Sarlo Lin y Pauls Sobre Sebald
Sarlo Lin y Pauls Sobre Sebald
Sarlo Lin y Pauls Sobre Sebald
II
Sebald era un maestro del discurso referido. Probablemente ésta sea la clave,
desde la primera página de su primer libro, Vértigo. Allí sigue a Stendhal,
enrolado en el ejército napoleónico, en la campaña de Italia: primera guerra y
primeros amores. Luego, refiere algunas relaciones sentimentales que Stendhal
incluye en De l’amour. En los párrafos finales, lo ve caer, víctima de una
apoplejía, en una calle de París. El arco de una vida contada nuevamente, sin
otras fuentes que las que da Stendhal mismo. Quien no lo haya leído se
preguntará ¿cómo esto parece de una originalidad tan fuerte? Es la misma
pregunta que me hago después de haberlo leído. Sebald o el arte de la
paráfrasis.
El último capítulo de ese primer libro cuenta la visita de Sebald, por primera vez
desde entonces, a la aldea alemana donde pasó su infancia. Llega, atravesando
bosques y montañas durante todo un día, a un lugar que es, a la vez, conocido y
desconocido. Como en un atlas histórico (pero de una historia autobiográfica y
mínima) los lugares se recuperan superpuestos con otras edificaciones, con las
reformas o los estragos materiales causados por la decadencia de sus ocupantes.
Lo que se busca aparece desfasado, corrido, borroneado, corregido.
Esa suerte de asincronía en el espacio produce un melancólico relato, todo
pérdida. Pero también produce un efecto hipnótico (el placer de que a uno le
cuenten historias, el placer arcaico de la noticia sobre desconocidos, seres
comunes, quizás, pero curiosos o intrigantes por la distancia). A su vez, el
discurso referido de Sebald, que cuenta lo que a él le contaron o lo que ha leído,
se sostiene en el interés absorbente que pone de manifiesto por las historias de
otros. En realidad, todas esas historias son capítulos potenciales de una historia
propia, cuya combinación es imposible. La historia propia queda siempre
incompleta mientras que las historias ajenas se extienden sobre los recuerdos de
Sebald reclamando un lugar y un desenlace. Como si dijeran: nosotras somos más
interesantes.
El movimiento es más o menos así: Sebald parte hacia algún lado, en el espacio,
o hacia atrás, hacia un momento del pasado. Enseguida, un texto, un objeto, un
paisaje o una casa, una noticia en el diario o un libro encontrado por casualidad
lo desvían. La narración comenzada no se interrumpe (porque el corte neto de
una interrupción no está nunca en la prosa de Sebald) sino que empalma con otra
y esa otra, cuando tropieza contra un nuevo objeto, con la siguiente.
No se trata de un efecto de “cajas chinas”, donde la primera narración es marco
de la segunda, la segunda de la tercera y así sucesivamente. Másbien, el efecto
es el del fundido de una imagen en otra. Muchas veces, el pasaje se produce en
el medio de un párrafo, pero sin ninguna indicación fuerte que subraye la
emergencia de la nueva historia. Sebald no marca sus procedimientos, no incluye
señales que los muestren, tampoco los disimula. Sin énfasis sintáctico, las
historias se suceden fundiéndose. Si, eventualmente, se vuelve a una historia-
marco (como lo es la caminata por la costa inglesa en Los anillos de Saturno), se
trata más bien de largas interpolaciones antes que de un sistema de historias
imbricadas.
Esta renuencia a utilizar procedimientos sintácticos muy evidentes o
espectaculares no les da a los relatos un encadenamiento más sencillo. Por el
contrario, en el pasaje por fundido de un relato a otro el lector sufre la ansiedad
de no saber cuándo esa historia, en la que ha comprometido su interés, va a
confluir en otra proponiéndole como final su desaparición. No hay ninguna
garantía de que un personaje interesantísimo no sea abandonado cuando
aparezca un objeto, una fotografía o un paisaje que sea más interesante.
Sin embargo, lejos de afirmar que estas historias son fragmentarias. A su manera,
se cuentan enteramente: auge y decadencia de la pesca de arenque en un puerto
del Mar del Norte; la rebelión de los Taiping; un episodio sentimental en la vida
de Chateaubriand o un viaje de Kafka; la curiosa historia de un emigrado alemán
a Estados Unidos, desde los años veinte hasta su muerte; las de un maestro judío,
un pintor alemán en Manchester, o la familia de unos vecinos en la aldea de W.
Sebald es un maestro en descubrir lo “novelesco” en vidas o escritos ajenos.
Estas narraciones llevan dentro otros relatos más breves, o, a veces, sólo largas
descripciones de paisajes, de un cuadro, del detalle de un fresco en una iglesia
(y, a veces, el viaje para llegar a esa iglesia es otra historia).
El fundido de las narraciones produce un efecto de nivelación: los vecinos de
aldea conocidos en la infancia son tan interesantes como un pintor excéntrico o
un jardinero inglés, viejo y solitario. Todas estas vidas, tan diferentes en su
cualidad “novelesca”, producen relato y quien escribe está igualmente
interesado en todas ellas. La materia puede ser remota o cercana, trivial,
excepcional o directamente increíble. Esta nivelación es, diríamos, una cualidad
humanística de los libros de Sebald, que mira todo con la misma intensidad.
Quien no haya leído a Sebald podría pensar, entonces, que la nivelación produce
un efecto de ausencia de cualidades (desde un punto de vista ideológico) y de
monotonía (narrativa). Eso no sucede nunca y habría que preguntarse por qué.
Algunas historias tienen personajes raros, marginales o extravagantes, otras
simplemente eligen personajes “normales” que, después de ser mirados muy de
cerca, muestran una grieta, aquello que constituye su originalidad o su misterio.
Pero, más allá de estas cualidades, la perspectiva de Sebald, en la que se cruzan
la distancia y la compasión, instala un pathos que finalmente alcanza a todos los
que entran en su relato. La literatura de Sebald es melancólica.
III
Por el pathos, Sebald es un escritor extraño a la constelación contemporánea.
Sus libros carecen de cualquier dimensión paródica, incluso en las formas más
débiles. Sin duda, esto le da a su prosa ese aire compacto y sólido, grave, denso
(no encuentro otro adjetivo) que sus críticos, comenzando por Susan Sontag,
llamaron, con admiración, sublime. Es ajeno también a toda perspectiva satírica
(como la de Bernhard, por ejemplo, escritor a quien Sebald admira). Finalmente,
permanece intocado por las materias que de la cultura popular mediática y la
industria cultural pasaron a la literatura. En todos estos aspectos, Sebald parece
particularmente inactual. Trabaja sólo con materiales de su experiencia y con
libros, imágenes y representaciones que no han pasado por el filtro audiovisual.
Naturalmente, incluye recortes de diarios, pero, convengamos, un recorte de
algo escrito hace décadas está bien lejos de la cita a los estilos y los personajes
de los medios contemporáneos. Con ese mundo, Sebald no mantiene distancia
sino que opera como si no existiera. Sus historias, por otra parte, tienen su
comienzo y, muchas veces, también su desenlace en una etapa previa a la de la
massmediatización, la cultura audiovisual, globalizada, o como se la llame. En
general son historias extraídas de la literatura, de libros encontrados en
bibliotecas o de sus recuerdos. De ninguno de los tres lugares, Sebald toma
impulso para pensar el último avatar cultural de Occidente.
Sebald es un extraordinario testigo de las ruinas de la modernidad, que le
resultan más interesantes que los desechos culturales de la posmodernidad. Su
visión de las ruinas del siglo XX lo conduce directamente a lugares que se han
vuelto tétricos. Recorre la costa inglesa buscando la marca de una destitución de
lo objetivo, de una expulsión de las cosas respecto del mundo humano al cual
pertenecieron. Las ruinas de Sebald carecen de una belleza nostalgiosa, como las
ruinas medievales que el romanticismo descubría o inventaba. Son ruinas de la
civilización industrial, caídas en el desuso que es lo peor que puede sucederle a
un objeto que ha sido pensado teniendo su función como eje de su forma.
El viaje por las costas inglesas sigue un itinerario entre viejos edificios
abandonados, molinos, muelles, fábricas y pueblos de veraneo que la
modernización de las costumbres turísticas arrojó hacia una decadencia
irreversible. Los paisajes de Los anillos de Saturno son ruinosos. En eso Sebald
retoma una línea romántica, a la que es sensible porque también es sensible al
avatar contemporáneo de la Naturphilosophie en el ecologismo. Esto último, que
podría irritar a más de un lector, sin embargo se manifiesta no como discurso
programático sino como interés concentrado en la muerte de un árbol,
perfectamente determinado, biográficamente unido al narrador.
Como las ruinas modernas, la naturaleza misma está arruinándose: las playas se
destruyen, caen los acantilados, los médanos se desplazan y se convierten en
montes de arena sin sentido en el paisaje. Allí donde hombres y mujeres
trabajaron, hoy se extiende una desolación que no es pintoresca porque todavía
los restos no han envejecido del todo, por una parte, y porque Sebald no los mira
superficialmente, con la excitación de quien atribuye la belleza del pasado a
cualquier cosa.
Desolación y abandono: Sebald rescataba ese paisaje sin estetizarlo.
Arqueologías de la modernidad: una vez más un alemán tomaba, como Walter
Benjamin, este camino.
El desarraigo
W.G. Sebald, considerado como uno de los grandes escritores (sino el más
grande) de la literatura europea, falleció el pasado viernes 14 a los 57 años, en
un accidente de auto en Norwich (Inglaterra), donde vivía. El escritor viajaba en
coche con su hija, que sobrevivió, gravemente herida. En los años sesenta,
Sebald había emigrado desde su Alemania natal al Reino Unido, donde trabajaba
como catedrático de Literatura.
En un puñado de narraciones –Vértigo, Los emigrados, Los anillos de Saturno,
Austerlitz (2001)– logró recrear un singular universo de “gran literatura”, según
aseguró la escritora Susan Sontag. Introvertido y tímido, Sebald parecía un
hombre de otro tiempo, como los personajes de sus libros. Quienes lo conocieron
(ver la entrevista de Nuria Amat publicada por Radarlibros el 7 de enero de este
año) señalan hasta qué punto aborrecía los ajetreos de la “vida moderna”:
odiaba las computadoras y no leía literatura contemporánea.
Poco reconocido en su país natal, Sebald creía que en Alemania resultaban
incómodas sus invocaciones al Holocausto y al destierro sufrido por quienes
huyeron del Tercer Reich. Sebald decía haber nacido (en 1944, en Wertach, un
pueblito bávaro) “en una familia posfascista alemana”.
Agobiado en parte por la estrechez de miras de la Alemania de la posguerra,
Sebald abandonó su país a los 21 años y se marchó primero a Suiza y luego a
Inglaterra. Pese a haber vivido más de treinta años en el Reino Unido, se seguía
sintiendo profundamente desarraigado. “Me he convertido en algo así como una
existencia ambulante y encaro con cierto pánico lo que me resta de vida... Hay
que irse. Todo se destruye”, declaró a Radarlibros. Junto al destierro, la
melancólica recreación del pasado es un tema central de su obra.
En 1985 publicó Die Beschreibung des Unglücks (Descripción del infortunio), su
primer libro, sobre la literatura austriaca de Stifter a Handke. Amaba la
literatura de Bernhard: “Es uno de mis modelos, y lo echo mucho de menos como
autor. Calificaría de periscópico su método de narrar con uno o dos desvíos. Es
una invención muy importante para la literatura épica de nuestro tiempo”,
señaló en una entrevista en Der Spiegel. Publicó también Unheimliche Heimat (La
patria siniestra, 1991) y reflexionó sobre Gottfried Keller, Johann Peter Hebel y
Robert Walser en Logis in einem Landhaus (Hospedaje en una casa rural, 1998), y
sobre la reticencia de la literatura alemana para tematizar los bombardeos
aéreos durante la Segunda Guerra Mundial en Luftkrieg und Literatur (Guerra
aérea y literatura, 1999).
Sebald fue un gran lector de Borges, a quien homenajeó ya en Los anillos de
Saturno. “Borges comprendió muy temprano el error que supuso expulsar a la
metafísica de la filosofía. Porque, de hecho, hay cosas que no nos podemos
explicar fácilmente, y porque, más allá de lo social, forman parte de nuestra
condición humana y nos permiten mantener cierta relación con los que nos
antecedieron. A mí, la metafísica me ha interesado desde muy temprano. Puede
que tenga que ver el que haya crecido en un pueblo muy atrasado, donde estas
actitudes de alguna manera aún estaban presentes. Hasta hace poco, la
presencia de los antepasados era real en muchas regiones. A esta gente se la
conocía. Los muertos siempre me han interesado más que los vivos. Los
cementerios me han atraído desde niño, y no creo que sea morbosidad. Lo que a
mí me interesa es de qué personas se trataba, y en ello también tienen que ver
las ideas. Recordar a los muertos nos distingue de los animales.” Que así sea.
Noche y niebla
Por Rodrigo Fresán
EL NUEVO ORDEN
La muerte ordena y, sí, pone las cosas en su justo sitio. La muerte –en un escritor
tan funerario como Sebald– aporta un factor extra: una nueva visión de sus libros
a partir del final en el que la obra en tránsito se convierte en súbita obra
completa y lo sebaldiano (el movimiento constante del cuerpo y de la cultura)
cambia de signo, de polaridad. Lo nómade vira a sedentario y el lector en
castellano –que se vio obligado a leer a Sebald a partir del recorrido trazado por
las ediciones inglesas– tendrá en breve la oportunidad de leer in toto la obra de
Sebald. Y en orden. A saber: el iniciático poema en prosa de 1988 After Nature
(recién aparecido en inglés), Vértigo (1990), Los emigrantes (1992), Los anillos de
Saturno (1995) y Austerlitz (2001, que Anagrama distribuirá en España a finales
del mes próximo y en un vago futuro en Argentina). Durante el 2002 se editarán
también Air, War and Literature (polémico ciclo de conferencias sobre el
bombardeo de ciudades europeas por los aliados y la responsabilidad e
irresponsabilidad en el asunto de los alemanes, cosa que no les cayó nada bien a
sus compatriotas) y For Years Now, poemas ilustrados por la artista Tess Jaray.
Agregar dos ensayos sobre literatura austríaca –Descripción de la miseria (1985) y
La patria siniestra (1991)–, un conjunto de reflexiones sobre Keller, Hebel y
Walser –Hospedaje en una casa rural (1998)– y eso, parece, es todo lo que habrá
hasta que alguien se anime a la inevitable recopilación de papeles académicos,
apuntes para clases, etc.
Y después, claro, pasado el entusiasmo y descubierto un nuevo astro, habrá que
ver si Sebald sigue siendo un nuevo sol entre los soles a los que habitualmente se
lo compara (Borges, Proust, Calvino, James, Nabokov, Conrad, Kafka y Bernhard,
a quien consideraba uno de sus modelos) o si, superado el encandilante momento
de nova, pasa a ser otra de las miles de muy interesantes estrellas muertas.
¿Provocará su ausencia una legión de fáciles imitadores? Es tan fácil ser
sebaldiano en la forma, ponerse a recortar figuritas privadas y anécdotas
públicas, sin preocuparse o importar demasiado el fondo de su prosa precisa. ¿O,
por lo contrario, nadie se atreverá a ocupar el espacio vacío? Una cosa, otra vez,
queda clara: todo juicio veloz por la prepotencia de una muerte antes de lo que
se suponía es, sí, inevitablemente un juicio apresurado. De este modo las
necrológicas y memoirs de amigos y colegas han elevado a Sebald a un altar muy
alto, tan alto que da vértigo.
EL VIEJO SISTEMA
Y el vértigo ofusca tanto los sentidos como el sentido común. La culpa –otra vez–
no es de Sebald sino de los fans de Sebald, que prefieren no ver en su
originalidad a los anteriores y simultáneos representantes de la forma. No me
refiero aquí al Stendhal de Henry Brulard o al Sterne de Un viaje sentimental (o a
la tan sebaldiana antes-de-Sebald –incluyendo fotos y mapas– Nadja de André
Breton), sino a todos esos contemporáneos que Sebald está en su derecho de no
leer pero que sus adictos no deberían desconocer. Nombres y títulos tan diversos
como el Michael Ondaatje de Running in the Family, el Rick Moody de The Black
Veil, el Enrique Vila-Matas de Historia abreviada de la literatura portátil, el Paul
Auster de La invención de la soledad, el Pierre Michon de Vidas minúsculas; el
Douglas Coupland de Polaroids from the Dead, el Javier Cercas de Soldados de
Salamina, el James Ellroy de Mis rincones oscuros, el Haruki Murakami de
Underground, el Don DeLillo de Submundo, el Javier Marías de Todas las almas y
Negra espalda del tiempo, el Jack Finney de Time and Again y From Time to
Time, y tantos otros. “Sí, recordamos y escribimos sobre nosotros mismos a
través del recuerdo y laescritura de otros”, explicó Sebald, un tanto obvio pero
funcionalmente epigramático.
Aunque parece que sus acólitos prefirieron y siguen prefiriendo oír para otro lado
y celebrar su ingenio antes que su genio: ese tempo y ese tono que hacen a todas
y cada una de sus frases perfectos ejemplos de eficacia y de orfebrería en la que
una encaja con otras pero, a la vez, se las puede admirar en solitario, como si
todo empezara y terminara en cada una de ellas.
En este contexto de universal apología absoluta y de busca solitaria de un estilo
entre ascético y exquisito, la publicación de After Nature –piedra fundamental
del edificio sebaldiano y obra de transición entre el ensayo y lo narrativo– tal vez
aclare una cuantas cosas gracias a que, paradójicamente, no es un gran libro de
Sebald pero sí es un libro muy interesante a la hora de catalogar al alemán
célebre por su posterior fiction-non-fiction. Para empezar, resulta un tanto
discutible su etiqueta de “poema en prosa”, así como sus intenciones de
reflexión lírica sobre la destrucción de la naturaleza a manos del hombre.
Cercano al zapping-enciclopedismo de las canciones del italiano Franco Battiato
(y al formato utilizado por Roberto Bolaño en Tres o Hans Magnus Enzensberger
en El hundimiento del Titanic), Sebald divide su ciclo poético en tres partes
estipulando desde el vamos la estética de su sistema caminando siempre por la
confusión que existe “entre la historia y la historiografía y la historia como
experiencia histórica”. Así, la primera parte de After Nature se ocupa del pintor
Matthias Grunewald; la segunda de Georg Wilhelm Steller, un miembro de la
expedición de Beringan explorer on the Bering expedition; y la tercera –la mejor
de todas– de W. G. Sebald inaugurando su personaje/caminata (que no puede
dejar de recordar al conductor de Connections, aquella formidable serie
televisiva de divulgación donde todo se relacionaba con todo) y su obsesión que
hace del miniturismo la excusa para convertirse en maxihistoriador, en dueño de
la Historia Universal a partir de la deuda con la historia privada.
“La oscura noche sale y avanza” (ver fragmento) inaugura ese vahído-vértigo que
marcará después, enseguida, posteriores exploraciones suyas donde –como suele
ocurrir con las supuestas reencarnaciones de Cleopatra o de Leonardo Da Vinci–
siempre se pasea, casualmente, por los territorios de los más trascendentes,
dejando los barrios bajos de lo anónimo para otra mejor oportunidad. El que este
primer Sebald nos hable en versos desflecados en lugar de líneas a toda página
poco y nada modifica el resultado –en realidad irrita un poco por su gratuidad–, al
compararlo con Los anillos de Saturno o Vértigo. Resultado al que Sebald llegó
cuando buscaba “una forma de escribir en la que el arte se manifestara con
discreción y sin pompa basándome un poco en los documentales que se pusieron
muy de moda en la Alemania de 1970 y que nunca fueron considerados
importantes”. Un sistema con el que trabajar un “efecto de realidad en la
ficción”. Dicho y hecho: After Nature funciona, según se prefiera, casi como una
deducción demasiado tardía de un detective o una confesión de asesino antes del
crimen. En cualquier caso: ambas motivaciones –la de buscar huellas digitales en
el mango de un cuchillo o la de clavarlo hasta el mango– están marcadas por una
obsesión con los efectos del pasado sobre el presente y la admisión de que “los
muertos siempre me han interesado más que los vivos”.
Aquí y ahora, muerto, Sebald es muy pero muy interesante para todos los que lo
sobreviven y juran por su nombre. Queda saber cuánto tiempo sobrevivirá su
fantasma. Volvemos a hablarlo en dos o tres años, ¿sí?
2 de Enero de 2002
Con sólo tres libros traducidos al inglés en menos de cinco años, W.G. Sebald
adquirió un altísimo renombre internacional entre esa minoría del gusto que
establece reputaciones sin atender a las cifras de venta. Nacido el 18 de mayo
de 1944 en la aldea bávara de Wertach im Allgäu, Winfried Georg Sebald se
había instalado en 1966 en Inglaterra, primero como profesor asistente de
literatura en la Universidad de Manchester y, desde 1970, en la de East Anglia,
en Norwich. Al margen de sus ensayos de crítica e historia literaria, tres
inclasificables obras de creación lo convirtieron en uno de los escritores más
originales del fin de siglo y por cierto, en el que mayor impacto tuvo en
la intelligentsia mundial.
Tras muchas dificultades debidas a su carácter deliberadamente
híbrido, Schwindel. Gefühle ( Vértigo ) halló un editor alemán, muy menor, en
1990. Sebald ha creado un género del que es único practicante: se trata de un
sutil entrelazamiento de autobiografía, crónica y ensayo que deriva
constantemente a lo que podría ser ficción sin que se aclare el status de la
narración ni el de las ilustraciones que, como borrosos recortes pegados en un
álbum familiar, tal vez la "documentan".
Los emigrantes y Los anillos de Saturno cimentaron la reputación de Sebald. En
años recientes, cantidad de premios literarios alemanes, vinculados todos ellos
a la tradición germana de la ilustración y de la disidencia, coronaron esa obra:
el de la ciudad de Berlín, los dedicados a la memoria de Heinrich Böll, de Joseph
Breitbach y, el más significativo, a la de Heinrich Heine. Un infarto lo
sorprendió hace dos semanas al volante de su automóvil, cerca de su hogar de
Norwich.
En el espléndidamente analítico idioma alemán, el duelo se llama Trauerarbeit ,
literalmente "trabajo de dolor, de luto". No se me ocurre mejor definición del
arte narrativo de W. G. Sebald, entendido como un minucioso, en apariencia
errático, sutilmente digresivo luto por la fugacidad de todas las cosas.
Un pathos particular impregna esta tarea, más intenso cuanto mayores son las
ambiciones con que individuos y gobiernos procuran derrotar esa fugacidad:
ruinas de palacios, escombros de fortalezas, paisajes corrompidos por utopías
industriales o mercantiles vuelven una y otra vez en los libros de Sebald como un
eco amplificado de tantas lápidas borroneadas en cementerios invadidos por la
maleza.
Austerlitz ha sido promovido por sus editores como "el más parecido a una
novela". Si recordamos que antes de la forma exigente elaborada por Flaubert y
James hubo espléndidas ficciones ajenas a ese canon, ya sean las de Cervantes,
Rabelais o Sterne, podemos leer como un elogio el desprecio de Valéry por el
género: "Tous les écarts lui appartiennent" ("Son suyos todos los desvíos"). El
lector de Sebald, en todo caso, busca en cada nuevo libro suyo ese inapresable
deslizamiento entre ficción y reflexión, entre lo narrativo y lo ensayístico en que
reconoce la voz propia del autor, como en el ambiguo status de las ilustraciones
intercaladas en el texto. Desteñidas fotos de familia, recortes de diarios, un
boleto de tren, que Sebald también ha convertido en marca de identidad, son
trampolines hacia lo imaginario antes que anclas en alguna "verídica" realidad,
como toda imagen que ha sobrevivido a su época y descubrimos desplazada de su
contexto original.
Ocurre que en Austerlitz aparece más visible la ordenación, el sistema de
digresiones constantes con que avanza el narrador-caminante, incorporando a su
relato encuentros fortuitos, descripciones, asociaciones libres entre paisajes,
lecturas y narraciones ¿secundarias? Más bien, ramificaciones incesantes cuyo
tronco el lector olvida hasta que una abrupta transición lo devuelve al sendero
que parecía perdido. La trama casi invisible de Los anillos de Saturno asocia
catástrofes públicas y desdichas privadas para iluminar esas "líneas de
sufrimiento" que el personaje Austerlitz reconoce a través de la Historia como su
único sentido. En Austerlitz hay una serie de encuentros, en distintas ciudades
europeas y por azares francamente improbables, entre el narrador-caminante y
un mismo personaje, de cuyas digresiones se convierte en testigo y transcriptor.
Esta unidad confiere al libro cierta ilusión de linealidad en medio de una
incesante profusión narrativa, y rescata al lector del vértigo que en Los anillos
de Saturno le provocaba el paso de La lección de anatomía de Rembrandt (¿a
quién sino a Sebald podía ocurrírsele investigar la identidad de Aris Kind, el
delincuente cuyo cuerpo es objeto de disección?) a Thomas Browne, autor de Urn
Burial , visitante contemporáneo del "teatro anatómico" del profesor Van Tulp. O
el paso del colapso de la industria pesquera en el Mar del Norte a Edward
Fitzgerald y a Chateaubriand, todos tocados, al ingresar en la trama de Sebald,
por un mismo sello de solitaria extravagancia y fatalidad.
***
Sebald nació en 1944, casi contemporáneamente con ese texto, en una aldea que
a pesar de las destrucciones de la Segunda Guerra Mundial respiraba aún en un
espacio rural bávaro, austríaco, tan distinto del renano o del berlinés, a la vez
caldo de cultivo del nacional-socialismo y reserva "ecológica" de ciertas formas
de sociedad arcaica que la nueva Europa sólo toleraría por pocas décadas, en sus
repliegues más secretos. Pienso también en Danilo Kis, nacido en los Balcanes,
entre fronteras borroneadas durante siglos; en Claudio Magris, italiano de Trieste
que reivindicó la vecindad eslovena y reconquistó el pasado austro-húngaro de su
ciudad natal.
¿Por qué han escrito estos autores la literatura europea que más me importa de
las últimas décadas? No se trata solamente -detalle menor aunque para mí
significativo- de que hayan leído y releído a Borges y hayan proyectado sobre su
propia situación ciertas nociones más o menos explícitas en "El escritor argentino
y la tradición". Tal vez sea, fundamentalmente, que han hecho literatura con una
fe tenaz, indócil, en el poder de esa forma de escritura para calar más hondo e
iluminar más lejos que cualquier sistema de "ideas".
Obras
Norwich es una pequeña ciudad situada en uno de los rincones más apartados de
la geografía inglesa. En el mapa de esta isla británica es fácil distinguir su punto
negro lindante con el mar, no lejos de donde solía refugiar su intimidad el duque
de Windsor, desertor por amor de la grave y sonada realeza. Se dice de Norwich
que es una de las pocas ciudades típicamente inglesas que todavía existen. En
esta ciudad colorida en exceso para ser tildada de literaria vive y trabaja uno de
los escritores más reconocidos y secretos de los últimos años, W. G. Sebald.
Acceder a Sebald se convierte en una empresa bastante más compleja que la de
llegar a Norwich, pero una vez que el visitante consigue estar frente al escritor
uno se da cuenta de la gran coherencia que existe entre el espacio en el que vive
y su literatura. Sebald ha dedicado gran parte de sus páginas a recrear este
condado de la Costa Este de Inglaterra tan vacío como bello. Apenas dos títulos
han sido publicados hasta ahora en nuestra lengua, Los emigrados (1996) y Los
anillos de Saturno (2000), ambos en Editorial Debate.
Max Sebald, así llamado por amigos y compañeros –el profesor Sebald para sus
colegas y estudiantes de la University of East Anglia–, suele ocultar su presencia
tras la figura de un caminante más de aquellas tierras desoladas. Aparece y
desaparece por cualquiera de los innumerables edificios modernos de piedra gris
que conforman el joven campus en el que todavía sigue impartiendo sus clases de
literatura europea. He llegado hasta Sebald a través de un colaborador suyo,
Peter Bush, traductor célebre (son conocidas sus traducciones de Juan Goytisolo,
Onetti, Luis Sepúlveda) y actual director del British Centre for Literary
Translation de la UEA. Dicho centro, en su Escuela de Verano, ha organizado un
seminario de traducción literaria. No es que Max Sebald sea precisamente uno de
los participantes al curso que más prodigue su presencia. Trata de pasar
inadvertido, y lo consigue. Viste de forma elegante: mocasines oscuros de brillo
descarado, pantalón de pinzas anchas y camisa a listas azules y blancas
perfectamente planchada. Antes de encontrarme con él por primera vez debo,
según lo pactado previamente con Peter Bush, llamar a la puerta de su despacho
y decir: “Hello. I’m Nuria Amat”. Así de fácil.
–Soy tímida.
–Max también es tímido –dice Peter.
Instantes después descubriré que Sebald es un escritor que mantiene con los
diferentes idiomas europeos la misma relación de antigua lealtad con la que
trata de preservar su escritura. Habla a la perfección varias lenguas. Como
lectora de sus libros, me he permitido situar a este autor en el grupo de los
grandes escritores periféricos del siglo pasado. Junto a Conrad o Benjamin,
Sebald es otro de los grandes exiliados del siglo XX. Su literatura se distingue por
permanecer en el extremo
opuesto del escritor de best seller. Los emigrados mereció ser considerado por la
escritora y ensayista Susan Sontag como el mejor libro del año.
De ser un escritor tardío y prácticamente desconocido, Sebald se ha convertido
en un clásico. Pero no se lo cree. Pronto oiré de sus propios labios su empeño en
presentarse como un itinerante de la literatura, un peregrino de los libros.
Alguien que ha llegado hasta aquí casualmente.
El camino que conduce a la puerta del pequeño despacho del profesor Sebald es
de por sí un viaje a su mundo literario. Ya en el corredor en el que se ubican las
puertas de los despachos contiguos al suyo, hay fotografías tamaño cuadro
colgadas de las paredes. Como si de la entrada al museo de los libros se tratase,
retratos de Bernhard, Thomas Mann, Witgenstein, Broch, Benjamin... que
parecen estar aquí para avisarnos que la puerta anónima tras la que se encierra
el escritor se encuentra cerca. Así es, en efecto. En un pequeño tablero blanco
aparecen las letras impresas con su nombre. Junto a ellas, a guisa de relicario,
una fotografía del joven Kafka.
Oigo voces
Sebald se levanta a saludarme y me ofrece asiento. Observo que se libera de sus
anteojos y los deja encima de la mesa. Es la única vez que lo veré sin ellos. Lo
tomo como una señal de confianza. Tiene el cabello blanco y el rostro sonrojado
y enjuto de montañés alpino. Tiene fama de arisco y suele negarse por sistema a
cualquier tipo de entrevista o asalto a su vida personal. Los escritores somos
ladrones de vidas y palabras y Sebald, maestro en este tema, me habla
contabilizando las suyas.
Su oficio, lo sabemos por sus libros, es el de oidor de historias y recuerdos
ajenos. Ha dedicado gran parte de su vida a incorporar el mundo de los otros en
su viaje interno. Este mismo despacho donde nos encontramos ahora es una
puesta en escena de su vampirismo de recuerdos.
La primera pregunta es suya. Quiere conocer mi opinión sobre la versión
castellana del libro que llevo entre mis manos. Le respondo que me parece muy
buena. Mis palabras vienen a confirmar lo que ya sabía y me dan pie para
preguntar a mi vez qué es lo que espera él del traductor de sus textos. Después
de meditar unos segundos, exclama:
–¡Que lo haga bien!
Su exigencia en este sentido es sobradamente conocida por editores y lectores.
Reconoce que su escritura es elaborada y reclama de sus traductores que
mantengan el tono de este artificio literario.
–El traductor necesita tiempo, lentitud en el trabajo y respeto por el texto de
autor. No me interesa un traductor cuya pretensión única consista en llevar el
texto al lector. Reviso todas mis traducciones al inglés y me tomo todo el tiempo
necesario para hacerlo. Porque los editores se sienten satisfechos demasiado
pronto, les basta con que el traductor les entregue un texto mecanografiado, que
se pueda leer, y enseguida le dan el visto bueno. Ellos siguen las leyes del
mercado –tan ajenas a las de la literatura–. Este ha sido el motivo por el cual he
tenido que volver a escribir todas las traducciones inglesas de mis libros.
W. G. Sebald es un emigrado. Sus lectores sabemos que, nacido en Allgäu
(Baviera) en 1944, llegó a Norwich en 1970 para dar clases en la Universidad de
East Anglia donde, desde 1987, ocupa la cátedra de Literatura Europea. Pero a
Sebald se le debe también la fundación del British Centre for Literary Translation
del que fue director hasta 1994 y cuyo prestigio es notorio.
Le hablo de su último libro, Luftkrieg und Literatur (Aire de guerra y literatura),
aún no publicado en lengua inglesa y de cuya traducción se está ocupando en
estos días.
–Al contratar este libro con el editor inglés puse como condición que yo debería
decidir quién iba a ser su traductor. Lo hicimos del siguiente modo. Mi editor
contactó a cinco traductores del alemán al inglés, les entregamos unas cuantas
páginas y yo elegí la traducción que me pareció mejor. La de una traductora, por
cierto, no joven: Anthea Bell. Para mis libros prefiero un traductor de cierta
edad, cincuenta años o más porque ellos conocen mejor las palabras alemanas y
saben cómo dar el verdadero sentido del texto en otro idioma.
Esta afición suya por la gente de cierta edad se manifiesta también en sus libros.
–Sí. La gente vieja es más interesante. Tiene muchas más cosas que contar. Y me
gusta vivir las experiencias de otras personas. La gente mayor tiene un pasado
tras de sí. Un pasado que suele ser mucho más interesante que los hechos
actuales, que acostumbran a ser de una banalidad sorprendente. Debo confesar
que me interesa todo lo viejo. Viejas lenguas, viejas frases. Pero no se trata, ni
mucho menos, de una cultura elitista. Mi oído está presto a escuchar a personas
de todo tipo, desde un obrero a un maestro de pueblo. Escuchar a ciertas
personas es lo mismo que leer libros. Ambas actividades son fundamentales en mi
vida y mi único trabajo consiste en transformarlas en texto.
Alemania, Alemania
Alguien le ha reprochado que su alemán es anticuado. Presumo que su escritura
es una forma de resistencia.
–El alemán de los jóvenes es horrible. Me aventuro a conjeturar que en un
espacio de tiempo no superior a diez años el idioma alemán va a desaparecer.
Por otro lado, debo la escritura de mi libro
Luftkrieg und Literatur a las inquietudes de ciertos estudiantes alemanes que me
mostraron su preocupación por la ausencia de libros alemanes que hablasen de la
destrucción de Alemania durante la Segunda Guerra. Los escritores alemanes han
escrito demasiado poco sobre las torturas de guerra. Salvo Ingerborg Bachmann,
apenas nadie más ha escrito sobre la destrucción de Alemania. Esta terrible
destrucción ha sido censurada por sus propios verdugos. En mi libro solamente
intento responder a una curiosidad externa de ciertos estudiantes inquietos que
pasó a convertirse en una preocupación tan personal y propia como para dedicar
a ella este libro por entero.
Su literatura está dedicada a resucitar estas voces anónimas a las que da vida
mediante una escritura de disección propia de mesa de operaciones. ¿Escritura
de bisturí? ¿Lección de anatomía?
–La literatura no es nada sin el lenguaje. Yo escribo por amor a las palabras.
Escribir es peregrinar por las palabras.
Sebald asume que su estilo literario es frío, apagado, sin carga emotiva aparente.
Y por primera vez pronuncia una frase que repetirá varias veces a lo largo de
nuestra conversación, como si la tuviera preparada de antemano:
–Se escribe con la cabeza y no con el cuerpo. Sí –completa su frase como diciendo
que no admite discusión sobre ese punto–, ya sé que es una opinión pasada de
moda.
¿Y por qué razón incorpora fotografías entre las páginas de sus libros como si
quisiera confirmar con ellas la verosimilitud de los hechos que cuenta?
–Mi literatura está hecha de todo cuanto me rodea. Lo mismo pueden ser
pescadores de playa, playas aisladas, vidas de escritores, recuerdos ínfimos de
mis paseos solitarios. Todo cabe en un libro. Escribir es como pasear por la
historia y por la biblioteca de la vida. Ambas realidades son una sola cosa para
mí. Trato de vivir rodeado de las cosas que me gustan y considero natural
incorporarlas a mi escritura. Todo forma parte de lo mismo. Escribir y vivir. Sólo
entiendo la escritura como reflejo de un mundo interior, privado. No me interesa
el pasado por sí mismo sino por todo lo que puede aportar a la propia vida.
Comento con Sebald que la identificación de su vida con la biografía de otros
escritores es otra de las características de su literatura.
–Estas coincidencias me asombran. Son ellas las que me llevan a vivir las
experiencias de los demás. Escribir es vivir la vida de los autores que uno ama.
Aunque por otro lado, escribir tampoco es lo más importante para mí.
Vida útil
Cuesta creerle. Miro a mi alrededor. Este mismo despacho tan atestado de libros
conserva variados fetiches literarios. En el suelo, junto a mis pies, observándome
desde abajo, descansa un retrato enmarcado de Peter Handke. Parece
encontrarse aquí de forma provisional. Abandonado a su suerte o quizás
defenestrado de su antiguo lugar en el corredor principal. Seguramente es la
suma de una y otra cosa.
–Handke ya no es el escritor que fue. Me gustaron mucho sus primeros libros.
Pero poco a poco su escritura ha ido derivando en algo bastante etéreo o
desabrido. Al contrario de lo sucedido con Thomas Bernhard, que supo mantener
el tono literario a lo largo de su vida. Por otro lado, tampoco me parece extraño
lo que ocurre con los últimos libros de Handke. Un escritor, por bueno que sea,
tiene una vida creativa de veinte años. No más. Esta es, me parece, la duración
natural y los escritores deberíamos no solamente saberlo (ya lo sabemos todos)
sino tenerlo bien presente. Claro que hay excepciones. Thomas Mann es una gran
excepción. Pero todos, incluso los mejores, tienen sus límites de tiempo creador.
Así ocurre con los narradores y de manera más evidente en los poetas. Y si estos
últimos reconocen los motivos de un silencio a tiempo, los narradores parecen
querer resistirse a esta evidencia. A mi modo de ver los mejores libros de Handke
son los de sus primeros veinte años de escritor. Luego resulta difícil –por no decir
imposible– mantener ese tono de alto nivel literario.
¿Cuál cree entonces que es su mejor momento creativo?
–Lo que yo hago no cuenta –dice y sonríe como si nuestra conversación no lo
tuviera como tema–. Es cierto. No tiene importancia. Le hablo en serio. Yo
empecé a escribir muy tarde, a los cuarenta años. Por cansancio. Por
enfermedad. No sé decirle. Tuve una crisis importante. Y desde entonces escribo
sin ningún tipo de ambición. Por una necesidad imperiosa de realizar un trabajo
muy privado. Seguramente como un medio de defensa. El ejercicio de escribir,
para mi sorpresa, se ha ido convirtiendo en algo cada vez más importante para
mí. Creo que seguiré escribiendo hasta la muerte. He pasado toda mi vida dando
clases y ya estoy cansado. La Universidad ya no es lo que era. Los escritores ya
no estamos bien vistos en este Reino del Saber y de la Gran Burocracia. Por otro
lado, la literatura exige todo mi tiempo. Mi idea es retirarme a escribir a una
cabaña que tengo por algún lugar. Sin embargo, tampoco quiero depender de la
literatura. He visto a muchos escritores malograrse por requerimientos de
publicación. Es algo importante a tener en cuenta. No hay que depender
económicamente de la literatura porque entonces se escriben cosas para los
demás y no para uno mismo.
En su libro Los anillos de Saturno usted ha manifestado que no sabe si se sigue
escribiendo por costumbre, o por afán de prestigio, o porque no se ha aprendido
otra cosa, o por sorpresa ante la vida, por amor a la verdad, por desesperación o
indignación, así como tampoco se siente capaz de decir si mediante la escritura
uno se vuelve más inteligente o más loco.
–No concedo entrevistas. Tengo fama de huraño y reconozco serlo. No me gustan
las lecturas públicas ni las presentaciones de libros. Suelo negarme a esta clase
de eventos. Hago lo mínimo para poder sobrevivir como escritor frente a mi
editor. Pero volviendo a lo que me decía, todas las razones son válidas para la
escritura. O casi todas. Porque al parecer hoy en día todo el mundo puede
escribir. La literatura se ha convertido en un gran supermercado.
Estará entonces de acuerdo con quienes dicen que los escritores se dividen en
dos grupos, los que escriben y los que se pasean por los medios de comunicación
diciendo que escriben...
–Por supuesto. Y lo paradójico es que esta denuncia la repiten, a veces, los
mismos impostores literarios. Los que alimentan el fuego de la publicidad
literaria. Y lo peor es que esta segunda categoría de autores está creciendo de
forma imparable. Antes, en Suiza, por dar un ejemplo a mano, había dos
escritores, Max Fritz y Friedrich Dürrenmat. Ahora, y le estoy hablando de forma
deliberada de un país muy pequeño, hay tantos escritores como tipos de yogures.
De vainilla, de fresa, de fresa y chocolate. Dentro de nada podremos disponer de
escritores a la carta.
A lo largo de nuestra conversación coincidimos en que el mercado del libro y el
áurea publicitaria que éste irradia no permite que los lectores podamos disfrutar
de los buenos libros que todavía se publican. Una gran ola de basura literaria nos
inunda de forma permanente. Además, le comento, el mercado editorial fabrica
novelistas en serie.
–Como champiñones. Se publican muy pocas novelas realmente buenas. Las
novelas entendidas como normales no me interesan en absoluto. La novela es
ahora un género artificial. Quiero decir, nada verdadero en el más puro sentido
literario. Con frases típicas y frívolas. Sin ningún afán estilístico ni sentido
musical. Novelistas que siguen las tendencias de la moda. Ensayistas que se
limitan a ser graciosos y a complacer su afán de protagonismo. El texto de la
novela requiere alguna suerte de artificio por parte del autor. Algo que resulte
elaborado. Una apuesta por el lenguaje. Esto es lo que pienso. No me importa si
dicen de mí que soy un escritor anticuado. Soy anticuado.
Nadie lo diría al verlo. Pero Sebald tampoco tiene aspecto de viajero, profesor o
ermitaño. Ni siquiera se parece a un personaje sacado de sus libros porque
Sebald es exactamente como la prosa que escribe: límpida, culta, inteligente,
rara.
Nítida y circular como un sendero alpino. Con una mirada joven de corredor
veloz y el cabello de un blanco fantasmal y peregrino.
–Tal vez tengo esta suerte: no parezco un escritor. De hecho, y tal como están
las cosas, lo único sensato sería retirarme a vivir en una cabaña, en el campo.
Dejar de dar clases porque la Universidad acaba con la vida literaria de uno. Hay
que irse. Todo se destruye.