Ejercicios para Corregir Ortografia

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EJERCICIOS PARA CORREGIR ORTOGRAFIA

EL ENANO SALTARIN
Quiso la suerte que pasara por allí el joven rey, que se interesó por su vida y su
trabajo.
— ¿Dices que tienes una hija?
— Sí, Majestad, tengo una hija que, además de ser muy bella, es tan habilidosa que
sería capaz de hilar paja y convertirla en oro.
— Una doncella así me convendría. Si tu hija es tan hábil como dices, tráela mañana
al palacio; quiero convencerme si es verdad lo que dices.
— Señor, aunque pobre, soy honrado y leal.
— Pues así habrá de ser, porque en el caso de que tu hija no tenga tales habilidades
ordenaré que los ahorquen a ambos.

Al día siguiente por la mañana la joven fue conducida al palacio, donde la metieron en
una alcoba que tenía grandes montones de paja y en la que sólo había una rueca y
una banqueta. Allí un criado de palacio le dijo:

— Ponte a trabajar de inmediato, porque si para mañana no has convertido en oro


toda esta paja, su Majestad te mandará ahorcar. Y salió de la habitación dando un
portazo.

Al quedarse sola la joven rompió a llorar desconsoladamente.

— ¡Ay, Dios mío, por qué habrá dicho mi padre que yo sería capaz de hilar la paja
para convertirla en oro, si eso es imposible!

La joven seguía llorando cuando sintió una musiquilla y, de pronto, apareció un enanito
muy sonriente que le dijo:

— ¡Buenos días, molinerita! ¿por qué lloras?


— ¡Ay, señor, el rey me manda que hile toda esta paja y la convierta en oro y no sé
cómo empezar!
— ¿Qué estarías dispuesta a darme si yo hilo toda la paja y la convierto en oro?
— Yo no tengo ninguna joya que darte, pero ayúdame y haré cualquier cosa por ti.
— Bueno, bueno, prométeme que cuando te cases me entregarás el primer hijo que
tengas.
— ¡Pero si yo no me pienso casar!
— Bueno, bueno, pero tú prométemelo.
— Está bien, pero luego no sufras por el desengaño.

El enanito se puso a trabajar con tal velocidad que en poco tiempo tuvo hilado hasta el
último puñado de paja.

Al día siguiente por la mañana, el rey quedó asombrado al ver aquel montón de oro y
pensó que la forma de asegurarse aquella riqueza era hacer que la molinera fuera su
esposa.

— Estoy orgulloso de ti hasta tal punto que voy a casarme contigo.


— ¡Pero, señor, yo no...!
— ¡Nada, nada, —la interrumpió el rey—, mañana mismo nos uniremos en
matrimonio!

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Se casaron y fueron felices. Y al pasar un año la cigüeña les trajo un tierno infante.

Un día que la joven reina estaba a solas con su hijito se le apareció el enano y le dijo:

— Buenos días, Majestad, vengo para que cumplas vuestra promesa. ¿O acaso la has
olvidado ya?
— ¡No, por favor, señor, pídeme lo que quieras, pero déjame a mi hijito!
— Está bien, voy a darte una oportunidad. Te doy tres días de plazo para que adivines
cuál es mi nombre.

La reina no durmió en toda la noche recordando cuantos nombres sabía. Al día


siguiente, cuando llegó el enanito, la reina le recitó todos los que recordaba; pero a
cada uno de ellos el enano daba un pequeño salto y riendo decía:

— ¡No, no, ése no es mi nombre, ja, ja, ja, ja! Y desaparecía muy contento al ver que
no adivinaba su nombre.

Al día siguiente otra vez la reina volvió a decirle todos los nombres que pudo recordar,
pero el enanito desapareció riendo al ver que la reina no conseguía acertar.

Viendo la reina el corto plazo que tenía para adivinar el nombre del enano, mandó a un
servidor de la Corte para que lo siguiera o indagara su paradero. El emisario llegó
hasta lo alto de una montaña y, escondido detrás de unas matas, vio cómo el enanito
bailaba alrededor de una brillante hoguera, mientras tocaba una dulzaina y al mismo
tiempo cantaba:

— ¡Mañana tendré yo aquí un príncipe que me sirva, desde el punto hasta el confín,
nadie sabrá que me llamo el Enano Saltarín!

El servidor de la Corte, al oír esto, corrió enseguida a decírselo a la reina, que se puso
muy contenta. Y a otro día, cuando llegó el enanito, la reina empezó como de
costumbre a decirle nombres:

— ¿No te llamarás Pedro? ¿No te llamarás Juan?

Y a cada fallo de la joven, el enano daba un pequeño salto y decía:

— ¡No, no, frío, frío!


— Entonces, entonces puede que te llames el Enano Saltarín.
— ¡Aaaaj! ¡Por fuerza te lo tiene que haber dicho el mismísimo Diablo!

Y salió por la ventana dejando tras de sí un gran rastro de humo. Y, afortunadamente,


la reina no volvió a verlo jamás y vivió muy feliz con su principito y con su esposo.

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LA ZORRA SE PASA DE LISTA
Aquella pareja de ladronzuelos les había robado ya dos corderos y tres gallinas. Los
granjeros estaban desesperados. ¡No sabían qué hacer para cazarlos! Pero llegó el
invierno y todo el ganado que andaba suelto por el campo fue encerrado en la granja.

La zorra acababa de parir once cachorros, y se preguntó, aturdida:


–¿Qué voy a hacer ahora? ¡Ni un triste pollito encontraré por estos alrededores!
El lobo, que había ido a felicitarla, le dijo:
–Mira, si te interesa, yo me quedaré con una de las zorritas hasta que la haya educado
bien.
Y así fue como se llevó la que más despierta le pareció.
–Ánimo, ahijada –le dijo en cuanto estuvieron en la madriguera– mañana saldremos
tempranito y empezaré por enseñarte lo que hay que hacer para llenar la barriga.
¡Ahora, a dormir se ha dicho!

Al día siguiente, al rayar el alba, el lobo la llamó:


–¡Eh, dormilona, hay que levantarse rápido y avivarse, que tenemos mucho trabajo por
delante!

Caminaron un buen trecho y al llegar a lo alto del cerro vieron, allá abajo, una gran
casa y un abrevadero junto a los cultivos.
–Padrino –preguntó–, ¿qué es esto?
–Ay, ahijada, aquello es la granja de los Babiecas, y tienen un montón de ganado:
gallinas, conejos, cerdos, ovejas... Dentro de un rato saldrán a tomar agua. Escucha
bien, atiende y haz, paso a paso, lo que yo te diga. ¿Ves aquel matorral? Siendo tan
pequeña, podrás esconderte allí. No hagas el menor ruido ni te muevas. Si te oyen,
nos perseguirán y no habrá banquete. Observarás cuidadosamente, y cuando veas
qué animales salen a beber, me lo vas diciendo, bajito. Después, mirarás todo lo que
yo haga.

La zorra se escondió y al cabo de un rato el lobo le avisó:


–Ya oigo ruido. ¿Qué animales salen ahora?
–¡Salen ovejas!
–No nos convienen. Mucha lana y poca carne.
–¡Salen cabras!
–No nos convienen. Mucho hueso y poca carne.
–¡Salen vacas!
–No nos convienen. Muchos cuernos y más peso.
–¡Salen yeguas y potrillos!
–Esto sí nos vendrá bien. Ahora tendrás que abrir los ojos y aprender lo que hay que
hacer.

El lobo, despacio y agachándose, se acercó al abevadero. La raposilla no perdía


detalle. Pronto, un potrillo gordo y lustroso se acercó al abrevadero. El lobo, decidido,
con las patas remueve el agua violentamente y levanta una oleada de salpicaduras.

El potrillo, al sentir el chapoteo, cierra los ojos y el lobo, rápido, se le echa al cuello.
Con el peso, el potrillo bajó la cabeza y el lobo, ¡zas!, lo mató de un mordisco. Nadie
se dio cuenta de nada y el lobo hizo una señal a la zorrita para que saliese y lo
ayudase. Entre los dos cargaron con el pobre potrillo y a la madriguera se ha dicho.
–¿Miraste bien, ahijada? ¡Así hay que trabajar si de hartarse se trata!

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Y rápidamente los dos, mordisco va, mordisco viene, comieron cuanto quisieron y aún
les sobró carne para varios días. Con la barriga llena, se fueron a dormir.
 
Mientras tanto, en la granja de los Babiecas se lamentaban porque habían notado la
falta del potrillo, y decidieron vigilar con mil ojos, noche y día.
 
Al día siguiente, mientras el dormilón del lobo roncaba todavía, la pequeña zorra salió
camino de su casa.
–¡Mamá, mamá! –gritó al llegar–, ya no es preciso que me quede más tiempo con el
padrino. Ya he aprendido cuanto hay que saber. ¡Llama a mis hermanitas, lávales la
cara y péinalas que vamos a ir de caza!

La raposilla, decidida, se llevó toda la manada hacia la granja de los Babiecas y allí les
explicó todo lo que tenían que hacer. Salió la yeguada y un potrillo se acercó al
abrevadero.

La zorrita, que ya estaba dentro, dio un salto y se le colgó del cuello. Pero como no
pesaba tanto como el lobo, el potrillo ni siquiera movió la cabeza. Asustado, relinchó y
coceó con fuerza. El resto de los animales, al oír el alboroto, entre relinchos y chillidos,
huyeron al galope.

La gente de la granja, pastores y labriegos, salieron disparados con horquillas, hoces,


palos y escopetas. Y persiguieron a las zorras, hijas y madre, hasta que no dejaron
una ni para muestra.

Desde aquel día, la granja cambió de nombre: Ahora se llama granja Ojoavizor.
¿Sabes por qué?

LA BELLA Y LA BESTIA

La primera pidió un vestido de brocado, la segunda un collar de perlas y la


tercera, que se llamaba Bella y era la más gentil, le dijo a su padre: “Me bastará
una rosa cortada con tus manos”. El mercader partió y, una vez ultimados sus
asuntos, se dispuso a volver cuando una tormenta le pilló desprevenido.

El viento soplaba gélido y su caballo avanzaba fatigosamente. Muerto de


cansancio y de frío, el mercader de improviso vio brillar una luz en medio del
bosque. A medida que se acercaba a ella, se dio cuenta de que estaba
llegando a un castillo iluminado. “Confío en que puedan ofrecerme
hospitalidad”, dijo para sí, esperanzado. Pero al llegar junto a la entrada, se dio
cuenta de que la puerta estaba entreabierta y, por más que llamó, nadie acudió
a recibirlo. Entró decidido y siguió llamando. En el salón principal había una
mesa iluminada con dos candelabros y llena de ricos manjares dispuestos para
la cena. El mercader, tras meditarlo durante un rato, decidió sentarse a la
mesa; con el hambre que tenía consumió en breve tiempo una suculenta cena.
Después, todavía intrigado, subió al piso superior. A uno y otro lado de un
pasillo larguísimo, asomaban salones y habitaciones maravillosos. En la

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primera de estas habitaciones chisporroteaba alegremente una lumbre y había
una cama mullida que invitaba al descanso.

Era tarde y el mercader se dejó tentar; se echó sobre la cama y quedó dormido
profundamente. Al despertar por la mañana, una mano desconocida había
depositado a su lado una bandeja de plata con una cafetera humeante y fruta.
El mercader desayunó y, después de asearse un poco, bajó para darle las
gracias a quien generosamente lo había hospedado. Pero al igual que la noche
anterior, no encontró a nadie y, agitando la cabeza ante tan extraña situación,
se dirigió al jardín en busca de su caballo que había dejado atado a un árbol,
cuando un hermoso rosal atrajo su atención.

Se acordó entonces de la promesa hecha a Bella, e inclinándose cortó una


rosa. Inesperadamente, de entre la espesura del rosal, apareció una bestia
horrenda que iba vestida con un bellísimo atuendo; con voz profunda y terrible
lo amenazó:

–¡Desagradecido! Te he dado hospitalidad, has comido en mi mesa y dormido


en mi cama y, en señal de agradecimiento, ¿vas y robas mis rosas preferidas?
¡Te mataré por tu falta de consideración!

El mercader, aterrorizado, se arrodilló temblando ante la fiera:

–¡Perdóname! ¡Perdóname la vida! Haré lo que me pidas! ¡La rosa era para mi
hija Bella, a la que prometí llevársela de mi viaje!

La bestia retiró su garra del desventurado.

–Te dejaré marchar con la condición de que me traigas a tu hija.

El mercader, asustado, prometió obedecerle y cumplir su orden. Cuando el


mercader llegó a su casa llorando, fue recibido por sus tres hijas, pero después
de haberles contado su terrorífica aventura, Bella lo tranquilizó diciendo:

–¡Padre mío, haré cualquier cosa por ti. No debes preocuparte, podrás
mantener tu promesa y salvar así la vida! ¡Acompáñame hasta el castillo y me
quedaré en tu lugar!

El padre abrazó a su hija:

–Nunca he dudado de tu amor por mí. De momento te doy las gracias por
haberme salvado la vida. Esperemos que después…

De esta manera, Bella llegó al castillo y la Bestia la acogió de forma


inesperada: fue extrañamente gentil con ella. Bella, que al principio había
sentido miedo y horror al ver a la Bestia, poco a poco se dio cuenta de que, a

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medida que el tiempo transcurría, sentía menos repulsión. Le fue asignada la
habitación más bonita del castillo y la muchacha pasaba horas y horas
bordando cerca del fuego. La Bestia, sentada cerca de ella, la miraba en
silencio durante largas veladas y, al cabo de cierto tiempo empezó a decirles
palabras amables, hasta que Bella se apercibió sorprendida de que cada vez le
gustaba más su conversación. Los días pasaban y sus confidencias iban en
aumento, hasta que un día la Bestia osó pedirle a Bella que fuera su esposa.
Bella, de momento sorprendida, no supo qué responder. Pero no deseó
ofender a quien había sido tan gentil y, sobre todo, no podía olvidar que fue ella
precisamente quien salvó con su sacrificio la vida de su padre.

–¡No puedo aceptar! –empezó a decirle la muchacha con voz temblorosa–, si


tanto lo deseas…

–Entiendo, entiendo. No te guardaré rencor por tu negativa.

La vida siguió como de costumbre y este incidente no tuvo mayores


consecuencias. Hasta que un día la Bestia le regaló a Bella un bonito espejo de
mágico poder.

Mirándolo, Bella podía ver a lo lejos a sus seres más queridos. Al regalárselo,
el monstruo le dijo:

–De esta manera tu soledad no será tan penosa.

Bella se pasaba horas mirando a sus familiares. Al cabo de un tiempo se sintió


inquieta, y un día la Bestia la encontró derramando lágrimas cerca de su espejo
mágico.

–¿Qué sucede? –quiso saber el monstruo.

–¡Mi padre está muy enfermo, quizá muriéndose! ¡Oh! Desearía tanto poderlo
ver por última vez!

–¡Imposible! ¡Nunca dejarás este castillo! –gritó fuera de sí la Bestia, y se fue.

Al poco rato volvió y con voz grave le dijo a Bella:

–Si me prometes que a los siete días estarás de vuelta, te dejaré marchar para
que puedas ver a tu padre.

–¡Qué bueno eres conmigo! Has devuelto la felicidad a una hija devota –le
agradeció Bella, feliz.

El padre, que estaba enfermo más que nada por el desasosiego de tener a su
hija prisionera de la Bestia en su lugar, cuando la pudo abrazar, de golpe se

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sintió mejor, y poco a poco se fue recuperando. Los días transcurrían deprisa y
el padre finalmente se levantó de la cama curado.

Bella era feliz y se olvidó por completo de que los siete días habían pasado
desde su promesa. Una noche se despertó sobresaltada por un sueño terrible.
Había visto a la Bestia muriéndose, respirando con estertores en su agonía, y
llamándola:

–¡Vuelve! ¡Vuelve conmigo!

Fuese por mantener la promesa que había hecho, fuese por un extraño e
inexplicable afecto que sentía por el monstruo, el caso es que decidió marchar
inmediatamente.

–¡Corre, corre caballito! –decía mientras fustigaba al corcel por miedo de no


llegar a tiempo.

Al llegar al castillo subió la escalera y llamó. Nadie respondió; todas las


habitaciones estaban vacías. Bajó al jardín con el corazón encogido por un
extraño presentimiento. La Bestia estaba allí, reclinada en un árbol, con los
ojos cerrados, como muerta. Bella se abalanzó sobre el monstruo abrazándolo:

–¡No te mueras! ¡No te mueras! ¡Me casaré contigo!

Tras esas palabras, aconteció un prodigio: el horrible hocico de la Bestia se


convirtió en la figura de un hermoso joven.

–¡Cuánto he esperado este momento! Una bruja maléfica me transformó en un


monstruo y sólo el amor de una joven que aceptara casarse conmigo, tal cual
era, podía devolverme mi apariencia normal.

Se celebró la boda y el joven príncipe quiso que, para conmemorar aquel día,
se cultivasen en su honor sólo rosas en el jardín. He aquí por qué todavía hoy
aquel castillo se llama “El Castillo de la Rosa”..

PEDRO Y EL LOBO
Un día, decidió que sería buena idea divertirse a costa de la gente del pueblo que
había en los alrededores. Se acercó y empezó a gritar:

– ¡Socorro! ¡El lobo! ¡Qué viene el lobo!

La gente del pueblo cogió lo que tenía a mano y corriendo fueron a ayudar al pobre
pastorcito que pedía auxilio, pero cuando llegaron, descubrieron que todo había sido
una broma pesada del pastor. Y se enojaron.

Cuando se habían ido, al pastor le hizo tanta gracia la broma que pensó en repetirla. Y

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cuando vió a la gente suficientemente lejos, volvió a gritar:

– ¡Socorro! ¡El lobo! ¡Qué viene el lobo!

Las pobladores, al volverlo a oír, empezaron a correr otra vez pensando que esta vez
se había presentado el lobo, y realmente les estaba pidiendo ayuda. Pero al llegar
donde estaba el pastor, se lo encontraron por los suelos, riendo al ver como los
aldeanos habían vuelto a auxiliarlo. Esta vez los aldeanos se enfadaron aún más, y se
marcharon terriblemente enojados.

A la mañana siguiente, el pastor volvió a pastar con sus ovejas en el mismo campo.
Aún reía cuando recordaba correr a los aldeanos. Pero no contó que, ese mismo día,
si vió acercarse el lobo. El miedo le invadió el cuerpo y, al ver que se acercaba cada
vez más, empezó a gritar:

– ¡Socorro! ¡El lobo! ¡Qué viene el lobo! ¡Se va a comer todas mis ovejas! ¡Auxilio!

Pero esta vez los aldeanos, habiendo aprendido la lección el día anterior, hicieron
oídos sordos.

El pastorcillo vió como el lobo se abalanzaba sobre sus ovejas, y chilló cada vez más
desesperado:

– ¡Socorro! ¡El lobo! ¡El lobo! – pero los aldeanos continuaron sin hacer caso.

Es así, como el pastorcillo vió como el lobo se comía unas cuantas ovejas y se llevaba
otras para la cena, sin poder hacer nada. Y se arrepintió en lo más profundo de la
broma que hizo el día anterior.

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