En Tierras Lejanas - Sara Donati
En Tierras Lejanas - Sara Donati
En Tierras Lejanas - Sara Donati
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Sara Donati
En tierras lejanas
Trilogía Familia Bonner - 1
ePub r1.0
Sarah 20.09.13
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Título original: Into the Wilderness
Sara Donati, 1998
Traducción: Susana Beatriz Cella
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Para Emmy y,
como siempre, para Bill y Elisabeth.
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PERSONAJES PRINCIPALES
Residentes de Paradise
Los Middleton
Los Bonner
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Aldeanos
Saratoga
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Antón Meerschaum, su encargado.
Sally Gerlach, el ama de llaves.
El reverendo Lyddeker.
Albany
Johnstown
En el Bosque
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Hecha de Huesos, matriarca del clan Lobo.
Luna Hendida, hija de Hecha de Huesos.
Dos Soles, matriarca del clan Tortuga.
La Que Recuerda, matriarca del clan Oso.
Árboles-En-El-Agua (Barktown)
Herida Redonda del Cielo, «sachem».
Palabras Amargas, guardián de la fe.
En Oakmere, Inglaterra
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PRIMERA PARTE
Descubrir Paradise
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Capítulo 1
Diciembre de 1792
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y el cielo en un torbellino de azules y verdes. De pronto se encontró en un inesperado
claro del bosque y pudo ver una curva cerrada del río rodeada de acantilados. Una
cascada surgía de la superficie de las rocas, una parte estaba helada y la otra caía
formando un arco iris cristalino hacia una grieta que había en el hielo. Exceptuando
los ruidos del río, el crujido de los arneses, el rítmico traqueteo de los cascos de los
caballos y el roce de los patines de metal en la nieve, el mundo estaba en silencio.
Entonces, en medio de los árboles, entre el trineo y el río, Elizabeth vio que algo
se movía. En la densa sombra, un ciervo grande se desplazaba con movimientos
ágiles sobre la nieve en dirección al agua.
En aquel mismo instante se oyeron ruidos que procedían del matorral del otro
lado, a poca distancia de donde estaba el trineo; Elizabeth se volvió sobresaltada al
ver a un grupo de perros de caza que salían de un refugio y a dos hombres que corrían
detrás, en silencio y a gran velocidad. Sólo los pudo ver un momento, pero se dio
cuenta de que llevaban ropas de ante y pieles, de que eran altos y corpulentos, de que
uno parecía mayor que el otro y de que ambos llevaban largos rifles que apuntaban en
la misma dirección.
Los caballos se agitaron y Galileo les habló con aspereza cuando empezaron a
encabritarse; como consecuencia del alboroto, el padre de Elizabeth se despertó
inmediatamente.
—¡Galileo! —gritó todavía algo dormid—. ¡Galileo! ¿Qué pasa?
El juez Middleton se levantó en el momento en que el trineo se detenía.
Elizabeth también se irguió tratando de ver hacia dónde iban los cazadores que se
habían escabullido entre los árboles alineados cerca del río.
Debajo de las mantas y las pieles, Julián se desperezó y bostezó, hasta que por fin
se irguió para observar por encima del pescante del conductor. En aquel mismo
momento los cazadores salían de entre los árboles no muy lejos del trineo. Julián
observó su marcha algo somnoliento y divertido.
—¿Salteadores de caminos en el estado de Nueva York? —dijo riéndose—.
¡Creía que habíamos dejado esa clase de cosas atrás, en la carretera de Londres!
Elizabeth dirigió a su hermano una sonrisa cínica.
—Por favor, no bromees. Sabes que esos hombres son cazadores; Nativos,
supongo.
El padre mantenía una conversación entrecortada con Galileo mientras
inspeccionaba la parte delantera del trineo; luego se volvió hacia sus hijos con un
revólver en la mano.
—Vamos, Lizzie —dijo Julián disponiéndose a abandonar el trineo—. Hay
bandidos a la vista. Nos uniremos a la diversión.
—Tienes que aprender a mirar con más atención, hijo mío —dijo el juez—. ¿No
ves nada que merezca tu atención además de los cazadores? Mira hacia dónde nos
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dirigimos. ¡Allí! En el próximo meandro del río. Es el animal más grande que he
visto en los dos últimos inviernos. Tengo un mosquete nuevo que espero que
funcione bien.
—¡Lizzie! —la llamó Julián con urgencia, haciéndole una seña; el juez,
entretanto, negaba con la cabeza.
—Quédate junto al trineo —le dijo a su hija mientras bajaba rápidamente seguido
de cerca por Julián. Este miró a su hermana por encima del hombro, una mirada de
comprensión que ella conocía muy bien, pero Julián no quería ser el guía de su
hermana en sus objetivos menos elegantes.
No se sorprendió porque la dejaran atrás; era lo que correspondía a las mujeres.
Entonces recordó que no estaba en Inglaterra y que podía pedir y hacer cosas que allí
se considerarían impropias.
—Galileo —gritó—. ¿Podríamos adelantarnos un poco para ver lo que pasa?
—Podría ser peligroso, señorita —contestó el hombre en el interior de sus abrigos
y mantas—. El juez ya no tiene habilidad con el mosquete.
—¿Qué? —Elizabeth se rió con ganas—. ¿Crees que nos disparara?
—No a propósito, señorita. —Galileo volvió a acomodarse en el pescante—. Pero
no tengo mucha fe en su puntería.
Cuando estuvo claro que el hombre estaba completamente convencido de sus
palabras y que no tenía la menor intención de ir hacia el lugar del tiroteo, Elizabeth
comenzó a recogerse la falda.
—Bueno, entonces iré a pie —dijo con firmeza. Mantuvo el equilibrio cuando se
puso en el borde del trineo para saltar al suelo, pero hizo una pausa cuando se oyó un
disparo de arma que resonó en todo el valle y al que siguieron ladridos de perros.
—¿Le han dado al ciervo?
Galileo se había levantado de nuevo para calmar a los caballos y miró en
dirección al lugar de los disparos.
—A alguien le ha pasado algo —dijo con lentitud.
Elizabeth saltó tan rápido como pudo, pero la gruesa capa de nieve le llegó a la
parte alta de las botas y la falda empapada le pesaba demasiado. En el momento en
que se aproximaba a los hombres estaba roja y acalorada; apartaba hacia sus hombros
la capucha de franela y seda para sentir el aire fresco en la cabeza cuando distinguió
la voz de su hermano por encima del ruido del agua que caía de la cascada.
Reconoció el tono que reservaba para los sirvientes y gruñó para sí. Al mismo
tiempo, aunque no supo exactamente por qué, temió por él.
Los hombres se sentaron en silencio mientras ella se aproximaba. Incluso los
perros se acomodaron inmediatamente al lado de los cazadores.
—Elizabeth, querida —dijo el juez—. Creo que estarías más cómoda en el trineo.
Elizabeth pasó de la expresión amable pero distraída de su padre a la de su
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hermano, llena de enfado, y luego se fijó en la de los cazadores, que no se volvieron
para saludarla. Esta falta de amabilidad la interpretó como una señal de que no
aprobaban su presencia, pero no estaba dispuesta a permitir que la enviaran al trineo
como si fuera una criatura.
—¿Le has dado al ciervo, padre?
El juez negó con la cabeza.
—No, me temo que no. Ojo de Halcón, el señor Bonner, mató al animal y yo…,
bueno, tendría que haber escuchado a Galileo. La mayor parte de mis disparos
fallaron, pero me temo que una bala dio en el blanco…
Al oír eso, los dos extraños miraron a Elizabeth. Sorprendida, vio que, a pesar de
que iban vestidos como nativos y llevaban plumas en los sombreros, ninguno de los
dos era indio. Entonces, en medio de una sensación de desagrado que la sobresaltó,
Elizabeth vio lo que su padre había hecho.
Una mancha de sangre asomaba en el hombro derecho del más joven. Elizabeth
se puso delante de él, pero éste dio un paso atrás con rapidez para evitarla;
sorprendida, vio las marcas que tenía en la cara. Vio líneas y planos tan nítidos que le
hicieron pensar en una escultura de piedra, unas cejas muy oscuras por encima de
unos ojos color avellana y una frente alta y arrugada, ¿de dolor?, ¿de cólera? Llegó a
la conclusión de que aquel extraño, aquel hombre, estaba furioso y al mismo tiempo
era dueño de sí, y que su atención estaba dirigida, exclusiva y absolutamente, hacia
ella.
* * *
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indio, con un largo pendiente de plata repujada colgando de una oreja; lo había oído
dirigirse a su padre en un lenguaje que debía de ser el nativo; era alto y delgado y tan
amenazador como un látigo; con una mano apretaba el cañón del largo rifle de un
modo que parecía a la vez casual y deliberado. Tenía una herida grave en el hombro,
que había sido tapada rápidamente con el pañuelo de su padre y la propia bufanda de
Elizabeth, pero parecía que no le importaba en absoluto; estaba decidido a mirarla a
ella, sólo a ella, sin pausa. Aquella conducta, impertinente y completamente
inapropiada, ponía tan nerviosa a Elizabeth que ni siquiera se le ocurría nada que
pudiera decir para reprochársela.
—Padre, simplemente no lo entiendo. Las tierras en que cayó el animal son tuyas
—decía Julián.
El juez asintió con la cabeza.
—Así es. Justamente ahora estamos en el centro del terreno original, que era de
alrededor de mil acres. Por la parte de atrás da a los bosques del otro lado de la
montaña del Lobo Escondido.
Elizabeth, que en aquel momento alzaba la mirada para observar a Nathaniel, vio
un ligero temblor en su rostro.
—¿Le duele, señor Bonner?
Su hermano se volvió irritado hacia ella.
—Por favor, Elizabeth. Es una herida leve. No se va a morir por eso.
—Tampoco se muere nadie por tener buenos modales, Julián —replicó
ásperamente—. Podrías intentarlo para darte cuenta.
Esto produjo una inesperada mueca de diversión por parte de Ojo de Halcón,
quien dejó de concentrar su atención en Julián durante un momento y comenzó a
observar a Elizabeth.
—Entonces podríamos darle el animal por su dolor y sufrimiento —continuó
Julián—. Pero no decir que es suyo. No puedes permitir la caza ilegal.
—Di permiso a Ojo de Halcón y a su hijo para que cazaran siempre que quisieran
en mis tierras. En temporada, desde luego. Eso quiere decir que el animal es suyo.
Quiero comprarles los cuartos traseros para asarlos para la cena de mañana… —
Mirando por el rabillo del ojo, Elizabeth notó que la cara de Nathaniel se contraía al
oír aquellas palabras—. Pero si no quieren vendérmelos no puedo forzarlos.
—Señor Bonner… Ojo de Halcón —dijo Julián volviéndose—. ¿Podría admitir
por lo menos que mi padre tiene derecho a una porción de carne? —El juez quiso
protestar pero su hijo insistió en terminar la frase—, como prenda de buena voluntad.
La conducta de Julián era vergonzosa; Elizabeth no podía negarlo. Además, una
cosa era que salieran a la luz los peores defectos de su hermano y otra muy distinta
ver que eso sucedía en presencia de desconocidos. Si su hermano no podía sentir
vergüenza, Elizabeth sí. Trató de captar su mirada, pero en lugar de eso se puso a
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observar a Dan'l Bonnen.
Era un hombre de aproximadamente setenta años; tenía el pelo blanco con
mechones negros y una cara curtida que reflejaba tranquilidad, dignidad e
inteligencia. Tenía la voz profunda y una extraña cadencia en la pronunciación, una
entonación que Elizabeth no había oído hasta entonces en ningún otro americano. En
resumen, intimidaba de una forma que ella no habría esperado en un hombre del
bosque. Con cierta lástima por su hermano, Elizabeth tuvo que admitir la
superioridad de Ojo de Halcón Bonner.
Miró hacia arriba y encontró a Nathaniel observándola de nuevo lo que la sonrojó
como si él hubiera podido leer sus pensamientos.
Ojo de Halcón terminó de observar a Julián y luego habló del asunto.
—En primer lugar —comenzó con su voz lenta y firme—, yo cazaba en estos
bosques mucho antes de que su padre viniera a reclamarlos. —Levantó la mano
alargada y callosa para advertir a Julián que no interrumpiera—. Usted intenta
decirme lo que ya sé, que el juez pagó mucho oro por esta tierra cuando se la quitaron
a los tories y la subastaron. No quiero discutir ahora eso con usted. No ahora. Y
quiere que yo le venda a su padre el ciervo como señal de buena voluntad, pero éste
no es un asunto de buena voluntad —concluyó Ojo de Halcón.
—Y entonces, ¿qué clase de asunto es? —preguntó Julián con una ceja levantada.
—De hambre —dijo Nathaniel hablando por primera vez desde que se había
subido al trineo.
En aquel momento hicieron un alto delante de una casa construida con madera y
piedra; Elizabeth miró sorprendida. Habían recorrido el camino hasta Paradise y
habían llegado sin que ella hubiera prestado la menor atención a su nuevo hogar.
El juez aprovechó la oportunidad para interrumpir la discusión.
—Bueno, nos espera la comida y nadie sale de esta casa con hambre un día como
hoy. Pero primero necesitamos a Richard para que cure la herida de Nathaniel.
¡Galileo! Deja que Manny se ocupe del equipaje y ve tú mismo a buscar al médico.
Lo necesitamos aquí inmediatamente. —El juez ayudó a su hija a bajar del trineo y
entonces se volvió hacia los cazadores y sonrió—. Enseguida los atenderán —dijo
echando a andar hacia la casa seguido de cerca por Ojo de Halcón y Julián.
Elizabeth se quedó sola con Nathaniel Bonner. Dudaba, no sabía qué decir.
—No se moleste en buscar palabras de disculpa por la actitud de su hermano,
señorita. No se preocupe.
—Le iba a preguntar si usted tiene una familia muy grande que alimentar, señor
Bonner.
Por primera vez, Nathaniel le sonrió.
—No tengo esposa, si eso es lo que quiere preguntar.
Fue la sonrisa lo que produjo en Elizabeth la sensación de estar ardiendo y lo que
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hizo que su corazón latiera aceleradamente. Debía perdonarlo, se dijo a sí misma, por
sus modales incivilizados y por el modo tan directo de decir las cosas, pero la sonrisa
era más de lo que podía racionalizar.
—No cambia nada para mí si usted está casado o no señor Bonner.
—Dejémonos de cumplidos, llámeme Nathaniel. Usted es una solterona, ¿no?
Elizabeth abrió la boca sorprendida, pero luego tuvo que asentir con la cabeza.
—No estoy casado, y soy feliz como estoy.
Nathaniel levantó una ceja.
—¿Es feliz? ¿Y su padre también lo es de tener a una hija como usted?
Era demasiado.
—Señor Bonner, usted se toma demasiadas confianzas…
—¿De veras? —dijo volviendo a sonreír, esta vez con algo más parecido a la
amabilidad—. ¿O es que soy sincero?
—No son asuntos que le conciernan, señor Bonner, pero mi padre respeta mi
voluntad y nunca trataría de imponer un esposo a su hija… solterona… si yo no tengo
necesidad o si no lo deseo.
Satisfecha con el discurso y con su propia lógica, Elizabeth pensó que Nathaniel
Bonner desistiría en el mismo instante.
—¿Y qué desea usted?
La pregunta la cogió por sorpresa. «No creo que nadie me haya preguntado nada
semejante», pensó, y luego en un intento de ocultar su confusión, se volvió en
dirección a la casa.
—Deberíamos entrar —dijo—. Mi padre ha llamado a un médico. Realmente
quiere arreglar las cosas con usted.
En cuanto llegó, la sonrisa de Nathaniel se borró de su cara.
—Veremos cómo quiere su padre arreglar las cosas, señorita —dijo, y fue hacia la
casa.
* * *
El ama de llaves de su padre era una mujer negra, alta y de pelo muy rizado, con
la cara delgada y rodeada por una tela estampada que le envolvía la cabeza. Miró el
hombro ensangrentado de Nathaniel y desapareció hacia el lugar más lejano de la
casa mientras lanzaba un largo y puntilloso monólogo. Elizabeth tuvo que encontrar
sola el camino hacia su habitación.
Cuando por fin la encontró y cerró la puerta tras de sí, se sintió súbitamente
cansada. Había un fuego encendido en una pequeña chimenea; agradecida, se sentó
en la silla que había delante de él y miró someramente los muebles que la rodeaban.
Notó que las ventanas daban al este, pero por el momento no tenía fuerzas para
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levantarse y asomarse a mirar, aunque se había preguntado durante meses qué clase
de vista tendría en su nueva casa. Con las manos temblorosas se quitó la capa y la
capucha.
«Autocompasión y sollozos —se dijo Elizabeth con rabia—. Has tenido un
excelente comienzo, muchacha».
Respiró hondo tres veces seguidas y conteniendo un suspiro se levantó del lugar
cálido en que estaba para ir hacia el tocador.
—Puede que seas una solterona —le dijo a la imagen del espejo que había encima
del lavamanos—, pero no tienes que ser desagradable. Puedes empezar por ponerte
presentable y encontrar el camino hacia la mesa.
Rápidamente se lavó la cara y el cuello con agua fresca, y con breves
movimientos se quitó las horquillas. El pelo voló alrededor de su cara como un velo
en movimiento. Oscuro como la noche y largo hasta la cintura, caía enmarcando una
cara en forma de corazón, una barbilla fuerte y pronunciada, una boca generosa y
unos ojos grises separados, con los bordes más oscuros, del mismo gris que el lino de
su vestido. Ojos de cuáquera, los había llamado su madre con afecto. En aquel
momento, el hecho de pensar en su madre ayudó a Elizabeth, que miró a su alrededor.
Tal vez su madre se habría cepillado el pelo delante de aquel mismo espejo, en la casa
de la montaña que el juez había construido para ella cuando contrajeron matrimonio.
De repente Elizabeth se dio cuenta de que sus baúles todavía no estaban en su
habitación y de que no había cepillos ni peines en el tocador. Abrió la puerta con la
esperanza de que el hijo de Galileo no hubiera llamado por timidez para avisarla de
que estaba el equipaje, pero el vestíbulo se encontraba vacío. No había nada que
hacer; sólo ir y buscar las cosas.
Estirando el arrugado vestido de viaje lo mejor que pudo y con la esperanza de no
encontrar a nadie a su paso, Elizabeth bajó las escaleras y vio que en el recibidor no
había ni gente ni equipaje. Se encontró ante un semicírculo de puertas cerradas, la
más alejada de las cuales, pensó, daba seguramente a las cocinas.
Irritada consigo misma por tantas dudas, llamó a una puerta y la abrió; se
encontró en el estudio de su padre, vacío. La puerta que abrió a continuación daba al
comedor, en el que sólo había una mesa puesta para una buena comida, pero sin
ningún comensal.
Cada vez más impaciente, abrió la tercera puerta y se encontró en la sala.
Nathaniel Bonner estaba sentado en un banco bajo, junto a la ventana y vendado
hasta la cintura. Otro hombre, alto y corpulento, estaba detrás de Nathaniel con un
trapo manchado de sangre en una mano y un escalpelo en la otra. En la pared más
alejada, en un banco próximo al fuego, el ama de llaves trabajaba con un mortero
mientras Ojo de Halcón la observaba con ojo crítico. Los cuatro levantaron la mirada
muy sorprendidos al ver a Elizabeth.
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Pese a su mortificación, Elizabeth no dejó de notar las diferencias que había entre
los dos hombres: uno era rubio, tenía una voluminosa barba rojiza e iba vestido con
ropa cara de lino y lana; el otro era moreno y delgado, llevaba sólo pantalones de
cuero con polainas y su pecho desnudo era suave y musculoso. Entonces Elizabeth se
dio cuenta de que se sonrojaba al mirar a un extraño, a un hombre hecho y derecho
sin camisa; teniendo en cuenta que ni siquiera había visto a su hermano en semejante
estado natural, lo menos que le podía suceder era ruborizarse.
La sorpresa se dibujó en la cara de Nathaniel; se enderezó y abrió la boca para
hablar, pero Elizabeth ya había comenzado a salir con el pelo flotando a su alrededor.
Cerró la puerta tras ella con la cara abrasándole y corrió de nuevo hacia la escalera,
donde chocó con su padre y su hermano.
—¡Elizabeth! —dijo el juez sobresaltado—. ¿Estás bien?
—Lizzie —intervino su hermano ajustándose el lazo que tenía en el cuello—.
Mírate. Qué aspecto tienes.
Elizabeth se enfureció.
—Si supiera dónde están mis cosas, Julián, no estaría aquí ofendiendo tu
sensibilidad.
El juez le pasó el brazo por los hombros.
—Vuelve a tus habitaciones, querida. Enviaré a alguien con tu equipaje para que
puedas cambiarte para la cena. Richard está aquí y está ansioso por conocerte, será
mejor que te pongas algo bonito.
El tono de su petición, persuasivo y extraño, hizo que Elizabeth se detuviera a
mitad de la escalera para preguntar:
—¿Richard?
El padre sonrió.
—Richard Todd, te he hablado de él en mis cartas. Debes de haberlo visto
atendiendo a Nathaniel. Quiere conocerte enseguida.
Y Elizabeth recordó de pronto las palabras que había oído un rato antes: «¿Y su
padre también está contento de tener una hija solterona como usted?»
—Parece que la visión de la habitación con el enfermo la ha impresionado tanto
que no se ha dado cuenta de la presencia del médico —dijo Julián mientras Elizabeth
desaparecía escaleras arriba.
En cualquier otra ocasión habría respondido a la insolencia de su hermano, pero
en aquel momento, repentinamente confundida, no deseaba otra cosa que marcharse.
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Capítulo 2
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Curiosity se levantó de golpe. Le dirigió a Elizabeth una mirada larga, con sus
ojos oscuros muy abiertos. Luego sonrió.
—Es hora de ir a la mesa. Los hombres deben de estar esperando.
Se volvió hacia la puerta y sus amplias faldas se agitaron a su alrededor.
—¿Mi padre la ha tratado bien a usted y a los suyos? —repitió Elizabeth molesta
por la repentina reticencia de la mujer.
Curiosity le contestó dándole la espalda.
—Él me ha tratado bien a mí y a los míos, señorita. Pero hay otros que no están
tan satisfechos. —Vio que una pregunta se dibujaba en la cara de Elizabeth y levantó
la palma de la mano—. Es hora de ir a la mesa —dijo y se fue enseguida antes de que
Elizabeth le recordara que la llamara por su nombre de pila.
Elizabeth se puso un sencillo vestido gris con un chal que ajustó al talle, se
recogió el pelo en un moño en la parte trasera de la cabeza y se quedó mirándose al
espejo. La visión de Nathaniel Bonner con el pecho desnudo le volvió a la memoria y
luchó fieramente consigo misma. Nathaniel estaba esperando abajo, al igual que el
misterioso doctor Todd, y ella tendría que encontrarse con ambos. No era lo que
había esperado para el primer día en su nuevo hogar. En Inglaterra no había
frecuentado mucho la sociedad; había preferido siempre la compañía de los libros y
de los pocos amigos que en aquel momento ya habían quedado atrás.
Cuando no pudo esperar más, Elizabeth se dirigió al comedor donde la comida y
los hombres la esperaban. El padre la cogió del brazo con gran entusiasmo y le
presentó al doctor Todd; Elizabeth le dirigió una sonrisa amable y respondió a sus
preguntas acerca del viaje y de su estado de salud, continuamente pendiente de
Nathaniel, que estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados y la mirada fija en
ella.
Richard Todd hizo todo lo que pudo por captar la atención de Elizabeth hacia su
persona: era atento y divertido, y la mirada de sus ojos azules bajo la mata de pelo
rojo brillante era apacible y parecía sincera; le pareció que debía de andar por los
treinta años, puesto que su pelo escaseaba un poco en las sienes. Elizabeth vio que,
pese a que su abrigo y su chaleco estaban bien cortados y le sentaban muy bien, no
podían, sin embargo, esconder cierta propensión a la gordura.
Sentada en un extremo de la mesa, frente a su padre, Elizabeth se encontró
demasiado cerca de Nathaniel Bonner para estar cómoda. Él estaba situado a su
izquierda, y Richard Todd se sentó a la derecha. En la cabecera de la mesa, el juez
estaba flanqueado por Ojo de Halcón y por Julián. Elizabeth notó con cierto alivio
que los tres habían reanudado una conversación previa acerca de la guerra en Francia
y que ella no tendría que preocuparse por entretener a cinco hombres.
«Puedo controlar esto», se dijo firmemente, y se volvió hacia Nathaniel
repentinamente decidida a reanudar la conversación con aquel hombre tan extraño.
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De nuevo llevaba su ropa, aunque el vendaje del hombro herido se podía ver a través
del desgarrón de la camisa, todavía manchada de sangre.
—¿Le duele, señor Bonner? —preguntó—. ¿Le molesta la herida?
—Nathaniel —la corrigió él—. Me encuentro bien, señorita. Gracias por su
preocupación y su interés.
—Y yo le doy la bienvenida —replicó ella en el mismo tono impertinente.
El comedor era pequeño y oscuro, pero presentaba una profusión de mesas de
servicio y muebles muy interesantes que contemplar mientras Elizabeth consideraba
cuál debía ser su conducta. No sabía cómo comenzar una conversación que pudiera
resultar atractiva tanto a Richard Todd como a Nathaniel Bonner; los temas típicos de
las conversaciones formales inglesas no parecían adecuarse a aquel lugar, y además
ella no los conocía lo suficiente para discutir cuestiones políticas controvertidas,
aunque le habría gustado oír sus opiniones acerca de la proclamación de neutralidad
del presidente Washington o del triunfo francés sobre las tropas austriacas y prusianas
en la batalla de Valmi. Tampoco podía hablar de sus respectivos trabajos sin evitar
que la conversación se dispersara en asuntos cuya diversidad no podría abarcar,
aunque aquello le interesaba mucho. Elizabeth volvió a recorrer la habitación con la
mirada y vio que había muchos óleos, todos paisajes, unos sencillos y un tanto
ingenuos, y otros, los menos, muy atractivos.
—Veo que mi padre ha estado coleccionando las obras de los pintores locales —
dijo Elizabeth—. Algunos me parecen muy interesantes. Me gusta la imagen de la
montaña.
—Es un artificio exagerado —dijo Ojo de Halcón en el otro lado de la mesa—.
No hay nada en la naturaleza que se le compare.
—¿Es eso cierto? —preguntó Elizabeth—. Bueno, tal vez aún no he visto las
suficientes montañas para saberlo. Pero de todos modos me gusta.
—Usted es muy generosa —dijo Richard Todd. Elizabeth se volvió para mirarlo
—. Ojo de Halcón tiene razón.
—Estoy de acuerdo en que no todas las pinturas tienen la misma calidad, pero
realmente encuentro un gran mérito en ellas… ¿No ha sido usted muy duro con el
artista? —preguntó Elizabeth.
—Puede que sí —dijo Richard Todd con calma—. Como artista, debo ser el más
duro de los críticos. Para ser sincero, el juez es demasiado amable. Cuelga en las
paredes todo lo que pinto.
Elizabeth se sorprendió al saber que el médico había pintado aquellos paisajes; en
Inglaterra se solía enviar a las mujeres jóvenes a clases de dibujo para que
aprendieran a hacer bonitos bocetos de montañas y de niños, pero era raro que los
hombres jóvenes se interesaran por el arte.
—¿Le interesa la pintura? —le preguntó Richard Todd.
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—No tengo talento para pintar —respondió riendo—. Pero con estos paisajes a mi
alrededor, tal vez quiera intentarlo. ¿No le parece interesante —continuó, dirigiendo
su comentario a Nathaniel Bonner que amablemente fijó su atención en ella— que
esta belleza y esta riqueza hayan permanecido tanto tiempo sin que las cambien ni las
aprecien?
—Esta tierra no estaba vacía antes de que llegaran los europeos —contestó él con
voz áspera.
—Nathaniel… —empezó a decir Richard, pero éste lo interrumpió.
—Tenía sus dueños —continuó— y no faltó quien la valorara.
Tras mirar a Richard Todd y luego al juez, que estaba completamente sumido en
su propia conversación y no había seguido aquel intercambio de opiniones, Nathaniel
se detuvo.
Elizabeth estaba a la vez perpleja e intrigada; quería oír el resto de la historia que
Nathaniel había comenzado. Pero antes de que pudiera pensar en la manera de pedirle
que siguiera, Richard Todd reclamó su atención.
—Supongo que querrá visitar el pueblo, señorita Elizabeth. —El médico lo dijo
con una sonrisa amable, mientras se servía un trozo de carne de la bandeja que
Curiosity le ofrecía por segunda vez—. Estará muy intrigada por saber más acerca de
su nuevo hogar. Sé que el señor Witherspoon, nuestro pastor, y su hija están deseando
entablar relaciones amistosas con usted.
Muy agradecida, Elizabeth se volvió hacia él.
—Sí, tengo ganas de hacer mi primer viaje a la ciudad. Tengo especial curiosidad
por conocer a los niños.
—¿Los niños? —Richard Todd sonrió de forma muy educada.
Elizabeth miró hacia donde estaba su padre, que de nuevo se había enfrascado en
una discusión con Julián.
—Sí, sí, los niños —dijo—. Sería muy difícil enseñar en la escuela sin ellos.
—¿Piensa enseñar en la escuela? —le preguntó Nathaniel Bonner. Toda su
agitación había desaparecido. Tenía la mirada fría, pero manifestaba interés.
—Bueno, sí —dijo—. Ésa es la razón por la que he venido aquí.
—El juez no nos había dicho nada acerca de ese asunto —dijo Richard.
Elizabeth se quedó un momento callada, realmente no sabía qué decir. Había
pasado seis meses preparándose en Inglaterra para enseñar en la escuela, su primera
escuela. Había comprado libros y había consultado a varios educadores. Todo eso la
había agotado completamente. Y en aquel momento se enteraba de que su padre ni
siquiera había mencionado el proyecto a sus amigos más cercanos. Una terrible idea
la estremeció de pies a cabeza: su padre la había llevado allí con falsas promesas.
Todo lo que Nathaniel Bonner le había dicho en el trineo era verdad.
Vio que Curiosity la observaba a un lado, sintió la mirada penetrante de Richard
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Todd sobre ella y supo que el único modo de reivindicar su nueva vida, para la que se
había preparado y la que deseaba, era hablar como nunca lo había hecho en favor de
sí misma.
—¿Padre? —dijo Elizabeth—. Parece que hay una confusión. ¿Cómo es que el
doctor Todd y el señor Bonner no saben nada acerca de mis clases en la escuela?
El juez miró alternativamente, una y otra vez, a Elizabeth y a Richard.
—Querida mía —comenzó a decir lentamente—. Cada cosa a su tiempo, ¿eh?
Necesitarás al menos algunas semanas para instalarte aquí y aprender algo del lugar.
Elizabeth luchaba por esconder su creciente sorpresa y su decepción. Con
movimientos lentos puso a un lado el tenedor y cruzó los brazos.
—Al menos puedo hacer una lista de los niños y saber algo acerca de ellos y de
sus familias. Y seguramente el edificio de la escuela también necesitará que lo ponga
en orden.
—¿Qué edificio? —preguntó Ojo de Halcón—. Que yo sepa no hay ninguna
escuela en Paradise, señorita.
Julián puso a un lado el tenedor y el cuchillo y se volvió hacia el juez.
—¿Quieres decir que no hay escuela aquí? —Miró a Elizabeth, que había
arrugado la frente con la expresión amenazante que él conocía muy bien—. Bueno,
hermana —dijo encogiéndose de hombros—. Me parece que tendrás que arreglártelas
sola.
Fue un golpe duro, pero Elizabeth supo encajarlo sin desmoralizarse. Levantó una
ceja, miró a su padre y esperó.
El juez se aclaró la garganta.
—Bueno, tal vez no todavía, pero la habrá.
—Padre —comenzó a decir lentamente—. Me escribiste diciéndome que me
proporcionarías todo lo necesario para que diera clase a todos los niños que quisieran
asistir a la escuela.
—Claro que sí —dijo su padre observando al médico—. Lo hice y me ocuparé de
que tengas todo lo que necesites. Construiremos una escuela.
—Una escuela muy bonita —dijo Ojo de Halcón.
—Si no es así, tendrán que vérselas con Lizzy —añadió Julián.
—Entretanto tal vez haya otro edificio que pueda ser de utilidad —dijo Elizabeth
—. Quizá la iglesia. Entre semana, por supuesto.
—Es un lugar muy frío —dijo el juez—. Sería muy incómoda.
—Bueno, entonces tendrá que haber otra solución —señaló Elizabeth—. De un
modo u otro habrá clases el primer día del próximo año. —Se volvió hacia el doctor
Todd—. ¿Cuántos niños de menos de catorce años hay en el pueblo?
El médico reflexionó un instante.
—Aproximadamente doce, o tal vez algunos más. Aunque no todos ellos irán a la
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escuela.
—¿Y por qué no?
—Algunos no son libres —dijo evitando mirarla a los ojos.
—Seguramente sus padres podrán dejar que vayan algunas horas en invierno,
cuando haya poco que hacer en la granja. Supongo que querrán que sus hijos
aprendan a leer y escribir —dijo Elizabeth. Miró a los comensales con creciente
irritación.
Sintió que la mirada fija de Nathaniel se hacía más y más intensa y hacia él
dirigió la mirada; vio en la cara del hombre algo inesperado: una revelación y cierta
incredulidad. Se dirigió resueltamente a él:
—Señor Bonner…
—Nathaniel —la corrigió de nuevo.
Miró a su alrededor una vez más.
—Sin duda a los padres les gustaría tener una escuela donde enviar a sus hijos,
¿no es así?
Él asintió con la cabeza.
—A los padres, quizá —dijo—. Pero algunos de los propietarios no estarán
dispuestos a permitirlo…
—Vamos, vamos, no te pongas así —dijo el juez frunciendo los labios—. De
cualquier modo, no debe de haber más de tres niños esclavos en la edad adecuada. —
Richard Todd se movía incómodo en su asiento mientras ella se volvía incrédula para
mirar a su padre, que se anticipó a la pregunta—: Elizabeth, yo nunca he tenido
esclavos.
—Pero ¿consientes que los hombres del pueblo los tengan?
Agitado, el juez enrojeció.
—No es algo que pueda decidir personalmente —dijo—. El hecho de que sea
propietario de tierras no significa que pueda cambiar la ley. Además, Elizabeth, debes
saber que algunos de los propietarios de esclavos son gente muy amable, buena gente
—dijo con voz vehemente.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella—. ¿Cómo puedes saberlo? ¿Cómo puedes
encontrar algo amable o bueno en la esclavitud?
Richard Todd tomó la palabra.
—Porque su padre me conoce y yo tengo dos esclavos —dijo—. Pero ellos no
tienen hijos que enviar a su escuela —añadió.
El rostro de Elizabeth perdió el color; se dirigió a su padre sin tener en cuenta al
doctor Todd.
—Me acercaré a cada uno de los propietarios y les pediré permiso.
—Ningún propietario de esclavos de Paradise los enviará a su escuela, Elizabeth
—dijo lentamente Nathaniel.
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Ella se volvió y se dio cuenta de que no había intención de ofenderla con sus
palabras, sino el deseo de que se diera cuenta de la realidad.
—Y si lo hicieran, no enviarían a sus hijos.
—Entonces les propondré enseñarles individualmente en sus casas —dijo
encogiéndose de hombros mientras los hombres se miraban unos a otros—. De
cualquier modo, lo intentaré. En mi escuela todos los niños serán bienvenidos.
Se sintió repentinamente decaída y muy cansada.
—Ahora, si me disculpan caballeros, me retiraré.
—Pero Elizabeth —protestó el padre—. Apenas has comido.
Se levantó estirándose la falda mientras dirigía una mirada larga y silenciosa a su
padre antes de salir de la sala.
—¡Bienvenida a Paradise! —dijo Julián a sus espaldas y su risa la siguió por las
escaleras.
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Capítulo 3
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Sin embargo, no puedo ofrecerte alojamiento en mi casa…
—Yo me refería a una satisfacción económica —dijo Julián—. Me parece que eso
sería suficiente en este caso, ¿no crees?
Ojo de Halcón había estado siguiendo la conversación en silencio, pero en aquel
momento le había llegado su turno.
—No conseguirá que Nathaniel se quede aquí sentado con sus libros, juez —dijo
con una sonrisa—. Necesita estar al aire libre. Su madre se las arregló para enseñarle
los números y las letras, pero a mi hijo no le gusta permanecer sentado entre ellos.
Nathaniel volvió su atención al juez.
—No me haré cargo de sus libros y ya tengo casa propia —dijo—. Pero si usted
considera que me debe algo, hay una cosa que quisiera pedirle.
El juez asintió.
—Si está dentro de mis posibilidades…
—Por Dios, padre —murmuró Julián.
Nathaniel no prestó atención a Julián.
—Me puede contratar para construir la escuela de su hija —dijo—. Si me paga un
buen sueldo, puedo comenzar mañana mismo.
—Mañana… —repitió el juez con aire perplejo.
—Pero es imposible hacer una cabaña durante el invierno —señaló Richard.
—Puedo cortar los troncos y comenzar los cimientos y la chimenea. Traeré los
troncos rodando tras el primer deshielo. Tendré que alquilar unos caballos, cuando
sea necesario. Y cobraré la mitad del sueldo una vez que haya levantado la fachada.
—Es una oferta muy tentadora, juez —dijo Richard Todd—. Yo la aceptaría; de
otro modo, dependerá de Billy Kirby para la construcción, y usted sabe que su trabajo
deja mucho que desear.
Richard miró intencionadamente los marcos rajados de las puertas y ventanas.
—Trato hecho —dijo el juez con un suspiro—. Siempre y cuando reduzcas los
costes al mínimo.
Se sentía aliviado por haber resuelto dos asuntos engorrosos al mismo tiempo.
Elizabeth tendría su escuela y la deuda con el hijo de Ojo de Halcón quedaría
saldada.
* * *
—Le has echado el ojo a esa mujer —le dijo Ojo de Halcón a Nathaniel cuando
emprendieron el camino de vuelta.
Nathaniel se encogió de hombros.
—Y si fuera así, ¿qué consecuencias tendría?
El padre sonrió amablemente.
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—Es hermosa, muy agradable y formal. Mucho más que el padre y el hermano
juntos.
Iban hacia Lobo Escondido llevando al paso la yegua que el juez les había
prestado, en cuyo lomo iba el ciervo. Los perros corrían alrededor, contentos de que
los llevaran a casa, pero también atentos, profiriendo ladridos de entusiasmo ante
cualquier señal de la presencia de un conejo. Nathaniel tardó en responder. Sabía que
su padre aprobaba a Elizabeth; no se habría molestado en hacer un comentario sobre
alguien que no le gustara. El viejo había encontrado muchas cosas que discutir con
ella. Sentía una debilidad especial por las mujeres cuyas lenguas eran capaces de
medirse con la suya.
—Dice que está contenta de permanecer soltera.
Ojo de Halcón gruñó.
—Bueno, piensa en sus parientes. Si ésos son los únicos hombres que ha
conocido, ¿quién puede culparla? —mirando por el rabillo del ojo añadió—: Todd la
conseguirá si se propone obtenerla.
A Nathaniel le dolía el hombro y se lo frotó con el dorso de una mano.
—Si se la dan con la tierra que la rodea, sin duda querrá —dijo—. Pero no me
parece que le vaya a resultar tan fácil. Habla de sí misma como de una solterona, y
está orgullosa de eso.
—Parece que tuviste una conversación sobre la soltería muy rápidamente.
—Es de la clase de mujeres que me provocan, no lo negaré. —La yegua
amenazaba con perder el paso y Nathaniel trató de calmarla—. A lo mejor tendría que
descartarla por completo.
—O hacer que se interesara por ti.
Nathaniel asintió con la cabeza.
—Existe esa posibilidad.
Caminaron en silencio durante algunos minutos.
—Eso resolvería algunos problemas —señaló Ojo de Halcón.
—Si Lobo Escondido estuviera en la dote, así sería.
Ojo de Halcón gruñó.
—He visto cómo la mirabas, y no era la tierra lo que atraía tu atención. La
mirabas como mirabas a Sarah hace ya algún tiempo. Ahora vuelves a poner esa
misma cara. Hace cinco años que Sarah murió. Ella no se habría opuesto a que
tuvieras una nueva mujer.
—¿Estás tratando de casarme con la hija del juez? ¿Con Chingachgook viniendo
hacia aquí con una propuesta que hará aullar a todos los hombres blancos de este
valle?
Ojo de Halcón se encogió de hombros.
—No niego que los tiempos son difíciles. Pero hay algunas cosas que no se deben
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pasar por alto, y esa mujer es una de ellas. Es mejor que prestes mucha atención si no
quieres que Todd te derrote.
Se quedaron en silencio mientras subían por una pendiente empinada, apremiando
al caballo que iba detrás.
—No me imagino a una mujer como ella alisando pieles y desbrozando grano —
dijo Nathaniel.
—Eso es cierto. Pero hay otras que pueden hacer ese trabajo. Ella es maestra de
escuela.
Ojo de Halcón dijo estas últimas palabras con voz respetuosa. Era algo que
Nathaniel nunca había entendido en su padre, su deseo de creer que cualquier maestro
de escuela fuera de por sí bueno, aunque tuviera delante pruebas de lo contrario.
—Bueno, supongamos por un instante que ella se muestra interesada y que yo le
hago la propuesta. Al juez no le gustaría nada. Tampoco al hermano —dijo Nathaniel.
Haciendo una pausa para tomar aliento, Ojo de Halcón se volvió para mirar desde
lo alto el pueblo recogido en un recodo de la montaña. Anochecía con rapidez; largas
sombras de un azul cada vez más oscuro se movían por encima del bosque, llegaban
hasta los campos nevados y se enroscaban como dedos alrededor de las esparcidas
cabañas y graneros. El lago de la Media Luna brillaba suavemente con los últimos
destellos de la luz crepuscular, como un espejo de mano plateado sobre una cubierta
arrugada de color blanco.
—Su padre es blanco —dijo despacio Ojo de Halcón, como si él y su hijo no lo
fueran; como si ellos pertenecieran a un universo diferente—. Él cree que posee el
cielo. El cielo no le dará muchos argumentos, pero sí lo hará su hija. No sabe lo que
le espera. —Negó con la cabeza y sonrió—. Es una mujer fuerte y de gran voluntad,
muchos hombres saldrían corriendo en sentido contrario. Richard Todd lo hará
cuando se dé cuenta.
—Pero si ella aporta la montaña no querrá escapar. A no ser que tenga dos
cabezas y una cola.
Ojo de Halcón se detuvo repentinamente con una mano en la barbilla.
—Tienes razón. Pero si es la mitad de lo inteligente que pienso que es, y si en
principio se opone al matrimonio, no dejará que la dominen de cualquier manera. Y
además… —Ojo de Halcón sonrío llenando su cara de arrugas— no era a Richard
Todd a quien miraba con ojos brillantes cada vez que podía. Tu madre tenía la misma
fuerza de voluntad que ella. —Volvió a hacer una pausa y cuando habló de nuevo se
le notó un temblor en la voz que Nathaniel conocía muy bien—. No debes flaquear en
el largo camino, aunque te sientas cansado antes de obtener lo que deseas.
—Ya he tomado la decisión de ir tras ella.
—Te has dicho eso —dijo Ojo de Halcón riendo suavemente—. Veremos si
puedes mantenerlo. No creo que puedas.
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Capítulo 4
Aunque se fue a dormir deprimida y disgustada por la posibilidad de que sus planes
encontraran el rechazo de su padre más que su ayuda y buena voluntad, Elizabeth se
despertó en la fría mañana de Nochebuena con propósitos renovados. Era muy
temprano, el sol comenzaba a asomar por encima de las montañas y la helada de la
noche todavía no se había levantado; sin embargo, no pudo permanecer en la cama,
así que se lavó y se puso la ropa tiritando; luego bajó corriendo y se dirigió a la
cocina.
En el umbral sintió una oleada de aire caliente que procedía de la chimenea, en la
que colgaban varias ollas de un complejo de poleas y ganchos. El resplandor del
fuego se esparcía por toda la habitación y se reflejaba en las ollas de cobre y peltre
suspendidas del techo. En la pared más distante había cestos con lana cardada que
debían pasar por el huso. Cerca de allí una joven trabajaba en un telar con los
movimientos rápidos y automáticos de los tejedores experimentados.
Otra joven estaba de pie ante a una mesa de madera, pelando patatas mientras
Curiosity amasaba; su piel oscura estaba cubierta de harina hasta los codos. Levantó
la mirada y sonrió al ver a Elizabeth.
—¡Una mujer madrugadora! Sí, lo sabía. Debe de tener mucha hambre. El
desayuno tardará un rato, pero puede sentarse y Daisy la atenderá lo mejor que pueda.
Daisy es mi segunda hija. ¡Daisy! Dile buenos días a la señorita Elizabeth. En el telar
está mi Polly. Y el que está allí es Manny, que ahora mismo va a buscar leña, ¿verdad,
tesoro?
Manny era un muchacho robusto con una sonrisa amplia, pero Elizabeth apenas
pudo mirarlo porque desapareció al oír las palabras de su madre. Elizabeth volvió la
atención hacia Daisy, que sonreía con un poco de vergüenza. Era delgada pero no en
exceso, no tan oscura como su madre y tenía una gran mata de pelo recogida bajo el
gorro. En una mejilla ostentaba una mancha roja de nacimiento en forma de flor,
Elizabeth se dio cuenta de que ése era el origen de su nombre.
Daisy se secó las manos en el delantal mientras observaba a Elizabeth.
—Bollos y miel, eso le sentará bien. Y leche fresca.
—Es muy tentador —dijo Elizabeth— pero antes me gustaría salir a pasear un
poco…
—¿Salir a pasear con este frío sin haber comido nada? —Curiosity negó con la
cabeza. Sin saber qué hacer, Elizabeth miró por la ventana. Había comenzado a nevar
y el cielo estaba gris—. En Paradise no se va a ninguna parte si no se desayuna
primero —dijo Curiosity; como respuesta, Daisy comenzó a untar mantequilla en los
bollos.
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Había un banco alto ante a la mesa y Elizabeth se sentó, esperando que Curiosity
protestara diciendo que debía ir al comedor, pero no hubo semejante recomendación.
Curiosity volvió a la masa del pan y Daisy a las patatas. El vaivén rítmico del telar
provocaba un hermoso contrapunto con el crepitar del fuego en la chimenea.
Los bollos estaban deliciosos y la leche era muy fresca; Elizabeth se dio cuenta de
repente de que en realidad tenía mucha hambre y rápidamente se lo comió todo. Su
buen apetito y su aprecio por la comida no pasaron inadvertidos para Curiosity, que
dejó la masa para que fermentara y le sirvió más leche a Elizabeth. Ésta pensó en
pedirle que se sentara y comiera con ella, pero se dio cuenta de que la mujer se debía
de haber levantado muy temprano y habría desayunado hacía rato, y de que tendría
por delante unas cuantas horas más de trabajo antes de volver a tener tiempo para
sentarse. Elizabeth estaba pensando en Curiosity cuando, detrás de ella, se abrió una
puerta por la que entraron una ráfaga de aire helado y Galileo tiritando de frío.
—¡Señor! —dijo mientras descargaba un bulto de leña cerca de la chimenea—.
Qué tiempo. ¡Buenos días, señorita Elizabeth! —Elizabeth le devolvió el saludo pero
él ya se había dado la vuelta para dirigirse a su esposa—. Supongo que todavía
necesitas esas provisiones y que tengo que enganchar los caballos para bajar al
pueblo con esta nieve —dijo negando con la cabeza.
—Y yo supongo que la nieve no es ninguna novedad en la víspera de Navidad y
que no querrás que sirva alubias y col fermentada en la cena, ¿o sí? —replicó
Curiosity.
Estaban sonriendo y Daisy no parecía turbada en absoluto, por lo que Elizabeth
dedujo que aquél debía de ser el tono en que hablaban todos los días.
—¿Va a bajar al pueblo? —le preguntó a Galileo—. ¿Puedo ir con usted? —Antes
de acabar la pregunta ya se había levantado—. Por favor, espéreme, sólo tardaré un
minuto.
Apenas pareció necesario el esfuerzo de enganchar los caballos porque el trineo
los llevó hasta el pueblo en pocos minutos. A Elizabeth le habría gustado ir
caminando porque el pueblo parecía pasar volando al paso del trineo: cabañas
esparcidas, la iglesia de madera sin pulir, con las ventanas cerradas y la pequeña
cúpula sin campana. La casa del pastor, un edificio algo mejor construido, de tablas y
piedra en vez de troncos, pero pequeño y con pocas ventanas, se encontraba a la
derecha, en una colina lejana. Más allá se alzaba una casa más elegante, de piedra y
ladrillo; sin duda, pertenecía al médico. Había un ahumadero, cuadras y una herrería.
Notó, aunque trató de no hacerlo, que cada cabaña tenía un patio con leña
almacenada, aperos de labranza y charcos oscuros y helados donde se había tirado el
agua de fregar los platos. Aquí y allí había ropa tendida: camisas, pantalones y
sábanas parecían estar de pie y caminar por sí mismos haciendo difíciles
contorsiones. Había poca gente en la calle: en la parte exterior de una cabaña
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cuadrada de troncos, una mujer envuelta en chales sacaba agua de una fuente de
piedra; llevaba un gorro viejo y gastado de piel de mapache y en el pecho una
mantilla de recién nacido atada con una correa. Más abajo, en el borde del lago de la
Media Luna, donde crecían arbustos como si se tratara de las barbas del lago, había
hombres pescando en el hielo con redes. Los niños empujaban una pelota con palos
largos, gritando y peleando.
Elizabeth se sentía al mismo tiempo aliviada y contrariada: aliviada al ver que la
gente llevaba un tipo de vida similar al que había visto en Inglaterra, y contrariada de
que todo le resultase tan familiar. El pueblo era, si algo era, deslucido; las
construcciones, aunque parecían sólidas, eran sencillas. La tienda era un edificio de
troncos como el resto, con un porche largo y profundo, vacío en aquel momento, y
con pequeñas ventanas de vidrio a cada lado de la puerta. No había nada pintoresco
en Paradise. El pueblo apenas se distinguía entre el bosque, apenas se elevaba a la
orilla del lago.
«Qué presuntuosa eres —se dijo—. Tendrás que mejorar si quieres ser la maestra
de la escuela».
Observando a Galileo mientras ataba los caballos al poste, Elizabeth se dio cuenta
con una sola mirada de que era ella quien tendría que convencer a la gente de que
enviaran los niños a la escuela. Y es más, no se los presentarían si ella no iba hasta
ellos. Nunca había iniciado una conversación con nadie a quien no le hubieran
presentado previamente con todas las formalidades, con la excepción de los sirvientes
y los empleados de los comercios. Casi paralizada ante la dificultad, observó que
Galileo resolvía su problema al ponerse detrás de ella y decir en voz alta:
—Buenos días. Ésta es la señorita Elizabeth Middleton, la hija del juez.
Elizabeth se esforzó para estrechar las manos que se le ofrecían, devolver los
saludos y buenos deseos. Ante la amable curiosidad de un puñado de gente, Elizabeth
se sentía avergonzada de lo poco generosos que habían sido sus pensamientos acerca
del pueblo.
Una mujer alta y gruesa se abrió paso entre la pequeña multitud, cogió a Elizabeth
por los hombros y escrutó su rostro.
Elizabeth trató de no reaccionar con brusquedad ante tan extraña forma de saludo,
y clavó la mirada en unos curiosos ojos azules que flanqueaban una nariz tan pequeña
y delgada que parecía haber sido puesta en un rostro al que no correspondía.
—¡Bueno, nos alegramos de verte! —dijo la mujer, sacudiendo por cuarta o
quinta vez a Elizabeth—. ¡Todos estamos contentos! —Luego dio un paso atrás e
inclinó la cabeza hacia la derecha—. No debes de recordar ni un solo nombre en
medio de toda esta conmoción. Yo soy Anna Hauptmann. Éste era el negocio de mi
marido hasta que se le empezó a pudrir el cuello y murió. Perdí también a mis tres
hijos mayores. Fue hace cuatro años y desde entonces me he ocupado de llevar esto y
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cuidar de la granja, como todos los de aquí. ¿Te gusta el queso? Querrás probar el
mío, vale la pena, aunque no debería decirlo. Mis parientes llegaron del Palatinado
durante la guerra del rey Jorge. ¡Aquel que está allí es mi padre, Data! —Gritó con tal
fuerza al anciano que dormía delante del fuego que Elizabeth dio un salto—. ¡Data,
pafi auf! No hace falta andar con tanta delicadeza, señorita Middleton, duerme como
un lirón durante todo el día. ¡Data!
Esta vez todos los presentes dieron un salto, pero el viejo siguió inclinado sobre
su pipa de arcilla y sus huesudos hombros siguieron su movimiento rítmico arriba y
abajo sin ninguna alteración.
—Señorita Hauptmann… —dijo con suavidad Galileo, y con la misma velocidad
con que había ido a presentarse a Elizabeth, Anna dio media vuelta y volvió a su sitio
detrás del mostrador, entre barriles y cajas. Con una arruga de concentración en la
frente comenzó a reunir cosas a medida que oía las demandas que Galileo le
formulaba amablemente y en voz baja.
No era poco lo que había allí: en el techo había mercancías de todo tipo, desde
cucharones hasta un arado, barriles y cajas se amontonaban por todas partes. En una
pared, signos pintados a mano formaban un variado conjunto, Elizabeth los
contempló entre maravillada y divertida. «Cree en el Señor tu Dios», decía uno muy
destacado, al que sólo sobrepasaba en medida otro que decía «Maravillosa es la
Misericordia del Salvador», rodeado por expresiones más terrenales: «Se comercia
con cerdos, no con pagarés»; «1 libra es igual a tres dólares cincuenta» «Vinagre
fuerte y bueno» «No hay café hasta la primavera» «Siempre tenemos Bálsamo de la
vida Turlington y Elixir Daffy». Y uno muy grande escrito con letras negras más
austeras: «¡NO escupir, y eso va por USTED!», en inglés, holandés, alemán y
francés. Elizabeth se quedó perpleja tanto por el significado como por la intención.
Durante el tiempo que estuvo leyendo los escritos, Elizabeth sintió que todos los
de la habitación guardaban silencio en torno a ella. Sabía que la estaban mirando,
puso recta la espalda y se volvió para mirarlos de frente. El grupo de hombres estaba
sentado alrededor del fuego en bancos rústicos: en el centro había dos niños al calor
del fuego, uno con una muñeca de trapo, el otro con un punzón y un pedazo de
madera. Anna era la única mujer además de ella, los otros eran todos hombres de
edades variadas; claramente se veía que eran granjeros que estaban allí para
compartir las novedades y el calor del fuego en una mañana fría de invierno. Se
presentó a cada uno de los adultos e hizo un esfuerzo por recordar los nombres y las
caras: Henry Smythe, que tenía un tic; Isaac Cameron, que a pesar de ser joven perdía
pelo y tenía los dientes muy estropeados; Jed McGarrity, tan alto que se encorvaba un
poco y tenía las manos más grandes que Elizabeth había visto en su vida; y Charlie
LeBlanc, más joven que el resto, al que le faltaban los incisivos de arriba y por eso
silbaba al hablar. Él rehuyó la mirada de Elizabeth y se puso muy rojo cuando le
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estrechó la mano. Sólo Moses Southern fue a darle la mano a regañadientes, con la
mirada fija en un punto del techo mientras murmuraba su nombre. Tenía unos sesenta
años y la cara curtida y áspera, de la textura de una corteza. El tiempo frío había
convertido su crecida nariz en una protuberancia roja; le sonrió con una expresión
sombría.
Elizabeth se volvió hacia los niños.
—¿Y a quiénes tenemos aquí?
—¡Mis dos pequeños! —dijo Anna—. Henrietta y Ephraim, ellos se lo dirían si
supieran dónde han puesto la lengua. ¡Niños! Venid…, sed amables, por favor,
señorita Henrietta, Ephraim, ¿habéis olvidado cómo se hace una reverencia?
—¿Habéis ido alguna vez a la escuela? —les preguntó Elizabeth amablemente
mientras les cogía las manos. Los niños, ambos de pelo sedoso y castaño, ojos
tranquilos y rostros pálidos, negaron con la cabeza y corrieron al lado de su madre.
—No, no han tenido la oportunidad —contestó Anna en su lugar. Se rió—. Qué
lástima que no se haya traído a un maestro con usted de Inglaterra.
—Sí que lo he hecho —dijo Elizabeth sonriendo—. Yo soy la maestra. —Uno de
los granjeros carraspeó con fuerza para aclararse la garganta, pero no tuvo nada que
decir en respuesta a la frase de Elizabeth. Incluso Anna pareció quedarse sin palabras
—. Soy maestra —repitió observándolos a todos—. Y me propongo empezar las
clases en cuanto tenga un sitio donde hacerlo.
—¡Bueno! —dijo Anna, mientras su sorpresa trataba de ceder paso a su
entusiasmo—. Bueno, no se me habría ocurrido. La hija del juez. ¡Una escuela en
Paradise!
—Supongo que espera que la gente pague —murmuró Moses Southern sin
mirarla a los ojos.
—Hasta ahora no había pensado en eso —dijo Elizabeth—. Pero la cuota sería
muy pequeña, por supuesto, y podría pagarse en especies… —Uno de los hombres
pareció aliviado al oír aquello, y Elizabeth prosiguió con más seguridad, mientras
clavaba los ojos en cada uno de los granjeros—. Esperaba poder hacer una lista de
todos los niños que tenían edad de ir a la escuela, para poder tener una idea de las
provisiones que me harán falta, y para saber si tengo suficientes libros.
—¡Libros! —exclamó el señor Smythe—. ¿Usted ha traído libros de Inglaterra?
—Claro que sí —contestó Elizabeth—. Llegarán con mis baúles, en cuanto
Galileo tenga tiempo de ir a buscarlos; vienen en trineo. Cartillas y libros de lectura,
de aritmética, algo de geometría y de álgebra, de historia… —Vio que las caras que la
rodeaban comenzaban a nublarse y continuó, un poco menos segura de sí misma—:
geografía, mapas, literatura y latín…
—¡Latín! —Anna repitió la palabra—. ¿Para qué les servirá a estos niños saber
latín?
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—Bueno, es que el latín es… —comenzó Elizabeth, pero no pudo seguir.
—Leer y escribir está bien —dijo el señor Cameron—. La aritmética y la
geometría son cosas útiles. Pero ¿el latín? ¿Y la historia? No sé. A mis hijos no les
servirán ni los romanos ni los griegos cuando tengan que atender sus granjas.
—El latín… —comenzó a decir de nuevo Elizabeth.
—¡El latín no traerá más que malestar! ¡Éstos son niños de frontera, no necesitan
ideas acerca de la filosofía! ¡Lo único que falta es que los quiera enviar a la
universidad para que les llenen la cabeza de poesía! —Moses Southern elevaba cada
vez más la voz. Anna trató de calmar un poco la discusión—. Nuestros jóvenes no
necesitan conocer historias de damas y caballeros y todas esas cosas. ¡La realeza! —
continuó Moses sin calmarse y a punto de escupir—. Nos costó mucho librarnos de
los realistas. ¿Por qué querríamos estudiarlos? —Parecía no darse cuenta de que
Elizabeth era inglesa, o tal vez no le importaba.
—Las niñas no mirarán a un granjero honrado y trabajador si usted les llena la
cabeza con cosas de la realeza —señaló Anna a Elizabeth, que se debatía entre el
deseo de aliarse a ella y la manifiesta realidad de la situación.
Confundida, Elizabeth se dio cuenta de que había seguido una estrategia
equivocada con la gente a la que tenía que ganarse; sin su apoyo y el de otros como
ellos nunca podría comenzar su escuela. Se esforzó mucho para encontrar un
argumento que pudiera ayudar a sus planes. Los demás la rodearon con los rostros
expectantes, esperando que ella refutara lo que habían manifestado. «La Biblia —
pensó Elizabeth—, algo de la Biblia», pero nada le venía a la mente. Angustiada, vio
que las caras de los otros se cerraban en torno a ella.
—Benditos aquellos que conocen los libros —dijo con rapidez— porque de ellos
es el reino de la rectitud y los buenos modales. —Tras esto enrojeció. Por el rabillo
del ojo vio a Galileo, que había permanecido en silencio a lo largo de toda la
conversación y que en aquel momento levantaba una ceja sorprendido. Uno de los
granjeros la miraba dubitativamente, pero ella levantó la barbilla—. Mateo —añadió
con aire desafiante.
De pronto toda su entereza pareció desvanecerse y deseó sólo marcharse y volver
a entrar para comenzar de nuevo. Les estaba diciendo a aquellas personas que era
capaz de instruir a sus hijos, y el primer ejemplo que había dado de su propia
educación y merecimientos para tal tarea era un versículo de la Biblia completamente
falso y adaptado a sus fines.
Elizabeth miró por encima del hombro para ver si Galileo estaba listo para partir
y se dispuso a hacerlo.
Nathaniel Bonner estaba en la puerta; al ver su cara, Elizabeth tuvo la certeza de
que él había oído al menos una parte de la conversación; sin duda, la parte de la que
ella menos podía enorgullecerse.
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Elizabeth no había pasado por una situación semejante a lo largo de toda su vida;
captó la mirada fría pero divertida de Nathaniel y le costó disimular su contrariedad.
Él le hizo una inclinación de cabeza y le deseó buenos días, pero Elizabeth apenas
pudo devolver el saludo. Aprovechó la primera oportunidad que tuvo para dejar a
Anna y a sus clientes, que habían vuelto a sus lugares alrededor de la chimenea.
Una vez fuera, en la galería, Elizabeth se alegró de sentir el aire helado que le
refrescaba las mejillas. Por un instante observó cómo Galileo cargaba las provisiones
en el trineo, contemplándola con largas e intrigadas miradas. Resueltamente Elizabeth
evitó que su mirada se encontrara con la del hombre.
—Creo que caminaré un poco —dijo tan ligeramente como pudo—. Me las
arreglaré para encontrar el camino de vuelta a casa.
Y Elizabeth se fue tan rápido como pudo por un sendero angosto pero bien
trazado que atravesaba un grupo de pequeñas cabañas. Las mujeres salían a la puerta
para saludarla con la mano, pero ella apresuraba su paso sonriendo de forma amable.
Necesitaba estar sola un rato, tenía que ordenar sus pensamientos.
El camino llevaba a un bosque de árboles de hoja perenne y luego hasta la orilla
del lago. Elizabeth se detuvo de repente ante una playa pequeña donde había un
muelle con los soportes cubiertos de hielo y vio a los pescadores que llegaban
arrastrando sus pesadas redes. Entre el grupo que avanzaba directamente hacia donde
ella se encontraba, con miradas curiosas y expectantes, contó seis hombres y un
puñado de mozalbetes. Reprimió un gruñido, se dio la vuelta con brusquedad y volvió
corriendo al sendero, donde se encontró con Nathaniel.
Elizabeth resbaló y lanzó un grito; se habría caído de no ser porque Nathaniel la
sujetó con ambas manos y le cogió los brazos a la altura de los codos; las propias
manos de Elizabeth fueron a dar en los fornidos antebrazos de Nathaniel. Contrariada
por su propia torpeza y confusa ante la súbita aparición, levantó la mirada y observó
al hombre, que permanecía tranquilo y con la cabeza inclinada hacia ella. Sintió la
presión de los dedos de Nathaniel a través de su capa y se percató del suave aliento
tibio que le llegaba a la cara; durante un momento sintió una extraña parálisis y
luego, con un ligero movimiento, se soltó de sus brazos. Respirando agitada miró
hacia atrás, hacia el lago delante del cual estaban los hombres que iban
aproximándose.
—Perdóneme —murmuró, y se dispuso a volver al sendero—. Perdóneme, señor
Bonner.
—¡Espere! —Exclamó Nathaniel a sus espaldas y Elizabeth se puso a caminar
más rápido. Se levantó un poco las faldas para poder caminar más deprisa—.
¡Elizabeth, espere! —repitió mucho más cerca de ella. Cuando ella comprendió que
no podría sacarle ventaja se detuvo y trató de regular su respiración. Luego se volvió
para mirarlo a la cara.
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—¿Sí? —contestó de la forma más casual que le fue posible. Iba vestido igual que
el día anterior. Elizabeth notó que debajo de su abrigo llevaba una camisa limpia de
ante, lo que le trajo a la mente la herida y bajó la mirada—. Discúlpeme, señor
Bonner —comenzó a decir.
—Nathaniel.
Elizabeth respiró hondo y soltó el aliento. Cuando se sintió más tranquila adoptó
una expresión que esperaba fuera amistosa pero que a la vez mantuviera la distancia.
—Por favor, perdóneme por haber chocado con usted. Espero que no haya
afectado su herida. —Nathaniel se miró el hombro—. No me di cuenta de que estaba
detrás —acabó de decir Elizabeth.
—Iba a buscarla —dijo Nathaniel—. Supuse que estaba muy claro. Tengo que
hablar con usted acerca del edificio de la escuela.
Elizabeth miró a lo lejos e hizo un esfuerzo para controlar su respiración, para que
no le temblara la voz.
—Dudo mucho de que vaya a haber una escuela —dijo—. La gente de aquí no
parece particularmente interesada en el asunto.
—Usted se da por vencida muy fácilmente.
—¿Perdón?
—No creía que se daría usted por vencida con tanta rapidez. Esos provocadores
de la tienda no pueden hacerla cambiar de idea, si es que realmente está decidida.
—No me he dado por vencida —replicó ella—. Es que… —hizo una pausa y
viendo que Nathaniel no se reía siguió hablando más lentamente—. Es mucho más
complicado de lo que había previsto. No es lo que esperaba —terminó diciendo.
—Usted tampoco es lo que ellos esperaban —dijo Nathaniel.
—¿Y qué es lo que esperaban? —preguntó Elizabeth temiendo la respuesta.
—No esperaban una «medias azules».
El término no le era familiar, pero se dio cuenta de que no se trataba de un
cumplido.
—Supongo que llaman «medias azules» a las mujeres solteras que se preocupan
muy poco por la moda.
—Aquí llaman «medias azules» a las solteronas que enseñan en la escuela —dijo
Nathaniel. Antes de que Elizabeth pudiera replicar, continuó—: Pensaban que iba a
llegar una princesa, dése cuenta, la hija del juez. Vestida de seda y raso, en busca de
un marido con dinero, el médico probablemente. Y no ha sido así, porque si no fuera
por sus bonitas botas, usted podría muy bien pasar por una cuáquera por la sencillez
con que viste. Y como no es la princesa codiciosa que esperaban, no saben qué hacer
con usted.
—Lamento mucho haberlos decepcionado —dijo Elizabeth algo confusa.
—Todo lo contrario —replicó Nathaniel; en su boca se dibujó una sonrisa—. Yo
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no me siento decepcionado en absoluto.
Elizabeth volvió a recogerse la falda dispuesta a seguir su camino hacia la parte
alta de la colina, y al hacerlo tuvo la oportunidad de verse las botas: cuero blando de
cordobán lustrado hasta producir destellos, hebillas de bronce, punteras y talones
delicados. No del todo adecuadas para los helados caminos de la parte alta del estado
de Nueva York, según le hacían sentir los dedos de los pies. Bonitas botas: su único
lujo y su única debilidad.
—No se vaya —continuó amablemente cuando ella avanzaba—. No volveré a
mencionar sus botas. —Elizabeth se detuvo preguntándose si en realidad debía irse o
quedarse. Porque la verdad es que no tenía deseos de marcharse—. La gente enviará a
los niños a la escuela, pero primero debe haber un edificio.
Ella se había preparado para un enfrentamiento, pero de pronto notó que más que
el enfado la dominaba la curiosidad. Se volvió hacia él:
—¿Cree que vendrán los niños? Yo pensaba que lo había echado todo a perder.
Nathaniel se apartó del sendero y se apoyó en un tronco. Elizabeth vio,
distraídamente, que se trataba de un hombre alto. Había muchos hombres altos en su
familia; al lado del tío Merriweather los demás vecinos parecían enanos. Pero
enseguida se dio cuenta de que no era tanto su estatura como la forma de mirar
directamente a los ojos lo que la turbaba.
—La gente de aquí es un poco más ruda de lo que usted está acostumbrada a ver,
pero saben apreciar las oportunidades. ¿El juez no le ha dicho que me contrató para
construir la escuela que usted desea? —Elizabeth negó con la cabeza—. Llegamos a
un acuerdo anoche, durante la cena.
No supo qué contestarle; en realidad, había temido que su padre no hiciera honor
a su promesa y no pudiera tener la escuela; pero al parecer finalmente había accedido
a que se hiciera el edificio.
Sintió que la invadía una ola de aprecio y rechazo mientras se daba cuenta de que
debía dar las gracias a Nathaniel por lo que había hecho. La razón por la cual él
quería ayudarla no podía imaginársela. Debería de haber alguna otra motivación, algo
bueno habría visto él en la idea de tener una escuela para comprometerse en su
construcción. Elizabeth lo miró y trató de imaginar cuál sería el motivo, pero todo lo
que pudo ver fue que Nathaniel la observaba entre paciente y divertido.
—Debo decir —señaló con una suave sonrisa— que no me lo esperaba…, que no
tenía la menor idea. Es muy amable…
Nathaniel levantó una ceja.
—Poco se logra con la amabilidad y mucho con el dinero contante y sonante. Él
me pagará.
Elizabeth bajó la mirada.
—Entiendo —dijo.
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—Pero el dinero no sería motivo suficiente para que me gustara hacer semejante
trabajo; existen otros motivos —añadió Nathaniel. Cuando le quedó claro que
Elizabeth no sabía cómo responder a esto, Nathaniel se echó a reír. La mujer tenía
ingenio y sabía replicar, pero no estaba acostumbrada a coquetear. Nathaniel se alegró
mucho de saberlo. Observó a Elizabeth haciendo esfuerzos para encontrar una
respuesta amable y sintió que tenía que seguir incitándola—. Me sorprende que su
padre no se lo haya dicho.
—Todavía no lo he visto. He salido muy temprano —dijo.
—Ah —respondió Nathaniel—. Es decir, que estaba impaciente por conocer el
pueblo y buscar posibles candidatos.
Ella encontró el modo de responder a aquella afrenta.
—¿Qué quiere decir usted, señor? —preguntó con aire grave.
—Que salió a buscar alumnos. ¿Qué pensaba que había querido decir? —le
respondió con una sonrisa todavía más amplia.
Elizabeth dirigió la mano hacia su capucha para situarla en su lugar. El pelo se le
había soltado y los rizos le caían hasta las mejillas; se los echó hacia atrás. Nathaniel
tuvo que frenarse para no ir y ponerlos de nuevo donde estaban. Pensó en hacerlo
porque sabía que eso la haría ruborizar y se dio cuenta de que cada vez tenía más
ganas de verla sonrojarse. Pero era paciente, mientras que ella no; él tenía ventaja y la
usaría. Tuvo que admitir que era cierto lo que había dicho su padre, él tenía planes
con aquella mujer.
—¿Ya se ha puesto en contacto con el pastor? —le preguntó con voz más amable,
sin forzar una respuesta para la pregunta anterior—. Tiene una hija, ella es la persona
con la que debería hablar de la lista que desea. Kitty Witherspoon.
—Gracias —dijo Elizabeth—. Será de mucha utilidad. —Miró a su alrededor y
vio que estaban en un lugar escondido, tanto del lago como de las casas—. Supongo
que debo marcharme, señor… —hizo una pausa—. Si quiere podemos hablar esta
tarde del edificio de la escuela.
—¿Quiere usted decir que desea que la visite al atardecer?
—Es víspera de Navidad. Pensaba que mi padre había invitado a todos sus
amigos.
Nathaniel frunció el rostro.
—¿Qué le hace pensar que yo soy amigo de su padre?
—Aunque usted y mi padre hayan discutido, es víspera de Navidad —repitió
Elizabeth—. Y si él no le ha invitado, le invito yo. A usted y a su familia. —Lo miró
a los ojos con una expresión firme y segura—. A lo mejor no es amigo de mi padre…
pero… —hizo una pausa—. Va a ser amigo mío, ¿verdad?
Nathaniel le devolvió la mirada esta vez sin sonreír.
—Así es, Botas —dijo—. En principio.
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Capítulo 5
Elizabeth volvió a casa exhausta; la distancia entre el pueblo y la casa que le había
parecido tan corta en el trineo casi la destroza. Se metió en su cuarto tras una breve
conversación con su padre y, aunque era sólo media mañana, se quedó
profundamente dormida.
Curiosity fue a despertarla a media tarde.
—No quise despertarla para almorzar, pero supongo que a esta hora debe de estar
muriéndose de hambre —dijo mientras ponía una bandeja sobre una mesa que había
al lado de la cama.
El olor de la carne y las patatas salía por debajo de las tapas de los platos y
provocó que el estómago de Elizabeth resonara de hambre. También había alubias en
salsa y pan de trigo caliente. Le dio las gracias a Curiosity y luego se dedicó a comer,
señalando en voz alta que el aire frío y la altura eran muy buenos para abrir el apetito.
—Es el ejercicio de andar por la montaña —añadió Curiosity—. Pero ahora ya ha
descansado. Hay gente que la espera abajo. —Elizabeth, sorprendida, levantó la
mirada—. Cálmese. Sólo es Kitty Witherspoon que viene a presentar sus respetos. Su
hermano la está entreteniendo hasta que usted pueda bajar.
* * *
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inquietantes acontecimientos de la mañana. Acudían a su mente fragmentos de las
conversaciones que había mantenido con Nathaniel, que la distraían de lo que le
estaba diciendo Katherine.
—Me temo que estoy molestándola después del viaje tan largo que ha hecho —
dijo Katherine interrumpiendo su relato.
—Ah, no —le aseguró Elizabeth, que deseaba vivamente que la joven se
tranquilizara un poco—. Por favor, perdóneme. Todo es tan nuevo para mí que a
veces me distraigo con cualquier cosa.
—¿Pensaba en el accidente de ayer? —Elizabeth meditó antes de responder,
dándose cuenta de que todo lo que había pasado el día anterior entre su familia y
Nathaniel ya era de conocimiento público—. Perdóneme —prosiguió Katherine
poniéndose un poco colorada—. No tendría que haber supuesto eso.
—No, está bien —dijo Elizabeth, pero no respondió a la pregunta de Katherine.
Un silencio molesto se interpuso entre ambas y Elizabeth se apresuró a romperlo—:
Señorita Witherspoon, Katherine. Tal vez usted podría serme de mucha utilidad.
Habrá oído que quiero fundar una escuela —Katherine asintió con la cabeza—. El
primer paso que tengo que dar es averiguar cuántos niños hay para acercarme a sus
padres. Usted está en contacto con todas las familias de Paradise, ¿sería tan amable
de ayudarme?
Katherine le hizo una lista de ocho familias que tenían hijos en edad escolar y le
facilitó también los nombres y direcciones, así como la edad aproximada de los niños.
Muy contenta de haber logrado todo aquello con tanta facilidad, Elizabeth repasó la
lista y contó doce nombres.
—¿Éstos son todos los niños? —preguntó algo atemorizada. Temía tener que
emprender una búsqueda directa entre los hijos de los esclavos, pero Katherine
pareció darse cuenta de eso.
—Éstos son todos los niños del pueblo, tanto libres como esclavos —dijo
Katherine—. Me temo que en algunos casos le resultará muy difícil convencer a los
padres de que les permitan ir a la escuela. A Billy Kirby, por ejemplo.
—¿Billy Kirby?
—Es granjero, cazador, transporta madera y hace algunos trabajos de
construcción. Fue él quien construyó esta casa por encargo de su padre. Billy se
encarga de su hermano menor desde que sus padres murieron. —Katherine dudó y
luego dijo—: No creo que tenga mucho interés en enviar a Liam a la escuela.
—Bueno, entonces tendré que hablar con él, ¿no le parece? —dijo Elizabeth.
—Éstos son todos los niños —repitió Katherine—. Del pueblo —añadió.
Elizabeth levantó una ceja y esperó. Estaba muy claro que Katherine tenía algo más
que decir—. Hay un nombre más que no le he dado, porque esa criatura no vive en el
pueblo: es una niña que vive con su familia al otro lado del lago de la Media Luna, en
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la parte alta de la montaña del Lobo Escondido.
Elizabeth se preparó a anotar.
—Me gustaría que me dijera el nombre —dijo—. No quisiera excluir a nadie que
quiera venir.
De nuevo Katherine titubeó.
—Me sorprende que todavía no sepa nada de ella.
—¿Y por qué habría de saber algo de la niña? —respondió Elizabeth muy
intrigada.
—Porque es la hija de Nathaniel Bonner —dijo Katherine.
Elizabeth se limitó a sonreír.
—¿Su hija?
—Se llama Hannah y tiene cerca de nueve años. Es una criatura muy brillante.
—El señor Bonner es soltero —dijo Elizabeth, y deseó no haberlo hecho, porque
Katherine la observaba dando muestras de entender, lo que hacía que Elizabeth se
sintiera inquieta—. O tal vez le he entendido mal, en fin, no importa.
—Todo el mundo le llama Nathaniel —replicó inmediatamente Katherine, y
añadió sin preámbulos y en voz baja—: Su mujer murió en el parto. Pese a todo lo
que Cora Bonner, Curiosity y el doctor Todd hicieron por salvarla. Nathaniel nunca
pudo recuperarse. Sufrió unas fiebres muy fuertes que acabaron llevándosela…
—Ah, qué triste —la interrumpió Elizabeth con suavidad.
Katherine bajó la mirada, tal vez para esconder la energía que la dominaba. «Sabe
que no hay que ser chismosa —pensó Elizabeth—, pero no puede evitarlo».
—La suegra de Nathaniel lleva la casa desde que murió su madre —añadió
Katherine con nuevo ímpetu, aunque tratando de contenerse.
Con una sonrisa nerviosa levantó la mirada y observó a Elizabeth.
—¿Mi hermano le dijo dónde iba? —le preguntó repentinamente Elizabeth.
La mujer emitió un débil suspiro, ¿de alivio? ¿de contrariedad? Pero Katherine se
dio cuenta de lo que quería Elizabeth e hizo a un lado la historia de los Bonner.
—A una cita en el pueblo, según dijo. Permítame que le diga, Elizabeth, que
aunque yo no se lo dije a su hermano, me parece maravilloso tener en Paradise a un
hombre joven, fino y de buen gusto.
Elizabeth sonrió ante tal descripción de su hermano.
—¿Y qué me dice del doctor Todd? —preguntó—. Parece que es un hombre muy
agradable.
Katherine se puso roja y se apoyó en el respaldo para tomarse el té. Elizabeth vio
con claridad que había desconcertado a su visitante. «Ahora me toca a mí interrogarla
para obtener información —pensó Elizabeth—. Creo que le he dado una lección».
* * *
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Apenas caía la tarde cuando su padre fue a encontrarse con ella en el estudio
donde estaba leyendo. Lleno de entusiasmo por la fiesta que se acercaba, deseaba
compartirlo con su hija.
—Bueno, Lizzie —dijo tratando de resultar solemne—. ¿Qué te vas a poner esta
noche?
Elizabeth dejó a un lado el papel y la tinta y levantó la cabeza para observar a su
padre, que se paseaba delante del fuego. Con más de sesenta años seguía siendo un
hombre de buena presencia, figura imponente, frente alta y una mata de pelo gris
recogida en el nacimiento del cuello con una sencilla cinta negra. Las pelucas
empolvadas estaban pasando de moda y él había dejado de usarlas; su cabellera había
sido siempre un orgullo para él. Elizabeth notó que tenía la tez rojiza, y se preguntó
cómo andaría de salud, aunque se alegró de verlo de buen humor.
—¿Es necesario que me cambie de ropa, padre? —preguntó mientras se
observaba.
—¡Qué! —gritó el padre—. ¿De gris en una fiesta?
Elizabeth sonrió.
—Habitualmente me visto con ropa gris, padre, pero tengo otros vestidos que tal
vez te gusten más. Me pondré uno.
—¡Muy bien! —dijo complacido—. Quiero que todos te vean guapa esta noche.
Ella dudó.
—Padre, espero que no pienses que quise apresurarme, pero invité al señor
Bonner y a su hijo a la fiesta. Así podremos hablar de la construcción de la escuela.
—Le pareció que su padre no ponía objeción alguna y continuó—: Tengo ganas de
conocer a todos tus amigos. Pero me gustaría recordarte que no tengo ninguna
intención de casarme. —El juez se detuvo sorprendido y se volvió hacia ella con las
manos en la espalda. Frunció los labios y observó durante un largo minuto a su hija,
hasta que Elizabeth empezó a hacérsele agradable a la vista—. Esto no puede
sorprenderte de ningún modo —dijo finalmente Elizabeth—. He sido sincera contigo
desde el principio.
—Me gustaría mucho que te casaras —dijo secamente su padre—. Sería para mí
una gran alegría saber que alguien cuidará de ti después de mi muerte.
—Tengo dinero —dijo Elizabeth—. Eso ya lo sabes, mis necesidades básicas
están cubiertas. Y cuando te vayas de este mundo, que no creo que sea en un futuro
cercano, espero que mi hermano esté en condiciones de asistirme. No carece de
recursos materiales.
El juez frunció el entrecejo.
—Tienes más fe que yo en la capacidad de tu hermano para sobreponerse a su
pasado —dijo—. Si es capaz de reformarse, tal vez tengas razón. Pero ¿quién sabe si
eso sucederá? No, no puedo tomar en consideración tus buenos pronósticos y tus
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mejores deseos, querida mía. Por otra parte, está la cuestión de la tierra. El dominio
de este territorio es algo que me tomo muy en serio.
Elizabeth dudó.
—Realmente espero que Julián cumpla la promesa que nos hizo a ti y a mí —dijo
—. Creo que por fin tiene muy claro cuáles pueden ser las consecuencias de sus
actos, y espero que haya aprendido la lección. Es capaz de aprender la manera de
ocuparse lo mejor posible de las posesiones familiares. Está verdaderamente
interesado en ello.
—Tu futuro no puede depender de tu hermano. Necesitarás a alguien una vez que
yo me haya ido —dijo con impaciencia.
—Creo que siempre seré capaz de ocuparme de mí misma —dijo Elizabeth con lo
que esperaba fuera una definitiva y convincente sonrisa.
Su padre siguió caminando de un lado a otro de la habitación, con las manos
cruzadas a la espalda.
—Elizabeth, ¿qué clase de padre sería yo si no me preocupase por tu futuro?
Se detuvo a pensar en lo que había dicho, y luego se dirigió con pasos rápidos
hasta su escritorio. Del bolsillo del chaleco sacó una llave pequeña y abrió un cajón.
Cogió de allí una hoja de papel. Miró a hurtadillas alrededor y luego fue hasta donde
estaba Elizabeth y se la puso en la mano.
—«Acta de donación» —leyó ella en voz alta.
El juez se mostraba muy satisfecho consigo mismo.
—El título de propiedad original de todo esto, incluyendo Lobo Escondido. Un
millar de acres, querida. Para ti. El resto de la propiedad, otros doscientos acres, está
destinado a tu hermano. Para algún día, cuando haya madurado. Es el fruto del
trabajo de toda mi vida y mi mayor deseo es que los bienes de la familia permanezcan
sin dividirse, por el bien de mis hijos y de las generaciones venideras.
Confundida, Elizabeth levantó la cabeza, miró a su padre y luego el documento.
—Propiedad…, bienes y mejoras para el uso y bienestar de mi mencionada hija
Elizabeth Middleton, sus herederos y asignados…; Pero ¿por qué? —dijo Elizabeth
—. ¿Por qué ahora y de esta forma? Me parece extraño.
—Pensé que te gustaría —respondió el juez, sintiéndose un poco desilusionado.
—Padre —comenzó a decir Elizabeth—. Por favor, no pienses que soy una
desagradecida. Simplemente es que no entiendo qué es lo que te ha llevado a hacer
algo así.
—No es extraño —dijo el juez— querer disponer de la propiedad para dejarla en
manos de los hijos en los que se confía.
Elizabeth trataba de tomar las palabras de su padre al pie de la letra, quería ser
merecedora de su confianza. Pero él no la miraba a los ojos y comenzaba a chupar la
pipa ferozmente.
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—No se acostumbra a dejar a una hija soltera una propiedad valiosa —dijo ella
—. Podría disponer de ella como me pareciese.
Una vez más Elizabeth volvió a mirar el título de propiedad. De pronto entendió
lo que pasaba y se sintió muy desanimada.
—Todavía no lo has firmado —le dijo a su padre—. Y no está registrado.
El juez se volvió.
—Lo firmaré ante testigos el día que te cases.
Perpleja, Elizabeth se levantó de su asiento.
—¿Y en quién piensas como marido?
—En Richard Todd —contestó el padre con sencillez—. Creía que era obvio. Es
un partido excelente, Elizabeth. Juntos tendréis más o menos cinco mil acres. No es
tan grande como algunas de las propiedades del oeste, pero es suficiente. Estaréis
bien provistos y no importarán las tonterías que haga tu hermano cuando yo me haya
ido. Richard es un hombre de confianza y podrá cuidar tanto de los intereses de Julián
como de los tuyos.
A Elizabeth le temblaban las rodillas. Por un momento creyó que se había puesto
enferma. Y por qué no, con el sapo que su padre pretendía que se tragase. Había
viajado hasta allí y había concebido muchas esperanzas sobre una vida nueva, para
descubrir que su padre ya había previsto cómo coartar su libertad antes de que tuviera
posibilidad alguna de disfrutarla. Y además esperaba que sintiera gratitud y
admiración. Era demasiado para soportarlo y, sin embargo, debía hacerlo si quería
salvar algo. Juntó las manos con fuerza y miró a su padre de la forma en que lo había
aprendido de su tía Merriweather, con la mirada reservada a los hombres temerarios
capaces de continuas maniobras.
—Me maravilla que pienses que soy tan poco inteligente para no darme cuenta de
lo que hay detrás de estas estratagemas.
—No son estratagemas —replicó el juez, nervioso—. ¿Qué he hecho mal, sino
ofrecerte casi la mitad de mis valiosos dominios?
Elizabeth negó con la cabeza con tal fuerza que el pelo comenzó a soltarse de los
broches.
—Una mujer casada no puede poseer tierras. Si firmas eso el día de mi boda, la
propiedad irá a parar directamente a manos de Richard Todd. No es por mi bien, sino
por el tuyo y por el de Todd que estás haciendo esto. Supongo que lo tienes en gran
estima. ¿O tal vez le tienes miedo?
—Lo hago por ti —protestó el juez casi sin fuerzas, agitando el papel ante su cara
—. Un marido es alguien que cuidará de tus intereses. Si muero y todas mis
propiedades van a parar a tu hermano puede que las pierda en apuestas en poco más
de un año. He pasado toda mi vida construyendo este pueblo en medio del bosque,
lejos de todo; además, ¿dónde irías tú?
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—Me quedaría donde estoy, con algo de dinero y sin propiedades —dijo
Elizabeth levantando la voz para hablar por encima de las protestas de su padre—. Si
realmente quieres demostrar tu preocupación por mí y protegerme de los excesos de
Julián, puedes firmar ese título hoy mismo y dejar a mi libre albedrío casarme o no,
según me parezca más ventajoso. —Hubo un silencio durante el cual Elizabeth
observó a su padre dirigirse con el título al escritorio para guardarlo—. Hay mucho
más en juego de lo que quieres reconocer —continuó—: ¿Se trata de algún problema
financiero del que no estoy enterada?
—Nada que te concierna —respondió escuetamente el padre.
—Yo diría que sí me concierne, y mucho, puesto que pretendes que me case con
un extraño para resolver tus dificultades —respondió Elizabeth mientras él se le
acercaba haciendo visibles unas pulsaciones provocadas por la tensión en sus mejillas
—. ¿Me he acercado a la verdad, padre?
—He tenido mala suerte en una inversión —dijo el juez lentamente—. Pero no
discutiré ese asunto contigo.
—Muy bien —dijo Elizabeth—. Si Richard Todd es tan hábil para aumentar sus
posesiones, véndele a él los mil acres. Espero que con eso tengas la liquidez de la que
careces en este momento, y todavía nos quedarán dos mil acres, que sin duda son más
que suficientes para vivir con comodidades.
El padre se ruborizó tanto que Elizabeth se asustó.
—He tardado treinta años —comenzó a decir con voz temblorosa—. He dejado
mi vida en estas tierras. No las venderé a ningún precio. Te pido que reconsideres la
oferta de matrimonio de Richard, porque eso traería prosperidad a la familia y
resolvería muchas dificultades. Pero también porque estoy convencido de que
Richard sería un buen marido para ti y cuidaría muy bien de tus intereses.
—Es una lástima —comenzó Elizabeth, con voz más tranquila, pero al mismo
tiempo firme y resuelta— que tengamos una discusión el primer día que estoy aquí.
Pero espero que me creas cuando te digo que nunca tendré en consideración la oferta
de matrimonio del doctor Todd. No puedo casarme con alguien que tiene esclavos.
Aunque lo amara no podría casarme con una persona así. Mi conciencia no me lo
permitiría.
—Es el esposo ideal para ti —dijo el padre—. Si fueras más sensible te darías
cuenta.
Hubo otro silencio en el cual Elizabeth luchaba contra su carácter.
—Entonces no soy sensible —dijo—. Pero no haré nada que vaya contra mis
principios.
—No hay ningún otro hombre adecuado para ti de su condición en muchos
kilómetros a la redonda.
—No venderías tu propiedad pero piensas vender a tu hija, ¿he entendido bien?
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—¡Eres una impertinente! —repuso el padre—. Pensé que mi hermana te había
educado mucho mejor.
—Padre, ¿te importan mis deseos?
—Me preocupo por tu bienestar.
—Escúchame. Lo que quiero es tener independencia. Es la gran bendición de la
vida, la base de todas las virtudes; y siempre mantendré mi independencia aunque se
oponga a mis anhelos, aunque tenga que dormir en un páramo helado. ¿Sabes quién
escribió eso?
—No tengo la menor idea —dijo el juez exasperado.
Elizabeth levantó el delgado libro que había estado leyendo hasta que llegó su
padre, y se lo ofreció.
—La señora Wollstonecraft. Defensa de los derechos de la mujer.
El juez observó el volumen que le pusieron en las manos y luego negó con la
cabeza.
—Te has dejado influir por esta… esta…
—Si —dijo Elizabetn—. Me estoy dejando influir por estos escritos. Pero no más
de lo que influido sobre ti los de Thomas Paine.
El juez dejó caer el libro sobre la mesa.
—Los derechos del hombre no se pueden comparar con esta tonterías.
—Si no has leído a la señora Wollstonecraft, ¿cómo sabes que son tonterías? —
señaló Elizabeth con impaciencia. Y luego, notando que no convencería a su padre, se
detuvo y trató de ordenar sus pensamientos—. Conserva tus propiedades y tu oferta.
Si únicamente te firmará el día de mi boda con Richard Todd, entonces nunca será
firmado. Si sigues intentando comprometerme en una alianza que no deseo, volveré a
Inglaterra a casa de la tía Merriweather.
El juez dejó caer la mandíbula.
—No lo harías.
—Sí. Vine aquí para escaparme de las restricciones a las que he estado sometida
en Inglaterra. Si no hay libertad para mí en este lugar, no veo por qué debo quedarme.
Elizabeth guardó sus útiles de escritura y se dirigió hacía la puerta del estudio.
—Te dejo el libro —dijo—. Por si tienes ganas de saber qué dice. Ahora, si me
perdonas, debo ir a prepararme para asistir a tu fiesta.
* * *
Habían sacado casi todos los muebles del recibidor: lo único que había dejado
eran unas sillas, dispuestas en grupos de tres o cuatro, y un mesa larga cubierta con
un mantel de lino brillante y adornada con plata de calidad. Curiosity y sus hijas
habían servido comida de todas las variedades posibles. La habitación estaba
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iluminada con velas de cera de abeja dispuestas en un conjunto de lámparas de peltre.
Aunque en el exterior era noche cerrada desde las cinco de la tarde, el cuarto estaba
luminoso como si fuera mediodía.
Elizabeth se dedicó a cumplir con sus deberes de anfitriona tal como se le habían
enseñado desde la más temprana infancia, asegurándose de que todos estuvieran bien
atendidos, provistos de bebida y comida, y de que nadie se quedara sin alguien con
quien conversar durante mucho tiempo. Sonreía, asentía y respondía a las preguntas
que le hacían, pero estaba tan angustiada que temía que lo notaran con sólo mirarla.
Lo que más pesaba en su mente era la duplicidad que había mostrado su padre.
Elizabeth no podía mirar a un Richard Todd que sonreía amablemente y la ayudaba
en todo lo que podía, sin dejar de pensar que aquel hombre y su propio padre habían
planeado juntos y a sus espaldas un matrimonio que no deseaba y que no podía
admitir. Era difícil ser amable en una circunstancia como aquélla, pero más difícil era
simular que no había pasado nada. Todos los planes de Elizabeth estaban en peligro.
Y Nathaniel no había llegado. Primero se sintió sorprendida, luego algo herida, y
finalmente desconcertada por sus propias reacciones. No podía negarse a sí misma
que se sentía atraída por él, pero también sabía que era una preferencia poco
apropiada, una inclinación que su padre no aprobaría.
Al contrario que Elizabeth, Julián parecía divertirse con todo lo que le rodeaba.
Todo era de su agrado. Había varias chicas guapas: Elizabeth observó que su
hermano coqueteaba descaradamente con Katherine Witherspoon y con Molly Kaes,
una joven que atendía la granja de su padre; había juegos, danzas y circunstancias
triviales de las que él podía aprovecharse. Y no había nada en que pudiera ocuparse
Julián excepto de las cosas que más le llamaban la atención; no se dio cuenta de lo
contrariada que se sentía su hermana. Aunque Elizabeth conocía a su hermano
demasiado para haber esperado otra respuesta.
Todos los hombres allí reunidos querían darle conversación: desde el desdentado
señor Cunningham hasta el señor Witherspoon, el pastor. Había tres o cuatro hombres
jóvenes que al parecer no tenían nada que hacer y que seguían a Elizabeth con los
ojos donde fuera. Era algo a lo que no estaba acostumbrada ya que había crecido con
tres primas más guapas. Elizabeth hacía mucho tiempo que se había resignado a la
soltería; de hecho, veía aquel destino con ciertas expectativas y comodidades, por lo
que no estaba muy complacida por la repentina atención, no buscada ni deseada, de la
que era objeto. No creía que aquellos hombres pudieran estar interesados en otra cosa
que no fueran las propiedades de su padre. Sin embargo, se las arregló para frenar las
arremetidas de los jóvenes sin herir sus sentimientos, haciendo ademanes hacia los
invitados a los que debía saludar y cuidar. Sólo Richard Todd seguía insistiendo; no
pensaba permitir que lo hicieran a un lado, la seguía por la habitación hasta que ella
se dio cuenta de que debía dedicarle por lo menos cinco minutos de charla.
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El doctor Todd lucía ropa muy bien cortada, de color azul marino con botones de
metal, camisa de lino y un lazo en el cuello. Llevaba perfectamente ajustados los
pantalones y no podía distinguirse una sola arruga del cinturón a las rodillas. Se había
recortado la barba y el pelo y sus modales eran siempre amables y refinados. Elogió a
Elizabeth por la tersura de su piel, por la hermosa sencillez de su vestido gris oscuro
y por lo bien que estaba puesta la mesa. Ella aceptó amablemente algunos de los
cumplidos, señaló que no había intervenido en los preparativos de la fiesta aunque sin
dejarle ver que no era grato aceptar elogios por haber estado todo el día trabajando en
la cocina. Él hizo todo lo que podía para comportarse como un caballero, y ella no
quería contrariarlo.
—Así que usted es admiradora de la señora Wollstonecraft —dijo Richard Todd
cuando se produjo un nuevo hueco en la conversación—. Vi el ejemplar de la
Defensa…, su padre me dijo que usted se lo había prestado.
Elizabeth lo miró.
—Sí, es mío. —Titubeó—. ¿Conoce a la señora Wollstonecraft?
—No he leído ese libro —dijo Richard Todd—. Pero me gustaría hacerlo.
—Realmente —dijo Elizabeth mirando hacia otro lado— me sorprende que le
interesen esos escritos.
—¿Porque tengo esclavos?
—Porque tiene esclavos.
Otro silencio se interpuso entre ellos durante unos segundos.
—Heredé los esclavos de un tío mío —dijo por fin el doctor Todd, y Elizabeth
permaneció en silencio—. Podría haber circunstancias que a usted se le escaparan y
que harían que no fuera tan severa conmigo en este asunto —añadió. Elizabeth se
sintió algo tocada por la franqueza del médico, era difícil evitarlo. Sin embargo, se
quedó en silencio para ver qué otra cosa podía decir él en su favor—. Cuando tengan
veintiún años los liberaré —señaló claramente desconcertado.
—No por mí —dijo Elizabeth.
—En parte —concedió él.
Elizabeth tenía dudas de la sinceridad de Todd, de modo que decidió ponerlo a
prueba.
—Entonces hágalo hoy mismo —dijo—. Sería un acto muy apropiado para la
Navidad.
—¿La señora Wollstonecraft escribió sobre la esclavitud además de hacerlo sobre
los derechos de las mujeres? —preguntó tratando de cambiar de tema.
—Escribe acerca de la libertad, la cual es primordial para todas las personas.
Observó que él sonreía y se puso muy seria.
—¡No! —exclamó Todd tratando de obligarla a mirarle a los ojos—. No me reía
de usted. Sólo pensaba que usted habla como una maestra de escuela.
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—Como las «medias azules» —repuso Elizabeth. Se levantó y se estiró la falda
—. Soy una «medias azules», señor Todd.
—Usted no parece en absoluto una maestra de escuela solterona.
—No es necesario que me haga cumplidos —dijo Elizabeth—. No estoy
acostumbrada y no darán en el blanco.
Elizabeth estaba un poco aturdida, pero muy contenta de poder ser tan desafiante,
tan desafiante como quisiera. Tanto como un hombre dirigiéndose a otro. Pero
Richard Todd no se daba por vencido.
—Es una lástima —dijo tranquilamente—. Porque le hablaba con sinceridad.
Usted no parece una maestra de escuela.
—Se equivoca —replicó ella—. Porque justamente una maestra de escuela es lo
que soy y siempre seré.
Su padre se acercaba y Elizabeth sintió pánico ante la sola idea de continuar
aquella conversación en su presencia. Un segundo después le había dado una excusa,
había desaparecido en el vestíbulo y había subido las escaleras que llevaban al piso
de arriba y a su habitación.
Los ruidos de la fiesta se elevaban hasta el lugar donde estaba Elizabeth, ante una
ventana. La noche invernal era muy clara; la luz de la luna reflejándose en la nieve le
permitía ver casi todo el pueblo. Un momento después de haber tomado la decisión
de salir a dar un paseo, bajó de nuevo al vestíbulo donde no tardo en encontrar su
capa de abrigo y su mitones, se calzó las botas más gruesas que tenía y salió.
La noche era tan fría como clara; la luna, casi llena, estaba baja sobre la montaña,
despidiendo un claro brillo plateado y gris y produciendo reflejos en la nieve.
Elizabeth respiraba profundamente y se envolvía en la capa, cada vez más ajustada a
su cuerpo, mientras se subía la capucha. Fijándose en la dirección en que andaba,
tomó por un sendero pequeño que se abría en la nieve pensando en caminar sólo unos
diez minutos para quitarse de la cabeza la fiesta y a Richard Todd.
Había conocido hombres como él en Inglaterra. La única diferencia entre el
doctor Todd y los otros, se veía forzada a admitirlo, era que en Inglaterra los hombres
como el médico, en posesión de fortuna y buenas relaciones, no necesitaban
molestarse en seducir a las mujeres jóvenes. Se trataba de un hombre extraño; no
podía asociar aquellos modales finos y agradables con lo que sabía de él. Volvió a
pensar en la conversación que había tenido con su padre y llegó al borde de la
desesperación.
Había caminado durante cinco minutos por el sendero cuando se encontró en el
principio del bosque y ante una figura solitaria. Elizabeth se detuvo y comenzó a
pensar, preguntándose qué decirle a un extraño que en una noche como aquélla se
encontraba fuera, cuando reconoció a Nathaniel Bonner avanzando en dirección a
ella. La sorpresa le produjo un nudo en el garganta, que bajó lentamente hasta
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abarcarle el resto del pecho.
Nathaniel se detuvo frente a ella e hizo una reverencia.
—Botas —dijo a modo de saludo.
Ella se contuvo para no reír ante el nombre que le había puesto.
—Buenas noches —dijo—. Pensé que vendría con su padre y… con su hija.
Le sorprendiera o no que nombrara a su hija no lo demostró; en cambio,
respondió:
—Vienen hacia la fiesta desde nuestra cabaña, que está al otro lado del lago. Yo
he estado vigilando las trampas durante horas.
Elizabeth miró por encima del hombro hacia la casa iluminada, visible desde el
lugar donde estaba.
—No los he visto. Tal vez nos hayamos cruzado.
—De manera que la fiesta no la divierte, ¿eh?
Ella dio media vuelta para que él no pudiera verle la cara; pensó que no podría
esconder la tristeza que sentía, se sintió incómoda y avergonzada.
—Debería volver —dijo. Entonces, repentinamente resuelta, encaró a Nathaniel
—: Bueno, debo ser sincera y admitir que usted tenía razón. Respecto a mi padre.
Respecto a los planes que tenía para mí.
—Richard Todd —dijo Nathaniel.
—Sí, Richard Todd —Elizabeth aspiró nerviosa—. No sé por qué le estoy
diciendo todas estas cosas. Hace dos días no lo conocía en absoluto. —Él continuó en
silencio—. Sí, ya lo sé —se corrigió Elizabeth—. Usted ha sido sincero conmigo y yo
me doy cuenta de que la franqueza es tan difícil de encontrar aquí como en Inglaterra.
Nathaniel miró hacia la casa y de nuevo a Elizabeth que tenía la cara girada hacia
el bosque.
Comenzaron a caminar por el sendero, en la dirección por la que él había llegado.
Avanzaron por el bosque unos cuatrocientos metros y atravesaron un charco helado.
Se sentaron sobre unos montículos que había en un pequeño claro. La noche estaba
muy tranquila, todo el ruido del mundo parecía haber sido acallado por el manto de
nieve. Elizabeth oía su propia respiración y veía la nube de vapor que ésta producía
ante ella.
—Todd es un hombre agradable —dijo Nathaniel—. Su tío le dejó una
considerable cantidad de dinero y tierras. Ha comerciado con todos los hombres
blancos que han pasado por este lugar.
Perpleja, Elizabeth hizo lo que había estado tratando intencionadamente de evitar:
miró a Nathaniel directamente a los ojos y se dio cuenta de que era sincero. La razón
por la que estaba dando a conocer su relación con Richard Todd se le escapaba
todavía y se sentía molesta sólo de pensar que tendría que discutir el asunto con él.
—He venido a este país para vivir una vida que no me era permitida en Inglaterra
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—dijo escuetamente Elizabeth—. No tengo intención de casarme con Richard Todd.
—Levantó la barbilla y lanzó una risa temblorosa—. Hay muchas cosas que quisiera
preguntarle porque de algún modo me parece que usted es el único que me dirá la
verdad. —Se le borró la sonrisa de la cara—. Pero después de todo, quizá nada de eso
sea importante.
—¿Y por qué no?
Ella se levantó y se envolvió con la capa.
—Porque creo que voy a volver a Inglaterra.
Nathaniel levantó la mirada y la observó sentado en el montículos.
—¿Y por qué? —volvió a preguntar.
—Porque no permitiré que me empujen a un matrimonio que no deseo —dijo
Elizabeth. Mejor será que vuelva, por lo menos ya sé lo que se puede esperar de este
lugar.
—¿Usted no quiere un matrimonio impuesto o no quiere casarse de ningún
modo?
—No veo la diferencia —susurró Elizabeth. Y añadió—: El matrimonio
significaría que las otras cosas, las que para mí son importantes, ya no serían posibles
—dijo—. Las mujeres casadas no tienen poder sobre sus vidas.
Nathaniel pensaba señalarle que, a pesar de su dinero y de no estar casada, tenía
poco control sobre su vida, pero se contuvo. En cambio se levantó de repente.
—Volvamos —dijo—. Hace demasiado frío.
Esperó hasta que Elizabeth comenzó a recorrer el sendero y luego la siguió.
Caminaba erguida, con firmeza, dando pasos rápidos pero seguros y delicados, y
manteniendo la espalda recta. Había en ella mucho más para admirar de lo que él
admitía. Se preguntaba adonde irían a parar las cosas: podría ser que ella no tuviera
interés en Richard Todd, pero el color de su piel, su agitación y la manera en que le
hablaba y lo miraba le hacían suponer que no estaba destinada a una vida casta como
ella creía.
Antes de cruzar el río, Nathaniel se adelantó y esperó al otro lado. Observó a
Elizabeth subiendo con cuidado por los troncos resbaladizos que servían de
improvisado puente. Llegó al borde levantándose un poco más las faldas. Estaba casi
en el sendero cuando perdió el equilibrio y comenzó a resbalar. Nathaniel se adelantó
y la sujetó con suavidad, cogiéndola por encima de los codos. La ayudó a enderezarse
y a pasar la orilla. Una vez que estuvieron en tierra firme la soltó, pero se quedo
donde estaba, con la cabeza inclinada sobre la de ella. Estaban tan cerca que su pelo
acariciaba la capucha de ella.
Elizabeth se miró los pies. Se preguntaba, confundida, por qué le había molestado
tanto que él la hubiera soltado. Algo extraño le pasaba, algo que no había esperado,
algo tremendamente excitante. Se había creído inmune a aquellos sentimientos y de
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repente se daba cuenta de que estaba equivocada.
—Tengo que hacerle una pregunta.
—¿Sí, señor Bonner? —contestó sin alzar la cabeza.
—¿Podría hacerme el favor de llamarme por mi nombre? —dijo él con tanta
intensidad que hizo que a ella se le pusiera la piel de gallina.
Dudó pero al fin dijo:
—Nathaniel.
—Míreme y diga mi nombre.
Elizabeth levantó la mirada con lentitud.
Nathaniel notó en su rostro una tremenda confusión. Se dio cuenta de que nunca
había vivido una situación semejante con un hombre, no había imaginado que podría
pasarle algo así y estaba turbada y hasta asustada, pero no incómoda por estar allí con
él.
—¿Qué es lo que quería preguntarme?
—¿Cuántos años tienes?
Elizabeth parpadeó.
—Veintinueve.
—Nunca la han besado, ¿verdad?
La nube blanca del aliento de Nathaniel llegó hasta la cara de ella. Las manos
querían salir de la posición que ocupaban a los lados del cuerpo, pero él las retuvo.
Ellas estaba a punto de decirle que se ocupara de sus propios asuntos.
—¿Por qué me lo pregunta? —dijo Elizabeth levantando la mirada hacia él con
expresión critica pero serena—. ¿Usted pretende besarme?
Nathaniel estalló en una carcajada.
—Se me había pasado por la cabeza.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Por qué quiere besarme?
—Bueno —dijo inclinando su cabeza—. Usted parece a punto de volver a
Inglaterra y los mohicanos dicen que de un viaje nunca se vuelve igual.
—Muy amable por su parte —dijo ella secamente—. Que conmovedor. Pero por
favor, no se moleste por mí.
Elizabeth quiso dar media vuelta y seguir, pero Nathaniel la cogió por la parte
superior del brazo.
—Espero que no se vaya —dijo—. Sin embargo, de cualquier manera, deseo
besarla.
—¿De verdad? —dijo ella con suavidad—. A lo mejor yo no deseo besarle.
Elizabeth tenía miedo de mirar a los ojos de Nathaniel porque no sabía lo que
haría para que no notara la duda y la curiosidad dibujadas en su cara. ¿Y que querría
decir eso de dejar que él supiera lo que ella estaba pensando, la confusión que sentía
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en todo su ser? Decirle a un hombre lo que estaba pensando era mucho más fuerte y
temible que cualquier beso.
—No quiero volverla loca —dijo suavemente Nathaniel.
—¿Y qué es lo que quiere exactamente? ¿Divertirse a costa mía pero no
demasiado, para que yo no me dé cuenta de que me toma por tonta?
—No —dijo él, y Elizabeth vio con alivio que se disipaban de su cara todos los
rastros de broma o burla—. Me gustaría saber si algún hombre puede reírse de usted
o tomarla por tonta. Le dije que la quería besar porque sentí el deseo de hacerlo. Pero
si no le gusta la idea…
Se apartó de él con la cara blanca y brillante.
—No he dicho eso. Usted no sabe lo que yo deseo.
Entonces se ruborizó, todas su frustraciones y enfados fueron a parar a las
mejillas en torrentes de color que las oscurecieron en contraste con la pálida luz de la
luna de invierno.
—De modo que… —dijo Nathaniel volviendo a sonreír— usted no quiere
besarme.
—Quiero que deje de hablar del asunto de una vez —dijo Elizabeth irritaba—.
Por si no se ha dado cuenta, le diré que me molesta. Tal vez no sepa mucho acerca de
Inglaterra, después de todo no sé por qué debería saber algo, pero déjeme decirle que
hay una razón por la cual he llegado a los veintinueve años sin que me besaran:
simplemente porque a las jóvenes bien criadas y de buena familia no se las anda
besando así como así. Aunque quisieran que las besaran, y en realidad en muchas
ocasiones las mujeres quieren que las besen, se supone que se opondrán. Para serle
completamente franca —aspiró profundamente en medio de una gran agitación—, no
puedo afirmar que haya habido alguien que demostrara interés por mí, al menos no el
suficiente para que el asunto permaneciera en su mente. —Levantó la cabeza y lo
miró con la boca cerrada y firme. La voz había bajado hasta convertirse en un
murmullo, pero seguía mirando nerviosa hacia la cañada, como si alguien pudiera oír
tan extraña e improbable conversación—. Perdóneme. Le había preguntado por qué
se le había ocurrido besarme.
—Es sorprendente —dijo Nathaniel— lo terriblemente estúpidos que pueden
llegar a ser los ingleses por alejarse de una cara hermosa, no me mire así. A lo mejor
a nadie se le ocurrió decírselo antes, pero usted es muy guapa porque tiene una mente
rápida y una lengua muy veloz que la acompaña. Bueno, otra vez la molesto.
—Es que… —comenzó a decir Elizabeth.
—Por Dios, Botas, deje de hablar de una vez —dijo Nathaniel bajando su boca
hasta la de ella, que se apartó enseguida.
—Creo que no —dijo—. Esta noche no.
Nathaniel se rió con fuerza.
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—¿Mañana por la noche? ¿Pasado mañana?
—Ah, no —dijo Elizabeth tratando de volverse—. No puedo, perdóneme, debo
volver.
—¿A Inglaterra? —preguntó él moviendo la mano hasta alcanzar la de ella con el
mitón puesto—. ¿O con su padre?
Nathaniel vio que Elizabeth se sorprendía. Levantó la cabeza para mirarlo con los
ojos echando chispas. Al principio él pensó que se había enfadado de nuevo, luego se
dio cuenta de que era más complicado: estaba furiosa, pero no con él. No por el beso.
El «casi beso», la idea del beso había despertado una sensación distinta en ella.
—No está bien que mi padre me pintara las cosas diferentes de como son, que me
trajera aquí bajo falsas promesas, que hiciera planes para mí de los que yo no quiero
formar parte.
—Usted no quiere a Richard Todd —dijo Nathaniel.
—No —Elizabeth respondió con fuerza, con los ojos directamente puestos en la
boca de él—. No quiero a Richard Todd, quiero mi escuela.
—Yo le haré la escuela.
—Quiero saber por qué usted está tan enfadado con mi padre, qué es lo que le
hizo.
—Se lo diré si lo quiere saber —dijo—. Pero en un lugar más agradable.
—No quiero casarme.
Él levantó una ceja.
—Entonces no me casaré con usted.
Mantuvo los ojos fijos en la cara de él, entre la boca y los ojos, de nuevo en la
boca, en la curva de los labios. Él se dio cuenta de que estaba pensando en besarle.
Supo que era un conflicto para ella, algo que no era fácil de reconciliar: por un lado
no quería casarse, y en su mundo, en aquel mundo, una cosa no podía darse sin la
otra. La lucha interior se manifestaba claramente en la cara de Elizabeth y, tal como
temía, la educación y las buenas costumbres ganaron: ella no tuvo coraje para pedir
los besos que deseaba. Esto le molestó un poco, pero también se sintió aliviado. No
sabía cuánto tiempo podría contener sus impulsos. Y ella no era una mujer a la que se
pudiera meter prisa.
—Quiero… quiero… —Ella hizo una pausa y bajó la mirada.
—¿Siempre obtiene todo lo que quiere? —preguntó Nathaniel.
—No —respondió ella—. Pero lo intento.
Elizabeth dejó que Nathaniel la llevara a casa. Tenía las manos y los pies helados,
las mejillas se le pusieron rojas de frío, pero se sentía extrañamente estimulada, tenía
la cabeza llena de posibilidades. Sintió que podría hacer frente a su padre en aquel
momento, y que debía y podía tomar su camino. No tenía intención de mencionarle a
Nathaniel, ni contar lo que había pasado entre ambos aunque sabía que no había
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terminado. Sabía que sólo había comenzado y que podría llevarla hasta situaciones
que ni era capaz de imaginar. Esto la asustaba un poco. Cuánto había recorrido en tan
pocos días, todo era muy excitante.
Elizabeth tuvo un pensamiento extraño: si su padre no le daba lo que ella quería,
Nathaniel la ayudaría a conseguirlo. Era un hombre diferente de todos los que había
conocido y se preguntaba si llegaría a ser parte de su vida y no un obstáculo. Lo miró
de reojo, entre la duda y la curiosidad, y sintió un escalofrío.
* * *
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Se había acercado a Nathaniel y estaba tan próxima a él que casi podía tocarlo; en
respuesta, él mecía la cabeza de la niña con su mano grande. Hubo un repentino
silencio en la charla y la voz de la niña llegó claramente hasta Elizabeth, aunque no
entendiera el idioma en que hablaba.
Richard Todd hizo un ruido débil y Elizabeth se volvió hacia él.
—Mohawk —dijo—. Llama a Nathaniel rake'niha, «mi padre». El mohawk era la
lengua de su madre. La descendencia de los kahnyen’kehaka sigue la línea materna,
¿entiende?
—¿Kahnyen’kehaka? —la lengua de Elizabeth se retorcía al tratar de pronunciar
una palabra tan extraña.
—Kahnyen’kehaka es el nombre que se dan a sí mismos; significa «gente de
pedernal». Mohawk es un nombre extranjero para ellos; No les gusta, pero sirve.
—¿Qué significa?
La comisura de su boca se torció hacia abajo:
—Comedores de hombres.
Elizabeth miraba tratando al mismo tiempo de retener toda la información. Había
oído rumores acerca del canibalismo; en toda Inglaterra se hablaba de eso pero ella le
había dado poca importancia. Estaba mucho más interesada en saber qué papel tenían
las mujeres en la tribu, pero no se hablaba de esos asuntos. Por encima de todas las
cosas, Elizabeth no entendía cómo Nathaniel tenía un abuelo indio. No había duda de
que su hija era mohawk, o kahnyen’kehaka, se corrigió Elizabeth. La conclusión
lógica era que la esposa, que había muerto durante el parto, a la cual él todavía
lloraba si la versión de Katherine Witherspoon era cierta, debía de haber sido india.
Pero todo era muy raro. Nunca había conocido a nadie que se casara con una persona
de otra raza; en el mundo que ella conocía incluso el hecho de casarse con un francés
o con un irlandés se consideraba un desastre de inmensas proporciones. En Inglaterra,
un hombre de buena familia que se casara con alguien de otra raza sería repudiado
por los suyos durante el resto de su vida. La buena sociedad no reconocería a la
esposa ni a los hijos, los aislaría y los despreciaría.
—Sara, la esposa de Nathaniel, era mohawk. Su padre era el jefe del clan Lobo —
se apresuró a explicarle Richard Todd. Ella se preguntaba si oía un tono desagradable
en su voz o se lo estaba imaginando.
—¿Quién es el anciano? —preguntó Elizabeth.
—Chingachgook, Gran Serpiente —replicó el doctor Todd—. Algunos lo llaman
el Indio Juan. Es mohicano, es el bisabuelo de Hannah.
Elizabeth estaba cada vez más confundida.
—No lo entiendo.
El doctor Todd la contempló un momento de pies a cabeza.
—Chingachgook adoptó a Dan'l cuando de niño se quedó huérfano y lo crió como
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si fuera su hijo. De modo que es, por extensión, el abuelo adoptivo de Nathaniel.
Aunque los nativos no reconocen la validez de estos términos. Una vez que aceptan a
un niño en la familia piensan en él como algo propio.
—Elizabeth —dijo el juez estirando un brazo en dirección a ella para acercarse
más—. Me gustaría presentarte.
Por primera vez notó Elizabeth que su hermano no estaba en la habitación. Se
alegró de que Julián no estuviera presente, porque estaba completamente segura de
que el modo en que la había mirado Nathaniel mientras ella se aproximaba a su padre
no habría pasado inadvertido para él. Estaba muy agitada y confundida ante todas las
cosas que habían sucedido aquella noche; de pronto sintió una súbita vergüenza ante
Nathaniel, sintió temor, ¿cómo debería hablarle a la hija? ¿A su abuelo? Nunca en la
vida había hablado con un indio, estaba nerviosa y molesta consigo misma por
sentirse así. La imagen de la esposa muerta de Nathaniel volvía una y otra vez a su
mente hasta que tomó la resolución de no pensar más en eso. No deseaba otra cosa
que escaparse a su cuarto para reflexionar en soledad acerca de todos los extraños
sucesos y sentimientos que había experimentado, pero la posibilidad de hacerlo era en
aquel momento muy lejana.
Con una voz que reflejaba que estaba profundamente conmovido, su padre le
presentó a Chingachgook, al que definió como un jefe del pueblo mohicano, como un
amigo de toda la vida y como alguien a quien el juez debía no sólo gran parte de su
buena fortuna, sino también su buena salud y la vida. Elizabeth se sorprendió ante tal
presentación, y se mostró insegura acerca de cómo saludar a tan importante
personaje. Estaba en peligro de quedarse paralizada de temor e inseguridad, hasta que
miró al viejo jefe a los ojos. La inteligencia le iluminaba la cara, haciendo que ésta
brillara como un plato de cobre. Debía de ser muy viejo, pero tenía la mente aguda y
aunque la mirada era severa y crítica, también era amable. Lo saludó con una
pronunciada inclinación de cabeza y no dijo nada.
Cuando levantó la mirada lo primero que hizo fue mirar a Nathaniel y comprobó
que no había ofendido al anciano.
—Vamos —dijo el juez—. Hay comida y bebida y estará muy cansado. Juan
viene de muy lejos, ha viajado durante varias semanas en lo más crudo del invierno.
Nos honra al haberse dirigido directamente a nuestro hogar.
Elizabeth había decidido escabullirse hasta su cuarto y ya había comenzado a
murmurar pretextos; pero cuando miró a Nathaniel de nuevo vio que éste la
observaba con detenimiento. Con un movimiento apenas perceptible de la cabeza
entendió que deseaba que se quedara a conversar con los hombres, que por alguna
razón él consideraba que era importante que ella estuviese allí. De modo que aceptó
la sugerencia de su padre y dejó que la escoltaran hasta el comedor.
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Capítulo 6
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percatado.
—Desde hace años estoy en deuda con Chingachgook —dijo el juez—. Tanto él
como su gente son libres de permanecer en las propiedades de la familia todo el
tiempo que quieran. —Todos los hombres se pusieron tensos. El juez se levantó de su
asiento y se dirigió a su hijo—: Quiero hablar contigo en mi estudio.
Dando un suspiro, el joven siguió a su padre fuera de la habitación. Se quedaron
en silencio un rato, como si de pronto hubiera pasado una fuerte tormenta. Elizabeth
sospechó que la tensión que había crecido en la habitación volvería cuando su padre
estuviera allí de nuevo. Era evidente que había algún asunto pendiente entre aquellos
hombres.
Chingachgook se dirigió a Elizabeth:
—No siempre hemos dependido de la buena voluntad de los amigos. Hubo un
tiempo en que mi pueblo cazaba en el este. Había lugar para todos.
—Por desgracia ya no es así —dijo Richard Todd, que estaba sentado a la
izquierda de Elizabeth. Había seguido la conversación con especial atención en lo
referente a aquel asunto.
—Bueno, eso es cierto —dijo Ojo de Halcón con una súbita emoción que
aumentaba, se le notaba la rabia en la voz—. La ley tiene sus trucos —le explicó a
Chingachgook—. Los que nunca han tenido que coger un arma para alimentar a su
familia están prohibiendo cazar a los hombres de los bosques. Como si ellos pudieran
rastrearnos entre los árboles. Pregunta al juez, él te explicará cómo los hombres ricos
se sientan todos juntos e inventan leyes contra la comunidad.
—Seguramente, Dan'l —dijo el reverendo Witherspoon—. Pero estarás de
acuerdo en que necesitamos leyes para restringir la cantidad de madera que puede
cortarse en una estación y proteger las tierras productivas en los ríos…
—No confunda mi opinión. No puedo negar que la gente como Billy Kirby no
sabe cuándo debe detenerse y dejar a un lado el hacha. Talaría el bosque entero y
mataría a todos los animales que hay en él si pudiera. Pero un buen cazador nunca
dispara a una hembra con un cachorro cerca, y no necesita leyes escritas que se lo
digan. El sentido común es suficiente para los que no dejan que la avaricia sea su ley.
—El sentido común no puede ser legislado —dijo Elizabeth, y los hombres se
volvieron para oírla.
Richard Todd levantó una ceja sorprendido, pero los demás no demostraron la
menor sorpresa.
—Eso es verdad —dijo Chingachgook—. Y está bien dicho.
—Es verdad —dijo Richard dirigiéndose a Ojo de Halcón más que a Elizabeth—.
Pero Billy Kirby es un hecho. Y hay demasiados como él. De ahí que necesitemos
alguna autoridad para detener a los hombres que no saben cuáles son sus límites. Los
ciudadanos de Paradise apoyarán las leyes dictadas por el gobierno. Usted sabe que
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estarán contentos de hacerlo.
—Ah, sí, usted tiene razón. —Disgustado, Ojo de Halcón negó con la cabeza.
—Hay escasez de caza —dijo Nathaniel tratando de proseguir la conversación—.
Hemos salido toda la semana y hasta ayer no vimos ningún venado.
Elizabeth bajó la mirada cuando sintió una mano sobre la suya. Hannah, sentada a
su derecha, la estaba observando con una sonrisa. Elizabeth pensó en sacar el tema de
la escuela en aquel momento, justo cuando la puerta se abrió y entró su padre, sin
Julián.
—Pido disculpas en nombre de mi hijo —dijo sin preámbulos—. Tiene muchas
cosas que aprender.
Se sentó al lado de Chingachgook y lo cogió con fuerza por el antebrazo.
—Estoy muy contento de tenerle aquí. Ha pasado mucho tiempo. Tendrá que
explicarme lo que pasa en el valle de Genesee. —El juez suspiró y luego le dijo a
Elizabeth con una sonrisa—: Este hombre salvó mi vida tres veces, hija. Dos veces
durante la guerra y una tercera hace poco, cuando viajaba por territorio mohawk.
Cuando me dirigía a la subasta en que conseguí la segunda escritura, por esta misma
tierra, llevaba en la canoa todas mis monedas de oro y plata.
El juez era bueno contando historias y la mayor parte de su audiencia permanecía
atenta mientras hablaba de su último viaje, del encuentro con los ladrones en el
camino y de como Ojo de Halcón y Chingachgook intervinieron cuando creía que
todo estaba perdido. Mientras contaba esta historia, Elizabeth, que observaba a
Nathaniel de reojo, pudo constatar que estaba distraído y que su atención iba de ella a
su abuelo adoptivo.
—Entonces les prometí que ellos y sus familias tendrían derechos de propiedad
en cualquier tierra que yo poseyese. Y ahora, finalmente, Chingachgook viene a
tomar lo que le he ofrecido.
El juez había atacado con su florete y levantado el botón de la punta de la espada.
Nathaniel y Ojo de Halcón intercambiaron miradas.
—Mejor que aclaremos las cosas ahora, juez —dijo Ojo de Halcón—. Mi padre
no vino de Genesse por propia voluntad.
—Apenas puedo creer que pudiera viajar solo en la época más fría del invierno —
dijo el juez.
—También vino Atardecer con sus hijos —dijo Nathaniel.
—Nutria y Muchas Palomas —dijo Hannah hablando en voz alta por primera vez.
—Bueno, Hannah —dijo amablemente el juez—. Debe ser maravilloso tener a tus
tíos de visita.
Con una sonrisa dedicada a su nieta, Ojo de Halcón le contestó al juez:
—Eso no es todo —dijo despacio—. Tendrá que acostumbrarse a ellos durante
más tiempo, han venido para quedarse.
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El juez miró a Richard, pero antes de que éste pudiera responder, Chingachgook
levantó una mano como si se tratara de la rama madura de un roble. Tenía las
muñecas cubiertas de tatuajes descoloridos de formas geométricas.
—No hay paz en el territorio noroeste —dijo—. Tortuga Pequeña tiene asuntos
pendientes con las tropas de Washington y en cuanto a mí, soy demasiado viejo para
pelear. He venido a ver a mi amigo el juez por mí, por mi familia y por la familia de
mi hijo. Él nos dejará vivir a todos juntos en Lobo Escondido y nos tratará como a
buenos vecinos.
—Son bienvenidos durante todo el tiempo que quieran quedarse —dijo el juez,
pero encontró dificultades para mirar a Richard Todd.
Chingachgook parpadeó lentamente.
—Vine a pedir algo al juez que es mucho más que su hospitalidad. —Siguió un
breve silencio—. Le damos las gracias por su amistad y generosidad. Pero somos
gente acostumbrada a vivir por nuestros propios medios y el único modo en que
podemos hacerlo y llevar la vida que debemos llevar es poseyendo la tierra en que
vivimos.
Aunque Elizabeth había seguido atentamente la conversación, se le había
escapado mucho del sentido de ésta porque aquellos nombres eran nuevos para ella.
Pero en aquel momento sintió con toda claridad la tensión que surgía de Richard: la
tensión se extendió por todo el cuarto como una lengua de fuego y Elizabeth supo que
estaba ocurriendo algo muy importante. Su padre estaba acalorado y agitado y
Richard tenía las manos tensas sobre la mesa. Pero Ojo de Halcón, Chingachgook y
Nathaniel estaban tranquilos y distendidos como lo habían estado desde el comienzo.
—No es nuestra costumbre reclamar una tierra con trozos de papel. Nunca
entendimos estas costumbres de los europeos. Pero ahora parece que debemos aceptar
esta práctica si queremos tener alguna oportunidad de sobrevivir. —Chingachgook
hizo una pausa y miró alrededor—. El juez tiene más tierra de la que puede
aprovechar. Le pido como amigo nuestro, como hombre que siempre ha tratado bien a
los kahnyen’kehaka y a los mohicanos. Le pido, como podría pedirle a un hermano
que hubiera cazado y peleado conmigo durante treinta años, que nos venda la
montaña llamada Lobo Escondido en la cual mi hijo y la familia de mi hijo viven y
cazan. Para que podamos quedarnos y vivir por nuestros propios medios en esos
bosques, no como huéspedes, sino como vecinos.
* * *
A pesar de que estaba muy cansada, cuando encontró refugio en su cuarto después
de la fiesta no pudo conciliar el sueño hasta pasado un largo rato. Tenía que tener en
cuenta tantas cosas que sus pensamientos chocaban unos contra otros en una mezcla
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enloquecida de colores e imágenes. Los gruesos brazos de Anna Hauptmann y la luna
sobre el bosque; el roce de las manos de Nathaniel en su cara y el brillo de la piel
dorada de su hija a la luz de los candelabros; el olor del azúcar quemado y del ron
con especias; la visión de la cara de su padre cuando Chingachgook le hizo saber su
propuesta.
Elizabeth daba vueltas de un lado a otro con inquietud. No sabía qué la
preocupaba más: la respuesta fría e indiferente de su padre a lo que había sido una
petición claramente presentada y, por lo menos así le parecía a ella, muy lógica; la
mirada fría de Nathaniel a su padre ante la falta de respuesta; o la mirada que
Nathaniel le había dirigido a ella, como si dijera: «Esto es lo que tiene que saber
acerca de su padre».
Antes de dejar Inglaterra, Elizabeth no había pensado demasiado en los nativos;
como hacía mucho tiempo que permanecían tranquilos, la gente pensaba que habían
dejado de ser una amenaza, que se habían convertido al cristianismo y habían
adoptado una nueva forma de vida. Elizabeth se dio cuenta de que no sabía nada de
ellos, cómo o dónde vivían en aquel momento y antes de que el continente fuera
conquistado por los europeos. Tampoco conocía muy bien a su padre, pero podía ver
que sus sentimientos estaban divididos entre su deuda con los Bonner y su terrible
amor por la tierra que con tantas dificultades había adquirido, tierra a la que tenía en
tan alto aprecio que estaba dispuesto a entregar a su hija en matrimonio para
mantener las propiedades dentro de la familia.
Y estaba el asunto de la familia de Nathaniel, de la familia india de Nathaniel. Su
esposa, una mohawk. Recordaba la mirada astuta de Katherine Witherspoon. En aquel
momento se daba cuenta de que Katherine había querido hablarle de la esposa india
de Nathaniel, pero no pudo hacerlo sin que pareciera que estaba divulgando chismes.
Decirle que Nathaniel se había casado con una india era como decirle que estaba mal
visto que una mujer blanca de buena familia, como Elizabeth, tratara con él aunque
sólo fuera en una charla ocasional. Eso era lo que Katherine creía, pensó Elizabeth. Y
era lo que ella misma habría afirmado y reafirmado hacía tan sólo una semana.
Elizabeth sintió una profunda curiosidad, no tanto por Nathaniel y su familia
como por la forma en que habían llegado a aquel lugar. Él era distinto de todas las
personas que había conocido antes, su vida traspasaba los límites de su imaginación y
sus problemas escapaban a su comprensión. Sabía que no podría pedirle
explicaciones a su padre, y que lo que necesitara o deseara saber sobre aquel lugar,
sobre su gente y sobre su propio futuro, debería aprenderlo de Nathaniel. Debía
entender que aquel hombre, extraño como lo encontraba, era, sin embargo, su único
aliado. Ambos podrían ayudarse mutuamente: ella haría lo que pudiera para que su
causa prosperara ante su padre y él la ayudaría a conocer aquel nuevo mundo.
Dio varias vueltas en su cama nueva y desconocida mientras pensaba en besar a
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Nathaniel.
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Capítulo 7
—Hay cosas que no cambian —dijo Julián la tarde de Navidad, tumbado en el sofá
—. Éste podrá ser el Nuevo Mundo, pero las tardes de los días de fiesta son tan
aburridas aquí como en el Viejo.
Curiosity y sus hijas habían servido al mediodía una comida que había constituido
una prueba de fuego para todos, y en aquel momento la familia Middleton y sus
invitados estaban reunidos alrededor de la chimenea. Elizabeth había comenzado a
leer y se sintió aliviada al ver que Richard Todd se disponía a hacer lo mismo,
esperaba no verse forzada a entablar una nueva conversación con él. El señor
Witherspoon y el juez estaban a punto de quedarse dormidos; en cambio, Julián y
Katherine Witherspoon estaban claramente ansiosos por hacer algo. Elizabeth levantó
la mirada del libro y miró a su hermano.
—No me digas que vaya a pasear, hermana —dijo Julián anticipándose a la
posible recomendación de Elizabeth—. La idea que tengo de entretenimiento no pasa
por arrastrarme sobre medio metro de nieve con tres filetes de venado en mi interior.
—Tal vez podamos bajar a ver el tiro al pavo —sugirió Richard Todd.
Dejó a un lado el libro y se dirigió hacia el fuego, donde se quedó con las manos a
la espalda y meciéndose sobre sus talones.
—¡Ah, sí, el tiro al pavo! —gritó Katherine. Le sonrió a Julián como si la idea
hubiera sido de éste—. Es una tradición de Navidad, tenemos que ir.
—¿De verdad es un día hábil como cualquier otro? —preguntó Elizabeth.
El juez se aprestó a intervenir en la conversación reprimiendo un bostezo.
—Sí, desde luego. Tenemos unos cuantos holandeses y alemanes aquí. Ellos
tienen sus propias tradiciones navideñas.
El reverendo Witherspoon se aclaró la garganta en actitud reprobatoria y el juez
se encogió de hombros como si se disculpara por los hábitos algo extravagantes de
aquellos pueblerinos.
—El tiro al pavo es un acontecimiento popular. Le gusta mucho a la gente —
concluyó.
—Debes guardar tres docenas de pavos en tus jaulas, padre —dijo Julián—. ¿Por
qué has de pagar por el privilegio de disparar al pavo de otro?
—Yo no lo haría —afirmo el juez recostándose en la silla—. Pero es un buen
deporte. Id vosotros que sois jóvenes y ved cómo se divierte la gente en Paradise.
Kitty y Richard os enseñarán el camino.
* * *
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Julián, Richard Todd, Katherine y Elizabeth salieron pocos minutos después.
—Vienen hombres de todas partes a tirar —explicó Katherine—. Billy Kirby lo
organiza.
—Obteniendo un buen beneficio —apostilló Richard Todd.
Katherine dejó pasar este comentario. Sin embargo, Elizabeth se sintió de nuevo
sorprendida al ver que la indiferencia de Katherine era tan estudiada, tan cuidada que
daba a entender exactamente lo contrario.
Caminaron deprisa para quitarse el frío con el ejercicio, pero Katherine siguió
conversando.
—Me pregunto —le dijo a Julián— si has traído tu revólver. ¿No te gustaría
participar en la competición?
—Prefiero dejar los tiros para los lugareños —replicó secamente Julián.
Elizabeth lo observó con detenimiento, pero se dio cuenta de que no había
segundas intenciones en sus palabras.
—¿Te gusta la caza? —preguntó Katherine.
—En absoluto —contestó Julián con una sonrisa—. El juego que me interesa es
mucho más civilizado.
Richard sonreía con desdén ante la conversación de ambos. Elizabeth percibió el
desprecio con absoluta claridad. Se preguntaba si Richard estaría disgustado por las
palabras de su hermano o por la coquetería de Katherine. En cualquier caso, le resultó
difícil seguir oyendo aquella conversación, por lo que apresuró el paso con la
esperanza de dejar a los otros atrás. Pronto había aventajado a Julián y a Katherine,
pero para su sorpresa se dio cuenta de que Richard Todd no quería quedarse
rezagado.
—Parece que a la gente joven que valora tanto las diversiones y las fiestas le
resulta difícil vivir lejos de la ciudad —observó Richard con una sonrisa.
Elizabeth levantó la mirada asombrada. Richard Todd estaba tratando de disculpar
a Katherine ante ella, Elizabeth no podía imaginar por qué motivo. A menos, por
supuesto, que Todd abrigara hacia la hija del predicador algún sentimiento de afecto y
se sintiera dolido por su conducta. Elizabeth pensó en ello un instante.
—Supongo que es así —dijo—. Es un pueblo muy pequeño y seguramente no
debe de haber muchas distracciones. Sin embargo no es un inconveniente para mí. En
mi tierra nunca me interesé por los bailes, me quedaba en la biblioteca de mi tío. Pero
mis primas no sabían qué hacer en aquel lugar.
Richard asintió con la cabeza.
—Las jóvenes tienen a menudo muchas expectativas que no pueden encontrar en
el pequeño círculo de amistades que tenemos.
—Bueno —dijo Elizabeth sintiéndose algo menos tensa con Richard—. Las
mujeres jóvenes tienen el hábito de volverse señoras mayores, y entonces cambian los
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bailes por el whist.
—Sin embargo, algunas jóvenes parecen disfrutar del baile mucho más que otras
—dijo Richard—. ¿Le gustó la fiesta de ayer?
—Sí, fue muy agradable —replicó Elizabeth. Se preguntaba si se atrevería a sacar
el tema que le interesaba y pensó que sería capaz de hacerlo—. ¿Qué piensa usted de
la propuesta que le hizo Chingachgook a mi padre?
De repente desapareció la cordialidad que había ido creciendo entre ellos y
Elizabeth pensó que el doctor Todd se negaría a contestarle. En cambio se aclaró la
garganta.
—Creo que no llegará a nada.
—¿Usted teme que no llegue a nada —preguntó Elizabeth— o espera que no
llegue a nada?
—No es tan fácil ceder a las peticiones del anciano —dijo Richard buscando con
dificultad las palabras apropiadas—. Los tiempos de paz son preciosos en esta parte
del mundo y sería una tontería dejar que cambien.
—¿Y por qué una transacción comercial tal como la que se sugirió la otra noche
significaría el fin de la paz? —preguntó Elizabeth—. Parecía la solución a un
problema.
—Nadie quiere vender su tierra a los nativos —dijo Richard Todd—. Y las
razones para no hacerlo son al mismo tiempo tan complicadas y tan simples que no
puedo explicarlas.
—Pero las tierras eran suyas, ¿no? ¿Por qué no podrían volver a tenerlas?
—¿Con qué? ¿Con qué podrían comprarlas? ¿Es que usted piensa realmente
que…? —Richard Todd se detuvo e hizo un notorio esfuerzo por calmarse—.
Señorita Elizabeth, ¿usted cree que tienen suficiente dinero para comprar tierras del
valor de las de su padre?
Elizabeth lo pensó un momento mientras miraba el bosque cubierto por un manto
de nieve.
—Bueno, por lo menos deben de tener parte de lo que se les pagó en la primera
transacción. ¿Cuánto se les pagó?
El doctor Todd se detuvo, le temblaba la boca. Levantó una ceja, parecía un
maestro de escuela sospechando que la pregunta hecha por el alumno tenía el objetivo
de ponerlo en un compromiso.
—¿Usted ignora la historia de este valle?
Llegaron a un alto y vieron el pueblo que se extendía por debajo; el lago cubierto
de hielo producía reflejos azules y plateados a la luz del sol. Las montañas se
elevaban hacia el cielo cubiertas de coniferas y árboles madereros.
—Bueno, sé que antes era de los indios —dijo Elizabeth—. Y que ahora lo
tenemos nosotros. Supongo que todo se habrá hecho según la ley, mediante una
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compensación apropiada. Pero tal vez… —dijo con aire pensativo—, tal vez hago
demasiadas suposiciones.
—Supone que ellos piensan y sienten como usted —dijo Richard con nuevos
bríos en la voz.
—Yo supongo que ellos piensan y sienten como cualquier ser humano lo hace, del
mismo modo que vive y come.
Él dejó escapar un gruñido y Elizabeth se dio cuenta, por todo el cuidadoso
razonamiento, de que la posición de Richard respecto del asunto estaba basada en el
simple rechazo que sentía hacia los nativos. Aunque estaba segura de que si se lo
decía abiertamente lo negaría.
La conversación había conseguido que fueran más despacio y Julián y Katherine
los alcanzaron cuando llegaban a la última curva y se encontraban ante el concurso
anual de tiro al pavo.
Unos treinta hombres y muchas mujeres y niños se habían reunido aquella tarde.
Había caballos y perros, y se oían risas y conversaciones. Las mujeres alimentaban un
gran fuego, la mayoría de ellas iban envueltas en chales y tenían las narices rojas y
los ojos llorosos a causa del frío.
Anna Hauptmann, además de prestar atención al fuego participaba de varias
conversaciones al mismo tiempo y saludaba dando grandes voces, siempre ansiosa
por comenzar otra conversación. Sus hijos chocaron con Elizabeth mientras
perseguían una muñeca deformada. Molly y Becca Kaes llamaron a Katherine y la
niña más pequeña salió en aquella dirección y chocó con Julián. Elizabeth continuó
hacia el lugar de tiro con Richard Todd deteniéndose a saludar a los aldeanos que
encontraban a su paso.
Los hombres iban vestidos con pieles de animales y tejidos caseros en tonos ocres
y castaños. Llevaban la cabeza cubierta con gran variedad de gorros y sombreros,
algunos muy viejos, en los que muchos llevaban una cola de algún tipo de animal que
Elizabeth no podía identificar. Tanto los jóvenes como los viejos llevaban en el pecho
tiras de cuero cruzadas que servían de soporte a cuernos de pólvora y pequeñas bolsas
de cuero llenas de munición. Varios de ellos se volvieron al ver a Richard Todd
caminando con Elizabeth y saludaron alegremente en voz alta. Al pie del tronco de
árbol que servía como base de tiro, Elizabeth vio a Dan'l y a Nathaniel Bonner.
Nathaniel llevaba el pelo recogido con una tira de piel y le caía hasta la espalda
formando una gruesa cola. Tenía la cabeza descubierta y las orejas se le habían puesto
rojas. Elizabeth se dio cuenta de que le estaba observando demasiado y se dio la
vuelta.
«Es un pueblo pequeño —se dijo Elizabeth con firmeza—. Tendrás que aprender
a tratar a los demás como una adulta. No puedes ni debes comportarte como una
tímida colegiala». La risa de Katherine se elevaba por encima de las conversaciones y
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Elizabeth se fijó en ella, queriendo que su corazón retomara el ritmo normal. «Deja la
coquetería para Katherine —se dijo—. Nathaniel Bonner te hablará o no».
Los tiradores se sentían cada vez más impacientes, hasta que un hombre se abrió
paso entre la multitud hasta llegar al árbol de tiro.
—Billy Kirby —dijo Richard Todd confirmando las sospechas de Elizabeth.
Ella lo observó con cierto interés. Tenía la complexión de un barril, pecho grande,
hombros redondos y grueso cuello. Por debajo de un sombrero de tres picos
asomaban acá y allá mechones de pelo rubio que se mezclaban con una barba de por
lo menos tres días. Entre los pelos podían verse heridas y partes de la piel enrojecida
de frío. Los delgados labios empalidecían ante el color de los dientes manchados de
tabaco. Elizabeth se sorprendió al darse cuenta de lo joven que era, dieciocho años,
más o menos.
Billy puso un pie en el nido vacío de un búho y llamó a la multitud.
Aproximadamente a unos cien metros había otro tronco detrás del cual un pavo muy
grande estaba atado con una cadena corta; escarbaba en la nieve y ocasionalmente
levantaba su cuello en forma de huso por encima del borde para observar a la
multitud con la mirada desconfiada de sus ojos negros y brillantes.
—Constituye un blanco difícil un pájaro escurridizo detrás de un tronco —explicó
Richard Todd—. Billy obtendrá buenos beneficios.
Elizabeth contestó sin quitar los ojos de la escena:
—Veo que los Bonner están aquí. Espero que Ojo de Halcón tenga ese
sobrenombre por alguna razón.
El médico asintió con la cabeza.
—Así es. A su edad aún es muy bueno con el rifle largo. Pero no estoy seguro de
que le sobren los chelines necesarios para la inscripción.
Elizabeth miró a Richard, su cara grande y redonda permanecía completamente
seria. ¿Cómo era posible que Ojo de Halcón y Nathaniel no tuvieran un chelín para
concursar? Pero antes de que pudiera pensar en la forma en que podría responder a
esta pregunta, Billy Kirby comenzó a dar voces.
—Venga, venga, el mejor pavo que veréis en todo el invierno. A buen precio. Un
chelín un tiro, un chelín un tiro. Sólo una octava parte de un peso español; os costaría
diez veces más y alimentará a la familia durante una semana, dos semanas si tu mujer
es lo bastante cuidadosa. ¿Quién tira primero? —Clavó los ojos en la multitud y
sonrió—. ¡Ojo de Halcón! ¡Sí, el hombre indicado, un tirador como no hay otro! —
Antes de que Ojo de Halcón pudiera replicar, Billy Kirby volvía a la carga con él—.
Pero puede que no, tú ya no eres el más joven…
Hubo una risa generalizada entre el público y Ojo de Halcón los miró con el pelo
blanco flotando al viento.
—No lo dudéis —gritó—. El muchacho dice la verdad. Una vez apunté al botón
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de cuerno de su viejo tricornio y lo hice saltar, pero el tiempo pasa para todos.
Aunque, para ser sinceros, me siento tentado…
—Claro que es para estar tentado, es un buen pavo —interrumpió Billy.
—Por ese botón —concluyó Ojo de Halcón.
Billy Kirby se puso colorado ante las risas de la multitud y sus ojos azules y
llorosos se posaron en Nathaniel.
—Bueno, ¿y qué pasa con su hijo? ¿Qué te parece, Nathaniel? Tienes el ojo
agudo de tu padre, ¿no reconoces una cosa buena cuando la ves? Pero a lo mejor no
quieres compartir el premio —terminó diciendo Billy con una risa sarcástica.
—Tiene una herida de bala en el hombro —dijo alguien.
—Bueno, ésa es una mala noticia para un apostador como yo —dijo Billy—. Los
dos mejores tiradores del área no quieren aceptar el reto. Si ellos no prueban, ¿quién
va a probar? ¿De verdad que dejarás que un poco de plomo en tu hombro te impida
quedarte con este pavo? —dijo Billy haciendo un guiño a la gente.
—Yo probare —exclamó Richard Todd pasando junto a Elizabeth.
La multitud se volvió hacia él y Elizabeth buscó la mirada de Nathaniel. Éste la
saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa desdeñosa; después dirigió la
mirada a Richard, que estaba buscando en el interior de su abrigo el chelín que debía
pagar. Por fin sacó un puñado de monedas y con un ademán ampuloso levantó una
que destelló a la luz del sol.
La multitud se adelantaba y Elizabeth sintió que la empujaban hasta dejarla más
cerca del lugar de tiro.
Richard controló la carga y la distancia y se concentró en el blanco mientras la
gente le daba todo tipo de consejos. Elizabeth se volvió hacía el hombre que estaba a
su lado, al que recordaba por el embarazoso encuentro que había tenido en la tienda.
—Señor LeBlanc —dijo ella—. ¿Probará usted también?
—Claro, Charlie probará, él contribuye con un chelín todas la navidades, ¿verdad,
Charlie? —dijo Ojo de Halcón con voz amable.
Elizabeth se sorprendió al darse cuenta de que los Bonner estaban tan cerca, pero
se las arregló para saludarlos sin despertar mayor atención sobre su persona. Se
preguntaba si debía esperar que Nathaniel le hablara, y qué le diría en tal caso.
Luego, irritada consigo misma, se volvió para observar a Richard Todd que aguzaba
la mirada.
—Bueno, a lo mejor este año tengo suerte —dijo Charlie—. Como Nathaniel
tiene un hombro herido… Aunque sería extraño que acertara a un blanco lleno de
plumas y en movimiento.
—Vamos —comentó Ojo de Halcón riendo—, después de todo cien metros es
poca distancia para un rifle largo. Hasta podemos darte una recompensa por tu chelín.
Ese pavo será bien recibido por toda la gente que tenemos que alimentar estos días.
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—¿Es cierto que Chingachgook ha venido a quedarse?
Nathaniel que tenía la atención puesta en Richard levantó la mirada en aquel
momento.
—Es cierto —respondió en lugar de su padre—. Y Atardecer y Muchas Palomas.
La multitud se aproximaba todavía más, haciendo que Elizabeth quedara más
cerca de Nathaniel, casi a punto de tocarle. Se preguntaba si la gente la estaría
observando y, si así era, qué verían en su cara.
—¡Levanta la cabeza! ¡Señor pavo, presta atención! —gritó Billy Kirby mientras
Richard afinaba la puntería. Y entonces dejó escapar un grito fuerte en el momento en
que la pólvora estallaba en la cazoleta, tal vez para desconcentrar al tirador o para
hacer saltar al pavo.
Una nube de polvo se levantó del lugar de tiro. Se hizo un repentino silencio que
rompió otro grito cuando el pavo levantó la cabeza por encima del tronco y miró.
—¡Qué pájaro! —gritó Billy—. ¡Qué pájaro! Lo siento. Es demasiado ágil para
usted. Salvo que quiera probar de nuevo.
Pero Richard Todd había abierto las puertas y en aquel momento otros hombres se
acercaban para hacer su disparo, poniendo la moneda correspondiente en las ávidas
manos de Billy y haciendo las delicias del recaudador.
Elizabeth estaba rodeada por Ojo de Halcón, Nathaniel, Richard Todd y Charlie
LeBlanc, que parecía decidido a mantenerla entretenida mientras durara el
espectáculo.
—No podría acertar a la Media Luna aunque se cayera del bote —decía Ojo de
Halcón del delgado y pelirrojo Cameron, que era tan alto como su mosquete. Se frotó
la cara blanca con una mano larga y flaca y sonrió—. Ahora el viejo Jack Mac Gregor
—dijo cuando un hombre casi tan viejo como él llegó hasta el lugar de tiro—. Jack
había sido bueno con el rifle, pero se le ha pasado el cuarto de hora.
Nathaniel dijo riendo:
—Bueno, después de todo tendrá unos dos años menos que tú.
—Pero sus ojos ya son viejos —dijo Ojo de Halcón con tranquilidad—. Mis ojos
están muy bien, mejor que los de muchos.
—Tal vez quiera decirme por qué motivo lo llaman Ojo de Halcón —sugirió
Elizabeth—. Sin duda debe de ser una historia interesante.
—Una historia muy fuerte para una mujer joven y de buena familia —señaló Ojo
de Halcón—. Sin embargo, se la contaré de todos modos, si un día de éstos me
encuentra ante el fuego y me lo pide con amabilidad. Ya sé lo que haremos —
continuó con una sonrisa amplia—. Si consigo llevar ese pájaro a casa para asarlo,
usted vendrá, comerá con nosotros y oirá mis historias. Tendré un público nuevo. La
gente de este lugar ya hace tiempo que no aprecia mis recuerdos.
Elizabeth sonrió.
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—Sí, estoy de acuerdo con su plan —dijo—. Pero no podrá conseguir el pavo si
no prueba.
—Bueno, mi muchacho y yo todavía no hemos tomado una decisión acerca de
cómo deberíamos gastar este chelín que poseemos a medias —dijo—. ¡Nathaniel!
¿Cómo va ese hombro?
Elizabeth se preguntaba cómo podría ofrecerles un chelín para que ambos
pudieran disparar al pavo, pero no se le ocurría nada que no fuera inadecuado, de
modo que se quedó quieta oyendo la multitud.
La nube de pólvora había crecido en proporciones considerables y el número de
tiradores, decrecido. Billy hizo todo lo que pudo para que las cosas salieran bien.
—Ahora sé que algunos de vosotros queréis obtener este pavo —gritó—. Un paso
al frente y probad. Vamos Nathaniel, ¿todavía vas a insistir en que te duele el
hombro?
Hubo un momento de silencio antes de que Nathaniel hiciera una inclinación de
cabeza.
—Dispararé —dijo con voz tranquila y se adelantó para pagar a Billy.
—Cuatro cuartos, cuatro cuartos, está bien, es todo. —Billy asentía pero la voz ya
no era tan optimista y estaba claro que pensaba que la vida del pavo estaba llegando a
su fin.
Elizabeth se preguntaba por qué estaba tan nerviosa, sólo era un pavo después de
todo: lo podía ver claramente, su cuello largo como un huso y la cabeza en
movimiento, la cresta roja y brillante en contraste con el fondo blanco de nieve. «No
es un tiro muy difícil —pensó—; no para un hombre hábil y de manos firmes». La
multitud daba consejos a Nathaniel mientras éste se afirmaba en el lugar de tiro y
revisaba una vez más su rifle cuyo usado cañón todavía brillaba bajo la luz del sol.
—¡Vamos, Nathaniel, dependemos de ti!
«Sí —pensó Elizabeth—, parece que todos dependen de ti».
Se hizo el silencio mientras Nathaniel apuntaba. Se parecía mucho a su padre,
apreció Elizabeth. Tenía la espalda igual de larga y levantaba del mismo modo la
cabeza, una vena azul le latía ligeramente en las sienes donde escaseaba el pelo
oscuro. La línea de su brazo, la unión del rifle y el hombro, la misma nube de pólvora
hicieron que todo se quedara durante un momento inmóvil. Elizabeth contuvo el
aliento.
—No pienses en el hombro —dijo Ojo de Halcón con ímpetu—. Estás hecho de
buena madera, para preocuparte por un desgarrón en un músculo.
—¡Piensa en cambio en la señorita Elizabeth sentada delante de ti en la mesa! —
gritó Charlie LeBlanc, justo cuando la pólvora estallaba en la cazoleta.
—Bueno —dijo Ojo de Halcón después de una larga pausa—. Apuntó demasiado
a la izquierda. Le pasó por debajo del pico al maldito pavo. —Siguió hablando, esta
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vez dirigiéndose a Nathaniel—: La herida del hombro, te lo dije.
Y se alejó del nevado lugar hacia donde estaba el pavo, con Billy Kirby y un
grupo de hombres.
Nathaniel comenzó a recargar su rifle inmediatamente. Entonces se quedaron
solos. Elizabeth lo observó mientras quitaba el tapón de su cuerno y vertía una
medida de pólvora en la cazoleta del rifle. De un saco que colgaba de su cinturón
sacó una tira de algodón engrasado, Elizabeth notó con sorpresa que era de colores
brillantes, del tipo de tela que las mujeres usan para sus faldas, y la envolvió
alrededor de una bala de plomo que salió de su cartuchera. Luego sacó una varilla,
limpió el cañón del rifle con un certero empuje y vertió más pólvora en la cazoleta.
Todo esto lo hizo en menos de un minuto, con movimientos rápidos y precisos,
aunque Nathaniel parecía estar más atento a Elizabeth que a su trabajo.
—Lo lamento —dijo Elizabeth queriendo decir que había perdido el chelín. En el
mismo instante deseó haber permanecido en silencio.
Nathaniel sonrió.
—Bueno —dijo—, supongo que tendré que olvidarme de su compañía en la
mesa. Al menos durante un tiempo.
Elizabeth miró a lo lejos a los hombres que discutían acerca de la posesión del
pavo.
—No me habría imaginado que se daría por vencido con tanta facilidad.
Él levantó una ceja, divertido.
—Hay otros animales en el bosque —señaló—. Y en cuanto a invitarla a mi mesa,
me imagino que no me resultará tan difícil.
—Hablar es fácil —dijo Elizabeth lentamente, haciendo que Nathaniel comenzara
a reír sonoramente.
Mientras tanto, en el sitio donde estaba el pavo, el doctor Todd había sido
llamado a diagnosticar. El pájaro estaba medio muerto, pero todavía seguía lo
bastante entero para que continuara la competición.
—Tal vez todavía pueda probar ese pavo —le estaba diciendo Nathaniel a
Elizabeth, y ella levantó la mirada de repente para ver que su hermano estaba a punto
de probar suerte.
Había estado tan concentrada en Nathaniel que ni siquiera había pensado que
estaba en medio de un evento deportivo y que la promesa de Julián de mantenerse al
margen de participar en tales actos estaba siendo puesta a prueba por primera vez
desde que habían salido de Inglaterra.
—Julián —le llamó. Luego en voz más alta—: ¡Julián!
Su hermano se giró levantando una ceja.
—No puedes disparar —dijo Elizabeth.
Julián no hizo caso a su hermana, y Katherine llegó colorada de frío y excitación.
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—Richard ha alquilado el rifle. Su hermano lo hace en mi honor —dijo con
orgullo—. Su padre estará muy contento con el pavo y yo creo que bien vale la pena
un chelín.
—Julián —dijo Elizabeth lentamente a espaldas de su hermano—. Lo prometiste.
En vez de observar a su hermano mientras apuntaba, Elizabeth se dio media
vuelta para irse. Acababa de liberarse de la multitud que rodeaba el lugar de tiro
cuando el primer disparo de Julián dio en el suelo. Cogiéndose la falda con ambas
manos se volvió y vio que su hermano le lanzaba otra moneda a Billy Kirby.
—Otra vez —dijo mientras cambiaba el rifle por otro recién cargado y limpio—.
Pronto se cansará ese monstruo sanguinario.
—¡Así se habla! —exclamó complacido Billy Kirby.
Con algo de terror, Elizabeth se dio la vuelta y se encontró con la mirada de Ojo
de Halcón. Nerviosa, le hizo ir a su lado. Nathaniel y Ojo de Halcón se apartaron del
lugar de tiro y se acercaron a la hoguera cerca de la cual estaba Elizabeth.
—Por favor —dijo Elizabeth—. ¿No querría alguno de ustedes intentar otro tiro?
—Elizabeth, es sólo un deporte —dijo Nathaniel con voz amable—. Deje que su
hermano se divierta.
Julián había fallado otra vez, y se dirigía a la multitud:
—El próximo disparo dará en el blanco, lo sé, lo presiento. ¿Alguien está
dispuesto a prestarme un rifle?
Ojo de Halcón y Nathaniel intercambiaron miradas.
—Aquí tengo un chelín para el caballero que se ha ofrecido a tirar en mi nombre
—dijo con la voz tan tranquila como pudo.
Mientras Ojo de Halcón le clavaba la mirada, Elizabeth sintió que el pánico le
daba vueltas como un puño en el estómago.
—Bien, ése soy yo —dijo Ojo de Halcón.
Se adelantó hacia el lugar de tiro, donde Julián estaba negociando el préstamo.
—Eso es lo que pasa, Billy Kirby, por dejar que un hombre se divierta solo. Aquí
tengo un chelín y reclamo un disparo. Tengo una señora que me honra.
La multitud se estrechó en torno a Ojo de Halcón, que ocupó el lugar de tiro y
comenzó a revisar el arma. Elizabeth sintió la mirada escrutadora de Nathaniel en su
rostro.
—¿Podrá disparar?
—Parece que no quiere que su hermano y el pavo tengan relaciones familiares —
replicó secamente.
—Estoy decidida a mantener a mi hermano sin deudas —dijo en voz baja—. Pero
si comienza de nuevo a apostar, no sé qué podré hacer.
Julián estaba al lado de Ojo de Halcón, con los ojos entrecerrados y la frente
fruncida mientras el viejo apuntaba. Las mejillas se le coloreaban de forma
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intermitente; pese a tener los ojos apenas abiertos, se notaba que un fulgor de rabia
salía de ellos.
—¿A su hermano le resulta difícil alejarse de las mesas de juego?
—Digamos que sí —contestó Elizabeth—. Hemos tenido que pagar una fianza
para sacarlo de la prisión por deudor y embarcarlo rápidamente hacia Nueva York.
En el rostro ceñudo de Nathaniel se dibujaba una grieta entre los ojos. Elizabeth
sintió la necesidad de pasar el dedo por aquella grieta que empezaba en las cejas y se
perdía más abajo. La necesidad de tocarlo era sorprendentemente fuerte, de modo que
tuvo que frotar su falda con los dedos una vez más y volver a mirarlo de forma tan
casual como le fue posible.
—Pero seguro que el juez tiene dinero para pagar las deudas de su hermano —
dijo él lentamente.
Elizabeth hizo un esfuerzo para mirar a Nathaniel cara a cara.
—Lamento decepcionarlo —dijo—. Pero mi padre no tiene liquidez. Por eso tiene
tanta prisa en casarme. No hay mejor garantía que una hija con una propiedad.
Sabía que sus palabras sonaban llenas de resentimiento y que estaba hablando
más de la cuenta, arriesgándose. Sabía también que él tomaría buena nota de lo que
decía. Quería que así fuera.
Ojo de Halcón disparó: la multitud se quedó en silencio durante una fracción de
segundo y luego comenzó a dar gritos de triunfo.
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Capítulo 8
Las semanas siguientes a Navidad, Elizabeth comenzó a soñar con Nathaniel, y acabó
sintiendo ansiedad cuando se iba a dormir y desencanto cuando se despertaba por la
mañana. Mientras el sol se elevaba y sus rayos tocaban el hielo de las ventanas
descomponiéndose en pequeños arco iris ella permanecía acostada, semiconsciente en
el nido tibio de sus mantas recordando lo que había soñado, sonrojándose y
conteniendo el aliento, confundida y extrañamente molesta. Podía engañarse durante
el día diciéndose que Nathaniel no había tratado de besarla o que su interés no le
importaba; sin embargo, por la noche sus sueños la llevaban a aquel casi beso y
hacían surgir de él una multitud de besos soñados, de calor e intensidad crecientes.
De modo que Elizabeth comenzaba sus días con una especie de conferencia. Solía
peinarse ante el espejo y reñirse a sí misma por ser una criatura tonta y débil. Todas
las mañanas tomaba la decisión de comenzar de nuevo, actuando en nombre de la
razón y del buen sentido. Pero incluso así se daba cuenta de que se estaba
contemplando la curva del labio inferior. Aquella falta de dominio de sí misma pronto
afectó su natural buen humor y comenzó a bajar a desayunar con mala cara.
Llegó el primer día del año y ella seguía sin tener un lugar donde instalar su
escuela. Su padre contenía el deseo de recordarle que no había cumplido la resolución
que había tomado tan firmemente en su primera cena en Paradise. Julián no había
sido tan amable de evitarle disgustos, y ella no debería haberle reprochado su
conducta en la competición de tiro al pavo.
Julián había rehuido a Elizabeth desde aquel momento. Cuando Ojo de Halcón
mató al pavo, dirigió a su hermana una mirada envenenada y se volvió a casa,
dejando detrás a una Katherine Witherspoon tan sorprendida como preocupada. Los
otros hombres pensaron que sólo se trataba de un mal comportamiento deportivo,
pero Elizabeth había comprendido que a su hermano lo volvía a dominar la vieja
fiebre del juego, compulsión que le había hecho perder su fortuna. Dio las gracias a la
Divina Providencia por estar muy lejos de una ciudad de verdad, donde pudiera
encontrar otros hombres aficionados a las barajas y poco cuidadosos con su dinero.
Para apartar de la mente la preocupación por el retraso de sus planes y, aunque no
se lo decía con tanta claridad, de Nathaniel, Elizabeth pasaba las mañanas
organizando un espacio para trabajar en su habitación, poniendo en orden los libros y
preparando las clases. Después del almuerzo solía ir a caminar si no nevaba
demasiado fuerte. Visitaba a los niños del pueblo y hablaba con sus padres esperando
que se acostumbraran a su presencia y que aceptaran la idea de que su escuela estaría
funcionando muy pronto. De ese modo conoció muy bien a algunos pobladores y
pudo hablar con ellos con toda confianza. Martha Southern, una mujer joven y
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tímida, casada con un hombre que podría ser su padre, se hizo amiga de Elizabeth y
la alentó para que fuera al pueblo. Martha tenía una hija a la que quería enviar a la
escuela de Elizabeth y un hijo que pronto alcanzaría la edad adecuada.
Elizabeth pronto se dio cuenta de que tenía la mayor parte del tiempo para sí
misma, y que esto era un gran alivio. Su padre salía a menudo a cumplir sus
funciones y Julián se iba al pueblo, donde había adquirido el hábito de sentarse a
charlar con los granjeros en la tienda o en la taberna de al lado.
En la tercera semana del año, Galileo hizo un viaje para recoger los baúles que
habían atravesado el río Hudson detrás de ellos, y al volver se detuvo en Johnstown.
Elizabeth bajó a la hora del desayuno para recoger las cartas de su tía y de sus primas
y, lo más importante, para buscar las provisiones para su escuela. Inmediatamente
comenzó a desenvolver los libros y los materiales que había comprado llena de
esperanzas en Inglaterra. Había libros de gramática y composición, volúmenes de
ensayos, historia, filosofía y matemáticas. Estaba un poco sorprendida por lo poco
que había tenido en cuenta las necesidades reales de los niños de Paradise, pero no
quería dejarse abatir y persistía en sus resoluciones. Pasaba la mayor parte de la
mañana haciendo planes, tomando notas y pensando en la carta que mandaría a la tía
Merriweather para pedirle otra remesa de libros, textos básicos, materiales para
escribir, una gran provisión de tinta y, después de algunas consideraciones, libros de
cuentos de hadas y de mitología.
Quería interesar a los niños sin molestar a los padres, se pasaba largos ratos
paseándose de un lado a otro del estudio mientras mordía cabizbaja la punta de la
pluma. Tan profundamente sumida en sus pensamientos que dio un salto al oír que
alguien llamaba a la puerta.
Hannah Bonner estaba allí con su capa de invierno, enmarcada en un escenario
nevado. La capucha de borde de piel le cubría el pelo oscuro y le rodeaba la cara, los
blancos dientes brillaban en medio de la piel de color bronce que, a causa del frío,
enrojecía produciendo algunas sombras más oscuras. Le sonrió a Elizabeth e hizo una
reverencia.
—Vine a buscarla para llevarla a casa a comer pavo —dijo a modo de saludo—.
El abuelo dice que ya es hora.
Ante esta lógica, Elizabeth no podía negarse. Resolvió firmemente no fijarse se
tenía arreglado el pelo ni cambiar su aspecto en absoluto. Luego se detuvo en la
cocina para decirle a Curiosty adónde se dirigía y vio con espanto que su agitación no
pasaba inadvertida para el ama de llaves.
Curiosity levantó una ceja, frunció la boca y envió a Daisy a envolver unas cosas
y ponerlas en una cesta para los Bonner.
—No está bien ir a Lobo Escondido con las manos vacías —dijo despidiendo a
Elizabteh sin mayores comentarios, pero con una mirada de entendimiento que hizo
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que ésta se sintiera como alguien de la edad de Hannah.
* * *
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cosas… —se detuvo para señalar una serie de huellas en la nieve—. Un alce —dijo
claramente sorprendida—. Nutria y mi padre están siguiendo su rastro.
Elizabeth miró el suelo pero no pudo sacar en limpio mucho más que la presencia
de huellas en la nieve.
—¿Quién es Nutria?
—Mi tío. Su nombre kahnyen’kehaka es Tawine, le llamamos Nutria por su forma
de nadar. En el norte los católicos lo llaman Benjamin.
—¿Cuál es tu nombre indio?
—Me llaman Ardilla pero también Eran Dos. —Elizabeth se preguntaba sobre ese
extraño nombre, pero esperó a ver si la niña le daba alguna información sin pedirle
explicaciones. Hannah señaló las huellas de un zorro y puntos donde crecen las
ciruelas silvestres en verano. Luego miró a Elizabeth y pareció reflexionar—. Mi
hermano gemelo murió al nacer y la gente del pueblo de mi madre dice que soy la
mitad de lo que era.
Elizabeth pensó que en aquel momento era muy importante dar la respuesta
acertada, pero ésta era un misterio.
—Me temo que tengo mucho que aprender —comenzó a decir lentamente—.
Realmente no sé mucho acerca de los kahnyen’kehaka. —Hizo una pausa, no estaba
segura de haberlo pronunciado bien pero no quería usar el término mohawk, que la
niña, al parecer rehuía. Hannah sonrió ante el intento y Elizabeth prosiguió un poco
más confiada—. O los mohicanos, o como se les llame…
—Los mohicanos no son los mismos que los de las Seis Naciones —dijo Hannah
tratando de servir de ayuda pero haciendo que las cosas se complicaran más—.
Vivían en el este, la mayoría junto al lago.
—¿Y ahora viven aquí con los kahnyen’kehaka?
—No —respondió con sencillez—. Han muerto casi todos. En las guerras.
—Tenemos muchas cosas que aprender la una de la otra —dijo Elizabeth—.
Deberíamos contar historias en la escuela acerca de tu gente, pero yo no las conozco.
Hannah sonrió, pero no se comprometió a asistir a la escuela de Elizabeth.
—La abuela no tiene buena opinión de la escuela —dijo la niña, tal vez sin mucha
amabilidad—. Dice que los hombres blancos no parecen mejores por haber ido a la
escuela.
Elizabeth aceptó la opinión sin decir nada, sorprendida por eso mismo. La semana
anterior pensaba que habría tenido mucho que decir y tal vez muy enfadada, pero
incluso las cosas más simples le parecían en aquel momento muy complicadas y
consideró entonces que era sabio guardarse las opiniones. Pronto tuvo la oportunidad
de hacer más preguntas; estaban subiendo la colina y se hacía difícil mantener el
ritmo de la respiración. Elizabeth comenzó a pensar que la idea que hasta entonces
había tenido del ejercicio era irrisoria. Los caminos y pasos que rodeaban Oakmere
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en sus peores lugares no eran más que zonas húmedas con algo de barro; y las
caminatas en vacaciones con su tía habían sido ligeras en comparación con aquello.
Fuera del sendero, la nieve le llegaba hasta las caderas en algunos lugares, pero el
camino por el que iban estaba protegido del viento. Sin embargo, la marcha era difícil
y la admiración de Elizabeth por Hannah crecía considerablemente: la niña se movía
con agilidad y rapidez mientras que Elizabeth luchaba detrás de ella para avanzar
cargada con la cesta que Curiosity le había preparado rápidamente. El aire helado le
quemaba en los pulmones mientras los dedos de las manos y pies, aunque envueltos
en lana, cuero y pieles, se le ponían rígidos de frío.
Habían caminado colina arriba durante lo que le pareció más de una hora, cuando
el viento empezó a levantarse y soplar fuerte y justo en aquel momento el sol se
escondió y las nubes adquirieron un tono gris verdoso. Hannah hizo una pausa para
mirar hacia arriba y se volvió hacia Elizabeth.
—Una tormenta —dijo Elizabeth—. Espero que no falte mucho.
—Lago de las Nubes —respondió Hannah levantando la barbilla.
—¿Lago de las Nubes?
—Este lugar —explicó Hannah—. El nombre que le dan los kahnyen’kehaka.
La cresta arbolada que habían estado siguiendo describió una curva y terminó
bruscamente en una mezcla de rocas, árboles de hoja perenne cubiertos de nieve y
pedazos de granito esparcidos como dedos al aire libre. Aquella estribación de la
montaña se curvaba hacia dentro como si quisiera proteger la cañada escondida que
Elizabeth tenía delante.
Una leve exclamación de sorpresa y de asombro la hizo apresurarse. De forma
vagamente triangular, la cañada tenía menos de un kilómetro de largo y unos
cuatrocientos metros de ancho. En un lado, la pared rocosa se elevaba sobre una
superficie lisa de rocas marmóreas grises; en el otro, la estribación de la montaña
daba a un precipicio. En el extremo más lejano de la cañada surgía por una fisura en
la cara de la roca una corriente de agua a unos diez metros de altura. Formaba una
cascada que se transformaba en una serie de rápidos, ahora helados, sobre un montón
de rocas y luego caía en una garganta que seguía la misma dirección de la cañada
hasta hacerse angosta y desaparecer en el bosque. Desde donde estaba pudo ver las
aguas bullendo perezosamente en un profundo estanque rodeado de hielo.
A un lado, los bordes de la garganta terminaban en capas de piedra semejantes a
escalones que se nivelaban en una serie de terrazas en el punto más lejano del valle.
Allí, en un pequeño bosque de hayas, pinos y píceas, había una gran cabaña cuya
entrada daba a la cascada. Era baja y sólida, construida en forma de ele, con el tejado
en pendiente salpicado de nieve y recorrido por goteantes dedos de hielo. El humo
surgía de dos grandes chimeneas de piedra; la luz de la lámpara iluminaba
cálidamente los rincones del techo.
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La nieve comenzó a caer en olas pesadas, grandes copos revoloteaban bajo la
última luz, desapareciendo entre los árboles y mezclándose con el agua que corría.
Como si quisiera responder, la puerta de la cabaña se abrió y dejó ver un rectángulo
oblicuo de luz amarilla.
* * *
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que había en él.
Elizabeth murmuraba lo que pensaba que debía decir; les dio la mano por turno,
tratando de no observar demasiado a la mujer joven.
—Puede llamarme Abigail si lo prefiere —dijo Muchas Palomas. Le sujetó la
mano a Elizabeth con firmeza y la miró a los ojos.
—Pero vigile que Nutria no la oiga —dijo Hannah que estaba detrás de Elizabeth
—. No le gustará.
—Es mi nombre y no el de Nutria —dijo Muchas Palomas—. Y no es nada que te
importe a ti. —Añadió algo más en la lengua de los kahnyen’kehaka que hizo que
Hannah frunciera la nariz en señal de protesta.
—Basta —dijo Chingachgook con una voz fuerte que surgió detrás de ellas—.
Hablad en inglés, no debéis ofender a nuestra invitada.
A la luz del fuego, Elizabeth vio que los tatuajes del anciano parecían brillar más
e incluso moverse: una serpiente se extendía por las protuberancias huesudas de sus
mandíbulas, por encima del puente de su nariz y alrededor de un ojo hasta la frente,
donde desaparecía entre la mata de pelo blanco de las sienes. Se preguntaba si
Nathaniel tendría algún tatuaje también, pero se quitó de la mente ese pensamiento.
Por un momento pareció que Muchas Palomas estaba a punto de enfurecerse y
una mueca de irritación le contrajo la cara. Pero luego se río a su pesar y se dispuso a
seguir a su madre y a Hannah al otro cuarto.
—¿Puedo ayudar? —les preguntó Elizabeth al verlas, pero Muchas Palomas hizo
un ademán para indicarle que no hacía falta, y Elizabeth volvió con los hombres.
Ojo de Halcón había cogido una herramienta y estaba untando una trampa con
una pluma empapada con una grasa de fuerte olor; Chingachgook trenzaba tiras de
cuero. Elizabeth miró alrededor de ella a medias consciente de lo que despertaba su
curiosidad y sin nada más que hacer. Se vio en una habitación grande y totalmente
normal, con un extremo dominado por la chimenea y el otro perdido en las sombras.
Todo el espacio estaba destinado a una función precisa. En la gran mesa, con todo el
equipo necesario para guardar las balas y limpiar las armas, había una trampa. Al pie
de una ventana cerrada había otra mesa iluminada por una gran lámpara de aceite y
muchos papeles y libros. Las pieles estaban colgadas de las paredes y amontonadas
en los rincones: Elizabeth reconoció los zorros y la piel rojiza de lo que podría ser un
jaguar y otra más oscura de algún oso pequeño. Ordenadas en fila, se secaban
estiradas en placas individuales. Ojo de Halcón captó la mirada de Elizabeth y le dijo
lo que ella quería saber: las pieles rojizas eran de marta; y las más oscuras y
exuberantes, de otra especie diferente de marta.
En el centro de la habitación había asientos de piedra, taburetes y una mesa larga
flanqueada por bancos y dispuesta para una comida. De las vigas del techo colgaba
maíz en mazorcas trenzadas, puestas unas junto a otras, junto a cebollas, manzanas y
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grandes manojos de plantas secas y hierbas de las que Elizabeth ni siquiera sabía el
nombre.
En la repisa que había encima de la chimenea había un cesto de costura y otro con
cuentas y abalorios. También había libros que Elizabeth levantó uno por uno: Diario
del año de la peste de Defoe, una copia recientemente impresa de la Declaración de
los Derechos del Hombre en el original francés, y lo que todavía le resultó más
sorprendente, un libro de poesía de Robert Burns.
—Era una gran lectora —dijo Ojo de Halcón detrás de Elizabeth.
Se fue acercando hasta tocar la diminuta pintura de una mujer en un marco
ovalado.
—Me doy cuenta —dijo Elizabeth—. Pero me pregunto cómo se las arregló para
obtener esto. —Levantó el libro de Burns—. No se me había ocurrido que este poeta
pudiera haber llegado tan lejos. La mayoría de la gente de Inglaterra no lo conoce.
—No se le valora hoy en día, quiere decir. —Ojo de Halcón la corrigió con una
sonrisa—. El comienzo… ¿No es en eso en lo que está pensando?
Elizabeth volvió a poner el volumen donde estaba.
—Es un poco… incendiario. ¿Cómo es que su esposa tenía este libro? Y estos
otros…
—Era escocesa, ellos tienen la costumbre de mezclarse mucho, igual que su
confuso potaje. Era rara la vez que alguien que viniera a Paradise no trajera un
paquete para Cora, y la mitad de las veces eran libros. —Elizabeth se puso de
puntillas para observar más detalladamente el cuadro. Ojo de Halcón le puso el
retrato entre las manos. El dibujo era simple pero el carácter de la mujer había sido
captado. Tenía el pelo oscuro, la frente amplia y clara, y los ojos color avellana—.
Nathaniel tiene el mismo color de ojos. Y es tan rápido como ella, e igual de astuto.
—Y las mismas aversiones —dijo Elizabeth.
Chingachgook levantó la voz, el rostro se expandió en una sonrisa tan amplia que
los ojos apenas quedaron visibles.
—A mi nuera no le gustaban mucho los ingleses.
—Pero hizo una excepción en el caso de su hijo —le hizo notar Elizabeth.
Los dos hombres se miraron sorprendidos al oír esto. Ojo de Halcón sonrió como
si la idea de considerarse inglés fuera algo que jamás se le hubiera ocurrido.
—¿O es que también son escoceses? —rectificó ella—. Supongo que el nombre
que llevan puede ser rastreado hasta los normandos, sea en uno u otro caso.
—Yo nací en estas montañas.
—Pero sus padres deben de haber venido de Inglaterra.
—Tengo entendido que vinieron del norte de Inglaterra —dijo lentamente Ojo de
Halcón—. Pero no los recuerdo. Soy hijo de los mohicanos.
Elizabeth repentinamente se percató de la expresión de Chingachgook y se dio
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cuenta de su error.
—Por supuesto —murmuró.
—No conocí otros parientes —continuó Ojo de Halcón—. No oí hablar inglés
hasta los diez años y creo que ni siquiera sabía que era blanco. A veces me doy
cuenta de repente.
Ojo de Halcón limpió el marco labrado del cuadro con el puño de la camisa.
—¿Cómo la conoció?
—Su padre era un coronel enviado a Albany. Ella fue con él al valle mohawk. La
protegimos en una o dos ocasiones, allá por el cincuenta y siete.
—Eso debe de haber sido durante la guerra con Francia.
Chingachgook se había quedado en silencio, pero volvió a tomar la palabra, el
tono era más áspero.
—La mayoría de nuestras guerras han sido con los ingleses, con los franceses o
contra ambos. No nos quedan más fuerzas para pelearnos entre nosotros ahora.
Elizabeth se daba cuenta del motivo por el que aquella gente quería comprar la
montaña del Lobo Escondido a su padre. A lo largo de todas su vidas y de las vidas
de sus padres, y posiblemente de sus abuelos, no habían conocido otra cosa que no
fuera penalidades y guerra, y la mayor parte de las veces estando sujetos a los
ingleses. Un lugar propio, la oportunidad de vivir como es debido, de tener una
seguridad que jamás habían conocido; todo esto le pareció muy razonable.
La puerta se abrió de repente con un empujón y entraron en la habitación dos
perros con la lengua fuera. Detrás de ellos, un indio joven apareció como saliendo de
un remolino de nieve y aire frío, le salía sangre de una herida que tenía en la frente.
Se quedó en la puerta con las piernas abiertas y el rifle en alto, movió la cabeza hacia
atrás y dejó escapar un alarido que resonó en la habitación e hizo que Elizabeth
pegara un salto.
—¡Nutria! —exclamó Ojo de Halcón mientras atravesaba a grandes pasos la
habitación—. Harás que la señorita Elizabeth se muera del susto, podría pensar que
quieres cortarle el cuello.
Pero Elizabeth ya se había repuesto y estaba delante de la chimenea con una
expresión que esperaba fuera tranquila, aunque podía sentir los fuertes latidos de su
corazón. Había notado, casi inmediatamente, que el grito agudo significaba
satisfacción y orgullo.
—¡Mataste al alce! —Hannah salió corriendo de la otra habitación con Atardecer
y Muchas Palomas tras ella.
Nutria se rió y le acarició las trenzas.
—Viste las huellas, ¿verdad? Nathaniel lo consiguió.
—¿No usaste el rifle y lo atacaste con esa cabeza dura que tienes? —preguntó
Muchas Palomas.
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Atardecer hizo un intento de examinar la herida de Nutria, pero él la apartó con
impaciencia murmurando algo en kahnyen’kehaka. Luego miró a Elizabeth y
repentinamente se quedó quieto. Observó su cara con detenimiento y cierta cautela,
hasta que esbozó una sonrisa cuando Ojo de Halcón los presentó.
Nutria atravesó la habitación hablando en voz baja a los perros que olfateaban con
desconfianza las faldas de Elizabeth, hasta que se tendieron en el suelo delante del
fuego, bostezando prolongada y ostentosamente.
Nutria tenía la mano helada, áspera y no demasiado limpia, pero Elizabeth se la
estrechó sin dudas ni temores e hizo un esfuerzo para no limpiársela con el pañuelo
cuando se soltaron. Nutria era fornido y tan alto como Nathaniel, porque había tenido
que levantar la mirada del mismo modo para observarlo. Tenía el pelo recogido en
una cola, sujeta con tela y rematada con una sola pluma. Elizabeth recordó vagamente
haber visto dibujos de jóvenes guerreros, pero Nutria no se parecía en nada a aquellas
representaciones, no tenía la cabeza afeitada ni total ni parcialmente, y no tenía ni
rastro de pintura en la cara. Tenía el mismo color bronceado de su hermana y su
madre, pero sus ojos oscuros parecían mucho más animados y menos cautelosos.
Hannah tiraba con impaciencia de Nutria, queriendo saber más detalles sobre la
caza.
—Ya que usted es la persona para la cual Nathaniel está construyendo la escuela
—dijo el joven a Elizabeth sin hacer caso de su sobrina que le tiraba de la oreja—, tal
vez le pueda enseñar a esta niña malcriada buenos modales.
Los adultos reían mientras Nutria y Hannah jugaban. Su exaltación era
contagiosa; Elizabeth comenzó a sentirse más tranquila. Entonces levantó la mirada y
vio que Nathaniel estaba en la puerta.
Él sonrió; ella hizo una inclinación de cabeza y las cosas tomaron un nuevo ritmo.
* * *
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Mientras él cortaba el pan, ella le miraba las manos, los dedos largos y los
antebrazos musculosos.
Luego Muchas Palomas se levantó de la mesa para volver a llenar una fuente.
Elizabeth levantó la mirada y vio que el puño de su blusa rozaba el hombro de
Nathaniel mientras ella ponía más alubias delante de él; Nathaniel le dijo algo en voz
baja y ella se rió. A Elizabeth, la cara de Muchas Palomas le resultaba familiar; si ella
misma se hubiera visto en un espejo y en la misma situación, habría sonreído y se
habría puesto colorada del mismo modo. Conmovida, bajó la mirada a su plato.
—Tengo los planos de la escuela —le dijo Nathaniel a Elizabeth tras un rato.
—Bien —respondió ella—. Estupendo.
—No hay prisa —dijo Ojo de Halcón—. Tenemos toda la tarde.
Elizabeth levantó la mirada sorprendida.
—Pero mi padre estará esperándome.
—No bajará la montaña bajo la tormenta —dijo Nathaniel—. Mañana la
llevaremos a casa.
El ulular del viento sonó más fuerte, como afirmando sus palabras.
—Parece estar contrariada —dijo Nutria—. ¿Le preocupa acaso su reputación?
Elizabeth se sentía algo maltrecha y agitada, y esto sirvió para sacarla de su
ensimismamiento.
—¿Por qué debería preocuparme mi reputación? No es como si…
Levantó la mirada, miró a Nathaniel y se quedó callada.
Atardecer no solía hablar, pero esta vez miró a su hijo con severidad.
—Maleducado —le dijo—. Está nerviosa porque el juez puede estar preocupado.
—Usted está segura con nosotros —dijo Nathaniel—. El juez lo sabe.
—¡Puede leernos algo! —gritó Hannah—. Como acostumbraba a hacer la abuela.
¿Querrá hacerlo?
—Me parece muy buena idea —dijo Ojo de Halcón, complacido.
Elizabeth miró alrededor de la mesa. Atardecer, Muchas Palomas y
Chingachgook tenían una expresión igualmente plácida. Elizabeth no estaba muy
segura de la forma en que debía interpretarla, aunque pensó que no era de
desaprobación.
Nutria se reía.
—Haremos que cante a cambio de la cena.
Elizabeth se atrevió a mirar a Nathaniel, que comenzaba a apilar los platos.
—Lo haré muy a gusto.
—Primero el pastel de manzana —dijo Atardecer—. Y luego hay que colgar al
animal. Hasta entonces no llegará el momento de divertirse.
Mientras lo decía dirigió a Elizabeth una extraña sonrisa.
Cuando ya no pudo más, Elizabeth levantó la cabeza y se encontró con la mirada
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tranquila de Nathaniel que se posaba en ella. Se sintió aliviada al no ver compasión
en sus ojos, y sí en cambio cierta comprensión y una actitud amistosa que la estimuló.
Fuera cual fuese la relación de Nathaniel con Muchas Palomas quedaba un lugar para
ella, pensó. Si pudiera dejar de soñar con besos que jamás llegarían…
—Miraremos los planos después del pastel de manzana —dijo Nathaniel.
Con una inclinación de cabeza, Elizabeth se encargó de quitar la mesa.
—«Reconfortadme con manzanas» —murmuró lentamente para sí.
—Usted tiene la costumbre de citar la Biblia —le hizo notar secamente Nathaniel,
y Elizabeth dio un salto que hizo que el plato de madera que tenía en la mano cayera
al suelo.
No se había dado cuenta de que estaba tan cerca. El corazón le latía con fuerza,
tanto que al principio creyó que le había entendido mal. Enseguida se dio cuenta de
que no.
Inclinándose para recoger el plato, con el pelo cayéndole hacia delante como si
fuera a barrer el suelo, Nathaniel terminó de pronunciar, con voz dulce, el verso que
ella había iniciado: «Porque me muero de amor».
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Capítulo 9
Nathaniel se encargó de que Nutria se fuera con los mayores al granero para
despellejar y limpiar el animal y esconderlo en el interior de un árbol, donde estaría a
salvo de los carroñeros. Envió a Hannah a la cocina con Atardecer y Muchas Palomas
para que lavaran los platos. Cuando finalmente pudieron disponer de la habitación
grande, despejó la mesa y desplegó un gran rollo de papel, usando guijarros para
mantener fijas las esquinas.
Elizabeth se quedó a un lado con los dedos en los pliegues de la blusa y la cabeza
inclinada, observándolo. Él le llevaba ventaja; sabía qué cambios se estaban
produciendo en su cara, reconocía la tensión de sus hombros. Cuando le señaló el
banco, ella obedeció como si estuviera en presencia de un perro dispuesto a morderla.
Pero los planos la intrigaban. Una vez que se puso a contemplarlos; su rostro
perdió algo de la horrible inquietud que había sentido cuando él le había hablado en
voz baja a Muchas Palomas. No tenía por qué estar celosa de la hermana de su
esposa, pero él no se lo había dicho directamente. Nathaniel trataba de darle celos y
eso le daba alguna esperanza.
Comenzó a explicarle los dibujos con la esperanza de que se calmara un poco.
—Dos aulas —dijo—. Entre ellas un vestíbulo y un almacén para la ropa y esas
cosas.
—¿Dos aulas?
Nathaniel asintió.
—De vez en cuando habrá la cantidad de niños suficiente para llenarlas. Y cuando
no sea así, tendrá un espacio propio fuera de la casa de su padre.
—¿Y la calefacción? —dijo tocando los planos.
—Una chimenea doble en la pared central que dará a los dos lados. La leña no va
a escasear, puede hacer que los alumnos la corten y la almacenen. —Elizabeth
frunció la nariz—. ¿Cuál es el problema?
—En Inglaterra el humo de la madera no es habitual, pero aquí no es posible
librarse de él.
—¿Le disgusta?
Ella negó con la cabeza.
—No, creo que es mucho mejor que el carbón.
—Es decir, que no es no más ni menos que otra de las cosas a la que tiene que
acostumbrarse.
Elizabeth tenía un modo particular de levantar una ceja cuando algo la sorprendía.
—Sí.
Charlaron largo rato acerca de la escuela; ella formuló preguntas sobre cuestiones
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prácticas: perchas para los abrigos, lavabos, repisas para los libros, pupitres, pizarras.
Le habló de las escuelas que había visitado en Inglaterra, de lo que le había parecido
bien y de lo que le había parecido mal. De lo importante que era el aire fresco y la
luz, y de cuántas ventanas consideraba que tendría que hacer. Nathaniel notaba que su
voz se volvía más confiada, a veces la alentaba y la mayor parte de las veces se
contentaba con oírla hablar.
—De modo que usted no piensa volver a Inglaterra, al menos por ahora —dijo
Nathaniel echándose hacia atrás.
Elizabeth inclinó la cabeza en la dirección a los planos, la lámpara brillaba con
luz más blanca sobre la parte de su cabeza.
—Bueno, no —dijo—. De ningún modo.
Tenía las manos delgadas y muy blancas y las uñas ovaladas de color rosa pálido.
Dejó reposar las manos sobre la mesa. Nathaniel tuvo que reprimir el impulso de
tocar el lugar en que las pulsaciones de la vena que iba hacia la muñeca eran más
visibles.
—Entonces, dígame qué significa eso de que su padre no tiene liquidez.
Elizabeth levantó la mirada con sorpresa.
—Creía que estaba claro. Ha hecho demasiadas inversiones y está pensando en
hipotecar la tierra. Si yo me casara con Richard y le cediera la dote que me
corresponde en tierras, él pagaría sus deudas y nunca les vendería Lobo Escondido.
—No —dijo Nathaniel pensetivo—. Richard tiene un desmedido interés por
poseer tierras. ¿Y qué pasa con su hermano?
Ella esbozó una sonrisa triste.
—Julián es parte de la causa por la que mi padre se ha quedado sin liquidez. Tuvo
que pagar sus deudas de juego. Se gastó todo lo que había heredado de nuestra madre,
una cantidad que no era insignificante, luego comenzó a firmar pagarés y pronto se
arruinó completamente. Pero con suerte, aquí no tendrá muchas posibilidades de
seguir por el mal camino. Claro que este lugar no es precisamente un paraíso para él
—dijo Elizabeth con expresión de duda y continuó cambiando de tema—. Es una
casa muy confortable pero pequeña, no es suficiente para tantos…
Se detuvo.
—Usted nunca ha visto las casas que los indios llaman casas largas —replicó él
—. Familias enteras viviendo juntas, un par de generaciones con todos los pequeños.
Los hode’noshaunee no piensan así, los iroqueses, como les llaman los franceses —
añadió cuando vio que ponía los ojos en blanco—. También los conocen como las
Seis Naciones.
—Pero usted no creció en una casa larga —señaló Elizabeth.
—No, yo crecí justamente en este lugar. Mi padre construyó esta cabaña cuando
se casó con mi madre. Pero he vivido algún tiempo en una casa larga. Tiene razón,
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parece como si ahora fuera más pequeña. —Elizabeth pasaba el dedo por el dibujo de
la escuela y rehusaba mirarlo directamente—. El verano próximo, si las cosas van
según lo previsto, construiremos otra cabaña. Muchas Palomas tiene montones de
planes para la casa nueva. —Nathaniel hizo una pausa—. Sin embargo, será su
marido el que la construya. Se casará en primavera.
Elizabeth no preguntaría ni haría comentarios, él se dio cuenta enseguida.
Nathaniel comenzó a lamentar haberla azuzado.
—¿Ah? —Elizabeth parpadeó con lentitud—. ¡Qué suerte! ¿En primavera?
—O tal vez en el verano —confirmó sonriendo.
—¿Y cuándo cree usted que estará lista la escuela?
—Bueno, espero que la nieve comience a ceder pronto, de otro modo tardará más
tiempo del que calculo. Pero podría apostar a que será en abril. Usted está ansiosa por
comenzar, ya lo sé. Lo que sucede es que aquí hay nieve y además hay necesidad de
cazar.
—Ah, sí —dijo mirando las pieles que había en las paredes.
Él se preguntaba cuánta verdad sería capaz de soportar.
—Nosotros solíamos estar bien aprovisionados en otoño, incluso para cuatro
veces más de los que somos. Pero las cosas han cambiado. —Elizabeth dejó correr las
manos por los planos de la escuela. Él pudo ver que ella sentía una intensa curiosidad
por saber, pero también que tenía un dominio de sí misma que no era corriente—. El
pasado mes de noviembre, mientras estábamos en el pueblo, alguien entró aquí.
Encerraron a los perros en el ahumadero, se llevaron toda la carne que había, seca y
ahumada, y las pocas pieles que había en aquel momento, que no eran muchas puesto
que es durante el otoño cuando cazamos y almacenamos para el invierno, que lo
dedicamos a ocuparnos de las pieles. Creo que tuvimos suerte de que no se llevaran el
grano ni las alubias, ya que de haber ocurrido así nos habría resultado mucho más
difícil afrontar la situación.
—¿Y quién hizo semejante cosa? —dijo sorprendida.
Nathaniel negó con la cabeza.
—Tengo mis sospechas, pero no hay forma de encontrar pruebas. De cualquier
modo, lo más importante es el motivo por el que lo hicieron. —Ella apartó la mano
de la mesa y entrelazó los dedos con tal fuerza que parecía que quisiera huir de
aquellas revelaciones—. Hay leyes que prohíben cazar fuera de temporada.
Elizabeth enderezó la espalda.
—Si no pueden cazar… —hizo una pausa— y se han quedado sin provisiones.
—No se puede hacer otra cosa más que marcharse.
—¿Por qué las pieles? —Pero levantó una mano, no necesitaba la respuesta—.
Para que no puedan comprar lo que necesitan. Alguien está tratando de obligarles a
marcharse. —Él asintió con la cabeza, atento a las nuevas emociones que se
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manifestaban en su rostro, que se llenaba de rabia según iba comprendiendo lo
ocurrido—. Por eso quieren comprar la montaña. ¿Podrán cazar si es suya?
—No fuera de temporada, al menos no legalmente. Pero podemos impedir la
entrada a otros y tal vez arreglarnos para sobrevivir.
De repente ella se levantó, tenía los labios apretados.
—¿Mi padre?
—No —dijo Nathaniel—. Estoy seguro de eso.
Elizabeth comenzó a pasearse de un lado a otro, su falda se agitaba y las botas
hacían ruido. Nathaniel pudo imaginar la pregunta que vendría entonces, pero esperó
a que ella la formulara.
—Richard Todd no cree que tengan suficiente dinero para comprar la montaña. —
Se puso los puños en la frente—. ¿Fue él?
Nathaniel inclinó la cabeza asintiendo.
—Tal vez.
—Pero usted me dijo que Richard es justo con la gente.
Él se levantó y fue a que sentarse con ella junto al fuego.
—Yo le dije que él es justo con los suyos.
—Pero usted es blanco.
—Tal vez para usted. —Elizabeth levantó la mirada hacia él, tenia la cara rígida
de preocupación por la culpa que sentía—. Usted no es responsable de los actos de
los hombres que conoce —dijo para aliviarla.
—Pero ¿qué puedo hacer yo para ayudar? —Unos destellos oscuros se destacaban
en sus ojos grises; tenía las cejas arqueadas como las alas. Su olor era dulce como el
de las hojas secas en verano. Por encima de la tela ligera que envolvía el cuello, se
veía una piel muy blanca, se notaba un latido en lo hondo de su cuello. Él sabía que
tanta proximidad la inquietaba, pero no quería dar un solo paso—. Tengo un poco de
dinero. ¿Hay algo más que pueda hacer para ayudarles?
«Dame tu boca», quiso decir Nathaniel. Tal vez ella vio la respuesta en aquel
rostro, porque cuando aspiró, su pecho emitió un ruido que parecía al mismo tiempo
de sorpresa y temor, como un ciervo rodeado de antorchas en la oscuridad. Los ojos
de él brillaban con furia.
—Es un asunto peligroso —dijo Nathaniel.
No sabía con exactitud a qué asunto se refería.
—Ya es demasiado tarde para eso —dijo ella con una calma que logró
sorprenderlo. Ya estoy en esto.
—Ya lo está —murmuró Nathaniel.
No era la primera visión que tenía del corazón de hierro que había en ella, pero
fue la más nítida. Por su propia cuenta, un dedo de Nathaniel se levantó para tocarle
la mejilla. En realidad quería que fuese hacia él por su propia voluntad, libremente,
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pero era muy difícil estar tan cerca y no tocarla.
Atónita, Elizabeth abrió la boca para hablar, pero luego la cerró.
Hannah entró de repente en la habitación y se separaron, cada uno a un lado de la
chimenea, como si hubieran estado haciendo lo que en realidad sólo habían pensado
hacer. Nathaniel se volvió para coger a su hija, que se había lanzado a sus brazos y
comenzaba a subirse por ellos, agarrándose a su pelo hasta que gritó entre risas y
consiguió apartarla.
—El trabajo ha terminado —declaró la niña—. El pobre bicho está colgado y yo
quiero sentarme ahora junto a Elizabeth antes de que llegue Nutria y se quede con el
mejor sitio.
* * *
No había nada más que hacer, de modo que Elizabeth permitió a Hannah apilar
los libros en su regazo y se sentó junto a la chimenea, donde Ojo de Halcón había
puesto un tronco de pino sobre una piedra. La luz era clara y suficiente para leer.
—Éste es mi preferido —dijo—. Y al abuelo le gusta éste y a papá…
—Ya es suficiente —dijo Atardecer exasperada.
Tenía las manos llenas de retales, pero hizo una pausa para dirigir a Hannah una
mirada significativa. La niña suspiró y se sentó a los pies de su abuela, aceptando la
costura que le ponían en las manos.
Todos tenían trabajo que hacer: Muchas Palomas estaba cortando piel para hacer
un mocasín, Ojo de Halcón recogía las trampas, Nutria se dedicó a fabricar balas.
Nathaniel se sentó en un banco frente a Elizabeth y comenzó a trenzar trozos de piel.
Sólo Chingachgook disfrutaba de un ocio que le permitía al mismo tiempo observar y
escuchar a Elizabeth con una mirada en la que no había ni sombra de recelo o de
crítica, aunque Elizabeth no se preocupó mucho por eso.
—Comienza con algo de «Pobre Richard» —sugirió el abuelo.
Elizabeth abrió el libro y comenzó a leer:
Chingachgook murmuraba divertido cada vez que oía las sentencias del pobre
Richard. Cuando Elizabeth se detuvo para pasar la página, levantó la mirada y vio en
el rostro de Atardecer incredulidad y rencor.
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—Un hombre que habla tanto como ese Pobre Richard tiene poco tiempo para
ocupar sus manos en trabajo —dijo, ante lo cual Chingachgook se limitó a sonreír,
pero tanto Nutria como Nathaniel rieron a carcajadas.
Hannah se deslizaba lentamente por el suelo mientras Elizabeth leía, sin levantar
los ojos de la costura. De vez en cuando se las arreglaba para acercarse más y llegar
hasta las rodillas de Elizabeth. Conmovida por la señal de afecto de la niña, Elizabeth
se sintió tentada de estirar la mano y acariciarle el pelo, pero pensó que Muchas
Palomas la estaría observando y se abstuvo.
Después de un rato Elizabeth dejó el Almanaque y cogió Los viajes de Gulliver,
un libro mucho más familiar para ella. Empezó el relato y leyó una buena parte; lo
único que se oía además de su voz era el ruido del fuego de la chimenea y el viento
capturando una y otra vez en ella. Cuando consideraba oportuno mirar a la audiencia,
se encontraba observada por uno u otro, la mayor parte de la veces por Muchas
Palomas, que parecía estar mucho más atenta y concentrada en la propia Elizabeth
que en la historia. Pero todavía más a menudo la miraba Nathaniel, de forma directa
pero discreta. Dos veces Elizabeth se puso colorada y perdió el hilo de la historia,
hasta que tomó la decisión de no apartar los ojos de la página.
En un punto, Atardecer se levantó para poner más madera en el fuego. Elizabeth
vio entonces la oportunidad de coger el último volumen.
—Ah —dijo para que la audiencia levantara la mirada—. Leeré lo mejor posible,
pero me temo que me faltará pronunciación escocesa.
Y abrió el libro de Burns:
—Un hombre al que mi Cora admiraba —dijo Ojo Halcón con una semisonrisa,
al mismo tiempo que observaba solemnemente a Elizabeth.
Ella consideraba lo raro de la situación: él la veía como una excepción de aquella
«raza idiota» que su esposa tanto despreciaba, o él no veía una ofensa en eso.
Elizabeth pensaba que la estaba poniendo a prueba, por lo tanto sólo levantó una ceja
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como respuesta.
Entonces se dio cuenta de que Muchas Palomas estaba mirando el libro que tenía
en las manos y pensó asustada que habían concedido el lugar de Muchas Palomas y
que le habían asignado una tarea muy apreciada por la otra. Elizabeth hojeaba el
delgado volumen mientras analizaba aquella situación y se preguntaba como podría
salir del paso sin ofender a nadie más.
—Éste parece un poema muy bonito —dijo por fin—. Pero me temo que el
dialecto me supera. ¿Lo conoces? —preguntó mientras alcanzaba el libro a Muchas
Palomas.
Ésta lo aceptó al mismo tiempo que lanzaba una mirada a su madre. Se aclaró la
garganta y comenzó, pero no a leer, sino a cantar con voz tierna:
Muchas Palomas pasaba las páginas con aire familiar. Hizo una pausa y comenzó
a cantar con dulzura «Los encantos de Peggy» y entonces en rápida sucesión, una
serie de canciones, cada cual con mayor energía que la anterior. Finalmente,
sonriendo a su madre, comenzó una tonada que hizo reír a Hannah. Ésta dio un salto
y se reunió con Muchas Palomas, bailando mientras cantaba:
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Ya soy vieja para casarme.
Ya soy vieja. Sería un gran pecado
librarme ahora de mi mamá.
Elizabeth hizo un gran esfuerzo para no sentirse turbada, o por lo menos para
mostrar que no hacía aquel esfuerzo, pero Atardecer abandonó la costura para elogiar
a las muchachas y Chingachgook pronunció palabras de aliento. Nathaniel levantó a
su hija por encima de su cabeza como si no pesara nada y la hizo dar la vuelta en el
aire mientras ella se contorsionaba de risa.
—Debo decir que no imaginaba que hablaran un escocés tan fluido —dijo
Elizabeth a Muchas Palomas—. Es muy divertido lo que hacen.
Ojo de Halcón había estado observando en silencio, pero cuando habló se notó
cierta aspereza en su voz.
—Cora nunca dejaba que las niñas se fueran a dormir sin antes arrullarlas con
canciones escocesas —dijo—. Transmiten bondad.
Nutria habló sentado ante la mesa donde había estado vertiendo plomo en moldes
de balas.
—Muchas Palomas es buena —dijo—. Pero debería haber oído a Canta los
Libros. Hubiera pensado que acababa de bajar de un barco proveniente de Aberdeen.
—¿Canta los Libros? ¿Qué es eso? —preguntó Elizabeth casi riendo.
—Sarah —dijo Nathaniel—. Sarah era mi esposa.
Dejó a Hannah en el suelo, se inclinó hasta ella y le dijo algo al oído. Con unas
pocas palabras y una reverencia dirigida a Elizabeth, la niña se perdió entre las
sombras.
* * *
Más tarde, aquel mismo día, Elizabeth subió por una escalera vertical hasta el
lugar donde dormían las mujeres. Muchas Palomas y Atardecer fueron tras ella y con
* * *
Ojo de Halcón sugirió que debían salir después del desayuno. Temía que hubiera
otra tormenta ese mismo día y quería ir al pueblo y volver antes de que eso ocurriera.
—Seguramente Elizabeth no tiene la menor idea de qué zapatos son los
adecuados para la nieve —dijo Nutria—. Necesitará una lección.
Nathaniel había salido antes de la salida del sol y todavía no había vuelto. Nutria
llevó a Elizabeth fuera para darle instrucciones. Hannah fue con ellos, parloteando
para ayudar y dar ánimos. Elizabeth estaba ansiosa por saber qué era lo que esperaban
de ella, pero sabía que no tenía elección, de modo que permaneció expuesta al aire de
la mañana, temblando un poco, pero con firme determinación.
Los primeros rayos de sol que cayeron sobre la nieve fresca produjeron multitud
de reflejos que hicieron que los ojos le comenzaran a llorar. Elizabeth parpadeaba,
abría y cerraba los ojos y se limpiaba las lágrimas de las mejillas. Finalmente pudo
mirar a su alrededor y se quedó paralizada.
—La cueva de las maravillas —dijo para sí misma, pero Hannah le cogió el brazo
y se adelantó.
—¿Qué?
Elizabeth bajó la cabeza para verla.
—Es una historia de Las mil y una noches —dijo—. La cueva de las maravillas
* * *
Tuvo que usar toda su energía y capacidad de concentración, pero Elizabeth logró
prestar atención a las raquetas y moverse sobre la superficie resbaladiza; no pensaría
en lo que acababa de ocurrir. No quería. Esperaba que Ojo de Halcón estuviera listo
para partir, porque no sabía cuánto tiempo podría permanecer sin pensar en aquello
en lo que quería y necesitaba pensar.
Nutria se había ido al bosque. Elizabeth se quitó las raquetas y luego se quedó un
momento tratando de organizar sus pensamientos. Finalmente, preocupada por la
posible vuelta de Nathaniel, se fue a la cabaña.
El salón estaba vacío. Elizabeth lo atravesó y encontró a Atardecer limpiando el
pellejo de un animal extendido sobre un bastidor. Muchas Palomas estaba a un lado
con un recipiente en la mano, mezclando su contenido con una espátula. Los olores
eran muy fuertes y Elizabeth se apartó un poco.
Muchas Palomas se dio cuenta del movimiento y levantó la cabeza.
—Pensé que… si Ojo de Halcón estuviera preparado… —dijo Elizabeth. Las
mujeres no contestaron enseguida; se dio cuenta de que reparaban en el color de su
cara y en el hecho de que su respiración todavía no era del todo regular—. ¿Qué es
eso? —preguntó inclinándose para mirar el recipiente de Muchas Palomas.
—El cerebro —dijo ésta—. Todos los animales tienen suficiente cerebro para
curarse.
—Ah, bueno. ¿No sabes dónde está Ojo de Halcón? ¿Estará listo para partir?
—Ojo de Halcón salió para ver las trampas —dijo Atardecer—. Nathaniel te
llevará al pueblo.
—Ah. —La sonrisa de Elizabeth tembló en su cara—. Muy bien, gracias por su
amable hospitalidad. Y por la comida. Espero verlas de nuevo… —Estuvo a punto de
invitarlas a que la visitaran en su casa, pero se dio cuenta a tiempo de lo extraño que
les resultaría aquello y lo dejó pasar—. Adiós —dijo finalmente y dio media vuelta
* * *
El camino que atravesaba los bosques era apto sólo para ir en fila india y con
raquetas, cosa que Elizabeth agradecía. Yendo Nathaniel delante, podía observarlo
tanto como quisiera sin que él la mirara y sin tener que hablar.
Avanzaba con paso seguro, con una gracia que hacía que la marcha de Elizabeth
pareciera desgarbada. La larga línea de su espalda era tan recta que el rifle que
colgaba apenas se balanceaba, aunque en los arbustos del bosque Elizabeth pudo
percibir, por encima del jadeo de su propia respiración, el suave ruido del arma
raspando su capa de ante. Nathaniel no se había recogido el pelo y éste ondeaba a su
alrededor.
Las ramas estaban inclinadas bajo el peso de la nieve y formaban una especie de
techo por encima del angosto sendero, como si fueran los brazos blancos de
muchachas jóvenes que se cruzaban sin cesar. Elizabeth empezó a caminar más
lentamente, permitiendo que Nathaniel le sacara ventaja a través del túnel de nieve
brillante. Hasta que se detuvo en una cuesta del sendero en la que había menos
árboles y esperó a que ella llegara.
Elizabeth se dirigía hacia Nathaniel y sentía su mirada, la fuerza de su atención
era como un magnetismo que ella no podía resistir. Se reunió con él en la pequeña
elevación y vio el valle y el pueblo que se extendían a sus pies. Visto desde aquel
lugar, el lago de la Media Luna era como un recipiente irregular de color azul, y el
mundo que lo circundaba mostraba todos los matices del blanco. Ante ellos aparecía
un claro alargado enmarcado por el bosque.
—Ah —dijo ella—. Qué bonito. No se puede disfrutar de una vista así desde
abajo, ¿verdad? ¿Cómo lo llaman?
—La gente del pueblo lo llama campo de fresas. Cuando llega la temporada se
* * *
* * *
* * *
* * *
Cuando Muchas Palomas aceptó el asiento que le ofrecieron y también una ración
de comida, siguió un repentino e incómodo silencio. Tranquilo como no solía estarlo,
Julián dejó que Katherine y Elizabeth se encargaran de proseguir la conversación sin
su ayuda. Muchas Palomas parecía estar contenta sólo con permanecer allí sentada
escuchando, aunque su atención se desviaba continuamente hacia la estantería de los
libros.
Más nerviosa y agitada de lo habitual, Katherine continuaba mirando a Julián para
que confirmara sus frases o contestara las preguntas, pero Julián estaba distraído.
Mantenía los ojos fijos en un pedazo de pan casero que deshacía poco a poco, grano a
grano. Katherine se vio forzada a llevar la conversación sola y dirigía sus
comentarios a Elizabeth, pero luego pareció que lo pensaba mejor y también se volvía
hacia Muchas Palomas.
—Julián y yo estábamos hablando con Elizabeth de hacer un viaje a Johnstown.
Esperábamos que ella pudiera disponer de algunos días. Pero piensa que su escuela
saldría perjudicada si inicia las clases un poco más tarde de lo previsto.
—Mi familia viajará a Sacandaga —dijo Muchas Palomas haciendo que tanto
Julián como Elizabeth levantaran la mirada a un tiempo—. Mañana.
—¿Viajarán? —preguntó Katherine—. ¿Todos?
—Le prometí llevarla a ver los cimientos de su escuela —dijo Nathaniel, mientras
saludaba con la mano.
—Hola —dijo Elizabeth con voz grave.
Estaba decidida a no dejar que una sonrisa tonta echara a perder el aire amistoso,
pero distante, que tanto se esforzaba en mantener. Tenía el pulso agitado y tuvo que
reprimir el impulso de sacar el pañuelo para secarse la frente.
Nathaniel señaló con una inclinación de cabeza al hombre que lo acompañaba
pero sin apartar los ojos de Elizabeth.
—Éste es Huye de los Osos.
—Muchas Palomas —dijo Elizabeth mientras Huye de los Osos extendía la mano
para saludar—. ¿Éste es el tío que mencionaste?
—Me llaman tío porque vengo a buscarlos para la Ceremonia del Invierno. La
semana que viene volveré a ser simplemente Huye de los Osos.
Tenía una sonrisa amistosa, pero Elizabeth se dio cuenta de que no era por ella,
sino por Muchas Palomas, que de pronto se había quedado callada. Era difícil de
determinar, pero Elizabeth pensó que tal vez tuviera unos treinta años. Tenía la misma
cara angulosa de Nutria, la misma piel oscura y brillante, aunque en ella había señales
de lucha y también una línea de tatuajes que partían del puente de la nariz. Tenía
pendientes de plata colgando de ambas orejas y plumas trenzadas en el pelo. Debajo
de su ropa de piel de ciervo y pieles se notaba que era fornido. Llevaba encima todo
un arsenal de armas: un rifle largo, un cuchillo y algo que se parecía a una maza de
guerra. A pesar de sus modales resueltos y de su sonrisa, el hombre parecía no temer
a nada en el mundo. Elizabeth se preguntaba si llegaría a saber el porqué del nombre
que llevaba.
—Tío es el que siempre viene a llamar a los kahnyen’kehaka para la Ceremonia
del Invierno —explicó Nathaniel.
—Ya le he hablado de la Ceremonia del Invierno —dijo Muchas Palomas con
impaciencia—. ¿Vamos a ver la escuela o no?
—Tú no —dijo Nathaniel—. Atardecer te está esperando en casa, será mejor que
vuelvas enseguida. —Luego miró a Huye de los Osos y sonrió, la primera vez que
sonreía desde que había llegado—. Puedes enseñarle el camino —dijo añadiendo algo
en kahnyen’kehaka que hizo que Muchas Palomas le diera un empujón mientras salía
de la cabaña.
* * *
* * *
* * *
Justo antes de que el bosque se abriera y dejara ver la granja de los Southern,
Nathaniel le cogió la mano a Elizabeth para detenerla.
—¿Puedes seguir sola el resto del camino? —le preguntó—. No quiero que me
vean así.
Sin ninguna advertencia previa, el recuerdo de todo lo que le molestaba allá en
Inglaterra cayó sobre Elizabeth. No se le había ocurrido que algún día echaría de
menos todas las frases protectoras de su tía, que no la dejaba ir hasta el pueblo,
situado sólo a tres kilómetros, si el tiempo estaba húmedo. No quería que Nathaniel la
dejara sola.
—Estaré bien —le dijo, pero la voz le temblaba. Nathaniel miró alrededor y le
tocó la cara.
—Eres una mujer valiente. Le habrías gustado a mi madre, inglesa o no.
—Yo soy un engaño —dijo Elizabeth tratando de esbozar una sonrisa—.
¿Todavía no te has dado cuenta?
—Ah, yo me doy cuenta de más de lo que piensas. Te vi corriendo para alcanzar
al que me disparó, eso es lo que vi. —Pero Nathaniel le quitó la mano de la cara—.
¿Te dijo Muchas Palomas que iré con las mujeres de la familia a los ritos de invierno?
—Me dijo que estarían fuera una semana.
—¿Crees que podrás echarme un poco de menos?
Elizabeth parpadeó. Él se había transformado una vez más, en aquel momento
toda huella de furia y recelo se había borrado. Era un talento sorprendente el que
poseía; Elizabeth se preguntaba si podría aprender a hacer lo mismo.
—No te veo tan a menudo —dijo tratando de usar el mismo tono que él.
Elizabeth se mordió el labio, consciente de que resultaba demasiado familiar y de
las posibles consecuencias.
Nathaniel volvió a mirar alrededor y se puso el rifle en la espalda.
—Entonces, ¿me echarás un poco de menos?
—No —dijo Elizabeth—. No te echaré de menos porque no estaré aquí. Julián
quiere que vaya con él unos días a Johnstown.
Mathers de Canajoharie.
Entonces la señora Bennet llamó a Elizabeth y ésta dejó el periódico sobre la silla
a disgusto. Pero mientras se volvía para irse, una palabra le llamó la atención y volvió
a coger el diario.
Se busca. Se solicita cualquier información acerca del paradero del indio sachem
Chingachgook, conocido también como la Gran Serpiente y como el Indio Juan.
Debe pagar una deuda.
Jack Lingo.
Dejar mensaje en la tienda Stumptown.
Elizabeth volvió a leer este anuncio una y otra vez hasta que Katherine llamó a la
puerta con impaciencia.
—Ahora voy —dijo Elizabeth, y con manos frías escondió el periódico entre sus
cosas.
* * *
Para sorpresa de Elizabeth, Julián estaba esperando con las señoras al pie de la
escalera. Le hizo una reverencia de lo más formal y luego sonrió.
—Buenos días, hermana —gritó—. Veo que vamos a ir de compras. Podría seguir
tu excelente consejo y mandarme hacer un abrigo nuevo.
Katherine estaba tan complacida de tener a Julián consigo que apenas esperó a
que Elizabeth contestara a su hermano antes de abrumarlo con fragmentos de por lo
menos tres preguntas y respuestas mezcladas. Una vez más Elizabeth pudo
comprobar que la simplicidad de Katherine tenía sus ventajas, le daba tiempo para
pensar en las situaciones complicadas, y al menos por esa razón le estaba agradecida.
El entusiasmo de Elizabeth por recorrer la ciudad era aún menor de lo que había
sido al comienzo: no le importaba el paseo y se las arregló para entablar una
conversación amable con la señora Bennett mientras avanzaban, pensando la mayor
parte del tiempo en su hermano y tratando de no pensar en Nathaniel. No tenía ni idea
de qué podía hacer para ir hasta Barktown para buscarlo en las festividades de
invierno. Elizabeth se sentía un poco contrariada y se consolaba pensando que sólo
Sólo cuando habían terminado de ver todo lo que había en los tres
establecimientos tuvo Elizabeth la oportunidad de escabullirse y dirigirse hasta el
despacho del señor Bennett. Julián y Katherine estaban disfrutando mucho y era
mejor dejarlos bajo la animada supervisión de la señora Bennett; apenas parecieron
darse cuenta de que ella se iba. Después de prometer que estaría en casa a la hora de
la cena pudo irse. Así, con gran alivio, Elizabeth salió a la calle.
Johnstown era una ciudad grande para la región y con muchos comercios, y
Elizabeth consideró la posibilidad de perderse por el camino. Era la primera vez que
andaba sola desde que había dejado Paradise y sintió mucho placer. Como habían
pasado muy poco tiempo en los pueblos por los que pasaron entre Paradise y Nueva
York, Elizabeth se interesaba por todo lo que veía a su paso, de las herrerías y
almacenes a las casas de los principales ciudadanos del lugar.
El despacho del señor Bennett estaba en una calle situada en el área comercial
más importante. Elizabeth se detuvo repasando su recorrido cuando se abrió la puerta
de un estanco y salió Galileo con los brazos llenos de paquetes.
—¡Señorita Elizabeth! —saludó con una reverencia solemne y luego comenzó a
reír.
—¿Dónde te habías metido? No te he visto desde que llegamos.
—Tenía encargos del juez —explicó Galileo señalando los paquetes como prueba
—. Al juez no le interesa la ciudad, ya sabe.
—Algo que tengo en común con mi padre —dijo Elizabeth secamente.
Galileo observó a Elizabeth con un ojo cerrado y un rápido arqueo de cejas que
casi se unían por encima del filo de su nariz.
—¿Ya está lista para volver a casa? —preguntó—. Puedo tener los caballos
preparados mañana temprano, basta con que me lo ordene.
—Eso estaría muy bien —dijo Elizabeth con una sonrisa—. Pero déjame
consultar con la señorita Whiterspoon y con mi hermano.
—¡Uh! —Una mueca de contrariedad invadió el rostro de Galileo y se desvaneció
tan rápidamente como había aparecido—. No creo que el señor Julián quiera irse
todavía.
Elizabeth miró a Galileo preguntándose cuánta información estaría dispuesto a
darle acerca de las andanzas de Julián en los alrededores y de sus actividades de los
dos últimos días. Pero se hacía tarde y miraba preocupada el despacho del señor
Bennett.
—Yo también tengo un encargo —dijo—. Pero me gustaría hablar luego contigo
acerca de… del viaje a casa, más tarde.
Se alejó de Galileo, ya había andado unos pasos cuando vio que en la acera de
* * *
* * *
Le sirvieron una última cena que consistió en sopa y carne fría, la cual le sentó
muy bien; Elizabeth en realidad tenía un libro nuevo, de hecho tenía dos, y muchas
cosas en que pensar, pero estaba terminando su comida cuando la sirvienta le anunció
una visita.
—¿No le dijo que los señores Bennett han salido?
—Sí, señorita, pero el caballero preguntó por usted.
—Ya veo.
Elizabeth se pasó la mano por el pelo, comenzó a levantarse, pero enseguida
volvió a sentarse bruscamente afrontando un repentino y muy explicable acceso de
nerviosismo. ¿Quién podría ser aparte de Nathaniel? La sirvienta la observaba con
detenimiento.
—¿Le digo que se vaya, señorita?
—Ah, bueno. No, creo que hablaré un momento con él.
—Ni siquiera sabe quién es, señorita —señaló la sirvienta.
Espantada, Elizabeth alzó la mirada.
—¿Le dijo el nombre?
—Siempre preguntamos el nombre. —Hizo una pausa mientras trataba de
esconder su desagrado—. Puede que esto no sea Inglaterra, pero sabemos atender la
puerta.
—Por supuesto que sí —murmuró Elizabeth, deseando con todas sus fuerzas
evitar una discusión con aquella sirvienta susceptible.
—Ya que usted no me lo pregunta, señorita, se lo diré yo. Es el doctor Richard
Todd el que ha venido a verla.
* * *
El recibidor estaba bien arreglado con los candelabros sobre la mesa, y mientras
se paseaba, Richard producía largas sombras en la habitación.
—Tengo negocios que atender en la ciudad —le dijo al saludarla Y pensé que
podía presentar mis respetos a los Bennett.
Caminaba por la hermosa alfombra turca de la señora Bennett, con las manos
cruzadas en la espalda y la cabeza inclinada como si su vida dependiera de cada
dibujo de la alfombra que pisaba.
—Estoy segura de que lamentarán no haberlo visto —dijo Elizabeth.
—Hum. —Richard se detuvo repentinamente ante la chimenea y se volvió para
mirar a la cara a Elizabeth—. En realidad he venido a verla a usted, ¿se da cuenta?
Como Elizabeth se negó a pedirle que aclarara sus palabras, él se sintió perplejo y
A pesar de estar rodeada por las nuevas adquisiciones y tener puesto un sombrero
nuevo, Katherine se acurrucó en un rincón del trineo, tan triste y abatida como había
estado en el viaje a Johnstown. Elizabeth, que la observaba, iba de la compasión a la
irritación. Que Katherine creyera que algo importante se estaba discutiendo entre
Richard Todd y Elizabeth era obvio, pero Elizabeth no quería discutir. «En qué líos
terribles nos metemos cuando cometemos la tontería de enamorarnos», pensó.
El cielo pasaba de trozos despejados y azulados u otros cubiertos de nubes, de
pronto llegaba la luz del sol o caían copos de nieve. Después de una hora los caballos
avanzaban con fuerza, como queriendo llegar a casa, con el olor de la nieve en sus
hocicos. Galileo les cantaba para que conservaran el ritmo. Su suave voz de tenor
atravesaba el aire. Era un escenario invernal extraño pero atractivo. El camino corría
a lo largo de una cresta alta, el hielo se percibía en las brumas invernales,
rompiéndose aquí y allá y dejando ver de vez en cuando un fresno torcido o un cedro
blanco, cornejos y alisos de los que colgaban candelillas rojas. Grupos de árboles de
hoja perenne mostraban su azul grisáceo en contraste con el fondo nevado. En los
lugares en que el agua se había congelado, había islotes de hielo que se movían.
Elizabeth habría querido que alguien le dijera cómo se llamaban todas las cosas que
veía, cómo se llamaban las plantas, si las frutas que los pájaros comían también
servían para la gente, cuál era el nombre del extraño animal que vio medio escondido
entre los árboles. Con sólo mirar a Katherine se dio cuenta de que a ella no le habría
interesado en absoluto hablar de aquello. Toda la atención de Kitty estaba puesta en
Richard y Julián que marchaban juntos a caballo.
—Kitty —dijo Elizabeth, y en respuesta recibió una mirada torva—. Por favor,
dime por qué estás tan enfadada conmigo.
La mujer más joven no apartó la mirada de los hombres.
—Pero si no estoy enfadada contigo —contestó con tono casual.
Irritada, Elizabeth iba a decir a Katherine que veía sus celos, pero recordó cuánto
la había afectado la escena en el recibidor de la señora Bennett. «Será mejor que la
trate de forma sincera —pensó—, para no hacerle más daño».
—Kitty —comenzó de nuevo—, Richard me pidió matrimonio ayer por la noche.
—Un temblor recorrió la cara de la otra muchacha, seguido de un súbito
enrojecimiento, pero no dijo nada—. No lo acepté —concluyó Elizabeth.
Aunque estaba muy enfadada con ella, Elizabeth sintió la necesidad de darle
algún consuelo. Sabía que no duraría mucho si sus planes seguían su curso, pero por
el momento quería ayudar, si podía.
—¿Ah? —Katherine se examinaba los guantes—. Pero estoy segura de que lo
* * *
—Creo que podemos descansar una hora y llegar a casa antes de que anochezca
—decía Julián…
Richard miró el cielo y luego al trineo y volvió a acomodarse en su silla de
montar.
—La temperatura está bajando —señaló.
Elizabeth se ponía de puntillas una y otra vez y se esforzaba por ver mejor por
encima de las cabezas de la gente reunida en el campo de juego. Lacrosse, así había
dicho Julián que se llamaba el juego. Nunca había visto nada semejante.
Catorce hombres vestidos con taparrabos, descalzos, con el pelo adornado con
plumas y con los rostros pintados, iban de un lado a otro del campo helado con los
cuerpos sudorosos exhalando vapor. Corrían y chocaban, peleaban y volvían a correr,
los palos se movían a gran velocidad. Cada uno de ellos tenía toda su atención puesta
en la red que llevaba la pelota. Podría haber sido igual en el mes de julio, pensó
Elizabeth, teniendo en cuenta que no prestaban la menor atención al frío.
En todo el perímetro del campo de juego había indios reunidos en grupos, con las
cabezas moviéndose al compás mientras seguían el juego. No parecían disfrutar;
Elizabeth pensó que podría estar en juego un punto importante, por la intensidad y el
esfuerzo con que luchaban. Lo único que en realidad podía llamarse juego era el que
hacían los niños que corrían de un lado a otro imitando la lucha con pequeños
bastones, gritándose unos a otros, tratando de evitar que sus madres los alcanzaran.
También había hombres blancos, pero estaban apartados, conversando entre sí y
riendo. Parecían cazadores y leñadores, como los hombres de Paradise. Uno miraba
fijamente a Julián y Elizabeth lo advirtió con inquietud. Era un hombre gordo como
un barril, por la ropa parecía un mendigo. No la sorprendió que ya conocieran a su
hermano en el lugar, era obvio que había estado allí antes, que había pasado todo un
día. En qué líos se habría metido era algo que apenas podía imaginar.
—Mi padre no lo aprobaría —dijo Kitty por cuarta vez—, no debería estar aquí.
Julián la cogió por el codo y le dio la otra mano a Elizabeth.
—Yo hablaré con tu padre, Kitty —dijo haciendo que ambas avanzaran, y casi
incapaz de ocultar su excitación por el juego—. Por aquí, allí estaréis mejor situadas
para ver.
Elizabeth siguió a su hermano hasta un montículo, pero mantuvo los ojos fijos en
el juego. Estaban lo bastante cerca del campo para oler el sudor mientras los
jugadores pasaban. Algo sorprendida reconoció a Nutria, vio su palo cruzado ante él
y como corría rápidamente para alcanzar la meta. Las maderas chocaban entre sí, se
partían tratando de sacar la pelota de su red. Nutria golpeó por la izquierda y luego
con un rápido giro hizo que la pelota saliera volando hacia el otro lado del río, donde
otro jugador volvió a remontarla en el aire con un certero golpe de bate.
—¿Cómo se sabe quiénes juegan juntos? —preguntó Katherine. La excitación del
juego estaba haciendo efecto también en ella, aunque todavía se mostraba reacia.
—No se sabe —contestó Julián—. No se marcan para distinguir a los Lobos de
los Tortuga. Tendrías que preguntarle a cada uno de los indios.
* * *
Con gran satisfacción, Julián cobró sus ganancias de un hombre pálido y trampero
experto al que se le conocía como Alemán Ton. Se metió en el bolsillo las monedas y
billetes con una sonrisa y luego volvió la mirada hacia la gente.
Los mayores llevaban a los jugadores a un lavado ceremonial en un agujero
abierto en el hielo; más tarde habría oraciones y largos ritos y los hombres bailarían.
La danza social, cuando las mujeres tenían ocasión de bailar, no comenzaría hasta el
anochecer. Julián sabía que no había tiempo para esperar hasta entonces. Su hermana
querría continuar el viaje y él se había comprometido a acompañarla. Hasta Galileo
daba vueltas alrededor del trineo como queriendo seguir el camino. Julián pensó en
enviar a las mujeres con Richard para que las cuidase. De cualquier modo, Richard
era demasiado testarudo para ser buena compañía. No había querido mirar el juego,
no quería permanecer en ningún sitio que estuviera cerca del pueblo indio. Aunque sí
es cierto que había echado un vistazo al juego y le había dicho a Julián que apostara
por el clan Lobo, y había acertado.
Julián caminó buscando a su hermana y sintiendo gran satisfacción por una
apuesta bien hecha. Dando un suspiro reconoció la necesidad de seguir; Elizabeth
estaba sospechando más de la cuenta, y no había por qué decirle nada de la apuesta,
pese a los buenos resultados. Por la relación que tenía con Richard, Julián pensó que
tampoco contaría con su silencio. La triste realidad era que nadie tenía fe en su
capacidad de mantener los límites.
A unos cincuenta metros de la casa larga, Julián se detuvo en un terreno elevado
para ver la escena completa. Vio que se reunía una multitud alrededor del viejo sabio
que estaba distribuyendo el botín entre los ganadores. Los jugadores salían del
charco, chorreaban agua helada y sudaban, los rodeaba toda una tropa de niños que
Cuando el reloj del recibidor dio las doce de la noche Elizabeth se levantó. Lo que
estaba pensando era una locura, y, sin embargo, veía con tanta claridad lo que haría
que le parecía algo inevitable. Tardaría una hora ya que conocía el camino.
Encontraría Lobo Escondido. El cielo estaba despejado y la luna casi llena. No le
importaba que se hubiera levantado al amanecer o que hubiera viajado durante diez
horas. Volvería antes de que saliera la luna. ¿Quién se enteraría?
Con el vestido a medio abotonar y una media puesta, Elizabeth se acostó de
nuevo y hundió la cabeza en la almohada. Estaba tan nerviosa y tan irritada que
habría podido, sin el menor esfuerzo, romper a llorar, a gritar o lanzar algo al aire.
La última vez que había visto a Nathaniel, la mañana anterior, él estaba tiritando a
causa del cansancio y del frío, y bajo la pintura del rostro tenía manchas de sangre.
Pero le sonrió cuando ella le puso la manta sobre los hombros, con una sonrisa que le
había hecho tomar una resolución.
«Iré a buscarte —le había susurrado Nathaniel aquella misma mañana, mientras
Julián observaba impaciente—. Iré a buscarte en cuanto pueda».
Tal vez todavía no habría vuelto de Barktown; quizá no lo hiciera hasta dentro de
unos días.
Elizabeth cogió la vela de la mesilla de noche y fue hasta la chimenea. Se
arrodilló ante el fuego y acercó el cabo a las brasas rojas hasta que surgió una débil
llama. Entonces se sentó en el suelo frío con los brazos alrededor de las rodillas y
observó cómo comenzaba a consumirse la mezcla de sebo y resina.
Al día siguiente iría a la cabaña. Iría ella sola para ver los preparativos de la
escuela. Faltaban solamente dos días para la primera clase. Todos aquellos niños a su
cuidado. Se repitió para sí misma los nombres, uno tras otro, con rapidez: Rudy
McGarrity, Liam Kirby, Peter Dubonnet, Bendito Sea Cunnigham, Ephraim
Hauptmann, Isaac y Elias Cameron. Y las niñas: Dolly Smythe, Marie Dubonnet,
Hezi-bah y Ruth Glove, Henrietta Hauptamnn y Hannah Bonner.
Él la iría a buscar a la escuela, por supuesto que lo haría.
«Ahora debo dormir», pensó Elizabeth. «Mañana, cuando haya descansado, veré
a Nathaniel. Ahora lo importante es dormir», se dijo con firmeza.
Puso el candelabro sobre la repisa de la chimenea y fue hasta la ventana. La luz
de la luna se extendía como un manto azul y gris perla por encima de los árboles y las
colinas, dibujando el pueblo con trazos sombríos. Lobo Escondido se alzaba como un
centinela expectante, silencioso pero benevolente y atento. Elizabeth siguió el
sendero con la mirada hasta donde pudo ver y luego se lo imaginó a partir del punto
en que desaparecía en la espesura del bosque. Lago de las Nubes estaba en la
* * *
Sin hacer ruido, Elizabeth cerró tras ella la puerta de la casa dormida y se
envolvió en un chal. Observó la larga sombra que proyectaba su cuerpo, delgada y
fina. No había señales de Nathaniel. Pensó por un momento que lo había imaginado
todo, o que sólo había sido un sueño.
Casi había pasado de largo cuando Nathaniel salió de su escondite, la cogió de la
muñeca y la empujó contra la pared de la casa. Se quedaron allí, hombro contra
hombro. Elizabeth se esforzaba por conseguir que su respiración volviera al ritmo
normal, la llama de la vela parecía agitarse al compás de su corazón. Lo siguió hasta
el granero, donde él se detuvo para contemplarla, la luna destacaba los ángulos de su
cara.
—Espera un momento —le susurró Nathaniel. Ella comenzó a temblar, el pelo se
le movía formando ondas alrededor de sus hombros como un mar embravecido.
Él volvió y le hizo una seña para que avanzara.
Los caballos se inquietaron al verlos. Elizabeth estaba delante del buey y sintió
que la miraba con recelo y parpadeaba, su gran cabeza irradiaba mucho calor. La
mano de Nathaniel le apretó la muñeca para indicarle que estuviera tranquila.
Esperaron así unos minutos hasta que los animales se cansaron de mirarlos y
volvieron a sus lugares.
Había un montón de paja en un compartimiento vacío. La luz de la vela oscilaba
en las ásperas paredes de tablas y formaba un pequeño círculo, tan valioso como el
oro en aquella oscuridad. Nathaniel cogió el candelabro de manos de Elizabeth, con
Jack Lingo.
Dejar mensaje en la tienda de Stumptown.
Sentada sobre una bala de algodón junto a Elizabeth Middleton, Anna Hauptmann vio
que la puerta de la tienda se abría y dejaba entrar una ráfaga del viento de finales de
marzo. La mirada preocupada del rostro de Anna cambió súbitamente y se convirtió
en una sonrisa.
—¡Señorita Elizabeth! Bueno, ya era hora —dijo—. No ha venido desde que el
lago se abrió. Empezaba a pensar que se había olvidado de nosotros, los de aquí
abajo.
Elizabeth se bajó la capucha y se quitó los guantes mientras negaba con la cabeza.
—He tenido mucho trabajo —dijo—. Espero que me disculpe.
—No se preocupe, estamos muy contentos de verla. Quítese el abrigo. Hay un
sitio aquí junto al fuego, si a esos hombres les importan los buenos modales. Me
pregunto dónde estarán Ephraim y Herietta. Ya deberían haber venido a saludar.
—Ah, no se preocupe, por favor —dijo Elizabeth—. He venido porque quería
saber si tiene tela para pañuelos.
Antes de que Elizabeth hubiera terminado la frase, Anna ya se había vuelto hacia
la pared que había detrás de ella.
—Mejor que eso —exclamó mientras buscaba en un cajón—. Las pequeñas Kaes
me hilaron veinte metros de buena tela en otoño y cosimos pañuelos con los retales,
así que no tendrá trabajo con la aguja. A menos que esté buscando bordados. No he
tenido ningún bordado desde hace un año o más. Ahora —continuó sin esperar la
respuesta de Elizabeth—, la cuestión es dónde habrán ido a parar desde la última vez
que los vi. ¿Cuántos quiere?
—Todos los que tenga —dijo Elizabeth—. Es algo que no pensé que necesitaría,
pero me he dado cuenta de que me son indispensables. Todos los niños parecen estar
resfriados. El repentino cambio de tiempo, supongo.
—Es lo que pasa cuando viene el deshielo —dijo Anna que se había subido a un
banco para buscar en los cubículos que estaban fuera de su alcance.
Elizabeth dejó que Anna siguiera buscando y se volvió para mirar el resto de la
habitación. Había un nuevo escrito en la pared: «Se comercia con todo tipo de
semillas y flores», decía. Una imagen no deseada apareció en la mente de Elizabeth:
su padre trataba de pagar el tabaco con un ramo de margaritas, y ella estaba a punto
de reírse. Pero entonces se dio cuenta de que la placa había sido pintada con mucho
esmero y se mordió el labio.
El habitual grupo de hombres estaba reunido junto al hogar. Elizabeth dirigió una
inclinación de cabeza a algunos de ellos. Julián agitó un brazo por encima de la
cabeza sin tomarse la molestia de abandonar su asiento. El padre de Anna respiraba
* * *
—¿Hay algo que pueda traerle de Johnstown? —preguntó Richard una vez que
acomodó a Elizabeth en su trineo y le hubo cubierto la falda con las mantas.
—¿Es de eso de lo que quería hablarme? —preguntó sorprendida.
—No, pero es un buen modo de comenzar. Y además, ¿necesito tener un motivo
para hablarle? —preguntó mientras tiraba de las riendas para ponerlas en su lugar.
Elizabeth se daba cuenta de que la peor parte de su papel en todo aquel asunto no
era tanto echar de menos a Nathaniel como seguir adelante con Richard. No había
previsto que fuera tan posesivo. Sintió los ojos del hombre que la observaban, una
mirada prolongada de condescendencia paternalista que la veía como algo suyo, casi
su esposa. Era más de lo que podía soportar.
—Supongo que no —dijo ella secamente.
—¡Señorita Elizabeth! —dijo la voz de un niño y Elizabeth sonrió y saludó a
Peter Dubonnet, el menor de todos sus alumnos.
Se sorprendió al ver que el niño tenía un hacha en la mano; era un niño delgado.
Nunca se le habría ocurrido que pudiera tener fuerza suficiente para cortar troncos.
Pero había una cesta de mimbre medio llena junto a él, y el niño se volvió hacia ella
mientras el trineo avanzaba. En clase Peter tenía el aspecto de un niño demasiado
responsable, y Elizabeth se preguntaba dónde estaría Claude Dubonnet mientras su
hijo cortaba leña.
—Puede ser que haya correspondencia esperando en Johnstown —decía Richard,
y Elizabeth volvió a la conversación con él.
—Supongo que habrá —dijo.
—Tal vez algún mensaje de su tía Merriweather.
—Sí —dijo Elizabeth sintiéndose enseguida muy incómoda—. Tal vez. ¿Le
molestaría que no hubiera ninguno?
Antes de terminar aquella pregunta, Elizabeth lamentó haberla hecho. No se
atrevía a mirar a Richard; en cambio, vio que la blanda nieve cubría los yermos
campos de Henry Smythe.
—Soy un hombre paciente —dijo por fin Richard.
—Ya veo que lo es —dijo Elizabeth—. Si puedo hacer una observación, diría que
también es obstinado.
Elizabeth bajó la mirada en dirección al cuaderno que tenía delante y cerró los ojos
para concentrarse.
—Skennen'kó: wa ken —dijo finalmente alzando los ojos con inseguridad para
que Muchas Palomas se lo confirmara.
—Skennen'kó: wa ken —replicó Muchas Palomas—. Estoy bien.
Muchas Palomas era una exigente maestra de kahnyen’kehaka y no solía premiar
con elogios a los alumnos desde el primer momento. A la débil luz del alba, a
Elizabeth le resultaba difícil distinguir una señal de aprobación o de insatisfacción en
la cara de la india. Hannah, por su parte, sonreía ampliamente por encima del hombro
de Mucha Palomas cuando Elizabeth acertaba o negaba tristemente con la cabeza si
se equivocaba.
—¡Shiaton! —decía Muchas Palomas inclinándose casi imperceptiblemente sobre
el cuaderno.
Elizabeth mojó la pluma y con esmero escribió la frase. Luego miró con cierta
satisfacción la creciente lista de palabras y frases que había ido reuniendo en sus
lecciones matutinas. Lo que la sorprendió fue que no hubiera ningún sonido de «p» o
«b», ni tampoco de «l», lo cual explicaba la incomodidad que le suponía a Atardecer
pronunciar su nombre. Cuando habló del tema con Muchas Palomas, la joven se
limitó a encogerse de hombros:
—Parece que no son necesarias —dijo—. De todos modos vale la pena oír
nuestras historias.
Ésta era una idea en la que había que pensar con calma; sin embargo, la maestra
seguía con su lección.
—¿Cómo se dice cuando alguien llega a la puerta? —preguntó Muchas Palomas
levantando la mano para que Hannah no interviniera—. Déjala pensar.
—Tasataweia't —sugirió Elizabeth—. Entre.
Muchas Palomas sonrió por fin, y Elizabeth se dispuso a registrar la complicada
palabra, preguntándose qué símbolo usar para indicar aquel sonido aspirado en el que
tanto insistía Muchas Palomas, como si fuera algo que se tragara. Puso un apóstrofo,
pero le habría gustado algo mejor. Le preocupaban mucho las «t's» y las «d's»;
Muchas Palomas pronunciaba algo entre los dos sonidos. Pero como no tenía ningún
signo disponible, Elizabeth debía confiar en su oído.
Le mostró a Muchas Palomas su trabajo.
—¿Está bien?
—Kanyen'keha tewatati [1] —fue la amable respuesta.
Elizabeth se mordió el labio inferior.
* * *
Un sábado, Elizabeth despidió a los niños con mucho ímpetu y tardó más tiempo
que de costumbre en organizar la cabaña antes de marcharse. Se quedó en el porche
durante un rato, observando todo lo que la rodeaba, que parecía estar chorreando
agua, cogió su chal y se lo puso en la cabeza en un vano intento de mantenerse seca.
Diez minutos más tarde su falda estaba llena de barro, ya imaginaba la taza de té
y los zapatos secos, aunque le aterraba el atardecer en su casa. Kitty Witherspoon y
su padre los visitarían y se esperaba que Richard volviera de Johnstown. No sabía con
certeza qué temía más, si las atenciones de Richard o el resentimiento de Kitty ante la
decisión de éste.
Se oyó un ruido en el bosque y Elizabeth hizo una pausa.
—Vamos, Dolly —dijo con amabilidad—. Vamos, iremos juntas.
Cuando la niña de once años salió de entre los árboles, Elizabeth sonrió:
—No tienes por qué tener miedo —le dijo con dulzura—. Me alegra que me
acompañes a casa.
Esto no era del todo cierto, pero Dolly Smythe era tan terriblemente tímida que
Elizabeth se sentía obligada a alentar cada esfuerzo que la niña hacía. Dolly asintió
con la cabeza, sólo gestos y buena voluntad, la mirada siempre baja. Elizabeth estaba
segura de que esto se debía a que la niña era bizca.
Esperaba que se mantuviera a su lado caminando en silencio; sin embargo, Dolly
la sorprendió.
—Alguien está vigilando —dijo casi sin aliento.
Elizabeth se detuvo resbalando un poco en el barro. Miró en dirección al bosque
pero no vio señales de nadie.
—¿Qué quieres decir?
—Alguien está vigilando —dijo Dolly encogiéndose de hombros e incapaz de ser
más explícita—. Lo oí hace poco.
Elizabeth reflexionó un momento sintiendo que el corazón empezaba a latirle
fuerte.
—Seguramente alguno de los niños —dijo—. Querrá asustarnos.
Dolly levantó la mirada. Una de las pocas veces que miraba de frente. Bajo las
cejas arqueadas del color del trigo, un ojo verde se dirigía a Elizabeth mientras el otro
iba en dirección opuesta. De repente bajó la cabeza.
—No, señorita —dijo con sencillez.
—Bueno, sea quien sea el que anda por ahí, cogerá un resfriado —dijo Elizabeth
tratando de mostrarse temeraria cuando sabía que debería parecer asustada. Quería
* * *
Para la cena había tres clases de carne, tomates en conserva, las mejores alubias
de Curiosity, caldo, galletas y un postre con más brandy del necesario; además estaba
Kitty mirando a Elizabeth como si ésta acabara de matar a toda su familia antes de
sentarse ante la mesa. Puesto que su padre y el señor Witherspoon parecían muy
contentos hablando del tiempo durante la comida, y como Richard no había llegado,
tal como se esperaba, Elizabeth pudo eludir cualquier tema que la pudiera haber
llevado a enfrentarse directamente con la joven. La rabia que Kitty sentía contra
Elizabeth era implacable, el centro del problema era Richard, y Elizabeth no podía
hacer nada. No todavía. Se concentró en la comida y sólo hablaba cuando el señor
Witherspoon se dirigía a ella o cuando Julián trataba de hacer que prestara atención a
alguno de sus relatos.
El juez parecía completamente de acuerdo en seguir la discusión acerca del
deshielo cuando se instalaron en la sala, después de la cena, pero Julián ya había
tenido suficiente y quería que los demás lo supieran.
—Debe de haber algo mejor que hacer en esta temporada que discutir
eternamente el estado del tiempo —dijo con impaciencia.
—No hay nada que hacer en este lugar, nunca hay nada que hacer aquí —dijo
Kitty con aire dramático.
—Hija —la amonestó con cariño el señor Witherspoon, pero Kitty miró para otro
lado.
—Todd tuvo una buena idea, ¿verdad? —dijo Julián—. Debe de haber algo que
hacer en Johnstown. Tendría que haber ido con él. No me sorprendería que celebraran
algún tipo de fiesta.
Al ver la cara descompuesta de Kitty, Elizabeth deseó que su hermano se callara,
pero él siguió sin darse cuenta, haciendo conjeturas acerca de lo que habría estado
haciendo Richard en Johnstown y dando a entender que él, Julián, tendría que haberlo
acompañado en la diversión.
—Pronto tendrás lo que quieres —dijo el juez—. La semana que viene iremos a
Johnstown. Hay cosas que hacer, ¿sabes?
Miraba a Elizabeth con aire pensativo. Elizabeth hizo todo lo que pudo para
permanecer impasible, por una vez contenta de que la cháchara de su hermano la
excusara de hablar:
—¿La semana que viene? ¿Con este tiempo? ¿Para qué? No es que me queje, nos
irá bien salir, ¿no te parece, Lizzie? —prosiguió sin dar oportunidad a Elizabeth de
* * *
Nathaniel estaba enfadado. Estaba enfadado consigo mismo por haber dicho en la
casa del juez más de lo que debía. Subiendo hacia Lobo Escondido a una velocidad
que habría dejado sin aliento a muchos hombres más jóvenes, se obligó a detenerse
para despejarse y escuchar. La frustración y la rabia que llevaba dentro lo apartaban
del mundo exterior y en aquel momento debía tener los sentidos alerta. No sería
bueno que alguien que estuviera al acecho le disparara precisamente en aquel
momento, cuando las cosas sólo estaban comenzando. No podría dejar que lo cegara
Curiosity pasaba cada vez más tiempo junto a Elizabeth. Al principio le había
parecido muy natural encontrar algo que hacer en la sala mientras Daisy, Polly y
Almanzo recibían sus clases. Eran sus hijos, después de todo. Y la mente de Manny
apenas se concentraba en la tarea si no veía a su madre hilando lana en el rincón.
Elizabeth pensó que con el paso del tiempo el interés de Curiosity se iría
desvaneciendo, pero fue al revés, pareció intensificarse. Mientras Polly leía en voz
alta, cálida y melodiosa, las manos de Curiosity solían caer sobre su regazo e
inclinaba la cabeza como concentrada en la lectura. Tal vez, pensó Elizabeth, se
trataba de que a Curiosity le gustaría tomar parte en ella. Un día se lo preguntó sin
preámbulos y se dio cuenta con sorpresa de que tal invitación divertía mucho a
Curiosity; como respuesta, la mujer cogió el libro que tenía más cerca, que resultó ser
un tratado sobre el sistema tributario escrito por Alexander Hamilton, y leyó un
párrafo en voz alta sin detenerse a respirar. Su postura era de lo más extraña, se
inclinaba sobre la página y leía en voz alta mirando la hoja como si fuera alguien con
quien estuviera discutiendo. Elizabeth estaba encantada. Resultaba que Curiosity
había leído todos los libros de la biblioteca del juez y tenía una opinión formada
sobre cada uno de ellos.
Poco a poco, Elizabeth aprendió a seguir con las lecciones mientras Curiosity
entraba y salía o bien se sentaba junto a ellos, escuchando.
Cuando Elizabeth se instaló en un rincón de la cocina para comenzar las clases
con Benjamin y George, esclavos de la familia Glove, Curiosity también estuvo
presente; incluso Galileo acudía con frecuencia y se integraba en el grupo. James
Glove permitía que los muchachos fueran a aprender a leer y escribir y a estudiar
aritmética una o dos veces por semana, cuando no se los necesitaba. Esto había
causado cierta preocupación en el pueblo, pero la familia Glove no cedió a las
presiones, eran los propietarios del único molino y querían que los muchachos
estuvieran mejor preparados para ayudarlos. Elizabeth pronto se dio cuenta de que
Benjamin tenía talento para la geometría, pero menos para el lenguaje escrito,
mientras que con George sucedía justamente lo contrario. De pasada, entre un
comentario y otro, Curiosity la informó de que no sería bueno para nadie que el señor
Glove se enterara de aquello.
Curiosity saludaba majestuosamente a los dos jóvenes cuando llegaban a la
cocina y los elogiaba en voz alta cuando iniciaban el camino de vuelta a casa,
mientras les ponía en las manos pan de jengibre o algún pastel y les sonreía de una
manera que dejaba pensativa a Elizabeth. Pronto se dio cuenta de que Curiosity
siempre procuraba que Polly estuviera cerca, hilando o tejiendo junto al fuego
* * *
* * *
Nathaniel se había ido al bosque a cazar. Desde luego. Se lo había hecho saber en
el salón de su padre, lleno de gente. Pero en cierto modo, ella no lo había oído, o no
le había creído. Elizabeth trataba de prestar atención a lo que Ojo de Halcón le decía,
pero en cambio, lo único que podía oír era un estribillo de dos palabras que se repetía
como un eco incesante en su mente: «¿Cómo pudo, cómo pudo, cómo pudo?»
—Espero que vuelva dentro de uno o dos días —repitió Ojo de Halcón y entonces
Elizabeth asintió con la cabeza tal como el hombre esperaba.
Se alegraba de que las mujeres estuvieran ocupadas, reunidas alrededor del lecho
en el cual yacía Nutria, examinando su herida. Hannah también estaba allí,
hipnotizada por el contenido de la cesta de Curiosity y haciendo preguntas acerca del
ungüento. Muchas Palomas se acercó para ajustar las vendas y Nutria, quejándose,
intentó apartarla. Atardecer y Curiosity estaban en plena conversación.
—¿Y cómo ocurrió? —preguntó Elizabeth a Ojo de Halcón esperando una larga
historia, una historia que le permitiera vagar en sus ensoñaciones mientras él la
contaba. Pero Ojo de Halcón la miraba fijamente y ella vio la expresión resignada y
* * *
* * *
Era extraño sentir la tierra en los pies descalzos. Elizabeth caminaba lentamente
al principio, midiendo los pasos. Dos veces tuvo que agarrarse a un arbusto que salía
de la roca, manchándose las manos que le quedaron pegajosas e irritadas a causa de la
savia de las plantas. Haciendo una pausa para tomar aire, Elizabeth se limpió los
dedos con un pañuelo. Quería beber algo. Quería estar en suelo firme. Quería estar
otra vez en Inglaterra, ante la mesa de bridge de la tía Merriweather con un libro
escondido entre las faldas. Quería todo eso, y no lo quería en absoluto.
No había previsto que el miedo fuera tan grande.
Él la estaba esperando. Elizabeth trató de poner orden en sus pensamientos, pero
éstos se le escapaban en un cúmulo de imágenes, todas de Nathaniel.
Elizabeth siguió bajando otros treinta metros, deteniéndose y recomenzando hasta
llegar a una pequeña planicie recortada en el peñasco. Se preguntaba dónde podría
llevarla aquella entrada cuando vio, por el rabillo del ojo, algo que se movía.
Nathaniel estaba detrás de ella. Había surgido de las rocas sin decir nada y le
indicó que lo siguiera. Le puso la mano en el hombro para guiarla y ella sintió su
calor a través de la capa y de las ropas. Nathaniel le indicaba dónde debía pisar. De
repente se adelantó para empujar una parte de la roca donde había una grieta. Se
volvió y estiró la mano hacia ella.
Tenía la cara compuesta y un resplandor en los ojos que ella no quería nombrar,
pero que ya le era familiar. Le ofreció la mano. Elizabeth miró aquella mano en toda
su extensión, la curva pronunciada y fuerte de los dedos. Le dio la suya y dejó que la
condujera al interior de la montaña.
* * *
Al entrar se dio cuenta de que se trataba de una cueva, pero le pareció raro ver
* * *
Cuando fue capaz de pensar de nuevo, la primera idea coherente que le vino a la
cabeza a Elizabeth fue que había mentido. A Nathaniel y a sí misma. «No soy idiota
—le había dicho una vez en el campo de fresas nevado—. Sé lo que sucede entre un
hombre y una mujer».
Pero sí que había sido idiota al haber pensado que se trataba de algo simple, de un
hecho mecánico que había que cumplir. Le había parecido lógica y adecuada la forma
en que había obrado, creyó que sería la mejor manera de demostrarle que los celos
que sentía por Richard Todd eran infundados.
Y además, tenía que admitirlo, suponía que disfrutaría. Los besos le habían
despertado la curiosidad. Pero se había subestimado, había subestimado sus deseos y
sus propias fuerzas. La profundidad de su respuesta era tan recia e increíble como la
mezcla de dolor y placer que él le había ofrecido.
Nathaniel había puesto algunas pieles sobre ambos, y Elizabeth se movió
ligeramente apreciando la extraña suavidad de la piel sobre su cuerpo desnudo, y la
huella cálida y húmeda que él había dejado entre sus piernas. Nathaniel estaba
tendido a su lado, sus cuerpos formaban dos curvas paralelas, su pierna, larga y
fuerte, seguía a la de ella como un abrazo casual que le parecía a Elizabeth casi más
íntimo que el acto que acababa de realizar. Él respiraba sobre su hombro, le pasaba el
brazo de la cintura al hombro y viceversa.
—¿En qué piensas?
Entonces ella se volvió hacia él, dispuesta a vencer su timidez.
—Pensaba que hay cosas que escapan al análisis racional.
Él sonrió, los dientes blancos brillaron.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Bueno —dijo con sencillez, y dejó caer la mirada pese a su propósito inicial.
* * *
* * *
—¿Sabe cuántos niños he traído al mundo? —comenzó a decir Curiosity. Ella misma
respondió la pregunta para alivio de Elizabeth—. Ni yo misma lo sé, pero supongo
que deben de haber sido unos cien desde que llegué a Paradise, hace más de treinta
años. No me llaman tan a menudo desde que el médico afirmó que sabía más de
partos que yo. Sin embargo, me viene a buscar cuando necesita manos más pequeñas.
Lo que resulta más curioso es que el primer niño que puse en brazos de su madre fue
precisamente Richard Todd.
»Veo que la he sorprendido. Pero es verdad, puede creerme. Fue el año en que su
padre le arrendó por primera vez la tierra al viejo Carlisie, el tory que perdió todas
estas tierras después de la guerra, cuando el juez las compró en una subasta. Había
sólo cuatro familias entonces, ¿se da cuenta?, sin contar la suya. Estaba Horst
Hauptmann y su primera esposa, la que enfermó de fiebre amarilla y murió. Luego
James y Martha Todd se mudaron con su hijo mayor, Samuel, y poco tiempo después
llegaron los Witherspoon. Se habían casado aquel mismo año. Ojo de Halcón ya
estaba aquí, en Lobo Escondido, con Cora y Nathaniel. Me imagino que Nathaniel
tendría unos dos años en el verano del sesenta y uno, cuando su bisabuelo Clarke nos
compró la libertad a mí y a Leo y vinimos a trabajar para su única hija. Todavía no
había asistido a ningún parto, y tampoco lo había hecho su madre, pero con la ayuda
de Cora lo hicimos llegado el momento.
Elizabeth nunca había hablado de su madre con Curiosity. Sabía muy poco acerca
de aquellos años que había pasado en Paradise y de las circunstancias que
determinaron su viaje a Inglaterra, excepto que se había quedado preñada de
Elizabeth y que el embarazo se presentaba difícil. Siempre había albergado el secreto
temor de que si le pedía a Curiosity que le hablara de su madre, tendría algo que
reprocharle a su padre.
La mujer había estado revolviendo entre las hojas marchitas de roble y, con
hábiles dedos, había descubierto un montón de hongos de color escarlata.
—Sepa que nada es igual ahora —dijo distraída. Luego se frotó las manos en el
delantal y siguió avanzando. Andaba con pasos lentos y medidos, al ritmo de su
historia—. Pero la señora Todd quería un médico para el parto, acostumbrada como
estaba a lo que se hacía entonces en Boston. Venía de familia adinerada, ¿entiende?
Pero llegó el momento cuando menos se lo esperaba y nos llamaron para ayudar, a
pesar de que no teníamos experiencia. Fue una suerte para Martha Todd que Cora
también estuviera cerca. Una mujer muy hábil, así era Cora. Aprendí mucho de ella.
Hace ya un año que una fiebre se la llevó, desde entonces la echo de menos todos los
días.
* * *
* * *
Cuando Richard partió con Julián como ayudante, Elizabeth pensó que un retraso
de quince minutos antes de bajar las escaleras era absolutamente necesario. Mientras
esperaba, hizo un hatillo en el que guardó dos mudas de ropa, algunos útiles de
costura, otro par de botas, sus cepillos para el pelo, jabón, un espejo de mano,
utensilios de escritura, el camafeo de su madre y las pocas joyas que le habían
pertenecido; y también, después de largas deliberaciones, tres libros.
Le resultaba una tarea angustiosa y en cierto modo aterradora, pero cuando
terminó se dio cuenta, al mirar el reloj, de que sólo habían pasado cinco minutos. El
bulto era demasiado grande, de eso no había duda. Descartó las botas y el vestido más
bonito de los dos que había escogido, el espejo de mano también, y, no sin
lamentarlo, los libros. Dejaría el camafeo y las joyas en Lago de las Nubes al cuidado
de Ojo de Halcón. Entonces se sentó mirando al fuego y tratando de recordar cómo
había comenzado aquel día.
Elizabeth se pasó un dedo frío por los labios, sintiendo más que viendo que
todavía estaban dilatados y algo delicados. Igual que su entrepierna. No sabía si
pensar en Nathaniel podría ayudarla a pasar las horas siguientes, o si eso la distraería
de sus planes. De cualquier manera, él no podía ayudarla. Ella debía hacer lo que era
necesario en favor de su futuro; que no era el que había imaginado al llegar a
Paradise, pero era el que deseaba.
«¿Era el que deseaba?»
En lugar de mudarse a su preciosa escuela estaría camino del sur, fugándose.
Fugándose. La gravedad del hecho la estremeció y sintió que la boca se le secaba y se
ponía pastosa. Los alumnos pensarían cosas terribles de ella; y seguramente también
las oirían de sus padres. Nathaniel era respetado, pese a su parentesco con los
mohawk, pero a la gente no le gustaría que se vinculara con la hija del juez, ni con sus
propiedades.
«La vida sería más fácil si nunca lo hubiera conocido», se dijo, y sintió un
escalofrío ante aquellas palabras. Al oír la verdad en ellas. Sin Nathaniel podría llevar
una buena vida, importante, con recompensas, enseñando a los niños que llegaban
* * *
De repente, y sin poder oponerse, el juez tuvo que ceder al destino. Habían
llamado a Richard para atender a uno de los esclavos de los Glove que se había
herido en una pierna al caerle un tronco en la parte más alejada de Lobo Escondido y
nadie sabía cuánto tardaría en volver. El señor Bennett tenía que atender asuntos
importantes en Johnstown al día siguiente. Y allí estaba Elizabeth, recién salida de su
lecho de enferma para cumplir los deseos de su padre. El juez no podía poner excusas
que no resultaran insólitas y que no fueran susceptibles de dar pie a preguntas del
señor Bennett que él no estaría dispuesto a responder.
La escritura original fue revisada, el juez cogió su pluma y firmó la cesión de
bienes. Elizabeth y el señor Bennett firmaron también el documento. Finalmente
actuó como testigo el señor Witherspoon, que había llegado de visita por la tarde, y
también, con una firma muy florida, la señora Curiosity Freeman. Bebieron a la salud
de Elizabeth con vino de Madeira. Sin tener la menor sospecha, el señor Bennett
felicitó a Curiosity por su habilidad y a Elizabeth por su mejoría.
Como una mujer soltera en posesión de una gran fortuna, Elizabeth se despidió de
su padre y de los invitados y se retiró a su cuarto.
Nunca he deseado tanto tener los poderes mágicos que ningún mortal posee. Sólo
con ellos podría hacer que esta carta llegara a ti tan rápido como deseo. Tanta es mi
preocupación por tu bienestar y tu futuro.
* * *
Era noche cerrada y hacía frío, estaba oscuro pero aún podían ver algo; avanzaban en
un mundo que mostraba millones de matices del gris. Elizabeth miraba desde su
refugio de cuero engrasado sintiendo la humedad, pero la curiosidad no se disipó por
el cansancio. Se balanceaba a punto de quedarse dormida, acunada por el ritmo
regular de la canoa mientras bajaba el Sacandaga.
Era su primer viaje en canoa, pero no había habido tiempo para pensar en eso, ni
para considerar la posibilidad de que lo fuera a disfrutar. Estar atentos y vigilar había
sido la tarea más importante mientras los hombres sacaban la embarcación de su
escondite en el bosque, en la orilla del lago de la Media Luna. Todos estaban muy
nerviosos. Hasta los comentarios casuales de Ojo de Halcón habían sido
reemplazados por rápidas indicaciones con las manos mientras dirigía la carga de las
provisiones. A Elizabeth le parecía que no podrían caber tantas cosas, pieles y
provisiones, y algo que parecían cortezas de árbol, su propio hatillo de ropa, las
armas y otros bultos. Pero todo encontró su lugar en poco tiempo. Y entonces, sin
ninguna discusión, Nathaniel y Huye de los Osos ya habían ocupado sus posiciones,
sentados en los extremos de la canoa y con los remos listos.
Ojo de Halcón la había ayudado a orientarse y fue caminando junto a ellos hasta
que el agua le llegó a las rodillas. Por primera vez desde que dejaron Lago de las
Nubes le habló, para indicarle algunas cosas prácticas, que mantuviera el equilibrio,
que tuviera en cuenta la fragilidad del asiento de la canoa. Luego le puso la mano en
la cabeza a Nathaniel, habló unas pocas palabras con Osos y, después de un momento
de duda, se inclinó para tocar la mejilla de Elizabeth.
—Todavía tengo muchas historias que contarle. Así que manténgase atenta. —
Luego empujó la canoa con un movimiento suave.
La canoa se deslizaba por el lago y pasó junto al pueblo tras treinta silenciosos
golpes de remo. Ella los contó conteniendo la respiración. No había nada que hacer,
nada que pudiera hacer para ayudar. Entonces, con todos los nervios tensos creyó que
no podría volverse a dormir. Pero una hora más tarde estaba lo bastante tranquila para
dejar que su peso cayera sobre las pieles que la separaban de Huye de los Osos.
Parpadeando por el sueño, Elizabeth observó la ribera, las formas borrosas de los
árboles, la extensión de los campos de hierba que a veces se alargaban permitiendo
ver a ambos lados del río una vegetación de hojas plateadas meciéndose por el viento.
Lo único que no cambiaba era la corriente del río y el movimiento controlado de los
brazos de Nathaniel mientras remaba. Detrás de ella podía oír, con cierto esfuerzo, el
ritmo que llevaba Huye de los Osos en respuesta al de Nathaniel.
* * *
Se despertó poco a poco, consciente de que había dormido mal, con la cabeza
apoyada a un lado. El sol estaba saliendo y llovía, pero ella tenía demasiado sueño
para buscar el cuero engrasado y cubrirse con él. Oía un ruido muy fuerte. Movió la
cabeza febrilmente para acallarlo: entonces sintió la mano de Nathaniel en su mejilla
y se levantó de golpe dejando caer las cosas que tenía en el regazo.
Por delante estaban las cascadas, no estaban a la vista pero se las oía. Elizabeth se
preguntó cómo sería el ruido de cerca si era tan fuerte a aquella distancia. No había
sido la lluvia la que le había rizado el pelo, sino el aire cargado de humedad. Esto
también se lo había advertido él. Tenían que ir por tierra para rodear las cascadas y
los rápidos que los kahnyen’kehaka llamaban Difícil de Rodear. Tenían que recorrer
varios kilómetros por el bosque, con toda la carga de pieles y provisiones que
llevaban en la canoa. Cansada como estaba, y asustada ante lo que vendría, Elizabeth
se dispuso a afrontar el reto. No quería defraudar a Nathaniel.
Pero entonces se preguntó si ya lo había hecho, si de algún modo le había
contrariado. Él estaba tranquilo. Desde que empezaron a navegar no le había dicho
una sola palabra, ni le había dirigido una sonrisa, ni siquiera la había tocado, excepto
para ayudarla.
Iniciaron el camino y salieron a un sendero escarpado. El río quedaba atrás y el
ruido de las cascadas se hacía menor. Elizabeth respiró hondo, contenta por el
ejercicio y satisfecha por estar cumpliendo con su parte. Se habían movido rápido en
el agua, esta parte era lenta pero ella estaba gastando sus energías y se sentía bien.
Cada paso que daba la alejaba de su padre y de Richard Todd. Pensó en la carta sin
leer que llevaba cerca de su corazón y sintió que fruncía la frente.
Cuando el ritmo de la marcha comenzaba a hacer efecto en Elizabeth, se
detuvieron. Había un pequeño claro rodeado de pinos, la tierra removida y los restos
de un fuego atestiguaban la presencia de viajeros. Elizabeth tenía la esperanza,
aunque no se animaba a manifestarla, de que podrían descansar en aquel lugar y, de
hecho, Nathaniel estaba depositando la canoa en el suelo al borde del claro.
—Mejor que hagas tus necesidades ahora —le dijo tranquilamente, mientras se
—¡Nathaniel! —gritó una voz antes de que hubieran terminado de subir de la orilla
—. ¡Sakrament, ha venido Nathaniel, y también Huye de los Osos!
Ante ellos había aparecido, como salido de la nada, un hombre corpulento vestido
con ropas de trabajo. Llevaba una pipa vieja a un lado de la boca pero se las arreglaba
para hacerse entender cuando hablaba.
—¡Johnnie! ¡Ve a casa y diles que Nathaniel Bonner ha venido de visita y que
Huye de los Osos está con él, y también una joven que quita el hipo!
Para confirmar la importancia de su recado, se quitó el sombrero de la cabeza
mostrando una cara de piel blanca como la crema y desnuda como la luna,
poniéndoselo luego decididamente. Sonrió y extendió una mano roja en dirección a
Nathaniel mientras se adelantaba para ir a su encuentro.
Elizabeth no sabía qué pensar de aquel hombre, pero se daba cuenta de que no era
uno de los caballeros formales y rectos que esperaba. Estrechaba las manos con tanto
entusiasmo que se descubrió sonriendo absurdamente.
—Me alegro de verte, Antón —decía Nathaniel sonriendo a su vez—. Permíteme
presentarte…
Pero en aquel momento, los niños, que habían oído el ruido y habían dejado de
jugar, entraron en escena. Eran mayores de lo que Elizabeth había supuesto al
principio, tenían alrededor de catorce años ellos y unos doce la niña, con sus cabellos
al viento, libres y salvajes, las mejillas rojas de cansancio y descosidos en sus ropas.
Hubo un momento de tenso silencio y de repente todo el grupo dio la bienvenida a
Huye de los Osos, los niños delante de él, la niña dando vueltas alrededor. En un
santiamén lo hicieron sentarse en el suelo, muy complacidos, para mirarle el pecho y
los brazos.
Elizabeth tenía la impresión de que Huye de los Osos, aunque concentrado y serio
como de costumbre, disfrutaba del juego. De otro modo, razonó, simplemente los
habría alejado con un ademán. En cambio tenía una sonrisa dibujada en el rostro que
indicaba que podía tolerar esas cosas. El asunto duró hasta que uno de los niños le
apretó la nariz con una falta total de decoro.
—Ya está bien. —Nathaniel sonreía ante la mirada horrorizada de Elizabeth—.
Les gusta jugar así.
Siguió una conversación que dejó claro que tanto los jóvenes como Huye de los
Osos pensaban que el enfrentamiento era el precio que se debía pagar por pisar aquel
territorio. Antón los miraba con una sonrisa, con los puños apoyados en las caderas,
hasta que de pronto pareció recordar que tenía acompañantes.
—Vale, es suficiente por el momento. La abuela debe de estar preguntándose qué
* * *
Fue como verse envuelta en una niebla cálida. La señora Catherine Schuyler miró
detenidamente a Elizabeth, oyó la breve presentación de Nathaniel, y la hizo entrar en
casa para protegerla sin decir más, sin dudar ni hacer preguntas.
Un rato más tarde la señora había sentado a sus invitados ante la mesa. La puerta
que comunicaba con la cocina comenzó a abrirse y cerrarse y en pocos minutos dos
jóvenes mujeres habían puesto los platos, dirigiendo tímidas miradas, no tanto a
Elizabeth como a Nathaniel. No había ocasión de hablar, pero Elizabeth no estaba
molesta. Oía a la señora Schuyler interrogando a Nathaniel y a Huye de los Osos
sobre la gente y las cosas que sucedían en Paradise, y se dio cuenta con cierta
sorpresa de lo familiarizada que estaba con pequeños detalles de su casa.
Cuando terminaron de comer —Elizabeth sólo había tomado un poco de cerveza
fuerte, carne de ave fría y algo de pan—, la señora Schuyler puso sus pequeñas
manos sobre la mesa, ante ella.
Era algo inusual, Elizabeth tenía las manos unidas sobre el regazo. Pero era
también, de algún modo, algo reconfortante que se correspondía con la expresión
firme, pero también amable, de aquella mujer.
—Dígame, señorita Middleton —comenzó a decir—, ¿cómo es que usted viene
de visita en compañía del señor Nathaniel Bonner y de Huye de los Osos?
Durante los meses que Elizabeth había estado esperando en Nueva York para
viajar al norte, y en los cuatro meses que había pasado en Paradise, se había
familiarizado poco a poco con aquello que los neoyorquinos llamaban ir al grano. No
obstante, el tono de la señora Schuyler la cogió por sorpresa. Elizabeth miró a
Nathaniel y se dio cuenta de que él no mostraba la menor preocupación por la
* * *
El contraste que había entre el general Schuyler y su capataz habría sido cómico
de no ser por el visible afecto que ambos se tenían. Philip Schuyler era un hombre
distinguido, delicado, que usaba un lenguaje cuidadosamente escogido, apuesto y
elegante, aunque algo pasado de moda, pero consultaba a su capataz como si éste
fuera un rey en lugar del hombre rudo y grande que era, con un sombrero de unos
veinticinco años de antigüedad.
—Podríamos enviar a MacDonald —sugirió el general Schuyler, y luego escuchó
con gran atención mientras Antón Meerschaum le explicaba por qué aquello era
imposible.
—Entonces iré yo mismo —dijo con voz tranquila—. Si tú y la señorita
Middleton me confiáis vuestros asuntos.
Nathaniel miró a Elizabeth y ella asintió. Aunque era obligación de él discutir con
Philip Schuyler, a Elizabeth le gustó que la consultara previamente.
Tenían la escritura y la cesión de bienes sobre la mesa. El general Schuyler las
había examinado cuidadosamente. Elizabeth sabía que no había pasado por alto la
fecha de la cesión. Pero no dio muestras de estar sorprendido ni de censurar el hecho.
Entonces, con precisión y conocimiento de una ley que era simple y exacta, les
explicó los pasos que debían dar para defender sus derechos.
—¿Volverías a Paradise si el asunto de Albany puede ser resuelto sin tu
presencia? —preguntó a Nathaniel.
—No —respondió él secamente—. Es mejor que estemos fuera de Paradise
durante un tiempo, hasta que las cosas se arreglen. Le pediría que cuide el papel y
que lo guarde bien.
* * *
Después de haberse bañado y lavado el pelo, con el que sabía que era el mejor
jabón que la señora Schuyler tenía, y después de haberse secado, Elizabeth se tendió
en la cama completamente relajada, cómoda e incapaz de dormir aunque sólo fueran
cinco minutos. Había enviado a Jill con un encargo para vestirse en privado, pero en
cambio se tumbó en la cama, vestida con la bata que le había prestado la señora
Schuyler. Había puesto a airear tres vestidos: el que había usado por la noche para
subir a Lobo Escondido, el que llevaba en el hatillo y el fino vestido de ante que le
había prestado Muchas Palomas.
Ésta había confeccionado aquel vestido para su propia boda con Huye de los
Osos. Había muchas horas de labor en aquel tejido, con cuentas y plumas en el
corpiño y en la falda, el vestido brillaba en el lugar en que Jill lo había colgado para
airearlo, el borde del dobladillo se mecía con el viento. Elizabeth jamás se había
imaginado con un vestido de novia, mucho menos con uno tan hermoso y tan raro
como aquél. Sus primas se habían casado con vestidos de seda, raso y brocado, con
vestidos que costaban más de lo que un trabajador ganaba en un año. Pero la tía
Merriweather se había mostrado intransigente en cuestiones de vestidos y etiqueta, y
Nunca he deseado tanto tener los poderes mágicos que ningún mortal posee. Sólo
con ellos podría hacer que esta carta llegara a ti tan rápido como deseo. Tanta es mi
preocupación por tu bienestar y tu futuro.
Me temo que palabras tan fuertes puedan alarmarte, pero mi querida Elizabeth, mi
preocupación por ti es real. Me han consumido terribles pensamientos desde que
llegó tu carta esta tarde. Estoy aquí sentada, escribiéndote a la luz de las velas,
privilegio del cual me abstengo generalmente en nombre de la economía, después de
que mi sirvienta se ha retirado, porque sé que no sería capaz de conciliar el sueño
antes de haber puesto en el papel lo que está en mi corazón.
Me informas de que tu padre quiere que te cases con el doctor Richard Todd, de
Paradise, que antes estuvo en Albany, y me pides consejo y advertencia, como es
lógico que lo haga cualquier mujer joven bien educada. No escribes nada en contra
de ese hombre, no dices que sea débil de carácter ni ningún rasgo que deje de ser
admirable. Sin embargo, dejas claro que no quieres casarte con él. Lo que no
escribes, pero de todos modos queda muy claro, es que tu padre quiere convencerte
porque ese matrimonio le traerá ventajas. Si hubieras venido con esto un año atrás,
mi respuesta habría sido muy simple. Te habría dicho sin más que te casaras con ese
joven. Pero todo ha cambiado.
Permíteme que sea franca contigo, Elizabeth. No te cases contra tu voluntad. Haz
cualquier cosa menos casarte con alguien sólo para complacer a tu padre.
En los años en que tuvimos la suerte de tenerte en casa, no te supe elogiar lo que te
correspondía. Pero querida, yo te admiro, aunque la firmeza de tus convicciones me
resultó inapropiada y hasta irritante. Sólo cuando te fuiste a las Colonias (porque
para mí siempre serán colonias) para forjar tu destino se me aclararon las ideas. Las
razones por las cuales fue así fueron dos: por un lado lo que me escribiste acerca de
tu escuela y de tu trabajo con los niños de Paradise; la segunda, por la obra de
cierta autora que luego comentaré. Sobre esta base tuve la oportunidad de examinar
mi propia conducta hacia ti y ver mis faltas.
Has encontrado algo que hacer en la vida, lo que no es habitual para nuestro sexo.
Dejar eso sólo para casarse, cuando no hay necesidad material de por medio, me
parece un pecado.
Ahora tengo que decirte que en realidad sí hay una necesidad material. No te olvides,
querida, de que tu querido padre también es mi hermano y por mucho que yo lo
Augusta Merriweather
POSTDATA: El señor Colin Garnham, vinculado con tu tío por negocios, sale
mañana para Nueva York. Dejaré el sobre y su contenido a su cuidado y lo
autorizaré para gastar lo que sea necesario para poner esta carta en tus manos en
cuanto tenga la oportunidad. Él depositará el dinero que se le ha confiado en el
Elizabeth sintió que todo el aire que había en la habitación desaparecía. Leyó la
carta una y otra vez. Su tía Merriweather, la vieja, querida y severa tía Merriweather,
sencillamente había puesto en sus manos lo necesario para que ella pudiera hacer lo
que quisiera con su vida. La seguridad de su padre, la independencia financiera para
ella. La libertad de enseñar en la escuela, porque la escuela estaba situada en la tierra
que ella poseía.
Leyó la carta por cuarta vez y la dejó a un lado para pasearse por el cuarto.
Apenas notaba el suelo frío bajo sus pies descalzos.
Su padre.
Elizabeth se detuvo donde estaba, se cogió la cabeza que le daba vueltas con
ambas manos. Su padre había leído aquella carta y sabía que los problemas estaban
resueltos, pero le había ocultado aquella información. Sabiendo lo que sabía había
insistido, hasta que no pudo más, en que Elizabeth se comprometiera con Richard
Todd. No lograba conciliar estas ideas, y, sin embargo, debía haber alguna relación.
No se trataba del dinero entonces. Ni de la tierra. Pese a que afirmaba que quería
preservar la tierra para la familia, su padre estaba tan deseoso de traspasar la escritura
a Richard que había mentido. Él había robado aquella carta, se la había sustraído.
Jill llamó a la puerta y Elizabeth la abrió de golpe, asustando a la mujer de tal
forma que los utensilios del servicio de té que llevaba en la bandeja resbalaron y
chocaron peligrosamente.
—Perdóneme, por favor —dijo Elizabeth—. Pero debo hablar con Nathaniel
inmediatamente.
—¿Quiere que le vaya a buscar? —preguntó la joven con voz vacilante—. ¿Hay
algún problema?
Elizabeth cogió la bandeja de sus manos y asintió con la cabeza.
—Por favor, dígale que venga a verme, que necesito verle. Enseguida. Y por
favor, no le diga nada a nadie, no quiero asustarlos. Sólo dígale a él que venga.
Estaba sentada en el borde de una silla, con la carta sobre el regazo, cuando él
entró.
No había escapado de las atenciones de la señora Schuyler, eso estaba claro. En
algún momento se había bañado y afeitado y llevaba puesta una camisa limpia, esta
vez de lino en lugar de algodón o ante, cuyo color claro realzaba el cuello tostado al
sol. Tenía ojeras pero le sonrió con una sonrisa tranquila. Ella trató de devolvérsela.
—Has puesto en apuros a los Schuyler al invitarme a venir aquí.
Ella le dio la carta. Él fue hasta la ventana para leerla, apoyando un hombro
contra el marco mientras lo hacía. La luz se movía en su rostro mientras sus ojos
Ella, que siempre había sido extremadamente puntual, que siempre había censurado
con vehemencia a todos los que faltaban a las citas o llegaban tarde a ellas, llegaba
tarde a su propia boda. Tardó más tiempo del que había supuesto en recobrar el color
normal de la cara y en lograr que sus manos dejaran de temblar, y cuando por fin lo
consiguió, se puso el vestido de boda de Muchas Palomas, se miró en el espejo y tuvo
que hacer un gran esfuerzo para no echarse a llorar.
Elizabeth no se reconocía en el reflejo. No entendía que la figura que veía en el
espejo pudiera ser ella, Elizabeth María Genevieve Middleton, que antes había sido
de Oakmere. Contempló la imagen durante largos minutos. Seguramente, muy pronto
la señora Schuyler o el mismo Nathaniel volverían a llamar a la puerta, ¿qué les diría
entonces? ¿Que tendría que tener un vestido de novia de raso y con bordados con el
cual se sintiera como realmente era? ¿Que no podría asistir a su propia boda como
una impostora, usando ropas que no tenía derecho a usar? Finalmente, y como no
podía hacer otra cosa, Elizabeth se quitó el vestido y las medias y se puso su habitual
vestido gris con su bordado discreto, el mismo vestido que había usado en la noche
que fue a buscar a Nathaniel. No era un vestido muy adecuado, es cierto, pero era el
suyo. En aquel momento, al mirarse al espejo, pudo reconocerse.
Tardó algunos minutos más en domar su pelo suelto hasta componer algo que no
afectara la sensibilidad de la gente. Del bolsillo de la camisa sacó un lazo de raso que
se ató alrededor de la cabeza para que el pelo no le cayera sobre la cara. Era
demasiado infantil; sin embargo, era mejor. Los rizos le revoloteaban por las sienes,
pero no quiso volver a peinarlos y echarlos hacia atrás. Era todo lo que podía hacer
por Nathaniel, ya que no podía usar el vestido de Muchas Palomas.
Estaban todos esperándola; oyó un murmullo generalizado en el momento en que
comenzó a bajar la escalera. Nunca había estado tan asustada, tan lúcida, tan
consciente de lo que pasaba a su alrededor y de lo que estaba haciendo. En la
escalera, delante de tantos extraños que la observaban y aguardaban, buscó a
Nathaniel y, como sabía que sucedería, lo vio allí sonriendo. Y entonces descubrió
que era posible estar al mismo tiempo terriblemente asustada y extraordinaria e
inconcebiblemente feliz, todo al mismo tiempo.
Algo más tarde recordaría vagamente la ceremonia. El reverendo Lyddeker tenía
una sonrisa vaga, acento alemán y hebras de tabaco en la pechera de la camisa. La
señora Schuyler estaba cerca de él, junto a sus hijas Cornelia y Catherine, una a cada
lado, con el último sol de la tarde en sus rubios cabellos formando un halo de luz. La
habitación olía a cortinas recién lavadas, a humo de pipa y a los bosques de pinos que
se veían a través de las ventanas abiertas. Y allí estaba Nathaniel, siempre sonriendo.
* * *
Una larga mesa había sido dispuesta para la celebración: estaba cubierta por un
mantel de lino, sobre el que había porcelana china y cristalería, en el centro se
destacaban cuatro grandes bandejas de plata con bruñidas tapas semiesféricas, un
poco empañadas y rodeadas por un círculo de platos. Había allí ostras en vinagre,
venado frío, trucha aderezada con nueces y harina de trigo y frita con mantequilla, un
enorme jamón adornado con granos de pimienta, puré de calabaza, arroz, maíz
hervido, alubias verdes en una rica salsa cremosa. Al lado, disputándose el lugar entre
una legión de cerveza fuerte y botellas de vino había un prominente pudín, un cuenco
de frutas, platos con trozos de pan y tarta de jengibre. Los ayudantes se agrupaban
junto a la comida, hombro con hombro, la habitación se llenaba con conversaciones
diferentes en inglés, alemán y kahnyen’kehaka, de los olores de la carne asada, el
tabaco de las pipas, la fragancia de las velas de cera de abeja y los grandes ramos de
flores silvestres de primavera que flanqueaban la chimenea ahora apagada. Durante
más de una hora la nueva pareja fue presentada, recibió las felicitaciones y atendió
los brindis hasta que, junto con sus anfitriones, pudieron sentarse. Elizabeth estaba
contenta de poder hacerlo. Los que la rodeaban eran un grupo ruidoso, jovial y
amable.
Por debajo de la mesa, Nathaniel apretaba con fuerza y placer la pierna de
Elizabeth para tranquilizarla. Ella se inclinó hacia él muy cómoda y dándose cuenta
claramente de que en aquel momento tenía pleno derecho a hacerlo. No tenía apetito
pese a los manjares que la señora Schuyler había puesto en su plato. Desde donde
estaba sentada podía ver los campos que se extendían hasta la orilla del río, y más allá
Elizabeth se fue despertando poco a poco, abandonando los sueños a disgusto. Hacía
frío y por la ventana se veía la lluvia que tamborileaba con suavidad, una persistente
llovizna de primavera bajo las primeras luces grisáceas del día. Elizabeth se estiró, se
dio media vuelta, y allí estaba Nathaniel, mirándola. Tendido a su lado, en los brazos
y hombros desnudos tenía el vello erizado.
—Estás muerto de frío —le dijo levantando la manta para abrigarlo.
Entonces él se apretó contra ella, la acarició, su frente reposó sobre una de sus
sienes.
—Y tú estás muy caliente.
La rodeó con los brazos y se quedaron tendidos sin moverse en un inmenso pozo
de calor y suspiros, hasta que ella volvió la cara para mirarlo. Con los labios le rozaba
la barba apenas crecida de la mejilla.
—Me quedé dormida —dijo—. Tendrías que haberme despertado.
—Ah, sí, bueno. Ahora estás despierta y yo también.
Le hacía círculos en la espalda con las dos manos y la miraba fijamente, sin
rastros de sueño.
—¿Nathaniel?
—¿Mmmm?
—Hay una conversación que no concluimos ayer.
—Perdóname, Botas, pero no quiero hablar de tu padre en este preciso momento.
—Le tocó con la boca el pómulo y ella se estremeció.
—No me refería a eso —dijo pasándole las manos por el pecho desnudo,
sintiendo los latidos de su corazón en las palmas.
Él se apartó un poco, le brillaban los dientes. Su esposo, astuto y feroz como un
lobo.
—¿Qué dijiste de la… satisfacción? —pudo decir ella.
—Ah —dijo Nathaniel satisfecho—. Sabía que te quedarías pensando en eso.
—Bueno —dijo ella cuando quedó claro que él estaba más interesado por
explorar la blanda carne de debajo de su oreja que por hablar del asunto—. ¿Me lo
vas a explicar?
—¿Explicaciones a esta hora de la mañana? —Él negó con la cabeza. Con una
mano le recorría el muslo, arrastrando en el movimiento la ropa interior—. Claro que
una cuidadosa demostración, eso sería otra cosa.
—Es de día —dijo débilmente y sin convicción.
—Así es. Pero ya hemos hecho esto a la luz del día. A decir verdad sólo lo hemos
hecho de día, y ha salido muy bien.
* * *
* * *
Lo más destacable de Huye de los Osos, pensaba Elizabeth, no era tanto el contraste
entre su apariencia feroz y su discreto buen humor como su disponibilidad para la
conversación. Ella se había quedado muy callada durante el primer día porque le
parecía apropiado estar en silencio en la inmensidad de aquellos bosques, diferentes
de cuanto había conocido e imaginado. Y además, pensaba que Osos no tendría
mucho de que hablar con ella; sentía cierta timidez ante él y le preocupaba no poder
satisfacer las expectativas del joven.
Y cuando finalmente acamparon, Elizabeth no tenía muchas ganas de hablar,
puesto que estaba muy cansada. Pero entonces, cuando estaban sentados ante una
pequeña fogata dando vueltas a la zarigüeya en el asador de madera verde, Elizabeth
se dio cuenta de que Huye de los Osos sentía tanta curiosidad por ella como ella por
él, y de que él tenía muchas cosas que enseñarle.
Al segundo día de marcha hacia el noroeste, Elizabeth ya sentía que le gustaba
mucho su compañía, y le gustaba aprender cosas que ignoraba. El asunto de
mantenerse vivo en el bosque era algo serio y agotador, pero además exigía constante
atención. Con la guía de Osos ella se las había arreglado para aprender el proceso de
limpieza de la caza menor y de los peces. Después de vérselas con una zarigüeya,
animal que Elizabeth encontraba demasiado feo para comerlo, o de despellejar a un
conejo, se sintió muy agradecida de que no hubiera tiempo suficiente para
emprenderla con animales más grandes.
Los conejos eran lo más fácil, pero pronto supo que aunque los había en gran
abundancia, no resultaban suficientemente alimenticios para las personas que debían
caminar durante el día entero. Los osos ayudaban con su grasa, que el joven se
llevaba a la boca directamente de la piel de los animales. Elizabeth era capaz de
observarlo pero no tenía suficiente hambre para hacer lo mismo. El pan de maíz seco
requería un largo proceso de masticación, estaba relleno de nueces y ella esperaba
que eso fuera suficiente para sus necesidades. Por lo demás, era absolutamente cierto
que tenía tanta hambre como jamás había tenido.
Elizabeth aprendió a encender fuego con el tronco de los abedules, a encontrar
leña seca y aunque lo hacía con terrible lentitud, a encender un fuego con pedernal y
eslabón. Pero sobre todo, estaba aprendiendo a conocer el bosque. Huye de los Osos
le mostraba las huellas de lobos, ciervos o jaguares, las cuevas de los castores, los
nidos abandonados de patos ocupados por roedores, la forma en que las ardillas
rodeaban el árbol que les gustaba, el rastro de los mapaches, similar a las marcas de
una mano humana, la manera de distinguir las huellas de las nutrias de las de las
martas y el dibujo de las pisadas de los osos negros. Bordearon matas de espinos y él
* * *
Elizabeth tenía las piernas casi paralizadas, pero Osos caminaba sin demasiada
prisa para que ella pudiera seguirlo. Y resultó que Elizabeth disfrutó del camino. Su
hatillo estaba formado por sus cosas y algunas provisiones que quedaban; durante la
primera parte del día no le resultó pesado y tenía libertad de movimientos. Llevaba un
vestido y unas polainas que Muchas Palomas le había prestado, al parecer sin
necesidad. El pelo, trenzado y recogido con una tira de tela, oscilaba al ritmo de la
marcha. En un ancho cinturón, dentro de una funda adornada con cuentas, llevaba el
cuchillo que Osos le había enseñado a afilar el primer día. Hasta entonces lo había
empleado para limpiar los animales, pero sentía que era más seguro tenerlo a mano.
En un pequeño estuche llevaba una piedra de afilar, un yesquero y una pequeña
provisión de perdigones envueltos en lino.
Todavía llevaba los mocasines de Muchas Palomas y estaba muy contenta de que
así fuera. Se preguntaba si volvería a usar sus propios zapatos de nuevo, e incluso sus
queridas botas de pequeños y elegantes tacones y fina costura. Pensaba mucho en
Paradise, particularmente en sus alumnos, y en Hannah, que se había convertido en su
hija. Habría sido una maravillosa idea tener una hija, si no fuera por Richard Todd,
que había conseguido empañar toda su alegría.
Lo que había sido completamente aterrador en aquel asunto no era tanto el
recuerdo de la risa odiosa de Richard, cuando dijo que Hannah era su hija, como la
completa falta de respuesta de Nathaniel. Ninguna mortificación, ni sorpresa, ni
enfado. Elizabeth habría esperado cualquiera de estas actitudes, aunque fuera verdad
lo que Richard decía. Se repitió una vez más que no era bueno seguir pensando en el
asunto antes de hablar con Nathaniel. Se preguntaba, con creciente incomodidad, si
Nathaniel le habría dicho algo más de Sarah, y de Sarah y Richard, si ella hubiera
estado dispuesta a escucharlo cuando intentó hablarle de su matrimonio anterior. No
* * *
Unas horas más tarde caminaban por el campamento de Robbie, aunque Elizabeth
no se había dado cuenta de que habían llegado a él hasta que Osos bajó el ciervo que
llevaba en los hombros y lo dejó caer en el suelo.
Era un asentamiento, o algo así. Había un pequeño claro natural, a la luz del sol y
estaba rodeado de filas de abedules y arces. Los bosques, hasta donde podía ver,
estaban desprovistos de matorral; ya podía reconocer el significado de esto, la
diferencia entre un bosque cuidado y uno lleno de matorral. A un lado estaban los
restos de una hoguera, rodeados de piedras con un asador en un lado y un trípode en
el otro. A los lados había troncos. La cabaña no se distinguía a primera vista, porque
estaba construida en la ladera de la montaña. No era estrictamente una cabaña, sino
más bien un refugio construido con troncos del color del granito y un cobertizo de
ramas de árboles de hoja perenne sobre cortezas. Había una ventana pequeña, sólo
una abertura en la pared con una celosía. Era un lugar ordenado; de las paredes
colgaban raquetas y trampas a intervalos regulares.
Osos había corrido la gruesa piel que servía de puerta y la enganchó en un clavo
de la pared. Llamó con una especie de grito de bienvenida en kahnyen’kehaka y luego
en inglés.
Cuando quedó claro que no había nadie, se acomodaron en el claro. Osos se puso
a trocear y a limpiar el ciervo. Al tiempo que se daba cuenta de que tendría que
observar el proceso, Elizabeth se alegró al tener que ir a buscar agua a un manantial
de la montaña, detrás de la choza. Llenó la tetera y comenzó a cortar los trozos de
Lavó el pañuelo y luego lo usó para limpiarse las manos, la cara y el cuello.
Aunque fue sólo con agua fría y sin jabón, se sintió mejor. Elizabeth oía a Osos
mientras se desataba el pelo y lo peinaba con los dedos, deshaciendo los enredos uno
por uno hasta que estuvo completamente liso hasta las puntas, luego lo separaba y
ordenaba con energía. Tenía una camisa limpia en su hatillo, una idea muy atrayente,
pero entonces se miró y decidió esperar para cambiarse hasta el momento en que
pudiera disfrutar de algo que se asemejara a un baño, aunque fuera en las aguas
heladas del lago junto al que habían pasado cuando iban hacia la cabaña, el que
* * *
Era sin duda el hombre más grande que había visto en su vida. Mucho más grande
que su tío Merriweather que hacía parecer enanos a todos los hombres de la vecindad.
Le sacaba a Osos cabeza y media por lo menos y también era el doble de ancho.
Realmente no era gordo, pero sí de desarrollada musculatura. Cuando se volvió hacia
ella pareció un acto definitivo. Avanzó con la prestancia de un árbol que se mece al
viento. Era muy viejo, tendría más de setenta años: el gran bigote, las cejas y el pelo
recogido en una cola en la nuca eran estremecedoramente blancos. Los ojos, de color
azul grisáceo, la observaban minuciosamente en un nido de arrugas.
Sucedieron dos cosas cuando se encontraron sus miradas, y ambas sorprendieron
a Elizabeth. Él sonreía con timidez revelando una hilera de dientes increíblemente
blancos, tanto como su pelo, y al mismo tiempo las mejillas adquirían un color
escarlata que nunca había visto en ningún ser humano, hombre o mujer. Este cambio
de color fue tan violento, rápido y profundo, y producía un contraste tan marcado con
el pelo y los dientes que inmediatamente le recordó el rosal de la tía Merriweather
que había ganado un premio con sus flores de color rojo y su cubierta de blanca lana
alrededor. Su propia sonrisa no dejó ver nada de color, puesto que pensó que él debía
de sentirse incómodo ante su repentina presencia.
Él se había quitado el gorro de la cabeza y permanecía alerta, aunque no desvió la
mirada.
—Así que aquí está —dijo. La voz era dulce y algo más aguda de lo que había
imaginado, teniendo en cuenta la estatura del hombre—. Pero mírenla, no es más que
una masa de pelo con ojos grandes como lunas. Algo hermoso, eso seguro, pero
demasiado joven para andar atravesando los bosques con un hombre como tú, Osos.
—Hizo una reverencia a Elizabeth con precisión militar—. Ahora tendrá que ponerse
cómoda. Robert MacLachlan, a su servicio, señora Bonner.
—Encantada —Elizabeth miró a Osos que estaba visiblemente contento de estar
unos pasos más atrás y observar cómo se las arreglaba ella para presentarse por su
cuenta—. Por favor, llámeme Elizabeth.
—Ah, no, eso no puede ser.
El color del hombre se había atenuado un poco, pero cuando levantó la cabeza
con energía, volvió a aparecer.
—Me gustaría que lo hiciera —dijo ella—. Sería un honor para mí.
—¿De veras? ¿Y cómo quiere llamarme usted?
* * *
* * *
—¿Usted sabe dónde está? —preguntó Robbie. Dio un paso atrás y miró a su
alrededor como si él tampoco reconociera bien aquella parte del mundo—. ¿Sabe si
estamos en el norte o en el sur?
Estaban bajando al río para ir a pescar y, tras un día a su cuidado, estaba claro
para Elizabeth que Robbie podía enseñarle tantas cosas como Huye de los Osos.
Avanzaban con lentitud porque él consideraba necesario darle explicaciones acerca de
todo lo que iban encontrando en el camino. En aquel momento, en respuesta a una
* * *
Al día siguiente Elizabeth bajó por su cuenta de la montaña hasta el río llevando sedal
consigo y recordando las instrucciones de Robbie de que llevara algo de bagre o
trucha para la cena. El sendero a través del bosque ya le resultaba familiar y avanzaba
con rapidez y aplomo. Con demasiada rapidez, pensó más tarde, al recordar lo que
había pasado.
Poniéndose rojo una y otra vez, Robbie le había advertido del peligro de que la
sorprendieran los osos que andaban buscando comida, especialmente las hembras con
cachorros; por el contrario, los osos negros eran habitualmente criaturas tímidas que
preferían huir antes que enfrentarse al ser humano, pero debía evitar por todos los
medios molestarlos, sobre todo si está menstruando, le había dicho. En el mejor de
los casos, el olor de la sangre les haría sentir curiosidad y en el peor, los pondría
furiosos.
De hecho, acababa de tener la menstruación, hecho que en realidad la había
sorprendido, porque había perdido todo sentido del tiempo, excepto que hacía ocho
días que había visto a Nathaniel por última vez. El dolor y la primera mancha de
sangre le habían recordado el paso del tiempo, y entonces se le presentaba un nuevo
problema; tardó todo un día en encontrar el modo de arreglarse con los materiales que
tenía a mano. Una vez que lo hubo logrado, Elizabeth se sintió aliviada, no estaba
preparada para tener un niño, no hasta que se sintiera una mujer casada y estable.
Pero le produjo tristeza, porque pensó en lo contento que se habría puesto Nathaniel y
en que eso habría probado que Richard estaba equivocado por completo.
Le parecía que la conversación en el lecho de bodas con Nathaniel había tenido
lugar hacía mucho tiempo, y se preguntaba si eso de la satisfacción, o la falta de
satisfacción, tendría algo que ver con quedarse preñada. Pensó a menudo en todo lo
que había sucedido en aquella cama, pensó en sus caricias y en el impulso feroz,
pensó en lo diferente que había sido de la primera vez bajo la cascada. Pensó que era
una cuestión muy compleja y que tenía que aprender mucho. Admitió que echaba de
menos las caricias de Nathaniel y pensó que a él seguramente no le desagradaría
saber la curiosidad que sentía. Ese pensamiento estaba en su cabeza cuando llegó a la
orilla del río y al levantar la mirada vio que había un oso a menos de seis metros de
distancia de ella. El animal se erguía al sol, con su pelambre húmeda y brillante y su
atención puesta en Elizabeth mientras olisqueaba con su blanda nariz. Elizabeth se
dio cuenta de que era una hembra porque un osezno estaba jugando junto a la osa.
Se quedó con la mente en blanco, sin poder pensar. De repente, dio media vuelta,
corrió hasta el árbol más cercano y trepó a él como si fuera una niña de doce años
perseguida por un primo vengativo. Mientras trepaba se daba cuenta de la estupidez
* * *
Bajó del árbol justo delante de él, pero no se sobresaltó. No parecía sorprendido
en absoluto de que su mujer apareciera de repente cayendo de las alturas, con la cara
llena de rasguños y las manos ensangrentadas. Elizabeth se paró delante de él y se
puso ambas manos en la cintura: sintió que temblaba, y que luego, lentamente, dejaba
de temblar.
—Buenos días, Botas —le dijo tranquilamente con la boca entre el pelo de
Elizabeth.
El bulto que cargaba se deslizó al suelo y las manos de él se posaron en la espalda
de ella.
Elizabeth se apartó entonces y lo miró enfadada.
—Has tardado mucho —dijo—. ¿Qué ha pasado?
Él negó con la cabeza mientras le tocaba el pelo.
—Habrá tiempo suficiente para hablar de eso luego —dijo inclinándose hacia
ella.
Pero ella bajó lentamente la cabeza pese a lo mucho que deseaba que él la besara.
—Pero ¿qué ha pasado? —repitió—. ¿Richard se salió con la suya?
Nathaniel le levantó la barbilla con un dedo torcido y dejó correr el pulgar por el
labio inferior. Esto la conmovió, la presión del dedo se transmitió a todo el cuerpo y
se le hizo un nudo en la garganta.
—No como esperaba —dijo él—. Pero lamento decirte que todavía no ha
terminado el asunto.
—Pero…
—Podremos hablar luego —dijo Nathaniel presionando suavemente con el dedo
en la comisura de la boca de ella—. Ahora o más tarde. En este momento, sin
embargo, tengo otra cosa en la cabeza. Pero si lo que quieres es hablar… —La tibieza
del aliento de Nathaniel acariciaba la cara de Elizabeth. Ella parpadeó sin poder
moverse ni hablar—. Ah, sí —sonrió él—. Me lo imaginaba.
La atrajo hacia sí y le dio un beso largo, profundo, con todo su ser, con toda su
boca y toda su fuerza. Elizabeth se abrió a él y le devolvió el beso al tiempo que le
apretaba la espalda.
Cuando finalmente se separaron, él ya no sonreía.
—Estaba preocupada.
—¿Por qué estabas preocupada? —preguntó dulcemente, besando su boca—.
Sabías que volvería pronto, ¿verdad?
Ella tragó saliva, asintió con la cabeza. Se quedaron un rato mirándose uno al
* * *
Robbie estaba a punto de ir a revisar las líneas de trampas, pero se detuvo un rato
para saludar a Nathaniel.
—Me alegro de verte, hombre —dijo por cuarta vez consecutiva al tiempo que
daba palmadas en el hombro de Nathaniel—. Estaba pensando que tendríamos que ir
río abajo a buscarte. Pero lo hemos pasado bien, ¿verdad, chica?, nos arreglamos
bien, muy bien. Ella es una joven excelente, Nathaniel, y muy valiente, en esto no me
equivoco.
—Yo tampoco —dijo Nathaniel y se rió de tal modo que Elizabeth se puso roja al
oírlo, contenta de que hubiera vuelto y de que la estuviera provocando.
La urgencia de él por tocarla era difícilmente disimulable. Por más que apreciara
mucho a Robbie y que deseara hablar con él, Nathaniel quería en aquel momento que
se fuera de una vez con sus trampas.
—Antes de irme —dijo Robbie, como si estuviera leyendo el pensamiento de
Nathaniel, pensamiento que seguramente no se le había escapado al viejo soldado—,
hay algo que quiero decirte. Jack Lingo ha estado merodeando por este lado del
bosque.
Nathaniel se volvió rápidamente y levantó una ceja.
—Eso no es ninguna novedad.
—Veo que no le tienes miedo. Bueno, pero a mí no me gusta que ese maldito hijo
de puta ande rondando por aquí cuando tengo a mi cuidado a una hermosa joven
* * *
* * *
—No puedes estar hablando en serio —dijo Elizabeth mientras se quitaba un mechón
de la frente con el dorso de la mano. Nathaniel levantó la mirada por encima del
borde del vaso de hojalata, preguntándose hasta dónde llegaría el enfado de su mujer
—. No puedo, jamás podré creerlo —dijo revolviendo las gachas con tal fuerza que
una parte saltó del caldero de hierro y fue a parar a las piedras que había debajo—. Si
he entendido bien, estás diciendo que Kitty Witherspoon ha declarado contra mí
públicamente en un juzgado y junto a ella Martha Southern y Liam Kirby. —Levantó
la mirada para mirarlo, tenía los labios apretados—. ¡Liam Kirby! ¡El ingrato! —se
detuvo a regañadientes.
Nathaniel permanecía en silencio. No había nada que pudiera decir para que las
noticias sonaran mejor; de hecho, todavía le quedaban algunas cosas por decirle que
tampoco le gustarían.
Robbie estaba sentado en el lado más alejado del fuego limpiando sus trampas y
preparándose para encargarse del castor que había capturado, pero su atención estaba
primordialmente puesta en Elizabeth. Lanzó una mirada a Nathaniel y se encogió de
hombros en un ademán de comprensión.
—¿Qué pudo haber motivado a Kitty Witherspoon a hacer semejante cosa? —
murmuraba Elizabeth.
—El matrimonio —respondió Nathaniel.
—¿El matrimonio? —Elizabeth arqueó una ceja y frunció los labios—. ¿Richard
le ha ofrecido matrimonio?
Nathaniel asintió con la cabeza.
—Y muy pronto.
Elizabeth parpadeó, se arregló la trenza y luego la dejó caer en la espalda.
—¿Kitty está preñada?
—Curiosity dice que sí.
Con un movimiento de manos que distaba mucho de ser certero o tranquilo,
Elizabeth se volvió hacia la olla y comenzó a llenar cuencos de gachas. Uno de éstos
se lo puso en las manos a Nathaniel y el otro se lo pasó a Robbie completamente
abstraída.
—¿De quién?
—De tu hermano, sin duda —dijo él—. Por supuesto que esto no es de
conocimiento público, aunque creo que Curiosity lo sospecha.
Ella se sentó ruidosamente junto a él y fijó la mirada en su cuenco.
—Sé que Kitty estará encantada de tener por fin a Richard, pero ¿por qué él
quiere casarse en estas circunstancias? —Nathaniel esperó, sabiendo que no esperaba
* * *
El lago estaba tranquilo y claro, y brillaba como plata bruñida a la luz del sol. El
bosque llegaba hasta muy cerca de la orilla, dejando espacio a unos anchos bancos
cubiertos de musgo mullido y muy verde. Había una serie de cuevas escondidas a la
vista; Elizabeth había estado por allí con Robbie, él le había enseñado dónde estaban
y le había advertido que no se acercara a ellas.
—Los somorgujos están en sus nidos —le había dicho en tono confidencial.
Elizabeth había considerado que era muy poco habitual que Robbie estuviera tan
interesado en mantener la intimidad de aquellos pájaros, pero tanto en ese caso como
en otros obedeció sus indicaciones, y cuando llegaba con Nathaniel al borde del lago
encontraron la recompensa. Un par de somorgujos pasaban con sus ojos brillando
como rubíes destacándose en un plumaje blanco y negro.
—Un colorido tan sencillo y, sin embargo, no es en absoluto pobre —dijo
Elizabeth acabó admitiendo que se había perdido. Había caminado cuesta arriba
durante lo que le pareció más de una hora, cuando salió del bosque y se encontró al
borde de un prado; entonces se dio cuenta de que había pasado de largo la curva que
la habría llevado a casa de Robbie.
Tendría que pagar un precio por su enfado, pero no podía considerar eso en aquel
momento, no cuando vio lo que tenía ante sí. El mundo se le revelaba de un modo en
que no lo había hecho desde que había estado entre los arbustos con Huye de los
Osos. La montaña se convertía en una extensión de praderas verdes y helechos
salpicados con florecientes plantas en forma de barba de cabra y de color amarillo
brillante. En el borde del prado crecía una fila de juncias y más allá las ondulantes
colinas dejaban ver las montañas más altas.
En conjunto, las luces y las sombras danzaban al compás, las nubes eran retazos
de color añil y rápidamente pasaban para dejar ver de nuevo los rayos del sol. La
humedad de las hojas destellaba entonces. El mundo entero era una sucesión de capas
de luz y color, y una brisa suave y cálida como una caricia en su rostro. Elizabeth
sólo atinó a sentarse y con la barbilla apoyada en las rodillas y los brazos alrededor
de las piernas, se abandonó ante tanta belleza.
Aquello no pertenecía a nadie y no sería de nadie; las montañas y los lagos verdes
y azules; los bosques interminables y sin edad. Enseguida se puso a pensar que era
una absurda vanidad y un engaño creer que aquel mundo podía ser poseído,
reclamado como propio, simplemente por ponerle un nombre. Se sintió humilde,
infantil. Y sin embargo, pese a todo, persistía el enfado y no sabía cómo solucionarlo.
Con la barbilla entre las rodillas miró hacia abajo, en dirección al lugar donde
Nathaniel estaría sentado junto al lago.
Él era su esposo y la amaba. De golpe Elizabeth entendió con toda claridad que
había dependido del extraordinario sentido común de Nathaniel, cosa que también la
hacía enfadar y que le había reprochado. La claridad de su pensamiento muchas veces
la había irritado. Pero aquel día había visto otra faceta de Nathaniel. Vulnerable,
molesto y a la defensiva. Nunca había notado aquellos rasgos y no sabía cómo
tomarlos. Quería que le diera algo que él no quería darle y lo había instigado hasta
que no quiso seguir siendo objeto de sus presiones. Elizabeth se daba cuenta en aquel
momento de lo insensible que había sido y sus mejillas se colorearon por la
vergüenza. La urgencia que sintió por bajar y volver con Nathaniel fue casi más
grande de lo que podía soportar. Pero apretó su frente contra las rodillas y contó hasta
diez, y luego hasta cien, forzándose a contar de nuevo más despacio.
Quería conocer la historia de Sarah. La joven mujer que había salvado la vida de
* * *
Nathaniel dormía bajo el sol tal y como había deseado hacerlo. Decidió quedarse
allí tendido y alejar los pensamientos acerca de Sarah y de Elizabeth, hacerlos a un
lado y dormir. Se despertó repentinamente y la buscó, pero la mano sólo tocó la
forma familiar del rifle. Calculó la hora por la luz que había y por el ruido que hacía
su estómago. Habría vuelto a la cueva de Robbie y lo estaría esperando con muchas
cosas que decirle. No le apetecía hablar con ella pero no podía pasar más tiempo sin
* * *
Resultaba incómodo estar sentada con la espalda contra un abedul. No tanto por
* * *
* * *
—Quisiera que ese hombre se calmara de una vez —protestaba Curiosity en voz alta
mientras se ponía los zapatos—. Soy demasiado vieja para salir corriendo al pueblo
cada vez que al doctor Richard Todd se le mete en su diminuta cabeza la idea de
marcharse al bosque.
Galileo se desperezaba y bostezaba dándole la razón a su mujer mientras se
ajustaba los tirantes.
—Debo tener listo el trineo en diez minutos —dijo mientras cerraba la puerta tras
él.
—Ni que fuera la única mujer que ha traído niños al mundo —gritó para que la
oyera. Luego levantó la mirada con la frente fruncida y miró a Moses Southern—.
¿Cuánto hace que empezaron los dolores?
Moses se tocó la barba y se resistió a mirarla.
—Más o menos ayer por la tarde.
—Hmm —Curiosity se levantó y golpeó el suelo con los pies para acomodarse
los zapatos—. Podría seguir toda la noche.
—Así fue la última vez —dijo Moses—. ¿Cuánto cobra por asistir a un parto?
—¿Cuánto vale para usted un niño sano?
No le gustaba aquel hombre y no quería facilitarle las cosas, aunque no se habría
negado jamás a prestar ayuda cuando se la requerían. Ella no esperaba obtener nada.
Seguramente Moses Southern le ofrecería algo al juez por sus servicios como si
todavía fuera una esclava. Sin esperar la respuesta levantó la barbilla e indicó la cesta
que había sobre la mesa.
—Eso hay que ponerlo en el carro —dijo—. Debo ir a decirle al juez que tengo
que salir.
Una vez en el vestíbulo se tranquilizó un poco y hasta se permitió una sonrisa. Le
gustaba que solicitaran sus atenciones, y especialmente le gustaba ayudar a las otras
mujeres a traer a sus hijos al mundo.
Con aquella mujer en particular era necesario charlar. Y en aquel momento se
presentaba la ocasión que tanto había esperado. El lecho de parto era el lugar más
indicado para averiguar algunas cosas.
El juez respondió enseguida cuando ella llamó a la puerta; cuando vio que iba
vestida para salir, levantó una ceja a modo de interrogación. Desde la huida de su hija
y, más recientemente, cuando supo que Elizabeth no aparecería en el juzgado si no
recibía una petición formal, el juez estaba cada vez más encerrado en sí mismo. En la
habitación se percibía el olor a brandy. Cuando Curiosity dio muestras de estar
olfateando, el juez dio un paso atrás.
* * *
* * *
* * *
Finalmente fueron todos. Anna, todavía somnolienta y con las trenzas sobre los
hombros, llevaba una cesta donde puso de todo un poco. Axel tenía una botella de
licor bajo el brazo. Tenía también usos medicinales, señaló. Y si esto fallaba, era un
buen consuelo para las penas. Moses los esperaba en la puerta con aire sombrío con
los ojos echando chispas. Julián iba detrás, a disgusto.
—A lo mejor quieres ir a la casa de los mohawk —le había dicho Moses. Julián
no tenía la menor intención de ir a ninguna parte, explicó. Por él, no se movería más
que para llenar la copa. Pero el otro no le hacía caso—. No estoy tan seguro de eso —
dijo Southern—. Tu hermana se casó con uno de allá arriba, ¿verdad? Y todavía está
Durante toda su vida había sido consentida y mimada, Elizabeth lo sabía; había
llegado el momento de tomar conciencia. Dejó escapar un suspiro quejumbroso,
maldijo lastimosamente y trató en vano de no llorar.
—Dejaré de quejarme —dijo en voz alta—. Sí, dejaré de ser tan cobarde.
Nathaniel estaba sentado con las piernas cruzadas y los pies descalzos de ella se
mecían sobre una de sus rodillas. Hizo una pausa en su trabajo para levantar la
mirada.
—No tienes ni un pelo de cobarde. Y te portas muy bien —le dijo. Elizabeth
había decidido mirar sólo su cara y no más abajo; realmente no tenía ninguna
intención de mirar la aguja que él tenía entre sus largos dedos, pero como eso era casi
imposible desvió la mirada—. Fue una idea excelente traer un costurero —observó
dejando caer otra corteza de madera en un pequeño montón al lado de ella.
—Una señora —dijo ella con los dientes apretados— siempre está preparada para
lo que pueda ocurrir.
Él se rió con suavidad.
—Una vez Osos se abrió la palma de la mano con un cuchíllete. Estaba
desesperado por sacarse una skelf.
—Eso me parece razonable —dijo ella volviendo a suspirar—. ¿Y qué es una
skelf, si se puede saber?
Nathaniel le mostró un delgado trozo de madera puesto en su aguja.
—Esto es una skelf. ¿Cómo lo llamáis vosotros?
—Miseria —bromeó Elizabeth—. En otro sentido supongo que es una astilla.
Skelf debe de ser una palabra escocesa.
—Hmm —dijo Nathaniel distraído.
Tenía una expresión que a ella no le gustó, y miró para otro lado.
Había un águila volando en círculos sobre las copas de los pinos, exhibiendo su
poder. Elizabeth podía oír el ruido que hacían las alas cortando el viento. Vagamente
se percataba del sonido del agua que corría en un arroyo, detrás de ellos, y del modo
en que su propio sudor le corría por la cara y los ojos y ardía, ardía, ardía. Echó hacia
atrás la cabeza y se mordió el labio.
—¿Te vas a tranquilizar, Botas?
—En cuanto termines de sacar la última de las astillas de mi pie, tendré un motivo
para tranquilizarme —le dijo con aspereza.
Nathaniel fruncía el rostro y torcía la boca en señal de concentración; el tono de
Elizabeth no pareció molestarle en absoluto.
Estaban en una cañada escondida, entre una montaña y una increíble fortaleza
* * *
Era un dolor punzante y rápidamente crecía hasta producir una explosión, pero no
duraba demasiado: Elizabeth mordía fuerte para no gritar, Nathaniel le había dejado
muy claro que era mejor hacer el menor ruido posible. Pero las lágrimas le cubrían
los ojos y el mundo le daba vueltas alrededor de la cabeza. Cuando pasó un poco,
Nathaniel le vendó el pie con uno de los mejores pañuelos de ella empapado con el
licor de Axel y luego le calzó delicadamente el mocasín. Con pocos movimientos le
puso las polainas y ató el mocasín encima. Elizabeth observaba mientras él cosía la
tira a la suela con la misma aguja que había usado para sacarle las astillas.
—Muy amable —dijo todavía molesta.
—Creo que mañana podrás caminar con esto.
—Quiero caminar ahora mismo. ¿No podríamos acampar en la orilla del lago que
pasamos?
Justo antes de la caída habían pasado junto a un pequeño lago en el que había un
lugar bien resguardado para cobijarse bajo un techo de roca. Habían pensado seguir
caminando unas tres horas más, pero en aquel momento Elizabeth se sentía contenta
por tener una excusa totalmente válida para volver atrás. Se trataba de un lugar muy
bonito. Y como ya había recibido las primeras clases de natación, no perdía ocasión
de practicar.
Nathaniel llevaba todos los bultos y dejaba que ella se las arreglara sola, cojeando
un poco. Elizabeth se sentía un poco tonta y miraba alrededor como si algunos
vecinos curiosos la estuvieran observando. Pero en vez de vecinos vio un par de
zorros jóvenes jugando al sol delante de su madriguera, con los pelajes rojizos
brillando. Los animales la miraron sin temor y ella les devolvió la mirada.
Cuando estuvieron instalados, Nathaniel buscó leña para hacer fuego. En la costa
del lago crecían los ácoros y Nathaniel cortó muchas hojas largas y verdes para
alimentar la hoguera. El humo se propagaba por todas partes y los mantenía a salvo
de los insectos.
Elizabeth respiró con alivio al saber que tendría que ocuparse de la comida, pero
se sentía extrañamente perezosa. Reclinada en la extensión más suave de la roca,
disfrutaba del roce de la brisa en su cara inflamada.
—Debo de estar horrible —dijo ella—. Y por favor, no te atrevas a
contradecirme.
—Ni siquiera lo soñaba, Botas.
Nathaniel la dejó recogiendo agua. A pesar del pie herido, de que el arroyo estuviera
a cierta distancia, del estado lamentable del cubo que tenían y de la gran cantidad de
agua que necesitarían, le encomendó aquella tarea y esperó a que comenzara a
realizarla antes de ir al refugio. No sabían si el hombre era peligroso o no, y no quería
correr el riesgo de tener a Elizabeth cerca. No todavía.
El canto se había terminado justo antes de que él llegara al campamento donde
había encontrado al extraño con una fiebre muy alta y sumido en un sueño
intranquilo. Al verlo no tardó mucho en darse cuenta de que el hombre estaba
huyendo. Tenía la piel oscura, del color de las ciruelas salvajes en el mes de agosto, el
pelo y la barba eran como las del ganado moteado, las manos tenían callos por haber
usado habitualmente herramientas. En la parte superior de su pecho musculoso había
una marca que Nathaniel pudo ver a través de la abertura de la camisa. Un esclavo
fugitivo, no muy joven pero sí muy fuerte. Y se estaba muriendo. Los ojos hundidos
se le quedaban en blanco. Además, tenía el brazo izquierdo hinchado hasta alcanzar
el doble de su tamaño normal, le estiraba la tela de la camisa que ya estaba a punto de
rasgarse. El olor de la putrefacción envolvía su cuerpo como un sudario.
Antes de ir a buscar a Elizabeth, Nathaniel pasó un rato mirando en los
alrededores. Las cosas no andaban bien por allí y eso le preocupaba. Era un refugio
muy bien construido con los materiales disponibles por un hombre que sabía hacer su
trabajo, que tenía más inteligencia e imaginación que herramientas. Dentro del
refugio había un catre y una piedra plana que servía de mesa. Sobre una vieja manta
Nathaniel vio un antiguo mosquete, pero no había rastros de balas ni de pólvora,
aunque sí algunas trampas para castores y restos de comida. En un recipiente
rústicamente tallado cubierto por una roca plana había un poco de carne seca y
legumbres, pero ninguna otra provisión. Fuera había una pala, una pala corta, un
martillo, un cuchillo, piedra de afilar, una olla para cocinar, todo desparramado por el
suelo y mostrando ya la presencia del óxido. Aquél había sido el primer signo de que
algo andaba muy mal. Nathaniel sabía instintivamente que un hombre que podía
concebir y construir un refugio así nunca trataría sus herramientas de ese modo; eran
lo que le permitía seguir vivo.
Nathaniel subió e hizo un hueco en el techo; después encendió un fuego
quemando primero las hierbas podridas y luego el mismo material del techo, en su
mayoría cortezas de árbol atadas con cuerda trenzada de raíces, para alejar el mal
olor. Mientras trabajaba, el hombre no despertó y Nathaniel se preguntaba si volvería
a hacerlo o si se iría al otro mundo sin ni siquiera decirle cómo se llamaba.
Cuando Elizabeth volvía por tercera vez con el cubo lleno, hizo que fuera de
* * *
Elizabeth pensó que el hombre estaría asustado y que no querría hablar. Nathaniel
le había dicho que era un esclavo fugitivo y ella suponía que una persona así estaría
alerta ante la presencia de extraños. En cambio sonrió y se mostró deseoso de hablar,
incluso con ánimo. Su lenguaje tenía un acento que recordaba mucho al de Axel, lo
cual volvió a sorprender a Elizabeth. Pero ella se contuvo y no hizo preguntas.
Lo primero que hizo el hombre, después de beberse dos cuencos de agua y de
presentarse como Joe, fue disculparse por no tener una silla que ofrecer a Elizabeth.
—Iba a hacer una —explicó— pero el brazo me ha impedido trabajar.
* * *
* * *
—Yo nací en la granja de los mohawk —le dijo más tarde Joe a Elizabeth tras
haber tomado tanto caldo como pudo y en respuesta a las amables preguntas que ella
le había hecho—. En Germán Flats, tal vez pasen por allí. No sabía nada de inglés
hasta que el viejo sir Johnson me llevó a trabajar en su molino, cuando tenía más o
menos veinte años. De eso hace más de cuarenta, pero el alemán no se ha ido aún de
mi mente.
—¿Pasó mucho tiempo con Johnson? —preguntó Nathaniel.
Joe lo miró.
—Treinta años, más o menos. Cuando él murió, Molly me vendió a una viuda de
Pumpkin Hollow.
Había estado hablando sin dificultad, mirando alternativamente a Elizabeth y a
Nathaniel, pero de pronto desvió la mirada de ambos y miró hacia fuera.
—¿Podrían darme un poco más de agua? —preguntó. Algún vago recuerdo
rondaba la mente de Elizabeth, pero no era capaz de saber qué. Sostuvo el cuenco de
agua para Joe mientras él alzaba un poco la cabeza y decía—: Es dulce el agua de
* * *
Un hombre fuerte que gritaba en sueños era algo difícil de soportar sin perder la
calma; sin embargo, Elizabeth se sentó con Joe y observó que el dolor le acercaba
cada vez más a la inconsciencia, y no parecía percatarse de su presencia. Elizabeth,
en cierto modo, se sentía feliz; no quería que supiera que Nathaniel había salido a
buscar leña, pensaba que eso le produciría angustia. Dio un ligero suspiro de alivio
cuando Nathaniel volvió junto al fuego con los brazos cargados de troncos que Joe
había cortado y amontonado. Nathaniel salió de nuevo porque quedaba poca agua,
esta vez con una antorcha y el rifle colgado del hombro.
—Usted no está cómodo —le dijo a Joe—. Dígame qué puedo hacer por usted.
Él movía la cabeza de un lado a otro del catre y tenía los ojos cerrados. Elizabeth
había mojado un paño de muselina de su hatillo y se lo pasaba por la cara, notando lo
seca que tenía la piel. Ya no sudaba, tampoco tenía fiebre. Ella sabía que esto no
podía ser una mala señal.
—Joe —le dijo con dulzura—. ¿Tiene algún mensaje que enviarle a su gente?
Él abrió los ojos.
—Es un mal chiste —tenía la lengua endurecida y apenas se le entendían las
palabras—. Venir de tan lejos y morir por un rasguño.
—Quisiera poder hacer algo para ayudarle —dijo ella—. Pero la verdad es que no
sé ninguna oración de la Iglesia católica.
De pronto él se reanimó y en su rostro apareció algo similar a una sonrisa; ella se
dio cuenta de que se burlaba.
—Yo no soy católico.
—Pero…
—Ella me hizo bautizar; y me hizo aprender las oraciones, y todas las mañanas se
decía la misa antes de que empezara la jornada de trabajo, pero yo no soy católico.
No en mi interior.
—Sí —dijo Elizabeth suavemente—. Tiene razón. ¿Hay alguna otra oración que
quiera decir, tal vez la Biblia…?
—No necesito oraciones. Necesito un brazo nuevo. —Pensó que de nuevo se
había desvanecido, pero entonces continuó—: ¿Usted conoce Johnstown?
—Muy poco.
—Nunca pensé que llegaría a echarlo de menos, pero es lo que me pasa. —Tras
otra larga pausa, prosiguió—: ¿Conoce el nuevo edificio del juzgado? ¿Justo delante
de la herrería de un hombre llamado Weiss? Hans Weiss.
La voz se desvanecía.
—¿Quiere que le dé un mensaje al señor Weiss? —Elizabeth trató de animarlo.
* * *
Nathaniel volvió a media tarde con tres conejos, dos urogallos y un pavo salvaje
que comenzó a limpiar inmediatamente, con la esperanza de que tuviera tiempo para
ahumar la carne y llevársela en el viaje. Se movía con agilidad y trabajaba con
esmero. Cuando Elizabeth se detuvo a hablarle respondió con la amabilidad de
siempre, pero estaba preocupado. Ella lo notó por el modo en que le temblaban los
músculos de la mandíbula cuando interrumpió la tarea un instante, pensando que no
le estaba mirando. Elizabeth se puso a trabajar con él y hablaron de cosas triviales,
dando las gracias por la tranquilidad que les deparaba que Joe durmiera. Hacía calor,
Elizabeth comenzó a sudar porque estaba al sol, pero poco le importaba. Le parecía
que hacía mucho tiempo que no sentía el calor y así se lo dijo a Nathaniel.
—Es la primavera más cálida que recuerdo desde que era niño —dijo él—.
Tenemos suerte, aunque al verte parece que no sea así.
—No me estaba quejando —dijo Elizabeth tranquilamente.
Nathaniel suspiró.
—No te estás quejando ni yo tampoco —dijo—. Estás muy irascible, Botas.
Estaba limpiando un urogallo y miraba buscando un lugar para tirar las entrañas.
—Qué lástima que no haya un perro —dijo—. Pero supongo que algún zorro
vendrá a buscar esta carne antes de que nos demos media vuelta.
—Hay un perro —dijo Elizabeth—. El perro de Joe, quiero decir. Estaba ahí fuera
* * *
Sintió el frío en todo su cuerpo, pero la imagen de Elizabeth hizo que su sangre se
calentara. Ella estaba en la orilla gesticulando con los brazos alzados sin percatarse
en absoluto de la imagen que ofrecía. Sin saber qué efecto producía la camisa mojada
sobre su cuerpo. Su piel, increíblemente pálida y los círculos oscuros de sus pezones,
y el triángulo más oscuro aún de su entrepierna, todo eso se ponía de relieve mientras
ella hacía señas sin prestar atención al tumulto de sensaciones que despertaba. La tela
mojada mostraba la forma perfectamente redonda de sus pechos. Nathaniel se
concentró en sus movimientos en el agua, porque la imagen de ella era difícil de
soportar.
Se levantó y caminó hacia la orilla sabiendo que su excitación no pasaría
inadvertida. Sus pantalones la revelaban más que la escondían. Se dio cuenta al ver su
mirada perpleja, los ojos entrecerrados en espera de sus caricias, incluso antes de que
la tocara. Oyó que ella respiraba hondo, pero entonces desvió la mirada distraída, por
detrás de él hacia la costa lejana. Él frunció el entrecejo y la atrajo hacia sí con
firmeza. La boca de ella estaba tibia, se apretó contra él aunque el agua helada del
lago que caía de Nathaniel volviera a mojarla.
—El perro rojo —murmuró mientras se separaban un instante para respirar.
Él podría haber reído de no haber sentido aquella fogosidad en su interior, aquella
imperiosa necesidad de poseerla en aquel mismo momento, sin esperar más.
—Olvida al perro —dijo bajando la cabeza de nuevo y poniéndola a ella en la
orilla.
Antes de que se quitara la ropa interior le había roto dos lazos, pero ella no se
quejó; en cambio, buscó el nudo que tenía Nathaniel a la altura de las caderas. Pero
no había tiempo para eso. Él le quitó la mano y al mismo tiempo se quitó los
La mañana era húmeda, fría y poco acogedora, pero no había tiempo que perder.
Nathaniel cavó la tumba con grandes esfuerzos en aquella tierra dura; mientras tanto,
Elizabeth preparaba el equipaje, poniendo la carne ahumada y recién secada en el
espacio disponible. Trabajaba fuera pese a la humedad, porque no le parecía
adecuado estar dentro, en el lugar donde Joe reposaba.
Hizo una pausa para secarse las manos húmedas en el fuego. Nathaniel trabajaba
mucho, ella lo observó un momento. Le parecía inapropiado sentir alegría al
observarlo teniendo en cuenta lo desagradable que era el trabajo que hacía. Pero le
resultaba difícil desviar la mirada. Nathaniel estaba completamente absorto en su
tarea, sabía que eso era lo que había que hacer y sencillamente lo hacía bien. Ella lo
notaba y entonces pensaba lo inmadura y tonta que era; pero pese a todo le resultaba
casi inconcebible la idea de dejar a Joe descansando en aquel agujero sin otra cosa
que lo protegiera que la tierra. No había tiempo para construir una caja, incluso
aunque hubieran dispuesto de herramientas para hacer algo semejante a un ataúd.
Nathaniel hizo una pausa para quitarse la llovizna de la cara con el puño de su
camisa. Le dirigió una sonrisa breve con la que intentaba darle coraje.
—Ya lo tengo todo listo —dijo—. ¿Debo…? —miró por encima del hombro
hacia el refugio y se interrumpió.
—Todavía me falta un poco —dijo Nathaniel—. Si quieres ir a lavarte baja al
lago ahora, podremos encargarnos de él cuando vuelvas. —Ella asintió con la cabeza,
incapaz de decir nada. Él cogió de nuevo la pala—. Ve tranquila —dijo—. No he
terminado con las trampas.
Ambos estaban deseando marcharse, pero ella no podía ayudarle en las tareas que
él tenía que hacer y lo dejó allí, nerviosa pero contenta de alejarse del claro.
El bosque parecía sucumbir bajo la lluvia, todas las hojas goteaban y el agua
corría hasta el lago. Ella siguió aquellos senderos de agua y se sorprendió al
constatar, cuando salió del follaje, que la lluvia había cesado. Con el correr del día el
sol disiparía la neblina, pero en aquel momento Elizabeth estaba ante el lago y se
sintió como si hubiera llegado a una tierra encantada; la niebla flotaba sobre la
superficie del agua haciendo que la isla apareciera y desapareciera de una manera que
se le antojaba mágica. Los ruidos del bosque y los pájaros producían ecos que
crecían, se aplacaban y volvían otra vez. Elizabeth recordó las mañanas que había
pasado en su casa siendo niña, cuando estaba en la cama, cuando se levantaba y
volvía a caer en la marea del sueño, contenta de permanecer unos instantes en la
frontera entre los colores y ruidos de sus sueños y el día que la incitaba a despertar.
Recogió agua con las manos, bebió y luego se sentó, sintiéndose extraña y sin
Era una lástima que no lo hubieran podido dejar en el lugar donde había quedado
atrapado, había pensado Nathaniel, pero se guardó este sentimiento para sí. Elizabeth
ya estaba muy conmocionada y él necesitaría toda la calma y el sentido común para
afrontar lo que les esperaba, y no podía soportar que ella se sintiera todavía peor. Le
había ayudado sin quejarse durante la peor parte del asunto, pálida y con la boca
apretada, pero resuelta, sin echarse atrás hasta que pusieron a Richard, que sangraba
abundantemente, sobre el raído catre donde había yacido Joe.
—¿Qué está haciendo, en nombre de Dios? —preguntó Richard una vez que pudo
enderezarse.
Vio espantado que Nathaniel estaba mojando un trozo de muselina con
aguardiente.
—Es para su mano —dijo Nathaniel tranquilamente—. Para limpiarla.
—Brujerías de los mohawk —dijo Richard quitando la mano del alcance de
Nathaniel—. Póngame una venda y será suficiente.
Elizabeth estaba a un lado con los brazos cruzados, le dolía el pie. No le había
hablado a Richard desde que éste había vuelto en sí, pero el enfado que iba creciendo
en ella era casi palpable.
—Ponle el aguardiente —le dijo a Nathaniel—. Si no lo haces podría empeorar.
—¿Ha realizado estudios médicos además de las nuevas habilidades que ha
adquirido recientemente? —la interrumpió Richard, que acabó lanzando un grito
cuando Nathaniel le cogió el brazo para ponerle el paño mojado en la herida abierta
de la mano—. ¡Váyase al infierno! —exclamó.
—Nathaniel acaba de enterrar a un hombre al que se le pudrió la herida que tenía
en el brazo —dijo Elizabeth—. Tal vez, si quiere, podríamos enterrarle a usted
también.
—Eso le gustaría, ¿verdad? —replicó Todd—. Entonces podría romper la citación
y olvidar los compromisos contraídos.
—Ya la he roto —contestó Elizabeth—. Y además quemé los pedazos. Y sepa que
no tengo ninguna obligación hacia usted. Aunque parece que debemos curar sus
heridas por simple y pura cortesía. Supongo que tal concepto no significa nada para
usted.
Nathaniel seguía aquel intercambio de frases con cierta sorpresa. Por primera vez,
desde que la conocía, veía cómo la rabia se apoderaba de Elizabeth. Hasta el punto de
que era incapaz de tranquilizarse y pensar en lo que era más adecuado hacer. Trató de
interceptar su mirada pero ella seguía con la vista puesta en Todd.
—Hablaremos de eso más tarde —dijo Nathaniel—. Ahora veamos esa estaca que
tiene en la pierna.
* * *
* * *
Elizabeth no había estado tan cansada en toda su vida y, sin embargo, sabía que
no podía dormir. No podría tampoco soportarlo. A ambos lado del refugio, con el
fuego entre ellos, Richard y Nathaniel dormitaban alternativamente o reclamaban sus
atenciones. Sólo habían pasado algunas horas desde lo sucedido aquella mañana, pero
parecía que fueran años.
Salió, desesperada por respirar aire fresco y se sentó por primeras vez después de
lo que le habían parecido días sin hacerlo. Pero no había escapatoria; en cuanto
cerraba los ojos, todo lo sucedido volvía a presentarse en su mente. El rifle en la
mano que parecía haber cobrado vida mientras Richard se agitaba en la cama, la
respiración ahogada de Nathaniel más fuerte que el disparo. Llevaría eso consigo
durante el resto de su vida. Elizabeth apoyó la cabeza sobre las rodillas con ganas de
llorar, o de gritar bien alto, deshacerse de algún modo de la terrible angustia que
sentía. Y de pronto, en un movimiento súbito, vomitó todo lo que tenía en el
* * *
Nathaniel estaba apoyado contra la pared del refugio en una cama hecha con
mantas y ramas de bálsamo. Ella había tratado de acostarlo, pero la respiración era
menos dificultosa para él si permanecía inclinado. En aquel momento abría los ojos y
la miraba fijamente. Tenía mal color, pero ella le sonreía y le quitaba el pelo de la
cara.
—Supongo que nunca podré olvidar esto.
Él le cogió la mano y la apretó. Al otro lado del fuego Richard estaba despierto y
escuchando, pero no se podía hacer nada para evitarlo.
—Escucha, Nathaniel —dijo Elizabeth inclinándose hacia él—. He llenado la olla
grande y el cubo de agua, los tienes al alcance de la mano, justo allí. ¿Me estás
oyendo?
Cuando vio que le prestaba atención, le señaló todo lo demás. La carne seca y las
legumbres, las municiones, el rifle y el cuchillo. También las armas de Richard, al
alcance de Nathaniel, al menos mientras su propietario no pudiera moverse. Había
suficientes provisiones para que pudieran pasar tres días sin problemas; tal vez
cuatro.
No se atrevía a mirarlo, levantaba la vista en dirección al techo y al agujero que él
había hecho la tarde que encontraron a Joe. ¿Era posible que sólo hubieran pasado
dos días?
—He traído la leña de Joe. Toda. Richard tendrá que ocuparse del fuego, supongo
que podrá. Tú debes mantenerte abrigado.
El perro rojo la despertó al alba apoyando el frío hocico sobre su cuello. Ella bostezó,
se desperezó y de repente recordó dónde se encontraba y por qué. Se sentó, oyó un
ladrido amistoso y vio que la cola del perro se movía alegremente.
—Menuda bestia —murmuró frotando con el dorso de la mano la cabeza huesuda
del perro.
El fuego se había apagado porque no estaba suficientemente cubierto. Había sido
el calor del animal lo que había impedido que se despertara temblando. Se preguntaba
si valía la pena soportar las pulgas a cambio del calor.
—No creo que seas capaz de recoger leña, ¿o sí? No te preocupes. De cualquier
modo, no hay tiempo.
¿Cuánto habría dormido? Había acampado al anochecer e inmediatamente se
había quedado dormida. Ocho horas tal vez; aunque parecía menos. Elizabeth
desayunó avena cruda y carne seca, mirando al bosque mientras masticaba. La
esperaba un largo día de marcha. Trataba de tragar lo más rápido que podía un
bocado tras otro. El perro la observaba con una ceja levantada. Entonces se tiró en el
suelo de espaldas y movió las mandíbulas lentamente para atraer su atención.
—No esperarás que ponga mis manos en esa porquería, ¿eh? —le preguntó, pero
se estiró para rascar el vientre pecoso del perro. Se sorprendió al ver que los pezones
eran alargados; una perra que antaño había tenido crías. Elizabeth se acordó del tío
Merriweather, del entusiasmo infantil que había mostrado cuando una hembra de sus
perros perdigueros había tenido cachorros. Fue la única vez que se dignó ir a la
cocina para visitar a la cría en una caja que había junto al fuego. Recordó que a la
cocinera no le gustaba su presencia en aquel lugar, interrumpiendo su rutina y
alborotando a sus ayudantes.
—Treenie —dijo Elizabeth recordando por primera vez tras muchos meses a la
cocinera de Oakmere, una escocesa ágil que tenía una cara parecida a un tomate muy
maduro, una lengua afilada como un cuchillo y puños como filetes crudos.
El perro se levantó y empezó a mover la cola.
—Es un nombre tan bueno como cualquier otro —dijo Elizabeth—. Tengo que
llamarte de algún modo ya que tenemos que andar juntas.
Caminaron. Durante horas caminaron mientras Elizabeth hablaba con la perra
roja. Era la única manera de mantener la atención puesta en el viaje y lejos del motivo
que lo había causado. Avanzaba rápido, sólo se detenía a beber en el río y reponerse
un poco. Las dos comían mientras andaban. Treenie desaparecía a veces, volviendo
luego con cara compungida y el resto de un conejo o de una marmota entre los
dientes. Las ardillas rojas se escurrían alrededor de ellas y se oía el picoteo
* * *
* * *
Las palabras estaban un poco borrosas a causa de las marcas de los dientes de los
animales, pero de todos modos se podían entender: «Mientras estas letras crezcan,
también lo hará nuestro amor». Elizabeth se acercó para tocar las letras grabadas
preguntándose si no se estaría acostumbrando a tener alucinaciones.
Treenie tenía el vestido de Elizabeth entre los dientes y tiraba con fuerza.
—Hemos pasado la ciénaga —dijo Elizabeth tocándole el lomo—. Gracias a
Dios.
En respuesta, el aire se iluminó con el triple destello de una luz blanca y azul
seguida inmediatamente de un sonoro trueno. Demasiado cercano. Elizabeth se
deslizó hacia las piedras que había al otro lado y trepó a un alerce seco, a punto de
caer.
Treenie se apoyaba sobre sus rodillas, y Elizabeth estaba a punto de perder el
equilibrio. Miró a la perra temblorosa y luego alrededor. Bajo la luz blanca y azul que
parecía encenderse y apagarse continuamente, se veía el pelo erizado del animal. Y
entonces el trueno apagó todos los ruidos del mundo, el aullido de la perra roja, el
propio alarido de Elizabeth y el crujido de un árbol que se partía en dos, a pocos
metros de distancia, como si fuera un melocotón maduro.
Elizabeth pasó por debajo del alerce y salió corriendo.
* * *
* * *
* * *
Una mañana tan cálida y con tanto sol parecía algo improbable después de una noche
de tormenta como la anterior. Elizabeth se despertó cuando empezaba a salir el sol.
Completamente mojada y con los músculos entumecidos, la sensación del sol en la
cara fue muy agradable.
Y había además un conejo, recién cazado y sangrando sobre la hierba, lo que
demostraba que Treenie se había procurado su alimento primero.
—Muy generoso por tu parte —le dijo Elizabeth elogiándola—. Pero ¿cómo crees
que voy a encender el fuego?
Se sentó y se desperezó, haciendo una ligera mueca. No tenía tanta hambre para
comer carne cruda, pero tenía que comer.
Por suerte encontró una grieta entre las rocas en la cual las hojas de otoño se
habían acumulado a una profundidad suficiente para preservarse de la humedad.
Entonces, pacientemente, logró encender un fuego con el cual pudo asar el conejo en
un asador improvisado con madera fresca. Se quemó los dedos y la boca y se comió
hasta las partes más crudas, mientras Treenie andaba de un lado a otro.
Le habría gustado mucho quedarse allí sentada y secarse completamente, lo
pensaba incluso cuando estaba recogiendo las cosas y preparándose para continuar.
En el fondo del hatillo encontró unas nueces olvidadas que partió con los dientes
mientras contemplaba lo que se había estropeado. La pólvora estaba mojada, pero en
una mañana llegaría a la cabaña de Robbie, si es que no se perdía. Podría arreglarse
sin el mosquete. Secó y puso aceite al cuchillo sin problemas. Finalmente se cambió
la cazadora por otra que llevaba de repuesto, que no estaba tan mojada como el
vestido que le pesaba en la espalda, se desató el pelo para que pudiera secarse con la
brisa y el sol, se guardó el broche en la parte interior de la camisa para no perderlo,
revisó su brújula y partió con los mocasines mojados y fríos rozándole los pies.
Cuando llevaba poco tiempo andando se dio cuenta de que estaba tarareando. Se
detuvo sorprendida y algo conmocionada ante una verdad muy desconcertante: ya no
sentía pánico. Pensar en Nathaniel la hacía avanzar con más rapidez, pero en algún
lugar durante la tormenta había desaparecido esa especie de miedo que le impedía
respirar y que había amenazado con derrotarla desde el momento en que había
disparado. Bajo los claros cielos, límpidos y brillantes, el pánico daba lugar a la
calma necesaria para cumplir su propósito.
El bosque se hacía menos tupido al transcurrir la mañana, hasta que se convirtió
en algo parecido a un prado, al menos como los prados que había visto entre los
grandes bosques del norte. Tendría casi media hectárea y estaba cubierto de hierba,
que crecía hasta la altura de las rodillas, y de arbustos. Al reconocer el lugar que
* * *
* * *
La luz de la luna permitía distinguir las sombras del prado, pero en el bosque
cerrado se encontró sumida en la oscuridad. Elizabeth se detuvo, cerró los ojos e hizo
un esfuerzo para respirar hondo.
Oyó un ruido por encima de su cabeza, entre el follaje de los árboles, y levantó la
mirada para ver el destello de un pecho blanco. El buho cantó y el pulso de Elizabeth
se hizo más lento.
Si había ganado la pelea y Elizabeth se temía que así había sido, Lingo la estaría
persiguiendo. Alemán Ton había atraído sobre sí la furia de Jack Lingo y le había
dado aquella oportunidad; y probablemente lo habría pagado muy caro. Ella no podía
sentirse agradecida por eso en aquel momento. Sólo podía pensar en seguir huyendo
y en encontrar a Robbie.
Iba ajustando su visión a la oscuridad para distinguir las siluetas desdibujadas de
los árboles.
La gente de ojos azules tiene ventaja en los bosques durante la noche, eso le había
dicho una vez Nathaniel cuando habían acampado una noche sin luna. Él había
guiñado uno de sus ojos color avellana y la había llevado bajo la sombra de los
árboles de bálsamo donde sólo había existido Nathaniel y ninguna otra cosa, ningún
otro pensamiento hasta que salió el sol. Ella no temía a la oscuridad, nunca la había
temido. Pero Jack Lingo la había mirado a través del fuego y en sus ojos se revelaban
amenazas que no quería ni imaginar.
Elizabeth sintió de pronto un ligero temor y tocó las armas que llevaba consigo.
Mientras palpaba el mosquete que tenía en el cinturón se dio cuenta de que se había
olvidado de la pólvora.
En cambio, tenía el rifle de Lingo. Por la tarde había visto cómo lo limpiaba,
puliendo primorosamente el arma. Un rifle Kentucky, había dicho con notable orgullo
* * *
* * *
Lo dejó allí como estaba y se fue sin armas, sin provisiones. Cuando había
recorrido un kilómetro se detuvo a escuchar, y no percibió señales de él; se sentó en
el suelo del bosque. Después de un largo rato se levantó, se limpió la cara sucia con
su propio pelo y miró la brújula. Estaba fuera del camino, pero no demasiado. Echó a
andar.
Cuando llegó a Pequeño Perdido se detuvo y se dejó caer en la orilla, luego entró
en el agua y se sumergió durante todo el tiempo que pudo aguantar. El frescor del
agua era una bendición para sus cortes y contusiones. Bebió hasta que no pudo más y
finalmente salió a la costa donde se tumbó con la mejilla amoratada, apoyada sobre la
arena fría. Un somorgujo nadaba cerca, sus ojos rubíes se volvían hacia ella, mientras
se preguntaba qué sabor tendrían los somorgujos.
El sendero que llevaba al campamento de Robbie le resultó familiar. Habría sido
mejor correr, pero no le quedaban fuerzas. Los pies le dolían mucho y tenía la cara
destrozada. Se preguntaba si Robbie la reconocería.
Por fin llegó al claro. Los bancos gastados de tronco y los asadores de piedras
alineadas, las ordenadas filas de trampas colgadas en el techo, el montón de leña. No
había fuego encendido, ninguna señal de Robbie. Llamó en voz alta y no obtuvo
respuesta alguna salvo el graznido de un cuervo. Fue a mirar en un bosque de pinos
cercano y vio un pájaro balanceándose delicadamente en una rama de arce. Su pecho
negro polvoriento estaba manchado de yema de huevo y trozos de cáscara. El
petirrojo aleteaba y se estremecía mientras el cuervo atacaba de nuevo su nido.
Elizabeth se preguntó si sería posible morir de desesperación.
Soñó con Huye de los Osos, pero en su sueño él era pequeño y tenía la cara suave y
lampiña. No obstante, como siempre, despedía su característico olor a grasa de oso y
a sudor. Ella se acurrucó y trató de dormir más profundamente para que los sueños no
necesitaran el olor para enviar su mensaje.
Pero sentía ruidos en el estómago y agujas de pino se le clavaban en lugares
incómodos. Además seguía sintiendo el olor de la grasa de oso, esta vez acompañado
por una voz, una voz reconocible.
Elizabeth se levantó de un salto y se golpeó la cabeza con Nutria.
—¡Vaya! —susurró él—. Eres tú.
—Nutria —dijo dando un profundo suspiro para tranquilizarse.
Le cogió los dos antebrazos con sus manos, apretando fuerte.
—¿Tienes comida?
La expresión de sorpresa y desconcierto que se dibujó en la cara de Nutria cedió
pronto el paso a su sentido del deber. Desapareció un momento y volvió antes de que
ella pudiera seguirle y le puso un pedazo de venado seco en una mano y una torta en
la otra. A Elizabeth se le hizo la boca agua.
Mientras comía, Nutria la miraba. Ella vio que los ojos del muchacho se movían
inquisitivamente como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
—¿Tan mal estoy? —preguntó por fin entre un bocado y otro.
Él parpadeó en señal de afirmación.
Repentinamente exhausta de nuevo, Elizabeth se tendió en el suelo, miró el
firmamento y se sorprendió al darse cuenta de que todavía era muy temprano, faltaba
mucho para el mediodía. Entonces, no habría dormido más que una hora.
—¿Nathaniel? —preguntó Nutria preocupado.
—Está vivo —dijo ella.
No solía llorar; siempre se había sentido orgullosa de eso, de su habilidad para
controlar los excesos de dolor o de ansiedad hasta poder desahogarse en privado.
Pero en aquel momento, aunque encontró las palabras necesarias para contar lo que
había pasado con calma y de forma que se la entendiera, las lágrimas rodaban
incontenibles por su cara y caían en lo que quedaba de su camisa. Concluyó tan
rápido como pudo, lo único que no contó fue lo que no soportaba relatar: cómo
Nathaniel había recibido el disparo y lo que la había retrasado en el camino. Nutria
era joven, pero su reserva le recordaba a Osos. Se sentía infinitamente agradecida
porque él no le preguntó por las heridas que tenía en la cara.
—Tenemos que ir a ayudar a Nathaniel y a Todd. —Los ojos de Nutria chispearon
al oír el segundo nombre, y Elizabeth recordó que quedaban asuntos pendientes entre
* * *
* * *
* * *
El lago sin nombre, con la pequeña isla en el centro, en la cual habían estado
juntos por última vez, apareció súbitamente ante ellos, y también la plataforma de
roca donde habían visto el cortejo de las águilas. Elizabeth comenzó a correr con
Nutria detrás de ella. Sólo eran dos minutos, pero le pareció mucho más. Nutria le
hablaba, pero ella era incapaz de entender lo que le decía, ni siquiera sabía si lo hacía
en inglés o en mohawk.
Al llegar al borde del claro ella se apresuró todavía más y vio humo. Uno de ellos
estaba entonces lo suficientemente bien para mantener encendido el fuego. Sintió una
gran oleada de esperanza, y al mismo tiempo mucho miedo. Hizo una pausa para
recuperar el aliento; en aquel momento lo que le había parecido un montón de pelajes
rojizos sobre la tumba de Joe rodó de golpe a un lado y ladró. Elizabeth pudo ver
incrédula que Treenie salía corriendo a darle la bienvenida, sonrió tontamente, todo el
cuerpo de la perra se movía al compás de la cola. Tenía una herida en el lomo con una
costra de sangre. Elizabeth acarició el pelaje denso de la perra y le habló dulcemente.
Luego carraspeó y siguió adelante, gritando.
La silueta familiar de Robbie MacLachlan apareció en el marco de la puerta.
Elizabeth sintió que se le iba la voz y aumentó la velocidad de sus pasos hasta llegar
corriendo a abrazar a Robbie.
—Bueno, bueno, chica —dijo mientras le daba palmadas en la espalda—. No
pasa nada, no se asuste. No se ponga así, me romperá el corazón.
Su cuerpo grande bloqueaba el paso al resto del mundo. Elizabeth se limpió la
cara con las manos y lo miró fijamente, se dio cuenta de que los problemas no habían
terminado.
—¿Está vivo? —preguntó sin titubeos—. Dígame si está vivo, Robbie, por favor.
—¿Quién? ¿Joe? ¿Usted conoce a Joe? Si se refiere a él no le puedo dar muchas
esperanzas, ahí hay una tumba…
Elizabeth se apartó de él y negó con la cabeza.
—Ésa es la tumba de Joe. Murió hace cinco días.
Sin esperar la reacción de Robbie, pasó junto a él y entró en el refugio. A cada
lado del fuego, no había nada más que paja esparcida por el suelo de tierra. La
comida, las armas y las herramientas no estaban. Se puso a llorar; tenía la mano
apretada contra los labios hasta que las heridas volvieron a sangrarle.
—No la entiendo —decía Robbie a sus espaldas—. ¿Dónde está Nathaniel? ¿Y
cómo es que usted se ha hecho tanto daño?
—Estaba aquí —dijo desolada—. Lo dejé aquí para ir a buscarle a usted. Los dos
estaban malheridos y no podían caminar.
—¿Los dos malheridos? ¿Qué dos? —La frustración manifiesta en la voz de
* * *
En la oscuridad, poco pudo percibir del poblado. Primero vio campos con filas de
plantas y un pequeño corral que vigilaba un joven. Alrededor de él, varios perros se
levantaron del suelo como si hubieran sida atacados por un rayo y comenzaron a
ladrar. Treenie se apoyó en Elizabeth muerta de miedo y les ladró a su vez, se le
erizaba el pelo del cuello. El muchacho dio una orden a los perros y éstos volvieron a
echarse con los ojos atentos y obedientes.
Fueron en dirección al centro del poblado, donde la noche se aclaraba con la luz
de una gran fogata y se oía un canto que Elizabeth no había oído nunca.
—Quédate cerca —le dijo Robbie amablemente.
Ella asintió con la cabeza. La fuerza de la sangre hacía que los dedos le temblaran
y su vientre se movía con cada pulsación al eco de los tambores. Y muy cerca de su
muslo la perra temblaba tanto como ella, curvando la espina dorsal como si todos sus
huesos hubieran desaparecido su cuerpo sólo estuviera relleno de trozos de pánico y
agitación. «Él está aquí, él está aquí». Casi podía oír en las voces que cantaban lo que
resonaba persistente en su cabeza: «Nathaniel está aquí; Nathaniel está vivo».
Se produjo un silencio repentino cuando llegaron al espacio abierto donde ardía el
fuego. Las manos dejaron de tocar los tambores y el polvo dejó de levantarse
alrededor de los pies de los bailarines.
Elizabeth parpadeó hasta que sus ojos se acostumbraron, la luz que se elevaba
convertía en espectros dorados las pieles tostadas y morenas con toques de carmesí y
verde. Alrededor de ellos, tal vez habría cientos de ojos esperando en la oscuridad.
Sólo el fuego hablaba en aquel momento, crepitando y rugiendo.
Se adelantó una sola figura. Estaba envuelto en una manta y usaba un tocado
sobre el cuero cabelludo rapado.
—El sachem —le dijo Robbie a Elizabeth con tranquilidad—. Partepiedras es su
* * *
Había tres casas largas. La gran extensión de sus lados curvados le recordó el
esqueleto de una ballena que había visto en el puerto de Nueva York. Ya había pasado
casi un año desde entonces; se maravilló de ello, de que fuera cierto.
La anciana titubeaba ante una puerta de piel de oso y observaba a Elizabeth.
—Yo soy Ohstyen'tohskon —dijo—. Ésta es la casa larga de los Lobos y yo soy
la kanistenha. La matriarca del clan.
—Le doy las gracias por su ayuda y su hospitalidad —dijo Elizabeth, tratando de
Nathaniel no durmió bien. Entre los sueños producidos por la fiebre, a veces
frenéticos, a veces más tranquilos, se alzaba en el lecho y volvía a desplomarse para
asegurarse de que estaba allí. Entero y curándose, aunque no sin cicatrices. Ella
dormía a su lado con la boca ligeramente abierta y una expresión concentrada, como
si supiera que tenía algo por hacer.
Salió el sol y encontró el modo de penetrar por los huecos de ventilación que
había en el techo arqueado de la casa larga: entonces Nathaniel pudo verle mejor la
cara. Tenía moretones ya viejos que estaban pasando del verde amarillento a un azul
vago. Eran alargados y recorrían las mejillas de Elizabeth como la sombra de una
mano extendida. Nathaniel contó los golpes y de repente sintió una extrema angustia,
mucho más temible y más profunda de lo que jamás había experimentado. Ella había
tenido que soportar todo aquello por él. Eso y más, porque también pudo ver los
cortes que tenía en el pecho.
No había muchos hombres vagando habitualmente por los bosques y él los
conocía a todos. No era extraño que un hombre se saliera de sus cabales a causa de la
soledad o de la avaricia. Pero el hombre que le había puesto la mano encima a
Elizabeth no lo había hecho por desesperación, sino por placer. Había disfrutado
haciéndolo. Y había sólo una persona que podría ser responsable. Sintió un
estremecimiento al pensar que la había enviado sola, que había previsto todos los
peligros excepto el único que en realidad había encontrado y del que, de algún modo,
había escapado. Había una historia que debía contarle, y seguramente una historia
terrible. Y más terrible le resultaría a Nathaniel oírla.
«Ojalá tuviera una décima parte de la fuerza que tiene ella», pensó Nathaniel.
A sus espaldas, los ruidos de la casa crecían gradualmente. Las voces de las
mujeres, riñendo, impacientándose, divirtiéndose. Los niños con hambre, los hombres
murmurando todavía medio dormidos. Se oía el ruido que se producía al hacer la
mezcla cuando comenzaba la larga tarea diaria de moler el maíz. A Nathaniel le
gustaba la casa larga por la mañana, la vida cotidiana y la comodidad que había en
ella, pero en aquel momento añoraba el refugio solitario del bosque, donde podría
haber estado a solas con su mujer, y podrían haber hablado libremente sin sentirse
turbados por la presencia de ojos y oídos extraños. Donde podría haberla mirado para
constatar lo que tanto temía, lo mucho que había sufrido.
Oyó un silbido detrás de él y pudo ver de reojo que se trataba de El Que Sueña
que estaba mirándolos. La mirada del custodio de la fe no fue tan intensa, aunque
Nathaniel tuvo que darse la vuelta; poco después, el hombre se había ido. Nathaniel
sintió remordimientos porque le gustaba el anciano y le debía muchos favores, pero
* * *
Aquélla era una época de mucha actividad en el poblado, le había dicho Nathaniel
mientras se quitaba sus ropas raídas y se las cambiaba por un vestido de ante y unas
polainas que le había llevado una mujer joven. Los mocasines eran muy buenos y
estaban decorados con cuentas y con espinas de puerco espín; Elizabeth lo tomó
como señal de que la matriarca del clan no estaba del todo en su contra.
Elizabeth se sorprendió pensando en el hatillo, en las provisiones, en el tiempo
que haría y en los caminos; entonces recordó, entre aliviada y contrariada, que aquel
día no tendrían que caminar. Había terminado su tarea, lo había encontrado y de
momento no iban a ninguna parte.
Caminaba con Nathaniel y miraba las cosas que le señalaba. Las nuevas cosechas
en los campos necesitaban mucha atención: al parecer estaban allí todas las mujeres
con una pala, muchas de ellas trabajando desnudas hasta la cintura. Elizabeth se
preguntaba si sería capaz de dejar de sorprenderse o si bastaba con poner más
* * *
Nutria y Robbie pasaron la mañana negociando con Aweryahsa acerca del precio
de la canoa de corteza de abedul que empezaba a construir. Cuando llegaron a un
acuerdo, Nutria fue a buscar a Nathaniel y a Elizabeth para que dieran su aprobación.
—Podéis venir a verla, si os apetece —añadió Nutria mientras desviaba la mirada
por delicadeza.
Los había encontrado abrazados junto al río. Elizabeth dormía con la cabeza en el
muslo de Nathaniel y tenía la cara manchada y bañada en lágrimas.
Nathaniel lo miró; conocía de toda la vida a aquel muchacho. Había ayudado a
criarlo y en aquel momento se sintió muy orgulloso de haberlo hecho.
—Iremos enseguida —dijo en voz baja.
Nutria inclinó la cabeza y se dispuso a marcharse.
—Espera. —Nathaniel miraba en dirección al río como si buscara en él las
palabras adecuadas—. Nunca podré pagarte lo que has hecho por ella —le dijo—.
Aunque haré todo lo que pueda por ti.
—No hice nada que tú no hubieras hecho —señaló Nutria—. Nada que no habría
hecho por mi hermana. —Nathaniel, en silencio, seguía mirando a Elizabeth mientras
dormía.
—Pudo defenderse sola. Es muy fuerte. Pero no habría podido curarse, y gracias a
ti lo está logrando.
Nutria miraba con aire pensativo.
—No está orgullosa de lo que hizo —dijo.
Nathaniel sabía que era más una pregunta que una afirmación.
A menudo le pedían que les explicara cómo pensaba y obraba la gente blanca,
sobre todo cuando dejaban perplejos a los kahnyen'kehaka. Nutria lo observaba,
quería entender cómo aquella mujer podía sentir otra cosa que no fuera orgullo por
haber matado a un enemigo muy poderoso. Pero Nathaniel no podía explicárselo de
forma que él lo entendiera, y después de un rato el joven se fue, tan pensativo y
sereno como siempre lo había visto Nathaniel.
Después de verla dormir unos minutos más, contando sus respiraciones y
* * *
En un arroyo pequeño que había a corta distancia de las casas largas encontraron
al constructor de canoas y a sus aprendices trabajando mucho, con el torso desnudo y
las piernas manchadas de mugre y sudor.
—Raíz de pícea para las ligaduras —explicó Nathaniel. Elizabeth, a quien de niña
le encantaba pasar horas con la cocinera, el herrero y el carpintero, se había acercado
a observar.
Uno de los aprendices ponía dos largos tablones en ángulo mientras el hombre
mayor vertía agua hirviendo sobre ellos: soltó el cucharón y cogió las tablas con
ambas manos, comenzó a caminar hacia atrás, sin mirar hasta sentarse en un tronco
de árbol, donde comenzó a trabajar la madera apoyada en su rodilla. Estaba
absolutamente concentrado en un punto específico de la madera, como si quisiera que
se curvase. Repentinamente torció la boca y luego resopló. De repente levantó un
cuchillo curvo y comenzó a escarbar la madera mojada.
—No es lo suficientemente delgada para darle la inclinación adecuada —explicó
Nathaniel.
El constructor de canoas levantó la mirada, lo miró e hizo una pregunta, a la que
Nathaniel dio una larga respuesta.
* * *
Se quedó otra vez dormida, luego comió, y volvió a dormir, y entre una cosa y
otra habló mucho con Nathaniel. A veces le hablaba en sueños, se despertaba y veía
que él la estaba escuchando mientras la observaba intensamente. Pasaron así tres días,
viendo a Robbie y a Nutria una y otra vez, pero la mayor parte del tiempo solos. Al
anochecer, cuando se encendía el gran fuego y comenzaban los cantos, se retiraban
junto con los niños más pequeños y las mujeres más viejas. Unos días más tarde el
poblado celebraría la Fiesta de la Fresa, a la cual tendrían que asistir. Nathaniel se lo
dijo. Ella aceptó, pero de momento lo que le importaba era rehuir cualquier encuentro
con Todd y cualquier conversación con la anciana.
Hecha de Huesos iba dos veces al día a darle infusiones a Nathaniel y a curarle la
herida, y mantenía consigo misma un largo diálogo que no requería respuestas.
Elizabeth observaba todos los detalles y en algunas ocasiones hacía preguntas; éstas
no parecían gustar a la anciana, aunque tampoco la molestaban.
Cada día que pasaba en el poblado, Elizabeth se sentía más fuerte y segura de sí
misma, entendía un poco más las costumbres del lugar y había aprendido una
cantidad sorprendente de palabras. Algunos de los alimentos de los kahnyen’kehaka
eran un poco raros para ella; sabía que antes los habría rechazado, y de hecho muchas
veces no podía digerirlos. A veces se despertaba con hambre, pero al sentir en sus
oídos los latidos del corazón de Nathaniel y los olores y sonidos de los
kahnyen’kehaka a su alrededor, volvía a dormirse, más tranquila.
Una mañana, cuando ya llevaba diez días allí, cayó una densa lluvia. A los demás
no parecía importarles el tiempo y salían a hacer los preparativos de la Fiesta de la
* * *
Las actividades del poblado entero habían cambiado. Los hombres habían vuelto
de comerciar con las pieles y llevaban las canoas cargadas con provisiones de todas
clases. Hubo una profusión de materiales que clasificar y que almacenar de acuerdo
Más cansada de lo que podía recordar desde el día en que Nutria la había encontrado
en casa de Robbie, Elizabeth sólo deseaba llegar al espacio que compartía con
Nathaniel. Y a Nathaniel. Pero él estaba todavía con Zorro Manchado y los otros.
Entró en la casa larga y se tumbó sola en el montón de pieles de oso; se quedó
dormida incluso antes de poder quitarse los mocasines. Durmió profundamente y se
despertó, muerta de hambre, mirando las filas interminables de panochas de maíz
seco colgadas en las vigas.
Se sentó y encontró a Luna Hendida delante de ella. Estaban solas en la casa larga
a excepción de una niña muy pequeña que jugaba desnuda con las cenizas de un
fuego apagado. Fuera había un juego que atraía la atención de todo el poblado. De
todos salvo de Luna Hendida.
—¿Están jugando al baguay? —preguntó Elizabeth con la boca seca y pegajosa.
Luna Hendida asintió con la cabeza y le alcanzó un cuenco con agua que
Elizabeth aceptó agradecida. La mujer más joven comenzaba a marcharse.
—Luna Hendida —Elizabeth usó el nombre kahnyen’kehaka de la mujer. Dijo
sólo el nombre, pero fue suficiente para que ella se detuviera—. ¿Por qué me miraba?
Por un instante, Elizabeth temió que la mujer no le contestara y que cerrara la
puerta entre ambas. Pero un temblor movió la boca de la mujer y en su rostro
apareció una expresión de incertidumbre.
—Porque usted tiene una magia que es nueva para mí —dijo finalmente—. Me
gustaría entenderla.
Elizabeth sonrió aliviada.
—No tengo magia.
—Usted consiguió capturar a Lobo Veloz —dijo Luna Hendida.
—Me casé con él —dijo Elizabeth—. No hay magia en eso, sólo que… —Hizo
una pausa, no sabía la palabra en kahnyen’kehaka—. Bonne chance.
La mujer parpadeó al oírla y levantando un dedo tocó la cara de Elizabeth. Con
cierto esfuerzo, Elizabeth se quedó muy quieta mientras Luna Hendida trazaba una
máscara invisible alrededor de sus ojos.
—Tú lo capturaste con su hija —dijo Luna Hendida—. Tu espíritu es más fuerte
que el mío, más fuerte de lo que era el de Yewennahnotha. Ninguna de nosotras pudo
conservar a sus hijos.
Elizabeth dio un salto de sorpresa; sintió que el corazón se le agitaba y luego se
tranquilizaba de nuevo. Yewennahnotha. Sarah. La oyó reírse, un sonido inquietante.
—¿De dónde sacaste esa idea? —le preguntó. Luna Hendida la miraba de un
modo que le hizo darse cuenta de que se lo había dicho en inglés.
* * *
* * *
Todo el poblado parecía tener prisa por participar en el baile y Elizabeth, que era
alta para su sexo pero no tanto como los hombres del grupo que había alrededor del
fuego, no podía ver a Richard. Lograron ponerse en un lado donde dos cantores se
habían subido a un banco. Uno de ellos era el constructor de canoas, que parpadeó
solemnemente al verla mientras golpeaba su tambor. El otro cantor tenía una carraca
hecha de un cuerno largo, tapada en un lado y provista de una manija de madera en el
otro.
Dos grupos se formaban a cada lado del fuego, en los dos había hombres y
mujeres.
—Debería reunirme con ellos —dijo Nathaniel—. ¿Tú…?
—Ah, no. —Elizabeth debió de haberse reído a causa de los nervios, pero el
estado de ánimo de la multitud ensimismada mostraba abatimiento, de modo que lo
envió a él con un ligero movimiento de la mano.
Cuando Nathaniel desapareció entre los bailarines sintió que temblaba de alivio.
Daba las gracias por tener tiempo para pensar cómo decir lo que tenía que decir. La
idea todavía estaba fresca en su mente y no le resultaba todavía familiar para hacerla
saltar de asombro o ruborizarse en una combinación de orgullo y reserva. ¿Qué
* * *
Las casas largas de los Osos y de los Lobos eran idénticas en la mayoría de los
detalles, lo que, en cierto modo, tranquilizó a Elizabeth. Allí, sin embargo, el hogar
de la matriarca del clan era compartido con un esposo, el sachem, que estaba todavía
en la Danza del Golpe de Palo. El penetrante olor de su tabaco contrastaba con el de
las hierbas, que tenían una función muy importante en el hogar de Hecha de Huesos.
La Que Recuerda parecía ocuparse más bien de hacer los ornamentos que muchos
usaban y del fino trabajo de aguja que decoraba las telas. Por todas partes había
montones de trabajos a medio hacer junto con cestos de púas de puercoespín,
conchas, hilos y otras cosas que Elizabeth no podía identificar. Tuvo tiempo de
observar todo eso porque ella y Luna Hendida llegaron primero.
Mientras la mujer más joven alimentaba el fuego hasta lograr una buena llama,
Elizabeth examinó una larga fila de tocados de pluma y cogió uno casi terminado
para mirarlo. La pieza era un gorro alargado de tablillas de madera flexibles
entretejidas y cubiertas de ante. Aquél aún no tenía las plumas pero estaba junto a
cestos que contenían montones de plumas de águila y de pavo, que reconoció sin
* * *
Después de cinco días navegando a través del vasto lago llamado Champlain por los
franceses, que lo habían reclamado como suyo, y Rogioghne por el Hode’noshaunee,
que sabía que no era propiedad de los hombres, sino del espíritu guerrero que dirigía
los vientos y las olas, Elizabeth ya sabía que Robbie era incapaz de remar sin cantar.
Cantaba canciones de los comerciantes de pieles, marchas que había aprendido en sus
veinte años de soldado, y muchas canciones de los kahnyen’kehaka, una de las cuales
el constructor de canoas había compuesto y grabado en la embarcación:
* * *
* * *
Cuando ella volvió, Robbie estaba sentado cerca del fuego tallando un nuevo
silbato y la miró con tal compasión y pena que estuvo a punto de perder su
resolución. Elizabeth movió la cabeza al pasar a su lado, Nathaniel estaba acostado al
otro lado del fuego, mirando a un lado, no era más que una forma alargada bajo la
manta. Ella sabía que no estaba durmiendo, lo notó por el ritmo de la respiración y
por los músculos tensos.
Fue hasta el borde del pequeño campamento y dudó. Robbie la estaba mirando.
Nathaniel no se había movido. Ella se le aproximó y se quedó mirándolo.
—¿Cuánto le pagaste al agente de mi padre por la tierra y la escuela?
—Trescientos dólares —respondió sin levantar la mirada para mirarla.
—Es mucho —dijo sorprendida— por un terreno tan pequeño. —Él no contestó
—. Te la compraré con mi propio dinero.
Nathaniel se sentó y se abrazó las rodillas. La luz del fuego se reflejaba en su cara
dando mayor relieve a las mandíbulas y dibujando oscuras sombras en las mejillas
hundidas. No esbozó ninguna sonrisa.
—Hazme una oferta.
—Te daré los trescientos que pagaste.
Él hizo un ademán de desdén.
—¿Y dónde está la ganancia?
—Trescientos cincuenta dólares —dijo Elizabeth tras pensarlo un momento.
—Cuatrocientos —dijo Nathaniel con una afilada hoja de hierba entre los dientes.
Ella se encolerizó.
—Trescientos cincuenta dólares.
—Cuatrocientos.
Ella hacía grandes esfuerzos por encontrar refugio en el sueño, aunque no lograba
llegar a aquel lugar seguro. Mucho después de que la canción de Robbie hubo
terminado, la letra seguía resonando en su corazón. «¿Vendrás, muchacha, vendrás?»
Al otro lado del campamento, Nathaniel yacía tan despierto como ella. Podía
darse cuenta por el modo en que la llamaba, con el blanco de los ojos destellando
hacia donde estaba ella, como una oveja que la llamaba al redil. Con expresión de
disgusto, se dio la vuelta para el otro lado para no verlo. Entre ella y el fuego, Treenie
estaba echada como un tronco grande, suspirando en sueños.
La herida que tenía en el costado estaba ya curada.
«No estoy resentida».
Lágrimas ardientes salían de sus ojos y se empeñaba en cerrarlos para que
cesaran. Enfrentándose con un muro de rencor e indignación, volvió a hacer un
esfuerzo por dormirse.
En vano. Abrió los ojos de nuevo y vio a Treenie sentada, con las orejas
* * *
Cuando por fin llegaron al final de la masa de agua que los kahnyen’kehaka llamaban
Cola del Lago y que los blancos conocían como lago George, les separaban aún dos
días. El trayecto hacia el oeste, hacia el Hudson, acabó con las fuerzas y la paciencia
de Elizabeth. Quería llegar a casa. Quería darse un baño caliente con el jabón especial
de Curiosity para quitarse toda la suciedad acumulada durante el viaje. Quería dormir
en una cama; la última vez que había tenido ese placer había sido en su noche de
bodas, hacía ya muchas semanas. Quería ver a Hannah y acostumbrarse a sus deberes
de madre. Elizabeth luchaba con todas sus fuerzas para mostrarse razonable, paciente
y lúcida, aunque no tuvo el menor éxito en el intento.
Cuando habían llegado a la confluencia del Hudson con el Sacandaga, Nathaniel
había insistido en que descansaran un día entero. Elizabeth pensó que se moriría de
angustia por tener que seguir esperando, puesto que sólo faltaban unos días para
llegar a Paradise. Pero Nathaniel se mantuvo firme y respondió a sus objeciones con
razonamientos sensatos que ella no pudo contradecir. Por otra parte, fue mérito de él
soportar el mal humor de ella con ecuanimidad, sin ser condescendiente ni
autoritario, y al final ella tuvo que admitir que el descanso le había sentado muy bien.
Durmió la mayor parte del tiempo y tuvo extraños y coloridos sueños en los que vio a
Ojo de Halcón, a Atardecer, a Huye de los Osos, a Muchas Palomas, a Hannah, a
Curiosity y a Anna Hauptmann.
El último día, cubiertos de sudor por haber tenido que remar contra corriente, se
detuvieron algunas horas en las proximidades de Paradise. La alegre expectación de
Elizabeth había dado paso a un persistente estado de nerviosismo mientras ensayaba
las cosas que diría a su padre, a Julián, a Kitty, a Moses Southern y a sus alumnos.
Aquellas conversaciones imaginarias le producían dos sentimientos contrarios: el
deseo de salir corriendo y el de contarlo todo de una vez. Se veía a sí misma delante
de ellos, la miraban con la mente y el corazón cerrados a sus palabras, blandiendo las
armas de una indignación y una desaprobación que ella no podía soportar. «No
importa, no importará», se decía una y otra vez. Recordaba la cara de Nathaniel el día
en que finalmente lo encontró; la fuerza de sus brazos y de su resolución. «Todo
volverá a ir bien —pensó—. Juntos lo conseguiremos».
Descansando después de las últimas náuseas, Elizabeth había encontrado la
oportunidad de peinarse y arreglarse la trenza. Se había quitado la suciedad de la
cara, el cuello y los brazos, pero no quiso ver el reflejo de su rostro en el agua,
sabiendo que aunque dispusiera de litros de nata, no podría lograr la palidez de la piel
que había tenido antes. Por primera vez después de muchas semanas se dio cuenta de
que añoraba su ropa, porque, por más cómoda que hubiera ido con la de los
* * *
Yendo hacia lo alto de la montaña, un camino tan familiar para él como los rasgos
de su propia cara, Nathaniel tuvo que recordar que no debía andar tan rápido. Tenía
mucha prisa por llegar y estaba ansioso, por saber las novedades que lo esperaban
allí, pero estaba preocupado por el niño y también por Elizabeth. Si se diera la vuelta
en aquel momento para mirarla, ella seguramente alzaría la barbilla y lo obligaría a
seguir. Era capaz de andar más rápido de lo conveniente. Su decisión era tan clara
como las pinturas de guerra.
Cesó la lluvia y se abrió la capa de nubes dejando que aparecieran en el bosque
manchas de la última luz del día que todavía se reflejaba en las gotas de lluvia de las
hojas. El sol caía en el horizonte con la rapidez de un chasquear de dedos y como
respuesta se levantaba la brisa y los grandes pinos vibraban emitiendo suspiros.
Pasaron por la vieja escuela y sintieron alivio al ver que no le habían hecho
ningún daño.
—Vine con tu padre aquí hace muchos años —le estaba diciendo Robbie a
Elizabeth—. Después de que se casara con tu madre. El juez estaba muy contento con
mi compañía. Me dio dinero para una sopa y un whisky una noche helada de
invierno.
—Rab MacLachlan —respondió ella con voz irónica—. Para ser un hombre que
gusta tanto de la soledad, me parece que se siente demasiado alegre en compañía de
* * *
* * *
Elizabeth se preguntaba si estaba soñando. A la luz de la luna vio ante ella no sólo
la forma familiar de la cabaña de Lago de las Nubes, sino también una segunda
cabaña, un poco más atrás. Se detuvo en el camino, incapaz de dar crédito a sus ojos.
—Era una sorpresa —le dijo Nathaniel—. No sabía si podrían terminarla antes de
que volviéramos.
Hannah saltaba de alegría de un lado a otro y se colgaba del brazo de Elizabeth.
—¿Te gusta? ¿Te gusta? Tiene cortinas y vidrios de verdad, y también estantes
para los libros, un escritorio y una cama…
Las lágrimas que brotaron de sus ojos eran de alegría, pero Elizabeth parpadeó
con firmeza, decidida a no dejarlas correr. Miró a la niña y sonrió.
—Le gusta mucho —dijo Nathaniel con la mano en la cabeza de Hannah.
—Me gusta mucho —dijo Elizabeth—. ¿Es para nosotros tres?
—Así es, Botas —dijo Nathaniel—. Y hay espacio suficiente para los que
vengan. No es exactamente como Oakmere, pero espero que sirva y que te guste.
—Mucho más porque no es Oakmere.
—¿Qué es Oakmere? —preguntó Hannah.
—La casa en la que me crié —dijo Elizabeth—. Ya te contaré.
La puerta de la cabaña se abrió.
Nathaniel cogió a Elizabeth del hombro y avanzó hacia donde estaba su padre.
Detrás de Ojo de Halcón esperaba el resto de la familia; sus caras se confundían con
Después de dedicar una mañana a ordenar todo lo que llevaba en el hatillo, transmitir
mensajes y contar historias de una y otra parte, de las que se dijo lo mínimo y se dejó
para más adelante el resto, Elizabeth estaba ante un baúl abierto en el dormitorio de la
nueva cabaña, con Hannah como única ayudante. No había muchos muebles: una
cama, un colchón grueso, almohadas y una colcha, una silla y el baúl lleno de cosas
que habían pertenecido a la madre de Nathaniel y a su primera esposa.
—Me acuerdo de esto —dijo Hannah tocando suavemente una falda de
fabricación casera teñida de color añil.
Elizabeth dudó. No quería usar la ropa de Sarah. Ni siquiera sabía si le quedaría
bien. Pero cuando tuviera que ir a visitar a su padre no podría ir con ropa
kahnyen’kehaka.
—Tu abuela te está buscando —le dijo Nathaniel a Hannah—. Hay que moler
maíz. —Ella suspiró.
—Vuelve cuando hayas terminado —le dijo Elizabeth—. Me gustaría ir a nadar
más tarde, si hay tiempo.
—¿Has aprendido a nadar? —preguntó Hannah mirando a su padre más que a
Elizabeth.
—Le he enseñado yo, igual que a ti —dijo Nathaniel—. Ahora vete.
Había ventanas en dos paredes, una daba a la cascada y la garganta, y la otra a la
cañada y a la otra cabaña. Observaron las largas piernas de Hannah que brillaban
mientras corría y Elizabeth rió:
—Creo que nunca la he visto caminar a paso normal.
Pero Nathaniel miraba dentro del baúl y pareció que no la había oído. Algo pasó
por su rostro, arrepentimiento tal vez.
—Tienes más o menos la misma talla que Muchas Palomas —dijo—. Ella te
podrá prestar un vestido hasta que vayamos a buscar tus cosas. —Le puso el brazo
alrededor de la cintura y Elizabeth se reclinó confiada sobre él.
—¿Cuándo iremos?
—No hay razón para perder tiempo, Botas —dijo él secamente—. Al anochecer,
si te parece bien.
Hizo una pausa preguntándose qué más debía decir.
—Creo que podré entenderme con mi padre —replicó Elizabeth, previendo que
Nathaniel se preocuparía—. Después de todo, no hemos hecho nada ilegal. Y sin
duda no soy la primera que se casa sin el permiso de su padre.
Él dejó escapar una risa.
—Pero hay algo más y tú lo sabes, Elizabeth. Todo el pueblo está involucrado.
* * *
* * *
Había tres cuartos, lo que era un gran lujo para un lugar en que la mayoría de las
cabañas tenían uno. La habitación principal tenía una chimenea de piedra en un
extremo y un desván en el que dormía Hannah. Como en la cabaña antigua, había un
cuarto de trabajo que servía también de despensa y un dormitorio. Tenían pocos
muebles, algunos tan rústicos como la madera recién cortada de la cabaña, mientras
que otras cosas, como la mesa y los bancos, el soporte para el rifle, la estantería y la
cama habían sido hechas con esmero.
Curiosity lo examinaba todo mientras charlaba con Atardecer; discutían acerca de
las ruecas y de los armazones para las pieles, de los cacharros y las lámparas.
Elizabeth y Muchas Palomas vaciaban cestas de libros, Hannah saltaba de un lado a
otro abriendo libros para mirarlos o probándose los sombreros de Elizabeth y
haciendo muecas delante del espejo de mano.
—¡Ahhh! —exclamó la niña abriendo un pequeño baúl lleno de botas.
Inmediatamente se quitó sus mocasines y quiso probárselas, lo cual produjo un
comentario áspero de Atardecer.
—Ah, déjela —dijo Elizabeth riendo—. Dudo que me vayan a ser de utilidad de
ahora en adelante. —Se acercó y cogió una bota de tafilete con puntera de metal—.
Nunca han sido muy cómodas —admitió.
La vista de todas sus pertenencias mundanas esparcidas a su alrededor en el suelo
de la cabaña le hizo tomar conciencia de su nueva situación, como ninguna otra cosa
antes se lo había hecho notar, ni siquiera el despertar aquella misma mañana en su
cama junto a su esposo. Nunca volvería a la casa de su padre ni a la de su tía.
—El juez nos debe de estar esperando para la cena —anunció Curiosity como si
leyera el pensamiento de Elizabeth—. Es mejor que me ponga en camino. Supongo
que nos encontraremos mañana en la iglesia.
Dirigió estas palabras a Elizabeth.
—¿Es sábado? No había pensado en la iglesia —admitió arqueando las cejas—.
¿Usted cree que…?
—Sí, creo que sí. No me parece mala idea que vaya. Que la gente se acostumbre a
verla. Por eso vinimos con los baúles esta misma tarde.
* * *
En esta fecha, el secretario del Tesoro Estatal, Morris, abre una investigación
por el caso de los fondos robados hace más de treinta años. Después de que
el ejército francés y sus descreídos aliados indios atacaran el fuerte William
Henry y aniquilaran salvajemente a las tropas inglesas y a la milicia, que se
retiraban con un baúl lleno de monedas de oro que fue robado del fuerte y
enviado a Montreal, pero que nunca llegó a su destino.
El gobierno de este estado ha reclamado la suma de aproximadamente cinco
mil guineas como pago y restitución por los gastos y pérdidas sufridos por los
ciudadanos de Nueva York en el combate contra Francia a favor de Jorge II.
Se lo creyó irrecuperablemente perdido en los bosques, hasta que una fuente
fidedigna informó haber visto recientemente circular una guinea de oro de
tipo no usual. Cualquier información acerca de alguna de esas monedas debe
ser enviada inmediatamente al secretario Morris en sus oficinas de Albany. Se
recompensará a las personas que contribuyan al retorno de las monedas al
tesoro estatal.
PERSONA PERDIDA
SE BUSCA:
La escuela olía a madera mojada, a cera de abejas y a lirios silvestres que Hannah
había puesto en un jarrón. Una polilla medio dormida chocó con la ventana cerrada
que daba a la ciénaga y al lago, hermosos incluso bajo la lluvia. El sol trataba de
aparecer, tocando tímidamente el bosque con sus rayos. Sin embargo, Elizabeth no
veía nada de esto, estaba completamente atenta a Nathaniel. Se quitó la capucha y lo
miró fijamente a los ojos.
—¿Le pagaste a mi padre con el oro de los tories? —repitió.
—No exactamente, Botas —dijo Nathaniel—. No me podía arriesgar a poner esas
monedas en circulación. Una vez que Chingachgook se decidió a gastar el dinero, él
nos dio la libertad de tomar lo necesario para obtener la montaña…
—Pero no para hacer circular las monedas, porque si no nos habrían cortado el
cuello —continuó Ojo de Halcón—. Pero no había tiempo para fundir el oro antes de
que os fuerais a Albany…
—Porque partimos tres días antes de lo que se esperaba —concluyó ella
recordando claramente la conversación apresurada que había tenido lugar entre los
hombres cuando había llegado a Lago de las Nubes en medio de la noche. Entonces
se le ocurrió otra cosa—. Estabas enterado de las deudas de mi padre con Richard
Todd; si no, no habrías planeado llevar el oro con nosotros cuando partimos.
Ojo de Halcón dijo:
—Tuvimos una idea muy buena. Tu padre no guardaba sus problemas
exactamente cerca del chaleco.
El tic de la mejilla de Nathaniel se hacía más intenso.
—¿Estás enfadada? —preguntó.
—Todavía estoy demasiado confundida para enfadarme. —Elizabeth caminó
hasta el otro extremo de la habitación y luego volvió, sumida en sus pensamientos.
Los hombres la observaban mientras chorreaban gotas de agua en el suelo lustrado—.
Hay una pregunta obvia. ¿Si no usaste la donación de mi tía ni el oro de
Chingachgook, con qué compraste este lugar y con qué le pagaste a Richard Todd? —
Alzó la voz y luego se rompió—. ¿Con la mítica mina de Lobo Escondido?
Nathaniel se pasó la mano por el pelo del modo en que solía hacerlo cuando se
enfrentaba a un problema; la suave luz del sol despidió un reflejo de su pendiente. La
plata había sido labrada en forma de gota muy alargada, como el pendiente que usaba
Ojo de Halcón, similar a la mezcla de plata y cobre de los collares, pendientes y
rodilleras que usaban todos los kahnyen’kehaka.
—Hay una mina —dijo ella sentándose de golpe.
—Bueno, no es una mina de oro. —Ojo de Halcón parecía pedir excusas.
—¿De cobre, de plata? —Estaba a punto de tener un ataque de risa histérica.
Elizabeth encontró la tienda de Anna tal como la había visto la última vez; llena de
hombres y sobrecargada de olor a sudor, tabaco, humo de leña, lana mojada, grasa de
oso, cebollas en vinagre y venado seco. Las paredes seguían cubiertas con signos y
con avisos, y Anna estaba en su lugar habitual, detrás del mostrador, con la cabeza y
los hombros hundidos en un armario. Desde la puerta, Elizabeth vio que la clientela
dirigía su atención hacia ella y que todos se quedaban en silencio. Con el sombrero
puesto y el agua cayendo del borde de su capa, se aseguró de mirar a cada uno de los
presentes. Sólo había diez hombres, sabía el nombre de la mitad. Pero no había
señales de Axel, ni de Jed McGarrity, los dos que más le habría gustado ver.
Apoyado en la pared de atrás, con los brazos cruzados ante el pecho estaba Moses
Southern. Se había vuelto hacia el minúsculo Claude Dubonnet, que para Elizabeth
siempre sería Cuchillo Sucio aunque no pudiera llamarlo de ese modo. Él se había
estirado para mirarla por encima del diario que había desplegado sobre un barril.
Elizabeth pensó en ofrecerse para leerlo en voz alta, porque no tenía dudas de que
había captado aquello por lo que estaban interesados; y todo por obra de Julián, de
eso estaba segura.
Archie Cunningham estaba cortándose las uñas con un cuchillo de caza y tiraba
los restos alternativamente al fuego y a las orejas del joven Liam Kirby. Casi doblado
sobre el tablero de damas, Liam ni lo notaba. Su hermano Billy estaba sentado
delante dándole la espalda a Elizabeth y hablando con un trampero que ella no
conocía, mientras esperaba que su hermano moviera.
Liam estiró un dedo sucio para mover una pieza, levantó la mirada y dio un salto
al verla. La mano izquierda voló en dirección a su gorro, lo cogió del rincón del
mostrador y se lo puso enseguida. Las piezas rojas y blancas del juego se
desparramaron por el suelo.
—Maldito mocoso —dijo Billy con voz familiar. Entonces vio a Elizabeth y se
quedó con la boca abierta.
Moses Southern carraspeó sonoramente y luego, sin apartar la mirada de ella,
escupió tabaco en el cubo que servía como escupidera.
—Se lo advierto una vez más, Southern —dijo Anna sacando la cabeza del
armario—. Si cae una sola gota de esa mugre en mi suelo limpio se la tendrá que
tragar.
—Hola, Anna —dijo Elizabeth.
—¡Vaya, Elizabeth! Ya era hora de verla por aquí. —Anna se inclinó por encima
del mostrador para dar a Charlie LeBlanc una sonora palmada en la cabeza—. Quita
tus ojos de mi tarro de dulces y saluda, Charlie. Ha venido la señora Bonner, a la que
* * *
* * *
* * *
* * *
Elizabeth estuvo inquieta la primera semana después de reiniciarse las clases; luego,
con cautela, se fue relajando. No había habido problema con la gente del pueblo,
ninguna objeción ni a ella ni a sus alumnos. Todas las mañanas hasta aquel día había
bajado con Hannah desde Lobo Escondido sin escolta, salvo la de Héctor y Azul, los
perros de Ojo de Halcón. Los perros cazadores estaban muy molestos por la
prohibición sin precedentes y al parecer perpetua, de rastrear ciervos; de todas formas
se mostraban dispuestos a cumplir con sus deberes de guardianes aunque no se los
tomaran tan en serio; fácilmente los seducía la promesa de una ardilla y solían mover
la cola y la cabeza en dirección a la casa en cuanto Elizabeth metía la llave en la
cerradura de la puerta de la escuela. Nathaniel no estaba entusiasmado con el
acuerdo, pero Elizabeth había argumentado bien y lo había persuadido de que al fin y
al cabo no era bueno para nadie que ella apareciera ante sus alumnos muerta de
miedo.
Tenía ocho alumnos, todos se portaban muy bien, prestaban atención y trabajaban
con ahínco. Cada uno tenía un talento especial mayor o menor, pero que ella podía
descubrir y alentar con cariño. Cada uno tenía sus problemas a los que se podía
atender después de una larga reflexión. Cinco eran niñas, dos de las cuales, Dolly
Smythe la del ojo bizco, y la propia Hannah, demostraban verdadera curiosidad por
aprender y gran inteligencia. Esta bendición se la guardó para sí, ya que no quería
desalentar a los demás niños mostrando algún tipo de preferencias. Estaban
trabajando con las cabezas inclinadas sobre el papel y con sus plumas fuertemente
apretadas entre los dedos. Una vez al día hacían a un lado las tablillas para practicar
la escritura con pluma y copiaban la oración del día escrita en la pizarra:
* * *
—No veo por qué no habríamos de ir, Nathaniel. Si están haciendo el esfuerzo de
aceptarnos…
—¿Estás segura de que es eso lo que se proponen?
Elizabeth se detuvo para recoger un ramo de milenrama. Apretó una de las hojas
de color gris verdoso y sintió aquel olor picante mientras pensaba en la respuesta.
—¿Tú crees que se trata de una trampa?
Él miró alrededor buscando a Hannah, que se había quedado atrás examinando un
pájaro muerto. Estaba estirando y plegando el ala del animal, observando cómo se
movían las articulaciones. Con una parte de su mente Elizabeth se preguntaba si
Nathaniel se daba cuenta de la atención que su hija prestaba a las criaturas salvajes; si
era algo extraño o si era normal entre los niños kahnyen’kehaka. Pero los
pensamientos de él estaban en otra parte.
—No son tan tontos ni están tan desesperados. Todavía no. Todavía no hemos
tenido que sacar a nadie de la montaña.
—Entonces ¿por qué no vamos? —Se dio cuenta de su impaciencia y trató de
moderar el tono de voz—. Por favor, dime por qué no tendríamos que ir a la cacería
Bajaron al pueblo cuando oscurecía, deteniéndose delante del lago para contemplar la
orilla. Nathaniel recordaba haber pescado en el lago desde niño. Al amanecer o al
anochecer, vadeando las orillas o en canoa, se había sentido como un intruso en un
mundo poblado de peces, pájaros y animales de todas clases. Eso fue antes de que se
asentaran los colonos y comenzaran a crecer como una nueva especie de animal,
celoso de su espacio y de su alimento.
En el mismo lugar en que un grupo de niños alimentaba una fogata en aquel
momento, él había visto una vez a un halcón y un águila librar una desesperada
batalla por un pato salvaje. Dormido en la costa, se había despertado una vez de golpe
y había visto a menos de veinte metros de distancia un lince de color dorado bebiendo
con movimientos sinuosos. Pero en aquel momento la costa estaba poblada de canoas
y botes, y de cualquier cosa en la que se pudiera remar, incluso una balsa
improvisada. Los hombres se paseaban de un lado a otro, sus movimientos crecían
con la excitación. Sus voces se elevaban como el silbido del viento.
—Como hormigas guerreras en marcha —dijo Chingachgook y Nathaniel asintió
con un gruñido.
—No veo ningún arma de fuego —comentó Elizabeth.
—No se necesitan para estas aves —dijo Ojo de Halcón—. Los patos salvajes no
pueden volar todavía, ni las hembras, ni los polluelos.
Señaló la ciénaga que había al otro lado del lago, por encima del pueblo. Allí los
juncos y las espadañas, las matas de arándanos y los árboles se enredaban en una
fortaleza acuosa de un kilómetro de longitud.
Elizabeth miró al cielo parpadeando.
—Esos son ánades, ¿verdad? Parece que están enfadados.
Los animales de golillas blancas como sombreros en punta volaban haciendo
círculos alrededor del lago sin poder bajar a alimentarse a causa de la gente.
Nathaniel vio cómo se agitaban dando vueltas y haciendo remolinos como una
tormenta en ciernes. Le puso una mano en el hombro a Elizabeth.
—No me gusta este tipo de caza.
—Pero si todas las formas de cazar son iguales —dijo sorprendida.
—No —replicó Ojo de Halcón con vehemencia—. Es hermoso perseguir un
ciervo y cazarlo limpiamente. El ciervo puede hacerte frente o escapar. Hay un
desafío y una habilidad puesta en juego.
—Tal vez podría ir de caza y verlo. —Elizabeth sentía curiosidad por las largas
ausencias de Ojo de Halcón cuando iba a cazar.
—Si me haces pastel de manzana, un día te llevaré a cazar —prometió él.
* * *
* * *
* * *
* * *
El juez Van der Poole tenía una papada que colgaba de la mandíbula inferior
como si fuera una segunda cabeza, cosa que habría sido más fácil de pasar por alto si
él no hubiera tenido el hábito de rascársela cuidadosamente mientras leía los papeles
que tenía ante sí. Su boca pequeña y roja se arrugaba mientras pensaba, se acariciaba
y pellizcaba la papada tanto que Elizabeth tuvo que mirar a otro lado para mantener la
compostura.
Los había recibido a ambos en su casa, seguramente a petición del señor Bennett,
pensó Elizabeth. Era más agradable estar allí que tener que comparecer ante el
juzgado. Las paredes gruesas y las ventanas cerradas y aseguradas hacían que la casa
estuviera fresca y en penumbra; olía a jamón ahumado, a cera de abejas y a lino
recién planchado. El hogar estaba rodeado de azulejos de cerámica de color blanco y
azul que hacían juego con el color de las alfombras dispuestas sobre el suelo de
madera brillante. Era una casa cómoda aunque no presuntuosa, pese a la elevada
posición de su dueño. Elizabeth sintió que se tranquilizaba mientras el juez seguía
leyendo, sin pausa, el montón de papeles que tenía ante sí.
Cuando por fin habló, fue como una sorpresa.
—Señor Bennett, me dirigiré directamente a la señora Bonner, si me lo permite.
—Sé que la encontrará muy capaz de contestar a todas sus preguntas —murmuró
el señor Bennett antes de que ella pudiera expresar su consentimiento.
El juez Van der Poole hizo una pausa para acariciarse la papada.
—Si entiendo correctamente, señora Bonner —comenzó a decir mirándola por
encima de sus gafas—, usted le pide al juzgado que rechace la acusación de
incumplimiento de promesa presentada por el doctor Richard Todd.
—Sí —dijo, señalando que era cierto. En respuesta el juez volvió a mirar el
escrito inclinando la cabeza a un lado con los labios fruncidos.
—Este caso es poco habitual y muy delicado, se dará cuenta. Primero no se podía
encontrar a la demandada y ahora la parte acusadora se ha ausentado. Usted tiene el
apoyo de eminentes ciudadanos, lo sé, pero sin embargo, el doctor Todd tiene sus
derechos. Creo que debo pedirle a la señora Bonner que nos cuente la historia desde
el comienzo —dijo—. Sin que esté su esposo presente en la habitación, si él no tiene
inconveniente.
No era una pregunta.
Elizabeth sintió la mano de Nathaniel en su hombro, los dedos firmes presionando
por un instante. Nathaniel dijo unas palabras en voz baja al señor Bennett y luego
dejó en manos de ella el destino de ambos.
* * *
Como no tenían más dinero, Huye de los Osos había fundido unas veinte libras
del oro de los tories en la forja de un herrero convirtiéndolas en una fortuna en balas
que Nathaniel había transportado en sacos de cuero pegados a su cuerpo desde
Paradise, diez libras a cada lado. En Johnstown ese tipo de cambio poco habitual
habría sido un escándalo, pero Albany era una ciudad construida sobre doscientos
años de intrigas y conspiraciones. Muchos alemanes e ingleses habían hecho grandes
fortunas traficando ilegalmente con pieles desde Canadá, revendiendo cucharas de
plata robadas a las familias de Nueva Inglaterra e intercambiando abalorios de
conchas usados y ron aguado por todas las raíces de ginseng que las mujeres indias
pudieran extraer de la tierra, que después vendían a Oriente con elevados beneficios.
Un saco de balas de oro era tan común en Albany como la sangre corriendo por el
cuerpo.
El oro estaba a 17 dólares la onza en el mercado; Nathaniel la cobraba a 16, por lo
que los almacenes de la ciudad le habían abierto enseguida sus puertas. Si los
comerciantes de Albany habían oído rumores acerca del oro de los tories o alguien
les había informado de que el estado quería recuperar aquella fortuna, habían sufrido
un súbito ataque de amnesia que duraría seguramente hasta que a Nathaniel se le
acabaran los recursos.
Elizabeth había observado discretamente toda la operación, pero no se había
perdido un detalle de lo que pasaba; de eso Nathaniel no tenía dudas. Ella miraba con
la frente fruncida mientras él negociaba el intercambio de una valija de oro por un
billete firmado por Leendert Beekman, que no era ni el más importante ni el más
afortunado comerciante de Albany, pero sí uno de los pocos en quienes Nathaniel
confiaba. Mientras los empleados se ocupaban de los pedidos de Nathaniel, que
necesitaba pólvora, pedernal y una caja de pastillas de menta para Hannah, Beekman
cogió la lista de Elizabeth y la atendió personalmente: harina, linón, agujas de coser y
té de China. Le enseñó las gafas, puso ante ella carretes de hilo y botones de metal
para que eligiera y discutió acerca de la calidad de las tintas para escribir. Cuando
Elizabeth hubo elegido una docena de plumas nuevas, el hombre sacó una hoja de
papel y exhibió ante ella su última adquisición: una pluma manufacturada. Un
cilindro de caoba con incrustaciones de marfil labrado, terminado en una punta de
cobre y plata. Un artilugio mágico que podía cargar más tinta que una pluma y que
nunca había que afilar.
Ella lo contemplaba como cualquier mujer habría mirado una joya y pensó que
sería un despilfarro la sola idea de poseerlo. Con una sonrisa, Elizabeth le devolvió la
* * *
—No estoy hecho para ropa tan elegante —dijo cogiéndose la pechera. El abrigo,
alquilado del guardarropa de John Bradstreet, tenía un buen corte, puños estrechos y
diseño de frac, pero le quedaba un poco justo de hombros. Nathaniel flexionaba los
brazos en señal de protesta.
—Me parece que no estoy de acuerdo —dijo Elizabeth observándolo con la
cabeza inclinada. Bajo un vestido amplio, de cintura alta, un préstamo de las ropas
que le había ofrecido la señora Vanderhyden, golpeaba el suelo con la punta del pie.
Le pasó una mano por los hombros.
El color del abrigo le sentaba bien, negro sobre fina holanda blanca, con una
delicada chorrera bajo el cuello. Los pantalones de color gamuza le resultaban más
cómodos que el abrigo y eran mucho menos discretos que sus habituales polainas de
ante; se le notaban todos los músculos cuando se movía. Tenía el pelo estirado,
peinado hacia atrás y recogido en una cola muy formal. La combinación de su rostro
* * *
Elizabeth sintió alivio al ver que la fiesta de juristas y comerciantes que ella había
imaginado no era tal. En cambio, se encontró en compañía de un pequeño grupo de
inmigrantes franceses, aristócratas que huían de la furia de la multitud que se había
adueñado de Francia. Simón Desjardins y Pierre Pharoux estaban en camino hacia la
frontera oeste en busca de un lugar donde asentarse. El primer impulso que tuvo fue
el de sentarse con aquellos franceses y oír de una fuente directa lo que estaba pasando
con la revolución, pero cuando el juez Van der Poole le presentó al último de sus
invitados, lo olvidó por completo.
El señor Samuel Hench le fue presentado como un impresor de Baltimore que
tenía negocios en Albany. Había llevado una serie de libros al juez, y había sido
invitado a la cena. Por la calidad de su atuendo, Elizabeth se dio cuenta de que era
muy rico, y por su sencillez, de que era un cuáquero. Era un hombre fornido, de
hombros anchos, con rasgos afilados que contrastaban con la expresión tranquila de
* * *
Nathaniel estaba con los franceses. Tenían tantas historias que contar acerca de
sus aventuras y tantas preguntas que hacer acerca de la frontera oeste, que la comida
que les había ofrecido Van der Poole se les enfriaba en los platos. Al oír los planes
que le explicaban con todo detalle, planes que eran tan atrevidos como faltos de todo
sentido de la realidad del lugar, hasta tal punto que resultaban descabellados,
Nathaniel se sintió al mismo tiempo alarmado y molesto. Pero ellos eran sinceros y
evaluaban las cosas que deseaban conquistar por lo que eran y no por el precio que
tendrían que pagar por ellas. En otras circunstancias habrían sido del agrado de
Nathaniel, pero en aquella ocasión hacía esfuerzos para no decirles de golpe toda la
verdad y dejarlos anonadados. En otro lugar, con otra gente, les habría dicho cuáles
serían los mayores peligros que tendrían que afrontar, les habría hablado de los ríos
intransitables, de los Séneca, que no se quedarían impávidos viendo cómo nuevos
o’seronni se apropiaban de sus tierras y se las repartían entre sí.
Casi en el otro extremo de la mesa, Elizabeth estaba enfrascada en una
conversación con Samuel Hench. Estaba concentrada, tenía la misma expresión que
cuando estaba leyendo o escuchando a Hannah. Nathaniel se sirvió otro bocado de
perca y de pastel de cebolla, tratando al mismo tiempo de prestar atención a la
historia que le estaban contando los franceses acerca de la fría recepción que habían
tenido en Filadelfia.
—Su secretario de Estado ni siquiera nos ofreció un asiento cuando fuimos a
verle. Se mostró abiertamente hostil hacia nuestros planes de traer familias y colegas
de Francia para que se instalen aquí.
* * *
Samuel Hench los acompañó hasta la residencia de los Schuyler bajo un cielo
oscuro que parecía de terciopelo. Van der Poole les había prestado un farol y éste se
balanceaba de un lado a otro en su base produciendo un ruido regular. Caminando
bajo aquella luz, con los hombres a su lado, Elizabeth pudo disfrutar del aire fresco
de la noche, cansada después de las largas horas que había pasado con toda aquella
gente. Samuel Hench había sido una sorpresa, una agradable sorpresa, y quería tener
más tiempo para hablar con él.
—¿No querías hablarme de un negocio, prima?
Elizabeth se dio cuenta del asombro de Nathaniel aunque él no cambió la
expresión de la cara.
—¿Todavía sigues en la Vida? —preguntó lentamente.
—Claro que sí.
—Me gustaría que me ayudaras en un asunto muy delicado. —Hizo una pausa—.
En pocas palabras, me gustaría que fueras mi agente cuando necesite permanecer en
el anonimato. El primer paso es darte los fondos necesarios y el segundo es que te
detengas en Johnstown para visitar a un herrero que vive cerca del juzgado. Además
hay otros asuntos similares de los que tendrías que ocuparte en Paradise, con un
propietario de esclavos de nombre Glove; te lo explicaré.
Expuso su plan. Aunque lo hizo en los términos más simples, parecía un cuento
fantástico y temía que sólo le interesara a ella. Pero durante varias semanas, incluso
meses, se había estado preguntando cómo podía hacer lo que sentía que debía hacer, y
en aquel momento que tenía fondos y medios para realizarlo, no quería echarse atrás.
Si Nathaniel tenía objeciones respecto a la gran suma de dinero que ella se proponía
gastar, no veía en su rostro señales de ello. Pensó que si se atrevía a mirarlo de frente
estaría sonriendo.
El primo era otra cosa. Era un plan muy grande y tal vez demasiado ambicioso.
Desafortunadamente, la sombra le daba en la cara y no podía ver su reacción.
—¿Te das cuenta de que cada uno de los hombres tendrá un precio de unos
trescientos dólares? ¿El herrero trabaja bien?
—Espero que sí, no lo conozco personalmente. —Elizabeth se detuvo y puso algo
en la mano de Samuel Hench—. Cuando hables con él a solas, por favor llámalo
Samuel Hench las acompañó hasta Fort Hunter, donde tendrían que cruzar el
Mohawk. Cerca de la orilla del río, mientras esperaban la embarcación, les propuso
posponer los asuntos de Johnstown para acompañarlas hasta Paradise.
—Muchas gracias, pero nos arreglaremos bien —dijo Elizabeth, demasiado
abstraída y preocupada para darle más explicaciones.
Para su tranquilidad, no se ofendió ni quiso discutir, simplemente bajó al
embarcadero para negociar el paso.
—La corriente es muy rápida —observó Muchas Palomas.
No había estado tranquila desde que salieron al amanecer, sólo hablaba cuando
sabía que Samuel Hench no podía oírla o cuando Elizabeth le hacía una pregunta
directa. Elizabeth no sabía si era a causa de la inquietud por lo que sucedía en
Paradise o por la desconfianza que le producía la presencia de un desconocido. Pero
en esto tenía razón, la corriente era rápida. Elizabeth observó al barquero, un
kahnyen’kehaka llamado Hombre Alto que negaba vigorosamente con la cabeza en
respuesta a la petición de Samuel Hench. Elizabeth sintió un vacío en el estómago
ante la idea de que tuvieran que retrasarse.
—Si no podemos cruzar hoy… —comenzó a decir.
Pero Muchas Palomas cogió las riendas y saltó del carro antes de que pudiera
terminar la frase. Las trenzas rebotaban en su espalda mientras corría hacia el
embarcadero. Elizabeth no pudo oír lo que le dijo a Hombre Alto, pero vio que la
escuchaba con atención y, aunque a disgusto, asentía con la cabeza.
—Esto no me gusta —dijo Samuel Hench cuando Elizabeth se reunió con ellos—.
Es demasiado peligroso. Le prometí a tu esposo que me ocuparía de que embarcases
sin problemas. Me dijo que le preocupaba el paso por el río.
—No hay tiempo —replicó Muchas Palomas con voz imperiosa.
No esperó a oír la respuesta de Hench, sino que fue a ayudar a Hombre Alto con
los caballos y el carro.
Con voz más suave, Elizabeth le dijo:
—Gracias por tu preocupación, pero tenemos que partir. El abuelo de mi esposo
puede estar agonizando y hay más problemas que…
Los caballos se resistían y se quejaban. Usualmente mansos y de buen talante,
hubo que obligarlos a subir a la embarcación, los cascos producían un sonido hueco.
Samuel Hench dejó a su prima para ayudar. Elizabeth, intranquila e insegura, se
quedó mirando el río.
Pero el viento se paró de golpe y con él la carga del barco. Hombre Alto dejó que
sus hijos se ocuparan de maniobrar mientras él tenía los ojos fijos en el río, parecía
* * *
El tiempo amenazaba con empeorar, una fuerte tormenta llenaría de fango los
caminos, con lo cual tendrían una dificultad más. El viento convertía las hayas en
torbellinos de hojas verdes y plateadas. Por encima, un halcón se elevaba y caía entre
las ráfagas de viento.
—Si nos damos prisa podremos llegar mañana a última hora —dijo Muchas
Palomas tras un largo silencio—. Si te encuentras bien.
* * *
Se detuvieron para dar agua a los caballos y dejarlos pastar. Elizabeth se sentó a
la orilla y puso los pies desnudos en la corriente de agua fría; se agachó para recoger
un poco con las manos y enjuagarse la cara y el cuello una y otra vez.
—Creo que él juez sólo intentaba apaciguarlo —dijo Muchas Palomas—. Pero
nunca supo disparar bien y su vieja arma…, bueno, ya la conoces. La bala le dio a
Moses encima de la oreja. Murió inmediatamente. Otra bala hirió a Chingachgook en
un costado y siguió. —Después de una larga pausa durante la cual Elizabeth no dijo
nada Muchas Palomas continuó—: Nadie culpa al juez, ni siquiera Martha. El estaba
allí para asegurarse de que las cosas no empeoraran, cree que Moses lo cogió por
sorpresa y lo sacó de sus cabales.
—No necesitas disculpar a mi padre.
Muchas Palomas no estaba pensando en los sentimientos de Elizabeth.
—Si tu padre no hubiera detenido a Southern, Chingachgook habría muerto
acuchillado.
—Si mi padre hubiera detenido el plan que se tramaba desde el principio,
Chingachgook estaría sano y en su casa.
Muchas Palomas parpadeó sorprendida.
—¿Tú crees que Gran Serpiente querría morir junto al fuego como una anciana?
* * *
La primera persona que vio en Lago de las Nubes era la única persona a la que no
quería ver, a la que ni siquiera le importaba ver, a su padre. El juez estaba en el
porche de la cabaña de Ojo de Halcón mirando la cascada a la luz del crepúsculo. Al
parecer no la oyó llegar, aunque los caballos exhaustos levantaron la cabeza para
* * *
Absorta en sus pensamientos mientras bajaba a toda velocidad por el sendero que
iba hasta Lago de las Nubes, Elizabeth se sorprendió cuando un brazo asomó en la
oscuridad por detrás de la iglesia y la detuvo. Incluso sabiendo que se trataba de
Nathaniel se le escapó un grito de alarma, pero enseguida sintió que él la apretaba
contra su pecho.
La sujetó con fuerza y la obligó a apoyarse en la pared de la iglesia. Ella respiraba
agitada y él la besaba intensamente.
—¡Nathaniel! —susurró ella apartándose.
—Estoy contento de que hayas llegado sana a casa, Botas. Aunque te has
retrasado mucho.
Le tocó la comisura de la boca con el dedo pulgar y ella le cogió la mano y la
retuvo allí.
—Nathaniel, dime que no estás aquí para sacar a Ojo de Halcón de la despensa de
Anna.
—Shss. —La hizo callar y la llevó un poco más lejos del camino. Se oían voces
acercándose. Hombres que iban a la taberna de Axel, el ruido indicaba que era un
grupo numeroso. Elizabeth esperó hasta que la presión de los dedos sobre su brazo se
aflojó. Entonces le cogió la cara con las dos manos e hizo que la mirara a los ojos.
—No nos sirve de nada que te encierren a ti también —dijo con los ojos fijos en
él—. Vuelve a casa conmigo. Tú abuelo estará preguntando por ti.
En el jardín de Anna encontraron una calabaza del tamaño adecuado para que pasara
por la cabeza de Ojo de Halcón, pero también encontraron a Jed McGarrity, que la
estaba usando como almohada. Profundamente dormido, con el violín acunado entre
los brazos, roncaba tranquilamente y no parecía incómodo en absoluto.
—Tal vez podríamos acompañarlo hasta casa —sugirió Elizabeth.
—No hay tiempo —le recordó—. Y además Nancy no lo dejaría entrar. Huele
como si se hubiera bañado en aguardiente.
—¿Jed es problemático cuando se emborracha? —preguntó ella con cautela.
—Este hombre es más bueno que el pan.
—Bien, espero entonces que no le moleste lo de la calabaza.
Cuando vio que no había respuesta a su sugerencia, Elizabeth levantó la cabeza
para mirar a Nathaniel. Pero él prestaba atención a otra cosa, a lo que estaba pasando
en la taberna.
—Ten cuidado —dijo poniéndole una mano en el brazo.
Él sonrió y le puso la mano en la mejilla.
—Tú también. —Desapareció por la esquina y entró en la taberna por la puerta
delantera. Elizabeth metió las manos bajo el vestido para que no le temblaran y miró
el rostro alargado de Jed McGarrity, iluminado en parte por la luna. Se arrodilló cerca
de él y lo movió suavemente.
—¿Hmmm? —El hombre abrió un ojo y lo volvió a cerrar—. Señora Elizabeth.
Muchas gracias por venir a visitarme.
Ella reprimió la risa.
—Jed, ¿no estaría más cómodo en una cama?
—Sí, señora, pero no tengo ninguna a mano —murmuró.
—Quédese quieto, le conseguiré una si no le importa dónde.
Se tocó la cabeza como si tuviera que alzarse el sombrero.
—No soy un hombre pretencioso, señora. Muchas gracias.
Volvió a roncar justo cuando se oyó el primer grito proveniente de la taberna.
* * *
Liam había dejado una lámpara encendida sobre un barril de conservas cuando
salió a mirar el fuego, y Elizabeth se alegró de ello mientras camino de la tienda
sorteaba cubos, cajas del Elixir de la Vida de Daffy, sacos de pieles y hojas de tabaco
seco. La tienda estaba tranquila a aquella hora de la noche, en contraste con el ruido
de fuera. Al parecer, a los hombres de Paradise les gustaban los puñetazos. Ella
* * *
Si alguna vez había estado seguro de algo, era de que una pelea bien valía una
apuesta, y ésta era la demostración, pensó Julián. Nathaniel Bonner con un ataque de
furia y sobrio, contra Billy Kirby con media botella de aguardiente encima. Billy
podría defenderse un poco, pero no tenía muchas oportunidades aquella noche. Mala
suerte haber gastado todo el dinero en bebidas y apostando a las cartas antes de que
llegara Bonner. Hasta aquel momento, la cosa no había sido muy interesante. Una
fiesta irlandesa tras un entierro. Los brindis recordatorios para un hombre que a la
mayoría no le gustaba y que pocos echarían de menos no era algo divertido. Los
cantos eran como aullidos de perros. Era más que suficiente para que Julián echara de
menos la casa vacía que había dejado. Pero ahora había llegado un punto en que las
cosas se ponían interesantes.
Por supuesto, Billy había buscado la pelea. No podía dejar de jactarse de haber
encerrado a Ojo de Halcón, como no podía dejar de respirar. Bonner, el frío bastardo
que era, ni siquiera había parpadeado. Sólo oyó la retahila de frases de Billy y luego
le preguntó, como si estuviera charlando, si el sheriff tenía cojones para medirse con
alguno de su misma estatura y edad, o si sólo se dedicaba a apresar ancianos
apuntándolos con un rifle. Fue como un puñetazo en el pecho; borracho o sobrio, un
hombre no puede dejar pasar eso y seguir considerándose un hombre.
Todos salieron en tropel detrás de Billy, alentándolo y haciendo apuestas. Los
hombres borrachos son capaces de apostar sus monedas a favor de cualquier cosa
absurda en nombre de la amistad; los hombres sobrios, o los que pueden soportar bien
el aguardiente, pueden hacerlo en nombre del provecho. Si hubiera alguien que
tuviera los fondos necesarios, sólo uno. Pero desde el accidente que había enviado a
Moses al otro mundo y estaba a punto de hacerlo con el indio, el juez no le había
dado ni una moneda de cobre. Ni siquiera se había dejado ver por casa. Julián todavía
no había pensado cómo eludiría a Galileo y llegaría al baúl donde guardaba el dinero,
pero ya sentía la urgencia. Incluso así no podía dejar de mirar la pelea. Pensó que
Bonner acabaría rápidamente con Kirby; habría una ronda gratis, después de todo.
Después de quince minutos quedó claro que destrozarlo rápidamente no estaba en
la mente de Bonner. Sus brazos eran largos y sus manos, como ganchos de hierro;
sabía hacer daño a un hombre sin excederse. A un lado del grupo, lejos del polvo y de
las ocasionales salpicaduras de sangre, Julián podría haber disfrutado de la pelea si
hubiese tenido algo para invertir en ella.
—Joder, Nathaniel ni siquiera ha comenzado a sudar —murmuró Henry Smythe.
En el destello de las antorchas, la multitud se balanceaba como banderas, la
* * *
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Al día siguiente todos estaban demasiado atareados para darse cuenta de que
Elizabeth tenía una nueva preocupación. La cosecha estaba cerca y también la
temporada de las trampas, y en aquel momento sólo había dos hombres para hacer el
trabajo; pocos meses antes eran cuatro. Elizabeth estaba contenta de que Nathaniel
estuviera tan ocupado porque todavía no estaba preparada para compartir con él las
últimas noticias.
Las otras mujeres pasaban el día en el campo, pero Elizabeth se quedaba con
Hannah. Estaba contenta de tener la ayuda de la niña y su agradable compañía.
Ordenaron las cosas compradas en Albany, apartando lo que era para la escuela y los
regalos y las provisiones que había que dividir entre las dos cabañas. Hannah estaba
fascinada ante cada nuevo descubrimiento y su ánimo fue mejorando mientras corría
de una cabaña a otra con los brazos llenos de cosas bonitas.
Mientras tanto, Elizabeth llenó un cesto de provisiones, en el que puso tela y
botones a un paquete de azúcar y un saco pequeño de harina de trigo.
—¿Para quién es eso? —preguntó Hannah.
—Para Martha Southern y sus hijos.
—Ah. —Hannah había encontrado unas gafas y se las puso, pero enseguida
resbalaron hasta la punta de su nariz—. ¿Y éstas, para Ian McGarrity?
—Sí, si sus padres lo permiten —Elizabeth no quería pensar en Jed McGarrity
todavía y se puso a ordenar el conjunto de cintas que había traído de Albany. Cogió
una azul y otra blanca, las enrolló con cuidado y las añadió al cesto.
—¿Crees que Martha aceptará esas cosas?
Elizabeth se levantó suspirando.
—No estoy muy segura. Pero lo intentaré.
* * *
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Tenía pendiente otra visita a la que Elizabeth temía. Pensó que era mejor hacerla
cuando fuese a la fiesta de compromiso de Polly. Kitty no la recibiría con alegría,
pero no podía dejar de pensar que la muchacha necesitaba ayuda, y que la aceptaría si
Elizabeth era capaz de encontrar las palabras adecuadas para convencerla.
A Nathaniel no le gustaba la idea, pero se sintió mucho más tranquilo cuando
supo que el señor Witherspoon había ido a visitar a Martha Southern. Hannah no
parecía molesta por el retraso; cogió una silla del salón de los Witherspoon y miró a
su alrededor: con gran curiosidad y visible interés subió a mirar los libros de las
estanterías con las manos cruzadas en la espalda; como si apenas pudiera reprimir el
deseo de tocar los pocos volúmenes leídos. Elizabeth fue con ella y encontró lo que
suponía que habría allí: los Sermones de Tillotson y Butler, muy manoseados, El
camino del peregrino, El paraíso perdido, Robinson Crusoe, con el lomo
cuidadosamente reparado; La vida del doctor John Donne de Walton, Una seria
llamada a la vida devota y santa de Law y Una demostración del ser y los atributos
de Dios de Clarke. Había además algunos volúmenes de medicina, que
inmediatamente atrajeron la atención de Hannah. Miró a Kitty con ojos inquietos y
recibió en respuesta un ademán de aprobación; Hannah se acomodó muy contenta en
un rincón con la Anatomía de los cuerpos humanos con figuras dibujadas del natural
en las manos y una expresión de genuino interés en su rostro.
Kitty miraba entre seria y desinteresada a Nathaniel, que llevaba la peor parte en
la tarea de iniciar una conversación; nada de lo que se le había ocurrido a Elizabeth
servía en absoluto, porque la mayor parte de los temas tenían relación con la
redondez que Kitty ostentaba en su vientre. Hasta entonces, Elizabeth se había
resistido a calcular de cuántos meses estaba Kitty, pero aquel día, con sólo verla, se
dio cuenta de que no podía evitarlo. Con cierta alarma reconoció que Kitty habría
pasado ya del séptimo mes. Elizabeth se preguntó entonces si habría estado tan
inmersa en sus problemas durante el mes de enero para no haberse dado cuenta de los
* * *
Fue Samuel Hench quien les dio a Nathaniel y a Elizabeth la noticia de que el
Cuando les dijeron que la boda se había fijado para el sábado siguiente por la
tarde, Hannah exclamó:
—¡Ah, no!
—¿No le gusta que sea el sábado, señorita Hannah? —preguntó Galileo
solemnemente—. ¿Por qué?
Hannah bajó la cabeza y se disculpó por su reacción.
—Hemos planeado hacer un recital en la escuela el sábado próximo —explicó
Elizabeth—. Pero encontraremos otra ocasión para eso.
—No hace falta —dijo Polly tirando cariñosamente de la trenza a Hannah—. Las
bodas no duran mucho. ¿Qué te parece si hacemos las dos fiestas el mismo día?
—A Hannah le gusta la idea de que sea una sola fiesta —dijo Nathaniel—. Así no
se cansará de aguantar admiradores.
—No creo que haya ningún problema en que se hagan las dos fiestas el sábado, si
a usted no le parece mal, señora Elizabeth. —Benjamín elevaba la voz por encima de
las risas.
—Deseo que sean ustedes los que decidan —respondió ella—. Si no les
importa…
Hannah aplaudía entusiasmada y se volvió hacia Samuel Hench.
—Nunca he estado en una boda, y no sé lo que se hace. ¿Vendrá a la fiesta de la
escuela? Jed tocará el violín, y ofreceremos pasteles, canciones y poemas.
—Me gustaría mucho oírte cantar —replicó él solemnemente—. Pero lamento
decir que debido a mis negocios tengo que irme mañana mismo.
—Pero eso no es una visita —dijo Hannah—. Ni siquiera tendrá tiempo de ver
Lago de las Nubes.
Elizabeth cogió la mano de Hannah por debajo de la mesa y la retuvo.
—Estoy segura de que el primo Samuel se quedaría más tiempo si pudiera.
—Por supuesto que lo haría —dijo él.
—Primo —dijo lentamente—, espero que no te hayas ofendido por la repentina
partida de mi padre.
Pero su respuesta fue interrumpida por un golpe en la puerta; la clase de golpe
que significa que no ha venido un amigo. Las risas en la habitación cesaron y un
silencio incómodo invadió el lugar. Galileo se levantó con expresión atónita y fue al
vestíbulo. Al lado de Elizabeth, Nathaniel estaba nervioso.
El hombre que apareció en la puerta no era especialmente alto, pero tenía una
gran barba gris, un halo de pelo brillante de color blanco y se notaba que venía con
un propósito definido.
—Soy O'Brien —anunció—. Funcionario de la Hacienda pública en el
* * *
* * *
* * *
Paradise era un lugar donde se trabajaba mucho. Durante la mayor parte del año
no había tiempo para distracciones, por lo que no eran habituales las excursiones ni
las meriendas. Preocupado porque el pueblo no hiciera caso del recital y sin saber
cómo decírselo a Elizabeth, Nathaniel comenzó a imaginar lo que podría resultar del
exceso de sidra, la exaltación de los ánimos y los enconos de siempre. La
combinación de la boda de Polly con el recital de la escuela justo cuando habían
logrado una buena cosecha era una ocasión propicia para el desenfreno. Nathaniel
comparaba el evento próximo con un árbol seco en una tormenta de invierno,
pensando para qué lado caería.
Llegó el día y Paradise le sorprendió dando lo mejor de sí. Jake MacGregor, un
hombre digno de que se escupiera hasta sobre su sombra cuando se acercaba mucho,
se presentó para la fiesta con un kilt tan comido por las polillas y lleno de polvo que
la mitad del pueblo comenzó a estornudar; Charlie Le Blanc había comprado un
sombrero alto dos tallas más pequeño que se aguantaba sobre su cabeza rosada como
una gallina en un poste. La mayoría de los hombres no tenían más ropa que dos trajes
de ante, por lo que tuvieron que escarbar mucho en sus baúles para encontrar algo
más.
—No había visto tantos uniformes desde que corrimos a los tories en Saratoga —
exclamó Axel recibiendo agudas miradas de su hija y risas de sus nietos—. Schau,
Anna. —Tocó a su hija con uno de sus largos dedos—. ¿Ese abrigo no es el que usó
Dubonnet el día de su boda? Hace unos diez años.
Hasta Billy Kirby había hecho un esfuerzo; su ropa y su pelo se aproximaban a lo
que podría llamarse limpio. No había señal alguna de Liam, ni de O'Brien. Nathaniel
estaba tranquilo porque Osos se había quedado en la montaña para vigilar.
Los Bonner se habían sentado en un banco detrás de los Hauptmann cuando
comenzó el servicio. Los yanquis tenían sus ideas acerca de cómo pasar su tiempo
libre en una iglesia, pero los alemanes tenían las suyas, y Witherspoon conocía muy
bien a sus feligreses y sus inclinaciones mundanas; durante todos aquellos años había
aprendido a tratar con ellos.
Bajo el techo embreado, la multitud generaba mucho calor. Elizabeth tenía los
colores subidos y la frente cubierta de sudor, pero sonrió cuando él la miró. Entre los
* * *
Una hora antes de que llegara la hora dispuesta para el comienzo del recital,
Dolly, Hannah y las pequeñas Glove estaban ocupándose de la comida, mientras
Elizabeth colgaba guirnaldas de los últimos ásteres del verano. La algarabía y el
bullicio eran muy grandes, y ella comenzaba a preocuparse por los niños, a los que
había enviado a buscar más copas y que hacía rato tendrían que haber vuelto.
Anna llegó con los pasteles y la inquietante noticia de que la boda había
terminado y de que todos se dirigían resueltamente hacia la escuela.
—La gente ha esperado meses para ver el interior de este lugar —dijo quitándole
una guirnalda a Elizabeth y subiéndose a una silla para hacerse cargo del trabajo—.
No podían esperar más. De cualquier modo, supongo que es mejor que no sigan
bebiendo ron. Déjeme, usted tiene otras cosas que hacer, me parece. Acabo de ver a
mi hijo huyendo con los niños McGarrity.
Eso se convirtió en una buena noticia: Elizabeth se encontró con Jemima
Southern en el exterior de la casa, escondida y con una tabla en la mano. Para su
sorpresa, la niña estaba muy tranquila cuando la encontró.
—Sabía que me encontraría —dijo, y con aire desdeñoso continuó—: A ellos no
les gusta que cante, pero de todos modos lo haré.
—Los niños están demasiado nerviosos, Jemima. Tú tienes una voz muy bonita,
lo admitan ellos o no.
Esta vez, Elizabeth la pudo mirar a los ojos porque le estaba diciendo la pura
verdad.
La niña pasó su mirada aguda por encima del rostro de Elizabeth.
—Usted dejaría que yo cantara aunque croara como un sapo.
A Elizabeth se le escapó una risa ligera.
—Si fuera importante para ti, tal vez lo haría. Pero lo más probable sería que en
* * *
Nathaniel se acercaba por el camino; ella pudo verle entre los árboles, una, dos,
tres veces hasta que salió del bosque que había justo delante de la escuela. Llevaba el
caballo cargado con las cosas que le había encargado: más velas, para el caso de que
el recital se prolongara; el pan de maíz y el pastel de manzana que Atardecer había
hecho para la fiesta; y los paquetes que Elizabeth había envuelto con tanto cuidado la
noche anterior, sus regalos para los alumnos por su trabajo durante el verano.
Elizabeth se sintió muy conmovida al verlo llegar hasta allí. Todavía le parecía un
tanto irreal haber llegado tan lejos en su vida. Se preguntaba cómo habría sido el
mundo sin él, pero al final decidió que no quería saberlo.
Nathaniel había comenzado a creer que tal vez pudiera transcurrir todo el recital
sin problemas, cuando se oyeron los primeros disturbios.
La atención de la gente estaba fijada en Ian McGarrity, que se preparaba para
empezar con «John Barleycorn». Elizabeth estaba a un lado con los brazos cruzados,
Elizabeth era la última persona que buscaría valor en una botella de whisky o que
propiciaría tal idea, pero había permitido a Ian recitar aquellos versos. Era algo
sorprendente, pero fue inteligente dejar que lo hiciera, y Nathaniel se encontró
admirándola una vez más por sus capacidades tácticas. La poesía latina o francesa
también habría demostrado las habilidades de sus alumnos, pero no habría ganado a
los hombres del pueblo. «John Barleycorn», en cambio, era apreciado por ellos. Pero
también había hecho que muchos se fueran hacia el barril de cerveza, lo cual no
entraba en sus planes.
En su sitio, cerca de una ventana, Nathaniel pudo ver un bulto azul
desapareciendo tras la esquina. En un acto reflejo tocó su rifle. Podría salir y terminar
con cualquier problema que pudiera surgir antes de que se le fuera de las manos. Pero
era el turno de Hannah, y al verla tan crecida y guapa no pudo resistir la tentación de
* * *
Las ventanas de la escuela estaban abiertas a pesar del aire fresco del atardecer, el
edificio parecía ensancharse y respirar con toda la vida que había dentro de él.
Mientras salían, Nathaniel oía la voz de Hannah, tan clara y fuerte. Había rastros de
la cadencia de Atardecer en su voz, un don que había heredado de su propia madre, la
habilidad de imitar otras voces. Ella había insistido en contar una historia de los
kahnyen’kehaka y Elizabeth no había tratado de disuadirla. Nathaniel le dedicaba
parte de su atención mientras dejaba atrás la casa para llegar al campo de atrás.
* * *
* * *
* * *
* * *
* * *
Siempre le había causado placer contemplar los colores del fuego, y en aquel
momento, pese al terror, pese al profundo miedo que abría las venas, Julián vio lo
maravilloso que era: las llamas se movían por la habitación en una simetría tan
seductora como aterradora. Arrodillado entre olas de fuego, Julián no reconocía el
* * *
Axel se cruzó con ella en la puerta y se detuvo cuando le preguntó dónde iba.
El hombre miró al lado y luego miró fijamente el sombrero que tenía en la mano.
—Pregunta por Kitty y por su padre. Voy a buscarlos.
—En su estado no creo que le vaya muy bien a Kitty verlo como está…
El hombre sonrió tristemente.
—Lo mismo dijo Curiosity, pero ¿hay otra posibilidad?
Elizabeth dejó escapar un profundo suspiro y asintió con la cabeza.
—Por si quiere saberlo —Axel levantó la cabeza y la miró a los ojos—. Huye de
los Osos con algunos hombres fueron tras los Kirby. Espero que los traigan aquí
pronto.
—¡Pero a Liam no! —dijo Elizabeth cogiendo a Axel de la manga—. Fue Liam el
que vino a advertirnos.
Los ojos de Axel tenían un brillo extraño y frío.
—Si el niño es inocente no tendrá que pagar por los pecados de su hermano. Pero
como se habrá dado cuenta, señora Elizabeth, no se le ha visto por aquí desde ese
momento.
Como no podía negarlo, Elizabeth trató de pensar en alguna explicación
razonable, pero un nuevo acceso de tos proveniente de la otra habitación sonaba en
aquel momento como una tela desgarrada. Fue a ver a su hermano.
* * *
* * *
Al amanecer comenzó a caer una lluvia fría y persistente sobre Paradise. Mientras
Kitty estaba de parto, el viento susurraba entre los árboles con una voz tan humana
que a Elizabeth se le pusieron los pelos de punta. A veces sólo con un gran esfuerzo
para mantener la disciplina lograba que las manos no le temblaran mientras enjugaba
la frente de Kitty. Habló muy poco durante las largas horas, contenta de que el buen
humor de Curiosity ayudara a aliviar la carga. Cuando empezaba a pensar en su
hermano se refrenaba enseguida. Habría tiempo para eso más tarde, se decía con
firmeza, tratando con todo su empeño de mantener la cabeza de Kitty sobre la
almohada.
Por la mañana hubo un ir y venir de gente del pueblo que llevaba platos calientes
e infusiones especiales y ofrecía su ayuda. Con el rostro desencajado y sin afeitarse,
el señor Witherspoon se presentó ante la puerta y fue reconfortado por Curiosity, que
lo envió a dormir a su casa. Al mediodía, cuando parecía que todavía faltaba un rato
para que el niño naciera, Curiosity envió a Elizabeth a descansar. Ella obedeció sin
protestar. Se acurrucó, cerca del fuego, en la estrecha cama de Jemima y cayó en un
sueño tan profundo que cuando se despertó no tenía ni idea de dónde estaba, ni por
qué, ni siquiera de qué la había despertado.
Gradualmente se fueron presentando los hechos en su mente, los cuales, al
principio, no parecían encajar en ningún esquema racional. Su hermano estaba
muerto; la escuela ya no existía. Había una contundencia en aquellas verdades que
era casi tangible, y todavía faltaba explorar el peso de la pena. Justo cuando Elizabeth
se dio cuenta de que lo que oía no era una tormenta, sino el llanto de un recién
nacido, Daisy entró en la habitación abotonándose la capa.
—Voy a buscar al juez y al señor Witherspoon —dijo mientras se ponía la
capucha.
Elizabeth levantó las manos para indicar que quería información.
—Kitty lo logró.
—¿Y el niño?
—Vivo, bien y respirando mejor de lo que mamá se habría imaginado.
—Gracias a Dios —murmuró Elizabeth.
—Amén —dijo Daisy cerrando despacio la puerta tras ella.
Elizabeth fue a la otra habitación para conocer a su sobrino.
Acurrucado en los brazos de Kitty, parecía un muñeco pequeño y de proporciones
desparejas.
—Conozca al joven amo Middleton —dijo Curiosity limpiándose el cuello con un
paño de lino—. Bravo como un gallo de pelea, pero mucho más pequeño.
* * *
* * *
Conocía la montaña tan bien como conocía la cabaña en que había nacido y
crecido, tan bien como conocía las facciones de la cara de su hija. Era la cara de
Hannah la imagen que Nathaniel llevaba consigo cuando rompía la ventana de la
escuela para salvarla.
La había acunado mientras ella lloraba, se estremecía y tosía, la había acunado
como esperaba que su madre lo hubiera hecho, arrullándola sin palabras. Incapaz de
consolarla, Nathaniel había deseado que Elizabeth lo ayudara y alzó la mirada para
verla corriendo hacia ellos con Muchas Palomas y Atardecer detrás. Entonces había
salido Julián de la escuela con el pelo ardiendo, y Osos lo había derribado.
La mirada de él pareció dar voz a Hannah.
—Traté de salir —susurró ella—. El olor del fuego me despertó, y traté de salir,
pero la puerta estaba cerrada.
Nathaniel había conocido la auténtica ira pocas veces en su vida. En el campo de
batalla había conocido la furia que hace que un hombre afronte el peligro más allá del
temor. De nuevo la había sentido cuando vio lo que Lingo le había hecho a Elizabeth,
aun sabiendo que el hombre no estaba en sus cabales. Mientras caminaba hacia la
casa de los Southern con Hannah en sus brazos, la misma clase de rabia punzante lo
había invadido. Billy Kirby había prendido fuego a la escuela y había cerrado la
* * *
Al borde de un precipicio, en una pendiente tan abrupta que podría haber comido
hierba de pie, Nathaniel pudo percibir un movimiento rápido delante de él. Los lobos
que se habían apropiado de aquella parte de la montaña lo estaban observando, con
los ojos echando chispas rojas a la luz de la luna. Era una buena señal.
Se escurrió por un saliente de piedras acumuladas durante años, sintiendo su
movimiento bajo los pies. Prestando atención a la montaña en aquel momento,
porque la montaña le estaba prestando atención a él. El lobo podría arrojarlo al vacío
como si fuera un caballo de carga si él se distraía. Cuando la luna se escondió tras
una nube hizo un alto y esperó porque no tenía otra posibilidad. Un buho ululaba en
la noche, muy cerca de allí, y un chotacabras parecía responderle.
Deteniéndose a menudo para escuchar, Nathaniel avanzó por un estrecho
desfiladero y pasó la mina de plata. Por lo que pudo ver entre la maraña de enebro
que crecía en las grietas de la ladera rocosa, nada había sido tocado; no se veían
huellas, aunque la luz del día podría decir otra cosa. Se puede caminar por el lugar
mil veces y no saber lo que hay allí, no sólo la mina de plata, tan rigurosamente
escondida todos aquellos años, sino también el baúl que Chingachgook había sacado
del bosque en el año cincuenta y siete con el resto del oro torie.
Nathaniel continuó caminando a través de los pinos, balanceándose hacia delante
* * *
Poco antes de que saliera el sol, fue hacia la cueva. Por un lado sujetaba una
antorcha, tenía el rifle alzado y entró con el dedo puesto en el gatillo. No hubo
ninguna pelea, Billy se limitó a levantarse y, cansado, dejó caer el arma y se quedó
mirando el suelo.
—¿Estás listo para partir? —preguntó Nathaniel. Billy levantó la cabeza y
Nathaniel le vio la boca estropeada y el destello de tenaz resistencia en los ojos.
Había bastado un culatazo en la boca para detener todo su arrojo y derrotarlo. Se
golpeó la cara con las manos, hizo una reverencia y emitió un aullido—. Silencio. Si
no quieres que Axel y el resto de los hombres vengan por ti.
Un escupitajo y un poco de sangre manchaban los dedos de Billy mientras miraba
a Nathaniel.
—Diles que vengan —dijo con aspereza, apenas podía hablar bien con la boca
partida—. Tal vez podamos hacer un trato.
Se agachó y buscó debajo de la manta que había sobre un bulto en el suelo sucio y
* * *
Hizo que Billy sacudiera sus botas y se quitara toda la ropa hasta que cayeron
todas las monedas de oro que había cogido. Luego Nathaniel le permitió vestirse de
nuevo y lo hizo salir de la cueva apuntándole con el rifle. Tenía la cara tan tranquila e
Durante los días siguientes, Elizabeth no tenía deseos de salir de casa, ni siquiera para
hacer las visitas que era casi imposible postergar. Su padre no se recuperaba como era
de esperar; había que atender a Kitty y a su hijo y sus alumnos parecían querer estar
con ella en todo momento, como si todavía no pudieran creer el hecho evidente de
que la escuela ya no existía. Decidida a pasar el día en casa, pese a todas esas cosas,
Elizabeth empezó por ocuparse de la costura y pasaba las tardes enhebrando y
volviendo a enhebrar la aguja, o pinchándose los dedos. Finalmente resolvió hacer
una lista de los libros y útiles que habían sobrevivido al fuego. Reunió los papeles, las
plumas y la tinta, y se dio cuenta de que se sentía incómoda con la pluma en la mano.
—Has mirado por la ventana cinco veces en media hora —dijo Muchas Palomas.
Hablaba en kahnyen’kehaka delante de Liam, lo que demostraba que estaba distraída
e irritada.
Huye de los Osos había partido para Albany hacía cuatro días. Elizabeth no podía
imaginarse qué era lo que retrasaba su vuelta. Si Osos no volvía aquel día, Nathaniel
tendría que ir en su busca, cosa en la que no quería ni pensar.
Elizabeth observó un momento a Hannah. La niña se recuperaba mucho mejor
que todos los demás después del incendio. Tal vez porque se ocupaba de Liam como
si fuera una obligación personal.
Cuando no estaba enseñándole a leer, le prestaba todo tipo de servicios.
Inmovilizado por la pierna rota, Liam había pasado la mañana arreglando un
arnés para Nathaniel; en aquel momento observaba atentamente mientras Hannah le
enseñaba cómo trenzar el maíz para que se secara. Levantaba un cuerno afilado de
ciervo rodeado por una correa, deslizaba ésta apretando con el dedo corazón sobre la
panocha hasta sacar la farfolla. Luego la quitaba toda, exceptuando cuatro tiras que
trenzaba en la cuerda de mazorcas que dejaba sobre los muslos de Liam. Ya habían
terminado dos largas ristras y Hannah las había colgado de las vigas subiéndose a la
escalera que Nathaniel había puesto en el centro de la habitación. Liam habría subido
si se lo hubieran pedido; Elizabeth no dudaba de que habría llegado hasta el techo si
Hannah se lo hubiera pedido. Él haría todo lo que estuviera a su alcance para
demostrar que merecía estar allí y ganarse un lugar en la casa.
Había un hueco en la mejilla del niño y una mirada algo perdida que Elizabeth
entendió muy bien: ella también sentía al mismo tiempo pena y rabia por un hermano
que se había mostrado incapaz de redimirse.
Elizabeth se esforzó por seguir prestando atención a la lista, una tarea
melancólica. La mayoría de los libros que quedaban no eran útiles para los niños, y
todo lo demás, de las plumas a los diccionarios, se había perdido. En una hoja limpia
* * *
Osos la encontró una hora más tarde sentada en un tronco, delante de las cabañas,
junto a la caída de agua. Aquél se había convertido en su lugar favorito desde que se
había mudado a Lago de las Nubes; el rumor del agua era tranquilizador y todo lo que
amaba en el mundo estaba ante ella. Pronto caería la nieve y no podría volver a aquel
lugar hasta la primavera. Atardecer ya había predicho que sería un invierno duro por
la forma en espiral en que había crecido el maíz y por el grosor de las madrigueras de
las ratas almizcleras. Elizabeth se envolvió mejor el chal sobre los hombros para
protegerse de la helada.
Sabía que tenía que ir a la cabaña y cocinar, pero también sabía que a nadie le
importaría que no lo hiciera; Atardecer tendría suficiente sopa de maíz para todos.
Nathaniel estaba en el granero limpiando un ciervo. Todos sabían dónde estaba y les
complacía que tuviera un rato para estar a solas. A todos, menos a Huye de los Osos.
Ella vio que se acercaba y trató de poner cara de bienvenida y sonreír. Él se sentó
a su lado con las manos en las rodillas y miró el paisaje.
—Las cosas son más sencillas en el bosque —dijo Elizabeth. Cuando vio que él
no añadía nada a esta observación, cogió una rama del suelo y comenzó a romperla
en pedazos hasta que no pudo aguantar más y preguntó:
—Sennonhtonnon ¿Qué estás pensando?
Huye de los Osos respondió:
—Eres una de las mujeres más valientes que he conocido. Pero te sientas aquí
muerta de miedo por akokstenha.
Elizabeth alargó una rama en dirección a él y le rozó el pelo.
—Espero que no le hayas dicho a la cara que es vieja. Sólo estuviste tres días con
ella. —Entonces se le fue la voz, se le saltaron las lágrimas y restregó los ojos con las
manos—. ¿Cómo puedo explicárselo? ¿Qué puedo hacer para que me entiendan?
Osos se sacó la rama del pelo y la dejó caer.
—Ella no cree que seas culpable de lo que le pasó a Julián. Él siguió su propio
camino. —Elizabeth levantó de golpe la cabeza y pudo ver la expresión de Osos,
firme y resuelta—. También tuvo un hermano más joven que fue una desilusión para
* * *
* * *
Elizabeth se dio cuenta de que lo mejor era tomar la visita de la tía Merriweather
como una marcha inevitable por un campo embarrado. Una vez que se estaba en el
centro y hasta los tobillos de lodo, no había nada que hacer, sino perseverar y tratar
de llegar al otro extremo.
Cuando tuvo oportunidad, contestó las preguntas según la importancia que les
concedía. Responder a todas habría sido imposible; la tía ya volvería sobre aquello
que más le interesara. Una de aquellas preguntas había aparecido en la superficie de
tres maneras diferentes. Nathaniel podría haberle ayudado con las respuestas, pero se
había excusado diciendo que iba a echarle una mano a Galileo.
—Para reconstruir la escuela tendremos que esperar hasta la primavera. Además,
en esta época del año hay demasiado trabajo para pensar en eso.
Su tía dijo:
—Estoy más que interesada en financiar la construcción…
—Lo entiendo, y te doy las gracias por tu generosidad. El problema no son los
fondos, ya que disponemos de ellos, sino el tiempo. Este invierno podremos usar la
vieja cabaña de mi padre. Nos sirvió al principio y nos servirá de nuevo, ¿verdad,
Hannah?
Hannah era muy intuitiva, y simplemente se limitó a asentir sin querer entrar en la
conversación.
—¿No podrías contratar a uno de los hombres del pueblo, o a varios, para que
hagan el trabajo? —preguntó la tía.
Kitty sorprendió a Elizabeth cuando empezó a hablar.
—Está a punto de llegar la temporada de caza, señora —dijo—. Y la mayoría de
los hombres se va a los bosques a poner trampas.
—Ya veo —dijo la tía Merriweather. Lo que significaba que no se resignaba.
* * *
Ella se preguntaba si Nathaniel le haría preguntas sobre sus relaciones con Will,
pero en cambio él estaba más preocupado por Richard Todd y no pudo disimular su
curiosidad.
—No me imagino a tu tía cenando en Beaver Hall —dijo Nathaniel moviendo
enérgicamente la cabeza.
—Me dijo que era un lugar muy elegante. El teniente gobernador de Montreal
estaba allí, un sachem de los hurones y un conde francés que había escapado del
Terror… y Richard Todd entre todos ellos.
—Eso no me gusta —dijo Nathaniel. Y añadió, después de una larga pausa—:
¿No se sabe nada de Nutria?
—Se lo describí con detalle. Vio a otros indios, pero está segura de que no
conoció a Nutria. Y Richard no lo mencionó. Al parecer —continuó Elizabeth
lentamente—, Richard estaba haciéndole la corte a una joven.
—Entonces es bueno que Kitty se haya casado —dijo Nathaniel, pero se notaba
que seguía pensando en Nutria. Elizabeth pensó en decirle, como su tía le había
comentado, que quizá Richard todavía pensara en casarse con Kitty, que en aquel
momento tenía algo muy atractivo que ofrecerle. Pero Nathaniel ya había tomado otro
rumbo.
—Si tiene interés en Paradise, o en la montaña, volverá antes de que sea pleno
invierno.
—Sí —dijo Elizabeth—. Le mencionó a Will que tenía un asunto en Albany.
—Ya no lo tiene —dijo Nathaniel con firmeza.
—Pero tal vez en ese momento no lo sabía.
Nathaniel se recostó en la cama y estiró una mano para tocarle el pelo que ella
estaba trenzándose para dormir.
—Ya no puede perseguirte por nada, por lo menos ante el juzgado.
Ella le pasó el dedo por la mejilla, disfrutando de la aspereza.
—Tuve la oportunidad de ponerle freno —dijo—. Pero Kitty, bueno, no sé qué
Elizabeth dedicó toda aquella semana a atender a la tía Merriweather. Los pocos días
que no la invitaban a visitar la casa de su padre, la tía iba a pasar el día a la montaña.
A veces con Amanda y Will, pero la mayoría de las veces sola, acompañada
únicamente por Galileo o Benjamín. Entablaba conversación con quien se cruzara por
el camino, sentía mucha curiosidad por conocer todos los detalles de la vida en Lago
de las Nubes. Examinando una piel que se estaba secando, la tía Merriweather
expresó su gran deseo de ver cuáles eran los animales que producían aquellas pieles
tan útiles y valiosas. Junto a Huye de los Osos y Hannah caminó al oscurecer hasta el
nido de castores más cercano y esperó pacientemente, se mojó un poco las botas pero
volvió exultante a la cabaña, muy satisfecha de su éxito.
Pronto se ganó el cariño de todos. La reserva habitual de Atardecer se desvaneció
rápidamente, y aunque Liam se sentía un poco celoso al ver que la tía de Elizabeth
acaparaba la atención de Hannah, él mismo salió al camino para dar una buena
imagen a la anciana, llegando incluso a pedir un peine cuando sabía que iba a subir.
Sólo Muchas Palomas permanecía distante y al acecho, inconmovible pese a los
regalos que le dieron provenientes de Montreal, educada siempre pero sin querer dar
confianza. Muchas Palomas fue la que le puso el nombre kahnyen’kehaka a la tía
Merriweather: Dirige los Vientos. Elizabeth se rió mucho al saberlo y no pudo negar
que era de lo más apropiado.
Elizabeth dejó a su tía a solas con Nathaniel en muy pocas ocasiones, pensaba que
podrían entenderse y se gustaban mutuamente. Desde luego, Elizabeth no le
mencionó a Nathaniel la idea que tenía su tía de extender una cañería para que llegara
el agua hasta dentro de la cabaña, ni tampoco de las mejoras que quería hacer en la
chimenea y menos de las sugerencias que había recibido sobre la compra de unos
muebles más tradicionales, zapatos pesados, ropa interior de franela, o de añadir
carne de cerdo a la dieta y criar gallinas.
La mayor parte del tiempo estaba sola con su tía; y poco a poco ésta supo todas
las historias del primer año que había pasado su sobrina en el Nuevo Mundo.
Elizabeth se reservó algunas cosas, recordando hábilmente cuánto podía avanzar la
curiosidad de la tía en temas difíciles de explicar. Nunca le contaría toda la historia de
Jack Lingo porque pensaba que conocía muy bien los límites de la amplitud de
pensamiento de su tía. Hablaron de Inglaterra y de la muerte del tío Merriweather.
Luego, una tarde fría, rodeadas de la nueva cosecha de calabazas amontonadas como
una constelación de pequeños soles brillantes en la creciente oscuridad, hablaron de
Julián. Elizabeth pudo ver las lágrimas en los ojos de su tía y también ella,
finalmente, lloró por su hermano.
* * *
Después de pasar una hora más en compañía de la tía, Elizabeth se fue a casa con
Hannah. Quería disfrutar del aire fresco y hacer ejercicio; además necesitaba tiempo
para organizar sus pensamientos, y rechazó la compañía de Galileo pese a que la tía
insistió mucho.
Acababan de entrar en el bosque, ya no se las podía ver desde la casa cuando de
repente apareció Amanda detrás de un pino haciendo les ademanes frenéticos con sus
pálidas manos.
—¿Qué pasa? —preguntó Elizabeth preocupada—. ¿No te encuentras bien?
¿Quieres que te acompañemos a casa? —Sin decir nada, Amanda la cogió del brazo,
la apartó del sendero y la llevó andando sobre hojas rojas, amarillas y marrones que
crujían bajo sus pies. Un urogallo vio interrumpida su comida de hojas de abedul y se
escurrid entre las plantas—. ¿Amanda, qué te pasa?
—A mí nada, pero tengo que decirte algo y mañana no tendré tiempo ni
oportunidad para hacerlo.
—Hannah —dijo Elizabeth—. ¿Puedes adelantarte? Enseguida te alcanzaré.
—¿Puedo ir a visitar a Dolly?
—Sí, iré a buscarte allí. No tardaré.
Cuando la niña hubo desaparecido por el sendero, Elizabeth se volvió hacia su
prima.
Amanda apenas la podía mirar a los ojos.
—Tengo algo que confesarte. Mientras estábamos en Montreal, el doctor Todd me
dio un mensaje para Kitty.
—Por el amor de Dios, Amanda. ¿Por qué no lo dijiste?
Amanda juntó las manos y cerró los ojos.
* * *
* * *
* * *
Nathaniel se quedó un rato más con Will para mostrarle el camino hacia la casa
del juez y el resto siguió con su labor. Huye de los Osos se desperezó con ganas
moviendo los músculos de los hombros.
—¿Cómo le fue a Will en el bosque? —preguntó Elizabeth, demasiado intrigada
para esperar a que Nathaniel la informara.
—Se movía como un gato —dijo Osos—. Sabe escuchar.
—Ah —dijo Elizabeth muy complacida porque se trataba del mayor elogio que
podía hacer Huye de los Osos—. Nathaniel piensa que es extraño.
—Ah, sí que es extraño —dijo Osos—. Para ser o’seronni.
Atardecer añadió:
—Hay mucha variedad de hombres en el mundo.
—¿Y de qué clase es Will Spencer? —preguntó Elizabeth con interés.
—Un hombre rico —dijo Liam.
—No es eso lo que mi abuela quiere decir. —Hannah lo reñía con delicadeza, y
Liam bajó la mirada hacia el maíz que tenía en sus manos enrojecidas.
—Es un soñador —dijo Muchas Palomas en lugar de su madre—. Vive en otros
mundos y vuelve a éste cuando tiene algún motivo.
Atardecer estuvo de acuerdo.
—Entre los kahnyen’kehaka se convertiría en un sabio, si sobreviviera.
* * *
Nathaniel caminó con Will Spencer hasta el pueblo y aceptó ir a beber algo a la
taberna. Axel había estado dormitando cerca del hogar mientras sus clientes se
servían por su propia cuenta la bebida, pero se levantó cuando oyó la voz de
Nathaniel.
—Hay un rumor —dijo vertiendo cerveza.
—Siempre hay rumores —dijo Nathaniel—. ¿Te refieres a que Todd piensa
volver por aquí?
Los dientes de Axel brillaron a la luz de la lámpara.
—Tendría que haberme imaginado que no te sorprenderías, Nathaniel. Su
sirvienta vino a decirle a Anna que necesitaba comprar algunas cosas para él. ¿Es
* * *
Liam soñaría con eso durante años: Muchas Palomas atravesando la cascada en
cuanto Elizabeth cayó al agua, en busca de ella como un halcón tras una trucha. Pero
Richard Todd estaba más cerca y ya había llegado de la otra orilla, cogió a Elizabeth
del pelo y la sacó del agua antes de que Muchas Palomas llegara allí. Liam no pudo
ver lo que estaba pasando porque iba más lento con su pierna coja que le ardía como
el fuego del infierno. Cuando llegó a la otra orilla, los dos estaban arrodillados junto a
ella.
Se dijo a sí mismo que la gente muerta no sangra tanto. No importa lo blanca e
inmóvil que esté, alguien que puede bombear sangre del modo que lo hacía ella tiene
que estar vivo. Muchas Palomas tenía la mano apretada contra la cabeza de Elizabeth
por encima de la oreja izquierda. La sangre corría entre sus dedos y se deslizaba por
su brazo como si fuera una serpiente.
Con un simple movimiento, Todd se arrancó la manga de la camisa y se la dio a
Muchas Palomas. Apoyó en su muslo la cabeza de Elizabeth y apretó con fuerza la
tela contra la herida. Los tendones del antebrazo se le tensaban con el esfuerzo. Todd
se inclinó para levantar los párpados de Elizabeth. Observó cuidadosamente los ojos
y finalmente se puso en cuclillas, pensativo. Luego cerró el puño y dio dos golpes a
Elizabeth en el esternón. Liam dio un salto, pero los ojos de Elizabeth se abrieron.
Movió ligeramente la cara y volvió a cerrarlos.
Hannah y Atardecer llegaron del bosque. Hannah se lanzó al lado de Elizabeth y
empezó a llorar y a gritar. Antes de que Liam pudiera llegar hasta ella, Richard Todd
se inclinó y le puso una mano en el hombro.
Liam nunca le había oído hablar en mohawk. En aquel momento hablaba en su
propio idioma a Hannah, que al oírle se quedó blanca por la sorpresa. Se volvió hacia
su abuela para preguntarle algo. Atardecer estaba inclinada sobre Elizabeth y Liam no
le pudo ver la cara, pero la respuesta que le dio a Hannah pareció calmarla un poco.
Se levantó lloriqueando un poco y luego se limpió la cara con el dorso de la mano y
fue corriendo hacia la cabaña.
* * *
* * *
* * *
Elizabeth nunca había tenido talento para los sueños llenos de colorido. Tal vez,
pensaba, porque sus sueños diurnos eran tan elaborados y con tantos detalles que no
le quedaba más imaginación cuando se iba a dormir. Pero en algún lugar y de algún
modo había aprendido el arte de soñar en colores: a su alrededor había un mar de
narcisos de un color que nunca había visto antes de su primer viaje en barco, cuando
había dejado Inglaterra para vivir una nueva vida junto a su hermano.
Julián estaba a su lado en la borda, el viento agitaba su pelo negro y en su cara se
veía la sombra de la barba.
—Mira los pájaros —decía él—. Ellos te mostrarán el camino.
—Ven conmigo —decía ella, pero él sólo se limitaba a sonreír.
Tenía arrugas alrededor de los ojos. Vio también que tenía las sienes blancas y
que la mandíbula estaba más flácida que cuando había iniciado el viaje, hacía un mes.
Entonces se apartó de ella, sus botas no hacían ruido.
—Ven conmigo —le decía de nuevo, pero él saludaba con la mano y seguía
caminando.
No se oía otro ruido que el de los gritos de los pájaros, gaviotas volando sobre un
fondo de arco iris en un cielo tormentoso.
—No puedo volar —le decía ella, pero repentinamente él había desaparecido, la
había dejado sola en el barco en medio del mar infinito—. ¡No puedo volar!
Lo intentó. Intentó seguir a los pájaros y llegó hasta donde pudo ver la cara de su
padre, la piel pálida y los rasgos familiares. Se alejó antes de poder oír lo que él iba a
decirle.
* * *
* * *
Estaba acostada boca arriba, con la cara vuelta hacia un lado, hacia donde yacía
él. Tenía el vendaje de la cabeza manchado de sangre seca, las pestañas eran como
medias lunas oscuras en contraste con la palidez de sus mejillas. Él se inclinó y la
llamó por su nombre, pero no obtuvo respuesta.
Atardecer le puso la mano en el brazo.
—Yonhkwihsrons [6].
Nathaniel asintió con la cabeza para indicar que había entendido, no era la mejor
noticia que podían darle, pero había razones para tener esperanzas. Elizabeth
intentaba volver con ellos. Atardecer dejó la habitación y Nathaniel se sentó al borde
de la cama para verla dormir. Tantas veces la había buscado en aquella misma cama y
ella había acudido voluntariamente con risas o expresiones de bienvenida, en silencio
o con palabras de desafío.
Su olor podría haberlo despertado de entre los muertos; él lo sabía, lo creía
ciegamente. Esperaba que lo mismo sucediera con ella; se quitó las prendas de ante y
tela casera y se acostó desnudo sobre la colcha de piel. Las farfollas del relleno del
colchón crujían mientras se acercaba para poner su cara en la curva del hombro de
ella, en el lugar donde empezaba el cuello, en aquella curva perfecta que era todo lo
que él veía en el mundo. Frotó su mejilla contra la piel de Elizabeth e inhaló.
Ella olía como siempre. Sintió tanto alivio que le saltaron lágrimas de los ojos.
Finalmente, calmado por su olor, Nathaniel se quedó dormido esperando que notara
su presencia.
La habitación todavía estaba oscura cuando le dio un codazo para despertarlo y
murmuró una maldición. Sin saber con certeza si lo que experimentaba era real o
estaba soñando, se dio la vuelta. Entonces se sentó y se inclinó para mirarla, vio que
la tenue luz de la luna brillaba en sus ojos abiertos y que tenía una expresión entre
confusa y enfadada.
* * *
* * *
* * *
En medio de aquel universo que eran sus hijos, Elizabeth deseaba y necesitaba
quedarse dormida, pero se dio cuenta de que no podía calmar sus pensamientos. Se
quedó mirando por la ventana, el saliente de la montaña cubierto de pinos y abetos,
las sombras grises salpicadas en aquel momento de blanco. Por encima, una franja de
cielo del color del bronce viejo. Se acercaba otra tormenta.
Lo que Atardecer le había dicho de Richard y de la incursión en Barktown era
algo que no podía reconciliar con las historias que Nathaniel y Nutria le habían
contado. Cuanto más lo pensaba, más confundida estaba, todos habían contado la
historia completamente convencidos. «Al final —pensó—, tal vez todos tengan
razón». Las historias de lo que les habían pasado a cada uno de ellos en esos
sangrientos días de la revolución eran como una red que tejían entre todos; la verdad
quedaba hilada en la delicada trama de la memoria y no podía destejerse. No estaba
muy claro cuál había sido el papel de Richard; Elizabeth pensaba que tal vez no lo
supiera nunca a menos que él mismo se lo dijera. Y pasaría tiempo antes de que ella
estuviera en condiciones de mantener semejante conversación con Richard Todd.
Quizás al cabo de un año ya no estarían allí. Elizabeth se recostó y trató de
A finales de octubre, Lago de las Nubes estaba cubierto de nieve; Elizabeth se sentía
lo bastante bien para aburrirse, pero no para leer o escribir durante mucho rato, por lo
que comenzó a revisar los rincones de su cabaña. Mientras tanto, Richard Todd había
comenzado a cortejar a Kitty Middleton regularmente.
Nathaniel cedió amablemente aquella tarde y la llevó a la tienda de Anna. En el
atestado espacio familiar lleno de intensos olores a lana mojada, tabaco y cerveza
fermentada, Elizabeth oyó los detalles del cortejo de boca de Anna Hauptmann y
Martha Southern mientras medían grandes piezas de lino recién hilado.
—Todos los días de esta semana los ha pasado en el salón, casi vuelve loca a
Curiosity —le dijo Anna.
—Ella aceptará la propuesta del médico cualquier día de estos —predijo Martha.
—¿Kitty les ha dicho algo acerca de Richard?
—Kitty no ha venido por aquí desde la primera nevada —dijo Anna—. El niño
tiene mucho apetito, y ella no puede salir.
La cabeza perfectamente redonda y sin pelo del hijo menor de Martha levantó la
mirada de la silla donde lo habían sentado como si lo hubieran llamado. Sonrió a
Elizabeth mostrando dos pequeños dientes.
—Es que Daisy ha pasado por aquí varias veces. Cuando va a la herrería, ¿sabe?
—Estas palabras fueron acompañadas por la sonrisa y el guiño de ojos que Anna
reservaba para los asuntos amorosos—. Kitty no sale, excepto para dar algún paseo
en trineo. —La boca de Anna se movía deseando decir más.
—Al juez no le importan mucho esos paseos en trineo —dijo Martha—. Si uno se
guía por la expresión triste de su cara.
—No son muy amables —dijo Charlie Leblanc junto al hogar—. Richard no está
haciendo nada malo. Si a ella no le gustaran los paseos en trineo, no los aceptaría.
Anna dejó caer un retal de tela dando un ligero tirón.
—La gente no cambia tan rápido como tú, Charlie.
Jed McGarrity tosió ruidosamente tapándose la boca con el dorso de la mano.
—Ah, Anna. El muchacho tiene razón. Tal vez a Kitty le guste que Richard la
vaya a visitar. Tal vez se sienta sola.
—Es hora de que la vayamos a visitar —dijo Elizabeth.
* * *
Alemán Ton, cubierto con una piel de oso y rodeado de sus inconfundibles olores,
los esperaba delante de la tienda. La sonrisa tímida y sin dientes que le ofreció debajo
* * *
Se había perdido.
A no más de ocho kilómetros al norte de Lobo Escondido, en las tierras por las
que había andado, puesto trampas y cazado toda su vida, Nathaniel no podía negar
que había perdido el rumbo, ¡y en vísperas de Navidad! A sus pies había una mancha
de sangre en la nieve y el cuerpo del ciervo que lo había llevado hasta aquel lugar.
Había ganado la batalla con su ingenio y persistencia, pero también había sido
derrotado: para llevar al animal tendría que trocearlo primero y no había tiempo.
Entre los árboles, por encima y por debajo de él, notó que había movimiento.
Atraídos por el olor de la sangre, los lobos que solían seguirle a distancia cuando
salía a cazar sin perros, como aquel día, se estaban aproximando con tanta velocidad
que pronto tendrían que afrontar el riesgo del rifle. Nathaniel nunca había temido a
los lobos ni le importaba cederles la comida que tendría que dejar en el camino: había
muchos animales aquella temporada. Sólo estaba enfadado consigo mismo porque se
le escapaba lo mejor de la cacería y tendría que volver sin otra cosa que el pavo de
Navidad.
Poco habituado a aquella situación, recargó el rifle y abrió el ciervo. Con
movimientos rápidos del cuchillo cogió la pata para asarla para la cena del día
siguiente, las aletas de la nariz se le calentaban con la prisa del corte. La bruma de su
aliento se mezclaba con el vapor que salía de la cavidad abierta.
La cubierta de nubes que se había tragado el sol se movía en dirección a la ladera
e iba devorando los pinos manchados de nieve y los cedros blancos, de tal modo que
hasta el revuelo y los chillidos constantes de los pájaros parecían húmedos. Nathaniel
se colgó la carga y el rifle en su lugar y comenzó a escalar de cualquier modo, la
escarcha crujía bajo sus pies. Caminar rápido era la única manera de mantener el
cuerpo caliente sin encender un fuego, y caminar colina arriba hasta el peñasco era la
única esperanza que tenía de llegar. Si las nubes se abrían. Si la tormenta no estallaba.
Elizabeth había estado en la escuela aquella tarde, pero en aquel momento ya
estaría en casa. Esperándole. Más arriba, Nathaniel oyó el ulular de un buho. La hora
del crepúsculo en vísperas de Navidad. Era hora de volver a casa.
* * *
Dadas las pérdidas que tanto la familia Middleton como la familia Bonner habían
sufrido en los meses anteriores, no habría grandes festejos aquella Navidad. El juez le
había anunciado a Elizabeth que Kitty y él habían aceptado una invitación para pasar
* * *
Llegaron con una fuerte corriente de aire frío y mucho ruido que hizo que los
perros se pusieran a ladrar: el violín de Jed McGarrity luchaba con la gran variedad
de cornetas de hojalata y silbatos pequeños de los alumnos de Elizabeth. Estaban
gritando a modo de saludo y se reían mucho: Axel y Anna, Martha y los McGarrity,
las jóvenes Kae con sus novios, y la mayoría de los niños del pueblo, casi todos con
máscaras.
Elizabeth hizo un esfuerzo para sonreír, tragándose su inquietud. Hannah y Liam
le habían traído el bullicio de la ladera de la montaña, y debía mostrarse alegre para
no desairarlos. Hannah daba vueltas por la habitación, sus trenzas flotaban en el aire
mientras comenzaba a bailar con la música del violín.
—¿Eres tú, Ephraim? —En aquel momento la risa de Elizabeth era genuina. Pese
a que la máscara ocultaba la mayor parte de la cara pálida del niño, que se quedó
atónito al ser descubierto, no había modo de confundirlo porque tenía un tintero vacío
en cada uno de los dedos de la mano izquierda. Los movió y los hizo sonar
ferozmente ante el rostro de ella.
Un estallido de pólvora en la galería la hizo saltar de nuevo y ponerse pálida, pero
Martha le tocó el codo antes de que pudiera volverse en aquella dirección.
—Son los niños Cameron —dijo ella—. Les gusta hacer estallar pólvora en
vísperas de Navidad.
* * *
Cuando hubo saludado a todos y convencido a los niños más pequeños de que no
era el santo alemán, sino un soldado escocés cansado de estar solo, Robbie siguió a
Elizabeth al taller; mientras tanto, la fiesta continuaba.
—¿Qué has hecho con Nathaniel? —preguntó con una expresión de buen humor
—. ¿No me digas que lo has vuelto a perder, y ahora en fiestas? —Entonces miró a
Elizabeth y cambió de cara. Se echó para atrás y se quitó el sombrero—. ¿Qué pasa,
muchacha?
Decidida a no echarle a perder la fiesta de Navidad a Hannah, Elizabeth lo llevó a
un lado hasta las sombras. Treenie los siguió entusiasmada, oliendo con curiosidad el
estómago de Elizabeth y golpeándole los talones con el lomo.
—Salió a buscar un pavo, esta mañana muy temprano. Estoy preocupada, Robbie.
—Ah, sí, no hace falta que me lo digas porque lo llevas escrito en la cara, por más
que intentes esconderlo. —Se pasó una mano por las blancas mejillas y luego dejó
escapar un gran suspiro—. No me irá mal dar una vuelta por el bosque. Voy a
buscarlo, ¿vale?
Comenzó a ponerse las pieles de nuevo, pero entonces se detuvo pensativo.
—¿No se tratará de un juego sucio? ¿Qué ha estado haciendo Richard Todd estos
días?
Elizabeth negó con la cabeza.
—Hay muchas cosas que tengo que contarle y no sé por donde empezar. Sea lo
que sea lo que hace Nathaniel, no tiene que ver con Richard… Se fue a Johnstown
esta mañana siguiendo a Kitty.
* * *
Pasó otra media hora antes de que los disfrazados y los juerguistas fueran
enviados a continuar la fiesta con el resto de Paradise, Elizabeth estaba a punto de
desmayarse en su mecedora, junto al fuego. Hannah correteaba a su alrededor,
todavía con la cara ruborizada de excitación y alegría.
—Haré un poco de té —se ofreció Liam.
Era una habilidad que había adquirido después de practicar mucho y de la que
estaba muy orgulloso. Elizabeth simplemente asintió.
—Estás preocupada por papá —observó Hannah—. Él volverá.
Lo dijo con tanta seguridad y calma que Elizabeth tuvo que sonreír. Se sintió de
* * *
Elizabeth no podía dejar de observar a aquel extraño que había venido de Escocia,
ni de preguntarse por qué un hombre pudiente y con educación podría haber pasado
un año entero buscando a Ojo de Halcón. Había comenzado en Nueva York y había
seguido río arriba buscando pistas, pero sin encontrar ninguna hasta llegar a Albany,
tres meses antes. A Elizabeth le invadía la curiosidad mientras los hombres comían,
atiborrándose de grandes cantidades de pan, caldo sobrante, pasteles de Navidad de
Anna y el pastel de manzanas que Elizabeth había preparado como regalo para
Nathaniel. Él le guiñaba el ojo por encima de su cuchara y ella le tocaba la espalda al
pasar junto a él.
Querían que Robbie les diera noticias de Ojo de Halcón, pero Nathaniel ya había
silenciado las preguntas inminentes de Hannah con un leve movimiento de cabeza, no
quería que hablaran ante el extraño. Por lo menos hasta que supieran a qué venía.
Moncrieff, por su parte, podría haber comenzado a hablar, pero se contentaba con
comer. Era de mediana estatura y de figura enjuta, pero tenía manos fuertes y ojos
oscuros, al mismo tiempo vivaces y agudos. «Antaño —pensó Elizabeth— debió de
ser un hombre apuesto». Aún había en sus modales algo que lo distinguía.
Moncrieff se recuperó completamente del traspié que había tenido. Lo suficiente,
por lo menos, para pedir cerveza fuerte y ver, entre sorprendido y contrariado, que no
había. Elizabeth le llenaba el vaso con sidra en cuanto él lo vaciaba, con la esperanza
de que eso le produjera una necesidad que lo llevara puertas afuera, y tuvieran
algunos minutos para hablar a solas.
Mientras tanto, le contaron a Robbie las noticias del pueblo y los hechos
sucedidos en verano y en otoño. Moncrieff escuchaba con tanta atención como
Robbie, pero limitaba sus comentarios a levantar do vez en cuando las cejas.
—De haberlo sabido, me habría quedado. Lo habéis pasado mal.
—Nos habría venido muy bien tu ayuda —admitió Nathaniel con una triste
sonrisa—. Pero nos arreglamos.
—Como siempre. —Miró la forma redonda de Elizabeth y sonrió—. Parece que
también hay buenas noticias, así que debemos dar gracias al cielo.
—Así es —dijo Nathaniel siguiendo su mirada.
—¡Esperen! —gritó Hannah saltando tan repentinamente que hizo caer una copa
vacía al suelo.
Desapareció en las sombras hacia su desván y volvió de nuevo con las manos en
la espalda. Fue corriendo hacia Robbie y se quedó delante de él con una amplia
sonrisa.
* * *
* * *
Ella se fue a la cama mientras Nathaniel indicaba a los escoceses el lugar donde
dormirían. Elizabeth se quedó acostada con la cabeza apoyada en los brazos, oyendo
el murmullo de la voz de Nathaniel subiendo y bajando en contraste con la voz de
Robbie. Estaban conversando en el taller. Habían asignado a Moncrieff un catre bajo
el desván.
En medio de una oscuridad casi completa, Elizabeth estaba acostada oyendo
aquella música suave y trazando con el dedo el arco de la luna mientras iba bajando
en el cielo. El remolino de ideas que agitaba su mente amenazaba con producirle
dolor de cabeza, y ya tenía suficiente con el golpe, por lo que trató de no pensar en
Angus Moncrieff ni en cómo se las había arreglado para casarse con un miembro de
Estos últimos años he aprendido que los autores de novelas históricas deben
caminar juntos o caer. Sin el apoyo, el consejo, la revisión, la perspicacia, los
reproches y las toneladas de información sobre los hechos que me han proporcionado,
este libro no merecería tenerse en cuenta. En particular doy las gracias:
a J. F. Cooper, por la inspiración, y a S. Clemens, por la perspectiva;
a Diana Gabaldon, por su constante estímulo, por su generosidad en las pequeñas
y grandes cosas, y por haber mantenido conmigo largas conversaciones acerca de esta
extraña y absorbente tarea de escribir novela histórica;
a Kaera Hallahan, por leer todo el manuscrito en una coyuntura difícil, por
hacerme inapreciables comentarios y por haberme animado constantemente, por
hablarme de caballos y de libros que cuentan historias;
a Michelle LaFrance, por ayudarme en temas históricos y gaélicos, porque
finalmente se enamoró de Nathaniel y por su compañía y amistad durante este
recorrido;
a los doctores Jim y Janet Gilsdorf, por los detalles médicos;
a Marty Calvert, por escuchar, como siempre hace, con inteligencia, y por poner
el dedo en la llaga con amable insistencia;
a Margaret Nesse, por su escrupulosa lectura y por sus charlas interesantes;
a los escritores que honran con su presencia la sección de Investigación del Foro
de Escritores de Compuserve, por contarme sus experiencias y sus conocimientos
sobre gran variedad de temas;
a David Karraker, por decirme todos estos años que yo sería capaz de escribir, y
por su fe en mí sin tener en cuenta asuntos tan triviales como las diferencias de gusto;
a mi agente, Jill Grinberg, por su entusiasmo, su energía, su capacidad de trabajar
infatigablemente y por los mensajes que me dejaba en el contestador;
a Wendy Fisher House, por escucharme con tanta atención;
a Pat Rosenmeyer, por su lectura entusiasta;
a Moni Dressler, por darme chocolate y comprensión;
a Scott Spector, por llevarme al cine;
a mi familia, por su paciencia y confianza en mí.
Estoy asimismo en deuda con Mac Beckett, Merrill Cornish, Susie Crandall, Hall
Ellinot, Rob Frank, Karl Hagen, Walter Hawn, De Huntress, Janet Kaufmann, Janet
Kieffer, Rosina Lippi-Green, Susan Martin, Janet McConnaughey, Don H. Meredith,
Bonee Pierson, Susan Lyn Peterson, Michelle Powell, Barbara Shnell, Beth Shope,
Elise Skidmore, Phyllis Tarbell, Arnold Wagner y Karen S. White, por su tiempo,
interés y generosidad. En particular, estoy muy agradecida a la doctora Ellen Mandell
por poner a mi alcance un rico material relativo a las prácticas médicas del siglo XVIII.