Drews Arthur. El Mito de Jesús.
Drews Arthur. El Mito de Jesús.
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Arthur Drews
El mito de Jesús
ePub r1.1
XcUiDi 26.09.18
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Título original: Le mithe de Jesus
Arthur Drews, 1988
Traducción: Juan José Vega Gonzalez
Diseño de cubierta: XcUiDi
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PRÓLOGO DEL AUTOR
T
ENGO el honor de presentar al lector mi obra titulada «El Mito de Jesús»,
totalmente actualizada. Apenas se han conservado veinticinco páginas de la
antigua edición; lo demás ha sido refundido, corregido, desarrollado, adaptado
al estado actual de las investigaciones. Otra novedad que presenta este trabajo es que
la segunda parte, aparecida en el año 1911 y largamente agotada, ha sido incorporada
a la presente edición, salvo lo que hace referencia a las discusiones a que dio origen
la publicación de la primera parte.
Con mis otros escritos titulados: El Evangelio de Marcos, testigo contra la
historicidad de Jesús (1921), Los Astros en la Poesía y la Religión de los Antiguos y
de los Primeros Cristianos, una Introducción a la Mitología Astral (1923), El
Gnosticismo padre del Cristianismo (1924) y La Leyenda de Pedro, esta nueva
edición del Mito de Jesús viene a cerrar el conjunto de mis estudios sobre el problema
de Cristo. No creo que se me pueda reprochar el haber tratado este tema con ligereza.
En el caso de que algunas personas, sorprendidas por los resultados totalmente
negativos de mis trabajos, reclamen la validez del mito desde el punto de vista
religioso, debo limitarme a ofrecerles mi obra: Cómo Dios se realiza en la Religión.
Examen Filosófico del Fenómeno Religioso (1906), recomendándoles igualmente, el
folleto: Religión Libre. Para servir al progreso del sentimiento religioso,
pensamientos dedicados a quienes buscan a Dios (1921). Les señalo estas dos obras,
aun sabiendo que mis adversarios, los teólogos, aprovecharán esta indicación para
reprocharme el que no he tocado el tema de la historicidad de Jesús sin prejuicios,
pretextando que tengo un interés filosófico y religioso para negarla. Debo
responderles, de todas las maneras, que en mi calidad de filósofo, mi único deseo e
interés es servir a la verdad, y mi única esperanza es la de encontrarme con
adversarios igual de sinceros.
Es suficiente lanzar una ojeada sobre las disputas suscitadas por el Mito de Jesús
para darse cuenta de que mis adversarios carecen, algunos de las capacidades
necesarias, otros de lealtad, y, lo más frecuente de las dos cosas a la vez, faltando la
sinceridad en todos los casos. En el mundo científico jamás se vio una causa que
fuese defendida con menos fundamentos que ésta, y que contara igualmente con
argumentos tan falaces y ridículos. Resulta evidente que los adversarios carecen
totalmente de argumentos, y que aun los eruditos más autorizados están
condicionados por la influencia de una perspectiva teológica: esta influencia
teológica los ha deformado de tal modo el espíritu que ni siquiera son capaces de
percibir la simple concatenación de los hechos. Actualmente los teólogos aparentan
creer que el problema del Mito de Jesús ha sido solucionado, y que son ellos quienes
han triunfado en la disputa. Hay que reconocer que gracias a sus métodos tácticos, a
la influencia que ejercen sobre la prensa y a la estima en que son tenidos por el
pueblo sencillo, han conseguido adormecer a la opinión pública y a desinteresar a sus
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seguidores acerca de esta cuestión, objetivo que ha sido fácilmente posible gracias a
la guerra. Pero jamás podrán ilusionarse hasta este punto, todo ello sólo sirve para
camuflar el problema.
Junto al prejuicio religioso secular está la inercia de las masas, su repugnancia a
abandonar los métodos rutinarios del pensamiento inculcados desde su infancia y de
reemplazarlos por métodos más complicados que imponen a la inteligencia un trabajo
desacostumbrado, factores que favorecen a la parte contraria. Podemos preguntarnos:
¿quién, entre el público, conoce efectivamente los evangelios? ¿Quién tiene algo más
de una vaga noción del contenido del Nuevo Testamento inculcada en su infancia,
recuerdos de una instrucción religiosa que se confunde con el catecismo y reanimada,
mal que bien, con algunos sermones? A los ojos de todos Jesús es simplemente el
hombre ideal, del cual cada uno se hace una imagen adornándole con todo tipo de
cualidades que nada tienen que ver con las que ofrecen los documentos conocidos.
Pocas son las personas, fuera del limitado círculo de especialistas, que tienen
conciencia de la complejidad de los problemas que plantea la lectura del Nuevo
Testamento. En esta situación la Iglesia y todas sus sectas, sin excepción alguna,
tienen el camino trillado para seguir imponiendo su punto de vista como el único
posible y verdadero. Las palabras de Steudel son de un peso aplastante: «Cuando no
se puede alcanzar una verdad más que a través de la jungla de las ideas forjadas por
una forma de pensamiento extraña a nosotros, y tras asimilar los elementos de una
esfera de civilización largo tiempo desaparecida, esta verdad difícilmente puede
llegar a ser popular, sobre todo si es necesario sacrificarle los prejuicios inveterados
anclados en el corazón y que la colectividad ha cultivado cuidadosamente durante
siglos. Éste es el caso del problema de Jesús que, desde hace unos veinte años, se ha
hecho actualidad».
A pesar de todo, aun protestando contra el Mito de Jesús y despreciando esta
obra, los teólogos han juzgado conveniente cambiar radicalmente la metodología de
sus estudios sobre la vida de Jesús; han buscado argumentos nuevos en favor de su
historicidad, y razones más ponderadas han venido a sustituir las antiguas
declamaciones ditirámbicas de que hacían gala y consagraban a su héroe.
Algunos teólogos se lanzan en brazos de Rodolphe Steiner, suplicándole que
presente por clarividencia las pruebas de la existencia de Jesús, sustituyendo al Jesús
histórico de la pretendida teología critica por el Cristo cósmico de los antropósofos.
Pero es evidente que la confianza ciega con la que se creía anteriormente en la
historicidad de Jesús se ha resentido gravemente, y jamás volverá a aparecer. El
teólogo Albert Schweitzer reconoce que «el fundamento histórico del cristianismo tal
como ha sido propuesto por la teología racionalista, liberal y moderna, ya no
existe»[1]. El suelo falla bajo el culto exaltado que el pueblo consagra a Jesús, y la
teología liberal no se inspira ya en las fuentes de una idea propia con cierto valor
religioso; vegeta únicamente gracias a la inercia y a la falta de reflexión de sus
simpatizantes.
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En el caso de que alguien se pregunte cómo puede explicarse la génesis del
cristianismo con la carencia de Jesús histórico, debo remitirle a mi trabajo titulado El
Gnosticismo Padre del Cristianismo[2]. Es evidente que el problema puede resolverse
igualmente y aún mejor si se descarta la hipótesis de la existencia histórica de Jesús.
Una vez más se hace evidente el principio científico que prohíbe multiplicar
inútilmente las hipótesis. El Jesús histórico hace el oficio de convidado de piedra, su
hipótesis no explica nada, y lo único que en realidad origina es aumentar las
dificultades de una manera intolerable.
Mientras tanto, el problema de la historicidad de Jesús ha entrado en una nueva
fase gracias a los trabajos del teólogo Hermann Raschke, principalmente en El taller
del Evangelista Marcos[3]. El autor parece haber encontrado finalmente la solución al
problema de los orígenes del evangelio más antiguo: demuestra que es la obra de un
gnóstico de la escuela de Marción, en oposición a la Iglesia oficial, en el caso de que
no sea el mismísimo evangelio de Marción. Una nueva luz Ilumina los espisodios que
lo constituyen, cuyo origen, como lo demuestra el autor, reside en juegos de palabras
en lengua siriaca. Los temas que me había visto obligado a dejar en suspenso sobre
los escritos de Marción, al intentar una explicación racional de ellos con la ayuda del
Antiguo Testamento y de las aportaciones de la astronomía, reciben una solución más
precisa. Resalta, además, que el evangelio de Marción, lejos de ser el trabajo de un
escritor ingénuo, es el resultado complejo de tendencias y perspectivas diferentes,
combinadas de manera artificiosa y equívoca. Nada más instructivo que la
demostración realizada por Raschke acerca de la diferencia fundamental que existe
entre la antigua idea de realidad y la que nuestra época debe a su espíritu histórico,
diferencia sobre la que yo mismo he insistido en diferentes ocasiones. Cuando se
tiene conciencia de esta diferencia se encuentra mucho más lógico, y uno acepta más
fácilmente el carácter mítico de Jesús. En cualquier caso, nadie podrá acusar a la obra
citada de diletantismo y puede esperarse racionalmente que ha de contribuir a sacudir
la opinión general que acepta sin escrúpulos la historicidad de Jesús, colocándose
simplemente en el punto de vista del pretendido sentido común, o enarbolando la
exaltada fe del carbonero.
ARTHUR DREWS
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JESÚS PRECRISTIANO
«
S
I encontráis a un hombre intrépido en los peligros, invencible en los placeres,
dichoso en la adversidad, tranquilo en medio de la tempestad, que considera
a los hombres muy inferiores a él, y a los dioses como compañeros de viaje,
¿sería tan difícil sentir cierta admiración por él? ¿No considerarían el fenómeno
demasiado grande para una envoltura carnal? Una fuerza divina ha descendido del
cielo hasta él, y una potencia celeste motiva a este alma que se desliza sobre las cosas
considerándolas inferiores a ella, despreciando todo aquello que deseamos o tenemos.
Una entidad tan grande no puede existir sin la ayuda de la divinidad. De aquí que
debe ser considerada divina en aquellos elementos que no pueden ser considerados
humanos al estar por encima de los hombres. De la misma manera que los rayos del
sol tocan la tierra, pero no se desprenden de su punto de origen del cual son enviados,
esta alma grande y santa, que nos ha sido enviada para enseñarnos las cosas divinas,
se confunde entre nosotros, pero permanece unida a su punto de origen. Desde allí
desciende a nosotros, pero su objetivo es la Divinidad y a ella aspira. De todas
maneras se ofrece a nosotros como el más preciado de todos los dones. Si me
preguntáis qué es, debo responderos que se trata de un alma en quien la razón (logos)
es perfecta. Puesto que el hombre es un animal racional, y su destino se cumple
precisamente cuando alcanza la finalidad para la que ha sido creado»[4].
Con estas palabras el filósofo romano Séneca (4 a. a 65 d. C.) nos pinta el retrato
del hombre ideal, grande y bondadoso, que ofrece como ejemplo. Es necesario, nos
recuerda, proponerse como ejemplo algún hombre grande y bueno; tenerle delante de
los ojos continuamente con el fin de vivir como si estuviera presente en todos los
lugares; hacer las cosas como si él fuese nuestro testigo, ya que si, tenemos en cuenta
que somos observados en nuestras acciones, jamás nos arriesgaremos a actuar
deshonestamente. Es bueno que el espíritu tenga presente a una persona por la que se
siente algún respeto y cuyo recuerdo pueda hacer de nuestras acciones, aun las más
secretas, algo digno de alabanza. Dichosos aquellos que han encontrado a esa persona
capaz de hacer que, a su recuerdo, las obras de sus manos sean dignas. Se necesita un
modelo a seguir. Sin una regla, difícil es corregir lo que no está derecho[5]. Entrad en
los sentimientos de un hombre generoso. Separaos un poco de las opiniones bajas.
Considerad la idea de que habéis de ser poseedores de una virtud tan magnífica en
cuyo honor no hay que ofrecer un ramo de flores sino la sangre de nuestro cuerpo y el
sudor de nuestra trabajo[6]. ¡Qué no seríamos capaces de realizar si fuésemos dignos
de empaparnos del alma de un hombre justo! Podríamos ver por un lado resplandecer
la justicia, por otro la fuerza, en aquel punto la mesura y la prudencia. Veríamos
resurgir la humanidad, cualidad bastante rara en el hombre. Podríamos presenciar la
gracia y la majestad en armonía. Si alguno tuviese la oportunidad de presenciar ese
rostro divino, superior a todo cuanto existe en el universo, ¿no se detendría
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sorprendido y anonadado, suplicándole que le permitiera contemplar su faz y,
arrastrado por sus anhelos, no terminaría adorándole? Y, tras haber contemplado largo
tiempo su extraordinaria grandeza y sus ojos vivos de una dulzura acariciadora, ¿no
terminaría diciéndole, con profundo respeto, estas palabras de nuestro inmortal
Virgilio?:
«Quienquiera que sea, ¡salud! ¡Cura nuestros males! Todo el mundo, si pudiera
verle, le amaría con pasión.
Porque esta visión es imposible ahora, ya que muchas cosas nos la impiden al
cegamos o deslumbramos con su presencia. Pero del mismo modo en que podemos
limpiar y purificar la vida del cuerpo con ciertos remedios, igualmente podemos
purificar la vida del espíritu con el fin de que pueda reconocer la virtud oculta en el
cuerpo y escondida bajo la pobreza, la corrupción y la infamia. Veremos, repito, la
belleza de este alma a través de sus harapos»[7].
El estado de ánimo que reflejan estas líneas de Séneca era, al comienzo de nuestra
era, muy común y estaba generalizado dentro del mundo conocido. El sentimiento de
inseguridad de las cosas materiales oprimía, como una pesadilla, las almas
angustiadas. Los tiempos eran duros; los Estados Nacionales acababan de ser
aplastados por el puño de hierro del conquistador romano; las perturbaciones políticas
y sociales, las incesantes guerras, las pestes y el hambre que arrastraban en cortejo,
todo, obligaba a los hombres a replegarse sobre sí mismos haciéndoles buscar, para
consolarse de la pérdida de sus bienes materiales, el apoyo de una ideología que
elevara y fortaleciera el alma. La religión antigua había cumplido su misión. La
identificación ingenua de la naturaleza con el espíritu, esta confianza infantil en la
realidad de las cosas visibles, expresión del vigor juvenil de los pueblos del
Mediterráneo e inspiradora de las obras de arte de la civilización clásica, amenazaba
ruina. A partir de entonces comenzó a verse en la naturaleza y en el espíritu dos
principios antagónicos y radicalmente opuestos. Todas las tentativas de recuperar la
antigua armonía fracasaban ante la imposibilidad de recuperar el estado de espíritu
conveniente a este paraíso perdido. Un escepticismo estéril incapaz de dar ninguna
satisfacción, pero del cual se buscaba, aunque en vano, la salida, paralizaban el
esfuerzo de toda actividad exterior e intelectual, y despojaba a los hombres aun del
gusto de la existencia. Miradas ávidas se lanzaron a la búsqueda de un apoyo
sobrenatural, de una iluminación divina inmediata, de una revelación, y para
encontrar las certezas de la vida moral se sintió la necesidad de tomar como modelo
un ser sobrenatural.
Este ser divino muchos lo encontraron en la persona augusta del emperador. No
hay que pensar que fue siempre la adulación la que deificó a los emperadores y la que
hizo que en todo el Imperio se extendiera su culto. Se trataba también de la expresión
sincera de reconocimiento hacia el benefactor coronado, y la manifestación visible de
la necesidad material de las cosas divinas. Un Augusto, que había puesto término a
los horrores de las guerras civiles, podía encarnar muy bien la figura de Príncipe de la
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Paz, de un salvador que, en el momento crítico, llegaba para regenerar al mundo y
hacer posible los días felices de la edad de oro. Él había dado un sentido a la vida
humana y una finalidad a la existencia. Soberano Pontífice de la religión oficial del
Imperior Romano, centro donde convergían todos los hilos de la política universal,
jefe supremo de un imperio como el mundo jamás había conocido, era natural que, a
los ojos de todos apareciera como un dios, como el mismo Júpiter descendido sobre
la tierra para habitar entre los hombres. «En fin, puede leerse sobre una inscripción
que data, probablemente, del año 9 antes de nuestra era, han pasado los tiempos en
que uno lamentaba el haber nacido. La Providencia que gobierna nuestra vida nos ha
enviado a este hombre como Salvador, tanto a nosotros como a las generaciones
futuras. Pondrá fin a toda hostilidad y restablecerá todas las cosas con poder y
majestad. Con su llegada se cumplen las esperanzas de nuestros abuelos. Ha
sobrepasado a todos los benefactores de la humanidad. Imposible será que, tras él,
llegue alguien que pueda sobrepasarle. El día en que nació él, (el emperador-dios),
tuvo lugar la escritura de los mensajes de salvación (los “evangelios”) que a él se
refieren. Su nacimiento debe señalar “el comienzo de una nueva era”»[8].
Es evidente que las raíces que se encontraban en la base del culto al emperador
respondían a la necesidad de un nuevo orden social, a un deseo de paz, de justicia y
de dicha en la tierra. Pero los espíritus más profundos no aspiraban únicamente a una
reforma de orden político y social, puesto que estaban angustiados por el pensamiento
de la muerte y de la suerte reservada a su alma tras la separación de su envoltura
carnal; estos espíritus temblaban al soñar en la catástrofe cósmica que creían
inminente, y que pondría fin a todo lo que existía. En el comienzo de nuestra era este
espíritu apocalíptico estaban tan extendido, que el mismo Séneca no pudo sustraerse a
la idea de que el fin del mundo estaba próximo. A esta inquietud se unía un terror
supersticioso a los malos espíritus que para nuestras mentes resulta difícil imaginar.
En la historia muy raramente se ha sentido con tanta fuerza la necesidad religiosa
como pudo sentirse en los últimos siglos antes y los primeros después de nuestra era.
Pero ya no era de las antiguas religiones nacionales y tradicionales de las que se
esperaba la salvación, no. La esperanza se tenía puesta en una mezcla de todas las
religiones existentes, en el sincretismo religioso resultado del contacto de las
religiones propias con los cultos extraños, pero llenos de encantos y atracción, que se
importaban de Oriente. Todas las religiones conocidas se citaban en Roma; pero cada
día nuevos cultos, cada vez más extraños y misteriosos, surgían en Oriente, Asia
Menor, tierra fecunda en divinidades, para conquistar, en poco tiempo, un lugar de
honor en Occidente. Cuando el culto público de las divinidades oficiales y
reconocidas no bastaba, se buscaba una satisfacción más profunda en las sociedades
de misterios, muy numerosas en aquella época, o, entre amigos animados por el
mismo sentimiento y agrupados en cofradías y comunidades privadas en donde se
entregaban a la práctica de una vida religiosa individual, al margen de las religiones
oficiales, y en el silencio de un culto clandestino[9].
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1. La fe mesiánica bajo la influencia del parsismo.
E
N ninguna parte la sed de salvación era tan ardiente, en ningún lugar del
mundo se creía con tanta firmeza en el inmediato fin del mundo, y en ningun
punto del globo se le esperaba con tanta Impaciencia como entre los judíos.
Tras la cautividad de Babilonia (586 a 536 a. C.) la antigua religión judía había
sufrido una transformación profunda. Los Israelitas habían pasado cincuenta años en
un país extranjero. Tras su retorno, permanecieron durante dos siglos bajo la
dominación de los persas y, por lo mismo, en contacto directo y permanente con la
política y la vida económica de los aqueménidas, manteniéndose este contacto aun
después de que Alejandro el Grande hubiese masacrado el Reino Persa y sometido
todo el Oriente a la influencia griega. Durante todo este largo periodo el pensamiento
y las concepciones religiosas de los persas habían influido grandemente la ideología
tradicional de los israelitas y dado origen al nacimiento de concepciones nuevas.
Primeramente, el dualismo pronunciado de los persas había revestido de un barniz
netamente dualista el pretendido monoteísmo de los israelitas. Dios y el mundo, que
en el espíritu de los antiguos israelitas se confundían e identificaban en numerosos
puntos, se habían separado y enfrentado. Simultáneamente, el antiguo dios nacional
Yahvé, antigua divinidad de la tempestad y del fuego, se había transformado, bajo la
influencia del dios parsista Ahuramazda (Ormuz), convirtiéndose en un dios de
santidad transcendente: sentado como él en un trono de luz, en el dichoso más-allá,
fuente de vida, dios viviente. que se revelaba a sus criaturas terrestres por medio de
infinidad de intermediarios, ángeles y mensajeros celestes que, para cumplir sus
órdenes, no dejan de subir y bajar entre el cielo y la tierra. Y, de la misma manera en
que entre los persas el bueno de Ahuramazda tiene por antagonista al malo
Angromainyu (Ahrimann), y que los conflictos entre la luz y las tinieblas, la verdad y
la mentira, la vida y la muerte son los resortes escondidos de todos los sucesos
terrestres, los judíos atribuyeron a Satán el papel de adversario de dios, corruptor de
la creación divina, de príncipe de este mundo y de jefe de los ejércitos infernales, que
mide su fortaleza con la de Yahvé, rey de los cielos.
Entre los dos príncipes enfrentados, en medio del combate, se encontraba, entre
los persas, Mithra, espíritu luminoso de verdad y corrección, amigo divino de los
hombres, mediador y salvador del mundo. Reparte sus funciones con el Verbo
creador y revelación de Ahuramazda, llamado Hanover y, confundido, en ocasiones,
totalmente con él. Mithra era la personificación del fuego o del sol, y como luz que
lucha, sufre y triunfa, que penetra victoriosamente las tinieblas y la noche, se le puso
en relación con la muerte y la inmortalidad, dándole el atributo de conductor de las
almas y juez en la residencia de los muertos. Mithra era el Hyo Divino, y se decía de
él que Ahuramazda le había creado tan grande y tan digno de adoración como él
mismo. En el fondo, Mithra y Ahuramazda eran la misma identidad: Ahuramazda
abandonando la luminosidad celeste para revestir una individualidad concreta.
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Habiendo cooperado a la creación del mundo, Mithra era su guardián, y vigilaba para
que el adversario no pudiese destruir el universo. Combatía por Dios a la cabeza de
los ejércitos celestes, y con su espada de fuego expulsaba a los demonios,
arrojándoles a las tinieblas de donde habían brotado. El objetivo de la vida humana se
cifraba entonces en tomar partido por dios en este combate, en preparar el
advenimiento del futuro reino de dios trabajando por la victoria de la vida y de la
civilización, cultivando las tierras abandonadas, exterminar los animales peligrosos, y
en el sometimiento a una disciplina moral que impregna toda la vida. Pero los persas
decían también que, cuando la plenitud de los tiempos hubiese tenido lugar, cuando el
periodo actual tocase a su fin, Ahuzamazda suscitaría de la simiente de Zarathustra,
fundador de su religión, el Hijo de la Virgen Saoshyant (Sraosha, Sosieoseh), es
decir; el salvador. Otros decían que Mithra mismo descendería sobre la tierra, y que,
en la última y más terrible de las batallas, conseguiría la victoria sobre Angromainyu
y sus ejércitos, a los cuales precipitaría en los Infiernos, tras lo cual resucitaría a los
muertos con sus cuerpos materiales, y que, tras el juicio final y universal en donde los
malos serían condenados a las penas infernales y los buenos admitidos en la estancia
de los bienaventurados, establecería finalmente el reino milenario de la paz. De todas
las maneras las penas infernales no serían eternas, y los condenados conservarían la
esperanza de una última conciliación. En ese instante, el mismo Angromainyu hará la
paz con Ahuramazda, y sobre una nueva tierra, bajo un nuevo cielo, todos serían
reunidos en una eterna felicidad.
Estas ideas expuestas, al penetrar dentro del espíritu judío transformaron
profundamente la antigua fe mesiánica.
Mesías, es decir, Ungido (en griego Kristos), tal era antiguamente el nombre del
rey en su calidad de representante de Yahvé delante del pueblo, y de representante del
pueblo delante de Yahvé; es él quien, según 2 Samuel VII, 13 ss., tenía la calidad de
un hijo obediente a su padre, cualidad de la que participaba también el pueblo en su
totalidad[10]. Posteriormente, el contraste constatado entre la dignidad sagrada del
Ungido del Señor y las imperfecciones inherentes a la persona concreta de los reyes
de Israel dió lugar a que se proyectara el ideal del Mesías hacia el futuro y esperara
de él la realización completa del reino de Yahvé sobre su pueblo. Con este espíritu los
primeros profetas habían visto en el Mesías el rey ideal del futuro, al único digno de
heredar las gracias divinas prometidas a David. Los judíos le habían descrito como el
héroe, más grande que Moisés y Josué, que restablecería el esplendor de Israel,
restaurarla su nación y descubrirla a los paganos e incrédulos la religión de Yahvé[11].
Le habían cantado como aquél que desplegaría sobre los cielos un firmamento nuevo
que cubriría una nueva tierra y que haría de Israel la reina de las naciones[12]. Se
esperaba del Mesías, nuevo Moisés, que reuniera a todos los judíos dispersos entre
los paganos para conducirlos al país de sus padres, al reino de las almas, a la Patria
Celeste, de donde descendieron y a la cual desean volver tras la muerte.
Originariamente, se había visto en el Mesías a un simple mortal, un nuevo David
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descendiente de David, rey teocrático, príncipe de paz bendito de dios, gobernando su
pueblo con justicia, de la misma manera que el Saoshyant de los persas era un
descendiente de Zarathrustra. Por esta causa habían dado el nombre de Mesías a Ciro,
salvador supremo de Israel al librarlos de la cautividad de Babilonia[13].
Mas, del mismo modo en que la imaginación popular transformó,
inconscientemente, a Saoshyant en un ser divino identificado con Mithra[14], el
Mesías fue poco a poco, por los profetas, promovido al rango de rey divino. Se le
comenzó a llamar héroe divino, padre de eternidad, y el profeta Isaías, se complace
en describir el cuadro de su reino de paz, en donde los lobos duermen con los
corderos, en donde los hombres no deben temer más la muerte prematura, en donde
se disfruta de la totalidad de los productos de la tierra, en donde este rey instaurará la
edad de oro en la que la justicia reinará como nunca había reinado hasta entonces[15].
Misteriosa y sobrenatural como su naturaleza sería su aparición en el mundo, su
nacimiento. Niño divino, deberá nacer en un lugar ignorado[16].
Frecuentemente la persona del Mesías se confunde con la de Yahvé. En efecto,
los salmos anuncian para el fin de los tiempos[17] la llegada de Dios para sentarse en
el trono y ascender a los cielos.
La imagen del Mesías, participando al mismo tiempo de la naturaleza humana y
de la divina se manifiesta todavía más claramente en la literatura apocaliptica de los
últimos siglos antes de Cristo y en el siglo primero después de C. En el Apocalipsis
de Daniel (hacia el año 165 a. de C.) se nos describe a un ser semejante a un hijo del
hombre que desciende del cielo sobre una nube y que es conducido delante del
Antiguo de los Días, y el contexto no permite dudar que el Hijo del Hombre (barnasa)
no sea un ser supraterrestre representando la divinidad. Dios le confiere su gloria y su
poder con el fin de que, al término de la era actual, venga sobre las nubes del cielo,
rodeado de multitud de ángeles, a erigir un reino eterno: el Reino de los Cielos. En
las Similitudes de Henoch (que datan del último siglo antes de nuestra era), el
Mesías, Elegido e Hijo del hombre, aparece bajo las especies de un ser sobrenatural y
preexistente, escondido antes de la creación del mundo, y cuya gloria dura de
eternidad en eternidad, el poder de generación en generación, y que habita el espíritu
de sabiduría y de fuerza; que juzgará todas las cosas secretas, castigará a los malos y
salvará a los justos y santos[18]. El Apocalipsis de Esdras se entrega formalmente a la
refutación de las razones de todos aquellos que creen que el último juicio no será
presidido por el mismo dios, y ve igualmente en el Mesías una especie de segundo
dios, el Hijo de dios, una encarnación de la divinidad[19].
En todo lo que llevamos expuesto resalta claramente la influencia de las creencias
parsistas. Poco importa que los persas hayan tomado estas creencias de Irán o que
hayan encontrado las fuentes de la idea de un rey salvador del mundo enviado por
dios en Babilonia, en donde esta idea tenía raíces muy profundas, y en donde el
pueblo lo aplicaba, según las épocas, a unos o a otros de sus reyes[20]. Semejante a
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Saoshyant en la religión parsista, el Mesías de los judíos era por un lado un simple
mortal, procedente de la casa de David, y por otro lado de la naturaleza divina
descendida de dios. Y de la misma manera en que entre los persas el advenimiento de
Saoshyant y la victoria definitiva de la Luz estarán precedidos de un periodo en
donde aparecerán signos amenazadores en el cielo, donde la naturaleza será
desgarrada y los hombres azotados por terribles plagas, el apocalipsis judío conoce
también los dolores de parto del Mesías y describe largamente el periodo de terror
que precederá y anunciará su venida. Concibe igualmente la instalación del reino de
dios como un cataclismo prodigioso que cae súbitamentente del cielo, como una
conflagración universal seguida de la creación de un mundo nuevo y —siempre
paralelo a la concepción parsista— ve el reino terrestre del Mesías seguido de un
reino celeste sumergido en la luz de la vida eterna y en paridad absoluta con los
ángeles; concepción que, repetimos una vez más, corresponde al paraíso parsista. En
él, los bienaventurados apagarán su sed en el río de la vida y se alimentarán de los
frutos del árbol de la vida, mientras que los réprobos serán arrojados a los infiernos
en donde sufrirán terribles tormentos como castigo justo para sus pecados[21].
Hasta este instante la idea de una resurrección de los muertos y de un Juicio final
había sido extraña al pensamiento y al sentir de los judíos. Antes del exilio estaban
convencidos que tras la muerte el cuerpo se descomponía y que el alma, sombra
insensible, descendía a la morada de los muertos, al Scheol, sin que nadie se
preocupara mucho de la suerte que corría. Ahora, con la doctrina del Juicio final y
universal, y de la destrucción del mundo por el fuego, la idea de la inmortalidad
individual penetra en el espíritu de los judíos, y Daniel afirma que en el día del juicio
los muertos resucitarán, los unos a la vida, los otros a las penas eternas: «Los
doctores resplandecerán como el brillo celeste, y aquéllos que han conducido a las
multitudes a la justicia lo harán como las estrellas, por toda la eternidad»[22].
Al asimilar la fe en la inmortalidad personal, el pensamiento religioso judío ganó
en profundidad y en extensión, y adoptó un giro más individualista. Anteriormente, la
moral judía había sido esencialmente colectiva y social: el conjunto, y no el
individuo, era el objeto de la providencia divina. Pero rápidamente un pensamiento
nuevo, anunciado ya por los antiguos profetas, debe ampararse de los espíritus: aquél
que ve en la salud religiosa una cosa interesante al alma individual, y que establece
una relación personal entre el creyente y Yahvé. Dios, nadie puede negarlo, continúa
siendo el Señor de los cielos, sentado en su trono resplandeciente de luz; continúa
siendo fuente de vida, el dios viviente, como el parsismo lo había predicado. Pero sus
cualidades metafisicas desaparecen más y más tras sus perfecciones morales: la
clemencia, la gracia y la misericordia comienzan a constituir los trazos más
sobresalientes de la naturaleza de Yahvé. Dios se convierte en un padre lleno de amor
cuya tierna solicitud guía a los suyos hacia la vida, y que no tolera que, sin su
permiso, sea tocado uno de los cabellos de sus hijos. Los judíos conservadores, los
fariseos y los rabinos levantaron la bandera del nacionalismo y construyeron barreras
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cada vez más infranqueables, sumergiéndose en la estricta observación de la letra de
la ley y de los ritos cultuales, amenazando con sofocar la moral bajo el sistema
riguroso de una casuística jurídica y desprovista de todo valor religioso.
En el extremo opuesto y dentro del mismo pueblo, nos encontramos una moral
nueva, a la vez más humana y más natural, una piedad más espontánea, más cordial y
calurosa, más popular y sana, derribando las barreras del nacionalismo judío, y
aportando una corriente de aire fresco a la atmósfera viciada del nacionalismo y
legalismo oficial. Es entonces cuando gracias a la moral más pura de los salmos, de
los proverbios y de los libros edificantes como los de Job, Baruch, Jesús hijo de
Sirach y otros, se establece la base de lo que se convertirá, tiempo más tarde, en la
raíz de la moral cristiana. A partir de ese instante el monoteísmo judío comienza a
extender su dominación por encima de las fronteras de Palestina y a amenazar
seriamente a las otras religiones antiguas, hasta el instante en que tuvo que
desaparecer frente al cristianismo definitivamente constituido.
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2. La idea helenística del mediador (Philón)
C
UANDO Alejandro conquistó el amplio imperio de los persas, Palestina fue
englobada en la esfera de influencia de la civilización helenística. Vasalla
primeramente de los ptolomeos de Egipto, cayó al comienzo del siglo II antes
de nuestra era bajo la dominación siria de los seleúcidas. El estado teocrático que
hasta entonces se había mantenido recluido en un aislamiento hermético y celoso,
comenzó a ser influido por las costumbres de la vida Intelectual de los griegos, y ni
siquiera la insurrección nacionalista de los macabeos fue capaz de arrancarle de su
influencia. Tras el exilio, los judíos se habían extendido por todo el litoral oriental del
Mediterráneo. Unos se quedaron en Mesopotamia y otros se establecieron, sobre todo
en los puertos, como artesanos, banqueros o negociantes. Gracias a su habilidad y a
su trabajo, a su falta de escrúpulos y sus marrullerlas en los negocios; gracias también
a su tenaz cohesión que favorecía el culto comunitario en la sinagoga, se habían
convertido en los dueños absolutos de los negocios y las finanzas de todo el Oriente.
Bajo la influencia, ahora, de la religión y de la moral de los griegos, la idea de
Yahvé sufre una nueva transformación y una nueva depuración. Desprendiéndose de
todos los rasgos groseros materiales y antropomorfos, Yahvé se convierte en un ser
espiritual absolutamente bueno, una divinidad como la había descrito Platón. Pero
esta evolución enfrentó a los hebreos al mismo problema que desde hacía tiempo
torturaba a la filosofia griega: ¿Cómo armonizar la majestad celeste y absoluta
transcendencia de dios con los postulados del sentimiento religioso que reclama la
presencia inmediata de la divinidad?
Una de las ideas que los judíos habían tomado y conservado del parsismo era la
del Verbo mediador. Ya en la literatura de los Proverbios, el Verbo había jugado un
papel señalado en tanto que potencia de dios, mensajero de la revelación y
representante de dios sobre la tierra. Figuraba en ella sobre todo bajo el nombre —
debido a las influencias greco-egipcias— de Sabiduría (Sofía). Este término designa
la actividad de dios transcendiendo en la medida en que se ofrece a los hombres.
Entre los persas, igualmente, la Sabiduría, llamada por ellos Spenta Armaiti, era una
de las seis o siete Amesha Spentas (Amschaspands), espíritus satélites más próximos
a dios, y que corresponden a los arcángeles de los hebreos. Los persas veneraban la
Sabiduría como hija o esposa de Ahuramazda. El autor de la pretendida Sabiduría o
Sapiencia de Salomón, judío alejandrino del último siglo antes de nuestra era, la
personificó e hizo de ella un espíritu vecino de dios, gozando a la vez de la identidad
material y personal, fuerza que penetra la naturaleza, principio de la revelación divina
en la creación, la conservación y el gobierno del mundo, fuente de vida y mediador
de salvación religiosa. De la misma manera en que Platón había querido vencer la
dualidad del mundo sensual y del mundo transcendental con su idea de alma
universal, del mismo modo la Sabiduría debía servir de mediador entre el dios de los
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judíos y su creación. Estos esfuerzos fueron continuados por el judío alejandrino
Philón (30 años antes y 50 después de C.), que trató, con la ayuda de la metodología
de la filosofía helenística, de precisar todavía más, la noción judeo-parsista del Verbo
o de la Sabiduría.
Philón parte, como sus predecesores, del contraste que siente entre la majestad
absoluta, inefable e incognoscible de la divinidad que planea por encima del mundo
sensible, y la realidad sensual de las cosas creadas. Pero este contraste tiene unos
mediadores: seres de individualidad relativa: ministros, mensajeros y representantes
de dios. Lo mismo si son semejantes a los ángeles de los persas y a los demonios de
los griegos, o si se acercan más a las ideas de Platón, que afirmaba que habían
servido a dios de prototipos para la creación del mundo, lo que sí es cierto es que se
parecen sobre todo a las fuerzas seminales por medio de las cuales la filosofía estoica
explicaba los problemas del ser, fuerzas que, por su acción creadora y escondida,
animan y hacen evolucionar la masa informe de la materia. La primera de estas
fuerzas mediativas, es probable que sea la que resume y personaliza el conjunto de las
otras, era para Philón el Logos, Razón operante o Verbo creador de la divinidad. Lo
llamaba el Hijo Primogénito de Dios, o el Segundo Dios, el representante, enviado,
arcángel de dios o príncipe de los ángeles. Veía en él al sumo sacerdote que intercede
en favor de los hombres y defiende su causa delante de dios, el paráclito, el abogado
y el consolodar del mundo, que transmite las promesas de la gracia divina;
instrumento por medio del cual dios crea el universo; el modelo y la idea del mundo
realizados por dios en su creación y manifestándose en todas las cosas; en una
palabra: el alma o el espíritu del universo.
Los estoicos le habían identificado a dios, pero Philón lo diferencia de dios
transcendente y lo considera como su revelación y manifestación. No siendo en el
fondo más que un término englobado en una noción única la totalidad de las fuerzas y
de las actividades divinas, el Logos de Philón es, también, una entidad imprecisa y
vaga, que participa a la vez del principio metafísico impersonal, es decir; de la
actividad divina, y de un personaje autónomo diferenciado de dios. Por la misma
razón los estóicos, para hacer de su alma universal un mediador personal y
autónomo, lo habían concretado en Mercurio, mensajero de los dioses; los egipcios
habían personificado el Verbo creador y mágico de Amon-Ra en Thot, conductor de
las almas; los babilonios del Verbo fatídico de Marduk, su dios supremo, en Nabu; los
persas el Verbo de Ahuramazda no solamente en la Spenta Armaiti, sino de
Vohumano, pensamiento bueno del creador. Y del mismo modo en que entre los
persas el Hijo y Mediador Mithra es, en ocasiones, la personificación de todas la
fuerzas divinas y, en otros momentos, el hombre ideal Saoshyant y salvador del
mundo, confundidos ambos seres en un solo personaje, de la misma manera Philón
hace su Logos: unas veces es la personificación del conjunto de las ideas creadoras y,
otras, el hombre ideal creado a imagen de dios y del cual todos los demás hombres
son copias. Y este hombre ideal es quien actúa en el resto de la humanidad como
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principio activo de salvación religiosa. En no pocos momentos Philón identifica el
Logos con el árbol de la vida del paraíso, siendo ambos imperecederos.
Philón considera que el hombre por sus propias fuerzas, es incapaz de liberarse de
las ligaduras que le sujetan a su existencia terrenal. La salvación no es posible
mientras el espíritu no sea capaz de retirarse del cuerpo y alejarse de sus deseos
sensuales. La virtud suprema, y también la verdadera felicidad es alcanzar su propio
destino, que consiste en ser semejante a dios y perfecto como él. Pero esta finalidad
sólo puede conseguirse con el conocimiento de la naturaleza divina de las cosas, la
confianza en dios, el reconocimiento de los beneficios que nos ha otorgado, y con su
amor. El reconocimiento de sus dones se manifiesta por la piedad hacia la divinidad y
la caridad y justicia hacia los hombres. Y para alcanzar esta plenitud es necesario que
el Logos viva en nosotros y nos conceda el conocimiento de nuestra naturaleza
divina. Es imprescindible que el Logos nos guíe y que, en la lucha entre el mundo y
el pecado, acuda con su fuerza sobrenatural a socorrer nuestra debilidad humana y a
elevarnos a dios. La finalidad de toda actividad reside, pues, en la «deificación» del
hombre. Y el Logos es el único mediador capaz de ayudarnos a alcanzar este destino.
Uniéndonos a él en la fe y en la caridad nos elevamos a la fuente y raíz de nuestra
vida, «Vemos a dios» y participamos, con esta acción, de su propia existencia.
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3. Jesús dios cultual de las sectas judías.
L
A aspiración de todas las sectas y de todos los espíritus religiosos de la época
se cifraba en merecer la felicidad producida por la visión de dios y la unión
con él, esperando, igualmente, tener la posibilidad de gozar, aun en esta vida,
de algunos de los deleites que esperaban en la vida celeste. Los judíos pensaban
alcanzar esta plenitud por medio de la observación estricta, minuciosa y literal de la
ley, pero se perdían en un laberinto de escrúpulos angustiosos y de prescripciones
puntillistas de tal manera que, cuanto más celo ponían en su empeño más se
enredaban y se les hacía dificil servirse de la ley. Los deberes religiosos se hacían
incompatibles con las exigencias de la vida normal, por lo que no pocas personas se
retiraban del mundo para consagrarse, en el silencio de su soledad, únicamente a los
cuidados de la vida espiritual.
Philón nos señala en su libro De la Vida Contemplativa que los terapeutas
(médicos), asociación cultual formada de judíos y de prosélitos, cuya colonia-madre
se encontraba lejos de Alejandría, buscaban por medio de la soledad y el aislamiento
el camino para realizar los postulados religiosos formulados por él. La práctica de
ciertos ritos cultuales, similares a los de la sectas orficopitagóricas, como pueden ser
la abstención de carne y de vino, la castidad, la pobreza voluntaria, las comidas y los
cantos religiosos, el uso de vestiduras blancas y el estudio de los escritos
tradicionales de revelación mística en los cuales se inspiraban para realizar una
interpretación alegórica de la ley de Moisés, se unía, entre ellos, a una piedad
contemplativa y a unos ejercicios religiosos practicados comunitariamente. Este
grupo estaba convencido de que, al actuar así, ponían los medios para mejor alcanzar
la salvación. Más allá del Jordán se encontraba la casa madre de la secta judía de los
esenios o esenoes (de la palabra siriaca hase, plur. hasen o hasaia, de aquí las dos
formas del nombre), que se designaban a sí mismo como los santos, los temerosos de
dios. Predicaban la abstinencia, el celibato y la pobreza; rechazaban la esclavitud, los
juramentos y los sacrificios sangrientos, venerando el sol, como manifestación de la
luz divina. Y en estos puntos citados los esenios se identificaban con los terapeutas.
Se distinguían de ellos por su vida comunitaria, la organización cenobítica de su
orden dividida en varios grados, la sumisión rigurosa a sus superiores, las pruebas de
un noviciado que duraba varios años, sus tradiciones secretas y la práctica de la
medicina y la adivinación. Mientras que los terapeutas consagraban su vida a ociosas
contemplaciones y a ejercicios religiosos, los esenios se entregaban a trabajos
agrícolas, ganaderia y apicultura; en ocasiones ejercían un oficio o arte, viviendo
siempre entregados a una vida de pureza y santidad, bien en la soledad del campo,
bien confinados en claustros dentro de las ciudades y pueblos de Judea. Pero ambos
grupos participaban de la misma espera impaciente del fin del mundo y se preparaban
para recibir dignamente el cumplimiento de las promesas divinas, preparación que
exigía la práctica de virtudes tales como la fraternidad, la justicia, la caridad y la
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misericordia[23].
¿Cuáles eran las tradiciones secretas de que hacían gala estas sectas? El
historiador judío Josefo nos enseña que los esenios profesaban sobre la naturaleza del
alma y del cuerpo ideas totalmente dualistas, ideas que eran compartidas, por lo que
parece, por todas las asociaciones religiosas de la antigüedad. Como todas las sectas
místicas, consideraban el cuerpo como la tumba y la prisión del alma inmortal, venida
de una existencia anterior resplandeciente de luz y felicidad; el pesimismo a que les
llevaba la contemplación de la vida cotidiana y terrena, les inspiraba un vivo deseo de
liberarse de la sensualidad al alcanzar, en el más allá, una vida mejor. Veían que la
condición fundamental de su salvación residía en el ejercicio de ritos misteriosos,
entre los cuales se destacaba la ciencia de los nombres de los ángeles y de los
demonios que abren el acceso a las diferentes esferas celestes superpuestas, ciencia
que fue revelada a los mortales por uno de los dioses superiores, por un dios-salvador.
Es una idea similar a la que constituye la fuente de inspiración de Philón y el libro de
la Sabiduría: la fe en la virtud sobrenatural del Verbo divino, mezclada con
numerosos elementos extranjeros, egipcios, parsistas y babilónicos y transplantada
del dominio de la especulación filosófica a una esfera de exuberante superstición. Por
esta razón la apocalíptica judía, cuyos puntos de contacto con los esenios eran
numerosos, se presentaba como la revelación de una sabiduría divina y secreta[24].
Actualmente se ha llegado a conocer que toda esta ideología procede de un
sincretismo religioso, particularmente complejo, compuesto de elementos
babilónicos, parsistas, judíos, egipcios y griegos que durante los últimos siglos antes
de nuestra era se habían extendido por todo el Asia occidental. Sus afiliados se
denominaban adoneos, según el nombre de su fundador Ado (¿Adonis?). Pero se la
denominó, más generalmente, con el nombre de religión mandeana, según otro
nombre utilizado también por sus fieles: Mandaje (gnósticos, es decir: los que
conocen[25]).
Entre las numerosas sectas de que estaba compuesta esta religión se conocen los
nombres de algunas que constituyeron más tarde movimientos heréticos dentro del
cristianismo primitivo. Entre las más significativas nos encontramos las de los ofitas
o naasenios, ebionitas, peratas, setianos, heliognósticos, sampseanos, etc[26]. Se
conocen con bastante precisión algunos elementos esenciales de su ideología
religiosa, que era fabulosa y complicada. Todas creían que el alma humana,
sumergida en velos de tinieblas, era salvada por una entidad mediadora especialmente
surgida o designada para este fin y que, en el mandeísmo primitivo lleva el nombre
de Mandd de hajJé es decir: Gnosis o Verbo de Vida. Bajo las especies de Hibil-Ziwá
de Marduk o Nabu babilónico, debía descender del cielo, del cuel ella tenía las llaves;
conquistar el mundo con su poder mágico, vencer a los demonios despreciados por
dios, y traer el fin del mundo llevando, finalmente, a las almas de luz a su divinidad
suprema.
La apocalíptica demuestra que esta ideología tenía muchos seguidores entre los
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judíos de Palestina. Aquéllos a quienes la fe literal de los fariseos y el carácter
exterior y formalista del judaísmo oficial no satisfacían, encontraban una
compensación en estas ideas que hacían trabajar su imaginación. Consideraban que
constituían unos elementos misteriosos y, probablemente por miedo a conflictos con
la religión tradicional, evitaron darlos publicidad[27]. Esta actitud impide el que hoy
día pueda ser estudiado perfectamente este aspecto de la actividad religiosa judía.
Al mismo tiempo identificaron al dios mediador de los gnósticos con el Mesías
esperado y, como puede apreciarse en los apocalipsis de Daniel y de Juan, parece que
se han recreado en pintar con vivos colores la escena en que dios llama (suscita) al
salvador a ejecutar su papel de mediador, designándole como maestro del mundo y
juez de vivos y muertos[28].
Estamos acostumbrados a ver en el judaísmo un monoteísmo absoluto. Hablando
con propiedad jamás lo fue, ni siquiera en la época mosaica, tras el retorno del exilio,
a pesar de los esfuerzos que hicieron los redactores de los libros llamados históricos
del Antiguo Testamento para falsear la tradición y mostrarla en un sentido
monoteísta, borrando para ello las huellas del politeísmo israelita primitivo y
convirtiendo a los antiguos dioses en patriarcas, héroes, ángeles y ministros de
Yahvé. Y no han sido únicamente las religiones babilónicas, parsistas, egipcias y
griegas las que han empujado el judaísmo hacia el politeísmo: desde el comienzo, la
fe en el único dios, predicada y profesada oficialmente por los sacerdotes, va
acompañada por la creencia en otros dioses, creencia que las influencias extranjeras
no han hecho más que alimentar y que era cultivada, sobre todo, dentro de las sectas
secretas.
Cuando tuvo lugar la conquista de Canaán, cada tribu presentó a sus propios
dioses, atribuyéndoles los hechos gloriosos que la tribu había conseguido realizar.
Estos dioses fueron desplazados por la reforma, obra de los profetas. Pero en la
medida en que crecía el prestigio de Yahvé —probablemente el dios de la tribu de
Judá—, en la misma medida en que por esta razón se apartaba del mundo para
refugiarse en una luz inalcanzable, el recuerdo de los antiguos dioses se imponía con
más fuerza y volvían a tomar cuerpo, aunque esta vez bajo apariencias diferentes: se
les consideraban personajes semidivinos, llamados Hijos de Dios, y colmaban la
necesidad de la presencia inmediata y la representación visual y sensible de la
divinidad. Entre ellos figura la Faz o Angel de Yahvé que lucha con Jacob en el
desierto[29]. Es él, se dice todavía, quien hizo salir a los israelitas de Egipto y quien
los ha precedido bajo forma de una columna de fuego[30]. Es él, sigue diciéndose,
quien ha luchado contra los enemigos, expulsado a los cananeos de sus tierras[31],
hablando con Elías y Ezequiel[32] y socorrido a Israel en situaciones críticas y
peligrosas[33]. Todavía se le designa con el nombre de rey (malech) o hijo de
Yahvé[34], lo que les iguala con el Marduk babilónico, el Mithra parsista, y al
Hércules o Moloch fenicio. Posteriormente se le da el nombre de hijo primogénito
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(protogonos) de dios, al que se encuentra entre los orfitas bajo el nombre de Phanes,
es decir: rostro (de dios) y que en Olimpia lucha con Zeus como Jacob con Yahvé,
terminando, como Jacob, por dañarse la cadera en su lucha con Hippocoon. En la
teología rabínica está identificado con el arcángel Miguel o con el místico Matraton
(¿Mithra?), personaje emparentado con el Logos, con el Príncipe de la faz, jefe de los
ángeles, señor de todos los señores, rey de todos los reyes, comienzo de los caminos
de dios; además, posee los nombres de guardián, vigilante, abogado de Israel que
presenta las plegarias delante de dios, y en quien reside el nombre de dios[35]. De
esta manera se identifica al angel prometido en el libro del Exodo y en quien reside
igualmente el nombre de Yahvé; es decir conduce a Israel a la victoria sobre los
amorreos, hethitas, pheresitas, cananeos, hevitas y jebusitas[36], que en realidad no es
otro más que Josué, que declara haber vencido las mismas tribus con la ayuda de
Yahvé[37].
El nombre «Josué» cuya significación propia es Yahaide, conlleva en su propia
significación la cualidad de salvador. Y ésta es la razón por la cual Josué conduce al
pueblo de Israel hacia la tierra prometida tras muchos sacrificios y privaciones. Según
el calendario judío, el comienzo de su carrera cae sobre el décimo día del mes de
nisán, fecha en la que era escogido el cordero pascual, y su fin cae sobre la fiesta de
pascua. De la misma manera en que se atribuye a Moisés el origen de la práctica
santa de la circuncisión, Josué, se nos dice, la ha renovado[38]. Al rito de la
circuncisión se le denominaba, entre los judíos, rito de Josué el Hijo[39]. En la liturgia
judía a Josué se le da también el nombre de Príncipe de la Presencia, como el ángel-
salvador de Isaías (LXIII. 9), del cual se ha dicho que salva al pueblo de Israel por su
amor y su perdón, y que se confunde e identifica con el Metraton y el ángel e hijo de
Yahvé.
Es cierto, pues, que Josué no es un personaje histórico como lo han reconocido,
entre otros, Stade. Winkler, Robertson y Smith, sino un antiguo dios solar de la tribu
de Efraim, que estaba en íntima relación con la fiesta de pascua y el rito de la
circuncisión; especie de un segundo Moisés. Se le han atribuido los mismos hechos
gloriosos que a su predecesor: hizo atravesar, en seco, a los israelitas el río Jordán, lo
mismo que Moisés les había hecho atravesar el Mar Rojo[40]: escogió a doce
hombres, uno de cada tribu[41], e hizo grabar la ley sobre piedras[42]. Y, como ya lo
hemos señalado anteriormente, Josué no es otro que el ángel prometido poseedor del
nombre mágico y misterioso de Yahvé, nos encontramos con que ya en el Antiguo
Testamento el nombre de Josué o de Jesús se une, lo mismo que el misterioso
Metraton del Talmud, a la idea del Logos o Verbo (nombre) divino, hijo de dios y
Mesías. Es muy posible que Emanuel Deutsch, Kohuth y otros historiadores tengan
razón cuando le identifican también con Mithra, dios solar y salvador de los persas,
tanto más cuanto en la versión de los Setenta, traducción griega del Antiguo
Testamento, el ángel salvador prometido posee los nombres de Ángel del Gran
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Consejo y de Juez, nombres que también son aplicados a Mithra[43].
Es evidente que los judíos, desde tiempos remotos habían establecido una
relación entre Josué y la idea del Mesías. El papel de sumo sacerdote de Josué en el
profeta Zacarías es suficiente para probarlo. Como su homónimo el sucesor de
Moisés, este sumo sacerdote había conducido a los judíos de la dispersión y de la
cautividad a su antigua patria, Palestina. Y su misión debería ser similar[44]. En
Zacarías III, el profeta ve al sumo sacerdote Josué delante del ángel de Yahvé
mientras Satanás, a su derecha, le acusa. Pero el ángel ordena que se le cambien los
sucios vestidos por otros nuevos, y le promete que su sacerdocio será eterno si
marcha por los caminos de dios. Al mismo tiempo el ángel le compara con un tizón
arrancado del fuego, del mismo modo que Esculapio, que lleva el nombre de Jasios
(Jason), forma griega de Josué, había sido arrancado, según reza la mitología, por su
padre Apolo de su madre ardiente[45]. El mismo Josué aparece bajo el aspecto de un
curandero y salvador, cuando el ángel que habla de él y de sus compañeros lo hace en
los términos de precursores de un porvenir maravilloso, y cuando anuncia la llegada
de su siervo de germen, al prometer que en un solo día Yahvé abolirá los pecados del
país. Nos damos cuenta rápidamente que esta palabra griega germen apunta a
Zorobabel, jefe de los judíos, brote de la casa de David: es en él en quien el profeta
reconoce esta semilla que en Is. XI, 1 designa al futuro Mesías. Sin embargo, en
Zacarías VI, 11, el profeta coloca una corona sobre la cabeza, no solamente de
Zorobabel, sino de Josué, de tal modo que éste se encuentra elevado sobre el trono al
mismo nivel que aquél. Por unas razones o por otras Zorobabel no ha justificado las
grandes esperanzas que se habían fundado en él, y en la versión griega de Zacarías de
los Setenta se observa que su nombre ha sido suprimido, y el plural (Zac. VI, 12) ha
sido transformado en singular; a partir de ese momento Josué será el único coronado,
colocándole a la misma altura del Mesías esperado[46].
Es de señalar que los antiguos cristianos no ignoraban la relación existente entre
Jesús y el Josué del Antiguo Testamento. En la carta de Bernabé (hacia 115), Josué es
calificado como predecesor de Jesús en la carne[47]. Justino señala estos lazos
familiares, añadiendo que Josué, que primeramente se llamaba Oseas, no recibió su
nombre por azar, sino que Moisés se lo puso para prefigurar a Cristo, del cual era el
predecesor en sus funciones de Jefe[48]. Eusebio aplica a Moisés no solamente el
nombre de Jesús, sino también el de Cristo, Ungido, diciendo: «Moisés ha sido el
primero que ha reconocido que el nombre de Cristo es particularmente digno de ser
venerado y alabado». Y, efectivamente, designa a un hombre en las funciones de
sumo sacerdote de dios, en el sentido más excelente, y lo llama Cristo. De este modo
da a la dignidad de sumo sacerdote, que a su parecer sobrepasa todos los honores
concedidos por los hombres, mucha mayor gloria y dignidad al aplicarle el nombre de
Cristo[49]. El mismo Moisés, iluminado por el espíritu de dios, tuvo un conocimiento
perfecto del nombre de Jesús, y le distinguió por encima de los otros. Efectivamente,
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este nombre que no había sido pronunciado jamás entre los hombres antes de la época
mosaica, fue dado por Moisés, primeramente, a un solo hombre, al que consideraba
que estaba llamado, tras su muerte, a ejercer el supremo poder entre el pueblo, lo que
haría de él la imagen viva y el modelo de Jesús. Moisés aplica el nombre a su
sucesor, que hasta entonces había sido llamado Navh (Nun) —utilizado por sus
parientes para designarle—, honor muy superior a las más preciadas diademas. Y lo
hizo porque Josué, hijo de Navh, prefiguraba al Salvador que, tras Moisés y el
cumplimiento del culto simbólico instaurado por él, sería el único heredero del más
puro y verdadero de todos los cultos. Por esta acción Moisés confirió a los hombres
que brillaban entre todos por su virtud y su gloria, al sumo sacerdote y a su sucesor,
ambos guías del pueblo, el honor supremo de llevar el nombre de nuestro salvador
Jesús-Cristo[50].
Tras esto es imposible extrañarse de que las sectas gnósticas mencionadas
anteriormente diesen el nombre de Josué o Jesús al Mesías que esperaban. Si Josué
era idéntico a Moisés, y éste último era venerado como un dios (entre otros grupos,
por los seguidores de la filosofía religiosa de Philón de Alejandria, unida
estrechamente a las creencias de las sectas judías), si Moisés era considerado como el
tipo ideal de la humanidad, como el intermediario y conciliador de dios, es decir,
como un ser divino con los mismos derechos que el Mesías, si se imagina una
asunción de Moisés, que hace de él el vencedor de la muerte y el exterminador de los
malos espíritus, resulta evidente que no se pueden negar los mismos honores a Josué.
Las sectas gnósticas, al igual que a Moisés, tuvieron por dignos de veneración y
culto a Melquisedec (identificado por Philón con el Logos, Verbo Divino, y al
Mesías), a Noé, Henoch, José, y aun el mismo Caín, antes de la era cristiana. ¿Cómo
puede ponerse en duda que Josué, segundo Moisés —otro de los títulos dados a
Cristo—, haya podido ser un dios cultual de las sectas gnósticas, únicamente porque
no se dispone de un testimonio formal? Esta falta de testimonios es lógica, puesto que
los cristianos no dudaron en extirpar de sus textos sagrados toda alusión a la
naturaleza divina de Josué o a su identificación con el Mesías prometido.
Estos esfuerzos de los cristianos no fueron más que parcialmente coronados por el
éxito. Whittacker, en su libro titulado The Origins of Cristianity (2.ª ed. 1909, p. 27)
ha llamado la atención sobre el versículo 5 de la epístola de Judas, donde puede
leerse: «A pesar de todo os recuerdo, a vosotros que conocéis bien todas las cosas,
que el Señor, tras haber salvado a su pueblo del país de Egipto, una segunda vez hizo
perecer a los incrédulos; a quienes ha reservado para el día del juicio encadenados
eternamente por las tinieblas, a los ángeles que no han conservado su dignidad, sino
que han abandonado su propia casa». Esto es lo que puede leerse en las versiones
corrientes. Mas en el texto primitivo, tal y como lo presenta Bultmann en su edición
del Nuevo Testamento griego, en lugar del nombre «Señor» se lee «Jesús» que, como
hemos visto, es sinónimo de Josué. Si se suprime igualmente la coma tras el nombre
Egipto, donde se ha colocado arbitrariamente sin que tenga sentido, y si se la coloca
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tras segunda vez, tenemos: «… que Josué-Jesús, tras haber salvado al pueblo del país
de Egipto una segunda vez…» (la primera vez, fue Moisés quien le había sacado de
Egipto), este pasaje se convierte en un argumento poderoso en favor de la existencia
precristiana de un salvador conocido con este nombre, dentro de las sectas judeo-
cristianas a las cuales es necesario atribuir esta epístola. Gracias a este documento se
confirma claramente que entre las sectas judeo-cristianas se creía en la existencia de
un dios Jesús —puesto que únicamente un dios puede juzgar a los ángeles y
encadenarlos eternamente en las tinieblas—, y además nos afirma y confirma la
identificación de Jesús con Josué, personaje del Antiguo Testamento, y reconoce, del
mismo modo, que dentro de tales grupos Josué era considerado como un ser divino y
no como un simple héroe nacional.
La prioridad de la variante Jesús está confirmada, entre otros, por el versículo 4,
en donde Jesús es llamado «nuestro único maestro»; resulta claramente imposible
éntonces que en el versículo siguiente la palabra Señor designe a cualquier otro ser,
por ejemplo Yahvé, sobre todo cuando en los versículos 17, 21 y 25 Jesús es llamado
expresamente Señor.
En la epístola de Judás y en las modificaciones que ha sufrido su texto,
encontramos la prueba material de los métodos practicados para borrar las huellas del
diosJesús precristiano. Todo el contenido de la epístola corresponde, en efecto, a una
fase primitiva de la fe en Jesús, fase que no tiene nada en común con la de los
evangelios o de las epístolas paulinas, y lo mismo puede decirse de la epístola de
Santiago, que da la sensación de ser un escrito primitivo a excepción de la
exhortación, sin duda ninguna interpolada, de «creer en nuestro glorioso Señor Jesús»
(II, 1). Está claro que esta epístola no propone a Jesús como modelo de paciencia en
la adversidad, tal y como pueden pensar los lectores, sino a los profetas que han
hablado en el nombre del Señor. Recomienda imitar, además, la paciencia de Job,
diciendo: «Habéis oído hablar de la paciencia de Job, y habéis podido ver el fin que el
Señor le concedió, puesto que el Señor está lleno de misericordia y de compasión»
(v. 10 y ss.). El Señor en cuyo nombre hablan los profetas no puede ser en absoluto
Jesús, sino Yahvé mismo cuyo advenimiento esperan los creyentes (v. 7 y ss.). La
epístola está dirigida expresamente contra Pablo y contra su doctrina de la
justificación por la fe; en ella se citan palabras de Jesús aunque no sea señaladas
como tales.
El Apocalipsis de Jesús es también un testimonio elocuente en favor de la
existencia de un dios-Jesús precristiano. Se ha reconocido públicamente que se trata
de un escrito de origen judío, alterado por los cristianos, y como tal muy diferente a
lo que constituyen los escritos propios de esa secta. En él se da una imagen del
Mesías que no tiene ningún parecido ni con el Jesús-Cristo paulino, ni con el
Salvador de los evangelios. Vean esta imagen del hijo del hombre acercándose sobre
las nubes y sembrando el terror, mientras proclama: «Soy el Alfa y el Omega», como
Yahvé habla de sí mismo en Isaías: «Soy el primero y también soy el último»[51]; «su
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cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca, como la nieve; sus ojos eran
como una llama de fuego; sus pies eran como el bronce ardiente, como si hubiese
estado abrasado en un horno, su voz era como el ruido de grandes aguas. De su boca
salía una espada de doble filo; su rostro era como el sol cuando luce con toda su
fuerza»[52]. Vean también ese cordero de siete cuernos y siete ojos, «como
inmolado», que abre el libro misterioso cerrado con siete sellos[53]. Finalmente a la
mujer «envuelta de sol, teniendo la luna a sus pies, y con una corona de doce estrellas
sobre la cabeza, y el niño que le es quitado, elevado hacia dios y hacia su trono, niño
que debe apacentar a todas las naciones con un látigo de hierro»[54]. Observen: «el
caballero sobre su caballo blanco, coronado con varias diademas, revestido de un
vestido de sangre, llevando escrito sobre su ropa y su muslo: Rey de Reyes y Señor
de los Señores».
Resulta evidente que todas estas imágenes nada tienen que ver con el dulce Jesús
de los evangelios, sino que recuerdan más bien al Jesús de la epístola de Judas que
mantiene, encadenados por las tinieblas, a los ángeles caídos hasta que llegue el día
del juicio final, y al arcángel Miguel del mismo apocalipsis, que lucha contra el
dragón, le precipita en los abismos y en ellos le encadena. De no ser así, surgiría la
siguiente pregunta: ¿Cómo es posible, si el Jesús de los evangelios no era más que un
hombre, que haya podido, por una evolución natural dar nacimiento a esa multitud de
figuras extrañas, aterradoras y monstruosas? Fácil es deducir de todo lo que antecede,
que nos encontramos en presencia de la imaginación calenturienta de sectas y
conventículos religiosos para quienes Jesús no había sido jamás un hombre sino un
ser sobrenatural. Son los éxtasis de los visionarios lo que, combinando elementos
míticos y proféticos han creado las figuras monstruosas y grotescas que llenan el
Apocalipsis de Juan. Dupuis en L’Orlgine de tous les Cultes (1794), Morosow en su
Offenbarung Johannis (El Apocalipsis de Juan, 1912), Boll en su libro Aus der
Offenbarung Johannls, hellenistische Studlen zum Weltbild der Apokalypse (A
propósito del Apocalipsis de Juan, Estudios helenísticos sobre el Sistema cósmico del
Apocalipsis, 1914) han demostrado que todas estas figuras están tomadas de las
constelaciones, y que por lo tanto, la mitología astral de los babilonios había
influenciado totalmente uno de los documentos más antiguos del cristianismo.
Anteriormente indiqué que las ideas babilónicas sobre la evolución del sol a través
del zodiaco habían suministrado los principales rasgos del Josué efraimita. No puede
decirse con seguridad si las siete iglesias a quienes el autor del Apocalipsis dirige su
insensato libro, son iglesias cristianas o sinagogas. ¡Hasta ahí alcanza la confusión
del libro! El panfleto parece que debe atribuirse a los gnósticos precristianos, y van
den Bergh van Eysinga ha demostrado que se trata, efectivamente, de un panfleto
lanzado por una fracción tradicionalista gnóstica contra una fracción más radical,
representada bajo los rasgos de una mujer sentada sobre la bestia y llevando el
nombre de Babilonia. Pero nadie, hasta ahora, ha sido capaz de demostrar que es un
escrito cristiano que suponga la existencia histórica de Jesús[55].
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Otro escrito que confirma igualmente el hecho de que con anterioridad al
cristianismo el nombre de Jesús ya era utilizado para designar a un ser mítico, y que
como tal era venerado por grupos minoritarios es la Didaché o Enseñanzas de los
doce Apóstoles, igualmente de origen judío, aunque ingenuamente retocado por los
cristianos, aunque de una manera superficial. Originalmente, el título no tenía nada
que ver con los doce apóstoles del cristianismo, sino que designaba a los doce
delegados del sumo sacerdote judío, encargados de transmitir sus órdenes a las
comunidades dispersas y de recoger de ellas los impuestos del templo. El título
primitivo decía: Enseñanzas del Señor (transmitidas) a las naciones por los doce
Apóstoles, pero aquí la palabra Señor designa a Yahvé, y no a Jesús. En este escrito
nos encontramos, a propósito de la Cena, esta oración: «Padre nuestro, te damos
gracias por la santa viña de David, tu servidor, que tú nos has revelado por medio de
tu servidor Jesús. Te damos gracias por la vida y el conocimiento que nos has
revelado por Jesús, tu servidor. Te damos gracias, igualmente, por tu santo nombre, al
cual has alojado en nuestros corazones, del conocimiento, de la fe y de la
inmortalidad, que también nos has revelado por Jesús, tu servidor»[56]. ¿Cómo puede
explicarse que las palabras de la institución de la Cena, tal y como nos las narran los
evangelios, y que los cristianos debían tener en alta estima, hayan sido reemplazadas
por éstas que acabamos de citar? ¿Este Jesús de la Doctrina de los Apóstoles, que
reveló a los suyos la santa viña de David es el mismo Jesús de los evangelios? Se le
llama simplemente Servidor de dios, pero, similar a Dionisios, se presenta como
salvador asociado a la idea del vino, dando a los suyos la vida, el conocimiento
(gnosis) y la inmortalidad. Todo ello está totalmente en concordancia con la doctrina
de los gnósticos que enseña y dice que el conocimiento transmitido por algún ser
sobrenatural, sobre todo el conocimiento de la naturaleza de los ángeles y de los
demonios, garantiza a los fieles la inmortalidad.
La Didaché cita el nombre de Jesús en su conexión primitiva con la Cena, y el
número doce juega en ella un papel significativo. En la ofrenda de los doce panes de
la proposición, el Antiguo Testamento presenta un ejemplo análogo de comida
sacramental: cada sabbat, los sacerdotes colocaban doce panes «sobre la mesa santa
delante del Eterno; ellos pertenecían a Aarón y a sus hijos, que los comían en el santo
lugar: puesto que será para ellos una cosa santa, una parte de las ofrendas consumidas
por el fuego delante del Eterno»[57]. Parece evidente que doce sacerdotes tomaban
parte en esta comida, presidida por el sumo sacerdote Aarón, el Ungido (Cristo).
Aarón, cuya función era la de personificar el Arca de la Alianza de los israelitas, era,
en efecto, considerado como el signo visible de la alianza entre dios y los hombres,
como uno de los principales prototipos del Mesías. Pero hemos visto que Josué,
elevado al mismo rango que Aarón por Eusebio, en lo que concierne a su carácter
mesiánico[58], se había rodeado, en el instante de su paso por el Jordán, de doce
ayudas, una por cada tribu y que, habiendo alcanzado la otra orilla, celebró la pascua
tras haber hecho circuncidar a su pueblo. La tradición exigía que la pascua fuese
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celebrada por doce personas, por la misma razón por la que el número doce asociado
a una comida sagrada jugaba un papel muy importante en toda la antigüedad. Por
poner un ejemplo: entre los atenienses, cuyas comidas federales, de carácter religioso,
se celebraban cada año con ocasión de los sacrificios vernales[59]. Puesto que, como
hemos visto, la idea de Josué estaba íntimamente ligada a la de la cena pascual, puede
creerse, con toda razón, que una cena tomada por doce personas formaba parte del
culto que las sectas gnósticas precristianas dedicaban a Jesús.
Puede uno preguntarse cuales serían las ideas extendidas dentro de estas sectas y
hasta qué punto su ideología se acercaba al cristianismo, sin confundirse, a pesar de
todo, con él. Este problema acaba de encontrar una respuesta de los más sorprendente
en las Odas de Salomón, salterio mesiánico que el inglés Rendel Harris publicó en
1909, según un manuscrito sirio del siglo XVI, y que ha sido publicado entre nosotros
por Harnack[60]. En estas odas todo gravita alrededor de un Salvador, Ungido o Cristo
que es lo más parecido, no al Cristo de los evangelios, a pesar de ciertas analogías
indiscutibles, sino con el Cristo del dogma eclesiástico, el Jesús de la epístola de
Judas, el Cristo del Apocalipsis de Juan y de el Jesús dispensador del conocimiento y
de la inmortalidad de la Doctrina de los Doce Apóstoles. Se trata del Hijo de dios
nacido de una virgen, y su nombre es citado con los del Padre y del Espíritu Santo en
una misma fórmula que, indiscutiblemente más antigua que la del cristianismo,
pertenece a la doctrina secreta de los gnósticos judíos. Philón conocía ya la triplicidad
del Padre (dios), del Hijo y del Espíritu Santo, identificando al hijo con el universo, y
al espíritu, visto bajo la apariencia de una madre virginal, con la Sofía o Sabiduría[61].
El hijo es considerado como el vencedor de los terrores del infierno y de la muerte,
como el portador de la vida, enviado por el Padre celeste sobre la tierra para traer la
salvación de los hombres. Las similitudes entre el Salvador de esta gnosis judía y la
de los cristianos son tan llamativas, que Harnack no ha podido por menos de
constatar: «Si estas odas hubiesen sido conocidas en el momento en que un diletante
sin competencia (muy halagador para mí) vino una vez más a inquietar nuevamente a
la cristiandad poniendo en solfa la historicidad de Jesús, hubiesen sido lanzadas a la
palestra. Y con razón, ya que estas odas contienen tantos elementos cristianos, que la
historicidad de Jesús sale muy mal parada» (¡sic!)[62].
Al atribuirlas un origen judío y precristiano, Harnack piensa que estas odas
podrían servir de apoyo a la tesis de un Jesús precristiano. Esto, parece evidente, no
es absolutamente exacto, puesto que las odas no citan en ninguna parte el nombre de
Jesús. Pero también es cierto que atestiguan que ya en la época precristiana, o al
menos independientemente del Nuevo Testamento, algunas sectas judías dedicaban a
Cristo un culto que la Iglesia pretende haber instituido sobre la base de los
evangelios. Puesto que los esfuerzos desesperados a los cuales se libran Harnack y
sus fieles con el fin de hacer las odas inofensivas, atribuyendo las expresiones y las
ideas que les molestan a interpolaciones cristianas o, como Harris, atribuyendo a los
cristianos la totalidad del texto, no pueden ser tomados en serio, mucho menos
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cuando se está obligado a conceder que carecen totalmente de color específicamente
cristiano, y que las palabras que atribuyen a Cristo no tienen nada que ver con el
Jesús de los Evangelios[63]. Un interpolador cristiano no hubiera dudado en
multiplicar las alusiones a su salvador, y sobre todo en introducir el nombre de Jesús
en este salterio judeognóstico. No existe en ellas más que la expresión de una mística
y de una piedad auténticamente judías, de un género todavía desconocido y que
representa, lo confesamos, como una «importante fase preliminar del
cristianismo[64]», pero que todavía no puede calificarse de cristiana. Puede tratarse
del culto a un Cristo precristiano, que puede haber tenido ya el nombre de Jesús,
sobre todo si se piensa en el papel que jugaba ya en otras sectas precristianas Jesús o
Josué, tomado en tanto que Mediador de salvación y Príncipe de vida.
Con esta nueva luz puede iluminarse un antiguo himno probablemente
precristiano que nos ha conservado Hipólito, autor de un escrito contra los
heréticos[65]. En este himno, Jesús pide a su padre que le haga descender hasta las
almas perdidas en las tinieblas con el fin de llevarles la salvación: «Poseyendo los
sellos (es decir, los instrumentos de salvación, tales como la libación, bautismo,
comidas sagradas, el conjunto de los signos sagrados cuyo conocimiento da la
salvación), quiero descender, recorrer todas las eternidades, abrir todos los secretos,
revelar las formas de los dioses y comunicar a los hombres la Ciencia escondida,
llamada gnosis, del camino sagrado».
La indiscutible antigüedad de este himno se encuentra confirmada por su
ideología, claramente babilónica. Puesto que el Jesús que desciende hacia los
hombres, recuerda el papel del médico y salvador que juega, en la ideología
babilónica, Marduk, hijo de Ea, el gran dios de las aguas, el Mandá-de-hajjé de los
mandeanos. El diálogo que anotamos a continuación, inserto en un exorcismo, refleja
muchas similitudes y analogías con lo que se dice del Jesús de los naasenianos:
Y añade:
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Para rociar al hombre que es hijo de tu Dios, Y derrámala sobre el largo
camino. Las torturas de la mente, que te destrozan
Como los fantasmas de la noche, que se aparten de ti. ¡Que la palabra de
Inki las expulse!
Que la diosa Dam-gal-nuna (Damkina) te sane.
¡Y que la imagen de Mirri-dugga, hijo primogénito
De las Aguas profundas, sea tuya![66].
Contra esta interpretación se tiene la costumbre de objetar que los naaseanios eran
una secta cristiana, y que por lo tanto, el himno naaseanio está inspirado en ideas
cristianas. Mas no hay que olvidar que Mossheim, y antes que él Baur habían hecho
remontar los orígenes de la gnosis a la época precristiana, tratando de explicarla por
la penetración recíproca del paganismo y del judaísmo[67].
Hóning, en su trabajo sobre los Ophitas (1889), demostró que estos primeros
sectarios gnósticos eran judíos semejantes a los esenios que aparecen ya antes que el
cristianismo o, a lo más tardar, simultáneamente con él. Actualmente la existencia
precristiana de los gnósticos y, en particular de los gnósticos judíos está tan aceptada
y tan sólidamente demostrada que no solamente el rabino Friedlánder[68] la defiende,
sino que también es defendida por eruditos cristianos (Harnack, Pfleiderer, Bousset,
Wendaland), y aun por teólogos ortodoxos como Zóxkler. El resultado de los estudios
llevados a efecto se ha hecho accesible al público ilustrado, no especialmente iniciado
en estos problemas, gracias al teólogo Kóhler y a su obra Die Gnosis
(Religionsgesch. Volksbücher, 1911)[69]. Luego, si han existido gnósticos
precristianos y si los naasenianos se contaban entre ellos, ¿qué impide admitir que,
independientemente del Jesús cristiano, y bajo la influencia de ideas babilónicas,
venerasen a un ser divino que llevara igualmente, el nombre de Jesús? Se comprende
muy mal la exasperación de los teólogos con respecto a Willian Benj, Smith, que se
había permitido el citar este himno como argumento en favor de la existencia
precristiana de Jesús.
Tampoco se comprende muy bien la oposición que encontró Smith cuando quiso,
para apoyar la demostración de la existencia precristiana de Jesús, hacer uso del
papiro mágico editado por Wessely; «Yo te conjuro en el nombre del dios de los
hebreos Jesús». Estas palabras recuerdan también las ideas babilónicas sobre la magia
de los nombres a la cual se hace alusión en el diálogo entre Inki y Mirri-dugga que
acabamos de leer. Se encuentran en un «Logos», denominado hebraico, de este papiro
de apariencia muy arcaica, y que no tiene ninguna huella de influencia cristiana.
Albrecht Dieterich lo atribuye a los medios heleno-judíos, y el copista a una de
aquellas personas a quienes él denomina «puros»; Dieterich piensa que el término
«puros» designa a los esenios o terapeutas[70]. Lo que indicaría que los esenios
también habían venerado a su dios cultual bajo el nombre de Jesús, lo que
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concordaría con una nota de Epifanio, en su Historia de las Herejías, diciendo que en
hebreo el nombre de Jesús significa curator, terapeutas, es decir, médico y salvador,
y no podemos olvidar que los terapeutas y esenios eran considerados como médicos,
sobre todo, médicos del alma.
De aquí se deduce que la magia de los nombres entre los antiguos babilonios
estaba asociada desde el comienzo, a la idea de un salvador divino, y que Jesús
(Josué) era un nombre que las sectas gnósticas precristianas mezclaban a sus
exorcismos. Este nombre, por lo que antecede, sólo podía designar a un personaje de
naturaleza divina. Cuando se lee en los evangelios[71] y en los Hechos[72] que los
discípulos de Jesús y otras personas exorcizaban en su nombre, estando confirmado
por el Talmud que hacia el final del siglo primero se curaba a los enfermos en el
nombre de Jesús, ello no prueba, en absoluto, como lo quieren los teólogos, que Jesús
tuviese entre los judíos y los paganos la reputación de un gran exorcista, no; ello
confirma, simplemente, su parentesco con los dioses curanderos de la antigüedad
tales como Jason, Jasius y Marduk. Si se quiere argüir que el historiador judío Josefo
señala (Antiq. VII, 2, 57) que no solamente se exorcizaba en el nombre de dios o de
un dios, sino entre otros, en el nombre de Salomón, este argumento es inexacto;
porque el mago Eleazar citado por Josefo no exorcizaba en el nombre de Salomón,
sino únicamente recordando el nombre de Salomón y recitando las encantaciones de
las cuales era autor. Además el mismo Jesús, se dice, no exorcizaba en su propio
nombre, sino en el nombre el Espíritu Santo[73].
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4. El Jesús de Nazaret y la idea de los sufrimientos del
Mesías.
E
N los evangelios, Jesús es llamado Nazareo, Nazoreo o Nazareno. Sus
seguidores son llamados en los Hechos[74] secta de los Nazoreos. Se ha
querido explicar este título en función de los pasajes de Mateo II, 23 y
Marcos 1, 9, que nos dicen que Jesús era originario de Nazaret, en Galilea. Nadie
puede negar que el pasaje de Marcos no es más que una extensión de la lección más
antigua de Mateo III, 13, donde se dice simplemente que Jesús venía de Galilea;
Mateo N, 13 y XXI, 11 son interpolaciones descaradas y, en cuanto a Lucas IV, 16 se
admite comúnmente que se trata de un texto reciente, lo mismo que el relato
evangélico que Mateo hace sobre la infancia de Jesús. El nombre Nazaret sólo figura
en las versiones más recientes de los evangelios, mientras que las porciones antiguas
únicamente conocían la patria (patris) de Jesús. El pasaje de Mateo II. 23 que se
apoya sobre la profecía para establecer una relación entre los dos nombres, Nazoreo y
Nazaret, está traído por los pelos.
Existen serios motivos para preguntarse si la secta de los Nazoreos, nombre que,
si debemos creer los Hechos, llevaban antiguamente los cristianos, puede ser
relacionada con una localidad llamada Nazaret. A priori puede parecer poco lógico
que los discípulos de Jesús se hayan querido denominar en función del pueblo
Nazaret por las única razón de haber constituido el lugar de nacimiento de su maestro
o el lugar en el que pasó su juventud; los Kantianos no tienen costumbre denominarse
Koeningsbergano, ni Treviranos los discípulos de Karl Marx. También es muy
dudoso que Nazaret haya existido antes de la era cristiana, y, cuando se trata, según
las reglas de la lingüística de hacer derivar la palabra Nazareo de Nazaret, se enfrenta
uno con tales dificultades que científicos reconocidos como Wellhausen, Cheyne,
Burkitt y otros descartan totalmente la posibilidad de ninguna relación entre ambos.
Para explicar la palabra Nazoreo se ha pensado en los Nasirianos o Nasiritas,
estos consagrados al dios del Antiguo Testamento, que se abstenían de aceite, vino y
de la navaja, se distinguían de sus compatriotas por su original santidad y a los
cuales, entre otros, habría pertenecido Juan Bautista. Pero Smith ha señalado y
llamado la atención sobre el hecho de que los judíos distinguían perfectamente entre
Nazoreos y Nasirianos, ya que aceptaban a los Nazoreos o Nazoreanos; con lo que
nadie ha vuelto a querer identificar a Jesús con prácticas nasirianas[75]. Por esta
razón, a pesar de todos los esfuerzos de sus adversarios, nadie puede calificar de
Inverosímil la hipótesis de Smith, que ve en Nazoreo originariamente el nombre de
una secta precristiana venerando a su dios o a su Mesías bajo el nombre de nosri (sir.
nasarja), es decir, protector (guardián) o dios es Salvador, del mismo modo en que el
teólogo Volkmar da al término Nazoreano el significado de Salvador[76].
Recientemente, algunos eruditos alemanes han creído encontrar en el nombre de
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Nazoreanos la idea de guardar, observar, por ejemplo, Lidzbarski, que ve en los
Nazoreanos observadores porque se ceñían a ciertas prácticas purificadoras tales
como el bautismo, o bien el asiriólogo Zimmern que piensa en secretos divinos
guardados por los Nazoreanos. Éstos serían, pues, iniciados en una ciencia secreta o
gnósticos[77]. Poco Importa tomar al pie de la letra la nota de Epifanio en su Historia
de las herejías[78], que dice que existía más allá del Jordán una secta judía de
Nazoreanos o, más bien, Nazareanos, anterior a Cristo y que ignoraba a Cristo, es
decir al Cristo hombre de los evangelios. En cualquier caso, lo que sabemos de las
sectas judías hace posible la existencia de dicha secta, y también es posible que sus
adeptos se hayan denominado a sí mismos Jeseanos, porque veían en el Mesías una
rama o brote de la raíz de Jesé o Isaí, padre de David[79].
El pasaje del profeta que hace alusión a esta rama es el único que, en san
Mateo II, 23, puede servir de puente entre los términos Nazaret y Nazoreanos, ya que
en hebreo, la rama o ramo se dice nazar o neser, de la misma raiz que Nazaret. Esta
etimología proporcionó a los Nazoreanos, considerados primitivamente como
guardadores u observantes de las prácticas religiosas, una buena ocasión de dar una
base histórica a esta cualidad de protectores u observantes, a partir del momento en
que la idea del Mesías comenzó a tomar un aspecto histórico. Y lo hicieron
apoyándose, gracias al giro de las profecías que hemos citado, sobre el nombre
geográfico de Nazaret, posiblemente imaginado específicamente para este efecto[80].
Como consecuencia lógica Jesús fue llamado el Nazareno por alusión al brote de
Isaías, y porque era considerado el guardián y el salvador de Israel[81].
La vehemente oposición que han suscitado los trabajos de John M. Roberston[82]
y de Smith[83] quienes, con una perspicacia sorprendente, han reunido estos
testimonios en favor del culto precristiano de Jesús, y el desprecio con que se les
considera entre los teólogos, sólo prueban una cosa: el terror que estos
descubrimientos y estudios han provocado en los medios teológicos[84]. En efecto,
¿cómo los adversarios podrían explicar esta fórmula que aparece frecuentemente en
los evangelios y en los Hechos: Ta pert tu Jesu (las cosas concernientes a Jesús)[85],
fórmula que, evidentemente no tiene nada que ver con la vida de Jesús, sino que se
refiere a una doctrina que tiene por objeto el Jesús? ¿Cómo explicar el pasaje de los
Hechos XVIII, 25., que presenta en Efeso a un judío de Alejandría llamado Apolo,
hombre erudito, versado en las escrituras, instruido en la doctrina del Señor, que
hablaba con un espíritu ardiente y enseñaba con fidelidad «las cosas concernientes al
Jesús», pero que no conocía más que el bautismo de Juan, y a quien finalmente
Aquila y Priscila le reciben en su casa para explicarle más exactamente la doctrina?
Los tres primeros evangelios narran que Jesús reunió a sus doce apóstoles y les
envió en calidad de mensajeros y exorcistas de espíritus inmundos[86]. ¿Cuál debía
ser su mensaje? ¿El reino de los cielos ha llegado?[87]. No deja de ser un mensaje
singular, ya que Jesús lo anuncia siempre en forma de parábolas, con el fin de no ser
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comprendido por el pueblo. ¿Deberían predicar más bien, la fe en la persona de
Jesús? El texto de Mateo podría hacerlo suponer, puesto que en los discursos
pronunciados por Jesús en esta ocasión, habla mucho de sí mismo, y promete a
quienes le confiesen la gracia de su padre que está en el cielo[88]. Pero los mismos
apóstoles ignoraban que él fuese el Mesías. ¿Qué impresión hubiese podido hacer en
los auditores un mensaje en el que se les anunciaba que, en algún lugar de Galilea,
había un hombre, un doctor, que realizaba milagros, hablaba al pueblo en parábolas y
predicaba el advenimiento del reino de dios? Cierto impacto, rigurosamente
hablando, se hubiese obtenido con un predicador como Juan Bautista o el mismo
Jesús, pero difícilmente por sus discípulos, un poco bastos y obtusos que ni siquiera
comprendían las parábolas más sencillas de su maestro. ¿Debemos pensar entonces
que el objeto de la misión de los discípulos era la de «expulsar los demonios y curar a
los enfermos de cualquier tipo de dolencia que tuvieran, y aun de resucitar a los
muertos»[89]? ¿Es posible imaginar esto siquiera? ¿Habría iniciado, por azar, Jesús a
sus discípulos en los misterios del hipnotismo? ¿Cómo imaginar la transmisión de
este «poder»? ¿Reconozcamos, humildemente, que toda esta historia de la misión de
sus discípulos no tiene ni pies ni cabeza?
Se señala en los Hechos XIX, 1 y ss., que Pablo encontró en Efeso a algunos
discípulos que, a pesar de su fe, no tenían ni idea del Espíritu Santo y que sólo habían
sido bautizados con el bautismo de Juan Bautista. Sin dudarlo un momento Pablo les
bautiza también en el nombre de Jesús, a pesar de que únicamente el Cuarto
Evangelio, en contra de todo lo que dicen los sinópticos, conociese un bautismo dado
por Jesús, y cuando Mateo y Marcos le hacen dictar la orden de bautizar sólo tras
haber resucitado. El conjunto se parece a las fases sucesivas de la evolución de un
culto muy antiguo, sobre todo cuando los fieles que recibieron en Efeso el Espíritu
Santo por el bautismo, eran, se señala, aproximadamente un número de doce[90],
número necesario para el rito primitivo[91]. Mas lo verdaderamente llamativo es que
Pablo encuentra, no solamente en Éfeso, sino en todos los lugares a los que le
conducen sus viajes misioneros, cierto número, aunque sea ínfimo, de personas que
creen en Jesús. ¿De dónde provienen? ¿Cómo es posible que en el lapso de tiempo
que separan la crucifixión de Jesús y la llegada del apóstol, la fe en Jesús se hubiese
extendido por el mundo entero con la rapidez que suponen los Hechos? Smith, tras
haber cotejado y estudiado todos estos pasajes, concluye —y nadie hasta ahora ha
sido capaz de refutarle— la tesis de los Hechos que hace emanar el cristianismo de un
hogar único: Jerusalén, está en contradicción flagrante con las otras afirmaciones de
este mismo escrito. Los mismos Hechos traicionan sus propias afirmaciones y
muestran y descubren claramente la gran difusión de un culto precristiano de Jesús,
que para nosotros no tiene nada de sorprendente puesto que hemos reconocido la
identidad de Jesús con la del Josué del Antiguo Testamento, y la identidad del último
con la de una especie de Mesías[92].
En los Oráculos Sibilinos, escrito esencialmente judío, se puede leer este pasaje;
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«Alguien descenderá nuevamente del cielo, un hombre eminente, que extendió sus
brazos sobre el bosque fecundo, el mejor de los hebreos, aquél que hace tiempo
detuvo el sol, hablando con una bella voz y con labios puros». La edición alemana de
los Apócrifos y Pseudoepígrafes del Antiguo Testamento traduce: «de los cuales el
mejor de los hebreos extendió las manos sobre el bosque fecundo»: relaciona la
palabra alguno con Moisés, y la cruz —puesto que el bosque fecundo (madero
fecundo) no puede designar otra cosa— al Exodo XVII, 12. Al consultar este pasaje
podemos ver que Moisés no extiende sus brazos sobre el bosque, sino que los
extiende en forma de cruz, y no son sostenidos por Josué, que detendrá el sol, sino
que son mantenidos en esa posición por Aarón y Hur, mientras que Josué lucha
contra los Amalecitas[93]. Whittacker, en la obra citada en páginas anteriores, tiene
razón al ver en este pasaje otro testimonio en favor de la identidad de Jesús y de
Josué, y este texto nos demuestra también que se veía en el Josué del Antiguo
Testamento un crucificado, o por lo menos alguien en íntima relación con la cruz, y
que por otro lado era identificado con el Mesías descendido de los cielos[94].
Esto viene confirmado por las odas de Salomón. En el canto 42 puede leerse:
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cruz era simplemente un símbolo solar, una alusión a la cruz que forma el sol cuando
en su carrera corta el ecuador celeste en el equinoccio primaveral, consiguiendo de
este modo la victoria de la luz al surgir de la parte inferior del zodiaco que
corresponde al invierno. El Mesías es el mediador entre las cosas inferiores y las
superiores, entre dios y el mundo. De la misma manera el sol, en el equinoccio
vernal, cuando cortando el ecuador forma la cruz vernal, aparece como el mediador
entre la mitad inferior y la superior del zodiaco. Por esta razón también, en el Timeo
de Platón el alma universal, mediadora entre dios y el mundo, está representada bajo
la forma de una cruz (inclinada), tendida entre el cielo y la tierra[96]. Moisés extiende
sus brazos en forma de cruz y, por este hecho, consigue la victoria de los israelitas
sobre los amalecitas[97]. En Mateo XXIV, 30 se habla de la cruz como el «signo del
Hijo del hombre», y Josué, el salvador solar, es el dios de la crucifixión y de la
pascua, fiesta celebrada con la consumación del cordero pascual, porque en el
equinoccio primaveral el sol efectúa su paso por el ecuador celeste, dispensando, de
este modo, una nueva vida a la tierra y porque este paso tiene lugar en el signo
zodiacal del cordero, en el cual el sol está levantado sobre la cruz celeste[98].
Por otro lado se ha reconocido que la consumación del cordero pascual y el rito
de circuncisión era una especie de rescate o redención de un sacrificio humano, del
sacrificio del primogénito, que en tiempos remotos se ofrecía al dios supremo en la
época del equinoccio vernal. En lugar del hombre se sacrificaba un cordero, o el
prepucio del hombre, es decir, una parte del cuerpo con el fin de salvar el todo. Josué,
según la opinión común y general, había realizado el rescate e instituido el rito de la
circuncisión tras haber sido, de acuerdo con la concepción primitiva, sacrificado él
mismo en lugar del primogénito, convirtiéndose por medio de esta acción en el dios-
salvador e instrumento de salvación de todo el pueblo.
El rito del sacrificio humano en la primavera, teniendo por finalidad el rescate de
los pecados que un pueblo había podido cometer durante el año, era una práctica
extendida en toda la antigüedad, y se practicaba, sobre todo, entre los semitas. El
valor que la divinidad debía dar a dicho sacrificio estaba en función del valor de la
vida sacrificada y del rango que la víctima ocupaba entre los hombres. Se escogía
sobre todo a los primogénitos para esta finalidad y, de acuerdo con los libros de
Josué[99], y de Samuel[100], los reyes fueron las víctimas propiciatorias ofrecidas en
sacrificio[101]. El hecho de que entre los israelitas esta ofrenda estuviese en relación
con la fiesta de la pascua se halla confirmado por una nota demostrando que los siete
hijos de la casa de Saúl que David hizo morir haciéndoles colgar de la madera o de la
cruz, murieron «en la época de la recolección de la cebada», es decir, que tuvo lugar
durante la fiesta de la pascua «delante del Eterno»[102]. En este contexto, y con este
objetivo, no podía darse sacrificio más eficaz que el de un rey ofreciendo su
primogénito. Por esta razón, según las palabras de Justino, el general cartaginés
exiliado Maleus, hizo colgar en la cruz a su hijo Cartalo, vestido de rey y sacerdote,
delante de la ciudad de Cartago asediada, lo que, visto por los habitantes de la ciudad
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hizo que perdieran todo el valor y, tras varios días de lucha sin esperanza, la ciudad
fue tomada. Por la misma razón, Hamilcar sacrificó a su propio hijo en el madero, y
los mismos israelitas abandonaron el sitio de Moaba cuando vieron al rey de este país
sacrificar a su propio primogénito[103]. La misma Jepté ofreció a su propia hija, y
Plinio nos cuenta que, cuando tuvo lugar el sitio de Tiro por las tropas de Alejandro,
los fenicios de esta ciudad sacrificaban cada año a una joven en honor de su dios
Kronos, Melkart o Moloch (rey), el mismo Melkar tirio en cuyo honor se sacrificaba,
en la isla de Rodas, un criminal. Philón de Byblos nos cuenta que, entre los fenicios,
el dios tenía por nombre «Israel», y que en ocasión de una gran epidemia, para
terminar con la mortalidad, «Israel» sacrificó a su hijo «único» Jeud (Judas), el
Unico, tras haberle hecho vestir con las ropas reales[104]. Por la misma razón
Abraham ofreció en sacrificio a su primogénito a Yahvé. Pero el nombre Abraham (el
«padre sublime»), no es más que otra denominación de Israel, el «dios poderoso»,
nombre primitivo del dios de los hebreos, nombre que se le aplicó hasta que fue
reemplazado por el de Yahvé, dios de una de las tribus, que terminó convirtiéndose en
dios de todo el pueblo. Cuando los progresos de la civilización hicieron desaparecer
de Israel los sacrificios humanos y que el monoteísmo se desarrolló, se degradaron a
las antiguas divinidades y se las colocó en el rango de simples mortales, por lo que se
imaginó el relato del Génesis XXII con el fin de motivar «históricamente» la
substitución de los sacrificios humanos, reemplazándolos por sacrificios de animales.
La misma intención ha estado presente, lo repetimos, en la correlación establecida
por el libro de Josué entre este héroe y la fiesta de la pascua[105].
No nos extrañamos demasiado al encontrar también entre los antiguos israelitas la
práctica de los sacrificios humanos. La idea del chivo expiatorio, arrojado al desierto
para la remisión de los pecados del pueblo, permaneció vivo en todo Israel hasta una
época bastante avanzada. Igualmente se conservó en todo Israel la idea de la
substitución de los antiguos sacrificios de vidas humanas por la muerte de animales,
ya que aquel sacrificio estaba asociado a la renovación de la vida y de la fuerzas que
la sangre de la víctima debían aportar a la naturaleza paralizada por el invierno o
asolada por el estío: ceremonia que dio origen al mito de un dios joven y bello cuya
muerte era acompañada de vehementes lamentaciones, mientras que su renacimiento
o resurrección era celebrada con grandes gritos de alegría.
Desde los tiempos más remotos, el culto de este dios iba acompañado, de
ordinario con un sortilegio por analogía bajo la forma de representación ritual del
drama de su vida y de su resurrección. Entre los pueblos primitivos, donde el limite
entre el espíritu y la naturaleza todavía no había sido bien delimitado, en donde el
hombre se siente parte integrante de su ambiente natural, se creía que podía secundar
la naturaleza en su alternancia entre la vida y la muerte y, llegado el caso, ejercer
cierta influencia en tales fenómenos. Por tales razones seria conducente imitarles.
Frazer, a quien debemos un estudio detallado de estos fenómenos, declara: «En
ningún lugar del mundo estos esfuerzos fueron perseguidos con tanta perseverancia y
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método como en Asia occidental. Los nombres pueden variar de un lugar a otro, el
fondo permanece inmutable en todos ellos. Un hombre a quien la imaginación
alterada de sus adoradores revestía de ornamentos y atributos de un rey, sacrificaba su
vida por la vida del mundo. Después de haber vertido, de su propio cuerpo, el fluido
generador de las fuerzas vitales en las venas adormecidas de la naturaleza, se le
entregaba a la muerte, antes de que la decrepitud se apoderara de él y originara la
decrepitud de todas la fuerzas de la naturaleza, sustituyéndole por otro personaje que,
como sus predecesores, recomenzaba el drama eterno de la resurrección y de la
muerte de dios»[106]. En los tiempos históricos, este drama fue representado a
menudo, teniendo como personajes principales personas de carne y hueso, sacerdotes
y reyes de la divinidad representada, que fueron poco a poco sustituidos por
criminales. En ocasiones era suficiente un simulacro de sacrificio de la persona
deificada, por ejemplo, en las representaciones de Osiris de los egipcios, de Mithra
parsista, de Attis frigio, de Adonis sirio, de Sandan (Sandes) de Tarso (ciliciano), de
Esmun fenicio. En estos casos el hombre-dios era substituido por una imagen de la
divinidad, por un muñeco, una piedra o un tronco de árbol sagrado. Pero existen aún
en estas celebraciones indicios más que suficientes para vislumbrar y atestiguar que
se trata, bajo la forma de una civilización más humana, de un primitivo sacrificio
humano atenuado. En el culto de Attis es difícil ignorar los vestigios de un antiguo
sacrificio humano voluntariamente consentido en nombre del Sumo Sacerdote, a
quien se le llamaba Attis, es decir, «padre», y en el rito durante el cual, con ocasión
de la fiesta del dios, el sumo sacerdote se hería a sí mismo y ofrecía su sangre para
rociar la imagen del dios[107].
El punto de arranque de todos estos cultos parece radicar en Babilonia. Bel, dios
supremo, y con el Marduk, ya citado, y Tammuz, eran dioses que moría y
resucitaban. En ocasiones se imaginan divinidades como Sin, Samas y Nergal,
descendiendo a los infiernos, es decir, muriendo y resucitando. Se trata,
evidentemente, de una personificación del sol que, en el equinoccio de otoño, en el
punto en que su órbita corta el ecuador celeste y dibuja una cruz imaginaria,
desciende a la mitad inferior de su carrera, la que representa el invierno y las tinieblas
(es decir: que él «muere»), para elevarse posteriormente hasta el equinoccio vernal,
para ser «elevado» en la cruz y dar al mundo una nueva vida. La cruz se convierte, de
este modo, en el símbolo de la vida y de la muerte[108]. Los israelitas conocían muy
bien estos cultos. Ezequiel ofrece una descripción de las mujeres de Jerusalén
sentadas en la puerta septentrional de la ciudad llorando a Tammuz[109]; Zacarías
habla misteriosamente sobre el asesinato de un dios al que lloran los habitantes de
Jerusalén, «como el duelo de Hadadrimmon (Rammán) en el valle de Meguiddon», es
decir, como el duelo de Adonis. Hemos visto ya que Josué estaba íntimamente unido
al dios salvador babilónico Marduk, y que la idea que existía sobre él venía inspirada
y cargada de consideraciones astrales y que en su culto la cruz tenía un papel
significativo e importante. Su nombre es el mismo que el de Jasios, mientras que este
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nombre es otro de los que se aplicaron a la designación de Esculapio o Esmun, y no
hay que olvidar que Esmun era uno de los dioses de la antigüedad que mueren y
resucitan. Nada impide afirmar —como el mismo Brückner se ha visto obligado a
reconocer— que Josué se contaba entre los dioses que morían y resucitaban.
Una antigua variante del Mateo XXVII, 16 y ss., desaparecida de nuestros textos
desde Orígenes, da a Barabbas (Barrabás), criminal que fue opuesto al Salvador, el
nombre de «Jesús Barabbas», Jesús hijo del padre. «Hijo del padre» (Yahvé) era
también, lo hemos visto ya, el título del ángel de salvación identificado a Josué, ángel
que estaba en posesión del nombre sagrado de dios y a quien el Talmud da el nombre
de Metratron. Entre los semitas, el título «Hijo del padre» parece haber designado, de
una manera general los hombres ofrecidos por sus padres al dios supremo, en
sacrificio expiatorio, o a los mismos dioses de los cuales se imitaba el drama de
salvación que se les atribuía, lo cual no debía ser más que una trasposición del rito
sacrificial. Cuando se llega a comprender lo que precede, se explica uno mejor lo que
nos narra Philón acerca de un pobre loco llamado Carabas que fue paseado por las
calles de Alejandría con una corona de papel, un cetro y una capa, para ridiculizar a
Agripa, rey de los judíos. ¿No nos encontramos, como los suponen Frazer y
Robertson[110], en presencia de un antiguo rito cultual? Carabas parece que no es más
que la corrupción de Barabbas, y Jesús Barabbas juega un papel señalado en la pasión
del salvador cristiano, que sufre a su vez la misma ofensa burlesca por parte de los
soldados romanos.
Es llamativo el que un tal Barabbas aparezca también en la fiesta de año nuevo
que los babilonios consagran a Marduk, bajo la forma de un criminal puesto en
libertad, mientras que Marduk mismo, o más exactamente el hombre que le
representaba, era torturado y matado en lugar del criminal[111]. Frazer cita que
durante las Saceanas de Babilonia, fiesta que al parecer conmemoraba la invasión de
los saceos scitas en Asia occidental, pero que Frazer identifica a la de Zakmuk,
antigua fiesta de año nuevo entre los babilonios, un criminal condenado a muerte era
promovido a un simulacro de realeza, gozando durante algunos días de cierta libertad,
pudiéndose procurar toda especie de gozos, hasta el uso del harén real, y que el
último día era despojado de su irrisoria dignidad y quemado tras haber sido
desnudado y flagelado[112]. Durante la cautividad de Babilonia, los judíos tuvieron
conocimiento de esta fiesta, la tomaron de sus opresores y la celebraron poco antes de
su pascua, con el nombre de Purim, bajo el pretexto, alegado por el libro de Ester, de
conmemorar el gran peligro del que habían escapado en Persia, bajo el reinado de
Ahasverus (Jerjes), gracias a la sagacidad de Ester y a su tío Mardoqueo.
Por otro lado Jense en la Zitschrift für die Kunde des Morgenlandes (Revista de
ciencias orientales) ha demostrado[113], que los nombres de Ester y Mardoqueo
ocultan los nombres de la diosa Isthar y de su hijo Marduck quienes, entre los
babilonios, durante las fiestas saceanas, bajo el nombre de los dioses elamitas Vasthi
y Hamman (Humman), representando el año ido o la mitad invernal del año, eran
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suprimidos como tales y resucitaban con sus verdaderos nombres trayendo el año
nuevo, o la mitad estival del año[114]. Entre los babilonios el rey de las fiestas
saceanas poseía el rango de una divinidad y sufría, con esta condición, la muerte en la
hoguera, donde se cuenta que fueron también sacrificados el Sandan ciliciano y el
Melkart (Hércules) fenicio.
En el libro de Ester podemos leer: «Mardoqueo salió de la casa real vestido con
ropas reales, amarillas y blancas, portando una gran corona de oro, cubierto con un
manto de lino y púrpura. Y la ciudad de Susa exultaba de alegría»[115]. En esta
descripción Frazer ha descubierto y reconocido al antiguo rey de las saceanas
babilónicas, al respresentante de Marduk y su cortejo quienes, al atravesar la capital,
inauguraban el año nuevo. En realidad, el cortejo de este reyezuelo parece haber sido
menos solemne de lo que quiere hacemos creer el autor del libro de Ester. Lagarde ha
señalado una vieja costumbre parsista, practicada cada año en los primeros días de
marzo, al comienzo de la primavera, y conocida con el nombre de procesión de los
imberbes: un bufón imberbe, a ser posible tuerto, totalmente desnudo, era conducido
sobre un asno por la ciudad, con gran pompa, acompañado de una guardia real y de
un grupo de jinetes, silbado por la multitud que agitaba palmas y aclamaba a este rey
de opereta. A los ricos y negociantes que encontraba en su camino, tenía el derecho
de imponer requisiciones, una parte destinada al tesoro real y la otra parte le quedaba
en propiedad y, podía, sin otro proceso, ampararse de lo que se le negaba. Pero la
mascarada se terminaba, en que en un momento determinado, debía ser concluido su
paseo real por la ciudad, bajo la pena de ser detenido, maltratado y matado sin piedad
por la multitud. El cortejo de este «imberbe» anunciaba el fin del invierno y la
llegada próxima de la primavera. El imberbe parsista se corresponde claramente con
el rey de la saceanas entre los babilonios, y parece haber representado la conclusión
del invierno. Frazer cierra su exposición señalando que el criminal que representaba
el papel del Mardoqueo judío atravesaba la ciudad en un cortejo similar al del
imberbe con el fin de comprar su libertad con esta mascarada ofrecida al pueblo, y
recuerda a este propósito, la narración, mencionada con anterioridad, que Philón hace
del Carabbas de los alejandrinos[116].
De todos estos testimonios se desprende que, según la vieja costumbre extendida
por Asia occidental, durante las fiestas primaverales, la pascua judía, un criminal
vestido de rey, representando el papel del dios del año, era conducido por la ciudad
con gran pompa y solemnidad y, tras haber gozado durante unos días de todo tipo de
libertades, era conducido a la muerte, sea efectivamente, sea, como más tarde
sucedería, en simulacro, mientras que otro criminal era liberado. A medida en que las
costumbres se fueron suavizando, estas escenas se fueron convirtiendo en
representaciones bufonescas a costa del hombre travestido en rey y, probablemente,
debieron de servir a fines políticos. Los evangelios ofrecen de Jesús una descripción
que recuerda la de los reyes saceanos y la del imberbe parsista: sentado sobre un
asno, aclamado por la población, entra en Jerusalén y se permite las más grandes
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libertades frente a los cambistas y mercaderes; tras esto su realeza se convierte en
burla y es condenado a muerte, mientras que Barabbas es liberado. En el fondo
Barabbas es el mismo Jesús, el representante del año nuevo, de la mitad ascendente
de la carrera del sol, opuesta a la mitad descendente, de quí que tenga el mismo
nombre: Jesús hijo del padre. Porteriormente, incómodos por el hecho de que un
criminal lleve el mismo nombre de Jesús, no se le aplicó más y sólo se conservó el de
Barabbas, nombre incomprensible en sí mismo, previniéndose con esta supresión de
la objeciones de los historiadores que podían recordar a los cristianos que su Jesús no
era otro que Jesús Barabbas de la costumbre popular[117]. Según Frazer, el reinado de
los saceanos en Babilonia duraba cinco días. Cinco parecen ser los días que separan
la entrada de Jesús, en Jerusalén, de su crucifixión.
Se ha afirmado que la idea de los sufrimientos del Mesías, siendo desconocida
por los judíos, éstos jamás hubiesen podido soñar en establecer una relación entre su
Mesías y esta costumbre popular del año nuevo. Pero ésta es una tesis que no puede
ser defendida. Existen serias razones para admitir que, según la tradición primitiva,
Moisés y Aarón también se sacrificaron por su pueblo en calidad de jefes y sumos
sacerdotes, episodio cortado del texto con el fin de alterarlo y ofrecerle en otro
sentido[118]. Pero como estos dos hombres, y más particularmente Moisés, eran
considerados como prototipos del Mesías, se dedujo claramente que el sumo
sacerdote que esperaba Israel, y que debía reencarnar a Moisés y Aarón[119], debería
ser sacrificado al igual que Moisés[120]. Hemos visto que tras el exilio, ciertos judíos
habían asociado la persona de Ciros a la idea del Mesías. Y se conoce una leyenda
afirmando que Ciros, por orden de Tomyris, reina de los escitas, había sido
condenado a muerte en el madero de la tortura[121]. En Justino, el judío Tryphon está
convencido de que el Mesías sufrirá y morirá de muerte violenta[122]. El Talmud llega
a ver en la muerte del Mesías una expiación de los pecados, lo que prueba claramente
«que en el siglo segundo de nuestra era los judíos, por lo menos ciertos ambientes, se
habían familiarizado con la idea de un Mesías sufriendo en expiación por los pecados
de los hombres»[123].
Los rabinos se hacían del Mesías dos ideas diferentes. Los unos veían en él al hijo
de David, rayo guerrero enviado por dios para liberar a los judíos del yugo extranjero,
fundador del reino universal y juez de la humanidad; ésta era la condición mesiánica
de todos aquellos que hacían del rey David el ideal de soberano[124]. Para otros, el
Mesías debía reunir las diez tribus de Galilea y conducirlas a Jerusalén, pero debería
perecer en la lucha contra Gog y Magog que combatían con Armillus, a causa del
pecado de Jeroboam, es decir, a causa de la deserción de los israelitas que combatían
con los judíos. En el Talmud, este último Mesías, por oposición al primero, es
llamado hijo de José o de Efraín, porque el reino de Israel comprendía, sobre todo, las
tribus de Efraín y de Manasés que fundamentaban sus orígenes en el personaje mítico
José. Se trataba, pues, del Mesías de los israelitas hostiles a los judíos, en particular,
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del Mesías de los samaritanos. Este Mesías «hijo de José, se comenta, se ofrecerá y
extenderá su alma en la muerte, siendo su sangre la reconciliación del pueblo de
dios». Con todo, él terminará subiendo a los cielos. De aquí que el otro Mesías, el
«hijo de David», más especialmente, el mesías de los judíos, vendrá y dará
cumplimiento a las promesas hechas a los judíos. Esta creencia y doctrina parece
haber sufrido la influencia de Zach XII, 10 y ss., y XIV, 3 y ss[125]. Según las
investigaciones de Dalman[126], la idea del Mesías hijo de José no habría surgido
hasta el siglo segundo o tercero de nuestra era. Bousset comparte también esta idea,
pero no discute el que los Apocalipsis judíos del final del primer siglo de nuestra era,
primeros escritos que hablan de una forma detallada y precisa sobre este personaje,
puedan contener tradiciones «muy antiguas». El mismo parsismo diferenciaba
claramente, por una parte a Mithra, salvador que sucumbe bajo el peso de los
sufrimientos y mediador entre dios y el mundo, y de otra a Saoshyant, juez supremo
que presidirá el juicio final y conseguirá la victoria sobre Ariman (Armellas). Es muy
posible que los judíos hayan tomado de los parsistas la idea de la pasión del Mesías,
idea que pudo muy bien no ser aceptada por todos, pero que algunas sectas,
fomentándola en secreto, ponían en relación con una antigua costumbre y una vieja
divinidad que nosotros hemos podido comprobar resulta ser el Josué (Jesús) del
Antiguo Testamento, el «hijo del padre». Estos dos Mesías fueron fundidos en uno
por el evangelio: del Mesías hijo de José hizo el Mesías terrestre, que se desplaza con
sus discípulos desde Galilea a Jerusalén para sucumbir frente a sus adversarios, y, del
Mesías hijo de David hizo el Mesías celeste volviendo lleno de gloria. Al mismo
tiempo el evangelio da al mesianismo una amplitud y profundidad hasta entonces
desconocida, al fusionar la idea de la pasión con la del cordero pascual, y la idea de la
pascua con la del dios que inmola a su hijo. Al igual que los judíos, el evangelio hace
de su Mesías el hijo del rey David, pero también ha conservado el recuerdo del
Mesías israelita al darle por padre a José y por madre a Miriam (Mariam)[127], madre
de Josué el samaritano[128]. Era lógico que el Mesías hijo de David naciese en
Bethleem, ciudad de David, mientras que el Mesías hijo de José era originario de
Nazarth, en Galilea; por esta razón el evangelio imaginó el viaje de sus padres,
solución bastarda y grosera, con el fin de conciliar las dos tradiciones.
Ya hemos visto que en la Didaché Jesús es llamado «servidor» de Yahvé. Pero
servidor de Yahvé también es el título que da Isaías LIII al Justo destrozado por los
sufrimientos, del cual se ha escrito:
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Le hemos considerado como castigado,
Golpeado por dios y humillado.
Pero fue herido por nuestros pecados,
Chascado por nuestras iniquidades;
El castigo que nos da la paz cayó sobre él,
Y gracias a sus heridas somos curados.
Éramos errantes como corderos sin pastor,
Siguiendo cada uno su propio camino;
Y Yahvé le golpeó por nuestra iniquidad.
Fue maltratado y oprimido.
Y nada dijo, ni abrió su boca,
Semejante al cordero que conducen al matadero,
A la oveja que en silencio permanece mientras la esquilan;
Así guardó silencio.
Fue dominado por la angustia y el castigo;
¿Quién de su generación creyó
Que había sido suprimido del mundo de los vivos
Y golpeado por los pecados de mi pueblo?
Su sepulcro fue colocado entre los malvados.
Su tumba entre los orgullosos,
A pesar de que jamás fue violento
Ni nunca se descubrió fraude alguno en sus palabras.
Plugo a Yahvé el destrozarle en el sufrimiento…
Tras haber engendrado su vida en sacrificio por el pecado,
Verá una posteridad y prolongará sus días;
Y la obra de Yahvé se acrecentará entre sus manos.
Liberado de los tormentos de su alma, afirmará sus miradas;
Y por su sabiduría mi servidor fiel justificará a muchos hombres.
Él se hará cargo de sus iniquidades.
Por esta razón le daré su parte entre los grandes;
Repartirá el botín entre los poderosos,
Porque él mismo se entregó a la muerte,
Y fue colocado entre los malhechores,
Porque cargó sobre sí los pecados de muchos hombres,
E intercedió por los culpables.
Suele decirse que este texto describe las penas que Israel debía de sufrir por la
humanidad. Pero los trabajos de Gressmann[129] y de Cheyne[130], entre otros, han
podido establecer que el servidor de dios era antiguamente un dios-salvador muriente
y resucitante, cuya naturaleza divina desapareció con las alteraciones posteriores de
los profetas. Si debemos creer a Cheyne, los pasajes de Israel que se relacionan con el
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Servidor de dios se han conservado bajo una forma muy adulterada, y primitivamente
el elemento mitológico dominaba en ellos mucho más de lo que lo hace
actualmente[131]. El Servidor de dios estaba en parentesco con el dios Tammuz de los
babilonios, y lo más probable es que fuese el mismo Hadad-Rimmon citado en las
páginmas anteriores. Cheyne cree poder afirmar que en Isaías, su nombre primitivo
era Ashkal o Ashur: Yahvé-Ashur. ¡¡Y no olvidemos que, para el célebre hebraísta,
ésa es la forma primitiva del nombre de Jehoshua, Joshua, Jeshua y Jeshu o Jesús!!
[132].
En el capítulo LIII de Isaías nos proporciona también, con su contenido, una nueva
prueba de la pasión de un Josué precristiano. Y no olvidemos que el Servidor de dios
era, por encima de todo, un personaje mesiánico. Se dice de él, Isaías LIII, 2, que ha
sido elevado delante de Yahvé «como débil planta, como brote que surge de la tierra
desecada». Jeremías había llamado al Mesías «simiente justa de David»[133], y
Zacarías, habiendo visto al Mesías Josué, sumo sacerdote, había hablado de él como
el servidor simiente[134]; el mismo Isaías había dicho del Mesías:
«Una rama saldrá del tronco de Isaí, Un brote surgirá de sus raíces».
Señala de este modo la identidad del Mesías y del Siervo de dios. Isaías XLII,
anuncia que el mismo dios sostendrá a su servidor, a su elegido, y que ha puesto su
espíritu sobre él. Que vienen a ser las mismas palabras que el profeta dice también
del Mesías en el famoso pasaje, (Isaías XI), donde describe los esplendores del reino
futuro. Isaías LXI declara también:
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prisión y, finalmente, empalar (crucificar)[138]. En la «Sabiduría de Salomón», escrito
un siglo antes de nuestra era, los impíos conspiran con el fin de condenar al justo «a
una muerte ignominiosa». Y, por supuesto que según el Deuteronomio XXI, 23, no
existe muerte más vergonzosa que la del «madero de tortura» (en griego xylon,
stauros; en latín crux), esta muerte se presentaba entonces como la única conveniente
para el justo, aunque nadie recordara ya que Josué había muerto sobre la cruz.
El motivo de esta muerte ha sido proporcionado por el pasaje de la Sabiduría
combinado con el pensamiento de Platón: fue muerto víctima de los injustos, de los
impíos que dicen; «Hagamos violencia al pobre Justo. Tendamos trampas al Justo
porque es molesto y se opone a lo que hacemos y nos reprocha nuestra inobservancia
de la ley». El texto griego utiliza la palabra dyscrestos, traducida por molesto
(enedreusomen de ton dikation, hoti dyscrestos hemin estira, Sab. II, 12). Por lo tanto,
el Justo era efectivamente chrestos, agradable, bueno, honesto. La alusión al Mesías
resulta evidente. Es de sobra conocido que la relación entre los dos términos,
Chrestos y Christos, no era únicamente fonética, puesto que los primeros cristianos
los utilizaron indistintamente[139]. Unicamente se había olvidado o interpretado
erróneamente: a partir de entonces fue evidente que todos estos pasajes se
transformaron en alusiones misteriosas al Salvador de Israel muriente y sufriente por
los pecados de los hombres, en lugar de los dioses paganos que mueren y resucitan.
El Servidor de dios debía, igualmente, resucitar. Podemos leer en el libro de la
Sabiduría. «Las almas de los justos están en la mano de dios, y ningún tormento los
alcanzará. El error de los insensatos es de creerles muertos, siendo su muerte,
aparentemente, una desgracia; mas ellos están en la paz. Puesto que, aunque a los
ojos de los hombres han sido castigados, su esperanza estaba plena de fe en la
inmortalidad. Tras haber sufrido un tormento breve, gozarán de grandes alegrías,
puesto que dios se limitó a probarles, y les encontró justos y dignos de él. Les probó
como se prueba el oro en el crisol, y les ha aceptado en holocausto. Brillarán en el
momento de su tribulación, y resurgirán como el sol lo hace al acariciar el rocío.
Juzgarán a los paganos y regenerarán a las naciones, y el Señor será su rey por toda la
eternidad. Los que confían en él conocerán la verdad, y los fieles conservarán su
afecto. Pero los impíos serán castigados por sus malas intenciones, ellos, que
despreciaron al Justo y se enfrentaron contra el Señor». La Sabiduría hace del Justo,
muerto prematuramente, el juez de los injustos: «Temblarán con ocasión de la
presentación de sus pecados, y sus transgresiones de la ley les acusarán. Mientras el
Justo permanecerá lleno de confianza delante de aquellos que les oprimieron y que
despreciaron sus penas. Frente a él serán sacudidos por un terror grande, y se
sorprenderán de su salvación inesperada. Se dirán entre remordimientos, y suspirarán
de angustia en sus almas: ¡Se trata de él, que en otros tiempos fue el objeto de
nuestros sarcasmos y de nuestras burlas; qué Insensatos fuimos! Consideramos su
vida por locura y su fin por vergüenza. ¿Cómo es posible que sea contado entre los
hijos de Dios, y que tenga su herencia entre los santos? ¡Nos separamos entonces del
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camino de la verdad, y la luz de justicia no brilló para nosotros, ni el sol se levantó en
nuestro camino!».
Es imposible dudar: ¡El Justo es el Servidor de dios, y el Servidor de dios era el
Mesías! En efecto, uno de los elementos esenciales de la esperanza judía era el
advenimiento del Mesías en su gloria celeste, para juzgar a Israel según sus obras,
condenar a los impíos, y reunir en tomo a él, en el cielo, a todos aquéllos que habían
sido dignos de su venida: «Los justos viven en eternidad, tienen su recompensa en el
Señor, su providencia está al lado del Altísimo. Por esta razón recibirán el reino de la
gloria y la corona del esplendor de la mano del Señor»[140]. El justo es perseguido y
matado porque se declara el Servidor de dios. ¡Pero el término griego país puede
designar lo mismo servidor que hijo! En general, lo que la Sabiduría de Salomón dice
del Justo, armoniza perfectamente con la descripción del Salvador de Dios en Isaías
que, entre otros, nos recuerda:
El Justo, el Servidor de dios, era el mismo Yahvé, o, más exactamente, este «Hijo
de dios» por excelencia que era el Mesías, y todos estos textos hacen de él un
salvador sufriente, moribundo y resucitante, que por medio de su muerte borraría los
pecados de los hombres y daría la felicidad a quienes le amaran, se confiaran a él y
siguieran sus huellas.
Isaías VII, 14 daba al «hijo de la virgen», que era identificado con la «semilla»
mesiánica de Isaías XI, 1, el nombre de Immanuel, lo que significa «Dios con
nosotros». Esta significación le daba el pueblo al nombre de Jesús, Jehoschua o
Joschua: «Tah-Socorro», Yahvé es socorro[143]. Es un hecho evidente que ya el
Servidor de dios, el Mesías sufriente de Isaías, llevaba este nombre, y que existía, no
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solamente, como lo reconoce Gunkel, un Cristo precristiano, «una fe en la muerte y la
resurrección de Cristo entre los medios judeo-sincretistas»[144], sino un Jesús
precristiano, siendo Jesús y Cristo dos nombres diferentes designando al Servidor de
dios, el germen de David anunciado por Isaías. Y estos dos nombres podían ser
yuxtapuestos cuando se quería designar simultáneamente, la dignidad mesiánica y la
dignidad pontificia del salvador. Jesús no era otra cosa más que el nombre general y
popular del salvador. Y, puesto que dos veces ya, en los momentos críticos de la
historia de Israel, un Jesús había salvado el pueblo y le había conducido del exilio a
su verdadera patria, lógicamente surgía la idea de que esta acción sería una vez más
llevada a cabo por otro Jesús. Si se tiene costumbre de objetar que Jesús era un
nombre muy extendido entre los judíos, es porque se invierte la relación causa efecto:
no fue por esta razón por la que el salvador fue llamado Jesús, sino a la inversa:
existía una predilección por este nombre porque era el del salvador, de la misma
manera en que en los estados monárquicos, se da a los niños el nombre de un
soberano eminente del que se espera el bienestar[145].
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5. La Buena nueva.
¿
E
N qué consistía la salvación que se esperaba? Los pasajes de Isaías y de la
Sabiduría, que hemos citado, responden a esta pregunta. El Mesías, del cual
se había esperado su llegada futura, ya ha existido. Servidor de dios.
Hombre de dolores, inmolado sobre la cruz por el pecado de los suyos, elevado al
cielo por dios, su padre, en donde juzga a los vivos y a los muertos. Únicamente hay
que observar que este juicio todavía no ha tenido lugar. Pero el Mesías volverá, su
llegada está próxima y, todos aquéllos que como él vivieron una vida de obediencia,
de humildad y de paciencia, serán elevados hacia él y tendrán parte en su felicidad.
La antigua idea de Josué, salvador sufriente, moribundo y resucitado como los
dioses-salvadores de Asia occidental, fue colocada en otra perspectiva nueva. Hasta
entonces había vegetado tímidamente en la penumbra de las herejías, alimentada por
las ideas correspondientes de las naciones paganas en contacto con los judíos, en
particular por el mithraismo (cuyo dios Mithra había encontrado un sosia judío en el
arcángel Miguel); se había manifestado solamente en ciertas costumbres populares
que permanecían incomprendidas por la masa, tales como las burlas del rey bufón y
de Jesús Barabbas. Esta idea había establecido una relación entre el salvador Josué
por un lado y la fiesta de la pascua con su cordero y la circuncisión por otro; fue
acompañada de una cena que constituía una acción de gracias por los dones de dios, y
en la cual participaban doce invitados que, consumiento el pan y el vino,
conmemoraban el sacrificio sangriento del salvador. En lo sucesivo, bajo la influencia
de Isaías y de la Sabiduría, estas ideas se precisaron y, para ser librados de la opresión
del pecado y ganar la vida eterna, se comenzó a considerar como indispensable la
adhesión a la secta de Jesús.
Todo ello se explica claramente si recordamos lo que hemos dicho al principio de
nuestro trabajo: en el comienzo de nuestra era, la opresión que pesaba sobre los
espíritus era sentida más vivamente que nunca. La antigua piedad judía se había
petrificado en el fariseísmo, hasta el punto de perder todo valor práctico para el
pueblo. Lo que exigía la Ley como condición para la inmortalidad individual,
sobrepasaba, con creces, la capacidad de un simple creyente. Un dios justo, del tipo
del Yahvé de los patriarcas, que juzga a los hombres rigurosamente, en función de sus
obras, no podía continuar siendo, para la masa, la garantía de felicidad eterna; era
necesario crear a un dios amoroso, indulgente con sus trasgresiones, que leyera el
corazón de los hombres y los juzgara en función de sus intenciones. Y este dios que
necesitaba el pueblo, era precisamente el dios que adoraban los gnósticos, que
predicaban una ciencia más alta de misterios divinos y, apoyándose sobre la antigua
significación substitutiva del cordero pascual y de la circuncisión, veían en Jesús el
hijo divino que se ofrece en holocausto por los pecados de los hombres, con el fin de
liberarles de una Ley de exigencias irrealizables. El mismo Isaías había comparado,
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capítulo LIII, al Servidor de dios con un cordero, y había mostrado cómo tenía lugar
en él el amor divino. El sacrificio expiatorio de Cristo se convertía en la prueba de la
misericordia y del amor de dios, cualidades más excelentes que su justicia. Para vivir
una vida agradable a dios, era menos importante ser justo que seguir los caminos, las
huellas y el ejemplo de Jesús, es decir, amar al prójimo y sacrificarse por él.
No es posible precisar el momento en que estas ideas gnósticas comenzaron a
extenderse, pero puede afirmarse que antes de la destrucción de Jerusalén sus adeptos
eran muy numerosos, aunque estuviesen dispersados por todos aquellos lugares en
que habitaban judíos: En Palestina, Asia Menor, Egipto, Grecia y Roma. A medida
que la desesperanza religiosa se hacía más profunda, los hombres se asieron a esta
nueva fe, como unico refugio de salvación y de esperanza. Posiblemente numerosos
apóstoles surgieron con ánimo de extender la buena nueva: el evangelio del salvador
Jesús, que, por la inocencia de su vida y por el sacrificio de su propia persona aplacó
el enojo de dios y nos manifestó su amor. Porque Jesús, el servidor de dios, ¡Era el
Mesías! Murió por nosotros sobre la cruz, totalmente humillado, sin que su naturaleza
divina fuese reconocida. Mas ha de venir sobre las nubes del cielo, como rey, del
mismo modo en que se ha representado al Mesías siempre. Quizás su llegada sea para
mañana y, ¡pobres entonces, aquéllos que no quisieron reconocerle! ¡Dichosos,
también, quienes viven como él vivió!
La crisis política y social, la miseria del pueblo judío bajo el yugo romano habían
exaltado los sentimientos religiosos y no podían más que incitar a los sectarios a
descubrir a sus compatriotas, lo mismo que a la humanidad entera, su ciencia (gnosis)
y conocimiento del hecho consumado (la muerte expiatoria del salvador), de la
misericordia de Yahvé, manifestada de este modo, y de la inminencia de la llegada
del reino de dios, con el fin de conducir a los hombres hacia la penitencia
indispensable para la salvación. Este mensaje debió de tener tanto más crédito, cuanto
se flagelaba al mismo tiempo la hipocresía y altaneria de los fariseos, de los cuales el
pueblo ya estaba más que hastiado, y que la vuelta de estos heréticos a la piedad
simple y sincera de los profetas y de los Proverbios del Antiguo Testamento, hacía
que la salvación fuese accesible a todos, bajo la única condición de esforzarse,
honesta y lealmente, en ser buenos.
Las Odas de Salomón muestran con nitidez los lazos que unen la nueva herejía
con la gnosis. Estos lazos están constituidos por el conocimiento de la verdadera
naturaleza de la divinidad, de su bondad y su amor encarnados en la persona de su
hijo que hace participar al creyente en la salvación. Los acentos triunfantes,
inspirados por la certeza de ser salvados, están penetrados de la idea de que es
únicamente el Conocimiento la causa de la salvación del hombre. Y las Odas no
permiten dudar, en absoluto, de que esta idea esté íntimamente unida a Isaías:
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Pero sufrí, me callé y permanecí mudo,
Como si no me hubiesen tocado,
Permanecí impasible como el acantilado rocoso
Azotado por las olas, que no gime ante el castigo.
Soporté humildemente su maldad
Para salvar al pueblo, para recibirle como herencia,
Para que las promesas hechas a los patriarcas no fueran vanas,
Promesas en que les aseguré para siempre su descendencia».
Estas palabras las dice el servidor de dios descrito por Isaías LIII, y que se
identifica con Yahvé, de la misma manera en que, conforme a la idea mesiánica
tradicional, Jesús-Mesías y Jahvé, fueron considerados idénticos, idea que servirá
mucho más tarde para contribuir a preparar el camino al dogma de la Trinidad. Podría
afirmarse que la idea del hombre de dolores del salmo XXII, martirizado y convertido
en objeto de burla, se transparenta en el pasaje en que se habla del reparto de los
despojos:
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EL JESÚS CRISTIANO
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1. El Jesús paulino.
G
ENERALMENTE, se ha visto en el apóstol Pablo a uno de los más
destacados representantes de la nueva doctrina, a aquél que luchó durante
toda su vida para liberarla de la Ley mosaica.
¿Quién era Pablo? Para informarnos acerca de él, tenemos dos fuentes: Los
Hechos de los Apóstoles y las epístolas que llevan su nombre. Examinemos,
primeramente los Hechos, que pretenden ponernos al tanto no solamente sobre la
persona de Pablo, sino también sobre la de Jesús y las primeras dificultades con que
tuvo que enfrentarse la nueva doctrina. Reconocemos, de todos modos, que cualquier
cosa que podamos obtener de estos escritos depende de la credibilidad que pueda
darse, desde el punto de vista histórico, a estos Hechos.
Algunos eruditos, entre otros Zeller, Schwegler, Hilgenfeld, Holsten, Overbeck,
Weizsácker, Holtzmann y Hausrath, atribuyen a este libro un valor histórico muy
limitado. Pero Harnack se tomó la molestia de rehabilitarlo, llegando a declararle un
documento histórico de primer orden, y sus esfuerzos fueron secundados por el
historiador Edouard Mayer, con su obra, en tres volúmenes: Ursprung und Anfangel
de Cristentums (origen y comienzos del Cristianismo, 1921)[148].
Desgraciadamente, las narraciones milagrosas, tan numerosas en los Hechos
como en los evangelios, deben, en conjunto, imponer algunas reservas al valor
histórico que Harnack atribuye, tan perentoriamente, a estos escritos. Además, las
analogías muy sospechosas de la mayoría de estos milagros con los de los evangelios,
las referencias al Antiguo Testamento, el paralelismo artificial de los milagros de
Pedro con los de Pablo[149], constituyen ciertas reservas contra el «historiador»
Lucas, que se habría limitado, con toda ingenuidad, a relatar lo que había oído a
testigos no menos ingenuos. ¿Cómo ver a un historiador digno de confianza en un
autor que presenta la ascensión de Jesús como un hecho histórico, poniéndose,
además, en contradicción formal con el final del tercer evangelio? ¿Cómo considerar
fiable a un historiador que, para armonizar su trabajo con una profecía del Antiguo
Testamento[150], se permite —el mismo Harnack lo reconoce— hacer una pomposa
escenografia para el milagro de Pentecostés y la distribución de las lenguas? ¿Cómo
considerar histórico a un autor que presenta como hechos reales la llegada del ángel
para librar a Pedro y Pablo de su prisión, la resurrección de Tabitha —leyenda que
tiene su origen y fundamento alrededor de las palabras «Talitha quimi»[151]—, la
conversión del carcelero, la doble conversión de Pedro y la del centurión Cornelio, y
otras historias igual de insulsas? Un hombre que vivía, como Harnak afirma de
Lucas, en contacto personal con Pablo y le acompañaba aun en sus viajes, ¿no
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debería conocer algo más la topografía de los lugares visitados por el apóstol? Pero
en los Hechos ignora tanto Asia Menor como en el tercer evangelio la Palestina. Sólo
conoce Italia, y sus narraciones de viaje carecen de precisión hasta el punto de
desesperar a los modernos biógrafos del apóstol, y le niegan toda credibilidad que se
desearía concederle como a un testigo inmediato y digno de confianza de los hechos a
los cuales debería estar mezclado[152].
Pero, es que ni siquiera el contenido que pudiera considerarse histórico de los
Hechos, permite afirmar que, quien los describe ha sido testigo ocular y, ni siquiera,
un escritor bien informado. Las acciones que dice tener lugar son tan contradictorias
y confusas como las indicaciones geográficas.
Robers y von Manen[153] en Holanda, Overbeck, Holtzmann y Jausrath en
Alemania han establecido la prueba irrefutable de que todo el cuadro histórico de los
Hechos está fundamentado en la fe concedida al historiador judío Josefo. La
ascensión de Cristo está calcada de la ascensión de Moisés de Josefo[154]. Los
nombres de Anás y Caifás, presentados en los Hechos y en el tercer evangelio como
dos sumos sacerdotes ejerciéndo conjuntamente el pontificado, como consecuencia
de una mala interpretación de Josefo (que habla de Anás como del jefe efectivo del
partido sacerdotal bajo el pontificado de Caifás): Gamaliel. Simón el Mago, Theudas,
Judas el Galileo, los Egipcios[155], Herodes Agripa, Berenice y Drusila, Félix y
Festus, todos estos personajes citados están tomados simplemente de Josefo y, en
ocasiones, en contradicción clara con otros escritos insertos en los Hechos. Por
ejemplo: La acción de Theudas se produjo realmente bajo Clodo, diez años después
del discurso conciliador atribuido a Gamaliel[156], mientras que Judas el Galileo, que
Gamaliel hace rebelarse tras Theudas, había suscitado esta rebelión cuarenta años
antes que Theudas. Es igualmente en Josefo[157] donde Lucas se inspiró para relatar
lo que sabe del hambre bajo Clodo[158]. Y. puesto que los escritos de Josefo fueron
redactados y no se extendieron hasta los últimos años del primer siglo, el autor de los
Hechos no pudo entonces escribir esta obra en calidad de contemporáneo de Pablo,
que se dice fue, en el año 64, una de las víctimas de la pretendida persecución de los
cristianos bajo Nerón.
El evangelio de Lucas supone que Jerusalén ha sido ya destruida[159], y que la
nueva fe se ha extendido en el mundo pagano[160]. Igualmente los Hechos contienen
indicaciones que permiten concluir que fueron redactados mucho más tarde de la
época en que hubiera podido vivir Pablo. Este escrito está cargado de anacronismos:
el autor no duda en trasponer las circunstancias históricas y las instituciones cultuales
del siglo segundo al primero, donde no se explicarían si los hechos hubiesen tenido
lugar como él lo cuenta. Lucas conoce ya la institución de los sínodos que, según
Eusebio, fueron creados en el siglo segundo con ocasión del cisma montanista[161].
Presenta a los primeros cristianos formando comunidades bien organizadas, con
obispos, presbíteros y diáconos, y hace mención del sacramento de la consagración
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de los sacerdotes, por la imposición de las manos, siendo los obispos los únicos
cualificados para realizar este rito[162], habla de la atribución de las funciones
eclesiásticas y, por lo mismo, cita encíclicas y decretos sinodales. Pablo predijo a los
moradores de Efeso que, tras su marcha, se producirían en su ciudad problemas
graves debido a la herejía[163], lo que parece aplicarse al movimiento gnóstico de
Cerinto que, en el siglo segundo tuvo a Efeso como punto de arranque, a menos que
se trate de una pura ficción imitando las desgracias que Jesús habría predicho en
Jerusalén para el fin del mundo.
El cristianismo descrito en los Hechos ha roto ya, conscientemente, con el
judaísmo que rechaza la nueva doctrina. El autor respira un odio profundo y evidente
contra los judíos. Pone en boca de Esteban un discurso que, en el cuadro de la
narración parece tan inoportuno como irreal e inverosímil[164]. Por todos los lugares
la nueva fe se enfrenta con oposiciones[165]. Unicamente los paganos acuden en
multitudes asombrosas[166], entre ellos se reclutan a los nuevos prosélitos. Se esfuerza
en desacreditar cerca de las autoridades romanas a los judíos, a los que ve como
adversarios irreductibles y, a quienes dibuja como hombres injustos, odiosos, malos y
fanáticos. El autor de los Hechos se empeña en congraciarse con los romanos,
haciendo ver que sus autoridades han mantenido una actitud acogedora hacia la fe en
Jesús, y que han tomado partido por Pablo contra los adversarios de éste. Su objetivo
es claro: conseguir que los romanos persistan en su actitud. Por esta razón presenta a
Pablo reclamando su título de ciudadano romano, cualidad que no hubiese poseído de
ser cierto que, en Efeso había sido arrojado a las fieras[167], y de lo cual, en los
Hechos, se acuerda muy tarde, tras haber sufrido toda suerte de penalidades y burlas
por parte de los judíos y de los paganos, sin hablar de las tribulaciones que habría
sufrido ni de los peligros que habría corrido en otras circunstancias[168]. Por las
mismas razones, por congraciarse con los romanos, Festus confiesa a Agripa que no
le encuentra ningún delito y, el mismo Agripa hace al apóstol esta confesión: «Pronto
me convencerás para que me haga cristiano»[169]. Todas las autoridades y todos los
tribunales de los romanos se muestran convencidos claramente de la inocencia del
acusado Pablo y, cuando le condenan, lo hacen únicamente cediendo a las instancias
del pueblo. Su actitud es similar a la que habían observado durante el proceso de
Jesús, cuando los judíos reclamaban, erróneamente, la muerte del salvador, mientras
que Pilatos se esforzaba en salvarle. Pero hay más: si Pablo es arrastrado por los
judíos delante del gobernador Félix, si es acusado allí y enseguida entregado por su
sucesor Festus a Herodes Agripa, que a su vez, le envía a Roma para que el
emperador pueda considerar su causa, en realidad lo que se está haciendo es imitar la
narración evangélica del proceso de Jesús, inspirándose tan manifiestamente en sus
mismos motivos, que todo lo que pudiera decirse del conjunto es demasiado[170].
Aquí como en los evangelios, la calumnia de sus adversarios presenta a los
cristianos como criminales políticos y fomentadores de revueltas, que ofendían al
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emperador y proclamaban a Jesús como rey[171]. Pero, tras lo que podemos conocer,
un odio tan radical y extendido de los judíos hacia los cristianos no podía explicarse
antes de la destrucción de Jerusalén. Este odio sólo podría explicarse con cierta lógica
después del año 70; podría comprenderse algo mejor todavía tras el primer siglo, y
encajaría perfectamente con la realidad histórica tras la sedición de BarCocheba. En
el año 136, cuando los judíos comenzaron a ver en los gnósticos (que hasta entonces
no habían sido más que una secta del judaísmo), a los peores enemigos de su religión,
cuando se separan definitivamente de la tradición judía, y tratan de enfrentar a todos
sus adeptos, y a los no prosélitos, contra los judíos, intentando a la vez captar el favor
de los romanos, presentando la doctrina gnóstica cristiana de la manera más anodina
posible.
El autor de los Hechos está tan penetrado del abismo que separa al cristianismo
del judaísmo, que no le es posible ya, colocarse en la situación de sus personajes.
Hace hablar a Pedro y a sus compatriotas judíos como a extranjeros, llamándoles
«hombres judíos»[172]. Pedro les dice: «Que todo el mundo de Israel conozca con
certeza que dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús que vosotros habéis
crucificado»[173]. «El dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo, Jesús, a
quien vosotros entregásteis y renegásteis delante de Pilatos, que tenía Intención de
soltarle. Habéis renegado del Santo y del Justo, y habéis pedido que se os conceda la
gracia de un asesinato. Habéis hecho morir al Príncipe de la vida, que dios resucitó de
entre los muertos»[174]. Vemos aquí al autor del tercer evangelio insistir sobre la
actitud de Pilatos tal y como la había descrito en su primera obra. Pero nadie puede
creer que, inmediatamente después de la muerte de Jesús, Pedro haya provocado de
esta manera a la multitud, que haya dicho a los judíos: «vuestros jefes» (L. c. 17), y
que, con ocasión de la resurrección de Jesús, se haya limitado a expresar el
testimonio de los discípulos[175]. El autor creyente del siglo segundo quiere afirmar
entre los fieles la fe en la historicidad de Jesús cuando pone en boca del jefe de los
apóstoles estas palabras: «resurrección de la cual nosotros somos testigos». Pero se
olvida que este testimonio no puede tener valor ante nuestros ojos más que a
condición de ser históricamente atestado como auténtico, y ni siquiera es capaz de
hacerlo verosímil. La narración está muy lejos de dar la impresión de que los
discursos de Pedro sobre Jesús estén fundados en una tradición autónoma,
independiente de los evangelios. Pedro se limita a repetir lo que dicen los evangelios,
y aún el estilo está fijado dentro de las formas convencionales y dogmáticas. Como
consecuencia de los formidables sucesos, todavía recientes, en los que el autor ha
debido estar presente, nos hubiese gustado encontrarnos con una nota de emoción
sincera, y quedamos totalmente decepcionados al oir machaconear una tradición
doctrinal y citar profecías traídas por los pelos. «Cuando se oye hablar a Pedro, dice
W. B. Smith, nadie tiene la sensación ni la impresión de que habla de un hombre
extaordinario, de ese Jesús que pretende haber conocido y amado»[176].
Las alusiones a los signos y a los milagros son superficiales o cargadas de
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dogmatismo. Pedro dice, II, 22 y ss.: «Hombres israelitas, escuchad estas palabras.
Jesús el Nazoreano, este hombre de quien dios dio testimonio delante de vosotros con
los milagros, los prodigios y los signos que obró por él en medio de vosotros, como
todos sabéis; este hombre entregado según los planes de dios, lo habéis crucificado, y
le habéis hecho morir en manos de los impíos. Dios le ha resucitado desatándole de
las ligaduras de la muerte, porque era imposible que fuese detenido por ella». Tras
esto aparece la citación de un salmo considerado anunciador y motivador de la
resurrección, de donde concluye el orador la certitud de que Jesús, elevado hasta la
diestra de dios, recibió del padre el Espíritu Santo que había sido prometido, y que ha
sido él quien ha provocado la efusión de este espíritu del cual los asistentes han sido
testigos. Tras esto les exhorta al arrepentimiento, y a hacerse bautizar en el nombre de
Jesucristo y a participar, de esta manera, en el don del Santo Espíritu. En los Hechos
existe otra circunstancia en la que Pedro habla de Jesús: delante del centurión
Cornelio. «Ya sabe lo que ha sucedido en toda Judea, tras haber comenzado en
Galilea, tras el bautismo que Juan predicó; sabe como dios ungió con el Espíritu
Santo y con su fuerza a Jesús de Nazaret, que iba de un lugar a otro haciendo el bien
y curando a todos aquellos que estaban bajo el poder del diablo, puesto que dios
estaba con él. Somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en
Jerusalén. Ellos le mataron y le colgaron del madero. Dios le resucitó al tercer día, y
permitió que se apareciera, no a todo el pueblo, sino a los testigos escogidos con
anterioridad por él, a nosotros que hemos comido y bebido con él, después de que
resucitara de entre los muertos. Y Jesús nos ha ordenado predicar al pueblo y
testimoniar que él ha sido establecido por dios juez de vivos y muertos. Todos los
profetas atestiguan que, quienquiera que crea en él, recibe en su nombre el perdón de
los pecados»[177].
Hay que comulgar con ruedas de molino para tragarse que Pedro ha sido capaz de
recitar este cúmulo de sandeces delante de personas cultas, y que tales personas han
aprobado su cantinela. Un resucitado que come y bebe con sus discípulos, y éstos lo
afirman apoyándose únicamente en su propio testimonio, es demasiado para un
hombre de aquella época, a pesar de la superstición de entonces y la credulidad frente
a los milagros. Se trata claramente de una generación posterior que expresa aquí una
creencia dogmática tal y como se podía expresar, en rigor, sin peligro de ser puesta en
entredicho, delante de una comunidad religiosa creyente, con el fin de moverla a
edificación.
Una vez más nos encontramos aquí al autor del tercer evangelio; el mismo que ha
imaginado el espisodio de los discípulos de Emaús, en donde éstos se habrían
colocado a la mesa con el Señor; el mismo que hace aparecer al resucitado en medio
de sus discípulos mientras están comiendo, para hacerse palpar por ellos y comer, a
sus ojos, pescado frito[178]; el mismo que hace aparecer al resucitado, en los Hechos,
hablando tranquilamente durante cuarenta días, tras su salida del sepulcro, con los
discípulos, como un espíritu entre espiritistas, sin tener miedo, por lo que parece, a
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herir el sentido crítico de sus lectores[179].
Se desprende, con claridad meridiana, que es imposible que Pedro, pretendido
discípulo del no menos pretendido Jesús histórico, pudiera pronunciar esas palabras.
La vida de Jesús se ha presentado como desarrollada no en Judea y en Jerusalén, sino
en Galilea. Los discursos de Pedro fueron inventados del comienzo al fin, lo mismo
que las circunstancias que dieron lugar a su pronunciación. Se trata de las ideas de
una época posterior las que tienen lugar en estos discursos, de lo que se deduce que es
imposible que el libro de los Hechos haya sido redactado pocos años después de la
década de los sesenta de nuestra era. Lo que decepciona nuestra esperanza de poder
encontrar en estos escritos aportaciones históricas aunque no fuesen más que
dudosas.
Pudiera hasta conceder que los textos «nos» llegan de un testigo ocular de los
sucesos que se relatan en ellos. Pero esto no podía tomarse como argumento de apoyo
de la opinión de Harnack. Porque, a pesar de la analogía de su estilo con el de las
otras partes de los Hechos, supone un choque y ruptura dentro del contexto en que
está colocado, que siempre deberá considerarse como un elemento extraño a esa
narración. El compilador los ha tomado de una fuente que nosotros ignoramos, y los
ha incorporado a su narración, tratando de igualar el estilo a su manera, degradándole
con la interpolación de milagros absurdos, tales como el de la resurrección de
Eutychus[180], la curación de los enfermos en la isla de Malta[181] y otras puerilidades:
por ejemplo, el ángel que consuela al apóstol en sueños y le promete que estará
presente delante del emperador[182], el discurso de Pablo y la ruptura del pan durante
la tormenta, las doscientas setenta y seis personas que se encontraban a bordo del
navío y que no había comido nada durante dos semanas[183].
No, lo repetimos, el autor del diario del viaje, sea el médico Lucas[184], o
cualquier otro compañero de Pablo, no puede ser identificado con el autor de los
Hechos, y este escrito no puede entonces tener ni la edad ni la validez documental
que la teología retrógrada de Harnack quisieran atribuirle. Nada más evidente que el
contraste que produce la figura de Pablo, tal y como es dibujada en los Hechos, y la
que se desprende de las epístolas que se le atribuyen.
Si existe alguna cosa cierta en la vida del apóstol es el conflicto que estalla entre
él, propagador de una herejía liberada del legalismo, una especie de misterio judío, y
aquéllos a los que se llama los antiguos apóstoles de Jerusalén, que se abrogaban el
título de sucesores del mismísimo Jesús. Las epístolas a los corintios, a los gálatas, a
los filipenses reflejan totalmente el conflicto que existe en sus raíces. Los judeo-
cristianos se oponen al antinomismo radical predicado por Pablo. Por esta razón se
esfuerzan en levantar obstáculos al apóstol de los gentiles, se introducen en sus
medios, contestan la doctrina predicada por él sobre la Ley, hacen sospechosa su
persona, excitan contra él a los miembros de las comunidades que ha fundado, y
tratan por todos los medios de conseguir que los paganos que se han hecho creyentes
se conviertan en observantes de le ley de Moisés. Es cierto que, si se cree Galatas II,
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se habría llegado a un acuerdo, en Jerusalén, entre Pablo y los primeros apóstoles, a
cuya cabeza figuraría el celoso Santiago. Los judeo-cristianos habrían reconocido la
misión de Pablo entre los paganos, y le habrían dado autorización para propagar el
evangelio sin la Ley. Pero la actitud equívoca de Pedro en Antioquía parece haber
agudizado el conflicto y provocado la ruptura. Desde entonces, los dos partidos se
levantan, el uno contra el otro, animados de la más irreductible de las hostilidades. En
sus epístolas, el apóstol defiende, con uñas y dientes, su actitud y fulmina contra sus
adversarios judeocristianos, a quienes califica de «perros», de «malos obreros», de
«castradores», porque, al exigir la circuncisión, han violado y destruido la vida de las
comunidades[185]. Poseen otro espíritu, otro Jesús diferente al suyo[186]. Maldice
igualmente a los adversarios que predican un evangelio que no es el suyo[187]. Los
judeos-cristianos aparecen como sus peores enemigos, el tormento de su vida. Le
impiden gozar del provecho y el éxito de su actividad misionera.
Tal es la impresión que se desprende de las epístolas paulinas con relación a este
conflicto.
Veamos ahora lo que dicen los Hechos de los Apóstoles.
En los Hechos existe Igualmente un problema entre Pablo y los hermanos de
Jerusalén, con motivo de la circuncisión. El capítulo XV Indica las medidas tomadas
por los partidos para llegar a un acuerdo, en el que se estipula que, en principio y con
ciertas condiciones, Pablo será libre para continuar su obra misionera entre los
paganos. Pero las circunstancias de este pretendido concilio de los Apóstoles en
Jesusalem se armonizan tan poco con lo que Pablo dice en su epístola a los gálatas
acerca de sus charlas con los hermanos, el papel que habría jugado el apóstol en esta
ocasión es tan diferente en las dos narraciones que, si se quiere admitir que se trata de
un hecho histórico, sólo uno de los dos puede encerrar la verdad[188]. Los Hechos —
está aquí lo esencial— ignoran todo el conflicto de Antioquía entre Pedro y Pablo,
conflicto que debía tener una importancia capital, en la vida de Pablo primeramente,
pero sobre todo en el futuro de la religión cristiana. Según los Hechos, no fue Pablo
sino Pedro quien primero llevó el evangelio a los paganos, por lo cual fue censurado
por sus hermanos[189]. En los Hechos no se mencionan para nada las dificultades que
los otros apóstoles habrían suscitado contra Pablo en su obra misional, ni la censura
que podían haberle hecho. En los Hechos siempre ha tenido por adversarios a los
Judíos ortodoxos, no a los judeo-cristianos.
Esta divergencia es tan fundamental, que por sí misma ya es suficiente para
reducir a nada la hipótesis de Harnack. Si se admite que el autor del diario de viaje,
compañero de Pablo en sus peregrinaciones misioneras y participante con él en su
cautiverio en Cesarea y Roma, haya podido escribirlo en vida del apóstol, debería
haber tenido conocimiento del conflicto entre Pablo y los judeocristianos, y no lo
pudo pasar en silencio. En su refutación de Harnack, titulada: Der Autor ad
Theophilum als Historiker (El Autor a Teófilo considerado como historiador),
Brüncker señala que «parece inconcebible que, en su exposición histórica, el autor de
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los Hechos no mencione siquiera la realidad a la que Pablo daba tanta importancia, a
saber: sus relaciones con los antiguos apóstoles de Jerusalén, antes y después de su
viaje, Gal. II, 1, en particular el conflicto de Antioquía, del cual nada se menciona. Y
los debates de Pablo con Pedro y Santiago, en Jerusalén, son presentados con otra
perspectiva diferente a la que Pablo presenta». Para Brückner, los Hechos serían una
deformación «consciente y querida» de lo que Pablo testifica con sus propias
palabras. «Es imposible imaginarse que un contemporáneo, un compañero, un
colaborador haya podido dar una versión tan deformada de los hechos atestiguados
por el mismo Pablo. El médico Lucas no puede ser, pues, el autor de los Hechos de
los Apóstoles. Las divergencias que existen entre los Hechos y la epístola a los
gálatas prueban de manera apodíctica que el autor a Teófilo pertenece a una época
mucho más reciente y que, cuando habla de lo que sucedió entre Pedro y Pablo, estos
hechos se remontan ya a un pasado muy lejano»[190].
Si ello es así, no podemos aceptar, sin desconfianza, los otros escritos que los
Hechos presentan sobre la vida de Pablo.
He aquí, primeramente, a Pablo persiguiendo con celo fanático a las comunidades
cristianas a causa de su actitud frente a la Ley. ¿Dispuso el autor de los Hechos, sobre
este particular, de una tradición autónoma? Al comienzo presenta a Pablo bajo el
nombre de Saulo, con ocasión de la lapidación de Esteban: «Saulo había aprobado la
muerte de Esteban»[191]. Pero la muerte de Esteban, por sus analogías con la pasión
de Cristo, demuestra ser pura ficción. Ya Baur, el gran teólogo de Tubingue, dudó de
su carácter histórico, sobre todo cuando el sanedrín judío, que no podía ejecutar a
ningún condenado a muerte sin el consentimiento del gobernador romano, desprecia
totalmente esta formalidad en el proceso de Esteban[192]. Por las mismas razones
Heitmuller duda de la presencia de Pablo en la ejecución de Esteban[193], y Smith, en
su obra «Jesús precristiano» ha puesto al desnudo los motivos que inspiraron la
ficción de una persecución de los seguidores de Jesús tras esta ejecución[194]. El
reproche que Esteban lanza a los judíos en su apología: «¿qué profeta no fue
perseguido por vuestros padres?», recuerda tan descaradamente a Mateo XXIII, 33 y
ss., y lo que se dice de los judíos en la primera a los Tesalonicenses: «que hicieron
morir al Señor Jesús y a los profetas»[195], que no puede invocarse que sea la obra de
un azar fortuito. Si el perseguidor del Mesías hijo de David lleva el nombre de Saulo
¿cómo no sospechar que el inventor de esta historia no se ha inspirado en Saulo (o
Saúl) del Antiguo Testamento, perseguidor de David?
Pablo exclama en la primera a los Corintios: ¿No he visto a nuestro Señor Jesús?
[196]. Y entre aquéllos a los cuales se ha aparecido el resucitado, él se considera el
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todos los detalles que da acerca de la conversión de Pablo. Guillaume Brünckner
piensa que toda la narración de la conversión, Hechos IX, repetido en los capítulos
XXII y XXVI, con todo lo que los Hechos cuentan del celo perseguidor de Pablo, VII,
58 y VII, 3, no es más que la ampliación de algunos detalles tomados de las epístolas
antes citadas[198]. Aparte de esto, los mismos párrafos de la conversión, que aparecen
en los Hechos, son confusos y contradictorios: Hechos IX, 7, los asistentes oyen una
voz, pero no ven nada ni a nadie; Hechos XXII, 9, ven la luz pero no oyen la voz.
Aquí, de los presentes, únicamente Pablo, ante la aparición cegadora, cae por tierra.
Allí, caen todos. Igualmente, las palabras oídas por Pablo varían según los lugares. El
nombre de Damasco ha sido tomado por el autor de los Hechos de 2 Cor. XI, 32, en
donde encuentra la narración de la persecución de Pablo en esta ciudad y de su huida
ayudado por los discípulos de Damasco que, durante la noche, le hacen descender en
una canasta a lo largo del muro. La misión que constituye el motivo de la presencia
de Pablo en Damasco, la de conducir cautivos, a Jerusalén, a los cristianos que había
en esta ciudad, es, históricamente improbable, puesto que los judíos de Damasco
pertenecían a la jurisdicción de Jerusalén[199]. Además, ¿qué sentido tiene, en tales
circunstancias, dejar tranquilos a los apóstoles en Jerusalén?
Claramente se demuesta que el autor de los Hechos había encontrado, en el
primer libro de Samuel XIX, 1821, la historia del rey Saul, homónimo del apóstol,
que envía emisarios a capturar a David; estos emisarios, a la vista de los profetas de
Najth cerca de Roma, son invadidos por el espíritu de dios y se ponen también a
profetizar, tras caer en éxtasis: el mismo Saúl se pone igualmente a proferir palabras
proféticas y permanece tumbado, día y noche, delante de la casa de Samuel, de ahí el
proverbio que se decía en Israel: «¿No se cuenta Saúl entre los profetas?». Se necesita
toda la ingenua credulidad de un teólogo para creer en la conversión de Pablo tal y
como viene descrita en los Hechos, para atribuir al «carácter único de la aparición de
Cristo delante de Damasco» (Holtmann), en la emancipación de Pablo de la Ley y su
doctrina de la regeneración del hombre que hace de él una creatura nueva en Cristo, y
para ver en todo el sistema teológico edificado por Pablo una generalización de esta
experiencia mística del apóstol, sobre todo cuando el autor de los Hechos ha tomado,
sin duda alguna, los detalles de su narración sobre la conversión de Pablo, de la
historia de Hellodoro, 2 Macc, III[200].
El autor de los Hechos, por lo menos el autor del texto primitivo, conoció las
cartas de Pablo y las utilizó en su narración. De aquí que sea llamativo y sorprendente
el que no hable, en ningún lado, de estos escritos, y que en general, parezca ignorar
completamente la actividad literaria del apóstol. Se sorprende uno, todavía más, del
contraste entre el carácter de Pablo tal y como se describe en los Hechos, y la figura
del apóstol tal y como se desprende de las epístolas. El Pablo de los Hechos es muy
distinto al Pablo de las epístolas. Es cierto que al comienzo, tanto de los Hechos
como de las epístolas, se nos presenta como un defensor fanático, hombre apasionado
que lucha contra los defensores de Jesús, que lanza amenazas y se alegra de la muerte
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de Esteban. Pero a partir de su conversión su carácter aparece tan dulce, paciente y
conciliador, que no puede reconocerse más en él al antiguo Saulo. En las epístolas, se
refleja como el mismo defensor celoso de la fe de sus comunidades, y escribe su carta
a los gálatas empapado de la más profunda desesperación, afirmando que no cederá
ni un ápice delante de los pilares de Jerusalén, los Pedros, Santiagos y Juanes, y que
no cederá, en absoluto, a los legalistas: «Quienes son los más considerados no me
impondrán nada»[201]. ¡Y en los Hechos este mismo Pablo no tiene ninguna dificultad
para reconocer la autoridad de los Doce! En el pretendido concilio de los apóstoles,
Pablo soporta que Pedro, que en las epístolas aparece como el más decidido de sus
adversarios, le corte la palabra, y se declare, en contra de toda verosimilitud, el
iniciador de la misión entre los paganos. ¡Nada menos que Pedro, que acaba de
escapar de la prisión y que, en lugar de esconderse, tranquilamente, como si nada
hubiera pasado, lanza sus discursos delante del concilio! Todavía más, el Pablo de los
Hechos es, aun en relación con los judíos, conciliador hasta la debilidad; a causa de
ellos hace circuncidar a Timoteo[202] y, con ocasión de su última estancia en
Jerusalén, toma parte en los cultos judíos: se somete, por razones de oportunismo, a
un juramento de nastreat y, para confundir a los que dicen que su doctrina amenaza el
Templo y la Ley, lleva con ostentación la vida de un judío fiel a la ley[203]. En los
Hechos XXIV, 14, confiesa delante del gobernador Félix, que sirve al dios de sus
padres según la vía de su secta, y que cree todo lo que está escrito en la ley y en los
profetas. En Hechos XXVIII, 17, asegura a los judíos de Roma que no tiene nada
contra su pueblo ni contra las costumbres de sus padres. En sus epístolas, al contrario,
fulmina todo sin parar, maldice y protesta contra todos que se oponen a su doctrina de
la abrogación de la Ley por Jesús y que, fieles a las ideas y a las costumbres
tradicionales judías, tratan de alejarse de las doctrinas del Señor Jesús y de sus
comunidades. Siendo la liberación de la Ley para Pablo, el fruto esencial de la
crucifixión de Jesús, declara en su epístola a los gálatas: «Es por la libertad que
Cristo nos ha rescatado. Permaneced firmes y no os dejéis colocar de nuevo el yugo
de la esclavitud. He aquí que os digo, yo, Pablo, que si os hacéis circuncidar, Cristo
no os servirá de nada. Vosotros estáis separados de Cristo, vosotros, los que buscáis la
justificación en la Ley; habéis perdido la gracia. Espero, en el Señor, que no pensaréis
de otro modo. Pero aquel que trata de turbaros, quienquiera que sea, cargará con su
culpa. ¡Ojalá sean mutilados todos aquéllos que tratan de inquietaros!»[204].
¿Qué ocurre en los Hechos con la doctrina de Pablo? Lógicamente, este escrito no
ignora el principio Paulino de la justificación por la fe y por la gracia de dios. En los
Hechos XIII[205], Pablo enseña que cualquiera que cree está justificado por Cristo de
todas aquellas cosas que los hombres no podían ser justificados por la ley de Moisés
(58). Los pecados son perdonados por Cristo[206]. Pablo y Bernabé exhortan a los
judíos y a los prosélitos piadosos, a ceñirse a la gracia de dios[207]. Los paganos
(hacia los que se ha vuelto el evangelio porque los judíos lo han rechazado) se
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alegran, glorifican las palabras del Señor, y «todos los que están destinados para la
vida eterna creen en él»; nos encontramos aquí con el eco de la doctrina paulina sobre
la predestinación[208]. Los apóstoles fortifican el espíritu de los discípulos, «les
exhortan a perseverar en la fe, diciendo que es necesario pasar por muchas
tribulaciones para entrar en el reino de dios»[209]. Estos pasajes, y muchos otros,
tienen por objetivo manifiesto el evangelio de Pablo[210], y ello concuerda con el odio
de los judíos, que surge, por todos los lugares por los que Pablo pasa, como
consecuencia de su doctrina. Se le reprocha enseñar a los judíos de la dispersión a
renunciar a Moisés y a servir a dios de una manera contraria a la ley, a no circuncidar
a los niños y a no conformarse a las costumbres[211].
En los Hechos IX, 20 se ve a Pablo, inmediatamente después de su conversión,
anunciar, en la sinagoga de Damasco que Jesús es el «hijo de dios». En los
Hechos XIII, 23 y ss., Jesús es, de acuerdo con las creencias mesiánicas de los judíos,
presentado como descendiente de David, y se dice que dios, según su promesa, le ha
suscitado como a un Salvador de Israel, tras haber sido anunciado por Juan
exhortando al pueblo a la penitencia. Resulta evidente que el autor de los Hechos se
acuerda del ministerio del Bautista, tal y como viene descrito en los evangelios, sobre
todo cuando Pablo en esta ocasión, de acuerdo con Luc. III, 8, da a sus auditores el
título de hijos de la raza de Abraham[212]. Y sigue: «Los habitantes de Jerusalén y sus
jefes desconocieron a Jesús y, condenándole, hicieron posible el cumplimiento de las
palabras de los profetas que se leen cada sabbat. Y, aunque no encontraron en él nada
que le hiciese digno de muerte, pidieron a Pilatos que le hiciera morir. Por lo que tras
cumplirse todo lo que se escribió sobre él, le descolgaron de la cruz y le colocaron en
el sepulcro. Pero dios le resucitó de entre los muertos. Se apareció durante varios días
a los que subieron con él desde Galilea a Jerusalén, y que ahora son los testigos
delante del pueblo». Estas palabras suponen igualmente el conocimiento del relato
evangélico, y nada prueba que fuesen realmente pronunciadas por Pablo, sobre todo
cuando, en este mismo discurso atribuido al apóstol, los cuatrocientos cincuenta años
que habría durado la época de los jueces, y los cuarenta años que habría durado el
reino de Saúl[213], están tomados de las Antigüedades de Josefo[214]. Y cuando, en los
Hechos, Pablo anuncia que la promesa hecha a los padres, dios la ha cumplido en sus
hijos, al resucitar a Jesús[215]. lo hace apoyándose en el salmo segundo y no en la
historia, lo mismo que Pedro y Juan ven en el mismo salmo una profecía anunciando
las trampas que los judíos y los romanos, bajo Herodes y Pilatos, han levantado
contra Cristo[216].
A los habitantes de Listre, Pablo y Bernabé aportan la buena nueva, y les exhortan
a renunciar a sus vanas divinidades, para volverse hacia dios viviente, que ha hecho
el cielo y la tierra[217]. Aquí Pablo permanece dentro de los límites del judaísmo. En
Filipo, invita al carcelero a creer en Jesús para ser salvado, y le anuncia la palabra de
dios y le enseña a creer en dios[218]; puede deducirse que le revela la manifestación
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del amor divino en el sentido de la secta de los adeptos de Jesús. En Tesalónica,
explica a los judíos «según las escrituras», que Cristo debía sufrir y resucitar a los
muertos. «Y este Jesús que os anuncio, decía, es el mismo Cristo»[219]. No se infiere,
de este pasaje, que hable de Jesús en tanto que personaje histórico tal y como viene
presentado en los evangelios; tampoco se infiere esto de XVIII, 5., en donde se
afirma que Pablo testifica a los judíos que Jesús era el Cristo. En efecto, ya sabemos
que el nombre de Jesús era la designación general del Salvador y el Servidor de dios
cargado con los sufrimientos de Isaías; y, siendo este servidor de dios identificado al
Mesías o Cristo, la conclusión era que el Mesías debía sufrir.
Lo que Pablo anunciaba a los atenienses no parece haberles dado la idea de que se
trataba de un personaje histórico; al contrario, oyendo hablar a Pablo «anunciando a
Jesús y la resurrección», le tomaron por un predicador de divinidades extranjeras[220].
En el Areópago, habla a los atenienses sobre un dios desconocido, Señor del cielo y
de la tierra, que creó el universo, que no habita en templos, que a todos da el aliento y
la respiración, que no está lejos de nosotros y en quien tenemos la vida, el
movimiento y el ser. Hasta ahora los hombres han vivido en la ignorancia, pero ahora
anuncia a todos «que deben arrepentirse, porque ha fijado ya el día en que ha de
juzgar al mundo, según la justicia, por el hombre que ha designado, aquel del cual ha
dado una prueba irrefutable al resucitarle de entre los muertos»[221]. En Efeso Pablo
hace de nuevo alusión al Bautista, que no bautiza todavía en el nombre del Señor
Jesús y no comunicaba todavía el Espíritu Santo a los que se hacían bautizar por él.
Durante tres meses habla sobre las cosas que conciernen al reino de dios[222]; a los
antiguos de la Iglesia recuerda que anunciaba «a los judíos y a los griegos el
arrepentimiento hacia dios y la fe en nuestro Señor Jesús Cristo»[223].
En los Hechos XX, 24 y ss. Pablo declara que ha recibido del Señor Jesús el
ministerio «de anunciar la buena nueva de la gracia de dios». En Hechos XX, 35,
llega a citar una palabra del Señor; mas resulta evidente que la idea, expresada
también en 1 Cor. IX, 18 y ss., acerca de la gratuidad del evangelio anunciado por
Pablo, recuerda al autor de los Hechos el pasaje del evangelio donde se dice que
existe más felicidad y dicha en el dar que en el recibir, palabras que el autor pone en
boca de Pablo. Una vez más nos encontramos en presencia de un recuerdo histórico,
sobre todo cuando el discurso de adiós del apóstol con los sombríos presentimientos
del peligro que le amenaza en Jerusalén está demasiado manifiestamente calcado e
imitado de los discursos que Jesús habría pronunciado en circunstancias análogas.
Delante del sanedrín, Pablo confiesa haber sido sometido a los tribunales a causa de
la esperanza y de la resurrección de los muertos[224], y reitera esta declaración delante
del gobernador Félix[225], y delante del rey Herodes Agripa[226]. Habla a Félix y a su
mujer Drusila de la fe en Jesús-Cristo, y discurre sobre la justicia, la temperancia y
sobre el juicio final[227], sin duda ninguna porque el autor de los Hechos leyó en
Josefo que Drusila había abandonado a su marido por Félix[228]. Pablo termina
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confesando a Agripa que, no resistiéndose a la visión celeste, predicó el
arrepentimiento primeramente a los de Damasco, posteriormente en Jerusalén, en
toda la Judea y, más tarde, entre los paganos. Añade que no se ha apartado en nada de
lo que los profetas y Moisés declararon que había de llegar, «que Cristo sufriría y
que, resucitado el primero de entre los muertos, anunciaría la luz al pueblo y a las
naciones»[229]. A los judíos de Roma anuncia el reino de dios, haciendo honor al
testimonio de la ley de Moisés y de los profetas, tratando de persuadirlos en cuanto a
la persona de Jesús[230]. Y, como no le comprenden, Pablo se consuela con el pasaje
de Isaías en el que se dice[231] que dios endureció el corazón de este pueblo insensible
y que endureció sus orejas, con el fin de que la salvación fuese llevada a los paganos,
—lo que resulta ser un plagio de las ideas que se encuentran en la epístola a los
romanos XI, 8 ss., de donde el autor debió tomarlas.
Lo que queda claro es que, de la doctrina de Pablo sólo llegan a conocerse
elementos muy superficiales, sea porque el autor de los Hechos no haya comprendido
muy bien en qué consistía esta doctrina, sea porque quiso informar a sus lectores
únicamente sobre los Hechos de los apóstoles, sin preocuparse demasiado por las
creencias que profesaban. Pero si algo resurge claramente de su exposición, es que el
centro de gravedad de la predicación misionera de Pablo, como de Pedro, era una
doctrina dogmática sobre Jesús, y no la exposición o propagación de la doctrina de un
Jesús histórico, ni un tratado de su vida. Llega a decirse claramente que Pablo, en
Roma, «enseñaba las cosas concernientes al Señor Jesús» (XXVIII, 31. 85.- L e.
159 s. 86.- Le. 185.); este modo dé expresarse no puede designar otra cosa más que la
doctrina sobre Jesús, considerado como Hijo de dios enviado por su Padre Celeste
por amor a los hombres, doctrina que tiene todo su peso en la muerte propiciatoria de
Cristo, en la inminencia del fin del mundo y del juicio final.
Si los Hechos nada nos enseñan sobre Jesús, tampoco nos informan mucho más
sobre el primer periodo de la propagación de la nueva fe. Lo que sí puede decirse del
autor de los Hechos es que trata, por encima de todo, de hacer de Jerusalén el punto
de arranque de la fe en Jesús. Por esta razón hace que Esteban sea lapidado y que
Pablo asista a esta ejecución; por ello se inventa también el episodio de la conversión
de apóstol en el que Pablo aparece dependiendo de Jerusalén, haciendo que quede
subordinado a los discípulos de esta ciudad lo que hará que, habiendo intercambiado
los papeles de Pedro y Pablo, sea éste el Iniciador de la misión entre los paganos,
pero encomendada o confirmada por Jerusalén.
El autor disponía, sin duda alguna, para montar su libro, de dos fuentes diferentes,
cada una de las cuales contaba la de uno de los apóstoles, Pedro y Pablo,
esforzándose en exaltar a su héroe en contra de su rival; el autor las combinó como
pudo, sin preocuperarse demasiado de las contradicciones que debían resultar,
necesariamente, de esta violencia hecha a dos documentos cuyas tendencias eran
diametralmente opuestas. La única preocupación que refleja el escritor es la de
presentar al excelente Teófilo, el cristianismo bajo la forma más favorable, dando una
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exposición de sus gloriosos orígenes. Se esforzó en ocultar el conflicto entre los
judeo-cristianos y pagano-cristianos, representados por los personajes Pedro y Pablo,
y de hacer de la Iglesia un oasis de paz, en lugar de un coto cerrado en donde tenían
curso libre todas las pasiones y rivalidades de partido. Quiso también terminar de
liberar a los cristianos de sus ataduras con la sinagoga, abolir el papel preponderante
que jugaba, en el misterio de salvación, la Ley judía con su circuncisión y sus ritos
trofológicos, e incorporar a los Judeos-cristianos en la unidad nueva de la religión de
misterios enseñada por Pablo. Por esta razón es necesario que, inmediatamente
después de la resurrección, el Espíritu Santo borre todas las diferencias que separan
los pueblos y las lenguas, que Pablo, defensor fanático del legalismo, sea llamado por
el mismo Cristo a la misión entre los paganos, que Pedro sea conducido por visiones
milagrosas a bautizar a un pagano, y que la comunidad de Jerusalén apruebe, en
sesión solemne, la actitud de Pedro y Pablo con respecto a los cristianos extranjeros a
la Ley. Resulta evidente, por lo que llevamos expuesto, que este andamiaje de falsas
verdades no pudo ser levantado entre los años 60 y 70, cuando los interesados vivían
todavía, sino que debió ser escrito, lo más pronto hacia el primer tercio y quizás,
como lo supone van Manen[232], hacia la mitad del siglo segundo.
Los Hechos de los Apóstoles pueden ser cualquier cosa menos un documento
histórico donde sea posible obtener la información, aunque no fuese más que
ligeramente verídica, acerca de los orígenes y la difusión del cristianismo. Se trata de
un factum adulterado, a sabiendas, desde el comienzo al fin.
«El autor de los Hechos de los Apóstoles, dirigidos al excelente Teófllo, dice
Hausrath, es, entre los escritores de la Iglesia primitiva, el primero (¿?) que está
plenamente convencido de su propia insinceridad y falsedad, y que da a los hechos el
aspecto que le conviene a la finalidad que se propone»[233]. Es inútil tratar de buscar
datos verídicos sobre el apostol, sobre sus viajes o sobre su carácter. Al contrario,
sobre este punto tanto como sobre los otros, todo es artificial, inverosímil y
desprovisto de valor histórico; los teólogos de Tubinga ya lo habían constatado: los
esfuerzos desesperados de una Harnack no podrán nada contra esta evidencia, ni
tampoco los esfuerzos de los borregos orgullosos que le secundan, a pesar del nombre
de historiadores con que se adornan, y por muy famosos que sean sus nombres.
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considerarlas falsas. Con una energía, digna de mejor causa, la teología llamada
histórica se agarra, como lapa, a la epístola de los romanos, a las dos epístolas de los
Corintios, y a la epístola de los Gálatas, defendiendo su autenticidad, que no sería
capaz de abandonar sin trastocar las bases de su sistema de reconstrucción de los
orígenes del cristianismo.
Puede concederse que, en una época muy remota, circularían cartas con el
nombre de Pablo, pero Eusebio declara que el apóstol aunque particularmente dotado
para el arte epistolar, no escribió más que «algunas cartas muy breves». Hemos visto
que el autor de los Hechos utilizó, al menos, las dos cartas a los Corintios en su
narración acerca de la conversión de Pablo, pero es lógico preguntarse si estas cartas
tuvieron, desde el comienzo, la forma y el fondo con que nosotros las conocemos hoy
día. La realidad es que la crítica ha demostrado claramente que aún las principales
epístolas que acabamos de citar no son más que una compilación de elementos
heterogéneos. Las singularidades de toda clase que rezuman, y las exageraciones
manifiestas que las salpican fueron varias de las razones que condujeron ya a Bruno
Bauer en su Kritik des paulintschen Briefe (Crítica de las cartas paulinas, 1850-52), y
tras él a la escuela holandesa llamada radical[234] a ver, aun en las cuatro cartas
principales atribuidas al apóstol, productos de la primera mitad del siglo según.
¿Cómo puede considerarse serio a quien nos quiera hacer creer en los peligros que
Pablo ha pretendido haber sufrido cuando, por ejemplo, dice que en Efeso combatió
contra las bestias feroces, y que no fue salvado más que por la gracia de dios, o
cuando, 2 Cor. XI, 23 ss., pretende haber «permanecido día y noche en el fondo del
mar», lo que Weizsacker traduce, para suavizarlo: «Día y noche fui zarandeado por
las olas»? ¿Qué puede decirse de la jactancia del apóstol que declara haber extendido
abundantemente el Evangelio de Cristo desde Jerusalén hasta el país vecino de Iliría,
de suerte que nada le queda ya por hacer en estas regiones[235]? Se descubre aquí
claramente la voz del turiferario del apóstol perteneciente a una generación de
epígonos y que, no pudiendo exaltar demasiado a su héroe, no tuvo inconveniente en
alterar los textos primitivos y llenarles con declaraciones de esta laya. Únicamente así
pueden explicarse ciertos pasajes como el de la epístola a los romanos que trata de la
difusión del evangelio: «Su voz alcanzó toda la tierra, y sus palabras hasta los
extremos del mundo»[236]. Estas palabras sólo han podido ser escritas en una época
en que la nueva religión se había extendido lejos, y no al comienzo de sus orígenes,
en los años cincuenta o sesenta del siglo primero, cuando el evangelio no podía haber
sido llevado a todos los judíos de la dispersión. ¿Con qué derecho hubiese podido
Pablo comparar a los judíos con las ramas cercenadas de un olivo, o decir que estaban
caídos y que dios había demostrado su severidad hacia ellos[237]? Antes del año 70
nada se había producido que pudiese justificar semejante afirmación, y sobre todo, no
existía ninguna razón que pudiera justificar el endurecimiento de Israel[238]. O el
conjunto de los capítulos IX a XI de la epístola a los romanos es una Interpolación, o
este trozo demuestra que toda la epístola es de fecha posterior a la destrucción de
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Jerusalén, «que hubiese sido, tras la pretendida muerte de Jesús, el primer hecho
importante en que podían ver los cristianos un juicio divino» (van Manen, o. c.
159 ss.).
Para los teólogos paulinos, la epístola a los Gálatas es el escrito «más auténtico de
todos». Está considerada como la carta más antigua entre las paulinas que nos han
llegado —sería, pues, el documento más antiguo de los orígenes del cristianismo— y
también sería, entre todas las epístolas de Pablo, la que proporciona los detalles más
ciertos sobre el apóstol. Pero para el lector no preparado, es precisamente la carta a
los Gálatas la que menos da la impresión de autenticidad. Se concibe muy mal que
esta carta, de carácter tan dogmático y de forma tan concisa que ni siquiera puede ser
comprendida por los teólogos, haya sido dirigida por Pablo —lógicamente debemos
de pensar que con el fin de hacerse entender— a una comunidad de celtas que
acababa de ser fundada e instruida en la fe. Es precisamente en esta carta en donde las
singularidades, las contradicciones y las exageraciones se acumulan de una manera
insoportable[239]. Pablo se presenta como un apóstol, «no de la parte de los hombres
ni por un hombre»[240]. Declara de manera solemne, llegando al juramento: «Delante
de dios, yo no miento en absoluto»[241], que el Evangelio que anuncia no es del
hombre; porque él no lo ha recibido de un hombre, sino por revelación de Jesús-
Cristo. Recuerda cual fue, en otras ocasiones, su conducta en el judaísmo, cómo
perseguía y diezmaba la Iglesia de dios, y cómo estaba mucho mejor preparado que
otros en la ley judaica, siendo animado por un celo excesivo hacia las tradiciones de
sus padres. Pero en cuanto le plugo a dios revelarle a su Hijo con el fin de que le
predicara entre los paganos, no consultó ni la carne ni la sangre, y no subió a
Jerusalén hacia aquellos que fueron apóstoles antes que él, sino que se dirigió a
Arabia, de donde regresó a Damasco. Únicamente tres años más tarde, según esta
epístola, se habría dirigido a Jerusalén, para conocer a Pedro. Habría permanecido
quince días en su casa, pero sin ver a ningún otro de los apóstoles, a no ser a
Santiago, el hermano del Señor, y tras esto se dirigió a las regiones de Siria y de
Cilicia. Lo que hubiese hecho de él un desconocido de cara para las comunidades de
Judea, y éstas sólo sabrían de oídas que su antiguo perseguidor anunciaba ahora la
misma fe[242].
Este contenido resulta poco verosímil, sobre todo si se admite, con los teólogos,
que Jesús fue un personaje histórico. En esta hipótesis hubiese sido muy natural que
Pablo —además es lo que cuentan de él los Hechos— se pusiera lo más rápidamente
en contacto con los que habían conocido personalmente a Jesús, que podían enseñarle
sobre su persona y doctrina. Pero hacerle desaparecer durante tres años en Arabia, sin
duda para permitirle prepararse para su carrera de apóstol, es considerar demasiado
ingenuos a los lectores. Toda esta parte de la epístola a los gálatas ha sido
manifiestamente redactada con el fin de oponerse al relato de la conversión de Pablo
que se da en los Hechos, obra que el autor tuvo, ciertamente, ante sus ojos. Este texto
tiene como única finalidad la de establecer la autonomía absoluta de Pablo, su
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Independencia de los judeo-cristianos de Jerusalén y la originalidad de su doctrina.
La única tendencia que descubre es la de glorificar al apóstol.
Todos los otros detalles personales de la carta de los Gálatas concurren a este fin.
Catorce años después (¿de qué?) Pablo afirma haberse dirigido, tras una revelación
(¿?), por lo tanto sin ser forzado, a Jerusalén con Bernabé y Tito, para exponer allí su
evangelio a los notables y justificarse ante ellos. Tuvo tanto éxito que su compañero,
el griego Tito, no tuvo inconveniente en hacerse cincuncidar. «Los que eran tenidos
por más dignos —hubieran sido lo que hubieran sido; ello no importa porque dios no
hace acepción de personas—, los que eran tenidos por más dignos no me impusieron
nada. Al contrario, viendo que el evangelio se me había confiado para los
Incircuncisos, —ya que quien hizo de Pedro el apóstol de los circuncisos hizo de mí,
también, el apóstol de los incircuncisos—, y habiendo reconocido la gracia que me
había sido concedida, Santiago, Pedro y Juan, que son tenidos por columnas, nos
dieron, a Bernabé y a mí, la consagración, con el fin de que fuésemos a los paganos,
mientras ellos se dirigían a los circuncisos. Lo único que nos recomendaron era que
nos acordáramos de los pobres, lo que tuve siempre cuidado en hacer»[243].
Uno tiene la sensación de que esta exposición va dirigida, también, contra los
Hechos de los Apóstoles, en particular contra su narración del concilio de Jerusalén,
donde habrían sido fijadas las condiciones para la evangelización de los paganos. El
texto está ya condenado por su absoluta falta de veracidad: las distinciones que en
esta carta Pablo pretende hacer de su actividad misionera, eran impracticables, puesto
que supone estaba obligado a predicar siempre, como los apóstoles judeo-cristianos,
en las sinagogas. Una vez más nos encontramos al autor de la epístola tratando de
colocar a su apóstol por encima de los de Jerusalén, de los pilares que no tenían por
qué darle órdenes. El autor de los Hechos, o del documento en que se inspira este
escrito, había hecho de Pedro el iniciador de la misión entre los paganos, invocando,
en apoyo de sus palabras, el episodio de la conversión del centurión Cornelio, aunque
la significación dada a este episodio está totalmente inventada, puesto que el debate
sobre la actitud a tener hacia los pagano-cristianos con respecto a la Ley, hubiese sido
supérflua si lo que se relata del centurión y de Pedro hubiera, efectivamente, teniendo
lugar. Inversamente, el autor de la carta a los gálatas lleva a Pedro al patíbulo, por la
actitud equívoca que habría tenido en Antioquía, con ocasión de la comida que
compartía con los paganos, y castiga la falta de carácter y la hipocresía del gran
apóstol[244]. No se puede decir si todo esto es, históricamente, exacto. Es posible que
unos hechos de esta característica hayan tenido lugar entre los judeocristianos, sin
que quizás, Pedro haya participado, y el autor de los Hechos ha podido alterar este
episodio con el fin de crear la historia del centurión Cornelio, y acrecentar la gloria
de su apóstol preferido. Lo que parece indiscutible es que el autor de la epístola a los
gálatas se ha propuesto por objetivo el levantar a Pablo por encima de Pedro, y
desacreditar a éste ante el lector, a ser posible tanto como el autor de los Hechos
había levantado a Pedro por encima de Pablo. Toda la epístola está escrita con el fin
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de refutar la exposición de los Hechos; y como una epístola paulina que se precie no
puede carecer de controversias dogmáticas, el autor tomó para su carta los elementos
que quiso de las epístolas a los romanos y a los corintios, aunque reduciéndoles y
abreviando de una manera tan artificial, que es imposible comprenderlos sin recurrir a
los originales.
Es cierto, pues, que el autor de la epístola a los Gálatas ha tenido ante sus ojos los
Hechos de los Apóstoles que son un escrito reciente, o, más exactamente, una de las
fuentes, de la misma manera en que el autor de los Hechos conoció las dos cartas a
los Corintios. En efecto, el pasaje Gal. 1. 13 ss., en que Pablo justifica su evangelio
por una revelación y se acusa de haber sido un defensor fanático de la ley, no ha sido
escrito más que en consideración de los Hechos. El autor de la epístola a los Gálatas
ignora, lo mismo que el autor de los Hechos, cómo el Pablo «histórico», autor de
algunas cartas muy cortas mencionadas por Eusebio, recibió su evangelio. En todo
caso, el autor de los Hechos no conoció la epístola a los Gálatas, puesto que de lo
contrario la habría utilizado para describir con más precisión las relaciones que
ataban al apóstol a sus comunidades, en vez de contarnos unos mitos. Es poco
probale, por no utilizar otra expresión, que la oposición del Pablo histórico al
judaísmo haya sido tan radical como se presenta en las epístolas, en particular la
dirigida a los gálatas, y que el conflicto judeo —y paganocristiano— haya alcanzado
tales cotas desde la mitad del primer siglo, antes ya de la destrucción de Jerusalén.
Ni los Hechos ni las epístolas paulinas nos dan, pues, un retrato mínimo del
apóstol Pablo. Pero puede admitirse que el Pablo histórico —de haber existido alguna
vez— debía —lo que supone también van Manen— parecerse más al de los Hechos
que al de las epístolas, y no puede haber sido más que un fundador de pequeñas
comunidades sin importancia. Puede suceder, además, como lo piensan los
holandeses, que las epístolas sean escritos puramente ficticios, que hayan colaborado
varios autores en ellos, durante épocas sucesivas, y que el nombre de Pablo sea la
marca de una escuela que, tras la destrucción definitiva de Jerusalén por Adriano,
origen del odio visceral entre cristianos y judíos, haya inventado a este personaje para
conseguir que el cristianismo se emancipara completamente del judaísmo y para
poder invocar su autoridad en favor de la doctrina antinomista[245]. Mientras los otros
representantes de la joven religión se reclaman herederos del pretendido personaje
histórico de Jesús, una doctrina que parecía tan singular y subversiva no podía
reclamar sus orígenes ni siquiera de un discípulo inmediato del Salvador. Pero era
necesario tomar para sí la persona de Jesús para poder luchar con éxito contra la vieja
escuela todavía empapada de judaísmo, y, apoyándose sobre el evangelio dar a la
oposición, contra la tradición, el peso de una revelación emanada directamente de la
persona de Jesús. Por esta razón se crea la figura de Pablo, antiguo defensor judío y
discípulo de los fariseos, perseguidor de los cristianos, más tarde convertido por una
visión, y mostrando al combatir la Ley el mismo celo que había demostrado para
sostenerla, convirtiéndose en el inspirador de un cristianismo totalmente espiritual, y
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facilitando con su ejemplo, a los otros judíos, su emancipación de la ley.
Existe otro punto que es necesario tocar la leyenda que hace de Pablo un antiguo
fariseo. Esta leyenda resulta demasiado sospechosa. Un discípulo de Gamallel,
debería, a lo que parece, conocer por lo menos el hebreo y saber a fondo las
Escrituras. Pero no parece que la lengua hebrea haya sido familiar al autor de las
epístolas paulinas. Cita las escrituras según la versión griega, y las libertades que se
toma con el texto sagrado, acomodándole a las necesidades del momento, la
inexactitud de sus citaciones y las faltas groseras que comete en cuanto a la forma y
fondo no pueden ser atribuidas a un antiguo discípulo de los fariseos y defensor de la
Ley[246]. ¿Cómo es posible, además, que estas epístolas hayan permanecido
completamente desconocidas hasta mitad del siglo segundo, y no hayan sido
mencionadas por ningún autor, ni cristiano ni pagano? Tras los estudios de Loman
puede afirmarse que no habría habido pruebas ciertas de la existencia de las epístolas
paulinas antes del año 180[247], y este silencio de un siglo todavía no ha encontrado
una explicación válida[248]. Puede declararse, como se ha hecho, que estas epístolas
son «originales, geniales, únicas en su género», pero este silencio se hace entonces
todavía más significativo. Ya Schopenhauer estimaba que el poco tiempo que se
suponía que había transcurrido desde la muerte de Jesús y la redacción de las
epístolas paulinas era un argumento en contra de su autenticidad y se extrañaba
mucho que «Pablo pudiera seriamente presentar como a un dios encarnado, idéntico
al creador, a un hombre muerto hacía poco, conocido por sus contemporáneos,
cuando las apoteósis de este género y de esta envergadura, para ser tomadas en serio,
necesitan muchos siglos de maduración»[249].
Si los teólogos piensan que pueden probar la autenticidad de las epístolas paulinas
únicamente con los medios de la crítica literaria, puede respondérseles, que el estilo
personal de Pablo se explica muy bien, y aún mejor, por la manera de sentir y
reaccionar de un gnóstico anónimo de mediados del siglo II, que por la de un apóstol
Pablo que habría vivido en el siglo primero y que nos resulta igualmente
desconocido, y sobre todo cuando se tiene en cuenta que no disponemos de ningún
texto típico que pueda ayudarnos a controlar la autenticidad del estilo paulino. Los
argumentos de orden sentimental y las afirmaciones proferidas en un tono de
infalibilidad científica, como los teólogos tienen por costumbre proclamar para
demostrar la autenticidad de las epístolas paulinas valen igualmente para cualquier
tipo de escrito; es suficiente tener el sentimiento de esta autenticidad y de saberlo
expresar de una manera impresionante[250].
De ordinario, los teólogos establecen una correlación estrecha entre la
autenticidad de las cartas paulinas y la del Jesús histórico, pensando que si se admite
la autenticidad de las epístolas, se podrá concluir y aceptar la historicidad de Jesús.
Se equivocan totalmente. Van Mane, que dudaba al comienzo de la existencia
histórica de Jesús, no dejó de lado sus dudas hasta el momento en que reconoció que
las epístolas eran falsas, y Robertson confiesa que fue precisamente la convincción de
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la autenticidad de las principales epístolas paulinas, lo que le confirmó su opinión del
carácter mitológico y legendario del relato evangélico, lo mismo que el estudio de la
situación histórica del libro de los jueces dio lugar a sus dudas relativas a la
historicidad del relato del Hexateuco[251]. El problema de la interpretación dada por
Pablo al Jesús histórico es absolutamente independiente del problema de la
autenticidad de sus epístolas, y todo lo que puede decirse es, que si estas epístolas son
auténticas, la hipótesis de la historicidad de Jesús pierde su principal y aun, como
hemos de verlo, su único sostén; la duda, pues, no puede ser evitada.
c) La cristología paulina
¿QUÉ enseña Pablo sobre Jesús?
La doctrina de Pablo está totalmente fundamentada sobre la convicción,
compartida con todos los gnósticos, que el mundo existente es funcionalmente malo y
que las creaturas son esencialmente miserables. El mundo está sometido al dominio
de los demonios y de los espíritus estelares mal intencionados que hacen intervenir
todo tipo de influencias nefastas bajo las órdenes de Satán. Al siniestro poder de esos
seres los hombres están sometidos sin ninguna posibilidad de defensa. En vano
querrían rebelarse contra la esclavitud que pesa sobre ellos bajo la forma de un
destino escrito en las estrellas. El diablo es el dios de este mundo[252]. El mundo está
sometido a la corrupción, a la muerte. Y, con los hombres, todas las creaturas están
sometidas a la opresión del mal y aspiran a ser libradas de la perdición.
¡Si el hombre tuviera, al menos, la posibilidad de elevarse, con ayuda de su
espíritu, en la conciencia de su propio valor, por encima de este mundo! Pero la
voluntad humana está sometida por la ley del pecado, como la naturaleza está
sometida a la corrupción[253]. A pesar del conocimiento superior, el hombre no es
capaz de hacer el bien que desea. Con una fuerza irresistible el pecado le obliga a
hacer lo que rechaza su razón, como si el hombre no fuese el jefe absoluto de sus
propias acciones, sino que fuese el pecado quien determinara lo que debe hacer[254].
Puede tratar uno de alcanzar la perfección, de aspirar a librarse de la esclavitud del
pecado: la realidad es que no existe el justo, no hay uno solo que merezca ese título.
Todos los hombres son pecadores. Y si alguno quiere arriesgarse a culpabilizar a dios,
Pablo les dirá que la creatura no tiene ningún derecho contra su creador, y que éste
tiene el poder y la libertad y el derecho de obrar con respecto a sus creaturas tan
arbitrariamente como el alfarero lo puede hacer con respecto al trabajo de sus manos:
puede conservar los vasos que fabrica o destruirlos. Dios tiene piedad de quien quiere
y endurece y prueba a los que quiere, con el fin de mostrar su poder a los hombres y
con el fin de revelarlos su gloria[255]. Antes de la creación ha predestinado a los
hombres al bien y al mal. El hombre, pues, está incapacitado para liberarse, por sus
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propios medios, del pecado incrustrado en su naturaleza, en su carne. Con la
imperfección moral y risita del hombre, el pecado le arrastra a la muerte que resulta
ser la consecuencia natual[256]. La esclavitud exterior bajo el yugo de la naturaleza, se
multiplica con la esclavitud interior bajo el yugo del pecado y su ley. Tenía, es cierto,
la facultad de pecar, pero sin ser, desde el comienzo, realmente un pecador. Porque
fue tras su desobediencia a dios que el pecado, que hasta entonces no existía en él
más que en forma virtual, se convirtió en efectivo. Su caída arrastró a toda la
humanidad bajo el yugo del pecado, y la convirtió en víctima de la muerte[257].
Hasta el momento en que la Ley no fue proclamada a los hombres, aun
permaneciendo bajo el dominio de la muerte y del pecado, el hombre no tuvo
conciencia clara de este último. Es por medio de la Ley de Moisés que el pecado se
manifestó, y se convirtió en una transgresión de una orden divina[258]. Pero el
conocimiento del pecado no ha liberado a los hombres, ni les ha conducido a la
justicia: al contrario, la Ley ha aumentado su pecado. Lo que está prohibido estimula
el deseo, y la Ley exasperó los malos Instintos, tomó de alguna manera la disculpa de
los mandamientos para seducir a los hombres y sujetarlos definitivamente a la
muerte. Sin la Ley el pecado estaba muerto. Por la Ley el pecado recibió la vida, y los
hombres la muerte.
En lugar de ser una bendición para el mundo, la Ley se convirtió en una
maldición. En lugar de debilitar el pecado, la Ley le dio nuevas fuerzas[259]. La Ley,
por lo tanto, no puede salvar al hombre la Ley sólo puede engendrar en el hombre un
espíritu de temor y de esclavitud. Aquéllos que están bajo la Ley, como sucede con
los judíos, no son libres, sino al contrario: esclavos del pecado[260]. Si no hay ninguna
posibilidad de rescatarse, no queda otro remedio que lanzar este grito de
desesperación: «¡Qué hombre tan desgraciado soy! ¿Quién me librará de este cuerpo
de muerte?»[261].
Existe, a pesar de todo, la posibilidad de un rescate. Dios no es solamente el dios
justo que juzga a los hombres según sus acciones en función de la Ley, también es un
dios de clemencia y de misericordia. Unicamente colocándose bajo este punto de
vista puede comprenderse la verdadera significación de la Ley. En efecto, aunque
aumentando el peso de los pecados que pesan sobre la humanidad, la Ley no les ha
sido dada para su perdición, sino para su salvación. La Ley tenía como finalidad la de
hacerles conocer el pecado[262]. La transgresión de la Ley era el objetivo de dios al
proclamarla[263]. La Ley sería comparable al maestro a quien los hombres están
sometidos durante su minoría de edad, pero no para permanecer bajo él, sino para ser
liberados de él en cuando hayan alcanzado la siguiente etapa de su vida[264]. Los
judíos están en el error cuando creen que poseen en la Ley la expresión perfecta del
conocimiento de dios[265].
La Ley sólo nos conduce a la Idea de un dios justo. Pero el dios de Amor, el Padre
misericordioso de los hombres, es superior al dios justo[266]. Porque «cuando los
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tiempos fueron llegados», es decir, cuando el ciclo de años previsto por dios fue
concluido, (idea babilónica y parsista, que se encuentra también en la idea hindú de
las kalpas), plugo a dios enviar a su Hijo para llevar a los hombres la salvación. Y es
aquí en donde se manifiesta la verdadera naturaleza de dios, que es amor y
misericordia: dios tuvo, pues, piedad de la miseria de los hombres. Por esta razón
entregó a su Hijo a los poderes enemigos de los hombres y no le perdonó. Los
«príncipes de este mundo» tomaron al «Señor de la gloria» y le crucificaron, porque
ignoraban el plan divino de salvación, la «Saviduría de Dios» —en el caso de haberlo
conocido, no hubiesen crucificado al enviado de dios— y, sin saberlo, pusieron de
este modo fin a su propia dominación[267].
Tal es, en efecto, la interpretación gnóstica de Sab. III[268], donde se dice que los
malos y los impíos que atentan contra la vida del justo: «Tienen tales intenciones en
su locura, porque su maldad les ciega, y no han conocido los misterios de dios».
Estos «príncipes de este mundo» no son, como pudiera creerse, los sacerdotes y
antepasados de los judíos, ni las autoridades romanas, sino los espíritus estelares, las
constelaciones otoñales e invernales: en el momento en que el «Señor de gloria», es
decir, el sol, avanza sobre la rama descendente de su órbita, tales espíritus se ponen
en movimiento, se preparan para combatirle y le clavan en la cruz (la cruz otoñal), o,
en lenguaje de la mitología astral, «muere». Esta misión de su Hijo ha permitido a
dios satisfacer a la vez a su justicia y a su amor, a su justicia en tanto que Cristo se ha
ofrecido como sacrificio por los hombres y que por esta acción ha reconciliado con
dios el mundo caído y rebelado contra él[269]; y a su amor, en tanto en cuanto Cristo
estaba sin pecado y por lo mismo, calificado para expiar, por substitución, los
castigos de la humanidad, al ser tratado por dios como un pecador con el fin de
justificar delante de él a los otros hombres[270].
Dios, que hasta entonces estaba escondido, se ha manifestado a los hombres. Se
ha aparecido a ellos en la imagen de su Hijo, y de este modo se ha sacrificado por la
humanidad. En lo sucesivo los hombres saben que dios tiene cuidado de ellos, no por
razones de justicia, sino por amor paterno, tomada esta palabra en el doble sentido de
amor hacia los hombres y de amor hacia Cristo, glorificado por su muerte. Los
hombres saben ahora que son amados por dios y que son «sus hijos»[271]. Le llaman
«Padre»[272], y, particularmente aquellos que creen en Jesús, le consideran como su
Padre, cuyo amor llena sus corazones[273]. Por esta razón no solamente liberados del
miedo que inspira a los hombres la idea de un dios desconocido[274], sino que, la
certeza de ser unos elegidos de dios, los Hijos de dios y, consecuentemente, sus
herederos, les permite además despreciar los sufrimientos de los tiempos presentes,
teniendo los ojos fijos en la gloria futura que les espera[275]. ¿Si dios está con
nosotros, quién podrá atacarnos? Y él, que nos ha dado su propio hijo, que lo ha
entregado por nuestra salvación, ¿no nos dará, Igualmente, todas las cosas con él?
¿Quién se atreverá a acusar a los elegidos de dios?[276].
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Y si dios, bajo las apariencias de su Hijo ha descendido sobre la tierra y se ha
sacrificado por los hombres, es necesario que el Hijo divino se haya presentado con
una naturaleza idéntica o, por lo menos, semejante a la de los hombres, en una carne
parecida a la carne del pecado[277]. La idea del sacrificio expiatorio y substitutivo lo
exige. En efecto, según las ideas judías el Salvador y Mesías debía ser descendiente
de la casa de David. Debía estar sometido a la Ley, si no no hubiese podido caer bajo
el alcance de la maldición, ni tomar sobre él los pecados, consecuencia de la Ley.
Pablo enseña que el Cristo, el Salvador de la espera mesiánica de los judíos, es el
mismo dios en forma humana, el «Hijo de dios», idéntico a ese Jesús que Isaías LIII
describe como el Servidor de dios agobiado por el sufrimiento, el libro de la
Sabiduría señala como el Justo perseguido por los malos, y los misterios judíos como
el instrumento escogido por dios para salvar a la humanidad. Y con esta finalidad fue
necesario que Cristo, en consideración al Servidor de dios, tomara una «forma de
esclavo»[278], y que se hiciese pobre[279], de la misma manera en que en Zacarías III,
3, el sumo sacerdote Josué, que está delante del ángel, está vestido con harapos,
¡Josué!, destinado a ser proclamado Mesías y a ser elevado por dios a la categoría de
Salvador. Cuando, en el libro de la Sabiduría de Salomón, el Justo se proclama a sí
mismo como el Hijo de dios, Pablo toma este término en sentido metafísico y hace
del Justo un ser divino que desciende del cielo.
La figura del Mesías por un lado y la del Servidor de dios cargado de sufrimiento
y del Justo del otro, la idea de un ser sobrenatural y divino y la de un ser natural y
humano, estas dos concepciones que hasta entonces han estado en oposición sin que
por otro lado haya existido una demarcación muy precisa, terminaron por fusionarse
en esta idea única: El Mesías es de esencia divina y como tal desde toda la eternidad
escondido por dios, preexistente, ser puramente espiritual, pero que se ha aparecido
sobre la tierra como hombre, renunciando por los hombres a su naturaleza divina y a
sus riquezas celestes, convirtiéndose, con el nombre de Jesús, en un pobre mortal
como nosotros, y haciéndonos ricos con su pobreza. Por su muerte en la cruz
consiguió para los hombres el estado de inocencia que, para los profetas, es la
condición previa al advenimiento del Mesías en su gloria. Hizo falta un hombre para
representar a la humanidad, y un superhombre, un dios, para borrar, al tomarlos sobre
él, los pecados de los hombres. Con lo que se deduce que la forma humana del
Salvador no es más que un estado temporal y transitorio que le lleva a su propia
naturaleza. Si Jesús es un hombre según la carne, es también y en grado mayor, según
el espíritu, dios mismo o el Hijo de dios. Cuando su carrera terrestre toque a su fin,
cuando haya terminado de sufrir y que dios, en virtud de su naturaleza esencialmente
espiritual, le resucite de entre los muertos[280], será reconocido también como dios.
Entonces el servidor Jesús se afirmará como nuestro maestro y señor.
La idea primitiva del Mesías judío, rayo guerrero y vengador de las naciones, está
completamente absorbida por la concepción metafísica de un salvador divino. El
título de Cristo se convierte en un nombre propio, y Jesús Cristo o el Cristo Jesús se
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convierte en el nombre que resume para los creyentes la naturaleza, a la vez divina y
humana, del salvador[281].
Estamos viendo que, en todas estas definiciones, no existe nada que permita
desembocar en la existencia de un Jesús histórico en la acepción corriente del
término. Antes de descender sobre la tierra, el Cristo habría permanecido en el cielo
junto a dios su Padre[282]. Habría, exactamente como el Logos de Philón, participado
en la creación del mundo, en el sentido en que, y al parecer, sobre todo los machos,
habrían sido creados a su imagen[283].
Este segundo o nuevo Adán, que es para Pablo el compañero ideal del primer
Adán, y que confiera a todos la vida como el primer Adán les transfirió la muerte[284],
no es más que una personificación del género humano, del mismo modo en que
Philón resume la plenitud de sus ideas divinas en la figura del Logos, del mediador,
Hijo de dios y luz del mundo, identifica esta figura al hombre ideal, al hombre-
ideado, y les hace descender del mundo transcendente al mundo sensible, para elevar
a los hombres hasta ella en su calidad de fuerza moral que triunfa del mal. No siendo,
pues, más que una personificación de todas las cualidades humanas, el segundo Adán
es, como el primero, un personaje puramente mítico.
Quien vea en el Cristo de las epístolas paulinas a un personaje histórico, debe
lógicamente creer también en la historicidad del primer Adán y la famosa manzana y
la serpiente. Porque es necesario que exista una correspondencia entre el primer y el
segundo Adán, si uno debe ser el complementario lógico del otro.
El que Pablo haya tomado al primer Adán por un personaje histórico, prueba que
en su época, todavía no se distinguía la historia de la mitología, y nos señala lo que
puede pensarse de la historicidad del segundo Adán. Del mismo en que todos los
hombres pecaron en Adán, todos están justificados en Cristo. Es necesario, pues, que
Cristo resuma en un concepto único el género humano en el conjunto de las
generaciones que se han sucedido a lo largo de los siglos. Es decir, que Cristo resuma
la idea de la humanidad justificada y santificada, como el primer Adán representaba
la idea de esta humanidad antes de que se hubiese dado la caída. Sólo como
encarnación de la idea del hombre Adán puede determinar, con antelación, la suerte
de sus descendientes y que Cristo pueda salvarla, representando el conjunto de esta
humanidad, siendo él mismo un miebro de la familia humana. En este mismo sentido
los rabinos predican que Adán llevaba en él las almas de todos los hombres que
debían nacer, y que caen con él. «Uno solo ha muerto por todos, luego todos están
muertos»[285]. «Cristo nos ha rescatado de la maldición de la Ley, habiéndose
convertido en maldición por nosotros»[286].
Todo lo expuesto hasta aquí no es más que un mito gnóstico, no tiene nada que
ver con la historia. Las definiciones dadas por Pablo se mantienen siempre en la
penumbra de los misterios judíos que no diferenciaban claramente el mundo celeste
del mundo material.
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d) La historicidad del Jesús paulino.
ES cierto que Cristo, en palabras de Pablo, habría nacido de una mujer[287]. Pero ello
no es más que la condición necesaria de su naturaleza humana, tomada,
exclusivamente, en sentido dogmático: esta naturaleza humana es, en términos
generales, un postulado que comporta la idea de un Salvador del mundo. Pablo
confiesa que desciende de la rama de David[288]. Es lógico que lo haga así, puesto
que éste es un elemento fundamental dentro de la espera mesiánica de los judíos.
Sufre[289], muere sobre la cruz[290], es enterrado[291], resucitado[292], y
glorificado[293]: todos estos elementos predicados por Pablo se armonizan
perfectamente con la idea del Servidor de dios en Isaías, en la Sabiduría de Salomón
y en los misterios judíos. Querer concluir, por lo que antecede, que la historicidad del
Jesús paulino es real, no deja de evidenciar una ingenuidad total.
Los caracteres que Pablo atribuye a Cristo, humildad, obediencia, espíritu de
sacrificio y caridad hacia los hombres, no van más lejos del cuadro de las ideas
proféticas sobre la naturaleza del Servidor de dios, y sobre todo cuando es evidente
que se han tomado de tales fuentes[294]. Pablo, en toda su carrera apostólica, jamás ha
invocado, para apoyar sus afirmaciones sobre Jesús, testigos oculares de éste, que por
otro lado no debían faltarle, sino que cita continuamente la «Escrituras»[295], es decir,
el Antiguo Testamento. Y cuando afirma la validez de su evangelio, lo hace haciendo
hincapié en el hecho de que dios ya lo había anunciado, con antelación, por sus
profetas —habla de su evangelio concerniente a Jesús—, el cual lo recibió por medio
de una revelación sobrenatural, y no por la tradición oral de aquéllos que habían
conocido personalmente al Señor[296].
En ningún lugar de los escritos de Pablo es posible descubrir el menor rasgo
individual de la vida de Jeús, por lo menos algún rasgo desprovisto de toda
significación dogmática y revelador de la posibilidad de que Pablo viese en Jesús a
un personaje histórico muerto hacía poco. Su Jesucristo no tiene padres, ni patria, ni
doctrina, ni discípulos, ni siquiera ha realizado ningún milagro, salvo el de su propia
resurrección. Muere de la mano de los espíritus estelares, porque eso es lo que
designa el término «Príncipes de este siglo»[297]; y si es vencedor de la muerte, ello
ha sido posible porque la muerte ha liberado el espíritu que habita en él, y que es uno
con el espíritu de dios; lo que nos permite participar en su resurrección y en su vida
celeste por la fe, es decir, por la íntima unión con el espíritu de Cristo, al apropiamos
personalmente de la salvación realizada por él, siguiendo sus huellas, muriendo
igualmente al pecado y al penetramos con la idea de su pasión[298].
Las objeciones que en favor de la historicidad del Jesús paulino, se tienen por
costumbre de oponer a estos argumentos, no tienen ninguna consistencia. Se dice, por
ejemplo, que Pablo cita palabras de Jesús, que debía saber muy bien lo que había
dicho y enseñado. Pero Pablo no conoce las palabras de «Jesús», únicamente conoce
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palabras del Señor, que afirma haber recibido de él por revelación, pero que en
realidad ha tomado del Antiguo Testamento[299]. lo que prueba que el término Señor
no señala a Jesús, sino a Yahvé. En el caso de que estas palabras del Señor, citadas
por Pablo, tengan alguna similitud con las del Jesús de los evangelios, no prueban, en
absoluto, que provengan de allí; todo lo contrario: estas palabras han podido, muy
bien, pasar de las epístolas a los evangelios, que son posteriores y que presentan
igualmente, otras señales inequívocas de las epístolas[300].
Si suponemos que Pablo conoció efectivamente las palabras de un Jesús histórico,
¿por qué no las invoca, salvo en cuestiones secundarias tales como 1 Cor. VII, 10 y
XI, 14, que hacen referencia al divorcio y al derecho de los apóstoles de ser
mantenidos por la comunidad? ¿Por qué no lo hace en las cuestiones capitales de su
ministerio público, en vez de recurrir, para motivar sus ideas, sobre todo en
consideración a sus lectores paganos, a una demostración complicada y, con
frecuencia, difícilmente inteligible a base de las Escrituras, cuando le hubiese sido
suficiente citar una palabra de Jesús para confirmar su opinión?
El fondo de todas las exposiciones reside en la actitud a tener con respecto a la
ley judía. Pero para ello jamás ha reclamado la autoridad de Jesús; y, cosa todavía
más singular y llamativa: sus adversarios no le citan más que él, como si nadie
conociese en Jesús ninguna autoridad. Por la misma razón, las ideas morales de Pablo
no tienen nada que ver con la de Jesús en los evangelios.
Cuando H. Holzmann, en respuesta al Mito de Jesús, reunió con toda premura, en
las espítolas paulinas, cierto número de las pretendidas palabras de Jesús para
demostrar que eran familiares al apóstol, estaba realizando un trabajo inútil que, aún
en los medios teológicos, resulta cómico. Tanto el filólogo Hertlein como el teólogo
Martín Brünkner han refutado la afirmación de que Pablo debe estas palabras del
Señor a su conocimiento del Jesús de los evangelios[301], y el mismo Harnack
confiesa no estar convencido de que los pasajes en cuestión no hayan sido tomados
de la tradición evangélica[302].
Un argumento tan frágil como el de las «palabras del Señor» es el que se
desprende de 1 Cor. XV, 5 y ss. En este lugar, Pablo describe cómo el resucitado se ha
aparecido a Pedro, después a los Doce, enseguida a más de quinientos hermanos a la
vez, a Santiago, a todos los apóstoles y, finalmente, a él mismo. Pablo, se afirma,
conoce entonces, a los discípulos inmediatos de Jesús, y es por ellos por los que ha
oído hablar de Jesús. De acuerdo, pero ello sólo es posible a condición de que los
discípulos le hayan hablado sobre el particular. Y nuestras epístolas no dicen nada
sobre el particular, y uno puede preguntarse, con toda lógica si los Doce, como lo
pretende el evangelio, han estado en relación personal con Jesús. Ellos han podido, en
realidad, tener visiones del resucitado, cosa nada de extrañar en hombres sujetos a
todo tipo de exaltaciones religiosas: lo que ven con los ojos de su espíritu no puede
confirmar la materialidad de lo que perciben, lo mismo que la pretendida visión de
Damasco no prueba, en absoluto, la materialidad histórica de lo que Pablo ha visto.
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Además, el mismo Pablo confiesa que no ha visto a Jesús, sino que fue rodeado de
una luz imprecisa acompañada de fina voz que él atribula, en su espíritu, a Jesús, sin
que ello constituya la menor garantía de que esta atribución se dirigiera a un Jesús
histórico. De lo contrario, sería necesario deducir la historicidad de la virgen María
de las visiones con que ha sido gratificada la paisana de Lourdes. El mismo texto que
narra las visiones del resucitado es, desde el punto de vista de la critica literaria, de
los más sospechosos. Los filólogos, y no solamente ellos, sino que a su parecer se han
unido muchos teólogos, han visto en el pasaje 1 Cor XV, 5 y ss., una interpolación
tardía, o por lo menos un texto muy adulterado. Lo que dice Pablo está en
contradicción total con los evangelios, en los que el resucitado se habría aparecido
primeramente a las mujeres[303], y en donde, tras la traición de Judas, sólo quedan
once discípulos a los cuales —en Lucas[304]— se presenta Jesús. En esta carta llama
también la atención la mención de Santiago, cuya relación con su «hermano» Jesús,
según los evangelios, había sido bastante distante, y de quien los evangelios ignoran
el que hubiese sido gratificado con la visión del resucitado. No puede rechazarse en
bloque la opinión que ve en los versículos del 5 al 11 una interpolación tardía y, en
cualquier caso, este pasaje no puede ser considerado como un argumento en favor de
la historicidad de Jesús[305].
¿Qué debemos pensar de los «hermanos» de Jesús? En 1 Cor. IX, 5, Pablo cita «a
los otros apóstoles, y los hermanos del Señor y Cefas». En Gal. 1, 18, Santiago recibe
el título de «hermano de Jesús». ¿Puede deducirse, en el caso de que Jesús haya
tenido hermanos y de que Pablo los haya conocido, que Jesús es un personaje
histórico?[306]. Pero ¿en dónde se habla de los hermanos de Jesús? El texto habla,
ciñéndose a la letra, de «los hermanos del Señor» y es necesario demostrar que este
término designe la consanguinidad. Orígenes dice que Santiago fue llamado
«hermano del Señor» no tanto por los lazos de parentesco que hubiesen existido entre
los dos hombres, o a causa de su juventud pasada juntos, cuanto a causa de su fe y de
su virtud[307]. Jerónimo[308], Hegesippo, Clemente de Alejandría y otros comparten
este parecer. Los teólogos católicos, admiten generalmente, que los «hermanos» de
Jesús eran sus primos. Hay que reconocer, no nos llamemos a engaño, que
generalmente todos estos autores niegan la fraternidad de Santiago y Jesús en
consideración a la pretendida virginidad de María. De todos modos Orígenes cree en
la consanguinidad de Santiago y Jesús, pero hace hincapié en el hecho de que el título
de «hermano del Señor» ha de ser tomado, no en sentido natural, sino en el sentido
espiritual. ¿No podemos pensar que Pablo haya tomado este término en el mismo
sentido, sobre todo cuando Hegesippo[309] nos enseña que Santiago era reconocido
por su piedad en los medios judeocristianos del siglo II? El empleo del término
hermano, en sentido figurado, es muy corriente dentro del Nuevo Testamento. Jesús
pregunta: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» y él mismo se
contesta: «Cualquiera que haga la voluntad de dios»[310]. En Mateo XXVIII. 10 y
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Juan XX, 17, Jesús llama a los apóstoles «hermanos» término que se encuentra,
exactamente con el mismo sentido, en el diálogo de Justino con el judío Tryphon[311].
Resulta evidente que los «hermanos del Señor» no son más que un grupo de
cristianos distinguidos por su piedad, más particularmente, son los Hijos de dios[312],
de la misma manera en que en la Iglesia de Siria, como lo recuerda Hertlein, todos los
cristianos eran llamados hermanos y hermanas de la nueva alianza, lo que tampoco
era óbice para designar, más particularmente, con este nombre, un círculo más
restringido de la comunidad[313]. En las Constituciones Apostólicas, los mártires son
llamados hermanos del Señor, y según los Hechos XII, 2., un cierto Santiago hubiese
sido el primer mártir entre los doce Apóstoles. ¿No es lógico pensar que, en la
memoria de una época más reciente, Santiago llamado Justo no habría sido
confundido con Santiago el mártir, hijo de Zebedeo y hermano de Juan, y esta
confusión le hubiese valido el título de hermano del Señor[314]?
Un término cuya significación es tan imprecisa y que se presta a múltiples
interpretaciones, como es el caso de hermano del Señor no puede probar nada en
favor de la historicidad de Jesús; lo único que demuestra ha sido el embarazo cruel en
que los historicistas se han visto, para defender su hipótesis, de agarrarse, como
fuese, a un clavo ardiendo, en este caso al término hermanos del Señor, y de citarlo
contra el carácter mítico del Jesús del apóstol Pablo.
El único texto que pudiera entonces citarse para demostrar que Pablo tenía
presente a un Jesús histórico son las palabras de institución de la Cena, 1 Cor. XI, 23
y ss. He recibido del Señor lo que os he enseñado: y es que el Señor, en la noche en
que fue traicionado, tomó el pan, y tras haber dado gracias, lo rompió y dijo: Esto es
mi cuerpo, que es roto por vosotros; haced esto en memoria mía. De la misma
manera, tras haber cenado, tomó la copa y dijo: «Esta copa es la nueva alianza en mi
sangre; haced esto en mi memoria cuantas veces bebáis de ella. Porque todas las
veces que vosotros coméis de este pan, y que vosotros bebéis de esta copa, anunciáis
la muerte del señor hasta su venida». Tenemos aquí, por lo que parece, una alusión a
un hecho determinado, a un detalle preciso de la vida de Jesús: la noche, la traición,
la comida que precedió al arresto. Los adversarios del mito de Jesús —no se puede
uno extrañar—, declaran triunfalmente que este pasaje es «mortal» para los
negadores de la historicidad de Jesús (Jean Weiss).
¡Examinemos el texto más cerca! «En la noche en que fue traicionado» ¿Luego
Jesús ha sido traicionado? Toda esta historia de la tradición es, desde el punto de vista
psicológico, como desde el punto de vista histórico, tan extraña, que sin duda ninguna
más de un lector inteligente de los evangelios ha tenido que ser sorprendido.
Imaginemos a un Jesús que, sabiendo que uno de sus discípulos ha de traicionarle y
perder de este modo, por toda la eternidad, su alma, no hace nada para evitar que el
miserable cumpla su deseo; que al contrario, ¡le exhorta a hacerlo, y no evita los
efectos de esta traición! Podemos imaginar la actitud de los discípulos: El maestro
acaba de revelarles que uno de entre ellos ha de traicionarle esa misma noche. Los
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discípulos aterrados se miran y le preguntan; «¿Soy yo, maestro? ¿Soy yo?». Cada
uno, se dirá, debía creer que podía responder por su propia persona, y vigilar a los
otros para evitar la traición, ¡Nada sucede! Tranquilamente, como si nada hubiese
pasado, los Doce abandonan con Jesús la sala de la Cena, y salen al silencio de la
noche sin darse cuenta de que uno de entre ellos acaba de abandonar el grupo.
Podemos imaginarnos también a Judas que consigue hacerse pagar por el sumo
sacerdote por traicionar a un hombre que todos los días circula libremente por las
calles de Jerusalén, y que aún durante la noche puede ser encontrado sin necesidad de
los servicios de un traidor, sobre todo cuando siempre está acompañado de sus doce
discípulos, lo que difícilmente hubiese podido escapar a los ojos de un investigador.
«Que Judas, dice Kautsky, haya traicionado a Jesús, es tan poco probable como el que
la policía de Berlín haya pagado a un soplón para localizar a un ciudadano llamado
Beber». El hecho es que todo el episodio de la traición no es más que una trama
hecha de alusiones a las profecías del Antiguo Testamento, y Judas, lejos de ser un
personaje histórico, no es más que el símbolo de la nación deshonrada por los
cristianos. De aquí su nombre: Judas[315]. Pablo debía, entonces. Ignorar el episodio
de Jesús traicionado durante la noche, y el pasaje citado de la primera a los Corintios,
que supone lo contrario, no puede inspirar ninguna confianza.
A pesar de todo lo que digan los teólogos, es innegable que el pasaje 1 Cor. XI,
23, es sospechoso de ser una interpolación en el texto paulino. Los holandeses
Straatmann[316] y Bruins[317] ya negaron que el episodio de la Cena fuese de Pablo, y
sostuvieron que este pasaje encaja mal en el contexto: Inmediatamente antes (17-22)
y después (33 y ss.) no se habla, en absoluto, de la eucaristía, sino de los ágapes y de
los abusos que se producen en ellos y por cuya causa Pablo riñe a los corintios,
recomendándoles la actitud a tomar. Steck ha declarado que este pasaje se ha
preparado con el fin de servir a fines litúrgicos[318], Vólter[319] llega a pensar que
todo el capítulo XI no es más que una interpolación. Van Manen ha expresado sus
dudas con motivo del pasaje que hace referencia a la Cena, porque encaja mal con lo
que precede. Este crítico tiene la impresión de encontrarse frente a una colección de
notas, procedentes de varias fuentes, destinadas a substituir los ágapes de los
comunidades por la eucaristía[320]. Estos científicos han sido secundados por el
filólogo Schláger, traductor de la «Epístola a los Romanos» de van Mane, y que
también ha indicado las razones de la desconfianza que le inspira este pasaje[321].
Está claro que la buena indignación que han manifestado los teólogos cuando he
negado, en la primera parte de mi «Mito de Jesús» la autenticidad del pasaje en
cuestión es un poco artificiosa y desplazada[322].
De todas maneras, aunque se admita que el texto en cuestión es paulino, ¿qué
puede probar con respecto a la historicidad de Jesús? Pablo afirma haberle «recibido
del Señor». ¿Esta afirmación se aplica solamente a las palabras de Jesús, o también a
la noche en que Jesús fue traicionado y celebró la Cena con los suyos? Pero el texto
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griego ignora completamente que Jesús fuese traicionado, lo único que sabe es que
fue entregado, porque éste es el sentido del verbo paradidonai[323]. Y, considerándolo
así, es evidente que este término está tomado de la descripción del Servidor de dios
de Is. LIII, 12, en donde se dice que el Servidor de dios fue entregado a la muerte.
Que ello haya ocurrido durante la noche, es lo más natural, puesto que en Pablo los
adversarios del Mesías son las potencias de las tinieblas y del mal, más exactamente,
los espíritus estelares que ejercen su nefasto poder durante la noche. Hemos visto ya
que la secta de Jesús celebraba una cena con doce participantes. Puede admitirse,
pues, que en esta ocasión, como en los otros misterios antiguos, se recuerde el pasaje
de Isaías y que se pronuncien las palabras del dios cultual que eran consideradas
como las palabras de despedida del salvador. Consideradas las cosas de esta manera,
Pablo puede muy bien haber tomado del Antiguo Testamento los pretendidos
elementos históricos sobre la traición nocturna y sobre la Cena, y en este sentido, él
las «habría recibido del Señor», puesto que en ellas se manifiesta el lazo que une la
nueva secta de Jesús al Servidor de dios en el profeta.
En este sentido, sin duda alguna, habrá que interpretar la revelación por la cual
Pablo afirma haber recibido del Señor las palabras de la institución de la Cena. Estas
están muy lejos de dar la sensación de autenticidad. Tienen —los mismos teólogos lo
han señalado en varias ocasiones— un carácter netamente ritual, que supone un uso
cultual ya antiguo, y que están simplemente tomadas de la liturgia cristiana. Si Pablo
las considera como una revelación, con la cual ha sido él el único gratificado, sólo
puede ser porque él ha creído, efectivamente, reconocer en ellas palabras del patrón
de la comunidad, y que debieron hacerle una impresión particular cuando las oyó por
primera vez. En el caso de que estas palabras hayan sido pronunciadas por un Jesús
histórico, es probable que los autores de los evangelios, en lugar de modificarlas, las
hubieran conservado y transmitido a la posteridad como una inestimable reliquia.
Pero en los evangelios no tienen la misma hechura, sin que por ello den la sensación
de mayor autenticidad. En una y otra redacción cuadran mal con la simplicidad y
humildad, tan pregonada, de las palabras de Jesús. «¿Cómo, se pregunta el teólogo
Elchhorn, los discípulos debían imaginarse que comían el cuerpo de un Cristo que
sería probablemente entregado a la muerte, y que bebían su sangre, no la sangre
contenida en su cuerpo, sino la que seria derramada próximamente?»[324]. Éstas son
concepciones de una comunidad practicante de un culto místico, no las que pueden
comprender un grupo de gentes del pueblo, simple y no iniciadas, de pobres
pescadores y artesanos; ignorantes todos, salvo Pedro, de que Jesús fuese el Mesías.
Éstas no son palabras que pueda pronunciar su maestro durante la última hora pasada
con ellos.
Y si admitimos la realidad histórica de Jesús, hay que afirmar entonces, que él no
ha podido instituir la comida conmemorativa de la Cena. Se le ve convencido de que
el fin del mundo está cerca, y ésta es la premisa esencial de su doctrina. Y, cuando el
tren rápido que ha de transportar a los creyentes al otro mundo está en la estación, no
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es el momento de crear Instituciones. Lo mismo puede decirse acerca de las palabras
que hacen de Pedro la roca de la Iglesia y que le confieren el poder de las llaves[325].
Cristo no ha podido, razonablemente, pronunciar las palabras de la Cena que le
atribuye Pablo, sin contradecirse abiertamente en toda su doctrina, expuesta con
anterioridad. Aun los mismos teólogos, al menos una parte considerable de ellos,
están convencidos de que la institución de la Cena proviene de fuentes cultuales y
simbólicas que los evangelios han acomodado a la manera de un hecho histórico. Aun
los que creen poder mantener el hecho de que la narración descubre un núcleo
histórico, están de acuerdo en admitir que las cosas sucedieron de un modo distinto a
como están narradas en los evangelios[326]. Es absurdo tratar, con todo, de confiar en
la narración paulina y de ver en 1 Cor. XI, 23 y ss., una prueba de que Pablo había
conocido un Jesús histórico. Por otra parte, la mayoría de los teólogos van cambiando
de opinión sobre el particular. Heutmüller confiesa que la narración de la última
comida y la Institución de la Cena no puede servir más que indirectamente, porque ha
sido presentado como «recibida del Señor», es decir, como una revelación[327]. Y es
precisamente este pasaje el que los teólogos, en las discusiones sobre el mito de
Jesús, han presentado como el principal argumento en favor de la historicidad del
Jesús paulino[328].
Debemos concluir pues que en las epístolas paulinas no existe un solo pasaje que
pueda seriamente ser invocado para probar la historicidad de Jesús. En el caso de que
los teólogos se empeñen en aducir a Pablo como el testimonio principal en apoyo de
su opinión, hay que reconocer que no existe, en su actitud, más que una ceguera
absoluta o un engaño manifiesto. Todos los pasajes que se citan en apoyo de su tesis,
en el caso de que no sean sospechosos desde el punto de vista puramente literario, se
prestan a interpretaciones diversas, son imprecisos y equívocos, y no pueden, sin
ideas preconcebidas, ser considerados como argumentos en favor de la historicidad
de Jesús. Pablo no ha conocido al Jesús histórico. Y ello se desprende, también, del
hecho de que, según la narración dirigida a Teófilo, Festus y Gripa no le encuentran
ninguna falta. Y, en el caso de que Pablo hubiese declarado abiertamente, como lo
hizo, que era seguidor de un Jesús ajusticiado por un crimen político, lógicamente los
romanos no hubiesen dejado de ver en él también, a un criminal político.
Poco a poco, esta conclusión parece imponerse también a los teólogos.
M. Brückner ya en 1903, había escrito, en su obra Die Entstehung der paulinischen
Cristologie (Los Orígenes de la Cristología paulina), en este sentido y, en 1904,
Wrede, en su obra Paulus, aparecida en la colección Religionsgeschichtliche
Volksbücher (Obras populares sobre la historicidad de las religiones), declara lo
mismo: que Pablo, en realidad, se había desinteresado totalmente de la vida terrestre
de Jesús y que su concepción de Cristo se ha constituido independientemente del
Cristo histórico. Esta idea ha sido también confirmada por Heitmüller en su artículo
sobre el problema de «Pablo y Jesús», aparecido en 1912 en la revista f. neutestam.
Wissenschat (Revista de las ciencias neotestamentarias), donde señala la parsimonia
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significativa, con la que el apóstol se refiere al Jesús histórico. «Tengo la impresión,
confiesa, de que en los medios teológicos no se tiene en cuenta esta realidad o, al
menos, se disminuye su importancia[329]… La verdad es que Jesús en tanto personaje
histórico no aparece directamente en las epístolas como factor determinante y
constitutivo[330]… Se repite con frecuencia: Pablo ha conocido, naturalmente, a Jesús
mucho más de lo que él mismo declara en sus cartas. Ello es posible y aun lógico: los
quince días que pasó con Pedro en Jerusalén, Gal. 1, 18 (¿? ya expuesto), le han
podido servir para tener un conocimiento más exacto de Jesús, lo mismo que el
contacto, que tuvo con ocasión del sínodo de los apóstoles, con los testigos directos
de la actividad de Jesús. Pero, al expresamos de este modo, estamos totalmente
metidos en el dominio de las posibilidades, y nuestras fuentes no nos permiten hacer
de estas posibilidades unas realidades históricas»[331]. Tampoco pueden citarse los
Hechos y la historia de Esteban VII, 58 y VIII, 3, porque en esta narración las frases
que se refieren a Pablo parecen «superpuestas o interpoladas en un original que
primitivamente no las contenía»[332]. La nota que habla de la participación de Pablo
en la ejecución de Esteban, nos dice Heitmüller, «debe ser relegada al dominio de la
leyenda»[333]. «En el caso de que todo ello fuese exacto, la tradición no nos ofrece
ningún indicio y no nos permite suponer que Pablo haya tenido contacto, en sus
comienzos, con la secta cristiana en Jerusalén, ni que haya perseguido a la
comunidad»[334]. «A menudo se nos dice que las epístolas paulinas que poseemos no
son escritos propagandísticos, sino que están dirigidas a comunidades cristianas ya
constituidas; en su actividad misionera, se continúa, Pablo daría, naturalmente,
muchos más detalles sobre la vida de Jesús. Ello puede ser posible, pero no deja de
ser, igualmente, una suposición y, suposición que a mi parecer, nuestras fuentes no
autorizan a tener en cuenta ni a deducir. Lo que sí está claro es que Pablo tenía la
costumbre de pintar a los ojos de quienes quería convertir, como en un amplio fresco,
la muerte de Jesús sobre la cruz (Gal. III, 1), seguida, naturalmente, del cuadro
correspondiente de la glorificación. Pero suponer que haya dado información
detallada sobre la vida de Jesús y su personalidad histórica, que hayan hecho uso
amplio y abundante de los materiales que nos ofrece la tradición sinóptica, es poco
compatible con la actitud que, en sus epístolas, le conocemos con respecto al Jesús
histórico»[335].
Todo esto está escrito nada menos que por el mismo Heitmüller que, en su curso
sobre la historicidad de Jesús quiso cubrir de ridículo al «diletante» Drews, y que en
1913 hizo publicar una obra sobre Jesús donde trataba de defender, a pesar de todo,
por medio de las epístolas paulinas, la historicidad de Jesús, con grandes
declamaciones contra «los procesos arbitrarlos y contrarios a todo método científico»
con los que los negadores de Jesús se esfuerzan de separar «los detalles precisos» de
estas epístolas, «que prueban, efectivamente, que Pablo conocía al Jesús histórico»;
este mismo Heitmüller que, para terminar, se adelanta para gritar: «Pablo es la roca
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contra la cual continuarán estrellándose todas las tentativas de eliminar a Jesús de la
historia»[336].
Si éstas son las elucubraciones de uno de los más eminentes teólogos, nada puede
extrañarnos de los otros. El truco es viejo: se recurre a las palabras grandielocuentes y
a los discursos de campanillas cuando no se poseen argumentos sólidos que presentar.
A pesar de sus pomposas declaraciones resulta evidente que Pablo, en lugar de ser un
testimonio en favor de la historicidad de Jesús es, al contrario, el testigo más
irrecusable y sólido contra la tesis historicista.
En todo esto, lo repetimos, poco importa que las epístolas sean o no auténticas, ya
que, aunque su autenticidad estuviese fuera de toda duda, no probarían, en absoluto,
el que Pablo haya conocido a un Jesús histórico. «Si, nos dice Robertson, se coloca
uno bajo el punto de vista del historiador, estas epístolas minan por la base la teoría
biográfica, se les atribuya una fecha reciente o no, se les considere auténticas o falsas.
En el caso de que sean antiguas despojan por completo a Jesús de su reputación de
personalidad impresionante. Si son más recientes, como lo piensa van Manen, que las
supone redactadas en los años 120 y 140, prueban que la personalidad de Jesús era
indiferente y que el autor ignoraba toda la tragedia de Jesús. En efecto, la alusión que
se hace de esta tragedia es debida a interpolaciones muy recientes, aunque en
conjunto sea de una época donde la historia de Judas todavía no había comenzado a
circular»[337].
¿Cómo se presentan, con esta perspectiva, las otras epístolas del Nuevo
Testamento? Hemos tenido ya la ocasión de señalar que la epístola de Judas ignora
todo de un Jesús histórico, y, según todas las apariencias, ni siquiera es de origen
cristiano. Lo mismo sucede, lo hemos dicho ya, con la epístola de Santiago, escrito de
origen puramente judío que combate la doctrina paulina de la justificación por la fe
únicamente, y en donde el nombre de Jesús (I, 1; II, 1) es una descarada
interpolación. Las dos epístolas de Pedro son, exclusivamente, dogmáticas, a pesar de
que el autor nos quiere hacer creer que él ha sido «testigo ocular de su esplendor,
sobre la montaña, de la transfiguración»[338]. Como las epístolas de Juan, que tienen
un carácter similar, se remontan, lo más pronto, hacia mediados del siglo II, lo que no
las autoriza, y los teólogos están de acuerdo con ello, para entrar en el problema que
nos ocupa.
«La crítica desemboca, necesariamente, en la conclusión de que, durante todo un
siglo, tras la pretendida muerte de su fundador, la secta de Jesús no poseía otros
documentos más que algunos escritos tales como la Didaché, o algunas pequeñas
epístolas paulinas de dudosa autenticidad, que fueron perdidos o absorbidos por
escritos más amplios de fechas más recientes, y que, a su vez, ignoran todavía los
libros sagrados de los seguidores de Jesús. Todos estos documentos excluyen la
hipótesis de un Jesús histórico aunque no fuese más que de pobre personalidad. En
los elementos doctrinales que han abierto ya profundos surcos en la fe, la
personalidad de Jesús no cuenta para nada. En el caso de que sea una víctima, no lo
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es más que en el mundo de las abstracciones; y, aun en este sentido, difícilmente
puede distinguirse su figura en la Didaché de los Apóstoles. Ni un solo nombre ni de
sus padres mortales, ni de su domicilio, ni de su carrera. Todo contribuye a confirmar
nuestra suposición de que se trata de un culto muy antiguo, culminando en un
sacramento derivado de un rito de sacrificio humano combinado con los mitos judíos
y paganos que tenían como finalidad la deificación de la víctima»[339].
El único testimonio que nos resta en favor de la historicidad del Hombre-dios que
ha sido inmolado reside pues en los evangelios, por consiguiente ellos son un
fenómeno único aislado de todo encadenamiento de las causas y de los efectos. ¿Se
quiere convencernos de lo contrario? Los creyentes, cuando no encuentran otra
salida, tienen la costumbre de oponernos un cierto número de pretendidos testimonios
profanos en favor de la historicidad de Jesús. ¿Qué puede pensarse de estos
testimonios? Puede ser útil examinarlos de cerca antes de pasar al estudio de los
evangelios.
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2. Los testimonios profanos.
E
XAMINEMOS las palabras del historiador judío Josefo. En sus Antigüedades,
redactadas entre los años 90 y 100 de nuestra era, escribe, XVIII, 3, 3:
«En esta época apareció Jesús, hombre sabio, en el caso de que deba
considerársele un hombre. Porque realizó cosas maravillosas, fue el maestro
de aquéllos que reciben con placer la verdad y, arrastró con él a muchos judíos
y también a muchos griegos. Éste fue el Mesías. Por la acusación de los
principales de nuestra nación, Pilatos le condenó a la cruz: pero aquéllos que
le amaron al comienzo, no dejaron de hacerlo, puesto que se les apareció al
tercer día, resucitó como lo habían anunciado los divinos profetas, y otras
muchas maravillas sobre él. En nuestros días subsiste la secta que, a causa de
él, ha recibido el nombre de Cristianos».
Que este pasaje es de una falsedad manifiesta, está aceptado actualmente aún por
gran número de católicos romanos, que sin embargo no dudan en considerar como
hechos históricos la resurrección de Jesús y las «mil lindezas y maravillas» que le son
atribuidas. Este pasaje interrumpe la narración de una manera extraña en Josefo,
puesto que antes y después se habla de las calamidades que han azotado al pueblo
judío bajo Pilatos. El autor continúa acto seguido: «En los mismos tiempos otro golpe
terrible golpeó a los judíos», lo que haría suponer que Josefo consideró la crucifixión
de Jesús como una calamidad, suposición pueril en el historiador. Un judío como
Josefo no hubiese soñado en ver en Jesús al Mesías. Orígenes (en la primera mitad
del siglo III) declara que Josefo no había visto en Jesús al Cristo, al Mesías prometido
y esperado. El pasaje era desconocido antes de Eusebio (hacia 320), y en el siglo XVI,
Vossius poseía un manuscrito de Josefo que no contenía una sola palabra sobre Jesús.
Si a pesar de todo los teólogos hacen esfuerzos desesperados por sacar de estas líneas
un argumento a favor de su Jesús histórico, sea declarando el pasaje retocado, sea
afirmando que una mano cristiana lo ha substituido por otro pasaje concerniente a
Jesús y los cristianos, pero, sin duda alguna, hostil a su parecer, todo ello suena a
hueco y no es más que charlatanería pueril.
Es igual de pueril, cosa que hacen los teólogos, el querer explicar el silencio de
Josefo por su incomprensión de lo que supone la historicidad de Jesús y la existencia
de un número grande de seguidores. Dicen que Josefo pasó, intencionadamente, en
silencio el movimiento mesiánico que fermentaba en el seno de su pueblo, con el fin
de no presentar a los judíos, ante los lectores romanos, como una nación de rebeldes.
Pero los romanos conocerían este movimiento tan bien como el historiador judío; éste
no duda, por otro lado, en mencionar personajes menos señalados que Jesús, como el
Samaritano[340], Judas el Golanita[341] y Teudas[342], que intentaron incitar al pueblo
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judío a una rebelión mesiánica. ¡No duda en elogiar el heroísmo y la firmeza de
Judas! Y, en el caso de que el mesianismo del Nazareno le parezca particularmente
comprometedor y susceptible de inspirar a los romanos la desconfianza hacia su
pueblo, ¿por qué no dice a los romanos que los mismos judíos se han apartado de
Jesús y le han entregado a las autoridades romanas a causa de sus pretensiones a la
realeza? ¿Por qué rodear de misterio un asunto que, según parece, debía servir para
disculpar a su pueblo en vez de culpabilizarle delante de sus opresores? ¿Él era
enemigo de los cristianos? Mayor razón entonces para hacer mención de ello, con el
fin de desprestigiarlos delante de los romanos.
De lo que antecede se deduce que la respuesta más natural a todas estas
cuestiones es la siguiente: Josefo ignora todo, absolutamente todo, sobre Jesús y una
secta mesiánica de cristianos que, en su tiempo, hubieran jugado un papel apreciable
en la vida de los judíos; lo que evidencia la ficción de lo que los cristianos pretenden
saber sobre este punto. Si, como dice Heitmüller, el silencio de Josefo no puede servir
como argumento contra la historicidad de Jesús[343], existe un misterio del cual él es
el único que posee la clave.
Existe en Josefo (Anti. XX 9,1) otro pasaje en donde se habla que, en el momento
en que el gobernador Félix acababa de morir, y su sucesor Albin todavía no había
llegado, Ananus (Apano) el Joven citó ante la justicia a Santiago, «hermano de Jesús
llamado el Cristo», y lo hizo lapidar con algunos otros por infracción a las leyes (año
62 de nuestra era). Esta nota sobre el «hermano de Jesús» no llega a comprenderse
más que cuando se supone auténtico el pasaje citado más alto, porque los dos textos
son solidarios. Orígenes que ha investigado todos los textos de su época con el fin de
encontrar en ellos indicaciones sobre Jesús, no conocía ninguna de las partes citadas,
pero en su obra contra Celso hace mención de un tercer pasaje en donde Josefo veía,
en la destrucción de Jerusalén, en el año 70, un castigo de los judíos que habían
hecho morir a Santiago. Al faltar esta nota en los manuscritos de Josefo, que nos han
llegado nos está probando, simplemente, el celo con que, desde su orígenes, los
cristianos han alterado el texto de Josefo para presentarlo a su gusto. Tal texto, por lo
tanto, no puede inspirar confianza, y ésta es la razón por la que este segundo
pretendido testimonio de Josefo ha sido, con toda franqueza y lealtad, declarado falso
por los teólogos de renombre com Schúrer[344], Zahn[345] y Niese, editor y el
estudioso más competente del texto de Josefo[346].
En la «Historia de los judíos» de Josefo, puede leerse un pasaje singular, poco
observado hasta ahora; se trata de la flagelación, delante del gobernador romano, de
un cierto Jesús, hijo de Ananus. Llegado a Jerusalén para la fiesta de los tabernáculos,
habría hecho tronar las calles de la ciudad con el grito «¡Ay de ti!», imprecación
idéntica a la que lanza contra Jerusalén el Jesús de los evangelios. Detenido y
flagelado hasta los huesos, se abstuvo de solicitar gracia, o maldecir a sus
torturadores, lo mismo que el Jesús de los cristianos, hasta que, finalmente, el
gobernador, viendo que se trataba de un loco, le dio la libertad. Poco después, durante
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el asedio de Jerusalén, este maniático fue matado por los romanos.
¿Cómo es posible Imaginar que el autor que ha narrado que precede acerca de
Jesús, hijo de Ananus, ha conocido al otro Jesús, hijo de José? En el caso de haberle
conocido, ¿no se hubiese asombrado ante la extraña coincidencia en la suerte de estos
dos hombres y hubiese confesado y escrito igualmente acerca del hijo de José? ¿O
debemos creer que la misma historia ha llegado dos veces seguidas, en poco tiempo,
al mismo lugar, y cada vez con un hombre de nombre Jesús? ¿Estas dos narraciones
pueden subsistir juntas? No. Es necesario escoger entre estas dos alternativas: o la
historia contada por Josefo está limitada a los evangelios, o la narración de la pasión
de los evangelios ha sufrido la influencia de Josefo. Pero es imposible imaginar la
razón por la cual Josefo habría tomado de los evangelios, de los que no se preocupa,
en absoluto, en ninguna parte de su obra, precisamente esta historia que no tiene
ningún interés en el conjunto de su trabajo. Josefo se afirma, cada vez más, como un
testimonio no solamente negativo, sino que encima representa un testimonio
claramente positivo contra la historicidad de la narración evangélica.
Además, resultaría ocioso detenerse demasiado en el pretendido testimonio de
Josefo. Harnack ha tenido, en palabras de Heitmúller, «la singular audacia» de querer,
con el inglés Burkitt, defender contra viento y marea el primero de los pasajes citados
de Josefo[347]. El filólogo Norden replica: «Puede esperarse que, en lo sucesivo, el
testimonio de los judíos en favor de Jesús-Cristo desaparecerá definitivamente de la
escena; al menos sería lo deseable. Lamentaría amargamente que, a pesar de todo, en
nuestro siglo de descubrimientos, científicos, se formaran nuevamente partidos que
reavivaran las controversias a que dio lugar este testimonio en los siglos XVII y
XVIII»[348]. Hablando con propiedad, pocas esperanzas existen de que tal aspiración
pueda ocurrir. Los Interesados, para llegar a sus fines, tienen urgente necesidad del
pasaje de Josefo. Será poco probable que se dejen influenciar por el historiador
berlinés Edouard Meyer quien, a pesar de sus opiniones conservadoras y retrógradas,
acaba de negar la autenticidad de este pasaje[349].
Entre algunos testimonios judíos sobre Jesús, se tiene por costumbre aducir
algunas partes del Talmud, colección de escritos rabínicos que datan del año 100 a.
C., a 600 d. C. Por desgracia, no poseen ningún valor histórico: en no pocos casos
cuando el Talmud habla de Jesús, uno debe preguntarse si se refiere al Jesús de los
evangelios o a uno cualquiera de sus homónimos. Habla de un Jesús de Pandira
(Panthera), que habría sido lapidado y colgado en Jerusalén bajo Alejandro Janeus
(106-79), la víspera de la pascua, por haber blasfemado contra dios. Pero en otro
lugar le identifica con un cierto Jesús ben Sotada, Stada o Stadta (Satda) que habría
vivido, al parecer, en la época del famoso Rabbi Akiba, en los años 130 y siguientes
de nuestra era, y que habría sido Igualmente lapidado y colgado la víspera de la
pascua, pero en Lidda, en Asia Menor, en lugar de en Jerusalén. El Talmud ignora
cuál de los dos era el Jesús «Nazareano», y lo que queda no es más que una muestra
del odio que más tarde los judíos alimentarían contra el «fundador del cristianismo»,
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y se afirma tan claramente dependiendo de la tradición cristiana, que todo lo que
pueda decirse es demasiado. La manera en que los teólogos, Júliche entre otros, han
tratado de sacar partido al Talmud, en favor de la historicidad de Jesús, produce una
sensación penosa que mueve a la piedad. El mismo Heitmúller se ve obligado a
conceder: «Lo que se encuentra de Jesús en la literatura rabínica y en los escritos que
la siguen, es sobre todo una caricatura odiosa de ciertos elementos de la tradición
evangélica; pero estos documentos no ofrecen ninguna aportación histórica». Pero
termina añadiendo: «A pesar de todo, tal y como son, por su simple presencia,
resultan un testimonio elocuente en favor de la repercusión que tuvo, en el judaísmo,
la personalidad de Jesús, por lo tanto, un testimonio confirmando el hecho de su
existencia»[350]. ¡Admirable lógica! Se encuentra, en nuestros días, en la literatura de
todos los países civilizados, alusiones a las divinidades olímpicas. ¡Aquí tenemos una
prueba irrefutable, y un testimonio elocuente en favor de la existencia histórica de
Júpiter y de toda su pequeña familia!
Analizados todos los textos, está claro que no existe ningún testimonio judío en
favor de la historicidad de Jesús. Pasemos a analizar los testimonios romanos.
El historiador Suetonio (77-140), en su vida de Claudio (Cap XXV) escribe que el
emperador expulsó a los judíos de Roma porque, instigados por Chrestus, provocaban
incesantes revueltas. Resulta significativo que Josefo ignore por completo este
detalle. Al contrario, habla de Claudio qon benevolencia, y nosotros sabemos que, en
general, este emperador no era hostil a los judíos. Habría promulgado edictos para
proteger a los judíos de Alejandría con los griegos, habría enriquecido a su rey
Agripa con donaciones Importantes, recibido a sus embajadores con atención, y supo
ganarse tanto su afecto que Petronio, gobernador de Siria, debió de atemperar su celo
por el emperador. Únicamente los Hechos mencionan el edicto que Claudio habría
lanzado contra los judíos para expulsarles de Roma (Hechos XVIII, 2), y Orosius
pretende haber leído este hecho en Josefo, mientras que falta totalmente en los textos
del historiador judío que han llegado hasta nosotros. Puede sospecharse, entonces,
que esta nota ha pasado de los Hechos a Suetonio, sobre todo cuando según los
Hechos, la manera en que los judíos de Roma, en la época de Nerón, habrían recibido
a Pablo y habían sido refractarios a su predicación de inminencia del reino de dios, no
permite, precisamente, concluir que existiese un terreno favorable para este tipo de
utopías subversivas.
Se considere como se considere, este pasaje citado no podría prestar ningún
apoyo a la hipótesis de la historicidad de Jesús, puesto que ignoramos absolutamente
quién era este Chrestus del que se dice que habría incitado a los judíos a provocar las
revueltas. El nombre de Chrestus estaba muy extendido en Roma, sobre todo entre los
rescatados, y puede muy bien designar aquí lo mismo al Cristo de los evangelios que
a cualquier griego convertido al judaísmo. En el caso de que se quiera leer Christus
por Chrestus, no se trataría más que de la traducción latina de la palabra Mesías, y el
pasaje significaría, a lo sumo, que las revueltas y algaradas fomentadas por los judíos
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de Roma, eran motivadas por su espera del Mesías. «Entre los judíos de la época, el
movimiento mesiánico, es decir, inspirado por la idea de un Cristo, es tan fuerte, que
el grito de concentración Mesías-Cristo escapaba fácilmente a un pagano. Era una
idea del Mesías la que imprimía a este movimiento su carácter distintivo, y ésta era la
causa por la que se consideraba tan peligroso este movimiento para las autoridades.
Nada tenía que ver aquí Jesús, y ello lo evidencia el hecho de que las incesantes
revueltas de los judíos no eran más que la continuación de los altercados anteriores y
precristianos que se habían producido ya bajo Tiberio»[351].
¡Más el testimonio de Tácito! He aquí la gran baza con la que nos salen los
defensores de la historicidad de Jesús. Esta prueba estaría fuera de toda sospecha al
ser presentada por «un hombre de la categoría de Tácito, gran historiador romano».
En el libro 15 de sus Anales, con ocasión del incendio de Roma bajo Nerón, en el año
64, Tácito escribe que el emperador, para desviar las sospechas que podían caer sobre
él, acusó a los cristianos y condenó a diversas penas a estas gentes a quienes el
pueblo odiaba por sus infamias. «El portador de este nombre, Cristo, había sido, bajo
el reinado de Tiberio, condenado a suplicio por el Procurador Poncio Pilatos. Esta
execrable superstición, controlada por el momento, surgía de nuevo, no solamente en
Judea, lugar de origen del mal, sino también en la ciudad donde confluyen y florecen
todas las atrocidades. Primeramente fueron cogidos quienes confesaron; tras esto, y
gracias a sus denuncias, una gran multitud, convencida menos de haber provocado el
incendio que del odio general del género humano. Aquéllos que estaban destinados a
la muerte fueron ridiculizados: envueltos en pieles de animales fueron lanzados a los
perros o se les crucificaba, o se les quemaba para que sirvieran, tras la puesta del sol,
como luminarias nocturnas. Nerón ofreció su parque para este espectáculo y dio al
pueblo toda clase de juegos circenses, se disfrazó de auriga, se mezcló con el gentío y
se mantuvo en su carro. Por esta razón, aunque habían sido culpables y habían
merecido lo más duros castigos, se tuvo piedad de ellos al darse cuenta de que no
eran sacrificados por el bien público, sino por la crueldad de uno solo».
Si se quiere tener en consideración estos párrafos no queda otra opción más que la
de preguntarse de qué fuente ha tomado Tácito estas alusiones sobre Cristo. Se ha
querido afirmar que el historiador recogió esta información de los procesos y
declaraciones del senado y de los archivos oficiales. Mommsen lo pretendió y sus
émulos lo han repetido con toda confianza. Pero un adversario del mito de Jesús, tan
implacable como lo es Joh. Weiss escribe: «Que él (Tácito), o cualquier otro, haya
compulsado una información de Poncio Pilatos en los procesos y declaraciones del
senado, resulta una hipótesis que no querría defender, con el fin de no cargar de
inverosimilitud esta cuestión bastante sencilla»[352]. Podemos leer en el Handbuch für
Klassische Altertumswissenschaft (Manual de la ciencia de la Antigüedad clásica):
«En la historiografía antigua, era poco corriente consultar los archivos; y Tácito
prestó muy poca atención a los acta diurna y a las investigaciones del senado»[353].
Hermann Schiller nos escribe en su Geschichte des rómischen Kaiserreiche unter der
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Regierund des Nero (Historia del Imperio romano bajo el reinado de Nerón, 1872):
«Se tiene por costumbre ver en Tácito al modelo del historiador; este elogio puede
estar justificado por muchas razones, pero no puede aplicarse a la crítica de las
fuentes ni al trabajo de investigación personal, cosas que en el mismo Tácito
permanecen en un nivel muy bajo. Tácito jamás se ha entregado al estudios de los
archivos»[354].
Resulta, por otro lado, muy poco creíble que haya sido enviado a Roma un
informe especial sobre la muerte de un provinciano judío como era Jesús, y que este
informe haya sido incluido entre los documentos e investigaciones del senado: «Entre
los sucesos de la historia romana de la época, la ejecución de un carpintero de
Nazaret era, a los ojos de los personajes oficiales, un suceso carente de todo interés;
desaparecía entre el número incalculable de los suplicios decretados por la
administración romana en provincias. Hubiese sido la casualidad más grande del
mundo el que se hubiese mencionado en alguna nota oficial»[355]. Estas cosas las
puede afirmar un Tertuliano que, en su apología del cristianismo (cap. XXI), envía a
las personas que dudan acerca del valor de la historia evangélica, a los archivos
romanos, en donde se habría conservado un informa especial de Pilatos a Tiberio.
Pero cuando alguien, en nuestros días, hace una afirmación similar, nadie puede
evitar una mueca de duda. Bruno Bauer termina riendo: «Aunque poco versado en el
estudio de los archivos, él (Tácito) debió de tomar el hecho de que el fundador del
cristianismo fue condenado a muerte por el gobernador Poncio Pilatos en los mismos
archivos oficiales en que Tertuliano descubrió una nota narrando que, en el momento
de la muerte de Jesús, el sol dejó de alumbrar en pleno mediodía»[356].
En el caso de que Tácito hubiese, efectivamente, tomado de los archivos oficiales
su nota sobre el fundador del cristianismo, hubiese sido probable, dada la exactitud y
la seguridad tan pregonada de su información, que hubiera dado al crucificado su
verdadero nombre, Jesús, y no le hubiese designado con el nombre de Cristo, es decir,
de Mesías. ¿O la información oficial se hubiese limitado a decir que el «Salvador»
fue ejecutado por Pilatos? Hartlein tiene razón cuando escribe: «Cuanto más se alaba,
con el fin de dar peso al testimonio de Tácito, menos puede comprenderse la ausencia
del verdadero nombre de Jesús»[357]. El hecho de que Tácito hable solamente de
Cristo, es decir, que designe al fundador del cristianismo por su nombre cultual,
refleja claramente que este pasaje ha sido escrito por un cristiano, o que Tácito ha
recogido sus informaciones, de oídas, de los cristianos. Cuando Tácito escribió sus
anales hacia el año 117, la tradición cristiana sobre Jesús ya estaba fijada, al menos
en sus principales líneas, y es muy probable, como lo piensa Ed. Meyer, que Tácito
haya tomado sus informaciones del credo cristiano, al cual pudo tener acceso por los
procesos contra los cristianos[358]. Esta consideración basta para debilitar el famoso
testimonio de Tácito en favor de la historicidad de Jesús. El mismo Heitmüller, que se
indigna en cuanto alguien duda de la fuerza probatoria del pasaje de Tácito, y que
piensa que cualquier persona sin recelos, debe encontrar en él un testimonio
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irrecusable, pierde aquí su aplomo y confiesa: «Nadie puede negar la posibilidad de
que la nota de Tácito remonte a la tradición cristiana, que no constituya una
información independiente. Estima, es cierto, que esta posibilidad “es muy débil”,
(¿?), y que teniendo en consideración la manera general de Tácito (¿qué manera?) la
hipótesis se puede descartar casi totalmente. Pero el problema es de una importancia
tan grande que, el erudito cristiano debe, el primero, aplicarse con una ansiedad
escrupulosa en evitar el apoyarse sobre cualquier incertidumbre (conocemos eso) y,
por lo tanto, tener presente esta posibilidad»[359].
Tras tener en cuenta todas las concesiones, no podemos preocuparnos ni
inquietarnos de Tácito. Pero el tema es lo suficientemente atractivo como para no
caer en la tentación de examinarlo más a fondo. En efecto, ¿qué puede pensarse de la
narración de Tácito en su conjunto?
Si se la examina con cierta objetividad, se encuentra, en todas sus partes,
improbable. Es poco probable que Nerón haya tenido arte o parte en el incendio de
Roma, o que el pueblo lo haya creído. Tácito ni siquiera se arriesga a reprochárselo, y
Suetonio, que hace de Nerón el protagonista del incendio y que, en trajes teatrales,
canta la toma de Troya sobre la torre de Mecena de Esquilmo, cuenta, entre las
buenas acciones del emperador, las medidas que tomó para impedir que en Roma
volvieran a repetirse los incendios que la asolaban, lo que encaja muy mal con los
pasajes en que acusa al emperador de haber incendiado la capital. Según Tácito,
Nerón residía en Antium en el momento en que estalló el incendio, a treinta millas de
Roma. ¿Cómo puede creerse que un coleccionista tan apasionado, que había llenado
su palacio de inestimables tesoros, haya podido, el corazón ligero, exponerlos al
riesgo de un incendio declarado en sus cercanías, simplemente por darse el placer de
ver la ciudad en llamas? En estas condiciones, ¿cómo iba a ser sospechoso de haber
puesto fuego en la ciudad? Toda la actitud del emperador durante la catástrofe, y tras
ella, es la de un hombre que trata de concluir con esa plaga. Suetonio ignora todos los
rumores populares que deberían haber corrido sobre el particular, y según el mismo
Tácito, la fama de Nerón no se resintió tras este suceso. Los aristócratas conjurados
contra él no intentaron absolutamente nada, y en los procesos contra ellos, el pueblo
jamás se puso de su lado. La nota de Tácito no viene confirmada ni por los poetas ni
por los otros autores. Es más, le reprochaban, como es el caso de Juvenal, las peores
acciones. Pero nunca vieron en él a un incendiario: jamás se le designó como tal en
los innumerables versos que se escribieron contra él y que le trataban con el más
absoluto de los desprecios.
Se dice de él que era un emperador a quien nada le importaban los pensamientos
del populacho sobre sus malas acciones. Entonces, ¿qué motivo le hubiese llevado a
tratar de hacer caer la responsabilidad de sus barbaridades sobre los cristianos? El
pueblo, nos dice Tácito, los despreciaba por sus infamias. ¿Cuáles eran estas
infamias? ¿De dónde toma su conocimiento de los cristianos? Nos encontramos ante
un verdadero rompecabezas. Es poco probable que los cristianos, que a los ojos de los
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romanos se confundían con los judíos, hayan sido objetos, de parte del pueblo, de una
animosidad excepcional. En palabras de Tácito, habrían sido portadores del odio al
género humano. Pero este reproche de «odium humana generis» recuerda, de una
manera sospechosa, el pasaje de la primera carta a los Tesalonicenses II, 15, en donde
se dice de los judíos que no agradan a dios y que son enemigos de todos los hombres;
lo que parece haber sido tomado de Tertuliano que dice que sus correligionarios
habían sido acusados de ser los «enemigos del género humano»[360], acusación que
podía ser creída en la época de Tertuliano, hacia el fin del siglo II, y que además viene
a ser confirmada por los autores de esta época[361], pero que en la época de Nerón
hubiese sido una cosa inimaginable.
Por otro lado el término cristiano, del cual se sirve Tácito, no se utilizaba
entonces, ni se encuentra en ningún otro autor de la época. Aun el mismo Dion
Cassius (siglo III), y la separata de su obra debida al monje Xiphilin, hablando de los
cristianos perseguidos bajo Diocleciano, lo hacen todavía como si pertenecieran a la
religión judía. Los mismos cristianos se denominaban con el nombre de Nazoreanos,
Jeseanos, Elegidos, Santos, Fieles, y eran generalmente considerados como unos
judíos. Observaban la ley de Moisés, y el pueblo no podía diferenciarles de los otros
judíos. Pero que Tácito como lo piensan Voltaire y Gibbon, hayan empleado el
nombre extendido en su época para designar a los sectarios judíos bajo Nerón, parece
improbable por el hecho, y la simple razón, de que el nombre de Cristo no significaba
otra cosa más que Mesías, y que todos los judíos sin excepción esperaban el Mesías,
de modo que todos eran, en cierto sentido Cristianos. Se comprende muy mal
entonces que en la época de Nerón o Tácito haya podido distinguirse a los partidarios
de Jesús de quienes creían en Cristo. Esto sólo ha podido ocurrir en una época
posterior, en donde el recuerdo de los otros personajes numerosos, que habían
aspirado a la dignidad mesiánica se había borrado, en donde la fe en el Mesías se
había convertido en la fe en Jesús, considerado no como un Mesías, sino como el
Mesías, y en donde Cristo y Jesús se habían convertido en sinónimos[362].
Únicamente así puede explicarse el hecho singular que hemos denunciado: que Tácito
hable de Cristo y no de Jesús.
Mas las inverosimilitudes de la narración de Tácito no se detienen aquí. Dice que
detuvieron, primeramente, a los que confesaron. ¿Qué confesaron? Uno piensa: su fe
en Jesús. Pero los cristianos, en esta época, no tenían todavía ningún credo
determinado. Bajo Nerón, los cristianos y su fe no habían llamado la atención del
pueblo, ni su credo les había hecho sospechosos o criminales a los ojos de los
romanos[363]. Otros suponen: confesaron haber cometido el Incendio. En este caso, no
se hubiese tratado de una persecución de cristianos, tal y como la presenta Tácito,
sino de un hecho criminal que atañía a la policía. A causa de ello una «gran multitud»
habría sido entregada a la muerte. Exageración ridícula que recuerda demasiado las
exageraciones del mismo género de los Hechos y de otros escritos cristianos. Y no
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olvidemos, que en la primera mitad del siglo III, Orígenes señala expresamente que el
número de los que sufren la muerte por la fe era «entonces insignificante, y fácil de
contar»[364]. Finalmente, resulta muy difícil considerar una verdad histórica el hecho
de que Nerón hiciese quemar vivos, en sus jardines, a los cristianos. Porque según la
narración de Tácito estos Jardines sirvieron de refugio a las víctimas de los incendios
y estaban llenos de tiendas y barracones de madera que hubiesen podido causar
nuevos incendios, sin tener en cuenta la idea extravagante que presenta a la multitud
pasando la noche, entre alegrías, alrededor de esta carne humana asándose, y a Nerón
mezclándose entre el populacho para deleitarse con este espectáculo alucinante:
precisamente Nerón que, según el mismo Tácito, en su Vida de Agrícola, no puede
presenciar los crímenes que él mismo ha ordenado.
Cuanto más se profundiza en la narración de Tácito, más enigmática parece.
H. Schiller afina con precisión cuando declara este pasaje «uno de los más difíciles en
este autor tan prudente. Se diría, casi, que ha querido, en su narración, proponer a la
posteridad un enigma que él mismo no había podido resolver»[365]. Igualmente, E.
Arnold, en su obra Die neronsche Crtstenverfolgung (La persecución de los cristianos
bajo Nerón, 1888) llama la atención sobre el particular: «Esta nota, que siempre se
había creído simple y fácilmente inteligible, ha sido, efectivamente, muy poco
comprendida»[366].
Bruno Bauer había señalado ya las dificultades de estas líneas de Tácito[367].
Algunos especialistas extranjeros, entre ellos el holandés Pierson[368] y el inglés
Edwin Johnson dudan de su autenticidad. Finalmente, la demostración completa de su
inautenticidad ha sido presentada por el francés Hochart, en un trabajo especialmente
dedicado a este tema Ettide au sujet de la persécution des chrétiens sous Neron
(Estudio sobre el tema de la persecución de los cristianos bajo Nerón, 1885). Por lo
tanto, es totalmente falso, y contrario a la verdad, el afirmar, como lo hacen ciertos
teólogos, que, excepción hecha de los negadores de la historicidad de Jesús, nadie ha
puesto en duda la autenticidad del pasaje XV, 44 de los Anales de Tácito. W.
B. Smith ha llegado a demostrar que, aun desde el punto de vista puramente
filológico, sus bases no son tan sólidas como quiere hacerse creer. Su estilo, tantas
veces alabado frente a los escépticos por sus características auténticamente propias
del autor, no deja de prestarse a la crítica, sin contar con que un falsificador hábil
puede imitar cualquier estilo, juego al que se presta muy bien el estilo rebuscado y
amanerado del autor de los Anales[369].
Lo que debe hacernos muy sospechoso el escrito de Tácito, es el silencio absoluto
de los demás autores antiguos sobre las pretendidas persecuciones de los primeros
cristianos bajo Nerón en conexión con el incendio de Roma. En el caso de que
hubiese existido alguno que debiera haber hablado sobre el suceso, debería haber sido
Josefo, puesto que eran judíos, sus compatriotas, los que habrían sucumbido a causa
de él. Si se acusaba a los cristianos de haber provocado el incendio, a los ojos del
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historiador judío, esta acusación iba dirigida contra el pueblo. Josefo vivía entonces
en Roma, frecuentando la casa de Popea y negociando, por mediación de ella, con
Nerón. ¿Cómo podía ignorar entonces la persecución de los judíos que creían en
Jesús? ¿Cómo podía, una vez más, ignorarla y no reflejarla en sus escritos? ¡Terrible
acusación, para los cristianos, el ser acusados de haber incendiado la capital del
universo! Y sin embargo, no vemos a ningún adversario pagano del cristianismo,
elevar sus garras contra los judíos, que curiosamente eran bastante detestados,
mientras que ningún autor cristiano, de los siglos sucesivos, sospecha que un número
apreciable de cristianos sufriera la muerte bajo Nerón y, lo que es peor, que hubiesen
sido tenidos por incendiarios. Cuando hablan de una persecución de cristianos bajo
Nerón, sus narraciones se refieren, a lo sumo, a la ejecución de Pedro y de Pablo. Si
los pretendidos Hechos de Pablo parecen constituir una excepción, al atribuir a
Nerón, junto a la muerte de los apóstoles la de un número de cristianos tan grande
que aun los mismos romanos se indignan temiendo que la nación se debilitara por
ello, se sabe que este escrito, originario sin duda alguna de Asia Menor, no posee
ningún valor histórico; el texto es tan confuso e Increíble, diríamos tan ingenuo, que
no podemos detenernos a discutirlo; sobre todo al ser imposible, todavía, determinar
la fecha en que pudo escribirse este factum consagrado a la mayor gloria del apóstol
Pablo. El editor de los Apócrifos del Nuevo Testamento lo cree originario del último
cuarto del siglo 11[370]; Geiser, en su Geschichte Roms und der Pápste fin Mittelalter
(Historia de Roma y de los papas en la edad media, tomo I), cree que debe
localizarse, lo más pronto, en el siglo V[371].
Tras la antigüedad, la edad media entera parece ignorar, también, completamente,
la persecución de los cristianos bajo Nerón: las innumerables leyendas de mártires y
santos, que se deleitan, con una voluptuosidad perversa en las torturas sufridas por los
cristianos, lo mismo que los cronistas de la época, los Freculphe, los Vicent de
Beauvais, los Jacques de Voragine, no nos dicen nada sobre el particular. Ninguno de
estos autores hace la menor alusión a ello, aun cuando hablen de Nerón. En su Divina
Comedia, Dante designa un lugar en el Infierno, a todos aquéllos que, a lo largo de la
historia, se han destacado por sus crímenes, pero Nerón no se encuentra entre su
número, cuando lógicamente, si este poeta tan unido a la Iglesia hubiese conocido los
hechos atribuidos a Nerón contra los cristianos, este primer perseguidor de los
creyentes le hubiese parecido muy digno de asarse en los Inflemos. Dante se dirige a
Roma por el jubileo de 1300 y menciona el cortejo de peregrinos que van a San Pedro
pasando el puente de Sant-Angel. Tiene bajo sus ojos los antiguos jardines de Nerón,
en el lugar en que actualmente se levanta el Vaticano, ahí mismo donde las antorchas
vivientes debieron iluminar la noche y, ¡ni una sola palabra de las persecuciones!. El
sabio Villani que estaba en Roma con Dante, en su Historia de Florencia VIII, 36,
describe los recuerdos de la antigüedad que ha evocado con esta ocasión y ¡tampoco
dice nada sobre el incendio de Roma y la persecución de los cristianos como
consecuencia de aquél![372].
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Por primera vez comienzan a gestarse los vagos contornos de esta historia de
incendiarios, en la correspondencia entre Pablo y el filósofo Séneca, pero desde su
publicación, en el siglo XV, esta correspondencia fue inmediatamente reconocida
como falsa. Posteriormente se encuentra un cuadro más detallado de la persecución
en la crónica o Historia sacra de Sulpicio Severo, al comienzo del siglo V, en parte
con los términos mismos de Tácito, cuyo estilo en general ha sido «hábilmente»
imitado por el autor[373]. Más resulta evidente que este escrito no pertenece a la
pluma del dicipulo del obispo Martín de Tours. Data, Igualmente del siglo XV (1420 y
ss) época en la que fue exhumado por Poggio Bracciolini, tan famoso por sus
humanidades como por sus descubrimientos y ventas de antiguos manuscritos.
Sorprende, de todos modos, que no fuese publicado hasta el año 1556, por Flach
Frankowitz. Se trata de una falsificación manifiesta debida, probablemente, al mismo
Poggio. La autentica Cronic de Sulpicio Severo fue descubierta por el español
Enrique Florez hacia mediados del siglo XVIII en un manuscrito del siglo XIII, y
publicado en la España Sagrada. No se encuentra en ella ninguna alusión a la
persecución de los cristianos bajo Nerón. En el mundo científico, este hecho parece
haber pasado desapercibido. Únicamente Holder-Egger ha tratado sobre él en una
tesis de inauguración de Góttigen bajo el títuto Ueber die Weltchronik des sog. Sverus
Sulptcius und südgalltsch Annalen des funften Jarhhunderts (Crónica universal del
pretendido Severo Sulpicio y los Anales de la Galia meridional del siglo V, 1985).
Si se piensa en el Interés capital que debía tener la Iglesia por la primera
persecución de los cristianos bajo Nerón y el martirio de estos miserables condenados
en los jardines de Nerón, en el mismo lugar en que se levanta hoy día la Iglesia de
San Pedro y el Vaticano, no puede comprenderse cómo es posible que un historiador
como Tácito haya permanecido ignorado durante toda la edad media y que sus
escritos, sobre todo los Anales, no hayan llamado la atención de los monjes que, en
los claustros, pasaban su tiempo copiando manuscritos. Concretamente, todo lo que
nos ha llegado de Tácito es un fragmento designado con el nombre de Codex
Mediceus I y II, y conservado en la biblioteca mediceo-laurentiana, en Florencia;
todas las otras ediciones son copias de él. De estos dos códices, el Codex Mediceus II
contiene el fin de los Anales y el comienzo de las Historias, y fue descubierto en
1429 por Poggio Bracciolini, mientras que el Codex Mediceus I contiene el comienzo
de los Anales y fue encontrado en 1515, bajo el papa León X. Las circunstancias en
que estos dos códices fueron descubiertos son de lo más sospechosas y singulares. Ni
Poggio ni quien pretende haber reencontrado el Codex I declararon jamás, de manera
clara y perentoria, el modo en que entraron en posesión de estos preciosos
manuscritos. Los dos escritos contienen tal cantidad de errores y tal número de
anacronismos, y tan manifiestos, que es muy difícil atribuirlos a un autor romano
distinguido. Hochart ha llegado a demostrar que tales escritos contienen
compilaciones de autores griegos que fueron introducidos en Italia al fin del siglo XIV
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y al comienzo del siglo XV: Xiphilin, la crónica de Zonaras el Bizantino, Plutarco,
Josefo y Estrabon, a los que se añaden Suetonio, Pablo Osorios y Ammianus
Marcelinus. Y, al comparar y analizar todos los textos puede verse que es Tácito
quien depende de estos autores, y no estos autores quienes dependen de Tácito.
Un examen más detallado de las fuentes en que se inspira Tácito, como el que
tuvo lugar con ocasión de un concurso abierto en el año 1891 por la Academia
Francesa de Inscripciones y Bellas Artes, lo emprendió el profesor lionés M. Philippe
Fabia[374], y se llegó a la conclusión que el historiador romano no tenía por
costumbre trabajar con documentos originales. Para Fabla, sus fuentes son casi
siempre de segunda mano; en lugar de los escritos originales reproduce lo que dicen
los historiadores que le precedieron. El hecho de que haya sido tan estimado estriba
en que en su estudio para nada se le comparó con las fuentes, sino que se le consideró
siempre de una validez indiscutible[375]. Todos los autores en los que se ha inspirado
Tácito, cite su nombre o no, están perdidos, nos recuerda Fabia, por lo que no puede
constatarse si les ha seguido realmente. Si Fabla ha tratado de explicar de otro modo
las concordancias —que no niega en absoluto— del relato, consideraciones de estilo
y aun de los términos con los autores señalados anteriormente, Hochart ha
demostrado con argumentos perentorios que estos esfuerzos son vanos, y él mismo ha
tratado de demostrar, por el examen de la escritura, del pergamino, y de la técnica de
los copistas, etc., que los dos códices datan del siglo XV. Quiere presentar de este
modo la prueba de que los Anales y las Historias de Tácito, bajo la firma del
historiador romano, tratan de problemas políticos, eclesiásticos, religiosos y
filosóficos que agitaban entonces Italia, y que es debido a esta circunstancia el que su
estilo tan vivo y colorínico sea, con justicia, alabado.
Sea como sea, una suposición parece imponerse rápidamente: el falso Sulpicio
Severo y el pasaje XV 44 de los Anales fueron fabricados únicamente en interés del
papado, a fin de proporcionar al papa, tras su regreso de Avignon una residencia
segura al pie del Vaticano, sobre la orilla derecha del Tiber, a proximidad del Castillo
de Sant-Angelo, a cambio de su antigua residencia del Laterano, donde estaba
expuesto a las frecuentes revueltas populares y a la violencia de los señores. Se
trataba, pues, de establecer una relación entre la nueva residencia papal y la tradición
eclesiástica. ¿Podía encontrarse algo mejor que el poder afirmar que en ese mismo
lugar, en los antiguos jardines de Nerón, cerca de la Iglesia de San Pedro, los
primeros cristianos de Roma habían firmado con su sangre la fe? ¿La supremacía de
la Iglesia romana sobre la de Bizancio podía estar mejor garantizada que con la
aparición de un documento testimoniando que, desde la época de Pedro y de Pablo, la
ciudad santa ocultaba entre sus muros una «gran multitud» de cristianos?[376].
De todos modos resulta imposible aceptar la autenticidad de la narración XV, 44
de los Anales, y de fundamentar en ella el hecho de la realidad histórica de una
primera persecución de los cristianos bajo el nombre de Nerón.
Existiría una única hipótesis que permitiera suponer el pasaje auténtico; pero para
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ello habría que admitir que los chrestiani de Tácito no eran cristianos, sino adeptos de
Serapis u Osiris egipcio, que lleva también el sobrenombre de Chrestus, el
bondadoso, y que en 117 Tácito les confundió con los cristianos de su época. Sucede
que el manuscrito parece haber contenido primitivamente la palabra Chrestianos, y
que esta apelación fue cambiada, intencionadamente por christianos. Los chrestiani,
pertenecientes, básicamente, a las más bajas capas sociales del pueblo, eran, en cierto
modo, los apaches de Roma, pudiendo ser, realmente, «detestados por el pueblo
debido a sus infamias» y formar una «gran multitud», de suerte que fuera fácil a
Nerón hacerles sospechosos de haber provocado el incendio y conducirles a la
muerte. Desgraciadamente, de aceptar esta hipótesis, con el fin de no rechazar el
documento, ya no nos encontraríamos frente a una persecución de cristianos, y la
Iglesia, los teólogos y los historiadores cristianos están empeñados en que los
perseguidos hayan sido cristianos.
En resumidas cuentas, sin profundizar demasiado y dejándose seducir por sus
cualidades superficiales y el color cautivante de su estilo, la obra de Tácito está muy
lejos de merecer la bella confianza que continúa otorgándosele. Particularmente, el
pasaje XV, 44, no es digno de ninguna credibilidad. La ligereza e ingenuidad de que
se ha dado prueba al apoyarse sobre este escrito para afirmar el hecho de una
persecución de cristianos bajo Nerón, es simplemente un escándalo científico. Desde
hace tiempo la ciencia hubiese renunciado a él si no se tuviese necesidad de esta
persecución con fines extraños a la búsqueda de la verdad[377].
Resumamos el resultado de nuestra investigación: No existe ningún testimonio
profano en favor de la historicidad de Jesús. Esto ha sido concedido, en el curso de
las discusiones suscitadas por el mito de Jesús, por autoridades como Jülícher, Weis,
Weinel y, a pesar de todas sus diatribas por Heitmüller. Weis reconoce que «falta un
testimonio convincente en la literatura profana»[378]. Se podía dejar saldado,
definitivamente, este punto. No vale la tinta que los teólogos han hecho correr a causa
suya. Lo que no es óbice para que los dignos teólogos sigan citándoles de nuevo,
confiando en la estupidez humana, que es eterna, y contando, con que, a pesar de
todo, impresionaran siempre a una categoría de lectores.
Mientras tanto, la Iglesia trata de consolarse con la idea de que si es exacto que
ningún autor profano no puede confirman la historicidad de Jesús, también es verdad,
que ninguno la pone en duda, cuando hubiese sido tan fácil atacar la fe por este lado.
Pero esto es una falacia, y la Iglesia lo sabe. Desde que comenzó a existir la Iglesia
hizo todo lo que pudo para suprimir todo lo que podía molestarle, y destruyó todos
los escritos de sus adversarios. Supo borrar el recuerdo de los gnósticos precristianos,
cuya existencia le estorbaba. Destruyó igualmente toda la literatura, tan rica y tan
variada, del gnosticismo precristiano, que ella consideró siempre tan peligroso porque
predicaba a otro cristo diferente al que ella predicaba. Suprimió los escritos de
Porfirio y de sus otros adversarios, y lo que ha quedado lo adaptó tanto a sus
intereses, que actualmente es casi imposible encontrar la línea del proceso y la
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evolución histórica. Pero, por desgracia para ella, algunas pistas quedan. Justino, en
su diálogo con el judío Tryphon, hace decir a su adversario: «Seguís un rumor falso y
forjáis vuestro Cristo. Cuando haya nacido y esté en algún lado, nadie le ha de
conocer»[379]. Y, en Orígenes, Celso reprocha a los cristianos: «No hacéis más que
inventaros fábulas y no sois capaces de hacerlas creíbles. Como los borrachos que se
hieren solos, algunos de vosotros han adulterado tres o cuatro veces y, en ocasiones
más, los textos evangélicos con el fin de negar lo que se os discute»[380].
No es exacto que ningún pagano o judío haya negado jamás la existencia de
Jesús, ni la verdad de los evangelios. Lo cierto es que dudaron de ellos y de su
supuesto fundador. Y, aunque así no hubiese sucedido, ello no probaría, de todas las
maneras, la historicidad de Jesús. Puesto que la época en que la contra-ofensiva judía
y pagana contra el cristianismo se desató, es decir, en el siglo II, la tradición cristiana
estaba ya fijada. Y los adversarios dirigieron contra esta tradición sus ataques. Pero
en aquel entonces a nadie se le podía ocurrir aplicar a la tradición los métodos de la
crítica histórica. «La antigüedad, nos dice Hausrath, jamás se preocupó por la verdad
histórica, sino por la verdad ideal». Son contados los casos en que un autor se
pregunta: «¿Qué ha sucedido realmente? ¿Qué viene certificado por la historia?»[381].
En el caso de que se hubiese querido realizar investigaciones sobre la historicidad de
las narraciones evangélicas y de ir al fondo de las cosas, era poco probable que, tras
la destrucción de Jerusalén y la dispersión de su población judía nadie hubiese
encontrado nada. Es un silogismo manifiesto, lucus a non lucendo, el querer llegar a
la conclusión de la historicidad de Jesús por el hecho supuesto de que nadie la negó
jamás.
Los creyentes toman partido cuando dicen que los autores paganos y judíos no
tenían ningún interés en ocuparse de la personalidad del rabí de Nazaret. Lo
admitimos. ¿Mas cómo explicarse entonces que ni un solo autor cristiano no ofrezca
ningún informe, sobre el fundador de su religión, que sobrepase y complete algo el
contenido de los evangelios y que sea más digno de fe?
En cuanto a lo que se refiere al contenido de los Hechos de los Apóstoles, se ha
visto ya que todo este escrito presenta, todo lo que se refiere a Jesús, con un carácter
dogmático y se apoya en los evangelios. Ni siquiera los evangelios apócrifos, todos
los escritos cristianos que rechazaban ya la autoridad de escritos considerados por la
Iglesia como verdaderos, no nos presentan ningún detalle que merezca la pena. Todo
lo que ofrecen sobre Jesús, tiene un carácter tan fantástico e Irreal, en ocasiones tan
necio, que no hay posibilidad de tenerlos en consideración. Hausrath reconoce que no
es posible obtener nada válido de los escritos apócrifos para completar nuestro
conocimiento del protagonista. Existen también cierto número de sentencias de Jesús
conservadas por la tradición, fuera de los evangelios, y denominadas agrapha[382].
Este mismo teólogo, Hausrath, afirma, a pesar de la declaración anterior, lo siguiente:
«Lo que se encuentra fuera del canon es un testimonio elocuente de la existencia de la
actividad de Jesús».[383]
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Acerquémonos al segundo periodo de la literatura cristiana, que comienza con el
siglo II. Se necesita ser un creyente como el cura Gróber de Constance[384] para
esperar que puede obtenerse de aquí algo útil. ¿Qué utilidad puede aportar la nota de
Eusebio, que habría tomado de Hegesipo, y en la que afirma que descendientes de la
familia de Jesús todavía vivían en la época de Domiciano y que habían sido
presentados al emperador que temía la vuelta de Cristo[385]? Hegésipo habría vivido
entre 120 y 180. Eusebio vivió en el siglo IV (325-395), y trabajó tan ardorosamente
para mayor honra y gloria de la Iglesia, creando y consolidando la tradición, que no
merece ninguna credibilidad. J. Burkhardt le denuncia como «el primer historiador de
la antigüedad que actúa de mala fe»[386]. Cuando escribe: «Quadratus, un discípulo
del apóstol testifica que algunos de los que el Señor había curado de enfermedad o
resucitado de entre los muertos todavía vivían en su época», ¿quién puede creerle?
Siguiendo siempre a Eusebio, Policarpo (156) habría hablado a Ireneo de sus charlas
con el discípulo Juan y con los otros apóstoles, y le habrían comunicado lo que él
confiesa acerca de los milagros de Jesús, «como habiéndolo recibido de quienes
habían visto, con sus propios ojos, la Palabra de Vida, en concordancia con las
escrituras»[387]. ¡Qué lástima que Ireneo no haya dicho nada! Podemos suponer, con
toda lógica, que estas informaciones no sobrepasan, para nada, la narración de los
evangelios y «Escrituras». Cuando el mismo Policarpo, en su epístola a los
Filipenses, maldice a quienes no confiesen que Jesús vino en la carne, existe una
afirmación puramente dogmática dirigida contra los docetas que pensaban que Jesús
no había poseído más que un simulacro de cuerpo.
Si queremos acercarnos al dichoso Papías todavía peor. Según Eusebio, habría
vivido hacia el año 130, se tomó la pena de escribir las tradiciones orales, que habría
recibido de los apóstoles y de los discípulos inmediatos de Jesús, sobre las palabras y
los hechos del Señor. Nos creemos en la obligación de creer a este buen viejo, pero
nos sorprende el que, cien años después de la pretendida muerte de Jesús, algunos de
sus discípulos vivan todavía.
Gróber afirma: «Si han existido discípulos del Señor, que han podido relatarnos
no solamente lo que hablan oído decir del Señor, sino que lo habían recibido del
Señor mismo, este Señor no puede ser una ficción, la hipótesis de una idea, sino que
era una personalidad histórica». Por supuesto, pero con condicionales y podían
Podemos pues ahorrarnos el examinar detalladamente los otros testimonios,
tenidos por tan fidedignos, sobre todo dentro de la secta católica: el testimonio de
Ignacio, si se quiere admitir que es auténtica la carta del obispo de Antioquía[388], no
tiene más que elementos dogmáticos, a pesar de sus «informaciones detalladas»
alabadas por Gróber, y no tiene ninguna relación con el problema que nos ocupa,
puesto que los pretendidos martirios de los apóstoles, mencionados por Clemente,
nada prueban, ni directa ni Indirectamente acerca de la historicidad de Jesús: en
cuanto a las «Palabras de Cristo» citadas por él, no pertenecen, necesariamente, al
N
UESTRA afirmación resulta ser cierta: no existen pruebas que puedan
confirmar la existencia histórica de Jesús si no se tienen en cuenta los
evangelios. Lo que llevaría a la conclusión de que en ellos, si existe alguna
prueba, hemos de tratar de buscar los hechos que puedan, realmente, demostrar
inequívocamente su historicidad. Serían pues, testimonios aislados que nadie podría
corroborar. Van der Bergh van Eysinga tiene razón cuando dice: «Si lo que
conocemos de Atila, se limita únicamente a lo que puede leerse en los Nibelungos,
debemos confesarnos que no sabemos si realmente vivió o se trata de una figura
mítica como Sigfrido. Las fuentes donde debemos investigar la vida de Jesús no
valen mucho más»[389]. Es cierto que se han esforzado en darles una base histórica,
trayendo a colación una nota de Eusebio (siempre nos encontramos con este
afortunado), según la cual, Papías, el obispo de Hierápolis ya mencionado, informa
que Marcos, el intérprete de Pedro, habría escrito, sin orden preciso, por supuesto, sus
recuerdos de los discursos y hechos de Jesús, que él mismo habría sacado de las
conversaciones ocasionales con Pedro, escritos que vendrían apoyados, según Papías,
por Juan el «Antiguo»[390]. Pero ¿de qué utilidad nos resulta esto? Eusebio (en el
siglo IV) pretende haber tomado todo de Paías (hacia el año 150), y Papías, según
Eusebio, pretende haberlo tomado de un «Juan el Antiguo», que nos resulta
totalmente desconocido, y también de Pedro el de Jesús. Se necesita mucho candor e
ingenuidad si se pretende fundar sobre estas informaciones, procedentes de un
pretendido testigo ocular, la veracidad de lo narrado en los evangelios.
Eusebio nos enseña también, acerca del primer evangelio, que su autor Mateo
escribió los discursos del Señor en hebreo y que «cada uno los traducía como
podía»[391]. Lamentablemente esta nota no nos sirve de nada, por la sencilla razón
que no nos dicen la naturaleza de los «discursos del Señor». ¿Se trataban de
propósitos tenidos por un Jesús histórico, o de las palabras atribuidas a la inspiración
inmediata del Espíritu Santo y pronunciadas por personalidades señaladas, o eran, al
fin de cuentas, palabras del Antiguo Testamento, es decir, de Yahvé, designado,
igualmente con el título de Señor? ¿Y quién era este Mateo? ¿El autor del primer
evangelio? Se presupone que se trata del cobrador de impuestos llamado por Jesús,
Mar. II, 14. Pero Marcos, el cobrador no se llama Mateo, sino Leví, hijo de Alfeo, a
quien sólo mucho más tarde se le identifica con Mateo. En el fondo, esta nota nos
viene a decir, simplemente, que en el siglo II, debió de haber circulado una colección
de palabras pronunciadas por el Señor, ricas en variantes, y que esta diversidad venía
originada, al parecer, por la diversidad de traducciones de una fuente común, que se
suponía de un cierto Mateo cuyo nombre figuraba entre los que se designaban como
discípulos de Jesús. Al final resulta que Papías no era un testimonio demasiado fiable.
El mismo Eusebio confiesa que era «un hombre de poca sesera», y lo que pretende
¿No será ésta la fuente en donde el evangelista ha tomado los rasgos de Jesús, que
se ha convertido en un extranjero para sus parientes, que le han declarado loco?
Y, en resumidas cuentas, aunque el narrador presente a Jesús como un ser
incomprendido por quienes le rodean, no puede asestar ningún golpe a su grandeza.
Con lo que queda claro que, el primero de los nueve pilares no parece muy sólido.
En la historia de un joven rico, Marcos X, 18, éste llama a Jesús: «Maestro
bueno», y Jesús le responde: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino dios».
Schmiedel piensa que ningún adorador de Jesús ha podido inventarse esto. En
Mateo XIX, 16, el rico dice: «Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida
eterna?». Y Jesús le responde: «¿Por qué me preguntas sobre lo que es bueno? Uno
solo es bueno». Lógicamente Jesús hubiera debido proseguir: Una sola cosa es buena.
Schmietel piensa entonces que Mateo ha chocado con el pasaje de Marcos en donde
Jesús rechaza el calificativo de bueno, por lo que habría alterado los términos de su
modelo. Por desgracia, los más antiguos manuscritos de Marcos omiten, como Mateo,
el adjetivo «bueno» delante de «maestro». En siriaco no existen diferencias en la
respuesta de Jesús, entre las formas masculinas y neutras: uno solo es bueno o una
sola cosa es buena. La respuesta de Jesús es totalmente lógica: una sola cosa es
buena: observa los mandamientos. Sólo al traducir esta respuesta al griego, se ha
cambiado y se ha escrito: «Uno solo es bueno», pensando que se trataba de dios. Por
lo tanto, la pregunta: ¿Por qué me interrogas sobre lo que es bueno? Debe ser
cambiada por la siguiente: ¿Por qué me llamas bueno? El encadenamiento, al quedar
así interrumpido, se necesitaba, para establecerlo, intercalar: «Si tú quieres entrar en
la vida, etc.», retomando, de este modo, la pregunta primitiva[403].
Junto a lo anteriormente señalado, hemos de decir que los escritos herméticos
confirman una vieja costumbre gnóstica que reserva el calificativo de «bueno»
exclusivamente al Padre, negándole a cualquier otro, aun al Logos, lo que no quiere
decir, en absoluto, que éste último sea un personaje histórico. Justino veía, en el
pasaje de Marcos, una prueba de la humildad y la modestia del Salvador[404],
mientras que otros padres apostólicos interpretan las palabras de Jesús en un sentido
totalmente opuesto al de Schmiedel, como una prueba de su divinidad, pensando que
cuando Jesús decía: «Dios sólo es bueno» designaba su propia persona, y que se
deducía: Tiene razón en llamarme bueno, porque yo soy dios.
El tercer pilar seria la incapacidad de Jesús de realizar ningún milagro en Nazaret,
E
L cristianismo fue gestado por la angustia que experimentaba el alma humana
delante del misterio de su destino, y por el deseo de hacer del dios justo, que le
inquietaba, un padre cuya cualidad esencial y suprema fuese el amor. Ésta es la
necesidad que inspira el mito del Hijo de dios enviado desde el cielo a la tierra por su
padre para rescatar, por su muerte expiatoria y substitutiva, a los hombres de su
pecado. La figura de Cristo se convierte en prenda de la redención del hombre,
cuando no era otra cosa más que el producto de la imaginación religiosa y de las
necesidades del alma. Los creyentes encarnaban en su Salvador la voluntad divina de
salvación y la posibilidad para el hombre de conseguir la victoria sobre los malos
espíritus y la muerte. Pero esta revelación nueva de la naturaleza esencial de dios
carecía todavía de la prueba material y documental que los otros judíos poseían para
su dios Justo, el del Antiguo Testamento, y en la ley dada por él. Para no verse
abrumados por sus adversarios judíos, dada la gran atracción ejercida por el Antiguo
Testamento sobre los otros pueblos, los fieles de Jesús fueron obligados a oponerles
alguna cosa similar y, aun superior si era posible para, tratando de hacer de su
Salvador un personaje histórico y para colocar la verdad de su fe al amparo de toda
sospecha. Éste fue el motivo que inspiró los evangelios. Se trata de documentos de
revelación y de libros Piadosos, y no de exposiciones históricas. No se inspiran en
ninguna realidad, sino en la conciencia religiosa y en la imaginación, apoyándose
claramente sobre el contenido histórico y religioso del «Antiguo Testamento» para
vencerle y superarle con un «Nuevo Testamento» inspirador de la fe en Jesús
(Juan XX, 31).
Todo el Antiguo Testamento está dominado por las figuras centrales de Moisés
(Josué) y de Elías (Elíseo), el primero en su calidad de fundador de la antigua alianza
de Israel con dios, el segundo en su calidad de renovador de este pacto, habiendo
conservado, se dice, en el pueblo la religión de Yahvé y habiéndola purificado de los
elementos paganos, en condiciones difíciles y en lucha permanente con un medio
hostil. Era lógico, con estos antecedentes, que la figura de Jesús en los evangelios
debía ser creada en función de estos modelos, tanto más cuanto el nombre de Elischa
(Eliseo) tiene el mismo significado que el de Jehoschua (Jesús): ayuda de dios.
Resulta perfectamente lógico que Marcos, el más antiguo de los evangelios,
comience su narración por el episodio del bautismo de Jesús en el Jordán. Moisés
había inaugurado, de un modo similar su carrera de jefe de Israel: con el paso del Mar
Rojo, lo mismo que Josué lo había hecho con el paso del Jordán. Este paso era
considerado como un bautismo[415] (primitivamente bautismo de sol en las aguas del
cielo): la figura del Bautista está copiada, rasgo por rasgo de la de Elías (2 Reyes I,
8). Mateo, en su historia de la infancia de Jesús, hace también alusión a la de Moisés,
en tanto en cuanto la masacre de los Inocentes no tiene otro significado que el de
T
ODAVÍA no nos hemos ocupado de las sentencias y enseñanzas de Jesús que,
según el decir de muchos, debe servir para garantizar la historicidad de los
evangelios. Palabras tan poderosas, doctrinas tan sublimes, se dice, que no
pueden proceder más que de una personalidad única, augusta y sobrehumana, como
es la de Jesús. ¿Pero cómo probarlo?
En lo que se refiere a la fuente de las Sentencias o «palabras del Señor», de donde
las habrían tomado sobre todo Mateo y Lucas, nosotros hemos ya constatado nuestra
ignorancia de su verdadero contenido: ¿sentencias de un individuo determinado,
Jesús, o palabras nacidas bajo la inspiración del «Espíritu», similares a las sentencias
de la «Sabiduría»? Es probable que se hayan introducido posteriormente en el relato
evangélico, y puestas en boca de Jesús únicamente en tanto apotegmas, al ser
consideradas como las mejores y las más llamativas de la tradición, al pensarse que,
aquellos dichos que expresaban mejor los sentimientos de los fieles de Jesús debían
ser atribuidos, según la opinión de sus partidarios, exclusivamente a aquél a quien
ellos veneraban como el «Señor» en el sentido más pleno de la palabra.
Es significativo que Pablo no parezca conocer ninguna palabra de Jesús, ya que
jamás hace mención de ellas, ni siquiera cuando hubiera sido obligado por las
circunstancias a reflejarse una concordancia absoluta en las ideas, y cuando el
contexto le hubiera debido obligar a colocar sus propios puntos de vista bajo la
autoridad del Maestro. ¿Y cómo es posible que los más antiguos escritos cristianos,
tales como la Didaché, la Epístola de Santiago, citan unas palabras del Señor, pero
sin designarlas como pronunciadas por Jesús? ¿Cómo explicarse que estas palabras
parezcan haber tenido un papel tan borroso en los comienzos del cristianismo? En
efecto, según los Hechos, la primera predicación cristiana no fue la propagación de
unas enseñanzas recibidas de Jesús, sino una doctrina sobre Jesús, como lo prueban
los ejemplos de Pedro, de Esteban, de Filipo y de Apolos. ¿Si se sabía que estas
sentencias provenían de un Jesús histórico por qué no se las guardó más
cuidadosamente? ¿Cómo es posible que se haya permitido perder la colección? Una
riqueza tan inestimable como las palabras de su Señor y Maestro ¿no las hubiesen
guardado los fieles como la niña de sus ojos, recopiado miles de veces y transmitido
con cuidado de una generación a otra? Y sucede todo lo contrario. El simple
conocimiento de la existencia de una colección similar parece haber desaparecido
completamente de la memoria de los cristianos, y ha sido necesario que los teólogos
modernos, es decir, los críticos, vengan a calentar la hipótesis de su existencia.
Con todo, uno debe preguntarse: ¿estas palabras realmente son únicas en su
género, y puede considerárselas «inimaginables» en grado tal que deba deducirse por
ello la existencia de un Jesús histórico? ¿O más bien, toda esta argumentación resulta
un círculo vicioso, deduciendo de la naturaleza de sus palabras el carácter único de
Jesús, y de este carácter sin igual, la naturaleza única de sus palabras?
«¡Malditos sean todos aquéllos que llaman mal el bien, y bien el mal,
Que cambian las tinieblas en luces, y la luz en tinieblas,
Que cambian la amargura en dulzura, y la dulzura en amargura!
¡La desgracia caiga sobre aquéllos que son sabios a sus ojos,
Jesús reprocha a los fariseos su hipocresía. Les acusa de no tener el culto más que
en los labios y de complicarse ellos mismos el camino de la salvación agravando y
multiplicando las prescripciones[456]. También en Isaías el «Señor» se queja de su
pueblo:
Jesús llama a los fariseos serpientes y raza de víboras, porque Isaías también dijo:
¿Alguien puede dudar todavía que sea Isaías y no alguna reminiscencia histórica
la fuente de las polémicas de Jesús contra los fariseos y su actitud contra ellos y los
escribas? ¿No era normal que los cristianos del siglo II identificaran la imagen de sus
peores enemigos con la de los adversarios de su «Señor»?
¿Y qué podemos decir de los preceptos morales de Jesús? En ellos no
encontramos nada original ni sorprendente. Son, simplemente, el contrapeso de los
que se encuentran en el Antiguo Testamento y en el Talmud. Éste es el caso, por citar
un ejemplo, que vemos cuando Jesús lanza una mirada emotiva sobre las flores de los
campos y los pájaros de cielo, oponiendo su bella ligereza y falta de apuros al alma
humana devastada por las preocupaciones del día de mañana[460]. «¿Has visto jamás a
Se ha repetido que Jesús estableció una relación directa entre Yahvé y cada
creyente tomado individualmente, y que este individualismo religioso es la gran
novedad que Jesús ha revelado al mundo. Pero esta idea tampoco es característica de
Jesús ni del cristianismo; es un hecho fundamental de todas las religiones profundas,
«Sin la voluntad de dios, dice el Talmud, ningún pájaro cae del cielo; ¿ha de
amenazar más el peligro a un hombre, si no lo decreta el Creador?»[481]. Y puede
leerse, también, Pesikta Fol. 18, col. 4: «¿No conté los cabellos de cada creatura?
Nadie, aquí abajo, mueve un dedo sin que sea conocido en lo alto». Estos
pensamientos e ideas no eran ajenos a la antigüedad pagana, como lo prueba el himno
del estoico Cleanthe a Zeus, conservado por Stobee: «Nada, ¡Oh dios!, se hace sobre
la tierra sin tu consentimiento». Pero si Jesús llama a dios padre suyo, hemos visto ya
que esta expresión procede de la Sabiduría de Salomón, en donde los malos se burlan
del justo, porque él ha declarado que dios es «su» padre[482].
Según Marcos XII, 28 y ss., Jesús, a quien se le ha preguntado cual es el
mandamiento primero, responde que es el amor de dios y del prójimo, según Deut.
VI, 4 y ss., y Lev. XIX, 18, y Jesús, al hacer esto, tiene conciencia de no enunciar
nada nuevo. Si Luc. X, 25 y ss., pone estas palabras en la boca de un escriba, siendo
como era un pasaje bien conocido de la ley, es evidente que era una cita común y que
Según las palabras de Job, es un crimen contra dios alegrarse de la desgracias del
enemigo[489]; mientras que el salmista se glorifica de haber salvado a quien le
combatía sin motivo. Los Proverbios dicen: «No exclames: devolveré el mal»[490], y
el salmista cuenta: «Si ellos maldicen, tú bendecirás»[491]. Y Jesús, hijo de Sirach
escribe: «Perdona a tu prójimo la injusticia que te ha hecho, y tus pecados se te
perdonarán cuando reces»[492].
En la carta de Aristeo para la defensa del judaísmo, escrito judeo-alejandrino,
compuesto hacia el año 200 a. C., se ha preguntado a quién es necesario demostrar
A
los evangelios de Mateo, Marco y Lucas se les denomina con el nombre
común de «sinópticos» porque, a pesar de las numerosas divergencias en los
detalles, señalan la vida del Salvador con pinceladas relativamente
concordantes, lo que permite considerarlos en su conjunto. En cuanto a la fecha de
origen de estos evangelios, nada puede afirmarse de cierto. Harnack, Wellhausen,
Maurenbrecher y otros atribuyen la prioridad del evangelio de Marcos, que habría
sido redactado antes de la destrucción de Jerusalén, entre los años 60 y 70 o, aun
antes del año 60 del siglo primero. Pero por diversos motivos, demasiado largos de
desarrollar aquí, esta afirmación es tan poco probable, que aun en los medios
teológicos tiene poca aceptación. Pablo no conoce todavía los evangelios, pero es
conocido por Marcos quien, como lo prueba sobre todo el episodio de la profesión de
fe de Pedro, tenía ante sus ojos las epístolas a los Romanos y a los Corintios, y aun la
de los Gálatas[515]. Mas como es probable que estas epístolas sean del siglo II, y que
su forma actual no pueda remontarse más allá de la mitad de dicho siglo, el evangelio
de Marcos no puede ser mucho más antiguo, aunque algunas fuentes de los
evangelios hayan podido existir antes, y que algunos de sus relatos hayan podido
circular en los medios cristianos, textos que el autor de nuestro Marcos actual habría
reunido para componer su escrito. Con esta finalidad se sirvió, lo hemos visto, de una
esfera armillar de la cual se tenía por costumbre inspirarse para contar las historias de
los dioses. Pero supo ocultar tan perfectamente las huellas de su método, que sólo en
nuestros días ha sido posible descubrirlo[516], aparte de que la Iglesia, sobre todo la
secta católica, hizo todo lo que pudo para borrar de la historia de su Salvador todo
vestigio de mitología astral. El conflicto que estalló entre ella y la última fase del
gnosticismo no es, en último análisis, más que un conflicto entre el Cristo histórico y
el Cristo astral. En esta lucha por la supremacía, es el Cristo histórico quien se llevó
la palma, porque era el más popular de las dos figuras, el que ofrecía a la Iglesia más
facilidad de afirmar su dominación en la conciencia de las masas.
La creencia de que dios había aparecido sobre la tierra encarnado en Jesús,
hombre entre los hombres, había sufrido la muerte, como ellos, manifestando de este
modo su amor hacia el género humano, ofrecía un fundamento sólido en la fe en el
dios de amor opuesto al dios de Justicia. Y de la misma manera en que los judíos
podían, con el apoyo de su dios de justicia, tener en cuenta el Antiguo Testamento y
la Alianza sobre el Sinaí, los cristianos, por su dios de amor, podían apoyarse sobre el
Nuevo Testamento y sobre la exposición que da de la vida de Jesús. Cuanto más
próxima estuviera la redacción de los evangelios de la aparición de Jesús, más segura
e incontestable debía parecer la buena nueva de la muerte expiatoria de Cristo. El
espíritu histórico, tal y como se concibe en nuestros días, lo volvemos a repetir, no
existía entre los primeros cristianos ni entre sus compatriotas y contemporáneos. Los
C
ONTRA esta conclusión se levanta, una vez más, el coro de creyentes
imbuidos de historicismo, pretendiendo que, si Cristo no era un personaje
histórico, sus seguidores difícilmente se hubiesen sacrificado por él y llegado
a sufrir las más crueles torturas y aun la muerte. ¿Realmente es exacto que lo hicieron
por un personaje histórico? ¿No se sacrificaron, más bien, por la inspiración de su fe
en la obra redentora del Salvador, sin necesidad de considerarlo una realidad
histórica? Justino dice que existe gente «de todas las razas dispuestas todavía a
soportar todo por el amor del nombre de Jesús, en vez de renegarlo»[521]. Por el amor
del nombre de Jesús, quiere decir: que esperan ser salvados en su nombre. El
historiador Seeck ha señalado, con razón, que «no fue tanto la fidelidad con relación
a sus convicciones lo que hizo a los mártires cristianos aceptar la muerte, cuando la
pena y el miedo a ser entregado a los demonios al participar en los sacrificios.
Comparadas con las penas eternas que les esperaban, ¿qué importaban las torturas
pasajeras que podían aplacarles las autoridades paganas?»[522]. ¿Acaso se sacrifica
uno sólo por un hombre? Al contrario, los más grandes sacrificios vienen inspirados
por una idea impersonal. Desde tiempos inmemorables, las ideas de la patria, libertad,
honor, gloria y otras similares han incitado a los hombres a las proezas más
extraordinarias. ¡Qué ramplones y materialistas estos teólogos que pretenden que sólo
una cosa tangible, alguien similar a nosotros, puede inspirar actos extraordinarios!
Por Jesús, en cuanto hombre, es poco probable que nadie haya sufrido el martirio.
Bruno Bauer exclama con razón: «El Cristo de los evangelios, si se supone su
existencia histórica, sería un fenómeno que haría temblar a la humanidad, una figura
que sólo podría inspirar miedo y espanto»[523].
No fue el Jesús histórico quien decidió la victoria del cristianismo sobre las otras
religiones. Y es lo que se ha afirmado y pretendido en la controversia con motivo del
mito de Jesús, lo que no impide que sea una idea absurda. Apoyar la difusión de una
religión en la excelencia y la superioridad moral de su fundador es, como dice
Robertson, ceñirse a nociones precientíficas de causa y de efecto, como si se
profesase la creencia geocéntrica[524]. Lo que elevó el cristianismo por encima de las
religiones rivales fue, lo repetimos, su metafísica nueva, la perspectivas que abría a
sus seguidores, y sobre todo su organización particular que atraía a los hombres y les
encadenaba definitivamente; mas el Jesús de los evangelios no ha contribuido a ello
más que, a lo sumo, para ofrecer a le fe cristiana un apoyo más sólido que el
presentado por otras revelaciones sobrenaturales de los dioses. En un mundo
sumergido en la esclavitud, el cristianismo presentó la idea de una democracia libre.
Dio a las almas vaciadas y que se consumían en el ocio y la indiferencia un contenido
precioso, un sentido más profundo de la vida, un destino nuevo; despertó en los
hombre fuerzas que dormitaban y que necesitaban actuar, haciéndoles colaborar en el
E
L cristianismo es la religión del amor divino revelado en Cristo tal y como se
ha admitido que ha sido fundado por Jesús y realizado por su pretendida
historicidad. Es en esta unión íntima, en esta amalgama indisoluble de la idea
metafísica o dogmatica de redención con la concepción de un personaje histórico en
donde reside esta esencia del cristianismo que los teólogos como Harnak se han
dedicado, sistemáticamente, a ocultar al interpretarlo desde un punto de vista
moderno y superficial. En esa unión reside la diferencia que distingue al cristianismo
de las otras religiones de salvación.
El cristianismo es la religión metafísica de salvación, históricamente motivada
por el amor de dios revelado en la persona de Cristo. No se puede, entonces, suprimir
uno de estos dos elementos sin sacrificar el otro al mismo tiempo, y dejar,
consecuentemente de ser cristiano. Los teólogos llamados liberales, que separan de la
idea cristiana el elemento metafísico para ceñirse únicamente al elemento histórico,
no tiene derecho a ese título. Y quienes, habiendo concebido dudas con respecto a la
existencia histórica de Jesús, se limitan únicamente al Cristo dogmático,
considerándole un símbolo de experiencias y de convicciones religiosas, no tienen
tampoco, derecho a reivindicar este nombre, por mucho que conserven la ilusión de
ser cristianos. Cualquiera que niega la historicidad de Jesús, por el hecho de negarla,
si es leal, deja de ser cristiano, y de cualquier manera en que acomode el personaje de
Cristo, ha abandonado, definitivamente, el terreno del cristianismo. Si se pregunta:
¿podemos ser todavía cristianos? Quien ha comprendido bien la amplitud del
problema y que se ha convencido de la superstición del Jesús histórico sólo puede
responder con un no categórico. El cristiano auténtico no puede dispensarse de creer
que dios descendió realmente sobre la tierra hace diecinueve siglos, bajo la forma de
su Hijo, que se hizo crucificar para rescatar los pecados del mundo, que murió y
resucitó, que subió al cielo para conducir a él a los hombres, tras su muerte, o para
condenarlos a las penas eternas. Aquel que no crea en todas estas cosas, ya puede ser
el mejor de los hombres, el espíritu más eminente, la lumbrera más brillante de toda
la Iglesia, desde el momento en que deja de creer, deja de ser cristiano en el sentido
primitivo del nombre. Y ni la piedad mas ardiente, ni el confesor, ni un ángel del
cielo, ni el mismo dios podrá absolverle del reproche de haberse forjado un
cristianismo moderno.
Nosotros, con la mejor voluntad del mundo, no podemos tener fe en el Cristo
histórico, y nos vemos, por lo mismo, enfrentados a este dilema: o renunciamos
definitivamente a toda religión o, si tenemos todavía aspiraciones religiosas,
satisfacerlas de cualquier grupo que no sea el cristiano. El regreso a la antigua
religión y a la antigua Iglesia se nos ha cerrado para siempre. Ella nos parece poco
segura desde sus premisas, poco sincera y franca en sus orígenes y exigiendo de
nuestra credulidad demasiadas complacencias monstruosas como para poder entrar en
fac. 3. Chrtstl. Welt 1899, n.º 51.- La sed de salvación que caracteriza esta época
encontró una expresión significativa en la cuarta égloga de Virgilio, en donde se
alaban las alegrías de la vida campestre. Comp. Jeremías, Babylonisches im Neuen
Testament, 1905, 57 ss. Lletzmann, Der Weltheiland, 1909. <<
1, 188. <<
relación al paso del sol por la parte del zodiaco que corresponde al invierno o al agua.
La fiesta de pascua se celebraba en el equinoccio vernal, fecha en la que el sol
abandona la mitad inferior del zodiaco y vuelve a tierra firme en el signo de Aries
(cordero), en el punto en que la órbita solar corta el ecuador celeste. La circuncisión
era un sacrificio vernal que reemplaza al sacrificio del primer nacido, y los doce
hombres tienen relación con los doce signos del zodiaco, que la bendición de Jacob
(Gen. XLI)) pone también en concordancia con las doce tribus de Israel. Es necesario
ver en todos estos relatos especulaciones astrales, manifiestamente influidas por la
astrología babilónica. Para los babilonios, la promulgación anual de las leyes por el
dios solar Marduk coincidía también con la fiesta del año nuevo celebrada en el
equinoccio vernal. (Cons., mi obra: Los astros en la Poesía y en la Religión de los
Antiguos y de los primeros Cristianos, 1923). La naturaleza divina de Josué viene
indicada también por el poder que ejerce sobre el sol y sobre la luna, al obligarlos a
detenerse. Para Stade, los Samaritanos efraimitas poseerían, en lugar de nuestro libro
de Josué, otro con el mismo nombre. El libro samaritano de Josué (Chronicon
Samaritanum, ed. 1848) fue escrito en el siglo XIII, en Egipto, en lengua árabe, y
reproduce un texto más antiguo, redactado en el siglo III antes de nuestra era,
conteniendo relatos que no figuran totalmente en nuestro libro de Josué. (Comp.
Stade, Geschichte des Volkes Israel, 1887, 64 ss., 135). <<
salvador. Por ello se hizo de él un médico capaz aun de resudictar a los muertos, y se
le hizo continuar la obra de su divino padre, como el Josué de la Biblia continuó la
obra de salvación de Moisés. Como Josué y Jesús, acompañado de doce discípulos
(los signos del zodiaco), recorrió el país y realizó milagros sin cuento. Como tal se
realaciona también con el héroe griego Jasón que conquistó con sus doce (o 52)
acompañantes el vellocinio de oro (signo zodiacal de Aries), que era, según Estrabón,
venerado en todo el Asia Menor, en Iberia, en Albania, en Tesalea y alrededor del
golfo de Corinto, y cuyo culto se vinculaba al de Aries o cordero Phrixus (Stalbo 1,
2; XI, 4, 13. Cons., mi obra: Los Astros, etc., p. 59 y ss.). <<
Jasios, Jasón, o al menos la sílaba Jes parece haber designado, durante toda la
antigüedad, un ser divino. Según Virgilio (Eneida III, 168), Jasius es el nombre del
antiguo dios itálico Janus, Quirinus (Padre Jasius del cual desciende nuestra raza). De
aquí proviene el nombre de la más antigua moneda romana en bronce, as, eis, jes, que
lleva el perfil de Jasius o Janus. Según la Odisea, XVII, 443, Jasus (Jaso) era el
nombre de un rey poderoso de la isla de Chipre, cuyo hijo Dmestor es identico a
Diomede, nombre bajo el cual los venetos del Golfo Adriático sacrificaban caballos a
Jasón. Bajo el nombre de Iskenos que tenía también este dios entre los venetos,
Kronos (Saturno-Janus) era celebrado todos los cinco años en Elis, entre los iskenies
(Kronias, olimpiadas). Iskenos, se dice, era el amante de Coronis, madre de Esculapio
(Jasón). Jes Krishna es el nombre de la novena encarnación de Jesnu o Vishnu, cuyo
atributo es un pez, lo que recuerda que Josué es el hijo de un pez, Nun, Ninus,
nombre cuya forma primitiva parece haber sido Nin jes. Jes es uno de los nombres
del sol. Jesse era el nombre del dios solar de los eslavos del sur. Jasny, en lengua
eslava, designa el cielo luminoso, y Jas continúa siendo, aun en nuestros días, un
nombre propio entre los pueblos de Crimea y del Cáucaso. Según Hellanicus, este
nombre vuelve a aparecer en los nombres de Osiris (Jes-iris o Hes-iris), en Heus,
nombre de un dios de los celtas, en Isskander, nombre que los persas daban a
Alejandro el Grande, venerado como salvador del mundo, en los nombres de lazyges,
yesyges, yezides o yesidas, de un pueblo de Italia del sur relacionado con los venetos.
Entre los mahometanos este nombre designa a un herético. Los turcos lo daban a una
tribu nómada que detestaban, ella parecía venerar a Jesús-Cristo, pero veneraba
realmente a Jes Krishna, y se diferenciaba tanto de los cristianos como de los
mahometanos por todo tipo de características religiosas. La madre de todas estas
divinidades, cuyo nombre contiene la raiz Jes es una virgen Maya. Mariamna,
Maritala, Semíramis, María, es ideéntico a Miriam y ésta, como lo demuestra John
M. Robertson, en Christianity and Mythology, 2 $ ed., 1910, p. 99, debe ser, según
una tradición parsista, la madre del Josué mítico. Tiene por atributo la cruz, el pez o
el camero (cordero), su cabeza es la de Huli o Yule, por la cual César recibió tras su
deificicación en el templo de Júpiter Ammon el nombre Julus o Julius, y la historia de
esta mujer encaja perfectamente con la de Jesús. Ver Alex del Mar, The worship of
Augustus Caesar, Nueva York, 1900. <<
384 s. <<
<<
de exorcismo «en el nombre del Señor», el término «Señor» designa, con toda
probabilidad, a Yahvé, y no a Jesús. <<
practicados por los teólogos para desembarazarse los pasajes que les molestan: puede
verse claramente cómo las traducciones de este género están influenciadas por ideas
preconcebidas. <<
mito de Jesús I, p. 108 ss.; Robertson, Die Evanngelienmythen, 1910, p. 132 ss. <<
Cheyne, Traditions and Beliefs of ancient Israel, 1907, p. 33, 36. 56 s., 326, 438. <<
Platón que acabamos de citar: «porque un filósofo griego dice: ¡El hombre justo será
torturado, se le escupirá en el rostro, y, finalmente, será crucificado!». <<
andar a un paralítico (111, 2; XIV, 8). Pedro realiza milagros con su sombra (V, 15),
Pablo con telas y sudarios (XIX, 12). Los demonios temen el nombre de Pedro (V,
16; VIII, 7) tanto como el de Pablo (XVI, 18; XIX, 11, 15; XXVIII, 9). Si Pedro
desconcierta al mago Simón (VIII, 18). Pablo hace lo mismo con Elymas 9XV, 6, y
con los exorcistas efesios (XIX, 13). Pedro y Pablo realizan milagros que tienen el
carácter de castigos (V, 1). El uno y el otro disponen del poder de resucitar a los
muertos (IX, 36; XX, 9). Eutychus corresponde a Tabitha, Enea (IX, 33) al padre de
Publius (XXVIII, 8). Si Cornelio cae en adoración a los pies de Pedro (X, 25), Pablo
es, en Lystre (XlV, 11) como en Malta (XXVIII. 6), venerado como a un dios y se
niega a ello con palabras casi idénticas. <<
por ejemplo, cuando afirman que con excepción de Nerón ningún emperador romano
había perseguido a los cristianos. El cristianismo fue perseguido por los judíos, pero
protegido por los romanos. El autor (¿el falsificador?) de los anales de Tácito XV,
44., se ha inspirado en este detalle, lo mismo que el falsificador de la famosa carta de
Plinio a Trajano: de la misma manera en que el gobernador de Tithinia solicita de su
emperador consejo con respecto a la actitud que debe tomar con los cristianos,
igualmente se ve en los Hechos al romano Restus someter al rey Agripa el caso de
Pablo, pretextando la duda en que le había sumergido el examen de la doctrina
enseñada por el acusado, lo que hace que Agripa termine por enviarle a Roma ante el
emperador. Las dos historias son totalmente improbables. Para Hausrath el autor de
los Hechos habría tomado de la carta de Plinio los términos atribuidos a Pablo,
diciendo que él obligaba a los cristianos de Jerusalén a blasfemar de Cristo (XXVI,
11). Plinio dice, en efecto, que él obligaba a los cristianos a blasfemar de Cristo.
Hausrath concluye que los Hechos fueron redactados al principio de la persecución
bajo Trajano (1. c. 194 s). Pero parece que es exactamente lo contrario lo que se
acerca más a la verdad: los términos empleados por Plinio están tomados de los
Hechos, y el autor de esta carta, cuando describe los templos abandonados como
consecuencia de la agitación cristiana, y los santuarios profanados por los seguidores
de la nueva ley, se ha inspirado en la historia del orfebre Demetrius de Efeso (XIX,
23 ss.). La carta de Plinio a Trajano está calcada del discurso de Festus al rey Agripa
(XXV, 14 ss.; XXI 24-27). Se trata, evidentemente, de una falsificación creada al
comienzo del siglo XVI por Giocondo di Verona, y que no puede ser atribuida a Plinio
el Joven, aunque no fuese más que por el hecho de que Plinio jamás fue gobernador
de Bitinia. Cons. Hochart, Eludes au sujet de la persécutioón des Crétiens sous N~
1885. 79-143. La carta fue declarada falsa desde su publicación en el siglo XVI.
Igualmente Semler, Aubé (histoire des persécutiofls de r E~. 1871. 215 ss.). Havet
(Le christtanisme et ses oxigenes, 1884 N. c. 8). Bruno Bauer (Chrístus und die
Caesaren, 1.897.268 as.) y la obra Antigua mater de Edwin Johnson, aparecida sin
indicación de autor en 1887; todos estos trabajos han puesto en duda su autenticidad.
Unicamente la teología historicista liberal defiende su autenticidad, porque tienen
interés en ayudarse con ella para afirmar la historicidad de Jesús. <<
328. <<
hollündische radikale Kritik, etc., también: Radical Views about the New Testament;
Whittakep, The origins of Christianity; van Manen, Die Unechtheit des Rómerbriefes,
trad. alemana de Schlager (1906), y Steck, Der Galaterbrief nach siner Echtheit
untersucht. <<
puesto que cuando entra en la ciudad, los judíos de la misma declaran que no han
oído hablar de él (Hechos, XXVIII, 21). <<
M. Brückner, Der Apostel Paulus als Zeuge wtder das Chrlstusbild der Evangelien,
1. c. 1906, 352 ss., El Mito de Jesús II, 134-141. (1.ª ed. alemana). <<
45 s. <<
como lo prueba la observación: «de los cuales la mayoría están todavía vivos, y de
los cuales algunos están muertos». Pablo habría escrito la primera a los Corintios
entre el año 55 y 57, es decir, de veinticinco a veintisiete años después de que
tuvieran lugar los supuestos sucesos relatados. ¿Era oportuno hacer, entonces, esta
observación? Ello se daba por supuesto, de tal modo que resulta extraño que un
hombre como Pablo se hubiera tomado la pena de hacer esta aclaración. Se
comprende mejor que un interpolador haya pensado, actuando de esta manera, dar
más fuerza al testimonio de los quinientos hermanos, y es muy posible que laya
encontrado esta observación muy aguda. <<
del mismo parecer. (Heitmüller, Jesus, 1913, 9; Winel. Its das geschlchtllche
jesusbild wtderlegt?, 1910). El texto dice solamente: «¿No tenemos el derecho de
llevar con nosotros una hermana que sea nuestra mujer?». Las «cuñadas» de Jesús
han salido de la imaginación de Weinel. <<
que Pablo, en el caso de que haya escrito este capítulo, esté señalando al traidor de
Judas cuando escribe en 1 Cor. XI, 23, las palabras; «dónde fue entregado»? <<
consagrado de «hermano del Señor», con el cual los cristianos, desde Pablo, tenían
por costumbre designar a este Santiago. El comentador cristiano ha querido, para los
lectores cristianos, subrayar la identidad de la víctima de Anás, al recordarles el
nombre que les era familiar, P. -L. c. p. 26. <<
Prophetie. Publicación aparte del tomo 31 de Neue Janrbücher fur das Klassische
Altertum. Geschichte und deutsche Literatur 1913, 14. <<
<<
vez en Antioquía. Mas esto lleva claras señales de ser una interpolación, y data de
una época en que este nombre se había convertido ya en un honor para unos y una
injuria para otros (cons., 1 Pedro IV, 16; Hechos XXVI, 28). <<
<<
alemana); Hochart, las obras citadas y: De I’Authenticité des Annales et des Histoires
de Tacite, 1890. Me doy perfecta cuenta del riesgo que corro al tocar, en la presente
obra, el problema de la autenticidad de los Anales XV, 44 y aun del conjunto de los
Anales y de las Historias. Los adversarios tratarán, una vez más, de afirmar que
declaro falsos o inauténticos todos los pasajes que no encajan con mi negación de la
historia de Jesús. Los teólogos, y con ellos filósofos e historiadores, se indignarán por
el diletantismo de que yo doy pruebas al dudar de la autenticidad de Tácito. Lo que
puedo responder a todo esto es que esta autenticidad ha sido revocada y puesta en
duda no solamente por Hochart, sino también por otros eruditos, como el inglés Ross
en Tacitus and Bracciolini (1878). Y más recientemente León Wiener, profesor de
lenguas y literaturas eslavas en la universidad de Harvard de Boston, quien también
ha presentado argumentos sólidos contra la autenticidad de «De Germania»; en:
Contributtons toward a History of Arabico-Gothic Culture, vol. III,
Tacitus’ Germanía and other Forgertes, 1920. Me parece a mí, que el problema de la
autenticidad de Tácito debería ser sometido a examen por un especialista. Pero se
necesitaría un erudito bastante valiente para enfrentarse a todo el gallinero filológico,
y bastante independiente para ignorar sus cacaresos. De todas las maneras, no será
por medio de afirmaciones categóricas, ni con gritos de indignación moral con los
que eliminará el problema. Me sentiré muy orgulloso si, las observaciones que acabo
de hacer, inspiran a una persona competente a realizar un nuevo examen. Y
afirmamos ya, que sea cual sea la solución, nada cambiarán del problema de la
historicidad de Jesús. <<
1923. <<
Briefe, Prot. Monatchefte. año 11, 1907, fas. 7 y 8, 252 ss., 301 ss. <<
mismo autor: Das vierte Evangelium gegenúber den drei ersten, ReligionsgeschichtL
Volksbúcher 16 ss. <<
considerado como un trabajo, como una profanación del sábado»; también Rosh
Hashana, fol, 21, col, 2 etc. <<
<<
178. <<
falsificaciones que estaban cometiendo. Hausrath afirma con razón: «Los asiáticos no
tienen la menor idea de ningún tipo de obligaciones con respecto a la verdad». Pero sí
podemos decir que lo que no contribuía a la mayor gloria de la Iglesia, lo que
contradecía sus dogmas, lo que hacía dudar a los espíritus fue, sin el menor
escrúpulo, pasado en silencio, negado o interpretado diferentemente; porque el
objetivo práctico de hacer triunfar su comunidad sobre las otras, o de eliminar los
obstáculos que podía encontrar, ahogan, en germen, toda aspiración a la verdad
histórica o a la corrección exegética. Se veían las cosas como se querían ver, y la
Iglesia siempre tuvo grandes tragaderas para sus creencias y siempre fue injusta para
las creencias de los demás. Tomaba con la verdad histórica tales patrañas que al poco
tiempo el propio pasado de la comunidad tomaba un carácter mítico y, aun los
sucesos más recientemente vividos eran transformados, descaradamente, en manos de
los narradores y de la jerarquía eclesiástica (KL Schriften, 127). Lo que estos autores
necesitaban haber vivido, para la extensión de su secta, se afirmaba que se había
vivido. Gente tan Imaginativa, para quienes su propia existencia se convierte en un
mito, merecen poca credibilidad; digamos que no merecen, cuando faltan otras
garantías, la menor credibilidad en sus afirmaciones sobre el pasado de su iglesia.
Estas escuelas religiosas, lo mismo que sus jerarquías eclesiásticas, se mantienen
siempre dentro del fraude piadosamente interesado, de tal manera que pensamientos,
aspiraciones, palabras, escritos, ¡todo! es una falsedad manifiesta. Cuando se
reprocha a la teología histórica de dar palos de ciego, no hay ninguna razón para ello,
y quienes afirman tal proceder ignoran totalmente la realidad del contenido histórico
de sus afirmaciones. Teniendo en cuenta los documentos que existen, el único método
que puede seguirse es el del principio de Descartes: de «omnibus dubitanclwn» (1. c.
135 s.). Éste es el parecer de un teólogo; no es difícil hacer la aplicación al problema
de Jesús en general. Compárese lo que dice Raschke sobre la noción de realidad entre
los antiguos, que era muy diferente a la nuestra. <<