Xaimaca - Ricardo Guiraldes
Xaimaca - Ricardo Guiraldes
Xaimaca - Ricardo Guiraldes
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Ricardo Güiraldes
Xaimaca
ePub r1.0
Titivillus 11.03.17
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Ricardo Güiraldes, 1923
Prólogo: Gastón Segura
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Retrato de Inma González Salvadores
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Una novela sin vocación
Por más vueltas que uno le dé, el nombre de Ricardo Güiraldes va tan unido al de
don Segundo Sombra, que la primera vez que tuve esta novela sin vocación en las
manos, se me antojó un suceso inverosímil. Y como tal, y llevando unos cuartos en el
bolsillo, la compré en una caseta de la feria semestral de libreros de viejo que, por
primavera y otoño, viene a ponerse a los pies mismos de mis ventanales para
tentarme con su tufo fabuloso a papel podrido.
Entonces, cuando me senté en mi butacón de leer, le di una vuelta y otra, abrí sus
páginas crepitantes y husmeé lo añejo de sus reglones escuetos, de poco cuerpo, casi
endebles, y al final —no sé cuándo con precisión—, la metí en la balda
correspondiente, postergada y apretadita a Don Segundo Sombra. Y allí permaneció
unos cuantos años, ensombrecida por su colosal hermano, hasta que me ha tocado
leerla de pe a pa para esta edición y me he dado cuenta, roto de emoción, cuánto perdí
entonces y cuánto he ganado ahora. Y ya digo, Xaimaca, es una novela sin vocación
de serlo y a pesar de ello, o por esta improvisada condición, resulta turbadora.
Fue Leopoldo Lugones quien convenció a Güiraldes, tras ojear sus notas sobre el
viaje que había girado con su esposa, Adelina del Carril, por las Antillas, entre 1916
y 1917, de que allí se encerraba una novela o algo capaz de serlo. Por aquellos días,
Güiraldes estaba empeñado en Raucho, su primera novela, de la que espera le quite el
amargor que le han dejado sus dos colecciones de cuentos, tan inadvertidos en
Buenos Aires como heridores para un tipo portentoso como él. Un hombre
físicamente muy atractivo e hijo de la potentada aristocracia criolla y, a la vez, capaz
de laburar con la gauchada sin tacha ni desmayo y, en el colmo de su desparpajo,
enseñar a las cinco de la madrugada a Montparnasse entero como se baila esa cosa,
tan estrafalaria en 1910, llamada tango. En fin, un tipo que no precisa sino dejar
retazos de su porte y de sus andanzas por medio planeta para inflamar codicias y
despojar lencerías entre las damiselas —su otra ocupación conocida en París—; por
supuesto, de oficio, ninguno, salvo si se presenta algún excitante safari o un crucero
por el Mediterráneo oriental, de donde volver —para seguir nutriendo la leyenda—
con un puñado de retratos con salacot y a giba de camello. Y a pesar de eso, de
disponer de cuanto a muchos jóvenes desvela y hasta envilece, Güiraldes regresa a su
Buenos Aires, en 1912, con el austero propósito de convertirse en escritor y, encima,
va y se casa.
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Xaimaca tardará en llegar, antes había de publicarse ese par de inadvertidas
colecciones de cuentos, y Raucho, y su siguiente entrega novelística, Rosaura, y por
medio, cimentar su amistad con Valery Larbaud y nuevos viajes a París y a Mallorca,
donde se permearía de ese nuevo estilo contenido y quebrado, que hacen de este
relato algo tan conmovedor y, a la vez, tan ingrávido como una pieza de cámara.
No hay duda, la influencia de Larbaud es capital para que Güiraldes se embeba de
la nueva poética del español que ya no capitanea Darío, sino Juan Ramón, y que va
preconizando Ortega bajo el concepto de «arte deshumanizado». Sí, una nueva
poética que encuentra su espejo en el «futurismo» y que, en Madrid, los devotos de
Juan Ramón van a bautizar con el nombre de «ultraísmo[1]». Aunque será en Buenos
Aires donde el «ultraísmo» germinará y se arborizará, primero en la revista Nosotros,
donde un joven Borges dictará el prontuario del poeta «ultraísta» y, luego, en Proa,
donde encontrará mejor cobijo y arropo, con las colaboraciones del propio Larbaud,
de Gómez de la Serna, de Girondo, de Cansinos, de Guillermo de Torre, de Neruda,
de Reyes y, claro es, de Borges, de Rojas Paz y de Brandán Caraffa, los tres jóvenes
escritores que han decido acoger y promover con esa revista Güiraldes y su mujer,
Adelina del Carril[2]; y he aquí lo importante: entre una y otra revista, entre Nosotros
y Proa, ha visto la luz Xaimaca, corría el año 1923.
Xaimaca, por tanto, es, por su origen en un puñado de comentarios dispersos por
tarjetas de viaje y por su índole «deshumanizadamente ultraísta», una novela que no
quiere serlo, del mismo e íntimo modo que, desde su nacimiento, una sonata se resiste
a ser una sinfonía.
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hasta que, irremediablemente, estalla y se consuma en Jamaica o Xaimaca. En fin,
sensualidad, porosidad y en un tiempo y un ambiente donde los caballeros se visten
de frac para sentarse a la cena.
Como digo, Xaimaca contiene todos los ingredientes para que una de nuestras
actuales novelistas termodinámicas perpetre una insulsez a base de adunar voces
enfáticas y tumefacta casquería. En cambio, Güiraldes, contenido, siempre contenido,
suscita en el lector un trémulo estremecimiento hasta casi arrancarle una cauta
lágrima por lo universal, por lo certero, por lo arrasadoramente ingenuo de ese amor
que crece ansioso y sin decirse por los bordes de cada párrafo.
Esa elusión, ese sin decirse tiene su exactos límites en los dos componentes
previos: las originales notas de viaje —apenas unos fogonazos sobre un ambiente o
una luz o la densidad de un perfume…— y en la escueta exigencia del «ultraísmo» —
nada de confesionalismo, nada de prolija adjetivación; sugerencia e impresión, y
designación, casi cáustica, de los elementos imprescindibles—; resultado: una
brevedad que no permite más personajes que el triángulo protagonista, más acción
que sus escasos gestos, más paisaje que sus contemplaciones; el lector pondrá el
resto. Por supuesto, sugestionado por Güiraldes, quien, con la misma delicada
cadencia, va diluyendo en cada línea el crescendo de la pasión de Marcos por Clara
hasta su consumación anhelada y venturosa. Por todo ello y comparada con la «gran
novela» decimonónica, Xaimaca es una novela que no tiene vocación de serlo,
porque se detiene antes, mucho antes, de llegar al abigarramiento exigido por la
forma novela.
Y, sin embargo, por su delicuescencia en ese tono menor y con esa parquedad
instrumental casi de sonata, Xaimaca es una novela enorme, evocadora de
temperaturas, colores y agostadas melodías, tanto como para que, en su culminación,
resulte irremediable escuchar en nuestra memoria la crepuscular Cantilena de la
Bachiana brasileira n0 5, de Villa-Lobos. En suma, un ejercicio de conmovido
temblor que nos deja exhaustos y desarmados.
Sólo me cumple señalar, como ecuánime prologuista, la decadencia entre
desangelada y melancólica de las últimas páginas. Tal vez, se hubiese hecho preciso
otro movimiento o una aparición perturbadora; algo que vigorizase de nuevo al relato
tras la consumación del amor. Sin embargo, Güiraldes no lo consideró —o no le
restaron fuerzas para imaginarlo— tras hundirnos, con sobrada y portentosa sutileza,
en el rubor mientras, línea tras línea, recordábamos cómo nos enamoramos aquella
vez, siempre legendaria.
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edición de Losada, incluso manteniendo alguna palabra de semántica desconcertante
o errada o esa confusión tan argentina del posesivo por el demostrativo y que ahora
exhiben, con pedantería operística, nuestros políticos y nuestros estelares
comentaristas televisivos para abochornaros otra vez más.
Gastón Segura
En Madrid, a 9 de febrero de 2013
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Xaimaca
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Nota preliminar
Xaimaca fueron primero unas notas de un viaje que hicimos, el verano de 1916-
17, con Alfredo González Garaño y su mujer Marietta Ayerza.
Un día, éstos pasaron por el Consulado de Haití; y el entusiasmo imaginario que
el ignoto país, con su peculiar escudo, despertó en ellos, hizo que, en alegres
comentarios, juntos tramáramos un viaje por la costa del Pacífico, que remató en
Cuba y Jamaica.
Primero pensó Güiraldes publicar sus notas de viaje desnudas, tomadas con los
lugares a la vista, en tarjetas del tamaño de su bolsillo, que siempre llevaba a mano.
Por eso son sus descripciones tan vividas; y la crítica tildó de autobiográficos sus
libros.
El escritor siempre se cuenta a sí mismo, a través de sus creaciones; pues escribe
con su sensibilidad y no con la del vecino.
Leopoldo Lugones a menudo instó a Güiraldes a que escribiera una novela; y para
complacerlo nació Xaimaca con la trama novelística.
Imposible hacer un libro con menos elementos.
Un paisaje: Peñalba.
Un amor: Clara Ordóñez y Marcos Galván.
El libro está escrito como diario de viaje; y cuando llega la culminación del amor,
el poeta dice: «que otros pongan taxímetro a sus vidas»; y canta en poemas la
satisfacción de su dicha.
Cuando la realidad cruel de la vida los separa, afeitando su lirismo, naturalmente
vuelve a la forma de diario.
En noviembre de 1919 terminó Güiraldes su libro en París; pero sólo lo imprimió
en 1923, en la imprenta de Francisco A. Colombo, en San Antonio de Areco.
Especial ternura evoca para mí esta joya de la producción de Ricardo Güiraldes.
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Para Adelina del Carril:
Tres veces este libro ha caído de mis manos,
encontrando el sostén de las tuyas.
Sola, has opuesto fe a mis dudas.
Hoy que corre su destino, lo amparo en tu cariño.
R. G.
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Diciembre, 28 de 1916, Buenos Aires
Ante todo quisiera personalizar mis sensaciones, como si fuera mi viaje un punto
de partida hacia algo definido.
Las cosas se inscribirán en mí según mi idiosincrasia y me interesa tanto
observarme, que quiero, a diario, fijar mi modo de reaccionar ante los incidentes
nuevos.
Voy al Perú para internarme hacia los restos de la civilización preincásica. No sé,
empero, si desembarcaré en Mollendo, en el Callao o en Trujillo.
Pequeño descubridor de mis propias impresiones, llevo como bagaje moral mi
gran curiosidad; como fortuna, la cantidad suficiente para viajar cinco meses y, como
carga personal, indispensable, mis baúles y mi libreta de enrolamiento.
Basta por hoy.
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Diciembre 31, F. C. P
8 a. m. Instalado en el tren con premura. (Un tren largo aquí y que nada será
perdido en la pampa, dentro de poco). Buenos Aires, Mendoza, Santiago, cordillera
inclusive, con derroche de cumbres, laderas y demás componentes obligatorios.
Va hacer mucho calor y tierra de esa que, ha poco, aventaba cascos de caballos
indios.
Entretanto cruzan por andenes y pasadizos algunos remolinos de provincianos:
héroes que vuelven de haber conquistado la capital. Arrinconarse y mirarlos con el
merecido respeto. Sombreros grises, martingalas, guantes color patito, tez mate y pelo
lacio.
Sube a mi vagón una pareja que he encontrado en la agencia donde compré mi
boleto.
Recuerdo que en aquella ocasión miré a la mujer como se mira una belleza de
cinematógrafo a cuya patria no se irá. Ahora, la coincidencia de nuestro encuentro me
parece significativa.
Me pregunto: ¿es un peligro?
Respondo con un nuevo interrogante: ¿no es siempre un peligro vivir?
3 y 10. Alberdi.
Poco a poco menguaron las arboledas, enriquecióse de alfalfa la tierra, y clara,
como un abra entre montes, se despobló con sus arideces naturales la pampa.
Desde nuestra pequeña altura de hombres ínfimos, cortamos en breve tangente un
segmento de planeta. Más allá, fuera de sospecha, sigue el mundo; mundo vale decir
pampa. Pampa madre, creadora en mí de una gota de savia que quiere hacerse canto.
Con tal insistencia me habían hablado del calor, que me consuela el no haberme
hasta ahora derretido. Encerrado en mi compartimiento, estoy en pijama. El viento
que por la ventanilla abierta y los bostezos de mi ropa me sopla en las carnes es tibio
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y pesado como un edredón.
Respiro lentamente. Algunas gotas de sudor hacen angostas cosquillas frescas por
mis flancos. No pienso en nada hermoso, y, forzado a sufrir por horas aún estas
abrumantes culminaciones climáticas, jadeo embrutecido por depresiones físicas,
como un perro bajo la calcárea vertical de un sol de siesta.
A las cinco, un viento arrastrado al ras de la pampa me ha devuelto las fuerzas
correspondientes a mis veinticinco años.
A las siete discurro lo menos ridículamente posible, dado el ritmo desgonzado del
tren, entre las mesas del vagón-comedor por cuyo centro me conduce el mozo para
indicarme mi lugar. Y, ¡oh fortuna!, estoy ubicado en la mesa del matrimonio
interesante.
Con escaso saludo, que expresa mi contrariedad de ser inoportuno, ocupo mi sitio,
decidido a la más pulcra discreción. Las fuentes comunes nos obligan, sin embargo, a
ser corteses; de modo que, a causa del salero, una zanahoria o el queso oloroso,
cambiamos cumplidos caballerescos.
Mi interlocutor es poco locuaz y su señora ni se apercibe de mis esfuerzos, a fin
de ser interesante hablando de peludos adobados o sábalos al asador.
Por suerte, en trances de ofrecernos y devolvernos el azúcar del café, oímos una
voz que al tiempo de saludarnos nos pide permiso para hacer sobremesa en nuestra
compañía.
Paco es un muchacho chileno que conoce a todo el mundo desde Lima hasta
Montevideo.
Satisfechas dos o tres preguntas sobre mi familia y amigos, se dirige a mis
compañeros de mesa, con quienes entabla un diálogo que me dispongo a escuchar.
¿Cuál será la vida de mi vecina, cuyos ojos claros se empantanan en un
ensimismamiento persistente?
La locuacidad de Paco le impide por un rato darse cuenta de que algo estorba la
conversación. Muy luego se disculpa presentando:
—El señor Galván, la señora de Ordóñez, el señor Peñalba.
¿La señora de Ordóñez, el señor Peñalba? Esta diferencia de apellidos hace que
me quede barajando ambos nombres, como si quisiera descubrir el secreto de algún
malabarismo.
El resto de la sobremesa es breve, y en ella aprendo que mis supuestos esposos
son hermanos.
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Enero 1 de 1917, Estación Mendoza
6,25 a. m. Acabo de transbordar mi equipaje al Trasandino. Dentro de cinco
minutos salimos.
En el andén, aún sometido a una acunada somnolencia, siéntome mordido por un
aire especial que me entra en los nervios. Hay olor a espacio.
A un lado queda el tren que abandonamos, cansado y con no sé qué despreciable
aire lugareño. Al otro lado está el pequeño Trasandino, estuche del cual brotará lo
maravilloso. Confiada, la maquinita bufa, echando por la válvula la sobra de su vigor,
y hay en ella un orgullo de serrano a quien nadie puede seguir por los empinados
senderos.
En mí se ingiere el olor a espacio, y siento que vivir es bueno.
Me gusta pasar así, dejando a Mendoza desconocida. La larga, terrosa tapia de
adobe crudo, los rasgos secos de algunos indios caballeros de pequeñas mulas, me
prometen un futuro placer de excursión cercana.
No imaginaba este goce ante lo nuevo.
Así pienso en la mañana fría, cuando, cerca, veo pasar a mi hermosa compañera
de ayer. En mi ánimo tendido, la comunicación muda de su saludo ha sido íntima
como un contacto.
Con Peñalba hemos acomodado las últimas mantas y, tal vez por esta ayuda, la
señora de Ordóñez me invita a sentarme frente a ella.
Empieza el viaje: primeras impresiones. A la mujer recatada de ayer se ha
substituido una niña de vibrantes curiosidades.
Es el lecho anchuroso de un torrente, casi seco; la tortuosa vegetación enana que
crece entre los rudos pedregales vecinos a la sierra; los colores tensos de algunas
flores que ornamentan un jardín cuidado mientras, sofocante, el horizonte montañoso
se nos viene encima, en azulada amenaza de avalancha.
Hablar de la cordillera en estas notas sería como querer dar cabida al sol en mi
saco de ropa.
De las estaciones, del tren, del jadear de la máquina cuando la rueda dentada
muerde en la cremallera, tengo impresiones precisas, pero lo esencial me sobrepasa
por su magnitud.
Un pico nevado, puro en su blancura como si fuera tallado en un cristal que se me
antoja hecho de tiempo. Un macizo de metálicas montañas separadas de la cordillera
por un plano de nubes, y que aparece como un trozo de otro planeta cercano del
nuestro, pero constituido por materias más preciosas y en una fase de enfriamiento
más adelantada. Pendientes, en cuyas laderas la imaginación resbala en vértigo de
pesadilla. Lejos, la diafanidad cerúlea de un cielo más sutil que el de las llanuras.
La flacura fría del aire sorprendente como un mareo místico, y las multicromas
vetas de la piedra, otrora levantada y resquebrajada por innombrable fuerza, dan la
idea de que vamos por una arista próxima a las influencias vertiginosas de los astros
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en rotación.
Esto pasa por sobre mí, como una genial locura planetaria, y me aferró a los
detalles del riel, para no descentrar mi espíritu humano en aspiraciones de mundo.
Somos tres, unidos en una contemplación traducida por balbuceos que sólo
delatan terror estético. Las exclamaciones son nuestro único comentario y las
reducimos a un ¡oh! redondo y pálido de asombro como una luna.
Al franquear el tope de la cordillera, saliendo de un pequeño túnel, pasamos a
tierra chilena. Columbro a continuación de la cordillera, cuyos altos y bajos van
disminuyendo como vibraciones de un sonido, hasta sumirse en la llana tersura del
océano.
Peñalba sufre una extraña emoción.
—¿No siente la nueva influencia? —dice—. Estamos ya en el viento del Pacífico.
El aire es otro en este espacio de montañas en mengua, que nos va a depositar al nivel
del mar desconocido. Por él se puede tirar rumbo a las costas occidentales de
América, al archipiélago Indomalayo, a China, a Australia o a las islas del Japón; a
todos los países viejos en cuyos templos ruinosos se recibe el bautismo de las
filosofías madres.
Mi atención queda en lugares más inmediatos.
Las cumbres nevadas me soplan su aliento seco. Una leve fatiga de puna me
sutiliza, prestándome un desasosiego que bien puede venirme de las inmensas
laderas, en que bajan las volutas de un camino esmaltado en la piedra serrana.
Allí, lejos e imperceptible como un perdido reguero de hormigas, va un arria de
mulas trotando corto.
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tumbándose un río, por pilcas de piedra, superpuesta sin intersticios, o chicos,
redondos, rojos, blancos, celestes, filosos…
Los fundos se subdividen en potreros separados por pilcas de piedra, superpuesta
sin intersticios, o por tapias de enormes adobes cuadrangulares. Hay trigo alto y ralo,
alfalfa verde hasta el hartazgo, y álamos, muchos álamos, recuadrando los parches de
diferentes colores, a lo largo de las acequias.
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Enero 2, Santiago de Chile
Un estadio de montañas conteniendo el valle del Mapocho. Hacia el este, los
picachos de la cordillera son altos hasta afrentarse de nieve. En el valle, la ciudad.
En la ciudad, calles rectilíneas, asfaltadas o terrosas, corriendo entre la
edificación pareja.
No he gozado lo que imaginaba. Me falta una persona a quien comunicar mis
impresiones, mejor dicho, con quien compartirlas, pues la persona en quien pienso no
admite el comentario voluble. ¿Mi viaje puede depender de tales tonterías? Al fin y al
cabo, Clara Ordóñez no es más que una hembra, y yo me estoy idiotizando con
romanticismos de versificador exangüe.
Sea mi sueño una goma de borrar frases vergonzosas.
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Enero 5, Santiago de Chile
Peñalba me ha invitado a tomar una taza de té en el cerro de Santa Lucía.
Mi mal humor de solitario ha sufrido deshielo.
Peñalba conversa, yo escucho; Clara Ordóñez se ausenta tras la indiferencia de
sus pupilas.
Cuando ya el cielo sufre los primeros amagos nocturnos, subimos al tope del
cerro.
A nuestros pies se tiende el caserío.
Techos de teja española. Iglesias siempre anhelantes de dominio, que se
evidencian por trechos, suntuosas y vastas: la Catedral, San Francisco, San Éste, San
Aquél…
La luz decrece y las montañas acumulan una densa atmósfera violeta. Clara
Ordóñez está a mi lado. Esta hora de silencio es la suya y toda la vaguedad que va
cayendo en el valle parece fluir de sus pupilas. No anhelo nada. ¡Si pudiera estirar
este mi estado de ánimo, sobre toda mi vida!
El primer mordisco de aire nocturno, caído desde las nieves de la cordillera
cercana, despierta en nosotros el instinto de la cueva.
—¿Vamos al hotel?
—Vamos.
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Enero 7, Santiago de Chile
Recibo una tarjeta de Paco. Se trata de visitar el cementerio, en compañía de
Peñalba y la hermana. La idea de paseo adjunta a féretros, calaveras y otros
corolarios de muerte, hace brotar una risa irónica en mí. Pero veré a Clara Ordóñez.
Hay frente a la entrada del camposanto un hemiciclo de cipreses, inevitables
excrecencias de luto. La portada es pétrea, y antes de entrar al arbolado jardín leemos,
levantando los ojos hacia una chapa de mármol:
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Enero 9, Santiago de Chile
Voy a Valparaíso en automóvil, invitado por mi buen amigo Paco. Los Peñalba
son pájaros muertos conmigo de un mismo tiro.
A las nueve en punto, Paco coloca sus enguantadas manos sobre el círculo del
volante, por cuyo centro se cruzan dos diámetros en ángulo recto. El volante es un
problema de geometría, que resuelve un barquinazo, un viraje o un choque.
Ya en las afueras, mientras vamos desriñonándonos como en un potro entre pozos
y cantos rodados, Paco constata que el camino es malazo. Y nos resulta un alivio
cuando después de dos horas sufrimos una panne, al salir de un arroyo que ha
inundado el motor.
Viene bien desentumir el cuerpo, sentir los pies sólidos en tierra y pitar un
cigarrillo sin riesgo de quemar ropas vecinas.
Se comenta esto o aquello, pretexto para mirar a quien conviene, o se tiene una
palabra de prevención, con lo cual ingenuamente se gusta un acercamiento.
El descanso ha sido breve.
Pasamos entre cerros cubiertos de espinos, que deben dorar lindamente las
mondas ondulaciones en tiempo de flor, y como vamos a quedar encerrados en el
valle, empezamos a trepar por un camino estrecho.
Ignoraba el recurso de cambiar temperatura ascendiendo. Hundo mi mentón en la
golilla y soplo en la lana para sentir calor en las quijadas. A mis espaldas oigo una
maniobra de ponchos y cobertores.
Vencida la cima del cerro, enfrentamos la cuesta de Zapata. Treinta y dos virajes
bruscos. La primera vuelta se hace apenas con gran inclinación, pasando la rueda a
una cuarta del límite, que significa la caída. Los frenos silban. Sufro la impresión
desagradable de haberme metido en la espiral de un aparato destilatorio. El valle es el
nivel lógico.
Siguen muriendo las leguas aplastadas por el automóvil. Nuevo accidente en un
charco. Algunos rotos que de a caballo gozan de nuestra situación no desdeñan la
changa, y cinchados por fuertes lazos, al son de gritos y risas, salimos del mal paso.
El motor, empero, se niega a proseguir y, depositados a la sombra de los álamos que
franjean el camino, nos disponemos a almorzar, mientras Paco, en un caballo
prestado, parte en busca de un coche.
Un momento, las conservas, los bizcochos y el vino nos distraen. Al lado nuestro,
mirándonos con ojos silenciosos, ha quedado un roto de los que hoy nos cuartearon;
sentado en el alambrado del callejón, tiene en sus manos las riendas de una pequeña
yegua malacara.
—Ata, pues, la yegua —propone Peñalba— y cínchanos hasta el poblado.
El hombre responde a duras penas:
—La iegua no está dispuesta.
Peñalba arguye:
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—Eres tú quien no lo está.
—La iegua tampoco.
Malestar. El roto sigue impasible, como si le rodeara el desierto.
Hace calor; el campo calla y un tero grita allá por los bañados. Con el propósito
de distraer a Clara, subo al automóvil.
Hablamos de viajes. El deseo de aceptar proyectos como verdades va
convirtiéndome en un visionario de ojos abiertos.
Olvido el presente, los rotos, Peñalba…
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Cuando concluimos la cena, cargada de cansancio, y salimos a la vereda,
Curacaví ha cambiado. Hace luna llena, y el satélite, tan fiel como impersonal, se
encarga de volcarnos encima el millón de frases pálidas con que lo ha obsequiado la
literatura romántica. En la atmósfera, alucinada de blancura, se suspende la vasta
quietud que la noche sólo adquiere en los lugares sencillos. Las casas, al borde de la
calle, semejan oblongas piedras de luminosa fosforencia. Frente nuestro hay dos
pequeñas ventanas enrejadas, tras las cuales los cristales se ahondan de oscuridad
interior.
Las puertas, de madera, son bajas y rudas. El pueblo exhala un sutil aroma de
irreal recuerdo centenario.
Un piano toca muy claro, con descalificadas notas de organillo; una voz lisa
entona un aire simple y cadencioso, que se sale por la ventana como una incontenible
palabra de ternura, destinada a morir en la noche inmóvil. Nosotros queremos ver
bailar la cueca que oímos y nos vamos camino del canto, hollando las estrechas
veredas cuyos ladrillos no callan el asombro que les causan nuestros zapatos
porteños.
Es un cuarto blanqueado a la cal, cuyos zócalos pintados dicen los primores de un
pincel ansioso de piruetas injustificables. En el centro del aposento baila un
presuntuoso mozalbete de doce años con una gruesa niña sin gracia y los pañuelitos
se despiden como fríos fuegos fatuos o se persiguen con intenciones de caricia. En un
piano esquinado toca y canta una viejecita, y la hermana mayor de la chica que baila
(todo nos autoriza a deducir este parentesco) rasguea las cuerdas de una guitarra.
La viejecita, la niña que toca, los bailarines, hacen una pausa. La noche torna a
ser silente.
Por un extremo de la calle óyese un atenuado gotear de notas; diríase que la luna
se ha puesto a llover, o que los luminosos átomos, disueltos en el aire, se
entrechocaran de pronto en clarisonante murmullo musical.
—Vienen las carretas —dice alguien.
Y corroborando esta aserción, empieza a removerse no sé qué cosa blanquecina,
allá, muy en el fondo de la calle. La gente luce su saber dando sucintas explicaciones.
Todos los domingos es así: en las carretas vienen arpas y guitarras acompasando
cuecas, que cantan las muchachas o señoras; alrededor, los mozos coquetean
montados en caballos nerviosos de algazara, y las exclamaciones se cruzan con los
galanteos piafantes, contenidos como la impaciencia de los escarceos por el freno
esclavizados
La incierta blancura del bulto removido, allá en el fondo de la calle, se precisa en
contornos terrestres. Las grandes ruedas de la carreta vienen dando porrazos a
desnivel; una lona abayada se tiende sobre fuertes arcos semicircularmente
abovedados, encerrando el concierto de voces y cuerdas. La lona toma así el aspecto
de un espectral cuero lívido, sufriendo ceñido al costillar potente.
La carreta avanza con poderosa lentitud de fósil que se sobrevive.
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Adelante, blancos, babeando sumisión, vienen los bueyes distendiendo sus
articulaciones proveedoras de fuerza, acogotados por la presión del yugo estúpido, y
sus ojos envidriados de tristeza fijan a las pausadas pezuñas el paso venidero. Al
desplazamiento armónico de paletas y músculos va el pelambre cambiando acuáticos
moarés.
Estamos envueltos en las risas y las exclamaciones de la caravana. Un espeso
polvo se ha detenido junto con los bueyes, aparentando evaporaciones de plata. Los
mozos se arrojan del caballo con prisa para ayudar a las damas que salen de la
carreta. Las piruetas de un militarcito nos echa encima el anca de su alazán y tenemos
que recostarnos contra la pared. El mozo se disculpa en alemán, tal vez porque el
vino exalta sus galones de dos meses.
El ritmo ha cambiado; la pesadez de la llegada quedó suspensa en las ahora
inmóviles paletas bovinas. El séquito penetra por la ancha portalada de un caserón a
un patio emparrado, donde los faroles se han encendido para mirar. En el zaguán
quedan dos guitarras y un arpa. La voz, ya enronquecida, de una cantora retoma la
cueca que cortó la llegada; un compás febril se apresura en las cuerdas obedientes, y
los pañuelitos tornan a decirse adiós, con coqueteos promisores, mientras las espuelas
crispan su temblor de hierro en los talones de los mozos, que repiquetean sobre las
sonadoras baldosas las rítmicas mudanzas de un zapateo imperativo.
Bruscamente cesa el baile. La voz se ha cortado como en un hipo de cansancio.
Ríen las despedidas, anochecen en los bolsillos los pañuelos, remolinean los caballos
sofrenados por los mozos y desaparece el percal de las damas en la ósea armazón de
la carreta. Crujen las coyundas contra las aspas bajadas por el esfuerzo tenaz de los
cogotes torunos. Desplázanse las paletas, haciendo correr en las pieles bayas un
armónico escalofrío de luna. La carreta se va, con poderosa lentitud de fósil que se
sobrevive, hasta transubstanciarse en incierta blancura, allí muy en el fondo de la
calle.
Mueren en la distancia los murmullos musicales con lenidad de astral llovizna.
Vuelve la noche a suspender su vasta quietud sobre el lugar sencillo, y las casas se
dejan penetrar por los rayos lunares con fosforescente pasividad de muertos.
Dice Clara:
—Parece que hubiéramos asistido a una escena de hace un siglo.
—Esto es viajar —dice Peñalba fiel a su pasión—; Curacaví es un rincón
inhabitable; sólo tiene el encanto que hemos saboreado intensamente, porque es un
desconocido que volveremos a ver difícilmente.
Han llegado los Fords. En el primero nos instalamos Paco y yo, porque Clara
quiere ir con Peñalba y el carabinero, que cree eficaz en caso de peligro. Y comienza
el andar entre hondonadas, faldas y alturas, acompañados por el roncar de los
motores.
El sueño pesa ya en las articulaciones, desgonzadas de tanto zarandearse por
barquinazos y virajes.
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El cielo se tachona de astros, diluidos en el asombro lunar. Los arbustos se
agazapan amenazando la orilla del camino que, ora cae hacia un bajo en cuya
incógnita oscuridad los faros van exasperando los colores en descanso, ora sube
proyectando nuestra vista hacia la tranquila lontananza de las constelaciones.
Y sigue el cansancio en progresivo aumento.
La claridad lívida del amanecer viene en el momento de insinuarse muy abajo,
como una vía láctea que maternalmente nos recibirá, la colonia de luces de
Valparaíso.
Así, vista desde la altura, la ciudad aparece como un vago millón de
fosforescencias en el fondo del océano.
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Enero 10, Valparaíso
A bordo del Aysen-5 p. m.
Impaciencia de salir. Encerrado en el puerto, el barco parece empequeñecerse; es
necesario que se abra a la luz, que el viento lo penetre, llenándolo de ráfagas salinas.
Clara Ordóñez está en su camarote temiendo marearse; Peñalba se siente amplio
de recuerdos, como si fuera a hacer rutas anteriores.
Zarpamos con tiempo ventoso, casi frío. A popa la bahía se extiende, las
montañas bajan. Quedan rezagadas las barquillas policromas en el agua verde y
tranquila. Peñalba se enerva:
—Es estúpido —dice—. ¿Creerá usted que estoy turbado como un asceta ante una
inquietud física? Me parece retrogradar años, ser mejor por haber vivido menos, y
renovarme en mi antigua congoja de despedida, al salir de Constantinopla entre un
hormiguero de caicos y la bulla vocinglera de los puertos orientales.
Afuera el viento Sur arrecia y comenzamos a dar bandazos de estribor a babor.
Luego viramos hacia el Norte. Hácese más pausado el movimiento y nos acostamos
temprano, hamacados por el ritmo marino que será durante varios días nuestro canto
de cuna.
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Enero 11, A bordo del Aysen
Rada de Coquimbo.
Amplia bahía entre cerros, que son la agonía de los Andes viniendo a
derrumbarse en el océano. A los pies de los montes (aridez pétrea) extiéndese la
fertilidad verde terrosa del valle.
Grandes, fuertes, chatas barcazas se han amarrado a los flancos del Aysen y gozo
la penetrabilidad del agua, en la quebradura de los remos abandonados.
Las cubiertas han sido invadidas por flores, frutas y quesos, en canastas finas.
Vendedores y vendedoras pregonan con cantadas insistencias: brevas, papayas,
guindas, ciruelas, duraznos, damascos, pepinos, claveles. Retiemblan y chirrían
cadenas y guinches. Vocean con lugareña tonada los peones, que lo mismo cuelgan
del grueso gancho elevador un fardo de pasto, una remesa de zapallos, una mula, un
buey o un cajón quejumbroso.
Me enerva el ruido y el movimiento. Clara Ordóñez no ha salido aún, y,
sintiéndome repentinamente perdido, voy en busca de Peñalba.
¿Cuándo saldremos?
Pasados los primeros momentos, hay mayor tranquilidad sobre cubierta. Clara
Ordóñez se ha recostado en una silla y huele un pañuelo empapado en agua de
Colonia.
A mediodía nos alejamos de Coquimbo para navegar a vista de costa, que es
montañosa sin vegetación.
A las cuatro avistamos a estribor dos islotes rocosos. En el primero hay un faro.
El segundo, libre de gente, es un gran pan de guano. A proa como a popa, alineadas a
ras de ola, pasan hileras de piqueros: cuellos rectos, chatas cabezas de zambullidores.
En el bar conversamos con Peñalba.
—Lástima que su recorrido sea tan breve. Conocerá cosas interesantes en el Perú,
no dudo, pero… Lo que llamo viaje es un andar al través de climas. Necesito por lo
menos un retazo de trópico. Usted debería seguir con nosotros hasta Jamaica.
Entonces estaría seguro de haber puesto en usted el vértigo que se goza rayando
mundo en derroteros nuevos. ¿Lee usted a Kipling? ¿Recuerda aquel pasaje en que
Dick, al lado de su novia, en una playa cegada por la noche, oye pasar un barco y lo
reconoce?
—No sé —prosigue— si no es necesario tener un poco el alma de Dick para
percibir la emoción de esas páginas. Cuando quedo en un puerto viendo partir la masa
pesada de un vapor, los primeros paletazos de la hélice hacen indecisas mis
pulsaciones, como si fuera a dormirse en un jadeo rítmico, con amplio goce de
marcha al desconocido.
Recuerdo haber ido a las estaciones a dejarme incitar por el paralelismo de los
rieles.
Para muchos, el viaje es fuga; para mí es llamado.
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Es tarde.
Antes de retirarme pido a mi consejero el libro de Kipling y me duermo tranquilo
en la cucheta ya familiar, después de haber leído las páginas de potente evocación,
mientras compasadamente el barco pulsa los hondos porrazos de sus férreas arterias.
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Enero 12, A bordo del Aysen
Proximidades del Taltal.
Navegamos cerca de la costa, que es toda de cerros rosados o amarillentos
veteados, de estrías metálicas, entre las cuales la sombra se estanca en verdes claros y
azules brumosos.
Hace sol a voluntad, contrastando con los pasados días nublados. Guardo una
impresión extraña de anoche. Mi cabeza, aún confusa, mezcla un turbio recuerdo de
partida, con una acongojada separación de Clara Ordóñez, detenida por no sé qué
sortilegio en el muelle de un puerto. En todo esto hay como la evocación de otra vida
llena de promesas ilusorias, en que se suceden muchas zarpadas de bahías ignotas.
Peñalba me ha llevado a proa. El sol es una gran infusión vivificante; el mar
alarga mis inquietudes en un vigor salino de primer éxtasis vital.
De pronto me doy cuenta de nuestra ubicación, cruzando las inmensas planuras
del Pacífico. Vamos muy cerca de la costa, imperceptible punto en movimiento sobre
un mundo del tamaño de una carta geográfica. Veo con gran esfuerzo esta reducción
proporcional y gozo un placer curioso con imaginar este juguete de una realidad
diáfana.
Por la costa opuesta otros puntos semejantes llevan vida humana de puerto a
puerto.
—¡Mire! —exclama Peñalba.
Hemos penetrado en una bandada de aves marinas que, asustadas, remolinean,
tratando inútilmente de desprenderse de la superficie sin ondas. Cuando ya la proa
parece alcanzarlas, zambullen con las alas abiertas, visibles a varios metros de
hondura, de donde vuelven a emerger, espantadas por la desconocida enormidad que
se les precipita encima. Un coro aterrorizado de chirridos subraya el desbande, que a
veces se estrella contra el avance indiferente del barco y es un clamor salvaje de
muerte en la soledad tranquila del océano.
Lejos, un alcatraz vuela pesadamente hacia un peñasco blanco de guano, harto de
sobrellevar su picobaúl.
El puerto es una pequeña bahía sujetada con recelo por altos cerros.
Mientras desembarcamos con Peñalba en un bote de remo, nos sentimos
sofocados por la ascensión hostil de las faldas estériles. En el agua boyan restos de
trabajo: pedazos de legumbre o fruta, sobre las cuales las gaviotas revuelan gritando.
Sufrimos la impresión de que la tierra sólo existe para sostener los cuerpos en su
superficie. El hombre vive de la piedra de las vetas metálicas apretadas en la
montaña, de las reverberantes capas salitrosas que no pueden dar sino la enfermedad
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jactanciosa del metal sin savia.
Pero Taltal es casi perfecto. Las cuatro o cinco plantas que se esfuerzan en crecer
artificiosamente aumentan su desolación. Las casuchas de madera se envejecen
empolvadas de tierra macilenta. Unos cuantos perros pelean en una callejuela
abandonada y hay en un umbral, de pie, una mujer de momificados rasgos araucanos,
cuyo cutis grietan muchos años de intemperie seca.
Pasa un haraposo chiquillo en burro, arrastrando un barril de agua. Miseria. Los
fardos de pasto y los alimentos humanos son descargados semanalmente por esas
barcas que llegan y se van, tan pronto.
En una victoria desencajada, paseamos por entre el pueblecito que vive al azar de
sus minerales.
A las cuatro o cinco cuadras nos encontramos ya en el arrabal. Hay unas cuantas
calles de efímera duración, limitadas por palenques de mísera madera o cercos de
cinc rotoso. Arriba, en la falda glabra, tronan unos cuantos depósitos de petróleo, con
negro desgarbo de herramienta.
Una tristeza espectral de noche cercana nos hace volver, y pasamos otra vez entre
las casuchas de madera, por las cuales se aburre un burro y pelean los perros.
El barco aparece como un hogar, allá, arrullado por el mar transparente.
Tengo a mi llegada la satisfacción de constatar que Clara Ordóñez está en su
sillón, como la había imaginado cuando ya apuraba el deseo de volver.
Deposito en sus faldas una de las tres flores de Taltal y saboreo la tranquilidad
que me da su sonrisa. Al acercar una silla para conseguir las breves palabras de su
conversación, siento inútil cualquier más allá.
—¿Les fue bien? —pregunta colocándose mis flores en la cintura.
—Muy bien, ¿y usted? ¿No se ha aburrido sin nosotros?
—Absolutamente. He pensado.
—¿Puede saberse en qué?
Un rato me mira curiosamente. Luego dice, sonriendo siempre:
—En usted.
Un reflujo de vida de pronto agolpada en el puño nervioso de mi corazón,
desnúdame de sangre el rostro y pregunto con un aire lamentablemente natural:
—¿Qué piensa usted de mí?
—Mucho bien.
Sé que esto no es una introducción al flirt, pues en Clara Ordóñez no caben
insinuaciones perfiladas. Mi instinto dicta hacia sus manos un gesto de gratitud
aunque supongo que su opinión sobre mí no es un privilegio excluyente.
—Vamos —digo en fingida chanza—, explíqueme algo más…
—No sé —balbucea sacudiendo su cabeza, concentrada en el esfuerzo de
encontrar palabras justas—; voy a decirle vulgaridades que no expresan mi
pensamiento. Para mí, las personas valen según su capacidad de dar…
—¿Y usted cree que yo…?
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Quedamos silenciosos. Vuelvo a sentirme sorbido por sus manos largas, inquietas
ahora sobre la carátula del libro, y quisiera huir hacia proa, para no pensar en nada y
poner mi frente sobre el descanso duro de la borda.
Clara Ordóñez se retira bruscamente.
Salimos ya de la bahía pequeña. Taltal se va a dormir, miserablemente ahogado
por sus cerros sombríos. La proa apunta al último claror del Oeste.
Buen descanso va a tener la noche, sobre el mar, cuya grandeza no se resiste con
pequeñas luces a su posesión absoluta.
Pero yo no dormiré.
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Enero 13, A bordo del Aysen
Antofagasta.
La he encontrado en el mismo lugar de ayer, los ojos entrecerrados descansando
en el horizonte, el libro abandonado sobre sus rodillas. No me ha sentido.
A algunos pasos me detengo indeciso, concluyendo por irme, aunque inútilmente,
pues sé que voy a rondar sin descanso para mirarla de lejos, apenas conocible, y
acercarme con el goce de ver cada una de sus facciones precisarse, como si asistiera a
un escalonado nacimiento de su belleza.
No le he hablado.
A las once entramos a un puerto más vasto que el de Taltal.
Un capitán chileno, compañero de viaje, nos complica en una recepción de
personajes lugareños.
Clara Ordóñez está desconocida de animación mientras trasbordamos a la chalupa
que nos espera con sus marineros erguidos de disciplina.
Pero siento que la pierdo para toda la tarde, mientras en comitiva marchamos por
una calle orgullosamente asfaltada, que nos conduce a la quinta Casela, laboriosa
conjunción de verdes terrosos.
El almuerzo, copioso, barniza los rostros.
Bajo una glorieta de enredaderas cercanas, unos guitarreros cantan aires
nacionales.
Al descorcharse con salvas de espumas las botellas de champaña, los brindis se
atropellan fogosos.
Alguien relata la acción guerrera del coronel Antonio María López, primer
chileno que llegó al tope del Morro de Arica: episodio de la guerra del Pacífico.
El octogenario coronel se emociona y contesta. Nos sentimos olvidados, fuera de
aquel intercambio de elogios en los que la palabra patria revienta con vítreo estrépito
de granada.
Una hora paseamos por el único plantío del lugar, admirando las flores de colores
como exasperados por toxinas, las legumbres voluminosas o los árboles que van en
satisfactorias vías de crecimiento.
He creído recuperar mi alegría al abandonar el muelle, en la chalupa de la
Subprefectura. Tres o cuatro de nuestros acompañantes, empero, han querido
continuar hasta el Aysen las ya machucadas efusiones.
Con ancha ondulación de nota grave corren olas lisas. Los hombros de Clara
Ordóñez tocan los míos. Corto consuelo.
Al llegar, el cansancio la aleja como la alejó el paseo.
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Enero 14, A bordo del Aysen
Iquique.
Hace bien respirar este aire salino y grande, al que me voy acostumbrando como a
los detalles del barco.
Sentado sobre el arranque del bauprés, apoyadas las espaldas contra las escotas
que afirman la arboladura, miro a lo largo del botalón. Mi vista se empampa en las
lejanías del agua, rumbo indefinido.
Del mar sube un temblor de reflejos lancinantes. Una modorra de plenitud va
trocándome inerte sobre el duro descanso de madera y mi lucidez se complace en
perseguir borrosos pensamientos, aletargados por el sol de mediodía.
Con pausa de idea definitiva, va estableciéndose en mí la certeza de que ésta es la
vida: una absoluta pertenencia al presente. Del pasado apenas recuerdo lo que me liga
a los momentos actuales, y mi próxima separación de Clara va siendo más incierta.
¿Bajaré siempre en Moliendo? Las tentativas de Peñalba para hacerme seguir viaje
han quebrado en algo mis resoluciones. Seguir a Clara, convirtiéndola en meta de mi
vida.
Pero no quiero hacer madeja del hilo que la suerte estira ante mis pasos. Hoy por
hoy dejemos que los mástiles, trazando su línea sin huellas, hablen de futuro.
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Abriéndose paso entre un cardumen de sardinas, el barco proyecta en derredor
rayados reflejos de metal.
A veces el estriado desbande cambia de rumbo, tironeado por brusca imantación
de terror colectivo, y es como una lluvia sesgada por fuerte viento.
Atraída por alimento compacto, una ballena ronda, oficiando de surtidor en el
océano, que es todo de agua. Un tiburón, alejándose de nuestro encuentro, deriva
lento con sus aletas dorsales a flor de ola. En familiar hilera de paseo, los delfines,
inofensivos payasos submarinos, saltan una cuerda imaginaria. Los lobos de mar,
aceitosos y humanos, asoman para respirar a fondo después de un choque que les ha
deformado el hocico. Y los pájaros niños aprovechan la libertad del nado, sabiendo
que en tierra, luego, bambolearán pequeños pasos de gente mareada.
Penetrando la cristalina tersura del océano muy pacífico, nuestras pupilas se dejan
acaparar por aquel milagro vital, cuya causa y objeto ignoramos, para bien de nuestra
fantasía, que suple con mentiras su ceguera.
Arriba, equilibrio y contraparte, revuela la gula de millares de aves. Los
alcatraces aletean pesadamente en persecución de presas desconocidas y su cómica
seriedad se pierde de pronto en un vertical zambullón de piedra. Los piqueros caen de
a tres, de a cuatro, como frutas del aire descolgadas de inverosímil altura, para
desaparecer en la onda con breve salpicadura espumosa.
Peñalba ríe de satisfacción junto al bauprés. A su derecha, apoyando los codos en
la borda, Clara calla: silencio que se aparea al mío. Comienzo un cuento fantástico.
Mi vida rima un poema que la elevará al rango de las vidas plenas. Mi suerte,
cambiando el derrotero que me llevaba al Perú por la aventura de Jamaica, corre el
albur de ser total en el placer o el dolor. Sin mayores vacilaciones he saltado y me
siento en poder de una elevación, que lleva en sí el vértigo de una caída.
Orientaciones prefijadas, energías y ternuras del pasado, potencialidad de sentir,
todo ha claudicado.
Clara Ordóñez está tan presente que aparto de ella la vista.
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Una chica corre en el oro de su piel tostada, dando exuberantes chapuzones en los
pequeños golfos de la orilla.
De las partes hondas suben hierbas marinas, mansamente acunadas por corrientes
contrarias, y múltiples actinias colocadas en ventosa sobre las piedras del fondo, se
dilatan como estrellados crisantemos amarillos y rojos.
Al lado de la mesa en que Peñalba saborea sus jaibas con atención de relojero
absorbido por un trabajo prolijo, un loro de ecuatorianos brillos hace coqueterías de
hermoso animal, en la vecindad de una jaula ocupada por los brincos de cuatro micos
y dos ardillas lugareñas.
Constato que para ser turista hay que tener muy poco quehacer interior.
A las ocho estamos en el Aysen, justo a tiempo para no quedar hasta la próxima
semana en la risueña Iquique.
Después de comer, Clara Ordóñez, que quisiera ver fosforescencias y tomar aire,
me lleva a proa.
El viento se apoya en sus formas y le enfría los labios entreabiertos. Pobre
organismo asoleado, miróla con asombro en esta nueva presencia más personal.
¿Es coquetería mostrarse así? Imprimo a mi voluntad su mayor fuerza, para
írmele alma adentro y evitar la turbación que me sujeta en su belleza física.
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Enero 15, A bordo del Aysen
En aguas de Arica.
Quisiera quedarme apartado de los hechos, cuya precisión desritma mi sentir.
Pero ya mi vida no es mía, y Peñalba, acusándome de pereza, oblígame a vestirme,
ignorando que todo esto va demasiado grande y que mi alma se está quedando atrás.
El Aysen ha anclado en el puerto de Arica.
A la derecha de la población, el morro se afirma como una frente porfiada,
leyendo calma en el azul sereno que sabe viajar más allá de los horizontes.
Recuerdo los brindis al coronel López en Antofagasta.
El combate sangriento de unos cuantos hombres ha tenido lugar en el área de una
meseta pequeña. Pero hoy veo la contraparte de la victoria: el capitán Ugarte,
precipitando su caballo, previamente cegado por su poncho, barranca abajo de un
centenar de metros cortados casi a pique. Agonía salvaje y breve. Confusión de
hombre y bestia, sobrerrodándose con delgados rezagos de sangre y carne
enganchada. Para final, un vibrátil temblor de músculos sin conciencia frente al mar
que chista.
Finalizando un muelle de reparo hay un islote de guano ambarino. Para escapar
de su hedor gomoso nos ponemos de acuerdo con un grupo de americanos, a fin de
costear un tren especial a Tacna, donde almorzaremos.
Arica nos recibe con cariño.
Ya no sufrimos la descortesía de los Andes, cuyo desprecio inamovible nos
detenía sobre un retazo de costa en pendiente.
Calles estrechas, adoquinadas con cantos rodados, suben y bajan en simples
perspectivas de villorrio pobre. Casas bajas pintadas de lucientes colores claros, se
agujerean de ventanas enrejadas y puertas hondas.
El tren nos espera. Clara se sienta en un lugar reservado por los organizadores del
convoy (formato Cook) al lado de una americana. Yo tomo sitio con Peñalba, cuyos
ojos se encienden de curiosidad por la tierra nueva.
Empieza a andar el trencito de coyunturas adoloridas. Aparece la irrevocable
desolación de una llanura ondulada. A la izquierda se aleja el mar, de aspecto más
consistente que el de la tierra quebradiza, en cuyos bajíos húmedos crece una maleza
ríspida.
Afirma su dominio una planicie grisácea. Del mar, última presencia de color, no
queda sino una barra en el horizonte. En el cielo blanquecino las nubes tienen
suciedad de arpillera y la luz crea muecas arrugadas en los rostros de los viajeros,
porque del desierto saltan a los ojos puntazos de sol rechazados por infinitas
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partículas de mica.
A la media hora, pesa sobre los pasajeros un cansancio caluroso. Hacia ambos
lados prosíguese el mismo espectáculo aterido, mientras adelante hincha su esférica
lisura una montaña, precediendo la ascensión progresiva de la cordillera, cuyos
macizos disgregados de luz se recortan en aristas vidriosas sobre el cielo calcinado.
De Clara veo sólo un hombro, y Peñalba piensa con cuatro arrugas en el
entrecejo. El silencio es una exhalación del suelo cocido.
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Al acostarme, un sobre apoyado contra el espejo de mi lavatorio me comunica un
presentimiento que confirma la lectura.
Mi estimado Galván:
Creo que mi silencio y mi actitud de estos últimos días han pasado, sin
sorprenderlo, por encima o por debajo de su comprensión. Usted ha pensado tal vez
que me conducía con sobrado desparpajo y que no tenía derecho de imponerle
situaciones desconfortables. Sin embargo… cuando se quiere a la gente, de amistad o
de amor, es siempre con la secreta intención de hacer llover sobre ellos molestias y
fastidios de todo género… Exagero sin duda un poco, pero confiese que costeo la
verdad.
Más vale seguir adelante sin empantanarse en un sujeto tan vasto. Sigo, pues.
Sin haber sido sorprendido, admitamos que usted se haya librado, estos últimos
días, a reflexiones poco cordiales sobre mi persona, puntuadas de exclamaciones de
fatiga o de simples encogimientos de hombros. A esas reflexiones trato de contestar.
Inútil insistir sobre las palabras demasiado conocidas de Fígaro, que se apura en
reír de todo por horror a las cataratas de lágrimas cocodrilescas. Inútil explicarle que
mi caso no difiere enormemente del suyo.
Imagine que mi corazón fue como una vasta página blanca, en que se inscribían
montones de grandes y pequeños sentimientos, y que me gustaba tenerla
completamente desplegada, pues nada más que doblarla en dos me causaba ahogo y
dolor. Y sucedió que un buen día la vida llamó al destino y le dijo:
Aquí tienes trabajo: dóblame esta hoja grande y tonta de tal modo que quede
reducida al tamaño de una estampilla. El destino, encantado de desentumecer sus
dedos, plegó la hoja, hasta dejarla cuadriculada de grietas dolorosas, de las cuales
queda rían siempre cicatrices.
¿Me entiende?
Desde entonces, cuando hablo, no sé hablar más que de pequeñas cosas, tanto es
así que las grandes tomaron la costumbre de quedarse apiladas y comprimidas en mí.
Cuando quisiera llorar, no sé más que burlarme de mí y caer en una impasibilidad
intolerable, de la cual sufro como de una enfermedad o de un castigo. El
enternecimiento, Galván, es la gracia, la gracia. El enternecimiento es un bienhecho
al cual aspiro, como las caravanas perdidas en la arena deben aspirar al agua… Que
la falta de originalidad de mi comparación no lo detenga. Yo no quiero decirle
bellamente las cosas. Quiero solamente decírselas.
¡Y no le he dicho nada!… No le he dicho, por ejemplo, que le guardo una gratitud
infinita de ser como es. Que le guardo una gratitud infinita de tener un corazón que
hace crédito, un corazón sólido y amplio. No estoy acostumbrada a eso.
¿Me sigue usted comprendiendo?
No quiero que usted se imagine que paso sin ver, al lado de las cosas de que se
me hace don. Lo hubiera tal vez hecho antes… cuando creía natural lo que hoy sé
raro.
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Y, además, tengo miedo en el fondo de que expresarme sea ya abusar de usted.
No se tiene derecho a nada cuando se está en cierto estado de espíritu, y si uno lo
olvida con el corazón, no lo olvida con la inteligencia.
Confiarse es ya pesar sobre los otros.
Le digo todo esto por la necesidad de estar para con usted libre de ello (tengo la
manía de las cosas claras).
Cl. O.
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Enero 16, A bordo del Aysen
Me despierto sobresaltado, buscando algo nuevo que debe estar a mi lado.
Mis brazos sólo atrapan la almohada, pero abajo de ésta encuentran mis dedos la
carta de anoche.
Es muy tarde ya y me visto precipitadamente, pues siento que Clara Ordóñez
debe estar sobre cubierta.
Me ha recibido cohibida y me hace seña de sentarme cerca. Tal vez tenga, como
yo, la sensación de que en estos minutos vamos a expresar sentimientos que viven en
nosotros con asombro de ser nuevo.
Hablamos de la carta, de la cual se muestra arrepentida. Siento que sufre de una
falta de apoyo y trato de dárselo con protestas más o menos veladas. Enredados en
sutilezas llegamos a no entendernos.
Bruscamente, como quien se despeña de una huella que se ha hecho demasiado
angosta, le digo mi cariño.
Clara Ordóñez ha echado atrás la cabeza, sobre el respaldo del sillón, y un
momento parece respirar con dificultad.
La sospecha de que me quiere ilumina mi inquietud al tiempo que su Voz me dice
nuestra próxima separación.
Le hago recordar que he delegado mi voluntad en Peñalba.
—Pues bien —dice empujando cada palabra con resolución—, si Carlos decide
que usted venga con nosotros hasta Jamaica, su viaje, Galván, será nuestro viaje.
Desconcertado por la entonación de aquel «nuestro viaje», que contradice el
abandono de su suerte en una tercera persona, quisiera saber el fondo de su pensar.
Con su modo, que no admite réplicas, me exige que la deje sola.
He pasado la tarde creyendo por momentos verla salir de su camarote.
El barco, el mar, la vista de la costa, los relatos de Peñalba, antes tan entretenidos,
son distracciones ya imposibles. Lo que antes pudiera haberme apasionado como
tema de primer plano, desvanécese en simple fondo de retrato.
Mi excitación me convierte en un constructor de disparatadas soluciones.
No sé si logro aparecer tranquilo ante Peñalba. La necesidad de simular atención
me hace desear el fin inmediato de la comida y tan pronto como salgo a cubierta trato
de ponerme a plomo exagerando una tenaz caminata.
Apáganse las luces, quitándome la tranquilidad de su presencia. Sale Peñalba del
bar con el capitán. Desaparece todo movimiento. Hácese denso y fuerte el aire
salitroso. Las máquinas toman importancia de reloj en el silencio de nuestro andar
tranquilo. Exhausto, siéntome en un banco, los codos en las rodillas, la frente en las
manos, pensando cómo mi vida, distraida, ha ido concentrándose en sí misma, hasta
llegar a este estado de cansancio y de duda.
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Enero 17, A bordo del Aysen
Cualquier movimiento me parece inútil, como el rodar de una rueda de molino
abandonado. A la tarde le he mandado dos líneas pidiendo una explicación. He
recibido una corta respuesta:
Tenga confianza por lo menos en mi lealtad.
Clara.
La frase es insuficiente, pero encuentro cierta tranquilidad en repetírmela como
un consejo.
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Enero 18, A bordo del Aysen
Infiernillo-Costa del Perú.
Continúo diciendo palabras cuyo sentido se ha borrado como el color de las cosas
muy usadas.
Vamos navegando próximos a una abrupta costa, rota en peñascos.
Hace una lúcida tarde, que días antes hubiera satisfecho mi ansia de espectáculos
nuevos. Pero la duda que llevo dentro es como un ancla que me impide salir hacia la
vida serena.
A estribor se agrupan cerros zarcos de bruma. A babor se extiende el gran letargo
oceánico, bajo un cielo puro como un fantástico crepúsculo boreal, en el cual por
capricho de no sé qué reflejo caen dos soles.
Desde el horizonte hasta la costa, al ras del agua, pasa un interrumpido
alineamiento de patos negros. La proa avanza sobre ellos. La cinta viva cede en
grande S para vencer el barco como un escollo inmóvil y seguir su rumbo
pasajeramente estorbado, Pero en el perseverar la proa es más fuerte.
Una bruma blanquecina esfuma el horizonte y el agua es una segunda atmósfera
en la cual podríamos caer indefinidamente, como una insignificante escoria de astro.
Entre Peñalba y yo, Clara Ordóñez se recuesta en la borda. La sorpresa de su
llegada cae en mi distracción como un frío.
La tranquilidad de su fisonomía me hace sospechar una resolución y me aquieto
en su presencia. Peñalba piensa en sus viajes en alta voz.
—¡A propósito! —exclama de golpe, dirigiéndose a mí—. Tenemos que arreglar
cuentas de su pasaje a Jamaica.
El hombro de Clara Ordóñez roza el mío. Por mi brazo, apoyado sobre la madera
de la borda, siento insinuarse su larga mano y quedo concentrado en aquel contacto.
Lentamente maniobro para poder con disimulo llegar mis dedos hasta aquel gesto que
es su consentimiento y nuestras palmas se adhieren, como si, desprovistas de piel,
dejaran circular la misma sangre por los dos cuerpos.
Una nube se levanta del agua para sesgar de algodonada blancura la opacidad azul
de las rocas costeras que surten noche.
Calma que se estira sobre mis días futuros como una sombra larga en un llano.
Me he vestido con cierto respeto por mi individuo, ahora elevado a mis propios
ojos. No pienso en nada. Sólo me preocupa el moño de mi corbata o el acomodo
estricto del peinado.
Clara me ha mirado de un modo nuevo. Sus gestos se han hecho más desligados,
aunque conservan su curva consistencia felina. Tras la más pueril de sus actitudes
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duerme un ritmo seguro.
El salón del Aysen Contiene una paz desconocida. Los sillones y sillas, clavados
en el piso, dicen su tonta bondad de ser pasivo. Uno que otro pasajero tiene apenas
más importancia que un taburete.
En una banqueta nos hemos sentado, muy cerca. El calor de nuestras vidas sólo
concluye en el extremo exterior de nuestros cuerpos.
Clara pretende que mi cariño ha venido al llamado del suyo y, aunque discuto, sus
palabras tan pronto autoritarias como burlonas se oponen a mis protestas. Acorralado
por la imposición de su mirada firme, encuentro como arma de defensa mis propias
notas.
Clara quisiera verificar inmediatamente, y como tropezamos con los mil
inconvenientes que a bordo se oponen a un aislamiento, me propone su camarote:
—A la una no podrá verlo entrar nadie.
El corto silencio que empleo en pensar los peligros de alguna indiscreción la
irrita:
—¿Teme mancharme con una sospecha? ¡No sea hombre como las demás bestias!
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Codo a codo revivimos pretéritas timideces. Es un caminar dual del que
resucitamos detalles.
Pasan mis primeras impresiones. La actitud despechada que me sugiere su
mutismo. Pronto aparece fresca en el aire serrano de la estación mendocina. En las
calles de Santiago voy sintiéndome inhibido por su ausencia, y el modo, crudamente
expresado, con que quiero resarcirme de su influencia la hace reír.
Llego a los párrafos que desmentirán su idea de que mi cariño ha obedecido al
suyo.
Más quedo leo:
Siento que la única defensa ante el inmutable destino de hueso está en mi
capacidad de amar, y toda restricción impuesta a mi naciente simpatía por Clara
Ordóñez, que camina a mi lado, me parecen puertas que yo mismo cerrara a mi
derecho de vivir. La realidad que puedo oponer a esta otra abrumante que me
envuelve está en sus labios de mujer y tengo la obligación de refugiarme en ellos.
¿Tomaré a la muerte por testigo?
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Enero 19, A bordo del Aysen
Clara advierte que aún nos queda mucho por decir.
—Lo de anoche —arguye ante mi arrepentimiento— fue lo que debió ser. Haber
puesto en un día toda la exaltación de una felicidad encontrada, puede excusarnos.
Clara, aunque explica la turbación de anoche, busca defensa en la compañía de su
hermano.
Es, pues, un día de descanso.
Gocemos este silencio entre dos gritos. Contentémonos con pueriles sonrisas,
fugaces encuentros de manos y otras baratijas de amor.
Estirémonos silenciosos en sillas largas, un poco languidecentes por el calor que
deshilacha todo pensamiento.
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Enero 20, A bordo del Aysen
Hoy le diré, como ayer, como mañana, que la quiero. ¿Y lo que no sé? ¿Sus
gestos, sus palabras?
El día de hoy va a ser la vida.
Entretanto salgo a cubierta, donde encuentro a Peñalba.
—Pronto llegamos a Paita —dice.
Para decir la verdad, he olvidado completamente los puertos. Sé que hemos
estado en Moliendo y en el Callao, porque recuerdo el paisaje que corresponde a cada
palabra dicha por Clara.
¿Qué será Paita?
Vamos ya entrando en la rada. Son las once y Clara, habitualmente matinal, no ha
aparecido.
Sintiéndome solo de ella, entro en el escritorio para escribirle. Con una facilidad
que me sorprende, voy expresando mis sentimientos.
Apenas doblo e introduzco las hojas en un sobre, entra Clara. El sobre pasa
rápidamente de mis manos a las suyas.
El barco ha fondeado. Por las cubiertas se codea una mescolanza de indios y
pasajeros.
He empezado a leer con ella, pero me distraigo en los pliegues que sobre su pecho
hace la seda liviana en la piel de su brazo, que devuelve el sol del viaje en su rostro
próximo.
Bajo sus pestañas veo los ojos seguir una línea, saltar a otra. Tiene recogidas las
cejas en leve esfuerzo. La boca, abstraída, parece también mirar. Su alma está atenta a
la mía, que va leyendo.
Pasa una hoja. Las yemas de sus dedos están pálidas de apretar los papeles. Sobre
su antebrazo cae un lunar de sol que oscila. Los ojos apuran su movimiento de
quebrado descenso, entre las pestañas levemente agitadas. Dos dientes han aparecido
apenas, mordiendo el labio, que tira con pequeños gestos reflejos, queriendo
libertarse.
Clara respira hondo.
—No me mire —dice con una voz cuya emoción disimula en la brevedad seca de
sus tres palabras.
Cae otra hoja. Los papeles se apoyan sobre el pequeño escritorio y la mano, así
libre, se estira hacia la mía.
—No me mire —repite sin levantar la vista.
Una mueca dolorosa se resiste en la frente, tirita en los labios heroicamente
apretados; las alas móviles de la nariz se afinan y dilatan. Con leve papirotazo suena
sobre el papel la gota de una lágrima.
La última hoja ha caído. Clara vibra en silente sollozo. Su mano se aferra a la mía
en descarnado apretón, casi óseo.
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—Marcos… no sufra por mí; esto es La Gracia.
Siento en la frente una pesadez de plomo: intensidad sensitiva. Flota sobre mí un
poder más que humano. Su llanto continúa lento, bienhechor, lleno de futuras
eclosiones, como una lluvia buena sobre el mundo. Paréceme tocar algo más que lo
explicable, y estoy quieto, henchido de gratitud, lleno de amor, rutilante y expansivo
como una luz.
Mientras callamos, crece mi exaltación, si es que puedo llamar así al estado de
sereno éxtasis que me enajena. Tengo de pronto la certeza de que el infinito está
presente. Lo veo y abrazo en mí, con una facultad momentánea más fuerte que toda
razón. Se definitivamente lo que es. A pesar del desenlace forzoso de mi vida,
comprendo que he vencido la muerte y el tiempo en ese instante en que, fuera de mi
limitación individual, unido con Clara, he sido el amor mismo en todo su poder
abstracto, que rige el universo nacido de su serenidad.
Pero hemos despertado y no podemos hablar.
Todo lo dicho nos aparece como un simple encuentro de nuestros pobres cerebros
limitados a la palabra torpe, para llegar a este momento vidente, claro e inexplicable.
En adelante discutiremos nuestras mezquindades terrestres, como más tarde
acordaremos nuestros cuerpos. Ya lo esencial nos liga fuera de nosotros mismos, por
encima de nuestra capacidad de expresión y continuará flotando sobre nosotros,
inmutable e indefinible.
—Clara —digo, por fin—. El amor es nuestro único medio. Nadie llega sino por
su camino. Por él, Dios se ha dado al hombre. Por él, hemos comprendido esto.
Busquemos siempre esta elevación. Recemos así, porque es la suma obediencia y el
momento de acercarse hasta confundirse con el poder divino.
Clara me mira, sonríe de adentro y sabe que no es necesario responder.
Peñalba, que es nuestra voluntad, porque nosotros tenemos demasiado que hacer
interior, viene a buscarnos para almorzar.
Nos movemos un poco como autómatas.
La mitad de las mesas están desocupadas. El servicio parece malo. El olor de la
comida se mezcla a un nauseabundo vaho que nos viene de cubierta, donde siguen
hormigueando los indígenas, bajo la carga de sus alforjas de recios colores.
A los postres, Clara desaparece.
El Aysen va a partir. Los vendedores dan por nada lo que hoy valía cinco o seis
libras. Un recrudecimiento de discusiones agita breves tumultos movedizos.
Una indígena cuya vejez personal se duplica de una vejez de raza se atarda
llevando sobre su hombro un loro disparatadamente coloreado, que se complace en la
algarabía cortándola con chillidos, balanceándose como un director de orquesta. La
anciana costea la marcha de sus compañeros, con evidente repugnancia, por pisotones
y codazos. Pero un marinero inglés la empuja con toda la grosería que le otorga la
superioridad de su raza. Él ha dividido su vida en lotes y va ingiriéndola sin paladear.
Sólo los réprobos, en su entendimiento, se atardan a la vera de la civilización y es
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bueno saber dictar leyes con varas.
La viejecita levanta hacia nosotros su primitivo rostro incásico y, tomándonos por
testigos, dice simplemente:
—Gringos groseros.
Atahualpa debió pensar lo mismo ante la codicia que hacía oro de sus dioses. Tal
vez los últimos sobrevivientes de la raza usen las mismas palabras, cuando
desaparezcan bajo una grosería definitiva.
De las barcazas queda un eco de voces lejanas.
Un poco de atavismo y mis sentimientos actuales me llevan a pensar con odio en
la cultura utilitaria que Europa está haciendo abortar en sangre.
—¡Oh la vida de amor de los puros profetas, que florecieron con quietud de loto
sobre el estanque pulido de la vida oriental!
Clara me ha dicho que a la una me espera.
En los sillones del saloncito se estiran curiosos que han venido a disfrutar de la
música o a leer un diario, una revista, un libro, encantados por el ruido agradable.
Inquieto voy a mi camarote, busco un cigarro, doy la vuelta de cubierta, vuelvo
afanado en empujar las horas con la estúpida ilusión del impaciente que cree apurar el
tiempo moviéndose.
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ha creado nuestro sentir, todo lo que hay en las maderas, géneros y tapices, de
pasajera e intensa intimidad, se va a alejar de nosotros como apartado por las palabras
de Clara, cuya ilación expresará el resumen de su vida. Nuestros sentidos van a vivir
en sordina, dando paso al privilegio de nuestra imaginación, capaz de trasladarnos en
el espacio y en el tiempo.
Con voluntaria tensión auditiva avaloro los velos de emoción que, en intensidades
o caídas de tono, hacen vacilar la seguridad del relato:
Una casa patriarcal. Aire triste encerrado en grandes aposentos sonoros como
campanas. Institutrices, profesores de música y de artes caseras, delante de una niña
de ojos claros y rodillas lastimadas de travesuras. A veces una fiesta en los hieráticos
salones hace en la vida monacal un resplandor de luces. Aro de una joya sobre un
traje de luto. Entonces la chica prevé una rotación de baile en los rasos crujientes,
cuyos colores vivificarán la líquida indiferencia de sus iris.
Crecimiento. Veraneo en la gran quinta de Morón. Lecturas en bibliotecas de
estupidez organizada, en que los sentimentalismos se amontonan so pretexto de
exaltadas amistades.
Una madre cariñosa y lejana. Un padre que representa severamente el orden.
Las rodillas, afinándose, exigen que se alargue el vestido. Mayor sentimiento de
soledad en el jardín, que cobra importancia por su cordialidad para con los ensueños
atontados.
Una calle de plátanos, otra de paraísos, una araucaria cuya fuerza da sombra cerca
de un paredón cubierto de vidrios rotos y trozos de botella. Y un lago artificial lleno
de sapos y ranas que cantan a los días de lluvia o tormenta.
De pronto, un viaje a Europa. Ni amigos ni relaciones a no ser los de los padres,
que politiquean y hablan desde la cima de sus cincuenta años. Las primeras
inquietudes de mujer, pasadas a la pretina de mademoiselle, fea, descreída y
romántica en el ridículo.
Y tan inesperada es la vuelta como la partida.
La que ya es mujer comienza la vida que deseó siendo niña: fiestas, teatros,
bailes. Es una intelectual porque así lo quieren las señoras de edad, los graves
políticos y algún analfabeto que trajo la noticia de Europa.
Entretanto, el cuidado paterno la mima como a un criminal. Imposible salir sin
custodia, imposible tener amigos sin inmediata sospecha, imposible vivir porque una
niña «debe cuidarse de espontaneidades».
Por fin, el desenlace: el matrimonio a ojos cerrados y la consiguiente tragedia de
la brutalidad.
Clara no quiere dar detalles ni se los pido. No tengo celos. Más bien siento
libertad en el pasado que nada me puede quitar de su afecto.
Afuera el mar se tiende suave y largo como una cuerda musical vibrando en
sordina. Algo late en el alma del barco y cuchichea el agua envolvente contra sus
flancos lisos. La cabeza cargada de ternura, pienso en el mundo vasto, en el andar de
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las cosas aparentemente inertes, en las masas enormes de agua trabajando en formar y
deformar continentes, en el mundo millonario de vidas que nada saben de su objeto.
Y gozo infinitamente de sentirnos pequeños, sin importancia, desprendidos de la
estúpida pretensión del hombre vano, valiendo sólo por nosotros aferrados el uno al
otro como dos ínfimas cosas que buscan sumarse, anhelando un más allá.
Única misión, en verdad, para los que pasamos tan pronto y sin saber para qué.
Llegar al absoluto olvido, que es como morir ejerciendo la vida. Ser atracción
inevitable y luego despertar, ansiosamente consciente de su carne mortal y
pensamiento inútil para balbucir de impotencia mil gestos aproximativos.
Dolor de nunca llegar por quien se agranda el deseo.
Es ya tarde. Clara ha inmovilizado sus dedos, que fluían calma entre mis cabellos.
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Enero 21, A bordo del Aysen
Clara está enferma. Me siento perdido en el barco, con mis aprensiones a cuesta.
Los indígenas de ayer, pesadilla insidiosa, se cuelan entre nosotros, deseosos de
contagiarnos su fiebre amarilla con idiosincrasia de pueblo leproso.
A efecto de paliar mis inquietudes, refúgiome en mi soledad.
Pasa el calor, cae la humedad nocturna.
Tengo embotada la cabeza y quedo dormido en mi cucheta, hasta que un mozo me
despierta advirtiéndome que los pasajeros están ya en la mesa.
Peñalba me informa de la mejoría de Clara. Mis miedos desaparecen. Mis
sentidos reciben gozosamente las impresiones del primer plan.
A las nueve y diez de la noche pasamos la línea. Peñalba habla con el capitán de
la temperatura increíble. El débil resplandor de una bomba eléctrica, pegada al techo
sobre nuestras cabezas, hace enérgicas sus facciones, sobre las cuales se desplazan,
huyendo de la luz, recortados huecos negros.
Los barrotes blancos de la borda, atravesados por pilares en trechos iguales,
construyen sobre el fondo marino, de movediza oscuridad densa, un liviano
pentagrama sin música.
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Enero 22, A bordo del Aysen
Amanece nublado. El agua se alisa en lívidas vislumbres de estaño. Peñalba me
ha mostrado un pez volador y un pájaro, caídos anoche sobre cubierta.
Clara se sienta en un sillón, previamente, arrellenado de almohadones blandos y
frescos.
Se ha puesto a llover. El horizonte se restringe, limitado por el cortinaje turbio. El
mar se corta en breves olas espumosas. El agua es incolora, oscura y el cielo insulso,
como una lona. Es bueno arrinconarse al abrigo del ritmo monótono, que enternece
nuestra oceánica soledad en la bruma ciega.
Apoyado el codo en su silla, para no levantar la voz, leo la continuación de mis
notas, que he traído para satisfacerla.
Como un par de viejos, afligidos de senil ternura ante el mágico cristal de un agua
embrujada, vemos reproducirse nuestras vidas en diminutas representaciones.
El automóvil corre por el pésimo camino de Santiago a Valparaíso. La carretera
blanca sé corta en la franja de un río, azul como una hilacha de cielo.
Detención y forzado almuerzo campestre, mientras el mediodía cae a pique,
cortándose en la alameda que nos encierra como una empalizada. Un roto nos mira
desde el alambrado, como chimango hambriento de ojos.
Espera en el Curacaví de los bueyes blancos y las casas lunares. Llegada al puerto
de Valparaíso, que mira el mar con millares de gotas tiradas a nuestros pies en
desorden de nebulosa.
Muy pronto el Aysen viene hacia nosotros navegando en calma.
Volviendo de Taltal, deposito en sus faldas una de las tres flores del pueblito
árido. Pero desde Antofagasta, Clara es nuestra compañera…
De pronto llega Peñalba y pongo la conversación al margen de generalidades.
La bruma ha despejado. Sobre el mar persiste un calor tormentoso. A lo lejos las
nubes, precisas como chapas de metal, ribeteadas de luminosos filos, se rajan sobre
crecientes retazos de cielo ilimitado. El silencio se concentra en la proa insistente y
enmudecemos, sugestionados una vez más por el fenómeno planetario del crepúsculo.
La sensación ampulosa de final, que nos da la tarde en mengua, nos recuerda que
mañana anclaremos en el golfo de Panamá, prontos a cortar el continente.
—¿Se acuerda, Galván —dice Peñalba—, cómo hablábamos de la influencia
nueva al cruzar la cordillera y de los proyectos que podían zarpar de Valparaíso?
Ahora nacemos a la probabilidad de mil ilusiones distintas.
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Enero 23, A bordo del Aysen
Hace un día rutilante de luz. La temperatura es agradable y el mar azul sorbe el
sol, librándonos de las reverberaciones que a esta hora han de volver inaguantable la
vida en tierra.
Por las amuras de babor avístase una franja de densa bruma que delata el
continente. A proa, unas montañas significan una isla. El barco exuda la alegría de
una pronta llegada, en la bonanza luminosa de esta mañana.
A las cinco, entre los islotes mondos de vegetación, divisamos la blanca ciudad de
Balboa. Desprendiéndose de tierra, revuelan espiraleando negras gaviotas, que
ascienden en círculos hasta perderse como rayas sus alas afiladas de viento.
El mar se salpica de vellones níveos y un aire de tropical pesadez hace desvariar a
Peñalba, que comenta selvas de la India fantástica.
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proyectando astillas de claridad.
El hemisferio boreal se puebla de luminares desconocidos. Balboa se acribilla de
chispas inmóviles. La noche, aislándonos, nos acerca y la mano de Clara, como
fosforescente de vida, se ablanda en vago claror.
—¡Si pudiéramos alargar estas horas!
—¿No tiene fe en lo venidero?
—Mañana es siempre un interrogante.
—Mañana será Jamaica.
—¿Y eso significa?
—Eso significa nosotros… ¡Yo, si quiere!…
Clara se acerca, los ojos de acero entrecerrados.
De pronto me encuentro solo, incapaz de verificar si es real la sensación de mis
labios.
El silencio en torno se magnifica. Mi felicidad es pesada como el agua siempre en
trabajo.
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Enero 24, A bordo del Aysen
Zona del Canal.
El comando hace levar anclas. Balboa queda a nuestra derecha, en caserío
confuso, y avistamos las construcciones de Ancón. El canal tiende su barra de luz
sobre un bajío cenagoso. En una ría adyacente, una fila de maquinarias viejas
concluye de herrumbrarse.
Deslizándonos sin prisa nos acercamos a las esclusas de Miraflores, entre dos
muros de concreto, cuyos lomos claros, rayados de sendas vías y cremalleras, suben
en mansa curva, con doble torsión de S.
Por los rieles, hacia nosotros, bajan los tractores a vapor, flanqueados de un
pelotón de negros que ha de operar la atadura de los cables.
Queda sujeto el barco por los cuatro costados, como si fuera a sometérsele al
suplicio de Atahualpa; dan principio a andar las mulitas de proa. Los gigantescos
batientes de la puerta férrea se abren ante nosotros y arrastrados por los grisáceos
escarabajos de metal, que repechan la empinada cuesta, entramos en la esclusa.
Volvemos a ser tirados de cuatro diferentes puntos hasta cobrar estabilidad perfecta.
La puerta se ha cerrado a popa y antes de que acordemos, comienza el agua a
borbotear en torno al barco en un hervor parejo.
La gente que desde los paredones nos miraban inclinando la cabeza está a nuestro
nivel. La perspectiva ha crecido. Vemos lejanías selváticas, una gran represa,
construcciones techadas de rojo.
El pasaje grita como en un colosal Luna Park.
Hemos salido a un lago, orillado de verde.
Las casas de la administración tienen jardines cuidados. Y se experimenta el
deseo de vivir en la quietud solitaria de estar ahí, siempre quedándose, cuando otros
pasan.
Pero el sol alto nos echa encima un calor basto.
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A la derecha, sobre la desembocadura de un río ancho, cruza un puente.
Peñalba explica:
—Desde aquí seguiremos hasta Gatún, el cauce desbordado del río Chagres. El
pequeño diluvio producido por las obras nos va a proporcionar un espectáculo
curioso, si se cree en las impresiones de los que han visto.
Respiro hondamente. El aire, penetrando en mi pecho, irradia hasta la última
ramificación de mis bronquios, una plenitud tranquila. Cierro los ojos para anegarme
en esta sensación de calor, diciéndome que en esta pesadez tangible florecerán en
carne mis amores de novio.
Clara se estira en su silla, abstraída tal vez por pensamientos paralelos a los míos.
Como impulsados por una corriente que la superficie esconde bajo el misterio de
su lisura, avanzamos en un extraño paisaje de tristeza.
Por las vastas regiones anegadas se extiende un bosque desprovisto deshojas;
ejército de esqueletos en pie, cuyos últimos huesos se pudren de humedad. Las raíces
beben como un alcohol aquella sobrada abundancia y una muerte por saciedad ha
subido a lo largo de los troncos. En las ramas que conservan una engañosa apariencia
de sopor invernal, perduran algunas lianas y flores del aire, nutridas por el veneno
que las matará con exacerbaciones de paraíso artificial. Necrópolis botánica que se
agranda kilométricamente, como si quisiera apoderarse del mundo.
Las obras de Gatún, a pesar de su exclusión de la naturaleza, vienen a ser un
descanso.
Nuevamente nos distrae la atadura de los cables, el llamado de las férreas fauces,
el descenso del agua hasta llegar a la reposante convicción de estar en el orden
natural de las cosas.
Sólo nos queda navegar a la chata altura del océano, que sirve de punto inicial
para medir las cimas.
Crepúsculo.
A nuestra derecha se desprende, como un afluente, el primitivo canal del proyecto
francés.
Las proximidades boscosas se turban de inquietudes nocturnas y llegamos a los
diques de Colón, a los cuales atracamos en sabia maniobra, para pasar la noche ya
presente en su plúmbea oscuridad.
Apenas si comentamos la repentina agravación de temperatura que nos enerva en
sudoroso desasosiego. Tenemos, sin embargo, curiosidad para agacharnos hacia el
muelle, agitado por una pululante negrada, vestida con blancos uniformes de peón
aduanero, que se entrecruza en viajes inútiles con pomposa gravedad de chimpancé.
Entre vaivenes pasan, como cometas de órbita desconocidas, unos carritos
automóviles guiados por motosos africanos ascendidos a American citizen, y todo un
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placer de mico adulto hace muecas bruscas en los sudorosos rostros, alumbrados por
los faros de sus ojos inquietos.
Las dos alegres notas que piden paso para el movedizo vehículo, ríen de las
piruetas que se esquivan delante de él, con repentino olvido de la dignidad humana.
Un mulato, cuya tendencia a la blancura realza un par de galones, apunta en una
hoja de su libreta el detalle de un lote de baúles, como Moisés debió de inscribir en
sus tablas los diez mandamientos de la ley de Dios.
Afuera, el puerto chapotea sus aguas turbias, metalizadas por reflejos de luz
artificial, y un tufo caliginoso sube de su líquida inquietud de hidrargiro.
No puedo apuntar las tres malas horas pasadas en desconsoladora torpeza, atento
a las molestias externas de las cuales dependo como de una jaqueca.
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El capitán del Aysen ha ofrecido a Clara una hamaca estirada entre dos barrotes
del puente, Peñalba se ha arreglado una especie de lecho con sillas y almohadones.
Solo, tendré que encerrarme en mi camarote, cuya estrechez cobra cariz de cepo. Sin
embargo, he encontrado que el minúsculo cuarto ensordece los tumultos de descarga
y el ventilador, dormido en su serena nota de trompo, surte la única brisa posible a
bordo.
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Enero 25, En Colón
Desembarcados, gozamos amplitud.
Transpuesta la aduana llena de bullangueros requisitos en lengua extraña,
recorremos someramente la ciudad. Una larga calle plasmada de vidrieras, en las que
alternan muestrarios de tienda, farmacias, almacenes y joyerías, nos lleva a una ruta
flanqueada de altas palmaras de tronco retorcido, que rompen en su punta las largas
hojas de un desorden verde.
Casas de madera techadas de zinc, con grandes ventanas recubiertas de alambre
tejido, acogen el aire manso de un clima que ignora el frío.
Las calles estrechas son suficientes al tráfico; peatones, victorias y automóviles
escasos.
En los balcones, las veredas y los coches, negros, negros y más negros, que
trabajan sometidamente, ríen, bailan o se linchan. Para ellos hay barrios especiales,
trenes especiales, torturas especiales; carne de oscuridad, cerebros abrumados de
primitivismo.
El aire se llena de alegría africana. Cada vehículo tiene su ruido o campanilla de
anuncio, sonante y pueril como idioma de chiche.
Colijo que soñaré con villorrios de azabache, ébano y alquitrán, vistos al través de
anteojos ahumados, y cuyos ciudadanos tendrán por toda misión, doblar esquinas
anunciándose de una manera especial.
Y grandes lampos de risa blanca: privilegio de claridad para nosotros imposible.
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La luz, lejos de incomodarme, me da la ilusión de que algo bueno velará mi
sueño. Bondades de cuna.
¿Clara? La siento caminar en el cuarto vecino. La almohada refresca mis orejas y
es blanda; todo mi cuerpo desaparece en gozosa comodidad. Mis articulaciones se
aflojan en completa cesación de esfuerzo; parece que voy a disgregarme,
transformado en placentero descanso. Y el mundo se va de mí en imágenes cada vez
más imprecisas.
Tengo al despertarme el contento de encontrar las cosas como las había dejado: el
mar frente a mi ventana, el aire denso del trópico, las casuchas negras, los africanos
risueños y mi existencia agrandada por un milagro. Perezosamente me estiro
mirándome las manos, que son manos de hombre feliz.
Clara golpea en mi puerta para decirme que va a salir con Peñalba.
El deseo de verla me aliviana los dedos y pronto tomo el ascensor, en el cual bajo
dos pisos en compañía de un groom: negro de los más auténticos.
En el hall están Peñalba y Clara.
Mientras bajamos las gradas de una escalera, defendida del sol por un techado en
recova de pretendido estilo colonial, nos hace señas sonrientes una hilera de
cocheros, sentados en pescantes de demodadas victorias, bajo quitasoles de tela
blancuzca. Me sorprende siempre la simpatía de esa risa, que hace en las caras
obscuras un gesto de castaña reventando de calor.
Entre tanto, la desgarbada fusta en cola de hipopótamo cae sobre los óseos
flancos de la jaca, el cochero jamaiquino inicia una conversación con Peñalba:
—Oh massa, Jamaica very pretty land… much cattle, sugar-cane and coco-nuts,
nice hills and big cotton-trees… I’m born in Brown-Town… my name is Charlie Pine!
Sigue un chorro de entusiasmo que Peñalba escucha bondadosamente y yo
entiendo a medias.
En la plaza, una gesticulante negrada de siete a catorce años juega al baseball,
arrojando la pelota con largo gesto suelto o parando el golpe con un guante deforme,
como una mano extraída de un avispero.
Llegando a la calle principal despachamos el vehículo y por la sombra de las
recovas vamos mirando las vidrieras.
—Vea, amigo —dice Peñalba, contento como un estanciero que muestra la
excelencia de sus prados—. Esto no es original en su conjunto ni excelente en sus
partes. Basta un sol meridiano, trajes claros de brin, pieles bronceadas o negras,
sombras azules en los caminos blanquecinos y paredes de cal, olor a mar, a frutas y
picantes, clamor de voces nítidas que dicen desde el piropo hasta el insulto en mil
idiomas desconocidos y armoniosos, para desparramarlo a uno por sobre todos los
puertos de colonia, con su característico aspecto de bric a brac humano, sudando vida
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bajo el sol.
Nada cansa como el andar por un país nuevo, atento a tipos y cosas, entrando en
veinte negocios, oyendo cincuenta pronunciaciones de inglés, idioma de conquista
conquistado, sobre todo cuando no se puede hablar con Clara, y por eso recuerdo a
Peñalba la hora tardía.
El cuarto es aún más bueno que hoy. Frente al mar me he sentado un momento a
garabatear estas líneas.
El aire es como una droga que invita a vivir con pausa de fruta madurando al sol.
Sic transit gloria mundi:
El sapo en el barro.
El ruiseñor entre las hojas, alucinado de noche.
Y yo, en el trópico, con mi pasión por Clara en el pecho y mi modesta prosa a flor
de pluma.
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Enero 26, A bordo del Abangares
Un barco blanco, rayado longitudinalmente por dos rangos de ojos de buey;
pupilas negras, con un estrecho iris de bronce pulido. Cubierta amplia a la que dan las
state cabins agraciadas de ventanas. Adentro, cretonas coquetas y muchos botones
eléctricos para prender una luz apagando otra, hacer funcionar el ventilador, la
calefacción o el aire refrigerante. Saloncitos, bar, juegos.
Frente a su camarote está Clara, recostada en el remarco de la puerta.
Incomodados por el ir y venir de mozos y pasajeros, tratamos de decirnos nuestro
júbilo de partir.
Peñalba me toma del brazo para llevarme sobre cubierta. No protesto contra su
manía de mostrar las cosas porque a ella debo el haber seguido mi viaje.
El barco demarra y rompe a andar por el antepuerto, del cual pronto salimos. La
proa se levanta queriendo mirar un punto que le indique su rumbo. Un descenso lento
quita a nuestros pies la solidez de un apoyo inmóvil, y experimentamos una
momentánea ausencia de ubicación.
Pausado vuelve a subir el barco; algo cruje en las maderas viajadoras, mientras
nos inclinamos a babor, para caer nuevamente sobre la borda derecha, hacia el agua.
Un ancho rulo de espuma escapa con murmullo fuerte, se alza en el lomo de una ola
contraria, proyecta a varios metros un chorro blanco, que cae rompiendo
ruidosamente mil joyas de cristal. Vuelve el piso a empujarnos hacia arriba.
—Tendremos danza —dice Peñalba.
Y como insinúo la conveniencia de una retirada, sonríe con protección de viejo
marino:
—Vaya, amigo. Clara ya debe estar mareada. Buenos compañeros de mar llevo.
En mi camarote, las cortinas raspan los muros con gran movimiento uniforme,
que a veces las trae hasta el medio del cuarto.
Mi sobretodo, que cuelga de una percha, se ha disciplinado al movimiento,
mientras me desvisto haciendo equilibrios, ora frente a la cucheta, ora frente al ojo de
buey. El agua del lavatorio golpea en el encierro del depósito. A veces pasa un
crujiente escalofrío de fibras, a lo largo del barco.
Atontado, enorme de cansancio, caigo en mi lecho y duermo.
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—No señor; pero tenemos marejada de proa.
Rápidamente hago un pequeño menú para dentro de un par de horas.
Al rato duermo nuevamente y mejor.
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barrido por un golpe de mar.
—Clara debe de estar enferma —balbuceo.
—No tanto como usted.
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Enero 29, Jamaica
Me he despertado con esa conciencia vaga de felicidad que se aparejaba a mis
mañanas infantiles, cuando el día a venir prometía la honda emoción de un
acontecimiento definitivo.
Antes de volver a la vida, como en una subconsciencia inicial, esfuérzome en
apoderarme razonadamente de aquel conocimiento sabio como el instinto.
Comienzo por escuchar: el Abangares marcha sereno y sus máquinas saborean en
pausado tremor un solemne ronrón de gato acariciado.
Abro los ojos: el camarote contiene una reposante luz matinal; cada objeto parece
estar sonriente al que tiene en frente.
De pronto encuentro en mis propias palabras la explicación de mi contento: «Hoy
llegamos a Jamaica».
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Aduana…
Automóvil…
Poco tiempo para ver.
Las plantas están cubiertas de tierra, como en las carreteras chilenas.
En el hall de Mirtelbank Hotel reposa el fresco soñoliento de los interiores
tropicales. A la derecha de la entrada trona una vitrina con profusión de collares,
caracoles pintados, bastones de maderas pesadas y todo un surtido de baratijas
lugareñas. Al otro lado un escaparate prolijo pretende tentar con sus tarjetas postales
destinadas a hacer triunfales entradas de exotismo, en los lejanos e inmóviles
hogares.
Un factótum, que no hace nada, de puro pedigree hindú, refresca sus pies
descalzos, andando blandamente sobre el embaldosado negro y blanco. El ruido de
sus pasos tiene un encanto de surtidor.
Muy blancos y muy ligeros, almorzamos en la terraza del hotel sobre manteles
cuadriculados de rojo, servidos por negros cuya sonrisa es una rotura de trapo en
media luna. El sol es tan claro afuera que los caminos tiemblan. Las lonas de los
toldos prolongan la sombra del corredor y tienen una alegría de baño que sacude un
viento inquieto de correr siempre en el calor inevitable.
—¿Qué sucede? —pregunta Clara a Peñalba, cuyo visaje hosco guarda un tupido
silencio.
—Que no estoy contento.
—Yo tampoco —dice Clara.
—Yo tampoco —subrayo, con escaso énfasis de perro que ladra el último.
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contraste, nos echa encima su sombra como una mojadura.
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Enero 30, Jamaica
Ya los grooms y porteros han acomodado en el automóvil los abrigos que
podemos necesitar en el fresco de la montaña.
El motor engrana sus velocidades.
Subimos las primeras cuestas. Damos vuelta por una ancha curva. Desaparece un
valle, aparece otro. Las nubes caen, sobre las montañas, compactas como espuma
encrespando olas. La tierra va poblándose de verdor fogoso y empezamos a costear
un río, esmaltado por los reflejos de la arboleda que se tupe en las orillas.
A nuestra izquierda corre un paredón de desmoronada piedra hispana,
separándonos del clarisonante arroyito en cuyo valle nos deslizamos como en una
canaleta verdecida de musgos.
Los neumáticos trazan en la ruta un silbido pegajoso. El desusado paredón se
corta como un muro almenado, y el sol hace de él una suerte de guiones de resolana.
De pronto el cerro se levanta perpendicular. Millares de árboles asoman cayendo
de curiosidad sobre nosotros.
Uno pierde algo de estabilidad mirando por faldas y hondonadas la eterna gama
de verdor, matizada de mil tonos y subtonos.
Gradualmente nos ingerimos en el silencio. Mi cerebro carbura a maravilla.
Un ruido seco. Una cámara chista desinflándonos, y quedamos súbitamente
empequeñecidos por la callado soledad del valle, reconcentrado en el goce de vivir su
millón de árboles, hierbas y musgos, bajo la luz melódica de la tarde sujeta entre los
cerros.
Abajo, a unos diez metros en pendiente, el arroyo dice la palabra de la naturaleza
satisfecha.
Para desentumecernos, saltamos entre las piedras del arroyo, sesgando su cuenca
con la línea quebrada de nuestros brincos, felices de encontrar siempre bajo los pies
aquellos lomos duros y resbalosos, como enormes pastillas de jabón.
La risa nítida de Clara es un cromático sonar de guijarro desbarrancándose entre
rocas.
Sentados en la orilla, conforme la respiración va volviendo a ser normal, dejamos
diluir nuestros pensamientos en el silencio murmurante del agua, que trabaja la roca
de rizos o se duerme en honduras de diamante, en cuyo fondo, los peces pasan
avivando su estabilidad de nados veloces y vagos como sombras.
—I am ready, Sir.
Entre ambos ayudamos a Clara hasta subir al coche, en el cual volvemos a nuestra
inmovilidad de yacarés.
Va obscureciendo; una humedad suspensa nos envuelve de leves vahos azulados,
cuyo fresco nos da un breve escalofrío de placer. La tierra nos narcotiza con un
amplió revivir de perfumes. Los faros del automóvil se encienden y la ruta horada
una lista luminosa en el tupido crepúsculo. Ya los cerros no son sino noche sólida y
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los árboles cercanos, un borrón amorfo.
Pero el valle se dilata en llanuras de pampa; se adivina un prado, y los faros han
quebrado su mirada sobre el cercano pelambre de un buey inmóvil.
El verde sujeta un tanto la luz muerta de la luna. Luciérnagas parpadean en los
compactos mazos de vegetación. Nos distraemos, porque de pronto nos hemos
abocado el mar, cuya superficie y olor nos subyuga.
Rápidamente pasamos entre el minúsculo caserío de un pueblo negro. Un
crecimiento de palmeras, simétricamente alineadas, nos dice la utilización mercantil
de la planta.
El camino se ha hecho de porcelana; el cielo sobre el mar cobra espacio.
Los pequeños bohíos indígenas duermen tan cerca de la ruta, que el ruido rodante
de nuestro motor se nos vuelve encima, momentáneamente aumentado.
Ha vuelto a hacer calor.
Son las diez cuando paramos frente a un enorme hotel de madera.
Con la mirada incierta de los que de pronto se encuentran substraídos a la noche y
al gran aire, subimos una escalera, cargados de nuestros abrigos.
Una botella de champagne, que Peñalba pide para festejar nuestra llegada (porque
la de Kingston no cuenta), acaba de darnos alegría, rociando agradablemente los
fiambres y dulces que devoramos sin palabras.
Se oye una orquesta en el salón donde los huéspedes bailan.
Peñalba dice sus impresiones:
—Ya veo lo que es Jamaica. Placer del habitante no nos vendrá ninguno, a no ser
el de su alegría infantil. Para la India, China, Egipto, queda el privilegio de
asombrarnos con los grandes poemas de sus religiones. Aquí, el poblador primitivo
ha desaparecido sin dejar huella interesante. Todo encanto está en la tierra misma.
En los trópicos de Oriente suele mezclarse a la contemplación no sé qué terror de
cosa indomable. La jungle no sonríe jamás, los ríos son torpes de calor germinativo,
las montañas invencibles, la fauna brava o venenosa.
Jamaica, en cambio, parece ser el paisaje alegre por excelencia, y nada, a no ser
que nos espere una sorpresa, delata un peligro en acecho.
Al efecto de reconocer un poco el lugar, hemos salido del hotel por el lado que
enfrenta a la bahía.
Una ancha escalinata de más de un centenar de peldaños nos obliga a un ridículo
paso de cortejo, hasta caer a un camino ramificado en sendas que van titubeando
hacia la orilla del agua.
Al borde de las pequeñas olas, que caen doblándose con ruido muerto de trapo
mojado, pertenecemos a la noche de la bahía. Poco vemos en derredor. Las manchas
desgarradas de los fénix y palmeras son un torvo mandado de silencio.
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Peñalba, que no tiene motivos para sobreponer las fatigas, se retira despacio hasta
identificarse con la oscuridad.
El agua, viniendo a morir contra la tierra suavemente, parece como que la hiciera
caminar hacia adelante. Nuestros hombros se enternecen de sentirse juntos, ante este
aparente andar hacia lo ignoto.
Y para mejor pensar unísonamente, quedamos apretujados mejilla contra mejilla,
escuchándonos como un misterio, mientras el mar a nuestros pies habla siempre de
infinito.
La noche se enfría sobre los hombros escotados de Clara.
Sin necesidad de entendernos previamente, nos hemos puesto a subir la gradería.
El hall está oscuro y vamos evitando los muebles en lentos tanteos preventivos.
Creo que lo hacemos un poco a propósito.
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Y dejamos de ser porque pertenecemos.
El alba nos encuentra al lado de la ventana, sentados en un sillón; Clara, en mis
faldas, esperando que el mundo nazca a la luz.
Nuestra necesidad de realizar el presente hasta su última posibilidad nos mantiene
invulnerables al cansancio, ante el cristal mudo, que comienza a ser transparente
como los ojos de un ciego que paulatinamente fuera recuperando la vista.
Empapado de húmedo sueño, se esboza un grupo de árboles, del que sólo puede
nombrarse la palma. Nada tratamos de adivinar, porque nuestras preguntas irían
contestándose en la revelación de las cosas.
Limitando el jardín, cuyos vapores se arrancan lentos, se ve blanquear una lisa
superficie de agua nublada. Todo va tomando color: las plantas son verdes, violeta
pálido el cielo, azuladas las sombras en derrota.
Clara, distraída por la luminosa gradación que nos lleva al día, olvida que la
claridad creciente va aumentando su desnudez y que estoy pendiente de esta otra
belleza que amanece bajo mis ojos.
Su mano, pausadamente, ha señalado algo en lontananza: una lengua de tierra
cobra solidez; y más arriba, lo que creíamos nube acusa la cadena de colinas de la
isla.
Agua y cielo lucen un tono lila que se repite en fino sobre la piel de Clara. Los
brazos de tierra, que avanzan uno hacia otro, parecen estar colgados en el ambiente
intangible. No se sabe cuál es el cielo ni cuál es el mar, porque es imposible aún
medir las distancias.
Clara murmura palabras de contento. Dijérase que la luz se hubiese puesto a
temblar sobre su cuerpo, sin atreverse a ceñirlo en sus formas.
Los cerros, las plantas, van solidificándose; el agua, apartándose del aire, las
nubes, tomando forma en el espacio. Uno que otro susurro en las palmas dice el
primer sonido, al tiempo que nuestro olfato despierta al olor de la naturaleza y nuestra
piel al frescor del aire.
En la selva ha cantado un pájaro; un racimo de burbujas surge del fondo del agua.
Inesperadamente sale el sol, castigándonos los ojos, y la bahía grita cobrizos
reflejos, mientras un murmullo de oro irisa el lomo de la arboleda.
La luz ha hecho de Clara una extraordinaria forma de mujer. En su olvido queda
así, revelada en la naturalidad del día. La soltura de su fineza firme contiene algo
mayor. Vientre, caderas, pecho, ignoran la saciedad del ser total.
Y como el sol allá ha comenzado su camino, comprendo que Clara acaba de crear
un nuevo mundo.
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Enero 31, Puerto Antonio
La voz de Peñalba me despierta. Mi primer sobresalto es de enojo.
—¿Sabe la hora? —me dice con reproche—. Podría estar gozando de lo que la
vida pone a su alcance. Asómese siquiera a la ventana.
—Ya la he visto —respondo sin moverme.
—¿Cuándo?
Como para subrayar mi errata, agrego:
—Anoche.
—¿Anoche? Usted está dormido.
—Nadie afirma lo contrario —consiento.
Lejos de ello, siéntome singularmente lúcido después de mi inhábil palabra.
Para distraer el susto, salto de la cama y finjo sorpresa ante el paisaje que Peñalba
me señala.
Alegría de vivir que me agranda. Bajo mi vista vibra algo que pertenece tanto a
mis exaltaciones de anoche, que abro los cristales como si me impidieran respirar a
Clara, con los recuerdos de nuestro renacimiento ante la madrugada.
Presencia de la isla empenachada de palmeras, del jardín cercano, de los cerros.
Como para centralizar la intimidad de la bahía, relumbra en su centro una claridad
opalina: charco de agua en el agua, corazón en la sensibilidad del paisaje.
Peñalba se va y me echo sobre la cama para pensar con violencia en que pronto
veré a Clara. La fuerza de mi vida tiende a la expansión de un grito.
Por mi cuerpo las sensaciones renacen en forma de manchas, nítidas como
dolores. Cada latido de mis arterias expande algo de Clara por mis sentidos, ¡Oh,
pasarme la vida embarullando en un borrón oscuro, los largos cabellos dóciles sobre
la frente, para agrandarle los ojos! ¡Ser un líquido inquieto de niveles armónicos para
adoptar su forma y adormirme en la conciencia de ser una belleza que se goza!
Dolorido de exaltación, huyo del lecho, me visto y bajo al hall, donde trato de
interesarme en la gente. Todos parecen dormidos. Unos porque todavía no saben,
otros porque ya olvidaron, los más porque siempre pasearán por la existencia un alma
neutra, como los ojos de un pez de acuario.
Sucesivamente entro en el salón de lectura, en el de fumar, sin poderme deshacer
de la idea fija, a la que estoy buscando atenuantes. Iré por un momento, la oprimiré
entre mis brazos y quedaré más tranquilo.
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La puerta está entornada, el corredor solo.
—Clara —llamo.
Sus pasos se acercan; la sorpresa de verla anula mis resoluciones. Clara ha
enrojecido como si hubiera indiscreción en mi llamado.
Tomo entre mis manos las suyas, que beso, y huyo porque mis sentimientos son
demasiado grandes para expresarlos.
Traición de mis nervios, cuya cobardía ante la realidad me inspira desprecio.
En un apartado banco del jardín me siento. ¿Por qué esta congoja inexplicable?
Clara, que ha tardado en encontrarme, me reprocha mi inquietud.
—¿Qué tiene, Marcos?
—Estoy enfermo de usted. Sería inútil quererle probar mi sentir con palabras. En
suma, el amor físico se resume en un gesto más o menos sabio y el amor moral al
balbuceo de un nombre. Usted me ha dado una razón de ser que no puedo sobrellevar
solo. Hemos jugado con un milagro y ahora tengo miedo de mi amor como de una
locura.
—Marcos, usted ha divagado de soledad.
Su boca se acerca tanto a la mía que siento el movimiento de sus labios.
—Y no me hable más así —agrega—; sus palabras caen en mi carne abierta como
una quemadura. ¡Si pudiéramos tranquilizarnos!…
—¿Y la tranquilidad no sería menos ya que esto? ¿No nos daría un poco de frío?
—Creo lo contrario. Para mí, las cosas se agitan hasta llegar al fin propuesto, que
les da la quietud: el equilibrio, que es una forma de perfección. Cuando miro el mar,
una montaña, el cielo o una estrella, experimento la sensación de que son enormes
porque se han encontrado a sí mismos.
Clara calla. Calma que quiero como un bienhecho.
Ignoro si soy un doble o una unidad más grande. ¿Estoy transmitiendo o recibo
un mundo inexpresable? No sé ya de quién son mis sentimientos.
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pequeño muelle en el que anoche estuvimos con Clara.
A la orilla de la bahía quieta, gozando la sombra húmeda de la arboleda
enmarañada y el calor manso del aire, nos hemos empequeñecido en el límite de
nuestros cuerpos breves. Ocupamos en la totalidad de las existencias nuestro punto
relativo. Somos tres gotas de sangre nueva caídas en el corazón blando de la isla.
La casilla trepa en los zancos de sus pilotes con pretensión de casa lacustre.
Hay olor a madera húmeda en las pequeñas cabinas numeradas. Los intersticios
de las planchas hacen blancas paralelas de arena.
Una malla adhiere a mi cuerpo como un segundo pellejo y salgo para que el aire y
el sol me aprieten de más cerca.
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*
Concluida la cena y satisfecha la curiosidad que nos lleva al salón, donde unas
diez parejas rubias bailan al son de una estrepitosa orquesta negroide, recordamos el
automóvil que nos espera para dar una vuelta por los caminos plácidos.
Una hora andamos despacio por la misma ruta de ayer, estirados en los asientos
anchos, la cabeza descubierta apoyada en los cojinetes del respaldar, el cigarrillo
entre los labios.
Un vaho cálido nos viene de la arboleda.
El cielo está sudoroso de estrellas.
No he titubeado sobre el picaporte de la puerta de Clara. Nos hemos esperado lo
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suficiente para ser conscientes de nuestro deseo.
Mis deseos se impacientan sobre un botón de nácar, que parece haberse hinchado
en el apretón del ojal. Clara sustituye mi mano inhábil con la suya. Hay una leve
angustia en su risa:
—Así no, sonso.
Paz,
Suavemente.
Paz,
Lentamente.
Las sombras descansan en los rincones, como en el alma reposan ternuras que no
quiero tocar.
Tu cuerpo expresa una melodía poderosa.
Las caricias rimadas perduran en mis nervios: incienso en un templo que ha
concluido su plegaria.
Tus actitudes curvas me obcecan tan alma a alma, que mi cariño titila como luz
azotada de viento.
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Un ritmo muy lento, un ritmo dormido,
Esparce indolencia agravada de ideas.
El ritmo es presencia de un canto fluido;
Soy nulo en el mundo de paz que me crea.
Recuerdo:
El sol daba un alma a los montes y los insectos cantaban círculos con sus cuerpos
de metal vibrante.
Éxtasis de cosas vivas que se coaguló en la perfección que trajiste al mundo.
Fuiste la vida de lo demás y el objeto del día.
Tus pasos llevaban serenamente la ofrenda que tu piel brindaba a la luz. Y tus
ojos significaban con tal complacencia la capacidad de hacer amor de tu belleza, que
fuiste médula de la hora.
¿Por qué no he muerto sobre tu boca?
Ya no sé si eres un cuerpo o un delirio, pero el mundo de mis ojos flota para
siempre en una aurora.
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Marzo 1, Kingston
Nada podía haberme hecho sospechar la conclusión de este día.
Cuando sin más disgusto que el de acostarme temprano, en este enervante viento
de Kingston, entro a mi cuarto, encuentro sobre el velador, bien a la vista, una tarjeta
de Peñalba por la cual, brevemente, me expresa su deseo de hablarme.
Empujado por repentina sospecha, traspongo el corredor, mirando el número de
cada puerta.
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estarlo acorralando. Por primera vez siento la falsedad de mi posición.
Obedeciendo a una de esas bruscas viradas de sentimiento, que luego me hacen
esclavo de actitudes tomadas sin medir consecuencias, me oigo concluir:
—Como me sometí a su voluntad para decidir mi viaje hasta aquí, me someto
ahora.
Peñalba me alarga la mano:
—No es necesario que me haga notar mi parte de responsabilidad en todo esto.
En mi cuarto hago lo posible para volver a la tranquilidad. He perdido en dos
palabras el pleito que me sentía tan capaz de defender.
Repetidas veces me paso la esponja por la cara hasta sentir frescos los ojos, la
frente, los labios. Alternadamente me siento, esforzándome en no pensar, o camino
conteniendo mis piernas que se entregarían a un furioso ir y venir.
Clara, como supuse, se ha dormido. Tomo una silla para acercarla en silencio; la
silla hace ruido despertándola en sobresalto.
—¿Qué sucede?
La tengo en mis brazos, entrándome en los sentidos.
—No sucede nada.
—Dígame que está a mi lado… Acarícieme para que sienta sus manos.
Atento, paso una pobre mano incierta sobre sus cabellos sueltos.
—¡Marcos! Esta mala impresión que no comprendo me la ha traído usted.
—Ya sabíamos, Clara, que nuestra estadía aquí tendría un fin.
—Eso quiere decir que usted se va.
Sentada sobre el lecho, me mira fijamente con sus ojos acerados de enojo.
Prefiero que sea así.
—¿Y por qué se va?
Su resolución me hace dudar un momento.
¿Decirle que somos dueños de decidir de nuestros actos? Maquinalmente
obedezco a la sugestión de Peñalba:
—Mi carta de crédito está agotada.
Clara sigue fijando en mí su vista interrogante.
—Estoy mintiendo. Me voy porque Peñalba sabe todo.
—¿Lo ha insultado tal vez?
—No. Su hermano sólo sabe que nos queremos.
Clara escucha mi relación de lo sucedido.
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Marzo 2, Kingston
Mis baúles están prontos. No puedo poner orden en nada porque el orden no está
en mí.
¿Olvido algo? En realidad, poco me importa.
A todo esto, permanezco sentado en un sillón. Entra un negro que me dice la
urgencia de despachar las maletas. Debo haber contestado alguna vaguedad, porque
protesta y mete los objetos esparcidos en la valija, a la que cierra la boca estúpida de
impasibilidad.
Salgo de la pieza echando una última mirada sobre el lecho, en el que sería tan
bueno dormir mi insomnio y mi cobardía.
Hemos hablado de nuestro porvenir. Clara quiere que busque inmediatamente una
casa donde podamos vernos. Buenos Aires se me aparece como algo reacio a nuestro
amor.
Sin embargo, me dejo andar a la voluntad de Clara, que me convence.
En mi sopor de idiota miro los zapatos de Clara, al lado de los míos; me
entretengo en compararlos, en diferenciar el dibujo de las punteras…
Los zapatos de Clara… Clara… Me tengo que ir. Esta última idea me anonada.
—No llore, Marcos, no sea flojo. Esto es un momento y la vida es nuestra.
Llega Peñalba, que no debiendo ver mi fatiga ni mi relajamiento, no los ve.
—¿Quiere venir, Galván? Tenemos que arreglar unas cuentas.
El verbo quiero ya no se conjuga en mi voluntad.
Estoy en un estado blanco, neutro, y me levanto, aunque con esfuerzo.
A hurtadillas, Clara me oprime la mano. Creo haberme apercibido cuando ya
estoy a dos o tres pasos de distancia.
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En el salón de lectura, Peñalba se sienta sobre un diván y me pide que me ponga a
su lado. Tiene en la mano unos papeles llenos de cifras. Miro un cinco que me parece
ridículo de desproporción.
—Esto es lo de Santa Ana. Esto, lo de Port Antonio. Esto es el automóvil.
Calculando la tercera parte para el último, nos da diez libras. En Santa Ana también
tenemos que calcular del mismo modo porque tenemos un bungalow entero.
Santa Ana, el bungalow. Me resulta como un canto repetir los nombres. Peñalba
prosigue:
—En Mandeville usted tenía un cuarto. En Monteago… En Port Antonio…
Murmuro para mí: Mandeville, Monteago, Port Antonio. Me parece que estoy
oyendo el sol en los montes de la isla. ¿Se puede oír el sol? Todo esto es un disparate.
La luz corre a chorros por mis arterias y tengo frío en la frente.
Peñalba concluye:
—La última vez me dio usted cincuenta libras. Yo le debo, pues, cuatro.
Mi mano se cierra instintivamente sobre el contacto duro. Esto debe ser una
propina o un insulto.
Hemos almorzado.
Peñalba se va y quedamos con Clara, sentados en el diván del saloncito de
lectura. ¿Por qué aquí? Debo haber recordado que estábamos muy solos hoy, cuando
hacíamos nuestras cuentas.
Me recuesto en el hombro de Clara. El abatimiento me inhibe de toda palabra.
Algo cálido y pequeño ha rodado de la mejilla de Clara sobre la mía.
—Usted no, Clara…, por favor.
Mi frente está apoyada en su cuello, mi mejilla en su escote. Clara se ha puesto a
jugar enredando su mano en mi pelo. Sin saber me he dormido.
La luz, filtrándose por mis párpados, me ha hecho abrir los ojos. Veo primero la
blusa blanca; siento respirar el pecho de Clara bajo mi cabeza.
Recuerdo que tenía tanto sueño. ¿Qué hace Clara? Su respiración es rítmica.
¿Dormirá?
—Clara.
—¿Qué, Marcos?
—¿Por qué está tan quieta?
—Para no despertarlo.
—¿He dormido mucho?
—Una hora.
—¿Y la he tenido así a usted?
—No es nada. Mañana me dolerá un poco el hombro y será una presencia suya.
Me incorporo porque Peñalba puede venir.
Me duele el cuerpo más que esta mañana; sin embargo, paréceme estar más
lúcido.
Clara se alisa el pelo con las palmas de la mano.
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—Si se viera —dice—. De este lado de la cara tiene mareadas las costuras y los
dobleces de la blusa. Levántese y vamos, que no nos va a sobrar tiempo.
No sabemos qué se ha hecho Peñalba. Los últimos momentos los pierdo en buscar
mi abrigo.
Del escaparate que está en la portería saco un collar indio que le oí ponderar.
Clara se lo pone y parece que al tacto de los corales rojos su piel hubiera
empalidecido.
Peñalba llega.
—Si quieren —dice—, podemos ir yendo.
Una angustia me aprieta la garganta. No voy a poder decir adiós a Clara sino en
público. Tal vez sea mejor.
En el puerto nos acaparan veinte pequeñas ocupaciones. Una multitud de rústicas
manos negras se cierran sobre las propinas. ¡Cuánta gente se ha ocupado de mis
baúles!
Y desde entonces las cosas se precipitan.
Peñalba me palmea la espalda.
—Que tenga un buen viaje.
La luz me parece haberse hecho imprecisa. Debo de tener dilatadas las pupilas,
pienso. Clara me da las dos manos.
—¡Marcos, hasta pronto!
No puedo decir nada.
La operación de partida se abrevia. Las amarras son recogidas.
Peñalba y Clara están en el pequeño muelle.
El barco se abre, se aleja sin retardo ni maniobras complicadas.
Clara agita su pañuelo.
Sobre la borda apoyo mi cabeza, que tenía hasta ayer el consuelo de sus hombros.
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Marzo 3, A bordo del Santa Marta
Mar Caribe.
He pertenecido a un sueño embotador y torpe como un dolor de cabeza.
Cae la tarde cuando salgo a cubierta.
Clara no viene.
Sentado en una silla igual a las del Abangares, trato de respirar muy hondo el
viento que silba en las bordas y golpea las lonas. En mis faldas, cerrado, espera un
libro prestado por Peñalba: The light that fails. Dentro de sus hojas no encontraré
nada que me exprese mejor.
Después de comer he vuelto a la misma silla, he puesto sobre mis faldas el libro y
respiro el viento que silba en las burdas y golpea las lonas.
Los pasajeros pasan con paso gimnástico: After dinner walk a mile.
Unos son jóvenes, otros viejos; algunos fuman sus pipas conversando; los más
van tan ocupados en alargar sus pies, que no tienen tiempo que perder en palabras.
Esto me fastidia.
Pasa una pareja. La mujer se vuelve y me mira. Parece que hablaran de mí. Por
dos otras veces la maniobra se repite.
La falda blanca deja que el smoking siga el higiénico paseo, para acercarse y
decirme con risa de mofa:
—Cheer-up, poor old boy!
Lo inesperado de la interpelación me saca un poco de mi bruma.
—Come on and let us walk —agrega mi asaltante.
—Poor old boy —contesto—: está muy cansado.
—Hum…, yo creo está muy triste porque ha dejado a su sweetheart.
—¿Mi sweetheart?
—Yo la he visto en el muelle… ¡Oh, muy pretty!
Mi interlocutora junta admirablemente las manos.
—¿Cuál es su nombre? —pregunta de golpe.
—Marcos Galván.
—¿Marcos? ¡Oh! Mi nombre es Kate.
Kate se ha sentado al lado mío y la observo, divertido por su inesperada amistad.
Es bonita: rostro infantil, ojos azules, pelo crespo y rubio, figura fina y fuerte.
—Usted no tiene que estar más triste. Usted tiene cara demasiado triste.
—¿No ve usted que me río?
Kate parece muy contenta de haberlo conseguido y sin más discreción que la
empleada para entrar en relaciones me pregunta adónde voy, cuál es mi ocupación en
la vida, dónde vive mi familia, dándome, en cambio, todos los datos que yo no le
pido sobre su persona.
Al despedirnos somos buenos amigos, de lo cual me alegro, porque mi soledad, a
fuerza de nutrirse de los mismos pensamientos, llegaba a ser una tortura.
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Olvidar. No ver siempre a Clara como una pequeña cosa que se empobrece en el
puerto ya lejano de Kingston.
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Marzo 4, A bordo del Santa Marta
Mar Caribe.
Sol fuerte y brisa arrachada que incomoda al caminar.
Kate juega, con unos cuantos americanos en mangas de camisa, a la rayuela.
Son ya las cuatro y recién salgo de mi camarote. No tengo ganas de hacer nada.
Las letras, bajo mis ojos, no viven de ninguna idea.
Kate ha venido después de comer a conversar conmigo.
Estamos juntos en un banco y me ha dicho que es mi pequeña hermana y que no
quiere que sufra. Pero Kate es alegre a pesar de mi lamentable compañía. Su cháchara
infantil cae como una llovizna insuficiente y fresca sobre mi fiebre.
Kate me golpea el hombro cuando no la escucho.
La noche es un vasto abandono en derredor mío.
Quisiera poder llorar como los niños y las mujeres.
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Marzo 5, A bordo del Santa Marta
Mar Caribe.
…
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Marzo 6, A bordo del Santa Marta
Colón.
De lejos he reconocido el Washington Hotel por su fachada larga.
Imagino sin dificultad la opaca estatua del descubridor de América,
aparatosamente inmovilizada en una actitud de orgullo, la mano puesta en ademán de
dominador cariñoso sobre el hombro de una india desnuda, cuyo cuerpo blanco de
europea civilizada se arrodilla, como si comprendiera todas las consecuencias del
descubrimiento y sintiera por ello honda satisfacción.
Prisa por llegar.
El rostro del empleado de la Great Fruit Company está lleno de bienvenida.
Tengo la ilusión de que me va a dar una buena noticia.
¡Horas de calor pasadas aquí con Clara mientras temblaba el barco, sacudido por
la atronadora energía del metal en trabajo!
Mi alegría me desconcierta.
Para ir al hotel tomo una desgarbada victoria.
Al subir la escalera, de entrada, me vuelvo a mirar la hilera de vehículos, cuyos
cocheros esperan bajo la abayada protección de sus quitasoles.
Nada se ha movido.
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Marzo 7, A bordo del Huasco
Zona del Canal.
Esta mañana me he embarcado en el Huasco, gemelo del Aysen. Kate ha hecho
mucho ruido y parece encantada de que el barco sea un barco, de que el canal de
Panamá sea un canal.
Me distraigo con las esclusas, el bosque muerto, el paso de la Culebra. Tendría
necesidad de correr por las selvas, echarme al pie de un árbol, roto el cuerpo de
fatiga, y no pensar en nada que no fuera el sol quemándome las ropas, el buitre
volando suspenso en la luz o la pequeña lagartija que se pierde en alguna grieta.
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Marzo 8, A bordo del Huasco
Océano Pacífico.
Kate, que ocupa con su presencia muchas de mis horas, ha estado anoche al lado
mío, sentada en el banco que es ya nuestro lugar habitual.
Kate está más risueña que nunca, y como yo me he quedado a disfrutar una leve
brisa, después del día torpe de calor, ha querido acompañarme diciendo que no tiene
sueño.
Hemos agotado la charla. Kate no comprende que se pueda estar callado sino por
grandes tristezas.
—¿Por qué no habla?
—No tengo nada que decir, Kate.
—Oh, usted piensa en su sweetheart. ¿No sabe? Su sweetheart lo quiere mucho y
piensa en usted.
Kate, que está a mi derecha, me pasa un brazo por la espalda:
—Yo sé que su sweetheart piensa en usted y lo quiere mucho. Cuando llegue a
Buenos Aires su sweetheart se va a casar con Marcos…; por eso Kate no quiere que
Marcos esté triste.
Kate me sacude violentamente, creyendo tal vez que mis pensamientos van a caer
como las hojas de un árbol en otoño. Pero viendo que nada le contesto, acerca su
rostro al mío y bruscamente me besa.
He echado mi cabeza atrás.
Kate ríe sin ofenderse:
—Good night. Sueñe cosas lindas.
—¿Qué quiere decir todo esto?
¿No la excitará a esta pequeña pervertida mi amor por otra que es, oh, very
bonita?
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Marzo 9, A bordo del Huasco
Golfo de Panamá.
Mi experiencia me ha hecho desconfiar un tanto de la sociedad de Kate. No
quiero hacer farsas.
En consecuencia, he estado todo el día solo y me he acostado temprano. En el
camarote releo cartas de Clara y mis notas.
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Marzo 10, A bordo del Huasco
Costas del Ecuador.
…
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Marzo 11, A bordo del Huasco
Rada de Paita.
El vapor ha parado. La cesación de su vida maquinal me despierta y no puedo
volver a dormir. Sin voluntad para vestirme, salgo en pijama sobre cubierta.
Paita.
Un aire seco, caliente, me envuelve como el presentimiento de un ataque de
chucho.
No es de día. No es de noche.
La madrugada se inmoviliza incapaz de decidirse hacia la luz. El mar tiene
quietudes de pantano; en sus aguas flota, sombra diluida, un vago polvillo negruzco.
La costa, rota como una suela gastada de trabajosos años, espera el sufrimiento
del hombre: delirio de su fiebre amarilla.
Distínguese vagamente el pueblo con sus cuencas mineras, color de ocre
sulfuroso.
Tres cerros hay detrás del caserío y en el más alto tres cruces. Bajo esta
protección fatídica se despertará la vida dentro de poco.
Suspenso en un aliento de tumba, he dado la vuelta del barco. El sol ensaya un
lamparón rojo en el cielo: llaga que quisiera ser aurora en un cadáver.
La luz se azora y veo mejor el pueblo, cuyas casas se aprietan, queriéndose
prestar fuerzas como enclenques criaturas, lívidas de raquitismo.
Hacia el Norte, una cuchilla se recorta en líneas frías, como un papel amarillo de
tiempo y comido por cucarachas. Atrás, en la tierra de miedo, se agazapa no sé qué
amenaza de fantásticas figuras microhumanas, que hieden a cadaverina y tienen ojos
enervados por largos insomnios asombrados.
La piel se me seca como si quisiera pegarse a los huesos, el pulso me pega en las
muñecas pequeños golpes cortos.
Si pudiera hablar con alguien o dormir.
Creí que fuera el grito de algún pájaro extraño. Es alguien que chista.
La cabeza rubia, desmarañada de Kate asoma por una ventana. Sus ojos tiemblan
un poco en esta luz baya y veo algo de sus hombros, de su pecho blanco, que
descubre la camisa cerrada por moños claros.
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La puerta se entreabre, y Kate, asomando la cabeza, vuelve a chistarme en son de
burla. Mis nervios me llevan hacia aquella hendija de cariño en que meto el pie, luego
el codo, para, tras una brevísima lucha, encontrarme en el camarote perfumado de
juventud coqueta.
Delante mío, Kate, empequeñecida por la ausencia de tacones y envuelta en los
pliegues sueltos de su camisa de dormir se mira una mano con mueca vecina al llanto.
Debo haber estropeado sus dedos; pero mi compasión sólo dicta a mis brazos el
ademán de apretarla contra mí.
Kate no resiste; sus labios buenos se abandonan, toda su frescura consiente por
las hendiduras de la leve ropa. El engaño impuesto por mis nervios se rompe. No he
buscado esas formas, ni esa piel, ni esa respuesta.
Y mis caricias cesan.
Kate, cuyos ojos reflejan un temor mudo, inclina su cabeza hacia mi pecho.
—Marcos —dice como interrogando.
Excusarme sería ridículo y explicarle…
¿Para qué?
Despacio la tomo por los hombros y la siento en la cucheta. Kate agacha la frente
y llora. Como toda consolación, pásole la mano por los ensortijados cabellos y me
retiro.
Sobre el paisaje de hoy se diluye una mañana acre.
¡Clara, qué lejos estoy de ti en este torpe ambiente! ¡Cómo sufre tu cuerpo en el
mío y qué sed tiene mi alma de tus palabras!
Por primera vez lloro. Una desolación árida entra en mí.
¿Por qué sufro? ¿Por qué sufre Clara, lejos? ¿Por qué sufre la alegre Kate, sin una
palabra de consuelo?
Llueven unas míseras gotas en el mar… Lágrimas insuficientes de pupila
quemada de fiebre.
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*
Mi pluma se ha dormido en mis manos. Alrededor mío, las cosas van renaciendo
a la identidad de un pasado.
Acabo de escribir una carta a Clara y ésta la está leyendo a mi lado. En su brazo
oscila un lunar de sol. Clara dice que su emoción es La Gracia. Después sonríe:
—¿Por qué piensa en un mañana? ¡Hoy es siempre!
Siento en la frente una pesadez de plomo: intensidad sensitiva. Tengo de pronto la
sensación de que el infinito está en mí.
—Clara —digo—, recemos siempre así.
¿Pero a quién hablo?
Estoy más allá de mí mismo.
Comprendo:
Nuestro amor ha llegado a poderse pasar de la vida.
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RICARDO GÜIRALDES (Buenos Aires, 13 de febrero de 1886 - París, 8 de octubre
de 1927). Novelista y poeta argentino. Nació en una familia de alto rango social y de
grandes propiedades. Don Manuel Güiraldes, su padre, quien llegaría a ser más tarde
intendente de Buenos Aires, era un hombre de gran cultura y educación; y también
muy interesado por el arte. Esta última predilección fue heredada por Ricardo, que
dibujaba escenas campestres y realizaba pinturas al óleo. Su madre, Doña Dolores
Goñi pertenecía a una de las ramas de la familia Ruiz de Arellano, familia fundadora
de San Antonio de Areco.
En 1924 funda la revista Proa junto con Brandán Caraffa, Jorge Luis Borges y Pablo
Rojas Paz; la revista no tendría éxito en Argentina pero sí en otros países
hispanoamericanos.
Tras el cierre de la revista, Güiraldes se dedica a terminar Don Segundo Sombra,
novela a la que pondría el punto final en marzo de 1926.
En 1927 hace su último viaje a Francia, a Arcachon, y debido a su estado de salud es
trasladado a París —en una ambulancia— donde muere, en la casa de su amigo
Alfredo González Garaño, víctima de la enfermedad de Hodgkin (cáncer de los
ganglios). El cadáver es trasladado a Buenos Aires para darle sepultura en San
Antonio de Areco.
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Notas
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[1]
Para seguir aquella evolución del gusto y de la innovación literaria por cafetines y
conciliábulos madrileños, nada mejor que el testimonio inmediato de Rafael Cansinos
Assens en La novela de un literato, Madrid, 2005. <<
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[2]Véase Carta de Ricardo Güiraldes a Valery Larbaud, en Fonds Larbaud, Vichy, G.
622, donde dice a propósito de la fundación de Proa: «para mí, lo esencial es sacar a
la vida los talentos jóvenes». Esta correspondencia se verá redondeada y culminada
por el propio Larbaud en Lettre à deux amis, Commerce, n0 2 (Automme de 1924) pp.
59-88, donde les propone públicamente a los Güiraldes que la revista se convierta en
«la expresión selecta de la juventud hispana». <<
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