UN PAPA EXCOMULGADO (Maurice Pinay)

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Biblioteca de Doctrina de la Iglesia

UN PAPA EXCOMULGADO

1
Obras del mismo autor

El complot contra la Iglesia, versión castellana de Luís González, en dos volúmenes.


Organización San José, Buenos Aires, 1968.

2
UN PAPA EXCOMULGADO
Por su negligencia en combatir la herejía.

La definición doctrinal vigente del Papa San León II y del VI Concilio ecuménico,
IV de Constantinopla. Con una documentada relación histórica de la tremenda
excomunión, y de su vigencia posterior

Maurice Pinay

Editorial «ORTODOXIA»
Buenos Aires

Capítulo transcripto de la Obra de Maurice Pinay,


Salvación de la Iglesia en sus grandes crisis.

Traducción del Italiano debida al Dr. Luís González.

3
Introducción

Vamos a referirnos al serio conflicto ocurrido en la Santa Iglesia, en tiempos de S. S. el


Papa Honorio I, que fue electo por el clero y el pueblo de la ciudad de Roma el 27 de
octubre del año 625, pues, como es sabido, en la elección de Papa ha habido en la
Iglesia a través de su historia distintos sistemas, todos los cuales fueron considerados
legítimos en sus respectivos tiempos.
El demonio, en su lucha constante contra la Iglesia de Cristo, se ha valido de diversos
medios, y aunque su instrumento más importante y duradero ha sido la Sinagoga de
Satanás, ha usado en diversas ocasiones medios distintos para combatirla, sobre todo en
épocas como a la que nos estamos refiriendo, en que el judaísmo había sido
completamente vencido en sus luchas contra la Santa Iglesia.
Su Santidad el Papa Honorio I, magnífico administrador de los asuntos de la Iglesia,
desplegó gran celo en la conversión de los habitantes de las Islas Británicas continuando
la obra de San Agustín, liquidó el cisma provocado por el patriarca Fortunato, que
siguió los pasos del surgido en tiempos del Papa Virgilio, deponiendo de su alto cargo
al mencionado jerarca cismático y, como era natural, combatió al judaísmo con toda
energía, dirigiendo una carta al Concilio VI de Toledo, muy elocuente a este respecto, y
siéndolo también su epitafio, que contenía las siguientes frases: Judaicae gentis sub te
est perfidia victa. Sic unum Domini reddis ovile pium.1

1
Bajo tu gobierno ha sido vencida la perfidia judía, así haces uno al piadoso rebaño del Señor.

4
Fue el noble fin de la unidad de los cristianos el que, en esta ocasión, dio origen
a una herejía de gravísimas proporciones. La herejía de los "monofisitas", que afirmaba
que siendo Cristo Nuestro Señor una sola persona tenía también una sola naturaleza,
había sido ya condenada por la Santa Iglesia y vencida en la Cristiandad, quedando
solamente algunos núcleos heréticos minoritarios, aunque de cierta fuerza, dirigidos por
obispos aferrados a la herejía.
Esta lamentable situación hizo ver a todos la necesidad de hacer un gran
esfuerzo en favor de la unidad de los cristianos y de la Santa Iglesia, unidad que era de
mayor 'urgencia, en vista de que la Cristiandad se hallaba en peligro, ante la invasión
persa al Imperio Romano de Oriente, que iba conquistando una tras otra las provincias
de éste en África, contando con la complicidad de los hebreos habitantes de ellas, que
secundaban las matanzas de cristianos realizadas por los persas, y la destrucción de
iglesias y monasterios.
Esto demostró una vez más que todas las medidas tomadas para impedir que los
judíos hicieran daño a los pueblos en cuyo territorio habitaban, no dieron resultado
práctico al surgir un conflicto con una nación extranjera ya que, sirviendo a ésta los
judíos como espías o saboteadores, pueden provocar el derrumbe del pueblo bondadoso
e ingenuo que toleró la existencia en su territorio de quintacolumnas extrañas e
inasimilables.2
Es evidente que, en tales condiciones, la unidad de los cristianos es asunto vital
para la salvación de la Cristiandad. Pero, desgraciadamente, cuando este objetivo no se
busca por los debidos caminos, en vez de obtenerse la unidad anhelada se provocan
nuevas discordias y una des-unión todavía mayor que la que existía cuando se inicia el
noble intento.
Esto fue lo que lamentablemente ocurrió en el caso que nos ocupa. Por atraer a
la unidad a ciertos núcleos heréticos, se provocó un cisma y una nueva herejía, que
desgarró a la Santa Iglesia en el curso del siglo vil y que provocó mucha más desunión
que la que se quería impedir.
Ante el avance arrollador de los persas, el emperador Heraclio, que acababa de
tomar el trono, se encontraba desmoralizado por una situación que se agravaba por el
hecho de que los herejes monofisitas de Egipto habían secundado la acción de los judíos
facilitando, en diversas formas, el triunfo de los invasores persas. Entonces surgió el
patriarca Sergio, de Constantinopla, como el hombre que trabajaría incansablemente por
inyectar ánimo al desmoralizado emperador y empujarlo a realizar una acción eficaz
para defender al cristianísimo imperio, conduciéndolo un día a una Iglesia —según re-
fiere la tradición—, donde hablándole en nombre de Dios le exigió el juramento de
morir por la defensa de la cristiandad y del imperio; operó con ello un cambio en
Heraclio, que inició inmediatamente una serie de campañas victoriosas para
reconquistar los Santos Lugares y recobrar de los persas las vastas regiones que habían
capturado.
Pero, al mismo tiempo, movido el combativo patriarca de celo para lograr la
unidad de los cristianas, concibió la idea de que esta unidad solamente podía obtenerse
mediante concesiones que se hicieran a los herejes, por medio de una fórmula de
transacción que llamaba fórmula de conciliación, que parecía justificarse ante el nuevo
peligro de invasión musulmana que se gestaba en el sur. Eso de creer que la Verdad
Revelada puede ser objeto de transacciones, como cualquier asunto político, lejos de
lograr la unidad cristiana anhelada ha traído siempre nuevas herejías y todo género de

2
Los persas han sufrido a su vez la traición de la quinta columna, judía, en beneficio de otros estados,
cristianos o musulmanes, cuando al judaísmo le ha convenido perjudicar a los persas. De ello tiene,
también, dolorosa experiencia esta noble y milenaria nación.

5
males, pues la verdad revelada por Dios no puede ser modificada por los hombres ni ser
objeto de transacciones. Dios ha castigado siempre estos gestos de debilidad de algunos
grandes jerarcas eclesiásticos, permitiendo que ocurrieran mayores conflictos a la Santa
Iglesia que aquellos que, con las transacciones, se querían evitar, quizá para hacernos
ver a todos que la Divina Revelación no puede ser objeto de componendas humanas.
El patriarca Sergio, que demostró con hechos su gran celo por defender la
Cristiandad, pensó que podría lograr la adhesión de los herejes monofisitas a la Iglesia
Católica mediante concesiones mutuas que se hicieran ambas partes, y la adopción de la
fórmula de compromiso que, aceptando que en Cristo Nuestro Señor hubiera una sola
persona, tuviera dos naturalezas, la divina y la humana, pero una sola energía, una sola
voluntad. Creyó que en esta forma se lograría que los monofisitas, que sostenían la
existencia en Cristo de una sola naturaleza, podrían unirse a la ortodoxia, pero incurrió
en una nueva herejía que, en el fondo, era el mismo monofisismo con otro aspecto. Y
ocurrió que la famosa fórmula de transacción, si bien logró atraer a la mayoría de los
monofisitas, fue insuficiente e inaceptable para otros.
Lo más grave de todo fue que el emperador Heraclio, sobre quien el patriarca de
Constantinopla tenía influencia decisiva, aceptó con gusto la llamada fórmula de con-
ciliación y haciéndola suya, puso en su apoyo toda la fuerza del imperio, siendo atraídos
a la nueva herejía un número cada día más numeroso de obispos, entre ellos el
metropolitano de Lásica, Atanasio de Antioquía, Farán en Arabia, y otros, logrando
Sergio que el emperador nombrara a Ciro de Fasis para ocupar el patriarcado de
Alejandría, al quedar vacante éste, con lo que los partidarios de la nueva fórmula
herética y sus adictos, controlaban las sedes más importantes de Oriente, tomando así la
nueva herejía proporciones alarmantemente gigantescas, sin haber logrado la anhelada
unificación de los cristianos sino, antes bien, fomentando la discordia y la división en
forma más aguda y peligrosa.
En medio de esta tormenta Su Santidad el Papa Honorio I, convencido
igualmente de la necesidad de lograr la unidad de los cristianos, había sufrido el
impacto de los argumentos del patriarca de Constantinopla y se encontraba en actitud
vacilante, sin condenar la nueva herejía que, por la gran actividad de la jerarquía
eclesiástica que la apoyaba y el silencio del Papa, iba controlando cada vez más a la
Cristiandad.
En tan grave situación Dios Nuestro Señor se valió, para iniciar la defensa de la
ortodoxia, de un humilde monje de Palestina llamado Antíoco, que dejando la paz de su
convento y rebelándose contra los poderosos jerarcas eclesiásticos que sostenían la
herejía, acusó públicamente al metropolitano patriarca de Antioquía de ser el Anti-
Cristo y de renovar las herejías de Eutiques y de Apolinar.
La santa rebelión de Antíoco contra la jerarquía eclesiástica herética encontró
eco en Egipto, donde algunos simples sacerdotes y frailes se rebelaron contra sus obis-
pos herejes y contra el nuevo patriarca, Ciro de Alejandría, que venía siendo, como
diríamos ahora, el primado de la Iglesia egipcia y, después del Papa y del patriarca de
Constantinopla, el jerarca de mayor categoría en la Iglesia de esos tiempos. El poderoso
patriarca condenó, excomulgó y hasta empleó la violencia contra esos infelices
sacerdotes y monjes que lo sacrificaron todo, por defender la verdadera doctrina de
Cristo.
Sin embargo la llama de la santa rebelión fue cundiendo y bien pronto encontró
al que había de ser, hasta su muerte, su verdadero caudillo y el instrumento de que se
valió Dios en esta ocasión para salvar a su Santa Iglesia del desastre que la amenazaba.
Se trató, en esta ocasión también, de otro humilde fraile nacido en Damasco, San
Sofronio, que al igual que los anteriores, carecía de toda jerarquía eclesiástica. Acudió

6
al hereje patriarca de Alejandría y cayendo de hinojos delante de él, le suplicó, llorando,
que no fuera a leer desde el púlpito el edicto que renovaba la herejía de Apolinar; pero
el patriarca hizo caso omiso de las súplicas del fraile, y lo amenazó con excomulgarlo si
seguía oponiéndose a la tesis de la conciliación, que había de traer la necesaria unidad
de los cristianos.
San Sofronio, poseído de esa energía y santa rebelión que Cristo Nuestro Señor
inculca en estos excepcionales casos a sus elegidos, no se dio por vencido e hizo penoso
viaje a la capital del Imperio para entrevistarse con el poderoso patriarca Sergio de
Constantinopla que, en esos tiempos, era el jerarca de mayor autoridad en la Santa
Iglesia después del Papa. En la entrevista trató de convencerlo del grave peligro que
amenazaba a la Iglesia con la nueva herejía.
Sergio que, como hemos dicho, era el alma de dicha herejía, en forma
maquiavélica fingió dejarse impresionar por los argumentos del santo fraile y le
prometió presentar el caso al sínodo permanente de obispos que funcionaba en
Constantinopla, pero que estaba controlado por Sergio. De esta manera, el patriarca
Sergio que había conocido la gran combatividad de San Sofronio, preparaba el golpe
pero escondía la mano, para evitar en lo posible, que los contragolpes de los ortodoxos
fueran dirigidos contra su persona, ya que parecería que el sínodo y no el propio
patriarca era quien, con su gran autoridad, apoyaba las tesis heréticas y que el patriarca
Sergio convencido por las razones teológicas del sínodo, se doblegaba ante ellas.
Así Sergio lograba en forma hábil, con el apoyo del sínodo episcopal, obtenerlo
mayor entre los obispos, para quienes representaban mucho las decisiones del sínodo
integrado por obispos como ellos. Hábil maniobra ésta que, a través de la historia de la
Iglesia, han utilizado algunos jerarcas herejes cuando les hubo convenido, al menos de
momento, para tirar la piedra y esconder la mano, y propagar la herejía sin correr el
riesgo de ver comprometida su propia situación, pasando a los cuerpos episcopales la
tarea de abrir brechas a la herejía.
Al mismo tiempo el hábil patriarca de Constantinopla trataba de tranquilizar y
apaciguar a San Sofronio, exigiendo de él la promesa de guardar silencio sobre si había
una o dos energías (en Cristo Nuestro Señor), prometiéndole que impondría tal silencio
igualmente al herético patriarca Ciro de Alejandría.3
Pero el heroico fraile no se dejó engañar por esta trampa; lejos de obedecer a su
superior jerárquico, el patriarca de Constantinopla, se lanzó en santa rebeldía a la lucha
en defensa de la ortodoxia. Dotado de gran visión política y capacidad, se dedicó a
organizar debidamente la defensa de la Santa Iglesia y regresando a Palestina, procedió
con gran actividad a predicar la ortodoxia y a controlar para ella a clérigos y seglares,
dándole Dios Nuestro Señor la oportunidad de obtener un gran triunfo con la muerte del
patriarca de Jerusalén, suceso que aprovechó hábil, rápida y enérgicamente, y usando de
su gran prestigio en esas tierras como caudillo de la ortodoxia, logró el modesto fraile
que lo eligieran patriarca de Jerusalén, como sucesor del ya fallecido.
Con esta magna investidura convocó inmediatamente a un sínodo de obispos en
el año 634, devolviendo al patriarca de Constantinopla su misma maniobra. En dicho
sínodo se aprobó la doctrina ortodoxa de las dos operaciones (voluntades) existentes en
Cristo Nuestro Señor, la divina y la humana, sin haber oposición posible entre ellas y
estando la humana sujeta en todo a la divina, sin tener los desequilibrios causados en los
demás hombres por el pecado original.
Este acontecimiento vino a dar fuerza a la causa de la defensa de la ortodoxia,
tanto que habiéndose alarma do el patriarca de Constantinopla, decidió quitarse la ca-
reta y dar ante el Papa Honorio, que lamentablemente se mantenía a la expectativa, la
3
Jules Pargoire, L'Eglise byzantine de 527 a 847. Edic, París. Págs. 55 y sigs.

7
batalla decisiva en favor de la herejía. Para ello le dirigió una carta en la que, en forma
hábil, decía al Sumo Pontífice, que el anhelo noble de unidad cristiana se había logrado
en las Iglesias de Oriente debido a la actividad del propio Sergio y del hereje Ciro,
patriarca de Alejandría, iglesias que formaban ya un solo rebaño antes tan dividido,
mientras que acusaba a San Sofronio de ser espíritu inquieto, empeñado en turbar la paz
y la unidad de la Iglesia logradas por Sergio y por Ciro. Al mismo tiempo el
constantinopolitano patriarca aconsejaba al Papa que obligara a Sofronio a guardar
silencio, sobre el tema de si existen en Cristo una o dos energías, manifestando que era
imposible que hubiera en Jesucristo dos voluntades y que, consistiendo esta controversia
en un mero juego de palabras, era necesario imponer silencio a Sofronio para impedir
que se rompiera la unidad y la paz entre los fieles.4
Desgraciadamente el Papa Honorio I, preocupado por la necesidad de lograr la
unidad de los cristianos, noble anhelo de todos los tiempos, y muy urgente en esos mo-
mentos debido a la amenaza de invasión musulmana en el África cristiana, aceptó en
forma precipitada como ciertos los hechos y los argumentos presentados en la carta del
patriarca de Constantinopla y, sin preocuparse por escuchar debidamente los
argumentos de San Sofronio, tomó una resolución igualmente precipitada, y escribió a
Sergio una carta.
En esa carta alababa y aprobaba lo hecho por el patriarca hereje en Alejandría,
en su lucha contra San Sonofrio, caudillo de la ortodoxia, dándole implícitamente con
ello razón al primero. Pero lo más grave radicaba en la siguiente parte de la carta, en
que decía que los apóstoles habían confesado ser Jesucristo "mediador entre Dios y los
hombres, que opera lo divino por medio de su humanidad, hipostáticamente unida al
Verbo de Dios, y que obró lo humano, por la carne inefable y singularmente asumida e
inefable, manteniéndose de modo inseparable, inconfuso e incontrovertible, íntegra la
divinidad; o sea, que, permaneciendo maravillosamente las diferencias de ambas
naturalezas, se admita que la carne pasible se encuentra unida a la divinidad" sacando de
ello, el Papa, la siguiente conclusión que constituye lo más grave de su carta: "Por ello
que también confesamos una sola voluntad en Jesucristo Nuestro Señor, ya que fue
asumida ciertamente por la divinidad nuestra naturaleza, pero no nuestra culpa, aquella
naturaleza que fue creada con anterioridad al pecado y no la que quedó viciada después
del mismo [. . J. Porque el Salvador no tuvo otra ley en los miembros o voluntad
diversa o contraria, ya que nació por encima de la condición humana" y "es un solo
operador de divinidad y de humanidad. Y si por las obras de su divinidad y su
humanidad, debieran mencionarse o entenderse, derivadas una o dos operaciones, es
cuestión que no debe preocuparnos a nosotros debiendo ser dejada a los gramáticos que
suelen enseñar a los niños espléndidos términos derivados. Ya que nosotros no hemos
encontrado en las Sagradas Escrituras, que Nuestro Señor Jesucristo y su Santo Espíritu,
hayan obrado con una solamente o con dos operaciones, sino que conocemos que obró
en forma múltiple". También en esta carta el Papa Honorio, aceptando y haciendo suya
la estrategia del patriarca de Constantinopla, prohíbe hablar de una o dos energías o
voluntades, tomándolas, al igual que los herejes Sergio y Ciro, como novedades, de las
que nada han resuelto los concilios ni los cánones de la Santa Iglesia.
El texto de la mencionada carta se encuentra en las Actas del Concilio
Ecuménico Sexto, Cuarto de Constantinopla5, que como veremos después, fulminó
4
Karl J. Hefele - Leclerq, Histoire des conciles, t. III, págs. 343 y sigs.; Mansi, edición de "Annales
Ecclesiastici", de Baronius, t. XI, págs. 533 y sigs. ; José Tixeront (1856-1925). Decano que fue de la
Universidad Católica de Lyon, Histoire des dogmes dans l'antiquité chrétienne, t. III, págs. 167 y sigs.
5
El Concilio Ecuménico, como era costumbre en esos casos, examinó antes de entrar en el fondo del
asunto, si la carta de referencia era auténtica, y si no contenía interpolaciones, habiendo dictaminado el
Santo Concilio que el documento era fidedigno. Es por ello que hacemos alusión aquí a tan importante

8
tremenda excomunión contra el Papa Honorio I por hereje, equiparándolo a los demás
heresiarcas monotelistas, condenados y excomulgados en ese Santo Concilio, que salvó
a la Iglesia de la referida herejía.
La carta aludida fue enviada por el Papa, tanto a Sofronio como a Sergio,
caudillos respectivamente de la ortodoxia y de la herejía.
El hereje patriarca de Constantinopla recibió la misiva como un triunfo decisivo
para su tesis, esgrimiendo, a partir de ese momento, en favor de su causa, la autoridad
de S. S. el Papa, Jefe Supremo de la Santa Iglesia, lo que desgraciadamente fue un golpe
demoledor para la causa de la ortodoxia. Clérigos y seglares, hasta esos momentos
ortodoxos, al ver que el Papa apoyaba al patriarca Sergio y desautorizaba la labor de
San Sofronio, fueron abandonando a éste y pasando al bando de la herejía que, además,
contaba con el poderío político y militar del emperador, coautor de la tesis de
conciliación de los cristianos, que se había tornado en la fórmula de mayor discordia.6
En estos momentos críticos, todo parecía perdido para la causa de la ortodoxia.
Pero Cristo Nuestro Señor si bien permite que la Santa Iglesia pase por agudas
crisis, más o menos largas, quizá para probar en ellas la entereza y fidelidad de los
buenos cristianos, no permite nunca que llegue a ser definitivamente vencida y la salva,
dando su asistencia sobrenatural a esos santos caudillos que hace surgir siempre, en
estas ocasiones. Al leer la carta del Papa, San Sofronio recibió como es natural un golpe
tan inesperado como contundente pero, asistido de la divina inspiración y de gran
fortaleza, lejos de doblegarse a las órdenes del Papa, siguió la lucha adelante en defensa
de la ortodoxia y, convencido también de que Honorio I había sido engañado por Sergio
y de que estaba mal informado sobre la doctrina herética que en realidad sostenía éste,
envió al Sumo Pontífice al presbítero Esteban como enviado personal, para que
explicara a Honorio I, con toda amplitud, los términos y los alcances de la controversia,
y le entregara la carta sinódica7 con la defensa de la doctrina ortodoxa.
El Papa recibió al enviado de San Sofronio, lo escuchó pero, desgraciadamente,
desechó sus puntos de vista y confirmó la orden de guardar silencio, enviando una
segunda carta, de la que por desgracia solamente se conservan fragmentos, en los que
puede leerse: En Cristo: "No debemos Nosotros definir ni una ni dos energías ... ".
"Solamente debemos confesar dos naturalezas unidas en un solo Cristo...". "Debemos
reconocer un operante único que es Cristo, en sus dos naturalezas, y en vez de dos
energías, que sean proclamadas mejor, con nosotros, las dos naturalezas...".8
La muerte, primero del Papa Honorio (12 de octubre de 638) y posteriormente
del caudillo de la ortodoxia, San Sofronio (11 de marzo de 639), ocurrió en los mo-
mentos en que se iniciaba una lucha todavía más tenaz, de gigantescas proporciones,
que iba a desgarrar a la Santa Iglesia por algunas décadas, y que fue favorecida, según
opinión de varios Papas y del Concilio Ecuménico ya citado, por la actitud asumida por
el Papa Honorio, que ha dado lugar a lo que se ha llamado en la historia de la Iglesia,
"El caso del Papa Honorio I", asunto que, en forma injustificada, como luego veremos,
documento, y no lo hicimos en el caso de las cuatro cartas dirigidas por el Papa Liberio a los obispos
arrianos que, aunque parecen ser suscriptas en realidad por él, se ha dicho por muchos que fueron
interpoladas en parte por los herejes arrianos, asunto éste que ha sido objeto de gran controversia.
Nosotros, siguiendo con todo escrúpulo nuestra norma de no presentar en esta obra como pruebas
documentos de autenticidad discutida, nos abstuvimos de presentar en su oportunidad las cuatro cartas del
Papa Liberio y, en cambio, sí, lo hacemos con las de Honorio, por haberlas considerado el Concilio
Ecuménico citado como auténticas.
6
Liber Pontificalis, t. I, págs. 323 y sigs.; Abate Migne, Patrologiae Cursus Completus (Latina). Omnium
SS. Patrum, doctorum scriptorurnque ecleciasticorum..., etc., t. 80, págs. 469 y sigs.; Mansi, ob. cit., t. 11,
pág. 537; Chapmann, The condamnation of Pope Honorius. London 1907.
7
Carta sinódica del Concilio ya mencionado convocado por San Sofronio.
8
Hefele-Leclerq, obra citada, tomo III, pág. 376 y sigs.; Mansi, obra citada, tomo IX, pág. 579.

9
ha sido utilizado por los protestantes y los enemigos de la infalibilidad del Papa, para
atacar no solamente esta última sino la misma autoridad pontificia.
Por otra parte el patriarca hereje, Sergio, basándose, en el mismo año 638, en el
apoyo que le había dado el Sumo Pontífice y con la ayuda del emperador Heraclio,
elaboró e hizo publicar la "Ekthesis" que reproducía lo dicho en la primera carta del
Papa Honorio, prohibiendo hablar de una o dos energías y afirmando que en Cristo
había una sola voluntad. Inmediatamente convocó en Constantinopla un nuevo concilio
que aprobó la herética "Ekthesis" (638); al año siguiente otro concilio celebrado en la
misma ciudad (639), se declaró también en favor de la herejía, convirtiéndose por ello,
como el anterior, en diabólico conciliábulo, aunque se apoyaba, como es natural, en la
autoridad del ya difunto Papa Honorio como sucesor de Pedro y Cabeza de la Iglesia.
Mientras tanto, en Roma, a los tres días de muerto el Papa Honorio, se reunieron
en asamblea los presbíteros de dicha ciudad y eligieron Papa a un modesto sacerdote
romano llamado Severino.
En esos tiempos, para que tuviera validez la elección papal, era necesario que el
emperador le diera su aprobación, para lo cual se enviaban a Constantinopla, legados
para obtener de dicho emperador la confirmación de la elección pontificia y, mientras
tanto, durante ese interregno, la Santa Iglesia era gobernada por un Colegio de
Presbíteros, bajo la presidencia del archipresbítero.
Y el jerarca o simple presbítero electo para el papado, solamente era tenido
como Papa y consagrado como tal, después de la confirmación de la elección hecha por
el emperador. La Santa Iglesia aceptó esto para asegurar la unión y alianza estrecha de
la Iglesia y del Estado, que puso toda su fuerza política y militar para asegurar la
expansión del cristianismo, hasta obtener el control del mundo occidental; pero tuvo
gravísimos inconvenientes cuando los emperadores trataron de abusar de esta pre-
rrogativa, como ocurrió en el caso que vamos a narrar. Por haber sido aprobada esta
situación por Papas y concilios de aquel tiempo, nos abstenemos de censurarla; sin
embargo, en nuestra modesta opinión, consideramos que, sujetar una elección papal a la
confirmación del poder político, es colocar a la Iglesia en cierta dependencia del Estado.
Papas y concilios posteriores, con mucha razón a nuestro juicio, consideraron
improcedente tal sistema.
Electo el presbítero Severino, fueron enviados a Constantinopla dos legados9
para pedir al emperador Heraclio la confirmación de su nombramiento y pedir permiso
al monarca para su consagración como Papa, como era costumbre entonces. Los legados
de Severino fueron retenidos año y medio en la capital del imperio, sin obtener de
Heraclio la confirmación de la elección papal, pretendiendo el emperador darla a
condición de que los legados y el propio Severino, aceptaran la Ekthesis herética de Ser-
gio y de Heraclio, apoyada por Pirro, nuevo patriarca de Constantinopla, que fue
designado como sucesor de Sergio a la muerte de éste.
Mientras tanto, el Colegio de Presbíteros que gobernaba a la Santa Iglesia,
dirigía con gran dificultad la nave, en medio de la espantosa herejía, apoyada y difun-
dida por el propio emperador. Las cosas se agravaron, porque a la muerte de San
Sofronio fue designado como patriarca de Jerusalén otro hereje, con lo cual, de los cinco
patriarcados en que estaba dividida la Iglesia, cuatro de ellos apoyaban la herejía, y el
otro, el de Roma, se encontraba en la grave situación que hemos señalado, empeorada
por la sublevación de la soldadesca en la ciudad, debido a que no se les había podido
pagar su sueldo y que, apoyada por el exarca de Ravena, representante en Italia del
emperador, se apoderó por la fuerza del tesoro eclesiástico, pagándose los sueldos
devengados, y enviando el resto a Heraclio, quedándose Severino y el Colegia de
9
Algunos afirman que sólo fue un legado.

10
Presbíteros, sin recursos económicos para moverse y enfrentar con éxito a la herejía,
que triunfaba por doquier.
Al mismo tiempo que el patriarcado de Jerusalén caía en manos de la herejía,
surgía otro santo caudillo, colaborador y amigo de San Sofronio, que tomó en sus
manos la defensa de la ortodoxia. Fue este hombre extraordinario, San Máximo, quien
encabezaba la lucha en Oriente, mientras que, en Occidente, la asistencia de Cristo a su
Santa Iglesia tomaba de nuevo sus cauces regulares y normales, haciendo surgir una
serie de Papas que, cumpliendo con su deber, defendían la divina revelación, la
auténtica doctrina de Cristo, condenando otra llamada fórmula de conciliación, titulada
Typo, que fue lanzada por el patriarca Paulo II, de Constantinopla, y el emperador
Constante II, a fin de lograr la unidad de los cristianos, fórmula en la que los jefes de la
herejía hacían tan grandes concesiones, que ya solamente pedían que se impusiera
silencio a ambos bandos, sobre si había una o dos voluntades en Cristo Nuestro Señor,
tema que debía eliminarse de la doctrina cristiana para obtener así la unidad de los
cristianos y de la desgarrada Iglesia.
Pero estas heroicos Papas, asistidos por el Espíritu Santa, comprendieron que no
era posible concertar componendas sobre la divina revelación, que no podía ser objeto
de transacciones entre los hombres, aunque tal cosa se hiciera con el noble fin de
obtener la unidad de los cristianos. El fin no justifica los medios intrínsecamente malos,
y aceptar la adulteración de la doctrina de Cristo, de la Verdad Revelada, es un medio
intrínsecamente malo, aunque se realice con el fin más noble, como lo es el de la unidad
de los cristianos.
Por ello, primero, los legados de Severino se negaron a aceptar la "Ekthesis", de
Sergio y de Heraclio; por ello, cuando después de año y medio de retenerlos en Cons-
tantinopla, el emperador confirmó la elección de Severino como Papa, con la esperanza
de que éste aceptara la "Ekthesis", en cuanto Severino fue consagrado en Roma, se negó
a ello, muriendo dos meses después de su consagración como Papa. Y por ello, Juan IV,
que tuvo que esperar cinco meses para que el emperador confirmara su nombramiento
como Papa, en cuanto lo obtuvo, lejos de acceder a la fuerte presión imperial, convocó
un santo concilio, en Roma, que condenó la "Ekthesis" y la herejía monotelita; por ello,
el Papa San Martín I, reivindicando la soberanía de la Iglesia, se hizo consagrar Papa,
sin pedir la ratificación de su elección al emperador, y luego reunió el Primer Concilio
de Letrán que condenó no sólo la "Ekthesis" sino también la llamada nueva fórmula
"Typos", de reconciliación y unidad cristiana, excomulgando a los principales
heresiarcas. Terminado el citado sínodo, el Papa envió al emperador las conclusiones
del santo concilio, pidiéndole que condenara la herejía monotelita.
El emperador, lejos de acceder, negó legalidad a la elección del Sumo Pontífice,
considerando antipapa a San Martín, que fue desconocido como Papa también por el
patriarca de Constantinopla y demás jerarcas eclesiásticos herejes, agravándose con esto
el cisma en la Santa Iglesia. Esta potestad que llegaron a tener los emperadores
bizantinos, de confirmar o rechazar la elección del Jefe Supremo de la Iglesia, fue
derivando después, a la ambición de tener el poder de nombrar ellos mismos a dicho
Jefe Supremo, lo que facilitó el desgarrador cisma de la Iglesia de Oriente que se
consumó siglos después, y perdura hasta nuestros días.
Furioso el emperador al recibir las actas sinodales, ordenó al exarca Olympos, de
Ravena, que impusiera en Roma y en Italia, el Typos, y que diera muerte al "Papa
ilegítimo" que usurpaba el trono de San Pedro.

11
Pero habiéndose frustrado. el intento de asesinato10, el emperador ordenó al
sucesor de Olympos que destituyera por la fuerza al Papa Santo y lo condujera preso a
Constantinopla, donde fue objeto por los esbirros del emperador y la jerarquía
eclesiástica herética, de toda clase de presiones para que aceptara el "Typos" como
fórmula de conciliación para lograr la tan necesaria unidad cristiana.
Como el heroico Papa se negó a claudicar, fue condenado a muerte por el
emperador, pena que le fue conmutada por la de destierro, debido a las súplicas que hizo
el patriarca hereje Pablo que, estando moribundo, quizá para descargar en parte su
conciencia, intercedió ante su amigo el emperador por la suerte del Papa, que fue con-
ducido a Querson, en la península de Crimea, donde fue abandonado por todos, según
el mismo se lamentaba, muriendo a consecuencia de las torturas y sufrimientos, como
un santo mártir. Fue uno de los Papas más meritorios de la Santa Iglesia de todos los
tiempos. Una vez más, en aquellos tiempos aciagos, la herejía impuesta por decreto
imperial en la misma Roma, parecía haberse adueñado de la Santa Iglesia, uniéndose al
carro del vencedor todos aquellos clérigos cobardes y deseosos de conservar sus po-
siciones o hacer carrera eclesiástica, aunque ello fuera a costa de renegar de la
ortodoxia.
Pero, una vez más, se cumplió la profecía de que la Santa Iglesia, es decir, la
verdadera, la de la ortodoxia, será cruelmente perseguida pero jamás vencida, aunque
haya momentos en que la representen, por seguir fieles a ella, sólo un escaso número de
fieles a la ortodoxia, frente a una mayoría abrumadora de claudicantes.
Un año antes de morir en el destierro el gran Papa San Martín I, fue electo Papa,
en Roma, otro presbítero: Eugenio I. Siguiendo el orden imperante entonces en la
Iglesia, envió sus legados a Constantinopla, para obtener del emperador la confirmación
de su nombramiento como Papa y el permiso de su consagración como tal. Llegados a la
capital del imperio los dos legados de la Santa Sede, el nuevo patriarca hereje, Pedro,
los convenció con hábiles sofismas y los hizo caer en la herejía, obteniendo, al mismo
tiempo, la confirmación de la designación de Eugenio como Papa y el permiso para su
consagración. Regresaron a Roma con la pretensión de que el Sumo Pontífice aceptara
un escrito, que contenía la herejía monotelita, con algunas variantes. Al recibir Su
Santidad el escrito de referencia, lo rechazó indignado, aún a costa de seguir la terrible
suerte de su antecesor San Martín. Sin embargo, no pudo sentir las represalias de su
heroica actitud, inspirada sin duda por el Espíritu Santo, pues murió al poco tiempo.
La persecución sufrida por unos Papas y la muerte de otros, antes de poder
cumplir con eficacia la difícil y alta misión que tenían encomendada, trajo un verdadero
período de anarquía en la Santa Iglesia, en el que la herejía siguió causando estragos,
apoyada por el emperador y por cuatro de los cinco patriarcados de que constaba la
Santa Iglesia. Los altos jerarcas herejes usaban arteras armas de lucha: las cartas del
Papa Honorio I, afirmando que su doctrina era la ortodoxa ya que había sido apoyada
por el Sumo Pontífice, cabeza máxima de la Iglesia y sucesor de Pedro; al mismo
tiempo aducían a su favor la gran autoridad eclesiástica de los grandes patriarcas que,
como hemos dicho, eran, en tales tiempos, los segundos del Papa en jerarquía dentro de
la les
Estas terribles armas espirituales convencían a clérigos y a seglares poco
eruditos, y celosos de sumisión ciega a la jerarquía eclesiástica, así sostuviera ésta las
peores herejías. Esto es muy necesario tomarlo en cuenta para poder comprender por
qué el Santo Concilio Sexto Ecuménico, Cuarto de Constantinopla, tuvo que verse en el
penoso y lamentable extremo de tener que excomulgar por herejía al Papa Honorio I y a
10
Escritos de la época dicen que el asesino no pudo consumar el asesinato, porque quedó ciego
repentinamente.

12
los patriarcas caudillos de la sedición. Era preciso quitar a los herejes la poderosa arma
que esgrimían, relativa al apoyo que les había dado el Papa.
Sin embargo, este paso era tan grave y tan delicado, que los defensores de la
ortodoxia lo estuvieron eludiendo por mucho tiempo, y pugnaron por hacer triunfar la
verdadera doctrina por otros medios menos drásticos. Negando a los patriarcas, obispos
y clero heréticos toda autoridad sobre los fieles, y declarando espúreos a los concilios
que habían aprobado la herejía, intentaban quitar de manos de los herejes la más
espectacular arma que utilizaban: las cartas del Papa Honorio apoyando al patriarca
Sergio, alegando que la intención del Sumo Pontífice nunca había sido aprobar la
herejía monotelita si no que, al afirmar en una de las cartas la existencia de una sola
voluntad en Cristo, se había referido a una sola voluntad en su naturaleza humana, y no
a que existiera en Cristo una sola voluntad para las naturalezas divina y humana.
En este noble esfuerzo llegaron a utilizar el testimonio del abad romano Juan,
quien, alegaban, había sido el verdadero redactor de la carta que luego firmó el Papa
Honorio, para que aclarara las cosas en el sentido antes indicado, asegurando que, al
aceptar el Papa la existencia de una sola voluntad, se había referido a una sola voluntad
moral y no a una sola voluntad física. San Máximo, que como antes expresamos, al
morir San Sofronio surgió como caudillo de la ortodoxia en Oriente, utilizaba con el fin
antes indicado argumentos similares, diciendo que el Papa Honorio al escribir en su
carta "también confesamos una sola voluntad en Cristo Nuestro Señor", había querido
decir, no lo que pudiera entenderse literalmente, sino que "nunca la naturaleza humana,
concebida virginalmente, fue arrastrada por la voluntad de la carne" con lo que "trataba
el Papa de salvar la unidad moral de las dos voluntades".
A su vez, el Papa Juan IV cuando escribió al emperador tratando de atraerlo a la
ortodoxia, le decía que lo escrito por Honorio en su carta debía interpretarse en el
sentido de que "no existían dos voluntades en Cristo distintas que pudieran chocar
entre sí" y que, por lo tanto, era improcedente que atribuyeran a Honorio la herejía para
apoyarse en él. A todos estos argumentos, repetidos con posterioridad por muchos,
contestaban los herejes que lo correcto era atenerse al texto mismo de las cartas de
Honorio, y no a interpretaciones que calificaban de fantásticas y desde luego falsas. Y
que dicho texto confesaba expresamente en Cristo una sola voluntad y que, además, en
las cartas, el Papa elogiaba y apoyaba la conducta del patriarca Sergio, caudillo de la
herejía, lo cual confirmaba la expresa adhesión del Sumo Pontífice a esas ideas, pues si
hubiera discrepado con ellas, habría desautorizado la actividad de Sergio y no la de
Sofronio, como implícitamente lo hizo en sus cartas.
Como podrá verse, la argumentación de los herejes para apoyar sus doctrinas en
la gran autoridad de Honorio I como Papa y Jefe de la Iglesia, era de tal fuerza, que
estaba causando estragos en las filas de la Santa Iglesia. Comprendiéndolo así el Santo
Concilio Ecuménico Sexto, Cuarto de Constantinopla, resolvió a cortar por lo sano y, al
mismo tiempo que condenaba el monotelismo y definía claramente el dogma de las dos
voluntades en Cristo, reconociendo que el Papa Honorio había aceptado las doctrinas de
Sergio, lo excomulgó conjuntamente con los patriarcas dirigentes de la herejía, con lo
cual ya no pudo ésta, para propagarse y prevalecer, seguir apoyándose en la autoridad
de dicho Papa.
Esta terrible y enérgica resolución del Santo Concilio, tuvo por consecuencia
salvar a la Santa Iglesia de la herejía que la venía desgarrando desde hacía medio siglo.
En esta ocasión, Cristo Nuestro Señor, había salvado a la Iglesia de un colapso por
medios extraordinarios, mediante la santa rebelión de simples monjes, como San
Sofronio, contra la alta jerarquía eclesiástica claudicante y contra las componendas del
Papa Honorio con los herejes. Pero había de salvarla muchos años después por los

13
medios normales y ordinarios, es decir, mediante la asistencia del Espíritu Santo a los
Papas que lo sucedieran y al Santo Concilio Ecuménico de Constantinopla que,
haciendo suya la bandera de la ortodoxia enarbolada por los monjes, logró un triunfo
definitivo, salvando una vez más a la Santa Iglesia de las asechanzas del demonio, en
este caso disfrazado con piel de oveja y escondido en un desmedido y supuesto celo por
la unidad de los cristianos, unidad por la que hay que luchar siempre con vigor y per-
severancia pero con medios lícitos, y nunca a costa de realizar transacciones que
constituyan una adulteración de la Divina Revelación, que jamás podrá ser modificada
por los hombres, por más alta que sea su jerarquía eclesiástica.
Ni San Pedro ni los demás apóstoles tenían potestad para falsificar las
enseñanzas de Cristo, ni mucho menos sus sucesores los Papas y los obispos. El Papa
Honorio. I transigió con los herejes, que según el lenguaje nuevo llamaríamos ahora
"hermanos separados", con el noble fin no sólo de lograr la unidad de la Santa Iglesia,
sino de evitar, al lograrla, que la invasión musulmana conquistara tierras cristianas. Pero
con sus transacciones lesivas a la ortodoxia favoreció un cisma de mayores
proporciones, cuyas consecuencias fatales fueron debilitar tanto al Imperio Bizantino
que los mahometanos pudieron fácilmente conquistar sus extensas provincias africanas,
que se perdieron así para la cristiandad, verdadera catástrofe que Dios permitió, según
lo afirmaron muchos en esos tiempos, como castigo divino por la claudicación del Papa,
del emperador, del patriarca de Constantinopla, de varios concilios y de la casi totalidad
del episcopado de Oriente.
Que sirva esto de ejemplo a todos aquellos que, inducidos por los agentes de la
Sinagoga de Satanás en el clero, o por otros instrumentos del demonio pretenden, en la
actualidad, con el pretexto de lograr la ansiada unidad de los cristianos, destruir la
ortodoxia y desquiciar el bloque sólido y monolítico que mantiene la Iglesia Católica.
El emperador bizantino, Constantino IV, aunque también se inclinaba a la
herejía monotelita, ante la espantosa catástrofe e indudablemente inspirado por Dios,
propuso al Papa Domno la celebración de un concilio para poner fin al doloroso
conflicto. Pero muerto éste, repitió la invitación al nuevo Papa electo, Agatón (678-
681), quién, inspirado por Dios, la recibió como idea salvadora, procediendo junto con
el emperador y el patriarca hereje de Constantinopla, a hacer los preparativos para
suavizar as-perezas. Dispuso la celebración de varios concilios regionales y se llevaron
a cabo diálogos constructivos (distintos, desde luego, de los que ahora quiere imponer
la Sinagoga de Satanás a la Santa Iglesia) y todo quedó Cristo para la celebración de un
Concilio Ecuménico.
El Papa Agatón cedió en cosas secundarias que no afectaban a la ortodoxia,
como aceptar que el Santo Concilio Ecuménico se celebrara precisamente en
Constantinopla, sede de la herejía, y en la diócesis del patriarca cabeza de la misma,
pero, en cambio, se mantuvo firme en lo relativo al dogma y a la ortodoxia, que es lo
que procede hacerse siempre en estos casos.
En uno de los concilios previos, celebrado en Roma (680), tomó el Papa Agatón
—como caudillo natural de la Santa Iglesia y de su ortodoxia, asistido por el Espíritu
Santo— todas las precauciones adecuadas para salvar los principios básicos de la fe,
haciendo que quienes estaban en la buena doctrina se unificaran y redactaran una fór-
mula de fe precisa, definitiva, que no diera motivo en el futuro a dudas o controversias,
y en la cual se reconocía con toda claridad el dogma de las dos voluntades y dos
operaciones en Cristo, la divina y la humana, que no pueden oponerse ni contradecirse,
estando sujeta en todo la humana a la divina.
Continuaron después los diálogos con los jerarcas eclesiásticos herejes, para
atraerlos a la ortodoxia, pero no un diálogo como el que pretenden imponer ahora

14
ciertos clérigos al servicio del judaísmo para que se claudique de principios básicos de
la fe, principios enseñados por las Sagradas Escrituras y la tradición de la Iglesia, fuen-
tes ambas de la Divina Revelación. Los proyectos de la Sinagoga son tan perversos y
tan audaces a este respecto, que no dudamos que algún día se afirme lícito el diálogo
con el mismo demonio.
El Santo Concilio Ecuménico Sexto, Cuarto de Constantinopla, se reunió en el
palacio del propio emperador, en la sala imperial llamada Trulo, razón por la cual a tra-
vés de la historia se lo conoce, como Concilio Trulano Primero. En él se ratificó,
después de enconadas discusiones, el dogma de las dos voluntades y las dos operaciones
en Cristo; luego se procedió a la condenación de la herejía monotelita y de las
principales cabezas de ella, que fueron excomulgadas. El Papa Honorio I fue incluido
entre los herejes, condenado y excomulgado. En cambio, humildes frailes como el
propio San Sofronio y San Máximo, que desobedecieron las órdenes de dicho Papa y en
santa rebelión lucharon contra ellas, encabezando en los momentos más críticos la lucha
en defensa de la ortodoxia, fueron con posterioridad canonizados por la Santa Iglesia
como santos, aunque, durante su vida, algunos sufrieron terribles condenaciones,
excomuniones y hasta violencia física por parte de muy altos dignatarios eclesiásticos 11
que acaudillaban la herejía.
Tales dignatarios eclesiásticos, haciendo sentir el peso de su jerarquía y su
autoridad religiosa, diciéndose portavoces de la Santa Iglesia y de la verdadera doctrina
de Cristo, acusaban de insubordinación, rebeldía, desgarramiento de la unidad de la
Iglesia y hasta de herejía a los defensores de la ortodoxia, a esos santos del catolicismo
que comprendieron que, a pesar de que la obediencia al Papa, a sus segundos en
jerarquía (entonces los patriarcas), a los concilios y, en general, a la Jerarquía de la
Iglesia, es un principio establecido por Cristo, que debe sostenerse a toda costa, como
regla general no puede tener aplicación en los casos en que el Papa, los concilios y la
jerarquía eclesiástica dejando de cumplir la misión para la que fueron investidos, y
traicionando a Cristo Nuestro Señor, se aparten de la verdadera doctrina del Divino
Maestro o la falsifiquen, ya que la potestad que dio Cristo a los Papas y a los prelados,
de atar y desatar, se la dio para que enseñaran su divina doctrina y no para que
enseñaran doctrinas falsas. Para enseñar falsas doctrinas y tratar de imponerlas,
carecen de toda autoridad el Papa, los concilios y las jerarquías de la Iglesia, sobre
clérigos y seglares.
El hecho histórico innegable, que la Santa Iglesia haya canonizado como santos
a los que, con dichos y con hechos, han sostenido este básico principio, confirma la
veracidad de esta tesis, reafirmada también con hechos históricos igualmente
innegables, de que estos santos, rebeldes contra la traición o la herejía de los jerarcas
eclesiásticos, han sido quienes han salvado a la Santa Iglesia del desastre en diversas
ocasiones.
11
Para que los lectores puedan comprender la alta jerarquía eclesiástica de los jefes de esta herejía,
aclaramos que los patriarcas ocupaban en esa época, el segundo grado en jerarquía después del Papa,
teniendo facultades hasta de ordenar obispos en su jurisdicción, estando desde luego por encima de dichos
obispos y hasta de los metropolitanos (equivalentes en muchos aspectos a los actua les arzobispos, pero
con el carácter de verdaderos primados y con facultades para consagrar los obispos de su jurisdicción). En
los tiempos de la herejía monotelista, la Iglesia se dividía en cinco patriarcados con jurisdicción y
funciones efectivas; el de Roma, primero en jerarquía, ocupado por el Papa, a su vez obispo de Roma; el
de Constantinopla, segundo en jerarquía; el de Alejandría, tercero en jerarquía y que había sido el
segundo antes de que Constantinopla lo substituyese en ese rango; el de Antioquía, cuarto en jerarquía, y
el de Jerusalén. En esos cinco patriarcados de la Iglesia la herejía era acaudillada por el segundo, el
tercero y el cuarto en jerarquía después del Papa y, para colmo de males, este último se doblegó ante los
herejes, en la forma ya narrada. Mucho fue el valor y la energía de esos santos que se atrevieron a rebe -
larse contra la más alta jerarquía de la Iglesia, para salvar la ortodoxia.

15
El texto en latín de la condenación del Papa, que obra en las actas del Santo
Concilio, es literalmente el siguiente: "Anathematizari praevidimus et Honorium... eo
quod invenimus per scripta quae ab eo facta sunt ad Sergium, quia omnibus eius
mentem secutus est et impia dogmata confirmavit". (Llegamos a la conclusión de
anatematizar también a Honorio [...] porque encontramos que en los escritos que
escribió a Sergio siguió en todo la mente de éste, y confirmó sus impíos dogmas). En
otras palabras, al afirmar el Concilio Ecuménico que el Papa Honorio I era
excomulgado por seguir las doctrinas del heresiarca Sergio, lo excomulgaba claramente
por herejía, por esa misma herejía de Sergio, que era a su vez condenada por el
mencionado sínodo universal.
En esos días falleció el Papa Agatón y fue electo para sucederle San León II,
quien solicitó del emperador en la forma acostumbrada la confirmación de su nombra-
miento y la autorización para ser consagrado, hecho lo cual revisó las actas del Concilio
Ecuménico y les dio su aprobación. En lo relativo a la excomunión de Honorio, la
confirmó también, dando como razón "que había permitido que fuese manchada esta
Sede Apostólica y la Fe inmaculada, con una traición profana" ("hanc apostolicam
Sedem profana proditione inmaculatam fidem maculari permisit").
Igualmente el Papa San León, en carta dirigida al emperador Constantino
Pogonato, al informarle que había aprobado las cartas del Concilio Ecuménico le decía:
"Excomulgamos asimismo a esos inventores de un nuevo dogma, Teodoro de Faran,
Ciro de Alejandría, Sergio, Pablo, Pedro, intrusos más que obispos de la Iglesia de
Constantinopla, e igualmente a Honorio, quién en vez de purificar a esta Iglesia
Apostólica, se esforzó, por una traición sacrílega en destruir la fe inmaculada" 12.
Terrible precedente de excomunión sentado por un Santo Concilio Ecuménico,
con la aprobación del Sumo Pontífice, canonizado santo, para aquellos Papas que, en lo
sucesivo, siguiendo los pasos de Honorio I, "se esfuercen, por una traición sacrílega,
en destruir la fe inmaculada", según las palabras textuales del Papa San León, quien no
solamente condenó tales hechos en Honorio, sino también su Iglesia, destinada a
enseñar la doctrina de Cristo y preservarla de falsificaciones. Si los obispos sucesores de
los apóstoles, o si los Papas sucesores de Pedro, faltan a sus obligaciones de enseñar y
mantener pura la Doctrina de Cristo, traicionan al Divino Maestro y pierden la razón de
su investidura como tales. La traición a la Iglesia o la simple negligencia frente a
ataques o falsificaciones de la Doctrina de Cristo, es decir, de la Divina Revelación, si
en un seglar es de graves consecuencias, en un obispo, por su autoridad eclesiástica,
puede causar a la Iglesia y a los fieles mayor daño y, en un Papa, puede causar daños
catastróficos a toda la Santa Iglesia y a todos sus fieles.
Así lo comprendieron tanto el Santo Concilio Ecuménico VI de Constantinopla,
como el Papa San León II, y por ello quisieron dejar sentado un precedente claro, del
castigo que espera a los Papas que traicionen a la fe inmaculada o la perjudiquen con
su simple negligencia en combatir la herejía. Y se quiso dar tanta autoridad y fuerza a
este precedente que, durante siglos, diversos Papas confirmaron la excomunión de

12
Papa San León II, Carta dirigida al Emperador Constantino Pogonato. Las terribles palabras del Papa
San León, expresando que Honorio "se esforzó, por una traición sacrílega, en destruir la Fe inmaculada",
sirven de base a muchos para asegurar que el Papa San León también excomulgó COMO HEREJE a Ho -
norio I, además de excomulgarlo COMO FAUTOR DE HEREJES, y por su SIMPLE NEGLIGENCIA en
combatir a la herejía; en cambio otros han sostenido, sobre todo los modernos, desde el Con-cilio
Vaticano I, que el Papa San León II, ratificó la excomunión lanzada contra Honorio por el Concilio,
SOLAMENTE por haber sido FAUTOR DE LA HEREJÍA y por su NEGLIGENCIA EN
COMBATIRLA. Nosotros, obrando con extrema cautela en este caso, nos adherimos a esta segunda
opinión.

16
Honorio y la Santa Iglesia la siguió repitiendo en distintas ocasiones 13 para recordar a
Papas, a obispos y cristianos, el grave pecado que comete un Papa, si con su simple
negligencia fomenta los avances de la herejía.
Fue tanto el celo de la Santa Iglesia en perseverar el recuerdo de todo esto, que
se insertó en el "Liber Diurnus" los siguientes términos: "Excomulgamos a Honorio
debido a que, por su negligencia, fomentó el crecimiento de las falsas afirmaciones de
los herejes". En esta forma dejó sentado la Santa Iglesia que la tradición o la simple
negligencia de un Papa en combatir la herejía, justifican su excomunión, y, por lo tanto,
su derrocamiento como Papa, ya que si tal Papa ha sido excomulgado y arrojado del
seno de la Santa Iglesia, no puede seguir siendo Papa.
El decreto del Santo Concilio Ecuménico VI de Constantinopla, aprobado en el
sentido acabado de mencionar, por el Papa entonces reinante, San León II, dieron a esta
definición doctrinal el carácter de infalible, porque ese Santo Concilio no fue
convocado como el actual Concilio Vaticano II, como simplemente pastoral, sino que
fue convocado expresamente para definir dogma, y poner fin así a una desgarradora
herejía. Además la excomunión de Honorio I, por las razones dichas, fue confirmada
por varios Papas, como antes dijimos. Negar validez a esta tesis sería tanto como negar
la infalibilidad del Papa San León, de los Papas que confirmaron la mencionada exco-
munión, y del Santo Concilio Ecuménico VI de Constantinopla, aprobado en el sentido
dicho por el referido Papa. Sería, en una palabra, negar la infalibilidad pontificia re-
conocida y definida en el Santo Concilio Vaticano I.
Desgraciadamente la excomunión del Papa Honorio I por un Concilio
Ecuménico y por el Papa San León, fue usada sofisticadamente con posterioridad por
los enemigos del Papa y también por los enemigos de la infalibilidad pontificia, en el
Concilio Vaticano I. Pero ambos usos carecen por completo de justificación. Utilizar la
traición y los errores de Honorio y su excomunión, para atacar el Primado de Pedro y de
sus sucesores es absurdo, ya que Cristo Nuestro Señor conociendo lo que sucedería en
el futuro, quiso visiblemente prevenirnos a todos contra estas situaciones, permitiendo
que el apóstol San Pedro lo traicionara negándolo tres veces antes de cantar el gallo, y
dejándolo después de su arrepentimiento y reparación de su falta, como cabeza de su
Iglesia"14. Esto demuestra que Cristo Nuestro Señor quiso, expresamente, enseñarnos
que los Papas tendrían caídas y fallas personales pero que, a pesar de ello, deseaba
mantener el Primado de Pedro y de sus sucesores. Es, pues, absurdo utilizar lo ocurrido
con Honorio I, como argumento para negar la Jefatura Suprema del Papado sobre la
Santa Iglesia.
Y en lo que se refiere al uso del caso del Papa Honorio para atacar la
infalibilidad pontificia, es evidente que, aún en el caso de que —como lo afirmó el
Santo Concilio Ecuménico citado– Honorio hubiese seguido las doctrinas heréticas de
Sergio y hubiese incurrido en herejía, el texto de las cartas que sirvieron para probarlo
demuestra que en ellas el Papa no hizo definición dogmática ex-cátedra, sino que se
trató de un simple error personal, que por lo mismo no afecta la infalibilidad papal,
opinión esta que han sostenido insignes teólogos de la Santa Iglesia.15

13
Kirsch-Hergenrötter, Kichergeschichte, t. I, edición 1930, págs. 687 y sigs. Ver especialmente notas
159 y 160.
14
Entre la traición de Judas y la de San Pedro, hay una distancia enorme. Por ello San Pedro pudo
conservar su jerarquía apostólica, mientras Judas la perdió definitivamente.
15
En su Historia de la Iglesia Católica, Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 1950, t. I, pág. 811,
Bernardino Llorca defiende otra opinión, que podrá leer el lector en Apéndice, que creemos asimismo
aceptable.

17
APÉNDICE

CUESTIÓN DEL PAPA HONORIO16


Como el Papa Honorio en su conducta impuso silencio a los defensores de la
ortodoxia y dio, al menos aparentemente, la razón a Sergio y a sus partidarios, se
.supone que erró dogmáticamente, por lo cual no se puede decir que 'el Papa sea
infalible. Este argumento lo han esgrimido y lo siguen esgrimiendo hasta nuestras días
todos los enemigos del Pontificado, y es bien conocido que, cuando se discutió en el
Concilio Vaticano el dogma de la infalibilidad pontificia, la cuestión del papa Honorio
fue una de las más agitadas y de las que proporcionaron armas constantemente a los
impugnadores de la definición de este dogma.
Ahora bien, ¿qué solución cabe dar a este enmarañado problema? Algunos
apologistas, sobradamente expeditivos, han querido resolverlo negando a estas cartas el
carácter de documentos dogmáticos o ex cathedra. Según esta solución, como la
infalibilidad pontificia sólo se extiende a los documentos emanados ex cathedra, no
pueden estas cartas ofrecer dificultad ninguna al dogma. Aun-que contuvieran algún
error, éste sería muy de lamentar en un papa, más sería puramente error personal, un
error privado, sin consecuencias para la infalibilidad pontificia.
Pero esta solución no puede admitirse. La razón que suele darse para quitar el
carácter ex cathedra a estas cartas es que van dirigidas sólo a Sergio o que no contienen
anatema ninguno y dan solamente normas prácticas de conducta, como es el silencio
impuesto sobre aquellas discusiones. Este argumento resulta en verdad inconsistente, y,
si bien se advierte, echaría abajo una buena parte del magisterio eclesiástico pontificio
primitivo. Para que se pueda decir que el Papa habla ex cathedra, no es necesario que
emplee un tipo especial de documentos, ya se llamen bulas, ya encíclicas, privilegios o
decretos, en los que con toda solemnidad defina alguna verdad revelada. Lo importante
es que hable como papa y maestro de la Verdad, determinando con autoridad suprema
algún punto referente al depósito de la fe. Aunque esta enseñanza la publique en forma
de carta, breve o rescripto, no deja de tener el carácter de documento ex cathedra.
Si no se admite este principio, deberíamos decir que la Epístola dogmática de
San León a Flaviano, por ejemplo, no tiene carácter dogmático. Evidentemente, detrás
de Flaviano, a quien se dirige la carta, veía San León a toda la Iglesia, como detrás de
San Cirilo veía el papa Ceferino a todos los fieles, y, en nuestro caso, el papa Honorio,
al dirigirse a Sergio y Sofronio, enseñaba a toda la Iglesia. Por lo demás, no se trataba
en nuestro caso únicamente de cuestiones prácticas o disciplinares, sino que se debatía
un punto dogmático de importancia fundamental en la doctrina cristológica. Así lo
entendían de hecho todos los que intervinieron en la discusión.

Solución de la cuestión del papa Honorio

Descartada, pues, esta solución y partiendo de la base de que las dos cartas de
Honorio son documentos doctrinales y, en tales condiciones, que deben ser consideradas
como declaraciones ex cathedra, debemos afirmar que no contienen error ninguno
dogmático. Por consiguiente, no ofrecen dificultad ninguna contra la infalibilidad
pontificia. Lo único que debemos conceder es que el papa Honorio no estuvo acertado

16
Acerca de esta cuestión, además de las obras generales, véanse: CHAPMANN, DOM, The
condamnation of pope Honorius (L.;1907); PLANET, W., Die Honoriusfrage auf dem Vatik. Konzil
(1912); GRISAR, artíc. Honorius, en "Kirchenlex"; CABROL., artíc. Honorius, en "Dict. Apol.";
AMANN, artíc. Honorius, en "Dict. Th. Cath."

18
en el modo como resolvió el asunto, al imponer silencio a las dos partes. Fue un error de
táctica, de graves consecuencias para la Iglesia, pero no un error doctrinal, que es lo
único que comprometería la infalibilidad.
Efectivamente, la expresión "unde et unam voluntatem fatemur Domini nostri
Iesu Christi" y otras semejantes que se emplean, si se estudia bien el contexto, se
refieren a la unidad moral de las dos voluntades de Cristo, no a la unidad física, que es
lo que defendían los monotelitas. Ciertamente era una expresión que engendraba
confusión; pero el sentido que tenía en la mente de Honorio era plenamente ortodoxo:
unidad moral. Por esto habla de un único operante, de dos naturalezas unidas en un solo
Cristo; dos naturalezas que obran lo que les es propio sin confusión ni separación, pero
en unidad moral perfecta. Todo esto, que es doctrina expresada por Honorio en sus
cartas, no es otra cosa que el dogma ortodoxo católico. El que Sergio y sus secuaces
interpretaran en favor suyo la expresión de única voluntad en Cristo, como si Honorio
defendiera una sola voluntad física, no debe inducirnos a error. También en otro tiempo
los adversarios de San Cirilo, los nestorianos, interpretaban algunas expresiones de sus
anatematismos como si fuera partidario del monofisitismo, y, en realidad, sus palabras
daban pie para esta sospecha; pero, si se atiende al conjunto de su doctrina, aparece
claramente que no contienen ningún error.
No de otra manera opinaban sobre el sentir del papa Honorio los prohombres de
la causa católica que intervinieron en estas discusiones. Todos ellos lo presentaban
como autoridad en favor de sus ideas contra los monoteletas, sin temor de que nadie los
contradijera. Así, el más insigne de todos, San Máximo Confesor, afirmaba que, en las
conocidas cartas, Honorio solamente había querido "explicar que jamás de ninguna
manera la naturaleza hermana, concebida virginalmente, fue de hecho arrastrada por la
voluntad de la carne"; es decir, que únicamente quiere salvar la unidad moral de las dos
voluntades. Precisamente esta argumentación era la que más fuerza daba a San Máximo
en sus encarnizadas luchas contra los monoteletas, como se verá después. Por otra parte,
él, contemporáneo de los acontecimientos, podía estar muy bien enterado del verdadero
sentido de las palabras del papa Honorio, tanto más cuanto que nadie le contradijo de
hecho en todo este razonamiento.
Del mismo parecer era el abad romano Juan, quien se supone haber redactado la
primera carta. Pero, sea de esto lo que se quiera, el hecho es que, según él atestigua, el
papa Honorio únicamente defendía una voluntad moral, no una sola voluntad física.
A la misma conclusión llegaríamos si consideramos la manera como más tarde se
condenó al papa Honorio. En todas las fórmulas de condenación y anatema contra él no
se le atribuía ningún error dogmático ni se afirmaba que hubiera defendido ninguna he-
rejía, sino únicamente que había sido negligente en el desempeño de su oficio y que no
había sido bastante enérgico, fomentando con su descuido la herejía.
En realidad, pues, esta es la verdad en la cuestión del papa Honorio. Con una sólida
argumentación histórica y a basa de documentos convincentes, se puede probar que no
erró dogmáticamente ni enseñó ningún error ex cathedra.
En cambio, no puede librarse al papa Honorio de una conducta desacertada y
verdaderamente dañina a la causa católica. Se dejó prender demasiado fácilmente en las
redes de Sergio, como en otro tiempo el papa Zósimo en las de Pelagio y Celestio.
Creyó con demasiada facilidad en las falacias de este hombre astuto, por lo cual tomó
aquella medida desacertada de imponer silencio a los defensores de la verdadera causa.
Este sistema no podía favorecer más que al error, el cual podía de este modo extenderse
sin que nadie se le opusiera, y esto por obra del que debía haberle cortado los pasos. La
obligación del vigilante supremo de la Iglesia ha sido siempre imponer silencio al que
compromete la verdad, no a los que la defienden. Si hubieran seguido esta misma

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norma, el papa Julio I (337-352) hubiera impuesto silencio a San Atanasio en su
campaña contra los errores arrianos, y Celestino I (422-432) a San Cirilo contra los
nestorianos. La gran falta de Honorio consistió en dejarse alucinar por Sergio y juzgar
toda aquella contienda como cuestión de palabra, ordenando, en consecuencia, guardar
silencio a los defensores de la fe y dando con ello ocasión a que se propagara el error.
En este sentido deben entenderse todas las condenaciones subsiguientes de este Papa.

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Se terminó de imprimir
En los talleres gráficos de
Domingo E. Taladriz,
San Juan 3875, Buenos Aires,
El 17 de noviembre
De 1970

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