Giorgio Grossi - Opinión Pública

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Giorgio Grossi

La opinión pública Teoría del campo demoscópico

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Esta obra de Giorgio Grossi aborda el estudio de la opinión pública como la


institución y la construcción simbólica central de la democracia. Quisiera
detenerme en este prólogo, primero, en la importancia que reviste el abordaje
institucional de la opinión pública. Luego apuntaré algunos debates de fondo que
el trabajo de Grossi suscita sobre el papel que esta construcción simbólica e
institucional desempeña en nuestras democracias. Abundan quienes confunden la
opinión pública con las instituciones que la representan, sin reparar en que, como
aquí se afirma, es la institución democrática por excelencia.

A menudo olvidamos que ella instituye, confiere el poder en los regímenes


ejercidos en nombre «del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Si no lo
recordamos a menudo, cabe el riesgo de que acabemos delegando no sólo la
representación, sino también el ejercicio de la soberanía popular en quienes dictan
los titulares mediáticos, dirigen los centros de encuestas o acaparan los resultados
electorales. Periodistas, encuestadores y políticos conforman la tríada de
representantes institucionales con mayor fuerza de la opinión pública. La máxima
precautoria que tanto nos hemos repetido para verter este texto de Grossi al
español, quizás debiera iluminar también su lectura.

Porque la función última de todo gran tratado de opinión pública, como es este, no


es otra que profundizar la democracia, su teoría y su práctica. Si los
comunicadores, los sociólogos y los políticos profesionales disfrazan la
representación de sus intereses privados bajo el manto de unas opiniones de
carácter colectivo , el riesgo de traición al que aludíamos se convierte en amenaza
constante. La prensa, los sondeos y las urnas son los medios, nunca los fines, de
una democracia que es deliberativa o no lo es. Porque la democracia constituye
un punto de partida, no de llegada.

La definen unos valores y unos procedimientos que aseguran un diálogo social


continuo, siempre en puntos suspensivos. Por ello mismo, la deliberación
colectiva, a través de la cual todos los actores que buscan el poder quieren
arrogarse la opinión pública mayoritaria, carece de punto final. Nadie puede
erigirse en representante exclusivo, atemporal y monopólico de la opinión
pública. La mayoría de los «males» o «malestares» que se imputan a las
democracias actuales son fruto de la confusión antes señalada.

Parecemos aquejados de una suerte de fetichismo simbólico que conlleva un


reduccionismo de la vida cívica y política. En última instancia, esto también
empobrece nuestras percepciones diarias de la opinión pública, así como las
reflexiones e interpretaciones que sobre ella proyectamos. No reparamos con
suficiente intensidad en el carácter de construcción simbólica de las
cristalizaciones de la opinión pública, cuando toman la forma de
titulares, porcentajes demoscópicos y sufragios. Estas cristalizaciones hacen
visible, siempre de forma parcial y contradictoria, el magma de una deliberación
colectiva y constante, mucho más rica en modulaciones y portavoces.

En concreto, no confundamos los mecanismos de representación con lo


representado. No conviene embobarse en la fascinación por los reflejos de la
opinión pública en sus espejos, en lugar de reivindicar el cuerpo que en ellos se
proyecta. Ya resulta a veces muy difícil percibir, sentir el «cuerpo social» que
habitamos. El pueblo, que dice gobernarse a sí mismo en democracia, carece de
brazos y piernas... Excepto cuando se pone en movimiento.

Las movilizaciones y los movimientos ciudadanos pugnan por encarnar otras


representaciones de la opinión pública, no del todo institucionalizadas. Lo intentan
al margen de las representaciones que proyectan los periodistas, los sociólogos y
los políticos profesionales. Intentamos entenderlos desde la razón y los
datos, agregamos valores y emociones para, de este modo, decidir cómo
gestionamos los recursos propios y colectivos, nuestros planes de vida en
sociedad. Pero también es cierto que sin referencia a esas construcciones las
corrientes de opinión no cobran presencia pública ni impacto político.

En realidad, los ciudadanos mantenemos vivo un diálogo colectivo del cual los


medios, los sondeos y las urnas debieran considerarse tanto una decantación
provisional como el motor de más debates. Si no fuese así, la democracia habría
muerto. Por fortuna, las urnas no siempre validan las ingenierías electorales
basadas en el control de los medios y el monitoreo del «mercado» del voto. Varias
son las tesis que permiten reivindicar la democracia como el mejor sistema de
gobierno .

Las tesis democráticas se resumen en que la «batalla por la opinión pública» es


incruenta e inclusiva. La única forma simbólica válida para gobernar reside en
arrogarse una representación de la opinión pública compartida socialmente. La
democracia evita tener que matar, desposeer o «convertir» al gobernante que
repudiamos y a sus seguidores. Como plus ético , en caso de perder «la
batalla», nos comprometemos a acatar las leyes y a pagar los impuestos.

Sólo quien haya olvidado la sangre derramada por los conjurados palaciegos y las
nomenklaturas varias de los siglos precedentes podrá menospreciar la paz social
de los regímenes que se asientan en la opinión pública. Lo argumentado hasta
aquí implica que la representación de la opinión pública no puede hacerse
patrimonializándola, convirtiéndola en patrimonio exclusivo. El potencial inclusivo
de la democracia le permite afrontar los retos del cambio social, ya sean de raíz
demográfica o tecnológica, perviviendo más tiempo como forma de gobierno. Los
nuevos ciudadanos pueden ser integrados, los retos derivados del desarrollo
científico o económico abordados con normalidad.

La democracia es frágil, pero una vez asentada perdura sin hacerse dura, sin


perder flexibilidad. Así ocurrió en 1989, cuando los ciudadanos de la RDA, tras
anunciárseles la posibilidad de cruzar el Muro de Berlín, comenzaron a derribarlo y
dejaron a sus gobernantes solos, mudos ante auditorios ya sin audiencia. La
lectura de la obra de Grossi no debiera sofocar con su erudición estas
reflexiones. Uno de ellos es el posible surgimiento de una «opinión pública
internacional», datado por el profesor italiano en las movilizaciones contra la
ocupación en 2004 de Irak.

La radical defensa del derecho a la diferencia, respecto a las posibles


interpretaciones sobre el interés colectivo y de cómo compatibilizarlo con los
intereses privados, constituye el mejor antídoto ante cualquier fundamentalismo. Si
alguna de las líneas que he escrito antes en elogio de la democracia han parecido
ingenuas o incluso cínicas, se debe a que en numerosas ocasiones nuestros
gobernantes han sabido embaucar, obviar o invisibilizar al cuerpo social en cuyo
nombre decían actuar. Y lo han hecho en nombre de las representaciones
institucionales de la opinión pública, tras crear mayorías artificiales o marginando
los derechos de minorías significativas. De ahí que uno de los lemas de las
movilizaciones contra la ocupación de Irak sea «No en mi nombre».

La invocación constante a la opinión pública es, de hecho, una necesidad


inexcusable en todo tipo de régimen político. Así dispone de los dineros y
posesiones, de los proyectos de vida y hasta de la muerte de sus gobernados. En
democracia la minoría de edad acaba a los 18 años, y en algunas naciones o para
otros asuntos, antes. Una de ellas resulta uno de los retos más acuciantes de
nuestras sociedades en términos de representatividad.

Desde su origen ateniense la democracia considera al meteco como un ser


«apolítico», carente de la madurez que confiere protagonismo público en la
polis. Porque apenas se cuentan o son contabilizadas con los números de las
audiencias mediáticas, los sondeos preelectorales y, menos aún, los sufragios. De
hecho, tampoco importa la opinión de los ciudadanos de otros estados a los que
no se les pueden exigir impuestos o enviar al frente de batalla. No acertó Kant
cuando pronosticó la paz perpetua en y entre las democracias.

Su tesis en este sentido resulta, más que un futurible histórico, un horizonte de


trabajo y lucha social. Reflexiones de esta índole se exponen en mi libro Opinión
pública y democracia deliberativa . El subtítulo avisaba del peligro reduccionista de
reducir dicho binomio a Medios, sondeos y urnas. La obra de Grossi que
presentamos amplía y actualiza, en gran medida y con hondura, la reflexión
interdisciplinar que allí se proponía.

La tensión entre teorías normativas y descriptivas – en cuya selección y


evaluación a veces discrepamos - se salda en este libro de Grossi con la
presentación de los «modelos» de Walter Lippmann, Jünger Habermas, Niklas
Luhmann, Noelle Neumann e Irving Crespi. Esto le permite a Grossi dar cuenta de
los «problemas» y «dilemas» que ha venido señalando en las páginas
precedentes. Entra así en sintonía con la propuesta basada en referentes teóricos
próximos, pero más cercana al neoinstitucionalismo, que realicé en mi libro del
2000.

El proceso de la construcción de la opinión pública se desglosa en «flujos


comunicativos, cognitivos y simbólicos ». Finalmente, Grossi determina las
«secuencias» y los «dispositivos» que identifican a los flujos de la opinión
pública. En el sentido del libro, que avanza de la teoría a la concreción empírica, el
capítulo sexto y último nos propone cómo «observar, analizar y medir la opinión
pública». Todas las metodologías son necesarias para estudiar la opinión pública.

La opinión pública como resultado fijo y no como motor de la democracia, su papel


como «protagonista» o como «víctima» de las instituciones que dicen
representarla, constituye, creo, la disyuntiva más interesante desplegada por el
autor italiano. Tras su estudio, el lector podría atreverse a evaluar, como proponía
en mi libro, si las imágenes de la opinión pública que le rodean son fruto de una
competición abierta, plural y competitiva. El énfasis que Grossi concede al
periodismo y a las Ciencias de la Información, desde su imbricación en las
Ciencias Sociales, constituyen otro nexo entre nuestros textos. Una concepción de
la opinión pública menos reduccionista, más dialógica, plural y dinámica, como la
que defendemos, ayuda a ello.

1.
¿El siglo XX como siglo de la opinión pública?

Quizás jamás hubo un periodo histórico – por lo menos en el «mundo occidental»


– donde la opinión pública tuviese tal importancia y difusión como a lo largo del
siglo XX. La importancia y visibilidad de la opinión pública empezó a concretarse y
a cobrar significado durante los dos conflictos mundiales y el posterior
enfrentamiento ideológico entre Estados, sistemas sociales y sectores de
influencia. Por lo tanto, desde los años Veinte hasta los años Cincuenta del siglo
pasado, la opinión pública se convirtió en un tema más central y cada vez más
influyente. Prevalecieron las continuas invocaciones a la opinión pública, se
materializaron en el uso cotidiano de los sondeos y de los estudios de
mercado, relacionados con las encuestas sobre motivaciones y actitudes en
muestras representativas de la población, y que al final han adoptaron las
características de una verdadera difusión capilar con el pleno desarrollo de arenas
mediáticas nacionales y globalizadas.
XX no sólo como el «siglo breve», el «siglo del trabajo» o el «siglo de la ideología»
– por recordar algunas de las metáforas interpretativas más notorias– sino también
como el «siglo de la opinión pública». De hecho, es precisamente al final de este
segundo milenio, que una de las características fundamentales de la modernidad –
la opinión pública considerada como elemento relevante de las relaciones sociales
en una sociedad democrática, globalizada e individualizada al mismo tiempo – no
sólo ha alcanzado su nivel máximo de desarrollo sino también su plena
legitimación. La opinión pública está considerada, no como un «fantasma», un
«simulacro», o una «metáfora», sino como una construcción simbólica
«material», una «casi-institución». En este sentido, se podría recorrer y jalonar el
siglo pasado a través una serie de eventos, episodios y casos de estudio que
justamente demuestran esta progresiva ascensión de la opinión pública desde los
márgenes de la sociedad y de las vivencias individuales, hasta ocupar el centro de
los procesos simbólicos y de decisión que gobiernan y estructuran nuestra vida
cotidiana a escala nacional e internacional.

Como veremos en el curso de este libro, las transformaciones de la sociedad


democrática han supuesto una mutación del carácter y del rol de la opinión
pública. XX a través de la lente o la perspectiva de las dinámicas de
opinión, constatamos esta continua conexión entre el ámbito de la política, el de la
democracia, el espacio de la sociabilidad y el de la esfera pública, y, por fin, el
campo de circulación de orientaciones y opiniones de interés individual y
colectivo. En primer lugar, consideramos las estrategias de propaganda
practicadas por los Estados-nación en las dos guerras mundiales, el papel
desempeñado por la manipulación del consenso en los regímenes totalitarios a
través del uso retórico y persuasivo de los medios de comunicación de masa y el
impacto de la publicidad en el mercado de consumo de los años Cincuenta, hasta
el empleo masivo de los sondeos de opinión como nueva manera de dirigir la
campaña electoral de la segunda modernidad4 . Después, en los años Ochenta en
Estados Unidos y en los años Noventa en Europa, encontramos la permanent
campaign como nuevo modo de gobernanza en las sociedades democráticas, con
el uso cotidiano de la opinión pública no sólo 5 como legitimación sino como
verdadera «palanca de gobierno» .

Reconstruyendo el papel desempeñado por la opinión pública en la interpretación


y, si puede ser, en la explicación no sólo de los fenómenos y procesos
sociales, sino también del valor añadido que las dinámicas de opinión han
producido tanto para la sociedad en general como para los individuos que en ella
operan y se reconocen. Sin embargo, esta perspectiva ha tenido y sigue teniendo
dificultades para concretarse en un ámbito disciplinar autónomo y
legítimo, estudiando la opinión pública como fenómeno social constitutivo tanto de
la modernidad como de la democracia. Todos aquellos que, en el curso del siglo
pasado han intentado iniciar una reflexión sistemática, específica y exhaustiva de
la opinión pública como concepto y como proceso, a menudo han tenido que
enfrentarse no sólo a una realidad siempre más compleja y dinámica sino también
a una serie de estereotipos, tópicos y atajos cognitivos que han caracterizado la
manera con la cual los observadores, peritos y también políticos y periodistas han
hablado de la opinión pública y han glorificado su rol y su función. Para introducir
el discurso sobre la opinión pública en calidad de dispositivo central de la
democracia contemporánea, como se presenta durante el siglo pasado, puede ser
útil partir en concreto de alguno de los sucesos ejemplares y casos significativos
que nos muestran una representación diacrónica de la estructura y la evolución de
este fenómeno.

Desde el final del siglo XIX hasta el comienzo del XXI, podemos reconstruir – en la
sociedad occidental – una especie de histoire événementielle de la opinión
pública. Podemos decir que se trata, por un lado, del primer ejemplo de campaña
de opinión pública promovida mediante la prensa por un intelectual , y por
otro, considerando el gran eco y el impacto social y político que tuvo la denuncia
realizada por Zola, de uno de los primeros casos de «victoria» de la opinión
pública sobre el poder político en una sociedad de masa. El caso Dreyfus parece
por lo tanto un ejemplo asombroso de movilización de la opinión pública y de
campañas de opinión en el sentido moderno del término, con todas las
consecuencias en el terreno de la lucha política, ideológica y cultural que implica y
compromete toda la población entera. Eso ocurre también porque la opinión
pública comienza a hacer referencia a toda la población, y no únicamente a los
públicos reducidos y cultos.

La sociedad de masa, exige una opinión pública «de masa», que en consecuencia


se dispone a ser tanto autoregida como heteroregida . Influye pero también es
influida, se activa sola pero puede ser activada, toma conciencia política y sentido
de orientación de 9 opinión porque la prensa la lleva a hacerlo . El resultado final
de las votaciones dio la razón a Gallup, que desde aquel momento se convirtió en
el padre fundador de la investigación empírica sobre opinión pública en los
Estados Unidos, mientras que la «Literary Digest» fue obligada a cerrar para
siempre.

A pesar de que ya en aquellos años, también en Estados Unidos, se hubiesen


levantado críticas y dudas sobre la equivalencia sondeos de opinión = análisis de
la opinión pública el viraje introducido por Gallup fue aún más relevante y decisivo
de lo que pudiera parecer a primera vista. Nacía la que será llamada la teoría
populista de la opinión pública – en alguna medida, hija del mismo New Deal
–, para la cual el sondeo 12 se convierte en su herramienta principal . La opinión
pública parecía así el conjunto, la suma de todas las opiniones individuales.

En realidad, como han subrayado Engel y Lang en su famosa investigación , el


Watergate fue un clásico ejemplo de «batalla por la opinión pública», en la cual los
medios, los actores políticos, las instituciones parlamentarias y los ciudadanos
norte-americanos intentaron movilizar el consenso de la colectividad a favor o en
contra del mismo presidente. El episodio fue particularmente asombroso no sólo
por su resultado final – un presidente obligado a dimitir bajo la presión tanto del
establishment, como de la opinión pública – sino también por cómo se había
llegado a resultado imprevisto. Dicho acontecimiento fue posible porque se
desarrolló un proceso de construcción de la opinión pública en el cual
contribuyeron distintos actores – desde los medios y los sondeos, hasta los
mismos actores políticos – creando un cambio progresivo del «clima de
opinión», que en pocos meses llevó a que Nixon perdiese el consenso de la
mayoría de los ciudadanos, tanto demócratas como republicanos. El escándalo
Watergate evidencia algunos elementos novedosos sobre la formación de la
opinión pública y su articulación.

El segundo concierne a la importancia del «clima de opinión» en la activación y


construcción de la misma opinión pública. Este episodio representó un caso
significativo de cómo la opinión pública impactaba en la lucha política italiana
y, sobretodo, arrojó luz sobre el creciente rol de los sondeos como delicada
herramienta de legitimación/deslegitimación de las decisiones políticas. Sin
embargo, más que el uso rutinario del sondeo como soporte para la acción política
– o como verificación previa del consenso – resulta quizás más interesante
analizar la relación entre las dinámicas de opinión, las distintas características de
las opiniones implicadas y el «clima de opinión», evidenciadas en este caso. La
opinión pública no es sólo el equivalente de las opiniones mayoritarias presentes
en la población, sino que también depende de la intensidad y de la fuerza con la
que dichas opiniones son sostenidas por parte de quien las expresa y comparte.

La opinión pública es el resultado de un proceso más amplio del cual una parte
importante está constituida también por minorías activas que pueden re-orientar
las dinámicas de opinión en calidad de portadoras de «opiniones profundas»
mucho más sentidas y enraizadas que las simples «opiniones encuestadas»
mostradas en los sondeos . Además, para el proceso de construcción de la
opinión pública, más allá del papel desempeñado por los medios para evidenciar y
defender tales manifestaciones, y para amplificar tales posiciones ante el juicio de
toda la comunidad, pareció resultar decisivo, una vez más, el «clima de opinión»
presente en aquel momento en la sociedad. Sin este, tales opiniones «profundas»
no hubieran podido generalizarse y recabar el consenso. De hecho, el clima de
opinión dominante en aquellos años en Italia era indiscutiblemente favorable al rol
de la magistratura, a su intento de restituir transparencia y dignidad moral a la
acción de los partidos y de los cargos públicos.

Incluso si tal movilización de las opiniones públicas europeas podía depender de


distintos factores y diversas motivaciones – rechazo de una intervención bélica sin
el aval de la ONU, dudas sobre la efectiva amenaza de las «armas de destrucción
masiva» de Saddam Hussein, disenso sobre la nueva teoría de la «guerra
preventiva», rechazo de la guerra como herramienta de lucha al terrorismo o
pacifismo - jamás en Europa se había registrado semejante movimiento de opinión
colectiva contra un evento en el cual ninguno de los Estados europeos , resultaba
de hecho directamente implicado. El episodio – asombroso por el impacto que
generó a nivel mundial – parece aún más interesante a la luz del rol que cobraron
las dinámicas de opinión en el seno del mundo occidental y de las sociedades
democráticas. El primer elemento que hay que subrayar es que no siempre la
opinión pública consigue condicionar las elecciones de los líderes y de los
gobiernos, y que al contrario, a veces los Jefes de Estado están dispuestos a
sacrificar su popularidad y consenso para materializar una decisión política . A
diferencia de otros episodios citados antes, la opinión pública – también
globalizada – no parece haber influido de manera determinante en las decisiones
políticas y, por eso, el paradigma de la «sondeocracia» parece haber sufrido un
inesperado desmentido.

De hecho, parece evidente que la relación entre los gobiernos y las dinámicas de


opinión se convierte en algo siempre más instrumental y menos normativo. Eso no
significa que el liderazgo pueda prescindir del favor de la opinión pública, como
demuestra la gran inversión en discursos y exhortaciones públicas con elevado
contenido simbólico y de valor, que promovieron la pareja Bush-Blair y sus aliados
para intentar re-orientar la opinión nacional e internacional en los meses anteriores
al estallido de la guerra. Así, la democracia neopopulista puede convertirse en
«elitista», y el rol de la opinión pública no está siempre definido. Sin embargo, la
centralidad de la opinión pública no nace de su «invencibilidad» - como señalaban
enfáticamente los primeros teóricos ilustrados – sino de su capacidad para
condicionar y controlar el proceso de gobierno en las sociedades democráticas.

Sociedades cada vez más caracterizadas, no tanto por la esclavitud respecto a los
sondeos de opinión, sino más bien por el déficit del rol de la opinión pública como
factor decisivo y determinante de la calidad de la democracia y la responsabilidad
de gobierno.

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