El Cerebrocentrismo PDF

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INTRODUCCIÓN1

EL CEREBROCENTRISMO:
MODA, MITO E IDEOLOGÍA DEL CEREBRO

El cerebrocentrismo se refiere aquí a la tendencia de explicar las actividades


humanas en términos cerebrales. Es una tendencia que se encuentra tanto en
contextos académicos como mundanos. En el contexto científico-académico, la
neurociencia se ha erigido en lo que parece la madre de todas las ciencias y hasta en
toda una filosofía desde la que refundar el conocimiento y concebir el ser humano.
Las ciencias sociales, las humanidades y la filosofía parecen estar deslumbradas por la
neurociencia, a juzgar al menos por el prefijo neuro- con que se aprestan a rebautizar
sus disciplinas y a empaquetar sus cursos y cursillos.
En el contexto de la cultura mundana, el cerebro resulta familiar, como si se
tuviera trato directo con él, aun cuando es un órgano del que no se tiene experiencia
directa, ni siquiera duele (lo que duele es la cabeza, no las neuronas). Las revistas de
variedades tipo magazine hablan del cerebro como de un personaje más, relacionado,
valga por caso, con la elección de pareja, la atracción sexual, las manías personales,
los trastornos, las adicciones, las actitudes racistas, la tendencia a ir de compras, la
solidaridad, la insolidaridad, la amistad, la autoestima, la felicidad, los efectos de la

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Pérez-Álvarez, M. (2011). El mito del cerebro creador. Cuerpo, conducta y cultura. Madrid: Editorial Alianza.
El Mito Del Cerebro Creador
Cuerpo, Conducta y Cultura
Marino Pérez Álvarez

meditación, etc., etc. De alguna manera, el cerebro tiene que ver con todo eso
mientras estamos vivos.
Los neurocientíficos, en sus libros de divulgación, utilizan a menudo un
discurso pseudocientífico, plagado de personificaciones atribuidas al cerebro, como
si el cerebro contuviera hombrecillos (homúnculos) dentro haciendo lo que de
hecho hacen las personas. Así, dicen cosas de la siguiente guisa, extraídas de tres
libros distintos. Dice uno: «el cerebro descubre lo que hay en el mundo exterior
construyendo modelos y haciendo predicciones»; dice otro: «tu cerebro miente», «no
tiene la intención de mentirte», «pero es así»; en fin, dice otro: «la personalidad de mi
hemisferio izquierdo se enorgullece de su habilidad para clarificar, organizar,
describir y juzgar todo, absolutamente todo». El hemisferio izquierdo analiza de
forma crítica todo, asegura nuestro autor o autora, a excepción del propio discurso
homunculista, pseudo-científico.
Más específicamente, el cerebrocentrismo se va a caracterizar aquí con arreglo a
tres aspectos: moda, mito e ideología que envuelven el papel del cerebro.

El cerebro está de moda

No se refiere aquí la moda al cerebro como tema de investigación de la


neurociencia. El enorme desarrollo de la neurociencia en la segunda mitad del siglo
XX (biología molecular, electrofisiología, neurociencia computacional, etc.) ha hecho
posible entender cada vez mejor los complejos procesos que ocurren tanto dentro de
la neurona como en las redes de neuronas que constituyen la estructura y funciones
del cerebro. No se refiere la moda tampoco al enorme impacto de las enfermedades
neurodegenerativas (Alzheimer, Parkinson) y de los accidentes cerebrovasculares
(isquemias, hemorragias).
La moda se refiere más que nada a la aplicación del prefijo neuro- a casi todos
los ámbitos de las humanidades, aprovechando seguramente el prestigio de la
neurociencia. Así, se habla de neurocultura, neuroeconomía, neuroeducación,
neuroética, neurofilosofía, neurojusticia, neuropolítica, neuroteología, neuroestética,
neurociencia del amor, etc., etc. La cuestión es que los conocimientos
neurocientíficos del cerebro no se traducen en un mayor y mejor conocimiento de
las disciplinas, saberes y temas por llevar el prefijo neuro. Los hallazgos

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neurodentíficos de semejantes neuroaplicaciones (no) consisten por lo común (más


que) en neuroimágenes que se supone indicativas de actividad neuronal asociada con
las correspondientes actividades en estudio. Un estudio típico consiste en meter en
una máquina de neuroimagen a una persona definida por alguna característica como,
por ejemplo, estar enamorado, tener creencias religiosas o sustentar actitudes
políticas, presentarle imágenes, frases o tareas relacionadas con su tema y registrar la
correspondiente actividad neuronal) Como no podría ser de otra manera (a menos
que uno estuviera durmiendo, en coma o muerto), algún área cerebral o varias
aparecen activadas de forma concominante a la actividad conductual realizada.
Aunque no se trata sino de correlatos neuronales, que sin duda es mejor
conocer que ignorar, el caso es que sirven para hacer relatos neurocientíficos acerca
de la neurociencia del amor, del cerebro ético, del cerebro estético, de la conexión
divina, etc. Lo cierto es también que tales hallazgos, fuera de saber ahora en qué
áreas están localizados los correlatos, no añaden nada significativo que no se supiera
del amor, la ética, la estética o la experiencia religiosa. De hecho, nunca contradicen
sino que confirman (como si fuera necesario) lo que ya se sabía sobre el tema. Sin
embargo, ahí tienes neurociencias de todo. Da la impresión de que el prestigio de la
neurociencia funciona aquí como prestigio en el sentido de palabra mágica que
infundiera más cientificidad, como si con el prefijo neuro- una ciencia o un saber
fueran más científicos.
La moda del cerebro se aprecia también en su presencia en magazines y en la
prensa diaria y acaso esta presencia le dé al cerebro todavía más cartel de moda. Los
magazines hablan de continuo de cómo la felicidad, la autoestima, el amor, la
empatía, la meditación, la solidaridad, la elección de pareja, etc., etc., son cosa del
cerebro. En particular, el descubrimiento de las neuronas espejo, una especie de
neuronas que se activan al ver a otros haciendo algo, ha sido una bendición para la
cultura de magazine. Así, la imitación, la empatía, la solidaridad, etc., serían gracias a
las neuronas espejo, neuronas de la empatía o neuronas Dalai Lama como también
son conocidas. Hay un Dalai Lama en tu cerebro. Las neuronas espejo serán todavía
traídas a colación a continuación, a propósito de su divulgación por los propios
neurocientíficos.
La prensa diaria, incluyendo telediarios, se hacen eco a menudo de nuevos
hallazgos en el cerebro, del tipo de que en tal área cerebral está la sede de nuestras
emociones, creencias religiosas, actitudes políticas, tendencias racistas, orientaciones

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sexuales, trastornos mentales, etc. En relación con el supuesto descubrimiento de


bases cerebrales de trastornos mentales, no sería la primera vez que fueran
«filtraciones» de marketing farmacéutico disfrazadas de noticia. Así, puede que se
muestren sobre un cerebro puntos coloreados (por lo general en rojo) indicativos, se
dice, del trastorno activo y se muestre después del «tratamiento adecuado» la
disminución o ausencia de tal coloración, dando a entender con vistosas
neuroimágenes más de lo que se sabe en realidad sobre las presuntas bases
neuronales de los trastornos psicológicos. Véase a este respecto el libro La invención
de los trastornos mentales. ¿Escuchando al fármaco o al paciente?, de Héctor González
Pardo y Marino Pérez Álvarez, 2007 (capítulo 2: «Marketing de medicamentos y
trastornos», y capítulo 8: «¿Qué muestra en realidad la neuroimagen?»).
Los propios neurocientíficos no dejan de contribuir a la moda del cerebro con
divulgaciones científicas, a veces, más dadas a la vulgarización y seducción del
público que asentadas en el conocimiento de causa que se les supone viniendo de
donde vienen. El afán de mostrar las i implicaciones sociales de la neurociencia les
lleva fácilmente a extrapolaciones y especulaciones que exceden los conocimientos
establecidos, prometiendo más de lo que hay. Así, la prestigiosa revista de
divulgación científica Scientific American (Investigación y Ciencia) en un monográfico
de 2003 titulado «Mejores cerebros. Cómo la neurociencia fe mejorará», promete
poco menos que un mundo feliz, a juzgar por los artículos que contiene: «La mejora
personal definitiva», «Nuevas esperanzas para regenerar el cerebro», «Máquinas para
leer la mente», «La búsqueda de la píldora inteligente», «Estimulaciones cerebrales»,
«Los genes de la psique», «El control del estrés» y, para terminar, «Neumática».
De nuevo, las neuronas espejo, uno de los hallazgos neurocientíficos más
populares de los últimos tiempos (descubiertas a mediados de la década de 1990 por
los neurocientíficos italianos Giacomo Rizzolatti y colaboradores), se ofrecen como
un nuevo comienzo en el entendimiento de la imitación, la empatía, la
intersubjetividad, la publicidad, el libre albedrío, al autismo, la drogadicción, la
política, la ética.
Los temas planteados por el descubrimiento de las neuronas espejo nos obligan
a repensar, o, al menos, a considerar bajo una nueva perspectiva, algunos de nuestros
supuestos fundamentales. De hecho, toda una nueva disciplina está en ciernes,
denominada neuroética, dice el neurocientífico italoestadounidense Marco Iacoboni
(Las neuronas espejo. Empatía, neuropolítica, autismo, imitación o de cómo enten-

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demos a los otros, 2009, p. 207).

Las neuronas espejo son, como se decía, un tipo particular de neuronas


visomotoras, originalmente descubiertas en un área del córtex premotor de los
monos pero existentes también en los humanos, que se dispara cuando los monos y
los humanos realizan una acción particular o la observan en otros, por lo que han
merecido la metáfora del espejo. Las neuronas espejo también se conocen como
neuronas de la empatía y neuronas Dalai Lama según nombres propuestos por el
neurocientífico indoestadounidense Yilayanur S. Ramachandran. Así pues, los
neurocientíficos no se quedan cortos a la hora de especular acerca del cerebro. De
todos modos, hay una notable diferencia cuando los neurocientíficos escriben para el
público, como el libro citado de Marco Iacoboni, o escriben para una revista
científica, por ejemplo, una revisión de Giacomo Rizzolatti y Laila Craighero de
2004 pava Annual Review of Neuroscience, en este caso sin exuberancias especulativas
(especulaciones las justas).

La moda del cerebro también ha llegado a la ciencia psicológica. El cerebro no


es ajeno a la psicología, pero se refiere aquí a lo que parece ya la tendencia de pasar
los temas psicológicos por la máquina de neuroimagen. Así, por ejemplo, un
monográfico de 2008 de la revista Current Directions in Psychological Science muestra
cómo casi todos los temas tradicionales de la psicología (atención selectiva, memoria
a corto y largo plazo, memoria declarativa, memoria no declarativa, reconocimiento
de objetos, sistema conceptual, sistema visual, etc.) son reelaborados en términos
neurocientíficos, quizá perdiendo de vista que ja la psicología le compete entender el
funcionamiento psicológico no lo que ocurre en el cerebro. El caso es que después de
15 años de gran inversión de tiempo y gasto de dinero, esto que ahora está de moda,
no ha resultado, dice el psicólogo británico Mike P. A. Page, en el correspondiente
avance en la teoría psicológica cognitiva (Page, 2006).

El mito del cerebro creador

Hoy se dice con toda naturalidad que el cerebro piensa, razona, decide,
construye hipótesis, hace cálculos, reúne información, imita las acciones de los otros,

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etc. Es más, se da por hecho de que el cerebro (es el que) construye el mundo como
lo vemos. El mundo como lo vemos, coloreado, al derecho, tridimensional, estable
sería, en realidad, una gran ilusión creada por el cerebro a partir de datos sensoriales
descoloridos, invertidos, bidimensionales, inestables, según se dan en la redeña. El
cerebro hace el milagro de la visión.
El mundo que vemos ¿existe realmente fuera del cerebro?, se pregunta el
neurocientífico español Francisco Mora (Cómo funciona el cerebro, 2009), para
responder que no, de acuerdo con la opinión común de la neurociencia.

Las neurociencias actuales ya nos indican que el cerebro (nosotros mismos) no tiene acceso
directo a cuanto acontece en el mundo externo a menos que esos eventos del mundo sean
traducidos por los órganos de los sentidos. Nuestros órganos de los sentidos [...] son sensores
que traducen los sucesos que ocurren «ahí fuera» en procesos que ocurren «dentro», en el
cerebro. Es decir, diferentes tipos de energías del medio ambiente [...] revelan «cosas del
mundo». Esas «cosas» convenientemente traducidas por los receptores sensoriales a un
lenguaje simbólico, que sólo entiende el cerebro, permite que éste elabore y construya en un
proceso, tan maravilloso como todavía enigmático, «ese mundo» cotidiano que nosotros cree-
mos y aceptamos como real.
Cómo funciona el cerebro, p. 107

Siendo así, el cerebro es un genio y, por más señas, un genio maligno,


encarnación del genio maligno de Descartes. Como se recordará, Descartes (1596-
1650) en sus Meditaciones metafísicas, de 1641, imaginó un Dios que nos hubiera
creado de tal manera que todo lo que damos por cierto fuera en realidad un engaño.
Descartes se imaginó este Dios, que llamó «genio maligno», como hipótesis
metódica que le sirviera para llegar a un conocimiento firme del que no se pudiera
dudar (que él hallaría en el «pienso, luego existo»). Pues bien, el cerebro parece en-
carnar hoy el genio maligno cartesiano que con tanta sutileza nos engaña pero, en este
caso, para bien, generándonos generosas ilusiones. El cerebro sería un genio maligno
benigno, creador de la ilusión del mundo, del sentido del yo y de la sensación de
libertad. La sombra de Descartes se prolonga en la neurociencia, como se verá.
Esta tendencia a adscribir atributos psicológicos al cerebro, por más que
practicada por eminentes neurocientíficos y filósofos del ramo, no deja de incurrir en
la así llamada «falacia mereológica» (del griego meros, «parte»), consistente en atribuir

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a las partes de un organismo los atributos aplicables a un todo. En realidad, quien


piensa, razona, dice, etc. es el ser humano, la persona, no su cerebro. Cuando los
neurocientíficos hablan del pensamiento y del razonamiento del cerebro, de que uno
de sus hemisferios sabe algo de lo que no informa al otro, de que el cerebro toma
decisiones, etc., están cultivando una neuromitología deplorable, de acuerdo con el
neurocientífico australiano Maxwell Bennett y el filósofo inglés Peter Hacker (La
naturaleza de la conciencia. Cerebro, mente y lenguaje, 2003, p. 68). La verdad es que,
comos dicen Bennett y Hacker, la

[...] atribución de atributos psicológicos al cerebro no está avalada por ningún descubrimiento
neurocientífico que demuestre que, contrariamente, a nuestras anteriores convicciones, los
cerebros realmente piensan y razonan, tal como nosotros mismos lo hacemos. Los
neurocientíficos, psicólogos y científicos cognitivos que adoptan estas formas de adscripción no
lo hacen como resultado de unas observaciones que demuestran que el cerebro piensa y
razona.

La naturaleza de la conciencia, p. 35

La falacia mereológica o falacia del homúnculo, una especie de hombrecito


interior al que se atribuyen las actividades que propiamente realiza la persona-en-el-
mundo, es una versión del célebre «dogma del fantasma en la máquina», según el
filósofo británico Gilbert Ryle (1900-1976) caracterizara el dualismo cartesiano, en
su obra El concepto de lo mental (1949). Aun cuando los neurocientíficos actuales
reniegan del dualismo y juran superarlo, no dejan de recaer en él. El dualismo
cartesiano de la neurociencia, más que una representación mental del mundo, de la
que por cierto las neuronas espejo serían un ejemplo declarado, se trataría de una
representación teatral: el teatro cartesiano, según la ya también célebre expresión, en
este caso, del filósofo estadounidense Daniel Dennett (La conciencia explicada, 1991).

En efecto, muchos neurocientíficos conciben los sistemas perceptivos como


proveedores de datos de «entrada» para un lugar interior donde serían recibidos,
analizados, procesados, construidos, sacados a escena y finalmente puestos en
movimiento por el cuerpo. Se entiende que este «teatro cartesiano» debe mucho

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también al material almacenado en diversos subsistemas de memoria. El caso es que,


dice Dennett,

[...] esta atención exclusiva a subsistemas específicos de la mente/cerebro a menudo causa una
especie de miopía teórica que impide a los investigadores ver que sus modelos aún presuponen
que, en algún lugar, oculto en el oscuro «centro» de la mente/cerebro, hay un teatro cartesiano,
un lugar al que «todo va a parar» y donde se produce la conciencia. Puede que ésta sea una
buena idea, una idea inevitable, y hasta que veamos con detalle, por qué no lo es, el teatro
cartesiano seguirá atrayendo la atención de un sinnúmero de teóricos deslumbrados por una
ilusión.

La conciencia explicada, p. 51

Por lo que aquí respecta, dejando de lado a Dennett, se puede adelantar que el
teatro cartesiano es una mala idea porque supone al cerebro como si estuviera en un
tarro (cráneo) sobre un pedestal (cuerpo), donde los ojos y los oídos fueran ventanas
al mundo y las manos y los pies meros ejecutores del procesamiento de la
información. Algo tan obvio como el cerebro formando parte de un cuerpo y el
cuerpo en el mundo, no se puede obviar. Como se verá, las cuentas son otras cuando
se pone el cerebro en su sitio: en el cuerpo y en la cultura (capítulo 3). Se podrá decir
que el cerebro crea la cultura y que el cuerpo está representado en él: señal entonces
de que hay que discutir sobre el asunto.

Ideología del cerebro

La neurociencia como ciencia del cerebro es la «hipótesis revolucionaria», en


expresión del premio Nobel Francis Crick (1916-2004), que habría de dar cuenta de
la conciencia, de la identidad personal, de la libre voluntad y del alma, en su obra La
búsqueda científica del alma. Una revolucionaria hipótesis para el siglo XXI (1994).

La hipótesis revolucionaría es que Usted, sus alegrías y sus penas, sus recuerdos y sus
ambiciones, su propio sentido de la identidad personal y su libre albedrío, no son más que el

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comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas asociadas. Tal como


lo habría dicho la Alicia de Lewis Carrol: «No eres más que un montón de neuronas». Esta
hipótesis resulta tan ajena a las ideas de la mayoría de la gente actual que bien puede
calificarse de revolucionaria.

La búsqueda científica del alma, p. 3

Se entiende que esta hipótesis ha de dejar fuera la ideología, por decir, las
creencias de la gente, las doctrinas filosóficas y las teorías antropológicas acerca de la
idea de identidad personal y de alma. «La creencia científica —dice Crick— es que
nuestras mentes (el comportamiento de nuestros cerebros) pueden resultar
explicadas por la interacción de células nerviosas (y de otras células) y de sus
moléculas asociadas» (La búsqueda científica del alma, p. 8). Así, por ejemplo, quien
acabara de leer el libro Historia natural del alma (2003) de la neuróloga italiana Laura
Bossi, mejor lo olvida, ya que todas esas ideas históricamente dadas vendrían a ser
efluvios del cerebro, poco más que los silbidos de la locomotora respecto del motor
de vapor —la mente es al cerebro lo que el silbido es al tren de vapor, decía Thomas
Huxley (1825-1895), en el siglo XIX—. Por lo que respecta a Francis Crick, se puede
ser uno de los mayores científicos de nuestro tiempo (como descubridor junto con
James Watson de la estructura del ADN) y a la vez sostener doctrinas filosóficas
decimonónicas.
Sin embargo, en muchos aspectos, como los que se vienen señalando aquí,jla
neurociencia supone probablemente más el triunfo de la ideología de la ciencia que
el de la ciencia sobre la ideología^ La propia «creencia científica» en la neurociencia
no es, hasta donde se sabe, un hallazgo neurocientífico que se encontrara en el
estudio de neuronas y células asociadas. La ciencia puede ser ella misma una
ideología y no sólo en el sentido de conjunto de ideas y teorías de una disciplina sino
como representación y superestructura que no reconoce las propias condiciones que
la determinan, erigiéndose a sí misma en criterio absoluto de saber y de verdad
autolegitimada. En este sentido, nada quita que la neurociencia responda a intereses
no declarados, no tanto por oscuros como por no aclarados o acríticos, tal es el
poder de las creencias incluyendo las científicas. La propia postura monista
materialista profesada por la neurociencia es ella misma una postura filosófica, no
científica. Como dijo el filósofo y psiquiatra alemán Karl Jaspers (1883-1969):

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No hay escape de la filosofía, la cuestión es solamente si es buena o mala, confusa o clara.


Quien rechaza la filosofía está él mismo inconscientemente practicando filosofía.

Way to wisdom, 1954, p. 12

Más allá de las filosofías declaradas, de las filosofías más o menos claras,
espontáneas o implícitas de los neurocientíficos, cabría decir que el auge de la
neurociencia responde en alguna medida tanto o más a intereses que a hallazgos.
Entre los intereses, que no necesariamente son designios preconcebidos sino acaso
formas inerciales de funcionamiento, podrían reconocerse como cuestión de hecho
el martilleo tecnológico, la citada proliferación de neurociencias sociales y la dimisión
de la responsabilidad de personas e instituciones a cuenta del cerebro.
El martilleo tecnológico se refiere a la tendencia, casi manía, de aplicar la
tecnología de neuroimagen a todo lo que se quiere estudiar en la perspectiva del
cerebro. O quizá sea más bien al revés: que todo se quiere estudiar en la perspectiva
del cerebro porque se dispone precisamente de la tecnología de neuroimagen. Desde
luego, esta tecnología es infalible, porque siempre se podrán obtener neuroimágenes
de lo que sea, desde masticar chicle a rumiar pensamientos obsesivos. Viene aquí al
caso el «martillo de Maslow». Como al parecer dijera el psicólogo estadounidense
Abraham Maslow (1908-1970): «Cuando la única herramienta de que se dispone es
un martillo, una infinidad de objetos cobran aspecto de clavo».
Lo cierto es que la tecnología fascina tanto a neurocientíficos como a
participantes que pasan por la máquina y al público que contempla las
neuroimágenes. No falta quien ve en esta fascinación de los neurocientíficos por la
neuroimagen una cierta semejanza con la fascinación de los adolescentes por la
tecnología que éstos ahora encuentran en sus manos como lo más natural. Así, el
filósofo y psicólogo estadounidense Alva Noé dice:

Como los quinceañeros, la neurociencia está en las garras de la tecnología; tiene un sentido
grandioso de su propia habilidad y carece completamente de un sentido de historia de lo que,
para ella, parece tan nuevo y excitante.

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Out of our heads. Why you are not your brain, and other
lessons from the biology of consciousness,
2009, p. 7

Por su lado, la proliferación de neurociencias sociales supone todo un proceso


de reconversión poco menos que industrial de las ciencias sociales y de las
humanidades a la neurociencia correspondiente (neuroeducación, neuroeconomía,
neurocultura, neuroética, neuroestética, etc.) que, sin duda, dará tajo y trabajo a
cantidad de profesores, investigadores, escritores, organizadores de cursos,
cursillistas, etc. Se ha de reconocer que todo lo que lleva neuro + algo, vende y, así,
todo lo que se sabía hay que revenderlo neuroempaquetado.
En cuanto a la dimisión de la responsabilidad de personas e instituciones a
cuenta del cerebro, se refiere al papel neutral que puede jugar el cerebro en la
explicación y justificación de problemas personales y sociales. Esto es así en relación
con la medicalización y medicamentación de numerosos problemas de la vida
convertidos en supuestas enfermedades como otras cualesquiera (González Pardo y
Pérez Álvarez: La invención de los trastornos mentales). (No es la sociedad, no es la fa-
milia, no soy yo, es el cerebro. No son los modelos, ni los contextos sociales, sino las
neuronas espejo que llevan a uno a imitar lo que sea. No son los escaparates, ni los
anuncios, ni la educación de la gente en el consumismo, sino las neuronas espejo lo
que lleva a comprar de forma compulsiva. En fin, las «explicaciones» que brinda el
cerebro acerca de los asuntos humanos son tan felices (exención de
responsabilidades personales, pretendidas soluciones biotécnicas) como falaces
(falacia mereológica).
Se puede estar dando la ironía de que la tendencia cerebrocéntrica actual se
deba más a una tendencia cultural que a hallazgos neurocientíficos que nos obligaran
a pensar de otra manera. La figura del consumidor como la mayor identificación del
ser humano en la sociedad actual tiene mucho que ver con esta dimisión de la
responsabilidad y la remisión al cerebro. El consumidor siempre tiene razón ya que
tiene todos los derechos de su parte y no debe tener ningún problema porque éstos
deben tener una solución. En este contexto cultural, la explicación del cerebro es
poco menos que perfecta. Los problemas se deben a una lotería genética, a
desequilibrios químicos o a neuronas espejo, no a la persona, no son de su
responsabilidad, y la solución es la medicación u otro arreglo en la mecánica del

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cuerpo. El yo parece ser más que nada un yo neuroquímico y la sociedad una


sociedad posthumana.
En este contexto se entiende que el interés por explicaciones situadas en el
cerebro puede ser debido más a una tendencia cultural que a avances científicos que
se impusieran por su peso, con la connivencia del declive de las humanidades, con
seguridad condición y reflejo del mismo fenómeno. La ironía sería, por tanto, que la
explicación cerebral sea después de todo una tendencia cultural. El problema es que
el camino del cerebro puede ser una dirección equivocada para mejorar la vida no
sólo porque allí no se encuentren las claves sino porque lleve a la gente a dimitir de
su responsabilidad y a perder la capacidad de mejorar el mundo y a sí mismos como
personas humanas, no posthumanas, autómatas o zombis.

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