Cerebrocentrismo
Cerebrocentrismo
Cerebrocentrismo
Iñigo Ongay
En torno al libro de Marino Pérez Álvarez, El mito del cerebro creador. Cuerpo,
conducta y cultura, Alianza Editorial, Madrid 2011
Hace ahora más de una década, el año 2000, veía la luz en la editorial Planeta el libro El
cerebro nos engaña del neurólogo español Francisco J. Rubia. La obra, muy bien
pertrechada como es natural en un autor de la solvencia científica de Rubia de una
cantidad realmente masiva de erudición neurológica, representaba, al menos según la
escala de análisis que corresponde a los finis operantis de su autor, un ataque en toda
regla al corazón mismo del «dualismo cartesiano» que habría venido al parecer
confundiendo la tradición psicológica al insistir, desde el propio Descartes hasta el
neurocientífico australiano John Eccles, en la «existencia» de una suerte de mente, a su
vez entendida como una sustancia espiritual, separada del cerebro. Cuando las cosas se
interpretan así parecería que en efecto, tal espíritu («del que –según nos recuerda Rubia
por activa y por pasiva a lo largo de su obra– no se tiene ninguna prueba») no sería otra
cosa que el resultado de la sustantificación metafísica o incluso mítica, de lo que, en
buena neurología diríamos, no es más que «un producto del funcionamiento del
cerebro». Semejante dualismo, sin perjuicio de su persistencia práctica en nuestro
presente, habría quedado en el fondo arrumbado por el curso –sin duda que triunfal– de
la investigación científica (particularmente, claro está, neurológica) que habría
terminado por demostrar, de manera irresistible, prácticamente perentoria, que la mente,
la conciencia o el mismo yo no son más –aunque tampoco menos–
que epifenómenos tálamo corticales enteramente reductibles a los módulos
cerebrales correspondientes. Así:
«Algunos autores opinan que esta enfermedad [Rubia se refiere en este contexto al
llamado trastorno disociativo de identidad] abre una ventana para que podamos entender
mejor la relación mente-cerebro. Lo que indica son dos cosas: primero, que la división
de las funciones cerebrales en módulos es una realidad, y que estos módulos pueden
funcionar, en condiciones anormales, aislados unos de otros; y segundo, que el módulo
del yo, o lo que nosotros entendemos por yo o mismidad, es tan frágil que puede
disociarse fácilmente, incluso sin que existan lesiones cerebrales. […]
A este módulo cerebral es al que le atribuimos la capacidad de controlar la vida mental,
pero los hechos nos señalan que eso está lejos de ser cierto. La propia experiencia nos
dice que muchas de nuestras conductas tienen lugar en ausencia del yo; el módulo del
yo es el que posee la consciencia y el lenguaje, pero existen muchos otros módulos que
funcionan independientes de él. Y sin embargo a este módulo le atribuimos el control de
nuestra vida mental, como hemos señalado, sin que lo tenga en realidad. Es evidente
que si entendemos por vida mental tanto la vida consciente como la inconsciente, esta
última no está controlada ni supervisada por el yo, como tampoco lo están la mayoría de
las funciones cognitivas que discurren sin verdadera consciencia de lo que está pasando.
El módulo del yo es más bien un intérprete, un observador de lo que otros módulos
hacen, un especialista en explicar lo que nos controla. En realidad, el yo existe sólo
como una ficción conveniente que nos sirve para dar sentido a lo que muchos procesos
inconscientes nos obligan a hacer.»{1}
Pues muy bien, lo que sin duda llama la atención al lector en párrafos como estos es en
primer lugar el grado en que su autor, sin perjuicio de su rabioso monismo fisicalista,
parece dar cuerpo a una suerte de gigantesca prosopopeya en la que, con lenguaje
dramático, se atribuyen al «cerebro» (o lo que a nuestros efectos viene a ser lo mismo, a
sus partes formales) propiedades operatorias tales como la «observación», la
«supervisión», el «control» sobre la «vida mental», &c., atributos, y operaciones todos
ellos que sin embargo, el propio «cerebro» muy difícilmente podrá ejercitar, al menos
cuando nos situamos fuera de las premisas mitopoiéticas de fondo entre las que se
mueve el propio Rubia.
Con ello, las neurociencias parecerían triunfar precisamente allí donde la mayor parte de
las escuelas en psicología (de Wilhem Wundt a Skinner) habrían fracasado. En realidad
tan estéril gnoseológicamente, se dirá, resulta pretender estudiar «científicamente»
la mente, a la manera de la psicología introspeccionista del XIX tal y como esta quedó
desmantelada a partir de la irrupción de las psicologías objetivas, como afrontar el
estudio «por derecho propio» de las propias conductas de los organismos animales a la
manera del conductismo radical skinneriano, toda vez que ni la mente ni la
conducta existen como tales, como no sea a título de resultados de la actividad eléctrica
del cerebro. Solo que naturalmente, así las cosas, lo que comienza a aparecer como
problemático desde nuestra perspectiva, no es tanto sin duda el regressus reductivo
desde los fenómenos operatorios a sus componentes neuro-fisiológicos –puesto que el
curso de tal regressus siempre permanecerá expedito– cuanto la
reconstrucción progresiva del todo fenoménico de partida desde la escala de análisis
a la que la neurología nos ha terminado por abocar.
Pues bien es precisamente frente a este cúmulo de «evidencias mitopoiéticas» en las que
hacemos residir el proton pseudos de la argumentación «cerebrolátrica», que Marino
Pérez Álvarez ha tenido ocasión de emplear a fondo los hilos, extraordinariamente
finos, que se trenzan en el tejido crítico de su último libro, El mito del cerebro creador.
Cuerpo conducta y cultura. La obra, de extraordinaria contundencia argumentativa, saca
adelante una radiografía creemos que muy importante, del «cerebralismo»
contemporáneo poniendo de manifiesto, con un ojo clínico bien acerado, sus límites
gnoseológicos y ontológicos. Y no se trata tanto de que Marino Pérez Álvarez haya
decidido, en nombre no se sabe de qué oscuro espiritualismo dualista, oponerse al
avance de las neurociencias, puesto que como el propio autor nos aclara en el prólogo
de su obra:
«Del cerebro no se deduce sino lo que ya se sabía de entrada» (pág. 203). Así puede
en efecto leerse el dialelo que Pérez Álvarez acierta a detectar en el ejercicio de las
neurociencias. Con ello, se diría, no es tanto que las propias tecnologías de formación
de imágenes carezcan de importancia psicológica –pues es claro que su alcance resulta
muy difícil de desconocer– cuanto que dicha importancia, aun cuando comience por
reconocerse, sólo podrá ser medida con precisión a la luz de las propias funciones
conductuales que tales tecnologías pretendían reducir. Como dice Marino Pérez
Álvarez: «En realidad, las funciones psicológicas o actividades conductuales sirven
en mayor medida para estudiar el cerebro, que el estudio del cerebro sirve para
conocer las funciones psicológicas.» (pág. 36).
En fin, sea como sea, resulta evidente que la verdadera discusión no se situaría tanto en
el plano tecnológico del cuerpo científico de la neurología puesto que a su vez, situados
en esta capa básica, en la que cristalizan constructivamente las identidades sintéticas, es
sencillamente obvio que no hay una neurología dualista como tampoco hay
una neurología monista. No; las controversias en torno a la distinción mente/cerebro y a
sus reduccionismos recíprocos, en cuanto que su tratamiento exige la consideración
obligada de ideas filosóficas muy determinadas (entre otras: «todo», «parte», «cuerpo»,
«alma», &c., &c.) empiezan por dibujarse más bien, en el plano nematológico de las
neurociencias.
A fin de hacer justicia a este intrincado conjunto de problemas filosóficos, Marino Pérez
ha tenido el acierto de efectuar en la primera mitad de su libro (capítulos 1 y 2)
un regressus triturador de toda hipostatización posible que, partiendo no tanto sin
duda del «cerebro», pero tampoco del «mundo» construido por el mismo según
tantas veces se dice{13}, cuanto del propio mundus adspectabilis al que nos remite el
entorno fenoménico práctico en el que se desenvuelven las operaciones (y es obvio
que este mundo, se diga lo que se diga, no es en absoluto un «producto» del
cerebro, aunque sólo sea porque él mismo contiene de hecho otros «cerebros», más
precisamente, otros sujetos de la misma o diferente especie{14}), pueda remontarse a
un marco ontológico suficientemente potente como para recuperar, en
el progressus, las propias texturas fenoménicas de partida.
Las líneas doctrinales ontológicas a las que Pérez Álvarez regresa (particularmente en
el segundo capítulo de su libro), son justamente las correspondientes a la doctrina de los
tres géneros de materialidad determinada tal y como Gustavo Bueno las expone en
obras como Ensayos Materialistas o Materia; un sistema trimembre de coordenadas
ontológicas de las que Marino Pérez se sirve, bien atinadamente, ante el trámite de
desbloquear las sustantificaciones en las que habrían quedado enredado tanto
los fisicalistas (a los que ahora cabrá consignar como formalistas primarios) como
los dualistas. Y precisamente si la postura del formalismo primogenérico, sin perjuicio
de su reduccionismo, representa la corrección más nítida de la sustantificación del
segundo género de materialidad (como si la mente fuese una sustancia independiente
del cuerpo), no por ello es menos cierto que la reducción recíproca, a pesar de
su espiritualismo asertivo al estilo de Popper y Eccles en su famoso libro El Yo y su
Cerebro, desbloquea todo formalismo primario (como si en efecto modalidades
sensoriales como la visión residieran, en cuanto tales modalidades, en las áreas
corticales correspondientes{15}).
Notas
{1} Francisco J. Rubia, El Cerebro nos engaña, Temas de Hoy, Madrid 2010.
{2} Remitimos al lector, simplemente como botón de muestra suficientemente
significativo, a los materiales ofrecidos en El Cerebro Hoy, Temas de Investigación y
Ciencia, Tema 57. Se trata de una recopilación de artículos de algunas de las primeras
espadas de la investigación neurológica (Douglas Fields, Joe Z. Tsien, Carl Zimmer,
Steven Laureys, Gero Miesenböck, &c., &c.) aparecida el año 2009. Pese a su carácter
de algún modo colateral con respecto al tema que nos ocupa, también merece la pena
revisar el número especial que esta misma revista dedicó a la investigación actual sobre
la enfermedad de Alzheimer (incluido el diagnóstico precoz mediante técnicas de neuro-
imagen): Alzheimer, Temas de Investigación y Ciencia, Tema 62.
{3} Para el caso del mapa del cerebro debido a Mariano Cubí y Soler del que extraemos
estos rótulos, véase Tomás Carreras Artau, Estudios sobre médicos filósofos españoles
del siglo XIX, CSIC, Barcelona, 1952, págs. 57-58. Una importante colección de
referencias en torno al rótulo «frenología & magnetismo», en la página web
http://www.filosofia.org/mon/frenolo.htm
{4} Para el caso del «cerebro» de Phileas Gage así como de otros pacientes con lesiones
en los sectores ventrales y medianos del lóbulo frontal véase la primera parte del
conocido libro de Antonio Damasio, El Error de Descartes. La emoción, la razón y el
cerebro humano, Crítica, Barcelona 2006.
{5} Cfr. Antonio Damasio, En busca de Spinoza, Crítica, Barcelona 2005, págs. 74-75.
{6} Esto es, para hacer uso de las herramientas ofrecidas por la Teoría del Cierre
Categorial, estaríamos en el caso que nos ocupa ante un estado gnoseológico alfa 1. Se
trata de un estado límite, propio de las ciencias humanas y etológicas en las que,
partiendo de una situación beta operatoria (psicológica o etológica diríamos), la
metodología de construcción científica termina por resolver íntegramente las
operaciones temáticas características de dicha situación mediante un regressus a
factores impersonales, ellos mismos no operatorios –por ejemplo fisiológicos o
neurológicos– anteriores respecto de las propias operaciones. Vid Gustavo
Bueno, Teoría del cierre categorial, vol. 1, Pentalfa, Oviedo 1993, págs. 203-204.
Hemos tratado estas cuestiones en nuestro trabajo, “Gnoseología de las ciencias de la
conducta: el cierre categorial de la Etología», El Basilisco, nº 42 (2010), págs. 112-113.
{7} Al respecto puede verse el interesante informe de Miguel A. L. Nicolelis y Sandra
Ribeiro acerca del sistema trigémico de las ratas: «En busca del código neural», El
cerebro hoy. Temas de Investigación y Ciencia, 57, págs. 11-17.
{8} Consúltese en este punto la muy esclarecedora entrevista concedida por Gustavo
Bueno al diario ovetense La Nueva España el viernes 14 de mayo de 2010: «No cabe
pasar de la parte al todo, deducir de los genes la anatomía.» Véase asimismo la voz
«Partes materiales / partes formales» del Diccionario Filosófico de Pelayo García
Sierra. Esta entrada puede y debe complementarse con la exposición del propio Gustavo
Bueno en la tesela 19 dedicada a esta cuestión.
{9} Sólo que esta «metáfora» –así se la denomina usualmente por parte de los propios
cultivadores de la psicología cognitiva–, de carácter por cierto completamente
mecanicista, o bien resulta enteramente inadecuada como tal metáfora si es que se
reconoce que el «cerebro» no puede compararse en modo alguno a un ordenador sin
perjuicio de los componentes genéricos comunes que puedan señalarse, o bien, cuando
se toma in recto, representa algo así como tratar de explicar obscurum per
obscurius puesto que si el funcionamiento de un ordenador sólo es inteligible cuando se
considera como regulado por legalidades beta operatorias que nos remiten
inmediatamente a un demiurgo (el programador), esta circunstancia no parece
guardar analogía alguna con el caso del «cerebro», a no ser por supuesto, que
supongamos que este a su vez nos remite a un homúnculo, con lo que regresaríamos al
infinito.
{10} El Semanal que ofrecen los diarios del grupo Vocento ofrecía en su edición del 4
de diciembre de 2011, el siguiente titular: «El enigma Merkel. Entramos en el cerebro
de la mujer más poderosa del mundo.» Sin embargo, y sin perjuicio de la invocación al
«cerebro» de Frau Merkel, lo que el contenido del reportaje depara al lector no es tanto,
por caso, un informe anatómico-fisiológico sobre las conexiones sinápticas en la corteza
prefrontal de la canciller (en cuyo cerebro por cierto, nadie puede
pretender incursionar sin haber antes trepanado su cráneo) cuanto,
una excursión periodística sobre algunos de los sucesos más relevantes de su biografía
(sus estudios en la Universidad Karl Marx de Leipzig, su afiliación a la CDU, su
victoria en las elecciones de 2005, &c.) tal y como estos se dibujan no exactamente
«dentro» (de su cráneo), aunque tampoco precisamente «fuera», sino más bien a la
escala de la distancia apotética respecto de su propio cuerpo (incluídas las
circunvoluciones cerebrales), una escala que, por lo demás, aparecería como pautada
internamente por las instituciones propias de una sociedad política determinada como
pueda serlo Alemania (incluyendo aquí el luteranismo de Herr Merkel o la misma
cancillería, &c.).
{11} Cfr. el impresionante trabajo de Gustavo Bueno, «El puesto del ego trascendental
en el materialismo filosófico», El Basilisco, nº 40 (2009), págs. 1-140, del que Marino
Pérez extrae frutos críticos verdaderamente extraordinarios.
{12} Francisco Mora, Cómo funciona el cerebro, Alianza, Madrid 2005, págs. 79 y ss.
{13} Vid Francisco Mora, op. cit., págs. 83-86.
{14} Esta es, en esencia, la dirección del argumento zoológico que G. Bueno dirige
contra el idealismo. Sea contra el idealismo mentalista cartesiano, sea contra
el idealismo intracraneano al que se remontan, en el ejercicio, los defensores
del mito del cerebro creador contra el que Marino Pérez arremete en su libro. Para
ello, véase asimismo, Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, Vol. 1, Pentalfa,
Oviedo 1993, págs. 344-345.
{15} Cosa que es sin duda falsa puesto que, para empezar, el árbol que yo percibo,
gracias a las áreas V1, V2, V3 y V4 de mi corteza visual primaria, lo veo a distancia de
mi cuerpo, y no sin duda «dentro» del lóbulo occipital de mi cerebro.
{16} Vid. Gustavo Bueno, Ensayos Materialistas, Taurus, Madrid 1972, págs. 81-82.
{17} Vid. Gustavo Bueno, op. Cit., pág. 82.
{18} Véase por ejemplo, a este respecto, las ideas que Gustavo Bueno desarrolla en su
libro El Mito de la Felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, págs. 178 y ss.
{19} Y ello puesto ante todo que tal reducción siempre aparecerá varada, bloqueada por
la reducción inversa que también permanece abierta en el horizonte.