder con desesperación su pecho para después pasar al
cuello. El metamorfo gritó con todas sus fuerzas mientras su cuerpo se retorcía con
violentos espasmos. Parte de su cuerpo volvió a su estado original, confiriéndole un
aspecto grotesco, mezcla de las dos razas. Y, finalmente, los temblores cesaron y la
vida dejó de habitar en su cuerpo.
La bestia no pudo finalizar el banquete en esas condiciones. No era de su agrado,
así que fue directo hacia el chorro de luz siguiendo a la horda de sus compañeros.
Xeoglia, la más antigua y sabia de las civilizaciones que hubiera conocido el
universo, se precipitaba a su extinción. El eterno éxodo había tenido un desenlace
brusco, inesperado… y doloroso, muy doloroso.
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SANTUARIO
Óscar Felipe
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empezaron a darnos caza. Y nos cogieron completamente por sorpresa. Las ciudades
se convirtieron en trampas mortales, atestadas de no muertos, que, incansables,
perseguían cualquier rastro de vida hasta atraparlo y devorarlo. La civilización, que
tantos años nos costó construir, fue destruida, y nuestra especie parecía a punto de
extinguirse.
Poco a poco fue elevando el tono de voz, dejó de caminar y se giró hacia
nosotros.
—Pero los antiguos nos salvaron. Habían construido estos refugios, y escondieron
a la gente en ellos. Aquí tenemos casi todo lo que podemos necesitar. Hay amplios y
ventilados túneles, tenemos electricidad, agua. Podíamos aguantar indefinidamente.
Bloquearon todos los accesos y dejaron que los muertos creyeran que habían vencido.
Hemos vivido bajo tierra desde entonces, recuperando fuerzas y preparándonos,
preparándonos para recuperar aquello que nos pertenece. Como todos los demás,
deberéis demostrar que sois dignos de formar parte de nosotros.
Se dirigió hacia el cajón y sacó una carpeta. De su interior extrajo un fajo de
papeles y lo sostuvo en alto.
—Tenéis que traer esto de vuelta. El refugio necesita que lo encontréis y vosotros
tenéis que recompensar al refugio por todo lo que ha hecho por vosotros. Os ha
criado, os ha alimentado y os ha mantenido a salvo. ¿Sabéis las penurias que hay que
pasar por cada cuenco de hongos que llega a nuestra mesa? ¿O para llenar un vaso del
agua que bebéis? ¿Cuántas horas de trabajo hacen falta para confeccionar uno solo de
los trajes que lleváis? ¡Coged vuestra fotografía y salid fuera! ¡¡Y no os atreváis a
volver sin lo que os han encargado!!
Y, seguidamente, uno de los soldados se llevó un silbato a la boca y lanzó tres
agudos silbidos. La señal de marcha. Intenté, al igual que Sandra, ponerme de los
primeros en la cola. Los últimos solían ser atrapados. El otro soldado ya estaba
distribuyendo equipo: una cuerda, una linterna y una fotografía por cabeza. Tan
pronto como lo recibí, eché a correr hacia las escaleras de subida, con Sandra pegada
a mí. La linterna fue a parar directamente al bolsillo trasero, y la cuerda quedó
asegurada a mi cintura.
La reja estaba abierta, y comencé a subir al nivel superior. Sabía que los soldados
la cerrarían, una vez hubiéramos salido todos, para evitar que los muertos entraran.
Habían aprendido a ser cautelosos tras perder varias entradas y parte del refugio hace
unos años, cuando fueron atacados por culpa de un acceso mal bloqueado.
Resoplando, subimos la estrecha escalera que llevaba al nivel superior, pasamos
por las rejas abiertas que protegían el acceso al refugio, donde dos soldados
montaban guardia, y atravesamos a toda velocidad el vestíbulo, que estaba desierto.
Nos situamos detrás de los que nos habían precedido, escondidos junto a la escalera
de subida. En la pared había un cartel en el extraño código de los ancianos. Pocos
sabían leerlo, y él era uno de ellos, pero, aun así, se le escapaba el significado.
¿Línea 3? ¿Qué podía significar eso? Se centró en el presente. Por detrás de él se oían
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los pasos apresurados de los que habían quedado rezagados.
En cuanto sumaron un par de docenas, el primero de la fila se levantó y echó a
correr escaleras arriba, con la palanca en la mano. Sin perder el tiempo, aferró su
palanca en la mano derecha, cogió a Sandra con la izquierda y echó a correr detrás de
él, ascendiendo hacia la calle.
Como en otras ocasiones, el intenso resplandor de la luna prácticamente le dejó
ciego por unos segundos, mientras sus pupilas se contraían rápidamente para
adaptarse. Con un movimiento ensayado muchas veces, se agachó detrás de un
«coche» mientras miraba a su alrededor, intentando detectar cualquier rastro de
peligro. Pudo sentir cómo la mano de Sandra temblaba, sin duda de miedo, pero tenía
que decir en su honor que permaneció callada. Porque el problema era que los
muertos respondían al sonido, de modo que cuanto más follón armaran, menos
probabilidades tendrían de sobrevivir.
Unos difusos contornos se empezaron a formar y se fueron definiendo hasta
configurar el desolado paisaje de edificios en ruinas, coches abandonados y basura
que muchos estaban empezando a conocer. Pudo escuchar cómo ella soltaba un «oh»
de sorpresa al ver la ciudad por primera vez. Daniel ya estaba acostumbrado al
paisaje, a los edificios abandonados, con agujeros donde en otro tiempo hubo
ventanas, a los vehículos que antes se usaban para desplazarse por la superficie y que
ahora yacían abandonados y oxidados, con los cristales rotos y las ruedas deshechas.
Había miles de objetos diferentes y extraños miraras donde miraras, algunos en
perfecto estado, la mayoría desgastados e irreconocibles por el paso de los años.
Mientras algunos de sus compañeros se abalanzaban sobre el primer no muerto
que apareció, ellos dos se escabulleron por una calle lateral, aparentemente
despejada. Los muertos podían tener un aspecto muy diverso, dependiendo de las
heridas recibidas con el tiempo y de su diferente estado de podredumbre, pero
siempre resultaban aterradores, aunque sólo fuera por su mirada vaga y su expresión
de rabia. En una época se pensó que acabarían pudriéndose y desapareciendo, pero ya
eran muy pocos los que tenían fe en ello.
Este muerto en particular había perdido la mandíbula inferior, quién sabe cómo, y
chorreaba un líquido negro y viscoso. Uno de ellos fue alcanzado por unas gotas de
ese líquido y perdió tiempo intentando quitárselo. Uno de los caídos, los muertos que
ya no volverían a andar, se arrastró desde su escondite debajo de un coche y,
cogiéndole por sorpresa, le mordió con fuerza en la espinilla. Sintió un nudo en el
estómago, pero ya era demasiado tarde para ayudarle. Otro de sus compañeros, al ver
que el herido empezaba a gritar de dolor, sin pensárselo dos veces, le golpeó con
todas sus fuerzas en la sien. La maldición se propagaba mediante el mordisco, y nadie
que hubiera sido mordido podía volver. Era la ley.
Aquí fuera, cualquier distracción era mortal. Debían lograr su objetivo y volver
cuanto antes a la seguridad del refugio. Tenía algunas ideas de dónde podríamos
encontrar el objeto que les habían pedido, y pretendía que llegaran los primeros.
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Echó un vistazo atrás para comprobar la situación y, una vez más, pudo ver cómo
los no muertos, surgidos de quién sabe dónde, habían aparecido por todas partes y se
abalanzaban sobre los últimos en subir. Su pecho se llenó de orgullo cuando observó
cómo Ángel, un compañero con el que había estado practicando maniobras de
evasión, evitaba ser atrapado poniendo en práctica una pirueta que él le enseñó. En
otros puntos de la estación, varios de sus compañeros golpeaban salvajemente a los
no muertos que les perseguían. La táctica era simple: fuertes golpes en las rodillas
hasta que caían al suelo y permitían un ataque claro y directo a la cabeza. Era la única
forma de acabar con ellos.
Pero él ya había comprendido que no importaba cuántos mataran porque siempre
había más, tan dispuestos como los primeros a seguir intentando devorarles. Ya sólo
intentaba liquidar a los imprescindibles para conseguir su objetivo.
Llegaron al final del callejón, donde una furgoneta bloqueaba la salida desde
hacía años. Como tantas otras veces, se agachó y reptó por debajo, sin soltar la mano
de Sandra. Pero cuando se estaba levantando, sintió un movimiento a su izquierda.
Un muerto, cuyos pies debían de estar ocultos por las ruedas del vehículo, estaba
esperándoles en la otra parte. Intentó evitar que le atrapase, pero no había tiempo, y
sus helados y malolientes dedos se cerraron en torno a su brazo. Le golpeó con todas
sus fuerzas la pierna y pudo oír un crujido, y sintió un tirón conforme su oponente se
derrumbaba, intentando arrastrarle al suelo consigo.
Era mucho más fuerte que él, y lenta e inexorablemente arrastraba su brazo hacia
su maloliente boca. Intentó golpearle en la cabeza, pero no tenía ángulo para acertarle
de lleno, y el miedo se apoderó de Daniel. El hedor de este muerto en particular era
insoportable; varios gusanos se movían por debajo de su piel, que también era un
criadero de moscas. Si lograba morderle, estaba condenado a muerte. Nunca se logró
descubrir una cura cuando la ciencia era común y avanzada, y ahora ya no disponían
de los medios. Flexionó la pierna intentando interponerla entre ellos, pero únicamente
consiguió retrasar lo inevitable unos segundos, y, terriblemente asustado, comenzó a
gritar.
En ese momento sintió que la presión en su brazo desaparecía y, al abrir los ojos,
vio que Sandra había destrozado el cráneo de su atacante con su arma. Estaba
llorando.
—No deberías haber gritado —susurró, mientras le abrazaba, intentando
tranquilizarle, y sabía que ella tenía razón. Cada momento que estuvieran parados
aumentaba el peligro.
Algunos de los muertos estaban llegando hasta la esquina, pero reaccionaron en el
último momento, y afortunadamente aún no eran tan numerosos como para cortarles
todas las rutas de huida. Eran más rápidos que ellos, mientras siguieran corriendo.
Continuaron la carrera hasta llegar a la avenida paralela, donde se detuvieron para
inspeccionar la siguiente calle. Daniel no se había equivocado. Allí estaba aquel
antiguo local acristalado, con cientos de objetos diferentes colocados para poder ser
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observados. Se giró hacia Yolanda y le susurró:
—Tengo que entrar. No hay ningún muerto a la vista, pero no podemos ser
descuidados. Yo me llevaré la linterna, y la cuerda sujeta con la otra mano. Si ves que
algún muerto se acerca a menos de cincuenta metros, tira de la cuerda. Eso significará
que saldré lo antes posible y nos retiraremos hacia la siguiente estación.
—¿Y si dentro hay alguno? —le respondió ella, hablando tan bajo que
comprendió más que escuchó su pregunta.
—Llevo la palanca. No me pasará nada —dijo Daniel, sin estar seguro de que
fuera cierto.
—Vuelve —le susurró, mirándole fijamente a los ojos.
Daniel asintió con la cabeza, le dio un extremo de la cuerda y un beso y, mientras
ella se escondía, se deslizó sigilosamente hacia el local.
La puerta estaba ligeramente entornada. Escuchó atentamente, pero no se oía
nada. Nervioso, tragó saliva y entró, procurando hacer el menor ruido posible. El
polvo acumulado durante mucho tiempo se removió, y en pocos minutos una densa
nube de partículas en suspensión invadió el local. Estaba preparado. Llevaba unas
viejas gafas de plástico que le protegían ojos y nariz, y un pañuelo mugriento para
taparse la boca.
Se movió rápidamente por entre las filas de estanterías, con la linterna apagada,
hasta que llegó a una zona despejada. Cubriendo la linterna con la mano, consultó
rápidamente la fotografía. ¡Premio! Había acertado, el estante superior tenía varios de
los frascos que les habían pedido a ellos.
Entonces escuchó un ruido a pocos metros detrás de él. Uno de los muertos,
alertado por el destello de su linterna, había finalizado su letargo y se dirigía hacia él.
El polvo caía de su cuerpo conforme avanzaba, arrastrando un sinfín de telarañas, y
de su garganta salió un profundo gemido. Como si hubiera saltado una alarma, se
oyeron diferentes sonidos por varios puntos del local, incluso alguno de respuesta.
Varias nubes de polvo señalaron sus posiciones, aproximadamente, y Daniel decidió
arriesgarse.
Desató la cuerda de su cintura, para tener movilidad, y se preparó para actuar. En
lugar de atacar al muerto más cercano, se situó al principio del pasillo e intentó con
todas sus fuerzas volcar la estantería. Poco a poco, centímetro a centímetro, el muerto
se acercaba a él, y cuando estaba a punto de agarrarle, las sujeciones de la estantería
cedieron por fin y toda la hilera de baldas se desplomó sobre su atacante. Con un
tremendo alboroto, lo que quedaba en esos estantes rodó por los suelos de todo el
local, y levantó tanto polvo que incluso a través de sus gafas dejó de ver por unos
momentos. Estiró el brazo todo lo posible y agarró un frasco, primero, y luego otro,
se echó uno bajo cada brazo y salió por la puerta antes de que los confusos no
muertos tuvieran tiempo de acercarse. Pero el ruido se había oído con claridad desde
la calle, y se empezaba a notar el movimiento de los cadáveres en busca de su origen.
Mientras Sandra recogía la cuerda todo lo deprisa que podía, Daniel comprobó
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que no se había equivocado con su objetivo. Le dio uno de los frascos a Sandra y se
aferró al otro. Por todas partes empezaban a verse figuras tambaleantes, que
delataban su condición con sonidos guturales, alertándose unos a otros. Tal y como
una vez le habían explicado, los muertos no eran inteligentes. Pero como ocurre con
los pájaros y los peces, que tampoco lo son, el comportamiento de la manada sí que
lo es. Se coordinan, compensan sus debilidades con su enorme número y finalmente
rodean y atrapan a su presa. Por todas partes, el murmullo de cientos de gargantas
resecas y polvorientas se extendía, mientras los incursores corrían entre ellos,
tropezaban o rompían cosas y, en resumen, llamaban la atención de los muertos.
A su alrededor, la ciudad de Valencia estaba volviendo a la actividad, aunque
fuera una actividad siniestra. Daniel y Sandra corrieron y corrieron, y, como en otras
ocasiones, Daniel pudo ver cómo se les terminaba el tiempo. Las figuras de pie
empezaban a apelotonarse, bloqueando calles y accesos, limitando las opciones de
huida. Corrieron y corrieron, mientras el espacio disponible se lo permitía, y cuando
estaban alcanzando el límite de sus fuerzas, acabaron llegando al viejo cauce del río.
Con escasos metros de ventaja sobre sus perseguidores, tuvieron que actuar deprisa.
Enlazó la cuerda alrededor de uno de los remates de adorno y la sostuvo mientras
Sandra trepaba y empezaba a descolgarse por uno de los extremos. En cuanto bajó un
par de metros, Daniel rodó sobre la barandilla y se dejó caer, confiando en que el
peso de Sandra detendría su caída. Y simultáneamente fueron bajando, mientras los
primeros muertos empezaban a asomarse al desnivel de casi diez metros. Tan pronto
llegaron al fondo, estiró y recuperó la cuerda y se alejaron, antes de que la presión de
la multitud hiciera caer a sus perseguidores sobre sus cabezas.
Apenas media hora después, llegaron a la entrada del refugio. Había muchas
salidas, pero sólo una entrada, y estaba fuertemente guardada. Se acercaron al
interfono, pulsaron y dijeron la palabra clave. La pesada puerta metálica corrió por
sus raíles dejando una abertura de apenas veinte centímetros de ancho. Se escurrieron
por el hueco y entraron en el edificio. Tan pronto entraron, fueron desnudados y
revisados en busca de señales de mordisco, y su botín fue enviado a los mandos. Ellos
se abrazaron. Si los cálculos de Daniel eran correctos, sólo le quedaban un par de
misiones más y tendría todos los puntos necesarios para convertirse en adulto. Y
entonces la elegiría a ella como esposa.
A su alrededor, varios de sus compañeros también habían vuelto, aunque no
todos. Uno de los más pequeños lloraba desconsolado, aterrado por su primer
encuentro con los muertos. No importaba. Seguían siendo los únicos capaces de
sobrevivir en el exterior, gracias a su velocidad, a su destreza y a su habilidad para
colarse por los lugares más inesperados. Hasta que pudieran reconquistar la
superficie, los niños seguirían obteniendo los recursos imprescindibles para todos.
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que los niños habían logrado rescatar. Ambos saludaron a los dos ancianos que
entraron.
—¿Cómo ha ido la incursión?
—Bastante bien. Por lo menos veinte litros de whisky, varios paquetes de pilas,
más de cien condones. Esta noche vamos a celebrar una buena fiesta.
—¿Alguna baja que lamentar?
—Menos de las habituales: sólo dos niños han muerto. Señor, uno de ellos
informa de haber visto un muerto muy reciente cerca de la entrada. ¿Es posible que
queden supervivientes fuera del refugio?
—Oh, lo dudo. Han pasado casi quince años desde que esto comenzó. Desde el
día en que decidimos desertar de nuestros puestos y hacernos fuertes en el metro.
Acabamos permitiendo el paso de quien nos interesara, como mujeres, técnicos, etc.
Hemos afrontado muchas amenazas, y no creo que nadie tuviera mejor escondite ni
más suerte que nosotros.
—¿Quién iba a pensar que acabaríamos teniendo una plaga de niños? —dijo uno
de los soldados, jocosamente, y el otro, siguiendo la broma, le respondió.
—Es el problema cuando ya no hay televisión, que hay que entretenerse en algo,
ja, ja, ja.
Se asomó por la puerta del cuarto. Desde ahí se dominaba la estación, se veían las
hileras de cultivos, a las mujeres encargadas de su cuidado, a los artesanos que les
fabricaban todo lo que necesitaban. Aquí eran adorados como dioses. Esto era un
auténtico paraíso.
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¡CLONK!
Sergio de Marcos
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el cura, y salió a media carrera hacia él. Jacobo, el cura rechonchete, gritó a los
presentes: “¡¡Corred, hijos míos!!”, mientras él mismo salía de detrás del púlpito,
aunque no le sirvió de mucho. Antes de salir corriendo, pude ver cómo le arrancaban
parte del cuello de un mordisco. Fue entonces cuando cundió el pánico. Una cuarta
parte de los presentes se quedó por el camino bajo los pies de la marabunta de gente
aterrorizada. La gran mayoría de los demás murió en las calles, a la salida de misa,
como ovejas en el matadero. Cogí a mi familia y los puse delante de mí a correr en
dirección a nuestra casa: así podía ver cuánto se les acercaban y evitar que las
cogieran. Todo fue frenéticamente rápido.
»Procuré mantener a mi mujer y a mi hija en el centro de la masa de gente. A
nuestro alrededor, los conocidos de toda la vida, con los que crecimos, eran cazados
por vecinos y amigos. Yo me decía que tenía que velar por mi familia, que no podía
hacer nada por los caídos. La masa de gente comenzaba a verse mermada, de modo
que pronto estaríamos a su alcance, pronto serían otros los que verían cómo éramos
alcanzados por las mandíbulas hambrientas de los caídos».
¡Clonk! ¿Por qué no morí en ese momento? ¡Clonk! ¿Por qué no pude ahorrarme
este calvario que no conduce a ningún sitio? ¡Clonk! ¡Diosssssss!, ¡cállate ya!
¡Clonk! ¡Muérete de una vez y deja de moverte! ¡Clonk! Acaba ya con este tormento.
¡Clonk! Haz que caiga un rayo sobre él. ¡Clonk! O sobre mí, pero no te rías más.
¡Clonk!
Estoy vivo, sí. ¡Clonk! Pero más muerto que ellos, no puedo ni pensar con
claridad. ¡Clonk! No ha pasado ni una semana y ya no recuerdo ni los nombres.
¡Clonk! Ni las caras. No es que no estén ahí, ¡clonk!, es que cada vez que trato de
concentrarme en algo…, ¡clonk!, ese ruido me va minando hasta que desisto de puro
cansancio. ¡Clonk!
Recordar lo ocurrido esta semana, ¡clonk!, es lo único que puedo hacer, ¡clonk!
En realidad no lo hago conscientemente, ¡clonk!, sólo cierro los ojos y el repicar
constante en la pared, ¡clonk!, me sumerge en la vorágine destructiva de estos días.
¡Clonk! Cierro los ojos y respiro profundamente. ¡Clonk!
«El caso es que esa vez creí que la suerte nos sonreía, ya que nuestros feroces
enemigos fueron quedándose atrás con sus víctimas. Alguno nuevo se unía, pero
enseguida cazaba a alguien y dejaba de seguirnos; de esta manera tan lamentable
conseguimos salvarnos por el momento. Cuando quedábamos menos de diez
personas y estábamos a menos de una manzana de nuestra casa, conseguimos dejar
atrás a todos los muertos, por lo menos a los que nos seguían, porque en la calle había
alguno delante de nosotros, pero no parecían habernos visto todavía.
»Fue entonces cuando David, el hermano de uno de mis mejores amigos de la
infancia, nos instó a seguirle a su coche, un monovolumen con bastante capacidad
que tenía aparcado allí mismo. Yo, en nombre de mi familia, me negué, no íbamos a
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caber todos; además, me veía más seguro en mi casa que en la calle rodeado de seres
antiguamente conocidos pero que a fecha de hoy sólo me veían como un plato de
comida muy suculento.
»Nos separamos de los demás y fuimos escondiéndonos tras los coches hasta
llegar a nuestro portal al final de la calle. Resultó ser la mejor idea que había tenido
en la vida. Apenas nos habíamos alejado cuando oí arrancar el coche. Lo oímos
nosotros y todos los vecinos enloquecidos y ensangrentados de la calle, que salieron
corriendo en dirección a él. Era nuestro momento, así que les indiqué a mi hija y mi
mujer que aceleraran el paso. Yo fui volviendo la vista atrás esperando ver a David y
los suyos alejándose con el coche, pero no llegaron ni a moverlo: los infectados
rodearon el vehículo y sacaron a todos, uno por uno. Los gritos nos acompañaron
hasta que doblamos la esquina, donde paramos a recuperar el aliento.
»Tras un par de segundos, pues no podíamos permitirnos más, me asomé a la reja
del portal y vi a la familia del cuarto C, mordidos y cubiertos de sangre. Permanecían
estáticos entre la puerta del portal y la reja exterior, donde estábamos, con la piel
blanquecina y amoratada y la vista perdida en la nada.
»Indiqué a mi familia que se escondiera tras nuestro coche, que estaba aparcado
junto al portal, mientras yo abría el portón exterior y llamaba la atención de los
vecinos. De esta manera los alejaría lo suficiente para que entraran mi mujer y mi
hija, luego volvería corriendo y cerraría la puerta. Con un poco de suerte, podríamos
subir las escaleras sin percances, o no, pero de eso no me podía preocupar hasta estar
dentro.
»Al principio todo parecía ir bien: abrí la puerta bruscamente dejando las llaves
en la cerradura; al momento me miraron con una cara que no mostraba ira alguna,
únicamente una profunda necesidad. No se comían entre ellos, parecía que sólo la
carne viva, la sangre fluyendo, les atraía.
»Salieron a media carrera tras de mí; parecían algo entumecidos, de modo que
sólo tenía que alejarlos un poco, pero antes de que pudiera pasar la esquina del portal,
varios asomaron por ella. Yo iba mirando para atrás y, de no ser por el grito de alerta
de mi hija, no habría conseguido esquivarlos. Jamás olvidaré su carita al darse cuenta
de lo que había hecho; abrieron las puertas y se escondieron dentro. Deberían haber
intentado correr, pues así, a lo mejor, las habría podido ayudar.
»Los muertos se volvieron y se echaron sobre el coche. Ocurrió todo tan rápido
que no pude hacer nada por ellas. Me habría vuelto loco al verlas morir, así que corrí
hacia el portal, cerré la puerta y me adentré en el edificio.
»Subí las escaleras deseando encontrarme con uno de ellos para terminar así mi
sufrimiento, pero no hubo suerte. Llegué a la puerta de mi casa y me encerré en el
silencio de su recuerdo.
»Pasé ese día y el siguiente completamente aletargado viendo a mis vecinos y
amigos deambulando por la calle en un estado lamentable: les faltaban miembros y
parecían cubiertos de mordiscos. En varias ocasiones estuve a punto de saltar por el
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balcón, pero fui demasiado cobarde hasta para eso».
«La noche del segundo día me acerqué a la cocina: tenía una sed que dolía y no
podía aguantar más sin beber ni comer; ya que no tenía valor para morir, de momento
me ahorraría el sufrimiento físico, al menos mientras me duraran las reservas. Al
abrir la nevera, se encendió la luz interior, iluminando parte del alféizar, y en ese
momento me di cuenta: si yo había sobrevivido, quizá también algún vecino lo
hubiese conseguido y estuviese escondido en su casa.
»Encendí los halógenos de la cocina y me asomé a la ventana. Lo que presencié
me demostró que no quedaba nada vivo dentro de esas carcasas, sólo el ansia por la
vida ajena.
»Resultó que no quedaba ningún vecino vivo. Poco a poco los cadáveres andantes
se fueron asomando a las ventanas, con esa mirada de extrema necesidad, alargando
los brazos para intentar llegar hasta mí, hasta lo que para ellos era la vida. Uno tras
otro fueron cayendo al patio y todos, sin excepción, ya fuera andando o arrastrándose,
se amontonaban al pie de mi ventana sin perderme de vista, con esos ojos que me
suplicaban que compartiera mi vida con ellos. Pero no sería ese día, así que me alejé
de la ventana y apagué la luz; me vendría bien dormir un poco.
»Otro gran error, no por las pesadillas —tuve unas cuantas—, sino por el último
sueño, el último que me he permitido tener, pues desde entonces no he vuelto a
dormir.
»Era domingo y nos levantábamos los tres vivos. Habíamos decidido tomarnos el
día libre y nos habíamos ido al campo; disfrutábamos en el río, y mis dos princesas
estaban más vivas que nunca. Antes de que pudiera darles un último abrazo y decirles
lo mucho que las echaba de menos, me desperté y las volví a perder. En esa ocasión
casi consigo saltar por el balcón.
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»Pasé otro día medio comatoso en el sofá, tratando de convencerme de que no
habría podido hacer nada, no habría podido salvar a ningún vecino, a ningún amigo,
ni a mi mujer ni a mi hija. Fue a mí mismo al único que conseguí salvar y a la vez
condenar para el resto de la vida, que por suerte parecía tener los días contados.
»En mitad de la noche oí un ruido, como un rascar de uñas sobre la madera, y
pensé que podía tratarse de algún vecino muerto. Al instante me vino la idea a la
cabeza: en realidad no había visto morir a ninguna de las dos… Tal vez en este caso
los cristales habían aguantado y al oír la puerta cerrarse se habían alejado del coche
dejándolas vivas, y ahora habían conseguido escapar y llegar a casa. Salí lo más
rápido que pude sin hacer ruido y me asomé a la mirilla, pero no vi nada.
»El rascar seguía. Si era un monstruo y me descubría tras la puerta, podría echarla
abajo y sería mi fin, pero si era alguno de mis soles… Tenía que comprobarlo. Si
abría la puerta sólo un poquito, lo justo para ver quién era, podría cerrarla
rápidamente y bloquearla con algo o abrirla del todo y recuperar algo de felicidad.
Estaba decidido, sólo una rendija para poder comprobarlo. Error.
»Nada más abrir se abalanzó sobre mí con la boca abierta de par en par y la
saliva, mezclada con sangre, goteando por la barbilla.
»Era una pequeña criatura infectada con unas ganas incontrolables de comerme y
una fuerza superior a la mía. Sólo tenía un punto a mi favor: era algo torpe, y llevaba
además la ropa hecha jirones, lo que le impedía moverse con toda la agilidad que
habría querido. Así que la aparté hacia un lado fácilmente y, antes de que cayera al
suelo, conseguí levantarme y escabullirme hasta el estudio. Nada más entrar, cerré la
puerta tras de mí, coloqué una estantería como refuerzo y me senté a esperar. Al poco
debió de olerme, sentirme, oírme, no sé cómo, pero comenzó a golpear la pared
tratando de alcanzarme».
¡Clonk! Las horas se sucedían, el día y la noche son ya casi lo mismo. ¡Clonk!,
una sucesión de golpes constante, un recuerdo de aquello en lo que se ha convertido
todo lo que me rodea. ¡Clonk! Traté inútilmente de leer alguno de los libros que tenía,
¡clonk!, pero mi persistente compañero hacía que fuera imposible concentrarse en
cualquier cosa. Y así hasta hoy. ¡Clonk!
La falta de líquido acabará conmigo en un par de días a lo sumo. ¡Clonk! Con
tanta agua y comida tan cerca, y sin poder alcanzarla. ¡Clonk! Al igual que mi
compañero de piso, uno de los dos acabará alimentándose. ¡Clonk! O acabo con él o
terminaré abriéndome las venas y la puerta para que deje de torturarme con su
hambre. ¡Clonk!
Pero yo jamás he matado a alguien. ¡Clonk! Seré capaz de acabar con mi pequeña
compañía. Técnicamente hablando, no es mala. ¡Clonk! Sólo tiene hambre, un
hambre sin fin, sin fondo, lo he visto por la calle. ¡Clonk! Tras darse un festín con
algún incauto, se levantan con la misma ansia en los ojos, ¡clonk!, como si no
hubieran comido en décadas.
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No tienen ningún control. ¡Clonk! Son seres sin cerebro que se limitan a destruir,
no son las personas que eran antes. ¡Clonk! No merecen ninguna compasión, no están
vivos, están muertos. ¡Clonk! Yo soy el que sigue vivo y tengo que continuar
luchando por mantenerme así. ¡Clonk! Debo pasar página, dejar mis sentimientos
atrás y seguir viviendo. ¡Clonk!
Si realmente lo voy a hacer, tendrá que ser ya, ¡clonk!, antes de que pierda el
juicio del todo. ¡Clonk!, acabar con ese ser para poder seguir vivo. ¡Clonk! Al alba
veré un nuevo día o presenciaré el último. ¡Clonk!
Por fin, ya sale el sol. ¡Clonk! Respiro profundamente varias veces mientras me
digo que todo va a salir bien. ¡Clonk! Me quito la camiseta, rasgo un trozo para
después y me hago un corte en la mano. ¡Clonk! Empapo la camiseta con mi sangre
caliente y me tapo la herida con lo que queda de ella. ¡Clonk! Lo fácil ya está.
Asomo el cuerpo por la ventana y lanzo el trozo de tela al balcón. ¡Clonk! Surte
efecto antes de lo que esperaba y me encuentro frente a ella otra vez, con sus harapos
rojos hechos jirones. Antes de coger el trozo de tela, me ve y se gira, con esos ojos de
suprema necesidad.
Para cuando soy capaz de recuperarme, está tratando de alcanzarme saltando por
encima de la barandilla. Todo está llegando al final. Me echo para atrás y ella se
adelanta para cogerme, pero no llega, se resbala y cae al vacío. Ya está, libre.
La cojo de la mano antes de que se caiga —qué padre no lo haría—; ya sé que
está muerta, pero sigue siendo mi hija, no puedo fallarle otra vez, no puedo verla
morir de nuevo sin hacer nada. Con su tremenda fuerza, se alza y me arranca de un
mordisco medio antebrazo. La mano se me desprende del peso y ella cae… Ya no
tengo futuro, así que la sigo en su último viaje.
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FRAGMENTOS DE NUESTRA MUERTE
Santiago Eximeno
Génesis
Aunque resulta imposible señalar con precisión el instante exacto en que todo
comenzó, hemos aceptado la fecha del 23 de mayo de 2016 como el Día de Difuntos.
A partir de ese día, todas las mujeres, por remoto que fuera su lugar de residencia, por
inusual que fuera su condición, dieron a luz a niños muertos.
Todas las mujeres sin excepción.
En todos los lugares del mundo.
A partir de ese día todos los partos que tuvieron lugar trajeron un cadáver
consigo. Ninguno de los bebés sobrevivió. Partos naturales, partos programados,
partos vaginales, cesáreas. Todos ellos condenaron a los recién nacidos a una muerte
prematura, inesperada. Los hospitales se convirtieron en tanatorios; los tanatorios, en
centros de acogida.
El 23 de mayo de 2016 la muerte se enseñoreó del mundo y acabó con cualquier
atisbo de esperanza que la humanidad pudiera albergar.
El 23 de mayo de 2016 fue el día que comenzó el fin del mundo. Trescientos
sesenta y cinco días después, terminó.
365
Éramos primerizos, nuestro primer hijo. Habíamos estado la semana anterior en el
hospital por una falsa alarma. Mi mujer se despertó por la noche y me susurró al oído
que la hora había llegado. Sonreía. Cuando se levantó, las sábanas estaban
empapadas. Yo creía —ella también— que había roto aguas. Nos vestimos con
calma, recogimos todo lo necesario y bajamos hasta la entrada del edificio. Fui a
buscar el coche. Era de noche, una noche en la que hacía frío, inusual para la época
del año en que nos encontrábamos. Cuando llegué hasta el coche, aparcado a un par
de manzanas de nuestra casa, me di cuenta de que me había olvidado las llaves. Volví
a por ellas corriendo, riéndome a carcajadas, incapaz de controlar mis nervios. Laura
me sacó la lengua al llegar al portal. El llavero tintineaba en su mano derecha,
colgando entre sus dedos como uno de esos cacharros que suenan con el aire. La besé
y cogí las llaves.
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Tardamos menos de quince minutos en llegar al hospital. Una enfermera, toda
sonrisas, nos acompañó hasta la que sería nuestra habitación. Mi mujer se tumbó en
la cama, esperó. El sudor brillaba en su frente. Vino un médico, rostro serio, manos
temblorosas. Nos dijo que todo iría bien. Que no nos preocupáramos. Esa frase tuvo
el efecto contrario. Salí del cuarto cuando entró la matrona. Necesitaba beber algo.
Junto a la máquina de refrescos, un hombre lloraba. «Muerto —me dijo—, ha nacido
muerto». Después se dejó caer en una silla de plástico, el rostro oculto entre las
manos. Se me revolvió el estómago y volví al cuarto. La matrona vio mi rostro, trató
de tranquilizarme. «Todo va a ir bien —dijo—, no pasa nada, es sólo que…». Dejó la
frase sin terminar. El médico me dijo que sería una cesárea, que debía esperar fuera
del quirófano.
Le pregunté si algo iba mal.
No me contestó.
La niña iba a llamarse Asia. Nació muerta. Entonces no sabíamos nada, después
vimos las noticias. Todos los niños nacían muertos. Entonces no sabíamos nada, sólo
que habíamos perdido a nuestra hija. Habíamos perdido nuestra esperanza, nuestras
ganas de vivir.
Habíamos perdido todo lo que teníamos.
361
No creo que nadie pensara que sería tan fácil situar el día, el instante preciso, en
el que comenzó el fin del mundo. No creo que nadie supiera, ese día, que el fin del
mundo había comenzado. Viéndolo con perspectiva, me resulta difícil recordar qué es
lo que estaba haciendo exactamente. Sé que aquel lejano día de mayo, hace ya tantos
y tantos años, fuimos a visitar a mi abuela al hospital. Había llevado una vida feliz,
rodeada de sus hijos, de sus nietos. Con el paso de los años, había engordado, tanto,
que le resultaba imposible comer sin dejar caer algo —un trozo de pescado, unas
gotas de salsa— en el largo camino que debía recorrer el cubierto de la mesa a su
boca. Siempre sonreía con condescendencia cuando hacíamos referencia a su peso,
cuando nos preocupábamos por ella. Había criado a sus hijos, e incluso a uno de sus
nietos, y ya no sentía miedo por su vida. Todo estaba hecho. Su marido, mi abuelo, la
cogía de la mano en los restaurantes y, con delicadeza, limpiaba las manchas
inesperadas que se formaban en sus vestidos de flores. Siempre vestidos de flores,
amplios, que le resultaran cómodos, que le quedaran bien. De pequeño mi abuela era
para mí como un enorme peluche en forma de barril, enorme y cariñoso, adorable.
Una mujer activa a pesar de su peso, maquillada lo suficiente para resultar atractiva
pese a su edad, elegante y a la vez cercana y amable.
Tenía cáncer.
A pesar de ello, se esforzaba por parecer alegre. Sonreía, cogía nuestras manos,
hablaba en susurros mientras el cáncer devoraba sus pulmones. Los médicos nos
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dijeron que la mantenían sedada con morfina, que no pasaría de aquella semana.
Fuimos fuertes: cuando la vida nos la arrebató, no lloramos.
La enterramos junto a su marido, tal y como nos había dicho.
Después el mundo entero se fue al infierno, llevándose por delante todo aquello
en lo que habíamos creído.
Vimos a mi abuela un mes después, tambaleándose, caminando desnuda por las
calles. Ya no era ella, claro, era una de esas cosas.
Sin embargo, cuando la vimos morir por segunda vez, sí lloramos.
346
Pobrecito, tan frágil, tan desamparado, tan hermoso y tan triste. Papá podrá decir
lo que quiera, mi niño, podrá gritar y enfadarse como a veces se enfada, papá podrá
decir lo que quiera, hijo mío, pero yo sé que aquí estarás bien. Aquí es donde tienes
que estar, con tus padres, no en ese hospital blanco, frío, en ese hospital donde nadie
te cuidaba. Te dejaban allí, junto a los otros, apilados como un montón de juguetes
olvidados.
Aquí en casa estarás bien.
Esos niños estaban muertos, hijo mío. Tú no lo estás. Sé que no lo estás. Mírate,
tumbado en la cuna boca abajo, con tu precioso pijama azul con dibujos de barcos y
mares. ¿Cómo podrías estar muerto, hijo mío? Están locos los que dicen eso. Están
locos, mienten. O están equivocados, como papá. «Ofuscado» suele decir él cuando
alguien es incapaz de ver la verdad aunque las evidencias frente a él se lo griten a la
cara. Papá está ofuscado y tú estás vivo.
Vivo.
Por eso agitas tus manitas en la cuna, por eso abres la boca y sé que quieres decir
«mamá», pero no puedes porque todavía no sabes decir «mamá». Ni «papá». Pero
papá no está aquí para oírte, mi niño. Y sé que te gusta que te acaricie la espalda, y lo
hago, y te miro y te das la vuelta y abres la boca. Y susurras y dices algo y no te
entiendo, mi niño. Y te paso la mano por la cara, por los ojos.
Estoy llorando, ¿no es triste? Y papá no ha vuelto. Dice que ha leído cosas en la
red, que hablan de una plaga, de bebés gateando por las calles, de sangre, de niños
que han muerto y han resucitado. Yo no entiendo nada de eso. Si fuese cierto, ¿no
haría algo el gobierno? Todo eso me asusta, mi niño, me da miedo pensar que tú
podrías, que tú harías… Pero no, tú no harías nada de eso.
Entonces me muerdes.
Duele, y ahogo un grito.
Pero no me enfado.
Porque estás vivo.
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Sangre, eso es lo que recuerdo. Sangre por todas partes. Cuando trabajas en un
hospital, estás acostumbrada a la sangre, pero no de esa forma, no. No de esa manera.
Con todos aquellos pequeños cuerpos en fila, empapados en su propia sangre.
Llevábamos horas allí, y cada nacimiento era una orgía de llanto y dolor, y todas
estábamos nerviosas, sentíamos pánico, no comprendíamos qué coño tenía Dios en la
cabeza para permitir que ocurriera algo así.
Una de las chicas nuevas, de las jóvenes, con mucho maquillaje y piernas largas,
lloraba acurrucada en una esquina. Tenía los dedos enredados en el pelo, como si
pretendiera arrancárselo a puñados. Manchas rojas recorrían de arriba abajo su
uniforme blanco, la piel de sus brazos desnudos, su rostro. De vez en cuando dejaba
de llorar y, entre jadeos, decía cosas a las que nadie prestaba atención. Bastante
ocupadas estábamos las demás, colocando los cuerpos sobre las cunas, tratando de
limpiarlos con toallitas como si aquellos jodidos bebés estuvieran todavía vivos. Los
doctores se movían como autómatas por los pasillos, hablando con los padres,
sonriendo, agitando los brazos como títeres en manos de un ciego. Las madres
gritaban, los padres amenazaban. Sentían la necesidad de comprender lo que había
ocurrido, y, como no podíamos explicarlo, nos culpaban.
No me importaba.
Lo único importante era la sangre, la sangre que empapaba el cuerpo de los niños,
mis manos, mi ropa. Algunas enfermeras hablaban por el móvil, imagino que con sus
padres o con sus novios o vete a saber con quién. Todas gritaban, como si la distancia
que les separara de ellos sólo pudiera ser salvada por un arrebato de histeria. No las
culpaba, todo aquello era una locura. En ese momento, claro, no sabíamos nada.
Habíamos oído rumores, y teníamos nuestra ración de cadáveres, pero no sabíamos
nada. Después ya tendríamos tiempo de hundirnos, de llorar, de rezar.
Entonces lo único que podíamos hacer era limpiar esos cuerpos y ordenarlos en
fila, a la espera de que pudiéramos encargarnos de ellos tras el papeleo.
286
Le dije a Balbina que lo mejor sería tenerlo en casa, encerrado en su cuarto. No
quería oír nada de lo que decía la televisión, así que la desenchufé. Balbina volvió a
enchufarla una tarde después de comer, así que fui en busca de un palo y golpeé la
pantalla varias veces con todas mis fuerzas, ignorando sus gritos, hasta que estuve
seguro de que nunca volvería a funcionar. Los vecinos se acercaron hasta nuestra casa
para hablarnos de nuestro hijo, pero no les abrí la puerta. Gritaron por las ventanas
que nos denunciarían, que llamarían a la policía o al ejército para que entraran en
casa por la fuerza. Balbina lloraba en la cocina; yo me limité a cargar la escopeta y
lanzar dos tiros al aire. Para amedrentarlos nada más; no quería hacer daño a nadie.
Mi hijo daba golpes a la puerta, a las paredes. Gruñía como un animal rabioso,
gemía. Creo que lo que me ponía los pelos de punta eran los gemidos. Busqué el
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berbiquí e hice un agujero en la puerta para poder verle. Tenía la piel gris, los ojos
blancos. Estaba desnudo. Como si fuera un bebé, trataba de introducir los dedos de
sus pies en la boca. Vi la sangre, las heridas. Ya se había comido al menos tres.
Balbina me suplicó que entrara y le disparara.
No pude.
Era mi hijo.
Una noche, desesperado, abrí la puerta y me senté en las escaleras a esperar. No
tardó mucho en salir. Creí que se abalanzaría sobre mí sin más. Ni siquiera había
cogido la escopeta.
No lo hizo.
Gimiendo, descomponiéndose a cada paso, entró en nuestro dormitorio y se
abalanzó sobre Balbina.
Siempre había querido más a su madre.
283
La multitud espera en silencio frente a las puertas del cine. Los cuerpos se rozan,
se golpean con cada movimiento, y ocasionales gemidos recorren el gentío,
convertido en una masa sin nombre que ansía entrar en el edificio.
Dentro, sentado en una de las butacas centrales de la sala, disfrutando de la que
probablemente será mi última cesta de palomitas, espero. Han llegado tantos hasta
aquí, atraídos por los recuerdos, por los buenos momentos, que me resisto a abrir las
puertas y acabar con la magia del momento. Sólo un poco más, me digo, sólo unos
minutos más de soledad frente a la gran pantalla, esa gran sábana blanca que,
expectante, aguarda a que comience la proyección.
Termino las palomitas y, de camino a la sala de proyección, dejo caer la cesta en
una de las papeleras del pasillo. Todo está en silencio. Así ha sido desde que ocurrió,
desde que ese final que tantos habían anticipado llegó. Soy de los pocos que han
resistido, parapetado entre carteles y nostalgias, convencido de que antes o después
proyectaría por última vez una película.
En la sala de proyección hace calor. Coloco el primer rollo, lo dejo todo
preparado. La película, una de esas lacrimógenas, comenzará en unos minutos.
Ha llegado la hora de abrir la puerta.
¿Cómo ha terminado todo así? No puedo entender que nadie detuviera a tiempo
esta plaga, esta barbarie. En cualquier caso, ya es tarde.
Los veo agolpados contra las puertas de cristal, gimiendo, arañando, suplicando.
Quieren entrar, quieren ver la película.
O quizá no.
Quizá estas criaturas muertas, estos seres grises sin alma que antes fueron seres
humanos, sólo quieran devorar mi cerebro.
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243
Los llevábamos al circo. Sí, de verdad, al circo. Recuerdo grandes jaulas, de
brillantes barrotes de acero, y dentro de ellas media docena de esas cosas, babeando y
gimiendo. Sus brazos surgían entre los barrotes como malas hierbas, nadie tenía valor
para acercarse a ellos. Tendríamos que haberlo comprendido entonces, saber que no
sería posible controlarlos, pero no nos preocupamos. Eran una atracción de feria,
nada más. La policía entraba en el recinto, se llevaba su parte y no decía nada.
Absolutamente nada. ¿Por qué iban a hacerlo? Al fin y al cabo, estaban muertos, y
ningún familiar había reclamado su cadáver.
Sí, eran peligrosos.
Sabías que si te mordían, la herida se infectaría y, sin remedio, al cabo de unos
días estarías dentro de la jaula. Pero qué coño, los leones también eran peligrosos. Un
chico joven, uno de los que se disfrazaba de payaso, un día se acercó demasiado a la
jaula y perdió un dedo. Así de simple, de un bocado se lo arrancaron. Recuerdo a esas
cosas peleándose por el dedo. Señor, qué patético. Lloró como sólo pueden llorar los
payasos mientras la gente gritaba y aplaudía y también lloraba.
Sí, al final terminó en la jaula. Esperamos al final de la función e, ignorando sus
gritos, le atamos a la cama y nos quedamos allí para asistir al cambio. Qué coño, se
había dedicado en cuerpo y alma al circo, no podíamos matarlo sin más. Así que
terminó con ellos, tan contento.
219
Digas lo que digas, es mi padre y no me marcharé sin él. No podría abandonarle.
Anoche el niño y yo bajamos al sótano, pertrechados con dos palas y una cuerda.
Logramos reducirle. Fue una noche larga, lo sabes, lo sé. Esos aullidos, tan extraños y
a la vez tan cercanos, tan familiares. Y el olor, ese tufo insoportable que nos obligó a
detenernos varias veces, controlando a duras penas las arcadas. Lo atamos a la mesa
con cuerdas, ganchos y cadenas y procedimos tal y como habíamos hablado. Oí tus
gritos desde el cuarto en el que te habíamos encerrado. Ya te dije que lo haríamos,
quisieras o no. Lo primero que hicimos fue amputarle las piernas, después los brazos.
No se nos ocurrió nada mejor. Cauterizamos las heridas con alcohol, con fuego. No
me pregunte de dónde lo sacamos. En cualquier caso, poco importa, ya sabes que la
sangre de estas cosas apenas fluye. Se apelmaza en las heridas, negra y caliente como
los restos de una llanta quemada. Esta misma mañana lo hemos colocado en la
carretilla. Ha tratado de mordernos un par de veces, pero ya no nos da miedo, sólo un
poco de respeto. Era mi padre. Es mi padre. Ya podemos llevarle con nosotros, todo
está arreglado. Cariño, mañana subiremos a por ti.
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215
Nos sentábamos en la playa a observarlos. Desde la distancia, parecían restos de
un naufragio, flotando a la deriva, deslizándose sobre las olas sin rumbo fijo. María
Jesús traía siempre unos prismáticos, y los tres nos turnábamos para verlos, allí
tumbados, olvidados por todos. Con nosotros bajaba Puck, nuestro perro. Correteaba
por la playa, hundiendo el hocico en la arena, ladrando. Ellos, ajenos a todo lo que no
fuera el mar, ni siquiera volvían la cabeza. Sabíamos que, de alguna forma, estaban
vivos, pues a veces la marea arrastraba a uno de ellos hasta la arena. Entonces,
torpemente, se alzaba y caminaba en dirección a nosotros, o a otro grupo que
estuviera más próximo. Las chicas chillaban y corrían, nosotros nos limitábamos a
caminar hacia él con nuestros palos, con nuestras navajas, y le golpeábamos hasta que
caía al suelo. Después hundíamos el arpón en su cabeza, como decía la radio.
Eso era al principio, claro.
Después empezaron a llegar a docenas, centenares de cuerpos grises,
hambrientos, empapados, caminando por la arena. Los soldados apostados en el
paseo marítimo disparaban y disparaban y disparaban. Nosotros esperábamos al otro
lado del paseo, abrazados, temblando, sabedores de que, antes o después, las
municiones se acabarían y aquellos inmigrantes que eran sus propias pateras se
apoderarían de nosotros.
206
Fui uno de los primeros voluntarios.
Vinieron los soldados a nuestras casas, armados, furiosos. Reclutamiento forzoso.
Cuando me vieron cojeando, me tomaron por los brazos y me arrastraron al exterior.
Mi madre gritó, pero no le hicieron caso. Me subieron en un camión junto a otros
chicos, la mayoría de mi pueblo, y nos llevaron al campo de concentración. Lo habían
levantado en mitad del campo, una endeble estructura de metal rodeada de vallas
coronadas por largas tiras enrolladas de alambre de espino. En el interior se
hacinaban los cuerpos de esas cosas. La mayoría, tumbados boca abajo, sólo un
puñado en pie, sus dedos engarfiados alrededor del alambre. Nos miraron con sus
ojos vacíos, gimieron.
«Vuestro objetivo es vigilarlos», nos dijeron. «Vuestro objetivo es no permitir que
salgan al exterior», nos dijeron. Nos dieron armas, nos apostamos junto a las vallas y
esperamos. De vez en cuando alguno de los chicos disparaba al interior de la jaula.
Los soldados nunca nos recriminaban por ello. Cada día llegaba un camión con más
de esas cosas. Las llevaban al interior del campo de concentración y las dejaban allí,
mirando al vacío, esperando. Nunca me pregunté por qué no les disparaban.
Nunca, hasta que trajeron a mi madre.
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205
Me han dejado atrás, me han abandonado. ¿Por qué lo han hecho? Creían que
sería una carga para ellos. Yo, que supe guiarles en la noche hacia lugares seguros.
Yo, que nunca les dije que se detuvieran, a pesar de que no podía seguir sus pasos.
Me han dejado aquí sentado, en la primera fila, porque soy ciego. En el interior de
este cine abandonado huele a rancio, a podrido. Lidia me ha dicho que volverían a
buscarme, que aquí estaría seguro.
Mentía.
Han pasado ya varias horas, no podría decir cuántas, y no han vuelto. Me dejaron
en la butaca de al lado mi bastón y una bolsa con un bocadillo y un poco de agua.
Comí y bebí hace ya mucho tiempo.
Me pregunto cuál sería la última película que proyectaron aquí.
Oigo ruidos algunas filas más atrás, un gemido apagado. Gruñidos. ¿Cuántos
habrán venido? Me incorporo, dispuesto a enfrentarme a ellos, empuñando mi bastón
como un estoque.
Soy ciego, pero puedo oír sus gargantas corrompidas, sus pasos temblorosos.
Puedo olerlos.
Mezclado con el hedor de la muerte, descubro el perfume de Lidia. Siento
entonces sus manos, frías, hambrientas, sobre mi rostro y comprendo que, al fin y al
cabo, no me habían mentido.
189
Mamá nos dijo que no fuésemos al colegio. A mi hermana le pareció bien, a mí
también. No nos gusta ir al colegio, nos gusta más jugar con nuestros amigos. Mamá
nos dijo que no podíamos bajar al parque, que nos teníamos que quedar en casa. Los
tres. Mi hermana y yo estuvimos jugando a las carreras, pero mamá nos dijo que nos
calláramos, que no hiciéramos ruido. Mamá se encerró en su cuarto y estuvo
escuchando la radio un buen rato. Nosotros encendimos la televisión, pero no
funcionaba. Todos los canales tenían una imagen fija con un símbolo raro, pero no
había sonido. Mamá se enfadó cuando vio la televisión encendida, me dio un azote
por ser el mayor. Lloré. Mamá llamó por teléfono, habló con alguien, preguntó por
papá. Llamaron a la puerta. Mamá gritaba al teléfono, no oyó la puerta. Mi hermana
también lloraba. Yo fui a abrir la puerta. Era papá. Tenía la cara gris, estaba
manchado por todas partes, olía mal. Mamá gritó, dejó caer el teléfono al suelo, se
tapó la boca con las manos. Yo dije «hola, papá». Él no dijo nada.
188
Cuando queríamos asustar a los niños, los llevábamos al autobús.
Los niños no entendían de miedos y peligros, para ellos todo era una aventura.
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Nos veían como padres severos, se sentían incomprendidos. Incapaces de
controlarlos, los cogíamos de la mano y los llevábamos al autobús. Al principio se
reían y se burlaban. «¿A quién le tocará?», gritaban. «¿Quién bailará con el gris?»,
decían. Al llegar, siempre callaban, temerosos de ser ellos los escogidos para el
escarmiento.
Siempre elegíamos al más inocente. Debíamos mostrarnos inflexibles, debíamos
enseñarles. Abríamos la puerta trasera del autobús y lanzábamos al niño, una masa
temblorosa de llantos y aullidos, al interior, donde esperaba el gris. A través de las
ventanas le veíamos correr, luchar. Todo en vano. El gris siempre lo atrapaba y, con
parsimonia, hundía sus dientes ansiosos en la carne.
Esperábamos a que lo soltara y se echara a un lado para entrar a por el niño. Con
cuidado, lo atábamos al poste que habíamos levantado junto al autobús y
esperábamos. No solía tardar más de dos días. Así los demás veían lo que les
ocurriría. Así aprenderían a temer al gris.
185
Ahora las salas están cerradas, los pasillos vacíos, las ventanas cegadas, las luces
apagadas. Ahora nadie admira las obras de arte que cuelgan de las paredes, recuerdos
de otros tiempos, de otras vidas. Recuerdo la multitud ordenada frente a la entrada,
las aglomeraciones ante los cuadros más relevantes. Gente empujando, sudando,
gimiendo, luchando en un inquietante silencio por obtener el mejor lugar para
contemplar la obra.
Ahora, en el interior del museo, sólo quedo yo. Vago por las salas, por los
pasillos, en la oscuridad, acostumbrados mis ojos tras tanto tiempo a una vida en la
penumbra. Acaricio con dedos temblorosos los óleos, acerco mi rostro a la tela y
aspiro su aroma. Hoy se han terminado mis provisiones. Las incursiones en el
restaurante, en las máquinas de refrescos de las diferentes plantas, han llegado a su
fin. He resistido más de lo que creía, pero ya sabía que mi esperanza tenía fecha de
caducidad.
Ellos se agolpan en la entrada, gimiendo, gruñendo.
Voy a abrir las puertas sólo una vez más, para sentir de nuevo la belleza de la
multitud cruzando el umbral.
184
Trabajábamos en un hospital. No había maternidad, por lo que no tuvimos que
sufrir lo más horrible, los niños muertos. Trabajábamos día y noche, atendiendo a
todos los enfermos que nos llegaban. No sabíamos que existía riesgo de contagio,
nadie lo sabía. «Riesgo de contagio», maldito eufemismo. Si una de esas cosas grises
y malolientes te mordía, estabas perdido. Supongo que cuando todo se derrumbó,
cuando la policía disparaba antes de preguntar y el ejército invadía las calles con los
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tanques, nosotros también nos derrumbamos. Todos. Médicos, enfermeras, auxiliares,
celadores. Ninguno fue capaz de mantener la cordura cuando esas… cosas se
abalanzaron sobre nosotros. Es fácil juzgar lo que hicimos desde la distancia,
parapetados en edificios oscuros tras las armas de los ejércitos. En aquel momento
estábamos solos, y necesitábamos tiempo para huir, para pensar.
Por eso utilizamos a los enfermos, a los ancianos, a los niños. Los atamos a sus
camas y los lanzamos contra las cosas. Mientras se entretenían con ellos, mientras
mordían y ellos gritaban y aullaban y esas cosas les arrancaban los miembros,
mientras hacían todo aquello, nosotros logramos huir.
181
La niña era ciega.
Cuando entramos en la casa, lo primero que vimos fue a uno de los grises,
sentado en el salón, frente al televisor. Había logrado encenderlo, o quizá ya lo estaba
antes de que llegara. Aquí todavía llegaba la electricidad, y la estática brillaba en el
rostro del gris, haciendo que sus ojos blancos simularan tener vida. Aquella cosa sin
vida sostenía entre sus manos un pie, y lo mordisqueaba con cierto deleite. Le
disparamos varias veces, cinco o seis, a la cabeza.
Después vimos a la niña. Se había escondido en un armario, en su cuarto. Luis
estuvo a punto de dispararle cuando abrimos la puerta y se nos echó encima. Lloraba.
Hablaba. Estaba viva. Y era ciega.
No lográbamos calmarla, no paraba de llorar. Me enfadé, grité. Creo que llegué a
abofetearla. Fue entonces cuando vi las marcas, a la altura de la clavícula. Le faltaba
un trozo de piel, de músculo. Un mordisco horrible.
Yo no tuve estómago para hacer lo que había que hacer, así que volví al salón y
dejé que Luis lo hiciera.
180
Sentado en el sofá, sostengo entre mis brazos el cadáver dormido del bebé.
¿Quién podría imaginar que algo así sucedería algún día? Miro el cuerpo
marchito, los ojos cerrados, la boca entreabierta, jadeante. Dormido, muerto. Apenas
unos días antes, era una criatura sonrosada, alegre, agitando las manos y balbuceando
en su dialecto incomprensible, solicitando nuestro amor incondicional. Y ahora…
Llevo más de seis horas aquí, en este cuarto, sentado en el sofá, sosteniendo al
bebé entre mis brazos. A los pies del sofá, sobre la alfombra, descansa el cuerpo de
mi mujer. De su tráquea desgarrada ya no brota sangre. Alrededor de la herida que los
pequeños dientes del bebé han abierto en la carne, la piel se ha replegado y ha
adquirido un tono negruzco, desagradable. El bebé se agita entre mis brazos, inquieto.
Yo susurro una canción de cuna, le mezo entre mis brazos una vez más. Dormido,
muerto. No quiero que despierte, no quiero hacerle daño. No quiero que me haga
171
Hace calor en el interior del coche. He intentado encender el aire acondicionado,
pero hace horas que se acabó la gasolina. Bebo un trago de la botella de agua. Está
caliente, pero aplaca en parte el ardor que desde hace horas se agarra a mi garganta.
El coche se tambalea cuando abro la guantera. Dentro guardo una Biblia. «Por si
acaso —le dije a mi mujer—. Por si algo sale mal». Los ojos de ella, sin vida, me
miran desde el asiento de atrás. El coche se agita, se mueve como una bestia dormida
que despertara de su letargo. Miro a mi mujer, abro el libro. Lo cierro. No logro
encontrar consuelo en sus palabras. Debería abrir la puerta del coche, salir; huir de
esta pesadilla.
No llegaría muy lejos.
Medio centenar de esas cosas me esperan, zarandeando el vehículo, pegando sus
rostros mutilados contra el cristal del parabrisas, de las ventanillas.
No, esperaré hasta que el olor sea insoportable.
Mi mujer está muerta.
Dentro del coche hace un calor insoportable.
170
Al principio fue el caos, después vino la muerte.
Bebíamos la información que destilaban las cadenas de televisión: imágenes
desenfocadas rodadas cámara en mano, panorámicas de los refugiados corriendo por
las calles tomadas desde helicópteros militares, hombres armados hasta los dientes
custodiando el acceso a puentes, a ciudades. Gritos, gemidos, disparos, incendios,
chillidos, muerte. Y sangre, sangre por todas pares. No apartábamos la vista del
televisor, conscientes de que las batallas que se libraban contra los grises en las
calles, en los campos, pronto se extenderían y llegarían a nuestras casas. Saqueamos
tiendas y mercados buscando provisiones para enfrentarnos al futuro gris que nos
esperaba. Conseguimos armas poco tiempo después de que las televisiones
enmudecieran, de que nuestro único amarre con una sociedad que se desintegraba
fuera la radio. Parapetados en nuestros hogares, disparamos a otros que, como
nosotros, buscaban un refugio donde ocultarse. Luchamos por defender lo que
considerábamos nuestro, y lo hicimos sin piedad. Cuando llegaron los muertos —
cientos, miles de ellos—, lo único que queríamos era terminar.
143
Nadie recordó cerrar las puertas. Enclavadas en los muros de hormigón,
permanecen abiertas, bocas hambrientas esperando con ansia ser alimentadas. Ellos
cruzan el umbral, uno a uno, en grupo, golpeando sus cuerpos marchitos contra las
paredes, entre ellos. En el suelo el rastro de podredumbre de su paso se extiende
como un río desbordado. Gimen, gruñen, agitan espasmódicamente sus brazos
mientras buscan un lugar para descansar. Moviéndose con torpeza entre las
interminables filas de sillas rojas y azules, alzan la mirada de ojos blancos al cielo
nocturno, quizá buscando la luz de unos focos por siempre apagados, quizá buscando
la imagen del marcador electrónico.
En el estadio abandonado, los muertos caminan entre las localidades. Mientras,
abajo, en el campo, una docena de ellos vaga de una portería a otra, ignorantes de un
público hambriento que hace mucho tiempo perdió el interés por ellos.
136
Avanzamos por la carretera que se interna entre los campos de cultivo mirando a
un lado y a otro a cada paso. Llevamos con nosotros dos pequeños carros de madera;
en ellos hemos acumulado, entre la comida y las armas, nuestros últimos recuerdos.
Formamos el grupo tres hombres y una mujer.
Ella camina dos pasos por delante.
Es sorda.
De vez en cuando, vemos una de esas cosas —gris, desmoronándose— sentada en
el arcén, esperando. Se incorpora al vernos llegar, hambrienta. Damos gracias porque
no vaya en grupo y nos limitamos a golpear su cabeza con palos y piedras.
Golpeamos y golpeamos y golpeamos, sin importarnos qué era antes de convertirse
133
Salimos con las primeras luces del alba, al amanecer. Llevamos con nosotros las
armas y los perros, como hacíamos antaño. Ahora las piezas que nos cobramos son
distintas, pero la pasión, la ansiedad, es la misma. El placer de la caza es superior al
valor del trofeo obtenido. Caminamos en silencio, en grupos de tres, recorriendo las
calles desiertas como vagabundos en busca de comida. Sabemos que somos cazador y
presa; eso nos vuelve precavidos.
No tardamos en localizar a los primeros. Avanzan en grupo, tambaleándose,
ahítos y eternamente hambrientos. Los perros ladran, echan espuma por las fauces.
Disparamos varias veces, a las piernas primero, después a la cabeza.
Recuerdo la mirada triste, insoportable, del ciervo que sabe que será abatido.
Estas cosas grises, sin vida, ni siquiera nos miran cuando los derribamos.
125
Preciosa, preciosa. Una mujer preciosa. Ya, lo sé, muchos no la consideraban una
mujer, ni siquiera un ser humano. Para mí era preciosa, estuviera viva o muerta. No
me importaba su piel gris, ni su olor. Era hermosa, y sólo yo podía apreciarlo.
La retuve junto a mí durante varios días, encadenada a una pared. Ya había tenido
otras antes en las mismas condiciones, podía manejarlo. Vivía solo, claro, oculto en el
sótano de lo que antaño fue mi casa, con suficientes provisiones para sobrevivir un
par de años, saliendo al exterior lo mínimo imprescindible.
Sabía lo peligroso que podía resultar, claro que lo sabía, no era tonto. Por eso,
antes de penetrarla, le disparé dos veces a la cabeza, justo entre sus dos ojos.
124
Tras varias semanas recorriendo esta carretera, acompañados únicamente por la
lluvia y el viento, hemos descubierto los primeros signos de vida. Volcado junto al
arcén, un camión yace entre los árboles. La cabina quebrada, el cuerpo intacto. Nos
hemos repartido el trabajo, cerciorándonos primero de que no había por allí ninguna
de esas cosas, de que tampoco había supervivientes. La cabina estaba vacía. ¿Cuánto
tiempo llevará allí, tumbado, esperándonos? Andrés ha decidido abrir el camión, ver
qué oculta en su interior. Es un camión frigorífico, confiamos en encontrar comida
para el grupo. Para los niños. David ha pegado la oreja a la puerta, cree haber oído
algo en el interior. Nos hemos reído. Es un camión frigorífico. ¿Qué podría haber
123
Llevamos un mes encerrados en este barco, un catamarán de apenas doce metros
de eslora. A merced del capricho del viento, del mar. La subsistencia se limita a
pescado y a unas menguantes reservas de agua. Pronto se acabará. Somos siete en el
barco, incluyendo a dos niños pequeños. Hemos decidido que alcanzar la costa y
quedar a merced de ellos no es una opción. Preferimos morir aquí. Ahogaremos a los
niños, después decidiremos qué hacer. Hasta ayer ése era nuestro plan.
Sin embargo, esta mañana hemos avistado una patera que, a la deriva, se acerca a
nosotros. Desde la distancia vemos al menos una docena de esas cosas a bordo,
agitándose, hambrientos.
Me pregunto si tendremos valor para hacer lo que debemos.
117
Las montañas de cadáveres ardiendo noche y día han quedado reducidas a
cenizas. El viento las arrastra creando una densa niebla gris que nos envuelve, nos
ahoga. Hace tiempo que no las vemos arder, pues hemos perdido incluso la capacidad
de encender un fuego. Las noches les pertenecen, sólo podemos movernos por el día.
Es cuestión de tiempo que nos encuentren, que acaben con nosotros o —Dios no lo
quiera— nos conviertan en uno de ellos.
Quizá por ello no he querido despertar a las niñas esta mañana y he preferido
terminar con su sufrimiento con mis propias manos.
Sólo espero que, cuando encuentren sus cuerpos, nuestros cuerpos, no los
mancillen con sus bocas repletas de podredumbre.
116
Tenía una hermana pequeña, delgada, frágil.
Sonreía a destiempo, cuando los demás estábamos tristes. Eso me gustaba. Nunca
me demostró aprecio: ni un abrazo, ni un beso. Eso no me gustaba. Creció encerrada
en una burbuja, ensimismada en su propia existencia. Sin amigos, quizá incluso sin
familia. Cursó estudios superiores, encontró un buen trabajo. Se sumergió en la
lectura de libros de autoayuda, entró en contacto con sectas, con espiritistas, con
charlatanes. Se perdió en un mundo que la absorbió y la convirtió en nada.
Se hizo vegetariana.
Quizá por todo ello no entiendo que, convertida en un amasijo de carne muerta en
descomposición, haya venido a buscarme acuciada por esa hambre insaciable que la
domina.
99
Supongo que supe que todo estaba perdido cuando salí a la carretera. Nos
refugiábamos en una pequeña granja, alejados de las ciudades. Habíamos visto
algunas de esas cosas, grises, descompuestas, caminando por los alrededores, pero no
nos costó mucho deshacernos de ellas. Eran torpes, estaban solas. A pesar de todo,
tuvimos cuidado. Quemamos los cuerpos, enterramos las cenizas. No sabíamos qué
podía ocurrir. Permanecimos ocultos mucho tiempo, esperando. Un día caminé
durante una hora a través del maizal hasta salir a la carretera. A lo lejos vi un millar,
quizá más, de esas cosas. Supe que todo estaba perdido.
93
Fanáticos religiosos.
He oído que los han utilizado jeques y otras personas con poder para abrirse
camino entre los grises. El imán lo niega, pero no podrá hacerlo mucho más tiempo.
Las evidencias no se pueden ocultar. Recluidos en la mezquita, no estamos aislados
del mundo. Vemos por las ventanas a los grises dando vueltas alrededor, esperando.
Antes o después lograrán entrar. La radio nos dice que están por todas partes, que no
hay esperanza. Nosotros nos negamos a creerlo. Confiamos en nuestro dios.
A veces, en el exterior, oímos explosiones.
Fanáticos religiosos.
91
Dos de ellos, sosteniendo entre sus manos temblorosas a un niño, ajenos a sus
llantos, a sus pataleos. A lo lejos, un incendio que consume los restos de lo que
antaño fue una hermosa casa de campo. Uno de ellos mira el fuego, el otro —una
mujer, apenas reconocible, pues le falta la mitad del rostro— mira al niño, la saliva
86
He reunido una docena de botellas de diferentes marcas, todas ellas repletas de
ese licor dorado que tanto aprecio. Las he colocado sobre la barra, junto al único vaso
intacto que he encontrado. Mi rostro —cansado, sucio— se refleja en el espejo que
recorre la pared. No hay camareros, así que me serviré yo mismo. Paciencia. Esas
cosas están en la puerta, gimiendo, esperando a que salga. Lo haré enseguida, en
cuanto el alcohol me permita recuperar el valor.
A ver si consigo emborracharlas a todas.
82
Ellos cada vez son más numerosos, nosotros cada vez somos menos. He oído
rumores de que en otros países las cosas han seguido caminos distintos, pero en todos
ellos, de una forma u otra, la plaga se ha extendido y ha acabado por amenazar con la
extinción de todos sus habitantes. Espero que no sea verdad, rezo porque no sea
verdad. En alguna parte debemos resistir, continuar con la lucha hasta que todo acabe
y podamos empezar de nuevo. No podemos perder.
65
Las voces de los niños enfermos susurran canciones que atraen a los muertos. Sus
madres componen sinfonías con las lágrimas derramadas por familiares y amigos.
Los hombres esperan, agazapados entre los escombros. Saben que si sus esposas y
sus hijos sobreviven, serán una carga para ellos. Desearían poder abandonarlos a su
suerte, pero la incertidumbre de saber si están vivos les mataría. Necesitan la certeza.
64
Al principio la fe les otorgaba la fuerza que necesitaban. Se parapetaban tras
púlpitos improvisados en las calles y, desde tan precario refugio, lanzaban sus
arengas desesperadas. No concebían que aquella multitud hambrienta desoyera la
palabra de su dios, así que se enfrentaban a ellos armados únicamente con su fe.
Cuando su fe no fue suficiente, volvieron para reclamar la carne y la sangre.
58
Para ganar tiempo, Julia hunde el cuchillo en el muslo del joven que nos
56
Cientos de ovejas yacen sobre la hierba, sus cuerpos parcialmente devorados.
Abren sus bocas y balan al cielo, moviendo a un lado y a otro sus cabezas. Tratan de
incorporarse, pero caen de nuevo al suelo. Algunos de ellos caminan entre los
cuerpos. Parecen desorientados. Nosotros apenas nos detenemos unos instantes antes
de continuar nuestro camino.
55
Desde la ventana contemplo el parque. Junto a los columpios de colores veo a tres
niños. Tratan de subir, pero tropiezan y caen al suelo. Uno de ellos gime. A otro le
falta un brazo y parte del rostro. Desde la ventana me resulta difícil saber si alguno de
aquellos pequeños monstruos era mi hijo.
54
Un robot recorre Marte. Las imágenes que transmite de la superficie del planeta,
filtradas y retocadas por los diferentes equipos informáticos involucrados en el
proceso, tiñen de rojo las enormes pantallas de la sala de control.
Al pie de las pantallas, una criatura largo tiempo muerta desgarra a dentelladas el
cadáver de un hombre.
52
Cuando era pequeña, mi abuela solía decirme que ella no había visto nunca un
muerto, pero que salir, salían. Que no sabía por qué salían de sus tumbas, pero que lo
hacían. Yo los he visto. Tampoco sé por qué salen, pero una cosa sí sé: no podré
contárselo a mis nietos.
51
Lo terrible no ha sido sentir sus dientes en mi antebrazo, no ha sido ver cómo
arrancaba piel y músculo, no ha sido sentir la sangre brotando, empapándome. Lo
terrible ha sido verle marchar, dejándome atrás, incapaz de comprender que pronto
caminaré tras él con la misma hambre royéndome las entrañas.
36
Me han mordido, esas malditas cosas me han mordido. Oculto mi herida bajo un
vendaje improvisado, bajo la ropa. No deben saberlo, no pueden saberlo. Mi mujer no
lo soportaría. Y los niños… Oh, los niños…
34
Sólo un rasguño, nada más. Sólo el roce de sus dientes sobre mi piel. La sangre
que mana de la herida no es mía, lo juro. Por favor, deja ese cuchillo. Por favor.
Por…
33
De nada nos ha servido ocultarnos en las casas, blindar las puertas, cegar las
ventanas. Al final, siempre encuentran la manera de entrar y, una vez dentro, no
existe ninguna posibilidad de sobrevivir.
32
Bajo el agua, en una piscina de un bloque de edificios de un barrio residencial, un
centenar —quizá más— de cadáveres pugna por alcanzar la superficie mientras se
devoran unos a otros.
29
Acudieron a mi iglesia buscando el consuelo que nadie podía proporcionarles.
Muchos habían perdido a familiares y amigos. No fueron ellos los que acudieron
a mí.
Vinieron sus pérdidas.
28
He oído que algunos los llaman «muertos vivientes». Creo que la definición es
errónea. Ellos son sólo cosas, sin alma. No son nada. Nosotros somos los muertos
27
Somos cincuenta y tres personas, seis perros, nueve gatos.
Ellos se cuentan por miles.
Algunos dicen que todo es cuestión de tiempo. Yo no lo creo. Resistiremos.
26
El hombre es una hiena para el hombre. La carroña nos acosa, nos infecta, nos
mata. La carroña nos devuelve la vida, nos convierte en hienas.
25
El niño perdió un zapato y se detuvo a recogerlo. Su madre se quedó a su lado. El
resto continuamos la marcha sin mirar atrás.
24
Cientos, miles de ellos, abalanzándose sobre un puñado de supervivientes, ajenos
a los gritos, a los llantos. Decenas, cientos de nosotros, luchando por sobrevivir.
23
Huir, huir, huir. Correr mientras gritas, sin mirar atrás. Caer al suelo, llorar
cuando sus manos te tocan. Gritar. Morir y, quizá, volver.
19
Cuando no quede sitio en el infierno, los muertos se levantarán de sus tumbas y
caminarán sobre la tierra.
15
Y ahora, cuando tu vida está en manos de los muertos, ¿dónde está tu dios?
14
Los niños y las mujeres primero. Abandonad a los enfermos, a los ancianos.
Rezad.
13
12
No puedo dejar de pensar quién seré cuando no recuerde quién soy.
11
Dime, amigo: ¿Qué sentido tiene luchar cuando tus hijos han muerto?
10
Guarda una bala para cuando te atrapen. Será más rápido.
9
Abro la boca, introduzco el cañón del arma. Disparo.
8
Abandonamos a niños y ancianos para ganar tiempo.
7
Ciudades enteras abandonadas, entregadas a los muertos.
6
No hay refugio en ninguna parte.
5
Adiós a los últimos supervivientes.
4
Ya no queda esperanza.
3
Nacidos para morir.
1
Silencio.
Álvaro Fuentes
Luis Alonso
David Mateo
Me gusta bajar al final de la tarde por la calle de Victor Hugo, dejar atrás la
catedral y el Gran Teatro, cruzar la alameda de Saliniers y llegar hasta el Pont de
Pierre. Es un paseo idílico entre antiguas mansiones que rezuman un aire
renacentista. Antaño el olor de la uva y de los viñedos se apoderaba de aquella parte
de la urbe; hoy, en cambio, todo transpira muerte. La piedra se ha enmohecido en los
monasterios, los lagos rebosan agua corrupta y los bosquecillos que antaño esparcían
un olor fresco a pino ahora se han transformado en cementerios de troncos huesudos
y secos. Parece que Tifoidea no sólo se ha llevado a los hombres, sino también la
belleza de la ciudad. Me pregunto si en el resto del mundo también habrá pasado lo
mismo. Quién sabe… Los parajes que rodean Burdeos son un misterio ignoto para
nosotras.
Al atardecer, las afueras de la ciudad se funden con un cielo anaranjado,
atemperado por el fuego de la incertidumbre, de la muerte, de la ignominia y del
caos. Desde el Pont de Pierre se divisan los barrios de la Bastida, de Cenón, de
Lormont allá lejos, en el norte. Los reflectores de la milicia apuntan hacia el paseo de
la Souys, buscando cualquier sombra que se mueva por las inmediaciones del río. Los
puntos de mira de los fusiles de asalto no dejan de escrutar el vacío, con una mezcla
de expectación y miedo. Al principio de establecernos en la Zona Franca, las
manadas de involucionados trataban de cruzar el Garona por cualquiera de los
puentes y asaltar la parte poblada de la ciudad. No había noche en que no se
registrasen disturbios y alguna muerte en las afueras. Las anarquistas pusieron fin a
las incursiones creando brigadas de defensa, alzando trincheras en los puentes y
formando una barrera infranqueable. La mayoría de las mujeres que componen las
Para Eva.
1. Malas noticias
Siguiendo mi particular rito, me dispongo a disfrutar de un cubalibre bien fresco,
para celebrar el éxito de mi último trabajo. Cómodamente instalado sobre el sillón,
saboreo un primer sorbo de la bebida, pero la placentera experiencia es en gran
medida estropeada por el odiado sonido de mi teléfono móvil.
Con el tiempo, he aprendido a temer ese sonido, y aunque es remotamente posible
que se trate de mi jefe llamándome para felicitarme por otra tarea bien hecha, soy un
ser pesimista por experiencia, así que no me sorprendo en exceso cuando la conocida
voz del tipo que ingresa la pasta en mi cuenta corriente me grita como si tuviera un
cactus metido por su almorránico trasero:
—¡Maldito idiota! ¡La has cagado pero bien!
No tengo ni idea de a qué puede referirse y, aunque el trabajo se ha cumplido al
pie de la letra, el temor por algún cabo suelto que pueda haber dejado tras de mí me
hace empezar a preocuparme.
—¿Cuál es el problema? —pregunto con cierta impaciencia.
—¡Pon el canal cinco!
Tomo el mando a distancia y pulso el número cinco. En la oscura superficie del
televisor aparece una reportera pelirroja de ojos claros con un generoso escote que no
tarda en atraer mi atención, aunque dudo seriamente que esas domingas sean
naturales.
—No veo cuál es el problema —digo por el auricular a mi encabronado patrón.
—¡Deja de observar las tetas de esa zorrita y mira por detrás de ella!
—¡Santa rajadura! —exclamo.
La impresión que recibo es tan fuerte que a punto está el teléfono de caérseme de
las manos. Por detrás de la joven, puedo ver un sórdido grupo de desastrados
vagabundos y, entre ellos, sucio de sangre y caminando con manifiesta torpeza,
distingo al jodido soplón al que se supone que acababa de liquidar esta misma
mañana.
—Imposible —digo sin terminar de creerlo—, le disparé dos veces a corta
distancia.
Pero las evidencias en la pantalla de la televisión me confirman que algo debió de
salir mal. ¡El muy bastardo! Seguro que no llevaba chaleco antibalas, lo dejé en
2. Trayecto
Si hay algo que detesto del transporte público, es la gentuza que te toca aguantar
durante el viaje.
Por un lado, está un borracho que mantiene a un pequeño y desagradable perro de
ratonil aspecto, sujeto por un pedazo de cuerda, que se dedica a insultar a diestro y
siniestro. En el otro lado del vagón, una mujer que, a pesar de su juventud, tiene
varios dientes de oro y sostiene a un bebé llorón bajo el brazo, como si fuera una
barra de pan, canturrea no sé qué sobre que es inmigrante de la Rumanía y que no
tiene ni para leche y pañales. Por si no fuera suficiente con esos dos, un tipo raro se
mantiene en pie en el centro del vagón y nos grita algo sobre el incipiente fin del
mundo, el arrepentimiento y demás mandingas similares. Los tres parecen competir
entre sí por ver quién es capaz de ser el más molesto.
Tampoco es de mi agrado el estridente pitido que anuncia el cierre de las puertas,
y, por si todo ello fuera poco, mis oídos también son torturados por los escandalosos
gritos de unos jovenzuelos que bajan atropelladamente las escaleras mecánicas que
llevan al andén. No me molesto en ocultar una maliciosa sonrisa cuando las puertas
se cierran a escasos centímetros de una muchacha, con la cara llena de piercings, que
3. Llegada
Salgo de la estación. No veo un alma en las calles. El sol está ya bastante bajo,
deben de ser más de las siete de la tarde y yo debería estar preparándome para ver la
serie del mafioso gordo o la del médico borde. Pero no, en lugar de eso, tengo que
estar buscando el agujereado trasero de un soplón de mierda porque el cornudo de mi
jefe se folla a su parienta. ¡Debería cobrar horas extra!
No tardo en llegar hasta la sórdida calle que vi en las noticias. Un nutrido grupo
de vagabundos golpea y parece querer volcar la furgoneta del equipo de televisión.
En su interior, veo cómo la reportera de generoso escote me hace señales
desesperadas. Si espera que sea yo quien llame a la policía, lo tiene claro. Además, le
está bien empleado. Eso le pasa por venir a explotar las miserias de los
desfavorecidos con sus reportajes de mierda.
Me dispongo a avanzar por la otra acera para no despertar atenciones no
deseadas, cuando me topo con el que sólo puede ser el operador de cámara de la
siliconada reportera o, mejor dicho…, lo que queda de él. La desagradable sorpresa
tarda un instante en ser procesada por mi cerebro. Lo primero que pienso es que ha
debido de ser atacado por una horda de animales salvajes. Del destrozado tronco, y
sujeto por apenas una delgada tira de pálida piel, veo los rosáceos pedazos del tendón
de un brazo. El otro, sujetando aún la cámara, se encuentra a medio metro de
distancia. Su pierna derecha permanece relativamente intacta, pero un espantoso
muñón es todo lo que puedo distinguir en el lugar en el que debería encontrarse la
izquierda. La mayor parte de su oloroso aparato digestivo se encuentra esparcida por
4. Chapuza
La cosa ya no tiene remedio. La policía no puede tardar en llegar, y si permito que
se lleven al soplón, acabará confinado en un loquero, lo que me dejará sin posibilidad
de terminar el trabajo. Pero cargármelo a plena luz del día y delante de una docena de
testigos, chalados o no, no es mi forma de trabajar.
Eso no es propio de un profesional, sino de esos sicarios chapuceros, así que saco
el teléfono móvil y, mientras dudo entre llamar a emergencias o a mi jefe para
5. Génesis
Tardamos cerca de veinte minutos en cruzar una ciudad que parece haberse
convertido en un sangriento manicomio. Durante el trayecto, presenciamos la
actividad de unos agentes de policía claramente superados por la situación: actos de
pillaje y canibalismo, personas huyendo de otras que parecen perseguirlas a gran
velocidad mientras expulsan espumarajos por la boca… Pero lo que me resulta más
inquietante son esos grupos de seres que, a pesar de haber sufrido terribles heridas,
avanzan mecánicamente con una fría e inexpresiva mirada en el rostro.
Por la radio de la furgoneta nos enteramos de que la situación está muy lejos de
estar controlada y que parece tener su origen en una nueva cepa de rabia,
especialmente contagiosa, que un oscuro grupo terrorista robó del ECDC, el Centro
Europeo para la Defensa y Control de Enfermedades Infecciosas.
—¡Eso no tiene sentido! —grita la reportera—. ¿Por qué harían algo así?
—Quién sabe —le respondo—, quizá quieran cambiar el mundo.
—¿Qué haremos ahora?
—Esperar.
—¿Esperar? —pregunta con algo a medio camino entre la incredulidad y la
indignación—, ¿eso es todo lo que se te ocurre?
Me encojo de hombros a modo de respuesta.
—Quizá esto sea lo que necesita nuestra sociedad —respondo—, una buena
limpieza; ya sabes, como dicen los informáticos, un reseteo.
Ella me mira como si me faltara un tornillo.
—¡¿Pero qué coño dices?! —me grita—. ¿En qué cojones estás pensando?
—Ahora mismo —respondo con calma—, en si tus tetas son naturales o de
silicona.
Óscar de Marcos
1. El Almender
Todo comenzó el 13 de enero del 3113. En aquel entonces, formaba parte de la
tripulación del Almender, un remolcador de rescate espacial. Para quien no esté muy
familiarizado con este término, nuestro trabajo venía a consistir más o menos en
localizar naves a la deriva y remolcarlas al puerto estelar o planeta habitado más
cercano. Generalmente, en este trabajo las naves se conformaban con navegar entre
sistemas habitados, rescatando naves abandonadas o estropeadas. No obstante,
nuestro capitán pensaba de otra manera. El Káiser —en realidad no se llamaba así,
pero todos nos referíamos a él de ese modo— era un ex capitán de las guerras
coloniales, un auténtico héroe de guerra. Su manera de dirigir nuestra misión
consistía en navegar fuera de los sistemas habitados en busca de naves de exploración
—comúnmente, estos navíos contenían mayores riquezas o se pagaba más por ellos—
y, muy ocasionalmente, y con mucha suerte, intentar localizar algún crucero colonial.
Para que entendáis la situación, me veo en la necesidad de explicar qué eran los
cruceros coloniales y qué los hacía tan interesantes, pues cualquiera que no haya sido
un aplicado estudiante de historia antigua se habrá olvidado de lo que significaban
estas naves. Hacia el año 2138 ya se habían creado colonias en Marte y Urano.
Protegidos por cúpulas, estos asentamientos poseían una buena cantidad de
población, pero, pese a la colonización de esos planetas y la propia Tierra, cada vez
había menos espacio y capacidad de manutención para una población en constante
aumento. Ese mismo año, el científico Bruger Satlinaf fabricó lo que hoy día se
2. La cena
Según entré por la puerta del comedor, me embargó una sensación de placidez no
muy habitual. Ahí estábamos, toda la tripulación, contentos, charlando. Una cena
especialmente sabrosa nos esperaba en la mesa, cortesía de nuestro segundo piloto y
cocinero de la nave, Xiang, un joven asiático —chino, si no recuerdo mal— muy
parlanchín y simpático. Era amigo especialmente de Roberto, aunque sinceramente
creo que en parte se debía a la mercancía «ilegal» que le prestaba éste: cristal azul,
marihuana, Endilza y similares.
—Yo, con mi parte… —Frederick rompió el silencio de algunos y las
conversaciones privadas de otros.
—Nuestra parte —le corrigió Ann.
—Eso, eso; con nuestra parte hemos pensado en comprarnos una finca en el
planeta Maebus, clima templado, enormes bosques…
Mientras hablábamos, el vino afrutado que había servido Xiang empezaba a hacer
efecto entre la tripulación.
—Yo me compraré mi propia fragata de clase S-21 y la usaré para viajes entre
3. El abordaje
Esa noche tuve numerosas pesadillas, y me desperté repetidas veces empapado en
sudor. Ni siquiera recuerdo cuántas veces me sucedió ni de qué trataban los sueños.
Atribuí aquello a los efectos propios de un sueño criogénico de meses y de una cena
copiosa antes de acostarse.
Sobre las siete, según el horario de la nave, sonó el toque de diana por el sistema
de transmisión. Me erguí rápidamente en la cama, contento de que la noche hubiese
acabado. Me apresuré a vestirme y salí por la puerta.
Apenas me llevó un minuto llegar al puente de mando. Por lo visto, había sido de
los primeros. Allí sólo estábamos el Káiser, Logan, Daxie y yo. Iba a saludarles, pero
no pude, me quedé sin habla. Por la ventana del puente de mando se veía una
estructura monstruosa. Aquella cosa debía de medir cientos de kilómetros. Había
visto imágenes de estas naves en los libros de historia, pero jamás había contemplado
una con mis propios ojos: un crucero colonial de primera o segunda generación. Esa
cosa tenía capacidad para albergar a alrededor de un millón trescientas mil personas
4. El Nostradamus
Todo el mundo estaba visiblemente alterado. Algunos lo mostraban más que
otros. El capitán, Logan y Fred parecían tranquilos, pero para alguien que los
conociera bien resultaba obvio que estaban inquietos. Roberto no dejaba de moverse
en el sitio, con un balanceo constante. Daxie apretaba con tal fuerza el asa de la caja
de herramientas que sus nudillos habían adquirido un tono blanquecino. Ann estaba
pálida como una sábana. Yo, por mi parte, no dejaba de hacer comprobaciones en mi
portátil.
La pasarela descendió, abriendo nuestra nave y dejando a la vista una amplia
rampa para bajar al abandonado hangar de la Nostradamus. El hangar parecía
funcionar mejor de lo que esperábamos, pues, aparte de abrirse correctamente ante la
5. Sección C
El trayecto fue largo. Sin poderme mover de la cabina, una fugaz sucesión de
imágenes fantasmagóricas pasaron ante mí. Las luces exteriores del transporte no
funcionaban, pero la iluminación interior generaba un pequeño campo de visión más
allá de la ventanilla. Ni siquiera sé qué vi en esos veinte minutos. Me pareció
vislumbrar una silueta, y estoy seguro de que vi varias manchas de sangre a lo largo
de las paredes. Apenas tres minutos después, aparté la vista y me limité a observar el
teclado manchado de sangre que había ante mí.
A la hora marcada, el tren empezó a disminuir paulatinamente la velocidad hasta
que se detuvo del todo.
—Bueno, Danny —Logan me miraba con amabilidad—, deberíamos ir atrás con
los demás.
El enorme hombretón abrió la puerta y pasó al compartimento de pasajeros y yo
le seguí. Ahí dentro estaban todos sentados, salvo el Káiser, que se mantenía de pie.
—Bien, chicos —al instante nos volvimos hacia el capitán—. Empieza la segunda
etapa de nuestro viaje. Tenemos ante nosotros un camino de aproximadamente treinta
horas hasta el centro de la sección donde se encuentra el puente de mando y, a poca
distancia, el laboratorio central —se fue aproximando a la puerta central del vagón, la
única lo bastante grande como para permitir el paso de CX-13—. Confío en que todo
marche como es debido.
La puerta se abrió. Napoleón salió en primer lugar. El Káiser y Daxie le siguieron.
A continuación, haciendo acopio de las escasas reservas de valor que me quedaban,
salí al exterior del transporte. Ante mí se abría una sala enorme, que se mantenía en
una completa oscuridad. A la vista de lo que descubrimos en la estación superior,
resultaba profundamente perturbador encontrarnos allí, en las profundidades. Me
sentía como si acabase de acceder a un oscuro infierno. No soplaba la más leve brisa,
6. El puente de mando
La noche estuvo plagada de horribles pesadillas. En mis sueños veía al anónimo
conductor, sin piernas, avanzar hacia mí pidiendo auxilio. Me desperté numerosas
veces, pero era tal mi agotamiento que no tardaba en volver a dormirme. Además,
estaba el problema de Roberto, toda la noche retorciéndose, dando vueltas. En varias
ocasiones estuve a punto de solicitar al capitán que le devolviese sus drogas, pero me
abstuve. El Káiser tenía sus razones para actuar como lo hizo: no era conveniente
tener a alguien drogado y armado en una situación tensa.
Cuando hacía aproximadamente cuatro horas que montamos el campamento (no
descarto que fuesen cuatro horas exactas), el Káiser nos despertó.
—Arriba, señores —mientras caminaba, daba alguna patada suave a los más
remolones—. Nos espera una larga jornada.
Resultaba perturbador levantarse en ese entorno. Comenzamos a recoger el
campamento espoleados por el capitán. Al parecer, un sueño reparador unido al hecho
de despertarse en territorio «hostil» le había devuelto su espíritu militar. Por extraño
que parezca, resultaba reconfortante. En menos de una hora habíamos recogido el
campamento y tomado un copioso desayuno.
—Bien, señores. —Logan y Daxie se pusieron firmes ante la voz del capitán; el
resto nos limitamos a observarle—. Si los datos que tenemos son correctos, en menos
de dos horas estaremos en el puente de mando. Ya queda menos, soldados, no
desfallezcáis —y, con una amplia sonrisa, ordenó a Napoleón comenzar el camino
7. El laboratorio
Oímos perfectamente cómo el Káiser se alejaba al otro lado de la pesada plancha
de metal. Durante un rato largo nadie dijo nada. Nos limitamos a observarnos los
unos a los otros. Toda la situación, en conjunto, era demasiado. La atmósfera era cada
vez más opresiva y acabábamos de perder a nuestro guardaespaldas robótico y al
capitán. Anneva seguía llorando en un rincón. Todos parecíamos repentinamente más
cansados y viejos. Roberto maldecía entre dientes y Daxie continuaba con su retahíla
de «joderes».
—Buenos días, chicos. Siento haber tardado tanto —la voz de Xiang desde
nuestra nave sonó por el auricular—. Como no podía conciliar el sueño, me tomé un
Deseché dos informes de puro protocolo y di con otro que parecía interesante:
—Fueron enviados aquí. —Fred mencionó el dato que todos teníamos en mente
—. Continúa.
Era extraño, pero el archivo que contenía el informe del jefe científico estaba
corrupto. Sin poder hacer más al respecto, continué hasta que encontré otro dato
importante:
—Me parece que ya se les había ido de las manos. —Roberto paró un instante—.
Igual que a nosotros, a fin de cuentas. Obvié sus palabras y continué. Apenas había
datos sueltos ya:
—El siguiente archivo también está corrupto —mencioné—. Es extraño, todos los
demás parecen estar bien. Bueno, a falta de ese archivo extraviado, sólo queda una
entrada:
8. Abel
Lo que nos esperaba al otro lado de la puerta no resultaba halagüeño. Se suponía
que se trataba de la sección dedicada a laboratorios y similares. Un extenso pasillo,
plagado de puertas y corredores laterales, se abría ante nosotros. Nuevamente se
dejaban ver ocasionales manchas de sangre y objetos desperdigados por los suelos.
Era difícil saber qué había sucedido allí, pero estaba claro que alguien había andado
con prisas. Quizá huyendo de alguna persona infectada en busca de ayuda.
—¿Por dónde es, Danny? —Logan iba a mi lado, en cabeza—. Me gustaría llegar
allí lo antes posible.
—Me he descargado un plano de la sección —observé un instante mi computador
de muñeca—. Hemos de realizar varios giros y atravesar un par de salas. Como ya
dije, nos llevará una media hora a paso normal.
—Entonces quizá convenga acelerar el paso —dijo, y se giró hacia los demás—.
Venga, chicos, que nadie se quede atrás, vamos a acelerar la marcha.
Acabada la conversación, comenzamos a avanzar a un ritmo de trote ligero. No
corríamos, y Logan se mantenía atento a todos los alrededores, pero aceleramos
9. La huida
Activé el mapa y lo que mostró me provocó un terror abrumador: no dejaban de
abrirse y cerrarse puertas por toda la sección, pero bastaba un rápido golpe de vista
para comprobar que el patrón predominante era aproximarse a nosotros. Así se lo
expuse, aterrado, a Logan.
—Me temía que esto podía suceder. —Logan dudó un instante—. Tienes que
llevarnos hasta la sala de criogenia esquivando esas puertas —me miró fijamente a
los ojos—. Podemos acabar con grupos pequeños, acabamos de matar uno, pero si
nos rodean, estamos muertos.
—Ellos están muertos —susurró Ann.
—Sí, eso ya lo sabemos —le espetó Daxie.
—Danny —Logan ignoró al resto y siguió centrado en mí—, ¿puedes hacerlo?
Dudé un largo instante, hasta que finalmente asentí.
—Pues adelante, yo limpiaré el camino de avance. Daxie, cubre la retaguardia.
—Lo que tú digas, asesino.
Daxie pronunció estas palabras con un hilo de voz apenas perceptible.
Ya organizados, usé la apertura manual de la puerta y me hice a un lado para
permitir a Logan salir en primer lugar. Una rápida descarga del cañón de asalto
precedió nuestro avance. Cuando los disparos cesaron y salimos a la carrera, pude ver
tres cuerpos destrozados por impactos de alto calibre. Lancé una muda oración de
agradecimiento por tener a Logan a nuestro lado. Por un instante, recordé que era
agnóstico y sonreí ante la ironía de la situación: llevaba horas rezando a Dios en
busca de misericordia mientras recorría un lugar que cada vez se asemejaba más a los
nueve infiernos relatados por Dante. Sacudí la cabeza apartando esos pensamientos y
me centré en mi tarea, nada sencilla, por otra parte. Fui empleando órdenes cortas
10. «END».
El vehículo no era difícil de manejar y avanzaba a buena velocidad. Mientras
íbamos dejando atrás el ruido de la marabunta de cadáveres que nos perseguía, en la
relativa seguridad del interior de la cabina tuve oportunidad de pensar con relativa
calma por primera vez en casi una hora entera. Poco a poco empezaron a cobrar
sentido en mi cabeza los hechos acaecidos tan recientemente y, cuando quise darme
cuenta, estaba llorando. Logan, Roberto, Fred y probablemente también Xiang y el
Káiser. Era como una horrible pesadilla de la que no podía despertar. En ese instante
los focos del vehículo iluminaron a una de aquellas criaturas, pero no alteré el rumbo
y la pasé por encima. El ruido de sus huesos mientras eran destrozados por las ruedas
de nuestro transporte resultó repugnante, pero también reconfortante. A fin de
cuentas, esos cabrones nos lo habían quitado todo.
El túnel se prolongó lo que supongo que serían unos pocos kilómetros. Por el
Epílogo
De todo esto hace ya tres días. Mi huida fue corta e inútil. Los conductos de
ventilación se estrecharon enseguida y tuve que salir de nuevo a los pasillos, aunque
logré llegar hasta aquí esquivando las puertas que se abrían. Accedí a un colector de
basura. Lo cerré en modo estancó. ¿Y todo para qué? Todos han muerto. Quizá habría
podido ayudar al Káiser, y, aunque no hubiese podido, al menos habría muerto de un
modo digno. Por el contrario, moriré encerrado entre basura. Lo que realmente me
aterra y repugna es imaginarme a Daxie, Ann, el Káiser, Logan y Xiang deambulando
por la nave, en un estado de «no vida», esperando nuevos visitantes de los que
alimentarse. Incluso puede que alguno de ellos esté aporreando estas paredes ahora
mismo. Roberto y Fred tuvieron más suerte.
Lo que finalmente me ha instado a plasmarlo todo por escrito son los datos que
extraje del ordenador de Abel. He estado haciendo cálculos y contrastando datos. La
automatización que preparó para la nave se basa en la búsqueda de nuevos sujetos.
Siguiendo su rumbo, y en función de estos datos… Lo he comprendido. Hacia dónde
se dirige. Si no me equivoco, llegará en tres o cuatro décadas. Se dirige a Tierra.
No tengo modo de enviar este mensaje, salvo uno. Fui un cobarde. Muchos
murieron porque no reaccioné a tiempo, y abandoné al Káiser a su suerte. Espero
redimirme con este acto. He programado la expulsión de basuras para mañana a esta
hora. Vagaré muerto en el vacío espacial con este mensaje en mi terminal portátil.
Confío en que alguien me localice y pueda avisar del desastre. Al sellar el lugar para
evitar que entrasen, también bloqueé el suministro de oxígeno. Por suerte, moriré de
asfixia progresiva mucho antes de salir al espacio.
Según mis cálculos, me quedan trece horas de vida. Fin de la entrada.