Sarlo Lin y Pauls Sobre Sebald

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Un maestro de la paráfrasis

POR BEATRIZ SARLO


La primera pregunta es: ¿qué estoy leyendo? Después, ¿cómo está hecho lo que
estoy leyendo? Los tres libros de W.G. Sebald –Vértigo (1990), Los emigrados
(1992), Los anillos de Saturno (1995)– obligan a esta doble interrogación. Son
obras extrañas. No diría enigmáticas, ni difíciles (en el sentido en que la
literatura del siglo XX tiene obras difíciles y textos enigmáticos). Cuentan
decenas, probablemente centenares, de historias cuyo estatuto oscila entre la
autobiografía, las biografías, la crónica, los libros de viajes y curiosidades, el
documento íntimo. ¿Cuánto hay de biográfico en Sebald? La pregunta sobre ese
estatuto no se impone con la misma nitidez que las dos anteriores. Sus libros no
exploran los límites entre ficción y biografía sino que los vuelven irrelevantes.
A lo largo de su obra, ahora brutalmente interrumpida, Sebald se había tomado
el trabajo de probar sus historias con fotografías que muestran personajes,
objetos, manuscritos o lugares. Se podría sospechar de esos documentos, pero no
hay demasiados motivos para pensar que Sebald no anduvo por esas playas
desoladas, o que esas fotos de 1950 no son las de su pueblo ni las de su maestro.
En las últimas décadas, la crítica ha desconfiado tan ferozmente de los textos,
que es difícil descartar la idea (sino tan previsible como inevitable) de que
Sebald nos estaría tendiendo una trampa. Intuyo que Sebald des-concierta por
otras razones.
Uno de los rasgos originales de Sebald es que se colocaba más allá de la
problemática crítica del último medio siglo. Escribía como si no hubiera sido
tocado por los debates sobre la narración en primera persona, la
autorrepresentación y la referencialidad (aclaremos que Sebald, profesor de
Literatura, difícilmente haya podido pasarlos por alto). El recurso a la primera
persona es constante. Sebald (digamos “el narrador”, por única vez) viaja,
investiga in situ, describe lo que encuentra. Opina muy poco, generalmente
cuando quiere registrar el modo en que se perdió de ver lo que debería haber
visto antes, los cosas que se le pasaron por alto y a las cuales debe volver,
obligado por una vieja distracción. No opina del modo en que lo hace un viajero
como Naipaul, con esa voz imposible de no ser escuchada en sus equivocaciones
de extranjero visitando el mundo; pero tampoco opina como lo hace Saer, en El
río sin orillas, para establecer posición sobre algunos hechos sobre los que esa
posición no debe callarse (como la dictadura militar). Sebald traza diagonales
que llevan al pasado nazi de Alemania, las persecuciones y el Holocausto,
contando historias tan mínimas y desgarradoras que son suficientes y expulsan el
comentario o la invectiva. Con Claudio Magris, otro extraño de la literatura
europea, Sebald es un humanista que nunca se considera obligado a decirlo.
Escribo la palabra “humanista” y me doy cuenta de que ella es también una
palabra extraña a nuestro vocabulario ideológico. Fue estigmatizada en los años
sesenta y nunca volvimos a usarla, excepto en su acepción histórica. Había algo
en Sebald que conducía hacia esa vieja palabra sin crédito.
Estos tres títulos de Sebald (excluyo de mis consideraciones Austerlitz porque no
había aparecido en el momento en que escribí originalmente estas líneas)
presentan un pasaje, un movimiento, una inestabilidad. Esto es bien evidente en
el caso de Vértigo y Los emigrados. El más poético, Los anillos de Saturno, se
explica en el epígrafe: los anillos de Saturno son helados fragmentos de lunas
destruidas al acercarse demasiado al planeta. Sebald camina, caminan sus
personajes, viajan aquellos que escribieron memorias que Sebald lee y vuelve a
contar. El mundo no está hecho de localidades sino de los espacios entre
localidades (incluso cuando una localidad lo es en sentido fuerte, como la aldea
alemana donde se crió elescritor, de ella algunos se van y otros son expulsados).
Los personajes pueden añorar su localidad, pero un nuevo afincamiento es
imposible.
Sebald mismo era un desplazado: profesor alemán que vivía en Inglaterra
enseñando literatura europea, fue director, por varios años, de un centro de
estudios sobre la traducción literaria. Se podría decir: una vida que trató de
adecuarse a su literatura, previendo lo que ésta sería, preparándola (empieza a
escribir después de los cuarenta años).
Ante todo, como Werner Herzog, Sebald es un caminante. Esta forma “artesanal”
de desplazarse en el espacio (aunque, claro está, a veces el avión o el barco son
inevitables), lo diferencia de los viajeros literarios contemporáneos, que deben
irse muy lejos en busca de lo exótico: Bruce Chatwin, Naipaul. Más bien, a la
manera de Magris en Microcosmos, revisa territorios que pueden recorrerse en
pocos días. El caminante Sebald encuentra, en la marcha, un ritmo, una
indispensable lentitud y, sobre todo, una óptica apropiada para percibir las cosas
y las personas como si no fueran extranjeras: de a poco, en silencio, tratando de
que la llegada pase desapercibida.

II
Sebald era un maestro del discurso referido. Probablemente ésta sea la clave,
desde la primera página de su primer libro, Vértigo. Allí sigue a Stendhal,
enrolado en el ejército napoleónico, en la campaña de Italia: primera guerra y
primeros amores. Luego, refiere algunas relaciones sentimentales que Stendhal
incluye en De l’amour. En los párrafos finales, lo ve caer, víctima de una
apoplejía, en una calle de París. El arco de una vida contada nuevamente, sin
otras fuentes que las que da Stendhal mismo. Quien no lo haya leído se
preguntará ¿cómo esto parece de una originalidad tan fuerte? Es la misma
pregunta que me hago después de haberlo leído. Sebald o el arte de la
paráfrasis.
El último capítulo de ese primer libro cuenta la visita de Sebald, por primera vez
desde entonces, a la aldea alemana donde pasó su infancia. Llega, atravesando
bosques y montañas durante todo un día, a un lugar que es, a la vez, conocido y
desconocido. Como en un atlas histórico (pero de una historia autobiográfica y
mínima) los lugares se recuperan superpuestos con otras edificaciones, con las
reformas o los estragos materiales causados por la decadencia de sus ocupantes.
Lo que se busca aparece desfasado, corrido, borroneado, corregido.
Esa suerte de asincronía en el espacio produce un melancólico relato, todo
pérdida. Pero también produce un efecto hipnótico (el placer de que a uno le
cuenten historias, el placer arcaico de la noticia sobre desconocidos, seres
comunes, quizás, pero curiosos o intrigantes por la distancia). A su vez, el
discurso referido de Sebald, que cuenta lo que a él le contaron o lo que ha leído,
se sostiene en el interés absorbente que pone de manifiesto por las historias de
otros. En realidad, todas esas historias son capítulos potenciales de una historia
propia, cuya combinación es imposible. La historia propia queda siempre
incompleta mientras que las historias ajenas se extienden sobre los recuerdos de
Sebald reclamando un lugar y un desenlace. Como si dijeran: nosotras somos más
interesantes.
El movimiento es más o menos así: Sebald parte hacia algún lado, en el espacio,
o hacia atrás, hacia un momento del pasado. Enseguida, un texto, un objeto, un
paisaje o una casa, una noticia en el diario o un libro encontrado por casualidad
lo desvían. La narración comenzada no se interrumpe (porque el corte neto de
una interrupción no está nunca en la prosa de Sebald) sino que empalma con otra
y esa otra, cuando tropieza contra un nuevo objeto, con la siguiente.
No se trata de un efecto de “cajas chinas”, donde la primera narración es marco
de la segunda, la segunda de la tercera y así sucesivamente. Másbien, el efecto
es el del fundido de una imagen en otra. Muchas veces, el pasaje se produce en
el medio de un párrafo, pero sin ninguna indicación fuerte que subraye la
emergencia de la nueva historia. Sebald no marca sus procedimientos, no incluye
señales que los muestren, tampoco los disimula. Sin énfasis sintáctico, las
historias se suceden fundiéndose. Si, eventualmente, se vuelve a una historia-
marco (como lo es la caminata por la costa inglesa en Los anillos de Saturno), se
trata más bien de largas interpolaciones antes que de un sistema de historias
imbricadas.
Esta renuencia a utilizar procedimientos sintácticos muy evidentes o
espectaculares no les da a los relatos un encadenamiento más sencillo. Por el
contrario, en el pasaje por fundido de un relato a otro el lector sufre la ansiedad
de no saber cuándo esa historia, en la que ha comprometido su interés, va a
confluir en otra proponiéndole como final su desaparición. No hay ninguna
garantía de que un personaje interesantísimo no sea abandonado cuando
aparezca un objeto, una fotografía o un paisaje que sea más interesante.
Sin embargo, lejos de afirmar que estas historias son fragmentarias. A su manera,
se cuentan enteramente: auge y decadencia de la pesca de arenque en un puerto
del Mar del Norte; la rebelión de los Taiping; un episodio sentimental en la vida
de Chateaubriand o un viaje de Kafka; la curiosa historia de un emigrado alemán
a Estados Unidos, desde los años veinte hasta su muerte; las de un maestro judío,
un pintor alemán en Manchester, o la familia de unos vecinos en la aldea de W.
Sebald es un maestro en descubrir lo “novelesco” en vidas o escritos ajenos.
Estas narraciones llevan dentro otros relatos más breves, o, a veces, sólo largas
descripciones de paisajes, de un cuadro, del detalle de un fresco en una iglesia
(y, a veces, el viaje para llegar a esa iglesia es otra historia).
El fundido de las narraciones produce un efecto de nivelación: los vecinos de
aldea conocidos en la infancia son tan interesantes como un pintor excéntrico o
un jardinero inglés, viejo y solitario. Todas estas vidas, tan diferentes en su
cualidad “novelesca”, producen relato y quien escribe está igualmente
interesado en todas ellas. La materia puede ser remota o cercana, trivial,
excepcional o directamente increíble. Esta nivelación es, diríamos, una cualidad
humanística de los libros de Sebald, que mira todo con la misma intensidad.
Quien no haya leído a Sebald podría pensar, entonces, que la nivelación produce
un efecto de ausencia de cualidades (desde un punto de vista ideológico) y de
monotonía (narrativa). Eso no sucede nunca y habría que preguntarse por qué.
Algunas historias tienen personajes raros, marginales o extravagantes, otras
simplemente eligen personajes “normales” que, después de ser mirados muy de
cerca, muestran una grieta, aquello que constituye su originalidad o su misterio.
Pero, más allá de estas cualidades, la perspectiva de Sebald, en la que se cruzan
la distancia y la compasión, instala un pathos que finalmente alcanza a todos los
que entran en su relato. La literatura de Sebald es melancólica.

III
Por el pathos, Sebald es un escritor extraño a la constelación contemporánea.
Sus libros carecen de cualquier dimensión paródica, incluso en las formas más
débiles. Sin duda, esto le da a su prosa ese aire compacto y sólido, grave, denso
(no encuentro otro adjetivo) que sus críticos, comenzando por Susan Sontag,
llamaron, con admiración, sublime. Es ajeno también a toda perspectiva satírica
(como la de Bernhard, por ejemplo, escritor a quien Sebald admira). Finalmente,
permanece intocado por las materias que de la cultura popular mediática y la
industria cultural pasaron a la literatura. En todos estos aspectos, Sebald parece
particularmente inactual. Trabaja sólo con materiales de su experiencia y con
libros, imágenes y representaciones que no han pasado por el filtro audiovisual.
Naturalmente, incluye recortes de diarios, pero, convengamos, un recorte de
algo escrito hace décadas está bien lejos de la cita a los estilos y los personajes
de los medios contemporáneos. Con ese mundo, Sebald no mantiene distancia
sino que opera como si no existiera. Sus historias, por otra parte, tienen su
comienzo y, muchas veces, también su desenlace en una etapa previa a la de la
massmediatización, la cultura audiovisual, globalizada, o como se la llame. En
general son historias extraídas de la literatura, de libros encontrados en
bibliotecas o de sus recuerdos. De ninguno de los tres lugares, Sebald toma
impulso para pensar el último avatar cultural de Occidente.
Sebald es un extraordinario testigo de las ruinas de la modernidad, que le
resultan más interesantes que los desechos culturales de la posmodernidad. Su
visión de las ruinas del siglo XX lo conduce directamente a lugares que se han
vuelto tétricos. Recorre la costa inglesa buscando la marca de una destitución de
lo objetivo, de una expulsión de las cosas respecto del mundo humano al cual
pertenecieron. Las ruinas de Sebald carecen de una belleza nostalgiosa, como las
ruinas medievales que el romanticismo descubría o inventaba. Son ruinas de la
civilización industrial, caídas en el desuso que es lo peor que puede sucederle a
un objeto que ha sido pensado teniendo su función como eje de su forma.
El viaje por las costas inglesas sigue un itinerario entre viejos edificios
abandonados, molinos, muelles, fábricas y pueblos de veraneo que la
modernización de las costumbres turísticas arrojó hacia una decadencia
irreversible. Los paisajes de Los anillos de Saturno son ruinosos. En eso Sebald
retoma una línea romántica, a la que es sensible porque también es sensible al
avatar contemporáneo de la Naturphilosophie en el ecologismo. Esto último, que
podría irritar a más de un lector, sin embargo se manifiesta no como discurso
programático sino como interés concentrado en la muerte de un árbol,
perfectamente determinado, biográficamente unido al narrador.
Como las ruinas modernas, la naturaleza misma está arruinándose: las playas se
destruyen, caen los acantilados, los médanos se desplazan y se convierten en
montes de arena sin sentido en el paisaje. Allí donde hombres y mujeres
trabajaron, hoy se extiende una desolación que no es pintoresca porque todavía
los restos no han envejecido del todo, por una parte, y porque Sebald no los mira
superficialmente, con la excitación de quien atribuye la belleza del pasado a
cualquier cosa.
Desolación y abandono: Sebald rescataba ese paisaje sin estetizarlo.
Arqueologías de la modernidad: una vez más un alemán tomaba, como Walter
Benjamin, este camino.

El desarraigo

POR DANIEL LINK

W.G. Sebald, considerado como uno de los grandes escritores (sino el más
grande) de la literatura europea, falleció el pasado viernes 14 a los 57 años, en
un accidente de auto en Norwich (Inglaterra), donde vivía. El escritor viajaba en
coche con su hija, que sobrevivió, gravemente herida. En los años sesenta,
Sebald había emigrado desde su Alemania natal al Reino Unido, donde trabajaba
como catedrático de Literatura.
En un puñado de narraciones –Vértigo, Los emigrados, Los anillos de Saturno,
Austerlitz (2001)– logró recrear un singular universo de “gran literatura”, según
aseguró la escritora Susan Sontag. Introvertido y tímido, Sebald parecía un
hombre de otro tiempo, como los personajes de sus libros. Quienes lo conocieron
(ver la entrevista de Nuria Amat publicada por Radarlibros el 7 de enero de este
año) señalan hasta qué punto aborrecía los ajetreos de la “vida moderna”:
odiaba las computadoras y no leía literatura contemporánea.
Poco reconocido en su país natal, Sebald creía que en Alemania resultaban
incómodas sus invocaciones al Holocausto y al destierro sufrido por quienes
huyeron del Tercer Reich. Sebald decía haber nacido (en 1944, en Wertach, un
pueblito bávaro) “en una familia posfascista alemana”.
Agobiado en parte por la estrechez de miras de la Alemania de la posguerra,
Sebald abandonó su país a los 21 años y se marchó primero a Suiza y luego a
Inglaterra. Pese a haber vivido más de treinta años en el Reino Unido, se seguía
sintiendo profundamente desarraigado. “Me he convertido en algo así como una
existencia ambulante y encaro con cierto pánico lo que me resta de vida... Hay
que irse. Todo se destruye”, declaró a Radarlibros. Junto al destierro, la
melancólica recreación del pasado es un tema central de su obra.
En 1985 publicó Die Beschreibung des Unglücks (Descripción del infortunio), su
primer libro, sobre la literatura austriaca de Stifter a Handke. Amaba la
literatura de Bernhard: “Es uno de mis modelos, y lo echo mucho de menos como
autor. Calificaría de periscópico su método de narrar con uno o dos desvíos. Es
una invención muy importante para la literatura épica de nuestro tiempo”,
señaló en una entrevista en Der Spiegel. Publicó también Unheimliche Heimat (La
patria siniestra, 1991) y reflexionó sobre Gottfried Keller, Johann Peter Hebel y
Robert Walser en Logis in einem Landhaus (Hospedaje en una casa rural, 1998), y
sobre la reticencia de la literatura alemana para tematizar los bombardeos
aéreos durante la Segunda Guerra Mundial en Luftkrieg und Literatur (Guerra
aérea y literatura, 1999).
Sebald fue un gran lector de Borges, a quien homenajeó ya en Los anillos de
Saturno. “Borges comprendió muy temprano el error que supuso expulsar a la
metafísica de la filosofía. Porque, de hecho, hay cosas que no nos podemos
explicar fácilmente, y porque, más allá de lo social, forman parte de nuestra
condición humana y nos permiten mantener cierta relación con los que nos
antecedieron. A mí, la metafísica me ha interesado desde muy temprano. Puede
que tenga que ver el que haya crecido en un pueblo muy atrasado, donde estas
actitudes de alguna manera aún estaban presentes. Hasta hace poco, la
presencia de los antepasados era real en muchas regiones. A esta gente se la
conocía. Los muertos siempre me han interesado más que los vivos. Los
cementerios me han atraído desde niño, y no creo que sea morbosidad. Lo que a
mí me interesa es de qué personas se trataba, y en ello también tienen que ver
las ideas. Recordar a los muertos nos distingue de los animales.” Que así sea.

Noche y niebla

Por Alan Pauls

No es casual que W. G. Sebald, el último centinela de la Alta Literatura, haya


sido traductor. Vértigo, Los emigrantes (1993), Los anillos de Saturno y Austerlitz
–cuatro libros de una fulminante lentitud que, en apenas diez años, revelaron y
consagraron a un escritor sorprendentemente tardío– están animados por la
misma fuerza que corre por las venas de la traducción: la pulsión de mesianismo
y melancolía que otro escritor-traductor alemán, Walter Benjamin, tenía en la
cabeza mientras redactaba su famoso ensayo La tarea del traductor. “Tarea”, en
ese contexto, se entiende como misión; es decir: algo que el traductorescritor
recibe de un más allá situado en algún punto del pasado y que debe encargarse
de llevar, de hacer pasar hacia otro lado, un más allá virtual, utópico, donde se
supone que habrá de realizarse plenamente. Ese “algo” es, a la vez, una deuda y
una demanda; al texto original (escrito en su lengua original) le falta
exactamente lo mismo que reclama: trasmitirse –y un texto sólo se trasmite
cuando es otro: cuando cambia de lengua. Como el traductor, que se hace cargo
de la deuda, responde a la demanda y –más un portador que un autor– hace
viajar el sentido a través de las lenguas, vigilando de cerca sus mutaciones, el
escritor según Sebald es el que se hace cargo de las deudas impagas (las
demandas desoídas) de la Historia. Las detecta husmeando entre escombros,
ruinas, archivos quemados, como un arqueólogo o un especialista en catástrofes;
las articula, las hace hablar, las libera, abriéndolas al juego siempre incierto de
su reconstrucción; y a medida que esas heridas históricas -muertes, pérdidas,
exilios– van reapareciendo, desfiguradas por la voz frágil con que las evocan los
lugares, los libros, las imágenes, los sobrevivientes, Sebald las “documenta” con
fotos, ilustraciones de época, dibujos, textos autógrafos, todo un archivo de
evidencias caseras, referencialmente improbables, que los libros van
desgranando como páginas de un álbum doméstico, donde los iconos de la
Historia se codean con los fetiches más íntimos de la tragedia privada. Memory
art. Escribir no es probar lo que sucedió; de ahí que los “documentos” con que
Sebald apoya sus minuciosas excavaciones históricas no puedan ser más
ambiguos. Más que la verdad de un suceso, lo que la literatura de Sebald afirma
es la verdad de la memoria, esa máquina de desenterrar, repatriar,
manufacturar y trasmitir sucesos. Es una verdad a la vez artística y política,
documental y ficticia, histórica y personal, y la literatura –la Alta Literatura, la
que tiene una misión que cumplir– sólo puede desplegarla a su manera:
fraseándola. Como Thomas Bernhard (pero sin su odio), como Proust (pero sin sus
distracciones ni su microscopismo), Sebald, artista del lamento y la memoria,
inventó una extraña forma de ficción hecha de autobiografía, relato de viaje e
investigación histórica, pero sobre todo inventó algo más modesto y más
soberano: una frase. Hay una frase Sebald –como hay una frase Proust y una frase
Bernhard–; es única, inconfundible, y sin duda está llamada a “quedar”. Pero ese
prodigio sintáctico es mucho más que una cuestión de estilo; es un elemento
(suerte de medioambiente en el que todo flota, nada, se reproduce), un
movimiento (que enlaza pasado y presente en un gesto casi cinematográfico,
como de plano-secuencia) y una música (que lo penetra todo, que arrastra
consigo ideas, emociones, afectos): los tres componentes que hacen que un
mundo se ponga a existir.
Leyenda

 Por Rodrigo Fresán

No acaba de disiparse aún el desconcierto por la inesperada muerte de Winfried


Georg Maximilian Sebald –también conocido como W. G. Sebald o Max Sebald–
cuando ya se han puesto en marcha las bien aceitadas máquinas de su
canonización. Nacido el 18 de marzo de 1944 en Wertach, Alemania, y muerto el
14 de diciembre de 2001 en East Anglia (Inglaterra) de un ataque cardíaco
mientras conducía su automóvil (o viceversa; una muerte mixta y sebaldiana, en
cualquier caso), el escritor desaparece de este mundo en el momento exacto de
su triunfo internacional a partir de la traducción de su obra al inglés, pero
reaparece con renovados bríos desde ese Más Allá del que disfrutan los pocos
elegidos a la hora del “clásico instantáneo”. Los porqués para su inmediata
admisión a un club tan selecto son lógicos. A saber:
1) Sebald era un académico respetado por los suyos que, además, escribía unas
ficciones “mixtas”, entre el ensayo y lo narrativo, que lo hicieron muy querido
por cierta crítica y por ciertos lectores que antes ya habían pasado por Kundera,
Eco & Co.: es decir, un escritor inteligente para un lector inteligente pero –
atención–, no un “escritor de ideas” sino un escritor con buenas ideas.
2) Sebald era un Europeo Total: alemán oficiando primero como lector y después
como profesor de literatura en universidades inglesas durante casi cuarenta años,
a la vez que escritor en su idioma nativo (trabajando codo a codo con sus
traductores) y sintetizador cum laude de la naturaleza de su continente.
3) Sebald era un logrado agonista que, sin caer en los lloriqueos de Sabato o en
los exabruptos de Saramago, denunciaba con elegancia el apocalipsis en cámara
lenta en el que nos encontramos todos metidos, a la vez que confesaba su
“incapacidad para escribir desde una posición moral” y así, ominoso pero
divertido, beneficiarse de lo mejor de ambos mundos: el compromiso
descomprometido del pesimista bon vivant.
4) Sebald era un todavía más elegante divulgador, procesando vidas y obras de
otros para –subliminalmente y no tanto– relacionarlas con la suya e insinuar –
subliminalmente y no tanto– que Stendhal, Casanova, Browne, Conrad, Napoleón
(y siguen las firmas) eran, de algún modo, parte inseparable de un Sebald que no
se cansaba de repetir que “no leo contemporáneos” y “no soporto los chirriantes
ruidos de las novelas modernas”.
5) Sebald, devoto fotógrafo y apasionado de los archivos, supuestamente
“descubrió” una nueva forma narrativa donde se funde lo autobiográfico, con lo
biográfico, con imágenes –fotos, mapas, dibujos–, y también que se puede
competir y ganar con estilo libre asociación de ideas, generando un
aparentemente estricto aparato documental pero que –atención– estaba lleno de
erratas adrede para el placer narcisista de connoisseurs y very few con la
educación necesaria para detectarlas.
6) El Gran Tema de Sebald era la batalla de la memoria (“la memoria es la espina
dorsal de toda literatura respetable”) contra el olvido, y su compulsión –perfecta
para un perfecto lector progre– era la de sacar a relucir los recuerdos, lo
olvidado a propósito, lo desaparecido, dragar esos “océanos de silencio”: para
Sebald, la culpa está para sentirla y no para negarla (lo que explica ciertas
reticencias de sus paisanos a la hora de certificar su grandeza), sin que esto
evitara su profundo desprecio por “la industria del Holocausto à la Spielberg &
Co.” y “todo tipo de confesionalismo”.
7) Sebald murió justo después de publicar su indiscutiblemente mejor y más
novelístico libro: Austerlitz. Obra donde por fin el autor presenta un personaje
fuera de su persona –el atribulado y nómade Jacques Austerlitz construido a
partir de “tres individuos y medio reales”– y consiguió un perfecto destilado
entre trama, historia, recuerdo y amnesia a la vez que obliga a pensar en todo lo
que pudo haber sido y no será y que, poromisión, hace a Sebald todavía más
grande a partir de una muerte en la plenitud de sus poderes.
Un genio del marketing no hubiera podido producir un mejor producto.

EL NUEVO ORDEN
La muerte ordena y, sí, pone las cosas en su justo sitio. La muerte –en un escritor
tan funerario como Sebald– aporta un factor extra: una nueva visión de sus libros
a partir del final en el que la obra en tránsito se convierte en súbita obra
completa y lo sebaldiano (el movimiento constante del cuerpo y de la cultura)
cambia de signo, de polaridad. Lo nómade vira a sedentario y el lector en
castellano –que se vio obligado a leer a Sebald a partir del recorrido trazado por
las ediciones inglesas– tendrá en breve la oportunidad de leer in toto la obra de
Sebald. Y en orden. A saber: el iniciático poema en prosa de 1988 After Nature
(recién aparecido en inglés), Vértigo (1990), Los emigrantes (1992), Los anillos de
Saturno (1995) y Austerlitz (2001, que Anagrama distribuirá en España a finales
del mes próximo y en un vago futuro en Argentina). Durante el 2002 se editarán
también Air, War and Literature (polémico ciclo de conferencias sobre el
bombardeo de ciudades europeas por los aliados y la responsabilidad e
irresponsabilidad en el asunto de los alemanes, cosa que no les cayó nada bien a
sus compatriotas) y For Years Now, poemas ilustrados por la artista Tess Jaray.
Agregar dos ensayos sobre literatura austríaca –Descripción de la miseria (1985) y
La patria siniestra (1991)–, un conjunto de reflexiones sobre Keller, Hebel y
Walser –Hospedaje en una casa rural (1998)– y eso, parece, es todo lo que habrá
hasta que alguien se anime a la inevitable recopilación de papeles académicos,
apuntes para clases, etc.
Y después, claro, pasado el entusiasmo y descubierto un nuevo astro, habrá que
ver si Sebald sigue siendo un nuevo sol entre los soles a los que habitualmente se
lo compara (Borges, Proust, Calvino, James, Nabokov, Conrad, Kafka y Bernhard,
a quien consideraba uno de sus modelos) o si, superado el encandilante momento
de nova, pasa a ser otra de las miles de muy interesantes estrellas muertas.
¿Provocará su ausencia una legión de fáciles imitadores? Es tan fácil ser
sebaldiano en la forma, ponerse a recortar figuritas privadas y anécdotas
públicas, sin preocuparse o importar demasiado el fondo de su prosa precisa. ¿O,
por lo contrario, nadie se atreverá a ocupar el espacio vacío? Una cosa, otra vez,
queda clara: todo juicio veloz por la prepotencia de una muerte antes de lo que
se suponía es, sí, inevitablemente un juicio apresurado. De este modo las
necrológicas y memoirs de amigos y colegas han elevado a Sebald a un altar muy
alto, tan alto que da vértigo.

EL VIEJO SISTEMA
Y el vértigo ofusca tanto los sentidos como el sentido común. La culpa –otra vez–
no es de Sebald sino de los fans de Sebald, que prefieren no ver en su
originalidad a los anteriores y simultáneos representantes de la forma. No me
refiero aquí al Stendhal de Henry Brulard o al Sterne de Un viaje sentimental (o a
la tan sebaldiana antes-de-Sebald –incluyendo fotos y mapas– Nadja de André
Breton), sino a todos esos contemporáneos que Sebald está en su derecho de no
leer pero que sus adictos no deberían desconocer. Nombres y títulos tan diversos
como el Michael Ondaatje de Running in the Family, el Rick Moody de The Black
Veil, el Enrique Vila-Matas de Historia abreviada de la literatura portátil, el Paul
Auster de La invención de la soledad, el Pierre Michon de Vidas minúsculas; el
Douglas Coupland de Polaroids from the Dead, el Javier Cercas de Soldados de
Salamina, el James Ellroy de Mis rincones oscuros, el Haruki Murakami de
Underground, el Don DeLillo de Submundo, el Javier Marías de Todas las almas y
Negra espalda del tiempo, el Jack Finney de Time and Again y From Time to
Time, y tantos otros. “Sí, recordamos y escribimos sobre nosotros mismos a
través del recuerdo y laescritura de otros”, explicó Sebald, un tanto obvio pero
funcionalmente epigramático.
Aunque parece que sus acólitos prefirieron y siguen prefiriendo oír para otro lado
y celebrar su ingenio antes que su genio: ese tempo y ese tono que hacen a todas
y cada una de sus frases perfectos ejemplos de eficacia y de orfebrería en la que
una encaja con otras pero, a la vez, se las puede admirar en solitario, como si
todo empezara y terminara en cada una de ellas.
En este contexto de universal apología absoluta y de busca solitaria de un estilo
entre ascético y exquisito, la publicación de After Nature –piedra fundamental
del edificio sebaldiano y obra de transición entre el ensayo y lo narrativo– tal vez
aclare una cuantas cosas gracias a que, paradójicamente, no es un gran libro de
Sebald pero sí es un libro muy interesante a la hora de catalogar al alemán
célebre por su posterior fiction-non-fiction. Para empezar, resulta un tanto
discutible su etiqueta de “poema en prosa”, así como sus intenciones de
reflexión lírica sobre la destrucción de la naturaleza a manos del hombre.
Cercano al zapping-enciclopedismo de las canciones del italiano Franco Battiato
(y al formato utilizado por Roberto Bolaño en Tres o Hans Magnus Enzensberger
en El hundimiento del Titanic), Sebald divide su ciclo poético en tres partes
estipulando desde el vamos la estética de su sistema caminando siempre por la
confusión que existe “entre la historia y la historiografía y la historia como
experiencia histórica”. Así, la primera parte de After Nature se ocupa del pintor
Matthias Grunewald; la segunda de Georg Wilhelm Steller, un miembro de la
expedición de Beringan explorer on the Bering expedition; y la tercera –la mejor
de todas– de W. G. Sebald inaugurando su personaje/caminata (que no puede
dejar de recordar al conductor de Connections, aquella formidable serie
televisiva de divulgación donde todo se relacionaba con todo) y su obsesión que
hace del miniturismo la excusa para convertirse en maxihistoriador, en dueño de
la Historia Universal a partir de la deuda con la historia privada.
“La oscura noche sale y avanza” (ver fragmento) inaugura ese vahído-vértigo que
marcará después, enseguida, posteriores exploraciones suyas donde –como suele
ocurrir con las supuestas reencarnaciones de Cleopatra o de Leonardo Da Vinci–
siempre se pasea, casualmente, por los territorios de los más trascendentes,
dejando los barrios bajos de lo anónimo para otra mejor oportunidad. El que este
primer Sebald nos hable en versos desflecados en lugar de líneas a toda página
poco y nada modifica el resultado –en realidad irrita un poco por su gratuidad–, al
compararlo con Los anillos de Saturno o Vértigo. Resultado al que Sebald llegó
cuando buscaba “una forma de escribir en la que el arte se manifestara con
discreción y sin pompa basándome un poco en los documentales que se pusieron
muy de moda en la Alemania de 1970 y que nunca fueron considerados
importantes”. Un sistema con el que trabajar un “efecto de realidad en la
ficción”. Dicho y hecho: After Nature funciona, según se prefiera, casi como una
deducción demasiado tardía de un detective o una confesión de asesino antes del
crimen. En cualquier caso: ambas motivaciones –la de buscar huellas digitales en
el mango de un cuchillo o la de clavarlo hasta el mango– están marcadas por una
obsesión con los efectos del pasado sobre el presente y la admisión de que “los
muertos siempre me han interesado más que los vivos”.
Aquí y ahora, muerto, Sebald es muy pero muy interesante para todos los que lo
sobreviven y juran por su nombre. Queda saber cuánto tiempo sobrevivirá su
fantasma. Volvemos a hablarlo en dos o tres años, ¿sí?

Las heridas de la memoria

El 14 de diciembre último murió el escritor alemán W. H. Sebald, una de las


voces más originales de fines del siglo XX. Su nombre, al principio casi un secreto
de conocedores, había ido creciendo en prestigio en todo el mundo. La muerte lo
sorprendió cuando acababa de aparecer la versión inglesa de su cuarta novela,
Austerlitz , sobre la que reflexiona en esta página el autor de La novia de Odessa
. En esa narración final, Sebald mezcla una vez más los géneros, la realidad y la
ficción, y eleva una oración contra el olvido

2 de Enero de 2002

Con sólo tres libros traducidos al inglés en menos de cinco años, W.G. Sebald
adquirió un altísimo renombre internacional entre esa minoría del gusto que
establece reputaciones sin atender a las cifras de venta. Nacido el 18 de mayo
de 1944 en la aldea bávara de Wertach im Allgäu, Winfried Georg Sebald se
había instalado en 1966 en Inglaterra, primero como profesor asistente de
literatura en la Universidad de Manchester y, desde 1970, en la de East Anglia,
en Norwich. Al margen de sus ensayos de crítica e historia literaria, tres
inclasificables obras de creación lo convirtieron en uno de los escritores más
originales del fin de siglo y por cierto, en el que mayor impacto tuvo en
la intelligentsia mundial.
Tras muchas dificultades debidas a su carácter deliberadamente
híbrido, Schwindel. Gefühle ( Vértigo ) halló un editor alemán, muy menor, en
1990. Sebald ha creado un género del que es único practicante: se trata de un
sutil entrelazamiento de autobiografía, crónica y ensayo que deriva
constantemente a lo que podría ser ficción sin que se aclare el status de la
narración ni el de las ilustraciones que, como borrosos recortes pegados en un
álbum familiar, tal vez la "documentan".
Los emigrantes y Los anillos de Saturno cimentaron la reputación de Sebald. En
años recientes, cantidad de premios literarios alemanes, vinculados todos ellos
a la tradición germana de la ilustración y de la disidencia, coronaron esa obra:
el de la ciudad de Berlín, los dedicados a la memoria de Heinrich Böll, de Joseph
Breitbach y, el más significativo, a la de Heinrich Heine. Un infarto lo
sorprendió hace dos semanas al volante de su automóvil, cerca de su hogar de
Norwich.
En el espléndidamente analítico idioma alemán, el duelo se llama Trauerarbeit ,
literalmente "trabajo de dolor, de luto". No se me ocurre mejor definición del
arte narrativo de W. G. Sebald, entendido como un minucioso, en apariencia
errático, sutilmente digresivo luto por la fugacidad de todas las cosas.
Un pathos particular impregna esta tarea, más intenso cuanto mayores son las
ambiciones con que individuos y gobiernos procuran derrotar esa fugacidad:
ruinas de palacios, escombros de fortalezas, paisajes corrompidos por utopías
industriales o mercantiles vuelven una y otra vez en los libros de Sebald como un
eco amplificado de tantas lápidas borroneadas en cementerios invadidos por la
maleza.
Austerlitz ha sido promovido por sus editores como "el más parecido a una
novela". Si recordamos que antes de la forma exigente elaborada por Flaubert y
James hubo espléndidas ficciones ajenas a ese canon, ya sean las de Cervantes,
Rabelais o Sterne, podemos leer como un elogio el desprecio de Valéry por el
género: "Tous les écarts lui appartiennent" ("Son suyos todos los desvíos"). El
lector de Sebald, en todo caso, busca en cada nuevo libro suyo ese inapresable
deslizamiento entre ficción y reflexión, entre lo narrativo y lo ensayístico en que
reconoce la voz propia del autor, como en el ambiguo status de las ilustraciones
intercaladas en el texto. Desteñidas fotos de familia, recortes de diarios, un
boleto de tren, que Sebald también ha convertido en marca de identidad, son
trampolines hacia lo imaginario antes que anclas en alguna "verídica" realidad,
como toda imagen que ha sobrevivido a su época y descubrimos desplazada de su
contexto original.
Ocurre que en Austerlitz aparece más visible la ordenación, el sistema de
digresiones constantes con que avanza el narrador-caminante, incorporando a su
relato encuentros fortuitos, descripciones, asociaciones libres entre paisajes,
lecturas y narraciones ¿secundarias? Más bien, ramificaciones incesantes cuyo
tronco el lector olvida hasta que una abrupta transición lo devuelve al sendero
que parecía perdido. La trama casi invisible de Los anillos de Saturno asocia
catástrofes públicas y desdichas privadas para iluminar esas "líneas de
sufrimiento" que el personaje Austerlitz reconoce a través de la Historia como su
único sentido. En Austerlitz hay una serie de encuentros, en distintas ciudades
europeas y por azares francamente improbables, entre el narrador-caminante y
un mismo personaje, de cuyas digresiones se convierte en testigo y transcriptor.
Esta unidad confiere al libro cierta ilusión de linealidad en medio de una
incesante profusión narrativa, y rescata al lector del vértigo que en Los anillos
de Saturno le provocaba el paso de La lección de anatomía de Rembrandt (¿a
quién sino a Sebald podía ocurrírsele investigar la identidad de Aris Kind, el
delincuente cuyo cuerpo es objeto de disección?) a Thomas Browne, autor de Urn
Burial , visitante contemporáneo del "teatro anatómico" del profesor Van Tulp. O
el paso del colapso de la industria pesquera en el Mar del Norte a Edward
Fitzgerald y a Chateaubriand, todos tocados, al ingresar en la trama de Sebald,
por un mismo sello de solitaria extravagancia y fatalidad.

***

En Austerlitz más aún que en Los emigrantes , la shoa reaparece fielmente a la


vuelta de muchas esquinas narrativas. Prefiero esa palabra hebrea, que me
gustaría traducir por "anonadamiento" si esta palabra no hubiese perdido en
castellano la violencia que supone el "convertir en nada", brutalmente presente
en el alemán Vernichtung , aun en el inglés annihilation . Lo que no emplearé es
la tan bastardeada "holocausto", cuyos orígenes rituales no corresponden a la
realidad histórica que pretende designar, y hoy pertenece al mundo de Steven
Spielberg y Ariel Sharon. Es como una herida aún abierta, palpitante, en la
historia alemana y posiblemente en la biografía íntima del escritor, que éste no
puede dejar de escribir, encuentro nunca fortuito al que su errancia parece
condenada: entre las lápidas abandonadas al final de Los emigrantes o en la
arquitectura utilitaria del ghetto de Terezinstadt al que conducen fatalmente los
trabajos del excéntrico arquitecto Jacques Austerlitz.
Hasta los once años de edad, Austerlitz se había creído Dafydd Elias, niño galés
hijo de un sombrío hogar calvinista. Sus excursiones de adulto, objetivamente
dedicadas a la historia de la arquitectura y a un capítulo particular de esa
historia, las fortificaciones defensivas, avanzan ineluctablemente hacia la
revelación de que formó parte de uno de los kindertransport (transporte de
niños) que en 1939 pusieron a salvo en Inglaterra a niños que corrían peligro en
los países ya ocupados por el Tercer Reich. El estudio de la perfecta organización
del campo de Terezin, en Checoslovaquia, transformado en 1944 en aldea idílica
para una visita de inspección de la Cruz Roja internacional, verdadera "ciudad de
Potemkin" para funcionarios "humanitarios", lo conduce a la busca del film El
Führer regala una ciudad a los judíos , realizado para esa ocasión. (Sebald omite
una anécdota atroz, irónica:ese film fue realizado por Kurt Gerron, actor y
director teatral, que muchos identificarán, aun ignorando su nombre, como el
animador de cabaret en El ángel azul ; internado en Terezindstadt, Gerron
demoró lo más posible esa filmación que le garantizaba la supervivencia, pero no
pudo superar ciertos plazos y pasó del improvisado set de filmación a la cámara
de gas en Auschwitz.) Del hallazgo de una copia del film, Austerlitz pasa a su
transcripción a velocidad lenta, que transforma en sonambulismo o enajenación
tanto el trabajo como el ocio representados, y de una y otra visión de ese
movimiento ralenti a la busca, entre los prisioneros, del rostro olvidado, tal vez
desconocido, de su madre.
El destierro pudo ofrecer al personaje Austerlitz, como a los cuatro protagonistas
de Los emigrantes, la tercera novela de Sebald, la ilusión de una nueva vida, aun
de una nueva identidad. Pero sabemos que el pasado, infatigable, acecha y
vuelve para golpear, tanto más fuerte cuanto más tarde, como ocurrió con Paul
Celan o con Primo Levi. El personaje más patético de Los emigrantes es ese
Ambros Adelwarth que, al final de su vida, se confina voluntariamente en un
asilo psiquiátrico con la esperanza de que una serie de electroshocks puedan
borrarle la memoria.
Hay algo de réquiem en los amplios párrafos, sostenidamente graves, de las
últimas páginas de Austerlitz , como en el final de "The dead" de James Joyce.
No es responso ni kaddish , sino más bien una forma profana, ya latente en los
períodos de respiración siempre a punto de quebrarse y sin embargo
prodigiosamente renovada, que Sebald perfeccionó de libro en libro. Vacilo, más
allá de la mera gramática, entre "frase", con su connotación musical, y "oración",
con su sentido de plegaria. (En Austerlitz , el primer punto y aparte -me refiero
a la traducción inglesa, supervisada por el autor- aparece en la página 42. Esa
forma parece ser la que Sebald halló más propia para su personal "trabajo de
duelo".
Quiero traer una voz de un ámbito intelectual aparentemente lejano a Sebald,
que en contacto con su obra resuena con elocuencia particular. Se trata de
"Sobre la teoría de los fantasmas", uno de los "fragmentos filosóficos" incluidos
por Hokheimer y Adorno en Dialéctica del iluminismo : "En el mundo civilizado,
el duelo se convierte en una herida, un sentimentalismo asocial, pues demuestra
que aún no se ha logrado imponerle al hombre un comportamiento puramente
práctico [...]. En realidad se les inflige a los muertos lo que los antiguos judíos
consideraban la peor de las maldiciones: nadie deberá acordarse de ti. En su
actitud hacia los muertos el hombre deja estallar su desesperación por no ser ya
capaz de acordarse de sí mismo."

Sebald nació en 1944, casi contemporáneamente con ese texto, en una aldea que
a pesar de las destrucciones de la Segunda Guerra Mundial respiraba aún en un
espacio rural bávaro, austríaco, tan distinto del renano o del berlinés, a la vez
caldo de cultivo del nacional-socialismo y reserva "ecológica" de ciertas formas
de sociedad arcaica que la nueva Europa sólo toleraría por pocas décadas, en sus
repliegues más secretos. Pienso también en Danilo Kis, nacido en los Balcanes,
entre fronteras borroneadas durante siglos; en Claudio Magris, italiano de Trieste
que reivindicó la vecindad eslovena y reconquistó el pasado austro-húngaro de su
ciudad natal.

¿Por qué han escrito estos autores la literatura europea que más me importa de
las últimas décadas? No se trata solamente -detalle menor aunque para mí
significativo- de que hayan leído y releído a Borges y hayan proyectado sobre su
propia situación ciertas nociones más o menos explícitas en "El escritor argentino
y la tradición". Tal vez sea, fundamentalmente, que han hecho literatura con una
fe tenaz, indócil, en el poder de esa forma de escritura para calar más hondo e
iluminar más lejos que cualquier sistema de "ideas".

Lejos, muy lejos de estas individualidades fuertes, pienso en el mundillo literario


francés, con su galaxia de insignificantes premios anuales, celebridades
provincianas, docenas de prosistas decorosos y aspirantes a transgresores
mediáticos. Aun Michel Tournier, aun Patrick Modiano no pueden medirse con la
obra numerosa de Raymond Queneau o con la tan escueta de Julien Gracq o Luis-
René des Forets, los últimos grandes nombres de la literatura exangüe. Me
pregunto si la energía que en América hispana y, hasta no hace mucho, en los
Estados Unidos, se volcaba en la ficción, al dedicarse en tierras cartesianas a la
especulación filosófica, más bien al culto de lo intelectual por encima de lo
sensible, no ha inducido desde hace décadas un resecamiento de lo imaginario,
de la capacidad de abordar la ficción más allá del análisis o la demostración. En
Sebald, como en Kis y en Magris, la marginalidad respecto a las "metrópolis" fue,
como lo había sido mucho antes para Borges, un privilegio. La mirada tangencial
ha explorado, rescatado, convertido en algo rich and strange la herencia cultural
que las metrópolis habían dilapidado.
De ese rechazo del olvido, donde Adorno y Horkheimer veían un último atisbo
posible de humanidad para un hombre cosificado, sólo la literatura puede ser a la
vez trabajo de duelo y traza, trauerarbeit y denkmal . Ese rechazo es el ímpetu
inicial de la forma elaborado por Sebald y la incesante transmisión que durante
siglos fue cifra de la cultura, el premio y la misión que hereda el lector de sus
libros.

Obras

Vértigo: si bien es la primera novela de W. H. Sebald, es la tercera que aparece


traducida al español. En ella, el autor mezcla la autobiografía, la imaginación y
la historia. Recrea los amores de Stendhal en Italia y la existencia de Kafka en un
sanatorio.
Los anillos de Saturno: el escritor, convertido en caminante, narra un viaje a pie
por el condado de Suffolk. Los paisajes, objetos y seres que encuentra le sirven
para reconstruir como un arqueólogo el pasado de las ciudades y de los hombres,
así como las costumbres y los oficios desaparecidos.
Los emigrantes: Sebald cuenta en este libro la historia de cuatro judíos
emigrados (un médico, un maestro, un mayordomo y un pintor) que vivieron la
experiencia del desarraigo.
Por Edgardo Cozarinsky <br/> Para LA NACION - París, 2001
EL HOMBRE QUE CAMINABA. por Matias Serra Bradford

El 14 de diciembre se cumplen diez años de la muerte del escritor Alemán W.


G. Sebald.
EL HOMBRE QUE CAMINABA
 Un volumen recién publicado en inglés, “Saturn’s Moons”, recorre la vida de
este profesor, crítico y escritor alemán amante de los paseos y la fotografía.
por Matias Serra Bradford.  Revista Ñ <www. revistaenie.clarin.com>
LA HISTORIA SIN FIN. Desde la muerte del gran escritor alemán, se siguen
desempolvando textos inéditos.
Uno de los misterios mayores de la literatura, y del arte en general, aparece en
el momento en que se decide si una obra está terminada. En este sentido, una
muerte prematura lo trastoca todo y acelera, paradójicamente, la publicación de
obras inconclusas. Campo Santo de W. G. Sebald –editado hace unos años– reúne
un buen número de trabajos inacabados y textos dispersos, pero el escritorio de
Sebald debía de tener varios cajones secretos porque siguen surgiendo materiales
apreciados. De cualquier modo, nunca una obra es tan breve como aparenta. El
libro en homenaje a Sebald, Saturn’s Moons, incluye diversas piezas recuperadas
del olvido, entre ellas un puñado de ensayos, un guión y tres entrevistas
redescubiertas. El texto más sustancial, “Los ángeles tallados de East Anglia”, de
1974, ya denota su gusto por la prosa semi-documental, como él mismo la
llamaba, por iglesias y casas de antigüedades, por regiones que resguardan un
tiempo perdido. Otro notable documento es un guión jamás filmado sobre Ludwig
Wittgenstein, proyecto que no consiguió fondos a pesar de la precariedad de la
propuesta; la intención de Sebald era armar un filme con fotografías.
Considerable material inédito también contiene Across the Land and the Water,
que recopila poemas escritos desde 1964 hasta su muerte. Son poemas breves,
narrativos, recortados y retirados de la moviola de su prosa. Como suele pasar
con sus relatos, lo más memorable es lo pasajero: un encuentro fortuito en un
ferry, una confesión repentina, la forma de las hojas de un árbol extraño. No hay
que olvidar que su primer libro fuera de los ensayos críticos fue Del natural, un
largo poema que retrata a tres exploradores: el pintor Matthias Grünewald
–“testigo del milagro de la nieve”–, el botánico Georg Steller y el propio autor. El
año que apareció Austerlitz –su último año de vida– también publicó en una
revista una serie de poemas sobre pueblos y paisajes del norte alemán y una
serie de poemas brevísimos –For Years Now– del estilo de: “En los tiempos de
Scipio / uno podía caminar / todo a lo largo / del norte de África / en la
sombra”.
Otro libro póstumo, también de poesía, fue Sin contar, textos concisos que
acompañan fotos de ojos célebres o queridos, entre otros Beckett, Borges y
Onetti. Por ejemplo, debajo de los ojos de su perro Moritz leemos: “Por favor
envíame // el abrigo marrón / del valle del Rhin / con el que en una época /
hacía mis caminatas nocturnas”. Su incesante cercanía con la poesía vuelve a
subrayar lo incómodo que resulta en su caso el mote de novelista. En sus versos
se lo sorprende a Sebald –acaso porque era para él un género todavía más íntimo
e inestable– en una posición más vulnerable, más novedosa. Allí se halla el
Sebald más desconocido. (Es probable que no encontremos mejor lugar para
conocer a alguien, pero también para desconocerlo, que un poema oculto,
ocasional.) Los más difundidos de entre sus libros llegan con prestigio previo,
adherido, antes incluso del obtenido por su autor, por los temas y nombres con
que se involucra: Kafka, Stendhal, Thomas Browne. Cuando hay demasiada
historia en Sebald, se ve más al montajista que al escritor. Por eso es más
cautivante el Sebald personal, más dubitativo que informativo; cuando las cosas
le suceden a él, no porque le pasen a Sebald sino a un personaje, a un anónimo
que por momentos lleva su nombre.
Los anillos de Sebald
El gran tomo titulado Saturn’s Moons, que acaba de publicarse en inglés con la
edición de Jo Catling y Richard Hibbitt, está dividido en secciones que retratan,
sucesivamente, al Sebald niño, universitario, profesor, lector, crítico y escritor.
El autor de Los emigrados pasó sus primeros ocho años de vida en Wertach im
Allgäu, un pueblo de montaña en el límite norte de los Alpes, al sudoeste de
Bavaria, sobre la frontera con Austria. Un paisaje de una peligrosa perfección
postal. (Sebald coleccionaría postales de muy distinto tipo). La clase de lugar en
el que en esa época trasladaban madera en trineo. De chico se entretenía con
pedazos de piolín, con los que armaba telas de araña y se quedaba a esperar la
próxima presa. Si este episodio suena profético –del método de trabajo que
adoptaría Sebald– es porque el asunto es al revés: en algunos la infancia crea las
prácticas que serán, precisamente, nuestra única posesión en los años por venir.
Por la casi constante ausencia de su padre, el rol central lo asumió su abuelo,
con quien realizó caminatas que, fiel a su carácter de interminables, no olvidaría
jamás. Esas caminatas con su abuelo reaparecen en El paseante solitario y
en Vértigo, la menos singular de sus narraciones, pero la más relevante desde el
punto de vista autobiográfico. (La presencia fantasmática de la infancia en una
biografía replica la clase de presencia que tiene cuando el sujeto ya la ha dejado
atrás hace años.)
Sebald era muy buen nadador y participaba del coro y del grupo de teatro del
colegio. Ya de chico dependía del clima como le sucedía a su admirado Wieland.
El clima a menudo proveyó a Sebald, como a tantos melancólicos, del ánimo
conveniente, o funcionaba como conciliador entre extremos. En una ocasión
admitió: “El reverso de la melancolía es siempre la ironía. A veces a uno le da
risa la propia angustia y son dos estados de ánimo complementarios.” A esa clase
de ironía correspondería lo que notó uno de los alumnos: Sebald usaba un reloj
en cada mano, uno digital y otro análogo. Algunos recuerdan que el profesor
Sebald era introvertido, amable, un buen narrador oral, y que los recibía en su
oficina sentado en una silla baja, “casi oculto detrás de los sacos colgados”. Una
de sus palabras favoritas, dicen, era “imposible”. Puntuado por datos como éste,
o revelaciones como la que asegura que su nombre cotidiano (Max) era un
nombre adoptado por su incomodidad con el origen demasiado ario de sus dos
nombres de pila legales (Winfried Georg), Saturn’s Moons va delineando el lento
trayecto de Sebald. De profesor a crítico, de crítico a poeta, de poeta a
narrador, sin abandonar nunca ninguna de estas vocaciones (el método era
siempre el mismo).
En Sebald, vida y obra tienen una relación oblicua, clandestina, similar a la de un
texto y una imagen que conviven en una misma página. Nunca dejó de admitir
que las biografías y las vidas ajenas eran de lo que más lo fascinaba, al igual que
las coincidencias entre una vida y otra, entre otra vida y la propia. Encontrar en
la vida de otro algo inesperado de la propia. Lo que hace Sebald es lo que él
mismo dijo que hacía tan bien su adorado Robert Walser: “la invención de todo
un pueblo de pobres almas, un desfile ininterrumpido de máscaras funcionales a
la mistificación autobiográfica”. No sorprende que a la larga diera con Pessoa,
precursor absoluto del ocultismo de los heterónimos. La obra de Sebald parece
suscribir al credo de Michael Holroyd: toda biografía nos da la oportunidad de un
trabajo en colaboración con los muertos. Sebald empezó y terminó escribiendo
sobre otros. Evitando por todos los medios de caer en aquello que el pintor Frank
Auerbach –transformado en Max Ferber en Los emigrados– le dijo a un alumno a
modo de crítica: “Le has puesto rouge a un cadáver”. Seguramente este experto
en legados y herencias, restos y ruinas, comulgara con Edwin Panofsky cuando
este se preguntaba por qué debemos estar interesados en el pasado: “Porque
estamos interesados en la realidad. No hay nada menos real que el presente. Una
hora atrás, esta conferencia pertenecía al futuro. En cuatro minutos,
pertenecerá al pasado.”
Luces y sombras
Además de proporcionar raros retratos del propio Sebald, Saturn’s Moons tiene
una sección enteramente dedicada a su conexión con la fotografía. Su obra
parece, de hecho, una serie de epígrafes inagotables a las imágenes que vemos
en sus libros y a otras aludidas, al punto que el texto casi hace de cuenta que las
imágenes no existen. Acaso por eso la foto con texto alrededor funciona mejor
que aislada en una página. Las fotos ajenas que Sebald fue coleccionando para su
posterior uso en sus libros no dejan de tener un costado heroico, y parecen
representar las vidas que otros vivieron por nosotros, una vida utópica, pasada o
futura. Es como si Sebald creyera que el tiempo de olvido que acumula una vieja
foto compensara las pocas milésimas de segundo de exhibición que se
necesitaron para sacarla, e indujera a quien la encuentra a una contemplación
más prolongada. Esas cosas sucedieron, pero no pasaron, no terminaron de pasar.
Sebald aparenta seguir el dogma de la luz disponible: no trabajar con luz
artificial (en la imagen, en el texto). Al modo de Gerhard Richter desde la
pintura, a veces se siente que por escrito Sebald está rehaciendo fotografías que
luego pasan a ser no las copias sino los originales. Y que estuviera procurándole a
lo azaroso aquello que sugería Richter: “La fotografía asumió una función
religiosa. Todos produjeron sus propias ‘imágenes devotas’ que cuelgan o
exhiben en sus casas: son los retratos de familiares y amigos que se guardan en
su memoria”. Por momentos hay una transacción tragicómica entre texto e
imagen, como una nueva variante de las investigaciones de Wittgenstein acerca
de la relación sinuosa entre decir y mostrar.
Clive Scott repasa las marcas y anotaciones de Sebald en los libros seminales de
Berger, Barthes y Sontag sobre la fotografía, y el capítulo siguiente está
consagrado a la biblioteca de Sebald, parte de la cual se conserva en el archivo
de Marbach. Saturn’s Moons provee curiosidades como la lista de libros favoritos
de Sebald: Modos de ver, de John Berger, Habla, memoria de Nabokov, Vidas
breves de John Aubrey, un Bernhard, un Stifter, un Hrabal, La marquesa de
O de Von Kleist, Tres cuentos de Flaubert, W. o el recuerdo de la infancia de
Perec, El jardín botánico de Claude Simon. Y un catálogo de la biblioteca revela
la insistente presencia de Canetti, Enzensberger, Handke, Hölderlin,
Hofmannsthal, Hamburger, Kluge, Koeppen, Ransmayr, Arno Schmidt, Peter
Weiss, Michel Butor, Frank Kermode, Levi-Strauss. Los más subrayados son
Adorno, Benjamin, Proust y Wittgenstein. Es evidente que algunos gustos
literarios funcionan como catalizadores de otros, o como agentes que neutralizan
la excesiva potencia de un vecino. Releyendo, se descubre que repetidas veces
en Sebald la levitación funciona como la descripción suprema del efecto de la
lectura.

La cuestión del ritmo 

Saturn’s Moons ofrece diversas entrevistas inéditas y uno de los principales


asuntos de discusión es la traducción. A Sebald le preocupaba la cuestión del
ritmo en una traducción, le parecía que los traductores menospreciaban esa
cuestión: “Quizá nunca la leyeron en voz alta; creo que es bastante importante,
incluso cuando uno escribe, murmurar la mayor parte del tiempo”. Las páginas
reproducidas con las correcciones de Sebald a las traducciones al inglés
demuestran que la infinita cantidad de modificaciones las convertía en otro
manuscrito, otro original. Esa inestabilidad del texto es fiel a su metodología,
que bien pueden describir expresiones a las que el propio Sebald recurre en Los
anillos de Saturno: “en círculos”, “a tientas”, “a campo traviesa”. La
desorientación como procedimiento. (Hay algo inconfesable en ciertos métodos
de trabajo, que de conocerse cabalmente serían tildados de demenciales.) La
hibernación, el montaje lento, tardígrado, para dar con su llave maestra, la
sincronicidad: “el modo en que incidentes y experiencias bastante distanciadas
terminan estando ligados, aunque no podamos explicar cómo”.
El narrador de Sebald es una primera persona en estado de borrador,
afantasmada, un Thomas Bernhard en contexto histórico, más erudito, medicado.
Un narrador que podría definirse con algunas indicaciones de Debussy a sus
preludios: lento y grave, dulcemente expresivo, profundamente calmo. Recurre
con frecuencia, sí, a la hipérbole deliberada, para lograr un efecto entre
catastrófico y casi cómico. Sebald tiene debilidad por la exageración y la
dramatización de momentos estáticos, a medias reales –como una aparición– que
culminan en un instante de enmudecimiento. En Sebald, la menor cosa causa la
máxima impresión y deja huellas imborrables.

Una prosa anacrónica


La contracara de la deriva exploratoria, preliminar, es el férreo control de los
textos en Sebald (no es casual que a cada rato un personaje tema caer en la
locura). Sebald tiene debilidad por las cosas que no sabe por qué motivo se
hicieron o sucedieron, pero las cuenta con una claridad meridiana. En su afán por
desaparecer el narrador recurre a citas –una obra hecha de citas, como quería
Benjamin– y repudia sus propias fantasías. La de Sebald es, podría decirse, una
prosa anacrónica puntuada por una técnica moderna (fotos intercaladas);
moderna en cuanto a que es una herramienta con margen para seguir
explorándose aun décadas después de la Najda de André Breton. Es una prosa
adornada con imágenes, pero del modo en que alguien adornaría un árbol de
Navidad con granadas. Sembrada por una galería de personajes en los que es
difícil encontrar uno solo que carezca de algún grado de excentricidad.
La idea de un escritor como Sebald parece ser atractiva per se y la literatura
contemporánea más visible, en general, se ve tan poco fecunda, que se tiende a
exagerar el elogio de aquello que cobra otro relieve. En 1990, a los cuarenta y
seis años, publicó Vértigo, su primera narración. Diez años después ya había
publicado cuatro extensas narraciones y enseguida un accidente clausuró su obra.
Otros diez años más tarde está considerado un clásico contemporáneo. De pronto
–paradójicamente, dado su temperamento y su trayectoria– a Sebald las cosas le
sucedieron demasiado rápido. La vida y la obra de Sebald han viajado a
contracorriente, de lo tardío a lo prematuro. La hora cambiada podría verse,
entonces, como la cifra de su trabajo. El personaje Max Ferber de Los
emigrados cuenta que el padre, que se acostaba más temprano, siempre le decía
a la madre: “No es saludable leer tan tarde en la noche”. Son los lectores los que
sabrán aportar su lentitud, siempre providencial. Caminando, como no pocas
criaturas de Sebald, inclinados hacia el viento.

Bajo el signo de Saturno


Por Nuria Amat,
desde Norwich

Norwich es una pequeña ciudad situada en uno de los rincones más apartados de
la geografía inglesa. En el mapa de esta isla británica es fácil distinguir su punto
negro lindante con el mar, no lejos de donde solía refugiar su intimidad el duque
de Windsor, desertor por amor de la grave y sonada realeza. Se dice de Norwich
que es una de las pocas ciudades típicamente inglesas que todavía existen. En
esta ciudad colorida en exceso para ser tildada de literaria vive y trabaja uno de
los escritores más reconocidos y secretos de los últimos años, W. G. Sebald.
Acceder a Sebald se convierte en una empresa bastante más compleja que la de
llegar a Norwich, pero una vez que el visitante consigue estar frente al escritor
uno se da cuenta de la gran coherencia que existe entre el espacio en el que vive
y su literatura. Sebald ha dedicado gran parte de sus páginas a recrear este
condado de la Costa Este de Inglaterra tan vacío como bello. Apenas dos títulos
han sido publicados hasta ahora en nuestra lengua, Los emigrados (1996) y Los
anillos de Saturno (2000), ambos en Editorial Debate.
Max Sebald, así llamado por amigos y compañeros –el profesor Sebald para sus
colegas y estudiantes de la University of East Anglia–, suele ocultar su presencia
tras la figura de un caminante más de aquellas tierras desoladas. Aparece y
desaparece por cualquiera de los innumerables edificios modernos de piedra gris
que conforman el joven campus en el que todavía sigue impartiendo sus clases de
literatura europea. He llegado hasta Sebald a través de un colaborador suyo,
Peter Bush, traductor célebre (son conocidas sus traducciones de Juan Goytisolo,
Onetti, Luis Sepúlveda) y actual director del British Centre for Literary
Translation de la UEA. Dicho centro, en su Escuela de Verano, ha organizado un
seminario de traducción literaria. No es que Max Sebald sea precisamente uno de
los participantes al curso que más prodigue su presencia. Trata de pasar
inadvertido, y lo consigue. Viste de forma elegante: mocasines oscuros de brillo
descarado, pantalón de pinzas anchas y camisa a listas azules y blancas
perfectamente planchada. Antes de encontrarme con él por primera vez debo,
según lo pactado previamente con Peter Bush, llamar a la puerta de su despacho
y decir: “Hello. I’m Nuria Amat”. Así de fácil.
–Soy tímida.
–Max también es tímido –dice Peter.
Instantes después descubriré que Sebald es un escritor que mantiene con los
diferentes idiomas europeos la misma relación de antigua lealtad con la que
trata de preservar su escritura. Habla a la perfección varias lenguas. Como
lectora de sus libros, me he permitido situar a este autor en el grupo de los
grandes escritores periféricos del siglo pasado. Junto a Conrad o Benjamin,
Sebald es otro de los grandes exiliados del siglo XX. Su literatura se distingue por
permanecer en el extremo
opuesto del escritor de best seller. Los emigrados mereció ser considerado por la
escritora y ensayista Susan Sontag como el mejor libro del año.
De ser un escritor tardío y prácticamente desconocido, Sebald se ha convertido
en un clásico. Pero no se lo cree. Pronto oiré de sus propios labios su empeño en
presentarse como un itinerante de la literatura, un peregrino de los libros.
Alguien que ha llegado hasta aquí casualmente.
El camino que conduce a la puerta del pequeño despacho del profesor Sebald es
de por sí un viaje a su mundo literario. Ya en el corredor en el que se ubican las
puertas de los despachos contiguos al suyo, hay fotografías tamaño cuadro
colgadas de las paredes. Como si de la entrada al museo de los libros se tratase,
retratos de Bernhard, Thomas Mann, Witgenstein, Broch, Benjamin... que
parecen estar aquí para avisarnos que la puerta anónima tras la que se encierra
el escritor se encuentra cerca. Así es, en efecto. En un pequeño tablero blanco
aparecen las letras impresas con su nombre. Junto a ellas, a guisa de relicario,
una fotografía del joven Kafka.

Oigo voces
Sebald se levanta a saludarme y me ofrece asiento. Observo que se libera de sus
anteojos y los deja encima de la mesa. Es la única vez que lo veré sin ellos. Lo
tomo como una señal de confianza. Tiene el cabello blanco y el rostro sonrojado
y enjuto de montañés alpino. Tiene fama de arisco y suele negarse por sistema a
cualquier tipo de entrevista o asalto a su vida personal. Los escritores somos
ladrones de vidas y palabras y Sebald, maestro en este tema, me habla
contabilizando las suyas.
Su oficio, lo sabemos por sus libros, es el de oidor de historias y recuerdos
ajenos. Ha dedicado gran parte de su vida a incorporar el mundo de los otros en
su viaje interno. Este mismo despacho donde nos encontramos ahora es una
puesta en escena de su vampirismo de recuerdos.
La primera pregunta es suya. Quiere conocer mi opinión sobre la versión
castellana del libro que llevo entre mis manos. Le respondo que me parece muy
buena. Mis palabras vienen a confirmar lo que ya sabía y me dan pie para
preguntar a mi vez qué es lo que espera él del traductor de sus textos. Después
de meditar unos segundos, exclama:
–¡Que lo haga bien!
Su exigencia en este sentido es sobradamente conocida por editores y lectores.
Reconoce que su escritura es elaborada y reclama de sus traductores que
mantengan el tono de este artificio literario.
–El traductor necesita tiempo, lentitud en el trabajo y respeto por el texto de
autor. No me interesa un traductor cuya pretensión única consista en llevar el
texto al lector. Reviso todas mis traducciones al inglés y me tomo todo el tiempo
necesario para hacerlo. Porque los editores se sienten satisfechos demasiado
pronto, les basta con que el traductor les entregue un texto mecanografiado, que
se pueda leer, y enseguida le dan el visto bueno. Ellos siguen las leyes del
mercado –tan ajenas a las de la literatura–. Este ha sido el motivo por el cual he
tenido que volver a escribir todas las traducciones inglesas de mis libros.
W. G. Sebald es un emigrado. Sus lectores sabemos que, nacido en Allgäu
(Baviera) en 1944, llegó a Norwich en 1970 para dar clases en la Universidad de
East Anglia donde, desde 1987, ocupa la cátedra de Literatura Europea. Pero a
Sebald se le debe también la fundación del British Centre for Literary Translation
del que fue director hasta 1994 y cuyo prestigio es notorio.
Le hablo de su último libro, Luftkrieg und Literatur (Aire de guerra y literatura),
aún no publicado en lengua inglesa y de cuya traducción se está ocupando en
estos días.
–Al contratar este libro con el editor inglés puse como condición que yo debería
decidir quién iba a ser su traductor. Lo hicimos del siguiente modo. Mi editor
contactó a cinco traductores del alemán al inglés, les entregamos unas cuantas
páginas y yo elegí la traducción que me pareció mejor. La de una traductora, por
cierto, no joven: Anthea Bell. Para mis libros prefiero un traductor de cierta
edad, cincuenta años o más porque ellos conocen mejor las palabras alemanas y
saben cómo dar el verdadero sentido del texto en otro idioma.
Esta afición suya por la gente de cierta edad se manifiesta también en sus libros.
–Sí. La gente vieja es más interesante. Tiene muchas más cosas que contar. Y me
gusta vivir las experiencias de otras personas. La gente mayor tiene un pasado
tras de sí. Un pasado que suele ser mucho más interesante que los hechos
actuales, que acostumbran a ser de una banalidad sorprendente. Debo confesar
que me interesa todo lo viejo. Viejas lenguas, viejas frases. Pero no se trata, ni
mucho menos, de una cultura elitista. Mi oído está presto a escuchar a personas
de todo tipo, desde un obrero a un maestro de pueblo. Escuchar a ciertas
personas es lo mismo que leer libros. Ambas actividades son fundamentales en mi
vida y mi único trabajo consiste en transformarlas en texto.
Alemania, Alemania
Alguien le ha reprochado que su alemán es anticuado. Presumo que su escritura
es una forma de resistencia.
–El alemán de los jóvenes es horrible. Me aventuro a conjeturar que en un
espacio de tiempo no superior a diez años el idioma alemán va a desaparecer.
Por otro lado, debo la escritura de mi libro
Luftkrieg und Literatur a las inquietudes de ciertos estudiantes alemanes que me
mostraron su preocupación por la ausencia de libros alemanes que hablasen de la
destrucción de Alemania durante la Segunda Guerra. Los escritores alemanes han
escrito demasiado poco sobre las torturas de guerra. Salvo Ingerborg Bachmann,
apenas nadie más ha escrito sobre la destrucción de Alemania. Esta terrible
destrucción ha sido censurada por sus propios verdugos. En mi libro solamente
intento responder a una curiosidad externa de ciertos estudiantes inquietos que
pasó a convertirse en una preocupación tan personal y propia como para dedicar
a ella este libro por entero.
Su literatura está dedicada a resucitar estas voces anónimas a las que da vida
mediante una escritura de disección propia de mesa de operaciones. ¿Escritura
de bisturí? ¿Lección de anatomía?
–La literatura no es nada sin el lenguaje. Yo escribo por amor a las palabras.
Escribir es peregrinar por las palabras.
Sebald asume que su estilo literario es frío, apagado, sin carga emotiva aparente.
Y por primera vez pronuncia una frase que repetirá varias veces a lo largo de
nuestra conversación, como si la tuviera preparada de antemano:
–Se escribe con la cabeza y no con el cuerpo. Sí –completa su frase como diciendo
que no admite discusión sobre ese punto–, ya sé que es una opinión pasada de
moda.
¿Y por qué razón incorpora fotografías entre las páginas de sus libros como si
quisiera confirmar con ellas la verosimilitud de los hechos que cuenta?
–Mi literatura está hecha de todo cuanto me rodea. Lo mismo pueden ser
pescadores de playa, playas aisladas, vidas de escritores, recuerdos ínfimos de
mis paseos solitarios. Todo cabe en un libro. Escribir es como pasear por la
historia y por la biblioteca de la vida. Ambas realidades son una sola cosa para
mí. Trato de vivir rodeado de las cosas que me gustan y considero natural
incorporarlas a mi escritura. Todo forma parte de lo mismo. Escribir y vivir. Sólo
entiendo la escritura como reflejo de un mundo interior, privado. No me interesa
el pasado por sí mismo sino por todo lo que puede aportar a la propia vida.
Comento con Sebald que la identificación de su vida con la biografía de otros
escritores es otra de las características de su literatura.
–Estas coincidencias me asombran. Son ellas las que me llevan a vivir las
experiencias de los demás. Escribir es vivir la vida de los autores que uno ama.
Aunque por otro lado, escribir tampoco es lo más importante para mí.
Vida útil
Cuesta creerle. Miro a mi alrededor. Este mismo despacho tan atestado de libros
conserva variados fetiches literarios. En el suelo, junto a mis pies, observándome
desde abajo, descansa un retrato enmarcado de Peter Handke. Parece
encontrarse aquí de forma provisional. Abandonado a su suerte o quizás
defenestrado de su antiguo lugar en el corredor principal. Seguramente es la
suma de una y otra cosa.
–Handke ya no es el escritor que fue. Me gustaron mucho sus primeros libros.
Pero poco a poco su escritura ha ido derivando en algo bastante etéreo o
desabrido. Al contrario de lo sucedido con Thomas Bernhard, que supo mantener
el tono literario a lo largo de su vida. Por otro lado, tampoco me parece extraño
lo que ocurre con los últimos libros de Handke. Un escritor, por bueno que sea,
tiene una vida creativa de veinte años. No más. Esta es, me parece, la duración
natural y los escritores deberíamos no solamente saberlo (ya lo sabemos todos)
sino tenerlo bien presente. Claro que hay excepciones. Thomas Mann es una gran
excepción. Pero todos, incluso los mejores, tienen sus límites de tiempo creador.
Así ocurre con los narradores y de manera más evidente en los poetas. Y si estos
últimos reconocen los motivos de un silencio a tiempo, los narradores parecen
querer resistirse a esta evidencia. A mi modo de ver los mejores libros de Handke
son los de sus primeros veinte años de escritor. Luego resulta difícil –por no decir
imposible– mantener ese tono de alto nivel literario.
¿Cuál cree entonces que es su mejor momento creativo?
–Lo que yo hago no cuenta –dice y sonríe como si nuestra conversación no lo
tuviera como tema–. Es cierto. No tiene importancia. Le hablo en serio. Yo
empecé a escribir muy tarde, a los cuarenta años. Por cansancio. Por
enfermedad. No sé decirle. Tuve una crisis importante. Y desde entonces escribo
sin ningún tipo de ambición. Por una necesidad imperiosa de realizar un trabajo
muy privado. Seguramente como un medio de defensa. El ejercicio de escribir,
para mi sorpresa, se ha ido convirtiendo en algo cada vez más importante para
mí. Creo que seguiré escribiendo hasta la muerte. He pasado toda mi vida dando
clases y ya estoy cansado. La Universidad ya no es lo que era. Los escritores ya
no estamos bien vistos en este Reino del Saber y de la Gran Burocracia. Por otro
lado, la literatura exige todo mi tiempo. Mi idea es retirarme a escribir a una
cabaña que tengo por algún lugar. Sin embargo, tampoco quiero depender de la
literatura. He visto a muchos escritores malograrse por requerimientos de
publicación. Es algo importante a tener en cuenta. No hay que depender
económicamente de la literatura porque entonces se escriben cosas para los
demás y no para uno mismo.
En su libro Los anillos de Saturno usted ha manifestado que no sabe si se sigue
escribiendo por costumbre, o por afán de prestigio, o porque no se ha aprendido
otra cosa, o por sorpresa ante la vida, por amor a la verdad, por desesperación o
indignación, así como tampoco se siente capaz de decir si mediante la escritura
uno se vuelve más inteligente o más loco.
–No concedo entrevistas. Tengo fama de huraño y reconozco serlo. No me gustan
las lecturas públicas ni las presentaciones de libros. Suelo negarme a esta clase
de eventos. Hago lo mínimo para poder sobrevivir como escritor frente a mi
editor. Pero volviendo a lo que me decía, todas las razones son válidas para la
escritura. O casi todas. Porque al parecer hoy en día todo el mundo puede
escribir. La literatura se ha convertido en un gran supermercado.
Estará entonces de acuerdo con quienes dicen que los escritores se dividen en
dos grupos, los que escriben y los que se pasean por los medios de comunicación
diciendo que escriben...
–Por supuesto. Y lo paradójico es que esta denuncia la repiten, a veces, los
mismos impostores literarios. Los que alimentan el fuego de la publicidad
literaria. Y lo peor es que esta segunda categoría de autores está creciendo de
forma imparable. Antes, en Suiza, por dar un ejemplo a mano, había dos
escritores, Max Fritz y Friedrich Dürrenmat. Ahora, y le estoy hablando de forma
deliberada de un país muy pequeño, hay tantos escritores como tipos de yogures.
De vainilla, de fresa, de fresa y chocolate. Dentro de nada podremos disponer de
escritores a la carta.
A lo largo de nuestra conversación coincidimos en que el mercado del libro y el
áurea publicitaria que éste irradia no permite que los lectores podamos disfrutar
de los buenos libros que todavía se publican. Una gran ola de basura literaria nos
inunda de forma permanente. Además, le comento, el mercado editorial fabrica
novelistas en serie.
–Como champiñones. Se publican muy pocas novelas realmente buenas. Las
novelas entendidas como normales no me interesan en absoluto. La novela es
ahora un género artificial. Quiero decir, nada verdadero en el más puro sentido
literario. Con frases típicas y frívolas. Sin ningún afán estilístico ni sentido
musical. Novelistas que siguen las tendencias de la moda. Ensayistas que se
limitan a ser graciosos y a complacer su afán de protagonismo. El texto de la
novela requiere alguna suerte de artificio por parte del autor. Algo que resulte
elaborado. Una apuesta por el lenguaje. Esto es lo que pienso. No me importa si
dicen de mí que soy un escritor anticuado. Soy anticuado.
Nadie lo diría al verlo. Pero Sebald tampoco tiene aspecto de viajero, profesor o
ermitaño. Ni siquiera se parece a un personaje sacado de sus libros porque
Sebald es exactamente como la prosa que escribe: límpida, culta, inteligente,
rara.
Nítida y circular como un sendero alpino. Con una mirada joven de corredor
veloz y el cabello de un blanco fantasmal y peregrino.
–Tal vez tengo esta suerte: no parezco un escritor. De hecho, y tal como están
las cosas, lo único sensato sería retirarme a vivir en una cabaña, en el campo.
Dejar de dar clases porque la Universidad acaba con la vida literaria de uno. Hay
que irse. Todo se destruye.

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