Adan Buenosayres
Adan Buenosayres
Adan Buenosayres
La novela consta de siete libros agrupados en tres secciones principales. La primera incluye los
libros I, II, III, IV y V. La segunda está constituida por el «El Cuaderno de Tapas Azules». La tercera
es «El Viaje a la Oscura Ciudad de Cacodelphia».
El prólogo explicativo tiene singular importancia pues sirve de medio de enlace entre las tres
partes principales de la obra. Es una especie de preludio en que el autor presenta la muerte del
personaje principal. Seis hombres, entre los que se encuentra el mismo Marechal, han dado
sepultura a Adán Buenosayres. Esos hombres serán los protagonistas de los diversos capítulos.
Cabe exceptuar desde luego a Adán, quien ocupa el lugar de Marechal cuando éste se diluye en el
relato para vivir la vida ficticia del héroe del libro.
Adán es la columna vertebral de la obra. Los numerosos personajes, ya sean de primer orden o de
segundo, viven solamente en cuanto se relacionan con Adán Buenosayres. El lector debe percibir
esas relaciones para que la lectura del libro constituya una aventura personal imposible de ser
medida, ya que ésta depende tanto de lo que el autor narra como de la íntima respuesta del
lector.
Como toda obra de carácter épico, el primer libro empieza por ubicar clásicamente al personaje
principal dentro de los parámetros temporal y espacial. Al hacer la presentación de Adán
Buenosayres, Marechal da al héroe la significación y la trascendencia que caracterizan al héroe
épico.
El libro II nos da un bosquejo de la vieja Chacharola que cocina el odio en su corazón al solo
recuerdo de aquella hija cuyo nombre maldito no pronunciaría jamás; dibuja a grandes rasgos al
ciego Polifemo «acariciando amorosamente las cuerdas de su guitarra dormida»; nos da el perfil
de Ruth en su sucia cocina en medio de un «caos de utensilios»; nos pinta a la vieja Clota sentada
en su banco donde «acaba de roer una costra de pan», y de las chicuelas jugando al Ángel y al
Demonio. Por último, en este libro se nos ofrece un retrato difuminado de la tertulia de Amundsen
con sus «criaturas débiles» y sus hombres «congelados».
El libro III refiere el viaje nocturno por Saavedra. A las figuras del grupo —Pereda, Bernini, Franky
Amundsen, Tesler, Schultze y del Solar, poéticamente sublimadas por Marechal hasta llegar a
constituir el símbolo viviente del «componente Adán» de la estructura bipolar de la obra— se
suman las figuras míticas del indio, del gaucho, de Santos Vega, de Juan sin Ropa y del neocriollo.
Unidas así las figuras vivientes con las figuras míticas (las cuales constituyen el «componente
argentinidad» de la estructura) se logra reafirmar la unidad estructural de la obra al establecer una
línea continua entre el pasado y el presente. Para completar el enlace estrecho entre los dos
componentes fundamentales del todo estructural —Adán + Buenosayres— el novelista utiliza los
recursos prosopopéyicos de la épica clasica, haciendo que Adán se extasíe ante el Río de la Plata e
irrumpa en el comentario de que «El que no ha escuchado la voz del río no comprenderá nunca la
tristeza de Buenos Aires, ¡Es la tristeza del barro que pide un alma! ¡Es el idioma del río!».
Faltaba en ese lienzo bonaerense la pincelada del criollismo contemporáneo. Por eso, terminada la
peregrinación, el grupo irrumpe en el velorio de Juan Robles. Este episodio, dice Arrieta, es un
cuadro de macabro humorismo, a lo Goya, con sus viejas necrófilas, sus taitas solemnes, su
milonguita arrepentida y sus histéricas de gimoteo teatral; con su chupandina, su jarana y los
cínicos incidentes provocados por ese elenco de fantoches, a veces pensadores eruditos y hondos
que llenan buena parte del relato con su ingenio y su gracia.
El libro IV se abre, como otro óleo goyesco, en la Glorieta Ciro. En aquella «noche absurda» los de
la pandilla conversan mientras comen al aire libre o matan los minutos en la antesala de un
prostíbulo. Cuadro de fuertes tonos que cierra esta sección de la novela: pinceladas ocres de un
vocabulario arrabalero, apropiado ropaje para escenas casi coprológicas.
El libro V narra el segundo despertar de Adán. Aquí el protagonista re-crea los temas del principio
de la novela y recuenta una serie de jornadas vividas. No es sólo un recurso literario de
reiteración, sino que esta re-creación sirve como pauta con la que el héroe «va midiendo el vacío
de su alma». Por fin el reloj marca una, dos, tres, ... seis, siete, ocho, ... diez, once, doce
campanadas: medianoche —soledad y vacío. Adán regresa por la ya conocida calle Gurruchaga en
donde la Flor del Barrio le muestra «los ojos cóncavos» y «la desdentada boca de la Muerte». Así
se completa el periplo, larga y escabrosa jornada y media vivida por el héroe.
El libro VI se titula «El Cuaderno de Tapas Azules», y el libro VII se llama «Viaje a la Oscura Ciudad
de Cacodelphia». Aquél es la transcripción de un efluvio místico, de un viaje interior, de un
peregrinar hacia Dios; éste es un descenso a los avernos bonaerenses a la manera dantesca.
La unidad estructural
Como se ha dicho antes, Leopoldo Marechal ha estructurado su obra como un todo único. Aunque
ciertos críticos hayan aseverado que los libros VI y VII menoscaban esa unidad, hay que señalar
que son precisamente estos dos libros los que refuerzan la unidad estructural de la obra y enlazan
los rasgos caracterológicos del protagonista hasta convertirlo en héroe epónimo.'' Si así no lo
fuera, la primera parte y el viaje a Cacodelphia no pasarían de ser relatos episódicos separados por
«El Cuaderno de Tapas Azules», el cual a su vez sería sólo una addenda de tono biográfico-místico,
sin valor estructural para dar carácter épico a la novela. El libro VI, pues, cumple la misión de
elevar al protagonista al sitial de héroe épico por medio de su retrato interior que deja ver los
móviles y procesos interiores de su evolución, preparándonos así para que más tarde aceptemos
el hecho fantásticamente atrevido de un Adán que no se atemoriza al descender a la tenebrosa
ciudad de Cacodelphia, y el cual contrasta enormemente con aquel Adán del viaje a Saavedra ; un
Adán que no pasa de ser un diletante algo más profundo que Franky Amundsen, pero sin la
grandeza interior requerida para juzgar y castigar en los círculos infernales a los transgresores de
las normas de la moral y de la ética.
Leopoldo Marechal ha creado ese infierno argentino para que en Cacodelphia los hilos sueltos de
los episodios de la calle Gurruchaga y del viaje por Saavedra, así como los del retrato interior de
«El Cuaderno de Tapas Azules» que quedaron sueltos, se aten, dando de esta manera unidad y
sentido cabal a la obra y a cada uno de los personajes.
El significado de cada uno de esos filones narrativos se aclara sólo cuando su círculo individual se
cierra en algún lugar de las tenebrosas espiras del infierno de Schultze. El ciego Polifemo, Doña
Cloto, Lombardi, por ejemplo, representarían solamente cuadros costumbristas del Buenos Aires
pintado por Marechal. Lo que les da trascendencia de valor universal y los convierte en elementos
de unidad estructural en función de componentes épicos es su reaparición en Cacodelphia. Es
entonces cuando el lector comprende su verdadero significado: Polifemo (un irónico/
rico/pobre/Epulón) es la personificación de la avaricia que sufre su castigo en la cuarta espira;
Lombardi personifica al capitalismo, a un atormentado capitalista a quien persigue su conciencia,
ésta hecha tangible en el Manco y en el Viejo, quienes a su vez personifican al obrero (los obreros,
así, como clase) a quien se le ha arrebatado su dignidad humana expresada en su canto, su risa, su
inteligencia, su amor y su fe.
El parámetro estilístico
El corpus caracterológico de la novela es portador de una significación perceptible de manera
inmediata a través del discurso. Este aparece como una sucesión de secuencias, susceptible de
convertirse en relato. ¿Cómo puede llevarse a cabo esta formulación del referente?
Lo primero que cabría afirmar, sin temor a equivocarnos, es que Adán Buenosayres es una de las
obras pioneras de la nueva novela hispanoamericana tanto por su configuración estructural como
por la tipología de los personajes, sus planos de composición y su estilo. Publicado en 1948, el libro
fue para muchos piedra de escándalo porque en él emplea Marechal un lenguaje heterogéneo y
antirretórico que a veces linda con la negación misma de aquel lenguaje que en aquellos años
todavía era considerado como «el lenguaje lirerario».
La obra combina atrevidas variantes de técnicas narrativas y procedimientos estilísticos más afines
con otros géneros literarios. A veces prima en el texto la narración tradicional; otras, la
descripción. En repetidas ocasiones se utiliza el estilo ensayístico, pero tampoco falta el diálogo.
Este se presenta en las formas dramáticas clásicas, pero también lo encontramos como monólogo
interior en el que a veces sólo percibimos el ilógico fluir de la conciencia, regido por una tenue
asociación de ideas.
Abundan en el texto disquisiciones complicadas sobre religión, filosofía, estética, las cuales más
parecen diálogos platónicos que episodios de novela. Naturalismo crudo y simbolismo; realismo y
fantasías surrealistas; páginas de extraordinario lirismo y pasajes grotescos y hasta coprológicos:
todos los recursos lingüísticos del castellano enriquecen el estilo de la obra.
Descubrimos en Marechal una manera peculiar de DECIR; entendiendo por DECIR el mostrar las
cosas para que sean interpretadas. Mas, consciente el autor de que la palabra representa la
muerte de los objetos, muestra las cosas por medio de metáforas para que los esquemas lógicos
(invariables, abstractos, ajenos a la realidad situacional) se rompan y adquieran su función
concipiente, es decir, una efectiva función significativa.
Marechal usa las imágenes como vivencias axiales en torno de las cuales organiza las ideas,
expresándolas por medio de recursos de actualización semántica —polisemia, utilización paródica
de sentencias, distorsión de frases, clichés, etc. El lenguaje tiene un papel importante en el
esfuerzo de Marechal por aquilatar estilísticamente la novela, logrando al mismo tiempo
enriquecer el mundo representado. Sus frecuentes parodias del lenguaje preciosista nos
recuerdan a Cervantes que en su inmortal Quijote parodió tantas veces el altisonante estilo de las
novelas de caballería. En el lenguaje de Adán Buenosayres hay crudeza, acaso excesivo y chocante
realismo, pero nunca pornografía.
Han censurado algunos el uso de giros vulgares y malas palabras como si ello constituyera defecto
capital que echara a perder el valor de la obra. Se olvida que para Marechal el lenguaje no es en sí
mismo el fin, sino que es uno de los instrumentos/recursos técnicos con que el autor plasma la
obra. Las palabras no valen en cuanto tales; son operantes creadores de los mundos narrativos;
son elementos constituyentes de signos complejos a través de los cuales el lector accede en forma
indirecta y por inferencia muchas veces al mensaje de la obra.
Como conclusión podríamos decir que el afán hermenéutico del lector sólo se conceptualizará a
través de una lectura integradora de Adán Buenosayres, en la que estructura, personajes y
lenguaje se aunen para lograr la reconstrucción de los dos elementos del canto épico —el hombre:
Adán; y su entorno: Buenos Aires (Buenosayres)—, dos entes inseparados e inseparables que no
podrían soportar el proceso de bisectomía porque al hacerlo nos quedaríamos sin la obra que
Marechal concibió; es decir, desaparecería Adán Buenosayres.