En Tierras Lejanas - Sara Donati

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Elizabeth

Middleton, una mujer de espíritu independiente e ideas avanzadas,


arriba en 1792 a los flamantes Estados Unidos de Norteamérica para
reunirse con su padre, que ejerce de juez en la localidad de Paradise, al
norte del estado de Nueva York. A sus veintinueve años, la joven no se siente
atraída por la idea del matrimonio, y su principal deseo es dedicarse a la
enseñanza. Sin embargo, pronto comprueba que aquellos fríos parajes, tan
diferentes de su Inglaterra natal, ponen a prueba la resistencia física y
psíquica de la persona más curtida. Habitado por blancos, negros, indígenas
y mestizos, aquél es un mundo que se rige por unos códigos sociales de
inusitada aspereza, que justifican cualquier acto violento con tal de obtener
un pedazo de tierra.
Así, mientras Elizabeth se va adaptando a una realidad tan extraña como
hostil, conoce a Nathaniel Bonner, un blanco educado según las costumbres
de los indios mohawk. Esta relación, que su padre desaprueba con
vehemencia, sumada a sus planes de construir una escuela para niños y
niñas de todas las razas, choca con los prejuicios raciales de los colonos, por
lo cual Elizabeth tendrá que salvar numerosos obstáculos antes de ver
realizadas sus ilusiones.

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Sara Donati

En tierras lejanas
Trilogía Familia Bonner - 1

ePub r1.0
Sarah 20.09.13

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Título original: Into the Wilderness
Sara Donati, 1998
Traducción: Susana Beatriz Cella

Editor digital: Sarah


ePub base r1.0

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Para Emmy y,
como siempre, para Bill y Elisabeth.

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PERSONAJES PRINCIPALES

Residentes de Paradise

Los Middleton

Juez Alfred Middleton, propietario.


Elizabeth, hija de Alfred.
Julián, hermano de Elizabeth.
Curiosity Freeman, esclava liberada y ama de llaves.
Galileo Freeman, esclavo liberado, encargado de la granja y los terrenos, y esposo
de Curiosity.
Daisy, Polly y Almanzo Freeman, hijos mayores de Galileo y Curiosity, empleados
del juez Middleton.

Los Bonner

Dan'l Bonner (también conocido como Ojo de Halcón), cazador y trampero.


Chingachgook (también conocido como Gran Serpiente o Indio Juan), padre
adoptivo de Dan'l, un «sachem» para el pueblo mohicano.
Cora Bonner, esposa de Dan'l, oriunda de Escocia (ya fallecida).
Nathaniel Bonner (también conocido como Lobo Veloz o Entre dos Vidas), hijo de
Cora y Dan'l, cazador y trampero.
Hannah (también conocida como Ardilla o Eran Dos), hija de Nathaniel.
Sarah (también conocida como Canta los Libros), esposa de Nathaniel (ya fallecida).

Los kahnyen’kehaka (mohawk)

Atardecer, del clan Lobo, suegra de Nathaniel.


Muchas Palomas (también conocida como Abigail), su hija.
Nutria (también conocido como Benjamin), su hijo.
Huye de los Osos, del clan Tortuga.

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Aldeanos

Richard Todd, médico y terrateniente.


Reverendo Josiah Witherspoon, viudo.
Katherine (Kitty) Witherspoon, hija del reverendo.
Anna Hauptmann, viuda, propietaria de la tienda.
Ephraim y Henrietta, hijos de Anna.
Axel Metzler, padre de Anna, viudo y propietario de la taberna.
Billy Kirby, trampero, carpintero y leñador.
Liam Kirby, hermano menor de Billy.
Jed McGarrity, su esposa Nancy y sus hijos Ian, Rudy y la pequeña Jane.
Moses Southern, trampero y cazador.
Martha Southern, esposa de Moses, y sus hijos Jemina, Adam y Jeremiah.
Asa Pierse, herrero.
John Glove, propietario de un molino. Su esposa Agatha, sus hijos Hezibah y Ruth;
y sus esclavos Benjamín y George.
Claude Dubonnet (conocido también como Cuchillo Sucio), su esposa Gertrudis y
sus hijos Marie y Peter.
Charlie Leblanc, granjero y trampero.
Isaac Cameron, su hija mayor, Hitty, y sus otros hijos: Benjamin, Obadiah y
Elijah.
Jack Macgregor, cazador y trampero.
Archie Cunningham, su esposa Goody y sus hijos Bendito Sea y Noah, el mayor.
Jan Kaes, Matilda, su esposa, y sus hijas Molly y Becca.
Henry Smythe, su esposa Constance y su hija Dolly.

Saratoga

General de división Philip Schuyler y su esposa Catherine; sus hijos Philip,


Catherine, Cornelia, Rensselaer, y tres nietos.

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Antón Meerschaum, su encargado.
Sally Gerlach, el ama de llaves.
El reverendo Lyddeker.

Albany

Juez Van Der Poole.


Simón Desjardins, aristócrata y comerciante francés.
Pierre Pharoux, aristócrata y comerciante francés.
Samuel Hench, cuáquero de Baltimore, primo de Elizabeth Middleton.
Leendert Beekman, comerciante holandés.
Baldwin O'Brien, funcionario de Hacienda.

Johnstown

Señor Bennett, abogado y notario, y su esposa.

En el Bosque

Robbie MacLachlan, escocés, ex soldado, trampero y cazador.


Jack Lingo, trampero y cazador.
Alemán Ton, trampero y cazador.
Joe, esclavo fugitivo.
Buenos Pastos (Kahen'tiyo)
Partepiedras «sachem».
El Que Sueña, guardián de la fe.
Gran Corazón, constructor de canoas.
Zorro Manchado, guerrero y buscador de pieles.
Tira Lejos (también conocido como Samuel Todd).

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Hecha de Huesos, matriarca del clan Lobo.
Luna Hendida, hija de Hecha de Huesos.
Dos Soles, matriarca del clan Tortuga.
La Que Recuerda, matriarca del clan Oso.
Árboles-En-El-Agua (Barktown)
Herida Redonda del Cielo, «sachem».
Palabras Amargas, guardián de la fe.

En Oakmere, Inglaterra

Augusta Merriweather, lady Crofton, tía de Elizabeth Middleton y hermana del


juez Middleton.
La prima Amanda Spencer y su esposo, William Spencer, vizconde de
Durbeyfield.

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PRIMERA PARTE
Descubrir Paradise

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Capítulo 1
Diciembre de 1792

Elizabeth Middleton, veintinueve años, soltera, culta y excesivamente racional, capaz


de distinguir el bien del mal y de alardear al respecto, despertó sobre un colchón de
pieles de marta y zorro con la visión de un águila que volaba en círculos sobre su
cabeza; inmediatamente, se dio cuenta de que no debía de faltar mucho para llegar a
Paradise. La rodeaba un mundo de intenso color verde y altas montañas blancas, una
espesura sumida en un silencio profundo y grato, un esplendor que superaba lo
imaginable. No era Inglaterra, estaba claro. Tampoco era el puerto de Nueva York,
donde había esperado durante meses el comienzo de aquel largo viaje hacia el norte,
ni ninguno de los poblados que había entre Nueva York y Albany. El viaje estaba a
punto de terminar.
Habían salido muy temprano de Johnstown, dejando atrás el valle Mohawk y
continuando por el río Sacandaga, al principio en dirección norte y después hacia el
oeste. Al mediodía habían almorzado fiambres en el trineo mientras los caballos
bebían y descansaban. Por fin Elizabeth empezaba una nueva vida.
Delante de ella, su padre y su hermano dormían profundamente bajo montones de
mantas, colchas y pieles; sólo delataba su presencia el pelo revuelto de Julián y las
tibias nubes de vaho que lo envolvían. Además de Elizabeth, la única persona
despierta era Galileo, el conductor que servía a su padre, acomodado en el pescante y
envuelto en varias mantas hechas de recortes de tela, con el humo de la pipa
elevándose en forma de espirales a su alrededor. Sintiéndose prácticamente sola,
Elizabeth rió tontamente ante lo que la rodeaba, luchando con las pieles hasta que
pudo sentarse erguida. Luego dejó escapar un suspiro, impresionada por el frío que
hacía en Inglaterra —nunca había conocido temperaturas tan bajas—, y por la belleza
del lugar. Su padre, en los muchos años transcurridos desde su última visita a
Inglaterra, había mencionado en sus cartas las propiedades que tenía al norte del
estado de Nueva York, pero sus descripciones se limitaban a los recursos de éstas:
mucha madera, caza, tierra cultivable y agua. Aunque nunca lo había expresado,
muchas veces pensaba que era caprichoso y tal vez hasta imprudente llamar Paradise
a aquel lugar. Sin embargo, en aquel momento se daba cuenta de que había estado
equivocada.
Árboles de una variedad desconocida para ella cubrían toda la extensión a través
de la que se desplazaban, subían del pie de las montañas a los picos más altos sin
pausa alguna. Según avanzaban, encontraban menos claros; el camino serpenteaba, se
estrechaba, se aproximaba al río y caía de nuevo. A través de los abedules y pinos,
Elizabeth pudo observar una y otra vez el río helado, el hielo que reflejaba el bosque

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y el cielo en un torbellino de azules y verdes. De pronto se encontró en un inesperado
claro del bosque y pudo ver una curva cerrada del río rodeada de acantilados. Una
cascada surgía de la superficie de las rocas, una parte estaba helada y la otra caía
formando un arco iris cristalino hacia una grieta que había en el hielo. Exceptuando
los ruidos del río, el crujido de los arneses, el rítmico traqueteo de los cascos de los
caballos y el roce de los patines de metal en la nieve, el mundo estaba en silencio.
Entonces, en medio de los árboles, entre el trineo y el río, Elizabeth vio que algo
se movía. En la densa sombra, un ciervo grande se desplazaba con movimientos
ágiles sobre la nieve en dirección al agua.
En aquel mismo instante se oyeron ruidos que procedían del matorral del otro
lado, a poca distancia de donde estaba el trineo; Elizabeth se volvió sobresaltada al
ver a un grupo de perros de caza que salían de un refugio y a dos hombres que corrían
detrás, en silencio y a gran velocidad. Sólo los pudo ver un momento, pero se dio
cuenta de que llevaban ropas de ante y pieles, de que eran altos y corpulentos, de que
uno parecía mayor que el otro y de que ambos llevaban largos rifles que apuntaban en
la misma dirección.
Los caballos se agitaron y Galileo les habló con aspereza cuando empezaron a
encabritarse; como consecuencia del alboroto, el padre de Elizabeth se despertó
inmediatamente.
—¡Galileo! —gritó todavía algo dormid—. ¡Galileo! ¿Qué pasa?
El juez Middleton se levantó en el momento en que el trineo se detenía.
Elizabeth también se irguió tratando de ver hacia dónde iban los cazadores que se
habían escabullido entre los árboles alineados cerca del río.
Debajo de las mantas y las pieles, Julián se desperezó y bostezó, hasta que por fin
se irguió para observar por encima del pescante del conductor. En aquel mismo
momento los cazadores salían de entre los árboles no muy lejos del trineo. Julián
observó su marcha algo somnoliento y divertido.
—¿Salteadores de caminos en el estado de Nueva York? —dijo riéndose—.
¡Creía que habíamos dejado esa clase de cosas atrás, en la carretera de Londres!
Elizabeth dirigió a su hermano una sonrisa cínica.
—Por favor, no bromees. Sabes que esos hombres son cazadores; Nativos,
supongo.
El padre mantenía una conversación entrecortada con Galileo mientras
inspeccionaba la parte delantera del trineo; luego se volvió hacia sus hijos con un
revólver en la mano.
—Vamos, Lizzie —dijo Julián disponiéndose a abandonar el trineo—. Hay
bandidos a la vista. Nos uniremos a la diversión.
—Tienes que aprender a mirar con más atención, hijo mío —dijo el juez—. ¿No
ves nada que merezca tu atención además de los cazadores? Mira hacia dónde nos

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dirigimos. ¡Allí! En el próximo meandro del río. Es el animal más grande que he
visto en los dos últimos inviernos. Tengo un mosquete nuevo que espero que
funcione bien.
—¡Lizzie! —la llamó Julián con urgencia, haciéndole una seña; el juez,
entretanto, negaba con la cabeza.
—Quédate junto al trineo —le dijo a su hija mientras bajaba rápidamente seguido
de cerca por Julián. Este miró a su hermana por encima del hombro, una mirada de
comprensión que ella conocía muy bien, pero Julián no quería ser el guía de su
hermana en sus objetivos menos elegantes.
No se sorprendió porque la dejaran atrás; era lo que correspondía a las mujeres.
Entonces recordó que no estaba en Inglaterra y que podía pedir y hacer cosas que allí
se considerarían impropias.
—Galileo —gritó—. ¿Podríamos adelantarnos un poco para ver lo que pasa?
—Podría ser peligroso, señorita —contestó el hombre en el interior de sus abrigos
y mantas—. El juez ya no tiene habilidad con el mosquete.
—¿Qué? —Elizabeth se rió con ganas—. ¿Crees que nos disparara?
—No a propósito, señorita. —Galileo volvió a acomodarse en el pescante—. Pero
no tengo mucha fe en su puntería.
Cuando estuvo claro que el hombre estaba completamente convencido de sus
palabras y que no tenía la menor intención de ir hacia el lugar del tiroteo, Elizabeth
comenzó a recogerse la falda.
—Bueno, entonces iré a pie —dijo con firmeza. Mantuvo el equilibrio cuando se
puso en el borde del trineo para saltar al suelo, pero hizo una pausa cuando se oyó un
disparo de arma que resonó en todo el valle y al que siguieron ladridos de perros.
—¿Le han dado al ciervo?
Galileo se había levantado de nuevo para calmar a los caballos y miró en
dirección al lugar de los disparos.
—A alguien le ha pasado algo —dijo con lentitud.
Elizabeth saltó tan rápido como pudo, pero la gruesa capa de nieve le llegó a la
parte alta de las botas y la falda empapada le pesaba demasiado. En el momento en
que se aproximaba a los hombres estaba roja y acalorada; apartaba hacia sus hombros
la capucha de franela y seda para sentir el aire fresco en la cabeza cuando distinguió
la voz de su hermano por encima del ruido del agua que caía de la cascada.
Reconoció el tono que reservaba para los sirvientes y gruñó para sí. Al mismo
tiempo, aunque no supo exactamente por qué, temió por él.
Los hombres se sentaron en silencio mientras ella se aproximaba. Incluso los
perros se acomodaron inmediatamente al lado de los cazadores.
—Elizabeth, querida —dijo el juez—. Creo que estarías más cómoda en el trineo.
Elizabeth pasó de la expresión amable pero distraída de su padre a la de su

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hermano, llena de enfado, y luego se fijó en la de los cazadores, que no se volvieron
para saludarla. Esta falta de amabilidad la interpretó como una señal de que no
aprobaban su presencia, pero no estaba dispuesta a permitir que la enviaran al trineo
como si fuera una criatura.
—¿Le has dado al ciervo, padre?
El juez negó con la cabeza.
—No, me temo que no. Ojo de Halcón, el señor Bonner, mató al animal y yo…,
bueno, tendría que haber escuchado a Galileo. La mayor parte de mis disparos
fallaron, pero me temo que una bala dio en el blanco…
Al oír eso, los dos extraños miraron a Elizabeth. Sorprendida, vio que, a pesar de
que iban vestidos como nativos y llevaban plumas en los sombreros, ninguno de los
dos era indio. Entonces, en medio de una sensación de desagrado que la sobresaltó,
Elizabeth vio lo que su padre había hecho.
Una mancha de sangre asomaba en el hombro derecho del más joven. Elizabeth
se puso delante de él, pero éste dio un paso atrás con rapidez para evitarla;
sorprendida, vio las marcas que tenía en la cara. Vio líneas y planos tan nítidos que le
hicieron pensar en una escultura de piedra, unas cejas muy oscuras por encima de
unos ojos color avellana y una frente alta y arrugada, ¿de dolor?, ¿de cólera? Llegó a
la conclusión de que aquel extraño, aquel hombre, estaba furioso y al mismo tiempo
era dueño de sí, y que su atención estaba dirigida, exclusiva y absolutamente, hacia
ella.

* * *

Media hora más tarde, ya de nuevo en camino, Elizabeth se encontró sentada


frente a dos hombres que le habían presentado de la manera más breve y poco usual:
Dan'l Bonner, al que el juez llamaba Ojo de Halcón, era el centro de atención de su
hermano. Su hijo, Nathaniel, guardaba absoluto silencio.
En la parte trasera del trineo, envuelto rápidamente y atravesado sobre los bultos
del equipaje, se encontraba el ciervo; Nathaniel Bonner sólo había accedido a ir hasta
el pueblo para recibir atenciones médicas después de que el juez, pese a las protestas
de Julián, admitiera que los Bonner tenían derecho a reclamar la pieza. En aquel
momento Julián volvía a discutir, unas veces con su padre, otras con Ojo de Halcón.
Nathaniel no participaba en la polémica, pero tampoco se perdía una sola palabra.
Elizabeth estaba segura de eso.
Se descubrió observando a Nathaniel mucho más de lo que era conveniente y
adecuado, y sin duda también se percató de que él la miraba. Cada vez que esto
sucedía, Elizabeth desviaba la mirada a lo lejos y se obligaba a no volver a mirar,
pero no podía dominar la curiosidad: se trataba de un hombre blanco vestido como un

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indio, con un largo pendiente de plata repujada colgando de una oreja; lo había oído
dirigirse a su padre en un lenguaje que debía de ser el nativo; era alto y delgado y tan
amenazador como un látigo; con una mano apretaba el cañón del largo rifle de un
modo que parecía a la vez casual y deliberado. Tenía una herida grave en el hombro,
que había sido tapada rápidamente con el pañuelo de su padre y la propia bufanda de
Elizabeth, pero parecía que no le importaba en absoluto; estaba decidido a mirarla a
ella, sólo a ella, sin pausa. Aquella conducta, impertinente y completamente
inapropiada, ponía tan nerviosa a Elizabeth que ni siquiera se le ocurría nada que
pudiera decir para reprochársela.
—Padre, simplemente no lo entiendo. Las tierras en que cayó el animal son tuyas
—decía Julián.
El juez asintió con la cabeza.
—Así es. Justamente ahora estamos en el centro del terreno original, que era de
alrededor de mil acres. Por la parte de atrás da a los bosques del otro lado de la
montaña del Lobo Escondido.
Elizabeth, que en aquel momento alzaba la mirada para observar a Nathaniel, vio
un ligero temblor en su rostro.
—¿Le duele, señor Bonner?
Su hermano se volvió irritado hacia ella.
—Por favor, Elizabeth. Es una herida leve. No se va a morir por eso.
—Tampoco se muere nadie por tener buenos modales, Julián —replicó
ásperamente—. Podrías intentarlo para darte cuenta.
Esto produjo una inesperada mueca de diversión por parte de Ojo de Halcón,
quien dejó de concentrar su atención en Julián durante un momento y comenzó a
observar a Elizabeth.
—Entonces podríamos darle el animal por su dolor y sufrimiento —continuó
Julián—. Pero no decir que es suyo. No puedes permitir la caza ilegal.
—Di permiso a Ojo de Halcón y a su hijo para que cazaran siempre que quisieran
en mis tierras. En temporada, desde luego. Eso quiere decir que el animal es suyo.
Quiero comprarles los cuartos traseros para asarlos para la cena de mañana… —
Mirando por el rabillo del ojo, Elizabeth notó que la cara de Nathaniel se contraía al
oír aquellas palabras—. Pero si no quieren vendérmelos no puedo forzarlos.
—Señor Bonner… Ojo de Halcón —dijo Julián volviéndose—. ¿Podría admitir
por lo menos que mi padre tiene derecho a una porción de carne? —El juez quiso
protestar pero su hijo insistió en terminar la frase—, como prenda de buena voluntad.
La conducta de Julián era vergonzosa; Elizabeth no podía negarlo. Además, una
cosa era que salieran a la luz los peores defectos de su hermano y otra muy distinta
ver que eso sucedía en presencia de desconocidos. Si su hermano no podía sentir
vergüenza, Elizabeth sí. Trató de captar su mirada, pero en lugar de eso se puso a

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observar a Dan'l Bonnen.
Era un hombre de aproximadamente setenta años; tenía el pelo blanco con
mechones negros y una cara curtida que reflejaba tranquilidad, dignidad e
inteligencia. Tenía la voz profunda y una extraña cadencia en la pronunciación, una
entonación que Elizabeth no había oído hasta entonces en ningún otro americano. En
resumen, intimidaba de una forma que ella no habría esperado en un hombre del
bosque. Con cierta lástima por su hermano, Elizabeth tuvo que admitir la
superioridad de Ojo de Halcón Bonner.
Miró hacia arriba y encontró a Nathaniel observándola de nuevo lo que la sonrojó
como si él hubiera podido leer sus pensamientos.
Ojo de Halcón terminó de observar a Julián y luego habló del asunto.
—En primer lugar —comenzó con su voz lenta y firme—, yo cazaba en estos
bosques mucho antes de que su padre viniera a reclamarlos. —Levantó la mano
alargada y callosa para advertir a Julián que no interrumpiera—. Usted intenta
decirme lo que ya sé, que el juez pagó mucho oro por esta tierra cuando se la quitaron
a los tories y la subastaron. No quiero discutir ahora eso con usted. No ahora. Y
quiere que yo le venda a su padre el ciervo como señal de buena voluntad, pero éste
no es un asunto de buena voluntad —concluyó Ojo de Halcón.
—Y entonces, ¿qué clase de asunto es? —preguntó Julián con una ceja levantada.
—De hambre —dijo Nathaniel hablando por primera vez desde que se había
subido al trineo.
En aquel momento hicieron un alto delante de una casa construida con madera y
piedra; Elizabeth miró sorprendida. Habían recorrido el camino hasta Paradise y
habían llegado sin que ella hubiera prestado la menor atención a su nuevo hogar.
El juez aprovechó la oportunidad para interrumpir la discusión.
—Bueno, nos espera la comida y nadie sale de esta casa con hambre un día como
hoy. Pero primero necesitamos a Richard para que cure la herida de Nathaniel.
¡Galileo! Deja que Manny se ocupe del equipaje y ve tú mismo a buscar al médico.
Lo necesitamos aquí inmediatamente. —El juez ayudó a su hija a bajar del trineo y
entonces se volvió hacia los cazadores y sonrió—. Enseguida los atenderán —dijo
echando a andar hacia la casa seguido de cerca por Ojo de Halcón y Julián.
Elizabeth se quedó sola con Nathaniel Bonner. Dudaba, no sabía qué decir.
—No se moleste en buscar palabras de disculpa por la actitud de su hermano,
señorita. No se preocupe.
—Le iba a preguntar si usted tiene una familia muy grande que alimentar, señor
Bonner.
Por primera vez, Nathaniel le sonrió.
—No tengo esposa, si eso es lo que quiere preguntar.
Fue la sonrisa lo que produjo en Elizabeth la sensación de estar ardiendo y lo que

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hizo que su corazón latiera aceleradamente. Debía perdonarlo, se dijo a sí misma, por
sus modales incivilizados y por el modo tan directo de decir las cosas, pero la sonrisa
era más de lo que podía racionalizar.
—No cambia nada para mí si usted está casado o no señor Bonner.
—Dejémonos de cumplidos, llámeme Nathaniel. Usted es una solterona, ¿no?
Elizabeth abrió la boca sorprendida, pero luego tuvo que asentir con la cabeza.
—No estoy casado, y soy feliz como estoy.
Nathaniel levantó una ceja.
—¿Es feliz? ¿Y su padre también lo es de tener a una hija como usted?
Era demasiado.
—Señor Bonner, usted se toma demasiadas confianzas…
—¿De veras? —dijo volviendo a sonreír, esta vez con algo más parecido a la
amabilidad—. ¿O es que soy sincero?
—No son asuntos que le conciernan, señor Bonner, pero mi padre respeta mi
voluntad y nunca trataría de imponer un esposo a su hija… solterona… si yo no tengo
necesidad o si no lo deseo.
Satisfecha con el discurso y con su propia lógica, Elizabeth pensó que Nathaniel
Bonner desistiría en el mismo instante.
—¿Y qué desea usted?
La pregunta la cogió por sorpresa. «No creo que nadie me haya preguntado nada
semejante», pensó, y luego en un intento de ocultar su confusión, se volvió en
dirección a la casa.
—Deberíamos entrar —dijo—. Mi padre ha llamado a un médico. Realmente
quiere arreglar las cosas con usted.
En cuanto llegó, la sonrisa de Nathaniel se borró de su cara.
—Veremos cómo quiere su padre arreglar las cosas, señorita —dijo, y fue hacia la
casa.

* * *

El ama de llaves de su padre era una mujer negra, alta y de pelo muy rizado, con
la cara delgada y rodeada por una tela estampada que le envolvía la cabeza. Miró el
hombro ensangrentado de Nathaniel y desapareció hacia el lugar más lejano de la
casa mientras lanzaba un largo y puntilloso monólogo. Elizabeth tuvo que encontrar
sola el camino hacia su habitación.
Cuando por fin la encontró y cerró la puerta tras de sí, se sintió súbitamente
cansada. Había un fuego encendido en una pequeña chimenea; agradecida, se sentó
en la silla que había delante de él y miró someramente los muebles que la rodeaban.
Notó que las ventanas daban al este, pero por el momento no tenía fuerzas para

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levantarse y asomarse a mirar, aunque se había preguntado durante meses qué clase
de vista tendría en su nueva casa. Con las manos temblorosas se quitó la capa y la
capucha.
«Autocompasión y sollozos —se dijo Elizabeth con rabia—. Has tenido un
excelente comienzo, muchacha».
Respiró hondo tres veces seguidas y conteniendo un suspiro se levantó del lugar
cálido en que estaba para ir hacia el tocador.
—Puede que seas una solterona —le dijo a la imagen del espejo que había encima
del lavamanos—, pero no tienes que ser desagradable. Puedes empezar por ponerte
presentable y encontrar el camino hacia la mesa.
Rápidamente se lavó la cara y el cuello con agua fresca, y con breves
movimientos se quitó las horquillas. El pelo voló alrededor de su cara como un velo
en movimiento. Oscuro como la noche y largo hasta la cintura, caía enmarcando una
cara en forma de corazón, una barbilla fuerte y pronunciada, una boca generosa y
unos ojos grises separados, con los bordes más oscuros, del mismo gris que el lino de
su vestido. Ojos de cuáquera, los había llamado su madre con afecto. En aquel
momento, el hecho de pensar en su madre ayudó a Elizabeth, que miró a su alrededor.
Tal vez su madre se habría cepillado el pelo delante de aquel mismo espejo, en la casa
de la montaña que el juez había construido para ella cuando contrajeron matrimonio.
De repente Elizabeth se dio cuenta de que sus baúles todavía no estaban en su
habitación y de que no había cepillos ni peines en el tocador. Abrió la puerta con la
esperanza de que el hijo de Galileo no hubiera llamado por timidez para avisarla de
que estaba el equipaje, pero el vestíbulo se encontraba vacío. No había nada que
hacer; sólo ir y buscar las cosas.
Estirando el arrugado vestido de viaje lo mejor que pudo y con la esperanza de no
encontrar a nadie a su paso, Elizabeth bajó las escaleras y vio que en el recibidor no
había ni gente ni equipaje. Se encontró ante un semicírculo de puertas cerradas, la
más alejada de las cuales, pensó, daba seguramente a las cocinas.
Irritada consigo misma por tantas dudas, llamó a una puerta y la abrió; se
encontró en el estudio de su padre, vacío. La puerta que abrió a continuación daba al
comedor, en el que sólo había una mesa puesta para una buena comida, pero sin
ningún comensal.
Cada vez más impaciente, abrió la tercera puerta y se encontró en la sala.
Nathaniel Bonner estaba sentado en un banco bajo, junto a la ventana y vendado
hasta la cintura. Otro hombre, alto y corpulento, estaba detrás de Nathaniel con un
trapo manchado de sangre en una mano y un escalpelo en la otra. En la pared más
alejada, en un banco próximo al fuego, el ama de llaves trabajaba con un mortero
mientras Ojo de Halcón la observaba con ojo crítico. Los cuatro levantaron la mirada
muy sorprendidos al ver a Elizabeth.

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Pese a su mortificación, Elizabeth no dejó de notar las diferencias que había entre
los dos hombres: uno era rubio, tenía una voluminosa barba rojiza e iba vestido con
ropa cara de lino y lana; el otro era moreno y delgado, llevaba sólo pantalones de
cuero con polainas y su pecho desnudo era suave y musculoso. Entonces Elizabeth se
dio cuenta de que se sonrojaba al mirar a un extraño, a un hombre hecho y derecho
sin camisa; teniendo en cuenta que ni siquiera había visto a su hermano en semejante
estado natural, lo menos que le podía suceder era ruborizarse.
La sorpresa se dibujó en la cara de Nathaniel; se enderezó y abrió la boca para
hablar, pero Elizabeth ya había comenzado a salir con el pelo flotando a su alrededor.
Cerró la puerta tras ella con la cara abrasándole y corrió de nuevo hacia la escalera,
donde chocó con su padre y su hermano.
—¡Elizabeth! —dijo el juez sobresaltado—. ¿Estás bien?
—Lizzie —intervino su hermano ajustándose el lazo que tenía en el cuello—.
Mírate. Qué aspecto tienes.
Elizabeth se enfureció.
—Si supiera dónde están mis cosas, Julián, no estaría aquí ofendiendo tu
sensibilidad.
El juez le pasó el brazo por los hombros.
—Vuelve a tus habitaciones, querida. Enviaré a alguien con tu equipaje para que
puedas cambiarte para la cena. Richard está aquí y está ansioso por conocerte, será
mejor que te pongas algo bonito.
El tono de su petición, persuasivo y extraño, hizo que Elizabeth se detuviera a
mitad de la escalera para preguntar:
—¿Richard?
El padre sonrió.
—Richard Todd, te he hablado de él en mis cartas. Debes de haberlo visto
atendiendo a Nathaniel. Quiere conocerte enseguida.
Y Elizabeth recordó de pronto las palabras que había oído un rato antes: «¿Y su
padre también está contento de tener una hija solterona como usted?»
—Parece que la visión de la habitación con el enfermo la ha impresionado tanto
que no se ha dado cuenta de la presencia del médico —dijo Julián mientras Elizabeth
desaparecía escaleras arriba.
En cualquier otra ocasión habría respondido a la insolencia de su hermano, pero
en aquel momento, repentinamente confundida, no deseaba otra cosa que marcharse.

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Capítulo 2

Al ama de llaves la llamaban Curiosity Freeman. Elizabeth pronto comprendió cómo


se había ganado el nombre. Cuando Galileo subió los baúles y las maletas, Curiosity
lo acompañó con la excusa de ayudar a Elizabeth a instalarse, pero estaba claro que
pensaba en otras cosas además del equipaje.
—Cuántas veces el juez se meterá en problemas por culpa de las armas, no quiero
ni pensarlo —comenzó a decir sin preámbulo alguno. Por más que Elizabeth
protestara, Curiosity cogía y movía los baúles sin tomar aliento ni detener el flujo de
sus pensamientos—. No se preocupe, puedo arreglármelas con las maletas. He
levantado cosas mucho más pesadas en mi vida. Como no sea una bala de mosquete,
no hay nada que pueda hacerme tambalear.
Elizabeth se fijó en las manos anchas y en los antebrazos musculosos de Curiosity
y tuvo que admitir que era capaz de hacerlo.
Esto le recordó el drama reciente y volvió al asunto inicial.
—Nathaniel estaría pasando a la otra orilla en estos momentos de no haber sido
porque alguien lo vio, eso téngalo por seguro. Y a usted esa pequeña bala le ha
echado a perder la llegada a su nuevo hogar, ¿verdad?
—Señora Freeman… —comenzó a decir Elizabeth.
—No, señorita, usted tiene que llamarme Curiosity. Es el nombre que me dio mi
madre y yo respondo a él.
Elizabeth sonrió.
—Parece que aquí todos quieren que se les llame por el nombre.
—Excepto el juez.
—Bueno, pero por favor, llámeme Elizabeth.
Ésta era una concesión social que nunca podría haberse hecho en casa; Elizabeth
sabía que Julián se sentiría contrariado por aquel trato familiar con los sirvientes.
Estos pensamientos fueron interrumpidos por Curiosity, que tenía sus propias
preguntas.
—¿Usted es cuáquera como su madre?
—No, nosotros nos criamos con mi tía Merriweather, la hermana de mi padre.
Pero yo admiro las enseñanzas de los cuáqueros.
—Bueno, no hace falta que me diga nada, ya que los cuáqueros compraron mi
libertad y la de mi Galileo. Fue el padre de su madre el que hizo eso por nosotros,
pero supongo que usted habrá oído la historia. Trabajamos para su familia desde
entonces.
Elizabeth sonrió al oír aquellos elogios de su abuelo.
—Espero que hayan estado bien.

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Curiosity se levantó de golpe. Le dirigió a Elizabeth una mirada larga, con sus
ojos oscuros muy abiertos. Luego sonrió.
—Es hora de ir a la mesa. Los hombres deben de estar esperando.
Se volvió hacia la puerta y sus amplias faldas se agitaron a su alrededor.
—¿Mi padre la ha tratado bien a usted y a los suyos? —repitió Elizabeth molesta
por la repentina reticencia de la mujer.
Curiosity le contestó dándole la espalda.
—Él me ha tratado bien a mí y a los míos, señorita. Pero hay otros que no están
tan satisfechos. —Vio que una pregunta se dibujaba en la cara de Elizabeth y levantó
la palma de la mano—. Es hora de ir a la mesa —dijo y se fue enseguida antes de que
Elizabeth le recordara que la llamara por su nombre de pila.
Elizabeth se puso un sencillo vestido gris con un chal que ajustó al talle, se
recogió el pelo en un moño en la parte trasera de la cabeza y se quedó mirándose al
espejo. La visión de Nathaniel Bonner con el pecho desnudo le volvió a la memoria y
luchó fieramente consigo misma. Nathaniel estaba esperando abajo, al igual que el
misterioso doctor Todd, y ella tendría que encontrarse con ambos. No era lo que
había esperado para el primer día en su nuevo hogar. En Inglaterra no había
frecuentado mucho la sociedad; había preferido siempre la compañía de los libros y
de los pocos amigos que en aquel momento ya habían quedado atrás.
Cuando no pudo esperar más, Elizabeth se dirigió al comedor donde la comida y
los hombres la esperaban. El padre la cogió del brazo con gran entusiasmo y le
presentó al doctor Todd; Elizabeth le dirigió una sonrisa amable y respondió a sus
preguntas acerca del viaje y de su estado de salud, continuamente pendiente de
Nathaniel, que estaba apoyado en la pared, con los brazos cruzados y la mirada fija en
ella.
Richard Todd hizo todo lo que pudo por captar la atención de Elizabeth hacia su
persona: era atento y divertido, y la mirada de sus ojos azules bajo la mata de pelo
rojo brillante era apacible y parecía sincera; le pareció que debía de andar por los
treinta años, puesto que su pelo escaseaba un poco en las sienes. Elizabeth vio que,
pese a que su abrigo y su chaleco estaban bien cortados y le sentaban muy bien, no
podían, sin embargo, esconder cierta propensión a la gordura.
Sentada en un extremo de la mesa, frente a su padre, Elizabeth se encontró
demasiado cerca de Nathaniel Bonner para estar cómoda. Él estaba situado a su
izquierda, y Richard Todd se sentó a la derecha. En la cabecera de la mesa, el juez
estaba flanqueado por Ojo de Halcón y por Julián. Elizabeth notó con cierto alivio
que los tres habían reanudado una conversación previa acerca de la guerra en Francia
y que ella no tendría que preocuparse por entretener a cinco hombres.
«Puedo controlar esto», se dijo firmemente, y se volvió hacia Nathaniel
repentinamente decidida a reanudar la conversación con aquel hombre tan extraño.

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De nuevo llevaba su ropa, aunque el vendaje del hombro herido se podía ver a través
del desgarrón de la camisa, todavía manchada de sangre.
—¿Le duele, señor Bonner? —preguntó—. ¿Le molesta la herida?
—Nathaniel —la corrigió él—. Me encuentro bien, señorita. Gracias por su
preocupación y su interés.
—Y yo le doy la bienvenida —replicó ella en el mismo tono impertinente.
El comedor era pequeño y oscuro, pero presentaba una profusión de mesas de
servicio y muebles muy interesantes que contemplar mientras Elizabeth consideraba
cuál debía ser su conducta. No sabía cómo comenzar una conversación que pudiera
resultar atractiva tanto a Richard Todd como a Nathaniel Bonner; los temas típicos de
las conversaciones formales inglesas no parecían adecuarse a aquel lugar, y además
ella no los conocía lo suficiente para discutir cuestiones políticas controvertidas,
aunque le habría gustado oír sus opiniones acerca de la proclamación de neutralidad
del presidente Washington o del triunfo francés sobre las tropas austriacas y prusianas
en la batalla de Valmi. Tampoco podía hablar de sus respectivos trabajos sin evitar
que la conversación se dispersara en asuntos cuya diversidad no podría abarcar,
aunque aquello le interesaba mucho. Elizabeth volvió a recorrer la habitación con la
mirada y vio que había muchos óleos, todos paisajes, unos sencillos y un tanto
ingenuos, y otros, los menos, muy atractivos.
—Veo que mi padre ha estado coleccionando las obras de los pintores locales —
dijo Elizabeth—. Algunos me parecen muy interesantes. Me gusta la imagen de la
montaña.
—Es un artificio exagerado —dijo Ojo de Halcón en el otro lado de la mesa—.
No hay nada en la naturaleza que se le compare.
—¿Es eso cierto? —preguntó Elizabeth—. Bueno, tal vez aún no he visto las
suficientes montañas para saberlo. Pero de todos modos me gusta.
—Usted es muy generosa —dijo Richard Todd. Elizabeth se volvió para mirarlo
—. Ojo de Halcón tiene razón.
—Estoy de acuerdo en que no todas las pinturas tienen la misma calidad, pero
realmente encuentro un gran mérito en ellas… ¿No ha sido usted muy duro con el
artista? —preguntó Elizabeth.
—Puede que sí —dijo Richard Todd con calma—. Como artista, debo ser el más
duro de los críticos. Para ser sincero, el juez es demasiado amable. Cuelga en las
paredes todo lo que pinto.
Elizabeth se sorprendió al saber que el médico había pintado aquellos paisajes; en
Inglaterra se solía enviar a las mujeres jóvenes a clases de dibujo para que
aprendieran a hacer bonitos bocetos de montañas y de niños, pero era raro que los
hombres jóvenes se interesaran por el arte.
—¿Le interesa la pintura? —le preguntó Richard Todd.

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—No tengo talento para pintar —respondió riendo—. Pero con estos paisajes a mi
alrededor, tal vez quiera intentarlo. ¿No le parece interesante —continuó, dirigiendo
su comentario a Nathaniel Bonner que amablemente fijó su atención en ella— que
esta belleza y esta riqueza hayan permanecido tanto tiempo sin que las cambien ni las
aprecien?
—Esta tierra no estaba vacía antes de que llegaran los europeos —contestó él con
voz áspera.
—Nathaniel… —empezó a decir Richard, pero éste lo interrumpió.
—Tenía sus dueños —continuó— y no faltó quien la valorara.
Tras mirar a Richard Todd y luego al juez, que estaba completamente sumido en
su propia conversación y no había seguido aquel intercambio de opiniones, Nathaniel
se detuvo.
Elizabeth estaba a la vez perpleja e intrigada; quería oír el resto de la historia que
Nathaniel había comenzado. Pero antes de que pudiera pensar en la manera de pedirle
que siguiera, Richard Todd reclamó su atención.
—Supongo que querrá visitar el pueblo, señorita Elizabeth. —El médico lo dijo
con una sonrisa amable, mientras se servía un trozo de carne de la bandeja que
Curiosity le ofrecía por segunda vez—. Estará muy intrigada por saber más acerca de
su nuevo hogar. Sé que el señor Witherspoon, nuestro pastor, y su hija están deseando
entablar relaciones amistosas con usted.
Muy agradecida, Elizabeth se volvió hacia él.
—Sí, tengo ganas de hacer mi primer viaje a la ciudad. Tengo especial curiosidad
por conocer a los niños.
—¿Los niños? —Richard Todd sonrió de forma muy educada.
Elizabeth miró hacia donde estaba su padre, que de nuevo se había enfrascado en
una discusión con Julián.
—Sí, sí, los niños —dijo—. Sería muy difícil enseñar en la escuela sin ellos.
—¿Piensa enseñar en la escuela? —le preguntó Nathaniel Bonner. Toda su
agitación había desaparecido. Tenía la mirada fría, pero manifestaba interés.
—Bueno, sí —dijo—. Ésa es la razón por la que he venido aquí.
—El juez no nos había dicho nada acerca de ese asunto —dijo Richard.
Elizabeth se quedó un momento callada, realmente no sabía qué decir. Había
pasado seis meses preparándose en Inglaterra para enseñar en la escuela, su primera
escuela. Había comprado libros y había consultado a varios educadores. Todo eso la
había agotado completamente. Y en aquel momento se enteraba de que su padre ni
siquiera había mencionado el proyecto a sus amigos más cercanos. Una terrible idea
la estremeció de pies a cabeza: su padre la había llevado allí con falsas promesas.
Todo lo que Nathaniel Bonner le había dicho en el trineo era verdad.
Vio que Curiosity la observaba a un lado, sintió la mirada penetrante de Richard

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Todd sobre ella y supo que el único modo de reivindicar su nueva vida, para la que se
había preparado y la que deseaba, era hablar como nunca lo había hecho en favor de
sí misma.
—¿Padre? —dijo Elizabeth—. Parece que hay una confusión. ¿Cómo es que el
doctor Todd y el señor Bonner no saben nada acerca de mis clases en la escuela?
El juez miró alternativamente, una y otra vez, a Elizabeth y a Richard.
—Querida mía —comenzó a decir lentamente—. Cada cosa a su tiempo, ¿eh?
Necesitarás al menos algunas semanas para instalarte aquí y aprender algo del lugar.
Elizabeth luchaba por esconder su creciente sorpresa y su decepción. Con
movimientos lentos puso a un lado el tenedor y cruzó los brazos.
—Al menos puedo hacer una lista de los niños y saber algo acerca de ellos y de
sus familias. Y seguramente el edificio de la escuela también necesitará que lo ponga
en orden.
—¿Qué edificio? —preguntó Ojo de Halcón—. Que yo sepa no hay ninguna
escuela en Paradise, señorita.
Julián puso a un lado el tenedor y el cuchillo y se volvió hacia el juez.
—¿Quieres decir que no hay escuela aquí? —Miró a Elizabeth, que había
arrugado la frente con la expresión amenazante que él conocía muy bien—. Bueno,
hermana —dijo encogiéndose de hombros—. Me parece que tendrás que arreglártelas
sola.
Fue un golpe duro, pero Elizabeth supo encajarlo sin desmoralizarse. Levantó una
ceja, miró a su padre y esperó.
El juez se aclaró la garganta.
—Bueno, tal vez no todavía, pero la habrá.
—Padre —comenzó a decir lentamente—. Me escribiste diciéndome que me
proporcionarías todo lo necesario para que diera clase a todos los niños que quisieran
asistir a la escuela.
—Claro que sí —dijo su padre observando al médico—. Lo hice y me ocuparé de
que tengas todo lo que necesites. Construiremos una escuela.
—Una escuela muy bonita —dijo Ojo de Halcón.
—Si no es así, tendrán que vérselas con Lizzy —añadió Julián.
—Entretanto tal vez haya otro edificio que pueda ser de utilidad —dijo Elizabeth
—. Quizá la iglesia. Entre semana, por supuesto.
—Es un lugar muy frío —dijo el juez—. Sería muy incómoda.
—Bueno, entonces tendrá que haber otra solución —señaló Elizabeth—. De un
modo u otro habrá clases el primer día del próximo año. —Se volvió hacia el doctor
Todd—. ¿Cuántos niños de menos de catorce años hay en el pueblo?
El médico reflexionó un instante.
—Aproximadamente doce, o tal vez algunos más. Aunque no todos ellos irán a la

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escuela.
—¿Y por qué no?
—Algunos no son libres —dijo evitando mirarla a los ojos.
—Seguramente sus padres podrán dejar que vayan algunas horas en invierno,
cuando haya poco que hacer en la granja. Supongo que querrán que sus hijos
aprendan a leer y escribir —dijo Elizabeth. Miró a los comensales con creciente
irritación.
Sintió que la mirada fija de Nathaniel se hacía más y más intensa y hacia él
dirigió la mirada; vio en la cara del hombre algo inesperado: una revelación y cierta
incredulidad. Se dirigió resueltamente a él:
—Señor Bonner…
—Nathaniel —la corrigió de nuevo.
Miró a su alrededor una vez más.
—Sin duda a los padres les gustaría tener una escuela donde enviar a sus hijos,
¿no es así?
Él asintió con la cabeza.
—A los padres, quizá —dijo—. Pero algunos de los propietarios no estarán
dispuestos a permitirlo…
—Vamos, vamos, no te pongas así —dijo el juez frunciendo los labios—. De
cualquier modo, no debe de haber más de tres niños esclavos en la edad adecuada. —
Richard Todd se movía incómodo en su asiento mientras ella se volvía incrédula para
mirar a su padre, que se anticipó a la pregunta—: Elizabeth, yo nunca he tenido
esclavos.
—Pero ¿consientes que los hombres del pueblo los tengan?
Agitado, el juez enrojeció.
—No es algo que pueda decidir personalmente —dijo—. El hecho de que sea
propietario de tierras no significa que pueda cambiar la ley. Además, Elizabeth, debes
saber que algunos de los propietarios de esclavos son gente muy amable, buena gente
—dijo con voz vehemente.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella—. ¿Cómo puedes saberlo? ¿Cómo puedes
encontrar algo amable o bueno en la esclavitud?
Richard Todd tomó la palabra.
—Porque su padre me conoce y yo tengo dos esclavos —dijo—. Pero ellos no
tienen hijos que enviar a su escuela —añadió.
El rostro de Elizabeth perdió el color; se dirigió a su padre sin tener en cuenta al
doctor Todd.
—Me acercaré a cada uno de los propietarios y les pediré permiso.
—Ningún propietario de esclavos de Paradise los enviará a su escuela, Elizabeth
—dijo lentamente Nathaniel.

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Ella se volvió y se dio cuenta de que no había intención de ofenderla con sus
palabras, sino el deseo de que se diera cuenta de la realidad.
—Y si lo hicieran, no enviarían a sus hijos.
—Entonces les propondré enseñarles individualmente en sus casas —dijo
encogiéndose de hombros mientras los hombres se miraban unos a otros—. De
cualquier modo, lo intentaré. En mi escuela todos los niños serán bienvenidos.
Se sintió repentinamente decaída y muy cansada.
—Ahora, si me disculpan caballeros, me retiraré.
—Pero Elizabeth —protestó el padre—. Apenas has comido.
Se levantó estirándose la falda mientras dirigía una mirada larga y silenciosa a su
padre antes de salir de la sala.
—¡Bienvenida a Paradise! —dijo Julián a sus espaldas y su risa la siguió por las
escaleras.

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Capítulo 3

Cuando Elizabeth salía del comedor, Nathaniel la observó lleno de confusas


emociones. La mujer no era en absoluto lo que había imaginado antes de conocerla.
Esperaba encontrarse con una digna heredera de su padre: despreocupada y
arrogante, con aire de benévola condescendencia. En cambio se, trataba de una mujer
despierta y amable, preocupada por cosas respecto de las cuales tanto el padre como
el hermano eran insensibles, y obstinadamente curiosa. Le había escuchado y ella
misma había dicho cosas que no dejaron de sorprenderle. Nathaniel esperaba una
mujer inglesa bien educada, con modales de propietaria, orgullosa y altiva; y de todo
esto vio poco en ella. Esperaba una solterona que se sentara en un rincón junto al
fuego a leer y a hacer trabajos con la aguja y que sólo dejaría ese lugar para
aventurarse en alguna visita a quienes consideraría poco agraciados por la fortuna, y
exhibir sus conocimientos y su fe cristiana. Había otras así en aquel país que habían
hecho un daño considerable, y Nathaniel no tenía paciencia con ellas. Pero Elizabeth
no se parecía a una misionera; tuvo que admitir que tenía una gran fuerza de carácter
y admirables propósitos tanto para sí misma como para los demás.
Finalmente, para ser del todo sincero consigo mismo, reconoció con una ligera
sonrisa que había imaginado a la hija solterona del juez flaca, sin gracia y amargada,
lo cual no era el caso.
Nathaniel se dio cuenta de que estaba mirando la puerta por la que Elizabeth
había salido y de que el hermano lo observaba. Dejó que su cara se relajara y encaró
la helada mirada azul de Julián con absoluta naturalidad. En cuanto al joven, no había
nada que añadir, Nathaniel no sentía la menor sorpresa. Era tal y como había temido
que fuera.
Julián se volvió hacia Nathaniel como si hubiera oído sus pensamientos.
—Escuche —dijo—. Lamento lo de su hombro. Debe de doler mucho. Pero
después de todo, fue un accidente. ¿Qué podemos hacer por usted?
El juez levantó la mirada, todavía desconcertado por la salida de Elizabeth, pero
pudo contestar a Julián.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué es lo que le debemos a este hombre por su… inconveniente? —preguntó
Julián a su padre—. ¿Hay algún precio establecido para pagarle y que pueda seguir su
camino?
El juez, confundido, miró alternativamente a su hijo y a Nathaniel; luego le
cambió la cara.
—Nathaniel. Me gustaría ofrecerte un empleo; tienes mucho talento con los
números y podrías llevar los libros por mí, ¿no te parece? Serás bien recompensado.

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Sin embargo, no puedo ofrecerte alojamiento en mi casa…
—Yo me refería a una satisfacción económica —dijo Julián—. Me parece que eso
sería suficiente en este caso, ¿no crees?
Ojo de Halcón había estado siguiendo la conversación en silencio, pero en aquel
momento le había llegado su turno.
—No conseguirá que Nathaniel se quede aquí sentado con sus libros, juez —dijo
con una sonrisa—. Necesita estar al aire libre. Su madre se las arregló para enseñarle
los números y las letras, pero a mi hijo no le gusta permanecer sentado entre ellos.
Nathaniel volvió su atención al juez.
—No me haré cargo de sus libros y ya tengo casa propia —dijo—. Pero si usted
considera que me debe algo, hay una cosa que quisiera pedirle.
El juez asintió.
—Si está dentro de mis posibilidades…
—Por Dios, padre —murmuró Julián.
Nathaniel no prestó atención a Julián.
—Me puede contratar para construir la escuela de su hija —dijo—. Si me paga un
buen sueldo, puedo comenzar mañana mismo.
—Mañana… —repitió el juez con aire perplejo.
—Pero es imposible hacer una cabaña durante el invierno —señaló Richard.
—Puedo cortar los troncos y comenzar los cimientos y la chimenea. Traeré los
troncos rodando tras el primer deshielo. Tendré que alquilar unos caballos, cuando
sea necesario. Y cobraré la mitad del sueldo una vez que haya levantado la fachada.
—Es una oferta muy tentadora, juez —dijo Richard Todd—. Yo la aceptaría; de
otro modo, dependerá de Billy Kirby para la construcción, y usted sabe que su trabajo
deja mucho que desear.
Richard miró intencionadamente los marcos rajados de las puertas y ventanas.
—Trato hecho —dijo el juez con un suspiro—. Siempre y cuando reduzcas los
costes al mínimo.
Se sentía aliviado por haber resuelto dos asuntos engorrosos al mismo tiempo.
Elizabeth tendría su escuela y la deuda con el hijo de Ojo de Halcón quedaría
saldada.

* * *

—Le has echado el ojo a esa mujer —le dijo Ojo de Halcón a Nathaniel cuando
emprendieron el camino de vuelta.
Nathaniel se encogió de hombros.
—Y si fuera así, ¿qué consecuencias tendría?
El padre sonrió amablemente.

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—Es hermosa, muy agradable y formal. Mucho más que el padre y el hermano
juntos.
Iban hacia Lobo Escondido llevando al paso la yegua que el juez les había
prestado, en cuyo lomo iba el ciervo. Los perros corrían alrededor, contentos de que
los llevaran a casa, pero también atentos, profiriendo ladridos de entusiasmo ante
cualquier señal de la presencia de un conejo. Nathaniel tardó en responder. Sabía que
su padre aprobaba a Elizabeth; no se habría molestado en hacer un comentario sobre
alguien que no le gustara. El viejo había encontrado muchas cosas que discutir con
ella. Sentía una debilidad especial por las mujeres cuyas lenguas eran capaces de
medirse con la suya.
—Dice que está contenta de permanecer soltera.
Ojo de Halcón gruñó.
—Bueno, piensa en sus parientes. Si ésos son los únicos hombres que ha
conocido, ¿quién puede culparla? —mirando por el rabillo del ojo añadió—: Todd la
conseguirá si se propone obtenerla.
A Nathaniel le dolía el hombro y se lo frotó con el dorso de una mano.
—Si se la dan con la tierra que la rodea, sin duda querrá —dijo—. Pero no me
parece que le vaya a resultar tan fácil. Habla de sí misma como de una solterona, y
está orgullosa de eso.
—Parece que tuviste una conversación sobre la soltería muy rápidamente.
—Es de la clase de mujeres que me provocan, no lo negaré. —La yegua
amenazaba con perder el paso y Nathaniel trató de calmarla—. A lo mejor tendría que
descartarla por completo.
—O hacer que se interesara por ti.
Nathaniel asintió con la cabeza.
—Existe esa posibilidad.
Caminaron en silencio durante algunos minutos.
—Eso resolvería algunos problemas —señaló Ojo de Halcón.
—Si Lobo Escondido estuviera en la dote, así sería.
Ojo de Halcón gruñó.
—He visto cómo la mirabas, y no era la tierra lo que atraía tu atención. La
mirabas como mirabas a Sarah hace ya algún tiempo. Ahora vuelves a poner esa
misma cara. Hace cinco años que Sarah murió. Ella no se habría opuesto a que
tuvieras una nueva mujer.
—¿Estás tratando de casarme con la hija del juez? ¿Con Chingachgook viniendo
hacia aquí con una propuesta que hará aullar a todos los hombres blancos de este
valle?
Ojo de Halcón se encogió de hombros.
—No niego que los tiempos son difíciles. Pero hay algunas cosas que no se deben

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pasar por alto, y esa mujer es una de ellas. Es mejor que prestes mucha atención si no
quieres que Todd te derrote.
Se quedaron en silencio mientras subían por una pendiente empinada, apremiando
al caballo que iba detrás.
—No me imagino a una mujer como ella alisando pieles y desbrozando grano —
dijo Nathaniel.
—Eso es cierto. Pero hay otras que pueden hacer ese trabajo. Ella es maestra de
escuela.
Ojo de Halcón dijo estas últimas palabras con voz respetuosa. Era algo que
Nathaniel nunca había entendido en su padre, su deseo de creer que cualquier maestro
de escuela fuera de por sí bueno, aunque tuviera delante pruebas de lo contrario.
—Bueno, supongamos por un instante que ella se muestra interesada y que yo le
hago la propuesta. Al juez no le gustaría nada. Tampoco al hermano —dijo Nathaniel.
Haciendo una pausa para tomar aliento, Ojo de Halcón se volvió para mirar desde
lo alto el pueblo recogido en un recodo de la montaña. Anochecía con rapidez; largas
sombras de un azul cada vez más oscuro se movían por encima del bosque, llegaban
hasta los campos nevados y se enroscaban como dedos alrededor de las esparcidas
cabañas y graneros. El lago de la Media Luna brillaba suavemente con los últimos
destellos de la luz crepuscular, como un espejo de mano plateado sobre una cubierta
arrugada de color blanco.
—Su padre es blanco —dijo despacio Ojo de Halcón, como si él y su hijo no lo
fueran; como si ellos pertenecieran a un universo diferente—. Él cree que posee el
cielo. El cielo no le dará muchos argumentos, pero sí lo hará su hija. No sabe lo que
le espera. —Negó con la cabeza y sonrió—. Es una mujer fuerte y de gran voluntad,
muchos hombres saldrían corriendo en sentido contrario. Richard Todd lo hará
cuando se dé cuenta.
—Pero si ella aporta la montaña no querrá escapar. A no ser que tenga dos
cabezas y una cola.
Ojo de Halcón se detuvo repentinamente con una mano en la barbilla.
—Tienes razón. Pero si es la mitad de lo inteligente que pienso que es, y si en
principio se opone al matrimonio, no dejará que la dominen de cualquier manera. Y
además… —Ojo de Halcón sonrío llenando su cara de arrugas— no era a Richard
Todd a quien miraba con ojos brillantes cada vez que podía. Tu madre tenía la misma
fuerza de voluntad que ella. —Volvió a hacer una pausa y cuando habló de nuevo se
le notó un temblor en la voz que Nathaniel conocía muy bien—. No debes flaquear en
el largo camino, aunque te sientas cansado antes de obtener lo que deseas.
—Ya he tomado la decisión de ir tras ella.
—Te has dicho eso —dijo Ojo de Halcón riendo suavemente—. Veremos si
puedes mantenerlo. No creo que puedas.

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Capítulo 4

Aunque se fue a dormir deprimida y disgustada por la posibilidad de que sus planes
encontraran el rechazo de su padre más que su ayuda y buena voluntad, Elizabeth se
despertó en la fría mañana de Nochebuena con propósitos renovados. Era muy
temprano, el sol comenzaba a asomar por encima de las montañas y la helada de la
noche todavía no se había levantado; sin embargo, no pudo permanecer en la cama,
así que se lavó y se puso la ropa tiritando; luego bajó corriendo y se dirigió a la
cocina.
En el umbral sintió una oleada de aire caliente que procedía de la chimenea, en la
que colgaban varias ollas de un complejo de poleas y ganchos. El resplandor del
fuego se esparcía por toda la habitación y se reflejaba en las ollas de cobre y peltre
suspendidas del techo. En la pared más distante había cestos con lana cardada que
debían pasar por el huso. Cerca de allí una joven trabajaba en un telar con los
movimientos rápidos y automáticos de los tejedores experimentados.
Otra joven estaba de pie ante a una mesa de madera, pelando patatas mientras
Curiosity amasaba; su piel oscura estaba cubierta de harina hasta los codos. Levantó
la mirada y sonrió al ver a Elizabeth.
—¡Una mujer madrugadora! Sí, lo sabía. Debe de tener mucha hambre. El
desayuno tardará un rato, pero puede sentarse y Daisy la atenderá lo mejor que pueda.
Daisy es mi segunda hija. ¡Daisy! Dile buenos días a la señorita Elizabeth. En el telar
está mi Polly. Y el que está allí es Manny, que ahora mismo va a buscar leña, ¿verdad,
tesoro?
Manny era un muchacho robusto con una sonrisa amplia, pero Elizabeth apenas
pudo mirarlo porque desapareció al oír las palabras de su madre. Elizabeth volvió la
atención hacia Daisy, que sonreía con un poco de vergüenza. Era delgada pero no en
exceso, no tan oscura como su madre y tenía una gran mata de pelo recogida bajo el
gorro. En una mejilla ostentaba una mancha roja de nacimiento en forma de flor,
Elizabeth se dio cuenta de que ése era el origen de su nombre.
Daisy se secó las manos en el delantal mientras observaba a Elizabeth.
—Bollos y miel, eso le sentará bien. Y leche fresca.
—Es muy tentador —dijo Elizabeth— pero antes me gustaría salir a pasear un
poco…
—¿Salir a pasear con este frío sin haber comido nada? —Curiosity negó con la
cabeza. Sin saber qué hacer, Elizabeth miró por la ventana. Había comenzado a nevar
y el cielo estaba gris—. En Paradise no se va a ninguna parte si no se desayuna
primero —dijo Curiosity; como respuesta, Daisy comenzó a untar mantequilla en los
bollos.

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Había un banco alto ante a la mesa y Elizabeth se sentó, esperando que Curiosity
protestara diciendo que debía ir al comedor, pero no hubo semejante recomendación.
Curiosity volvió a la masa del pan y Daisy a las patatas. El vaivén rítmico del telar
provocaba un hermoso contrapunto con el crepitar del fuego en la chimenea.
Los bollos estaban deliciosos y la leche era muy fresca; Elizabeth se dio cuenta de
repente de que en realidad tenía mucha hambre y rápidamente se lo comió todo. Su
buen apetito y su aprecio por la comida no pasaron inadvertidos para Curiosity, que
dejó la masa para que fermentara y le sirvió más leche a Elizabeth. Ésta pensó en
pedirle que se sentara y comiera con ella, pero se dio cuenta de que la mujer se debía
de haber levantado muy temprano y habría desayunado hacía rato, y de que tendría
por delante unas cuantas horas más de trabajo antes de volver a tener tiempo para
sentarse. Elizabeth estaba pensando en Curiosity cuando, detrás de ella, se abrió una
puerta por la que entraron una ráfaga de aire helado y Galileo tiritando de frío.
—¡Señor! —dijo mientras descargaba un bulto de leña cerca de la chimenea—.
Qué tiempo. ¡Buenos días, señorita Elizabeth! —Elizabeth le devolvió el saludo pero
él ya se había dado la vuelta para dirigirse a su esposa—. Supongo que todavía
necesitas esas provisiones y que tengo que enganchar los caballos para bajar al
pueblo con esta nieve —dijo negando con la cabeza.
—Y yo supongo que la nieve no es ninguna novedad en la víspera de Navidad y
que no querrás que sirva alubias y col fermentada en la cena, ¿o sí? —replicó
Curiosity.
Estaban sonriendo y Daisy no parecía turbada en absoluto, por lo que Elizabeth
dedujo que aquél debía de ser el tono en que hablaban todos los días.
—¿Va a bajar al pueblo? —le preguntó a Galileo—. ¿Puedo ir con usted? —Antes
de acabar la pregunta ya se había levantado—. Por favor, espéreme, sólo tardaré un
minuto.
Apenas pareció necesario el esfuerzo de enganchar los caballos porque el trineo
los llevó hasta el pueblo en pocos minutos. A Elizabeth le habría gustado ir
caminando porque el pueblo parecía pasar volando al paso del trineo: cabañas
esparcidas, la iglesia de madera sin pulir, con las ventanas cerradas y la pequeña
cúpula sin campana. La casa del pastor, un edificio algo mejor construido, de tablas y
piedra en vez de troncos, pero pequeño y con pocas ventanas, se encontraba a la
derecha, en una colina lejana. Más allá se alzaba una casa más elegante, de piedra y
ladrillo; sin duda, pertenecía al médico. Había un ahumadero, cuadras y una herrería.
Notó, aunque trató de no hacerlo, que cada cabaña tenía un patio con leña
almacenada, aperos de labranza y charcos oscuros y helados donde se había tirado el
agua de fregar los platos. Aquí y allí había ropa tendida: camisas, pantalones y
sábanas parecían estar de pie y caminar por sí mismos haciendo difíciles
contorsiones. Había poca gente en la calle: en la parte exterior de una cabaña

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cuadrada de troncos, una mujer envuelta en chales sacaba agua de una fuente de
piedra; llevaba un gorro viejo y gastado de piel de mapache y en el pecho una
mantilla de recién nacido atada con una correa. Más abajo, en el borde del lago de la
Media Luna, donde crecían arbustos como si se tratara de las barbas del lago, había
hombres pescando en el hielo con redes. Los niños empujaban una pelota con palos
largos, gritando y peleando.
Elizabeth se sentía al mismo tiempo aliviada y contrariada: aliviada al ver que la
gente llevaba un tipo de vida similar al que había visto en Inglaterra, y contrariada de
que todo le resultase tan familiar. El pueblo era, si algo era, deslucido; las
construcciones, aunque parecían sólidas, eran sencillas. La tienda era un edificio de
troncos como el resto, con un porche largo y profundo, vacío en aquel momento, y
con pequeñas ventanas de vidrio a cada lado de la puerta. No había nada pintoresco
en Paradise. El pueblo apenas se distinguía entre el bosque, apenas se elevaba a la
orilla del lago.
«Qué presuntuosa eres —se dijo—. Tendrás que mejorar si quieres ser la maestra
de la escuela».
Observando a Galileo mientras ataba los caballos al poste, Elizabeth se dio cuenta
con una sola mirada de que era ella quien tendría que convencer a la gente de que
enviaran los niños a la escuela. Y es más, no se los presentarían si ella no iba hasta
ellos. Nunca había iniciado una conversación con nadie a quien no le hubieran
presentado previamente con todas las formalidades, con la excepción de los sirvientes
y los empleados de los comercios. Casi paralizada ante la dificultad, observó que
Galileo resolvía su problema al ponerse detrás de ella y decir en voz alta:
—Buenos días. Ésta es la señorita Elizabeth Middleton, la hija del juez.
Elizabeth se esforzó para estrechar las manos que se le ofrecían, devolver los
saludos y buenos deseos. Ante la amable curiosidad de un puñado de gente, Elizabeth
se sentía avergonzada de lo poco generosos que habían sido sus pensamientos acerca
del pueblo.
Una mujer alta y gruesa se abrió paso entre la pequeña multitud, cogió a Elizabeth
por los hombros y escrutó su rostro.
Elizabeth trató de no reaccionar con brusquedad ante tan extraña forma de saludo,
y clavó la mirada en unos curiosos ojos azules que flanqueaban una nariz tan pequeña
y delgada que parecía haber sido puesta en un rostro al que no correspondía.
—¡Bueno, nos alegramos de verte! —dijo la mujer, sacudiendo por cuarta o
quinta vez a Elizabeth—. ¡Todos estamos contentos! —Luego dio un paso atrás e
inclinó la cabeza hacia la derecha—. No debes de recordar ni un solo nombre en
medio de toda esta conmoción. Yo soy Anna Hauptmann. Éste era el negocio de mi
marido hasta que se le empezó a pudrir el cuello y murió. Perdí también a mis tres
hijos mayores. Fue hace cuatro años y desde entonces me he ocupado de llevar esto y

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cuidar de la granja, como todos los de aquí. ¿Te gusta el queso? Querrás probar el
mío, vale la pena, aunque no debería decirlo. Mis parientes llegaron del Palatinado
durante la guerra del rey Jorge. ¡Aquel que está allí es mi padre, Data! —Gritó con tal
fuerza al anciano que dormía delante del fuego que Elizabeth dio un salto—. ¡Data,
pafi auf! No hace falta andar con tanta delicadeza, señorita Middleton, duerme como
un lirón durante todo el día. ¡Data!
Esta vez todos los presentes dieron un salto, pero el viejo siguió inclinado sobre
su pipa de arcilla y sus huesudos hombros siguieron su movimiento rítmico arriba y
abajo sin ninguna alteración.
—Señorita Hauptmann… —dijo con suavidad Galileo, y con la misma velocidad
con que había ido a presentarse a Elizabeth, Anna dio media vuelta y volvió a su sitio
detrás del mostrador, entre barriles y cajas. Con una arruga de concentración en la
frente comenzó a reunir cosas a medida que oía las demandas que Galileo le
formulaba amablemente y en voz baja.
No era poco lo que había allí: en el techo había mercancías de todo tipo, desde
cucharones hasta un arado, barriles y cajas se amontonaban por todas partes. En una
pared, signos pintados a mano formaban un variado conjunto, Elizabeth los
contempló entre maravillada y divertida. «Cree en el Señor tu Dios», decía uno muy
destacado, al que sólo sobrepasaba en medida otro que decía «Maravillosa es la
Misericordia del Salvador», rodeado por expresiones más terrenales: «Se comercia
con cerdos, no con pagarés»; «1 libra es igual a tres dólares cincuenta» «Vinagre
fuerte y bueno» «No hay café hasta la primavera» «Siempre tenemos Bálsamo de la
vida Turlington y Elixir Daffy». Y uno muy grande escrito con letras negras más
austeras: «¡NO escupir, y eso va por USTED!», en inglés, holandés, alemán y
francés. Elizabeth se quedó perpleja tanto por el significado como por la intención.
Durante el tiempo que estuvo leyendo los escritos, Elizabeth sintió que todos los
de la habitación guardaban silencio en torno a ella. Sabía que la estaban mirando,
puso recta la espalda y se volvió para mirarlos de frente. El grupo de hombres estaba
sentado alrededor del fuego en bancos rústicos: en el centro había dos niños al calor
del fuego, uno con una muñeca de trapo, el otro con un punzón y un pedazo de
madera. Anna era la única mujer además de ella, los otros eran todos hombres de
edades variadas; claramente se veía que eran granjeros que estaban allí para
compartir las novedades y el calor del fuego en una mañana fría de invierno. Se
presentó a cada uno de los adultos e hizo un esfuerzo por recordar los nombres y las
caras: Henry Smythe, que tenía un tic; Isaac Cameron, que a pesar de ser joven perdía
pelo y tenía los dientes muy estropeados; Jed McGarrity, tan alto que se encorvaba un
poco y tenía las manos más grandes que Elizabeth había visto en su vida; y Charlie
LeBlanc, más joven que el resto, al que le faltaban los incisivos de arriba y por eso
silbaba al hablar. Él rehuyó la mirada de Elizabeth y se puso muy rojo cuando le

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estrechó la mano. Sólo Moses Southern fue a darle la mano a regañadientes, con la
mirada fija en un punto del techo mientras murmuraba su nombre. Tenía unos sesenta
años y la cara curtida y áspera, de la textura de una corteza. El tiempo frío había
convertido su crecida nariz en una protuberancia roja; le sonrió con una expresión
sombría.
Elizabeth se volvió hacia los niños.
—¿Y a quiénes tenemos aquí?
—¡Mis dos pequeños! —dijo Anna—. Henrietta y Ephraim, ellos se lo dirían si
supieran dónde han puesto la lengua. ¡Niños! Venid…, sed amables, por favor,
señorita Henrietta, Ephraim, ¿habéis olvidado cómo se hace una reverencia?
—¿Habéis ido alguna vez a la escuela? —les preguntó Elizabeth amablemente
mientras les cogía las manos. Los niños, ambos de pelo sedoso y castaño, ojos
tranquilos y rostros pálidos, negaron con la cabeza y corrieron al lado de su madre.
—No, no han tenido la oportunidad —contestó Anna en su lugar. Se rió—. Qué
lástima que no se haya traído a un maestro con usted de Inglaterra.
—Sí que lo he hecho —dijo Elizabeth sonriendo—. Yo soy la maestra. —Uno de
los granjeros carraspeó con fuerza para aclararse la garganta, pero no tuvo nada que
decir en respuesta a la frase de Elizabeth. Incluso Anna pareció quedarse sin palabras
—. Soy maestra —repitió observándolos a todos—. Y me propongo empezar las
clases en cuanto tenga un sitio donde hacerlo.
—¡Bueno! —dijo Anna, mientras su sorpresa trataba de ceder paso a su
entusiasmo—. Bueno, no se me habría ocurrido. La hija del juez. ¡Una escuela en
Paradise!
—Supongo que espera que la gente pague —murmuró Moses Southern sin
mirarla a los ojos.
—Hasta ahora no había pensado en eso —dijo Elizabeth—. Pero la cuota sería
muy pequeña, por supuesto, y podría pagarse en especies… —Uno de los hombres
pareció aliviado al oír aquello, y Elizabeth prosiguió con más seguridad, mientras
clavaba los ojos en cada uno de los granjeros—. Esperaba poder hacer una lista de
todos los niños que tenían edad de ir a la escuela, para poder tener una idea de las
provisiones que me harán falta, y para saber si tengo suficientes libros.
—¡Libros! —exclamó el señor Smythe—. ¿Usted ha traído libros de Inglaterra?
—Claro que sí —contestó Elizabeth—. Llegarán con mis baúles, en cuanto
Galileo tenga tiempo de ir a buscarlos; vienen en trineo. Cartillas y libros de lectura,
de aritmética, algo de geometría y de álgebra, de historia… —Vio que las caras que la
rodeaban comenzaban a nublarse y continuó, un poco menos segura de sí misma—:
geografía, mapas, literatura y latín…
—¡Latín! —Anna repitió la palabra—. ¿Para qué les servirá a estos niños saber
latín?

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—Bueno, es que el latín es… —comenzó Elizabeth, pero no pudo seguir.
—Leer y escribir está bien —dijo el señor Cameron—. La aritmética y la
geometría son cosas útiles. Pero ¿el latín? ¿Y la historia? No sé. A mis hijos no les
servirán ni los romanos ni los griegos cuando tengan que atender sus granjas.
—El latín… —comenzó a decir de nuevo Elizabeth.
—¡El latín no traerá más que malestar! ¡Éstos son niños de frontera, no necesitan
ideas acerca de la filosofía! ¡Lo único que falta es que los quiera enviar a la
universidad para que les llenen la cabeza de poesía! —Moses Southern elevaba cada
vez más la voz. Anna trató de calmar un poco la discusión—. Nuestros jóvenes no
necesitan conocer historias de damas y caballeros y todas esas cosas. ¡La realeza! —
continuó Moses sin calmarse y a punto de escupir—. Nos costó mucho librarnos de
los realistas. ¿Por qué querríamos estudiarlos? —Parecía no darse cuenta de que
Elizabeth era inglesa, o tal vez no le importaba.
—Las niñas no mirarán a un granjero honrado y trabajador si usted les llena la
cabeza con cosas de la realeza —señaló Anna a Elizabeth, que se debatía entre el
deseo de aliarse a ella y la manifiesta realidad de la situación.
Confundida, Elizabeth se dio cuenta de que había seguido una estrategia
equivocada con la gente a la que tenía que ganarse; sin su apoyo y el de otros como
ellos nunca podría comenzar su escuela. Se esforzó mucho para encontrar un
argumento que pudiera ayudar a sus planes. Los demás la rodearon con los rostros
expectantes, esperando que ella refutara lo que habían manifestado. «La Biblia —
pensó Elizabeth—, algo de la Biblia», pero nada le venía a la mente. Angustiada, vio
que las caras de los otros se cerraban en torno a ella.
—Benditos aquellos que conocen los libros —dijo con rapidez— porque de ellos
es el reino de la rectitud y los buenos modales. —Tras esto enrojeció. Por el rabillo
del ojo vio a Galileo, que había permanecido en silencio a lo largo de toda la
conversación y que en aquel momento levantaba una ceja sorprendido. Uno de los
granjeros la miraba dubitativamente, pero ella levantó la barbilla—. Mateo —añadió
con aire desafiante.
De pronto toda su entereza pareció desvanecerse y deseó sólo marcharse y volver
a entrar para comenzar de nuevo. Les estaba diciendo a aquellas personas que era
capaz de instruir a sus hijos, y el primer ejemplo que había dado de su propia
educación y merecimientos para tal tarea era un versículo de la Biblia completamente
falso y adaptado a sus fines.
Elizabeth miró por encima del hombro para ver si Galileo estaba listo para partir
y se dispuso a hacerlo.
Nathaniel Bonner estaba en la puerta; al ver su cara, Elizabeth tuvo la certeza de
que él había oído al menos una parte de la conversación; sin duda, la parte de la que
ella menos podía enorgullecerse.

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Elizabeth no había pasado por una situación semejante a lo largo de toda su vida;
captó la mirada fría pero divertida de Nathaniel y le costó disimular su contrariedad.
Él le hizo una inclinación de cabeza y le deseó buenos días, pero Elizabeth apenas
pudo devolver el saludo. Aprovechó la primera oportunidad que tuvo para dejar a
Anna y a sus clientes, que habían vuelto a sus lugares alrededor de la chimenea.
Una vez fuera, en la galería, Elizabeth se alegró de sentir el aire helado que le
refrescaba las mejillas. Por un instante observó cómo Galileo cargaba las provisiones
en el trineo, contemplándola con largas e intrigadas miradas. Resueltamente Elizabeth
evitó que su mirada se encontrara con la del hombre.
—Creo que caminaré un poco —dijo tan ligeramente como pudo—. Me las
arreglaré para encontrar el camino de vuelta a casa.
Y Elizabeth se fue tan rápido como pudo por un sendero angosto pero bien
trazado que atravesaba un grupo de pequeñas cabañas. Las mujeres salían a la puerta
para saludarla con la mano, pero ella apresuraba su paso sonriendo de forma amable.
Necesitaba estar sola un rato, tenía que ordenar sus pensamientos.
El camino llevaba a un bosque de árboles de hoja perenne y luego hasta la orilla
del lago. Elizabeth se detuvo de repente ante una playa pequeña donde había un
muelle con los soportes cubiertos de hielo y vio a los pescadores que llegaban
arrastrando sus pesadas redes. Entre el grupo que avanzaba directamente hacia donde
ella se encontraba, con miradas curiosas y expectantes, contó seis hombres y un
puñado de mozalbetes. Reprimió un gruñido, se dio la vuelta con brusquedad y volvió
corriendo al sendero, donde se encontró con Nathaniel.
Elizabeth resbaló y lanzó un grito; se habría caído de no ser porque Nathaniel la
sujetó con ambas manos y le cogió los brazos a la altura de los codos; las propias
manos de Elizabeth fueron a dar en los fornidos antebrazos de Nathaniel. Contrariada
por su propia torpeza y confusa ante la súbita aparición, levantó la mirada y observó
al hombre, que permanecía tranquilo y con la cabeza inclinada hacia ella. Sintió la
presión de los dedos de Nathaniel a través de su capa y se percató del suave aliento
tibio que le llegaba a la cara; durante un momento sintió una extraña parálisis y
luego, con un ligero movimiento, se soltó de sus brazos. Respirando agitada miró
hacia atrás, hacia el lago delante del cual estaban los hombres que iban
aproximándose.
—Perdóneme —murmuró, y se dispuso a volver al sendero—. Perdóneme, señor
Bonner.
—¡Espere! —Exclamó Nathaniel a sus espaldas y Elizabeth se puso a caminar
más rápido. Se levantó un poco las faldas para poder caminar más deprisa—.
¡Elizabeth, espere! —repitió mucho más cerca de ella. Cuando ella comprendió que
no podría sacarle ventaja se detuvo y trató de regular su respiración. Luego se volvió
para mirarlo a la cara.

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—¿Sí? —contestó de la forma más casual que le fue posible. Iba vestido igual que
el día anterior. Elizabeth notó que debajo de su abrigo llevaba una camisa limpia de
ante, lo que le trajo a la mente la herida y bajó la mirada—. Discúlpeme, señor
Bonner —comenzó a decir.
—Nathaniel.
Elizabeth respiró hondo y soltó el aliento. Cuando se sintió más tranquila adoptó
una expresión que esperaba fuera amistosa pero que a la vez mantuviera la distancia.
—Por favor, perdóneme por haber chocado con usted. Espero que no haya
afectado su herida. —Nathaniel se miró el hombro—. No me di cuenta de que estaba
detrás —acabó de decir Elizabeth.
—Iba a buscarla —dijo Nathaniel—. Supuse que estaba muy claro. Tengo que
hablar con usted acerca del edificio de la escuela.
Elizabeth miró a lo lejos e hizo un esfuerzo para controlar su respiración, para que
no le temblara la voz.
—Dudo mucho de que vaya a haber una escuela —dijo—. La gente de aquí no
parece particularmente interesada en el asunto.
—Usted se da por vencida muy fácilmente.
—¿Perdón?
—No creía que se daría usted por vencida con tanta rapidez. Esos provocadores
de la tienda no pueden hacerla cambiar de idea, si es que realmente está decidida.
—No me he dado por vencida —replicó ella—. Es que… —hizo una pausa y
viendo que Nathaniel no se reía siguió hablando más lentamente—. Es mucho más
complicado de lo que había previsto. No es lo que esperaba —terminó diciendo.
—Usted tampoco es lo que ellos esperaban —dijo Nathaniel.
—¿Y qué es lo que esperaban? —preguntó Elizabeth temiendo la respuesta.
—No esperaban una «medias azules».
El término no le era familiar, pero se dio cuenta de que no se trataba de un
cumplido.
—Supongo que llaman «medias azules» a las mujeres solteras que se preocupan
muy poco por la moda.
—Aquí llaman «medias azules» a las solteronas que enseñan en la escuela —dijo
Nathaniel. Antes de que Elizabeth pudiera replicar, continuó—: Pensaban que iba a
llegar una princesa, dése cuenta, la hija del juez. Vestida de seda y raso, en busca de
un marido con dinero, el médico probablemente. Y no ha sido así, porque si no fuera
por sus bonitas botas, usted podría muy bien pasar por una cuáquera por la sencillez
con que viste. Y como no es la princesa codiciosa que esperaban, no saben qué hacer
con usted.
—Lamento mucho haberlos decepcionado —dijo Elizabeth algo confusa.
—Todo lo contrario —replicó Nathaniel; en su boca se dibujó una sonrisa—. Yo

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no me siento decepcionado en absoluto.
Elizabeth volvió a recogerse la falda dispuesta a seguir su camino hacia la parte
alta de la colina, y al hacerlo tuvo la oportunidad de verse las botas: cuero blando de
cordobán lustrado hasta producir destellos, hebillas de bronce, punteras y talones
delicados. No del todo adecuadas para los helados caminos de la parte alta del estado
de Nueva York, según le hacían sentir los dedos de los pies. Bonitas botas: su único
lujo y su única debilidad.
—No se vaya —continuó amablemente cuando ella avanzaba—. No volveré a
mencionar sus botas. —Elizabeth se detuvo preguntándose si en realidad debía irse o
quedarse. Porque la verdad es que no tenía deseos de marcharse—. La gente enviará a
los niños a la escuela, pero primero debe haber un edificio.
Ella se había preparado para un enfrentamiento, pero de pronto notó que más que
el enfado la dominaba la curiosidad. Se volvió hacia él:
—¿Cree que vendrán los niños? Yo pensaba que lo había echado todo a perder.
Nathaniel se apartó del sendero y se apoyó en un tronco. Elizabeth vio,
distraídamente, que se trataba de un hombre alto. Había muchos hombres altos en su
familia; al lado del tío Merriweather los demás vecinos parecían enanos. Pero
enseguida se dio cuenta de que no era tanto su estatura como la forma de mirar
directamente a los ojos lo que la turbaba.
—La gente de aquí es un poco más ruda de lo que usted está acostumbrada a ver,
pero saben apreciar las oportunidades. ¿El juez no le ha dicho que me contrató para
construir la escuela que usted desea? —Elizabeth negó con la cabeza—. Llegamos a
un acuerdo anoche, durante la cena.
No supo qué contestarle; en realidad, había temido que su padre no hiciera honor
a su promesa y no pudiera tener la escuela; pero al parecer finalmente había accedido
a que se hiciera el edificio.
Sintió que la invadía una ola de aprecio y rechazo mientras se daba cuenta de que
debía dar las gracias a Nathaniel por lo que había hecho. La razón por la cual él
quería ayudarla no podía imaginársela. Debería de haber alguna otra motivación, algo
bueno habría visto él en la idea de tener una escuela para comprometerse en su
construcción. Elizabeth lo miró y trató de imaginar cuál sería el motivo, pero todo lo
que pudo ver fue que Nathaniel la observaba entre paciente y divertido.
—Debo decir —señaló con una suave sonrisa— que no me lo esperaba…, que no
tenía la menor idea. Es muy amable…
Nathaniel levantó una ceja.
—Poco se logra con la amabilidad y mucho con el dinero contante y sonante. Él
me pagará.
Elizabeth bajó la mirada.
—Entiendo —dijo.

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—Pero el dinero no sería motivo suficiente para que me gustara hacer semejante
trabajo; existen otros motivos —añadió Nathaniel. Cuando le quedó claro que
Elizabeth no sabía cómo responder a esto, Nathaniel se echó a reír. La mujer tenía
ingenio y sabía replicar, pero no estaba acostumbrada a coquetear. Nathaniel se alegró
mucho de saberlo. Observó a Elizabeth haciendo esfuerzos para encontrar una
respuesta amable y sintió que tenía que seguir incitándola—. Me sorprende que su
padre no se lo haya dicho.
—Todavía no lo he visto. He salido muy temprano —dijo.
—Ah —respondió Nathaniel—. Es decir, que estaba impaciente por conocer el
pueblo y buscar posibles candidatos.
Ella encontró el modo de responder a aquella afrenta.
—¿Qué quiere decir usted, señor? —preguntó con aire grave.
—Que salió a buscar alumnos. ¿Qué pensaba que había querido decir? —le
respondió con una sonrisa todavía más amplia.
Elizabeth dirigió la mano hacia su capucha para situarla en su lugar. El pelo se le
había soltado y los rizos le caían hasta las mejillas; se los echó hacia atrás. Nathaniel
tuvo que frenarse para no ir y ponerlos de nuevo donde estaban. Pensó en hacerlo
porque sabía que eso la haría ruborizar y se dio cuenta de que cada vez tenía más
ganas de verla sonrojarse. Pero era paciente, mientras que ella no; él tenía ventaja y la
usaría. Tuvo que admitir que era cierto lo que había dicho su padre, él tenía planes
con aquella mujer.
—¿Ya se ha puesto en contacto con el pastor? —le preguntó con voz más amable,
sin forzar una respuesta para la pregunta anterior—. Tiene una hija, ella es la persona
con la que debería hablar de la lista que desea. Kitty Witherspoon.
—Gracias —dijo Elizabeth—. Será de mucha utilidad. —Miró a su alrededor y
vio que estaban en un lugar escondido, tanto del lago como de las casas—. Supongo
que debo marcharme, señor… —hizo una pausa—. Si quiere podemos hablar esta
tarde del edificio de la escuela.
—¿Quiere usted decir que desea que la visite al atardecer?
—Es víspera de Navidad. Pensaba que mi padre había invitado a todos sus
amigos.
Nathaniel frunció el rostro.
—¿Qué le hace pensar que yo soy amigo de su padre?
—Aunque usted y mi padre hayan discutido, es víspera de Navidad —repitió
Elizabeth—. Y si él no le ha invitado, le invito yo. A usted y a su familia. —Lo miró
a los ojos con una expresión firme y segura—. A lo mejor no es amigo de mi padre…
pero… —hizo una pausa—. Va a ser amigo mío, ¿verdad?
Nathaniel le devolvió la mirada esta vez sin sonreír.
—Así es, Botas —dijo—. En principio.

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Capítulo 5

Elizabeth volvió a casa exhausta; la distancia entre el pueblo y la casa que le había
parecido tan corta en el trineo casi la destroza. Se metió en su cuarto tras una breve
conversación con su padre y, aunque era sólo media mañana, se quedó
profundamente dormida.
Curiosity fue a despertarla a media tarde.
—No quise despertarla para almorzar, pero supongo que a esta hora debe de estar
muriéndose de hambre —dijo mientras ponía una bandeja sobre una mesa que había
al lado de la cama.
El olor de la carne y las patatas salía por debajo de las tapas de los platos y
provocó que el estómago de Elizabeth resonara de hambre. También había alubias en
salsa y pan de trigo caliente. Le dio las gracias a Curiosity y luego se dedicó a comer,
señalando en voz alta que el aire frío y la altura eran muy buenos para abrir el apetito.
—Es el ejercicio de andar por la montaña —añadió Curiosity—. Pero ahora ya ha
descansado. Hay gente que la espera abajo. —Elizabeth, sorprendida, levantó la
mirada—. Cálmese. Sólo es Kitty Witherspoon que viene a presentar sus respetos. Su
hermano la está entreteniendo hasta que usted pueda bajar.

* * *

Katherine Witherspoon (ya que no utilizaba el nombre de Kitty ante Elizabeth)


esperaba en la sala, sentada en el borde de la silla. No había ni rastro de Julián, lo que
incomodó a Elizabeth: él tenía mucha más habilidad que ella para iniciar una
conversación en estos casos, aunque Elizabeth se dio cuenta de que no tenía ni idea
de cuáles eran allí las reglas de cortesía para atender a las visitas.
La señorita Whiterspoon no tenía más de veinte años. Era de mediana estatura, de
formas firmes y demasiado redondeadas para su edad y tenía una cara estrecha bajo
un pelo rubio y rizado. Sus ojos, de un tono azul acuoso, estaban rodeados por
pestañas del mismo color rubio. La joven se levantó inmediatamente para saludar a
Elizabeth con la mano húmeda por los nervios. Era tan entusiasta y enérgica que se
tambaleó un poco cuando tuvo que pronunciar el pequeño discurso que, según le
pareció a Elizabeth, debía de llevar ensayado y en el cual la señorita Witherspoon
enumeraba todas las razones por las cuales estaba tan contenta de tener a Elizabeth y
a su hermano allí.
Había comenzado a nevar intensamente y las dos jóvenes se sentaron ante la
chimenea de la sala, donde Daisy les había llevado el té. Elizabeth suspiró con alivio
al encontrarse en un ambiente tranquilo, después de aquellos días agitados y de los

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inquietantes acontecimientos de la mañana. Acudían a su mente fragmentos de las
conversaciones que había mantenido con Nathaniel, que la distraían de lo que le
estaba diciendo Katherine.
—Me temo que estoy molestándola después del viaje tan largo que ha hecho —
dijo Katherine interrumpiendo su relato.
—Ah, no —le aseguró Elizabeth, que deseaba vivamente que la joven se
tranquilizara un poco—. Por favor, perdóneme. Todo es tan nuevo para mí que a
veces me distraigo con cualquier cosa.
—¿Pensaba en el accidente de ayer? —Elizabeth meditó antes de responder,
dándose cuenta de que todo lo que había pasado el día anterior entre su familia y
Nathaniel ya era de conocimiento público—. Perdóneme —prosiguió Katherine
poniéndose un poco colorada—. No tendría que haber supuesto eso.
—No, está bien —dijo Elizabeth, pero no respondió a la pregunta de Katherine.
Un silencio molesto se interpuso entre ambas y Elizabeth se apresuró a romperlo—:
Señorita Witherspoon, Katherine. Tal vez usted podría serme de mucha utilidad.
Habrá oído que quiero fundar una escuela —Katherine asintió con la cabeza—. El
primer paso que tengo que dar es averiguar cuántos niños hay para acercarme a sus
padres. Usted está en contacto con todas las familias de Paradise, ¿sería tan amable
de ayudarme?
Katherine le hizo una lista de ocho familias que tenían hijos en edad escolar y le
facilitó también los nombres y direcciones, así como la edad aproximada de los niños.
Muy contenta de haber logrado todo aquello con tanta facilidad, Elizabeth repasó la
lista y contó doce nombres.
—¿Éstos son todos los niños? —preguntó algo atemorizada. Temía tener que
emprender una búsqueda directa entre los hijos de los esclavos, pero Katherine
pareció darse cuenta de eso.
—Éstos son todos los niños del pueblo, tanto libres como esclavos —dijo
Katherine—. Me temo que en algunos casos le resultará muy difícil convencer a los
padres de que les permitan ir a la escuela. A Billy Kirby, por ejemplo.
—¿Billy Kirby?
—Es granjero, cazador, transporta madera y hace algunos trabajos de
construcción. Fue él quien construyó esta casa por encargo de su padre. Billy se
encarga de su hermano menor desde que sus padres murieron. —Katherine dudó y
luego dijo—: No creo que tenga mucho interés en enviar a Liam a la escuela.
—Bueno, entonces tendré que hablar con él, ¿no le parece? —dijo Elizabeth.
—Éstos son todos los niños —repitió Katherine—. Del pueblo —añadió.
Elizabeth levantó una ceja y esperó. Estaba muy claro que Katherine tenía algo más
que decir—. Hay un nombre más que no le he dado, porque esa criatura no vive en el
pueblo: es una niña que vive con su familia al otro lado del lago de la Media Luna, en

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la parte alta de la montaña del Lobo Escondido.
Elizabeth se preparó a anotar.
—Me gustaría que me dijera el nombre —dijo—. No quisiera excluir a nadie que
quiera venir.
De nuevo Katherine titubeó.
—Me sorprende que todavía no sepa nada de ella.
—¿Y por qué habría de saber algo de la niña? —respondió Elizabeth muy
intrigada.
—Porque es la hija de Nathaniel Bonner —dijo Katherine.
Elizabeth se limitó a sonreír.
—¿Su hija?
—Se llama Hannah y tiene cerca de nueve años. Es una criatura muy brillante.
—El señor Bonner es soltero —dijo Elizabeth, y deseó no haberlo hecho, porque
Katherine la observaba dando muestras de entender, lo que hacía que Elizabeth se
sintiera inquieta—. O tal vez le he entendido mal, en fin, no importa.
—Todo el mundo le llama Nathaniel —replicó inmediatamente Katherine, y
añadió sin preámbulos y en voz baja—: Su mujer murió en el parto. Pese a todo lo
que Cora Bonner, Curiosity y el doctor Todd hicieron por salvarla. Nathaniel nunca
pudo recuperarse. Sufrió unas fiebres muy fuertes que acabaron llevándosela…
—Ah, qué triste —la interrumpió Elizabeth con suavidad.
Katherine bajó la mirada, tal vez para esconder la energía que la dominaba. «Sabe
que no hay que ser chismosa —pensó Elizabeth—, pero no puede evitarlo».
—La suegra de Nathaniel lleva la casa desde que murió su madre —añadió
Katherine con nuevo ímpetu, aunque tratando de contenerse.
Con una sonrisa nerviosa levantó la mirada y observó a Elizabeth.
—¿Mi hermano le dijo dónde iba? —le preguntó repentinamente Elizabeth.
La mujer emitió un débil suspiro, ¿de alivio? ¿de contrariedad? Pero Katherine se
dio cuenta de lo que quería Elizabeth e hizo a un lado la historia de los Bonner.
—A una cita en el pueblo, según dijo. Permítame que le diga, Elizabeth, que
aunque yo no se lo dije a su hermano, me parece maravilloso tener en Paradise a un
hombre joven, fino y de buen gusto.
Elizabeth sonrió ante tal descripción de su hermano.
—¿Y qué me dice del doctor Todd? —preguntó—. Parece que es un hombre muy
agradable.
Katherine se puso roja y se apoyó en el respaldo para tomarse el té. Elizabeth vio
con claridad que había desconcertado a su visitante. «Ahora me toca a mí interrogarla
para obtener información —pensó Elizabeth—. Creo que le he dado una lección».

* * *

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Apenas caía la tarde cuando su padre fue a encontrarse con ella en el estudio
donde estaba leyendo. Lleno de entusiasmo por la fiesta que se acercaba, deseaba
compartirlo con su hija.
—Bueno, Lizzie —dijo tratando de resultar solemne—. ¿Qué te vas a poner esta
noche?
Elizabeth dejó a un lado el papel y la tinta y levantó la cabeza para observar a su
padre, que se paseaba delante del fuego. Con más de sesenta años seguía siendo un
hombre de buena presencia, figura imponente, frente alta y una mata de pelo gris
recogida en el nacimiento del cuello con una sencilla cinta negra. Las pelucas
empolvadas estaban pasando de moda y él había dejado de usarlas; su cabellera había
sido siempre un orgullo para él. Elizabeth notó que tenía la tez rojiza, y se preguntó
cómo andaría de salud, aunque se alegró de verlo de buen humor.
—¿Es necesario que me cambie de ropa, padre? —preguntó mientras se
observaba.
—¡Qué! —gritó el padre—. ¿De gris en una fiesta?
Elizabeth sonrió.
—Habitualmente me visto con ropa gris, padre, pero tengo otros vestidos que tal
vez te gusten más. Me pondré uno.
—¡Muy bien! —dijo complacido—. Quiero que todos te vean guapa esta noche.
Ella dudó.
—Padre, espero que no pienses que quise apresurarme, pero invité al señor
Bonner y a su hijo a la fiesta. Así podremos hablar de la construcción de la escuela.
—Le pareció que su padre no ponía objeción alguna y continuó—: Tengo ganas de
conocer a todos tus amigos. Pero me gustaría recordarte que no tengo ninguna
intención de casarme. —El juez se detuvo sorprendido y se volvió hacia ella con las
manos en la espalda. Frunció los labios y observó durante un largo minuto a su hija,
hasta que Elizabeth empezó a hacérsele agradable a la vista—. Esto no puede
sorprenderte de ningún modo —dijo finalmente Elizabeth—. He sido sincera contigo
desde el principio.
—Me gustaría mucho que te casaras —dijo secamente su padre—. Sería para mí
una gran alegría saber que alguien cuidará de ti después de mi muerte.
—Tengo dinero —dijo Elizabeth—. Eso ya lo sabes, mis necesidades básicas
están cubiertas. Y cuando te vayas de este mundo, que no creo que sea en un futuro
cercano, espero que mi hermano esté en condiciones de asistirme. No carece de
recursos materiales.
El juez frunció el entrecejo.
—Tienes más fe que yo en la capacidad de tu hermano para sobreponerse a su
pasado —dijo—. Si es capaz de reformarse, tal vez tengas razón. Pero ¿quién sabe si
eso sucederá? No, no puedo tomar en consideración tus buenos pronósticos y tus

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mejores deseos, querida mía. Por otra parte, está la cuestión de la tierra. El dominio
de este territorio es algo que me tomo muy en serio.
Elizabeth dudó.
—Realmente espero que Julián cumpla la promesa que nos hizo a ti y a mí —dijo
—. Creo que por fin tiene muy claro cuáles pueden ser las consecuencias de sus
actos, y espero que haya aprendido la lección. Es capaz de aprender la manera de
ocuparse lo mejor posible de las posesiones familiares. Está verdaderamente
interesado en ello.
—Tu futuro no puede depender de tu hermano. Necesitarás a alguien una vez que
yo me haya ido —dijo con impaciencia.
—Creo que siempre seré capaz de ocuparme de mí misma —dijo Elizabeth con lo
que esperaba fuera una definitiva y convincente sonrisa.
Su padre siguió caminando de un lado a otro de la habitación, con las manos
cruzadas a la espalda.
—Elizabeth, ¿qué clase de padre sería yo si no me preocupase por tu futuro?
Se detuvo a pensar en lo que había dicho, y luego se dirigió con pasos rápidos
hasta su escritorio. Del bolsillo del chaleco sacó una llave pequeña y abrió un cajón.
Cogió de allí una hoja de papel. Miró a hurtadillas alrededor y luego fue hasta donde
estaba Elizabeth y se la puso en la mano.
—«Acta de donación» —leyó ella en voz alta.
El juez se mostraba muy satisfecho consigo mismo.
—El título de propiedad original de todo esto, incluyendo Lobo Escondido. Un
millar de acres, querida. Para ti. El resto de la propiedad, otros doscientos acres, está
destinado a tu hermano. Para algún día, cuando haya madurado. Es el fruto del
trabajo de toda mi vida y mi mayor deseo es que los bienes de la familia permanezcan
sin dividirse, por el bien de mis hijos y de las generaciones venideras.
Confundida, Elizabeth levantó la cabeza, miró a su padre y luego el documento.
—Propiedad…, bienes y mejoras para el uso y bienestar de mi mencionada hija
Elizabeth Middleton, sus herederos y asignados…; Pero ¿por qué? —dijo Elizabeth
—. ¿Por qué ahora y de esta forma? Me parece extraño.
—Pensé que te gustaría —respondió el juez, sintiéndose un poco desilusionado.
—Padre —comenzó a decir Elizabeth—. Por favor, no pienses que soy una
desagradecida. Simplemente es que no entiendo qué es lo que te ha llevado a hacer
algo así.
—No es extraño —dijo el juez— querer disponer de la propiedad para dejarla en
manos de los hijos en los que se confía.
Elizabeth trataba de tomar las palabras de su padre al pie de la letra, quería ser
merecedora de su confianza. Pero él no la miraba a los ojos y comenzaba a chupar la
pipa ferozmente.

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—No se acostumbra a dejar a una hija soltera una propiedad valiosa —dijo ella
—. Podría disponer de ella como me pareciese.
Una vez más Elizabeth volvió a mirar el título de propiedad. De pronto entendió
lo que pasaba y se sintió muy desanimada.
—Todavía no lo has firmado —le dijo a su padre—. Y no está registrado.
El juez se volvió.
—Lo firmaré ante testigos el día que te cases.
Perpleja, Elizabeth se levantó de su asiento.
—¿Y en quién piensas como marido?
—En Richard Todd —contestó el padre con sencillez—. Creía que era obvio. Es
un partido excelente, Elizabeth. Juntos tendréis más o menos cinco mil acres. No es
tan grande como algunas de las propiedades del oeste, pero es suficiente. Estaréis
bien provistos y no importarán las tonterías que haga tu hermano cuando yo me haya
ido. Richard es un hombre de confianza y podrá cuidar tanto de los intereses de Julián
como de los tuyos.
A Elizabeth le temblaban las rodillas. Por un momento creyó que se había puesto
enferma. Y por qué no, con el sapo que su padre pretendía que se tragase. Había
viajado hasta allí y había concebido muchas esperanzas sobre una vida nueva, para
descubrir que su padre ya había previsto cómo coartar su libertad antes de que tuviera
posibilidad alguna de disfrutarla. Y además esperaba que sintiera gratitud y
admiración. Era demasiado para soportarlo y, sin embargo, debía hacerlo si quería
salvar algo. Juntó las manos con fuerza y miró a su padre de la forma en que lo había
aprendido de su tía Merriweather, con la mirada reservada a los hombres temerarios
capaces de continuas maniobras.
—Me maravilla que pienses que soy tan poco inteligente para no darme cuenta de
lo que hay detrás de estas estratagemas.
—No son estratagemas —replicó el juez, nervioso—. ¿Qué he hecho mal, sino
ofrecerte casi la mitad de mis valiosos dominios?
Elizabeth negó con la cabeza con tal fuerza que el pelo comenzó a soltarse de los
broches.
—Una mujer casada no puede poseer tierras. Si firmas eso el día de mi boda, la
propiedad irá a parar directamente a manos de Richard Todd. No es por mi bien, sino
por el tuyo y por el de Todd que estás haciendo esto. Supongo que lo tienes en gran
estima. ¿O tal vez le tienes miedo?
—Lo hago por ti —protestó el juez casi sin fuerzas, agitando el papel ante su cara
—. Un marido es alguien que cuidará de tus intereses. Si muero y todas mis
propiedades van a parar a tu hermano puede que las pierda en apuestas en poco más
de un año. He pasado toda mi vida construyendo este pueblo en medio del bosque,
lejos de todo; además, ¿dónde irías tú?

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—Me quedaría donde estoy, con algo de dinero y sin propiedades —dijo
Elizabeth levantando la voz para hablar por encima de las protestas de su padre—. Si
realmente quieres demostrar tu preocupación por mí y protegerme de los excesos de
Julián, puedes firmar ese título hoy mismo y dejar a mi libre albedrío casarme o no,
según me parezca más ventajoso. —Hubo un silencio durante el cual Elizabeth
observó a su padre dirigirse con el título al escritorio para guardarlo—. Hay mucho
más en juego de lo que quieres reconocer —continuó—: ¿Se trata de algún problema
financiero del que no estoy enterada?
—Nada que te concierna —respondió escuetamente el padre.
—Yo diría que sí me concierne, y mucho, puesto que pretendes que me case con
un extraño para resolver tus dificultades —respondió Elizabeth mientras él se le
acercaba haciendo visibles unas pulsaciones provocadas por la tensión en sus mejillas
—. ¿Me he acercado a la verdad, padre?
—He tenido mala suerte en una inversión —dijo el juez lentamente—. Pero no
discutiré ese asunto contigo.
—Muy bien —dijo Elizabeth—. Si Richard Todd es tan hábil para aumentar sus
posesiones, véndele a él los mil acres. Espero que con eso tengas la liquidez de la que
careces en este momento, y todavía nos quedarán dos mil acres, que sin duda son más
que suficientes para vivir con comodidades.
El padre se ruborizó tanto que Elizabeth se asustó.
—He tardado treinta años —comenzó a decir con voz temblorosa—. He dejado
mi vida en estas tierras. No las venderé a ningún precio. Te pido que reconsideres la
oferta de matrimonio de Richard, porque eso traería prosperidad a la familia y
resolvería muchas dificultades. Pero también porque estoy convencido de que
Richard sería un buen marido para ti y cuidaría muy bien de tus intereses.
—Es una lástima —comenzó Elizabeth, con voz más tranquila, pero al mismo
tiempo firme y resuelta— que tengamos una discusión el primer día que estoy aquí.
Pero espero que me creas cuando te digo que nunca tendré en consideración la oferta
de matrimonio del doctor Todd. No puedo casarme con alguien que tiene esclavos.
Aunque lo amara no podría casarme con una persona así. Mi conciencia no me lo
permitiría.
—Es el esposo ideal para ti —dijo el padre—. Si fueras más sensible te darías
cuenta.
Hubo otro silencio en el cual Elizabeth luchaba contra su carácter.
—Entonces no soy sensible —dijo—. Pero no haré nada que vaya contra mis
principios.
—No hay ningún otro hombre adecuado para ti de su condición en muchos
kilómetros a la redonda.
—No venderías tu propiedad pero piensas vender a tu hija, ¿he entendido bien?

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—¡Eres una impertinente! —repuso el padre—. Pensé que mi hermana te había
educado mucho mejor.
—Padre, ¿te importan mis deseos?
—Me preocupo por tu bienestar.
—Escúchame. Lo que quiero es tener independencia. Es la gran bendición de la
vida, la base de todas las virtudes; y siempre mantendré mi independencia aunque se
oponga a mis anhelos, aunque tenga que dormir en un páramo helado. ¿Sabes quién
escribió eso?
—No tengo la menor idea —dijo el juez exasperado.
Elizabeth levantó el delgado libro que había estado leyendo hasta que llegó su
padre, y se lo ofreció.
—La señora Wollstonecraft. Defensa de los derechos de la mujer.
El juez observó el volumen que le pusieron en las manos y luego negó con la
cabeza.
—Te has dejado influir por esta… esta…
—Si —dijo Elizabetn—. Me estoy dejando influir por estos escritos. Pero no más
de lo que influido sobre ti los de Thomas Paine.
El juez dejó caer el libro sobre la mesa.
—Los derechos del hombre no se pueden comparar con esta tonterías.
—Si no has leído a la señora Wollstonecraft, ¿cómo sabes que son tonterías? —
señaló Elizabeth con impaciencia. Y luego, notando que no convencería a su padre, se
detuvo y trató de ordenar sus pensamientos—. Conserva tus propiedades y tu oferta.
Si únicamente te firmará el día de mi boda con Richard Todd, entonces nunca será
firmado. Si sigues intentando comprometerme en una alianza que no deseo, volveré a
Inglaterra a casa de la tía Merriweather.
El juez dejó caer la mandíbula.
—No lo harías.
—Sí. Vine aquí para escaparme de las restricciones a las que he estado sometida
en Inglaterra. Si no hay libertad para mí en este lugar, no veo por qué debo quedarme.
Elizabeth guardó sus útiles de escritura y se dirigió hacía la puerta del estudio.
—Te dejo el libro —dijo—. Por si tienes ganas de saber qué dice. Ahora, si me
perdonas, debo ir a prepararme para asistir a tu fiesta.

* * *

Habían sacado casi todos los muebles del recibidor: lo único que había dejado
eran unas sillas, dispuestas en grupos de tres o cuatro, y un mesa larga cubierta con
un mantel de lino brillante y adornada con plata de calidad. Curiosity y sus hijas
habían servido comida de todas las variedades posibles. La habitación estaba

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iluminada con velas de cera de abeja dispuestas en un conjunto de lámparas de peltre.
Aunque en el exterior era noche cerrada desde las cinco de la tarde, el cuarto estaba
luminoso como si fuera mediodía.
Elizabeth se dedicó a cumplir con sus deberes de anfitriona tal como se le habían
enseñado desde la más temprana infancia, asegurándose de que todos estuvieran bien
atendidos, provistos de bebida y comida, y de que nadie se quedara sin alguien con
quien conversar durante mucho tiempo. Sonreía, asentía y respondía a las preguntas
que le hacían, pero estaba tan angustiada que temía que lo notaran con sólo mirarla.
Lo que más pesaba en su mente era la duplicidad que había mostrado su padre.
Elizabeth no podía mirar a un Richard Todd que sonreía amablemente y la ayudaba
en todo lo que podía, sin dejar de pensar que aquel hombre y su propio padre habían
planeado juntos y a sus espaldas un matrimonio que no deseaba y que no podía
admitir. Era difícil ser amable en una circunstancia como aquélla, pero más difícil era
simular que no había pasado nada. Todos los planes de Elizabeth estaban en peligro.
Y Nathaniel no había llegado. Primero se sintió sorprendida, luego algo herida, y
finalmente desconcertada por sus propias reacciones. No podía negarse a sí misma
que se sentía atraída por él, pero también sabía que era una preferencia poco
apropiada, una inclinación que su padre no aprobaría.
Al contrario que Elizabeth, Julián parecía divertirse con todo lo que le rodeaba.
Todo era de su agrado. Había varias chicas guapas: Elizabeth observó que su
hermano coqueteaba descaradamente con Katherine Witherspoon y con Molly Kaes,
una joven que atendía la granja de su padre; había juegos, danzas y circunstancias
triviales de las que él podía aprovecharse. Y no había nada en que pudiera ocuparse
Julián excepto de las cosas que más le llamaban la atención; no se dio cuenta de lo
contrariada que se sentía su hermana. Aunque Elizabeth conocía a su hermano
demasiado para haber esperado otra respuesta.
Todos los hombres allí reunidos querían darle conversación: desde el desdentado
señor Cunningham hasta el señor Witherspoon, el pastor. Había tres o cuatro hombres
jóvenes que al parecer no tenían nada que hacer y que seguían a Elizabeth con los
ojos donde fuera. Era algo a lo que no estaba acostumbrada ya que había crecido con
tres primas más guapas. Elizabeth hacía mucho tiempo que se había resignado a la
soltería; de hecho, veía aquel destino con ciertas expectativas y comodidades, por lo
que no estaba muy complacida por la repentina atención, no buscada ni deseada, de la
que era objeto. No creía que aquellos hombres pudieran estar interesados en otra cosa
que no fueran las propiedades de su padre. Sin embargo, se las arregló para frenar las
arremetidas de los jóvenes sin herir sus sentimientos, haciendo ademanes hacia los
invitados a los que debía saludar y cuidar. Sólo Richard Todd seguía insistiendo; no
pensaba permitir que lo hicieran a un lado, la seguía por la habitación hasta que ella
se dio cuenta de que debía dedicarle por lo menos cinco minutos de charla.

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El doctor Todd lucía ropa muy bien cortada, de color azul marino con botones de
metal, camisa de lino y un lazo en el cuello. Llevaba perfectamente ajustados los
pantalones y no podía distinguirse una sola arruga del cinturón a las rodillas. Se había
recortado la barba y el pelo y sus modales eran siempre amables y refinados. Elogió a
Elizabeth por la tersura de su piel, por la hermosa sencillez de su vestido gris oscuro
y por lo bien que estaba puesta la mesa. Ella aceptó amablemente algunos de los
cumplidos, señaló que no había intervenido en los preparativos de la fiesta aunque sin
dejarle ver que no era grato aceptar elogios por haber estado todo el día trabajando en
la cocina. Él hizo todo lo que podía para comportarse como un caballero, y ella no
quería contrariarlo.
—Así que usted es admiradora de la señora Wollstonecraft —dijo Richard Todd
cuando se produjo un nuevo hueco en la conversación—. Vi el ejemplar de la
Defensa…, su padre me dijo que usted se lo había prestado.
Elizabeth lo miró.
—Sí, es mío. —Titubeó—. ¿Conoce a la señora Wollstonecraft?
—No he leído ese libro —dijo Richard Todd—. Pero me gustaría hacerlo.
—Realmente —dijo Elizabeth mirando hacia otro lado— me sorprende que le
interesen esos escritos.
—¿Porque tengo esclavos?
—Porque tiene esclavos.
Otro silencio se interpuso entre ellos durante unos segundos.
—Heredé los esclavos de un tío mío —dijo por fin el doctor Todd, y Elizabeth
permaneció en silencio—. Podría haber circunstancias que a usted se le escaparan y
que harían que no fuera tan severa conmigo en este asunto —añadió. Elizabeth se
sintió algo tocada por la franqueza del médico, era difícil evitarlo. Sin embargo, se
quedó en silencio para ver qué otra cosa podía decir él en su favor—. Cuando tengan
veintiún años los liberaré —señaló claramente desconcertado.
—No por mí —dijo Elizabeth.
—En parte —concedió él.
Elizabeth tenía dudas de la sinceridad de Todd, de modo que decidió ponerlo a
prueba.
—Entonces hágalo hoy mismo —dijo—. Sería un acto muy apropiado para la
Navidad.
—¿La señora Wollstonecraft escribió sobre la esclavitud además de hacerlo sobre
los derechos de las mujeres? —preguntó tratando de cambiar de tema.
—Escribe acerca de la libertad, la cual es primordial para todas las personas.
Observó que él sonreía y se puso muy seria.
—¡No! —exclamó Todd tratando de obligarla a mirarle a los ojos—. No me reía
de usted. Sólo pensaba que usted habla como una maestra de escuela.

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—Como las «medias azules» —repuso Elizabeth. Se levantó y se estiró la falda
—. Soy una «medias azules», señor Todd.
—Usted no parece en absoluto una maestra de escuela solterona.
—No es necesario que me haga cumplidos —dijo Elizabeth—. No estoy
acostumbrada y no darán en el blanco.
Elizabeth estaba un poco aturdida, pero muy contenta de poder ser tan desafiante,
tan desafiante como quisiera. Tanto como un hombre dirigiéndose a otro. Pero
Richard Todd no se daba por vencido.
—Es una lástima —dijo tranquilamente—. Porque le hablaba con sinceridad.
Usted no parece una maestra de escuela.
—Se equivoca —replicó ella—. Porque justamente una maestra de escuela es lo
que soy y siempre seré.
Su padre se acercaba y Elizabeth sintió pánico ante la sola idea de continuar
aquella conversación en su presencia. Un segundo después le había dado una excusa,
había desaparecido en el vestíbulo y había subido las escaleras que llevaban al piso
de arriba y a su habitación.
Los ruidos de la fiesta se elevaban hasta el lugar donde estaba Elizabeth, ante una
ventana. La noche invernal era muy clara; la luz de la luna reflejándose en la nieve le
permitía ver casi todo el pueblo. Un momento después de haber tomado la decisión
de salir a dar un paseo, bajó de nuevo al vestíbulo donde no tardo en encontrar su
capa de abrigo y su mitones, se calzó las botas más gruesas que tenía y salió.
La noche era tan fría como clara; la luna, casi llena, estaba baja sobre la montaña,
despidiendo un claro brillo plateado y gris y produciendo reflejos en la nieve.
Elizabeth respiraba profundamente y se envolvía en la capa, cada vez más ajustada a
su cuerpo, mientras se subía la capucha. Fijándose en la dirección en que andaba,
tomó por un sendero pequeño que se abría en la nieve pensando en caminar sólo unos
diez minutos para quitarse de la cabeza la fiesta y a Richard Todd.
Había conocido hombres como él en Inglaterra. La única diferencia entre el
doctor Todd y los otros, se veía forzada a admitirlo, era que en Inglaterra los hombres
como el médico, en posesión de fortuna y buenas relaciones, no necesitaban
molestarse en seducir a las mujeres jóvenes. Se trataba de un hombre extraño; no
podía asociar aquellos modales finos y agradables con lo que sabía de él. Volvió a
pensar en la conversación que había tenido con su padre y llegó al borde de la
desesperación.
Había caminado durante cinco minutos por el sendero cuando se encontró en el
principio del bosque y ante una figura solitaria. Elizabeth se detuvo y comenzó a
pensar, preguntándose qué decirle a un extraño que en una noche como aquélla se
encontraba fuera, cuando reconoció a Nathaniel Bonner avanzando en dirección a
ella. La sorpresa le produjo un nudo en el garganta, que bajó lentamente hasta

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abarcarle el resto del pecho.
Nathaniel se detuvo frente a ella e hizo una reverencia.
—Botas —dijo a modo de saludo.
Ella se contuvo para no reír ante el nombre que le había puesto.
—Buenas noches —dijo—. Pensé que vendría con su padre y… con su hija.
Le sorprendiera o no que nombrara a su hija no lo demostró; en cambio,
respondió:
—Vienen hacia la fiesta desde nuestra cabaña, que está al otro lado del lago. Yo
he estado vigilando las trampas durante horas.
Elizabeth miró por encima del hombro hacia la casa iluminada, visible desde el
lugar donde estaba.
—No los he visto. Tal vez nos hayamos cruzado.
—De manera que la fiesta no la divierte, ¿eh?
Ella dio media vuelta para que él no pudiera verle la cara; pensó que no podría
esconder la tristeza que sentía, se sintió incómoda y avergonzada.
—Debería volver —dijo. Entonces, repentinamente resuelta, encaró a Nathaniel
—: Bueno, debo ser sincera y admitir que usted tenía razón. Respecto a mi padre.
Respecto a los planes que tenía para mí.
—Richard Todd —dijo Nathaniel.
—Sí, Richard Todd —Elizabeth aspiró nerviosa—. No sé por qué le estoy
diciendo todas estas cosas. Hace dos días no lo conocía en absoluto. —Él continuó en
silencio—. Sí, ya lo sé —se corrigió Elizabeth—. Usted ha sido sincero conmigo y yo
me doy cuenta de que la franqueza es tan difícil de encontrar aquí como en Inglaterra.
Nathaniel miró hacia la casa y de nuevo a Elizabeth que tenía la cara girada hacia
el bosque.
Comenzaron a caminar por el sendero, en la dirección por la que él había llegado.
Avanzaron por el bosque unos cuatrocientos metros y atravesaron un charco helado.
Se sentaron sobre unos montículos que había en un pequeño claro. La noche estaba
muy tranquila, todo el ruido del mundo parecía haber sido acallado por el manto de
nieve. Elizabeth oía su propia respiración y veía la nube de vapor que ésta producía
ante ella.
—Todd es un hombre agradable —dijo Nathaniel—. Su tío le dejó una
considerable cantidad de dinero y tierras. Ha comerciado con todos los hombres
blancos que han pasado por este lugar.
Perpleja, Elizabeth hizo lo que había estado tratando intencionadamente de evitar:
miró a Nathaniel directamente a los ojos y se dio cuenta de que era sincero. La razón
por la que estaba dando a conocer su relación con Richard Todd se le escapaba
todavía y se sentía molesta sólo de pensar que tendría que discutir el asunto con él.
—He venido a este país para vivir una vida que no me era permitida en Inglaterra

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—dijo escuetamente Elizabeth—. No tengo intención de casarme con Richard Todd.
—Levantó la barbilla y lanzó una risa temblorosa—. Hay muchas cosas que quisiera
preguntarle porque de algún modo me parece que usted es el único que me dirá la
verdad. —Se le borró la sonrisa de la cara—. Pero después de todo, quizá nada de eso
sea importante.
—¿Y por qué no?
Ella se levantó y se envolvió con la capa.
—Porque creo que voy a volver a Inglaterra.
Nathaniel levantó la mirada y la observó sentado en el montículos.
—¿Y por qué? —volvió a preguntar.
—Porque no permitiré que me empujen a un matrimonio que no deseo —dijo
Elizabeth. Mejor será que vuelva, por lo menos ya sé lo que se puede esperar de este
lugar.
—¿Usted no quiere un matrimonio impuesto o no quiere casarse de ningún
modo?
—No veo la diferencia —susurró Elizabeth. Y añadió—: El matrimonio
significaría que las otras cosas, las que para mí son importantes, ya no serían posibles
—dijo—. Las mujeres casadas no tienen poder sobre sus vidas.
Nathaniel pensaba señalarle que, a pesar de su dinero y de no estar casada, tenía
poco control sobre su vida, pero se contuvo. En cambio se levantó de repente.
—Volvamos —dijo—. Hace demasiado frío.
Esperó hasta que Elizabeth comenzó a recorrer el sendero y luego la siguió.
Caminaba erguida, con firmeza, dando pasos rápidos pero seguros y delicados, y
manteniendo la espalda recta. Había en ella mucho más para admirar de lo que él
admitía. Se preguntaba adonde irían a parar las cosas: podría ser que ella no tuviera
interés en Richard Todd, pero el color de su piel, su agitación y la manera en que le
hablaba y lo miraba le hacían suponer que no estaba destinada a una vida casta como
ella creía.
Antes de cruzar el río, Nathaniel se adelantó y esperó al otro lado. Observó a
Elizabeth subiendo con cuidado por los troncos resbaladizos que servían de
improvisado puente. Llegó al borde levantándose un poco más las faldas. Estaba casi
en el sendero cuando perdió el equilibrio y comenzó a resbalar. Nathaniel se adelantó
y la sujetó con suavidad, cogiéndola por encima de los codos. La ayudó a enderezarse
y a pasar la orilla. Una vez que estuvieron en tierra firme la soltó, pero se quedo
donde estaba, con la cabeza inclinada sobre la de ella. Estaban tan cerca que su pelo
acariciaba la capucha de ella.
Elizabeth se miró los pies. Se preguntaba, confundida, por qué le había molestado
tanto que él la hubiera soltado. Algo extraño le pasaba, algo que no había esperado,
algo tremendamente excitante. Se había creído inmune a aquellos sentimientos y de

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repente se daba cuenta de que estaba equivocada.
—Tengo que hacerle una pregunta.
—¿Sí, señor Bonner? —contestó sin alzar la cabeza.
—¿Podría hacerme el favor de llamarme por mi nombre? —dijo él con tanta
intensidad que hizo que a ella se le pusiera la piel de gallina.
Dudó pero al fin dijo:
—Nathaniel.
—Míreme y diga mi nombre.
Elizabeth levantó la mirada con lentitud.
Nathaniel notó en su rostro una tremenda confusión. Se dio cuenta de que nunca
había vivido una situación semejante con un hombre, no había imaginado que podría
pasarle algo así y estaba turbada y hasta asustada, pero no incómoda por estar allí con
él.
—¿Qué es lo que quería preguntarme?
—¿Cuántos años tienes?
Elizabeth parpadeó.
—Veintinueve.
—Nunca la han besado, ¿verdad?
La nube blanca del aliento de Nathaniel llegó hasta la cara de ella. Las manos
querían salir de la posición que ocupaban a los lados del cuerpo, pero él las retuvo.
Ellas estaba a punto de decirle que se ocupara de sus propios asuntos.
—¿Por qué me lo pregunta? —dijo Elizabeth levantando la mirada hacia él con
expresión critica pero serena—. ¿Usted pretende besarme?
Nathaniel estalló en una carcajada.
—Se me había pasado por la cabeza.
Ella frunció el entrecejo.
—¿Por qué quiere besarme?
—Bueno —dijo inclinando su cabeza—. Usted parece a punto de volver a
Inglaterra y los mohicanos dicen que de un viaje nunca se vuelve igual.
—Muy amable por su parte —dijo ella secamente—. Que conmovedor. Pero por
favor, no se moleste por mí.
Elizabeth quiso dar media vuelta y seguir, pero Nathaniel la cogió por la parte
superior del brazo.
—Espero que no se vaya —dijo—. Sin embargo, de cualquier manera, deseo
besarla.
—¿De verdad? —dijo ella con suavidad—. A lo mejor yo no deseo besarle.
Elizabeth tenía miedo de mirar a los ojos de Nathaniel porque no sabía lo que
haría para que no notara la duda y la curiosidad dibujadas en su cara. ¿Y que querría
decir eso de dejar que él supiera lo que ella estaba pensando, la confusión que sentía

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en todo su ser? Decirle a un hombre lo que estaba pensando era mucho más fuerte y
temible que cualquier beso.
—No quiero volverla loca —dijo suavemente Nathaniel.
—¿Y qué es lo que quiere exactamente? ¿Divertirse a costa mía pero no
demasiado, para que yo no me dé cuenta de que me toma por tonta?
—No —dijo él, y Elizabeth vio con alivio que se disipaban de su cara todos los
rastros de broma o burla—. Me gustaría saber si algún hombre puede reírse de usted
o tomarla por tonta. Le dije que la quería besar porque sentí el deseo de hacerlo. Pero
si no le gusta la idea…
Se apartó de él con la cara blanca y brillante.
—No he dicho eso. Usted no sabe lo que yo deseo.
Entonces se ruborizó, todas su frustraciones y enfados fueron a parar a las
mejillas en torrentes de color que las oscurecieron en contraste con la pálida luz de la
luna de invierno.
—De modo que… —dijo Nathaniel volviendo a sonreír— usted no quiere
besarme.
—Quiero que deje de hablar del asunto de una vez —dijo Elizabeth irritaba—.
Por si no se ha dado cuenta, le diré que me molesta. Tal vez no sepa mucho acerca de
Inglaterra, después de todo no sé por qué debería saber algo, pero déjeme decirle que
hay una razón por la cual he llegado a los veintinueve años sin que me besaran:
simplemente porque a las jóvenes bien criadas y de buena familia no se las anda
besando así como así. Aunque quisieran que las besaran, y en realidad en muchas
ocasiones las mujeres quieren que las besen, se supone que se opondrán. Para serle
completamente franca —aspiró profundamente en medio de una gran agitación—, no
puedo afirmar que haya habido alguien que demostrara interés por mí, al menos no el
suficiente para que el asunto permaneciera en su mente. —Levantó la cabeza y lo
miró con la boca cerrada y firme. La voz había bajado hasta convertirse en un
murmullo, pero seguía mirando nerviosa hacia la cañada, como si alguien pudiera oír
tan extraña e improbable conversación—. Perdóneme. Le había preguntado por qué
se le había ocurrido besarme.
—Es sorprendente —dijo Nathaniel— lo terriblemente estúpidos que pueden
llegar a ser los ingleses por alejarse de una cara hermosa, no me mire así. A lo mejor
a nadie se le ocurrió decírselo antes, pero usted es muy guapa porque tiene una mente
rápida y una lengua muy veloz que la acompaña. Bueno, otra vez la molesto.
—Es que… —comenzó a decir Elizabeth.
—Por Dios, Botas, deje de hablar de una vez —dijo Nathaniel bajando su boca
hasta la de ella, que se apartó enseguida.
—Creo que no —dijo—. Esta noche no.
Nathaniel se rió con fuerza.

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—¿Mañana por la noche? ¿Pasado mañana?
—Ah, no —dijo Elizabeth tratando de volverse—. No puedo, perdóneme, debo
volver.
—¿A Inglaterra? —preguntó él moviendo la mano hasta alcanzar la de ella con el
mitón puesto—. ¿O con su padre?
Nathaniel vio que Elizabeth se sorprendía. Levantó la cabeza para mirarlo con los
ojos echando chispas. Al principio él pensó que se había enfadado de nuevo, luego se
dio cuenta de que era más complicado: estaba furiosa, pero no con él. No por el beso.
El «casi beso», la idea del beso había despertado una sensación distinta en ella.
—No está bien que mi padre me pintara las cosas diferentes de como son, que me
trajera aquí bajo falsas promesas, que hiciera planes para mí de los que yo no quiero
formar parte.
—Usted no quiere a Richard Todd —dijo Nathaniel.
—No —Elizabeth respondió con fuerza, con los ojos directamente puestos en la
boca de él—. No quiero a Richard Todd, quiero mi escuela.
—Yo le haré la escuela.
—Quiero saber por qué usted está tan enfadado con mi padre, qué es lo que le
hizo.
—Se lo diré si lo quiere saber —dijo—. Pero en un lugar más agradable.
—No quiero casarme.
Él levantó una ceja.
—Entonces no me casaré con usted.
Mantuvo los ojos fijos en la cara de él, entre la boca y los ojos, de nuevo en la
boca, en la curva de los labios. Él se dio cuenta de que estaba pensando en besarle.
Supo que era un conflicto para ella, algo que no era fácil de reconciliar: por un lado
no quería casarse, y en su mundo, en aquel mundo, una cosa no podía darse sin la
otra. La lucha interior se manifestaba claramente en la cara de Elizabeth y, tal como
temía, la educación y las buenas costumbres ganaron: ella no tuvo coraje para pedir
los besos que deseaba. Esto le molestó un poco, pero también se sintió aliviado. No
sabía cuánto tiempo podría contener sus impulsos. Y ella no era una mujer a la que se
pudiera meter prisa.
—Quiero… quiero… —Ella hizo una pausa y bajó la mirada.
—¿Siempre obtiene todo lo que quiere? —preguntó Nathaniel.
—No —respondió ella—. Pero lo intento.
Elizabeth dejó que Nathaniel la llevara a casa. Tenía las manos y los pies helados,
las mejillas se le pusieron rojas de frío, pero se sentía extrañamente estimulada, tenía
la cabeza llena de posibilidades. Sintió que podría hacer frente a su padre en aquel
momento, y que debía y podía tomar su camino. No tenía intención de mencionarle a
Nathaniel, ni contar lo que había pasado entre ambos aunque sabía que no había

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terminado. Sabía que sólo había comenzado y que podría llevarla hasta situaciones
que ni era capaz de imaginar. Esto la asustaba un poco. Cuánto había recorrido en tan
pocos días, todo era muy excitante.
Elizabeth tuvo un pensamiento extraño: si su padre no le daba lo que ella quería,
Nathaniel la ayudaría a conseguirlo. Era un hombre diferente de todos los que había
conocido y se preguntaba si llegaría a ser parte de su vida y no un obstáculo. Lo miró
de reojo, entre la duda y la curiosidad, y sintió un escalofrío.

* * *

Cuando Elizabeth llegó al recibidor con Nathaniel muy cerca se desvaneció la


idea de mantener una reunión urgente y privada con su padre.
La mayoría de los invitados se había ido. Los pocos que permanecían estaban en
silencio, con la atención puesta en el juez, que estaba ante la chimenea con Ojo de
Halcón y dos personas que Elizabeth no había visto antes: un indio muy viejo y una
muchacha. El juez se dirigía al indio, que tenía la cabeza inclinada, de modo
deferente y atento. Elizabeth no era capaz de calcular su edad: tenía buen aspecto
pero era delgado y su espalda estaba encorvada. No parecía débil, como sucede con
mucha gente anciana; al contrario, al parecer la edad había secado sus carnes hasta
ponerlas tan duras y fuertes como el cuero más resistente.
Nathaniel inspiró profundamente, como si estuviera sorprendido, y luego pasó
junto a ella para reunirse con el grupo.
—Chingachgook —dijo haciendo una inclinación de cabeza ante el anciano—.
Muchomes.
El anciano murmuró algo como respuesta y le extendió las manos a Nathaniel. La
sonrisa le llenaba la cara de largas franjas y arrugas que borraban toda la severidad y
distancia de la expresión.
Ojo de Halcón le habló al anciano en el mismo lenguaje que había utilizado
Nathaniel y éste les respondía como si no hubiese nadie más en la habitación.
Elizabeth se dio cuenta de que Richard Todd se había situado cerca de ella y lo miró
para saber si él podía seguir la conversación.
—Mohicano —le dijo en tono casual—. Dice que Nathaniel es su nieto.
Elizabeth estaba confundida y un tanto sorprendida, pero no pediría más detalles.
En cambio volvió la atención hacia la muchacha, que se había acercado a Nathaniel.
Era muy llamativa, con el pelo del color de las castañas negras y los ojos no tan
oscuros como los del anciano. Pero la piel era del color reluciente de la miel añeja y
sus mandíbulas salientes y arqueadas no dejaban dudas de que se trataba de una india,
a pesar de su vestido de percal y del lazo a juego que aseguraba las largas trenzas que
le caían por la espalda.

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Se había acercado a Nathaniel y estaba tan próxima a él que casi podía tocarlo; en
respuesta, él mecía la cabeza de la niña con su mano grande. Hubo un repentino
silencio en la charla y la voz de la niña llegó claramente hasta Elizabeth, aunque no
entendiera el idioma en que hablaba.
Richard Todd hizo un ruido débil y Elizabeth se volvió hacia él.
—Mohawk —dijo—. Llama a Nathaniel rake'niha, «mi padre». El mohawk era la
lengua de su madre. La descendencia de los kahnyen’kehaka sigue la línea materna,
¿entiende?
—¿Kahnyen’kehaka? —la lengua de Elizabeth se retorcía al tratar de pronunciar
una palabra tan extraña.
—Kahnyen’kehaka es el nombre que se dan a sí mismos; significa «gente de
pedernal». Mohawk es un nombre extranjero para ellos; No les gusta, pero sirve.
—¿Qué significa?
La comisura de su boca se torció hacia abajo:
—Comedores de hombres.
Elizabeth miraba tratando al mismo tiempo de retener toda la información. Había
oído rumores acerca del canibalismo; en toda Inglaterra se hablaba de eso pero ella le
había dado poca importancia. Estaba mucho más interesada en saber qué papel tenían
las mujeres en la tribu, pero no se hablaba de esos asuntos. Por encima de todas las
cosas, Elizabeth no entendía cómo Nathaniel tenía un abuelo indio. No había duda de
que su hija era mohawk, o kahnyen’kehaka, se corrigió Elizabeth. La conclusión
lógica era que la esposa, que había muerto durante el parto, a la cual él todavía
lloraba si la versión de Katherine Witherspoon era cierta, debía de haber sido india.
Pero todo era muy raro. Nunca había conocido a nadie que se casara con una persona
de otra raza; en el mundo que ella conocía incluso el hecho de casarse con un francés
o con un irlandés se consideraba un desastre de inmensas proporciones. En Inglaterra,
un hombre de buena familia que se casara con alguien de otra raza sería repudiado
por los suyos durante el resto de su vida. La buena sociedad no reconocería a la
esposa ni a los hijos, los aislaría y los despreciaría.
—Sara, la esposa de Nathaniel, era mohawk. Su padre era el jefe del clan Lobo —
se apresuró a explicarle Richard Todd. Ella se preguntaba si oía un tono desagradable
en su voz o se lo estaba imaginando.
—¿Quién es el anciano? —preguntó Elizabeth.
—Chingachgook, Gran Serpiente —replicó el doctor Todd—. Algunos lo llaman
el Indio Juan. Es mohicano, es el bisabuelo de Hannah.
Elizabeth estaba cada vez más confundida.
—No lo entiendo.
El doctor Todd la contempló un momento de pies a cabeza.
—Chingachgook adoptó a Dan'l cuando de niño se quedó huérfano y lo crió como

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si fuera su hijo. De modo que es, por extensión, el abuelo adoptivo de Nathaniel.
Aunque los nativos no reconocen la validez de estos términos. Una vez que aceptan a
un niño en la familia piensan en él como algo propio.
—Elizabeth —dijo el juez estirando un brazo en dirección a ella para acercarse
más—. Me gustaría presentarte.
Por primera vez notó Elizabeth que su hermano no estaba en la habitación. Se
alegró de que Julián no estuviera presente, porque estaba completamente segura de
que el modo en que la había mirado Nathaniel mientras ella se aproximaba a su padre
no habría pasado inadvertido para él. Estaba muy agitada y confundida ante todas las
cosas que habían sucedido aquella noche; de pronto sintió una súbita vergüenza ante
Nathaniel, sintió temor, ¿cómo debería hablarle a la hija? ¿A su abuelo? Nunca en la
vida había hablado con un indio, estaba nerviosa y molesta consigo misma por
sentirse así. La imagen de la esposa muerta de Nathaniel volvía una y otra vez a su
mente hasta que tomó la resolución de no pensar más en eso. No deseaba otra cosa
que escaparse a su cuarto para reflexionar en soledad acerca de todos los extraños
sucesos y sentimientos que había experimentado, pero la posibilidad de hacerlo era en
aquel momento muy lejana.
Con una voz que reflejaba que estaba profundamente conmovido, su padre le
presentó a Chingachgook, al que definió como un jefe del pueblo mohicano, como un
amigo de toda la vida y como alguien a quien el juez debía no sólo gran parte de su
buena fortuna, sino también su buena salud y la vida. Elizabeth se sorprendió ante tal
presentación, y se mostró insegura acerca de cómo saludar a tan importante
personaje. Estaba en peligro de quedarse paralizada de temor e inseguridad, hasta que
miró al viejo jefe a los ojos. La inteligencia le iluminaba la cara, haciendo que ésta
brillara como un plato de cobre. Debía de ser muy viejo, pero tenía la mente aguda y
aunque la mirada era severa y crítica, también era amable. Lo saludó con una
pronunciada inclinación de cabeza y no dijo nada.
Cuando levantó la mirada lo primero que hizo fue mirar a Nathaniel y comprobó
que no había ofendido al anciano.
—Vamos —dijo el juez—. Hay comida y bebida y estará muy cansado. Juan
viene de muy lejos, ha viajado durante varias semanas en lo más crudo del invierno.
Nos honra al haberse dirigido directamente a nuestro hogar.
Elizabeth había decidido escabullirse hasta su cuarto y ya había comenzado a
murmurar pretextos; pero cuando miró a Nathaniel de nuevo vio que éste la
observaba con detenimiento. Con un movimiento apenas perceptible de la cabeza
entendió que deseaba que se quedara a conversar con los hombres, que por alguna
razón él consideraba que era importante que ella estuviese allí. De modo que aceptó
la sugerencia de su padre y dejó que la escoltaran hasta el comedor.

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Capítulo 6

Se sentaron alrededor de la mesa del comedor y dejaron lo que quedaba de la fiesta


en la otra habitación. Curiosity comprobó que los platos y copas de los invitados
estuviesen llenos y el juez trató de que no decayera la conversación. Elizabeth
pensaba que en aquel momento podría calmarse un poco, podría meditar sobre todo
lo que había sucedido y prepararse para lo que pudiera venir, pero inmediatamente se
sintió observada desde más de un frente. Julián había entrado en la habitación y había
ocupado su lugar ante la mesa. Estaba ruborizado y se movía nervioso. Trataba de
atraer la mirada de Elizabeth. La atención de Nathaniel era mucho más sutil pero ella
la sentía con toda claridad. Entonces Chingachgook se dirigió a ella.
—Usted me recuerda a la esposa de mi hijo —le dijo a Elizabeth. Su voz era muy
melodiosa y su inglés tenía una entonación que no le resultaba familiar a Elizabeth—.
Era como usted, Winganool, Iongochqueu, decimos en mi lengua.
—Una mujer con mucho ánimo —tradujo Nathaniel.
—Ah, sí. Así era ella, mi niña —murmuró Ojo de Halcón.
Elizabeth se sintió conmovida y gratificada, pero sobre todo se sintió tocada en lo
más profundo y casi le alegró la interrupción de Julián, porque eso la libraba de la
difícil tarea de responder.
—¿Qué lo trajo por estos lares? —preguntó Julián interrumpiendo el curso de la
conversación. Había encontrado la pipa y chupaba furiosamente.
—He venido para estar con mi hijo y su pueblo. —El anciano hablaba despacio,
pero se dirigía a Julián sin duda y sin el menor atisbo de disculpa.
—Chingachgook siempre es bienvenido en Paradise —dijo el juez.
—Cuando yo era niño estas tierras eran de los kahnyen’kehaka —dijo
Chingachgook con aire pensativo. Después hizo una pausa y miró directamente a
Elizabeth—. Kahnyen’kehaka, los mohawk, eran un pueblo valiente. No le temían a
ninguna tribu, nunca pasaban hambre. Pero la mayoría de los kahnyen’kehaka se han
ido. —Chingachgook señaló el noroeste—. Lucharon al lado de los británicos contra
el nuevo gobierno y ahora no hay lugar para ellos en su propia tierra. Sólo unos pocos
se quedaron en la tierra del Lobo, para nosotros son gente muy querida. Debemos
aprender a vivir más cerca unos de otros.
—¿Acaso planea fijar su residencia en Paradise? —preguntó Julián con voz
marcadamente engañosa.
Elizabeth fijó los ojos en su plato y deseó fervientemente poder hacer algo para
que su hermano desapareciera de aquella habitación.
El juez intervino en la charla; había un tono de advertencia en sus palabras que
fue inmediatamente captado por Elizabeth, aunque temía que Julián no se hubiera

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percatado.
—Desde hace años estoy en deuda con Chingachgook —dijo el juez—. Tanto él
como su gente son libres de permanecer en las propiedades de la familia todo el
tiempo que quieran. —Todos los hombres se pusieron tensos. El juez se levantó de su
asiento y se dirigió a su hijo—: Quiero hablar contigo en mi estudio.
Dando un suspiro, el joven siguió a su padre fuera de la habitación. Se quedaron
en silencio un rato, como si de pronto hubiera pasado una fuerte tormenta. Elizabeth
sospechó que la tensión que había crecido en la habitación volvería cuando su padre
estuviera allí de nuevo. Era evidente que había algún asunto pendiente entre aquellos
hombres.
Chingachgook se dirigió a Elizabeth:
—No siempre hemos dependido de la buena voluntad de los amigos. Hubo un
tiempo en que mi pueblo cazaba en el este. Había lugar para todos.
—Por desgracia ya no es así —dijo Richard Todd, que estaba sentado a la
izquierda de Elizabeth. Había seguido la conversación con especial atención en lo
referente a aquel asunto.
—Bueno, eso es cierto —dijo Ojo de Halcón con una súbita emoción que
aumentaba, se le notaba la rabia en la voz—. La ley tiene sus trucos —le explicó a
Chingachgook—. Los que nunca han tenido que coger un arma para alimentar a su
familia están prohibiendo cazar a los hombres de los bosques. Como si ellos pudieran
rastrearnos entre los árboles. Pregunta al juez, él te explicará cómo los hombres ricos
se sientan todos juntos e inventan leyes contra la comunidad.
—Seguramente, Dan'l —dijo el reverendo Witherspoon—. Pero estarás de
acuerdo en que necesitamos leyes para restringir la cantidad de madera que puede
cortarse en una estación y proteger las tierras productivas en los ríos…
—No confunda mi opinión. No puedo negar que la gente como Billy Kirby no
sabe cuándo debe detenerse y dejar a un lado el hacha. Talaría el bosque entero y
mataría a todos los animales que hay en él si pudiera. Pero un buen cazador nunca
dispara a una hembra con un cachorro cerca, y no necesita leyes escritas que se lo
digan. El sentido común es suficiente para los que no dejan que la avaricia sea su ley.
—El sentido común no puede ser legislado —dijo Elizabeth, y los hombres se
volvieron para oírla.
Richard Todd levantó una ceja sorprendido, pero los demás no demostraron la
menor sorpresa.
—Eso es verdad —dijo Chingachgook—. Y está bien dicho.
—Es verdad —dijo Richard dirigiéndose a Ojo de Halcón más que a Elizabeth—.
Pero Billy Kirby es un hecho. Y hay demasiados como él. De ahí que necesitemos
alguna autoridad para detener a los hombres que no saben cuáles son sus límites. Los
ciudadanos de Paradise apoyarán las leyes dictadas por el gobierno. Usted sabe que

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estarán contentos de hacerlo.
—Ah, sí, usted tiene razón. —Disgustado, Ojo de Halcón negó con la cabeza.
—Hay escasez de caza —dijo Nathaniel tratando de proseguir la conversación—.
Hemos salido toda la semana y hasta ayer no vimos ningún venado.
Elizabeth bajó la mirada cuando sintió una mano sobre la suya. Hannah, sentada a
su derecha, la estaba observando con una sonrisa. Elizabeth pensó en sacar el tema de
la escuela en aquel momento, justo cuando la puerta se abrió y entró su padre, sin
Julián.
—Pido disculpas en nombre de mi hijo —dijo sin preámbulos—. Tiene muchas
cosas que aprender.
Se sentó al lado de Chingachgook y lo cogió con fuerza por el antebrazo.
—Estoy muy contento de tenerle aquí. Ha pasado mucho tiempo. Tendrá que
explicarme lo que pasa en el valle de Genesee. —El juez suspiró y luego le dijo a
Elizabeth con una sonrisa—: Este hombre salvó mi vida tres veces, hija. Dos veces
durante la guerra y una tercera hace poco, cuando viajaba por territorio mohawk.
Cuando me dirigía a la subasta en que conseguí la segunda escritura, por esta misma
tierra, llevaba en la canoa todas mis monedas de oro y plata.
El juez era bueno contando historias y la mayor parte de su audiencia permanecía
atenta mientras hablaba de su último viaje, del encuentro con los ladrones en el
camino y de como Ojo de Halcón y Chingachgook intervinieron cuando creía que
todo estaba perdido. Mientras contaba esta historia, Elizabeth, que observaba a
Nathaniel de reojo, pudo constatar que estaba distraído y que su atención iba de ella a
su abuelo adoptivo.
—Entonces les prometí que ellos y sus familias tendrían derechos de propiedad
en cualquier tierra que yo poseyese. Y ahora, finalmente, Chingachgook viene a
tomar lo que le he ofrecido.
El juez había atacado con su florete y levantado el botón de la punta de la espada.
Nathaniel y Ojo de Halcón intercambiaron miradas.
—Mejor que aclaremos las cosas ahora, juez —dijo Ojo de Halcón—. Mi padre
no vino de Genesse por propia voluntad.
—Apenas puedo creer que pudiera viajar solo en la época más fría del invierno —
dijo el juez.
—También vino Atardecer con sus hijos —dijo Nathaniel.
—Nutria y Muchas Palomas —dijo Hannah hablando en voz alta por primera vez.
—Bueno, Hannah —dijo amablemente el juez—. Debe ser maravilloso tener a tus
tíos de visita.
Con una sonrisa dedicada a su nieta, Ojo de Halcón le contestó al juez:
—Eso no es todo —dijo despacio—. Tendrá que acostumbrarse a ellos durante
más tiempo, han venido para quedarse.

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El juez miró a Richard, pero antes de que éste pudiera responder, Chingachgook
levantó una mano como si se tratara de la rama madura de un roble. Tenía las
muñecas cubiertas de tatuajes descoloridos de formas geométricas.
—No hay paz en el territorio noroeste —dijo—. Tortuga Pequeña tiene asuntos
pendientes con las tropas de Washington y en cuanto a mí, soy demasiado viejo para
pelear. He venido a ver a mi amigo el juez por mí, por mi familia y por la familia de
mi hijo. Él nos dejará vivir a todos juntos en Lobo Escondido y nos tratará como a
buenos vecinos.
—Son bienvenidos durante todo el tiempo que quieran quedarse —dijo el juez,
pero encontró dificultades para mirar a Richard Todd.
Chingachgook parpadeó lentamente.
—Vine a pedir algo al juez que es mucho más que su hospitalidad. —Siguió un
breve silencio—. Le damos las gracias por su amistad y generosidad. Pero somos
gente acostumbrada a vivir por nuestros propios medios y el único modo en que
podemos hacerlo y llevar la vida que debemos llevar es poseyendo la tierra en que
vivimos.
Aunque Elizabeth había seguido atentamente la conversación, se le había
escapado mucho del sentido de ésta porque aquellos nombres eran nuevos para ella.
Pero en aquel momento sintió con toda claridad la tensión que surgía de Richard: la
tensión se extendió por todo el cuarto como una lengua de fuego y Elizabeth supo que
estaba ocurriendo algo muy importante. Su padre estaba acalorado y agitado y
Richard tenía las manos tensas sobre la mesa. Pero Ojo de Halcón, Chingachgook y
Nathaniel estaban tranquilos y distendidos como lo habían estado desde el comienzo.
—No es nuestra costumbre reclamar una tierra con trozos de papel. Nunca
entendimos estas costumbres de los europeos. Pero ahora parece que debemos aceptar
esta práctica si queremos tener alguna oportunidad de sobrevivir. —Chingachgook
hizo una pausa y miró alrededor—. El juez tiene más tierra de la que puede
aprovechar. Le pido como amigo nuestro, como hombre que siempre ha tratado bien a
los kahnyen’kehaka y a los mohicanos. Le pido, como podría pedirle a un hermano
que hubiera cazado y peleado conmigo durante treinta años, que nos venda la
montaña llamada Lobo Escondido en la cual mi hijo y la familia de mi hijo viven y
cazan. Para que podamos quedarnos y vivir por nuestros propios medios en esos
bosques, no como huéspedes, sino como vecinos.

* * *

A pesar de que estaba muy cansada, cuando encontró refugio en su cuarto después
de la fiesta no pudo conciliar el sueño hasta pasado un largo rato. Tenía que tener en
cuenta tantas cosas que sus pensamientos chocaban unos contra otros en una mezcla

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enloquecida de colores e imágenes. Los gruesos brazos de Anna Hauptmann y la luna
sobre el bosque; el roce de las manos de Nathaniel en su cara y el brillo de la piel
dorada de su hija a la luz de los candelabros; el olor del azúcar quemado y del ron
con especias; la visión de la cara de su padre cuando Chingachgook le hizo saber su
propuesta.
Elizabeth daba vueltas de un lado a otro con inquietud. No sabía qué la
preocupaba más: la respuesta fría e indiferente de su padre a lo que había sido una
petición claramente presentada y, por lo menos así le parecía a ella, muy lógica; la
mirada fría de Nathaniel a su padre ante la falta de respuesta; o la mirada que
Nathaniel le había dirigido a ella, como si dijera: «Esto es lo que tiene que saber
acerca de su padre».
Antes de dejar Inglaterra, Elizabeth no había pensado demasiado en los nativos;
como hacía mucho tiempo que permanecían tranquilos, la gente pensaba que habían
dejado de ser una amenaza, que se habían convertido al cristianismo y habían
adoptado una nueva forma de vida. Elizabeth se dio cuenta de que no sabía nada de
ellos, cómo o dónde vivían en aquel momento y antes de que el continente fuera
conquistado por los europeos. Tampoco conocía muy bien a su padre, pero podía ver
que sus sentimientos estaban divididos entre su deuda con los Bonner y su terrible
amor por la tierra que con tantas dificultades había adquirido, tierra a la que tenía en
tan alto aprecio que estaba dispuesto a entregar a su hija en matrimonio para
mantener las propiedades dentro de la familia.
Y estaba el asunto de la familia de Nathaniel, de la familia india de Nathaniel. Su
esposa, una mohawk. Recordaba la mirada astuta de Katherine Witherspoon. En aquel
momento se daba cuenta de que Katherine había querido hablarle de la esposa india
de Nathaniel, pero no pudo hacerlo sin que pareciera que estaba divulgando chismes.
Decirle que Nathaniel se había casado con una india era como decirle que estaba mal
visto que una mujer blanca de buena familia, como Elizabeth, tratara con él aunque
sólo fuera en una charla ocasional. Eso era lo que Katherine creía, pensó Elizabeth. Y
era lo que ella misma habría afirmado y reafirmado hacía tan sólo una semana.
Elizabeth sintió una profunda curiosidad, no tanto por Nathaniel y su familia
como por la forma en que habían llegado a aquel lugar. Él era distinto de todas las
personas que había conocido antes, su vida traspasaba los límites de su imaginación y
sus problemas escapaban a su comprensión. Sabía que no podría pedirle
explicaciones a su padre, y que lo que necesitara o deseara saber sobre aquel lugar,
sobre su gente y sobre su propio futuro, debería aprenderlo de Nathaniel. Debía
entender que aquel hombre, extraño como lo encontraba, era, sin embargo, su único
aliado. Ambos podrían ayudarse mutuamente: ella haría lo que pudiera para que su
causa prosperara ante su padre y él la ayudaría a conocer aquel nuevo mundo.
Dio varias vueltas en su cama nueva y desconocida mientras pensaba en besar a

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Nathaniel.

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Capítulo 7

—Hay cosas que no cambian —dijo Julián la tarde de Navidad, tumbado en el sofá
—. Éste podrá ser el Nuevo Mundo, pero las tardes de los días de fiesta son tan
aburridas aquí como en el Viejo.
Curiosity y sus hijas habían servido al mediodía una comida que había constituido
una prueba de fuego para todos, y en aquel momento la familia Middleton y sus
invitados estaban reunidos alrededor de la chimenea. Elizabeth había comenzado a
leer y se sintió aliviada al ver que Richard Todd se disponía a hacer lo mismo,
esperaba no verse forzada a entablar una nueva conversación con él. El señor
Witherspoon y el juez estaban a punto de quedarse dormidos; en cambio, Julián y
Katherine Witherspoon estaban claramente ansiosos por hacer algo. Elizabeth levantó
la mirada del libro y miró a su hermano.
—No me digas que vaya a pasear, hermana —dijo Julián anticipándose a la
posible recomendación de Elizabeth—. La idea que tengo de entretenimiento no pasa
por arrastrarme sobre medio metro de nieve con tres filetes de venado en mi interior.
—Tal vez podamos bajar a ver el tiro al pavo —sugirió Richard Todd.
Dejó a un lado el libro y se dirigió hacia el fuego, donde se quedó con las manos a
la espalda y meciéndose sobre sus talones.
—¡Ah, sí, el tiro al pavo! —gritó Katherine. Le sonrió a Julián como si la idea
hubiera sido de éste—. Es una tradición de Navidad, tenemos que ir.
—¿De verdad es un día hábil como cualquier otro? —preguntó Elizabeth.
El juez se aprestó a intervenir en la conversación reprimiendo un bostezo.
—Sí, desde luego. Tenemos unos cuantos holandeses y alemanes aquí. Ellos
tienen sus propias tradiciones navideñas.
El reverendo Witherspoon se aclaró la garganta en actitud reprobatoria y el juez
se encogió de hombros como si se disculpara por los hábitos algo extravagantes de
aquellos pueblerinos.
—El tiro al pavo es un acontecimiento popular. Le gusta mucho a la gente —
concluyó.
—Debes guardar tres docenas de pavos en tus jaulas, padre —dijo Julián—. ¿Por
qué has de pagar por el privilegio de disparar al pavo de otro?
—Yo no lo haría —afirmo el juez recostándose en la silla—. Pero es un buen
deporte. Id vosotros que sois jóvenes y ved cómo se divierte la gente en Paradise.
Kitty y Richard os enseñarán el camino.

* * *

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Julián, Richard Todd, Katherine y Elizabeth salieron pocos minutos después.
—Vienen hombres de todas partes a tirar —explicó Katherine—. Billy Kirby lo
organiza.
—Obteniendo un buen beneficio —apostilló Richard Todd.
Katherine dejó pasar este comentario. Sin embargo, Elizabeth se sintió de nuevo
sorprendida al ver que la indiferencia de Katherine era tan estudiada, tan cuidada que
daba a entender exactamente lo contrario.
Caminaron deprisa para quitarse el frío con el ejercicio, pero Katherine siguió
conversando.
—Me pregunto —le dijo a Julián— si has traído tu revólver. ¿No te gustaría
participar en la competición?
—Prefiero dejar los tiros para los lugareños —replicó secamente Julián.
Elizabeth lo observó con detenimiento, pero se dio cuenta de que no había
segundas intenciones en sus palabras.
—¿Te gusta la caza? —preguntó Katherine.
—En absoluto —contestó Julián con una sonrisa—. El juego que me interesa es
mucho más civilizado.
Richard sonreía con desdén ante la conversación de ambos. Elizabeth percibió el
desprecio con absoluta claridad. Se preguntaba si Richard estaría disgustado por las
palabras de su hermano o por la coquetería de Katherine. En cualquier caso, le resultó
difícil seguir oyendo aquella conversación, por lo que apresuró el paso con la
esperanza de dejar a los otros atrás. Pronto había aventajado a Julián y a Katherine,
pero para su sorpresa se dio cuenta de que Richard Todd no quería quedarse
rezagado.
—Parece que a la gente joven que valora tanto las diversiones y las fiestas le
resulta difícil vivir lejos de la ciudad —observó Richard con una sonrisa.
Elizabeth levantó la mirada asombrada. Richard Todd estaba tratando de disculpar
a Katherine ante ella, Elizabeth no podía imaginar por qué motivo. A menos, por
supuesto, que Todd abrigara hacia la hija del predicador algún sentimiento de afecto y
se sintiera dolido por su conducta. Elizabeth pensó en ello un instante.
—Supongo que es así —dijo—. Es un pueblo muy pequeño y seguramente no
debe de haber muchas distracciones. Sin embargo no es un inconveniente para mí. En
mi tierra nunca me interesé por los bailes, me quedaba en la biblioteca de mi tío. Pero
mis primas no sabían qué hacer en aquel lugar.
Richard asintió con la cabeza.
—Las jóvenes tienen a menudo muchas expectativas que no pueden encontrar en
el pequeño círculo de amistades que tenemos.
—Bueno —dijo Elizabeth sintiéndose algo menos tensa con Richard—. Las
mujeres jóvenes tienen el hábito de volverse señoras mayores, y entonces cambian los

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bailes por el whist.
—Sin embargo, algunas jóvenes parecen disfrutar del baile mucho más que otras
—dijo Richard—. ¿Le gustó la fiesta de ayer?
—Sí, fue muy agradable —replicó Elizabeth. Se preguntaba si se atrevería a sacar
el tema que le interesaba y pensó que sería capaz de hacerlo—. ¿Qué piensa usted de
la propuesta que le hizo Chingachgook a mi padre?
De repente desapareció la cordialidad que había ido creciendo entre ellos y
Elizabeth pensó que el doctor Todd se negaría a contestarle. En cambio se aclaró la
garganta.
—Creo que no llegará a nada.
—¿Usted teme que no llegue a nada —preguntó Elizabeth— o espera que no
llegue a nada?
—No es tan fácil ceder a las peticiones del anciano —dijo Richard buscando con
dificultad las palabras apropiadas—. Los tiempos de paz son preciosos en esta parte
del mundo y sería una tontería dejar que cambien.
—¿Y por qué una transacción comercial tal como la que se sugirió la otra noche
significaría el fin de la paz? —preguntó Elizabeth—. Parecía la solución a un
problema.
—Nadie quiere vender su tierra a los nativos —dijo Richard Todd—. Y las
razones para no hacerlo son al mismo tiempo tan complicadas y tan simples que no
puedo explicarlas.
—Pero las tierras eran suyas, ¿no? ¿Por qué no podrían volver a tenerlas?
—¿Con qué? ¿Con qué podrían comprarlas? ¿Es que usted piensa realmente
que…? —Richard Todd se detuvo e hizo un notorio esfuerzo por calmarse—.
Señorita Elizabeth, ¿usted cree que tienen suficiente dinero para comprar tierras del
valor de las de su padre?
Elizabeth lo pensó un momento mientras miraba el bosque cubierto por un manto
de nieve.
—Bueno, por lo menos deben de tener parte de lo que se les pagó en la primera
transacción. ¿Cuánto se les pagó?
El doctor Todd se detuvo, le temblaba la boca. Levantó una ceja, parecía un
maestro de escuela sospechando que la pregunta hecha por el alumno tenía el objetivo
de ponerlo en un compromiso.
—¿Usted ignora la historia de este valle?
Llegaron a un alto y vieron el pueblo que se extendía por debajo; el lago cubierto
de hielo producía reflejos azules y plateados a la luz del sol. Las montañas se
elevaban hacia el cielo cubiertas de coniferas y árboles madereros.
—Bueno, sé que antes era de los indios —dijo Elizabeth—. Y que ahora lo
tenemos nosotros. Supongo que todo se habrá hecho según la ley, mediante una

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compensación apropiada. Pero tal vez… —dijo con aire pensativo—, tal vez hago
demasiadas suposiciones.
—Supone que ellos piensan y sienten como usted —dijo Richard con nuevos
bríos en la voz.
—Yo supongo que ellos piensan y sienten como cualquier ser humano lo hace, del
mismo modo que vive y come.
Él dejó escapar un gruñido y Elizabeth se dio cuenta, por todo el cuidadoso
razonamiento, de que la posición de Richard respecto del asunto estaba basada en el
simple rechazo que sentía hacia los nativos. Aunque estaba segura de que si se lo
decía abiertamente lo negaría.
La conversación había conseguido que fueran más despacio y Julián y Katherine
los alcanzaron cuando llegaban a la última curva y se encontraban ante el concurso
anual de tiro al pavo.
Unos treinta hombres y muchas mujeres y niños se habían reunido aquella tarde.
Había caballos y perros, y se oían risas y conversaciones. Las mujeres alimentaban un
gran fuego, la mayoría de ellas iban envueltas en chales y tenían las narices rojas y
los ojos llorosos a causa del frío.
Anna Hauptmann, además de prestar atención al fuego participaba de varias
conversaciones al mismo tiempo y saludaba dando grandes voces, siempre ansiosa
por comenzar otra conversación. Sus hijos chocaron con Elizabeth mientras
perseguían una muñeca deformada. Molly y Becca Kaes llamaron a Katherine y la
niña más pequeña salió en aquella dirección y chocó con Julián. Elizabeth continuó
hacia el lugar de tiro con Richard Todd deteniéndose a saludar a los aldeanos que
encontraban a su paso.
Los hombres iban vestidos con pieles de animales y tejidos caseros en tonos ocres
y castaños. Llevaban la cabeza cubierta con gran variedad de gorros y sombreros,
algunos muy viejos, en los que muchos llevaban una cola de algún tipo de animal que
Elizabeth no podía identificar. Tanto los jóvenes como los viejos llevaban en el pecho
tiras de cuero cruzadas que servían de soporte a cuernos de pólvora y pequeñas bolsas
de cuero llenas de munición. Varios de ellos se volvieron al ver a Richard Todd
caminando con Elizabeth y saludaron alegremente en voz alta. Al pie del tronco de
árbol que servía como base de tiro, Elizabeth vio a Dan'l y a Nathaniel Bonner.
Nathaniel llevaba el pelo recogido con una tira de piel y le caía hasta la espalda
formando una gruesa cola. Tenía la cabeza descubierta y las orejas se le habían puesto
rojas. Elizabeth se dio cuenta de que le estaba observando demasiado y se dio la
vuelta.
«Es un pueblo pequeño —se dijo Elizabeth con firmeza—. Tendrás que aprender
a tratar a los demás como una adulta. No puedes ni debes comportarte como una
tímida colegiala». La risa de Katherine se elevaba por encima de las conversaciones y

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Elizabeth se fijó en ella, queriendo que su corazón retomara el ritmo normal. «Deja la
coquetería para Katherine —se dijo—. Nathaniel Bonner te hablará o no».
Los tiradores se sentían cada vez más impacientes, hasta que un hombre se abrió
paso entre la multitud hasta llegar al árbol de tiro.
—Billy Kirby —dijo Richard Todd confirmando las sospechas de Elizabeth.
Ella lo observó con cierto interés. Tenía la complexión de un barril, pecho grande,
hombros redondos y grueso cuello. Por debajo de un sombrero de tres picos
asomaban acá y allá mechones de pelo rubio que se mezclaban con una barba de por
lo menos tres días. Entre los pelos podían verse heridas y partes de la piel enrojecida
de frío. Los delgados labios empalidecían ante el color de los dientes manchados de
tabaco. Elizabeth se sorprendió al darse cuenta de lo joven que era, dieciocho años,
más o menos.
Billy puso un pie en el nido vacío de un búho y llamó a la multitud.
Aproximadamente a unos cien metros había otro tronco detrás del cual un pavo muy
grande estaba atado con una cadena corta; escarbaba en la nieve y ocasionalmente
levantaba su cuello en forma de huso por encima del borde para observar a la
multitud con la mirada desconfiada de sus ojos negros y brillantes.
—Constituye un blanco difícil un pájaro escurridizo detrás de un tronco —explicó
Richard Todd—. Billy obtendrá buenos beneficios.
Elizabeth contestó sin quitar los ojos de la escena:
—Veo que los Bonner están aquí. Espero que Ojo de Halcón tenga ese
sobrenombre por alguna razón.
El médico asintió con la cabeza.
—Así es. A su edad aún es muy bueno con el rifle largo. Pero no estoy seguro de
que le sobren los chelines necesarios para la inscripción.
Elizabeth miró a Richard, su cara grande y redonda permanecía completamente
seria. ¿Cómo era posible que Ojo de Halcón y Nathaniel no tuvieran un chelín para
concursar? Pero antes de que pudiera pensar en la forma en que podría responder a
esta pregunta, Billy Kirby comenzó a dar voces.
—Venga, venga, el mejor pavo que veréis en todo el invierno. A buen precio. Un
chelín un tiro, un chelín un tiro. Sólo una octava parte de un peso español; os costaría
diez veces más y alimentará a la familia durante una semana, dos semanas si tu mujer
es lo bastante cuidadosa. ¿Quién tira primero? —Clavó los ojos en la multitud y
sonrió—. ¡Ojo de Halcón! ¡Sí, el hombre indicado, un tirador como no hay otro! —
Antes de que Ojo de Halcón pudiera replicar, Billy Kirby volvía a la carga con él—.
Pero puede que no, tú ya no eres el más joven…
Hubo una risa generalizada entre el público y Ojo de Halcón los miró con el pelo
blanco flotando al viento.
—No lo dudéis —gritó—. El muchacho dice la verdad. Una vez apunté al botón

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de cuerno de su viejo tricornio y lo hice saltar, pero el tiempo pasa para todos.
Aunque, para ser sinceros, me siento tentado…
—Claro que es para estar tentado, es un buen pavo —interrumpió Billy.
—Por ese botón —concluyó Ojo de Halcón.
Billy Kirby se puso colorado ante las risas de la multitud y sus ojos azules y
llorosos se posaron en Nathaniel.
—Bueno, ¿y qué pasa con su hijo? ¿Qué te parece, Nathaniel? Tienes el ojo
agudo de tu padre, ¿no reconoces una cosa buena cuando la ves? Pero a lo mejor no
quieres compartir el premio —terminó diciendo Billy con una risa sarcástica.
—Tiene una herida de bala en el hombro —dijo alguien.
—Bueno, ésa es una mala noticia para un apostador como yo —dijo Billy—. Los
dos mejores tiradores del área no quieren aceptar el reto. Si ellos no prueban, ¿quién
va a probar? ¿De verdad que dejarás que un poco de plomo en tu hombro te impida
quedarte con este pavo? —dijo Billy haciendo un guiño a la gente.
—Yo probare —exclamó Richard Todd pasando junto a Elizabeth.
La multitud se volvió hacia él y Elizabeth buscó la mirada de Nathaniel. Éste la
saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa desdeñosa; después dirigió la
mirada a Richard, que estaba buscando en el interior de su abrigo el chelín que debía
pagar. Por fin sacó un puñado de monedas y con un ademán ampuloso levantó una
que destelló a la luz del sol.
La multitud se adelantaba y Elizabeth sintió que la empujaban hasta dejarla más
cerca del lugar de tiro.
Richard controló la carga y la distancia y se concentró en el blanco mientras la
gente le daba todo tipo de consejos. Elizabeth se volvió hacía el hombre que estaba a
su lado, al que recordaba por el embarazoso encuentro que había tenido en la tienda.
—Señor LeBlanc —dijo ella—. ¿Probará usted también?
—Claro, Charlie probará, él contribuye con un chelín todas la navidades, ¿verdad,
Charlie? —dijo Ojo de Halcón con voz amable.
Elizabeth se sorprendió al darse cuenta de que los Bonner estaban tan cerca, pero
se las arregló para saludarlos sin despertar mayor atención sobre su persona. Se
preguntaba si debía esperar que Nathaniel le hablara, y qué le diría en tal caso.
Luego, irritada consigo misma, se volvió para observar a Richard Todd que aguzaba
la mirada.
—Bueno, a lo mejor este año tengo suerte —dijo Charlie—. Como Nathaniel
tiene un hombro herido… Aunque sería extraño que acertara a un blanco lleno de
plumas y en movimiento.
—Vamos —comentó Ojo de Halcón riendo—, después de todo cien metros es
poca distancia para un rifle largo. Hasta podemos darte una recompensa por tu chelín.
Ese pavo será bien recibido por toda la gente que tenemos que alimentar estos días.

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—¿Es cierto que Chingachgook ha venido a quedarse?
Nathaniel que tenía la atención puesta en Richard levantó la mirada en aquel
momento.
—Es cierto —respondió en lugar de su padre—. Y Atardecer y Muchas Palomas.
La multitud se aproximaba todavía más, haciendo que Elizabeth quedara más
cerca de Nathaniel, casi a punto de tocarle. Se preguntaba si la gente la estaría
observando y, si así era, qué verían en su cara.
—¡Levanta la cabeza! ¡Señor pavo, presta atención! —gritó Billy Kirby mientras
Richard afinaba la puntería. Y entonces dejó escapar un grito fuerte en el momento en
que la pólvora estallaba en la cazoleta, tal vez para desconcentrar al tirador o para
hacer saltar al pavo.
Una nube de polvo se levantó del lugar de tiro. Se hizo un repentino silencio que
rompió otro grito cuando el pavo levantó la cabeza por encima del tronco y miró.
—¡Qué pájaro! —gritó Billy—. ¡Qué pájaro! Lo siento. Es demasiado ágil para
usted. Salvo que quiera probar de nuevo.
Pero Richard Todd había abierto las puertas y en aquel momento otros hombres se
acercaban para hacer su disparo, poniendo la moneda correspondiente en las ávidas
manos de Billy y haciendo las delicias del recaudador.
Elizabeth estaba rodeada por Ojo de Halcón, Nathaniel, Richard Todd y Charlie
LeBlanc, que parecía decidido a mantenerla entretenida mientras durara el
espectáculo.
—No podría acertar a la Media Luna aunque se cayera del bote —decía Ojo de
Halcón del delgado y pelirrojo Cameron, que era tan alto como su mosquete. Se frotó
la cara blanca con una mano larga y flaca y sonrió—. Ahora el viejo Jack Mac Gregor
—dijo cuando un hombre casi tan viejo como él llegó hasta el lugar de tiro—. Jack
había sido bueno con el rifle, pero se le ha pasado el cuarto de hora.
Nathaniel dijo riendo:
—Bueno, después de todo tendrá unos dos años menos que tú.
—Pero sus ojos ya son viejos —dijo Ojo de Halcón con tranquilidad—. Mis ojos
están muy bien, mejor que los de muchos.
—Tal vez quiera decirme por qué motivo lo llaman Ojo de Halcón —sugirió
Elizabeth—. Sin duda debe de ser una historia interesante.
—Una historia muy fuerte para una mujer joven y de buena familia —señaló Ojo
de Halcón—. Sin embargo, se la contaré de todos modos, si un día de éstos me
encuentra ante el fuego y me lo pide con amabilidad. Ya sé lo que haremos —
continuó con una sonrisa amplia—. Si consigo llevar ese pájaro a casa para asarlo,
usted vendrá, comerá con nosotros y oirá mis historias. Tendré un público nuevo. La
gente de este lugar ya hace tiempo que no aprecia mis recuerdos.
Elizabeth sonrió.

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—Sí, estoy de acuerdo con su plan —dijo—. Pero no podrá conseguir el pavo si
no prueba.
—Bueno, mi muchacho y yo todavía no hemos tomado una decisión acerca de
cómo deberíamos gastar este chelín que poseemos a medias —dijo—. ¡Nathaniel!
¿Cómo va ese hombro?
Elizabeth se preguntaba cómo podría ofrecerles un chelín para que ambos
pudieran disparar al pavo, pero no se le ocurría nada que no fuera inadecuado, de
modo que se quedó quieta oyendo la multitud.
La nube de pólvora había crecido en proporciones considerables y el número de
tiradores, decrecido. Billy hizo todo lo que pudo para que las cosas salieran bien.
—Ahora sé que algunos de vosotros queréis obtener este pavo —gritó—. Un paso
al frente y probad. Vamos Nathaniel, ¿todavía vas a insistir en que te duele el
hombro?
Hubo un momento de silencio antes de que Nathaniel hiciera una inclinación de
cabeza.
—Dispararé —dijo con voz tranquila y se adelantó para pagar a Billy.
—Cuatro cuartos, cuatro cuartos, está bien, es todo. —Billy asentía pero la voz ya
no era tan optimista y estaba claro que pensaba que la vida del pavo estaba llegando a
su fin.
Elizabeth se preguntaba por qué estaba tan nerviosa, sólo era un pavo después de
todo: lo podía ver claramente, su cuello largo como un huso y la cabeza en
movimiento, la cresta roja y brillante en contraste con el fondo blanco de nieve. «No
es un tiro muy difícil —pensó—; no para un hombre hábil y de manos firmes». La
multitud daba consejos a Nathaniel mientras éste se afirmaba en el lugar de tiro y
revisaba una vez más su rifle cuyo usado cañón todavía brillaba bajo la luz del sol.
—¡Vamos, Nathaniel, dependemos de ti!
«Sí —pensó Elizabeth—, parece que todos dependen de ti».
Se hizo el silencio mientras Nathaniel apuntaba. Se parecía mucho a su padre,
apreció Elizabeth. Tenía la espalda igual de larga y levantaba del mismo modo la
cabeza, una vena azul le latía ligeramente en las sienes donde escaseaba el pelo
oscuro. La línea de su brazo, la unión del rifle y el hombro, la misma nube de pólvora
hicieron que todo se quedara durante un momento inmóvil. Elizabeth contuvo el
aliento.
—No pienses en el hombro —dijo Ojo de Halcón con ímpetu—. Estás hecho de
buena madera, para preocuparte por un desgarrón en un músculo.
—¡Piensa en cambio en la señorita Elizabeth sentada delante de ti en la mesa! —
gritó Charlie LeBlanc, justo cuando la pólvora estallaba en la cazoleta.
—Bueno —dijo Ojo de Halcón después de una larga pausa—. Apuntó demasiado
a la izquierda. Le pasó por debajo del pico al maldito pavo. —Siguió hablando, esta

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vez dirigiéndose a Nathaniel—: La herida del hombro, te lo dije.
Y se alejó del nevado lugar hacia donde estaba el pavo, con Billy Kirby y un
grupo de hombres.
Nathaniel comenzó a recargar su rifle inmediatamente. Entonces se quedaron
solos. Elizabeth lo observó mientras quitaba el tapón de su cuerno y vertía una
medida de pólvora en la cazoleta del rifle. De un saco que colgaba de su cinturón
sacó una tira de algodón engrasado, Elizabeth notó con sorpresa que era de colores
brillantes, del tipo de tela que las mujeres usan para sus faldas, y la envolvió
alrededor de una bala de plomo que salió de su cartuchera. Luego sacó una varilla,
limpió el cañón del rifle con un certero empuje y vertió más pólvora en la cazoleta.
Todo esto lo hizo en menos de un minuto, con movimientos rápidos y precisos,
aunque Nathaniel parecía estar más atento a Elizabeth que a su trabajo.
—Lo lamento —dijo Elizabeth queriendo decir que había perdido el chelín. En el
mismo instante deseó haber permanecido en silencio.
Nathaniel sonrió.
—Bueno —dijo—, supongo que tendré que olvidarme de su compañía en la
mesa. Al menos durante un tiempo.
Elizabeth miró a lo lejos a los hombres que discutían acerca de la posesión del
pavo.
—No me habría imaginado que se daría por vencido con tanta facilidad.
Él levantó una ceja, divertido.
—Hay otros animales en el bosque —señaló—. Y en cuanto a invitarla a mi mesa,
me imagino que no me resultará tan difícil.
—Hablar es fácil —dijo Elizabeth lentamente, haciendo que Nathaniel comenzara
a reír sonoramente.
Mientras tanto, en el sitio donde estaba el pavo, el doctor Todd había sido
llamado a diagnosticar. El pájaro estaba medio muerto, pero todavía seguía lo
bastante entero para que continuara la competición.
—Tal vez todavía pueda probar ese pavo —le estaba diciendo Nathaniel a
Elizabeth, y ella levantó la mirada de repente para ver que su hermano estaba a punto
de probar suerte.
Había estado tan concentrada en Nathaniel que ni siquiera había pensado que
estaba en medio de un evento deportivo y que la promesa de Julián de mantenerse al
margen de participar en tales actos estaba siendo puesta a prueba por primera vez
desde que habían salido de Inglaterra.
—Julián —le llamó. Luego en voz más alta—: ¡Julián!
Su hermano se giró levantando una ceja.
—No puedes disparar —dijo Elizabeth.
Julián no hizo caso a su hermana, y Katherine llegó colorada de frío y excitación.

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—Richard ha alquilado el rifle. Su hermano lo hace en mi honor —dijo con
orgullo—. Su padre estará muy contento con el pavo y yo creo que bien vale la pena
un chelín.
—Julián —dijo Elizabeth lentamente a espaldas de su hermano—. Lo prometiste.
En vez de observar a su hermano mientras apuntaba, Elizabeth se dio media
vuelta para irse. Acababa de liberarse de la multitud que rodeaba el lugar de tiro
cuando el primer disparo de Julián dio en el suelo. Cogiéndose la falda con ambas
manos se volvió y vio que su hermano le lanzaba otra moneda a Billy Kirby.
—Otra vez —dijo mientras cambiaba el rifle por otro recién cargado y limpio—.
Pronto se cansará ese monstruo sanguinario.
—¡Así se habla! —exclamó complacido Billy Kirby.
Con algo de terror, Elizabeth se dio la vuelta y se encontró con la mirada de Ojo
de Halcón. Nerviosa, le hizo ir a su lado. Nathaniel y Ojo de Halcón se apartaron del
lugar de tiro y se acercaron a la hoguera cerca de la cual estaba Elizabeth.
—Por favor —dijo Elizabeth—. ¿No querría alguno de ustedes intentar otro tiro?
—Elizabeth, es sólo un deporte —dijo Nathaniel con voz amable—. Deje que su
hermano se divierta.
Julián había fallado otra vez, y se dirigía a la multitud:
—El próximo disparo dará en el blanco, lo sé, lo presiento. ¿Alguien está
dispuesto a prestarme un rifle?
Ojo de Halcón y Nathaniel intercambiaron miradas.
—Aquí tengo un chelín para el caballero que se ha ofrecido a tirar en mi nombre
—dijo con la voz tan tranquila como pudo.
Mientras Ojo de Halcón le clavaba la mirada, Elizabeth sintió que el pánico le
daba vueltas como un puño en el estómago.
—Bien, ése soy yo —dijo Ojo de Halcón.
Se adelantó hacia el lugar de tiro, donde Julián estaba negociando el préstamo.
—Eso es lo que pasa, Billy Kirby, por dejar que un hombre se divierta solo. Aquí
tengo un chelín y reclamo un disparo. Tengo una señora que me honra.
La multitud se estrechó en torno a Ojo de Halcón, que ocupó el lugar de tiro y
comenzó a revisar el arma. Elizabeth sintió la mirada escrutadora de Nathaniel en su
rostro.
—¿Podrá disparar?
—Parece que no quiere que su hermano y el pavo tengan relaciones familiares —
replicó secamente.
—Estoy decidida a mantener a mi hermano sin deudas —dijo en voz baja—. Pero
si comienza de nuevo a apostar, no sé qué podré hacer.
Julián estaba al lado de Ojo de Halcón, con los ojos entrecerrados y la frente
fruncida mientras el viejo apuntaba. Las mejillas se le coloreaban de forma

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intermitente; pese a tener los ojos apenas abiertos, se notaba que un fulgor de rabia
salía de ellos.
—¿A su hermano le resulta difícil alejarse de las mesas de juego?
—Digamos que sí —contestó Elizabeth—. Hemos tenido que pagar una fianza
para sacarlo de la prisión por deudor y embarcarlo rápidamente hacia Nueva York.
En el rostro ceñudo de Nathaniel se dibujaba una grieta entre los ojos. Elizabeth
sintió la necesidad de pasar el dedo por aquella grieta que empezaba en las cejas y se
perdía más abajo. La necesidad de tocarlo era sorprendentemente fuerte, de modo que
tuvo que frotar su falda con los dedos una vez más y volver a mirarlo de forma tan
casual como le fue posible.
—Pero seguro que el juez tiene dinero para pagar las deudas de su hermano —
dijo él lentamente.
Elizabeth hizo un esfuerzo para mirar a Nathaniel cara a cara.
—Lamento decepcionarlo —dijo—. Pero mi padre no tiene liquidez. Por eso tiene
tanta prisa en casarme. No hay mejor garantía que una hija con una propiedad.
Sabía que sus palabras sonaban llenas de resentimiento y que estaba hablando
más de la cuenta, arriesgándose. Sabía también que él tomaría buena nota de lo que
decía. Quería que así fuera.
Ojo de Halcón disparó: la multitud se quedó en silencio durante una fracción de
segundo y luego comenzó a dar gritos de triunfo.

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Capítulo 8

Las semanas siguientes a Navidad, Elizabeth comenzó a soñar con Nathaniel, y acabó
sintiendo ansiedad cuando se iba a dormir y desencanto cuando se despertaba por la
mañana. Mientras el sol se elevaba y sus rayos tocaban el hielo de las ventanas
descomponiéndose en pequeños arco iris ella permanecía acostada, semiconsciente en
el nido tibio de sus mantas recordando lo que había soñado, sonrojándose y
conteniendo el aliento, confundida y extrañamente molesta. Podía engañarse durante
el día diciéndose que Nathaniel no había tratado de besarla o que su interés no le
importaba; sin embargo, por la noche sus sueños la llevaban a aquel casi beso y
hacían surgir de él una multitud de besos soñados, de calor e intensidad crecientes.
De modo que Elizabeth comenzaba sus días con una especie de conferencia. Solía
peinarse ante el espejo y reñirse a sí misma por ser una criatura tonta y débil. Todas
las mañanas tomaba la decisión de comenzar de nuevo, actuando en nombre de la
razón y del buen sentido. Pero incluso así se daba cuenta de que se estaba
contemplando la curva del labio inferior. Aquella falta de dominio de sí misma pronto
afectó su natural buen humor y comenzó a bajar a desayunar con mala cara.
Llegó el primer día del año y ella seguía sin tener un lugar donde instalar su
escuela. Su padre contenía el deseo de recordarle que no había cumplido la resolución
que había tomado tan firmemente en su primera cena en Paradise. Julián no había
sido tan amable de evitarle disgustos, y ella no debería haberle reprochado su
conducta en la competición de tiro al pavo.
Julián había rehuido a Elizabeth desde aquel momento. Cuando Ojo de Halcón
mató al pavo, dirigió a su hermana una mirada envenenada y se volvió a casa,
dejando detrás a una Katherine Witherspoon tan sorprendida como preocupada. Los
otros hombres pensaron que sólo se trataba de un mal comportamiento deportivo,
pero Elizabeth había comprendido que a su hermano lo volvía a dominar la vieja
fiebre del juego, compulsión que le había hecho perder su fortuna. Dio las gracias a la
Divina Providencia por estar muy lejos de una ciudad de verdad, donde pudiera
encontrar otros hombres aficionados a las barajas y poco cuidadosos con su dinero.
Para apartar de la mente la preocupación por el retraso de sus planes y, aunque no
se lo decía con tanta claridad, de Nathaniel, Elizabeth pasaba las mañanas
organizando un espacio para trabajar en su habitación, poniendo en orden los libros y
preparando las clases. Después del almuerzo solía ir a caminar si no nevaba
demasiado fuerte. Visitaba a los niños del pueblo y hablaba con sus padres esperando
que se acostumbraran a su presencia y que aceptaran la idea de que su escuela estaría
funcionando muy pronto. De ese modo conoció muy bien a algunos pobladores y
pudo hablar con ellos con toda confianza. Martha Southern, una mujer joven y

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tímida, casada con un hombre que podría ser su padre, se hizo amiga de Elizabeth y
la alentó para que fuera al pueblo. Martha tenía una hija a la que quería enviar a la
escuela de Elizabeth y un hijo que pronto alcanzaría la edad adecuada.
Elizabeth pronto se dio cuenta de que tenía la mayor parte del tiempo para sí
misma, y que esto era un gran alivio. Su padre salía a menudo a cumplir sus
funciones y Julián se iba al pueblo, donde había adquirido el hábito de sentarse a
charlar con los granjeros en la tienda o en la taberna de al lado.
En la tercera semana del año, Galileo hizo un viaje para recoger los baúles que
habían atravesado el río Hudson detrás de ellos, y al volver se detuvo en Johnstown.
Elizabeth bajó a la hora del desayuno para recoger las cartas de su tía y de sus primas
y, lo más importante, para buscar las provisiones para su escuela. Inmediatamente
comenzó a desenvolver los libros y los materiales que había comprado llena de
esperanzas en Inglaterra. Había libros de gramática y composición, volúmenes de
ensayos, historia, filosofía y matemáticas. Estaba un poco sorprendida por lo poco
que había tenido en cuenta las necesidades reales de los niños de Paradise, pero no
quería dejarse abatir y persistía en sus resoluciones. Pasaba la mayor parte de la
mañana haciendo planes, tomando notas y pensando en la carta que mandaría a la tía
Merriweather para pedirle otra remesa de libros, textos básicos, materiales para
escribir, una gran provisión de tinta y, después de algunas consideraciones, libros de
cuentos de hadas y de mitología.
Quería interesar a los niños sin molestar a los padres, se pasaba largos ratos
paseándose de un lado a otro del estudio mientras mordía cabizbaja la punta de la
pluma. Tan profundamente sumida en sus pensamientos que dio un salto al oír que
alguien llamaba a la puerta.
Hannah Bonner estaba allí con su capa de invierno, enmarcada en un escenario
nevado. La capucha de borde de piel le cubría el pelo oscuro y le rodeaba la cara, los
blancos dientes brillaban en medio de la piel de color bronce que, a causa del frío,
enrojecía produciendo algunas sombras más oscuras. Le sonrió a Elizabeth e hizo una
reverencia.
—Vine a buscarla para llevarla a casa a comer pavo —dijo a modo de saludo—.
El abuelo dice que ya es hora.
Ante esta lógica, Elizabeth no podía negarse. Resolvió firmemente no fijarse se
tenía arreglado el pelo ni cambiar su aspecto en absoluto. Luego se detuvo en la
cocina para decirle a Curiosty adónde se dirigía y vio con espanto que su agitación no
pasaba inadvertida para el ama de llaves.
Curiosity levantó una ceja, frunció la boca y envió a Daisy a envolver unas cosas
y ponerlas en una cesta para los Bonner.
—No está bien ir a Lobo Escondido con las manos vacías —dijo despidiendo a
Elizabteh sin mayores comentarios, pero con una mirada de entendimiento que hizo

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que ésta se sintiera como alguien de la edad de Hannah.

* * *

Elizabeth había visto a Nathaniel fuera de sus sueños exactamente en cuatro


ocasiones desde el tiro al pavo del día de Navidad: dos veces con el buey que le había
pedido prestado a su padre para arrastrar los troncos fuera del bosque, pero estaba
demasiado lejos para que se saludaran. Otra vez él había ido a su casa para hablar con
el juez acerca de los materiales de construcción y ella no se había enterado de su
presencia en la casa hasta que lo vio al salir.
Desde entonces le quedó claro a Elizabeth que toda la conversación que había
tenido lugar en el bosque había sido una diversión, un juego: Nathaniel no creía en
eso, no creía en ella misma. Pero entonces lo vio por cuarta vez, por accidente:
caminaba hacia el pueblo y oyó el grito de un halcón; miró hacia el bosque y vio a
Nathaniel en un pinar con un hacha en la mano y los ojos fijos en ella. Asustada, se
había quedado quieta y él había desaparecido en el bosque, como si nunca hubiera
estado allí.
Elizabeth no sabía qué conclusión sacar. Él la estaba vigilando. Tal vez lo habría
estado haciendo durante días enteros. Durante semanas. No había ninguna
explicación para eso; trató de quitarse de la mente las imágenes y los pensamientos
que se querían abrir paso hasta la superficie, negándose a considerarlos. Pero éstos
volvían en sueños.
No había forma de escapar del recuerdo de Nathaniel. Informes diarios acerca de
la madera que había amontonado en los preparativos para la construcción de la
escuela llegaban hasta la mesa de la cena. Aunque estaba tentada de retirarse antes de
la visita vespertina de Richard Todd, siempre ganaba la curiosidad y terminaba
sentada con los hombres, con un libro sobre la falda, esperando que el médico
explicara los detalles acerca de los progresos de Nathaniel con la escuela sin
necesidad de preguntar.
En aquel momento Hannah caminaba rápidamente mirando hacia atrás una y otra
vez para asegurarse de que la seguía. Tenía la misma facilidad de palabra que su
abuelo, hablaba mucho sin ser repetitiva ni tediosa. De modo que antes de que
atravesaran el pueblo y llegaran al sendero que se iniciaba en las primeras
estribaciones de la montaña de Lobo Escondido, Elizabeth ya se había enterado de
cosas de los otros niños del pueblo que irían a la escuela.
—¿Y qué hay de ti? —preguntó a la primera oportunidad—. ¿Vendrás a la escuela
y me dirás qué es lo que te puedo enseñar?
—Sé leer —replicó Hannah—. Y hago sumas, tengo una bonita letra y sé coser,
hilar, tejer y hacer collares, aunque no me salen muy bien. Y sé cuando crecen las

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cosas… —se detuvo para señalar una serie de huellas en la nieve—. Un alce —dijo
claramente sorprendida—. Nutria y mi padre están siguiendo su rastro.
Elizabeth miró el suelo pero no pudo sacar en limpio mucho más que la presencia
de huellas en la nieve.
—¿Quién es Nutria?
—Mi tío. Su nombre kahnyen’kehaka es Tawine, le llamamos Nutria por su forma
de nadar. En el norte los católicos lo llaman Benjamin.
—¿Cuál es tu nombre indio?
—Me llaman Ardilla pero también Eran Dos. —Elizabeth se preguntaba sobre ese
extraño nombre, pero esperó a ver si la niña le daba alguna información sin pedirle
explicaciones. Hannah señaló las huellas de un zorro y puntos donde crecen las
ciruelas silvestres en verano. Luego miró a Elizabeth y pareció reflexionar—. Mi
hermano gemelo murió al nacer y la gente del pueblo de mi madre dice que soy la
mitad de lo que era.
Elizabeth pensó que en aquel momento era muy importante dar la respuesta
acertada, pero ésta era un misterio.
—Me temo que tengo mucho que aprender —comenzó a decir lentamente—.
Realmente no sé mucho acerca de los kahnyen’kehaka. —Hizo una pausa, no estaba
segura de haberlo pronunciado bien pero no quería usar el término mohawk, que la
niña, al parecer rehuía. Hannah sonrió ante el intento y Elizabeth prosiguió un poco
más confiada—. O los mohicanos, o como se les llame…
—Los mohicanos no son los mismos que los de las Seis Naciones —dijo Hannah
tratando de servir de ayuda pero haciendo que las cosas se complicaran más—.
Vivían en el este, la mayoría junto al lago.
—¿Y ahora viven aquí con los kahnyen’kehaka?
—No —respondió con sencillez—. Han muerto casi todos. En las guerras.
—Tenemos muchas cosas que aprender la una de la otra —dijo Elizabeth—.
Deberíamos contar historias en la escuela acerca de tu gente, pero yo no las conozco.
Hannah sonrió, pero no se comprometió a asistir a la escuela de Elizabeth.
—La abuela no tiene buena opinión de la escuela —dijo la niña, tal vez sin mucha
amabilidad—. Dice que los hombres blancos no parecen mejores por haber ido a la
escuela.
Elizabeth aceptó la opinión sin decir nada, sorprendida por eso mismo. La semana
anterior pensaba que habría tenido mucho que decir y tal vez muy enfadada, pero
incluso las cosas más simples le parecían en aquel momento muy complicadas y
consideró entonces que era sabio guardarse las opiniones. Pronto tuvo la oportunidad
de hacer más preguntas; estaban subiendo la colina y se hacía difícil mantener el
ritmo de la respiración. Elizabeth comenzó a pensar que la idea que hasta entonces
había tenido del ejercicio era irrisoria. Los caminos y pasos que rodeaban Oakmere

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en sus peores lugares no eran más que zonas húmedas con algo de barro; y las
caminatas en vacaciones con su tía habían sido ligeras en comparación con aquello.
Fuera del sendero, la nieve le llegaba hasta las caderas en algunos lugares, pero el
camino por el que iban estaba protegido del viento. Sin embargo, la marcha era difícil
y la admiración de Elizabeth por Hannah crecía considerablemente: la niña se movía
con agilidad y rapidez mientras que Elizabeth luchaba detrás de ella para avanzar
cargada con la cesta que Curiosity le había preparado rápidamente. El aire helado le
quemaba en los pulmones mientras los dedos de las manos y pies, aunque envueltos
en lana, cuero y pieles, se le ponían rígidos de frío.
Habían caminado colina arriba durante lo que le pareció más de una hora, cuando
el viento empezó a levantarse y soplar fuerte y justo en aquel momento el sol se
escondió y las nubes adquirieron un tono gris verdoso. Hannah hizo una pausa para
mirar hacia arriba y se volvió hacia Elizabeth.
—Una tormenta —dijo Elizabeth—. Espero que no falte mucho.
—Lago de las Nubes —respondió Hannah levantando la barbilla.
—¿Lago de las Nubes?
—Este lugar —explicó Hannah—. El nombre que le dan los kahnyen’kehaka.
La cresta arbolada que habían estado siguiendo describió una curva y terminó
bruscamente en una mezcla de rocas, árboles de hoja perenne cubiertos de nieve y
pedazos de granito esparcidos como dedos al aire libre. Aquella estribación de la
montaña se curvaba hacia dentro como si quisiera proteger la cañada escondida que
Elizabeth tenía delante.
Una leve exclamación de sorpresa y de asombro la hizo apresurarse. De forma
vagamente triangular, la cañada tenía menos de un kilómetro de largo y unos
cuatrocientos metros de ancho. En un lado, la pared rocosa se elevaba sobre una
superficie lisa de rocas marmóreas grises; en el otro, la estribación de la montaña
daba a un precipicio. En el extremo más lejano de la cañada surgía por una fisura en
la cara de la roca una corriente de agua a unos diez metros de altura. Formaba una
cascada que se transformaba en una serie de rápidos, ahora helados, sobre un montón
de rocas y luego caía en una garganta que seguía la misma dirección de la cañada
hasta hacerse angosta y desaparecer en el bosque. Desde donde estaba pudo ver las
aguas bullendo perezosamente en un profundo estanque rodeado de hielo.
A un lado, los bordes de la garganta terminaban en capas de piedra semejantes a
escalones que se nivelaban en una serie de terrazas en el punto más lejano del valle.
Allí, en un pequeño bosque de hayas, pinos y píceas, había una gran cabaña cuya
entrada daba a la cascada. Era baja y sólida, construida en forma de ele, con el tejado
en pendiente salpicado de nieve y recorrido por goteantes dedos de hielo. El humo
surgía de dos grandes chimeneas de piedra; la luz de la lámpara iluminaba
cálidamente los rincones del techo.

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La nieve comenzó a caer en olas pesadas, grandes copos revoloteaban bajo la
última luz, desapareciendo entre los árboles y mezclándose con el agua que corría.
Como si quisiera responder, la puerta de la cabaña se abrió y dejó ver un rectángulo
oblicuo de luz amarilla.

* * *

No estaba allí; sintió su ausencia en cuanto estuvo en contacto con el humo de la


madera, las velas, las manzanas secas, el pavo asándose, los olores fuertes de las
pieles de los animales, la grasa de oso y los seres humanos. Elizabeth parpadeó ante
el brillo de la luz del fuego sobre la madera y el color satinado de la habitación.
Ojo de Halcón parecía estar en todas partes al mismo tiempo: indicando a Hannah
una serie de pequeños quehaceres, preguntando y haciendo que Elizabeth se sintiera
cómoda en su reencuentro con Chingachgook. El anciano saludó a Elizabeth sentado
junto al fuego. Sobre los hombros tenía una manta tejida con dibujos geométricos en
rojo, blanco y gris. Sin haber recuperado todavía el ritmo de la respiración, Elizabeth
aceptó la silla que estaba delante de él.
—La tormenta viene rápido —dijo Chingachgook.
Ojo de Halcón asintió con la cabeza.
—Ha sido buena idea venir por el sendero.
Elizabeth levantó las manos en dirección al fuego y le sonrió.
—Espero que sus historias valgan la caminata.
Él se rió.
—Bueno, yo creo que sí la valen. Pero en caso contrario, la comida que Atardecer
pondrá sobre la mesa resolverá todos los problemas. Está con Muchas Palomas.
Cualquiera se habría dado cuenta de que eran madre e hija. De idéntica estatura,
enjuta y muy delgada, Atardecer era una versión menor y más compacta de Muchas
Palomas. Tenía el pelo gris en largas trenzas que colgaban sobre sus hombros y
pliegues de arrugas en los ángulos de los ojos y la boca, pero se movía como una
mujer joven y había una disponibilidad en ella que la hacía estar de pie y atenta. A
Elizabeth le recordaba a su tía Merriweather.
Fue la sonrisa lo que la llevó a establecer la relación final, el parecido de
Atardecer con Hannah era evidente. Por tanto, aquélla era la suegra de Nathaniel; y la
mujer más joven, de unos veinte años tal vez, era la hermana de la esposa de éste. El
rostro de Muchas Palomas era menos cauteloso que el de su madre; la curiosidad y el
estado de alerta, la esperanza y el recelo estaban todos reunidos allí y pasaban en
veloz sucesión. Elizabeth no pudo recordar haber visto antes a una mujer joven a
quien la naturaleza hubiera dotado tan bien. Tenía una elegancia en su porte que sólo
se veía superada por las perfectas facciones de su rostro y por el hermoso par de ojos

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que había en él.
Elizabeth murmuraba lo que pensaba que debía decir; les dio la mano por turno,
tratando de no observar demasiado a la mujer joven.
—Puede llamarme Abigail si lo prefiere —dijo Muchas Palomas. Le sujetó la
mano a Elizabeth con firmeza y la miró a los ojos.
—Pero vigile que Nutria no la oiga —dijo Hannah que estaba detrás de Elizabeth
—. No le gustará.
—Es mi nombre y no el de Nutria —dijo Muchas Palomas—. Y no es nada que te
importe a ti. —Añadió algo más en la lengua de los kahnyen’kehaka que hizo que
Hannah frunciera la nariz en señal de protesta.
—Basta —dijo Chingachgook con una voz fuerte que surgió detrás de ellas—.
Hablad en inglés, no debéis ofender a nuestra invitada.
A la luz del fuego, Elizabeth vio que los tatuajes del anciano parecían brillar más
e incluso moverse: una serpiente se extendía por las protuberancias huesudas de sus
mandíbulas, por encima del puente de su nariz y alrededor de un ojo hasta la frente,
donde desaparecía entre la mata de pelo blanco de las sienes. Se preguntaba si
Nathaniel tendría algún tatuaje también, pero se quitó de la mente ese pensamiento.
Por un momento pareció que Muchas Palomas estaba a punto de enfurecerse y
una mueca de irritación le contrajo la cara. Pero luego se río a su pesar y se dispuso a
seguir a su madre y a Hannah al otro cuarto.
—¿Puedo ayudar? —les preguntó Elizabeth al verlas, pero Muchas Palomas hizo
un ademán para indicarle que no hacía falta, y Elizabeth volvió con los hombres.
Ojo de Halcón había cogido una herramienta y estaba untando una trampa con
una pluma empapada con una grasa de fuerte olor; Chingachgook trenzaba tiras de
cuero. Elizabeth miró alrededor de ella a medias consciente de lo que despertaba su
curiosidad y sin nada más que hacer. Se vio en una habitación grande y totalmente
normal, con un extremo dominado por la chimenea y el otro perdido en las sombras.
Todo el espacio estaba destinado a una función precisa. En la gran mesa, con todo el
equipo necesario para guardar las balas y limpiar las armas, había una trampa. Al pie
de una ventana cerrada había otra mesa iluminada por una gran lámpara de aceite y
muchos papeles y libros. Las pieles estaban colgadas de las paredes y amontonadas
en los rincones: Elizabeth reconoció los zorros y la piel rojiza de lo que podría ser un
jaguar y otra más oscura de algún oso pequeño. Ordenadas en fila, se secaban
estiradas en placas individuales. Ojo de Halcón captó la mirada de Elizabeth y le dijo
lo que ella quería saber: las pieles rojizas eran de marta; y las más oscuras y
exuberantes, de otra especie diferente de marta.
En el centro de la habitación había asientos de piedra, taburetes y una mesa larga
flanqueada por bancos y dispuesta para una comida. De las vigas del techo colgaba
maíz en mazorcas trenzadas, puestas unas junto a otras, junto a cebollas, manzanas y

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grandes manojos de plantas secas y hierbas de las que Elizabeth ni siquiera sabía el
nombre.
En la repisa que había encima de la chimenea había un cesto de costura y otro con
cuentas y abalorios. También había libros que Elizabeth levantó uno por uno: Diario
del año de la peste de Defoe, una copia recientemente impresa de la Declaración de
los Derechos del Hombre en el original francés, y lo que todavía le resultó más
sorprendente, un libro de poesía de Robert Burns.
—Era una gran lectora —dijo Ojo de Halcón detrás de Elizabeth.
Se fue acercando hasta tocar la diminuta pintura de una mujer en un marco
ovalado.
—Me doy cuenta —dijo Elizabeth—. Pero me pregunto cómo se las arregló para
obtener esto. —Levantó el libro de Burns—. No se me había ocurrido que este poeta
pudiera haber llegado tan lejos. La mayoría de la gente de Inglaterra no lo conoce.
—No se le valora hoy en día, quiere decir. —Ojo de Halcón la corrigió con una
sonrisa—. El comienzo… ¿No es en eso en lo que está pensando?
Elizabeth volvió a poner el volumen donde estaba.
—Es un poco… incendiario. ¿Cómo es que su esposa tenía este libro? Y estos
otros…
—Era escocesa, ellos tienen la costumbre de mezclarse mucho, igual que su
confuso potaje. Era rara la vez que alguien que viniera a Paradise no trajera un
paquete para Cora, y la mitad de las veces eran libros. —Elizabeth se puso de
puntillas para observar más detalladamente el cuadro. Ojo de Halcón le puso el
retrato entre las manos. El dibujo era simple pero el carácter de la mujer había sido
captado. Tenía el pelo oscuro, la frente amplia y clara, y los ojos color avellana—.
Nathaniel tiene el mismo color de ojos. Y es tan rápido como ella, e igual de astuto.
—Y las mismas aversiones —dijo Elizabeth.
Chingachgook levantó la voz, el rostro se expandió en una sonrisa tan amplia que
los ojos apenas quedaron visibles.
—A mi nuera no le gustaban mucho los ingleses.
—Pero hizo una excepción en el caso de su hijo —le hizo notar Elizabeth.
Los dos hombres se miraron sorprendidos al oír esto. Ojo de Halcón sonrió como
si la idea de considerarse inglés fuera algo que jamás se le hubiera ocurrido.
—¿O es que también son escoceses? —rectificó ella—. Supongo que el nombre
que llevan puede ser rastreado hasta los normandos, sea en uno u otro caso.
—Yo nací en estas montañas.
—Pero sus padres deben de haber venido de Inglaterra.
—Tengo entendido que vinieron del norte de Inglaterra —dijo lentamente Ojo de
Halcón—. Pero no los recuerdo. Soy hijo de los mohicanos.
Elizabeth repentinamente se percató de la expresión de Chingachgook y se dio

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cuenta de su error.
—Por supuesto —murmuró.
—No conocí otros parientes —continuó Ojo de Halcón—. No oí hablar inglés
hasta los diez años y creo que ni siquiera sabía que era blanco. A veces me doy
cuenta de repente.
Ojo de Halcón limpió el marco labrado del cuadro con el puño de la camisa.
—¿Cómo la conoció?
—Su padre era un coronel enviado a Albany. Ella fue con él al valle mohawk. La
protegimos en una o dos ocasiones, allá por el cincuenta y siete.
—Eso debe de haber sido durante la guerra con Francia.
Chingachgook se había quedado en silencio, pero volvió a tomar la palabra, el
tono era más áspero.
—La mayoría de nuestras guerras han sido con los ingleses, con los franceses o
contra ambos. No nos quedan más fuerzas para pelearnos entre nosotros ahora.
Elizabeth se daba cuenta del motivo por el que aquella gente quería comprar la
montaña del Lobo Escondido a su padre. A lo largo de todas su vidas y de las vidas
de sus padres, y posiblemente de sus abuelos, no habían conocido otra cosa que no
fuera penalidades y guerra, y la mayor parte de las veces estando sujetos a los
ingleses. Un lugar propio, la oportunidad de vivir como es debido, de tener una
seguridad que jamás habían conocido; todo esto le pareció muy razonable.
La puerta se abrió de repente con un empujón y entraron en la habitación dos
perros con la lengua fuera. Detrás de ellos, un indio joven apareció como saliendo de
un remolino de nieve y aire frío, le salía sangre de una herida que tenía en la frente.
Se quedó en la puerta con las piernas abiertas y el rifle en alto, movió la cabeza hacia
atrás y dejó escapar un alarido que resonó en la habitación e hizo que Elizabeth
pegara un salto.
—¡Nutria! —exclamó Ojo de Halcón mientras atravesaba a grandes pasos la
habitación—. Harás que la señorita Elizabeth se muera del susto, podría pensar que
quieres cortarle el cuello.
Pero Elizabeth ya se había repuesto y estaba delante de la chimenea con una
expresión que esperaba fuera tranquila, aunque podía sentir los fuertes latidos de su
corazón. Había notado, casi inmediatamente, que el grito agudo significaba
satisfacción y orgullo.
—¡Mataste al alce! —Hannah salió corriendo de la otra habitación con Atardecer
y Muchas Palomas tras ella.
Nutria se rió y le acarició las trenzas.
—Viste las huellas, ¿verdad? Nathaniel lo consiguió.
—¿No usaste el rifle y lo atacaste con esa cabeza dura que tienes? —preguntó
Muchas Palomas.

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Atardecer hizo un intento de examinar la herida de Nutria, pero él la apartó con
impaciencia murmurando algo en kahnyen’kehaka. Luego miró a Elizabeth y
repentinamente se quedó quieto. Observó su cara con detenimiento y cierta cautela,
hasta que esbozó una sonrisa cuando Ojo de Halcón los presentó.
Nutria atravesó la habitación hablando en voz baja a los perros que olfateaban con
desconfianza las faldas de Elizabeth, hasta que se tendieron en el suelo delante del
fuego, bostezando prolongada y ostentosamente.
Nutria tenía la mano helada, áspera y no demasiado limpia, pero Elizabeth se la
estrechó sin dudas ni temores e hizo un esfuerzo para no limpiársela con el pañuelo
cuando se soltaron. Nutria era fornido y tan alto como Nathaniel, porque había tenido
que levantar la mirada del mismo modo para observarlo. Tenía el pelo recogido en
una cola, sujeta con tela y rematada con una sola pluma. Elizabeth recordó vagamente
haber visto dibujos de jóvenes guerreros, pero Nutria no se parecía en nada a aquellas
representaciones, no tenía la cabeza afeitada ni total ni parcialmente, y no tenía ni
rastro de pintura en la cara. Tenía el mismo color bronceado de su hermana y su
madre, pero sus ojos oscuros parecían mucho más animados y menos cautelosos.
Hannah tiraba con impaciencia de Nutria, queriendo saber más detalles sobre la
caza.
—Ya que usted es la persona para la cual Nathaniel está construyendo la escuela
—dijo el joven a Elizabeth sin hacer caso de su sobrina que le tiraba de la oreja—, tal
vez le pueda enseñar a esta niña malcriada buenos modales.
Los adultos reían mientras Nutria y Hannah jugaban. Su exaltación era
contagiosa; Elizabeth comenzó a sentirse más tranquila. Entonces levantó la mirada y
vio que Nathaniel estaba en la puerta.
Él sonrió; ella hizo una inclinación de cabeza y las cosas tomaron un nuevo ritmo.

* * *

Elizabeth se dio cuenta entonces de que tenía un apetito feroz y se concentró en la


comida. Además del pavo asado había calabaza, cebollas, alubias cocidas en melaza y
pan de maíz.
Se sorprendió al ver que no tenían la obligación de hablar en la mesa, y por lo
tanto tampoco había incómodos silencios. Nutria les explicó que habían perseguido al
animal por la nieve hasta que estuvo exhausto para rendirse y se quedó quieto el
tiempo necesario para dispararle. Elizabeth se alegraba de que no le pidieran que
hablase; sabía que los pensamientos que se agolpaban en su cabeza como un cántico
no eran cosas que pudiera decir en voz alta. Nathaniel se sentó frente a ella, Elizabeth
pudo sentir la mirada del hombre, sin embargo, no pudo fijar los ojos en él. «¿Por qué
me espiaba en el bosque?»

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Mientras él cortaba el pan, ella le miraba las manos, los dedos largos y los
antebrazos musculosos.
Luego Muchas Palomas se levantó de la mesa para volver a llenar una fuente.
Elizabeth levantó la mirada y vio que el puño de su blusa rozaba el hombro de
Nathaniel mientras ella ponía más alubias delante de él; Nathaniel le dijo algo en voz
baja y ella se rió. A Elizabeth, la cara de Muchas Palomas le resultaba familiar; si ella
misma se hubiera visto en un espejo y en la misma situación, habría sonreído y se
habría puesto colorada del mismo modo. Conmovida, bajó la mirada a su plato.
—Tengo los planos de la escuela —le dijo Nathaniel a Elizabeth tras un rato.
—Bien —respondió ella—. Estupendo.
—No hay prisa —dijo Ojo de Halcón—. Tenemos toda la tarde.
Elizabeth levantó la mirada sorprendida.
—Pero mi padre estará esperándome.
—No bajará la montaña bajo la tormenta —dijo Nathaniel—. Mañana la
llevaremos a casa.
El ulular del viento sonó más fuerte, como afirmando sus palabras.
—Parece estar contrariada —dijo Nutria—. ¿Le preocupa acaso su reputación?
Elizabeth se sentía algo maltrecha y agitada, y esto sirvió para sacarla de su
ensimismamiento.
—¿Por qué debería preocuparme mi reputación? No es como si…
Levantó la mirada, miró a Nathaniel y se quedó callada.
Atardecer no solía hablar, pero esta vez miró a su hijo con severidad.
—Maleducado —le dijo—. Está nerviosa porque el juez puede estar preocupado.
—Usted está segura con nosotros —dijo Nathaniel—. El juez lo sabe.
—¡Puede leernos algo! —gritó Hannah—. Como acostumbraba a hacer la abuela.
¿Querrá hacerlo?
—Me parece muy buena idea —dijo Ojo de Halcón, complacido.
Elizabeth miró alrededor de la mesa. Atardecer, Muchas Palomas y
Chingachgook tenían una expresión igualmente plácida. Elizabeth no estaba muy
segura de la forma en que debía interpretarla, aunque pensó que no era de
desaprobación.
Nutria se reía.
—Haremos que cante a cambio de la cena.
Elizabeth se atrevió a mirar a Nathaniel, que comenzaba a apilar los platos.
—Lo haré muy a gusto.
—Primero el pastel de manzana —dijo Atardecer—. Y luego hay que colgar al
animal. Hasta entonces no llegará el momento de divertirse.
Mientras lo decía dirigió a Elizabeth una extraña sonrisa.
Cuando ya no pudo más, Elizabeth levantó la cabeza y se encontró con la mirada

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tranquila de Nathaniel que se posaba en ella. Se sintió aliviada al no ver compasión
en sus ojos, y sí en cambio cierta comprensión y una actitud amistosa que la estimuló.
Fuera cual fuese la relación de Nathaniel con Muchas Palomas quedaba un lugar para
ella, pensó. Si pudiera dejar de soñar con besos que jamás llegarían…
—Miraremos los planos después del pastel de manzana —dijo Nathaniel.
Con una inclinación de cabeza, Elizabeth se encargó de quitar la mesa.
—«Reconfortadme con manzanas» —murmuró lentamente para sí.
—Usted tiene la costumbre de citar la Biblia —le hizo notar secamente Nathaniel,
y Elizabeth dio un salto que hizo que el plato de madera que tenía en la mano cayera
al suelo.
No se había dado cuenta de que estaba tan cerca. El corazón le latía con fuerza,
tanto que al principio creyó que le había entendido mal. Enseguida se dio cuenta de
que no.
Inclinándose para recoger el plato, con el pelo cayéndole hacia delante como si
fuera a barrer el suelo, Nathaniel terminó de pronunciar, con voz dulce, el verso que
ella había iniciado: «Porque me muero de amor».

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Capítulo 9

Nathaniel se encargó de que Nutria se fuera con los mayores al granero para
despellejar y limpiar el animal y esconderlo en el interior de un árbol, donde estaría a
salvo de los carroñeros. Envió a Hannah a la cocina con Atardecer y Muchas Palomas
para que lavaran los platos. Cuando finalmente pudieron disponer de la habitación
grande, despejó la mesa y desplegó un gran rollo de papel, usando guijarros para
mantener fijas las esquinas.
Elizabeth se quedó a un lado con los dedos en los pliegues de la blusa y la cabeza
inclinada, observándolo. Él le llevaba ventaja; sabía qué cambios se estaban
produciendo en su cara, reconocía la tensión de sus hombros. Cuando le señaló el
banco, ella obedeció como si estuviera en presencia de un perro dispuesto a morderla.
Pero los planos la intrigaban. Una vez que se puso a contemplarlos; su rostro
perdió algo de la horrible inquietud que había sentido cuando él le había hablado en
voz baja a Muchas Palomas. No tenía por qué estar celosa de la hermana de su
esposa, pero él no se lo había dicho directamente. Nathaniel trataba de darle celos y
eso le daba alguna esperanza.
Comenzó a explicarle los dibujos con la esperanza de que se calmara un poco.
—Dos aulas —dijo—. Entre ellas un vestíbulo y un almacén para la ropa y esas
cosas.
—¿Dos aulas?
Nathaniel asintió.
—De vez en cuando habrá la cantidad de niños suficiente para llenarlas. Y cuando
no sea así, tendrá un espacio propio fuera de la casa de su padre.
—¿Y la calefacción? —dijo tocando los planos.
—Una chimenea doble en la pared central que dará a los dos lados. La leña no va
a escasear, puede hacer que los alumnos la corten y la almacenen. —Elizabeth
frunció la nariz—. ¿Cuál es el problema?
—En Inglaterra el humo de la madera no es habitual, pero aquí no es posible
librarse de él.
—¿Le disgusta?
Ella negó con la cabeza.
—No, creo que es mucho mejor que el carbón.
—Es decir, que no es no más ni menos que otra de las cosas a la que tiene que
acostumbrarse.
Elizabeth tenía un modo particular de levantar una ceja cuando algo la sorprendía.
—Sí.
Charlaron largo rato acerca de la escuela; ella formuló preguntas sobre cuestiones

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prácticas: perchas para los abrigos, lavabos, repisas para los libros, pupitres, pizarras.
Le habló de las escuelas que había visitado en Inglaterra, de lo que le había parecido
bien y de lo que le había parecido mal. De lo importante que era el aire fresco y la
luz, y de cuántas ventanas consideraba que tendría que hacer. Nathaniel notaba que su
voz se volvía más confiada, a veces la alentaba y la mayor parte de las veces se
contentaba con oírla hablar.
—De modo que usted no piensa volver a Inglaterra, al menos por ahora —dijo
Nathaniel echándose hacia atrás.
Elizabeth inclinó la cabeza en la dirección a los planos, la lámpara brillaba con
luz más blanca sobre la parte de su cabeza.
—Bueno, no —dijo—. De ningún modo.
Tenía las manos delgadas y muy blancas y las uñas ovaladas de color rosa pálido.
Dejó reposar las manos sobre la mesa. Nathaniel tuvo que reprimir el impulso de
tocar el lugar en que las pulsaciones de la vena que iba hacia la muñeca eran más
visibles.
—Entonces, dígame qué significa eso de que su padre no tiene liquidez.
Elizabeth levantó la mirada con sorpresa.
—Creía que estaba claro. Ha hecho demasiadas inversiones y está pensando en
hipotecar la tierra. Si yo me casara con Richard y le cediera la dote que me
corresponde en tierras, él pagaría sus deudas y nunca les vendería Lobo Escondido.
—No —dijo Nathaniel pensetivo—. Richard tiene un desmedido interés por
poseer tierras. ¿Y qué pasa con su hermano?
Ella esbozó una sonrisa triste.
—Julián es parte de la causa por la que mi padre se ha quedado sin liquidez. Tuvo
que pagar sus deudas de juego. Se gastó todo lo que había heredado de nuestra madre,
una cantidad que no era insignificante, luego comenzó a firmar pagarés y pronto se
arruinó completamente. Pero con suerte, aquí no tendrá muchas posibilidades de
seguir por el mal camino. Claro que este lugar no es precisamente un paraíso para él
—dijo Elizabeth con expresión de duda y continuó cambiando de tema—. Es una
casa muy confortable pero pequeña, no es suficiente para tantos…
Se detuvo.
—Usted nunca ha visto las casas que los indios llaman casas largas —replicó él
—. Familias enteras viviendo juntas, un par de generaciones con todos los pequeños.
Los hode’noshaunee no piensan así, los iroqueses, como les llaman los franceses —
añadió cuando vio que ponía los ojos en blanco—. También los conocen como las
Seis Naciones.
—Pero usted no creció en una casa larga —señaló Elizabeth.
—No, yo crecí justamente en este lugar. Mi padre construyó esta cabaña cuando
se casó con mi madre. Pero he vivido algún tiempo en una casa larga. Tiene razón,

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parece como si ahora fuera más pequeña. —Elizabeth pasaba el dedo por el dibujo de
la escuela y rehusaba mirarlo directamente—. El verano próximo, si las cosas van
según lo previsto, construiremos otra cabaña. Muchas Palomas tiene montones de
planes para la casa nueva. —Nathaniel hizo una pausa—. Sin embargo, será su
marido el que la construya. Se casará en primavera.
Elizabeth no preguntaría ni haría comentarios, él se dio cuenta enseguida.
Nathaniel comenzó a lamentar haberla azuzado.
—¿Ah? —Elizabeth parpadeó con lentitud—. ¡Qué suerte! ¿En primavera?
—O tal vez en el verano —confirmó sonriendo.
—¿Y cuándo cree usted que estará lista la escuela?
—Bueno, espero que la nieve comience a ceder pronto, de otro modo tardará más
tiempo del que calculo. Pero podría apostar a que será en abril. Usted está ansiosa por
comenzar, ya lo sé. Lo que sucede es que aquí hay nieve y además hay necesidad de
cazar.
—Ah, sí —dijo mirando las pieles que había en las paredes.
Él se preguntaba cuánta verdad sería capaz de soportar.
—Nosotros solíamos estar bien aprovisionados en otoño, incluso para cuatro
veces más de los que somos. Pero las cosas han cambiado. —Elizabeth dejó correr las
manos por los planos de la escuela. Él pudo ver que ella sentía una intensa curiosidad
por saber, pero también que tenía un dominio de sí misma que no era corriente—. El
pasado mes de noviembre, mientras estábamos en el pueblo, alguien entró aquí.
Encerraron a los perros en el ahumadero, se llevaron toda la carne que había, seca y
ahumada, y las pocas pieles que había en aquel momento, que no eran muchas puesto
que es durante el otoño cuando cazamos y almacenamos para el invierno, que lo
dedicamos a ocuparnos de las pieles. Creo que tuvimos suerte de que no se llevaran el
grano ni las alubias, ya que de haber ocurrido así nos habría resultado mucho más
difícil afrontar la situación.
—¿Y quién hizo semejante cosa? —dijo sorprendida.
Nathaniel negó con la cabeza.
—Tengo mis sospechas, pero no hay forma de encontrar pruebas. De cualquier
modo, lo más importante es el motivo por el que lo hicieron. —Ella apartó la mano
de la mesa y entrelazó los dedos con tal fuerza que parecía que quisiera huir de
aquellas revelaciones—. Hay leyes que prohíben cazar fuera de temporada.
Elizabeth enderezó la espalda.
—Si no pueden cazar… —hizo una pausa— y se han quedado sin provisiones.
—No se puede hacer otra cosa más que marcharse.
—¿Por qué las pieles? —Pero levantó una mano, no necesitaba la respuesta—.
Para que no puedan comprar lo que necesitan. Alguien está tratando de obligarles a
marcharse. —Él asintió con la cabeza, atento a las nuevas emociones que se

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manifestaban en su rostro, que se llenaba de rabia según iba comprendiendo lo
ocurrido—. Por eso quieren comprar la montaña. ¿Podrán cazar si es suya?
—No fuera de temporada, al menos no legalmente. Pero podemos impedir la
entrada a otros y tal vez arreglarnos para sobrevivir.
De repente ella se levantó, tenía los labios apretados.
—¿Mi padre?
—No —dijo Nathaniel—. Estoy seguro de eso.
Elizabeth comenzó a pasearse de un lado a otro, su falda se agitaba y las botas
hacían ruido. Nathaniel pudo imaginar la pregunta que vendría entonces, pero esperó
a que ella la formulara.
—Richard Todd no cree que tengan suficiente dinero para comprar la montaña. —
Se puso los puños en la frente—. ¿Fue él?
Nathaniel inclinó la cabeza asintiendo.
—Tal vez.
—Pero usted me dijo que Richard es justo con la gente.
Él se levantó y fue a que sentarse con ella junto al fuego.
—Yo le dije que él es justo con los suyos.
—Pero usted es blanco.
—Tal vez para usted. —Elizabeth levantó la mirada hacia él, tenia la cara rígida
de preocupación por la culpa que sentía—. Usted no es responsable de los actos de
los hombres que conoce —dijo para aliviarla.
—Pero ¿qué puedo hacer yo para ayudar? —Unos destellos oscuros se destacaban
en sus ojos grises; tenía las cejas arqueadas como las alas. Su olor era dulce como el
de las hojas secas en verano. Por encima de la tela ligera que envolvía el cuello, se
veía una piel muy blanca, se notaba un latido en lo hondo de su cuello. Él sabía que
tanta proximidad la inquietaba, pero no quería dar un solo paso—. Tengo un poco de
dinero. ¿Hay algo más que pueda hacer para ayudarles?
«Dame tu boca», quiso decir Nathaniel. Tal vez ella vio la respuesta en aquel
rostro, porque cuando aspiró, su pecho emitió un ruido que parecía al mismo tiempo
de sorpresa y temor, como un ciervo rodeado de antorchas en la oscuridad. Los ojos
de él brillaban con furia.
—Es un asunto peligroso —dijo Nathaniel.
No sabía con exactitud a qué asunto se refería.
—Ya es demasiado tarde para eso —dijo ella con una calma que logró
sorprenderlo. Ya estoy en esto.
—Ya lo está —murmuró Nathaniel.
No era la primera visión que tenía del corazón de hierro que había en ella, pero
fue la más nítida. Por su propia cuenta, un dedo de Nathaniel se levantó para tocarle
la mejilla. En realidad quería que fuese hacia él por su propia voluntad, libremente,

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pero era muy difícil estar tan cerca y no tocarla.
Atónita, Elizabeth abrió la boca para hablar, pero luego la cerró.
Hannah entró de repente en la habitación y se separaron, cada uno a un lado de la
chimenea, como si hubieran estado haciendo lo que en realidad sólo habían pensado
hacer. Nathaniel se volvió para coger a su hija, que se había lanzado a sus brazos y
comenzaba a subirse por ellos, agarrándose a su pelo hasta que gritó entre risas y
consiguió apartarla.
—El trabajo ha terminado —declaró la niña—. El pobre bicho está colgado y yo
quiero sentarme ahora junto a Elizabeth antes de que llegue Nutria y se quede con el
mejor sitio.

* * *

No había nada más que hacer, de modo que Elizabeth permitió a Hannah apilar
los libros en su regazo y se sentó junto a la chimenea, donde Ojo de Halcón había
puesto un tronco de pino sobre una piedra. La luz era clara y suficiente para leer.
—Éste es mi preferido —dijo—. Y al abuelo le gusta éste y a papá…
—Ya es suficiente —dijo Atardecer exasperada.
Tenía las manos llenas de retales, pero hizo una pausa para dirigir a Hannah una
mirada significativa. La niña suspiró y se sentó a los pies de su abuela, aceptando la
costura que le ponían en las manos.
Todos tenían trabajo que hacer: Muchas Palomas estaba cortando piel para hacer
un mocasín, Ojo de Halcón recogía las trampas, Nutria se dedicó a fabricar balas.
Nathaniel se sentó en un banco frente a Elizabeth y comenzó a trenzar trozos de piel.
Sólo Chingachgook disfrutaba de un ocio que le permitía al mismo tiempo observar y
escuchar a Elizabeth con una mirada en la que no había ni sombra de recelo o de
crítica, aunque Elizabeth no se preocupó mucho por eso.
—Comienza con algo de «Pobre Richard» —sugirió el abuelo.
Elizabeth abrió el libro y comenzó a leer:

«Debería pensarse en un gobierno fuerte que cobre como impuestos una


décima parte del tiempo de su pueblo para ser empleado en su servicio. Pero
los impuestos a la ociosidad deberían ser mucho más altos; si pensamos en
todo lo que se derrocha por la absoluta pereza, por no hacer nada; con las
enfermedades que conlleva, y acorta indudablemente la vida…»

Chingachgook murmuraba divertido cada vez que oía las sentencias del pobre
Richard. Cuando Elizabeth se detuvo para pasar la página, levantó la mirada y vio en
el rostro de Atardecer incredulidad y rencor.

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—Un hombre que habla tanto como ese Pobre Richard tiene poco tiempo para
ocupar sus manos en trabajo —dijo, ante lo cual Chingachgook se limitó a sonreír,
pero tanto Nutria como Nathaniel rieron a carcajadas.
Hannah se deslizaba lentamente por el suelo mientras Elizabeth leía, sin levantar
los ojos de la costura. De vez en cuando se las arreglaba para acercarse más y llegar
hasta las rodillas de Elizabeth. Conmovida por la señal de afecto de la niña, Elizabeth
se sintió tentada de estirar la mano y acariciarle el pelo, pero pensó que Muchas
Palomas la estaría observando y se abstuvo.
Después de un rato Elizabeth dejó el Almanaque y cogió Los viajes de Gulliver,
un libro mucho más familiar para ella. Empezó el relato y leyó una buena parte; lo
único que se oía además de su voz era el ruido del fuego de la chimenea y el viento
capturando una y otra vez en ella. Cuando consideraba oportuno mirar a la audiencia,
se encontraba observada por uno u otro, la mayor parte de la veces por Muchas
Palomas, que parecía estar mucho más atenta y concentrada en la propia Elizabeth
que en la historia. Pero todavía más a menudo la miraba Nathaniel, de forma directa
pero discreta. Dos veces Elizabeth se puso colorada y perdió el hilo de la historia,
hasta que tomó la decisión de no apartar los ojos de la página.
En un punto, Atardecer se levantó para poner más madera en el fuego. Elizabeth
vio entonces la oportunidad de coger el último volumen.
—Ah —dijo para que la audiencia levantara la mirada—. Leeré lo mejor posible,
pero me temo que me faltará pronunciación escocesa.
Y abrió el libro de Burns:

Aquí reinaron una vez los Estuardo con gloria


y se instauraron leyes que harían bien a Escocia
pero ahora sin techo se alza su palacio,
el cetro se ha caído en otras manos:
ha caído de hecho hasta el suelo
donde los reptiles inmundos nacen.
El linaje herido de los Estuardo se ha ido
una raza extranjera usurpa el trono
una raza idiota, sin honor, tanto que
quien mejor los conoce más los desprecia.

—Un hombre al que mi Cora admiraba —dijo Ojo Halcón con una semisonrisa,
al mismo tiempo que observaba solemnemente a Elizabeth.
Ella consideraba lo raro de la situación: él la veía como una excepción de aquella
«raza idiota» que su esposa tanto despreciaba, o él no veía una ofensa en eso.
Elizabeth pensaba que la estaba poniendo a prueba, por lo tanto sólo levantó una ceja

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como respuesta.
Entonces se dio cuenta de que Muchas Palomas estaba mirando el libro que tenía
en las manos y pensó asustada que habían concedido el lugar de Muchas Palomas y
que le habían asignado una tarea muy apreciada por la otra. Elizabeth hojeaba el
delgado volumen mientras analizaba aquella situación y se preguntaba como podría
salir del paso sin ofender a nadie más.
—Éste parece un poema muy bonito —dijo por fin—. Pero me temo que el
dialecto me supera. ¿Lo conoces? —preguntó mientras alcanzaba el libro a Muchas
Palomas.
Ésta lo aceptó al mismo tiempo que lanzaba una mirada a su madre. Se aclaró la
garganta y comenzó, pero no a leer, sino a cantar con voz tierna:

Theniel Menzies guapa Mary.


Theniel Menzies guapa Mary.

Charlie Grigot espera para besar


a la guapa Mary de Theniel.

Viniendo por un arroyo o un sendero


en Darlet un parpadeo vemos
mientras el día sale en el cielo
bebemos a la salud de la guapa Mary.

Su cara es brillante, su frente es blanca,


su pelo crece tan castaño como una baya
y ¡ay! ellos llenan con una sonrisa
las mejillas rosadas de la guapa Mary.

Bailamos en el día largo


hasta que los flautistas se cansan,
pero Charlie ganó el premio y va a besar
a la guapa Mary de Theniel.

Muchas Palomas pasaba las páginas con aire familiar. Hizo una pausa y comenzó
a cantar con dulzura «Los encantos de Peggy» y entonces en rápida sucesión, una
serie de canciones, cada cual con mayor energía que la anterior. Finalmente,
sonriendo a su madre, comenzó una tonada que hizo reír a Hannah. Ésta dio un salto
y se reunió con Muchas Palomas, bailando mientras cantaba:

Ya soy vieja, ya soy vieja.

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Ya soy vieja para casarme.
Ya soy vieja. Sería un gran pecado
librarme ahora de mi mamá.

La Pascua ha llegado y ha pasado


las noches de invierno son largas, señor,
y usted y yo estamos en una cama
en realidad, no veo alegría, señor.

Alto y áspero el helado invierno.


El viento sopla en los árboles sin hojas, señor.
Pero si usted viene a esta puerta de nuevo
yo esperaré el verano, señor.

Elizabeth hizo un gran esfuerzo para no sentirse turbada, o por lo menos para
mostrar que no hacía aquel esfuerzo, pero Atardecer abandonó la costura para elogiar
a las muchachas y Chingachgook pronunció palabras de aliento. Nathaniel levantó a
su hija por encima de su cabeza como si no pesara nada y la hizo dar la vuelta en el
aire mientras ella se contorsionaba de risa.
—Debo decir que no imaginaba que hablaran un escocés tan fluido —dijo
Elizabeth a Muchas Palomas—. Es muy divertido lo que hacen.
Ojo de Halcón había estado observando en silencio, pero cuando habló se notó
cierta aspereza en su voz.
—Cora nunca dejaba que las niñas se fueran a dormir sin antes arrullarlas con
canciones escocesas —dijo—. Transmiten bondad.
Nutria habló sentado ante la mesa donde había estado vertiendo plomo en moldes
de balas.
—Muchas Palomas es buena —dijo—. Pero debería haber oído a Canta los
Libros. Hubiera pensado que acababa de bajar de un barco proveniente de Aberdeen.
—¿Canta los Libros? ¿Qué es eso? —preguntó Elizabeth casi riendo.
—Sarah —dijo Nathaniel—. Sarah era mi esposa.
Dejó a Hannah en el suelo, se inclinó hasta ella y le dijo algo al oído. Con unas
pocas palabras y una reverencia dirigida a Elizabeth, la niña se perdió entre las
sombras.

* * *

Más tarde, aquel mismo día, Elizabeth subió por una escalera vertical hasta el
lugar donde dormían las mujeres. Muchas Palomas y Atardecer fueron tras ella y con

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rápidos movimientos se desvistieron y se introdujeron en la cama más grande
mientras que Elizabeth esperaba junto a Hannah.
La niña estaba acurrucada bajo las mantas, su cabeza sólo era un punto negro
sobre la cama. No se movió cuando Elizabeth se sentó al borde del lecho para
quitarse los zapatos. Hannah tenía un olor húmedo, dulce, de niña pequeña. Elizabeth
se preguntaba si se parecería a su madre. Si sería como Sarah.
Pasó un largo rato antes de que pudiera quitar de su cabeza la imagen de
Nathaniel en el momento en que había nombrado a su esposa. Finalmente se durmió,
y por primera vez en toda la semana no soñó nada.

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Capítulo 10

A Anna Hauptmann no le gustaban los hombres que no trabajaban, pero Julián


Middleton tenía un encanto especial. Pasaba mucho tiempo en la tienda de Hannah,
calentándose las manos ante la chimenea y a ella le resultaba agradable su compañía.
—¿Así que no ha vuelto? —preguntó Jed McGarrity a Julián.
Moses Southern frunció la frente.
—¿No has ido tras ella? ¿La has dejado allí arriba con esos indios?
Julián estaba sentado ante el fuego, con los pies cruzados encima de un barril y
con el viejo gato sobre los muslos.
—Mi padre dice que allí está segura. Además, ¿cómo íbamos a llegar con un
metro de nieve virgen sobre la que ya había? ¿Siempre nieva en estas montañas? —
Los granjeros intercambiaron miradas—. Y debo decir —continuó Julián, cuando le
quedó claro que nadie se disculparía ni le haría promesas en cuanto al clima— que no
sé qué daño podrían hacerle en tan poco tiempo.
—No me digas que eres lo bastante tonto para pensar que los iraoqueses no son
una amenaza para una mujer blanca —gruñó Moses—. Se llevaron las mujeres y las
hijas de muchos hombres y no volvieron a verlas. Tienen un modo de «adoctrinar» a
las mujeres para hacer que se comporten según sus costumbres que las vuelve
inútiles, excepto para servir a los indios.
Anna negó con la cabeza.
—Basta, Moses. No estás hablando de los hurones durante la guerra y ya no
queda ni un mohawk con fuerza para robar ni siquiera una vaca con tres patas.
Conoces al viejo Indio Juan y a Ojo de Halcón, haces negocios con ellos desde hace
treinta años. Si hablas mal de ellos estarás mintiendo.
—¿Rapto? —preguntó Julián—. Oímos rumores en Inglaterra al respecto, pero
pensábamos que eran exageraciones.
—¡Rumores! —exclamó Moses haciendo girar un gorro sucio entre los dedos—.
¡Rumores!
—A Moses le raptaron una hermana cuando tenía solamente diez años —añadió
Jed McGarrity.
La puerta se abrió y entró Richard Todd sacudiéndose la nieve que llevaba en el
sombrero sobre los hombros.
—Pregúntale a Todd. Él te podrá decir lo que les hacen a las mujeres porque él
conoce a los indios. Mira, si mi hermana entrara en este mismo momento en este
lugar, no podrías aguantar el olor, y no podrías tampoco hablar con ella; no estuvo
fuera más que tres años y ya no conoce su propia lengua, sólo el balbuceo de los
abenaki. Se pasó todos aquellos años atendiendo a indios mal alimentados, uno tras

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otro.
Richard saludó a cada uno de los presentes.
—¿Quién te ha hecho hablar, Moses? —preguntó secamente.
—El señor Southern tiene una historia que contar que me interesa —dijo Julián
—. Después de todo, viven en la propiedad de mi padre.
Moses miró a su alrededor como si esperara que apareciera un indio raptor o
asesino.
—Yo no dejaría a mi hermana sola con ellos, con ese joven de aspecto salvaje. No
tienen tratos en Paradise con la gente decente. ¡Y quiero que sepas que no soy el
único que piensa así!
—La gente comenta que Chingachgook quiere comprar al juez la montaña de
Lobo Escondido —dijo Jed con dificultad.
—Eso es más que improbable. —Julián se enderezó bruscamente haciendo que el
gato somnoliento fuera a parar al suelo.
Moses asintió con furia.
—No derrotamos a los ingleses… —Hizo una pausa y miró a Julián como si
estuviera arrepentido—. Con perdón, pero peleamos mucho para salir de abajo y
nadie se quedará quieto viendo al juez entregar las buenas tierras a los demonios
rojos. Parecen derrotados, es cierto, pero si se les permite creer que podrán tomar la
delantera comenzarán a perseguir de nuevo a nuestras jóvenes, ya lo verás.
—No se ha producido ningún secuestro desde hace veinte años —dijo Anna
mirando con cierto desagrado a Richard Todd—. Y además, yo no permitiré que se
hable de este modo en mi establecimiento. Esos indios son buenas personas y buenos
clientes.
—¡Bah! —protestó Moses poniéndose el gorro. Haciendo una inclinación de
cabeza a los hombres, golpeó con su mosquete en el suelo—. Me voy. Pero no diga
que no le he advertido del peligro.
Y sin decir una palabra a Anna salió dando un portazo.
—¿Qué pasa con Elizabeth? —preguntó Richard.
—Subió a Lago de las Nubes ayer por la tarde y todavía no ha vuelto —dijo Jed.
—¿A Lago de las Nubes? —preguntó Richard—. Pero ¿para qué?
—Para comerse ese desventurado pavo con el anciano —dijo Julián. Luego
sonrió y levantó el labio—. Se quedó atrapada por la tormenta. ¿Te preocupa que
Nathaniel pueda robarte a tu pretendida?
Anna dio un salto al oírlo.
—¿Pretendida? ¿Tendremos algo que celebrar entonces?
Richard parecía molesto.
—No empieces con los rumores. No hay nada entre tu hermana y yo.
—Pero habrá algo si papá interviene —hizo notar Julián—. Y me parece que a ti

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también te interesa el asunto, si es que no he observado mal. A menos que consideres
que Nathaniel es una amenaza muy grande.
—No estoy preocupado por él —dijo Richard irritado por tener que hablar de
aquello ante Anna, pero al mismo tiempo incapaz de callarse.
—¡Ja! —se rió Anna—. No te imaginas a cuántas muchachas de por aquí les
encantaría que Nathaniel las raptara. No es que el doctor Todd no tenga tras él más de
un par de ojos inquietos. Especialmente… —añadió con un guiño— en los primeros
asientos de la iglesia los domingos por la mañana.
Richard le lanzó una mirada fiera y ella esbozó una sonrisa nerviosa.
—Ojo de Halcón debe de estar bajando con ella en estos momentos.
—Bueno, está claro que quieres ir a buscarla. Ve si no puedes pensar en algo
mejor que hacer —dijo Julián sentándose de nuevo—. Señor McGarrity, ¿por
casualidad usted juega a los dados?
Jed McGarrity se irguió, sus hombros huesudos perdieron por un instante su
habitual laxitud para volver enseguida a su posición de siempre.
—Me he levantado para pensar que los dados y el whisky son instrumentos del
diablo.
—Ah, bueno —suspiró Julián—. Qué desgracia.

* * *

Ojo de Halcón sugirió que debían salir después del desayuno. Temía que hubiera
otra tormenta ese mismo día y quería ir al pueblo y volver antes de que eso ocurriera.
—Seguramente Elizabeth no tiene la menor idea de qué zapatos son los
adecuados para la nieve —dijo Nutria—. Necesitará una lección.
Nathaniel había salido antes de la salida del sol y todavía no había vuelto. Nutria
llevó a Elizabeth fuera para darle instrucciones. Hannah fue con ellos, parloteando
para ayudar y dar ánimos. Elizabeth estaba ansiosa por saber qué era lo que esperaban
de ella, pero sabía que no tenía elección, de modo que permaneció expuesta al aire de
la mañana, temblando un poco, pero con firme determinación.
Los primeros rayos de sol que cayeron sobre la nieve fresca produjeron multitud
de reflejos que hicieron que los ojos le comenzaran a llorar. Elizabeth parpadeaba,
abría y cerraba los ojos y se limpiaba las lágrimas de las mejillas. Finalmente pudo
mirar a su alrededor y se quedó paralizada.
—La cueva de las maravillas —dijo para sí misma, pero Hannah le cogió el brazo
y se adelantó.
—¿Qué?
Elizabeth bajó la cabeza para verla.
—Es una historia de Las mil y una noches —dijo—. La cueva de las maravillas

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donde todo brilla como el oro.
La nieve había lavado la cañada, doblaba las ramas de los árboles con su peso y
aumentaba notablemente el tamaño de las rocas. El sol caía sobre los copos aislados y
hacía que el lugar brillara como un caleidoscopio.
Nutria ataba las raquetas a las botas de Elizabeth y su pelo caía hacia delante
como si fuera a barrer la nieve y trazar surcos.
—¿Las mil y una noches?—preguntó Hannah maravillada—. ¡Cuéntame la
historia!
—Eso lo reservo para la escuela.
Hannah bajó la mirada.
—Entonces no la oiré.
—Espero que sí —dijo Elizabeth—. Haré lo posible para que así sea.
Nutria levantó la cabeza.
—Luego podréis hablar —dijo. Sin esperar respuesta por parte de Elizabeth la
cogió del codo y la ayudó a levantarse.
Lograron llegar hasta la esquina de la casa antes de que Elizabeth se quedara
rígida. Las raquetas se enredaron una con otra y, como no podía separarlas, perdió el
equilibrio y cayó de espaldas. La ayudaron a levantarse y continuaron: esta vez
fueron mucho más lejos, pasaron los arbustos y el camino hasta el granero, hasta que
ella volvió a detenerse con las raquetas de nuevo enredadas. Pero esta vez Elizabeth
pudo separarlas sin ayuda.
Con gran concentración levantó un poco más los pies y logró llegar hasta la otra
esquina moviéndose lentamente con ritmo regular y mirándose los pies. Dieron dos
vueltas más y luego descansaron un poco antes de que Elizabeth intentara subir y
bajar la cuesta; una vez estuvo a punto de caerse, pero luego le resultó mucho más
fácil. Entonces volvieron a la galena donde Nutria y Hannah se pararon a observar.
—Prueba de nuevo —dijo Nutria—. Muéstranos lo que puedes hacer.
Elizabeth sonrió y comenzó a andar como si fuera un pato. Le gustaba sentir el
movimiento, suspendida sobre la blanda superficie de la nieve; le gustaba sentir el
frío en la cara. Dobló la segunda esquina caminando rápidamente y se encontró
súbitamente con Nathaniel.
—¡Epa! —Dejó escapar la exclamación mientras la sujetaba y ambos cayeron
sobre la nieve.
Elizabeth bajó la cabeza horrorizada. Durante un breve instante se tocaron las
narices y la boca de ella rozó la de él. Sintió su aliento tibio en la cara.
—No le hace falta atropellarme para conseguir que la bese, ¿sabe? —dijo
Nathaniel con una sonrisa.
Con una fuerza que no se imaginaba que tenía, Elizabeth se apartó de él y se
levantó enseguida. Su respiración era agitada y la nieve se le deshacía en la cara.

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Nathaniel también se levantó.
—Lo siento —dijo con arrepentimiento, pero la sonrisa no quería ceder—. No
debería haber hablado así.
—No —musitó Elizabeth—. No debería haberlo hecho.
Hannah llegó corriendo del otro lado de la casa y estuvo a punto de sorprender de
nuevo a Nathaniel y a Elizabeth.
—¡Hey! —gritó cogiéndola.
Se volvió hacia Elizabeth pero ella ya había comenzado a caminar.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Hannah en mohicano.
—La dejé que se lo pensara —dijo su padre—. Fue un error.

* * *

Tuvo que usar toda su energía y capacidad de concentración, pero Elizabeth logró
prestar atención a las raquetas y moverse sobre la superficie resbaladiza; no pensaría
en lo que acababa de ocurrir. No quería. Esperaba que Ojo de Halcón estuviera listo
para partir, porque no sabía cuánto tiempo podría permanecer sin pensar en aquello
en lo que quería y necesitaba pensar.
Nutria se había ido al bosque. Elizabeth se quitó las raquetas y luego se quedó un
momento tratando de organizar sus pensamientos. Finalmente, preocupada por la
posible vuelta de Nathaniel, se fue a la cabaña.
El salón estaba vacío. Elizabeth lo atravesó y encontró a Atardecer limpiando el
pellejo de un animal extendido sobre un bastidor. Muchas Palomas estaba a un lado
con un recipiente en la mano, mezclando su contenido con una espátula. Los olores
eran muy fuertes y Elizabeth se apartó un poco.
Muchas Palomas se dio cuenta del movimiento y levantó la cabeza.
—Pensé que… si Ojo de Halcón estuviera preparado… —dijo Elizabeth. Las
mujeres no contestaron enseguida; se dio cuenta de que reparaban en el color de su
cara y en el hecho de que su respiración todavía no era del todo regular—. ¿Qué es
eso? —preguntó inclinándose para mirar el recipiente de Muchas Palomas.
—El cerebro —dijo ésta—. Todos los animales tienen suficiente cerebro para
curarse.
—Ah, bueno. ¿No sabes dónde está Ojo de Halcón? ¿Estará listo para partir?
—Ojo de Halcón salió para ver las trampas —dijo Atardecer—. Nathaniel te
llevará al pueblo.
—Ah. —La sonrisa de Elizabeth tembló en su cara—. Muy bien, gracias por su
amable hospitalidad. Y por la comida. Espero verlas de nuevo… —Estuvo a punto de
invitarlas a que la visitaran en su casa, pero se dio cuenta a tiempo de lo extraño que
les resultaría aquello y lo dejó pasar—. Adiós —dijo finalmente y dio media vuelta

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para irse.
Nathaniel esperaba en la galería con Hannah. Estaban enfrascados en una
profunda conversación, en mohawk o en mohicano; Elizabeth pensó que podría ser
mohicano. Sonaba diferente del idioma que Atardecer había empleado para dirigirse a
los niños.
—¿Ya está? —preguntó Nathaniel.
Hannah la ayudó a ponerse de nuevo las raquetas.
—Volveremos por un camino diferente —dijo—. Más fácil para andar con
raquetas.
Sonrió y le tocó los dedos a Elizabeth.
Elizabeth le puso las manos sobre la oscura cabeza y se despidió. Luego partió
hacia la cueva de las maravillas seguida por Nathaniel.

* * *

El camino que atravesaba los bosques era apto sólo para ir en fila india y con
raquetas, cosa que Elizabeth agradecía. Yendo Nathaniel delante, podía observarlo
tanto como quisiera sin que él la mirara y sin tener que hablar.
Avanzaba con paso seguro, con una gracia que hacía que la marcha de Elizabeth
pareciera desgarbada. La larga línea de su espalda era tan recta que el rifle que
colgaba apenas se balanceaba, aunque en los arbustos del bosque Elizabeth pudo
percibir, por encima del jadeo de su propia respiración, el suave ruido del arma
raspando su capa de ante. Nathaniel no se había recogido el pelo y éste ondeaba a su
alrededor.
Las ramas estaban inclinadas bajo el peso de la nieve y formaban una especie de
techo por encima del angosto sendero, como si fueran los brazos blancos de
muchachas jóvenes que se cruzaban sin cesar. Elizabeth empezó a caminar más
lentamente, permitiendo que Nathaniel le sacara ventaja a través del túnel de nieve
brillante. Hasta que se detuvo en una cuesta del sendero en la que había menos
árboles y esperó a que ella llegara.
Elizabeth se dirigía hacia Nathaniel y sentía su mirada, la fuerza de su atención
era como un magnetismo que ella no podía resistir. Se reunió con él en la pequeña
elevación y vio el valle y el pueblo que se extendían a sus pies. Visto desde aquel
lugar, el lago de la Media Luna era como un recipiente irregular de color azul, y el
mundo que lo circundaba mostraba todos los matices del blanco. Ante ellos aparecía
un claro alargado enmarcado por el bosque.
—Ah —dijo ella—. Qué bonito. No se puede disfrutar de una vista así desde
abajo, ¿verdad? ¿Cómo lo llaman?
—La gente del pueblo lo llama campo de fresas. Cuando llega la temporada se

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llena de esos frutos. Los niños suben y comen hasta hartarse. Los osos también.
Nathaniel cogió a Elizabeth por el codo y la acercó a su lado, con la boca
ligeramente abierta por la sorpresa; el labio inferior carnoso y tentador hizo
comprender a Nathaniel que todos sus esfuerzos habían sido en vano. Había tratado
durante un mes de apartarse de ella, pero recordaba la promesa de su boca como si no
hubiera pasado el tiempo. El apremio que sentía dentro de sí era algo de lo que se
había olvidado, algo que pensó que se había marchado para siempre, que había
apartado hacía mucho tiempo. Era una sorpresa, no del todo bienvenida, que hubiera
algo o alguien en el mundo que pudiera conmoverlo de aquella manera; era la
llamada del deseo que se presentaba de nuevo ante él, con el pelo oscuro y rizado
alrededor de su rostro y la piel tan pálida que podían verse las venas del cuello. Muy
diferente de Sarah, pero con el mismo poder, capaz de encender en él un fuego
semejante. Podía ver en el brillo de los ojos de Elizabeth, en la forma como suspiraba
cuando la tocaba que sentía el mismo apremio, aunque ella no supiera cómo llamarlo.
Nathaniel se quitó los guantes y dejó que sus manos se movieran libremente para
ponerle la capucha sobre los hombros.
—Parece que ha estado comiendo fresas —dijo—. Tiene la boca roja.
Elizabeth lo miró, su respiración se aceleraba. La sangre se apresuraba por sus
venas como una marea en alza y de repente el rostro de Nathaniel se convirtió en el
único centro de atención: los ojos le habían parecido antes de color avellana, pero
tenían matices verdes, dorados y castaños, como la luz del sol de verano en el bosque;
la frente amplia, el pelo y el modo en que éste caía de un pico de viuda en el centro
de la frente; el pequeño corte de su mejilla derecha que poco a poco sanaba, una
huella diminuta y blanquecina en el puente de la nariz, la sombra de la barba.
—Dígame que no quiere besarme —dijo pasándole el dedo pulgar por la
mandíbula. Miraba su boca, las claras líneas de sus labios y la sangre que corría por
ellos.
—No puedo —dijo Elizabeth con voz ronca—. No puedo decirle tal cosa.
—Entonces hágalo —susurró Nathaniel—. Béseme.
Asustada, Elizabeth se apartó un poco. Nathaniel la miraba con una pasión tan
intensa que la asustaba. Comprendió lo que él quería; comprendió que esperaba que
lo besara. Los dedos de él se deslizaban por su pelo. Esperaba ahora y supo que
esperaría siempre. Podría besarle y obtener lo que tanto deseaba o alejarse y olvidarse
de ello. Sintió mucho calor y una rigidez en el pecho. Se acercó a Nathaniel y
alzándose un poco le besó.
Los labios le resultaron sorprendentemente tiernos; no había imaginado que los
labios de los hombres pudieran ser suaves y firmes al mismo tiempo. En especial los
de aquél, que parecía tallado en madera. Pero sus labios eran muy suaves, amables y
estaban fríos, al contrario que la boca. El contraste fue inesperado. Tenía las mejillas

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ásperas a causa de la barba crecida y su pelo cayó hasta tocar la mejilla helada de
ella. Nathaniel desprendía un olor fuerte, indefinible, abrumador.
Se le escapó un pequeño suspiro cuando la boca de él se abrió y le cogió la cabeza
para atraerla hacia sí, la besó suavemente, como una pincelada, los nervios de los
labios de Elizabeth se hincharon. Permanecieron separados sólo por las grandes
raquetas y unidos por el contacto de sus bocas. Nathaniel deslizó un brazo por la
cintura de Elizabeth y juntos se hundieron en la nieve.
—Ah —dijo ella, mientras él le abría la boca tibia.
Elizabeth tenía toda la atención puesta en las bocas unidas, la tierna persistencia
del beso, el movimiento de la cabeza masculina conforme cambiaba la dirección del
beso. Se sentaron en la nieve. Elizabeth se recostó encima de Nathaniel, con los
brazos rodeándole el cuello, y las raquetas quedaron extendidas en diferentes ángulos.
El frío y el mundo nevado que los rodeaba quedó en el olvido ante sus manos
callosas, sus mejillas ásperas y frías y el calor de sus labios en los de ella.
Finalmente se apartó y miró a Nathaniel, temblando de pies a cabeza.
—¿No es mejor esto que las manzanas? —murmuró Nathaniel poniendo el pulgar
en la comisura de la boca de Elizabeth.
—Ah, no —susurró Elizabeth—. Ah, no.
Luchaba por levantarse y mantenerse sobre las raquetas. Miró con inquietud a su
alrededor mientras se sacudía la nieve de la capa. Nathaniel se levantó para ayudarla
pero lo apartó. Luego cogió las dos manos del hombre y las apretó con fuerza,
mirándolo con unos ojos que de pronto se habían vuelto severos.
—¿Adonde iremos a parar con esto? —preguntó—. ¿Qué debemos hacer?
Nathaniel la observó, vio en sus ojos grises que lo acusaba de haber ido
demasiado lejos. En su rostro se apreciaba la clara esperanza de que él le daría una
razón para encaminar las cosas.
—¿Adonde quieres que vaya a parar todo esto? —dijo él—. ¿Qué quieres que
hagamos? —Una idea cruzó su mente y se quedó pensativo—. ¿Sabes qué es lo que
pasa entre un hombre y una mujer?
—Soy virgen —dijo Elizabeth firmemente, soltándole las manos—. Pero no soy
idiota, claro que sé lo que significa… aparearse. —Sin embargo, no pudo mirarlo a
los ojos. Cambiando inmediatamente de postura, con la espalda rígida y los hombros
alzados, encaró a Nathaniel con una expresión severa—. ¿Eso es lo que quieres de
mí?
—Entre otras cosas —concedió él—. No puedo mirarte sin sentir el deseo de
tocarte. Eres irresistible para mí, tu calor es irresistible. Toda tu persona ha de ser
igual.
Ella suspiró ruidosamente, dejó caer la cabeza y toda la dureza y el enfado
desaparecieron de su rostro, en el que se reflejó el infinito placer que le producía oír

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que la deseaba. Nathaniel recordó entonces algo que había olvidado acerca de las
mujeres, que las palabras pueden hacer tanto como las manos, la boca o el resto del
cuerpo del hombre; ella estaba conmovida por la declaración de su deseo tanto como
por el beso.
—¿Y la otra parte? —preguntó Elizabeth con la voz rota.
Nathaniel sonrió.
—Las mujeres guapas son muy extrañas —dijo—. Pero una mujer guapa que se
levanta en una habitación llena de hombres y que defiende sus principios es algo más.
Después de todo —dijo tiernamente—: «Bienaventurados los que conocen los libros
porque de ellos es el reino de la certeza y la rectitud».
Elizabeth alzó enseguida la cabeza.
—¿Quieres decir que me deseas porque cito mal la Biblia para adecuarla a mis
propósitos? —preguntó—. Eso no es muy convincente. Además, recordarme
semejante episodio no me parece propio de un caballero.
—Ajá —dijo Nathaniel—. Aquí está el centro de la cuestión. Yo no soy un
caballero, pero me parece que no es un caballero lo que tú deseas, ¿o me equivoco?
Tú quieres a alguien que defienda sus principios como tú lo haces y que esté
dispuesto a hacer lo que hay que hacer sin importarle las consecuencias.
—Permíteme preguntarte algo —dijo Elizabeth—. ¿Aceptarías que tu hija fuera a
mi escuela?
Nathaniel lanzó una fuerte carcajada.
—Es a lo que me refiero. Bueno, respóndeme a esto: ¿podría yo pagar su
educación con besos? —preguntó él, pero Elizabeth estaba frunciendo el entrecejo, lo
que le permitió darse cuenta de su error y adoptar una expresión más tranquila—. No
puedo dejar que vaya; lo lamento, Elizabeth.
—Ya veo. —Echó a andar haciendo equilibrio en las raquetas.
—No te das cuenta —dijo Nathaniel poniéndose a su lado.
—Veo que deseas tocarme y besarme pero que no soy lo suficientemente buena
para enseñar a tu hija. Veo que admiras mi valor pero no valoras mis convicciones.
Avanzaron un rato en silencio.
—No sabes lo que pasa con Hannah.
Ella se dio la vuelta bruscamente y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero
rápidamente se enderezó.
—Sé que tienes una hija a la que no quieres enviar a una escuela donde enseña
una maestra blanca.
Sorprendida por lo que había dicho, Elizabeth dudó. Había dejado que las
palabras fluyeran libremente y en aquel momento no había modo de volver atrás.
—¿Eso es lo que piensas? —preguntó Nathaniel lentamente—. ¿Piensas que no
creo que la tratarías bien o que le enseñarías cosas importantes y valiosas? ¿Que no

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quiero que vaya a tu escuela porque eres blanca y ella no?
Elizabeth asintió con la cabeza.
—Sí, bueno, es una impresión.
Después de haber andado diez minutos más, llegaron a otro pequeño bosque y lo
atravesaron hasta que, un poco más adelante, encontraron una cabaña.
—Vamos —dijo Nathaniel apartándose del sendero.
Elizabeth iba tras él algo indecisa, pero al verlo ante la puerta ya abierta, y
sabiendo que él no cedería, se quitó las raquetas y entró.
La cabaña consistía en un solo cuarto en el que había una silla, una litera, una
mesa y una chimenea. Sobre la repisa cubierta de polvo había una lámpara. Nathaniel
sacó pedernal y un eslabón de una bolsa que colgaba de su cinturón, fue hasta la
chimenea y encendió el fuego.
—No estaremos aquí tanto tiempo para necesitar el fuego —dijo Elizabeth a sus
espaldas, tan lejos de la litera como podía, con los brazos cruzados y apretados contra
el pecho—. Dime qué es lo que quieres decirme acerca de Hannah y continuaremos el
viaje. Está a punto de llegar la tormenta y yo no puedo permitir que me encuentren
aquí, a solas contigo.
Nathaniel siguió con su trabajo como si no la hubiera oído, tratando de hacer que
una llama casi inexistente se convirtiera en algo más consistente.
—Ven y caliéntate —le dijo finalmente—. Te prometo que no te tocaré.
Elizabeth sonrió ligeramente.
—Estábamos hablando de Hannah y de la escuela —dijo—. Hablaremos de…
besos cuando lleguemos a un acuerdo, si llegamos.
Lo miró a los ojos mientras se lo decía, aunque no podía dominar el color que se
le subía a las mejillas.
—¿Quieres decir que vas a chantajearme para que envíe a mi hija a tu escuela con
la amenaza de apartarte de mí? —preguntó Nathaniel con aire divertido.
Elizabeth atravesó la habitación taconeando adrede y puso las manos junto al
fuego.
—No honraré semejante frase con una respuesta. Sabes muy bien que no es eso lo
que quise decir. —Hizo una pausa durante la cual trató de ordenar sus pensamientos
—. Tu padre me decía ayer que tu madre había tenido cultura y que su padre pensaba
que era bueno que las niñas fueran a la escuela.
—Cierto. Mi madre había recibido una buena educación y ella nos enseñó a
todos.
—Pues bien, tu madre ya no vive para instruir a tu hija, pero yo tengo cosas que
ofrecerle.
—Yo no estoy discutiendo eso, Botas.
—Pero no quieres que vaya a mi escuela.

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—No.
Ella se volvió para mirarlo.
—¿Por qué no?
—No es por lo que tú puedas enseñarle —dijo Nathaniel—, sino porque temo por
su vida.
Elizabeth abrió la boca y la dejó abierta durante un rato sin moverse.
—Crees… ¿que está en peligro?
—Sé que está en peligro —dijo Nathaniel—. Todos nosotros estamos en peligro.
En el pueblo tienen miedo de nosotros, y el temor mueve a los hombres estúpidos a la
imprudencia.
—Son como niños —dijo Elizabeth.
—¿Y los niños no son capaces de cometer errores? —Su voz rozaba el
resentimiento—. Liam Kirby está en contra, y Peter Dubonnet y Bendito Sea
Cunnigham, y tal vez hasta Jemima Southern.
Elizabeth asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Hay todo un mundo de prejuicios y problemas en esos nombres.
Son los hijos de los que atacaron nuestra casa el pasado noviembre. Los que se
alegrarían si nos muriésemos de hambre. Los que mataron animales que no podían
llevarse por el simple placer de matar. Ellos no se arriesgan en público a pedir que
abandonemos las tierras del juez, y no perderán el sueño por una niña pequeña y mal
alimentada. Especialmente ahora.
—¿Ahora?
—Ahora que la gente sabe que queremos comprar Lobo Escondido. —Hizo una
pausa—. Piensan que todo el pueblo kahnyen’kehaka se lanzará sobre ellos. Y no
sirve de nada que Atardecer sea del clan Lobo porque cuando piensan en nosotros
creen que todos somos guerreros que peleamos como leones, que nos movemos tan
rápido como los pájaros y que podemos degollarlos antes de que tengan tiempo de
vernos.
«El clan de Sarah», pensó Elizabeth. Los dedos comenzaron a temblarle y se frotó
las manos.
—¿Hay alguna razón para temer al clan Lobo? —preguntó Elizabeth.
Algo parecido a la pena o el desaliento apareció en la expresión de Nathaniel.
—No quedan ni cien hombres kahnyen’kehaka en edad de luchar en todo el
territorio —dijo—. La mayoría se marcharon al Canadá y no piensan volver. Sólo
unos pocos tratan de continuar la lucha pero la mayoría están destruidos por el
alcohol y las humillaciones.
La irritación y el enfado de Nathaniel fueron disipándose. Elizabeth quería
hacerle cientos de preguntas, pero se dio cuenta de que había hablado más de lo que
en realidad deseaba, y que en aquel momento lo que necesitaba era algo distinto.

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—Bueno —dijo sencillamente—. Siento haberme enfadado.
—Yo también —dijo Nathaniel algo más calmado.
El fuego crepitaba mientras ambos guardaban silencio.
—Podemos estudiar el tema y ver si hay tantas dificultades como las que dices.
Exasperado, Nathaniel se mesó los cabellos.
—Eres insoportable. Te lo tengo que decir.
—Ahora soy insoportable —dijo Elizabeth tratando de sonreír—. Hace un rato te
oí decir que admirabas mi… constancia.
—Podríamos hablar de lo que admiro de ti —dijo suavemente Nathaniel, pero con
una mirada tan penetrante que hizo que Elizabeth retrocediera unos pasos.
—Tu hija quiere ir a la escuela.
La mirada de Nathaniel se tornó más clara.
—Tendría que bajar sola todos los días hasta el pueblo.
Elizabeth asintió con la cabeza.
—Es cierto, ya bajó ayer para ir a buscarme.
—¡Cielos! —replicó Nathaniel—. No sé qué hacer contigo. Escúchame bien. Si
Hannah va a tu escuela tendrá que atravesar los mismos senderos todos los días y a
las mismas horas. ¿Eso no te dice nada en absoluto? ¿No puedes darte cuenta de cuál
es el problema?
—Ah —dijo Elizabeth—, ¿tienes miedo de que alguien pudiera… estar al
acecho? —La escasa luz que había en la cabaña provenía de una ventada que daba al
sendero y que tenía un postigo roto. Elizabeth miró alrededor, dándose cuenta de que
la conversación había caído en un punto muerto y preguntándose como salir de él—.
¿De quién es este lugar?
—De tu padre. —Ella se volvió hacia él con la cabeza inclinada—. ¿No te lo han
dicho? Ésta fue la primera construcción que levantó cuando adquirió las tierras. Mi
padre le ayudó a construirla.
Olvidando todas sus prevenciones, Elizabeth recorrió con la mirada el lugar con
un nuevo asombro.
—Entonces mi madre debió de haber vivido aquí.
—Vivió aquí —dijo Nathaniel—. Hasta que hizo construir la casa de abajo, junto
al lago. La que se quemó y hubo que reconstruir.
Elizabeth no conocía esa historia, pero su curiosidad desapareció cuando se dio
cuenta de repente de la oportunidad que tenía ante sí. Aplaudió, súbitamente contenta.
Nathaniel apartó la mirada del fuego y la miró perplejo.
—¡Puedo dar las clases aquí mismo! Hasta que esté lista la nueva escuela. No es
muy grande, pero hay suficiente espacio si ponemos cuidadosamente los bancos. Hay
una chimenea que funciona y… —Miró por la ventana—. ¿Un lavabo? Bueno, no
importa, nos arreglaremos sin mayores inconvenientes, ¿no crees? —Nathaniel estaba

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apoyado contra la pared con los brazos cruzados, sonriendo y negando con la cabeza
al mismo tiempo—. Es una buena solución —insistía Elizabeth, como si él hubiera
estado en desacuerdo—. Y lo mejor de todo, Hannah estará más cerca de su casa.
Antes de que Nathaniel pudiera hacer alguna objeción, la cara de Elizabeth se
iluminó un poco más todavía.
—Me da la sensación que se te ha ocurrido otra idea —dijo secamente.
—Muchas Palomas —dijo Elizabeth.
—Muchas Palomas no necesita ir a la escuela.
—No, pero ella puede ayudarme. Y Hannah no tendrá que ir sola. —Elizabeth
comenzó a pasearse de nuevo por la habitación mientras él se dedicaba a observarla
—. Necesitamos mesas, pero eso no es difícil de conseguir, ¿verdad?
Se dio la vuelta de repente y se quedó de frente a Nathaniel. Sumida en sus
nuevos planes había olvidado lo nerviosa que se sentía cuando estaba cerca de él;
ante la posibilidad de que su escuela pudiera abrirse casi inmediatamente se olvidó
por un momento de los besos de Nathaniel.
—No digas que no —advirtió Elizabeth—. Por favor, no te apresures. Piénsalo.
Sería bueno que viniera. Las niñas pequeñas son apartadas de cosas que podrían
fortalecerlas, precisamente con la excusa de la protección. —Hizo una pausa—. He
venido aquí con la esperanza de cambiar eso, al menos en este lugar. No me detengas
antes de que comience a andar. Acabo de empezar, Nathaniel.
Él asintió con la cabeza.
—Te prometo que lo pensaré.
—Nathaniel. —Levantó la cabeza y puso toda su atención en él—. Lo que
comenzó allí fuera entre nosotros no es buena idea.
—Estás mintiendo —respondió tratando de mantener un tono condescendiente,
aunque en sus ojos había un brillo feroz—. En realidad piensas que es una buena
idea.
Turbada, Elizabeth trató de aclarar sus pensamientos.
—No sé qué es lo que quieres de mí.
—Sí que lo sabes —respondió con tranquilidad—. Sabes muy bien lo que quiero
de ti. Lo que no sabes es lo que tú quieres de mí.
Elizabeth se sintió incapaz de mirarlo por la verdad que encerraban aquellas
palabras. Podría reconocer que él tenía razón y arriesgarse a tener una discusión, o
podría mentirle. Podría esforzarse para mirarlo a los ojos poniendo mucha fuerza de
voluntad, podría endurecer su corazón hasta decirle que ella sabía lo que quería y que
no era él. Pero aquélla no sería más que una mentira y no podía soportar la idea de
mentir a Nathaniel. Merecía que le dijeran la verdad y no podía dejar de hacerlo.
Elizabeth tragó saliva y se dio cuenta de que por primera vez en su vida no sabía qué
decir.

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—No le des tantas vueltas —continuó él amablemente, y ella se admiró de la
facilidad que tenía para leer sus pensamientos y su expresión. Nathaniel se aproximó
a ella, tocándola exclusivamente con sus palabras—. No pondré mis manos sobre ti a
menos que me lo pidas. Pero quiero que sepas esto, Elizabeth. Tendrás lo que pidas,
así que piénsalo con detenimiento.
Abrió la puerta y salió antes que ella. Cuando Elizabeth abandonó la cabaña,
pocos minutos después, Nathaniel estaba ajustándose las raquetas con movimientos
certeros y rápidos.
—He dicho más de lo que quería —continuó ayudándola a ponerse las raquetas
—. Tengo que pedirte que no hables con nadie del robo en Lago de las Nubes.
Esta vez, cuando ella lo miró, él no se había cuidado de ocultar sus sentimientos y
vio la intensidad de la rabia que sentía por la amenaza que se cernía sobre su familia
y su hogar. Elizabeth deseó que aquella furia nunca fuera dirigida contra ella.

* * *

Atravesaban el último tramo arbolado cuando Nathaniel se detuvo y le dijo a


Elizabeth que hiciera lo mismo. Se oía un crujido que provenía de la parte anterior
del sendero; de pronto, Richard Todd apareció ante ellos junto a Billy Kirby. Estaban
hablando en voz baja y cuando Billy vio a Nathaniel se detuvo.
—¡Hola! —gritó Richard levantando la cabeza—. ¡Hola, Elizabeth! Buenos días,
Nathaniel.
Nathaniel hizo una inclinación de cabeza.
—¿Han salido a caminar por la nieve?
—Viene otra tormenta —dijo Billy—. Podemos llevarla a casa.
Elizabeth miró a Nathaniel y pensó en lo extraño que era que su cara, tan animada
cuando hablaba con ella, tan capaz de mostrar sus sentimientos, pudiera volverse
impenetrable cuando quería o cuando lo necesitaba. «Alguna vez me mirará así»,
pensó ella. Y Elizabeth se sobresaltó al darse cuenta de que aquello era lo que más
temía, no la pasión de Nathaniel, no su rabia, sino su indiferencia. Que pudiera dejar
de hablarle y creer las tonterías que ella le había dicho en la cabaña. «No es buena
idea». De pronto deseó que Richard Todd y Billy Kirby estuvieran muy lejos; quiso
poder hablar a solas con Nathaniel, tocarlo, pensó en aquel momento que podría
decirle cosas que en otra ocasión…, incluso aquel mismo día, se había sentido
incapaz de decir.
Él se volvió para mirarla. Ella imaginó un destello en el rabillo de su ojo.
—Entonces me despido, Elizabeth —dijo—. Volveré la próxima semana, si el
tiempo lo permite, por si quiere ir a ver los cimientos de la escuela.
Ella vio que Richard la observaba atentamente por encima del hombro de

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Nathaniel.
—Sí, me parece muy bien. Gracias por su ayuda, Nathaniel. Y… pensará lo de
Hannah, ¿verdad?
—Por supuesto. Y recuerde, si quiere comer manzanas, sólo tiene que pedirlo.
Richard y Billy no pudieron ver la expresión de Nathaniel pero Elizabeth sí pudo,
y tuvo que esforzarse para que su rostro no mostrara complicidad.
Entre agradecimientos y despedidas, Elizabeth se apartó de Nathaniel y se reunió
con Richard Todd y Billy Kirby. Cuando giró la cabeza, la figura de Nathaniel ya casi
se había perdido en el bosque.
—¿La anciana ha hecho una torta? —preguntó Billy.
Ella lo miró.
—¿Qué?
—¿La sirvienta de Ojo de Halcón ha hecho un pastel de manzana? —preguntó—.
A mí me gusta mucho.
—No —dijo Elizabeth sorprendida y tratando de no demostrarlo. «Sirvienta de
Ojo de Halcón»—. Ellos lo llaman pastel de manzana.
—Ah, claro —dijo Billy. Como si hubiera comprendido perfectamente.

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Capítulo 11

Cuando llegó con Richard Todd, Elizabeth se sorprendió al ver a su padre


esperándola en la puerta. El juez, que había estado paseándose por la galería y
mirando por la ventana, salió a la puerta para encontrarse con ella antes de que
pudiera quitarse las raquetas prestadas y dar las gracias a Richard por su ayuda. Con
una mirada calculadora al juez, Richard trató de sacar ventaja.
—Lo lamento mucho —dijo Elizabeth cuando su padre hizo patente su disgusto
—. No sabía que estuvieras preocupado por mi bienestar. Pero no había forma de
enviarte un mensaje.
El juez dejó de pasearse y volvió su gran cabeza para mirar a su hija, incrédulo.
—No era tu bienestar lo que me preocupaba —dijo—. Ojalá te dieras cuenta de
que lo que está en juego es tu reputación.
—Ah, ya veo —se limitó a responder, pasando junto a él para secar al fuego el
dobladillo de la falda—. Sin duda habrías preferido que me perdiera en la nieve y que
hubiera perecido a tener que escuchar las habladurías del pueblo.
—Si no hubieras subido a esa montaña —dijo el padre remarcando las palabras—
no estaría ante ese dilema.
Elizabeth se volvió para encararse a su padre. La fuerza que le había dado la
caminata por la mañana y la emoción que había sentido junto a Nathaniel estaban
todavía a flor de piel, y en aquel momento toda esa energía tomaba otro rumbo.
—¡Yo no pertenezco a la casa! —dijo luchando por mantener una voz tranquila
sin lograrlo.
—Los Bonner son buena gente —dijo el juez—. Chingachgook es el indio más
amable que haya existido jamás. —Se detuvo, no se sentía muy seguro de lo que
estaba diciendo—. Pero no son la compañía adecuada para una joven soltera de buena
familia.
—¿Por qué? ¿Exactamente por qué, padre? —Elizabeth vio que su padre se
inquietaba y se sonrojaba—. Lo que estás pensando pero no dices es que el problema
es su color. Te parecería bien que pasara el tiempo conversando con esa insípida de
Katherine Witherspoon y con Richard Todd, que son gente de mi misma clase.
La nariz del juez se volvió más oscura.
—¡Eso te lo habría dicho si te hubieses molestado en preguntármelo antes de salir
corriendo hacia Lago de las Nubes!
Era raro que Elizabeth perdiera la calma, pero sentía que toda su sangre fluía
hacia las manos, que los dedos buscaban algo que lanzar.
—¿Eso significa que no debo aceptar invitaciones sin antes tener tu aprobación?
—Tendrás que pedirme permiso —dijo el padre con dureza—; si no, ¡te encerraré

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en tu habitación!
Elizabeth se enderezó y se estiró tanto como pudo. Una horrible calma la inundó
y la habitación quedó en silencio, excepto por el ruido del fuego y por la respiración
irregular de su padre.
—Haré las maletas hoy mismo y volveré a Inglaterra si no reconsideras tu postura
—le dijo al padre con una voz tan lenta y concentrada que el juez se balanceó como si
alguien le hubiera golpeado.
Elizabeth pasó rápidamente a su lado y salió cerrando la puerta muy lentamente.
Con un impulso ciego comenzó a amontonar todas sus cosas en la cama, sacando
la ropa de los cajones y doblando al azar sus vestido. Se movía con tanta rapidez que
varios objetos pequeños cayeron al suelo y se quedaron allí.
Curiosity apareció al poco rato, la sorpresa y la irritación se veían reflejadas en su
redonda cara morena.
—¿Ahora en qué lío se ha metido? —preguntó con una ceja levantada, aunque
con voz amable.
—Como si no lo supieran todos los de la casa —respondió Elizabeth, cogiendo
con rabia los broches del pelo esparcidos sobre la cómoda.
Curiosity negó con la cabeza.
—Pensaba que usted sabía dominar su carácter mejor que él.
Elizabeth se dirigió apresuradamente a su escritorio y comenzó a amontonar los
libros.
—Esto es más de lo que puedo soportar.
—¿De verdad quiere volver a Inglaterra?
—¡No! —Elizabeth se había dado la vuelta. El ejemplar del Inferno resbaló y
todo el montón de libros se desparramó por el suelo. Se agachó con gran revuelo de
faldas y comenzó a ponerlos sobre el regazo—. No quiero irme. Pero ¿qué elección
me queda?
Curiosity había cruzado los gruesos brazos y golpeaba el suelo con el pie.
—Pero ¿qué es lo que oigo? Parece una niña que no sabe lo que quiere. Alguien a
quien no le interesara enseñar en la escuela. —Se agachó, levantó un libro del suelo y
se lo dio a Elizabeth.
—Claro que me interesa —exclamó Elizabeth, cogiendo el libro que Curiosity le
ofrecía—. Pero mi padre se interpondrá siempre en mi camino.
Aunque era raro que Curiosity riera, esta vez esbozó una sonrisa.
—Escúcheme bien, Elizabeth —dijo—. He estado a cargo de esta casa,
trabajando para su padre, desde antes de que usted empezara a respirar, y los hombres
de mi familia han cuidado de la granja el mismo tiempo. Lo conocemos mejor que
usted. Déjeme decirle… que ésta no es la peor idea que se le podría haber ocurrido.
Amenácelo y verá lo bien que sale todo. Diré a Galileo y a Manny que traigan sus

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baúles y el juez comenzará a sudar tanto que tendrá que quitarse el sombrero para no
morirse de calor. —Elizabeth rió a su pesar, un breve gemido de alegría. Curiosity
frunció el entrecejo y apretó los labios—. Siga, siga, ríase. Pero también escúcheme.
Siéntese aquí con los baúles y oiga a su padre paseándose por la casa y preguntándose
qué estrella de los cielos podría alcanzar para que usted se quedara aquí. Imaginando
que hubiera una escalera bastante larga.
—Mi padre —dijo Elizabeth— está hecho de la misma madera que mi tío
Merriweather y que todos los ingleses que he conocido. No puede tener en cuenta mi
opinión, por la sencilla razón de que no puede tenerme en cuenta a mí. ¿Qué le
parece, Curiosity? Me ve como un bien propio. Mi persona es invisible para él.
—¡Dios bendito, claro que sí! —dijo Curiosity—. Pero hay un largo camino por
delante, niña. No se detenga ahora que están a punto de abrirle los ojos al ciego.
—¿Qué se hace en estos casos? —murmuró Elizabeth—. Él no se disculpará
jamás.
Curiosity se frotó el delantal con impaciencia.
—¿Eso es lo que más desea en el mundo? Por el amor de Dios, dígame, ¿esas
palabras son para usted más importantes que su escuela, que poder levantarse y andar
en vez del encierro con que él la amenazó? Despierte, niña. El hombre está a sus pies,
¿no se da cuenta? —Dicho esto se sentó y comenzó a coger los libros y a
alcanzárselos a Elizabeth para ordenarlos—. A veces me olvido de que usted es una
joven soltera. Pero tengo el presentimiento de que es consciente de cómo piensa la
gente. Piense en lo que su padre quiere de usted y en lo que usted quiere de él; así
podrá salir adelante.
—Lo dice como si fuera una venta de caballos.
—Siempre es como una venta de caballos cuando hay que tratar con los hombres.
Blancos, negros o rojos. Y no creo que los amarillos sean muy diferentes. Todos están
hechos por el mismo Dios. —Curiosity se dirigió hacia la puerta. Elizabeth se levantó
para seguirla pero la hizo quedarse donde estaba—. Ahora siéntese ahí, lea toda la
tarde y deje que él piense que usted está haciendo las maletas. Ya verá si no está a
punto de estallar cuando ponga el jamón sobre la mesa, listo para darle todo lo que a
usted se le ocurra pedirle.
Luego desapareció escaleras abajo.
Elizabeth todavía estaba de pie viéndola marcharse cuando Curiosity gritó lo
suficientemente fuerte para que se oyera en toda la casa:
—Sí, señorita Elizabeth, enseguida le hago subir los baúles.

* * *

Cuando Julián llegaba por el camino, el juez fue a su encuentro en un estado de

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conmoción total. Después de oír la historia de su padre, Julián aceptó, a
regañadientes, interceder para hacer entrar en razón a Elizabeth. Sin embargo, ella se
negó a recibir a su hermano y contestar a cualquiera de sus preguntas. Finalmente,
aburrido por todo el asunto, Julián se fue a cenar.
—Bueno, lo conseguiste —le dijo al juez mientras se servía patatas—. Cuando se
pone así no hay modo de hacerla cambiar de opinión.
El juez apenas probó bocado. Se sentía desolado ante la perspectiva de perder a
Elizabeth. La quería mucho, a pesar de sus ideas extrañas y a veces peligrosas. Y su
ausencia haría que muchas cuestiones prácticas no pudieran resolverse.
A un lado de la sala, Curiosity observaba al juez, que seguía sin apetito. Ambos
eran viejos adversarios, ella se encargaba de la casa del modo que le parecía que
debía hacerse, y él pensaba que era su deber intervenir en algunas ocasiones. El juez
sentía una irritación soterrada y persistente porque se daba cuenta de la facilidad con
que ella lo manipulaba, con modos que se le escapaban. El sentir que siempre lo
superaban, y sobre todo tratándose de una mujer negra, le molestaba. Pero como el
juez dependía de las excelentes cualidades y del celo de Curiosity y, además, era
particularmente adicto a sus galletas y comidas, no perdía demasiado tiempo en tales
susceptibilidades.
—¿Qué le dijiste exactamente a Elizabeth?
—Le dije que no debería haber subido a Lobo Escondido sin mi permiso.
—¡Ah! —Julián comió un rato en silencio. Su apetito era excelente y el jamón
estaba a su gusto—. Eso podría ser técnicamente cierto, padre. Pero no es el modo en
que puedes hablarle a Elizabeth.
—Pero ella no puede marcharse —dijo el juez abatido—. Si no se casa con
Richard tendré que vender esta tierras.
Julián miró a Curiosity.
—Tal vez podamos discutir luego el asunto.
El juez estaba asustado ante la negativa de Julián a hablar en presencia de
Curiosity. Él siempre había tenido la costumbre de discutir sus asuntos aunque
estuviera ella delante, e incluso con ella; era tan discreta como ninguna otra criatura
lo había sido, astuta pero discreta. Al evocar el pasado, el juez no podía recordar
ninguna ocasión en que la hubiera visto hablando con alguien fuera de la familia, o en
que le hubiera dado un consejo equivocado. El juez estaba a punto de hacerle un
cumplido sin que su hijo lo advirtiera, cuando la que habló fue la misma Curiosity.
—Buenas tardes, señorita Elizabeth —dijo suavemente. Los hombres se
levantaron tan rápidamente que se les cayeron las servilletas al suelo.
Hubo un silencio que duró algunos minutos mientras Curiosity le servía la comida
a Elizabeth.
—¿Todo listo? —preguntó Julián.

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Elizabeth le dirigió una mirada fría.
—Casi. —Dejó que Curiosity le llenara el plato antes de continuar—. Curiosity.
¿Me haría el favor de preguntarle a Galileo si estará disponible mañana para llevarme
hasta Johnstown? Estoy segura de que podré contratar a alguien para que me lleve
hasta Albany.
—Antes haremos jabón con Galileo —dijo Julián apoyándose en el respaldo de la
silla para beber vino—. Papá se pregunta si hay algo que pueda decir o hacer para que
te quedes en Paradise.
La excelente comida de Curiosity producía el efecto contrario que a Julián en la
boca de Elizabeth, cada bocado le resultaba seco y sin gusto. Pero se forzó por comer
un bocado tras otro. Se comportaba con cautela, consciente de que estaba transitando
un camino desconocido y peligroso y que todo lo que deseaba estaba en peligro.
Cuando pensó que había logrado suficiente dominio de sí misma, levantó la mirada y
miró a su hermano.
—Papá sabe exactamente lo que ha de hacer para que yo me quede en casa. Pero
está claro que no piensa cumplir las promesas que me hizo antes de que viniéramos.
Por eso —dijo sin mirar a su padre—, me vuelvo con la tía y el tío Merriweather. La
vida no será tan atractiva como aquí, pero al menos las restricciones que debo
respetar están claras.
El juez abrió la boca lleno de asombro.
—¿Qué he hecho yo para merecer esta ofensa? —preguntó—. ¿Preocuparme por
el bienestar de mi hija?
—Tu preocupación no es por mí —dijo Elizabeth dirigiéndose por fin
directamente a su padre—. O, para ser más precisa, sólo lo es de forma indirecta. Si
verdaderamente te importara, te preocuparías por saber qué es lo que quiero. Pero lo
único que quieres de mí es lo que te importa a ti.
Elizabeth puso las manos en el regazo para dominar el temblor. La idea de airear
sus verdaderos sentimientos sin considerar los buenos modales ni la pertinencia de lo
que tenía que decir la exasperaba. Con más calma de la que en realidad tenía miró a
su padre a la cara.
—¡Pero si estoy haciendo los arreglos para que tengas tu escuela! A un precio
considerable teniendo en cuenta la situación en la que estamos.
—Sólo después de que la reclamé delante de tu amigo —dijo Elizabeth con calma
—. Y mientras tanto no tengo un lugar donde comenzar a trabajar.
—Es que no hay ningún lugar en el pueblo que sea adecuado para tu propósito.
¿Verdad? ¡Pregúntale a quien quieras. Pregunta, pregúntale a… Curiosity! —Se
volvió hacia la mujer, que estaba ante a la mesa con las manos cruzadas—. ¿Verdad,
Curiosity, que no hay ningún lugar que se pueda utilizar como escuela?
—En el pueblo no —contestó ella asintiendo—. Pero está la vieja cabaña —

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añadió logrando que el juez se pusiera tenso y la mirara fijamente—. Eso podría
servir.
Elizabeth alzó la cabeza sorprendida. Curiosity le devolvió la mirada impasible.
—¡La vieja cabaña! —Julián se volvió hacia su padre, atónito—. ¿Cuál es esa
vieja cabaña?
—En la montaña de Lobo Escondido, justo delante del campo de fresas —dijo
Curiosity, cuando el juez no pudo hacer otra cosa que tartamudear—. Es sólo una
cabaña, pero se puede reparar.
—Está muy claro que mi padre no quiere que yo enseñe en una escuela —dijo
Elizabeth—. De otro modo ya me habría sugerido lo de la cabaña.
Finalmente el juez pudo hablar.
—¡Eso no es cierto!
Estaba furioso con Curiosity por haberlo traicionado de ese modo, al mismo
tiempo que deseoso de hacer las paces con Elizabeth.
—La cabaña es demasiado vieja para los propósitos de Elizabeth; de no ser así, ya
se la habría ofrecido.
—Ya veo —dijo Elizabeth—. ¿Quieres decir entonces que si la cabaña sirve a mis
necesidades y a mí me satisface, me la dejarías hasta que esté construida la escuela?
Hubo un silencio mientras el juez libraba un combate interior para encontrar la
respuesta acertada. Miró alternativamente a cada uno de sus hijos y luego a Curiosity.
—Si crees que puede servir —dijo finalmente—, sí.
—Y otra cosa más —dijo Elizabeth apretándose fuerte las manos debajo de la
mesa. El juez estaba completamente derrotado. Elizabeth estuvo a punto de sentir
lástima, pero notó los ojos agudos de Curiosity que la miraban; supo que era el
momento de avanzar—. Yo elegiré a mis amigos y seguiré mi camino sin ninguna
intromisión por tu parte. De ninguna clase.
La sonrisa siempre presente de Julián había desaparecido y miró a su padre
inquieto, pero el juez sólo veía a su hija.
—¿Qué te da tal autoridad? —preguntó el juez con voz cansada.
—Yo me la doy. Tengo autoridad sobre mí —dijo Elizabeth—. ¿No te son
familiares estas palabras, padre? «Es necesario que un hombre confíe en sí mismo
para que sea feliz».
El juez levantó la mirada, una chispa de su antiguo carácter asomaba en sus ojos.
—¡Te daré lo que quieras con la condición de que dejes de citar a esa mujer!
Elizabeth levantó la mirada hasta alcanzar los ojos de su padre.
—Me complace mucho saber que hemos llegado a un acuerdo. Habría lamentado
mucho tener que dejar esta casa.
—Entonces el trato está hecho —dijo el juez con voz seca y volviéndose hacia su
plato para buscar consuelo en la comida.

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—Pero… —continuó Elizabeth y el juez se puso rígido; sus dedos pálidos y
temblorosos hacían chocar el cuchillo y el tenedor— la frase no era de la señora
Wollstonecraft.
—¿No?
—No —dijo Elizabeth con una sonrisa—. Es de Tom Paine, de Los derechos del
hombre.

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Capítulo 12

—Señorita Elizabeth, creo que Washington podría haber aprovechado su talento —


susurró Henry Smythe dejando caer un montón de libros al suelo—. Estoy seguro de
que usted podría haber encontrado botas y mantas cuando estábamos helándonos en
el Potomac allá por el setenta y seis.
El tono de su voz era seco, pero sonreía amablemente y Elizabeth entendió que se
trataba de un cumplido.
—Bien, entonces tal vez podría echarme una mano con la leña. No podemos
permitir que los dedos de su nieto se congelen.
—No hace frío ahora —observó Anna Hauptmann una vez que Henry cerró la
puerta tras él. Estaba colgando las cortinas y observaba la cabaña subida a un banco
—. Jamás habría creído que podría caber tanta gente en un lugar tan pequeño.
Elizabeth miró alrededor de ella con satisfacción. Era verdad, tras dos semanas la
transformación de la cabaña estaba casi terminada. Jed McGarrity, con la ayuda de
sus dos hijos, hacía las reparaciones finales en la construcción. Isaac Cameron y sus
hijos estaban dando los toques finales a las estanterías de libros y a la pizarra,
mientras que Charlie LeBlanc y otros dos hombres ajustaban las patas de las mesas y
los bancos. Martha Southern había subido a barrer el suelo y a cubrirlo con una
especie de alfombra hecha con retales.
Detrás de la cabaña, otro grupo de hombres construía un baño, cortando y
clavando maderas y despejando un sendero en dirección al arroyo que proveería de
agua a la escuela.
—Ahora sólo necesitamos a los niños —observó Anna dirigiendo una mirada
significativa a Martha Southern.
Martha dio a Anna otro par de cortinas y se sonrojó. La más joven se tocaba el
gorro de muselina con una mano áspera.
—Espero poder enviar a mi Jemima, señorita Elizabeth —dijo—. Le pido a Dios
que mi esposo se dé cuenta de la importancia de la educación.
—Eso requeriría la intervención directa de Dios —murmuró Anna.
Elizabeth sabía que las mujeres esperaban que tomara parte en aquella
conversación; de hecho, los hombres habían disminuido el ruido para oír su
respuesta. Pero ella se dio media vuelta y se dedicó a desenvolver el siguiente
paquete de libros. Elizabeth había resuelto no involucrarse en discusiones, sabía que
no podría convencer a gente como Moses, el marido de Martha, y temía que los otros
se asustaran si se empeñaba en hacerlo.
Aquel breve silencio fue interrumpido por el ruido que provenía de los
respectivos estómagos de Ian y de Rudy McGarrity, de nueve y diez años, pero que

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podían pasar por gemelos. Se miraron bajo las rubias cabelleras para sonreír con una
actitud que se parecía mucho más al orgullo que a la vergüenza.
—Bueno, Jed —dijo Anna cuando terminaron las risas—. Las tripas de tus hijos
nos dicen que es hora de comer.
—Y la comida estará esperando sobre la mesa, mi mujer es así. —Jed abrió la
hoja de la ventana que había estado arreglando y buscó el sombrero—. Volveremos
mañana a primera hora, señorita Elizabeth. Ya no queda mucho por hacer.
Los otros también concluían el trabajo del día y se disponían a buscar los abrigos.
—¿Puedo acompañarla a casa? —preguntó Charlie LeBlanc a Elizabeth, como
había hecho todos los días desde que empezó a trabajar en la cabaña.
Por el rabillo del ojo, Elizabeth vio la risa en la cara de Anna Hauptmann, e
intentó no prestarle atención. Le resultaba todavía muy difícil ser el centro de
atención de tantos hombres jóvenes; sin embargo, aumentaba su habilidad para
responder graciosamente.
—Gracias —dijo—. Pero me gustaría desenvolver estos libros.
Dio las gracias a cada uno de los trabajadores llamándolos por su nombre y se
quedó en la galería envuelta en el chal, hasta que todos desaparecieron por el sendero
en busca de la comida del mediodía y de las tareas de la tarde.
Martha se había quedado un poco más atrás. Su cara, pecosa incluso en lo más
crudo del invierno, estaba seria.
—Usted no puede comer libros, lo sabe —dijo.
Distraída, acarició la redonda forma de su vientre como si le enviara el mensaje al
niño que dormía allí, afortunadamente a salvo del hambre. Martha se ocupaba de los
trabajos domésticos desde los nueve años, primero para su padre y luego para su
marido; no parecía ser capaz de pasar por alto esa función básica de la vida que era
asegurarse de que la gente estuviera bien alimentada.
—Muchas gracias por su preocupación —replicó Elizabeth—. Sólo me quedan
algunas cosas por hacer, luego iré a casa y allí Curiosity me dará la comida.
Martha, satisfecha, hizo una inclinación de cabeza. Pero todavía no se marchaba.
—No creo que mi Moses cambie de idea acerca de la escuela —dijo—. Espero
que usted me perdone.
—Me apena mucho oír eso —dijo Elizabeth—. Pero no tengo nada que
perdonarle.
—Jemima se pondrá muy triste. Pero tal vez… ¿podamos pedir de vez en cuando
algún libro prestado a la escuela? Me gustaría mucho leer al anochecer.
—Siempre será bienvenida para pedir libros. ¿Le gustaría llevarse alguno hoy?
A Martha se le iluminó la cara con una sonrisa tímida.
—Me gustaría, pero me parece que será mejor que no, señorita Elizabeth. No
hasta que le haya preguntado a Moses. Usted sabe cómo son los hombres algunas

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veces.
Elizabeth asintió con la cabeza reprimiendo los deseos de pronunciar palabras que
no servirían para nada bueno.
Cuando Martha estaba a punto de llegar al sendero se volvió y levantó la mano
para decir adiós.
—¡No se olvide de comer! —gritó, y Elizabeth le hizo una seña para darle a
entender que lo recordaría.

* * *

Podría haberse olvidado de la comida, porque en el paquete de libros que tenía


delante había muchos recuerdos. Uno por uno fue sacando los de mitología romana y
griega, las historias de los dioses germanos, pasando algún tiempo con el azaroso
Peer Gynt. Luego cogió las obras de teatro que tanto la habían entretenido y
fascinado en la adolescencia: la tonta Julieta, herida de amor; Enrique V, que le había
inspirado la idea de disfrazarse de varón y partir a la guerra; el Doctor Fausto, que
todavía la hacía estremecer hasta la médula y The rover, de la señora Behn, que la
hacía sonreír.
—Perdida entre los libros, como siempre —dijo Julián bajo la puerta. Elizabeth
levantó la cabeza.
—¡Hemos traído la comida! —gritó Katherine Witherspoon llegando tras él.
Tenía las mejillas rojas de frío y se reía mientras se sacudía la nieve de los
hombros y la capucha.
Elizabeth se adelantó para coger la cesta que llevaba Julián, que inmediatamente
comenzó a pasearse por la cabaña pegando la nariz a los rincones y olfateando sin
delicadeza a la luz de la lámpara.
—Supongo que esto servirá para que comiences con tus clases. Aunque no puedo
imaginarme cómo será estar aquí encerrado cuatro horas diarias con una pandilla de
mocosos.
—No sigas —dijo Elizabeth sacando del paquete el pastel de jamón y queso que
había preparado Curiosity.
—Yo creo que es muy bonito —le dijo Kitty a Elizabeth con voz de complicidad,
con la intención clara de que Julián la oyera—. Yo estudiaba en la mesa, primero con
mi padre y luego con Richard, y me parece que este lugar será mucho más divertido,
estoy segura.
—Ah, sí, muy divertido —contestó Julián con suavidad—. Si es que no se les
ocurre cortarse el cuello unos a otros.
—Julián.
—Lo lamento, Lizzie. Trataré de ver las cosas por el lado más positivo sólo para

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complacerte.
Se sentaron alrededor de la comida y comieron. La conversación estuvo en manos
de Kitty y de Julián, que se reían y hablaban de cosas que a Elizabeth no le
interesaban en absoluto. Kitty estaba muy animada y Elizabeth pensó que si en otro
tiempo había depositado sus esperanzas en Richard Todd, en aquel momento tenía
toda la atención concentrada en Julián. Lo cual era algo muy triste, porque ella
conocía muy bien a su hermano y no dudaba que no se uniría a un ser como Kitty. Si
es que llegaba a casarse, sería sólo por un movimiento calculado que le permitiera
lograr comodidades, cosa imposible con Kitty. Elizabeth se preguntaba si habría
algún modo de advertir a Julián que estaba jugando un juego peligroso, pero se dio
cuenta de que él ya lo sabía. Después de todo, el juego y el peligro eran lo único que
le interesaba.
—¿Cuándo comienzan las clases? —preguntó Kitty.
—Es muy amable por tu parte demostrar tanto interés. Creo que podré convocar
la primera reunión el próximo lunes.
—Ah, bien —dijo Katherine—. Buenas noticias, ¿verdad, Julián? Verás, tu
hermano y yo queríamos hablarte de un viaje a Johnstown. Ya han pasado dos meses
desde la última vez que estuve allí, me gustaría ver a mis amigos los Bennett y las
telas…
—Yo no puedo ir por ahora —la interrumpió Elizabeth.
—Ah, vamos —dijo Julián moviendo la mano para rechazar aquellas palabras—.
Necesitas un pequeño descanso antes de comenzar las clases, ¿no te parece? Un viaje
te sentará muy bien.
Mientras comía, Elizabeth pensó en aquella posibilidad, dejándolos hablar del
viaje sin participar en la charla. Estaba claro que para Julián el viaje a Johnstown era
una necesidad; él iría de todos modos, tanto si su hermana iba con él como si no. Si
ella lo acompañaba podría vigilarlo para que no se metiera en problemas. Cuando
Julián perdió su dinero había recurrido a ella o había firmado pagarés en nombre de
su padre.
Si Elizabeth no iba, Kitty Witherspoon no podría ir a Johnstown tampoco. No
podía viajar sola con Julián.
—Supongo que a papá no le interesa viajar a Johnstown —dijo Elizabeth—. De
otro modo no estaríais preguntándome a mí.
—Ah, has roto mi corazón con tus palabras —dijo Julián riendo—. Pero quiero
que vengas tú y por eso te lo pido. ¿Qué otra persona podría mantenerme a salvo de
los problemas? ¿Vendrás?
Llamaron suavemente a la puerta y, agradecida por la interrupción, Elizabeth se
levantó inmediatamente.
—Muchas Palomas —dijo sorprendida y algo confusa—. Abigail. Me alegro de

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verte. Por favor, entra.
Julián se levantó mientras la joven entraba. Pero ni él ni Katherine se acercaron.
—Puedo… —comenzó a decir Elizabeth y de pronto se detuvo pensando en cuál
sería el mejor modo de presentarlos.
Muchas Palomas se quitó la capucha de la cabeza y dio un paso adelante,
ofreciendo la mano por su cuenta.
—Buenos días, señorita Katherine.
Kitty hizo una inclinación de cabeza con la boca medio torcida. Elizabeth no
sabía si era porque le molestaba que se hubiera interrumpido la conversación, o
simplemente por disgusto hacia la mujer.
—Mi nombre es Muchas Palomas —dijo en voz baja, extendiendo la mano a
Julián—. Pero por favor, llámeme Abigail si lo prefiere.
Elizabeth estaba tensa, esperando la reacción de Julián; entonces lo miró
fijamente y se quedó muy sorprendida. Su hermano estaba mirando a Muchas
Palomas con expresión atónita. No había en su rostro ninguna señal de hostilidad ni
de ironía, dos emociones que parecían regir todos sus actos.
—Muchas Palomas le sienta mejor —dijo, sonriendo de un modo que Elizabeth
no le había visto desde que era niño.

* * *

Cuando Muchas Palomas aceptó el asiento que le ofrecieron y también una ración
de comida, siguió un repentino e incómodo silencio. Tranquilo como no solía estarlo,
Julián dejó que Katherine y Elizabeth se encargaran de proseguir la conversación sin
su ayuda. Muchas Palomas parecía estar contenta sólo con permanecer allí sentada
escuchando, aunque su atención se desviaba continuamente hacia la estantería de los
libros.
Más nerviosa y agitada de lo habitual, Katherine continuaba mirando a Julián para
que confirmara sus frases o contestara las preguntas, pero Julián estaba distraído.
Mantenía los ojos fijos en un pedazo de pan casero que deshacía poco a poco, grano a
grano. Katherine se vio forzada a llevar la conversación sola y dirigía sus
comentarios a Elizabeth, pero luego pareció que lo pensaba mejor y también se volvía
hacia Muchas Palomas.
—Julián y yo estábamos hablando con Elizabeth de hacer un viaje a Johnstown.
Esperábamos que ella pudiera disponer de algunos días. Pero piensa que su escuela
saldría perjudicada si inicia las clases un poco más tarde de lo previsto.
—Mi familia viajará a Sacandaga —dijo Muchas Palomas haciendo que tanto
Julián como Elizabeth levantaran la mirada a un tiempo—. Mañana.
—¿Viajarán? —preguntó Katherine—. ¿Todos?

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—No, en absoluto. —Muchas Palomas se sintió de pronto incómoda, como si
hubiera hablado más de la cuenta—. Ojo de Halcón y su padre se quedarán para… —
Se produjo una pausa corta, durante la cual Elizabeth imaginó muchas cosas—. Para
vigilar las trampas.
—¿Y por qué razón van a hacer ese viaje en pleno invierno? —preguntó Julián
que hablaba por primera vez, pero con la mirada fija en su plato.
—El tío ha venido para anunciar la Ceremonia del Invierno —dijo Muchas
Palomas, aunque no explicó a quién se refería con «el tío»—. Iremos a la casa larga
de la Tortuga en el Gran Valle.
—¿Cuánto tiempo estaréis allí? —preguntó Elizabeth con una sensación de
extrañeza y vacío al pensar que Nathaniel estaría lejos.
—Cinco días, creo. —Se volvió hacia Elizabeth—. Lo que he venido a decirle es
que Hannah no estará aquí si es que usted piensa empezar las clases la semana
próxima. Mi madre me ha hecho venir para decirle que vendremos una semana
después.
Katherine trataba de ocultar su perplejidad. El resultado era una extraña
contorsión en la cara, que en otra ocasión a Elizabeth le habría parecido cómica.
—¿Tienen la intención de asistir a la escuela? —preguntó con incredulidad
Katherine, mirando alternativamente a Muchas Palomas y a Elizabeth.
Desde la conversación que había tenido con Nathaniel dos semanas antes,
Elizabeth no había hablado con nadie acerca de la posibilidad de que Hannah y
Muchas Palomas fueran a la escuela. Pero en aquel momento estaba claro que
Nathaniel no lo había olvidado, que había mantenido su promesa y había hablado con
Atardecer. Había consentido en mandar a su hija a la escuela. Elizabeth se sintió
inundada por una mezcla de satisfacción, seguridad y agradecimiento. Y se dio cuenta
de que él le había concedido algo muy importante, su confianza. Aquél era el mensaje
que le llevaba Muchas Palomas.
—Abigail está de acuerdo en ser mi ayudante —dijo Elizabeth confiando en que
la muchacha no la desmentiría.
—¿Ah, sí? —dijo Katherine fríamente—. ¿Qué piensas de este proyecto? —
preguntó directamente a Julián.
Los ojos de Julián se posaron en Muchas Palomas, y pasaron por Katherine hasta
llegar a Elizabeth.
—Bueno, si eso significa que Elizabeth vendrá a Johnstown porque su ayudante
no estará disponible la semana próxima, supongo que es un acuerdo ventajoso,
aunque… si se considera desde otra perspectiva, muy poco ortodoxo —dijo
volviendo al tono habitual que parecía haber perdido cuando llegó Muchas Palomas.
Elizabeth se quedó con Muchas Palomas cuando Julián y Katherine se fueron.
Katherine se sentía contrariada por aquel arreglo. Elizabeth quería preguntarle a

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Muchas Palomas cómo había sido tomada la decisión de que Hannah fuese a la
escuela, pero cuando se quedaron solas no supo cómo sacar el tema.
En cambio, le enseñó a Muchas Palomas todo lo que se había hecho para
convertir la cabaña en una escuela. La joven estaba tan interesada en la cabaña y sus
progresos, en los libros, mapas y dibujos, que tenía mucho que comentar. Preguntó
varias cosas y prestó mucha atención a las respuestas de Elizabeth.
Después de un rato, Muchas Palomas se interrumpió y comenzó a vacilar.
Elizabeth se dio cuenta de que iba a cambiar el tema de la conversación.
—¿Irá a Johnstown, entonces? —preguntó Muchas Palomas.
—La verdad es que no lo sé —respondió Elizabet—. ¿Por qué?
Muchas Palomas negó con la cabeza y entonces, con otro cambio de dirección,
miró por la ventana y finalmente surgió de su cara una sonrisa.
—Nathaniel —dijo, al mismo tiempo que alguien llamaba a la puerta—. Y Huye
de los Osos.

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Capítulo 13

—Le prometí llevarla a ver los cimientos de su escuela —dijo Nathaniel, mientras
saludaba con la mano.
—Hola —dijo Elizabeth con voz grave.
Estaba decidida a no dejar que una sonrisa tonta echara a perder el aire amistoso,
pero distante, que tanto se esforzaba en mantener. Tenía el pulso agitado y tuvo que
reprimir el impulso de sacar el pañuelo para secarse la frente.
Nathaniel señaló con una inclinación de cabeza al hombre que lo acompañaba
pero sin apartar los ojos de Elizabeth.
—Éste es Huye de los Osos.
—Muchas Palomas —dijo Elizabeth mientras Huye de los Osos extendía la mano
para saludar—. ¿Éste es el tío que mencionaste?
—Me llaman tío porque vengo a buscarlos para la Ceremonia del Invierno. La
semana que viene volveré a ser simplemente Huye de los Osos.
Tenía una sonrisa amistosa, pero Elizabeth se dio cuenta de que no era por ella,
sino por Muchas Palomas, que de pronto se había quedado callada. Era difícil de
determinar, pero Elizabeth pensó que tal vez tuviera unos treinta años. Tenía la misma
cara angulosa de Nutria, la misma piel oscura y brillante, aunque en ella había señales
de lucha y también una línea de tatuajes que partían del puente de la nariz. Tenía
pendientes de plata colgando de ambas orejas y plumas trenzadas en el pelo. Debajo
de su ropa de piel de ciervo y pieles se notaba que era fornido. Llevaba encima todo
un arsenal de armas: un rifle largo, un cuchillo y algo que se parecía a una maza de
guerra. A pesar de sus modales resueltos y de su sonrisa, el hombre parecía no temer
a nada en el mundo. Elizabeth se preguntaba si llegaría a saber el porqué del nombre
que llevaba.
—Tío es el que siempre viene a llamar a los kahnyen’kehaka para la Ceremonia
del Invierno —explicó Nathaniel.
—Ya le he hablado de la Ceremonia del Invierno —dijo Muchas Palomas con
impaciencia—. ¿Vamos a ver la escuela o no?
—Tú no —dijo Nathaniel—. Atardecer te está esperando en casa, será mejor que
vuelvas enseguida. —Luego miró a Huye de los Osos y sonrió, la primera vez que
sonreía desde que había llegado—. Puedes enseñarle el camino —dijo añadiendo algo
en kahnyen’kehaka que hizo que Muchas Palomas le diera un empujón mientras salía
de la cabaña.

* * *

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—Le gusta azuzar a la gente —le dijo Elizabeth a Nathaniel mientras bajaban por
la ladera de la montaña—. Creo que es una debilidad.
—¿Sí? Bueno, Botas, me parece poco peligrosa.
—No sé si me gusta que me llame usted de ese modo —dijo Elizabeth un poco
contrariada—. Botas, quiero decir.
Nathaniel la miró por encima del hombro.
—Le queda bien ese nombre.
—Pero es que yo ya tengo un nombre y no es Botas.
—Una persona puede tener más de un nombre.
Ella se sorprendió.
—¿De veras? ¿Cuántos nombres tiene usted?
—Ah, un montón.
Callaron durante unos instantes hasta que Elizabeth no pudo resistir y le preguntó.
—Los kahnyen’kehaka me llaman «Lobo que Corre Rápido» —contestó él—.
Pero mi madre… me llamaba Nathaniel.
—Bueno —dijo Elizabeth—. Entonces entenderá que mi madre me diera un
nombre que no es precisamente Botas.
—Tiene razón —admitió inmediatamente Nathaniel—. Ese nombre se lo ganó
usted sola. Los indios tienen nombres que traen al mundo y nombres que se ganan.
Chingachgook la llama a usted Hueso en la Espalda.
Se quedó petrificada.
—¿Hueso en la Espalda?
—No es un insulto.
Elizabeth levantó enseguida la cabeza pero no pudo sacar nada en claro de la
expresión de Nathaniel.
—¿Y por qué le parece que Botas es el mejor nombre que me puede dar?
—Ésa no es una pregunta adecuada para una señorita —dijo Nathaniel algo
divertido.
—Algún día —dijo Elizabeth— lamentará tener esa fea inclinación a gastarle
bromas a la gente. Tenga cuidado, nunca se sabe cuándo se puede estar al otro lado de
la barrera.
Nathaniel se detuvo y apartó una rama para que pudiera pasar.
—Entonces ¿usted querría mostrarme lo que me estoy perdiendo? —le preguntó
mientras pasaba a su lado.
—Tal vez, algún día —dijo ella con la cabeza erguida, y pegó un salto dejando
que la rama cayera y la golpeara en la espalda.
Pero no era día para enfados, el tiempo era hermoso y claro, en una semana
podría comenzar con sus clases en la escuela y la hija de Nathaniel sería una de sus
alumnas. Elizabeth quería hablar con él del asunto, pero no sabía cómo sacar el tema

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sin que aparecieran otros que por el momento no quería tocar.
«¿Qué quiero yo de Nathaniel?» Desde que le había preguntado aquello hacía dos
semanas, la idea no había desaparecido de su cabeza.
Estaban bajando la montaña por un sendero que ella no conocía, moviéndose por
un ancho campo de pinos y píceas. Una vez más Nathaniel iba delante, una vez más
Elizabeth tenía ocasión de mirarlo sin que él la viera. En aquel momento, pensó ella,
era suficiente estar allí con Nathaniel y darse cuenta de que sabía algo más de él, era
un hombre de palabra, cumplía sus promesas.
—¿Huye de los Osos se casará con Muchas Palomas? —preguntó Elizabeth.
Sin detenerse, Nathaniel contestó.
—Me parece que está muy claro.
—Ella parecía estar… nerviosa —dijo Elizabeth—. Y supongo que eso explica su
broma. ¿Qué le dijo a Huye de los Osos en kahnyen’kehaka?
—Le dije que vigilara, que la nieve puede quemar igual que los besos.
—Ah, ahora entiendo por qué Muchas Palomas se puso así. Supongo que Huye
de los Osos es del clan Lobo.
—No, Tortuga —dijo Nathaniel—. Y eso es bueno. Va contra las costumbres de
los kahnyen’kehaka tomar esposa de la misma casa familiar. Es como casarse con una
hermana.
—¿Eso quiere decir que…?
—Yo no fui adoptado por el clan Lobo —dijo Nathaniel—. No me habría
detenido eso si la hubiera deseado. Pero no la deseaba. —Miró a Elizabeth por
encima del hombro—. De modo que no tenía usted motivos para estar celosa.
—¡No estaba celosa! —exclamó Elizabeth con una voz poco convincente.
—No le dé muchas vueltas a la cabeza, Botas —dijo con ligereza Nathaniel
continuando la marcha—. Usted no puede disimular conmigo como hace con los
demás.

* * *

Junto a su padre, Elizabeth había examinado la extensión de la propiedad vecina


al pueblo. El juez había señalado un lugar en especial que podía pactar con un
granjero. Pero Elizabeth lo rechazó inmediatamente porque estaba demasiado cerca
de la casa. El sitio que ella quería, y casi había convencido al juez para que se lo
dejara para construir la escuela, estaba en un extremo del pueblo, a unos ochocientos
metros de la granja más cercana. El camino que salía del pueblo pasaba a través del
bosque y a lo largo de un arroyo que bajaba de la montaña y desembocaba en el lago
de la Media Luna. En el lugar en que se unían el arroyo y el lago había un cuarto de
acre de terreno cenagoso; hierbas y raíces asomaban entre el hielo. En una cuesta que

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había entre la ciénaga y el bosque, en un claro natural, Nathaniel construiría la
escuela.
—Sí —dijo Elizabeth con suavidad mientras avanzaban y salían del bosque—,
éste es el lugar exacto.
Y sin dudar dio unos pasos para situarse en el lugar donde se alzaría su escuela.
—Esa elevación que hay ahí protegerá la escuela del viento —señaló Nathaniel
mientras ella rodeaba la estructura del edificio.
Se detuvo cerca de un gran montón triangular de troncos cuyas puntas
sobresalían.
—El agua está cerca, pero tiene un buen trecho hasta su casa.
—Era lo que quería —dijo Elizabeth distraída.
Demasiado contenta y excitada para dejar de moverse, pasó por encima de una
pared a medio construir y se puso en el centro de lo que pronto sería la habitación
principal de la escuela.
—Ventanas allí, allí y allí —dijo señalando varios puntos—. Y allí —añadió
volviéndose. Necesitamos la primera luz de la mañana.
—Ya he pedido los marcos y persianas —dijo Nathaniel—. Aunque el juez no
está muy contento con el precio.
Elizabeth sonrió entonces.
—Me lo imagino.
Daba vueltas por la habitación con los brazos cruzados y apretados contra el
cuerpo, y se volvió hacia Nathaniel con las faldas arremolinándose.
—Esto podría ser mío.
—Desde luego —Nathaniel le respondió levantando una ceja—. Pensé que ése
era justamente el proyecto.
—No, no —dijo ella negando con la cabeza—. Esto… —señaló todo el entorno
—. Esto podría ser mío, mi espacio, mío. Podría ser mi casa. —Se detuvo ante el
lugar donde estaría la chimenea—. Mi escritorio junto a la ventana. Estantes con
libros. Una cama en el rincón…
Se interrumpió y rió inconscientemente.
Nathaniel se había apoyado en los troncos, pero sus ojos la seguían en cada uno
de sus movimientos. La capucha de Elizabeth había caído y los mechones de pelo le
adornaban la cara como guirnaldas. Le brillaban los ojos por la energía y la
satisfacción que sentía y Nathaniel se preguntaba cuánto tiempo podría mantener la
promesa que había hecho de no tocarla sin que ella se lo pidiera.
—Bueno —respondió por fin—. ¿Por qué no?
Ella dejó de sonreír.
—¿Una mujer viviendo sola?
—Si eso es lo que más desea en el mundo, Botas.

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Ella se dio la vuelta y le habló por encima del hombro.
—¿Podría imaginar la reacción de mi padre? —Luego clavó la mirada en él,
atravesó el lugar y llegó hasta donde estaba, le cogió las manos con las suyas—. Es
suficiente por ahora —dijo—. Y tengo que darle las gracias.
El pendiente que tenía Nathaniel en la oreja brillaba al sol mientras él negaba con
la cabeza.
—No me tiene que dar las gracias —contestó bruscamente—. Es el trabajo para el
cual me contrataron.
—Gracias de todas maneras, y gracias por Hannah —dijo Elizabeth—. Estoy muy
contenta de que venga a la escuela.
—Eso se lo debe a Atardecer —dijo Nathaniel—. Dejé que ella tomara la
decisión.
Elizabeth levantó la cabeza y le sonrió.
—¿De veras? —dijo—. ¿Eso es lo que quiere que crea? —Dejó caer las manos de
él y dio un paso atrás—. Déjeme decirle algo, señor Bonner. Usted no puede
disimular conmigo como hace con los demás. —Nathaniel se acercó para cogerla
pero ella se apartó—. Ah, no, usted me lo prometió.
—No sólo me está provocando —señaló Nathaniel—, sino que además está
coqueteando descaradamente. Ésa no es la clase de comportamiento que esperaba de
usted.
Elizabeth se sorprendió mucho al oír aquellas palabras y la verdad se le presentó
sólo con un destello de reconocimiento. Lo que ella quería de Nathaniel era simple:
quería que la oyera porque se había enamorado de él. Lo miraba dejando ver en su
rostro todo lo que había quedado claro desde que tuvieron aquel encuentro fugaz e
intenso en el bosque. Por el rabillo del ojo, Elizabeth registró un haz luminoso y
sintió una repentina ráfaga de aire en su mejilla cuando la bala pasó a su lado y se
dirigió a otro blanco.
Nathaniel dejó escapar un grito de sorpresa, se adelantó para proteger a Elizabeth
y cayó al suelo haciendo que ella también cayera. Su peso sólido la aprisionó contra
la nieve de pies a cabeza, su sangre le calentaba la mejilla.
El mundo pareció desvanecerse por un momento. Cuando se le aclaró la vista,
Elizabeth se dio cuenta de que Nathaniel la estaba mirando. Cerró los ojos, dejando
que oleadas de alivio y las náuseas invadieran su cuerpo. Él se volvió pero se quedó
cerca de ella.
—¿Estás bien? —preguntó volviendo a tutearle—. ¿Estás herido?
—Sólo es un rasguño —dijo él tocándose la cara.
Elizabeth le cogió la mano para examinar la herida. Había un surco rojo poco
profundo, de unos dos centímetros de largo, del que manaba sangre abundantemente.
Algunos granos de pólvora habían quedado pegados a los bordes de la herida como si

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fueran pimienta.
—Alguien te ha disparado —dijo atónita. Luego se levantó y comenzó a caminar
hacia el bosque.
Nathaniel se sorprendió tanto al principio que no podía creer lo que estaba
viendo: Elizabeth marchaba con decisión tras el hombre que tenía el rifle.
Maldiciendo en voz baja fue en su búsqueda y la cogió de la muñeca para arrastrarla
hasta el lugar donde se alzaba un pedazo de pared de la escuela.
—¡Ven aquí!
Él avanzaba con rabia entre los árboles intentando con todas sus fuerzas
detenerla.
—Pero alguien te ha disparado —dijo ella finalmente, al darse cuenta de que no la
dejaría seguir.
—No es la primera vez —dijo él secamente—. Y probablemente no será la última
tampoco. Aunque debo admitir que me gustaría no sufrir estas incomodidades. —
Hubo una pausa tensa y entonces Nathaniel sonrió—. Por Dios, Elizabeth, ¿qué te
proponías hacer? ¿Cogerlo de la oreja y llevarlo ante el juez?
Elizabeth parecía sorprendida.
—No sé qué es lo que pensaba —dijo—. No creo que nadie fuera a dispararme a
mí, supongo.
—Bueno, en eso puede que tengas razón —dijo Nathaniel con dureza—.
Quienquiera que haya sido, ha escapado hace rato.
Se aproximó a Elizabeth y le quitó la nieve que tenía en la capa. Ella levantó la
mano y volvió a tocarle la mejilla.
—¿Quién pudo hacer semejante cosa? Tendremos que encontrarlo.
—¡Elizabeth! —las manos de Nathaniel se elevaron hasta los hombros de ella—.
No le digas a nadie lo que ha pasado, no se lo digas a nadie. —Elizabeth dio un salto
—. No estoy herido —dijo con más calma—. Y todavía no es el momento de sacar
las cosas a la luz.
Entonces ella comenzó a temblar y él la abrazó mientras observaba la orilla del
río por encima de su cabeza.
—Todo va bien —dijo él—. Todo va bien. Ya se han ido. No hay nada que temer.
Elizabeth agradecía el ánimo y la tranquilidad de Nathaniel: era reconfortante
estar entre sus brazos. Justo en aquel momento, más asustada de lo que ella misma
habría admitido, oyó las palabras suaves y amables que le susurraba Nathaniel, sintió
el leve contacto de sus manos en el pelo y una seguridad más seductora que el abrazo.
Permaneció pegada a él y pronto dejó de temblar.
Nathaniel se separó un poco para observarla detenidamente. Le acarició una vez
más el pelo y esbozó una sonrisa.
—Hay sangre en tu mejilla —le dijo a Elizabeth frotando el punto con su dedo

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pulgar, los otros dedos jugaban con los pelos que Elizabeth tenía detrás de la oreja.
Entonces Nathaniel acercó más la cabeza y le selló la boca con sus labios—. Prometí
no hacerlo, pero a lo mejor puedes disculparme, dadas las circunstancias.
El rostro de Elizabeth perdió su aspecto pasmado y echó a andar como si acabara
de despertarse.
Salieron de la escuela en silencio. Mirando hacia atrás, Elizabeth pudo ver el
conjunto de la construcción en el pequeño claro, la curva del arroyo, que desaparecía
en el lago de la Media Luna. Un lugar hermoso, pero se preguntaba si olvidaría lo que
había pasado allí aquel día.
Nathaniel caminaba junto a ella sin hablar, con la atención puesta a ambos lados
del camino y sin dejar de sujetar firmemente el rifle. Durante unos minutos ninguno
de ellos pronunció una sola palabra.
—Esto debe de ser por Lobo Escondido —dijo lentamente Elizabeth.
Nathaniel se encogió de hombros.
—Puede que sí, puede que no —dijo—. Algunas veces los hombres pelean por
causa de una mujer.
Aunque estaba muy conmovida por todo lo sucedido, Elizabeth no pudo hacer
otra cosa que echarse a reír.
—No pensarás que es por mí, ¿verdad? Eso me parece de lo más improbable.
La idea de que los hombres la desearan tanto que pudieran dispararse entre ellos
le resultaba extraña y hasta molesta, y no encontraba en eso ninguna satisfacción.
Tenía miedo de mirar a Nathaniel, miedo de ver la expresión que pudiera haber en su
cara.
—Te diré lo que pienso —dijo Nathaniel en voz baja—. Pienso que Richard Todd
quiere Lobo Escondido y que el camino más rápido para lograrlo eres tú.
Entonces se detuvo y, al mismo tiempo que miraba a su alrededor, Nathaniel
cogió a Elizabeth del brazo y la llevó hasta las oscuras sombras azules de un grupo de
pinos.
Elizabeth levantó la mirada, se encontró con la cara de Nathaniel a pocos
centímetros de la suya y dejó caer la cabeza.
—Ahora —continuó Nathaniel—, necesitamos Lobo Escondido. No hay otra
posibilidad. Si no, tendremos que irnos a las selvas vírgenes y vivir donde los zorros
nos dejen.
—Así que tú estás en la misma situación que Richard —dijo en voz baja
Elizabeth.
Las manos de Nathaniel apretaron los hombros de ella hasta que tuvo que rendirse
y mirarlo; entonces la observó fijamente.
—Escucha bien. Richard quiere la montaña y quiere usarte a ti para obtenerla. —
Elizabeth trató de bajar la cabeza pero él le puso un dedo bajo la barbilla. Nathaniel

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seguía con la mirada clavada en ella—. Yo te deseo a ti. —A Elizabeth se le escapó
un suspiro tibio. Podía oler a Nathaniel, el aceite que había puesto en su piel. Cuero,
sudor y sangre—. Me despierto deseándote y me duermo deseándote —murmuró
mientras le levantaba los hombros y la cabeza de ella se inclinaba hacia atrás—.
Elizabeth, te deseo tanto como necesito respirar, pero la montaña es indispensable.
—Entonces el resultado final es el mismo.
—No. —Los ojos de Nathaniel conmovieron a Elizabeth—. Pero la falta de tu
amor me matará. Si lo decides así, déjame. Está en tus manos. Pero sin Lobo
Escondido yo no puedo sobrevivir.
Elizabeth tomó aire, su voz sonó débil y extraña a sus propios oídos.
—Y mi padre no querrá vendértelo. ¿Cuánto le ofreció Chingachgook?
—Un dólar setenta y cinco centavos por acre.
Ella levantó la cabeza y abrió un poco la boca mostrando sorpresa.
—Eso son casi dos mil dólares. En nombre de Dios…, ¿cómo…? —Pensó en el
pavo, en el hecho de que a Nathaniel y a su padre no les sobraba un chelín—. No es
asunto mío —dijo finalmente Elizabeth.
Nathaniel inclinó la cabeza.
—No puedo decirte nada al respecto.
—Pero no puedo creer que mi padre no haya aceptado semejante oferta.
—Bueno, sí —dijo Nathaniel—. Richard Todd le ofreció dos dólares. Lejos de los
grandes lagos, la tierra cuesta cuarenta centavos.
Ella tenía la cabeza baja, estaba pensando.
—Aquí hay algo más —dijo—. Por algo los precios son tal altos.
—Tienes razón —dijo Nathaniel.
Ella lo miró como si fuera una mujer acostumbrada a ese tipo de negocios.
—Necesitas otros doscientos dólares, entonces. —Elizabeth siguió un poco más
—. Yo podría darte ese dinero o prestártelo, si quieres.
Nathaniel negó con la cabeza.
—No creo que sea de mucha utilidad. Lo único que provocaría es que Todd
aumentara su oferta.
—¿Cómo es que Richard tiene tanto dinero en efectivo a su disposición? —
preguntó Elizabeth—. No lo entiendo.
—Bueno —dijo Nathaniel con resentimiento—. No es mala cosa tener un tío
soltero que posea la mitad de Albany y que te lo deje todo en el momento de su
muerte. Y además Todd es muy hábil con el dinero.
Las preguntas que se agolpaban en la mente de Elizabeth estaban impacientes por
que ella les diera voz.
—Hay que hacer algo para detener a Richard —dijo lentamente, como si hablara
sola.

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La herida de la mejilla de Nathaniel había dejado de sangrar pero iba formándose
un moretón. Elizabeth observó la intensidad de la hinchazón, el lento enrojecimiento
de los párpados, la línea de sudor en la frente y se le ocurrió que tenerlo tan cerca era
renunciar a toda la claridad y habilidad que necesitaba para razonar.
—Tal vez… —comenzó a decir—, tal vez haya otra forma si me das algo de
tiempo para pensarlo.
Dio media vuelta y volvió al sendero, y esta vez fue Nathaniel quien la siguió.

* * *

Justo antes de que el bosque se abriera y dejara ver la granja de los Southern,
Nathaniel le cogió la mano a Elizabeth para detenerla.
—¿Puedes seguir sola el resto del camino? —le preguntó—. No quiero que me
vean así.
Sin ninguna advertencia previa, el recuerdo de todo lo que le molestaba allá en
Inglaterra cayó sobre Elizabeth. No se le había ocurrido que algún día echaría de
menos todas las frases protectoras de su tía, que no la dejaba ir hasta el pueblo,
situado sólo a tres kilómetros, si el tiempo estaba húmedo. No quería que Nathaniel la
dejara sola.
—Estaré bien —le dijo, pero la voz le temblaba. Nathaniel miró alrededor y le
tocó la cara.
—Eres una mujer valiente. Le habrías gustado a mi madre, inglesa o no.
—Yo soy un engaño —dijo Elizabeth tratando de esbozar una sonrisa—.
¿Todavía no te has dado cuenta?
—Ah, yo me doy cuenta de más de lo que piensas. Te vi corriendo para alcanzar
al que me disparó, eso es lo que vi. —Pero Nathaniel le quitó la mano de la cara—.
¿Te dijo Muchas Palomas que iré con las mujeres de la familia a los ritos de invierno?
—Me dijo que estarían fuera una semana.
—¿Crees que podrás echarme un poco de menos?
Elizabeth parpadeó. Él se había transformado una vez más, en aquel momento
toda huella de furia y recelo se había borrado. Era un talento sorprendente el que
poseía; Elizabeth se preguntaba si podría aprender a hacer lo mismo.
—No te veo tan a menudo —dijo tratando de usar el mismo tono que él.
Elizabeth se mordió el labio, consciente de que resultaba demasiado familiar y de
las posibles consecuencias.
Nathaniel volvió a mirar alrededor y se puso el rifle en la espalda.
—Entonces, ¿me echarás un poco de menos?
—No —dijo Elizabeth—. No te echaré de menos porque no estaré aquí. Julián
quiere que vaya con él unos días a Johnstown.

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Nathaniel la miró muy sorprendido.
—¿De dónde salió esa idea? ¿Es que alguien le ha hablado de las tardes en los
Árboles-en-el-Agua? —En aquel momento le tocó a Elizabeth el turno de
sorprenderse—. Son juegos que se hacen después de las ceremonias —explicó
Nathaniel—. Hay apuestas y hasta los blancos van allí a verlo.
—Pero ¿dónde está… Árboles-en-el-Agua?
—Los blancos lo llaman Barktown. Está a unos diez kilómetros de Johnstown,
después de pasar el Sacandaga. En el Valle Grande.
—Y hay juegos, ya veo —dijo Elizabeth con aire pensativo—. Bueno, no estaba
segura de que fuera a acompañarlo, pero ahora me temo que debo hacerlo, Nathaniel
—dijo ella—. ¿Te cuidarás?
—No tengo la menor intención de dejarme matar, si es eso lo que quieres decir.
—Nathaniel se puso rígido y comenzó a caminar—. Moses Southern viene hacia aquí
—dijo en un susurro—. No te asustes ahora.
Elizabeth puso cara amable y sonrió cuando Moses se aproximó. Llevaba una red
de pesca al hombro y seguía caminando sin notar la presencia de ellos, y sin
responder al saludo de Elizabeth.
—Hay cosas mejores que hacer que andar vagando por la nieve —murmuró.
—Justamente —dijo Nathaniel—. Será mejor que vuelva a casa. —Entonces,
cuando Moses se había alejado lo suficiente, Nathaniel se acercó a Elizabeth y le dijo
en secreto—: Recuerda, no digas nada de lo que ha pasado en la escuela.
—¿Nos veremos en Johnstown? —dijo ella tratando de impedir que su voz
temblara por el esfuerzo de decidirse a preguntar aquello.
—Espero que sí —dijo Nathaniel—. Pero eso queda en tus manos.

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Capítulo 14

—¡Qué suerte! —gritó de repente, pasándole el periódico a Elizabeth mientras


desayunaban.
Era el tercer día que pasaba con Katherine y la paciencia de Elizabeth estaba a
punto de agotarse a causa de los repentinos cambios de humor de la muchacha, pero
hizo un nuevo esfuerzo y trató de interesarse por la noticia.
—¿Cuál es la novedad ahora?
Al otro lado de la mesa, la anfitriona observó a Elizabeth y sonrió con
amabilidad.
—Tendrías que venir a visitarme con Kitty más a menudo —dijo la señora
Bennett—. Ella es muy entusiasta, mientras que tú eres muy serena. Las dos os
complementáis bien. ¿No te parece, señor Bennett?
Cogido por sorpresa, el señor Bennett levantó la mirada del periódico con
expresión perpleja.
—Desde luego —dijo—. No podría ser mejor idea.
Katherine saltó del lugar que ocupaba para ir a abrazar a la señora Bennett.
—Qué buena amiga eres —dijo—. Si pudiera estaría siempre aquí contigo.
Elizabeth sonrió dando las gracias por la parte del cumplido que le tocaba, pero
no prometió hacer otras visitas. Los Bennett eran gente amable, hospitalaria y
generosa con las comodidades que tenían en casa, pero Elizabeth tenía ganas de
volver a Paradise. Habían pasado un día entero en Johnstown y, en opinión de
Elizabeth, ya había conocido todos sus encantos. Pero del mismo modo que quería
volver a casa, le daba miedo el viaje porque suponía pasar otro día completo en
compañía de Katherine. El viaje a Johnstown había sido difícil: Katherine había
tardado algún tiempo en aceptar la idea de que Elizabeth le había pedido a otra
persona, nada menos que a una mujer india, que la ayudara en su escuela, por lo que
durante la mayor parte del viaje se había mostrado distante e indignada, volviéndose
constantemente para ver si Julián, que las seguía a caballo, iba tras ellas.
Elizabeth sabía que si la conversación había sido educada no era porque
Katherine hubiera comprendido los motivos de Elizabeth, sino debido a que la visita
a la ciudad la ponía tan contenta que no podía dejar de manifestarlo. Incluso no
pareció preocuparle mucho la ausencia de Julián, a pesar de que él no había estado ni
media hora seguida con ellas desde que habían llegado.
La señora Bennett acarició a Katherine con afecto y la envió a terminar su
desayuno. Katherine volvió a regañadientes a su asiento y apoyó la barbilla en la
palma de la mano. El puño de su bata parecía desteñido y algo gastado en contraste
con el lino blanco de los puños de la señora Bennett; en aquel momento Elizabeth

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sintió de golpe algo de pena por Katherine, que disfrutaba tanto de las cosas hermosas
pero que casi no poseía ninguna. Elizabeth observó su propio rostro en la tetera de
plata, el lazo de su cuello y la fina seda gris de su propia bata. Cogió el periódico.
—Veamos —dijo. Katherine se alegró inmediatamente.
Elizabeth recorrió los anuncios hasta llegar al que había atraído la atención de
Katherine.
—Ah —dijo por fin, y leyó en voz alta:

Clementina Stowe acaba de importar y tiene a la venta artículos excelentes en


su establecimiento de la calle Mayor de Johnstown: sombreros, chalecos,
hebillas para zapatos, adornos florales italianos, encajes, hilados y ribetes,
raso rojo y de lunares, gran variedad de fajas y abanicos de moda; todo a los
mejores precios.

—Has estado pensando en algo para tu sombrero, lo sé —dijo la señora Bennett


—. La señora Stowe tiene cosas preciosas.
—Entonces tenéis que ir todas y curiosear un poco —dijo el señor Bennett
mientras doblaba el periódico y miraba la mesa como si hiciera poco que se había
despertado—. Yo debo ir a mi despacho.
—¿Podré ir a conocer su despacho, señor Bennett, mientras estemos en la ciudad?
—preguntó Elizabeth sonriendo.
El señor Bennett, de unos cuarenta y cinco años de edad, era un hombre robusto,
ligeramente grueso, con cara amable y buenos modales. A menos que se le mirara a
los ojos, que no dejaban ver más que un color azul pálido, su presencia ni se notaba.
Elizabeth se había dado cuenta de que la había estado observando más de una vez
desde que había llegado como invitada el día anterior. Lo notaba proclive a discutir
las consecuencias de la Revolución Francesa como la condena a muerte que pesaba
sobre el Rey, una noticia que produjo gran inquietud a Elizabeth. Él había sido el
único de la familia que había mostrado algún interés en sus planes de fundar una
escuela; incluso habían discutido acerca de la señora Wollstonecraft, cuyos escritos
había leído y sobre los que había meditado.
—¿Necesita hacerme alguna consulta legal, señorita Middleton? —preguntó
entonces.
—Por Dios —replicó la señora Bennett—. ¿Qué podría tener que consultar con
un abogado? Estoy segura de que lo que quiere es conocer todo lo que pueda de
Johnstown.
—Pensaba que iríamos a la tienda —dijo Katherine, salvando sin saberlo a
Elizabeth de dar explicaciones acerca de su deseo de ir al despacho.
—Sí, iremos —dijo Elizabeth levantándose de su asiento.

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—No os retendré más, querida —le dijo a su esposa—. Y por favor, trae a las
jóvenes al despacho. Estaré complacido de enseñarles todo lo que hay allí.
Elizabeth tardaba en vestirse mucho menos que Katherine y la señora Bennett, ya
se había dado cuenta de eso desde el primer día, y en aquel momento se disponía a
esperar una media hora leyendo el diario que se había llevado a su habitación.
Los Bennett tenían dinero y su casa estaba amueblada a la última moda. El cuarto
que le habían asignado a Elizabeth tenía en el centro una cama de cuatro patas
grandes con un baldaquín floreado, almohadas de pluma y mantas tan cálidas que el
brasero casi no hacía falta. En aquel momento Elizabeth estaba sentada leyendo el
diario junto a la ventana, en una silla baja tapizada en terciopelo que hacía juego con
el resto del conjunto. Había pasado varias noticias que se referían a reuniones del
gobierno local y a informes de las disputas legales cuando pronto captó su atención
uno de los anuncios. Se vendían ponis, tierras y trampas para osos, pero también se
podían leer avisos más personales. Uno titulado «Lydia Mathers» decía:

La esposa del suscriptor se ha apartado de su leal esposo en compañía de un tal


Harrison Beauchamp, conocido vago y presunto ladrón, llevándose consigo un
valiosa jarra, veinte libras en monedas, tres cucharas de plata, una caja de tinta, la
niña esclava Eliza y la mejor ropa interior del marido. Por medio de este aviso su
esposo herido considera su deber recomendar a la gente que se abstenga de confiar
en ella si pide crédito en nombre de él, estando decidido, ante semejante prueba de
mala conducta, a no pagar ninguna de las deudas que ella contraiga. La traté bien.
Hágase la voluntad de Dios.

Mathers de Canajoharie.

Elizabeth no podía discernir si lo que más le sorprendía era la conducta de la


señora Mathers o el impulso que ella misma tuvo de echarse a reír a carcajadas de la
desgracia ajena. «No hace ni dos meses que estoy aquí —pensó—, y el sentido de lo
que es apropiado cambia a cada momento». Volvió a leer el anuncio y se maravilló de
que hubiera un lugar en el que un hombre confesara abiertamente que su mujer le
había engañado y se había ido con otro. En casa de la tía Merriweather se había
hablado en alguna ocasión de abandono, pero las novias eran siempre muchachas de
buena posición y carentes de sensatez. Muchachas que huían a Escocia para casarse
con hombres de escasos recursos o que no eran bien vistos por la familia.
—Recuerda bien lo que te digo —le decía la tía Merriweather cada vez que se
enteraban de alguno de estos casos—: los matrimonios felices no pueden echar raíces
teniendo como base todos esos artificios y mentiras.
La noticia siguiente era mucho menos divertida:

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Esclavo prófugo. Conocido como Joe. Trabajador del campo fornido, de color
intensamente negro, le faltan dos dedos del pie izquierdo, huyó el jueves pasado. Se
cree que se dirigía al bosque. Recompensa.

Señor Depardieu, Pumpkin Hollow.

Entonces la señora Bennet llamó a Elizabeth y ésta dejó el periódico sobre la silla
a disgusto. Pero mientras se volvía para irse, una palabra le llamó la atención y volvió
a coger el diario.

Se busca. Se solicita cualquier información acerca del paradero del indio sachem
Chingachgook, conocido también como la Gran Serpiente y como el Indio Juan.
Debe pagar una deuda.

Jack Lingo.
Dejar mensaje en la tienda Stumptown.

Elizabeth volvió a leer este anuncio una y otra vez hasta que Katherine llamó a la
puerta con impaciencia.
—Ahora voy —dijo Elizabeth, y con manos frías escondió el periódico entre sus
cosas.

* * *

Para sorpresa de Elizabeth, Julián estaba esperando con las señoras al pie de la
escalera. Le hizo una reverencia de lo más formal y luego sonrió.
—Buenos días, hermana —gritó—. Veo que vamos a ir de compras. Podría seguir
tu excelente consejo y mandarme hacer un abrigo nuevo.
Katherine estaba tan complacida de tener a Julián consigo que apenas esperó a
que Elizabeth contestara a su hermano antes de abrumarlo con fragmentos de por lo
menos tres preguntas y respuestas mezcladas. Una vez más Elizabeth pudo
comprobar que la simplicidad de Katherine tenía sus ventajas, le daba tiempo para
pensar en las situaciones complicadas, y al menos por esa razón le estaba agradecida.
El entusiasmo de Elizabeth por recorrer la ciudad era aún menor de lo que había
sido al comienzo: no le importaba el paseo y se las arregló para entablar una
conversación amable con la señora Bennett mientras avanzaban, pensando la mayor
parte del tiempo en su hermano y tratando de no pensar en Nathaniel. No tenía ni idea
de qué podía hacer para ir hasta Barktown para buscarlo en las festividades de
invierno. Elizabeth se sentía un poco contrariada y se consolaba pensando que sólo

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faltaban unos pocos días para volver a Paradise, a su escuela y a Nathaniel. En aquel
momento todo eso parecía muy lejano y extraño. Pero Nathaniel era real y lo que ella
sentía por él también lo era. Estaba allí a causa de él y de lo que pudiera hacer por él,
y de paso por ella misma.
Katherine había cogido el brazo que le ofrecía Julián y se habían adelantado. La
señora Bennett cambió de conversación llamando la atención de Elizabeth.
—Tu hermano es muy amable al venir con nosotras —observó la señora Bennett
—, a pesar de que debe de tener otros asuntos que atender. —Se produjo una pequeña
pausa y entonces la señora Bennett sorprendió mucho a Elizabeth—. Debéis tener en
cuenta que Kitty parece siempre demasiado… excitada. Sufrió un gran contratiempo
el año pasado y aunque parezca insensible, te aseguro que es todo lo contrario. Hasta
hace muy poco tiempo tenía puestas sus esperanzas en el doctor Todd. ¿No te lo ha
comentado?
Elizabeth siguió caminando sin contestar; tras pensar lo que iba a decir, habló:
—No —dijo—. Katherine no me habla de sus asuntos personales.
—¿Y el doctor Todd? ¿No te lo ha dicho?
Elizabeth se detuvo y al hacerlo miró a la mujer a los ojos de modo muy directo e
inquisitivo.
—Me pregunto por qué supone que el doctor Todd me habla de cuestiones tan
personales —dijo—. Le aseguro que no hay motivo para que lo haga, y tampoco me
gustaría recibir una confidencia de esa clase.
—Ya veo. —Si la voz de la señora Bennett mostraba alivio o decepción era algo
que Elizabeth no podía saber—. La mansión Grant. —La señora Bennett señalaba al
pasar—. Mira los jardines que tiene. Tendrías que venir a verlo en verano. Las rosas
de la señora Grant son la envidia de todo el mundo. —Luego, bajando un poco la voz,
la señora Bennett volvió al tema anterior—: Por favor, perdona mi atrevimiento, me
olvido de que has llegado hace muy poco de Inglaterra, donde las cosas tal vez no se
dicen tan abiertamente. Pero me preocupo mucho por Katherine. Su madre era mi
mejor amiga. —La señora Bennett se detuvo de pronto y apretó el brazo de Elizabeth
—. Mira —dijo con gran animación dirigiendo la mirada a la acera de enfrente—. La
señora Clinton está en la ciudad, debes sonreír y saludarla porque es la esposa del
gobernador. Me pregunto qué estarán haciendo los Clinton en Johstown. Deben de
haber venido a visitar a los Dubonnet.
Katherine y Julián se habían vuelto para reunirse con ellas y Elizabeth tuvo un
momento para reflexionar acerca del repentino cambio de tema de la señora Bennett.
Se preguntaba si aquella señora sería realmente tan importante o si había sido una
treta para distraerla. Pensó en la conversación con el señor Bennett y esperaba que
recordara lo que había dicho acerca de la visita a la oficina.

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* * *

Sólo cuando habían terminado de ver todo lo que había en los tres
establecimientos tuvo Elizabeth la oportunidad de escabullirse y dirigirse hasta el
despacho del señor Bennett. Julián y Katherine estaban disfrutando mucho y era
mejor dejarlos bajo la animada supervisión de la señora Bennett; apenas parecieron
darse cuenta de que ella se iba. Después de prometer que estaría en casa a la hora de
la cena pudo irse. Así, con gran alivio, Elizabeth salió a la calle.
Johnstown era una ciudad grande para la región y con muchos comercios, y
Elizabeth consideró la posibilidad de perderse por el camino. Era la primera vez que
andaba sola desde que había dejado Paradise y sintió mucho placer. Como habían
pasado muy poco tiempo en los pueblos por los que pasaron entre Paradise y Nueva
York, Elizabeth se interesaba por todo lo que veía a su paso, de las herrerías y
almacenes a las casas de los principales ciudadanos del lugar.
El despacho del señor Bennett estaba en una calle situada en el área comercial
más importante. Elizabeth se detuvo repasando su recorrido cuando se abrió la puerta
de un estanco y salió Galileo con los brazos llenos de paquetes.
—¡Señorita Elizabeth! —saludó con una reverencia solemne y luego comenzó a
reír.
—¿Dónde te habías metido? No te he visto desde que llegamos.
—Tenía encargos del juez —explicó Galileo señalando los paquetes como prueba
—. Al juez no le interesa la ciudad, ya sabe.
—Algo que tengo en común con mi padre —dijo Elizabeth secamente.
Galileo observó a Elizabeth con un ojo cerrado y un rápido arqueo de cejas que
casi se unían por encima del filo de su nariz.
—¿Ya está lista para volver a casa? —preguntó—. Puedo tener los caballos
preparados mañana temprano, basta con que me lo ordene.
—Eso estaría muy bien —dijo Elizabeth con una sonrisa—. Pero déjame
consultar con la señorita Whiterspoon y con mi hermano.
—¡Uh! —Una mueca de contrariedad invadió el rostro de Galileo y se desvaneció
tan rápidamente como había aparecido—. No creo que el señor Julián quiera irse
todavía.
Elizabeth miró a Galileo preguntándose cuánta información estaría dispuesto a
darle acerca de las andanzas de Julián en los alrededores y de sus actividades de los
dos últimos días. Pero se hacía tarde y miraba preocupada el despacho del señor
Bennett.
—Yo también tengo un encargo —dijo—. Pero me gustaría hablar luego contigo
acerca de… del viaje a casa, más tarde.
Se alejó de Galileo, ya había andado unos pasos cuando vio que en la acera de

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enfrente se abría una puerta produciendo un gran estruendo. Del oscuro interior salió
un espantoso ruido y luego la forma imprecisa de un hombre con la ropa destrozada,
volando literalmente hasta caer en medio de la calle.
—Venga —dijo enseguida Galileo, cogiéndola del brazo y tratando de alejarla de
allí.
—Pero ese hombre…
Fue a situarse en un lugar donde pudiera ver mejor. Como si nada hubiera pasado,
la gente seguía su camino sin hacer caso del hombre tendido en el suelo. La puerta
por la que había salido se había cerrado de nuevo. Con un fuerte gruñido, el hombre
sacó la cabeza de la nieve y el barro. Se levantó tambaleándose y se fue. El pelo
oscuro ensortijado cubría la mayor parte de su cara, pero no lo suficiente para
esconder el brillo cobrizo de su piel, los huesos prominentes y la expresión
desesperada.
—Ha bebido mucho —dijo Galileo que estaba junto a ella—. No puede hacer
nada por él.
A disgusto, Elizabeth dio media vuelta. Luego se detuvo y reflexionó.
—¿Quién podría? —preguntó—. ¿Quién podría hacer algo por él?
Galileo se encogió de hombros, su propia cara oscura se volvió de repente
impenetrable.
—Sabe Dios —dijo.
Lo más urgente para Elizabeth era ir a ver al señor Bennett y hablarle del indio,
pero sabía que debía tener mucho cuidado y limitarse a los asuntos que no
despertaran sospechas. No venía al caso complicar más la situación, se dijo ante el
umbral de la puerta del despacho, tratando de apartar de su mente la imagen del
hombre que había visto tirado en la calle.
—¿Cuál es el problema, señorita Elizabeth? —preguntó Galileo. Había insistido
en acompañarla hasta su destino y esperarla fuera—. ¿Por qué viene a ver al
abogado?
—No hay ningún problema —dijo ella tratando de mostrarse tranquila y distraída
—. Sin embargo, me preocupa ese hombre. Entiendo lo que me has dicho —se
apresuró a decir antes de que Galileo le diera una lista de motivos por las cuales
debería olvidar el incidente—. Y espero que tengas razón. De cualquier manera él no
habría querido que yo me metiera en sus asuntos. Sé todo eso sin necesidad de que
me lo digan. Toma —dijo mientras introducía la mano en el bolso—, seguro que no le
importará recibir esto si se lo das tú. ¿Podrías buscarlo y dárselo para que tome una
comida caliente, por lo menos hoy?
—Se lo gastará en bebida —dijo Galileo con mirada resignada.
—Bien, entonces cómprale algo ya preparado y dáselo —dijo Elizabeth.
Galileo asintió con la cabeza.

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—Está bien —dijo por fin—. ¿Puedo llevarla a casa de los Bennett?
Pero Elizabeth ya se había marchado. Agitó la mano para despedirse de Galileo,
compuso el rostro y entró en el despacho de John Bennett, abogado y notario de los
condados del norte del estado de Nueva York.

* * *

El señor Bennett apareció para saludar a Elizabeth en cuanto se cerró la puerta


detrás de ella. Su empleado le había recogido el abrigo y el sombrero; cinco minutos
más tarde, se encontraba ante una taza de té y en un cómodo asiento en el despacho
del señor Bennett.
—Habitualmente no contamos con tan agradable compañía —le explicó él—.
Debemos cuidar los modales o los veremos desaparecer.
Después de observar y admirar las instalaciones, informar al señor Bennett de lo
ocurrido esa mañana en las tiendas y del sombrero que se había comprado la señora,
Elizabeth permaneció en silencio.
—Señor Bennett —finalmente comenzó a decir—, por favor, no piense que soy
atrevida, pero en realidad tengo que hacerle una consulta legal. Espero que me
perdone por no haber sido más explícita esta mañana, pero es un asunto muy
delicado.
Hubo un cierto brillo de interés en los ojos claros del hombre, y luego la cara de
Bennett mostró una estudiada compostura. Puso las manos sobre el escritorio.
—Me lo esperaba —dijo—. Y desde luego estoy a su servicio.
Elizabeth miró por la ventana hacia la calle en la que los habitantes de la ciudad
de Johnstown se ocupaban de sus asuntos. Podría haberse tratado de cualquier ciudad,
pensó. La nieve del invierno se convertía en un barro gris, en trozos de granizo que
saltaban por todos lados. Volvió la cabeza y puso toda su atención en el hombre que
tenía ante sí.
—Mi padre —comenzó Elizabeth— ha expresado su intención de hacer una
cesión en mi favor.
—Ah, sí —dijo el señor Bennett—. Conozco el documento. Lo revisé a petición
de él.
—Entonces tal vez no tenga que explicarle… —Los ojos de Elizabeth escrutaban
la cara del señor Bennett—. Espero que perdone mi sinceridad, pero en realidad no
conozco a ninguna otra persona que me pueda asesorar y tengo que confiar en usted.
—¡Ja! —la risa del señor Bennett desorientó a Elizabeth, que también sonrió—.
Usted es una joven muy particular, si puedo ser tan directo —dijo mientras sacaba un
pañuelo del bolsillo de su camisa de lino y se lo llevaba a la boca—. Pero entiendo su
punto de vista. Por favor, cuente con mi discreción. Puede preguntarme lo que quiera,

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tenga la plena seguridad de que haré todo lo que esté a mi alcance.
Elizabeth se levantó de repente y fue hasta las estanterías de libros alineadas en la
pared. Pasó el dedo por los títulos.
—Mi padre quiere que me case.
—Con el doctor Todd —dijo el señor Bennett. Elizabeth alzó los hombros pero
no se volvió.
—Usted está más informado de lo que yo pensaba.
—Lamento haberla ofendido —dijo muy despacio el señor Bennett.
Había algo en sus modales que hacía que Elizabeth creyera en él. No estaba
segura de que fuera exactamente el deseo de entretenerse o su franqueza.
—Usted no me ha ofendido. Y no estoy demasiado sorprendida, debo confesarlo.
Todo el mundo parece saber más de este asunto que yo misma.
—Después de todo, ésta es una sociedad pequeña —dijo el señor Bennett—. Nos
interesamos por los demás del mismo modo que lo hace cada familia de Inglaterra.
—Sí, ya me estoy dando cuenta —dijo Elizabeth—. Entonces tal vez entienda lo
que quiero decir cuando digo que temo que el interés del doctor Todd está menos
puesto en mí que en las tierras que le aportaría al casarme con él. —Llamaron a la
puerta; un empleado entró haciendo una reverencia a Elizabeth y puso una nota sobre
la mesa, frente al señor Bennett. Elizabeth se alegró por la interrupción, porque le dio
oportunidad de reconsiderar sus ideas—. Déjeme preguntarle, señor Bennett. ¿Hay
alguna manera de que una mujer pueda conservar su propiedad una vez que se haya
casado? ¿Puede seguir siendo la dueña de sus propiedades?
—No —dijo el señor Bennett con la cabeza baja—. En realidad, no. Es posible
nombrar un administrador que no sea su marido, el cual quedaría a cargo de la
propiedad, pero hasta eso es muy difícil que lo acepten en el juzgado. —Había un
grueso volumen sobre la mesa y el señor Bennett puso una mano sobre él—.
Blackstone es muy claro en el asunto.
Elizabeth asintió.
—Eso es lo que me temía.
Comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación, las faldas se agitaban cada
vez que se daba la vuelta.
—Muy bien —dijo deteniéndose ante el escritorio—. Una vez que se firme la
cesión, la propiedad será mía hasta que me case. ¿Tengo razón? ¿Y luego será
transferida a mi esposo?
—Así es.
—¿Podría mi padre… cambiar de idea? ¿Pedir al juzgado que anule la cesión?
—No, a menos que haya algún tipo de engaño muy grande.
—¿Podría ser más específico?
El señor Bennett se apoyó en el respaldo de la silla y con los dedos cruzados bajo

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la barbilla le resumió las condiciones por las que se podía solicitar la petición de
anulación de una cesión de bienes.
—Pero —concluyó— nunca he oído que se hiciera tal petición en ningún juzgado
de esta parte del país. En realidad, sería un escándalo de primer orden.
—¿Durante el período que va de la cesión al matrimonio yo podría disponer de la
propiedad como quisiera?
—Sólo con la aprobación del juzgado —dijo el señor Bennett.
Cogió un papel de su mesa y lo enrolló concienzudamente entre sus dedos.
De espaldas al señor Bennett, mientras miraba a la calle, Elizabeth dijo:
—No tuve oportunidad de leer cuidadosamente el documento. ¿Hay alguna
cláusula acerca de la identidad de mi marido?
Se produjo una breve pausa.
—No hay ninguna mención al matrimonio en todo el documento —dijo
finalmente el señor Bennett—. Cualquier promesa que le haga a su padre, o a
cualquiera, son arreglos contractuales diferentes y no tienen nada que ver con la
cesión. Como ésta ha sido firmada y testificada en mi presencia es válida. No importa
con quién se case usted.
Elizabeth se dio la vuelta y miró al señor Bennett que la observaba
detenidamente.
—Usted es muy perspicaz —le dijo ella con una sonrisa.
—Usted no debería darme tanto crédito —dijo el señor Bennett—. Sólo se trata
de que estoy más familiarizado con la vida del señor Todd que usted. ¿No sabe nada
de su juventud? —Elizabeth se preguntó si debería permitir que el señor Bennett le
contara la historia—. Usted tiene escrúpulos, puedo verlo, de que le cuente la historia.
Pero creo que debería conocerla, porque podría tener un efecto directo en sus propias
determinaciones.
El señor Bennett esperó. Cuando Elizabeth finalmente accedió, él se acomodó en
la silla y estiró ambas manos sobre la mesa.
—Los mohawk raptaron a Richard junto a su madre y su hermano durante las
guerras en la frontera. Entonces él tenía tres años. Yendo hacia el norte llegaron a
Lobo Escondido. —La luz del sol formaba franjas claras sobre la mesa e iluminaba
las manos del señor Bennett, los dedos largos manchados de tinta, las uñas pálidas y
rosadas. Elizabeth apenas podía quitar los ojos de aquellas manos—. Su madre estaba
preñada, no pudo continuar la marcha. Murió en la montaña. A Richard lo llevaron al
norte, hasta Canadá. Su tío, Amos Foster, compró su libertad cuando tenía once años.
—Ya veo —dijo Elizabeth secamente.
—Entiende que su relación con Lobo Escondido es muy… personal. Ha estado
tratando de comprárselo al juez durante años. Supongo que haría cualquier cosa para
obtener lo que quiere. Es tenaz, para decirlo de la forma más suave. —El señor

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Bennett se levantó e hizo una reverencia—. Es hora de que vayamos a casa a cenar —
dijo con entusiasmo—. Si es que he contestado a todas sus preguntas.
—Sí —dijo Elizabeth con una sonrisa ausente—. Muchas gracias por su ayuda.
—Iré a buscar sus cosas —dijo él dirigiéndose a la puerta.
—¿Señor Bennett? —preguntó Elizabeth y él detuvo la mano que ya había puesto
en el picaporte—. ¿Qué le pasó al hermano de Richard?
—El tío trató de rescatarlo, pero él no volvió. Se quedó con los mohawk y se
convirtió en guerrero.
—¿Sigue en Canadá?
—No —dijo el señor Bennett sombríamente—. Murió en combate. Peleando
junto a los ingleses.

* * *

Elizabeth tenía la esperanza de cenar tranquilamente en la casa de los Bennett,


pero tuvo más, y al mismo tiempo menos de lo que esperaba. Justo después de la cena
llegó un sirviente de la casa de los Dubonnet con una invitación para una fiesta en
honor de la visita del gobernador y su esposa. La señora Bennett y Katherine estaban
tan contentas con la invitación que la reacción tranquila de Elizabeth apenas se notó
hasta el momento en que ella solicitó que la excusaran de asistir a tan privilegiado
encuentro.
—Estoy muy cansada —comenzó a disculparse—. Espero que el señor y la
señora Dubonnet lo entiendan.
—A Lizzie no le importan esas fiestas —señaló Julián innecesariamente—.
Probablemente se haya comprado hoy algún libro nuevo y se muere de ganas de
leerlo.
El señor Bennett suspiró.
—La lectura de un libro nuevo frente a la chimenea me parece un placer mucho
mayor que oír a Ellen Clinton tocando el piano.
—Silencio, John —advirtió la señora Bennett mirando con impaciencia a su
esposo, pero al mismo tiempo sonriendo.
Se volvió hacia Elizabeth.
—Si es un libro, Elizabeth, ¿no puede esperar? No creo que tengas otra ocasión
de conocer a la señora Clinton.
Cuando Elizabeth le hubo asegurado a la señora Bennett que prefería quedarse en
casa, habló Katherine:
—Es nuestra última noche aquí —dijo—. Pero si en realidad no te apetece salir…
—Con mucho gusto te puedo prestar mi capa —terminó Elizabeth con una
sonrisa.

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* * *

Le sirvieron una última cena que consistió en sopa y carne fría, la cual le sentó
muy bien; Elizabeth en realidad tenía un libro nuevo, de hecho tenía dos, y muchas
cosas en que pensar, pero estaba terminando su comida cuando la sirvienta le anunció
una visita.
—¿No le dijo que los señores Bennett han salido?
—Sí, señorita, pero el caballero preguntó por usted.
—Ya veo.
Elizabeth se pasó la mano por el pelo, comenzó a levantarse, pero enseguida
volvió a sentarse bruscamente afrontando un repentino y muy explicable acceso de
nerviosismo. ¿Quién podría ser aparte de Nathaniel? La sirvienta la observaba con
detenimiento.
—¿Le digo que se vaya, señorita?
—Ah, bueno. No, creo que hablaré un momento con él.
—Ni siquiera sabe quién es, señorita —señaló la sirvienta.
Espantada, Elizabeth alzó la mirada.
—¿Le dijo el nombre?
—Siempre preguntamos el nombre. —Hizo una pausa mientras trataba de
esconder su desagrado—. Puede que esto no sea Inglaterra, pero sabemos atender la
puerta.
—Por supuesto que sí —murmuró Elizabeth, deseando con todas sus fuerzas
evitar una discusión con aquella sirvienta susceptible.
—Ya que usted no me lo pregunta, señorita, se lo diré yo. Es el doctor Richard
Todd el que ha venido a verla.

* * *

El recibidor estaba bien arreglado con los candelabros sobre la mesa, y mientras
se paseaba, Richard producía largas sombras en la habitación.
—Tengo negocios que atender en la ciudad —le dijo al saludarla Y pensé que
podía presentar mis respetos a los Bennett.
Caminaba por la hermosa alfombra turca de la señora Bennett, con las manos
cruzadas en la espalda y la cabeza inclinada como si su vida dependiera de cada
dibujo de la alfombra que pisaba.
—Estoy segura de que lamentarán no haberlo visto —dijo Elizabeth.
—Hum. —Richard se detuvo repentinamente ante la chimenea y se volvió para
mirar a la cara a Elizabeth—. En realidad he venido a verla a usted, ¿se da cuenta?
Como Elizabeth se negó a pedirle que aclarara sus palabras, él se sintió perplejo y

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entonces se dejó caer en una silla sin la menor ceremonia. Su amplia anatomía hacía
que el asiento pareciera frágil. Se inclinó hacia Elizabeth con las manos en las
rodillas y los codos hacia fuera. «Eres muy guapa —pensó Elizabeth—. Y estás muy,
muy segura de ti misma».
—¿Se da cuenta de que es la primera vez que tengo la oportunidad de hablar con
usted a solas desde hace semanas? Usted me rehuye en Paradise. Ni siquiera ha
visitado mi casa.
Elizabeth levantó una ceja.
—Debo decir que usted exagera, doctor Todd. Lo veo muy a menudo en casa de
mi padre. Y sé que usted es capaz de entender el recato de una mujer joven y soltera;
eso explica el que no vaya a visitar a un codiciado soltero.
—Es una casa muy bonita —dijo Richard—. La única casa de ladrillos de todo
Paradise.
—Parece muy bonita, es cierto —dijo Elizabeth—. ¿Ha venido para hablarme de
la decoración de su casa?
Sin más preámbulos, Richard dio un salto y comenzó a pasearse de nuevo. Al
parecer, Richard Todd era un hombre que necesitaba una intensa actividad física para
pensar con claridad. Eso resultaba muy irritante, y de no haber sido por la historia que
el señor Bennett le había contado aquel mismo día, Elizabeth habría sido más directa
y le habría preguntado qué significaba semejante conducta. Lo observó pasar junto a
las mesas en que había montones de libros y colecciones de conchas, dar la vuelta
alrededor de un sillón que estaba tan cerca de la chimenea que los faldones de su
abrigo estuvieron muy cerca del fuego, tocar un acorde en el pianoforte y dar media
vuelta para ir hacia donde ella esperaba. Tenía una carrera en una pernera de su
pantalón de seda y una mancha en la otra; aparte de eso, su vestimenta era impecable,
como siempre.
Elizabeth no podía ver en él señales de lo que le había pasado, sólo era un hombre
obsesionado por lograr una meta, alguien insensible a quien no le importaba lo que le
rodeaba.
—Bueno —dijo él—. En realidad, tiene algo que ver con mi casa. —Hizo una
pausa, tomó aire enérgicamente y luego volvió a mirarla—. Usted sabe que poseo dos
mil acres de tierra que limita con la de su padre, que tengo casas en Boston, Albany y
Paradise. Estudié medicina como ayudante del doctor Adams y del doctor Littlefield
de Albany. Desde que me separé de ellos he estado practicando la medicina por mi
cuenta. Dispongo de recursos y estoy en condiciones de ayudar a su padre en sus
problemas económicos. Tengo treinta años y gozo de excelente salud. Déjeme ver…
—Pareció meditar un momento y alzó el rostro—. Ah, sí. El primer día del nuevo año
concedí la libertad a mis esclavos.
Elizabeth había escuchado sus palabras con disimulada diversión, pero la última

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frase la cogió por sorpresa.
—Me complace mucho oír eso —dijo ella—. Quiero decir, que haya concedido la
libertad a sus esclavos. En cuanto al resto…
—Por favor, déjeme terminar. Me he dado cuenta de que usted es la clase de
mujer que sería capaz de vivir donde yo vivo, en el borde de la selva, porque usted es
inteligente y activa, aunque haya nacido en Inglaterra. Como yo necesito una esposa
y usted no está casada, y además hay ventajas materiales que son de consideración, le
ofrezco mi mano con el permiso y la aprobación de su padre.
Ella estaba de algún modo preparada para una propuesta semejante, pero no dejó
de sorprenderse por la simple contundencia de su petición y tardó un momento en
recomponer sus ideas. Richard tenía un brazo apoyado en la repisa de la chimenea y
la miraba fijamente.
—Usted habla más como un hombre que plantea un negocio —dijo finalmente
ella— que como alguien que quiere casarse.
Le había parecido posible que él sonriera; sin embargo, la seriedad de la situación
prevaleció. Richard bajó la cabeza.
—Cuando usted llegó a Paradise traté de cortejarla de un modo más tradicional,
pero me dejó claro que no apreciaba esos esfuerzos. Ahora le hago el honor de
presentarme con la verdad de los hechos. Usted no es una persona frívola y pensé que
no esperaría declaraciones que usted misma habría considerado poco menos que
falsas.
Elizabeth se sentía en aquel momento un poco más segura de sí misma y se apoyó
en el respaldo de la silla. Le resultaba extraño recibir una propuesta de matrimonio y
más todavía una propuesta tan poco usual como aquélla, y mientras ella no lo
deseara, no le parecía una experiencia interesante. Era evidente que Richard ya había
pronunciado ese tipo de discursos en ocasiones anteriores, por desagradables o tontas
que hubieran resultado.
—¿Me está diciendo que no le interesa nada de mí, que lo que quiere es casarse
conmigo de cualquier manera?
—¡No! —Levantó ambas manos como si quisiera detenerla—. Estoy diciendo
que respeto su inteligencia y que pensé que podría apreciar una proposición de
matrimonio que no estuviera teñida de… de…
—¿Emoción?
Se mostró incómodo, pero finalmente admitió que sí.
—Déjeme ver si le he entendido bien —dijo Elizabeth—. Usted quiere casarse
conmigo porque piensa que ambos podemos sacar ventajas de nuestra unión. Usted
tiene considerables riquezas y tierras que ofrecerme. ¿Estaría de acuerdo en que yo
enseñara en la escuela si fuera su esposa?
Él se encogió de hombros.

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—Si lo considera necesario para ser feliz… —le dijo, como si le hubieran pedido
permiso para pintar cuadros o estudiar música.
—¿Y en qué se beneficiaría usted?
Supuso que él hablaría de la soledad, del deseo de tener hijos, o de las demandas
sociales que tenía una persona de su posición, pero al parecer Richard era capaz de
sorprenderla de nuevo.
—Necesito una esposa.
—Pero hay otras mujeres, más jóvenes y que usted conoce hace más tiempo —
señaló Elizabeth—. ¿Por qué tiene tanta urgencia de casarse? Y en particular
considerando que no abriga usted ningún sentimiento afectuoso… —hizo una pausa
— hacia mí.
La postura formal que Richard había adoptado al entrar en la habitación se
deshizo de repente y se sentó en el borde de una silla con las manos sobre las rodillas.
—Usted me gusta mucho, Elizabeth —dijo, y por primera vez en toda la charla
pareció asomar un sentimiento genuino.
Como Elizabeth se daba cuenta de que era cierto que ella le gustaba aunque fuera
un poco, aunque él no estuviera enamorado, su postura fue menos rígida.
—Vamos, Richard —le respondió no sin dificultad—. Comenzó diciendo que
pensaba que lo mejor es comportarse honradamente.
—Pensé que era mejor discutir nuestro matrimonio con su padre directamente —
dijo con un temblor en la mejilla.
—¿Por qué no me dice cuál es la transacción que está por debajo de su deseo de
casarse conmigo? —dijo Elizabeth—. Si no me lo dice tendré que preguntárselo a mi
padre, ¿entiende?
Richard volvió a levantarse de un salto y fue hasta un gabinete donde comenzó a
juguetear con una pastora de porcelana seguida por ovejas de tamaño decreciente.
—Su padre debe impuestos desde hace años —dijo Richard dándole la espalda a
Elizabeth.
Elizabeth suspiró sonoramente. No había previsto aquella complicación. Que su
padre estuviera tan endeudado que no pudiera pagar los impuestos sobre la propiedad.
Ella había estado controlándose, pero al oír aquello enrojeció de rabia. Miró a
Richard que seguía jugando con las ovejas mientras comenzaba a entender lo que
sucedía.
—Si yo no quisiera casarme —dijo ella por fin—, estoy segura de que mi padre
encontraría otra manera de pagar las deudas. Siempre está la posibilidad de una
hipoteca.
Había algo de conmiseración en la mirada de Richard, lo que hizo que Elizabeth
se sintiera peor.
—No creo que tenga ocasión de abrir una hipoteca —dijo—. No con todos esos

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impuestos sin pagar.
—Pero puede vender la tierra si es necesario. —Elizabeth miró a Richard a los
ojos—. Creo que tanto usted como otros ya le han hecho ofertas.
—Él podría haber vendido muchas veces pero siempre eligió no hacerlo. Usted
sabe que su padre quiere conservar la tierra para su familia.
—Por eso usted quiere convertirse en su yerno —dijo Elizabeth—. Para salvar sus
escrúpulos familiares. La tierra queda en familia si usted se casa conmigo y él
soluciona sus problemas económicos.
No era cobarde, no apartó la mirada.
—Algo de eso hay —dijo él—. Pero hay una ventaja material para usted también.
—Déjeme preguntarle entonces —dijo Elizabeth—, ¿qué pasa si me niego a
casarme con usted?
Richard se encogió de hombros.
—Supongo que al fin y al cabo tendrá que venderme las tierras de cualquier
manera —dijo—. No tiene alternativa. Sería muy difícil que lograra un préstamo al
contado teniendo en cuenta las deudas que tiene.
—Da la impresión de que Lobo Escondido es muy importante para usted —dijo
Elizabeth con aire distraído.
Él no se sobresaltó, pero le volvió la espalda.
—Sí —se limitó a decir—, significa mucho para mí.
Ella esperó, pero Richard se quedó en silencio. Por fin se atrevió a preguntar.
—¿Y qué haría con Lobo Escondido una vez lo poseyera?
La pastora estaba en sus manos, la falda de porcelana parecía despedir un polvo
rosado que caía en la palma de su mano. Dejó correr el pulgar por los pliegues y
luego levantó la mirada de golpe.
—Lo haría mío —dijo con una sonrisa—. Sólo mío.
—Ya veo —asintió Elizabeth—. «Si nunca has podido dominar tus sentimientos
—pensó—, éste es el momento de hacerlo». Sin vacilar, se puso a un lado del lugar
por el que tendría que pasar Richard. No podía mencionar el hecho de que la madre
de él hubiera muerto en Lobo Escondido como tampoco preguntarle a Richard si
había sido uno de los que robaron a los Bonner, o el que le había disparado a
Nathaniel. Pero no le gustaba la expresión de su cara cuando se refería a Lobo
Escondido.
—Estaría en su derecho —dijo lentamente. Richard tomó aire. «Se siente
aliviado», pensó, y se levantó de la silla—. Bueno permítame desearle buenas noches.
—Pero… —él se aproximó a ella, se detuvo a una distancia que la incomodó,
pero no dio un paso atrás—. ¿Y mi ofrecimiento?
—Gracias por su ofrecimiento —dijo Elizabeth—. Estoy segura de que usted
entenderá que necesito pensar en él cuidadosamente.

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Él inclinó la cabeza y luego, lentamente, asintió.
—Desde luego. ¿Cuándo podré tener una respuesta?
Elizabeth estaba pensando en su prima Jane, que había tenido siete ofertas de
matrimonio antes de aceptar. «No debería prestarle más atención», pensó Elizabeth.
Entonces de repente se le ocurrió una afortunada idea.
—Le escribiré una carta a mi tía Merriweather —dijo—. Mañana mismo.
—¿A su tía… de Inglaterra?
—Sí, por supuesto —dijo Elizabeth—. No podría tomar una decisión tan
importante sin consultar con ella.
Richard asintió con la cabeza, pero se quedó pensativo.
—Como usted quiera —dijo finalmente.
—¿Como ella quiera qué? —preguntó Julián en la entrada—. ¿Qué nos hemos
perdido?
Elizabeth y Richard se volvieron hacia Julián, que estaba apoyado en el marco de
la puerta sacudiéndose suavemente los guantes en una pierna.
Detrás de él estaba Katherine, con los ojos fijos en Richard y luego en Elizabeth y
la cara tan pálida como la nieve que estaba quitando de su sombrero.

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Capítulo 15

A pesar de estar rodeada por las nuevas adquisiciones y tener puesto un sombrero
nuevo, Katherine se acurrucó en un rincón del trineo, tan triste y abatida como había
estado en el viaje a Johnstown. Elizabeth, que la observaba, iba de la compasión a la
irritación. Que Katherine creyera que algo importante se estaba discutiendo entre
Richard Todd y Elizabeth era obvio, pero Elizabeth no quería discutir. «En qué líos
terribles nos metemos cuando cometemos la tontería de enamorarnos», pensó.
El cielo pasaba de trozos despejados y azulados u otros cubiertos de nubes, de
pronto llegaba la luz del sol o caían copos de nieve. Después de una hora los caballos
avanzaban con fuerza, como queriendo llegar a casa, con el olor de la nieve en sus
hocicos. Galileo les cantaba para que conservaran el ritmo. Su suave voz de tenor
atravesaba el aire. Era un escenario invernal extraño pero atractivo. El camino corría
a lo largo de una cresta alta, el hielo se percibía en las brumas invernales,
rompiéndose aquí y allá y dejando ver de vez en cuando un fresno torcido o un cedro
blanco, cornejos y alisos de los que colgaban candelillas rojas. Grupos de árboles de
hoja perenne mostraban su azul grisáceo en contraste con el fondo nevado. En los
lugares en que el agua se había congelado, había islotes de hielo que se movían.
Elizabeth habría querido que alguien le dijera cómo se llamaban todas las cosas que
veía, cómo se llamaban las plantas, si las frutas que los pájaros comían también
servían para la gente, cuál era el nombre del extraño animal que vio medio escondido
entre los árboles. Con sólo mirar a Katherine se dio cuenta de que a ella no le habría
interesado en absoluto hablar de aquello. Toda la atención de Kitty estaba puesta en
Richard y Julián que marchaban juntos a caballo.
—Kitty —dijo Elizabeth, y en respuesta recibió una mirada torva—. Por favor,
dime por qué estás tan enfadada conmigo.
La mujer más joven no apartó la mirada de los hombres.
—Pero si no estoy enfadada contigo —contestó con tono casual.
Irritada, Elizabeth iba a decir a Katherine que veía sus celos, pero recordó cuánto
la había afectado la escena en el recibidor de la señora Bennett. «Será mejor que la
trate de forma sincera —pensó—, para no hacerle más daño».
—Kitty —comenzó de nuevo—, Richard me pidió matrimonio ayer por la noche.
—Un temblor recorrió la cara de la otra muchacha, seguido de un súbito
enrojecimiento, pero no dijo nada—. No lo acepté —concluyó Elizabeth.
Aunque estaba muy enfadada con ella, Elizabeth sintió la necesidad de darle
algún consuelo. Sabía que no duraría mucho si sus planes seguían su curso, pero por
el momento quería ayudar, si podía.
—¿Ah? —Katherine se examinaba los guantes—. Pero estoy segura de que lo

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harás la próxima vez que te lo pida.
—¿Y por qué piensas eso? —dijo Elizabeth—. No le di ninguna esperanza.
La cabeza de Katherine giró en dirección a Elizabeth con un lento y estudiado
movimiento. Los ojos azules brillaban no por las lágrimas, sino de rabia y rencor.
—Supongo que no pretenderás hacerme creer que quieres convertirte en una
solterona —dijo con una sonrisa breve y amarga—. Tu padre puede creerlo, tu
hermano parece que también. Pero yo nunca lo he creído.
Lo primero que quiso hacer Elizabeth fue declarar que quería permanecer soltera.
Que no tenía intenciones ni voluntad de casarse. Los argumentos en favor de la
soltería acudían con facilidad a sus labios. Los había perfeccionado a lo largo de diez
años. Pero no podía decirle a Kitty lo que estaba pensando, ella era demasiado joven
y había demasiado en juego para que la creyera.
—No creo que Richard y yo nos lleváramos bien —dijo Elizabeth con voz suave.
Katherine gruñó de un modo poco apropiado para una señora.
—¿Llevarse bien, llevarse bien? ¿Y eso qué tiene que ver con el asunto?
—Me parece que tiene mucho que ver —respondió Elizabeth—. Si dos personas
han de vivir juntas.
Tuvo la impresión de que Katherine estaba herida por la oferta de Richard y de
que, tontamente, se sentía igualmente lastimada porque lo había rechazado.
—No creo que debas tener tantas pretensiones, no veo a otros pretendientes
llamando a tu puerta. Y diría que el doctor Richard Todd es muy buen partido para ti.
Estaba claro que trataba de herir los sentimientos de Elizabeth, que estaba
asombrada y algo asustada al ver cuánto la detestaba Kitty. Pero por otra parte sentía
alivio. «Gracias a Dios —pensó—. Gracias a Dios, no tiene la menor idea de lo de
Nathaniel».
—Tú y mi padre pensáis igual —dijo lentamente Elizabeth—. Me gustaría estar
así de segura. Dime —exclamó Elizabeth, inclinándose hacia Katherine y cogiéndole
la mano—. Si tú amas a Richard, ¿por qué muestras tanto interés por mi hermano?
—Porque Richard siempre obtiene lo que quiere —dijo Katherine con tristeza,
volviendo la cara pero dejando que Elizabeth siguiera apretándole la mano—. Y
Richard te quiere a ti.

* * *

—Creo que podemos descansar una hora y llegar a casa antes de que anochezca
—decía Julián…
Richard miró el cielo y luego al trineo y volvió a acomodarse en su silla de
montar.
—La temperatura está bajando —señaló.

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—¿Y qué diablos nos importa eso a nosotros? No estamos precisamente tirando
bolas de nieve con los pies descalzos. Quiero tener la oportunidad de recuperar algo
de lo que perdí anteayer. —El viento se levantaba y los envolvía, estiraba los
pastizales sobre el suelo helado, pero Julián parecía no percibirlo—. El lacrosse es un
juego apasionante —añadió—. No me imagino por qué los indios lo llaman Pequeño
Hermano de Guerra, un batallón regular no podría moverse a esa velocidad, lo
garantizo. Apuesto a que a Lizzie le gustaría mucho verlo.
Richard había sido amable y había dejado que Julián siguiera la charla, pero al oír
aquello se echó a reír.
—No puedo imaginármelo.
—Usted no la conoce bien, ¿verdad? —preguntó Julián con aspereza—. Lizzie
era una niña terrible. Cuando la tía se distraía, se subía a los árboles o montaba a
caballo. Saltaba mejor que yo, hasta que Merriweather encontró la forma de
detenerla. Desde entonces ella se contenta con caminar.
—¿Su hermana Elizabeth? —Richard negaba con la cabeza—. No puedo
imaginarme algo semejante.
—Ah, sí, ella es una deportista muy buena, al menos lo era hasta que comenzó a
leer. Aunque no sé qué dirá del baile.
Richard endureció la expresión.
—¿Estuvo en la casa larga durante el baile?
—Pasé allí todo el día. No me mire así, hombre. Cómo no iba a entrar, con los
tambores, los cantos, los hombres moviéndose y esas máscaras… que ponen la piel
de gallina. Disfruté mucho de todo, excepto con los que rezaban, parece que se
arrastran, sean cristianos o paganos. Dígame… —se inclinó sobre la silla de montar
para acercarse a Richard—, ¿es cierto lo que dicen de las mujeres?
Richard, mantuvo la mirada fija en el horizonte.
—¿Qué es lo que dicen?
Julián sonrió.
—Como si no lo supiera. Me dijeron que el viejo sir Johnson tenía esposas por
todo el territorio mohawk. Un pueblo generoso, si entiende lo que quiero decir.
—Eso fue hace muchos años —dijo Richard con voz distante—. La generosidad
no es tanta cuando se toma algo con ventaja.
—Ah —dijo Julián—. Qué vergüenza.
Entonces se volvió, miró hacia el trineo y saludó.
—¿Había alguien en particular que le llamara la atención?
Julián se encogió de hombros.
—Bueno, hay que admitir que la cuñada de Bonner es algo especial. Nunca
parece la misma. Muchas Palomas, así la llaman. En el baile… —Julián se
interrumpió para aclarar la voz.

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Richard miró de reojo a Julián.
—Pensaba que sus intereses estaban en otra parte.
—¿Se refiere a Kitty? —preguntó Julián recobrando su buen humor con una
sonrisa—. Dudo que pase algo con ella.
—¿Y por qué no? —preguntó Richard con voz de desafío.
—Ah, bueno, es la misma persona que usted dejó de lado… No me mire así, todo
el mundo lo sabe. Es una muchacha muy guapa, pero no tiene dinero, ¿verdad? Y su
padre es un poco aburrido, dicho sea de paso. —Richard parpadeó mirando al cielo
sobre el horizonte y comprobó que todo merecía atención excepto Julián, que
continuó con aspereza—. Tenga cuidado. Ella es como un tornado.
Sin mirar a Julián, Richard preguntó inmediatamente:
—¿Le ha contado algo?
—¿De usted? —Julián negó con la cabeza—. Ni una sola palabra, pero he visto
cómo lo mira cuando cree que nadie la está observando. Espero que le cuente todo a
Lizzie. Está de un humor terrible desde que los vio juntos anoche.
—No pasó nada —protestó Richard.
—No porque no lo intentara, ¿eh? —Julián volvió a reírse—. De cualquier
manera le deseo buena suerte. Con Lizzie la necesitará. —Se detuvo de repente—. Es
aquí, Barktown.
—Ya veo —respondió Richard.
Julián se irguió en la silla para mirar mejor un pequeño grupo de chozas
amontonadas alrededor de una casa alargada.
—Eso es todo lo que queda del pueblo mohawk.
—No son kahnyen’kehaka —dijo Richard moviendo los ojos con rapidez y
mirando a aquella gente—. Todos los iroqueses de esta parte del estado vienen a
Barktown en invierno. No poseen ya grandes casas. No creo que haya más de
cuarenta mohawk aquí la mayor parte del tiempo.
—¿Y por qué quedan estos todavía?
—Porque Herida Redonda del Cielo fue el único de los sabios de los
kahnyen’kehaka que envió a sus hombres a pelear con los colonos. Lo cual es una
vergüenza —dijo Richard con voz solemne—. Porque si hubiera seguido siendo
aliado de Brant y de los tories tendría que haberse llevado a su gente al norte, y no
habría quedado ningún mohawk en el estado de Nueva York.
Se produjo una expresión de sorpresa en la cara de Julián.
—Moses Southern me dijo que usted vivió con los mohawk durante años.
—Es cierto. ¿Y qué? —la cara de Richard se contrajo repentinamente.
—Entonces usted debe de saber mucho más sobre el juego de lo que yo sé. Sus
consejos me serán útiles cuando tenga que apostar. Vamos —dijo sin hacer caso de
las protestas de Richard—. Informaré a las señoras de los planes que tengo.

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* * *

Elizabeth se ponía de puntillas una y otra vez y se esforzaba por ver mejor por
encima de las cabezas de la gente reunida en el campo de juego. Lacrosse, así había
dicho Julián que se llamaba el juego. Nunca había visto nada semejante.
Catorce hombres vestidos con taparrabos, descalzos, con el pelo adornado con
plumas y con los rostros pintados, iban de un lado a otro del campo helado con los
cuerpos sudorosos exhalando vapor. Corrían y chocaban, peleaban y volvían a correr,
los palos se movían a gran velocidad. Cada uno de ellos tenía toda su atención puesta
en la red que llevaba la pelota. Podría haber sido igual en el mes de julio, pensó
Elizabeth, teniendo en cuenta que no prestaban la menor atención al frío.
En todo el perímetro del campo de juego había indios reunidos en grupos, con las
cabezas moviéndose al compás mientras seguían el juego. No parecían disfrutar;
Elizabeth pensó que podría estar en juego un punto importante, por la intensidad y el
esfuerzo con que luchaban. Lo único que en realidad podía llamarse juego era el que
hacían los niños que corrían de un lado a otro imitando la lucha con pequeños
bastones, gritándose unos a otros, tratando de evitar que sus madres los alcanzaran.
También había hombres blancos, pero estaban apartados, conversando entre sí y
riendo. Parecían cazadores y leñadores, como los hombres de Paradise. Uno miraba
fijamente a Julián y Elizabeth lo advirtió con inquietud. Era un hombre gordo como
un barril, por la ropa parecía un mendigo. No la sorprendió que ya conocieran a su
hermano en el lugar, era obvio que había estado allí antes, que había pasado todo un
día. En qué líos se habría metido era algo que apenas podía imaginar.
—Mi padre no lo aprobaría —dijo Kitty por cuarta vez—, no debería estar aquí.
Julián la cogió por el codo y le dio la otra mano a Elizabeth.
—Yo hablaré con tu padre, Kitty —dijo haciendo que ambas avanzaran, y casi
incapaz de ocultar su excitación por el juego—. Por aquí, allí estaréis mejor situadas
para ver.
Elizabeth siguió a su hermano hasta un montículo, pero mantuvo los ojos fijos en
el juego. Estaban lo bastante cerca del campo para oler el sudor mientras los
jugadores pasaban. Algo sorprendida reconoció a Nutria, vio su palo cruzado ante él
y como corría rápidamente para alcanzar la meta. Las maderas chocaban entre sí, se
partían tratando de sacar la pelota de su red. Nutria golpeó por la izquierda y luego
con un rápido giro hizo que la pelota saliera volando hacia el otro lado del río, donde
otro jugador volvió a remontarla en el aire con un certero golpe de bate.
—¿Cómo se sabe quiénes juegan juntos? —preguntó Katherine. La excitación del
juego estaba haciendo efecto también en ella, aunque todavía se mostraba reacia.
—No se sabe —contestó Julián—. No se marcan para distinguir a los Lobos de
los Tortuga. Tendrías que preguntarle a cada uno de los indios.

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Estaba mirando por encima de la gente mientras le respondía.
—Espera aquí —dijo de repente—. Volveré en un momento.
—Julián —dijo Elizabeth en voz baja.
—Voy a buscar a Richard, enseguida vengo —murmuró mientras partía.
—No tardes mucho —gritó Katherine acercándose a Elizabeth.
—¿Recuerdas tu promesa? —añadió Elizabeth, a la que Julián saludaba agitando
la mano por encima de la cabeza pero sin volverse.
Ella se dio cuenta de que el juramento de Julián se había roto hacía tiempo y rogó
que no hubiera firmado pagarés en aquel momento en que la familia no tenía dinero
en efectivo. Más tensa que otras veces, dejó vagar la mirada una vez más sobre toda
aquella gente. Por ninguna parte había señales de Nathaniel, sólo le quedaba la
esperanza de que él la viera en aquel lugar alto en que se habían situado. Estaba tan
nerviosa que por un momento deseó no haberse detenido en el campo de juego.
—¿Conoces a alguien? —preguntó Katherine mirándola de soslayo.
Contenta por aquella pregunta que la distraía, Elizabeth volvió la atención al
juego.
—Allí, aquel jugador, el alto que acaba de tocar la pelota, ése es Huye de los
Osos, del clan Tortuga.
Los jugadores se habían enfrascado en una competencia feroz en busca de la
preciada pelota. Con un grito de satisfacción, uno de ellos, más delgado y flexible,
había conseguido poner la pelota en su red y escapar con los otros pisándole los
talones.
Elizabeth trató de no mirar a los jugadores, a los pechos desnudos y los músculos
tensos que brillaban mientras corrían. El señor Witherspoon sin duda no aprobaría
aquello: imaginó el largo y tedioso sermón que podría pronunciar al respecto y tuvo
la esperanza de que Kitty no hablara en su casa de aquella salida. Era una situación
muy extraña que dos mujeres solteras estuvieran allí; de repente surgió el espectro de
la tía Merriweather pero Elizabeth lo hizo desaparecer enseguida.
Alguien le tocó el brazo y ella bajó la mirada.
—¡Hannah!
Estaba tan complacida de ver a la niña que se agachó, la abrazó y la besó en la
mejilla. Hannah se reía mucho por aquel saludo y con timidez tocó la cara de
Elizabeth con los dedos.
—Venid —dijo Hannah mientras cogía la mano enguantada de Elizabeth e
invitaba también a Kitty—. Venid.
Las condujo hasta un grupo de ancianos que observaban el juego envueltos en
mantas y ropas de piel, conversando en voz baja entre ellos mientras mecían largas
pipas de arcilla. Tenían la atención fija en uno de los límites del campo de juego hacia
donde estaban yendo los jugadores.

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—Julián dijo que esperásemos aquí —dijo Katherine, aunque fue con ellas.
—Julián no nos presta atención en este momento —señaló Elizabeth.
La aldea era un conjunto de chozas de troncos dispuestas formando un círculo,
entre helados campos de maíz en barbecho. En el centro estaba la casa larga. Tenía la
longitud aproximada de cuatro chozas juntas, estaba construida con corteza de árbol
unida con cuerda hecha con raíces trenzadas. Hilos de humo surgían por los
respiraderos del techo, pero no había ventanas. Una puerta daba al este y al campo de
juego, había allí un impresionante pellejo de oso, sin pelo y casi transparente en los
bordes. Encima se veía una tortuga dibujada con pintura roja.
En un punto destacado entre la casa y el campo de juego, ante los restos de una
gran hoguera, había un anciano sentado sobre una manta. Ante sí tenía gran variedad
de objetos, un montón de pieles, un antiguo mosquete, una colección de cuchillos,
una cabeza de hacha sin mango, un molde para balas, una casaca de brocado, telas de
varios colores, una pata de conejo, mantas rayadas, un chal, adornos de vidrio y de
metal, un paquete con tabaco, una figura de la Virgen María y una tetera de cobre.
Alrededor del anciano y sus tesoros había un grupo de mujeres mirando el juego.
Elizabeth se sintió aliviada al ver que Atardecer y Muchas Palomas se dirigían hacia
ella.
—Por favor —dijo Atardecer, los ojos oscuros le brillaban al dar la bienvenida—.
Usted nos honra al venir aquí el último día de las ceremonias de invierno.
Se reunieron con las demás mujeres, que saludaron impasibles y con los ojos
bajos para volverse enseguida a mirar a sus hijos, hermanos y esposos.
El anciano era el hombre más viejo que Elizabeth había visto, incluso más viejo
que Chingachgook. Tenía uno de los ojos cubierto con una sustancia lechosa y de
color gris, y el largo pelo era blanco y fino como el de un recién nacido. Pero
observaba el juego con profundo interés y con una concentración que demostraba que
no se sentía débil.
—Éste es mi bisabuelo —le susurró Hannah a Elizabeth—. Es el mayor del clan,
lleva las apuestas.
—¿Cuál es el nombre de tu bisabuelo?
—Gau'yata'se —respondió Muchas Palomas en lugar de Hannah, mientras se
acercaba a Elizabeth—. Herida Redonda del Cielo. Y ése es mi tío. —Señaló a un
hombre mayor que paseaba por la orilla del río—. Él es el guardián de la fe y lo
llamamos Palabras Amargas.
Elizabeth observó que Palabras Amargas agitaba un instrumento hecho con un
caparazón de tortuga por encima de su cabeza, acompañando el ritmo de su canto.
Todo el cuerpo se movía al compás, y cada paso iba acompañado por el sonido de los
collares de concha y dientes de animal que colgaban de su cuello, de su cintura y de
sus rodillas. Lucía un complicado peinado que lo hacía parecer un zorro.

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Se oyó una exclamación proveniente de la multitud y Elizabeth se volvió para ver
que un jugador pequeño y flaco avanzaba desde un extremo del campo dejando a sus
perseguidores atrás para lanzar la pelota. Con un golpe satisfactorio, ésta tocó una
roca grande. Hubo agitación por parte del público y siguió una animada discusión.
—¿Ha hecho un tanto?
—Sí, el clan Tortuga ha marcado seis goles —dijo Hannah frunciendo un poco el
entrecejo—. Ahora los Lobos y los Tortugas van empatados.
Una mujer se destacó entre la multitud. Con gesto de rabia se levantó sobre el
hielo agitando los puños y gritando en dirección a los jugadores.
—Es mi prima —le explicó Atardecer a Elizabeth—. Es la matriarca del clan de
aquí. Su hijo juega con los Lobos y cree que no lo está haciendo bien.
—Le está preguntando a Alto como los Árboles por qué lleva plumas de águila si
corre como un conejo de tres patas —tradujo Hannah alegremente—. Tal vez le dé
una bofetada, como hizo el año pasado.
Atardecer miró a su nieta y Hannah se mordió el labio. Ocultó la cabeza pero su
sonrisa se mantuvo.
—Es un gran honor jugar para el clan en los juegos de invierno —le explicó
Atardecer, más a Hannah que a Elizabeth.
Elizabeth vio que la pelota describía una curva por encima de las cabezas de los
jugadores y volvía a elevarse otra vez, más arriba aún.
—Los Lobos tienen la pelota —observó Muchas Palomas—. Tal vez haya un
final rápido.
—Esperemos que sí —murmuró Katherine. Le cogió el brazo a Elizabeth—. Allí
está Richard —dijo.
Elizabeth siguió la mirada de Katherine hasta que pudo distinguir a Richard.
Caminaba a lo largo del campo de juego, por el otro lado; tenía la cabeza baja, como
si estuviera concentrado mientras escuchaba al joven indio que iba con él.
—¿Sabe quién es el hombre que está hablando con Richard Todd? —preguntó
Elizabeth a Atardecer.
La mujer anciana cogió aire mientras asentía con la cabeza.
—Medio Cuervo. Del clan de la Tortuga caghnawa, de Canadá. —Con voz baja y
musical, Atardecer comenzó a recitar la genealogía de la familia de Medio Cuervo.
Por haberle ocurrido lo mismo con Hannah, Elizabeth empezaba a darse cuenta de
que preguntar a un kahnyen’kehaka acerca de algún pariente kahnyen’kehaka
significaba preguntar la historia detallada del clan; en otras circunstancias le habría
parecido muy interesante, pero en aquel momento apenas podía concentrarse. Uno de
los jugadores le había llamado la atención.
Corría hacia la meta por el campo helado, el pelo volaba con el viento, tenía los
músculos tensos. Su torso largo y poderoso se balanceaba graciosamente mientras

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agitaba el bate en arco para alcanzar la pelota que iba por el aire, luciendo una herida
no del todo curada que se extendía como una línea oscura en su hombro derecho. Ella
respiró profundamente cuando él fue dando la vuelta hasta que, al completar el giro,
le vio la cara. Iba pintado de rojo y negro, el dibujo geométrico destacaba más la
nariz y la frente alta.
—Nathaniel —suspiró Elizabeth.
Atardecer interrumpió el relato. En aquel momento Nathaniel había tocado la
pelota que había golpeado en la roca que servía como meta. Los espectadores se
levantaron al mismo tiempo, todas las rivalidades terminaron de golpe.
—No se podría decir que es blanco —dijo suavemente Elizabeth.
—A veces es difícil estar seguros —dijo Atardecer—. Será por eso por lo que lo
llaman Deseroken. «Entre dos Vidas».

* * *

Con gran satisfacción, Julián cobró sus ganancias de un hombre pálido y trampero
experto al que se le conocía como Alemán Ton. Se metió en el bolsillo las monedas y
billetes con una sonrisa y luego volvió la mirada hacia la gente.
Los mayores llevaban a los jugadores a un lavado ceremonial en un agujero
abierto en el hielo; más tarde habría oraciones y largos ritos y los hombres bailarían.
La danza social, cuando las mujeres tenían ocasión de bailar, no comenzaría hasta el
anochecer. Julián sabía que no había tiempo para esperar hasta entonces. Su hermana
querría continuar el viaje y él se había comprometido a acompañarla. Hasta Galileo
daba vueltas alrededor del trineo como queriendo seguir el camino. Julián pensó en
enviar a las mujeres con Richard para que las cuidase. De cualquier modo, Richard
era demasiado testarudo para ser buena compañía. No había querido mirar el juego,
no quería permanecer en ningún sitio que estuviera cerca del pueblo indio. Aunque sí
es cierto que había echado un vistazo al juego y le había dicho a Julián que apostara
por el clan Lobo, y había acertado.
Julián caminó buscando a su hermana y sintiendo gran satisfacción por una
apuesta bien hecha. Dando un suspiro reconoció la necesidad de seguir; Elizabeth
estaba sospechando más de la cuenta, y no había por qué decirle nada de la apuesta,
pese a los buenos resultados. Por la relación que tenía con Richard, Julián pensó que
tampoco contaría con su silencio. La triste realidad era que nadie tenía fe en su
capacidad de mantener los límites.
A unos cincuenta metros de la casa larga, Julián se detuvo en un terreno elevado
para ver la escena completa. Vio que se reunía una multitud alrededor del viejo sabio
que estaba distribuyendo el botín entre los ganadores. Los jugadores salían del
charco, chorreaban agua helada y sudaban, los rodeaba toda una tropa de niños que

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iba tras ellos, saltando y corriendo, peleándose por el honor de sostener los bates de
los luchadores. El anciano que se había ocupado de las oraciones estaba cantando y
agitando un instrumento sobre su cabeza. Elizabeth observaba con toda atención para
poder recordar cada detalle. El que su hermana pudiera manifestar entusiasmo por los
hechos más extraños era algo que para Julián seguía siendo un misterio. Suponía que
si ella se quedaba a oír las historias rituales y las adivinaciones no bostezaría ni una
sola vez, pese a que no entendería una sola palabra.
Julián gritó llamando a su hermana y Elizabeth se volvió hacia el lugar de donde
provenía la voz.
No debería haber sido ya una sorpresa, pero el hecho es que Julián se sintió
impresionado al ver a Muchas Palomas, un nombre ridículo, sin duda, pero que a ella
le quedaba bien. No podía pensar en ella como Abigail. Abigail era un nombre
apropiado para una muchacha como su hermana, apropiado y aburrido y sin atractivo
para los hombres. No, Muchas Palomas le recordaba las madonnas que los italianos
pintaban, silenciosa pero con ojos que miraban directamente al hombre y que le
impedían alejarse. Como si ella supiera todo lo que había que saber acerca de él sin
tener que hacer montones de preguntas. No era extraño que muchos hombres blancos
quisieran a las nativas, pensó. Otro lujo que él no se podía permitir.
Muchas Palomas estaba entre los jugadores que se aproximaban, Julián observó
su expresión y vio que repentinamente había perdido el aire de lejanía. Notó que
miraba fijamente a un jugador que caminaba en dirección a ella, era el joven que
había dominado todo el juego. Incluso a cincuenta metros, Julián podía ver que el
hombre estaba cubierto de grasa de ganso y que su respiración todavía era agitada.
Muchas Palomas estaba esperándole como una dama espera a su caballero.
No se adelantó ni un paso, ni siquiera sonrió, pero había algo en su rostro, en los
ojos que le miraban. Muchas Palomas le dio una manta de rayas rojas que puso sobre
su cabeza y hombros. Se puso de puntillas para cruzársela en el pecho.
Una o dos veces en la vida le había sucedido a Julián que una mujer lo mirara de
ese modo, del modo en que mira quien piensa que está enamorado. Del modo en que
Elizabeth estaba mirando a otro hombre.
Julián observó atónito a Nathaniel Bonner, medio desnudo y pintado como un
salvaje, que se paraba ante su hermana. Elizabeth se adelantó con otra manta y
levantó la cara, mostrándose mucho más parecida a Muchas Palomas de lo que Julián
habría podido imaginar. Se sintió molesto, tenso, orgulloso, como diciendo «no se
acerque a mi hermana», al ver a Nathaniel con los ojos brillando como antorchas en
la noche.
—¿Dónde has estado escondiéndote?
Sorprendido, Julián se dio la vuelta y se encontró ante Richard, que se acercaba
seguido por Kitty.

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—No llegaremos a casa antes del anochecer si seguimos así —dijo Richard.
—Vamonos —dijo Kitty menos enfadada, mirando con dificultad a Richard y a
Julián alternativamente.
Julián les dijo que salieran de allí y que fueran hacia el trineo.
—Id y decidle a Galileo que saldremos enseguida —dijo tratando de quitárselos
de encima—. Voy a buscar a Elizabeth y os sigo.
Kitty dudó, pero Richard ya había iniciado la marcha dando grandes pasos.
—Vamos, querida Kitty —dijo Julián con una sonrisa—. Enseguida estaremos
allí.

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Capítulo 16

Cuando el reloj del recibidor dio las doce de la noche Elizabeth se levantó. Lo que
estaba pensando era una locura, y, sin embargo, veía con tanta claridad lo que haría
que le parecía algo inevitable. Tardaría una hora ya que conocía el camino.
Encontraría Lobo Escondido. El cielo estaba despejado y la luna casi llena. No le
importaba que se hubiera levantado al amanecer o que hubiera viajado durante diez
horas. Volvería antes de que saliera la luna. ¿Quién se enteraría?
Con el vestido a medio abotonar y una media puesta, Elizabeth se acostó de
nuevo y hundió la cabeza en la almohada. Estaba tan nerviosa y tan irritada que
habría podido, sin el menor esfuerzo, romper a llorar, a gritar o lanzar algo al aire.
La última vez que había visto a Nathaniel, la mañana anterior, él estaba tiritando a
causa del cansancio y del frío, y bajo la pintura del rostro tenía manchas de sangre.
Pero le sonrió cuando ella le puso la manta sobre los hombros, con una sonrisa que le
había hecho tomar una resolución.
«Iré a buscarte —le había susurrado Nathaniel aquella misma mañana, mientras
Julián observaba impaciente—. Iré a buscarte en cuanto pueda».
Tal vez todavía no habría vuelto de Barktown; quizá no lo hiciera hasta dentro de
unos días.
Elizabeth cogió la vela de la mesilla de noche y fue hasta la chimenea. Se
arrodilló ante el fuego y acercó el cabo a las brasas rojas hasta que surgió una débil
llama. Entonces se sentó en el suelo frío con los brazos alrededor de las rodillas y
observó cómo comenzaba a consumirse la mezcla de sebo y resina.
Al día siguiente iría a la cabaña. Iría ella sola para ver los preparativos de la
escuela. Faltaban solamente dos días para la primera clase. Todos aquellos niños a su
cuidado. Se repitió para sí misma los nombres, uno tras otro, con rapidez: Rudy
McGarrity, Liam Kirby, Peter Dubonnet, Bendito Sea Cunnigham, Ephraim
Hauptmann, Isaac y Elias Cameron. Y las niñas: Dolly Smythe, Marie Dubonnet,
Hezi-bah y Ruth Glove, Henrietta Hauptamnn y Hannah Bonner.
Él la iría a buscar a la escuela, por supuesto que lo haría.
«Ahora debo dormir», pensó Elizabeth. «Mañana, cuando haya descansado, veré
a Nathaniel. Ahora lo importante es dormir», se dijo con firmeza.
Puso el candelabro sobre la repisa de la chimenea y fue hasta la ventana. La luz
de la luna se extendía como un manto azul y gris perla por encima de los árboles y las
colinas, dibujando el pueblo con trazos sombríos. Lobo Escondido se alzaba como un
centinela expectante, silencioso pero benevolente y atento. Elizabeth siguió el
sendero con la mirada hasta donde pudo ver y luego se lo imaginó a partir del punto
en que desaparecía en la espesura del bosque. Lago de las Nubes estaba en la

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oscuridad.
Algo se movió en el sendero, apenas perceptible al principio. Elizabeth parpadeó
pensando que se lo había imaginado, pero allí había algo brillante, como la llama de
una vela, que iba haciéndose más grande. Desapareció en la sombra y volvió a surgir.
Elizabeth observaba sin hacer el menor ruido, cogiendo el marco de la ventana con
los dedos, mientras la forma huidiza iba adquiriendo la imagen de un hombre. En
cinco minutos la luna caería como una capa sobre su cabeza y sus hombros; un
hombre alto que se movía rápidamente y en silencio entre los árboles. Nathaniel.
Contuvo el aliento mientras él se aproximaba a la casa, le latía el corazón tan
fuerte que habría podido despertar a los demás. Tan fuerte que podría despertar a los
muertos. Nathaniel se detuvo frente a la ventana de Elizabeth, con la cara entre las
sombras y la luna destacando una de las mandíbulas, la mitad de su boca y uno de sus
ojos.
Levantó una mano, ella levantó la suya, le hizo una seña para que guardara
silencio. Él asintió y desapareció en la oscuridad.

* * *

Sin hacer ruido, Elizabeth cerró tras ella la puerta de la casa dormida y se
envolvió en un chal. Observó la larga sombra que proyectaba su cuerpo, delgada y
fina. No había señales de Nathaniel. Pensó por un momento que lo había imaginado
todo, o que sólo había sido un sueño.
Casi había pasado de largo cuando Nathaniel salió de su escondite, la cogió de la
muñeca y la empujó contra la pared de la casa. Se quedaron allí, hombro contra
hombro. Elizabeth se esforzaba por conseguir que su respiración volviera al ritmo
normal, la llama de la vela parecía agitarse al compás de su corazón. Lo siguió hasta
el granero, donde él se detuvo para contemplarla, la luna destacaba los ángulos de su
cara.
—Espera un momento —le susurró Nathaniel. Ella comenzó a temblar, el pelo se
le movía formando ondas alrededor de sus hombros como un mar embravecido.
Él volvió y le hizo una seña para que avanzara.
Los caballos se inquietaron al verlos. Elizabeth estaba delante del buey y sintió
que la miraba con recelo y parpadeaba, su gran cabeza irradiaba mucho calor. La
mano de Nathaniel le apretó la muñeca para indicarle que estuviera tranquila.
Esperaron así unos minutos hasta que los animales se cansaron de mirarlos y
volvieron a sus lugares.
Había un montón de paja en un compartimiento vacío. La luz de la vela oscilaba
en las ásperas paredes de tablas y formaba un pequeño círculo, tan valioso como el
oro en aquella oscuridad. Nathaniel cogió el candelabro de manos de Elizabeth, con

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la punta de los dedos le tocó la muñeca y notó el pulso agitado. Elizabeth dejó que se
alejara dando un profundo suspiro.
Cuando hubo encontrado un lugar seguro para dejar la vela, en una repisa alta, se
sentó junto a ella sobre el montón de paja. Lucía en la cara las cicatrices de la pelea,
una costra de sangre sobre una ceja, un morado en la mandíbula. Tenía el pelo
enredado y las mejillas oscuras por la barba que crecía. Ella había juntado las dos
manos y las apretaba, las manos querían subir y tocarlo, asegurarse de que era real, de
que lo que estaba pasando era real.
—Háblame.
Elizabeth se lo contó todo. Le habló de la proposición matrimonial de Richard, de
las dificultades en que se había metido su padre, del plan de Richard para Lobo
Escondido. Le relató la discusión con el señor Bennett palabra por palabra. Habló y
habló en voz baja, sintiendo los ojos de Nathaniel fijos sobre ella, pero incapaz de
mirarlo a la cara.
—Y además está esto.
Sacó del bolsillo del vestido un pedazo de papel de diario y lo puso en los muslos
de Nathaniel. Lo observó a la luz de la vela mientras él leía.

Se solicita cualquier información acerca del paradero del indio sachem


Chingachgook, conocido también como la Gran Serpiente o como el Indio Juan.
Debe pagar una deuda.

Jack Lingo.
Dejar mensaje en la tienda de Stumptown.

Nathaniel se frotó la barbilla con aire pensativo.


—¿Quién es Jack Lingo y qué es lo que quiere de tu abuelo? —preguntó
Elizabeth.
—Es un viejo viajero —dijo Nathaniel—. Anda por los bosques causando
problemas y buscando el oro tory. —Levantó una ceja y preguntó—: ¿Es de esto de
lo que quieres hablar?
Ella tragó saliva con dificultad.
—No, creo que deberíamos hablar acerca de Richard.
—¿Qué pasa con él?
Elizabeth miró a los ojos a Nathaniel.
—Me habría gustado que me hubieras contado la historia de la madre de Richard.
Él la miró sorprendido.
—¿Eso habría cambiado las cosas?
Elizabeth se enredó los dedos en el chal, nerviosa.

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—No, pero es más fácil sacar conclusiones sabiendo que su madre está enterrada
en Lobo Escondido.
—Mi madre también está enterrada allí.
—No he dicho que él tenga más derecho. Sólo que saber lo de su madre me
permite ver las cosas más claras.
Nathaniel depuso en parte su recelo.
—No es exactamente su madre lo que le interesa de Lobo Escondido, ¿sabes? Es
más complicado que eso. Tiene que ver con Sarah.
—No creo que quiera oír todo eso precisamente en este momento —dijo
Elizabeth dejando caer la cabeza.
El de Sarah era un tema que no había previsto en aquella conversación, algo que
había estado tratando de alejar de sus pensamientos desde hacía muchos días.
—No subestimes la fuerza de un golpe en el orgullo de un hombre —dijo
Nathaniel—. O lo que sería capaz de hacer para resarcirse. Richard deseaba a Sarah.
Y ahora te desea a ti.
—Bien, lamento que haya tenido ese problema y esa pérdida —dijo Elizabeth—
pero no puedo casarme con él para salvar su orgullo, y no me casaré con él ni dejaré
que te eche de Lobo Escondido. Y tampoco lo comprará si yo puedo impedirlo.
—Me alegra mucho oír todo eso —dijo Nathaniel sonriendo—. Pero ¿qué es lo
que piensas?
—Podría pagar las deudas de mi padre, pero eso significaría gastar todos mis
ahorros —dijo Elizabeth—. Y seguramente, en pocos años, mi padre volverá a gastar
más de lo que puede y a hacer malas inversiones…
—Y no habría más dinero para pagar sus hipotecas —concluyó Nathaniel.
Ella asintió.
—Entonces… —Elizabeth miró alrededor. La vela dejaba escapar una llama
ovalada que pintaba la cara de Nathaniel con tonos suaves, redondeando las facciones
rectas. La miraba con infinita paciencia y algo más, algo que ella había esperado.
Elizabeth dejó escapar un profundo suspiro—. Dejaré que Richard me corteje —dijo
lentamente—. Hasta que mi padre esté lo suficientemente seguro para firmar la
cesión a mi nombre. Eso debe hacerse en Johnstown, ante el señor Bennett. Y
entonces…
Tragó saliva con esfuerzo.
—¿Y entonces?
Tuvo que disponer de todo su coraje, pero por fin logró mirarlo fijamente:
—Nos podremos casar. Tú y yo… —Se detuvo temblando, la voz se le rompía—.
Inmediatamente. En ese momento toda propiedad que yo tenga pasará a tu poder. Y
eso incluye Lobo Escondido, por supuesto.
Nathaniel se puso completamente pálido.

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—Tú no quieres casarte —dijo Nathaniel de modo casual, enmascarando su
expresión—. Me lo has dicho muchas veces.
—Tu memoria no me ayuda.
Trataba de hablar con mayor soltura, pero era incapaz de controlar el temblor de
la voz, y no podía mirarlo a los ojos.
Nathaniel la observaba detenidamente, había algo en su rostro que ella no podía
definir. ¿Miedo? ¿Rabia?
—No quiero tu compasión.
—¡No es compasión!
—¿Qué nombre le podemos dar entonces? Quieres que me case contigo para
poder darme tu propiedad. ¿Y qué pasa con los impuestos?
Elizabeth parpadeó.
—Los pagaré —dijo.
—Ajá —dijo Nathaniel con aspereza—. Así que los quieres pagar. Hay una
palabra para definir el papel que quieres que interprete, pero no es exactamente
amable.
Atónita, Elizabeth alejó su mano.
—Yo pensaba que tú…
—Por Dios, mujer —la interrumpió Nathaniel—, no es tu compasión lo que
deseo.
—No —dijo Elizabeth levantando la cara para mirarlo a los ojos, mientras los de
ella chispeaban—. Tú quieres justicia. Y dijiste… dijiste que me deseabas, también.
Pero tal vez sólo eran palabras que se lleva el viento.
Él se levantó de un salto; ella también se levantó con los puños cerrados, se
quedaron frente a frente.
—Y tú, ¿qué? ¿Qué pasa con tus deseos? —Nathaniel estaba enfadado en aquel
momento, le cogió los hombros con fuerza, presionando.
Elizabeth sintió que el corazón se le derretía como si fuera la cera de la vela,
sintió que se deslizaba hasta los pies. Se quitó de encima las manos de él.
—¡Si no fueras tan idiota te habrías dado cuenta de lo que trataba de decirte! —
dijo tragando saliva a disgusto—. Es también por mí. ¿O es que piensas que soy tan
tonta que voy a tirarlo todo por la borda, a deshacerme de todo lo que poseo sin tener
algún motivo importante? He llegado a la conclusión de que estaré mucho mejor
siendo tu esposa que la hija de mi padre, aunque ahora tengo mis dudas.
Permaneció allí, respirando agitada, con la barbilla levantada, observándolo con
ojos que lo desafiaban a dudar de sus palabras. Él bajó la mirada.
—¿Te das cuenta de lo que tendríamos que hacer? ¿Casarnos deprisa y
desaparecer durante el tiempo suficiente para que no pueda solicitar que el
matrimonio sea anulado y con él la cesión?

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—Sí —asintió Elizabeth—. Sí, sí, sí, ya he pensado en eso.
Él se alejó un poco y la contempló como si tuviera delante una criatura a la que
nunca había visto. Tenía sudor en las sienes a pesar del frío.
—¿De veras quieres ser mi esposa —dijo— o es un matrimonio sobre el papel lo
que me propones?
—Ah, Nathaniel —dijo Elizabeth sintiéndose repentinamente sin fuerzas—. No
es eso lo que pensaba, no. Pero si no me quieres sólo tienes que decirlo y buscaremos
algún otro modo de detener a Richard.
Él avanzó hacia ella y luego dudó.
—Perdóname por mi rudeza —dijo con dificultad—. Pero estoy tratando de
conseguir que me digas qué es lo que realmente quieres, sin vaguedades.
—Te quiero a ti —susurró Elizabeth mientras parpadeaba—. Te quiero a ti. Y si
hay alguna forma de poner en orden nuestra situación y la de los tuyos, mucho mejor.
Nathaniel le cogió las manos y la obligó a sentarse de nuevo en el pajar. Elizabeth
sintió que él temblaba.
—Te dije —señaló suavemente con la boca sobre el pelo de ella—. Te dije una
vez que sólo tenías que pedir. No estaba seguro de lo que me pedías.
—Yo también tenía miedo. Tú no me dijiste qué era exactamente lo que querías
de mí. Y todavía no lo has dicho.
Los dedos de él recorrían las sienes de Elizabeth.
—Quieres que te lo diga. Y viendo cómo te he hecho hablar, me parece justo.
—Sería una ayuda —admitió Elizabeth—. Es difícil proponer matrimonio sin
ninguna garantía. En este momento casi siento lástima por Richard.
Nathaniel se rió un poco al oír aquello, y le levantó la cabeza para mirarla a los
ojos.
—¿Es eso lo que quieres? ¿Estás segura? —Ella asintió con la cabeza—. Está
bien. —Los músculos del cuello perdieron tensión mientras tragaba saliva—. No
tengo mucho más que ofrecerte que Lago de las Nubes, tal vez no si…
—Y Hanna —añadió Elizabeth.
—Y mi padre, Elizabeth.
Él le cogió ambas manos, volvió las palmas hacia arriba para besárselas y luego
las apretó contra su pecho. Ella pudo sentir su corazón golpeando como un trueno
lento y arrasador.
—Nada de eso importa si no me deseas del modo en que yo te deseo. Si vienes a
mí…
Desvió la mirada un segundo, mirando las sombras, y luego volvió a ella.
—Tienes que saber qué es lo que te llevas.
—Puedo ver lo que me llevo —dijo Elizabeth.
—¿En serio? Crees que puedes ver mi alma, ¿verdad? No sabes qué clase de

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esposo fui para Sarah. Pero creo que tendrás que enterarte en algún momento.
—¿Qué clase de esposo fuiste para Sarah? —preguntó secamente.
—No fui un buen esposo. —La boca era una línea delgada y tenía el entrecejo
fruncido—. Nos casamos por equivocación. —Ella esperaba, incómoda. Él miró por
encima de su cabeza hacia la oscuridad—. Lo he pensado mucho últimamente. Creo
que me casé con ella porque quería ser rojo y ella se casó conmigo porque quería ser
blanca y ninguno de los dos obtuvimos lo que queríamos.
—Ella te dio a Hannah.
Él asintió con la cabeza.
—Tienes razón —dijo—. Hannah fue lo que valió la pena entre tantos problemas,
porque todo fue un gran problema, Elizabeth. Nos casamos demasiado jóvenes.
—Yo no soy tan joven —dijo Elizabeth—. Y tampoco lo eres tú ahora.
—Escúchame, por favor —dijo él—, estoy tratando de decirte que…
—Que eres un hombre terrible, que golpeas a las mujeres, que espantas a los
niños y que te gastas todo el dinero en apuestas y bebida…
—He matado a algunos hombres en su momento, sin contar los que maté en el
campo de batalla —la interrumpió Nathaniel.
—Bien, entonces debió de haber una razón —dijo Elizabeth, pálida. Se miraron
durante un momento—. ¿Me prohibirás enseñar en la escuela?
—Desde luego que no.
—¿Me vas a decir cómo debo hacer las cosas? ¿Vas a escucharme cuando tenga
algo que decir y harás lo que corresponda? Ya lo has hecho —dijo ella con voz
temblorosa—. Creo que serás un buen esposo. Mejor que la mayoría, salvo cuando
me llevas la contraria.
—Tal vez sólo quieres librarte de tu padre.
—Claro que quiero. Pero… —se sintió con las fuerzas renovadas; tenía las
mejillas encendidas—. Pero no me casaría con Richard Todd para librarme de él, ni
con ninguno de los hombres de Nueva York…
Nathaniel le puso el dedo pulgar en la barbilla y el resto de los dedos en la
mejilla.
—Creo que estás diciendo que te resulto agradable —dijo con media sonrisa—. Y
que a causa de eso te atreves a afrontar el resto.
Ella apoyó la cabeza en la palma de la mano.
—La semana pasada estuve pensando que tal vez pueda haber algo como la
amistad y una sociedad entre iguales entre un hombre y una mujer. Donde hay respeto
y… afecto. —Nathaniel acercó su frente a la de ella, pero ésta dejó la mirada baja—.
¿De modo —dijo ella con voz apenas audible— que quieres decir que vas a… seguir
adelante con esto?
—Bueno, creo que resulta evidente —dijo Nathaniel—. Pero como prometí

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decírtelo, ahí va. Quiero tenerte a mi lado. Te quiero para hablar, para discutir cuando
no haya otra cosa que hacer. Estoy seguro de que ya hemos tenido suficientes
discusiones. —Elizabeth contuvo la respiración y luego dejó escapar un suspiro
volviendo la cabeza, su cara quedó sobre el cuello de él y su boca podía percibir las
pulsaciones de la garganta de Nathaniel—. Quiero verte junto a Hannah, ver cómo la
enseñas. Llevarte a los bosques en primavera y enseñarte el lugar donde crecen los
lirios. Y cuando haga calor dormir contigo al pie de la cascada. Besarte todas las
veces que quiera. Llevarte a la cama y tenerte conmigo cuanto me plazca. Quiero que
me des un hijo y mirar cómo cambia tu cuerpo mientras crece en su interior. —Las
palabras sonaban en su oído lentas y dulces. Elizabeth levantó la cara y su boca
quedó justo debajo de la de Nathaniel—. Ésas son las razones por las que quiero estar
contigo, si tú me quieres.
—Sí —susurró ella.
Elizabeth le puso los brazos alrededor del cuello y sólo pensó en besarlo.
Él le pasaba las manos por la espalda haciendo círculos. La besó en la comisura
de la boca, cogió el labio inferior de ella entre sus dientes y apretó ligeramente. Le
tocó el labio superior con la lengua y solicitó la de ella, rodeándola con los brazos y
con una mano acunándole la cabeza. Dejó los ojos cerrados mientras el ángulo de la
cabeza de él se hundía. Al principio fueron muchas sensaciones; el pecho tan duro
como un roble por debajo de pieles y telas, el exquisito placer de rozar una barba en
crecimiento, el sabor de él, ligeramente salado y aun así dulce. Lentamente, toda la
atención de ella quedó centrada en las bocas unidas, la suave pero firme presión de
sus labios, el modo en que la cabeza de él hacía mover la de ella. Él había sido
amable y moderado, pero en aquel momento había más, una intensidad creciente en el
beso, en el modo en que sus manos le apretaban la cabeza y se hundía más y más en
su boca.
Sus lenguas jugaban cuando de repente ella se detuvo. Lo miró con los ojos
desenfocados y se inclinó para poner la frente sobre su hombro.
—Es tarde —dijo secamente Nathaniel.
—Sí —dijo Elizabeth—. Es tarde.
—Y estás cansada.
—Ah, sí, tú también, me imagino. Fue muy interesante verte pelear en el hielo.
—Sí —dijo Nathaniel apretándola más.
—Sí —repitió Elizabeth como un eco desmayado.
—Te deseo —dijo él—. Quiero estar contigo.
Elizabeth hizo un esfuerzo para mirarlo a los ojos, sabiendo lo rojas que estaban
sus mejillas, sabiendo que de algún modo a él le complacería verlas.
—A mí también me gustaría —dijo ella casi tartamudeando—. Creo.
—Bueno, bueno, pero —miró alrededor— no ahora, no aquí.

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Ella asintió con la cabeza.
—Claro.
—Se está haciendo tarde —dijo él de nuevo—. Y tendremos que hablar mucho.
Todo esto requiere que hagamos planes, si tenemos que casarnos en secreto. No podrá
ser antes de mediados de abril.
Elizabeth sintió que se le partía el corazón de sólo pensarlo: dos meses. Nathaniel
le cogió la mano, le frotó la palma con la suya.
—Bien. Ahora, Botas —dijo volviendo a su broma—, no te imaginas el bien que
me hace saber que estás impaciente. Pero no podríamos fugarnos durante el deshielo.
El mundo entero se convierte en agua y barro y no podríamos llegar a ninguna parte,
no podríamos ir por el bosque hacia el norte. Y eso es lo que tenemos que hacer si no
queremos que nos atrapen. De cualquier modo, quiero terminar la escuela. Arreglar
mis asuntos con el juez, por así decirlo, antes de huir con su hija. Y esto te da dos
meses de plazo para iniciar las clases. Que, después de todo, es el motivo por el cual
viniste a Paradise.
Elizabeth respiraba agitada.
—No sé si podré disimular durante tanto tiempo —dijo—. Quiero decir, si podré
aparentar que estoy interesada en Richard. —Levantó la mirada y miró a Nathaniel
—. ¿Qué pasará si no puedo hacerlo? ¿Si mi padre…?
—No me malinterpretes, Elizabeth —dijo Nathaniel ceñudo—. Me casaré contigo
de cualquier manera, y que Dios ayude al que trate de detenerme. Pero quiero llevarte
a tu hogar en Lobo Escondido. Si hay otro modo de hacerlo, lo haré. Pero no lo veo,
¿y tú?
Ella negó con la cabeza.
—Deseo con todo mi corazón que mi padre entienda tus razones y tus derechos y
que te venda la tierra. No me gusta comenzar de este modo, con artificios. Me da
miedo. —Nathaniel iba a decir algo, pero ella le puso un dedo en la boca para
detenerlo—. No hay otro modo, ya lo sé. Así que… —Elizabeth sonrió con tristeza—
interpretaré mi papel y espero que puedas hacerlo tú también. Espero poder hacerte,
poder hacernos, un bien en el intento. Pero si no puedo… —ella levantó la mirada—,
si no puedo, me iré contigo a los bosques, ya lo sabes.
—Tal vez no deberías apresurarte tanto —dijo Nathaniel—. Todavía no has
llegado a ese punto. Pero hasta entonces tendremos que guardar las distancias.
¿Podrás ignorarme cuando nos crucemos en algún sendero?
Ella sonrió.
—Trataré de pensar en Hamlet y ser «cruel pero no antinatural: te hablaré con
dagas, pero no usaré ninguna».
—Eres la mujer que utiliza más citas del mundo —dijo Nathaniel suavemente,
levantando la mano para apartarle el pelo de la cara—. ¿Y le hablarás de amor o de

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dagas a Richard Todd?
—Se supone que tengo que mantenerlo a la expectativa y lleno de esperanzas —
dijo ella—. No creo que con dagas pueda hacer mi trabajo.
—¿Y qué pasa con los besos? ¿Eso es parte del trabajo? —Nathaniel sonreía, pero
en aquella sonrisa había algo de lobo que hacía temblar a Elizabeth.
—Bueno, no me gusta la idea, pero supongo que podría ser necesario en algún
momento.
—No —dijo él de repente; la atrajo hacia sí y apretó con fuerza su boca contra la
de ella—. No, las jóvenes de buena familia no permiten que las besen, te recuerdo.
Elizabeth sintió que una sonrisa completamente idiota se apoderaba de ella; no
pudo evitarlo. A pesar de la seriedad de la situación, a pesar de todo lo que había que
ganar y que perder, tenía que sonreír. Nathaniel la deseaba a ella. Lo quería todo de
ella.
—Qué memoria tiene, señor Bonner.
—Cuando Richard se acerque demasiado, recuerda que tus besos son míos. —Y
se inclinó para besarla de nuevo. Cuando levantó la cabeza, ella respiraba de forma
entrecortada.
—Dos meses es mucho tiempo —susurró Elizabeth acercándose de nuevo a él.
—Puedes enviarme mensajes a través de Muchas Palomas —le dijo entre besos.
—Muchas Palomas, sí —murmuró Elizabeth.
—Pero no se lo digas todavía a Hannah, ella podría revelar el secreto.
—No, claro que no —dijo Elizabeth con la boca apoyada en la de él.
—Elizabeth —dijo con firmeza mientras la abrazaba—, a principios de abril
estaré esperando tu mensaje, nos encontraremos antes de que vayas a Johnstown con
tu padre y arreglaremos los detalles.
Ella se echó hacia atrás y se apartó el pelo de la cara.
—Hasta entonces tendré que mantenerme lejos de ti —dijo Nathaniel—. Por el
bien de los dos.

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Capítulo 17

Sentada sobre una bala de algodón junto a Elizabeth Middleton, Anna Hauptmann vio
que la puerta de la tienda se abría y dejaba entrar una ráfaga del viento de finales de
marzo. La mirada preocupada del rostro de Anna cambió súbitamente y se convirtió
en una sonrisa.
—¡Señorita Elizabeth! Bueno, ya era hora —dijo—. No ha venido desde que el
lago se abrió. Empezaba a pensar que se había olvidado de nosotros, los de aquí
abajo.
Elizabeth se bajó la capucha y se quitó los guantes mientras negaba con la cabeza.
—He tenido mucho trabajo —dijo—. Espero que me disculpe.
—No se preocupe, estamos muy contentos de verla. Quítese el abrigo. Hay un
sitio aquí junto al fuego, si a esos hombres les importan los buenos modales. Me
pregunto dónde estarán Ephraim y Herietta. Ya deberían haber venido a saludar.
—Ah, no se preocupe, por favor —dijo Elizabeth—. He venido porque quería
saber si tiene tela para pañuelos.
Antes de que Elizabeth hubiera terminado la frase, Anna ya se había vuelto hacia
la pared que había detrás de ella.
—Mejor que eso —exclamó mientras buscaba en un cajón—. Las pequeñas Kaes
me hilaron veinte metros de buena tela en otoño y cosimos pañuelos con los retales,
así que no tendrá trabajo con la aguja. A menos que esté buscando bordados. No he
tenido ningún bordado desde hace un año o más. Ahora —continuó sin esperar la
respuesta de Elizabeth—, la cuestión es dónde habrán ido a parar desde la última vez
que los vi. ¿Cuántos quiere?
—Todos los que tenga —dijo Elizabeth—. Es algo que no pensé que necesitaría,
pero me he dado cuenta de que me son indispensables. Todos los niños parecen estar
resfriados. El repentino cambio de tiempo, supongo.
—Es lo que pasa cuando viene el deshielo —dijo Anna que se había subido a un
banco para buscar en los cubículos que estaban fuera de su alcance.
Elizabeth dejó que Anna siguiera buscando y se volvió para mirar el resto de la
habitación. Había un nuevo escrito en la pared: «Se comercia con todo tipo de
semillas y flores», decía. Una imagen no deseada apareció en la mente de Elizabeth:
su padre trataba de pagar el tabaco con un ramo de margaritas, y ella estaba a punto
de reírse. Pero entonces se dio cuenta de que la placa había sido pintada con mucho
esmero y se mordió el labio.
El habitual grupo de hombres estaba reunido junto al hogar. Elizabeth dirigió una
inclinación de cabeza a algunos de ellos. Julián agitó un brazo por encima de la
cabeza sin tomarse la molestia de abandonar su asiento. El padre de Anna respiraba

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ruidosamente mientras dormía, la larga barba blanca le cubría el pecho como si fuera
una manta apolillada. Moses Southern la saludó sentado sobre un barril con
conservas, pero Jed McGarrity saltó y se acercó para estrechar la mano de Elizabeth.
—Me alegro de verla, señorita Elizabeth —le dijo—. He tratado de hablar con
usted. El domingo la estuve esperando para felicitarla por el buen trabajo que está
haciendo. Usted tiene buena mano para tratar a los muchachos, eso se nota.
Elizabeth sonrió.
—La verdad es que me alegra mucho saber que usted está satisfecho con el
progreso que están haciendo sus hijos.
—¡Satisfecho! Apenas podemos soportar la espera hasta que ellos llegan a casa y
nos cuentan las historias que usted les enseña. Ayer fue la del caballo de Troya, que
les dio tantos problemas a los griegos. —Se atusaba los bigotes con aire pensativo—.
Me pregunto si nuestros generales conocen ese truco. A lo mejor habría funcionado
cuando queríamos sacar a los tories de Nueva York.
Una mirada aguda de Moses Southern y la amplia sonrisa de Julián acogieron
estas palabras.
—Lo podría haber hecho con la ayuda de Lizzie. Eso se lo aseguro —dijo Julián
—. Ella sabe mucho de tácticas. No sé muy bien de qué modo emplea esa habilidad
en la escuela, pero siempre le ha servido donde quiera que estuviese.
—No siga con sus críticas a la escuela —dijo Anna en la escalera—, ¿o acaso mi
Ephraim no me lee el Buen Libro todas las noches? Incluso ese trasto de Liam Kirby
se ha vuelto manso como un gato. No sé cómo lo ha hecho —Anna miró a Moses con
enfado—; pero sea como sea, lo importante es que funciona.
Se produjo un silencio molesto mientras Julián volvía a su asiento y Elizabeth al
mostrador. Últimamente le resultaba cada vez más difícil soportar tranquilamente las
ironías de Julián, que parecía aprovechar todas las oportunidades para molestarla. El
hecho de que Richard Todd fuera a visitarla con cierta regularidad no cambiaba las
cosas. Elizabeth se preguntaba una y otra vez si Julián se habría dado cuenta de sus
planes. Estaba pensándolo de nuevo cuando una palabra que oyó al pasar la sacó de
golpe de sus reflexiones.
—… Nathaniel —dijo Jed McGarrity.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó Elizabeth con toda la calma de que fue capaz—.
Me temo que estaba pensando en… otra cosa.
«Qué embustera me he vuelto», pensó.
—Dije que Nathaniel está haciendo muy bien las cosas, la nueva escuela, quiero
decir. Ha traído a Nutria para que le ayude a levantar las paredes, le garantizo que lo
tendrán todo listo en una semana. Usted podrá instalarse en esa escuela a mediados de
abril, no lo dude.
—Bueno, ésa es una buena noticia —dijo Elizabeth tratando de parecer

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indiferente y complacida al mismo tiempo—. Hace mucho que no voy por allí a ver
la construcción. Estoy muy ocupada.
—Debería ir un día de éstos a verla.
—Será mejor que no —dijo Elizabeth mirando los paquetes que había en el
mostrador—. Nathaniel ha dejado claro que no quiere que me entrometa.
—¿En serio? —preguntó Jed lentamente, con la cabeza inclinada a un lado—. Es
raro que Nathaniel diga una cosa así.
—Ah, bueno. —Elizabeth no cesaba de preguntarse cómo podía salir de aquella
discusión acerca de Nathaniel antes de decir algo que la comprometiera—. Tal vez le
entendí mal. Pero estoy muy contenta de saber que la escuela pronto estará lista.
—Indios en clase —murmuró Moses Southern por detrás de Elizabeth.
—¿Qué ha dicho? —le había entendido claramente, pero quería dar al hombre la
oportunidad de retractarse.
Elizabeth ya se había dado cuenta hacía varias semanas de que el enfrentamiento
con aquel hombre era inevitable. Sentía miedo, el rencor pintado en la cara de Moses
Southern le hacía ver con nitidez que sus temores estaban bien fundados.
Alzó los hombros y lo miró de frente, a los ojos.
—¿Usted tiene algo que decirme sobre la escuela?
—Moses es de la opinión de que los indios no tienen que ir a clase —dijo Julián
tranquilamente, mirando a Elizabeth a la cara.
—Su Jemima va muy bien en la escuela, señor Southern —dijo Elizabeth
lentamente—. Me complace mucho que haya decidido enviarla después de todo. No
creo que deba preocuparse porque su educación se vea perjudicada en modo alguno.
—Jemima no es el problema —bramó Moses.
Anna salió de detrás del mostrador con un palo.
—Cuidado con lo que haces en mi tienda —dijo Anna—. No quiero que hagas
ninguna de las tuyas.
Moses se volvió hacia Anna.
—Si ella quiere enseñarle a los pieles rojas debería hacerlo en otro lugar. Tiene
dos negros en casa y les enseña allí; y debería hacer lo mismo con la mestiza Bonner.
Qué hace allí esa joven india es lo que querría saber. Los mohawk no tienen nada que
enseñar a una niña cristiana decente.
Julián había estado siguiendo la discusión con una mirada entre divertida y
asombrada, pero al oír aquello desvió la mirada.
Todos observaban a Elizabeth, esperando que respondiera. Incluso Jed McGarrity,
que había apoyado a Elizabeth en todas sus intervenciones y a cada paso, también
parecía esperar una explicación. Todos querían saber qué era lo que Muchas Palomas
tenía que hacer en la escuela.
Elizabeth respiró hondo y apretó los guantes que tenía en la mano para dominar

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su temblor. No era bueno enfadarse si quería dominar la situación y sacar ventaja de
ella.
—Abigail es mi ayudante —dijo despacio—. Ella ha sido de gran ayuda para mí.
Trabaja con los estudiantes más pequeños mientras yo les doy lecciones a los
mayores. —Moses estaba a punto de replicar con ira, pero Elizabeth levantó la mano
para indicar que se abstuviera, y algo en su expresión le dijo al hombre que estaba
hablando muy en serio—. Escuche, señor Southern. Yo organizo mi escuela del modo
que me parece más apropiado. Además, he logrado grandes progresos con los
estudiantes, incluida su hija. Tendrá que admitir, señor, que yo no le digo a usted
cómo debe poner sus trampas y qué animales debe cazar. Le pido el mismo trato,
permítame juzgar a mí dónde, cuándo y con quién enseñar. Y ya que usted está tan
interesado en las clases que doy en mi hogar, le invito a que venga cuando quiera y se
una a nosotros. En este momento estamos leyendo las obras de Thomas Paine. Usted
estará familiarizado con sus ideas acerca de los derechos del hombre, ¿no?
La boca de Moses se abrió y se cerró con disgusto. Luego volvió a abrirse para
decir:
—No me gustan esos asuntos —dijo— y no soy el único. Espere y verá…
—Tendré en cuenta sus objeciones —intervino Elizabeth fríamente—. Ahora, si
me disculpan…
Se giró hacia el mostrador donde estaba Anna con los puños cerrados apoyados
en las caderas. Había encontrado una cesta con retales y Elizabeth se puso a
examinarla.
—Esto me viene bien —dijo mientras pasaba los dedos por los retales.
No se dio por enterada de que Moses pasaba como una tromba junto a ella y salía
del local.
Elizabeth levantó la mirada y miró a Anna a los ojos y se dio cuenta por su
expresión de que no estaba totalmente de acuerdo con ella, pero que sentía una
resignada conformidad. Supo que estaba poniendo a prueba los límites de tolerancia
de los aldeanos y supo también cuánto dependía del apoyo y la buena voluntad de
aquellos que podían defenderla en público.
—Gracias —dijo amablemente.
Anna puso los labios formando una línea recta, como si estuviera pensando en
continuar el tema que Moses había puesto sobre la mesa. Lo haría con menos encono,
Elizabeth lo sabía, pero el resultado final sería el mismo, ella también estaba molesta
porque Muchas Palomas le ayudaba en la escuela. Todos lo estaban, Elizabeth sintió
repentinamente un gran cansancio. Observó la cesta con los pañuelos.
—¿Qué es esto? —preguntó sacando una pieza solitaria de fino bordado.
Tenía un delicado trabajo de punto y estaba un poco amarillenta por el tiempo.
—Ah, Dios, me había olvidado de eso. Lo compré en Albany hace muchos años.

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Nunca he encontrado a nadie que quisiera llevárselo. Demasiado fino para la gente de
aquí. La vieja Olga Schlesinger solía venir por aquí y ofrecerme un retal a cambio,
pero yo no podía dárselo a ese precio. Desde que ella murió nadie ha mostrado interés
por esta hermosa pieza. —Anna contempló a Elizabeth y de pronto una expresión
divertida apareció en su cara—. Estaría bien para una novia el día de su boda. Si
hubiera alguna por aquí, tal vez podría venderlo.
Elizabeth se dio cuenta demasiado tarde de que había sorteado un tema espinoso,
sólo para meterse en otro mucho más delicado. Su primer impulso fue declarar que
ella no era ni de lejos una novia, pero no podía hacer eso. Richard había sido un
visitante cumplidor durante los últimos tiempos y Elizabeth lo había alentado. Habían
salido a pasear juntos. Además, había ido a su casa. Todo esto lo sabía la gente.
Desde luego, Anna estaba pensando en una boda. Y lo que era peor, Elizabeth
necesitaba mantener esa expectativa.
Julián se levantó y fue a mirar por encima del hombro de Elizabeth.
—¿Ya estás pensando en el ajuar, hermana? No tenía idea de que Todd fuera tan
rápido.
Hablaba con ligereza pero observaba muy intensamente a Elizabeth.
—Deje tranquila a la señorita Elizabeth —dijo Anna haciendo señas a Julián,
aunque sonriendo abiertamente—. Ésas son cosas de mujeres.
—Muy cierto —dijo Elizabeth intentando sonreír—. Por favor, envuélvame el
pañuelo. A lo mejor algún día lo puedo usar, tal vez en un futuro no muy lejano.
Y miró a su hermano con frialdad, pensando en lo asombrado que estaría si
supiera lo que estaba pensando.
La puerta se abrió. Completamente segura de que era Nathaniel el que había
entrado, Elizabeth se puso tensa. No lo había visto desde que mantuvieron aquella
larga conversación en el granero, hacía ya cuatro semanas. En los últimos días había
dado varios paseos pensando en encontrarse con él, pero no había tenido éxito.
Nathaniel cumplía su palabra, la rehuía. Cuando llegó el momento de sacar el dulce
jarabe del arce, una semana antes de lo esperado, Hannah le había pedido que fuera a
Lobo Escondido para la celebración, pero al interrogarla con detalle se dio cuenta de
que había sido idea de la niña y no una invitación de Nathaniel. Por más que le
doliera contrariar a Hannah, encontró una excusa para no asistir.
Esforzándose para que su cara tuviera una expresión de indiferencia, Elizabeth se
dio la vuelta:
—¡Alemán Ton! —exclamó Jed—. ¿Qué diablos estás haciendo en Paradise?
Elizabeth reconoció inmediatamente al trampero como el hombre que se
encargaba de las apuestas en el juego de Barktown. Los miró con ojos azules y
penetrantes, que destacaban en una cara llena de arrugas y enmarcada por mechones
de pelo castaño. Aunque estaba lejos de él, Elizabeth podía sentir el olor que

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emanaba de su cuerpo. Sus alumnos ya le habían demostrado que el agudo sentido del
olfato no era un lujo que podría permitirse en aquel lugar; sin embargo, ninguno de
los niños tenía un olor que pudiera compararse con el rancio tufo de Tom. Se llevó a
la nariz uno de los pañuelos, cerró los ojos y contó hasta diez.
—¡Cierra la puerta! —gruñó Anna adelantándose—. ¡Viejo tonto! ¿Qué haces ahí
como una momia? ¡Habla! Si viniste para bañarte… que es algo que te recomiendo
que hagas por el bien de nuestras narices, te equivocaste de lugar. Ya no alquilo tinas.
Elizabeth abrió los ojos. Alemán Ton tenía el mismo aspecto que la vez anterior,
un hombre gordo como un barril envuelto en harapos y pieles raídas, con todo tipo de
armas y complementos colgando de una confusa mezcla de correas que le cruzaban el
torso y la cintura. Recorrió con la mirada todo el lugar, hasta que se detuvo en
Elizabeth y abrió la boca: entonces unos dientes ennegrecidos asomaron.
—¿Por qué miras a la señorita Elizabeth de ese modo? Estás asustándola, ¿no te
das cuenta, monstruo? Habla, hombre. Sé que estuviste en la Casa del Pez. ¿Qué te
trae por aquí?
El hombre parpadeó con lentitud. Seguía con la mirada fija en Elizabeth.
—Recibí una carta —dijo por fin con una voz inusitadamente alta y cascada—.
Estoy buscando a la maestra para que me la lea. Es de mi hermana.
Se produjo una pausa en la cual Anna se volvió y, dirigiéndose a Jed McGarrity,
le pidió:
—Jed, saca a este viejo tonto de aquí.
—Pero tengo una carta —protestó Alemán Ton, enseñando algo que antaño pudo
haber sido papel—. De mi hermana. Y no sé leer.
A Elizabeth le pareció un recorte de un viejo diario mojado por la lluvia, pero la
cara del hombre logró conmoverla.
—Puedo echarle un vistazo —le dijo a Anna.
El trampero era rápido, pese a su tamaño; logró adelantarse antes de que Anna y
Jed comenzaran a protestar.
—Espere, señorita Elizabeth —dijo Jed—. Déjeme hablarle de la carta.
—Pero puedo verla —murmuró Elizabeth.
—Bueno, no será la primera —dijo Anna con ironía—. Le ha enseñado ese sucio
papel a todo el mundo, lo hace desde hace veinte años. Nadie puede leerlo. No está en
inglés.
—Lizzie es buena para los idiomas —dijo Julián que se había situado en un
rincón y que, extrañamente, se había mantenido al margen de la conversación. Se
sintió algo turbado cuando el viejo lo miró, pero enseguida se tranquilizó al ver que el
hombre volvía la cara sin haberlo reconocido.
—¿Está en alemán? —preguntó Elizabeth, que había cogido la carta de manos del
trampero y se había puesto detrás del mostrador, para tener un lugar en el que apoyar

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el papel y para alejarse del repugnante individuo cuya proximidad hacía que le
lloraran los ojos—. ¿Su padre no puede leerla?
—No puede leer —dijo Anna—. No sabe. Traté de enseñarle, creía que estaba en
alemán. Pero no hubo suerte…
Miró al lugar de la habitación donde estaba su padre durmiendo, olvidado del
mundo. Elizabeth trataba de sacar el papel que había dentro del sobre sin desgarrar ni
uno ni otro, pero le costaba trabajo. Se notaba que el sobre se había mojado en otro
tiempo y se había secado, porque la única tinta que quedaba allí era sólo una mancha
oscura. Mientras trataba de separar los papeles, Alemán Ton se inclinaba sobre el
mostrador para ver.
—Es de mi hermana —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
—Bueno —dijo Elizabeth después de un par de minutos—. Está muy dañada y
borrosa. Pero no creo que sea alemán. ¿Usted viene de Alemania?
La mirada de sorpresa y confusión del hombre le recordó a Elizabeth la de sus
alumnos menores cuando oían recitar a los mayores u oían formular y contestar
preguntas que les resultaban incomprensibles.
—Vine en un barco —dijo como si con eso aclarara todo. Y entonces volvió a
inclinarse en dirección a la carta—. ¿Puede leerla?
Se produjo un movimiento repentino al lado de la chimenea, Anna levantó la
vista.
—Data se está despertando de la siesta —dijo Anna.
El anciano se desperezó y luego se enderezó en el asiento parpadeando. Miró al
grupo reunido allí y sonrió dejando ver tres largos dientes afilados.
—¿A quién tenemos por aquí? —preguntó con voz ronca—. ¿Qué pasa, Anna,
hija mía?
—Es Alemán Ton —dijo Anna—. Ha venido con su maldita carta.
—¿Quién es ella? —preguntó el anciano posando la mirada en Elizabeth sin hacer
caso del trampero.
—La maestra de la escuela —dijo Jed McGarrity—. ¿Todavía no conoces a la
señorita Elizabeth?
—No viene por aquí muy a menudo, Jed. No es culpa mía. La hija del juez. Ajá.
Se parece al hermano.
—Encantada de conocerlo —murmuró Elizabeth—. Señor…
—Llámeme Axel. Ese es mi nombre. Axel Metzler. —La miró con detenimiento
—. Es usted muy guapa —dijo mientras se hurgaba la barba hasta encontrar un punto
que rascarse.
—Elizabeth, ¿podría leer la carta? ¿o bien devolvérsela a este hombre para que
siga su camino? —dijo Anna—. Dios sabe que si no se va pronto, no podré sacar el
mal olor de mi tienda.

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—Es de mi hermana —volvió a decir el trampero.
Axel miró a Alemán Ton y luego se volvió hacia Elizabeth.
—¿No puede leerla? —le preguntó.
Ella negó con la cabeza.
—Debe de estar escrita en una lengua escandinava.
El anciano estiró la mano y Elizabeth le puso la carta en ella. La miró como
azorado unos minutos. Elizabeth se preguntaba si realmente la estaría leyendo de
arriba abajo, pero el modo en que él le sonrió disipó sus dudas.
—Hace veinte años que tiene esa carta —dijo Axel—. Creo que ya es suficiente,
se la leeré. —Anna estaba observando a su padre con mucha atención, como si
esperara que hiciese algún acto de magia. Jed McGarrity miró inquisitivamente a
Julián y a Elizabeth, pero lo único que obtuvo fue un encogimiento de hombros a
modo de explicación—. Tu hermana —continuó Axel aclarándose la voz— te escribe
diciéndote que goza de buena salud, que las cosechas están bien, que los niños crecen
y que su esposo es un hombre muy trabajador.
Alemán Ton estaba azorado.
—¿Agatha?
—Sí, tu hermana Agatha. Dice que te echa de menos, ah, y que la vaca vieja de
un solo cuerno murió. —El trampero quedó absorto en sus pensamientos y se sentó
en un banco sin dejar de contemplar la manoseada carta—. Y el granero se quemó,
pero construyeron uno mejor. Ah, y el vecino…
—Data —dijo Anna.
—Estoy leyendo, déjame —le contestó sonriendo. Pero Alemán Ton se levantó, le
quitó la carta a Axel (que se sintió contrariado al ver que se interrumpía su lectura tan
bruscamente) y la guardó en su abrigo—. ¿Han visto qué fácil era? —les dijo Axel
Metzler a Elizabeth y a Hannah una vez que el hombre cerró la puerta al marcharse.
—¿Y qué pasa si encuentra algún día a alguien que se la lea? —preguntó Jed.
—No hay la menor probabilidad —dijo Julián con desdén.
—Data siempre fue un gran narrador de historias —dijo Anna a modo de
explicación—. No se le puede detener una vez ha comenzado.
—Bien, entonces —dijo Julián— cuéntenos una historia. ¿Qué tiene para
contarnos, anciano?
Axel miró a Julián ceñudo y con aire amenazante, lo que hizo que Elizabeth se
sintiera incómoda, pero Julián permaneció sin alterarse.
—Cuenta la del Oso Bailarín —dijo Jed.
Axel hizo un ademán de rechazo con la mano.
—Hoy no.
Elizabeth se había quedado en silencio preguntándose si se atrevería a hablar.
Sentía que el anciano la miraba y antes de encontrar el modo de decir lo que quería

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sin despertar la curiosidad de Julián, se dio cuenta de que ya estaba hablando:
—Háblenos de Jack Lingo y el oro tory.
Hubo un pequeño silencio durante el cual Elizabeth pensó que él se negaría.
Estaba chupando su pipa seca, reflexionando. Ella no se atrevía a mirarlo, tampoco a
su hermano, ni a Anna. Nadie debía saber cuánto interés tenía ella en aquella historia.
—Ja, seguro —dijo finalmente Axel—. Es una buena historia. Jack Lingo me
enseñó todo lo que hay que saber sobre el castor allá por el cincuenta y siete, la
primera vez que lo vi. Tiempos duros, niña. Gracias a Dios no verás nunca algo igual.
—Con un suspiro se echó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas—. Los
Mingo vendían cabelleras a los franceses y ellos no preguntaban de dónde las
sacaban. La señora y yo teníamos un lugar donde estaban los mohawk entonces, cerca
de Albany, antes de que nos echaran. Ah, ja, tiempos duros. Mi Gret se fue con su
hermana; estaba muy gorda por llevar a esta señorita dentro… —Señaló con el pulgar
a Anna, que asintió—. Y pensé: un hombre tiene que tener un poco de dinero, y me
fui al bosque en busca de castores. Abajo, donde estaban los mohawk se habían
acabado, lo habían cazado todo. Pero arriba, en los bosques, pensaba yo, podría hacer
dinero para comenzar de nuevo. Pero yo ya no era un muchacho, ¿sabe? Tenía más de
cuarenta pero todavía era fuerte. Me encontré con Jack. Fue una suerte. El bosque no
era cosa fácil. No, era capaz de hacerle a un hombre lo mismo que los Mingo, pero no
tan rápido, sino con el paso del tiempo. ¿Sabe lo que un oso puede hacerle a un
hombre? O un juguar, cuando salta de un árbol…
—¿Un juguar? —preguntó Elizabeth entre confundida y divertida ante aquella
imagen.
—Quiere decir un jaguar —dijo Anna—. ¡Papá! ¡Cuenta la historia del oro tory!
¡Ésa es la que queremos!
—Escucharás la historia que cuente, señorita —dijo Axel de buen talante
mientras con sus gruesos dedos llenaba la pipa de tabaco—. Toda mi vida me la he
pasado contando esta historia, ¿vas a saber más que yo?
Anna hizo un ademán de impaciencia.
—Bien, sigamos. Los franceses andaban por el lago aquellos días. Estaban muy
contentos, como si tuvieran todos los bosques del norte y pudieran hacer con ellos un
bonito ramo y regalárselo a su rey. Yo estaba arriba entre los árboles tratando de cazar
castores y arreglándomelas como podía cuando llevaron al viejo William Henry.
—El Fuerte William Henry —aclaró Jed.
Axel siguió como si no lo hubiera oído.
—Los Comedores de Ranas y los Mingos hicieron enseguida lo suyo. Sacaron a
los tories y a la milicia y los cortaron en pedazos. Ahora dicen que fue Montcalm
quien encontró el oro tory escondido bajo las tablas del suelo. No se sabe qué hacía
allí. Nunca he oído hablar de un soldado al que le pagaran con oro. Sólo una vez vi

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una guinea de oro, hace mucho tiempo, en Albany. Me imagino que un montón de
esas monedas le parecerían a un hombre algo así como el paraíso. Pero aquel
Montcalm era un oficial, un buen oficial decían. Guardó todo el oro y reunió un
grupo de hombres para enviarlo a Montreal pensando que desde allí iría a Francia,
supongo. Pero entonces fue cuando cometió un error. —Axel le hizo una seña a
Elizabeth extendiendo un dedo alargado para que ella se acercara—. Él los envió por
la parte alta, a través del bosque. Podía haberlo puesto en un bote y haberlo mandado
a Montreal por el río en poco tiempo. Pero lo hizo por tierra y ése fue su error. —
Echándose hacia atrás, hizo una pausa para chupar la pipa mientras miraba el techo
pensativo. Elizabeth sonrió porque se dio cuenta de que era una pausa estudiada por
un narrador de historias experimentado—. Todos se internaron en el bosque y
ninguno de aquellos hombres volvió a salir de allí. El oro tampoco. Ahora, aquí es
donde la historia se hace más peculiar, más interesante. —Axel volvió a acariciar su
pipa, mirando en aquel momento a Julián, que se había acercado para escuchar con
atención—. Jack Lingo estaba en el bosque ese día y las cosas no andaban bien.
Robaba más castores de los que cazaba, eso decían, y yo estoy de acuerdo en que era
así. Un haragán, ¿entiende? Una vez me contó que había pasado años acechando la
ruta de la piel que va de Montreal a Gran Portage, y que se dio cuenta de que no
necesitaba hacer mucho más.
Se oyó un crujido proveniente de la chimenea mientras Axel hacía una pausa para
encender la pipa. Elizabeth se dio cuenta de que su hermano la observaba y se volvió
hacia él con una ceja alzada para encarar su expresión curiosa y llena de sospechas.
Julián bostezó. Intentaba que su hermana viera que estaba aburrido, pero no podía
ocultar todo el interés que despertaba en él aquella historia.
—El error que cometió Jack Lingo aquel día fue robar a un hombre más astuto
que él. Chingachgook estaba en el bosque, ¿sabe? No sé en qué pensaría Lingo al
robar a Chingachgook, pero me parece que no lo pensó bien. Así que esto fue lo que
sucedió: Jack Lingo pensó que Chingachgook ya no necesitaría la canoa: entonces va
y se la quita. Está saliendo del bosque cuando se encuentra con un río de sangre, con
los franceses cortados en pedazos. Sin las cabelleras ni otras partes. —Axel miró a
Elizabeth y se aclaró la garganta—. Pero el baúl estaba allí. ¿Por qué? No se sabe. Tal
vez quisieran ir a buscarlo más tarde. Tal vez sólo les interesaban las cabelleras y ni
se habían molestado en mirar qué había dentro. Pero el viejo Jack no era del todo
tonto, no señor. Abrió el baúl y vio lo que había allí y enseguida supo qué hacer.
Axel se volvió repentinamente hacia Elizabeth.
—¿Qué habría hecho usted, señorita?
La pregunta la cogió desprevenida. Se enderezó y se puso a pensar.
—Cargar la caja en la canoa y huir —dijo Julián antes de que ella pudiera
responder.

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—Ja, eso es precisamente lo que estaba a punto de hacer Jack, pero entonces
Chingachgook lo atrapó. Bien… —golpeó la pipa en su rodilla—, no hay peor cosa
en el bosque que el robo. Y no había en el bosque hombre más duro que
Chingachgook. —Elizabeth pensó en el anciano que estaba en aquel momento en
Lobo Escondido, en su amable sonrisa, y trató de imaginarlo en su juventud—. Así
que Jack tenía a Chingachgook ante él y la canoa de Chingachgook detrás de él, y el
baúl entre los dos. ¿Qué hizo entonces?
—Salió corriendo como un endemoniado —murmuró Jed McGarrity.
—¡Como si hubiera visto al diablo! —dijo Axel con una ligera sonrisa—. ¡Como
si fuera el mismo diablo! Y debe de haber sido el diablo el que lo guió aquel día,
porque consiguió escapar. En cualquier otra ocasión, Chingachhook lo hubiera
matado.
—¿Y qué pasó con el baúl del oro? —preguntó Julián cuando quedó claro que el
anciano había contado todo lo que le parecía que había que contar.
—Bueno, bueno —dijo Axel frotándose los ojos nublados con un pañuelo sucio
—. Ésa es la cuestión, ¿no les parece?
—¿Qué cree que pasó con el oro? —preguntó Elizabeth con voz tranquila.
Axel negó con la cabeza.
—Esto es lo que sé —dijo—. Chingachgook no es estúpido, pero tampoco es rico.
A menos que haya estado sentado encima de ese oro durante todos estos años, él no lo
tiene. Al menos yo creo que no lo tiene. Jack Lingo piensa de otro modo, se ha
pasado el tiempo tratando de encontrar a Chingachgook para pedirle cuentas. Ahora
fíjese, señorita, no dije pedirle cuentas amablemente. Ésa es una palabra que Lingo
no conoce, en ningún idioma.
Julián parecía preocupado.
—¿Y dónde está ese Jack Lingo?
—Bueno, creo que debe de estar tan desnudo como un huevo pelado —dijo Axel
—. Está en el bosque. Buscando el lugar donde Chingachgook pudo haber escondido
el oro. Algunos dicen que está guardado allá arriba, en Lobo Escondido. ¿Verdad,
señor Todd?
Elizabeth levantó la cabeza de golpe y se encontró con Richard Todd, que estaba
a diez pasos de ella. Había en su cara una expresión que no le resultaba familiar. Le
brillaban los ojos azules y fríos encima de la barba pelirroja. Tenía el entrecejo
fruncido. Aquellos días Elizabeth había rehuido las conversaciones sobre Lobo
Escondido. Al verle la cara, se alegró de haberlo hecho.
—Eso es lo que se dice —dijo por fin Richard, y sus ojos se fijaron con
intensidad en Elizabeth.
—Tu galán ha venido a verte, hermana —dijo Julián buscando su abrigo—. Yo
haré de carabina.

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—¿Galán? —dijo Axel enderezándose en su asiento y sonriendo—. Entonces me
parece que no soy el único que tiene una historia que contar.
—Mi hermano habla de más —dijo Elizabeth mientras miraba a Julián con
severidad.
Richard pareció despertar en aquel momento. Dirigió una suave sonrisa a
Elizabeth y dijo:
—¿En serio?
Anna había estado observando todo aquel intercambio de palabras con inquietud.
—Bueno, a ver, señores —dijo mientras le alcanzaba a Elizabeth el paquete con
los pañuelos—, no hagan sonrojar a la maestra. Se supone que una señora no debe
hablar abiertamente de asuntos como éste. —Dio un paso atrás y miró a Elizabeth con
aire protector, como si fuera una hija desvalida que necesitara que la cuidaran y no
una mujer de casi treinta años, apenas algunos menos de los que ella misma tenía—.
Me alegro de verla de nuevo y espero que vuelva pronto para conversar cuando los
hombres no alboroten tanto.
—Gracias —dijo Elizabeth—. Me gustaría mucho.
Y se sintió sorprendida al darse cuenta de que no decía aquellas palabras sólo por
educación, sino porque realmente las sentía. La sinceridad de Anna y su lenguaje
directo eran un alivio después de tantos días de estar fingiendo.
De repente Elizabeth recordó algo y se volvió hacia Richard.
—Pensaba que se iba a Johnstown hoy.
—Hitty Cameron comenzó con los dolores —dijo Richard— y cuando dio a luz
sin contratiempos, ya era tarde.
—¡No me diga! —dijo Anna con alegría—. ¿Qué tuvo, una niña o un varón?
—Un varón, hermoso y sano —contestó Richard asintiendo con la cabeza.
—¿Hitty Cameron? —Elizabeth todavía tenía dificultades para recordar todos los
nombres de la gente del pueblo—. ¿Es la que está casada con uno de los hijos de
Archie Cunningham?
—Bueno, bueno —dijo Anna con rapidez—. No es exactamente la esposa de
nadie, todavía, pero tengo esperanzas de que Noah y ella vivan juntos ahora que
tienen un niño.
—Ah —dijo Elizabeth confusa.
Había oído algo acerca de la costumbre local de formar una familia sin casarse,
pero le resultaba difícil acostumbrarse a ella.
—Bueno, me alegro mucho por Hitty —dijo Julián con impaciencia, tratando de
hacer que Elizabeth fuera hacia la puerta—, pero es la hora del té y me temo que no
quiero esperar más tiempo. ¿Venís conmigo o no?
—Ve tú delante —dijo Richard antes de que Elizabeth pudiera contestar—. Yo
llevaré a tu hermana.

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Julián levantó una ceja mirando interrogativamente a Elizabeth y ella asintió con
disgusto. Julián se encogió de hombros y se despidió de los hombres reunidos junto
al hogar.
—Volveré para que me hable más de ese oro —le dijo a Axel con ostentación y la
puerta se cerró detrás de él.

* * *

—¿Hay algo que pueda traerle de Johnstown? —preguntó Richard una vez que
acomodó a Elizabeth en su trineo y le hubo cubierto la falda con las mantas.
—¿Es de eso de lo que quería hablarme? —preguntó sorprendida.
—No, pero es un buen modo de comenzar. Y además, ¿necesito tener un motivo
para hablarle? —preguntó mientras tiraba de las riendas para ponerlas en su lugar.
Elizabeth se daba cuenta de que la peor parte de su papel en todo aquel asunto no
era tanto echar de menos a Nathaniel como seguir adelante con Richard. No había
previsto que fuera tan posesivo. Sintió los ojos del hombre que la observaban, una
mirada prolongada de condescendencia paternalista que la veía como algo suyo, casi
su esposa. Era más de lo que podía soportar.
—Supongo que no —dijo ella secamente.
—¡Señorita Elizabeth! —dijo la voz de un niño y Elizabeth sonrió y saludó a
Peter Dubonnet, el menor de todos sus alumnos.
Se sorprendió al ver que el niño tenía un hacha en la mano; era un niño delgado.
Nunca se le habría ocurrido que pudiera tener fuerza suficiente para cortar troncos.
Pero había una cesta de mimbre medio llena junto a él, y el niño se volvió hacia ella
mientras el trineo avanzaba. En clase Peter tenía el aspecto de un niño demasiado
responsable, y Elizabeth se preguntaba dónde estaría Claude Dubonnet mientras su
hijo cortaba leña.
—Puede ser que haya correspondencia esperando en Johnstown —decía Richard,
y Elizabeth volvió a la conversación con él.
—Supongo que habrá —dijo.
—Tal vez algún mensaje de su tía Merriweather.
—Sí —dijo Elizabeth sintiéndose enseguida muy incómoda—. Tal vez. ¿Le
molestaría que no hubiera ninguno?
Antes de terminar aquella pregunta, Elizabeth lamentó haberla hecho. No se
atrevía a mirar a Richard; en cambio, vio que la blanda nieve cubría los yermos
campos de Henry Smythe.
—Soy un hombre paciente —dijo por fin Richard.
—Ya veo que lo es —dijo Elizabeth—. Si puedo hacer una observación, diría que
también es obstinado.

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Richard se limitó a encogerse de hombros, como si estuviera de acuerdo. Irritada,
Elizabeth decidió hablar claro con Richard, aun a riesgo de alejarlo.
—¿Cuándo me hablará de su niñez? —le dijo—. Usted siempre esquiva el tema.
—¿Del mismo modo que usted esquiva mi propuesta?
—Ya hemos discutido largamente su propuesta, varias veces —replicó Elizabeth
—. Pero todavía tiene que decirme algo de su infancia.
—Veo que hoy está muy interesada en las historias —dijo Richard claramente
molesto.
—¿Se refiere a Jack Lingo? —Un gruñido fue la respuesta afirmativa—. Es una
historia interesante, pero no tiene nada que ver con lo que estamos hablando.
—No hay nada que decir —dijo Richard con voz solemne.
—Entre extraños, tal vez no —contestó Elizabeth en el mismo tono. Se
preguntaba por qué insistía tanto en esto, por qué era tan importante que Richard le
hablara de la época en que había estado con los mohawk.
—Entonces ¿dejaremos de ser extraños? —preguntó Richard con una voz que
impresionó a Elizabeth por la entonación distante, pero al mismo tiempo vagamente
amenazadora.
El trineo marchaba en aquel momento a través de un espacio angosto, junto al río
que pasaba entre una ladera empinada y una pared rocosa, el sendero estaba justo al
borde del agua, cuyo nivel había subido por el deshielo. En cuanto pasaran la curva,
Elizabeth lo sabía, aparecería ante sus ojos la casa de su padre. Pero el lugar donde
estaban en aquel momento no era visible desde la casa ni desde el pueblo. Con
creciente desazón, Elizabeth vio que Richard detenía el trineo.
«Esto es lo que gano por ser curiosa», pensó arrepentida. Durante las últimas
semanas se las había arreglado para evitar esos encuentros con Richard, pero en aquel
momento no había dónde ir, no había excusa que poner.
—Elizabeth.
Ella lo miró con una ceja levantada.
—¿Usted cree que su tía dará la bendición para que nos casemos?
Elizabeth tuvo ante sí la imagen de su tía Merriweather. Era una persona amable,
pero también una mujer de férreas opiniones y una de ellas era que una mujer con
recursos económicos suficientes estaba mejor sin casarse. El amor no era algo que
entrara en la concepción de la vida de la tía Merriweather, y no sabría qué posición
adoptar ante lo de Nathaniel. Richard, por otra parte, sería para ella un tipo humano
mucho más familiar, pese a su niñez poco convencional.
—Realmente no lo sé —contestó Elizabeth.
—¿Usted sería capaz de contradecir sus deseos si ella no apoya nuestros planes de
matrimonio?
«Qué casualidad que lo exprese así —pensó Elizabeth—. Al menos para

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contestarle esto puedo mirarlo a los ojos».
—Si yo siento que lo mejor para mí es casarme, así lo haré, aunque mi tía no esté
de acuerdo.
—¿Y ya sabe qué es lo mejor para usted?
Richard se aproximaba a ella no precisamente con una actitud apasionada, sino
más bien como alguien que sabe cuál es su papel en un momento determinado y está
decidido a cumplirlo.
—Tal vez —dijo Elizabeth tratando que su voz pareciera firme, pero sabiendo que
se quebraba un poco. Quiso poner la mano en el hombro de Richard en un claro
intento de detenerlo, pero él se la cogió cuando ella la adelantaba y se la llevó a los
labios. Elizabeth la quitó mientras reprimía un suspiro.
—Soy un hombre paciente, Elizabeth —dijo Richard con el entrecejo fruncido de
tal modo que indicaba lo contrario—. Pero no soy tonto.
Elizabeth sintió en aquel preciso momento unas ganas irreprimibles de reír. Se
mordió el interior de las mejillas tratando de prestar atención a lo que debía hacer y
de comportarse adecuadamente. Era necesario que permaneciera tranquila y amable,
y por otra parte, era imprescindible encontrar una frase que lo mantuviera a la espera.
Y encontrarla enseguida.
—Sus arrebatos son muy poco apropiados, Richard —le dijo con una voz que
tuvo la esperanza de que fuera suave, pero que temió que fuera al revés—. ¿No tiene
usted respeto por mi buen nombre?
Aliviada, Elizabeth vio que él dejaba de acosarla al oír aquello. Volvió a su
asiento con una expresión algo atónita pero no del todo insatisfecha en el rostro. Justo
en aquel momento, la pared rocosa comenzó a ceder.
Al principio fue un crujido seco, como el ruido de una rama que se rompía con el
peso de la nieve, después vino un alud. Una lluvia de guijarros y de hielo cayó sobre
ellos y antes de que Elizabeth se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, los
caballos habían empezado a retroceder. Con una maldición reprimida, Richard trató
de sujetar las riendas, pero éstas se le escaparon de las manos y quedaron fuera de su
alcance. Cayeron varias rocas, una de las cuales fue a dar en el lomo de uno de los
caballos, rebotó y golpeó al otro.
—¡Quietos! ¡Quietos! —gritó Richard tratando de alcanzar las riendas, el trineo
seguía su carrera desbocada e iba dando tumbos haciendo que ellos fueran
frenéticamente de un lado a otro.
Inconscientemente Elizabeth hizo lo que le habían dicho que debía hacer en tales
casos: se abrazó las piernas. El viento le arrancó la capucha de la cabeza y sintió el
golpe de la nieve fría en las mejillas y la boca. El aire se había vuelto repentinamente
helado y resultaba difícil respirar, las ráfagas le daban de lleno en la cara. Los
caballos tomaban la curva haciendo que el trineo quedara durante un breve pero

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espantoso momento apoyado sobre un solo patín.
Entonces el sendero se hizo más ancho y el trineo volvió a avanzar normalmente
después de un chirrido de los patines. Richard estaba inclinado por encima de los
lomos de los caballos gritándoles, pero ellos seguían adelante, lanzando nieve y barro
con sus pezuñas.
Elizabeth cerró los ojos y trató de recordar alguna plegaria, cualquier plegaria,
pero ninguna le vino a la mente, y era más aterrador estar ciega ante los peligros que
afrontarlos.
Cuando abrió los ojos, Nathaniel corría hacia ellos. Anonadada, se dio cuenta de
que debía de estar cazando, porque se acercaba saltando colina abajo, tratando de
interceptar el trineo.
Richard intentaba detener a los caballos. En una milésima de segundo Elizabeth
notó, algo fuera de sí, que por fin veía la parte del doctor Todd que él había tratado de
esconder con tanto esmero. Nathaniel se lanzó sobre los caballos, cogió las riendas y
los frenó con su propio peso.
Durante un momento el único ruido que se oyó fue el áspero ladrido de los perros
que se callaron cuando Nathaniel se lo ordenó. Todo el episodio había transcurrido en
unos segundos, Elizabeth estaba segura de ello, pero se sentía como si hubiera pasado
un siglo entero.
Despacio, casi majestuosamente, Richard se levantó del trineo y señaló con el
dedo en dirección a Nathaniel. Elizabeth vio que temblaba, y al levantar la mirada,
observó, alarmada, que Richard no podía recuperar el aliento. Estaba rojo de ira, su
voz salió como un trueno.
—¡Esto es obra suya!
—¡Richard!
Asustada, Elizabeth levantó una mano para tocarle el brazo. Por el rabillo del ojo
observaba la reacción de Nathaniel; más que ver sintió su enfado.
—Creo que Nathaniel merece nuestra gratitud —dijo sin soltar la mano.
—¡Lo que se merece es que lo golpeen! —gritó Richard como respuesta.
—¡Nos ha salvado la vida! —replicó ella también gritando.
—Trató de matarnos —dijo Richard sin apartar la mirada de Nathaniel.
—Si no puede controlar su trineo —dijo Nathaniel—, al menos contrólese a sí
mismo.
Junto a Elizabeth, Richard se quedó paralizado de un modo todavía más aterrador
que cuando gritaba. Elizabeth miró a Nathaniel implorando.
—Por favor… —comenzó a decir, pero se detuvo—. «Por favor —quería decir—,
por favor, detén esto, estoy asustada. Por favor. Ven aquí y deja que te mire».
Se miraron un instante y Elizabeth se dio cuenta de que Nathaniel trataba de
tranquilizarse, las mandíbulas se distendían lentamente.

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—Oí el disparo —dijo Richard con los puños cerrados.
—¿Disparo? —preguntó Elizabeth con incredulidad—. ¿Qué disparo?
—Alguien disparó a la roca —dijo Richard sin ni siquiera mirarla—. Nathaniel
disparó a la roca para que cediera —aclaró.
—Ésa es la cosa más tonta que he oído —respondió Nathaniel con voz
extrañamente razonable—. Y una vez que pueda calmarse y pensarlo bien, se dará
cuenta de que es así. Por lo demás —continuó tocándose el sombrero en un ademán
de deferencia hacia Elizabeth y mirándola fijamente durante más tiempo del que
convenía—, me complace haber podido ser de utilidad; ahora debo seguir mi camino.
Silbó a los perros y sin decir más se perdió entre los árboles.
Sintiendo que se desplomaba, Elizabeth lo vio partir. Sabía que no debía seguir
mirando porque Richard estaba atento, pero le resultaba imposible. No podía. En la
confusión de aquellos últimos momentos se dio cuenta de que él no la había llamado
por su nombre.
—Fue él —dijo Richard con voz lúgubre mientras revisaba los arneses del trineo
y ponía las riendas—. Lo hizo a propósito.
El corazón de Elizabeth recuperaba su ritmo normal, pero volvió a acelerarse.
Richard la miraba con expresión torva.
«Él lo sabe —pensó ella desesperada—. Él lo sabe».
Volvió a mirar hacia el bosque, por donde Nathaniel había desaparecido y deseó
con todas sus fuerzas que volviera. No había tenido miedo de Richard cuando intentó
besarla, pero en aquel momento sí lo tenía.
—Estoy segura de que se equivoca —dijo finalmente.
Pero Richard no la estaba mirando, parecía haberse olvidado completamente de
ella.
—Claro que fue él. Es capaz de hacer cualquier cosa con tal de apartarme de
Lobo Escondido.
Elizabeth cerró la boca y fijó la mirada en sus propias manos, tensas sobre el
regazo.
—Usted debe de estar equivocado —dijo de nuevo.
—Déjeme decirle algo —contestó Richard, estirando las riendas con fuerza, con
demasiada fuerza, pensó Elizabeth, teniendo en cuenta la reacción de los caballos—.
Tendrá que matarme para lograrlo, porque no dejaré que ningún hombre se
interponga entre Lobo Escondido y yo.
El miedo de Elizabeth se disipó al instante y en cambio sintió un repentino
enfado. «Ningún hombre se interpondrá entre Lobo Escondido y tú. Pero no me
tienes en cuenta a mí».

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Capítulo 18

Elizabeth bajó la mirada en dirección al cuaderno que tenía delante y cerró los ojos
para concentrarse.
—Skennen'kó: wa ken —dijo finalmente alzando los ojos con inseguridad para
que Muchas Palomas se lo confirmara.
—Skennen'kó: wa ken —replicó Muchas Palomas—. Estoy bien.
Muchas Palomas era una exigente maestra de kahnyen’kehaka y no solía premiar
con elogios a los alumnos desde el primer momento. A la débil luz del alba, a
Elizabeth le resultaba difícil distinguir una señal de aprobación o de insatisfacción en
la cara de la india. Hannah, por su parte, sonreía ampliamente por encima del hombro
de Mucha Palomas cuando Elizabeth acertaba o negaba tristemente con la cabeza si
se equivocaba.
—¡Shiaton! —decía Muchas Palomas inclinándose casi imperceptiblemente sobre
el cuaderno.
Elizabeth mojó la pluma y con esmero escribió la frase. Luego miró con cierta
satisfacción la creciente lista de palabras y frases que había ido reuniendo en sus
lecciones matutinas. Lo que la sorprendió fue que no hubiera ningún sonido de «p» o
«b», ni tampoco de «l», lo cual explicaba la incomodidad que le suponía a Atardecer
pronunciar su nombre. Cuando habló del tema con Muchas Palomas, la joven se
limitó a encogerse de hombros:
—Parece que no son necesarias —dijo—. De todos modos vale la pena oír
nuestras historias.
Ésta era una idea en la que había que pensar con calma; sin embargo, la maestra
seguía con su lección.
—¿Cómo se dice cuando alguien llega a la puerta? —preguntó Muchas Palomas
levantando la mano para que Hannah no interviniera—. Déjala pensar.
—Tasataweia't —sugirió Elizabeth—. Entre.
Muchas Palomas sonrió por fin, y Elizabeth se dispuso a registrar la complicada
palabra, preguntándose qué símbolo usar para indicar aquel sonido aspirado en el que
tanto insistía Muchas Palomas, como si fuera algo que se tragara. Puso un apóstrofo,
pero le habría gustado algo mejor. Le preocupaban mucho las «t's» y las «d's»;
Muchas Palomas pronunciaba algo entre los dos sonidos. Pero como no tenía ningún
signo disponible, Elizabeth debía confiar en su oído.
Le mostró a Muchas Palomas su trabajo.
—¿Está bien?
—Kanyen'keha tewatati [1] —fue la amable respuesta.
Elizabeth se mordió el labio inferior.

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—¿Tohske'wahi?
—Tohske'wahi —confirmó Muchas Palomas.
Cuando terminaron de estudiar varias frases, Muchas Palomas se levantó y abrió
los postigos. Entró con la mañana primaveral una brisa ligera y todavía fresca.
Elizabeth tapó el tintero y cerró su cuaderno. Cuando lo hubo guardado en un lugar al
que no llegarían los ojos de los curiosos, Hannah ya había ocupado su asiento en
primera fila, frente a ella, y Muchas Palomas había comenzado a copiar el versículo
de la Biblia de aquel día en la pizarra. Elizabeth apenas tuvo tiempo de contemplar la
inocente escena que representaban cuando los niños llegaron a la puerta.
Estaban mojados y hacían mucho ruido, las cestas de comida chocaban unas con
otras y las botas golpeaban el suelo, las voces se elevaban entre discusiones, historias
y tonterías. Elizabeth se quedó en medio casi sin darse cuenta, rodeada de todos sus
olores: humo de cedro, árboles de hoja perenne, grasa de oso, lana húmeda, ropa
usada durante todo el invierno y sudor. Les sonó las narices y les quitó los abrigos y
los empapados guantes, contestó las preguntas que le hacían hasta que se puso ante
todos ellos para comenzar, mientras todos los ojos (azules, grises, verdes y de todos
los matices del castaño) se fijaban en ella.
Los niños se sentaban ante dos mesas, los pequeños en la primera fila y los
mayores detrás. Muchas Palomas estaba sentada en una mesa en el rincón, al pie de la
ventana, observando sin moverse mientras los niños comenzaban a copiar en sus
tablillas la consigna del día: «No pongáis vuestra fe en los príncipes», había escrito
Muchas Palomas con su esmerada letra.
Elizabeth envió a Liam Kirby a estudiar con Muchas Palomas mientras oía la
lectura de los más pequeños. Cuando levantó la mirada vio que las cabezas de
Muchas Palomas y de Liam estaban inclinadas sobre la tablilla. No podría haber dos
seres más diferentes, pensó Elizabeth. Delgada y discreta, toda la tranquila energía de
Muchas Palomas estaba puesta en el trabajo que tenía ante sí, mientras que el pelo
alborotado de Liam y su considerable tamaño eran tan difíciles de contener como sus
excesos de energía y entusiasmo. Se reía, pataleaba y silbaba; no podía quedarse
quieto aunque lo intentara. A los trece años, Liam era el alumno de más edad de la
escuela; y allí estaba, con buen humor, meciéndose en el banco. Las sugerencias que
le hacía Muchas Palomas parecían marcar el ritmo de las palabras y los silencios de
Liam.
Una vez más Elizabeth tuvo que reconocer que no había previsto todos los
problemas pedagógicos que tendría que afrontar. Liam no se parecía en absoluto a su
hermano Billy. No le había guiñado el ojo cuando la primera mañana Elizabeth le
había pedido que se sentara junto a Muchas Palomas, que podría prestarle la atención
que necesitaba. Lo que le faltaba en imaginación e inteligencia lo suplía con una
temerosa buena voluntad y una firme determinación.

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Alguien le puso una tablilla bajo las narices, lo que sacó a Elizabeth de sus
meditaciones.
—Por favor, señorita —dijo una voz infantil—. ¿Está bien así?
Elizabeth dirigió su atención a una línea escrita que oscilaba hacia arriba y hacia
abajo. Respiró hondo y le dedicó a Jemima Southern una sonrisa reprobatoria.
—Me temo que no —dijo en voz baja para no distraer a los otros niños, al tiempo
que comenzó a corregir las letras invertidas y de tamaños diversos que había en la
tablilla.
—Por favor, señorita —dijo Jemima—. No puedo trabajar en mi tablilla, ¿no
podría practicar en la pizarra, por favor?
Elizabeth miró primero a la niña que tenía el aspecto tranquilo de su madre pero
el temperamento rudo de su padre, y luego la tablilla todavía en sus manos.
Escribir en la pizarra era uno de los privilegios más solicitados de la clase. Los
niños lo pedían cada vez que tenían ocasión. Desde luego, eran capaces de pedir
cualquier cosa: si podían llevar la leña, si podían limpiar la pizarra o barrer el suelo,
si podían recoger los libros, quién debía salir el primero de la clase y quién volver el
último. En el recreo, Elizabeth había oído a los niños discutir acerca de cuál de sus
respectivos padres era el que podía hacer un arco más grande cuando orinaba;
discusión que había tratado de olvidar. Había comprendido que no había tema ni tarea
que pudiera quedar al margen de las disputas. Pero escribir en la pizarra era el más
preciado trofeo que todos anhelaban.
Los demás la observaban con una mezcla de curiosidad y expectación,
preguntándose cómo se las arreglaría para tener contenta a Jemima. La niña era
brillante y necesitaba que la orientaran. Pero también era insidiosa y desagradable. En
otra escuela, con un maestro, tal vez hubiera sido más fácil poner las cosas en su sitio.
¿Qué hacer para mejorar lo malo sin dañar lo bueno? Elizabeth sabía que Jemima
podía aprender muchas cosas de ella, pero a veces era difícil mantener la
concentración cuando se encontraba con su risa orgullosa.
El fuego ardía en el hogar mientras lo pensaba, sintiendo el peso de las miradas
de todos los demás alumnos. Hasta Hannah, que rara vez solía levantar la mirada de
su tarea, estaba observando.
—Vamos, Mima —dijo Liam en el fondo del aula, justo cuando Elizabeth
pensaba que la niña no cedería y tendría que llamarle la atención delante de todos—.
Siéntate. ¿No ves que no quiere? No hará caso de tus caprichos.
—Gracias, Liam —dijo Elizabeth tratando de reprimir una sonrisa pero sin
mucho éxito—. Creo que Jemima y yo nos podemos entender bien.
Un destello de contrariedad brilló en la cara de Jemima, pero se volvió a su mesa
sin ninguna queja. Se acomodó en el asiento con movimientos firmes y breves,
tratando de no tocar a Hannah. Las dos niñas deberían haber estado en aulas

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separadas.

* * *

Un sábado, Elizabeth despidió a los niños con mucho ímpetu y tardó más tiempo
que de costumbre en organizar la cabaña antes de marcharse. Se quedó en el porche
durante un rato, observando todo lo que la rodeaba, que parecía estar chorreando
agua, cogió su chal y se lo puso en la cabeza en un vano intento de mantenerse seca.
Diez minutos más tarde su falda estaba llena de barro, ya imaginaba la taza de té
y los zapatos secos, aunque le aterraba el atardecer en su casa. Kitty Witherspoon y
su padre los visitarían y se esperaba que Richard volviera de Johnstown. No sabía con
certeza qué temía más, si las atenciones de Richard o el resentimiento de Kitty ante la
decisión de éste.
Se oyó un ruido en el bosque y Elizabeth hizo una pausa.
—Vamos, Dolly —dijo con amabilidad—. Vamos, iremos juntas.
Cuando la niña de once años salió de entre los árboles, Elizabeth sonrió:
—No tienes por qué tener miedo —le dijo con dulzura—. Me alegra que me
acompañes a casa.
Esto no era del todo cierto, pero Dolly Smythe era tan terriblemente tímida que
Elizabeth se sentía obligada a alentar cada esfuerzo que la niña hacía. Dolly asintió
con la cabeza, sólo gestos y buena voluntad, la mirada siempre baja. Elizabeth estaba
segura de que esto se debía a que la niña era bizca.
Esperaba que se mantuviera a su lado caminando en silencio; sin embargo, Dolly
la sorprendió.
—Alguien está vigilando —dijo casi sin aliento.
Elizabeth se detuvo resbalando un poco en el barro. Miró en dirección al bosque
pero no vio señales de nadie.
—¿Qué quieres decir?
—Alguien está vigilando —dijo Dolly encogiéndose de hombros e incapaz de ser
más explícita—. Lo oí hace poco.
Elizabeth reflexionó un momento sintiendo que el corazón empezaba a latirle
fuerte.
—Seguramente alguno de los niños —dijo—. Querrá asustarnos.
Dolly levantó la mirada. Una de las pocas veces que miraba de frente. Bajo las
cejas arqueadas del color del trigo, un ojo verde se dirigía a Elizabeth mientras el otro
iba en dirección opuesta. De repente bajó la cabeza.
—No, señorita —dijo con sencillez.
—Bueno, sea quien sea el que anda por ahí, cogerá un resfriado —dijo Elizabeth
tratando de mostrarse temeraria cuando sabía que debería parecer asustada. Quería

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gritar el nombre de Nathaniel, forzarlo a que se dejara ver; en cambio, cerró la boca
con fuerza y siguió caminado junto a Dolly, que tropezaba y resbalaba a su lado.

* * *

Para la cena había tres clases de carne, tomates en conserva, las mejores alubias
de Curiosity, caldo, galletas y un postre con más brandy del necesario; además estaba
Kitty mirando a Elizabeth como si ésta acabara de matar a toda su familia antes de
sentarse ante la mesa. Puesto que su padre y el señor Witherspoon parecían muy
contentos hablando del tiempo durante la comida, y como Richard no había llegado,
tal como se esperaba, Elizabeth pudo eludir cualquier tema que la pudiera haber
llevado a enfrentarse directamente con la joven. La rabia que Kitty sentía contra
Elizabeth era implacable, el centro del problema era Richard, y Elizabeth no podía
hacer nada. No todavía. Se concentró en la comida y sólo hablaba cuando el señor
Witherspoon se dirigía a ella o cuando Julián trataba de hacer que prestara atención a
alguno de sus relatos.
El juez parecía completamente de acuerdo en seguir la discusión acerca del
deshielo cuando se instalaron en la sala, después de la cena, pero Julián ya había
tenido suficiente y quería que los demás lo supieran.
—Debe de haber algo mejor que hacer en esta temporada que discutir
eternamente el estado del tiempo —dijo con impaciencia.
—No hay nada que hacer en este lugar, nunca hay nada que hacer aquí —dijo
Kitty con aire dramático.
—Hija —la amonestó con cariño el señor Witherspoon, pero Kitty miró para otro
lado.
—Todd tuvo una buena idea, ¿verdad? —dijo Julián—. Debe de haber algo que
hacer en Johnstown. Tendría que haber ido con él. No me sorprendería que celebraran
algún tipo de fiesta.
Al ver la cara descompuesta de Kitty, Elizabeth deseó que su hermano se callara,
pero él siguió sin darse cuenta, haciendo conjeturas acerca de lo que habría estado
haciendo Richard en Johnstown y dando a entender que él, Julián, tendría que haberlo
acompañado en la diversión.
—Pronto tendrás lo que quieres —dijo el juez—. La semana que viene iremos a
Johnstown. Hay cosas que hacer, ¿sabes?
Miraba a Elizabeth con aire pensativo. Elizabeth hizo todo lo que pudo para
permanecer impasible, por una vez contenta de que la cháchara de su hermano la
excusara de hablar:
—¿La semana que viene? ¿Con este tiempo? ¿Para qué? No es que me queje, nos
irá bien salir, ¿no te parece, Lizzie? —prosiguió sin dar oportunidad a Elizabeth de

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asentir o pronunciarse en contra—. Aunque Lizzie no querrá venir. Está trabajando en
la escuela. Tiene responsabilidades que atender. No está libre para ir a divertirse, ¿o
no, Lizzie?
—Creo que esta vez Elizabeth tendrá que venir —dijo el juez levantando una ceja
—. Hay asuntos que debemos resolver. Impuestos y cosas así.
El primer pensamiento de Elizabeth fue de alivio: se acercaba la primera semana
de abril y su padre no había mencionado la cesión de la propiedad desde hacía meses.
Ella había empezado a temer que hubiera cambiado de idea acerca del acuerdo.
Muchas noches se había quedado en vela preguntándose qué haría si así fuera, cómo
podría comunicarse con Nathaniel y hacérselo saber. En aquel momento parecía que
su padre fuese a anunciar algo aunque Richard no estuviera presente. Le costaba
mantenerse tranquila y no mostrar preocupación, sabía de sobra que aquellas
sensaciones se reflejaban en la cara; además, Kitty Witherspoon no le quitaba los ojos
de encima, tenía los labios cerrados con expresión de contrariedad y casi no podía
disimular la envidia.
—¿De qué se trata, padre? —preguntó Julián relevando a Elizabeth de la
obligación de contestar.
Se oyó un golpe fuerte en la puerta y el juez se levantó sonriendo.
—Ése debe de ser Richard —dijo—. Preguntémosle a él.
Elizabeth se cogió las manos, que dejó sobre el regazo, y se esforzó por mantener
un semblante tranquilo. Aquello era lo que había esperado, para lo que se había
preparado. Daría a entender que finalmente aceptaba a Richard. De repente sintió
alegría de que Kitty estuviera presente, lo que podría explicar su falta de voluntad
para dar enseguida una respuesta clara, o para mostrar alegría e incluso entusiasmo.
Hasta los hombres podían comprender una cosa así.
Convendrían una fecha para ir a Johnstown a firmar la cesión ante el señor
Bennett, que actuaría de notario. De algún modo, ella tendría que enviar un mensaje a
Lobo Escondido.
Estaba tan concentrada en sus pensamientos que apenas se dio cuenta de que
todos en la habitación se habían quedado callados.
Elizabeth levantó la cabeza esperando ver a Richard y en cambio vio a Nathaniel.
Estaba en la puerta, tenía la cara rígida a causa de la rabia contenida. En una mano
llevaba el cuerpo de un castor, su gran cola chorreaba agua y sangre; con la otra mano
sujetaba a Liam Kirby por el cuello, en silencio y muerto de miedo.
—¿Incluso un sábado estamos disponibles para estas cuestiones? —preguntó
Julián mientras Nathaniel contaba cómo había encontrado a Liam sacando al castor
de una de sus trampas—. Me parece que esto podría esperar un momento más
oportuno.
El juez ni siquiera se dignó a mirar a su hijo.

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—No puede esperar —dijo sin más—. Si un residente de Paradise necesita mis
servicios oficiales, siempre me encuentra en casa. Siga, Nathaniel. Y por favor,
Julián, no interrumpas a este hombre.
—No tengo mucho más que decirle, usted puede verlo —dijo Nathaniel—. Este
niño ha estado robando en mis trampas a lo largo de todo el invierno. Pero ésta es la
primera vez que lo atrapo. Habitualmente no recorro la línea de trampas a esta hora.
Liam estaba en el centro de la habitación con la mirada fija en sus propias botas y
el charco que dejaba en la alfombra. Había una peculiar sombra roja bajo la cabellera
que le rodeaba las orejas. Todavía no había hablado, giraba compulsivamente la gorra
que tenía en las manos.
—¿Y tú qué tienes que decir, Liam? —preguntó el juez.
—No tengo nada que decir —contestó con voz áspera.
Elizabeth permanecía inmóvil, mirando a uno y otro alternativamente. Vio que un
moretón se estaba formando en la mejilla de Liam, una mancha oscura que se
destacaba en su piel pálida, y también vio el temor y la rabia en sus ojos.
—Liam siempre ha sido un buen muchacho —dijo el señor Witherspoon en tono
conciliatorio—. ¿No es así, señor juez?
Nathaniel estaba enfadado, pero dominaba sus actos. En aquel momento se dio la
vuelta para mirar al juez cara a cara y quedó claro que estaba llegando a un punto en
que no se refrenaría más.
—Ha estado robando en mis trampas, lo capturé con las manos llenas de sangre.
Hay leyes contra el robo, incluso en los libros, según tengo entendido. Usted debe
cumplir con su deber.
El juez levantó la mano tratando de calmar las cosas.
—Es la primera vez, después de todo…
—Le dije que no es la primera vez que roban en mis trampas. —Hizo una pausa
tan áspera como el tono de sus palabras—. Y usted sabe que no será la última.
—¿Se refiere al robo que usted alega que…?
Elizabeth se sobresaltó al ver que los colores subían a la cara de Nathaniel.
—Padre —dijo interrumpiendo, sabía que todos los ojos que había en aquel
cuarto la estaban observando. Liam la estaba mirando como si fuera su tabla de
salvación; el juez y el señor Witherspoon se quedaron perplejos ante su intervención.
Incluso Nathaniel, cuyo rostro conocía tan bien como el suyo, la miraba con dudas,
impaciencia y algo parecido a la rabia.
—¿Qué significa esto? —preguntó el juez—. ¿Quieres hablar en nombre del
muchacho?
—No —dijo Elizabeth, y añadió con voz vacilante—: Quiero decir que no puedo
hablar ni a favor ni en contra. —Percibió la mirada hosca de Liam y se dio cuenta de
que no se atrevía a mirar a Nathaniel—. Sin embargo, sería justo que escucháramos

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su versión de los hechos.
La boca del muchacho se contrajo en una mueca de angustia. Elizabeth pensó que
iba a ponerse a llorar.
—Si no puedes defenderte y hay pruebas en tu contra, entonces yo no puedo
hacer nada para ayudarte —continuó con suavidad—. Si has robado tendrás que
atenerte a las consecuencias.
—Eres implacable para castigar a tus alumnos, Lizzie —añadió Julián—. Pero yo
no estoy convencido de que haya hecho nada.
—¡Un momento! —dijo el juez muy enfadado—. ¡Eso lo tengo que decidir yo!
—Yo no quiero que lo castiguen —le dijo Elizabeth a Julián sin hacer caso de las
palabras de su padre—. Pero debe cumplirse la ley, ¿no es así?
—¿Cómo sabemos que las acusaciones son ciertas? —preguntó Julián dirigiendo
una mirada contemplativa a Nathaniel que estaba escuchando la conversación—. Él
viene aquí contando historias fantásticas…
—¿Me está llamando embustero? —pregunto Nathaniel con voz razonable y
mesurada, que podría haber usado para pedir una taza de té.
—Estoy pidiendo pruebas —replicó Julián con la misma calma.
—Ésta es la prueba que tengo —dijo Nathaniel indicando el castor muerto que se
encontraba en el suelo, cerca de los pies de Julián—. Si le interesa saber qué es lo que
me han quitado a mí y a los míos, si quiere enterarse de las trampas robadas y de los
graneros saqueados y de la gente a la que se le disparó, entonces suba conmigo a
Lobo Escondido ahora mismo y pregunte a Nutria por qué tiene una bala en la pierna.
Eso, si es que está interesado en saber la verdad.
Elizabeth se sorprendió tanto al saber lo que le había pasado a Nutria que no pudo
contenerse y habló:
—¿Está acusando a Liam de haber hecho eso? —preguntó y se dio cuenta,
demasiado tarde, de que la pregunta podría dar a entender que ella tenía dudas acerca
de la palabra de Nathaniel.
Éste parpadeó lentamente.
—No, nada de eso —contestó sin volverse—. No tiene la culpa del disparo.
—¿A quien acusa entonces? —preguntó Julián.
—En este momento preciso estoy acusando a este muchacho de haber robado un
castor de la línea que puse en el arroyo que llamamos El Embarrado. Lo encontré
hace menos de una hora. Como pueden ver, todavía tiene sangre en las manos.
—¿Y qué es exactamente lo que usted quiere que haga con él? —preguntó el juez
después de haber examinado las manos de Liam—. ¿Condenarlo a prisión?
—Eso sería un buen comienzo —dijo Nathaniel mientras tocaba la punta del rifle
con una expresión mitad divertida y mitad irritada.
—¡No! —dijo el niño levantando la cabeza—. ¿No podría hablar por mí, señorita

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Elizabeth? Dígales que voy a la escuela todos los días y que me esfuerzo mucho. ¿No
es así?
—Claro que no irás a prisión… —comenzó a decir Elizabeth.
—Es suficiente —intervino el juez cuando el muchacho volvió a protestar—.
Encuentro a Liam Kirby culpable de robar en la línea de trampas y le pongo una
multa de cinco dólares y lo sentencio a una semana en custodia…
—¿Cinco dólares? —aulló Liam—. ¡Esa piel no vale cinco dólares!
—… pero debido a su edad y a que se trata de un primer delito, suspendo la
sentencia y ordeno que la multa sea pagada con trabajo en beneficio del señor
Nathaniel Bonner. Espero que esto satisfaga a ambas partes.
Inmediatamente, el juez se enredó con Liam y con Julián en una discusión en voz
alta acerca de la ley. La atención de Elizabeth, en cambio, estaba puesta en Nathaniel.
«Nutria —pensó Elizabeth—. Está preocupado por Nutria. De otro modo no habría
dicho nada de ese robo». Debía apartar la mirada de él enseguida, que los presentes
vieran en su rostro la expresión que resultaba conveniente que vieran. Bajó la mirada.
—Sólo una cosa más —dijo Nathaniel dirigiéndose al juez. Liam se quedó
paralizado, como si pensara que Nathaniel iría a pedir algo mucho más espantoso que
la multa de cinco dólares—. Vine a decirle a la señorita Middleton que su escuela está
lista —dijo Nathaniel volviéndose para mirarla a los ojos por primera vez.
—Ah —dijo Elizabeth, y tras meditarlo, añadió—: Qué buena noticia.
—Me voy a los bosques a cazar —dijo Nathaniel—. Pero usted puede trasladarse
sin mi ayuda. Supongo que el médico puede echarle una mano.
—Sí, espero que sí —replicó ella con voz desmayada—. Muchas gracias,
Nathaniel.
—De nada —dijo tocándose el borde del sombrero.
Levantó el castor, se lo colgó en el hombro con un rápido movimiento de la
muñeca y dejó la habitación sin decir más. Oyeron que la puerta se cerraba tras él.
—Salvaje insolente —murmuró Julián—. Bueno, vamos, Liam, amigo mío. Deja
ya de moquear y cuéntanos lo que pasó realmente.

* * *

Nathaniel estaba enfadado. Estaba enfadado consigo mismo por haber dicho en la
casa del juez más de lo que debía. Subiendo hacia Lobo Escondido a una velocidad
que habría dejado sin aliento a muchos hombres más jóvenes, se obligó a detenerse
para despejarse y escuchar. La frustración y la rabia que llevaba dentro lo apartaban
del mundo exterior y en aquel momento debía tener los sentidos alerta. No sería
bueno que alguien que estuviera al acecho le disparara precisamente en aquel
momento, cuando las cosas sólo estaban comenzando. No podría dejar que lo cegara

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la furia, no debía pensar en el juez ni en Julián Middleton y su sonrisa irónica, ni en
Liam Kirby y su mano llena de sangre.
Con la cabeza inclinada a un lado, Nathaniel oyó los ruidos del deshielo
primaveral. Y además oyó otros ruidos, tres o cuatro clases de pájaros diferentes, una
ardilla, roedores corriendo sobre la masa de detritos del invierno. Más lejos, el golpe
del hacha en la madera. Toca sus armas, el cuchillo a un lado, el hacha sujeta en el
cinturón a lo largo de su columna vertebral. Tocó la carga de pólvora del rifle y
reemprendió la marcha, evitando las pendientes más peligrosas, avanzó por sitios que
parecían impenetrables, caminando en medio de ondas de hielo. Quienquiera que lo
estuviera siguiendo, sabía hacerlo bien. Pero él era mejor. Eso lo tenía claro.
Una vez que hubo circundado los campos de fresas, Nathaniel volvió a sus
pensamientos. En aquel momento, más cerca de Lago de las Nubes, se sentía más
seguro. Recordó a Elizabeth, su rostro, el modo en que su pelo se movía alrededor del
cuello, su voz. Pensó en Elizabeth acompañada por Richard y entonces comenzó a
caminar mucho más rápido hacia la casa.

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Capítulo 19

Curiosity pasaba cada vez más tiempo junto a Elizabeth. Al principio le había
parecido muy natural encontrar algo que hacer en la sala mientras Daisy, Polly y
Almanzo recibían sus clases. Eran sus hijos, después de todo. Y la mente de Manny
apenas se concentraba en la tarea si no veía a su madre hilando lana en el rincón.
Elizabeth pensó que con el paso del tiempo el interés de Curiosity se iría
desvaneciendo, pero fue al revés, pareció intensificarse. Mientras Polly leía en voz
alta, cálida y melodiosa, las manos de Curiosity solían caer sobre su regazo e
inclinaba la cabeza como concentrada en la lectura. Tal vez, pensó Elizabeth, se
trataba de que a Curiosity le gustaría tomar parte en ella. Un día se lo preguntó sin
preámbulos y se dio cuenta con sorpresa de que tal invitación divertía mucho a
Curiosity; como respuesta, la mujer cogió el libro que tenía más cerca, que resultó ser
un tratado sobre el sistema tributario escrito por Alexander Hamilton, y leyó un
párrafo en voz alta sin detenerse a respirar. Su postura era de lo más extraña, se
inclinaba sobre la página y leía en voz alta mirando la hoja como si fuera alguien con
quien estuviera discutiendo. Elizabeth estaba encantada. Resultaba que Curiosity
había leído todos los libros de la biblioteca del juez y tenía una opinión formada
sobre cada uno de ellos.
Poco a poco, Elizabeth aprendió a seguir con las lecciones mientras Curiosity
entraba y salía o bien se sentaba junto a ellos, escuchando.
Cuando Elizabeth se instaló en un rincón de la cocina para comenzar las clases
con Benjamin y George, esclavos de la familia Glove, Curiosity también estuvo
presente; incluso Galileo acudía con frecuencia y se integraba en el grupo. James
Glove permitía que los muchachos fueran a aprender a leer y escribir y a estudiar
aritmética una o dos veces por semana, cuando no se los necesitaba. Esto había
causado cierta preocupación en el pueblo, pero la familia Glove no cedió a las
presiones, eran los propietarios del único molino y querían que los muchachos
estuvieran mejor preparados para ayudarlos. Elizabeth pronto se dio cuenta de que
Benjamin tenía talento para la geometría, pero menos para el lenguaje escrito,
mientras que con George sucedía justamente lo contrario. De pasada, entre un
comentario y otro, Curiosity la informó de que no sería bueno para nadie que el señor
Glove se enterara de aquello.
Curiosity saludaba majestuosamente a los dos jóvenes cuando llegaban a la
cocina y los elogiaba en voz alta cuando iniciaban el camino de vuelta a casa,
mientras les ponía en las manos pan de jengibre o algún pastel y les sonreía de una
manera que dejaba pensativa a Elizabeth. Pronto se dio cuenta de que Curiosity
siempre procuraba que Polly estuviera cerca, hilando o tejiendo junto al fuego

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mientras los jóvenes estudiaban. Benjamin era un joven muy agradable y tenía
aproximadamente la edad de Polly. Elizabeth se preguntaba cómo se las arreglarían,
dado que Benjamin era esclavo, aunque, estaba segura de que Curiosity debía de
haber pensado cuidadosamente un plan. Sabía de sobra que tanto Curiosity como
Galileo nunca dejaban nada al azar.
No cabía ninguna duda de que Elizabeth se había ganado el apoyo de Curiosity y
los beneficios de aquella situación se notaban diariamente. E iban más allá de las
atenciones materiales y personales; comenzó a darle información. Solía llevarle una
taza de té a su habitación en los momentos más inesperados y se quedaba sentada
mientras Elizabeth bebía, hablando de un montón de cosas y deslizando entre los
chismes temas que Elizabeth consideró muy útiles. Más allá de eso, Curiosity era
muy divertida y Elizabeth dependía mucho de su ayuda, sobre todo aquellas semanas
en que se le hacía muy difícil afrontar sola los problemas acerca de Nathaniel y de los
planes de ambos.
Así, la mañana siguiente al día en que Liam Kirby había sido juzgado y
sentenciado en el salón del juez, Elizabeth no se sorprendió cuando Curiosity llamó a
la puerta. Presa de sueños angustiosos, había dormido mal y se alegró al pensar que
se distraería un poco.
—El doctor Todd todavía no ha vuelto —dijo Curiosity directamente mientras le
alcanzaba la taza.
—Debe de haber tenido más cosas que hacer de las que esperaba —murmuró
Elizabeth. Era el tema que menos quería tratar con Curiosity.
—Sí, cosas que hacer. —Curiosity negó con la cabeza, el pañuelo de su cabeza se
corrió un poco con el movimiento, Elizabeth levantó una ceja y esperó que siguiera
—. Aquí también tiene cosas que hacer. ¿No oyó ayer a Nathaniel? —Inclinada sobre
la taza, Elizabeth intentó encontrar una respuesta satisfactoria; sin embargo, Curiosity
no parecía necesitar ninguna—. A Nutria le pegaron un tiro y el médico se había
marchado. Estaba pensando en ir yo misma hasta allá arriba, para ver si necesitan
algo y examinar la herida.
—Ah, sí —dijo Elizabeth despertando de golpe—. Es una idea excelente. Podría
llevar un poco de ese ungüento que usó para curar el hombro de Nathaniel… —Se
detuvo al instante. Curiosity la estaba mirando de un modo que decía mucho más que
cualquier palabra.
—Pensaba que también podría hacer un alto en el camino y ver primero la escuela
que le han hecho. Y quizá usted quiera venir conmigo y hacerme compañía —hizo
una pausa—. Es un camino muy largo para una mujer tan mayor como yo.
Por la cabeza de Elizabeth pasaron en un instante muchas respuestas lógicas a
aquella inusual petición, pero Curiosity las conocía todas. Había algo en juego, y
Elizabeth no alcanzaba a darse cuenta de qué era.

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—A mi padre no le gustaría.
Apretó los labios, Curiosity la miró detenidamente.
—Parece muy preocupada últimamente por complacer a su padre. —Elizabeth lo
pensó y llegó a la conclusión de que el silencio era la única estrategia adecuada. Pero
Curiosity había decidido hablar del asunto y no era fácil hacerla cambiar de idea—.
Usted cree que no me he dado cuenta de que se muerde los labios cuando el juez
habla. Trata de fingir que está de acuerdo cuando en realidad no lo está. Y que sonríe
a Richard Todd cada vez que la visita. Usted puede engañarlos a ellos. Pero déjeme
decirle que su sonrisa es tan creíble como las ubres en un toro. Ahora pretende
hacerme creer que no quiere ir a Lago de las Nubes cuando yo misma puedo darme
cuenta de que sería capaz de saltar por la ventana y salir corriendo hacia allí. —
Curiosity hacia resonar los dedos una y otra vez mientras Elizabeth se ponía cada vez
más nerviosa—. ¿Y qué tal si le digo que vino un pajarillo esta mañana y me pidió
que subiera? ¿Y si le digo que el pajarillo me pidió que la llevara conmigo?
Elizabeth sintió que los colores subían a sus mejillas.
—¿Qué fue exactamente lo que él le dijo?
—¿Él? —dijo Curiosity sonriendo—. No dije nada acerca de él. ¿Quiere que le
diga algo? —preguntó.
Era una tentación. Elizabeth pensó que podría confiar en Curiosity; estaba segura
de eso. Pero admitir que estaba intentando consciente y voluntariamente engañar a su
propio padre era mucho más de lo que podía hacer.
—Todavía no —dijo Elizabeth excusándose—, aún no.
Curiosity negó lentamente con la cabeza y se puso un dedo en los labios.
—¿Usted sabe lo que está haciendo, niña?
Repentinamente, Elizabeth se sintió menos segura. Estaba a punto de llorar.
—Sí —dijo por fin.
—Bueno —replicó Curiosity, sin sonreír esta vez—. Creo que está segura.
Alguien llamó a la puerta y a través de ella se oyó la voz solícita del juez:
—¿Vienes a las oraciones de la mañana, hija? Después iremos a casa de los
Witherspoon, que nos han invitado a comer con ellos.
Elizabeth se encontró con los ojos interrogativos de Curiosity.
—¿Le dará el gusto a ese pájaro?
Se oyó de nuevo que llamaban a la puerta.
—¿Hija?
—Por favor, discúlpame con ellos, padre —respondió Elizabeth al juez—. Tenía
pensado salir a dar un paseo.

* * *

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Encontraron la escuela tal como la habían imaginado. Estaba inundada por la luz
y olía a madera recién cortada y a jabón. En la habitación principal había seis
ventanas con postigos, dos en cada pared. Se veía una franja del límpido cielo
primaveral y el fulgor verde y amarillo de los sauces que bordeaban el lago; desde la
puerta se podían contemplar las profundas sombras del bosque. Contra el verde
oscuro del follaje se alzaban las delicadas ramas de un árbol de mimbre rojizo que
brillaba a la luz del sol.
—Atardecer ha estado aquí con las chicas —observó Curiosity con aprobación—.
No hay una sola huella de barro a la vista. —Sus pasos resonaban en la habitación—.
Dios mío, mire esto. ¿Un estudio? Y con vistas al lago. Esto es mucho más bonito
que cualquier cabaña de Paradise, Elizabeth.
Elizabeth estaba en silencio porque temía que si hablaba la emoción la
desbordaría. Atravesó de nuevo la habitación observando el sólido suelo de madera,
hasta llegar al estudio. La pequeña ventana que había encima del escritorio dejaba ver
la cañada que había entre el claro y el lago, donde la maleza y los helechos
empezaban a rizar sus ramas.
Dio media vuelta y miró sonriendo a Curiosity.
—Necesitamos cortinas.
—Claro que sí —dijo ella—. Y una o dos alfombras, diría yo.
—Quiero ir a Lago de las Nubes ahora mismo —dijo Elizabeth sintiéndose de
nuevo agradecida, esta vez por el silencio con que Curiosity recibió sus palabras.

* * *

Nathaniel se había ido al bosque a cazar. Desde luego. Se lo había hecho saber en
el salón de su padre, lleno de gente. Pero en cierto modo, ella no lo había oído, o no
le había creído. Elizabeth trataba de prestar atención a lo que Ojo de Halcón le decía,
pero en cambio, lo único que podía oír era un estribillo de dos palabras que se repetía
como un eco incesante en su mente: «¿Cómo pudo, cómo pudo, cómo pudo?»
—Espero que vuelva dentro de uno o dos días —repitió Ojo de Halcón y entonces
Elizabeth asintió con la cabeza tal como el hombre esperaba.
Se alegraba de que las mujeres estuvieran ocupadas, reunidas alrededor del lecho
en el cual yacía Nutria, examinando su herida. Hannah también estaba allí,
hipnotizada por el contenido de la cesta de Curiosity y haciendo preguntas acerca del
ungüento. Muchas Palomas se acercó para ajustar las vendas y Nutria, quejándose,
intentó apartarla. Atardecer y Curiosity estaban en plena conversación.
—¿Y cómo ocurrió? —preguntó Elizabeth a Ojo de Halcón esperando una larga
historia, una historia que le permitiera vagar en sus ensoñaciones mientras él la
contaba. Pero Ojo de Halcón la miraba fijamente y ella vio la expresión resignada y

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dolorida de su cara. Era muy difícil sobrellevar aquello. Elizabeth se mordió el labio
inferior para reprimir otra pregunta que se le venía a la mente.
—¿Cómo cree que sucedió? —preguntó Ojo de Halcón—. Alguien le disparó
cuando estaba distraído.
Elizabeth lo miró de lado.
—¿Es grave?
Él se encogió de hombros.
—Está empeorando. —Después de una pausa, añadió—: Nathaniel no se ha ido
para siempre.
—Lo sé. —Elizabeth se sentía incapaz de mirarlo a los ojos. Quería darle las
gracias por la escuela.
—¿En serio? —La cogió del brazo y la llevó fuera, a la galería. El ruido de la
cascada era más fuerte de lo que recordaba. Elizabeth se sentó en un banco de roca.
Se estiró la falda y esperó que aquella visita terminara de una vez para que pudiera
volver a su casa y reflexionar en la paz e intimidad de su propio cuarto—. Nathaniel
cree que es mejor no andar por los alrededores en los próximos días —dijo Ojo de
Halcón con una sonrisa. Elizabeth se sorprendió, le pareció extraño que Ojo de
Halcón sonriera—. Pensó que tenía que irse después de lo que pasó ayer con su
familia, porque si no, si algo pasara por ahí, si alguien se perdiera, por ejemplo…, en
el primero en que pensarían sería en Nathaniel.
Atónita, Elizabeth alzó la mirada.
—¿Él se lo contó? —Ojo de Halcón asintió. Elizabeth sintió alivio, incomodidad,
alegría y miedo, todo al mismo tiempo—. ¿Y usted…? —se detuvo incapaz de seguir
hablando.
—No soy quien para aprobar o desaprobar nada —dijo suavemente Ojo de
Halcón—. Diría que estoy preocupado. Se lo dije a él sin rodeos. Me parece que
usted no se da cuenta de lo peligroso que es su plan.
—No tengo miedo —dijo ella con firmeza.
El hombre carraspeó.
—A lo mejor debería tenerlo.
—Confío en que Nathaniel será capaz de cuidarme.
Él tenía la mirada fija.
—Ése no es el problema —dijo—. Y usted lo sabe.
Se quedaron en silencio. Elizabeth observó a Ojo de Halcón, observó su
mandíbula y el modo en que sus ojos se hacían más pequeños cuando miraba a los
lejos, más allá del agua. Parecía tranquilo, pero ella pensaba que había algo más bajo
aquella imagen. Una vez había conocido en casa de la tía Merriweather a un viejo
coronel que fue de visita, un veterano de las guerras contra Francia y contra los
indios. Aquel hombre tenía el mismo aire de cuautela. Elizabeth se preguntó si todos

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los viejos soldados tendrían la misma actitud de vigilancia y recelo.
—Nathaniel se parece mucho a usted.
Se sorprendió de sus propias palabras pero sintió que estaba diciéndole a Ojo de
Halcón la verdad. El hombre depuso sus reservas y sonrió ligeramente.
—Ah, sí —dijo—. Así es.
—Cuentan que usted entró en un fuerte sitiado y rescató a su esposa y a su
hermana.
—Bueno —replicó Ojo de Halcón—, no es exactamente así, pero supongo que
está bien para una historia.
—Tuvo que ser muy peligroso —señaló ella.
Ojo de Halcón se encogió de hombros.
—Respirar era peligroso en aquellos tiempos.
—La cuestión es —continuó Elizabeth con voz firme— que usted debería hacer
lo mismo en este lugar.
Al oír esto Ojo de Halcón lanzó una carcajada.
—Debería —dijo sin convicción.
Entonces Elizabeth le dijo:
—Mi padre dice que quiere ir a Johnstown el miércoles. ¿Puede decírselo a
Nathaniel?
Ojo de Halcón caminó hasta el final de la galería y miró la garganta y el agua que
caía. Sin volverse a mirarla, dijo:
—¡Qué bonito día de primavera! Quizá le gustaría caminar un poco.
El pelo de la nuca se le estaba erizando. No estaba muy segura del motivo,
aunque… sabía exactamente por qué.
—¡Hannah! —gritó Ojo de Halcón, y cuando la niña apareció en la puerta, le dijo
unas pocas palabras en kahnyen’kehaka.
Elizabeth, confundida y todavía sin saber qué hacer, no entendió nada. Pero vio
que Hannah la miraba con una sonrisa tímida.
—Venga —dijo la niña—. Le enseñaré el lugar donde crecen los lirios salvajes.
Han salido pronto este año.
Más despejada, Elizabeth se levantó.
—Me gustaría mucho.
—Acompañaré a Curiosity a su casa —dijo Ojo de Halcón—. En caso de que
usted tarde.

* * *

Para concentrarse en algo que no fuera el destino de aquel paseo, y porque lo


consideraba prudente, Elizabeth trató de memorizar el camino por el que iban.

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Siguiendo a Hannah, que estaba inusualmente tranquila, atravesaron la cañada más
allá de la angosta garganta y fueron hacia el bosque a través de una alfombra de
anémonas que crecía bajo una plantación de arces azucareros y abedules aún sin
hojas. Elizabeth notó que se habían cortado cuidadosamente rectángulos de la corteza
de los abedules y que los arces tenían signos de golpes recientes.
Fueron hacia arriba, hacia el otro lado de la montaña, a través de grupos de hayas
y arces dispersos junto a abedules y algún abeto. Elizabeth había pasado gran parte de
aquellas ocho difíciles semanas tratando de aprender de sus alumnos todo lo que
pudiera acerca del bosque, y en aquel momento sabía el nombre de los árboles. A
veces preguntaba algo y Hannah le respondía nombrando el cerezo silvestre, el tejo y
el diente de perro, una flor liliácea de cáliz amarillo y pétalos con motas moradas.
Señaló la madriguera de un puerco espín y unas huellas de oso en el barro. Hannah
contestaba las preguntas de Elizabeth sin los detalles que habitualmente daba y
después de un rato Elizabeth dejó de preguntar. En el bosque hacía fresco, pero ella
había comenzado a sudar.
En lo alto del peñasco, Elizabeth dio media vuelta para mirar el bosque desde
arriba. La visión la dejó maravillada: era como si no hubiera nadie más en el mundo;
no había señales de Lago de las Nubes, ni del pueblo, ni de nada que tuviera que ver
con los seres humanos. Sólo las montañas y su capa moteada de árboles de hoja
perenne, con los primeros brotes tiernos de los robles, arces y hayas; miles y miles de
ellos, hasta donde alcanzaba la vista.
Hannah avanzaba y Elizabeth la siguió a través de arboledas, pinos rojos y
blancos, que rodeaban un lugar pantanoso en el cual la primavera salía a la superficie.
Pasaron aquel lugar y llegaron a una planicie rocosa. Un halcón pasó sobre sus
cabezas con un poco de musgo colgando del pico. Se levantó un viento que hizo que
las faldas de Elizabeth se enrollaran entre sus piernas.
En silencio, Hannah le hizo una seña con la barbilla. Elizabeth contempló el lugar
donde se encontraban en aquel momento. Lago de las Nubes estaba debajo, la
cascada parecía un dedo rugoso que salía de la montaña. Bajo las botas, Elizabeth
pudo sentir la fuerza del agua a través de la roca cuando se aproximaba al punto en
que la corriente se rompía formando una cascada. Desde allí no podían ver el agua,
pero sí podían oírla.
Se oyó entonces el grito de un pájaro que Elizabeth antes no había percibido. Sin
embargo, Hannah levantó la cabeza y lo repitió:
—Huye de los Osos —murmuró Hannah a modo de explicación.
No había signos de él. Elizabeth comprendió que aquello quería decir que las
había seguido. No habrían permitido que Hannah atravesara el bosque sola. Y menos
teniendo en cuenta lo que había pasado en los últimos días.
Otro grito procedente de abajo. En respuesta, Hannah señaló el peñasco. La

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pendiente era muy pronunciada, con rocas, cascotes y guijarros. No había ningún
sendero a la vista.
Elizabeth miró el lugar y luego a Hannah.
—¿Quieres que vaya por allí? —La niña asintió como si no hubiera nada anormal
en ello—. ¿No vienes? —Hannah negó con la cabeza.
—Quítese las botas —le dijo con sentido práctico—. Es más fácil con los pies
descalzos.
Muy nerviosa, Elizabeth le hizo caso. Después de pensarlo mejor, también se
quitó las medias y las dobló con esmero.
—Adelante —dijo Hannah sonriendo esta vez—, la espera.

* * *

Era extraño sentir la tierra en los pies descalzos. Elizabeth caminaba lentamente
al principio, midiendo los pasos. Dos veces tuvo que agarrarse a un arbusto que salía
de la roca, manchándose las manos que le quedaron pegajosas e irritadas a causa de la
savia de las plantas. Haciendo una pausa para tomar aire, Elizabeth se limpió los
dedos con un pañuelo. Quería beber algo. Quería estar en suelo firme. Quería estar
otra vez en Inglaterra, ante la mesa de bridge de la tía Merriweather con un libro
escondido entre las faldas. Quería todo eso, y no lo quería en absoluto.
No había previsto que el miedo fuera tan grande.
Él la estaba esperando. Elizabeth trató de poner orden en sus pensamientos, pero
éstos se le escapaban en un cúmulo de imágenes, todas de Nathaniel.
Elizabeth siguió bajando otros treinta metros, deteniéndose y recomenzando hasta
llegar a una pequeña planicie recortada en el peñasco. Se preguntaba dónde podría
llevarla aquella entrada cuando vio, por el rabillo del ojo, algo que se movía.
Nathaniel estaba detrás de ella. Había surgido de las rocas sin decir nada y le
indicó que lo siguiera. Le puso la mano en el hombro para guiarla y ella sintió su
calor a través de la capa y de las ropas. Nathaniel le indicaba dónde debía pisar. De
repente se adelantó para empujar una parte de la roca donde había una grieta. Se
volvió y estiró la mano hacia ella.
Tenía la cara compuesta y un resplandor en los ojos que ella no quería nombrar,
pero que ya le era familiar. Le ofreció la mano. Elizabeth miró aquella mano en toda
su extensión, la curva pronunciada y fuerte de los dedos. Le dio la suya y dejó que la
condujera al interior de la montaña.

* * *

Al entrar se dio cuenta de que se trataba de una cueva, pero le pareció raro ver

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rayos de sol refractándose en las paredes. Al pasar de lo oscuro a lo más iluminado
parpadeó hasta que pudo adaptarse a la luz y al sonido. La cara más lejana no era de
roca, sino de agua: estaban debajo de la cascada, a menos de cien metros de Lago de
las Nubes. La caída del agua producía una brisa que le movió el pelo suelto de la
nuca y las sienes. En la pequeña cueva se esparcía una neblina ligera. Un alivio para
sus enardecidas mejillas.
Nathaniel estaba ante la pared de agua, el sol hacía que el pelo y los hombros le
brillaran. Visto por detrás parecía un hombre de la frontera, extraño y salvaje con el
pelo suelto, la camisa de ante y las polainas adornadas con cuentas. Llevaba un
cuchillo en la cintura y el rifle estaba al alcance de la mano, contra la pared. Entonces
dio media vuelta y toda su inmensa silueta quedó a la vista. Aturdida, sentía su sangre
agolparse con tanta fuerza como el agua que caía en la cascada.
Vio las calaveras de los lobos que estaban apoyadas en un hueco de la roca.
Mientras Nathaniel se aproximaba las contó: siete. Eran siete.
Nathaniel se detuvo delante de ella, su mirada le recorría la cara. Elizabeth sintió
que el sudor le empapaba la frente pese a la frescura del lugar. «Está tan nervioso
como yo», pensó con alivio. Estaba contenta de que hubiera demasiado ruido para
hablar. Eso le daba la excusa para mirarlo, para recordar las cosas que sabía pero de
las que había comenzado a dudar, la forma en que se curvaba su mandíbula, la línea
recta de sus cejas, el modo en que solía contemplarla. No era su imaginación, era
verdad, era él quien la deseaba. Nathaniel le cogió la mano con fuerza y la condujo al
interior de la cueva a través de un pasadizo, hasta que llegaron a otro claro donde la
luz era menor pero también lo era el ruido del agua. Elizabeth avanzaba insegura: de
pronto se detuvo cuando sintió algo semejante a una piel de animal bajo sus pies
descalzos. Se apartó y soltó una exclamación débil.
—No, no —le dijo él tranquilamente—. Mira, sólo son pieles.
La cueva, más grande que la anterior, estaba llena de cosas. Había cestos, una
mesa improvisada con una lámpara en el centro. Las provisiones colgaban en sacos
enganchados a las hendiduras de las paredes, tiras de calabaza seca, manzanas y
mazorcas entrelazadas. En un lugar más cercano al que se encontraba Elizabeth había
otros sacos con trapos, estuches para balas, cuchillos en sus fundas y pólvora. Y por
todas partes, en cada superficie disponible, había pieles cuidadosamente atadas.
—El trabajo de todo el invierno —dijo Nathaniel siguiendo el recorrido de su
mirada.
—Lobo Escondido —dijo ella entendiendo por fin.
—Lobo Escondido —confirmó él.
Todo lo que hacía falta, todo lo que era necesario para que pasaran el año estaba
allí. Cualquiera que quisiera forzarlos a salir sólo tenía que encontrar aquel lugar. Y
ellos habían permitido que ella fuera allí sin discutirlo, sin advertencias, sin

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precauciones. Nathaniel la había llamado, y ella se había convertido en uno de ellos.
Eso la alegraba, pero a la vez le daba mucha vergüenza, no sabía dónde mirar. Y él
estaba tan callado. ¿Por qué no hablaba? Lo miró y se dio cuenta de que estaba
esperando.
—He venido a decirte… —comenzó pero no pudo seguir. Él le había cogido la
mano, la apretaba. Esperaba—. Quería decirte… —volvió a decir pero sólo para
detenerse otra vez. Cuando pudo mirarlo a los ojos, vio algo que la asustó. Se dio
cuenta de que él trataba de dominarse—. Muchas gracias, Nathaniel. Por la escuela.
Las palabras sonaron formales, incluso frías, y no era eso lo que ella quería. Pero
él se mantenía distante; todo lo que había hecho era seguir sujetando su mano.
Irritada por su propia torpeza y viendo la falta de voluntad de Nathaniel para
calmarla, se soltó y empezó a contemplar sus pies descalzos.
—Has cambiado de idea —le dijo él secamente.
—¡No! —Elizabeth alzó de golpe la cabeza, la sorpresa disipó la distancia que se
había interpuesto entre ambos—. No. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa?
—Tal vez porque esperaba algo más que un saludo —dijo Nathaniel, en el
momento en que aparecía en su rostro una ligera sonrisa— de mi novia.
Todo el miedo y la frustración de las últimas ocho semanas luchaban por
aparecer, y con aquellas palabras Nathaniel logró que sucediera. Lentamente
Elizabeth se adelantó hasta que su frente se apoyó en el hombro de Nathaniel,
temblando de placer y de alivio al sentirlo junto a ella, al sentir su olor.
Él la rodeó con los brazos. Nathaniel sabía que ella necesitaba consuelo. Se tomó
su tiempo, dejando que volviera a acostumbrarse a él de nuevo. Le acarició
suavemente el pelo, luego la espalda. Poco a poco, abrazada a él, fue
tranquilizándose.
—Iremos el miércoles —dijo después de un rato—. Estoy preocupada.
—¿Por qué?
Ella temblaba un poco.
—Estoy preocupada porque tendré que comprometerme con Richard ante el señor
Bennett antes de que mi padre firme la cesión.
Nathaniel pudo adivinar por la agitación de la voz que eso era lo más horrible que
ella podía imaginar. Pero sintió también que la tensión se aflojaba porque podía
compartir su carga hablando con él.
—¿Todd viajará a Johnstown con vosotros?
Ella asintió con la cabeza.
—Me temo que sí.
—Bien —dijo Nathaniel jugando con su pelo—. Tendremos que pensar en
hacerlo cambiar de idea.
Entonces se apartó con el entrecejo fruncido. Nathaniel estaba inquieto, los celos

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que había sentido en las últimas semanas aumentaban.
—A menos que tengas miedo de herir sus sentimientos.
—El hecho de que no me guste no significa que quiera hacerle daño —dijo
Elizabeth con una mirada que a Nathaniel le pareció que les sería familiar a sus
alumnos—. Sólo significa que no quiero casarme con él. Y lo sabes muy bien.
—No tendremos mucho tiempo —dijo lentamente—. Y no veo cómo podríamos
hacerlo con Richard Todd de por medio.
—Entonces prométeme que no le ocurrirá nada malo.
Nathaniel dijo con absoluta calma:
—No le ocurrirá nada malo a menos que se le ocurra hacer algo malo.
—¿Siempre estás tan seguro de ti mismo? —preguntó inesperadamente; se notaba
su irritación por el modo en que lo miró a los ojos, sin dudar.
—Estoy seguro de algunas cosas —respondió él impertérrito—. Una de ellas es
que no se puede confiar en Richard Todd.
—Yo no he dicho que confiara en él —dijo Elizabeth—. De hecho, no confío en
él. Pero aun así no me gusta la idea de que sufra ningún daño.
Nathaniel sintió que la rabia se le subía a la cabeza.
—Estás muy preocupada por el bienestar de ese hombre, pese a que no te gusta
mucho.
—Lo que dices no tiene sentido —contestó con voz áspera.
—Tal vez no —repuso Nathaniel—. Tal vez no en este momento. Ha sido terrible
ver que el hombre que ha puesto todo su empeño en sacarme a mí y a los míos de esta
montaña ha estado todo este tiempo detrás de ti como si fueras un buen caballo. Te
dije que no le ocurriría ningún daño si no se le ocurre hacer daño, y es lo más que te
puedo prometer. ¿Te parece suficiente?
Elizabeth estaba roja, se frotaba los dedos como si quisiera pegarle, o quizá
tocarle. Levantó la barbilla haciendo el mismo movimiento rápido de la primera vez
que hablaron, cuando le dijo que era una solterona.
Una parte de Nathaniel quería que sucediera aquello, que ella se enfadara y
enrojeciera, que se agitara. Porque la otra parte de la discusión era la reconciliación, y
así podrían proseguir con lo que había comenzado en el establo en febrero. Nathaniel
lo deseaba, pero era cauto. En el futuro sabía que tendría que recurrir a todas sus
habilidades y a su inteligencia para que pudieran seguir juntos y a salvo.
Y estaba el problema de Richard Todd, todavía sin resolver. Se daba cuenta de
que ella pensaba las cosas, tenía los ojos entrecerrados.
—Elizabeth, ¿te parece suficiente? —repitió.
—Sí —dijo ella a regañadientes—. Está bien.
—Bueno, bien —asintió Nathaniel—. Entonces esto es lo que tenemos que hacer,
tenemos que mantener a Todd lejos de Johnstown, no te preocupes cómo, ya lo

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pensaré luego. —Contra su deseo se apartó un poco—. Ahora, tal vez lo mejor será
que hablemos acerca de cómo nos reuniremos, antes de que te envíe a tu casa.
—Ah. —Elizabeth se sintió de pronto decepcionada. Hizo un esfuerzo por
disimular su contrariedad, trató de no mirarlo, de no verle ni la cara ni la boca. Y
fracasó estrepitosamente. Sentía la necesidad de poner sus manos sobre él y, sin
embargo, no se atrevía. Sólo dijo—: He pasado ocho semanas siendo amable con
Richard Todd. Cosa que no me ha divertido en absoluto, aunque al parecer tú piensas
que sí. Pensé que tú y yo pasaríamos… un rato juntos.
«Qué barbaridad —pensó poniéndose roja y maldiciéndose por ello—.
Prácticamente le he pedido que me bese, ¿y qué pasa si no quiere? ¿Y si no lo hace?».
Sentía que necesitaba algo a lo que no podía dar nombre, algo que no podía decirle a
Nathaniel, pero sabía que debía tocarlo, que debía hacer que él la tocara.
Él se dio cuenta de todo y se alegró al mismo tiempo que sentía temor.
—Elizabeth —susurró mientras la atraía hacia sí—. Por Dios, ¿crees que no sé lo
difícil y largo que ha resultado todo esto? Pero si comienzo, si comenzamos… —
Hizo una pausa para besarla, fuera como fuera, porque ella estaba muy cerca y fue su
olor el que le interrumpió, flores secas, tinta y perfume de mujer, entonces no había
otra cosa que hacer en el mundo. Un beso áspero que arrancó de Elizabeth un suspiro.
Nathaniel la abrazó más fuerte y siguió besándola, hasta que se vio forzado a
detenerse. Entonces escondió la cara entre el cuello de Elizabeth inhalando su olor—.
Si empezamos ahora…
—Ya hemos empezado —dijo ella.
Y tenía razón, él lo sabía; ya habían empezado y no podían detenerse. No podía
hacer otra cosa que tumbarla sobre las pieles, desatando una cinta con un movimiento
de muñeca para que pudiera tenderse sobre el montón de pieles, oscuras como su
pelo, mientras la besaba en la boca una y otra vez y la tocaba, le tocaba la cara y el
cuello, dejando que su boca siguiera besándola, notando que su cuerpo cedía y
dejándolo avanzar mientras el suyo estaba cada vez más tenso.
Los ojos de Elizabeth brillaron a la media luz mientras él desataba el lazo de su
capa y la estiraba a sus pies. Concentrándose en el rostro de ella, Nathaniel desató
también el lazo de su corpiño y se lo pasó por el rostro. Lo dejó a un lado y entonces,
lentamente, dejó correr su nudillos por sus pechos y fue bajando, temiendo que fuera
a protestar. Pero la carne de ella parecía florecer mientras se elevaba el sonido de su
agitada respiración. Entonces ella le tocó. Pasó la mano a través del cuello abierto de
su camisa y lo atrajo hacia sí para darle un beso tan profundo que disipó toda duda.
Había botones, cintas y ganchos que soltar entre los largos besos. Ella lo ayudaba
hasta que se quedó con la enagua y observó con aire inquisitivo cómo se erguía para
quitarse la camisa.
Sintió las manos de ella que le tocaban cuando todavía no se la había quitado del

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todo, los dedos tímidos acariciando el tatuaje kahnyen’kehaka que adornaba su pecho,
recorriendo viejas cicatrices. Cuando se tendió de nuevo a su lado, ella tocó por fin lo
que buscaba, la herida del hombro. Levantó la cabeza para apretar los labios contra la
cicatriz, el toque tímido de su lengua lo excitó todavía más. La apretó contra él.
—¿Es esto lo que quieres? —preguntó mientras le apretaba las nalgas bajo la tibia
muselina, viendo en su cara y en el movimiento de sus manos que sí lo era. Pero
necesitaba que ella se lo dijera.
—Es a ti a quien quiero —dijo, sorprendiéndole—. No a Richard Todd. A ti.
Entendió que había sobrestimado las frustraciones, la rabia y la voluntad de hierro
que había en ella.
Le bajó la camisa dejándole los hombros desnudos y la ayudó mientras ella se
movía a uno y otro lado hasta que pudo quitársela completamente. Su cuerpo blanco
resaltaba sobre la oscura piel de él. La hermosura de los pechos, firmes y redondos, le
impactó como lo habría hecho un puñetazo.
—Cielos —murmuró escondiendo su cara en la curva de su cuello, con las manos
puestas en su espalda. Podía sentir que toda la furiosa determinación que había en ella
se escapaba dando paso a la incertidumbre.
—¿Te sientes…? ¿Está todo bien? —preguntó ella alarmada.
Nathaniel la cogió por los hombros desnudos y se tendió sobre ella, la sangre se
agolpaba ante el contacto de aquella suavidad contra su pecho. No tenía ni idea de
que era innecesario preguntar tal cosa, ni de su propia belleza, ni del valor de lo que
le estaba ofreciendo.
—Elizabeth —dijo dejando descansar su frente sobre la de ella—. Eres la cosa
más bella que he visto. Pero es que ha pasado mucho tiempo, y me resulta difícil
controlarme.
Entonces ella sonrió.
—Nadie te pide que lo hagas —susurró, y se puso roja, el color le bajaba por el
cuello hasta los pechos.
Él contempló aquel rubor, dispuesto a refrenarse y a empezar de nuevo todo el
juego. Besos ligeros y luego otros más audaces mientras la iba explorando. Con la
palma de la mano abierta le acariciaba los pezones y con los dedos recorría
rápidamente la superficie de sus brazos hasta que ella se quedó sin respiración.
Cuando por primera vez puso los labios en sus pechos soltó un grito ahogado y se
irguió mientras le chupaba los pezones. La carne crecía al contacto con su boca,
Nathaniel sintió en todo el cuerpo una explosión de placer.
De ella emanaba un fino sudor que él lamía entre los pechos y el cuello, hasta
llegar a la boca y darle un beso tan fuerte y exigente como la carne que apretaba con
su cadera. Sobre ella, cadera con cadera y lengua con lengua, llegó con un dedo a la
entrepierna para tocar por primera vez su calor.

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Se dio cuenta de que ella intentaba decirle algo y volvió de alguna manera en sí.
Era su nombre, ella estaba pidiéndole que siguiera. Él sacó esas palabras de su boca,
las tragó. Le devolvió su propio nombre, lo alimentó con su lengua. Entre besos se
desató las correas que sujetaban las polainas y se apretó contra ella deseando sentirla,
sentir toda su piel contra la suya.
—Elizabeth —susurró. Ella lo miró con los ojos nublados de deseo—. Richard
Todd jamás te tendrá, nunca. Debes dejar la casa de tu padre y venir conmigo. Porque
una vez que hayamos hecho esto, serás mía y yo seré tuyo. ¿Entiendes?
—Sí —murmuró ella con las manos apretando sus hombros.
—Cuando muera —dijo él—. Cuando cierre mis ojos por última vez, será tu cara
lo que vea, justo como en este momento.

* * *

Cuando fue capaz de pensar de nuevo, la primera idea coherente que le vino a la
cabeza a Elizabeth fue que había mentido. A Nathaniel y a sí misma. «No soy idiota
—le había dicho una vez en el campo de fresas nevado—. Sé lo que sucede entre un
hombre y una mujer».
Pero sí que había sido idiota al haber pensado que se trataba de algo simple, de un
hecho mecánico que había que cumplir. Le había parecido lógica y adecuada la forma
en que había obrado, creyó que sería la mejor manera de demostrarle que los celos
que sentía por Richard Todd eran infundados.
Y además, tenía que admitirlo, suponía que disfrutaría. Los besos le habían
despertado la curiosidad. Pero se había subestimado, había subestimado sus deseos y
sus propias fuerzas. La profundidad de su respuesta era tan recia e increíble como la
mezcla de dolor y placer que él le había ofrecido.
Nathaniel había puesto algunas pieles sobre ambos, y Elizabeth se movió
ligeramente apreciando la extraña suavidad de la piel sobre su cuerpo desnudo, y la
huella cálida y húmeda que él había dejado entre sus piernas. Nathaniel estaba
tendido a su lado, sus cuerpos formaban dos curvas paralelas, su pierna, larga y
fuerte, seguía a la de ella como un abrazo casual que le parecía a Elizabeth casi más
íntimo que el acto que acababa de realizar. Él respiraba sobre su hombro, le pasaba el
brazo de la cintura al hombro y viceversa.
—¿En qué piensas?
Entonces ella se volvió hacia él, dispuesta a vencer su timidez.
—Pensaba que hay cosas que escapan al análisis racional.
Él sonrió, los dientes blancos brillaron.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Bueno —dijo con sencillez, y dejó caer la mirada pese a su propósito inicial.

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Estudió la línea azul oscura que cruzaba su pecho y que continuaba curvándose hacia
el torso, hasta algún lugar de la espalda. Se preguntaba hasta dónde llegaría
exactamente, pero estaba tan cómoda y sentía tanta vergüenza que no pudo seguir
pensando en eso.
Él le levantó la barbilla con el dedo.
—No me lo has preguntado, pero te diré de cualquier modo lo que estoy
pensando. Estoy pensando que es hermoso tenerte aquí, así, junto a mí. Y me
pregunto si no estás arrepentida, aún.
La miró fijamente como retándola a que dudara.
Elizabeth podía sentir una ola de calor recorriendo sus huesos, capturando sus
pechos y luego hacia abajo, más abajo. «Así es como empieza —pensó—. Con
palabras. Con su voz, tan profunda que puedo oír el eco de su alma».
—Ah, no —murmuró escondiéndose en el hombro de él—. Todo lo contrario.
—¿De verdad? —dijo acariciándole el pelo.
Con cierta satisfacción, Elizabeth se dio cuenta de que Nathaniel preguntaba para
estar más seguro. Esto la hizo enrojecer de placer y le dio valor para decir algo que de
otro modo no hubiera dicho.
—No estaba segura de que fuera así, pero en cuanto empezamos, me gustó. Me
gusta estar contigo.
—A mí también —dijo él con aire solemne, pero Elizabeth pudo percibir una risa.
Se acercó más a él, el contacto de su pecho en la mejilla y el peso de su brazo en
los hombros le empezaban a resultar familiares. Los latidos del corazón de Nathaniel
y la corriente del agua de la cascada tenían un efecto hipnótico.
—Se está bien aquí —dijo plácidamente.
Él le cogió la cabeza entre las manos, la forzó a mirarlo.
—Elizabeth, tenemos que hablar.
—Desde luego —dijo ella—. Pero las preguntas que me vienen a la mente en este
momento no son… apropiadas.
Él se echó a reír al oírla, un sonido maravilloso.
—¿Por ejemplo?
Elizabeth cerró los ojos para clarificar sus pensamientos.
«¿Te gusto? ¿Te doy placer?», quería preguntar. Y también: «¿Puedo mirarte,
mirar todo tu cuerpo? ¿Al final gritaste de dolor o de placer?» Y también: «¿Ahora
llevo un hijo tuyo dentro de mí?» Pero este último pensamiento era excesivo; la
llenaba de expectación, alegría e indescriptible terror. Lo descartó.
Él la observaba minuciosamente. Elizabeth pensaba que tal vez se daba cuenta de
todo lo que pasaba por su cabeza, y de otras ideas que ella todavía era incapaz de
transformar en palabras. Sabía también que no tenían tiempo para eso en aquel
momento.

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—¿Botas?
—Está bien, si quieres saber. —Puso las palmas de las manos sobre el pecho de él
y las llevó hasta los hombros—. Pensaba…, ¿con qué frecuencia haremos… esto?
Él se rió otra vez y le cogió la cara con una mano, pasándole un dedo por el labio
inferior antes de besarla.
—Creo que deberíamos casarnos antes de discutir ese asunto.
Hubo un remolino de pieles mientras él separaba la mano que le estaba tirando de
la oreja.
—No es por curiosidad, pero me gustaría saber con qué frecuencia te parecería
bien.
Mucho más despierta en aquel momento, le golpeó los hombros hasta que él le
cogió las muñecas y quiso ponérselas en la espalda, empujando los brazos hacia
arriba y hacia abajo. El pelo de Nathaniel al caer rozaba sus pechos, el pendiente
mostraba sus destellos de plata en contraste con su piel. «Mira, ah, mírate», pensó,
sorprendida por la extraordinaria belleza de aquel cuerpo, largo, arqueado sobre ella,
de músculos compactos. Cerró los ojos porque la mirada de él la cegaba.
—Constantemente —le musitó sobre la boca—. Lo haremos cada vez que
tengamos ocasión.

* * *

Nathaniel le alcanzó un recipiente con agua de la cascada y cortó algunas tiras de


una vieja camisa de caza para que se lavara, pero no había tiempo suficiente para que
ella pudiera arreglarse debidamente.
Se cepilló la falda con creciente nerviosismo y entonces, a punto de entrarle el
pánico, se presentó ante Nathaniel.
—Parece que has tenido algún percance —dijo él. Nathaniel tenía el mismo
aspecto de siempre; al parecer, el ante no se arrugaba.
—¿Un percance? —murmuró ella—. No es divertido, Nathaniel. No puedo volver
a casa así. Sabes que no puedo.
Sintiéndose molesta, le dio la espalda mientras trataba de ponerse mejor el lazo
del corpiño, para que cubriera el rubor todavía presente en su pecho.
—¿Te resfrías fácilmente? —preguntó Nathaniel.
Ella dio un salto, sorprendida.
—¿Qué?
—¿Eres de esas mujeres que enferman con facilidad? ¿Que se sienten mal y se
acuestan?
Elizabeth levantó la barbilla.
—Desde que tenía doce años y me golpeé la cabeza trepando a un árbol no he

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guardado cama. Ni siquiera recuerdo la última vez que tuve fiebre.
Lo dijo con cierto orgullo, y se quedó perpleja al ver que Nathaniel se reía.
—Ven.
La cogió de la muñeca para llevarla a la otra cueva mientras ella protestaba.
—Por favor, Nathaniel, piensa un poco. ¿Qué voy a hacer? No podemos despertar
sospechas…
Él se detuvo exactamente ante la cascada.
—¿Alguien te ha enseñado cómo beber de un arroyo? —gritaba para que pudiera
oírle por encima del ruido del agua.
Intrigada, Elizabeth negó con la cabeza.
—¿Por qué?
Él sonrió y la cogió de la parte superior de los brazos con fuerza.
—Porque —bajó la voz— la gente suele caerse al agua una o dos veces hasta que
aprenden a hacerlo.
Se dio cuenta demasiado tarde de lo que se proponía. Antes de que pudiera
resistirse o tratar de apartarse él la había puesto debajo de la helada cortina de agua y
la sacó chorreando, llena de furia y protestando.
—¡Nathaniel!
La mojó de nuevo y después se inclinó para besar una boca que ya estaba abierta
soltando exclamaciones. Ella se colgó de él, los dedos se agarraban a sus antebrazos
rígidos como ramas de roble mientras él la volvía a besar, sintiendo el roce de la
mandíbula de él como una bendición, la boca como una corriente cálida en medio del
agua fría que caía en cascada.
—Ahora —dijo él una vez que salieron del precipicio chorreando y sin aliento—,
espero que puedas volver a tu casa sin despertar sospechas.

* * *

Ya había pasado el mediodía cuando Nathaniel anunció el ascenso de Elizabeth


por la colina con el canto de un pájaro. Después de sortear la subida, Elizabeth
encontró a Hannah esperándola. La niña estaba sentada con las piernas cruzadas y las
trenzas de color negro azulado brillando bajo la luz. Tenía en el regazo una rama de
lirio silvestre, sin florecer todavía, delgados brotes de color violeta escondidos en sus
vainas semejantes al papel.
—¡Qué bonito! —dijo Elizabeth, pero estaba contemplando el rostro de Hannah.
—La abuela me prometió que me enseñaría a hacer un ungüento con esto para
Nutria —dijo la niña con firmeza.
Elizabeth vio que Hannah se fijaba en su pelo húmedo y el lamentable estado de
su ropa. Por una vez, Elizabeth se sintió feliz de que entre las costumbres de los

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kahnyen’kehaka estuviera la de no hacer comentarios personales o el tipo de
preguntas que normalmente hacen todos los niños. Pensó en varias explicaciones que
darle, y enseguida fue descartándolas una por una; no se trataba de uno de sus
alumnos, sino de una niña a la que debería criar, que estaría bajo su responsabilidad.
Su hija. Elizabeth no podía comenzar con mentiras, por lo que no dijo nada.
Una vez que se puso las medias y las botas, emprendieron el camino de regreso.
Cuando entraron en el bosque de los abedules y arces, Hannah se detuvo
repentinamente. Elizabeth se puso nerviosa mirando alrededor, pero no vio señales de
ningún problema.
—¿Cómo la tengo que llamar? —preguntó Hannah en su estilo directo, pero sin
su habitual sonrisa.
—¿Cómo quieres llamarme? —preguntó Elizabeth, que había estado pensando lo
mismo.
—Yo recuerdo a mi madre —dijo Hannah, por primera vez con cierto recelo en
sus palabras. Elizabeth quiso acariciar a la niña pero pensó que era mejor no hacerlo.
—Eso está muy bien —le dijo—. Mi madre murió cuando yo era un poco mayor
que tú y los recuerdos que tengo de ella son un tesoro para mí.
Hannah asintió sin dejar su actitud pensativa. Entonces, moviendo la barbilla le
hizo a Elizabeth una seña para que mirara hacia los árboles donde estaba Curiosity
entre un montón de heléchos. Mientras ella observaba, la mujer sorteaba las plantas y
las saludaba con la mano.
—Eh, hola —gritó. Era sorprendente lo rápido que podía moverse teniendo en
cuenta su edad. Antes de que Elizabeth pudiera pensar qué decirle, ella ya estaba a su
lado y le mostraba una cesta llena de todas las plantas y raíces que el bosque podía
ofrecer—. Es hora de volver a casa. Aunque me gustaría saber dónde consiguió esos
lirios en esta época del año, señorita Hannah. No se preocupe —dijo fingiendo una
expresión ofendida ante la sonrisa de Hannah—, no creo que pueda andar
subiéndome a los peñascos para conseguirlos. No, ahora vaya a su casa, lléveselas a
Atardecer para que prepare el ungüento. —Por primera vez Curiosity se fijó
detenidamente en Elizabeth—. Nosotras tenemos que volver a casa. Parece que se ha
caído en el arroyo, ¿no?
—Bueno, sí —dijo Elizabeth sin más—. Exactamente.
—Me lo imaginaba. —Pero su mirada decía mucho más.
Hannah ya había echado a andar. Elizabeth la llamó y la niña se detuvo mirando
por encima del hombro.
—Gracias —dijo finalmente, cuando todas las palabras que se le ocurrían le
resultaban insuficientes o demasiado complicadas para pronunciarlas en aquel
momento—. Dale las gracias a toda la familia. Gracias y hasta luego.
Hannah asintió con la cabeza y siguió con paso rápido.

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—Vamonos de una vez —dijo Curiosity—. Tenemos que llegar pronto y se tiene
que cambiar la ropa, no vaya a ser que se resfríe.
—Curiosity —comenzó a decir Elizabeth, pero la mujer se detuvo y le puso su
mano larga y fría en el antebrazo.
—No —le dijo con voz poco amable—. Creo que por ahora es mejor que usted
me deje a mí contarle unas historias. Tengo una o dos que creo que le parecerán
interesantes.

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Capítulo 20

—¿Sabe cuántos niños he traído al mundo? —comenzó a decir Curiosity. Ella misma
respondió la pregunta para alivio de Elizabeth—. Ni yo misma lo sé, pero supongo
que deben de haber sido unos cien desde que llegué a Paradise, hace más de treinta
años. No me llaman tan a menudo desde que el médico afirmó que sabía más de
partos que yo. Sin embargo, me viene a buscar cuando necesita manos más pequeñas.
Lo que resulta más curioso es que el primer niño que puse en brazos de su madre fue
precisamente Richard Todd.
»Veo que la he sorprendido. Pero es verdad, puede creerme. Fue el año en que su
padre le arrendó por primera vez la tierra al viejo Carlisie, el tory que perdió todas
estas tierras después de la guerra, cuando el juez las compró en una subasta. Había
sólo cuatro familias entonces, ¿se da cuenta?, sin contar la suya. Estaba Horst
Hauptmann y su primera esposa, la que enfermó de fiebre amarilla y murió. Luego
James y Martha Todd se mudaron con su hijo mayor, Samuel, y poco tiempo después
llegaron los Witherspoon. Se habían casado aquel mismo año. Ojo de Halcón ya
estaba aquí, en Lobo Escondido, con Cora y Nathaniel. Me imagino que Nathaniel
tendría unos dos años en el verano del sesenta y uno, cuando su bisabuelo Clarke nos
compró la libertad a mí y a Leo y vinimos a trabajar para su única hija. Todavía no
había asistido a ningún parto, y tampoco lo había hecho su madre, pero con la ayuda
de Cora lo hicimos llegado el momento.
Elizabeth nunca había hablado de su madre con Curiosity. Sabía muy poco acerca
de aquellos años que había pasado en Paradise y de las circunstancias que
determinaron su viaje a Inglaterra, excepto que se había quedado preñada de
Elizabeth y que el embarazo se presentaba difícil. Siempre había albergado el secreto
temor de que si le pedía a Curiosity que le hablara de su madre, tendría algo que
reprocharle a su padre.
La mujer había estado revolviendo entre las hojas marchitas de roble y, con
hábiles dedos, había descubierto un montón de hongos de color escarlata.
—Sepa que nada es igual ahora —dijo distraída. Luego se frotó las manos en el
delantal y siguió avanzando. Andaba con pasos lentos y medidos, al ritmo de su
historia—. Pero la señora Todd quería un médico para el parto, acostumbrada como
estaba a lo que se hacía entonces en Boston. Venía de familia adinerada, ¿entiende?
Pero llegó el momento cuando menos se lo esperaba y nos llamaron para ayudar, a
pesar de que no teníamos experiencia. Fue una suerte para Martha Todd que Cora
también estuviera cerca. Una mujer muy hábil, así era Cora. Aprendí mucho de ella.
Hace ya un año que una fiebre se la llevó, desde entonces la echo de menos todos los
días.

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»La señora Todd era una mujer muy especial pero trajo al mundo a ese niño sin
demasiado alboroto. Y dado el peso que tenía, me parece que se equivocó de fecha.
—Curiosity reprimió una risa—. Un niño grande, gordo, con el pelo rojo brillante
como las brasas. Y qué pulmones. Poderosos. Como puede comprobar, conozco a
Richard Todd desde siempre.
—Me pregunto por qué me está contando esta historia —dijo lentamente
Elizabeth.
—¿De veras? —Curiosity se detuvo para mirarla con atención—. Bueno,
Elizabeth, le estoy contando lo que sé del doctor Todd porque pienso que lo
subestima. Y que eso es algo muy peligroso. —Cuando quedó claro que Elizabeth no
discutiría sobre aquello, Curiosity volvió a su historia—: Fue en otoño del año
sesenta y cinco cuando comenzaron los problemas. Su madre ya se había ido a
Inglaterra hacía un tiempo para traerla a usted al mundo. Su padre acababa de volver,
solo, había ido ese verano para intentar traerlos a todos, pero volvió a casa con las
manos vacías. Dejó a su madre embarazada de Julián, supongo, aunque me parece
que las cosas no iban bien entre ellos. —Curiosity miró a Elizabeth de soslayo—.
Richard tenía ya tres años y era el niño más singular que había visto. Grande para su
edad, despierto y agradable. Adoraba a su hermano Samuel, lo seguía a todas partes
como suelen hacer los hermanos menores. Entonces otras familias se habían instalado
aquí, unas más valientes que otras. Éste era un lugar muy solitario, ¿entiende?, y los
mohawk habían estado aquí mucho tiempo.
»Era un viernes al anochecer, lo recuerdo claramente. —Bajó la voz y Elizabeth
tuvo que hacer un esfuerzo para oír, aunque una parte de ella no quería conocer
aquella historia—. El juez y el reverendo Witherspoon se habían ido a Johnstown
para atender algún asunto. Recuerdo que la señora Todd le había dicho al juez que no
se olvidara de traerle un saco de azúcar. No sé por qué, pero eso me inquietó. Había
estado todo el día haciendo jabón, y cuando los hombres se fueron bajé al sótano para
ordenar unos trapos. Hacía fresco en aquel lugar y yo tenía calor, al final me quedé
dormida. Era la vieja casa del pueblo, ¿entiende? Era un buen sótano, profundo y
sólido, y no se oía absolutamente nada. Cuando subí, al atardecer, la casa ya no
existía, el pueblo entero no existía. Todo estaba en llamas, y todos, o casi todos,
estaban muertos o se habían ido. —La voz de Curiosity se había convertido en una
letanía que hizo erizar la piel de Elizabeth. Tiritaba en sus ropas húmedas y se
envolvió mejor en su capa, pero Curiosity ni se dio cuenta—. Los únicos hombres
que habían sobrevivido eran su padre y el señor Witherspoon porque se habían ido a
Johnstown, y también Axel Metzler y el viejo Hauptmann, porque se encontraban
cazando al otro lado de Lobo Escondido. Y mi Galileo, que estaba pescando en la
parte más alejada del lago y pudo oír lo que pasaba, pero no pudo hacer otra cosa que
sentarse y rezar. La única mujer que quedó viva, excepto yo misma, fue la señora

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Witherspoon, que se subió a un árbol en cuanto oyó a los mohawk llegar y se quedó
oculta allí. Pensamos al principio que se la habían llevado con los demás. Permaneció
en aquel árbol durante dos días, sentada y sin hacer ningún ruido. Fue Axel Metzler
quien la encontró y le dijo que bajara, muy amablemente, pero ella no volvió a ser la
misma a causa de lo que vio.
»Los mohawk mataron el ganado y a los hombres inmediatamente, aunque se
tomaron su tiempo con el señor Todd. Luego cogieron a las mujeres y a los niños y se
fueron. Eran seis. Martha Todd con Samuel y Richard, y Mary Clancy con Jack y
Hester. Fue la última vez que tuvimos noticias de las señoras Todd y Clancy. Las dos
murieron camino al norte, así es como sigue la historia. No se sabe bien qué le pasó a
Mary, ella era muy delicada y debo decir que no me sorprende que no pudiera
soportarlo. En cambio, Martha era muy fuerte. Ella podría haberlo logrado de no
haber estado preñada. No pudo seguir. Cuando empezó a caer al suelo con mucha
frecuencia, la mataron de un hachazo.
»Sé lo horrible que suena, y yo no puedo decir nada que sirva de excusa, salvo
que los mohawk consideran que si una mujer no puede andar, morirá en el bosque, y
un golpe certero es lo mejor que le puede pasar.
—¿Dónde estaba Ojo de Halcón mientras pasaba todo esto? —preguntó
Elizabeth.
—Había llevado a Cora y a Nathaniel al valle Genesee ese otoño. Fue una lástima
que no estuviera allí, ya que él siempre se había llevado bien con los mohawk y
quizás habría podido impedir que atacaran Paradise. Pero el Señor tenía otros planes
—dijo Curiosity— y no tuvo miramientos cuando se decidió a ponerlos en práctica.
Eran tiempos muy difíciles.
Elizabeth hacía esfuerzos para no pensar en Martha Todd y en la forma en que
murió dejando dos hijos en manos de los hombres que habían matado a su esposo.
—¿Maltrataron a los niños? —preguntó Elizabeth, a pesar de que intuía la
respuesta.
—Por Dios, no. —Curiosity la miró sorprendida—. Los mohawk conocen el valor
de un niño. Era a ellos a quienes querían, ¿entiende? Para que ocuparan el lugar de
sus familiares perdidos en las guerras. Se dirigieron al norte con ellos, avanzando más
rápido una vez que las mujeres murieron. Dos o tres días después, Jack se las arregló
para escapar en la noche, así supimos lo que les había pasado a las mujeres. Tenía un
abuelo en Germán Fíats y se fue allí para quedarse junto a él. Sé que ahora es
carretero, y muy hábil. Pero los otros tres…, los niños Todd y Hester, fueron
adoptados por la tribu, y allí se quedaron. No supimos nada de ellos hasta muchos
años después.
—Usted sabe —dijo Elizabeth— que yo he interrogado muchas veces a Richard
acerca de esa etapa de su vida, y no quiere decirme nada.

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—Bueno, yo tampoco puedo decirle mucho de lo que pasó en los años en que
vivió con los mohawk. Por supuesto, no debe de haber sido muy diferente de como se
cría a cualquier niño. Ellos entrenan a los jóvenes con mucha severidad, pero dicen
que les hacen creer que es un juego. Y los niños Todd eran muy fuertes, los dos.
Todos los indios del noroeste sabían quién era Samuel, se había hecho famoso en el
lacrosse. Lo llamaban Tira Lejos, creo. Y Richard… con la estatura que tiene, podía
hacerle frente a cualquiera, todavía puede. —Curiosity se detuvo y se volvió para
mirar a Elizabeth. De repente sonrió—. Le queda muy bien el pelo así, Elizabeth, con
los rizos alrededor de la cara. Es una pena que no lo lleve suelto habitualmente.
—Gracias —dijo sorprendida a la vez que complacida.
—De nada. Bien, sigamos. Supimos, unos años después de que se los llevaran,
que Amos Foster intentaba comprárselos a los mohawk.
—¿Quién? —preguntó Elizabeth.
—El hermano de Martha, Amos Foster. Se había instalado en Albany y había
hecho fortuna con el comercio. Pero su esposa murió sin darle hijos y él quería
encontrar a los de su hermana para encargarse de ellos. Se pasó mucho tiempo de
pueblo en pueblo a través de Canadá hasta que los encontró, pero no le salieron bien
las cosas.
—¿No quisieron dinero por los niños?
—No sé exactamente si quisieron o no. Supongo que no. Como si yo fuera a
vender a uno de los míos. Pero a lo mejor eso no importa porque Samuel no quiso
que lo rescataran. La mayoría no quería, ¿se da cuenta? Sobre todo los más jóvenes,
que se habían adaptado a esa nueva vida. Lo que yo sé es que Samuel no quiso saber
nada de su tío cuando éste finalmente los encontró. Ni siquiera quiso hablarle en
inglés. No respondía a su nombre de pila. Y no es que se le pudiera confundir con un
indio, ni a Richard tampoco, corpulentos y pelirrojos los dos.
—¿Y Richard? ¿Él no quería ir con su tío?
—Richard era diferente. Habría abandonado a los mohawk, me parece, si Samuel
hubiera ido. Pero no quería abandonar a su hermano.
—¿Cómo sabe todas estas cosas? —preguntó súbitamente Elizabeth.
—El tío de Richard —respondió Curiosity con mucha seguridad—, mientras
recorría los pueblos, llevaba consigo a un esclavo que se llamaba Archimedes.
—¿Y usted conoce a ese Archimedes?
—Claro. Es el hermano de Galileo. Cuando el tío de Richard volvió a Paradise
para ver al juez, Archimedes se sentó en mi cocina. Eso fue el año en que nació
Manny, Archimedes mecía al niño en sus rodillas todo el tiempo. —En aquel
momento la sonrisa de Curiosity era distinta. Luego se estremeció y suspiró—. Así
que ya ve, algunas de las cosas que le cuento no las sabe nadie. Excepto el propio
Richard.

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—No entiendo —dijo despacio Elizabeth—. El señor Bennett me dijo que
Richard fue finalmente rescatado por su tío.
—Es cierto que Samuel se quedó y que Richard se fue —dijo Curiosity—. Pero
no porque el tío pagara un rescate. Aunque me imagino que ésa es la historia que
cuenta la gente. No, Richard se fue el otoño en que cumplió once años. Se escapó de
una fiesta de caza y volvió a Paradise.
—Pero si estaba en Canadá… —Elizabeth la interrumpió—. ¿Logró atravesar ese
interminable bosque él solo?
—Así fue. Sin otra cosa que un cuchillo y un saco de comida, caminó por toda la
extensión del bosque hasta llegar a Paradise en invierno.
—Tenía sólo once años —repitió Elizabeth para convencerse.
—Sí, señora —dijo Curiosity—. Claro que tenía once años. Pero se las arregló
para alimentarse, supongo que de conejos sobre todo, o de ardillas, o de lo que
pudiera masticar. Corría para mantener el calor en su cuerpo y se guiaba por las
estrellas. Por eso se puede decir que lo que aprendió con los mohawk le sirvió para
sobrevivir. Richard Todd es de lo más blanco que se pueda ver en estos lugares, con
sus brocados y sus terciopelos, pero de niño lo criaron los mohawk, y lo criaron para
ser un guerrero.
Elizabeth reflexionaba intensamente.
—¿Y qué lo hizo cambiar de idea y apartarse de su hermano?
—Eso sí que no se lo puedo decir. Supongo que nadie lo sabe, excepto Richard. Y
Samuel, quizá, pero está muerto. Murió luchando con los británicos en la revolución.
—¿Y la gente de por aquí sabe que Richard huyó y que pasó todo ese tiempo en
los bosques?
—Claro que lo saben —dijo Curiosity—. Él volvió aquí. Fue Chingachgook
quien lo encontró y lo llevó a la tienda. Flaco como una astilla, contando su historia
mitad en inglés mitad en mohawk. Ojo de Halcón y Cora querían llevarlo con ellos,
pero al principio él no quiso ir a Lobo Escondido, después no deseaba otra cosa —
dijo ella suspirando—. Los primeros días el reverendo Witherspoon se lo llevó
consigo y lo cuidó hasta la primavera, cuando llegó su tío de Albany a buscarlo.
—¿Richard vivió con la familia Witherspoon?
—Así es. Déjeme ver. Kitty tendría entonces unos cinco años. La señora
Witherspoon había muerto ese invierno, supongo que el reverendo pensó que le haría
bien a la hija tener un niño en la casa durante un tiempo. Fue Kitty la que le enseñó a
hablar de nuevo en inglés, charlaban todo el día. —Curiosity dejó escapar una sonrisa
—. Hoy ella seguiría haciéndolo, si pudiera.
—Sí que lo haría —dijo Elizabeth.
Se quedaron un momento en silencio. El claro aire de primavera parecía irreal,
lleno de cantos de pájaros y del brío de los árboles que revivían. La tarde apenas

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había comenzado; sin embargo, Elizabeth sentía que había transcurrido más de una
semana desde que Curiosity se había presentado en su cuarto con la taza de té. Podía
sentir el olor de Nathaniel prendido en su piel. Recordó sus manos en sus caderas y
lanzó un profundo suspiro. Una imperiosa urgencia de dar media vuelta y volver
corriendo a su lado la dominaba, quería esconder la cabeza bajo la cascada y no salir
de allí nunca más. Se sentía vulnerable lejos de él, como jamás se había sentido.
—La educación de Nathaniel debió de haber sido muy similar a la de Richard —
dijo Elizabeth después de la larga pausa.
—Ajá —dijo Curiosity—. No hay muchos hombres más diestros que Nathaniel,
ni en el bosque ni fuera del bosque. Yo le confiaría mi vida, no tenga duda. Pero hay
una diferencia entre Richard y Nathaniel, una diferencia que usted no debe olvidar
nunca. —Se detuvo, le cogió la mano y le puso la palma hacia arriba contra la suya.
Aquel acto cariñoso conmovió a Elizabeth—. Algunos hombres tienen una idea en la
cabeza y no se la pueden quitar de encima. Se les pudre y se vuelve una especie de
veneno. Richard tiene Lobo Escondido metido dentro, ¿entiende, Elizabeth? Y si
usted quiere sacarlo de allí, no se sabe qué podría pasar.
Elizabeth le respondió:
—No tengo alternativa.
—Sí que la tiene —dijo Curiosity con suavidad—. Ya la tiene.
—No es justo lo que Richard quiere hacerles —dijo Elizabeth. Curiosity la estaba
mirando con una expresión comprensiva que dejaba claro que no había nada que
esconder. Elizabeth fijó una mirada agradecida en ella—. No es a Richard a quien
amo —dijo esforzándose para que su voz sonara fuerte y segura, pero oyendo el
temblor que la traicionaba.
—Eso ya lo sé, niña —dijo Curiosity y soltó la mano de Elizabeth—. Lo que yo
digo es que ninguno de ustedes dos deben olvidarse de Richard, porque él no se
olvidará de ustedes.
Después de haber caminado otros diez minutos en silencio, Elizabeth se aclaró la
voz.
—Hay algo más de esa historia que no me ha contado —dijo muy despacio.
—¿En serio? —preguntó Curiosity.
—Está Sarah —dijo Elizabeth. El nombre conocido sonaba extraño en su boca.
—Bueno, sí, ahora que lo dice —Curiosity parecía estar haciendo memoria—. No
sé qué le contaron sobre ella. Ni tampoco qué quiere saber.
Por primera vez desde que Curiosity comenzó a contar la historia, Elizabeth se
rió, pero no precisamente de alegría.
—No puedo responder a esa pregunta —dijo—. Sólo puedo decir que tengo la
sensación de que quiero saber más de lo que sé.
Curiosity entendió.

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—Así son las cosas la mayoría de las veces.
Estaba claro que la mujer no hablaría hasta que Elizabeth no le diera alguna pista.
Elizabeth pensó en dejar pasar el asunto, pero no quería desperdiciar aquella
oportunidad.
—Sé que Richard Todd cortejaba a Sarah —Elizabeth hizo una pausa
preguntándose si debía ir más allá. Finalmente negó con la cabeza y dijo—: Supongo
que los detalles no son importantes.
Curiosity parecía preocupada, tenía el entrecejo fruncido, formando una profunda
arruga.
—Creo que es mejor que el mismo Nathaniel le diga qué es lo que pasó entre
ellos. Lo que yo sé no serviría para que su mente se tranquilizara, porque no conozco
toda la historia. Nadie la sabe, sólo Nathaniel y Richard, ahora que Sarah ha muerto.
Pero usted se equivoca, Richard nunca cortejó a Sarah. No de la forma que usted se lo
imagina.
—Entiendo —dijo Elizabeth con expresión pensativa.
Curiosity dejó escapar un gruñido.
—Me parece que no —dijo—. Pero yo ya he hablado suficiente por hoy.
El cielo que había estado tan azul y diáfano sólo una hora antes desaparecía en
aquel momento tras un manto de nubes. Contra el horizonte de color gris acerado se
alzaban las formas verdes y amarillas de los árboles como un desolado consuelo.
Estaban a punto de llegar a casa; no había tiempo para tirar de la lengua a Curiosity,
aunque Elizabeth habría encontrado el modo de hacerlo. Además, estaba cansada
completamente helada y deseaba meterse de una vez en su cuarto y quedarse a solas
con sus pensamientos.
Cuando salieron del bosque y empezaron a subir la pendiente, Curiosity se detuvo
de improviso y cogió el brazo de Elizabeth. Ésta levantó la mirada, inquieta, viendo
que la atención de Curiosity se concentraba en la casa.
Richard Todd estaba en la puerta ocupando todo el hueco. A su lado, maltrecho
por el viaje pero exhibiendo una sonrisa formal de bienvenida, estaba John Bennett,
el notario.

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Capítulo 21

—Estornude —murmuró Curiosity.


Asustada, Elizabeth quiso mirarla para saber qué quería, pero la mano de
Curiosity apretó la muñeca de Elizabeth y estornudó con estruendo.
—¡Estornude! —insistió Curiosity—. Y hágalo de forma que la crean. —Soltó la
muñeca de Elizabeth y sonrió lo mejor que pudo—. ¡Bueno! ¡Miren quién ha venido!
¡Señor Bennett, qué alegría me da verle! Ha pasado mucho tiempo desde la última
vez que vino a vernos a Paradise.
Elizabeth se quedó detrás mientras Curiosity y el señor Bennett intercambiaban
saludos, tratando de encontrar sentido a lo que pasaba, pero al parecer su mente no
funcionaba. Richard había vuelto de Johnstown y había llevado consigo al señor
Bennett. Estos dos hechos bailaban en su cabeza, chocaban uno con otro sin que ella
pudiera encontrar la forma de relacionarlos. Curiosity le dirigió una mirada
conminatoria, entonces Elizabeth avanzó. Richard había llevado al señor Bennett a
Paradise. El señor Bennett, de Johnstown, estaba allí.
Entonces apareció su padre en la puerta agitando una carta:
—¡Mensaje de tu tía Merriweather! —gritó alegremente.
Tan rápido como la corriente de agua bajo la que había sido tan feliz hacía tan
sólo una hora, la verdad golpeó a Elizabeth. Richard había llevado al señor Bennett a
Paradise para que no fuera necesario ir a Johnstown para firmar y registrar la cesión.
Se podría hacer allí mismo, aquella misma tarde. La propiedad de su padre sería
cedida en favor de Elizabeth enseguida. En cuanto ella le diera el consentimiento a
Richard.
Los hombres estaban lo suficientemente cerca para que Elizabeth pudiera apreciar
la sonrisa de satisfacción en el rostro de Richard. ¿Y por qué no? ¿Qué excusa podría
dar ella en aquel momento para posponer la respuesta? Se dio cuenta de todo el plan
de Richard, simple y perfecto, una estrategia impecable.
Por primera vez en su vida, Elizabeth se sintió a punto de desmayarse; el mundo
le daba vueltas y se negaba a detenerse. Las imágenes de Nathaniel y Hannah surgían
en su mente, Lago de las Nubes, la nieve, la pierna herida de Nutria y de nuevo
Nathaniel bajo la luz de la cascada. Lobo Escondido. Richard estaba seguro de su
triunfo, se podía ver en la expresión de su cara.
Elizabeth estaba poseída por una rabia tan grande e intensa que sintió que toda la
sangre se le iba de la cara y se concentraba en la punta de sus dedos, al mismo tiempo
que sus pensamientos se clarificaban. «Crees que me has arrinconado —murmuró—,
debo pensar deprisa».
Todo esto sucedió en segundos. Curiosity estaba todavía esperando la respuesta

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de Elizabeth con una ceja levantada. Los hombres también esperaban; todavía no les
había dicho una sola palabra. Los tres hombres no tenían la clave para saber lo que
una mujer puede hacer cuando siente que todo lo que ama está en peligro. Sintió
desprecio por ellos, pero trató de impedir que se notara en su rostro.
Elizabeth miró a Richard a los ojos, y poniendo toda su atención en la corbata
esmeradamente anudada, dejó escapar tres estornudos sonoros, creíbles y no del todo
propios de una señora.

* * *

Aquella noche, ya descansada, Elizabeth se estiró en su cómodo lecho,


maravillada por la habilidad con que Curiosity había controlado la situación.
Murmurando una larga letanía de oscuros pronósticos que incluían fiebre, dolor de
garganta e infección, Curiosity había llevado a Elizabeth lejos de los hombres y la
había dejado en la cama con ladrillos calientes en los pies y una taza de té. Por
precaución se había ido a la cocina a preparar una poción de olor dulce, con cebollas
y semillas de mostaza, que estaba en aquel momento junto a la cama de Elizabeth, sin
tocar y congelada en el recipiente.
Al principio, los hombres habían ido, uno por uno, a merodear cerca de la puerta,
pero Curiosity se había encarado a ellos seriamente, sólo al señor Bennett le
respondió con una sonrisa por sus buenos deseos. Los servicios médicos que ofreció
Richard los rechazó dándole a entender con la mirada que estaba invadiendo su
propiedad; discutió con Julián cuando éste habló de la excelente salud de Elizabeth y
dejó al juez unos minutos con ella para luego alejarlo diciéndole que pronto se
recobraría. En definitiva, los mantuvo a todos alejados y sólo permitía que Polly y
Daisy fueran al cuarto, yendo y viniendo con las ropas mojadas, pidiendo teteras de
agua caliente e infusiones de manzanilla, vinagre para ponerle en la frente y más
caldo para que bebiera. Los hombres no tenían oportunidad alguna de intervenir y
después de vanos intentos se retiraron a la sala. Sólo el sonido de la voz de Julián que
se elevaba a veces permitía saber lo que pasaba detrás de la puerta.
Elizabeth estaba segura, por el momento. Sólo por el momento.
Tenía tiempo de dormir la siesta, estornudar cuando fuera conveniente, beber té,
pensar en Nathaniel y en lo que había sucedido aquella mañana, y estudiar sus
posibilidades. Que eran muy pocas y muy poco atractivas. Si se aventuraba a
levantarse de la cama, todos acudirían inmediatamente y la harían participar en la
firma de la cesión. Primero Richard le propondría matrimonio de nuevo, esta vez ante
el señor Bennett, aunque ella estuviera hirviendo de fiebre o a las puertas de la
muerte. De eso no tenía ninguna duda.
Curiosity tenía sus propias opiniones sobre la situación.

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—¿Usted sabe lo que es estar entre la espada y la pared? Pues ahí está usted. —
Dijo mientras observaba con desaprobación el color saludable de la piel de Elizabeth
—. Cuando sienten en el aire el olor de la carne fresca son malos como cuervos —
protestaba Curiosity al atardecer, cuando los hombres empezaban a hablar en la sala.
El sonido de unos pasos en la escalera hizo que se callara, pero antes añadió—: Yo
me encargaré de ellos.
—No —musitó Elizabeth con el entrecejo fruncido—. Tendré que hablar antes o
después, tendré que hacerlo. Quizá sea mejor que deje entrar a mi padre. —Lo pensó
rápidamente y dijo—: O a Richard.
—En todo caso a su padre —concedió a disgusto Curiosity—: No se haga
ilusiones con Richard, él sabe cómo es la tos de verdad. Tome. —Le alcanzó un
ladrillo envuelto en muselina que estaba junto al fuego—. Póngaselo en la cara.
Cuando el color de la cara de Elizabeth subió notablemente, Curiosity escondió el
ladrillo bajo la colcha y con una mirada cómplice abrió la puerta después de que el
juez llamara tímidamente.
El juez se acercó a los pies de la cama observándola detenidamente. Finalmente
se las arregló para sonreír.
—Bueno, querida —dijo—. Supongo que no es momento de darte un sermón
acerca de lo inconveniente que es andar por los bosques. —Elizabeth habría estado
contenta si aquel sermón hubiera servido para pasar por alto el asunto que tanto
temía. Pero su padre ya estaba hablando de él—. Bueno, has visto que ha venido el
señor Bennett. Está dispuesto a ser testigo de la firma de la cesión que te proporciona
una parte muy valiosa de la propiedad. ¿Supongo que cuento con tu aprobación?
—Si quieres cederme tu propiedad, padre, no tengo objeciones que hacerte —dijo
Elizabeth.
Curiosity no le quitaba los ojos de encima; Elizabeth estornudó y se sonó la nariz.
—Bien, muy bien —dijo el padre—. Pero antes de dar ese paso, Richard querría
hablar contigo.
Elizabeth se las arregló como pudo para enderezarse en la cama y mirar a su
padre de un modo que le dejara claro que estaba perpleja.
—¿Me estás pidiendo que permita que Richard entre en mi habitación cuando
estoy en cama, sin la ropa adecuada?
El juez dejó escapar el aliento resoplando.
—Bueno, supongo que…
—La verdad, padre —dijo Elizabeth mientras trataba con todas sus fuerzas de
espantar la imagen de ella misma acostada sin ropa en las pieles con Nathaniel
tendido a su lado.
—Después de todo es médico —dijo el padre con acento más humilde. Y viendo
que no convencería a Elizabeth, añadió—: Richard, en realidad, tiene algo muy

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importante que decirte antes de que se firme la cesión. Algo que debes tener en
cuenta —subrayó.
—Es que me duele mucho la cabeza, pero por favor, dime cuál es la razón tan
importante que no puede esperar a que nuestro asunto con el señor Bennett esté
concluido.
De no haber sido por todo lo que estaba en juego, Elizabeth habría podido
divertirse viendo que su padre se ponía rojo. Se notaba que trataba de encontrar una
respuesta, que la desechaba y pensaba en otra. Apareció un tic en su mejilla.
—Te lo diré sin tapujos, hija —dijo al fin el juez—. Yo quisiera que vosotros dos
formalizarais vuestro compromiso antes de que se hagan los arreglos legales sobre la
propiedad.
—Ya me lo temía —murmuró Elizabeth, aunque le pareció espeluznante oírlo de
un modo tan directo. En todo caso, encontró el modo de hacer más preguntas—. ¿Y a
qué se debe eso?
—Es la única solución que encuentro para una serie de problemas muy
complicados sobre los cuales no quiero explayarme ahora, dado tu estado de salud.
El juez estaba contento por lo bien que le había salido la frase.
Los dedos de Elizabeth se habían puesto duros; hizo un movimiento sobre la
colcha para refrenar su ira.
—Perdón —dijo Curiosity con aire indiferente—. Debo vigilar la poción. Ahora
mismo vuelvo, Elizabeth.
—Dime —exclamó Elizabeth una vez que Curiosity cerró tras ella la puerta—.
Por favor, dime, padre, cuánta influencia tiene Richard Todd sobre ti.
Pero el juez se limitó a levantar una ceja.
—No más de la que puede tener un buen amigo y consejero —dijo—. Una
persona que sería muy bien recibida como miembro de la familia.
—Entonces es una lástima —dijo Elizabeth, sintiendo que la rabia la poseía y que
era incapaz de refrenarla— que no puedas casarte tú mismo con él, porque al parecer
lo aprecias más que yo.
—¡Elizabeth!
—No, déjame terminar. Me pregunto si no sería mejor venderle la tierra a Richard
directamente y dejarme a mí al margen de toda esta transacción. Después de todo, yo
no tengo mucho que ver en el asunto.
Demasiado tarde se preguntó qué podría pasar si su padre decidiera de improviso
hacer eso.
—¡No! —dijo el padre en voz tan alta que la sobresaltó. En su mirada había algo
capaz de asustar a Elizabeth de no haber sido mayor la sorpresa. Se dio cuenta de que
su padre estaba desesperado. Observó que luchaba por contenerse—. Piensa,
Elizabeth —dijo con voz ahogada—. Si te conviertes en la señora de estos dominios

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podrás ejercer alguna influencia sobre Richard. Acerca de cómo administrar la
propiedad, por ejemplo. Y hay ventajas materiales para ti en este trato, de otra manera
yo no lo consentiría. Puedes estar segura de eso.
Elizabeth permaneció inmóvil un momento. No había, después de todo, más que
decir. Las motivaciones de su padre, cualesquiera que fueran, no quedarían claras
aquel día. Él no le daba alternativa; no le quería confiar toda la verdad. El trato no era
el de un padre previsor y cariñoso, era el de un temible comerciante. Si ella lo
amenazaba en aquel momento sólo lograría despertar sospechas. Las lágrimas
tendrían el mismo efecto; por otra parte, él nunca la había visto llorar. Si ella se
presentaba ante el señor Bennett y se negaba a casarse con Richard, ¿qué pasaría? No
se firmaría la cesión y sólo Dios sabe qué otro plan podría estar tramando su padre.
Se preguntó si la preocupación que sentía por el cuidado de la propiedad era sincera.
El afecto hacia la familia no era, después de todo, el fuerte del juez; sólo dos veces
había ido a Inglaterra durante la infancia de Elizabeth. Entonces se le ocurrió una idea
que por lo menos le proporcionaría algo de tiempo.
—Me gustaría leer la carta de la tía Merriweather.
Inesperadamente los colores volvieron a la cara del juez.
—Sí, desde luego. Está en el estudio. Enseguida te la traigo. Por favor,
discúlpame ahora. Debo atender a mi invitado. Esperamos verte más tarde, cuando te
sientas un poco mejor.
Elizabeth estaba al borde de la desesperación cuando Curiosity apareció de nuevo
con más té que depositó sin ceremonias sobre el tocador y dijo:
—Levántese enseguida y vístase. Tenemos que ir abajo.
—¿Qué? —Pero Curiosity ya había cogido la colcha y elegido un vestido de entre
los pocos que colgaban de las perchas detrás del espejo—. ¡No puedo bajar! —dijo
Elizabeth en un susurro—. Richard me arrinconará.
—Vístase —dijo Curiosity tirándole una camisa—. Hay problemas en casa de los
Glove, hay alguien mal herido.
—¿Los Glove? —preguntó Elizabeth—. No entiendo.
—Niños —Curiosity estaba de pie con las manos en las caderas y agitando los
codos y la barbilla—. Despiértese ya, no puede estar todo el día soñando mientras la
comida se quema en el fuego. Alguien ha hecho daño a los Glove y necesitan al
médico.
—¿Necesitan a Richard? —preguntó Elizabeth—. Necesitan a Richard, pero
¿cómo…?
Curiosity ayudó a Elizabeth a quitarse la bata de un tirón y dijo sonriendo:
—Siendo una mujer tan culta, Elizabeth, a veces tiene la cabeza dura como una
piedra.
Elizabeth frunció la frente.

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—Dígame… —comenzó a decir, pero la interrumpió el ruido de un caballo que se
aproximaba al galope—. No se preocupe —dijo repentinamente lúcida. Pasó los
brazos por las mangas de la camisa y comenzó a abrocharse—. ¿Cuánto tiempo cree
que esta emergencia mantendrá ocupado al doctor Todd?
—Ah, teniendo en cuenta la hora que es, supongo que toda la noche —dijo
Curiosity mientras ayudaba a Elizabeth con sus dedos rápidos—. El tiempo suficiente
para que usted vea cómo son las cosas.

* * *

Cuando Richard partió con Julián como ayudante, Elizabeth pensó que un retraso
de quince minutos antes de bajar las escaleras era absolutamente necesario. Mientras
esperaba, hizo un hatillo en el que guardó dos mudas de ropa, algunos útiles de
costura, otro par de botas, sus cepillos para el pelo, jabón, un espejo de mano,
utensilios de escritura, el camafeo de su madre y las pocas joyas que le habían
pertenecido; y también, después de largas deliberaciones, tres libros.
Le resultaba una tarea angustiosa y en cierto modo aterradora, pero cuando
terminó se dio cuenta, al mirar el reloj, de que sólo habían pasado cinco minutos. El
bulto era demasiado grande, de eso no había duda. Descartó las botas y el vestido más
bonito de los dos que había escogido, el espejo de mano también, y, no sin
lamentarlo, los libros. Dejaría el camafeo y las joyas en Lago de las Nubes al cuidado
de Ojo de Halcón. Entonces se sentó mirando al fuego y tratando de recordar cómo
había comenzado aquel día.
Elizabeth se pasó un dedo frío por los labios, sintiendo más que viendo que
todavía estaban dilatados y algo delicados. Igual que su entrepierna. No sabía si
pensar en Nathaniel podría ayudarla a pasar las horas siguientes, o si eso la distraería
de sus planes. De cualquier manera, él no podía ayudarla. Ella debía hacer lo que era
necesario en favor de su futuro; que no era el que había imaginado al llegar a
Paradise, pero era el que deseaba.
«¿Era el que deseaba?»
En lugar de mudarse a su preciosa escuela estaría camino del sur, fugándose.
Fugándose. La gravedad del hecho la estremeció y sintió que la boca se le secaba y se
ponía pastosa. Los alumnos pensarían cosas terribles de ella; y seguramente también
las oirían de sus padres. Nathaniel era respetado, pese a su parentesco con los
mohawk, pero a la gente no le gustaría que se vinculara con la hija del juez, ni con sus
propiedades.
«La vida sería más fácil si nunca lo hubiera conocido», se dijo, y sintió un
escalofrío ante aquellas palabras. Al oír la verdad en ellas. Sin Nathaniel podría llevar
una buena vida, importante, con recompensas, enseñando a los niños que llegaban

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hasta ella con sus libros y deberes.
Una vida tranquila, pacífica y segura.
Aburrida, solitaria. Dirigida.
Las cosas no serían fáciles cuando volvieran a Paradise, pero ella reconstruiría su
escuela, lentamente. La gente se olvidaría de sus prejuicios y entonces la vida
seguiría su curso normal.
Elizabeth suspiró profundamente, se secó el sudor de la frente con el pañuelo y
bajó a la sala.

* * *

De repente, y sin poder oponerse, el juez tuvo que ceder al destino. Habían
llamado a Richard para atender a uno de los esclavos de los Glove que se había
herido en una pierna al caerle un tronco en la parte más alejada de Lobo Escondido y
nadie sabía cuánto tardaría en volver. El señor Bennett tenía que atender asuntos
importantes en Johnstown al día siguiente. Y allí estaba Elizabeth, recién salida de su
lecho de enferma para cumplir los deseos de su padre. El juez no podía poner excusas
que no resultaran insólitas y que no fueran susceptibles de dar pie a preguntas del
señor Bennett que él no estaría dispuesto a responder.
La escritura original fue revisada, el juez cogió su pluma y firmó la cesión de
bienes. Elizabeth y el señor Bennett firmaron también el documento. Finalmente
actuó como testigo el señor Witherspoon, que había llegado de visita por la tarde, y
también, con una firma muy florida, la señora Curiosity Freeman. Bebieron a la salud
de Elizabeth con vino de Madeira. Sin tener la menor sospecha, el señor Bennett
felicitó a Curiosity por su habilidad y a Elizabeth por su mejoría.
Como una mujer soltera en posesión de una gran fortuna, Elizabeth se despidió de
su padre y de los invitados y se retiró a su cuarto.

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Capítulo 22

Se quedó dormida, profundamente dormida. Había temido hacer trizas la casa


mientras esperaba que todos se durmieran; en cambio, estuvo a punto de echar a
perder las cosas por lo contrario. De no haber sido por Curiosity habría dormido hasta
la mañana.
Pero Curiosity estaba allí, y fue a la habitación de Elizabeth bien entrada la
noche. Le llevó una capa oscura, algo de pan y carne en una servilleta, una taza de té
con un poco de ron y una llave.
En silencio, Elizabeth cogió hasta el último objeto y levantó una ceja
preguntando. A la luz de una sola vela se destacaban los rasgos firmes del rostro de
Curiosity. Elizabeth se alegró cuando vio que le sonreía y se volvió más afable.
—El secreter —susurró, y entonces con un abrazo y una mirada que al mismo
tiempo la amonestaba y le daba coraje, salió.
La cola blanca de su vestido dibujaba tras ella una amplia coma.
El secreter de su padre. Por supuesto. Él habría guardado el documento de la
cesión con los demás papeles importantes. Elizabeth apretó con fuerza el frío metal
de la llave para dejar de temblar.
Bajar las escaleras e ir al estudio fue más fácil de lo que había imaginado al
principio. No había tiempo que perder, pero en aquel momento no debía pensar en
nada, excepto en la llave y la cerradura del cajón donde se hallaba el documento que
necesitaba. Incluso cuando estuvo abierta no se atrevía a respirar con normalidad; a la
luz de la vela buscó entre los papeles y encontró los que quería, pasando por alto los
demás, casi sin mirarlos. Entonces se detuvo.
Los sacó de nuevo pese a que una parte de ella pedía a gritos salir de allí de una
vez.
Allí había una carta escrita en grueso papel de color crema, con una letra que le
resultaba muy familiar. Pero había algo más que eso, estaba su propio nombre. Era la
carta que su tía Merriweather le había enviado desde Inglaterra. La abrió. Rompió el
sello. En la luz que titilaba, los trazos parecían bailar.

Oakmere, 14 de marzo, 1793


Mi querida sobrina Elizabeth:

Nunca he deseado tanto tener los poderes mágicos que ningún mortal posee. Sólo
con ellos podría hacer que esta carta llegara a ti tan rápido como deseo. Tanta es mi
preocupación por tu bienestar y tu futuro.

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Elizabeth apretó la carta contra su pecho como si el papel pudiera calmar los
latidos de su corazón. No se atrevía a tomarse el tiempo que tardaría en leer el resto,
ni siquiera a pensar qué llevaba en la mano, o qué podía significar. Metió la carta en
el bolsillo junto con la cesión de la propiedad y con la escritura.
Con unas manos mucho más firmes pero con el corazón tan frío y denso como la
arcilla cerró el gabinete de su padre y dejó la casa, sin molestarse en echar una última
mirada a las habitaciones que en otro tiempo había pensado que serían su hogar
durante el resto de su vida.

* * *

Casi terminó cuando apenas comenzaba.


Elizabeth marchaba al bosque que había delante de la casa, pensando en el
camino más corto hacia Lobo Escondido por el norte del lago de la Media Luna. Esto
la llevó a rodear el granero, y allí, donde había estado con Nathaniel hacía dos meses,
se encontró con Kitty Witherspoon.
Ambas se detuvieron, ambas estaban agitadas, como estatuas a la luz de la luna.
La ropa de Kitty estaba desarreglada; uno de sus blancos pechos destacaba entre los
bordes del corpiño. El pelo suelto le colgaba en mechones hasta la cintura. Tenía el
cutis grisáceo, pero los ojos le brillaban mucho.
Abrió la boca, tal vez para hablar o gritar, para saludar o maldecir, Elizabeth
nunca lo supo porque en aquel momento apareció Julián en la puerta del granero.
—Kitty, querida —dijo como si Elizabeth no estuviera allí, como si le estuviera
hablando a la esposa sentada ante la mesa frente a él—. Vámonos ya.
Entonces notó la presencia de Elizabeth y la observó un largo rato con una ceja
levantada.
—¿Te sientes mejor, hermana?
Miró a Kitty y encogiendo los hombros, en un gesto de reconocimiento de que
había perdido una batalla, desapareció en la oscuridad.

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SEGUNDA PARTE
En la espesura

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Capítulo 23
Abril de 1793

Era noche cerrada y hacía frío, estaba oscuro pero aún podían ver algo; avanzaban en
un mundo que mostraba millones de matices del gris. Elizabeth miraba desde su
refugio de cuero engrasado sintiendo la humedad, pero la curiosidad no se disipó por
el cansancio. Se balanceaba a punto de quedarse dormida, acunada por el ritmo
regular de la canoa mientras bajaba el Sacandaga.
Era su primer viaje en canoa, pero no había habido tiempo para pensar en eso, ni
para considerar la posibilidad de que lo fuera a disfrutar. Estar atentos y vigilar había
sido la tarea más importante mientras los hombres sacaban la embarcación de su
escondite en el bosque, en la orilla del lago de la Media Luna. Todos estaban muy
nerviosos. Hasta los comentarios casuales de Ojo de Halcón habían sido
reemplazados por rápidas indicaciones con las manos mientras dirigía la carga de las
provisiones. A Elizabeth le parecía que no podrían caber tantas cosas, pieles y
provisiones, y algo que parecían cortezas de árbol, su propio hatillo de ropa, las
armas y otros bultos. Pero todo encontró su lugar en poco tiempo. Y entonces, sin
ninguna discusión, Nathaniel y Huye de los Osos ya habían ocupado sus posiciones,
sentados en los extremos de la canoa y con los remos listos.
Ojo de Halcón la había ayudado a orientarse y fue caminando junto a ellos hasta
que el agua le llegó a las rodillas. Por primera vez desde que dejaron Lago de las
Nubes le habló, para indicarle algunas cosas prácticas, que mantuviera el equilibrio,
que tuviera en cuenta la fragilidad del asiento de la canoa. Luego le puso la mano en
la cabeza a Nathaniel, habló unas pocas palabras con Osos y, después de un momento
de duda, se inclinó para tocar la mejilla de Elizabeth.
—Todavía tengo muchas historias que contarle. Así que manténgase atenta. —
Luego empujó la canoa con un movimiento suave.
La canoa se deslizaba por el lago y pasó junto al pueblo tras treinta silenciosos
golpes de remo. Ella los contó conteniendo la respiración. No había nada que hacer,
nada que pudiera hacer para ayudar. Entonces, con todos los nervios tensos creyó que
no podría volverse a dormir. Pero una hora más tarde estaba lo bastante tranquila para
dejar que su peso cayera sobre las pieles que la separaban de Huye de los Osos.
Parpadeando por el sueño, Elizabeth observó la ribera, las formas borrosas de los
árboles, la extensión de los campos de hierba que a veces se alargaban permitiendo
ver a ambos lados del río una vegetación de hojas plateadas meciéndose por el viento.
Lo único que no cambiaba era la corriente del río y el movimiento controlado de los
brazos de Nathaniel mientras remaba. Detrás de ella podía oír, con cierto esfuerzo, el
ritmo que llevaba Huye de los Osos en respuesta al de Nathaniel.

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Y por fin, los ruidos de la noche, los del río y el gran cansancio que sentía,
conspiraron para adormecerla.
El cauce del río se curvaba una y otra vez, a veces más sereno, otras, más rápido;
soñó que era una gran serpiente que hacía señas en el bosque, con su viejo lomo
escamoso brillando en intensas tonalidades verdes, azul zafiro, oro y plata bruñida.
Entonces se despertó. Todavía era de noche. Se habían acercado a la orilla. Nathaniel
tuvo que levantar la voz por encima de los chillidos de las aves para que lo oyeran.
Le había advertido, cuando todavía estaban en Lago de las Nubes, sobre los
tramos en que tenían que cargar las cosas. Eran tres, él se lo había explicado mientras
cargaba el cuerno de pólvora y guardaba las balas. El primero era el más fácil. Ella
tendría que ayudar cargando provisiones e instrumentos. No le había preguntado si
quería o podía, simplemente le había dicho qué era lo que tenía que hacer. No era una
situación que hubieran previsto, tampoco había nada que discutir.
El cielo estaba cubierto de estrellas, eran tan brillantes que le resultaba difícil
mirarlas. A la luz de las estrellas la cara de Nathaniel parecía ruda, como si estuviera
enfadado. La ayudó a salir del bote y la dejó seguir sola en cuanto puso los pies en la
orilla.
Allí había una rana grande brillando a la luz de la luna. Después de croar
sonoramente, se hundió en el río salpicando agua. Elizabeth sintió el suelo esponjoso
de musgo a través de las blandas suelas de los mocasines que se había puesto deprisa,
junto con un vestido de ante y unas polainas que Muchas Palomas le había ofrecido.
Había dejado que las mujeres la vistieran como a una niña, se había sentido tan
desolada que estaba dispuesta a aceptar lo que le pusieran. Pero estaba contenta de
llevar aquellas prendas. El cuero curtido era algo extraño para su piel, pero la
protegía de la helada de la noche y le permitía moverse libremente. Elizabeth se tocó
el pecho para sentir el crujido de los papeles que había guardado allí.
Aceptó la carga que Huye de los Osos le puso en los hombros y se quedó de pie
pacientemente hasta que se la ajustó. Era un peso considerable, pero se la había
puesto en el lugar de la espalda que mejor podía soportarlo, y Elizabeth pensó que
podría caminar tanto como fuera necesario.
—¿Sata' karite ken? —le preguntó Osos—. ¿Está bien, puede llevarla?
Se sintió conmovida al ver que él le sonreía amablemente.
—Wakata' karite —asintió.
—Muchas Palomas dice que usted es muy buena alumna —comentó y siguió con
su trabajo.
Nathaniel descargó la canoa y se echó un peso considerable a la espalda, mientras
Huye de los Osos hacía con las pieles un montón tan alto que casi le llegaba a las
orejas. Elizabeth observó que iba ajustando las pieles a su cuerpo, hasta que quedaron
estiradas a lo largo de su espalda cuando se incorporó. Entonces, con un movimiento

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tan rápido que Elizabeth apenas lo pudo percibir, Nathaniel levantó la canoa
tomándola por ambos lados y se la puso en la cabeza como si fuera un sombrero
alargado y absurdo.
Era el comienzo del primer tramo por tierra. Caminaron a través de la oscuridad
durante una hora hasta que volvieron a encontrar el río e iniciaron el proceso inverso.
En aquel momento las rodillas de Elizabeth flaqueaban, sintió alivio al sentarse.
Antes de que la canoa estuviera en la corriente del río se quedó dormida.

* * *

Se despertó poco a poco, consciente de que había dormido mal, con la cabeza
apoyada a un lado. El sol estaba saliendo y llovía, pero ella tenía demasiado sueño
para buscar el cuero engrasado y cubrirse con él. Oía un ruido muy fuerte. Movió la
cabeza febrilmente para acallarlo: entonces sintió la mano de Nathaniel en su mejilla
y se levantó de golpe dejando caer las cosas que tenía en el regazo.
Por delante estaban las cascadas, no estaban a la vista pero se las oía. Elizabeth se
preguntó cómo sería el ruido de cerca si era tan fuerte a aquella distancia. No había
sido la lluvia la que le había rizado el pelo, sino el aire cargado de humedad. Esto
también se lo había advertido él. Tenían que ir por tierra para rodear las cascadas y
los rápidos que los kahnyen’kehaka llamaban Difícil de Rodear. Tenían que recorrer
varios kilómetros por el bosque, con toda la carga de pieles y provisiones que
llevaban en la canoa. Cansada como estaba, y asustada ante lo que vendría, Elizabeth
se dispuso a afrontar el reto. No quería defraudar a Nathaniel.
Pero entonces se preguntó si ya lo había hecho, si de algún modo le había
contrariado. Él estaba tranquilo. Desde que empezaron a navegar no le había dicho
una sola palabra, ni le había dirigido una sonrisa, ni siquiera la había tocado, excepto
para ayudarla.
Iniciaron el camino y salieron a un sendero escarpado. El río quedaba atrás y el
ruido de las cascadas se hacía menor. Elizabeth respiró hondo, contenta por el
ejercicio y satisfecha por estar cumpliendo con su parte. Se habían movido rápido en
el agua, esta parte era lenta pero ella estaba gastando sus energías y se sentía bien.
Cada paso que daba la alejaba de su padre y de Richard Todd. Pensó en la carta sin
leer que llevaba cerca de su corazón y sintió que fruncía la frente.
Cuando el ritmo de la marcha comenzaba a hacer efecto en Elizabeth, se
detuvieron. Había un pequeño claro rodeado de pinos, la tierra removida y los restos
de un fuego atestiguaban la presencia de viajeros. Elizabeth tenía la esperanza,
aunque no se animaba a manifestarla, de que podrían descansar en aquel lugar y, de
hecho, Nathaniel estaba depositando la canoa en el suelo al borde del claro.
—Mejor que hagas tus necesidades ahora —le dijo tranquilamente, mientras se

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quitaba el bulto de los hombros—. No vayas muy lejos y no uses ninguna hoja de la
que no sepas el nombre.
Ella asintió con la cabeza tratando de no mirarlo y se fue al bosque. Un poco
insegura con las ropas que llevaba, Elizabeth se amonestó seriamente y se dijo que
era necesario ser más flexible y adaptable ante situaciones nuevas o conflictivas.
Cuando volvió con ellos, los hombres ya estaban comiendo. Huye de los Osos le
alcanzó un trozo de pan de maíz mezclado con nueces y arándanos y un trozo de
carne de venado seca que aceptó agradecida. Nathaniel miraba el bosque y parecía no
tenerla en cuenta. Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, inclinando la cabeza
mientras masticaba, deseando que los ojos no se le llenaran de lágrimas. Comieron en
silencio y Elizabeth se preguntaba llena de espanto si volverían a hablarse. Cuando
Huye de los Osos se levantó y fue al bosque, ella ni siquiera lo vio marcharse.
Sintió la mano de Nathaniel en el hombro.
—Ven —le dijo con suavidad—. Ven, seguro que tienes sed.
A pocos pasos del bosque había un manantial que surgía de un montón de piedras,
formaba un pequeño lago y corría luego como un torrente hacia el río.
—Lo siento —le dijo tiernamente, levantándole la barbilla con un dedo.
—¿Qué es lo que sientes? —preguntó Elizabeth apartando la cabeza—. No has
hecho nada.
Sabía lo terriblemente amargas que sonaban sus palabras, pero se sentía
demasiado desgraciada para fingir.
—Estás nerviosa y yo no ayudo mucho —dijo. Cuando vio que no lo contradecía,
sonrió—. No tengo mucho que decir para disculparme. Salvo que las cosas son muy
difíciles y que yo no hablo cuando estoy preocupado.
Se arrodilló y se estiró para beber del manantial: mientras se limpiaba la boca con
la mano le hizo una seña a Elizabeth para indicarle que era su turno. Pero él tenía el
pelo recogido en una cola y ella no; se le fue hacia delante, se mojó y el agua la
salpicó. Concentrándose, Elizabeth lo intentó de nuevo poniendo la cabeza en
diferente ángulo.
Nathaniel vio que estaba cada vez más furiosa por su torpeza. Consciente del
peligro que corría al tocarla dudó, pero finalmente le recogió el pelo para que pudiera
beber. La sedosa textura de la cabellera en sus manos y el descubrimiento de la parte
blanca del cuello de Elizabeth, hizo que todo en él se volviera urgente deseo y ansia
de protección.
Ella pudo beber con su ayuda y hasta reír al volverse a él con gotas de agua en las
pestañas. Entonces se detuvo, su cara reflejaba la mirada que él sabía que ella debía
de estar viendo en aquel momento, el deseo, la contenida rabia por no tener tiempo
suficiente para el amor.
Dejó caer el pelo de Elizabeth como si quemara.

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—Ahora ya sabes cómo beber de un arroyo —dijo él hoscamente.
—Nathaniel —dijo ella levantando la barbilla para que él pudiera oírla.
De no haber sido porque el sol estaba saliendo y la gente de Paradise ya estaría
enterada de que había huido, no dudaba de que la hubiera tomado allí mismo. La
mirada atónita de su cara decía claramente que ella habría consentido, encantada de
hacerlo.
Se aclaró la garganta.
—Todavía no estarán buscándonos —dijo—. Curiosity no dejaría que nadie se
acercara a mi habitación antes de las nueve, por lo menos.
Había un tono extraño en su voz, en el modo en que dijo esto. Él la miró a los
ojos y ella enrojeció.
—Tu hermano sabe que nos fugamos —señaló él.
—Sí, pero no creo que pueda decirlo, ¿no crees? Nathaniel. —Hizo una pausa y
entonces volvió a levantar la cabeza—. No te haría daño hablarme aunque sólo fuera
un poco, ¿sabes? Eso no haría que se movieran más rápido, y además sería… un
consuelo. Es muy difícil para mí, por si no te has dado cuenta.
—Claro que me he dado cuenta —dijo con menos amabilidad de la que intentó—.
Sé que eso no los haría moverse más rápido, pero sí que podría retrasarnos a nosotros.
La cara de Elizabeth se ensombreció al oírle; maldiciéndose por hacerlo,
Nathaniel vio que su mano se alzaba hasta la nuca de ella y se quedaba allí. Ella cerró
los ojos y se acercó a él. Nathaniel fue a su encuentro y la besó suavemente en los
labios y luego la alejó.
—Esta noche hablaremos. Una vez que estemos casados. Así será —dijo con la
primera sonrisa que pudo esbozar desde que había llegado corriendo a Lago de las
Nubes—. Si es que no tenemos nada mejor que hacer.
A media mañana ya estaban de nuevo en el agua. Los hombres remaban con
fuerza y la canoa se abría paso entre los rápidos del río Hudson con una agilidad y
elegancia que tranquilizó a Elizabeth. Hasta los trozos de hielo pasaban y se iban sin
que ella se preocupara demasiado; sólo más tarde, cuando la señora Schuyler
preguntó sobre aquel tramo del recorrido, se dio cuenta de la magnitud de lo que
había afrontado.
Pero era difícil prestar atención a otra cosa que no fuera la increíble belleza del
río y de las tierras que lo rodeaban, de las montañas en la plenitud de la primavera,
que había llegado con cuatro semanas de anticipación, como señaló Nathaniel. El
buen tiempo era lo mejor que les podía pasar. Elizabeth pensó en lo que sería
emprender aquel viaje en medio de una nevada o de lluvias intensas y rezó en silencio
una oración de alivio.
Vio cosas que nunca había imaginado, un alce de patas increíblemente largas
caminando sin alterarse en el agua para quitarse las ramas que se le habían pegado,

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centenares de golondrinas subiendo y bajando en el cielo, una cierva con su retoño en
el borde de un pantano, una fila de tortugas en un tronco a medias hundido, con los
caparazones verdes y grises brillando al sol. Un osezno hurgando solo en el esqueleto
de un zorro en la orilla. Elizabeth se lo señaló a Nathaniel.
—Un glotón —dijo él—. Algunos lo llaman el diablo del bosque.
Ella volvió a mirarlo y le vio la cola larga y peluda.
Se percibían olores fuertes, el del agua y el sol sobre el lodo fértil y en los acres
de flores silvestres. En el borde del río los sauces balanceaban sus largas ramas
mientras las libélulas volaban alrededor.
Allí estaba Nathaniel, frente a ella. Se había quitado la camisa debido al calor del
sol. Al principio ella desvió la mirada, todavía quedaban muchos rastros de la
educación que le había dado la tía Merriweather como para permitirse mirar su
desnudez. Pero debía mirarlo, era el hombre en cuyos brazos había estado el día
anterior. El hombre al que abrazaría aquella noche. Para alegría de su corazón se
sintió completamente libre y lo miró. Con cierto disimulo, sabiendo que esto no le
pasaría inadvertido a Huye de los Osos, Elizabeth se concentró en su imagen. En la
manera en que sus músculos se contraían y luego se relajaban, en la forma de cada
uno de ellos mientras se tensaban y se flexionaban a la altura de los hombros y
antebrazos, en el modo en que sus manos expertas movían el remo. En aquel
momento tenía tiempo suficiente, y coraje, para mirarle el tatuaje. Era como un rayo
que se elevaba por el lado izquierdo hacia la espina dorsal. El rítmico balanceo de su
cabello lo escondía y luego lo enseñaba hasta desaparecer bajo el pelo.
La fuerza de su mirada hizo que finalmente él alzara la cabeza por encima del
hombro para ver una expresión en el rostro de ella que habría preferido ocultar. Él le
sonrió e hizo un comentario a Huye de los Osos. Se oyó una especie de gruñido,
Elizabeth no podía saber si de burla o de conformidad. Decidió no pedir que se lo
tradujeran.
Poco a poco comenzó a notar señales de actividad humana. Había un pato de
muchos colores haciendo su nido en una canoa medio escondida entre las plantas. A
cierta distancia vio a dos hombres pescando. El humo se elevaba de una cabaña que
asomaba en un bosque de pinos. Vio pasar lentamente una canoa que iba río arriba:
los niños que había en ella saludaron al pasar.
Fue mientras recorrían el último trecho a pie cuando se encontraron con el
trampero. Estaba solo. Era un hombre pequeño y muy delgado, y tenía un gorro sucio
demasiado grande para su cabeza y toda la cara manchada de tabaco y suciedad. Los
saludó en su canoa, apenas miró a Elizabeth pero se concentró avariciosamente en las
pieles que llevaba Huye de los Osos. Elizabeth creyó ver que Nathaniel cambiaba de
posición imperceptiblemente. Se había vestido de nuevo. Llevaba tiras de cuero
cruzadas en el pecho y una ancha correa con un cuchillo largo en una funda, un

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estuche con balas y un hacha de guerra en el lado derecho de la espalda. El rifle
colgaba del bulto que llevaba en los hombros, y tenía el cuerno con pólvora bajo el
brazo derecho.
Una vez que el hombre se hubo marchado, Nathaniel se detuvo, puso la canoa en
el suelo y comenzó una conversación con Huye de los Osos que Elizabeth no fue
capaz de comprender.
—¿Cuál es el problema? —preguntó.
Pero Nathaniel volvía a levantar la canoa de nuevo y no contestó hasta que no
consiguió la posición adecuada.
—Hemos tenido mala suerte al encontrarnos con él —dijo—. Tendremos que ir
más rápido.
Elizabeth miró hacia atrás al lugar donde el sendero desaparecía dentro del
bosque.
—¿Quién es?
—Cuchillo Sucio —dijo Osos negando con la cabeza disgustado.
—Para los kahnyen’kehaka es Cuchillo Sucio, pero también se lo conoce como
Claude Dubonnet —dijo Nathaniel.
—¿El padre de Peter Dubonnet? ¿De mi alumno Peter? —Elizabeth nunca había
visto a aquel hombre; pasaba el invierno en el bosque, poniendo trampas.
—Sí —dijo Nathaniel con calma—. Y se dirige a Paradise. No hay duda.
—Pero ¿por qué no te dijo nada? —preguntó intrigada.
—Porque es Cuchillo Sucio —dijo Osos.
Elizabeth se dio cuenta de que no le daría ninguna otra explicación.
—Ah, bueno. —Sabía que debería estar alarmada, pero sentía una vaga sensación
de falta de lógica. Claude Dubonnet estaría en Paradise aquella tarde y diría lo que
había visto—. Lo sabrán tarde o temprano.
—Pero es demasiado pronto —dijo Nathaniel—. Y ahora sabrán que no vamos
hacia Johnstown.
—Pero llegaremos a Albany mañana.
—Sería mejor que pudiéramos arreglar las cosas hoy mismo —dijo Nathaniel—.
Tendremos que detenernos en Saratoga, espero que los Schuyler estén ya, dado el
tiempo cálido.
—¿La familia Schuyler? —preguntó Elizabeth con creciente alarma—. ¿Te
refieres al señor Schuyler y a su esposa Katherine?
Él asintió con la cabeza.
—Mi padre habla de Philip Schuyler con mucha frecuencia, Nathaniel —dijo
Elizabeth—. Considera que el general es un amigo de confianza.
Osos gruñó, un ruido de desdén.
Nathaniel, en cambio, no parecía preocupado.

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—No dudo que tu padre diga eso —dijo—. Pero tengo la impresión de que a los
Schuyler les alegrará vernos.
Cuando estuvieron de nuevo en el agua avanzaron rápidamente por las corrientes
del Hudson. Tras dos horas de marcha ligera llegaron al punto donde el río se unía
con Fishkill, pasando enseguida junto a lo que parecía un fuerte abandonado en la
orilla norte de un río más pequeño. Allí los trozos de hielo eran suficientes para
dificultarles la navegación, pero las preocupaciones de Elizabeth estaban puestas en
otro lugar. En el lado oeste del río pudo ver el humo proveniente de un pueblo que se
situaba más allá de los árboles, y luego vio un camino que se abría entre los bosques
hasta un lugar que le recordó la Inglaterra que había dejado atrás. No las calles
angostas y sucias de Londres, ni la tierra salvaje y sin cultivar de Escocia, donde
había ido a pasear con sus primas, sino la Inglaterra de su etapa adulta, la Inglaterra
civilizada, la de las visitas por la tarde, la de las partidas de bridge y los conciertos.
Contuvo el aliento al ver que un mundo así aparecía de pronto junto a la orilla de
aquel río tan indómito e impredecible.
Había una hermosa casa de madera, de estilo georgiano y de modestas
dimensiones. Cerca de ella había construcciones de varios tipos con buenas cercas;
vio dos graneros y a cierta distancia la torre de una pequeña iglesia. Grandes vacas
pastaban plácidamente en un prado rodeado por un bosque. Más allá de todo aquello
un hombre araba una amplia extensión de terreno con una yunta de bueyes. En el
jardín de detrás de la casa principal, las mujeres trabajaban con azadas. Los niños
corrían de un lado a otro jugando con una pelota; sus gritos llegaban hasta el río.
Entonces la canoa llegó a la orilla, no quedaba nada más que hacer que bajar y seguir
hasta la casa con Nathaniel a un lado y Huye de los Osos al otro, tal y como iba en
aquel momento, con ropas y polainas kahnyen’kehaka, y con el vestido de boda de
Muchas Palomas, de fino ante blanco y esmeradamente adornado con cuentas y
plumas, en el hatillo que llevaba en la espalda.

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Capítulo 24

—¡Nathaniel! —gritó una voz antes de que hubieran terminado de subir de la orilla
—. ¡Sakrament, ha venido Nathaniel, y también Huye de los Osos!
Ante ellos había aparecido, como salido de la nada, un hombre corpulento vestido
con ropas de trabajo. Llevaba una pipa vieja a un lado de la boca pero se las arreglaba
para hacerse entender cuando hablaba.
—¡Johnnie! ¡Ve a casa y diles que Nathaniel Bonner ha venido de visita y que
Huye de los Osos está con él, y también una joven que quita el hipo!
Para confirmar la importancia de su recado, se quitó el sombrero de la cabeza
mostrando una cara de piel blanca como la crema y desnuda como la luna,
poniéndoselo luego decididamente. Sonrió y extendió una mano roja en dirección a
Nathaniel mientras se adelantaba para ir a su encuentro.
Elizabeth no sabía qué pensar de aquel hombre, pero se daba cuenta de que no era
uno de los caballeros formales y rectos que esperaba. Estrechaba las manos con tanto
entusiasmo que se descubrió sonriendo absurdamente.
—Me alegro de verte, Antón —decía Nathaniel sonriendo a su vez—. Permíteme
presentarte…
Pero en aquel momento, los niños, que habían oído el ruido y habían dejado de
jugar, entraron en escena. Eran mayores de lo que Elizabeth había supuesto al
principio, tenían alrededor de catorce años ellos y unos doce la niña, con sus cabellos
al viento, libres y salvajes, las mejillas rojas de cansancio y descosidos en sus ropas.
Hubo un momento de tenso silencio y de repente todo el grupo dio la bienvenida a
Huye de los Osos, los niños delante de él, la niña dando vueltas alrededor. En un
santiamén lo hicieron sentarse en el suelo, muy complacidos, para mirarle el pecho y
los brazos.
Elizabeth tenía la impresión de que Huye de los Osos, aunque concentrado y serio
como de costumbre, disfrutaba del juego. De otro modo, razonó, simplemente los
habría alejado con un ademán. En cambio tenía una sonrisa dibujada en el rostro que
indicaba que podía tolerar esas cosas. El asunto duró hasta que uno de los niños le
apretó la nariz con una falta total de decoro.
—Ya está bien. —Nathaniel sonreía ante la mirada horrorizada de Elizabeth—.
Les gusta jugar así.
Siguió una conversación que dejó claro que tanto los jóvenes como Huye de los
Osos pensaban que el enfrentamiento era el precio que se debía pagar por pisar aquel
territorio. Antón los miraba con una sonrisa, con los puños apoyados en las caderas,
hasta que de pronto pareció recordar que tenía acompañantes.
—Vale, es suficiente por el momento. La abuela debe de estar preguntándose qué

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hacemos. ¿Dónde está el general, Johnnie?
Se volvió y emprendió el camino hacia la casa dando traspiés, dejándolos pronto
atrás.
—¡Niños! ¡Matilde! ¡Dejad a Huye de los Osos antes de que se decida a
devoraros para cenar! —Rió con entusiasmo de su propia ocurrencia—. ¿No vienen?
—les preguntó a Nathaniel y a Elizabeth—. Entremos y veamos qué hacen el general
Schuyler y la señora.
Nathaniel cogió del brazo a Elizabeth mirando de reojo el juego que se estaba
desarrollando detrás de ellos.
—¿Quién es? —susurró ella cuando el hombre corpulento entraba de nuevo en la
casa.
—Antón Meeerschaum. El capataz. Mira —dijo Nathaniel—, por allí viene ella.
Saluda a la señora Schuyler.

* * *

Fue como verse envuelta en una niebla cálida. La señora Catherine Schuyler miró
detenidamente a Elizabeth, oyó la breve presentación de Nathaniel, y la hizo entrar en
casa para protegerla sin decir más, sin dudar ni hacer preguntas.
Un rato más tarde la señora había sentado a sus invitados ante la mesa. La puerta
que comunicaba con la cocina comenzó a abrirse y cerrarse y en pocos minutos dos
jóvenes mujeres habían puesto los platos, dirigiendo tímidas miradas, no tanto a
Elizabeth como a Nathaniel. No había ocasión de hablar, pero Elizabeth no estaba
molesta. Oía a la señora Schuyler interrogando a Nathaniel y a Huye de los Osos
sobre la gente y las cosas que sucedían en Paradise, y se dio cuenta con cierta
sorpresa de lo familiarizada que estaba con pequeños detalles de su casa.
Cuando terminaron de comer —Elizabeth sólo había tomado un poco de cerveza
fuerte, carne de ave fría y algo de pan—, la señora Schuyler puso sus pequeñas
manos sobre la mesa, ante ella.
Era algo inusual, Elizabeth tenía las manos unidas sobre el regazo. Pero era
también, de algún modo, algo reconfortante que se correspondía con la expresión
firme, pero también amable, de aquella mujer.
—Dígame, señorita Middleton —comenzó a decir—, ¿cómo es que usted viene
de visita en compañía del señor Nathaniel Bonner y de Huye de los Osos?
Durante los meses que Elizabeth había estado esperando en Nueva York para
viajar al norte, y en los cuatro meses que había pasado en Paradise, se había
familiarizado poco a poco con aquello que los neoyorquinos llamaban ir al grano. No
obstante, el tono de la señora Schuyler la cogió por sorpresa. Elizabeth miró a
Nathaniel y se dio cuenta de que él no mostraba la menor preocupación por la

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pregunta. En el viaje por el río había estado expectante, nervioso y había sido cauto,
pero en aquel momento estaba distendido. Se limitó a encogerse de hombros,
dejándola que se las arreglara sola para seguir la conversación.
—Nosotros vamos, íbamos, camino de Albany —comenzó a decir. Y entonces,
dándose cuenta de lo importante que era mantener la calma y soportar la mirada firme
de la señora Schuyler, continuó—: Tengo algunos asuntos que atender, nos casaremos
allí. Nathaniel y yo —indicó finalmente.
—Por lo tanto, debo entender que ustedes se están fugando.
—Yo tengo veintinueve años —contestó Elizabeth remarcando las palabras—. Y
he decidido casarme.
La cara redonda de la señora Schuyler permanecía tranquila, casi impasible, pero
en aquel momento apareció un ligero tic en la comisura de la boca.
—¿Su padre no aprueba la elección?
—No le he pedido permiso —dijo—. Por razones que no quiero decir.
Demasiado tarde, Elizabeth se dio cuenta de que muy probablemente la señora
Schuyler pensaría en alguna razón por la cual debiera casarse tan rápido. Al mismo
tiempo pensó que seguramente así eran las cosas. Hasta entonces había logrado
conservar la calma, pero en aquel momento se puso roja, aunque mantuvo la mirada
fija en la señora Schuyler y no la desvió.
—Bien, señorita Middleton —dijo la señora Schuyler de nuevo—. No me gustan
mucho las fugas, debo decírselo. Nuestra hija mayor se fugó y fue un día terrible para
mí. Un día terrible. Pero claro, no todos los casos son iguales; además, usted me ha
sorprendido por su inteligencia.
Se dirigió a los hombres sin dejar de mirar a Elizabeth.
—¿No es así, Nathaniel?
—Así es —dijo él casi sonriendo.
—¿Se lleva bien con Hannah?
—Sí —confirmó él.
—¿Y qué tal con Huye de los Osos?
—Creo que se ha ganado el nombre que le puso Chirigachgook, Hueso en la
Espalda —dijo Huye de los Osos—. Pero yo le he puesto otro: Mira Bien. —Fue la
frase más larga que le había oído decir en inglés y lo que más le llamó la atención fue
lo bien que la dijo. Pensó en la canoa y en su detenido estudio del cuerpo de
Nathaniel, y se mordió el lado interior de la mejilla, decidida a no decir una palabra
—. Pero también piensa bien —terminó de decir Osos con una sonrisa.
La señora Schuyler llegó a una conclusión.
—Diría que piensa mucho y bien —dijo mientras una repentina sonrisa convertía
su cara en algo hermoso—. Supo percibir el valor de un hombre como Nathaniel
Bonner, en el que otras mujeres inglesas sólo habrían visto pieles y manos

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acostumbradas al trabajo.
Dirigió una inclinación de cabeza a Elizabeth y prosiguió.
—Su padre está asociado con mi esposo —dijo—. Y le debemos nuestra amistad.
Pero Cora Bonner fue más que una hermana para mí y mi hijo mayor no estaría vivo
de no haber sido por la ayuda de Nathaniel en un trance muy difícil. Él tiene un lugar
en nuestra casa cuando lo necesite. Ahora usted también lo tiene, como esposa.
—Todavía no es mi esposa —dijo Nathaniel—. Pero esperábamos que usted nos
echara una mano y llamara al predicador.
Hubo un forcejeo en la puerta y una risa. La señora Schuyler lanzó una mirada
desaprobatoria en aquella dirección.
—No teníamos planeada una boda para hoy —dijo—. Pero será un honor,
Nathaniel. Creo que los preparativos ya han comenzado. —De nuevo se oyó una risa
detrás de la puerta de la cocina. La señora se levantó—. Tengo que hablar con el ama
de llaves si es que vamos a celebrar una boda…
—No necesitamos nada especial —dijo Nathaniel—. Sólo la ceremonia legal y
los buenos deseos, que serán muy apreciados.
—¿Eso es todo? —Catherine Schuyler sonrió—. Creo que habrá algo más.
Necesito hablar con mi Sally para que envíe a las niñas a otro sitio y podamos darle a
la señorita Middleton una habitación.
—No pasaremos la noche aquí —dijo Nathaniel—. Tenemos que seguir hacia
Albany.
La señora Schuyler se dirigía a la cocina, pero se detuvo y se enderezó tanto
como fue capaz antes de mirar de frente a Nathaniel.
—Tonterías —dijo—. Tendrás un banquete de bodas y dormirás aquí, como la
gente civilizada. Sea lo que sea lo que tengas que hacer en Albany, esperará hasta
mañana.
Desafió a Nathaniel a contrariarla.
Elizabeth sabía que los temores de Nathaniel eran fundados. En la conversación
que había tenido con Ojo de Halcón antes de partir, había quedado claro para todos
que no era suficiente que Nathaniel se casara con Elizabeth. Era crucial que llevaran
los papeles a Albany y que él, en calidad de esposo, pagara los impuestos; así no se
podría negar la validez de la cesión en favor de ella, o su estado de mujer casada.
Todo eso tenía que hacerse antes de que Richard Todd o su padre levantaran
sospechas que pudieran dilatar los trámites.
—Debemos seguir camino —dijo Elizabeth muy apenada— pero le damos las
gracias por su amable ofrecimiento. —Le habría gustado pasar la noche de bodas allí
en la intimidad de una habitación propia en lugar de viajar a la intemperie con Huye
de los Osos.
—Hay un asunto que debemos resolver en Albany y que no puede esperar —

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añadió Nathaniel.
Los brillantes ojos azules de la señora Schuyler se hicieron ligeramente más
pequeños mientras miraba a uno y otro alternativamente.
—¿Y cuál es ese asunto? —preguntó por fin.
—Yo tengo una propiedad —dijo Elizabeth—. Es necesario pagar los impuestos.
Y hay deudas que tiene mi padre que me gustaría saldar —añadió y enseguida se
preguntó por qué lo había dicho.
—Creo que mi esposo podrá ayudarla con eso —dijo con calma la señora
Schuyler—. A menos que haya otra razón por la que quieran continuar.
Elizabeth se dio cuenta de que Nathaniel lo estaba pensando, la miró y se encogió
de hombros.
—Si el general Schuyler puede echarnos una mano con el papeleo, entonces
estaremos muy contentos de quedarnos aquí —dijo—. Aún hace frío por la noche en
el río.
—Así es —admitió Catherine Schuyler, con gran satisfacción y se excusó para ir
a hablar con el ama de llaves—. Osos —dijo volviendo a la puerta—. Tal vez puedas
ir a buscar a Antón y al general Schuyler y ver qué es lo que los retrasa. Supongo que
están en el molino. Seguramente querrán saber las novedades y cuando las sepan —
continuó sonriendo con complacencia— tendrán mucho trabajo.
Elizabeth, muy consciente de que se había quedado sola con Nathaniel, caminó
hasta la ventana para mirar los prados que daban al río Hudson. Era media tarde de un
hermoso día. El día de su boda. Apoyó la cabeza en el vidrio de la ventana e hizo un
esfuerzo para respirar hondo.
Él se levantó y fue hasta allí, ella le tendió la mano. Nathaniel la cogió en silencio
y la estrechó hasta que tuvo que volverse y mirarlo, dando un paso atrás hasta que
tocó la pared con el hombro. No se había afeitado y se veían el cansancio y la falta de
sueño en su rostro.
Pero no había tensión en sus ojos y sí algo más, algo que a ella le gustaba mucho.
—Podremos dormir bien esta noche —dijo ella despacio, sintiendo la superficie
áspera del papel de la pared rozando su brazo mientras juntaba las manos.
—¿Podríamos, los dos juntos? —preguntó Nathaniel sonriendo a medias—.
Claro, supongo que podríamos.
Apoyó un brazo en la pared por encima de la cabeza de ella y se inclinó. Por el
rabillo del ojo, Elizabeth vio que la puerta se abría y luego se cerraba delicadamente,
oyó las risas.
—Nos están viendo —murmuró.
—Ese es su problema —dijo y la besó.
—¿Eso es todo lo que puedes hacer? —dijo cuando recuperó el aliento.
Nathaniel rió al oírla.

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—Bueno —dijo lentamente; su respiración hacía agitar el pelo que rodeaba las
sienes de Elizabeth—. Estoy terriblemente cansado y necesito dormir bien esta noche.
Pero haré otro intento.
Elizabeth sintió una contracción nueva y a la vez familiar en el estómago cuando
Nathaniel volvió a inclinarse sobre ella; con los hombros le ocultaba el resto de la
habitación y los dejaba a ambos en un espacio íntimo. Primero fue el contacto de su
lengua en el labio superior, luego su boca, tibia y curiosa, y su sabor hicieron que los
recuerdos volvieran a asomar. Ella levantó las manos y se las puso en el pecho,
dejando que sus dedos jugaran con la tela de la camisa, abrazándolo con fuerza
mientras él volvía a besarla. Luego le pasó la mano por la cintura y la atrajo hacia él
con más fuerza. Ella lo sintió de la cabeza a la punta de los dedos de los pies.
—Me han dicho que se celebrará una boda hoy —dijo una voz de hombre en la
puerta—. Y por lo que veo no puede esperar.

* * *

El contraste que había entre el general Schuyler y su capataz habría sido cómico
de no ser por el visible afecto que ambos se tenían. Philip Schuyler era un hombre
distinguido, delicado, que usaba un lenguaje cuidadosamente escogido, apuesto y
elegante, aunque algo pasado de moda, pero consultaba a su capataz como si éste
fuera un rey en lugar del hombre rudo y grande que era, con un sombrero de unos
veinticinco años de antigüedad.
—Podríamos enviar a MacDonald —sugirió el general Schuyler, y luego escuchó
con gran atención mientras Antón Meerschaum le explicaba por qué aquello era
imposible.
—Entonces iré yo mismo —dijo con voz tranquila—. Si tú y la señorita
Middleton me confiáis vuestros asuntos.
Nathaniel miró a Elizabeth y ella asintió. Aunque era obligación de él discutir con
Philip Schuyler, a Elizabeth le gustó que la consultara previamente.
Tenían la escritura y la cesión de bienes sobre la mesa. El general Schuyler las
había examinado cuidadosamente. Elizabeth sabía que no había pasado por alto la
fecha de la cesión. Pero no dio muestras de estar sorprendido ni de censurar el hecho.
Entonces, con precisión y conocimiento de una ley que era simple y exacta, les
explicó los pasos que debían dar para defender sus derechos.
—¿Volverías a Paradise si el asunto de Albany puede ser resuelto sin tu
presencia? —preguntó a Nathaniel.
—No —respondió él secamente—. Es mejor que estemos fuera de Paradise
durante un tiempo, hasta que las cosas se arreglen. Le pediría que cuide el papel y
que lo guarde bien.

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—Lo que haré —dijo Philip Schuyler—. Y me encargaré de enviarle un mensaje
al juez. A menos que usted, señorita Middleton, quiera hacerlo por su cuenta.
Elizabeth negó con la cabeza.
—Le agradecería mucho su intervención, señor, si fuera tan amable…
—No es nada —dijo—. Me gusta mucho cumplir con mis obligaciones.
Para Elizabeth estaba claro que el lugar que Nathaniel ocupaba en aquella casa
era mucho más que el de un hijo o el de un amigo muy querido. Era tratado con un
respeto y una consideración que no habría imaginado, y que le resultaron muy
gratificantes. Durante una hora, mientras Nathaniel y el general Schuyler hablaban de
lo que había que hacer, no menos de siete hombres habían entrado, con los sombreros
en la mano, para saludar a Nathaniel y a Huye de los Osos, con gran entusiasmo
siempre. Dos de ellos resultaron ser los hijos del general Schuyler, jóvenes de quince
y veinte años, deseosos de charlar. Se les indicó que más tarde, durante la boda, y la
discusión volvió al tema de la propiedad y los impuestos.
La atención de Elizabeth se fijó en los preparativos de la casa, sumida en una
febril actividad. Tres de los nietos de los Schuyler estaban allí, observó Elizabeth,
junto con los cuatro menores, y todavía solteros, de los ocho hijos que tenían. La
casa, aunque estaba muy arreglada y había sido bien diseñada, no era del todo
adecuada para toda aquella gente corriendo, que entraba y salía cumpliendo sus
tareas. Estaban limpiando la sala aunque Elizabeth no había visto una brizna de polvo
en ella. Había unas mujeres jóvenes arremangadas, muchachos con cestos de comida
y verduras, velas y platería, y por todas partes andaba el ama de llaves de la señora
Schuyler, Sally, dirigiendo los preparativos con mirada atenta.
La misma señora Schuyler apareció y le hizo una seña a Elizabeth.
—¿Nathaniel? —preguntó Elizabeth—. No me necesitas ahora, ¿verdad? ¿Puedo
ir con la señora Schuyler?
Él le tocó ligeramente la mano y asintió. Elizabeth no tenía muchos deseos de
dejarlo, pero siguió a Katherine Schuyler escaleras arriba.
—Quiero que sepa —dijo la señora Schuyler en cuanto hubo cerrado la puerta del
cuarto que había preparado para Elizabeth— que estamos muy complacidos y
honrados de poder ayudarles en el día de hoy. Es una verdad muy simple, pero es un
caso poco habitual y, perdóneme por decirlo, estoy un poco preocupada.
—Su esposo no ve ningún impedimento legal para mi matrimonio —dijo
Elizabeth sencillamente.
—Venga, querida —dijo la señora Schuyler, sentándose en el borde de la cama—,
mi esposo es ante todo un hombre, y él ve sólo la parte de las cosas que le concierne.
Hay algo más aquí, y yo me pregunto qué es. No… —se detuvo—. No preguntaré y
no quiero que me lo diga. Confío en Nathaniel y él la quiere… y eso es suficiente.
Se volvió para mirar por la ventana. A cierta distancia se podía ver el molino

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cerca de un arroyo, pero todo parecía quieto, los campos y prados parecían
abandonados por el momento.
—Está cansada y querrá descansar y prepararse. El pastor vendrá dentro de una
hora. ¿Podría estar lista para las cinco y media? Luego cenaremos y tendremos una
pequeña fiesta.
—Qué amable es usted —dijo Elizabeth.
Catherine Schuyler se levantó.
—Tengo casi sesenta años y espero haber aprendido algo de los errores que
cometí en mi vida. Tal vez lo más importante sea dejar que los jóvenes tomen sus
propias decisiones. —Miró a su alrededor previendo las tareas—. Le enviaré una tina
de baño y Jill la asistirá en lo que necesite. Puede pedir todo lo que quiera. —No era
una pregunta, era simplemente un hecho. Elizabeth asintió y dio las gracias. Ya en la
puerta, la señora Schuyler se detuvo con expresión pensativa y dijo—: Nathaniel
Bonner será muy buen marido para usted. Desearía que tuviera alguna pariente aquí
para que la aconsejara.
—Dudo mucho de que alguien pudiera haberme ayudado tanto como usted —dijo
Elizabeth sintiendo que era cierto.
Tocó la carta que todavía guardaba contra su piel, recordándola por primera vez
desde hacía más de una hora y temiendo el momento en que no tendría más remedio
que leerla.

* * *

Después de haberse bañado y lavado el pelo, con el que sabía que era el mejor
jabón que la señora Schuyler tenía, y después de haberse secado, Elizabeth se tendió
en la cama completamente relajada, cómoda e incapaz de dormir aunque sólo fueran
cinco minutos. Había enviado a Jill con un encargo para vestirse en privado, pero en
cambio se tumbó en la cama, vestida con la bata que le había prestado la señora
Schuyler. Había puesto a airear tres vestidos: el que había usado por la noche para
subir a Lobo Escondido, el que llevaba en el hatillo y el fino vestido de ante que le
había prestado Muchas Palomas.
Ésta había confeccionado aquel vestido para su propia boda con Huye de los
Osos. Había muchas horas de labor en aquel tejido, con cuentas y plumas en el
corpiño y en la falda, el vestido brillaba en el lugar en que Jill lo había colgado para
airearlo, el borde del dobladillo se mecía con el viento. Elizabeth jamás se había
imaginado con un vestido de novia, mucho menos con uno tan hermoso y tan raro
como aquél. Sus primas se habían casado con vestidos de seda, raso y brocado, con
vestidos que costaban más de lo que un trabajador ganaba en un año. Pero la tía
Merriweather se había mostrado intransigente en cuestiones de vestidos y etiqueta, y

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el dinero se había gastado alegremente.
Sin ganas, Elizabeth buscó la carta de su tía y la puso en la cama ante ella.

Oakmere, 14 de marzo, 1793

Mi querida sobrina Elizabeth:

Nunca he deseado tanto tener los poderes mágicos que ningún mortal posee. Sólo
con ellos podría hacer que esta carta llegara a ti tan rápido como deseo. Tanta es mi
preocupación por tu bienestar y tu futuro.
Me temo que palabras tan fuertes puedan alarmarte, pero mi querida Elizabeth, mi
preocupación por ti es real. Me han consumido terribles pensamientos desde que
llegó tu carta esta tarde. Estoy aquí sentada, escribiéndote a la luz de las velas,
privilegio del cual me abstengo generalmente en nombre de la economía, después de
que mi sirvienta se ha retirado, porque sé que no sería capaz de conciliar el sueño
antes de haber puesto en el papel lo que está en mi corazón.
Me informas de que tu padre quiere que te cases con el doctor Richard Todd, de
Paradise, que antes estuvo en Albany, y me pides consejo y advertencia, como es
lógico que lo haga cualquier mujer joven bien educada. No escribes nada en contra
de ese hombre, no dices que sea débil de carácter ni ningún rasgo que deje de ser
admirable. Sin embargo, dejas claro que no quieres casarte con él. Lo que no
escribes, pero de todos modos queda muy claro, es que tu padre quiere convencerte
porque ese matrimonio le traerá ventajas. Si hubieras venido con esto un año atrás,
mi respuesta habría sido muy simple. Te habría dicho sin más que te casaras con ese
joven. Pero todo ha cambiado.
Permíteme que sea franca contigo, Elizabeth. No te cases contra tu voluntad. Haz
cualquier cosa menos casarte con alguien sólo para complacer a tu padre.
En los años en que tuvimos la suerte de tenerte en casa, no te supe elogiar lo que te
correspondía. Pero querida, yo te admiro, aunque la firmeza de tus convicciones me
resultó inapropiada y hasta irritante. Sólo cuando te fuiste a las Colonias (porque
para mí siempre serán colonias) para forjar tu destino se me aclararon las ideas. Las
razones por las cuales fue así fueron dos: por un lado lo que me escribiste acerca de
tu escuela y de tu trabajo con los niños de Paradise; la segunda, por la obra de
cierta autora que luego comentaré. Sobre esta base tuve la oportunidad de examinar
mi propia conducta hacia ti y ver mis faltas.
Has encontrado algo que hacer en la vida, lo que no es habitual para nuestro sexo.
Dejar eso sólo para casarse, cuando no hay necesidad material de por medio, me
parece un pecado.
Ahora tengo que decirte que en realidad sí hay una necesidad material. No te olvides,
querida, de que tu querido padre también es mi hermano y por mucho que yo lo

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quiera y aprecie también conozco cuáles son sus puntos débiles. Los recientes
problemas de tu hermano siguen estando presentes, porque tu padre no tiene cabeza
ni para los negocios ni para el dinero, excepto la tendencia a gastarlo. De cualquier
modo, no es bueno seguir hablando de sus defectos; ya no pueden remediarse y
debemos afrontarlos y ver lo que se puede hacer. No me dices nada sobre él, pero me
imagino que sigue endeudado y que la deuda es tal que necesita admitir al doctor
Todd como su yerno.
Bueno, no puedo quedarme al margen. No puedo permitir que tu padre quiera
alejarte de algo que ningún esposo te podría proporcionar. ¿Vas a abandonar tan
pronto la escuela que tan bellamente me describiste, tan cuidadosa y amorosamente
planeada? Incluso el hombre más comprensivo, el más amable, el más racional de
todos, el que compartiría todos los sueños de su esposa, no querría compartir
alegremente a su mujer con los hijos de los demás.
No te cases, Elizabeth. Y así podrás seguir tus estudios y tu enseñanza. Estoy
preparada para hacer lo que sea necesario. Junto con esta carta te envío un
contrato, debidamente legalizado, que te otorga dos mil libras esterlinas y que te
dará la posibilidad de comprar esas propiedades a tu padre para que vuelva a ser
solvente. La tierra seguirá quedando en familia, en tus manos capaces de resolver los
problemas y no te verás obligada a casarte siguiendo sus caprichos.
Te estarás preguntando por qué a tu vieja tía se le ha metido en la cabeza
contradecir toda la sabiduría que vertió junto con cada taza de té. Hay una
explicación muy simple, querida, y vas a saberla.
Poco después de que te fuiste, cuando había comenzado a echar de menos tu
compañía, cogí aquel volumen que tan amablemente me habías regalado el día de tu
partida. Te sorprenderás al oír esto, tal vez hasta pongas en duda la veracidad de mis
palabras, pero es cierto. Me he vuelto una gran admiradora, admiradora crítica,
pero admiradora al fin y al cabo, de la obra de la señora Wollstonecraft, Defensa de
los derechos de la mujer. Especialmente me estremeció la veracidad de su
observación acerca de que hay muchas mujeres capaces de lograr una alta
formación, pero a las que se les niega la razón y el apoyo de su padre y sus
hermanos. Tales mujeres deben luchar para abrirse paso en el mundo, pero en tu
caso espero que aceptes la ayuda y los consejos de una tía que te quiere y que te
admira, y que respeta las nobles causas a las que has dedicado tu vida.

Augusta Merriweather

POSTDATA: El señor Colin Garnham, vinculado con tu tío por negocios, sale
mañana para Nueva York. Dejaré el sobre y su contenido a su cuidado y lo
autorizaré para gastar lo que sea necesario para poner esta carta en tus manos en
cuanto tenga la oportunidad. Él depositará el dinero que se le ha confiado en el

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banco en Albany. Este regalo no procede de la fortuna de tu tío, sino de mi dinero.
Tanta es mi fe en ti, querida sobrina; sé que satisfarás mis mayores expectativas.

Elizabeth sintió que todo el aire que había en la habitación desaparecía. Leyó la
carta una y otra vez. Su tía Merriweather, la vieja, querida y severa tía Merriweather,
sencillamente había puesto en sus manos lo necesario para que ella pudiera hacer lo
que quisiera con su vida. La seguridad de su padre, la independencia financiera para
ella. La libertad de enseñar en la escuela, porque la escuela estaba situada en la tierra
que ella poseía.
Leyó la carta por cuarta vez y la dejó a un lado para pasearse por el cuarto.
Apenas notaba el suelo frío bajo sus pies descalzos.
Su padre.
Elizabeth se detuvo donde estaba, se cogió la cabeza que le daba vueltas con
ambas manos. Su padre había leído aquella carta y sabía que los problemas estaban
resueltos, pero le había ocultado aquella información. Sabiendo lo que sabía había
insistido, hasta que no pudo más, en que Elizabeth se comprometiera con Richard
Todd. No lograba conciliar estas ideas, y, sin embargo, debía haber alguna relación.
No se trataba del dinero entonces. Ni de la tierra. Pese a que afirmaba que quería
preservar la tierra para la familia, su padre estaba tan deseoso de traspasar la escritura
a Richard que había mentido. Él había robado aquella carta, se la había sustraído.
Jill llamó a la puerta y Elizabeth la abrió de golpe, asustando a la mujer de tal
forma que los utensilios del servicio de té que llevaba en la bandeja resbalaron y
chocaron peligrosamente.
—Perdóneme, por favor —dijo Elizabeth—. Pero debo hablar con Nathaniel
inmediatamente.
—¿Quiere que le vaya a buscar? —preguntó la joven con voz vacilante—. ¿Hay
algún problema?
Elizabeth cogió la bandeja de sus manos y asintió con la cabeza.
—Por favor, dígale que venga a verme, que necesito verle. Enseguida. Y por
favor, no le diga nada a nadie, no quiero asustarlos. Sólo dígale a él que venga.
Estaba sentada en el borde de una silla, con la carta sobre el regazo, cuando él
entró.
No había escapado de las atenciones de la señora Schuyler, eso estaba claro. En
algún momento se había bañado y afeitado y llevaba puesta una camisa limpia, esta
vez de lino en lugar de algodón o ante, cuyo color claro realzaba el cuello tostado al
sol. Tenía ojeras pero le sonrió con una sonrisa tranquila. Ella trató de devolvérsela.
—Has puesto en apuros a los Schuyler al invitarme a venir aquí.
Ella le dio la carta. Él fue hasta la ventana para leerla, apoyando un hombro
contra el marco mientras lo hacía. La luz se movía en su rostro mientras sus ojos

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recorrían las letras, una tras otra. Luego levantó la cabeza y la miró.
—¿Cuándo llegó?
—Ayer. La encontré junto con la cesión y la escritura en el secreter de mi padre.
Acabo de leerla. —Él la observaba esperando—. Nathaniel, ¿qué significa?
Él respondió cautamente.
—Significa que no tienes que casarte conmigo si no quieres hacerlo.
Ella se levantó y atravesó la habitación.
—No es a eso a lo que me refiero —dijo irritada—. Pregunto por Richard, por mi
padre y por qué…
—Ya sé a qué te refieres. Pero hay algo más que tenemos que resolver primero.
Puedes hacer lo que quieras ahora.
—Ya lo sé que puedo —replicó Elizabeth—. Pero también podía hacerlo antes.
¿O te imaginas que he estado haciendo esto contra mi voluntad?
—En nombre de una buena fortuna —dijo él encogiéndose de hombros—. Tal vez
en contra de tu conveniencia.
Elizabeth comenzó a pasearse sintiendo que la sangre se le agolpaba en la cara a
causa de la creciente indignación que sentía.
—Entonces no me conoces en absoluto, Nathaniel Bonner —dijo—. Y tal vez
sería mejor que reconsiderases lo que dijiste que querías de mí. A menos que… —
Dudó un segundo, pero siguió adelante—. A menos que ya hayas satisfecho tu
curiosidad.
En medio de su agitación, Elizabeth se dio cuenta de que la rabia estaba tomando
cuerpo en Nathaniel, por el modo en que frunció el entrecejo y apretó la mandíbula.
—¿Eso es lo que piensas de mí? —Ella dudó y él la cogió por la parte superior de
los brazos y la acercó hacia sí—. Contéstame, ¿eso piensas de mí?
La apretaba como si la estuviera castigando pero ella se mordió el labio en vez de
gritar.
—Déjame, enseguida. —Nathaniel bajó los brazos y dio un paso atrás—. No. No
es eso lo que pienso de ti —dijo frotándose los brazos. Hubo un casi imperceptible
movimiento en la boca de él y entonces ella dijo—: ¿Y qué es lo que piensas tú de
mí? ¿Que estoy aquí para llevar a cabo una causa noble?
—Si no es necesario que estés aquí y, sin embargo, sigues estando aquí, entonces
quiero saber por qué —dijo. Tenía la voz firme, casi colérica pero controlada.
—Estoy aquí porque te quiero —dijo Elizabeth con voz más tranquila de lo que
se habría imaginado—. Por si no te has dado cuenta.
—Nunca me lo habías dicho.
Había un matiz de acusación en aquella respuesta.
—¡Tú tampoco!
Él miró por la ventana, abría y cerraba las manos.

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Ella rió porque sabía que si no lo hacía se pondría a llorar. Muy despacio atravesó
la habitación y fue a ponerse al lado de la cama, lejos de él, donde sabía que no podía
tocarla.
Una tímida llamada a la puerta interrumpió la escena; ninguno de los dos se
volvió.
—¿Va todo bien? —preguntó la señora Schuyler.
—Sí, gracias —contestaron ambos al unísono.
—Ha llegado el pastor —dijo ella.
—Por favor, concédanos un momento, señora Schuyler —respondió Elizabeth
con la mirada fija en Nathaniel—. Enseguida bajamos. —Cuando los pasos fueron
alejándose, Elizabeth parpadeó mirándole—. ¿Bajaremos?
Atravesó la habitación en tres zancadas y la apoyó contra la cama, sujetándola
con las manos y las rodillas. Su expresión era absolutamente feroz; pensó que así
debería mirar cuando tenía un enemigo en la mira de su rifle.
—Puedes tener lo que quieras. —Empezó a hablar en voz baja—. Vivir en la
escuela, enseñar. La tierra es tuya y puedes hacer con ella lo que te plazca. Si no
quieres vendernos Lobo Escondido, tal vez podríamos ser buenos inquilinos.
Los ojos de Elizabeth se llenaron de lágrimas, la cara se le contrajo. No podía
levantar la mano para tocarlo ni siquiera para secarse las mejillas.
—¿Es eso lo que quieres?
—No —dijo él con la mejilla temblándole—. No.
—Dime por qué —dijo con una voz apenas audible.
—Al diablo con la tierra —dijo respirando en su cara—. Al diablo tu padre y al
diablo tu tía Merriweather y que se vaya al infierno la sabelotodo de la señora
Wollstonecraft.
—Dime por qué —preguntó ella con un poco más de fuerzas, alzándose hacia él.
—Porque te quiero, diablos. Ya que quieres saberlo, te lo digo. Porque te quiero.
Por eso quiero estar contigo.
—Bueno, ya me tienes —susurró ella dejando de discutir—. Si en realidad me
deseas.
Entonces él gruñó y la apretó todavía más fuerte, con los dedos le presionaba las
muñecas mientras se las subía y bajaba. Dejó caer la cabeza en la curva del cuello de
Elizabeth acurrucándose como un niño cariñoso y agradecido con la boca abierta
contra su piel.
Pero ya había dejado de ser un niño. La besó, un beso estremecido, robado a la
boca abierta de Elizabeth que quería darle las gracias, mientras él buscaba bajo la
bata con las manos tan inquietas como la boca. Ella soltó un gemido de placer
mientras él se quitaba la ropa y se hundía en ella con un gemido, susurrándole cosas
al oído, palabras sólidas y contundentes tan imperativas e instantáneas como el

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cuerpo de él en su interior. Se apoyó en él pero otra parte de ella estaba alerta, a la
espera de otra llamada a la puerta.
Todo terminó enseguida. Cuando él comenzó a sudar en sus brazos, ella lo abrazó
tiernamente hasta que dejó de temblar, se restregó contra él y secó sus mejillas
húmedas contra su pelo.
—Me imagino que esto es lo que se llama poner el carro delante de los bueyes —
dijo ella con suavidad cuando él se hubo tranquilizado.
El rió entonces y la apretó contra su pecho.
—No has disfrutado mucho esta vez, lo lamento —dijo.
—No estoy de acuerdo —replicó abrazándole.
Él levantó la cabeza sorprendido.
—¿Te ha gustado? —dijo mientras una mano recorría su húmeda piel húmeda
hasta capturar un pecho.
—Ah, no —Elizabeth había comenzado a soltarse apartándose de su abrazo—. La
señora Schuyler debe de estar preocupada. Estamos tardando mucho.
Pero las manos de él recorrían todo el cuerpo, la boca se deslizaba por su hombro.
Trató de detenerlo y sólo pudo cogerle la palma de una mano y dejarla contra su
pecho.
—¡Nathaniel! —Con gran esfuerzo se apartó de la cama y se quedó con la bata a
medio atar, con el pelo moviéndose salvajemente y con el pecho agitándose cada vez
que respiraba—. ¡Escúchame! ¡Y no me mires así!
—¿Cómo?
Trató de abrazarla de nuevo, pero ella se apartó aún más.
—Como si quisieras comerme entera.
—Querida —dijo sonriendo—. Eso es justo lo que quiero.
Ella se ató la bata y trató de modular su voz.
—Nathaniel. Se supone que tenemos que ir a la sala para casarnos, ahora mismo.
¿Te das cuenta de que toda la gente de esta casa está esperando abajo mientras
nosotros estamos aquí…? —Los dientes blancos de Nathaniel aparecieron en el
centro de una sonrisa de lobo—. Mientras hacemos… esto.
Ella dio un golpe con el pie en el suelo: la irritación, la frustración y la cólera iban
en aumento.
—Bueno, entonces —dijo él mientras se sentaba—, supongo que tendré que
esperar. Si crees que eres capaz de afrontar lo que viene ahora, insatisfecha como
estás.
—¡Estoy completamente satisfecha!
Él levantó una ceja y su voz se volvió más áspera.
—No conoces el significado de la palabra, Botas. Todavía no.
Elizabeth no quiso replicar sabiendo que no podría entrar en aquel momento en

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una larga discusión, no sin temer las consecuencias que podría tener eso mientras les
esperaban abajo. Apretando los labios, se escurrió y se puso ante el espejo tratando
con manos temblorosas de poner en orden su pelo. Él se arregló la ropa y se puso
detrás de ella. Amablemente le cogió la muñeca y le quitó el cepillo del pelo.
—Permíteme —dijo, y así hizo. Le cepilló el pelo mientras ella lo miraba por el
espejo, incapaz de quitarle los ojos de encima—. Déjatelo suelto.
—Pero…
—Déjatelo suelto, por favor —repitió él.
Al final ella dijo que sí.
—Te espero abajo —dijo Nathaniel—. No tardes mucho.
Elizabeth observó la mano de él en el picaporte, la manera en que se volvió. Su
camisa, cualquiera sabe por qué, seguía igual que cuando entró. No tenía arrugas,
ningún signo de lo que había pasado allí. Elizabeth se miró en el espejo y vio sus
mejillas rojas y lo maldijo con ganas, pero en silencio.
—¡Nathaniel!
Él levantó una ceja.
—¿Qué hacemos con la carta? ¿Y con mi padre?
La mirada de preocupación se disipó completa y absolutamente.
—No sé lo que hay detrás —dijo—. Pero supongo que pronto lo averiguaremos.

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Capítulo 25

Ella, que siempre había sido extremadamente puntual, que siempre había censurado
con vehemencia a todos los que faltaban a las citas o llegaban tarde a ellas, llegaba
tarde a su propia boda. Tardó más tiempo del que había supuesto en recobrar el color
normal de la cara y en lograr que sus manos dejaran de temblar, y cuando por fin lo
consiguió, se puso el vestido de boda de Muchas Palomas, se miró en el espejo y tuvo
que hacer un gran esfuerzo para no echarse a llorar.
Elizabeth no se reconocía en el reflejo. No entendía que la figura que veía en el
espejo pudiera ser ella, Elizabeth María Genevieve Middleton, que antes había sido
de Oakmere. Contempló la imagen durante largos minutos. Seguramente, muy pronto
la señora Schuyler o el mismo Nathaniel volverían a llamar a la puerta, ¿qué les diría
entonces? ¿Que tendría que tener un vestido de novia de raso y con bordados con el
cual se sintiera como realmente era? ¿Que no podría asistir a su propia boda como
una impostora, usando ropas que no tenía derecho a usar? Finalmente, y como no
podía hacer otra cosa, Elizabeth se quitó el vestido y las medias y se puso su habitual
vestido gris con su bordado discreto, el mismo vestido que había usado en la noche
que fue a buscar a Nathaniel. No era un vestido muy adecuado, es cierto, pero era el
suyo. En aquel momento, al mirarse al espejo, pudo reconocerse.
Tardó algunos minutos más en domar su pelo suelto hasta componer algo que no
afectara la sensibilidad de la gente. Del bolsillo de la camisa sacó un lazo de raso que
se ató alrededor de la cabeza para que el pelo no le cayera sobre la cara. Era
demasiado infantil; sin embargo, era mejor. Los rizos le revoloteaban por las sienes,
pero no quiso volver a peinarlos y echarlos hacia atrás. Era todo lo que podía hacer
por Nathaniel, ya que no podía usar el vestido de Muchas Palomas.
Estaban todos esperándola; oyó un murmullo generalizado en el momento en que
comenzó a bajar la escalera. Nunca había estado tan asustada, tan lúcida, tan
consciente de lo que pasaba a su alrededor y de lo que estaba haciendo. En la
escalera, delante de tantos extraños que la observaban y aguardaban, buscó a
Nathaniel y, como sabía que sucedería, lo vio allí sonriendo. Y entonces descubrió
que era posible estar al mismo tiempo terriblemente asustada y extraordinaria e
inconcebiblemente feliz, todo al mismo tiempo.
Algo más tarde recordaría vagamente la ceremonia. El reverendo Lyddeker tenía
una sonrisa vaga, acento alemán y hebras de tabaco en la pechera de la camisa. La
señora Schuyler estaba cerca de él, junto a sus hijas Cornelia y Catherine, una a cada
lado, con el último sol de la tarde en sus rubios cabellos formando un halo de luz. La
habitación olía a cortinas recién lavadas, a humo de pipa y a los bosques de pinos que
se veían a través de las ventanas abiertas. Y allí estaba Nathaniel, siempre sonriendo.

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Cuando le cogió la mano y pudo notar que temblaba, se le acercó y le rozó la oreja
con la boca.
—Vamos, Botas —le susurró con dulzura mientras esperaban que los testigos se
situaran—. Si puedes enfrentarte con Moses Southern, también podrás afrontar esto.
No será muy largo.
Hubo sólo dos verdaderas sorpresas: la calma que a ella le fue posible mantener,
una vez había llegado tan lejos, y el anillo que Nathaniel le puso en el dedo. Había
pensado en un anillo, pero no lo esperaba. Era una banda de oro muy sencilla; no
sabía cómo se las había arreglado para conseguirlo ni de dónde lo había sacado, pero
estaba muy contenta por el roce extraño y frío del anillo en su dedo. En aquel
momento valía la pena concentrarse en el resultado. Cuando el reverendo terminó de
pronunciar las palabras finales de la ceremonia, ella había dejado de ser una solterona
para convertirse en la señora de Nathaniel Bonner, que la besó sonoramente en medio
de una habitación llena de personas que lo aprobaban.

* * *

Una larga mesa había sido dispuesta para la celebración: estaba cubierta por un
mantel de lino, sobre el que había porcelana china y cristalería, en el centro se
destacaban cuatro grandes bandejas de plata con bruñidas tapas semiesféricas, un
poco empañadas y rodeadas por un círculo de platos. Había allí ostras en vinagre,
venado frío, trucha aderezada con nueces y harina de trigo y frita con mantequilla, un
enorme jamón adornado con granos de pimienta, puré de calabaza, arroz, maíz
hervido, alubias verdes en una rica salsa cremosa. Al lado, disputándose el lugar entre
una legión de cerveza fuerte y botellas de vino había un prominente pudín, un cuenco
de frutas, platos con trozos de pan y tarta de jengibre. Los ayudantes se agrupaban
junto a la comida, hombro con hombro, la habitación se llenaba con conversaciones
diferentes en inglés, alemán y kahnyen’kehaka, de los olores de la carne asada, el
tabaco de las pipas, la fragancia de las velas de cera de abeja y los grandes ramos de
flores silvestres de primavera que flanqueaban la chimenea ahora apagada. Durante
más de una hora la nueva pareja fue presentada, recibió las felicitaciones y atendió
los brindis hasta que, junto con sus anfitriones, pudieron sentarse. Elizabeth estaba
contenta de poder hacerlo. Los que la rodeaban eran un grupo ruidoso, jovial y
amable.
Por debajo de la mesa, Nathaniel apretaba con fuerza y placer la pierna de
Elizabeth para tranquilizarla. Ella se inclinó hacia él muy cómoda y dándose cuenta
claramente de que en aquel momento tenía pleno derecho a hacerlo. No tenía apetito
pese a los manjares que la señora Schuyler había puesto en su plato. Desde donde
estaba sentada podía ver los campos que se extendían hasta la orilla del río, y más allá

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los bosques, entre las sombras del atardecer. Podría haber estado en medio del río en
aquel mismo momento de no haber sido por la generosidad y la bondad de aquella
gente, por su buena voluntad para relegar sus propias tareas y preparar un banquete
de boda para ella. Tan sumida estaba pensando en lo que podría haber pasado que se
sobresaltó cuando una mano le tocó el hombro.
—Supongo que sabe lo que se lleva —dijo Sally Gerlach a Elizabeth mientras le
llenaba el vaso con vino. Debajo de una gran cofia, los ojos grises del ama de llaves
parpadeaban con aire solemne—. No sé si alguno de los presentes pensaba decirle la
verdad acerca de él, pero yo se la diré. La verdad es lo que una novia necesita, ¿se da
cuenta? Se puede pasar sin encajes en los cajones, pero sin la verdad… —Se rió, y
con ella el resto de la mesa también, los Schuyler, sus hijos y nietos, Antón
Meerschaum, el pastor, otros hombres que habían sido presentados a Elizabeth, cuyos
nombres no podía recordar en aquel momento, y Huye de los Osos, que estaba
sentado a la izquierda de Elizabeth y que comía con gran delicadeza pequeños
bocados de calabaza y venado—. ¿Quien le va a contar a esta niña la historia de su
hombre y del joven John Bradstreet?
—Es una historia que ya se ha contado muchísimas veces —protestó Nathaniel.
—¿Cuál es esa historia? —preguntó Elizabeth.
—Es una historia muy curiosa que tenemos aquí —dijo el reverendo Lyddeker,
guiñando un ojo de un modo no muy apropiado para un clérigo—. Una historia que le
interesará mucho.
—Seguro que le interesará —dijo Nathaniel apretando la rodilla de Elizabeth.
Como si le hubiera leído los pensamientos, se acercó a ella y le habló al oído, su
aliento tibio le rozaba el pelo—. Entiendo que estés inquieta —le dijo con dulzura—.
Pero trata de no demostrarlo. Botas. Ya les hemos causado muchas molestias a esta
gente.
Ella le dio un pellizco tan fuerte como pudo. Nathaniel le cogió la mano y la
apretó contra la superficie dura de su muslo.
—Ahora, cuénteme la historia —dijo.
—Ajá, así que quiere conocerla —dijo el pastor observándola por encima de su
vaso de vino.
—John es el hijo mayor de los Schuyler —dijo amablemente Huye de los Osos a
ese comentario.
—Y por Dios que haría casi dieciséis años que estaría bajo la tierra de no haber
sido por Nathaniel —añadió Antón Meerschaum.
Golpeó la mesa para dar énfasis a sus palabras, lo que hizo que la porcelana
temblara; la señora Schuyler lo miró de un modo que habría bastado para
tranquilizarlo de no haber sido porque toda su atención estaba puesta en el plato de
ostras que tenía delante.

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—Ésa es una versión muy simple de la historia —dijo el señor Schuyler—. Pero
usted debería saber que estamos hablando de la época de la guerra. Tal vez ese asunto
no sea de su agrado.
—El hecho de que ella sea inglesa no significa que sea una tory, Philip —dijo la
señora Schuyler con voz de desaprobación—. Puede ser que ella no tenga ninguna
opinión sobre política.
—Que Hueso en la Espalda no tenga opinión sobre algo es una idea muy extraña
—hizo notar escuetamente Huye de los Osos, logrando con eso que Nathaniel
sonriera y que Elizabeth lo mirara un poco enfadada.
—Nathaniel jamás se casaría con una tory —dijo Cornelia con énfasis.
Tenía dieciocho años, era lozana y bella, parecía iluminarse cuando miraba a
Nathaniel, y Elizabeth la había visto hacerlo con mucha frecuencia, había algo de
duda y timidez que no aparecía en otras ocasiones. Elizabeth temió que la muchacha
estuviera efectuando una provocación de la peor clase, pero Nathaniel miró a los
hermanos de Cornelia que reían y le contestó directamente a ella.
—Tienes razón —le dijo—. A menos que se haya reformado.
Por debajo de la mesa tocó la mano de Elizabeth entre el dedo pulgar y el índice y
se puso a masajearla con suavidad.
—No simpatizo con los tories —dijo Elizabeth quitando la mano—. Y me
gustaría mucho saber lo que hizo Nathaniel en la batalla de Saratoga si quieren
contármelo.
—No creo que puedan elegir —hizo notar Nathaniel.
—Muy bien —dijo el señor Schuyler—. Catherine debe comenzar porque la
historia comienza con ella, en Albany.
La señora Schuyler se dispuso a contar su parte.
—Nathaniel estaba con los guerreros de Herida Redonda del Cielo cuando ellos
vinieron a la ciudad para negociar con Philip. Y me trajo una carta de su madre.
—¡Pero dile qué parecía él! —gritó uno de los nietos.
—Él parecía un joven muy saludable de diecinueve años, el hijo de mi querida
amiga Cora Bonner, un joven que marchaba a la guerra.
—Mamá —dijo Rensselaer pronunciando lentamente—, parecía un mohawk en
busca de cabelleras.
—En aquellos días —dijo con soltura Huye de los Osos—, él era kahnyen’kehaka
y tenía su parte de cabelleras.
Hubo un repentino silencio en la sala. Elizabeth sintió que toda la atención de los
comensales se había fijado en ella; incluso el dedo pulgar de Nathaniel había detenido
su lento y cuidadoso giro sobre la palma de la mano de ella.
—Me parece que ésa es otra historia —le dijo a Osos con una voz que esperaba
sonara natural—. Ahora siento curiosidad por saber lo de John Bradstreet.

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Y se inclinó un poco más hacia Nathaniel mientras enredaba sus dedos con los de
él. Pero de pronto sintió la boca seca y cogió la copa.
La señora Schuyler miraba a su hijo ceñudo.
—Rensselaer, tenías cuatro años en septiembre del año setenta y siete.
—Sin embargo, me acuerdo muy bien —volvió a la carga, en aquel momento con
más ímpetu—. ¿Cómo podría olvidarme de un mohawk llamando a la puerta con la
cabeza afeitada para la batalla? ¿cómo podría olvidarme de que lo hiciste entrar y le
permitiste darse un baño? Y él lo hizo. Yo lo espiaba para ver si se le desteñía el
tatuaje, pero no se le destiñó. —Una ola de risas invadió la habitación.
El joven Philip Schuyler, un tímido muchacho de unos veinte años que apenas
había articulado palabra y que no se animaba a mirar a Elizabeth a los ojos, se dirigía
en aquel momento directamente a Nathaniel.
—¿Recuerdas cómo cuidamos tus armas y tus cuentas de concha?
—Claro que sí —dijo Nathaniel—. No olvides que era la primera vez que iba a
luchar en la guerra y que era sólo un poco más joven que tú. Muy pocas cosas podría
olvidar.
—Creo que el ver que los hombres blancos lucharían con los iraqueses fue lo que
le metió esa idea en la cabeza a John Bradstreet —dijo la señora Schuyler con aire
pensativo—. La idea de huir, quiero decir.
Elizabeth levantó la mirada y miró a Nathaniel.
—¿Hombres? ¿Tu padre estaba contigo?
—No —respondió la señora Schuyler por Nathaniel—. Cora no habría permitido
que fuera a un campo de batalla ese otoño. Estaba con fiebres. No le gustaba tampoco
la idea de que Nathaniel fuera, pero él…
Se interrumpió entonces; se notaba que no sabía cómo continuar. Elizabeth ya se
imaginaba lo que había ocurrido. Nathaniel estaría recién casado con Sarah y se
habría visto obligado a acompañar a su suegro a la guerra; sin embargo, no sabía
cómo informar a la señora Schuyler de que ella ya conocía el hecho.
—El otro hombre blanco era un escocés —dijo Nathaniel—. Casado en la tribu,
llamado Ian Murray.
—¿Es el que se casó con Trabaja con las Manos? —preguntó Huye de los Osos,
mostrando por primera vez curiosidad desde que la historia había comenzado. Luego
miró con expresión pensativa a Nathaniel cuando asintió.
La señora Schuyler se aproximó a Elizabeth.
—Como ve, el grupo de los guerreros era muy fuerte al contar con Nathaniel y
ese Ian Murray. Y nuestro John no podía soportar quedarse en Albany cuando la
guerra tendría lugar al lado de donde estábamos.
—Y John huyó para seguir a Nathaniel y a los Hode’noshaunee a los campos de
batalla —resumió Elizabeth.

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—Indirectamente, así lo hizo —confirmó la señora Schuyler—. Fue
aproximadamente una semana después de la batalla de la granja Freeman… —Hizo
una pausa como si tratara de ordenar sus pensamientos, pero había un tic en su
mejilla que Elizabeth no pasó por alto. Al principio pensó que era por enfado, pero
por la expresión de su boca vio que había mucho más que eso, un temor que persistía
después de dieciséis años—. Cuando no hubo más noticias de luchas, John pensó que
podría venir aquí y rescatar su poni —continuó—. Y hasta el día de hoy cuando
pienso en eso, en John pasando la noche con un saco de comida y un viejo mosquete
para atravesar unos cincuenta kilómetros a través de las líneas de Burgoyne, a los
doce años, debe saber que tenía doce años…
Puso las manos sobre la mesa y apretó los labios hasta formar una línea delgada.
—Le habrían cortado las orejas si estuviera aquí —completó la, joven Catherine
con un ligero temblor—, aunque ahora tenga veintiocho años.
—Claro que sí —dijo Antón con un dedo levantado—. Sólo mira la preocupación
que ha causado a sus padres.
—¿Y cómo te encontró? —preguntó Elizabeth.
—No me encontró —dijo Nathaniel—. Y aquí es donde empieza la historia, me
parece. —Llenó la copa con tranquilidad y luego, cuando todos en la habitación
estuvieron calmados, comenzó—: No pudimos participar de la primera batalla por un
día. Por eso en aquel momento yo estaba loco como el diablo; perdone, reverendo,
pero así era, yo era muy joven. Hubo más de mil muertos, no se podía andar diez
pasos sin pisar manchas de sangre, y yo estaba contrariado por haberme perdido la
lucha. Nos mantuvimos al acecho porque Gates contraatacaría antes de que los tories
fueran derrotados…
El señor Schuyler se sintió súbitamente incómodo. Elizabeth se preguntaba qué
historia habría detrás de aquélla, pero Nathaniel continuó haciendo una inclinación de
cabeza a su anfitrión.
—Era seguro que habría otra batalla. Nos hicieron trabajar como al resto de la
milicia y a los soldados construyendo fortificaciones y cosas similares. Era frustrante,
permítanme decirlo, ir a una batalla y terminar con una pala en la mano. Por eso me
puse muy contento cuando me llamaron para cumplir tareas de guardia en el frente.
Nathaniel hizo una pausa para beber, pero el resto de los comensales estaba
totalmente inmóvil. Incluso los más jóvenes, que habían estado moviéndose en sus
sillas e insistiendo para que los dejaran levantarse de la mesa, estaban en aquel
momento quietos y muy atentos.
—Me familiaricé con el terreno al otro lado de los…
—¿Detrás de las líneas británicas? —preguntó Elizabeth espantada.
La señora Schuyler frunció el entrecejo reprobando sus palabras y Elizabeth se
dio cuenta de que aquella historia era muy preciada y se debía contar según su propio

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orden, en el cual no tenían cabida las interrupciones. Nathaniel tenía paciencia,
aunque tal vez su audiencia no.
Levantó una ceja y le respondió:
—Generalmente es necesario familiarizarse con la situación del enemigo, Botas
—dijo—. Por eso anduve observando por ahí. Los Hode’noshaunee peleaban para
Burgoyne, habían comenzado a avanzar y no tenían mucha prisa por hacerme volver.
Ahora bien, unos diez días después de que montáramos el campamento, Varick dio
conmigo.
—Mi ayudante —aclaró el señor Schuyler.
—Justo cuando yo estaba llegando a la conclusión de que todos nosotros
moriríamos de aburrimiento antes de disparar otro tiro. Y entonces llegó él con la
noticia de que el muchacho se había escapado de la casa y que sospechaban que iba
hacia Saratoga. Entonces pensé que sin duda los tories lo habrían atrapado en cuanto
lo vieron y que lo habían encerrado, muerto de frío y mojado, en un granero. Tuvo
por lo menos la lucidez de no decirles de quién era hijo. Y así es como lo encontré,
tosiendo y ardiendo de fiebre.
Hizo una pausa para dirigir una sonrisa a la señora Schuyler, como si quisiera
recordarle que después de todo la historia había tenido un final feliz.
—Bueno, en resumen… —continuó levantando la mano para contener las
protestas de los jóvenes Schuyler—. Lo llevé a nuestro campamento cerca del lago y
le buscamos un médico, una mujer que atendía a los heridos.
—¿Un médico o una mujer?
—Las dos cosas —dijo Nathaniel.
—¿Una médica? —preguntó Elizabeth confundida.
—La Bruja Blanca —dijo Huye de los Osos—. He oído hablar de ella.
—Y también todos los soldados que pisaron ese campo de batalla —añadió la
señora Schuyler.
—¿Una curandera kahnyen’kehaka? —Elizabeth sentía la suficiente curiosidad
para arriesgarse a que la audiencia protestara por otra pregunta que interrumpiera la
historia.
Nathaniel negó con la cabeza.
—No, una mujer blanca, y por el modo de hablar, inglesa. Ian la capturó y resultó
ser su tía Clara. Él la trajo al campamento; justo cuando pensaba que no podríamos
hacer nada por el muchacho se arrodilló junto a él y escuchó el ruido de su pecho;
luego le hizo tragar algo y lo arropó bien. Lo más notable fue que el niño se calmó en
cuanto oyó su voz, le hablaba en voz baja diciéndole que apoyara la cabeza. Como
habría hecho mi propia madre de haber estado allí.
—¿Cuántos años tenía esa mujer? —preguntó Elizabeth y luego escondió la
cabeza ante las risas que despertó—. No es por curiosidad… —comenzó a decir

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débilmente, pero ya Nathaniel le había puesto el brazo en el hombro y le daba un
suave pellizco.
—Bueno, tal vez te tranquilice si te digo que su esposo también estaba allí y que
fue al campamento. Un pelirrojo escocés de gran tamaño, herido en la granja
Freeman. Volví a encontrarlo más tarde en las Alturas, lo que me alegró mucho.
Desde aquel día he pensado muchas veces en ellos. —Se volvió hacia el señor
Schuyler—. De no haber sido por ella, John Bradstreet habría muerto, creo que
debemos beber a su salud.
—Y es lo que haremos —dijo el señor Schuyler levantando su copa—. Por
Nathaniel que llevó al pequeño John a través de las líneas enemigas —dijo—. Y por
la Bruja Blanca…
—Clara Fraser —le recordó Nathaniel.
—Por Clara Fraser que lo salvó de la fiebre.
—¿Qué pasó después? —preguntó Elizabeth una vez que entrechocaron las
copas.
—No mucho. Lo cuidamos en un campamento apartado de las fortificaciones de
las Alturas de Bemis para mantenerlo seguro, y allí se quedó mientras tuvo lugar la
siguiente batalla hasta que estuvo bastante fuerte para levantarse. Ya se había dicho y
hecho todo lo que debía hacerse, Burgoyne quedaba atrás y todo el lugar había sido
quemado en la retirada. El señor Schuyler llegó cuando se arregló la rendición y pudo
llevarse a John. Y así termina esta historia.
—¡Nathaniel! —protestó la señora Schuyler—. La falsa modestia no te sienta
nada bien.
—Eso es lo que pasó —repitió él.
—Ah, sí, por supuesto —dijo ella con una sonrisa irónica—. Pero me parece que
te olvidaste de algunos detalles. Por ejemplo, que tuviste que atravesar trece
kilómetros a través del campo enemigo.
—Era inevitable —dijo él—. De otro modo no habría podido encontrarlo.
La señora Schuyler se volvió hacia Elizabeth.
—Imagínese —dijo—. Nathaniel, un muchacho de sólo diecinueve años,
entrando en el granero… Estaba por allí, por donde están pastando las vacas, ¿ve?
Allí tenían encerrado como prisionero a John. Y Nathaniel entró y salió con él como
si alguien lo hubiera enviado a buscarlo. Les habrían podido disparar a los dos en
aquel momento, pero Nathaniel no dudó. Avanzó pasando junto a las tropas, los
oficiales y la artillería con un muchacho bien crecido de doce años sobre los
hombros, y que siguió caminando a través de los pantanos y el terreno escarpado,
trece kilómetros hasta llegar al campamento. Durante dos semanas se las arregló para
mantener vivo al niño, y mientras tanto tuvo que ir a pelear en la batalla de las
Alturas de Bemis.

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—No estaba solo en las Alturas —murmuró Nathaniel—. Antón, aquí presente,
hizo su parte igual que otros hombres que estaban allí.
—Y pelearon tan bien que tanto Morgan como Arnol fueron a buscarlo para
preguntarle si podían dejar a Herida Redonda del Cielo y unirse a ellos. Entretanto,
Nathaniel se había asegurado de que John estuviera bien atendido. ¿Se imagina todo
eso?
—Sí, me lo imagino —afirmó Elizabeth sin dudar.
Sally Gerlach había estado muy quieta mientras contaban toda la historia, pero en
aquel momento parecía revivir con una risa que rompió el silencio de la sala.
—Una novia nunca está predispuesta a dudar de todas las cosas buenas que se
dicen de su hombre —señaló—. Pero lo que pasa es que en este caso es cierto.
El señor Schuyler asentía con la cabeza.
—Quizás ahora no le sorprenda tanto saber por qué nos sentimos tan felices de
hacer algo para ayudarlos en el día de hoy. Mañana yo me ocuparé de sus asuntos en
Albany, para que puedan descansar tranquilos.
A una señal de la señora Schuyler, las sirvientas comenzaron a quitar la mesa, y
ella misma se levantó.
—Ha sido un atardecer muy largo. ¿Quieren retirarse ya?
Se oyeron algunas risas en la mesa, pero se extinguieron, como muchas velas, a
causa del movimiento severo de cabeza de la señora.
—Sí —dijo Elizabeth queriendo que su respuesta denotara una calma que estaba
lejos de sentir—. Le agradezco mucho todo lo que ha hecho.
—Muy bien, entonces les damos las buenas noches —añadió Nathaniel.
—¡Mamá! —exclamó Rensselaer—. ¿De qué hablan? Todavía no son las diez de
la noche.
—Ah, sí, tienes razón —dijo Nathaniel mientras ayudaba a Elizabeth a subir—.
Pero ha sido un día muy largo para nosotros, ¿entiendes?, y mi esposa y yo estamos
demasiado cansados. Como puedes ver.
Elizabeth le puso la mano en el puño de la camisa.
—Si quieres tomar una copa con los hombres… —El dudó—. Por favor, hazlo —
dijo con toda sinceridad y deseando que aceptara.
Pensaba que le vendría muy bien estar sola durante un rato.
Nathaniel no le sonreía en aquel momento, había algo diferente, una amabilidad y
un entendimiento que hizo que la respiración de Elizabeth se agitara. Ella inclinó la
cabeza en señal de conformidad y había comenzado a dar media vuelta para seguir
subiendo cuando él la cogió de la muñeca y la tiró suavemente del brazo.
—No tardaré —le dijo al oído—. No te duermas sin mí.
No estaba tan oscuro para necesitar una vela para guiarse y llegar hasta donde se
encontraba Elizabeth. La luz de la luna la iluminaba. Se quedó observándola varios

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minutos hasta que pudo creer en lo que estaba viendo: su buena suerte. Ella dormía
profundamente, tenía la cabeza muy inclinada hacia un lado y se veía claramente la
línea del cuello surgiendo de un camisón muy sencillo, la piel tan blanca y suave
como la misma luz de la luna.
Nathaniel la miró dormir y luego se tendió junto a ella y escuchó los ruidos que
hacían los de la casa mientras se preparaban para dormir, escuchó también la
respiración de Elizabeth, los latidos de su corazón. Y siguió mirándola dormida y
preguntándose cómo había llegado a aquella situación en su vida, cómo era posible
que la mujer que estaba junto a él fuera su esposa.
Hasta que se quedó dormido, casta y completamente feliz.

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Capítulo 26

Elizabeth se fue despertando poco a poco, abandonando los sueños a disgusto. Hacía
frío y por la ventana se veía la lluvia que tamborileaba con suavidad, una persistente
llovizna de primavera bajo las primeras luces grisáceas del día. Elizabeth se estiró, se
dio media vuelta, y allí estaba Nathaniel, mirándola. Tendido a su lado, en los brazos
y hombros desnudos tenía el vello erizado.
—Estás muerto de frío —le dijo levantando la manta para abrigarlo.
Entonces él se apretó contra ella, la acarició, su frente reposó sobre una de sus
sienes.
—Y tú estás muy caliente.
La rodeó con los brazos y se quedaron tendidos sin moverse en un inmenso pozo
de calor y suspiros, hasta que ella volvió la cara para mirarlo. Con los labios le rozaba
la barba apenas crecida de la mejilla.
—Me quedé dormida —dijo—. Tendrías que haberme despertado.
—Ah, sí, bueno. Ahora estás despierta y yo también.
Le hacía círculos en la espalda con las dos manos y la miraba fijamente, sin
rastros de sueño.
—¿Nathaniel?
—¿Mmmm?
—Hay una conversación que no concluimos ayer.
—Perdóname, Botas, pero no quiero hablar de tu padre en este preciso momento.
—Le tocó con la boca el pómulo y ella se estremeció.
—No me refería a eso —dijo pasándole las manos por el pecho desnudo,
sintiendo los latidos de su corazón en las palmas.
Él se apartó un poco, le brillaban los dientes. Su esposo, astuto y feroz como un
lobo.
—¿Qué dijiste de la… satisfacción? —pudo decir ella.
—Ah —dijo Nathaniel satisfecho—. Sabía que te quedarías pensando en eso.
—Bueno —dijo ella cuando quedó claro que él estaba más interesado por
explorar la blanda carne de debajo de su oreja que por hablar del asunto—. ¿Me lo
vas a explicar?
—¿Explicaciones a esta hora de la mañana? —Él negó con la cabeza. Con una
mano le recorría el muslo, arrastrando en el movimiento la ropa interior—. Claro que
una cuidadosa demostración, eso sería otra cosa.
—Es de día —dijo débilmente y sin convicción.
—Así es. Pero ya hemos hecho esto a la luz del día. A decir verdad sólo lo hemos
hecho de día, y ha salido muy bien.

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Ella apretó con fuerza los labios y frunció el entrecejo.
—¿Estás tratando de turbarme?
—Ya que me lo preguntas, te lo diré —respondió mientras la mano iba subiendo
por el muslo—. Según mi forma de entender, como esposo tuyo no sólo tengo el
derecho, sino también el deber, de turbarte. Y es una tarea que pienso tomarme muy a
pecho, por si te cabe alguna duda.
Le olisqueaba el cuello y ella se arqueaba contra él, mientras una mano de
Nathaniel le apretaba la cadera desnuda.
—Nathaniel —dijo tratando de apartarlo—. Tengo que… hay algo que…
Sin ganas la dejó ir.
—Bien, ve. Pero ten en cuenta, Botas, que mi paciencia tiene un límite.
—Ah, sí —dijo sonriendo esta vez—. Me doy cuenta.
Salió de la cama y cogió el vestido colgado de una percha en la pared. Se lo pasó
por encima de la cabeza con camisón y todo. Luego se puso los zapatos.
—No vas a salir bajo la lluvia —dijo Nathaniel atónito—. No cuando hay un sitio
bajo las mantas.
Ella lo miró por encima del hombro.
—Saldré —confirmó.
—Pero ¿por qué?
—Porque durante las próximas semanas o tal vez más, tendré que apañármelas
con lo necesario, me parece. Pero hoy todavía puedo obtener alguna comodidad.
Se puso el chal sobre la cabeza y los hombros.
—No creo que caminar bajo la lluvia sea una comodidad —musitó él—. Para mí
es algo absolutamente incómodo.
—No eres una mujer.
Él emitió un gruñido.
—Al menos lo has notado. —Se puso de lado y estiró una mano hacia donde
estaba ella—. Dame un beso antes de salir.
Pero ya estaba casi en la puerta y lo saludaba con la mano.
Nathaniel se tendió sobre las almohadas, con las manos cruzadas bajo la cabeza
mientras observaba la fina cortina de lluvia. Estaba amaneciendo y deberían ponerse
en marcha inmediatamente. Al menos debían intentarlo. No había tiempo para
lecciones sobre satisfacción, ni nada por el estilo. Tarde o temprano a Richard Todd o
al juez se les ocurriría buscar en Saratoga.
Tendrían que permanecer ocultos hasta que Schuyler tuviera la oportunidad de
tratar con las autoridades en Albany, y luego habría que esperar por lo menos dos
semanas a partir de aquel momento, sin quedarse en ningún lugar fijo. Todd los
perseguiría. Nathaniel no tenía la menor duda al respecto. Con un suspiro de rabia,
apartó las mantas de la cama y se levantó mientras se desperezaba con ganas.

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Observó el objeto de cerámica que Elizabeth no había querido usar, mirando con
divertida curiosidad los motivos de flores y angelitos que lo decoraban por dentro y
por fuera. Luego, bostezando, buscó sus polainas mientras miraba distraídamente por
la ventana. Desde aquella parte de la casa se podía ver el jardín de la cocina, la tierra
oscura recién arada, húmeda y fértil en el despertar de la primavera, y más allá, el
prado que se extendía entre la casa y el bosque.
En aquel momento apareció un hombre en el límite del bosque donde
comenzaban las praderas. Hizo una pausa, miró fijamente y avanzó en dirección a la
casa. Tenía puesto un gorro, pero se veía el pelo rojo brillante pese a la débil luz del
amanecer. También brillaba el cuchillo que llevaba en el cinturón y el cañón de un
rifle que asomaba por encima de su hombro. Iba vestido como un guardabosques pero
se movía como un cazador kahnyen’kehaka.
Una parte de la mente de Nathaniel sabía lo que vería antes de que sus ojos
siguieran la trayectoria: Elizabeth saliendo de la casa, su cabeza envuelta por el chal
para protegerse la cara de la llovizna. Richard Todd se movía rápido y la interceptaría
justo cuando llegara a la puerta de la cocina. Un minuto era tiempo suficiente, el
tiempo justo.
Nathaniel tenía su rifle en la mano y había examinado la pólvora y la carga en
veinte segundos; en otros quince estaba de pie con sus pantalones y los pies descalzos
ante la puerta de la cocina de la señora Schuyler, apuntando a una altura de un metro
y setenta y cinco centímetros. Doce centímetros más alto que Elizabeth; ocho más
bajo que Richard Todd.
Sally Gerlach estaba de pie ante la encimera con las manos en un barreño lleno de
masa, y miró al hombre semidesnudo que tenía ante sí.
—Abra la puerta —le dijo él con calma.
—Tengo que limpiarme las manos.
—¡Nathaniel! —gritó Elizabeth.
—Abra enseguida —dijo Nathaniel de nuevo—. Si no, dispararé para entrar.
Teniendo en cuenta su edad y tamaño, se movió rápido. Ante la mirada de
Nathaniel, ella cogió el picaporte con una mano llena de harina y empujó la puerta,
que se abrió crujiendo.
—¡Madre de Dios! —gritó la mujer.
Elizabeth había sido capturada y luchaba por deshacerse de Richard. Éste la tenía
cogida del brazo y se abalanzaba sobre ella con una mirada llena de resentimiento
que hizo estallar los nervios de Nathaniel. Puso los dedos casi inconscientemente en
el gatillo.
Ella miraba por encima del hombro a Nathaniel con temor y rabia. Este lo sintió
más que lo vio, porque toda su atención estaba puesta, clara y afilada como una
navaja, en el cañón de su rifle que apuntaba a un punto situado encima de la ceja

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izquierda de Richard Todd.
—Doctor Todd —le dijo sin sonreír—. ¿No le parece muy temprano para venir de
visita? Quisiera pedirle que quite sus manos de encima de mi esposa y espero que me
haga caso. Sería una vergüenza ensuciar el suelo de Sally.
Richard se puso repentinamente pálido y frunció el entrecejo. Dudó lo que tardan
dos latidos del corazón y luego, con un desdeñoso y brusco ademán, dejó libre a
Elizabeth.
Ella se tambaleó en la cocina y se apretó el chal contra el cuerpo. Con una mirada
en la que se mezclaban el asco y la ira fue a situarse, erguida e inmóvil, detrás de
Nathaniel.
Nathaniel bajó lentamente el rifle, pero no sacó el dedo del gatillo. En aquel
momento Huye de los Osos apareció en el marco de la puerta por detrás de Richard,
con un hacha de guerra en la mano.
Elizabeth dejó escapar un profundo suspiro.
—No te preocupes, Botas —dijo Nathaniel tranquilamente—. El doctor Todd no
sufrirá ningún daño el día de hoy. A menos que se lo busque. ¿No es así, Osos?
Richard todavía no había dicho una palabra. Su rostro, impasible como había
estado, se volvió más impenetrable aún.
—Sally —dijo Nathaniel jovialmente, todavía con los ojos fijos en Richard—.
Creo que Schuyler querrá saber que tiene visita.
—Sí, por supuesto —dijo Richard—. Dile que tenemos un asunto legal que tratar
y que apreciaría mucho su consejo.
La mujer dudó hasta que le tocó el hombro a Elizabeth.
—Será mejor que venga conmigo —dijo—. ¿Señora Bonner?
—¡No la llame así! —exclamó Richard con rabia.
—Es mi nombre —dijo Elizabeth antes de que pudiera hacerlo Nathaniel, que la
veía por el rabillo del ojo: la barbilla alta, los ojos brillantes, el rostro acalorado y un
temblor de rabia como nunca había percibido en ella. Pero era capaz de controlarse,
Nathaniel se alegró de notarlo—. Y le agradecería que no interfiriera en cosas que no
son de su incumbencia —concluyó ella.
Nathaniel miró a Richard detenidamente, dándose cuenta de que tenía que luchar
para dominar sus impulsos, listo para entrar en acción si perdiera la batalla.
—Este asunto me incumbe —dijo por fin Richard—. Y no tengo la menor duda
de que el señor Schuyler estará de acuerdo conmigo en que la ley está de mi lado en
este caso.
—Sí, y seguramente el diablo también, lo más probable —murmuró Sally
Gerlach, y se dio media vuelta para salir de la cocina.

* * *

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Se reunieron en la sala, por insistencia del señor Schuyler, a las ocho en punto.
Esto dio tiempo a Elizabeth y Nathaniel de vestirse, lo mismo que a Richard Todd
para asearse y recomponerse.
Así Elizabeth se encontraba casi exactamente en el mismo punto donde había
estado antes de casarse, hacía menos de un día, de nuevo con Nathaniel a su lado,
pero esta vez también teniendo que soportar la mirada rabiosa y fría de Richard Todd.
Sin embargo, Elizabeth estaba tranquila, lo que tenía que hacer en aquel momento era
hacerle frente. Pensó en todo lo que había sucedido y no pudo encontrar nada de lo
que culparse o estar avergonzada. Esto le permitió mirar a los ojos de Richard con
total seguridad.
El señor Schuyler estaba ante la chimenea con los brazos a los lados y guardaba
silencio mientras los demás ocupaban sus lugares en la sala. Tenía un aspecto severo
y mantenía la boca cerrada y los oscuros ojos gachos. Se estaba vistiendo para el
viaje cuando Sally llamó a la puerta presa de gran agitación, pero el general supo
dominar la situación que se había originado en su cocina como si no fuera nada
extraordinario. En aquel momento Elizabeth no podía decir si estaba o no enfadado, y
en caso de estarlo, tampoco se sabía con quién. De cualquier forma, la imagen del
hombre amable y deferente que había estado contando historias durante la boda había
desaparecido.
—Al parecer hay un asunto que debe dilucidarse —comenzó. Cerró la boca, miró
alternativamente a cada uno de los presentes, y luego siguió—. Tal vez el doctor Todd
nos pueda decir con qué objeto ha turbado la paz de mi casa y atacado a uno de mis
invitados.
Dijo esto con mucha lentitud; sin embargo, no quedaba duda alguna de que el
señor Schuyler tenía la respuesta.
Elizabeth vio que Richard Todd titubeaba.
—Es muy simple —dijo. Tenía la voz ronca como si hubiera estado gritando.
Miraba directamente a Elizabeth sin hacer caso de Nathaniel—. Estoy aquí para
llevar a Elizabeth Middleton a Paradise, a petición de su padre.
—¿Qué soy yo, un saco de harina o un esclavo fugitivo? —comenzó a decir
Elizabeth, pero el señor Schuyler negó suavemente con la cabeza para indicarle que
no siguiera. Al mismo tiempo sintió que Nathaniel le tocaba el codo. Bajó la cabeza
para ordenar sus pensamientos—. Soy una persona adulta, en completa posesión de
mis facultades —dijo, y miró al señor Schuyler—. Y como usted sabe, señor, soy una
mujer casada. El doctor Todd no tenía derecho a darme órdenes cuando era soltera, y
menos ahora.
—Usted no está legalmente casada —dijo Richard contrariando sus argumentos.
Elizabeth sintió que Nathaniel se estaba enfureciendo, pero el señor Schuyler
habló primero:

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—Me permito disentir. ¿Nathaniel? —dijo. Sin apartar la mirada de Richard,
Nathaniel sacó un papel de su camisa y se lo alcanzó al señor Schuyler—. Un acta de
matrimonio —señaló él—. Donde yo mismo figuro como testigo y también mi
esposa; firmada ayer por la tarde en esta misma habitación. Están legalmente casados,
doctor Todd y… perdóneme, Elizabeth… Nathaniel, ¿presumo que se ha consumado
el matrimonio? Sí, bien. Entonces sea cual sea su opinión acerca de esto, doctor
Todd, no hay nada que pueda hacer al respecto. —Dudó un segundo y volvió a hablar
con rapidez—: Podría también añadir que su conducta de esta mañana demuestra una
escandalosa falta de modales y de buena educación.
—La señorita Middleton me ha hecho una promesa legal de matrimonio a mí —
dijo Richard sin énfasis—. Y quiero que cumpla su palabra.
Elizabeth emitió un sonido mezcla de risa y maldición.
—Es mentira —dijo Nathaniel—. Y él lo sabe muy bien.
—Tengo testigos —Richard se ponía pálido.
—Otra mentira —replicó Elizabeth.
—No veo a esos testigos aquí, doctor Todd. —La serenidad del señor Schuyler
parecía interrumpirse por la aparición súbita de manchas rojas en las mejillas y el
cuello—. La boda ha tenido lugar y es perfectamente legal. Si usted quisiera
emprender algún tipo de acción contra esta señora, en el supuesto caso de que tuviera
alguna prueba, espero que recuerde que debe tener la caballerosidad suficiente para
reconocer que ella ha concedido sus favores a otra persona.
—Soy lo suficientemente hombre para reclamar lo que es mío —respondió
Richard.
—Richard Todd —dijo Elizabeth, la voz le temblaba de rabia y abrigaba una
profunda y contenida violencia—. ¿Cómo puede venir aquí y decir semejante
falsedad? Nunca le hice ninguna promesa y mucho menos en público.
Él parpadeó lentamente; su cabeza giraba ante ella en arcos interminables.
—Su padre está en deuda conmigo —dijo—. Como usted bien sabe. Si usted no
hace honor a su promesa… —intentaba seguir hablando pese a las voces de protesta
que se alzaban—, entonces, simplemente, me quedaré con la propiedad. Con toda la
propiedad.
—¿Cuánto dinero le debe mi padre a usted?
—Más de todo lo que usted posee —dijo él con desprecio.
—Usted es una persona tan arrogante como vulgar —comenzó Elizabeth. Esto
suscitó una mirada de sorpresa por parte de Nathaniel, una de conmoción por parte
del señor Schuyler y rumores provenientes del otro lado de la puerta cerrada—. Y
para que sepa, señor, usted no tiene la menor idea de lo que yo poseo.
Con aire visiblemente incómodo, el señor Schuyler levantó la mano.
—Era una pregunta razonable la que le hizo la señora —dijo—. ¿Cuánto dinero

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se le debe?
—Tres mil —dijo Richard—. Tres mil libras.
Y enseguida lanzó una mirada desafiante a Elizabeth.
El señor Schuyler lanzó una exclamación de sorpresa. Elizabeth, sintiéndose
incapaz de responder al reclamo de Richard, se agarró a al brazo de Nathaniel.
—¿Más de diez mil dólares? —dijo el señor Schuyler—. ¿Cómo puede ser eso?
—No tengo por qué dar explicaciones —dijo Todd—. Pero sucede que el juez
hizo una inversión muy cuestionable en unas tierras al sur de Ohio. Y contra mis
buenos consejos.
El señor Schuyler lo miraba fijamente.
—Desde luego —dijo secamente—. Sus mejores consejos. —Negó con la cabeza
y añadió—: Diez mil dólares. Es difícil imaginarlo.
—Sin embargo, es cierto —repuso Richard—. Y todas las propiedades del juez
valen en conjunto tal vez la mitad. Nuestro acuerdo, y fíjese si hubo generosidad por
mi parte, era tomar la primera escritura como pago total. Después de haberme casado
con su hija. No era tal vez muy equitativo, teniendo en cuenta mis intereses… —Hizo
una pausa esperando que hiciera efecto el insulto y concluyó—: Pero era el único
acuerdo posible con el juez.
Elizabeth sintió de pronto frío pensando en lo que podría haber ocurrido, la
situación en la que podría haberse involucrado de haberse casado con aquel hombre.
Sintió náuseas. Sintió la mano firme de Nathaniel en su brazo.
—No se trata de Elizabeth, se trata de Lobo Escondido —dijo Nathaniel.
Richard volvió la cabeza violentamente para mirarlo.
—Sí —confirmó—. Así es.
—Lobo Escondido ya no pertenece a mi padre, y usted no puede apropiárselo —
dijo Elizabeth—. Incluso aunque quisiera cobrarse la deuda.
—El tribunal podría opinar lo contrario —dijo Richard—. Estoy seguro de que,
después de que se aclare el asunto, estarán dispuestos a transferirme la propiedad. Y
eso no tardará mucho.
Nathaniel miraba al señor Schuyler.
—Tenemos el dinero que se le adeuda —dijo.
Richard lanzó una carcajada sorda.
—¿Usted tiene diez mil dólares? —preguntó con voz de incredulidad—. ¿Ha
estado robando bancos además de robar jóvenes mujeres en medio de la noche?
Nathaniel apretó el brazo de Elizabeth para que se mantuviera quieta.
—Usted y yo discutiremos acerca de su lenguaje —dijo lentamente—. Un día de
éstos. Y cuando lo hagamos espero que esté dispuesto a disculparse.
—Tenemos el dinero —dijo Elizabeth dirigiéndose resueltamente al señor
Schuyler—. De mi tía Merriweather.

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Pensaba que aquel dinero cedido tan generosamente y que el día anterior le había
parecido toda una fortuna, ya no lo era tanto.
—Su tía le ha regalado sólo dos mil libras, según tengo entendido —puntualizó
Richard—. Faltan tres mil quinientos dólares.
Elizabeth alzó la cabeza y sintió que se le iba el color de la cara.
—Bueno, ahora vemos que clase de caballero es usted, doctor Todd, que no tiene
escrúpulos en abrir la correspondencia de los demás.
—Eso lo hizo su padre —dijo él sin ningún resquemor.
—Usted es un estafador —dijo ella—. Un vulgar ladrón.
Él sonrió y antes de que ella supiera lo que hacía, ya estaba moviéndose en
dirección a Todd. La detuvo la mano de Nathaniel en su hombro.
—Tenemos el resto del dinero —le dijo al señor Schuyler.
—Ah —exclamó afectadamente Richard—. ¿El mítico oro de los tories?
Nathaniel no desviaba la mirada del señor Schuyler.
—Pagaremos hoy mismo, en Albany.
—Bueno, Todd —dijo el señor Schuyler—. Parece que esta historia tiene un final
feliz, después de todo. Hoy recibirá el dinero que se le debe, si usted puede presentar
las pruebas. El juez Middleton retendrá la propiedad que no ha cedido a su hija y las
tierras que se le han legado a ella serán suyas y de su esposo. El asunto queda
concluido.
—No. —Richard negó con la cabeza, la sonrisa había desaparecido de sus labios
—. Lobo Escondido me fue prometido como parte del contrato matrimonial y lo
reclamaré.
Hubo una pausa en la habitación, la tensión entre Richard y Nathaniel iba en
aumento. Elizabeth se daba cuenta de que estaba más allá de aquella corriente de
energía que enfrentaba a los dos hombres. Habían llegado al nudo de la cuestión.
—Olvídelo, hombre —dijo con vehemencia el señor Schuyler—. Sus
posibilidades son casi nulas. No conseguirá nada más que ensuciar su buen nombre
en los juzgados. Y el de ella.
—¿Buen nombre? —dijo Richard riendo—. A ella no le queda buen nombre que
proteger.
Nathaniel había estado conteniendo a Elizabeth, pero en aquel momento era él
quien se apartaba de ella para acercarse a Richard Todd y antes de que ella pudiera
darse cuenta de lo que sucedía el puño de Nathaniel golpeó la mandíbula de Richard
produciendo un sonido sordo. Este se estremeció, quiso responderle y se contuvo. A
Elizabeth se le revolvió el estómago, que pareció subírsele a la garganta.
El señor Schuyler dio un paso adelante y detuvo a Nathaniel poniéndole una
mano en el hombro.
—¡Domina tus impulsos, hombre! —gritó—. ¿O es que olvidas dónde estás? ¡Por

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Dios, los echaré a los dos si no se controlan!
Nathaniel respiraba agitado. Desvió la mirada, luego miró al señor Schuyler
dejando caer la cabeza en señal de asentimiento a sus palabras.
Los ojos de Richard brillaron con mezquina satisfacción. La mandíbula se
enrojecía rápidamente y un hilo de sangre le manchaba el labio, pero de todos modos
sonreía.
—Nathaniel Bonner alias Lobo Veloz —dijo con voz amenazante—, escúcheme,
me voy a Albany para presentar una demanda contra esta… —tragó saliva— señora.
Y con tal finalidad insisto en que ella me acompañe para que responda a las
acusaciones y sea investigado este asunto.
—No —dijo Nathaniel.
El tono de voz, bajo y razonable, hizo que los pelos de Elizabeth se erizaran. Él
miró por la ventana abriendo y cerrando los puños. Cuando volvió con ellos, tenía
una expresión impasible.
—Usted no tiene poder sobre nosotros —dijo—. Y se lo advierto una vez más, y
sólo una vez más. Manténgase lejos de mí y de los míos, y nosotros nos
mantendremos lejos de usted. Pero si no puede hacerlo, si vuelve a ponerle la mano
encima a mi esposa o a cualquier miembro de mi familia, le mataré.
Richard no parpadeó.
—Ella vendrá y tendrá que responder de las acusaciones que hay en su contra —
dijo—. O haré que el juzgado la obligue.
—Doctor Todd, está yendo demasiado lejos —dijo el señor Schuyler, disgustado.
Se volvió hacia Nathaniel—. Déjame tratar con él —le dijo—. Por favor, lleva a tu
esposa arriba.
—Señor Schuyler, yo no iré a Albany con él —dijo Elizabeth.
—Por supuesto que no. Por favor, suba a su habitación y yo me ocuparé de esto.
Elizabeth dudó, Nathaniel la cogió del brazo y ella levantó los ojos para mirarlo.
—Vete —dijo abriendo la puerta para que ella saliera—. Enseguida iré contigo.
La señora Schuyler y sus hijos estaban en el vestíbulo con Huye de los Osos, que
permanecía allí con el rifle en la mano. Intercambiaron miradas con Nathaniel, quien
luego siguió a Elizabeth escaleras arriba y se quedó fuera de la habitación con la
espalda contra la pared.

* * *

Ella se paseaba por la habitación, alternativamente leía la carta de la tía


Merriweather y luego se detenía para hacer cálculos en una hoja de papel. Además
del regalo de siete mil, necesitarían otros tres mil quinientos, y los necesitaban aquel
mismo día. Ella misma tenía algo así como la mitad en el banco de Albany, todo el

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ingreso anual proveniente de la pequeña herencia de su madre. Pensó que Nathaniel
tendría el resto, dada la oferta de compra que le había hecho al juez. Pero volvía a
sumar una y otra vez y llegaba siempre al mismo lugar: no había dinero suficiente
para pagarle a Richard toda la deuda, además de los impuestos que se debían de su
propiedad y de la de su padre. Faltaban aproximadamente por lo menos quinientos
dólares.
Pasó una hora antes de que él fuera a verla. Cerró la puerta sin hacer ruido y ella
fue hacia Nathaniel para rodearlo con sus brazos, para apoyar la cabeza en su
hombro, temblando de rabia y frustración.
—No tenía ni idea de que las cosas estuvieran tan mal —dijo—. Diez mil
quinientos dólares.
Él le acarició el pelo y no dijo nada.
—Dime que no tengo que ir a Albany.
—No tienes que ir a Albany —dijo—. Yo tengo que ir.
Ella se apartó.
—Entonces yo también iré.
—No —él sonrió tristemente—. No, no vendrás. Iré con Schuyler y con Todd
porque las cosas podrían ponerse feas si no voy a representar tus intereses. Como
están las cosas, no sé lo que puede pasar.
—¿Puede quedarse con Lobo Escondido? —preguntó sin poder dominar muy
bien el temblor de su voz.
—No lo creo. Tampoco lo cree Schuyler. Pero no sabemos qué ha tramado y no le
podía pedir a Philip que se encargara de este asunto él solo.
—Sí, sí que puedes —dijo Elizabeth sabiendo que no podía, pero sin poder
soportar la idea. El sonrió y le acarició el pelo—. No quiero que vayas —dijo
sintiendo que le temblaba la barbilla.
—Ya lo sé —dijo él—. Y yo tampoco quiero ir. Pero es un asunto difícil, Botas, y
tenemos que arreglarlo. Ahora, escucha. —Se inclinó hacia ella y le dio un beso
ligero—. Schuyler lo convenció de que no fueras. Lo cual es lo más adecuado porque
no sabemos quién estará en Albany esperando para hablar en tu contra. Tal vez tu
hermano… —Le puso un dedo en la boca para que no replicara—. No estamos
hablando de la verdad en este momento, estamos hablando de cómo puede presentar
las cosas según sus intereses.
Nathaniel la cogió de la mano y la condujo hasta la silla que había junto a la
chimenea, dejó que se sentara y se acercó mucho a ella.
—Ahora escúchame bien. Esto es lo que quiere, quiere que te quedes aquí, bajo
arresto domiciliario, mientras estamos en Albany.
—¿Arresto domiciliario? —preguntó incrédula.
—Dice que no confía en que te quedes esperando. Dice que para cuando llegue el

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momento de atestiguar, quiere tener la seguridad de que no te habrás ido.
Ella miraba la cara de Nathaniel, sus rasgos, el modo en que se movían sus ojos.
—Creo que cuando comencemos a bajar el río, alguien se presentará aquí, lo más
probable es que sea el juez, para forzarte a volver a Paradise. Incluso te llevará a la
fuerza si fuera necesario.
Elizabeth levantó la barbilla.
—Sé disparar con el mosquete —dijo ella.
Él tuvo la amabilidad de no sonreír.
—Ah, bien. Es bueno saberlo, bajo las presentes circunstancias. —Le levantó las
dos manos y las apretó—. Eres fuerte, y tan valiosa como diez personas juntas. Está
bien. Cuando nos hayamos ido, Huye de los Osos se quedará detrás. Y a la primera
ocasión, te hará una señal. ¿Recuerdas el canto del pájaro en la cascada? Cuando lo
oigas, saldrás a dar un paseo. Él te encontrará detrás del campo donde los hombres
están sembrando, cerca del molino. Puedes verlo desde aquí. Osos te llevará al
bosque, Botas, tendrás que caminar mucho y rápido para mantenerte a su lado. Pero
él te protegerá, sólo tienes que prestarle atención y hacer lo que te diga.
Las manos de Nathaniel estaban tibias y llenas de energía, Elizabeth podía
sentirlas con las suyas. Lo abrazó con mucha fuerza.
—¿Dónde iremos? —preguntó.
—Iréis con Robbie —dijo él—. Cerca del lago que los kahnyen’kehaka llaman
Pequeño Perdido.
—¿Robbie?
—Robbie MacLachlan —dijo Nathaniel—. Escucha, Botas, no tengo mucho
tiempo. Están esperándome. Aparte de mí, nadie en este mundo estará más dispuesto
a cuidarte y mantenerte a salvo que Osos y Robbie MacLachlan. —Elizabeth se
inclinó y lo besó con fuerza, cogiéndole la cara con las dos manos, notando la barba
crecida en las palmas—. ¿Te sientes con fuerza? —le preguntó con las manos en la
parte superior de los brazos de ella.
—Sí.
—Bueno —dijo Nathaniel—. La necesitas. Guárdala para lo que viene.
—¿Cuándo volverás? —preguntó ella.
—Espero no tardar más de una semana —dijo él—. Pero no puedo asegurarlo,
quizá me retrase un poco más.
Nathaniel la levantó de la silla y la besó con pasión.
—Sabes que volveré en cuanto pueda. Después de todo, tenemos pendiente una
demostración.
Ella asintió y apretó los labios hasta formar una línea recta, los ojos le brillaban.
Él se llevó la mano de ella a la boca y le besó el anillo, sonrió y se fue.
A través de la ventana, Elizabeth lo vio caminar por el prado, hacia el río donde

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estaban esperando las canoas. Pudo ver al grupo que se había reunido allí, al señor y
la señora Schuyler, a Antón Meerschaum y a Richard Todd. No había señal alguna de
Osos, pero ella sabía que debía de estar en alguna parte ahí fuera.
Incapaz de seguir observando, dio media vuelta y echó un vistazo al papel en que
había hecho los cálculos. Lo cogió junto con la carta de la tía Merriweather y salió
volando escaleras abajo con Huye de los Osos detrás de ella. La camisa flotaba en el
aire mientras atravesaba el prado, con el corazón en la garganta palpitando tan fuerte
que temió no poder hablar aunque pudiera alcanzarlos.
Pero ellos todavía estaban allí, delante de las canoas. Nathaniel la miró y su
rostro, sin rabia al principio, se llenó de preocupación.
Richard Todd se volvió hacia la señora Schuyler.
—Ella debe permanecer en la casa.
Aunque distraída, Elizabeth se dio cuenta de la expresión de la señora Schuyler,
una mezcla de condescendencia y de profunda indignación.
—La señora Bonner es nuestra invitada —dijo—. No una prisionera. Y gozará de
la libertad propia de Saratoga mientras esté con nosotros.
Richard carraspeó y desvió la mirada.
—Hasta que el juzgado la cite.
—Si tal cosa fuera necesaria —dijo la señora Schuyler con énfasis—. Lo que
dudo mucho.
—Señor Schuyler, ¿usted es el director del banco de Albany? —preguntó
Elizabeth sin prestar atención a Richard. Cuando él hubo asentido, ella continuó—:
Yo tengo ahorros allí, y los pongo a disposición de mi marido para que disponga de
ellos como corresponda. ¿Es posible?
—Por supuesto.
Tenía los ojos oscuros bajos, pero le sonrió.
—Gracias.
Se volvió hacia Nathaniel y lo cogió del brazo para llevarlo aparte y decirle algo
sin que los demás oyeran. Entonces le puso los papeles en la mano, la carta de la tía
Merriweather y sus cálculos. Señaló un conjunto de trazos, luego otros, y finalmente
alzó la vista y lo miró.
—No es suficiente —susurró.
—Me apañaré —dijo él—. No te preocupes, Botas. —La hizo a un lado—. Están
las pieles, no lo olvides —concluyó.
Nathaniel miró por encima del hombro de ella hacia donde estaba Richard
esperando. Huye de los Osos estaba a un lado, atento.
—Hay suficiente dinero —dijo—. Déjamelo a mí, ¿puedes?
Ella asintió, porque él estaba tan cerca y no podía hacer otra cosa, a pesar de los
presentes, a pesar del peligro, lo besó. Le puso las manos en los hombros y se puso de

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puntillas para besar a Nathaniel, para demostrarle con el beso lo que no podía decirle
con palabras, lo que no sabía cómo decirle: que la sola idea de que se tuviera que
marchar le dolía mucho, que estaba muy orgullosa de él, que lo amaba mucho, que lo
echaría de menos. Lloraba porque no sabía cómo evitarlo. Sus lágrimas
humedecieron las mejillas de Nathaniel.
Finalmente se separó y le limpió las mejillas con los dedos. Entonces miró por
encima del hombro de Nathaniel y vio qué cerca estaba Richard, con los labios
fruncidos en una mueca de disgusto. A su lado estaba Huye de los Osos, con una
mano en la empuñadura de su hacha de guerra.
—Estará harta de él antes de lo que piensa —dijo Richard cuando se miraron—.
Eso le pasó a Sarah y lo mismo le pasará a usted.
Nathaniel se puso completamente rígido, Elizabeth pudo sentirlo por el modo en
que su atención se fijó, firme y exclusivamente, en el sonido de la voz de Richard a
sus espaldas.
—Piénselo bien, hombre —dijo sin volverse a mirarlo—. Piense bien lo que hace.
—Sé muy bien lo que hago —dijo sin apartar los ojos de Elizabeth—. Le estoy
diciendo a su esposa algo que debe saber. Ya que le gustan tanto los niños como
parece.
—¿De qué está hablando? —preguntó Elizabeth aterrada.
—Estoy hablando de que él no podrá darle hijos. ¿Todavía no se lo ha dicho?
Elizabeth levantó la mirada y miró a Nathaniel, que estaba completamente
ensimismado, su rostro era poco menos que una máscara.
—¿Nathaniel?
—Puede ver en su cara que es verdad.
—Hannah —dijo ella—. Hannah. Está Hannah.
—Hannah es mía —dijo Richard.
—¿Nathaniel? —Le tocó la cara y entonces él volvió a la realidad. Le cogió la
mano y la llevó a un lado, más lejos de Richard.
—Vete ahora —le susurró—. Recuerda que debes esperar la señal de Osos.
—No entiendo… —comenzó a decir ella.
—Elizabeth —dijo él—. Sería muy largo de explicar en este momento. ¿Confías
en mí?
Ella asintió.
—Entonces créeme. Hannah es mi hija. Contestaré a todas tus preguntas cuando
vuelva, todo lo que quieras saber. ¿Puedes esperar hasta entonces? ¿Puedes? —Una
vez más ella asintió, pero con mayor lentitud—. Te amo —dijo con los labios
pegados a los de ella y se fue caminando en dirección al río.
Elizabeth volvió a la casa seguida a pocos metros de distancia por Huye de los
Osos. Oyó el ruido de la canoa al entrar en el agua, pero en ningún momento se

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volvió a mirar.

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Capítulo 27

Lo más destacable de Huye de los Osos, pensaba Elizabeth, no era tanto el contraste
entre su apariencia feroz y su discreto buen humor como su disponibilidad para la
conversación. Ella se había quedado muy callada durante el primer día porque le
parecía apropiado estar en silencio en la inmensidad de aquellos bosques, diferentes
de cuanto había conocido e imaginado. Y además, pensaba que Osos no tendría
mucho de que hablar con ella; sentía cierta timidez ante él y le preocupaba no poder
satisfacer las expectativas del joven.
Y cuando finalmente acamparon, Elizabeth no tenía muchas ganas de hablar,
puesto que estaba muy cansada. Pero entonces, cuando estaban sentados ante una
pequeña fogata dando vueltas a la zarigüeya en el asador de madera verde, Elizabeth
se dio cuenta de que Huye de los Osos sentía tanta curiosidad por ella como ella por
él, y de que él tenía muchas cosas que enseñarle.
Al segundo día de marcha hacia el noroeste, Elizabeth ya sentía que le gustaba
mucho su compañía, y le gustaba aprender cosas que ignoraba. El asunto de
mantenerse vivo en el bosque era algo serio y agotador, pero además exigía constante
atención. Con la guía de Osos ella se las había arreglado para aprender el proceso de
limpieza de la caza menor y de los peces. Después de vérselas con una zarigüeya,
animal que Elizabeth encontraba demasiado feo para comerlo, o de despellejar a un
conejo, se sintió muy agradecida de que no hubiera tiempo suficiente para
emprenderla con animales más grandes.
Los conejos eran lo más fácil, pero pronto supo que aunque los había en gran
abundancia, no resultaban suficientemente alimenticios para las personas que debían
caminar durante el día entero. Los osos ayudaban con su grasa, que el joven se
llevaba a la boca directamente de la piel de los animales. Elizabeth era capaz de
observarlo pero no tenía suficiente hambre para hacer lo mismo. El pan de maíz seco
requería un largo proceso de masticación, estaba relleno de nueces y ella esperaba
que eso fuera suficiente para sus necesidades. Por lo demás, era absolutamente cierto
que tenía tanta hambre como jamás había tenido.
Elizabeth aprendió a encender fuego con el tronco de los abedules, a encontrar
leña seca y aunque lo hacía con terrible lentitud, a encender un fuego con pedernal y
eslabón. Pero sobre todo, estaba aprendiendo a conocer el bosque. Huye de los Osos
le mostraba las huellas de lobos, ciervos o jaguares, las cuevas de los castores, los
nidos abandonados de patos ocupados por roedores, la forma en que las ardillas
rodeaban el árbol que les gustaba, el rastro de los mapaches, similar a las marcas de
una mano humana, la manera de distinguir las huellas de las nutrias de las de las
martas y el dibujo de las pisadas de los osos negros. Bordearon matas de espinos y él

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se detuvo para enseñarle cómo un alcaudón había guardado un topo en un hueco de
un tronco. Ella pensó en el hambre que tenía cuando se le ocurrió que podrían robar
la cena del pájaro, pero no le comentó nada a Osos.
A primera hora de la mañana, cuando estaban sentados comiendo, Elizabeth miró
los troncos de cedro blanco que se alineaban en la costa del pequeño lago junto al
cual habían acampado y vio que los ciervos habían estado por allí dejando en el
follaje rectas aberturas de las cuales habrían estado orgullosos los jardineros de la tía
Merriweather. Entremezcladas con los cedros había ramas desiguales de pícea que
colgaban. Ella le preguntó el porqué a Huye de los Osos.
—A los ciervos no les gustan mucho las píceas —replicó él. Lo dijo primero en
kahnyen’kehaka y luego lo repitió en inglés.
Hacía cuatro días que habían salido de Saratoga para internarse en el bosque.
Estaban comiendo lo último que quedaba del pan de maíz y de las bayas secas, pero
Osos pensaba que llegarían al lugar donde estaba Robbie MacLachlan al mediodía, y
no parecía preocuparse mucho por la falta de provisiones. Elizabeth observaba a Osos
mientras éste comía, más ordenada y esmeradamente de lo que podía hacerlo ella sin
tenedores ni cucharas. No desperdiciaba ningún instante y no parecía especialmente
complacido. Sus ojos recorrían la arboleda mientras masticaba. Elizabeth se daba
cuenta de que estaba viendo cosas que ella ni siquiera podría imaginar.
Ella deseaba más que nada llegar a la casa de Robbie MacLachlan, aunque no
quería admitirlo. Sólo cuatro días de marcha y estaba cansada hasta los huesos, y sin
asearse, tanto que temía tener un olor desagradable. La mayor parte de la piel
expuesta al aire tenía manchas y rasguños; aprendió finalmente qué era lo que
Nathaniel quería decir cuando hablaba de la mosca negra, aunque Osos le había dicho
que aquel año no parecían muy feroces. Él parecía sufrir mucho menos que ella. La
señora Schuyler le había dado un remedio casero, pero Elizabeth casi no había podido
resistir aquel fuerte ungüento.
A primera hora de la mañana el sol brillaba sobre el pelo de Osos mostrando
tonos azulados. El tatuaje que se extendía por los huesos de su mandíbula hasta
converger en el puente de la nariz parecía brillar con similares tonos de azul, en
marcado contraste con su piel de intenso color bronce y salpicada con las marcas de
una ardua batalla con la viruela. Elizabeth se dio cuenta de que sus tatuajes no
representaban un dibujo abstracto de líneas desvaídas, como había pensado al
principio, sino que las líneas eran idénticas a las huellas que él le había mostrado, las
que había dejado un oso negro en la corteza blanda de un árbol.
—¿Duele mucho hacerse un tatuaje?
—Hen'en. Sí, por supuesto.
—¿Y entonces por qué te lo hiciste?
Osos se tocó la mandíbula con un dedo.

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—El dolor es importante.
Elizabeth tenía la idea de que lentamente se iba acercando a los pensamientos de
Osos. En aquel momento no la sorprendía enterarse de que él aceptaba el dolor como
algo natural y necesario, en lugar de negarlo. Ella decidió meditar largamente la
cuestión en el momento en que tuviera tiempo suficiente para hacerlo. Esto distraería
su mente de Nathaniel.
—¿Piensas a menudo en Muchas Palomas?
Él inclinó la cabeza asintiendo.
—Tanto como usted piensa en Nathaniel.
—¿Por qué lo llamas Nathaniel y no por su nombre kahnyen’kehaka?
—Lo llamo por lo que es. Ahora es Nathaniel.
Elizabeth pensó en esto en silencio durante un rato.
—¿Por qué los kahnyen’kehaka llaman a Nathaniel Okwaho-ro-wakeka?
—Lobo Veloz —tradujo Osos.
—Hen'en, ohnaho: ten´karihoni? Sí, pero ¿por qué motivo?
Él parpadeó con solemnidad, lo cual, como ella vino a entender, era una
indicación de que respondería a su pregunta con otra pregunta:
—¿Qué sabe usted de los lobos? —preguntó él.
Elizabeth sabía muy poco de lobos, se dio cuenta y lo admitió sin rodeos.
—El lobo es un cazador —dijo Osos— que nunca caza solo. La manada es lo más
importante y él caza con la manada y para ella.
—Pero Atardecer me dijo que él tenía otro nombre…
—Desenroken. Ella le dio ese nombre. Entre dos Vidas. Fue cuando se fue a vivir
a la casa larga el invierno en que tomó a su hija por esposa. Pero antes de eso era
Lobo Veloz. Él se lo contará —concluyó Osos— si usted se lo pregunta.
—Pero él no está aquí y tú sí. —Asintió satisfecha con aquella lógica.
—Usted hace muchas preguntas —dijo Osos—. Quid pro quo. —No pudo
reprimir la risa al oír que Huye de los Osos pasaba del kahnyen’kehaka al latín. Él
apretó los labios y dijo—: Le sorprende.
—Hen'en. —Se limpió la frente con el pañuelo—. Muchas veces olvido que has
tenido educación europea. Habitualmente no lo demuestras. —Repentinamente,
envalentonada por el giro de la conversación, Elizabeth se animó a preguntar algo
que desde hacía tiempo le llamaba la atención—. ¿Por qué?… —buscaba las palabras
adecuadas, siguió hablando con cautela—. ¿Por qué no tienes la cabeza rapada?
Lo había sorprendido, sin duda, algo que no ocurría con frecuencia.
—No estamos en guerra —dijo él. Viendo que ella no entendía, levantó las manos
hasta su cabeza y cogió un mechón de pelo haciéndolo balancear para uno y otro
lado. Aunque con más y más frecuencia se dirigía a ella en kahnyen’kehaka, esta vez
habló en inglés—. Un guerrero que tomara mi vida con honor en la batalla llevaría mi

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cuero cabelludo a su gente como prueba de su habilidad y valor. Yo haría lo mismo
con él. Lo hice algunas veces, pero no con frecuencia. Era muy joven durante las
últimas guerras. Ahora no hay luchas aquí. Si fuera al norte, a Piedra Movediza, o al
oeste —señaló con la barbilla—, para reunirme con Pequeña Tortuga, entonces me
raparía la cabeza de nuevo y desafiaría a mis enemigos a que arrancaran mi cuero
cabelludo. —La miraba fijamente, luego bajó los ojos—. Usted está pensando que
somos unos salvajes y que necesitamos civilizarnos.
—No —dijo Elizabeth—. Espero que nunca más tengas que raparte la cabeza.
—Hmm —dijo Osos levantándose, y ella comprendió que otra vez lo había
sorprendido—. Toka'nonwa. Tenemos seis horas de marcha aproximadamente, así
que es mejor que sigamos.

* * *

Elizabeth tenía las piernas casi paralizadas, pero Osos caminaba sin demasiada
prisa para que ella pudiera seguirlo. Y resultó que Elizabeth disfrutó del camino. Su
hatillo estaba formado por sus cosas y algunas provisiones que quedaban; durante la
primera parte del día no le resultó pesado y tenía libertad de movimientos. Llevaba un
vestido y unas polainas que Muchas Palomas le había prestado, al parecer sin
necesidad. El pelo, trenzado y recogido con una tira de tela, oscilaba al ritmo de la
marcha. En un ancho cinturón, dentro de una funda adornada con cuentas, llevaba el
cuchillo que Osos le había enseñado a afilar el primer día. Hasta entonces lo había
empleado para limpiar los animales, pero sentía que era más seguro tenerlo a mano.
En un pequeño estuche llevaba una piedra de afilar, un yesquero y una pequeña
provisión de perdigones envueltos en lino.
Todavía llevaba los mocasines de Muchas Palomas y estaba muy contenta de que
así fuera. Se preguntaba si volvería a usar sus propios zapatos de nuevo, e incluso sus
queridas botas de pequeños y elegantes tacones y fina costura. Pensaba mucho en
Paradise, particularmente en sus alumnos, y en Hannah, que se había convertido en su
hija. Habría sido una maravillosa idea tener una hija, si no fuera por Richard Todd,
que había conseguido empañar toda su alegría.
Lo que había sido completamente aterrador en aquel asunto no era tanto el
recuerdo de la risa odiosa de Richard, cuando dijo que Hannah era su hija, como la
completa falta de respuesta de Nathaniel. Ninguna mortificación, ni sorpresa, ni
enfado. Elizabeth habría esperado cualquiera de estas actitudes, aunque fuera verdad
lo que Richard decía. Se repitió una vez más que no era bueno seguir pensando en el
asunto antes de hablar con Nathaniel. Se preguntaba, con creciente incomodidad, si
Nathaniel le habría dicho algo más de Sarah, y de Sarah y Richard, si ella hubiera
estado dispuesta a escucharlo cuando intentó hablarle de su matrimonio anterior. No

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podía dejar de pensar que él tendría que habérselo dicho todo.
Comenzaron a subir de nuevo a través de los bosques, por un sendero que
Elizabeth apenas podía distinguir aunque Osos no dudaba en absoluto. Por encima de
sus cabezas un pájaro carpintero perforaba la madera blanda de un cedro, por encima
de una masa de flores colgantes con pétalos de color morado brillante. Había pájaros
por todos lados, ocupados en sus nidos. Había averiguado que muchos no tenían
nombre en kahnyen’kehaka y había dejado de preguntar, sintiéndose satisfecha con
observar sus costumbres y poniéndoles nombres por su cuenta. Tan abstraída estaba
mirando a un puerco espín subido a un arce del que sacaba los brotes, que no notó
que Huye de los Osos se detenía de golpe.
Cogió el rifle y apuntó con aire desenvuelto. Elizabeth apenas había visto al
ciervo que pastaba un poco más adelante del lugar donde se encontraban, cuando
sonó el disparo y el animal dio un salto en el aire y cayó.
—Robbie estará muy contento con esta carne —dijo a modo de explicación.
El canto de los pájaros cesó por completo y en su lugar quedó el eco del disparo.

* * *

Unas horas más tarde caminaban por el campamento de Robbie, aunque Elizabeth
no se había dado cuenta de que habían llegado a él hasta que Osos bajó el ciervo que
llevaba en los hombros y lo dejó caer en el suelo.
Era un asentamiento, o algo así. Había un pequeño claro natural, a la luz del sol y
estaba rodeado de filas de abedules y arces. Los bosques, hasta donde podía ver,
estaban desprovistos de matorral; ya podía reconocer el significado de esto, la
diferencia entre un bosque cuidado y uno lleno de matorral. A un lado estaban los
restos de una hoguera, rodeados de piedras con un asador en un lado y un trípode en
el otro. A los lados había troncos. La cabaña no se distinguía a primera vista, porque
estaba construida en la ladera de la montaña. No era estrictamente una cabaña, sino
más bien un refugio construido con troncos del color del granito y un cobertizo de
ramas de árboles de hoja perenne sobre cortezas. Había una ventana pequeña, sólo
una abertura en la pared con una celosía. Era un lugar ordenado; de las paredes
colgaban raquetas y trampas a intervalos regulares.
Osos había corrido la gruesa piel que servía de puerta y la enganchó en un clavo
de la pared. Llamó con una especie de grito de bienvenida en kahnyen’kehaka y luego
en inglés.
Cuando quedó claro que no había nadie, se acomodaron en el claro. Osos se puso
a trocear y a limpiar el ciervo. Al tiempo que se daba cuenta de que tendría que
observar el proceso, Elizabeth se alegró al tener que ir a buscar agua a un manantial
de la montaña, detrás de la choza. Llenó la tetera y comenzó a cortar los trozos de

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carne que le pasaba Osos en pedazos pequeños, usando una roca plana como
superficie de apoyo y espantando a las moscas con creciente fastidio.
Trabajaron así durante algunas horas, hasta que hubo un caldo cocinándose en el
fuego: venado y cebollas silvestres que ella encontró cerca de allí, junto con alubias
secas, calabaza y maíz que formaban parte de las provisiones de la cabaña. Ante el
olor del caldo se le hizo la boca agua, pero era una experiencia tan común aquellos
días que ya había aprendido a no sentirse molesta. Osos colgó el resto de la carne en
ganchos dispuestos en un árbol hueco tan alto como él mismo. Estaba cubierto por un
pequeño toldo y tenía una puerta con goznes de cuero. Había un montón de leña seca
de roble bajo una lona engrasada y la usó para encender un fuego al pie del tronco. Le
enseñó a Elizabeth cómo alimentarlo para que ardiera lentamente durante varios días
hasta que la carne estuviera completamente ahumada.
Había apartado unas tiras de hígado fresco y le ofreció a Elizabeth.
—Le da fuerza a la sangre —explicó.
Ella podía dejarlas en un palo y ponerlas a cocer al fuego o bien comérselas
crudas como hacía él. Elizabeth vio que Osos se reía, y decidió comerlas crudas para
demostrarle que era capaz de hacerlo.
Su pañuelo, cuyo estado era deplorable, no alcanzaba para limpiar sus dedos
llenos de sangre y sus manos sucias y fue a lavarse al manantial. En aquel tranquilo
rincón entre la cabaña y la montaña se tomó unos minutos para ocuparse de sí. Pensó
que había pasado más tiempo con Huye de los Osos que con Nathaniel. No era una
idea muy agradable, pese a que le gustaba la compañía del muchacho. Oyó a Osos
cantando la canción de la mosca negra; éste se la había enseñado, así que siguió la
letra:

La mosca negra trae un mensaje.


Viene a decirnos lo pobre que es.
La verdad del asunto es
que está pasada de moda y trae
siempre el mismo mensaje.

Lavó el pañuelo y luego lo usó para limpiarse las manos, la cara y el cuello.
Aunque fue sólo con agua fría y sin jabón, se sintió mejor. Elizabeth oía a Osos
mientras se desataba el pelo y lo peinaba con los dedos, deshaciendo los enredos uno
por uno hasta que estuvo completamente liso hasta las puntas, luego lo separaba y
ordenaba con energía. Tenía una camisa limpia en su hatillo, una idea muy atrayente,
pero entonces se miró y decidió esperar para cambiarse hasta el momento en que
pudiera disfrutar de algo que se asemejara a un baño, aunque fuera en las aguas
heladas del lago junto al que habían pasado cuando iban hacia la cabaña, el que

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llamaban Pequeño Perdido. Con un suspiro estiró el pañuelo mojado en una roca para
que le diera el sol y volvió caminando hasta el claro. Entonces se detuvo de golpe,
Osos no estaba solo.

* * *

Era sin duda el hombre más grande que había visto en su vida. Mucho más grande
que su tío Merriweather que hacía parecer enanos a todos los hombres de la vecindad.
Le sacaba a Osos cabeza y media por lo menos y también era el doble de ancho.
Realmente no era gordo, pero sí de desarrollada musculatura. Cuando se volvió hacia
ella pareció un acto definitivo. Avanzó con la prestancia de un árbol que se mece al
viento. Era muy viejo, tendría más de setenta años: el gran bigote, las cejas y el pelo
recogido en una cola en la nuca eran estremecedoramente blancos. Los ojos, de color
azul grisáceo, la observaban minuciosamente en un nido de arrugas.
Sucedieron dos cosas cuando se encontraron sus miradas, y ambas sorprendieron
a Elizabeth. Él sonreía con timidez revelando una hilera de dientes increíblemente
blancos, tanto como su pelo, y al mismo tiempo las mejillas adquirían un color
escarlata que nunca había visto en ningún ser humano, hombre o mujer. Este cambio
de color fue tan violento, rápido y profundo, y producía un contraste tan marcado con
el pelo y los dientes que inmediatamente le recordó el rosal de la tía Merriweather
que había ganado un premio con sus flores de color rojo y su cubierta de blanca lana
alrededor. Su propia sonrisa no dejó ver nada de color, puesto que pensó que él debía
de sentirse incómodo ante su repentina presencia.
Él se había quitado el gorro de la cabeza y permanecía alerta, aunque no desvió la
mirada.
—Así que aquí está —dijo. La voz era dulce y algo más aguda de lo que había
imaginado, teniendo en cuenta la estatura del hombre—. Pero mírenla, no es más que
una masa de pelo con ojos grandes como lunas. Algo hermoso, eso seguro, pero
demasiado joven para andar atravesando los bosques con un hombre como tú, Osos.
—Hizo una reverencia a Elizabeth con precisión militar—. Ahora tendrá que ponerse
cómoda. Robert MacLachlan, a su servicio, señora Bonner.
—Encantada —Elizabeth miró a Osos que estaba visiblemente contento de estar
unos pasos más atrás y observar cómo se las arreglaba ella para presentarse por su
cuenta—. Por favor, llámeme Elizabeth.
—Ah, no, eso no puede ser.
El color del hombre se había atenuado un poco, pero cuando levantó la cabeza
con energía, volvió a aparecer.
—Me gustaría que lo hiciera —dijo ella—. Sería un honor para mí.
—¿De veras? ¿Y cómo quiere llamarme usted?

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—Como usted guste —dijo riendo.
—Ah, bien. Mi madre me llamaba Rab, y la mayoría de mis amigos me llaman
Robbie, pero Cora Bonner, Dios bendiga su alma inmortal, me llamaba Robin.
—«Porque el dulce Robin me llena de alegría» —citó Elizabeth, y pensó que él
iba a estallar por lo rojo que se puso—. De Shakespeare —explicó ella, incómoda
más por sus palabras que por el hombre.
—Ah, sí, de Hamlet. Aunque el hombre tomó prestada la letra de una vieja
canción escocesa. —La miró de soslayo—. Pero la empleó muy bien en ese Hamlet.
¿Usted leería en voz alta si alguien se lo pidiera con amabilidad?
—Ya lo he hecho antes —dijo con voz solemne—. Pero no he traído libros en esta
ocasión.
Él movió la mano indicando que no importaba.
—Ah, no se preocupe, yo tengo. Y mucho bien que me han hecho, pero ahora ya
no puedo leer las letras impresas. He pasado muchas noches en Lago de las Nubes
oyendo a Cora leer, y leyendo cuando me tocaba. —Levantó una de sus espesas cejas
—. Era una mujer muy rara, así era Cora.
—Es lo que todos dicen —dijo Elizabeth—. Pero veo la huella de esa mujer en su
hijo.
Él sonrió al oírla.
—Ah, sí, por eso seguramente se casó con él. Nunca tuve una esposa porque la
única que me habría gustado tener ya hacía tiempo que se había unido a Ojo de
Halcón cuando la conocí. Su padre me había favorecido, y yo no era más que un
soldado común. Recuerde, Ojo de Halcón la había visto primero. —Se le fue el color
como se apaga el cabo de una vela—. Pero ¿qué estoy diciendo? Le traeré algo.
¿Quiere un poco de cerveza? El venado está listo para comer. Venga y acomódese,
señora. No, espere un momento, ese tronco no es un lugar adecuado. —Fue hasta el
montón de leña y después de reflexionar unos minutos se arrodilló para sacar un
tronco que Elizabeth no habría sido capaz de levantar con los dos brazos. Era tan
grande como la rodilla del hombre e hizo un ruido considerable cuando lo dejó en el
suelo. Luego cogió una piel de oso de la cabaña y la extendió con cuidado—. Así
estará mejor —dijo y sonrió tímidamente.
Después de un rato de idas y venidas, de atender el fuego y de preocuparse por la
comodidad de Elizabeth, se sentaron todos alrededor del asador con cuencos de
caldo, Elizabeth en el improvisado trono y los hombres con las piernas estiradas.
Robbie insistió en que ella usara la única cuchara que había, una pieza grande hecha
de madera tallada y de un tamaño adecuado al de su dueño, pero que para Elizabeth
resultaba enorme. El caldo estaba tan caliente que le quemaba la boca, pero comió la
carne fresca con gran placer. Huye de los Osos mostró su habitual austeridad. Comió
rápido, los dejó solos y se fue a trabajar lo suficientemente cerca para oír pero sin

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tomar parte en la conversación. Robbie comía lentamente, aunque Elizabeth se
maravillaba al ver cómo se las arreglaba para cuidar de que estuviera cómoda y al
mismo tiempo contar historias de Cora y la forma en que la había conocido mientras
visitaba a su padre.
—Yo no podía compararme con aquel hombre, el mejor oficial que podía
encontrarse, pero gruñía más que una vieja bruja. No, no podíamos permitirnos
muchos placeres con él. Era más serio que un juez.
—Pero usted, supongo, pasaría por alto las malas caras, por Cora —señaló
Elizabeth; ambos rieron ante el sencillo pragmatismo y el modo en que éste se
adecuaba al acento del hombre, cerrado y gutural, en el que las erres se prolongaban y
las tes se suprimían en una sucesión de espasmos típicamente escoceses.
Unos meses antes, aquello mismo habría hecho que Elizabeth levantara una ceja,
pero ya había perdido muchos de los prejuicios que había traído de Inglaterra.
—Ah, sí, y muchas veces más, en honor de ella.
Cuando Elizabeth terminó de comer, siguió escuchando con el cuenco vacío sobre
el regazo, preguntando una y otra vez, pero sobre todo contenta de que los recuerdos
de Robbie fluyeran ante ella.
—Y ella trajo al mundo a un niño muy hermoso y él creció hasta convertirse en
un hombre, que ahora es el suyo. Pero usted está aquí, señora, y yo estoy muy
contento de su compañía. Me preguntaba dónde estará él ahora y por qué la ha
enviado por el camino del bosque. Osos sólo me dijo que hay problemas.
Además de colores subidos, su rostro reflejaba gran inteligencia y Elizabeth
pensó que sería capaz de sacar conclusiones con toda facilidad a partir de pocas
frases. Estaba muy claro que Nathaniel confiaba plenamente en aquel hombre, y más
allá de eso había algo en él que reconfortaba a Elizabeth. En aquel momento la
miraba con tranquila expectación, buen humor y comprensión, según denotaban sus
amplias facciones.
—Hay una disputa —comenzó ella—. Acerca de una propiedad, y de quién tiene
derecho a ella. Me pertenece, ahora nos pertenece a Nathaniel y a mí, pero hay
alguien que cree que tiene prioridad sobre ella. Nathaniel está en Albany para
resolver el asunto.
—Pero él está preocupado por usted, de otro modo no la habría mantenido al
margen.
Ella asintió con la cabeza.
—La otra parte es muy insistente en su demanda.
—¿Una demanda contra usted o contra él?
—Contra los dos —dijo ella.
Él sonrió.
—Ah, bueno. No tiene caso. No tiene derecho, ¿verdad?

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—Yo tengo el título legal y estoy legalmente casada —dijo Elizabeth—. Pero esa
persona no acepta ninguna de las dos cosas.
Robbie negó con la cabeza.
—No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Osos había levantado la cabeza de su trabajo. Elizabeth sintió que se fijaba en ella
y miró en dirección a éste, pero todavía no estaba listo para hablar.
—Esa persona me ha amenazado con una demanda ante el juzgado de Albany —
concluyó Elizabeth—. Y como no me gusta que me fuercen, aquí estoy.
La rabia de Robbie MacLachlan tenía su color específico, un rojo más intenso y
enérgico que moteaba la suave carne de su cuello.
—¿Forzar? —dijo con lentitud—. Yo no acepto eso. Y tampoco Nathaniel.
—Él no lo aceptó —dijo Elizabeth—. Fue algo muy desagradable.
—Ah, sí, señora, me lo imagino. ¿Quién es el ladrón?
Huye de los Osos carraspeó.
—Irtakohsaks —dijo.
Robbie se sobresaltó al oír aquel nombre y se apartó de Elizabeth.
—¿Irtakohsaks? ¿Comegatos? —preguntó con incredulidad—. Ahora me doy
cuenta, es un sinvergüenza, un asqueroso ladrón. —Se puso rojo de nuevo—.
Perdone mi lengua suelta, señora. He vivido demasiado tiempo solo. ¡Pero
Comegatos! Y lo que quiere no puede ser otra cosa que Lobo Escondido.
Osos asintió con la cabeza.
—Comegatos —repitió Elizabeth—. ¿Ese es el nombre kahnyen’kehaka de
Richard? Nunca lo había oído.
—Y no debe decírselo a la cara, a menos que tenga un mosquete en la mano para
defenderse —dijo Osos con una de sus raras sonrisas.
—Comegatos. Usted pensará que es por su aspecto. Ah, bueno, tendría que
contarle una historia, pero ahora tengo trabajo que hacer. —Se levantó emitiendo un
gran gruñido—. Ha pasado cuatro días en los bosques según me han dicho y supongo
que le gustaría disfrutar de un poco de agua caliente y de un rato de soledad.
Elizabeth hizo una pausa.
—¿Agua caliente?
Él asintió con solemnidad.
—Ah, claro. Veo que Osos se guarda lo mejor para darle una sorpresa. Venga por
aquí, querida, y traiga sus cosas. Las necesitará.

* * *

La cabaña no estaba junto a la montaña; Elizabeth se dio cuenta de que estaba


dentro de la montaña cuando atravesó la gran piel que cubría la puerta. La habitación

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en la que se encontraba era muy pequeña y estaba prácticamente vacía; había un
barril pequeño, un poco de carne seca y otros alimentos que colgaban de las vigas y
pieles extendidas en bastidores; aparte de eso no había señales de que aquello fuera
una vivienda. No había un lugar para sentarse ni para dormir, tampoco chimenea.
Pero había una gran puerta de madera de medida poco habitual que estaba cortada de
tal modo que se adaptaba a la abertura natural de la roca. Robbie le dio un empujón y
la puerta se abrió hacia dentro sin ruido. Entonces desapareció en el interior. Se
oyeron algunos ruidos sordos y luego brilló una luz que se fue haciendo más intensa
y que provenía de una pequeña llama que se fue acercando a la puerta. Robbie
apareció con un pequeño farol de hojalata agujereada en una mano. Le hizo una seña
para que avanzara, los colores de la cara eran otra vez intensos.
Elizabeth lo siguió obedientemente a través de una serie de pequeñas cuevas
llenas de objetos; herramientas de trabajo, desde luego, pero también una estantería
completamente llena de libros; una caja abierta con conchas de mar: Elizabeth tuvo
que mirar de nuevo sin poder creer lo que veía, pero allí estaban; y colgada de una
pared de piedra una diminuta pero exquisita pintura al óleo de un caballo enmarcada
en piel. Vio todas aquellas cosas en el círculo de luz mientras Robbie seguía
caminando siempre en dirección a lo oscuro. Delante se oía el ruido persistente de
una caída de agua, y un olor denso y penetrante de metal. Elizabeth no podía ver
mucho más allá porque la enorme espalda de Robbie se lo impedía. Había varias
cámaras naturales, algunas vacías y otras arregladas como vivienda. Él le mostró una
con un catre angosto que ella podría usar, y continuó hacia la siguiente.
—Hay luz aquí, luz de día, ¿ve? Las grietas de las paredes son tan grandes que las
bestias podrían entrar, pero la corriente de aire es fundamental. Claro que en invierno
no se puede cocinar. —Elizabeth vio que en efecto había una grieta en el techo del
recinto en que estaban. Tenía forma de media luna. En el suelo barrido de roca había
restos de un pequeño fuego—. Desde luego, este lugar no es el más adecuado cuando
llueve. Dígame, señora, ¿cómo le llama Nathaniel? ¿Acaso la llama Lizzie?
—Mi hermano me llama Lizzie, pero Nathaniel tiene la costumbre de llamarme
Botas.
La risa de Robbie retumbó en las paredes de la cueva.
—¿Botas? Ah, la verdad es que le queda muy bien. ¿Usted sabe que se les llama
Botas a los oficiales más jóvenes de los regimientos de los tories?
—No lo sabía —respondió Elizabeth con una sonrisa fría.
Él siguió caminando a través de un corredor.
—Botas no es tan feo como Lizzie, ¿no le parece?
Elizabeth sí estaba de acuerdo en eso.
—Me llame usted como me llame, Robin, debo decirle que siento más calor
según avanzamos. ¿Usted duerme aquí en el invierno?

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Había comenzado a sudar.
—Ah, sí, según avanza la estación, yo también avanzo. En enero duermo muy
cerca de aquí. —Habían llegado al final del corredor, que se ensanchaba en una cueva
de la misma altura que Robbie. Las paredes húmedas brillaban a la luz del farol y se
hacían más y más luminosas mientras él ponía la antorcha en un soporte de la pared.
El suelo era llano, pero a metro y medio de donde estaban caía abruptamente hacia un
oscuro estanque alimentado por un manantial que manaba de la pared más alejada. En
el escaso espacio que se extendía hasta donde comenzaba el estanque había rastros
que indicaban que Robbie solía habitar el lugar. Un catre cuidadosamente preparado y
una mesa rústica. Se volvió hacia Elizabeth con una ceja levantada—. Tenemos la
suerte de tener esta agua aquí. ¿Sabe nadar?
Ella negó con la cabeza sintiendo que se le rizaba el pelo y se le pegaba a la cara
y el cuello. Elizabeth bajó la mirada. El repentino e inesperado regalo de un baño
caliente en completa intimidad no era algo a lo que quisiera renunciar tan fácilmente.
—Ah, ya me lo temía. Nathaniel tiene que enseñarle porque no es bueno que
alguien que anda por los bosques no sepa nadar. Pero se bañará. Sólo tenga cuidado
de no ir más allá de la cuerda. —Levantó una cuerda trenzada que estaba en el suelo
con un extremo fijado a la pared y le dio el otro a Elizabeth—. El suelo es muy
inclinado, baja de golpe, y no queremos que la esposa de Nathaniel Bonner tenga un
accidente. Hay agua para beber en esa jarra, porque el agua del manantial no es muy
buena. Tenga, aquí tiene. Esté tranquila y beba, muchacha, porque en este lugar va a
sudar más de lo que jamás haya sudado. Y quédese sólo unos minutos en el agua la
primera vez, hasta que se haya acostumbrado al calor. ¿Está bien así?
Claro que estaba bien. Cuando Elizabeth tuvo la cueva para ella sola, se desvistió
a la luz de la linterna y luego, no sin dudas, se sumergió en el agua tibia. Se quedó
varios minutos, más de lo aconsejado, y a disgusto salió y se envolvió en la áspera
manta que Robbie había dejado para ella. Tenía la oportunidad de lavar su ropa
interior, pero de nuevo en el borde de la cama, relajada por la inmersión en el agua, se
le aflojaron los músculos y reposó allí durante varias horas.

* * *

—¿Usted sabe dónde está? —preguntó Robbie. Dio un paso atrás y miró a su
alrededor como si él tampoco reconociera bien aquella parte del mundo—. ¿Sabe si
estamos en el norte o en el sur?
Estaban bajando al río para ir a pescar y, tras un día a su cuidado, estaba claro
para Elizabeth que Robbie podía enseñarle tantas cosas como Huye de los Osos.
Avanzaban con lentitud porque él consideraba necesario darle explicaciones acerca de
todo lo que iban encontrando en el camino. En aquel momento, en respuesta a una

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pregunta, Elizabeth estudiaba el cielo, lo que podía ver en él. No había esperanzas de
determinar la posición por el sol.
—No —dijo, con algo similar a una sonrisa de disculpa.
—Debe saber orientarse si no quiere tener problemas en el bosque —dijo ceñudo.
Su pronunciación escocesa se hacía cada vez más fuerte a medida que pasaba el
día. Elizabeth tenía a veces dificultades para entenderle, pero por suerte él lo notaba y
repetía las frases, como hacía en aquel momento, lentamente, diciendo exactamente
lo mismo.
—Espero que entienda —Elizabeth decidió por fin dejar algo claro— que es
difícil aprender la lengua kahnyen’kehaka con rapidez, y más si se le añade el acento
escocés. Aunque a mí me interesa mucho… —se apresuró a puntualizar viendo que él
levantaba una ceja.
—Ah, sí, y aprenderá escocés, querida —dijo Robbie—. Porque no hay mejor
lengua para enriquecer a una persona. Cora les enseñaba a los hombres cuando estaba
de humor, aunque ella sabía hablar inglés sin una pizca de acento escocés si quería, lo
cual no ocurrió muchas veces en todos los años que la conocí. Nathaniel se pone a
veces nervioso y usted necesitará algo de escocés para ponerlo en su lugar.
—¡Sin duda! —rió Elizabeth—. Pero por el momento, ¿no cree que es suficiente
con que aprenda a distinguir el norte del sur?
Robbie se rascó la cabeza con aire pensativo.
—Ah, sí —dijo por fin—. Tengo que enseñarle, muchacha. Y tal vez convertirla
en una escocesa aunque ahora no sea lo más importante. Ya ha llegado muy lejos. —
Fue hasta un pino, tiró de una de las ramas y volvió con algunas agujas que le dio a
Elizabeth. Ésta se preguntaba si podría arreglárselas con una aguja de pino si
estuviera perdida en un bosque, dado que había millones y millones a su alrededor,
pero pensó que era mejor no decir nada—. Ahora lo que necesitamos es un retal de
seda.
—Ah —dijo Elizabeth— yo tengo un lazo de seda, pero se quedó con mis cosas.
Al pensar en el lazo que había usado en la boda se detuvo de golpe.
—Nathaniel está en su mente —dijo Robbie—. Lo lleva escrito en la cara. Bueno,
chica, si le sirve de consuelo no hay otro hombre en el que yo confíe más, salvo en su
padre. —Se aclaró la voz—. Y si me permite una observación, Nathaniel ha hecho
bien. Se merece una buena mujer y estoy contento de ver que la tiene.
—¿Cree que se sentía solo? —preguntó Elizabeth, y se sorprendió de sus propias
palabras porque se había atrevido a expresar aquel pensamiento en voz alta.
Pero Robbie no estaba sorprendido en absoluto.
—Por suerte ya no está solo.
Elizabeth observó la aguja de pino que tenía en la palma de la mano.
—¿Usted conoció a Sarah? —preguntó Elizabeth, y al hacerlo sintió un nudo en

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la garganta porque aquel nombre la angustiaba.
—Sí —respondió Robbie con inseguridad, y comenzó a hurgar en el estuche que
llevaba en el cinturón. Por fin sacó un puñado de balas que extendió con el pulgar—.
La seda es lo mejor cuando el blanco está lejos y no se queda quieto. —Pero dejó de
mirar la palma de su mano para observar con aire pensativo a Elizabeth—. Sarah era
una muchacha agradable, pero no era la esposa indicada para Nathaniel. —La pálida
seda amarilla parecía estar fuera de lugar entre los dedos gruesos del hombre—. Hace
diez años o más que guardé este pedazo de seda, pensando en la posibilidad de que
tuviera que hacer un disparo de precisión. Así que, querida mía, escuche atentamente
y acérquese. Pase la aguja suavemente por la seda, así. Queremos atravesarla. Déjeme
ver su cara. Qué tenemos aquí, chica, el color del cielo cuando va avanzando la
oscuridad. No, frótese el dedo en la frente, así, donde hay una arruga. Lo que tiene
que hacer con mucho cuidado es poner el dedo en la aguja. ¿Puede? Muy bien. Las
mujeres kahnyen’kehaka tienen una fuerza muy especial. Son más fuertes que
muchos hombres. —Elizabeth frunció el entrecejo.
—Nathaniel conocía bien a los kahnyen’kehaka. No podía ser una novedad para
él. Y no parece tenerles miedo a las mujeres fuertes —dijo.
Se dio cuenta de que se estaba poniendo a la defensiva, pero Robbie le sonreía
comprensivo.
—Ah, sí. Su madre era una mujer fuerte y con usted ha encontrado otra igual.
Pero nadie niega eso, las mujeres kahnyen’kehaka cogen las cosas con sus propias
manos, tal como quiero que lo haga usted. —Elizabeth recordó las reclamaciones de
Richard y se quedó inmóvil de repente—. Va en contra de lo que le hayan dicho del
bien y del mal. Pero no dudo que se sentirá satisfecha con la manera de obrar de los
mohawk, si es que tiene que vivir con ellos.
—Lo dudo —murmuró Elizabeth.
—Ah, pero piense —dijo Robbie con soltura—. No mandan los hombres. La casa
larga en la que viven pertenece a la matriarca y un día será suya para que usted
disponga de ella. Los niños son suyos. —Hizo una pausa y enrojeció—. Como mujer
casada, tal vez me permita que le diga más de lo que debería. Entre los
kahnyen’kehaka el cuidado de los niños es asunto de la mujer, ¿entiende? Ella puede
unirse a un hombre, pero si no le conviene, puede irse con otro y nadie puede
reprocharle nada. Ni siquiera el propio hombre.
Elizabeth levantó la mirada y lo miró atónita.
—Un hombre no toleraría tal comportamiento —dijo.
—Me parece que se equivoca, muchacha. Las costumbres de los kahnyen’kehaka
son así y usted tiene derecho a buscar en el mundo un hombre mejor, valiente y
agradable. No me malinterprete, no digo que al marido le guste que le dejen. Los
kahnyen’kehaka son gente orgullosa. Pero así son las cosas, o así eran antes de que se

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fueran de sus tierras. —Volvió la atención a la aguja de pino. Se arrancó un pelo de la
cabeza e hizo un lazo con el pulgar y el índice. Entonces se lo tendió a Elizabeth—.
Póngalo bajo la aguja para que la levante; lo que tiene que hacer es dejar que la aguja
flote; si se hunde tendremos que empezar otra vez.
Robbie la miró porque ella lo estaba observando.
Sin ganas, Elizabeth volvió a la tarea. Tratando de concentrarse, hizo lo que le
indicaban. Cuando la aguja se posó suavemente en el agua, sacó el pelo. Robbie sacó
de su bolsillo su propia brújula y la comparó con la aguja de pino, que giró
lentamente y luego se detuvo.
—¿Se da cuenta? —dijo muy complacido—. Ha fabricado usted una brújula.
—Sí —dijo ella tranquilamente.
Él se aclaró la garganta.
—Veo que le he dicho algo que no sabía acerca de los kahnyen’kehaka, y creo
que no merece su aprobación.
—Que un niño no sepa con certeza quién es su padre no me parece una buena
manera de organizar las cosas —dijo Elizabeth.
—Me ha entendido mal —dijo Robbie—. Si la mujer ha tomado un marido,
entonces los niños son de él. El los reclamará y los mantendrá.
—Pero ¿por qué ella querría otro… hombre —dijo Elizabeth, y se dio cuenta de
lo confusas e irritadas que sonaban sus palabras—, si lo ama y ha podido elegir?
Robbie inclinó la cabeza.
—Si ella lo ama… ¿por qué querría a otro? —dijo él—. Salvo que él no pueda
darle lo que ella necesita.
Elizabeth suspiró profundamente.
—¿Usted quiere decir que Nathaniel no era esposo suficiente para Sarah?
—No —dijo Robbie con vehemencia—. Yo no he dicho eso. Para ser claro y no
cometer errores, no era sólo que Nathaniel estuviera en falta. Lo llamaban Deseroken,
Entre dos Vidas, pero fue Sarah la que se quedó entre el blanco y el rojo.
La imagen de Nathaniel apareció con toda claridad ante los ojos de Elizabeth. La
imagen del día en que lo vio con el rostro manchado de sangre en el juego, cansado y
sudado. «Me casé con ella porque quería ser rojo y ella se casó conmigo porque
quería ser blanca».
Sin darse cuenta había dicho estas palabras en voz alta. Robbie asentía con la
cabeza.
—Ése es el resumen de una larga historia —dijo. Luego suspiró e hizo una seña
con la barbilla—. La aguja se coloca en la dirección norte-sur. Venga —dijo Robbie
con voz amable—. Usted tiene un buen hombre con quien vivir y al que quiere, tiene
una escuela y tiene una hermosa hija para criar, además de los que vengan.
Ella levantó la mirada; sus ojos brillaban por las lágrimas.

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—¿Está seguro de eso? —preguntó.
Él asintió, los colores de la cara subían y bajaban como una marea.
—Estoy seguro —dijo—. Y usted también debe estarlo.

* * *

Tres días después Elizabeth se sentía como si siempre hubiera vivido en la


montaña de Robbie y como si siempre fuera a vivir allí. El viejo soldado era muy
buena compañía con sus interesantes historias y con todas las cosas que podía
enseñarle. Algunas de las lecciones no eran tal vez tan agradables como otras; hubo
un largo discurso acerca de cómo quitarse las garrapatas, un ejercicio que Elizabeth
encontraba especialmente desagradable, pero que finalmente pudo hacer bien para
satisfacción del viejo. Osos iba y venía, llevando los productos de la caza, y la tarea
que Elizabeth había temido se tornaba en aquel momento inevitable. Nunca había
tenido que trocear un animal tan grande, pero se puso manos a la obra y aprendió
cada detalle del secado y ahumado de las carnes y el curado del pellejo. El trabajo era
mucho, maloliente y sucio, pero era muy útil saber hacerlo. El peor pensamiento que
se le ocurrió a Elizabeth al respecto fue que no tendría a su disposición las cavernas
de Robbie cuando tuviera que hacer lo mismo en Lago de las Nubes.
—Echaré de menos el agua caliente —le dijo a Robbie la mañana en que se
cumplía una semana de su boda.
—¿Se irá, entonces? —preguntó él levantando la mirada de su pan de maíz.
Ella se encogió de hombros.
—No sé exactamente qué es lo que Nathaniel piensa. Pero lo que dijo fue que
tendríamos que estar fuera de Paradise durante un mes más o menos.
—Bueno, ya sé que lo echa mucho de menos, pero me entristece pensar que se
irá.
—¿Por qué vive aquí arriba? —preguntó Elizabeth; era algo que había estado
pensando todos aquellos días.
Él sonrió.
—Todavía no me conoce bien, ¿no? —Aunque no se puso rojo con tanta
intensidad como en las primeras ocasiones en que charlaron, era apreciable el cambio
de color de Robbie. En aquel momento Elizabeth notaba las manchas en el cuello en
el lugar en que los pliegues blandos de la piel se ocultaban bajo la cazadora—. Fui
soldado durante muchos años y ya he andado lo suficiente entre hombres y entre los
asuntos de los hombres —dijo Robbie—. Algunas veces me aburro de estar solo, de
no tener con quién hablar, ni una cara bonita que mirar, entonces me voy y busco a
alguien. Pero la mayoría de las veces estoy contento de vivir aquí entre las bestias. Si
pudiera leer, pero mis ojos ya no pueden. Si fuera a vivir entre la gente de nuevo,

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sería por eso, porque no puedo vivir sin voces ya que ahora no puedo tener las de los
libros.
Elizabeth se había pasado las tardes leyendo para Robbie, y sabía cuánto le
gustaba. A menudo la detenía para recitar con su voz ronca, con gran sentimiento y
precisión.
—Tal vez podamos conseguirle unas gafas.
Él se volvió hacia ella lentamente, asintiendo.
—Ah, sí —dijo—. Eso mismo he pensado yo. Pero a decir verdad, chica, no me
gusta mucho la idea de ir a Albany. Estuve en ese lugar hace unos diez años, o más.
Sin embargo —dijo con un suspiro—, lo que no se puede cambiar se debe tolerar.
Bueno, hay trabajo que hacer. Nathaniel vendrá pronto a llevársela a casa, y se
sorprenderá mucho de ver en qué se ha convertido su esposa.
—¿En qué me he convertido? —preguntó Elizabeth con curiosidad.
—Bueno, en un ama de casa, por supuesto —dijo Robbie con una sonrisa—. O
por lo menos, está empezando a ser una buena ama de casa en este mismo instante.

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Capítulo 28

Al día siguiente Elizabeth bajó por su cuenta de la montaña hasta el río llevando sedal
consigo y recordando las instrucciones de Robbie de que llevara algo de bagre o
trucha para la cena. El sendero a través del bosque ya le resultaba familiar y avanzaba
con rapidez y aplomo. Con demasiada rapidez, pensó más tarde, al recordar lo que
había pasado.
Poniéndose rojo una y otra vez, Robbie le había advertido del peligro de que la
sorprendieran los osos que andaban buscando comida, especialmente las hembras con
cachorros; por el contrario, los osos negros eran habitualmente criaturas tímidas que
preferían huir antes que enfrentarse al ser humano, pero debía evitar por todos los
medios molestarlos, sobre todo si está menstruando, le había dicho. En el mejor de
los casos, el olor de la sangre les haría sentir curiosidad y en el peor, los pondría
furiosos.
De hecho, acababa de tener la menstruación, hecho que en realidad la había
sorprendido, porque había perdido todo sentido del tiempo, excepto que hacía ocho
días que había visto a Nathaniel por última vez. El dolor y la primera mancha de
sangre le habían recordado el paso del tiempo, y entonces se le presentaba un nuevo
problema; tardó todo un día en encontrar el modo de arreglarse con los materiales que
tenía a mano. Una vez que lo hubo logrado, Elizabeth se sintió aliviada, no estaba
preparada para tener un niño, no hasta que se sintiera una mujer casada y estable.
Pero le produjo tristeza, porque pensó en lo contento que se habría puesto Nathaniel y
en que eso habría probado que Richard estaba equivocado por completo.
Le parecía que la conversación en el lecho de bodas con Nathaniel había tenido
lugar hacía mucho tiempo, y se preguntaba si eso de la satisfacción, o la falta de
satisfacción, tendría algo que ver con quedarse preñada. Pensó a menudo en todo lo
que había sucedido en aquella cama, pensó en sus caricias y en el impulso feroz,
pensó en lo diferente que había sido de la primera vez bajo la cascada. Pensó que era
una cuestión muy compleja y que tenía que aprender mucho. Admitió que echaba de
menos las caricias de Nathaniel y pensó que a él seguramente no le desagradaría
saber la curiosidad que sentía. Ese pensamiento estaba en su cabeza cuando llegó a la
orilla del río y al levantar la mirada vio que había un oso a menos de seis metros de
distancia de ella. El animal se erguía al sol, con su pelambre húmeda y brillante y su
atención puesta en Elizabeth mientras olisqueaba con su blanda nariz. Elizabeth se
dio cuenta de que era una hembra porque un osezno estaba jugando junto a la osa.
Se quedó con la mente en blanco, sin poder pensar. De repente, dio media vuelta,
corrió hasta el árbol más cercano y trepó a él como si fuera una niña de doce años
perseguida por un primo vengativo. Mientras trepaba se daba cuenta de la estupidez

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de aquel acto, porque los osos también suben a los árboles y la osa iría tras ella si
quisiera. De todos modos subió al árbol, su respiración agitada retumbaba en sus
oídos impidiéndole oír cualquier otra cosa. Subió hasta que no pudo llegar más alto;
las ramas más tiernas amenazaban con romperse y dejarla de nuevo en tierra.
En aquel momento Elizabeth se detuvo y miró la parte inferior del tronco. La osa
estaba allí. La miraba desconcertada y seguía olisqueando. Estaban más o menos a la
misma distancia que habían estado a nivel del suelo, pero en aquel momento
Elizabeth no tenía dónde huir. Cerró los ojos y trató de normalizar la respiración para
poder percibir algo que no fuera el flujo acelerado de su sangre. Cuando volvió a
mirar hacia abajo, la osa todavía estaba allí, ocupada buscando qué comer.
Tardó unos diez minutos en recobrar el ritmo cardíaco. Y otro tanto en notar que
se había raspado las manos y que las tenía pegajosas por la resina de la madera y por
la sangre. Más sangre, pensó con resignación. Aquel animal no se movería nunca de
allí. Así parecía estar la situación. En aquel momento jugaba con su cachorro,
dándole palmadas y haciéndole rodar a uno y otro lado con muy buen talante,
mientras el animal gruñía y lloriqueaba hasta que encontró lo que buscaba.
Elizabeth se sentó en la rama con la barbilla apoyada en las rodillas,
observándolos. La corteza en que apoyaba la espalda era blanda y había un hueco
natural que le proporcionaba un asiento seguro, aunque no especialmente cómodo.
Cuando tuvo la certeza de que la osa no le prestaba atención, se puso a mirarlos con
interés. Eran hermosas criaturas peludas y de expresión radiante. El cachorro se
desvivía por captar la atención de su madre, emitiendo toda clase de sorprendentes
ruidos. La madre, plácidamente, desapareció entre los pinos sin hacerle caso.
Elizabeth vio que salía por otro lado y que iba hacia el río. La osa se quedó mirando,
y luego, más rápido de lo que el ojo podía captar, removió el agua y sacó un pez que
puso junto a la orilla con un rápido movimiento de garras.
Elizabeth tenía una buena perspectiva en su puesto, una franja del río y el follaje
de los árboles lleno entonces de color primaveral. En el horizonte, hacia el este, se
juntaba con las nubes.
Los osos parecían estar muy a gusto en el claro, junto al río, y no tenían ninguna
prisa por marcharse. Elizabeth se preguntaba si la osa lo haría a propósito, si lo que
esperaba era que ella bajara del árbol. Cuando esta idea se consolidaba en su mente,
el animal dio una voltereta y se metió en el bosque con su cría detrás. Elizabeth dio
un suspiro de alivio y se preparó para bajar del árbol, lo que le pareció mucho más
arriesgado en aquel momento que cuando había temido por su vida.
Se oyeron algunos ruidos en el bosque, Elizabeth se estremeció y pensó que sería
mejor quedarse donde estaba hasta que tuviera la certeza de que la osa no volvería.
Con impaciencia se acomodó como pudo en su escondite y miró en dirección al río.
Entonces vio a Nathaniel que avanzaba hacia la costa en una pequeña canoa

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cargada con provisiones.

* * *

Bajó del árbol justo delante de él, pero no se sobresaltó. No parecía sorprendido
en absoluto de que su mujer apareciera de repente cayendo de las alturas, con la cara
llena de rasguños y las manos ensangrentadas. Elizabeth se paró delante de él y se
puso ambas manos en la cintura: sintió que temblaba, y que luego, lentamente, dejaba
de temblar.
—Buenos días, Botas —le dijo tranquilamente con la boca entre el pelo de
Elizabeth.
El bulto que cargaba se deslizó al suelo y las manos de él se posaron en la espalda
de ella.
Elizabeth se apartó entonces y lo miró enfadada.
—Has tardado mucho —dijo—. ¿Qué ha pasado?
Él negó con la cabeza mientras le tocaba el pelo.
—Habrá tiempo suficiente para hablar de eso luego —dijo inclinándose hacia
ella.
Pero ella bajó lentamente la cabeza pese a lo mucho que deseaba que él la besara.
—Pero ¿qué ha pasado? —repitió—. ¿Richard se salió con la suya?
Nathaniel le levantó la barbilla con un dedo torcido y dejó correr el pulgar por el
labio inferior. Esto la conmovió, la presión del dedo se transmitió a todo el cuerpo y
se le hizo un nudo en la garganta.
—No como esperaba —dijo él—. Pero lamento decirte que todavía no ha
terminado el asunto.
—Pero…
—Podremos hablar luego —dijo Nathaniel presionando suavemente con el dedo
en la comisura de la boca de ella—. Ahora o más tarde. En este momento, sin
embargo, tengo otra cosa en la cabeza. Pero si lo que quieres es hablar… —La tibieza
del aliento de Nathaniel acariciaba la cara de Elizabeth. Ella parpadeó sin poder
moverse ni hablar—. Ah, sí —sonrió él—. Me lo imaginaba.
La atrajo hacia sí y le dio un beso largo, profundo, con todo su ser, con toda su
boca y toda su fuerza. Elizabeth se abrió a él y le devolvió el beso al tiempo que le
apretaba la espalda.
Cuando finalmente se separaron, él ya no sonreía.
—Estaba preocupada.
—¿Por qué estabas preocupada? —preguntó dulcemente, besando su boca—.
Sabías que volvería pronto, ¿verdad?
Ella tragó saliva, asintió con la cabeza. Se quedaron un rato mirándose uno al

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otro, las manos de él en los brazos de ella.
—Deberíamos subir a ver a Robbie —dijo—. Estará encantado de verte.
—Ah, sí —dijo Nathaniel—. Pero no tanto como lo estoy yo por tenerte de nuevo
conmigo.
Miró entonces el haya donde se había subido.
Elizabeth entonces recordó lo sucedido.
—Había un oso —dijo— que sentía curiosidad por mí.
—Me parece muy natural —dijo cerrando los ojos.
La atrajo hacia sí y esta vez ella no protestó. No había otra cosa en ella que su
proximidad y su deseo de él. Nathaniel aguantó todo el peso porque ella no podía, y
la besó entre temblores hasta que le faltó el aire.
—Llevemos estas cosas a Robbie —dijo entonces con aspereza—. Podremos
hacerlo de una sola vez si me ayudas.
—Se supone que debo llevar pescado.
Ella miró por encima del hombro de él hacia el río. Estaba empezando a lloviznar.
—Aún no es tarde —dijo Nathaniel—. Hay otros asuntos que debes atender.

* * *

Robbie estaba a punto de ir a revisar las líneas de trampas, pero se detuvo un rato
para saludar a Nathaniel.
—Me alegro de verte, hombre —dijo por cuarta vez consecutiva al tiempo que
daba palmadas en el hombro de Nathaniel—. Estaba pensando que tendríamos que ir
río abajo a buscarte. Pero lo hemos pasado bien, ¿verdad, chica?, nos arreglamos
bien, muy bien. Ella es una joven excelente, Nathaniel, y muy valiente, en esto no me
equivoco.
—Yo tampoco —dijo Nathaniel y se rió de tal modo que Elizabeth se puso roja al
oírlo, contenta de que hubiera vuelto y de que la estuviera provocando.
La urgencia de él por tocarla era difícilmente disimulable. Por más que apreciara
mucho a Robbie y que deseara hablar con él, Nathaniel quería en aquel momento que
se fuera de una vez con sus trampas.
—Antes de irme —dijo Robbie, como si estuviera leyendo el pensamiento de
Nathaniel, pensamiento que seguramente no se le había escapado al viejo soldado—,
hay algo que quiero decirte. Jack Lingo ha estado merodeando por este lado del
bosque.
Nathaniel se volvió rápidamente y levantó una ceja.
—Eso no es ninguna novedad.
—Veo que no le tienes miedo. Bueno, pero a mí no me gusta que ese maldito hijo
de puta ande rondando por aquí cuando tengo a mi cuidado a una hermosa joven

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recién casada.
Nathaniel reflexionó un momento. Podría acompañar a Robbie y charlar. No
tardaría demasiado. Miró a su esposa agachada junto al fuego revolviendo el
contenido de un caldero. Ella se puso roja y desvió la mirada, la sangre de Nathaniel
corrió más rápido sólo de pensar en lo que ella quería, porque estaba claro en su
rostro. Hasta Robbie se dio cuenta, por lo que se puso todavía más rojo que ella.
—¿Hablaste con él? —preguntó Nathaniel.
—No. Pero hay señales de que está por aquí, muchas. Y Alemán Ton va con él.
Elizabeth levantó la mirada al oír aquel nombre.
—Yo le conozco —dijo—, a Alemán Ton.
Los hombres se miraron sorprendidos y entonces ella les contó la historia de la
carta de la hermana. Robbie rió hasta que se le saltaron las lágrimas.
—¡Las historias que cuenta Axel! —dijo finalmente. Luego negó, con la cabeza e
irguió el pecho—. No te preocupes, Nathaniel. Duda mucho que tenga algo más que
lo habitual en su estrecha mente. Además, aquí estás seguro.
—¿Tienes algo más que decirme? —preguntó Nathaniel mirando a Elizabeth.
—Nada que no pueda esperar un rato.
Cogió su bastón, revisó con esmero su estuche de balas, palpó el hacha y la vaina
con el cuchillo del cinturón y cogió unas trampas.
—Volveré por la mañana. Debo ir a ver las trampas más lejanas. Pero creo —
añadió dejando caer los ojos y aclarándose la garganta— que no me echaréis de
menos.
—Claro que sí —dijo Elizabeth con toda sinceridad tratando de acercarse para
despedirse.
Olía a madera quemada y al almizcle que ella usaba. Nathaniel le puso una mano
en el hombro para detenerla y la atrajo hacia él. Ella accedió gustosa y se quedó a su
lado. Despidieron a Robbie y Nathaniel sintió alegría al ver que ella se llevaba muy
bien con el anciano. Había acertado al enviarla con él del modo que estaban las cosas
en Albany. Se le ensombreció un poco el rostro al pensar en la conversación que
debían tener. Pero no era el momento, no aquella tarde, ni siquiera aquella noche.
—Ven —dijo ella una vez que Robbie se hubo marchado—. Hay comida caliente.
Debes de estar muerto de hambre.
Se volvió hacia el fuego, pero él la cogió de la muñeca y la hizo volver a su lado.
—No tengo hambre —dijo—. Al menos no es comida lo que quiero ahora.
Los ojos de Elizabeth brillaban pero esta vez no por las lágrimas. Había llorado la
última vez que él la había poseído, pero estaba decidida a no llorar aquel día.
—Está lloviendo —dijo tiernamente—. Tal vez sería mejor entrar.
—¿Dónde está Huye de los Osos? —preguntó Nathaniel.
—Salió esta mañana a cazar. ¿Por qué? —preguntó ella, y desvió la mirada al

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adivinar el motivo de la pregunta—. Es pleno día.
Nathaniel le puso las dos manos en la cintura.
—Ya hemos hablado de eso —dijo—. Pero la última vez nos interrumpieron
violentamente.
—Es cierto —Entonces, con una mirada franca que a él le volvió loco, añadió—:
Me preguntaba si te acordarías.
Él rió y escondió su rostro en el cuello de ella.
—No podría olvidarlo aunque quisiera —le susurró al oído—. ¿Estarás conmigo a
plena luz del día, Botas?
Ella asintió con la cabeza; era todo lo que podía hacer, él se dio cuenta y le gustó
que así fuera. Todo lo que ella hacía le daba placer. Exteriormente no parecía la
misma mujer, con ropa de cuero y con el pelo trenzado. Tenía los ojos más grises en
contraste con la piel tostada por el sol. Pero al tocarla, al hablarle, era la misma, la
mujer con la que se había casado. Elizabeth con su calor y su sonrisa, con su
inteligencia y su curiosidad, con su valentía. Robbie se había dado cuenta de sus
cualidades, aunque ella misma ni se percatara.
Encogiéndose ligeramente de hombros y con una sonrisa se apartó; había quitado
el caldero del fuego, le había puesto una tapa y después había esparcido las brasas.
No quería mirarlo pero sabía que él tenía los ojos fijos en ella.
Elizabeth fue hacia la cabaña y lo miró por encima del hombro; entonces
Nathaniel la siguió hacia las umbrosas y tibias cavernas de la montaña.

* * *

Estaban completamente solos. Fuera podría ser invierno, podría haber un


terremoto o un incendio, ellos no se enterarían de nada, allí, en medio de la cueva en
que dormía Elizabeth. Nathaniel amontonó los bultos y sacos que había sacado de la
canoa en un espacio lleno ya con los enseres de Robbie. La antorcha del corredor
humeaba un poco, pero en la cueva el aire era claro y tibio y brillaba con la luz de las
velas de cera que Robbie había dejado, seguramente la mejor provisión que poseía.
Elizabeth había dudado antes de encenderlas, pero Nathaniel no, señalando lo que era
una sencilla verdad: Robbie quería que usaran aquellas velas; era su regalo de bodas.
Ardían de maravilla y olían muy bien. Elizabeth estaba muy contenta allí, en pleno
corazón de la montaña.
—¿En qué piensas? —preguntó Nathaniel. Ella se dio cuenta de que había estado
observando la expresión de su rostro mientras buscaba algo en la canoa y contuvo el
aliento.
—Estamos más solos ahora que cuando estuvimos bajo la cascada.
Miró hacia el corredor y pensó qué podría ofrecerle.

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—¿Quieres darte un baño?
—Más tarde —dijo sonriendo mientras levantaba la cabeza—. Te he traído algo.
—Yo no tengo nada para darte.
—Ah —dijo él—. Creo que sí.
Y le tiró de la pierna con fuerza hasta que se sentó a su lado, sorprendida y con la
respiración acelerada.
—¡Ooah! —Se rió al fin, frotándose la espalda.
—Sólo tendrías que habérmelo pedido, Nathaniel.
Éste le puso un paquete pequeño en el regazo. Ella lo abrió con cuidado, sintiendo
cómo sus ojos recorrían todo su cuerpo. Dentro del paquete había un pañuelo, una
hermosa pieza del más fino lino, bordada en blanco sobre blanco, y adornada con una
delicada puntilla. Elizabeth levantó la mirada, sorprendida.
—No usarás ese trapo viejo que le compraste a Anna —dijo él.
—¿Cómo sabías eso?
—Me lo contó Curiosity.
—Curiosity. —Elizabeth sonrió—. Le debemos mucho.
—Sí —dijo Nathaniel—. Es verdad. Pero ella está contenta por lo que hizo y por
ti. Me dijo que te diga que hiciste bien.
En aquel momento le tocó el turno a Elizabeth, que se rió enérgicamente.
—Dudo mucho que mi padre esté de acuerdo con ella. ¿Sabe la que hizo para
ayudarme a escapar?
—Parece que se las arregló muy bien. No tienes que preocuparte por Curiosity —
le hizo notar Nathaniel—. Y tu padre no está peor que otras veces, aunque no hablé
con él.
Elizabeth no quería hablar de su padre justo en aquel momento.
—¿Cómo están las cosas en Lago de las Nubes?
Él le dio un golpe en el brazo.
—¿Te preocupas por Hannah?
—De nuevo me estás leyendo el pensamiento. No estoy segura de que me guste
esa costumbre de mi esposo —dijo para provocarlo—. Pero sí, he estado
preguntándome cómo se sentirá con todo lo que está pasando.
Él sonrió.
—Ella confía en el plan. No hay necesidad de preocuparse por Hannah, Botas.
Serás una buena madre para ella.
Elizabeth miró su mano que estaba entre las de Nathaniel. Se daba cuenta de lo
mucho que se le había estropeado la piel en tan poco tiempo. Estaba quemada por el
sol, en los dedos pulgares despuntaban unos callos. Pero eran manos más fuertes y no
se avergonzaba de ellas.
Nathaniel también le había visto las manos y de pronto se le ensombreció el

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rostro.
—No naciste para llevar esta vida —dijo; todos sus juegos y sus bromas habían
desaparecido.
—Entonces soy muy afortunada, ¿no te parece? —dijo ella con ternura—. Porque
pude llegar hasta aquí como lo hice.
Levantó el pañuelo hasta rozar con él la mejilla y al hacerlo cayeron dos piezas de
joyería: un broche para el pelo de plata y un colgante con una larga cadena.
—¡Ah! —exclamó levantando la cadena, la perla engarzada en pétalos de plata
con hojas rizadas parecía disputarse la luz de las velas.
—Era de mi madre —dijo Nathaniel—. El anillo de boda también. Ella me los dio
para que se los diera a Hannah, pero le pregunté y Hannah piensa que debes tenerlos
tú, por lo menos por ahora.
Elizabeth cogió el broche de pelo, una pieza de plata tallada con flores.
—¿Esto también era de tu madre?
—No, lo compré en Albany. Estuve pensando mucho en tu pelo, en los colores
que tiene cuando está suelto, en cuánto sobrepasa la belleza del pelaje de las
nutrias… —Hizo una pausa—. Y entonces decidí comprártelo. Tal vez pienses que es
un despilfarro.
—Estoy pensando que eres encantador —dijo Elizabeth parpadeando ligeramente
—. ¿Puedo probármelo ahora?
—No —dijo él con firmeza—, no quiero que te sujetes el pelo ahora. Pero ¿te
pondrás el colgante?
Tocó la cadena de plata.
Elizabeth ya se volvía y se apartaba la trenza para dejar el cuello al aire. La perla
tocó la base de su garganta y se deslizó hasta los pechos mientras los dedos de
Nathaniel se movían en la nuca para cerrarle el broche, exhalando su aliento sobre el
pelo de ella. Elizabeth sentía cómo la piel se le erizaba, que todos sus impulsos
despertaban. Las manos de él se posaban en sus hombros y luego en su boca, tibia y
abierta bajo la oreja. Ella sintió que él jadeaba, un sonido extraño, inarticulado.
—¿Te gusta? —Ella se volvió y buscó sus brazos, se puso de rodillas para estar
más cerca de él y lo abrazó con todas sus fuerzas. Esta vez no tenía palabras que
decir, sólo quería abrazarlo—. Entiendo que esto quiere decir que sí —dijo sonriendo.
—Sí —dijo Elizabeth cogiéndole la cara con sus manos para besarlo brevemente,
frotando su mejilla contra la de él y disfrutando de la piel áspera—. Sí, me gusta
mucho. Gracias.
Sus manos estaban en la cintura de ella y se mecían al unísono.
—De nada —replicó acercándola más y retirándose, todavía dudando.
Elizabeth estaba sorprendida de que todavía no hubiera comenzado con aquello
que ambos querían comenzar. Él dibujaba lentos círculos en los brazos de ella,

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estiraba los pulgares para tocar el contorno de sus pechos, pero además parecía
contento de ver su rostro. Pero ella no lo estaba en absoluto. En aquel momento que
por fin estaban juntos después de tanto tiempo.
—¿Pasa algo?
—Nada —dijo con voz ronca. Pero todavía no la besaba, sólo seguía
acariciándola, resbalando las manos por su piel, deslizando los pulgares por los
pechos. Ella lo miró y le sostuvo la mirada—. No hay prisa, Botas —dijo
tranquilamente acercándose para besarla, sólo un roce y se apartó—. Nadie en el
mundo nos va a interrumpir en este momento, y no tenemos que ir a ninguna parte.
—Con una mano, la atrajo hacia sí y le besó las sienes, luego trazó un sendero de
besos de los labios a la oreja. Con la otra mano buscaba bajo la camisa hasta llegar a
uno de los pechos, justo en el momento en que le encontraba la boca y la besaba—. A
menos que quieras hablar, justo ahora.
—Me haces temblar —murmuró ella.
Nathaniel rió y escondió su cara en el cuello de Elizabeth.
—El temblor es sólo el comienzo.
—¿De qué? —preguntó ella.
—De esto —dijo, y de nuevo comenzó a mover las manos.
—Esto… —se hizo eco Elizabeth—. ¿Cómo se llama? —Esta vez él no sonrió,
aunque ella vio otra expresión en su rostro, una mezcla de placer, poder y
satisfacción. La falta de experiencia y la curiosidad que ella mostraba le excitaban.
Ella se daba cuenta lentamente de que así era. Se daba cuenta en sus besos, lo sentía
en la manera en que la boca de él se movía en la suya—. He leído acerca de esto. Me
gustaría saber cómo lo llamas.
De repente él se quedó quieto, sorprendido.
—¿Qué has leído acerca de esto?
—Esto… —dijo con impaciencia—. Lo que sucede normalmente entre un
hombre y una mujer. La biblioteca de mi tío era muy grande y leí todos los libros. En
la Suma Teológica, Santo Tomás de Aquino usa habitualmente el término apetito
carnal y luego está coito o cópula, pero me resulta difícil pensar en lo nuestro en esos
términos. Recuerdo con mucha claridad un texto médico que utilizaba el término
venéreo. Había otros términos. Unión sexual y consumación, y por supuesto el
término bíblico, fornicación, pero como estamos casados…
Se le iba la voz.
—¿Cópula? —repitió Nathaniel.
Elizabeth sintió que se estaba poniendo roja, pero no porque se sintiera incómoda,
sino irritada.
—Es una cuestión simple, Nathaniel —dijo—. Sólo quiero que me digas cómo
llamas a este acto, ya que la mayoría de los términos que conozco de mis lecturas no

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me parecen apropiados. —Él se estaba riendo en su cara y eso no le gustaba.
Comenzó a separarse de él, pero la apretó con más fuerza—. Déjame.
—Ah, no.
—¿Por qué te estás riendo de mí? —preguntó con la voz ronca a causa del deseo
y la mortificación.
—No me estoy riendo de ti —dijo bajando la cabeza para besarla, pero ella le
torció la cara y entonces sólo pudo rozarle la mejilla.
—Sí, te estás riendo. Está claro que te ríes de mí y eso no lo tolero. He estado
tanto tiempo preocupada por ti, esperándote y… haciéndome preguntas. Y ahora
vienes y me das este colgante de tu madre y luego te ríes de mí.
Ella sabía que no tenía sentido lo que estaba diciendo; además, de ningún modo
lloraría.
La risa desapareció de la cara de Nathaniel, pero no trató de besarla.
—Lo siento mucho —dijo—. Pero es que me cuesta imaginarte sentada en la
biblioteca de tu tío haciendo un estudio sobre este asunto en términos médicos.
—¿Y por qué no? —preguntó ella—. Leí todos sus libros.
Él se encogió de hombros.
—Porque no. Bueno, supongo que porque estabas muy decidida a ser una
solterona. Me sorprende que te dedicaras a leer algo que no sería de tu incumbencia.
—Espero no tener que soportar plagas ni sufrir de gota tampoco. Y, sin embargo,
he leído acerca de eso —dijo sabiendo que no parecía convincente, puesto que no era
del todo sincera con él, y le irritaba tener que enredarse en aquellas explicaciones
cuando lo que quería realmente era dar una respuesta muy simple. Y la demostración
que él le había prometido tantos días antes acerca de la naturaleza de la satisfacción.
Lo miró y luego bajó la mirada sin amilanarse—. Y también sentía curiosidad —
añadió a disgusto.
Nathaniel asintió con la cabeza.
—Ah, sí, eso lo creo. Pero la mayoría de las jóvenes no tienen la oportunidad ni el
coraje de ponerse a estudiar el tema, ¿verdad?
Esta afirmación la cogió por sorpresa y tuvo que darle la razón.
—Espera un minuto. —Se levantó estirando sus largas piernas y haciendo que
ella se levantase al mismo tiempo. Entonces se acomodó en el catre a su lado,
abrigándola con el brazo. Elizabeth fue hacia él de buena gana, aunque estaba algo
sorprendida del cambio de dirección y propósito—. Ahora háblame de las otras
palabras.
Elizabeth se sentó para mirarlo, pero tenía una expresión franca y
bienintencionada, y esperaba su respuesta.
—¿Qué quieres decir?
—Has dicho casi todos los términos que no son adecuados. —Ella trató de

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apartarse, pero él la mantuvo en el mismo lugar—. Hemos comenzado esta discusión
y vamos a terminarla, por Dios, de otro modo no estarás satisfecha. Dime qué más
leíste, Botas.
No se estaba riendo y Elizabeth se situó más cerca de él aunque con cierto
resquemor.
—Dos frases me vienen a la mente —dijo con lentitud—. La primera es de
Timón: «La adorable Venus salió y fue consorte de Marte». —Y como Nathaniel
estaba quieto, siguió sin mirarlo—: La otra es de una colección de cartas. No
recuerdo ya quién era el autor, pero conservo en mi mente la frase: «Se hicieron una
sola carne por el contacto de los cuerpos».
—¿Eso es todo?
—¿Quieres oír más? —preguntó sorprendida.
—Si quieres decírmelo.
Ella hizo un ademán de protesta, de frustración.
—Todo esto comenzó porque yo quería que me dijeras qué palabra usas tú, y en
cambio me has hecho contar historias de mis lecturas y, debo decírtelo, me haces
perder la calma.
—¡Ah!, ¿te hago perder la calma? —La mano de él iba del brazo al cuello y se
quedaba allí jugando con los rizos sueltos. La piel de ella se erizaba al suave tacto y
renunció a su enfado con un pequeño suspiro—. Tal vez no del todo.
—Tal vez no —admitió ella, mientras los dedos de él continuaban hurgando.
—Ahora, acerca de las palabras que te producen tanta curiosidad. Si no estás
satisfecha con los términos que conoces, Botas, entonces supongo que debemos
encontrar otros que vayan bien.
Ella se relajó, las manos de él recorrían todo su cuerpo, pero la voz de Nathaniel
era la que despertaba toda su atención. La besó en la mejilla, en la comisura de la
boca, en la oreja.
—Ahora te voy a desnudar y te haré el amor. Ése es el nombre que le pondremos
a lo que haremos y mientras lo hacemos, te diré todo lo que quieras saber. —Le sopló
suavemente la humedad que le había dejado en la blanda carne bajo la oreja y ella se
estremeció—. Te diré qué es lo que hacemos con mis propias palabras. ¿Te parece
bien? —Ella asintió con la cabeza, incapaz de decir nada—. Y te haré preguntas una
y otra vez para ver si me has prestado atención. Y si te confundes, empezaremos de
nuevo.
La mente de Elizabeth volaba sintiendo el calor de la boca de Nathaniel en su
oreja y la presión de la palma de su mano en el pecho. Parecía que le faltaba aire para
respirar. Él se tomó su tiempo para besarla, un largo y suave beso que hizo que todas
sus fibras se enardecieran y latieran. En respuesta a su amable actitud, ella levantó los
brazos sobre la cabeza y Nathaniel le quitó la camisa y la tiró a un lado; sus manos

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calientes acariciaban los brazos desnudos de ella mientras bajaban para quitarle la
ropa interior. Se quedó desnuda y se le puso la carne de gallina; él la miraba con el
deseo pintado en el rostro.
Ella miró hacia abajo. La trenza sobre un hombro como una tira oscura sobre la
piel blanca. Los pechos, y entre ellos la flor de plata y la perla. Nathaniel se tendió
sobre ella y la perla quedó entre ambos, sus pechos presionaban el torso de él. La
besó en la boca mientras movía las manos para cogerle las caderas. Sintió que algo se
extendía por todo su cuerpo, una sensación similar a una marea tibia.
A medida que se sumergía en el universo que Nathaniel creaba con las manos, la
boca y el cuerpo, la conciencia de Elizabeth acerca de lo que la rodeaba se
desvanecía, los olores minerales del agua y la cera de abejas evocaban a Nathaniel.
Se daba cuenta de que los poros se le abrían y su olor surgía para ir a su encuentro.
Nathaniel le murmuraba cosas, le hablaba entre besos y ropas enredadas, riendo
ligeramente.
Cuando estuvieron acostados de lado, cara a cara, Nathaniel deslizó una rodilla
entre sus muslos. Le observaba la cara mientras lo hacía, los ojos le brillaban de
satisfacción al ver que ella suspiraba. La superficie dura y cálida de la rodilla
presionaba sobre ella y su carne contestaba con creciente humedad y ritmo. En algún
lugar de la mente de Elizabeth aparecía una conexión entre el placer y aquella clase
de contacto que era posible que fuera lo que él llamaba satisfacción. Como ella no
podía encontrar las palabras para preguntar, puso su rodilla en la cadera de él para
acercarlo más.
—Todavía no —susurró—. Paciencia.
En aquel momento la palabra paciencia tenía otro significado, estaba cambiando
en aquellos largos minutos. Ella, que solía usar el término con sus alumnos cuando
éstos tenían dificultad en captar algo nuevo, se juró no volver a usarlo.
—¡Nathaniel! —exclamó al fin en un gemido y él la miró asomando por encima
de su pecho.
—No hay una palabra especial para esto que yo sea capaz de aplicar —dijo él
sonriéndole.
Su respuesta fue un manotazo en la cabeza, le dio unos golpes en la oreja con el
canto de la mano. Él cogió aquella mano y luego la otra, le puso la boca en la barbilla
y la besó lentamente. Ella gimió y él se detuvo con un beso; todo su cuerpo estaba
sobre el suyo y su peso se concentraba en el lugar en que las caderas de ambos se
unían.
—Sí, eso es —musitó finalmente, con los dedos extendidos—. Se llama provocar.
Y si me dices que sea paciente…
—Es que si eres paciente, querida, oirás todas las palabras que quieres. Si es que
todavía quieres. Ah, sí, veo que quieres. Bueno, entonces escúchame. —Sin quitarle

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la boca de la oreja se puso encima de ella y comenzó a balancearse al ritmo rápido de
ella. Ella se quedó sin aire, con los ojos muy abiertos y anonadada por la firmeza y
suavidad de sus manos—. ¿Sabes cuánto me gustas? —murmuró con los ojos
brillando de placer.
Pero se movió, la boca le recorría los pechos. Ella gritó entre frustrada y
contrariada y luego se calmó, con todo su ser asombrado y rígido, cuando finalmente
Nathaniel le puso la cabeza entre las piernas y se ocupó del asunto de enseñarle, con
gran deliberación, una clase de satisfacción.
—¡Nathaniel! —Apenas pudo decir nada, con los dedos en el pelo de él y la
mente oscilando entre el pánico y la confusión.
Aquello no podía ser, debía de haber un error. Pero la áspera caricia de la mejilla
de él contra la piel de su entrepierna era real y también las manos que la abrazaban
con los dedos abiertos. Él le murmuraba cosas, palabras dulces, tan dulces como el
primer contacto de sus labios y sus lenguas y de repente todas las preguntas y dudas,
y todas las palabras del mundo desaparecieron en un torbellino de placer y Elizabeth
dejó que así fuera sin arrepentimiento alguno.
Cuando finalmente hubo aprendido cómo era aquella clase de satisfacción,
cuando se quedó tranquila, rendida y contenta, con la carne todavía latiendo y
erizada, entonces él volvió sobre ella y le enseñó otra. Arqueado sobre ella, vientre
contra vientre y boca contra boca, Nathaniel le enseñó a Elizabeth todo lo que ella
quería saber, y a su vez él aprendió algunas lecciones.

* * *

Cuando Elizabeth se quedó dormida él la cubrió con una manta y se quedó


mirándola. Cuidadosamente le alisó los rizos húmedos esparcidos por la cara, y
reprimió el deseo de besarle la frente porque ella necesitaba dormir y porque él
necesitaba unos minutos a solas para pensar. Pero entonces, y porque no pudo hacer
otra cosa, se sentó sin hacer ruido en el borde del catre para contemplarla.
Apoyándose con un brazo, se inclinó y acercando su cara a la de ella, lo
suficientemente próximo para sentir el calor en la piel. A la tenue luz de la vela siguió
los trazos de sus cejas y la curva de las pestañas en sus mejillas.
Nathaniel se maravillaba de que cupieran en ella dos mujeres, la que veía llena de
paz y la que había poseído hacía un momento, con la boca abierta llena de sorpresa y
asombro. El recuerdo imborrable de su calor, el contacto de su cuerpo, el deseo que
no ocultaba lo enardecían de tal modo que estuvo a punto de despertarla. Pero se
contuvo no sin esfuerzo y se apartó lentamente hasta ponerse en pie, sintiendo el aire
fresco en la piel húmeda. Sopló todas las velas salvo dos. Dejé una en la repisa de la
pared y con la otra se iluminó hasta llegar al manantial donde encendió la antorcha.

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Con un gruñido de placer entró en el estanque y se sumergió en el agua caliente,
conteniendo el aliento hasta volver a la superficie con una explosión de aire y gotas
saliendo de la cabeza. Flotó, dejó que su cuerpo sintiera el agua, que los músculos se
expandieran y aflojaran, que el pelo flotara a su alrededor. Con los ojos abiertos o
cerrados, daba igual, sólo podía ver la imagen de Elizabeth. Tendrían que haberse
sentado a conversar. Echaba de menos las charlas con ella. Aquella noche dormiría a
su lado. En medio de la noche se daría la vuelta para poseerla de nuevo porque ya la
estaba deseando con tanto ardor que hasta él mismo se sorprendía. Dio una vuelta en
el agua caliente y se sumergió una y otra y otra vez dejando que las imágenes de ella
lo empaparan como el agua.
A la mañana siguiente saldrían a la luz y tendrían que enfrentarse con lo que les
esperaba, ya no habría modo de eludir la cuestión, porque al día siguiente deberían
seguir la marcha.

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Capítulo 29

—No puedes estar hablando en serio —dijo Elizabeth mientras se quitaba un mechón
de la frente con el dorso de la mano. Nathaniel levantó la mirada por encima del
borde del vaso de hojalata, preguntándose hasta dónde llegaría el enfado de su mujer
—. No puedo, jamás podré creerlo —dijo revolviendo las gachas con tal fuerza que
una parte saltó del caldero de hierro y fue a parar a las piedras que había debajo—. Si
he entendido bien, estás diciendo que Kitty Witherspoon ha declarado contra mí
públicamente en un juzgado y junto a ella Martha Southern y Liam Kirby. —Levantó
la mirada para mirarlo, tenía los labios apretados—. ¡Liam Kirby! ¡El ingrato! —se
detuvo a regañadientes.
Nathaniel permanecía en silencio. No había nada que pudiera decir para que las
noticias sonaran mejor; de hecho, todavía le quedaban algunas cosas por decirle que
tampoco le gustarían.
Robbie estaba sentado en el lado más alejado del fuego limpiando sus trampas y
preparándose para encargarse del castor que había capturado, pero su atención estaba
primordialmente puesta en Elizabeth. Lanzó una mirada a Nathaniel y se encogió de
hombros en un ademán de comprensión.
—¿Qué pudo haber motivado a Kitty Witherspoon a hacer semejante cosa? —
murmuraba Elizabeth.
—El matrimonio —respondió Nathaniel.
—¿El matrimonio? —Elizabeth arqueó una ceja y frunció los labios—. ¿Richard
le ha ofrecido matrimonio?
Nathaniel asintió con la cabeza.
—Y muy pronto.
Elizabeth parpadeó, se arregló la trenza y luego la dejó caer en la espalda.
—¿Kitty está preñada?
—Curiosity dice que sí.
Con un movimiento de manos que distaba mucho de ser certero o tranquilo,
Elizabeth se volvió hacia la olla y comenzó a llenar cuencos de gachas. Uno de éstos
se lo puso en las manos a Nathaniel y el otro se lo pasó a Robbie completamente
abstraída.
—¿De quién?
—De tu hermano, sin duda —dijo él—. Por supuesto que esto no es de
conocimiento público, aunque creo que Curiosity lo sospecha.
Ella se sentó ruidosamente junto a él y fijó la mirada en su cuenco.
—Sé que Kitty estará encantada de tener por fin a Richard, pero ¿por qué él
quiere casarse en estas circunstancias? —Nathaniel esperó, sabiendo que no esperaba

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una respuesta; ella tenía la costumbre de pensar en voz alta cuando estaba tratando de
resolver un asunto difícil de entender. Nathaniel estaba aprendiendo a dejarla
proseguir con su razonamiento sin interrumpirla—. Supongo que es el precio que ella
le puso a su testimonio contra mí. Ese hombre está fuera de todo razonamiento o
sentido de lo apropiado. —Negó con la cabeza y comenzó a comer. Después de tragar
dos cucharadas dejó el cuenco en su regazo y se volvió hacia Nathaniel—. Es un lío
tremendo. ¿Qué puedo hacer, excepto negar las acusaciones? No les dije a ninguno de
ellos que estaba comprometida con Richard, pero ellos son tres y yo sólo una. Si sólo
hubiera la menor oportunidad de hacerlos entrar en razón… —se interrumpió.
—Vamos, ahora debe comer —dijo Robbie—. Nada parece tan malo con el
estómago lleno.
—Espero que tenga razón —dijo suavemente Elizabeth, mientras mordía la
cuchara que Robbie había tallado para ella y miraba distraídamente a Nathaniel—.
¿Debo ir y hacer frente a las acusaciones a Kitty Witherspoon? ¿O tal vez Kitty
Todd?
Nathaniel sorbía de su cuenco mientras pensaba en cuál era la mejor de las
respuestas que podía darle a Elizabeth.
—Al final —dijo—. Pero no irás sola, Elizabeth.
Ella notó que pronunciaba su nombre de un modo extraño. La estaba mirando con
calma y afecto; no había el menor rastro de humor de provocación o de deseo en él en
aquel momento, solamente la esperanza de hacerla sentir segura. Era muy
reconfortante porque desde el encuentro de la noche anterior, Elizabeth se sentía a
menudo perdida en sus pensamientos y de repente enrojecía de furia sin que mediara
una razón precisa para ello. Él podría haberle gastado alguna broma, pero en cambio
parecía entender cómo sus lecciones sobre la satisfacción habían fortalecido su
sentido y su comprensión de sí misma. Era necesario pensar las cosas
cuidadosamente, todo lo que significaba estar junto a él. Aquella tarde hablarían del
tema extensamente. Si es que ella lograba encontrar las palabras adecuadas, si podían
dejar aparte aunque fuera por un momento todo lo demás para referirse sólo a eso.
Mientras tanto debían hablar de lo sucedido en Paradise.
Nathaniel le tiró de la trenza para que le prestara atención.
—Debemos darle a mi padre un poco de tiempo para ver qué es lo que puede
hacer.
—¿Ojo de Halcón? —preguntó confusa—. ¿Qué puede hacer?
—Ojo de Halcón sabe negociar —dijo Robbie—. Hay que darle tiempo para que
haga entrar en razón a esos tontos y ver si puede lograrlo.
—No podrá convencer a Kitty Witherspoon si Richard Todd está dispuesto a
casarse con ella a cambio de su testimonio —señaló Elizabeth—. Sería capaz de
atestiguar contra Dios y contra el rey… o el presidente, en este caso, a cambio de

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semejante recompensa.
—Por tus palabras parece que estuvieras lamentando haber perdido a ese hombre
—le dijo Nathaniel con una sonrisa.
—Jamás, ni en este mundo, ni en el otro —se rió también, aunque a disgusto.
Pero sí, tenía que reconocer que la idea de que Richard se casara con Kitty la
molestaba, aunque no era capaz de decir por qué, y por otra parte no quería pensar
demasiado en ese asunto. Sobre todo, por el modo en que Nathaniel la estaba
mirando.
—¿Y qué podría hacer Ojo de Halcón con Martha Southern o con Liam Kirby? —
preguntó—. O mejor dicho, con Moses Southern y con Billy Kirby, porque dudo
mucho que Martha o Liam se hayan ofrecido a atestiguar de no haber sido instigados
a ello.
Robbie estaba balanceando la gran cola del castor como si se tratara de un nuevo
tipo de abanico. Elizabeth se dio cuenta de que tenía una historia que contar por el
modo en que se aclaró la garganta.
—Ojo de Halcón una vez convenció a una horda de hurones de que no era buena
idea que cocinaran a Cora para comérsela a la hora de la cena, y eso sin tener un arma
—dijo Robbie—. Y se fueron, los dos, con sus cabelleras puestas. Es digno de ver
cuando Ojo de Halcón quiere convencer a alguien o hacerle cambiar de idea. Yo no
creo que Moses pueda hacer nada contra él. Y el joven Billy… —se rió suavemente
—, ése no tiene ninguna oportunidad.
Nathaniel observaba detenidamente a Elizabeth, preguntándose qué más podría
decirle de una vez. Ella tenía la barbilla alzada, los ojos brillantes a causa del enfado
y la contrariedad. A pesar de las malas noticias que los mantendrían durante más
tiempo en fuga, a pesar de todos los problemas que tendrían que afrontar para obtener
por fin Lobo Escondido para ellos, Nathaniel no podía dejar de mirarla sin sentir
verdadera satisfacción y alegría.
—¿En qué estás pensando? —inquirió ella.
—Bueno —dijo lentamente—. Estoy pensando en que eres mi esposa por más
que pongas esa cara de enfadada. No importa lo que pase, nada ni nadie podrá
cambiar eso, Botas. Y eso me pone muy contento.
—Ah —dijo, y su enfado parecía desvanecerse y dar paso a una dulce sonrisa.
Robbie volvió a aclararse la voz.
—Es un día muy bonito para ir al lago, y yo, por mi parte, quisiera comer pescado
esta noche. ¿Te has dado cuenta, Nathaniel, de que esta joven esposa tuya no sabe
nadar? Y Pequeño Perdido es el mejor lugar para aprender, no es muy profundo y
tiene un buen lecho de arena.
—Claro que sí —dijo Nathaniel.
—Pero necesitará ayuda con el castor —señaló Elizabeth a Robbie.

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—Ah, sí, bueno, yo he tratado con estas bestias durante toda mi vida, y ellas
conmigo, así que podré arreglármelas solo. Y la verdad es que las truchas vendrán
muy bien después de la carne.
Estaba despellejando el castor mientras hablaba y levantó la mirada de su trabajo
para mirarla con una sonrisa.
Nathaniel estaba muy contento de que hubiera una excusa para estar de nuevo a
solas con Elizabeth. Había otras cosas que debía decirle, y sería mucho más fácil
cuando estuvieran solos. Además, Robbie tenía razón, Elizabeth debía aprender a
nadar. Cuando le dijo esto, ella entendió muy bien su lógica; pero él notó que la idea
le causaba cierta inquietud. Al verla agitarse, la sangre de Nathaniel corrió más
rápido y el deseo de poseerla se hizo más fuerte, aunque sólo habían pasado unas
horas desde la última vez.
—No tengo qué ponerme —dijo ella lentamente cuando Robbie no la oía. Y al
ver que él sonreía, le dio un empujón mientras exclamaba—. ¡Compórtate! —dijo, y
la atrajo hacia sí.
—¿Cómo quieres que me comporte?
—Al menos ten en cuenta que no estamos solos —dijo con firmeza.
Se apartó de él y se volvió hacia Robbie que estaba escarbando en las entrañas del
castor como si hubiera algo de mucho interés allí, su cara tenía el color de los cerezos
en flor.
—Si usted puede arreglárselas solo —dijo ella—, iremos al agua y pescaremos las
truchas que quiere.
—Ah, sí, chica, vayan. —No levantó la mirada de su trabajo esta vez—. Yo
puedo arreglarme solo si ustedes pueden.

* * *

El lago estaba tranquilo y claro, y brillaba como plata bruñida a la luz del sol. El
bosque llegaba hasta muy cerca de la orilla, dejando espacio a unos anchos bancos
cubiertos de musgo mullido y muy verde. Había una serie de cuevas escondidas a la
vista; Elizabeth había estado por allí con Robbie, él le había enseñado dónde estaban
y le había advertido que no se acercara a ellas.
—Los somorgujos están en sus nidos —le había dicho en tono confidencial.
Elizabeth había considerado que era muy poco habitual que Robbie estuviera tan
interesado en mantener la intimidad de aquellos pájaros, pero tanto en ese caso como
en otros obedeció sus indicaciones, y cuando llegaba con Nathaniel al borde del lago
encontraron la recompensa. Un par de somorgujos pasaban con sus ojos brillando
como rubíes destacándose en un plumaje blanco y negro.
—Un colorido tan sencillo y, sin embargo, no es en absoluto pobre —dijo

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tranquilamente Elizabeth—. Un trazado geométrico perfecto.
Nathaniel levantó la cabeza y en la orilla los llamó.
—Ujjj, ujjj, ujjj —hasta que una pareja levantó el pico en forma de daga y le
devolvió el saludo.
Luego vieron que los pájaros desaparecían.
—Vamos, Botas, hay un sitio resguardado allí que nos vendrá muy bien. —
Elizabeth no quería apresurarse, estaba preocupada, pese a la soledad de aquel rincón
del mundo y a lo aislados que estaban, porque nadar era un hecho de naturaleza
pública. Nathaniel se volvió a mirarla y sonrió—. Puedes dejarte puesta la camisa —
le dijo en voz alta, leyendo una vez más en su mente con aquella precisión que a
veces hacía irritar a Elizabeth.
—¿Tan predecible soy? —preguntó cuando llegó a su lado.
En el borde del agua había una serie de piedras planas que se calentaban al sol, y
se extendían dentro del agua donde se agrupaban pequeños peces. Una lagartija roja
de lomo manchado se dio la vuelta rápidamente y se perdió entre las grietas. Cerca de
ellos una garza azulada se paseaba majestuosamente sin hacerles ningún caso.
Nathaniel envolvió con sus pantalones el rifle con ligeros movimientos y lo dejó a
un lado.
—En algunas cosas sí —contestó por fin. Ella no se atrevía a mirarlo, bajo el tibio
sol, con la piel reluciente y el pelo agitándose con el viento, porque en la expresión
de su cara se haría evidente lo que le producía el verlo así—. Me gustan tus trenzas
—dijo él sorprendiéndola. Cuando ella levantó la mirada, con una ceja alzada,
continuó—: Acostumbras a enroscártelas cuando estás pensando.
—¿Eso hago? —preguntó asombrada al darse cuenta de qué él tenía razón.
Tenía la trenza en la mano y estaba enroscándosela. Con la otra mano se quitó el
broche de plata que en aquel momento usaba para sujetarse el pelo; lo envolvió en su
pañuelo para mayor seguridad, y dudó un instante mientras acariciaba el borde de las
flores talladas en el metal.
—¿En qué piensas? —preguntó él.
Ella se volvió y le dio la espalda para desvestirse. Se quitó los mocasines, se
desató las bragas para quitárselas también y luego se deshizo del largo vestido por
encima de su cabeza. Soplaba la brisa y era agradable sentirla en los brazos y piernas.
Apretó los dedos de los pies en la roca tibia y luego lo miró a él tratando de sonreír
pero sin lograrlo.
—Toda la mañana —dijo ella—. Toda la mañana te he estado sintiendo, sintiendo
tu presencia en mis piernas, y he sido capaz de pensar mucho más. Lo que significa,
lo que podría significar…
No podía soportar seguir mirándolo más y dejó caer la mirada.
—Quizá ya tendría que estar preñada.

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Él estaba muy cerca de ella pero no la tocó.
—Bueno, no será por falta de intentos —dijo con calma y, tras una pausa, añadió
—: ¿Acaso no te gusta la idea de tener un niño, o es que crees que soy incapaz de
dártelo?
Ella movió la cabeza como si estas palabras la sobresaltaran y vio en el rostro de
él una mirada que no reconocía, una mirada tan vulnerable que jamás le había
mostrado.
—Me gustaría mucho tener un niño —dijo contestando sólo una de las preguntas.
Lo vio a él peleando con sus sentimientos, se dio cuenta por el modo en que los
músculos de la garganta se contraían cuando tragaba saliva.
—Podría interferir en tu trabajo de maestra —dijo por fin, y levantó un dedo para
apartarse un mechón de pelo de la frente.
—Pero sólo por un tiempo. No hay razón, dado el modo en que pensamos vivir,
para que tenga que dejar de dar clases.
Esta propuesta que acababa de hacerle a él con tanta exactitud la había estado
meditando durante la noche mientras estuvo despierta; lo había visto dormir mientras
pensaba cuál sería la mejor forma de decírselo. Sabía que el sudor que cubría su
frente y el temblor de sus manos no le pasarían inadvertidos. Sin embargo, fue capaz
de sostenerle la mirada hasta que él asintió, lentamente.
—Si eso es lo que quieres.
Elizabeth se dio cuenta de que no lo decía muy convencido y su energía decayó.
Él no quería que continuara con su trabajo una vez que tuviera sus propios niños que
cuidar; la tía Merriweather había estado en lo cierto.
—Preferirías no compartirme con nadie —dijo y añadió apresuradamente—: Con
los hijos de otra gente.
—Elizabeth —dijo Nathaniel arrodillándose y haciendo que ella se acercara y se
sentara junto a él—. No te pediré que dejes tu escuela, no importa lo que pase y no
lamentaré el tiempo que pases en ella. Hay suficientes mujeres para cuidar la casa de
Lago de las Nubes, incluyendo los niños que tengamos. Pero no es bueno que simules
que no hay nada más en tu mente. Tenemos que hablar de las cosas o se irá todo a
pique. Pregúntame lo que quieras saber.
Elizabeth posó los ojos en la extensión del lago. Un somorgujo aleteaba allí y se
alzó describiendo un arco para luego lanzarse otra vez al agua y repetir el mismo
movimiento una y otra vez.
—No sé cómo empezar.
—Hannah es mi hija —dijo Nathaniel tras una larga pausa.
—Ya lo sé —dijo ella suavemente—. Pero Richard…
—Él no sabe nada de mí. —Por primera vez apareció un matiz de rabia en su voz
—. Excepto lo que él se imagina y lo que quisiera que fuera verdad.

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—Y lo que Sarah le dijo —añadió Elizabeth, y inmediatamente lamentó haberlo
hecho porque él se puso muy tenso.
—Y lo que Sarah le dijo —reconoció él—. Pero lo que ella le haya dicho y lo que
él oyó no son necesariamente la misma cosa. Sabes por experiencia personal cómo es
ese hombre.
Elizabeth lo miró detenidamente. Esto no se le había ocurrido antes, pero sin duda
era completamente cierto.
—¿Él lo inventó todo? —preguntó recordando mientras hablaba el rostro
preocupado de Curiosity cuando había mencionado a Sarah y a Richard.
—No —dijo Nathaniel moviendo los músculos de la mandíbula—. No se puede
decir eso. Él trató de quitarme a Sarah y estuvo a punto de convencerla.
—¿Por qué? ¿Por qué ella querría irse con Richard?
La pregunta quedó flotando en el aire durante un rato hasta que Elizabeth se
volvió para mirar a Nathaniel y vio una expresión dura en su rostro, mezcla de rabia y
dolor.
—No lo sé, nunca me lo explicó. —Era lo primero que le decía que no era verdad,
y ambos se percataron claramente. Ella no pudo disimular la contrariedad que había
en su rostro—. Dame más tiempo —dijo Nathaniel.
«Ya has tenido tiempo», habría querido decirle Elizabeth. Pero entonces vio que
él se iba hasta lo más profundo del lago y nadaba vigorosamente, las manos y las
piernas cortaban el agua como cuchillos afilados.
Tomó la determinación de seguir mirando, no a él, sino al lago. Un lugar tan
hermoso y lleno de paz como jamás había conocido otro. Observó el lento deslizarse
de una tortuga a través de un montón de juncos, oyó el ruido recurrente y armónico
del oleaje. Más allá seguía paseándose la garza a la que se unía en aquel momento un
águila pescadora que volaba en círculos sobre ella. Los bosques estaban llenos de
pájaros y se oían su cantos. Elizabeth trataba de ver entre la densidad del follaje hasta
que un par de ojos brillantes le devolvieron la mirada; una cierva preñada, que
parecía preguntarse qué lugar de la orilla del lago era más seguro para acercarse a
beber.
Nathaniel estuvo nadando durante un largo rato y luego volvió hacia ella
chorreando agua. El brillo del sol producía miles de reflejos en su cuerpo mojado.
—Lo siento —dijo ella secamente, cuando él fue a arrodillarse a su lado—. No es
asunto mío.
—Es asunto tuyo —dijo él—. Claro que es asunto tuyo.
—No tendría que haberte hecho hablar.
—Tendría que habértelo contado.
Ella levantó la barbilla mirándolo directamente a los ojos. Elizabeth luchaba
contra el impulso que sentía por suavizar las cosas, de hacerlo sentir mejor.

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—Sí —dijo al fin con una inclinación de cabeza—. Tendrías que habérmelo
contado. Aunque no habría sido en absoluto diferente en lo que a mí concierne.
El agua que caía sobre Nathaniel llegaba a la roca y se desvanecía bajo el sol casi
al mismo tiempo. Elizabeth vio cómo latía el cuello de Nathaniel. Tenía los ojos
entrecerrados por la luz del sol y el rostro impasible.
—No he hablado de esto con nadie desde que lo hice con mi madre. Me dijo que
debía ocultarlo por el bien de Hannah. —Ella estaba a punto de hacer otra pregunta,
pero él levantó la mano para detenerla—. Escucha. Escucha lo que voy a decirte.
Aunque dudo que te guste mucho.
Se puso delante de ella, con la espalda recta y las piernas cruzadas cubiertas por
los pantalones, haciendo que los músculos se tensaran. El pelo empapado caía sobre
los fuertes hombros. Se sentía completamente cómodo, los dos juntos, casi desnudos;
Elizabeth parpadeó varias veces y desvió la mirada, se concentró tanto como pudo en
las montañas y sus franjas de colores verdes y azulados. Una vez que pudo ordenar
sus pensamientos, lo miró. Era su marido y tenía una historia que contarle que ella
necesitaba oír, pese a lo terrible que hubiera sido para él, pese a todo el dolor que le
había causado. Fijó sus ojos en los de él y le sostuvo la mirada.
—Cuéntame —le dijo.
Nathaniel se preguntaba qué sería lo que imaginaba que oiría. Él tenía miedo de
contarle toda la historia; también sabía muy bien que ella no estaría satisfecha con
saber sólo una parte. Pero además ella confiaba en él y él temía, en realidad sabía,
que estaba a punto de decepcionarla, por lo menos en algunos aspectos.
—Primero debes saber lo que pasaba entre Richard y yo antes de que estuviera
Sarán. Cómo empezaron las cosas. ¿Sabes cómo volvió a Paradise?
—Me lo contó Curiosity —confirmó Elizabeth.
—Una persona en la que se puede confiar que diga la verdad —hizo notar
satisfecho al saber quién era la fuente de información—. Bien, sabes entonces que el
tío de Richard fue a reclamarlo y que se lo llevó a Albany. Pero nunca estuvo ausente
demasiado tiempo, siempre volvía a Paradise a pasar una semana o un mes. Decía
que era para visitar a la familia Whiterspoon, pero había algo más que eso. Era mi
madre lo que le interesaba.
—¿Richard iba a visitar a tu madre? —preguntó Elizabeth.
Estaba tratando de dominarse para no interrumpir con sus preguntas; quería que él
contara la historia a su modo. Pero le costaba mucho y él se daba cuenta.
—No podía estar lejos de ella —dijo Nathaniel—. La amaba tanto que comenzó a
odiarme a mí, con todo su corazón y sus fuerzas. Acostumbraba a subir a Lago de las
Nubes para charlar con ella cada vez que le era posible, pero casi siempre cuando yo
estaba fuera, en las líneas de trampas o cazando con mi padre. Solía sentarse y hablar
con ella o ayudarla en cualquier tarea que estuviera haciendo. Hacer velas, cavar o

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lavar, lo que fuera. Entonces tenía menos de catorce años, de modo que puedes darte
cuenta de lo extraña que resultaba su conducta. Mi madre nos contaba luego que
Richard había ido a visitarla, algunas veces con Kitty. Ella decía que era un alma en
pena.
Nathaniel hizo una pausa sacudido de dolor por la ausencia de su madre. Al
hablar de ella, la imagen de la madre aparecía vivida en su mente. Elizabeth le
acarició la mano y él se la apretó, agradecido.
—Pero en cambio a mí no me soportaba. Más que eso, parecía odiarme. Se podría
suponer que eran celos, yo tenía a mis padres y él no tenía a nadie. Yo tenía Lago de
las Nubes y él sólo podía ir allí de visita. —La miró y vio a Elizabeth ceñuda por la
atención que le prestaba—. No has visto las tumbas todavía. La mayoría son de mi
familia, pero la madre de Richard también está enterrada allí. Mi padre la encontró y
la llevó a Lago de las Nubes para enterrarla, para enterrar lo que quedaba de ella.
Recuerdo haber visto una vez a Todd allí, una noche de verano con luna llena.
—¿Tu madre le tenía miedo?
Nathaniel tuvo que reírse ante semejante idea.
—Mi madre no le tenía miedo a nadie ni a nada, excepto a la enfermedad.
Richard Todd contaba con sus simpatías y con su compasión, pero él no la asustaba.
Aunque a veces me parece que debió de haberle tenido miedo. Entonces, las
relaciones entre Richard y yo no eran exactamente amistosas pero de todas formas no
había problemas. Cuando cumplí diecinueve años dejé mi hogar para ir a Barktown y
estuve lejos durante más de dos años. Perdí el rastro de Richard hasta que volví, en
plena guerra. ¿Le has preguntado a Richard por su educación?
—¿Por sus estudios de Medicina? No —dijo Elizabeth—. Él mencionó algo
respecto de los médicos con quienes había estudiado…
—Adams y Littlefield. Littlefield era el médico personal de Clinton durante la
campaña.
—¿Sir Henry Clinton? ¿El general? —Elizabeth estaba confundida.
Nathaniel negó con la cabeza.
—Supongo que es un apellido muy común. Había un general James Clinton,
también, pero en el lado continental. Littlefield era su médico y Richard aprendió
bajo la dirección de Littlefield, eso fue en el setenta y nueve.
—¿Richard vio la batalla?
—Richard vio la carnicería —la corrigió Nathaniel—. Sullivan llegó del sur y
Clinton fue hacia el oeste donde estaban los mohawk y luego hacia el Susquehanna
para encontrarse con él. No iban tras los tories. Esperaban terminar con todos los
iroqueses.
Elizabeth levantó una mano para detenerlo. Se aclaró la garganta.
—No entiendo. Peleaste con tu suegro para los continentales, ¿verdad? Y aquellos

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kahnyen’kehaka con los que peleaste, ¿no son acaso iroqueses?
—A veces me olvido de lo que no sabes, lo que es imposible que sepas —
concedió él—. ¿Te das cuenta de que el Hode’noshaunee es una liga de naciones?
Bueno, en la liga no siempre había acuerdo acerca de a quién apoyar en la guerra, ni
tampoco entre todas las tribus. Algunos pelearon con los tories y otros pelearon
contra ellos. En el setenta y nueve todo lo que Washington quería era que los
iroqueses estuvieran fuera del noroeste y rápido. Sullivan y Clinton se encargaron de
eso aquel verano, quemaron más de cuarenta pueblos antes de terminar, además de
las cosechas de los campos y los huertos, y todo lo que fuera combustible. Los que no
murieron huyeron hacia el norte, a Canadá, y los que no lo hicieron murieron de
hambre el invierno siguiente.
Nathaniel hablaba rápido como si quisiera escupir de golpe toda aquella
información, como si fuera un trago de un remedio amargo. Vio que las manos de
Elizabeth temblaban y que ella las unía en su regazo. No quería que lo reconfortara
en aquel momento, sino que le prestara mucha atención; ella pareció darse cuenta
enseguida y él se sintió agradecido.
—Clinton quemó Barktown —concluyó ella.
—Fue quemada pero no por Clinton en persona. Había una partida de milicianos
de Johnstown que decidió asaltar el lugar. Pensaron que podrían hacerlo pasar por
cumplimiento del deber y de paso obtener algunos beneficios personales.
—¿Dónde estabas tú entonces? —preguntó con voz áspera.
—Herida Redonda del Cielo me había enviado a Albany para hablar con Schuyler
acerca de lo que podría hacerse para lograr la paz entre los iroqueses y el ejército.
Aunque la cara de Nathaniel estaba pálida, los ojos destellaban de rabia.
—Herida Redonda del Cielo todavía albergaba esperanzas en aquellos días de que
los kahnyen’kehaka pudieran seguir teniendo su hogar en estas tierras.
—Pero él tiene su hogar aquí. Yo lo conocí en Barktown.
—El vive en el exilio en su propio suelo natal —la corrigió Nathaniel.
Observó que ella pensaba y trataba de entender hasta que lo aceptó, aunque no de
buena gana.
—¿No supiste lo que estaba pasando con la campaña mientras estabas reunido
con Schuyler?
—No, y él no me lo dijo.
Nathaniel se detuvo. Pensó detenidamente en lo que le diría. Si era mejor que se
quedara con la imagen de Schuyler que había visto en Saratoga el día de la boda, o si
en realidad debía contarle toda la verdad. No fue la primera vez en aquel día que
Nathaniel pensó en Hannah, en lo que sería mejor para ella cuando fuera una mujer
joven, una mestiza. Hannah necesitaría la ayuda de Elizabeth y Elizabeth no podría
dársela totalmente si no entendía lo que significaba vivir en un país de hombres

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blancos para alguien cuya piel no era del todo blanca.
—Schuyler dejó que yo hablara como si hubiera alguna posibilidad de hacer la
paz. Y mientras estuvimos discutiendo acerca de cuáles serían los jefes que
llevaríamos para pactar y qué tribus podrían sobrevivir a este lado de la frontera,
Clinton conducía a sus hombres todavía con gusto a sangre en la boca. Ahora,
Schuyler dice que él le dijo a Clinton que partiera solo de Barktown, dado que Herida
Redonda del Cielo había peleado con él en Saratoga.
—¿No le crees? —Elizabeth preguntó sin sobresaltarse.
Le asustaba la idea de que el elegante general Philip Schuyler fuera cómplice de
la matanza de iroqueses, aunque no dejó que se notara.
—No hay duda de que los planes de la campaña los hizo Schuyler —dijo
Nathaniel lentamente—. Ninguna en absoluto. Para él, la mayoría de los indios son
salvajes y merecen ser exterminados, y sería capaz de decírmelo en la cara si se lo
pidiera. Estás pensando en Huye de los Osos. No digo que Schuyler no sea capaz de
ver a un ser humano en algunos indios en particular. Y puede ser muy leal si se le
pide. Él hizo lo que pudo para salvar Barktown, pero debes recordar, Elizabeth, que
para él un indio malo es el indio que no reconoce la ventaja de ser blanco.
Le dio un momento para que ella pudiera digerir esto mientras observaba la
expresión de su rostro. Podía ver cuántas preguntas se dibujaban en él, la mezcla de
dudas, temores y reconocimiento.
—Entonces ¿por qué quemaron Barktown? —preguntó ella.
—La milicia de Johnstown decidió hacerlo por su propia cuenta.
—Ya veo —dijo Elizabeth con un tono de voz similar al de Nathaniel.
—No, no lo ves, pero pronto lo verás. —Se aclaró la garganta—. Me fui a casa y
me encontré con que el pueblo todavía estaba lleno de humo. Los hombres… el padre
de Sarah y sus dos hermanos, ambos de menos de veinte años, su tío, otros hombres y
los muchachos, algunos de los cuales eran mis amigos, estaban muertos. Los habían
cogido por sorpresa. Las mujeres habían huido o estaban haciendo lo que hacen
siempre las mujeres, tratando que la vida continuara. A Herida Redonda del Cielo se
lo llevaron como rehén, pensando en entregárselo a Clinton para mostrarle que no
tendría que preocuparse por los escondites de los indios.
—¿Y Atardecer? —preguntó Elizabeth pálida—. ¿Y Sarah?
—Se las llevaron junto con Herida Redonda del Cielo, con Nutria y con Muchas
Palomas. Nutria tenía entonces cinco años y Muchas Palomas siete.
Nathaniel había estado mirándose las manos, apoyadas en las rodillas; en aquel
momento levantaba la mirada para ver en el rostro de Elizabeth la expresión que
sabía que tendría. Estaba aterrorizada; tal vez por él, tal vez por lo que le estaba
contando. Era difícil de decir. Nathaniel sintió de repente un gran cansancio y deseó
poder tenderse allí al sol y dormir con ella a su lado, oyéndola respirar. Sólo dormir,

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con el sonido del lago murmurando para ellos dos. Pero había más que contar, y él no
podía dejar de contar la historia entera una vez que la había comenzado. Ahorrándole
todos los detalles que pudo, le habló de cómo había rastreado a la milicia y la había
encontrado justo a la mañana siguiente, manteniéndose fuera de su vista. Para ellos él
no habría sido más que otro mohawk, de modo que sabía muy bien que era mejor
esconderse.
El grupo de civiles mal entrenados y peor armados, la mayoría sin experiencia en
las batallas, apenas podía considerarse una milicia. Nathaniel reconoció a uno o dos
de ellos. En aquel primer día de persecución la sorpresa mayor había sido enterarse
de que aquellos civiles, con pocos recursos y provisiones y sin nadie en particular que
los condujera, habían sido capaces de tomar Barktown y habían tenido suficiente
habilidad para vencer a algunos de los más fieros y fuertes guerreros kahnyen’kehaka.
Dos cosas le absorbían toda la energía: recuperar a su familia y resolver aquel
misterio.
Las dos se aclararon aquella tarde, cuando pudo observarlos en un peñasco por
encima del campamento.
Elizabeth se inclinaba hacia Nathaniel, completamente atenta a su historia. No lo
había interrumpido ni le había hecho preguntas desde hacía rato, pero la impaciencia
crecía y él lo notaba.
—¿Qué? ¿Qué quieres decirme? —le preguntó.
—¿Los trataron bien?
—No abusaron de las mujeres, si es que te refieres a eso. —Podía ver que aquella
idea estaba en su mente porque ella se tranquilizó un poco al oír la respuesta, y su
tensión se aflojó en parte—. No estaban heridos, al menos eso fue lo que pude ver.
Pero los custodiaban bien, mejor de lo que me habría imaginado tratándose de un
hombre mayor y un puñado de mujeres y niños. Las cosas no concordaban. La
masacre, la toma de rehenes, el estado lamentable de la milicia. Pero entonces
finalmente pude ver al hombre que estaba a cargo de todo y las cosas comenzaron a
tener sentido.
—¿Era alguien conocido?
—Nunca lo había visto. Un hombre delgado que en absoluto tenía aspecto de
soldado y que usaba gafas. Parecía más bien un maestro de escuela. —Ella hizo un
ademán de impaciencia—. Era Joshua Littlefield —dijo Nathaniel—. Iba a reunirse
con Clinton en Canajoharie.
—¿El médico? —preguntó Elizabeth, y entonces algo hizo que su cara
enrojeciera; la comprensión y el consiguiente horror—. Y Richard estaba allí.
Nathaniel asintió con la cabeza.
—No lo había visto hasta entonces, o tal vez sí pero no lo había reconocido. Yo
vivía en la casa larga de Atardecer desde hacía dos años. Pero allí estaba Richard con

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Littlefield. Era Littlefield el que mandaba la milicia que iba hacia el campamento de
Clinton, pero era Richard el que tomaba las decisiones.
—Él los tomó como rehenes —dijo Elizabeth.
—Supongo que ésa era la idea —dijo Nathaniel—. Aunque no pude darme cuenta
claramente de lo que pasaba. No hasta que fue demasiado tarde. —Elizabeth estaba
alerta—. Pensé que si podía hablar con Richard podría explicarle quién era Sarah, que
ella era mi esposa, que esas personas eran de mi familia. Que Herida Redonda del
Cielo estaba bajo la protección de Schuyler. Pero estaba equivocado.
Después de tantos años todavía sentía vergüenza de aquello, por haber cometido
el error tan elemental de no reconocer al enemigo.
—¿No te quiso escuchar?
—Me hizo arrestar por espía —dijo simplemente Nathaniel—. Y me habría
matado allí mismo de no haber sido por Sarah.
Elizabeth tenía náuseas y quería con todas sus fuerzas que Nathaniel
interrumpiera la historia. Dejó caer la mano que había estado apretando y quiso tener
a mano un pañuelo para limpiarse la cara. Aparecía en aquel momento una imagen de
Sarah que no había previsto. Una mujer joven que se había enfrentado con los
hombres que la tenían cautiva. Capaz de convencerlos de que tendrían que afrontar la
ira de Schuyler si mataban a uno de sus mejores y más valiosos emisarios y
traductores. Nathaniel sólo pudo decir esto con palabras entrecortadas, explicó que no
sabía exactamente cómo había sido el diálogo porque no la había oído cuando Sarah
lo defendió.
—Alguien vino por detrás de mí y me apuntó a la cabeza con un mosquete y eso
es todo lo que recuerdo hasta la mañana del día siguiente. No sé exactamente qué dijo
ella, pero sé cómo pudo lograr que Littlefield temiera lo suficiente a Schuyler para
detener la ejecución.
—¿Y Richard qué te dijo? —preguntó Elizabeth—. ¿Qué razón dio de lo que
había hecho?
—¿Dar razones? ¿Richard Todd? Él no tenía nada que decir. Se quedó detrás de
nosotros durante el resto de la marcha y nos observaba para prever cualquier intento
de huida, y seguramente con la esperanza de que fuéramos tan estúpidos que
tratáramos de escapar. Hasta el día de hoy me pregunto si realmente pensaba que
podría convencer a Clinton de que me matara. Pudo haber pensado eso; sólo tenía
dieciocho años entonces pero ya tenía trato con los hombres. Estoy seguro de que fue
él quien convenció a la milicia para atacar Barktown y quien les dijo cómo debían
hacerlo. ¿Quién, salvo un hombre educado por los kahnyen’kehaka, habría sabido qué
hacer? Y se las arregló para que pareciera que todo lo había tramado Littlefield, para
que pensaran que él había sido el autor. Tanto si pensaba que podría hacerme ejecutar
en Canajoharie como si no, de todos modos disfrutaba al vernos marchar como

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prisioneros.
Nathaniel describió su aspecto como si hubiera podido observarse. Ciego por su
propia sangre, con las manos atadas en la espalda, tropezando, la cabeza estallando de
dolor. Sólo la imagen de Nutria caminando delante de él lo había mantenido atento y
le había permitido poner un pie delante del otro. Nutria, con la espalda recta y los
ojos de cinco años brillando de odio, tan decidido a no avergonzar a su abuelo ni a su
madre. Nutria, que no había dejado de decirle a la cara a Richard «Irtakohsaks»,
Comegatos, y que por eso había sido azotado. Nathaniel pensó en el Nutria que
Elizabeth conocía y en el que no pudo conocer y entonces le contó esta historia. La
cabeza de ella estaba alzada, llena de asombro, cuando él terminaba el relato.
—Fue Nutria el que espantó los caballos el día que nos fuimos, ¿verdad? —
Nathaniel asintió con la cabeza—. Es más complicado de lo que había previsto. ¿Y
supongo que Clinton creyó lo que le dijiste?
—Sí, una vez que se había llegado tan lejos no había excusas de rehenes ni de
ejecuciones. Littlefield fue a informar inmediatamente a Clinton; tendrías que haber
oído los gritos del hombre resonando por todo el campamento. Salió tronando de su
tienda y nos encontró donde nos habían encerrado y se pasó una hora disculpándose
con Herida Redonda del Cielo y tratando de poner en orden la situación. Nos dio
provisiones y caballos y nos dejó marchar. Nos prometió castigar a los hombres que
habían sido responsables, algo que nunca sucedió, por lo que yo sé. Y tuvo la osadía
de enviar saludos a mis parientes. Pero no podía enviarnos a nuestro hogar de
Barktown, porque ya no existía ese lugar —terminó Nathaniel—. No había hogar al
cual volver.
—¿Y qué pasó con Richard?
—¿Te refieres a si Clinton lo castigó? No. Él no había hecho más que darle ideas
a Littlefield y fue éste el que lo pasó mal. Cuando salimos de Canajoharie lo último
que vi fue a Richard rascándose la barbilla, observándonos mientras nos alejábamos.
Por lo menos, entonces supe la verdad sobre él.
—¿Y cuál es?
Se acercó a ella y le cogió la mano. Ella miró la mano fuerte y bronceada, capaz
de transmitir tantas cosas: amabilidad, afecto y otras mucho más fuertes, según fuera
el caso.
—Richard Todd ha decidido quitarme todo lo que haya tenido, tenga o desee
tener —dijo Nathaniel.
«Sarah», pensó Elizabeth. Ella estaba allí entre ambos; Elizabeth casi podía verla.
Nathaniel estaba pensando en Sarah, en la parte que Sarah tenía en aquella historia.
—Cuéntame el resto —dijo Elizabeth—. Háblame de Sarah.
Para su sorpresa Nathaniel le soltó la mano y se levantó para mirar en dirección al
lago.

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—No quieres que te enseñe a nadar.
—Quiero que me hables de Sarah —dijo Elizabeth algo asombrada por aquella
actitud. Él la estaba mirando con una impaciencia que no había previsto en aquel
momento. No le contestó pero ella pudo ver que un músculo temblaba en su mejilla
—. ¿Nathaniel?
—¿Qué? —replicó fríamente—. ¿Qué quieres saber de Sarah? Ella era mi esposa
y dejó mi lecho para irse con Richard Todd. ¿No es suficiente con eso?
Atónita, Elizabeth se levantó para mirarlo a la cara. Sintió que la rabia la
sobrepasaba, también la incomodidad, pero más la rabia. Se aclaró la garganta:
—Pero…
—Estoy muy cansado de oír preguntas —exclamó Nathaniel—. Quizá algún día
podamos terminar con ellas.
Las manos de Elizabeth temblaban y las apretó con fuerza contra su cuerpo.
—Me has estado diciendo que necesito conocer esta historia.
—Bueno, en realidad no —dijo él sin dejarla terminar; su rostro se había vuelto
de repente inexpresivo—. Eres una mujer inteligente —dijo—. Pero eres ciega para
algunas cosas, Elizabeth. No hay respuestas fáciles en este punto. Nada que pueda
decirte sobre Sarah te aclarará las cosas. Ella está muerta, dejémosla descansar en
paz.
—Pero ¿qué pasó contigo y con tu paz?
Él sonrió irónicamente.
—Bueno, supongo que hay algo que ganaré, tal vez. O al menos que ganaré una
vez que me quite de encima el asunto de Todd y que Lobo Escondido no pueda serme
arrebatado.
—Ya veo —dijo Elizabeth con dureza. Él se había dado media vuelta y se estaba
vistiendo, metía las piernas en sus pantalones y ajustaba las correas—. Cuando por
fin tengas Lobo Escondido.
—¿Dónde vas?
—A pasear.
—No puedes huir.
—No estoy huyendo —dijo ella con aspereza—. Voy a dar un paseo. Al parecer
necesitas estar solo, y yo también.
De pronto el enfado que él sentía se hizo más visible, surgió como una fiebre
repentina. Estaban frente a frente, tocándose casi las narices, ambos respiraban
agitados. El sudor caía del rostro de Nathaniel aunque estaba en la sombra.
Entonces él dijo:
—Tuve una esposa que huyó y no esperaba que me pasara lo mismo con otra.
Elizabeth parpadeó sorprendida al oírlo. Él tenía miedo. Nathaniel tenía miedo de
decirle lo que ella quería saber. Esto le producía curiosidad, rabia y tristeza, todo

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junto.
—Nathaniel Bonner —dijo ella lentamente—. Eres tú el que no quiere hablar
conmigo.
Continuaba callado, la mandíbula dibujaba un círculo rígido mientras la miraba.
Nathaniel se abalanzó sobre ella, su rostro parecía una máscara.
—Tal vez lamentes haberte casado conmigo —dijo—. Tal vez estés pensando que
tendrías que haber escuchado a Todd.
Elizabeth se irguió cuanto pudo.
—No deseaba a Richard Todd, nunca lo deseé. Y no estoy de su parte ni tampoco
del lado de Sarah. ¿Lo entiendes? Desde que conoces a Richard Todd él ha estado
tratando de sacarte ventaja. Haciendo trampa de un modo intolerable. —Respiró
profundamente y prosiguió—: Yo no necesito saber los detalles de lo que ocurrió
entre él y Sarah. Pero me duele mucho que no tengas confianza en mí para contarme
toda la historia y dejar que decida por mi cuenta…
—¿Decidir por tu cuenta? ¿Decidir qué? ¿Y si fue un error mío, y si yo la dejé de
lado? —Ella negó lentamente con la cabeza y luego comenzó a dar media vuelta,
pero Nathaniel la cogió de un brazo y la hizo quedarse allí, donde ella no quería
permanecer—. Por Dios, te escuché y ahora me vas a escuchar tú. Puedo decirte otra
verdad, Elizabeth, y ésta es la que más te concierne. Yo te deseé desde el principio y
te deseo ahora, y eso no tiene nada que ver con Sarah ni con Todd ni con nadie en
todo el mundo excepto contigo y conmigo.
—Quiero estar un rato sola —dijo sin mirarlo a los ojos.
—No es seguro.
—Me las arreglé muy bien cuando estuviste ausente —dijo secamente mientras se
soltaba—. Ahora también podré.
Él dudó un momento. Elizabeth podía sentir lo que él estaba pensando; entonces,
de pronto, dio un paso atrás.
—Te esperaré aquí —le dijo por fin. Su voz sonaba tan rara y cruel como la de
ella—. No vayas más lejos que la distancia de un disparo.
Ella asintió con la cabeza sin mirarlo y se dirigió al bosque.

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Capítulo 30

Elizabeth acabó admitiendo que se había perdido. Había caminado cuesta arriba
durante lo que le pareció más de una hora, cuando salió del bosque y se encontró al
borde de un prado; entonces se dio cuenta de que había pasado de largo la curva que
la habría llevado a casa de Robbie.
Tendría que pagar un precio por su enfado, pero no podía considerar eso en aquel
momento, no cuando vio lo que tenía ante sí. El mundo se le revelaba de un modo en
que no lo había hecho desde que había estado entre los arbustos con Huye de los
Osos. La montaña se convertía en una extensión de praderas verdes y helechos
salpicados con florecientes plantas en forma de barba de cabra y de color amarillo
brillante. En el borde del prado crecía una fila de juncias y más allá las ondulantes
colinas dejaban ver las montañas más altas.
En conjunto, las luces y las sombras danzaban al compás, las nubes eran retazos
de color añil y rápidamente pasaban para dejar ver de nuevo los rayos del sol. La
humedad de las hojas destellaba entonces. El mundo entero era una sucesión de capas
de luz y color, y una brisa suave y cálida como una caricia en su rostro. Elizabeth
sólo atinó a sentarse y con la barbilla apoyada en las rodillas y los brazos alrededor
de las piernas, se abandonó ante tanta belleza.
Aquello no pertenecía a nadie y no sería de nadie; las montañas y los lagos verdes
y azules; los bosques interminables y sin edad. Enseguida se puso a pensar que era
una absurda vanidad y un engaño creer que aquel mundo podía ser poseído,
reclamado como propio, simplemente por ponerle un nombre. Se sintió humilde,
infantil. Y sin embargo, pese a todo, persistía el enfado y no sabía cómo solucionarlo.
Con la barbilla entre las rodillas miró hacia abajo, en dirección al lugar donde
Nathaniel estaría sentado junto al lago.
Él era su esposo y la amaba. De golpe Elizabeth entendió con toda claridad que
había dependido del extraordinario sentido común de Nathaniel, cosa que también la
hacía enfadar y que le había reprochado. La claridad de su pensamiento muchas veces
la había irritado. Pero aquel día había visto otra faceta de Nathaniel. Vulnerable,
molesto y a la defensiva. Nunca había notado aquellos rasgos y no sabía cómo
tomarlos. Quería que le diera algo que él no quería darle y lo había instigado hasta
que no quiso seguir siendo objeto de sus presiones. Elizabeth se daba cuenta en aquel
momento de lo insensible que había sido y sus mejillas se colorearon por la
vergüenza. La urgencia que sintió por bajar y volver con Nathaniel fue casi más
grande de lo que podía soportar. Pero apretó su frente contra las rodillas y contó hasta
diez, y luego hasta cien, forzándose a contar de nuevo más despacio.
Quería conocer la historia de Sarah. La joven mujer que había salvado la vida de

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Nathaniel, y la vida de toda su familia. La que había encarado al hombre responsable
de las muertes de su padre y hermanos, de la masacre de su pueblo, de la destrucción
de su hogar. Sarah, que había muerto cinco años antes pero que había dejado una hija,
una niña hermosa y llena de vida. Tenía que conocer toda la historia; lo necesitaba
por ella y por Hannah.
«Él no confía en ti para contarte la historia, todavía no». Este pensamiento
lastimaba su orgullo y luchaba en aquel momento para tranquilizarse y afrontar la
desagradable verdad. Nathaniel no confiaba completamente en ella, y tendría que
esperar hasta que lo hiciera.
Del borde del bosque le llegó un grito estridente «killy, killy, killy» lanzado por
un cernícalo irritado porque había intrusos cerca de su nido. Ella se volvió para ver al
pájaro de vivos colores revoloteando y chillando. Pero no había zorros ni ardillas. En
cambio vio a un extraño con un gorro de piel en la mano. Un hombre con una
hermosa sonrisa y ojos de color castaño dorado.
Ella se levantó lentamente mientras pensaba que a propósito y tontamente no
había seguido el consejo de Nathaniel de no alejarse más que la distancia de un
disparo. No tenía armas y estaba muy lejos para que se oyeran sus gritos. No se le
ocurrió preguntarle el nombre mientras él se acercaba a ella. Durante meses había
estado oyendo historias acerca de él; y podía reconocer perfectamente a Jack Lingo.
Caminaba con un paso que era su marca distintiva; tenía una pierna más corta que
la otra. El borde de su cazadora se movía a medida que andaba. La sonrisa no
abandonaba su rostro e iba bien afeitado. Algunas arrugas alrededor de los ojos le
daban un aire distinguido. No era muy alto, pero su contextura era armónica. Incluso
a los ojos de Elizabeth, poco entrenados, se notaba que era un hombre fuerte, de
hombros y antebrazos prominentes.
Se detuvo a pocos pasos de ella y le hizo una reverencia, y pudo verle el pelo
rizado y con algunas canas.
—Señora Bonner —murmuró él con voz grave y profunda. En sus ojos dorados
aparecieron unos destellos verdosos. Hizo una reverencia muy marcada y
condescendiente—. Por fin tengo el placer de conocerla.

* * *

Nathaniel dormía bajo el sol tal y como había deseado hacerlo. Decidió quedarse
allí tendido y alejar los pensamientos acerca de Sarah y de Elizabeth, hacerlos a un
lado y dormir. Se despertó repentinamente y la buscó, pero la mano sólo tocó la
forma familiar del rifle. Calculó la hora por la luz que había y por el ruido que hacía
su estómago. Habría vuelto a la cueva de Robbie y lo estaría esperando con muchas
cosas que decirle. No le apetecía hablar con ella pero no podía pasar más tiempo sin

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verla.
En dirección contraria al viento y hacia el lugar donde estaba Robbie, Nathaniel
oyó el golpe de un hacha y luego una pausa ocasional. Aquella parte del bosque era
tan familiar para él como el campo que rodeaba Paradise, y también lo eran los
hábitos de Robbie. Nathaniel había cazado allí con su padre todas las estaciones
siendo un muchacho y había pasado en el lugar muchas semanas aprendiendo a poner
trampas. Ojo de Halcón lo había dejado allí porque sabía que Robbie era un experto y
Cora había accedido por otras razones. Ella se había preocupado mucho porque
Nathaniel parecía incansable y esperaba que el tiempo que pasara junto a Robbie
fuera suficiente para calmar su sed de aventuras. Una esperanza que no se había
cumplido.
Robbie era conocido a lo largo y ancho del bosque por sus conocimientos acerca
de los castores y de sus rutas, por su generosidad y su dulzura, y por sus buenos tratos
con el Hode’noshaunee. Durante treinta años había comerciado con ellos, les había
cambiado pieles por calabazas, alubias y maíz por mocasines y cazadoras, y durante
treinta años había sido, conscientemente, retribuido con menos del valor de lo que
cambiaba. Sus pieles eran las mejores y se hacían cada vez más valiosas. Pero Robbie
no era ambicioso ni avaro y estaba contento con los acuerdos que hacía porque lo
libraban de tener que ir a tratar con los hombres. Dos o tres veces al año viajaba hasta
Paradise para pasar unas tardes junto a Cora. Desde su muerte no se había aventurado
tan lejos.
El recuerdo de Lago de las Nubes hizo que Nathaniel volviera a pensar en Sarah y
en Elizabeth. Había perdido su compostura hablando de Sarah aquel día, cosa que no
le había pasado desde hacía muchos años. Elizabeth se había ofendido. Él negó con la
cabeza sabiendo que le había dado motivos.
Elizabeth era tan fuerte y tan sensible a la vez que olvidaba a veces lo que debía
ser apropiado para ella, lo extraño que le resultaría todo. Evocando los primeros días
que había pasado en Paradise, recordó que le había admirado el ver lo bien que se
adaptaba. Así había comenzado todo. Con el movimiento de su barbilla, el destello de
sus ojos y la curva de su boca, con sus gestos precisos y su curiosidad. La pregunta
era: ¿podría soportar verle tal como era? Ella le había pedido que le dijera toda la
verdad, pero Nathaniel temía que eso la apartara de él una vez que lo supiera todo.
Se preguntaba algo que ella no había preguntado aquel día: si era a ella o a su
tierra lo que más quería, lo que primero quería. Algunas veces lo había pensado, pero
ya no podía recordar qué había sido lo primero. Sin que importara qué había estado
en su mente antes, la verdad era que la deseaba más de lo que la necesitaba. Tener a
Elizabeth a su lado era lo que podía mantenerlo vivo.
Nathaniel llegó a un recodo del camino y oyó fuertes risas. Robbie de buen
humor. Y Huye de los Osos, riendo también. Estaban sentados junto al fuego

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limpiando un pequeño ciervo y sumidos en una conversación. No había señales de
Elizabeth.
—¿Dónde está? —preguntó Nathaniel sin detenerse a saludarlos.
—Esa chica tuya es muy rápida, seguro que no la has perdido por el camino,
¿verdad?
Robbie sonreía pero al ver el rostro de Nathaniel se puso pálido.
—¿Kát-ke? —preguntó Osos—. ¿Cuándo?
Se levantó y fue a buscar su rifle.
—Hace dos horas —contestó Nathaniel—. Fue cuesta arriba.
Había que buscar rastros. De Elizabeth, de Jack Lingo, o de los dos juntos. No
había tiempo ni necesidad de discutir el asunto. Los tres hombres conocían a Jack
Lingo y sabían de lo que era capaz; Robbie le había encarado en más de una ocasión,
Nathaniel y Osos habían oído historias acerca de él de labios de Ojo de Halcón,
contadas en voz baja y sin que las mujeres las oyeran.
Nathaniel tenía un nudo en el estómago que le recordó la mañana de su primera
batalla en Bemis Hights. Cuando la niebla todavía estaba sobre la tierra y todo
permanecía quieto, miles de hombres sin hacer ruido, esperando que empezara la
matanza. Trató de apartar aquel pensamiento, no podía soportarlo, no hasta que se
aclarara lo que había pasado. No podía pensar en lo peor porque eso lo mataría.
Subió corriendo por la montaña, el rifle cargado y listo para disparar. Podría
recargarlo mientras corría, pero sabía que si necesitaba usarlo y fallaba, ella ya estaría
muerta y su vida no tendría sentido. Jack Lingo era un enemigo temible.
Nathaniel corrió mucho, con pasos rápidos y certeros, deteniéndose en ocasiones
para escuchar y seguir corriendo luego. Quería ser él quien encontrara la huella.
Incontrolable, la presencia de ella lo invadía, su piel junto a la suya, su olor. Frunció
la frente e intentó decir una oración, cualquiera. Pero ni las cristianas ni las de los
kahnyen’-kehaka llegaron a sus labios, no había nada en su memoria excepto ella, lo
que ella era para él.
Más adelante vio que el bosque daba lugar a un prado alto y se detuvo. Miró
cuidadosamente alrededor y la encontró. La huella de su pie. Al verla, al ver la
orientación, supo por dónde había llegado, cómo había caminado hacia el este en
lugar de hacerlo en dirección norte. Pero eso ya no importaba. Junto a aquella huella
había otra. La huella de un hombre.
Nathaniel se detuvo a escuchar y al no oír nada, caminó hasta el borde del prado
donde vio la figura de su esposa.

* * *

Resultaba incómodo estar sentada con la espalda contra un abedul. No tanto por

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las cuerdas, ya que no estaban muy apretadas, aunque no podía soltarse, como por los
picores, pues sí que le impedían rascarse. Muy pronto, pensó, tendría que comenzar a
gritar. Había esperado a que Nathaniel llegara y la encontrara, pero había pasado
mucho tiempo, o eso le parecía. Tal vez Robbie podría oírla si Nathaniel no lo hacía.
Tal vez ella podría convencer a Robbie de que no dijera nada. Se sintió mortificada
ante su propia estupidez.
Levantó la cabeza y vio a Nathaniel al borde del bosque. Una onda de alivio y
gratitud la invadió entonces, pero antes de que pudiera gritar para que fuera a su lado,
se había desvanecido entre las sombras y desaparecido.
Durante un largo rato tuvo paciencia. Él debía de creer que ella estaba en peligro,
que estaba vigilada. Él no debía de saber lo inocente que había sido todo, con cuánta
educación Jack Lingo había hablado con ella. Nathaniel estaba preocupado, y en
realidad todo lo que tenía que hacer era llegar hasta allí, cortar las cuerdas para que
ella le diera el mensaje de Lingo y luego podrían seguir con sus cosas. Su estómago
hacía ruido y le picaba terriblemente la cara y el cernícalo que la había advertido, o
que había tratado de advertirla de la presencia de Jack Lingo había recompensado su
estupidez al pasar volando sobre ella y dejar una brillante mancha color naranja en la
parte delantera de su vestido. Había tenido que soportar muchas cosas indignas por su
conducta impulsiva, y estaba dispuesta a reconocer sus faltas y a enmendarlas. Pero
sin embargo, Nathaniel no llegaba. La irritación de Elizabeth iba en aumento junto
con la picazón de la nariz.
Por fin comenzó a hablarle a sus espaldas mientras le cortaba las ataduras.
—Nadar habría sido mucho más agradable —dijo.
—Sin duda —dijo ella frotándose las muñecas. Cuando pudo darse la vuelta vio
su entrecejo fruncido y le respondió con el mismo gesto, aunque habría preferido
acariciarlo—. Empezaba a pensar que no vendrías nunca.
—La idea me pasó por la mente.
—Ah, qué divertido —dijo contrayendo los labios—. No me hizo ningún daño, si
es eso lo que te preocupa.
Él levantó una ceja.
—No esperaba que estuvieras tan tranquila si lo hubiera hecho.
—Fue muy caballeroso —dijo.
—Eres la primera que piensa eso —dijo Nathaniel aún más enfadado—. La
mayoría de las mujeres que lo han conocido no tienen la misma opinión.
Dio media vuelta.
—Vamos —dijo comenzando a caminar sin ni siquiera mirarla.
Estaba definitivamente de mal humor.
—Ha sido a mí a quien han atado —dijo Elizabeth en voz baja—. No tienes que
tratarme así.

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Demasiado tarde se dio cuenta de su error. Él se volvió hacia ella con la cara a
punto de estallar.
—Por Dios —susurró—. No puedes ser tan estúpida, Elizabeth. ¿Es que no tienes
idea de lo que podría haberte hecho?
—No hizo más que atarme a ese árbol. Además de contarme un montón de
historias fantásticas. No me gusta que me llamen estúpida. Pudo haber sido una
tontería alejarme, pero…
—Tontería, claro. Y soberbia, falta de cordura y completa ignorancia, por decir
algo. —Los músculos del cuello de Nathaniel se tensaban—. Y si de nuevo decides
desafiar el elemental instinto de conservación, no hace falta que te preocupes por si te
consideran o no estúpida, porque estarás muerta o tan malherida que no te importará
un comino. —Extendió el brazo izquierdo y la atrajo hacia sí escondiendo la cara
entre su pelo—. Prométeme que no lo volverás a hacer.
Completamente rendida, Elizabeth asintió con la cabeza.
Se quedaron así un momento, oyendo cada uno la respiración del otro.
—¿No quieres saber lo que quería decirte? —preguntó ella—. Me dio un
mensaje.
—No ahora —dijo Nathaniel iniciando la marcha—. Podría estar merodeando por
aquí todavía.

* * *

Había un árbol caído, su tronco oscuro y crujiente mostraba racimos de setas


blancas, como una barba cana. Huye de los Osos estaba sentado encima de él con aire
impasible. Elizabeth se puso muy contenta al verlo, pero habló directamente con
Nathaniel. Al parecer había encontrado el rastro de Jack Lingo, éste había salido de la
montaña e iba en dirección al norte.
—Robbie está siguiendo el rastro, seguro que tardará en volver —concluyó Osos
en inglés. Lo hizo en beneficio de Elizabeth, aunque no la miró.
Fueron en silencio el resto del trayecto hasta el claro. Elizabeth notó que ninguno
de los hombres dejaba de sujetar el rifle y se preguntaba si Huye de los Osos había
dicho toda la verdad. Se le ocurrió algo.
—¿Y que hay de Alemán Ton? —preguntó.
Osos la miró por encima de su hombro.
—Ni rastro de él.
La agitación y el temor iban cediendo y Elizabeth comenzó a temblar. Se apretó
las manos y comenzó a hacerse reproches. Una vez llegados a la casa de Robbie,
Elizabeth se fue inmediatamente a la cueva, a su cama y se sentó allí mientras el
temblor iba apoderándose de ella. Nathaniel fue a verla.

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—Mi cara se arruga cuando lloro —dijo ella—. No es una imagen agradable.
—Cabeza hueca y vanidosa —dijo secamente. Pero se sentó a su lado y le puso el
brazo en los hombros. Ella se inclinó y escondió la cara en su camisa.
—Fue muy amable. ¿Pudo haberme matado? —Él asintió con la cabeza y esperó
hasta que la voz temblorosa de Elizabeth volvió a oírse—. Te aseguro que las cosas
que tenía que decir eran… extrañas. Pero nunca pensé que corría peligro real. Se
disculpó por tener que atarme.
—Fue error mío haberte dejado ir sola. Tendría que haberte advertido de su
presencia —dijo con severidad. Le limpió las mejillas húmedas con la mano—.
Ahora, dime qué es lo que tenía que decirme.
Ella dejó escapar un largo suspiro.
—Quiere el oro de los tories. Y está convencido de que lo tienes tú, escondido en
alguna parte. Tú, Ojo de Halcón y Chingachgook. Me contó cómo lo encontró,
aunque su historia es algo diferente de la que cuenta Axel.
Nathaniel gruñó.
—Ah, sí, seguramente.
—Él lleva una de las monedas colgada al cuello. Es muy rara, nunca había visto
una cosa así. Una pieza de oro de cinco guineas con la imagen de Jorge II.
—La viste bien, ¿verdad? —Él parecía algo intrigado.
Elizabeth se la describió con detalle, le explicó que Lingo había hecho un agujero
en la sien del soberano para colgarse la moneda al cuello con un cordel de cuero.
—Ver miles de esas monedas juntas debe de ser algo impresionante —terminó
diciendo.
—Sin duda —dijo Nathaniel. Le miraba la mano, que movía continuamente con
la suya—. ¿Tenía un mensaje para mí?
—Dijo esto: «Dígale a su digno marido y a su padre y a su abuelo que la próxima
vez tomaré lo que me plazca hasta que llegue el pago». Pero esto lo dijo en francés.
En un francés muy diferente al que yo aprendí, pero eso es lo que significaba. —Hizo
una mueca como intentando sonreír—. En ese momento no lo pensé, pero me
imagino que era una amenaza contra mi persona.
—O contra Hannah.
—Hannah —Elizabeth dio un suspiro de angustia—. Ah, no.
—No es algo agradable. —Se reclinó—. Está impacientándose. Me pregunto por
qué.
—Dice que quiere irse a Francia —aventuró Elizabeth.
Nathaniel se apartó un poco para mirarla y se dio cuenta de que no estaba
bromeando.
—Nunca ha salido de aquí —dijo—. ¿Qué va hacer en Francia?
—Quiere unirse a la revolución, eso dijo.

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—¡Ja! Ese hombre nunca ha peleado por nada que no fuera él mismo.
Elizabeth replicó:
—Yo le dije que tú no tenías el oro. Que si hubieras tenido semejante cantidad de
dinero ya habrías comprado la montaña hace mucho tiempo.
Él la recompensó con una sonrisa y un sonoro beso.
—¿Y qué dijo al respecto?
—Se enfadó —admitió ella—. No me creyó. Quería saber cómo te las habías
arreglado para pagarle a Richard si no tenías dinero. Monsieur Lingo está muy bien
informado.
—¿Y qué explicación le diste a eso?
Ella encontró la fuerza para mirarlo a los ojos mientras suspiraba.
—Le dije que habías tenido el buen sentido de enamorarte de una solterona rica y
casarte con ella.
—¿Eso es lo que hice? —preguntó sonriendo ampliamente.
Elizabeth asintió, su propia sonrisa fue más sugerente.
—Sí, eso es lo que pienso.
La atrajo hacia sí. Había una inmensa satisfacción y alivio en su cara.
—Y eso es lo que hice. Verás qué bien. No, no me detengas.
Le estaba quitando la ropa con impaciencia, pasándole las manos por la tibia piel.
—Entonces ¿le dije lo que debía? —preguntó ella sin aliento.
—Sí —dijo Nathaniel mientras le levantaba los brazos para tenderla en la cama
—. Hiciste lo que debías. Estoy muy satisfecho de ti, Botas. Tal vez es hora de que te
lo demuestre, ¿no crees? ¿Te interesa que te dé otra lección acerca de la satisfacción?
Le respondió besándole el cuello. Sin hablar, esta vez, esperando que él lo hiciera.

* * *

Más tarde el entusiasmo le había abandonado. Mientras ella dormía después de la


aventura y de lo que habían hecho juntos, él se quedó sentado sin moverse y pensó en
todo lo ocurrido; sus conclusiones no fueron prometedoras. Todd estaba demasiado
presente en su mente, y lo había distraído de otros problemas. La idea de que Jack
Lingo estuviera alterado porque olía dinero en el aire era algo más que irritante. Se
había atrevido a ponerle las manos encima a Elizabeth y lo había amenazado, se
estaba entrometiendo justo en un momento en el que las cosas ya estaban muy
complicadas.
Esperaban que fueran a Albany donde Elizabeth debería hacer frente a una acción
civil contra ella por parte del doctor Richard Todd por incumplimiento de
compromiso matrimonial. Él pedía como satisfacción el derecho a comprar tierras de
la dote de ella. Sabiendo que estaba fuera de su alcance resolverlo, Nathaniel había

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solicitado asesoramiento legal y había averiguado, para su inmenso alivio, que ella no
estaba forzada por la ley a comparecer. El señor Bennett había sido muy claro en ese
punto, ella no había sido formalmente citada, ¿verdad? Cuando Nathaniel le aseguró
que no, el mismo Bennett se sintió aliviado e hizo notar que de hecho sería bueno que
la entrega de aquellos papeles, a Elizabeth o a Nathaniel como esposo, resultara
imposible.
Nathaniel le había pagado a Bennett y se había marchado de Johnstown antes de
que Richard o sus abogados pudieran encontrarlo. Camino del norte se había detenido
brevemente en Paradise para ver a su hija y a su padre, y para hacer planes. Antes de
partir había tenido el buen sentido de visitar a Anna Hauptmann y de informarla,
delante de la mitad del pueblo, de que partía a buscar a su novia para llevarla a
Albany donde podría testificar en su propio favor y aclarar todos aquellos
malentendidos. La idea era que Richard creyera eso, aunque significara mentirle a
Anna, cosa que no le gustaba hacer. Ella siempre había tenido buenas relaciones con
la gente de Lago de las Nubes.
Al día siguiente Bennett se presentaría en el juzgado pero sin sus clientes, y si
todo salía bien, Richard estaría lo suficientemente enfadado para salir a los bosques a
buscar a Elizabeth y llevarle personalmente una citación. En esa búsqueda tardaría
una semana o algo más, tiempo suficiente para que Ojo de Halcón tratara de hablar
con los testigos de Richard y les advirtiera del riesgo de cometer perjurio. No era un
plan perfecto, e implicaba todo tipo de inconvenientes, pero fue todo lo que se les
ocurrió en tan poco tiempo.
Por la mañana, él y Elizabeth saldrían hacia el norte y Huye de los Osos volvería
a Paradise donde Ojo de Halcón lo estaba esperando; se alegraría de tenerlo a su lado
para que lo ayudara en caso de que Jack Lingo quisiera cumplir sus amenazas y fuera
en esa dirección. Sin mencionar a Muchas Palomas, que se había mostrado de lo más
disconforme al ver a Nathaniel volver solo.
Cuando Elizabeth se despertó y se desperezó, Nathaniel decidió hacerle saber
estas novedades. Esperaba que fuera suficiente para satisfacer su curiosidad por el
momento. Con suerte, ella no preguntaría aquellas cosas que él todavía no estaba
dispuesto a contestar.
En plena noche, Elizabeth yacía despierta mirando la llama vacilante del final de
la única vela. Sabía que tenía que seguir durmiendo y pronto, aunque no quisiera.
Había conseguido adaptarse a aquellas circunstancias difíciles, las atenciones de
Nathaniel, sus propios apetitos, el trabajo creciente y la actividad física, pero
necesitaría todas sus fuerzas para lo que debía afrontar. Sin embargo, no podía
dormir. Aún no. Sería muy duro tener que despedirse de Robbie al día siguiente, pero
la idea de internarse en los bosques con Nathaniel le resultaba muy atractiva. La
grieta que se había abierto aquel día entre ellos distaba mucho de estar cerrada.

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—¿Te das cuenta de que nunca he pasado un día entero a solas contigo? —le
preguntó.
—No será fácil —dijo él—. El terreno es muy duro en algunos tramos.
—No me importa —había dicho ella. Era más que eso, pero sentía timidez para
decírselo. Estaba orgullosa de todo lo que había aprendido y de haberse atrevido a
llegar hasta allí y quería demostrárselo. Y si eso servía para derrotar a Richard Todd y
les permitía arreglar sus asuntos, ella estaría satisfecha. La soledad les daría tiempo
para conocerse mejor. Este pensamiento la hizo reparar en otras cosas, en la pesadez
de sus extremidades y en sus labios doloridos. Se tiró de la trenza con fuerza y luego
se la soltó, se sentía algo incómoda al ver con qué facilidad podía excitarse y con qué
facilidad sus pensamientos cambiaban cuando Nathaniel estaba cerca—. Tendremos
tiempo para hablar.
Había muchas cosas que no entendía y que quería saber. Preguntas y más
preguntas rondaban por su conciencia y volvían otra vez vagamente.
—Y no has aprendido a nadar —murmuró él. Ella se estiró un poco y se acomodó
entre sus brazos. Sintió el peso de ellos alrededor de su cuerpo, la sólida fuerza de él,
su ilimitada calidez—. No te preocupes —le dijo jugando con su pelo con aire
distraído—. Habrá tiempo para eso.
Había sabiduría en él cuando se ponía a hablar así, una fuerza profunda que ella
podía sentir en el curso de su sangre. Elizabeth no quería que hablara de cualquier
cosa, no en aquel momento. Se acercó más todavía, puso la cabeza en su pecho y se
concentró en sus pensamientos esperando poder pronunciar las palabras que se
negaban a salir.
Los brazos de él se tensaron y luego se relajaron de nuevo. Le quitó algunos pelos
de la cara y se aclaró la voz.
—Estás pensando en Sarah. Pero temes hacerme alguna pregunta. —Ella no
respondió—. No fue acertado el modo en que reaccioné cuando mencionaste su
nombre.
—No, no lo fue —dijo Elizabeth—. No fue nada acertado.
—No estoy precisamente orgulloso de lo que se supone que tengo que decirte.
—Dímelo de cualquier modo —dijo Elizabeth—. O nunca terminaremos con esta
discusión. —Al ver que él no hablaba, ella levantó la cabeza para mirarlo a la cara—.
Nathaniel, te prometo poner todo de mi parte para no juzgarte mal.
—Eso es lo que me temo —dijo él. Volvió a aclararse la voz y continuó—.
Cuando quemaron Barktown, Herida Redonda del Cielo y Atardecer cogieron a los
niños pequeños y se fueron a Canadá para pasar el invierno con la gente de Atardecer,
porque no tenían qué comer. Yo quería ir con ellos, pero Sarah no quiso. Desde que
nos casamos, había tratado de convencerme para que la llevara a vivir a Lago de las
Nubes, y parecía la ocasión de hacerlo. Yo no podía seguir discutiendo con ella.

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Tampoco quería, en realidad, y menos con el pueblo arrasado como estaba.
Nathaniel se tendió al lado de Elizabeth, abrazándola. A la luz vacilante de la vela
sus facciones parecían más animadas de lo que realmente estaban. Ella tenía una
mano en el abdomen y él la cubrió con la suya.
—Así que nos fuimos a casa y ellos nos recibieron. Contentos de tenernos allí. Mi
madre especialmente, ya que siempre había deseado tener una hija y Sarah le caía
bien. Eso es lo que tienes que entender de Sarah, tenía el don de hacer que la gente la
quisiera. Había algo infantil en ella cuando estaba contenta que tocaba el corazón de
todos, me imagino que la verdad más simple es ésta: que miraba el mundo como una
niña y nunca quiso dejar de hacerlo. —Hizo una pausa—. O por lo menos lo intentó.
»No me malinterpretes. Era muy buena trabajadora y nunca evitaba sus
obligaciones, pero podía ser mejor que cualquiera. Aprendió todas las canciones que
sabía mi madre en tres meses, y eso que mi madre tenía muy buen oído. Mi madre,
tienes que entenderlo, era en estas cosas muy exigente, quería lo mejor. Pero Sarah
pudo con ella y fue la música la que estrechó la relación entre ambas.
—Así fue como aprendió el escocés —dijo Elizabeth.
—Ah, sí. Cantaban juntas todas las noches.
Se le rompió la voz y Elizabeth sintió mucha tristeza por él.
—Recuerdo muy claramente la voz de mi madre, siempre está junto a mí —dijo
Elizabeth.
Él había estado mirando hacia el techo, pero en aquel momento se volvió hacia
Elizabeth.
—No me has hablado mucho de tu madre.
—En otra ocasión, ahora sigue por favor.
—Bien, veamos. Sarah se adaptó muy bien y muy rápido a Lago de las Nubes.
Algunos del pueblo no estaban muy contentos de tenerla allí y no le dieron la
bienvenida. Pero cuando se lo propuso logró conquistarlos a todos. A veces yo tenía
la impresión de que se sentía obligada a probarle al mundo que podía ser una
kahnyen’kehaka y un ser humano al mismo tiempo. El problema comenzó entonces,
porque a mí me gustaba el modo de vida de los kahnyen’kehaka y a ella no. Ambos
éramos muy jóvenes, ¿sabes? Demasiado jóvenes para reflexionar acerca de lo que
queríamos ser, y pensábamos que bastaba con desear algo para tenerlo.
»Pasó algún tiempo hasta que me di cuenta de lo que estaba sucediendo. Ella
quería que la llamaran Sarah y si yo lo olvidaba y la llamaba por su nombre
kahnyen’kehaka se enfadaba mucho. Recuerdo que una vez mi madre le preguntó
cómo hacían los mohawk para preservar el grano de los mapaches y entonces Sarah la
miró con aire impasible y le dijo que no lo recordaba. Y llegó el día en que no me
respondía si yo le hablaba en kahnyen’kehaka y supongo que entonces no pude
disimular más.

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»Por aquel entonces, aproximadamente tres años después de que nos instaláramos
en Lago de las Nubes, Herida Redonda del Cielo llevó a su gente de nuevo a
Barktown para reconstruirlo. Justo después de que la guerra terminó. Schuyler les
había dado garantías. Los Lobos, las Tortugas y algunos del clan de los Osos
volvieron al Gran Vly en primavera. Fue la primera vez que Sarah veía a su madre y
al pueblo de su madre desde entonces. Estaba contenta de verlos, de eso no hay duda,
pero poco tiempo después no quería estar allí, en la casa larga.
—¿Y tú querías? —preguntó Elizabeth.
—Entonces yo quería —respondió él—. Te estarás preguntando por qué quería
dejar mi propio hogar y estar con su familia cuando yo tenía la mía, pero no sé si
puedo darte una explicación. Supongo que lo único que puedo decir es que esa vida
me gustaba. Y que yo estaba en una edad en que no quería estar viviendo bajo la
tutela de mi padre. Ahora tal vez pienses que nos llevamos bien, y es cierto. Pero yo
era hijo entonces, y ahora que me he convertido en padre, las cosas son diferentes.
Sarah obtuvo lo que quería. No porque tuviera más fuerza de voluntad que yo… —
Elizabeth emitió un gruñido y él sonrió sin quererlo—, sino porque no estaba claro
que seríamos bien recibidos. O que yo lo sería.
—¿Que no seríais bien recibidos? —preguntó Elizabeth sorprendida y sintiéndose
casi insultada por él—. ¿Después de todo el tiempo que habías vivido con ellos?
—Así es, verás: Atardecer había vuelto esperando ver a su hija mayor con un niño
en el pecho y la hija no mostraba la menor señal de estar ni siquiera esperándolo. Para
los kahnyen’kehaka el asunto de los niños es muy serio.
—¿Y qué pensaba Sarah de eso? —preguntó Elizabeth, porque le pareció la
pregunta más adecuada y también porque era lo que ella misma se preguntaba.
—No creo que pensara mucho en ello, para decirte la verdad nunca me dijo nada,
nunca me hizo reproches. Ella me deseaba, o deseaba Lago de las Nubes. Fuera una
cosa u otra, eso era lo más importante. El resultado fue que no volvimos a la casa
larga.
Nathaniel había estado hablando con calma, contando la historia con todos sus
flecos. Pero hizo una pausa y Elizabeth pensó que si ella lo libraba de la
responsabilidad, se detendría y volvería a su silencio. Él la miró de reojo y suspiró.
—Bien, yo estaba enfadado. Aunque no quería admitirlo ante nadie, ni siquiera
ante mí mismo. No me gustaba cómo iban las cosas y no me gustaba que Sarah me
obligara a permanecer allí, y supongo que le echaba la culpa de no tener un niño,
aunque eso fuera cruel. Por eso comencé a pasar mucho tiempo en los bosques. Cada
vez que salía me alejaba más y me quedaba allí tanto tiempo como me era posible.
Pasé toda la temporada poniendo trampas con Robbie en el invierno del ochenta y
dos y no volví a casa hasta la primavera. Volví con un hermoso montón de pieles y
sintiéndome culpable por haber dejado a Sarah sola durante tanto tiempo.

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Elizabeth vio una imagen muy nítida, el joven Nathaniel caprichoso y cabezota
pasando las largas tardes en compañía de Robbie. Ella podía imaginar muy bien a
Robbie dándole consejos, tratando de que entendiera, pero siempre con mucha
delicadeza.
—Él te envió con Sarah —concluyó por sí misma.
La sonrisa de Nathaniel tenía un matiz sombrío.
—Eso fue lo que hizo, con tantos consejos que metió dentro de mi cabeza.
—Pero ¿no fue para bien?
—Podría haberlo sido —dijo Nathaniel—. Yo quería arreglar las cosas en ese
momento. Pero no pudo ser.
—¿Por qué…? —comenzó Elizabeth amablemente.
—Porque mientras yo estaba lejos, Richard Todd se había instalado en Paradise y
había construido una hermosa casa, había comenzado a trabajar como médico y se
estaba haciendo un lugar en el pueblo. —Se quedó un rato en silencio sin que pudiera
saber lo que pensaba, excepto por un ligero temblor en la cara. Elizabeth ya podía
reconocer aquella señal, y sabía que lo mejor era darle tiempo. Cuando él la volvió a
mirar, la antigua rabia quedó tan atrás como los años en que había sufrido tanto—.
Enseguida me di cuenta de lo que había pasado, de que ella se había enamorado de él.
Ella nunca podía ocultar sus sentimientos, por lo menos a mí.
—Pero ¿por qué? —dijo Elizabeth—. ¿Por qué? Ella lo conocía, sabía lo que
había hecho.
—No lo sé. Sí, lo sé. Al menos en parte. Porque él nunca le reprochó que quisiera
apartarse de sus orígenes kahnyen’kehaka —dijo Nathaniel—. Porque era un desafío.
—Se produjo una larga pausa llena de tensión—. Porque le hizo caso.
—Tu madre —dijo Elizabeth—. Ella tendría que haberse dado cuenta, tendría que
haber procurado…
—Claro que lo procuró —dijo él resueltamente—. Y también lo hizo mi padre.
Pero no había mucho que hacer al respecto. Aún hoy, pienso que nadie de Paradise
tiene una idea exacta de lo que ocurrió realmente.
—Curiosity sí —replicó Elizabeth.
—Porque Curiosity estaba en el parto —dijo Nathaniel—. Antes de eso sabía tan
poco como todos los demás.
—Entonces ¿Hannah es en realidad hija de Richard?
—No —dijo Nathaniel secamente—. Ella es mía. Fue concebida la noche en que
volví a casa del bosque, y nueve meses más tarde Sarah la trajo al mundo. Junto con
un niño que murió en mis propias manos.
Se sentó en la cama, el pelo le caía hacia delante y miró a Elizabeth directamente
a los ojos, pero no la tocó.
—Hannah es mi hija y te pido amablemente que aceptes ese hecho y que no

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vuelvas a ponerlo en duda. ¿Podrías hacer eso por mí?
—Sí —dijo asintiendo con la cabeza.
—Ahora, ya sabes lo de Sarah —dijo tendiéndose de nuevo en el lecho, cerca de
ella pero de algún modo no tan próximo como antes—. Y ya es hora de dormir.
Pero ella no sabía nada de Sarah; sabía menos en aquel momento que al principio.
Sin embargo, no era Sarah lo que importaba en aquel momento.
Nathaniel necesitaba cosas que ella podría darle: su silencio y su aceptación.
Aunque él no se lo pidió, puso sus brazos alrededor de él y los mantuvo apretados
hasta que sintió que comenzaba a relajarse. Al rato ella también se quedó dormida
preguntándose si sería capaz de curarle aquellas heridas.

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Capítulo 31

—Quisiera que ese hombre se calmara de una vez —protestaba Curiosity en voz alta
mientras se ponía los zapatos—. Soy demasiado vieja para salir corriendo al pueblo
cada vez que al doctor Richard Todd se le mete en su diminuta cabeza la idea de
marcharse al bosque.
Galileo se desperezaba y bostezaba dándole la razón a su mujer mientras se
ajustaba los tirantes.
—Debo tener listo el trineo en diez minutos —dijo mientras cerraba la puerta tras
él.
—Ni que fuera la única mujer que ha traído niños al mundo —gritó para que la
oyera. Luego levantó la mirada con la frente fruncida y miró a Moses Southern—.
¿Cuánto hace que empezaron los dolores?
Moses se tocó la barba y se resistió a mirarla.
—Más o menos ayer por la tarde.
—Hmm —Curiosity se levantó y golpeó el suelo con los pies para acomodarse
los zapatos—. Podría seguir toda la noche.
—Así fue la última vez —dijo Moses—. ¿Cuánto cobra por asistir a un parto?
—¿Cuánto vale para usted un niño sano?
No le gustaba aquel hombre y no quería facilitarle las cosas, aunque no se habría
negado jamás a prestar ayuda cuando se la requerían. Ella no esperaba obtener nada.
Seguramente Moses Southern le ofrecería algo al juez por sus servicios como si
todavía fuera una esclava. Sin esperar la respuesta levantó la barbilla e indicó la cesta
que había sobre la mesa.
—Eso hay que ponerlo en el carro —dijo—. Debo ir a decirle al juez que tengo
que salir.
Una vez en el vestíbulo se tranquilizó un poco y hasta se permitió una sonrisa. Le
gustaba que solicitaran sus atenciones, y especialmente le gustaba ayudar a las otras
mujeres a traer a sus hijos al mundo.
Con aquella mujer en particular era necesario charlar. Y en aquel momento se
presentaba la ocasión que tanto había esperado. El lecho de parto era el lugar más
indicado para averiguar algunas cosas.
El juez respondió enseguida cuando ella llamó a la puerta; cuando vio que iba
vestida para salir, levantó una ceja a modo de interrogación. Desde la huida de su hija
y, más recientemente, cuando supo que Elizabeth no aparecería en el juzgado si no
recibía una petición formal, el juez estaba cada vez más encerrado en sí mismo. En la
habitación se percibía el olor a brandy. Cuando Curiosity dio muestras de estar
olfateando, el juez dio un paso atrás.

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—Ha llegado la hora de la señora Southern —le informó Curiosity.
—Richard no está aquí para atenderla.
—No señor, ya lo sé.
«Está fuera, anda por los bosques en busca de una mujer que pertenece a otro
hombre —pensó Curiosity—. Y a usted debería darle vergüenza haber permitido que
vaya tras su propia hija».
—¿Y quién nos preparará el desayuno?
El juez bajó la mirada ante la expresión de Curiosity al oírlo.
Curiosity sabía bien que en aquellos días solía dormir toda la mañana y que no le
importaba desayunar; había estado bebiendo continuamente. Se preguntaba si tendría
la oportunidad de hablar con aquel hombre y hacerlo entrar en razón, pero hizo a un
lado aquellos pensamientos. Ya no servían para nada.
—Mi Daisy se ocupará de que usted y el señor Julián estén bien atendidos.
Él asintió con la cabeza y dio media vuelta; de repente, se volvió hacia ella de
nuevo.
—¿Sabes algo del asunto con Bonner? —preguntó.
Era la primera vez que le hacía una pregunta directa sobre aquello.
—Ella nunca me mencionó ese nombre —contestó Curiosity mirándolo
directamente a los ojos.

* * *

En el carro, Curiosity puso una mano encima del brazo de su marido.


—Detente en casa de los Witherspoon.
—¿Para qué? —preguntó Galileo—. ¿Qué estás tramando, mujer?
Ella sonrió.
—Bueno, un parto no es cosa fácil. Necesito que alguien me ayude. Pensé que a
lo mejor la señorita Witherspoon querría echarme una mano.
—Ya —gruñó.
—Pero ella no querrá —dijo Curiosity—. No hasta que sea demasiado tarde.
—¿Por qué no dejas que la gente resuelva su problemas?
—Porque no puedo —replicó—. Fíjate bien y piensa, Leo. ¿No es acaso asunto
nuestro hacer lo que podamos por Elizabeth cuando ella no está aquí para cuidar de
sus propios intereses?
—Si piensas que ella quiere comprar a los muchachos de los Glove para darles la
libertad, te equivocas.
—Tal vez me equivoque —dijo Curiosity—. Pero lo dudo mucho. Esa chica tiene
un alma noble.
Moses Southern estaba esperándolos fuera cuando llegaron. Se sorprendió al ver a

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Kitty Witherspoon acompañándolos, pero justo cuando iba a hacer un comentario se
oyó un grito proveniente de la pequeña y oscura habitación que estaba detrás de él y
se dio media vuelta mirando por encima del hombro. Los perros aullaban y se
echaban contra sus piernas, hasta que los alejó con una maldición.
—¿Están aquí los niños? —preguntó Curiosity.
—No —dijo haciendo una seña con la barbilla indicando el camino.
—Váyase ahora —le dijo Curiosity—. Vaya a ver a Axel y quédese junto al
fuego, señor Southern. Le avisaremos cuando haya nacido el niño.
Curiosity pensaba que Moses Southern era sin duda el hombre más huraño que
había sobre la tierra. La estaba mirando chupándose los labios, con el entrecejo
fruncido. Volvió luego la atención hacia Kitty Witherspoon que estaba detrás de
Curiosity con los brazos cruzados y la barbilla apretada contra el pecho.
—Señorita Witherspoon, no permita que esta mujer le cuente tonterías a mi
esposa —dijo mientras buscaba el gorro.
La expresión del rostro de Kitty revelaba un gran disgusto. Estaba tan claro como
si hubiera escupido el suelo que estaba pisando Moses Southern y lo hubiera
maldecido a la cara. Pero él miraba para otro lado. Curiosity puso su mano larga y
fría en el brazo de la joven para mantenerla en calma.
—Señor Southern, no tiene por qué preocuparse. Cuando necesito hablar, me
dirijo a Dios. —Con un gruñido dio media vuelta y salió salpicando barro de las botas
con cada paso que daba—. Este hombre tiene el mismo carácter que una mula a la
que le ha picado una avispa —murmuró Curiosity mientras cogía la cesta de manos
de Galileo.
Dentro, la pequeña cabaña estaba iluminada sólo por un débil fuego que dibujaba
sombras deformes. Había dos cuartos separados uno de otro por una desteñida cortina
de lunares, lavada tantas veces que era casi transparente. Cerca del hogar había ropa
lavada y puesta a secar: un vestido de niña, algunos calcetines de diferente par, unos
calzones largos con más remiendos que otra cosa. También había cerdo salado, col,
vinagre, velas y ropas demasiado usadas y arrugadas. Bajo la puerta, Curiosity pudo
ver a Martha Southern en la cama de la segunda habitación, su vientre sobresalía
tanto que hacía empequeñecer su cara redonda empapada de sudor y con manchas
rojas y blancas.
Kitty estaba frunciendo la nariz. Curiosity lo notó y la llevó aparte para hablarle.
—Kitty Witherspoon —le dijo en voz baja—. Seguramente podrás ayudarme,
pero sólo si no dejas que esa mujer piense que es algo peor que la basura. Sé que no
te gusta su modo de vida, pero ella hace todo lo que puede. Ahora estás aquí para
ayudar, ¿o es que debo enviarte a casa con tu padre como la niña malcriada que eres?
Al principio pensó que había sido demasiado dura, porque la muchacha se puso
pálida y luego enrojeció. Pero la actitud desdeñosa que tenía hasta entonces

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desapareció y en cambio parpadeó mirando a Curiosity.
—Abriré las ventanas —dijo.
—Buena idea —contestó Curiosity con una sonrisa—. Y nos hará falta agua. Pero
primero veamos lo que se necesita. —Hizo una pausa y miró con interés a Kitty—.
Me parece que tu turno no está muy lejos, ¿verdad? Estarás muy contenta de que las
mujeres estén junto a ti cuando llegue el momento.
—Mi marido me ayudará… —la voz de Kitty vacilaba mientras se pasaba por la
cintura las manos libres de anillos.
—¿Te ayuda ahora? —dijo Curiosity, mientras veía que Kitty se ponía roja.
—Cuando sea mi marido.
«¿Va a ser tu marido?» Sin embargo, era muy amable cuando la requerían y no
debía decirle aquello. Había visto crecer a la muchacha y le causaba tristeza ver cómo
iba de un hombre a otro. Siempre buscando un trozo de lo que pensaba que quería.
Con el hijo de Julián en su vientre y diciéndose a sí misma que Richard Todd no se
daría cuenta.
—Ojalá. Pero de todas formas estarás contenta con lo que puedas hacer por ti
misma. —Se oyó un quejido que se interrumpió de golpe—. Señora Southern, ¿cómo
viene ese niño? —Curiosity se dirigía a la otra habitación con pasos rápidos y
certeros.
—Despacio —murmuró Martha Southern—. Señorita Witherspoon, me sorprende
mucho verla aquí. Muchas gracias por su ayuda.
Kitty carraspeó e hizo una inclinación de cabeza.
—Está un poco asustada —señaló Curiosity—. Pero es una tarea que las mujeres
tenemos que compartir, ¿verdad?
Con los ojos puestos en cualquier parte menos en el vientre de Martha, Kitty trató
de asentir.
—No sé si podré ser de mucha ayuda.
—Bueno, tranquila —dijo Curiosity atándose el delantal con una larga tira
alrededor de su delgada figura—. Ya encontraremos la forma de que aprendas. Ahora
ayúdame a sacar a esta mujer de la cama. No hay modo de que el niño aparezca
mientras esté tan cómodo. ¿De qué podemos hablar mientras llegan los próximos
dolores?
Kitty se tranquilizó y se ocupó de todo lo que Curiosity le encargó que hiciera.
Cuando a Martha le daba un dolor fuerte, Kitty se quedaba paralizada y se ponía
blanca. Pero pronto fue acostumbrándose y pudo proseguir. Silenciosa, atenta y
asustada, apretaba los labios con fuerza y seguía trabajando sin quejarse.
Pero Curiosity no lograba que la muchacha entablara la conversación que ella
quería. No era una experiencia habitual, porque ella siempre se las había arreglado
para que las mujeres le hicieran confidencias, pero en este caso Kitty no decía una

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palabra acerca del asunto que había tenido lugar en el juzgado de Albany. Martha
habría sido un hueso más fácil de roer de no haber sido por Kitty. En cuanto Curiosity
sacaba a colación el tema, veía que las dos se miraban y luego desviaban la mirada,
unidas ambas en la incomodidad como no lo estaban en ninguna otra cosa. Era como
si se hubiera oído un ruido desagradable o se hubiera sentido un olor nauseabundo y
ellas estuvieran de acuerdo en que sería muy poco apropiado prestar atención a eso.
El niño comenzó a empujar pasada la medianoche. Martha quiso que la dejaran
acostarse, pero Curiosity le pidió que aguantara un poco más y le dio coraje para que
siguiera caminando a lo largo de la pequeña habitación. Con creciente regularidad y
en períodos cada vez más largos, Martha hizo lo que Curiosity le indicaba. La
expresión pensativa de su redonda cara cambió a causa del dolor, de un dolor que era
más y más fuerte.
—No contengas el aliento —decía Curiosity—. Anda, habla conmigo, ahora.
Dime, Kitty. ¿Te compraste un sombrero nuevo en Albany?
Era un sombrero de paja, se lo habían dicho. Con un lazo de terciopelo. Pero
Kitty se mantuvo en silencio.
Martha se puso tensa de golpe y dejó escapar un largo gemido.
—Ha roto aguas —dijo Curiosity—. No mires con esa cara, Kitty. Sólo son aguas.
El niño se está poniendo impaciente ahora.
—¿Aguas? —preguntó Kitty.
—Me parece que tu padre no te ha hablado mucho de estas cosas, ¿no? Pero ¿por
qué lo iba a hacer? Seguramente olvidó lo poco que sabía acerca de lo que hay dentro
de las mujeres.
Martha se rió al oírla y hasta Kitty sonrió.
—Me alegra ver que no has perdido el sentido del humor —dijo Curiosity,
mientras ayudaba a Martha a instalarse en la cama—. Eso te vendrá muy bien para lo
que te espera dentro de una o dos horas.
—Una o dos horas —Kitty se mostró de repente aterrada.
—Estuve tres horas empujando para que saliera el anterior —dijo Martha—. Pero
es que era muy grande.
—Es uno de los misterios de la vida —dijo Curiosity—. En un santiamén el niño
está plantado dentro y lleva horas tratar de sacarlo. Kitty, ahora necesitaremos esa
vasija de agua.
Mientras la muchacha iba a la otra habitación para calentarla, Martha le hizo una
seña a Curiosity para que se acercase a ella.
—¿Qué quieres, muchacha?
—No hay nada que decir de lo de Albany. No estuvimos en el juzgado, ni vimos
al juez ni a nadie.
—¿Sabes si Richard estuvo hablando con tu marido?

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Martha negó con la cabeza y se puso las manos en el vientre.
—Empieza de nuevo —se quejó. Cuando hubo pasado la contracción, Martha se
dejó caer en la almohada y sopló un mechón húmedo de pelo para quitárselo de la
cara—. Siento simpatía por la señorita Elizabeth —dijo entonces—. No haré nada
que pueda causarle daño.
—¿No vas a mentirle al juez?
—Le diré lo que vi, pero no inventaré nada. ¿Puedo beber algo? —Después de
sorber de una taza que Curiosity le ofreció con un gruñido, Martha se limpió la boca
y observó detenidamente a la mujer mayor—. Pero no está bien que ella se haya
escapado así, en medio de la noche. Nunca me lo habría imaginado de una mujer
como ella.
Lo dijo con suavidad, pero segura. Curiosity no estaba sorprendida, ya había oído
lo mismo varias veces en el pueblo.
—Se hace lo que se puede —dijo lentamente Curiosity—. ¿Verdad, señorita
Kitty?
Kitty estaba a los pies de la cama con la vasija en la mano. Vio que le volvía el
dolor a Martha, que se agarraba con todas sus fuerzas a la soga que Curiosity había
atado al pie de la cama para que los tendones de sus brazos pudieran aliviarse
mientras empujaba. La cama crujía acompañando sus movimientos hasta que al final
Martha echó para atrás la cabeza y gritó. El agua de la tina burbujeó cuando Kitty dio
un paso atrás.
—Ven aquí y ponte a su lado —dijo Curiosity—. Ayúdala a sentarse cuando le
vengan los dolores, así podrá apoyarse mejor para empujar. —Kitty dudó pero
Curiosity la miró con severidad—. Yo tengo trabajo a este lado. Ella no puede
tragarse más el dolor, así que gritará. Supongo que un poco de ruido no te asustará,
¿verdad?
—No sabía que doliera tanto —dijo Kitty—. ¿No hay nada que pueda hacer?
—Puedes dejar de lamentarte. Es Martha la que tiene que hacer el trabajo más
pesado. —Kitty avanzó a regañadientes. Curiosity cogió la vasija de sus manos y la
apoyó en el suelo, y luego cogió a la muchacha por la muñeca, apretándosela. Puso la
palma de la mano de Kitty en el inmenso vientre de Martha—. Siente cómo el niño
trata de encontrar el camino para salir al mundo.
De pronto el vientre se endureció y hubo un movimiento. La cara de Kitty se
contrajo y también cambió. No a causa del horror, sino porque estaba
comprendiendo.
—Parece una mano grande —dijo la muchacha secamente.
Martha se quejaba en voz baja.
—Esperemos que sea un pie —le dijo a Kitty—. De otro modo, el trabajo será
más difícil.

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Kitty miraba alternativamente a Curiosity y a Martha. Se le había ido el sueño, la
mirada distante de sus ojos había desaparecido.
—¿Vendrá a ayudarme cuando me toque a mí?
—Por supuesto que iré —contestó Curiosity—. Si es lo que quieres. ¿Ahora
podrías hacer algo por mí?
—No puedo decirle nada del juzgado de Albany ni de Elizabeth —dijo Kitty—.
Le prometí a Richard que no lo haría. Él piensa que es muy importante.
Curiosity se rió de buena gana.
—Algunas cosas son importantes para los hombres —dijo— y otras para las
mujeres.
Estaba doblando la ropa de cama. Sus manos delgadas y oscuras se movían
mientras la carne de Martha se hinchaba y endurecía.
—Ya viene —se quejó Martha.
—Así es —dijo Curiosity—. Sea como sea.
Sin embargo, en su rostro aparecieron unas arrugas de preocupación que no podía
disimular.

* * *

La taberna era un lugar oscuro y pequeño, una extensión de la tienda de Anna


Hauptmann, un lugar en el que no se había prestado mucha atención a los detalles ni a
las comodidades. Antes había sido un corral, hasta que su padre, cansado y aburrido,
quiso hacer otra cosa. Axel reconstruyó una pared para hacer una chimenea y
comenzó a dividir su día entre el lugar en que su hija hacía sus negocios y la
destilería que había instalado en el granero. Allí fabricaba una cerveza fuerte y
aceptable, y una bebida clara conocida hasta en Albany. Guardaba celosamente los
secretos de la destilación, pero pronto le perdonaron su falta de generosidad porque
los precios de sus productos eran bajos ya que le interesaba más la compañía de los
demás y la conversación que los beneficios económicos. En un año la taberna era
conocida en todo el territorio como un lugar al cual un hombre podía ir a la caída del
sol y ser recibido con unos tragos fuertes. En el invierno era un lugar cálido y en el
verano las puertas permanecían abiertas, y era raro que hubiera menos de tres
hombres allí dentro charlando con Axel. Como el suelo estaba habitualmente cubierto
de restos de tabaco de mascar, las visitas femeninas eran escasas, lo que para los
hombres era una más de las atracciones que tenía la taberna.
Julián Middleton pronto se convirtió en el mejor cliente. Los cazadores y
tramperos que llegaban del bosque para pasar un rato se adaptaron a Julián sin ningún
problema, una vez se dieron cuenta de que podían ignorarle. Él era el que iba bien
vestido, el hijo de un hombre rico que no era capaz de administrar su dinero ni de

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controlar a su hija, pero Julián tenía el don de la conversación ligera y de saber mirar
para otro lado, así que lo toleraban. Noche tras noche se sentaba delante del fuego de
Axel y participaba de la charla mientras bebía cerveza tibia o sidra de una jarra
cuarteada y vieja que había sido rescatada de entre las brasas. Algunos de los
granjeros también iban allí, pero sólo cuando el trabajo se lo permitía y rara vez se
unían a la conversación. A veces, Julián prefería no hablar; a nadie parecía importarle
mucho, tampoco.
Por su parte, Julián consideraba que la taberna era el único lugar entretenido de
Paradise. La bebida era barata y la compañía era cualquier cosa menos molesta.
Cuando tenía dinero para gastar en licor se dedicaba a apreciar el rudo sabor de la
bebida. Desde que Lizzie había resuelto los problemas financieros, o por lo menos los
que ella conocía, el bolsillo de Julián estaba un poco más abultado, lo que le permitió
apreciar mejor el arte de la destilería de Axel.
Aquella noche no había mucha gente. Moses Southern había sido alejado de su
casa mientras su mujer echaba al mundo el tercer o cuarto hijo, Julián no se acordaba
de cuántos tenía; tampoco le interesaba saberlo. Sentado en un banco del rincón
estaba Galileo, iluminado por los destellos de una pina ardiendo. En ocasiones
contestaba las preguntas que Axel le hacía, pero la mayor parte del tiempo se
mantenía callado. Julián estaba contento de ver allí a Galileo; podía beber todo lo que
quisiera teniendo la seguridad de que alguien lo llevaría a la cama. Pensó en ofrecer
un poco de cerveza fuerte al hombre, pero miró a Moses y descartó la idea; no tenía
ganas de discutir. Ya había tenido demasiadas discusiones con Richard Todd.
Richard, que nunca había sido mucho más divertido que un aficionado a los deportes,
se volvía cada vez más aburrido desde que sentía que lo estaban estafando. «Aquí o
allá, ingleses o yanquis, ricos o pobres, los hombres a los que se les debe dinero son
todos iguales», pensó Julián.
Bonner había pagado las deudas de la familia con dinero contante y sonante, pero
Todd no se sentiría satisfecho hasta que consiguiera una o dos libras de carne. Había
mucho más de salvaje en él de lo que quería admitir. No es que no tuviera motivos
para estar furioso; Lizzie lo había avergonzado públicamente y él era de los que se
toman las cosas a pecho.
No se podía negar que la inteligente Lizzie había salvado a la familia de la
bancarrota, pero para hacerlo se había puesto en boca de toda la gente del pueblo.
Quién lo habría dicho, ella, la virtuosa, la intelectual, casándose con un cazador
salvaje que tenía una hija y fama de violento. A Julián no se le había pasado por alto
que ella había puesto los ojos en Nathaniel, y eso le había causado una divertida
sorpresa; lo que no había imaginado era que llegara tan lejos como lo había hecho; de
otro modo, él podría haber hecho algo para detenerla.
El problema era que había olvidado que Lizzie era una mujer y por lo tanto

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propensa a las debilidades de las mujeres. De no haber sido porque había puesto las
tierras en manos de un puñado de indios, él le hubiera dado las gracias porque al fin y
al cabo le había salvado de la vigilancia de la familia; su fuga hizo que el asunto de
las deudas de juego quedara como algo de menor importancia.
Realmente, una mujer que se enamora puede hacer cualquier cosa. El hecho era
que la virtuosa Lizzie no era más que una charlatana y una ladrona. Había robado las
tierras de su padre y tarde o temprano tendría que pagar por eso. Ella había robado la
montaña, pero lo peor era que los había abandonado como si tuviera derecho a irse
cuando quisiera. De sólo pensar en eso se le hacía un nudo en la garganta. Le
recordaría el lugar al que ella pertenecía, eso es lo que haría a la primera oportunidad.
Ella volvería y llevaría consigo lo que le había quitado a él.
La jarra estaba vacía. Julián estaba pensando en la manera de remediarlo cuando
se abrió la puerta. Se miró las botas apoyado en uno de sus codos. Había abrigado
esperanzas de tener buena compañía aquella noche, cualquiera que tuviese tan poco
seso como Moses Southern, pero en cambio una figura esbelta se dibujó en la
entrada. Una mujer que respiraba agitada. Julián conocía bien aquel sonido y
nerviosamente trató de hacerse invisible.
Kitty Witherspoon se encontraba en la puerta y Moses se levantó de un salto.
—Me envía Curiosity —comenzó a decir, y entonces apretó el puño contra la
mejilla haciendo que su rostro se asemejara a una máscara—. Necesitamos ayuda. El
niño está girado y ella no puede hacerlo salir.
Moses sólo miraba.
—Voy a buscar a Anna —dijo Axel volviéndose hacia la puerta trasera que daba a
los cuartos de la vivienda.
—Espere —dijo Kitty. Entonces vio a Julián junto al fuego y se le subieron los
colores a la cara. Julián la miró y le hizo una ligera inclinación de cabeza al tiempo
que esbozaba una sonrisa. Esto no la conmovió; él no había pretendido hacerlo, por
otra parte, pero ¿qué otra cosa podía intentar? Ella le volvió la cara—. Curiosity dice
que manden a buscar a Atardecer.
—¡No! —gritó Moses. La palabra explotó en un vaho de cerveza. Se aclaró la
garganta—. Anna podrá ayudarla.
La cabeza de Kitty se volvió hasta que lo miró directamente a los ojos.
—Pero Curiosity dijo…
—¡No permitiré que esa puta piel roja toque a mi esposa! —exclamó Moses con
voz atronadora.
Kitty dio un paso atrás como si él hubiera intentado levantarle la mano, justo
cuando Axel daba un paso adelante por la misma razón. Sin embargo, ella estaba
mirando a Julián.
—Mejor será que midas tus palabras —dijo Axel.

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Kitty seguía mirando a Julián con la boca curvada hacia abajo. Él sabía lo que
significaba eso, lo que ella trataba de decirle. Miró para otro lado.
—Martha está muy mal —dijo Kitty.
—Julián no tiene nada que hacer —dijo Axel—. Él puede ir a buscar a Atardecer.
De cualquier modo, la noche se había estropeado. Julián estaba especialmente
nervioso al tener a Kitty ante él con los brazos cruzados. Asintió y golpeó el suelo
con las botas. No había tenido una charla con ella desde… ¿Cuánto hacía? ¿Una
semana? Desde que Todd le había dicho que se apartara. Era una muchacha muy
dulce, pero se comportaba de un modo que le recordaba a la vieja Merriweather; sería
capaz de comérselo entero si le apetecía sin ni siquiera parpadear. Ése era el problema
de las mujeres inglesas y la mayoría de las americanas, por lo visto. Si Todd quería
cargar con lo que Julián había dejado bajo el delantal de Kitty, tanto mejor.
Pensó en la subida hasta Lago de las Nubes y se dio cuenta de que la idea no le
disgustaba. Aquella joven, Muchas Palomas, estaba allí.
Y desde que Nathaniel y Elizabeth habían huido, todos los mohawk se habían
abstenido de ir al pueblo.
Pero Moses tenía sus propias ideas.
—Nada en el mundo me impedirá prohibir la entrada de esa piel roja en mi casa.
Axel se mesaba la barba pensativamente mientras miraba a Moses de arriba abajo.
—¡Ja! ¿Qué clase de tonto eres, eh? Curiosity sabe lo que se hace. Si ella dice que
hay que buscar a Atardecer, es porque la necesita. Se trata de tu mujer y de tu hijo,
hombre.
—Tengo que volver —Kitty miró a Moses con el entrecejo fruncido—. Tal vez
usted debería venir conmigo a la cabaña y ver en qué estado se encuentra su mujer. A
lo mejor con eso se convence.
Moses asintió con la cabeza.
—Es lo que haré —dijo poniéndose el gorro—. Pero no iré solo.

* * *

Finalmente fueron todos. Anna, todavía somnolienta y con las trenzas sobre los
hombros, llevaba una cesta donde puso de todo un poco. Axel tenía una botella de
licor bajo el brazo. Tenía también usos medicinales, señaló. Y si esto fallaba, era un
buen consuelo para las penas. Moses los esperaba en la puerta con aire sombrío con
los ojos echando chispas. Julián iba detrás, a disgusto.
—A lo mejor quieres ir a la casa de los mohawk —le había dicho Moses. Julián
no tenía la menor intención de ir a ninguna parte, explicó. Por él, no se movería más
que para llenar la copa. Pero el otro no le hacía caso—. No estoy tan seguro de eso —
dijo Southern—. Tu hermana se casó con uno de allá arriba, ¿verdad? Y todavía está

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esa joven palomita.
—Espero que no me esté haciendo responsable de los actos de mi hermana —dijo
Julián sin prestar atención intencionadamente al segundo comentario—. Porque del
mismo modo ella tampoco se hace responsable de los míos.
—Hablas demasiado —fue la única respuesta de Southern.
«Bueno —pensó Julián—. No necesito señalar lo que es obvio para ti». Con toda
la charla de Moses acerca del lugar al que Julián debía ir, éste no se había dado
cuenta hasta entonces de que Galileo se había perdido en la noche en cuanto Kitty
había dicho cuál era el encargo de Curiosity. Haría más de media hora que se había
ido.
Con el aire fresco de la noche, Julián se sintió sobrio de golpe; estaba casi a punto
de apreciar la escena ridícula en la que estaba tomando parte, cuando se oyó un
alarido largo y desgarrado que se elevó y cesó con igual rapidez. Entonces llegaron a
la puerta de la cabaña de los Southern.
Anna había estado todo el tiempo murmurando cosas a Moses, le hablaba de las
desgracias de las mujeres, de la estupidez de los hombres y de Atardecer, cosas a las
que Moses hacía tanto caso como a la pálida luz de la luna que iluminaba el camino.
Al oír el grito lo miró con expresión de triunfo. Entonces se levantó las faldas por
encima de las botas desatadas y aparecieron sus piernas, insospechadamente delgadas
y semejantes a las de una niña. Corría como una mujer que tuviera la mitad de su
edad y desapareció en la entrada de la cabaña.
Los hombres esperaban fuera, incluido Moses, y oyeron el siguiente grito que se
elevaba como una espiral y luego caía. Cuando terminó, Anna apareció en el marco
de la puerta; la tenue luz de la cabaña destacaba su silueta. Tenía la cara tan roja y
furiosa que Moses se quedó paralizado y pensativo. Abrió la boca y volvió a cerrarla,
los labios contraídos y el rostro ceñudo.
—¡Gracias al Señor!
Desapareció en las sombras mientras el resto de los hombres se volvían para ver
qué había causado aquella exclamación.
Axel se aclaró la garganta y movió la antorcha que llevaba.
—Buenas noches, Ojo de Halcón —dijo haciendo una inclinación de cabeza—.
Buenas noches, Atardecer.
De no haber sido por el destello de sus blancos cabellos, pensó Julián, el hombre
podría haber sido confundido con su hijo en la semioscuridad reinante. Eran muy
parecidos, tanto en la forma de la cabeza como en la de los hombros. Los hombres
Bonner eran gente fuerte. Pensó en su hermana y se preguntaba si ella ya habría
tenido oportunidad de comprobarlo.
Moses, comportándose como un mequetrefe, estaba hinchando los pulmones,
tratando de sacar pecho. De no haber sido por el grito infernal que se oyó, Julián

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pensó que habría sido muy divertido ver a Moses haciendo el tonto.
—Usted hablará conmigo mientras las mujeres cuidan a su esposa. Estoy aquí
para hablar —le dijo resueltamente Ojo de Halcón a Moses. Miró de reojo a
Atardecer y ella desapareció dentro de la cabaña sin decir nada.
—Yo no quiero a su mujer roja aquí.
—En primer lugar, ella no es una mujer roja —dijo Ojo de Halcón—. Esas
palabras no son muy amables y le agradecería que no las usara. Segundo, ella no es
mi mujer. Ahora bien, si quiere que Atardecer salga de su casa, entre y sáquela —le
sugirió—. Y vea si a su mujer le gusta.
Moses escupió, moviendo la cabeza en el último momento para que el escupitajo
fuera a parar a las sombras. Ojo de Halcón no se inmutó pero a la luz de la antorcha
Julián vio un destello en sus ojos. Moses también lo vio y dio un paso atrás, rendido.
Axel se rió y se paró entre ambos para ofrecer su botella de licor a Ojo de Halcón.
—Diablos, Dan´l. Ya estoy muy viejo para comprobar quién es capaz de orinar
más alto en medio de la noche. Y tú también. Toma un trago y esperemos.
Ojo de Halcón siguió con la mirada fija en Moses un rato más. Era impresionante,
detener la furia de un hombre con sólo mirarlo. Julian se preguntaba si podría
aprender a hacer eso.
Entonces la atención de Ojo de Halcón se desvió al grupo.
—Parece que somos toda una partida —le dijo a Axel cogiendo la botella—.
Aunque no un grupo muy alegre por lo que puede verse en el joven Julián, aquí
presente.
Como si estuviera de acuerdo, la voz de Martha se alzó de nuevo y luego se
interrumpió. Había mucho movimiento dentro de la cabaña, cuya puerta permanecía
todavía abierta. Moses prestó atención al grito y siguió mirando en dirección a su
casa.
—Ella está en buenas manos —le dijo Axel a Moses con un tono más amable que
antes—. Atardecer tiene un talento especial para estas cosas.
—No me importan sus cuidados —replicó Moses—. Y si algo malo le pasa a mi
mujer o a mi hijo, ella tendrá que pagar.
—María nah —suspiró Axel—. Qué tonto eres.
—Permítame aclarar una sola cosa —dijo Ojo de Halcón con voz amable y muy
diferente de la expresión de su mirada—. Yo controlaré mis modales durante algunos
minutos más, por respeto a Martha. Ella tuvo la desgracia de que su padre hiciera un
negocio sucio cuando se la entregó a usted para que se casara —dijo despacio—.
Escúcheme bien. No permito que hable así de una mujer que está ahí dentro tratando
de salvar la vida de su esposa. Si lo hace de nuevo le romperé los dientes uno por
uno.
—¿Me está amenazando? —exclamó Moses.

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Ojo de Halcón parpadeó lentamente.
—Puede tomarlo así, si quiere.
—¿Lo ha oído, verdad, señor Middleton? ¿Ha oído cómo este hijo de puta me ha
amenazado? —Moses se había vuelto hacia Julián, que tenía un hombro apoyado en
el montón de leña. Miró a Julián de arriba abajo con la boca torcida de disgusto—.
Pero ¿qué le estoy preguntando? Si su hermana es tan mala como ellos, vendiendo la
tierra a esa panda de salvajes y ladrones. Hace algunos años le habríamos hecho
pagar sus caprichos —dijo con una risa que no era más que un áspero gruñido—. Una
o dos lecciones que la maestra nunca olvidaría —Moses parecía haberse olvidado de
Ojo de Halcón, haberse olvidado de todo excepto de Julián que seguía allí, oyendo
los insultos con una ceja levantada. El hombre ni siquiera había notado que Ojo de
Halcón se había puesto detrás de él. Dejó escapar una bocanada de aire cuando la
culata del rifle le golpeó la parte inferior de la cabeza y cayó como un paquete
deforme a los pies de Julián.
Ojo de Halcón se quedó mirándolo.
—Este hombre es una porquería —dijo—. Prefiero oír los quejidos de Martha.
—Gritará mucho más fuerte mañana. Espera y verás —le hizo notar Axel.
—Me temo que ya hemos tenido suficientes festejos —dijo Julián mientras
pisoteaba el cuerpo de Moses—. Aunque todo ha sido muy divertido.
—Dígame, Middleton —dijo Ojo de Halcón apoyándose en el cañón de su rifle
—. ¿Qué es lo que le entusiasma a usted?
Julián rió ligeramente.
—El entusiasmo es algo que está alejado de mí desde que estoy aquí. Cosa que no
tengo en común con mi hermana, si me permite hacer esa observación sin golpearme
con el rifle en el cráneo.
—No pensaba hacerlo callar —dijo Ojo de Halcón—. Siga, hable de su hermana.
Me gustaría saber lo que tiene que decir de ella.
—Ah, sí, me imagino que le gustaría mucho —dijo Julián—. Pero está
equivocado y se dirige a mí para defender su buen nombre. Es una causa perdida, me
temo. Y más allá de eso, tampoco tengo fuerzas ni inclinación a hacerlo.
—Su hermana ya no necesita de su protección.
—Por el bien de ella espero que tenga razón —dijo Julián con el tono de burla
habitual.
—Algún día —dijo Ojo de Halcón— algo le cogerá por sorpresa y lo hará
despertar.
Julián se encogió de hombros. Una imagen vino a su mente: Muchas Palomas
inclinada sobre un libro en la escuela de su hermana. La suavidad de sus cejas, el
color de la piel de las mejillas.
—Lo dudo mucho —dijo dándose media vuelta.

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Desde la puerta abierta de la cabaña se oyó el llanto de un recién nacido.
—Quédate y bebe a la salud del niño —dijo Axel por detrás de Ojo de Halcón—.
Su padre no puede en este momento.
Pero Julián levantó una mano por encima de la cabeza en señal de despedida y
siguió caminando lentamente sin ni siquiera volverse. No le sorprendió ver a Galileo
sentado en la sombra. Caminaron juntos en silencio hasta el coche. Julián subió sin
hacer comentarios y apoyó la cabeza en la parte trasera del asiento para ver las
estrellas.
Más tarde, tendido en su cama y despierto, oyendo el incansable paso de su padre
en la habitación de al lado, sintió una súbita conmoción. ¿Qué le había pasado, se
preguntaba, que dejaba pasar una ocasión de beber gratis?

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Capítulo 32

Durante toda su vida había sido consentida y mimada, Elizabeth lo sabía; había
llegado el momento de tomar conciencia. Dejó escapar un suspiro quejumbroso,
maldijo lastimosamente y trató en vano de no llorar.
—Dejaré de quejarme —dijo en voz alta—. Sí, dejaré de ser tan cobarde.
Nathaniel estaba sentado con las piernas cruzadas y los pies descalzos de ella se
mecían sobre una de sus rodillas. Hizo una pausa en su trabajo para levantar la
mirada.
—No tienes ni un pelo de cobarde. Y te portas muy bien —le dijo. Elizabeth
había decidido mirar sólo su cara y no más abajo; realmente no tenía ninguna
intención de mirar la aguja que él tenía entre sus largos dedos, pero como eso era casi
imposible desvió la mirada—. Fue una idea excelente traer un costurero —observó
dejando caer otra corteza de madera en un pequeño montón al lado de ella.
—Una señora —dijo ella con los dientes apretados— siempre está preparada para
lo que pueda ocurrir.
Él se rió con suavidad.
—Una vez Osos se abrió la palma de la mano con un cuchíllete. Estaba
desesperado por sacarse una skelf.
—Eso me parece razonable —dijo ella volviendo a suspirar—. ¿Y qué es una
skelf, si se puede saber?
Nathaniel le mostró un delgado trozo de madera puesto en su aguja.
—Esto es una skelf. ¿Cómo lo llamáis vosotros?
—Miseria —bromeó Elizabeth—. En otro sentido supongo que es una astilla.
Skelf debe de ser una palabra escocesa.
—Hmm —dijo Nathaniel distraído.
Tenía una expresión que a ella no le gustó, y miró para otro lado.
Había un águila volando en círculos sobre las copas de los pinos, exhibiendo su
poder. Elizabeth podía oír el ruido que hacían las alas cortando el viento. Vagamente
se percataba del sonido del agua que corría en un arroyo, detrás de ellos, y del modo
en que su propio sudor le corría por la cara y los ojos y ardía, ardía, ardía. Echó hacia
atrás la cabeza y se mordió el labio.
—¿Te vas a tranquilizar, Botas?
—En cuanto termines de sacar la última de las astillas de mi pie, tendré un motivo
para tranquilizarme —le dijo con aspereza.
Nathaniel fruncía el rostro y torcía la boca en señal de concentración; el tono de
Elizabeth no pareció molestarle en absoluto.
Estaban en una cañada escondida, entre una montaña y una increíble fortaleza

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hecha con piedras que parecían haber caído directamente del cielo. Muchas eran más
altas que Nathaniel, la mayoría estaban resbaladizas por la humedad y el musgo verde
oscuro que las cubría. Atravesaban las rocas cuando Elizabeth perdió pie y cayó en
un agujero con madera seca.
Los mocasines tenían sus limitaciones, pero tampoco ninguna de sus botas, que
habían sido un gasto excesivo y habían contribuido a que le pusieran ese apodo —
aquellas tontas, vanas, exultantes botas, aquellas botas amadas con su suela de cuero
—, habrían podido protegerle los pies. Rodó y un montón de astillas se le clavaron en
los pies.
—Cuando tengo poco pelo me cae el agua en los ojos; si no, no me pasa con
frecuencia —dijo Nathaniel en tono casual.
Intrigada súbitamente ante aquel comentario, Elizabeth se apoyó en los codos y
preguntó:
—¿Poco pelo? ¿Cuando te rasuras para la batalla?
—Ah, sí, y para otras cosas —sonrió sin mirarla—. Para los kahnyen'keháka el
pelo no resulta atractivo, por si no lo sabes. Tampoco el pelo del pecho.
—Pero tú…
Hizo una pausa y lo miró con dureza. Él se había afeitado aquella mañana, como
todos los días, con una navaja bien afilada. Más de una vez ella se había preguntado
por qué se preocupaba tanto. Aunque le gustaba verlo afeitado y limpio, verle la línea
de la mandíbula y el ángulo de la barbilla, por lo que no tenía nada que objetar. Todas
las tardes, a pesar de sus cuidados, las mejillas se le ponían ásperas porque el pelo
volvía a crecer, algo que ella había aprendido a prever y también a apreciar. En aquel
momento lo miraba, la profunda y espesa mata de pelo en la cabeza y el modo en que
colgaba sobre los hombros. Le sorprendió que no tuviera mucho pelo en otras partes.
—Si te lo arrancas de raíz y lo sigues haciendo durante un tiempo, es posible que
deje de crecer —le explicó él.
Elizabeth se estremeció cuando él le arrancó otra astilla del pie.
—¿Quieres decir que te arrancabas el pelo del pecho? ¿Todos los días?
—Yo no —dijo Nathaniel—. Había una anciana en la casa larga del clan Tortuga.
Ella hacía los tatuajes y quitaba los pelos. Decía que yo tenía una cara bonita y que
valía la pena deshacerse del pelo, así podría encontrar una esposa. Fue como un
proyecto. Todas las mañanas y todas las tardes ella se sentaba encima de mí para que
me quedara quieto y se ponía a trabajar con las conchas.
—Te lo estás inventando —dijo Elizabeth.
—No —respondió Nathaniel, distraído en aquel punto de la historia porque le
estaba prestando atención al pie.
Entonces sacó otra astilla.
—Ella tenía conchas atadas con una pieza de tela anudada en los extremos para

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poder sacar los pelos. O si no, usaba los dedos para la cabeza.
—Me alegra ver que no se preocupó por los que volvieron a crecer —dijo
Elizabeth secamente—. ¿Y cuánto tiempo duró eso?
Él se encogió de hombros.
—Me parece que fueron tres años, hasta que mi pecho estuvo tan limpio que se
quedó satisfecha.
—Bueno, espero que haya sido suficiente —dijo Elizabeth—. ¿En qué más
pensaba? No en tus piernas… —se le fue la voz.
—Ella trataba de hacerme un favor —dijo Nathaniel—. Pero yo puse el límite en
el vientre. Pensé que si una muchacha no soportaba ver el vello de mi… —la miró
levantando una ceja— de mis piernas, no valía la pena preocuparse.
—La pregunta es por qué te dejaste hacer todo eso —dijo Elizabeth inquieta.
—Tal vez por vanidad, ¿no te parece? Y además, Ya-wa-o-da-qua contaba
historias mientras trabajaba. —Sujetaba la carne tierna del los pies con dos dedos,
entonces dio un tirón y emitió un ruido de satisfacción—. No queda mucho. Pero hay
una que está muy hundida tendrás que quedarte muy quieta, Botas.
Elizabeth había estado apoyándose en los codos, pero en aquel momento se echó
hacia atrás y se tapó los ojos con un brazo.
—¿Qué significa ese nombre?
—¿Ya-wa-o-da-qua? Acerico. No te rías, es verdad. Quédate quieta, Botas.
La aguja penetró en la carne, ella pensó que estaba preparada para aguantarlo,
pero quitó el pie y entonces Nathaniel se puso a reír. Ella sintió que la sangre se le
subía a las mejillas y pudo ver una astilla grande y ensangrentada en una punta de la
aguja.
—Creo que es la última. Te has portado bien.
—Lo he soportado —replicó ella fuera de sí.
La sangre que le corría por el pie le producía una sensación desagradable.
—Pero bien —admitió él.
La ayudó a levantarse y la acompaño hasta el lago, donde vio que se sentaba en
una piedra y hundía el pie herido en el agua. La corriente bajaba de la montaña y el
agua estaba helada aunque fuera plena primavera, pero le calmaba el dolor del pie
que movía a uno y otro lado, no sin alivio. Nathaniel estaba colocando los bultos de
espaldas a ella.
—Acamparemos y te pondré una poción. De todas formas tendremos tormenta.
—Eso dice la mosca negra —dijo Elizabeth frotándose el cuello.
La piel expuesta al aire bajo la línea del pelo había adquirido la consistencia de
una tabla de lavar, con cientos de pequeños granitos. Después de algunos días de
humedad, la mosca negra avanzaba formando numerosos ejércitos, a los que aquel
día había sido particularmente difícil hacer frente. La piel de Elizabeth estaba tibia al

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tacto y ella se sentía muy molesta, pero sabía que a la mañana siguiente todo rastro de
las moscas habría desaparecido. Hasta el próximo encuentro con las pequeñas bestias.
Miró a Nathaniel, irritada: él también se rascaba, aunque menos. Se había untado las
manos y la cara con un ungüento y eso le había protegido relativamente.
Elizabeth hacía grandes esfuerzos por impedir que la irritación que sentía la
dominara. Había un punto, concluyó, en el que la única cosa útil que podía hacer era
callar; no era capaz de fingir una falsa alegría cuando sentía picazón, estaba herida y
olía mal. Pero Nathaniel no parecía preocuparse por ese mal humor; de hecho, cuanto
más taciturna se ponía ella, más se manifestaba el buen humor de él. Era algo que ella
no había previsto, pero le gustaba mucho que fuera así. Casi le hacía olvidar la mosca
negra.
Nathaniel llegó caminado por detrás de ella formando un cuenco con las manos.
Elizabeth giró la cabeza para mirarlo de arriba abajo y enseguida surgió de ella una
franca sonrisa cuando sintió que él le extendía ungüento de poleo sobre la superficie
de la piel llena de granos. Dejó que su cabeza descansara contra la dureza del
abdomen de Nathaniel mientras la trenza barría el suelo. Él la miró, muy serio,
mientras le pasaba por la cara un retal de muselina que antaño había sido parte de su
ropa.
—Si te cubres la piel con esto todas las mañanas, te sentirás mejor —le dijo.
Elizabeth suspiró lentamente como respuesta. La señora Schuyler le había dado
un mejunje de resina de pino, aceite de ricino y poleo antes de que partiera con Osos,
advirtiendo que si se cubría la cara, el cuello y las manos podría soportar mejor las
molestias de los insectos. Pero Elizabeth, hasta entonces, había preferido la mosca
negra al olor desagradable del ungüento y su color castaño oscuro. Pero sabía que, a
menos que los insectos desaparecieran milagrosamente, pronto tendría que
acostumbrarse a la grasa del ungüento, o si no, aprender a vivir con la piel hecha
pedazos. Tendrían que pasar otras dos semanas o quizá más en los bosques, había
llegado el momento de afrontar la realidad.
—¿De verdad sabes dónde estamos? —preguntó repentinamente preocupada.
—Claro que sí.
—Magnífico. ¿Nunca te has perdido?
—No. No puedo decir que me haya perdido, aunque a veces he estado
desorientado durante unos días.
Elizabeth se rió con fuerza y levantó las dos manos para cogerle la cabeza, lo
besó y frotó su mejilla dolorida contra la de él.
—No seas tan cariñosa —dijo—. Todavía hay cosas que hacer. Tenemos que
limpiar esa herida. Un poco de sal vendrá bien, o una bebida fuerte. Todavía tengo un
poco de licor de Axel.
Elizabeth pensó en la herida y se puso pálida.

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—¿Es necesario hacer eso? —preguntó.
—Sí —respondió él—, es mejor que terminemos de una vez con esto. Luego
podremos hacer otra cosa para que te sientas mejor.

* * *

Era un dolor punzante y rápidamente crecía hasta producir una explosión, pero no
duraba demasiado: Elizabeth mordía fuerte para no gritar, Nathaniel le había dejado
muy claro que era mejor hacer el menor ruido posible. Pero las lágrimas le cubrían
los ojos y el mundo le daba vueltas alrededor de la cabeza. Cuando pasó un poco,
Nathaniel le vendó el pie con uno de los mejores pañuelos de ella empapado con el
licor de Axel y luego le calzó delicadamente el mocasín. Con pocos movimientos le
puso las polainas y ató el mocasín encima. Elizabeth observaba mientras él cosía la
tira a la suela con la misma aguja que había usado para sacarle las astillas.
—Muy amable —dijo todavía molesta.
—Creo que mañana podrás caminar con esto.
—Quiero caminar ahora mismo. ¿No podríamos acampar en la orilla del lago que
pasamos?
Justo antes de la caída habían pasado junto a un pequeño lago en el que había un
lugar bien resguardado para cobijarse bajo un techo de roca. Habían pensado seguir
caminando unas tres horas más, pero en aquel momento Elizabeth se sentía contenta
por tener una excusa totalmente válida para volver atrás. Se trataba de un lugar muy
bonito. Y como ya había recibido las primeras clases de natación, no perdía ocasión
de practicar.
Nathaniel llevaba todos los bultos y dejaba que ella se las arreglara sola, cojeando
un poco. Elizabeth se sentía un poco tonta y miraba alrededor como si algunos
vecinos curiosos la estuvieran observando. Pero en vez de vecinos vio un par de
zorros jóvenes jugando al sol delante de su madriguera, con los pelajes rojizos
brillando. Los animales la miraron sin temor y ella les devolvió la mirada.
Cuando estuvieron instalados, Nathaniel buscó leña para hacer fuego. En la costa
del lago crecían los ácoros y Nathaniel cortó muchas hojas largas y verdes para
alimentar la hoguera. El humo se propagaba por todas partes y los mantenía a salvo
de los insectos.
Elizabeth respiró con alivio al saber que tendría que ocuparse de la comida, pero
se sentía extrañamente perezosa. Reclinada en la extensión más suave de la roca,
disfrutaba del roce de la brisa en su cara inflamada.
—Debo de estar horrible —dijo ella—. Y por favor, no te atrevas a
contradecirme.
—Ni siquiera lo soñaba, Botas.

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Resopló, y como le gustó el sonido volvió a resoplar.
—Si tengo fuerzas suficientes me las pagarás por esto —dijo, y sonrió a su pesar.
—Parece que estás buscando cumplidos —dijo mirándola con una ceja levantada
mientras separaba manojos de hierba y los arrojaba poco a poco al fuego.
Ella miró la extensión del lago, pensó en nadar y, sin embargo, volvió a
recostarse.
—¿Y si así fuera qué? ¿No estoy en mi derecho?
Él se puso a su lado.
—Ah, sí, es cierto. ¿Y qué es lo que quieres?
Ella se las arregló para mirarlo a los ojos.
—Pasar un día en la cama contigo sin necesidad de levantarnos y marchar.
Nathaniel se inclinó sobre ella.
—Entonces ¿quieres decir que te gusto, verdad?
En aquel momento no se reía, pero parecía entusiasmado.
Ella le dio un empujón.
—Sabes que sí.
—Bien, entonces, Botas, me alegro mucho de oír eso porque tú a mí me gustas
excesivamente.
—No recuerdo haber usado la palabra excesivamente —dijo Elizabeth, y dio un
grito cuando él la cogió para atraerla a su lado y pellizcarla—. ¡Excesivamente!
¡Excesivamente! —repitió ella riendo y tratando de soltarse de Nathaniel.
Él se echó hacia atrás con ella apoyada en parte en su pecho.
—¿No podemos quedarnos mañana? —preguntó ella—. ¿Quedarnos en la cama?
Sabía la respuesta antes de que él negara con la cabeza, pero de todos modos se
sentía contrariada.
—No sería prudente. Ya tendremos tiempo de quedarnos en la cama si es que no
pierdes el interés.
—Ah, ahora ¿quién busca cumplidos? —preguntó ella.
Se sentó para mirar alrededor. Había una pequeña isla en medio del lago poblada
de hayas y coronada de algunos pinos altos que se reflejaban completamente en el
agua.
—¿Podríamos ir a nadar? —preguntó sin mucho ánimo al tiempo que se
recostaba de nuevo.
—No con el pie como lo tienes —dijo él.
En lugar de levantarse, Nathaniel se estiró y le hizo poner la cabeza en su hombro
en un lugar muy cómodo. Ella se sintió complacida, pero en todo caso no podía
olvidar que tenía el estómago vacío.
—Hay truchas suficientes para pescar —sugirió.
Pero Nathaniel señaló al cielo y ella siguió la línea de su brazo y luego exhaló un

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profundo suspiro.
Por encima de sus cabezas el águila seguía volando en círculos, pero no estaba
sola.
Las dos aves se perfilaban sobre las nubes que se hacían cada vez más espesas, se
perseguían una a otra como si quisieran embestirse en el aire. Con las garras juntas
aleteaban en caída libre y describían una serie de complejos saltos mortales. De
pronto, se separaron.
—Están cortejándose, de cualquier modo se aparearán en esta misma estación —
dijo Nathaniel.
La pareja se elevaba de nuevo, el sonido de las alas se oía claramente. Las garras
se encogieron y las águilas bajaron de nuevo en un movimiento que terminó con una
larga curva. Una vez más repitieron las piruetas y esta vez el macho cubrió a su
compañera a media caída con un gran grito de triunfo, un sonido que parecía casi
humano.
—No es exactamente lo mismo que Venus seducida por Marte —dijo Nathaniel—
pero podemos decir que son buenos deportistas.
Elizabeth ahogó su risa en el pecho de él.
—Un poco rara esta conversación.
—Pero de todos modos te gusta.
—Me gusta precisamente por esa razón —dijo ella repentinamente pensativa—.
No es poco lujo poder decir lo que se le viene a uno a la mente. ¿A qué otras
personas, hombres o mujeres, yo podría hacerles preguntas con tanta libertad?
—No vayas a creer que tengo respuestas para todo —dijo Nathaniel.
—No son respuestas lo que quiero…
—Ah, sí —la interrumpió Nathaniel cogiéndole la mano—. Es la libertad para
hablar, ya lo sé, ya lo sé. ¿De modo que ahora quieres hablar?
Elizabeth no respondió. Miró las sombras del bosque y pensó en las águilas.
—La hembra no parecía disfrutar mucho, ¿verdad? Tampoco él, según creo.
—Ellos no se divierten con el apareamiento. —La miró de reojo—. De cualquier
modo, es una buena señal —dijo pensativo.
Ella todavía no se acostumbraba a que Nathaniel se tomara aquellas cosas con
tanta seriedad; lo que era capaz de ver en los animales, en las estrellas y en sus
propios sueños, en los cuales muchas veces iba volando por encima del mundo. El
primer impulso que sintió, y el más fuerte, fue el de desechar todo aquello como una
mera ilusión, pero cada vez se preguntaba menos cuánta verdad habría en las
creencias de Nathaniel, le interesaba más su poder de observación.
—¿Piensas que así somos nosotros, siempre peleando y luego volviendo el uno
junto al otro? —preguntó.
Él le pasó la mano por la espalda.

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—Espero que sigamos peleando —dijo él. La mano en la espalda se volvía más
insinuante, ella se puso algo rígida y murmuró algo pegada a su pecho—. Estás
cansada y te duele el pie, me imagino.
—Un poco —admitió Elizabeth.
Estaba cansada, era cierto; pensó que no podría mover un solo músculo. Pero si
alentaba a Nathaniel tendría que olvidarse por un rato de nadar y de comer. Claro que
eso la ayudaría a olvidarse del pie, él podía hacer que ella olvidara todo cuando
estaba a su lado.
—Vamos, entonces —dijo él con la boca entre sus cabellos tirando del broche
para soltarlos—. Quiero que seas mi consorte, querida. Si te interesa practicar la
cópula.
Ella pudo notar que él sonreía, pero no se enfadó por sus burlas. En lugar de eso
dejó correr sus manos por el pecho de él y aspiró su olor. A veces sentía que la
cercanía de Nathaniel la mareaba. Con un dedo dibujó la línea de su mandíbula y
pensó en besarlo. Quería besarlo y pronto, pero por el momento se contentó con
pensar en hacerlo.
—Dime, Botas, dime lo que quieres —le dijo él al oído.
Ella se acurrucó y puso la cara en la curva de su cuello, abrió la boca cuando
sintió que la cogía por las caderas y la ponía sobre él, y deslizó una mano por debajo
de su vientre.
Pero Nathaniel le cogió la mano y la apartó, levantó de repente la cabeza mirando
a un lado y enseguida su expresión se volvió distante y preocupada. Elizabeth sintió
que se le helaba la sangre viendo que la atención de Nathaniel estaba completamente
puesta en el bosque. Había oído algo. Ella trató de respirar normalmente y cerró los
ojos para poder captar lo que él había oído. Había algo, algo más que los ruidos del
lago. Tal vez fuera el viento golpeando las rocas, pero las copas de los árboles apenas
se movían en el cielo. El ruido aparecía y desaparecía, y volvía a aparecer. Un canto.
Muy débil, pero claramente un canto.
Nathaniel se había levantado y buscaba el arma.
—Quédate aquí —le dijo con suavidad.
—No —replicó ella y se levantó, pero enseguida se tambaleó.
Él la ayudó a acomodarse amablemente.
—Quédate escondida ahí debajo y trata de hacerte lo más pequeña posible.
¿Tienes el mosquete? Bien. Voy a echar un vistazo.
Un instante después hacía lo que él le había indicado, sentada con la barbilla
apoyada en las rodillas y el mosquete en el regazo. Vio que Nathaniel iba en
dirección al lago. Se paró a escuchar y luego siguió andando hasta desaparecer en el
bosque tras mirarla brevemente. Elizabeth se levantó entonces, pero no podía
mantenerse en pie. Escuchando con todo su poder de concentración, no pudo oír nada

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excepto los ruidos habituales del lago y los pájaros. El canto, si es que era un canto,
había cesado.
En todos aquellos días casi no se separaban, y cuando lo hacían resultaba algo
extraño. Era verdad que ella cada vez estaba más acostumbrada a vivir en el bosque,
pero sabía bien que todavía era muy vulnerable. Mientras Nathaniel cazaba, se
ocupaba de la ropa o de cocinar, de cualquier cosa que mantuviera su mente alejada
de aquello a lo que más temía, ¿qué pasaría si él no volvía? No le preocupaba
perderse, aunque sabía que corría un verdadero peligro, un peligro demasiado real
para pensar en él mucho tiempo. Pero lo que más la preocupaba era volver a Paradise
sin Nathaniel. Encarar a Hannah, a Ojo de Halcón. Y afrontar la vida sin él. Cuanto
más tiempo tardaba, más angustiada se sentía.
Se oyó un silbido, dio media vuelta y vio que en la costa, a lo lejos, Nathaniel
salía del bosque. Se acercó a ella corriendo, todavía nervioso, pero algo menos tenso.
—Un hombre herido —dijo.
—¿Quién?
—No le conozco. Se refugió aquí cerca, pero no está bien.
Nathaniel comenzó a recoger las cosas.
—¿Está muy mal? —preguntó ella buscando su hatillo.
—Sí —respondió Nathaniel—. Se está muriendo.

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Capítulo 33

Nathaniel la dejó recogiendo agua. A pesar del pie herido, de que el arroyo estuviera
a cierta distancia, del estado lamentable del cubo que tenían y de la gran cantidad de
agua que necesitarían, le encomendó aquella tarea y esperó a que comenzara a
realizarla antes de ir al refugio. No sabían si el hombre era peligroso o no, y no quería
correr el riesgo de tener a Elizabeth cerca. No todavía.
El canto se había terminado justo antes de que él llegara al campamento donde
había encontrado al extraño con una fiebre muy alta y sumido en un sueño
intranquilo. Al verlo no tardó mucho en darse cuenta de que el hombre estaba
huyendo. Tenía la piel oscura, del color de las ciruelas salvajes en el mes de agosto, el
pelo y la barba eran como las del ganado moteado, las manos tenían callos por haber
usado habitualmente herramientas. En la parte superior de su pecho musculoso había
una marca que Nathaniel pudo ver a través de la abertura de la camisa. Un esclavo
fugitivo, no muy joven pero sí muy fuerte. Y se estaba muriendo. Los ojos hundidos
se le quedaban en blanco. Además, tenía el brazo izquierdo hinchado hasta alcanzar
el doble de su tamaño normal, le estiraba la tela de la camisa que ya estaba a punto de
rasgarse. El olor de la putrefacción envolvía su cuerpo como un sudario.
Antes de ir a buscar a Elizabeth, Nathaniel pasó un rato mirando en los
alrededores. Las cosas no andaban bien por allí y eso le preocupaba. Era un refugio
muy bien construido con los materiales disponibles por un hombre que sabía hacer su
trabajo, que tenía más inteligencia e imaginación que herramientas. Dentro del
refugio había un catre y una piedra plana que servía de mesa. Sobre una vieja manta
Nathaniel vio un antiguo mosquete, pero no había rastros de balas ni de pólvora,
aunque sí algunas trampas para castores y restos de comida. En un recipiente
rústicamente tallado cubierto por una roca plana había un poco de carne seca y
legumbres, pero ninguna otra provisión. Fuera había una pala, una pala corta, un
martillo, un cuchillo, piedra de afilar, una olla para cocinar, todo desparramado por el
suelo y mostrando ya la presencia del óxido. Aquél había sido el primer signo de que
algo andaba muy mal. Nathaniel sabía instintivamente que un hombre que podía
concebir y construir un refugio así nunca trataría sus herramientas de ese modo; eran
lo que le permitía seguir vivo.
Nathaniel subió e hizo un hueco en el techo; después encendió un fuego
quemando primero las hierbas podridas y luego el mismo material del techo, en su
mayoría cortezas de árbol atadas con cuerda trenzada de raíces, para alejar el mal
olor. Mientras trabajaba, el hombre no despertó y Nathaniel se preguntaba si volvería
a hacerlo o si se iría al otro mundo sin ni siquiera decirle cómo se llamaba.
Cuando Elizabeth volvía por tercera vez con el cubo lleno, hizo que fuera de

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nuevo al lago y le llevara todas las hojas de ácoros que pudiera reunir. Fue sin
quejarse, tratando de disimular que cojeaba.
Mientras tanto, el hombre seguía durmiendo, sacudiéndose y temblando. De
pronto dio un grito de dolor, luego enmudeció y cayó de nuevo en un profundo sueño.
En sus delirios peleaba en una batalla que no era la que lo mataría. Nathaniel no
podía adivinar cuáles eran sus temores, ni qué había hecho para protegerse.
Había montones de rocas listas para ser lanzadas; hierbas secas formando
manojos, unos treinta pudo contar Nathaniel. También había una barrera construida
con tres largas ramas unidas en un extremo por una piedra afilada, como si fuera a
pelear con algo de lo que querría mantenerse alejado. Y luego estaban las trampas.
Fue lo primero que le señaló a Elizabeth cuando la llevó allí, una por una. Estaban
cubiertas con cortezas y Nathaniel se había dado cuenta de su existencia, situadas de
forma irregular alrededor del campamento. Las había buscado y luego quitado las
cubiertas. Eran todas de la misma profundidad, pero no tanto para que no se pudiera
salir de ellas, salvo que alguien cayera dentro y no tuviera posibilidad de subir, todas
estaban atravesadas por ramas delgadas y letalmente afiladas.
Cuando las hojas de ácoros estaban ardiendo en el refugio, Nathaniel le pidió a
Elizabeth que encendiera fuego para cocinar y buscara comida. Era la hora del
crepúsculo y ambos tenían mucha hambre. Ella hizo lo que le pidió, pero él se dio
cuenta por la expresión de su cara de que quería tener alguna información. Se reunió
con ella junto al brasero y se agachó a su lado mientras trabajaba. Entonces le dijo lo
que sabía y lo que sucedería.
—¿Un médico? —preguntó Elizabeth cuando él terminó el relato.
—Es demasiado tarde para cortarle el brazo. Incluso aunque tuviéramos tiempo
para buscar ayuda.
—Ya veo.
Ella estaba cortando carne en tiras que dejaba en un recipiente. Su cara adquiría
un aspecto particular cuando pensaba en la manera de resolver un problema.
Nathaniel la vio pensando y casi podía adivinar sus ideas al mirarla a los ojos. Mira
Bien era el nombre que Huye de los Osos le había puesto, y había acertado.
—Podríamos darle un poco de caldo. ¿Podrá tomarlo? —preguntó
tranquilamente.
—Espero que sí —dijo Nathaniel—. Probablemente no haya comido desde ayer.
—¿Cuánto crees que durará?
Él se encogió de hombros.
—Es difícil saberlo. Es un hombre fuerte y lucha por vivir. Pero lleva
inconsciente mucho tiempo y la fiebre arrasa a las personas. Supongo que debe hacer
más de un día que tiene una fiebre tan alta.
Ella lo miró, sabía que él estaba pensando en Todd. Estaba preocupado por eso

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también, pero no podía dejar solo a aquel hombre.
—¿Crees que Richard estará cerca?
—No lo sé. —Se aclaró la voz y trató de responder—. Hemos ido dando rodeos,
pero él conoce el terreno y puede seguirnos el rastro. Supongo que estará a dos días
de aquí. Tal vez menos.
Ella trató de digerir eso sin hablar, movía las manos automáticamente haciendo su
tarea.
—No quiero que muera nadie —dijo ella—. Si esto va a dar ese resultado, creo
que tendremos que ir con él.
Nathaniel la miraba trabajar pero tenía la atención puesta en los bosques que los
rodeaban. Sabía lo que ella quería; no sabía si podría dárselo y no le hizo ninguna
promesa.
Por detrás de ellos percibieron un movimiento y un gruñido procedentes del
refugio. Esperaron tensos y se levantaron cuando volvieron a oír el cántico. La voz
temblaba al principio, pero luego se afianzó, como si fuera la de un tenor.
—Eso es latín —dijo Elizabeth.
—Sí —dijo Nathaniel—. Es el Agnus Dei. —Ante la expresión de perplejidad de
Elizabeth, añadió—: De la misa.
—¿Cómo es que reconoces los cantos de la misa católica? —preguntó con la
frente arrugada a causa de la confusión.
—Muchos kahnyen’kehaka son católicos —dijo Nathaniel—. Por no mencionar a
los escoceses.
—Pero tú no —dijo Elizabeth en un tono de voz que él jamás le había oído,
cauteloso y desanimado.
—Ah, sí, he sido católico. Hace mucho tiempo —dijo con suavidad. No hubo
tiempo para seguir explicando porque de pronto cesó el canto en el refugio—. Mejor
será que nos presentemos nosotros mismo —dijo Nathaniel sacudiéndose las polainas
—. Es lo mejor que podemos hacer.

* * *

Elizabeth pensó que el hombre estaría asustado y que no querría hablar. Nathaniel
le había dicho que era un esclavo fugitivo y ella suponía que una persona así estaría
alerta ante la presencia de extraños. En cambio sonrió y se mostró deseoso de hablar,
incluso con ánimo. Su lenguaje tenía un acento que recordaba mucho al de Axel, lo
cual volvió a sorprender a Elizabeth. Pero ella se contuvo y no hizo preguntas.
Lo primero que hizo el hombre, después de beberse dos cuencos de agua y de
presentarse como Joe, fue disculparse por no tener una silla que ofrecer a Elizabeth.
—Iba a hacer una —explicó— pero el brazo me ha impedido trabajar.

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Elizabeth miró con inquietud a Nathaniel, pero él había tomado aquellas palabras
tan tremendas sin asustarse. Ella no podía soportar ni siquiera mirar el brazo durante
mucho tiempo. Colgaba duro y tan hinchado que hasta le pareció que latía.
—¿Qué sucedió? —preguntó Nathaniel—. ¿Se hizo daño en el brazo con una
trampa? —Él asintió.
—Hace unos días. Pero espero estar bien para mañana.
Sus ojos se volvieron hacia Elizabeth, lo blanco parecía de color gris. Ella trató de
simular lo que esperaba que fuera una sonrisa que le diera ánimos.
—Estoy preparando caldo —le dijo—. Seguramente tendrá mucha hambre.
Espero que no le importe que hayamos usado un poco de su carne seca.
—Gracias. —Había algo gracioso en su expresión que contrastaba con los
movimientos nerviosos de los dedos sobre la manta—. Pero ya es casi de noche —
añadió—. Antes tienen que quedarse aquí dentro.
—¿Antes de qué? —preguntó Nathaniel. La cabeza de Joe se balanceó en ademán
de sorpresa.
—Antes de que venga el Windigo.
—¿Windigo? —repitió Elizabeth haciendo eco.
—Los hombres de piedra —explicó Nathaniel. Ella vio en sus ojos una expresión
que no le gustó en absoluto.

* * *

Nathaniel paseaba de un lado a otro mientras ella vertía el caldo en un cuenco.


—Parece un hombre muy razonable —dijo en voz baja—. ¿De verdad no sabe
que se está muriendo?
Nathaniel le pasó la mano por el pelo.
—Es difícil saberlo.
Joe estaba cantando otra vez, su voz era en aquel momento más ronca.
—¿Tiene delirios a causa de la fiebre? —preguntó—. ¿Por eso teme… cómo ha
dicho?
—El Windigo. No, no es a causa de la fiebre. Ya les temía antes de hacerse daño.
Debió de tardar mucho en hacer todas esas trampas.
A Elizabeth se le ocurrió una idea y se quitó un pelo suelto de la mejilla mientras
observaba a Nathaniel.
—Tú le crees.
La irritación de Nathaniel se hizo notar enseguida al mover un músculo de la
mandíbula.
—Nunca he visto un Windigo —dijo él—. Pero sí, le creo.
—Bueno, a él le persiguen —replicó ella—. Dado lo que podría pasarle si fuera

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capturado, supongo que no es nada raro que su terror sea tan desproporcionado.
Le alcanzó un cuenco a Nathaniel.
Él lo cogió con lentitud.
—No todas las cosas pueden explicarse racionalmente —le respondió—.
¿Recuerdas que me lo dijiste en otra ocasión?
Ella se sonrojó.
—Sí, me acuerdo. Pero eso era otra cosa, algo que yo misma había
experimentado. Y él…, su mente vaga porque tiene veneno en la sangre. ¿Cómo voy
a dar crédito a la idea de que existen unos gigantes cubiertos de pelos y de carne
humana?
Miró hacia el refugio.
—Los Hode’noshaunee y otros pueblos del este, la gente de mi abuelo, todos
conocen a los Windigo que viven en el bosque.
—¿Tu padre ha visto alguno, o tu abuelo? —preguntó Elizabeth y luego molesta
desvió la mirada. Nathaniel estaba decepcionado, se le notaba en la cara, y esto la
hacía sentir muy desgraciada—. No tiene sentido. Él cree y está aterrorizado. Tal vez
podamos hacer que su mente se tranquilice el poco tiempo que le queda. Trataré de
seguir siendo crédula —dijo con buena voluntad—. Pero debo admitir que no me
resulta nada fácil, Nathaniel.
—Ah, sí, bueno —gruñó alzando el cuenco y sorbiendo—. Esperemos que las
pruebas que necesitas para convencerte no decidan venir a estrecharte la mano.

* * *

—Yo nací en la granja de los mohawk —le dijo más tarde Joe a Elizabeth tras
haber tomado tanto caldo como pudo y en respuesta a las amables preguntas que ella
le había hecho—. En Germán Flats, tal vez pasen por allí. No sabía nada de inglés
hasta que el viejo sir Johnson me llevó a trabajar en su molino, cuando tenía más o
menos veinte años. De eso hace más de cuarenta, pero el alemán no se ha ido aún de
mi mente.
—¿Pasó mucho tiempo con Johnson? —preguntó Nathaniel.
Joe lo miró.
—Treinta años, más o menos. Cuando él murió, Molly me vendió a una viuda de
Pumpkin Hollow.
Había estado hablando sin dificultad, mirando alternativamente a Elizabeth y a
Nathaniel, pero de pronto desvió la mirada de ambos y miró hacia fuera.
—¿Podrían darme un poco más de agua? —preguntó. Algún vago recuerdo
rondaba la mente de Elizabeth, pero no era capaz de saber qué. Sostuvo el cuenco de
agua para Joe mientras él alzaba un poco la cabeza y decía—: Es dulce el agua de

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aquí arriba. Esta tierra es buena —añadió.
Tenía los labios partidos y descoloridos a causa de la fiebre y, no obstante, sonreía
débilmente.
—El anochecer es muy hermoso —dijo Elizabeth—. Puedo verlo por encima de
los árboles, todo se pone de color morado o canela. —La tormenta había pasado. El
día siguiente sería hermoso y claro. Ella pensó en decírselo a Joe, pero luego dudó
pensando dónde estaría él al día siguiente.
Cuando volvió a mirar a Joe, la cabeza de éste había caído en el catre.
—La noche está llegando —dijo en voz baja—. Es hora de quedarse dentro. Ellos
llegan con la oscuridad. —Ella esperó y él interpretó su silencio como un estímulo y
movió la cabeza en dirección a ella—. Vi al primero junto a ese pino grande, cuando
me instalé aquí, hace algunas semanas. Si queda todavía nieve en el suelo podrá ver
las huellas. Traté de asustarlo con una antorcha. Tenía los ojos rojos como fresas —
dijo agarrando la tela de la manta con los dedos.
—¿Y qué cree que quería? —preguntó Elizabeth.
Sabía muy bien que Nathaniel estaba detrás de ella, observándola, mientras
alimentaba el fuego.
Joe había comenzado a parpadear nerviosamente.
—Usted cree que soy un viejo loco.
—No —protestó débilmente Elizabeth.
Joe rió sin fuerzas.
—Bueno, soy viejo. Pero lo que vi, lo vi.
Nathaniel había llevado al refugio un tronco serrado del montón que tenía Joe y lo
puso en la cabecera del catre en posición vertical para que hiciera la funciones de un
banco. Elizabeth se sentó allí y se inclinó sobre Joe.
—Cuénteme, si quiere. De verdad que me interesa.
—¿En serio? Usted me recuerda al padre Mansard cuando se maravillaba de todo
el alboroto que yo hacía. Y queriendo confesarme para que arreglara mis cuentas con
Dios.
—Nunca me habían comparado con un sacerdote —dijo riéndose—. Pero le
aseguro que mi interés es verdadero.
—Puede ser que esté interesada —dijo Joe con voz que sonaba casi paternal.
Esto hizo que de pronto Elizabeth pensara en la familia de Joe, si tendría familia,
si estaba lejos, si estarían preocupados por él. Pero la mirada de Joe se volvió hacia la
creciente oscuridad del cielo tal como se veía en la entrada, y se sintió asustado.
—Ellos juegan con uno —dijo suavemente—. Les gusta dar miedo. Se acercan y
tiran cosas, luego escapan. Como si fueran niños traviesos que arrojan manzanas
podridas a un hombre que está sudando en el campo porque saben que no puede
perseguirlos. —Hizo una pausa, sus pensamientos estaban muy lejos de allí. El

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silencio siguió hasta que Elizabeth supuso que se había quedado dormido. Cuando
volvió a hablar, se sorprendió de la nueva fuerza que había adquirido su voz—. A
veces, por la noche, los oigo rondar por aquí. Pero no les gusta el fuego.
—¿Y cómo puede alguien sobrevivir en el bosque en el invierno sin fuego? —
preguntó Elizabeth.
A pesar de que la oscuridad crecía, aún podía ver la sorpresa de su rostro.
—El oso puede —dijo—. El gato montes también y todos los demás animales que
tienen una buena piel.
—Entonces ¿esas criaturas no son humanas?
De nuevo una sonrisa borrosa se dibujo en su cara.
—Ya veo, señora Elizabeth. Usted se parece cada vez más al padre Mansard, ese
jesuíta. Usted quiere hablar de lógica, y yo estoy hablando del Windigo. Mi piel no es
del mismo color que la suya, y eso usted lo puede ver y lo cree. Pero si yo le dijera
que hay otra clase de hombres con una pelambre que les permite vivir en el bosque en
invierno, entonces usted se sentaría muy tiesa y frunciría el rostro.
—¿Usted piensa que duermen durante el invierno? —preguntó Nathaniel.
—No he dicho tal cosa. Y no lo sé. Todo lo que puedo decir es que en la noche
los he visto por aquí, casi siempre un macho grande, pero una vez vi a dos. Me
tiraron cosas y aullaron. Y yo los espanté con el fuego.
—Tal vez no querían hacerle daño —dijo Elizabeth.
La cara de Joe se contorsionó.
—Me pregunto si esa misma idea se le pasa por la cabeza al conejo cuando la
sombra de la lechuza cae sobre él. —Una ola de profunda somnolencia cubrió su
rostro, pero se sobrepuso y siguió con los ojos bien abiertos—. Les gusta jugar con la
gente, asustarla. Pero no se engañe, no son amistosos. ¿Lo recordará bien?
Elizabeth quiso asegurarle que sí, que lo recordaría, pero el hombre se había
quedado dormido. Cuando Nathaniel habló a sus espaldas, ella dio un salto, asustada.
—Me quedaré aquí.
Ella no protestó.

* * *

A la luz del fuego dormitaron, se despertaron, volvieron a dormitar. Joe hablaba


en sueños, murmullos que no podían entenderse. Una vez Elizabeth se levantó para
salir del refugio y aliviarse y cuando volvió Nathaniel estaba sentado con los brazos
alrededor de las rodillas, mirando las llamas. Ella se detuvo a mirarlo un momento; su
perfil duro se dibujaba sobre la luz del fuego, después fue hacia él y quiso acariciarlo.
Él le cogió la muñeca y la acercó a su lado.
—Cuando era una niña —dijo Elizabeth— mi prima Amanda solía venir a mi

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cama por la noche, porque le temía al Hombre Verde. ¿Tu madre te habló de él? —
Nathaniel negó con la cabeza y ella suspiró—. Creo que hace muchos años que dejé
esa historia fuera de mis pensamientos.
—Cuéntame.
Elizabeth trató de recordar durante un momento.
—Oakmere está al borde de un gran bosque. No se parece en nada a estos
bosques… —dijo con énfasis—. Pero para Inglaterra es muy grande, y además muy
viejo. Creo que fue una de las sirvientas del piso de arriba, una joven llamada Maisie,
la que le contó la historia, aunque Amanda dice que no. Ella dice que no sabe nada de
esto, sólo dice que a veces se despierta y que ve un hombre mirando por la ventana.
Un hombre salido de un árbol, con la cara cubierta de musgo y el pelo en forma de
hojas de encina y los dedos son como ramas y los usa para rascar en la ventana. —
Nathaniel se acercó más y ella le cogió la mano entre las suyas—. Amanda siempre
fue una niña muy fantasiosa y muy dramática. Pero cuando venía a mi cama por la
noche para que la reconfortara, no me quedaban dudas de que su miedo era real.
Joe emitió un quejido y ambos fueron a su lado. Cuando se calmó, Elizabeth
continuó la historia.
—Yo tenía cinco años más, y siempre fui la prima confidente para todas ellas,
pero especialmente para Amanda —continuó—. Y supongo que desempeñaba muy
bien mi papel. Por fin tenía una cualidad que me daba cierta importancia en la
familia. Recuerdo de qué extraño modo me miró mi tío Merriweather la noche en que
Amanda despertó con sus gritos a toda la casa y no obtuvo consuelo ni con su madre
ni con nadie que no fuera yo. Él me miró como si nunca me hubiera visto y supongo
que en realidad era así. Nunca fue cruel conmigo, sólo que… —hizo una pausa.
—Que tú eras invisible para él —completó Nathaniel.
Ella asintió algo molesta.
—Y así dejaron que yo me encargase de convencer a Amanda de que el Hombre
Verde no era más que un cuento que se contaba junto al fuego en las noches de
invierno para entretenerse. Pero no importaba lo que le dijera, ella siempre terminaba
a mi lado temblando en medio de la noche, sobre todo las noches de tormenta.
—¿Y qué pasó? —preguntó Nathaniel.
—Se casó a los dieciocho años y se fue a otra casa —dijo Elizabeth—. Algunas
semanas después de la boda la visité y le pregunté en privado si dormía bien. Pensé
que ya se habría olvidado del Hombre Verde.
—Pero no se había olvidado.
Elizabeth hizo una pausa.
—No, recuerdo muy claramente la expresión de sus ojos, de resignación y un
poco de tristeza. «Ha vuelto, Lizzie», me dijo. «Vino con los caballos y la plata.
Supongo que me pertenece y que tendré que aprender a vivir con él».

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—¿Qué tratas de decirme?
—No estoy muy segura, supongo que quiero decir que cada uno de nosotros tiene
sus demonios personales y que para algunos… son más tangibles que para otros. Y
los llevamos encima, dondequiera que vayamos, aunque nos habría gustado más
deshacernos de ellos.
—¿Y qué demonio llevas contigo? —preguntó Nathaniel muy despacio.
—Me siento tentada a decir que no tengo ninguno —dijo apoyándose en él y
mirando el fuego—. Pero me temo que me conoces lo suficiente para no aceptar esa
explicación.
Nathaniel se llevó los dedos de ella a la boca y los besó. Sus ojos quedaron fijos
en su rostro como en una caricia igual a la de sus manos.
—Escúchame ahora, quiero que me oigas. —Entonces, fuera del refugio, se oyó
un aullido largo y agudo, pero Nathaniel sostuvo la mirada de Elizabeth. Y le dijo—:
Nunca volverás a ser invisible. No para mí, nunca para mí.

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Capítulo 34

Un hombre fuerte que gritaba en sueños era algo difícil de soportar sin perder la
calma; sin embargo, Elizabeth se sentó con Joe y observó que el dolor le acercaba
cada vez más a la inconsciencia, y no parecía percatarse de su presencia. Elizabeth,
en cierto modo, se sentía feliz; no quería que supiera que Nathaniel había salido a
buscar leña, pensaba que eso le produciría angustia. Dio un ligero suspiro de alivio
cuando Nathaniel volvió junto al fuego con los brazos cargados de troncos que Joe
había cortado y amontonado. Nathaniel salió de nuevo porque quedaba poca agua,
esta vez con una antorcha y el rifle colgado del hombro.
—Usted no está cómodo —le dijo a Joe—. Dígame qué puedo hacer por usted.
Él movía la cabeza de un lado a otro del catre y tenía los ojos cerrados. Elizabeth
había mojado un paño de muselina de su hatillo y se lo pasaba por la cara, notando lo
seca que tenía la piel. Ya no sudaba, tampoco tenía fiebre. Ella sabía que esto no
podía ser una mala señal.
—Joe —le dijo con dulzura—. ¿Tiene algún mensaje que enviarle a su gente?
Él abrió los ojos.
—Es un mal chiste —tenía la lengua endurecida y apenas se le entendían las
palabras—. Venir de tan lejos y morir por un rasguño.
—Quisiera poder hacer algo para ayudarle —dijo ella—. Pero la verdad es que no
sé ninguna oración de la Iglesia católica.
De pronto él se reanimó y en su rostro apareció algo similar a una sonrisa; ella se
dio cuenta de que se burlaba.
—Yo no soy católico.
—Pero…
—Ella me hizo bautizar; y me hizo aprender las oraciones, y todas las mañanas se
decía la misa antes de que empezara la jornada de trabajo, pero yo no soy católico.
No en mi interior.
—Sí —dijo Elizabeth suavemente—. Tiene razón. ¿Hay alguna otra oración que
quiera decir, tal vez la Biblia…?
—No necesito oraciones. Necesito un brazo nuevo. —Pensó que de nuevo se
había desvanecido, pero entonces continuó—: ¿Usted conoce Johnstown?
—Muy poco.
—Nunca pensé que llegaría a echarlo de menos, pero es lo que me pasa. —Tras
otra larga pausa, prosiguió—: ¿Conoce el nuevo edificio del juzgado? ¿Justo delante
de la herrería de un hombre llamado Weiss? Hans Weiss.
La voz se desvanecía.
—¿Quiere que le dé un mensaje al señor Weiss? —Elizabeth trató de animarlo.

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Joe negó con la cabeza. Movió una mano por encima de la manta y por primera
vez tocó a Elizabeth, sus dedos comenzaron a jugar con los de ella.
—Hay un esclavo allí. Lo llaman Sam, pero su nombre es Joshua. Un hombre
fuerte, corpulento. De unos treinta años. Apreciaría mucho que usted pudiera decirle
que llegué hasta aquí. ¿Puede hacerlo?
—Sí —dijo asintiendo con la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra.
—Dígale lo dulce que es el agua de este lugar, dígaselo. Y déle esto. —Sacó de
debajo de la manta un objeto no muy pequeño para esconderlo entre el dedo pulgar y
el índice. Lo apretó contra la palma de la mano de Elizabeth y luego se la cerró—. Él
entenderá cuando se lo dé.
Era un simple disco de madera oscura y lustrosa, Elizabeth nunca había visto
nada parecido. En los bordes había un dibujo geométrico grabado que estaba algo
gastado por los roces. Tenía un agujero en el centro y en él había sido ensamblada
una piedra perfectamente redonda y casi plana. Un agujero más pequeño cerca del
borde estaba vacío. A la luz tenue del fuego, Elizabeth no pudo distinguir ninguna
otra cosa en particular: mientras lo intentaba, Joe se quedó dormido otra vez.
Llegó el día y el frío de la noche se disipó rápidamente, lo mismo que la niebla
que cubría el lago. Elizabeth observó cómo iba desapareciendo, flotando
graciosamente por encima del agua mientras pescaba arrodillada en el saliente de una
roca en la que, en principio, habían pensado acampar. Los bosques estaban
inusualmente tranquilos aquel día, aunque pensó que tal vez sólo fuera su
imaginación.
Nathaniel prefería pescar al modo de los mohawk, con una lanza, pero ella tuvo
más suerte con el anzuelo y la seda que Robbie le había enseñado a usar y que había
guardado cuidadosamente con sus cosas. Nathaniel apreció con placer, y quizás algo
sorprendido, que tenía un talento especial para aquel tipo de pesca. Con restos de
comida como carnada, Elizabeth no tardó mucho en pescar dos grandes truchas que
forcejeaban furiosamente mientras el sol producía destellos irisados en sus escamas.
Con expresión atenta y los labios muy apretados, consiguió tirarlas sobre la roca,
como Robbie le había enseñado. Con el cuchillo las limpió en el lago, los dedos
helados se movían rápido. Las aguas claras se enturbiaban con la sangre, y se
oscurecieron más cuando un montón de pequeños peces acudieron contentos en busca
de alimento. Elizabeth se detuvo pensando que podría nadar un rato, el olor
nauseabundo de Joe la había seguido hasta el lago, y aunque el agua estuviera fría, le
resultaría agradable bañarse. Pero no estaba tranquila pensando en lo que pasaría en
el campamento. Mientras volvía recogió algunas ramas para improvisar una parrilla.
Su estómago, expectante, comenzaba a hacer ruido.
Joe se había dormido, esta vez más profundamente. Sólo se había despertado un
momento para tomar un sorbo de agua, le explicó Nathaniel. Y había preguntado por

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ella. Parecía que se estaba muriendo, alejándose cada vez más de ellos.
Mientras vigilaban que no se quemaran las truchas, Elizabeth hirvió un poco de
carne seca, con la esperanza de que Joe se despertara y pudiera comer.
—Necesitamos carne —dijo Nathaniel—. Si puedes arreglártelas sola saldré a ver
si consigo algo.
Elizabeth estaba en silencio. En otra ocasión le habría dicho que fuera sin ninguna
queja; sabía que no se alejaría demasiado y que volvería unas horas más tarde con un
conejo u otro animal, algo que pudieran cocinar rápidamente. Mientras tanto, ella
podría bañarse, lavar sus cosas, o ir a buscar cebollas silvestres y otras verduras para
acompañar la carne. Pero esta vez era diferente. Joe podía morir mientras Nathaniel
cazaba. Se dio cuenta de que él la observaba y no le sorprendió que pudiera leer sus
pensamientos.
—A mí tampoco me gusta irme, Botas, pero tenemos que comer. Y tendremos que
caminar muy rápido una vez nos vayamos de aquí. Cuando se muera, no hará ruido ni
se moverá, será como si durmiera, sólo que no despertará.
—Él no debería estar solo —dijo más para sí que para Nathaniel y él asintió con
la cabeza.
Cuando terminaba la mañana, Joe se despertó. Veía cómo retorcía las manos y la
cara. Mientras estaba sentada junto a él, remendando sus polainas, él permanecía
despierto, todo su cuerpo temblaba y tendía a tocarse el brazo enfermo y gritaba
haciendo ruidos espantosos.
—Shh. —Elizabeth se levantaba y se sentaba, volvía a levantarse y se ponía una
mano en la boca preguntándose qué hacer. Y entonces recordó algo que había
aprendido hacía mucho tiempo en la escuela, algo que estaba en los libros de
Oakmere. Se acercó a Joe, se inclinó hacia él tratando de no percibir el olor y recitó
—: Schlaf, Kindlein, schlaf. Duerme, niño, duerme.
Cuando levantó la mirada, parecía más tranquilo; parecía mirar más allá de donde
estaba ella.
—Nadie puede confundirme con un niño, Elizabeth —dijo con claridad. Ella se
sentó con energía mientras se limpiaba su propia frente con la mano temblorosa—.
Usted cree que no estoy en mis cabales.
—Pensé que estaba desorientado.
Él gruñó.
—Es lo mismo. ¿Me da agua?
—Por supuesto —dijo ella sonrojándose.
En cuanto bebió, ella se quedó sentada con el cuenco entre las manos sin saber
qué decir.
—¿Tiene la joya que le di?
Le enseñó lo que llevaba colgado del cuello. Lo había puesto allí en la cadena de

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plata con la perla que Nathaniel le había dado, temerosa de perderlo si lo dejaba en
otra parte.
—¿Qué es? —preguntó con curiosidad.
A la luz, la piedra del centro resultó ser un ópalo, blanco como la leche, excepto
cuando le daba la luz del sol y adquiría los tonos del nácar.
—Está hecho de la madera del árbol de la fiebre —explicó Joe tratando de
tocarlo. Ella se lo puso en la mano—. Vino de África con mi madre. —La miró y
luego negó con la cabeza—. Lo llevó escondido bajo la lengua durante todo el viaje,
pensando que podría necesitar una buena medicina cuando llegara a este lado del
mundo y rondaran los demonios. El problema fue que su medicina no le sirvió contra
ellos. —De repente empezó a toser, una tos seca y áspera que surgía de su estómago y
lo hacía convulsionarse de dolor. Cuando pasó, cayó rendido en el catre—. Son los
pulmones. No creo que falte mucho.
—Tengo un poco de caldo —dijo Elizabeth, aunque lo que más quería era
reconfortarlo de otra manera—. ¿Quiere?
La miró mientras parpadeaba.
—Gracias —dijo medio dormido.

* * *

Nathaniel volvió a media tarde con tres conejos, dos urogallos y un pavo salvaje
que comenzó a limpiar inmediatamente, con la esperanza de que tuviera tiempo para
ahumar la carne y llevársela en el viaje. Se movía con agilidad y trabajaba con
esmero. Cuando Elizabeth se detuvo a hablarle respondió con la amabilidad de
siempre, pero estaba preocupado. Ella lo notó por el modo en que le temblaban los
músculos de la mandíbula cuando interrumpió la tarea un instante, pensando que no
le estaba mirando. Elizabeth se puso a trabajar con él y hablaron de cosas triviales,
dando las gracias por la tranquilidad que les deparaba que Joe durmiera. Hacía calor,
Elizabeth comenzó a sudar porque estaba al sol, pero poco le importaba. Le parecía
que hacía mucho tiempo que no sentía el calor y así se lo dijo a Nathaniel.
—Es la primavera más cálida que recuerdo desde que era niño —dijo él—.
Tenemos suerte, aunque al verte parece que no sea así.
—No me estaba quejando —dijo Elizabeth tranquilamente.
Nathaniel suspiró.
—No te estás quejando ni yo tampoco —dijo—. Estás muy irascible, Botas.
Estaba limpiando un urogallo y miraba buscando un lugar para tirar las entrañas.
—Qué lástima que no haya un perro —dijo—. Pero supongo que algún zorro
vendrá a buscar esta carne antes de que nos demos media vuelta.
—Hay un perro —dijo Elizabeth—. El perro de Joe, quiero decir. Estaba ahí fuera

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cuando encendí el fuego esta mañana.
Nathaniel se volvió hacia ella con una expresión de completa perplejidad.
—No lo he visto.
Ella insistió.
—Un perro grande de pelaje rojo. De aspecto feroz. Al verme se levantó y se fue
corriendo al bosque.
—¿Le preguntaste algo a Joe sobre el perro? ¿O te dijo él que tenía un perro?
—No se me ocurrió. ¿Es importante?
Nathaniel se encogió de hombros, pero estaba inquieto.
—No lo sé —dijo—. Es raro que no estuviera aquí cuando llegamos. Tal vez
estaba lejos cazando para comer.
—Tal vez —dijo Elizabeth. Pensó que si el perro hubiera sido de Joe habría
vuelto al refugio por la noche. Le preguntó a Nathaniel si no era eso lo más normal y
él le dijo que sí.
—Eso mismo me estaba preguntando —concluyó.
Mientras encendían un fuego que producía mucho humo y ponían las tiras de
carne para que se cocieran lentamente en él, Elizabeth siguió pensando en el perro.
—Tal vez es un perro vagabundo —dijo—. O que se ha escapado de alguna parte.
—Podría ser.
—He visto un perro —afirmó con énfasis y él levantó una ceja.
—Vamos, no te enfades —contestó él—. Yo no he dicho que no fuera cierto.
—Pero lo estás pensando. Supones que lo he imaginado. O tal vez que he visto
algo… irreal.
—Para decirte la verdad, no estaba pensando en eso. Pero al parecer tú sí, Botas.
—No —dijo Elizabeth con firmeza—. No hay nada que decir. Esta mañana había
un perro en el campamento y ahora se ha ido. —Nathaniel la miró durante un rato,
hasta que Elizabeth le dijo—: Vamos, dime de una vez lo que piensas.
Él se encogió de hombros.
—Robbie recita una bendición.
Elizabeth trataba de ser razonable, pero no podía.
—No entiendo qué importancia tiene eso en el tema que estamos tratando —dijo
sabiendo que sus palabras sonaban muy duras.
—Entonces, escucha —dijo Nathaniel. Su voz cambió de registro, se volvió ligera
y adquirió un ritmo que no era el suyo:
Te deseo la protección del rey de reyes.
Te deseo la protección de Jesucristo.
Que tengas la protección del espíritu de la salud.
Que te guarde de las tentaciones del mal y de las peleas.
Que te proteja del malvado perro y del perro rojo.

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Elizabeth se levantó bruscamente, apartando de sí sus manos sucias de sangre.
—Era rojo pero no parecía malo, y era muy bonito, aunque olía a mofeta. No
pudo haber sido más real. Ahora, si ya te has divertido, me voy a ver a Joe.
Nathaniel se levantó para interceptarle el paso, la cogió de los hombros.
—Lo siento —dijo con media sonrisa—. No te gastaré más bromas.
Ella dudó.
—De cualquier forma tengo que ir a ver a Joe.
—¿Volverás pronto?
—Quizá —dijo Elizabeth.
Pasaron una tarde intranquila, preocupados como estaban por Joe y por
proporcionarle la atenciones necesarias, y ocupados en las tareas pendientes y en
tener listas las provisiones. Nathaniel tarareaba a coro mientras Joe cantaba las
oraciones de la misa, lo que puso más nerviosa a Elizabeth. Fue junto a Joe al caer la
tarde. Él se levantó un poco para beber un trago de agua, pero ya no parecía
reconocerla. Elizabeth se sentó a su lado y se quedó mirándole; luego se levantó,
salió y comenzó a pasearse de un lado a otro por el pequeño claro trazando anchas
curvas alrededor de las trampas de Joe. Nathaniel estaba en una de ellas sacando
estacas que arrojaba al fuego una por una.
Elizabeth se detuvo repentinamente y se volvió hacia su marido.
—Me gustaría ir a darme un baño.
Él inclinó la cabeza.
—¿Y tu pie?
—He pasado todo el día caminando sin tener ninguna molestia —dijo—. Y siento
que no huelo bien. Ven conmigo al lago.
Nathaniel negó con la cabeza.
—Quiero limpiar por lo menos dos más —dijo—. Si mañana tenemos que
irnos…
—¿Nos iremos mañana? —preguntó Elizabeth.
Él la miró a los ojos y luego asintió.
—Estoy casi seguro de que sí. Y no me gustaría dejar estas trampas así, no vaya a
ser que alguien se caiga dentro.
—Nathaniel, sé que no tenemos mucho tiempo, pero por favor, vayamos —dijo
tratando de ser convincente, pero sin lograrlo.
Sentía urgencia por alejarse del claro y, sin embargo, no le gustaba ese
sentimiento.
—Ve tú delante —dijo Nathaniel—. Enseguida iré.
Ella dio media vuelta para marcharse casi al mismo tiempo que él terminaba de
decirlo, pero inmediatamente se volvió hacia Nathaniel, disgustada consigo misma y
le dijo:

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—Tal vez no debamos dejarlo solo.
—Creo que durante una hora estará bien —dijo Nathaniel—. Iré a verlo antes de
bajar al lago.
Elizabeth partió rápidamente y en pocos minutos estaba junto a la orilla. Era una
tarde hermosa, soleada y clara, y no había señal de la mosca negra por ninguna parte,
sólo el murmullo de los mirlos y el sonido aflautado y armonioso de un tordo. Con
manos impacientes se desató los lazos y se quitó la ropa, molesta por su propio olor.
Una vez más lamentó, infructuosamente, haber gastado tan pronto el jabón que había
llevado consigo.
Había sido un día largo y cálido, pero el agua seguía estando fría. Arrodillada
junto al borde, se quitó el broche de plata del pelo notando que hacía falta pulirlo: una
tarea que tendría que esperar hasta que volvieran a Paradise, junto a otras como
arreglarse la ropa o cortarse el pelo. Cuidadosamente, envolvió el broche de plata en
el pañuelo y lo puso bajo una piedra.
Elizabeth dejó correr los dedos por su trenza a modo de peine, para deshacerla
hasta que todo su pelo quedó suelto y cayendo hasta las caderas. Entonces respiró
hondo y se sumergió en el agua. Avanzaba sin reparos, sintiendo que se le ponía la
piel de gallina brazada tras brazada. Bajo el agua abrió los ojos y se encontró casi
cara a cara con una tortuga que huyó inmediatamente formando un remolino.
Sintiéndose repentinamente eufórica y restablecida, salió a la superficie y comenzó a
nadar lentamente hacia la pequeña isla que había en medio del lago.
Se sintió cansada en el momento en que llegó a ella y se estiró en la orilla con los
brazos temblorosos. Todavía había algo de luz en el pequeño bosque de abedules,
delgados como muchachas jóvenes, susurrándose unos a otros azotados por la brisa.
Elizabeth se apoyó en uno de los troncos para sentarse, con la barbilla en las rodillas
y la cara al sol. El pelo flotaba a su alrededor como un velo, los mechones más cortos
de alrededor de su cara se estaban secando y volaban con la brisa, rizándose y
girando vagamente. Entre sus pechos, el disco de Joe y la perla de Nathaniel le hacían
sentir un poco de frío en la piel mojada.
En el lago había pocas señales de fauna, con la excepción de los pájaros que
habitualmente pescaban allí. Elizabeth había notado que no había castores y se
preguntaba cuál sería la razón. En la mayoría de los lagos de ese tamaño era normal
encontrarlos, pero en aquél no había. Se le ocurrió que probablemente Joe habría
elegido aquel lago por esa razón, porque así no sería de gran interés para los
tramperos. Al pensar en Joe se acordó también de Nathaniel, y miró en dirección al
bosque hacia el lugar por el que tenía que aparecer, pero no vio señal alguna de él.
Justo en dirección opuesta a ella se alzaba la roca plana donde habían estado
tendidos cuando oyeron por primera vez el canto de Joe, y Elizabeth notó, en el lugar
que ocupaba en aquel momento, que la roca se parecía mucho a un escenario. Justo

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en el momento en que ese pensamiento rondaba en su cabeza, el perro salió de las
sombras del bosque a la zona soleada.
Era muy grande, más grande todavía de lo que le había parecido por la mañana.
Con la luz su pelaje brillaba y era de un color rojo subido, tenía la lengua fuera, y
miraba hacia la isla, al lugar donde se encontraba ella. No estaba muy lejos, pudo
verle el borde rojizo de los ojos y el destello de los dientes. Elizabeth se irguió muy
rígida, preguntándose que haría si comenzaba a nadar hacia él y trataba de llevarlo
hasta el claro para demostrarle a Nathaniel que no se lo había imaginado. Tan
concentrada estaba en el animal que no notó la presencia de Nathaniel hasta que éste
ya se había quitado la ropa y estaba entrando en el agua.
Entonces se levantó, con los brazos por encima de la cabeza tratando de hacerle
señas para que viera al perro.

* * *

Sintió el frío en todo su cuerpo, pero la imagen de Elizabeth hizo que su sangre se
calentara. Ella estaba en la orilla gesticulando con los brazos alzados sin percatarse
en absoluto de la imagen que ofrecía. Sin saber qué efecto producía la camisa mojada
sobre su cuerpo. Su piel, increíblemente pálida y los círculos oscuros de sus pezones,
y el triángulo más oscuro aún de su entrepierna, todo eso se ponía de relieve mientras
ella hacía señas sin prestar atención al tumulto de sensaciones que despertaba. La tela
mojada mostraba la forma perfectamente redonda de sus pechos. Nathaniel se
concentró en sus movimientos en el agua, porque la imagen de ella era difícil de
soportar.
Se levantó y caminó hacia la orilla sabiendo que su excitación no pasaría
inadvertida. Sus pantalones la revelaban más que la escondían. Se dio cuenta al ver su
mirada perpleja, los ojos entrecerrados en espera de sus caricias, incluso antes de que
la tocara. Oyó que ella respiraba hondo, pero entonces desvió la mirada distraída, por
detrás de él hacia la costa lejana. Él frunció el entrecejo y la atrajo hacia sí con
firmeza. La boca de ella estaba tibia, se apretó contra él aunque el agua helada del
lago que caía de Nathaniel volviera a mojarla.
—El perro rojo —murmuró mientras se separaban un instante para respirar.
Él podría haber reído de no haber sentido aquella fogosidad en su interior, aquella
imperiosa necesidad de poseerla en aquel mismo momento, sin esperar más.
—Olvida al perro —dijo bajando la cabeza de nuevo y poniéndola a ella en la
orilla.
Antes de que se quitara la ropa interior le había roto dos lazos, pero ella no se
quejó; en cambio, buscó el nudo que tenía Nathaniel a la altura de las caderas. Pero
no había tiempo para eso. Él le quitó la mano y al mismo tiempo se quitó los

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pantalones.
—Ven, ven a mí —le dijo en un susurro, poniéndola debajo.
Elizabeth miró la cara de Nathaniel, sintió su aliento en la piel. Había algo
doloroso en su expresión, en las líneas profundas de su frente. La necesidad que
sentía era frenética; nunca lo había visto así, y eso la excitó intensamente. Gritó
entonces ante su fuerza y persistencia, ante su urgencia. Sintió un dolor agudo en el
vientre; se puso tensa, pero el dolor se fue antes de que pudiera abrir la boca. Pero
Nathaniel seguía allí, murmurándole palabras dulces al oído, con la lengua en su
cuello, apoyando el peso de su cuerpo en una mano y atrayéndola con la otra hacia él
una y otra vez, más y más fuerte. Cuando ella comenzó a estremecerse levantó la
cabeza y la miró con una expresión de fiera satisfacción en el rostro.
—Ten misericordia de mí —fue todo lo que pudo decir.
Negó con la cabeza salpicándola con el agua del lago y con sudor.
—Todavía no he terminado contigo.
Nathaniel sabía que sus movimientos tal vez fueran demasiado bruscos. Se movía
sin tener en cuenta lo que ella sentía, completamente absorto en su deseo, en el deseo
que le despertaba el calor.
Elizabeth le cogió la cara y lo besó, y entonces él sintió que algo estallaba en su
interior. Se hundió más profundamente en ella, tocó su lengua y sucedió: ella se
entregó totalmente, cada músculo se fue relajando y luego flexionándose alrededor de
él. Fue el beso, la profundidad e intensidad del beso lo que hizo que saltara el límite.
Él se preguntaba si ella podría oír, en un remoto lugar de su interior, los ruidos de su
propia entrega, pero no podía detenerse para preguntárselo, ni siquiera para
reconfortarla.
Nathaniel se puso de rodillas aprisionándola entre sus brazos, con las piernas de
ella rodeándole la cintura. No recordaba haberla levantado ni cómo habían llegado a
aquella posición, con ella apoyada sobre sus muslos tensos mientras le abrazaba el
cuello. Él empujó su cintura con un brazo y arremetió una última vez buscando con la
boca la oreja entre el pelo revuelto.
—Ábrete para mí —susurró—. Ábrete para mí ahora.
Su alivio llegó con el de ella. Lo sintió en largos y lentos latidos expandiéndose
sin fin dentro de ella. Echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos y él supo
entonces cómo había recibido cada pulsación y qué poder tenía su respuesta.
Estaba casi dormida en el momento en que la dejó en la orilla, tenía cara de
asombro y la piel sonrojada.
Nathaniel se tumbó al lado, le quitó los mechones de pelo que tenía en la cara.
—¿Te he hecho daño?
Negó con la cabeza y luego, con visible esfuerzo, se puso de lado para mirarlo.
—Nunca —dijo y añadió con voz soñolienta—: ¿Qué te ha pasado?

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—Joe ha muerto —dijo Nathaniel— justo antes de que yo viniera aquí. Mientras
dormía.
Se puso tensa. Él pensó que iba a llorar, pero sólo arrimó su cara a la de él y
tembló ligeramente.
—Esa bendición de Robbie —dijo—. ¿Qué decía de la salud?
—«Que tengas la protección del espíritu de la salud».
Elizabeth miró al cielo.
—Amén —dijo—. Que Dios te acompañe.

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Capítulo 35

La mañana era húmeda, fría y poco acogedora, pero no había tiempo que perder.
Nathaniel cavó la tumba con grandes esfuerzos en aquella tierra dura; mientras tanto,
Elizabeth preparaba el equipaje, poniendo la carne ahumada y recién secada en el
espacio disponible. Trabajaba fuera pese a la humedad, porque no le parecía
adecuado estar dentro, en el lugar donde Joe reposaba.
Hizo una pausa para secarse las manos húmedas en el fuego. Nathaniel trabajaba
mucho, ella lo observó un momento. Le parecía inapropiado sentir alegría al
observarlo teniendo en cuenta lo desagradable que era el trabajo que hacía. Pero le
resultaba difícil desviar la mirada. Nathaniel estaba completamente absorto en su
tarea, sabía que eso era lo que había que hacer y sencillamente lo hacía bien. Ella lo
notaba y entonces pensaba lo inmadura y tonta que era; pero pese a todo le resultaba
casi inconcebible la idea de dejar a Joe descansando en aquel agujero sin otra cosa
que lo protegiera que la tierra. No había tiempo para construir una caja, incluso
aunque hubieran dispuesto de herramientas para hacer algo semejante a un ataúd.
Nathaniel hizo una pausa para quitarse la llovizna de la cara con el puño de su
camisa. Le dirigió una sonrisa breve con la que intentaba darle coraje.
—Ya lo tengo todo listo —dijo—. ¿Debo…? —miró por encima del hombro
hacia el refugio y se interrumpió.
—Todavía me falta un poco —dijo Nathaniel—. Si quieres ir a lavarte baja al
lago ahora, podremos encargarnos de él cuando vuelvas. —Ella asintió con la cabeza,
incapaz de decir nada. Él cogió de nuevo la pala—. Ve tranquila —dijo—. No he
terminado con las trampas.
Ambos estaban deseando marcharse, pero ella no podía ayudarle en las tareas que
él tenía que hacer y lo dejó allí, nerviosa pero contenta de alejarse del claro.
El bosque parecía sucumbir bajo la lluvia, todas las hojas goteaban y el agua
corría hasta el lago. Ella siguió aquellos senderos de agua y se sorprendió al
constatar, cuando salió del follaje, que la lluvia había cesado. Con el correr del día el
sol disiparía la neblina, pero en aquel momento Elizabeth estaba ante el lago y se
sintió como si hubiera llegado a una tierra encantada; la niebla flotaba sobre la
superficie del agua haciendo que la isla apareciera y desapareciera de una manera que
se le antojaba mágica. Los ruidos del bosque y los pájaros producían ecos que
crecían, se aplacaban y volvían otra vez. Elizabeth recordó las mañanas que había
pasado en su casa siendo niña, cuando estaba en la cama, cuando se levantaba y
volvía a caer en la marea del sueño, contenta de permanecer unos instantes en la
frontera entre los colores y ruidos de sus sueños y el día que la incitaba a despertar.
Recogió agua con las manos, bebió y luego se sentó, sintiéndose extraña y sin

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fuerzas. Pensó en desvestirse para lavarse. Pero le pareció algo muy tonto. No podía
ni siquiera imaginarse en tal ocasión el hecho tan simple de entrar en el lago y nadar a
ciegas entre una niebla que le haría perder todo sentido de la orientación. Pero estaba
pegajosa a causa del sudor y sabía que tendrían que avanzar rápidamente durante dos
o tres días, deteniéndose sólo cuando no hubiera luz. Por lo tanto, tenía pocas
esperanzas de tener alguna oportunidad para bañarse. Se acercó al borde del agua y se
lavó sistemáticamente, lo mejor que pudo, sin desvestirse. Los puños y el cuello de la
camisa se secarían muy pronto.
Mientras lo hacía, la neblina se disipó súbitamente, mostrando la curva del lago y
la roca con el saliente. Por primera vez desde la tarde anterior, Elizabeth pensó en el
perro rojo. Había estado sentado justamente allí, a unos cinco metros de donde estaba
y se había quedado en aquel lugar mientras Nathaniel nadaba en dirección a ella; se
había metido de nuevo en el bosque mientras ambos yacían juntos. Con un rápido
movimiento se secó las manos húmedas en las polainas y se levantó poniéndose la
trenza en el hombro.
Elizabeth subió por las piedras, golpeándose la rodilla mientras se aproximaba a
la plataforma de roca. Entonces se detuvo, mirando la suave piedra gris. Quedaban
rastros de la breve presencia de ambos, por las cenizas del fuego y algunas hojas de
ácoros esparcidas, pero nada más que ella pudiera advertir. Sin embargo, Elizabeth
persistió, caminando lentamente con la cabeza fija en el suelo. Si el perro no se
presentaba de nuevo, una simple huella sería suficiente para demostrarle a Nathaniel
que tenía razón. No se paró a pensar por qué era tan importante probar lo que decía.
La cara resguardada de la roca estaba seca y limpia, pero en el borde, donde
bajaba y desaparecía bajo el suelo, el agua goteaba desde el saliente y se esparcía.
Allí, la tierra se había convertido en una extensión de barro marcada por las huellas
de los pájaros. Saltó de la piedra y sintió que el barro cedía bajo su peso. Lo podía
sentir bajo los pies y al darse la vuelta vio sus huellas, que ya comenzaban a llenarse
de agua. Con decisión siguió avanzando.
Al principio no pudo creer que fuera verdad lo que estaba viendo. Lo había
deseado, sí, pero era difícil dar crédito a sus ojos, no había sólo una huella de pata de
perro, sino una hilera completa que iba hacia el bosque. No eran de puma o de ciervo,
ni de ninguno de los otros animales que Nathaniel le había enseñado a reconocer, sino
de perro, de un perro grande. Durante un momento se quedó mirando hacia las
sombras del bosque bajo el saliente, pensando en volver. Nathaniel necesitaría ayuda
con Joe.
Más tarde no pudo ni siquiera decir por qué se había ido, qué era lo que había en
su mente en aquel momento, excepto el vago sentimiento de que había pasado por
alto algo importante. Algo que Nathaniel tenía que haber visto.
Vio pequeños huecos llenos de agua, por aquí y por allá, esparcidos entre las

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huellas del perro, de cuatro en cuatro y a intervalos regulares. Tenían una forma
extraña. Elizabeth los observó mientras su mente se tranquilizaba hasta llegar a una
lentitud sobrenatural; entonces se dio cuenta de lo que eran. Huellas de pisadas. De
pisadas humanas.
Eran mucho más grandes y más profundas que las del perro; tal vez por eso no las
había visto antes. Elizabeth se arrodilló y miró con más cuidado del que había puesto
en toda su vida para observar algo. Y se le vinieron a la cabeza dos pensamientos:
eran huellas frescas y no podían ser de Nathaniel. Él no había ido al lago desde que la
lluvia había comenzado.
Sintió una punzada en la garganta que explotó en una crisis de nervios. En el
mismo instante salió corriendo, sus pensamientos corrían por su cabeza tan rápido
como sus pies atravesaban la superficie de la roca.
Sabía que Richard la perseguía. Pero tendría que vérselas con Nathaniel primero
si intentaba llevarla a Paradise en contra de su voluntad. Elizabeth respiraba con
dificultad, a medias sollozaba, a medias maldecía, al entrar en el bosque se enredó el
pie en una raíz y cayó, trató de levantarse apoyándose en una rama para seguir. Se
sentía como una vaca pastando, sin velocidad ni gracia, tambaleándose una y otra
vez, resbalando en las hojas húmedas, tratando de avanzar infructuosamente,
empapada a causa de las gotas que caían de los árboles. Con el sonido de su propia
respiración tapando todos los demás, intentó doblar los dedos del pie para correr por
un sendero estrecho como Nathaniel le había enseñado.
No tendría que haber tardado más de dos minutos en alcanzar el claro; pero llegó
allí exhausta e incapaz de hacer otra cosa que apretar los brazos contra las costillas e
intentar desesperadamente recuperar el aliento. Elizabeth se detuvo bajo las sombras
húmedas de un grupo de pinos blancos y trató de oír algo pese al ruido de los latidos
de su corazón resonando en sus oídos. De nuevo comenzaba a llover, mucho más
fuerte.
Algo era diferente, pero tardó pocos segundos en comprender de qué se trataba: la
tumba vacía había sido llenada y sobresalía un montón de tierra removida. Nathaniel
había enterrado a Joe sin esperarla a ella.
Se secó la cara y trató de aclarar sus pensamientos. En el lugar donde estaba, no
podía ver nada que le indicara la presencia de Nathaniel. Avanzar por el claro iba en
contra de todo lo que él le había enseñado: tal vez estaba tendido allí, fuera de su
vista, con la cabeza mirando a la lluvia, mientras Richard estaba sobre él y esperaba
que ella llegara para atraparla.
En aquel momento apareció Nathaniel en la puerta del refugio con las manos
vacías; mientras se preguntaba dónde estaba el rifle, Richard salió del bosque por la
parte más alejada del claro, con su rifle en el hombro y la mirada fija en su esposo.
Nathaniel la estaba mirando a ella, por lo que tardó más en verlo. La sorpresa de

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Nathaniel al percatarse de golpe de la presencia de Richard apareció en su cara al
momento. Se puso tenso y desapareció en las sombras del refugio mientras Richard
gritaba:
—¡Bonner! ¡Salga enseguida!
—Richard Todd —contestó Nathaniel con un tono que trataba de ser tranquilo—.
Veo que sigue apareciendo donde nadie le llama.
Elizabeth pudo distinguir a Nathaniel con toda facilidad. Él le estaba haciendo
una seña con la barbilla para que se fuera al bosque.
—Tendré que atarle —dijo Richard—. O dispararle. Elija. De cualquier modo,
volverá a Paradise.
Nathaniel le hacía señas cada vez más apremiantes a Elizabeth para que se
alejara, pero ella sólo acertaba a apretar su cuerpo con los brazos y a mover la cabeza
en un gesto negativo.
—No entiendo qué te propones —le gritó Nathaniel ceñudo á Elizabeth.
—Supongo que le colgarán por haberla matado —replicó Richard—. No me
importará verlo.
Por un momento, Nathaniel se quedó helado y luego algo similar a una expresión
divertida pasó por su cara. Se rió alto y fuerte, Elizabeth no entendía, su indignación
iba en aumento.
—No podría decir que lamento contradecirle —dijo Nathaniel—. Pero está tan
viva como usted y como yo.
—Esa tumba dice otra cosa —gritó Richard.
Entonces Elizabeth vio el rifle colgando bajo el borde del techo, en el rincón más
apartado de Richard y fuera de su línea de visión. Nathaniel necesitaba el rifle en
aquel momento; este pensamiento le vino con toda claridad y sin darle más vueltas,
bajó la cabeza y corrió.
Pasó junto a la trampa que había entre ella y el refugio, sin escuchar, sin atreverse
a oír la voz que se alzaba llena de estupor a sus espaldas. Con una mano cogió el rifle
y salió volando, hacia la entrada, arrojando el arma y esperando que no estuviera
cargada. Casi no pudo ver si Nathaniel lo había podido atrapar porque cayó y se
golpeó el hombro contra el suelo.
Entonces oyó un grito que provenía de fuera, seguido por un disparo. Elizabeth
rodó y se levantó inmediatamente, mirando a su alrededor en busca de Nathaniel,
pero en cambio se encontró con la habitación vacía y el raído catre.
El segundo grito fue más alto e hizo que ella saliera del refugio de un salto.
Elizabeth, a pocos pasos de la entrada, vio una escena sin sentido.
Nathaniel estaba de pie con el rifle apuntando hacia abajo. El pelo le colgaba por
la espalda y la lluvia mojaba su cara, pero no hacía el menor caso, completamente
concentrado en otra cosa. Con una rapidez asombrosa, Elizabeth comprendió por qué

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estaba apuntando en dirección al suelo.
—Por el amor de Dios, hombre —imploraba Richard, la voz se le rompía, gritaba
con esfuerzo—. ¡Sáqueme de aquí!
Elizabeth comenzó a moverse en dirección a Nathaniel, por detrás de él, pero él le
cogió el brazo y la apartó un poco.
—Espera —le dijo. Y luego se dirigió a Richard—: ¿Dónde está su rifle?
En la trampa en que había caído, con medio cuerpo dentro y medio fuera, la voz
de Richard subió de tono:
—Se me cayó, lo ha oído. No podría recuperarlo ni recargarlo. Está en el fondo
de la trampa.
Elizabeth se soltó de Nathaniel y caminó lentamente hacia delante. La lluvia era
fría pero ella sentía un horrible calor que le iba de la cabeza a los pies. Entonces llegó
hasta el borde del pozo y se detuvo.
—Por Dios —susurró volviéndose hacia Nathaniel, con una mano sobre el
corazón—. Tenemos que ayudarle.
Richard había empezado a correr cuando cayó en la trampa, se había quedado con
una pierna estirada y la otra torcida, y la primera estaca se le había clavado en la zona
más carnosa de la pierna hundida. La parte desgarrada y ensangrentada sobresalía por
la tela del pantalón. Trató de alzar la cabeza para mirarla, tenía los ojos desencajados
de dolor y miedo. Elizabeth vio que trataba de estirar el brazo, la segunda estaca le
había rasgado la mano derecha.
Ella sintió que el estómago se le revolvía. Sintió ganas de vomitar, se sentía mal y
se alejó. Nathaniel la sujetó mientras se aliviaba. Debilitada, Elizabeth se volvió hacia
él, pasándose el dorso de la mano por la boca. La mirada de Nathaniel la tranquilizó.
—Será complicado —dijo—. Pero no puedo sacarlo de ahí sin tu ayuda.
—¡Elizabeth!
Miró a Richard disgustada. Había sangre, pero no tanta como había temido.
Observó con perplejidad que él buscaba con la mano que tenía libre algo que
guardaba entre sus ropas. Entonces le acercó algo, un pedazo de papel estropeado,
pegajoso a causa de la sangre y manchado por la lluvia que había hecho correr la
tinta.
—Tome esto —pudo decir.
—No lo hagas —le dijo Nathaniel.
Pero era demasiado tarde, se había inclinado y lo había cogido.
—¿Qué es?
Richard echó atrás la cabeza y los ojos le brillaron bajo la lluvia; en su cara
apareció una sonrisa forzada.
—La citación —musitó antes de desmayarse.

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* * *

Era una lástima que no lo hubieran podido dejar en el lugar donde había quedado
atrapado, había pensado Nathaniel, pero se guardó este sentimiento para sí. Elizabeth
ya estaba muy conmocionada y él necesitaría toda la calma y el sentido común para
afrontar lo que les esperaba, y no podía soportar que ella se sintiera todavía peor. Le
había ayudado sin quejarse durante la peor parte del asunto, pálida y con la boca
apretada, pero resuelta, sin echarse atrás hasta que pusieron a Richard, que sangraba
abundantemente, sobre el raído catre donde había yacido Joe.
—¿Qué está haciendo, en nombre de Dios? —preguntó Richard una vez que pudo
enderezarse.
Vio espantado que Nathaniel estaba mojando un trozo de muselina con
aguardiente.
—Es para su mano —dijo Nathaniel tranquilamente—. Para limpiarla.
—Brujerías de los mohawk —dijo Richard quitando la mano del alcance de
Nathaniel—. Póngame una venda y será suficiente.
Elizabeth estaba a un lado con los brazos cruzados, le dolía el pie. No le había
hablado a Richard desde que éste había vuelto en sí, pero el enfado que iba creciendo
en ella era casi palpable.
—Ponle el aguardiente —le dijo a Nathaniel—. Si no lo haces podría empeorar.
—¿Ha realizado estudios médicos además de las nuevas habilidades que ha
adquirido recientemente? —la interrumpió Richard, que acabó lanzando un grito
cuando Nathaniel le cogió el brazo para ponerle el paño mojado en la herida abierta
de la mano—. ¡Váyase al infierno! —exclamó.
—Nathaniel acaba de enterrar a un hombre al que se le pudrió la herida que tenía
en el brazo —dijo Elizabeth—. Tal vez, si quiere, podríamos enterrarle a usted
también.
—Eso le gustaría, ¿verdad? —replicó Todd—. Entonces podría romper la citación
y olvidar los compromisos contraídos.
—Ya la he roto —contestó Elizabeth—. Y además quemé los pedazos. Y sepa que
no tengo ninguna obligación hacia usted. Aunque parece que debemos curar sus
heridas por simple y pura cortesía. Supongo que tal concepto no significa nada para
usted.
Nathaniel seguía aquel intercambio de frases con cierta sorpresa. Por primera vez,
desde que la conocía, veía cómo la rabia se apoderaba de Elizabeth. Hasta el punto de
que era incapaz de tranquilizarse y pensar en lo que era más adecuado hacer. Trató de
interceptar su mirada pero ella seguía con la vista puesta en Todd.
—Hablaremos de eso más tarde —dijo Nathaniel—. Ahora veamos esa estaca que
tiene en la pierna.

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Todd aceptó, aunque a regañadientes, se notaba en su expresión.
Nathaniel le dijo a Elizabeth:
—No me gusta la idea de inclinarme a examinarlo con la cara de odio que tiene,
¿me harías el favor de apuntarle con mi rifle?
Elizabeth se puso roja.
—Con mucho gusto —dijo mientras estiraba el brazo para coger el arma con una
sonrisa apenas visible y tensa.
—Está listo para disparar, has de tener cuidado de que no se te escape un tiro. A
menos que sea necesario.
—No sabe usar el arma —dijo Todd con voz áspera.
—Sé hacerlo —dijo Elizabeth preparándose el rifle en un instante y dando varios
pasos atrás para calcular la distancia.
Puso una rodilla en tierra para fijarlo en la piedra que había servido de mesa a
Joe. En realidad, la piedra era demasiado larga, y Nathaniel se dio cuenta de las
dificultades que tenía para manipularlo, pero jamás admitirían tal cosa ante Todd. No
podían volverse atrás.
—Elizabeth —dijo Nathaniel—. Apunta al hombro, justo aquí.
—Ella no me dispararía —dijo Richard con voz despectiva.
—Creo que lo hará sólo por seguir hablando de ese modo.
Elizabeth sonrió a Todd fríamente.
—Le sugiero que no ponga a prueba su hipótesis, doctor Todd. Podría
sorprenderle el resultado.
Con rápidos movimientos de cuchillo Nathaniel rasgó la tela de las polainas en la
parte de la herida. La estaca había atravesado los músculos inferiores de la pierna y
había penetrado hasta salir por el otro lado.
—Le dolerá mucho —dijo Nathaniel alegremente—. El desgarramiento será
brutal. Pero no podemos dejar la estaca clavada.
Todd lo miró fijamente. En medio de su barba espesa y de color rojo dorado,
todavía mojada y en aquel momento sucia de tierra, se destacaba la boca firme, la
expresión resuelta:
—Entonces hágalo de una vez —dijo.
—Sujeta el arma sin moverte —le dijo Nathaniel a Elizabeth—. No te asustes,
gritará.
—Estoy tranquila —dijo Elizabeth—. Que haga todo el ruido que quiera.
Nathaniel se volvió entonces hacia Todd y se arrodilló para mantenerle el pie fijo
con la rodilla. Con la mano izquierda apretó el muslo de Todd para inmovilizarlo y
con la mano derecha agarró firmemente la estaca rota.

* * *

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El sudor corría por el rostro de Elizabeth y le caía en los ojos. Bajaba la mirada
para ver el cañón brillante del arma y luego la levantaba para fijarla en el hombro de
Richard, tal como le había dicho Nathaniel. Pero los músculos de las manos y de los
brazos empezaron a ceder, y pese a sus grandes esfuerzos por mantenerse firme, el
arma se torcía y en vez de apuntar al hombro bajaba al vientre de Richard. Nerviosa,
pensó en el mosquete de cañón corto que tenía en su equipaje, con el cual había
disparado algunas veces.
Pero no podía distraer a Nathaniel, que estaba de espaldas a ella. De pronto hizo
un movimiento y entonces la cara de Richard se contorsionó en una horrible mueca
de dolor, los ojos y la boca se abrieron al mismo tiempo y la cabeza cayó hacia atrás
y luego volvió hacia delante. Mientras Nathaniel tiraba, la parte superior del cuerpo
de Richard se levantaba del catre, el brazo izquierdo y el puño se alzaban apuntando a
la sien de Nathaniel.
Todo fue muy lento, pensó más tarde Elizabeth, porque podía recordar cada
momento. Nathaniel estaba totalmente concentrado en su tarea, el puño tenso con los
nudillos blancos se destacaba en medio de la sangrienta herida. El olor de la sangre
que salía a borbotones invadió el aire húmedo de la cabaña. Richard aullaba de rabia
y dolor mientras se alzaba intentando golpear la cabeza de Nathaniel, pero desviando
el puño hacia un lado en el último momento.
El retroceso del rifle la golpeó en el hombro y la echó hacia atrás, el rifle se le
cayó de las manos. En el diminuto espacio del refugio, el ruido del tiro fue
ensordecedor y no cesaba de resonar. Pero no fue tan fuerte que no se dejara oír el
desesperado grito de sorpresa que Nathaniel lanzó mientras salía despedido. Elizabeth
cayó al suelo y al tomar aire en medio de una nube azul de pólvora, sintió un gusto
ácido en la boca llena de saliva.
Entonces logró levantarse. Nathaniel estaba en aquel momento apartándose de
Richard, que se contorsionaba de un lado a otro. Trataba de levantarse apoyando las
manos, movía la cabeza como si quisiera despejarse. Elizabeth permaneció inmóvil,
incapaz de pronunciar palabra alguna ni de acercarse a Nathaniel mientras él buscaba
su ayuda. En su cara había perplejidad, conmoción, confusión. Nathaniel se miró y
ella también lo miró y vio la herida de bala, un agujero redondo e irregular en el lado
derecho del pecho de Nathaniel. «Ahí ha ido a parar el tiro —pensó ella con toda
claridad mientras la bilis se acumulaba en su garganta—. He disparado a Nathaniel
por la espalda y la bala ha salido por ahí».
Él se estaba tocando la camisa con un dedo, como si no pudiera creer lo que veía.
Comenzó a respirar en lentas bocanadas y cuando la miró, su rostro se había puesto
súbitamente pálido y estaba contraído de dolor.
Se sentó con ímpetu en el borde del catre.
—Por Jesucristo Todopoderoso, Elizabeth —susurró. Tosió y un hilo de sangre

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apareció en la comisura de la boca.
Ella cayó de rodillas ante él con los brazos contra su propio cuerpo y se quedó
rígida, sin tocarlo, sin atreverse a tocarlo.
—Perdóname —le dijo mirándole a los ojos—. Perdóname, perdóname.
Se había olvidado por completo de Richard Todd, que estaba tratando de
acomodarse en el rincón más apartado de la cabecera del catre, con las manos en las
heridas abiertas de la pierna. El sonido de su voz la estremeció tanto como el disparo
del rifle.
—Se casó con el hombre equivocado —dijo con una mueca irónica—. Pero sin
duda no se equivocó al disparar.
Fue suficiente para sacarla del estado de trance en que se encontraba. Elizabeth se
inclinó hacia Nathaniel, todavía temerosa de tocarlo.
—Te prohibo que mueras —le dijo—. No lo permitiré.
No hubo respuesta, sólo el sonido de una respiración desesperada. Pero los ojos
de él se clavaron en los de ella y parpadearon, lentamente.
—Necesito algo para vendarme la pierna.
—Nathaniel —dijo Elizabeth sin hacer caso a Richard—. No permitiré que
mueras, ¿me estás oyendo? Pero debes decirme lo que tengo que hacer para ayudarte.
Pero él no podía. Ella se levantó y comenzó a pasearse por la habitación,
tropezando con el rifle caído en el suelo. Le dio una patada y luego se volvió hacia
Nathaniel. De nuevo de rodillas ante él, se agitaba nerviosa sin saber qué hacer. «La
camisa —pensó—. Tengo que quitarle la camisa».
Las manos le temblaban tanto que apenas podía desatar los lazos. Cuando se dio
cuenta de que no podría levantarle los brazos, cogió el cuchillo y le cortó la camisa,
hasta que se quedó con el pecho desnudo y con la cabeza y los hombros apoyados
contra la pared, el pelo le caía sobre el pecho.
No era más que un hueco, un hueco rojo que podría haber sido tapado con la
punta de dos dedos. Lo miró con cautela, estaba un poco más abajo de la tetilla
izquierda, y Elizabeth se sintió presa del pánico y el terror. Entonces se pellizcó la
carne que hay entre el pulgar y el índice tan fuerte como pudo, tratando de calmarse.
—No es tan grave —oyó que murmuraba Nathaniel cuando ella volvió a abrir los
ojos—. Me dio en las costillas.
Él volvió a toser y una burbuja de sangre roja y brillante saltó de la herida.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó tratando de modular la voz—. ¿Puedes
decirme qué tengo que hacer?
A modo de respuesta, los ojos de él se quedaron en blanco y se apoyó contra la
pared. Elizabeth le puso la cabeza contra el pecho y sintió los latidos del corazón,
demasiado rápidos. Demasiado. La respiración ahogada. La piel pálida y fría al tacto.
Se levantó para buscar la manta que estaba bajo el cuerpo de Richard y cubrió con

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ella a Nathaniel, le tapó bien los hombros, pero dejó una abertura donde estaba la
herida. Pensó en ponerlo de espaldas para ver el otro lado, pero el estómago le dio un
vuelco, no podía, al menos de momento.
Richard estaba pálido, tenía la frente cubierta de sudor.
—Usted tiene que decirme lo que debo hacer —le dijo entonces—. Debe hacerlo.
La sangre se escapaba entre los dedos de Richard, que apretaban su herida de la
pierna.
—Primero déme algo para que pueda vendarme la pierna. Tengo el músculo muy
desgarrado.
—Su pierna puede esperar —replicó ella—. Dígame qué puedo hacer para ayudar
a Nathaniel.
Nathaniel jadeaba, le temblaban los párpados. Elizabeth vio que la sangre de la
herida fluía cada vez que respiraba, miró su rostro que se volvía azul por el esfuerzo
que hacía para respirar y luego miró a los ojos a Richard Todd, pero esta vez con un
dolor largamente guardado dentro de sí. Se acercó a él y aproximó su cara a pocos
centímetros de la suya.
—Escúcheme bien —susurró despacio—. Usted me dirá cómo vendar esta herida.
Lo hará sin trampas ni titubeos e inmediatamente. Porque si él muere me sentaré a su
lado disfrutando mientras veo cómo se desangra. ¿Me ha oído?
Los ojos de Richard chispearon, tal vez a causa de la sorpresa, o por respeto. La
respiración de Nathaniel marcaba el paso de tiempo mientras se hacía más dificultosa.
Richard Todd siguió concentrado en sus pensamientos hasta que finalmente dijo que
sí.

* * *

Elizabeth no había estado tan cansada en toda su vida y, sin embargo, sabía que
no podía dormir. No podría tampoco soportarlo. A ambos lado del refugio, con el
fuego entre ellos, Richard y Nathaniel dormitaban alternativamente o reclamaban sus
atenciones. Sólo habían pasado algunas horas desde lo sucedido aquella mañana, pero
parecía que fueran años.
Salió, desesperada por respirar aire fresco y se sentó por primeras vez después de
lo que le habían parecido días sin hacerlo. Pero no había escapatoria; en cuanto
cerraba los ojos, todo lo sucedido volvía a presentarse en su mente. El rifle en la
mano que parecía haber cobrado vida mientras Richard se agitaba en la cama, la
respiración ahogada de Nathaniel más fuerte que el disparo. Llevaría eso consigo
durante el resto de su vida. Elizabeth apoyó la cabeza sobre las rodillas con ganas de
llorar, o de gritar bien alto, deshacerse de algún modo de la terrible angustia que
sentía. Y de pronto, en un movimiento súbito, vomitó todo lo que tenía en el

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estómago, sintió que el cuerpo se le cubría de un sudor frío y pegajoso. Cuando
finalmente se repuso, levantó la cabeza y allí estaba el perro rojo, delante de ella.
—Tú —dijo con voz débil. El perro movió la cola y luego se echó en el suelo. La
observaba tranquilamente. Todavía olía a mofeta y Elizabeth vio que tenía ramas en
el tupido pelaje—. Tengo que ir a buscar ayuda, lo sabes.
Lo decía en voz alta para convencerse, la idea la llenaba de temor. Pero no había
otra solución. No podía quedarse allí; no podría atenderlos, a los dos, cazar para
darles de comer, cuidarlos y mantenerse con vida. Necesitaba sacarlos de allí, pero
ninguno de los dos podía caminar. Tardarían semanas, pensó, sobre todo Nathaniel. Si
es que alguna vez podía.
Se levantó de un salto, se limpió la boca con el puño y el perro también se
levantó.
—Tengo que encontrar el camino para volver a buscar a Robbie, y no hay tiempo
que perder —dijo.
El perro movió la cola para indicar que estaba de acuerdo.

* * *

Nathaniel estaba apoyado contra la pared del refugio en una cama hecha con
mantas y ramas de bálsamo. Ella había tratado de acostarlo, pero la respiración era
menos dificultosa para él si permanecía inclinado. En aquel momento abría los ojos y
la miraba fijamente. Tenía mal color, pero ella le sonreía y le quitaba el pelo de la
cara.
—Supongo que nunca podré olvidar esto.
Él le cogió la mano y la apretó. Al otro lado del fuego Richard estaba despierto y
escuchando, pero no se podía hacer nada para evitarlo.
—Escucha, Nathaniel —dijo Elizabeth inclinándose hacia él—. He llenado la olla
grande y el cubo de agua, los tienes al alcance de la mano, justo allí. ¿Me estás
oyendo?
Cuando vio que le prestaba atención, le señaló todo lo demás. La carne seca y las
legumbres, las municiones, el rifle y el cuchillo. También las armas de Richard, al
alcance de Nathaniel, al menos mientras su propietario no pudiera moverse. Había
suficientes provisiones para que pudieran pasar tres días sin problemas; tal vez
cuatro.
No se atrevía a mirarlo, levantaba la vista en dirección al techo y al agujero que él
había hecho la tarde que encontraron a Joe. ¿Era posible que sólo hubieran pasado
dos días?
—He traído la leña de Joe. Toda. Richard tendrá que ocuparse del fuego, supongo
que podrá. Tú debes mantenerte abrigado.

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Nathaniel volvió a cogerle la mano.
—Elizabeth. —Volvió la cara para mirarlo—. Fue un accidente, no te tortures de
ese modo.
Ella negó con la cabeza, implacable.
—Quedan tal vez cinco horas o algo más de luz para caminar. Podré llegar a la
casa de Robbie pasado mañana por la mañana.
—Llévate la brújula —dijo él, y comenzó a toser. Cruzó los brazos sobre el pecho
y los dolores lo hicieron estremecer. Elizabeth esperó hasta que pasaron.
—Tengo la brújula y también suficiente comida —dijo—. Y recuerdo el camino,
estoy segura.
Los músculos del cuello de él se tensaban mientras tragaba saliva con dificultad.
—Es más rápido si vas por la ciénaga.
Ella dudó y luego respondió con una expresión que intentó que fuera serena.
—Sí, está bien. ¿La ciénaga y el arroyo de Osito?
Entre los dos fueron nombrando los hitos del camino hasta que ella pudo
enumerarlos todos para satisfacción de él.
Nathaniel le cogió la mano.
—El mosquete. Mantenlo cargado y listo. —Elizabeth se estremeció ante la idea
de tener que volver a disparar, pero asintió con la cabeza—. Observa bien… —
Nathaniel tosió y se le contorsionó el rostro—. Mira hacia arriba.
«Por si hay jaguares en los árboles», pensó ella. Se le puso la piel de gallina.
Al otro lado del fuego algo se movió. Elizabeth ignoró a Richard pero vio que
Nathaniel le prestaba atención. Le puso la mano en la mejilla e hizo que siguiera
mirándola a ella.
—Richard dice que la bala no parece haber hecho mucho daño —le dijo—. Si te
quedas quieto y abrigado, y te alimentas bien, la herida se cerrará pronto y te curarás.
Pero si no…
Nathaniel sonrió a medias, y aquella sonrisa fue como un puñal clavado en el
corazón de ella.
—Botas, no es fácil deshacerse de mí.
Se inclinó hacia él. La boca le sabía a sangre.
—¡Como si fuera a dejar que te marcharas! —respondió con voz temblorosa.
Elizabeth se quedó sentada junto a él hasta que se quedó dormido, cogiéndole la
mano. Por primera vez desde que lo conocía, los dedos de él estaban más fríos que
los de ella. Lo miró detenidamente, los dedos, las cicatrices, las rugosidades de las
manos, las uñas romas y cortas que continuamente se limpiaba con el cuchillo.
Elizabeth mojó la punta de su pañuelo con agua de la olla y limpió las manos de
Nathaniel que todavía conservaban tierra de la tumba de Joe, además de su propia
sangre. Luego se levantó y caminó hacia donde estaba Richard. Él levantó la vista

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para mirarla, tenía una actitud impasible.
—Voy a buscar ayuda —le dijo con calma—. Pero quiero que sepa algo antes de
que me vaya.
Elizabeth se arrodilló para acercar su rostro lo más posible al de Richard. Se daba
cuenta de que sufría considerablemente por la herida, pero que no estaba dispuesto a
admitirlo en absoluto. Por un momento se maravilló al darse cuenta de lo fuerte que
era. Luego pensó que Nathaniel tendría que quedarse a solas con él y a su merced.
Entonces le dijo:
—Si pude dispararle a un hombre sin querer hacerlo, no me resultará difícil
dispararle a otro, sobre todo si tengo un buen motivo.
—Prométame que contestará a las acusaciones en el juzgado y yo le prometo no
levantar una mano para hacerle daño.
—Ni levantar una mano para ayudarlo —le respondió casi riendo—. Su palabra
no vale nada, doctor Todd. Yo le haré una promesa. Si usted le hace el menor daño,
entonces lo menos que tendrá que afrontar será un proceso legal. Pero dudo que Ojo
de Halcón prefiera eso. En cuanto a mí, sé muy bien que tampoco.
Él la observaba fijamente.
—Usted no es tan fuerte como se cree.
—Por su propio bien, tenga la esperanza de no estar equivocado.
Comenzaba a dar media vuelta para marcharse.
—Espere. —Richard se irguió en su camastro tratando de esbozar una sonrisa.
Las vendas de su mano estaban manchadas de sangre—. Juro sobre la tumba de mi
madre que haré lo que pueda para mantenerlo vivo hasta que usted vuelva. Si me
promete comparecer en el juzgado y responder a las acusaciones que pesan sobre
usted.
—Estoy empezando a creer que usted no está del todo cuerdo —dijo Elizabeth
lentamente.
Richard tenía un aspecto horrible, la cara completamente llena de suciedad. No
quedaba rastro alguno del elegante doctor Todd que le había hecho una propuesta de
matrimonio en casa de los Bennett, del hombre que pintaba paisajes y que usaba
chalecos de terciopelo. Y, sin embargo, de algún modo, ella tuvo la sensación de que,
aunque las pinturas y los brillos se habían desvanecido, el doctor Richard Todd
todavía no aparecía tal como era.
—¿Hacemos el trato?
Nathaniel tosió en medio de su sueño intranquilo.
—¿Lo promete sobre la tumba de su madre? —Él asintió con la cabeza y
Elizabeth tomó aire—. Entonces, de acuerdo. Pero sólo si mi esposo sobrevive, ¿está
claro? Si lo encuentro en buenas condiciones a mi regreso, entonces responderé de las
acusaciones.

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La sonrisa de Richard daba miedo.
Elizabeth dio media vuelta y se preparó. Con el mosquete y el cuchillo en el
cinturón y la carga de pólvora colgada del hombro, levantó el paquete de provisiones,
se lo cargó a la espalda y miró de nuevo a Nathaniel. Sin reparar en Richard Todd,
salió y el perro rojo fue trotando tras ella.

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Capítulo 36

El perro rojo la despertó al alba apoyando el frío hocico sobre su cuello. Ella bostezó,
se desperezó y de repente recordó dónde se encontraba y por qué. Se sentó, oyó un
ladrido amistoso y vio que la cola del perro se movía alegremente.
—Menuda bestia —murmuró frotando con el dorso de la mano la cabeza huesuda
del perro.
El fuego se había apagado porque no estaba suficientemente cubierto. Había sido
el calor del animal lo que había impedido que se despertara temblando. Se preguntaba
si valía la pena soportar las pulgas a cambio del calor.
—No creo que seas capaz de recoger leña, ¿o sí? No te preocupes. De cualquier
modo, no hay tiempo.
¿Cuánto habría dormido? Había acampado al anochecer e inmediatamente se
había quedado dormida. Ocho horas tal vez; aunque parecía menos. Elizabeth
desayunó avena cruda y carne seca, mirando al bosque mientras masticaba. La
esperaba un largo día de marcha. Trataba de tragar lo más rápido que podía un
bocado tras otro. El perro la observaba con una ceja levantada. Entonces se tiró en el
suelo de espaldas y movió las mandíbulas lentamente para atraer su atención.
—No esperarás que ponga mis manos en esa porquería, ¿eh? —le preguntó, pero
se estiró para rascar el vientre pecoso del perro. Se sorprendió al ver que los pezones
eran alargados; una perra que antaño había tenido crías. Elizabeth se acordó del tío
Merriweather, del entusiasmo infantil que había mostrado cuando una hembra de sus
perros perdigueros había tenido cachorros. Fue la única vez que se dignó ir a la
cocina para visitar a la cría en una caja que había junto al fuego. Recordó que a la
cocinera no le gustaba su presencia en aquel lugar, interrumpiendo su rutina y
alborotando a sus ayudantes.
—Treenie —dijo Elizabeth recordando por primera vez tras muchos meses a la
cocinera de Oakmere, una escocesa ágil que tenía una cara parecida a un tomate muy
maduro, una lengua afilada como un cuchillo y puños como filetes crudos.
El perro se levantó y empezó a mover la cola.
—Es un nombre tan bueno como cualquier otro —dijo Elizabeth—. Tengo que
llamarte de algún modo ya que tenemos que andar juntas.
Caminaron. Durante horas caminaron mientras Elizabeth hablaba con la perra
roja. Era la única manera de mantener la atención puesta en el viaje y lejos del motivo
que lo había causado. Avanzaba rápido, sólo se detenía a beber en el río y reponerse
un poco. Las dos comían mientras andaban. Treenie desaparecía a veces, volviendo
luego con cara compungida y el resto de un conejo o de una marmota entre los
dientes. Las ardillas rojas se escurrían alrededor de ellas y se oía el picoteo

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persistente del pájaro carpintero.
El río formaba meandros. Elizabeth se resistía a tomar cualquier atajo. Necesitaría
suerte para sobrevivir si se perdía en aquellos bosques interminables. Caminaba sin
cesar, masticando trozos de carne seca de conejo y alentando a Treenie a que fuera
por provisiones. Iban siguiendo el rastro del alce, que era nítido; Elizabeth aflojó un
poco el paso al encontrar una serie de nidos en hoyos poco profundos. Al parecer, los
pavos habían encontrado un sitio ideal: cada nido de astillas y hojas secas contenía un
conjunto de huevos amarillos con manchas color castaño. Las aves aparecieron
cacareando furiosamente. Elizabeth no tenía tanta hambre como para saquear nidos,
por lo que siguió sin detenerse. Treenie, no tan selectiva con el apetito, se quiso
quedar; pero una palabra de Elizabeth bastó para llamarla al orden, y siguió andando
aunque lamentara perderse aquella comida.
Al mediodía, el aire se había vuelto muy pesado y hacía mucho calor. El sudor le
caía por la espalda y los costados, sentía la piel pegajosa y el pelo pegado a las sienes.
Cuando una maligna nube de moscas negras apareció, Elizabeth deseó tener a mano
el ungüento de poleo y la grasa de oso, pero se los había dejado a Nathaniel, al igual
que la mayoría de las provisiones. Se ató el pañuelo tapándose la nariz y la boca y
apartó a las pequeñas criaturas negras que no dejaban de revolotear ante sus ojos. El
hocico de Treenie estaba cubierto por una máscara negra móvil, y el animal salía
corriendo continuamente para mojarse en el río y encontrar así un poco de alivio.
De vez en cuando el río se convertía en un lago pequeño, perdido. La mayoría de
aquellos lagos no tenían nombre, y de hecho Elizabeth pensó que aquél no merecía
ninguno; era un lugar demasiado desagradable. A su derecha había una densa
vegetación de cedros y alerces mezclados con maderas secas, rotas y astilladas. A la
izquierda, al borde del lago sólo se veían pinos secos, las ramas desnudas se
inclinaban con guirnaldas de líquenes. En la costa más alejada del lago, el río se
adentraba en las profundas sombras de la ciénaga, donde parecía que lo único vivo
eran las aves; los pájaros cantores de color amarillo, brillantes como rayos de sol, un
piquituerto rojo posado en una rama del color de la ceniza; y también la lujosa
alfombra de musgo verde intenso y los helechos que lo cubrían todo. El aire resultaba
asfixiante a causa del calor y de las moscas.
—Es aquí, Treenie —dijo Elizabeth quitándose las moscas negras de los ojos—.
Ésta es la peor parte.
Decidió sentarse al borde del río. Mientras se repetía lo que Nathaniel le había
explicado del camino, comió, porque tenía mucha hambre. Un hambre feroz, de
modo que lo que quedaba de avena, de carne seca y un puñado de alubias desapareció
en poco tiempo. Al atardecer tendría que dedicar tiempo a pescar, o a atrapar algo.
Pero primero había que rodear la ciénaga.
«Tranquila —le había dicho Ojo de Halcón—. Todavía tengo muchas historias

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que contarle».
—Yo también tendré historias para contar —murmuró Elizabeth. Echaba de
menos a Ojo de Halcón, a Robbie, a Huye de los Osos, incluso a su hermano. Quería
que alguien la guiara—. Estoy muy asustada —dijo en voz alta.
La perra la miró y espantó con furia los insectos que se posaban en su cabeza.
Con un bufido de impaciencia empezó a caminar. Y Elizabeth la siguió.

* * *

Nathaniel se despertó de repente y la buscó, entonces recordó que se había


marchado; que había partido en busca de Robbie. Quién cavaría su tumba o lo
llevaría al bosque; qué sucedería. Nada estaba claro. Respirar era una molestia
necesaria. La piel le ardía, tenía sed y las tripas se le retorcían.
—Respire hondo —le dijo Richard Todd—. Debe hacer que el pulmón herido se
mantenga abierto.
Nathaniel parpadeó e intentó mirar al hombre. El sudor marcaba surcos en la cara
de Richard y el pelo le caía sobre las sienes.
—Tiene fiebre —observó Nathaniel, su voz sonaba áspera y ahogada a sus
propios oídos.
—La pierna está llena de suciedad —dijo Richard—. Necesito limpiarla.
—Lamento no poder ayudar.
Richard rió con una carcajada hueca.
—Trataré de hacerlo solo.
Nathaniel luchaba por mantenerse apoyado en la pared y firme, incluso cuando
tosía. Esta vez no hubo sangre, lo cual era una buena señal. Cuando de nuevo pudo
ver claramente, salió del refugio, trató de dar una vuelta y el mundo pareció
desvanecerse a su alrededor y quedar fuera de su vista. Quería bajar hasta el lago y
tenderse en el agua, donde estaría fresco y podría oír los somorgujos. La esperaría en
la isla donde habían estado juntos la última vez… ¿el día anterior?
Negó con la cabeza y se frotó los ojos. Ya habían pasado dos días.
Se esforzó para respirar profundamente tres veces seguidas y permaneció de pie,
un poco mareado. Se estaba levantando viento y el aire olía a tormenta.
Ella ya habría recorrido la mitad del borde de la ciénaga, si no se había perdido.
Si la tormenta no la alcanzaba, saldría de allí a la caída del sol. Si la tormenta no la
alcanzaba.

* * *

Treenie avanzaba con una seguridad y un entusiasmo que levantaban el ánimo a

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Elizabeth. Seguía de cerca a la perra caminando entre los helechos y charcos de agua.
Cuando la perra vadeaba un charco, Elizabeth lo saltaba; sus mocasines estaban
mojados, pero no era posible mantenerlos secos atravesando aquellas tierras. Su
afecto por la perra crecía a cada paso que daban.
Al final de la tarde estaba segura de dos cosas: que tendría que haber guardado un
poco de carne seca y que se avecinaba una tormenta. El picoteo constante de los
pájaros carpinteros fue reemplazado por el crujido de la madera seca agitada por el
viento. En los pocos lugares en que se distinguía el cielo, veía oscuridad y nubes
amenazantes. Había pensado salir de allí antes de que se pusiera el sol, pero la luz se
estaba yendo rápidamente junto con los primeros ruidos de los truenos. Las orejas de
Treenie se alzaron y dejó escapar un largo aullido.
—Sí, ya sé lo mal que te sientes —murmuró Elizabeth—. Pero al menos nos
libramos de la mosca negra.
La perra se arrimó a su lado cuando sonó otro trueno. Cada vez que veían un rayo
en el cielo, se movían más deprisa. Elizabeth se tambaleó por primera vez, una rama
rota la hizo resbalar y se enredó con raíces de cedro, cayó en un charco y se hundió
hasta la cintura, los mocasines se clavaron en el suelo fangoso del fondo. Mientras
trataba de salir de allí quiso recordar lo que tenía que hacer en caso de tormenta. Estar
metida en el agua hasta la cintura le pareció casi tan sensato como estar al pie de un
árbol solitario en un prado cubierto de hierba.
La lluvia empezó justo cuando ella lograba ponerse de pie. Caía en oleadas
fuertes y frías que chocaban contra sus mejillas acaloradas. Treenie la estaba mirando
con señales inequívocas de terror canino en su cara, mientras ella trataba de quitarse
el barro más grueso de los pies.
—Eres terriblemente cobarde —dijo Elizabeth en voz alta. No estaba claro si lo
decía por ella o por la perra.
La vegetación y el suelo poroso absorbían el agua como una gran esponja marina.
A cada paso parecían ceder y volver a expandirse. Elizabeth se miraba atentamente
los pies, decidida a evitar otro tropiezo, e iba muy cerca de Treenie cuando la perra se
detuvo. Con gran sorpresa levantó la mirada y se encontró con una enorme haya que
les interrumpía el camino, el tronco era tan ancho que Elizabeth no podía abrazarlo.
Se dio cuenta de eso porque estuvo tentada de poner ambos brazos alrededor del
tronco; era la primera haya que veía desde que habían entrado en la ciénaga.
A un lado del haya estaba el río, que inexplicablemente había vuelto a tener
orillas, y al otro lado había un montón de piedras cubiertas de líquenes y de racimos
de setas de color rojo y amarillo. Habían comenzado a dar vueltas en torno al árbol
cuando Elizabeth se detuvo. A la luz de un relámpago consiguió ver algo en el tronco
que al principio le parecieron marcas de colmillos de osos. Se adelantó y se detuvo de
nuevo, contrariando a Treenie, y leyó.

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CRESCENT ILLAE, CRESCETIS AMORES

Las palabras estaban un poco borrosas a causa de las marcas de los dientes de los
animales, pero de todos modos se podían entender: «Mientras estas letras crezcan,
también lo hará nuestro amor». Elizabeth se acercó para tocar las letras grabadas
preguntándose si no se estaría acostumbrando a tener alucinaciones.
Treenie tenía el vestido de Elizabeth entre los dientes y tiraba con fuerza.
—Hemos pasado la ciénaga —dijo Elizabeth tocándole el lomo—. Gracias a
Dios.
En respuesta, el aire se iluminó con el triple destello de una luz blanca y azul
seguida inmediatamente de un sonoro trueno. Demasiado cercano. Elizabeth se
deslizó hacia las piedras que había al otro lado y trepó a un alerce seco, a punto de
caer.
Treenie se apoyaba sobre sus rodillas, y Elizabeth estaba a punto de perder el
equilibrio. Miró a la perra temblorosa y luego alrededor. Bajo la luz blanca y azul que
parecía encenderse y apagarse continuamente, se veía el pelo erizado del animal. Y
entonces el trueno apagó todos los ruidos del mundo, el aullido de la perra roja, el
propio alarido de Elizabeth y el crujido de un árbol que se partía en dos, a pocos
metros de distancia, como si fuera un melocotón maduro.
Elizabeth pasó por debajo del alerce y salió corriendo.

* * *

—Seguramente está sentada al pie de un árbol en este momento.


La voz de Todd, más resentida y débil que antes, se oyó entre las sombras.
Echó un tronco y el fuego se avivó alrededor del leño. Entonces se agitó a causa
del goteo persistente que caía del agujero del techo.
—O tal vez esté vadeando en medio de la corriente —añadió tosiendo.
Nathaniel sentía un fuerte dolor en la espalda, pero no existía la menor
posibilidad de que pudiera respirar con facilidad si se acostaba. Maldiciendo en
silencio, se quitó una astilla de madera de bálsamo que tenía clavada y las manos le
ardieron a causa de la savia.
Hubo un destello de luz seguido de la respuesta del trueno.
—¿Alguna vez ha visto un hombre fulminado por un rayo? —prosiguió Todd.
—No —dijo Nathaniel moviendo los hombros para apoyarse mejor contra la
pared—. Pero la tormenta es joven y tal vez tenga el placer de verlo todavía.
—Si ella muere, el juzgado le quitará Lobo Escondido.
—Precisamente ayer usted pensó que yo la había matado a sangre fría.
—Bueno, en realidad ella es capaz de poner nervioso a cualquiera —señaló Todd

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—. He visto pumas heridos con una personalidad más acogedora.
Nathaniel hundió su taza en la olla del agua.
—¿Se da cuenta de lo que está diciendo? Todo su brillo desaparece, Todd.
—Dígame que la desea más que a la tierra que posee y le diré que es un
embustero.
—No tengo la fuerza suficiente para reaccionar ahora —dijo Nathaniel, cansado
—. Pero podré hacerlo luego, si quiere que pospongamos las cosas un poco.
Entonces se vio una mancha blanca más allá de la puerta abierta y un chillido
agudo como el de un buho luchando por su presa. Nathaniel miró mientras sentía que
el sudor cubría su frente.
—Usted ahora no puede amenazar ni a un conejo —observó Todd. Hizo una
pausa y se oyó masticar. Nathaniel casi se había quedado dormido de nuevo cuando la
voz de Richard volvió a oírse—. Además, si quería matarme, lo tendría que haber
hecho mucho antes. Cuando Sarah murió. Usted piensa que fue culpa mía. Sé que lo
piensa. Todos lo piensan. —Nathaniel notó que se le aceleraba el pulso y de pronto
sintió que ya no tenía sueño. Pese a lo difícil que le resultaba se mantuvo tranquilo—.
Pero no fue así. Nadie podía detener esa hemorragia. Curiosity tampoco pudo, ni su
madre, ni nadie. Hice cuanto pude. —La tormenta arremetió de nuevo y el fuego se
debilitó—. Joder, sé que está despierto. Diga algo, por lo menos.
—Usted está más enfermo de lo que me había imaginado —dijo Nathaniel—. Por
decir lo que está diciendo.
Richard gruñó.
—La fiebre le hace hablar a uno —dijo.
—Usted no tiene nada que decir que valga la pena oír. —Nathaniel apoyó su taza
y ésta golpeó la olla.
—No podrá rehuirme si quiero hablarle. Pero ya que dice que no quiere
escucharme, entonces déjeme hacerle una pregunta.
—Por el amor de Dios, Todd. Ahórrese el esfuerzo.
—¿Por qué se casó con ella?
Dejó que la pregunta quedara allí en suspenso, sin aclarar a cuál de las mujeres se
estaba refiriendo. La que desde hacía unos años yacía en la tumba con un niño, cuyo
padre no podía ser claramente identificado, entre los brazos. O la que estaba en medio
del bosque por su causa, que tal vez no lograra sobrevivir a aquella noche.
Nathaniel dijo:
—¿Si usted pudiera tener a una de las dos, a cuál elegiría?
—A Sarah —dijo Todd despacio pero sin dudar un momento—. Siempre Sarah.
Ella fue mía primero.
Nathaniel miró con dureza a Todd pero no pudo ver nada más que el brazo en el
que apoyaba la cara. Se preguntó si el veneno ya se le habría metido en la sangre para

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hacerlo hablar de esa manera tan desenfrenada.
—No se lo dijo, lo sé. Pero podría haber huido conmigo el invierno en que escapé
de Kahen'tiyo. Si hubiera querido.
—Sarah no tenía más que diez años entonces —señaló Nathaniel, tratando de
mitigar la irritación y rabia que había en su voz aunque sin conseguirlo.
Que Atardecer y su familia habían pasado aquel invierno en el poblado de los
kahnyen’kehaka era algo que Nathaniel no desconocía.
—Yo sólo tenía once años. Y ella quería venirse conmigo —dijo Todd—.
Entonces ya sabía que no pertenecía a aquella gente.
—Sarah era kahnyen’kehaka —dijo débilmente Nathaniel.
—Yo le enseñé a pensar de otro modo —replicó Todd—. Aunque no lo aprendió
bien hasta que volvimos a encontrarnos.
—Razón suficiente para matarlo. —Los dedos de Nathaniel se movían
nerviosamente y no encontraban reposo. Se esforzó por fijar su pensamiento en
Elizabeth y entonces dejó escapar tres penosos suspiros y luego tres más—. Pero no
lo haré, por lo menos ahora. —Cerró los ojos pero no le sentó bien. Hay cosas que no
desaparecen en la oscuridad—. ¿Y por qué me cuenta todo esto ahora? Después de
tanto tiempo.
—Estoy más grave que usted.
—Bueno, no tengo problema en escuchar su confesión —respondió Nathaniel.
—Ése no es el problema —dijo Richard—. Usted nunca acierta.
—Entonces dígalo de una vez, hombre. ¿Qué es lo que quiere de nosotros?
Se produjo una larga pausa.
—Mi pierna está infectada —dijo Richard—. Si ella no vuelve pronto, no tengo
muchas esperanzas de sobrevivir.
—En todo caso, nunca tendrá Lobo Escondido, ni vivo ni muerto.
—Pero usted me enterraría aquí —dijo Richard en voz baja—. Si no salgo de ésta
podría enterrarme al lado de Sarah.
—¿Y si sobrevive?
—Entonces haré todo lo que pueda para quedarme con la montaña —dijo
Richard.

* * *

Elizabeth se cayó por segunda vez tratando de subir a un alerce. La alfombra de


musgo cedió y ella se hundió hasta las pantorrillas quedando inmovilizada mientras el
mundo, azotado por el viento, daba vueltas a su alrededor, los relámpagos no cesaban
y los truenos eran cada vez más regulares y seguidos que los latidos de su corazón.
Con mucho esfuerzo consiguió sentarse en un saliente.

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Estaba tan mojada que no podía recordar lo que era estar seca. El vestido de ante
le pesaba y pensó vagamente en quitárselo y seguir el camino sin él.
—Como Eva en el Paraíso —se dijo en voz alta.
Treenie se movía cerca, los dientes le castañeteaban visiblemente. Elizabeth pasó
uno de sus brazos alrededor del cuello de la perra para calmarla y lentamente fue
sacando la pierna del barro. Sólo un rasguño profundo. Había comenzado a levantarse
cuando notó que la perra estaba tensa.
Justo al otro lado del arroyo, el esqueleto de un bálsamo seco caía a causa de un
rayo. Lo partió de raíz con un ruido tan nítido y palpable que Elizabeth pudo sentir
más que oír el estallido de la explosión; el bálsamo se convirtió en una llama y cayó
describiendo un arco lento y hermoso, como una antorcha que se apaga en un arroyo.
Incapaz de desviar la mirada o de cerrar los ojos, Elizabeth vio que del árbol se
desprendían un montón de ramas ardientes que se esparcían por el aire y avivaban el
fuego. Algunas caían pesadamente en el agua, pero una cayó a sus pies con un golpe
seco. Parpadeó y miró con atención tratando de encontrarle sentido. Un arrendajo
herido de muerte con las garras apuntando hacia ellas. La mitad de sus plumas se
habían agrupado extrañamente en un extremo de su cuerpo y la otra mitad estaba
quemada y despedía humo.
Elizabeth se levantó, se quitó el agua de la cara y siguió adelante.

* * *

Los ruidos familiares de la noche le reconfortaban un poco, el aullido habitual del


zorro, el eco de los buhos, los lobos, siempre gritando, el croar constante de las ranas
y el incesante canto de los grillos. Saliendo y entrando en el sueño alternativamente,
controlando el estado del fuego y de la tormenta, prestando atención a los ruidos que
emitía Richard, Nathaniel dormitaba, se dormía y pensaba en Elizabeth. Deseaba que
hubiera salido de la ciénaga, que fuera hacia el sur, en dirección a la casa de Robbie.
Deseaba que estuviera seca, que no se hubiera hecho daño y que se sintiera bien,
deseaba que estuviera de buen humor y que no se atormentara con sus pensamientos;
y que el viaje llegara a buen término. La deseaba a su lado.
Richard levantó la cabeza de repente sacando a Nathaniel de sus meditaciones y
despejándolo completamente. Tenía el pelo enredado, la barba sucia. A la luz del
fuego, los ojos azules brillaban salvajemente a causa de la fiebre, de la locura de sus
deseos y de un claro terror.
—¿Qué pasa? —preguntó Nathaniel con la voz tan tranquila como le fue posible.
Pero volvió a preguntar—. ¿Qué pasa? —esta vez con aspereza. Cogió el rifle, el
metal frío del cañón era tan familiar para él como cualquier parte de su cuerpo. Con
manos agitadas apretó el gatillo. El sonido se perdió en el crujido del fuego.

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El miedo era algo común en el bosque. Una vez, concentrado en apuntar a un
ciervo que huía, había perdido pie y comenzaba a deslizarse por la pendiente de un
peñasco. Siendo muy joven había visto a un jaguar desplazarse de lo alto de un árbol
a una roca para caer sobre la espalda de un muchacho y abrirle el cuello con sus
garras. Y más de una vez había tenido calambres en el agua helada. Pero el temor que
en aquel momento sentía era más frío, más indeterminado porque no tenía rostro, iba
más allá de lo que Joe le había descrito. No era un rostro que quisiera ver.
Con la mano herida apretada contra el pecho, Richard extendió la otra en
dirección a Nathaniel. «Espera —musitó—, espera».
Con la primera y débil luz del amanecer la enorme figura apareció de repente en
la puerta del refugio. Nathaniel movió las aletas de la nariz. Sudor, tabaco, olor de
castor y de grasa de oso, y todos los otros olores que componían el olor típico de los
kahnyen’kehaka. El miedo dio paso al alivio tan rápidamente que Nathaniel comenzó
a sudar. Bajó el rifle para limpiarse la mano con la manga.
El hombre que estaba en la puerta entró. La luz del fuego iluminó sus rasgos
rústicos: una vieja herida de hacha iba del nacimiento del pelo al lado izquierdo de la
cara; le faltaba una oreja. Nathaniel no lo reconoció, pero eso no importaba. Debía de
tener algún parentesco con Sarah. Y un kahnyen’kehaka, tanto si iba de viaje como de
caza, no andaba solo.
Después de tres latidos del corazón, Nathaniel se dio cuenta de que algo andaba
mal con Richard, que estaba encogido sin moverse al otro lado del fuego. Toda la
exaltación y la rabia habían desaparecido de su cara. Por encima de la barba, la piel
se asemejaba a la de un niño, pálida de temor.
El hombre, ceñudo, miraba fijamente a Richard. De repente, sin preverlo, abrió
unos ojos muy grandes. Sonrió sorprendido con su boca grande dejando ver en lugar
de los tatuajes que tenía en las mejillas los enormes dientes, su cara de guerrero se
transformó en la de un niño.
—Irtakohsaks —le dijo a Richard Todd—. Etshitewa 'kenha, ka-riwehs tsi
sahtentyonh [2].

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Capítulo 37

Una mañana tan cálida y con tanto sol parecía algo improbable después de una noche
de tormenta como la anterior. Elizabeth se despertó cuando empezaba a salir el sol.
Completamente mojada y con los músculos entumecidos, la sensación del sol en la
cara fue muy agradable.
Y había además un conejo, recién cazado y sangrando sobre la hierba, lo que
demostraba que Treenie se había procurado su alimento primero.
—Muy generoso por tu parte —le dijo Elizabeth elogiándola—. Pero ¿cómo crees
que voy a encender el fuego?
Se sentó y se desperezó, haciendo una ligera mueca. No tenía tanta hambre para
comer carne cruda, pero tenía que comer.
Por suerte encontró una grieta entre las rocas en la cual las hojas de otoño se
habían acumulado a una profundidad suficiente para preservarse de la humedad.
Entonces, pacientemente, logró encender un fuego con el cual pudo asar el conejo en
un asador improvisado con madera fresca. Se quemó los dedos y la boca y se comió
hasta las partes más crudas, mientras Treenie andaba de un lado a otro.
Le habría gustado mucho quedarse allí sentada y secarse completamente, lo
pensaba incluso cuando estaba recogiendo las cosas y preparándose para continuar.
En el fondo del hatillo encontró unas nueces olvidadas que partió con los dientes
mientras contemplaba lo que se había estropeado. La pólvora estaba mojada, pero en
una mañana llegaría a la cabaña de Robbie, si es que no se perdía. Podría arreglarse
sin el mosquete. Secó y puso aceite al cuchillo sin problemas. Finalmente se cambió
la cazadora por otra que llevaba de repuesto, que no estaba tan mojada como el
vestido que le pesaba en la espalda, se desató el pelo para que pudiera secarse con la
brisa y el sol, se guardó el broche en la parte interior de la camisa para no perderlo,
revisó su brújula y partió con los mocasines mojados y fríos rozándole los pies.
Cuando llevaba poco tiempo andando se dio cuenta de que estaba tarareando. Se
detuvo sorprendida y algo conmocionada ante una verdad muy desconcertante: ya no
sentía pánico. Pensar en Nathaniel la hacía avanzar con más rapidez, pero en algún
lugar durante la tormenta había desaparecido esa especie de miedo que le impedía
respirar y que había amenazado con derrotarla desde el momento en que había
disparado. Bajo los claros cielos, límpidos y brillantes, el pánico daba lugar a la
calma necesaria para cumplir su propósito.
El bosque se hacía menos tupido al transcurrir la mañana, hasta que se convirtió
en algo parecido a un prado, al menos como los prados que había visto entre los
grandes bosques del norte. Tendría casi media hectárea y estaba cubierto de hierba,
que crecía hasta la altura de las rodillas, y de arbustos. Al reconocer el lugar que

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Nathaniel había descrito, Elizabeth se detuvo otra vez para pensar en el recorrido.
Tendría que apartarse del río y marchar hacia el sur y luego subir la colina que vería
delante. Allí estaría la huella del ciervo, le había dicho Nathaniel, en un cruce con un
nido de castores abandonado.
De golpe, Elizabeth se encontró ante un animal escondido entre la hierba, un
diminuto cervatillo con grandes ojos redondos que la miraba sin temor ni interés.
Treenie quiso arremeter contra él.
—Cuida tus modales —le ordenó Elizabeth.
Contrariada, la perra salió corriendo en busca de un alimento que no fuera
censurado. Elizabeth también tenía hambre, pero al otro lado de la colina encontraría
el lago llamado Pequeño Perdido, al pie de la montaña de Robbie. Pensar en
retrasarse le resultaba intolerable.
Puso la brújula en su cinturón y una rodilla en tierra para atarse de nuevo uno de
los mocasines, sintiendo que su pelo, en aquel momento seco, caía como un velo
tocando sus mejillas y hombros hasta llegar al suelo. Llevar el pelo suelto le resultaba
extraño, casi tan desconcertante como habría sido caminar desnuda por el prado.
Sintiéndose de repente vulnerable, Elizabeth se levantó.
—No hace mucho tiempo, los indios habrían peleado para quedarse con esos
largos rizos que usted tiene —dijo una voz a sus espaldas—. Se habrían matado entre
ellos por el privilegio de quitarle la cabellera. Tiene un pelo magnífico, señora
Bonner.
Elizabeth suspiró profundamente y se dio la vuelta, sus pensamientos corrían tan
rápido como los latidos de su corazón.
Jack Lingo estaba ante ella, pudo ver cada uno de los pelos de sus cejas
arqueándose.
—Creo que la he sorprendido.
Desvió la mirada para ver por encima del hombro de ella. Treenie gruñía de un
modo que le habría puesto los pelos de punta a Elizabeth en otras circunstancias. El
trampero frunció los labios.
—¿Es suyo el animal? —preguntó adelantando el cañón de su rifle.
—Sí —dijo secamente Elizabeth.
El ruido del percusor contra el seguro sonó demasiado fuerte. Se acercó y empujó
con fuerza el cañón a un lado y lo sujetó con la mano cerrada. Sintió que le sacudía la
mano con el estallido del ruido y el humo. Por encima de su propia tos, oyó otros
ruidos: la maldición que lanzaba Lingo y el aullido del perro. Se volvió a tiempo para
ver una pata roja desapareciendo entre los árboles.
Elizabeth quiso ir tras ella, pero Lingo la había cogido de la muñeca, aunque no lo
bastante fuerte para hacerle daño.
—Déjeme —dijo Elizabeth.

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—Es sólo un rasguño gracias a su tonta intervención. No tiene que preocuparse
por el animal. —Levantó una ceja mirando a Elizabeth, que se había quedado
paralizada de golpe—. Usted no me cree, ¿por qué tendría que creerla yo? Pero en
este caso le estoy diciendo la verdad. Salió corriendo hacia el bosque para curarse la
herida. Vivirá.
Señaló con la cabeza en dirección a un largo tronco tirado en el suelo y la llevó
hasta allí para que se sentara. Ella no se sentó y vio que se le ensombrecía la cara a
causa de algo a lo que no podía dar un nombre exacto. No era rabia. Sintió que el
estómago se le revolvía.
—Señor Lingo —dijo y se interrumpió.
—Siéntese —dijo él—. Puede que tengamos que esperar un rato. Y por favor,
llámeme Jacques.
—Jacques —dijo ella—. Por favor, déjeme ir.
Al oírla esbozó una sonrisa. Tenía los dientes muy blancos e iguales, demasiado
grandes para su cara.
—¿Cree que soy tonto? Usted me engañó la otra vez, señora. Esta vez esperaré a
que llegue su esposo para enfrentarme a él. Tal vez con su ayuda podamos resolver el
malentendido que hay entre nosotros. —Elizabeth no podía ordenar sus
pensamientos. Él intentaba que se quedara allí, pero no podía retrasarse. La cara se le
llenó de sudor mientras la miraba atentamente—. ¿A menos que ya haya enviudado?
—No —dijo dando un salto.
Lingo se acercó y cogió el mosquete inutilizado que ella llevaba en el cinturón.
Golpeaba el cañón contra uno de sus dientes, pensativo.
—¿Tan pronto se cansó de la vida de casada? No, no lo creo. Él atrae a las
mujeres. Había una mujer en Buenos Pastos que lo habría seguido a cualquier parte
sólo por estar una vez con él. Pero él no estaba interesado entonces en tener esposa.
O, digamos, en tener una esposa pobre. Pero la estoy aburriendo.
—Señor Lingo —comenzó a decir Elizabeth—. Venga conmigo si lo considera su
deber, pero hay algo que tengo que hacer y que no puede esperar.
—¿Qué no puede esperar?
Elizabeth se sentía incómoda, trataba de comportarse normalmente, de mantener
una expresión neutral. Decirle a aquel hombre que Nathaniel estaba malherido e
indefenso a un día y medio de viaje de allí no le parecía conveniente. Por otra parte,
si no se lo decía no la dejaría marcharse en todo el día, lo que podría ser desastroso.
No dudaba que podría perseguirla y alcanzarla, pese a su pierna mala. Recordando la
cara de Nathaniel cuando la encontró después de su última conversación con Lingo,
sabía que tenía serios problemas en aquel momento.
—Tengo que ir a buscar a Robbie —dijo por fin—. Hubo un accidente. Richard
Todd está herido. Nathaniel no lo puede trasladar solo.

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Los ojos azules se hicieron más pequeños.
—No tengo paciencia con las mujeres embusteras —dijo—. He aliviado de su
lengua a más de una de esa calaña.
Elizabeth se levantó y trató de reunir cada porción de dignidad que poseía.
—Richard Todd está herido, y yo voy en busca de Robbie. Y por favor, quiero
que me devuelva mi mosquete.
Lamentó haber dicho «por favor». Eso suscitó una sonrisa indeseable.
—Maisnon, usted no puede irse tan pronto. Además no le serviría para nada.
Robbie no está.
—¿No está? —Trató de aclararse la garganta—. Si está recorriendo la línea de
trampas, volverá pronto. Ahora bien —dijo e intentó dar un paso adelante—,
perdóneme pero…
—Pero no lo haré. Mire, ahí viene un viejo amigo suyo. Tal vez usted encuentre
su conversación más agradable. —Hasta en la más completa oscuridad, el olor habría
sido suficiente para saber quién era el hombre que se acercaba por detrás de ella—.
Alemán Ton —dijo Lingo—. La hermosa señora Bonner de la que tan a menudo
hablas. Creo que podremos acampar en este mismo lugar, ¿no le parece?
Al atardecer ella hizo el primer intento de escapar, pero fracasó. Los hombres
habían estado bebiendo durante horas, peleando y cantando alternativamente. A veces
parecía que se olvidaban de ella y otras veces hablaban de ella sin tapujos, como si no
pudiera entender lo que decían.
Elizabeth siguió el recorrido del sol en el cielo sintiendo que la piel de la nariz y
de las mejillas se le quemaba y se le estiraba a causa de sus rayos. Lingo no le
permitiría cambiar de posición; caminaba con ella hacia el comienzo del bosque
cuando la soltó y dio media vuelta lentamente después de un inquietante momento en
que él pareció estar observándola.
Ella calculó la hora, serían las tres de la tarde cuando se quedaron dormidos.
Lingo estaba apoyado en un árbol, con el rifle en el vientre, las piernas cruzadas y la
barbilla caída sobre el pecho. Alemán Ton, dos veces más ancho, estaba tendido en la
hierba del prado con la boca abierta hacia el cielo, y la barba espesa mojada de saliva.
Elizabeth los vio respirar durante un largo rato y luego sencillamente se levantó y
echó a andar.
Cuando había llegado a la salida del bosque sintió que un disparo impactaba en la
rama de un árbol, encima de su cabeza. Lingo la había atrapado antes de que ni
siquiera pudiera pensar en correr. Sin decir una palabra la cogió del pelo y la hizo
volver al campamento. No quería darle el gusto de verla llorar, pero no podía impedir
que las lágrimas de dolor corrieran por su rostro.
Esta vez no mantuvo sus buenos modales. La cuerda era vieja y estaba pegajosa
debido a alguna sustancia que Elizabeth no sabía ni quería identificar. Le ató la

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muñeca izquierda con un extremo y sujetó el otro a su cinturón. Entonces cayó al
suelo gruñendo y frotándose los botones de la bragueta. Se rió con fuerza cuando ella
desvió la mirada.
—¿Qué te parece, se habrá cansado de ella? —preguntó Lingo a Alemán Ton—.
Es difícil de imaginar. Pero a lo mejor ella es fría.
—Sabe leer —señaló Ton—. Es maestra.
Lingo escupió al fuego.
—Tendríamos que raparle la cabeza —dijo con aire pensativo, inclinándose hacia
ella para tocarle un rizo que le caía en el hombro—. Sin heridas, incluso así sería un
mensaje claro.
Ella dio un salto. Un rato antes había pensado que no le serviría de nada
involucrarse en una discusión con ninguno de aquellos hombres, por lo que se mordió
la lengua y se esforzó por mantener una expresión serena. Pero cada hora que pasaba
le resultaba más difícil.
Lingo había descorchado otra botella y bebía de nuevo, y mucho.
«No tengo sed —pensaba Elizabeth—. No tengo sed».
Él se acercó apoyado en un codo y quiso invitarla. Ella apretó los labios hasta
formar una línea fina y parpadeó lentamente.
Lingo bajó la botella pero se quedó tendido delante de ella, mirándole la cara.
Tenía la barba grisácea y muchas arrugas alrededor de los ojos y a los lados de la
boca. La piel del cuello era flácida.
—Usted es mayor de lo que parece —dijo Elizabeth en voz alta, sorprendida por
el vigor de su propia voz, pues hasta entonces había permanecido en silencio.
La expresión de Lingo se hizo más dura y emitió un ruido de disgusto. Entonces,
con la boca cerrada y las elegantes cejas dibujando una uve, acercó una mano con un
lento y deliberado movimiento y le rodeó un tobillo. Ella pudo sentir el calor de la
palma de la mano a través del cuero del mocasín, la longitud de su dedo pulgar, la
firme presión de las puntas de los otros dedos.
Cuando Elizabeth se puso colorada, él sonrió y le soltó el tobillo.

* * *

Al caer la noche los hombres encendieron un pequeño fuego y cocinaron un pavo.


Ton lo había cazado. Lingo le ofreció a Elizabeth un pedazo de carne cocida.
—¿Cuánto tiempo cree que tardará Todd en morir sin atención médica? —
preguntó con voz jovial—. Tal vez haya muerto ya y sus problemas con la montaña
hayan terminado. Entonces todavía tendrá una deuda conmigo.
Alemán Ton estaba chupando un hueso. La cara, iluminada por el fuego, brillaba
llena de grasa. Miraba a Elizabeth y a Lingo con su habitual expresión absorta. Ella lo

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observó también y le sostuvo la mirada hasta que él parpadeó y miró hacia otro lado.
Toda la tarde había soportado las burlas de Lingo. Elizabeth abrigaba alguna
esperanza en él.
—No es muy amable por su parte no querer conversar conmigo —dijo Lingo
suspirando—. Y Ton, que nos acompaña, tiene una visión muy limitada del mundo.
—¿Ha recibido alguna otra carta de su hermana? —preguntó Elizabeth a Ton.
Lingo levantó la voz.
—Claro que tal vez Todd y Bonner estén muertos. En tal caso usted necesitará
consuelo. ¿Qué prefiere, la ayuda de Ton… o la mía?
—Si todavía tiene la carta —persistió Elizabeth—, me gustaría mucho volver a
mirarla.
—Está intentando seducirte. Dile que no hace falta que se esmere mucho.
Elizabeth estaba contenta de que se hiciera de noche, esperaba que esto
disimulara el color de su cara. Alemán Ton la miraba y ella se las arregló para
dirigirle una discreta sonrisa.
—¿La carta? —repitió.
—Ya no la tengo —dijo Ton—. No la necesitaba después de que me la leyeron.
—Ah, qué pena —dijo Elizabeth contrariada—. Entonces tal vez me pueda contar
algo de su vida.
Lingo rió ligeramente.
—Oui, Ton. Háblale del día en que estuviste a punto de matar a su marido cerca
de la escuela. —Elizabeth se sorprendió. Ton había bajado la mirada y estaba
atizando el fuego con un palo—. Por cinco pieles de castor. Eso era lo que costaba
matar a su precioso marido. Pero no lo logró, y no consiguió nada.
Llena de furia pero con frialdad, Elizabeth dijo:
—No me había dado cuenta de que usted era tan haragán. Hacer que un hombre
de mente simple pelee por usted.
Antes de que ella se diera cuenta de lo que iba hacer, Lingo se había acercado al
fuego. Usó el dorso de la mano más que el puño, pero aun así la cabeza de Elizabeth
cayó hacia atrás y sintió el gusto de la sangre en la boca. El golpe resonaba dentro de
su cabeza.
—Déjeme mostrarle ahora lo que Ton haría por una piel de castor —dijo Lingo
—. Creo que le resultará de lo más instructivo. Si su olor no la derriba primero. Y
luego yo le demostraré que soy muy capaz de atender mis propios asuntos.
—Nathaniel y Ojo de Halcón irán tras su rastro —dijo Elizabeth con la voz rota.
—Los bosques del norte son muy grandes —dijo Lingo—. Y los conocemos
mejor que sus hombres.
—Pero piense —dijo Elizabeth lentamente—. ¿Es que yo valgo lo suficiente para
que pierda la oportunidad de tener el oro?

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La sonrisa de él terminó de asustarla. A la luz del fuego, sus ojos pálidos parecían
carecer totalmente de color.
—Tal vez —dijo—. Tal vez valga la pena. Y me da la impresión de que usted es
una mujer que grita. Una debilidad que tengo, un gusto que me doy en ocasiones.
En aquel momento echaba más leña al fuego. Mientras hablaba, se oía el crepitar
y el olor de la resina quemada. Una explosión de chispas salió volando hacia el cielo
oscuro. Elizabeth las miró saltar, parecían espíritus maléficos.
Levantó la mano como si la saludara. La cuerda que los mantenía atados pareció
cobrar vida y daba vueltas alrededor de su cintura, una, dos veces, hasta que se quedó
estirada sobre el fuego que los separaba. Elizabeth pudo resistir el primer embate sin
moverse. Observaba cautelosamente y levantó la barbilla.
Lingo tiró más fuerte y ella se levantó de golpe. Otro tirón y cayó de rodillas
delante del fuego, trató de levantarse.
Lingo cogió la cuerda con ambas manos. Dándose cuenta de que intentaba que
fuera a parar a las llamas, Elizabeth comenzó a luchar con todas sus fuerzas tirando
cuanto podía hacia el lado contrario.
—Basta —dijo tranquilamente Alemán Ton.
Lingo se echó a reír hasta quedar sin respiración.
—No la mataré —dijo tirando de nuevo hasta que ella volvió a caer, esta vez casi
en el fuego—. Sólo un par de cicatrices para que aprenda a contener la lengua.
La piel de la muñeca de Elizabeth se había rasgado, pero estaba tan concentrada
en el fuego que ni lo notaba, como tampoco notaba la sangre que manaba. Luchaba
por levantarse, cediendo dos centímetros por cada uno que ganaba. Tenía las puntas
de los mocasines rotas. Echando hacia atrás la cabeza en un esfuerzo por apartar el
pelo de las llamas, vio que Alemán Ton se dirigía hacia ella. Su rostro grande y
plácido se acercaba con determinación.
Al llegar junto a ella, Ton agarró la cuerda justo delante de donde ella la sujetaba
con sus manos debilitadas. Durante un breve y extraño momento Elizabeth recordó
los juegos de la infancia con sus primas. Entonces Ton gruñó con fuerza y tiró. Con
un grito de rabia Jack Lingo fue arrastrado hasta el fuego desparramando las brasas
por todos lados.
Ambos rodaron, Elizabeth se levantó tratando de recuperar la respiración normal
y observando a Lingo que gritaba y se quejaba mientras se sacudía el fuego. Tenía
quemaduras en la cazadora y en los pantalones y una ampolla roja en la mano.
Entonces la miró y ella supo que las historias terribles de Jack Lingo que
Nathaniel no había querido contarle, eran ciertas. Él sonrió y ella sollozó.
Él tiró de nuevo de la cuerda y sacó un cuchillo de un estuche del cinturón y la
cortó de un simple golpe. Entonces fue hacia donde estaba Alemán Ton.
Elizabeth retrocedió. Los hombres estaban frente a frente y caminaban en círculo,

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Lingo atento y moviéndose ligero, Alemán Ton como un oso, todo músculos y fuerza.
Ella pudo oír el sonido de la respiración de Ton por encima de la retahila de
maldiciones en francés y en inglés de Lingo, que gritando arremetió contra el gigante
y arrojó todo su peso contra él.
Sin detenerse a pensar en el final de la pelea, Elizabeth dio una vuelta alrededor
del fuego para coger las provisiones con la vista puesta en los hombres mientras
movía las manos rápidamente. Cogió el cuchillo, el hatillo y el mosquete y se dio
media vuelta, luego miró atrás. No había tiempo de rescatar el anillo de bodas ni el
broche de plata que le había quitado, tampoco había tiempo para lamentarse. Después
de un instante de duda, también cogió el rifle de Lingo y salió corriendo hacia el
bosque.

* * *

La luz de la luna permitía distinguir las sombras del prado, pero en el bosque
cerrado se encontró sumida en la oscuridad. Elizabeth se detuvo, cerró los ojos e hizo
un esfuerzo para respirar hondo.
Oyó un ruido por encima de su cabeza, entre el follaje de los árboles, y levantó la
mirada para ver el destello de un pecho blanco. El buho cantó y el pulso de Elizabeth
se hizo más lento.
Si había ganado la pelea y Elizabeth se temía que así había sido, Lingo la estaría
persiguiendo. Alemán Ton había atraído sobre sí la furia de Jack Lingo y le había
dado aquella oportunidad; y probablemente lo habría pagado muy caro. Ella no podía
sentirse agradecida por eso en aquel momento. Sólo podía pensar en seguir huyendo
y en encontrar a Robbie.
Iba ajustando su visión a la oscuridad para distinguir las siluetas desdibujadas de
los árboles.
La gente de ojos azules tiene ventaja en los bosques durante la noche, eso le había
dicho una vez Nathaniel cuando habían acampado una noche sin luna. Él había
guiñado uno de sus ojos color avellana y la había llevado bajo la sombra de los
árboles de bálsamo donde sólo había existido Nathaniel y ninguna otra cosa, ningún
otro pensamiento hasta que salió el sol. Ella no temía a la oscuridad, nunca la había
temido. Pero Jack Lingo la había mirado a través del fuego y en sus ojos se revelaban
amenazas que no quería ni imaginar.
Elizabeth sintió de pronto un ligero temor y tocó las armas que llevaba consigo.
Mientras palpaba el mosquete que tenía en el cinturón se dio cuenta de que se había
olvidado de la pólvora.
En cambio, tenía el rifle de Lingo. Por la tarde había visto cómo lo limpiaba,
puliendo primorosamente el arma. Un rifle Kentucky, había dicho con notable orgullo

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en la voz, a pesar del fingido aire de desinterés en la conversación que mantenía con
Elizabeth. Pasó la mano a lo largo del rifle en la oscuridad, familiarizándose con sus
dimensiones, rozando ligeramente el gatillo. Estaba listo, pero hacer un disparo
certero sobre un blanco móvil sería un milagro.
«Los milagros son un lujo que no nos podemos permitir —se dijo tristemente—.
Sólo puedes confiar en tus fuerzas».
Elizabeth se pasó la correa por encima de la cabeza, se puso el rifle a la espalda y
siguió caminando con cautela. Pensaba en Treenie en aquel momento y sintió que una
enorme pena inundaba su corazón.

* * *

Había temido el hambre y el agotamiento pero en cambio se sintió llena de


energía, una energía que la dominaba y que aceleraba su paso. Cuando los ruidos de
la noche habían comenzado a remitir y pudo distinguir algunos trozos irregulares de
cielo, Elizabeth comenzó a confiar en que había logrado burlar a Jack Lingo. Pronto
llegaría a la cima de la colina y allí habría suficiente luz para mirar la brújula.
Caminando deprisa con las primeras luces del día, podría llegar a casa de Robbie en
dos horas.
Encontró un manantial; bebió contenta de sentir el frescor del líquido. Juntó agua
con las manos y mojó sus mejillas quemadas por el sol. Cuando miró hacia arriba se
dio cuenta de que ya había suficiente luz para distinguir los helechos y las hierbas que
rodeaban el manantial. Cogió una rama de menta silvestre, se guardó la mitad en la
blusa, se frotó la otra en la mejilla y volvió a beber.
Como podía moverse con más soltura y rapidez, Elizabeth apresuró el paso
deteniéndose de vez en cuando para escuchar. Cerca de la cima de la colina se volvió
a parar y sintió que el pulso se aceleraba. Seis semanas en el bosque bajo la tutela de
Huye de los Osos, Robbie y Nathaniel le habían permitido aprender muchas cosas.
No siempre podía ponerle nombre a lo que oía, pero podía distinguir lo que estaba
fuera de lugar. Un crujido ligero podía significar la presencia de un alce, pero
también de un ser humano. Miró hacia arriba, a la colina, esperando llegar al claro de
la cima. No sabía qué ventaja le traería aquello, pero era su meta en aquel momento y
hacia ella se dirigía.
Entonces se detuvo al borde de un pequeño claro. Temerosa de apresurarse, dudó.
Se detuvo al oír una voz que hablaba en voz alta y clara.
—No corras —dijo él tranquilamente—. Es un gasto de energía inútil. Al fin y al
cabo te atraparé.
Pero ella corrió sin mirar atrás. Sintió que el cuchillo de él chocaba contra el rifle
que tenía en la espalda y lo oyó maldecir y detenerse para recuperarlo. Corrió más

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rápido dirigiéndose de nuevo hacia el bosque, los dedos de los pies se doblaban
fácilmente sobre una pequeña corriente de agua. Las ramas se enredaban en su pelo
como manos que trataban de atraparla. Elizabeth oyó a Lingo tras ella y corrió
todavía más.
El grito pareció el de una mujer, alto y agudo. Esto hizo que se parara como nada
podría haberla detenido excepto la voz de Nathaniel. Elizabeth se dio la vuelta muy
lentamente y vio a un jaguar saltando de un árbol para caer sobre él. Ella había
pasado junto al árbol sólo unos minutos antes.
Elizabeth estaba quieta respirando con grandes bocanadas mientras observaba la
escena. Incapaz de irse, incapaz de correr como sabía que tenía que hacer, vio con
espanto la pelea entre la bestia y el hombre y luego para su sorpresa, con involuntaria
admiración, vio que Lingo se apartaba del animal agonizante.
Se quedó mirándola, le salía sangre de los zarpazos que había recibido en el
cuerpo y tenía el cuchillo ensangrentado a un lado. Ella echó a correr de nuevo, y de
nuevo cayó.
En pocos segundos estaba sobre ella, con un pie en su espalda mientras trataba de
cortar la tira que enganchaba el rifle. No tenía el menor cuidado con el cuchillo, el
filo quemaba. Entonces volvió a levantarse y le dio una patada que la hizo rodar y le
puso la cara frente a la suya. Lingo se agachó, tenía el aliento rancio, los ojos
inyectados en sangre. El sudor y la sangre caían sobre ella. Oyó un gemido
desesperado y supo que era el suyo.
—Esto tardará mucho —dijo sin molestarse en sonreír esta vez.
Ella trató de apartarse y él la pegó. Y volvió a pegarla hasta que se quedó quieta
mirando su cara y el follaje de los árboles con los oídos zumbando. Había un cerezo
silvestre con delicadas flores blancas que servía de fondo al rostro herido de Lingo.
Era una imagen muy extraña. Elizabeth sonrió.
Lingo se molestó por aquella sonrisa y su rostro se ensombreció. Posó sus ojos en
los pechos de ella. Con el cuchillo le cortó la primera cinta, cerca del cuello.
—No hay ninguna prisa —dijo con un brillo salvaje en los ojos—. Primero le diré
lo que estoy pensando.
Hablaba en francés en aquel momento, en voz baja y tranquila, hablaba y hablaba
mientras jugaba con el cuchillo, apoyando la parte roma de la hoja en la mejilla de
Elizabeth, tocando con la punta el rabillo de sus ojos. Ella se dio cuenta de que el
acero tenía su propio olor, intenso y frío.
Elizabeth habría querido tener la capacidad de cerrar los oídos como podían
cerrarse los ojos. Daba vueltas a la cabeza tratando de pensar algo. No podía alcanzar
su cuchillo y el mosquete estaba inutilizado.
—Veo que ha perdido el interés que tenía —dijo él.
Él cuchillo se alzaba de nuevo, esta vez cortándole la piel junto con la cinta. El

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sonrió y un hilo de sangre apareció en el cuello de Elizabeth.
—Ah —dijo levantando la cadena de plata con la punta ensangrentada del
cuchillo—. Así que me ha estado ocultando sus tesoros.
—Tómelo… —dijo Elizabeth.
—Ah, sí, lo cogeré, pero luego, cuando… terminemos.
Si ella se resistía, tal vez la matara rápidamente. Por un momento, no supo si eso
no sería lo mejor.
Trató de recordar el rostro de Nathaniel, pero no lograba que acudiera a su mente,
como si él no pudiera soportar verla a merced de Jack Lingo.
Elizabeth lloraba. Lingo le pegó y sus labios chocaron contra los dientes. Mojó un
dedo en la sangre y se lo pasó por los pechos ya desnudos. Ella comenzó a vomitar.
Lingo se apartó con la cara torcida de asco. Elizabeth se levantó y apoyada sobre
manos y rodillas vomitó sobre la hierba. Todo su cuerpo se sacudía.
Oyó cómo se alejaba. Dejó la cabeza colgando para que saliera lo último que
quedaba en su estómago, bilis o sangre, menta y amargura; entonces, levantó la
cabeza y oyó algo inesperado.
Estaba a un metro de distancia de espaldas a ella, con un hombro apoyado en el
tronco del cerezo. Le pareció casi cómico que se preocupara por darle la espalda
mientras orinaba. Emitió algo que se parecía a una risa.
A su lado estaba el rifle, con el cañón brillante a más de un metro de distancia, el
arma reluciente con el cargador y la tapa de bronce. Había algo grabado en la
superficie de metal, un escrito adornado. Veía doble, pero de todos modos pudo leer:

VOS ET NUL AUTRE

«Tú y no otro». Los dedos de Elizabeth se deslizaban por el frío metal.


«¡Despiértese ahora! —Era la voz de Curiosity—. No puede estar durmiendo todo
el día mientras la comida está en el fuego».
Cuando él iniciaba su marcha en dirección a ella, Elizabeth conseguía levantarse
con el cañón del rifle entre las manos como si fuera un palo de criquet. El alarido que
lanzó pareció dejarlo paralizado, desgarrándole las entrañas, por la fuerza y rabia
contenidas que había en aquel grito. Con una expresión casi resignada y una ceja
alzada a causa de una admiración no deseada, Lingo siguió con los ojos la trayectoria
del tiro.
El disparo penetró por encima de la oreja izquierda. El hueso hizo un ruido que
Elizabeth jamás había oído; sintió que el cráneo de Lingo se rompía como un
escarabajo bajo un pie. La fuerza del disparo hizo que ella retrocediera y que tirara el
arma justo en el momento en que él caía al suelo.
Se quedó mirándolo, con los brazos colgando.

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Cayeron algunos pétalos. Dibujaban hermosas formas en la superficie morada del
agua; cubrían la masa revuelta del pelo del hombre. Tenía los ojos abiertos y una
expresión intrigada.
Elizabeth miró hacia lo alto y dio un grito de satisfacción que subió formando una
espiral hasta el cielo.

* * *

Lo dejó allí como estaba y se fue sin armas, sin provisiones. Cuando había
recorrido un kilómetro se detuvo a escuchar, y no percibió señales de él; se sentó en
el suelo del bosque. Después de un largo rato se levantó, se limpió la cara sucia con
su propio pelo y miró la brújula. Estaba fuera del camino, pero no demasiado. Echó a
andar.
Cuando llegó a Pequeño Perdido se detuvo y se dejó caer en la orilla, luego entró
en el agua y se sumergió durante todo el tiempo que pudo aguantar. El frescor del
agua era una bendición para sus cortes y contusiones. Bebió hasta que no pudo más y
finalmente salió a la costa donde se tumbó con la mejilla amoratada, apoyada sobre la
arena fría. Un somorgujo nadaba cerca, sus ojos rubíes se volvían hacia ella, mientras
se preguntaba qué sabor tendrían los somorgujos.
El sendero que llevaba al campamento de Robbie le resultó familiar. Habría sido
mejor correr, pero no le quedaban fuerzas. Los pies le dolían mucho y tenía la cara
destrozada. Se preguntaba si Robbie la reconocería.
Por fin llegó al claro. Los bancos gastados de tronco y los asadores de piedras
alineadas, las ordenadas filas de trampas colgadas en el techo, el montón de leña. No
había fuego encendido, ninguna señal de Robbie. Llamó en voz alta y no obtuvo
respuesta alguna salvo el graznido de un cuervo. Fue a mirar en un bosque de pinos
cercano y vio un pájaro balanceándose delicadamente en una rama de arce. Su pecho
negro polvoriento estaba manchado de yema de huevo y trozos de cáscara. El
petirrojo aleteaba y se estremecía mientras el cuervo atacaba de nuevo su nido.
Elizabeth se preguntó si sería posible morir de desesperación.

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Capítulo 38

Soñó con Huye de los Osos, pero en su sueño él era pequeño y tenía la cara suave y
lampiña. No obstante, como siempre, despedía su característico olor a grasa de oso y
a sudor. Ella se acurrucó y trató de dormir más profundamente para que los sueños no
necesitaran el olor para enviar su mensaje.
Pero sentía ruidos en el estómago y agujas de pino se le clavaban en lugares
incómodos. Además seguía sintiendo el olor de la grasa de oso, esta vez acompañado
por una voz, una voz reconocible.
Elizabeth se levantó de un salto y se golpeó la cabeza con Nutria.
—¡Vaya! —susurró él—. Eres tú.
—Nutria —dijo dando un profundo suspiro para tranquilizarse.
Le cogió los dos antebrazos con sus manos, apretando fuerte.
—¿Tienes comida?
La expresión de sorpresa y desconcierto que se dibujó en la cara de Nutria cedió
pronto el paso a su sentido del deber. Desapareció un momento y volvió antes de que
ella pudiera seguirle y le puso un pedazo de venado seco en una mano y una torta en
la otra. A Elizabeth se le hizo la boca agua.
Mientras comía, Nutria la miraba. Ella vio que los ojos del muchacho se movían
inquisitivamente como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
—¿Tan mal estoy? —preguntó por fin entre un bocado y otro.
Él parpadeó en señal de afirmación.
Repentinamente exhausta de nuevo, Elizabeth se tendió en el suelo, miró el
firmamento y se sorprendió al darse cuenta de que todavía era muy temprano, faltaba
mucho para el mediodía. Entonces, no habría dormido más que una hora.
—¿Nathaniel? —preguntó Nutria preocupado.
—Está vivo —dijo ella.
No solía llorar; siempre se había sentido orgullosa de eso, de su habilidad para
controlar los excesos de dolor o de ansiedad hasta poder desahogarse en privado.
Pero en aquel momento, aunque encontró las palabras necesarias para contar lo que
había pasado con calma y de forma que se la entendiera, las lágrimas rodaban
incontenibles por su cara y caían en lo que quedaba de su camisa. Concluyó tan
rápido como pudo, lo único que no contó fue lo que no soportaba relatar: cómo
Nathaniel había recibido el disparo y lo que la había retrasado en el camino. Nutria
era joven, pero su reserva le recordaba a Osos. Se sentía infinitamente agradecida
porque él no le preguntó por las heridas que tenía en la cara.
—Tenemos que ir a ayudar a Nathaniel y a Todd. —Los ojos de Nutria chispearon
al oír el segundo nombre, y Elizabeth recordó que quedaban asuntos pendientes entre

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Richard y Nutria. Trató de recordar lo que Nathaniel le había contado de la marcha a
Canajoharie, pero le dolía la cabeza y le parecía que el mundo giraba a su alrededor
—. Pero Robbie… —continuó Elizabeth pensando en su fuerza, en su experiencia y
en el cariño que sentía por Nathaniel. Si alguien era capaz de salvar a Nathaniel de un
desastre, sin duda era Robbie—, ¿no sabes dónde está?
—No hay tiempo que perder, no podemos esperarle —señaló Nutria.
Elizabeth no podía ocultar su contrariedad, aunque no tenía el menor deseo de
ofender a Nutria. Pero él la estaba mirando con la frente fruncida; Elizabeth
descubrió por primera vez la imagen de Atardecer en él, la misma determinación.
—Tenemos que limpiar tus heridas antes de partir —dijo Nutria desapareciendo
en dirección a la cueva.
Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Elizabeth, quería tener respuestas
inmediatas para todo. ¿Qué estaba haciendo Nutria en el bosque si Hannah, Ojo de
Halcón y los otros estaban reunidos y seguros? ¿Cuándo saldrían? ¿Cuánto tardarían
en llegar? Nutria creía que Nathaniel seguía vivo, pero ella no se atrevía ni siquiera a
pensarlo, no quería recordar el tiempo perdido ni tampoco lo que había dejado al pie
del cerezo. Aún no se había rendido, y no se rendiría hasta que no lo hubiera
enterrado o estuviera ella misma muerta.
Nutria volvió corriendo con las manos llenas de todo lo necesario para curar sus
heridas.
Elizabeth se levantó y lo ayudó.

* * *

De nuevo en el camino, con las heridas limpias y vendadas y con la protección de


Nutria, que siempre estaba a la vista, Elizabeth se sentía flotar en el aire. Sabía que
estaba a punto de desmayarse, y que pronto le pediría que se detuvieran a acampar.
Pero sólo había pasado una hora desde que habían iniciado la marcha y ella sentía la
presión del tiempo tanto como el dolor que le producían los moretones que tenía
cerca de las costillas.
Y además, estaba el asunto del cerezo. En menos de una hora llegarían allí, y
entonces no habría más remedio que dar explicaciones. Elizabeth quería olvidar el
episodio, se puso un pedazo de torta en la boca y comenzó a masticar lentamente
mientras se concentraba en andar sin tropezar.
Había estado preocupada porque Nutria era demasiado joven, por su
comportamiento impulsivo. Mientras caminaba tras él, pensaba en el disparo que
había hecho desbocarse a los caballos y en las consecuencias que ello podría haber
tenido. Pero lo habían entrenado hombres en los que ella confiaba y a los que amaba,
y él había adquirido la manera de andar de ellos, su seguridad y su porte. Exploraba

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el terreno con atención, con el rifle preparado. De momento ella estaba encantada de
seguirlo. Aquella tranquilidad no duraría tanto como su colección de moretones; esto
lo sabía muy bien. Pero por el momento daba gracias a Dios por la presencia de
Nutria, que andaba a buen paso y no la sobreprotegía.
Sintió que sería capaz de pasar por el lugar que estaba al pie del cerezo. No tenía
nada que esconder; no podría esconder nada, de hecho. No dejaría que Jack Lingo se
levantara de su tumba para intentar separarla de Nathaniel. No es que tuviera una
tumba; y aunque la tuviera…
Pero finalmente reconoció la curva del camino y sintió que no podía seguir.
Nutria avanzó unos pasos más sin darse cuenta de que ella se había quedado atrás.
Entonces Elizabeth oyó algo semejante a una exclamación seguida de un largo
silencio.
Un roble seco había caído en un charco no muy grande. Ella no se había dado
cuenta la vez anterior. Por encima de la superficie cubierta de espuma verdosa que
blanqueaba el agua sobresalían unas ramas que contrastaban con el color de un hueso
viejo que apuntaba al cielo. En cada rama había un grajo; sus plumas oscuras
brillaban a la luz del sol. Elizabeth contó catorce, inmóviles y con los ojos fijos en
ella. No recordaba haber visto grajos en aquellos bosques en otras ocasiones.
Parpadeó mientras se preguntaba si no lo estaba imaginando o si tal vez eran parte de
aquel otro bosque que parecía estar siempre allí, bajo la superficie del agua: el bosque
de los perros rojos y de los hombres de piedra, de los pájaros de plumas irisadas y de
los enamorados que vagaban por la ciénaga murmurando frases tiernas en latín. Su
habilidad para sacar alguna conclusión al respecto siempre había sido escasa, tan
falible como el disco de madera que colgaba entre sus pechos. Tocó con un dedo la
joya de Joe y observó que los pájaros salían volando.
Entonces vio a Nutria ante ella. Levantó la barbilla para mirarlo a la cara. Tenía
los ojos oscuros, pero se asemejaban a los de ella al menos en una cosa: en ellos se
podía leer lo que sentía en aquel momento. Y lo que vio le pareció en un primer
momento increíble.
—Awiyo, aktsiá [3] —dijo él con voz ronca.
Nutria abrió las manos. En la izquierda tenía una moneda de oro grande que
brillaba en contraste con la piel de color bronce; su alteza real el rey Jorge II parecía
estar mirándola, como si aprobara el haber cambiado de mano. En la otra mano,
Elizabeth se puso pálida al verlo, tenía un diente. Largo, amarillo y muy curvado.
Todavía con sangre.
Nutria la sujetó; sus dedos y la moneda hacían presión sobre sus hombros.
—El jaguar —dijo amablemente.
Entonces puso el diente junto con los otros que había en su collar, en el que
también se veían garras, como si quisiera explicarle para qué servía.

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—Sí, por favor, quédatelo.
Elizabeth sintió náuseas y un ligero mareo.
—No —dijo Nutria con firmeza—. Tú tienes que usarlo, tienes derecho.
Él tocó su collar y luego el colgante de Elizabeth, la joya de Joe y la flor de plata
que había pertenecido a la madre de Nathaniel.
—Yo no maté al jaguar —dijo ella. Le había cambiado la voz y comenzaba a
estremecerse.
—Pero él lo mató y tú lo mataste a él. —Nutria hizo una pausa—. ¿Es Lingo,
verdad? He oído hablar de él, pero no lo había visto nunca.
Nutria era unos diez años menor que ella, pero Elizabeth se sintió como una niña
vulnerable, sin saber qué hacer y muerta de miedo. Le parecía que todas las cosas se
aclaraban fácilmente y que la verdad no podía permanecer oculta, que no debía
rehuirla. Las pruebas estaban a la vuelta del sendero. Ella había matado a un hombre.
¿Y por qué? Nutria no se lo había preguntado, pero la observaba pacientemente,
esperando que lo dijera.
«Por Nathaniel». Jack Lingo le había impedido cumplir su misión y tal vez habría
provocado la muerte de Nathaniel. Pero ella sabía en lo más profundo de su corazón
que eso no era cierto. Tal vez sólo era parte de la verdad.
Lingo había puesto sus manos sobre ella, y era eso; ese pecado había hecho de su
camino un infierno y había producido en ella un cambio inexorable, de la mujer que
había sido hasta entonces a la que era en aquel momento. Había levantado el rifle y
había disparado por ella, sólo por ella, porque Nathaniel no existía en aquel
momento; ella había estado sola con Jack Lingo.
Por fin confirmó el nombre.
—Sí —dijo—, es Jack Lingo. Era Jack Lingo.
Miró a Nutria, no sabía qué más decir, las palabras quedaron flotando entre los
dos.
Algo hizo que los ojos de Nutria brillaran, la estaba mirando muy fijamente.
Viendo los cortes y las contusiones de toda la piel expuesta al aire, incluso en el dorso
de las manos, en matices que iban del amarillo al violeta.
—Tkayeri [4] —dijo con suavidad.
Elizabeth cogió la moneda y el diente del jaguar y los apretó en la mano. El diente
estaba muy afilado y tenía manchas de sangre seca.
—¿Tendría que llevarlo en el cuello?
—¿Por qué no? Tienes derecho —repitió Nutria.
—¿Por qué no? —repitió Elizabeth—. Sí, ¿por qué no?

* * *

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Acamparon en lo alto de la colina. Nutria construyó un cobertizo con ramas de
bálsamo. Primero arrancó un árbol joven y lo apoyó contra el tronco de uno viejo.
Elizabeth comía mientras lo veía trabajar, forzándose a tragar pan de maíz untado con
grasa de oso. Esta comida tenía una textura viscosa y un sabor fuerte, pero con cada
bocado sentía que su cuerpo revivía y se fortalecía como si fuera una planta qué
recibía agua después de mucho tiempo sin ser regada.
Sintió de repente una gran angustia y se preguntó si debían seguir caminando.
Cuando se lo preguntó a Nutria, él se encogió de hombros diplomáticamente.
Elizabeth suspiró y buscó una posición más cómoda apoyada contra un haya. Un
pájaro emitía un canto quejumbroso de tres notas. Nutria cantaba en voz baja
mientras trabajaba.
Elizabeth se quedó dormida con la moneda de oro tory descansando entre sus
pechos, calentada por su piel.

* * *

Caminaron mucho al día siguiente. Elizabeth recorría el borde de la ciénaga con


la esperanza de encontrar a Treenie, pero no había rastros de ella. La ciénaga ya no la
atemorizaba; sólo la consideraba un obstáculo más entre Nathaniel y ella. Cuando se
detuvieron para descansar y comer algo, Elizabeth apenas pudo sentarse. Nutria la
riñó como a una niña. Como se molestó, él puso de manifiesto con un parpadeo que
no aprobaba su conducta. Era un truco que había aprendido de Nathaniel. Por fin ella
se sentó y comió.
—Si nos apresuramos podremos llegar justo después de la caída del sol —dijo
ella. Pero sabía que era incapaz de lograrlo. Caminando tan rápido como habría
podido si no estuviera herida, habría necesitado todo un día para recorrer aquella
distancia, y ya era mediodía. Comió otro pedazo de carne seca, tan salada como las
lágrimas—. Serás un buen marido algún día —le dijo ante la ausencia de respuesta
por parte de Nutria.
—Mi madre no piensa como tú.
Nutria sonrió.
Acamparon tarde, cuando ya había oscurecido y estaban sólo a tres horas de
distancia de Nathaniel. Al principio, Elizabeth no podía dormir pese a lo cansada que
estaba. Le temblaban todos los músculos y había perdido sensibilidad en las yemas de
los dedos. Como almohada puso las polainas enrolladas. Cuando miró el cielo, las
infinitas estrellas eran demasiado brillantes para no prestarles atención.
—No me has preguntado por Hannah —dijo Nutria. Entonces, toda la tensión que
Elizabeth sentía cayó sobre ella. Había otras personas que echaban de menos a
Nathaniel y que se preocupaban por él; una de ellas era su hija. La suya también—.

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Te envía un mensaje. Quiere que sepas que ha estado cuidando la escuela. Que todo
está en orden, barrido y sin polvo.
Elizabeth sintió que se le hacía un nudo en la garganta y que rompería a llorar.
Trató de mirar a Nutria a través de la oscuridad.
—Háblame de casa —dijo.
Por la mañana, Nutria tuvo que despertarla, estaba profundamente dormida.
Amodorrada, se sentó y aceptó el agua que él le ofrecía. Comieron y bebieron con
poca luz. Elizabeth apenas podía sujetar el hatillo, las manos no le respondían.
Nutria estaba callado y tan preocupado como ella. El día anterior había hablado
largo y tendido de todos los temas que se le ocurrieron, pero en aquel momento,
cuando el sol se levantaba en un día que prometía ser cálido y claro, tenía la mirada
sombría y distante. Insistió en que tenía que limpiar de nuevo el arma, hirvió agua en
un cazo de hojalata para limpiar el cañón, midió cuidadosamente la cantidad de
pólvora y lo cargó con tal cantidad que Elizabeth pensó que con ella podría matar a
un oso grande.
Sólo cuando habían emprendido de nuevo el camino pudo respirar mejor. En su
mente aparecían imágenes diversas: Nathaniel débil pero con la mirada clara,
Nathaniel consumido por la fiebre o distante de ella, perdido en sus ensoñaciones e
imposibilitado para oírla. Cuando pensó en Richard, sintió desagrado, no quería
gastar su buena voluntad en él. «Tal vez haya muerto», pensó sin lamentarlo y
entonces se puso roja de vergüenza y rabia a la vez. De ser así, todo sería más fácil, y
negarlo, la peor de las hipocresías.
Sus pensamientos volvían a Nathaniel, pensaba en lo que necesitaría. Comida,
agua, que le curaran la herida. Todavía estaría tosiendo, pero con suerte ya no
sangraría. Tal vez Nutria supiera algo más de hierbas que ella, podría decirle cuáles
buscar, qué infusiones podrían ayudarlo a recuperarse. Él podría cazar y ocuparse de
las demás tareas, así ella se dedicaría a cuidar de Nathaniel hasta que estuviera lo
suficientemente bien para caminar.
Él estaría durmiendo cuando llegaran, así lo imaginaba ella. Su cara estaría
consumida de dolor y oculta por una barba de tres días, pero cuando lo despertara
sonreiría, la llamaría Botas y le cogería las manos. Ella no sabía qué pensaría él de
los moretones pero estaba decidida a no contarle nada de Jack Lingo, por lo menos de
momento. No hasta que fuera necesario. Podría decirle que tuvo una caída, él ya la
había visto caerse en algunas ocasiones. Pensó que aquélla era una historia muy
creíble y la única que ella podía inventar. Si Nutria quisiera cooperar. Si ella fuera
capaz de no hablar más de la cuenta.
Una vez hubiera comido y tuviera curadas las heridas se dormiría con ella a su
lado. Permanecería junto a él hasta que sanara, luego volverían a Paradise y
comenzarían a vivir su vida.

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* * *

El lago sin nombre, con la pequeña isla en el centro, en la cual habían estado
juntos por última vez, apareció súbitamente ante ellos, y también la plataforma de
roca donde habían visto el cortejo de las águilas. Elizabeth comenzó a correr con
Nutria detrás de ella. Sólo eran dos minutos, pero le pareció mucho más. Nutria le
hablaba, pero ella era incapaz de entender lo que le decía, ni siquiera sabía si lo hacía
en inglés o en mohawk.
Al llegar al borde del claro ella se apresuró todavía más y vio humo. Uno de ellos
estaba entonces lo suficientemente bien para mantener encendido el fuego. Sintió una
gran oleada de esperanza, y al mismo tiempo mucho miedo. Hizo una pausa para
recuperar el aliento; en aquel momento lo que le había parecido un montón de pelajes
rojizos sobre la tumba de Joe rodó de golpe a un lado y ladró. Elizabeth pudo ver
incrédula que Treenie salía corriendo a darle la bienvenida, sonrió tontamente, todo el
cuerpo de la perra se movía al compás de la cola. Tenía una herida en el lomo con una
costra de sangre. Elizabeth acarició el pelaje denso de la perra y le habló dulcemente.
Luego carraspeó y siguió adelante, gritando.
La silueta familiar de Robbie MacLachlan apareció en el marco de la puerta.
Elizabeth sintió que se le iba la voz y aumentó la velocidad de sus pasos hasta llegar
corriendo a abrazar a Robbie.
—Bueno, bueno, chica —dijo mientras le daba palmadas en la espalda—. No
pasa nada, no se asuste. No se ponga así, me romperá el corazón.
Su cuerpo grande bloqueaba el paso al resto del mundo. Elizabeth se limpió la
cara con las manos y lo miró fijamente, se dio cuenta de que los problemas no habían
terminado.
—¿Está vivo? —preguntó sin titubeos—. Dígame si está vivo, Robbie, por favor.
—¿Quién? ¿Joe? ¿Usted conoce a Joe? Si se refiere a él no le puedo dar muchas
esperanzas, ahí hay una tumba…
Elizabeth se apartó de él y negó con la cabeza.
—Ésa es la tumba de Joe. Murió hace cinco días.
Sin esperar la reacción de Robbie, pasó junto a él y entró en el refugio. A cada
lado del fuego, no había nada más que paja esparcida por el suelo de tierra. La
comida, las armas y las herramientas no estaban. Se puso a llorar; tenía la mano
apretada contra los labios hasta que las heridas volvieron a sangrarle.
—No la entiendo —decía Robbie a sus espaldas—. ¿Dónde está Nathaniel? ¿Y
cómo es que usted se ha hecho tanto daño?
—Estaba aquí —dijo desolada—. Lo dejé aquí para ir a buscarle a usted. Los dos
estaban malheridos y no podían caminar.
—¿Los dos malheridos? ¿Qué dos? —La frustración manifiesta en la voz de

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Robbie hacía que sonara más ronca—. No entiendo.
—Comegatos —dijo Nutria.
Entonces Robbie, desconcertado, fue hasta ella y la cogió del brazo.
—Vine por este camino para visitar a Joe, porque era mi amigo. Ahora usted me
dice que Joe está muerto y que Nathaniel y Todd estaban aquí. ¿Se pelearon?
Ella le dijo que sí, dudando un poco.
—Ha tenido que venir alguien —dijo más para sí que para Robbie—. Alguien se
los ha llevado.
La mano de Robbie acariciaba el hombro de Elizabeth hasta apretarlo con
firmeza.
—He estado en esta parte del bosque durante una semana y había señales de
indios. Y hace tres días pasé por un campamento abandonado. Tal vez los llevaron
allí.
Elizabeth levantó la cabeza y miró a Robbie, vio que había esperanza en su rostro
y sintió los latidos de su propio corazón.
—¿Piensa que eran kahnyen’kehaka?
—Sí. Creo que sí. Además, tienen la costumbre de andar por aquí.
Robbie miró a Nutria. Elizabeth no pudo interpretar el porqué, pero el joven tenía
una pregunta que era más importante.
—¿Cuántos eran? —preguntó.
—Más o menos doce. Suficientes para cargar a dos hombres. Y tenían canoas.
—Pero ¿dónde fueron? —susurró ella y volviéndose a Nutria levantó la voz—.
¿Dónde está?
Nutria había estado examinando el refugio mientras ella hablaba con Robbie y en
aquel momento ponía una rodilla en tierra en el lugar en que se había quedado
Nathaniel la última vez que ella lo había visto. Habían usado un cuchillo para cortar
la corteza y había quedado un trozo de madera fresca blanca. Había una palabra
escrita allí con ceniza. Estaba un poco borrosa y casi no se podía leer. Arrodillada
junto a Nutria, Elizabeth leyó:
—Kahen'tiyo. No entiendo —dijo.
Robbie le tradujo:
—Buenos Pastos.
—Es donde vive la familia de mi madre —añadió Nutria, se notaba en su voz
cierta alegría, algo de satisfacción. Ella se volvió hacia Robbie y extendió una mano
con la palma hacia arriba.
Robbie miró a Nutria y luego se aclaró la garganta:
—Canadá —dijo—. A unos cuatro días de marcha.
Elizabeth se había sentido completamente derrotada sólo unos minutos antes, pero
en aquel momento la energía volvía a su cuerpo.

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—Vamos entonces —dijo levantándose y sacudiéndose la tierra de las manos en
la ropa—. Hace buen tiempo para caminar.
Entonces, al verles las caras, se quedó en silencio.
No podía soportar que la miraran de ese modo. Toda su vida había sentido sobre
sí ese tipo de miradas de los hombres: cuando había pedido un maestro de latín y
luego otro que le enseñara filosofía. Cuando había querido escalar Ben Nevis con su
primo Merriweather y sus amigos. Cuando se había ofrecido a escribir reseñas de los
libros de la biblioteca de su tío. El día que había expresado su deseo de abandonar
Inglaterra y el que habló por primera vez de enseñar en una escuela. En aquel
momento todas aquellas cosas le parecían muy triviales comparadas con la tarea que
tenía que afrontar, y aquellos hombres, que eran más fuertes, valientes y honrados
que cualquiera que hubiera conocido antes, la estaban mirando con la misma
expresión de duda que había tenido que soportar toda su vida. Elizabeth miró a
Robbie a los ojos y levantó la barbilla.
—Vamos —dijo otra vez.
—Elizabeth, muchacha —le dijo amablemente—. Apenas puedes mantenerte en
pie. Tienes tantos golpes que podrían tumbar a un soldado. Tu cara está hinchada y no
quiero ni pensar en las costillas. No dudo de que serías capaz de seguir porque tienes
un corazón de león… —Ella estuvo a punto de interrumpirlo, pero él le apretó el
hombro y siguió hablando en voz más baja—: Sea lo que sea lo que te haya pasado
estos días en el camino, lo cierto es que te dejó cicatrices, como se puede ver, y
seguramente heridas en el alma, no me contradigas. Yo seré viejo, pero no soy ciego.
Escucha lo que te digo, muchacha. Necesitas descansar por lo menos un día; si no,
Nathaniel no tendrá esposa que llevar a su casa.
Todas aquellas razones eran muy sensatas y lo suficientemente poderosas para
que Elizabeth comprendiera, pero cuando abrió la boca, dijo todo lo contrario de lo
esperado:
—No puedo dejarlo morir solo, sin estar a su lado —exclamó mirando a uno y a
otro alternativamente—. No debo. ¿Es que es tan difícil de entender? Soy responsable
de él.
—Elizabeth —dijo Robbie firmemente.
Tenía lágrimas en los ojos, cosa que sorprendió a Elizabeth. De pronto sintió la
urgencia de hundir su cabeza en el pecho del anciano y llorar hasta que no le
quedaran más lágrimas, hasta que toda la debilidad y los temores desaparecieran de
su corazón. De ese modo podría continuar y hacer lo que debía. Se enterneció al ver
las lágrimas de Robbie, pero no podía permitirse esos sentimientos, ni hacia él ni
hacia ella.
Nutria había estado mirando apoyado en la pared; entonces se enderezó.
—Caminaremos hasta el mediodía —propuso—. Y luego acamparemos, si estás

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de acuerdo en descansar hasta mañana por la mañana.
Ella lo pudo ver en sus caras, era la mejor propuesta que podían hacerle. Y sin
ellos no podría llegar hasta Canadá.
—¿Usted cree que lo cuidarán bien?
—Mejor un kahnyen’kehaka que un médico de Boston —contestó Robbie.
—Entonces, hasta el mediodía —dijo Elizabeth. Y salió del refugio y del
campamento sin mirar atrás, contenta de tener a Treenie a su lado, y a aquellos dos
magníficos hombres a sus espaldas.

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Capítulo 39

«Hombres —concluyó Elizabeth—, siempre son infantiles e insensatos, la mayoría de


las veces, al menos».
Habían caminado durante casi una semana, y en aquel momento, a menos de dos
horas del poblado donde esperaban encontrar a Nathaniel vivo y en buen estado,
habían decidido acampar. Sin que ella lo aprobara y pasando por alto todos los
argumentos que pudo ofrecer. Sus intentos de discutir racionalmente fueron en vano,
Nutria estaba nervioso y Robbie extrañamente poco comunicativo. Elizabeth se sentó
ante el fuego, comió y limpió su mosquete con tal rapidez que Robbie, admirado,
abrió unos ojos como platos.
—Puedo ir sola —dijo cuando no pudo seguir callada—. Me las he arreglado sola
en el bosque durante dos días, estoy segura de que podré caminar dos horas sin
problema.
No hubo respuesta. Sorprendida, Elizabeth levantó la mirada y vio que Nutria y
Robbie se aproximaban a un hombre que estaba cerca del campamento.
Era kahnyen’kehaka y, por su aspecto, un explorador. De unos cuarenta años, no
era demasiado alto pero sí ancho y fuerte como un roble. Iba vestido de un modo
similar a Nutria, pero llevaba más armas, y había otra cosa que hizo que el
nerviosismo y la preocupación de Elizabeth aumentaran notablemente: tenía la
cabeza rapada, con excepción de una corona de pelo en la frente, de color negro
azulado que brillaba a la luz del crepúsculo y unos adornos de plumas de pavo. En el
cinturón también llevaba plumas, puestas de forma extraña y de colores apagados:
marrones claros y oscuros. En una tenía líneas de plata, muy sucias, y en otra, mucho
más pálida, un rizo de pelo en la punta. Al verlo claramente, Elizabeth sintió que se le
secaba la boca de miedo. Tenía el mosquete sobre el regazo, pero le dio la impresión
de que el arma resultaba en aquel momento completamente inútil.
Sin embargo, era un kahnyen’kehaka, se repitió Elizabeth. Un primo más o menos
lejano de Nutria, sin duda. Y ni Nutria ni Robbie estaban asustados. Donde estaba,
apenas oía la conversación, pero notaba que el tono era tranquilo. No tenía ganas de
acercarse y al parecer el explorador tampoco tenía interés en conocerla; de un vistazo
contempló todo el campamento y pasó distraídamente la mirada por su cara. Luego el
hombre dio media vuelta y los dejó sin decir más.
Tardó un minuto en darse cuenta de que aquel extraño, imponente y silencioso,
había cumplido con algo que no la incluía.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó a Nutria, aunque podía darse cuenta
claramente de que estaba desmontando el campamento.
—El sachem quiere que vayamos enseguida al poblado —respondió.

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Elizabeth se levantó y los miró trabajar unos segundos.
—¿Nos han estado vigilando?
Nutria se rió al oírla y ella se dio cuenta de que la tensión del joven se había
disipado, estaba tranquilo y atento.
—Todo el día —contestó.
Más tarde, se prometió Elizabeth a sí misma, se disculparía ante los dos hombres
por su falta de observación y su irritabilidad. Pero de momento no podía encontrar las
palabras para hacerlo. Se le ocurrió una idea, pero tuvo que aclararse la garganta
varias veces antes de que pudiera hacer aquella pregunta:
—¿Está aquí?
—Ah, sí —dijo Robbie—. Está aquí, vivo y curándose.

* * *

En la oscuridad, poco pudo percibir del poblado. Primero vio campos con filas de
plantas y un pequeño corral que vigilaba un joven. Alrededor de él, varios perros se
levantaron del suelo como si hubieran sida atacados por un rayo y comenzaron a
ladrar. Treenie se apoyó en Elizabeth muerta de miedo y les ladró a su vez, se le
erizaba el pelo del cuello. El muchacho dio una orden a los perros y éstos volvieron a
echarse con los ojos atentos y obedientes.
Fueron en dirección al centro del poblado, donde la noche se aclaraba con la luz
de una gran fogata y se oía un canto que Elizabeth no había oído nunca.
—Quédate cerca —le dijo Robbie amablemente.
Ella asintió con la cabeza. La fuerza de la sangre hacía que los dedos le temblaran
y su vientre se movía con cada pulsación al eco de los tambores. Y muy cerca de su
muslo la perra temblaba tanto como ella, curvando la espina dorsal como si todos sus
huesos hubieran desaparecido su cuerpo sólo estuviera relleno de trozos de pánico y
agitación. «Él está aquí, él está aquí». Casi podía oír en las voces que cantaban lo que
resonaba persistente en su cabeza: «Nathaniel está aquí; Nathaniel está vivo».
Se produjo un silencio repentino cuando llegaron al espacio abierto donde ardía el
fuego. Las manos dejaron de tocar los tambores y el polvo dejó de levantarse
alrededor de los pies de los bailarines.
Elizabeth parpadeó hasta que sus ojos se acostumbraron, la luz que se elevaba
convertía en espectros dorados las pieles tostadas y morenas con toques de carmesí y
verde. Alrededor de ellos, tal vez habría cientos de ojos esperando en la oscuridad.
Sólo el fuego hablaba en aquel momento, crepitando y rugiendo.
Se adelantó una sola figura. Estaba envuelto en una manta y usaba un tocado
sobre el cuero cabelludo rapado.
—El sachem —le dijo Robbie a Elizabeth con tranquilidad—. Partepiedras es su

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nombre.
De todos los hombres, el sachem era el único que usaba un tocado que incluía
cuernos de ciervo. Pero incluso para Elizabeth estaba claro que su autoridad no
provenía de sus ornamentos ni de su edad (había hombres más viejos), sino de la
intensidad de su presencia, que capturaba la atención de todos. En aquel momento
estaba mirando a Nutria con notorio placer y satisfacción.
—Damos la bienvenida a nuestro hermano Tawine que ha estado ausente de
nuestra hoguera, y damos la bienvenida a nuestro amigo Yotsitsyonta, que finalmente
nos honra con su compañía después de tantos años.
Hablaba en kahnyen’kehaka, pero lentamente, y Elizabeth podía entender casi
todo lo que decía. El sachem hizo una pausa y Elizabeth sintió la mirada del hombre
sobre ella, inquisitiva pero reservada.
—¿Usted es la esposa de Nathaniel, al que nosotros llamamos Okwahorowakeka?
—Sí —dijo Elizabeth, y luego en voz más alta—: Hen'en.
—Él es un buen hombre y es nuestro hermano —dijo el sachem, y se oyó un
murmullo alrededor del fuego—. Él nos dijo que la esperaba. —Al oírlo, a Elizabeth
se le hizo un nudo en la garganta. En aquel momento tenía la certeza de que estaba
vivo. Inclinó la cabeza y Partepiedras dijo—: Díganos por qué huyó y dejó a su
esposo morir solo en las Montañas Sin Fin.
Elizabeth miró a Nutria, no estaba segura de haber entendido bien. Por la
expresión del joven se dio cuenta de que sí.
—Yo no abandoné a mi esposo para que muriera solo —dijo con una voz mucho
más fuerte y alta de lo que habría supuesto—. Sólo fui a buscar a Robbie, a
Yotsitsyonta. —Repitió el nombre en kahnyen'keha-ka—. Solo lo dejé para ir en
busca de ayuda, para que Nathaniel no muriera.
Una anciana se adelantó. Una mezcla de huesos, trenzas, collares de concha y
ornamentos sonaban con cada paso que daba. A pesar de su avanzada edad y de su
cara seca, tenía los ojos muy brillantes y agudos, como pedazos de obsidiana. Se paró
al lado de Elizabeth para olerla, una mezcla fuerte de sudor, hierbas secas, sebo, grasa
de oso y cuero. Y en sus ojos hubo una expresión de incredulidad y de desagrado.
Elizabeth no se imaginaba el motivo, pero respiró hondo para mantenerse tranquila.
La anciana le estaba examinando la cara cuidadosamente.
—A usted la golpearon —dijo—. ¿Usted le disparó a su esposo cuando le levantó
la mano porque fue desobediente, y luego huyó, dejándolo con los fantasmas
hambrientos que viven en el bosque?
—¡No! —Elizabeth notó que Nutria se apresuraba a ponerse a sus espaldas y se
dio la vuelta para mirarlo.
—No sé decirlo en kahnyen’kehaka —susurró—. Por favor, traduce. Diles que
Nathaniel jamás me levantó una mano enfadado y que yo no huí de él. Yo sola no

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podía ayudarle —terminó, maldiciéndose porque la voz le temblaba—. Diles eso, por
favor.
Su mente se movía con una lentitud sobrenatural, un pensamiento se repetía una y
otra vez; hasta que no contestara a las preguntas de aquellas personas y las dejara
satisfechas no la dejarían ver a Nathaniel. Admitir que le había disparado, aunque por
error, no era lo más adecuado. Mientras Nutria traducía, ella observaba las caras que
la rodeaban, buscando entre todas alguna que le resultara familiar o amistosa, y
encontró una.
—Irtakohsaks nos dijo otra cosa —dijo el sachem.
Irtakohsaks. Comegatos. Elizabeth se puso tensa al oír aquel nombre. Se había
olvidado por completo de Richard y de lo que podría decir para lograr sus propósitos.
Junto a ella, Nutria volvía a la vida; pudo sentirlo moviéndose con energía.
Cuando lo miró, se dio cuenta de que estaba muy enfadado.
—Pregúntales si mi esposo me hizo responsable de su herida —le dijo.
Nutria lo hizo, pero antes de que hubiera terminado, la voz de la anciana se elevó
como un chillido.
El sachem levantó una mano para hacerla callar.
—No, no lo hizo —contestó mirando más a Elizabeth que a Nutria—. Fue
Irtakohsaks quien nos lo contó.
La indignación de Nutria lo hizo estallar.
—Irtakohsaks miente —dijo—. Irtakohsaks fue antaño hijo de este fuego, pero
volvió la espalda a los kahnyen’kehaka hace ya mucho. Él lanzó a los soldados
o'seronni contra nosotros y ellos mataron a nuestras familias en sus camas. Él ató a
Herida Redonda del Cielo como a un animal y le obligó a irse. ¿Creerían más en la
palabra de él que en la de nuestro hermano Lobo Veloz, que no acusa de nada a esta
mujer? Irtakohsaks no conoce a esta mujer. Ni merece pronunciar su nombre.
Atónita, Elizabeth oyó la traducción que Robbie, a su lado y en voz baja, le hacía
mientras Nutria hablaba. No se había imaginado que Nutria fuera capaz de un
discurso así, ni que tuviera tan buena opinión de ella. Su impulso fue dejar caer la
cabeza, confundida, pero había algo más urgente, y siguió mirando fijamente al
sachem que escuchaba a Nutria con mucha atención.
—¿Puedo hablar por esta mujer que es mi hermana? Pido esté privilegio porque
su esposo, mi hermano, no puede hablar en su favor.
—Yo puedo hablar por mí misma —murmuró Elizabeth, pero Robbie le apretó el
hombro y ella se mordió el labio.
Nutria contempló a Elizabeth.
—La abuela tiene razón. Hueso en la Espalda ha sido golpeada. Pero no por
nuestro hermano. Ella dice la verdad, iba a buscar a Robbie para que la ayudara
cuando la atacaron.

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Al darse cuenta de que Nutria estaba a punto de contar la historia que Elizabeth ni
siquiera podía mencionar, sintió que el pelo se le erizaba de miedo.
—Por favor —dijo en voz baja.
Pero Nutria no le hizo caso.
—Para que no cumpliera su misión, ese hombre la golpeó hasta hacerla sangrar
—dijo Nutria con voz convincente y firme—. Y ella lo mató, con sus propias manos
lo mató para volver con su esposo.
—¿Tú lo viste? —preguntó el sachem—. ¿Viste cómo lo mataba?
—No —dijo Nutria—. Pero vi al hombre y vi lo que le hizo a ella.
—Por favor —dijo Elizabeth sin poder esperar más—. Por favor, ¿puedo verlo?
Robbie la acercó a él y le susurró al oído:
—Tranquila, muchacha —dijo—. Deja que hable Nutria, él te ayudará.
—¿Onhka? —preguntó la anciana con la cara torcida a causa de la duda—.
¿Quién?
—Lingo —dijo Nutria.
Con la mención de aquella sola palabra su agitación cesó, pero voló por el aire y
fue a posarse sobre toda la multitud. Los hombres se aproximaron más. Uno de ellos,
que usaba un tocado similar a la cabeza de un lobo, se adelantó. Tenía la cara pintada
con anchas franjas verticales de color rojo y blanco, y Elizabeth se dio cuenta de que
no le creía.
—El hombre llamado Lingo no es un hombre —dijo—. Es un fantasma. Camina
con el Windigo —concluyó, y hubo un suspiro que se elevó de la asamblea como las
chispas del fuego y desapareció en la noche.
—Sachem —dijo Nutria a Partepiedras—. Él ya no camina. Yo he visto su sangre
en la tierra.
La anciana alzó la voz.
—Si nuestros guerreros jamás pudieron matar al fantasma de nombre Lingo —
dijo—, entonces esta mujer blanca tampoco pudo haberlo hecho. A menos que sea
Wataenneras.
Elizabeth no conocía aquella palabra, pero el suspiro de Robbie le hizo saber que
no era un nombre agradable.
—Ella no es Wataenneras —dijo Nutria—. Su medicina es buena.
Elizabeth dijo entonces:
—Nutria, dile a esta mujer, tu abuela, algo que ella ya conoce. Dile que una
mujer, invadida por la furia al ser atacada, lleva consigo su propia magia.
Nutria dudó, pero luego hizo lo que ella le pedía.
Los ojos de la anciana chispearon.
—¿Tiene pruebas de eso? —preguntó Partepiedras.
Sin volverse, Nutria le dijo:

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—Muéstrales.
Elizabeth dio un paso atrás negando con la cabeza. Con una mano se cubría la
pechera de su blusa.
Robbie se acercó a ella.
—Tienes que demostrarles que dices la verdad, muchacha, si es que quieres ver a
Nathaniel. Si no logras convencer a esta mujer, si ella no da la orden, no irás muy
lejos.
Pero incluso así, dudaba. En algún lugar de las oscuras casas largas estaría
tendido Nathaniel, esperándola. Tan cerca que podría llamarlo, que podría tocarlo.
¿Podría estar oyendo aquello, lo que la decían, lo que había dicho Nutria? No
importaba, porque al día siguiente lo oiría, no se lo contaría ella, sino los demás. Para
reivindicar a su esposo tenía que reivindicar a Jack Lingo. Desde ese momento y para
siempre, aquel hombre le pertenecería tanto como le pertenecía Nathaniel. Querían
ver las pruebas no sólo de la muerte de Lingo, sino también de su orgullo en aquella
encrucijada; querían el cuero cabelludo de Lingo. Ella sintió la punta del cuchillo
junto al ojo y por un momento quiso haberlo tenido para mostrárselo.
Elizabeth cogió la cadena y levantó la moneda para que brillara a la luz del fuego.
Cuando pudo quitar la vista de aquel objeto, vio algo en el rostro de la mujer que la
sorprendió. Una nueva expresión de profundo respeto, y algo más, algo que pasó
ligeramente por su rostro y desapareció, tal vez envidia, o tal vez miedo.
—Ella mató a Lingo con su propio rifle —dijo Nutria levantando también el arma
una vez que Elizabeth había hecho su demostración.
El cañón brillaba con tonos rojizos y marrones a la luz del fuego. Por eso Nutria
había insistido en llevarlo, porque serviría de prueba Vous et nul autre. Pudo ver la
inscripción sin que se le helaran los huesos.
—Hueso en la Espalda ha caminado durante muchos días para ver a su esposo —
dijo Nutria—. ¿Podrían llevarla con él?
La anciana se apartó del fuego. Y tras la autorización del sachem, Elizabeth fue
tras ella, sola.

* * *

Había tres casas largas. La gran extensión de sus lados curvados le recordó el
esqueleto de una ballena que había visto en el puerto de Nueva York. Ya había pasado
casi un año desde entonces; se maravilló de ello, de que fuera cierto.
La anciana titubeaba ante una puerta de piel de oso y observaba a Elizabeth.
—Yo soy Ohstyen'tohskon —dijo—. Ésta es la casa larga de los Lobos y yo soy
la kanistenha. La matriarca del clan.
—Le doy las gracias por su ayuda y su hospitalidad —dijo Elizabeth, tratando de

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pronunciar correctamente las palabras en kahnyen’kehaka—. Y por cuidar de mi
esposo.
La anciana parpadeó mientras la miraba. Elizabeth se daba cuenta de que no se
había ganado su confianza, ni siquiera su respeto. Pero nada de eso importaba en
aquel momento.
El batir de tambores comenzó de nuevo, dentro de la casa larga se oía el ritmo
lejano de los ruidos de la noche, como los latidos sordos de un corazón. Era una
noche tibia y sólo había algunos fuegos encendidos en el vestíbulo central, que daban
luz suficiente para ver las plataformas elevadas del final de cada parte de la vivienda.
En cada una había montones de pieles de oso y de otros animales y sobre muchas de
ellas dormían los niños, cuya piel despedía un brillo tenue. Entre las sombras más
profundas, Elizabeth vio a una mujer joven con un niño recién nacido en el pecho,
cuyos puños golpeaban la carne dolorida de la madre. La mujer la miró con los ojos
entrecerrados, como si no fuera más que un sueño.
Entonces la anciana se detuvo y le hizo una seña con la barbilla. Elizabeth tenía
miedo de mirar. Pensó que su miedo podría resultar obvio, pero Ohstyen'tohskon se
quedó impasible, con la mirada alerta. Cuando Elizabeth dio media vuelta, la anciana
se perdió en las sombras.
Estaba dormido, como lo había imaginado ella. Y muy delgado, tenía la cara
horriblemente flaca. Le habían rapado. Por debajo de su cabeza y de sus hombros
había una piel de oso enrollada que lo mantenía ligeramente levantado. Tenía la cara
girada en dirección a ella y los brazos cruzados sobre el vientre. La herida estaba
oculta entre las sombras, lo que alegró a Elizabeth.
Cuidadosamente, sin hacer ruido, se puso de rodillas junto a la plataforma donde
él dormía. Acercó su cara a la de él, lo olió, le pareció saludable, un sudor ligero que
se mezclaba con un olor a hierbas, un olor que ella casi podía reconocer. Elizabeth se
aproximó más para sentir su calor y se quedó así, como suspendida, con la cara a
pocos centímetros de la de Nathaniel. Sintió que le dolían los músculos en aquella
posición, pero permaneció allí, respirando el aire que él exhalaba hasta que el temblor
de sus brazos amenazó con despertarlo. Entonces se puso en cuclillas.
Él abrió los ojos en aquel momento. Una sonrisa se dibujó en su cara, y los volvió
a cerrar.
—Botas —dijo con dulzura—. Te he visto.
Su voz, el placer de su voz.
—Duerme —dijo tocándole con la punta del dedo la comisura de la boca.
Él levantó la mano y le cogió la muñeca; Elizabeth suspiró profundamente.
—Ven —dijo él y le hizo un sitio donde estaba tendido.
Ella dudó.
—Tu herida… —murmuró.

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Pero él insistió. Delicadamente la hizo pasar por encima de su cuerpo hasta que
quedó entre la pared y Nathaniel. Él comenzó a sudar; también ella. Puso la cara en la
curva del cuello de Nathaniel.
—Pensaba que no volvería a verte.
Le pasaba los dedos por el brazo, se sentía poseída por una fuerza nueva, le
presionaba el brazo con más energía. Tanto que se quejó y le dejó la marca de cinco
lunas redondas.
—Nunca desconfié de ti —susurró abrazándola tan fuerte como pudo—. Ni por
un instante.

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Capítulo 40

Nathaniel no durmió bien. Entre los sueños producidos por la fiebre, a veces
frenéticos, a veces más tranquilos, se alzaba en el lecho y volvía a desplomarse para
asegurarse de que estaba allí. Entero y curándose, aunque no sin cicatrices. Ella
dormía a su lado con la boca ligeramente abierta y una expresión concentrada, como
si supiera que tenía algo por hacer.
Salió el sol y encontró el modo de penetrar por los huecos de ventilación que
había en el techo arqueado de la casa larga: entonces Nathaniel pudo verle mejor la
cara. Tenía moretones ya viejos que estaban pasando del verde amarillento a un azul
vago. Eran alargados y recorrían las mejillas de Elizabeth como la sombra de una
mano extendida. Nathaniel contó los golpes y de repente sintió una extrema angustia,
mucho más temible y más profunda de lo que jamás había experimentado. Ella había
tenido que soportar todo aquello por él. Eso y más, porque también pudo ver los
cortes que tenía en el pecho.
No había muchos hombres vagando habitualmente por los bosques y él los
conocía a todos. No era extraño que un hombre se saliera de sus cabales a causa de la
soledad o de la avaricia. Pero el hombre que le había puesto la mano encima a
Elizabeth no lo había hecho por desesperación, sino por placer. Había disfrutado
haciéndolo. Y había sólo una persona que podría ser responsable. Sintió un
estremecimiento al pensar que la había enviado sola, que había previsto todos los
peligros excepto el único que en realidad había encontrado y del que, de algún modo,
había escapado. Había una historia que debía contarle, y seguramente una historia
terrible. Y más terrible le resultaría a Nathaniel oírla.
«Ojalá tuviera una décima parte de la fuerza que tiene ella», pensó Nathaniel.
A sus espaldas, los ruidos de la casa crecían gradualmente. Las voces de las
mujeres, riñendo, impacientándose, divirtiéndose. Los niños con hambre, los hombres
murmurando todavía medio dormidos. Se oía el ruido que se producía al hacer la
mezcla cuando comenzaba la larga tarea diaria de moler el maíz. A Nathaniel le
gustaba la casa larga por la mañana, la vida cotidiana y la comodidad que había en
ella, pero en aquel momento añoraba el refugio solitario del bosque, donde podría
haber estado a solas con su mujer, y podrían haber hablado libremente sin sentirse
turbados por la presencia de ojos y oídos extraños. Donde podría haberla mirado para
constatar lo que tanto temía, lo mucho que había sufrido.
Oyó un silbido detrás de él y pudo ver de reojo que se trataba de El Que Sueña
que estaba mirándolos. La mirada del custodio de la fe no fue tan intensa, aunque
Nathaniel tuvo que darse la vuelta; poco después, el hombre se había ido. Nathaniel
sintió remordimientos porque le gustaba el anciano y le debía muchos favores, pero

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en aquel momento lo primero era Elizabeth, su cara llena de moretones y la inquietud
que la hacía estremecerse en sueños. La curiosidad del anciano tendría que esperar.
Alguien carraspeó luego a espaldas de Nathaniel, la matriarca del clan, con su
infusión amarga y sus ojos negros que se fijaban en Elizabeth. Esta vez sí tuvo que
darse la vuelta porque no había modo de ignorarla. Era la madre de Atardecer y la
bisabuela de su propia hija. Al verla, Nathaniel podía imaginar el rostro que habría
tenido su primera esposa si hubiera llegado a vieja. De nuevo la anciana carraspeó y
él se sentó, sabiendo que no podría huir de su vigilancia ni de su lengua.
Cogió el recipiente de manos de ella y se lo bebió todo en dos rápidos tragos,
protestando. A su lado, Elizabeth se movió, él pudo ver que la anciana la estaba
observando. Entonces lo miró y su boca se abrió con duras palabras:
—Todavía no estás curado —dijo sin preocuparse por bajar la voz.
—Pero con tu ayuda me curaré del todo, abuela —dijo esperando abrir una brecha
en la obstinada resistencia de la anciana.
Estaba disgustada por la llegada de Elizabeth; él ya lo había previsto. Pero en
realidad, a la anciana nada le gustaba. Murmuró algo y lo miró con el entrecejo
fruncido. Estiró su largo dedo señalando la herida de Nathaniel, produciéndole un
sobresalto.
—¡Respira hondo! Si no, tu pulmón se pudrirá como una ciruela y te ahogarás
con tus propios fluidos. —Nathaniel hizo lo que le decía. Ella lo observó mientras él
volvía a respirar hondo tres veces más, y sonrió amargamente, negando con la
cabeza, cuando tosió—. Te enviaré comida —dijo volviéndose. Y sólo entonces
añadió—: Y ropa para ella.
—Se llama Elizabeth —alcanzó a decir Nathaniel.
La anciana se volvió.
—Erisavet.
La boca de la anciana se contorsionaba al intentar pronunciar sonidos tan
extraños, por lo que negó con la cabeza.
—¿Tú le diste el nombre de Hueso en la Espalda?
—Chingachgook la llama así.
—Ah, bueno. El hueso más grande que tenemos está en la cabeza. Molesto como
el sol en un día de verano —dijo marchándose.
Él se dio la vuelta hacia Elizabeth, que lo estaba mirando.
—¿Un hueso en la cabeza? —preguntó muerta de sueño—. Cabeza de Hueso. Sí,
parece muy apropiado ahora.
Por un momento la expresión de su cara se correspondió exactamente con el
nombre que le había dado la anciana. Entonces se sentó y con manos rápidas tocó la
frente de Nathaniel, las mejillas y el hombro, y dejó correr los dedos por los brazos
hasta depositarlos suavemente sobre el pecho. Se quedó mirando el lugar, la herida.

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Él se apoyó en las manos para observar mejor las emociones que corrían por el
rostro de Elizabeth, que tenía los labios apretados. Sintió un fuerte deseo de atraerla
hacia sí y de sacudirla hasta que volviera a reír.
—Richard les dijo que te disparé y luego huí —dijo con la voz llena de rabia.
—Yo les dije otra cosa.
—Pero le creyeron a él.
Elizabeth levantó la vista, lo miró y giró la cara. Él le cogió la barbilla con los
dedos índice y pulgar hasta lograr que lo mirara a los ojos.
—Ellos no le creyeron —la corrigió—. Te estaban probando.
—Ella no me creyó —dijo Elizabeth—. Ohstyen'tohskon.
—Hecha de Huesos —tradujo Nathaniel—. No cree a nadie. Me atendió muy
bien —añadió—. Por lo que no puedo estar disgustado con ella.
—Nathaniel… —comenzó, pero se interrumpió.
—Aquí no —dijo Nathaniel—. Ahora no. Primero comeremos, necesitas comer.
Y luego bajaremos al río. ¿Robbie está aquí?
Elizabeth asintió con la cabeza.
—Y Nutria también. Y…
Estuvo a punto de sonreír. El alivio que sintió Nathaniel al ver que esbozaba una
media sonrisa mitigó la sorpresa que le causó el enterarse de la presencia de Nutria.
—Y la perra roja —dijo ella—. Era una perra y la he llamado Treenie.
Él se daba cuenta de que los pensamientos de Elizabeth formaban un remolino en
su cabeza, le acercó los labios, sintió que se estremecía y se entregaba.
—Todo volverá a ir bien —dijo él—. Juntos lo conseguiremos.

* * *

Aquélla era una época de mucha actividad en el poblado, le había dicho Nathaniel
mientras se quitaba sus ropas raídas y se las cambiaba por un vestido de ante y unas
polainas que le había llevado una mujer joven. Los mocasines eran muy buenos y
estaban decorados con cuentas y con espinas de puerco espín; Elizabeth lo tomó
como señal de que la matriarca del clan no estaba del todo en su contra.
Elizabeth se sorprendió pensando en el hatillo, en las provisiones, en el tiempo
que haría y en los caminos; entonces recordó, entre aliviada y contrariada, que aquel
día no tendrían que caminar. Había terminado su tarea, lo había encontrado y de
momento no iban a ninguna parte.
Caminaba con Nathaniel y miraba las cosas que le señalaba. Las nuevas cosechas
en los campos necesitaban mucha atención: al parecer estaban allí todas las mujeres
con una pala, muchas de ellas trabajando desnudas hasta la cintura. Elizabeth se
preguntaba si sería capaz de dejar de sorprenderse o si bastaba con poner más

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empeño.
Nathaniel caminaba con lentitud y a veces respiraba con tanta dificultad que tenía
que hacer un alto como si un pensamiento inesperado lo hubiera detenido. Ella
también se detenía entonces y lo miraba. Al comprobar que en realidad se estaba
reponiendo, sintió que podía tranquilizarse un poco.
—¿Richard? —preguntó aunque sin quererlo. De sólo pensar en él, en lo que le
había dicho a aquella gente, perdía el color.
Nathaniel se encogió de hombros.
—Todavía está muy mal, creo. No le he visto. Lo tienen por allí. —Señaló con la
barbilla hacia la última de las casas largas, donde jugaban los niños con unos palos
haciendo mucho ruido.
—Le han salvado la vida.
—Todavía no, todavía no lo han hecho. No creo que él esté cooperando mucho,
pensaba que jamás volvería a este lugar. Por lo que yo sé.
Elizabeth se detuvo.
—¿Aquí? ¿Éste es el lugar donde se crió cuando era niño?
—Creía que te habías dado cuenta —dijo Nathaniel—. Pensaba que Nutria te lo
habría dicho. Lo adoptó el clan de los Osos. Lo lamentaron mucho el día que se fue.
—No —dijo Elizabeth pensativa—. Nutria no me dijo nada. Apenas mencionó a
Richard.
Nathaniel reflexionaba.
—El muchacho está vigilado —dijo finalmente—. Partepiedras se disgustaría
mucho si Nutria se vengara de Todd aquí y ahora.
—Hice una promesa a Richard —dijo, más para sí misma que para Nathaniel.
Él respondió con un gruñido para ahorrarse el trabajo de expresar su desacuerdo.
Mientras hacían una pausa para que recobrara la respiración, Elizabeth tuvo
tiempo de mirar a su alrededor. El poblado era una comunidad grande y ordenada
como cualquier pueblo campesino de Inglaterra, con todos sus habitantes adultos
dedicados al trabajo. Tres muchachas de la edad de Hannah se arracimaban junto a un
abedul y pelaban el maíz con lo que parecía ser una mandíbula de ciervo con los
dientes intactos. Hablaban con gran distensión, pero cuando Elizabeth y Nathaniel
estuvieron lo bastante cerca para oírlas, se rieron ligeramente y se quedaron calladas.
—¡Nathaniel! —Nutria salió de un grupo de hombres que revisaban un arma.
Elizabeth vio con cierta incomodidad que era el rifle de Lingo y fue hacia ellos
corriendo. Robbie estaba justo detrás de los hombres, la cara grande y rosada del
escocés brillaba, Treenie estaba a su lado. La perra saludó a Elizabeth con mucha
alegría, saludó la presencia de Nathaniel con entusiasmo y luego con toda calma se
tumbó junto a Elizabeth.
—¿Ves? —preguntó ella—. La perra roja.

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Él le sonrió.
—Sí, Botas, la veo muy bien.
—Por Dios, hombre —dijo Robbie dándole unas palmadas en el hombro—. No se
te puede dejar solo sin que metas en líos a todo el mundo.
De momento Elizabeth se contentaba con estar allí y oír a Nutria hablando de
casa y de cómo había partido. Ella veía que Nathaniel estaba muy concentrado y
lentamente se iba alarmando cuando supo de qué manera Nutria se había quedado
finalmente en el bosque, pero Elizabeth sintió de pronto que tenía mucho sueño y que
no podía prestar atención a la historia de un indio llamado Pequeña Tortuga que vivía
en el oeste.
Dejó escapar un bostezo.
—¿Necesita dormir un poco más? —preguntó Robbie y enseguida se puso rojo.
A Elizabeth se le ocurrió que su nombre kahnyen’kehaka tendría algo que ver con
las flores y la embargó un gran afecto por aquel hombre; trató de demostrárselo
sacudiéndole el polvo acumulado en la manga.
—Nathaniel y yo pensábamos bajar al río.
—Ah, bueno —dijo Robbie mientras le daba palmadas en la espalda a Nutria—.
Tenemos que ver una canoa. ¿O preferirías volver caminando a Paradise ahora que es
una mujer con experiencia en el bosque?
Le hizo un guiño a Elizabeth y, sin esperar respuesta, silbó a Treenie para que lo
siguiera. La perra fue corriendo mientras miraba a Elizabeth a modo de disculpa.
Nutria dudaba.
—Yo no volveré.
Nathaniel se enfadó.
—Eso lo discutiremos en otro momento —dijo—. Ahora Elizabeth y yo tenemos
que hablar.
Elizabeth miró hacia abajo y vio a un niño muy pequeño que tiraba del borde de
su vestido. Balbuceaba dulcemente. Entonces, al ver que Elizabeth no estaba
dispuesta a comérselo entero ni a embrujarlo, dejó escapar una retahila de palabras
sólo separadas por el silbido de su propia respiración.
—No entiendo.
Elizabeth se encogió de hombros mirando a Nathaniel sin saber qué hacer.
Nathaniel le dijo algo al niño que hizo que se apartara y entonces la cogió de la mano.
Las quemaduras se habían curado, pero Nathaniel se quedó mirando las marcas con
rabia.
—El niño quiere ver la moneda del fantasma —dijo. Elizabeth pudo ver en sus
ojos que él sabía mucho más de lo que ella podría decirle. Cuando trató de desviar la
mirada, la atrajo más cerca y se inclinó para decirle con suavidad al oído—:
Hablemos de una vez. Eso no va a desaparecer por sí solo. —Le levantó la mano y la

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giró a un lado y a otro—. Tu anillo de bodas.
—Me lo quitó. —Hablaba con voz ahogada, pero había un destello de
desesperación en sus ojos—. Lingo lo cogió y no pude encontrarlo…
—Conseguiremos otro —dijo Nathaniel.
—No. —Negó con la cabeza—. Yo no quiero otro, quiero ése.
Y se fue hacia el río; su esposo la seguía a muy poca distancia. Le diría todo lo
que él tenía que saber.

* * *

Nutria y Robbie pasaron la mañana negociando con Aweryahsa acerca del precio
de la canoa de corteza de abedul que empezaba a construir. Cuando llegaron a un
acuerdo, Nutria fue a buscar a Nathaniel y a Elizabeth para que dieran su aprobación.
—Podéis venir a verla, si os apetece —añadió Nutria mientras desviaba la mirada
por delicadeza.
Los había encontrado abrazados junto al río. Elizabeth dormía con la cabeza en el
muslo de Nathaniel y tenía la cara manchada y bañada en lágrimas.
Nathaniel lo miró; conocía de toda la vida a aquel muchacho. Había ayudado a
criarlo y en aquel momento se sintió muy orgulloso de haberlo hecho.
—Iremos enseguida —dijo en voz baja.
Nutria inclinó la cabeza y se dispuso a marcharse.
—Espera. —Nathaniel miraba en dirección al río como si buscara en él las
palabras adecuadas—. Nunca podré pagarte lo que has hecho por ella —le dijo—.
Aunque haré todo lo que pueda por ti.
—No hice nada que tú no hubieras hecho —señaló Nutria—. Nada que no habría
hecho por mi hermana. —Nathaniel, en silencio, seguía mirando a Elizabeth mientras
dormía.
—Pudo defenderse sola. Es muy fuerte. Pero no habría podido curarse, y gracias a
ti lo está logrando.
Nutria miraba con aire pensativo.
—No está orgullosa de lo que hizo —dijo.
Nathaniel sabía que era más una pregunta que una afirmación.
A menudo le pedían que les explicara cómo pensaba y obraba la gente blanca,
sobre todo cuando dejaban perplejos a los kahnyen'kehaka. Nutria lo observaba,
quería entender cómo aquella mujer podía sentir otra cosa que no fuera orgullo por
haber matado a un enemigo muy poderoso. Pero Nathaniel no podía explicárselo de
forma que él lo entendiera, y después de un rato el joven se fue, tan pensativo y
sereno como siempre lo había visto Nathaniel.
Después de verla dormir unos minutos más, contando sus respiraciones y

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respirando con ella, Nathaniel la despertó. Estaba desorientada y ligeramente
ruborizada; se quedaron un momento en silencio, tranquilos. Cuando él le dijo lo de
la canoa, ella se las arregló para sonreír.
—Podremos volver a casa —dijo ella—. ¿Cuándo?
—Tardará más de una semana en estar lista —respondió él, pasandolé los nudillos
por las mejillas—. Entonces me sentiré más fuerte.
—Una semana —repitió con incertidumbre.
—Quedarnos quietos una semana no es lo mejor, ya lo sé —dijo él—. Si se
pudiera hacer en menos tiempo, lo haríamos.
—Supongo que podré soportarlo.
—Sí —asintió Nathaniel—. Sé que podrás.
—Vayamos entonces a ver la maravillosa canoa —dijo suspirando y dirigiéndose
a la orilla del río.
Nathaniel la cogió del brazo y la atrajo hacia sí.
—Elizabeth. —El gris de sus ojos parecía más claro porque tenía la piel
oscurecida por el sol. Pasó la mano por el contorno de su cara y le tocó el hoyuelo de
la barbilla. Le cubrió la mejilla con la mano y luego le acarició la nuca—. Nada
habría importado si no hubieras vuelto a mí —dijo notando que se le rompía la voz.
Y vio que milagrosamente había encontrado las palabras justas para reconfortarla.

* * *

En un arroyo pequeño que había a corta distancia de las casas largas encontraron
al constructor de canoas y a sus aprendices trabajando mucho, con el torso desnudo y
las piernas manchadas de mugre y sudor.
—Raíz de pícea para las ligaduras —explicó Nathaniel. Elizabeth, a quien de niña
le encantaba pasar horas con la cocinera, el herrero y el carpintero, se había acercado
a observar.
Uno de los aprendices ponía dos largos tablones en ángulo mientras el hombre
mayor vertía agua hirviendo sobre ellos: soltó el cucharón y cogió las tablas con
ambas manos, comenzó a caminar hacia atrás, sin mirar hasta sentarse en un tronco
de árbol, donde comenzó a trabajar la madera apoyada en su rodilla. Estaba
absolutamente concentrado en un punto específico de la madera, como si quisiera que
se curvase. Repentinamente torció la boca y luego resopló. De repente levantó un
cuchillo curvo y comenzó a escarbar la madera mojada.
—No es lo suficientemente delgada para darle la inclinación adecuada —explicó
Nathaniel.
El constructor de canoas levantó la mirada, lo miró e hizo una pregunta, a la que
Nathaniel dio una larga respuesta.

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—Eso no es mohawk —dijo Elizabeth un poco molesta.
—No —le contestó Nathaniel—. Corazón Fuerte es atirontak. Vino a vivir con
los kahnyen’kehaka hace varios años.
La miró de reojo.
—Quiere ver la moneda de oro.
—Supongo que no sería amable si me negara —dijo Elizabeth.
Con un ligero movimiento de cabeza sacó la cadena de su escote. Los muchachos
se aproximaron, y Nathaniel tuvo que decirles que se calmaran. Entonces también se
acercó el constructor de canoas. A Elizabeth no le importó el deseo de examinarla que
sentía el hombre, pues la genuina curiosidad que mostraba desvanecía toda irritación.
Le dijo algo a ella y luego esperó que Nathaniel se lo tradujera.
—Dice que te va a construir una canoa muy buena.
—Ah, bueno —dijo Elizabeth sonriendo—. Entonces supongo que la moneda
tuvo el efecto necesario.

* * *

Se quedó otra vez dormida, luego comió, y volvió a dormir, y entre una cosa y
otra habló mucho con Nathaniel. A veces le hablaba en sueños, se despertaba y veía
que él la estaba escuchando mientras la observaba intensamente. Pasaron así tres días,
viendo a Robbie y a Nutria una y otra vez, pero la mayor parte del tiempo solos. Al
anochecer, cuando se encendía el gran fuego y comenzaban los cantos, se retiraban
junto con los niños más pequeños y las mujeres más viejas. Unos días más tarde el
poblado celebraría la Fiesta de la Fresa, a la cual tendrían que asistir. Nathaniel se lo
dijo. Ella aceptó, pero de momento lo que le importaba era rehuir cualquier encuentro
con Todd y cualquier conversación con la anciana.
Hecha de Huesos iba dos veces al día a darle infusiones a Nathaniel y a curarle la
herida, y mantenía consigo misma un largo diálogo que no requería respuestas.
Elizabeth observaba todos los detalles y en algunas ocasiones hacía preguntas; éstas
no parecían gustar a la anciana, aunque tampoco la molestaban.
Cada día que pasaba en el poblado, Elizabeth se sentía más fuerte y segura de sí
misma, entendía un poco más las costumbres del lugar y había aprendido una
cantidad sorprendente de palabras. Algunos de los alimentos de los kahnyen’kehaka
eran un poco raros para ella; sabía que antes los habría rechazado, y de hecho muchas
veces no podía digerirlos. A veces se despertaba con hambre, pero al sentir en sus
oídos los latidos del corazón de Nathaniel y los olores y sonidos de los
kahnyen’kehaka a su alrededor, volvía a dormirse, más tranquila.
Una mañana, cuando ya llevaba diez días allí, cayó una densa lluvia. A los demás
no parecía importarles el tiempo y salían a hacer los preparativos de la Fiesta de la

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Fresa, que estaba planeada para el día siguiente y que los mantenía ocupados fuera de
la casa. Elizabeth ya había soportado bastante lluvia, y estaba contenta de quedarse
bajo techo.
Hecha de Huesos había encomendado a una de sus nietas, una mujer joven y muy
seria llamada Luna Hendida, que se ocupara de darle lo que necesitara. Le llevó
comida, le ofreció los cuencos con los ojos bajos y pocas palabras. Otras mujeres
jóvenes pronto habían encontrado excusas para acercarse a Elizabeth y hablar con
ella; eran conversaciones cortas y a veces difíciles, pero Luna Hendida no tenía nada
que decirle. A veces, cuando levantaba la mirada, Elizabeth la sorprendía
observándola.
Aquella mañana Elizabeth aceptó un cuenco con alubias y gachas de maíz de
Luna Hendida, ésta apenas oyó a Elizabeth darle las gracias y no miró en absoluto a
Nathaniel.
—¿Nathaniel? —preguntó Elizabeth pensativa, después de qua se hubo ido—.
¿Luna Hendida no va a los campos junto con las otras mujeres?
Él apartó la mirada del plato y se encogió de hombros.
—Hecha de Huesos la está preparando para que sea Ononkwa —dijo—.
Curandera. Se pasa el tiempo recogiendo hierbas y raíces, y todo lo que ella y El Que
Sueña necesitan para las medicinas.
—Me temo que somos una carga para ella. ¿Podría ofrecerle mi ayuda en su
trabajo? —Elizabeth había estado moliendo grano los últimos días, una tarea fácil que
podía hacer mientras conversaba con Nathaniel.
—No creo que eso sirva para que se sienta mejor, si ésa es tu intención.
—Su silencio me inquieta un poco. ¿Es que le molesta servirme?
Nathaniel miró con cierta cautela alrededor.
—No tiene nada que ver contigo, Botas. Al menos no directamente. Es conmigo
con quien está molesta. Hubo algo entre nosotros —concluyó.
Elizabeth recordó de golpe a Jack Lingo, y lo que le había dicho de Nathaniel y
las mujeres. Dejó a un lado su comida.
—¿Qué quieres decir con «algo», exactamente?
Se sorprendió, muy satisfecha, porque realmente sintió satisfacción al ver que
Nathaniel se ruborizaba.
—No quiero decir algo especial. Pero hace algunos años traje a Atardecer y a
Muchas Palomas aquí de visita, y pasé un tiempo con Luna Hendida. Ella no se
alegró cuando me fui.
Nathaniel bajó la voz y los ojos.
—Me sentía solo, ¿entiendes? Hacía poco tiempo que había pasado lo de Sarah y
supongo que fui débil. —Se aclaró la voz y la miró—: Para ser sincero, no me siento
especialmente orgulloso de lo que pasó. Ella me reconfortó pero esperaba de mí cosas

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que yo no podía darle.
Elizabeth se quedó pensando en esta información y se sintió extrañamente
separada de ella, salvo un ligero sentimiento de celos. La mujer joven y seria, con la
espalda recta y la piel hermosa y brillante, había compartido cama con Nathaniel y en
algún momento pensó en tenerlo siempre consigo. Pero él la había dejado y había
vuelto a Paradise para vivir solo, sin la compañía de una mujer.
—¿Y tú? ¿Te alegraste de partir?
Él la estaba mirando fijamente.
—Me gusta este lugar, pero estaba listo para mudarme a casa.
—Y me alegro mucho de que te fueras —dijo sencillamente.
Él sonrió y entonces vio que su rostro se ensombrecía.
—No me parece bien que Hecha de Huesos le ordene pasar tanto tiempo cerca de
nosotros —dijo.
Parecía a punto de decirle algo más, pero de pronto oyeron voces provenientes de
la otra punta de la casa larga y aparecieron tres mozalbetes. Corrían arrasando con lo
que encontraban a su paso, hasta que se detuvieron sin aliento ante el fuego de la
matriarca del clan. La anciana y Luna Hendida habían estado clasificando cestos de
plantas secas. Hecha de Huesos levantó los ojos, miró a los muchachos con afecto y
enfado al mismo tiempo y les dio permiso para hablar.
La historia se oyó a tres voces, simultáneamente. Elizabeth había podido captar
palabras sueltas, pero la traducción fue innecesaria porque aparecieron unos hombres
bajo la puerta de piel de oso. El más alto y más imponente tenía un aspecto horroroso,
los ojos caídos y una cicatriz que le atravesaba el lado izquierdo de la cara. Tenía la
cabeza rapada para la guerra y, como el explorador, llevaba la cabellera colgada del
cinturón. Tenía exactamente la imagen espantosa que pintan en los cuentos de indios;
pero sonrió y mostró dos hoyuelos que desmintieron completamente la primera
impresión.
Nathaniel se levantó y sonrió a su vez.
—Zorro Manchado —dijo— y su partida que vuelven de Albany. Ellos nos
sacaron del bosque y nos trajeron aquí. —Miró a Elizabeth disculpándose—. Tengo
que…
—Por supuesto —dijo ella—. Entiendo.
Nathaniel ya se había ido.

* * *

Las actividades del poblado entero habían cambiado. Los hombres habían vuelto
de comerciar con las pieles y llevaban las canoas cargadas con provisiones de todas
clases. Hubo una profusión de materiales que clasificar y que almacenar de acuerdo

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con las instrucciones dadas por las tres matriarcas de los clanes. Todo esto junto con
los últimos preparativos para la Fiesta de la Fresa que tendría lugar al día siguiente. A
la gente joven se le había encomendado que recogiera la fruta y parecía imposible
poner los pies en alguna parte sin estar en peligro de pisar una cesta con fresas. Las
aplastaban para hacer jugo, y el perfume denso y dulce flotaba en el aire.
Nathaniel fue a buscar a Elizabeth en cuanto pudo dejar de oír las historias que
contaban los viajeros. La encontró moliendo grano con Robbie a su lado y la perra
roja a sus pies. Ella lo miró con los ojos brillantes y Nathaniel sintió una expresión
familiar. No habían yacido juntos desde el día en que había muerto Joe, hacía tres
semanas. Parecía mucho más tiempo. En la noche, el perfume de ella lo había hecho
enardecer y le había quitado el sueño más de una vez, pero había podido contener su
urgente necesidad. Ella todavía estaba muy débil, se asustaba con facilidad y se sentía
contenta con los besos. Pero él sabía que pronto querría más.
—¿Y cómo les ha ido? —preguntó Robbie—. ¿Sin problemas con los oficiales de
frontera?
Sorprendida, Elizabeth se rió con fuerza.
—En estos lugares, no me puedo imaginar que tengan esos problemas.
Nathaniel y Robbie intercambiaron miradas.
—Estamos a medio día a caballo de Montreal y a los ingleses no les gusta la idea
de que los kahnyen’kehaka envíen la piel a Nueva York.
La miró mientras ella trataba de dar sentido a aquella información.
—Los hombres ponen las trampas en Canadá y venden las pieles en Albany
porque el precio es más elevado —concluyó ella.
Robbie le sonrió.
—Cierto, muchacha. Es un negocio lucrativo, pero también peligroso.
—Se rapan la cabeza —notó ella—. Como si fueran a la guerra.
—Partepiedras ha logrado mantener a su pueblo a salvo y bien aprovisionado
porque siempre está en pie de guerra, Botas. Siempre ha obrado del mismo modo y su
gente ha sobrevivido gracias a eso. Te darás cuenta de que este lugar es mucho mejor
que Barktown.
—Hmmm. —Elizabeth tuvo que admitir que estaba de acuerdo con esa
observación, pero de todos modos se sentía inquieta—. No me gustaría estar aquí si
los ingleses atacaran —dijo mientras machacaba con fuerza en el borde del cuenco.
—Por eso no tienes que preocuparte, muchacha. —Robbie estiró las piernas y se
levantó—. Los ingleses no piensan venir a molestar a Partepiedras. No les gusta el
comercio que hace pero dependen de sus guerreros en caso de guerra.
—¿Otra guerra? ¿Entre Inglaterra y Estados Unidos? No es muy probable —le
hizo notar Elizabeth.
Robbie parecía preocupado.

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—Ah, sí, bueno. Tú tienes más fe en tus compatriotas que yo. Pero mientras tanto
hay algo que celebrar. Fresas, ¿sabes? Las semillas se me quedan pegadas en la boca,
pero no me puedo resistir. Puedo resistir cualquier cosa, excepto la tentación. —Le
guiñó un ojo—. Y después está el baile.
Elizabeth sonrió.
—¿Usted bailará, sargento MacLachlan?
Él se rió, los dientes blancos brillaban.
—Espera un poco y verás, muchacha, estos viejos huesos todavía son capaces de
sorprenderte. —Robbie hizo una pausa antes de salir y se volvió hacia Elizabeth—.
¿Te importaría mucho si me llevo a la perra? Nos llevamos muy bien —dijo
disculpándose.
Treenie la miró compungida y Elizabeth le hizo una señal para que saliera.
Cuando se marcharon, Nathaniel se sentó junto a Elizabeth y le pasó un brazo
alrededor de la cintura. Ella detuvo su trabajo un momento y luego puso más granos
en el cuenco.
—¿Y tú, qué? —preguntó Nathaniel respirando sobre el lóbulo de su oreja—. ¿Le
gustaría bailar, señora Bonner?
Ella hizo un ademán de rechazo y lo apartó.
—No es muy probable —dijo riendo.
—¿Ni siquiera para tu esposo?
—¿No querrás decir con tu esposo? —preguntó dedicándose a su tarea.
—No —dijo él—. La danza de las mujeres es para que los hombres las miren
bailar.
Ella volvió la mirada y él la besó muy contento al ver cómo se ruborizaba.
—Es de día, Nathaniel —susurró ella—. Y hay mucha gente cerca.
—Pero no será de día siempre, Botas.
—Tu herida —dijo sin aliento.
Nathaniel le pasó una mano por el costado, haciendo presión con los dedos.
—Deja que yo me ocupe de ella —dijo—. A menos que quieras decir que no me
deseas.
—¡No! —Miró alrededor, tenía el color más subido—. Jamás he dicho eso.
—Entonces sí que me deseas.
Ella le ofreció la boca, esperando algo más, tal vez alivio o placer. Entonces lo
admitió.
—Pero cuando tengamos más intimidad.
Nathaniel se levantó.
—La lluvia ha cesado, saldré a hablar con Partepiedras —dijo—. ¿Quieres venir?
Elizabeth bajó la mirada, miró su trabajo y luego a Nathaniel. Él repitió la
pregunta, ella le cogió la mano y se dejó llevar.

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* * *

El sachem estaba sentado al sol, sobre una manta, rodeado de montones de


monedas de plata y de cobre. Con él estaban Zorro Manchado y el custodio de la fe,
El Que Sueña, que fumaba una larga pipa mientras veía contar las monedas a
Partepiedras. Elizabeth reconoció a otros hombres, sabía el nombre de algunos de
ellos. Charlaban tranquilamente. No la miraron directamente, pero tampoco pasaron
por alto su presencia; después de un rato se encontró tranquilamente sentada
escuchando a Nathaniel.
El sachem arrojó un puñado de tabaco al fuego, un acto ceremonial que Elizabeth
reconoció como un honor a Nathaniel, que agradecía a Partepiedras su ayuda y su
hospitalidad, y finalmente anunció sus planes de dejar el poblado al día siguiente a la
Fiesta de la Fresa.
Cuando Nathaniel hubo terminado, el sachem habló, mirando alguna que otra vez
Elizabeth.
—Quiere hablar directamente contigo —dijo Nathaniel—. Tratará de hacerlo en
inglés.
Elizabeth estaba sentada delante de El Que Sueña, que le hizo una inclinación de
cabeza sin quitarse la pipa de la boca. Ella también miró a Zorro Manchado, tratando
de no fijar la mirada en las cicatrices de su cuerpo, en la oreja cortada ni en el surco
que tenía en el lado exterior de uno de los ojos y que lo desviaba hacia abajo.
El sachem la miró durante un rato, y luego le habló en un inglés plagado de
palabras francesas.
—Hábleme de su escuela y de sus alumnos.
Elizabeth tardó un instante en ordenar sus pensamientos.
—Es una escuela pequeña —comenzó—. Todos los niños del pueblo son
bienvenidos. Yo creo que todos, sean blancos, kahnyen-kehaka o negros, tienen
derecho a la educación. Cualquier niño de esto poblado puede venir también a mi
escuela.
Partepiedras se volvió hacia Nathaniel y pidió una explicación en su propia
lengua. Luego miró de nuevo a Elizabeth.
—¿Y usted es la maestra? —preguntó. Ella asintió. Partepiedras reflexionó un
rato—. Hueso en la Espalda —prosiguió—. La reconocemos. Usted es buena mujer.
Usted consiguió para Lobo Veloz la tierra que necesita para que su gente viva segura.
Usted ha demostrado valor en el bosque. Usted mató al o'seronni que caminaba con
el Windigo, el fantasma que hizo tanto daño a los kahnyen’kehaka, y nos muestra
respeto y buena voluntad aprendiendo nuestras costumbres. No vemos ninguna falta
en usted, excepto su orgullo.
—¿Orgullo? —parpadeó confusa.

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El que Sueña habló, la edad le hacía tener la voz cascada, pero ésta no era hostil.
Hablaba lentamente, pasando, una y otra vez, de su propia lengua a un melodioso
francés.
—Usted dice que es maestra y reúne a los niños a su alrededor. Los niños blancos,
los negros, los kahnyen’kehaka. Pero preguntamos, ¿qué tiene usted para ofrecer a
esos niños? No puede hacer un mocasín ni pelar un ciervo. No puede curar heridas.
No sabe nada de las cosechas. No sabe cómo plantarlas ni cómo cuidarlas. No puede
enseñarles a cazar ni a orientarse en los caminos. No sabe los nombres de las lunas ni
de las estaciones, ni de los espíritus que las dirigen. De medicinas no sabe nada. Y,
sin embargo, usted quiere que los niños kahnyen’kehaka vayan a su escuela. Les
enseñará a leer y escribir en su lengua. Les enseñará cómo fueron sus guerras y
quiénes son sus dioses. Usted sólo puede enseñarles a ser blancos.
Roja de confusión y de rabia, Elizabeth trataba de dominarse para mantener la
compostura. Nathaniel le había cogido la mano y sintió su tensión, la estaban
probando y él no podía ayudarla.
El sachem terminó diciendo:
—Hueso en la Espalda, le deseo lo mejor, pero nosotros no podemos enviar a
nuestros niños con usted. En cambio, creo que usted debería enviar a sus hijos con
nosotros para que los hagamos hombres.
Todos la estaban mirando, con los ojos bajos y expectantes. Elizabeth intentaba
encontrar en su interior una respuesta para darle a aquel hombre, buscaba el modo de
hacerle comprender. Ella quería hacer el bien, sólo tenía las mejores intenciones hacia
los niños que iban a aprender con ella. Leer y escribir eran cosas buenas y necesarias,
habilidades que les ofrecerían muchas oportunidades.
En otro mundo.
Se aclaró la garganta.
—Sachem —comenzó—. Nosotros desconocemos su historia, eso es verdad. La
mayoría de mi gente no se interesa por su modo de vida o lo desprecia. Pero también
es cierto que los europeos están aquí y que no se irán. —Se oyó un murmullo de
sorpresa, pero Elizabeth continuó, siempre buscando las palabras más correctas—.
Todo lo que puedo ofrecer a sus niños es enseñarles nuestra lengua y nuestras
historias. Y a través de esas historias ustedes podrán entender un poco mejor cómo
pensamos.
—Usted nos quiere dar armas para que las usemos contra su propia gente —
señaló Zorro Manchado en un inglés muy claro.
—Yo les daría herramientas a los niños —dijo lentamente Elizabeth—. Lo que
hagan ellos con lo que aprendan después de que dejen mi clase no puedo saberlo.
El sachem la miraba fijamente, tenía el rostro impasible pero los ojos muy
abiertos brillaban con la velocidad de sus pensamientos.

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—Si usted se queda con nosotros en verano le contaremos nuestras historias y
usted podrá enseñarnos las suyas.
—Le agradezco mucho el honor que me hace —dijo ella—. Pero tenemos una
familia que nos espera en casa. Conoceré las historias de los kahnyen’kehaka por
medio de Atardecer, de Muchas Palomas, de Huye de los Osos y de Nutria, que ya
me han enseñado cosas muy importantes —añadió al ver de repente al joven que
estaba detrás de los hombres reunidos.
—Nutria peleará con Tortuguita contra los que rompieron el tratado en el oeste —
dijo Partepiedras. Elizabeth miró a Nathaniel y él asintió con la cabeza. Cuando ella
miró de nuevo a los demás hombres, Nutria había desaparecido—. Entonces ¿ésa es
su decisión? —preguntó Partepiedras mirando alternativamente a Elizabeth y a
Nathaniel—. ¿Nos dejan?
—En cuanto estemos listos para viajar, después de la Fiesta de la Fresa.
—¿Y qué hay de Comegatos? —preguntó el sachem—. ¿Se lo llevarán?
—No —dijo Elizabeth antes de que Nathaniel pudiera hablar—. Él no viene.
—Él quiere hablar con usted.
—Resolveremos nuestros asuntos con Comegatos antes de partir —dijo
Nathaniel.
Atónita, Elizabeth se volvió hacia él. Él negó con la cabeza casi
imperceptiblemente. Ella tragó saliva y se afirmó en los talones.
—Parece que primero tendrán que resolver los asuntos entre los dos —dijo El
Que Sueña.
Elizabeth volvió a la casa larga del clan Lobo por su cuenta, porque Nathaniel
tenía que discutir otras cosas con los hombres. Estaba preocupada y tensa por la
conversación que había mantenido y no sabía si había dado las respuestas apropiadas.
De pronto todas las cosas que había creído seguras acerca de ella misma y de su
proyecto de ir a aquel nuevo lugar estaban bajo sospecha. Poseída simultáneamente
por la indignación y la duda, caminaba perdida en sus cavilaciones y al principio no
oyó la voz que la llamaba, luego no la reconoció. Cuando lo hizo, controló tanto el
impulso de gritar como el de seguir caminando como si estuviera sorda. Pero el oído
afinado que había adquirido, no le permitió llevar a cabo aquel propósito.
Lentamente, haciéndose la distraída, volvió la cabeza y vio a Richard sentado al sol
sobre una manta ante la casa larga del clan Oso.
Si había pensado en un saludo breve y poco amistoso, esta idea desapareció al
verlo. Era la voz de Richard Todd, pero su apariencia era la de un desconocido.
Si Nathaniel estaba más delgado, Richard era un esqueleto. Excepto la masa de
pelo rojo de su barba, su cara era de un blanco enfermizo. Su prominente nariz
sobresalía como el pico de un ave rapaz, los pómulos parecían alas arqueadas. Tenía
las mejillas hundidas y los labios llenos de heridas.

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Aunque no tenía intenciones de hacerlo, se aproximó, notando que olía a hierbas
y esencias, pero no a enfermedad.
—Mis heridas se están curando lentamente —dijo adivinando sus pensamientos y
mirándola a los ojos mientras éstos observaban su cuerpo.
Tenía la voz más suave de lo que recordaba. Tal vez la fiebre había puesto fin a su
rabia y lo había destruido físicamente.
—¿Lo tratan bien? —preguntó ella.
—Usted y yo tenemos cosas que discutir —contestó él.
Elizabeth se puso roja al recordarlo.
—Sí. Comencemos con la mentira que dijo en otro de sus intentos por apartarme
de mi esposo.
Richard movió una mano para indicar que no le daba importancia a eso e insistió
con obstinación:
—Usted está aquí, ¿o no? Y prometió responder a las acusaciones en el tribunal
—dijo él tranquilamente.
Ella había comenzado a dar media vuelta, pero entonces se volvió.
—Lo prometí —dijo—. Y cumpliré. Ante el sachem y su concilio responderé a
sus acusaciones.
Las pálidas mejillas de Richard se colorearon súbitamente.
—Yo me refería al tribunal del estado de Nueva York.
—Pero no lo especificó —señaló Elizabeth.
Para su sorpresa, Richard sonrió.
—Como quiera. Presentaremos el caso ante Hecha de Huesos, Dos Soles y La
Que Recuerda.
—Ésas son las madres del clan —dijo Elizabeth sorprendida; sentía que de algún
modo él quería sacar ventaja pero no sabía cómo.
Él estiró la mano mostrando una horrible herida, sólo a medias curada. Elizabeth
la miró porque no podía apartar la mirada de ella.
—Por supuesto —dijo Richard—. Éste no es un asunto de guerra, sino de los
clanes. Entonces son las madres de los clanes las que deciden. Sólo iremos ante el
sachem si ellas no llegan a una conclusión.
—¿Usted cree que me dirán que elegí al esposo equivocado? —preguntó
Elizabeth sintiéndose capaz de reírse ante aquella idea.
Estaba claro que en el poblado tenían a Nathaniel en el mejor de los conceptos y
que estaban muy bien dispuestos, hombres y mujeres, a su favor.
Richard inclinó la cabeza a un lado; de pronto pareció muy cansado.
—Ya lo sé. Conozco a La Que Recuerda. Durante siete años la llamé Hermana
Mayor y dormí junto a su fuego. Sé que Hecha de Huesos es la bisabuela de Sarah y
que la quería mucho. Sé que ella le aconsejó a Sarah que abandonara a su esposo

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porque él no podía darle bisnietos que llevar a la reunión junto al fuego.
—Y yo sé que Sarah se negó a hacerlo —dijo Elizabeth deseando que se
detuviera el temblor de su voz, pero sin lograrlo—. Y que ella finalmente llevó en su
seno a los hijos de Nathaniel.
Él levantó una de sus cejas rojizas.
—Entonces sabe más de Nathaniel que él mismo. Más de lo que Sarah sabía. La
pregunta es, ¿a quién creerán? A usted, la mujer o'seronni, o a Irtakohsaks. Que ha
vuelto con ellos.
—Contra su voluntad —señaló Elizabeth.
—Lamento contrariarla —dijo él lentamente—. Ellos no oyeron esos
pensamientos salir de mi boca.
—Usted está mintiendo —dijo Elizabeth.
—Espere y veremos —dijo Richard mucho más pálido repentinamente.
Se tambaleó un poco al levantarse y se apoyó en la pared de la casa larga.
Elizabeth lo observó sin ofrecerle una mano mientras él iba renqueando hacia la
puerta.
Cuando Richard desapareció entre las sombras, ella seguía allí.

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Capítulo 41

Más cansada de lo que podía recordar desde el día en que Nutria la había encontrado
en casa de Robbie, Elizabeth sólo deseaba llegar al espacio que compartía con
Nathaniel. Y a Nathaniel. Pero él estaba todavía con Zorro Manchado y los otros.
Entró en la casa larga y se tumbó sola en el montón de pieles de oso; se quedó
dormida incluso antes de poder quitarse los mocasines. Durmió profundamente y se
despertó, muerta de hambre, mirando las filas interminables de panochas de maíz
seco colgadas en las vigas.
Se sentó y encontró a Luna Hendida delante de ella. Estaban solas en la casa larga
a excepción de una niña muy pequeña que jugaba desnuda con las cenizas de un
fuego apagado. Fuera había un juego que atraía la atención de todo el poblado. De
todos salvo de Luna Hendida.
—¿Están jugando al baguay? —preguntó Elizabeth con la boca seca y pegajosa.
Luna Hendida asintió con la cabeza y le alcanzó un cuenco con agua que
Elizabeth aceptó agradecida. La mujer más joven comenzaba a marcharse.
—Luna Hendida —Elizabeth usó el nombre kahnyen’kehaka de la mujer. Dijo
sólo el nombre, pero fue suficiente para que ella se detuviera—. ¿Por qué me miraba?
Por un instante, Elizabeth temió que la mujer no le contestara y que cerrara la
puerta entre ambas. Pero un temblor movió la boca de la mujer y en su rostro
apareció una expresión de incertidumbre.
—Porque usted tiene una magia que es nueva para mí —dijo finalmente—. Me
gustaría entenderla.
Elizabeth sonrió aliviada.
—No tengo magia.
—Usted consiguió capturar a Lobo Veloz —dijo Luna Hendida.
—Me casé con él —dijo Elizabeth—. No hay magia en eso, sólo que… —Hizo
una pausa, no sabía la palabra en kahnyen’kehaka—. Bonne chance.
La mujer parpadeó al oírla y levantando un dedo tocó la cara de Elizabeth. Con
cierto esfuerzo, Elizabeth se quedó muy quieta mientras Luna Hendida trazaba una
máscara invisible alrededor de sus ojos.
—Tú lo capturaste con su hija —dijo Luna Hendida—. Tu espíritu es más fuerte
que el mío, más fuerte de lo que era el de Yewennahnotha. Ninguna de nosotras pudo
conservar a sus hijos.
Elizabeth dio un salto de sorpresa; sintió que el corazón se le agitaba y luego se
tranquilizaba de nuevo. Yewennahnotha. Sarah. La oyó reírse, un sonido inquietante.
—¿De dónde sacaste esa idea? —le preguntó. Luna Hendida la miraba de un
modo que le hizo darse cuenta de que se lo había dicho en inglés.

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En medio de la agitación que sentía no le salían las palabras en mohawk, y repitió
lo mismo en francés.
La expresión perpleja de Luna Hendida se disipó. Recorrió la pequeña distancia
que la separaba del hogar de su abuela, buscó en un cesto grande y volvió con un
trozo roto de espejo, grande como la palma de la mano de Elizabeth.
—Tienes la máscara —le dijo alcanzándoselo.
—No estoy preñada —susurró Elizabeth, pero incluso mientras lo decía, su mente
corría a toda velocidad. Se estaba viendo a sí misma por primera vez en semanas, su
cara le resultó extraña con los ángulos más afilados. Tenía la piel de color castaño a
causa de los largos días que había pasado fuera; mientras miraba el brillo oscuro que
tenía alrededor de los ojos, los cerró y trató de recordar cuándo había sido la última
vez que había sangrado. Se dio cuenta de que no sabía el día de la semana ni del mes
en que estaba. Los días y las semanas habían pasado con mucha rapidez y trataba de
contarlos. ¿Cinco semanas? ¿Seis?— No creo que esté preñada —se corrigió
Elizabeth, y al darse cuenta de que podría ser que sí, supo que era verdad. Se apoyó
en los talones y se apretó los brazos alrededor del cuerpo, inclinada. Todo su cuerpo
se erizaba de terror y de alegría, y de un sobrecogedor sentido de poder y de simple
asombro: había sido capaz de lograr aquello que la convertía de una vez y para
siempre en la esposa de Nathaniel.
—No lo sabes —dijo Luna Hendida.
—No —dijo Elizabeth, levantando la cabeza para mirar de frente a Luna Hendida
—. No me di cuenta.
Encontró simpatía y alegría en el rostro de la joven, y supo que siempre le estaría
agradecida.
—Él se pondrá muy contento.
Se oyó un grito que provenía de fuera, voces que se elevaban festejando algo.
—Sí —dijo Elizabeth respirando agitada—. Se pondrá muy contento.
Luna Hendida inclinó la cabeza y se fue.
Sin tener donde estar sola, Elizabeth se tendió con la cara mirando a la pared y se
puso la mano en el bajo vientre. ¿Cómo había podido no darse cuenta? ¿Cómo había
podido no oír lo que su propio cuerpo trataba de decirle? No era por la comida de los
kahnyen’kehaka que se le revolvía el estómago. Se ruborizó al darse cuenta de lo
torpe que había sido. Luna Hendida, que nunca había tenido un hijo, había sido capaz
de ver lo que ella tendría que haber notado antes.
Tenía que decírselo a Nathaniel.

* * *

Nathaniel había entrado para buscar a Elizabeth: la encontró dormida y se fue a

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ver el juego. Se quedó en un lugar no muy cercano al campo, para tener a la vista la
casa larga, esperando que ella apareciera. Su herida no le dolía especialmente, pero le
impedía participar. Le gustaba el baguay por el modo en que lo llevaba hasta sus
propios límites.
Respiró hondo. Los tejidos se expandían con dificultad, pero menos que el día
anterior.
Al otro lado del poblado, el río corría hacia el sur para reunirse con el gran lago
que los franceses llamaban Champlain. En su borde, un destello de movimiento captó
la atención de Nathaniel. Era una simple canoa avanzando. No era sorprendente. Los
kahnyen’kehaka solían venir de muy lejos a la Fiesta de la Fresa y llegarían muchas
canoas antes de que pasara la tarde. Pero Partepiedras era un líder precavido y tenía
una guardia dispuesta para interceptar a los que llegaban.
Dos hombres. Por su tamaño y forma Nathaniel reconoció a uno de ellos como El
Jorobado, el explorador que había llevado noticias de la llegada de Elizabeth. Desde
entonces había desaparecido del poblado.
El otro hombre era un kahnyen’kehaka a juzgar por sus ropas, aspecto y modo de
caminar. Kahnyen’kehaka por el modo en que miraba a su alrededor y por la forma en
que llevaba el mosquete colgado en la espalda. Kahnyen’kehaka en todo, excepto en
que era una cabeza más alto que cualquiera de ellos y en que lo que quedaba de pelo
en su cráneo tatuado no era negro, sino rojo.
Elizabeth le tocó el codo. Nathaniel se volvió hacia ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó tratando de mirarle la cara—. ¿Hay problemas?
—Tal vez —dijo él—. No estoy seguro. —Movió la cabeza en dirección al río.
Ella tenía buena vista y más poder de observación.
—Se parece a Richard —dijo con voz quebrada.
Los dos hombres se estaban aproximando rápidamente al campo de juego. Hubo
un grito de bienvenida, y luego otro. Nathaniel oyó el nombre que gritaban. Inon-
Yahoti.
—¿Quién es, Nathaniel?
—Tira Lejos —dijo él—. Dudo mucho que responda todavía al nombre de
Samuel Todd.
—¿El hermano de Richard? —Elizabeth tenía la mano en el antebrazo de
Nathaniel y lo apretaba con fuerza—. ¿Su hermano? Pensaba que… el señor Bennett
dijo que…
—¿Que estaba muerto? ¿Que había muerto en combate? Bueno, eso es lo que
creen por allá.
—Tú lo sabías.
—Sabía que estaba vivo. Los kahnyen’kehaka mantienen el rastro de todos los
demás, como ves. Él luchó con los británicos durante la guerra y se fue al norte

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cuando las cosas se pusieron peor.
—Vaya —dijo Elizabeth—. El hermano de Richard. ¿Él lo sabe?
—Me sorprendería mucho que no supiera que su hermano está vivo. Pero, por
otra parte, dudo que espere verlo. Aguarda aquí —dijo pensando en ir a buscar a El
Que Sueña, la mejor fuente de información entre los hombres.
Ella levantó la barbilla.
—No me quedaré —dijo con firmeza.
Una arruga apareció súbitamente entre sus cejas y Nathaniel estuvo a punto de
reírse al verla.
—Bien, vamos —dijo suspirando mientras la cogía de la mano.
—Espera —Elizabeth miró hacia donde estaba la gente reunida, y luego hacia la
casa larga. Tragó saliva muy nerviosa, sin poder mirar a Nathaniel a los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—Vi a Richard —dijo rápidamente.
—Ah. —Nathaniel le puso el brazo en los hombros e inclinó su cabeza junto a la
de ella—. ¿Cómo fue?
—Le dije que respondería aquí a las acusaciones.
—Parece que eso te pone muy nerviosa —dijo y le pasó una mano por el pelo,
jugando suavemente con la trenza—. No tienes nada que temer, Botas. Venceremos a
Todd y pasado mañana estaremos camino de casa.
Elizabeth levantó la vista y lo miró.
—¿De veras lo crees?
—Claro que sí —dijo él—. Lo creo.
—Pero Nathaniel… —Hizo una pausa, le temblaba un músculo de la mejilla—.
¿Qué significa que su hermano haya venido aquí?
—El sachem lo mandó buscar —dijo Nathaniel—. Probablemente El Que Sueña
le puso esa idea en la cabeza.
—El Que Sueña tiene mucho interés en el bienestar de Richard —replicó
Elizabeth—. Supongo que debe de haberlo conocido cuando era niño y vivía aquí.
—No es exactamente así —dijo Nathaniel mirando a un lado—. Fue El Que
Sueña el que condujo la partida que trajo a Richard y a su hermano al pueblo.
Esta última noticia pareció quitarle a Elizabeth toda capacidad de hablar.
Nathaniel sabía que eso duraría sólo hasta que ella pudiera digerirla lo suficiente para
que se fijara en su mente. Él no podía predecir lo que resultaría de eso, pero sí sabía
que seguramente habría una cuestión a tener en cuenta. «Amar a esta mujer es mucho
más fácil que seguir su ritmo —pensó—. Que Dios me dé fuerzas».
Dejó la mano descansando en la parte inferior de la espalda de ella.
—¿Te das cuenta, Botas? —dijo parándose para que le prestara atención—. No
había conocido a nadie que me hiciera pensar tanto como tú.

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Ella cerró un ojo, reflexionando.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Ah, muy bueno —dijo él.
La sonrisa de ella era una cosa rara y especialmente hermosa en aquellos días.
Elizabeth puso su mano sobre la de él, que seguía en la cadera.
—Es hermoso oír eso, Nathaniel. Pero ahora… —Miraba al grupo congregado
alrededor de los que jugaban al baguay, el juego estaba a punto de terminar—.
¿Dónde ha ido el hermano de Richard?
Se oyó el sonido de un solo tambor acompañado por una única voz que llamaba a
todos a reunirse.
—La Danza del Golpe de Palo —dijo él—. Es eso, entonces. Es un rito curativo,
pero apuesto a que Richard no lo reclamó. Por eso enviaron a buscar a Tira Lejos
porque él puede requerirlo en nombre de su hermano. ¿Cómo estaban sus heridas
cuando lo viste?
—Infectadas, sobre todo la de la mano —dijo.
—Entonces tiene sentido.
—Sería muy curioso que Richard apareciera ahora —dijo Elizabeth.
—Bueno, parece que por una vez Todd no se muestra obstinado —dijo Nathaniel
—. Allí viene.

* * *

Todo el poblado parecía tener prisa por participar en el baile y Elizabeth, que era
alta para su sexo pero no tanto como los hombres del grupo que había alrededor del
fuego, no podía ver a Richard. Lograron ponerse en un lado donde dos cantores se
habían subido a un banco. Uno de ellos era el constructor de canoas, que parpadeó
solemnemente al verla mientras golpeaba su tambor. El otro cantor tenía una carraca
hecha de un cuerno largo, tapada en un lado y provista de una manija de madera en el
otro.
Dos grupos se formaban a cada lado del fuego, en los dos había hombres y
mujeres.
—Debería reunirme con ellos —dijo Nathaniel—. ¿Tú…?
—Ah, no. —Elizabeth debió de haberse reído a causa de los nervios, pero el
estado de ánimo de la multitud ensimismada mostraba abatimiento, de modo que lo
envió a él con un ligero movimiento de la mano.
Cuando Nathaniel desapareció entre los bailarines sintió que temblaba de alivio.
Daba las gracias por tener tiempo para pensar cómo decir lo que tenía que decir. La
idea todavía estaba fresca en su mente y no le resultaba todavía familiar para hacerla
saltar de asombro o ruborizarse en una combinación de orgullo y reserva. ¿Qué

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habría dicho una señora, más allá de las terriblemente embarazosas frases de salón?
—Nada —lo dijo casi en voz alta.
Una señora no dice nada, no tiene palabras reales para esto porque es algo que no
se discute públicamente. Los anuncios se hacían con voz neutral después del té: «El
joven Winslow y su esposa están en la dulce espera», solía decir su tío.
El canto se elevaba en otra nota, un canto maravilloso, gutural, de ritmos casi
hipnóticos. Nathaniel se movía en la línea de bailarines con el torso inclinado
mientras bailaba, completamente concentrado en los pasos, en los movimientos leves
y concisos que enviaban las oraciones de El Que Sueña lejos hacia los cielos.
Inesperadamente, Elizabeth sintió náuseas y tragó cogida por sorpresa. Era la
multitud, supuso, el calor del fuego, y la excitación, la presencia de Richard, aunque
no lo hubiera distinguido todavía. Pero entonces la tía Merriweather podría haberle
preguntado qué tenía en la cabeza, cómo se quedaba allí expuesta a la brisa del
atardecer en su estado. Elizabeth sintió que echaba mucho de menos a su tía, que la
habría cogido de las manos, la habría mirado a los ojos para ver qué había en ellos.
«Tengo buenas noticias para ti», le habría dicho con una sonrisa. A la tía
Merriweather le gustaban mucho los niños, pero Elizabeth pensó en su prima
Marianne en un baile, haciendo una mueca de desdén y murmurando mientras se
abanicaba: «Imagínate, Jane Bingley bailando, y se ve tan claro que está
embarazada».
«Qué terrible es ser inglesa», pensó Elizabeth, observando a una joven
kahnyen’kehaka con su vientre redondo y pesado siguiendo el paso de la danza. En
un santiamén se dio cuenta de que había muchas otras mujeres preñadas o con el niño
apoyado en sus caderas o dándole el pecho. Ella podría salir adelante también.
Tendría un niño, el hijo de Nathaniel, y una vida junto a él. Recordó entonces la voz
de Partepiedras y se afirmó en sus convicciones. También tendría su trabajo, su
escuela, aunque no fuera como la había imaginado. Podría ser feliz.
«Soy feliz». Era cierto. Pese a todo lo que había pasado. Estaba contenta y de
pronto se sintió menos preocupada por la forma en que le diría a Nathaniel que estaba
preñada. Las palabras saldrían solas, en el lugar y el momento adecuados. Tal vez
aquella noche cuando se retiraran o tal vez al día siguiente. Cuando se acostumbró a
la idea y al hecho de que llevaba un niño en el vientre, que en sus pensamientos ya
aparecía crecido, casi pudo sentir el peso de la criatura en los brazos. Trató de contar
los días otra vez, pero no pudo. Pensaba que el niño nacería a principios del año
siguiente. Si todo salía bien.
Robbie, que apareció de súbito por detrás de ella, la apartó de su ensoñación.
—¿No necesitas un traductor? —le preguntó tranquilamente—. Pensé que te
gustaría saber lo que dirá El Que Sueña.
Elizabeth le dijo que sí dándose la vuelta para mirarlo.

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—¿Ha visto…? —comenzó a decirle y él asintió.
—He visto.
El Que Sueña levantó la voz poniendo fin a aquella conversación.
Las líneas de danzantes se movían al ritmo del tambor, cientos de pies embutidos
en suaves mocasines se movían adelante y atrás. Oscilaban los flecos y las trenzas, y
tintineaban los collares de cuentas y concha y los ornamentos de plata. Muchos
hombres usaban cintas alrededor de las rodillas, en las que llevaban carracas hechas
con pezuñas de ciervo, lo cual producía un ritmo regular.
El sol había descendido hasta el horizonte y vacilaba allí, con su enorme curva
apenas insinuada en el borde del mundo, en un cielo que iba del añil al lavanda.
—Bienvenido, Tira Lejos —gritó El Que Sueña levantando el palo ceremonial
que tenía en la mano—. Le damos la bienvenida a nuestro hermano que viene de
Caughnawaga… —Hizo una mueca—. Él nos pide en nombre de su hermano
permiso para ofrecer nuestras canciones para que Comegatos pueda curarse y caminar
de nuevo entre nosotros.
La multitud se abrió en dos y apareció Tira Lejos llevando una cesta. Era un
hombre corpulento y musculoso que exhibía muchas cicatrices de guerra. Elizabeth
estaba lo suficientemente cerca para ver los detalles de los tatuajes que tenía en la
cara y en la cabeza. Se había pintado la cara de amarillo y azul, cuatro líneas en cada
mejilla. Pero ni sus vestimentas ni sus ornamentos podían esconder el color de su
piel, la piel blanca que se resistía al bronceado, el pelo cobrizo y los ojos azules.
Aquellos ojos se fijaron en ella y ella vio que fruncía el entrecejo. Involuntariamente
dio un paso atrás, más cerca de Robbie.
Los bailarines se ponían de nuevo en movimiento. Zorro Manchado, Luna
Hendida, Nutria y luego Nathaniel. Mientras éste pasaba, Elizabeth se dio cuenta de
que su atención estaba puesta en otra parte.
El canto se hizo más fuerte y luego cesó bruscamente. Vio que El Que Sueña
buscaba algo en el cesto de Tira Lejos, hasta encontrar un estuche muy decorado
cerrado con un hilo. Lo abrió y vertió lo que había dentro en la palma de su mano.
—Gran Espíritu que nos diste la noche —cantó cuando los últimos rayos del sol
temblaron y desaparecieron.
Al otro lado del cielo apareció la luna; tenía el color de un melocotón muy
maduro.
—Gran Espíritu que nos diste la oscuridad en la cual descansar. En esta oscuridad
te enviaremos nuestras palabras.
El tabaco crujió cuando lo arrojó al fuego, el humo ascendió con un gran
remolino de chispas en un olor fragante que subía al cielo. El canto de los músicos se
elevó, después se redujo y volvió a elevarse otra vez, suspendido sobre el fuego como
algo vivo. Luego se hizo el silencio.

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El Que Sueña golpeó el suelo con su báculo.
—¡Comegatos! ¡Comegatos! —llamó. Y de nuevo—. ¡Comegatos!
Hubo un murmullo general y luego susurros. Tira Lejos observaba, la luz del
fuego daba a su cara una animación que no era su estado habitual.
Elizabeth sintió un mareo y una fuerte sensación de náuseas, y se agarró al brazo
de Robbie para no caerse. La frente se le cubrió con un sudor que le corrió por la
cara. La boca se le llenó de saliva amarga.
—¿Qué te pasa, muchacha? —le dijo Robbie en voz baja—. ¿Estás enferma?
Llegó Richard. Se puso junto al fuego, delante de su hermano. Pálido, muy pálido
y un poco encorvado, con un brazo puesto en un ángulo incómodo y apoyándose en
un bastón. Detrás de él estaba La Que Recuerda, la matriarca del clan de los Osos y la
mujer que le había estado curando las heridas.
Los dos hombres estaban frente a frente mirándose a través de las llamas como
imágenes de un espejo irregular.
Elizabeth sintió un dolor punzante en las entrañas que le subió hasta la garganta.
Se apartó del fuego y se alejó tambaleándose de la multitud entre los niños que
molían maíz, con Robbie y Treenie tras ella, la perra emitía ruidos nerviosos. Pasaron
por el lugar donde las bisnietas de Hecha de Huesos solían moler maíz por las
mañanas, pasaron delante de una piel estirada en un marco, un poco arrugada. El olor
de la orina en la que había sido curada le revolvió el estómago; siguió caminando
mareada hasta las sombras de la casa larga, donde se detuvo y vomitó. Volvió a
vomitar otra vez. Se apoyaba con un brazo en la pared de la casa, tan deshecha como
no recordaba haber estado. Robbie había desaparecido, pero en cambio Treenie estaba
allí esperando con paciencia, como si aquella conducta le fuera familiar y esperara
verla con frecuencia. Cuando Elizabeth la miró, movió la cola comprensivamente y le
ofreció lo que pudo ser un encogimiento de hombros perruno.
—Aquí, muchacha —dijo Robbie cuando volvió con media calabaza llena de
agua.
Ella se llenó la boca de líquido y luego lo escupió. Lo hizo otra vez y finalmente
bebió pequeños tragos.
—¿Qué has comido? —preguntó Robbie—. Quisiera hacer algo para ayudarte,
pero no sé qué.
Ella sonrió suavemente y volvió a beber.
Elizabeth enderezó los hombros y miró hacia atrás, hacia el fuego donde estaba
reunido todo el pueblo, escuchando una sola voz. Era una voz que no podía
reconocer, pero que de todos modos le resultaba muy familiar. Richard, su hermano y
la familia kahnyen’kehaka alrededor. En aquel momento, lejos de la luz del fuego,
todo le parecía muy extraño. Había llegado a América en busca de una vida diferente
a la de Inglaterra, pero aquello…

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La mano de Robbie se apoyaba delicadamente en su hombro.
—Es muy difícil estar entre dos mundos, con un pie en cada uno —dijo.
—Yo no pertenezco a este lugar —replicó ella—. Me siento como si me estuviera
entrometiendo en asuntos de familia.
—Pero también es el lugar de él, muchacha.
Ella no tuvo necesidad de preguntarle qué quería decir. Nathaniel estaba allí
porque parte de él pertenecía a aquel lugar.
—Tu gente será mi gente —recordó ella dulcemente.
—Ah, es bueno oírte citar una frase —dijo enseguida Robbie—. Veo que te
sientes mejor.
Elizabeth sonrió ligeramente.
—Ya me siento mucho mejor —dijo y se dio cuenta de que era cierto; las náuseas
habían pasado.
—¿No crees que un descanso te…? —comenzó a decir Robbie pero se detuvo.
Elizabeth quiso saber por qué y entonces se volvió y vio que Luna Hendida estaba a
pocos pasos de ellos.
—Mi abuela quiere que vayas con ella —dijo la joven.
—Entonces tienes que ir, muchacha. A Hecha de Huesos no le gusta que la
desobedezcan.
—Ya me he dado cuenta —murmuró Elizabeth comenzando a caminar con Luna
Hendida.

* * *

Las casas largas de los Osos y de los Lobos eran idénticas en la mayoría de los
detalles, lo que, en cierto modo, tranquilizó a Elizabeth. Allí, sin embargo, el hogar
de la matriarca del clan era compartido con un esposo, el sachem, que estaba todavía
en la Danza del Golpe de Palo. El penetrante olor de su tabaco contrastaba con el de
las hierbas, que tenían una función muy importante en el hogar de Hecha de Huesos.
La Que Recuerda parecía ocuparse más bien de hacer los ornamentos que muchos
usaban y del fino trabajo de aguja que decoraba las telas. Por todas partes había
montones de trabajos a medio hacer junto con cestos de púas de puercoespín,
conchas, hilos y otras cosas que Elizabeth no podía identificar. Tuvo tiempo de
observar todo eso porque ella y Luna Hendida llegaron primero.
Mientras la mujer más joven alimentaba el fuego hasta lograr una buena llama,
Elizabeth examinó una larga fila de tocados de pluma y cogió uno casi terminado
para mirarlo. La pieza era un gorro alargado de tablillas de madera flexibles
entretejidas y cubiertas de ante. Aquél aún no tenía las plumas pero estaba junto a
cestos que contenían montones de plumas de águila y de pavo, que reconoció sin

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mayores problemas, junto con otras más largas que debían de ser las plumas de las
grandes garzas azules que había visto con tanta frecuencia; también había plumas de
cuervo y de halcón.
Luna Hendida emitió un saludo de bienvenida y Elizabeth levantó la mirada para
ver que la puerta de piel de oso se abría.
Dejó el tocado cuidadosamente a un lado y se levantó con los brazos cruzados.
Las tres madres del clan llegaron primero, seguidas por Richard, apoyado
pesadamente en su bastón y finalmente, gracias a Dios, entró Nathaniel que se puso
junto a ella inmediatamente.
—¿Te encuentras mal? —preguntó cogiéndole un dedo.
Ella estaba rígida y se esforzó por sonreír.
—Me siento bien —dijo—. Hablaremos de eso luego.
Elizabeth casi no notó que Luna Hendida iba hacia la puerta y salía.
La Que Recuerda era una mujer de unos cincuenta años, de espalda recta y muy
alta para su sexo. Su ojo izquierdo parecía ciego, porque tenía un color blanquecino y
las pestañas caían sobre él. Era su hogar y ella habló primero, dando la bienvenida a
todos. Miró hacia el largo corredor para saber si había algún mensaje oculto entre las
sombras y luego se volvió hacia Elizabeth.
—Comegatos nos dijo que al principio estabas dispuesta a tomarlo a él por
esposo, pero que luego huiste en la noche con Lobo Veloz. Él dice que le prometiste
darle la montaña que llamamos Lobo Escondido cuando te casaras y que a él se le ha
quitado la tierra que por derecho le pertenece. Nos ha hecho una sugerencia y te pide
que la consideres, pero primero oiremos lo que tengas que decir.
Nathaniel le había traducido las palabras mientras observaba a Richard que
permanecía de pie casi en la oscuridad. Tenía la cara desvaída pero estaba atento y
concentrado como un pájaro hambriento mirando su presa.
Ella se aclaró la garganta.
—Le pido que me perdone si hablo en francés cuando no pueda hacerlo en
kahnyen’kehaka…
Elizabeth miraba a los ojos a cada una de las mujeres. Dos Soles parecía
demasiado joven para ser madre de la casa larga de las Tortugas, aunque tenía un
aspecto sereno. La Que Recuerda la miraba con más sospechas pero no con actitud
hostil o poco amistosa, tanto en su expresión como en su tono de voz.
Pero Hecha de Huesos la miraba con la frente fruncida. Se frotaba el borde de la
manga con el pulgar y el índice y tenía los ojos clavados en Elizabeth y la cabeza
inclinada a un lado.
Elizabeth continuó:
—Es verdad que durante algunas semanas permití que Richard hablara conmigo
de matrimonio. Pero no es verdad que le haya prometido nada porque nunca tuve la

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intención de casarme con él. Se lo dije por lo menos dos veces. En cambio, oí la voz
de mi corazón y de mi conciencia, y tomé por esposo a Nathaniel. —Hizo una pausa
y miró a los ojos a Richard—. Y estoy muy satisfecha de haberlo hecho. —Hecha de
Huesos resopló. Nathaniel sujetaba las manos de Elizabeth y ella las apretaba a su vez
—. Es verdad que Lobo Escondido es ahora propiedad de Nathaniel, pero eso es
porque las leyes de mi gente no permiten a las mujeres tener propiedades cuando se
casan. Yo no cedería lo que es mío simplemente por ser mujer, si no fuera por la ley.
Hecha de Huesos resopló otra vez, no podría decirse si complacida o contrariada,
no quedaba claro. Dos Soles comenzó a hablar con voz sorprendentemente ronca.
—El o’seronni nos ordena estar atrás —dijo ella—. Ellos no se ven a sí mismos.
—No es así entre los kahnyen’kehaka —añadió La Que Recuerda.
—El o’seronni es un pueblo de tontos —dijo Hecha de Huesos con aire
despectivo—. ¿Necesitáis que os lo recuerde?
Ella miró a Elizabeth un momento, la comisura de su boca se torció hacia abajo.
—¿Con esto le has quitado algo a Comegatos?
—No —dijo Elizabeth lentamente—. Yo no le he quitado nada a Richard.
Entonces habló él, como era de esperar.
—Excepto mi buen nombre —dijo.
Sufría una agitación febril, el sudor perlaba su frente.
—Usted tiene su nombre —contestó ella con calma—. Y es tan bueno como
siempre lo fue.
—Suficiente —dijo La Que Recuerda.
Se tomó un momento para pensar bien lo que diría.
—De acuerdo con nuestra ley, Comegatos no puede reclamarte lo que es tuyo.
¿Están de acuerdo mis hermanas conmigo? —Dos Soles enseguida asintió, Hecha de
Huesos respondió sólo encogiéndose de hombros—. Pero además no podemos hacer
juicios basados en tus propias leyes, que son misteriosas para nosotras. Sólo podemos
aconsejarte.
Elizabeth sintió que Nathaniel se tranquilizaba, pero ella no pudo hacer lo mismo:
la mirada expectante de Hecha de Huesos la hacía sentirse inquieta y balancearse de
un pie a otro.
—Comegatos dice que si no puede tener la montaña, reclamará a la hija de Canta
los Libros como suya —señaló La Que Recuerda.
Elizabeth apretó el brazo de Nathaniel. Tenía el rostro muy cerca del suyo y vio
cómo palidecía, cómo se le tensaban los músculos. Ella también experimentaba la
misma tensión.
—Nathaniel —murmuró mientras lo sacudía.
Él la miró, tenía el rostro demudado de rabia. Al ver la inquietud de Elizabeth, la
mirada salvaje de sus ojos disminuyó un poco.

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—Ella no es suya, no puede reclamarla —logró decir finalmente, con una voz casi
normal.
—Yo digo que sí es mía —replicó Richard.
El corazón de Elizabeth tronaba con tanta fuerza que su vista parecía agitarse con
cada latido. Hannah. Sólo una vez recordó ella haber oído a Richard nombrar a
Hannah, fue en la primera noche que pasó en Paradise durante la fiesta de Navidad de
su padre. Él había mirado a la niña de modo extraño, sin interés, como si no fuera
más que la cría de algún animal, una cosa sin valor para el mundo.
—Usted no tiene interés en el bienestar de Hannah —le dijo a Richard en inglés.
—No se trata de Hannah —dijo Nathaniel y, mirando una por una a las tres
madres de los clanes, añadió—: Comegatos está consumido de envidia y quiere
quitarme todo lo que poseo.
Richard apretó el puño cerrado contra su pecho, haciendo visible la cicatriz de su
herida todavía no curada.
—Yo cojo lo que es mío.
—Un momento —dijo Elizabeth, juntando ambas manos como si fuera a decir
una plegaria—. Los niños kahnyen’kehaka pertenecen a sus madres, ¿no es así?
Entonces ¿qué es lo que usted podría reclamar?
—Yo se la entregaría a su bisabuela —dijo Richard mirando a Hecha de Huesos
—. Pero ella tendría que ser educada sabiendo que yo soy su padre.
—Usted no es su padre. —La voz de Nathaniel resonó en toda la casa larga—.
Canta los Libros era mi esposa cuando estaba preñada de la niña.
—Canta los Libros te abandonó y tomó a otro —dijo Hecha de Huesos.
—¿Ella te dijo eso? —preguntó Nathaniel—. ¿Y tú la creíste?
—Mi hija Atardecer me lo dijo —contestó Hecha de Huesos—. Yo la creo a ella.
Richard miró a Nathaniel con aire de triunfo.
Una oleada de náuseas invadió a Elizabeth, tragó con esfuerzo, cruelmente.
—Usted no puede llevarse a la niña del hogar que ella conoce y que ama —dijo
Elizabeth—. No puede apartarla de su familia.
—Nosotros somos su familia —dijo Hecha de Huesos—. Su abuela y su tío
pueden venir con ella y vivir aquí, en mi hogar, en el lugar al que pertenecen.
Nathaniel frunció la frente mirando a Richard. Cuando volvió a tomar la palabra,
fue en inglés:
—Ya me doy cuenta. Le devolvería a la anciana a su hija y a la hija de su hija, y
entonces lograría sacar a todos los kahnyen’kehaka de Paradise. ¿Saben ellas lo que
quiere hacer? ¿Saben que quiere apartar de su vista a los pocos que quedan de ellos?
Reclama a la niña como hija suya y si pudiera, seguramente, y con total alegría, los
mataría a todos en su propio lecho.
La boca de Nathaniel se contraía de asco.

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—Eso no es verdad —replicó Richard con ira.
—Usted vio hacer eso antes, en Barktown.
—Lo que pasó en Barktown no fue culpa mía. Si ellos hubieran creído que sí,
estaría muerto hace tiempo.
No había señal alguna de emoción en la cara de Richard, ningún movimiento en
absoluto, pero el cuerpo vibraba a causa de los nervios. Las madres del clan lo
estaban observando, él parecía haberse olvidado de ellas. Elizabeth se sintió de
pronto sacudida por el recuerdo de su hermano, sorprendido en una partida de cartas
cuando había perdido sus últimos chelines en una apuesta, consumido por el vicio y
por su propia desesperación.
Nathaniel dijo entonces en kahnyen’kehaka:
—No sé qué es lo que Atardecer le aconsejó a mi esposa, pero sí sé que Canta los
Libros nunca abandonó la casa de mi madre ni mi corazón. Yo mantengo que la niña
es mía según las costumbres de los kahnyen’kehaka y de acuerdo con las leyes de los
o’seronni. Y desafío a cualquiera a probar lo contrario.
—Espera —dijo Hecha de Huesos. Se volvió hacia Elizabeth y la señaló con un
dedo extendido—: Comegatos no puede tener a la criatura —dijo con desagrado—
pero tú puedes enviarla con nosotros. Nos has hablado de las leyes de los o’seronni,
que te han quitado tu tierra y se la han dado a un hombre porque tú elegiste casarte
con él. Como ves, nuestras costumbres no son tan tontas. ¿No aceptarías que la niña
fuera educada aquí, donde puede aprender a ser una mujer?
Elizabeth sintió que enrojecía de rabia mirando los ojos negros de la mujer.
—Yo soy una mujer —dijo con voz clara—. Y además tengo cosas que enseñarle.
—¡No puedes enseñarle a ser una kahnyen’kehaka! —dijo Hecha de Huesos.
—Eso lo pueden hacer su abuela y su tía —dijo Elizabeth—. Ellas también están
allí. —Respiró hondo y dejó escapar el aire—. Se trata de eso, ¿no? No tanto de
Hannah, como por tener aquí a su hija.
—Yo tenía un buen hombre —dijo Hecha de Huesos— y alimenté a sus cinco
hijos y a sus tres hijas. Fueron niños fuertes y saludables. Todos mis hijos murieron
como guerreros, en las guerras de los o’seronni. Dos de mis hijas murieron. Una a
manos de los Casacas Rojas, cuando estaba preñada. La otra, la madre de Luna
Hendida, a causa de la enfermedad de las manchas de los o’seronni. En otros tiempos
había muchas mujeres junto a mi fuego, pero ahora sólo quedo yo de mi línea
familiar y mi bisnieta, Luna Hendida. ¿Puede usted entender lo que significa para mí
el querer que mi hija y sus hijos estén aquí, en el lugar al que pertenecen? —Miró
primero a Elizabeth, luego a Nathaniel. De pronto endureció la expresión, se le
contrajo la boca—. Tal vez no te des cuenta —dijo con voz ronca—. Tal vez ni
siquiera te lo puedas imaginar. Perder a un hijo es un dolor que nunca conocerás.
Elizabeth cogió la mano de Nathaniel y la apretó fuerte.

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—Déjame contestar —le dijo bruscamente—. Por favor.
Se quedó tal y como estaba hasta que pudo notar que él cedía.
Las palabras estaban allí, ella podía decirlas: «Él puede tener hijos, yo llevo en mi
vientre a su hijo». Con eso lograría deshacer el único argumento que Richard tenía y
que era importante para aquellas mujeres; eso resolvería las dudas sobre la hombría
de Nathaniel. Ella sentía que se le arrebataba el pecho, que el color le llegaba hasta el
nacimiento del pelo. Nathaniel la estaba mirando, todos la miraban. Dejó caer la
mirada al suelo, se aclaró la garganta y trató de reunir las palabras necesarias.
Cuando levantó la mirada, Tira Lejos estaba con ellos. Entre las sombras, cerca
del fuego, su presencia fue como una aparición. Con una inclinación de cabeza a las
madres del clan, se dirigió a La Que Recuerda.
—¿Puedo hablar?
En la terrible tensión que había alrededor del hogar, se oyó su voz fuerte, sin rabia
ni amenazas. La Que Recuerda murmuró que estaba de acuerdo, mientras las otras
dos se limitaron a inclinar la cabeza. Hecha de Huesos miró nerviosa a Nathaniel.
Richard estaba quieto; súbitamente toda la rabia había quedado encubierta en su
mirada. Había en él una rigidez igual a la que Elizabeth había visto cuando unas
semanas antes se despedía de Nathaniel en la costa del Hudson. Podía esperar,
tomarse su tiempo con tal de lograr sus propósitos. Su actitud y su resolución estaban
tan claras y nítidas como las rayas pintadas en la cara de Tira Lejos.
—He venido hoy porque El Que Sueña me llamó para ayudar. Él ve más que una
sola clase de enfermedad en este hombre, que es a la vez mi hermano y un extraño
para mí. Y por eso hablo, aunque veo que no desea mi ayuda. —No había queja en las
palabras de Tira Lejos, sólo estaba dejando las cosas claras—. Este hombre nunca
vivió entre los kahnyen’kehaka —añadió—. Incluso cuando su cuerpo habitaba aquí,
su corazón estaba en otro lado, con los o’seronni. Él no puede ser uno de nosotros. Él
no puede perdonarme por haber abandonado las costumbres de los blancos. —
Richard no miraba a su hermano, pero le temblaba la cara y se le tensaba la
mandíbula. Gotas de sudor le caían en la camisa. Tira Lejos dirigía sus comentarios a
las madres de los clanes, como si no hubiera nadie más allí—. Incluso ahora ni
siquiera me ve. Su corazón está tan duro que lo ciega. Pero puede oírme. Yo puedo
decirle que tengo cuatro hermosos hijos y dos hijas que son mi orgullo. Él es su tío.
Él lo sabe ahora y nunca podrá olvidar que lo sabe.
El viento sopló y sacudió el tejado de corteza de árboles de la casa larga. La
noche estaba llena de ruidos: el tambor y la carraca, los grillos y el eco lejano de los
lobos, y por encima de todo, las oraciones del custodio de la fe elevándose en el cielo
de la noche en favor de un hombre que estaba allí, con la cara brillante de sudor y los
ojos blancos de resignación.
Tira Lejos escuchó un momento la voz lánguida de El Que Sueña y entonces su

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cara pareció aliviarse de una preocupación, y volvió a hablar a las madres del clan:
—Un guerrero puede tener un corazón de padre. Así que yo le pregunto a
Comegatos: ¿le harías a una criatura lo mismo que te hicieron a ti? ¿Destruirías a una
niña para vengar a tu madre?
Richard levantó la cabeza de golpe y por primera vez Elizabeth vio que miraba al
hombre que estaba delante de él. Se le puso la cara de un color rojo muy vivido, la
boca se agitaba de indignación, haciendo evidente un dolor que no podía ocultar.
Tira Lejos le devolvió la mirada con tranquilidad.
—No dejes que el resentimiento de tu corazón guíe tu mente. Olvídate de Lobo
Escondido —concluyó.
—¿Quién eres tú para decirme qué hacer y cómo vivir? —preguntó Richard con
aspereza.
Tira Lejos parpadeó. Abrió la boca para replicar, pero sus palabras sonaron
inciertas y hasta su voz fue diferente, más alta y más lozana.
—Soy tu hermano —dijo en inglés—. Antes me llamaba Samuel.

* * *

En la plataforma donde dormían había una grieta en el techo de la casa larga de


los Lobos que habría desagradado mucho a Hecha de Huesos. De haberlo sabido,
habría enviado inmediatamente a alguno de sus nietos para que subiera al tejado y la
reparara. Pero no lo sabía, y Nathaniel estaba muy contento porque podía ver el cielo
aquella última noche que pasaban con los kahnyen’kehaka.
Estaba acostado boca arriba mirando las estrellas. Tenían el fulgor de siempre,
como los ojos de los gatos grandes cuando están al acecho en el bosque. Fríos y
cálidos a la vez, demasiado refulgentes para que pudiera comprenderse.
Elizabeth puso la cabeza sobre el hombro de Nathaniel, para estar más cómoda.
No tenía sueño, lo que lo sorprendió a él teniendo en cuenta los sucesos del
anochecer. Sentía un profundo dolor bajo las costillas cuando pensaba en ello, en lo
que Todd había tratado de hacer. Lo que todavía estaría tratando de hacer y lo que
trataría de hacer hasta la muerte.
—Ya ha pasado —dijo ella suavemente leyéndole el pensamiento y viendo la
tensión de sus hombros.
Dejó correr un dedo sobre la sien de ella y luego lo deslizó por un lado de la cara.
—No creas que ese hombre va a cambiar porque su hermano trató de hacerlo
entrar en razón.
No le gustó el resentimiento que había en su voz, pero de cualquier modo existía.
—La gente cambia —dijo ella—. Yo he cambiado.
Nathaniel gruñó.

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—Mañana por la mañana, cuando expongamos esta cuestión ante el sachem,
veremos cuánto ha cambiado Richard Todd.
Ella frotó la mejilla contra el pecho de él y le puso suavemente los labios en el
cuello. La piel de éste se erizó del lugar donde ella había puesto la boca hasta las
piernas y se dio la vuelta para abrazarla. Richard Todd ya no estaba; ante la luz débil
de la luna y las brasas del fuego sólo estaba la silueta de la cara de ella, su cara dulce
y fuerte con forma de corazón. Con la forma del corazón de él. Le besó la mejilla y la
encontró húmeda.
—¿Por qué lloras? —preguntó confundido.
—Quiero irme a casa.
—Mañana nos iremos. —Ella asintió con la cabeza, pero su mente estaba en otra
parte—. Dime, ¿qué pasa? —le pidió él con los labios sobre los de ella.
—Nathaniel. Ya está. No tienes que temer los argumentos de Richard, no son
auténticos. Y ahora hay una prueba —dijo cogiéndole la mano y apoyándola en su
vientre—. Aquí —susurró con la frente pegada a la de él—. Vamos a tener un niño, tú
y yo.
Al principio las palabras le resultaron incomprensibles, como el canto de un
pájaro. Él sintió que respiraba hondo y soltaba el aire. Fue la cara de Elizabeth la que
le hizo entender, la alegría que vio en ella junto a un temor igual de inmenso.
—¿Estás segura?
—Hace seis semanas que no sangro… —murmuró ella. El puso el dedo pulgar en
sus labios y su frente contra la de ella.
En aquel instante Nathaniel conoció las profundidades de sus propias dudas.
Expuesto súbitamente a la luz y al aire, el miedo con el que había vivido durante diez
años simplemente se desvaneció y en su lugar apareció un alivio que cubrió su
corazón y que nunca lo abandonaría.
Entonces le dijo algo que nunca se había atrevido a admitir antes.
—No creí que fuera posible.
Ella se acercaba rodeando el cuerpo de él con sus brazos y piernas como si lo
acunara. Con la voz y con el cuerpo que abrigaba a una criatura, Elizabeth colmó
todas sus esperanzas.
—Nunca dudé de ti —dijo dulcemente—. Nunca, ni por un instante.

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Capítulo 42

Las ceremonias de la Fiesta de la Fresa requerían muchos preparativos por parte de


los kahnyen’kehaka de la casa larga de los Lobos. Antes del alba se encendieron los
fuegos y las antorchas. Medio dormida, Elizabeth estaba tendida escuchando una
discusión en voz baja entre Vuelo de Cuervo, Zorro Manchado y su hijo, Caldera
Pequeña, que tomaría parte por primera vez en la Danza de las Plumas. Al parecer, él
tenía sus propias ideas acerca de la pintura de la cara, con las que su padre no estaba
del todo de acuerdo. Lo amenazaron con consultar a la matriarca del clan y la
conversación cesó de golpe, justo cuando Hecha de Huesos apareció junto al lugar
donde dormían con el cuenco para Nathaniel.
Tenía los labios más apretados de lo habitual y no miró a Elizabeth. Era evidente
que el resultado de las discusiones de la casa larga de los Osos no la había
complacido en absoluto, porque si bien siempre era de pocas palabras y hasta algo
ruda, nunca había dejado de responder a un saludo.
—Luna Hendida te preparará medicina suficiente para el viaje —le dijo a
Nathaniel mientras éste se sentaba para coger el cuenco—. ¿Hueso en la Espalda sabe
hacer infusiones?
—Sí, claro —respondió por su cuenta Elizabeth.
Nathaniel bebió y luego le devolvió el cuenco a la anciana. Durante un momento
los dos lo sostuvieron en las manos, los dedos fuertes y oscuros de Nathaniel y los de
ella, un poco más oscuros y torcidos por la edad, con las uñas curvadas.
—No tengo modo de pagarte lo que hiciste para que sanara —dijo Nathaniel.
Elizabeth observó cómo leía estas palabras Hecha de Huesos: «Te estoy muy
agradecido, pero no dejaré a mi hija contigo».
La anciana hizo un ademán con los dedos, como si quisiera decir que las palabras
estaban de más.
—¿Cuándo te vas? —preguntó.
—Sabes que tenemos asuntos pendientes con Comegatos después de la Danza de
las Plumas.
—Tira Lejos se ha ido esta mañana —dijo ella—. Y su hermano le ha
acompañado.
La somnolencia de Nathaniel se desvaneció inmediatamente.
—¿Dónde está Nutria?
Hecha de Huesos abrió una mano y luego la cerró apretando los dedos.
—Se fue con los guerreros. Y con su rifle Windigo. —Torció un poco la boca—.
Vous et nul autre.
Elizabeth sintió que su piel se erizaba y enrojecía en toda su espalda. Nathaniel le

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puso una mano en el brazo; sólo por eso, por su calidez y su fuerza, ella no se puso a
temblar. Él estaba observando a la anciana, ésta le devolvía la mirada con una ceja
levantada; entonces los dejó solos.
—Nathaniel —dijo Elizabeth angustiada—. ¿Qué quiere decir esto?
Fuera comenzó la canción del guardián de la fe llamando a los kahnyen’kehaka a
la fiesta.
Nathaniel bajó las piernas y se quedó sentado en el borde de la plataforma que
utilizaban para dormir, completamente tenso y concentrado en el mismo sitio en el
que unos momentos antes había estado durmiendo con el cuerpo enredado en el de
ella, con la mano en su vientre.
—Nutria no fue tras Richard —dijo en voz alta con el deseo de que así fuera.
—Tal vez no. —Nathaniel se encogió de hombros. Elizabeth pensó en Nutria
cuando bailaba en la Danza del Golpe de Palo; tenía los ojos siempre fijos en Richard
—. Pero sólo tal vez —admitió a disgusto—. De otro modo, no habría partido sin
despedirse de nosotros. No sabe en lo que se está metiendo.
Nathaniel gruñó, dejó correr una mano por el pelo de Elizabeth.
Elizabeth estaba desgarrada entre la preocupación y el enfado, y por algo que
parecía menor y, sin embargo, más importante. No quería atravesar de nuevo los
bosques en busca de un joven de diecinueve años que iba con propósitos de
venganza. No para salvar a un hombre que había estado a punto de hacerle perder
todo lo que amaba en la vida. Ni siquiera, Dios la perdonara, para salvar al propio
joven.
Se inclinó para apoyar la barbilla en el hombro de Nathaniel.
—Yo le debo mucho —dijo—. Pero es hora de ir a casa.
—Nos vamos a casa —dijo él tocándole la mejilla—. El muchacho tiene derecho
a pelear con sus propios fantasmas.
Se despidieron formalmente de Partepiedras y de El Que Sueña entregando una
porción de tabaco como ofrenda. Luego visitaron a cada una de las madres del clan y
aceptaron los buenos deseos. La Que Recuerda le dio a Elizabeth una bolsa de viaje
decorada con tejidos y trenzados muy complejos. Dos Soles tenía para ella unas
polainas de ante. Ocurrió, como cada día que había pasado con aquella gente, que
todo lo que usaba y todo lo que comía provenía de ellos, la generosidad era un rasgo
fundamental del carácter de los kahnyen’kehaka. Elizabeth deseó haber tenido algo
con que corresponder a tanta amabilidad, y así se lo dijo a Robbie, que estaba
ocupado con la canoa.
—No dudes que llegará el día en que necesiten tus favores —le dijo él
tranquilamente—. O que recordarás la amabilidad que tuvieron contigo.
Hecha de Huesos llegó al río en el último momento, Luna Hendida estaba detrás
de ella. Les habían dado cestos con hierbas y algunos regalos para los

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kahnyen’kehaka de Lobo Escondido, y Elizabeth vio que los ojos de la anciana se
movían observando cómo ponían las cosas en la canoa. Luego repitió los mensajes
que ya le había dado a Nathaniel para su hija y no se mostró satisfecha hasta que él
no se los aprendió palabra por palabra.
Pareció dudar un instante y finalmente se volvió hacia Elizabeth.
—¿Tienes la medicina o’seronni para quitar el brûlot, la que te pone la piel
oscura?
Elizabeth miró a Nathaniel, que estaba tan sorprendido como ella.
—No, no la tengo —dijo Elizabeth—. ¿Nathaniel?
—Hay media botella en mi hatillo.
La anciana murmuró algo satisfecha.
—Mantente apartada de ella —le dijo a Elizabeth—. Y aguanta las picaduras.
Y los dejó sin ninguna otra palabra de despedida.
—¿Qué ha querido decir? —preguntó Elizabeth a Luna Hendida—. Sé que ella
está molesta conmigo, pero que desee que me piquen…
—Le pouliot —dijo Luna Hendida mirándola por encima del hombro—. Es
venenoso.
—Sé que el poleo es venenoso para la mosca negra. Pero no para nosotros, yo lo
usé, todos lo usamos —protestó Elizabeth; se le movían las aletas de la nariz de sólo
recordar el olor fuerte del líquido pegajoso.
—Es venenoso para el niño —dijo Luna Hendida y sus ojos, mirando sólo a
Elizabeth, excluían completamente a Nathaniel y a Robbie de la discusión.
—¿No debo usarlo? —preguntó Elizabeth con temor.
—No. Sólo puedes beber infusión de poleo. Si te lo pasas por la piel te hará daño.
Elizabeth frunció el entrecejo.
—No lo entiendo.
—Mi abuela siempre da consejos a las mujeres preñadas para que no se hagan
daño con la medicina o’seronni. Pero la pone de mal humor que su familia se aleje. —
Luna Hendida sonrió a medias, misteriosamente—. Me temo que sí desea que te
piquen las moscas.
Avanzando río abajo, Elizabeth miró hacia atrás y vio que Hecha de Huesos
estaba en un lugar elevado. La fuerza de su personalidad se reducía con la distancia;
Elizabeth la vio entonces tal como era, una anciana encorvada de pelo blanco que
ondeaba al viento. Una mujer que había perdido a la mayor parte de los que amaba y
que temía perder más. De pronto, Elizabeth pensó que podría haberse esforzado más
por llevarse bien con ella.
Treenie aulló un poco y puso la cabeza en la rodilla de Elizabeth; cuando ella
volvió a mirar a lo alto, ya habían doblado una curva y la figura de Hecha de Huesos
había desaparecido.

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Se inclinó hacia donde estaba Nathaniel, silbó suavemente y él volvió la cabeza
para mirarla. Detrás de ella, Robbie ya había comenzado a cantar.
—Lo sabía, Hecha de Huesos sabía lo del niño —dijo Elizabeth.
Nathaniel asintió.
—¿Tú crees que se lo ha dicho a Richard?
—Debe de haberlo hecho —dijo él—. De otro modo, ¿por qué se habría ido como
se fue? —preguntó Nathaniel, cuya respiración se acompasaba con el ritmo del remo.
«Ésa es la cuestión», pensó ella. De la respuesta, no estaba tan segura como
parecía estarlo Nathaniel.

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TERCERA PARTE
¿Vendrás, muchacha, vendrás?

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Capítulo 43
Finales de junio, 1793

Después de cinco días navegando a través del vasto lago llamado Champlain por los
franceses, que lo habían reclamado como suyo, y Rogioghne por el Hode’noshaunee,
que sabía que no era propiedad de los hombres, sino del espíritu guerrero que dirigía
los vientos y las olas, Elizabeth ya sabía que Robbie era incapaz de remar sin cantar.
Cantaba canciones de los comerciantes de pieles, marchas que había aprendido en sus
veinte años de soldado, y muchas canciones de los kahnyen’kehaka, una de las cuales
el constructor de canoas había compuesto y grabado en la embarcación:

La canoa es muy rápida,


es mía.
Todo el día yo navego
y remo, y remo.

Cuando Robbie se dio cuenta de que su música merecía la aprobación de la


audiencia abrió el tesoro de su corazón y surgieron baladas y canciones de su niñez
en los condados de Escocia. Tenía una voz profunda y clara y buen oído musical, su
canto flotaba por encima de las aguas como las rutilantes libélulas que los seguían a
todas partes. Estaba tarareando una melodía que lo había perseguido durante días, una
canción que Elizabeth había comenzado a oír hasta en sueños.
Aunque la canoa no era el medio más cómodo para viajar, Elizabeth se dio cuenta
de que con Robbie a sus espaldas y Nathaniel delante era muy feliz. Moviéndose una
y otra vez para evitar el dolor en las rodillas, desvió su remo y accidentalmente rozó a
Treenie, que emitió un soñoliento gruñido como respuesta. Nathaniel miró hacia atrás
por encima del hombro al oír a la perra y sonrió a Elizabeth.
Al momento volvió a poner el remo en el agua y siguió con el ritmo normal. Los
hombres no necesitaban su ayuda, pero a ella le gustaba el desafío de la tarea.
Necesitaba hacer algo para distraerse de la ocupación constante de sus dolores, puesto
que desde hacía unos días la sensación de náuseas era permanente. Al despertarse
sintió una molestia en el vientre que no pudo ignorar. Al mediodía había crecido
como una tela de araña y se extendía hacia el pecho, y al caer la tarde ya no pudo
prestar atención a otra cosa que a sus dedos inquietos presionando la carne blanda de
la garganta.
«He aprendido a sobreponerme a muchos contratiempos en estas últimas semanas
—pensó—. Pero creo que nunca me acostumbraré a sentirme indispuesta en público».
El día era caluroso y soleado, pero el sudor de la frente era más bien una señal de

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que se aproximaba una crisis. Notó que el ruido del agua se hacía más fuerte, podía
oír los remolinos antes de verlos, antes de que Nathaniel hiciera una señal para ir
hacia la costa de una pequeña bahía que tenían delante. Elizabeth se sintió mejor
porque esperaba poder guardarse para sí su malestar.
—No hay descanso para los malvados —exclamó Robbie alegremente, elevando
su enorme complexión mientras empujaba en dirección a la costa. Elizabeth estaba
lejos antes de que los hombres hubieran asegurado los remos y volvió poco después
de haberse enjuagado la boca con el agua del lago—. Pero tal vez un poco de calma
—continuó Robbie como si no hubiera habido interrupción alguna en sus
pensamientos—. ¿No te parece que es un poco temprano para acampar, Nathaniel?
Elizabeth lo miró con desesperación.
—Robbie. Quedan varias horas de luz y no nos quedaremos tanto tiempo.
—Ah, bueno, muchacha —dijo retorciéndose el bigote con ademán pensativo—.
Los huesos viejos, ¿sabes?
—Ah, sí, ya lo sé.
Ella cogió el hatillo de un tirón, molesta.
—¿Crees que no he notado que nos detenemos cada día más temprano? No hace
falta que me mimes, estoy perfectamente.
—Quizá no sea por ti por lo que nos detenemos —contestó tranquilamente
Nathaniel—. Todavía estoy convaleciente, por si no te acuerdas. Y además, ¿qué
prisa hay?
Elizabeth miró a su esposo. Tenía el torso desnudo y estaba ante ella sin otra cosa
que sus pantalones, quemado por el sol y con la piel brillante de sudor, los músculos
de los brazos y piernas tensos, mientras levantaba la parte que le correspondía de la
canoa. Sus heridas eran todavía brillantes cicatrices rojas en el pecho y la espalda,
pero ella no lo había oído respirar con dificultad ni toser en todos aquellos días. De
hecho, tenía mucho mejor aspecto, se parecía a los animales machos y fornidos, y su
sonrisa informaba a Elizabeth de que sólo estaba cansado.
Ella se rindió después de caminar un trecho. Más allá de la playa, donde tendrían
que volver para seguir viaje, había un peñasco bajo cubierto de hierba fresca,
bordeado en un lado por una pared grande de rosas silvestres. Un poco más allá, un
grupo de abedules y arces jóvenes proporcionaban una sombra fresca. Al ver todo
aquello, Elizabeth reconoció que le iría bien descansar un rato más y los hombres
comenzaron a montar el campamento.
Ella fue al lago, se quitó los mocasines para dejar que los dedos de los pies
rozaran la arena tibia. Cuando había llegado hasta el punto en que el agua casi le
llegaba al dobladillo del vestido, se lavó lo mejor que pudo, contenta de no tener que
lidiar con el ungüento de poleo: claro que la mosca negra todavía no había hecho acto
de presencia. Pensó en Hecha de Huesos y en Luna Hendida y por un momento deseo

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estar de nuevo en la casa larga. En la compañía de mujeres expertas que podrían
decirle si lo que sentía era normal, porque el temor más grande de Elizabeth era que
hubiera algo que no fuera bien.
Treenie llegó corriendo, se metió en el agua y se alejó nadando, hasta que no se
vio de ella más que una mancha roja flotante y una nariz negra en forma de botón.
Elizabeth pensó ir con ella, calculó el tiempo que tardarían en secarse su vestido de
ante y sus polainas y se volvió a la costa donde paseó juntando tantos moluscos como
pudo llevar en la camisa. Eran grandes, mucho más que su mano, y estaban cubiertos
de brillantes lapas.
El tiempo era fresco y agradable en la playa. La perra arremetió contra un grupo
de gaviotas que se alborotaron y salieron gritando como viejos gruñones. Desde que
había comenzado el viaje con ellos, se había vuelto menos cazadora y no parecía
demasiado molesta si no obtenía una presa. Con un suspiro dirigido a las gaviotas,
Treenie corrió hasta la costa detrás de Robbie, que buscaba madera para encender
fuego.
—Ah, llega el verano —cantaba tranquilamente mientras hacía su trabajo—. Y
los árboles están brotando.
La voz se dejaba de oír cuando desaparecía en la curva de la pequeña bahía. Más
allá, en la superficie del agua, Nathaniel estaba sentado en la canoa con la mirada fija
en la superficie y con una lanza de pescar ligeramente inclinada en una mano.
Treenie volvió corriendo de la playa con el pelo lleno de arena y se echó en el
suelo. Elizabeth fue junto a ella, contenta de sentarse un rato mirando el lago y a
Nathaniel pescando. El lugar era hermoso, pero tenía tanto sueño. Algunas veces le
parecía que nunca volvería a estar completamente despierta. Con un débil suspiro de
irritación se animó un poco y escaló el peñasco hasta el campamento, donde dejó los
moluscos junto al caldero para que Robbie se ocupara de ellos. Cogió una manta y se
fue con Treenie bajo las sombras danzantes de los abedules y los nogales, donde hizo
una tienda improvisada y se quedó dormida.

* * *

Era un atardecer fresco y claro. El crepúsculo mostraba en las montañas miles de


tonos diferentes, la clase de crepúsculo que levantaba el ánimo de Elizabeth. Los
atardeceres eran la mejor hora para ella, la siesta le había ido muy bien aunque
todavía no se había mejorado del todo del estómago. Había percas asándose en una
parrilla de ramas de sauce negro y caldo de moluscos, alubias secas y cebollas
silvestres que comió con forzado entusiasmo. Deseaba en secreto comer los bollos de
harina de trigo que hacía Curiosity los domingos, a pesar de que mojaba en su cuenco
el mejor pan de maíz de los kahnyen’kehaka.

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Estaban sentados en un saliente de la roca. Nathaniel a su lado con su cuenco
vacío balanceándose sobre su muslo. De reojo miraba cómo comía mientras tiraba
trozos de pescado a Treenie. Robbie estaba tomando su tercer cuenco de caldo y no
había signos de que fuera a parar.
—Luna Hendida me dijo que es natural que no tengas mucha hambre —le dijo
Nathaniel—. El niño toma lo que necesita de una manera o de otra, no tienes que
preocuparte por comer más. Por otra parte, no creo que puedas elegir demasiado.
—Oigo voces despóticas —dijo Elizabeth sonriendo—. Un comienzo poco
prometedor.
Él quería decirle algo; ella podía verlo en su rostro, algo que no era agradable.
Elizabeth levantó una ceja para darle ánimo.
—Sarah nunca se sintió mal, ninguna de las veces —dijo—. Eso preocupaba a mi
madre que decía que si el niño está bien se hace notar. No sé si eso te tranquiliza.
Elizabeth levantó la vista y lo miró. En medio de su malestar no se le había
ocurrido que las náuseas fueran una buena señal. Y no había pensado, ni había
querido pensar, en que Nathaniel ya había pasado por esa situación y que sabía más
del asunto que ella misma. Él sabía lo suficiente para preocuparse por ella y para
reconfortarla también. Se sintió egoísta, encerrada en sí misma.
—Tendrías que verte la cara —continuó casi riéndose—. Sólo tú eres capaz de
sentirte culpable porque no te gusta estar mal. —Le tendió un brazo mientras con el
otro echaba más leña al fuego—. Ya se te pasará, Botas, y podrás empezar de nuevo
con tus clases. Por lo menos hay algo bueno en que pensar.
—Hay muchas cosas buenas en Lobo Escondido —dijo Elizabeth.
Había también cosas para preocuparse. Como compartir una cabaña con otros
cuatro adultos: aquello era algo que la mantenía despierta durante la noche, sabiendo
que no había nada que hacer al respecto, y también que la falta de intimidad sería el
mayor desafío que tendría que afrontar. Como no sabía cómo preguntárselo a
Nathaniel sin que sonara a imposición e insatisfacción, rápidamente desviaba los
pensamientos en otra dirección.
—Me gustaría saber si tendré alumnos a quienes enseñar. Y siempre está la
posibilidad de que mi padre haya reclamado la escuela para usarla como criadero de
cerdos.
Robbie levantó la mirada de su caldo, los abundantes pelos de sus cejas se alzaron
con expresión sorprendida.
—Nathaniel compró la tierra y la escuela, no tienes que preocuparte… —
Enmudeció ante la mirada exasperada que le dirigió Nathaniel y levantó un hombro
como si estuviera esquivando un golpe—. Perdona, no me acordaba de que no lo
sabía.
—¿Cómo? —preguntó Elizabeth mirando alternativamente a uno y a otro—. ¿Has

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comprado la escuela?
—Sí, y la tierra —dijo Nathaniel—. Se las compré al agente de tu padre que
estaba en Albany. Lo encontré por casualidad volviendo a casa.
—Sí, ya veo —murmuró ella.
Robbie se sentía incómodo entre ellos y de pronto se levantó.
—Iré a dar un paseo por la orilla. Es hora de que me lave un poco, porque me
temo que debo de oler tan mal como la camisa de un recluta después de su primera
batalla. ¿Vienes conmigo, Treenie?
La perra estuvo inmediatamente a su lado moviendo la cola y levantando el aire.
Nathaniel hizo un amago de levantarse, pero Elizabeth le puso una mano en el
antebrazo.
—Ah, no —dijo ella—. Creo que tú no vas. Tenemos que discutir algunas cosas.
Treenie es buena compañía para Robbie y en realidad le pertenece a él más que a mí.
El viejo soldado la miró y volvió la cabeza a un lado.
—¿En serio? Ella te quiere mucho.
—La echaré de menos —dijo Elizabeth—, pero es así.
—Bien, entonces ven conmigo —dijo—. Si te vas a quedar junto a mí es bueno
que empiece a enseñarte buenos modales.
—Ha sido muy amable por tu parte —dijo Nathaniel una vez que Robbie se hubo
marchado en dirección al lago—. Robbie parece estar muy solo últimamente.
—Nathaniel Bonner —dijo Elizabeth volviéndose hacia su esposo y fijando en él
una mirada propia de una maestra exigente—. Si piensas que vas a distraerme del
tema que tenemos pendiente con algunas frases elogiosas, estás completamente
equivocado.
—Para una mujer que se siente mal, esa voz es demasiado potente y da la
impresión de estar muy segura de sí —dijo secamente tratando de mostrarse
enfadado, pero sin conseguirlo.
—Ah, muy inteligente —replicó Elizabeth remarcando las palabras—. Tratar de
quitar importancia a mi malestar, del que por otra parte eres responsable, debo
señalar… que es una táctica que no me distrae, Nathaniel.
Él le pasó la mano por la espalda, sonrió y se inclinó hacia su boca.
—Esperaba que no te dieras cuenta.
—Y si insultar mis poderes de observación no te sirve —dijo moviendo la cabeza,
de forma que la boca de él apenas rozó el borde su mejilla en vez del objetivo
buscado—, intentas seducirme.
Él se rió con fuerza, los ojos le brillaban, en parte por irritación y en parte por
placer.
—Es bueno ver que te sientes mejor —dijo él—. Aunque quieras comerme vivo
con tu lengua venenosa.

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—No se me engaña fácilmente, eso es así. ¿Quisieras que fuera más maleable?
Era un desafío en el límite de la preocupación.
Él negó con la cabeza.
—No querría cambiarte, Botas, aunque pudiera. Aunque a veces eres demasiado
dura.
—Más charla —dijo ella—. Por favor, basta o voy a desfallecer.
Nathaniel suspiró resignado a su destino.
—Bueno, pregunta si quieres y yo te contestaré, si puedo.
Elizabeth pensó un momento y luego se lo expuso tan cuidadosamente como
pudo:
—¿Qué ha pasado, para que habiendo salido de Albany con una cantidad de
dinero que no alcanzaba para pagar a Richard y los impuestos, te las arreglaras no
sólo para poder hacer eso, sino también para comprar un terreno con un nuevo
edificio construido allí? Si le han puesto precio a tu cabeza por ladrón, me gustaría
saberlo.
Había cierto enfado en el modo en que Nathaniel le pasó la mano por el pelo.
—Quizás es que soy bueno para los negocios.
—Tal vez —concedió Elizabeth tratando de mantener la voz tranquila—. Pero
aunque así fuera, el dinero no se crea de la nada. ¿Cómo te las arreglaste para que el
regalo de la tía Merriweather alcanzara para tanto?
—Fue fácil —dijo él. Tenía una expresión pensativa y rígida—. No usé nada de tu
dinero. Tu dinero está a buen recaudo en el banco.
No era frecuente que Elizabeth se quedara sin palabras para replicar, pero esta vez
no sabía qué responder a su esposo que no dejaba de mirarla a la cara. Nathaniel
buscó bajo el cuello del vestido para sacar la larga cadena de plata. Junto con ella
apareció la perla engarzada de su madre y la joya de Joe, el diente del jaguar y
finalmente la moneda de oro, caliente por el contacto con la piel de Elizabeth.
Nathaniel la golpeó suavemente.
—¿El oro de los tories? —preguntó Elizabeth anonadada—. ¿Tú tienes el oro de
los tories?
—No todo —dijo Nathaniel echándose hacia atrás, de pronto nervioso y muy
cansado.
Ella se levantó y lo señaló con un dedo tembloroso.
—¡Tú que no tenías un chelín para apostar al tiro al pavo!
Nathaniel la miraba con un ojo entrecerrado.
—¿Crees que podía darle a Billy Kirby durante el juego una moneda de oro y
pedirle cambio?
—¿El juego? —dijo con la voz rota—. ¿De qué juego estás hablando? ¿Del que
llevaste a cabo cuando me convenciste de que el matrimonio era el único modo de

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asegurar que Lobo Escondido no pasara a manos de Richard? ¿De ese juego?
Nathaniel se levantó y le puso las manos en los hombros.
—Nunca he dicho eso —afirmó con suavidad—. Recuérdalo bien.
Ella le apartó las manos.
—¿Tenías o no tenías un baúl lleno de oro a tu disposición, en el mismo momento
en que me estabas diciendo que no podías competir con Richard Todd en la compra
de Lobo Escondido?
—Chingachgook nos permitió gastar tanto oro como necesitáramos en diciembre,
pero no pudimos —dijo Nathaniel—. Habríamos logrado que el gobierno del estado
de Nueva York y el ejército británico fueran en busca de nuestras cabezas. Sin
mencionar…
—A Jack Lingo —concluyó Elizabeth.
Nathaniel hizo una mueca de disgusto.
—Sí, a Jack Lingo.
—Todo este viaje ha sido para nada —dijo ella con dureza.
—¡No! —Él se acercó pero ella se apartó—. Elizabeth, aunque hubiéramos
podido usar el oro para la tierra sin que nos persiguiera medio mundo, no habría
resultado. Lo sabes bien. Tu padre no quería vendérnosla, era la única manera que
tenía de mantener a raya a Richard Todd… casándole contigo a cambio de la
montaña.
—Sí —susurró ella—. Pero nada de eso tendría que haber aparecido por sorpresa.
Tendrías que haberme dicho la verdad. Tendrías que haber confiado en mí.
—Elizabeth, confío en ti absolutamente. Te lo habría dicho antes de que
volviéramos a Paradise. —Nathaniel hizo una pausa, tenía el rostro sombrío—. No te
lo dije al principio porque…
—¿Sí? —ella esperaba en una especie de vacío, aterrada por lo que él pudiera
decir, pero con la urgente necesidad de conocer la verdad.
—Porque tenía miedo de perderte si sabías que era posible conseguir la montaña
de otra manera. No podía imaginarme otra cosa, pero pensaba que tú sí.
Las palabras quedaron suspendidas entre ambos, por encima del brillante calor
del fuego. Elizabeth las veía flotando mientras su corazón latía una y otra vez. Sintió
entonces un nudo en la garganta.
—¿Fue con el pretexto del dinero de mi tía como pudiste disponer del tuyo? —
Ella se preguntaba si lo habría dicho con voz calmada. Él asintió con la cabeza—.
Pero ¿por qué, sencillamente, no usaste los fondos de mi tía? Estaban allí para el
propósito específico de preservarme de los descalabros de mi padre. ¿Por qué no
guardaste tus recursos para otra ocasión?
Los músculos del cuello de Nathaniel estaban moviéndose, y la forma en que
miraba hizo que ella sintiera que le dolía el corazón. Él no había usado el dinero de la

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tía Merriweather porque la posesión de la montaña era más importante que cualquier
otra cosa. Él la había obtenido, la montaña y la escuela con sus propios medios.
Elizabeth desvió la mirada para ordenar sus pensamientos, luchando
desesperadamente por equilibrar sus sentimientos, pero sin lograrlo.
—Así que compraste Lobo Escondido tú solo, sin mi ayuda. —Se dio cuenta de
que había elevado el tono de voz pero no pudo evitarlo—. Yo eché a mi padre de su
tierra para ofrecértela a ti, haciendo uso de mi libre voluntad, pero tú, en cambio,
preferiste quitármela para satisfacer tu orgullo y humillar a Richard.
Tenían las caras muy próximas y respiraban ruidosamente.
—Eso es sucio —dijo él, el músculo de su cara temblaba peligrosamente—.
Estamos legalmente casados, Elizabeth, y no importa de quién fuera el dinero…
—Ah, claro —lo interrumpió ella con una mirada fulminante—. Algo
completamente insignificante, ¿verdad?
Él frunció el entrecejo y le dijo:
—Pensaba que estarías contenta de tener tu escuela y de conservar tu dinero.
—No, Nathaniel. Tú eres el dueño de la escuela. Tú la compraste junto con la
tierra con tu dinero.
—¡Para ofrecértela a ti! —gritó él.
—¡Eres imposible! —replicó en voz alta y lo empujó con una mano. Él dio un
paso atrás con una expresión entre sorprendida y enfadada, apenas se tambaleó y
enseguida se enderezó disgustado, pero ella avanzaba de nuevo sobre él.
—¿No has pensado, no se te ha ocurrido que tal vez yo habría querido tener algo
propio? ¿Que por una vez me habría gustado que no me dieran algo, sino obtenerlo
por mi cuenta?
Tenía el mismo tic en la mejilla que cuando estaba ante un Richard Todd
ensangrentado y desvalido.
—¿Entonces, no te habría importado aceptar la escuela como regalo de tu tía,
pero no quieres aceptarla como regalo mío? —Se rió lleno de rabia—. ¿Eso también
es de la señora Wollstonecraft?
Elizabeth levantó la cara hacia el cielo oscuro y exhaló un grito de frustración.
—¡Hombre vanidoso, egocéntrico, tonto, necio!
—¡Por el amor de Dios, estoy tratando de obsequiarte con algo que dijiste que
querías!
—Pero primero me lo quitas a mí, ¿o no? ¡No eres mejor que Richard Todd!
Nathaniel echó la cabeza atrás como si le hubiera dado un golpe.
Horrorizada por sus propias palabras pero todavía enfadada, más de lo que
recordaba haberlo estado nunca, Elizabeth miró alrededor con ojos desorbitados,
como si estuviera buscando ayuda en las sombras.
En dos largos pasos, Nathaniel fue hasta el rincón más apartado del fuego, donde

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estaban las provisiones y las armas, cogió el rifle, lo cargó y se lo tiró. Tenía la
mandíbula como el granito.
—¿Estás buscando esto? —le preguntó con ira.
Ella dio un paso atrás temblando.
—Vamos —dijo él con calma—. Termina el trabajo que has empezado, si eso es
lo que piensas de mí.
Elizabeth se quedó quieta, de pronto se le pasó la furia: podía sentir que se le
escapaba del cuerpo, que le goteaba de los dedos cada vez que su corazón latía.
Cada músculo del brazo de Nathaniel estaba duro; tenía el puño blanco alrededor
del cañón del arma. La boca formando una línea recta. Las lágrimas empaparon la
cara de Elizabeth y le corrieron hasta el cuello, era un dolor que no podía soportar.
Dio media vuelta y entró en el bosque.

* * *

Cuando ella volvió, Robbie estaba sentado cerca del fuego tallando un nuevo
silbato y la miró con tal compasión y pena que estuvo a punto de perder su
resolución. Elizabeth movió la cabeza al pasar a su lado, Nathaniel estaba acostado al
otro lado del fuego, mirando a un lado, no era más que una forma alargada bajo la
manta. Ella sabía que no estaba durmiendo, lo notó por el ritmo de la respiración y
por los músculos tensos.
Fue hasta el borde del pequeño campamento y dudó. Robbie la estaba mirando.
Nathaniel no se había movido. Ella se le aproximó y se quedó mirándolo.
—¿Cuánto le pagaste al agente de mi padre por la tierra y la escuela?
—Trescientos dólares —respondió sin levantar la mirada para mirarla.
—Es mucho —dijo sorprendida— por un terreno tan pequeño. —Él no contestó
—. Te la compraré con mi propio dinero.
Nathaniel se sentó y se abrazó las rodillas. La luz del fuego se reflejaba en su cara
dando mayor relieve a las mandíbulas y dibujando oscuras sombras en las mejillas
hundidas. No esbozó ninguna sonrisa.
—Hazme una oferta.
—Te daré los trescientos que pagaste.
Él hizo un ademán de desdén.
—¿Y dónde está la ganancia?
—Trescientos cincuenta dólares —dijo Elizabeth tras pensarlo un momento.
—Cuatrocientos —dijo Nathaniel con una afilada hoja de hierba entre los dientes.
Ella se encolerizó.
—Trescientos cincuenta dólares.
—Cuatrocientos.

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—Eso significa un beneficio del treinta y tres por ciento —replicó ella—. Por una
inversión de…
—Once semanas —concluyó él.
Elizabeth se cruzó de brazos.
—Trescientos setenta y cinco dólares.
—¿Al contado?
—¡Sabes que no tengo dinero en efectivo! —Estaba a punto de explotar. Bajó la
voz con considerable esfuerzo—. Te firmaré un pagaré.
Nathaniel se quedó pensativo.
—No tenemos papel ni tinta en el campamento.
Elizabeth se volvió hacia Robbie, que levantó las dos palmas de las manos dando
a entender que se mantenía al margen de la discusión.
—Supongo que lo podemos escribir sobre cuero —dijo ella con los dientes
apretados—. Con mi sangre, si hace falta.
—No hay necesidad —dijo al fin Nathaniel con una ceja levantada—. Me basta
con tu palabra hasta que podamos realizar el acuerdo legal. Trescientos setenta y
cinco dólares más el diez por ciento de interés por semana hasta que pagues el total al
contado.
—¡Eso es usura! Pueden pasar muchas semanas antes de que vayamos al banco.
—Sabía que se estaba excediendo pero no podía parar—. No puedes pedir más que
diez dólares mensuales de interés.
—Sí puedo —dijo Nathaniel—. Pero es alto, tienes razón. Te ofrezco un pago
único de cuatrocientos sin interés.
Él levantó una ceja mirándola con aire de burla. El lobo de su marido, mostrando
los dientes como si quisiera comérsela.
—Conforme —le dijo con voz ahogada.
Nathaniel se levantó inmediatamente y le extendió la mano. Elizabeth la estrechó
a regañadientes como si fuera un pañuelo usado. Pero él la sujetó mirando fijamente
su cara ceñuda.
—Es un placer hacer negocios contigo —le dijo secamente—. Ahora, ven a
dormir, porque tengo otras cosas que decirte.
Sus dedos corrían por la palma de la mano de ella.
Detrás de ellos Robbie le hablaba con ternura a Treenie.
—No —dijo Elizabeth—. Esta noche no.
Miró hacia los bosques oscuros y no quiso encontrarse con sus ojos.
—Entonces te lo diré ahora mismo. No tendría que habértelo dicho como lo dije,
me refiero a lo que pasó. No estoy obrando guiado por la codicia. Lo siento.
—Gracias. —Dudó pero al fin dijo—: Tú no eres como Richard Todd.
—Gracias a Dios —dijo él con una sonrisa. Todavía le tenía cogida la mano—.

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¿Vamos a dormir ahora?
—¡No! —dijo negando con la cabeza.
Nathaniel le cogió la mejilla entre sus dedos y le hizo volver la mirada hacia él.
Ella lo hizo a regañadientes. Estaba enfadado, tenía la frente fruncida y las cejas
juntas. Entonces la dejó marchar.
—Como prefieras.
Sin mirar atrás se fue caminando hacia el otro extremo del campamento, se
enrolló en su manta y se acostó.
Por encima de la cabeza de Elizabeth las nubes se cerraban sobre las estrellas. Se
oía el ruido suave del agua en la costa y el crepitar del fuego. En su interior algo
crujía también: quería a su esposo. Quería atraerlo hacia su cuerpo y que sudara, que
febrilmente intentara darle placer, porque le había hecho daño. Le había visto la cara
cuando le tiró el rifle para que lo cogiera, era una visión que no podía soportar mucho
tiempo. Quería que fuera a su lado e hiciera que aquella horrible imagen
desapareciera. Pero estaba Robbie, y más que Robbie, el orgullo de Elizabeth. Se
puso un borde de la manta en la boca y lo mordió con fuerza.
Poniéndose de lado se tapó las orejas, pero no pudo dejar de oír la canción que
cantaba Robbie con su hermosa voz de barítono:

Ah, está llegando el verano


y los árboles florecen dulcemente
y el tomillo silvestre de la montaña
crece con el buen tiempo
¿Vendrás, muchacha, vendrás?

Ella hacía grandes esfuerzos por encontrar refugio en el sueño, aunque no lograba
llegar a aquel lugar seguro. Mucho después de que la canción de Robbie hubo
terminado, la letra seguía resonando en su corazón. «¿Vendrás, muchacha, vendrás?»
Al otro lado del campamento, Nathaniel yacía tan despierto como ella. Podía
darse cuenta por el modo en que la llamaba, con el blanco de los ojos destellando
hacia donde estaba ella, como una oveja que la llamaba al redil. Con expresión de
disgusto, se dio la vuelta para el otro lado para no verlo. Entre ella y el fuego, Treenie
estaba echada como un tronco grande, suspirando en sueños.
La herida que tenía en el costado estaba ya curada.
«No estoy resentida».
Lágrimas ardientes salían de sus ojos y se empeñaba en cerrarlos para que
cesaran. Enfrentándose con un muro de rencor e indignación, volvió a hacer un
esfuerzo por dormirse.
En vano. Abrió los ojos de nuevo y vio a Treenie sentada, con las orejas

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levantadas y la cabeza hacia un lado. Elizabeth la miró en silencio mientras la perra
corría hacia el bosque; se asustó, un aullido bajo escapó de su garganta. Avanzaba
con pasos trémulos y el ruido subía lentamente.
Elizabeth sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Miró la gran masa del cuerpo
de Robbie, roncando tranquilamente en su manta de piel de oso y luego, sin mover la
cabeza, a Nathaniel. No había signos de que él hubiese oído nada; tenía un brazo bajo
la cabeza, postura en la que solía dormir, y la cara en la oscuridad.
Treenie seguía avanzando, todo su cuerpo era en aquel momento un gran músculo
compacto. Elizabeth tenía miedo y estaba nerviosa mientras miraba hacia el oscuro
bosque.
Entonces carraspeó suavemente, pero el ligero sonido no logró despertar a nadie.
Debían de ser lobos, aunque no habían visto señales de ellos desde que
desembarcaron en la orilla del lago. Ninguno de los grandes felinos atacaría a un
grupo que estuviera alrededor del fuego, y a los osos no les gustaba el humo de la
madera.
Treenie no podría hacer frente a una manada de lobos.
Elizabeth llamó a Nathaniel en voz baja, pero al final fue hacia él gateando
mientras Treenie seguía en el bosque.

* * *

Él se había despertado con el primer ruido de la perra, pero se había quedado


quieto, escuchando. Como le habían enseñado a hacer, como había hecho toda su
vida, concentraba toda su atención en lo oscuro, tratando de distinguir las formas que
había allí por los ruidos. Todavía no necesitaba ir a buscar el rifle.
Cuando ella comenzó a avanzar hacia él, estuvo a punto de levantar una mano
para que se detuviera, pero entonces dudó. Por detrás de la espalda de Elizabeth la
perra se había detenido y esperaba con la cabeza alzada. A la luz titilante del fuego,
Nathaniel pudo ver que el cuerpo de la perra se transformaba según se iba
tranquilizando.
Elizabeth no había visto volver a la perra, tampoco se había dado cuenta de que
Robbie se había levantado por su arma y se había metido en el bosque. Estaba atenta
a una sola cosa.
—Estás despierto. ¿No has oído…? —susurró mirando por encima del hombro y
entonces pudo ver que la perra roja descansaba al lado del fuego con la cabeza sobre
las patas. Elizabeth se sentó soportando su peso sobre un brazo—. Traidor —le dijo
en voz baja.
La perra movió la cola.
Nathaniel levantó la manta.

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—Ahora que estás aquí. —Vio que ella pensaba lo que iba a hacer—. Por favor.
Con cierto resentimiento fue a su lado. Se tendía junto a Nathaniel dándole la
espalda y con el cuerpo tenso.
—¿Qué era ese ruido?
Nathaniel se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo—. Robbie se ocupará.
—¿Y si es tu Windigo?
Él no contestó inmediatamente.
—No en esta parte del bosque —dijo al fin quitándole unos pelos del cuello.
El perfume de Elizabeth era más fuerte en aquel lugar, en la línea donde
comenzaba el pelo. Él resistió el impulso de esconder el rostro en la suave piel de su
cuello.
Robbie volvió al campamento y no hizo ningún comentario acerca de los cambios
de sitio.
—Sólo eran lobos —dijo mirando a Nathaniel—. Encontraron una presa fácil en
los nidos de los castores, así que no nos molestarán esta noche.
Sin embargo, se quedó un rato alimentando el fuego antes de envolverse en su
manta.
Elizabeth seguía despierta. Jadeaba como si acabara de correr un buen trecho. Él
se aproximaba y ella se ponía más rígida, aunque no se movía. Nathaniel respiraba
suavemente en su oreja y ella dejó escapar un pequeño suspiro.
—Gracias a Dios que sólo eran lobos —murmuró él.
Su piel se erizó como respuesta al movimiento de los labios de Nathaniel; pero no
se volvió. Entonces la atrajo hacia su cuerpo y se dio cuenta de que ella se resistía.
—No, por favor. —Forcejearon y con un brusco movimiento se volvió hacia él y
le cogió la cara con las dos manos. En la oscuridad sus ojos parecían más grandes,
más brillantes y el borde de sus pestañas estaba húmedo—. No puedo pedirte que no
estés enfadado por lo que te dije. No lo niegues, reconócelo. Pero quiero que me
prometas que no volverás a tratarme así. —Él intentó hablar, pero ella no le dejó.
Entre los brazos de Nathaniel era sólo tensión y dolor; él podía sentir su
estremecimiento interior. Nathaniel enrojeció arrepentido por todo lo que le había
dicho llevado por la ira.
—Los dos tenemos un carácter fuerte, los dos.
—¿No te das cuenta, Nathaniel? Es mucho más que eso. —Ella recorría con los
ojos todo el rostro de él—. Tú y yo tenemos mucho poder, uno sobre el otro, es más
grande que cualquier otra fuerza en el mundo. Entre nosotros las palabras pueden
hacer más daño que…
—Que las balas —concluyó él. Sintió una punzada en el pecho que le oprimió la
garganta y que hizo que le resultara doloroso pronunciar cada palabra—. Trataré de

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no herirte —le dijo con voz ronca.
Dejó escapar un suspiro. El olor de ella lo envolvió. La rabia y las protestas de
Elizabeth flotaban sobre él en el momento en que la abrazó. Vagamente se dio cuenta
de que Robbie dejaba su cama y desaparecía en la noche una vez más.
Ella lo abrazó con firmeza. Esta rudeza era nueva para él, la avidez de Elizabeth
crecía y su temperatura subía. Por un instante, Nathaniel recordó al niño y trató de
apartarse para calmarse un poco. Pero ella no le dejó, no podría dejarle, y se agarró a
él con todas sus fuerzas. Él cedió y le respondió como ella quería. Y le recompensó
con un estremecimiento y una sonrisa antes de quedarse profunda y felizmente
dormida.

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Capítulo 44

Cuando por fin llegaron al final de la masa de agua que los kahnyen’kehaka llamaban
Cola del Lago y que los blancos conocían como lago George, les separaban aún dos
días. El trayecto hacia el oeste, hacia el Hudson, acabó con las fuerzas y la paciencia
de Elizabeth. Quería llegar a casa. Quería darse un baño caliente con el jabón especial
de Curiosity para quitarse toda la suciedad acumulada durante el viaje. Quería dormir
en una cama; la última vez que había tenido ese placer había sido en su noche de
bodas, hacía ya muchas semanas. Quería ver a Hannah y acostumbrarse a sus deberes
de madre. Elizabeth luchaba con todas sus fuerzas para mostrarse razonable, paciente
y lúcida, aunque no tuvo el menor éxito en el intento.
Cuando habían llegado a la confluencia del Hudson con el Sacandaga, Nathaniel
había insistido en que descansaran un día entero. Elizabeth pensó que se moriría de
angustia por tener que seguir esperando, puesto que sólo faltaban unos días para
llegar a Paradise. Pero Nathaniel se mantuvo firme y respondió a sus objeciones con
razonamientos sensatos que ella no pudo contradecir. Por otra parte, fue mérito de él
soportar el mal humor de ella con ecuanimidad, sin ser condescendiente ni
autoritario, y al final ella tuvo que admitir que el descanso le había sentado muy bien.
Durmió la mayor parte del tiempo y tuvo extraños y coloridos sueños en los que vio a
Ojo de Halcón, a Atardecer, a Huye de los Osos, a Muchas Palomas, a Hannah, a
Curiosity y a Anna Hauptmann.
El último día, cubiertos de sudor por haber tenido que remar contra corriente, se
detuvieron algunas horas en las proximidades de Paradise. La alegre expectación de
Elizabeth había dado paso a un persistente estado de nerviosismo mientras ensayaba
las cosas que diría a su padre, a Julián, a Kitty, a Moses Southern y a sus alumnos.
Aquellas conversaciones imaginarias le producían dos sentimientos contrarios: el
deseo de salir corriendo y el de contarlo todo de una vez. Se veía a sí misma delante
de ellos, la miraban con la mente y el corazón cerrados a sus palabras, blandiendo las
armas de una indignación y una desaprobación que ella no podía soportar. «No
importa, no importará», se decía una y otra vez. Recordaba la cara de Nathaniel el día
en que finalmente lo encontró; la fuerza de sus brazos y de su resolución. «Todo
volverá a ir bien —pensó—. Juntos lo conseguiremos».
Descansando después de las últimas náuseas, Elizabeth había encontrado la
oportunidad de peinarse y arreglarse la trenza. Se había quitado la suciedad de la
cara, el cuello y los brazos, pero no quiso ver el reflejo de su rostro en el agua,
sabiendo que aunque dispusiera de litros de nata, no podría lograr la palidez de la piel
que había tenido antes. Por primera vez después de muchas semanas se dio cuenta de
que añoraba su ropa, porque, por más cómoda que hubiera ido con la de los

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kahnyen’kehaka, no concebía la idea de encontrarse con su padre y su hermano
vestida de ese modo.
Cuando por primera vez los lugares conocidos pudieron verse desde la orilla del
río, Elizabeth no pudo recordar por qué razón había tenido tanta prisa en llegar allí.
Dudaba si no habría sido mejor esperar hasta que hubiera sido completamente de
noche. Como si hubiera leído sus pensamientos, Nathaniel la miró por encima del
hombro, los dientes blancos se destacaban en su rostro.
—¿Te arrepientes de estar conmigo, Botas?
Inmediatamente se le fue la angustia. Avergonzada por sus minúsculas
preocupaciones, Elizabeth suspiró y se acomodó la trenza en el hombro.
—Jamás me arrepentiré —respondió.
Comenzó a llover cuando llegaban a la costa. Treenie se escondió en las sombras
y esperó allí hasta que los hombres hubieron cargado la canoa camino del bosque.
Elizabeth cogió el hatillo mientras miraba la imagen familiar del lago, la costa se
borraba con la niebla del atardecer. No había ninguna persona mayor a la vista,
tampoco niños curiosos que revolotearan alrededor haciendo preguntas y llevando
noticias. Al día siguiente habría mucho que hacer al respecto.

* * *

Yendo hacia lo alto de la montaña, un camino tan familiar para él como los rasgos
de su propia cara, Nathaniel tuvo que recordar que no debía andar tan rápido. Tenía
mucha prisa por llegar y estaba ansioso, por saber las novedades que lo esperaban
allí, pero estaba preocupado por el niño y también por Elizabeth. Si se diera la vuelta
en aquel momento para mirarla, ella seguramente alzaría la barbilla y lo obligaría a
seguir. Era capaz de andar más rápido de lo conveniente. Su decisión era tan clara
como las pinturas de guerra.
Cesó la lluvia y se abrió la capa de nubes dejando que aparecieran en el bosque
manchas de la última luz del día que todavía se reflejaba en las gotas de lluvia de las
hojas. El sol caía en el horizonte con la rapidez de un chasquear de dedos y como
respuesta se levantaba la brisa y los grandes pinos vibraban emitiendo suspiros.
Pasaron por la vieja escuela y sintieron alivio al ver que no le habían hecho
ningún daño.
—Vine con tu padre aquí hace muchos años —le estaba diciendo Robbie a
Elizabeth—. Después de que se casara con tu madre. El juez estaba muy contento con
mi compañía. Me dio dinero para una sopa y un whisky una noche helada de
invierno.
—Rab MacLachlan —respondió ella con voz irónica—. Para ser un hombre que
gusta tanto de la soledad, me parece que se siente demasiado alegre en compañía de

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otros.
—Tú has conseguido que viniera hasta aquí —dijo Nathaniel riendo.
—No es verdad —protestó Robbie con una sonrisa—. Lo niego con mis dos
manos y todos mis dientes.
El camino se hacía cada vez más inclinado y las bromas se fueron apagando hasta
cesar completamente. En fila de a uno se fueron abriendo paso por los campos ya
oscuros de fresas. El olor fuerte de la fruta muy madura los seguía por el bosque.
Nathaniel oyó que Elizabeth hizo un sonido como si hipara, un ruido habitual cuando
trataba de sobreponerse al malestar. Los olores fuertes le revolvían el estómago, y el
olor pegajoso y dulce de las fresas fermentadas era suficiente para que sintiera
náuseas. Él apresuró el paso para dejar atrás aquel lugar y cuando hizo una pausa para
mirar hacia atrás vio que la crisis había pasado.
En el lugar donde el sendero dejaba el bosque y se aproximaba a la cara de un
peñasco, Nathaniel se detuvo a escuchar. Con una mano ahuecada en la boca, lanzó la
llamada del hombre de poca voluntad: «¡Costilla Morada! ¡Costilla Morada!»
Esperó y la repitió.
Oyó el nombre que volvía y se quedó tranquilo. Detrás de él, Robbie, aliviado,
también soltó el aire.
Elizabeth estaba a su lado.
—Mira —dijo haciendo un ademán amplio con el brazo, para mostrarle el mundo
entero. Cuando él logró dejar de mirarle el rostro vio lo que ella le señalaba: la luna
asomaba por encima de la montaña que tenían delante, la montaña que los
kahnyen’kehaka llamaban Lobo que Camina.
—El lobo lleva la luna en la espalda —le dijo Nathaniel—. Tratando de llevársela
a sus hijos.
—¿Cuántas veces has vuelto a la casa de Lago de las Nubes? —preguntó con la
mirada fija soñando con la luna.
—Miles —respondió Nathaniel dibujando el contorno de la mejilla de Elizabeth
con un dedo—. Pero nunca con tantas esperanzas.
Ella lo recompensó con una sonrisa.
—¿Crees que Hannah se sorprenderá cuando nos vea?
—Puedes preguntárselo tú misma —dijo Nathaniel—. Creo que viene por allí.
Treenie estaba muy atenta y dejó escapar un sonoro ladrido.
—Pareces un ciervo que se ha salvado del lobo —le dijo Robbie.
Se oyeron unos crujidos y el bosque se abrió dándole paso. Nathaniel abrió los
brazos y cogió a su hija, que tenía una sonrisa tan amplia y radiante como la luna que
estaba en el cielo.

* * *

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Julian Middleton estaba sentado en un banco justo al lado de la puerta de la
taberna de Axel Metzler: parecía que se le hubieran acabado las fuerzas allí mismo y
no pudiera dar un paso más.
El lugar estaba casi vacío. Axel estaba sentado en un taburete ante un barril donde
lavaba las jarras de peltre labrado de su colección y se las pasaba a Ephraim, que las
secaba con un pedazo raído de toalla.
—Ven a sentarte junto al fuego —dijo Axel.
—Se está más fresco aquí —protestó Julián.
Axel se encogió de hombros.
—Sí, claro. Pero la jarra de sidra está lejos.
—Un hombre necesita hacer un poco de ejercicio de vez en cuando —replicó
Julian con un bostezo.
Finalmente, Axel se secó las manos en el delantal, sirvió un vaso de cerveza
fuerte y se la envió con el muchacho que, escondido tras una cortina, miraba con
expectación a Julián.
—Tal atención merece una recompensa. —Buscó en el bolsillo y arrojó al aire
medio penique que el niño se apresuró a atrapar, sonriendo e inclinando la cabeza.
Julian estaba muy cómodo con las piernas estiradas y las pantorrillas cruzadas
cuando entró Liam Kirby como un rayo, chocó con las botas relucientes de Julian y
fue directo a la chimenea. Se detuvo y apoyó la mejilla en los ladrillos, estaba muy
excitado.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Julian comprobando que no le hubiera rayado las botas
—. Tanto derroche de energía en un día tan caluroso no es aconsejable, Kirby.
Aunque habitualmente no dejaba de replicar a cualquier comentario, esta vez
Liam no pareció oír las palabras de Julián. La alarma había hecho más nítidas las
pecas de su cara.
—Han vuelto —dijo casi sin aliento—. La maestra ha vuelto. Los he visto
subiendo a Lobo Escondido.
Axel se quitó la pipa de la boca y miró en dirección a Julián.
—¿Has oído eso, Middleton? Tu hermana y su marido han vuelto.
—Sí, ya lo he oído. —Julian bebió el último trago de cerveza y levantó el vaso
mirando a Ephraim, que enseguida fue a por más.
—Y Robbie MacLachlan está con ellos —prosiguió Liam—. Tienen una canoa
nueva.
—¿El viejo Rab? —Axel se dio una palmada en la pierna en señal de aprobación
—. Entonces haremos una fiesta, ya verás. Hace mucho tiempo que Rab no viene por
aquí.
—¿Y no hay señales de Todd? —preguntó Julian al joven.
Liam aceptó un vaso de cerveza que le ofreció Axel y bebió ávidamente. El

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líquido le bajó por la barbilla y le manchó la camisa. Se limpió la boca con el dorso
de la mano y negó con la cabeza.
—No lo he visto.
—Ja, bueno —dijo Axel yendo hacia la puerta para mirar al exterior—. Espero
que el médico no esté lejos; si no, la señorita Kitty nos hará la vida imposible a todos.
Julian hundió la cara en el vaso evitando así tener que dar cualquier respuesta. No
le interesaba especialmente volver a ver a Richard Todd, salvo por Kitty
Whiterspoon. Si Todd no se casaba con ella pronto, sabía cómo Kitty querría resolver
el problema que seguía creciendo bajo su vestido. Julian no había sido un estudiante
aventajado, pero podía contar perfectamente hasta nueve con los dedos como
cualquier viejo campesino. Si le presionaban no podría negar que él era el
responsable, pero de momento nadie lo hacía y no había necesidad de intervenir, no si
Todd se encargaba del asunto.
—Voy a buscar a mi hermano y a Moses Southern —anunció Liam—. Les
gustará saberlo.
Julian levantó una ceja.
—Sin duda —dijo—. Pero podrías tener la amabilidad de dejarlo para mañana.
El muchacho replicó enseguida.
—Pero querrán subir ahora mismo y ver si pueden hacerlos entrar en razón.
Axel se echó a reír.
—Ja, eso sí que me gustaría verlo. Moses Southern tratando de convencer a la
maestra.
—Alguien tiene que hacerlo —dijo Liam a la defensiva.
—Tonterías —murmuró Axel volviendo a su rutina—. ¿Te has olvidado de
Nathaniel y de Ojo de Halcón? Ja, son tontos si piensan que pueden echarlos de la
montaña. Yo no quiero saber nada de eso.
Liam, con la cara roja, hacía girar el gorro que tenía en las manos y miraba
inquisitivamente a Julián:
—Si hay una mina usted es el dueño, por derecho.
Axel dijo:
—¿Y subirás allá arriba a decirle eso a Ojo de Halcón?, ¿en serio? ¿Tienes el
valor de tener otra charla con ese hombre después de lo de Albany?
El color de la cara del muchacho desapareció inmediatamente.
—Yo no mentí acerca de la señorita Elizabeth. Desde entonces no he dicho una
palabra sobre ella, ni lo haré.
—Estoy sorprendido; veo lo convincente que resulta Ojo de Halcón con un palo
en la mano. —Axel reía.
Julian se soltó la lengua:
—Está asustando al muchacho, Axel, pero sabe que él tiene sus razones. Aunque

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en parte, usted también las tiene. —Hizo una pausa y tragó saliva—. No sería nada
bueno ir a la montaña para hacer acusaciones. Conozco bien a mi hermana. Ella está
de acuerdo con los Bonner y lo único que sacará de ella es un sermón. Axel, creo que
la cerveza que me dio no ha sido suficiente para remojar mi garganta si me veo
obligado a hacer estos largos discursos. ¿Por qué no trae el aguardiente?
—Pero —dijo Liam—, no podemos dejarles la montaña. Está la madera, la
caza…
—Por supuesto.
Julian se levantó finalmente en busca del aguardiente.
—¿Qué piensa que deberíamos hacer entonces? ¿No quiere venir conmigo y
hablar con mi hermano?
—Ah, por favor, compórtate. No tengo intención de salir corriendo en medio de la
noche para ver la cara de tu hermano y de Moses Southern. No, mañana tendré una
charla con mi padre y veremos qué se puede hacer del modo más civilizado. Mientras
tanto, si alguna de esas personas requiere mis consejos, yo estaré aquí —dijo Julian
levantando el vaso—. Meditando seriamente.

* * *

Elizabeth se preguntaba si estaba soñando. A la luz de la luna vio ante ella no sólo
la forma familiar de la cabaña de Lago de las Nubes, sino también una segunda
cabaña, un poco más atrás. Se detuvo en el camino, incapaz de dar crédito a sus ojos.
—Era una sorpresa —le dijo Nathaniel—. No sabía si podrían terminarla antes de
que volviéramos.
Hannah saltaba de alegría de un lado a otro y se colgaba del brazo de Elizabeth.
—¿Te gusta? ¿Te gusta? Tiene cortinas y vidrios de verdad, y también estantes
para los libros, un escritorio y una cama…
Las lágrimas que brotaron de sus ojos eran de alegría, pero Elizabeth parpadeó
con firmeza, decidida a no dejarlas correr. Miró a la niña y sonrió.
—Le gusta mucho —dijo Nathaniel con la mano en la cabeza de Hannah.
—Me gusta mucho —dijo Elizabeth—. ¿Es para nosotros tres?
—Así es, Botas —dijo Nathaniel—. Y hay espacio suficiente para los que
vengan. No es exactamente como Oakmere, pero espero que sirva y que te guste.
—Mucho más porque no es Oakmere.
—¿Qué es Oakmere? —preguntó Hannah.
—La casa en la que me crié —dijo Elizabeth—. Ya te contaré.
La puerta de la cabaña se abrió.
Nathaniel cogió a Elizabeth del hombro y avanzó hacia donde estaba su padre.
Detrás de Ojo de Halcón esperaba el resto de la familia; sus caras se confundían con

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las sombras. Atardecer, Muchas Palomas y Chingachgook del brazo de Huye de los
Osos.
—Vamos —dijo Hannah tirando de la manga de Elizabeth y adelantándose a
saltos.
—Está tan sorprendido como yo —le dijo Elizabeth a Robbie, que los seguía a
pocos pasos—. ¿Tampoco lo sabía?
—Bueno, muchacha, sorprendido no es una palabra que yo suela usar, y en este
caso se queda corta. Ha sido como si me hubieran dado una patada en el culo.
Elizabeth se echó a reír.
—¿Cómo?
—Perdóname la grosería, muchacha. Digo que ha sido como si me empujaran.
¿Te molesta que te hayan construido una cabaña sin que lo hayas pedido?
Ella le cogió el brazo.
—No me importa en absoluto —le dijo—. De hecho, no podría estar más
complacida.
Robbie negó con la cabeza y distraídamente chocó con Treenie.
—No entenderé nunca por qué la cabaña te ha gustado tanto mientras que lo de la
escuela te puso furiosa, pero ya he aprendido a dejar que los perros duerman. Anda,
muchacha. ¿No ves que te están esperando?
Elizabeth dudó y miró los ojos bondadosos de Robbie.
—Venga usted también.
Él negó con la cabeza.
—No es que no quiera, pero esperan a la flamante esposa. Ve con ellos.
—Ha sido mi mejor amigo durante todos estos meses, Robin MacLachlan, nunca
lo olvidaré —dijo poniéndose de puntillas para besarle la mejilla.
Antes de que él tuviera tiempo de sonrojarse, Elizabeth se marchó.

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Capítulo 45

Después de dedicar una mañana a ordenar todo lo que llevaba en el hatillo, transmitir
mensajes y contar historias de una y otra parte, de las que se dijo lo mínimo y se dejó
para más adelante el resto, Elizabeth estaba ante un baúl abierto en el dormitorio de la
nueva cabaña, con Hannah como única ayudante. No había muchos muebles: una
cama, un colchón grueso, almohadas y una colcha, una silla y el baúl lleno de cosas
que habían pertenecido a la madre de Nathaniel y a su primera esposa.
—Me acuerdo de esto —dijo Hannah tocando suavemente una falda de
fabricación casera teñida de color añil.
Elizabeth dudó. No quería usar la ropa de Sarah. Ni siquiera sabía si le quedaría
bien. Pero cuando tuviera que ir a visitar a su padre no podría ir con ropa
kahnyen’kehaka.
—Tu abuela te está buscando —le dijo Nathaniel a Hannah—. Hay que moler
maíz. —Ella suspiró.
—Vuelve cuando hayas terminado —le dijo Elizabeth—. Me gustaría ir a nadar
más tarde, si hay tiempo.
—¿Has aprendido a nadar? —preguntó Hannah mirando a su padre más que a
Elizabeth.
—Le he enseñado yo, igual que a ti —dijo Nathaniel—. Ahora vete.
Había ventanas en dos paredes, una daba a la cascada y la garganta, y la otra a la
cañada y a la otra cabaña. Observaron las largas piernas de Hannah que brillaban
mientras corría y Elizabeth rió:
—Creo que nunca la he visto caminar a paso normal.
Pero Nathaniel miraba dentro del baúl y pareció que no la había oído. Algo pasó
por su rostro, arrepentimiento tal vez.
—Tienes más o menos la misma talla que Muchas Palomas —dijo—. Ella te
podrá prestar un vestido hasta que vayamos a buscar tus cosas. —Le puso el brazo
alrededor de la cintura y Elizabeth se reclinó confiada sobre él.
—¿Cuándo iremos?
—No hay razón para perder tiempo, Botas —dijo él secamente—. Al anochecer,
si te parece bien.
Hizo una pausa preguntándose qué más debía decir.
—Creo que podré entenderme con mi padre —replicó Elizabeth, previendo que
Nathaniel se preocuparía—. Después de todo, no hemos hecho nada ilegal. Y sin
duda no soy la primera que se casa sin el permiso de su padre.
Él dejó escapar una risa.
—Pero hay algo más y tú lo sabes, Elizabeth. Todo el pueblo está involucrado.

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Mientras ella examinaba la nueva cabaña y hablaba con Atardecer y Muchas
Palomas, Nathaniel había hablado con los hombres. El olor dulce de la pipa de
Chingachgook permanecía aún en la ropa de Nathaniel.
—Cuéntame. —Podía sentir que los pensamientos de él se alejaban de ella
mientras miraba por la ventana. La luz de media tarde jugaba con el agua y se
reflejaba en la habitación.
—Algunos no quieren que estemos aquí.
—Eso lo sabemos hace tiempo, Nathaniel.
—Sí, pero ahora hay más. Billy Kirby y los otros han estado haciendo correr
rumores. Algunas personas están muy enfadadas. —Ella esperó y cuando él vio que
esperaría hasta que le dijera toda la verdad, no pudo dejar de suspirar—. Han estado
diciendo que Herida Redonda del Cielo trasladará a todo Barktown hasta aquí arriba.
Y que cuando haga eso no quedará nada para los blancos y ninguna mujer estará
segura en su lecho. Dicen que hay una mina escondida en la montaña y que no se lo
hemos dicho al juez.
—¿Una mina? —preguntó Elizabeth con incredulidad—. Cuando se den cuenta
de que todo eso no tiene sentido nos dejarán en paz.
Él gruñó.
—Pero mientras tanto…
—Cuéntame el resto.
Nathaniel se frotó los ojos.
—Ha habido problemas con las líneas de trampas, se metieron y las robaron antes
de que terminara la temporada. Alguien disparó a Osos mientras estaba cazando.
Atardecer sembró maíz y alubias al lado de la escuela nueva y la semana pasada
quemaron la plantación. Eso para empezar. —El músculo de su mandíbula temblaba.
Elizabeth lo miró fijamente, sintiéndose de pronto enferma. Nathaniel la cogió por los
hombros—. Prométeme que no irás a pasear por ahí sola sin tener algún hombre
cerca. Y tampoco dejes salir a Hannah. —Ella asintió con la cabeza—. ¿Tienes
miedo?
—Estoy enfadada —dijo ella—. Pero también tengo miedo. No podemos
escondernos, tenemos que vivir nuestra vida.
—Eso hacemos, y seguiremos haciéndolo.
Con los dedos le tocaba la nuca. Ella apoyó la frente en la de él y sintió su olor.
—No me importa el pueblo —dijo ella—. Sólo me importa estar aquí contigo. No
puedo decirte lo que esto significa para mí, Nathaniel. Este lugar es nuestro.
—Esta cama es nuestra, también —dijo dándose cuenta de que sonreía—. Y una
puerta nuestra que se cierra —continuó dando un paso atrás, volviendo luego junto a
ella con las manos dispuestas para tocarle el cuello. Le cogió el rostro entre los dedos
—. Una vez te prometí que nos quedaríamos todo un día en la cama, ¿te acuerdas?

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Se acordaba. Pero entre besos le preguntó dónde se encontraban los otros
hombres.
—Ocupados —murmuró Nathaniel.
—Esto es una locura —dijo con la boca pegada a la de él.
—¿Qué?
—Esta necesidad constante de estar contigo. No es racional.
—Puede que no —le dijo Nathaniel a la oreja haciendo que se le erizara el vello
—. Pero es la mejor clase de locura.
—«El amor es la debilidad más noble de la mente» —susurró Elizabeth y
Nathaniel se apartó un poco para reírse.
—¿Tratas de decir una cita referente a lo que intento decirte?
—Ah, no —dijo ella atrayéndolo de nuevo a su lado—. Nada tan audaz como eso.
Dejó que la llevara a la cama, a la cama de ambos; le permitió que la complaciera
porque le daba placer hacerlo. Y Elizabeth descubrió una vez más lo que era estar
enamorada de aquel hombre; pensó que podría morir de amor y no lamentar el dar el
último suspiro.

* * *

Nathaniel, medio dormido, levantó la cabeza. La caída constante del agua de la


cascada no dejaba oír nada más, pero ella sabía por el aspecto de su rostro que estaba
pendiente de algo. Le estaba frotando la espalda cuando de pronto su mano se quedó
quieta.
Elizabeth también se quedó quieta y entonces oyó un ruido lejano:
—¡Hoooola a todos los de la casa!
—¡Es Curiosity!
—Sí —contestó él bostezando—. Trae un mensaje de tu padre.
Elizabeth, molesta, comenzó a buscar su ropa.
—¿Cómo lo sabes?
—Alguien nos vio en el camino.
Él se desperezó y alargó la mano para tocarla, pero ella ya se había alejado.
Después de arreglarse de prisa la ropa y el pelo, Elizabeth salió al porche y bajó la
escalera poniéndose los mocasines. Allí, Galileo la saludó levantado el sombrero y
haciendo una reverencia; cuando Nathaniel apareció tras ella en el porche, hizo lo
mismo.
Curiosity se adelantó con las faldas enredadas en las pantorrillas, las dos manos
abiertas y la cara iluminada por una amplia sonrisa.
—El juez nos envió para traerle sus cosas —dijo señalando con la mejilla unos
bultos; fue un movimiento tan enérgico que el pañuelo de su cabeza estuvo a punto de

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caerse—. Y también para decirle una o dos cosas. Pero primero déjeme mirarla.
—Me temo que ya sé de qué trata el mensaje —dijo Elizabeth mientras Curiosity
la examinaba por delante y por detrás, y ella esperaba que no se notara demasiado lo
que había estado haciendo un rato antes con Nathaniel.
—Sí, señora. No está muy contento con usted. Pero no hay necesidad de
apresurarse para oír cosas desagradables, ¿verdad, Nathaniel?
Él estaba desatando un cesto de libros que había encima de la montura.
—Suelen ser menos desagradables mientras se espera —dijo él.
Elizabeth vio que le sonreía de soslayo y respondió de la misma manera.
—¿Dónde quiere que deje estos baúles, señora Bonner? —preguntó Galileo.
—En la habitación principal, por favor, por lo menos hasta que tenga tiempo de
ordenar las cosas.
Cuando los hombres se fueron con la primera carga, Curiosity dio un paso atrás.
—El bosque fue una dura prueba, por lo que veo.
Elizabeth asintió con la cabeza esperando que no le pidiera que le contase todo en
aquel momento.
—Pero sobrevivimos.
—Eso mismo. —Curiosity subió los tres escalones que conducían al porche—.
¿Esas sillas son para mirarlas o para sentarse?
Sentada en una mecedora mientras los hombres iban y venían, la mujer se inclinó
y puso una mano en el vientre de Elizabeth.
—¿Ya tiene noticias?
Elizabeth miró fijamente los ojos ambarinos de Curiosity.
—Me parece que no podría mantenerlo en secreto aunque lo intentara.
Curiosity dejó escapar un suspiro que pareció más bien una risa.
—No tiene mucho sentido imaginar que una mujer recién casada que espera a su
primer hijo tenga que ocultarlo a la familia. Además, usted no es la única. Tal vez no
se ha dado cuenta de que Muchas Palomas también está embarazada.
—¿En serio? —Elizabeth rió con deleite.
—Y también está lo de Kitty.
—Ah, sí. —La mención de aquel tema hizo que Elizabeth se pusiera a pensar en
su hermano—. Necesito hablar de eso con usted.
—Más tarde tendremos tiempo para pensar en los problemas —dijo Curiosity—.
Todavía no he terminado de verla bien. Su madre era una de esas mujeres a las que se
les nota su estado en la cara, y usted se parece a ella. ¿Cuánto hace que no sangra?
—Unas nueve semanas —dijo Elizabeth—. Si mal no recuerdo.
—Bien. —Curiosity le cogió la mano y la apretó con fuerza, después se recostó
en el respaldo—. No hace falta que se ponga roja y que tuerza la cara. El juez se
calmará un poco cuando sepa que tiene un nieto en camino, no importa lo que diga su

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hermano.
Elizabeth se sintió incómoda.
—Supongo que Julian tendrá muchas cosas que decir. Pero tal vez sería mejor que
me dijera ahora cuál es el mensaje de mi padre.
Curiosity se estiró el delantal.
—Más o menos lo que usted piensa. Que no será bienvenida en su casa hasta que
reconozca los errores que ha cometido y haga lo que debe hacer.
—¿Y qué es lo que debo hacer?
—Supongo que no estará satisfecho a menos que usted abandone a su marido,
aunque lo veo poco probable viendo lo que ha hecho en el bosque. Todd tendrá que
vivir sin esta montaña. A propósito, ¿dónde está Todd? ¿Se encontraron con él?
—Sí —respondió Elizabeth—. Nos encontramos, pero es una larga historia.
—¿Se alejó de aquí?
—Parece que sí, Curiosity. —Elizabeth se inclinó hacia ella—. Las deudas de mi
padre han sido pagadas y también los impuestos. Todos sus problemas financieros
están resueltos. Richard Todd podría intentar hacerme comparecer ante un juzgado
para responder a la acusación de haber roto mi promesa de matrimonio, pero no
puede reclamarle nada a mi padre. Explíqueme de qué se trata. Simplemente no
entiendo nada.
—Es por su orgullo, criatura. Ha avergonzado al juez delante de todo el pueblo.
Elizabeth se puso roja.
—No tuve otra alternativa.
Curiosity no había perdido la costumbre de mirar inquisitivamente.
—¿La estoy criticando yo?
—No. —Elizabeth se reclinó en el asiento—. Lo siento, claro que no. Pero estoy
nerviosa por… todo.
—Naturalmente. —Curiosity levantó una ceja—. Pero ha hecho bien.
—Me temo que la gente del pueblo no está de acuerdo con usted.
Curiosity se rió enérgicamente y luego negó con la cabeza.
—Todavía tiene algunos amigos allí. Pero la mayoría de la gente está preocupada.
Quieren saber qué planes tienen para esta montaña, algunos están muy molestos.
—¿Cómo para quemar el maíz? —preguntó Elizabeth.
Curiosity se encogió de hombros.
—Si asusta a un hombre estúpido, lo más probable es que salga corriendo. Pero
no hay nada más peligroso o vil que un montón de hombres estúpidos asustados. —
Curiosity torció suavemente su gran boca—. Por desgracia, en Paradise hay un buen
puñado de hombres que no saben sujetarse el trasero con las dos manos. —Elizabeth
se rió sin ganas, pero Curiosity no reía. Se acercó más a Elizabeth y continuó—: No
le estoy diciendo nada que su familia no sepa ya, pero usted cuídese y cuide a su hijo

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también. No se acerque a Kirby, a Dubonnet y especialmente a Southern. —Se puso
rígida y el entrecejo arrugado dio paso a una genuina sonrisa—. Ah, aquí viene
Atardecer. —En el porche de la otra cabaña la figura pequeña y erguida de Atardecer
apareció con su hija y su nieta tras ella. Curiosity levantó la mano para saludarlas—.
Ahora las mujeres daremos una vuelta por la nueva casa —dijo levantándose—. Y
charlaremos de cosas bonitas.

* * *

Había tres cuartos, lo que era un gran lujo para un lugar en que la mayoría de las
cabañas tenían uno. La habitación principal tenía una chimenea de piedra en un
extremo y un desván en el que dormía Hannah. Como en la cabaña antigua, había un
cuarto de trabajo que servía también de despensa y un dormitorio. Tenían pocos
muebles, algunos tan rústicos como la madera recién cortada de la cabaña, mientras
que otras cosas, como la mesa y los bancos, el soporte para el rifle, la estantería y la
cama habían sido hechas con esmero.
Curiosity lo examinaba todo mientras charlaba con Atardecer; discutían acerca de
las ruecas y de los armazones para las pieles, de los cacharros y las lámparas.
Elizabeth y Muchas Palomas vaciaban cestas de libros, Hannah saltaba de un lado a
otro abriendo libros para mirarlos o probándose los sombreros de Elizabeth y
haciendo muecas delante del espejo de mano.
—¡Ahhh! —exclamó la niña abriendo un pequeño baúl lleno de botas.
Inmediatamente se quitó sus mocasines y quiso probárselas, lo cual produjo un
comentario áspero de Atardecer.
—Ah, déjela —dijo Elizabeth riendo—. Dudo que me vayan a ser de utilidad de
ahora en adelante. —Se acercó y cogió una bota de tafilete con puntera de metal—.
Nunca han sido muy cómodas —admitió.
La vista de todas sus pertenencias mundanas esparcidas a su alrededor en el suelo
de la cabaña le hizo tomar conciencia de su nueva situación, como ninguna otra cosa
antes se lo había hecho notar, ni siquiera el despertar aquella misma mañana en su
cama junto a su esposo. Nunca volvería a la casa de su padre ni a la de su tía.
—El juez nos debe de estar esperando para la cena —anunció Curiosity como si
leyera el pensamiento de Elizabeth—. Es mejor que me ponga en camino. Supongo
que nos encontraremos mañana en la iglesia.
Dirigió estas palabras a Elizabeth.
—¿Es sábado? No había pensado en la iglesia —admitió arqueando las cejas—.
¿Usted cree que…?
—Sí, creo que sí. No me parece mala idea que vaya. Que la gente se acostumbre a
verla. Por eso vinimos con los baúles esta misma tarde.

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—¿Cuál es su opinión? —Elizabeth le preguntaba a Atardecer, que estaba muy
callada.
La mujer meditó un instante, en su cara no se transparentaba sentimiento alguno.
—Es improbable que el juez vaya, ¿verdad, Curiosity? Por eso creo que lo mejor
que puedes hacer es ir; si no, pensarán que te estás escondiendo.
Curiosity se rió con ganas.
—Éstos nunca han sabido salir de una discusión, pero me parece que pronto
aprenderán. —Se frotó las manos en el delantal y se encaminó a la puerta—. ¿Dónde
se han metido los hombres?
Hannah fue con ella dando saltos hasta que el sombrero de Elizabeth se le cayó
sobre la cara. Se lo quitó y le ofreció a Curiosity acompañarla hasta el granero, donde
estaban charlando Galileo y Nathaniel.
—Hay jabón en una de esas cestas —gritó Curiosity por encima del hombro
mientras se alejaba—. Y alguna que otra cosa más. Así que espero verla a usted y a
su esposo mañana. ¿Me ha oído?
—Vuelva pronto —dijo Elizabeth con un nudo en la garganta y a punto de llorar.
—Los buenos amigos son un gran tesoro —dijo Atardecer detrás de ella.
—Sí, es una buena amiga. —Elizabeth volvió a la cabaña—. Quisiera darle las
gracias por todo lo que hizo para…
—Nos alegramos de que estés aquí —dijo Atardecer—. Y ahora que mi hija
también tiene esposo, necesitábamos más espacio.
—Lamento no haber podido estar en la boda —le dijo Elizabeth a Muchas
Palomas—. Y lamento que no hayáis podido estar en la mía. ¿Esta iba a ser tu
cabaña?
Muchas Palomas negó con la cabeza.
—Yo pertenezco a la casa de mi madre. Pero tú necesitas una propia. Y, de todas
formas, habrá mucho ir y venir entre aquí y allí. —Una sonrisa se dibujó en su boca
—. Especialmente a la hora de comer —añadió.
—Temo que Nathaniel se muera de hambre antes de que yo aprenda a cocinar
debidamente. —Elizabeth señaló el montón de libros—. Los filósofos y los novelistas
están bien, pero tendría que haber traído algún libro de cocina.
Atardecer sonrió y Elizabeth se sintió más tranquila. Se preguntaba cómo afrontar
el complicado asunto del lavado de la ropa cuando se abrió la puerta y vio que
Galileo y Curiosity volvían del granero con los caballos y Nathaniel iba detrás de
ellos. Hizo una seña para indicarle que los acompañaría parte del camino; las mujeres
saludaron con la mano hasta que el grupo desapareció por el sendero.
Muchas Palomas se marchó y cogió una pala mientras iba hacia el pequeño
maizal que había en la solana, en la parte más ancha de la cañada, al borde de los
peñascos.

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—Hay que hacer la comida antes de que vuelvan los hombres —dijo Atardecer
mirando a Hannah. La niña había estado corriendo alrededor de la cabaña con un
trozo de cuerda en la mano para que Treenie la alcanzara. Como respuesta a la voz de
su abuela dejó caer la cuerda y la perra roja chocó contra sus talones. Hannah miró a
Elizabeth y luego a su abuela con expresión contrita.
—Si se anima a compartirla conmigo —dijo Elizabeth—, me gustaría mucho que
Hannah me ayudara a ordenar la cabaña.
Atardecer parpadeó lentamente y luego asintió.
—Si quieres que la criatura esté contigo, de acuerdo.
Hannah dejó escapar un grito de satisfacción y volvió a correr delante de la perra.
De todos los kahnyen’kehaka que había conocido, Elizabeth consideraba a
Atardecer la más inescrutable. Mientras ella no había mostrado más que amabilidad y
generosidad, existía una reserva que hacía muy difícil hablar en presencia de aquella
mujer. Los silencios de Atardecer no eran los de las mujeres cuando quieren
demostrar que están molestas, eran absolutos e impenetrables. Elizabeth se
preguntaba, como lo había hecho muchas veces en el viaje de vuelta a casa, cómo era
aquella mujer que había dejado la casa larga de su madre y que, en contra de todas las
costumbres, se había llevado a sus hijos para que fueran educados en el pueblo de su
marido y luego a una cabaña en el bosque, aislada de los demás kahnyen’kehaka.
Atardecer había visto morir a su marido y a sus hijos, y se ocupó de criar a Sarah,
que se había pasado toda su vida tratando de ser lo que no era, y a Nutria y a Muchas
Palomas, que eran indiscutiblemente kahnyen’kehaka. Aquélla era la mujer que había
rechazado a Nathaniel como yerno, pero que se había ido a vivir con él para educar a
su hija después de la muerte de la madre de ésta.
—Me gustaría mucho que Hannah pasara parte del día conmigo —dijo Elizabeth
luchando contra la imperiosa necesidad de eludir la mirada penetrante de Atardecer
—. Ella vive con usted, es su primer hogar, pero espero que también se sienta cómoda
en mi cabaña. Su abuela, Hecha de Huesos, está muy interesada en que se la eduque
en las costumbres de los kahnyen’kehaka. Quiero que sepa que no me entrometeré.
Hubo un cambio imperceptible en la expresión de Atardecer.
—El único modo en que Ardilla podría ser absolutamente educada como una
kahnyen’kehaka sería enviándola a la casa larga de mi madre.
—Ah, no. —Elizabeth se puso nerviosa—. No creo que quiera…
—No he dicho eso —la interrumpió suavemente la mujer—. Ella es hija de
Nathaniel y debe aprender a vivir entre los dos mundos como hace él. Sería un error
apartarla de su padre, como también lo sería que olvidara a mi hija, su madre. ¿No te
parece?
Elizabeth estuvo de acuerdo.
—Sí, claro.

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—¿Y cuando tengas a tu hijo en los brazos? ¿También querrás que Ardilla venga
a tu casa? —Elizabeth sintió que la cara se le contraía por la indignación que le
producían aquellas palabras. Pero la mujer mayor levantó una mano para impedirle
que hablara y lo hizo ella—: Te ofendo, lo sé. Pero hablo con la verdad, creo que
sería mejor para ella quedarse con nosotros si no tiene la certeza de que será
bienvenida en tu casa cuando llegue el nuevo hijo.
Después de un largo silencio en el cual Elizabeth sintió que nunca la habían
observado con tanta atención, dijo:
—Nathaniel me ha hecho muchos regalos, pero ninguno tan precioso como el de
su hija. Mi propio hijo no será más amado.
—Hueso en la Espalda —dijo Atardecer en el idioma kahnyen’kehaka—. Eres
fuerte. Has demostrado ser más valiente que muchos, y también una buena amiga. Y
ahora llevas en tu vientre al hijo de Lobo Veloz, que traerá gran alegría a esta familia.
—Dudó un momento, sus ojos castaños miraban con más intensidad—. Te confiaré el
cuidado de mi nieta, pero te vigilaré.
—No esperaba otra cosa —respondió Elizabeth—. Además, necesitaré su ayuda.
Un destello de satisfacción iluminó la cara de la mujer y Elizabeth se conmovió al
ver el parecido que tenía con Hecha de Huesos. Se lo dijo.
Atardecer parpadeó.
—Todas las mujeres se parecen cuando temen por sus hijos —se limitó a
responder—. Sean kahnyen’kehaka u o'seronni, cuando una madre se levanta para
defender lo suyo es como la hermana osa.
Se oyó la risa aguda y ligera de Hannah.
«Nada es más peligroso que un montón de hombres estúpidos».
Elizabeth pensó en Jack Lingo y sintió un dolor conocido y la rigidez de los
nervios hasta la punta de los dedos. Entonces, junto al cuerpo ensangrentado, había
pensado que nunca más podría levantar la mano por rabia u odio; pero en aquel
momento sabía que era capaz de eso, y tal vez de mucho más.
—Sí —le respondió a Atardecer—. Es una lección que estoy empezando a
aprender.

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Capítulo 46

Una semana después de instalarse en la cabaña, Elizabeth salió a primera hora de la


mañana a buscar agua y se encontró con Robbie y con Chingachgook compartiendo
una pipa en el porche. Robbie vestía ropa de viaje.
—Ah —dijo ella. Un picor en el cuello le impidió decir nada más como saludo.
—Ah, sí, muchacha, yo soy el que se va. No te pongas así, Botas. No estás viendo
al viejo Robbie MacLachlan por última vez.
Robbie era la única persona además de Nathaniel que la llamaba Botas. El afecto
que había en la voz de Robbie casi la hizo llorar. Había conocido al viejo escocés sólo
hacía tres meses, pero ya no podía imaginarse estar sin él.
—Abuelo —le dijo a Chingachgook—. ¿No hay nada que podamos hacer para
convencer a Robbie de que se quede en Paradise?
La sonrisa de Chingachgook se movía en medio de un mar de arrugas que casi
hacían desaparecer sus ojos oscuros.
—Conozco a este hombre desde hace muchos años —dijo—. Y no es casualidad
que mi gente le diera el nombre de Camina con el Viento.
Nathaniel llegó hasta el porche y Elizabeth le cogió la mano y se la apretó.
—Robbie se va.
Él asintió con la cabeza.
—Sabía que sucedería un día de éstos.
—¿Y qué pasa con la vieja escuela? —preguntó—. ¿No podríamos dársela a él?
Es un buen lugar.
Antes de que Nathaniel pudiera replicar, Robbie habló:
—Ah. —Suspiró acomodándose el rifle en la espalda—. No puedo negar que es
una tentación. Te haré una promesa, muchacha. Si el próximo invierno me siento tan
solo como el anterior, volveré aquí y me cobijaré en esa cabaña, si es que todavía
tienes ganas de verme en Lobo Escondido.
—Siempre serás bienvenido —dijo Nathaniel.
—Iremos a buscarle en primavera —añadió Elizabeth sonriendo.
Robbie se despidió de Nathaniel y luego de Chingachgook estrechando la mano
del anciano mientras le apretaba el antebrazo.
—Gran Serpiente —le dijo con una sonrisa—. ¿Nos veremos de nuevo, viejo
amigo, cuando venga en primavera?
Chingachgook lo miró con expresión pensativa:
—El Dador de la Vida es bueno —dijo poniendo una de sus grandes y ásperas
manos en el brazo de Elizabeth con la más amable de las expresiones—. Espero ver a
mi bisnieto antes de que me llame al Concilio del Fuego. Pero no tardes demasiado,

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hermano mío. Creo que está impaciente y que no podré retrasar el encuentro mucho
más tiempo.
—No tardaré, vendré en primavera —dijo Robbie—. Recuerdo la ceremonia
cuando le pusieron nombre a Nathaniel, ya hace varios años, y no me quiero perder la
de su hijo, y menos por un ciervo del bosque.
Elizabeth tocó la mano de Chingachgook.
—Tal vez la criatura no sea un niño —dijo sorprendiéndose al ver que casi se le
reía en la cara.
—Cuando vuelo en la noche veo a mi bisnieto en tus brazos —dijo el anciano
como si fuera una prueba irrefutable.
Lo era para él, pensaba Elizabeth.
Robbie silbó a Treenie, que vino a la carrera del lugar donde dormía bajo el
porche moviendo ostensiblemente la cola.
—Vamos, muchacha, nos vamos a casa. —Después se volvió hacia Elizabeth—.
Camina conmigo un rato.
—Ve —dijo Nathaniel cogiendo el cubo de agua que ella tenía en la mano—.
Pero no muy lejos, recuerda.
—Enseguida le diré que vuelva —prometió Robbie. Después de caminar unos
minutos en silencio se aclaró la voz—. Bueno… —La suave carne de su cuello se
había puesto roja. Elizabeth frotó el dorso de su mano en la cabeza huesuda de
Treenie y esperó, preguntándose qué era lo que no había podido decir delante de los
hombres—. Sabes que he pasado por el pueblo y que estuve con Axel —comenzó—.
Él es un hombre bueno en el que confío. Un poco exagerado con la cerveza, a veces,
pero no tiene una pizca de maldad en el cuerpo y su mente es tan sagaz como la tuya.
Y lo mismo se puede decir de su hija, Anna es una gran mujer.
—Sí —dijo Elizabeth lentamente—. Yo también pienso mucho en Axel y en
Anna.
Cuando fueron a la iglesia Anna fue la única, además de Curiosity y de algunos
niños, que dio a Elizabeth una cálida bienvenida.
—Son más que buenos amigos, ¿sabes? Son la clase de personas con las que se
puede contar cuando los demás están rabiosos. —Habían llegado a la curva donde
estaba el abedul blanco que marcaba el sendero que llevaba a los campos de fresas.
Robbie se detuvo—. Lo que quiero decir es que si hay problemas puedes ir con Axel
porque él no te abandonará en tiempos de desgracia.
—Robbie, me asusta —dijo Elizabeth—. ¿Estando Nathaniel, Ojo de Halcón,
Huye de los Osos e incluso Chingachgook, pese a lo viejo que es, por qué necesitaría
la ayuda de Axel?
—No dudo de que los hombres de tu familia pueden cuidarte, no me
malinterpretes. Pero hay rumores en el pueblo y temo que las cosas vayan de mal en

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peor. Para decirte la verdad, si pudiera no me iría. Pero hice una promesa a un viejo
amigo y tengo que cumplirla.
Elizabeth se quedó meditando.
—Sabe más de lo que me está diciendo —concluyó.
Él tuvo que admitirlo a disgusto observándola de reojo.
—Ayer fui a visitar a tu padre.
Ella lo fulminó con una mirada llena de asombro. Sintió un vacío, causado por la
incredulidad, en lo más profundo del estómago.
Dos días después de su regreso, Elizabeth había ido con Nathaniel a visitar a su
padre y a su hermano, pero con cara de contrariedad, Curiosity les había dicho que el
juez y Julian acababan de salir hacia Albany por negocios que no podía precisar.
Nunca había visto a Curiosity tan insegura de sí misma. La tarde anterior Huye de los
Osos había vuelto de sus exploraciones para informar de que los dos habían vuelto a
casa.
—¿Por qué no me dijo dónde iba, Robbie?
—Ah, bueno. Pensé que era mejor hablar con el juez de hombre a hombre,
¿sabes? Y no te lo dije después porque me sacaron de mis casillas.
—Mi padre no se ha resignado —dijo más como una afirmación que como una
pregunta.
—En pocas palabras… —replicó Robbie—. Muchacha, permíteme que te lo diga
de una manera clara, me parece que la rabia de tu padre crece con la de tu hermano.
Juntos no se detendrán ante nada hasta ver que se cumple lo que desean.
—Tengo que ir a verlo.
—Ah, eso es un principio. Tal vez el saber que estás embarazada le sirva para
guiarlo. —Casi sin darse cuenta, Elizabeth se puso la mano en el vientre. Dudaba de
que su padre se diera cuenta de su estado sin que se lo dijera; era una idea que no le
gustaba.
—Robbie —dijo despacio—. ¿Por qué me cuenta esto a mí y no a Nathaniel?
Él dudó antes de responder.
—Muchacha, hace mucho tuve un hijo, no lo quise más de lo que quiero a
Nathaniel. Me crees, ¿verdad? —Elizabeth le dijo que sí lentamente—. Es un hombre
especial, este Nathaniel. Valiente y honrado. Pero tiene la mala costumbre de
subestimar a los hombres que son más débiles que él. No ha aprendido todavía que
hay que temer a los débiles.
—¿Quiere decir que debo temer a mi padre? —preguntó ella.
Robbie se tocaba el bigote con aire pensativo.
—Nathaniel piensa que el juez sólo es un viejo tonto por el que no vale la pena
preocuparse. Pero lo peor es que se olvida de tu hermano, y tu hermano no es ningún
tonto.

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De repente, Elizabeth recordó cómo era Julian a los cuatro años, durante una de
las raras visitas del juez a Inglaterra. Casi podía sentir los dedos pequeños y
pegajosos de mermelada arañando sus faldas; había roto la tela antes de saludar a
aquel extraño. Aquella tarde Julian había desaparecido y estuvo ausente dos días
enteros, escondido en el fondo de un pequeño gabinete que había en la cocina, donde
podía oír las novedades de la casa, estar al abrigo del frío y comer cuando todos los
demás se iban a dormir. Lo descubrieron por casualidad, cuando la cocinera buscaba
un molde para la jalea que no usaba a menudo. Cuando le preguntaron por qué lo
había hecho, se sorprendió de que los adultos no se hubieran dado cuenta de sus
planes. Quería que se sintieran molestos, había dicho. Y que no lo molestaran.
—Julian no es estúpido —repitió ella de acuerdo con Robbie—. Y es
increíblemente obstinado. —Suspiró y dijo—: Robbie, dígame qué piensa.
—Creo que, influido por tu hermano, un hombre como el juez Middleton es más
peligroso que Moses Southern. Southern puede molestarte robando en tus trampas o
quemando tu cosecha, pero Nathaniel no puede hacerle frente al arma de tu padre.
—La ley.
—Sí —dijo Robbie—. La ley.

* * *

Ojo de Halcón y Nathaniel insistieron en seguir y salieron inmediatamente, pese a


que caía una fina lluvia. Elizabeth se dio cuenta de que su malhumor por el mal
tiempo había desaparecido en cuanto se puso a mirar algunas de las cosas bonitas de
la tía Merriweather. Sin embargo, no quería aparecer ante el juez con el pelo
despeinado y se puso su capa de verano con la capucha baja y se cambió los
mocasines por las viejas botas de caminar, sólidas y fuertes, y mucho más pesadas de
lo que recordaba.
—El hombre no te dará las gracias por sacarlo de la cama a esta hora —observó
Ojo de Halcón mirando las nubes de tormenta.
—No, pero al menos estamos seguros de que estará en casa.
Nathaniel estaba un poco molesto.
—No tengo intenciones de ir tras él, Botas. Cuando quiera hablar con nosotros ya
sabe dónde encontrarnos.
Con los temores de Robbie tan vividos en su memoria, Elizabeth no dijo nada.
Esperaba que éste estuviera equivocado respecto a su padre y sus intenciones. Pero
más que eso, esperaba que se hubiera equivocado cuando señaló que Nathaniel era
incapaz de ver el peligro que representaba su padre.
Cuando llegaron al río y pasaron por el puente, Ojo de Halcón se detuvo a mirar
el agua.

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—Vienen patos —dijo frunciendo un poco la frente—. En una semana los
pichones estarán listos para volar.
—¿Y eso no es bueno? —preguntó Elizabeth intrigada por el tono resignado del
hombre.
—Billy Kirby vendrá por aquí junto con medio pueblo —replicó Nathaniel.
En cualquier otra ocasión, Elizabeth habría sentido la curiosidad suficiente para
hacer más preguntas, pero mientras iban acercándose a la escuela se sintió inquieta.
Durante la visita de la semana anterior, el campo quemado y las cenizas le habían
hecho ver la animosidad que reinaba.
Mientras se aproximaban al edificio se fue tranquilizando. La madera verde,
curada en pocos meses, despedía un brillo amarillento bajo la llovizna. Las cortinas
de muselina de Curiosity colgaban de las ventanas y no había signos de daños
posteriores a cuando estuvo dos días antes con Hannah para llevar libros y barrer.
Automáticamente buscó la llave que llevaba en el bolsillo. El lunes comenzarían las
clases de nuevo, aunque ella sabía que sólo podía contar con la asistencia segura de
cinco alumnos: Hannah, los hijos de Anna Hauptmann y los de los McGarrity.
Jed y Nancy McGarrity habían ido a Lago de las Nubes para decirle que irían, le
llevaron un cesto de ciruelas que pusieron en el porche. Jed se quitó el gorro usado
mirando a los lados: tenía la cara grande y familiar muy rígida, con manchas rojas en
las mejillas por encima de la barba.
—El padre de Nancy tampoco me quería cuando nos casamos. Pero nosotros nos
comportamos bien, nunca hemos hecho daño a nadie —dijo rozando a su mujer, que
no había apartado los ojos de los pies desnudos y polvorientos—. Nos gustaría mucho
que usted se quedara con estas ciruelas en pago por enseñar a los niños en el verano
—dijo tan bajo que Elizabeth tuvo dificultad para entenderle.
—Ian y Rudy son bienvenidos a mi escuela —Elizabeth había contestado con
toda la dignidad de que fue capaz. Sabía que aquellas dos personas, que se habían
puesto su mejor vestido y arreglado la cara para ir a visitarla, no entenderían la
necesidad inmediata que tenía de darles un abrazo de gratitud—. Y gracias por las
ciruelas. Estoy segura de que me vendrán muy bien para el invierno.
En aquel momento Elizabeth esperaba el primer día de clase con menos temores
sabiendo que tendría alumnos, aunque no fueran muchos.
De repente sintió que Nathaniel se sobresaltaba, lo cual interrumpió sus
pensamientos. Por encima del hombro vio unos papeles clavados en la puerta. Los
arrancó de un tirón dejando únicamente los clavos. Volviéndose lentamente hacia Ojo
de Halcón y a Nathaniel levantó la cabeza.
—¿Y bien? —dijo Ojo de Halcón.
Se aclaró la voz dos veces.
—Es un recorte de un diario de Albany, de ayer. —Leyó en voz alta:

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RECOMPENSA

En esta fecha, el secretario del Tesoro Estatal, Morris, abre una investigación
por el caso de los fondos robados hace más de treinta años. Después de que
el ejército francés y sus descreídos aliados indios atacaran el fuerte William
Henry y aniquilaran salvajemente a las tropas inglesas y a la milicia, que se
retiraban con un baúl lleno de monedas de oro que fue robado del fuerte y
enviado a Montreal, pero que nunca llegó a su destino.
El gobierno de este estado ha reclamado la suma de aproximadamente cinco
mil guineas como pago y restitución por los gastos y pérdidas sufridos por los
ciudadanos de Nueva York en el combate contra Francia a favor de Jorge II.
Se lo creyó irrecuperablemente perdido en los bosques, hasta que una fuente
fidedigna informó haber visto recientemente circular una guinea de oro de
tipo no usual. Cualquier información acerca de alguna de esas monedas debe
ser enviada inmediatamente al secretario Morris en sus oficinas de Albany. Se
recompensará a las personas que contribuyan al retorno de las monedas al
tesoro estatal.

—Bueno, la verdad es que el juez es un viejo zorro. —En la voz de Ojo de


Halcón había algo de admiración.
—¿Y qué dice la otra? —preguntó Nathaniel.

PERSONA PERDIDA
SE BUSCA:

Se recompensará cualquier información acerca del paradero o del estado del


doctor Richard Todd de Albany y Paradise. Fue visto por última vez yendo en
dirección al bosque hace unas ocho semanas cerca de la Casa del Pez. Las
informaciones deben ser dirigidas al juez Middleton de Paradise, directo
amigo del doctor Todd y representante de su novia, la señorita Katherine
Witherspoon. Se teme que haya sufrido algún daño.

Elizabeth arrugó el papel.


—Es hora de hablar.
Nathaniel levantó una ceja, sorprendido.
—Creía que nos dirigíamos a hacerlo.
—Es hora de hablar ante la gente —dijo Elizabeth—. Si no, nos acusarán de
asesinato. Ojo de Halcón, ¿puede llevar a mi padre hasta la tienda de Anna?
Ojo de Halcón sonrió.

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—Troceado como un pavo de Navidad, si es necesario.
Elizabeth meditó un momento. Aquellos hombres que estaban ante ella no sólo se
parecían en su apariencia y postura, sino también en su buena voluntad para escuchar
lo que ella dijera. Era una gran bendición. Elizabeth susurró una breve plegaria de
acción de gracias.
—Julian tendría que ir también —dijo Nathaniel—; seguramente este plan no es
idea de tu padre.
Lo miró desconcertada; conocía a su hermano mejor de lo que había pensado.
—Sí, claro, tienes razón.
Ojo de Halcón se encogió de hombros mientras se limpiaba la lluvia de la cara.
—No será mucho problema.
—Luego ve a buscar a Kitty —dijo Nathaniel.
—Sí, necesitamos a Kitty —dijo Elizabeth—. Prometida del doctor Todd.
—Vaya. —Ojo de Halcón se rió de buena gana y se dio una palmada en una
pierna—. Y yo que estaba temiendo que hubierais perdido el valor en el bosque.
Nathaniel subió las escaleras, cogió la barbilla de Elizabeth en su mano y la
obligó a mirarle.
—¿Te gustaría darme un beso?
—Ah, por favor. —Le cogió la mano y la apartó—. Nathaniel, sería peligroso que
empezáramos ahora con esas tonterías.
Hubo un destello de satisfacción en los ojos de él. Elizabeth no llevaba trenzas en
aquel momento, sino el pelo recogido en la nuca en un elegante moño. Nathaniel
buscó el lóbulo de la oreja.
—Lo que tú digas, Botas, sigamos.
—Espera —dijo ella—. Hay algo que no entiendo.
Nathaniel miró a su padre, que se encogió de hombros.
—Si le pagaste al agente de mi padre por esta escuela con las monedas de cinco
guineas, entonces ésa debe de ser la «fuente fidedigna» a que se refiere el periódico.
—Estiró el papel arrugado—. Pero si es así, mi padre habría devuelto esas monedas
al señor Morris. No me puedo imaginar a mi padre tan dispuesto a castigarme cuando
él, con muy buena voluntad, aceptó ese dinero del tesoro.
Ojo de Halcón la miró fijamente.
—Tienes buen ojo para los detalles, mujer, y conoces muy bien a tu padre. No
dudo que estás en lo cierto: él no querría devolver el oro, si lo tuviera.
—Claro que tiene parte del oro.
Una súbita sensación de terror se apoderó de ella.
—Nathaniel, ¿le pagaste a mi padre la tierra con el oro?
—Entremos —dijo él.

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* * *

La escuela olía a madera mojada, a cera de abejas y a lirios silvestres que Hannah
había puesto en un jarrón. Una polilla medio dormida chocó con la ventana cerrada
que daba a la ciénaga y al lago, hermosos incluso bajo la lluvia. El sol trataba de
aparecer, tocando tímidamente el bosque con sus rayos. Sin embargo, Elizabeth no
veía nada de esto, estaba completamente atenta a Nathaniel. Se quitó la capucha y lo
miró fijamente a los ojos.
—¿Le pagaste a mi padre con el oro de los tories? —repitió.
—No exactamente, Botas —dijo Nathaniel—. No me podía arriesgar a poner esas
monedas en circulación. Una vez que Chingachgook se decidió a gastar el dinero, él
nos dio la libertad de tomar lo necesario para obtener la montaña…
—Pero no para hacer circular las monedas, porque si no nos habrían cortado el
cuello —continuó Ojo de Halcón—. Pero no había tiempo para fundir el oro antes de
que os fuerais a Albany…
—Porque partimos tres días antes de lo que se esperaba —concluyó ella
recordando claramente la conversación apresurada que había tenido lugar entre los
hombres cuando había llegado a Lago de las Nubes en medio de la noche. Entonces
se le ocurrió otra cosa—. Estabas enterado de las deudas de mi padre con Richard
Todd; si no, no habrías planeado llevar el oro con nosotros cuando partimos.
Ojo de Halcón dijo:
—Tuvimos una idea muy buena. Tu padre no guardaba sus problemas
exactamente cerca del chaleco.
El tic de la mejilla de Nathaniel se hacía más intenso.
—¿Estás enfadada? —preguntó.
—Todavía estoy demasiado confundida para enfadarme. —Elizabeth caminó
hasta el otro extremo de la habitación y luego volvió, sumida en sus pensamientos.
Los hombres la observaban mientras chorreaban gotas de agua en el suelo lustrado—.
Hay una pregunta obvia. ¿Si no usaste la donación de mi tía ni el oro de
Chingachgook, con qué compraste este lugar y con qué le pagaste a Richard Todd? —
Alzó la voz y luego se rompió—. ¿Con la mítica mina de Lobo Escondido?
Nathaniel se pasó la mano por el pelo del modo en que solía hacerlo cuando se
enfrentaba a un problema; la suave luz del sol despidió un reflejo de su pendiente. La
plata había sido labrada en forma de gota muy alargada, como el pendiente que usaba
Ojo de Halcón, similar a la mezcla de plata y cobre de los collares, pendientes y
rodilleras que usaban todos los kahnyen’kehaka.
—Hay una mina —dijo ella sentándose de golpe.
—Bueno, no es una mina de oro. —Ojo de Halcón parecía pedir excusas.
—¿De cobre, de plata? —Estaba a punto de tener un ataque de risa histérica.

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—De plata —dijo Nathaniel—. Los kahnyen’kehaka conocían la mina antes de
que llegaran los europeos.
—Aja, entonces, como no podías arriesgar las guineas de oro, llevaste la plata
cuando salimos para Albany y la cambiaste por dinero. El cual sirvió para pagar las
deudas. ¿Cuánto hace exactamente que estás sacando plata de la mina?
Nathaniel parpadeó.
—Unos diez años, tal vez.
—¿Y te la llevas…?
—Osos la saca en canoa, un viaje cada vez.
El tono de voz era tranquilo pero la mirada era de preocupación.
—Déjame ver si entiendo —dijo muy despacio—. ¿El regalo de mi tía
Merriweather, esas dos mil libras, no han sido tocadas?
—Están produciendo intereses.
—Y hay una ganancia de la mina que es…
Él se encogió de hombros.
—Diría que actualmente asciende a veinte mil dólares.
—Diecinueve mil —corrigió Ojo de Halcón—. Pero no son nuestros, Osos se
encarga de distribuir las ganancias entre los kahnyen’kehaka. Lo que cogimos
prestado en primavera tendremos que pagarlo cuando vayáis a Albany y podáis
ocuparos de ello.
—Ya veo. Con el oro, supongo. ¿Hay mil monedas de cinco guineas?
—Cerca de mil quinientas —dijo Ojo de Halcón sonriendo.
Haciendo un ruido incoherente, Elizabeth se dio por vencida, se tapó la cara con
las manos. Después de un largo minuto, levantó la mirada.
—Me casé por dinero.
Nathaniel miró a su padre y luego a ella.
—Eso parece, Botas. ¿Te importa?
—No estoy segura. Tendré que acostumbrarme a la idea antes de que pueda
repetir la frase —dijo riendo. Buscó el pañuelo y se limpió la frente con él—. Si mi
padre o mi hermano averiguaran lo de la mina…
Ojo de Halcón gruñó.
—Se sabría por aquí y eso complicaría las cosas en Albany.
—Tenemos que ir a Albany pronto para legalizar nuestra propiedad… —
Elizabeth hizo una pausa para mirar a su alrededor—. Pero ¿por qué es tan
importante?
—Todavía está esa demanda contra ti. La mina contribuiría a que las cosas
parezcan sospechosas.
Elizabeth se plantó delante de él, y tuvo que levantar la cabeza para mirarlo a los
ojos. Estaba lo suficientemente cerca para sentir su calor.

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—¿Te casaste conmigo para obtener esa mina, Nathaniel Bonner?
—No —contestó él sin pestañear.
—¿Hay algo más que no me hayas contado? ¿Tienes territorios en Albany?, ¿un
título de nobleza en Escocia? —Él negó con la cabeza, ella continuó mirándolos a los
dos—. Os las habéis arreglado para burlar a mi padre, eso es innegable. Él podría
reclamar legalmente los beneficios producidos por la mina hasta el momento en que
se hizo la transferencia del título.
—Pero sólo legalmente —dijo Ojo de Halcón—. Yo lo entiendo de este modo: el
dinero que salió de esa mina es parte de lo que tendría que haberse pagado a los
kahnyen’kehaka por la tierra.
Elizabeth los miró, vestidos sencillamente con ropas de cuero, con las manos
callosas por el trabajo. No llevaban una vida fácil, no habían obtenido beneficios
personales de la mina. No había nada de codicia en lo que habían hecho; en cambio,
había orgullo, satisfacción.
—Sí, entiendo vuestro punto de vista —dijo finalmente, y a Nathaniel se le
iluminó de pronto la cara, llena de alivio y gratitud—. Y dado que mi padre ha
llegado al extremo de acusarme de asesinato a causa de todo esto, no veo motivo para
que me ofenda.
Nathaniel le tendió la mano.
—Entonces vayamos a arreglar el asunto.
—Una cosa más —dijo parándose.
Los hombres se quedaron rígidos.
—Con el oro y la plata hay bastante dinero disponible para nosotros. Yo quiero
opinar cuando se decida en qué gastarlo.
Ojo de Halcón miró a su hijo y luego asintió con la cabeza.
—Es justo.
—Entonces, vamos —dijo Elizabeth poniéndose la capucha—. Creo que será un
día muy agitado.

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Capítulo 47

Elizabeth encontró la tienda de Anna tal como la había visto la última vez; llena de
hombres y sobrecargada de olor a sudor, tabaco, humo de leña, lana mojada, grasa de
oso, cebollas en vinagre y venado seco. Las paredes seguían cubiertas con signos y
con avisos, y Anna estaba en su lugar habitual, detrás del mostrador, con la cabeza y
los hombros hundidos en un armario. Desde la puerta, Elizabeth vio que la clientela
dirigía su atención hacia ella y que todos se quedaban en silencio. Con el sombrero
puesto y el agua cayendo del borde de su capa, se aseguró de mirar a cada uno de los
presentes. Sólo había diez hombres, sabía el nombre de la mitad. Pero no había
señales de Axel, ni de Jed McGarrity, los dos que más le habría gustado ver.
Apoyado en la pared de atrás, con los brazos cruzados ante el pecho estaba Moses
Southern. Se había vuelto hacia el minúsculo Claude Dubonnet, que para Elizabeth
siempre sería Cuchillo Sucio aunque no pudiera llamarlo de ese modo. Él se había
estirado para mirarla por encima del diario que había desplegado sobre un barril.
Elizabeth pensó en ofrecerse para leerlo en voz alta, porque no tenía dudas de que
había captado aquello por lo que estaban interesados; y todo por obra de Julián, de
eso estaba segura.
Archie Cunningham estaba cortándose las uñas con un cuchillo de caza y tiraba
los restos alternativamente al fuego y a las orejas del joven Liam Kirby. Casi doblado
sobre el tablero de damas, Liam ni lo notaba. Su hermano Billy estaba sentado
delante dándole la espalda a Elizabeth y hablando con un trampero que ella no
conocía, mientras esperaba que su hermano moviera.
Liam estiró un dedo sucio para mover una pieza, levantó la mirada y dio un salto
al verla. La mano izquierda voló en dirección a su gorro, lo cogió del rincón del
mostrador y se lo puso enseguida. Las piezas rojas y blancas del juego se
desparramaron por el suelo.
—Maldito mocoso —dijo Billy con voz familiar. Entonces vio a Elizabeth y se
quedó con la boca abierta.
Moses Southern carraspeó sonoramente y luego, sin apartar la mirada de ella,
escupió tabaco en el cubo que servía como escupidera.
—Se lo advierto una vez más, Southern —dijo Anna sacando la cabeza del
armario—. Si cae una sola gota de esa mugre en mi suelo limpio se la tendrá que
tragar.
—Hola, Anna —dijo Elizabeth.
—¡Vaya, Elizabeth! Ya era hora de verla por aquí. —Anna se inclinó por encima
del mostrador para dar a Charlie LeBlanc una sonora palmada en la cabeza—. Quita
tus ojos de mi tarro de dulces y saluda, Charlie. Ha venido la señora Bonner, a la que

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mirabas embobado durante todo el invierno. Si fueras a la iglesia ya la habrías visto
el domingo pasado.
El joven se puso muy rojo y esbozó una sonrisa poco amistosa en dirección a
Elizabeth, y el nuevo hueco que había en su dentadura se hizo evidente.
—Señorita Elizabeth —dijo con una inclinación de cabeza.
—Me alegro de verte, Charlie.
Como si se hubieran despertado de un trance, muchos de los hombres levantaron
las gorros en dirección a Elizabeth y murmuraron saludos.
—¿Ha bajado sola de la montaña? —gritó Moses Southern, su voz áspera
resonaba en la habitación.
—¿Y por qué no iba a hacerlo? —le preguntó Elizabeth con una sonrisa.
Moses se encogió de hombros.
—La semana pasada un oso mató a Asa Pierce cerca de Lobo Escondido. Hay
muchos problemas ahí fuera para la gente que no presta atención.
—Muchos problemas —repitió Claude Dubonnet frotándose la nariz con un dedo.
«Si supieras cuántos», pensó Elizabeth tocándose la cadena que escondía bajo su
ropa.
—Ah, cállate, viejo charlatán. —Axel apareció rascándose la barba por la puerta
de atrás—. Asa Pierce no tenía ni siquiera el sentido común que Dios le da a un
ciervo, aunque era buen herrero. Hola, señora Elizabeth.
—¿Cómo le va, señor Metzler?
—Ja, bien. Muy bien. Mis tripas gritan tan fuerte que podrían despertar a los
muertos en días lluviosos como éste, pero usted sabe lo que dicen. Vive mucho y
bebe más, y más tarde o más temprano tendrás tu parte de heces. Anna, ¿vas a atender
a esta mujer o quieres que vaya detrás del mostrador para hacerlo yo?
Axel se acomodó con un suspiro profundo de satisfacción en la silla más cercana
a la chimenea, en una posición que lo dejó justo entre Moses Southern y Billy Kirby,
los cuales no disimularon su desdén al mirarlo.
—Puedo arreglarme sola, siempre he podido —dijo Anna—. Ahora, ¿qué puedo
hacer por usted, Elizabeth? Supongo que habrá traído una larga lista. Empezar bien
una vida de casada es mucho más que poner cuatro piernas sobre una cama.
No había ido a comprar, pero no tenía ni idea de cuánto tiempo pasaría antes de
que Ojo de Halcón y Nathaniel aparecieran con su carga, así que se puso a pensar en
las cosas grandes y pequeñas que faltaban en la nueva cabaña. Poco después había
una pequeña montaña de alimentos secos en el mostrador, junto con un caldero y un
saco grande de plumas de ganso en el centro. Cuando las mujeres habían empezado a
revisar las telas de los delantales y sábanas, los demás ya no les prestaban atención.
Lentamente, el nivel del ruido fue elevándose al tono normal y Elizabeth sintió que se
divertía haciendo compras para su nueva casa, aunque no dejaba de percatarse de que

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Moses Southern estaba detrás de ella.
Anna había sacado un cubo de lavar de hojalata para que Elizabeth lo viera
cuando se abrió la puerta. Con la corriente de aire fresco se le erizó el vello del cuello
y levantó los ojos lentamente.
Allí estaba el juez del brazo de Julián.
Elizabeth nunca había estado mucho tiempo lejos de su hermano y, sorprendida,
se dio cuenta de que lo había echado de menos, aunque él estuviera delante de ella
con su habitual sonrisa irónica. Obviamente, Ojo de Halcón lo había sacado de la
cama porque tenía los ojos enrojecidos e iba sin afeitar; tampoco había tenido tiempo
de peinarse, y el pelo le caía sobre el ojo derecho. Elizabeth se acordó de cuando
tenía trece años, cuando todavía no había aprendido a esconder su rabia; o su
inteligencia detrás de una máscara en que la melancolía y la burla se mezclaban a
partes iguales.
—Hola, padre. Hola, Julián.
Se envolvió mejor en su capa sintiéndose más protegida.
—Lizzie —dijo su hermano.
Ante ella estaba la cara expectante de su padre y junto a él, Ojo de Halcón, atento
y vigilante. Su padre esperaba sin hacer nada, como siempre había hecho, con la
esperanza de que alguien arreglara los problemas que él había creado. Ojo de Halcón
estaba callado porque sabía bien el truco de aguardar hasta que se le necesitara. Pero
quien le importaba a ella en aquel momento era Julián; pensaba que podría hablarle
de su matrimonio, de su nueva casa, de sus libertades, de volver a estar en contacto
con ellos. Se preguntaba si él la habría echado de menos también, o si la posesión de
la montaña era todo lo que le interesaba.
Julián se decidió a hablar:
—¿No te da vergüenza haber recurrido a trucos tan sucios?
Elizabeth sacó de entre sus ropas el trozo arrugado de periódico y se lo pasó.
—Es una extraña coincidencia —dijo—. Iba a hacerte la misma pregunta,
hermano.

* * *

Nathaniel nunca había tenido en mucha consideración al reverendo Witherspoon,


pero encontró razones aquel día para revisar sus opiniones. Kitty se había negado a
acompañarlo a la tienda; pero la intervención de su padre hizo que cambiara de idea.
Preguntó inmediatamente si había noticias acerca del paradero y la salud de Richard,
pero Nathaniel se negó a contestar, sólo podría saberlo si lo acompañaba. El señor
Witherspoon la ayudó a envolverse en una capa ligera que ya no podía esconder un
embarazo de seis o siete meses, y los tres partieron hacia el pueblo bajo la lluvia.

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Cuando se convenció de que Nathaniel no respondería a sus preguntas, Kitty se
quedó en silencio. Esto permitió al señor Witherspoon preguntar por Elizabeth de un
modo que era a la vez amable y severo.
—Rompió el corazón de su padre.
—Pagó las considerables deudas que tenía su padre —dijo Nathaniel.
—Espero que no tenga que lamentar sus actos apresurados.
—Podrá preguntárselo —señaló Nathaniel—. Nos está esperando.
De reojo vio que Kitty daba un salto. Su cara se puso rígida, como si aquellas
noticias fueran del todo inesperadas, pero de algún modo bien recibidas.
—Si devolviera el bien por el mal que ha hecho, estoy seguro de que el juez la
perdonaría y la recibiría de nuevo en su casa. Ese hombre es todo bondad cuando se
le trata bien.
Nathaniel estuvo a punto de echarse a reír. Miró al clérigo de arriba abajo, a sus
gafas empañadas sobre la nariz larga y enrojecida, sus mejillas hundidas y su boca
pálida. Los ojos azules acuosos se encontraron con los suyos y en ellos vio que era
inútil, el hombre tenía anteojeras y ni siquiera se había enterado.
—Mi esposa tiene una casa —dijo Nathaniel sencillamente—. Ella no necesita la
caridad del juez.
—Padre —dijo Kitty con voz cortante—. ¿No te das cuenta de que tus
argumentos no sirven de nada con él? Si persigues a un mendigo, lo único que
sacarás de él serán pulgas.
Entonces sí que rió Nathaniel de buena gana y estuvo tentado de preguntarle qué
clase de pulgas le había pegado Julián Middleton. La risa de Nathaniel le dolió
mucho; se le subieron los colores y los ojos le brillaban de rabia por las lágrimas
contenidas.
Él había crecido con Kitty Witherspoon y no era la primera vez que la hacía
llorar, como suelen hacer los niños mayores con las niñas pequeñas. Cuando Kitty se
puso a llorar, Nathaniel sintió que tenía trece años otra vez, lo que le hizo pensar en
su madre.
Cora había cuidado a Kitty cuando la señora Witherspoon murió. Su padre no
sabía qué hacer con la niña, y fue Cora quien enseñó a Kitty a cocinar y a coser, y
quien escuchó pacientemente sus historias y respondió a sus preguntas. Nathaniel
apenas recordaba ninguna ocasión durante aquellos años en que ella no hubiera
pasado gran parte del día en Lobo Escondido.
Entonces había vuelto Richard a Paradise. Fue Kitty quien lo llevó a Lago de las
Nubes por primera vez pensando que Cora le haría un lugar. «Los gatos vagabundos
encuentran el camino hasta el corazón más noble del pueblo», había dicho el padre de
Nathaniel cuando al volver a casa después de una larga cacería vio a tres niños
sentados a la mesa en lugar de uno solo. Pero no le había importado, porque se notaba

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que a Cora le complacía atenderlos.
«Mi madre podría haberte enseñado algo más sobre la caridad», pensó Nathaniel
mientras Witherspoon seguía hablando de los deberes de los hijos.
Nathaniel podría haberse enfadado con Kitty, ella había causado problemas y
quería causar más. Pero en aquel momento estaba su madre presente, a su lado, y
entonces Nathaniel vio a Kitty como la había visto su madre, todavía una niña tanto
en su mente como en su corazón, con la espalda delgada doblada por el peso de un
niño que no le traía felicidad, cuyo padre nunca lo reclamaría como propio, ni
tampoco a ella. De pronto, Kitty fue una vez más la hermanastra que había sido y
Nathaniel sintió que se le despertaba una rabia intensa hacia Julián Middleton y hacia
Richard Todd, que le había ofrecido un hogar y un nombre como si estuviera
haciendo tratos comerciales. Ella merecía algo mejor y estuvo tentado de decírselo.
Pero también sabía que su rabia era tan profunda e insondable como su pena y que las
palabras que él pudiera decir no ayudarían en aquel momento. Habiendo aprendido
no sólo la caridad, sino también el valor de un silencio oportuno, Nathaniel se guardó
sus pensamientos para sí.

* * *

Alfred Middleton, antaño trampero y cazador, aventurero, especulador de tierras y


administrador de propiedades, a la sazón juez del municipio de Paradise, del estado
de Nueva York, sabía dominar al público. Aquella audiencia se encontraba bien
dispuesta hacia él y lo apoyaría completamente sin que tuviera que hacer mayores
esfuerzos; sólo hacía falta que su hijo contuviera la lengua. O que Ojo de Halcón no
continuara con aquella temible sonrisa, pues siempre sabía demasiado y adivinaba el
resto. Pero estaba allí como un ángel de Dios, listo para pelear por Elizabeth.
No había visto a su hija desde hacía más de tres meses, y no había esperado verla
tampoco. De nuevo el plan de Julián. Habría sido más fácil persuadirla de ese modo,
o por lo menos así lo pensaba él. Pero en aquel momento Elizabeth estaba ante él con
los ojos brillantes y las mejillas llenas de color, y el juez se dio cuenta con cierta
sorpresa de que su hija era hermosa, si se podía soportar la forma directa en que
miraba a los hombres a los ojos. Había otros hombres en la habitación que se dieron
cuenta de lo mismo; los más jóvenes lo hacían evidente, los mayores lo disimulaban
con miradas rápidas y de soslayo. El juez se preguntó por primera vez si Bonner se
habría casado con ella por otra cosa que no fuera la montaña. El hecho de que
Nathaniel no estuviese allí no se le había escapado al juez. De pronto se dio cuenta de
que no le resultaba nada tranquilizador estar de espaldas a la puerta y se apartó.
La verdad era que, de no ser por la tierra, casi se habría alegrado de verla casada
con Nathaniel Bonner. Ella tenía una voluntad de hierro, igual que su madre, pero era

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más inteligente, una mala combinación para cualquier mujer e imposible en el caso
de una hija. Tal vez Nathaniel pudiera dominarla. El tiempo lo diría. Todd no habría
estado a la altura.
Ella lo miraba y le alcanzaba el trozo de diario. Él se habría puesto colorado si
hubiera tenido fuerzas para ello. Lo del periódico había sido idea de Julián. Juntos
habían ido a Albany y habían puesto todo en movimiento. Aunque a él no le había
gustado en absoluto. Si los Bonner tenían el oro de los tories, aquella fortuna quedaba
en familia, por decirlo de alguna manera, y él no tenía la menor intención de
devolverla al estado. En ese caso, Elizabeth habría hecho una buena elección; un
hombre que tenía dinero y era capaz de cuidar la tierra. No es que eso se pudiera
decir en voz alta, los hombres que estaban allí tenían tanto miedo a los mohawk que
se habrían olvidado de la lealtad que sentían por él y se habrían puesto en su contra.
Y además estaba Julián, que envidiaba las posesiones de Elizabeth, pero sobre todo la
montaña.
Las voces de sus hijos iban y venían, palabras hirientes como estocadas, mucho
más incisivas que las rudas palabrotas de los hombres del lugar. El juez había estado
demasiado tiempo en aquel país para recordar las estrategias de las discusiones, pero
sus hijos las habían aprendido muy bien en casa de su hermana. Ah, sí. Los hombres
del lugar, que en su mayoría habían peleado en más de una guerra sangrienta,
observaban con horror y asombro cuánto daño se puede hacer sin usar cuchillos ni
armas de fuego. Oía las alusiones e indirectas y le daban dolor de cabeza. El juez
deseaba volver enseguida a su casa, donde Curiosity le daría un ponche caliente y
podría quedarse a solas con su propia estupidez. Había hecho el tonto a causa de la
rabia y del orgullo herido. Había dejado que Julián pusiera sus planes en marcha, a
pesar de que Curiosity lo había mirado de un modo que le había indicado claramente
que estaba actuando a tontas y a locas y que lo lamentaría. «Si va a remover un
avispero, mejor será que primero sepa dónde se va a esconder». El juez miró las caras
de los presentes en la tienda y se dio cuenta de que tenía que hacerle caso. En general,
la vida sería mucho más fácil si fuera Curiosity quien tomara las decisiones. Fue ella
quien al principio le dijo que se apartara de los planes de Todd. Le había dicho con
todas las letras que Todd era más un problema que una solución.
La puerta se abrió y entró Kitty Witherspoon con Nathaniel detrás, lo que probaba
que Curiosity tenía de nuevo toda la razón.

* * *

Una transformación se produjo en Kitty; Nathaniel se dio cuenta en cuanto ella


puso los pies en el umbral. Enderezó su espalda torcida, levantó la cabeza y se dirigió
a Elizabeth.

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—Quiero saber qué le has hecho a Richard.
La tienda estaba llena de gente y la discusión producía aún más calor. Las caras
de las dos mujeres estaban cubiertas de sudor.
—¿Quién te ha dicho que yo le he hecho algo a Richard Todd? —preguntó con
calma Elizabeth.
Nathaniel buscó su mirada, pero ella la tenía fija en Kitty.
—Richard fue al bosque para llevarte una citación judicial hace más de tres meses
—dijo Kitty—. Pensaba volver en un mes. Me lo prometió.
Elizabeth puso la mano en el brazo de la muchacha.
—El hecho de que no cumpla una promesa no quiere decir que no vaya a cumplir
las otras.
La cara de Kitty empalideció un poco y se quitó de encima la mano de Elizabeth
mientras emitía un quejido inarticulado. Dando un paso atrás se acercó al mostrador.
—¿Y qué es lo que cumplirá?
Por primera vez desde que habían entrado, Elizabeth miró a Nathaniel. Él levantó
la cabeza e inmediatamente captó la atención de todos. Tenía pocos amigos allí, pero
su padre estaba presente, detrás de él, y Axel al otro lado de la sala con el rifle a
mano. Tenía los brazos flexionados a los lados sintiendo que el temor y la rabia le
producían un temblor en la punta de los dedos.
—En el bosque hay muchas cosas para entretenerse —dijo Nathaniel.
—¿Su rifle es una de ellas? —preguntó Julián.
Elizabeth se volvió hacia su hermano.
—Julián, tú siempre tan oportuno, me alegro de que hayas sacado ese tema. Ya
que esta cuestión interesa a todos los presentes, permíteme que te diga esto: vimos a
Richard por última vez en Canadá… —Hubo un murmullo en la habitación que fue
en aumento—. Estaba herido, pero se recuperaba.
—¿Dónde? —preguntó Kitty con voz ronca.
Nathaniel alzó la voz:
—En Kahen'tiyo.
Kitty negaba enérgicamente con la cabeza.
—Richard jamás habría ido a Kahen'tiyo por propia voluntad. Seguramente lo
llevaron a la fuerza.
—En realidad lo llevaron, pero no a la fuerza —dijo Nathaniel—. Los
kahnyen’kehaka le salvaron la vida.
—No te creo. —La voz de Kitty temblaba y parecía que se iba a romper—. Él
huyó de los mohawk y dijo que nunca volvería con ellos.
—No tenía demasiadas opciones porque estaba herido.
El juez dio un paso adelante y se aclaró la voz de un modo siniestro:
—¿Qué ocurrió? —preguntó mirando alternativamente a Elizabeth y a Nathaniel.

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—Yo no le disparé, si es lo que quiere saber —dijo Nathaniel—. Tampoco le herí
con el cuchillo, ni le tiré piedras, ni lo empujé a un precipicio. Podría haberlo hecho,
para que lo sepa, porque alzó sus armas contra nosotros. Pero tuvo un accidente antes
de que pudiéramos resolver nuestras cuestiones.
—¿Tiene alguna prueba de eso? —preguntó Julián.
Elizabeth dijo:
—Robbie podría haberlo confirmado pero se ha marchado a su casa. La gente del
Kahen'tiyo podría atestiguar que lo que se ha dicho es verdad.
Entonces se oyó la voz de Moses Southern:
—¿Quién creerá a esos mohawk? ¿No hay algún blanco que pueda testificar?
—Robbie me contó la historia —dijo Axel—. Tal como ellos la han contado aquí.
Moses hizo un ademán para indicar que rechazaba las pruebas que aportaba
Metzler.
—Pero tú no lo viste con tus propios ojos, Metzler. MacLachlan podría haberse
equivocado.
—Richard vendrá muy pronto —dijo Nathaniel—. Creo que tendrás que esperar a
que te lo diga, es lo suficientemente blanco para ti, Moses.
—Por Dios —gritó una voz masculina en la parte trasera de la habitación—.
Mejor será que tengas razón.
Kitty levantó la mano.
—¡Un momento! —gritó—. ¡Un momento! Yo quiero saber dónde está Richard
ahora. Quiero saber por qué no volvió él también.
Elizabeth le contestó:
—Katherine, todo lo que podemos decirte es que la última vez que vimos a
Richard se estaba curando de las heridas muy lentamente, y que dejó el pueblo justo
antes que nosotros en dirección al norte. No, nos dijo por qué se iba ni hacia dónde.
—Si estaba herido no puede haber viajado solo —señaló Kitty.
Elizabeth lanzó una mirada en dirección de Nathaniel. Él negó con la cabeza
temiendo de pronto que le diera demasiados detalles a Kitty. Pero se dio cuenta
inmediatamente de que era tarde. Elizabeth sentía lástima de la joven y haría lo que
estuviera en sus manos para aliviar sus temores.
—Salió del pueblo con su hermano.
—Venga, hombre —dijo Moses Southern avanzando de repente hacia el
mostrador—. ¡Venga ya! ¿Usted se atreve a mentirnos en la cara y a pensar que
vamos a…?
Nathaniel también se había adelantado cuando lo hizo Moses, pero Anna se había
colocado primero entre el viejo trampero y Elizabeth, y su robusto cuerpo era como
una pared. Estiró uno de sus musculosos brazos y detuvo a Moses.
—Si no puedes comportarte como es debido, vete de aquí —le gritó—. Y si

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quieres hablar como gente civilizada da un paso atrás y habla con el tono de voz
adecuado; si no, te sacaré fuera con mis propias manos, Southern. ¿Lo dudas acaso?
Ardiendo de ira, Moses miró a Nathaniel y a Elizabeth, y luego a los demás,
tratando de ver cuántos aliados tenía. Liam Kirby se había escabullido por la puerta
trasera, pero Billy estaba mirando con las manos en el cinturón. Archie Cunningham
y Claude Dubonnet estaban de pie, listos para coger sus armas. Los otros, si bien no
estaban claramente en ninguno de los dos bandos, en general no tenían simpatía por
los mohawk y esperaban a ver qué pasaba. Nathaniel se desplazó en dirección a
Elizabeth y vio que Ojo de Halcón se ponía al otro lado de ella.
—Samuel Todd murió peleando con los mohawk hace quince años —dijo Moses
Southern—. Todo el mundo lo sabe.
—Muy bien, entonces… —dijo Ojo de Halcón con una voz que puso más
nervioso a Nathaniel porque sabía muy bien que su padre estaba a punto de perder la
paciencia—, se olvidaron de decirle a Samuel que se enterrara él solo, porque está tan
vivo como tú y como yo.
Southern dejó escapar un gruñido.
—Samuel Todd murió hace mucho tiempo. Usted está mintiendo al decir que vive
y probablemente también miente en todo lo demás. Todd se está pudriendo en el
bosque.
Kitty emitió un gemido ahogado. Elizabeth se volvió hacia Moses Southern muy
enfadada.
—Si vuelve a llamarlo embustero, señor Southern, me temo que corre peligro.
Sepa que ni a mi esposo ni a mi suegro les gusta que los insulten. Entiéndalo bien.
Miró a todos los presentes, especialmente a Julián que estaba apoyado en el
mostrador disfrutando claramente de todo el diálogo. Luego vio a su padre cerca de la
puerta y frunció la frente.
—Quisiera que lo sepan de una vez. Samuel Todd está vivo, yo misma lo vi. Igual
que su hermano Richard. Ambos hechos son verificables si es que alguien quiere
hacer el viaje para averiguarlo. Y si no, les pido que desistan de estas ridículas
preguntas. ¿Padre?
El juez dio un paso adelante a disgusto.
—Veo que sabes lo del aviso del diario.
—Por el bien de la señorita Katherine… Muy galante por tu parte —dijo
Elizabeth secamente—. Llegar tan lejos y gastar tanto. Julián, supongo que fue idea
tuya…
—No quisiera tener todo el mérito. —Julián, incómodo, hablando por primera vez
desde que había comenzado todo—. Kitty no estaba bien de la cabeza —añadió
poniéndose colorado, el cuello y las puntas de las orejas se le enrojecieron—. No es
que haya sido culpa nuestra, pero pensamos que podíamos ser de utilidad.

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Elizabeth fulminó con la mirada a su hermano, Nathaniel sintió que la rabia crecía
en su interior como el impulso de un halcón cuando está a punto de abalanzarse sobre
su presa. Pero fue Kitty la que habló. Tenía los ojos fijos en Julián como si nunca
hubiera visto a semejante criatura.
—Julián Middleton —dijo muy lentamente—. Temo por tu alma inmortal.
Y le sostuvo la mirada hasta que él la desvió. Elizabeth se volvió hacia el juez.
—Padre, ¿piensas acusarnos de algún tipo de crimen contra Richard Todd?
Porque si es así, hazlo ahora mismo, por favor. —Hubo un molesto silencio—.
¿Padre?
—No —dijo apretando los labios.
—No pareces muy conforme —dijo Elizabeth secamente.
El juez se irguió cuan alto era.
—Tu sarcasmo es inaudito, Elizabeth. No te conviene.
Nathaniel vio que ella tenía la cara tensa y por el ligero temblor de sus manos se
dio cuenta, aunque el padre no lo hiciera, de que estaba enfadada y se sentía herida.
Le puso una mano en el hombro.
Kitty Witherspoon pareció revivir entonces, se envolvió en su capa pese al calor.
—Ya he oído suficiente. Padre, por favor.
Y se abrió camino entre la gente acompañada por el reverendo Witherspoon.
Elizabeth seguía mirando al juez.
—Elizabeth —dijo Nathaniel—. Ya no tenemos nada que hacer aquí.
—Ah, sí —dijo Moses Southern—. Yo tengo una pregunta que hacer.
El rifle de Ojo de Halcón golpeó el suelo con un ruido fuerte y el grupo de
hombres que rodeaba a Moses saltó como los conejos. Moses cerró el puño apretando
el cañón de su arma.
Pero Ojo de Halcón les habló a todos, mirando a cada uno a los ojos:
—Quieren preguntar por Lobo Escondido, y por Dios que es hora de que se sepa.
Según la ley, la montaña pertenece a mi nuera y a mi hijo. Tienen los papeles, por si
alguien duda de mis palabras.
Señaló un viejo mapa dibujado a mano que colgaba de la pared.
—Puedo marcar los límites si es necesario. Pero creo que todos saben dónde está.
—¿Usted piensa prohibirnos cazar en la montaña? —preguntó Dubonnet, y su
voz chillona se elevó como una espiral discordante.
—Yo no hice las leyes de caza —dijo fríamente Ojo de Halcón—. Si cazan fuera
de temporada, aquí está el juez para responder a la pregunta, ¿verdad, Alfred?
El juez tuvo que asentir contra su voluntad.
—Las leyes de caza y las restricciones se aplican en las tierras públicas y
privadas.
Ojo de Halcón gruñó.

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—Entonces lo que tenemos que decir es lo siguiente. Pueden cazar en la montaña,
como siempre. Pueden coger fresas, por eso no hay problema. Pero no sacarán más
madera de nuestra tierra… —Billy Kirby hizo un ruido en señal de protesta y Ojo de
Halcón lo vio—. Sí, Billy. Ningún árbol más de nuestra tierra, has oído bien, y no nos
importa en que términos quieras pactar. Hay mucha madera en otras partes. Tampoco
se pueden poner trampas.
—¿Y mirar la montaña todavía está permitido? —El tono de Moses Southern era
puro veneno.
—Bueno, no sé —dijo lentamente Ojo de Halcón—. Supongo que sí, siempre y
cuando no te acerques mucho, Moses. Y en cuanto al resto, manténgase apartados de
la montaña a partir del campo de fresas. Si alguno va más allá, mi hijo lo llevará ante
el juez por invadir propiedad privada. En cuanto a mí, creo que primero le dispararé,
depende de lo que esté haciendo.
Billy Kirby fue el primero en replicar.
—Parece que hasta ahora no has encontrado a nadie por allí.
Hubo un silencio en la sala mientras Ojo de Halcón miraba a Billy. Como no
dejaba de observarlo, el joven se puso blanco, pero le sostuvo la mirada.
—No creo que quieras ser el primero, Billy —dijo Ojo de Halcón tan firmemente
que a Nathaniel se le erizó el vello de la nuca—. Y menos ahora que estás advertido.
Queremos que nos dejen tranquilos con nuestras cosas, que no metan ni sus manos ni
sus narices en lo que no les pertenece y así no habrá ningún problema.
—¿Y qué pasa con los otros mohawk? ¿Cuántos más vendrán a vivir aquí? —
Archie Cunningham le dirigió la pregunta a Ojo de Halcón, pero el que contestó fue
Nathaniel.
—Mi familia no tiene nada que ver con esto —dijo—. Cualquiera que los moleste
se las tendrá que ver conmigo. Y con la ley que me respalda. ¿No es así, juez?
Nathaniel nunca había visto al juez Middleton en un estado tan lamentable. El
juez miró a su hijo, que tenía la mandíbula tan dura que se oía cómo le entrechocaban
los dientes; y tuvo que asentir.
—Eso es lo que queríamos dejar claro —continuó Ojo de Halcón—. Seremos
buenos vecinos si nos dejan en paz.

* * *

Elizabeth permaneció callada mientras volvían, pensando en la conversación que


había tenido lugar en la tienda. Le venían a la memoria frases entrecortadas que le
hacían perder la calma y se ponía más y más nerviosa. Había visto el rostro pálido de
Julián que evitaba mirar a Kitty. Seguramente había apostado a que Elizabeth no
podría ponerlo en evidencia sin hacer lo mismo con Kitty, y había ganado. Elizabeth

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no podía hacerle más daño a Kitty, ya tenía demasiados problemas.
Delante de ella, Nathaniel caminaba con la cabeza levantada, mirando los árboles.
Sabía que Ojo de Halcón estaba haciendo lo mismo a sus espaldas. Los hombres
tenían los rifles preparados, con una atención tan grande que casi se podía oír.
Elizabeth luchaba entre el miedo y la rabia. No la harían volver a su vieja casa, no
volvería a ser la señorita Middleton para complacer a su padre y consolar a su
hermano. Sin embargo, recordó las palabras de Robbie y supo que tenía razón, las
cosas no marchaban bien. Ojo de Halcón había expuesto las condiciones con voz
conciliatoria, había encarado a todos los presentes en la sala. Pero muy pocos le
habían devuelto la mirada; ella los había observado cuidadosamente. La oferta era
muy justa y racional; el único modo posible de vivir con gente que había estado tanto
tiempo en guerra que no podían dejar de pensar en ella. «Seremos buenos vecinos si
nos dejan en paz».
Axel, bendito, había dado un paso adelante.
—Ja, Dan'l. Siempre hemos sido buenos vecinos —había dicho—. Y no hay por
qué pensar que las cosas vayan a cambiar ahora. Serás siempre bienvenido aquí y
podrás ver que la mayoría de nosotros estaremos contentos de tener tu compañía y la
de la gente de Lobo Escondido.
Fue un alivio recordar eso. Recordar que había otra clase de gente en el pueblo,
gente buena. Jed McGarrity y su familia, Curiosity, Galileo y sus hijos. Los Glove
que la habían saludado amablemente. Y otras familias, suficiente para que Paradise
pudiera ser un hogar.
Elizabeth había aceptado el brazo de Nathaniel para marcharse de la tienda de
Anna, pero se soltó un momento para decirle a ésta algo sobre las cosas que se habían
quedado en el mostrador. Al salir deprisa para alcanzar a Nathaniel, algo le hizo
levantar la cabeza.
—Encontraremos esa mina —dijo alguien en voz baja—. Y los mataremos en sus
propias camas. —Pudo haber sido Moses, pero tal vez no. De cualquier modo, no se
dio la vuelta para mirar.

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Capítulo 48

Elizabeth estuvo inquieta la primera semana después de reiniciarse las clases; luego,
con cautela, se fue relajando. No había habido problema con la gente del pueblo,
ninguna objeción ni a ella ni a sus alumnos. Todas las mañanas hasta aquel día había
bajado con Hannah desde Lobo Escondido sin escolta, salvo la de Héctor y Azul, los
perros de Ojo de Halcón. Los perros cazadores estaban muy molestos por la
prohibición sin precedentes y al parecer perpetua, de rastrear ciervos; de todas formas
se mostraban dispuestos a cumplir con sus deberes de guardianes aunque no se los
tomaran tan en serio; fácilmente los seducía la promesa de una ardilla y solían mover
la cola y la cabeza en dirección a la casa en cuanto Elizabeth metía la llave en la
cerradura de la puerta de la escuela. Nathaniel no estaba entusiasmado con el
acuerdo, pero Elizabeth había argumentado bien y lo había persuadido de que al fin y
al cabo no era bueno para nadie que ella apareciera ante sus alumnos muerta de
miedo.
Tenía ocho alumnos, todos se portaban muy bien, prestaban atención y trabajaban
con ahínco. Cada uno tenía un talento especial mayor o menor, pero que ella podía
descubrir y alentar con cariño. Cada uno tenía sus problemas a los que se podía
atender después de una larga reflexión. Cinco eran niñas, dos de las cuales, Dolly
Smythe la del ojo bizco, y la propia Hannah, demostraban verdadera curiosidad por
aprender y gran inteligencia. Esta bendición se la guardó para sí, ya que no quería
desalentar a los demás niños mostrando algún tipo de preferencias. Estaban
trabajando con las cabezas inclinadas sobre el papel y con sus plumas fuertemente
apretadas entre los dedos. Una vez al día hacían a un lado las tablillas para practicar
la escritura con pluma y copiaban la oración del día escrita en la pizarra:

Ningún hombre es una isla, encerrado en sí mismo.


JOHN DONNE

Elizabeth observaba a Ruth Glove, que se mordía el labio inferior, muy


concentrada mientras hundía cuidadosamente la pluma en el tintero que compartía
con su hermana. Detrás de Ruth y de Hezibah, Ephraim Hauptmann había dejado su
pluma. Sin duda se había apresurado a copiar la frase y habría escrito algo ilegible.
—Si ya estás satisfecho con tu trabajo, Ephraim, quédate quieto hasta que todos
terminen —le dijo Elizabeth—. Sin embargo, si piensas que podrías hacerlo mejor,
inténtalo de nuevo.
Levantó la pluma con un suspiro resignado. Ephraim era un buen chico, pero su
mente tendía a ausentarse de la tarea que tenía delante. No como Ian McGarrity, que

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llenaría todo el papel si ella se lo permitiera. Elizabeth observaba a Ian aguzando la
vista ante la pizarra, aunque se encontraba lo más cerca posible, y se preguntaba una
vez más cuándo le hablaría a sus padres del problema que tenía en la vista. Los
McGarrity no tenían dinero para comprar gafas, pero Elizabeth podía y de hecho
pensaba comprarle unas cuando fuera a Johnstown o a Albany; claro que tendría que
aceptar medio cerdo o un cuenco de jarabe de arce o alguna cosa similar que los
McGarrity pudieran darle como pago, para no herir su sentido de la equidad.
Los únicos ruidos que se oían en la habitación eran la respiración penosa de
Henrietta Hauptmann, el chirrido de las plumas y el tic-tac del pequeño reloj de
Elizabeth que estaba en el escritorio delante de ella. Distraídamente volvía las
páginas de la Biblia, buscando sin mucha atención algún versículo para copiar al día
siguiente. Aquella media hora era uno de los pocos momentos que tenía para sumirse
en sus propios pensamientos durante las atareadas mañanas en la escuela; por la
tarde, los niños eran requeridos en sus casas, y como ella estaba decidida a enseñarles
no sólo a leer, escribir y contar, sino también nociones de historia y geografía, el
trabajo era mayor. Muchas Palomas no tenía mucho tiempo libre para ayudarla, por lo
que Elizabeth no pudo dar lecciones especiales a los mayores y más aventajados:
Dolly, Hannah y Rudy McGarrity, que ya precisaban más conocimientos de
aritmética y estaban listos para empezar con el francés. Tal vez pudiera en otoño.
Elizabeth cerró la Biblia y miró por la ventana.
La neblina del lago no se había evaporado del todo, sería un día cálido. Tuvo que
reprimir el impulso de quitarse el corpiño, que le resultaba especialmente incómodo
con el calor. Echaba de menos la ropa kahnyen’kehaka. Sus alumnos usaban camisas
sueltas de muselina ligera, ropa adecuada para la estación. Su ropa de verano estaba
hecha para las mañanas húmedas y frescas de Oakmere. Tendría que hacerse nuevos
vestidos, y pronto.
Elizabeth suspiró de nuevo y trató de pensar en algún versículo adecuado para la
lección del próximo día. Estuvo considerando el que dice: «Ama a tu prójimo como a
ti mismo», pero cada vez que pensaba en la frase, se le aparecía la imagen odiosa de
Moses Southern y no se sentía capaz de aprobarla. Y cuando pensó en Moses, pensó
también en la hija de éste. No podía negar que sentía alivio al no tener a Jemima en
clase, pero tampoco podía negar que aquel placer o aquel alivio la hacían sentir
culpable. La niña necesitaba la experiencia de la escuela, aunque a Elizabeth no le
gustara especialmente encarar aquel desafío. Una vez más dio gracias a Dios por lo
buenos y dulces que eran los alumnos que tenía.
—¿Señorita?
La voz la sacó de sus ensoñaciones. Ephraim Hauptmann estaba ante su escritorio
con las manos cruzadas. Su cara habitualmente pálida había enrojecido y tenía el
color de las fresas maduras y bajo su flequillo, del color del heno, sus ojos iban de un

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lado a otro sin querer mirarla a la cara. En toda la clase se produjo un silencio mayor
del que ya había.
—¿Sí, Ephraim, qué pasa?
—Por favor, señorita —dijo con un susurro que se oyó en todos los rincones de la
habitación—. Se me ha atascado el dedo.
Elizabeth parpadeó. El niño parpadeó a su vez, con los ojos tan redondos como
monedas y el color de la cara tan intenso como el de una ciruela. Miró de nuevo las
manos sucias del niño, cruzadas formalmente, y vio el brillo del vidrio oscuro entre
los dedos. El tintero.
Mordiéndose el labio, Elizabeth bajó la vista hasta sus manos, vio la cicatriz que
se le iba borrando en el pulgar. Miró todo lo que pudiera impedir las carcajadas.
Observó de reojo al resto de la clase. Todos los alumnos estaban atentos esperando a
ver cómo resolvería el problema, como si fuera una cosa habitual que los niños
pequeños metieran los dedos en el tintero. Lo cual podría ser así, pensó Elizabeth. Se
preguntaba qué otra travesura se le habría pasado por alto.
—He dicho que el dedo…
—Ya te he oído, Ephraim —lo interrumpió Elizabeth—. Estoy pensando.
Las primeras risas bajas salieron de la hermana de Ephraim, Henrietta, seguidas
de las de Hannah. Elizabeth las miró de un modo que quería ser serio, pero que
seguramente tenía algo de cómico también.
—Bueno… —comenzó a decir lentamente.
¡Pam!
Elizabeth saltó de la silla y estuvo a punto de tirarla al suelo del susto. Los niños
también se levantaron y miraban alrededor. Se oyó un grito rabioso fuera y otro
disparo que hizo que temblara la ventana abierta que había detrás del escritorio.
Cuando se volvió en aquella dirección, sólo pudo ver la cara descompuesta de
Ephraim, los dedos manchados de tinta en la boca, con el tintero colgando
absurdamente de sus desabrochados pantalones.
Se oyó otro alarido. Elizabeth sacó la cabeza por la ventana y vio que Nathaniel
tenía a Liam Kirby arrinconado contra la pared.
—¡Déjemeeee! —aulló Liam, temblando de pies a cabeza.
Los niños habían salido corriendo en cuanto les había dado la espalda y se
reunieron en el rincón del edificio.
—Mira esto, Botas —dijo Nathaniel—. Tienes un espía.
Liam trataba de soltarse, pero Nathaniel lo sujetaba con fuerza del pelo.
Capturado como un insecto, Liam maldecía y se agitaba, y miraba a Elizabeth con
expresión implorante.
Elizabeth se dirigió a sus alumnos:
—No os he dado permiso para abandonar los asientos. Volved enseguida a

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vuestros sitios, por favor.
Mansamente, con largas miradas a Liam, los niños regresaron a clase. Elizabeth
esperó hasta que cerraron la puerta y se pusieron a hablar entre ellos.
—¿Qué estás haciendo aquí, Liam?
—Nada —contestó, y obtuvo un tirón de orejas de Nathaniel.
—Responde amablemente y con buenos modales —dijo Nathaniel—. Recuérdalo.
—Entonces miró a Elizabeth—. No es la primera vez que anda por aquí, ya había
visto sus huellas.
Elizabeth contempló la cara enrojecida del niño tratando de saber qué le pasaba,
si era incomodidad, rabia o vergüenza.
—Suéltalo, Nathaniel, antes de que se quede sin pelo.
Encogiéndose de hombros, Nathaniel dio un paso atrás y luego se limpió
ostentosamente la mano en el pantalón.
—Liam, ¿te gustaría volver a la escuela?
Nathaniel le arqueó una ceja y el niño la miró ceñudo.
—No sé para qué tendría que volver —murmuró con desdén mientras se rascaba
la cabeza.
—Yo tampoco sé exactamente por qué —prosiguió Elizabeth—, pero me parece
que te gustaría. Si no, ¿por qué perderías tu valioso tiempo espiando por la ventana?
La risa irónica de Nathaniel le hizo saber que aprobaba su táctica aunque no sus
intenciones.
—Hay sitio para ti —dijo Elizabeth— si quieres venir. Ahora, si me disculpas,
tengo que seguir con las lecciones…
Se detuvo recordando el problema de Ephraim. Una mirada rápida por encima del
hombro le permitió ver que todos los niños estaban reunidos en círculo, con la cabeza
adelantada, llenos de fascinación.
—Dale un tirón, Rudy —dijo una voz femenina—. Tú eres el más fuerte.
—¡Cielos! —gritó Elizabeth; con las prisas por entrar en el salón se golpeó la
cabeza con el marco de la ventana—. ¡Niños, esperad!
Mientras se aproximaba velozmente a Ephraim, Nathaniel y Liam fueron hacia la
puerta y se reunieron con ella. Nathaniel movió la boca, miró a Elizabeth y desvió la
mirada enseguida.
—Se ha derramado —dijo Ephraim con voz lastimera—. Ya no sirve.
Elizabeth tosió y se tapó la boca para toser de nuevo. Dio media vuelta para sacar
el pañuelo. Cuando lo hizo, Nathaniel estaba arrodillado delante de Ephraim,
evaluando la situación.
—Supongo que no hay grasa a mano —dijo—. Me pregunto quién puede correr
más rápido y traerme un poco.
En un instante la habitación quedó vacía de niños, con excepción de Hannah, que,

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contra su voluntad y por sugerencia de Elizabeth, se quedó en la puerta.
A los trece años, Liam era dos veces más grande que Ephraim, aunque tenía las
piernas demasiado delgadas. Se mordió los labios enrojecidos mientras reflexionaba
acerca del problema del tintero.
—No hace falta grasa para arreglar esto —miró de reojo a Nathaniel—. Lo que
usted necesita es un martillo.
Ephraim levantó la cabeza del susto y en aquel momento se oyó un golpe ligero,
el tintero cayó al suelo y rodó debajo de un pupitre, dibujando una gran coma de
tinta.
—¿Qué he dicho? —Liam miró a Nathaniel y a Elizabeth, y luego los dedos
manchados de Ephraim—. ¿Qué ha pasado?
—Has hecho que se meara de miedo —exclamó Nathaniel riendo y dio unas
palmadas en el hombro a Liam.
—¡Yo no me he meado! —protestó Ephraim, rojo hasta las orejas. Cruzó los
brazos.
—No, claro —Elizabeth quería tranquilizarlo—. Me parece que por hoy hemos
terminado con las lecciones. Vete a casa y…
—Te lavas —completó Nathaniel tratando de contener la risa.
—En el futuro… —prosiguió Elizabeth lentamente, tratando de no hacer caso de
Nathaniel para encontrar el tono de voz apropiado.
—Abróchate los pantalones —dijo Liam.
Elizabeth lo miró enfadada y el niño bajó la mirada avergonzado. Ella suspiró.
—Supongo que es suficiente. Es mejor que te vayas ahora, Ephraim. Dile a los
otros que la clase de hoy ha terminado.
La expresión entre confusa y arrepentida de la cara del niño se transformó al
instante en completa alegría, lo que dio a Elizabeth una pausa momentánea.
—Estoy segura de que este infortunado incidente no se repetirá, Ephraim
Hauptmann, por bueno que sea el tiempo.
El niño se puso muy serio.
—No, señorita, por supuesto que no —hizo una pausa y se encogió de hombros
—. Además, no me ha gustado.
Se las arreglaron para contenerse hasta que hubo salido y cerrado la puerta, luego
rieron a carcajadas hasta que a Elizabeth le dolieron las costillas.
Hannah apareció en la puerta. Hizo un ademán de desagrado y levantó una ceja
con expresión crítica.
—¿Vuelves a la escuela? —le preguntó a Liam una vez que él paró de reír.
Liam se puso entonces muy serio.
—Me parece que sí —dijo—. Hasta que mi hermano se entere y me ponga las
manos encima.

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—Bien —dijo Hannah—. Necesitamos otro niño para los juegos del recreo. Y tú
necesitas aprender a leer.
—¿Señora Bonner? —Liam se detuvo antes de salir.
—¿Sí?
—No tengo dinero para contribuir —dijo—. Pero puedo cortar leña.
Ella tuvo cuidado de no sonreír.
—Creo que podremos hacer un trato, Liam.
Mirándose los pies descalzos, volvió a hablar.
—No fue idea mía, ¿sabe? Lo de Albany y el juzgado. Quería decirle que lo
lamento mucho.
Nathaniel la miró de reojo, su escepticismo se dibujaba en la curva de su labio
inferior. Pero Elizabeth recordaba a Liam como un estudiante voluntarioso y tenaz, de
buen ánimo y esforzado, aunque no especialmente dotado. Y deseaba otorgarle el
beneficio de la duda.
—Gracias —dijo—. Me siento muy aliviada al oírte decir eso.
El niño inclinó la cabeza, dando vueltas al gorro como si quisiera extraer de él las
palabras adecuadas.
—Si les gusta el pato vengan a la Media Luna al anochecer. Casi todos estarán
allí. —Se quedó mirándolos—. Siempre pueden usar otra canoa.
—Muchas gracias por la invitación —dijo ella—. Trataremos de ir.

* * *

—No veo por qué no habríamos de ir, Nathaniel. Si están haciendo el esfuerzo de
aceptarnos…
—¿Estás segura de que es eso lo que se proponen?
Elizabeth se detuvo para recoger un ramo de milenrama. Apretó una de las hojas
de color gris verdoso y sintió aquel olor picante mientras pensaba en la respuesta.
—¿Tú crees que se trata de una trampa?
Él miró alrededor buscando a Hannah, que se había quedado atrás examinando un
pájaro muerto. Estaba estirando y plegando el ala del animal, observando cómo se
movían las articulaciones. Con una parte de su mente Elizabeth se preguntaba si
Nathaniel se daba cuenta de la atención que su hija prestaba a las criaturas salvajes; si
era algo extraño o si era normal entre los niños kahnyen’kehaka. Pero los
pensamientos de él estaban en otra parte.
—No son tan tontos ni están tan desesperados. Todavía no. Todavía no hemos
tenido que sacar a nadie de la montaña.
—Entonces ¿por qué no vamos? —Se dio cuenta de su impaciencia y trató de
moderar el tono de voz—. Por favor, dime por qué no tendríamos que ir a la cacería

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del pato, Nathaniel.
—Primero dime tú por qué tendríamos que ir. —Por el modo en que lo dijo se
notaba que estaba a punto de enfadarse.
—Porque allí estarán mis alumnos con sus familias. Porque me gustaría ver a los
Hauptmann y además necesito hablar con los McGarrity.
—Necesitas estar en sociedad. —Hizo un alto en el camino porque había perdido
de vista a Hannah.
Elizabeth se rió.
—¿Sociedad? Me parece que estás diciendo tonterías, Nathaniel. Pero lo que sí
creo es que tenemos que dejarnos ver de vez en cuando. Tenemos que vivir entre esa
gente, después de todo.
—Es probable que tu padre también esté allí. Y Julián.
—Mi padre, al menos —dijo Elizabeth—. Y no quiero esconderme de él y
además me sorprende que quieras que lo haga.
Nathaniel resopló, lo que indicaba que se declaraba vencido, Elizabeth ya lo
conocía. No estaba convencido pero no seguiría oponiéndose.
—No quiero que te escondas de nadie, Botas —le rozó la mejilla con los nudillos
de la mano—. Pero me temo que tus expectativas son mayores que la realidad.
Ella le cogió la mano y la besó.
—No estaré sola, ¿verdad?
Finalmente, él sonrió.
—Ni por un instante.

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Capítulo 49

Bajaron al pueblo cuando oscurecía, deteniéndose delante del lago para contemplar la
orilla. Nathaniel recordaba haber pescado en el lago desde niño. Al amanecer o al
anochecer, vadeando las orillas o en canoa, se había sentido como un intruso en un
mundo poblado de peces, pájaros y animales de todas clases. Eso fue antes de que se
asentaran los colonos y comenzaran a crecer como una nueva especie de animal,
celoso de su espacio y de su alimento.
En el mismo lugar en que un grupo de niños alimentaba una fogata en aquel
momento, él había visto una vez a un halcón y un águila librar una desesperada
batalla por un pato salvaje. Dormido en la costa, se había despertado una vez de golpe
y había visto a menos de veinte metros de distancia un lince de color dorado bebiendo
con movimientos sinuosos. Pero en aquel momento la costa estaba poblada de canoas
y botes, y de cualquier cosa en la que se pudiera remar, incluso una balsa
improvisada. Los hombres se paseaban de un lado a otro, sus movimientos crecían
con la excitación. Sus voces se elevaban como el silbido del viento.
—Como hormigas guerreras en marcha —dijo Chingachgook y Nathaniel asintió
con un gruñido.
—No veo ningún arma de fuego —comentó Elizabeth.
—No se necesitan para estas aves —dijo Ojo de Halcón—. Los patos salvajes no
pueden volar todavía, ni las hembras, ni los polluelos.
Señaló la ciénaga que había al otro lado del lago, por encima del pueblo. Allí los
juncos y las espadañas, las matas de arándanos y los árboles se enredaban en una
fortaleza acuosa de un kilómetro de longitud.
Elizabeth miró al cielo parpadeando.
—Esos son ánades, ¿verdad? Parece que están enfadados.
Los animales de golillas blancas como sombreros en punta volaban haciendo
círculos alrededor del lago sin poder bajar a alimentarse a causa de la gente.
Nathaniel vio cómo se agitaban dando vueltas y haciendo remolinos como una
tormenta en ciernes. Le puso una mano en el hombro a Elizabeth.
—No me gusta este tipo de caza.
—Pero si todas las formas de cazar son iguales —dijo sorprendida.
—No —replicó Ojo de Halcón con vehemencia—. Es hermoso perseguir un
ciervo y cazarlo limpiamente. El ciervo puede hacerte frente o escapar. Hay un
desafío y una habilidad puesta en juego.
—Tal vez podría ir de caza y verlo. —Elizabeth sentía curiosidad por las largas
ausencias de Ojo de Halcón cuando iba a cazar.
—Si me haces pastel de manzana, un día te llevaré a cazar —prometió él.

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—Ah. —Elizabeth sonrió—. Sabía que habría alguna condición.
—Yo te llevaré al bosque —dijo tranquilamente Chingachgook, y todo el grupo
se detuvo.
Nathaniel miró hacia atrás, a su abuelo y a su padre que caminaban uno al lado
del otro. Eran tan parecidos y tan diferentes al mismo tiempo, los dos tenían el pelo
blanco y la espalda recta, eran hombres duros que habían sobrevivido a la mayoría de
la gente que amaban, y estaban allí, los dos, mirando a Elizabeth con afecto y
admiración.
Una luz intermitente se movía en la cara de su abuelo, parecía que los huesos de
Chingachgook brillaban tenuemente bajo su piel. Fue hasta donde estaba el anciano
como si éste hubiera gritado de dolor. Entonces se dio cuenta de que nadie más había
visto nada alarmante. Había soñado despierto, nada más. No es que pensara ignorarlo,
pero no era tan urgente como si hubiera soñado dormido. Se lo contaría a las mujeres
cuando volvieran a la casa y ellas le dirían lo que significaba.
Chingachgook le hablaba a Elizabeth de la caza, de la búsqueda de la presa y de
lo que tendría que saber.
—Si quieres aprender a oír al ciervo, te llevaré. Tienes que oírlos para poder
seguirlos. Te enseñaré el canto para atraerlos.
Tenía una expresión sombría. La sonrisa de ella se desvaneció.
—Me gustaría mucho. —Elizabeth miró a Ojo de Halcón—. Y también me
gustaría aprender a hacer pastel de manzana.
El sendero que entraba y salía del bosque fue a dar de repente a un rincón cerrado
del lago. Los hombres arrastraban una canoa desde aquel punto protegido bajo una
cubierta de ciclamores jóvenes.
—Tendrás tiempo suficiente para aprender a hacer el pastel —dijo Ojo de Halcón
bromeando—. En todo caso, no podemos ir ahora tras el ciervo, no hasta que empiece
la época de celo; si no, podríamos terminar en la despensa de Anna.
—¿En la despensa de Anna? —Elizabeth rió sonoramente.
—Así le llamamos a la cárcel —dijo Nathaniel.
—¿Hay una cárcel en Paradise?
—Ah, sí —respondió Ojo de Halcón—. Cuando el viejo Dubonnet, el padre de
Cuchillo Sucio, perdió el juicio jugando a las cartas y le pegó con el machete a Axel,
por ejemplo. ¡No te sorprendas! No fue más que un corte, Dubonnet estaba borracho
y Axel es rápido, después de todo todavía sigue respirando. Pero hacía falta un lugar
para encerrar a Claude hasta que decidieran qué hacer con él. Anna tenía una vieja
despensa que casi no usaba, le pusieron una cerradura en la puerta y desde aquel día
ha sido la cárcel.
Nathaniel miraba a Elizabeth mientras ella reflexionaba; enseguida se sintió
inquieta al verse observada.

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—Sólo una noche, Botas.
—¿Qué dices? —Estaba algo ofendida. No le gustaba que se dieran cuenta tan
rápidamente de lo que pensaba, pero Nathaniel no podía desperdiciar la oportunidad
de hacerla enfadar, tanto como quería tocarla o caminar junto a ella.
—Pasé una noche en la despensa de Anna cuando tenía quince años. Me pareció
que querías preguntármelo.
—Me parece que esa historia tendremos que dejarla para otro día, ahora vamos a
reunimos con los demás.
Él le hizo una seña con el brazo para que fuera a la canoa.

* * *

Una vez en el lago, el buen humor de Nathaniel desapareció rápidamente. El


crepúsculo coloreaba las montañas que se reflejaban hermosas sobre el lago, pero
para Nathaniel aquello era un mal presagio. En la costa más alejada los hombres se
habían dividido en las canoas, dos en cada una y remaban en completo silencio hasta
formar un abanico que ocupaba aproximadamente un tercio de la extensión del
pantano. Esperaron hasta la señal de Billy Kirby.
Chingachgook había comenzado a cantar con voz grave un canto dedicado al
espíritu del lago. Por encima de su voz, Nathaniel sólo podía oír a Ojo de Halcón
explicándole a Elizabeth lo que pasaría poco después. Las palabras eran las
habituales, pero entonces él vio que de pronto ella se ponía rígida y enderezaba la
espalda. Le preguntó algo a Ojo de Halcón, pero la respuesta fue interrumpida por un
grito que provenía del otro lado del lago.
—¡Vamos, a él, muchachos!
Un extremo de un abanico formado por embarcaciones comenzó a moverse,
entraban en el pantano tan velozmente como lo permitían las aguas espesas. Había un
gran movimiento de juncos y luego las sombras fueron cobrando formas específicas,
todo un ejército de patos salvajes con sus crías fueron forzados a ir a aguas abiertas
por el movimiento de las canoas.
La melodía de Chingachgook fue haciéndose más audible y se extendía sobre el
lago como si quisiera tocarse con los gritos asustados de las aves. Las crías nadaban
febrilmente, algunas se arrastraban por el pantano tratando sin éxito de levantar el
vuelo. Nathaniel recorrió con la mirada el pantano y el lago, y calculó que habría
unas cuarenta aves con seis o siete polluelos, que no llegarían al medio kilo cada una.
Una hembra castaña y moteada se tiró de cabeza por el estrecho espacio que había
entre dos canoas justo en el momento en que se oyó otro grito de Billy Kirby, y los
hombres comenzaron a moverse en el otro extremo.
Lo practicaban como una ciencia, con precisión. El hombre que estaba detrás

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seguía remando mientras que el de delante cogía los patos. Era espeluznante ver a
Billy Kirby en acción: podía coger los polluelos en una mano y retorcerles el cogote
con tanta facilidad que todo lo que se veía era un montón de plumas pasar por encima
de su hombro. Los hombres que lo acompañaban hacían lo mismo que él, mientras el
aire se llenaba de tiernas plumas.
Algunos patos, que podían nadar mejor y más rápido, habían conseguido
apartarse del círculo de embarcaciones. Pero viendo que atacaban a sus crías,
volvieron enseguida y casi se elevaban por encima del agua a causa de la furia. Según
iban acercándose eran cazados sin pausa. En cuestión de cinco minutos, las canoas se
llenaron de cuerpos emplumados y temblorosos.
—Al menos han terminado pronto —dijo Elizabeth suspirando profundamente.
Pero aún no había terminado. El primer bote lleno fue hacia la costa, donde
esperaban las mujeres y los niños. En cuanto llegaron y vaciaron su cargamento, se
oyeron gritos de júbilo y los hermanos Cameron saltaron de nuevo al bote y remaron
a gran velocidad, listos para repetir la operación.
—Pero si ya deben de tener unos doscientos patos —dijo Elizabeth indignada—.
¿No es suficiente?
—No saben qué significa esa palabra —dijo Ojo de Halcón. Y moviendo la
cabeza disgustado, de acuerdo con Nathaniel, remaron hacia la costa.

* * *

Resultaba difícil mantener una expresión tranquila. Elizabeth trató de respirar


hondo varias veces para tranquilizarse; para contestar con el tono de voz habitual
cuando le dirigían la palabra. Se detuvieron en un lugar tan distante de la fogata como
del creciente montón de pájaros muertos, y allí se quedaron, ella saludó a sus
alumnos y conversó con los padres.
Contra su voluntad, una y otra vez dirigía la atención hacia el lugar donde las
mujeres habían comenzado la tarea de limpiar los patos. Con la ayuda de los hijos
mayores cogían los patos, los desangraban y luego los abrían de un tirón brusco. Lo
único que se podía aprovechar de los polluelos era la pechuga, le explicó Anna.
«Entonces ¿por qué no esperan a que crezcan?», quiso preguntar Elizabeth, pero
ver los gruesos pulgares de Anna separando la carne del hueso fue más de lo que
podía soportar; bajó la cabeza y se alejó en cuanto pudo hacerlo sin parecer descortés.
Los botes iban y venían, y el montón de cuerpos de aves parecía crecer pese al
rápido trabajo de los que estaban en la costa. Nathaniel y Ojo de Halcón hablaban en
voz baja detrás de ella; Chingachgook había ido caminando hasta la playa y
observaba en silencio, tenía su manta envuelta alrededor del cuerpo y los ojos fijos en
un punto del agua.

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—¿Señora Elizabeth?
Martha Southern estaba a pocos metros de allí, con la cabeza baja. Llevaba a su
nuevo hijo envuelto en un chal y apretado contra su pecho: una cara diminuta miró a
Elizabeth con ojos muy redondos. Elizabeth no había visto a Martha desde su regreso.
—Moses está en el lago —dijo como si estuviera leyendo los pensamientos de
Elizabeth.
—¿Es su nuevo hijo? —preguntó Elizabeth, contenta de poder hablar de otra
cosa.
Atardecer le había contado la historia del nacimiento del niño.
—Sí, señora. Éste es nuestro Jeremiah. Tiene tres meses.
—Felicidades, Martha. Es un niño hermoso y saludable.
—Sí, señora, así es.
Hizo una pausa y luego sacó un cuenco de madera que había estado escondiendo
entre los pliegues de su falda.
—¿Le gustaría llevarse un poco de carne? Acabo de sacarla del fuego.
Cuatro pechugas diminutas sólo alcanzaban para una vianda. Elizabeth sintió
náuseas, tan fuertes como la marea en alza. Miró a su alrededor, desesperada, pero
Nathaniel y Ojo de Halcón se habían apartado para reunirse con Axel y con
Chingachgook. De repente, vio a su padre a pocos metros de distancia en un
montículo al lado del lago: la estaba observando, completamente absorto, todo su
rencor y su reprobación brillaban en su mirada. Elizabeth tragó saliva y se limpió la
frente.
—¿Se siente bien, señora Elizabeth? ¿No le gusta el pato?
Negó con la cabeza y se sentó bruscamente en la arena. Martha se le acercó, su
rostro amable e ingenuo mostraba preocupación.
—Martha —le dijo Elizabeth con suavidad—. Muchas gracias por su amabilidad,
pero tengo que pedirle que se lo lleve. El olor me… —tragó saliva otra vez y miró a
la mujer—. Estoy esperando un niño, ¿sabe?
El nerviosismo que reflejaba la cara de Martha se transformó en una expresión de
simpatía y comprensión, tan dulce y acogedora que las náuseas de Elizabeth
disminuyeron un poco.
—Ah, ya veo. Son buenas noticias, ¿verdad? Espere un momento, permítame
llevar esto lejos… —Y se fue para volver unos segundos más tarde con un pedazo de
pan—. El pan siempre ayuda para curar el malestar de estómago —explicó mientras
se lo daba. Elizabeth murmuró su agradecimiento y dio un mordisco pequeño.
Estaban solas; los niños estaban ocupados junto a la fogata quemándose los dedos
y los labios cuando trataban de comer sin pausa la carne asada. Las mujeres tenían
sangre y plumas hasta los codos. Anna hizo un comentario y unas risas estentóreas se
elevaron por encima del lago. En las canoas los hombres seguían trabajando, lejos de

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la costa. No había señal alguna de Moses Southern.
—¿Me deja coger a su niño? Un momento nada más.
Sin decir nada, Martha lo sacó de la hamaca que había hecho con su chal y se lo
dio a Elizabeth. Entonces se sentó en la arena cerca de ella con los brazos alrededor
de las rodillas.
Elizabeth cogió al niño entre sus brazos y le miró la cara, tenía la frente fruncida
como si estuviera pensando.
—Parece un niño muy serio —dijo sopesando el cuerpo tibio, ligeramente
húmedo y palpitante de vida.
—Me temo que se parece a su padre —dijo Martha y se mordió el labio nerviosa.
Se aclaró la voz—. ¿Nunca había cogido a un recién nacido?
—A uno tan pequeño, no —dijo Elizabeth—. Es muy… compacto.
—Si le quita la manta verá cómo mueve los brazos y las piernas, como esos
bichos que tienen cien pies. Cuando empiece a caminar tendré que seguirlo por todas
partes. —El niño abrió la boca y empezó a balbucear. Ella le respondió con otro
sonido similar y fue recompensada por una sonrisa sin dientes—. ¡Mire! Eso no lo
hace con cualquiera. A la única que le sonríe siempre es a Jemima.
Cuando la sonrisa del niño fue reemplazada por un lloriqueo, se lo devolvió a
Martha, que miró de nuevo hacia el agua, buscando con ansiedad.
Entonces se puso al niño en el pecho y abrió su corpiño para darle de mamar.
—¿Cómo está Jemima? —preguntó Elizabeth observando cuidadosamente.
—Caprichosa como siempre —dijo enseguida Martha mirando a su hija de
soslayo.
El niño hacía ruidos de protesta, chupaba ruidosamente y movía un puño en el
aire.
—Me habría gustado enviarla de nuevo a la escuela —dijo Martha amablemente
—. Usted le hizo mucho bien, aunque me parece que ella no se comportó siempre
correctamente.
—Tal vez en otoño —dijo Elizabeth.
Martha suspiró, acariciando la cadera del niño.
—A usted no le gusta mucho todo esto, ¿no?
Con la luz del crepúsculo, Elizabeth miró a la playa. Todos lo que se veía eran
montones de polluelos desmembrados y plumas flotando en el aire. En la orilla, una
montaña de cuerpos de patos muertos había quedado abandonada, sin tocar.
—No entiendo, supongo que… Pero ¿por qué es necesario cazar todos los patos?
—Inmediatamente Elizabeth lamentó haber hecho aquella pregunta temiendo que
Martha no la entendiera, o que si la entendía, se sintiera ofendida.
Pero Martha estaba mirando el lago con expresión pensativa.
—Yo crecí en Fish Creek, ¿lo sabía? Éramos catorce y yo era la segunda, la única

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niña. —Miró a Elizabeth para ver si quería oír su historia, luego le dijo algo tierno al
niño para que siguiera mamando—. Nunca había suficiente comida en la mesa. No
nos moríamos de hambre, entiéndalo, pero nunca se podía estar seguro de que hubiera
comida. Uno aprendía a ser rápido y a coger lo que pudiera antes de que alguien se
adelantara. Moses es un hombre duro muchas veces, pero siempre hay bastante en la
mesa y sé que mientras él viva no tendré que preocuparme por la comida de mis
hijos. Pero, señora Elizabeth, a uno le queda la costumbre, y a veces… cuando saco el
pan de maíz de mi horno, tenga o no tenga hambre, siento la tentación de comerme la
mitad y de esconder el resto bajo mi almohada.
—Martha —dijo Elizabeth—. Lo entiendo, pero no debe hacerlo. Ha aprendido a
no hacerlo. Cuando miro esto… —Levantó la barbilla hacia la costa llena de
desperdicios—. Me parece un gasto inútil. El año que viene no habrá más patos
salvajes, y eso es muy triste.
—Sí que habrá patos salvajes el año próximo —dijo Martha sorprendida—.
Siempre hay patos salvajes. Vienen en primavera, siempre han venido y siempre
vendrán. Y si no fuera así, entonces el juez haría una ley que pondría fin a la caza,
¿verdad?
En aquel momento se oyó por detrás un ruido desagradable.
—¿Qué estás haciendo, mujer? —gritó Moses Southern. Martha intentó
levantarse inmediatamente. Elizabeth vio que todavía chorreaba leche de uno de sus
pechos y que el pequeño Jeremiah se ponía furioso al verse privado de repente de su
comida. Antes de que terminara de levantarse, Moses había avanzado en dirección a
Martha—. Tienes el cerebro de un mosquito. Vete a casa y espérame allí. Después
hablaré contigo.
Nathaniel apareció al lado de Elizabeth. La ayudó a levantarse justo cuando
Southern merodeaba cerca de ella. Con el entrecejo fruncido y la enorme nariz
enrojecida, fruto de su enfado, resultaba casi cómico. Si no fuera porque estaba
dispuesto a descargar su ira sobre Martha, Elizabeth se habría reído de él.
—¡Deje tranquila a mi esposa! —gritó.
—Baje la voz, hombre —replicó duramente Nathaniel—. Está haciendo el tonto.
Elizabeth se dio cuenta de que Ojo de Halcón iba hacia ellos.
—Sólo estábamos charlando, señor Southern —dijo con calma Elizabeth—. Nada
más.
—Bonner, dígale que no se acerque.
—Ya lo he oído, señor Southern. Como lo habrán oído todos en veinte kilómetros
a la redonda.
Los hombres, mujeres y niños que estaban cerca del lago habían dejado a un lado
sus tareas para escuchar. A un lado de la multitud, Elizabeth pudo ver a Martha que se
marchaba con el recién nacido; los otros dos niños también iban con ella.

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Entonces alguien carraspeó y Elizabeth vio que su padre se acercaba. Moses se
volvió hacia él con expresión repentinamente alegro ante la aparición imprevista de
un aliado. Pero él juez sólo lo miró con la frente fruncida.
—Moses —dijo por fin—. Te sugiero que te marches ahora mismo antes de que te
metas en mayores problemas de los que podrías afrontar.
De nuevo la furia apareció en la cara alegre del trampero.
—¿Así que está de su lado? Ella se escapó, le robó…
—Por Dios, juez. Dígale que tenga cuidado con lo que dice. —La cara de
Nathaniel iba adquiriendo la expresión que ella tan bien conocía, la que significaba
que estaba a punto de perder el control.
—Yo no estoy tomando parte en favor de nadie. —El juez levantó un poco la voz
—. Pero preveo cómo puede acabar esta disputa y no veo razón para echar a perder la
velada a todo el pueblo.
Esto hizo que Moses se callara. Miró a su alrededor y sólo entonces se dio cuenta
de que había llamado la atención de todos. Murmuró una maldición, dio media vuelta
y se fue en dirección a un grupo de hombres reunidos en el lado más apartado de la
fogata.
Al mismo tiempo, Liam Kirby fue hacia ellos moviendo compulsivamente el
gorro que tenía en la mano. Se detuvo delante de Elizabeth.
—Lo lamento —dijo con la mirada tija en sus propios pies.
—No es culpa tuya, Liam. —Elizabeth trató de darle ánimos con una sonrisa.
—No, lo que lamento es que no podré ir a la escuela.
No quería mirarla a los ojos, pero, pese a ello, Elizabeth pudo ver el moretón que
le cubría buena parte de la mejilla izquierda.
—Ya veo —le dijo con dulzura.
—¿Le puede decir a Hannah que siento mucho perderme los juegos?
Hablaba tan bajo que Elizabeth pensó al principio que le había entendido mal.
Pero el rubor del niño le hizo comprender que no.
—Se lo diré.
El niño hizo una rápida inclinación de cabeza y se marchó en dirección al grupo
de hombres donde le esperaba su hermano.
—¿No vienen a comer? —gritó Anna junto a la fogata—. Hay más que suficiente.
Sus alumnos, con las caras llenas de esperanza giradas hacia ella, con los dedos y
las bocas brillantes de grasa; los Cameron, los Smythe, los McGarrity, todos querían
darle la bienvenida. John Glove se adelantó y pronunció palabras afectuosas con
mucho sentimiento.
—No deje que le echen a perder el día, venga a comer con nosotros. No la
molestarán más.
El propietario del molino era un hombre saludable; era el amo de los esclavos; sus

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hijos asistían a su clase.
Chingachgook seguía en la orilla con expresión enigmática. Detrás de él,
Nathaniel y Ojo de Halcón permanecían callados, esperando que ella tomara una
decisión. Elizabeth se sintió de pronto muy cansada e irremediablemente triste.
—Se lo agradezco mucho, señor Glove —le dijo—. Pero me parece que debemos
volver a casa, ¿no crees, Nathaniel?
Se dio la vuelta buscando la mirada de Ojo de Halcón y él asintió en silencio.
No quedaba ni un pato en el agua, por lo menos ella no pudo ver ninguno, otra
especie de soledad. Mientras la canoa se movía en la creciente oscuridad,
Chingachgook reanudó su canción con una voz tan fuerte que se oía por todos los
alrededores.
En la orilla se produjo un repentino silencio. Ella supuso, más bien deseó, que
estarían escuchando la canción que pedía al espíritu de las aguas que se apaciguara:
«En el día harás crecer tus plantas, y en la mañana harás florecer las semillas; pero la
cosecha será abundante en el día de la amargura y la desesperación». Elizabeth
recordó lo que decía la canción a todos los que quisieran escucharla.
Se oyeron risas provenientes de la costa y el ruido de un chapuzón cuando los
muchachos tiraron a un infortunado del grupo al agua. El juez estaba a un lado de la
multitud observando con las manos cruzadas en la espalda y la barbilla contra el
pecho.
La brisa se hizo más fresca. Elizabeth levantó la vista al cielo y en la penumbra
vio que una pluma moteada caía en un remolino hasta posarse en su mejilla. La cogió
en su mano y la miró largo rato. Le temblaban ligeramente las manos. Elizabeth se la
guardó cuidadosamente dentro del corpiño.
—¿Un amuleto? —preguntó Nathaniel detrás de ella.
—Un recuerdo.
—Creo que no ha sido el día más bonito de tu vida.
—No —dijo—. Pero tal vez sí uno de los más instructivos.
—No los juzgues tan duramente —dijo despacio Nathaniel—. Ni tampoco a ti
misma.
La canción de Chingachgook se apagaba en el cielo nocturno, tan ligera y suave
como una pluma flotando en el viento fresco de la noche.

* * *

Nathaniel encendió una antorcha y pasaron por debajo de la caída de agua. La


piedra resbaladiza le era familiar incluso en la oscuridad, pero ella se movía con
cautela, agarrándose con los dedos de los pies al musgo verde. Ardiendo entre las
rocas y con el agua cerca, la antorcha era como una flor brillante y vibrante contra la

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superficie oscura.
En la noche calurosa de julio, esperó que se zambullera primero. Él se sumergió
en el agua contento del frescor. Cuando salió a la superficie, ella se había soltado el
pelo y le caía hasta las caderas. La piel se iluminaba a la luz tenue, más blanca que la
luna que se resistía a aparecer. Bajo las costillas se notaba una curva que se
redondeaba más en el vientre, donde crecía el niño, y entre las formas redondas de su
pecho brillaba el sudor.
Él estiró los brazos mientras ella se aproximaba. Contuvo el aliento, y el frío hizo
que los pezones se le contrajeran contra el pecho de Nathaniel.
Nadaron hasta la cascada y se hundieron bajo el agua que corría rápidamente
hacia la fría oscuridad de detrás. Al otro lado de la cortina de agua, la antorcha
parpadeaba ondulante como un espíritu benevolente, como la única luz en el mundo.
Él le dijo dónde debía pisar, guiándola de la mano de una a otra piedra. Luego subió
primero y la levantó hasta el borde de la roca donde estaba la cueva en que habían
yacido juntos por primera vez.
Encendió otra antorcha y arregló un nido de pieles sobre el suelo húmedo y
fresco. Temblaron abrazados y luego dejaron de temblar.
Algo soñolienta, de pronto se quedó rígida entre los brazos de él, con toda su
atención vuelta a su interior. Le cogió la mano, la puso en su vientre y le indicó que
se quedara en silencio cuando él trató de hablar. Entonces él lo sintió: sólo un
movimiento con el que el niño anunciaba su presencia como un nadador en un mar
tranquilo.
Se quedó dormida mientras su pelo se secaba rizándose alrededor de la cara.
Nathaniel se quedó despierto largo rato, escuchando el ritmo de su respiración y
pensando en ella. El placer que sentía por el hijo que llevaba en sus entrañas, la
paciencia infinita que tenía con todos. Su contrariedad e impaciencia hacia los padres
de aquellos niños. Ella tenía la costumbre de indignarse, aunque no dejaba que el
resentimiento o el odio prevalecieran. Pero ¿durante cuánto tiempo? Nathaniel se
enroscó un mechón de pelo de Elizabeth en el dedo para mantenerla asida a él
mientras se preguntaba cuánto tiempo aguantaría ella viviendo en Paradise.

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Capítulo 50

—Dios mío. Dicen que la reina de Francia es enemiga del Estado.


Nathaniel emitió un ruido a modo de pregunta cuando estaba a punto de meterse
en la boca una cucharada de potaje.
Elizabeth nunca levantaba la mirada del ejemplar del señor Schuyler del
Periódico de los Caballeros.
—Los jacobinos. Terminarán llevándola a la guillotina como hicieron con el rey.
¿No va a terminar nunca esta locura?
Puso a un lado su cuenco para tener más espacio donde apoyar el periódico, sus
ojos recorrían febrilmente las letras impresas.
El ama de llaves revoloteaba alrededor de la mesa, taconeando nerviosamente.
—Botas, cómete eso —dijo Nathaniel—. La señora Vanderrhyden, aquí presente,
tendrá un ataque de apoplejía si cree que te ha dejado marchar sin darte una comida
decente. Piensa que no sabría cómo excusarse ante la señora Schuyler.
Elizabeth miró distraídamente al ama de llaves, en cierto modo con expresión de
pedir disculpas, y sin mucha voluntad dejó el periódico y cogió la cuchara.
—Dijiste que querías leer las noticias —le recordó Nathaniel—. Pensabas que no
habría tantas novedades desagradables.
Ella tragaba rápidamente.
—Bueno, sí. La epidemia de fiebre amarilla de Filadelfia es espantosa, Nathaniel.
Han muerto muchas personas. Y ahora está aquí ese señor Genet del movimiento
revolucionario, que, si es verdad la mitad de lo que dice aquí, él mismo es una
revolución. Está decidido a empujar a este país a que participe en la guerra de Europa
al lado de Francia.
Elizabeth miró por la ventana el cuidado jardín de la señora Catherine Schuyler.
Había tanta paz en el lugar, pero ella estaba comenzando a creer que la paz nunca
sería más que una pausa antes de otra tormenta.
—La revolución pareció algo muy alentador al principio. Apenas puedo imaginar
en lo que se ha convertido.
—Yo sí —dijo Nathaniel—. Escucha, Botas, no quiero decir que no sea
importante lo que está pasando en el mundo. Pero tenemos cosas que hacer aquí y
ahora.
Con la barbilla le hizo una seña para advertirla de la carta sin abrir que había
sobre la mesa.
Cuando llegaron el día anterior a la residencia de los Schuyler en Albany, habían
encontrado dos cartas. Elizabeth había leído la que le enviaba la señora Schuyler
personalmente, en que se disculpaba por la ausencia de la familia, le daba

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instrucciones sobre qué podía hacer para pasarlo lo mejor posible en Albany y la
invitaba tres veces a que pasara por Saratoga camino de casa. La segunda carta era de
su tía Merriweather y todavía estaba cerrada.
—La leeré más tarde, cuando terminemos con nuestros asuntos —dijo ella—.
Resultará más fácil entonces.
Nathaniel le tocó la rodilla por debajo de la mesa.
—Todo saldrá bien, Botas. Hemos pasado cosas peores.
Elizabeth negó con la cabeza mientras terminaba de beberse el té.
—Eso lo creeré cuando hayamos terminado con los trámites legales.
Dejaron la elegante residencia de los Schuyler y caminaron por los campos que
bordeaban el Hudson, sembrados de trigo, centeno, maíz y alubias, separados por
filas de manzanos erguidos como centinelas. Atrás se veían los barcos que recorrían
el Hudson de forma que las velas parecían flotar sobre el mar de maíz. El cielo era
más amplio por la ausencia de montañas, y en él las nubes se balanceaban como
siguiendo el compás de las velas de los botes.
Al final del verano, Albany era un lugar casi tan desagradable como Londres,
pensó Elizabeth mientras se dirigían a Ferrington Street, que estaba en el centro de la
ciudad. Habían ido allí por asuntos impostergables, pero ella estaría encantada en
cuanto pudieran marcharse de una vez. Los caminos estaban repletos de sirvientas
con cestos que se balanceaban apoyados en sus brazos rojos; vendedores ambulantes
que ofrecían melocotones pegajosos, melones dulces, frutas muy maduras; mujeres
jóvenes con vestidos de seda y sombrillas de plumas para protegerse del sol; indios
del río vestidos con prendas de ante y sombreros altos; esclavos cargando telas y
llevando cabras. No era tan sucio ni estaba tan lleno de gente como Nueva York, eso
era cierto. Había un agradable orden en las casas de ladrillos con sus tejados y sus
cortinas brillantes, pero el aire húmedo estaba cargado de olor a quemado, a cerdo y a
bosta de caballo. Elizabeth tragaba saliva y se cubría la nariz y la boca con el
pañuelo, preguntándose cómo era posible que hubiera olvidado tan pronto cómo eran
las ciudades. Tres meses en los bosques la habían cambiado, había perdido toda la
paciencia respecto de los avatares de la vida entre la gente.
Para su sorpresa, Nathaniel parecía muy tranquilo. Los hombres se asomaban a
las puertas para darle la bienvenida, dejaban sus herramientas tiradas en la calle e
iban hacia él limpiándose las manos en los sucios delantales. Nathaniel le tocaba la
espalda mientras la presentaba.
—Mi mujer. —Lo dijo tantas veces que perdió la cuenta—. Mi mujer, Elizabeth.
Esto le causaba mucho placer pero también cierta incomodidad. Nunca le había
importado que le dijeran solterona; había algo sólido y racional en aquella palabra
que ella había aprendido a hacer suya. Pero nunca se había imaginado como una
esposa; todavía no podía, aunque le gustaba mucho que Nathaniel la llamara así.

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Redescubrió lo que primero había aprendido en casa de los Schuyler en Saratoga:
Nathaniel era muy conocido en todo el territorio, en una extensión mucho mayor de
la que ella había pensado. Antes de que llegaran a la plaza principal del mercado ya
habían sido invitados cuatro veces a quedarse en distintas casas y muchas veces a
cenar. Elizabeth veía las miradas tímidas de los granjeros solteros, escuchaba los
elogios atrevidos de los comerciantes y observaba las expresiones calculadoras de las
esposas e hijas de éstos, algunas de las cuales apuntaban directamente a su vientre.
Lo que llevaba allí no era todavía muy visible, sobre todo cuando estaba
completamente vestida, pero veían lo que querían ver y se hacían señas unas a otras.
Gente completamente extraña parecía saberlo todo sobre ella.
—No te sorprendas, Botas —le había dicho Nathaniel después de que un viejo
trampero de nombre Johnson le preguntara por su estancia en el bosque—. Esta
ciudad siempre ha sido muy chismosa y nosotros les dimos tema suficiente para toda
la primavera.
—Richard también les dio de qué hablar —replicó Elizabeth—. Tiemblo de sólo
pensar lo que les habrá dicho de mí.
—Bueno, préstame atención. —Nathaniel fruncía el entrecejo—. El que huyeras
para casarte conmigo es sólo parte de tu reputación. También piensan en lo de Lingo.
Ella se quedó rígida.
—¿Qué más saben de mí en este lugar?
Nathaniel extendió una mano para cogerla del codo y se aproximó a ella.
—Elizabeth —le dijo tranquilamente—. Las noticias como ésas tienen los pies
ligeros. Se levantan corriendo y atraviesan todo el territorio en un santiamén. Ya sé,
ya sé que no te gusta la idea, pero si te sirve de algo, nadie piensa mal de ti. Has
conseguido que estos hombres te consideren algo especial, ¿no te has dado cuenta?
—Lo que yo quiero es respeto —dijo ella—. No miedo.
—Esos conceptos son paralelos —y la atrajo hacia sí—. ¿No viste a Jane Morgan
cuando te la presenté? ¿No viste que llevaba un pañuelo grueso bajo el sombrero pese
al calor que hace?
—No entiendo a qué viene eso.
—Este lugar te parece una ciudad, Botas. Pero aquí ha habido una guerra tras otra
desde que llegó el primer alemán, levantó una cabaña y dijo que estaba en su casa.
¿Ves aquel fuerte, en la isla? No está allí en vano. Jane sobrevivió cuando los indios
le cortaron el pelo. Estoy seguro de que mató a uno o dos hombres. Sé que mi madre
lo hizo. Las mujeres que viven en estos lugares han aprendido a usar las armas, si no
lo hacen no duran mucho. —En medio de la concurrida calle él le puso un brazo
alrededor y apoyó su mejilla sobre el pelo—. Esto no es Londres, aunque puede oler
igual de mal. Ahora, ¿vas a dejar de lamentarte?
—Lo intentaré —dijo apoyada en su hombro.

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—Está bien, Botas. No puedo pedirte más que eso.

* * *

El juez Van der Poole tenía una papada que colgaba de la mandíbula inferior
como si fuera una segunda cabeza, cosa que habría sido más fácil de pasar por alto si
él no hubiera tenido el hábito de rascársela cuidadosamente mientras leía los papeles
que tenía ante sí. Su boca pequeña y roja se arrugaba mientras pensaba, se acariciaba
y pellizcaba la papada tanto que Elizabeth tuvo que mirar a otro lado para mantener la
compostura.
Los había recibido a ambos en su casa, seguramente a petición del señor Bennett,
pensó Elizabeth. Era más agradable estar allí que tener que comparecer ante el
juzgado. Las paredes gruesas y las ventanas cerradas y aseguradas hacían que la casa
estuviera fresca y en penumbra; olía a jamón ahumado, a cera de abejas y a lino
recién planchado. El hogar estaba rodeado de azulejos de cerámica de color blanco y
azul que hacían juego con el color de las alfombras dispuestas sobre el suelo de
madera brillante. Era una casa cómoda aunque no presuntuosa, pese a la elevada
posición de su dueño. Elizabeth sintió que se tranquilizaba mientras el juez seguía
leyendo, sin pausa, el montón de papeles que tenía ante sí.
Cuando por fin habló, fue como una sorpresa.
—Señor Bennett, me dirigiré directamente a la señora Bonner, si me lo permite.
—Sé que la encontrará muy capaz de contestar a todas sus preguntas —murmuró
el señor Bennett antes de que ella pudiera expresar su consentimiento.
El juez Van der Poole hizo una pausa para acariciarse la papada.
—Si entiendo correctamente, señora Bonner —comenzó a decir mirándola por
encima de sus gafas—, usted le pide al juzgado que rechace la acusación de
incumplimiento de promesa presentada por el doctor Richard Todd.
—Sí —dijo, señalando que era cierto. En respuesta el juez volvió a mirar el
escrito inclinando la cabeza a un lado con los labios fruncidos.
—Este caso es poco habitual y muy delicado, se dará cuenta. Primero no se podía
encontrar a la demandada y ahora la parte acusadora se ha ausentado. Usted tiene el
apoyo de eminentes ciudadanos, lo sé, pero sin embargo, el doctor Todd tiene sus
derechos. Creo que debo pedirle a la señora Bonner que nos cuente la historia desde
el comienzo —dijo—. Sin que esté su esposo presente en la habitación, si él no tiene
inconveniente.
No era una pregunta.
Elizabeth sintió la mano de Nathaniel en su hombro, los dedos firmes presionando
por un instante. Nathaniel dijo unas palabras en voz baja al señor Bennett y luego
dejó en manos de ella el destino de ambos.

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* * *

Había un niño en el jardín de al lado construyendo un fuerte con pedazos de


madera unidos con barro y paja. Nathaniel se sentó a la sombra de un cedro desde
donde podía verlo trabajar. Las ventanas cerradas del salón de Van der Pole quedaban
a sus espaldas; según la dirección del viento, podía oír a veces el sonido impreciso de
las voces cuando se elevaban. Ella era la que más hablaba.
Podía salir mal, él lo sabía. El juez podría dictaminar que le vendieran la montaña
a Richard, o podría desechar tanto la cesión del padre como la transferencia de la
tierra. Nadie podría levantar un dedo para protestar, ni siquiera Philip Schuyler.
Richard volvería a Lobo Escondido y se encontraría con que habían hecho el trabajo
por él, Lobo Escondido de nuevo en manos de los Middleton. Nathaniel estaría
entonces como al principio si eso no hubiera sido imposible. Elizabeth seguía siendo
su esposa y nada de lo que sucediera podría modificar ese hecho.
A veces se sentía cansado, una batalla interminable por un pequeño rincón del
bosque, cuando los kahnyen’kehaka ya habían perdido tanto.
Los rizos del niño volaban alrededor de la cara movidos por la brisa. Levantó la
mirada en dirección a Nathaniel. Tenía los ojos tan verdes como las hojas que se
agitaban al viento. Se apartó un mechón que le caía sobre la frente y observó algo
contrariado el trabajo que había hecho. Suspiró, se levantó y se fue tras una esquina
para volver muy pronto con las manos llenas de astillas.
Nathaniel se aflojó el cuello de la camisa un poco más y se puso más cómodo,
apoyado contra el ancho tronco del árbol, contento de que soplara la brisa y de poder
estar a la sombra. Pasó un jinete e hizo sonar los cantos rodados al ritmo de su paso.
La voz de Elizabeth subía y bajaba en su argumentación, le resultaba tan familiar
como el sonido de su propio corazón. En algunos momentos podía oírse el sonido del
río Hudson, que pasaba a menos de quinientos metros de distancia.
Nathaniel soñó que Chingachgook estaba en el río, remando a la luz de la
antorcha. Suspendido en el mundo y mecido por el viento. Vio al anciano cantando su
canto de caza, llamando al ciervo para que acudiera. Apareció uno en la orilla como
si hubiera estado esperando aquella llamada toda su vida y nadó hacia la canoa, los
ojos del animal brillaban, rojos y dorados a la luz de la antorcha. Chingachgook
levantaba el arma en aquel instante y su voz se rompía, tenía un ritmo diferente, era la
canción de la muerte. El río se agitaba y hacía una curva, y Chingachgook
desaparecía. En su lugar vio a Elizabeth flotando en las aguas del río Grande, los
brazos golpeando como alas y el pelo a su alrededor como un halo. El hijo hacía que
su cuerpo pálido se viera muy redondo. El río daba vueltas alrededor de ellos como
un perro y le oscurecía la piel hasta dejarla de color cobrizo mientras ella giraba,
cambiaba de forma, dejaba volar su pelo. Entonces apareció Sarah. El rostro de Sarah

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con un niño sin vida en brazos, un niño demasiado quieto, ni blanco ni rojo, sino con
manchas de color dorado, castaño y ocre, con una franja magullada verde y azul en el
cuello. El pelo oscuro se rizaba con la brisa.
Nathaniel se despertó de repente, con el corazón en la boca. Ella estaba allí
arrodillada junto a él.
—Estabas soñando —dijo con expresión preocupada—. Nunca te había visto
dormir así, de día. —La tocó, incapaz de hablar—. ¿Qué pasa? —Le cogió las manos
y se las apretó fuerte—. ¿Cuál es el problema?
—No es nada —murmuró él—. Sólo un sueño…
—Sólo un sueño. —Le acarició la cara.
—¿Qué ha pasado con Van der Poole?
Elizabeth miró por encima de su hombro en dirección a Bennett. Él se estaba
mirando los zapatos y tenía las manos cruzadas en la espalda.
—Hay buenas noticias —comenzó ella—. Cree que Richard está vivo y que
nosotros no somos responsables de su ausencia. Pero no quiere desestimar la
denuncia.
—Maldición.
Ella cerró los ojos un instante.
—No está todo perdido. Nos ha citado en septiembre. Si Richard no comparece,
entonces su petición queda automáticamente rechazada.
—Es una formalidad, creo yo —dijo el señor Bennett—. El juez tiene buena
disposición hacia usted, de no ser así no nos habría invitado a cenar. Es una buena
señal.
—Por la cara que pone, Elizabeth no piensa lo mismo. —Nathaniel se levantó y la
ayudó a ponerse de pie.
—No estoy segura de nada —dijo ella—. Supongo que depende de lo que
hablemos durante la cena.
—Tu estado es causa suficiente para que nos vayamos pronto. Si no te importa
irte —dijo Nathaniel.
El señor Bennett los miró a ambos.
—¿Qué es esto? ¿Buenas noticias? —Se aclaró la voz—. Bien, entonces, señora
Bonner, creo que realmente tiene que partir si le causa molestias, dada su feliz espera.
Ella se las arregló para sonreír.
—¿Y usted cree que podemos arriesgarnos a perder la buena disposición del juez?
—Como el señor Bennett no respondió inmediatamente, ella entendió—. Su silencio
habla con claridad. Bueno, me las arreglaré. Pero primero necesito comprar unas
cosas.
—Necesita comprarse un vestido para la velada —aventuró el señor Bennett.
—Necesito comprar unas gafas —dijo Elizabeth— y una provisión de plumas

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nuevas.

* * *

Como no tenían más dinero, Huye de los Osos había fundido unas veinte libras
del oro de los tories en la forja de un herrero convirtiéndolas en una fortuna en balas
que Nathaniel había transportado en sacos de cuero pegados a su cuerpo desde
Paradise, diez libras a cada lado. En Johnstown ese tipo de cambio poco habitual
habría sido un escándalo, pero Albany era una ciudad construida sobre doscientos
años de intrigas y conspiraciones. Muchos alemanes e ingleses habían hecho grandes
fortunas traficando ilegalmente con pieles desde Canadá, revendiendo cucharas de
plata robadas a las familias de Nueva Inglaterra e intercambiando abalorios de
conchas usados y ron aguado por todas las raíces de ginseng que las mujeres indias
pudieran extraer de la tierra, que después vendían a Oriente con elevados beneficios.
Un saco de balas de oro era tan común en Albany como la sangre corriendo por el
cuerpo.
El oro estaba a 17 dólares la onza en el mercado; Nathaniel la cobraba a 16, por lo
que los almacenes de la ciudad le habían abierto enseguida sus puertas. Si los
comerciantes de Albany habían oído rumores acerca del oro de los tories o alguien
les había informado de que el estado quería recuperar aquella fortuna, habían sufrido
un súbito ataque de amnesia que duraría seguramente hasta que a Nathaniel se le
acabaran los recursos.
Elizabeth había observado discretamente toda la operación, pero no se había
perdido un detalle de lo que pasaba; de eso Nathaniel no tenía dudas. Ella miraba con
la frente fruncida mientras él negociaba el intercambio de una valija de oro por un
billete firmado por Leendert Beekman, que no era ni el más importante ni el más
afortunado comerciante de Albany, pero sí uno de los pocos en quienes Nathaniel
confiaba. Mientras los empleados se ocupaban de los pedidos de Nathaniel, que
necesitaba pólvora, pedernal y una caja de pastillas de menta para Hannah, Beekman
cogió la lista de Elizabeth y la atendió personalmente: harina, linón, agujas de coser y
té de China. Le enseñó las gafas, puso ante ella carretes de hilo y botones de metal
para que eligiera y discutió acerca de la calidad de las tintas para escribir. Cuando
Elizabeth hubo elegido una docena de plumas nuevas, el hombre sacó una hoja de
papel y exhibió ante ella su última adquisición: una pluma manufacturada. Un
cilindro de caoba con incrustaciones de marfil labrado, terminado en una punta de
cobre y plata. Un artilugio mágico que podía cargar más tinta que una pluma y que
nunca había que afilar.
Ella lo contemplaba como cualquier mujer habría mirado una joya y pensó que
sería un despilfarro la sola idea de poseerlo. Con una sonrisa, Elizabeth le devolvió la

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pluma a Beekman y le dio las gracias por sus atenciones.
Con las compras envueltas para ser enviadas y la nota firmada de Beekman en la
mano, fueron al banco, donde un empleado aburrido con los dedos manchados de
tabaco contaba el dinero; había moneda española, británica, alemana y neoyorquina;
murmuraba las cotizaciones en voz baja y las iba anotando en la cuenta. Nathaniel
ordenó que una cantidad de aquel dinero fuera depositada en la cuenta de un tal
James Scott. Para su sorpresa, Elizabeth se excusó mientras se hacía la operación y se
fue a hablar con el gerente del banco a solas. De nuevo en casa de los Schuyler, con
quinientos dólares en billetes y plata, y con la mano apoyada en el rifle, se las arregló
para saber de qué se trataba.
—¿Por qué James Scott? —preguntó Elizabeth—. ¿Huye de los Osos no puede
usar su nombre verdadero?
Él la miró con asombro.
—Osos nunca va al banco. A los indios no les dejan hacer negocios aquí, Botas.
Alzó la mirada, se sonrojó por lo imprevisto de la revelación y sintió rabia.
—Pero ¿por qué no si tiene dinero para depositar? Lo que obtuvo de la plata… —
Miró a su alrededor y bajó la voz—: ¿Están guardados en ese banco? Supongo que
estabas pagando lo que cogiste prestado de la plata de la mina en primavera.
—Sí.
—¿Y entonces quién es James Scott?
—Soy yo. Yo me ocupo del banco en nombre de Huye de los Osos. Sólo es un
nombre, Botas.
Elizabeth negó con la cabeza.
—Me temo que nunca entenderé estos negocios.
—Podrías entenderlos muy bien, Botas. Y hasta podría ser que te gustaran.
Podrías darte cuenta de que el tesoro golpea a tu puerta mañana —le advirtió una vez
más—. Más tarde o más temprano empezarán a hablar del dinero que gastamos tan
libremente y querrán encontrar las piezas de oro de cinco guineas.
—No estoy preocupada —dijo Elizabeth enderezando los hombros—. Sólo les
diré que me casé contigo por dinero.
—Ése era el truco, está bien —dijo Nathaniel sombriamente.
En su habitación, Elizabeth puso en las manos de Nathaniel un pequeño estuche
junto con una hoja de papel cubierta con su letra concisa y fuerte.
—Cuatrocientos dólares, como acordamos. En billetes. Espero que te satisfaga. Y
una escritura de venta por la escuela, para que la firmes.
La conocía lo suficiente para no sorprenderse. Nathaniel leyó el documento que
ella le ofrecía con sumo cuidado. Lo leyó otra vez mientras trataba de pensar algo.
—El señor Schuyler arregló el trato. Y el señor Bennett revisó el documento de
venta y me hizo una o dos sugerencias. Ambos fueron muy eficaces.

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—Ya lo veo. ¿Sacaste el dinero de tu tía Merriweathef? —Ella levantó una ceja
—. No te preocupes, Botas. La curiosidad mata al gato, me lo han dicho. Dame algo
para escribir y cerremos el trato.
—Espera —dijo ella de improviso, dio media vuelta y salió de la habitación.
Nathaniel estaba pensando en seguirla cuando volvió escoltada por la señora
Vanderhyden y el señor Maclntyre, que cuidaban la residencia de los Schuyler
mientras ellos estaban en Saratoga. Ambos estaban atónitos—. Necesitamos testigos.
Cuando se hubieron firmado los papeles y se quedaron solos de nuevo, ella se
sentó en el borde de la amplia cama y dejó escapar un suspiro de alivio y luego se
recostó con un brazo sobre la cara.
—Gracias.
—De nada. Ahora tengo que pensar en qué gastar este dinero. Nunca pensé que
tendría tanto en efectivo y nada que hacer con él.
Ella lo miraba por encima del brazo.
—Si quieres hacer una inversión, puedo sugerirte algo.
Él le sonrió.
—Pensaba en un rifle nuevo, pero supongo que tienes una idea mejor. ¿Cuál es?
Elizabeth negó con la cabeza.
—Aún no te la puedo decir. Tal vez mañana, antes de que volvamos a casa.
Nathaniel se acostó a su lado, le levantó la cara para que lo mirara y siguió con el
dedo el dibujo de sus cejas.
—Dejaré que me tengas en vilo hasta mañana. —Le pasaba la mano por el brazo,
luego le tocó la curva del pecho—. Si dejas que te haga lo mismo que hoy.

* * *

—No estoy hecho para ropa tan elegante —dijo cogiéndose la pechera. El abrigo,
alquilado del guardarropa de John Bradstreet, tenía un buen corte, puños estrechos y
diseño de frac, pero le quedaba un poco justo de hombros. Nathaniel flexionaba los
brazos en señal de protesta.
—Me parece que no estoy de acuerdo —dijo Elizabeth observándolo con la
cabeza inclinada. Bajo un vestido amplio, de cintura alta, un préstamo de las ropas
que le había ofrecido la señora Vanderhyden, golpeaba el suelo con la punta del pie.
Le pasó una mano por los hombros.
El color del abrigo le sentaba bien, negro sobre fina holanda blanca, con una
delicada chorrera bajo el cuello. Los pantalones de color gamuza le resultaban más
cómodos que el abrigo y eran mucho menos discretos que sus habituales polainas de
ante; se le notaban todos los músculos cuando se movía. Tenía el pelo estirado,
peinado hacia atrás y recogido en una cola muy formal. La combinación de su rostro

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bronceado, la blancura del lino y el pendiente de plata en espiral le daba un aspecto
peligroso, que se completaba con su expresión.
—No puedo negar que estás muy guapa, Botas. Pero me gusta más verte con tu
ropa de ante, con las piernas al aire y el pelo trenzado. Así, ni sé cómo tocarte.
—Como ya me has tocado lo suficiente por hoy, creo que no debes preocuparte.
—Se envolvió el chal de encaje en el corpiño alto en un vano intento por cubrir mejor
su vientre—. Que quede claro, todo esto me molesta tanto como a ti. Si pudiera, me
quedaría en la cama leyendo —añadió en respuesta a su sonrisa—. Pero al parecer
hemos ingresado en el mundo de las altas finanzas y las intrigas, y tenemos que
cumplir con nuestro papel.
—No me había dado cuenta de que eras tan ambiciosa.
—Es el resultado de haberme casado por dinero.
Él gruñó y cogió el rifle para colgarse la correa al hombro.
—Vamos y terminemos de una vez.
—¿Irás armado a una cena?
—Yo no voy a ningún lado sin Cazaciervos, Botas. Tendrás que compartir la mesa
con estos dos bárbaros.
Levantó una ceja en actitud desafiante y Elizabeth se dio cuenta en aquel instante
de cuánto temor sentía Nathaniel ante lo que los aguardaba.
Entre una cosa y otra, mientras terminaba de arreglarse, vio la pluma de águila
que él usaba habitualmente en el pelo. Elizabeth la levantó con la punta del dedo y se
la puso en la cinta negra que llevaba en la cabeza.
Nathaniel se miró al espejo y la recompensó con una sonrisa seductora.

* * *

Elizabeth sintió alivio al ver que la fiesta de juristas y comerciantes que ella había
imaginado no era tal. En cambio, se encontró en compañía de un pequeño grupo de
inmigrantes franceses, aristócratas que huían de la furia de la multitud que se había
adueñado de Francia. Simón Desjardins y Pierre Pharoux estaban en camino hacia la
frontera oeste en busca de un lugar donde asentarse. El primer impulso que tuvo fue
el de sentarse con aquellos franceses y oír de una fuente directa lo que estaba pasando
con la revolución, pero cuando el juez Van der Poole le presentó al último de sus
invitados, lo olvidó por completo.
El señor Samuel Hench le fue presentado como un impresor de Baltimore que
tenía negocios en Albany. Había llevado una serie de libros al juez, y había sido
invitado a la cena. Por la calidad de su atuendo, Elizabeth se dio cuenta de que era
muy rico, y por su sencillez, de que era un cuáquero. Era un hombre fornido, de
hombros anchos, con rasgos afilados que contrastaban con la expresión tranquila de

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sus ojos azules. Tenía la frente muy amplia y el pelo gris.
—Señora Bonner —murmuró—, señor Bonner. El destino nos ha reunido en este
lugar esta noche, de otro modo habría ido a su encuentro. O mejor, debería decir,
habría buscado a una tal señorita Middleton, oriunda de Oakmere.
Elizabeth vio que la tensión aumentaba en el rostro de Nathaniel, así que fue ella
quien respondió por ambos:
—¿Y con qué motivo, señor Hench?
—Porque no podría haberme perdonado estar en este lugar del mundo sin hacer
llegar mis respetos a la hija de Caroline Middleton.
—¿Usted conoció a mi madre? —Elizabeth sonrió aliviada.
Él se limitó a asentir suavemente con la cabeza.
—La conocí cuando todavía era Caroline Clarke, antes de que se casara con su
padre. La madre de ella, es decir, su abuela, era mi tía Mathilde, la hermana de mi
madre.

* * *

Nathaniel estaba con los franceses. Tenían tantas historias que contar acerca de
sus aventuras y tantas preguntas que hacer acerca de la frontera oeste, que la comida
que les había ofrecido Van der Poole se les enfriaba en los platos. Al oír los planes
que le explicaban con todo detalle, planes que eran tan atrevidos como faltos de todo
sentido de la realidad del lugar, hasta tal punto que resultaban descabellados,
Nathaniel se sintió al mismo tiempo alarmado y molesto. Pero ellos eran sinceros y
evaluaban las cosas que deseaban conquistar por lo que eran y no por el precio que
tendrían que pagar por ellas. En otras circunstancias habrían sido del agrado de
Nathaniel, pero en aquella ocasión hacía esfuerzos para no decirles de golpe toda la
verdad y dejarlos anonadados. En otro lugar, con otra gente, les habría dicho cuáles
serían los mayores peligros que tendrían que afrontar, les habría hablado de los ríos
intransitables, de los Séneca, que no se quedarían impávidos viendo cómo nuevos
o’seronni se apropiaban de sus tierras y se las repartían entre sí.
Casi en el otro extremo de la mesa, Elizabeth estaba enfrascada en una
conversación con Samuel Hench. Estaba concentrada, tenía la misma expresión que
cuando estaba leyendo o escuchando a Hannah. Nathaniel se sirvió otro bocado de
perca y de pastel de cebolla, tratando al mismo tiempo de prestar atención a la
historia que le estaban contando los franceses acerca de la fría recepción que habían
tenido en Filadelfia.
—Su secretario de Estado ni siquiera nos ofreció un asiento cuando fuimos a
verle. Se mostró abiertamente hostil hacia nuestros planes de traer familias y colegas
de Francia para que se instalen aquí.

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El señor Bennett había estado siguiendo la conversación sin tomar parte en ella,
pero en aquel momento dejó la copa sobre la mesa haciendo un ruido sordo.
—Discúlpenme, caballeros, pero eso me parece muy poco creíble. El señor
Jefferson ha pasado una larga temporada en Francia. Si ahora muestra poca paciencia
con los franceses seguramente tiene relación con el hecho de que el ministro Genet ha
estado instigando a los corsarios a atacar a la marina inglesa en nuestras aguas.
Porque el amor del señor Jefferson por Francia es de conocimiento público.
Pharoux no iba a ceder.
—Tengo grandes esperanzas justamente por esa razón —dijo—. Verá, soy
arquitecto e ingeniero, monsieur. Y pensé que tendríamos en esta tierra un lugar en
común para entendernos. Pero me parece que no somos de la clase de franceses que
le agradan. Estamos del lado contrario de la revolución y no merecemos conservar
nuestras cabezas sobre los hombros.
No había levantado la voz, pero la emoción de sus palabras atrajo la atención de
Elizabeth.
—Yo me alegro de que tengan las cabezas en su sitio —dijo ella—. Y no veo
razón para que no encuentren aquí un hogar. Pero yo también soy inmigrante y sé que
es fácil ser generoso con lo que uno no posee.
Dudó, y Nathaniel supo que estaba pensando en quién vivía en las tierras que
aquellos hombres reclamaban tan resueltamente como suyas.
Desjardins levantó la mano en actitud conciliatoria.
—Madame, le pido que disculpe a mi colega. Ha sido extremadamente difícil
abrirnos paso en este país. La semana pasada alquilamos un carruaje no muy lejos de
aquí, al precio de un dólar diario…
—Me parece un precio muy razonable —dijo Van der Poole con las manos
cruzadas sobre su amplio vientre y la cabeza descansando cómodamente sobre la
papada.
—Sí, por supuesto. Pero sólo cuando fuimos a devolverlo nos dijeron que, por el
caballo, teníamos que pagar un dólar más por día. Un animal débil, debo añadir,
proclive a tropezar.
Nathaniel se aclaró la voz.
—Déjeme adivinar. Debe de haber sido la casa de Morgan Blake, en Black Creek.
Los franceses se miraron el uno al otro.
—Señor Bonner, necesitamos la ayuda de un buen guía, un hombre informado y
con experiencia para poder instalarnos aquí con nuestras familias.
—Lo necesitan —dijo Nathaniel—. Pero yo no soy el hombre adecuado para ese
trabajo.
—¿No podemos tentarlo a usted y a su buena esposa ofreciéndoles tierras?
Tenemos cien mil acres de bosques y praderas en las costas del lago Ontario… —El

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entusiasmo de Pharoux aumentaba al igual que su voz.
—Aún no hemos dibujado el mapa —dijo Desjardins—. Pero tenemos motivos
para creer que la propiedad es tal como nos la han descrito. La llamamos Castorland,
porque nos dijeron que por allí abunda el castor. ¿No le interesaría unirse a nosotros
en nuestro intento de expandir nuestras posesiones?
Nathaniel sintió que la atención de Poole se fijaba en él, esperando ver cómo
respondía a la oferta de poseer más tierras, cuando justamente tenía mil acres.
—Estamos bien donde estamos —dijo Nathaniel—. Estoy seguro de que el juez
podrá recomendarles a un buen hombre al que le interese ir hacia el oeste.
Se aproximó un sirviente con una bandeja de carne y Desjardins se sirvió una
generosa ración.
—Mañana nos pondremos en camino para ver al señor Schuyler en Saratoga. Me
dijeron que él conoce a un posible guía.
Los ojos de Elizabeth iban de uno a otro hombre. Nathaniel casi podía leer sus
pensamientos, las preguntas como burbujas saliendo a la superficie, pero entonces su
recién conocido primo le hizo una pregunta antes de que ella encontrara el modo de
replicar.
—Hablando de viaje, ¿cuándo volverás a Paradise? —preguntó Hench—. Tal vez
podamos viajar juntos. Tengo unos días libres y me gustaría visitar al resto de la
familia.
Nathaniel le aclaró a Samuel que él estaría dispuesto a acompañarlos a Paradise si
tenía un caballo propio y no le importaba partir al día siguiente.
—¿Tan pronto? —preguntó el juez enderezándose en el asiento—. Sólo habrán
estado dos días en Albany.
—Necesitamos volver a casa —dijo Nathaniel. Se movía incómodo. No podía
olvidar fácilmente el sueño que había tenido por la tarde.
—No nos ha contado nada de sus viajes por el bosque, señora Bonner.
El tenedor de Pharoux golpeó contra el plato.
—¿Usted ha viajado por el bosque, madame?
—La señora Bonner fue hasta Canadá y volvió —explicó el juez.
—¡Pero eso es maravilloso! —exclamó Desjardins—. Mi esposa pensaba
quedarse porque nos dijeron que el viaje es demasiado duro para las mujeres. Pero tal
vez, si usted quisiera hablar con ella, señora Bonner…
—Le diría que se quede con sus hijos en Albany. —Los dedos de Elizabeth se
destacaban en el borde de la copa—. Le diría que esperara hasta que usted y sus
colegas construyan un hogar adecuado para ella.
Desjardins se sintió decepcionado.
—Entonces ¿fue muy difícil para ti, prima?
La pregunta de Samuel Hench surgía más de la preocupación que de la simple

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curiosidad, y en respuesta Elizabeth se tranquilizó un poco y bajó la barbilla.
—Fue la experiencia más difícil y la más importante de toda mi vida —dijo ella
—. Nunca volveré a ser la de antes.
—Veo a tu madre en tu modo de ser —dijo Hench con una sonrisa distante—. La
misma combinación de ardor y frialdad que la regía a ella, y que al final la hizo dejar
la Vida para reunirse con Alfred Middleton en los bosques. —La habitación quedó en
silencio y Hench pareció darse cuenta de lo que había dicho. Bajó la cabeza—.
Perdóname, prima, he sido indiscreto.
—No, en absoluto —replicó Elizabeth con voz ronca—. Mi madre puede haber
dejado a los Amigos para casarse con mi padre, pero siguió siendo cuáquera en lo
más profundo de su corazón. Tanto valoro la verdad que no acepto que te disculpes
por haberla dicho.
El juez Van der Poole dijo:
—Ya que estamos conversando con tanta confianza, y hemos llegado a
entendernos, entonces tal vez la señora Bonner quiera satisfacer mi curiosidad. Sé
que no he sido muy hábil ocultándola. Jack Lingo fue un gran problema para todos
nosotros y me gustaría saber si puedo darle las gracias por habernos quitado esa
espina. ¿Nos contaría lo que pasó?
Nathaniel la miró por encima de su copa. Ella podría haber hecho callar al juez
con una mirada helada, pero él tenía la esperanza de que no lo hiciera. Le haría bien
contar la historia ante un grupo de hombres bien dispuestos e incluso ansiosos por
ganarse su favor. Tal vez así por fin podría olvidar el asunto. Entonces vio que él la
miraba.
—Botas —dijo como si estuvieran solos—. Es tu historia lo que tienes que contar.
Y la contó; lentamente al principio, con titubeos que hacían que los hombres se
adelantaran con expectación, con los ojos brillantes y llenos de curiosidad. Elegía
cuidadosamente las palabras, mirando a veces su vientre con un ligero temblor.
Cuando llegó a la peor parte cruzó los brazos en el regazo y miró a Nathaniel. Al
concluir se produjo un breve silencio. Incluso los sirvientes quedaron paralizados
hasta que el juez pidió más vino por señas.
—Señora Bonner —comenzó Desjardins con voz cortada—, usted es una mujer
sorprendente, si me permite decirlo. Pero hay algo que no nos ha contado; y si no se
lo pregunto me quedará para siempre la curiosidad. ¿Qué le pasó a Alemán Ton,
como usted lo llama? ¿Encontró su cuerpo en el claro cuando volvió allí con su joven
amigo mohawk?
—No —respondió ella—. No lo encontramos. Nutria quiso seguir el rastro, pero
no había tiempo para eso. O Ton está muerto en el bosque o cualquier día se
presentará de nuevo.
—¿Eso te asusta? —preguntó Samuel Hench.

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Ella negó con la cabeza.
—Una vez él me salvó la vida. No tengo razones para creer que me vaya a
perseguir.
Pero Nathaniel ya había visto antes aquel movimiento súbito en su barbilla, y
sabía cómo detectar su nerviosismo. Tal vez mejor que ella misma.

* * *

Samuel Hench los acompañó hasta la residencia de los Schuyler bajo un cielo
oscuro que parecía de terciopelo. Van der Poole les había prestado un farol y éste se
balanceaba de un lado a otro en su base produciendo un ruido regular. Caminando
bajo aquella luz, con los hombres a su lado, Elizabeth pudo disfrutar del aire fresco
de la noche, cansada después de las largas horas que había pasado con toda aquella
gente. Samuel Hench había sido una sorpresa, una agradable sorpresa, y quería tener
más tiempo para hablar con él.
—¿No querías hablarme de un negocio, prima?
Elizabeth se dio cuenta del asombro de Nathaniel aunque él no cambió la
expresión de la cara.
—¿Todavía sigues en la Vida? —preguntó lentamente.
—Claro que sí.
—Me gustaría que me ayudaras en un asunto muy delicado. —Hizo una pausa—.
En pocas palabras, me gustaría que fueras mi agente cuando necesite permanecer en
el anonimato. El primer paso es darte los fondos necesarios y el segundo es que te
detengas en Johnstown para visitar a un herrero que vive cerca del juzgado. Además
hay otros asuntos similares de los que tendrías que ocuparte en Paradise, con un
propietario de esclavos de nombre Glove; te lo explicaré.
Expuso su plan. Aunque lo hizo en los términos más simples, parecía un cuento
fantástico y temía que sólo le interesara a ella. Pero durante varias semanas, incluso
meses, se había estado preguntando cómo podía hacer lo que sentía que debía hacer, y
en aquel momento que tenía fondos y medios para realizarlo, no quería echarse atrás.
Si Nathaniel tenía objeciones respecto a la gran suma de dinero que ella se proponía
gastar, no veía en su rostro señales de ello. Pensó que si se atrevía a mirarlo de frente
estaría sonriendo.
El primo era otra cosa. Era un plan muy grande y tal vez demasiado ambicioso.
Desafortunadamente, la sombra le daba en la cara y no podía ver su reacción.
—¿Te das cuenta de que cada uno de los hombres tendrá un precio de unos
trescientos dólares? ¿El herrero trabaja bien?
—Espero que sí, no lo conozco personalmente. —Elizabeth se detuvo y puso algo
en la mano de Samuel Hench—. Cuando hables con él a solas, por favor llámalo

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Joshua y dale esto. —La piedra pálida del centro de la joya de Joe destelló a la luz de
la linterna—. Si quiere venir a vernos a Paradise le contaremos lo que sabemos de la
muerte del hombre que nos dio esto para él.
Samuel Hench asintió con aire pensativo.
—Le invitaré a que me acompañe a Paradise. Supongo que los dos esclavos
jóvenes del molino de los Glove saben leer, escribir y llevar los libros.
—Quizá eso sea un poco exagerado, pero ambos son muy inteligentes,
trabajadores y tienen mucho talento.
El silencio de Nathaniel era cada vez más notorio. Ella trató de medir su reacción
observándolo de reojo. Pero él estaba inmerso en sus propios pensamientos. Samuel
Hench pensaba en las tareas que tenía por delante y no se dio cuenta.
—Sólo dos cosas más, prima. Primero, no hay otras indicaciones para mí al
respecto del otro asunto, sólo que tres jóvenes mujeres obtengan la libertad. ¿He
entendido bien?
Ella asintió con la cabeza.
—Quiénes y bajo qué circunstancias son cosas que dejaré en tus manos. No deseo
saber los nombres, salvo que eso sea necesario por alguna razón. Pero es muy
importante para mí que por cada hombre que obtenga la libertad, una mujer tenga la
misma oportunidad.
Hubo otro largo e incómodo silencio. Finalmente Samuel Hench se detuvo y los
miró a ambos.
—Nathaniel, ¿qué piensas del plan de tu esposa? Costará unos dos mil dólares.
—Podemos pagarlo —dijo Nathaniel resueltamente—. De momento no hay
problema.
Ella le apretó el brazo agradecida y no dijo nada.
—Bien, entonces. Hay algo por lo que vale la pena moverse y haré de eso mi
Causa con una condición. Las mujeres jóvenes necesitarán un sustento cuando sean
libres. Ayudarles a formar un hogar, a obtener provisiones y algún trabajo adecuado.
Yo me ocuparé de que puedan instalarse bien después de comprar su libertad.
Elizabeth estuvo de acuerdo sin dudar.
—Eso me alivia mucho. No me importa cómo se haga, primo, sino que se haga.
Mientras que se haga sin mí, sin nuestra participación. No quiero que esa gente se
sienta obligada hacia nosotros y no quiero que se complique más nuestra situación en
Paradise. Ya tenemos suficientes problemas.
Samuel Hench sonrió por fin.
—Si tus propósitos no fueran altamente laudables, prima, estaría tentado de decir
que eres retorcida.
Elizabeth sintió que el brazo de Nathaniel se tensaba. Pensó que se echaría a reír
con ganas al oír tal cosa y estaba preparada para pellizcarlo cuando se dio cuenta de

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que él prestaba atención a otra cosa. Al principio Elizabeth no oyó nada salvo el río y
el viento de la noche en los sembrados, pero se le erizó el vello de los brazos y la
nuca y sintió el peligro en el centro de su vientre, tanto como sentía al niño que se
movía y daba patadas débiles de protesta por el súbito silencio.
Hench no usaba armas, pero el rifle de Nathaniel hizo un ruido contundente
cuando lo cogió con la mano.
—¿Quién anda ahí? —la voz recorrió la oscuridad como una flecha.
—Soy yo, Nathaniel —respondió una voz femenina en la sombra, por detrás de la
puerta de Schuyler. Muchas Palomas apareció a la luz de la linterna—. Baja eso, por
el amor de Dios. Hace varias horas que espero. La señora alemana no me quiso decir
dónde habías ido.
—Demonios —dijo Elizabeth—. ¿Qué ha pasado?
—Hay problemas —dijo Muchas Palomas—. Osos tenía miedo de dejar solas a
las otras mujeres, por eso he venido yo.
Nathaniel estuvo junto a ella al momento.
—Cuéntame.
—Billy Kirby arrestó a tu padre por cazar un ciervo fuera de temporada.
—¿Billy Kirby? —preguntó Elizabeth entre el estupor y la rabia.
Muchas Palomas asintió.
—Fue elegido sheriff el día que salisteis del pueblo.
Elizabeth emitió un ruido en señal de protesta, pero Nathaniel estaba absorto,
como siempre, en el asunto más importante. Luego vendría el enfado.
—¿Está encerrado?
—Desde anoche. —Muchas Palomas miró significativamente a Samuel Hench.
—Mi primo —dijo Elizabeth distraídamente.
—No hay tiempo para presentaciones —dijo Samuel con una leve inclinación de
cabeza y se retiró a las sombras del otro lado de la calle.
Cuando estuvo lo bastante lejos para no oír, Muchas Palomas prosiguió,
dirigiéndose a Nathaniel:
—Chingachgook debe de haber seguido el mismo camino; o fue herido o lo han
apresado también. —Y concluyó apresurada—. El juez fijó una multa de cien dólares
para cada uno o una semana en la despensa de Anna, pero no tenemos el dinero,
Nathaniel. Tu abuelo no permitirá que se use el oro… —De nuevo miró con cautela
hacia donde estaba Samuel Hench, pero éste permanecía de espaldas—. Y Osos dice
que es muy peligroso usar la plata. Piensa que eso es lo que esperan con esta treta.
Por eso he venido a buscarte. ¿Tienes ese dinero en efectivo?
—Hay suficiente dinero —dijo Nathaniel—. Pero tal vez no haya tiempo
suficiente. Tengo que cabalgar rápido. Despertaré a Mclntyre para pedirle prestado un
caballo.

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—Si podemos pedirle uno, también podemos pedirle dos —dijo Elizabeth
entonces.
—Botas. —Le apretó la parte superior del brazo con tal fuerza que ella se
estremeció, pero él le sostuvo la mirada—. No puedes cabalgar rápido, lo sabes. Ni ir
a horcajadas, no dejaré que corras ese riesgo. —Llena de frustración y contrariada,
Elizabeth bajó la cabeza. Él tenía razón; no podría soportar un día cabalgando al paso
de Nathaniel—. Muchas Palomas y tú volveréis en el carro. No tardéis, os necesito.
Era difícil de asumir y de soportar. Sólo unas semanas antes ella había jurado no
volver a separarse de él. Pero al parecer, todavía tenía cosas que aprender en aquel
lugar. No podía quitar de su mente la imagen de Chingachgook, herido o quizá
agonizando, mientras su hijo estaba encerrado en una improvisada cárcel. Apretó las
manos de Nathaniel y le dijo que sí.

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Capítulo 51

Samuel Hench las acompañó hasta Fort Hunter, donde tendrían que cruzar el
Mohawk. Cerca de la orilla del río, mientras esperaban la embarcación, les propuso
posponer los asuntos de Johnstown para acompañarlas hasta Paradise.
—Muchas gracias, pero nos arreglaremos bien —dijo Elizabeth, demasiado
abstraída y preocupada para darle más explicaciones.
Para su tranquilidad, no se ofendió ni quiso discutir, simplemente bajó al
embarcadero para negociar el paso.
—La corriente es muy rápida —observó Muchas Palomas.
No había estado tranquila desde que salieron al amanecer, sólo hablaba cuando
sabía que Samuel Hench no podía oírla o cuando Elizabeth le hacía una pregunta
directa. Elizabeth no sabía si era a causa de la inquietud por lo que sucedía en
Paradise o por la desconfianza que le producía la presencia de un desconocido. Pero
en esto tenía razón, la corriente era rápida. Elizabeth observó al barquero, un
kahnyen’kehaka llamado Hombre Alto que negaba vigorosamente con la cabeza en
respuesta a la petición de Samuel Hench. Elizabeth sintió un vacío en el estómago
ante la idea de que tuvieran que retrasarse.
—Si no podemos cruzar hoy… —comenzó a decir.
Pero Muchas Palomas cogió las riendas y saltó del carro antes de que pudiera
terminar la frase. Las trenzas rebotaban en su espalda mientras corría hacia el
embarcadero. Elizabeth no pudo oír lo que le dijo a Hombre Alto, pero vio que la
escuchaba con atención y, aunque a disgusto, asentía con la cabeza.
—Esto no me gusta —dijo Samuel Hench cuando Elizabeth se reunió con ellos—.
Es demasiado peligroso. Le prometí a tu esposo que me ocuparía de que embarcases
sin problemas. Me dijo que le preocupaba el paso por el río.
—No hay tiempo —replicó Muchas Palomas con voz imperiosa.
No esperó a oír la respuesta de Hench, sino que fue a ayudar a Hombre Alto con
los caballos y el carro.
Con voz más suave, Elizabeth le dijo:
—Gracias por tu preocupación, pero tenemos que partir. El abuelo de mi esposo
puede estar agonizando y hay más problemas que…
Los caballos se resistían y se quejaban. Usualmente mansos y de buen talante,
hubo que obligarlos a subir a la embarcación, los cascos producían un sonido hueco.
Samuel Hench dejó a su prima para ayudar. Elizabeth, intranquila e insegura, se
quedó mirando el río.
Pero el viento se paró de golpe y con él la carga del barco. Hombre Alto dejó que
sus hijos se ocuparan de maniobrar mientras él tenía los ojos fijos en el río, parecía

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que le indicara que se portara bien. Apoyaba una mano en el cuello de la yegua de
Samuel Hench. El otro brazo descansaba en su correa de conchas cruzada sobre el
pecho. Cuando llegaron felizmente a la otra orilla, levantó una mano al cielo para dar
gracias a los vientos.
—Creo que te has preocupado demasiado —le dijo Elizabeth a su primo cuando
volvieron a pisar tierra firme.
—Tu esposo me dijo que tuvo un sueño relacionado con el río —y añadió—: ¿Te
sorprende?
—No me sorprende que Nathaniel haya tenido un sueño —dijo Elizabeth—. Lo
que me sorprende es que se lo tome tan a pecho.
La expresión habitualmente amable de Samuel Hench se transformó. La miró con
severidad y le dijo:
—Prima, si quieres sobrevivir en los bosques debes prestar atención a las
indicaciones del cielo, vengan de la forma que vengan.
—Pero detrás está el río y nosotros estamos sanos, enteros y listos para continuar
—señaló Elizabeth algo molesta por lo que les esperaba.
—Pero hay otro río —dijo Muchas Palomas detrás de ella.
La mujer más joven estaba mirando a Samuel Hench con una expresión mucho
menos recelosa y reservada que antes.
Elizabeth subió al carro y una vez sentada le tendió la mano a su primo.
—Recordaré lo que me dijiste, por lo menos lo intentaré. Muchas gracias por tu
compañía, primo Samuel. Te deseo muy buena suerte en los asuntos de Johnstown…
—Hizo una pausa y sonriendo le estrechó la mano con solemnidad.
—Iré a verte a Paradise como te prometí.
Su mirada tranquila sostuvo la de ella sin desviarse. Por un momento sintió la
fuerza de su madre y le soltó la mano sin ganas.
Muchas Palomas les hablaba a los caballos y ellos comenzaron a moverse.
Samuel Hench se quedó sentado con la espalda recta y las vio alejarse, el ala de su
sombrero de cuáquero le proyectaba la sombra sobre la cara, y ella no pudo leer la
expresión que tenía.

* * *

El tiempo amenazaba con empeorar, una fuerte tormenta llenaría de fango los
caminos, con lo cual tendrían una dificultad más. El viento convertía las hayas en
torbellinos de hojas verdes y plateadas. Por encima, un halcón se elevaba y caía entre
las ráfagas de viento.
—Si nos damos prisa podremos llegar mañana a última hora —dijo Muchas
Palomas tras un largo silencio—. Si te encuentras bien.

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Habían comido parte de las provisiones preparadas por la señora Vanderhyden; en
el hombro de Elizabeth se habían acumulado las migas y se las sacudió.
—Me recuerdas a Nathaniel cuando dices eso —protestó débilmente Elizabeth—.
¿No me crees capaz de descansar si lo necesito?
Muchas Palomas sonrió.
—Sé que no eres muy amable contigo misma.
—Tampoco lo es Nathaniel, ni tú. Tú no te desmayas ni dejas de hacer lo que es
preciso simplemente porque llevas un niño en el vientre.
Muchas Palomas reflexionó un momento.
—No fui educada para desmayarme.
Elizabeth se alteró.
—Yo no me he desmayado nunca —dijo con firmeza—. Y no pienso hacerlo
ahora.
—Me sorprendería que te desmayaras —concedió Muchas Palomas.
—Entonces ¿por qué me mimas de ese modo?
Como si Muchas Palomas le estuviera explicando a un niño la cosa más obvia del
mundo, dijo:
—Porque llevas al hijo de Nathaniel, al nieto de Ojo de Halcón y al bisnieto de
Chingachgook.
Elizabeth podría haberse reído ante lo absurdo de la frase de no haber sido por la
sincera preocupación que vio en los ojos negros de Muchas Palomas cuando se
encontraron con los suyos.
—¿Por qué todos están tan seguros de que es un niño? —preguntó Elizabeth—.
Yo también estaría contenta si fuera una niña.
—Por supuesto —dijo Muchas Palomas—. Pienso lo mismo. Pero yo también
llevo un niño en mi vientre.
—¿Más sueños? —preguntó Elizabeth entre divertida y frustrada.
—Por supuesto.
—Bien, me rindo —exclamó extendiendo los brazos—. Seguiré preguntando,
pero por favor, ahora sigue adelante y piensa lo que quieras.
En el camino que las llevaba a través del Big Vly hasta el Sacandaga vieron
hogares aislados, a veces grupos de dos o tres cabañas. Dos veces se detuvieron a
preguntar y Elizabeth tuvo que poner en juego toda su habilidad. Muchas Palomas
siempre se quedaba sentada en silencio mientras tenían lugar aquellos intercambios,
pese a las miradas llenas de curiosidad que le dirigían.
En la entrada de una pequeña granja, al borde de un pantano, había una mujer
cavando una zanja en un huerto, los hombros inclinados bajo la densa mata de pelo
rubio grisáceo. Dentro de la cabaña un niño pequeño gritaba débilmente, otro se
apoyaba en el marco de la puerta abierta vestido con una túnica harapienta casi tan

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sucia como su cara, demasiado pálido y delgado para mantener una sonrisa. El
sembrado de maíz se hacía menos denso según se acercaba a la cabaña.
—Tenemos mucha suerte. —Muchas Palomas asintió con la cabeza. No había
nada que añadir a una verdad tan evidente. De pronto Elizabeth dijo—: Desde que
Samuel nos dejó he estado esperando que me explicaras qué ha pasado en casa. Me
pregunto por qué no dices nada. Mi imaginación me está sacando de quicio.
Muchas Palomas sonrió suavemente.
—Yo no vi nada, sólo puedo contarte algunas cosas.
—Cualquier información, por pequeña que sea, es mejor que nada.
—No creo que pienses lo mismo cuando termine. —Hizo una pausa—. Creo que
la forma más sencilla de contártelo es diciéndote que Ojo de Halcón y Chingachgook
estaban pescando en el lago a la luz de una antorcha la noche del día que salisteis
hacia Albany. Héctor y Azul rastrearon a un ciervo, lo persiguieron hasta el lago… y
así ocurrió.
—¿Por qué estaban Héctor y Azul sueltos?
—No estaban sueltos. Alguien los desató.
—¿Alguien? Cuéntame, por favor, sea lo que sea dímelo de una vez.
Muchas Palomas se encogió de hombros como si llevara una carga sujeta con
grapas.
—Hannah vio que Liam Kirby escapaba por el bosque. Los perros ya habían
olfateado la presa y no había modo de hacerlos volver.
El terror era más fuerte que el temor y más intenso que el enfado. Elizabeth sintió
que se le instalaba en el estómago con sus garras amenazantes mientras oía el relato.
Dos cosas le quedaron muy claras: no había sido una serie de hechos casuales lo que
había llevado a Ojo de Halcón a la cárcel, sino un plan elaborado; y no sería fácil
arreglar las cosas. Billy Kirby y Moses Southern junto con su grupo se las habían
arreglado para hacer caer a Ojo de Halcón en una trampa que les permitiría encontrar
la mina. Los Bonner tenían dos opciones: pagar con el dinero obtenido de la mina,
con lo que darían a conocer su existencia, o dejar a Ojo de Halcón en la despensa de
Anna y darles el tiempo suficiente para explorar la montaña y encontrar la mina.
Huye de los Osos no podría proteger Lago de las Nubes y cuidar la montaña al
mismo tiempo. Era un plan muy astuto, demasiado complejo para la mente de
hombres como Kirby. Julián estaba detrás del asunto; de eso no había duda. Y si el
juez no había tomado parte activa en favor de Ojo de Halcón, tampoco había hecho
nada para detener la ejecución del plan.
Las malas noticias eran tantas que Elizabeth no pudo evitar que sus pensamientos
surgieran de forma desordenada.
—Billy Kirby vino a casa más tarde con un grupo de hombres para arrestarlos.
Ojo de Halcón salió a recibirlos al porche. Miraba a Billy a los ojos y le dijo que le

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parecía bien que el nuevo sheriff fuera de visita porque un ladrón había desatado a
sus perros y le preguntó qué haría la ley al respecto. —Pese a todo, Elizabeth tuvo
que reprimir la risa, Ojo de Halcón era capaz de escupirle en el ojo al demonio—.
Entonces fue cuando empezaron los problemas.
Unas líneas verticales aparecieron a cada lado de la boca curvada hacia abajo de
Muchas Palomas.
—Kirby le preguntó a Chingachgook si él había sido el que había disparado al
ciervo fuera de temporada y, por supuesto, no lo negó. —Hizo una pausa y miró al
cielo que estaba oscureciendo—. Chingachgook le dijo a Billy que habría sido una
falta de respeto no coger un animal que había sido enviado por el Gran Espíritu, un
animal que había llegado tan pacíficamente. Y le dijo que a él no lo encerrarían en
una cárcel o’seronni por haber cogido un regalo. Entonces dio media vuelta y se
marchó. —Antes de que Elizabeth pudiera preguntar, Muchas Palomas negó con la
cabeza—. No le dispararon. Moses Southern le pegó con la culata del rifle en la nuca
y cuando Chingachgook cayó al suelo sacó el cuchillo.
—Supongo que al mismo tiempo sujetarían a Ojo de Halcón; de otro modo,
Moses ya estaría muerto.
—Moses está muerto —dijo con calma Muchas Palomas—. Tu padre lo mató.

* * *

Se detuvieron para dar agua a los caballos y dejarlos pastar. Elizabeth se sentó a
la orilla y puso los pies desnudos en la corriente de agua fría; se agachó para recoger
un poco con las manos y enjuagarse la cara y el cuello una y otra vez.
—Creo que él juez sólo intentaba apaciguarlo —dijo Muchas Palomas—. Pero
nunca supo disparar bien y su vieja arma…, bueno, ya la conoces. La bala le dio a
Moses encima de la oreja. Murió inmediatamente. Otra bala hirió a Chingachgook en
un costado y siguió. —Después de una larga pausa durante la cual Elizabeth no dijo
nada Muchas Palomas continuó—: Nadie culpa al juez, ni siquiera Martha. El estaba
allí para asegurarse de que las cosas no empeoraran, cree que Moses lo cogió por
sorpresa y lo sacó de sus cabales.
—No necesitas disculpar a mi padre.
Muchas Palomas no estaba pensando en los sentimientos de Elizabeth.
—Si tu padre no hubiera detenido a Southern, Chingachgook habría muerto
acuchillado.
—Si mi padre hubiera detenido el plan que se tramaba desde el principio,
Chingachgook estaría sano y en su casa.
Muchas Palomas parpadeó sorprendida.
—¿Tú crees que Gran Serpiente querría morir junto al fuego como una anciana?

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—No sé lo que querría —dijo Elizabeth amargamente mientras se secaba la cara
con su camisa—. Pero lo que sí sé es quién ha tomado parte en el asunto. La avaricia
de mi hermano ha llegado a un punto muy alto, y tendrá que pagar por ello.
—Tu hermano no estaba con los hombres que fueron a Lago de las Nubes.
—Estaba. Puede que no lo vieras, pero su espíritu estaba presente. Él fue quien
les hizo oler la plata, el que los alentó sin importarle quién cayera en el intento.
Muchas Palomas silbó a los caballos y éstos levantaron la cabeza de la hierba.
Necesitaban más descanso, pero las mujeres estaban deseando volver a Paradise y ver
cómo terminaba la historia. Conduciendo el carro, Muchas Palomas siguió hablando:
—Lo que guía a Julián no es la avaricia.
Elizabeth nunca había oído a Muchas Palomas pronunciar el nombre de su
hermano; era un acto de intimidad que la sorprendió casi tanto como las palabras que
siguieron:
—Un hombre sin centro trata de llenar el vacío que lo impulsa. Tú lo llamas
avaricia, pero…
—¡Supongo que no estás tratando de disculpar la conducta de Julián!
Como si Elizabeth no la hubiera interrumpido, Muchas Palomas continuó:
—Es peligroso porque no sabe cómo comportarse, sólo sabe asimilar de los otros
lo que nunca le hará ningún bien. —Muchas Palomas miró de soslayo a Elizabeth—.
¿Sabes qué nombre le puso mi madre?
—No sabía que tú y Atardecer hablabais de mi hermano.
—Lo llama Ratkahthos-ahsonthénne.
Sorprendida y en silencio, Elizabeth se mecía al ritmo del carro, de lado a lado.
«Busca en la Oscuridad».
Viajaron en silencio durante el resto del día. Elizabeth apretando los pies contra el
suelo hasta que le dolieron las rodillas. Llegaron a Barktown cuando el cielo
presentaba manchas moradas por encima de las ciénagas de arándanos. De la carga
sacaron regalos para Herida Redonda del Cielo: tabaco y carne seca. En el hogar del
consejo le contaron la historia de Chingachgook y a lo que tendría que enfrentarse.
Pero cuando se durmió aquella noche bajo el techo arqueado de una casa larga de los
kahnyen’kehaka, no soñó con el viejo indio, sino con su hermano cuando era niño,
acurrucándose para dormir en la oscuridad.

* * *

La primera persona que vio en Lago de las Nubes era la única persona a la que no
quería ver, a la que ni siquiera le importaba ver, a su padre. El juez estaba en el
porche de la cabaña de Ojo de Halcón mirando la cascada a la luz del crepúsculo. Al
parecer no la oyó llegar, aunque los caballos exhaustos levantaron la cabeza para

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relinchar con alegría ante la perspectiva de comer heno fresco y descansar. El juez,
habitualmente tan cuidadoso en su arreglo personal, no se había afeitado y su ropa
estaba arrugada y sucia de barro. Cuando volvió la cabeza hacia ella, Elizabeth vio
que tenía los ojos hundidos y enrojecidos.
—Hija.
Los músculos de su cuello se movían entre la carne floja. Tenía la voz ronca, por
el desuso, por la bebida o por las dos cosas, pensó ella.
—Padre. —Elizabeth subió hasta el porche y se dirigió a la puerta.
—Espera. —Ella obedeció y se reprochó por hacerlo—. Fue un accidente.
Admiro a Chingachgook más que a cualquier hombre, traté de salvarle la vida. Tienes
que creerme. —Finalmente, al ver que el silencio de ella era tan profundo como la
noche, le dijo—: No pensaba que fueras tan cruel.
Ella dejó escapar un suspiro, pura rabia y frustración.
—Si necesitas perdón, no soy yo quien puede dártelo. ¿Dónde está Ojo de
Halcón?
El juez desvió la mirada.
—Le faltan tres días para cumplir la condena.
—Pero Nathaniel… Él pagó la fianza, ¿verdad? ¿No habías fijado una multa de
cien dólares en lugar de siete días de cárcel?
—La condena era de cien dólares y siete días de cárcel. Según establece la ley.
—Bien, entonces, si es verdad que quieres el perdón tienes que conmutar la pena.
La cara del juez se contrajo.
—Lo haría, hija, si pudiera.
—No, padre. Puedes hacerlo si quieres. Pero temes enfrentarte con los del pueblo,
¿verdad?
—Estoy limitado por la ley —replicó el juez y aparecieron dos manchas rojas en
sus mejillas.
—Buena respuesta. Ahora, si me permites.
Muchas Palomas, que había salido del granero, apareció en la esquina justo
cuando se abría la puerta. Huye de los Osos le tendió una mano y ella subió corriendo
los escalones del porche para caer en sus brazos. Elizabeth pasó disimuladamente
junto a ellos, pero no pudo evitar oír los tiernos murmullos del joven.
Curiosity estaba en el extremo de la habitación principal con el mortero.
Atardecer estaba junto al hogar con un cucharón en la mano. En el centro de la
habitación había un catre en el cual estaba tendido Chingachgook con las manos
cruzadas sobre el estómago. Volvió el rostro hacia ella y elevó el cuerpo, pero volvió
a caer. En el borde del catre estaba sentada Hannah con un libro en la mano. Se
detuvo en mitad de la frase y levantó la mirada.
Tenía la altura exacta para que su cabeza pudiera anidar entre los pechos de

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Elizabeth. Olía a madera quemada y a plantas tiernas, y temblaba un poco a causa del
miedo, o del alivio, Elizabeth no podía saberlo. Sólo supo que se le hizo un nudo en
la garganta de alegría ante el saludo de la niña, pese a las malas noticias escritas en el
rostro de Curiosity.
Atardecer murmuró algunas palabras para dar la bienvenida a Elizabeth y a su
hija, que había entrado también en la habitación para arrodillarse junto al catre.
Hannah se soltó suavemente y fue a reunirse con Muchas Palomas, cogió el libro y se
sentó donde estaba. El almanaque del pobre Richard, pudo ver Elizabeth.
Curiosity le puso una mano en el brazo a Elizabeth.
—¿Cuánto tiempo le queda?
Ella levantó un nombro e inclinó la cabeza.
—Esta noche, diría.
—¿Dónde está Nathaniel?
—Fue a buscar a Ojo de Halcón.
—Pero yo pensaba que…
—Tal vez pueda detenerlo —dijo Curiosity—. Si se da prisa.

* * *

Absorta en sus pensamientos mientras bajaba a toda velocidad por el sendero que
iba hasta Lago de las Nubes, Elizabeth se sorprendió cuando un brazo asomó en la
oscuridad por detrás de la iglesia y la detuvo. Incluso sabiendo que se trataba de
Nathaniel se le escapó un grito de alarma, pero enseguida sintió que él la apretaba
contra su pecho.
La sujetó con fuerza y la obligó a apoyarse en la pared de la iglesia. Ella respiraba
agitada y él la besaba intensamente.
—¡Nathaniel! —susurró ella apartándose.
—Estoy contento de que hayas llegado sana a casa, Botas. Aunque te has
retrasado mucho.
Le tocó la comisura de la boca con el dedo pulgar y ella le cogió la mano y la
retuvo allí.
—Nathaniel, dime que no estás aquí para sacar a Ojo de Halcón de la despensa de
Anna.
—Shss. —La hizo callar y la llevó un poco más lejos del camino. Se oían voces
acercándose. Hombres que iban a la taberna de Axel, el ruido indicaba que era un
grupo numeroso. Elizabeth esperó hasta que la presión de los dedos sobre su brazo se
aflojó. Entonces le cogió la cara con las dos manos e hizo que la mirara a los ojos.
—No nos sirve de nada que te encierren a ti también —dijo con los ojos fijos en
él—. Vuelve a casa conmigo. Tú abuelo estará preguntando por ti.

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Nathaniel le cogió las manos y las apartó de su rostro, con firmeza.
—También preguntará por mi padre y quiero asegurarme de que esté junto a él.
—Por favor, sé razonable. No hay ninguna ventana lo bastante grande para salir.
Anna duerme en la habitación contigua y la taberna está… Es imposible.
Seguramente habrán puesto un guardia.
—Ah, sí. —Nathaniel sonrió con resentimiento—. Está Liam Kirby dormido en
un banco con el gorro tapándole los ojos.
Elizabeth trató de hablar con voz tranquila mientras buscaba una razón que él
pudiera aceptar.
—Nathaniel, por lo que parece, todos los hombres del pueblo están en la taberna.
Se oían canciones, sólo interrumpidas por las voces que se elevaban más alto y
alguna risa ocasional.
—Han enterrado a Southern hoy —dijo Nathaniel a modo de explicación—.
Están celebrando una fiesta irlandesa.
—Ah, qué bien. Entonces es una ocasión especial. Aunque de algún modo te las
arreglaras para rescatarlo, irían a buscarlo de nuevo… y a ti también,
inmediatamente.
Nathaniel la miró con rabia y frunció el entrecejo.
Elizabeth sabía que estaba diciéndole todo lo que él no quería oír, pero que
tampoco podía negar. Lo notó por la expresión de su rostro, aunque jamás la hubiera
visto antes. Era una clase de mirada que conocía bien porque ella misma había
mirado de ese modo a los hombres cuando hacía una pregunta de más, o una
observación final, el tipo de inquisición que iba demasiado lejos y que golpeaba en el
nervio. Lentamente, sin quererlo, Elizabeth había empezado a creer que a él le
gustaba que ella fuera así, que quería medirse con una mujer que tuviera una mente
igual a la suya y al mismo tiempo conservar su sentido de la hombría. Y en aquel
momento, allí estaba, la misma mirada.
Se daba cuenta de que él luchaba interiormente. Quizá le respondiera y pudieran
llegar a un acuerdo, tal vez la mandara a casa.
Los músculos de la garganta de Nathaniel se convulsionaban. Su rostro, su amado
rostro, era un manojo de arrugas. La cicatriz en el rabillo del ojo, la línea recta de sus
cejas. Todo eso se fue desvaneciendo mientras ella observaba, la rabia y la
obstinación fueron dando paso a algo que ella no había imaginado nunca:
desesperación. La profunda desesperación que hacía que muchos hombres, no
Nathaniel, nunca Nathaniel, se convirtieran en niños.
—Elizabeth… —La voz salió ronca por el esfuerzo—. Esto matará a mi padre, lo
matará el no estar allí cuando Chingachgook se vaya por el sendero. Conozco a mi
padre, Elizabeth. No puedo dejarlo sentado en esa cárcel y seguir viviendo. Ni por
esta noche, ni un solo día más. No me pidas que no lo haga, porque no puedo.

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Elizabeth se puso la mano en los labios y dijo:
—Iré a hablar con el juez. No puede ser tan cruel para no permitir que Ojo de
Halcón esté junto al lecho de muerte de su padre.
Gruñó, frustrado.
—¿Pero es que no te das cuenta? Kirby levantaría a un ejército para detenerlo.
Ella trató de indagar la verdad en el rostro de él.
—¿Las cosas han ido tan lejos? ¿Tanto nos odian?
Él no tenía palabras para responder, por esta vez. Nathaniel no podía
reconfortarla. Elizabeth se irguió y miró hacia la taberna.
—Iré a hablar con Kirby. Tal vez pueda apelar a sus mejores instintos.
—No puedo dejar que vayas a un salón lleno de hombres borrachos y de mente
sanguinaria. De cualquier manera no serviría de nada, Botas. Lo sabes muy bien.
Elizabeth dejó caer la cabeza contra la pared de la iglesia. Por encima de ella, las
formas oscuras de los árboles se mecían en el cielo oscuro de la noche. Por alguna
razón que no podía comprender pensó en la madre de Kitty escondida en aquellas
ramas durante dos días después, de que llegó la partida de guerra de los
kahnyen’kehaka, temerosa de bajar y de cargar por el resto de su vida con lo que
había aprendido acerca de la crueldad de los hombres y hasta qué punto podía llegar.
«Algunas personas se sientan y dejan que la vida pase —le había dicho una vez
Curiosity—. No importa a qué precio».
—Pero yo no —murmuró Elizabeth—. Nunca lo haré.
La preocupación que inundaba la cara de Nathaniel cedió paso a la curiosidad.
—¿Tienes un plan?
Atónita al darse cuenta de que sí lo tenía, Elizabeth asintió.
—¿Podrías hacer el ruido suficiente para que todos salgan de la taberna?
¿Mantenerlos fuera aproximadamente un cuarto de hora?
Levantó una ceja, incrédulo.
—¿Y eso de qué serviría?
Elizabeth le pasó la mano por el hombro, con suavidad.
—Muy simple. Mientras tú estás fuera entreteniéndolos, yo estaré dentro.
Nathaniel levantó la otra ceja y al mismo tiempo sonrió.
—Elizabeth Middleton Bonner —dijo su esposo lentamente—. ¿Piensas sacar a
un hombre de la cárcel?
—Si me explicas cómo forzar la cerradura, sí. Supongo que eso es exactamente lo
que me propongo.
Nathaniel buscó en su estuche de balas y sacó una llave de hierro y se la puso en
la mano.
—¿De dónde la has sacado?
Él se encogió de hombros.

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—Todavía tenemos algunos amigos en Paradise.
—Axel —confirmó ella—. Y sé que podemos contar con Anna para que mire
para otro lado, si hace falta.
—Necesitaremos mucha suerte para que esto salga bien, Botas.
—Bah —dijo chasqueando los dedos—. La suerte es para los ineptos y los
mediocres. Lo que nosotros necesitamos es un plan. Y calcular bien el tiempo. Y
posiblemente, una buena calabaza del jardín de Anna.
Elizabeth pensó que si se paraba a evaluar la magnitud de la tarea comenzaría a
temblar de miedo, de modo que se puso a hablar con él de los detalles. Nathaniel
había vuelto a ser el de siempre, lo notaba en la forma en que dejaba correr sus manos
por los brazos de ella, lo veía en la mirada distraída de su rostro cuando calculaban el
tiempo, el señuelo y el punto de reencuentro.
—Tendremos que esperar más o menos una hora —dijo él cuando lo tuvieron
todo bien pensado—. Hasta que estén todos borrachos.
—¿No le prenderás fuego a nada? —dijo, tirándole nerviosa de la manga.
—Nada tan terrible como eso, Botas. No; pensaba que podría darle a Billy Kirby
la ocasión de intentar lo que más desea, que es dejarme tirado sangrando ante todos
sus amigos. Si esperamos, estará lo suficientemente borracho para pensar que puede
hacerlo. Así que tenemos algo de tiempo todavía. ¿Tienes alguna idea de cómo
pasarlo?
Ella tenía una idea, ah, sí. Apoyada en la pared, con Nathaniel inclinado sobre
ella y su aliento cálido rozándole el pelo y los dedos jugando con él, le venían a la
mente unas ideas que un año atrás ni habría imaginado. La noche cálida de verano y
el olor de Nathaniel, los nervios y la excitación ante lo que tenían que hacer, todo
corría al mismo tiempo por sus venas. Levantó el rostro y lo miró sabiendo que él
podría leer lo que estaba escrito allí mejor que en cualquier página.
Con una risa ligera, Nathaniel se le acercó más. Dejó caer la cabeza y sus labios
rozaron los de ella.
—Estás llena de malos pensamientos esta noche, ¿no?
Antes de que pudiera protestar, él redujo la distancia que había entre ambos. Ella
le puso las manos en la espalda y cogiéndole mechones de pelo mientras le devolvía
el beso, lo atrajo más hacia su cuerpo. Dos días sin Nathaniel le habían recordado lo
que era estar sola. Los hombros de él cedían ante las manos de ella; apretó los dientes
en su cuello, sintió el sabor salado del sudor y quiso más, lo quiso todo de él. Pero las
manos de Nathaniel en sus pechos y la pared de la iglesia en su espalda tocaron una
cuerda que no podía pasar por alto.
—Esto es la iglesia —murmuró cuando dejó de besarla en la boca y fue a buscar
su oreja—. ¡Nathaniel! Tal vez… —La mano de en entraba dentro de su corpiño
mientras le cerraba los labios en el lóbulo de la oreja—. Nathaniel —dijo en voz baja

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tratando de apartarlo.
El dedo pulgar detuvo su recorrido por el pezón y levantó la cabeza.
—¿Botas?
Ella le cogió la cabeza y lo besó con fuerza.
—Me parece que hay algo sacrílego en todo esto.
—Pues entonces —dijo pensativo, mientras su mano continuaba la búsqueda por
debajo de la camisa y la besaba en la comisura de la boca y movía la lengua—,
cítame algo de la Biblia, si eso ayuda. Porque yo te deseo.
Ella tuvo que ceder riendo. Porque también lo deseaba. Dejó que él expusiera sus
pechos desnudos a la brisa de la noche. Recibió los besos y los devolvió, le puso las
manos en el cuerpo, ávida de comprobar su deseo. Nathaniel pasó los brazos bajo las
rodillas de ella, la levantó y la puso contra la pared, abriéndose paso a través de la
falda apretando con sus dedos la carne redonda de ella, buscando. La inclinó un poco
y entró en ella mientras soltaba un gemido que amortiguó en su cuello arqueado. Tan
profundamente unidos, que ella temió que no pudieran separarse jamás, Elizabeth
bebió las palabras que él le susurraba al oído y que sonaban como una plegaria.

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Capítulo 52

En el jardín de Anna encontraron una calabaza del tamaño adecuado para que pasara
por la cabeza de Ojo de Halcón, pero también encontraron a Jed McGarrity, que la
estaba usando como almohada. Profundamente dormido, con el violín acunado entre
los brazos, roncaba tranquilamente y no parecía incómodo en absoluto.
—Tal vez podríamos acompañarlo hasta casa —sugirió Elizabeth.
—No hay tiempo —le recordó—. Y además Nancy no lo dejaría entrar. Huele
como si se hubiera bañado en aguardiente.
—¿Jed es problemático cuando se emborracha? —preguntó ella con cautela.
—Este hombre es más bueno que el pan.
—Bien, espero entonces que no le moleste lo de la calabaza.
Cuando vio que no había respuesta a su sugerencia, Elizabeth levantó la cabeza
para mirar a Nathaniel. Pero él prestaba atención a otra cosa, a lo que estaba pasando
en la taberna.
—Ten cuidado —dijo poniéndole una mano en el brazo.
Él sonrió y le puso la mano en la mejilla.
—Tú también. —Desapareció por la esquina y entró en la taberna por la puerta
delantera. Elizabeth metió las manos bajo el vestido para que no le temblaran y miró
el rostro alargado de Jed McGarrity, iluminado en parte por la luna. Se arrodilló cerca
de él y lo movió suavemente.
—¿Hmmm? —El hombre abrió un ojo y lo volvió a cerrar—. Señora Elizabeth.
Muchas gracias por venir a visitarme.
Ella reprimió la risa.
—Jed, ¿no estaría más cómodo en una cama?
—Sí, señora, pero no tengo ninguna a mano —murmuró.
—Quédese quieto, le conseguiré una si no le importa dónde.
Se tocó la cabeza como si tuviera que alzarse el sombrero.
—No soy un hombre pretencioso, señora. Muchas gracias.
Volvió a roncar justo cuando se oyó el primer grito proveniente de la taberna.

* * *

Liam había dejado una lámpara encendida sobre un barril de conservas cuando
salió a mirar el fuego, y Elizabeth se alegró de ello mientras camino de la tienda
sorteaba cubos, cajas del Elixir de la Vida de Daffy, sacos de pieles y hojas de tabaco
seco. La tienda estaba tranquila a aquella hora de la noche, en contraste con el ruido
de fuera. Al parecer, a los hombres de Paradise les gustaban los puñetazos. Ella

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esperaba que no se les ocurriera pelear entre todos. Elizabeth apartó aquel
pensamiento de su mente y se tocó la llave en el bolsillo.
Había un hueco para la ventilación en la puerta de la despensa, un cuadrado
oscuro grande como su mano. Elizabeth se puso de puntillas, pero no pudo ver nada.
Con el sonido de los latidos de su corazón apenas podía concentrarse; puso la llave en
la cerradura y se estremeció al oír el débil crujido.
—¿Nathaniel? —se oyó en un susurro.
—No, soy Elizabeth.
Abrió la puerta y se encontró frente a Ojo de Halcón completamente vestido. Él
había estirado una mano para cogerle el hombro y se inclinó tocando con su frente el
pelo de Elizabeth.
—Por Dios —murmuró—. Sabía que vendríais.
Emocionada por aquella muestra de afecto, Elizabeth le cogió la mano libre y lo
llevó a la habitación. Tenía la cara áspera por la barba y el pelo húmedo en las sienes.
Parpadeando ante la luz, el hombre se sintió confuso al principio. Luego negó con la
cabeza y su mirada se posó sobre Elizabeth.
—¿Es Nathaniel el que está fuera peleando con Billy Kirby? Ya me parecía. Ha
estado buscando una excusa para pelear durante mucho tiempo, pero me parece que
esta vez no fue idea suya. —Hizo una pausa y se pasó la mano por la barbilla
rascándose la barba—. ¿Y mi padre?
—Está vivo, pero las mujeres piensan que le queda poco, Ojo de Halcón. Lo
lamento.
Inclinó la cabeza como si hubiera esperado oír algo peor.
—Al menos no es demasiado tarde.
Ella extendió una mano.
—Necesitamos poner algo parecido a usted en el catre, para quo no noten la
ausencia enseguida…
—No hay tiempo, muchacha. Yo me voy a la montaña.
Elizabeth sabía que tenía razón, pero habiendo hecho tanto en tan poco tiempo, se
quedó casi paralizada de preocupación.
—Vaya enseguida. Yo me quedo aquí.
Ojo de Halcón hizo un alto en la puerta.
—Eres una gran mujer, Elizabeth. Me enorgullece llamarte hija mía.
Ella lo apremió, estaba extremadamente nerviosa.
—Deprisa —dijo—. Nosotros iremos después.
No era necesario que le insistiera. Elizabeth vio que atravesaba corriendo el
jardín; tan elegante y veloz como un ciervo, con el pelo del color de la plata flotando
a la luz de la luna, desapareció en el bosque sin hacer el menor ruido.
Bañada en sudor, salió al jardín oyendo mientras caminaba los ruidos de la pelea

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que tenía lugar delante de la taberna.

* * *

Si alguna vez había estado seguro de algo, era de que una pelea bien valía una
apuesta, y ésta era la demostración, pensó Julián. Nathaniel Bonner con un ataque de
furia y sobrio, contra Billy Kirby con media botella de aguardiente encima. Billy
podría defenderse un poco, pero no tenía muchas oportunidades aquella noche. Mala
suerte haber gastado todo el dinero en bebidas y apostando a las cartas antes de que
llegara Bonner. Hasta aquel momento, la cosa no había sido muy interesante. Una
fiesta irlandesa tras un entierro. Los brindis recordatorios para un hombre que a la
mayoría no le gustaba y que pocos echarían de menos no era algo divertido. Los
cantos eran como aullidos de perros. Era más que suficiente para que Julián echara de
menos la casa vacía que había dejado. Pero ahora había llegado un punto en que las
cosas se ponían interesantes.
Por supuesto, Billy había buscado la pelea. No podía dejar de jactarse de haber
encerrado a Ojo de Halcón, como no podía dejar de respirar. Bonner, el frío bastardo
que era, ni siquiera había parpadeado. Sólo oyó la retahila de frases de Billy y luego
le preguntó, como si estuviera charlando, si el sheriff tenía cojones para medirse con
alguno de su misma estatura y edad, o si sólo se dedicaba a apresar ancianos
apuntándolos con un rifle. Fue como un puñetazo en el pecho; borracho o sobrio, un
hombre no puede dejar pasar eso y seguir considerándose un hombre.
Todos salieron en tropel detrás de Billy, alentándolo y haciendo apuestas. Los
hombres borrachos son capaces de apostar sus monedas a favor de cualquier cosa
absurda en nombre de la amistad; los hombres sobrios, o los que pueden soportar bien
el aguardiente, pueden hacerlo en nombre del provecho. Si hubiera alguien que
tuviera los fondos necesarios, sólo uno. Pero desde el accidente que había enviado a
Moses al otro mundo y estaba a punto de hacerlo con el indio, el juez no le había
dado ni una moneda de cobre. Ni siquiera se había dejado ver por casa. Julián todavía
no había pensado cómo eludiría a Galileo y llegaría al baúl donde guardaba el dinero,
pero ya sentía la urgencia. Incluso así no podía dejar de mirar la pelea. Pensó que
Bonner acabaría rápidamente con Kirby; habría una ronda gratis, después de todo.
Después de quince minutos quedó claro que destrozarlo rápidamente no estaba en
la mente de Bonner. Sus brazos eran largos y sus manos, como ganchos de hierro;
sabía hacer daño a un hombre sin excederse. A un lado del grupo, lejos del polvo y de
las ocasionales salpicaduras de sangre, Julián podría haber disfrutado de la pelea si
hubiese tenido algo para invertir en ella.
—Joder, Nathaniel ni siquiera ha comenzado a sudar —murmuró Henry Smythe.
En el destello de las antorchas, la multitud se balanceaba como banderas, la

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pelusa rojiza que cubría el pecho y la espalda de Kirby chorreaba sudor.
—Mejor que sea Billy y no tú o yo, ¿eh? —Smythe se acercó a Julián, que pudo
sentir el olor a col hervida y lana mojada.
—Está en mi camino, viejo.
Axel estaba algunos metros más allá con todas las armas a su alrededor, una
condición que había impuesto antes de la pelea; después de todo, el hombre conocía
muy bien a su clientela. Julián fue hacia él con los ojos fijos en Bonner y en Kirby.
Estaban el uno delante del otro: Kirby movía sus puños ensangrentados como si
no tuviera la menor idea de para qué servían, aunque la audiencia no dejaba de darle
consejos. Bonner no tenía muchos amigos entre los presentes, pero eso no parecía
importarle demasiado. Los gritos a favor y en contra resbalaban por su piel tanto
como los golpes azarosos de Kirby.
Se oyó un grito de aprobación cuando Kirby consiguió pegarle en el pecho, pero
esto hizo que se quedara dando vueltas. Como un cedro quebradizo en medio de un
vendaval, se tambaleaba pero no llegaba a caerse.
—¡Nathaniel Bonner! —gritó Anna Hauptmann—. ¿Estás peleando con ese
hombre, o estás bailando? ¡Haz entrar algo de razón en esa cabeza de una vez!
Ella era la única mujer entre la multitud, en bata y saltando sobre sus pies
desnudos como una chiquilla de doce años. Una imagen no del todo agradable.
—Eh, Anna, aposté un dólar por Billy, démosle una oportunidad.
Ella protestó y se echó las largas trenzas por detrás de los hombros.
—Si tienes ganas de perder dinero, Ambrose, adelante. Pero me parece que
cuando Marianne te ponga las manos encima no saldrás mejor librado que Billy.
Nathaniel reaccionó con un golpe cruzado del puño izquierdo y el labio de Billy
se abrió en dos. La concurrencia abucheó como respuesta. Con su único ojo abierto,
Billy los miró hoscamente. Tenía la nariz algo torcida y la cara magullada, y estaba
allí sudando y echando espuma como un caballo forzado a trabajar al sol.
—¡Por Cristo Nuestro Señor, Billy, cae de una vez y deja de avergonzar a tu santa
madre! —gritó Anna disgustada—. ¿No quieres negociar, Nathaniel?
Booner daba vueltas, como si no tuviera nada mejor que hacer que ver a Billy
Kirby sangrando entre el polvo. Si eso le producía algún placer, su rostro no lo
reflejaba.
Un golpe en el hombro echó para atrás a Billy.
—Vamos, Kirby. ¡Meg no lo podría haber hecho peor, y murió hace diez años! —
gritó Archie Cunningham.
Axel dejó escapar una sonora carcajada y el resto del grupo se reunió con él,
tanteando al principio y después de buena gana. En respuesta, Kirby se enderezó
intentando un golpe con la derecha, pera tardó tanto que le dio a Bonner el tiempo
suficiente para esquivarlo. Tambaleándose como un recién nacido, Billy apenas se

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percató de que caía en el abrevadero de los caballos.
Booner ni siquiera tenía la respiración agitada. Sólo había recibido un golpe
fuerte y la marca en la mandíbula brillaba a la luz de las antorchas.
—Ja, me parece que tu estado es para pedir una tregua. ¿No tienes suficiente? —
gritó Axel.
Billy negó con la cabeza echando espumarajos de sangre y escupiendo. Iba hacia
Bonner emitiendo sonidos guturales y se encontró con un feroz golpe en el vientre.
Kirby cruzó los brazos sobre sí y cayó de rodillas hacia delante con la cabeza
colgando. La sangre y el vómito se desparramaban entre la suciedad.
—¡Suficiente! —Axel levantó un brazo.
Liam Kirby, cuyo rostro era una mezcla de vergüenza y desdicha, se arrodilló al
lado de su hermano, que se sentaba en aquel momento en el suelo. Con un empujón y
un bramido, Billy tiró al niño sobre la mugre. Entonces se levantó y se quedó
mirando a Bonner medio mareado. Éste lo observaba con una ceja levantada.
Claude Dubonnet le dijo algo al oído a Kirby. Billy finalmente asintió con la
cabeza y lo siguió en dirección a su cabaña.
Los hombres volvían a la taberna, más sobrios en aquel momento de lo que
querían y contrariados por tener que pagar sus apuestas. Los bolsillos de Anna se
llenaban con las ganancias.
—Me parece que quieres escaparte, Obadiah —gritó ella—. No te preocupes, si
no me pagas mi dinero hoy, mañana temprano iré a tu casa a ver si resulta más fácil
cobrarte cuando tu cabeza esté a punto de estallar.
Obadiah volvió sobre sus pasos hasta el lugar donde estaba la antorcha, hurgando
en el estuche donde guardaba el dinero y quejándose en voz alta.
—Educaste muy mal a tu hija, Axel. ¿Qué hace en medio de la noche metiendo la
nariz en cosas de hombres?
—Creo que recoge su dinero. —Axel se reía—. No le eches la culpa a ella por el
licor que te has metido entre pecho y espalda. —Dirigió una sonrisa a Julián mientras
le alcanzaba su mosquete—. ¿No es así, Middleton?
Cogiendo el cañón con un pañuelo, Julián se limitó a sonreír.
Bonner todavía estaba en el lugar donde había tenido lugar la pelea, con la cara
impávida como siempre. Flexionaba la mano derecha, abría y cerraba el puño como si
fuera la boca de una trampa y lentamente movía los hombros y los codos. Casi no
había recibido ningún golpe, sólo tenía un par de moretones. Anna hablaba con él,
gesticulando mucho. Uno o dos hombres se detuvieron a felicitarlo.
Una pelea da sed, Julián se preguntaba si podría persuadir a su cuñado de que le
invitara a un trago para celebrar el triunfo del bien sobre el mal. Luego recordó que
Ojo de Halcón estaba en la tienda, detrás de una puerta cerrada con llave, y entonces
se le ocurrió una idea mejor. Aquel mismo día había visto una solitaria botella de

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aguardiente sobre el mostrador.
Axel se había puesto a hablar con Nathaniel y Julián decidió aprovechar la
oportunidad y se marchó.

* * *

Empapada en sudor, con el corazón en la boca, Elizabeth cerró la puerta trasera de


la tienda tras ella y se tomó un momento para apoyarse en la pared y recuperar el
aliento. Cerró los ojos con la esperanza de que cesase el temblor en sus manos y
piernas. Fue un truco sucio el que le jugó al pobre Jed; al día siguiente lo presionarían
para que explicara lo sucedido. Él le había ofrecido cantarle una canción mientras
caía rendido en el catre y se quedaba dormido, sin oír el ruido de la puerta que se
cerraba tras él. Elizabeth tenía la esperanza de que con el tiempo la perdonaría. Si
había logrado que Ojo de Halcón pudiera estar con su padre antes de que fuera
demasiado tarde, no importaba que Jed McGarrity se enfadara con ella, lo aceptaría
alegremente.
El ruido de la pelea había cesado y la taberna se llenaba de nuevo. Nathaniel
estaría buscándola junto a la escuela, tenía que ponerse en marcha.
Abrió los ojos y vio a su hermano frente a ella.
—Señora Bonner —dijo él extendiendo un brazo con un ampuloso ademán que
no tenía ninguna relación con la risa irónica de su cara—. ¿Qué diablos hace usted
aquí? ¿O es que no me puede contestar a esa pregunta?
—Estoy esperando a mi marido —dijo Elizabeth. Todavía tenía en la mano la
llave de la despensa de Anna, que apretó más fuerte—. ¿Y a ti, qué asuntos te traen
por aquí?
Él negó con la cabeza.
—Apuesto a que seguramente no se trata de asuntos tan interesantes como los
tuyos. Has venido a medianoche a visitar a tu suegro, ¿verdad? ¿Lo has encontrado
bien?
Elizabeth le dirigió una mirada muy dura.
—Espero que no estés tan falto de dinero para dedicarte de nuevo a los pequeños
robos.
—¡Veo que el matrimonio te ha hecho madurar! —se rió resueltamente—. Si
estás tan preocupada por mi estado financiero, mi querida hermana, entonces tal vez
pudieras hacerme el favor de…
—Nada cambia, Julián, ¿no es así? Todavía sigues tratando de que otros paguen
tus cuentas.
—Y tú sigues tratando de reformarme. Tus juegos son muy aburridos, Lizzie.
¿Por qué no vuelves de una vez a casa y pones fin a todas tus tonterías?

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El nerviosismo se transformó en furia. Elizabeth sintió un golpe en el estómago.
Dio un paso hacia su hermano y se detuvo atónita.
—Esto no es un juego, hermano. Es mi vida. Tengo un esposo, tengo un hogar.
Nunca volveré.
Julián acusó el golpe, ella sabía cómo tratarlo. Vio que él se esforzaba por
conservar su aire sarcástico y no flaquear.
—Volverás —susurró con un nuevo tono de voz—. Lo veré. No puedes huir con
un tercio de la propiedad y pensar que todo va a salir bien.
Estremecida de cansancio y rabia, Elizabeth se enderezó cuan alta era.
—Yo tengo lo que me pertenece por derecho. Y ahora escúchame bien,
conservaré lo que es mío.
En el rostro de Julián apareció un destello de enfado. La boca apretada era como
una línea delgada.
—No creerás que Nathaniel Bonner te desea, ¿verdad? —Recorría lentamente la
cara de su hermana con la mirada y torcía la boca disgustado—. Ahora que ya tiene la
tierra de tu padre, ¿crees que podrás retenerlo con tus libros y tus conferencias? No
podrás criar ningún hijo de él. ¿No te dijo Richard que tu esposo es estéril? Él no se
molestó en mencionarlo, ¿verdad? Dudo que se haya parado a pensar en eso, ¿por qué
iba a hacerlo? Después de todo tiene una mujer como Muchas Palomas en la cama de
al lado.
La bilis que le subía del estómago amenazaba con derrotarla, si lo permitía. Sentía
el sabor de las cosas que veía en su hermano en aquel momento: el egoísmo, la
amarga soledad que había convertido a aquel hombre en una criatura que le resultaba
irreconocible y con la que no quería tener nada que ver.
—Es extraño que menciones a Muchas Palomas, Julián. Justamente esta misma
tarde estuvo hablando de ti. —Si le hubiera dado un bofetón, no se habría
sorprendido tanto. Eso le dio a ella el tiempo suficiente para recuperar el aliento—.
Muchas Palomas dijo que un hombre sin centro trata de llenar el vacío que lo rige.
Ella te llama «El que busca en la oscuridad».
Él dejó escapar una bocanada de aire que fue mitad un suspiro, mitad una risa
ahogada.
—Tonterías de los mohawk —dijo con acritud mientras evitaba la mirada de su
hermana—. ¿Y qué se supone que significa eso?
—Significa que no tienes alma. Y sabes que eso es cierto, lo que es tu segunda
maldición. Y la realidad más triste con la que tienes que vivir.
Nathaniel surgió de pronto de la oscuridad; ella sintió su presencia como la
sombra de la montaña. Le cogió el brazo y le tocó con un dedo pidiéndole que se
quedara en silencio.
Julián parpadeó como si no pudiera centrar su mirada. Entonces dio media vuelta

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y desapareció en la noche.

* * *

Caminaron hasta casa en silencio, pero no se encontraban solos en el camino de


Lago de las Nubes. Tres indios jóvenes se cruzaron con ellos en el campo de fresas,
iluminados por las luciérnagas que volaban bajo la luna creciente. Otro grupo más
grande de kahnyen’kehaka salía del bosque a un kilómetro y medio de distancia.
Muchas Palomas había dado las noticias en Barktown y, de todos los puntos del
territorio, los hombres llegaban para estar cerca de Chingachgook en el momento en
que partiera por el sendero. Nathaniel apresuró el paso y Elizabeth decidió hacer lo
mismo.
La cabaña estaba llena de gente en absoluto silencio: los onandaga de río arriba y
otros kahnyen’kehaka. Una pareja de tramperos blancos limpiaban sus armas junto al
hogar. Su padre estaba sentado charlando con John Glove y con Galileo. Ella sintió su
mirada cuando pasó por allí.
Ojo de Halcón estaba arrodillado cerca del catre donde su padre se hundía en su
sueño de muerte. Lo único vivo que se veía alrededor de él eran los ojos del hijo, fijos
en la cara de Chingachgook, y su voz ronca y rota. Cantaba en mohicano con el
aliento que le quedaba; Elizabeth no entendía las palabras y, sin embargo, no
necesitaba un intérprete.
Cogió la mano de Chingachgook de debajo de la manta, ardía de fiebre.
Acunándola entre sus propias manos parecía un trozo de madera seca, ligera en
contraste con su forma fuerte y pulida. Elizabeth percibió los huesos, desteñidos y
pálidos como si en todos aquellos años hubieran evitado la luz directa del sol. Del
mismo sol que le había dado a su pueblo su arco iris particular, ocre y bronce, ámbar
y siena.
Hubo un movimiento casi imperceptible en el rostro lleno de dolor. Abrió los
ojos, un destello de conciencia, y luego los cerró de nuevo. La serpiente que se
arrastraba en sus mandíbulas brillaba a la luz de la lámpara y desaparecía en el pelo
blanco suelto de sus sienes.
Se abrió la puerta y se oyó el singular sonido de hueso y plata. Elizabeth había
visto por última vez a Palabras Amargas aquella mañana en Barktown, y en aquel
momento él estaba allí, junto al catre, mirando a Chingachgook con ojos tan negros y
expresivos como la noche. Ojo de Halcón se levantó para hablar con el custodio de la
fe y Elizabeth aprovechó la ocasión para salir en busca de Hannah.
Fuera había un gran fuego y más gente alrededor de él, la mayoría hombres. Tal
vez unos cien, conversando entre ellos mientras acampaban. Estaban asando ciervos;
contó tres y un oso pequeño, cuyos huesos habían arrojado a los perros. Aquellos

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hombres habían tenido que cazar para alimentarse. Billy Kirby no podría encerrarlos
a todos en la cárcel.
Pero quería hacerlo, lo deseaba, y volvería por Ojo de Halcón muy pronto. Y se
encontraría con más de la mitad del pueblo hode’noshaunee allí, como habían temido
que sucedería. Ella se negó a pensar en lo que habían hecho aquella misma noche, en
lo que significaría eso al día siguiente, porque se sentía cansada hasta la médula, muy
cansada, y debía pensar primero en su hijo. Nathaniel llegó del porche, por detrás de
ella.
—Ve a dormir —dijo extendiendo los brazos para rodearla, su mejilla se apoyaba
en la frente de Elizabeth—. Iré a buscarte cuando sea el momento. Lo has hecho muy
bien, Botas. Gracias.
Ella inclinó la cabeza a modo de respuesta y se reclinó sobre él.
—Tu padre…
—Mañana hablaremos —le dijo él al oído—. Ahora duerme.
Elizabeth lo dejó con su familia, la cual todavía seguía siendo un misterio para
ella, una relación tejida no con lazos de carne y sangre, sino con un propósito común.
En su propio porche, mirando al otro lado de la reunión, vio a unos niños durmiendo
envueltos en mantas; Se detuvo un momento para oír la respiración de las criaturas y
observar el vuelo de las luciérnagas. Una mujer kahnyen’kehaka a la que no
reconoció se sentó en una de las sillas acunando a un recién nacido.
Dentro, Curiosity revolvía un caldero con comida. Elizabeth se tomó la sopa y
comió el pan de maíz que ella le alcanzó. No recordaba cuándo había comido por
última vez, pero no tenía hambre, sino la garganta cerrada y rigidez en el vientre. Se
llevó la sopa al porche; las mujeres recogieron a sus niños dormidos y los llevaron
arriba, al desván, y Curiosity se fue a la otra cabaña.
Elizabeth encontró a Muchas Palomas y a Hannah durmiendo en su propia cama.
Hannah estaba completamente vestida y su pelo suelto se desparramaba sobre la
almohada. Elizabeth se tendió junto a ellas a esperar.
Por la ventana abierta se oían cantos y el rumor del agua mientras lentamente la
aurora anunciaba su llegada.

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Capítulo 53

—Señor Middleton, Billy Kirby está aquí, con Claude Dubonnet.


Julián miró a la hija mayor de Curiosity con los ojos entrecerrados.
—No quiero ver a nadie, Daisy.
—Sí, señor, ya lo sé. Pero me parece que ellos no se quieren marchar.
Daisy parpadeaba ante él apretando los labios. Otra mujer que no notaba la
diferencia entre un borracho y un hombre que estaba tratando de lograr fortuna,
aunque todavía no la hubiera logrado. Julián cogió su taza de café y miró de reojo la
botella de brandy del aparador.
—Entonces que tu madre los atienda. —Bebió otro trago de café y pinchó
distraídamente una salchicha—. Hoy no estoy de humor para atenderles.
Ella se quedó allí con el rostro impasible.
—Mi familia está en Lago de las Nubes —dijo pacientemente la joven—.
Chingachgook murió al amanecer, y no creo que vuelvan pronto.
En la puerta, Billy Kirby dijo:
—Todo el pueblo indio está allí arriba para enterrar al viejo bastardo.
—Billy —dijo Julián con un suspiro—. Por Dios, hombre, ¿no puedes dejarme
tranquilo? Me duele la cabeza tanto como a ti te debe de doler la cara. Vete a tu casa,
duerme y déjalos enterrar a sus muertos.
Dubonnet, con la cara como un huevo duro, carraspeó y dijo:
—Usted se apresuró a enviarnos allá arriba no hace mucho tiempo.
—Sí, bueno. No pensaba que se formaría semejante lío, yo sólo les había hecho
una sugerencia. Fue un error por mi parte, supongo.
—Nosotros no le disparamos a nadie —dijo Kirby.
Julián levantó las manos indicando que no se comprometería en una incursión.
—No tengo la menor intención de subir a esa montaña para ver cómo te golpea de
nuevo Nathaniel Bonner. Aunque él tenga el público a favor…
—A Ojo de Halcón lo sacaron de la cárcel anoche. Tengo la sospecha de que fue
su hermana la que lo liberó.
Julián se quedó rígido y luego estalló en una carcajada.
—Siempre ha sido una mujer muy inteligente. Tendría que haberlo sabido.
Miró con dureza a los dos hombres que tenía delante. Su aspecto era horrible:
iban vestidos y armados como si fueran a la guerra.
—No me estarás diciendo que piensas subir a arrestar a Ojo de Halcón ante todos
los mohawk del estado de Nueva York.
La mandíbula de Billy se movía como una sierra.
—Y a su hermana también. En cuanto reúna a todos los hombres, iré allá arriba

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justamente a eso.
—Por Dios, vosotros dos sois las personas más estúpidas y más temerarias que he
visto. No hay hombres suficientes en todo el continente para lograrlo —dijo Julián—.
¿Cuánto tiempo crees que te seguirán respaldando los hombres del pueblo si
pretendes arrestar a mi hermana? Además, no tienes pruebas de que haya sido ella,
¿verdad?
Billy se quitó el tricornio y comenzó a manosearlo compulsivamente.
—No exactamente. Sólo a Jed McGarrity, pero no quiere hablar mucho esta
mañana.
Julián protestó.
—El juez necesitará algo más que tus suposiciones antes de encerrar a una mujer.
Billy levantó la cabeza, tenía llamas en los ojos.
—¿Bueno, y usted? Podría atestiguar. Su palabra vale.
Con un rápido movimiento, Julián vació la taza de café y luego la dejó despacio
sobre la mesa.
—No cuentes conmigo.
—¿Eso quiere decir que no vendrá con nosotros?
Julián se pasó la mano por el pelo.
—Claro que no. No sé por qué tendría que preocuparme por vosotros, que sois
más un problema que una ayuda. Pero dejad que os diga una cosa: la discreción no
sólo es la mejor parte del valor, sino también una buena estrategia que puede servir a
la pequeña guerra en la que estáis involucrados.
Billy lo miró confundido.
—Hable claro, Middleton.
Con un bufido, Julián abandonó su silla.
—Está bien. Las cosas son así: si podéis contener la impaciencia ahora y dejar a
un lado el orgullo herido, tendréis por lo menos una posibilidad de obtener lo que
queréis.
Dubonnet escuchaba con aire pensativo:
—¿Y si no queremos?
Julián se encogió de hombros.
—Si subís ahora, Bonner os sacará las tripas y se las dará a los cuervos aunque
seas el sheriff.

* * *

En medio de la gran oleada de tristeza que cubría aquella mañana de verano


transformándola en algo distinto, Nathaniel se esforzó por llevar a cabo todas las
tareas hasta que su abuelo estuvo enterrado.

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Con su padre y con Huye de los Osos cavó la tumba. Las canciones y las
oraciones del custodio de la fe marcaron el ritmo del trabajo.
Hacía justamente un año que habían enterrado a su madre. Detrás de él, Nathaniel
podía percibir la forma de la tumba de ella. Se la imaginó como siempre lo había
hecho, con los brazos extendidos dándole la bienvenida. Los otros estaban esperando
también a Chingachgook, los que se habían marchado antes. Su primer hijo, que
había muerto en una batalla, la esposa que le había dado la vida a éste. Sarah, con el
niño en sus brazos. Todos ellos darían la bienvenida a Chingachgook, que caminaría,
alto y fuerte, entre ellos. Se había marchado contento a su nueva morada.
Al lado de la tumba donde lo habían enterrado, Nathaniel se preguntaba dónde se
había escondido su propio dolor. Envidiaba a su padre, a Atardecer y hasta las
cantinelas que Palabras Amargas levantaba por encima de su cabeza, porque tenían la
capacidad de alzar su voz a los cielos. Él no podía; le habían quitado las palabras. Ni
siquiera tenía palabras para Elizabeth, que estaba muy quieta junto a él; sus ojos
grises parecían dos cardenales en su cara pálida.
Uno a uno, los hombres se adelantaban para decir una palabra a Chingachgook.
Blancos e indios habían peleado y cazado a su lado; cargaban con sus años tan abierta
y orgullosamente como con sus heridas de guerra. Ofrecían su homenaje en
mohicano, kahnyen’kehaka, onandaga e inglés. Los viejos guerreros le deseaban a
Chingachgook un buen viaje y contaban sus días en palabras tan claras y firmes como
cuentas de concha. Axel también habló, y el juez, en un murmullo ronco de
conmiseración y autocompasión que hizo que el custodio de la fe y los
kahnyen’kehaka desviaran la mirada avergonzados.
Elizabeth se mareaba, y Nathaniel la rodeó con un brazo. Ella, su esposa, siempre
sería capaz de sorprenderlo. Lo miraba recorriendo su rostro mientras con las manos
exploraba sus heridas delicadamente. Él se había preguntado si ella podría soportar
aquellas horas de ceremonias. Había olvidado cuánta fuerza había en su interior. Un
día le llegaría a él el turno de caminar por aquel sendero y ella estaría allí, rodeada
por sus hijos, y encontraría las palabras justas para contar la historia de su vida. Ella
sobreviviría a todos para contar la historia. Él lo sabía.

* * *

Al caer el sol, la ceremonia había terminado y los kahnyen’kehaka comenzaron a


retirarse en pequeños grupos por el borde de la montaña. Antes, le contó Muchas
Palomas a Elizabeth, solían pasar varios días contando historias y orando, pero ya no.
El hode’noshaunee que había sobrevivido en aquella parte del mundo había
aprendido a vivir en las sombras. Los del pueblo partieron también, el juez fue el
último, vagaba de un lado a otro hasta que Curiosity lo llevó aparte y le habló claro.

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Elizabeth lo vio marcharse a través de la ventana de su casa, evocando y rechazando
con los brazos apretados sentimientos de caridad que le recorrían todo el cuerpo.
Era bueno estar solos de nuevo. Elizabeth ocupó su lugar en la larga mesa de la
cabaña de Ojo de Halcón con verdadero alivio. Hannah estaba a su izquierda y
Nathaniel a su derecha; Atardecer se sentaba delante de ella con Muchas Palomas y
Huye de los Osos. Ojo de Halcón estaba en uno de los extremos de la mesa; en el otro
quedaba vacío el lugar de Chingachgook.
Comieron venado fresco, alubias y calabaza, y Elizabeth recordó repentinamente
la primera vez que había comido en aquella mesa, el invierno pasado. Festejaban la
consecución del pavo que Ojo de Halcón le había ganado a Billy Kirby, y Nathaniel
le había mostrado los planos de la escuela. Ella se había preguntado entonces si
alguna vez llegaría a ser parte de aquella familia, si habría un lugar para ella. En
aquel momento no podía imaginarse viviendo sin ellos.
Le puso una mano en la pierna a Nathaniel con suavidad y él la cubrió con la
suya.
En la cabecera de la mesa, Ojo de Halcón los estaba observando con expresión
seria.
—Nathaniel —dijo apartando su plato—. Tú, Osos y yo tenemos que hablar y
luego seguiré mi camino.
Junto a Elizabeth, Hannah se puso rígida súbitamente.
—¿Dónde piensas ir, abuelo? —le preguntó en kahnyen’kehaka, señal de que
estaba distraída.
—A las colinas, lejos —le respondió él con una cálida sonrisa—. Te traeré un
tesoro, o dos, cuando vuelva.
Las mujeres estaban en silencio, con la mirada fija en Ojo de Halcón. «Ellas
sabían que pasaría esto —pensaba Elizabeth—. Lo sabían desde el principio. Todo el
día estuvieron preparando algo más que la ceremonia».
Pero no pudo quedarse callada; no por Hannah, tampoco por ella misma.
—¿Es realmente necesario que se vaya?
—Ah, sí, muchacha, me temo que sí. —Ojo de Halcón se miró las manos
apoyadas a cada lado del plato—. Si no lo hago volverán a buscarme. Y no podría
pasar una noche más en esa cárcel.
—Pero ellos habrán conseguido lo que quieren si usted se marcha.
A su lado, Nathaniel se inquietaba, pero no intentó detenerla.
—No. Todos los demás os quedáis aquí. Sólo que os las tendréis que arreglar sin
mí durante un tiempo. —Miraba el rostro descompuesto de Hannah.
Atardecer puso una mano en el hombro de Hannah y entrecerró los ojos.
—Tu abuelo buscará a tu tío Nutria —dijo con tono casual—. Cuando lo
encuentre, estaremos todos juntos de nuevo. Tienes que desearle que tenga buen

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viaje.
Hannah miró con dificultad los ojos de su abuela y luego miró a; Muchas
Palomas. Ella asintió con firmeza y en respuesta la niña bajo los hombros.
Elizabeth se volvió hacia Nathaniel y pudo percibir dos cosas: que esta nueva
pérdida era inevitable, y que Nathaniel casi no podía soportarla.

* * *

Llevó a Hannah a la cama y le leyó a la luz de la lámpara; un lujo para ambas. En


lo más profundo de la noche, la piel de la niña parecía más brillante y lustrosa y
adquiría un color ambarino. La miraba al hacer una pausa entre página y página, a
Elizabeth le resultaba difícil apartar la vista de aquella cara. Una niña tan guapa, de
una belleza que hipnotizaba y asustaba al mismo tiempo. Elizabeth trató de prestar
atención a la historia. Esta vez, sin embargo, a Hannah no le interesaban tanto los
cuentos de Las mil y una noches.
—¿Mi padre y tú también os iréis? —la interrumpió.
Elizabeth cerró el libro. «No nos vamos a ninguna parte», eso era lo que deseaba
decir. Pero sabía que sacrificar la verdad para reconfortarla sería un error tratándose
de aquella niña. Entonces le respondió:
—Hay algunas cosas de las que no puedo estar segura, pero sí sé que no
podríamos ser una familia si no estuvieras tú. Si tenemos que irnos en algún
momento, lo haremos todos juntos.
A través de una pequeña ventana vio el cielo repleto de estrellas. En medio de la
noche, Ojo de Halcón marchaba a pie hacia el norte, iluminado únicamente por ellas.
—Ya llega el invierno —dijo Hannah—. Tendrá frío y estará solo.
Elizabeth se preguntaba si se acostumbraría a que le leyeran los pensamientos con
tanta facilidad.
—Supongo que tu abuelo irá a poner trampas con Robbie —dijo, aunque en
realidad sólo era una esperanza.
—Si yo fuera varón, me iría con él a buscar a Nutria.
Pensaba que ya había llorado suficiente por aquel día, pero entonces se dio cuenta
de que estaba equivocada. Y el poco sentido que tenía el llanto de las niñas sólo
porque no podían ir a los mismos lugares a los que los niños iban con tanta libertad.
—Cuando yo tenía ocho años —le dijo— me puse la ropa de mi primo
Merriweather. Pensé que podía vestirme como un varón y huir para hacer lo que me
diera la gana.
—¿Y te salió bien?
Elizabeth negó con la cabeza.
—No me quedaba bien, ¿sabes? —dijo pensativa—. Nunca le había hablado a

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nadie de mi pequeña aventura.
Hannah sonrió. Fue una pequeña señal, pero tal vez suficiente para dormirse.
Elizabeth la besó en la mejilla y luego cogió la linterna para bajar del desván.
Nathaniel y Huye de los Osos esperaban ante las sombras del hogar apagado.
Osos estaba profundamente dormido y tenía la cabeza muy inclinada a un lado, pero
los ojos de Nathaniel se fijaron en ella mientras se acercaba.
—Estás tan cansado como él.
—Es cierto —dijo Nathaniel mirándola con un ojo cerrado—. Pero no tan
borracho.
No había dormido desde hacía dos días; el tono algo agresivo de sus palabras
pudo haberse debido sólo al cansancio. Pero el olor que tenía indicaba algo más.
Elizabeth dio un paso atrás.
—¿Has estado bebiendo? —preguntó incrédula.
—Sí —dijo Nathaniel—. Eso es lo que he hecho.
Osos se movió ligeramente como si tuviera algo que añadir.
Desgarrada entre la incomodidad y la compasión, Elizabeth encontró fuerzas para
decir:
—Tenemos que llevar a Osos a su casa de alguna manera.
—No lo dejarán entrar, y si lo hacen lo lamentará. Atardecer no tolera a nadie que
haya bebido bajo su techo.
Elizabeth nunca había visto bebida en Lago de las Nubes, pero tampoco había
visto pan blanco, ni azúcar ni café. No se le había ocurrido que la ausencia de bebida
fuera algo tan importante.
—No te preocupes, Botas. Iremos a dormir al granero —dijo Nathaniel
levantándose sin ganas.
—Tú dormirás en tu cama —dijo Elizabeth con voz terminante—. Pero me temo
que Osos se tendrá que quedar donde está. Le dolerá mucho el cuello por la mañana.
—Se apartó de su lado para tender una manta sobre Osos. Dándole la espalda a
Nathaniel le dijo—: Es un modo extraño el que has elegido para decirle adiós a tu
abuelo y despedir a tu padre, no le encuentro ningún sentido, Nathaniel. Pero también
pienso que no tiene sentido añadir un agravio a la ofensa. Vete a dormir.
Nathaniel le puso una mano en el hombro.
—Ven conmigo.
—Esta noche dormiré con Hannah.
Con un rápido movimiento la atrajo hacia sí.
—No. —Y al verle la cara, dejó caer la mano y también la cabeza, no sin que
antes ella viera el destello de sus ojos—. No —le dijo otra vez con la misma firmeza
—. No me dejes solo.
En silencio, Elizabeth asintió. Cogió la linterna y, seguida por él, se dirigió al

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dormitorio.

* * *

Él durmió mal, se movía y murmuraba palabras en kahnyen’kehaka. Como apenas


rozaba la superficie del sueño, Elizabeth se despertó más de una vez. Había suficiente
luz en el cielo de la noche para que le pudiera ver la cara, profundamente sombría y
llena de preocupación. Deseaba tocarlo, alisar las líneas de su cara, pero temía
despertarlo. Con un suspiro dio media vuelta y se acurrucó a su lado. Nathaniel se
quedó quieto de pronto y ella supo que estaba despierto. Se apretó contra la espalda
de ella, el aliento tibio y áspero le rozaba la oreja. Tenía el olor de siempre, junto al
de la ceremonia y el del whisky. Puso las manos en las caderas de ella y la abrazó en
un impulso creciente. Aunque trató de apartarse con expresión de sorpresa, él volvió
a quedarse quieto, aflojó la presión de las manos y cayó de nuevo en un profundo
sueño.
Ella estaba entre sus brazos, soñaba con Oakmere, con la tía Merriweather ante la
mesa del té rodeada por sus hijas casadas. Se hablaba mucho de los esposos durante
aquellas horas del té cuando los hombres estaban ausentes. Hábitos imperdonables,
caprichos y modales, gustos extraños, necesidades masculinas siempre
incomprensibles que había que soportar. Más allá de tales necesidades, los corazones
de aquellos hombres nunca fueron de mayor interés para la tía, como si satisfacer sus
estómagos y otras demandas del cuerpo fueran suficientes males. Como si los
hombres no tuvieran corazón.
Elizabeth sintió los latidos del corazón de Nathaniel golpeando contra su espalda,
las lágrimas de él le habían humedecido el pelo.
«Tía Merriweather».
Con cuidado para no despertarlo de nuevo, Elizabeth se deshizo del abrazo de
Nathaniel. Cogió una vela y se deslizó hasta la otra habitación para encenderla con
las brasas. Osos se había ido, la manta estaba tirada sobre el brazo de la silla. Tuvo la
esperanza de que hubiera encontrado un lugar más cómodo donde dormir.
Se quedó observando el montón de provisiones, todavía sin desenvolver, que
habían comprado en Albany. Tras buscar un rato la encontró, arrugada entre el
paquete de plumas nuevas y el documento de venta de la escuela, la carta de su tía
Merriweather; el sello verde de cera todavía estaba intacto. Elizabeth se sentó en la
silla y se pasó las manos por la curva que formaba su estómago, contemplando el
cuadrado de papel que tenía sobre las rodillas. Más allá de la caída del agua, el
mundo estaba en silencio; al abrirlo, el sello sonó como un disparo. Elizabeth
desdobló las hojas completamente escritas y las acercó a la luz de la vela hasta que
pudo leer aquella elegante caligrafía. Así supo que mientras ella había estado

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viajando al norte por el bosque con la esperanza de encontrar vivo a Nathaniel, la tía
Merriweather había estado atendiendo a su esposo durante una repentina y fatal
enfermedad; que lo había enterrado en una lluviosa mañana de verano el mismo día
que había llegado la carta de Elizabeth con las sorprendentes noticias de su
matrimonio con un leñador; y que Augusta Merriweather, madre viuda de cuatro
hijos crecidos, no tenía nada más urgente que hacer que viajar a las colonias y ver qué
podía salvarse del futuro de su amada sobrina. Había comprado un pasaje al capitán
Wentworth y esperaba llegar a mediados de septiembre.
La acompañarían sus dos sirvientas, su hija mayor, Amanda, y el esposo de ésta,
sir William Spencer, vizconde de Durbeyfield.

* * *

Al día siguiente todos estaban demasiado atareados para darse cuenta de que
Elizabeth tenía una nueva preocupación. La cosecha estaba cerca y también la
temporada de las trampas, y en aquel momento sólo había dos hombres para hacer el
trabajo; pocos meses antes eran cuatro. Elizabeth estaba contenta de que Nathaniel
estuviera tan ocupado porque todavía no estaba preparada para compartir con él las
últimas noticias.
Las otras mujeres pasaban el día en el campo, pero Elizabeth se quedaba con
Hannah. Estaba contenta de tener la ayuda de la niña y su agradable compañía.
Ordenaron las cosas compradas en Albany, apartando lo que era para la escuela y los
regalos y las provisiones que había que dividir entre las dos cabañas. Hannah estaba
fascinada ante cada nuevo descubrimiento y su ánimo fue mejorando mientras corría
de una cabaña a otra con los brazos llenos de cosas bonitas.
Mientras tanto, Elizabeth llenó un cesto de provisiones, en el que puso tela y
botones a un paquete de azúcar y un saco pequeño de harina de trigo.
—¿Para quién es eso? —preguntó Hannah.
—Para Martha Southern y sus hijos.
—Ah. —Hannah había encontrado unas gafas y se las puso, pero enseguida
resbalaron hasta la punta de su nariz—. ¿Y éstas, para Ian McGarrity?
—Sí, si sus padres lo permiten —Elizabeth no quería pensar en Jed McGarrity
todavía y se puso a ordenar el conjunto de cintas que había traído de Albany. Cogió
una azul y otra blanca, las enrolló con cuidado y las añadió al cesto.
—¿Crees que Martha aceptará esas cosas?
Elizabeth se levantó suspirando.
—No estoy muy segura. Pero lo intentaré.

* * *

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Fue Jemima la que abrió la puerta de la cabaña. Su vestido de fabricación casera
había sido teñido de un color negruzco y hacía juego con su cara.
—Buenas tardes, Jemima —dijo Elizabeth con suavidad—. ¿Puedo ver a tu
madre?
—Desde luego, señora Elizabeth. Entre, por favor. —Martha había abierto más la
puerta retirando la mano de su hija y pasando por alto la mirada que ella le dirigió—.
Hola, Hannah. Son muy amables por venir. Pasen, por favor, pasen.
Hannah fue inmediatamente a ver al niño en su cuna, cerca del hogar, pero
Jemima la interceptó en el camino, poniendo su cuerpo pequeño y sólido entre la otra
niña y su meta.
—Hija —le indicó la madre con delicadeza—. Ve a buscar a Adam al jardín,
ahora mismo.
Jemima bajó la cabeza y se miró los pies. Luego dijo:
—¿Qué hacen aquí?
—Hemos venido a presentar nuestros respetos —respondió Elizabeth, aunque no
fuera a ella a quien dirigía la pregunta.
Jemima se fue dando un portazo al salir. La niña estaba tan visiblemente enfadada
como angustiada, lo que hizo que Elizabeth sintiera menos desagrado por ella.
—Está muy dolida por la muerte de su padre —explicó Martha.
—Sí, ya veo. Lamento mucho la pérdida. De verdad, lo lamento mucho —añadió
Elizabeth.
Martha inclinó la cabeza. Se frotaba los dedos en la tela de su camisa y durante un
momento no pudo mirar a Elizabeth a la cara.
—Confiamos en Dios. Mi Moses tenía un carácter muy fuerte, y eso lo hacía ir a
veces demasiado lejos.
Elizabeth emitió un sonido para alentarla, porque no sabía qué responder a
aquellas palabras.
Martha levantó la cabeza:
—Usted también ha perdido a un ser querido —dijo—. Y lamento que Moses
haya tenido que ver con eso. Espero que puedan consolarse los unos a los otros.
—Gracias, es lo que tratamos de hacer. —Alargó el brazo—. Martha, he venido a
ver si puedo ayudarla en algo. Si no es demasiado pronto para que hablemos de estas
cosas. —El cesto quedó en el suelo, entre ambas, la mirada de Martha se posó en él y
una expresión de alivio y placer asomó a sus ojos—. Estas cosas son para usted y
espero que le sean de utilidad. Pero hay algo más.
Elizabeth vio la mirada asombrada de Martha, y con palabras muy simples, le
expuso sus ideas. Cuando hubo terminado, Martha estaba más indecisa que
sorprendida.
—No me gusta la caridad —dijo—. Moses no habría querido que aceptara

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caridad.
Hannah había levantado al niño y se lo puso en el regazo en cuanto Jemima salió
de la cabaña, pero en aquel momento el pequeño comenzaba a llorar. Distraída,
Martha lo cogió de los brazos de Hannah y comenzó a mecerlo sobre la rodilla.
—Es un trabajo especial —dijo Elizabeth amablemente—. Yo no sé coser y
necesito muchas cosas para mí, para Hannah, y para la criatura. Yo no creo que eso
sea caridad.
—¿Puedo trabajar aquí? —preguntó Martha—. No quisiera estar subiendo la
montaña con los niños todos los días.
—Por supuesto —dijo Elizabeth—. Le traeré lo que sea necesario.
Lentamente, la expresión ceñuda de Martha fue desapareciendo.
—Sólo puedo coser medio día hasta que llegue el momento de recolectar el maíz.
Dos dólares por día de trabajo es todo lo que aceptaré.
—Sé que en Albany —señaló Elizabeth— las costureras expertas piden dos y
medio, y creo que está bien.
Martha mecía al niño en su regazo y esbozó su primera sonrisa del día.
—Paradise no es Albany ni mi trabajo es tan especial —dijo ella—. Pero
podemos hacer un trato por la diferencia, si usted fuera tan amable. Todavía quiero
que mi hija vaya a la escuela.
La puerta se abrió y apareció Jemima arrastrando a su hermano menor tras ella.
Elizabeth suspiró profundamente, con aire de resignación, y extendió la mano a
Martha Southern.

* * *

A la hora de la cena, Nathaniel casi se echó a reír a carcajadas cuando le contaron


que Jemima Southern volvía a la escuela de Elizabeth, para bien esta vez. Fue sólo la
mirada severa de Elizabeth la que lo detuvo; eso, y tal vez el hecho de que todavía le
dolía mucho la cabeza.
Cenaban solos aquella noche. Elizabeth había logrado hacer un caldo con la
ayuda de Hannah y también tenían pan de maíz, que en aquel momento observaba en
su cuenco con cierta irritación.
—Sé que tendría que estar contenta por aceptar el desafío —dijo—. Pero es una
niña tan difícil.
Hannah se mostró de acuerdo.
—Si al menos volviera también Liam —dijo—. Jemima se comporta mejor
cuando la observa.
—Supongo que Jemima se acostumbrará pronto a las tareas de la escuela —dijo
Nathaniel tratando de disculparse, y añadió—: De cualquier modo, Botas, es bueno

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que Jed y Nancy no hayan decidido sacar a sus niños de clase. Jed es un hombre
comprensivo y sabe perdonar.
Elizabeth miró a Nathaniel por encima de la cabeza de Hannah con aire de
súplica. Hannah no sabía nada de la permanencia no deseada ni merecida de Jed en la
despensa de Anna, ni el papel que había desempeñado Elizabeth en el regreso a casa
de Ojo de Halcón; además, Elizabeth prefería que en lo posible no se enterara. Todo
aquel episodio parecía algo fantástico. Esperaba que Ojo de Halcón se presentara en
cualquier momento, y sabía que Nathaniel deseaba lo mismo.
—Ian está muy raro con esas gafas —dijo Hannah.
—Si insistes en seguir leyendo a la luz de las estrellas, seguro que tú también
tendrás que usarlas pronto —señaló Elizabeth poniendo más caldo en el cuenco de
Hannah. Se movió demasiado rápido y salpicó la mesa. Con un pequeño grito de
estupor, Elizabeth comenzó a limpiarlo con su delantal.
Nathaniel apareció a su lado apartándola suavemente.
—¡Botas! —dijo suavemente con la boca contraída de preocupación—. No es
nada. ¿Qué es lo que te pasa? Estás muy nerviosa.
—Tal vez sea por el abuelo —dijo Hannah.
—No —Elizabeth se apartó de él—. Sí, en parte es por Chingachgook… pero
bueno… —Respiró profundamente—. Pensaba que era mejor esperar, con todas las
cosas que han pasado estos días. Pero creo que es una tontería mía. Mira —Extrajo
del bolsillo la carta de su tía Merriweather y se la dio a Nathaniel.
Él levantó una ceja y lentamente se acercó para cogerla de sus manos. Miró a ver
de qué se trataba:
—Nos habíamos olvidado de esto, ¿verdad? Con las prisas por volver. La carta de
tu tía.
—Viene hacia aquí, de visita —dijo de golpe Elizabeth.
—Bueno, no me parece mal —dijo Hannah con una sonrisa—. ¿No te preocupaba
que sobrara sitio? Puede dormir conmigo en el desván.
La sola idea de ver a la tía Merriweather subiendo la escalera vertical hacia el
desván para dormir podría haber sido muy divertida en otras circunstancias. Pero en
aquel momento Elizabeth apenas podía oír los planes de la niña para recibir a los
visitantes. Observó que Nathaniel leía atentamente cada línea. Levantó la cabeza
sorprendido.
—¿Tu prima y su marido también?
Elizabeth se aclaró la voz:
—Y las sirvientas.
—Bueno, no te preocupes, Botas —dijo él acercándola para quitarle una miga de
pan de la mejilla—. Supongo que nos las arreglaremos para llevarnos bien con ellos.
Tú y yo hemos tenido que afrontar cosas peores, ¿no te parece?

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Ella dejó escapar una risa muy breve que Nathaniel tomó como señal de que
estaba de acuerdo.

* * *

Aquella noche, en la cama, Nathaniel le dio otra sorpresa.


—¿Adonde querías huir cuando cogiste la ropa de tu primo? —le preguntó
muerto de sueño.
—¿Oíste eso?
—Estaba borracho, Botas. Pero no sordo. —Ella movió la cabeza para
acomodarse mejor en el hombro de él.
—Pensaba que podría viajar como marinero y llegar muy lejos, a una tierra donde
se permitiera a las mujeres montar a horcajadas sobre los caballos y aprender a
disparar.
—¿Y leer lo que quisieran?
—Eso fue antes de que averiguara lo que había en los libros —dijo Elizabeth—.
Cuando supe lo que decían, creí que con ellos sería suficiente y que podría imaginar
lo demás.
Él se puso de lado, haciendo que ella quedara más abajo y poder verle la cara.
—¿Qué es lo que quieres decirme acerca de William Spencer?
—No hay nada que decir acerca de William Spencer —dijo sin dudar un
momento.
Pero Elizabeth se quedó despierta durante largo rato meditando, pensando en la
ironía que encerraba una verdad tan turbadora como una mentira.

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Capítulo 54

A medida que se acercaba la cosecha, los alumnos de Elizabeth comenzaron a


desaparecer de clase. Los niños y las niñas solían ausentarse uno o dos días para
reaparecer con la cabeza gacha disculpándose torpemente y hablando de los detalles
de la cosecha, actividad que Elizabeth estaba empezando a conocer. Al final de la
semana siguiente al funeral de Chingachgook, con el trabajo de casa en aumento y la
próxima visita presionando su mente, reconoció la necesidad de hacer un receso en el
curso escolar. Propuso una pequeña celebración para terminar las clases de verano.
Recitarían.
—¿Y habrá comida? —quiso saber Ephraim.
—Desde luego —respondió Elizabeth—. Tendremos que ofrecer algo a nuestros
invitados.
—¿Qué es recitar? —preguntó Ruth Glove.
—Cantar poemas y cosas así —replicó Dolly Smythe.
Por primera vez desde que había vuelto a la escuela, Jemima Southern pareció
interesarse en algo.
—Cada uno de vosotros recitará una pieza breve. Ian, si quieres podrías recitar
algo de Robinson Crusoe, creo que te gusta mucho. Y a ti, Jemima, ¿te gustaría
cantar?
El aspecto de total sorpresa que vio en la cara de Jemima le produjo gran
satisfacción a Elizabeth. Finalmente había encontrado algo que parecía despertar a la
niña.
Se fijó la fecha: sería el sábado siguiente, al atardecer.
—Nuestra madre hace pasteles los sábados —señaló Ephraim—. Y la gente
también huele mejor.
Nadie pareció sorprenderse por aquella relación, y Elizabeth reprimió la risa.
Después de otras indicaciones, les pidió que hicieran las invitaciones para sus
familias.
Inclinada sobre el trabajo de Ian, Elizabeth sintió que la mano de Hannah la
tocaba.
—¿Yo también podré recitar?
Sorprendida, Elizabeth levantó la vista y la miró fijamente.
—Desde luego que sí, Hannah Bonner. Tú eres una alumna de mi clase, ¿verdad?
Tal vez te gustaría recitar a Robert Burns.
Hannah asintió muy pensativa y volvió a su tarea.

* * *

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Una vez que Elizabeth dio por terminada la clase y dio permiso a los niños para
irse, vio a Curiosity esperándola en el escalón con su amplia sonrisa y una cesta llena
de pan, bizcochos y otras cosas sabrosas que Elizabeth echaba de menos, aunque no
quería admitir aquella debilidad. Antes de que pudiera decir una sola palabra para
saludarla, Curiosity ya la había cogido de los brazos y la había hecho volver al aula
vacía. Entonces se paró allí, moviendo el dedo del pie y sonriendo con tanta energía
que Elizabeth rió también.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Buenas noticias?
—Bueno, espere a que le cuente —dijo Curiosity—. Su padre tiene compañía.
Llegaron ayer por la tarde. Preguntan por usted. —Elizabeth puso cara larga—. ¡No
es esa Merriweather! Es un caballero cuáquero.
—El primo Samuel —dijo Elizabeth con alivio—; estaba pensando en él.
—Sí, señora. Samuel Hench, y trajo a un hombre que se llama Joshua, es un
herrero.
—¿Lo ha hecho? Estoy muy contenta de que haya podido venir de visita, no sabía
si tendría tiempo suficiente.
La mirada aguda de Curiosity se fijó en la cara de Elizabeth.
—Ese primo suyo ha estado toda la mañana reunido con John Glove. Gastando
dinero.
Elizabeth dio media vuelta.
—Supongo que querrá cenar allí.
—Usted es una embustera terrible, Elizabeth. Míreme a la cara y dígame que no
sabía nada de lo que venía a hacer ese hombre aquí.
—Curiosity —dijo volviéndose y extendiendo las manos delante de ella en señal
de rendición—. Supongo que fue tonto por mi parte pensar que podría ocultárselo a
usted. Pero, por favor, que quede entre nosotras, ¿puede ser?
Con una risa estrepitosa, la mujer cogió de nuevo los brazos de Elizabeth y
adelantándose le dio un sonoro beso en la frente.
—¡Lo sabía! —dijo sacudiéndola con ganas—. Sabía que no me había
equivocado con usted.
—Pero ¿guardaremos el secreto? —empezó de nuevo Elizabeth.
Curiosity asintió con la cabeza y su turbante estuvo a punto de caer.
—Guardaremos el secreto si eso es lo que hay que hacer. Pero están pasando
cosas ahora; y usted tiene que ver con ellas.
—¿Qué cosas?
—Bueno, mi Polly se casará ahora que Benjamín tiene los papeles. Me
preguntaba si alguna vez llegaría ese día. Ahora mismo Galileo está hablando con el
señor Glove. Pensamos que quizá quiera contratar a nuestro Manny para que aprenda
las tareas del molino.

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—Pero ¿qué hay de Benjamín?
—El trabajará para su padre en lugar de Manny y se ocupará del cuidado de la
casa con Polly.
—Creo que usted podría dirigir una revolución, Curiosity.
—Lo mismo que la mayoría de las mujeres —dijo moviendo los dedos como si
no se tratara de nada fuera de lo común—. Después de todo, una revolución no es
más que una limpieza de primavera que dura un poco más.
Puso la cesta en manos de Elizabeth y se alzó las faldas para marcharse.
—Tendrán que venir a casa esta noche. Todos ustedes. Vamos a celebrarlo.
—Ah, Curiosity —dijo lentamente Elizabeth con recelo—. No estoy segura de
que podamos.
—No me venga con tonterías. Después de todo, él es su padre. Y mi Polly se
ofendería si usted no viene. —Tras una breve pausa, añadió—: ¿Ya le ha dicho al
viejo que va a tener un hijo?
Elizabeth negó con la cabeza.
—No he tenido la oportunidad. Me sorprende… —y se interrumpió con una
sonrisa.
—Si usted piensa que andaré contando intimidades, señora, no me conoce bien.
Eso lo tienen que hacer usted y su marido. Esta noche sería un buen momento.
—No sé, Curiosity. Con todo lo que ha pasado…
—Chingachgook era un hombre bueno y ahora se ha ido. Los mohawk conocen la
diferencia entre lo vivo y lo muerto, y no obligan a la gente joven a que detenga su
vida cuando los viejos se marchan. Si Atardecer no quiere bajar de la montaña porque
se sentiría incómoda, es otra cosa. Pero usted puede venir.
Elizabeth dudó y finalmente asintió con la cabeza.
—Hablaré con Nathaniel.
—Hágalo. Y luego vengan. No está sonriendo mucho estos días, Elizabeth, y
tiene muchos motivos para sonreír, ¿no cree? —dijo posando sus ojos en el vientre de
Elizabeth.
—Usted tiene una manera de ver las cosas que convence a cualquiera, Curiosity.
—Lo tomo como un cumplido. Bien, nos veremos esta noche, espero.
Y con un revuelo de faldas desapareció por la escalera.
Hannah salió de golpe de la otra habitación con gritos de alegría y abalanzándose
sobre ella.
—¿Podemos ir? ¡Por favor!
—Tienes que aprender a no asustarme de este modo —dijo Elizabeth apoyándose
en su escritorio para sujetarse—. ¿Qué estabas haciendo ahí?
—Leyendo.
Hannah le mostró el libro que la señora Schuyler había enviado por el bien de

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Elizabeth: Un obsequio para ser entregado a las mujeres embarazadas por sus
esposos o amigas, que contiene indicaciones acerca de la madre y el niño. Cómo
prepararse para el momento. Escrito para uso privado de una señora de categoría y
ahora publicado para el bien común.
—Ah, Dios —dijo Elizabeth inquieta—. Supongo que ya has leído la mayor
parte, ¿verdad?
Hannah dijo que sí, muy contenta.
—No creo que la abuela esté de acuerdo con muchas de las cosas que dice el
libro, pero de cualquier manera me pareció interesante.
—Sin duda —murmuró Elizabeth.
Había preparado la segunda habitación como estudio y biblioteca; Nathaniel le
había hecho un escritorio y una silla muy cómoda; la luz era buena y la vista al lago,
maravillosa. Pero cuando podía, Elizabeth prefería trabajar en su casa para estar cerca
de él. Hannah usaba más el estudio que ella. No era difícil de entender, Elizabeth
recordaba de cuánta comodidad e intimidad podía gozar para leer cuando era joven.
Comenzó a clasificar los libros que había sobre el escritorio.
—No estoy segura si iremos a la cena. Necesito hablar con tu padre.
—Si tú quieres ir, él no dirá que no —dijo Hannah—. No te niega nada.
—¿Tú crees? —dijo Elizabeth riendo—. Vamos a casa y veremos si tienes razón.
Hannah recorrió con la mirada el estudio.
—¿Podría quedarme un rato más aquí?
Elizabeth habría querido conceder a Hannah la media hora que tanto deseaba,
pero no estaba bien hacer eso. Había trabajo que hacer en casa; tanto los pequeños
maizales y los huertos de alubias y calabazas como la ropa pedían la presencia de las
mujeres y la ayuda de Hannah tenía mucho valor. Además, había que cuidar a
Nathaniel y a Huye de los Osos; Billy Kirby todavía no había hecho nada para vengar
su orgullo herido, pero no esperaría siempre.
—Puedes llevarte el libro a casa y devolverlo mañana.
El rostro de la niña se ensombreció, lleno de contrariedad con una pizca de
rebeldía. Pero no duró mucho, enseguida dio media vuelta y volvió tras el estudio con
las manos vacías.
—No es muy agradable —dijo— estar siempre haciendo lo mismo, en el mismo
lugar. No me gusta estar encerrada, como tampoco le gustaba al abuelo, pero tú lo
liberaste.
Y la miró de modo significativo.
—Ah —dijo Elizabeth—, me pregunto cuándo te has enterado. ¿Te lo dijeron los
niños?
Hannah asintió con la cabeza.
—Para ti es fácil hablar de quedarse en casa y de estar seguro —dijo ella—. Tú ya

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has vivido tus aventuras, durante el verano en el bosque y sacando al abuelo de la
despensa de Anna.
Elizabeth se tocó la punta de la nariz con dos dedos.
—No fueron momentos agradables, Hannah —le dijo—. No anduve en busca de
aventuras y me hubiera gustado que no hubiera sido necesario pasar por todo eso.
La niña levantó un hombro, no estaba convencida.
—Todos los miembros de esta familia han tenido aventuras. ¿Cuándo me tocará el
turno a mí?
—Muy pronto, me temo —dijo Elizabeth. Y deseó que fuera mentira.

* * *

Tenía pendiente otra visita a la que Elizabeth temía. Pensó que era mejor hacerla
cuando fuese a la fiesta de compromiso de Polly. Kitty no la recibiría con alegría,
pero no podía dejar de pensar que la muchacha necesitaba ayuda, y que la aceptaría si
Elizabeth era capaz de encontrar las palabras adecuadas para convencerla.
A Nathaniel no le gustaba la idea, pero se sintió mucho más tranquilo cuando
supo que el señor Witherspoon había ido a visitar a Martha Southern. Hannah no
parecía molesta por el retraso; cogió una silla del salón de los Witherspoon y miró a
su alrededor: con gran curiosidad y visible interés subió a mirar los libros de las
estanterías con las manos cruzadas en la espalda; como si apenas pudiera reprimir el
deseo de tocar los pocos volúmenes leídos. Elizabeth fue con ella y encontró lo que
suponía que habría allí: los Sermones de Tillotson y Butler, muy manoseados, El
camino del peregrino, El paraíso perdido, Robinson Crusoe, con el lomo
cuidadosamente reparado; La vida del doctor John Donne de Walton, Una seria
llamada a la vida devota y santa de Law y Una demostración del ser y los atributos
de Dios de Clarke. Había además algunos volúmenes de medicina, que
inmediatamente atrajeron la atención de Hannah. Miró a Kitty con ojos inquietos y
recibió en respuesta un ademán de aprobación; Hannah se acomodó muy contenta en
un rincón con la Anatomía de los cuerpos humanos con figuras dibujadas del natural
en las manos y una expresión de genuino interés en su rostro.
Kitty miraba entre seria y desinteresada a Nathaniel, que llevaba la peor parte en
la tarea de iniciar una conversación; nada de lo que se le había ocurrido a Elizabeth
servía en absoluto, porque la mayor parte de los temas tenían relación con la
redondez que Kitty ostentaba en su vientre. Hasta entonces, Elizabeth se había
resistido a calcular de cuántos meses estaba Kitty, pero aquel día, con sólo verla, se
dio cuenta de que no podía evitarlo. Con cierta alarma reconoció que Kitty habría
pasado ya del séptimo mes. Elizabeth se preguntó entonces si habría estado tan
inmersa en sus problemas durante el mes de enero para no haberse dado cuenta de los

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juegos de Julián con aquella muchacha. Una muchacha que pronto sería madre y que
no tenía el apoyo de un marido. Le habría gustado tener una charla íntima con Kitty,
para que pudieran hablar del tema abiertamente, pero la expresión del rostro de la
joven le dio a entender que eso era imposible.
Kitty volvía en aquel momento su atención hacia Elizabeth con sus pálidos ojos
bajos.
—No se sabe nada de Richard en Albany. —Era más una afirmación que una
pregunta.
—Lamentablemente no.
Torció suavemente un labio indicando que no lo creía del todo.
—¿En serio?
Elizabeth intentó esbozar una sonrisa, decidida a no perder la compostura ni la
calma.
—Te he traído algunas cosas de Albany. —Hizo una seña en dirección al cesto
que Nathaniel había puesto cerca de la puerta—. Espero que te sean de utilidad.
Hubo un pesado silencio.
—Iré a Albany a declarar cuando sea necesario —dijo Kitty—. Cuando vuelva
Richard. Entonces él me comprará lo que le pida.
Como no sabía si ofenderse ante tan malos modales o reprocharse el haber sido
tan ingenua para creer que Kitty aceptaría algún regalo.
Elizabeth sencillamente desvió la mirada. En la cara de Nathaniel no había más
que tedio; no quería que nadie supiera la nueva fecha fijada por el juzgado, ni las
consecuencias si Richard se presentaba. No sin esfuerzo, Elizabeth se tragó lo que
más deseaba decir en aquel momento.
Él se dio cuenta de lo que se proponía ella y se levantó para poner fin a la visita.
—Estoy seguro de que vendrá, Kitty. Mientras tanto, ahí tienes algunas
chucherías que te vendrán bien. Botas, nos están esperando.
Hannah hizo una pequeña reverencia al saludar a Kitty.
—¿Sabía que Polly y Benjamin se van a casar? —preguntó—. Vamos a la fiesta
de compromiso. ¿No quiere venir?
Kitty se dio la vuelta para mirar por la ventana; su estrecha espalda se mantenía
muy derecha; y los hombros, tan rígidos que Elizabeth pensó que con sólo tocarla se
rompería.
Mientras se alejaban de la casa, Elizabeth tuvo la sensación de que a su espalda
sólo había ventanas vacías, tan vacías como las cuencas de los ojos de un ciego.

* * *

Fue Samuel Hench quien les dio a Nathaniel y a Elizabeth la noticia de que el

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juez Middleton y su hijo habían salido para Albany aquella misma tarde. Esta vez
Curiosity parecía no estar al tanto de los movimientos del juez. Al ver las caras
alegres del salón, Elizabeth entendió su distracción.
—Pensé que tal vez no lo sabrían —dijo Samuel con expresión preocupada—. En
realidad resulta muy extraño que se hayan ido de forma tan imprevisible.
—No se preocupe, hombre. —Nathaniel le dio una palmada en el hombro—. No
les echemos a perder la fiesta a los demás.
Era una frase convincente, pero de cualquier modo, Elizabeth no dejaba de pensar
que su padre y su hermano se habían marchado a Albany. Lo más probable era que su
primo hubiera mencionado el encuentro con el juez Van der Poole; Julián habría
pensado el resto. Suspiró y, dando media vuelta, fue a caer en brazos de Curiosity.
—Sabía que vendrían —dijo Curiosity con una sonrisa—. Vengan a saludar.
El aire de la noche era frío y la mayoría de la gente se había reunido en torno al
fuego: Polly y Benjamin, asustados pero contentos, Daisy con la costura en el regazo
y un hombre alto y fornido que presentaron a Elizabeth como Joshua.
—Conocimos a un amigo suyo en el bosque —dijo Nathaniel a modo de saludo.
Joshua tendría unos treinta años, aunque en el poco pelo que había en su cabeza
se veían algunas canas. Tenía vivaces ojos castaños y una mirada aguda.
—Sí, señor, eso me dijeron. Me gustaría mucho hablar de eso después de la fiesta.
Elizabeth vio que el hombre miraba a los jóvenes reunidos junto al hogar. Polly y
Benjamín hablaban con Hannah, pero la atención de Daisy estaba completamente fija
en su costura. A Elizabeth le pareció raro; entonces Daisy levantó la mirada y
Elizabeth vio el brillo en sus ojos y la forma en que miraba a Joshua.
—Sí, claro, éste no es el momento adecuado —dijo Elizabeth.
Joshua se sentó de nuevo ante Daisy, que volvió la mirada a su trabajo. Elizabeth
le dio un suave codazo a Nathaniel para que no hiciera ningún comentario y miró a
Curiosity, que le guiñó un ojo significativamente.
—Se queda aquí —anunció Galileo—. El juez le dará trabajo. No tenemos
herrero desde que Asa Pierce fue por el camino equivocado y se encontró con un oso,
y Joshua anda en busca de empleo.
—¡Qué buenas noticias! —Elizabeth miró entonces a su primo y sonrió
abiertamente.
—Lo bueno llega para quienes tienen esperanza, ¿no es así, Elizabeth? —gritó
Curiosity.
Estaba poniendo un cuenco con alubias en la mesa y arreglaba las bandejas y
platos.
—Hannah, niña, seguramente tienes hambre. George, Manny, dejad ahora el
dominó y venid a comer. Hasta la gente feliz necesita alimentarse —dijo mientras iba
hacia el hogar—. Señor Hench, ¿nos haría el honor de comenzar?

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* * *

Cuando les dijeron que la boda se había fijado para el sábado siguiente por la
tarde, Hannah exclamó:
—¡Ah, no!
—¿No le gusta que sea el sábado, señorita Hannah? —preguntó Galileo
solemnemente—. ¿Por qué?
Hannah bajó la cabeza y se disculpó por su reacción.
—Hemos planeado hacer un recital en la escuela el sábado próximo —explicó
Elizabeth—. Pero encontraremos otra ocasión para eso.
—No hace falta —dijo Polly tirando cariñosamente de la trenza a Hannah—. Las
bodas no duran mucho. ¿Qué te parece si hacemos las dos fiestas el mismo día?
—A Hannah le gusta la idea de que sea una sola fiesta —dijo Nathaniel—. Así no
se cansará de aguantar admiradores.
—No creo que haya ningún problema en que se hagan las dos fiestas el sábado, si
a usted no le parece mal, señora Elizabeth. —Benjamín elevaba la voz por encima de
las risas.
—Deseo que sean ustedes los que decidan —respondió ella—. Si no les
importa…
Hannah aplaudía entusiasmada y se volvió hacia Samuel Hench.
—Nunca he estado en una boda, y no sé lo que se hace. ¿Vendrá a la fiesta de la
escuela? Jed tocará el violín, y ofreceremos pasteles, canciones y poemas.
—Me gustaría mucho oírte cantar —replicó él solemnemente—. Pero lamento
decir que debido a mis negocios tengo que irme mañana mismo.
—Pero eso no es una visita —dijo Hannah—. Ni siquiera tendrá tiempo de ver
Lago de las Nubes.
Elizabeth cogió la mano de Hannah por debajo de la mesa y la retuvo.
—Estoy segura de que el primo Samuel se quedaría más tiempo si pudiera.
—Por supuesto que lo haría —dijo él.
—Primo —dijo lentamente—, espero que no te hayas ofendido por la repentina
partida de mi padre.
Pero su respuesta fue interrumpida por un golpe en la puerta; la clase de golpe
que significa que no ha venido un amigo. Las risas en la habitación cesaron y un
silencio incómodo invadió el lugar. Galileo se levantó con expresión atónita y fue al
vestíbulo. Al lado de Elizabeth, Nathaniel estaba nervioso.
El hombre que apareció en la puerta no era especialmente alto, pero tenía una
gran barba gris, un halo de pelo brillante de color blanco y se notaba que venía con
un propósito definido.
—Soy O'Brien —anunció—. Funcionario de la Hacienda pública en el

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desempeño de sus funciones. Los indios de la montaña dijeron que podría encontrar a
Nathaniel Bonner en casa del juez Middleton.
Sus ojos de un azul helado miraron tentativamente a Samuel Hench y luego se
fijaron en Nathaniel.
—Supongo que es usted. Tengo que decirle algo, ahora.
Elizabeth se había levantado, con las manos en la cintura.
—Sepa, señor O'Brien, que no es bienvenido aquí. Ésta es una fiesta familiar. Si
quisiera hacer el favor de volver mañana…
—¿Una fiesta familiar? —Sonrió dejando ver una fila de dientes desparejos—.
Extraña familia, he de decir. A propósito, ¿dónde está el juez?
Al pronunciar estas últimas palabras miró a Galileo, que le dio breves
explicaciones.
—Si fuera tan amable, señor O'Brien —intentó de nuevo Elizabeth.
—No puedo ser amable cuando estoy cumpliendo con mi deber. ¿Quién es usted?
La mano de Nathaniel en la muñeca de Elizabeth la conminaba a calmarse. Con
un movimiento expansivo y breve, se levantó.
—Es mi esposa. Y resulta que también es la hija del juez, pero puede llamarla
señora Bonner. Saldremos de aquí los dos para hablar y dejaremos a esta gente en
paz. —Nathaniel se inclinó para susurrarle algo al oído a Elizabeth—: El tesoro tenía
que aparecer más tarde o más temprano. Quédate sentada, Botas.
Luego le guiñó un ojo a Hannah, le dijo algo a Galileo y desapareció por el
vestíbulo.
El crepitar del fuego en el hogar fue todo lo que se oyó en la habitación durante
largo rato; entonces Curiosity dejó escapar un largo suspiro.
—Vamos, vamos, aquí hay más comida. Es demasiado buena para dársela a los
cerdos. Manny, encanto, alcánzame tu plato y deja que te sirva un poco más de carne.
No creo que vayas a comer nada parecido cuando estés trabajando en el molino, eso
te lo aseguro.
Lentamente, la conversación se encauzó hacia el tema de la boda y el recital de la
escuela. Elizabeth dirigió a su primo una sonrisa desafiante.
—Veo que tu vida en Paradise no es tan dura —dijo él—. Tal vez no debería
sorprenderme de que tu hermano no quisiera irse de aquí.
Una vez más Elizabeth puso a un lado su tenedor.
—¿Julián? ¿Partir? ¿Por qué motivo?
Samuel se encogió de hombros.
—Pensaba que tal vez le podría convencer de que viniera conmigo como
ayudante. Pero me temo que la vida del comerciante no atrae a Julián.
—No me sorprende que le hayas hecho una oferta —dijo—. Pero lamento que no
haya querido ir contigo. Pienso que le habría ido muy bien alejarse un tiempo de aquí.

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Samuel asintió con aire pensativo y luego hizo una seña en dirección a Joshua y a
Daisy que comían de sus platos mientras charlaban.
—¿Conoces el proverbio que habla de aquello que no puede esconderse?
Elizabeth sonrió.
—El amor y la tos. Y me parece que lo primero es evidente. Pero ¿qué tiene que
ver eso con mi hermano?
—El proverbio era antes más largo, creo. «Cuatro cosas no pueden ocultarse: el
amor, la tos, el fuego y el dolor». Y debo decir que tu hermano no arde de amor, sino
de envidia. Tal vez si se le ofreciera una tarea que cumplir, un objetivo, podría
salvarse.
—Eres misionero de vocación —dijo Elizabeth tristemente—. Sólo quisiera que
hubiera alguna esperanza en este caso.
—Siempre hay esperanza —dijo el primo Samuel.

* * *

Cuando finalmente fue en busca de Nathaniel, Elizabeth lo encontró apoyado en


la pared de la casa mirando el cielo. Siguió la línea de su mirada y se apoyó en su
grueso hombro.
Él la rodeó con su brazo y ella se acercó más, porque hacía mucho frío.
—Los arces están cambiando —dijo Nathaniel.
Ella dejó escapar una risa de sorpresa.
—¿Puedes verlo en la noche? ¿O es que los oyes?
En respuesta, cogió su mano y la llevó hasta los árboles que estaban en el lado
más apartado del granero. En la oscuridad, arrancó una hoja y se la pasó a ella por la
mejilla y luego se la puso en la mano.
—Mírala —dijo— si no me crees.
—Ah, sí que te creo —dijo envolviéndose mejor en su chal. Incluso a la luz de la
luna podía ver la mandíbula de Nathaniel y las líneas alrededor de su boca.
—¿Estás preocupado porque llega el invierno?
Él suspiró encerrando las manos de ella entre las suyas.
—Hay suficientes señales de que será un invierno duro, pero no, en realidad no
estoy muy preocupado por el invierno.
Elizabeth frotó su mejilla en el hombro de Nathaniel aspirando su olor.
—¿Me vas a contar qué quería ese visitante?
—¿O'Brien? Va en busca del oro de los tories.
—Me lo imaginaba —dijo Elizabeth—. Creo que se quedó satisfecho con lo que
le dijiste. Lo oí cuando se marchaba.
Nathaniel esbozó una sonrisa.

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—Dudo que se sienta satisfecho con nada. Pero por lo menos, de momento lo he
tranquilizado.
—¿Crees que mi padre lo envió aquí?
—No. El juez y tu hermano no llegarán a Albany hasta mañana, Botas. A menos
que se hayan encontrado a O'Brien por el camino, lo cual no es muy probable.
Levantó la mano de Elizabeth, se la llevó a la boca y le besó los nudillos.
—No, es por el oro que vendimos en Albany. El estado lo quiere, pero por ahora
no tienen ninguna pista.
—Entonces no tenemos que preocuparnos más por él.
—No lo sé —dijo Nathaniel con preocupación.
La cogió de la mano y volvieron a la casa.
—Pienso que O'Brien investigará durante un tiempo. Ha alquilado una habitación
en casa de Pierce y probablemente quiera hablar contigo, debes estar preparada.
—No le tengo miedo —dijo Elizabeth.
Nathaniel se detuvo, se inclinó y le dio un suave beso.
—Ya lo sé, Botas, y eso es lo que me da miedo a mí. Un poco de miedo es
saludable a veces, tanto en un hombre como en una mujer.
Le pasó la mano por la curva del vientre y luego la puso en la espalda para
acercarla hacia él.
—Ya se ha ido demasiada gente.
Apretada contra el cuerpo de Nathaniel, Elizabeth sintió que a él le temblaban los
brazos.
—Yo no me voy a ninguna parte, Nathaniel —dijo con firmeza, tratando de
impedir que se notara la sorpresa en su voz.
—Está bien —dijo él—. Porque no sabría ya cómo vivir sin ti.
El ruido de la puerta al cerrarse hizo que se separaran. En las sombras se recortó
la sólida figura de Joshua. Tenía el sombrero en la mano y una expresión
circunspecta.
—No quisiera interrumpir —dijo—. Vendré a verles en otra ocasión.
—Ah, no —dijo Elizabeth en dirección al porche—. Por favor, no se vaya.
Queremos hablar con usted acerca de Joe.
En la oscuridad no se podía estudiar la expresión de Joshua.
—¿Pueden decirme cómo murió?
—¿Usted sabe que murió?
Joshua buscó en un bolsillo y sacó la joya que Elizabeth había llevado colgada de
su cuello durante tantas semanas. La piedra pálida del centro brillaba como un ojo a
la luz de la luna.
—Si él me envió esto es porque está muerto. Era todo lo que tenía. —Hubo una
larga pausa durante la cual Joshua miró detenidamente la joya que tenía en la mano

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—. ¿Usted sabe cuál era su apellido?
Nathaniel miró a Elizabeth.
—Él se presentó como Joe, nada más. Y lo mismo te dijo a ti, ¿verdad, Botas?
Cuando Elizabeth confirmó que no había dicho ningún apellido, Joshua se
encogió de hombros.
—Tenía la esperanza de que me hubiera legado un apellido además de la joya. Él
era mi padre, supongo que ya lo habían deducido.
Elizabeth subió los escalones del porche y se puso delante de Joshua.
—Creo que es una gran responsabilidad encontrarle un apellido. Tal vez su padre
quiso que usted se ocupara de eso cuando llegara el momento.
—Tendré que pensar un poco —dijo Joshua.
Nathaniel replicó:
—Creo que sería mejor que nos fuéramos a la cocina a charlar un rato.
Seguramente querrá oír lo que tenemos que decirle en privado.
—Si no les importa perderse la fiesta…
Entonces sonó una carcajada que provenía del salón, seguida de una risueña
advertencia de Curiosity.
—Creo que lo están pasando muy bien sin nosotros —dijo escuetamente
Elizabeth.
—¿Les importa si le digo al señor Hench que nos acompañe? Quiero que él
también oiga la historia.
—Es su decisión —dijo Nathaniel.
Joshua bajó la mirada y miró el sombrero que tenía entre las manos.
—Tal vez no lo entiendan —dijo tratando de elegir cuidadosas mente las palabras
—. ¿Y por qué deberían entenderlo, después de todo? Pero es que es muy extraño
para mí tener que tomar decisiones. Dios sabe que soy una persona agradecida, pero
me llevará un tiempo acostumbrarme.
Alrededor de la chimenea de la cocina, Elizabeth y Nathaniel le contaron la
historia de Joe, cómo lo habían encontrado en el bosque y de qué había muerto.
Elizabeth tenía entre sus manos un vaso de zumo de manzana caliente y observaba el
resplandor del fuego reflejando se en el líquido ambarino, mientras Nathaniel contaba
la última parte.
—No lo conocí muy bien, entiéndanlo —dijo Joshua despacio una vez que
Nathaniel hubo terminado—. A mí me vendieron con mi madre cuando era muy
pequeño. Pero pude verlo alguna que otra vez en la ciudad, y dos veces al año cuando
le daban una tarde libre los domingos. Él recorría una larga distancia para venir a
verme, y sólo se podía quedar una hora más o menos porque tenía que volver antes de
la caída del sol. Es extraño cuánto se puede echar de menos a alguien a quien uno ha
visto tan poco, pero de todos modos me hace falta. Añoro su presencia.

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El primo Samuel permaneció quieto y en silencio durante la mayor parte del
relato, pero en aquel momento daba un paso adelante con las manos extendidas.
Aquellas manos, que siempre hacían labores honradas, eran muy diferentes de las de
Joshua, musculosas, callosas y de piel oscura llenas de cicatrices.
—Hay un viejo refrán que creo que viene al caso —dijo Hench—. «La pena no te
devolverá a tu padre, pero tu conducta podrá hacerlo vivir en el mundo».
Elizabeth se dio cuenta de la pena que sentía Nathaniel, la que habitualmente
ocultaba tan bien, pero que en aquel momento se manifestaba. Se puso colorado, tal
vez incómodo, tal vez porque tenía otra intención. Por el momento Elizabeth se sentía
derrotada, pero a causa de un sentimiento de culpabilidad: en realidad no lo había
entendido, no se había dado cuenta de cuánto le había costado a Nathaniel tener que
decir adiós el mismo día a su abuelo y a su padre. El primero se había ido para
siempre, el segundo tal vez no volvería. Bajo sus manos dobladas algo se agitaba
como si tuviera remordimientos. Se preguntó si su hijo podría leer tan claramente
como el padre lo que ella pensaba.
—A veces es necesario decir la verdad: estoy enfadado con mi padre —dijo
Joshua en voz tan baja que Elizabeth apenas lo oyó.
—¿Por haber huido?
Él volvió lentamente la cabeza hacia ella y parpadeó.
—No —dijo—. Por no haberlo hecho antes y haberme llevado con él.
Se quedaron todos callados. No había más ruidos en la cocina que el de la madera
ardiendo y el silbido del viento entre las vigas del techo, lo demás era todo silencio.
Después de un rato reanudaron la conversación, una conversación ligera, semejante a
la de los hombres cuando comparten la comida después de un día de mucho trabajo.
Se sintieron muy cómodos hablando de las cosas que ocurrían en el mundo: la plaga
de Filadelfia y la agitación de Francia, o de cosas cotidianas como el tiempo, la
cosecha y las que presagiaban la llegada del invierno y de que éste sería muy duro.
Ella podría haber tomado parte en la conversación. Sabía que la habrían
escuchado atentamente, que habrían escuchado sus preguntas y que le habrían pedido
su opinión. Como sabía que eso era así, Elizabeth se contentó con quedarse sentada
observando los rostros de cada uno.

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Capítulo 55

La impaciencia del otoño se manifestaba en aquellas noches de septiembre, y el


pueblo se lanzó, demasiado pronto, a recoger la cosecha. Privada inesperadamente de
sus alumnos, Elizabeth se levantó las faldas para ayudar a recoger manzanas y peras
de los árboles que había entre el granero y el sembrado. Muy contenta de ver que los
cestos estaban llenos, decidió reunirse con Muchas Palomas y Hannah cuando
vadeaban en las aguas poco profundas del pantano donde cosechaban arroz silvestre y
arándanos rojos como rubíes. En una clara tarde de otoño, mientras Atardecer ataba
las matas de maíz con tiras de cuero sin curtir para que se secaran las mazorcas,
Elizabeth recogía las alubias que crecían cerca del maizal, deteniéndose una y otra
vez para mirar los tonos dorados, anaranjados y rojos esparcidos en el follaje del
bosque, como velas encendidas a la hora del anochecer que se acercaba. Fue con
Hannah al bosque a recoger semillas de haya mientras las ardillas correteaban
alrededor, saltando de rama en rama, muy asustadas. Como sólo había estado en el
bosque en primavera, de nuevo fue Hannah su maestra: le señaló las bandadas de
petirrojos que cantaban mientras se disponían a emigrar hacia el sur, los refugios a
medio construir de las ratas almizcleras hechos con espadañas y juncos, y una
serpiente de vientre rojo que iba hacia un hormiguero abandonado para invernar allí.
Durante el día veía poco a Nathaniel; había comenzado la temporada de caza y
los hombres salían muy temprano con los perros. Uno de ellos nunca se alejaba
mucho de Lago de las Nubes; a ninguno de los dos le gustaba la idea de que las
mujeres se quedaran solas. Elizabeth comenzó a comprender cómo se complicaban
las cosas cuando Nutria y Ojo de Halcón estaban lejos. Por primera vez oyó a
Atardecer preguntarse en voz alta cuándo volvería a casa su hijo, una pregunta que
también se hacía Elizabeth, quien además pensaba en Richard Todd. El juez y Julián
habían vuelto de Albany y no habían dicho nada acerca del motivo de su viaje ni del
resultado de éste, ni tampoco había señales de la tía Merriweather. O'Brien, que
resultó tener el nombre poco común de Baldwin, que Axel y sus clientes pronto
transformaron en Baldy, demostraba más interés en el aguardiente que en encontrar el
oro de los tories y al parecer no tenía intenciones de abandonar Paradise. Y se
aproximaba la fecha de la presentación judicial. Con la intención de disimular su
angustia, Elizabeth se pasaba las tardes preparando el recital de la escuela, visitando
las casas de sus alumnos, donde ponía a desgranar alubias mientras los oía recitar.
Después de cenar solos, puesto que Hannah todavía seguía ocupada con
Atardecer, Elizabeth mencionó el asunto:
—¿Dónde crees que está Richard?
No era una pregunta nueva, y Nathaniel se encogió de hombros como hacía

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habitualmente.
—Tus conjeturas pueden ser tan buenas como las mías, Botas.
—«Preocuparse más de la cuenta no resuelve nada» —citó Elizabeth.
—Tienes razón.
—Pero no puedo dejar de pensar en eso.
Él suspiró y dejó a un lado su tenedor.
—O'Brien ha estado metiendo sus narices en la montaña.
—Ah, piensas que me distraeré de ese modo. Dándome una nueva preocupación.
¿Te lo has encontrado?
—Osos se lo encontró en la ladera norte.
Elizabeth levantó la cabeza, inquieta.
—¿Cerca de la mina?
Él asintió con la cabeza.
—Pero no te preocupes, no la encontró.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque no se ha presentado aquí con tu padre, tu hermano y Billy —dijo
Nathaniel.
—Claro, Billy anda detrás del asunto, y mi hermano detrás de Billy. Dios mío —
murmuró Elizabeth—. ¿Tiene derecho a entrar en una propiedad ajena por ser agente
del tesoro?
—No estoy totalmente seguro —admitió Nathaniel—. Pero se fue rápidamente
cuando se encontró con Osos. Iré a ver al juez esta noche para saber si tiene derecho.
Elizabeth estaba ocupada recogiendo la mesa. Él la cogió de la muñeca y la sentó
sobre sus muslos, pegada a su vientre.
—No quiero que te preocupes tanto, Botas. Sólo falta una semana para la
audiencia, y luego habrá terminado el problema. Yo no me moveré de casa mientras
tanto.
La miró y esbozó una sonrisa:
—Te prometí que no tendrías una vida aburrida, ¿verdad?
Ella apoyó su frente en la de él.
—Por ahora no tengo tiempo de aburrirme. ¿Quieres que te acompañe?
—No. Podrías perder la calma ante tu padre… No me mires así, Botas, sabes que
digo la verdad. Cuando Julián se haya marchado a la tienda de Axel, hablaré a solas
con el juez.
—Me parece que será muy interesante pasar un rato con él. —Elizabeth intentó
levantarse pero se dio cuenta de que él no estaba dispuesto a dejarla.
—No hace falta que trabajes tanto, Botas —le dijo con dulzura—. Me preocupas.
—Bah —dijo ella, tirándole de la oreja. Le cogió la mano y la pasó por la curva
de su vientre—. Soy tan fuerte como un buey.

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—Y pesas tanto como un buey.
Esta vez, Elizabeth le dio un buen tirón de orejas.
—No lo olvidaré, Nathaniel Bonner, la próxima vez que quieras que me siente
encima de ti.
Y dándole un empujón, se levantó y se fue.

* * *

Para el recital, Anna Hauptmann había prometido una docena de pasteles y un


trozo de su mejor queso; los Glove, sidra y cerveza suficiente para todos; las otras
familias, que no disponían de tantos bienes materiales, ofrecieron manzanas y tartas
de calabaza, frituras de maíz y alubias cocidas. Curiosity anunció que prepararía un
pastel o tal vez dos. Los alumnos de la escuela fueron invitados a Lago de las Nubes
la noche anterior al recital para ensayar las canciones, preparar palomitas de maíz y
comerse parte de lo que preparaban.
Se discutió mucho para elegir lo que cantarían, el orden en que lo harían y si se
permitiría participar al público.
—Lo único que pido es que no dejen cantar a mi mamá —dijo Hezibah
chupándose los dedos.
—¡Que no cante «Barbry Alien»! —advirtió Jemima—. ¡«Barbry Alien» es mía!
—Le daremos a tu madre un plato lleno de comida —sugirió Elizabeth a la hija
de Glove—. Para que no se sienta obligada a cantar.
Esto le pareció adecuado a Jemima, que siguió haciendo palomitas.
—¿Vendrá el juez? —preguntó Hannah.
—Vendrá —dijo Nathaniel—. Él mismo me lo dijo.
Levantó una ceja en dirección a Elizabeth al ver que ella fruncía la frente.
—Creo que te sorprenderás cuando veas tanto público. Todo el pueblo habla del
recital, de tu recital. ¿Crees que cuando te toque tendrás la boca limpia, Ephraim?
Ephraim intentó contestar con la boca llena de dulce y palomitas de maíz.
—Todavía no se sabe su poema —dijo inmediatamente Henrietta—. Yo lo oí
cuando trataba de decírselo a mamá y no podía pasar de la tercera línea. Tal vez Dolly
tenga que recitarlo en su lugar.
Ephraim avanzó con expresión amenazante hacia su hermana y Elizabeth lo
detuvo.
—Bien, tendrás que ir a la escuela por la tarde y practicar. Si tu madre te lo
permite. ¿Qué os parece si todos juntos ensayamos «La muchacha de Richmond
Hill»?
Rudy McGarrity, dotado como su padre de oído musical, dio la nota y los niños
iniciaron la canción con gran entusiasmo, aunque también con una notable falta de

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sincronización. Siguieron con «Robin Adair» y terminaron con una versión
atronadora de «Yankee Doodle». Fuera, Héctor y Azul elevaban sus ladridos para
acompañarlos.
Elizabeth anotó mentalmente que debía asegurarse de que los perros
permanecieran atados y lejos de la escuela durante el recital.

* * *

Paradise era un lugar donde se trabajaba mucho. Durante la mayor parte del año
no había tiempo para distracciones, por lo que no eran habituales las excursiones ni
las meriendas. Preocupado porque el pueblo no hiciera caso del recital y sin saber
cómo decírselo a Elizabeth, Nathaniel comenzó a imaginar lo que podría resultar del
exceso de sidra, la exaltación de los ánimos y los enconos de siempre. La
combinación de la boda de Polly con el recital de la escuela justo cuando habían
logrado una buena cosecha era una ocasión propicia para el desenfreno. Nathaniel
comparaba el evento próximo con un árbol seco en una tormenta de invierno,
pensando para qué lado caería.
Llegó el día y Paradise le sorprendió dando lo mejor de sí. Jake MacGregor, un
hombre digno de que se escupiera hasta sobre su sombra cuando se acercaba mucho,
se presentó para la fiesta con un kilt tan comido por las polillas y lleno de polvo que
la mitad del pueblo comenzó a estornudar; Charlie Le Blanc había comprado un
sombrero alto dos tallas más pequeño que se aguantaba sobre su cabeza rosada como
una gallina en un poste. La mayoría de los hombres no tenían más ropa que dos trajes
de ante, por lo que tuvieron que escarbar mucho en sus baúles para encontrar algo
más.
—No había visto tantos uniformes desde que corrimos a los tories en Saratoga —
exclamó Axel recibiendo agudas miradas de su hija y risas de sus nietos—. Schau,
Anna. —Tocó a su hija con uno de sus largos dedos—. ¿Ese abrigo no es el que usó
Dubonnet el día de su boda? Hace unos diez años.
Hasta Billy Kirby había hecho un esfuerzo; su ropa y su pelo se aproximaban a lo
que podría llamarse limpio. No había señal alguna de Liam, ni de O'Brien. Nathaniel
estaba tranquilo porque Osos se había quedado en la montaña para vigilar.
Los Bonner se habían sentado en un banco detrás de los Hauptmann cuando
comenzó el servicio. Los yanquis tenían sus ideas acerca de cómo pasar su tiempo
libre en una iglesia, pero los alemanes tenían las suyas, y Witherspoon conocía muy
bien a sus feligreses y sus inclinaciones mundanas; durante todos aquellos años había
aprendido a tratar con ellos.
Bajo el techo embreado, la multitud generaba mucho calor. Elizabeth tenía los
colores subidos y la frente cubierta de sudor, pero sonrió cuando él la miró. Entre los

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dos estaba Hannah, inquieta como siempre, hasta que Muchas Palomas la miró
significativamente. Muchas Palomas era el centro de muchas miradas; casi nunca iba
al pueblo, de modo que en aquella ocasión no pasaba inadvertida. Nathaniel no era
muy aficionado a rezar, pero esta vez se preguntaba si podrían pasar el día sin
necesitar la ayuda de los cielos.
Con un vestido nuevo de color verde oscuro, de amplio corte para que pudiera
moverse y respirar con comodidad, Elizabeth prestaba atención a la ceremonia
torciendo el cuello para poder ver mejor a la novia. Pese a los murmullos y las toses
de una congregación más que impaciente, pudo oír la voz tranquila de Polly mientras
recitaba sus promesas y se preguntaba si ella también habría tenido la voz tan
tranquila, aunque de su propia boda apenas recordaba una serie de imágenes
inconexas y las manos de Nathaniel. Esto le hizo recordar a la señora Schuyler, lo que
a su vez la llevó a pensar en la tía Merriweather; Hannah tiró de su falda y la apartó
de aquellos pensamientos. La congregación estaba cantando de pie. Polly y Benjamin
abandonaban el altar seguidos por Curiosity y Galileo.
—Pensaba que duraría más —dijo Hannah.
—Ah, claro que durará más —le respondió Muchas Palomas—. Por lo menos
unos treinta o cuarenta años.
Elizabeth se mordió un labio para disimular la sonrisa, pero Nathaniel lanzó una
carcajada.
El banquete nupcial tendría lugar en el prado que había detrás de la iglesia, donde
se habían dispuesto largas mesas. Al pie de una hilera de arces teñidos de intensos
tonos de naranja y rojo, los niños se agrupaban ante los platos de dulces. Dolly
Smythe llamó a Hannah, que desapareció entre el montón de niños sin ni siquiera
mirar hacia atrás.
Los hombres estaban abriendo una botella de ron.
—No hay boda en Paradise sin ron —dijo Nathaniel viendo inmediatamente la
cara sorprendida de Elizabeth—. No te preocupes, Botas, no tengo intención de
beber.
—Un brindis en honor de los novios no estaría nada mal, Nathaniel.
Él negó con la cabeza, sus ojos recorrían las caras de los presentes.
—Hoy no —y añadió—: Quisiera que mi padre estuviera aquí.
Ceñuda, Muchas Palomas le dio un pellizco a Nathaniel que casi lo hizo saltar.
—Esto es una boda —le recordó—. No un consejo de guerra.
—Sí, por favor —añadió Elizabeth—. Hoy más que nunca. Los niños están tan
ilusionados con el recital. Y mira a Curiosity. Nunca la había visto tan contenta.
Nathaniel se apartó de Muchas Palomas rascándose el brazo.
—No puedo con las dos, Botas. Necesito una tregua.
Le cogió la mano a Elizabeth y los tres fueron en dirección a la pareja de recién

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casados. «Qué cosa más rara, pero qué maravillosa —pensó Elizabeth—, atravesar
una multitud de la mano de un hombre». Se sintió muy joven y algo tonta, pero al
mismo tiempo complacida. Cinco meses atrás ella había sido la novia y para Muchas
Palomas era todavía más reciente. Elizabeth vio que Molly Kaes provocaba a uno de
los hermanos Cameron y negaba ligeramente con la cabeza.
—Es así, Botas —dijo Nathaniel adivinando sus pensamientos—. El tiempo de la
cosecha y el del cortejo van juntos.
—Y el nacimiento de los niños en la primavera —añadió Muchas Palomas
acariciándose su propio vientre.
Polly y Benjamin acogieron los buenos deseos con mucho placer. Elizabeth
aceptó una copa de ponche de manos de Galileo e intercambió unas palabras con
Manny y con Daisy. Curiosity, por una vez sin saber qué decir, simplemente la abrazó
y la besó. Como hermano del novio, George había decidido hacerse cargo de la
diversión y junto con Joshua comenzaron un juego de bolos. Muchos hombres se
fueron aproximando en aquella dirección.
Elizabeth dio finalmente media vuelta y entonces se encontró, frente a frente, con
el juez y con Julián.
Miró hacia la gente esperando que hubiera algo que justificara su atención, pero
el tono de su padre, amable e indeciso, la detuvo. No era la primera vez que se
preguntaba si el papel que había tenido en la muerte de Chingachgook no había hecho
que de pronto cambiara de actitud, o si era otra la causa, una motivación menos
visible o placentera. Se había mostrado dispuesto a hablar en nombre de ellos con el
agente del tesoro; al menos, eso era lo que le había dicho a Nathaniel. Y en aquel
momento intentaba atraer la atención de su hija, como un escolar buscando un elogio.
—Estás muy bien, hija.
Tenía la cara más delgada, pero las manos seguían firmes y había perdido parte de
la mirada abstraída de antes. Bebió una copa de ponche en lugar de una de ron, pudo
notar con alivio Elizabeth. Pero a ella no se le ocurría ningún tema del que pudiera
hablar sin dar pie a una discusión, y simplemente le dio las gracias.
—¿Les ha ido bien con la cosecha? —preguntó el juez dirigiendo la pregunta a
Muchas Palomas y a Nathaniel.
—Muy bien —dijo Muchas Palomas—. Estamos contentos.
—Estás engordando, hija.
Levantó la cabeza de golpe, perpleja. Elizabeth se dio cuenta de que su padre era
sincero, no estaba enterado de su embarazo, de otro modo jamás habría dicho
semejante cosa. Ella nunca había tenido la oportunidad de hablar con él a solas, pero
pensaba que a aquellas alturas ya alguien le habría hecho notar lo que muy pronto
sería obvio para cualquiera.
Al mismo tiempo, Julián cambió de expresión. No lo sabía, pero ahora se

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enteraba.
—No he querido ofenderte —dijo el juez mirando alternativamente a su hija y a
Nathaniel—. Después de todo, te sienta bien.
Nathaniel se aclaró la voz.
—Bueno, me alegra oír eso —dijo pasando la mano por la espalda de Elizabeth,
para evitar que ella saliera huyendo—. Porque tendrá a alguien más que la mire
cuando sea el momento. Hay un niño en camino, me parece que usted no se había
dado cuenta.
El color intenso que apareció en la cara del juez pudo deberse a la incomodidad,
al susto o a la alegría. La reacción de Julián fue mucho menos ambivalente. Clavó la
mirada en Nathaniel, dio media vuelta y se fue.

* * *

Una hora antes de que llegara la hora dispuesta para el comienzo del recital,
Dolly, Hannah y las pequeñas Glove estaban ocupándose de la comida, mientras
Elizabeth colgaba guirnaldas de los últimos ásteres del verano. La algarabía y el
bullicio eran muy grandes, y ella comenzaba a preocuparse por los niños, a los que
había enviado a buscar más copas y que hacía rato tendrían que haber vuelto.
Anna llegó con los pasteles y la inquietante noticia de que la boda había
terminado y de que todos se dirigían resueltamente hacia la escuela.
—La gente ha esperado meses para ver el interior de este lugar —dijo quitándole
una guirnalda a Elizabeth y subiéndose a una silla para hacerse cargo del trabajo—.
No podían esperar más. De cualquier modo, supongo que es mejor que no sigan
bebiendo ron. Déjeme, usted tiene otras cosas que hacer, me parece. Acabo de ver a
mi hijo huyendo con los niños McGarrity.
Eso se convirtió en una buena noticia: Elizabeth se encontró con Jemima
Southern en el exterior de la casa, escondida y con una tabla en la mano. Para su
sorpresa, la niña estaba muy tranquila cuando la encontró.
—Sabía que me encontraría —dijo, y con aire desdeñoso continuó—: A ellos no
les gusta que cante, pero de todos modos lo haré.
—Los niños están demasiado nerviosos, Jemima. Tú tienes una voz muy bonita,
lo admitan ellos o no.
Esta vez, Elizabeth la pudo mirar a los ojos porque le estaba diciendo la pura
verdad.
La niña pasó su mirada aguda por encima del rostro de Elizabeth.
—Usted dejaría que yo cantara aunque croara como un sapo.
A Elizabeth se le escapó una risa ligera.
—Si fuera importante para ti, tal vez lo haría. Pero lo más probable sería que en

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ese caso trataría de convencerte de que recitaras una poesía.
—A mi papá le gustaba mucho oírme cantar —dijo Jemima—. «Barbry Alien»
era su canción favorita. —Con expresión desesperada, la niña añadió—: A usted no le
gustaba mucho mi padre, y a él no le gustaba usted.
Se oía mucho ruido proveniente del interior de la escuela, risas y la voz de una
niña que se elevaba protestando, pero Elizabeth trató de poner toda su atención en la
pequeña cara que tenía ante ella:
—Jemima, pasara lo que pasara entre tu padre y yo, estoy muy, contenta de que
estés en mi clase. No te enfades, no te sienta bien. Puedo admitir que muchas veces
no estamos de acuerdo, pero en todo caso me alegra que estés aquí. Y también que
cantes. Harás quedar muy bien a la escuela. Ahora vamos a terminar los preparativos
para los invitados.
La cabeza diminuta de Ruth Glove apareció en la ventana, tenía, los ojos
redondos llenos de alegría y expectación, y la boca llena de migas.
—¡Jemima! —gritó—. ¡Ven a ver la torre de pasteles!
Con un ademán de protesta que no podía esconder lo contenta que estaba de
compartir aquella alegría, Jemima subió corriendo los escalones y fue al aula.
Elizabeth descansó un momento, contenta de que Anna se estuviera ocupando de los
niños mientras ella se tomaba un respiro para ordenar sus pensamientos.
El atardecer era claro y el aire frío y vivificante como las manzanas. Una bandada
de gansos pasó sobre el lago, silenciosos como las nubes por encima del follaje del
bosque. Se preguntaba si lamentarían dejar el mundo de abajo en su vuelo rápido
hacia el sur, a lugares menos coloridos pero más cálidos.

* * *

Nathaniel se acercaba por el camino; ella pudo verle entre los árboles, una, dos,
tres veces hasta que salió del bosque que había justo delante de la escuela. Llevaba el
caballo cargado con las cosas que le había encargado: más velas, para el caso de que
el recital se prolongara; el pan de maíz y el pastel de manzana que Atardecer había
hecho para la fiesta; y los paquetes que Elizabeth había envuelto con tanto cuidado la
noche anterior, sus regalos para los alumnos por su trabajo durante el verano.
Elizabeth se sintió muy conmovida al verlo llegar hasta allí. Todavía le parecía un
tanto irreal haber llegado tan lejos en su vida. Se preguntaba cómo habría sido el
mundo sin él, pero al final decidió que no quería saberlo.
Nathaniel había comenzado a creer que tal vez pudiera transcurrir todo el recital
sin problemas, cuando se oyeron los primeros disturbios.
La atención de la gente estaba fijada en Ian McGarrity, que se preparaba para
empezar con «John Barleycorn». Elizabeth estaba a un lado con los brazos cruzados,

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lista para darle la señal, pero la gente se le adelantó con su buen ánimo. No había
nadie en la habitación que no hubiera aprendido en su niñez el poema, por lo que
estaban bien dispuestos a ayudar a Ian con la letra.
Elizabeth parecía más feliz que nunca; tal vez era algo de eso, y su tranquila
energía, lo que estaba alentando a la gente. Incluso aquellos que habían dejado de
enviar a sus hijos en verano, después de que ella hubiera huido con Nathaniel, se
habían reunido con el grupo y se entusiasmaban con cada verso como si todos
quisieran salir a recitar.
Pero había ruido fuera y no eran simplemente los mapaches en busca de comida.
Nathaniel no tuvo que hacer demasiado esfuerzo para saber quién era el responsable.
La mayoría de la gente de Paradise se las había arreglado para comportarse bien,
incluso los que siempre causaban problemas. Liam Kirby estaba sentado al frente,
con la cara todavía ensombrecida por los cardenales. Dubonnet, con su hijo sentado
sobre las rodillas, dirigiendo la música con una buena porción de palomitas de maíz.
Los Cameron, demasiado borrachos para seguir entonando «Yankee Doodle». El juez
sentado en la parte trasera con Witherspoon, ambos con una expresión circunspecta
pero atentos. El reverendo quería recitar una obra en griego que decía que era suya: y
el juez contaría un par de anécdotas de sus propias aventuras.
Faltaban Julián y Billy Kirby, y algunos tramperos que habían estado rondando
últimamente por la taberna. Pero no estaban muy lejos. Ian terminó con una sonrisa y
una florida estrofa:

John Barleycorn fue un gran héroe


de noble ideal
y si alguna vez pruebas su bebida
sentirás crecer tu valor.

Elizabeth era la última persona que buscaría valor en una botella de whisky o que
propiciaría tal idea, pero había permitido a Ian recitar aquellos versos. Era algo
sorprendente, pero fue inteligente dejar que lo hiciera, y Nathaniel se encontró
admirándola una vez más por sus capacidades tácticas. La poesía latina o francesa
también habría demostrado las habilidades de sus alumnos, pero no habría ganado a
los hombres del pueblo. «John Barleycorn», en cambio, era apreciado por ellos. Pero
también había hecho que muchos se fueran hacia el barril de cerveza, lo cual no
entraba en sus planes.
En su sitio, cerca de una ventana, Nathaniel pudo ver un bulto azul
desapareciendo tras la esquina. En un acto reflejo tocó su rifle. Podría salir y terminar
con cualquier problema que pudiera surgir antes de que se le fuera de las manos. Pero
era el turno de Hannah, y al verla tan crecida y guapa no pudo resistir la tentación de

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quedarse.
Ella se puso delante de la sala e hizo una reverencia, muy tranquila. Nathaniel no
conocía el vestido que llevaba puesto, de color amarillo claro con lazos en el pelo que
hacían juego. La piel cobriza le brillaba más por el contraste, las trenzas parecían más
negras. En su lecho de muerte, Chingachgook había llamado a Hannah «Pajarito», el
nombre que había tenido Sarah de pequeña. Pero había una solidez en Hannah que
Sarah nunca había tenido, algo que tenía más en común con la hermana de su madre y
con su abuela.
Muchas Palomas y Atardecer estaban sentadas en la segunda fila, apartadas en un
extremo. Tenían toda la atención puesta en Hannah.
Una risa brusca llegó de fuera, más cerca esta vez. Jed McGarrity miró a
Nathaniel y vio que alzaba una ceja.
No había remedio. Nathaniel miró a su hija indicándole que lamentaba tener que
salir, y se deslizó por la puerta, seguido de cerca por Jed y Axel.

* * *

Las ventanas de la escuela estaban abiertas a pesar del aire fresco del atardecer, el
edificio parecía ensancharse y respirar con toda la vida que había dentro de él.
Mientras salían, Nathaniel oía la voz de Hannah, tan clara y fuerte. Había rastros de
la cadencia de Atardecer en su voz, un don que había heredado de su propia madre, la
habilidad de imitar otras voces. Ella había insistido en contar una historia de los
kahnyen’kehaka y Elizabeth no había tratado de disuadirla. Nathaniel le dedicaba
parte de su atención mientras dejaba atrás la casa para llegar al campo de atrás.

Hermano Zorro vio a una mujer con un carro lleno de pescado y,


como siempre había sido haragán y tenía hambre,
se le ocurrió un truco.
Simulando estar muerto, el Zorro se tendió en el sendero
de modo que la mujer tuviera que pasar junto a él.
La mujer al verlo pensó que podría hacerse con su buena piel,
y lo levantó y lo puso en el carro junto con sus peces.
A espaldas de la mujer, el Zorro se comió todos los pescados y huyó.
Más tarde, el Hermano Zorro se encontró con el Lobo
y le contó su ingenioso truco.

Se oyó una risa en las sombras y un aullido similar al de un lobo.


—Domina tu carácter, Nathaniel —le aconsejó Axel—. Porque harán todo lo
posible por sacarte de tus casillas.

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En la escuela, hubo una pequeña pausa y luego volvió a oírse la voz de Hannah:

Pero la mujer no era tan tonta;


como había comprendido qué truco le habían hecho,
vio cuál era su intención cuando lo encontró tendido en el camino.
El Hermano Lobo recibió una buena paliza
en vez de una cena de pescado.

—Mire, Middleton, tenemos compañía.


Billy Kirby salió de las sombras. Había estado bebiendo, aunque no en exceso.
Con él estaba un trampero, de aquellos sin nombre que llegan al pueblo a beber y a
molestar a las mujeres, quienes nunca se interesan por ellos. El olor a alcohol y el
sudor lo rodeaban como una nube de moscas negras.
Detrás de Nathaniel, Jed dio un suspiro disgustado y dejó escapar el aire de golpe.
—¡Middleton! —gritó Billy volviéndose—. Estaba aquí hace un momento —dijo
y en su cara se dibujó una mueca de confusión.
—Puedes buscar un lugar donde descansar, Billy. —Axel se rascaba la barba,
pensativo—. ¿Por qué no te vas a casa?
—¿Tú le ordenas a él que se vaya de aquí? —preguntó el trampero mirando con
ojos de lechuza—. Él es el sheriff, no puedes darle una orden como ésa.
—Cierto, Gordon —dijo Axel con una sonrisa—. Yo no puedo ordenarle a un
hombre que salga de la tierra que no me pertenece. Eso le corresponde a Nathaniel,
aquí presente. En lo que a mí respecta, si me hacen enfadar, les prohibiré la entrada
en mi taberna.
El trampero levantó una mano indicando que se rendía y luego se escabulló en el
bosque en dirección al pueblo.
Billy se limpiaba la boca con el puño y los miraba con los ojos semicerrados.
—He venido a llevar a mi hermano a casa. No tiene nada que hacer aquí donde
está esa mujer con su cría. —Billy miró incómodo a su alrededor y luego avanzó con
la barbilla alta en dirección a la escuela, de donde salía el sonido de la voz de Hannah
—. No quiero que oiga las tonterías de los mohawk —añadió.
Axel se adelantó un paso más y Jed ocupó el otro flanco.
—Nosotros le transmitiremos tu mensaje —dijo con soltura Axel—. Ahora es
mejor que te vayas mientras gozas de buena salud.
La cara de Billy se ensombreció ante la duda y de pronto se aclaró.
—Tal vez pudiera entrar y unirme a la fiesta. Y contar algunas historias de los
mohawk.
—Ahí dentro hay niños —dijo Jed—. No están haciéndote ningún, daño, Kirby.
Deja que sigan con su fiesta en paz, ¿por qué no te vas?

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Billy se puso colorado, el color le inundaba la barbilla y el cuello.
—No habrá paz en Paradise hasta que no se arreglen las cosas —dijo.
Alternativamente miraba a Nathaniel y desviaba la mirada—. Hasta que no echemos
a los intrusos y recuperemos la montaña. Tienen el oro, ¿verdad? Piensan que pueden
librarse de ésta. Bueno, no pueden. O'Brien lo encontrará y se lo quitará y entonces
recuperaremos la montaña.
En el hueso de la mejilla Billy tenía una marca, recuerdo de la última paliza.
Nathaniel fijó su mirada en aquel punto y sopesó el rifle que tenía en la mano. La voz
de Hannah se hizo oír en el silencio:

Después, el Hermano Lobo encontró al Oso,


que también quería pescado.
El Lobo le dijo: «Cerca del río hay un agujero en el hielo.
Pon tu cola ahí como hice yo
y conseguirás más pescado del que puedas comer».
El Oso, mucho más hambriento que inteligente,
hizo lo que el Lobo le dijo.
Y en lugar de obtener pescado se le congeló la cola en el agua.

Billy miraba en aquel momento a Nathaniel fijamente, con recuperada energía.


—No quieres echarle a perder la fiesta a esa mujer, ¿verdad? ¿Te preocupa que se
vuelva loca?
—Eres la criatura más estúpida que Dios ha puesto sobre la tierra —dijo Jed en
voz baja y ronca—. ¿Te olvidas de la paliza que te dio este hombre la última vez que
te emborrachaste?
—No va a pelear —dijo Billy—. Míralo, tiene miedo. No de mí, no. Lo que pasa
es que ella lo tiene en un puño. —Nathaniel se volvió para escuchar a su hija porque
le pareció que era lo mejor que podía hacer. Por ella, por él mismo y por Elizabeth.
Detrás de él, Billy Kirby reía—. Supongo que yo también tendría miedo de una mujer
capaz de volarle los sesos a un hombre. Lo que me pregunto es: ¿qué le habrá hecho
el viejo Jack antes de que ella lo tumbara? Quizá Lingo no se haya ido del todo, tal
vez dejó algo suyo, creciendo…
Mientras se daba la vuelta, Nathaniel pudo ver la expresión de Axel, cabizbajo y
resignado. En el último momento, algo de su razón lo detuvo y Nathaniel bajó el
brazo del punto situado en el puente de la nariz, donde el hueso se puede hundir en el
interior de la cabeza, y la culata del rifle golpeó la boca de Kirby. Echó la cabeza
hacia atrás mientras se oía el ruido de dientes rotos y se desplomó en el suelo
tosiendo y escupiendo sangre, con las manos apretando en su estropeada boca.
Nathaniel puso el pie en el cuello de Billy y apretó.

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—Nathaniel —dijo Jed contando hasta tres cuando los pataleos y contorsiones de
Kirby empezaban a cesar. Axel lo quiso apartar—. No querrás que te cuelguen por un
sujeto como Billy Kirby —dijo—. No se lo merece.
Con el rostro rígido, Nathaniel apartó el pie, levantó a Billy agarrándolo de la
camisa y lo arrojó sangrando, vomitando y tratando de recuperar el aliento. Cuando
quedó claro que no se iba a morir, Nathaniel lo arrastró hasta el lago, teñido de rojo a
aquella hora del crepúsculo. Kirby cayó al agua y Nathaniel vadeó tras él para
sacarlo, y lo sacudió como habría hecho con un perro mojado.
—¿Puedes oírme, Billy? —Tenía la boca hinchada, los dientes rotos y perdía
sangre a borbotones. Nathaniel volvió a sacudirlo y Billy dijo que sí—. Quiero que
me escuches bien. Mi esposa lleva a mi hijo en su vientre y mataré a cualquier
hombre que se atreva a sugerir otra cosa. ¿Lo has entendido? —Nathaniel miró la
orilla. Axel y Jed estaban allí esperando. Axel se apoyaba en su rifle y se mesaba la
barba. Detrás de ellos estaba Julián—. ¿Middleton? ¿Puede oírme?
—Ah, sí, perfectamente —dijo Julián sin alterarse.
De la escuela llegaba el sonido de un canto. La voz de una niña pequeña, dulce y
clara.
—Ahora una cosa más. Es mejor que no vuelva a pegarle a su hermano; si no, iré
a buscarlo y lo lamentará.
Nathaniel soltó a Billy, que cayó como un peso muerto salpicando agua. Se
inclinó para limpiarse las manos en la camisa y luego se fue caminando a la orilla.
Julián estaba allí mirando impasible mientras Billy vomitaba.
—Usted vino a decirme algo, Middleton, así que dígalo de una vez.
Frunció el entrecejo y Julián desvió la mirada.
—Creo que Billy ya se ha referido a todos los temas.
—¿Cuándo va a dejar de esconderse detrás de los demás hombres y a mostrar su
juego?
En aquel momento, Julián no sonreía.
—Cuando lo que haya que ganar sea más que lo que haya que invertir.
—Nunca recuperará la tierra —dijo Nathaniel—. Ni a su hermana.
—Entonces nunca dejaré de intentarlo —dijo.

* * *

—Perdí la cabeza —dijo brevemente Nathaniel—. Así de simple.


Elizabeth estaba sentada en la cama con un pañuelo en la mano que doblaba y
desdoblaba sobre su regazo. En una de las puntas tenía sus iniciales y una lila
bordada. Los Glove se lo habían regalado: Elizabeth lo miraba parpadeando y la flor
perdía su nitidez frente a lo que amenazaba con ser llanto.

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—Trataba de salvar tu recital, joder.
—Sí, ya lo sé.
Finalmente lo miró y después de inhalar profundamente, esbozó una sonrisa.
Nathaniel se apartó con expresión de enfado.
—¿Lágrimas? Pero si todo salió bien, Botas, ¿no es así?
—Muy bien —dijo ella—. Mejor de lo que esperaba.
—Y entonces ¿qué pasa? ¿No estarás llorando por Billy Kirby?
Levantando la cabeza, lo miró a los ojos.
—Tú lo sabes, sabes que Jack Lingo no…
Él la interrumpió cogiéndola en sus brazos. La pena endureció su expresión.
—Ya lo sé —dijo—. Lo sé, Botas, lo sé. Ah, Cristo, no tendría que haberte
contado todo. —Tú me crees, ¿verdad? —dijo apoyando la cara en su hombro.
—Sí —dijo y la besó—. Sí, te creo. Fue la mente podrida de Billy Kirby.
—No —replicó ella—. Fue mi hermano.
Y las lágrimas surgieron de nuevo.
Nathaniel la abrazaba mientras ella lloraba y la mecía suavemente apretando la
cara contra su pelo. No podía negarlo y no dijo nada.
—Es tarde —señaló por fin—. Ahora necesitas descansar.
Ella negó con la cabeza y lo abrazó con más fuerza, frotó su mejilla contra él.
Dejó correr sus manos bajo su ropa y alrededor de su cintura. Él murmuraba
dulcemente, contra el pelo de Elizabeth.
Llamaron tímidamente a la puerta y se separaron. Entonces entró Hannah,
mirando con pudor, pero decidida.
—¿Qué haces levantada? —preguntó Nathaniel sorprendido—. Pensaba que ya
estabas durmiendo.
—La abuela tiene mi libro —dijo Hannah—. Yo tenía otras cosas que traer y ella
dijo que lo traería.
Elizabeth había dado un libro a cada uno de sus alumnos, adecuado a sus
intereses. Hannah se había mostrado tan maravillada ante el ejemplar de la Anatomía
de Cooper que se había quedado sin habla al recibirlo.
—Puedes pedírselo a tu abuela por la mañana —dijo Elizabeth mirando la
oscuridad por la ventana—. Ahora es muy tarde para leer.
—Ah, por favor —dijo Hannah—. Por favor, déjame ir a buscarlo. A la abuela no
le importará.
Nathaniel miró a Elizabeth y levantó una ceja. Ella asintió con la cabeza aunque a
disgusto y Hannah dio media vuelta y se fue. Oyeron el ruido de sus pies desnudos en
las tablas del suelo y después que la puerta de entrada se cerraba tras ella.
—¿Dónde estábamos? —preguntó Nathaniel poniéndola de espaldas.
—Estabas a punto de besarme.

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Él rió. Apretado contra sus labios dijo:
—¿Y a ti no te toca hacer nada?
Ella le devolvió el beso, caliente y pleno, sabía a dulces y a sidra. Nathaniel la
acarició hasta que ella cogió su cara con ambas manos y le puso la boca contra la
suya para sumirlo en un largo beso que la dejó casi sin respiración.
Nathaniel quiso apagar la vela, pero ella lo cogió de la muñeca.
—Quiero verte —dijo ella—. Déjame verte.
Sus ojos brillaban suavemente, como solía suceder cuando estaban solos y
seguros del tiempo que tendrían. Él la desnudó y la piel de ella se erizó al contacto
con sus manos y a causa del aire fresco de la noche. Cuando estuvo desnudo,
Nathaniel puso la colcha sobre ambos; una clase de cueva diferente, enriquecida con
sus olores y en la que resonaban sus gemidos.
Elizabeth lo acercó con las manos, puso una pierna en su cadera y le pasó la boca
por el cuello hasta encontrar la oreja. Pero él se resistía, apartándose cuando un
simple movimiento hacia delante podría haberlos unido.
—Botas —dijo él—. Despacio. No hay prisa.
Ella negó con la cabeza, sin que él supiera si estaba contrariada o no. Moviéndose
entre los brazos de él, se apartó y lo puso a un lado. Con un simple movimiento le
abrazó el vientre y se inclinó para besarlo apretando los pechos contra él. Una furiosa
marea interior recorría su cuerpo y él no pudo ni quiso resistir su ascenso.
—Vaya —murmuró con las manos en el pubis femenino mientras buscaba con los
pulgares—. Estás tan húmeda como el camino del infierno.
Entonces la ayudó a moverse, la levantó, la puso donde ambos deseaban que
estuviera y fue a su encuentro. El pelo de ella caía entre ambos como olas, rozándole
las piernas y el vientre mientras se enredaba entre los dedos de Nathaniel que le
cogían firmemente las caderas. Él dejó que siguiera su impulso, que encontrara su
ritmo. A la luz temblorosa de las velas observó que la cara de ella se contraía, la
punta de la lengua atrapada entre los dientes. Luego los ojos se le abrieron más y la
cara se adelantó mostrando su satisfacción con un temblor y un quejido inarticulado.
Entonces dejó que él siguiera. Se puso de espaldas con los brazos extendidos y las
manos entrelazadas a las de él, viendo cómo se acercaba a ella y entraba. Entre ellos
quedó la curva del vientre donde descansaba el niño. Nathaniel sentía la necesidad de
cubrirlos como un escudo protector, de esconderlos del mundo para mantenerlos
seguros a cualquier precio.
Como era su costumbre, Elizabeth se durmió inmediatamente, pero Nathaniel
permaneció despierto en una mezcla de melancolía y preocupación. Le sucedía
algunas veces, después de haber hecho el amor; lo soportaba porque sabía que a la
mañana siguiente se disiparía. Oía el viento soplar en lo alto de los árboles.
Seguramente habría una helada fuerte.

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Él tenía treinta y cinco años, pero nunca había pasado un invierno solo en aquella
montaña sin la guía y el sostén de su padre. En aquel momento, no podía dejar de
reconocer que estaba asustado. Nathaniel se abrazó a Elizabeth oyendo los latidos de
su corazón y dejó que aquel ritmo lo acunara.

* * *

De pronto, completamente despierto, Nathaniel se sentó en la cama. Algo andaba


mal. Negó con la cabeza para despejarse. Sintió el frío del aire en la piel desnuda.
Parpadeó en la oscuridad, escuchando.
Dos latidos de corazón donde tendría que haber tres, no podía explicarse cómo se
había dado cuenta, pero así era. Buscó sus pantalones en la oscuridad.
—¿Qué pasa? —dijo Elizabeth medio dormida.
—Hannah.
Se estaba poniendo la camisa.
Elizabeth se sentó.
—Seguramente se quedó a dormir en la otra cabaña.
Fuera se oyó un ruido hueco, el traqueteo de cascos. Elizabeth se había
despertado del todo, buscaba su ropa y corría a la otra habitación tras él.
El desván donde dormía Hannah estaba vacío. Bajó la escalera, los pies desnudos
golpeaban las tablas del suelo.
—Nathaniel —dijo Elizabeth tratando de calmarlo. Ella estaba luchando con la
yesca y la vela. Con la luz recién encendida, él cogió el rifle del estante de encima de
la puerta con una mano y el cuerno de pólvora y su estuche de balas con la otra.
—Nathaniel, debe de estar durmiendo con Atardecer.
El ruido de un jinete, más cerca en aquel momento.
—¡Nathaniel Bonner! —Era la voz de un niño temblando de miedo.
—Ése es Liam Kirby —dijo Elizabeth, y el terror invadió su cuerpo, frío y duro.
Salieron al porche. Liam sujetaba las riendas, maldiciendo. Negaba con la cabeza
mirándolos mientras el caballo trataba de escapar.
—¡La escuela! ¡Fuego!
Y se fue a la carrera al bosque. Nathaniel fue corriendo al granero cuando Huye
de los Osos apareció en la oscuridad corriendo en la misma dirección.
—Ah, Dios mío —exclamó Elizabeth. Fue a la otra cabaña iluminándose con una
sola vela y murmurando una plegaria: «Que ella esté ahí, que esté segura». La camisa
se le enganchó con una raíz y se desgarró; pero siguió corriendo, gritando el nombre
de Hannah. Las mujeres salieron volando al porche y se encontraron con ella
mientras los caballos pasaban como rayos, con los hombres montados sobre ellos.
—¿Hannah? —preguntó Elizabeth mientras cogía a Atardecer por los brazos.

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Atardecer tenía el rostro blanco.
—La mandé a tu cabaña hace horas.
Elizabeth contuvo la respiración.
—¿Y su libro?
A la pálida luz de la luna, Muchas Palomas dijo aterrorizada:
—Se quedó en la escuela.

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Capítulo 56

«No hay nada que temer en la oscuridad». El bisabuelo de Hannah siempre se lo


había dicho. «Sólo los o'seronni tienen miedo de lo que en realidad no está».
Hannah se había pasado toda la vida en aquella montaña; su mitad
kahnyen’kehaka no tenía miedo. A su otra mitad, la blanca, podía acallarla por el
momento. La aventura no duraría demasiado y podría estar muy pronto en su cama,
con el libro bajo la almohada.
Hannah se tocó el bolsillo para comprobar que tenía la llave. La había sacado del
gancho que estaba cerca de la puerta sin pedir permiso. Al día siguiente tendría que
dar explicaciones por eso. La abuela se enfadaría mucho; ni siquiera se atrevía a
pensar en lo que diría su padre.
Elizabeth también se enfadaría, pero al final lo comprendería: era el primer libro
que Hannah poseía, el primer libro suyo. Y ellos no habían visto lo que ella, los ojos
redondos de Jemima Southern llenos de envidia y deseando aquel libro. Jemima no se
preocupaba por aprender sobre los huesos de los brazos o el flujo de la sangre, sólo
quería tener todo lo que Hannah tenía, y la granja de los Southern estaba muy cerca
de la escuela. Hannah quería ir a buscar su libro de anatomía antes de que
desapareciera.
A la luz de la luna, la escuela era un eco del recuerdo de las voces, oscura en
aquel momento y silenciosa como un campo yermo. Las manos le temblaban cuando
encendió la vela.
Lo encontró en el estudio, sobre el escritorio. Alguien, Jemima tal vez, lo había
abierto donde había dibujado un pecho con el hueso cortado y los músculos y
costillas apartados para que se viera el corazón. Hannah había visto sangre muchas
veces. Sus dos abuelas eran curanderas y ninguna pedía a las niñas pequeñas que se
retiraran cuando atendían a alguien. Pero aquellos dibujos no tenían nada en común
con huesos rotos, cortes y heridas producidas en las trampas. Hannah había pensado
coger el libro, cerrar la puerta e irse rápido a la cama, pero hizo una pausa para
recorrer el dibujo con el dedo.
Se estaba muy bien allí, todo era tan tranquilo… La pequeña habitación con sus
ordenadas filas de libros era toda para ella. De ella y de nadie más en aquel momento.
Hannah cerró la puerta. Había un chal en la silla, era pesado y tibio y tenía el
perfume de Elizabeth. Se cubrió con él los hombros para no pasar frío. El escritorio
era demasiado alto para leer cómodamente el libro y se sentó con las piernas cruzadas
en la alfombra hecha con retales. Se puso el libro en el regazo y se enfrascó en los
secretos del corazón humano.
Pasaba una página y al cabo de un rato la siguiente. La vela se iba reduciendo

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mientras ella leía, pero no se dio cuenta del paso del tiempo. Cuando las letras
impresas comenzaron a bailar ante sus ojos, se los frotó.
Hannah se quedó dormida con la mejilla apoyada en un dibujo de las arterias del
cuello. No se despertó cuando se apagó la vela, ni oyó la puerta que se abría en la otra
habitación.

* * *

Liam atravesaba el pueblo a caballo y gritando:


—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego en la escuela!
Los hombres comenzaron a salir de la taberna de Axel y se pusieron en marcha
hacia Lobo Escondido.
«Billy Kirby», pensó Julián mientras el pueblo se ponía en acción. Con la boca
hecha pedazos y el orgullo herido, no había lugar a dudas sobre quién había llevado
una antorcha hasta la escuela. El idiota iría a prisión por ello, pero lo peor era que
desde aquel momento el pueblo estaría a favor de los Bonner.
Julián no tenía la menor intención de compartir con Billy Kirby las consecuencias
de un crimen que ni siquiera se le había pasado por la cabeza; además, no era su
estilo, tan rudo y poco elegante, así que cogió el cubo que le pusieron en las manos y
corrió junto con los demás hacia la escuela. Nada como un fuego para que un hombre
se recupere de una borrachera.

* * *

Si alguien tenía tiempo para detenerse y admirarlo a una distancia segura, un


edificio en llamas en medio de la noche era una bella imagen. Las llamas se habían
propagado en la parte oeste de la escuela y salían por una ventana abierta, un
relámpago invertido que trataba de abrir el cielo. En la parte delantera del edificio, las
ventanas de vidrio brillaban como ojos amarillos y ávidos. A Julián le recordó a un
leopardo que había visto en una jaula de un prostíbulo de Londres.
La gente acudía de todas partes. Las mujeres con los pies descalzos, la ropa de
dormir y con los niños en brazos. Los niños, temblando de frío. Los hombres, muchos
todavía con la ropa que habían llevado aquel mismo día al recital de la escuela. No
habían hecho una línea de cubos, todo estaba fuera de control y llevar del lago un
cubo de agua tras otro no serviría de nada.
El juez llegó cabalgando, tenía el pelo blanco suelto y flotando al viento. Se bajó
de su caballo y se quedó ante Julián, sin aliento. Con una mano sujetaba las riendas
del aterrorizado caballo y con la otra agarró el hombro de su hijo y le clavó con
fuerza los dedos.

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—Espero por Dios Todopoderoso que no hayas tenido nada que ver en esto,
Julián.
Un repentino grito lo salvó de tener que dar una larga y tediosa explicación.
O'Brien salía del bosque gritando y señalando el fuego.
—¡La muchacha mohawk! —gritó agitando el sombrero—. La vi entrar hace un
par de horas. Y no sé si ha salido.
—Por Dios Todopoderoso —exclamó el juez—. ¿Está usted seguro?
—Hace una hora se veía la luz de una vela en la parte este.
—¿Qué muchacha mohawk? —preguntó Julián. Y sin esperar respuesta cogió a
O'Brien del cuello y lo sacudió con fuerza—. ¿Qué muchacha mohawk?
El hombre alzaba los ojos. Tenía ceniza en el pelo blanco.
—¿Y eso qué importa? —preguntó soltándose—. Despierte, hombre, se ha
quemado quienquiera que sea.
«Despierte». Julián miró a su padre y su padre miró hacia atrás.
Julián negó con la cabeza tratando, por una vez, de hacer lo que se le pedía que
hiciera, aunque lo que deseaba era dormir. Ir a dormir y sacarse esa imagen de la
cabeza: Muchas Palomas golpeando la puerta, su pelo bailando entre las llamas.
Porque Julián se había dado cuenta, helado de horror, de que la puerta estaba cerrada
con llave y ésta estaba puesta por fuera. Ahora lo entendía, Billy Kirby, que su alma
se vaya a un infierno igual al que ha creado, había encendido el fuego y había cerrado
la puerta. A la luz del fuego, Martha Southern estaba con su pequeña hija en brazos
mientras gritaba sin cesar. Los relinchos de un caballo le respondían. En el extremo
de la escuela una de las ventanas se sacudió y una espiral de cenizas voló en la noche
como una bandada de pájaros tropicales de colores indefinibles.
«Despierte. Sólo hay que abrir la puerta. Sólo girar la llave».
Se alejó. Su padre, en medio de una furiosa discusión con O'Brien, ni se dio
cuenta. Había un chal en el suelo y él lo levantó. A tres metros de la puerta, el pelo de
la cabeza se le levantó con el calor. La puerta estaba muy caliente para tocarla; usó el
chal para girar la llave y comprobó que la puerta se abría sin ruido.
De reojo, Julián vio un movimiento; dos jinetes del infierno en la ladera de la
montaña.
Abrió la puerta de un puntapié y entró en la escuela.

* * *

Siempre le había causado placer contemplar los colores del fuego, y en aquel
momento, pese al terror, pese al profundo miedo que abría las venas, Julián vio lo
maravilloso que era: las llamas se movían por la habitación en una simetría tan
seductora como aterradora. Arrodillado entre olas de fuego, Julián no reconocía el

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lugar, como si nunca hubiera estado allí.
Porque en realidad nunca había estado allí. No había estado en un lugar como
aquél; de eso estaba totalmente seguro. De eso y de que su piel se estiraba y
levantaba, y de que el calor del suelo le quemaba los pies atravesando sus botas. Con
accesos de tos que ahogaba en el chal, no podía recordar por qué se había metido en
aquel lugar. Estaba solo en medio de espantosas llamas que lo matarían si no se
movía. Fuera quien fuese la persona que buscaba, no estaba allí.
A su derecha había una puerta, intacta. Al otro lado de aquella puerta habría aire
para respirar y fresca oscuridad.
Julián abrió la puerta de un empujón y en respuesta el fuego que estaba a sus
espaldas se elevó y aulló como un animal. Cerró la puerta y estuvo a punto de reírse
ante lo absurdo de la situación. Entonces recorrió con la mirada la habitación.
Sentada en el suelo en un rincón estaba la hija de Nathaniel Bonner abrazando un
libro. Estaba temblando, tenía los ojos en blanco y cegados de terror. La única luz era
el reflejo rojo y dorado de la pequeña ventana que había encima del escritorio; eso
quería decir, se dio cuenta con la lucidez que quedaba en alguna parte de su mente,
que el techo que estaba sobre ellos ardía. Debía abrir la puerta y llevar con él a la
niña; si no, morirían los dos allí.
Su mente se estaba tranquilizando. Pensó en Elizabeth y, por primera vez en
muchos días, en Kitty. Había entrado allí para salvar a la esposa de otro hombre, y en
cambio se había encontrado con la hija de Bonner. Era una ironía del destino que su
mente habría sabido apreciar si hubiera funcionado normalmente.
Ella levantó la mirada y lo miró, tenía los ojos como brasas frías.
Julián la levantó.
Es hora de irse, habría querido decirle, pero le quemaba el cuello y todo lo que
pudo emitir fue una fuerte tos.
Ella escondió la cara contra él doblando su cuerpo pequeño y rígido. Apretaba el
libro contra su pecho y los bordes se clavaban en las costillas de Julián, quien se dio
cuenta de repente de que nunca había cogido a un niño.
Hubo una explosión de vidrios y Julián dio un salto cuando una esquirla se le
clavó en la mejilla. Se dio la vuelta con lentitud para encontrarse con Nathaniel
Bonner tratando de atravesar una ventana por la que pasaba sólo la mitad de su
cuerpo. Tenía sangre en las manos y en la frente.
—¡Déme a la niña! —dijo extendiendo los brazos. Julián miró a la criatura—.
¡Por el amor de Dios, hombre!
Puso a Hannah en brazos de su padre.
Cuando salieron, dejando atrás sólo el marco de la ventana lleno de pedazos de
vidrios como dientes rotos, Julián se quedó un momento mirando hacia fuera. Las
figuras se movían y bailaban a la luz del fuego. Su padre le gritaba que volviera.

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Por una vez en la vida, Julián se limitó a obedecer. Abrió la puerta y vio que el
fuego estaba más cerca, como una pared tendida entre él y la salida; su padre gritaba
haciéndole señas y llamándolo.
Julián corrió a través de una pared de humo y llamas y salió del edificio que
bramaba y crujía a sus espaldas, tratando de retener el aliento sin lograrlo, tomando
con desesperación grandes bocanadas de aire como si tratara de tragar una medicina
amarga pospuesta demasiado tiempo. Corrió con la sensación de que la figura de un
hombre lo poseía, lo golpeaba con fuerza hasta caer al suelo. Manos rudas le
golpeaban la espalda y la cabeza.
Alguien estaba arriba, un indio mirándolo. Lo último que vio Julián fue la imagen
de su padre y la cara de su hermana, blanca como una madona manchada de ceniza e
invadida por el horror.

* * *

Llevaron a Julián hasta la cabaña de los Southern, donde Nathaniel y Hannah ya


estaban al cuidado de las mujeres. Cuando Atardecer pudo convencer a Elizabeth de
que las heridas de la niña eran de poca gravedad y pasó un rato acunando a Hannah
hasta que se quedó dormida, fue al rincón donde Muchas Palomas atendía los cortes
de Nathaniel.
Estaba sacándole esquirlas de vidrio clavadas en la parte inferior de los brazos.
Tenía otros cortes en cabeza, brazos y hombros que ya habían sido limpiados y
vendados, pero aquella parte era la peor.
—Déjame —dijo Elizabeth poniendo una mano en el hombro de Muchas
Palomas.
Tenía la cabeza cubierta de sudor, pero Nathaniel negó con la cabeza.
—No es nada, Botas, no es nada. Atardecer coserá las heridas. Ve a ver a tu
hermano.
Muchas Palomas se levantó.
—Agua fresca —dijo llevando un cuenco con ella.
Elizabeth le cogió la mano al pasar y la apretó en señal de agradecimiento. Luego
miró hacia la habitación pequeña donde habían puesto a Julián en la cama. En medio
de la tos entrecortada se oían las voces de Martha, de Curiosity y de su padre.
—Elizabeth —dijo Nathaniel estirando su brazo libre. Ella se arrodilló junto a él
y él la acercó más—. No vivirá mucho. ¿Lo sabes?
—Sí —dijo acercándole la cara.
—Entonces ve con él —dijo Nathaniel. Estaba mirando a Hannah, que se había
quedado dormida en los brazos de Atardecer—. Si todavía puede oírte, dale las
gracias de mi parte.

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* * *

Axel se cruzó con ella en la puerta y se detuvo cuando le preguntó dónde iba.
El hombre miró al lado y luego miró fijamente el sombrero que tenía en la mano.
—Pregunta por Kitty y por su padre. Voy a buscarlos.
—En su estado no creo que le vaya muy bien a Kitty verlo como está…
El hombre sonrió tristemente.
—Lo mismo dijo Curiosity, pero ¿hay otra posibilidad?
Elizabeth dejó escapar un profundo suspiro y asintió con la cabeza.
—Por si quiere saberlo —Axel levantó la cabeza y la miró a los ojos—. Huye de
los Osos con algunos hombres fueron tras los Kirby. Espero que los traigan aquí
pronto.
—¡Pero a Liam no! —dijo Elizabeth cogiendo a Axel de la manga—. Fue Liam el
que vino a advertirnos.
Los ojos de Axel tenían un brillo extraño y frío.
—Si el niño es inocente no tendrá que pagar por los pecados de su hermano. Pero
como se habrá dado cuenta, señora Elizabeth, no se le ha visto por aquí desde ese
momento.
Como no podía negarlo, Elizabeth trató de pensar en alguna explicación
razonable, pero un nuevo acceso de tos proveniente de la otra habitación sonaba en
aquel momento como una tela desgarrada. Fue a ver a su hermano.

* * *

Las quemaduras y heridas que se extendían de la cabeza al hombro de Julián eran


muy desagradables a la vista, pero era su color lo que más asustaba. Tenía la cara
manchada de ceniza apoyada en la almohada y la boca era una forma irregular de
color cereza como si se hubiera disfrazado para una mascarada. Curiosity limpiaba el
vómito y la sangre, pero el color permanecía. Sus labios quemados se estiraban por
encima de sus dientes, las aletas de la nariz brillaban; volvió a toser, emitiendo un
sonido que parecía imposible que saliera de un ser humano. No sabía dónde tocarle.
Elizabeth se quedó junto a la cama, delante de su padre, y le hizo a Julián el favor de
no desviar la mirada.
Él tomó aire con dificultad y abrió los ojos.
—Duele —susurró.
—Sí, muchacho.
Curiosity estaba junto a Elizabeth y le tendió amablemente una tela húmeda que
despedía un olor acre sobre la peor parte de las quemaduras del cuello. La cara de él
se contrajo y luego se relajó. Ella levantó una pequeña copa y él hizo un esfuerzo

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para rechazarla.
Finalmente clavó la mirada en su padre.
—¿Kitty? ¿Han ido a buscarla?
El juez asintió con la cabeza.
Elizabeth se acercó.
—¿Julián? —Esperó hasta que se le pasara la tos procurando no ver las
salpicaduras de sangre y ceniza que Curiosity le limpió de la barbilla—. Julián,
nosotros, Nathaniel y yo, y Atardecer, Osos y Muchas Palomas, todos, queremos
darte las gracias por… —Elizabeth deseaba decirle otras cosas, pero no sabía por
dónde empezar. Quería gritar y llorar, pero temía que si lo hacía no supiera parar—.
¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó finalmente.
—Conseguirme unos pulmones nuevos —susurró él.
Y milagrosamente sonrió con ironía, la que siempre lo había acompañado durante
toda su vida.
—Me gustaría que eso estuviera dentro de mis posibilidades.
—La montaña —dijo él—. Devuelve la montaña.
Ella se sorprendió. Mirando a su padre vio que una convulsión se llevaba lo que
le quedaba de color.
—Julián —empezó a decir el juez, pero comenzó de nuevo la tos.
En la cara de su padre, Elizabeth vio un rostro pequeño y viejo. Se preguntaba
qué estaría viendo él en la de su hermano, que le parecía hecha de vidrio, lista para
romperse en pedazos al menor contacto.
En la otra habitación se produjo un repentino silencio y los Witherspoon
aparecieron en la puerta. Kitty estaba envuelta en una capa que ya no podía esconder
nada, apretando su vientre con dedos tan tensos y blancos que Elizabeth no se habría
sorprendido si se hubieran roto. Detrás de ella, el señor Witherspoon hablaba con
Nathaniel.
Kitty se adelantó para ver la cara de Julián. Se miraron durante un largo rato y
entonces volvió la tos. Impasible, lo vio estremecerse entre convulsiones. Elizabeth
no podía soportarlo y desvió la mirada.
Cuando pudo hablar de nuevo, la voz de Julián era todavía menos audible de lo
que había sido minutos antes.
—¿No podría tu padre…? —comenzó a decir cuando sobrevino otra pausa, más
larga esta vez, mientras trataba de sacar más aire de sus pulmones. Cuando terminó,
tenía la voz tan débil que Elizabeth estuvo segura, al principio, de que no le había
entendido. Entonces él repitió—: ¿No podría casarnos?
Elizabeth observó el semblante atónito del juez y luego miró a Kitty cuya
atención estaba completamente puesta en Julián. Había dos manchas rojas en lo alto
de sus mejillas.

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Ella asintió con la cabeza.
—Sí.
—Julián… —comenzó a decir el juez mirando incómodo a Kitty—. ¿Estás
seguro?
—Mi hijo —dijo Julián—. Es mi hijo, ¿verdad, Kitty?
—Así es —respondió con un susurro y sonrió.
Elizabeth sintió que se desmayaba y quiso apoyarse en algún lugar para sujetarse.
El señor Witherspoon se aclaró la voz.
—¿Y qué hay de Richard?
La mirada de Kitty, tan furiosa y ardiente como las llamas que los habían llevado
hasta allí, lo hizo callar.
—Nunca volveremos a ver a Richard Todd —dijo.
Con las manos temblorosas, el señor Witherspoon abrió su libro de oraciones y
comenzó su segundo servicio matrimonial del día. Curiosity cogió el anillo de la
mano herida de Julián; cuando todo hubo concluido, Kitty lo tenía puesto, con el
puño cerrado para impedir que se le cayera.
Elizabeth besó la mejilla blanca y fría de Kitty, y luego se inclinó para besar a su
hermano. Olía a vómito, a pelo quemado y a carne chamuscada; el estómago de ella
dio un vuelco y lo sintió pesado. Quería decir algo reconfortante, decirle que estaba
terminando su vida de forma honorable y que estaba orgullosa de él. Pero su propio
cuello se cerró y luchaba con las lágrimas como él luchaba por respirar.
Oyó el susurro, la hizo acercar la oreja a su boca.
—Ya está hecho. Legalmente.
—Sí.
Sus ojos se cerraron de dolor mientras se esforzaba por hablar.
—Era lo que había que hacer.
—Sí —dijo ella asintiendo con energía.
Su hermano le susurró:
—El resto de la tierra. —Sus ojos se fijaron en los de ella—. Ahora está seguro,
fuera de tu alcance.
Elizabeth se apartó como si el calor que salía de él la estuviera quemando. Se
apretó una mano contra los labios y se forzó a tragarse las palabras que deseaba decir.
Palabras que no se le pueden decir a un hombre en su lecho de muerte. Miró a Kitty y
se dio cuenta con tremendo alivio de que sólo ella había oído la confesión de Julián,
que no expresaba la culpa o el arrepentimiento, sino la necesidad de transmitir su
desdicha y su maldad.
En su rostro había una mueca tal vez de dolor o satisfacción, no podía saberse.
Elizabeth sintió un escalofrío. Se levantó la falda para irse pero la mano fuerte de
Curiosity la agarró del codo.

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—Espere un momento —dijo—. Espere, ya termina.
Y así fue. Julián intentó levantarse tratando de respirar y finalmente cayó sobre la
almohada y dejó escapar el último aliento entre sus dientes apretados.
El señor Witherspoon pasaba las páginas de su libro de oraciones. El juez,
impasible, se sentó pesadamente y se frotó las mejillas arrugadas con las manos.
Elizabeth quería ir con Nathaniel, lo deseaba con todas sus fuerzas. Quería que
Nathaniel se la llevara a un lugar donde pudiera llorar hasta que no le quedaran más
lágrimas. Miró la estropeada cara de Julián; la visión se le hizo borrosa y ante sus
ojos apareció el hermano pequeño, que había sido antaño un niño brillante, un
espíritu nuevo en el mundo, lleno de promesas que nunca se cumplirían.
El padre lloraba con un llanto ronco, terrible. Ella rodeó la cama y le puso una
mano en el hombro, al principio tocándolo suavemente y luego con creciente presión
al sentir que se acrecentaba el temblor de su cuerpo y que comenzaba a agitarse de
manera incontenible.
Finalmente, Curiosity quiso cerrar los ojos de Julián, pero Kitty la cogió de la
muñeca para detenerla.
—Déjeme —dijo amablemente—. Tengo derecho.

* * *

Por la única ventana que había en la habitación principal, Elizabeth vio la


columna de humo y llamas en el cielo de la noche. Por primera vez pensó sólo en sus
libros perdidos y en la escuela quemada.
En la otra habitación, las mujeres hacían los preparativos para el velatorio. Ella
podría haber tomado parte; era su hermano, después de todo. Pero no podía
soportarlo, y esperó mientras Curiosity y Martha hicieron con Julián lo que había que
hacer. Galileo y Manny estaban allí, preparándose para llevarlo a casa.
Atardecer y Muchas Palomas habían llevado a Hannah y a los dos hijos mayores
de Martha a dormir a su casa, cargándolos en caballos para subir la montaña. Jed
McGarrity fue también porque Nathaniel no quería dejar a Elizabeth. Ésta habría
querido irse con ellos, pero su padre estaba sentado en un banco delante del fuego,
hablando con Axel y con el señor Witherspoon con frases que al principio tenían
sentido, pero que eran cada vez más vacías al igual que la mirada que había en sus
ojos. Delante de él estaba sentada Kitty, todavía envuelta en su capa, contemplando el
fuego con expresión pensativa. Su frente manifestaba la concentración de sus
pensamientos.
«Una hermana nueva —pensó con amargura Elizabeth—. Kitty ahora es mi
hermana».
Se oyó un ruido desagradable y llegaron los hombres a la habitación cargando una

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tabla de madera fresca. A Julián lo habían envuelto en una manta, como se envuelve a
un recién nacido para protegerlo del frío. El señor Witherspoon y su padre los
siguieron fuera de la cabaña. Elizabeth pudo ver el destello de la cabeza cana del juez
cuando la pequeña procesión partió.
—Vamos a casa —dijo Nathaniel.
La rodeó con un brazo. Tenía el otro vendado de la muñeca al codo, donde
Atardecer había cosido los cortes. Apoyando la cara en el pecho de Nathaniel,
Elizabeth no se encontró esta vez con su olor, su conocido y reconfortante olor, sino
con el olor del fuego.
—Tal vez debería acompañar a mi padre.
Curiosity estaba en la puerta perdida en sus propios pensamientos, pero en aquel
momento miró a Elizabeth con severidad. Sin decir una palabra atravesó la habitación
para encararla. Con movimientos rápidos y precisos marcó la curva de su vientre más
prominente. Su mirada torva cambió y en su lugar apareció otra más compasiva y
satisfecha.
—Usted necesita descansar —dijo—. Nosotros asistiremos al juez.
Kitty se levantó de golpe, torció la cabeza a un lado con expresión perpleja, como
si tuviera que hacer una pregunta muy importante y no encontrara las palabras.
Curiosity se dio la vuelta siguiendo la mirada de Elizabeth.
—Faltan seis semanas aún —dijo Kitty. Se apretó las manos en el vientre como si
quisiera calmar al niño que había dentro—. No puede ser ahora.
Curiosity dejó escapar un suspiro, un vibrante suspiro:
—Me lo temía.
Axel se levantó tan rápido que el banco en que estaba sentado se cayó.
—¿Tengo que ir a buscar a Atardecer?
Sin apartar la mirada de Kitty, Curiosity dijo:
—Ella ya tiene suficiente con ocuparse de los niños. Necesito a mi Daisy, si es
usted tan amable. Martha y yo podemos arreglarnos mientras tanto. Elizabeth, que
Nathaniel te lleve a tu casa. Hay mucho trabajo aquí esta noche, pero no para ti.
—¡No! —La expresión atónita de Kitty se convirtió en una mueca de horror—.
Por favor, Elizabeth, por favor, quédate.
Nathaniel le apretaba el codo. Ella estaba a punto de decir que sí pero la presión
era mayor; se volvió y vio el rostro enfadado de Nathaniel.
—Vamos fuera.
—Pero…
—Fuera —insistió él llevándosela.
Elizabeth vio la expresión resignada de Curiosity y la mirada perpleja de Martha.
Dejó que la llevara fuera y una vez allí, cuando la miró a la cara, la furia le había
puesto en un estado en el que jamás lo había visto.

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—¡No dejaré que te quedes! —dijo—. Curiosity y Martha la cuidarán. Te llevaré
a casa.
—Nathaniel… —Levantó las manos indefensa y él se acercó lo suficiente para
que pudiera verle la sangre seca del pelo.
—No.
—Ella me necesita, Nathaniel. Mira por lo que acaba de pasar…
Él se rió, un sonido áspero sin nada que lo mitigara.
—¿Y por lo que has tenido que pasar tú? ¿Qué has perdido esta noche?
—No he perdido ni a mi esposo, ni a mi hija, ni a mi niño antes de nacer.
—¡Has perdido a tu hermano!
—Ya había perdido a mi hermano hacía mucho tiempo —replicó y se tapó la boca
con la mano. Cuando supo que podía dominar su voz de nuevo, dijo—: Tengo a mi
familia, pero ella ha perdido al padre de su hijo y puede que pierda al hijo también.
Entonces la cara de él se contrajo; pasó sus brazos alrededor del cuerpo de
Elizabeth y la apretó contra su pecho acariciándole la cabeza con las manos. Su
temblor le comunicó lo que no le podía decir con palabras.
—Estoy bien —dijo suavemente—. Nathaniel, no estoy en peligro. Mira, siente.
—Le cogió la mano y la apretó contra el vientre—. Este niño anuncia claramente que
es sano. ¿Lo sientes?
La columna de músculos de su cuello se contrajo mientras tragaba saliva. Estaba
más tranquilo, pero sin embargo, la tensión permanecía.
—¿Te retirarás si es muy difícil?
—Al instante.
—¿Dejarás que Axel o alguno de los hombres te acompañe a casa si terminas
antes de que venga a buscarte?
—Desde luego. No iré sola a ninguna parte. No hasta que… —pensó en Billy
Kirby y vio un destello de angustia en los ojos de Nathaniel que le anunció que él
pensaba lo mismo—. No hasta que me digas que puedo hacerlo con seguridad.
Otra vez dudó y miró hacia el horizonte donde la aurora ya esparcía sus primeras
luces pálidas.
—No me puedo quedar, Botas.
—Vete a casa enseguida —dijo ella—. Quiero que estés allí cuando Hannah se
despierte.
—Tú no lo entiendes.
—Sí lo entiendo —replicó—. Es preferible hacer frente a todo un ejército que a
una mujer que está de parto.
La miró sorprendido.
—¿Te dijo algo Atardecer?
—No —Elizabeth le pasó una mano por la mejilla—. Ella no me dijo nada. Pero

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yo sé que has pasado por esto antes y que el resultado no fue fácil ni del todo feliz.
Por eso no me sorprende que no quieras quedarte aquí.
—Eres muy considerada —dijo él, cansado—. Tal vez tú lógica tenga algún punto
débil pero ahora estoy demasiado agotado para pensar en ello.
—Tengo que quedarme si ella lo desea. ¿Te irás ahora y me dejarás hacer lo que
debo?
Le acercó la cara y la besó brevemente.
—Muy bien, pero no me gusta mucho la idea.
«A mí tampoco —se dijo Elizabeth mientras entraba en la cabaña—. A mí
tampoco».

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Capítulo 57

Al amanecer comenzó a caer una lluvia fría y persistente sobre Paradise. Mientras
Kitty estaba de parto, el viento susurraba entre los árboles con una voz tan humana
que a Elizabeth se le pusieron los pelos de punta. A veces sólo con un gran esfuerzo
para mantener la disciplina lograba que las manos no le temblaran mientras enjugaba
la frente de Kitty. Habló muy poco durante las largas horas, contenta de que el buen
humor de Curiosity ayudara a aliviar la carga. Cuando empezaba a pensar en su
hermano se refrenaba enseguida. Habría tiempo para eso más tarde, se decía con
firmeza, tratando con todo su empeño de mantener la cabeza de Kitty sobre la
almohada.
Por la mañana hubo un ir y venir de gente del pueblo que llevaba platos calientes
e infusiones especiales y ofrecía su ayuda. Con el rostro desencajado y sin afeitarse,
el señor Witherspoon se presentó ante la puerta y fue reconfortado por Curiosity, que
lo envió a dormir a su casa. Al mediodía, cuando parecía que todavía faltaba un rato
para que el niño naciera, Curiosity envió a Elizabeth a descansar. Ella obedeció sin
protestar. Se acurrucó, cerca del fuego, en la estrecha cama de Jemima y cayó en un
sueño tan profundo que cuando se despertó no tenía ni idea de dónde estaba, ni por
qué, ni siquiera de qué la había despertado.
Gradualmente se fueron presentando los hechos en su mente, los cuales, al
principio, no parecían encajar en ningún esquema racional. Su hermano estaba
muerto; la escuela ya no existía. Había una contundencia en aquellas verdades que
era casi tangible, y todavía faltaba explorar el peso de la pena. Justo cuando Elizabeth
se dio cuenta de que lo que oía no era una tormenta, sino el llanto de un recién
nacido, Daisy entró en la habitación abotonándose la capa.
—Voy a buscar al juez y al señor Witherspoon —dijo mientras se ponía la
capucha.
Elizabeth levantó las manos para indicar que quería información.
—Kitty lo logró.
—¿Y el niño?
—Vivo, bien y respirando mejor de lo que mamá se habría imaginado.
—Gracias a Dios —murmuró Elizabeth.
—Amén —dijo Daisy cerrando despacio la puerta tras ella.
Elizabeth fue a la otra habitación para conocer a su sobrino.
Acurrucado en los brazos de Kitty, parecía un muñeco pequeño y de proporciones
desparejas.
—Conozca al joven amo Middleton —dijo Curiosity limpiándose el cuello con un
paño de lino—. Bravo como un gallo de pelea, pero mucho más pequeño.

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Kitty parecía agotada. Con visible esfuerzo miró a Elizabeth.
—Lo hice —dijo—. Pensé que no podría, pero sí.
—Claro —dijo Elizabeth incapaz de añadir algo más.
Aceptó una infusión que le ofreció Martha, pero no podía apartar los ojos del
niño. El hijo de su hermano.
Kitty tocó la mejilla del niño con un dedo indeciso.
—¿Vivirá?
Curiosity respiró profundamente.
—Hay grasa en su cuerpo: si se le mantiene caliente, se le alimenta regularmente
y si Dios es bueno, entonces sí, creo que tiene una oportunidad —dijo lentamente—.
Pero será una dura lucha, y no todo está en tus manos.
El niño lloriqueó rozándose las mejillas con los puños.
Se oyó un golpe y Curiosity y Elizabeth se dieron la vuelta para ver a Huye de los
Osos entrar y cerrar la puerta tras él por la tormenta. Estaba empapado y lleno de
barro; en el brazo tenía la capa de lana y las botas de Elizabeth. Con cierta sorpresa
miró hacia abajo y se dio cuenta de que estaba descalza, y de que así había estado
desde que salió la noche anterior de Lago de las Nubes.
Saludó a Curiosity con una reverencia y luego volvió su atención a Elizabeth.
—Nathaniel te envía un mensaje —dijo en kahnyen’kehaka—. Tienes que venir,
ahora.
La sonrisa de su rostro se desvaneció.
—¿Más problemas?
—Toda tu gente está reunida —dijo él—. Pero vamos, no hay tiempo que perder.
Elizabeth sabía que por más que preguntara no le sacaría a Osos ninguna
información que no estuviera dispuesto a dar, por lo que no intentó hablar durante el
camino de subida a la montaña. Había ido a caballo, lo que dejaba bien a las claras lo
urgente del encargo; a Huye de los Osos no le gustaba ir a caballo y prefería ir a pie a
casi todas partes. La ayudó a subir tras él y partieron. Elizabeth estaba contenta de
tener una forma tan sólida protegiéndola del viento frío y húmedo del invierno.
Mientras atravesaban el campo de fresas, la cubierta de nubes se abrió para dejar ver
la luna en cuarto creciente, un hilo de luz sobre un el cielo tan oscuro.
Nathaniel estaba esperándolos en el porche de la cabaña de su padre y se dejó
caer en sus brazos. El la retuvo un momento, pero no podía esconder los nervios y la
tensión.
—¿Kitty? ¿El niño?
—Los dos vivos, pero el niño es muy pequeño —dijo ella—. Curiosity cree que
puede salvarse. ¿Hay alguien aquí? —preguntó Elizabeth mirando alrededor.
Él se frotó los ojos.
—Ah, sí —dijo—. Liam, en un estado lamentable.

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Nathaniel la cogió por los hombros y negó con la cabeza.
—No, Botas, no se está muriendo.
—¿Le…? —apenas podía pronunciar las palabras.
—Dice que sólo hablará contigo. —Los dedos de Nathaniel apretaban los
hombros de Elizabeth—. Escúchame bien porque no tenemos mucho tiempo. Osos
encontró al niño inconsciente en la cara norte de la montaña. McGarrity y O'Brien
estaban con él.
La cara norte de la montaña. Agreste, empinada y peligrosa; Elizabeth sólo la
había visto desde arriba. La cara norte de Lobo Escondido, donde estaba la entrada a
la mina de plata.
—La mitad del pueblo está allá arriba buscando a Billy.
Ella enderezó los hombros.
—Hablaré con él —dijo—. Y veremos qué es lo que sabe. Hannah está aquí
dentro, ¿no?
—Estaba, pero Atardecer se la llevó a dormir. Aunque dudo que consiga hacerlo.
—Mejor —dijo Elizabeth pensativa—. Puede que necesite su ayuda.
Lo primero que vio fue a Hannah, espiando desde el desván. Y luego a Liam, en
el catre donde había muerto Chingachgook. Muchas Palomas levantó la cabeza al
verla y parpadeó a modo de saludo.
Se había preguntado, durante las primeras horas del parto de Kitty, por qué no
estaba más enfadada. Su hermano había muerto sin necesidad; su hijastra había
escapado con vida de milagro. La escuela con todos sus libros y materiales reunidos
durante tanto tiempo y el trabajo de sus alumnos se habían perdido. Pero no había
podido encontrar rabia en su interior. Cuando pensaba que Billy Kirby había ido por
ella, era como si él fuera un extraño, alguien a quien no había visto desde hacía
mucho tiempo. Ni siquiera podía recordar su voz, ni su rostro.
Al mirar a Liam, tan parecido a su hermano, Elizabeth sintió que una llama de
rabia se encendía y comenzaba a arder bajo sus costillas.
Atardecer le había inmovilizado la pierna por debajo de la rodilla y le había
vendado la muñeca. Entre las vendas se podía ver el pecho lleno de moretones con
los colores del arco iris. Pero la cara era lo peor, una masa informe de carne hinchada
con el labio inferior partido, Elizabeth le tocó el hombro y el niño se estremeció.
—Liam —le dijo suavemente—. ¿Quién te ha hecho esto? —Él trató de esconder
la cara pero fue presa del llanto—. No, por favor. Estoy aquí. ¿Quién te ha hecho
esto?
Verlo llorar era más de lo que podía soportar, pero Elizabeth trató de
sobreponerse. Le pasó suavemente el pañuelo por la cara golpeada. Nathaniel
observaba al otro lado de la habitación, con los brazos cruzados en el pecho y la
cabeza baja.

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Lentamente, el llanto de Liam fue cediendo.
—¿Los hombres del pueblo te han golpeado? —Negó suavemente con la cabeza
—. ¿Ha sido tu hermano? —Asintió de forma apenas perceptible. Cuando ella le
repitió la pregunta, él volvió a decir que sí, esta vez con más firmeza—. Liam,
tenemos que encontrarlo. Te prometo hacer todo lo que esté en mi poder para que
vaya a juicio. Pero tenemos que encontrarlo primero, antes de que lo encuentren los
del pueblo; si no, nadie sabe lo que puede pasar. —El niño dejó escapar un pequeño
grito y Elizabeth le tocó el hombro.
Por un momento creyó que se había quedado dormido. Entonces volvió a sonar su
voz, más fuerte de lo que había esperado.
—¿Usted quiere colgarlo?
Elizabeth miró a Nathaniel. El asintió.
—Ninguno de nosotros quiere colgarlo. Haremos lo que podamos para que vaya a
juicio.
—Es el único pariente que tengo en el mundo —dijo Liam—. No tengo dónde ir.
—Puedes quedarte con nosotros —dijo Hannah en la oscuridad. Ella había bajado
con los pies descalzos y Elizabeth no la había oído—. ¿Verdad que puede?
La mano derecha de Liam se levantó para hacer un ademán incierto en el aire.
Elizabeth se la cogió.
—Traté de detenerlo —susurró Liam.
Su labio inferior había empezado a sangrar de nuevo y Elizabeth lo limpió con el
pañuelo, pero él negó con la cabeza enfadado.
—Señora Elizabeth, yo no sabía que Hannah estaba allí dentro.
—Ya sé que no lo sabías —dijo Elizabeth resueltamente.
—Pero Billy tampoco lo sabía. Estoy seguro de que no lo sabía. Él no lo sabía…
—Otra vez las lágrimas comenzaron a rodar.
Hannah estaba mirando a su padre, levantaba la barbilla en señal de beligerancia.
—¿No se puede quedar con nosotros?
—Sí —dijo Nathaniel—. Le haremos un sitio. Pero ahora necesitamos a Billy, y
rápido.
Al oír la voz de Nathaniel, Liam dejó de llorar. Respiró varias veces de forma
entrecortada y luego dejó que Elizabeth le cogiera la mano.
—Está escondido en una cueva en la cara norte —dijo—. Sobre la cascada seca.
¿Sabe dónde quiero decir?
—Sí —dijo Nathaniel buscando su rifle.
Miró a Huye de los Osos que estaba atándose los mocasines.
—Volveremos en cuanto podamos, Botas.
En la puerta de la habitación, Atardecer dijo en kahnyen’kehaka:
—Traedlo aquí y yo misma lo destriparé —dijo con los ojos fijos en Hannah.

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Había un acento en su voz que Elizabeth nunca había oído antes.
—Lo esconderemos en un lugar seguro hasta que se calmen un poco los ánimos
—le dijo Nathaniel a Elizabeth.
—No hay ningún lugar seguro en el mundo —dijo Liam. A la luz de la vela, los
ojos despedían un fulgor azul acuoso—. No para Billy, ya no.

* * *

Nathaniel y Huye de los Osos empezaban a atravesar el bosque cuando Elizabeth


gritó detrás de ellos. Iba corriendo, el chal flotaba en el viento. Nathaniel le dio la
mano y le estiró los rizos sueltos que estaban alrededor de su cara mientras intentaba
hablar.
—Nathaniel —dijo sin aliento—. Es domingo. Acabo de darme cuenta. Se supone
que tenías que irte a Albany esta mañana.
Él sólo pensaba en Billy, toda su energía y su rabia por lo que había sucedido el
día anterior lo impulsaban y no podía darse cuenta de qué era lo que ella estaba
tratando de decirle. Nathaniel notó lo contrariada que se sentía Elizabeth y decidió
respirar pausadamente hasta entender.
Entonces le vino de golpe a la cabeza.
—Dios. La cita en el juzgado.
—Sí —dijo ella—. Mañana.
Se miraron uno al otro durante un momento.
Osos dijo:
—Tal vez no necesites ir. Si Richard no aparece, desestimarán su demanda. Eso
es lo que dijo Van der Poole, ¿verdad?
—Pero ¿si Richard está allí? —preguntó Elizabeth—. Podría ser que sí.
—Entonces tendré que ir —dijo Nathaniel—. Si salgo ahora y cabalgo rápido
podré llegar a tiempo.
—No puedes irte. Se tomarán la justicia por su propia mano si no estás aquí para
detenerlos —protestó Elizabeth. Hubo un pequeño silencio, ella se irguió y lo miró
directamente a los ojos—. Se lo prometí a Liam.
—¿Importa mucho si Billy Kirby muere esta noche o la semana próxima en
Albany? ¿Vale la pena perder la montaña por eso? —replicó Nathaniel con
exasperación.
—Osos puede ir y explicar la situación. Si Richard está allí, tal vez el juez lo
posponga de nuevo cuando sepa lo que ha sucedido.
—A mí no me dejarán entrar en el juzgado —dijo Osos presentando la cuestión
como un simple hecho.
—Entonces tendré que ir yo —dijo Elizabeth extendiendo los brazos, y su voz

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enronqueció; Nathaniel no sabía si ello se debía al esfuerzo de reprimir las lágrimas o
a la rabia.
—No —dijo Nathaniel secamente—. Tú no irás.
—Espera —dijo Osos volviéndose hacia Elizabeth—. Escríbele una carta al juez,
yo se la llevaré a Schuyler y él podrá ir en tu lugar.
El estómago de Nathaniel dio un vuelco. Elizabeth se había alzado las faldas y ya
se dirigía corriendo a la cabaña.
—Escribiré tan rápido como pueda —dijo desapareciendo en la oscuridad.
Nathaniel la observó mientras se iba y luego se volvió hacia Osos.
—Será un duro trayecto a caballo y sin motivo —dijo—. Dudo que Richard esté
cerca de Albany.
Huye de los Osos se encogió de hombros. Tenía una expresión inescrutable, pero
el tono de su voz era tajante:
—Tú vigila al agente del tesoro —le dijo—. Siente demasiada curiosidad por la
ladera norte.
Nathaniel asintió con la cabeza, sus pensamientos ya se movían en dirección a la
cima de la montaña. Se despidió de Osos cogiéndole el brazo y salió corriendo hasta
desaparecer en el bosque.

* * *

Conocía la montaña tan bien como conocía la cabaña en que había nacido y
crecido, tan bien como conocía las facciones de la cara de su hija. Era la cara de
Hannah la imagen que Nathaniel llevaba consigo cuando rompía la ventana de la
escuela para salvarla.
La había acunado mientras ella lloraba, se estremecía y tosía, la había acunado
como esperaba que su madre lo hubiera hecho, arrullándola sin palabras. Incapaz de
consolarla, Nathaniel había deseado que Elizabeth lo ayudara y alzó la mirada para
verla corriendo hacia ellos con Muchas Palomas y Atardecer detrás. Entonces había
salido Julián de la escuela con el pelo ardiendo, y Osos lo había derribado.
La mirada de él pareció dar voz a Hannah.
—Traté de salir —susurró ella—. El olor del fuego me despertó, y traté de salir,
pero la puerta estaba cerrada.
Nathaniel había conocido la auténtica ira pocas veces en su vida. En el campo de
batalla había conocido la furia que hace que un hombre afronte el peligro más allá del
temor. De nuevo la había sentido cuando vio lo que Lingo le había hecho a Elizabeth,
aun sabiendo que el hombre no estaba en sus cabales. Mientras caminaba hacia la
casa de los Southern con Hannah en sus brazos, la misma clase de rabia punzante lo
había invadido. Billy Kirby había prendido fuego a la escuela y había cerrado la

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puerta.
Tuvo que preguntarle:
—¿Te vio? ¿Te vio, Hannah? ¿Billy Kirby te vio?
Ella temblaba contra su cuerpo.
—No lo sé —dijo en voz baja frotándose los ojos.
Había llorado hasta dejarlos secos. Él casi podía sentir la tensión en ella,
creciendo y aflojándose; parecía más pesada en aquel momento, más desprendida de
sus brazos. Atardecer llegó, le dio a la niña y la siguió hasta la cabaña donde iban a
curarle las heridas. Pensando no en las suyas o en las de la hija que todavía necesitaba
que la reconfortaran, o en su esposa, que se dirigió pálida y con la espalda recta hasta
el lecho de muerte de su hermano, sino en Billy Kirby y en lo bien que se sentiría si
pudiera poner su rifle ante la cabeza de aquel hombre y apretar el gatillo.
Correr por la montaña bajo la oscuridad no era algo tan difícil como mantener la
promesa que le había hecho a Elizabeth.
Nathaniel continuó hacia arriba deteniéndose sólo para escuchar. Dos veces oyó
el ruido de las partidas de búsqueda y vio linternas no demasiado lejos. Permaneció
solo, no porque no necesitara ayuda, sino porque no podía permitir que lo
acompañaran. No al lugar donde necesitaba ir.

* * *

Al borde de un precipicio, en una pendiente tan abrupta que podría haber comido
hierba de pie, Nathaniel pudo percibir un movimiento rápido delante de él. Los lobos
que se habían apropiado de aquella parte de la montaña lo estaban observando, con
los ojos echando chispas rojas a la luz de la luna. Era una buena señal.
Se escurrió por un saliente de piedras acumuladas durante años, sintiendo su
movimiento bajo los pies. Prestando atención a la montaña en aquel momento,
porque la montaña le estaba prestando atención a él. El lobo podría arrojarlo al vacío
como si fuera un caballo de carga si él se distraía. Cuando la luna se escondió tras
una nube hizo un alto y esperó porque no tenía otra posibilidad. Un buho ululaba en
la noche, muy cerca de allí, y un chotacabras parecía responderle.
Deteniéndose a menudo para escuchar, Nathaniel avanzó por un estrecho
desfiladero y pasó la mina de plata. Por lo que pudo ver entre la maraña de enebro
que crecía en las grietas de la ladera rocosa, nada había sido tocado; no se veían
huellas, aunque la luz del día podría decir otra cosa. Se puede caminar por el lugar
mil veces y no saber lo que hay allí, no sólo la mina de plata, tan rigurosamente
escondida todos aquellos años, sino también el baúl que Chingachgook había sacado
del bosque en el año cincuenta y siete con el resto del oro torie.
Nathaniel continuó caminando a través de los pinos, balanceándose hacia delante

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y hacia atrás cuando la inclinación era demasiado grande para él. Allí estaba la
trampa, más de cien años de madera derribada por las tormentas y el viento, tan
peligrosa como cualquier trampa de oso. La cueva estaba justo encima del lugar
donde se encontraba, pero antes había una ladera empinada que no se atrevía a escalar
por la noche. A pesar de que subía a buen paso, había tardado más de una hora en dar
aquel largo rodeo, hasta que por fin pudo ver la cueva. Bajo un refugio de roca se
recostó para esperar y pensar.
Había jugado de niño en aquella cueva, se había escondido allí cuando quería
estar solo. En aquel momento podría ser que Billy estuviera mirando el alce y el
ciervo que él había dibujado en las paredes de roca con un palo quemado. Su padre le
había enseñado la cueva a los diez años; él haría lo mismo con Hannah, cuando ella
fuera capaz de escalar el escarpado peñasco que conducía hasta ella. Si es que todavía
permanecían allí. Si todavía podían considerar Lobo Escondido como su casa.
Aquellos días le parecía cada vez más probable que perderían la montaña, o que
simplemente se irían de allí. Una vez había arriesgado su vida para asegurar los
derechos de su hija, pero justamente el día anterior había aprendido que el precio de
quedarse allí podía ser demasiado alto.
En la oscuridad, Nathaniel no podía ver el humo que salía de la boca de la cueva,
pero lo pudo oler, lo mismo que la carne asándose. Kirby estaba allí; se mantenía
seco y caliente. Con el rifle preparado apoyado en las rodillas, Nathaniel sólo
esperaba que Billy asomara la cara o que llegara el amanecer para ir a buscarlo. Lo
que primero ocurriese.

* * *

Poco antes de que saliera el sol, fue hacia la cueva. Por un lado sujetaba una
antorcha, tenía el rifle alzado y entró con el dedo puesto en el gatillo. No hubo
ninguna pelea, Billy se limitó a levantarse y, cansado, dejó caer el arma y se quedó
mirando el suelo.
—¿Estás listo para partir? —preguntó Nathaniel. Billy levantó la cabeza y
Nathaniel le vio la boca estropeada y el destello de tenaz resistencia en los ojos.
Había bastado un culatazo en la boca para detener todo su arrojo y derrotarlo. Se
golpeó la cara con las manos, hizo una reverencia y emitió un aullido—. Silencio. Si
no quieres que Axel y el resto de los hombres vengan por ti.
Un escupitajo y un poco de sangre manchaban los dedos de Billy mientras miraba
a Nathaniel.
—Diles que vengan —dijo con aspereza, apenas podía hablar bien con la boca
partida—. Tal vez podamos hacer un trato.
Se agachó y buscó debajo de la manta que había sobre un bulto en el suelo sucio y

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se volvió, no con el cuchillo que Nathaniel había previsto, sino con los puños llenos
de monedas de oro.
—¡Diles que vengan! —gritó Billy—. ¿Dónde está ese empleado de la Hacienda
pública? ¡O'Brien!
Tosía y se reía, arrodillado en el suelo mientras arrojaba las monedas al aire. Las
monedas sonaban y caían. Nathaniel tenía la mirada fija en Billy.
—El juez querrá ver esta mina —dijo Billy limpiándose la barbilla con el dorso
de la mano—. Bonita sorpresa.
—El juez está ocupado ahora. Está enterrando a su hijo.
Durante un momento Billy se quedó atónito; luego cambió la expresión.
—Mientes.
Nathaniel negó con la cabeza.
—Pero no murió en el incendio. —La voz de Billy era más débil y quejumbrosa
ahora—. Esa no era la idea.
—¿Y cuál era la idea?
Billy se quedó mirándolo.
—Vamos al pueblo a preguntar si es verdad o no que el hijo del juez está muerto,
ya que no me crees.
—No podrás sacarme de aquí.
—Eres tú el que apesta a fuego y sangre derramada —dijo Nathaniel—.
Levántate.
Repentinamente pálido, Billy dijo:
—Tendrás que entregar el oro al tesoro.
—¿Qué oro? —dijo Nathaniel—. Cuando lleguen aquí ya no habrá oro. Pensarán
que es una historia que inventaste para salvar tu escondite.
Billy se levantó lentamente.
—El juez te quitará la mina.
—Si lo hiciera, Elizabeth es ahora su única heredera —dijo Nathaniel negándose
a pensar en Kitty y el recién nacido—. Al final la hemos conseguido. Y tú y yo
bajaremos a preguntarle qué es lo que lamenta más, si la pérdida de la mina o la
pérdida de su hijo.
—¡Mientes! —exclamó Billy.
—¿Tú crees? Veremos.

* * *

Hizo que Billy sacudiera sus botas y se quitara toda la ropa hasta que cayeron
todas las monedas de oro que había cogido. Luego Nathaniel le permitió vestirse de
nuevo y lo hizo salir de la cueva apuntándole con el rifle. Tenía la cara tan tranquila e

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impasible como sabía que debía tenerla, pero su mente corría a toda velocidad. No
había nadie que pudiera ir a sacar el oro de la montaña: Osos se había marchado a
Albany y ninguna de las mujeres podía con el peso del baúl. Ni siquiera estaba seguro
de poder cargarlo él solo, pese a que estaba medio vacío.
En el borde del precipicio, Billy se sintió apabullado ante los primeros rayos del
sol que se salía. Parpadeando alzó la mirada al cielo y luego miró hacia abajo, a la
profunda garganta que se abría a sus pies. Dio una patada a unos guijarros y una
cascada de piedras se precipitó al vacío.
—Quiero mear.
Nathaniel esperó.
—¿No quieres saber qué le pasó a tu hermano?
Billy torció la cabeza sorprendido.
—¿Qué le pasa?
—¿No sabes si está vivo o muerto? —señaló Nathaniel.
Billy se encogió de hombros y se arregló los pantalones.
—A mí me golpeaban más todas las semanas cuando mi familia vivía —dijo—. Y
no me mataron. No hay otra manera de hacer entrar las cosas en una cabeza dura que
con golpes. Papá siempre decía eso. —Se pasó una mano por la cara y suspiró—. De
cualquier manera, solamente me pueden colgar una vez. Quiero decir, si es que Julián
murió en el incendio.
Nathaniel lo miró parpadeando y no dijo nada, pero sintió que la rabia se le subía
a la garganta.
—Qué estúpido bastardo, ir a meterse allí dentro —murmuró Billy.
—Puede ser —dijo Nathaniel observándolo detenidamente—. Pero tal vez había
alguien a quien salvar en la escuela.
Billy se contempló las botas.
El rifle de Nathaniel se movía en sus manos como si le estuviera hablando. Lo
apretó más fuerte y se concentró en lo que podía ver en la cara de Billy, moretones y
sangre. A la derecha, el sol se levantaba con colores de fuego. Delante de él estaban
los bosques. En algún lugar, en los bosques, estaba su padre, llevando una dura vida
por culpa de Billy Kirby. Y estaba Liam, solo con aquel hombre. El mundo se volvía
estrecho y hostil, y todo por culpa de él.
—¿Por qué cerraste la puerta con llave? —preguntó Nathaniel notando que su voz
sonaba baja, sorda y lejana.
La ensangrentada y golpeada cabeza se irguió lentamente. Se notaba una lucha
interior, la boca partida se torcía. La expresión de un hombre que intenta un desafío
en contra de los consejos del sentido común.
—Como decía papá —dijo Billy alzando más la cabeza para mirar los bosques—,
si hay que hacer algo, hay que hacerlo como sea.

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—Es un consejo muy bueno —dijo Nathaniel.
Con el cañón del rifle tocó la tripa de Billy y lo hizo retroceder. Nathaniel
observó cómo movía los brazos, una, dos veces, hubo un furioso movimiento de
detritos y un alud de piedras sueltas alrededor de las botas que se apoyaban en el
borde del abismo. Billy trató de avanzar para agarrarse al cañón del rifle, a la camisa
de Nathaniel, a sus piernas, a la punta de sus mocasines, al borde del peñasco, hasta
que éste se deshizo bajo sus manos, con un crujido similar al de un hueso roto, «como
los huesos que le rompiste a Liam», y Billy Kirby cayó gritando, golpeándose contra
la piedra, y arrastrándose por la ladera de la montaña hasta perderse en un vasto mar
de enebros y abetos.
Nathaniel se quedó un largo rato oyendo el ruido del viento. Pensó en Elizabeth,
que confiaba en que él haría lo debido. Él miró dentro de su corazón y supo que
justamente eso era lo que había hecho. Por su familia y por sí mismo. Cuando el
torrente de sangre que corría apresurada por sus venas adquirió un ritmo normal, fue
a la cueva y recogió las monedas de oro. Entonces bajó la montaña para ponerlas en
el lugar donde tenían que estar y recoger el cuerpo de Billy.

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Capítulo 58

Durante los días siguientes, Elizabeth no tenía deseos de salir de casa, ni siquiera para
hacer las visitas que era casi imposible postergar. Su padre no se recuperaba como era
de esperar; había que atender a Kitty y a su hijo y sus alumnos parecían querer estar
con ella en todo momento, como si todavía no pudieran creer el hecho evidente de
que la escuela ya no existía. Decidida a pasar el día en casa, pese a todas esas cosas,
Elizabeth empezó por ocuparse de la costura y pasaba las tardes enhebrando y
volviendo a enhebrar la aguja, o pinchándose los dedos. Finalmente resolvió hacer
una lista de los libros y útiles que habían sobrevivido al fuego. Reunió los papeles, las
plumas y la tinta, y se dio cuenta de que se sentía incómoda con la pluma en la mano.
—Has mirado por la ventana cinco veces en media hora —dijo Muchas Palomas.
Hablaba en kahnyen’kehaka delante de Liam, lo que demostraba que estaba distraída
e irritada.
Huye de los Osos había partido para Albany hacía cuatro días. Elizabeth no podía
imaginarse qué era lo que retrasaba su vuelta. Si Osos no volvía aquel día, Nathaniel
tendría que ir en su busca, cosa en la que no quería ni pensar.
Elizabeth observó un momento a Hannah. La niña se recuperaba mucho mejor
que todos los demás después del incendio. Tal vez porque se ocupaba de Liam como
si fuera una obligación personal.
Cuando no estaba enseñándole a leer, le prestaba todo tipo de servicios.
Inmovilizado por la pierna rota, Liam había pasado la mañana arreglando un
arnés para Nathaniel; en aquel momento observaba atentamente mientras Hannah le
enseñaba cómo trenzar el maíz para que se secara. Levantaba un cuerno afilado de
ciervo rodeado por una correa, deslizaba ésta apretando con el dedo corazón sobre la
panocha hasta sacar la farfolla. Luego la quitaba toda, exceptuando cuatro tiras que
trenzaba en la cuerda de mazorcas que dejaba sobre los muslos de Liam. Ya habían
terminado dos largas ristras y Hannah las había colgado de las vigas subiéndose a la
escalera que Nathaniel había puesto en el centro de la habitación. Liam habría subido
si se lo hubieran pedido; Elizabeth no dudaba de que habría llegado hasta el techo si
Hannah se lo hubiera pedido. Él haría todo lo que estuviera a su alcance para
demostrar que merecía estar allí y ganarse un lugar en la casa.
Había un hueco en la mejilla del niño y una mirada algo perdida que Elizabeth
entendió muy bien: ella también sentía al mismo tiempo pena y rabia por un hermano
que se había mostrado incapaz de redimirse.
Elizabeth se esforzó por seguir prestando atención a la lista, una tarea
melancólica. La mayoría de los libros que quedaban no eran útiles para los niños, y
todo lo demás, de las plumas a los diccionarios, se había perdido. En una hoja limpia

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de papel comenzó a escribir una carta dirigida al señor Beekman, el comerciante que
tan atentamente la había aconsejado en Albany. Al menos había dinero suficiente para
reemplazar lo perdido. Cuando levantó de nuevo la mirada ya era hora de empezar a
cocinar.
Nathaniel subía la escalera del porche y no iba solo.
Muchas Palomas soltó la costura, que cayó de su regazo; temblaba de pies a
cabeza. Cuando Huye de los Osos apareció en la puerta, había recogido la costura y
se había calmado, aunque sus ojos brillaban cuando alzó la mirada para saludarlos.
Elizabeth desvió la mirada queriendo ser discreta.
Nathaniel apoyó una rodilla en el suelo, cerca de la silla de Elizabeth, y se frotó la
mejilla en el hombro de ella.
—Todo está bien.
Elizabeth levantó una ceja y él asintió.
—Ninguna señal de Richard en Albany, y Van der Poole ha cumplido su palabra.
La demanda ha sido desestimada.
Cuidadosamente, Elizabeth dejó a un lado la pluma y luego se volvió a él y le
puso las manos en los hombros.
—¿Estás seguro?
—¿Osos? —preguntó Nathaniel sin apartar la mirada de él.
Huye de los Osos atravesó la habitación y sacó unos papeles de la camisa.
—El juez envía esto, dice que deberías guardarlo en un lugar seguro. Y hay
también una carta de la señora Schuyler.
—¿Todo ha terminado, entonces? —preguntó Elizabeth sin poder creerlo todavía.
—Parece que sí —dijo Nathaniel.
—Y entonces —dijo Elizabeth volviéndose a Osos—, ¿por qué has tardado tanto?
Estábamos preocupados.
—Por tu tía Merriweather —dijo Osos—. No sirve para viajar rápido.
—¿Quién? —preguntó Liam levantando la mirada de su trabajo.
—¡La tía Merriweather! —contestó Hannah en lugar de Elizabeth, incapaz de
esconder sus impulsos—. Viene de Inglaterra junto con la prima Amanda y…
—Y su esposo también, Spencer —añadió Osos. Estaba comiendo un pedazo de
pan de maíz e hizo una pausa para tragar—. La señora Schuyler les dijo que dejaran a
los sirvientes en Albany.
—Mejor —dijo Elizabeth. La mirada inquisitiva de Nathaniel se dirigía fijamente
a ella. Había algo misterioso, preguntas sin responder.
—Osos les contó lo de Julián —dijo Nathaniel—. Les habló de Kitty y de todo lo
demás.
Elizabeth dejó escapar un largo suspiro de alivio.
—¿Y dónde están ahora?

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—En la casa del juez.
—¡Bueno, vamos para allí! —dijo Hannah disponiéndose a partir—. Querrá verte
enseguida.
—Claro que no —dijo Elizabeth con firmeza—. Han viajado durante todo el día y
lo que quiere es tomar el té e irse a la cama. Mañana será mejor. Ahora, si me
disculpáis…
Elizabeth se envolvió en su chal y se fue sin mirar a Nathaniel.

* * *

Osos la encontró una hora más tarde sentada en un tronco, delante de las cabañas,
junto a la caída de agua. Aquél se había convertido en su lugar favorito desde que se
había mudado a Lago de las Nubes; el rumor del agua era tranquilizador y todo lo que
amaba en el mundo estaba ante ella. Pronto caería la nieve y no podría volver a aquel
lugar hasta la primavera. Atardecer ya había predicho que sería un invierno duro por
la forma en espiral en que había crecido el maíz y por el grosor de las madrigueras de
las ratas almizcleras. Elizabeth se envolvió mejor el chal sobre los hombros para
protegerse de la helada.
Sabía que tenía que ir a la cabaña y cocinar, pero también sabía que a nadie le
importaría que no lo hiciera; Atardecer tendría suficiente sopa de maíz para todos.
Nathaniel estaba en el granero limpiando un ciervo. Todos sabían dónde estaba y les
complacía que tuviera un rato para estar a solas. A todos, menos a Huye de los Osos.
Ella vio que se acercaba y trató de poner cara de bienvenida y sonreír. Él se sentó
a su lado con las manos en las rodillas y miró el paisaje.
—Las cosas son más sencillas en el bosque —dijo Elizabeth. Cuando vio que él
no añadía nada a esta observación, cogió una rama del suelo y comenzó a romperla
en pedazos hasta que no pudo aguantar más y preguntó:
—Sennonhtonnon ¿Qué estás pensando?
Huye de los Osos respondió:
—Eres una de las mujeres más valientes que he conocido. Pero te sientas aquí
muerta de miedo por akokstenha.
Elizabeth alargó una rama en dirección a él y le rozó el pelo.
—Espero que no le hayas dicho a la cara que es vieja. Sólo estuviste tres días con
ella. —Entonces se le fue la voz, se le saltaron las lágrimas y restregó los ojos con las
manos—. ¿Cómo puedo explicárselo? ¿Qué puedo hacer para que me entiendan?
Osos se sacó la rama del pelo y la dejó caer.
—Ella no cree que seas culpable de lo que le pasó a Julián. Él siguió su propio
camino. —Elizabeth levantó de golpe la cabeza y pudo ver la expresión de Osos,
firme y resuelta—. También tuvo un hermano más joven que fue una desilusión para

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ella. Tal vez sepa más de lo que sientes de lo que tú te puedas imaginar.
Sorprendida pese a su angustia, Elizabeth lo miró detenidamente.
—Si mi tía ha sido tan franca contigo, seguramente quería saber más.
Osos le sonrió.
—Quid pro quo —dijo.
—No puedo imaginar qué cosas querría saber de ti, Osos.
—Tu tía ha tenido también una o dos aventuras. Llegaron a Nueva York
provenientes de Montreal, donde conoció a Richard Todd.
Elizabeth oyó aquellas palabras; escuchó atentamente cuando las repetía. Pero no
podía darles crédito. Richard Todd estaba en Montreal y su tía Merriweather había
tenido la oportunidad de conocerlo y hablar con él. Elizabeth sintió un vacío en el
estómago de sólo pensar en las mentiras que seguramente le habría dicho Richard,
que se habrían mitigado en parte porque la tía Merriweather había pasado unos días,
después de estar en Montreal, con los Schuyler; posiblemente ellos le habrían dicho
la verdad. Era casi gracioso: al principio había temido tener que informar a los
visitantes de todo lo que había ocurrido en Paradise en las últimas semanas, y después
resultaba que su tía parecía saber todas las novedades, e incluso más que ella. Más de
lo que la misma Elizabeth sabía o quería que alguien supiera.
—Hace más preguntas que tú, Mira Bien.
De pronto resignada, Elizabeth se limpió los ojos con el pañuelo y enderezó los
hombros.
—Después de todo, tal vez será mejor que vaya a visitarla esta noche.
Osos se levantó y le ofreció su mano.
—Tkayeri [5] —dijo.

* * *

Elizabeth, Nathaniel y Hannah llegaron a la puerta de la casa del juez al


anochecer y encontraron un gran tumulto en la casa. En lugar de la lámpara habitual,
las velas de cera de abeja brillaban en las habitaciones de la planta baja. El vestíbulo
estaba lleno de baúles y cajas que Manny trataba de ordenar, pero no había señales ni
de los visitantes ni del juez. Polly apareció en la puerta del estudio cargada con ropa
de cama. Al parecer estaba ayudando a la mudanza de Kitty y de su hijo, el estudio
parecía en aquel momento un cuarto infantil. Nathaniel se dio cuenta, por la mirada
de Elizabeth, de que ella no estaba sorprendida en absoluto. De hecho, apenas pudo
reprimir una sonrisa.
—Parece como si la tía Merriweather tuviera intenciones de mudarse aquí —hizo
notar Nathaniel deteniéndose ante un juego de té decorado con madreperlas.
—Ah, no —dijo Elizabeth—. El equipaje que ves es para una semana, quizá para

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dos. ¿No ha traído un gato? —Esta última pregunta se la hizo a Polly, que confirmó
que no había ningún gato entre los recién llegados. Elizabeth inclinó la cabeza
satisfecha—. Sin Afrodita no se quedará más que una semana o dos.
—¿Tenemos que ayudar? —preguntó Hannah, tratando de dominar su curiosidad
por un enorme baúl que ostentaba una etiqueta en la que decía: «Biblioteca».
—Por supuesto que no —dijo Elizabeth—. Ya nos da mucho trabajo a todos. Nos
sentaremos a esperar.
Nathaniel apartó unas cajas de sombreros y ella encontró un lugar cerca de la
chimenea. Hannah se las arregló para quedarse cerca de un estante de libros y se
acomodó en un rincón. Nathaniel le cogió la mano a Elizabeth, fría como el hielo, y
la frotó contra la suya. Había una inquietud en ella que le resultaba extraña, pero ya
había observado que hasta una mujer tan impasible como Atardecer podía perder la
calma ante la idea de que su madre o alguna tía mayor estuvieran cerca.
Llegó el carruaje y en un santiamén la tía Merriweather apareció en la puerta.
Nathaniel vio enseguida que era el tipo de mujer que hace que el viento se mueva a su
compás. Era alta, con la espalda tan recta como un sable y unos hombros tan anchos
que le habrían sentado muy bien a un general. Tenía en los brazos un bulto que
Nathaniel supuso que sería el hijo de Kitty. Se lo entregó a Curiosity sin dudar y
atravesó la habitación con gran movimiento de faldas y capas, todo de color negro.
—Elizabeth, querida mía —dijo abriendo los brazos—. Ven y dame un beso.
Supongo que éste es tu esposo. Encantada de conocerlo, señor Bonner. Tengo tan
buenos informes de usted que me pregunto si todo es cierto. Y ésta es su Hannah.
Ven, acércate criatura y déjame verte. Tu tío Huye de los Osos me ha hablado de ti,
entre mis cosas tengo algo que te interesará. Curiosity, ¿falta mucho para el té? Les
pido que me digan si pido demasiadas cosas… Sólo estoy de visita y no deseo alterar
las costumbres de la casa. Siéntate donde pueda examinarte bien, Elizabeth. ¿Qué es
lo que tienes en los pies? ¿Crees que podremos conseguir papel y tinta? Necesito tu
ayuda en este instante, tenemos que hacer una lista. Veo que tu padre, un hombre
excelente, pero hombre después de todo, no está preparado para emprender la tarea de
criar un nieto. Tenemos que ver el lado positivo incluso en las peores circunstancias,
¿no crees, Elizabeth? ¿Has visto hoy a tu sobrino? Al llegar me enteré de que ya ha
sido bautizado, se llama Ethan, imagínate. La misma cara de tu pobre hermano, diría.
Kitty, no deberías estar fuera de la cama, pero supongo que podrás venir y sentarte
aquí con nosotros un rato. Después de todo esto te concierne.
Elizabeth se quedó atrapada en una discusión acerca del cambio de estado de
Kitty. Le dedicó una débil sonrisa a Nathaniel, quien se encogió de hombros y se
puso a mirar por la ventana. El juez subió las escaleras con el señor Witherspoon a su
lado. Galileo y Benjamín estaban descargando el carruaje.
Una pareja subía la colina hacia la casa. La mujer era pequeña y de fina silueta,

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guapa, pero pálida con sus ropas de luto. Las manos se movían mientras hablaba. Se
notaba la actitud chismosa que tenía la prima de Elizabeth, Amanda, incluso a
distancia.
No había mucho más que decir de William Spencer, que no prestaba atención a lo
que su mujer decía. Era de mediana estatura, con hombros como los de los hombres
que se pasan todo el día ante los libros, miraba el lago y el pueblo con expresión
tranquila y, de algún modo, vacía. Su mujer seguía hablando y hablando, gesticulaba
como si quisiera captar la atención del marido por una especie de acto de magia.
Nathaniel se preguntaba si la prima Amanda habría traído al Hombre Verde consigo
de Inglaterra y si aquel hombre se sentiría cómodo con los hombres de piedra de los
bosques interminables.

* * *

Elizabeth se dio cuenta de que lo mejor era tomar la visita de la tía Merriweather
como una marcha inevitable por un campo embarrado. Una vez que se estaba en el
centro y hasta los tobillos de lodo, no había nada que hacer, sino perseverar y tratar
de llegar al otro extremo.
Cuando tuvo oportunidad, contestó las preguntas según la importancia que les
concedía. Responder a todas habría sido imposible; la tía ya volvería sobre aquello
que más le interesara. Una de aquellas preguntas había aparecido en la superficie de
tres maneras diferentes. Nathaniel podría haberle ayudado con las respuestas, pero se
había excusado diciendo que iba a echarle una mano a Galileo.
—Para reconstruir la escuela tendremos que esperar hasta la primavera. Además,
en esta época del año hay demasiado trabajo para pensar en eso.
Su tía dijo:
—Estoy más que interesada en financiar la construcción…
—Lo entiendo, y te doy las gracias por tu generosidad. El problema no son los
fondos, ya que disponemos de ellos, sino el tiempo. Este invierno podremos usar la
vieja cabaña de mi padre. Nos sirvió al principio y nos servirá de nuevo, ¿verdad,
Hannah?
Hannah era muy intuitiva, y simplemente se limitó a asentir sin querer entrar en la
conversación.
—¿No podrías contratar a uno de los hombres del pueblo, o a varios, para que
hagan el trabajo? —preguntó la tía.
Kitty sorprendió a Elizabeth cuando empezó a hablar.
—Está a punto de llegar la temporada de caza, señora —dijo—. Y la mayoría de
los hombres se va a los bosques a poner trampas.
—Ya veo —dijo la tía Merriweather. Lo que significaba que no se resignaba.

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Elizabeth preveía otras conversaciones acerca del mismo tema, pero por el
momento la rescató la llegada de su prima Amanda, que se dejó caer a su lado en
medio de un crujido de sedas y tafetán cogiéndole las dos manos entre las suyas,
pálidas y frías.
—Te hemos buscado durante mucho tiempo —le dijo Amanda con su voz agitada
y dulzona—. Empezaba a preguntarme si volveríamos a verte.
—Pero aquí está —dijo la madre—. Y aquí está el té. No me gusta el color que
tienes, Amanda. Bébetelo mientras esté caliente.
Escondida de la vista de su propia madre, detrás de Kitty, Amanda le hacía señas
con los ojos a Elizabeth mientras tomaba la taza que le alcanzaba Daisy.
—Estás muy guapa —dijo Elizabeth apretando la mano de Amanda—. Estoy muy
contenta de tenerte aquí. Pero me habría gustado que fuera en momentos menos
desgraciados.
El juez había llegado y escuchaba con una sonrisa en los labios. Pero de pronto se
levantó y dejó la habitación murmurando una excusa cualquiera. El señor
Witherspoon se apresuró a ir tras él disculpándose mientras se marchaba. La tía los
observó con la boca apretada en señal de preocupación.
—Me temo que no podremos ofrecerles diversiones en vista de nuestro reciente
duelo —concluyó Elizabeth.
—Ah, pero si está el niño —dijo Amanda—. Debemos dar las gracias por el niño.
Curiosity apareció en la puerta como si la hubieran llamado. El bulto que tenía en
sus brazos estaba moviéndose y lloriqueaba pidiendo algo.
—Kitty, este niño tiene hambre otra vez.
Kitty se levantó.
—Tengo que atenderlo —dijo—. Si me disculpan.
Amanda dio un salto y se olvidó de Elizabeth para ir detrás de Kitty.
—Mi pobre hija —dijo la tía Merriweather por lo bajo—. Mi corderito, tanto
tiempo sin tener un hijo propio. Ella lo soporta muy bien, ¿verdad? Aunque nos
sorprendieron agradablemente tus buenas noticias, querida. Tengo que admitir que al
menos tienes más sentido del decoro y del tiempo que tu pobre hermano… Claro que
esas cuestiones de reputación poco importan aquí. Ah, William.
Will Spencer estaba en la puerta. Hizo una reverencia hasta la cintura y se
adelantó.
Elizabeth lo había visto por última vez hacía dos años. Tenía menos pelo en las
sienes y alrededor de los ojos se le veían las primeras arrugas.
Pero seguía tan amable e inteligente como siempre; cuando lo miró no vio al
hombre rico y bien educado, sino al muchacho con el que se había criado. Le sonrió y
se sonrió a sí misma, después de todo lo que le había pasado, precisamente en aquel
momento tenía delante de ella a Will, con el que se había escondido en el huerto de

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manzanos, que le había enseñado a hacer una honda con ligas viejas y que le había
contado la historia de las amazonas. Sintiera lo que sintiese por él antaño, le parecía
en aquel momento impreciso y poco importante, comparado con el niño que había
sido y el lugar que había ocupado en su corazón. Tal vez él estuviera viendo todo eso
en su cara también, porque su expresión circunspecta se transformó en una amplia
sonrisa y se inclinó para cogerle la mano y besarle la mejilla. Olía, como siempre, a
tabaco de pipa.
—Will.
—Me alegro mucho de verte, Lizzie. He estado muy preocupado por ti.
La tía Merriweather dejó sobre la mesa su taza de té.
—Todos estábamos preocupados. Pero mira el color que tiene en las mejillas. Le
sienta bien estar en el bosque, después de todo, ¿verdad, señor Bonner?
Elizabeth se quedó perpleja al notar que Nathaniel había entrado. Tenía una
expresión en el rostro que ella no podía interpretar.
—Me llamo Nathaniel. Y sí, tiene usted mucha razón.
Mientras crecía bajo la tutela de su tía, Elizabeth había tenida oportunidad de ver
antes la mirada calculadora que la tía dirigía en aquel momento a Nathaniel; todavía
no había determinado su valor real y no sacaría conclusiones antes de tomarse el
tiempo necesario; para sopesar los resultados de sus observaciones. Lo que Elizabeth
no había visto antes era con cuánta calma Nathaniel se sometía al escrutinio. La
verdad era que, Elizabeth lo notó, Nathaniel no se sentiría amilanado ni mucho menos
si el fallo de la tía le era desfavorable. Era su capacidad de ser indiferente lo que le
resultaba a Elizabeth tan sorprendente. Augusta Merriweather tenía el dinero y la
influencia suficientes para atraer la atención de cualquiera que se cruzara en su
camino. Por eso Nathaniel era una experiencia diferente para ella y, según vio
Elizabeth con alivio, no le resultaba desagradable.
—De acuerdo, Nathaniel. Venga aquí y déjeme que le presente a sir William
Spencer, vizconde de Durbyfield. Es mi yerno y el primer amor de su esposa.
La cucharilla de Elizabeth cayó al suelo repicando.
—¡Madre! —La voz amable de Amanda era una mezcla de estupor y pena.
—Por favor, madre Merriweather —dijo William frunciendo el entrecejo.
—Basta de decirme «madre» —dijo irritada la vieja señora, posando sus ojos en
la curva de la larga nariz de su yerno—. ¿Pensáis que a este hombre se le puede
ocultar algo? —Frunció la boca y a nadie—: Mejor sería que le contaran todo de una
vez.
Elizabeth vio la mirada fría y de algún modo divertida de su marido.
—Vivimos mucho tiempo juntos cuando éramos niños —dijo Elizabeth luchando
por mantener la compostura y no ponerse demasiado nerviosa—. Hace mucho
tiempo.

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—¿Cuánto tiempo? —preguntó Hannah saliendo del rincón donde había estado
enfrascada en un libro, con su innato interés por las aventuras.
—Un millón de años —dijo Elizabeth sin vacilar.
William le hizo una seña a Nathaniel.
—Permítame que me presente y me disculpe por esta peculiar escena. Will
Spencer, a su servicio. A mi madre política le gusta andar revolviendo las cosas. —
Un movimiento de la lengua de la tía Merriweather hizo sonreír al hombre—. No
debe asustarse por sus historias.
—En realidad no estoy alarmado —dijo Nathaniel estrechando la mano que Will
le había extendido—. Elizabeth puede decirle que no acostumbro a estarlo.
La tía Merriweather se levantó con un revuelo de faldas y bordados.
—Espero que tenga muchas cosas más que contarme que eso. Elizabeth, querida,
ven conmigo a mi cuarto. Tenemos mucho de qué hablar y podemos dejar a los
hombres que se entiendan entre ellos. Hannah, ¿tienes en qué entretenerte? Veo que
se parece mucho a ti cuando tenías su edad, Elizabeth. Si no estabas subida a un
árbol, estabas con un libro.
Cuando la puerta estuvo cerrada, la señora se acomodó en una silla junto a la
ventana. Siempre vigilante, Augusta Merriweather no quería sorpresas, ni visitas
inesperadas, no importa lo lejos que estuviera de su casa.
—Bueno, Lizzie —dijo cuando Elizabeth se sentó ante ella. Era su otra voz, la
voz cálida que reservaba para las conversaciones a solas. Su expresión seria cambió,
hablaba dulcemente—. No ha sido nada fácil, ¿verdad?
Elizabeth asintió con la cabeza sin hablar porque no estaba segura de poder
conservar la calma. Miró un momento el perfil de su tía recordando pequeñas cosas
que se habían perdido en el tiempo que habían estado separadas: las líneas firmes de
su cara, que en aquel momento parecían más marcadas; también porque estaba más
vieja.
—Me gustaría oír la historia completa de lo que le pasó a Julián, porque tu padre
no ha sido capaz de contármela. Pero no quiero pensar en eso ahora. No estoy
dispuesta a ponerme a llorar en este momento.
—Nunca estás dispuesta a llorar, tía.
—¿Nunca me has visto de ese modo? —preguntó la tía algo sorprendida—.
Bueno, si es así, no empezaré ahora. Hay otros asuntos mucho más urgentes. Antes
que nada, tu nueva cuñada. Dime, ¿crees que existe la posibilidad de que podamos
llevarla a ella y al niño a Inglaterra con nosotros? O sólo al niño, Amanda y Will le
darían un excelente hogar. Sabes que es cierto lo que digo. —Elizabeth se dio cuenta
de que tenía la boca abierta y la cerró enseguida. Pero antes de que pudiera pensar
algo que responder, su tía arremetía de nuevo—. Es difícil, por supuesto. Aún no
conozco bien a esa muchacha, parece frágil como el cristal, pero sospecho que hay

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una férrea voluntad detrás de esa apariencia. La verdad que espero que sí, porque si
no, Richard Todd encontrará la manera de meter la mano en el bolsillo de tu padre.
Le brillaban los ojos azules mientras lo decía.
—Tía, no sé de qué estás hablando.
—¿En serio? Me parece que sí. No quieras disimular conmigo, Elizabeth,
conmigo no. Conozco a tu padre muy bien; también conocía bien a tu desgraciado
hermano, y habiendo conocido al doctor Todd en circunstancias muy singulares,
estoy segura; veo que estás atrapada en el juego de los hombres. Has podido
mantenerte a salvo y lo has hecho muy bien, tengo que admitirlo.
—Gracias —dijo Elizabeth reprimiendo una sonrisa.
—Pero Kitty está sentada allí abajo, es una viuda joven que tiene la llave para
llegar al corazón de tu padre y el deseo de ser propietaria en su corazón, y no dudo
que Richard Todd lo ve tan claro como yo.
—¿Qué es lo que te dijo para que llegaras a esa conclusión?
La tía Merriweather comenzó a tocarse y a girar los anillos que tenía en las
manos.
—No gran cosa, al menos no le pareció gran cosa a los demás. Dijo que una
mujer lo suficientemente imprudente e impetuosa para huir con un cazador no podía
ser la propietaria y regente de esta tierra… —Miró por la ventana—. Cuando le oí
decir esas palabras supe que o no te conocía en absoluto, cosa improbable, dado que
ésta es una sociedad muy pequeña y ha perseguido este objetivo durante tanto tiempo,
o que prefería hacerte quedar mal ante el mundo para lograr sus fines. Fue algo
espantosamente ordinario por su parte, decir esas cosas acerca de sus rivales, y en
público.
Elizabeth se estiró la falda con las manos y buscó el tono adecuado.
—Pero, tía —dijo—, Richard siempre tuvo interés en algo muy específico, en la
montaña de Lobo Escondido. No creo que tenga pretensiones sobre las demás
propiedades de mi padre. Todo el problema surge de que esa montaña es la parte de la
propiedad de mi padre que me fue cedida en el momento de casarme.
Deseó tener la capacidad de no sonrojarse en el mismo momento en que sentía
que el color subía a su cuello y a su rostro. Por el modo en que la tía torció la boca,
Elizabeth supo que ninguna intriga sobre la forma en que ella se había casado o sobre
sus motivaciones había quedado sin difundirse; y lo más extraño era que la
sensibilidad de su tía no se había sentido fatalmente insultada. Como no pudo resistir
la curiosidad, Elizabeth se lo hizo notar.
—Suponía que no aprobarías mi conducta —dijo con suavidad.
—¿Porque te escapaste al bosque con Nathaniel Bonner?
—Sí —dijo Elizabeth lentamente—. Y por el modo en que tomé posesión de mi
herencia. Por todo eso… —Hizo una seña mirando la ventana—. Por la vida que

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llevo aquí, tan diferente de la que tú habrías esperado, creo.
Los brillantes ojos azules de la tía Merriweather podían mirar con severidad, pero
no era éste el caso.
—¿Te alegras de llevar un hijo en tu vientre? ¿Te gusta estar casada con el padre
de tu hijo?
—Sí, por supuesto, estoy muy contenta.
—Entonces no veo el sentido de criticarte porque vivas una vida diferente de la
que habrías tenido en Inglaterra. Esto no es Inglaterra después de todo. He aprendido
mucho en este viaje. No, la verdad es, Elizabeth, que te envidio un poco. No te rías,
muchacha insolente, cuando te estoy beneficiando con una confesión. Te lo aseguro,
no tengo la costumbre de hacer estas confidencias; la edad madura tiene sus
compensaciones.
La mezcla de inquietud y alegría de la cara de la tía se desvaneció y se convirtió
en una expresión pensativa mientras miraba la oscuridad del exterior. Benjamin iba
hacia la casa con una vela de junco para alumbrar su camino, y las extrañas formas
que formaba la luz danzaban como luces mágicas en la oscuridad. En los
interminables bosques gritaba un venado, un sonido arrollador que resonaba en el
valle de la montaña.
—Qué lugar tan extraño y maravilloso —dijo la tía Merriweather—. Todo es más
grande, más alto y más brillante, hasta el cielo nocturno es desmesurado. Estoy
segura de que hay muchas menos estrellas en Inglaterra.
—Bueno, tía —dijo Elizabeth sorprendida por su capacidad de observación—,
creo que te gusta este lugar.
Una expresión repentina apareció en su cara, tristeza tal vez, o nostalgia. Pero se
fue tan rápido como llegó y con la fuerza de sesenta y cinco años de un pragmatismo
bien aprendido dijo:
—Si hubiera nacido varón, me habría venido con tu padre a esta nueva tierra para
hacer mi propia vida. —Vaciló observando el dorso de sus manos—. A tu edad
también habría desaparecido en los bosques. Incluso ahora, todavía puedo sentir
cómo se enciende mi sangre. —Miró por la ventana—. ¿No es lo que se siente?
—Así es —dijo Elizabeth—. Es exactamente así.
Charlaron largo rato. Elizabeth se levantó para poner más leña en el fuego y para
encender otra vela. La tía siempre había sido buena contando historias, y tenía mucho
interés en hablar. Aun así, Elizabeth no pudo dejar de sorprenderse cuando finalmente
apareció Nathaniel llamando a la puerta.
—Todos los demás se han ido a dormir y Hannah apenas puede mantener los ojos
abiertos.
—Ah, lo lamento mucho, ¿y tú qué has estado haciendo?
—Tuve una conversación con Will Spencer, y luego otra más larga con Joshua y

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con Daisy. Parece que pronto tendremos otra boda.
—Curiosity se pondrá muy contenta —dijo Elizabeth muy satisfecha.
Nathaniel se animó a preguntarle:
—¿Quieres quedarte a pasar la noche aquí?
—Por supuesto que no quiere —dijo la tía Merriweather—. Llévela ahora mismo
a la montaña, Nathaniel. Mañana iré a ver qué clase de hogar habéis construido. —
Elizabeth le dio un cariñoso beso a su tía y la mujer la retuvo un momento—: Es un
gran hombre, mi niña. Te fue mejor que a Amanda, pero ya lo sabías, ¿verdad?

* * *

Ella se preguntaba si Nathaniel le haría preguntas sobre sus relaciones con Will,
pero en cambio él estaba más preocupado por Richard Todd y no pudo disimular su
curiosidad.
—No me imagino a tu tía cenando en Beaver Hall —dijo Nathaniel moviendo
enérgicamente la cabeza.
—Me dijo que era un lugar muy elegante. El teniente gobernador de Montreal
estaba allí, un sachem de los hurones y un conde francés que había escapado del
Terror… y Richard Todd entre todos ellos.
—Eso no me gusta —dijo Nathaniel. Y añadió, después de una larga pausa—:
¿No se sabe nada de Nutria?
—Se lo describí con detalle. Vio a otros indios, pero está segura de que no
conoció a Nutria. Y Richard no lo mencionó. Al parecer —continuó Elizabeth
lentamente—, Richard estaba haciéndole la corte a una joven.
—Entonces es bueno que Kitty se haya casado —dijo Nathaniel, pero se notaba
que seguía pensando en Nutria. Elizabeth pensó en decirle, como su tía le había
comentado, que quizá Richard todavía pensara en casarse con Kitty, que en aquel
momento tenía algo muy atractivo que ofrecerle. Pero Nathaniel ya había tomado otro
rumbo.
—Si tiene interés en Paradise, o en la montaña, volverá antes de que sea pleno
invierno.
—Sí —dijo Elizabeth—. Le mencionó a Will que tenía un asunto en Albany.
—Ya no lo tiene —dijo Nathaniel con firmeza.
—Pero tal vez en ese momento no lo sabía.
Nathaniel se recostó en la cama y estiró una mano para tocarle el pelo que ella
estaba trenzándose para dormir.
—Ya no puede perseguirte por nada, por lo menos ante el juzgado.
Ella le pasó el dedo por la mejilla, disfrutando de la aspereza.
—Tuve la oportunidad de ponerle freno —dijo—. Pero Kitty, bueno, no sé qué

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pasaría si vuelve aquí y le propone matrimonio de nuevo.
—Tal vez puedas enseñarle cómo rechazarlo. Ya que tienes experiencia en eso.
—Creo que es lo que tendría que hacer —dijo Elizabeth al tiempo que le
despeinaba—. Gracias a Dios, están la tía Merriweather y Amanda para ayudarme
porque me temo que Kitty no está muy dispuesta a aprender.
—¿Así que Amanda tuvo otros hombres para elegir?
Ella se dio la vuelta para mirar la tira de cuero sin curar con que se estaba atando
la trenza.
—No tantos como su hermana Jane, pero sí, creo que fueron tres o cuatro. Pero
ella aceptó a Will en cuanto le hizo la proposición. —Elizabeth se rindió finalmente
ante su silencio—. Nathaniel, éramos compañeros de juego y yo… y yo disfrutaba de
su compañía cuando era niña. Él era una de las pocas personas que me hablaba de
libros y que no me regañaba por ser curiosa. Nunca tuvo el menor interés por mí y
nunca supo que yo tenía interés por él. Al final se casó como su familia esperaba y
deseaba que hiciera, y todas las partes estuvieron más que satisfechas con el arreglo.
Tal vez al principio yo me sentí un tanto contrariada al ver que él se casaba para
mejorar su posición más que por amor. Pero pronto me di cuenta de que Amanda y él
se llevaban bien.
—¿En serio? —preguntó Nathaniel—. Ni siquiera la mira.
—Supongo que cuando tú y yo llevemos seis años casados daremos la misma
imagen a los de fuera.
Al oír eso él la cogió de la trenza y tiró para acercarla. La besó sonoramente y la
sujetó hasta que no se resistió más; a ella se le escapó un suspiro y perdió el hilo de la
conversación, y de todo lo demás, salvo del sabor de él, de la textura de su boca y de
sus hombros que acariciaba con las manos. Cuando Nathaniel levantó la cabeza,
ambos estaban sin aliento.
—¿Crees que te cansarás de besarme dentro de seis años?
Ella se rió.
—No me cansaré ni dentro de sesenta. Pero ¿crees que debemos juzgarlos según
nuestra medida? Amanda es una buena esposa para Will —dijo como conclusión.
—Y supongo que él es un buen esposo.
—No te gusta. Lo lamento mucho porque a mí sí.
Nathaniel se acostó con las manos bajo la cabeza. La habitación estaba fría, pero
él no parecía notarlo porque seguía allí tendido con el torso al aire. Luego se puso de
lado para hablar con ella.
—No me desagrada. Es que me recuerda a una persona que conocí una vez —dijo
—. Hace mucho tiempo, la primera vez que fui a vivir a Árboles-en-el-Agua.
—¿La primera vez que estuviste con Sarah?
—Sí. —Sonrió tristemente y le cogió la cara con las manos—. Yo pasaba la mitad

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del tiempo con sus hermanos y su padre, eso fue mucho antes de que los mataran en
la invasión. La otra mitad del tiempo la pasaba tratando de convencer a Atardecer y a
Sarah de que sería un buen esposo y de que merecía un lugar en la casa larga.
¿Recuerdas que te conté en el bosque que fui católico?
—Tal vez ese detalle de tu pasado no debamos contárselo a la tía Merriweather.
—¿Quieres oír la historia?
—Sí, pero por favor, quita tu mano porque me distraes.
Lamentó que él lo hiciera inmediatamente, pero enseguida se interesó en el relato.
—Había un sacerdote que vivía allí, un francés conocido como el padre Dupuis.
Pero los kahnyen’kehaka lo llamaban Perro de Hierro.
No pudo dejar de reír pese a la seriedad de su voz.
—Qué nombre tan extraño.
Nathaniel se encogió de hombros.
—Tenía una barba que a ellos les resultaba horrible, podrían haberlo llamado
Cara de Perro, que es el nombre que le ponen habitualmente a los o'seronni que
llevan barba. Pero se había ganado su respeto porque vivía y trabajaba como uno más
de la tribu. Llegué a conocerlo muy bien porque Sarah quería que me bautizaran. Era
una de las condiciones que ponía para dejarme entrar en la casa larga. Veo que eso te
molesta, pero no significaba mucho para mí, Botas. No era nada más que un poco de
agua y palabras, yo no creía en eso. Podría haber hecho y dicho mucho más sólo por
estar con Sarah.
—¿Entonces, lo hiciste para complacerla?
—Sí, me temo que sí. Pero recuerda, sólo tenía dieciocho años y a esa edad un
hombre se guía sobre todo por lo que siente entre las piernas. Aunque algunos lo
disimulen mejor que otros, o lo nieguen. El asunto era que Perro de Hierro vivía y
trabajaba como los demás pero no sentía las necesidades de los hombres.
—Nathaniel —comenzó a decir lentamente Elizabeth—. Como parte de su
ministerio sacerdotal está obligado a contener sus necesidades… Creo que fue san
Agustín el que dijo que la abstinencia completa es más fácil que una perfecta
moderación.
—Ése es el punto —dijo Nathaniel—. Yo observaba a aquel hombre, y llegué a la
conclusión de que nunca sentía deseos. No representaba una lucha para él. Nunca
miraba a una mujer dos veces y eso que ellas iban con los pechos al aire para trabajar
en los campos, ni le importaba cuando las parejas jóvenes se internaban en el
bosque… No le importaban esas cosas, eso es algo extraño en un cura, y en un
hombre también. Es parte del motivo por el cual me quedé tanto tiempo con los
kahnyen’kehaka.
Elizabeth se enderezó apoyando la barbilla en la palma de la mano.
—¿Estás tratando de decirme que tenía… inclinaciones antinaturales?

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Nathaniel suspiró, sorprendido.
—No, no es eso lo que quiero decir en absoluto. No era su caso. Yo conocí a dos
o tres de esos, pero él no era así. No tenía el menor interés en el contacto humano, de
ninguna clase.
Elizabeth se sintió desconcertada ante la comparación de un hombre semejante
con Will Spencer; comenzó a pensar para encontrar argumentos en contra de lo que
afirmaba Nathaniel.
—Lo viste cuando me saludó —dijo ella—. Seguramente te has dado cuenta de
que no había frialdad.
—No hablé en ningún momento de frialdad.
—Tendrías que haberlo hecho —dijo ella—. Lo estás acusando de falta de interés
en las cosas mortales y humanas como si fuera una especie de… santo. Estás en todo
tu derecho de que no te guste Will, pero me parece que eso tiene mucho menos que
ver con él de lo que tiene que ver contigo.
Nathaniel se puso serio, pero sus pensamientos corrían a toda velocidad. Ella
pudo ver que trataba de decir algo y luego se reprimía.
—No he dicho que no me gustara, Botas. No lo conozco lo suficiente para poder
dar una opinión. Pero creo que acertaste en algo. Tal vez hay un aire de santidad en tu
William Spencer, igual al que tenía Perro de Hierro. Y tal vez sea error mío porque
podría respetar a un santo, pero en realidad es muy difícil que me gusten.
—Él no es mi Will Spencer —dijo Elizabeth, la irritación se manifestaba en su
mano alzada—. Él es un viejo amigo y el marido de mi prima. No veo nada de
santidad en su persona.
—Bueno, nunca estuviste en la cama con él. —Nathaniel sonrió; el cambio en su
estado de ánimo era tan evidente como el movimiento de la luna en el cielo nocturno
—. Tal vez eso te quiso decir tu tía Merriweather cuando dijo que te fue mejor que a
Amanda.
Ella se recostó y lo miró atónita.
—Tienes un oído muy agudo. Se supone que no deberías haber oído ese
comentario.
—¿En serio? —dijo con una ceja levantada—. No estoy tan seguro.
Estaba a punto de decir algo más, pero se refrenó y pasando un dedo por el cuello
de Elizabeth llegó hasta la abertura del camisón.
—Esta semana pasaré algún tiempo con Will y veré si me equivoco.
—Bien —dijo Elizabeth un poco más tranquila. Y entonces, después de una larga
pausa mientras él le acariciaba con un dedo la nuca, ella dijo secamente—: Es muy
tarde.
—Pídeme que pare —le replicó al oído.
—No quiero —dijo ella volviéndose hacia él—. Tú crees que eres el único que

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tiene mucho apetito. Pues aquí estoy yo para demostrarte que te equivocas.
Él se rió quitándole el camisón. En su expresión se veía el deseo a la luz tenue de
la vela. Y entonces se le ocurrió a ella que tal vez Amanda no supiera nada de eso, tal
vez nunca hubiera visto aquella mirada voraz en el rostro de su marido, que nunca se
hubiera sentido deseada de ese modo. Elizabeth trató de imaginarlo, cómo sería no
ser deseada, cómo sería la cara de Nathaniel si no la deseara, y sintió que la invadía
una sensación de agradecimiento hacia él, por sus manos entrelazadas, por sus besos
apasionados, por el contacto de su lengua. Cuando estuvo sobre ella le acarició la
espalda y se arqueó para ir a su encuentro y decírselo, pero él lo supo sin que ella
hablara, la dejó sin palabras con la mirada, con aquella mirada que ponía cuando
estaba dentro de ella, siempre deseando más, deseando desaparecer dentro y volverse
parte de ella, sangre, sudor y semen.
—¿Te das cuenta? —dijo él devolviéndole las palabras después de habérselas
robado golpe a golpe—. ¿Te das cuenta?

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Capítulo 59

Elizabeth dedicó toda aquella semana a atender a la tía Merriweather. Los pocos días
que no la invitaban a visitar la casa de su padre, la tía iba a pasar el día a la montaña.
A veces con Amanda y Will, pero la mayoría de las veces sola, acompañada
únicamente por Galileo o Benjamín. Entablaba conversación con quien se cruzara por
el camino, sentía mucha curiosidad por conocer todos los detalles de la vida en Lago
de las Nubes. Examinando una piel que se estaba secando, la tía Merriweather
expresó su gran deseo de ver cuáles eran los animales que producían aquellas pieles
tan útiles y valiosas. Junto a Huye de los Osos y Hannah caminó al oscurecer hasta el
nido de castores más cercano y esperó pacientemente, se mojó un poco las botas pero
volvió exultante a la cabaña, muy satisfecha de su éxito.
Pronto se ganó el cariño de todos. La reserva habitual de Atardecer se desvaneció
rápidamente, y aunque Liam se sentía un poco celoso al ver que la tía de Elizabeth
acaparaba la atención de Hannah, él mismo salió al camino para dar una buena
imagen a la anciana, llegando incluso a pedir un peine cuando sabía que iba a subir.
Sólo Muchas Palomas permanecía distante y al acecho, inconmovible pese a los
regalos que le dieron provenientes de Montreal, educada siempre pero sin querer dar
confianza. Muchas Palomas fue la que le puso el nombre kahnyen’kehaka a la tía
Merriweather: Dirige los Vientos. Elizabeth se rió mucho al saberlo y no pudo negar
que era de lo más apropiado.
Elizabeth dejó a su tía a solas con Nathaniel en muy pocas ocasiones, pensaba que
podrían entenderse y se gustaban mutuamente. Desde luego, Elizabeth no le
mencionó a Nathaniel la idea que tenía su tía de extender una cañería para que llegara
el agua hasta dentro de la cabaña, ni tampoco de las mejoras que quería hacer en la
chimenea y menos de las sugerencias que había recibido sobre la compra de unos
muebles más tradicionales, zapatos pesados, ropa interior de franela, o de añadir
carne de cerdo a la dieta y criar gallinas.
La mayor parte del tiempo estaba sola con su tía; y poco a poco ésta supo todas
las historias del primer año que había pasado su sobrina en el Nuevo Mundo.
Elizabeth se reservó algunas cosas, recordando hábilmente cuánto podía avanzar la
curiosidad de la tía en temas difíciles de explicar. Nunca le contaría toda la historia de
Jack Lingo porque pensaba que conocía muy bien los límites de la amplitud de
pensamiento de su tía. Hablaron de Inglaterra y de la muerte del tío Merriweather.
Luego, una tarde fría, rodeadas de la nueva cosecha de calabazas amontonadas como
una constelación de pequeños soles brillantes en la creciente oscuridad, hablaron de
Julián. Elizabeth pudo ver las lágrimas en los ojos de su tía y también ella,
finalmente, lloró por su hermano.

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El día anterior al que habían fijado para volver a Albany, Elizabeth llevó a
Hannah con ella y fueron a pasar el día en casa de su padre, dejando al contrariado
Liam con Atardecer. Tendría lugar uno de los tradicionales tes de la tía: los hombres
no participaban y las mujeres podían sentarse cómodamente a charlar sin reservas.
Era un grupo pequeño: la tía Merriweather, Elizabeth, Amanda, Hannah y Kitty,
que ya no guardaba cama. Tenía ojeras y le temblaban un poco las manos. Elizabeth
ya había visto una imagen semejante cuando la recién nacida de su prima Jane tenía
dos semanas de vida. Como si las demandas constantes del niño hubieran hecho que
Jane hubiera olvidado su propio cuerpo.
Elizabeth sabía que el estado de Kitty no pasaría inadvertido a la tía.
Excepcionalmente, no se fijó en las arrugas de la bata de Kitty ni en su pelo
desordenado. La tía Merriweather tenía sus planes para el té y Kitty no podría dejar
de estar presente hasta que no estuviera satisfecha.
Curiosity puso en una mesa lateral las tortas, los pasteles y el té preparado según
las indicaciones recibidas y desapareció en la parte trasera de la casa, hasta donde
Elizabeth la siguió para pedirle que fuera a reunirse con ellas. Toda la semana había
estado vagamente preocupada por Curiosity viendo que se escabullía rápidamente del
mismo modo que lo hacían las sirvientas de la tía Merriweather.
—Ella no querrá que alguien como yo esté en su mesa —dijo Curiosity con
énfasis, fijando su atención en la mantequilla que estaba batiendo—. Vaya con ellas.
Mañana se habrán ido y las cosas volverán a ser como eran antes.
Siguió removiendo la pálida mantequilla mezclada con agua, la puso en un molde
que tenía en la encimera y comenzó a trabajarla resueltamente con sus cucharas.
—Ella no quiere molestar, Curiosity.
—No, señora, es sólo una visita que no desea alterar las costumbres de la casa. Ya
se lo oí decir.
Elizabeth no pudo reprimir una sonrisa.
—Gracias por haber soportado este desafío. Pero por favor, venga a tomar el té,
Curiosity. Creo que ella planea tocar el tema de Richard y su palabra cuenta mucho
para Kitty.
La tensión de la mujer cedió un poco.
—Yo no hice nada más que mostrarle el camino. Del mismo modo que lo haré por
usted o por mis propias hijas, cuando llegue el momento. Con un poco de caridad —
añadió intencionadamente. Miró a Elizabeth de reojo—. ¿Qué es lo que pasa con
Richard Todd?
Una vez que Elizabeth le hubo contado las predicciones de la tía acerca de su
posible regreso a Paradise y de su renovado interés, no tanto por Kitty como por la
viuda de Julián, Curiosity se quitó el delantal, se envolvió la cabeza con un pañuelo
limpio y fue con ellas. Era una paradoja que Richard Todd lograra implicar a aquellas

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dos mujeres en una causa común, pensó Elizabeth, pero no se lo dijo a ninguna de las
dos.
—Pero no lo entiendo —dijo Kitty cuando por fin salió el tema; Había estado
prestando atención al niño que tenía en el regazo y levantó a regañadientes los ojos
para mirar a las mujeres que había alrededor de la mesa y que la observaban con
interés.
—Kitty —dijo Curiosity, golpeando con la cuchara el platillo, para que le prestara
atención—. El asunto es muy simple, niña. ¿Qué le dirás a ese hombre cuando se
presente y empiece a hablar de nuevo de matrimonio?
Elizabeth podría haberse reído al ver la expresión de la tía Merriweather, a medio
camino entre la admiración involuntaria y el horror que le producía oír los hechos
expuestos sin tapujos. Podría haberse reído de no haber sido por la expresión asustada
y cada vez más desafiante que había en la cara de Kitty.
—No creo que lo haga —dijo Kitty—. Ahora soy una viuda.
—Los hombres no suelen olvidar ni el dinero ni las relaciones —dijo la tía
Merriweather.
Hannah miraba a cada una de las mujeres con los ojos muy abiertos, sin acordarse
de la torta que quedaba en su plato. Elizabeth pensó que habría sido mejor dejar a la
niña en Lago de las Nubes, pero ya no había modo de cambiar la conversación en este
punto, y Hannah no habría querido perdérsela.
—No conocen a Richard como lo conozco yo —dijo Kitty muy segura—. Nadie
lo conoce mejor. Yo crecí con él y sé cómo apelar a lo mejor de su naturaleza. Si sólo
tuviera la oportunidad…
—Una de las mayores tonterías que cometen las mujeres es pensar que cambiarán
a un hombre al casarse con él —dijo la tía Merriweather.
—Tú sabes muy bien lo del tigre y esas pieles que le gustan tanto —dijo Curiosity
de acuerdo con la tía.
Elizabeth se aclaró la voz.
—Lo que estamos tratando de decirte, Kitty, es que si Richard se muestra
interesado en casarse cuando vuelva, esperamos que pienses muy detenidamente en
los motivos que lo impulsan antes de considerar la propuesta.
De golpe, Kitty levantó la cabeza y las mejillas se le tiñeron de rojo. Como si
hubiera entendido lo que estaba en el centro de la polémica, el niño que tenía en el
regazo se puso a lloriquear. Amanda se inclinó para distraerlo. El niño se calmó y
comenzó a chuparse el puño haciendo mucho ruido.
—No estoy segura de nada de esto —dijo Kitty finalmente, con voz ahogada y sin
querer mirar a nadie a los ojos.
—Katherine —dijo severamente la tía Merriweather—, tal vez sea demasiado
dura. Ya no estás sola. Casarte significa poner en juego lo que has conseguido.

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Con un destello de rebeldía en sus ojos azules, Kitty replicó:
—Eso no detuvo a su sobrino.
Una respuesta acudió inmediatamente a los labios de Elizabeth, pero su tía la
obligó a mantenerse callada con una mirada cortante.
—A ver si te entiendo. Tú piensas casarte con el doctor Todd si te lo propone, ¿es
así?
A Kitty le temblaba la barbilla, pero se mantuvo firme:
—Oiré lo que tenga que decirme.
—El problema está en lo que los hombres no dicen —murmuró Curiosity.
Kitty se levantó bruscamente.
—Pienso que es muy… cruel que me hablen de este modo. Acabo de perder a mi
esposo hace muy poco tiempo y me están pidiendo que prescinda de la amistad de la
única persona en el mundo que se ha preocupado por mí…
Curiosity se echó atrás con los puños apoyados en las caderas para mirar a la cara
de la joven.
—Ahora diré la verdad y desafiaré al diablo. —Se interrumpió mordiéndose una
mejilla y soltándola—. No veo al doctor Todd escondido por aquí. Tampoco lo vi
hace una semana, preocupado por ti cuando estabas a punto de traer al mundo un niño
que no tenía un padre que le diera un nombre.
—Él habría venido si hubiera podido —replicó Kitty acunando frenéticamente al
niño apoyado en el hombro.
El niño empezó a llorar de un modo casi tan indignado y apenado como la
expresión que tenía Kitty en el rostro.
—¡Ah, querida! —Amanda lanzó a su madre una mirada de súplica, mientras la
tía observaba con rabia a Kitty. Elizabeth deseó en aquel momento que le contaran lo
que hacía Richard en Montreal por doloroso que fuera.
—No hace falta que me tengan lástima. Richard vendrá pronto. Me prometió que
vendría. Y si todavía quiere casarse conmigo, aunque yo sea viuda, entonces ¿por qué
no…? —Miraba a todas las mujeres buscando alguna cara amable, pero sólo se
encontró con expresiones de espanto, irritación y rabia—. ¿De qué otro modo podría
yo salir de este pueblo y conocer el mundo?
—Katherine Middleton —dijo con calma la tía Merriweather—. El mundo es
tuyo sin Richard Todd si eso es lo que deseas. Tú y tu hijo podéis venir a Oakmere
cuando queráis. Puedes vivir conmigo.
—O con nosotros, en Downings. Nos encantaría tenerte allí —añadió Amanda.
—Verás —dijo la tía Merriweather—. Como viuda de mi sobrino, eres de la
familia. Si te casas de nuevo, estarás sujeta a los caprichos de tu nuevo esposo.
Kitty se balanceaba suavemente como si no pudiera entender el sentido de las
palabras.

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—Podrás instalarte y ocuparte de tu hijo sin tener que dejarlo a un lado —dijo
Curiosity estirando los brazos para alzar al niño.
La mirada absorta de Kitty duró un rato; luego tragó saliva visiblemente y le dio
el niño a Curiosity. Se sentó inmediatamente y se volvió hacia Elizabeth con una
mirada inquisitiva.
—¿En serio que puedo ir a Inglaterra? ¿A vivir?
—Te han invitado —replicó Elizabeth.
—Pasaremos el resto del invierno de viaje —dijo la tía Merriweather— y
volveremos aquí antes de embarcar… para saludar al miembro más joven de la
familia.
Inclinó ligeramente la cabeza en dirección a Elizabeth, era la referencia más
directa que podía hacer en público de su embarazo.
—Entonces tu hijo ya será suficientemente mayor para viajar y tú puedes venir
con nosotros. Espero que aceptes.
—No tenía idea… —dijo Kitty.
—Pero ahora sí la tienes —dijo con firmeza la tía Merriweather.
El niño, que estaba en brazos de Curiosity, comenzó a agitarse de pronto mientras
en su cara aparecía una expresión de dolor que terminó en un sollozo. En respuesta
aparecieron dos círculos húmedos en el corpiño de Kitty. Hizo una mueca de fastidio,
se miró llena de vergüenza y enfado. Elizabeth sintió un tirón en sus propios pechos;
no sabía con mucha certeza si se debía a la compasión que sentía por Kitty o por el
hambre del niño.
Curiosity se levantó con ademanes simpáticos:
—No hay necesidad de ponerse así, Kitty. Ve a tu habitación. El niño no estará
satisfecho si no le das lo que pide.
Kitty asintió con la cabeza. Ya en la puerta, se volvió hacia las otras mujeres. Por
encima del llanto del niño, sonó su voz:
—Entiendo que se preocupen por el niño más que por mí. Piensan que Richard
sólo me desea por él… y por la tierra… —Hizo una pausa y de nuevo el color
apareció en sus mejillas—. Tal vez estén en lo cierto, pero tal vez no. Me gustaría oír
lo que Richard tiene que decir.
—Por supuesto, de cualquier manera… —dijo la tía Merriweather—. Será algo
muy edificante.
Dejando la habitación detrás de Kitty, Curiosity hizo una pausa en la puerta para
sonreír tristemente a Elizabeth.
—Bueno, ya lo hicimos —dijo la tía Merriweather reclinándose en la silla con
expresión satisfecha—. De cualquier manera, al doctor Todd no le resultará tan fácil.
Elizabeth, tienes que asegurarte de que tenga la mente puesta en la alternativa que le
hemos ofrecido cuando empiece a soplarle en la oreja.

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—Richard no es de los que andan soplando en la oreja —dijo Elizabeth—. Pero
trataré de que entre en razón. Y también está Curiosity.
La tía Merriweather sonrió ampliamente y un montón de arrugas se hicieron
visibles.
—Esa mujer es un tesoro. Supongo que no existe la menor posibilidad de que
acompañe a Katherine… —En respuesta a la frente fruncida de Elizabeth, la tía
inclinó su cabeza en señal de rendición—: Ya sé que tu padre depende de ella. No hay
que quitarle lo poco que le queda.
Elizabeth no tenía muchos deseos de sacar el tema de su padre en aquel momento
y menos delante de Hannah. Pero había algo más que la inquietaba.
—Tía, ¿no se te ha ocurrido la idea de que tal vez a Richard le importe ella de
verdad?
—Hmmm. —Moviendo la mano dio a entender que desechaba completamente
aquella posibilidad. Los diamantes de los anillos arrojaban destellos amarillos y
azules a la luz del sol de la tarde—. Estoy segura de que no se acordó de ella en todos
estos meses. Ha estado muy ocupado con la hija del gobernador, ¿cuál era su nombre,
Amanda?
—Giselle.
—Muy francés —dijo la tía con el mismo tono con que habría dicho «caníbal».
—Su madre era parisina, creo —dijo Amanda—. Pero yo me fijé bien en Richard
cuando estaba con la señorita Somervile y no creo que fuera otra cosa que un flirteo.
Dudo que termine en matrimonio.
—No estoy de acuerdo —replicó la tía apretando los labios—. Y me gustaría
mucho que se casara con ella. No me gusta la idea de que ande todo el invierno entre
la nieve rondando a Katherine.
—Aquí no nieva más que unas pocas semanas —dijo Hannah amablemente.
—Has presenciado una reunión muy instructiva, señorita Hannah —dijo la tía
Merriweather—. Pero veo que tienes dudas. Vamos, dime en qué estás pensando.
Un poco cohibida, la niña levantó la cabeza en dirección a ella.
—No sería de buena educación —respondió.
—¿En serio? —La tía Merriweather levantó una ceja y alzó más la cabeza como
si la invitara, o tal vez la conminara, a proseguir.
Después de pensarlo un poco, Hannah dijo:
—Héctor y Azul persiguieron una vez a la gata de los Hauptmann. La
arrinconaron y allí acabó todo.
Amanda emitió un débil suspiro de estupor. Elizabeth no sabía si reír o llorar.
Pero Hannah tenía una expresión serena y le devolvió la mirada a la tía que la
escrutaba con mayor agudeza y sin una pizca de inquietud. Elizabeth se preguntaba
cómo podía Nathaniel haber dudado de que aquella niña era su hija, si hasta el

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movimiento de la cabeza al hablar era igual al suyo.
—¿Cuántos años tiene esta niña? —La pregunta iba dirigida a Elizabeth, pero
contestó Hannah.
—Cumpliré diez este invierno, señora.
La tía Merriweather seguía observándola, pero Hannah ni siquiera parpadeó. De
pronto, la cara de la tía perdió su aspecto de piedra y sin proponérselo alzó la
comisura de la boca.
—Creo que tienes talento para la medicina —dijo—. ¿Trataste de salvar al gato?
—No había nada que salvar una vez que terminaron con él, pero yo me quedé con
el esqueleto. Mi padre me ayudó a reunir los huesos ¿Quiere verlo?
—Te agradezco mucho tu generosa oferta —dijo la tía Merriweather—. Tal vez
en otra ocasión.

* * *

Después de pasar una hora más en compañía de la tía, Elizabeth se fue a casa con
Hannah. Quería disfrutar del aire fresco y hacer ejercicio; además necesitaba tiempo
para organizar sus pensamientos, y rechazó la compañía de Galileo pese a que la tía
insistió mucho.
Acababan de entrar en el bosque, ya no se las podía ver desde la casa cuando de
repente apareció Amanda detrás de un pino haciendo les ademanes frenéticos con sus
pálidas manos.
—¿Qué pasa? —preguntó Elizabeth preocupada—. ¿No te encuentras bien?
¿Quieres que te acompañemos a casa? —Sin decir nada, Amanda la cogió del brazo,
la apartó del sendero y la llevó andando sobre hojas rojas, amarillas y marrones que
crujían bajo sus pies. Un urogallo vio interrumpida su comida de hojas de abedul y se
escurrid entre las plantas—. ¿Amanda, qué te pasa?
—A mí nada, pero tengo que decirte algo y mañana no tendré tiempo ni
oportunidad para hacerlo.
—Hannah —dijo Elizabeth—. ¿Puedes adelantarte? Enseguida te alcanzaré.
—¿Puedo ir a visitar a Dolly?
—Sí, iré a buscarte allí. No tardaré.
Cuando la niña hubo desaparecido por el sendero, Elizabeth se volvió hacia su
prima.
Amanda apenas la podía mirar a los ojos.
—Tengo algo que confesarte. Mientras estábamos en Montreal, el doctor Todd me
dio un mensaje para Kitty.
—Por el amor de Dios, Amanda. ¿Por qué no lo dijiste?
Amanda juntó las manos y cerró los ojos.

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—Mamá me lo prohibió. Me dijo que no debía decírselo a nadie, especialmente a
Kitty.
Lo que en realidad quería hacer Elizabeth, si fuera posible, era escapar de aquella
información; quería olvidar la expresión contrariada e infeliz del rostro de Amanda;
no quería oír nunca más el nombre de Richard Todd.
—Yo no sé, Amanda…
—Ah, por favor, prima, por favor, no tengo a quién recurrir, salvó a ti.
Elizabeth respiró hondo y exhaló el aire.
—Dime, entonces.
Apresurada, Amanda recitó:
—Pidió que le dijéramos a Kitty que volvería a Paradise antes de la primera
nevada y que tuviera listo su traje de novia.
—Ya veo. —Elizabeth se apretó con un dedo entre las dos cejas, donde un ligero
dolor se intensificaba—. ¿Y la joven Giselle?
—Creo que no era más que un flirteo, aunque mamá dice que no. Mi madre hizo
lo correcto, Elizabeth. Ella quiere lo mejor para Kitty y para el niño.
—Sí —dijo Elizabeth—. Ya lo veo.
Una hoja tardía de roble cayó lentamente sobre las de abedul como una piedra
oscura en un mar de joyas. Por encima de los árboles un reyezuelo cantaba con tono
alto y agudo «seet, seet, seet».
—¿Se lo dirás a Kitty?
—Creo que no, por lo menos ahora. Cuando él nos dio ese mensaje no sabía que
Kitty se casaría con Julián. Tal vez vea las cosas de otro modo cuando vuelva, y sería
cruel que Kitty se hiciera ilusiones.
—Pero es que yo creo que a él le importa Kitty —dijo Amanda—. Me di cuenta
de que estaba preocupado.
—Entonces, ¿por qué no envió ningún mensaje en todos estos meses? —
Elizabeth negó con la cabeza—. Podría haberse preocupado por el bienestar de ella,
pero creo que si de veras piensa casarse es por otro motivo. Tal vez todavía suponga
que necesita el testimonio de ella en mi contra. Qué locura.
—Supongo que soy la persona más egoísta del mundo, pero en realidad quiero
que Kitty venga a Inglaterra con Ethan. Me parece que es lo mejor para los dos.
Aunque quizá no para tu padre. —Amanda miró para otro lado mientras lo decía, más
pálida en aquel momento.
—Amanda, apenas hemos tenido tiempo para hablar en esta breve visita. Yo
deseaba hablar contigo, preguntarte cómo estás. ¿Aún tienes…? —Dudó, buscaba las
palabras adecuadas—. ¿Todavía tienes problemas para dormir?
—¿Te refieres a si temo que venga el Hombre Verde a llevarme? Creo que
finalmente me deshice de él, Elizabeth. O tal vez encontró a alguien que fuera más de

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su agrado. No faltan Hombres Verdes aquí, me parece, si quieren venir a buscarme.
El rostro de Joe apareció en la mente de Elizabeth: con el calor, la luz se secaba
en sus ojos cuando se daba cuenta de que la noche caía.
—Aquí los llaman hombres de piedra —dijo Elizabeth y luego, un poco agitada
preguntó—: ¿No los has visto?
Amanda volvió la cara hacia las ramas desnudas de los árboles, dedos huesudos
que apuntaban al cielo.
—Vi hombres en el bosque, pero eran todos seres humanos. Por lo menos olían
como seres humanos. —Esbozó una sonrisa—. No, Elizabeth, no me hace falta
anhelar más fantasmas.
Bajó la vista, miró el vientre de Elizabeth y levantó la mirada de nuevo; en sus
ojos se veía el brillo de lágrimas sin salir. Amanda, tan guapa, tan obediente, con un
marido noble y más tierra y dinero del que le importara o del que pudiera necesitar,
no tenía los hijos que habían sido siempre su única ambición. Y a menos que ella
tocara el tema, Elizabeth no se atrevería a hablar con ella de aquel hecho tan
importante en su propia vida.
—Tengo que irme —dijo secamente Amanda—. Mamá debe de estar
buscándome.
Arqueó sus delgados hombros y se volvió a casa envuelta en su capa.

* * *

En Lago de las Nubes encontraron a Baldwin O'Brien sentado en la mejor silla


que tenían junto a la chimenea. El rojo de sus mejillas y de su nariz pudo haberse
debido al frío, pero Elizabeth sospechaba que era a causa de otra cosa, teniendo en
cuenta el olor que lo rodeaba y que hizo que Hannah frunciera la nariz. Había estado
interrogando a Liam, eso estaba bien claro por la cara que tenía el niño y porque
O'Brien se mostró molesto por la interrupción, como si Elizabeth fuera una intrusa.
—¿Por qué estás solo, Liam? —preguntó ella.
—Hice salir a los mohawk —respondió O'Brien—. No quería que estuvieran aquí.
Hannah se acercó enseguida a Liam y miró desdeñosamente a O'Brien.
—La suya es una conducta abominable —dijo Elizabeth—. ¿Quién se cree que es
usted para ordenar a esa gente que salga de mi casa? Tengo que pedirle que se vaya
ahora mismo.
Liam la miró agradecido y con la boca bien cerrada.
O'Brien se rascó su polvorienta barba y se levantó lentamente.
—Soy agente del tesoro estatal —dijo—. Tengo que hacer algunas
averiguaciones.
—Su cargo de funcionario no lo autoriza a molestarnos ni a invadir propiedad

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ajena. Si recuerda la constitución y la carta de derechos tendría que saberlo.
Él frunció el entrecejo al oírla.
—Me voy —dijo—. Pero si su gente no tiene nada que esconder, no hay motivo
para que estén tan callados.
—Mi esposo ya habló con usted largo y tendido.
—Sí, habló mucho, pero no me reveló nada.
—No hay nada que revelar, como dice usted.
—No lo sé —dijo él lentamente mirando a su alrededor—. Es curioso. ¿Ve este
mosquete que tengo? Hace treinta años que lo conservo, lo usé en la guerra. Un arma
muy bonita, pero ¿no me gustaría comprarme otro mejor y más caro? Se entiende que
sí. Como el que tienen su marido y ese indio joven. La cuestión es ésta. Nunca he
visto indios mejor instalados, contando los que trafican con pieles en Canadá.
Curioso, diría yo. Vidrios en las ventanas y alguien ha estado usando velas de cera.
Elizabeth se esforzó por sonreír.
—Lo que usted ve significa que mi marido ha elegido bien a su esposa. Eso no es
ningún crimen, ni un hecho que tenga que interesar al tesoro, según tengo entendido.
Ahora —dijo con firmeza—, le sugiero que se marche antes de que él venga y lo
saque de aquí.
—Me voy. —O'Brien estiró las dos manos en señal de que se rendía—. No quiero
darle motivos a Bonner para arrojar a otro hombre por esa montaña.
Liam se puso muy rojo. Elizabeth le puso una mano en el hombro.
—Ya se va —dijo suavemente—. Tranquilo.
En la puerta, O'Brien se puso el gorro.
—Me vuelvo a Albany pero estaré otra vez aquí en la primavera, si todavía no ha
aparecido el oro.
—Por favor, haga lo que tenga que hacer —dijo Elizabeth sin alterarse—. Que
también lo haremos nosotros.

* * *

Después de una comida sencilla de alubias y calabaza, cuando se terminaron las


tareas del día, Elizabeth se sentó para leer en voz alta con la esperanza de que eso
pudiera calmarlos a todos después de un día tan lleno de emociones. Atardecer y
Muchas Palomas se reunieron con el grupo llevando el maíz que todavía tenían que
poner a secar.
La tía Merriweather le había llevado muchos libros a Elizabeth, pero cuando ella
fue sugiriendo uno tras otro no hubo ningún interés particular entre los oyentes.
—Hamlet —propuso Liam.
—¿Otra vez? Pero si acabamos de terminarlo.

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Atardecer estuvo de acuerdo con Liam.
—No oímos cuentos de fantasmas de los o’seronni a menudo.
Muchas Palomas y Hannah también querían oír la misma historia. Elizabeth
pensó que les gustaría que se la repitiera una y otra vez sin cansarse, se acomodó
cerca del hogar y comenzó a leer a la luz brillante de un trozo de pino, siempre con
un oído atento al porche. Nathaniel y Huye de los Osos habían salido a revisar las
líneas de trampas y habían llevado con ellos a William Spencer.
En medio de la noche oscura y dentro de la cabaña donde sólo se oía el ruido de
la madera ardiendo y el crujido suave de las hojas de cereal, Elizabeth leyó la
conversación entre Hamlet y el fantasma del padre, y la tarea quedó a un lado
mientras todos se concentraban cada vez más en la conocida historia.
Se oyeron pasos en la puerta. Elizabeth dejó el libro y su corazón latió más
deprisa. Le pareció, como siempre le sucedía, que los hombres llevaban con ellos el
bosque; la tranquila habitación se transformó de repente por el solo hecho de su
presencia y por la energía con que se movían. Todos se levantaron de sus asientos,
había que separar algunas trampas para limpiarlas y repararlas, había un par de
gansos gordos y un urogallo que colgar, cuencos de caldo y pan de maíz que repartir,
mocasines secos que alcanzar y cabezas húmedas que necesitaban una toalla.
Will Spencer parecía estar verdaderamente relajado por primera vez desde que
había llegado a Paradise y aceptó sin protestar el ritmo habitual de las cosas. Mientras
comían, Nathaniel y Huye de los Osos explicaron lo que habían hecho aquel día y las
cosas que habían visto: un alce en celo; al oscurecer, una bandada de cientos de
cuervos descansando; un halcón en los peñascos altos, encima de las cascadas.
Atardecer dejó escapar el aire entre sus dientes ante esta última noticia.
—El invierno avanza con fuerza —dijo como explicación de tan extraño suspiro.
—¿Cómo fue el té con la tía? —preguntó Nathaniel a Elizabeth alzando la mirada
de su plato.
—Pasaron muchas cosas —dijo Elizabeth. Y viendo que Hannah estaba ya
dispuesta a contarlo todo, de la historia de Kitty a lo que había pasado con O'Brien,
añadió—: Estábamos leyendo.
—Ah, ¿sí? —dijo Will—. ¿Acostumbran a leer en voz alta?
Hannah le acercó el gastado volumen y él miró a los demás algo sorprendido.
—¿Y qué piensan del príncipe de Dinamarca?
Esta cuestión estaba dirigida especialmente a Muchas Palomas, que estaba
sentada con varias mazorcas en el regazo.
—La venganza es una comida amarga —dijo Muchas Palomas sin levantar la
mirada del trabajo—. Pero no es algo que haya que demorar tanto.
—Él tardó demasiado en arreglar sus asuntos —añadió Liam de acuerdo con ella.
Atardecer dijo:

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—Es como la mayoría de los o’seronni que he conocido.
—¿Y cómo son? —preguntó Will evidentemente desconcertado.
—Piensan cuando deben actuar y actúan cuando deben pensar.
Nadie se rió al oírla porque Atardecer no estaba hablando en broma.

* * *

Nathaniel se quedó un rato más con Will para mostrarle el camino hacia la casa
del juez y el resto siguió con su labor. Huye de los Osos se desperezó con ganas
moviendo los músculos de los hombros.
—¿Cómo le fue a Will en el bosque? —preguntó Elizabeth, demasiado intrigada
para esperar a que Nathaniel la informara.
—Se movía como un gato —dijo Osos—. Sabe escuchar.
—Ah —dijo Elizabeth muy complacida porque se trataba del mayor elogio que
podía hacer Huye de los Osos—. Nathaniel piensa que es extraño.
—Ah, sí que es extraño —dijo Osos—. Para ser o’seronni.
Atardecer añadió:
—Hay mucha variedad de hombres en el mundo.
—¿Y de qué clase es Will Spencer? —preguntó Elizabeth con interés.
—Un hombre rico —dijo Liam.
—No es eso lo que mi abuela quiere decir. —Hannah lo reñía con delicadeza, y
Liam bajó la mirada hacia el maíz que tenía en sus manos enrojecidas.
—Es un soñador —dijo Muchas Palomas en lugar de su madre—. Vive en otros
mundos y vuelve a éste cuando tiene algún motivo.
Atardecer estuvo de acuerdo.
—Entre los kahnyen’kehaka se convertiría en un sabio, si sobreviviera.

* * *

Nathaniel caminó con Will Spencer hasta el pueblo y aceptó ir a beber algo a la
taberna. Axel había estado dormitando cerca del hogar mientras sus clientes se
servían por su propia cuenta la bebida, pero se levantó cuando oyó la voz de
Nathaniel.
—Hay un rumor —dijo vertiendo cerveza.
—Siempre hay rumores —dijo Nathaniel—. ¿Te refieres a que Todd piensa
volver por aquí?
Los dientes de Axel brillaron a la luz de la lámpara.
—Tendría que haberme imaginado que no te sorprenderías, Nathaniel. Su
sirvienta vino a decirle a Anna que necesitaba comprar algunas cosas para él. ¿Es

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cierto que ha estado todo este tiempo en Montreal?
—De hecho, fui yo el que transmitió la información a los sirvientes de su casa —
dijo Will—. El doctor Todd estaba en Montreal con el señor McTavish, un
comerciante.
Charlie Leblanc se volvió en el mostrador.
—¿El McTavish que fundó la Compañía del Noroeste? Por Dios, me gustaría
mucho conocerlo, se puede hacer una fortuna en esos lugares.
—Eso es lo que Todd pretendía mientras estaba con él —sugirió John Glove
chupando pensativamente su pipa—. Tiene buen ojo para establecer relaciones
provechosas.
—Tal vez Todd se mude a ese lugar de forma permanente. Y nos quedemos sin
médico —dijo Ben Cameron, cuñado de Asa Pierce.
Axel se rascaba la cabeza con aire reflexivo.
—Bueno, hemos pasado bien sin él todo el verano. De cualquier modo, no podría
haber ayudado a los que murieron hace poco.
Hubo un silencio y todos recordaron a los hombres que habían enterrado poco
tiempo atrás. Billy Kirby era el más reciente.
—Tuvimos una temporada muy sangrienta, es cierto —dijo Axel—. Algunos
perdieron la cabeza. En más de un sentido.
—Tendremos un invierno tranquilo —dijo Nathaniel.
Cuando todos alzaron sus copas, Axel salió para buscar otro barril y los otros
hombres volvieron a sus juegos de damas.
—Al principio me preguntaba qué sería lo que habría mantenido a Elizabeth tanto
tiempo lejos de la civilización —le dijo William Spencer a Nathaniel. Era la frase
más larga que había pronunciado en todo aquel día y la más insólita. No quería mirar
a Nathaniel a los ojos, su mirada recorría todo el salón—. Pensé que se desilusionaría
respecto de sus planes para enseñar en la escuela. Pero veo que éste es un buen lugar
para ella —prosiguió—. Siempre quiso tener aventuras en su vida.
—Tiene mucho más que eso —dijo Nathaniel—. Demasiado, quizá.
—Usted es un hombre muy afortunado —dijo Will Spencer.
Cuando salieron se le ocurrió a Nathaniel que Spencer le había hecho toda una
confesión y que seguramente nunca le oiría ninguna otra frase tan personal e íntima,
si es que volvía a encontrárselo en alguna ocasión. El hecho de que estuviera a punto
de partir al día siguiente soltó la lengua de Nathaniel.
—En esta parte del mundo tenemos un alto concepto de los hombres que saben
conservar la cordura —le dijo Nathaniel cuando estaban fuera, iluminados por la luz
de la linterna—. Pero usted les gana a todos. Le diré, Spencer, no tengo ni idea de lo
que tiene en la cabeza. Al principio pensé que sólo tenía un vacío, pero ahora me
pregunto si no es justamente el ojo de la tormenta.

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Esas palabras suscitaron el esbozo de una sonrisa y un destello en la mirada
amable de Will.
—La imaginación de Elizabeth ha encontrado su alma gemela —dijo—. Tiene
ante usted a un hombre rico que no es de mucha utilidad para el mundo. Nada más.
—Nada más —Nathaniel repitió riendo suavemente.
Ésta fue la última conversación de la noche.

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Capítulo 60

Mientras Nathaniel iba camino de Albany para preparar la visita de la tía


Merriweather a los Schuyler, el invierno pareció ceder y disiparse. Tuvieron días
extraordinariamente cálidos; de pronto, fue posible de nuevo sentarse en el porche sin
un chal o ir con las piernas al aire a buscar agua. El sol brillaba sobre los campos
cosechados y los cuervos volaban y se lanzaban en busca de maíz. Una bandada de
gansos que iban hacia el sur se instaló en el lago de la Media Luna como si la falta de
frío hubiera disipado su capacidad de vuelo, e hizo que los pobladores fueran
enseguida en busca de sus mosquetes.
Osos cazó un inmenso oso casi a punto de invernar, y pasaron días almacenando
grasa en largos intestinos de ciervo lavados y anudados. Los olores eran tan fuertes
que Elizabeth apenas podía esconder sus reacciones y le indicaron que se alejara, lo
mismo que hicieron cuando preparaban el jabón.
—Más tarde o más temprano tendré que aprender a hacer estas cosas —le decía a
Muchas Palomas que se reía al verla.
—¿Por qué? —le preguntó—. ¿Por qué tendrías que hacer las cosas para las que
no fuiste educada cuando estamos nosotros aquí para hacerlas?
—Porque tengo que hacer mi parte —protestó Elizabeth.
—Tú haces tu parte.
La mandaron al porche a sentarse bajo el tibio sol y a limpiar montones de alubias
con la ayuda de Liam. Un trabajo tranquilo, un trabajo reflexivo, cuando lo que ella
quería era andar de un lado para otro durante los últimos días de buen tiempo que
quedaban. Quería estar con Nathaniel pero se alegraba de que estuviera Hannah, con
la que podría ir al bosque para recoger los últimos hayucos o para explorar la
montaña. Aunque eso significaba dejar de lado y contrariar al pobre Liam, Hannah
siempre se alegraba de tener para sí a Elizabeth.
En el quinto mes de embarazo era imposible no notar la curva de su vientre. El
niño había estado muy activo en los últimos días, moviéndose y dando patadas
cuando se sentaba a descansar como si quisiera que se levantase y siguiera andando.
A veces, Elizabeth se reía sola porque aquello le parecía un escándalo. Inclinándose y
con las manos sobre su carga, permitió que Hannah la tocara como había visto hacer
a su abuela. Ella le llamaba a la forma redonda nihra'a ri'kenha, pequeño hermano, y
lo regañaba dulcemente por su exuberancia.
—Dentro de cuatro meses caminaré como un pato.
—Cuando estás cansada ya caminas como un pato —dijo Hannah y se despegó de
los dedos húmedos de Elizabeth.
Esperaban a Nathaniel el fin de semana, calculando que pasaría un tiempo con los

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Schuyler y compraría provisiones para el invierno y para la escuela. Viajaba en carro,
lo que significaba que el viaje duraría por lo menos dos días, eso si no llovía. La tarde
anterior al día en que esperaban que llegara, Elizabeth estuvo nerviosa, incapaz de
leer o de concentrarse en alguna tarea tranquila. Liam iba detrás de ella hacia el
porche haciendo ruido con una rama de nogal americano que había convertido en su
bastón.
—Siempre he querido nadar en esa fuente —le dijo mientras miraban la cascada.
—Osos y Nathaniel nadan allí todas las mañanas, en invierno y en verano —le
dijo Elizabeth—. Dicen que eso los hace fuertes para resistir el frío. Puedes ir con
ellos una vez que se te cure la pierna.
—No me lo puedo imaginar —dijo Liam mientras se le ponía la piel de gallina.
Entonces Hannah apareció de golpe, venía gritando y con los brazos llenos de
pieles.
—¿Dónde te habías metido? —le preguntó Liam yendo a su encuentro.
Ella miró hacia el lugar de donde venía y vio a Atardecer junto a Muchas Palomas
en el caballo ruano; las alforjas estaban llenas de provisiones y tenían barriles atados
a cada lado. Hubo un incómodo silencio. No era el momento para que Elizabeth le
hablara de la cueva que había bajo la cascada; pero sería muy difícil que Liam viviera
en Lago de las Nubes y no compartiera aquel secreto. Próximamente estarían muy
ocupados transportando provisiones allí, y pronto se daría cuenta de que se lo habían
ocultado.
Atardecer le dijo:
—Ahora éste es tu nuevo hogar.
—No tengo dónde ir —dijo Liam—. Y, además, no quiero ir a otra parte.
Hubo una larga pausa mientras ella lo examinaba; entonces asintió con la cabeza.
—Ahí guardamos las provisiones…
Hizo una seña con la barbilla.
En respuesta a la mirada confusa de Liam, Muchas Palomas dijo:
—Detrás de la cascada.
Hannah movió su carga para estar más cómoda.
—Por si nos quieren robar otra vez.
Liam bajó la cabeza pero no pudo esconder el rubor que le subía a la cara y que
hacía que las pecas de su frente fueran menos notorias. Sin decir nada, Elizabeth
movió la cabeza mirando a las mujeres y ellas se fueron al bosque para rodear la
montaña. Pasaron varios minutos hasta que la voz de Liam se dejó oír de nuevo:
—Ellas no confían en mí —dijo con tristeza—. Y tienen mucha razón en no
hacerlo. Nosotros hicimos cosas muy malas el año pasado. Era una especie de fiebre
lo que le había dado a Billy, quería que se fueran. Y yo también, supongo.
Elizabeth se quedó pensando en lo que diría. Se sintió alentada por el deseo del

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niño de hacerse responsable de los actos de los que tenía noticia, en alguno de los
cuales incluso había participado; pero también preocupada porque le parecía una
carga demasiado pesada para aquellos pequeños hombros. Por un momento pensó en
su hermano y la rabia que sintió la apartó de hacer lo que Liam más necesitaba.
Cuando recuperó el hilo de sus pensamientos, dijo:
—No conozco a nadie que sepa juzgar tan bien el carácter de una persona como
Atardecer, ¿no crees?
Liam negó con la cabeza moviendo uno de sus pies desnudos hacia atrás y hacia
delante en las tablas del porche.
—Creo que sabe leer la mente de las personas.
—Sí, eso es lo que hace. Se toma su tiempo antes de confiar en alguien.
Él inclinó la cabeza asintiendo, pero entonces levantó la vista y la miró entre sus
pelos revueltos.
—¿Quiere decir que…?
—Quiero decir exactamente que ella ha depositado su confianza en ti, Liam
Kirby. Te ha enseñado dónde está la cueva en la que se guardan las provisiones para
el invierno, aunque eso te dé poder sobre nosotros…
—Yo nunca haría nada en contra de esta familia.
—Me alegra mucho oír eso —dijo Elizabeth y se levantó—. Pero no me
sorprende. Ven conmigo ahora y te mostraré la cueva. —Liam miró su pierna herida y
las vendas sucias que mantenían en su lugar los músculos—. No está lejos. Justo aquí
debajo, donde se abre la garganta hacia el otro lado, en la base de la roca. Desde allí
se puede ver casi toda la cueva, si buscas bien lo que quieres ver. Tal vez Hannah nos
dé la bienvenida.
Pasaron al otro lado, donde la corriente de agua desaparecía bajo la tierra, y
Elizabeth se detuvo como solía hacer para sentir la tierra vibrar a través de las
delgadas suelas de sus mocasines. El torrente llevaba un buen caudal debido a las
lluvias, estaba veteado de espuma y seguía su curso apresuradamente hacia la parte
inferior de la montaña. Mientras caminaban por el borde de la garganta, Elizabeth le
mostró a Liam los escalones naturales, cubiertos de musgo, que usaban para bajar al
agua.
—Parece profundo —dijo Liam.
—Lo bastante para zambullirse.
El ruido del agua era más alto y dejaron de hablar. Elizabeth se levantó las faldas
deseando una vez más tener la valentía de desechar la moda europea para decidirse a
usar las ropas prácticas y cómodas de los kahnyen’kehaka. Subió con cuidado hasta
las primeras rocas al pie de la ladera, volviéndose para ver si Liam la seguía. Cuando
comprobó que lo había conseguido, se sentó en un punto que le gustaba
especialmente para sumirse en sus pensamientos, en una superficie plana de la roca

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que asomaba a la garganta y tenía un apoyo natural para los pies. Desde allí podía ver
la cabaña y, si echaba el cuello hacia atrás, el saliente rocoso donde había estado
cuando Nathaniel la hizo bañarse en el agua fría. Elizabeth sintió deseos de ponerse el
chal, allí hacía más frío que en el soleado porche; además, la roca húmeda era un
asiento poco cálido.
Se estiró un poco señalando la entrada de la cueva a Liam, que aguzaba la vista
poniéndose la mano en la frente para tapar la luz del sol.
—¡No veo nada! —gritó.
Elizabeth vio de reojo algo que la dejó paralizada: Alemán Ton estaba de pie en el
porche. En una mano llevaba una pierna de venado y en la otra un cuchillo de caza.
Parpadeó para deshacerse de la niebla de la cascada y volvió a parpadear. Sentía
un latido violento en el cuello. Posó un dedo sobre él para detenerlo. Liam estaba
junto a ella, pero no entendía qué pasaba. Ella le hizo un ademán y el niño se quedó
en silencio y se arrodilló como si quisiera esconderse. Como si percibiera el peligro o
tal vez oliera el terror que surgía del sudor de ella.
Era él. Alemán Ton estaba allí en la galería mirando al sol. Tenía un parche en un
ojo en aquel momento, pero por lo demás vestía el mismo traje de piel de bisonte que
llevaba en el campamento donde Jack Lingo había tratado de quemarla.
Pensó que tal vez podría recuperar la respiración normal si se quedaba quieta,
pero todos los músculos de sus piernas parecían haberse convertido en jalea. Una
parte de su mente daba las gracias por el hecho de que Hannah estuviera segura en la
cueva, bajo sus pies; Otra parte sabía que si ella se quedaba donde estaba y no se
movía, no podría verla. El ángulo del sol estaba a su favor.
Vio que la boca roja del hombre se abría y se cerraba, esparciendo trozos de
carne. Estaba hablando. Había otro hombre tras él que no estaba a la vista. La puerta
comenzó a moverse hacia dentro.
«Está muerto. Jack Lingo está muerto». Dijo las palabras en voz alta y firme:
como un hechizo o una plegaria. Pero la puerta continua describiendo un arco
impecable. Tan impecable como la trayectoria de una bala.
Sintió un sabor amargo en la boca y en la cabeza una palabra que, se repetía:
fuera, fuera, fuera. Elizabeth se levantó de un salto sin tener en cuenta la superficie
resbaladiza que había bajo sus pies. Sintió demasiado tarde que los mocasines
resbalaban. Levantó los brazos y cayó en la garganta justo en el momento en que el
segundo hombre se mostraba a la luz del sol, el pelo y la barba destellaban como una
llama roja y dorada: Richard Todd.
La caída le pareció interminable, ni siquiera oyó el grito desgarrado de Liam. Un
grito tan fuerte que se oyó por encima del ruido del agua. El grito resonó, o tal vez
fue la otra voz, bajo la cascada. Ella trataba de protegerse el vientre con las manos,
tratando de evitar el golpe con el agua. Sintió un fuerte dolor cuando se golpeó la

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cabeza en un saliente de roca y fue vagamente consciente de que el agua se teñía de
rojo con lo que debía de ser su propia sangre. Volvió a la superficie pataleando con
fuerza para liberarse de sus faldas enroscadas, pero sin obtener resultado alguno. La
fuerza del agua la arrastró una y otra vez.
Elizabeth pensó en Nathaniel y en el niño, y se sumergió en una inmensa marea
de pena y arrepentimiento.

* * *

Liam soñaría con eso durante años: Muchas Palomas atravesando la cascada en
cuanto Elizabeth cayó al agua, en busca de ella como un halcón tras una trucha. Pero
Richard Todd estaba más cerca y ya había llegado de la otra orilla, cogió a Elizabeth
del pelo y la sacó del agua antes de que Muchas Palomas llegara allí. Liam no pudo
ver lo que estaba pasando porque iba más lento con su pierna coja que le ardía como
el fuego del infierno. Cuando llegó a la otra orilla, los dos estaban arrodillados junto a
ella.
Se dijo a sí mismo que la gente muerta no sangra tanto. No importa lo blanca e
inmóvil que esté, alguien que puede bombear sangre del modo que lo hacía ella tiene
que estar vivo. Muchas Palomas tenía la mano apretada contra la cabeza de Elizabeth
por encima de la oreja izquierda. La sangre corría entre sus dedos y se deslizaba por
su brazo como si fuera una serpiente.
Con un simple movimiento, Todd se arrancó la manga de la camisa y se la dio a
Muchas Palomas. Apoyó en su muslo la cabeza de Elizabeth y apretó con fuerza la
tela contra la herida. Los tendones del antebrazo se le tensaban con el esfuerzo. Todd
se inclinó para levantar los párpados de Elizabeth. Observó cuidadosamente los ojos
y finalmente se puso en cuclillas, pensativo. Luego cerró el puño y dio dos golpes a
Elizabeth en el esternón. Liam dio un salto, pero los ojos de Elizabeth se abrieron.
Movió ligeramente la cara y volvió a cerrarlos.
Hannah y Atardecer llegaron del bosque. Hannah se lanzó al lado de Elizabeth y
empezó a llorar y a gritar. Antes de que Liam pudiera llegar hasta ella, Richard Todd
se inclinó y le puso una mano en el hombro.
Liam nunca le había oído hablar en mohawk. En aquel momento hablaba en su
propio idioma a Hannah, que al oírle se quedó blanca por la sorpresa. Se volvió hacia
su abuela para preguntarle algo. Atardecer estaba inclinada sobre Elizabeth y Liam no
le pudo ver la cara, pero la respuesta que le dio a Hannah pareció calmarla un poco.
Se levantó lloriqueando un poco y luego se limpió la cara con el dorso de la mano y
fue corriendo hacia la cabaña.

* * *

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Hannah corrió. Corrió para buscar mantas. Corrió para buscar agua, vendas, la
cesta de hierbas y raíces de su abuela. Corrió hasta el pueblo para llevarle un mensaje
de Atardecer a Axel, corrió hasta la casa del juez.
Allí cayó en brazos de Curiosity y lloró diez minutos antes de poder hablar en
cualquier idioma, mohicano, kahnyen’kehaka o inglés, para contar lo que había
pasado en Lago de las Nubes.
Entre otras bondades, el regazo de Curiosity estaba hecho para las niñas
pequeñas, incluso para una niña de piernas tan largas como Hannah. Curiosity la
abrazó con fuerza y escuchó mientras ella le repetía una y otra vez la historia,
describiendo la situación con sus palabras y sus ademanes, estallando en sollozos y
tapándose la cara con el delantal de Curiosity que olía a levadura, a ganso asado y a
jabón de lejía. Olores reconfortantes. Podría haberse quedado dormida en el regazo
de Curiosity en medio de la cocina del juez.
Pero Curiosity ya daba indicaciones a sus hijas y en aquel momento eran ellas las
que tenían que correr. Polly comenzó a meter cosas en un cesto siguiendo las órdenes
de su madre. Daisy abrió la puerta trasera y llamó a Galileo a gritos, pero como no
respondía salió en su busca.
Después de un rato, Curiosity sentó a Hannah en un banco y le alisó el pelo.
Luego salió para decirle al juez lo que había pasado y dónde iba. Antes de que sus
faldas hubieran desaparecido por completo por la puerta, Hannah ya estaba de pie de
nuevo y había salido para terminar con los encargos.
En la ladera, más abajo del barrizal, oyó un disparo de rifle. Hannah se quedó
quieta hasta que el viento arrastró el olor ácido de la pólvora; luego siguió andando.
Encontró a Osos arrodillado junto a su presa recargando el arma.
Hannah amaba a Osos; se habría casado con él de haber sido mayor. En cuanto
abría la boca, él la entendía. Y también la entendía aunque no hablara. Curiosity sabía
cómo consolar a las niñas pequeñas, pero Huye de los Osos las podía reconfortar de
otra manera. Se colgó el rifle, se puso el ciervo encima de los hombros y ambos
partieron a la carrera.
Era bueno correr cuando el ritmo era el adecuado. Hannah corría detrás de Osos,
manteniendo los dedos de los pies apretados hacia dentro en el sendero del bosque,
aliviada de que él le indicara el camino. Tenía los ojos fijos en los talones brillantes
de los mocasines de Osos y alzaba la mirada alguna que otra vez para mirar al
venado: el arco largo y elegante del cuello del animal y los ojos oscuros, brillantes y
sin vida.
No tenían poder para hacer volver a Elizabeth de la tierra de las sombras hasta
que ella no estuviera lista para regresar, pero había otras cosas que podían hacer por
ella. Las mujeres le quitaron la ropa mojada y la envolvieron como si fuera un niño
en pieles y ante. Atardecer quemó cardo y espino para dar fuerza a su corazón y a su

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sangre; puso raíces en el agua de maíz y se la hizo beber una cucharada tras otra.
Richard Todd observaba sin decir nada, y escuchó en silencio cuando Atardecer
comenzó a cantar una canción para que Hueso en la Espalda volviera al hogar.
Atardecer vio que Richard se iba. Las cicatrices de su cara decían bien a las claras
las heridas que había sufrido, pero había algo más, durante el largo verano la rabia
que había brillado tan intensamente en él se había disipado. Se preguntaba qué sabría
él de Nutria, su hijo menor. Cuando hubiera tiempo, cuando Hueso en la Espalda
volviera de la tierra de las sombras, podría hablar con Richard Todd y preguntarle.
Mientras su madre aplastaba raíces de espadaña y las mezclaba con aceite de
girasol, Muchas Palomas limpiaba la sangre de la cabeza de Elizabeth
cuidadosamente para no tocar la venda que mantenía la herida cerrada. Cuando hubo
terminado, puso la oreja en el vientre de Elizabeth para tratar de oír la música del
niño, el latido de un corazón fuerte. Su propio hijo se dio la vuelta como si también
quisiera escuchar.
Liam había estado observando en el rincón, esperando que le encargaran alguna
tarea, queriendo ayudar de algún modo. Pero las mujeres no lo necesitaban y él no
podía ir corriendo a cumplir encargos como Hannah. Cuando el humo de la medicina
hizo que le empezara a picar la garganta y que le ardieran los ojos, se levantó y se fue
a la galería donde estaba Richard Todd secándose al sol. Alemán Ton había
desaparecido, pero Axel estaba allí y quería conocer la historia. Liam se la contó con
voz áspera.
—Por Dios Todopoderoso —dijo Axel por décima vez—. Ojalá Nathaniel
estuviera aquí. —Al pensar en Nathaniel, Liam apenas podía tragar. Axel lo miraba
fijamente—: ¿No la habrás empujado?
—¡No!
Levantó la cabeza y se puso rojo, sentía que estaba quemándose como una
antorcha.
—Él no tiene nada que ver. Ella vio a alguien a quien no esperaba y se resbaló, se
golpeó la cabeza y se hundió. Eso es todo. —Todd se quitó lo que quedaba de su
camisa y la tiró con un rápido movimiento.
—Eso fue todo —dijo Liam.
—¿Y qué estabais haciendo los dos allí arriba subiendo por las rocas… una mujer
que espera un hijo y tú, con la pierna rota?
Liam sintió la mirada aguzada de Richard en su rostro y el terror en el vientre.
¿Habría visto a Muchas Palomas saliendo de la cascada? ¿Sabría el secreto de la
cueva? Alemán Ton debía de saberlo también, si es que había visto a Muchas
Palomas, y si entendió lo que vio.
—Ella quería enseñarme algo —murmuró el niño. Y añadió, sin mirar a Todd—:
¿Adonde fue Ton?

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—Me lo crucé cuando venía aquí —dijo Axel—. Iba derecho al pueblo, eso me
pareció. ¿Viajaba contigo, Todd?
Richard negó con la cabeza.
—Lo encontré comiendo —dijo—. No lo había visto desde marzo, pero Elizabeth
sí. Él me dio estas cosas para ella. —Sacó del bolsillo un broche de pelo de plata y un
anillo—. Lingo se los quitó, supongo.
Hubo un silencio mientras pensaban en Jack Lingo y la experiencia que había
sufrido Elizabeth a manos de él.
—No me sorprende que se haya asustado al ver a Ton —dijo Axel.
La cabeza de Richard se movió en dirección al bosque y al ruido de los caballos
que se acercaban a la carrera.
—Ése debe de ser el juez.
—Parece que no viene solo.
El juez llegó al porche, con Galileo y Curiosity muy cerca de él. Los hombres se
sentaron y miraron a Richard Todd, pero Curiosity salió de detrás de la espalda de
Galileo en un torbellino de brillantes faldas.
—Tendría que habérmelo imaginado, los problemas y usted siempre vienen juntos
—dijo—. ¿Todavía no está satisfecho, Richard? ¿Qué es lo que le ha hecho ahora?
Liam se levantó y le contó la verdad, pero Axel ya había hecho lo mismo e hizo
una seña de paz.
—Bueno, bueno, Alfred, Curiosity, Galileo. En primer lugar y lo más importante,
ella está viva y al parecer no ha sufrido mucho daño.
La cara del juez se contrajo al oírlo, pero Curiosity no se inmutó:
—¿Desde cuándo eres médico, Axel Metzler? Déjame entrar: quiero ver con mis
propios ojos a esa criatura.
—Entra, pues —dijo Axel—. Pero primero deberías saber que fue Richard quien
la sacó del agua.
Antes de poder dar un paso más, Curiosity se detuvo. Miró a Todd con la boca tan
lisa y brillante como un cuchillo. Paseó la mirada por sus ropas y su torso desnudo y
luego lo miró fijamente a la cara.
—Hace más o menos un año que quiero hablar contigo, y me parece que ha
llegado el momento. En este mundo el dinero habla más alto que la verdad y no dudo
de que todavía quieres hacer que la gente vea las cosas como tú, por medio de hacer
sonar las monedas de tus bolsillos. Pero conmigo no va. Aunque tengo algo para ti.
Algo que debes saber.
Galileo intentó decir algo pero ella lo hizo callar con una mirada implacable.
Richard tenía los brazos cruzados y una expresión algo intrigada en el rostro.
—Muy bien, siga —dijo—. Supongo que no hay modo de detenerla.
—Sembraste algunas semillas aquí el invierno pasado —dijo como si él no

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hubiera hablado—. Hiciste que las mentes de los hombres se agitaran, enloquecieran
por esta montaña y contra quien tenía derecho a decir que Lobo Escondido es su casa.
Luego saliste corriendo en busca de una mujer que no te quería y que tú tampoco
deseabas, pensando que si te empeñabas podrías lograr tu objetivo. Mientras estabas
fuera, las cosas fueron muy mal aquí. Enterramos a cuatro hombres que todavía
estarían vivos si tú no hubieras sembrado la semilla de la codicia en ellos. Me
imagino que sabes lo de Julián… Puedo ver por tu cara que sí.
Se acercó más y le señaló el pecho con un dedo largo y huesudo.
—Empujaste a Elizabeth a la garganta y luego le salvaste la vida, eso para
empezar. Supongo que le debías eso y mucho más, por el modo en que la has
perseguido. Pero aquí estoy yo para decirte, Richard Todd, que lo que has hecho aquí
no sirve para reparar todo aquello por lo que tendrás que responder.
Liam tenía el estómago revuelto, pero Todd la miraba tranquilo.
—Lo sé.
—¿En serio? —dijo ella irónicamente—. Veremos, ¿verdad?
Curiosity dio media vuelta y fue hacia la puerta, donde se detuvo para volver a
mirar al juez, con una ceja levantada. Mirando de soslayo a Richard Todd, el juez
subió los escalones y fue tras ella.
Axel se pasó una mano por la cara.
—Jesús, esa mujer puede convertir un roble en mondadientes con la lengua que
tiene. —Entonces, sin quererlo, sonrió—. ¿No es interesante oírla?
Richard emitió un gruñido y volvió a ponerse la camisa sin mangas.
—Si uno no está en su punto de mira, supongo. Me imagino que Nathaniel
también me dirá algo. Dígale que volveré en cuanto Elizabeth se recupere. Tenemos
cosas que discutir.
—Ja, si es que puede esperar tanto —dijo Axel—. ¿Dónde puede encontrarte si lo
desea?
—Si no estoy en mi casa, estaré visitando a Kitty.
—Señora Middleton —dijo Liam—. Ahora es la señora Middleton.
Richard asintió con la cabeza.
—Por ahora.

* * *

Era muy desagradable, pero Hannah ya conocía aquella mirada de su abuela y


sabía que no habría modo de hacerla cambiar de idea. Con los ojos irritados y muerta
de cansancio, dejó finalmente el lugar que ocupaba a los pies de la cama de Elizabeth
y subió la escalera para ir a dormir. Pero no sin antes lograr que Muchas Palomas le
prometiera que la llamaría en cuanto Elizabeth se despertara. Usó esas palabras, pero

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en sus intenciones había algo más. Doce horas después del accidente, Elizabeth
todavía no había recobrado la conciencia. No hacía falta decirle a Hannah que ésa era
una mala señal.
Había demasiada gente en la cabaña; las mujeres, que iban de un lado para otro
siempre con algo en las manos, Liam, el juez y el señor Witherspoon, sentados junto
al hogar hablando un poco y dormitando de vez en cuando. Había otros hombres del
pueblo en el porche. Osos podría haberle dicho a Hannah que fuera a sentarse con él
pero se había ido con Joshua Hench para encontrarse con su padre en el camino de
Albany y llevarlo a casa. Lo único reconfortante de tener que irse a la cama era que,
tal vez, cuando se levantara ya habrían vuelto. Hannah deseaba que llegara su padre.
Apretó la cara contra la manta tratando de contener las lágrimas.

* * *

Elizabeth nunca había tenido talento para los sueños llenos de colorido. Tal vez,
pensaba, porque sus sueños diurnos eran tan elaborados y con tantos detalles que no
le quedaba más imaginación cuando se iba a dormir. Pero en algún lugar y de algún
modo había aprendido el arte de soñar en colores: a su alrededor había un mar de
narcisos de un color que nunca había visto antes de su primer viaje en barco, cuando
había dejado Inglaterra para vivir una nueva vida junto a su hermano.
Julián estaba a su lado en la borda, el viento agitaba su pelo negro y en su cara se
veía la sombra de la barba.
—Mira los pájaros —decía él—. Ellos te mostrarán el camino.
—Ven conmigo —decía ella, pero él sólo se limitaba a sonreír.
Tenía arrugas alrededor de los ojos. Vio también que tenía las sienes blancas y
que la mandíbula estaba más flácida que cuando había iniciado el viaje, hacía un mes.
Entonces se apartó de ella, sus botas no hacían ruido.
—Ven conmigo —le decía de nuevo, pero él saludaba con la mano y seguía
caminando.
No se oía otro ruido que el de los gritos de los pájaros, gaviotas volando sobre un
fondo de arco iris en un cielo tormentoso.
—No puedo volar —le decía ella, pero repentinamente él había desaparecido, la
había dejado sola en el barco en medio del mar infinito—. ¡No puedo volar!
Lo intentó. Intentó seguir a los pájaros y llegó hasta donde pudo ver la cara de su
padre, la piel pálida y los rasgos familiares. Se alejó antes de poder oír lo que él iba a
decirle.

* * *

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Hannah se despertó y, como había esperado, oyó el sonido de la voz de su padre.
Lo que en aquel momento oía no era la voz ronca que había esperado y a la que
habría dado la bienvenida, sino una voz estremecedora. La desesperación tenía su
propio tono; y ese tono jamás había esperado oírlo de boca de su padre. Miró hacia
abajo por encima de la pared que separaba el lugar donde dormía de la habitación
principal y pudo ver su perfil cuando entraba en el dormitorio. Más que nada en el
mundo quería estar con su padre, pero no quería ir con él a aquella habitación. Sólo
pensar lo que vería allí le daba sueño.
Hannah se envolvió en la manta, enterró la cabeza en el colchón y trató con todas
sus fuerzas de dormir.

* * *

Estaba acostada boca arriba, con la cara vuelta hacia un lado, hacia donde yacía
él. Tenía el vendaje de la cabeza manchado de sangre seca, las pestañas eran como
medias lunas oscuras en contraste con la palidez de sus mejillas. Él se inclinó y la
llamó por su nombre, pero no obtuvo respuesta.
Atardecer le puso la mano en el brazo.
—Yonhkwihsrons [6].
Nathaniel asintió con la cabeza para indicar que había entendido, no era la mejor
noticia que podían darle, pero había razones para tener esperanzas. Elizabeth
intentaba volver con ellos. Atardecer dejó la habitación y Nathaniel se sentó al borde
de la cama para verla dormir. Tantas veces la había buscado en aquella misma cama y
ella había acudido voluntariamente con risas o expresiones de bienvenida, en silencio
o con palabras de desafío.
Su olor podría haberlo despertado de entre los muertos; él lo sabía, lo creía
ciegamente. Esperaba que lo mismo sucediera con ella; se quitó las prendas de ante y
tela casera y se acostó desnudo sobre la colcha de piel. Las farfollas del relleno del
colchón crujían mientras se acercaba para poner su cara en la curva del hombro de
ella, en el lugar donde empezaba el cuello, en aquella curva perfecta que era todo lo
que él veía en el mundo. Frotó su mejilla contra la piel de Elizabeth e inhaló.
Ella olía como siempre. Sintió tanto alivio que le saltaron lágrimas de los ojos.
Finalmente, calmado por su olor, Nathaniel se quedó dormido esperando que notara
su presencia.
La habitación todavía estaba oscura cuando le dio un codazo para despertarlo y
murmuró una maldición. Sin saber con certeza si lo que experimentaba era real o
estaba soñando, se dio la vuelta. Entonces se sentó y se inclinó para mirarla, vio que
la tenue luz de la luna brillaba en sus ojos abiertos y que tenía una expresión entre
confusa y enfadada.

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—Botas —le dijo en un susurro.
—No puedo volar —dijo ella muy claramente.
—Ahora sí puedes, muchacha. Estás volando. No te desanimes.
Ella le hizo una mueca de desdén mientras se le cerraban de nuevo los ojos y se
quedaba otra vez dormida, flotando en los brazos de Nathaniel, por encima del
mundo.

* * *

Elizabeth se despertó varias veces durante el día siguiente: a veces hablaba o


hacía alguna pregunta; otras, ni los veía. Cuando comenzaba a mover la cabeza y a
agarrar las pieles en su lucha por volver al mundo, Nathaniel fue a buscar a Hannah y
la hizo quedarse allí.
—¿Puede oírme?
—Creo que sí, háblale.
Hannah no sabía cómo llevar a cabo aquel desafío. Entonces se inclinó hacia
Elizabeth.
—La abuela te ha dado una infusión de corteza de sauce —le dijo—. Para que se
te pase el dolor de cabeza.
—Dile que la haga más fuerte —murmuró Elizabeth abriendo un ojo.
Hannah sonrió ampliamente.
—Ahora voy —dijo—. Voy a buscarte más infusión.
—No —dijo Elizabeth levantando la mano de la manta un par de centímetros—.
Espera. —Sacó la lengua y se mojó el labio inferior.
—¿Qué pasa, Botas? —Nathaniel le cogió la mano.
—Dime —preguntó—, dime cómo está el niño.
Él le cogió la mano.
—El niño no se ha hecho ningún daño. Ya te lo hemos dicho.
Elizabeth dejó escapar un largo y profundo suspiro.
—¡Qué bien! —susurró—. Nathaniel, vi, creo que vi…
—Alemán Ton, sí, está en el pueblo esperando novedades. Quiere saber si estás
bien. Te ha traído esto.
Cogió de la mesa el anillo de oro que una vez había sido de su madre y el broche
de plata que le había dado a Elizabeth como regalo de bodas. Se los puso en la mano.
Después de una larga pausa, ella lo miró.
—¿No tiene intenciones de hacerme daño?
—Parece que no.
—¡Qué bien! —dijo mientras se le caían los párpados.
Pero volvió a abrirlos con esfuerzo y le hizo una seña para que se acercara más.

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—¿Recuerdas el sueño que tuviste en Albany? —murmuró ella—. Nunca tendría
que haber dudado de ti.
Él le puso la mano en la mejilla y no dijo nada.
Cuando se quedó profundamente dormida, Nathaniel la dejó al cuidado de
Hannah. Las mujeres le dieron comida y luego fue a lavarse y a buscar ropa limpia.
La mayoría de la gente que había ido con sus buenos deseos se había retirado en
cuanto Elizabeth mostró las primeras señales de mejoría; sin embargo, se encontró en
la galería con Axel, acariciando su pipa, y con el juez.
—Cuéntame qué pasó con Todd —dijo Nathaniel.
Escuchó sin moverse hasta que Axel hubo terminado.
El juez estaba muy pálido, había perdido peso.
—Tal vez debería ir a su casa —le sugirió Nathaniel—. Necesita dormir un poco.
El juez negó con la cabeza.
—No me iré hasta que ella mejore.
Nathaniel lo miró, sorprendido.
—Eso puede tardar semanas. Ya sabe que usted ha venido y que está preocupado.
Además, tiene que cuidar a Kitty y a su nieto, que están en casa.
El juez se pasó una mano temblorosa por la cara.
—Nunca le presté suficiente atención, la escuché muy poco.
La agitación de Nathaniel cesó de repente y miró con más atención hasta darse
cuenta de que, preocupado por sus cosas, no había notado algo. En el último mes el
juez se había convertido en un anciano.
—Si pudiera, le diría que se fuera a descansar —le dijo Axel amablemente—.
Ella no quiere que usted enferme esperando aquí fuera.
El juez levantó la vista y miró a Nathaniel, esperanzado.
—Es verdad —dijo Nathaniel y vio que el anciano sentía alivio.
—Tal vez luego, más tarde… —dijo el juez pensativo.
Nathaniel asintió con la cabeza y se fue a buscar a Liam, que estaba en la otra
cabaña poniendo aceite a las trampas para Huye de los Osos. Le hizo la misma
pregunta que a Axel y obtuvo una respuesta mucho más larga, menos clara, pero con
muchos más detalles acerca de lo que había pasado en la cascada y del papel que
había desempeñado Richard Todd allí.
—Tendría que haber ido tras ella —concluyó Liam.
—Imposible, con esa pierna —dijo Nathaniel distraídamente—. Y Muchas
Palomas estaba allí. De no haber sido por el golpe en la cabeza, Elizabeth podría
haber salido por su cuenta. Pero por Dios, qué desagradable es deberle algo a Richard
Todd. Tendré que ir a verle.
—Dijo que le dijéramos que iría a visitar a Kitty.
—¿En serio? Parece que su juicio sigue estando tan mal como sus cálculos.

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—No entiendo lo que quiere decir.
Nathaniel se encogió de hombros. En la puerta se volvió con expresión reflexiva.
—Significa que sigue siendo Richard Todd y que debes cuidarte las espaldas.

* * *

Elizabeth se despertó completamente al caer las primeras nieves. Temerosa de


haber dormido semanas en lugar de días, se sintió inquieta hasta que Atardecer le dijo
que sólo estaban a mediados de octubre, pese a los finos copos de nieve que
golpeaban la ventana.
—Creería que todavía estoy soñando si no fuera por el dolor de cabeza —dijo
Elizabeth aceptando la taza que le ofrecía.
Cuando hubo terminado su infusión de corteza de sauce y un poco de caldo,
Atardecer la ayudó a hacer sus necesidades y la acomodó de nuevo en las almohadas,
envuelta en la manta de pieles.
—¿Cuánto durará este descanso?
Atardecer levantó un hombro e inclinó la cabeza.
—Una semana más, tal vez hasta la próxima luna.
—Ah, Dios —Elizabeth cerró los ojos—. Los niños deben de estar muy
contrariados porque se posponen las clases.
—Creo que están muy contentos de que estés viva —dijo Atardecer mientras se
sentaba con su cesto de costura.
Durante un largo rato, Elizabeth se sintió muy feliz de estar tendida en su cama
oyendo los sonidos pacíficos y familiares del fuego en la chimenea y el paso suave de
los mocasines en la otra habitación. Nathaniel estaría cazando con Huye de los Osos.
Podía oír a Hannah y Liam charlando; oyó que se alzaba una voz enfadada y que le
respondía una risa.
—¿Creíais que me iba a morir? —La pregunta había surgido antes de que se diera
cuenta de su sentido, pero Atardecer no parecía sorprendida.
Levantó la mirada del vestido que estaba cosiendo.
—Al principio me preocupé —dijo finalmente. Dejó a un lado su costura y puso
las manos en las rodillas. Tenía los ojos muy oscuros cuando fijó su mirada en
Elizabeth—. Nunca me has preguntado nada sobre mi hija.
Elizabeth sintió que se sonrojaba por lo inesperado de la frase.
—No quería meterme en sus recuerdos.
Atardecer miró por la ventana. Cuando se volvió, su expresión era visiblemente
inquieta.
—A veces me parece que no está muy lejos. Que si la llamo, vendrá. Estos días la
he tenido muy presente en mis pensamientos. Murió con las primeras nieves, ¿nunca

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te lo ha dicho Nathaniel?
—No —dijo Elizabeth muy despacio—. Nunca me ha contado cómo ocurrió,
excepto que murió durante el parto y el niño con ella. Y que su madre y Curiosity
estaban aquí.
—Y Comegatos. No te gusta pronunciar su nombre. —Elizabeth se encogió de
hombros, no podía negar que era la pura verdad. Atardecer continuó—: Cuando salí
del bosque y lo vi junto a Muchas Palomas inclinado mirándote, y vi la sangre que
tenía en las manos… pensé por un momento que era ella la que estaba tendida en el
suelo. Yo no estaba con mi hija cuando se fue por el sendero, pero la he visto irse en
mis sueños.
Antes, Elizabeth no habría podido responder porque todas aquellas creencias de
los kahnyen’kehaka en los sueños, a través de los cuales averiguaban y entendían las
cosas del mundo, la confundían. Pero en aquel momento dudaba menos y en cambio
se disgustaba consigo misma por su estrechez de pensamiento.
Cuando Atardecer vio en el rostro de Elizabeth el deseo de saber, asintió.
—Comegatos estaba junto a Canta los Libros cuando ella murió. No pudo hacer
nada por ella. Pero pudo ayudarte a ti, y lo hizo.
—Está tratando de decirme algo —señaló Elizabeth—. No la entiendo.
—Entonces hablaré claramente. Tal vez sea hora de hacer las paces con él.
Elizabeth alisaba la piel con la palma de la mano una y otra vez.
—¿Por qué me lo dice a mí y no a Nathaniel?
Atardecer levantó una ceja.
—Porque tú puedes escucharme y Nathaniel puede escucharte a ti.
—Su opinión es muy importante para él.
—En este asunto no —replicó Atardecer—. Yo no le defendí cuando mi hija
prefirió a Comegatos, y él no lo ha olvidado.
Elizabeth tenía una pregunta en los labios y pensaba que debía formularla; de otro
modo, siempre lamentaría la oportunidad que tenía en aquel momento.
—¿Animó a Sarah para que fuera con Richard? Es difícil de entender teniendo en
cuenta el papel que desempeñó él en el ataque a su pueblo y en la muerte de su
esposo y de sus hijos.
Atardecer parpadeó, atónita.
—Comegatos jamás ha levantado la mano contra ningún kahnyen’kehaka.
—Nathaniel cree que él fue el causante del ataque.
—Ya sé lo que cree Nathaniel —dijo Atardecer—. Pero yo estaba allí y él no fue.
Comegatos salvó a Herida Redonda del Cielo. Salvó mi vida y la de Nutria.
—Nutria no piensa lo mismo.
—En general, eso pasa con la mayor parte de los hombres. Los muchachos suelen
ver las cosas de modo muy simple, cuando en realidad no lo son.

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—Richard los llevó atados como animales marchando por el camino. Y trató de
disparar a Nathaniel.
Atardecer hizo una pausa para organizar sus pensamientos.
—No niego que ese odio por Nathaniel fuera real ni que obró movido por él.
Debes interrogar a Richard acerca de esas cuestiones si quieres saber toda la
verdad… y pienso que deberías hacerlo. Sólo puedo hablarte de mi hija, que amaba a
esos dos hombres. Yo la animé a que siguiera los dictados de su corazón.
—¿Los dictados de su corazón? —preguntó Elizabeth casi con resentimiento—.
No entiendo lo que quiere decir.
—Yo creo que sí lo entiendes. ¿Ésta es la clase de vida que tu familia deseaba
para ti o es la vida que elegiste?
Se produjo un breve silencio.
—¿Y Sarah siguió sus consejos?
—Entre nuestra gente no habría sido necesario que tuviera que elegir a uno de los
dos. Pero ninguno es un auténtico kahnyen’kehaka y no habrían soportado la idea de
compartirla con otro, ni de creer que en su corazón podían caber los dos. Por eso se
vio obligada a elegir. Al final se quedó con Nathaniel y le dio una hija.
«Ella le dio una hija», pensó Elizabeth, como si no hubiera entendido.
La mujer levantó la barbilla y en sus ojos negros apareció una expresión de
severidad.
—Hen'en [7].
—Sabe que Richard dice que Hannah es su hija. ¿Por qué nunca le ha dicho la
verdad a Nathaniel?
—Mis palabras no pueden abrirle los ojos. Él tiene que encontrar la verdad por sí
mismo.
Elizabeth se apoyó en la almohada con la boca abierta.
—Eso es muy cruel.
Atardecer agitó las manos.
—¿De veras? Tal vez sí, tal vez no.
—Pero quiere que convenza a Nathaniel de que haga las paces con Richard.
—Creo que ahora es posible y que sería bueno. Si es que vamos a quedarnos aquí.
—Tal vez no nos quedemos —dijo Elizabeth lentamente—. Sabe que Nathaniel
me dejó a mí la decisión de quedarnos o de encontrar otro lugar para vivir. ¿También
va a decirme que siga los dictados de mi corazón?
—Te lo diré. Como algún día tú se lo dirás a Hannah y a la hija que llevas en el
vientre.
Elizabeth alzó la cabeza y Atardecer se rió con ganas.
—Estás pensando que Chingachgook soñó con un nieto. Pero él no se fijó bien.
Además, no palpó lo que yo palpé. Aquí. —Puso la mano extendida en un lado del

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vientre de Elizabeth—. Y aquí. —Hizo lo mismo al otro lado pero más abajo—. Dos
corazones, el latido de dos corazones. Un nieto para Ojo de Halcón y una nieta para
Cora.
—¿Gemelos? —preguntó Elizabeth mirando atónita su propio vientre como si
pudiera responderle. Luego cambió la expresión de sorpresa y se sintió inquieta—.
Nathaniel se preocupará.
—Entonces no se lo digas todavía —dijo Atardecer.
Elizabeth se recostó con las manos apoyadas suavemente donde Atardecer la
había tocado.
—No sé si tengo que sentirme muy contenta o muy preocupada.
—Con lo primero basta por ahora —dijo Atardecer—. Ya tendrás suficientes
preocupaciones luego. Pero ahora escucha, porque quiero darte mis mejores consejos.
Piensa qué clase de hogar quieres para tu esposo y tus hijos y si resulta que quieres
irte de aquí, entonces debes irte.
—¿Y separarla de su nieta?
Atardecer volvió a coger su costura.
—Podré soportarlo, como hizo mi madre cuando me fui con mi familia y dejé su
hogar.
—Entonces confía en mí. —Elizabeth sonrió por fin.
—Hen'en —dijo Atardecer—. Te lo has ganado.

* * *

En medio de aquel universo que eran sus hijos, Elizabeth deseaba y necesitaba
quedarse dormida, pero se dio cuenta de que no podía calmar sus pensamientos. Se
quedó mirando por la ventana, el saliente de la montaña cubierto de pinos y abetos,
las sombras grises salpicadas en aquel momento de blanco. Por encima, una franja de
cielo del color del bronce viejo. Se acercaba otra tormenta.
Lo que Atardecer le había dicho de Richard y de la incursión en Barktown era
algo que no podía reconciliar con las historias que Nathaniel y Nutria le habían
contado. Cuanto más lo pensaba, más confundida estaba, todos habían contado la
historia completamente convencidos. «Al final —pensó—, tal vez todos tengan
razón». Las historias de lo que les habían pasado a cada uno de ellos en esos
sangrientos días de la revolución eran como una red que tejían entre todos; la verdad
quedaba hilada en la delicada trama de la memoria y no podía destejerse. No estaba
muy claro cuál había sido el papel de Richard; Elizabeth pensaba que tal vez no lo
supiera nunca a menos que él mismo se lo dijera. Y pasaría tiempo antes de que ella
estuviera en condiciones de mantener semejante conversación con Richard Todd.
Quizás al cabo de un año ya no estarían allí. Elizabeth se recostó y trató de

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imaginar otra vida, un nuevo comienzo. Hacía un año estaba sola; en aquel momento
tenía un esposo; dentro de un año tendría a Hannah y dos niños más que cuidar.
Sarah había dado a luz mellizos. Nathaniel había enterrado al hermano de Hannah
con sus propias manos. Ella lo había intentado de nuevo y él había enterrado al
segundo hijo en los brazos de Sarah.
«Esta vez no».
Elizabeth lo dijo en voz alta en la habitación vacía, era una promesa.

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Capítulo 61

A finales de octubre, Lago de las Nubes estaba cubierto de nieve; Elizabeth se sentía
lo bastante bien para aburrirse, pero no para leer o escribir durante mucho rato, por lo
que comenzó a revisar los rincones de su cabaña. Mientras tanto, Richard Todd había
comenzado a cortejar a Kitty Middleton regularmente.
Nathaniel cedió amablemente aquella tarde y la llevó a la tienda de Anna. En el
atestado espacio familiar lleno de intensos olores a lana mojada, tabaco y cerveza
fermentada, Elizabeth oyó los detalles del cortejo de boca de Anna Hauptmann y
Martha Southern mientras medían grandes piezas de lino recién hilado.
—Todos los días de esta semana los ha pasado en el salón, casi vuelve loca a
Curiosity —le dijo Anna.
—Ella aceptará la propuesta del médico cualquier día de estos —predijo Martha.
—¿Kitty les ha dicho algo acerca de Richard?
—Kitty no ha venido por aquí desde la primera nevada —dijo Anna—. El niño
tiene mucho apetito, y ella no puede salir.
La cabeza perfectamente redonda y sin pelo del hijo menor de Martha levantó la
mirada de la silla donde lo habían sentado como si lo hubieran llamado. Sonrió a
Elizabeth mostrando dos pequeños dientes.
—Es que Daisy ha pasado por aquí varias veces. Cuando va a la herrería, ¿sabe?
—Estas palabras fueron acompañadas por la sonrisa y el guiño de ojos que Anna
reservaba para los asuntos amorosos—. Kitty no sale, excepto para dar algún paseo
en trineo. —La boca de Anna se movía deseando decir más.
—Al juez no le importan mucho esos paseos en trineo —dijo Martha—. Si uno se
guía por la expresión triste de su cara.
—No son muy amables —dijo Charlie Leblanc junto al hogar—. Richard no está
haciendo nada malo. Si a ella no le gustaran los paseos en trineo, no los aceptaría.
Anna dejó caer un retal de tela dando un ligero tirón.
—La gente no cambia tan rápido como tú, Charlie.
Jed McGarrity tosió ruidosamente tapándose la boca con el dorso de la mano.
—Ah, Anna. El muchacho tiene razón. Tal vez a Kitty le guste que Richard la
vaya a visitar. Tal vez se sienta sola.
—Es hora de que la vayamos a visitar —dijo Elizabeth.

* * *

Alemán Ton, cubierto con una piel de oso y rodeado de sus inconfundibles olores,
los esperaba delante de la tienda. La sonrisa tímida y sin dientes que le ofreció debajo

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del borde de su viejo tricornio no podía mejorar su olor, pero Elizabeth tragó saliva y
trató de devolverle la sonrisa.
—Fue una mala caída —dijo como si continuara una conversación interrumpida
minutos antes—. ¿Se encuentra mejor?
—Mucho mejor, gracias.
Con sus dedos negros y en actitud pensativa, comenzó a rascarse la enredada
barba. Después se tocó el parche que tenía en el ojo.
—Está mejor muerto. El viejo Lingo era un miserable.
—Sí —dijo Elizabeth.
—He venido a traerle sus cosas —dijo Ton golpeando con una bota el suelo
helado—. ¿Ya se las han dado?
—Sí, mi anillo de bodas y la hebilla del pelo. Muchas gracias.
—He venido también para hablarle de un hombre —dijo—. Pero olvidé su
nombre. Estaba buscándolos.
De repente, Nathaniel pareció despertar.
—¿Era mi padre? ¿No le dio un mensaje para mí?
—No. —Alemán Ton negó con la cabeza—. Era un hombre que hablaba de forma
muy graciosa, venía del otro lado del mar, preguntaba por Ojo de Halcón. Lo
encontré cuando pasaba por la Casa del Pez. Contrató un explorador y se fue a ver a
Robbie, por si su padre estaba con él.
Elizabeth le habría puesto la mano en la manga a Ton si hubiera soportado el olor.
Como no pudo, se limitó a sonreír.
—¿Dijo para qué quería ver a Ojo de Halcón?
El viejo trampero se encogió de hombros. Una expresión ausente se pintó en su
rostro y de pronto se transformó en una abierta sonrisa.
—El conde de Carrick —anunció.
—¿Quién? —preguntó Elizabeth incrédula.
—Ése era su nombre. El conde de Carrick. Y está buscando a Dan'l Bonner o a
alguien llamado Jamie Scott.
Con una inclinación de cabeza, satisfecho por haber completado su encargo, el
robusto hombre se ajustó el sombrero en la cabeza y murmuró un adiós. Dio media
vuelta y se marchó sin decir más.
—No debe de haber entendido bien —dijo Elizabeth, en parte para sí misma—.
¿Qué estaría haciendo un conde escocés en el bosque buscando a tu padre? ¿Y cómo
habrá dado con el nombre que usas en el banco de Albany?
Nathaniel se pasó un dedo por el puente de su nariz.
—Cualquiera sabe —dijo mostrándose visiblemente inquieto—. Tal vez ese
hombre también ande detrás del oro.
Elizabeth miró a Alemán Ton, y como si el hombre hubiera sentido el peso de su

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mirada, se volvió en la entrada del bosque y saludó.
—Me pregunto si lo volveremos a ver.
—Ah, espero que sí —dijo Nathaniel. Luego le tocó ligeramente el brazo—.
¿Todavía quieres ir a visitar a Kitty?
—Sí —respondió temblando un poco—. Tal vez mi padre sepa algo de ese conde.
El camino que subía a través del bosque hasta la casa del juez estaba abierto, pero
la nieve estaba todavía húmeda y pesada. Después de algunos minutos, Nathaniel se
detuvo para indagar en la cara enrojecida de ella.
—Deberíamos haber venido a caballo. Alquilaré uno para llevarte a casa.
—No te pongas nervioso, Nathaniel. El ejercicio me irá bien. —Sólo respondió
emitiendo un sonido gutural, mezcla de conformidad y objeción—. Richard podría
estar allí. No podemos postergar el encuentro indefinidamente. Tengo que darle las
gracias por su ayuda.
Bajo su mano, sintió que el brazo de Nathaniel se ponía tenso.
—Ya sé lo que le debemos —dijo—. Pero lo que no sé es qué papel desempeña
Kitty en sus planes.
—Atardecer dice que él ha cambiado —dijo Elizabeth observando la reacción de
Nathaniel por el rabillo de ojo—. Pasó un tiempo con su hermano. Tal vez haya
podido mitigar sus obsesiones.
Él se rió sin el menor humor.
—Precisamente aquí viene —dijo—. Puedes preguntárselo.
Richard había aparecido por la curva en la que hacía no mucho tiempo su trineo
había volcado cuando iba con Elizabeth. En aquel momento dirigía su caballo hacia
ellos y se acercaba al paso.
Elizabeth se dio cuenta de que Nathaniel se ponía rígido, que toda su fuerza se
expandía. Sabía que si lo miraba vería en su expresión una total falta de sentimientos,
un rostro impasible, excepto el brillo de sus ojos atentos. En la cara de Richard se
notaba la misma reserva, los dos hombres se enfrentaban por encima de la cabeza de
Elizabeth, atentos y silenciosos como dos lobos.
Richard desmontó de la silla. Se quitó el sombrero, se pasó la mano pecosa por el
pelo y dijo:
—Si van a casa del juez, deben saber que se ha ido a visitar al señor Witherspoon.
Y si buscan a Kitty, me han dicho que está descansando. —Miró a Elizabeth—. ¿Está
usted mejor? ¿Cicatrizó bien la herida?
—Gracias —dijo Elizabeth sin mucho aplomo, sin saber si su tono de voz era
neutral.
—Estuve en su casa dos veces —dijo Nathaniel con voz reticente—. No lo
encontré. Fui a darle las gracias por su ayuda.
—Estoy en deuda con usted —añadió Elizabeth.

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Richard levantó una ceja. La nieve le caía en el pelo y un hilo de agua recorrió su
frente, pero él no hizo movimiento alguno para secarlo.
—Una vez, usted me hizo una promesa.
Hasta aquel momento Elizabeth no se había dado cuenta de lo mucho que deseaba
que Atardecer no se hubiera equivocado respecto a Richard. Muerta de miedo, dijo:
—Hice lo que le prometí. Fui al juzgado y respondí a la demanda que usted había
hecho. El tribunal no se pronunció a su favor.
—Eso ya lo sé —dijo Richard y torció la boca.
—Pero usted todavía sigue empecinado en coger lo que no le pertenece —dijo
Elizabeth.
Richard levantó lentamente la cabeza. La rabia frenética que lo había
caracterizado en el bosque y en Buenos Pastos parecía haberse desvanecido.
—La montaña es suya.
Nathaniel se quedó perplejo.
—¿Después de todos estos años ha llegado a esa conclusión? ¿Por qué debería
creerle?
Richard se limitó a parpadear, un movimiento de ojos típico de los
kahnyen’kehaka, el mismo que ella había visto en Huye de los Osos.
—Usted dijo que me enterraría en la montaña cuando llegara el momento.
Los ojos de Nathaniel estaban inyectados de sangre.
—Ya recuerdo.
—Eso es lo que estoy pidiendo. No volveré al juzgado en busca de la montaña si
usted me concede ese deseo.
Los músculos del cuello de Nathaniel se movían visiblemente.
—Hannah es mi hija —dijo—. Quiero que usted lo reconozca.
Richard levantó la barbilla, echó la cabeza hacia atrás. Todo su cuerpo se puso
muy rígido y Elizabeth se sintió poseída por un miedo tan grande que de pronto le
resultaba difícil seguir de pie. Nathaniel le puso una mano en el hombro para
sujetarla, pero ni por un segundo apartó la mirada del hombre que tenía delante.
—Hannah es la hija de Sarah —dijo Richard y añadió—: Hannah es hija de usted.
Elizabeth se apoyó en Nathaniel y sintió el temblor que recorría el cuerpo de su
marido. En la cara tenía una expresión mezcla de incredulidad y de alivio que bien
podría haber sido la suya.
—En ese caso, si usted pide derechos de entierro en Lobo Escondido, se los
concedo. Y con mucho gusto.
Abría y cerraba el puño derecho, Elizabeth quería cogerle la mano y hacer que se
la tendiera a Richard para sellar el acuerdo.
—Es todo lo que les pido —dijo Richard—. Pero también quiero pedirle un favor
a Elizabeth en pago por el bien que le hice.

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—Primero sellen el trato que hicieron y luego usted y yo podremos hablar. —
Cuando Elizabeth dijo esto, Nathaniel extendió una mano que Richard estrechó sin
dudar. Elizabeth no podía quitar la mirada de las fuertes manos unidas. Aún no sabía
con certeza si se podría confiar en él. Estaba consumida por la curiosidad acerca de lo
que había sucedido en Montreal entre aquel hombre y su hermano, pero pensó que
jamás lo sabría. Con un audible suspiro, Elizabeth preguntó—: ¿El asunto que quiere
tratar conmigo se refiere a Kitty?
Richard desvió la mirada de Nathaniel.
—Sí, quiero que la ayude a tomar una decisión.
—Kitty es madre y viuda ahora —dijo Elizabeth—. Su visión del mundo ha
cambiado sin necesidad de que yo interviniera.
—Ya me he dado cuenta —dijo Richard—. Pero usted se las arregló para meterle
en la cabeza la idea de irse a Inglaterra. Usted y su tía Merriweather.
Elizabeth cruzó los brazos. Quería contener la excitación y el alivio de los últimos
minutos, pero Richard era capaz de seguir molestando y de hacerla enfadar. Ella tuvo
la tentación de devolverle lo que él había prometido sin discusión, pero entonces
temió que proceder de forma poco honrada era el mejor modo de seguir con las
disputas.
—Perdone mi confusión, pero no acabo de entender a quién está cortejando usted:
¿a la Kitty que dejó sola y sin enviarle ningún mensaje durante todo el verano o a la
viuda de mi hermano y madre del heredero de mi padre? Tal vez usted acepte ceder la
montaña para obtener un beneficio mayor.
Richard echó la cabeza hacia atrás y se sonrojó.
—Kitty ha cambiado —dijo—. Pero usted no; si fuera hombre la retaría por lo
que ha dicho.
Elizabeth apretó el brazo de Nathaniel para contenerlo.
—¿Usted quiere decir que yo no puedo permanecer al margen del asunto? Le
prometeré lo siguiente: no ejerceré ninguna influencia indebida sobre Kitty, ni
tampoco le mentiré, si usted promete lo mismo. Si al final ella decide irse a
Inglaterra, usted no se lo impedirá. Si decide quedarse, yo no intentaré hacerla
cambiar de idea. Si sus intenciones son honorables, creo que no se sentirá contrariado
con este acuerdo.
Richard dudó, sus pensamientos hacían saltar destellos en sus ojos. Miró un
momento a Nathaniel y luego desvió la mirada.
—De acuerdo —dijo secamente.
—Confiamos en que lo cumpla —dijo Nathaniel.
Richard se montó en la silla.
—No es la parte que me toca lo que me preocupa —dijo—. Es la de su esposa.
Hizo dar la vuelta al caballo y se fue.

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—Piensa casarse con Kitty antes de que termine el año —dijo Nathaniel.
Elizabeth no estaba tan segura de eso, pero pensó que no era inteligente por su
parte decirlo en aquel momento. Nathaniel estaba demasiado furioso.
—Puede que tengas razón —dijo—. Pero me parece que Kitty le dará más de una
sorpresa.
Nathaniel sólo emitió un gruñido.
—Esperemos que haga algo que lo lleve lejos de Paradise.
Elizabeth se recogió las faldas y lo cogió del brazo otra vez.
—Ese deseo tuyo tal vez se cumpla.

* * *

Encontraron a Kitty, no descansando, sino en la cocina con Curiosity y sus hijas.


El niño estaba en la cuna cerca del hogar balbuceando tranquilamente, sin molestarle
en lo más mínimo el ruido de la charla y las risas que llenaban la habitación. Kitty
estaba ante la mesa larga, con los brazos metidos hasta el codo en la masa del pan.
Curiosity dejó a un lado la cuchara con un sonoro golpe y fue hacia ellos como un
torbellino.
—No tienen más sentido común que una vaca enclenque, venir hasta aquí con
esta nieve. Siéntense junto al fuego, les daré un poco de té. Le duele la cabeza
todavía, ¿verdad? ¿Nathaniel, qué tienes en la cabeza?
—Si no la ato como a un ternero, no creo que pueda detenerla, Curiosity.
—Ella no tiene cabeza —añadió Kitty limpiándose las manos con un pedazo de
tela.
—Supongo que ya es suficiente conversación acerca de mis defectos —dijo
Elizabeth sentándose.
Había mucha actividad y mucha charla, mientras los visitantes eran despojados de
sus ropas mojadas. Curiosity apareció con toallas, té y platos con bizcocho y con las
noticias del día: Ethan había dormido sin despertarse dos noches consecutivas, lo que
explicaba que Kitty tuviera los ojos despejados y estuviera de buen humor, al menos
en parte. Manny se había cortado la mano en el molino y no podría trabajar al menos
durante una semana. Joshua Hench y Daisy se casarían el día de año nuevo y el juez
les había ofrecido el salón para la ceremonia. Había una carta de la tía Merriweather
que había que leer en voz alta, como si estuviera dirigida tanto a Elizabeth como a
Kitty. En ella se incluía la historia de su encuentro con Abigail Adams, una mujer que
a la tía le había parecido al mismo tiempo muy trabajadora y engreída.
El niño empezó a quejarse y Daisy corrió a levantarlo para llevarlo a los brazos de
su madre. Kitty se sentó en una mecedora en el lugar más alejado de la chimenea para
dar el pecho al niño, mientras mantenía una animada conversación con Polly acerca

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de la reciente cabellera negra que le iba creciendo al niño.
—¿Has visto, Elizabeth? —gritó—. Sus ojos son de color azul brillante, Curiosity
dice que se le quedarán de ese color.
Camino de la puerta con un montón de ropa para lavar, Curiosity hizo una pausa:
—Tiene los ojos como su madre, Elizabeth. Claros como el cielo.
El niño soltó un eructo demasiado estentóreo para su tamaño y Kitty se rió
estruendosamente.
—Espero que herede también los buenos modales de su abuela.
—Creo que mi madre estaría de acuerdo contigo, Kitty —dijo Elizabeth.
—Sí, señora, así es. —Curiosity les guiñó un ojo a ambas y se marchó al
vestíbulo.
Kitty se ruborizó del placer que le produjo aquel elogio, inclinó su cabellera rubia
sobre los rizos oscuros del niño y levantó la miradas cuando Polly y Daisy se
sentaron cerca de la mecedora. Nathaniel se acercó para decirle algo al oído a
Elizabeth.
—Richard tendrá que pelear una batalla difícil —dijo con voz amable—. Y me
parece que no tiene las armas adecuadas.
—¿Por qué dices eso? —preguntó ella, realmente sorprendida.
Él le hizo una seña con la barbilla para mostrarle a las tres jóvenes mujeres
sumidas en una conversación que seguía el ritmo de los movimientos de las ruedas de
la rueca.
—Ella nunca ha tenido un hogar como éste, ni mujeres a su alrededor. ¿Piensas
que dejará a Curiosity y su cocina a cambio de los sombreros con plumas que pueda
darle Richard? Ni siquiera tu tía podrá despegarla de aquí.
—Es cierto que nunca la he visto tan tranquila. ¿No es extraño, Nathaniel? Hace
un año yo no podía imaginar que abandonaría Paradise, mientras que Kitty sólo
esperaba irse enseguida…
Se quedó pensando.
Nathaniel le pasó el dedo pulgar por la mandíbula.
—¿Nos vamos entonces?
En sus ojos estaba toda la compleja mezcla de luz y oscuridad, los verdes,
dorados y castaños de los grandes bosques del norte. Con su fuerte mirada la obligaba
a no apartar la mirada de él, tan firmemente como la había tenido entre sus brazos y
la seguiría teniendo, en las penas y en las alegrías.
—No lo sé —murmuró apoyando la cara contra la de él—. En realidad, no lo sé.
Se quedaran o no en Paradise, en realidad no importaba demasiado. No importaba
si cada vez que levantaba la mirada podía verlo allí.
«Mío —pensó—, mío».

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Capítulo 62
Navidad de 1793

Se había perdido.
A no más de ocho kilómetros al norte de Lobo Escondido, en las tierras por las
que había andado, puesto trampas y cazado toda su vida, Nathaniel no podía negar
que había perdido el rumbo, ¡y en vísperas de Navidad! A sus pies había una mancha
de sangre en la nieve y el cuerpo del ciervo que lo había llevado hasta aquel lugar.
Había ganado la batalla con su ingenio y persistencia, pero también había sido
derrotado: para llevar al animal tendría que trocearlo primero y no había tiempo.
Entre los árboles, por encima y por debajo de él, notó que había movimiento.
Atraídos por el olor de la sangre, los lobos que solían seguirle a distancia cuando
salía a cazar sin perros, como aquel día, se estaban aproximando con tanta velocidad
que pronto tendrían que afrontar el riesgo del rifle. Nathaniel nunca había temido a
los lobos ni le importaba cederles la comida que tendría que dejar en el camino: había
muchos animales aquella temporada. Sólo estaba enfadado consigo mismo porque se
le escapaba lo mejor de la cacería y tendría que volver sin otra cosa que el pavo de
Navidad.
Poco habituado a aquella situación, recargó el rifle y abrió el ciervo. Con
movimientos rápidos del cuchillo cogió la pata para asarla para la cena del día
siguiente, las aletas de la nariz se le calentaban con la prisa del corte. La bruma de su
aliento se mezclaba con el vapor que salía de la cavidad abierta.
La cubierta de nubes que se había tragado el sol se movía en dirección a la ladera
e iba devorando los pinos manchados de nieve y los cedros blancos, de tal modo que
hasta el revuelo y los chillidos constantes de los pájaros parecían húmedos. Nathaniel
se colgó la carga y el rifle en su lugar y comenzó a escalar de cualquier modo, la
escarcha crujía bajo sus pies. Caminar rápido era la única manera de mantener el
cuerpo caliente sin encender un fuego, y caminar colina arriba hasta el peñasco era la
única esperanza que tenía de llegar. Si las nubes se abrían. Si la tormenta no estallaba.
Elizabeth había estado en la escuela aquella tarde, pero en aquel momento ya
estaría en casa. Esperándole. Más arriba, Nathaniel oyó el ulular de un buho. La hora
del crepúsculo en vísperas de Navidad. Era hora de volver a casa.

* * *

Dadas las pérdidas que tanto la familia Middleton como la familia Bonner habían
sufrido en los meses anteriores, no habría grandes festejos aquella Navidad. El juez le
había anunciado a Elizabeth que Kitty y él habían aceptado una invitación para pasar

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las fiestas con el señor Bennett y su esposa en Johnstown. Curiosity y Galileo los
acompañarían porque Kitty así lo deseaba. El señor Witherspoon iría también y no lo
lamentaba, le aseguró a Elizabeth. Al parecer, la Navidad era la peor época para
predicar en Paradise.
Intrigada, Elizabeth preguntó a sus alumnos respecto de aquella información vaga
de que había excesos en Paradise por Navidad. Enseguida estuvieron dispuestos a
contarle que la familia Kae tenía la costumbre de disfrazarse y que a Axel le gustaba
encender hogueras; todo esto se lo había perdido el año anterior porque el juez había
dado una fiesta en su casa. Ella se preguntaba si debería reunirse con los demás, dada
la reciente pérdida de su hermano, y se dio cuenta de que Martha, viuda hacía poco,
estaba planeando tomar parte. Navidad era una época de juegos y distracciones, le
había comentado a Elizabeth. Les servía para soportar el largo invierno que estaba
por llegar. Elizabeth pensó que podrían disfrutar de una fiesta; Atardecer, Muchas
Palomas y Huye de los Osos se habían ido a principios de mes a Buenos Pastos,
donde llegaría al mundo el primer hijo de Muchas Palomas en aquel año nuevo.
Elizabeth echaba de menos su compañía.
Ya había oscurecido y Nathaniel no había vuelto a casa; Hannah se mostraba al
mismo tiempo resignada y contrariada. Liam, más estoico, permanecía sentado junto
al fuego limpiando las trampas. A las ocho, Elizabeth tuvo que ceder y los envió al
pueblo.
—Yo esperaré a Nathaniel —dijo—. El camino es demasiado duro para mí con
esta nieve.
Con una mirada significativa a su vientre, Hannah no dijo nada y le sonrió.
Elizabeth siguió el balanceo de la linterna hasta que desapareció en el bosque y
cerró la puerta para que no pasara el frío. Sólo le quedaban los perros que dormían
junto al fuego, sin importarles que fuera víspera de Navidad. Recorrió las tres
habitaciones, pero como se habían pasado la tarde anterior limpiando y preparando
todo para la celebración no le quedaba nada por hacer excepto coger su libro y
sentarse junto al fuego.
A las nueve, cuando el dolor de la espalda ya era notorio y cuando un débil
puntapié en el hígado le hizo castañetear los dientes, Elizabeth dejó el libro en el
suelo, notando mientras lo hacía que ya no podía verse los pies. En el pueblo, más de
una mujer había mirado atentamente su vientre y le había dado a entender que el niño
no esperaría seis semanas más. Pero sólo Curiosity y Atardecer la habían examinado,
y como Elizabeth no había dicho a nadie que iba a tener gemelos, las otras dos
mujeres mantuvieron el secreto.
Se detuvo ante la chimenea para mirar los retratos de la madre de Nathaniel y de
los suyos. Recientemente Elizabeth había estado pensando más y más en su madre,
entendiendo por primera vez lo difícil que le habría resultado abandonar su hogar

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para ir a criar a sus hijos en otro país. Sólo tenía veinticinco años cuando dejó
Paradise. Cinco años más joven de lo que Elizabeth era en aquel momento, y había
elegido dejar a su esposo y viajar embarazada y sola a Inglaterra. En primavera,
pensó Elizabeth, hablaría con la tía Merriweather y le haría unas preguntas difíciles
que quería que le respondiera.
Cogió el retrato de su madre, repasando con los dedos las cejas y el pico de viuda
que ella había heredado. Tenía mucha suerte al estar rodeada de mujeres tan buenas,
pero en aquel momento se preguntaba cómo sería en realidad aquella mujer, puesto
que su madre le resultaba al mismo tiempo familiar y extraña. Se preguntaba si habría
aprobado la vida que Elizabeth había elegido; cómo habría recibido a sus nietos, si
los habría acunado. Y si tendrían los ojos azules que Julián había heredado y le había
pasado a su hijo, o tal vez los ojos color avellana de Nathaniel.
Él tendría que haber vuelto varias horas antes; ya no podía disimular que estaba
preocupada. Elizabeth levantó el retrato de la madre de Nathaniel para estudiar la
frente alta y la expresión tranquila de sus ojos oscuros.
—¿Por qué tarda tu hijo en la víspera de Navidad? —le preguntó en voz alta;
saltó sorprendida al oír un golpe en la puerta.

* * *

Llegaron con una fuerte corriente de aire frío y mucho ruido que hizo que los
perros se pusieran a ladrar: el violín de Jed McGarrity luchaba con la gran variedad
de cornetas de hojalata y silbatos pequeños de los alumnos de Elizabeth. Estaban
gritando a modo de saludo y se reían mucho: Axel y Anna, Martha y los McGarrity,
las jóvenes Kae con sus novios, y la mayoría de los niños del pueblo, casi todos con
máscaras.
Elizabeth hizo un esfuerzo para sonreír, tragándose su inquietud. Hannah y Liam
le habían traído el bullicio de la ladera de la montaña, y debía mostrarse alegre para
no desairarlos. Hannah daba vueltas por la habitación, sus trenzas flotaban en el aire
mientras comenzaba a bailar con la música del violín.
—¿Eres tú, Ephraim? —En aquel momento la risa de Elizabeth era genuina. Pese
a que la máscara ocultaba la mayor parte de la cara pálida del niño, que se quedó
atónito al ser descubierto, no había modo de confundirlo porque tenía un tintero vacío
en cada uno de los dedos de la mano izquierda. Los movió y los hizo sonar
ferozmente ante el rostro de ella.
Un estallido de pólvora en la galería la hizo saltar de nuevo y ponerse pálida, pero
Martha le tocó el codo antes de que pudiera volverse en aquella dirección.
—Son los niños Cameron —dijo ella—. Les gusta hacer estallar pólvora en
vísperas de Navidad.

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—¡Se ha perdido las hogueras! —dijo Anna poniendo una fuente, de pasteles en
manos de Elizabeth—. Pero han pensado que de todos modos le gustaría oír el ruido.
—Ah —dijo Elizabeth—, que ingenioso.
De nuevo sonaron gritos fuera. Ella fue hacia la puerta con el corazón en la boca,
esperando la única sorpresa de Navidad que le importaba en aquel momento.
La puerta se abrió y los perros tuvieron la oportunidad de escapar aullando en la
noche.
En el marco de la puerta estaba la figura enorme y conocida de Robbie
MacLachlan, con el pelo blanco, los ojos azules y la piel del color de las rosas. A su
lado, Treenie movía la cola como si ondeara una bandera.
Todos se quedaron en silencio, mirando.
—Robbie MacLachlan —dijo Elizabeth inmóvil.
—Ah, no, señora —explicó sin aliento Marie Dubonnet con los ojos redondos,
maravillada—. Es san Nicolás.

* * *

Cuando hubo saludado a todos y convencido a los niños más pequeños de que no
era el santo alemán, sino un soldado escocés cansado de estar solo, Robbie siguió a
Elizabeth al taller; mientras tanto, la fiesta continuaba.
—¿Qué has hecho con Nathaniel? —preguntó con una expresión de buen humor
—. ¿No me digas que lo has vuelto a perder, y ahora en fiestas? —Entonces miró a
Elizabeth y cambió de cara. Se echó para atrás y se quitó el sombrero—. ¿Qué pasa,
muchacha?
Decidida a no echarle a perder la fiesta de Navidad a Hannah, Elizabeth lo llevó a
un lado hasta las sombras. Treenie los siguió entusiasmada, oliendo con curiosidad el
estómago de Elizabeth y golpeándole los talones con el lomo.
—Salió a buscar un pavo, esta mañana muy temprano. Estoy preocupada, Robbie.
—Ah, sí, no hace falta que me lo digas porque lo llevas escrito en la cara, por más
que intentes esconderlo. —Se pasó una mano por las blancas mejillas y luego dejó
escapar un gran suspiro—. No me irá mal dar una vuelta por el bosque. Voy a
buscarlo, ¿vale?
Comenzó a ponerse las pieles de nuevo, pero entonces se detuvo pensativo.
—¿No se tratará de un juego sucio? ¿Qué ha estado haciendo Richard Todd estos
días?
Elizabeth negó con la cabeza.
—Hay muchas cosas que tengo que contarle y no sé por donde empezar. Sea lo
que sea lo que hace Nathaniel, no tiene que ver con Richard… Se fue a Johnstown
esta mañana siguiendo a Kitty.

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—¿En serio? ¿Está enamorado nuestro Comegatos? Bueno, más tarde me
contarás toda la historia, muchacha. Ahora es mejor que me ponga en marcha,
volveré lo antes posible.
—Pero tendrá mucha hambre. —Elizabeth recordó de pronto sus buenos modales.
—No creas. Aunque sí un poco de sed.
—¡Robbie! —gritó Axel en la otra habitación—. ¡Tengo aquí mi mejor
aguardiente para calentar tus huesos!
El hombre corpulento se rió con ganas y miró a Elizabeth excusándose.
—Ah, sí. ¿Y cómo puede negarse un escocés a esa invitación en una noche como
ésta? —Entonces, lanzando una mirada de ánimo a Elizabeth, se inclinó para decirle
al oído—: No te preocupes más, muchacha. No tardaré.
Dio tres largos pasos y salió para coger la copa que le ofrecían.
—Axel Metzler, tú eres el único que puede hacer un néctar como éste —murmuró
inhalando profundamente. Toda la habitación vibraba con su energía y Elizabeth se
sintió algo reconfortada aunque no sabía por qué. Él levantó la copa ante todos y le
guiñó un ojo—. ¡Por todos nosotros! ¡Por todos nosotros! ¡Feliz Navidad! —Se la
bebió toda y se limpió la boca con las manos.
—¡Feliz Navidad! —corearon los demás.
Entonces le silbó a Treenie y fue hacia la puerta.
—¿Adonde va? —preguntó Hannah.
—No tengas miedo, muchacha. Yo soy el vagabundo de quien oíste hablar, no
puedo quedarme quieto. Pero volveré pronto.
—¡Robbie!
Se volvió hacia Elizabeth con una ceja alzada en señal de interrogación.
—¿Supo algo de…?
—¿Ojo de Halcón? Ah, sí, muchacha. Está bien. Por favor, cálmate y pon los pies
a descansar. Volveré en cuanto pueda.

* * *

Pasó otra media hora antes de que los disfrazados y los juerguistas fueran
enviados a continuar la fiesta con el resto de Paradise, Elizabeth estaba a punto de
desmayarse en su mecedora, junto al fuego. Hannah correteaba a su alrededor,
todavía con la cara ruborizada de excitación y alegría.
—Haré un poco de té —se ofreció Liam.
Era una habilidad que había adquirido después de practicar mucho y de la que
estaba muy orgulloso. Elizabeth simplemente asintió.
—Estás preocupada por papá —observó Hannah—. Él volverá.
Lo dijo con tanta seguridad y calma que Elizabeth tuvo que sonreír. Se sintió de

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pronto muy cansada y contenta sólo por estar sentada ante el fuego y por beber el té
que le alcanzó Liam. Cuando los niños se fueron a la cama, Hannah a su desván y
Liam a su catre en el taller, Elizabeth ya no tenía fuerzas para moverse. Aunque no
quería, finalmente se quedó dormida con el calor del fuego en la cara y las manos
protegiendo su vientre.
No oyó la puerta cuando se abrió un rato más tarde, las pisadas familiares no la
despertaron. Nathaniel se quedó mirándola, queriendo tocarle las mejillas ardientes
pero incapaz de poner un dedo sobre ella con las manos tan frías. Dormía con la
cabeza echada hacia atrás. Tenía la boca curvada como si sonriera, y pudo ver el
brillo de sus dientes a la luz tenue del fuego que iba consumiéndose. Los ojos se
movían bajo sus párpados tan delicadamente coloreados como caracoles de mar.
Estaría soñando algo bonito y no quiso molestarla.
Nathaniel avivó el fuego y luego se sentó al calor para ver dormir a su esposa. Su
estómago rugía y las manos y los pies comenzaban a dolerle mucho, pero de
momento podía olvidarse de todo eso para dedicarse a mirarla.
Un golpe en la puerta la despertó. Su expresión fue una mezcla de confusión,
preocupación y alegría en cuanto lo vio. Era el único regalo de Navidad que él quería
o necesitaba, ver cómo ella se alegraba de tenerlo de nuevo en casa. Le frotó la boca
contra la sien y se levantó.
—¡Nathaniel! ¿Por qué has tardado tanto?
—Me perdí —respondió y sonrió, justo en el momento en que llamaban a la
puerta—. Gracias a Dios y a las fogatas de Axel. ¿Quién será a esta hora?
—Robbie.
—¿Has soñado con Robbie? —preguntó Nathaniel sorprendido.
—No he soñado —dijo intentando levantarse—. Robbie ha estado aquí. Ha salido
a buscarte.
Otra vez llamaron a la puerta. Nathaniel fue a abrir algo molesto.
—¿Quiénes? —gritó mientras buscaba el rifle.
De reojo, vio la cabeza de Hannah alzándose por encima de la baranda del
desván. Liam había aparecido bajo la puerta del taller con un mosquete en la mano.
—Dios Todopoderoso, hombre, ¿vas a abrir la puerta antes de que se me caiga el
bulto que traigo?
Nathaniel quitó la barra que aseguraba la puerta y ésta se abrió al instante para
mostrar a Robbie con un hombre inconsciente colgando del hombro. Entró
rápidamente y se dirigió a la habitación.
—Bueno, Robbie —dijo Nathaniel riendo—. Traes un regalo de Navidad,
¿verdad?
—¿Está muerto? —preguntó Hannah camino de la escalera.
—Ah, no, nada de eso. Está lleno de bebida —gruñó Robbie mientras depositaba

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el bulto en el suelo junto al hogar.
El extraño era un cuarentón de pelo oscuro y cara delgada, un poco angulosa.
Nathaniel jamás lo había visto antes.
—… y tal vez, también un poco congelado —añadió Robbie—. Pero no se va a
morir, niña. Hace falta mucho más que un poco de frío para matar a un escocés como
éste.
Nathaniel y Elizabeth levantaron la mirada y miraron a Robbie al mismo tiempo.
—¿Lo conoce? —preguntó Elizabeth.
—Ah, sí, claro. No está muy presentable ahora, pero de todos modos se lo
presentaré. Es Angus Moncrieff, secretario de su señoría el conde de Carrick. Eso es
lo que me dijo. —Se rió al ver las caras atónitas de los demás—. Esperaremos a que
se seque y se caliente, y después nos contará su historia. Me parece que será mañana,
por el estado en que está.
Pero Angus Moncrieff, secretario de su señoría el conde de Carrick estaba
quejándose por lo bajo y comenzó a moverse.
—Hannah, trae agua —dijo Elizabeth enviando a la niña a buscar el cubo de agua
para beber. Liam fue a buscar mantas y un rato después tenían al extraño sentado ante
el fuego, mirándoles algo mareado. Entonces fijó la mirada en Robbie y frunció un
poco la frente. Se frotó la cabeza con la mano temblorosa.
—Veo que me puede derrotar aquí, MacLachlan.
La cabeza de Elizabeth se alzó mostrando su sorpresa. Nathaniel se dio cuenta de
que estaba tratando de sacar conclusiones y de que las preguntas se multiplicaban en
su cabeza, luchando contra la tendencia a ser amable.
—Su señor lo ha hecho venir desde Canadá —les dijo a Nathaniel y Elizabeth;
luego, dirigiéndose a Moncrieff, continuó—: Me he adelantado con la esperanza de
prepararles para las noticias que usted tiene que darles.
Moncrieff se había sentado y movió la cabeza para despejarse.
—Entonces tengo que darle las gracias. El explorador todavía está en la taberna
del pueblo bebiendo ese líquido del diablo…
—Aguardiente —dijo Robbie—. Y entonces usted pensó en venir hasta aquí solo.
No es el primero que no sabe lo que significa el aguardiente de Axel, Moncrieff.
—Me temo que estoy dando una muy mala impresión —dijo el hombre
bruscamente. Miró a su alrededor y fijó la mirada en Nathaniel—. ¿Usted debe de ser
el hijo de Daniel Bonner, Nathaniel?
Cuando se lo confirmó, Moncrieff estiró una mano.
—Espero que me perdone la intromisión, tan tarde y de esta manera. Pero estaba
ansioso por conocerle.
—Tal vez sea mejor que nos sentemos a la mesa —sugirió Nathaniel—. Antes de
saber la razón de su visita. Yo no le conozco, pero es que he estado todo el día sin

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comer.

* * *

Elizabeth no podía dejar de observar a aquel extraño que había venido de Escocia,
ni de preguntarse por qué un hombre pudiente y con educación podría haber pasado
un año entero buscando a Ojo de Halcón. Había comenzado en Nueva York y había
seguido río arriba buscando pistas, pero sin encontrar ninguna hasta llegar a Albany,
tres meses antes. A Elizabeth le invadía la curiosidad mientras los hombres comían,
atiborrándose de grandes cantidades de pan, caldo sobrante, pasteles de Navidad de
Anna y el pastel de manzanas que Elizabeth había preparado como regalo para
Nathaniel. Él le guiñaba el ojo por encima de su cuchara y ella le tocaba la espalda al
pasar junto a él.
Querían que Robbie les diera noticias de Ojo de Halcón, pero Nathaniel ya había
silenciado las preguntas inminentes de Hannah con un leve movimiento de cabeza, no
quería que hablaran ante el extraño. Por lo menos hasta que supieran a qué venía.
Moncrieff, por su parte, podría haber comenzado a hablar, pero se contentaba con
comer. Era de mediana estatura y de figura enjuta, pero tenía manos fuertes y ojos
oscuros, al mismo tiempo vivaces y agudos. «Antaño —pensó Elizabeth— debió de
ser un hombre apuesto». Aún había en sus modales algo que lo distinguía.
Moncrieff se recuperó completamente del traspié que había tenido. Lo suficiente,
por lo menos, para pedir cerveza fuerte y ver, entre sorprendido y contrariado, que no
había. Elizabeth le llenaba el vaso con sidra en cuanto él lo vaciaba, con la esperanza
de que eso le produjera una necesidad que lo llevara puertas afuera, y tuvieran
algunos minutos para hablar a solas.
Mientras tanto, le contaron a Robbie las noticias del pueblo y los hechos
sucedidos en verano y en otoño. Moncrieff escuchaba con tanta atención como
Robbie, pero limitaba sus comentarios a levantar do vez en cuando las cejas.
—De haberlo sabido, me habría quedado. Lo habéis pasado mal.
—Nos habría venido muy bien tu ayuda —admitió Nathaniel con una triste
sonrisa—. Pero nos arreglamos.
—Como siempre. —Miró la forma redonda de Elizabeth y sonrió—. Parece que
también hay buenas noticias, así que debemos dar gracias al cielo.
—Así es —dijo Nathaniel siguiendo su mirada.
—¡Esperen! —gritó Hannah saltando tan repentinamente que hizo caer una copa
vacía al suelo.
Desapareció en las sombras hacia su desván y volvió de nuevo con las manos en
la espalda. Fue corriendo hacia Robbie y se quedó delante de él con una amplia
sonrisa.

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—¿Qué tienes ahí, muchacha? ¿Una sorpresa?
—¡Sí! Una sorpresa —dijo imitando su tono de voz—. Cierre los ojos y no lo
toque, por favor.
Después de hacerse rogar un poco cerró los ojos. Hannah mostró las gafas
compradas en Albany y con una sonrisa cómplice a Elizabeth, las puso
cuidadosamente en la cara de Robbie, se las ajustó detrás de las orejas y dio un paso
atrás dando un grito de triunfo.
Robbie pasó los dedos por el armazón de metal.
—¡Abra los ojos! —pidió Hannah poniendo un libro ante él.
El azul de los ojos de Robbie se hacía más intenso a causa del cristal, o tal vez
porque se le habían humedecido los ojos. Elizabeth parpadeaba con fuerza,
emocionada, viendo la expresión de su cara.
Robbie levantó el libro y lo abrió.
—Santa María —dijo reverentemente—. Funcionan.
Todos los demás rieron, pero Robbie tenía la mirada fija en el libro que estaba en
sus manos, volvía las páginas perplejo, usando su enorme dedo pulgar, como si
pensara que la claridad con que estaba viendo las letras negras sobre el papel blanco
se debiera a una ilusión de su mente.
—No sé cómo agradecer un acto tan generoso como éste —dijo levantando
finalmente la mirada.
Con cuidado, se quitó las gafas y las puso en la palma de su mano
contemplándolas como si se tratara de un tesoro.
—No hay nada que agradecer —dijo Nathaniel—. Entre nosotros no hay nada que
agradecer.
—Ahora puede leernos algo —dijo Liam esperanzado, quitándose el mechón de
pelo rojizo que le caía en la frente y reprimiendo un bostezo.
—Esta noche no —dijo Elizabeth.
Moncrieff había estado observando toda la escena con cierto interés, pero de
pronto se levantó y se aclaró la garganta ligeramente para atraer la atención de los
demás.
—Ya sé que es muy tarde —dijo—. Pero si me concede tan sólo una hora, señor
Bonner, le estaré muy agradecido. Hace un año que lo busco, y me resultaría casi
imposible dormir si primero no digo algunas cosas. Pero por favor, discúlpenme un
momento…
Y con la mirada resignada de quien se ve obligado a salir de una cabaña
confortable para atender sus necesidades físicas, Moncrieff se marchó para aliviarse
de los efectos de la generosidad de Elizabeth con la sidra.
Entonces Hannah cayó sobre Robbie como una plaga, se le colgó del brazo
muerta de curiosidad.

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—¿Dónde está mi abuelo? —preguntó sin preámbulos—. ¿Cuándo va a venir?
Robbie se rió, la alzó y la sacudió como si fuera una hoja mojada.
—La última vez que lo vi gozaba de muy buena salud y me dijo que os lo dijera
cuando viniera a visitaros. No sabe que Kirby murió… —Inclinó la cabeza mirando a
Liam, consciente de la pérdida del niño—. Y si no hay sheriff que lo encierre en la
cárcel, supongo, Elizabeth, que tu padre no intentará hacerle cumplir el resto de la
condena. Volverá en cuanto lo sepa. Ahora está en Montreal o pronto llegará allí.
—¿En Montreal? —preguntó Nathaniel—. ¿Por qué?
—Por Nutria —dijo Robbie simplemente.
Hannah se levantó de un salto, pero Nathaniel le ordenó que se quedara quieta.
—Tu padre tuvo que ir a sacarlo de algunas dificultades —continuó Robbie—.
Tuvo noticias del joven Nutria cuando Zorro Manchado pasó por mi cabaña del
bosque.
—Pero se supone que iba a pelear con Tortuga Pequeña —dijo Hannah.
Liam estaba visiblemente sorprendido al oír todo aquello, pero Hannah sólo
prestaba atención a Robbie.
La expresión de la niña, mitad terror, mitad esperanza, le dolía a Elizabeth en el
alma. Fue hasta ella y le puso una mano en el hombro.
—Bien, al menos sabemos dónde está Nutria y que tu abuelo está cerca. —
Elizabeth lo dijo con mucha calma tratando de conseguir que Hannah, y ella misma,
lo tuvieran en cuenta.
Nathaniel se pasó una mano por la cara tratando de espabilarse.
—¿Qué es todo este lío, Robbie?
—Al parecer tiene que ver con una muchacha —se rió con malicia—. Problemas
de ese tipo son muy comunes a la edad de Nutria.
Pero su sonrisa no era tranquilizadora y Elizabeth deseó desesperadamente
quedarse a solas con Robbie y con Nathaniel para saber toda la historia.
Entonces se oyó el ruido de pasos en la galería y Robbie se acercó a Nathaniel
con cierta prisa.
—Moncrieff me parece un buen hombre —dijo—. Pero la historia que te contará
es muy extraña. No creo que debamos decirle nada de tu padre, ni dónde está, ni
cómo encontrarlo sin tener su permiso.
—¿Qué…? —empezó a decir Nathaniel, pero Moncrieff ya estaba en la
habitación y la conversación volvió a versar sobre temas triviales.

* * *

Hannah y Liam fueron enviados a dormir y los adultos se acomodaron junto al


fuego. Pese a lo tarde que era, Elizabeth estaba despierta, llena de curiosidad y atenta

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a todos los detalles: al corte que Nathaniel se había hecho en el dedo pulgar, a la
forma de la pifia que había arrojado en las piedras del hogar, y las orejas grandes y
salientes de Angus Moncrieff, que todavía mostraban un color morado en los bordes
exteriores a causa del frío. Detrás de ellos la habitación estaba sumida en la
oscuridad, pero el fuego esparcía una luz blanca y ambarina que titilaba lentamente.
—Supimos de usted por un trampero que conocemos —comenzó Nathaniel—.
Pero es un hombre de mente simple y confunde las cosas.
—¿Un hombre corpulento que necesita un buen baño?
—Sí —confirmó Elizabeth—. Él nos dijo que usted era el conde de Carrick.
—No —dijo Moncrieff frunciendo un poco el entrecejo—. El conde de Carrick es
el primo de Daniel Bonner, Alasdair Scott.
Hubo un silencio repentino. Junto a Elizabeth, Nathaniel se puso tan tenso como
si hubiera oído un disparo.
Robbie se aclaró la voz:
—Hable claro, hombre. Dígalo todo de una vez.
Moncrieff extendió las manos para mirarse las palmas. Luego levantó la mirada y
miró fijamente a Nathaniel.
—Tengo poderosas razones para creer que su padre es el único hijo de James
Scott, que era el hermano menor de Roderick Scott, el último conde de Carrick.
«James Scott. Jamie Scott.
Aquel día caluroso de agosto en Albany le parecía un sueño:
«¿Quién es James Scott?»
«Soy yo. Yo me ocupo del banco en lugar de Osos. Es sólo un nombre, Botas».
Elizabeth apretaba la mano de Nathaniel; la tensión que percibió en ella le hizo
comprender que no era una pura coincidencia. Tragó saliva y trató de mantenerse
impasible, aunque no pudo evitar que le subiera el color a la cara y el cuello.
—Creo que se ha equivocado de hombre —dijo Nathaniel—. Pero si tuviera
razón y contara con pruebas, ¿qué? El hermano menor de un conde no tiene derechos
sobre nada, según tengo entendido. Y mucho menos su hijo.
Moncrieff gruñó.
—Es cierto, Jamie Scott partió hacia el nuevo mundo sin títulos ni tierras. En ese
momento, su hermano Roderick ya tenía un hijo y heredero. Ése es Alasdair, el
conde, mi patrón. El verano pasado cumplió ochenta y dos años. Gozaba de buena
salud la última vez que lo vi, pero le pesaba la edad.
Elizabeth cogió la mano de Nathaniel y él se echó para atrás mientras ella
comenzaba a hablar:
—¿Y por qué su señoría lo envía a usted tan lejos para encontrar a un primo que
no sabía que existía? A menos que el actual señor Carrick no tenga heredero.
Moncrieff se acomodó en la silla.

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—Usted ha ido derecha al grano, señora Bonner. El conde no tiene hijos: por eso
me envió a buscar al hijo de Jamie Scott, o al nieto. Al último del linaje, entiende.
—¿Y si Jamie Scott no tuvo hijos? —preguntó Nathaniel.
—Sí que los tuvo —dijo Moncrieff sacando un fajo de papeles de su abrigo y
apoyándolos en su rodilla—. No fue difícil rastrear los movimientos de Jamie Scott.
Hay registros de barcos, y la tierra cambia de manos. Él se casó con una joven que
emigró de Edimburgo en el mismo barco que él. Hay mucha información acerca de
sus primeros negocios en las colonias incluyendo una carta a su hermano que anuncia
el nacimiento de un hijo, en 1718.
La mano, fuerte y delgada, descansaba sobre los papeles.
—Pero no hay detalles acerca de la muerte de Jamie. Sólo una carta escrita por un
sacerdote de Albany a su señor para notificarle la masacre del año 1721 y de que el
niño había sobrevivido. Un niño llamado Daniel.
—Es un nombre muy común —dijo Nathaniel.
Robbie se aclaró la garganta.
—¿Y si el señor sabía que había sobrevivido, por qué no vino a buscarlo?
Moncrieff se inclinó hacia delante.
—De hecho, gastó mucho dinero para encontrar al niño, pero sin éxito.
—Usted no tiene pruebas de nada de esto —dijo Nathaniel con voz cortante.
Los ojos castaños se volvieron a él y examinaron los rasgos de Nathaniel
detenidamente y sin tapujos.
—Hay una prueba —dijo—. Veo lo que veo, los señores de Carrick siempre han
tenido su marca distintiva. Y usted es el vivo retrato de Jamie Scott.
—¿Y cómo lo sabe? —dijo Nathaniel probándolo—. Usted no había nacido
cuando él partió hacia América.
Moncrieff no pareció en absoluto molesto por el enfado de Nathaniel. De un
estuche que tenía bajo el brazo sacó un colgante que abrió con un ligero ruido que se
balanceó lentamente hasta que quedó fijo a la luz del fuego.
Elizabeth respiró hondo, porque la imagen era igual a la que podría haber tenido
Ojo de Halcón de joven, los mismos huesos fuertes, el mismo color, los ojos oscuros
y agudos bajo las cejas rectas. Fue suficiente para que Nathaniel desviara la mirada.
—¿James Scott? —Ella sintió que se le rompía la voz.
—No —dijo Angus Moncrieff cerrando el broche del colgante para guardarlo—.
Roderick, conde de Carrick, hermano gemelo de Jamie. Nacieron con una diferencia
de diez minutos.
—Eso no prueba nada —dijo Nathaniel mientras el músculo de la mejilla le latía
como siempre cuando estaba molesto.
—Déjeme preguntarle, entonces. ¿Nunca oyó a su padre decir el nombre de su
abuelo?

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—El nombre de mi abuelo era Chingachgook —dijo Nathaniel con los ojos
brillantes en una señal de advertencia que Elizabeth esperaba que Moncrieff pudiera
captar—. Lo enterramos en la cuesta que hay detrás de la garganta el verano pasado,
cerca de mi madre.
Hubo un pequeño silencio.
—Desde luego. Pero ¿no tenía usted conocimiento de quién era el padre natural
de su padre?
—Ellos tenían una granja en el Hudson. Los mataron en un ataque, es todo lo que
sé. Un trampero francés llamado Bonner se llevó a mi padre y anduvo por ahí hasta
que Chingachgook le ofreció encargarse del niño y criarlo; el trampero se puso muy
contento.
—¿Le puso el nombre de Daniel cuando lo adoptó Chingachgook? Chingachgook
era el nombre, ¿no? —preguntó Moncrieff.
Nathaniel se levantó de repente y se dirigió a la oscuridad.
—Su nombre es Dan'l Bonner, llamado Ojo de Halcón por el pueblo mohicano
que lo crió. Carabina Larga para los franceses y los hurones. Ésos son los únicos
nombres que ha tenido y que le han sido necesarios. ¿Por qué molestarlo con tierras y
títulos a estas alturas de su vida?
Robbie había estado callado todo aquel tiempo, pero finalmente habló:
—Porque si no encuentran al rico heredero del señor Carrick, el título y las tierras
irán a parar a la corona inglesa.
—¿Y usted se siente tan escocés después de tantos años para que eso le importe?
—Sí, y mucho más, señora. Hay muchos escoceses que están dispuestos a llegar
hasta el mismo infierno y a bailar con el diablo para preservar lo que queda de los
condados que limitan con Inglaterra.
—Tengo que hablar con mi esposa —dijo Nathaniel entre las sombras—. A solas.

* * *

Ella se fue a la cama mientras Nathaniel indicaba a los escoceses el lugar donde
dormirían. Elizabeth se quedó acostada con la cabeza apoyada en los brazos, oyendo
el murmullo de la voz de Nathaniel subiendo y bajando en contraste con la voz de
Robbie. Estaban conversando en el taller. Habían asignado a Moncrieff un catre bajo
el desván.
En medio de una oscuridad casi completa, Elizabeth estaba acostada oyendo
aquella música suave y trazando con el dedo el arco de la luna mientras iba bajando
en el cielo. El remolino de ideas que agitaba su mente amenazaba con producirle
dolor de cabeza, y ya tenía suficiente con el golpe, por lo que trató de no pensar en
Angus Moncrieff ni en cómo se las había arreglado para casarse con un miembro de

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una familia de condes.
La tía Merriweather se desmayaría al oírlo. Elizabeth, que siempre se había
mostrado reticente a casarse con un buen partido, había terminado casándose con el
mejor: algún día Nathaniel sería el conde de Carrick. Era suficiente para que
empezara a reírse a carcajadas de sólo pensarlo, pero entonces recordó la actitud de
Nathaniel y se le acabó la risa.
Se sentó y encendió una vela para cepillarse el pelo, temiendo que si no hacía
algo para espabilarse se quedaría dormida antes de que él llegara y que no dormiría
bien porque quería conocer las otras novedades.
Nathaniel entró, se sentó tras ella en la cama y le quitó el cepillo de las manos. El
colchón crujió cuando él se aproximó más y comenzó a cepillarle el pelo con
movimientos acompasados, de arriba abajo; ella arqueó la espalda, complacida.
—¿Y qué hay de Nutria? —preguntó cuando comprobó que él no pensaba abrir la
boca.
La voz de Nathaniel sonó tierna y cercana.
—Se lió con la mujer equivocada. Mi padre fue a buscarlo y lo trajo a casa.
—¿Qué quiere decir «la mujer equivocada»?
El movimiento del cepillo se detuvo y él se inclinó para besarle la mejilla.
—Una mujer que no le quiere.
—Ah, tal vez Nutria no piense lo mismo. ¿Crees que Ojo de Halcón podrá tener
éxito con un joven tan decidido como él?
Nathaniel continuó con su labor, estirándole más y más el pelo.
—Bueno, yo era igual a su edad y él supo cómo sacarme de Montreal en
circunstancias similares.
—¿En circunstancias similares? —preguntó Elizabeth olvidando de golpe toda la
historia de Moncrieff y del conde de Carrick.
El movimiento del cepillo en el pelo no se interrumpía, pero Nathaniel se aclaró
la voz:
—La mujer no me es desconocida. Colecciona cazadores como si fuera un
pasatiempo, como dirías tú, se dedica a las relaciones internacionales. Yo fui uno de
sus primeros trofeos. Eso fue antes de que conociera a Sarah —añadió enseguida.
Elizabeth sintió la vaga sensación de haber oído aquella historia.
—¿Por casualidad su nombre es Giselle? —preguntó.
Nathaniel pegó un salto, hasta tal punto sorprendido que se le cayó el cepillo y
tuvo que recogerlo.
—¿Qué sabes de Giselle? —preguntó a su vez sin poder ocultar el estupor ni la
incomodidad.
—Ah, algo —dijo Elizabeth contenta de estar de espaldas a él para que no viera
su enfado—. Al parecer, Richard también tuvo un encuentro furtivo con ella en

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verano, me lo contó la tía Merriweather. ¡Pensar que Richard y Nutria andaban detrás
de la misma mujer! Eso explica en parte la larga ausencia de Richard. Pero me parece
que Nutria es demasiado joven para ella.
—Entonces no entiendes de qué clase de mujer estamos hablando —dijo
Nathaniel bruscamente y cogió de nuevo el cepillo.
Siguió peinándola en silencio con una mano apoyada en el hombro para
mantenerla recta. Elizabeth sentía deseos de frotar su mejilla contra la mano de él,
pero sus huesos parecían licuarse y no podía hacer otra cosa que estar allí sin moverse
y dejar que él siguiera.
—Eso explica el repentino interés de Richard por Kitty —dijo él rompiendo el
largo silencio—. Después de Giselle pudo apreciar mejor a una niña que lo mereciera.
Antes de que ella pudiera responder, él le puso la mano en la boca, suavemente.
—No te preocupes por Giselle —le dijo—. Tengo que decirte algo más
importante. Lo lamento, Botas —dijo muy despacio cambiando completamente su
postura—. Si hubiera sabido cuál era el propósito de Moncrieff, nunca le habría
permitido entrar por esa puerta.
Ella se volvió súbitamente hacia él, la había cogido por sorpresa.
—Pero ¿por qué? —preguntó—. Nathaniel, no te entiendo. El señor Moncrieff es
realmente desconcertante, pero ¿por qué tanta hostilidad hacia él?
En el rostro de Nathaniel había una incertidumbre poco común en él, y también
preocupación. Se inclinó y apoyó la frente en su hombro mientras ella alzaba los
brazos hacia él.
—Pensé que estarías enfadada —dijo—. Cuando supiste lo del oro, me
preguntaste si te lo había contado absolutamente todo. Y yo te dije que sí.
Ella se rió con pocas ganas.
—Pero tú no sabías esta historia. Era imposible que la supieras.
—No, no la sabía —dijo negando con la cabeza.
—Y crees que es verdad, que James Scott fue tu abuelo.
Asintió con la cabeza sin decir una palabra y se apartó de ella y de la cama. Buscó
una bolsa de cuero que estaba en un pequeño montón de cosas que guardaba en un
estante. Ella había visto antes aquella bolsa, pero nunca se le ocurrió preguntarle qué
era. Sacó un grueso volumen y se lo puso en las manos; era una Biblia muy gastada
que crujió un poco cuando la abrió.
Y allí, en la primera página se leía:

JAMES SCOTT Y MARGARET MONTGOMERIE


UNIDOS EN SAGRADO MATRIMONIO EL DÍA 16 DE JULIO DE 1716

—Quemaron la granja durante el ataque —dijo Nathaniel—. Un trampero

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llamado Bonner encontró a mi padre sentado junto al cuerpo de una mujer. Ella tenía
esta Biblia en la mano cuando la golpearon.
Después de un largo rato, Elizabeth dijo:
—No se la enseñaste al señor Moncrieff por algún motivo. ¿No quieres que tu
padre reclame el título y la propiedad de esas tierras?
—Por favor, Botas —dijo él exasperado y angustiado—. ¿Puedes imaginar a mi
padre como un conde?
—Tiene la mente más lúcida que muchos señores de los que he oído hablar.
Nathaniel le cogió los brazos. Ella se dio cuenta con cierto espanto de que estaba
a punto de llorar, sólo una vez lo había visto así.
—¿Quieres que vaya a Escocia? ¿No te parece que ya han sido suficientes viajes?
Elizabeth se maldijo por su poca capacidad de previsión y cogió con las dos
manos la cara de Nathaniel.
—Él no necesita ir a Escocia —le susurró—. Tú tampoco tienes que ir.
Él se apartó con una risa irónica.
—Moncrieff vino hasta aquí para hablar con él y convencerlo de que reclame el
título. ¿Crees que se irá sin nada? Los has oído, quieren que vayamos allá a pelear
contra los ingleses. Como si no hubiéramos peleado ya suficiente con los malditos
ingleses.
—No habrá más guerras entre Inglaterra y Escocia —dijo Elizabeth—. El país
quedó completamente en ruinas después de Culloden, Nathaniel, no existe la menor
posibilidad. Además, ahora lo que importa es la guerra con Francia. Las batallas
pendientes respecto a las posiciones escocesas se pelearán en la corte.
Él emitió un gruñido.
—No estoy muy seguro de que estés en lo cierto. Tú misma has visto la cara de
Robbie esta noche; capaz de coger un mosquete y embarcarse mañana mismo si
piensa que puede ayudar a expulsar a los ingleses de Escocia. Pero aunque tuvieras
razón, aunque no fuera más que un conflicto legal, es un conflicto en el que no quiero
tomar parte. Y en el que tú tampoco deberías intervenir. —Elizabeth se quedó sentada
pensando—. Tú quieres ir —dijo finalmente entre atónito y molesto.
—Ah, no —dijo ella negando enérgicamente con la cabeza—. Ya tengo suficiente
con pensar en abandonar definitivamente Lago de las Nubes. Escocia no me tienta,
Nathaniel.
En un instante se tranquilizó.
—Me gusta oír eso.
—¿Cuál es la parte que te gusta oír? —dijo dulcemente—. Creo que todo este
tiempo en que me has dejado a mí la decisión de irnos o quedarnos me has ocultado
lo que deseas tú.
—Lo que deseo es que estés contenta —dijo rozándole el pelo con el aliento—.

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Eso es todo lo que me importa.
—Y lo que quieres es quedarte en Lobo Escondido —dijo levantándole la cara
para que la mirara a los ojos—. Fuéramos donde fuéramos, siempre querrías volver a
Lago de las Nubes. Este lugar está en tu sangre. Por favor, dilo de una vez.
—Quiero quedarme en Lobo Escondido —contestó él sumisamente—. Si es que a
ti te satisface.
—Nathaniel —dijo ella temblando.
Él la rodeó con sus brazos y la acostó a su lado. La expresión que había en los
ojos de Nathaniel le quitó el aliento.
—Quieres que te diga lo que pienso, así que escucha, escúchame. —Hizo una
pausa y la acercó a su lado—. Soy feliz teniéndote a mi lado, Botas. A veces cuando
vengo por el sendero y veo luz en tu ventana, apenas puedo moverme porque siento
terror de que no sea más que un sueño el tenerte aquí conmigo. Tengo miedo de vivir
sin ti. Nunca me he asustado con facilidad, ni siquiera de niño, pero ahora sé lo que
es el miedo. —Pasó la mano por el abultado vientre y la dejó allí—. Todo lo que
quiero es cuidarte, que estés segura y complacerte. Quédate conmigo. Dime que te
quedarás.
—¡Ah, Nathaniel! —Ella frotó su mejilla en el hombro de Nathaniel y le cogió la
cara con ambas manos—. No me iré a ninguna parte a menos que vengas conmigo.
No me sentiría una mujer completa si no te tengo a ti.
Él dejó escapar un sonido gutural y ella vio que le temblaban los músculos de la
mejilla.
—¿Crees que podrás ser feliz aquí en la montaña? —preguntó Nathaniel.
—Claro que sí —respondió y se dio cuenta, de repente, de que era verdad.
—Bien —dijo él. La presión de sus brazos en los hombros de ella pronto se
convirtió en una caricia—. Bien.
Ella le sostuvo la mirada.
—Éste es nuestro hogar, Nathaniel, es el hogar de Hannah y será el hogar donde
vivan nuestros hijos. Y espero que también sea el de tu padre. Pero primero debe oír a
Moncrieff. Si Ojo de Halcón decide que tiene que ir a Escocia, entonces que vaya. Si
te pide que vayas con él y tú decides acompañarlo, yo también iré. Pero no puedes
ocultárselo. Él merece conocer a su familia.
Nathaniel dejó escapar el aliento entre los dientes.
—Ya le dije a Moncrieff que estaba en Montreal. Saldrá mañana mismo.
—Ah —dijo ella sonriendo.
En la mesa, la vela ardía formando sombras en el techo. Ya estaba amaneciendo y
comenzaba a nevar. Estuvieron un rato sin hablar, juntos, oyendo los incesantes
sonidos de la cascada. Elizabeth tenía mucho sueño, pero no quería dormirse, no
quería apartarse de él ni siquiera para dormir.

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—Ésta es nuestra primera Navidad en Lago de las Nubes —murmuró ella—. Pero
no la última.
Él levantó la cabeza, los ojos húmedos le brillaban en la tenue claridad. La miró
con dureza.
—¿Estás segura, Botas?
—Sí —dijo levantando la cara para que él la besara—. No quiero estar en ninguna
otra parte.
—Podrías sentir curiosidad por conocer el castillo, o por ir a Montreal. —Una
sonrisa se dibujó en su boca—. Puede que cambies de idea.
—No cambiaré de idea respecto de ciertas cosas. Hay cosas que no cambian —
dijo Elizabeth acariciándole la mejilla—. No cambiaré de idea acerca de esto, ni
acerca de ti.
—Pero tal vez acerca del lugar. Algún día.
Él tenía las manos sobre sus pechos y un sentimiento maravilloso la embargó, la
certeza de lo que tenía, de su amor y de su deseo, de su protección y de la vida que
compartían. Elizabeth se volvió, le rodeó la cadera con las piernas y lo apretó contra
ella. Se unieron suavemente, con movimientos leves que hicieron que él dejara
escapar un suspiro de entrega absoluta.
—Tal vez algún día —murmuró ella cuando se incorporó para besarlo—. Pero por
ahora, Paradise es suficiente.

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Agradecimientos

Estos últimos años he aprendido que los autores de novelas históricas deben
caminar juntos o caer. Sin el apoyo, el consejo, la revisión, la perspicacia, los
reproches y las toneladas de información sobre los hechos que me han proporcionado,
este libro no merecería tenerse en cuenta. En particular doy las gracias:
a J. F. Cooper, por la inspiración, y a S. Clemens, por la perspectiva;
a Diana Gabaldon, por su constante estímulo, por su generosidad en las pequeñas
y grandes cosas, y por haber mantenido conmigo largas conversaciones acerca de esta
extraña y absorbente tarea de escribir novela histórica;
a Kaera Hallahan, por leer todo el manuscrito en una coyuntura difícil, por
hacerme inapreciables comentarios y por haberme animado constantemente, por
hablarme de caballos y de libros que cuentan historias;
a Michelle LaFrance, por ayudarme en temas históricos y gaélicos, porque
finalmente se enamoró de Nathaniel y por su compañía y amistad durante este
recorrido;
a los doctores Jim y Janet Gilsdorf, por los detalles médicos;
a Marty Calvert, por escuchar, como siempre hace, con inteligencia, y por poner
el dedo en la llaga con amable insistencia;
a Margaret Nesse, por su escrupulosa lectura y por sus charlas interesantes;
a los escritores que honran con su presencia la sección de Investigación del Foro
de Escritores de Compuserve, por contarme sus experiencias y sus conocimientos
sobre gran variedad de temas;
a David Karraker, por decirme todos estos años que yo sería capaz de escribir, y
por su fe en mí sin tener en cuenta asuntos tan triviales como las diferencias de gusto;
a mi agente, Jill Grinberg, por su entusiasmo, su energía, su capacidad de trabajar
infatigablemente y por los mensajes que me dejaba en el contestador;
a Wendy Fisher House, por escucharme con tanta atención;
a Pat Rosenmeyer, por su lectura entusiasta;
a Moni Dressler, por darme chocolate y comprensión;
a Scott Spector, por llevarme al cine;
a mi familia, por su paciencia y confianza en mí.
Estoy asimismo en deuda con Mac Beckett, Merrill Cornish, Susie Crandall, Hall
Ellinot, Rob Frank, Karl Hagen, Walter Hawn, De Huntress, Janet Kaufmann, Janet
Kieffer, Rosina Lippi-Green, Susan Martin, Janet McConnaughey, Don H. Meredith,
Bonee Pierson, Susan Lyn Peterson, Michelle Powell, Barbara Shnell, Beth Shope,
Elise Skidmore, Phyllis Tarbell, Arnold Wagner y Karen S. White, por su tiempo,
interés y generosidad. En particular, estoy muy agradecida a la doctora Ellen Mandell
por poner a mi alcance un rico material relativo a las prácticas médicas del siglo XVIII.

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Michael Crowder, Chuck Huber y Neil Rothschild, del Foro de Numismática, me
ayudaron mucho proporcionándome información acerca del dinero y las monedas de
curso legal de fines del siglo XVIII.
Ya sólo falta Emmy. Emmy Listón me dio tranquilidad cuando la necesitaba, me
alentó cuando estaba deprimida, me proporcionó realismo cuando volaba lejos de la
tierra, misticismo cuando estaba firmemente aferrada al suelo y fe en mí las veces que
la perdía. Emmy es escritora de escritores, es mi amiga y este libro es para ella.

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ROSINA LIPPI-GREEN (SARA DONATI) Nació y creció en Chicago, pero vivió
una larga temporada en los Alpes austriacos y en Michigan. Se doctoró en Lingüística
en Pricenton. Es catedrática de Lingüística y Literatura de la Universidad Western
Washington. Autora de un polémico ensayo, English with an Accent: Language,
Ideology and Discrimination in the United States. Después de doce años ejerciendo
como profesora, levantándose pronto y acostándose tarde para poder escribir ficción,
tomó la decisión de dejar la academia. En 1998 publicó su primera obra de ficción,
Homestead, una colección de relatos cortos muy bien acogida por el público y que
recibió numerosos elogios de la crítica. En tierras lejanas es su primera novela y la
primera de la trilogía de la Familia Bonner.
Actualmente escribe a tiempo completo en Puget Sound, donde ella vive con su
marido (matemático), su hija y sus mascotas. Divide su tiempo entre sus próxima
novelas, la familia, los amigos, la televisión y el arte del tejido.

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Notas

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[1] Deberíamos hablar en kahnyen'kehaka. <<

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[2] Comegatos. Hermanito, has estado fuera mucho tiempo.<<

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[3] Bien hecho, hermana mía.<<

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[4] Era lo justo.<<

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[5] «Es lo que corresponde».<<

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[6] «Está luchando».<<

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[7] «Sí».<<

www.lectulandia.com - Página 743

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