Cuentos para Leer en Casa 2020

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Cuentos para leer en casa

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Cuentos para leer en casa

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cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
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Cuentos para
leer en casa

Ediciones de Autor

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Índice

Orugas, Juan Luis Nute 9


Mamá Dragón, Gabriela Ballesteros 15
En la orejita del volcán, Bertha Balestra 27
La polilla, Héctor Sommaruga 35
El encanto, Gabriela Ballesteros 47
Historia de raíces, Eduardo Osorio 57
La espuma del crepúsculo, Juan Luis Nute 83
El señor Botones, Alex Haro 109
Canicas, Demian Marín 119
La reina de corazones, Gabriela Ballesteros 125

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Cuentos para leer en casa
Antología virtual gratuita

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Orugas
Juan Luis Nutte
del libro Bestiario Amoroso
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Nadie la trastornó tanto como Renato, y lo peor del caso es
que él ni siquiera sabía de ella.
Así que Macrina decidió llamar su atención: meneos de ca-
deras y roces furtivos a la salida de clases fueron insuficientes.
Renato continuó displicente a sus encantos, incluso la
evitaba. Al iniciar los recados anónimos, dando pistas para
que la tomara en cuenta, Renato reaccionó. Y logró que él
indagara en otras mujeres, jamás en ella.
Así, cuando Macrina lo sintió en carne propia, justo al cen-
tro del vientre, gorgoreo sutil, semejante a un revoloteo, en-
tendió la sabiduría de la frase “mariposas en el estómago”.
Comenzó con eructos que provocaron náuseas; a veces le
quedaba en la garganta algo aterciopelado que tragaba para
evitar el vómito.
El malestar se manifestaba en presencia de Renato, luego
empeoró. Al recordarlo, su vientre se inflamaba y gruñía hasta
regurgitar insectos. Los deseos de Macrina eran turbulentos
y ruidosos. Y le dolían a todas horas, era como guardar un
nido de insectos en su cabeza. Le era imposible enfrentarse
con cordura a esas quemazones violentas que lastimaban su
garganta y vientre, cual carbones incandescentes que le
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torturaban la tráquea cada vez que quería razonar su
enamoramiento. Acababa exhausta y llorosa. En trances más
dolorosos, orugas peludas y negras casi la ahogaron,
colmándola de asco y pena. Abandonó sus estudios y rechazó
amistades por temor a ser vista como fenómeno. Y cuando
era inevitable, procuraba llevar tapaboca y bolsa de papel
para capturar sus bichos. En pocas semanas, su
departamento se transformó en santuario. En muebles,
cortinas y arreglos florales sintéticos, las mariposas se
apareaban; otras caían como hojas secas.
A la hora de los alimentos, el recuerdo la tomaba de las en-
trañas, la nostalgia por Renato castigaba su estómago: vo-
mitaba capullos podridos; a veces, masticaba mariposas y las
escupía iracunda.
La salud la abandonó; la anemia la orilló a buscar a un
galeno de la universidad, especialista en síndromes literarios.
Este le diagnosticó síndrome de Cortázar, aduciendo que era
un padecimiento frecuente y pasajero y que en algunos casos
sólo se manifestaba con pérdida del apetito, agruras, eructos
y tos frecuente, todo esto acompañado del enamoramiento.
Le recomendó dejar de lado su obsesión, así como reposo y
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bastantes lecturas del género realista. Para confortarla, narró
algunos casos muy extremos en que algunas mujeres apenas
eructaban y ya les salían serpientes o perlas, dependiendo del
vocabulario y temperamento. Y para que tuviera un
panorama amplio del trastorno, le obsequió una primorosa
edición ilustrada del cuento “Carta a una señorita en París”,
de Julio Cortázar.
Pronto le llegó la resignación; investigó el nombre cien-
tífico, ya le agradaban los lepidópteros; les procuró una
atmósfera natural, plantas de ornato, helechos, cactus, flores
frescas dieron aspecto de vivero al departamento. Se
emocionaba como una madre viéndolas salir de la crisálida.
Incluso llegó a clasificar los capullos y mariposas más bellos
para libertarlos en los parques. Descubrió que mientras más
intensa la añoranza por Renato, las mariposas nacían grandes,
coloridas; y estando triste, arrojaba polillas; y, desencantada,
escupía orugas deformes y cadáveres de larvas oscuras. Al
controlar su pasión, los insectos nacieron con menor
frecuencia. Esto la decidió a retomar su vida. En un arranque
de optimismo, recolectó las últimas mariposas para donarlas

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a su médico, que también era entomólogo; esto, como
homenaje a su moribundo enamoramiento.
Una mañana, al salir a liberar las últimas mariposas en los
parterres del parque, descubrió a Renato rumbo al quiosco
del jardín. Las mariposas salieron abundantes. El espectáculo
en pleno invierno fue maravilloso para los peatones. Sólo
Renato fue insensible; las tumbó a manotazos para pisarlas
con saña.
Armada de valor, lo siguió; deseaba confesar su querencia
para terminar con los bichos. En la baranda del quiosco, una
joven sonreía enamorada. Renato subió de tres zancadas los
peldaños y dio prolongado beso a la muchacha… Retortijones
y eructos vomitivos le sacaron mariposas corrompidas. Desi-
lusión y despecho se manifestaron en su panza, un gruñido
en el bajo vientre reptó a la tráquea una y otra vez,
transformándose en hormigueo, recorriendo las vísceras,
inflamando el abdomen para luego desembocar a la boca y
nariz, ombligo y oídos. Verlos felices, encerrados en su
burbuja melosa, dañó hasta la última fibra de su cuerpo, ya
no eructó mariposas, ahora fueron cientos de hormigas
húmedas de bilis recorriendo su torso, explorando el cuerpo
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de Macrina; algunas salían apresando mariposillas y capullos.
Cuando la garganta no soportó más, simplemente cayó
muerta. Sus manos crispadas aferraron el vientre hinchado;
los músculos del cuello, tensos de dolor, contrajeron la boca
en una mueca que jamás logró clamar ayuda.
Quedó tumbada tras unos arbustos. Nadie la descubrió
sino hasta manifestar su corrupción. Ahora la gente está
maravillada con el hormiguero.

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Mamá Dragón
Gabriela Ballesteros
del libro Cuentos Capitales
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Todo comenzó una tarde cuando de regreso de la escuela mi
madre me traía de la mano. Veníamos caminando por una
larga avenida y yo estaba cansado. Ya sabía que llegando a
casa tendría que comer todo lo que me sirvieran en mi plato
y sabía que el menú del día era sopa de verduras, pollo
empanizado acompañado de pepinos, alguna cosa semejante
o, peor aún, sopa de frutas, porque estábamos en verano y
hacía un calor infernal, y a mi mamá le gustaba en esa época
preparar un cóctel de frutas para comer antes del platillo
principal, que generalmente consistía en algún tipo de carne.
Yo no sé porqué nunca comprendió que a mí sólo me
gustaban las milanesas, pero no la carne... En fin, ya sabía la
cantaleta de todos los días: come, me decía, o si no te
castigaré. Reglas, reglas y más reglas, si un día no hacía la
tarea era regaño seguro, y si al otro día se me ocurría no
colocar mis zapatos en su lugar, también. La verdad, mientras
iba caminando de la mano de mi madre, me imaginé que mi
vida era horrible.
Miré hacia el cielo, porque a los niños nos gusta entrete-
nernos con el viento, ver cómo mueve las hojas de los árboles
y levanta basuritas en el aire. Imaginamos que las nubes son
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árboles o serpientes, y podemos ver cómo pasa volando un
avión y hasta vemos en la cabina a los pilotos, los saludamos
y les deseamos buena suerte; sobre todo, envidiamos la vida
absurda que llevan los mayores. Siempre que miraba al cielo,
detrás de aquella nube en forma de ballena o al dragón que
iba pasando sobre mi cabeza, venía a mi mente el rostro de
mi madre: Pablo, Pablo, despierta, ya llegamos. Quítate el
uniforme y siéntate a la mesa. Las manos, lávatelas, Pablo; las
traes llenas de mugre, sucias de calle y límpiate esos mocos
en lo que yo preparo la comida... Ya era demasiado, llevaba
siete años de mi vida oyendo la misma cantinela todos los
días, y la verdad ya no estaba gustándome para nada ser niño.
A veces me imaginaba siendo mayor, y pensaba que tal vez
mi madre se volvería niña, y entonces sí vería lo feo que era
mi vida. O pensaba que quizás, si lo deseaba con mucha
fuerza, un día mi madre podría ser una persona diferente, tal
vez la madre de Paquico, que le daba golosinas por todas las
gracias que sabía hacer, porque Paquico podía mover el
ombligo como los niños de la playa y sabía hacer bombas de
baba que le reventaban entre los labios; además se decoraba
los zapatos y hasta donde Paquico confesaba lo más que le
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llegaba a pasar era que su mamá dijera con su vocecita suave
y pequeña ay, Paquico, otra vez te ensuciaste demasiado. En
cambio, mi madre era una especie de mutación dragonífica,
porque cuando veía una manchita en mi chamarra se le
erizaban los pelos y le salía humo por los ojos y la nariz y se
volvía inmensa, tanto que a veces pegaba contra el techo y de
su boca no salían sonidos suaves, sino una especie de rugidos
que decían: otra vez ya vienes hecho una porquería, Pablo,
mira nada más, apenas ayer estuve tallando esa chamarra y
ya otra vez la traes toda puerca; ahora tú me la vas a lavar,
porque ni creas que yo voy a tallar de nuevo. Y antes que te
metas a la casa, te limpias esos pies; sácales toda la arena
porque acabo de barrer...
Mi mamá era como un dragón, o por lo menos así se ponía
cuando se enfurecía. A mí, por supuesto, me daba miedo
cuando se ponía así, y la prefería en los momentos que estaba
contenta y tranquilita, porque entonces era como un hada de
los sueños: Pablo, me decía, vamos a contar las flores de este
bosque. Mira, son lindos sus colores, y en las noches esta
planta se acurruca para descansar... O me contaba cuentos
de animales fantásticos o de guerras ultraplanetarias que sólo
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ella y yo podíamos ver entre las grietas de las paredes de
nuestro cuarto. Y cuando la imaginaba tranquila y serena,
definitivamente me encantaba ser niño, tener una persona
que me mimaba y procuraba, y hasta pensaba en sus regaños
como un detalle curioso de mi vida. A veces creía que quizás,
pero sin seguridad, mamá tenía razón al regañarme; así su
transformación en dragón era justificada. Pero aquella tarde
que regresaba de la escuela e imaginaba más bien sus
cantaletas, yo creí firmemente que no y que ni siquiera había
razón para que yo tuviera que seguir soportando esta vida de
niño.
El cielo se empezó a nublar, quizás iba a llover muy fuerte,
y detrás de aquellas nubes que se convulsionaban formando
grotescas figuras, aparecía casi siempre la mirada humeante
de mi madre. Ella era, efectivamente, cuando estaba enojada,
un dragón furibundo que arrasaba con mis anhelos más
profundos de niño. La verdad estaba tan triste como el día y
pensaba que si llovería fuertemente era sólo porque yo así lo
deseaba, para ver si la lluvia arrastraba consigo a las infinitas
reglas que me perseguían. Luego pensé largas horas en lo que
sucedería si, por ejemplo, yo fuera el dragón que podía
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aterrorizarla a ella. Qué tal si un día yo amaneciera y fuera su
monstruo más temido. Qué tal, por ejemplo, si en lugar de
hallar a un chamaco de siete años en la cama, se encontrara
con un Minotauro enfurecido, o con un centauro dando de
gritos porque quería romper el viento con su aliento o, peor,
un dragón más grande que ella, más poderoso, más fuerte,
más enojado y más gritón... ¡Qué belleza poderle rugir que
me dejara en paz! Ah, qué bonitos pensamientos.
A los niños nos gusta sumirnos en nuestros mundos
interiores y, efectivamente, yo tenía uno privado donde mi
madre era una princesa que yo había capturado entre mis
garras de dragón. A veces las ideas de los niños se quedan en
ensoñaciones pasajeras, y la verdad no sé cómo pasan de ser
una fantasía para convertirse en realidad, pero aquella tarde
yo pensé que tendría que hallar una forma de convertirme, a
costa de lo que fuera, en un dragón más poderoso que ella.
Pero, ¿cómo lograrlo? No lo sabía, aunque en algún momento
la idea tendría que llegar a mí.
Se me ocurrieron mil cosas: viajar para buscar una pócima
secreta, encontrar en el libro de recetas de mamá la que me
transformara en dragón, desear con todas mis fuerzas que
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cayera un meteorito en el patio trasero y que, al tocarlo, me
convirtiera en lo que deseaba, que los marcianos vinieran por
mí y me llevaran a sus laboratorios para hacerme una cirugía,
que el milagro, simplemente, sucediera... Pero la verdad,
entre todas las cosas que pensaba, la que me parecía más
probable era ésta: yo era hijo de mi madre, y mi madre era
una especie de dragón que sólo se manifestaba al estar
bastante enojada por alguna travesura. El dragón no había
llegado de fuera, sino que estaba dentro de mi madre, y ella,
que debía tener un poder impresionante para soportar una
presencia como ésa dentro de sí, había conseguido retenerlo
y hacerlo surgir sólo en circunstancias especiales. Quizás el
dragón se le había ido formando por dentro gracias, también,
a tanta cosa que se echaba encima: cremas, maquillajes,
tinturas para el pelo... Siempre decía que los químicos hacían
daño y no sé qué tantas cosas, pero igual me obligaba a usar
jabones con lauret sulfato de sodio. ¿Y no era eso un químico?
Tal vez no caía en la cuenta de que todas esas
superficialidades la habían vuelto un dragón que no
comprendía mi necesidad de correr libremente por el mundo,
de sentir la tierra, oler mi sudor, saborear infinitamente la
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miel por toda una eternidad, vivir encerrado en mis fantasías
y sin hacer tareas... aunque quién sabe, porque los químicos
son demasiado elaborados y, la verdad, no combinan con la
simpleza de un abracadabra...
No vendrían marcianos ni meteoritos a mi encuentro,
tampoco tendría oportunidad de buscar la piedra filosofal o la
fuente de la eterna juventud, menos aún la de la mutación en
dragón... Así que finalmente esperé que el milagro, simple-
mente el milagro, sucediera. Esperé que la casualidad me
pusiera frente a mi destino: convertirme en el dragón de mi
mamá, su más temible enemigo, su pesadilla más
abominable, y así liberarme de su poder.
No sé exactamente cuántos días pasaron, pero una
mañana, al fin, el destino me hizo justicia y amanecí con la
cara morada. A primera vista parecían ronchas, pero
inmensas, que ningún doctor pudo discernir con exactitud
porqué aparecieron. Luego se me escamaron las manos y me
empezaron a crecer unas protuberancias en la espalda, hasta
que, al final, uno de tantos días que siguieron a mi
metamorfosis, amanecí monstruosamente transformado en
dragón. Yo me di cuenta por la madrugada, cuando quise
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taparme con mis cobijas y apenas si pude cubrir un pedacito
de mi ala. Era casi tan grande como el cuarto, y tenía una cola
inmensa, unas fauces temerarias, unos ojos que, aunque no
eran lanzallamas parecía que quemaban. Me acurruqué y
traté de guardar calor expulsando un poco de vaho. Al
amanecer oí los pasos de mi madre, que abrió poquito mi
cuarto y se asomó para decirme su típico buenos días, alegría,
ya despierta, corazón de melón, es hora de ir a clases... No me
vio. Ja, en cuanto regresara porque no escuchaba movi-
miento, ya oiría sus gritos, que en ese momento se volverían
pequeños, se verían apagados por mis poderosos rugidos.
Dicho y hecho, mi madre, como no oía nada de
movimiento, subió las escaleras a paso veloz. Era muy curioso,
porque iba subiendo como mamá, con pasos de mujer, y a
media escalera aquellos eran pasos de caballo y luego pasos
de dragón, Pablo, gritaba, ¿no me escuchaste? Levántate ya,
a la una, a las dos... y si no me levantaba, antes de las tres me
jalaba de las greñas y me hacía levantar a fuerzas. Sucedió lo
mismo, pero al decir a la una, a las dos y tratar de agarrarme
de las greñas, se topó con una corona de escamas y unas
fauces que le echaron humo. Creo que al principio sí se echó
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para atrás un poco, y tal vez ése fue mi error, porque creí que
sólo con mi presencia ella se había tranquilizado. Así que no
le dije nada y pensé que me dejaría seguir dormido
plácidamente. Pero no se fue, sino al contrario, se volvió a
acercar y me miró a los ojos para preguntarme: ¿Pablo, eres
tú? Sí, mamá, soy yo... Ay, Pablo, dijo, ¿y ahora qué te voy a
dar de desayunar? Levántate y ve a ver qué puedes hacer con
esas garras, si no puedes tender la cama coletea tus juguetes
al clóset, ya luego los acomodamos otro día. Definitivamente,
no puedes utilizar ningún uniforme, así que veremos si sigues
o no asistiendo a la escuela; pero de que aprendes a
multiplicar, de eso me encargo yo, y apúrate, Pablo, que ser
dragón no te vuelve menos hijo...
¡Santo cielo!... Sólo una madre como la mía podía tomar
tan a la ligera una transformación tan grande, o quizás, como
en el fondo efectivamente era un dragón, a ella no le resultó
extraño que su hijo una mañana apareciera como tal. La cosa
es que, de cualquier manera, no me dejó ni a sol ni sombra.
El tiempo pasó y pasó, y mi madre seguía levantándome
temprano y dándome de comer cosas que para ella eran
nutritivas. Debo admitir que se quebraba la cabeza pensando
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en lo que un dragón debía o no comer, y a veces, también, se
volvía de nuevo dragón y peleaba conmigo de igual a igual. Yo
seguía creciendo, y apenas cabía dentro de la casa, mi cola
daba vueltas por el pasillo y rodaba por la escalera para
quedar tendida sobre algún sillón en la sala y, de vez en vez,
cuando mamá sacudía o barría, tenía que subirla para que ella
pudiera pasar la escoba y el sacudidor. Yo tenía mi cara cerca
de mi ventana, y veía cómo los otros niños salían al parque a
jugar y se divertían. Vi a Paquico crecer con su mamá de dulce
voz. Lo vi hacer travesuras y a su madre diciéndole: Paquico,
ya basta, por favor; a Mariela, que se puso muy bonita, y a
todos mis compañeros; pero yo no podía ni siquiera pensar
en salir, cómo si yo era un monstruo: el eterno monstruo de
mamá...

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Cuentos para leer en casa
Antología virtual gratuita

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En la orejita del volcán
Bertha Balestra
del libro Molinete del tiempo
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El repicar de las campanas dio el anuncio esperado: teníamos
que irnos del pueblo. Antes habían venido unos señores a
explicarnos lo que debíamos hacer. ¡Nos hicieron sentir
importantes! Camiones, camionetas, helicópteros, cámaras
de televisión… De pronto, todo pasó por este pueblo dejado
de la mano de Dios. ¡Hasta vino el presidente! Repartieron
unos cuadritos que de un lado decían por quién votar y por el
otro qué hacer si el volcán tronaba. Dijeron que, aunque Don
Goyo no escupiera piedras calientes, respirar cenizas podía
hacernos daño. Insistían en que tuviéramos calma, que
íbamos a recibir ayuda a tiempo y que lo más probable era
que no pasara de las fumarolas y las cenizas.
La otra vez, hace como tres o cuatro años, sucedió lo
mismo. Don Goyo comenzó a rugir muy fuerte, sacudió la
tierra y luego se quedó silbando como camotero, un silbidito
suave que se te metía en el cerebro mientras él fumaba y
escupía. Ya noche llegaron los soldados, nos gritaban que era
alerta roja y echaron a volar las campanas de la iglesia.
Salimos bien espantados, más por el escándalo que por el
enojo del volcán. Nos llevaron a unos albergues y ahí nos
metieron todos apretujados. ¿Para qué? Para nada. Luego,
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cuando regresamos a nuestra casa, todo estaba igual, nomás
bien empolvado. Lo que sí es que se nos perdieron un montón
de cosas: la tele que había traído Juana, mi hermana que
trabajaba en una casa de Puebla, desapareció; mi mamá no
pudo hallar sus cazuelas…
Por suerte yo me había alcanzado a echar a la bolsa mi
yoyo, mi balero y mi camioncito, porque si no, de seguro
también me lo volaban. Además, ¿qué hubiera hecho en el
albergue sin mis juguetes? Allí los minutos parecían horas de
lo aburrido que estábamos. Los soldados dizque muy
amables, pero no nos permitían alejarnos, nos tenían acorra-
lados, como si fuéramos animales. Y luego esa comida tan
rara que nos daban. Como el hambre me hacía chillar las
tripas, pues ni modo, me la tragaba, pero en nada se parecía
a los frijolitos con chile y a los nopales con pápalo-quelite que
cocinaba mamá. Siquiera Pancho también llevaba sus canicas
y con eso nos entretuvimos mucho.
Desde esa vez todo anduvo tranquilo y como que se nos
fue olvidando que habitamos un monte con alma. Claro que
hay otros que sí lo saben y le achacan todas sus desgracias a
Don Goyo. Como la Juana, que no ha vuelto desde entonces,
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dijo que nunca más pisaría estas tierras. Se fue para la capital
porque acá le salen ronchas en la cara. La comadre de mamá
jura que por culpa del volcán le dio la diabetes, a ella y a su
hermana Chole. ¡Ni quién les haga caso!
Y ahora, de repente, sonó un tronido como de paloma de
veinte pesos, de esas que venden los coheteros a escondidas.
El estruendo nos dejó helados y allí comenzó todo este
revuelo que les cuento, los soldados, los paramédicos, los
periodistas y al final la alerta roja... Otra vez a evacuar rumbo
a los albergues.
Pero esta vez yo no me voy —pensé bien decidido—, mejor
me escondo. Así que me largué, según a avisar a los vecinos,
y me metí más arriba del cerro, allá donde hay una cuevita
que yo creo que es el oído de Don Goyo o, como dice la
maestra, de Popocatépetl, que según es su nombre correcto.
Dije, yo voy a hablar con él, para explicarle. Todas las
advertencias que nos dieron me importaron poco y caminé
muy seguro por la vereda que conduce al bosque. No me
asustó nada, ni el silbido, ni los temblores, ni el olor a azufre
que cada vez era más fuerte. Solo a mí podía escucharme este
cerro, sólo a mí que lo quiero más que a la gente.
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Por un momento imaginé que mi mamá me iba a andar
buscando, pero luego pensé que ni tanto, porque como había
muchos escuincles, ella seguro supondría que me había
retrasado con mis amigos, como siempre me pasaba, y que
llegaría enseguida al albergue.
Entré en la cueva tapándome con la camisa la nariz y la
boca. Eso según cuela el aire. Ya dentro de la cueva sí tuve
miedo: tronaba bien recio y todo se zangoloteaba. Pero
aunque ya me andaba arrepintiendo ni podía regresar porque
el camino se me cerró con unos troncos y piedras. Ni qué
hacerle, más que hablarle al volcán:
—Don Goyo, ¿qué tienes? ¿Por qué tanto escándalo? —lo
reté armado de valor—. ¿No ves que espantas a la gente?
¿Quieres que nos arreen de nuevo como reses y nos
encierren en esos albergues? ¡Es bien feo! Y dicen que te
puedes poner peor y dejarnos sin casa. ¿Qué te hemos
hecho?
Entonces todo a mi alrededor comenzó a rugir más fuerte.
Me tiré al suelo por el pavor y quedé abrazando la tierra. El
ruido empezó a bajar y en medio de sus bramidos fui
reconociendo lamentos y quejas, pero no distinguía palabras.
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¿Sería cierto lo que sermoneaba el padre Juan del castigo
por los pecados? ¿O lo que decía la comadre Lupe de que
según es un aviso para las jóvenes de ahora, que son locas y
fodongas? Ahí metido en la cueva yo nomás esperaba que no
tuviera razón el doctor Sánchez, que juraba que sus libros
dicen que así empieza el fin del mundo.
—¿Es por tu Volcana? Dime, ¿es que te molesta que no
quiere despertar, Don Goyo?
La maestra nos amenaza con la ira del Popocatépetl. Dice
que si seguimos acabando con la ecología él se pondrá más
enojado porque lo estamos desnudando de sus bosques,
porque contaminamos sus manantiales. Yo creo que sí ha de
ser eso.
—¡Pobre Don Gregorio! —le dije entonces—. Tienes
razón, pero no nos eches de aquí. Te prometo que yo lucharé
por ti, por toda la Naturaleza. No nos aplastes y cuando yo
salga de aquí voy a convencer a mis cuates. Yo sé que soy
chico, pero ya he de crecer, tan solo te pido un poco más de
paciencia, al cabo ya aguantaste un chorro de años...

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Yo no sé si nos entendimos, pero cuando acabé de hablar
él comenzó a calmarse. Yo, con el cansancio y el hambre, me
quedé dormido.
Desperté rodeado de voces: “¡Aquí hay un niño! A ver si
está en la lista”, gritaban. Me llevaron a una clínica para
revisar si estaba intoxicado. Mi mamá lloraba de emoción.
Luego supe que habían pasado días y que ya hasta me
contaban entre los muertos.
—Estoy bien —les decía—, Don Gregorio no me iba a hacer
daño: es mi amigo. Me metí a su cueva para hablar con él y
estábamos haciendo un trato…

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Cuentos para leer en casa
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La polilla
Héctor Sommaruga
del libro Grises -relatos para el insomnio-
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Un aleteo persistente y molesto repiqueteaba una y otra vez
en la esquina de las paredes del cuarto, justo a la altura de la
cabecera de la cama. Cada día, apenas los primeros rayos de
sol iluminaban tenuemente el cuarto traspasando las
cortinas, el aleteo comenzaba con frenesí.
“Luego lo atiendo”, pensaba el hombre, y se tapaba la
cabeza con la almohada. Medio dormido, cada mañana la
historia fue idéntica, y tras levantarse, cada día olvidó revisar
bajo la cama y entre los muebles apoyados en la pared.
“Tiene que ser una polilla enorme”, pensó taciturno una
mañana mientras tomaba el café, una semana después de
que el golpeteo incesante matutino apareciera.
Con lentitud, tras dejar la taza sucia en el lavadero, se
dirigió al cuarto decidido a revisar cada rincón en busca de la
molesta polilla. Corrió la cama hacia la otra pared, la mesa de
luz fue arrastrada más al centro. Se agachó para escuchar
atentamente en cada una de las paredes. Silencio. Revisó la
construcción impecable de la mesa de luz esperando
encontrar un agujero o maderas lo suficientemente
separadas como para dar cabida a una polilla. Nada. Sacó la
ropa de cama y la llevó a la sala. Con esfuerzo levantó el
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colchón, lo revisó, estaba casi nuevo. Fue arrastrándolo hasta
la sala. Quedaba la base de la cama. La colocó vertical,
apoyada contra el clóset, revisó con cuidado cada madera y
las patas. Imposible. Cansado, permaneció de pie un
momento en el centro del cuarto. Escuchó con atención, sin
captar ningún sonido que no fuera el tránsito y las voces que
venían desde la calle.
Taciturno, regresó a la sala. No podía ser, ¿cómo es que la
polilla revoloteara como si chocara entre las paredes cada
mañana y luego desaparecía? ¿Acaso se cansaría del esfuerzo
por no encontrar escape alguno? Volvió a la cocina para
meter al microondas otra taza de café y esperó sin sacar la
mente del asunto. Recogió la taza caliente del horno y fue
sorbiendo el café muy despacio camino a la sala. Tomó
asiento en el sofá mirando con fastidio el desorden. Dejó la
taza sobre la mesa y regresó al trabajo de cargar el colchón
hasta el cuarto. Lo apoyó en la puerta y se dio cuenta que no
podría ponerlo en su lugar sin antes ordenar la mesa de luz y
la cama en sus respectivos sitios. Lo hizo. Volvió por el colchón
y lo colocó sobre su base. Poco a poco, sin dejar de pensar en
el asunto, tendió la cama. Al terminar, volvió a revisar con la
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mirada cada rincón del cuarto. Mañana escucharía con
atención el aleteo de la polilla hasta encontrarla. Vio la hora,
se hacía tarde para llegar al trabajo. Aceleró sus movimientos
para ir al baño a tomar una ducha y salir.
El día fue rutinario. Regresó al departamento por la noche,
como siempre. Prendió la televisión y vio películas hasta
pasada la medianoche, según su costumbre.
Temprano, poco después del amanecer, el ruido
persistente comenzó a la altura de su cabeza. Se sentó en la
cama, como impulsado por un resorte. Escuchó con atención.
Sí, ahí estaba otra vez la polilla. Se paró y empujó la cama
hacia el centro del cuarto de un jalón. Impaciente, regresó al
rincón de la cabecera, se agachó para oír cada palmo de la
pared. Nada. Sus movimientos rápidos y gatunos recorrieron
con impaciencia el lugar. Ni un ruido. Cansado y frustrado,
apoyó la espalda contra una de las paredes y así permaneció
un rato, sentado, mirando a la nada del techo. El sol parecía
ascender más rápido que de costumbre. Finalmente, abatido
por la frustración, se levantó para volver a acomodar todo en
su lugar antes de salir para prepararse un café. Se bañó y
vistió, aún era temprano para salir al trabajo.
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¿Y si el ruido viene del techo? Salió presuroso del
departamento escaleras arriba. Recorrió el techo sin suerte.
Se asomó inclinado hacia el vacío para ver las paredes de la
esquina del cuarto. El viento golpeó su cara, refrescó sus
sentidos. Permaneció unos minutos mirando la pared del
edificio que caía vertical y plana hasta la calle, sin ningún
resquicio por el que pudiera penetrar ni una hormiga.
Desconsolado, regresó a su departamento para tomar otro
café antes de irse a trabajar.
La noche siguiente se acostó con más cansancio del
normal. Pronto se durmió sin pensar en otra cosa que la
polilla. Al amanecer, entre sueños, escuchó una y otra vez el
aleteo del insecto. No logró despertar por completo ni dormir
bien, los sonidos taladraron sus sentidos. Se concentró en la
búsqueda precisa del ruido sin mover un solo músculo de su
cuerpo. Poco a poco fue abriendo más los ojos, la mente más
clara para escuchar. Ahí estaba, sí, tenía que ser una polilla,
¿pero dónde? No podía ser en otra parte que dentro de la
pared que da a la cabecera de la cama. ¿Qué hacer?
¡Claro, puede ser del departamento de abajo! Se levantó
con entusiasmo por la nueva hipótesis. Era más temprano
37
que nunca. Se bañó rápido, tomó un café. Al ir hacia la puerta,
pensó que era demasiado temprano para ir a molestar a los
vecinos. ¿Ya se habrán levantado? Volvió sobre sus pasos.
Salió al lavadero del fondo para escuchar si había ruido de
gente. Sí, parece que están levantados. Acelerando el paso
salió, bajó las escaleras y tocó el timbre. Despeinado, con cara
de sueño, salió el vecino. Tras el saludo de rigor, intentó
explicarle el ruido de la polilla. El hombre, apoyado
pesadamente sobre el pestillo de su puerta, lo miraba
extrañado y confuso. ¿Quiere pasar a revisar usted? Le dijo
sin cambiar el semblante de estupefacción. Él titubeó, y el
vecino le explicó que ya no había nadie porque la señora salió
a llevar a los niños a la escuela. Se sonrojó un poco, pero
asintió pasar. Recorrió con la mirada el techo de la sala. El
vecino lo hizo pasar a un cuarto desordenado donde había
una litera, ahí dormían los niños. Su vista se concentró en el
rincón del techo que daba a la cabecera de su cama. Lo revisó
palmo a palmo. Limpio, bien pintado, plano… nada. Pidió
disculpas y balbuceó algo sobre el clima. El vecino lo
acompañó hasta la puerta, le dio la mano y lo despidió
contrariado. Al regresar, fue directo al cuarto para escuchar.
38
Silencio absoluto. Vio la hora, aunque era temprano para salir
al trabajo, fastidiado decidió irse sin acomodar nada.
Por la noche se sintió más cansado que nunca. Apenas se
preparó un sándwich y decidió acostarse sin ver la televisión
y con la cama destendida, como la había dejado. Al intentar
conciliar el sueño, apareció en su mente el molesto aleteo.
Estaba impreso en su memoria y repiqueteaba constante en
la cabeza. Pasó mucho rato antes que lograra dormir.
Otro amanecer con la polilla. Golpeaba una y otra vez la
pared, o lo que fuera. No había forma de dormir un rato más,
menos tenía caso seguir buscando. Al refregarse los ojos con
las manos el aleteo cesó. “Sí, claro, ya oíste que me muevo,
maldita”. Pensó con furia. ¿Qué hacer? Aventó las almohadas
y observó por enésima vez las dos paredes de la esquina. Se
levantó de un salto, salió del cuarto poniéndose un suéter y el
viejo pants que usaba los domingos para salir al ejercicio en el
parque. Fue directo a las herramientas, agarró un martillo y
un viejo y oxidado cincel. Regresó al cuarto resuelto a
escarbar en la pared hasta encontrar el hueco donde estaba
la polilla. Corrió la cama hasta la otra pared, lo mismo la mesa
de luz. Volvió al rincón, se agachó y comenzó a golpear con
39
fuerza. Los escombros empezaron a caer, el polvo lo hizo
estornudar. Corrió la cortina y abrió la ventana de par en par.
El fresco aire matutino penetró a la habitación. Continuó
golpeando. Estaba bastante dura, era de tabiques, no podían
estar huecos. Imposible. Comenzó en otra parte. En la
esquina se topó con hormigón: una columna. Sólo pudo sacar
el revestimiento y dejó. Se corrió un poco más al costado, en
la pared que daba a la mesa de luz. Sin precisión, pero con
fuerza, continuó hasta romper varios ladrillos. Un rombo
imperfecto se formó. Tampoco había ningún hueco. Maldita
sea. Bajó los golpes hasta el piso, pensó en la posibilidad de
que el sonido proviniera de abajo. Una franja horizontal que
abarcó las dos paredes y parte del suelo colindante no mostró
más que tabiques y cemento. Agotado, lleno de polvo,
sudando, cesó los golpes y permaneció sentado en el piso con
las herramientas a un costado. Cerró los ojos, inclinó la cabeza
hacia atrás contra la pared y pensó. La confusión fue total.
Rato después se levantó. Le dolían las piernas y los brazos.
Buscó el reloj y vio que era tarde para el trabajo. El sol ya
estaba alto. ¿Cuánto tiempo pasó? Maldiciendo a la polilla y a
sí mismo, fue al baño rápido, tomó una ducha y salió
40
corriendo. Llegó muy tarde a trabajar, le descontarían. No
tenía excusa.
Al llegar por la noche, subiendo las escaleras se topó con el
vecino, que le preguntó qué había pasado en su casa. “Nada,
unos arreglitos para acomodar una repisa”. Fue lo único que
se le ocurrió. Penetró al departamento. Todo era un desastre.
Había dejado la ventana abierta y el polvo se esparció por
todas partes. El cuarto era un desorden total, lleno de
escombros, con los muebles y ropa de cama amontonados en
la entrada.
Buscó algún calmante entre sus medicinas. Nada, sólo unas
cuantas aspirinas. Tomó dos y decidió buscar el tequila. Tomó
medio vaso de un sorbo. Llenó el vaso nuevamente y se sentó
en la sala frente al televisor apagado. En su cabeza seguía
repiqueteando el aleteo descompuesto de la polilla. Tomó
hasta la última gota del vaso y se levantó a servirse más.
Caminó hasta el cuarto, corrió un poco la cama. Fue por la
escoba a la cocina. Regresó, dejó la escoba apoyada en la
puerta y abrió el buró para sacar más aspirinas. La cabeza le
daba vueltas y el aleteo no cesaba. Tragó las aspirinas de un
golpe con el tequila que quedaba en el vaso. No había comido
41
en el trabajo, tampoco desayunó, ni siquiera su café.
Repentinamente, todo empezó a dar vueltas, un vacío físico
se mezcló con el revoloteo de la polilla. La cabeza dio infinitas
vueltas hasta caer sobre la caótica cama empolvada.
Tres días después, el vecino de abajo y el dueño del edificio
ingresaron al departamento. Polvo por todas partes, desor-
den y un leve olor nauseabundo que la brisa de la tarde atraía
desde la ventana abierta de uno de los cuartos. Tendido en la
cama boca abajo, el cuerpo del hombre yacía inerte.
Escombros y polvo cubrían el suelo, los tabiques de las
paredes del rincón destrozados, igual que el piso. Los
hombres permanecieron en silencio mirando confundidos la
escena. Por fin, el vecino atinó a desenfundar el celular para
llamar a la policía. Ahí permanecieron, en silencio y quietos
sin intercambiar palabras. Ambos miraron hacia arriba. Por
alguna extraña razón, su atención no se centró en la cama con
el cadáver, sino en una enorme mariposa nocturna posada
inmóvil y victoriosa en el techo del cuarto, justo encima de la
cabeza del muerto.

42
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44
El encanto
Gabriela Ballesteros
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45
“Apá, ¿cuándo me va a dejar ir con usted a la cueva?”, decía
Sebastián. “Pronto. Pronto”, le contestaba su padre.
Una luna llena iluminaba las calles, desde el Barrio de la
Cruz hasta el Barrio del Espíritu Santo, pasando por San
Miguel y San Mateo. Las calles estaban vacías. Solo vagaban
por ellas los teporochos del pueblo y el loco del mercado.
Sebastián espiaba a su padre, quería ir a la cueva misteriosa y
no tenía ganas de esperar más. Esa noche era víspera de la
fiesta de octubre y él sabía que su padre tendría que ir a
limpiar la Iglesia del Calvario. Sebastián conocía de memoria
los peldaños de la escalinata, los lugares donde estaban
gastados y cada sitio donde alguna vez había tropezado
cuando más chamaco.
La primera ocasión que acompañó a su padre a la entrada
de la cueva él tenía seis años. Su papá la había cubierto con
unas ramas para que los curiosos no se extraviaran. A su
padre lo había llevado también su padre y así sucesivamente.
Nadie, por supuesto, sabía quién la había descubierto o si
alguien la había hecho para ahorrarse tiempo.
46
Decía su padre que era un camino especial para llegar a
Malinalco y, entre broma y broma, lo llamaba el sendero al
paraíso. Y cómo no, pensaba Sebastián, si en este cerro
nomás hay magueyes; pero según lo que su padre contaba,
en cuanto se apreciaba luz de día al otro lado del camino
subterráneo, las flores, las truchas, los manantiales y la
pomarrosa llenaban al caminante con sus aromas. El calor se
dejaba sentir suavecito, como guardado en medio de un
regazo de montañas. El camino era tan bueno que a pie se
hacían diez horas, pero a caballo el trayecto solo duraba un
par de horas si se iba a galope. Además, esta vereda
subterránea no solo ahorraba tiempo a los perezosos que no
deseaban hacer el viaje en carro, sino que tenía la virtud de
acabar muy cerca de la plaza, lo que facilitaba la compra de la
fruta y el cabellito.
Sebastián había cenado y se había puesto su ropa de
dormir, pero en cuanto oyó quieta la casa se vistió con
cuidado y esperó. Su mamá terminó de asear la cocina y de
preparar el itacate. Eso ya lo sabía Sebastián, cada año le
mandaba lo mismo: manzanas, peras, agua y un huacal de
pollo. La verdad no tenía idea de porqué eran esas frutas y esa
47
carne en particular, pero su padre colocaba todo en un
morralito y se dirigía al Calvario a lomo de Segundo, su
caballo.
Cuando lo compraron ya estaba viejo para ser caballo.
Tenía cinco años y había jalado yuntas y arados, también
jalaba de esas carretas que todos los lunes llevan y traen de
San Miguel y Coaxustenco a las personas para el tianguis.
Sebastián propuso el nombre de Segundo, pues era el se-
gundo caballo que habían comprado ese año. El otro se había
muerto por comer una hierba y, como no había nadie en casa,
el cólico lo mató.
Segundo siempre resoplaba cuando le ponían la monta. Así
que Sebastián se puso muy alerta para oírlo, y pensó que si
no oía cuando le pusieran la silla, seguro sí oiría sus pasos
sobre el adoquín. No tenía miedo de no aguantarle el paso,
pues sabía que su papá lo llevaría en medio del pueblo
silenciosamente para no espantar a las personas y para no
toparse con la carreta del cementero, que todos los días,
invisible a la vista de los despiertos, atravesaba en la calle de
Hidalgo recogiendo a los dormidos.

48
La señal llegó, entonces Sebastián saltó por su ventana y
cortó por la calle de Moctezuma. Le daba miedo pasar atrás
de la Iglesia de San Juan; dicen que ahí se aparecen cosas feas,
pero igual pasó. Luego, para atajar más, subió por Aquiles
Serdán y se metió por un agujero que hay debajo de la malla
que separa el cerro del Calvario de la preparatoria. Seguro lo
habían hecho los alumnos, ¿quién más? Sabía también dónde
estaban los magueyes y los árboles, los socavones y las
hendiduras. También conocía una escalinata oculta que
llevaba a Guerrero.
Segundo era un buen caballo, pero ya era lento. Sebastián
llegó antes y se ocultó tras unos matorrales. Ahí venía al pasito
Segundo con el padre de Sebastián a lomo. Lo dejó entrar y
se agazapó más pensando que sería feo que se le apareciera
ahí el chamuco, aunque fuera en forma de gallina o de chivo.
Cuando oyó lejos los cascos de Segundo se metió a la cueva y
encendió una linterna de mano.
Sebastián se quedó pasmado ante las bellezas que vio al
avanzar unos cuantos metros. La cueva, que apenas permitía
el paso del caballo con su jinete encaramado, se ensanchaba
y enaltecía a cada tramo. Las paredes de tierra iban dejando
49
paso a un musgo muy finito y verde y luego empeza-ron a
aparecer flores de extravagantes colores en el techo, en las
paredes, en el suelo. Había bóvedas que se extendían hasta
donde daba la vista de la lámpara sorda y en ellas corrían
animales: teporingos, cuyos, gallinitas y venados.
En una de esas bóvedas Sebastián se encontró con un
pequeño montículo de tierra y vio, con sus cabellos trigueños,
a la Tlanchana encaramada, cepillándose el cabello. Se acercó
y ella no lo volteó a ver siquiera. Tarareaba una canción y
estaba de espaldas a Sebastián. La verdad él sentía miedo de
que no fuera la Tlanchana y resultara ser la Mujer con cola de
serpiente, pues decían que esa mujer era mala si uno la
miraba a los ojos. Pero también le daba miedo que fuera la
Tlanchana. ¿Quién le garantizaba que no era una mujer
espantosa o una mujer con colmillos que bebía la sangre de
los humanos? Ella no volteó nunca, pero sí le habló: “Se te
está haciendo tarde, muchacho, tienes que seguir”, le dijo.
Pero él no podía moverse.
Al fondo había una cascada que formaba una laguna y
luego se iba haciendo riachuelos. Nueve, contó Sebastián,
que se iban para todas direcciones. Unos incluso iban hacia
50
lugares donde uno pensaría que es imposible que el agua
corra. Tal vez eran los nueve ríos subterráneos que alimenta-
ban el Valle de Toluca o tal vez eran las nueve aguas de las
que hablaban los extranjeros que vinieron a estudiar estas
tierras. Sebastián tenía ganas de meterse al agua. Había
perdido ya toda proporción del tiempo, la lámpara ya no
iluminaba nada en comparación con las luces multicolores
que flotaban alrededor del remanso de la cascada. Sebastián
se quitó los zapatos, el pantalón y la camisa y nadó.
La felicidad que sentía era tal que no se dio cuenta que
comenzaron a llegar más personas. Algunas eran ancianas,
otras jóvenes. Hombres, mujeres, niños y niñas se acercaron
al lugar formando grupos en los que compartían frutas de los
árboles que ahí crecían. Sebastián tardó en darse cuenta y
cuando los vio levantó la mano para saludarlos. Todos le
devolvían el saludo con cortesía y amabilidad y lo invitaban a
salir para que compartiera con ellos la comida.
Sebastián salió del agua y una niña le llevó una manta. Se
vistió y se sentó con una familia. Todos eran de Metepec,
según le platicaron, y llevaban ahí un rato. Una vieja reía y
contaba cuentos de los Plateados. Él sabía de esa leyenda.
51
Otro señor platicaba de cuando sembraron el Ahuehuete y
contó cómo él había ayudado a hacerle la barda que lo rodea.
Eso sí le llamó la atención a Sebastián. “¿Qué edad tenía
entonces, señor?”, preguntó. “Pues la que tengo ahora,
muchacho, si apenas fue hace unas cuantas horas cuando lo
sembramos, ¿qué no fuiste?”
Sebastián se sobresaltó un poco. Se despidió de todos con
algo de prisa y entonces notó que nadie ahí vestía como en su
época. Algunos sí, pero otros estaban ataviados con vestidos
que parecían de hace años y, sin embargo, se veían jóvenes.
Se fue alejando de la multitud y trató de regresar a donde la
Tlanchana, pero en su lugar había un pozo muy profundo.
Buscó la bóveda de los animales, las flores, el musgo finito y
verde, pero cada vez que pensaba que estaba a punto de
hallar la entrada de la cueva, se encontraba en otro paisaje
fabuloso.
El padre de Sebastián, que había tomado el camino a lomo
de Segundo, llegó a Malinalco de madrugada y compró las
frutas y el cabellito. Regresó por el mismo lugar sin saber que
su hijo estaba ahí perdido en medio de las galerías de la cueva

52
del cerro del Calvario. Adornó la Iglesia y esperó a que llegara
su esposa con su hijo.
La mujer llegó llorando. A Sebastián lo siguen esperando,
tal vez algún día, algún año posterior, el encanto lo deje libre.

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54
Historia de raíces
Eduardo Osorio
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55
Para René Santín V.

Fueron niños quienes lo trajeron rodando.


Habían desafiado a sus padres por la ruta prohibida de las
nieves cuando hallaron aquel enigma en las montañas. Ha-
bían retado las bajas temperaturas, la ventisca y el riesgo de
más tormentas para llegar hasta el objeto resplandeciente
sólo con el instinto lúdico por guía.
—¡La pelota! —gritaban tras aquella bola marfilina.
Los adultos que vieron a la docena de pequeñines descal-
zos correr tras una bola blanca y reluciente, se creyeron
víctimas de aquellas alucinaciones que causa el frío, un mal de
montaña recurrente durante los inviernos inmisericordes en
las faldas del volcán.
Raíces se hallaba aislado del mundo desde hacía varias
semanas y la escasez de alimento causaba estragos entre sus
habitantes. Padecían fiebres y dolores, muerte repentina en
infantes y agonía sin fin en huesos viejos. La imagen del
pueblo en nada coincidía con las promociones turísticas: el
Xinantécatl como paraíso nivoso, el Señor Desnudo y su

56
comunidad feliz, el Señor del Nueve como riqueza de
emoción y aventura.
La región padecía un ciclo de espanto. Primero fueron las
deshidrataciones y los incendios forestales con la sequía;
después, aquella revuelta campesina por la inseguridad y
violencia que de refilón había sacudido a Raíces. Luego fueron
los ventarrones de otoño, implacables como nunca, y ahora
la nieve tan alta.
Los pueblos aledaños a Zinacantepec eran centro de
atención nacional por sus desastres consecutivos y su gente
se contemplaba a sí como castigada por alguna ira extrate-
rrena. Cada comunidad luchaba por sobrevivir al encierro y
carecían de compasión hacia los pueblos vecinos. La pérdida
de solidaridad entre ellos significaba el verdadero cataclismo.
Para Raíces, por una tradición de olvido hacia el caserío, no
hubo auxilio suficiente en la tragedia.
Once o trece días antes sobrevolaron por la zona dos
helicópteros: desde el verde olivo, los soldados arrojaron
cajas con alimentos, algunas medicinas y decenas de cobijas;
el amarillo canario, con camarógrafos de televisión, registró
las escenas humanitarias que conmovieron al mundo por el
57
ingenio oficial para ayudar a los miserables. Comentaristas y
boletines burocráticos destacaban las dificultades, por tan
accidentada orografía, para acceder a las casuchas dispersas
entre los terrenos escarpados del volcán. Raíces se moría de
frío, congelado y sin posibilidades de que sus habitantes
escaparan del gélido infierno. Paradoja mortal: acostumbra-
dos a las nevadas anuales, los lugareños no sabían caminar
sobre aquel manto níveo, no podían zafarse de su mortal
abrazo; su actitud era de resistencia. Supervivir, nada más,
como estrategia.
La pelota que algunos creyeron de hielo compacto, así,
llegó a la plazoleta del lugar.
Paso a paso, hombres y mujeres, niños, ancianos y beatas
se reunieron en torno al extraño objeto. Abundaban las pre-
guntas sin respuesta. Las viejas interrogaban a quienes
trajeron rodando esa bola desde la montaña, pero nada más
encontraron sonrisas ambiguas como contestación.
—Un huevo.
Sí: un huevo, sugirió el tendero del lugar, ahora más en
bancarrota que de costumbre.

58
“El huevo, el huevo”, musitaban los campesinos y materia-
lizaban en aquella bola de marfil imágenes que construían en
sus mentes para entender su absurdo rural frente a la capital
cercana: tan linda, iluminada y blanca, tan magnífica y
redonda, pero tan indiferente a Raíces.
“Un huevo”, murmuraban santiguándose las temerosas
mujeres del culto a San José.
“El huevo”, dijo entre dientes el enteco sacristán de San
Juan de las Huertas que compartía aquel recogimiento de
modo involuntario, abandonado por el sacerdote de la zona
tras una visita casual, la víspera de la primera tormenta de
nieve y que ahora, lejos de su bondadoso patroncito, malde-
cía por esa oportunidad sin provecho, sin modo de inventar
un mito milagrero que le redituara ganancias.
“El huevo, el huevo”, mascullaba en su meditación don Ata.
—La pelota, nuestra pelota —gritaban con felicidad los
niños del hambre.
Don Atanasio Clemente meditaba pese al barullo. Para el
más viejo de la comunidad, cada hecho acontecía no por
designio inescrutable del Señor o por interés espontáneo de
los políticos, funcionarios de ayuntamiento, delegados
59
municipales o agentes de la Legislatura. No, señor: sequía,
revuelta, ventarrones y tormentas heladas ocurrían por una
relación exacta; incomprensible para él, pero evidente.
Tampoco el huevo había llegado nomás porque sí, asegu-
raba entre dientes don Ata, a quien la conseja popular le
atribuía el haber nacido con la revolución. Dos noches antes
de que apareciera el misterioso objeto, recordaba, hubo un
viento intensísimo y repentino, después una calma y ense-
guida un desgarrador sonido que hizo estremecer las
campanas y se escuchó hasta Zinacantepec. Tras el ruido
aquel, “como de gallina culeca en su momento”, decía don
Ata al maestro Cándido, la ventolera se repitió de pronto con
más furia y volaron los techos de las casas más allá de
Cacalomacán.
Ranulfo, el mayordomo decano de las fiestas patronales,
en un locutorio de la iglesia de La Virgen del Rayo a
medianoche, confesaría que le aterraron aquellos signos del
fin del mundo. Ante un cura dormido, pediría severa peniten-
cia porque creyó haber visto esa noche cómo las nubes se
ennegrecían y tomaban forma de murciélago hambriento, de
dios antiguo y sanguinario.
60
El maestro Cándido, obligado a enfrentar con inteligencia
cada suceso para preservar su jerarquía intelectual frente a
los suyos, fue directo hacia la pelota.
Aún persistían en sus actitudes resabios de cierta fascina-
ción estudiantil, años de normalismo que se comprometía a
los sacrificios, que lo impulsaron a convivir con campesinos
para ilustrarlos. Tenía por imperativo conocer el origen de las
fábulas y, con decisión, fue hacia el huevo. Sin embargo, en la
lentitud de su paso, ahora reflejaba el desencanto de un
profesor aislado en la miseria, derrotado por costumbres y
fanatismos, dudando de la propia capacidad para educar
niños.
—No se puede preguntar al alumno cuántos son dos
granos de maíz más dos granos de maíz cuando no hay
alimento en la barriga —decía con frecuencia ante los
inspectores de Educación, ante los miembros del cabildo,
ante los periodistas de ínfulas sociológicas.
El profesor fue hacia el objeto maravilloso y su fe,
entonces, se conmovió para siempre. Como una brevísima
iluminación de primavera en aquel infierno congelado.
El viento gélido, heraldo de la tormenta, silbó desde el sur.
61
Doña Luz, esposa del delegado, por su curiosidad de
famélica apostasía, sin notarlo comenzó el desenlace.
Mujer acostumbrada a parir cada año; joven aún pero un
tanto marchita, fue a distraer sus miedos contemplando la
extrañísima cosa que, algunos ya decían, era de plata. Aunque
se trataba de no evidenciar la pena propia, compartía la
desolación de sus paisanos pues identificaba el hambre y el
dolor de mirar a niños muriéndose de sed y tosiendo esputo
carmín en las noches invernales.
Durante varios minutos permaneció en silencio frente a la
bola de marfil, observando y cuestionando, dejando al vuelo
su imaginación febril, vestigio último de juventud.
María de la Luz de San José Jimena Salcido de Martínez se
mantuvo quieta a tres metros del objeto, del huevo marfilino,
de la bola de plata, de la pelota que los niños defendían como
su propiedad pese al coscorrón incesante de los padres.
Comprobó que, en efecto, tenía forma de huevo; de huevo
de paloma: casi redondo, pero cien, doscientas, mil veces más
grande. En su interior, calculó, podían caber tres niños de tres
años cada uno. Se veía compacto y había resistido los
empujones de trece pequeños que lo trajeron, cuesta abajo,
62
entre rocas y árboles secos, a través de la nieve congelada,
desde algún punto en medio de la montaña.
Había algo peculiar en su consistencia que la hizo
preguntarse de qué material se componía.
—¿Qué es?
La mente enfebrecida de doña Luz empezó a patinar
alrededor de aquella idea, de esa forma inexacta que
fascinaba a cada uno de los habitantes de Raíces. El fúlgido
portento congregaba a los hombres dispersos de la comuni-
dad y, por su misterio, venían a verlo en franco desafío al
temporal renovador de los pozos profundos.
Descubrían con azoro el milagro y ello justificaba todo
sacrificio. Algunos se comprendían entonces, bajo un resplan-
dor sutil e inexplicable, como esencia del motor divino; como
parte fundamental del orden cósmico; como vidas útiles,
aunque ciegas, frente a un destino superior.
Desde un principio, el delegado Pedro Martínez adoptó
una prudente distancia ante el fenómeno.
Estudiaba los movimientos del gentío desde la única oficina
pública, un cubo de tres por tres, con una plancha de
hormigón en el exterior donde se efectuaban lo mismo
63
vacunaciones masivas que reuniones ejidales, recaudación de
alcabalas, funciones esporádicas de teatro con voluntarios de
la universidad pública, pláticas sobre planificación familiar,
mítines electorales con candidatos que traían despensas,
cementos y bicicletas, desayunos al aire libre con diputados,
instalación de urnas para la votación de gobernador y otras
exigencias de la vida comunitaria.
Adefesio sobre adefesio, la arquitectura del conjunto se
había construido por añadido de accesorias. Un edificio
ostentaba, fuera de un cubículo estrecho, el letrero de
escuela primaria (primero y segundo años), teniendo como
cuarto contiguo la cárcel delegacional. También allí se ubicaba
la bodega comunal y había un escritorio sobre el cual nunca
se escribía, una silla de madera barnizada cada cuatro o cinco
años desde hacía varias décadas y un librero donde
reposaban varios cuadernos de alfabetización, ajados por
dedos encallecidos de ejidatarios voluntariosos pero, por
razones de estómago, negados para el abecé.
Aquella era la oficina delegacional y desde allí Martínez
contemplaba cuanto sucedía ahora en la plazoleta, alrededor
del huevo de los embelesos. Martínez, con su cuarto grado
64
educativo representaba, junto con el maestro rural Cándido,
un tipo diferente en aquel pequeño reino del Señor.
—Habrá que traerlo aquí, esconderlo; cuidarlo, alejarlo de
la gente que pueda dañarlo, Pedro.
Sin embargo, el delegado Martínez no comprendió
aquellas palabras de Cándido. Después de todo, para él, era
sólo una pelota rara.
—Por lo mismo, Pedro; precisamente por lo mismo.
¿Todavía no sabes qué es?
Martínez parpadeó con cierta turbación. Hasta ahora
descubría que, como gobernante del lugar no le importaban
los materiales sagrados de la gente, sino tan sólo la gente en
sí, sus movimientos, sus temores, sus posibles levanta-
mientos, sus protestas, sus bromas contra la autoridad, las
repercusiones de sus movimientos sobre un buen gobierno,
las implicaciones que pudieran ocasionar la gente con su
rebeldía silenciosa ante las autoridades del ayuntamiento, de
la superioridad, de los jefes de allá, del mundo de la ciudad.
Sólo le importaba observar para conocer y controlar.
—No; no sé qué es —musitó para sí, deseando no haber
respondido al profesor, descubriendo que le preocupaba la
65
gente, no los objetos aglutinantes de la gente y, como una
imagen rápida y vaga, vino a su mente cierto reproche de su
madre:
—Desde que eres delegado, te has hecho ateo, no tienes
miedo de Dios, Pedro.
El frío de un deshielo comenzaba abajo y subía a Raíces
amedrentando a las ancianas.
—Y, ¿qué es… eso? —interrogó con miedo, retornando a
su origen, al sentir las cosas del pueblo como propias.
—Es una reliquia, Pedro —contestó Cándido triunfante y
sonriente al recobrar su papel de personaje inteligente y
sensible en un pueblo inculto y casi bárbaro.
—¿Reliquia? —y el timbre de su interrogante denotaba
asombro.
Martínez siempre había visto en Cándido a un ateo
verdadero, a un ser extraño que no profesaba constante-
mente su fe y, por pensar, parecía enemigo de toda
autoridad. Sin embargo, ahora percibía al profesor como un
hombre sorprendente, un ser inesperado, afecto a milagros y
al culto de las cosas mundanas.

66
—Sí; una reliquia de la naturaleza, una joya científica,
Pedro.
Cándido pronunciaba con insistencia el nombre de pila del
delegado como táctica para personalizar una relación, intimar
para intimidar, persiguiendo un interés personal, sin
preocuparse nunca por ir más allá en el pensamiento de
Martínez. Como cuando jugaban brisca con cartas resobadas
durante horas, en silencio para no revelar su táctica. “Debe-
mos cuidarla para evitar que tu gente dañe ese huevo
maravilloso”, remató su intención frente al delegado y éste
sintió nuevamente temor ante Dios y sus hombres; ante la
autoridad lejana y sus hombres, agentes políticos que sabían
aprovechar cualquier pretexto para causar líos.
“Desde que te hicieron delegado ya no tienes miedo de
Dios, Pedro”, volvió la reprensión de su madre muerta, in-
sistente en pesadillas y ensoñaciones durante aquel invierno
de prodigios y temores.
Apenas transcurridas un par de horas desde que los niños
descendieron con su pelota, el río de murmurios anegaba ya
los ojos de espanto y los ojos de esperanza.

67
Durante la víspera, un ralo cortejo desde Raíces había
sepultado a los gemelos de Chonita en el cementerio, a pesar
del deshielo incipiente y bajo el desencanto: el parto de los
gemelos, dos días después de la última ventisca de otoño, se
había recibido como una presencia divina en el poblado,
como un bálsamo de gracia, como alianza nueva y el
nacimiento doble trajo esperanza, renovó la fe y hubo más
creyentes y caritativos.
Ahora, con el invierno, desesperanzados y ciegos, habían
acudido a enterrar a los gemelos, a los niños José Pío y María
Consuelo.
Había por ello un ambiente propicio para no pensar, para
no creer ni inventar falsas y nuevas esperanzas.
Sólo el sacristán de San Juan de las Huertas pensaba sobre
cómo mostrar aquello como un milagro que, bien
manipulado, le aportara pingües dividendos. Sin embargo,
seminarista de oídas, la carga de su código de iniciación como
intérprete de los designios, le pesaba en forma de temor al
yerro, a fomentar un culto erróneo hacía aquel objeto que
también pudiera ser una puerta por abrirse hacia la conde-
nación. Asumía como un deber el papel de atalaya que
68
siempre se adjudicaba frente a los crédulos ahora para
explicar ante sí mismo aquella prisión accidental en un pueblo
de fantasmas hambrientos.
Ahora comprendía, ante la presencia de la pelota de marfil,
por qué el cielo negreó en el preciso instante en que
regresaba el cortejo fúnebre por los gemelos, con una carga
de pesadumbre y con más hambre a la plaza.
Doña Luz no vio cuando llegaron Cándido y Pedro. La
mayoría de Raíces estaba reunida en torno del huevo aquel,
marfilino y fascinante, del juguete redondo que los adultos
arrebataron a sus hijos.
Con cierta solemnidad porque, sin convocatoria ni nadie
decirlo, ya estaban constituidos en asamblea deliberante.
Cándido, dentro de un plan establecido para salir de Raíces
con gloria y premio de profesor con lecturas, fingió humildad
al instalarse junto al delegado.
Permitió que Martínez expusiera razones y argumentos
ante a su gente, que convenciera y enfrentara, que en su
recurso de amenazas sutiles provocara sin querer la molestia
de hombres y mujeres, situación que Cándido había calculado

69
desde un principio, sopesando frases, jugando con las
posibilidades de la situación.
Cuando supuso el momento conveniente, el viejo
normalista intervino. Con aire conciliatorio, aprovechó su
influencia como profesor de muchos y apoyó en principio al
delegado; masticando bien cada palabra para mostrarse
como un mediador, árbitro en una leve disputa del delgado
con las mujeres. Y concluyó su discurso alabando a Pedro por
su buen juicio: habría que cuidar el objeto.
—Es una reliquia de la naturaleza —insistió sin perca-tarse
de las repercusiones de su frase.
—Es un milagro —interpretaron y murmuraron entre sí las
comadres mientras el maestro, sin oírlas, continuaba su
disertación sintiéndose más seguro del instante.
—Reliquia de la ciencia —reiteró más adelante cuando
percibió en el silencio de la asamblea una respuesta que
obnubilado por su voz interior creía favorable.
“El Malo”, se asustó con su frase pensada, el sacristán que
ahora glosaba nuevas fantasías, convencido por las pruebas
de su destino en aquel lugar.

70
—Un huevo de extraño origen que debe ser estudiado —
agregó Cándido recordando estampas de tiranosaurios,
pterodáctilos y mamuts en libros alguna vez consultados.
“Alimento, maná”, confirmó su sospecha sin hablar, doña
Luz, obsesionada por el hambre sufrida por sus cinco
vástagos.
—Debemos protegerlo en la delegación —sentenció
poderoso, triunfante y apodíctico el profesor Cándido.
—¡No! ¡Es un milagro! Debemos llevarlo a la parroquia —
gritó enfurecida, iluminada y pura doña Aurora, tía de Pedro,
anciana virgen y cuidadora del local pequeño que hacía las
veces de templo en Raíces. Evocaba en sí la imagen dura de la
madre del señor delegado (“no tienes miedo de Dios”) y con
su argumento hizo dudar a los más dolidos.
Los hombres de letras enmudecieron y hubo otra vez
viento del sur.
—Es nuestra pelota —y Pepillo fue callado a cosco-rrones.
—¡No! —chilló el sacristán enloquecido: es un objeto del
Malo para provocarnos a… a… —y como prueba irrefutable
de su aserto, se desmayó de repente, chocando su cabeza
contra el huevo y estrellándolo un poco.
71
El golpe seco acalló la tarde.
Hubo silencio y más frío y más temor.
El desconcierto enmudeció a todos. De un lado, el sacristán
caído. Del otro, dos hombres sabios que entendían tan poco
como los demás.
De la fisura abierta en el objeto, comenzó a desparramarse
un líquido brillante. Paloma, muchacha de diecisiete años,
reina de la primavera anterior, se acercó a palpar aquello.
—¡No! —grito Cándido con furia, exigiendo con su mirada
el apoyo de Martínez.
El delegado reaccionó al grito. Para él, el maestro tam-bién
era una forma de autoridad, un icono ajado que le imponía
orden y respeto.
—Nadie toque eso —ordenó el delegado con miedo,
pánico de sí mismo al recordar que traía su calibre cuaren-
taicinco sin permiso legal; con temor de no obedecer al
representante de la ciencia; fracasar a ojos del ayuntamiento
y de aquellas leyes humanas que alguien debe preservar aun
en lugares así; con temor a la gente y a su objeto; con temor
a ese Dios que era un conjunto de castigos posibles y

72
sangrientos, revelado en esa turba hambrienta que le
acosaba.
La penumbra vespertina se cernía con lentitud en cada
ángulo pronunciado de los rostros indios y, con esas máscaras
imprevistas, se estimulaba el juego de las pasiones más
primitivas.
Una mayoría de vecinos creyó que arrodillarse ante el
objeto era la única ruta de salvación, acatamiento de los
designios celestiales y conjuro de cualquier castigo por las
culpas acumuladas. Entonces algunos hombres descubrieron
su fuerza frente al hombre solitario y aglutinador de odios que
era el delegado y supieron que era el instante para la
provocación de un enfrentamiento real, para terminar con
esa autoridad injusta que él, Pedro Martínez, ejidatario como
ellos, trabajador honrado, representaba a nombre de otros
desconocidos.
Martínez desenfundó pensando que un tiro al aire permi-
tiría recordar a todos la razón de su poderío, expresar fuerza
y obtener respeto de la multitud, sólo que su dedo índice se
acobardó al instante de jalar el gatillo y ese dedo no obedeció

73
el mandato que venía de un ser viviente, de un ser sudoroso
que temblaba de pánico ante los hombres y por temor a Dios.
La mente de Cándido se nubló y su pensamiento des-
controlado se refugió en aquella frase de un libro de antro-
pología: “El hombre tiende, por temor a lo desconocido y a la
fuerza cósmica, a creer primero en una alianza con los dioses
enemigos que a creer en dioses benignos que le protejan”.
Veía el odio, miradas de rencor y violencia en los demás, pero
en su pensamiento sólo insistía en la frase: “Creer primero en
una alianza con sus dioses enemigos”, y el esfínter vesical se
distendió.
A lo lejos, comenzó a nevar otra vez.
Pedro Martínez, hijo y nieto de campesinos, metido a
dirigente de ejidatarios, buscó consuelo en la mirada de María
de la Luz de San José Jimena Salcido de Martínez, pero nada
encontró porque la mujer había cruzado los puen-tes de
cierta fantasía, escapando sin ruido de esa situación
incomprensible y de luces irreales, para recuperar un sentido
común en el pueblo.
Doña Luz, luego de entrar y salir de la oficinita de su
marido, retornó de manera imprevista: con un martillo y un
74
cazo ocultos entre el sarape holgado. Nunca había enfrentado
a su hombre, pero sabía con anticipación la forma irreductible
de sus contestaciones cuando no aceptaba ser rebatido.
Mientras se acercaba con rapidez, pero silenciosa, al objeto
de marfil y hendido ya por un golpe de azar: la cabeza del
sacristán; ella comprendió que estaba por enfrentarse a la
autoridad. Pero sola no podría.
Entonces exclamó:
—¡Es comida! —y, descubriendo el martillo, dio tres golpes
certeros, rápidos, tres al mismo punto, que horada-ron el
marfil. Con desesperación y segura de cuanto hacía, acercó el
cazo al punto de fractura desde el cual manaba una forma
coloidal, citoplasma, clara de huevo caído desde la montaña
o lo que fuera.
— ¡Es comida! —descubrieron otras mujeres.
Pedro Martínez, honrado y trabajador, respetuoso de las
leyes y obligado a mantenerlas, levantó la pistola aterrado por
una inercia mental que le era ajena.
—No la toquen —tronó tembloroso y enfurecido, miran-
do desvanecerse reconocimientos académicos y glorias, el

75
maestro Cándido, con los pantalones humedecidos e
impotente frente a la muchedumbre enfebrecida.
—No la toquen —apoyó el delegado Martínez cortando
cartucho de su cuarentaicinco, manos titubeantes, mente
iluminada aquella tarde por Dios y sus hombres.
Doña Luz ya corría rumbo a su casucha, llevando alimento,
yendo por más recipientes.
—¡Sacrílegos! ¡Desgraciados! ¡Han caído en la trampa del
Malo y Poderoso! —gritó el sacristán al despertarse.
Las mujeres persistieron con ollas, vasos, cazuelas y copas
para obtener comida. Los niños pegaron sus bocas a cada
agujero por donde brotaba la clara de aquel huevo
prodigioso. Las ancianas no se acercaban pues su pánico a
Dios era mayor que el hambre. Algunos comenzaron a
masticar, incluso, la dura cáscara, pedazos de cáscara que
hacían olvidar los suplicios invernales por un momento.
A medida que las manos se acercaban a la yema, decenas
y decenas se abalanzaron con más fuerza.
Querían comer, llevar comida a los pequeños y a los
moribundos, golpeaban y golpeaban y no sentían golpes y
puntapiés del maestro Cándido que trataba de defender su
76
futuro, un porvenir ahora destrozado, un efímero futuro que
había imaginado de tanta gloria.
Tres ejidatarios, con rencor de analfabetos contra los
escribientes, contra los empingorotados representantes del
poder, en el instante de mayor confusión, avanzaron contra
Cándido para golpearlo. Un machete apareció de pronto para
sangrar aquel cuerpo.
El delegado, más con el instinto de una fiera armada en el
acoso, disparó al aire.
Tarde descubrió su error.
Debió disparar a muerte porque otro machete apareció a
sus espaldas entre las sombras crecientes para partirle en dos
su clavícula izquierda; otro machete más cerceno su mano
derecha y una navaja se le incrustó en la sien.
Un cuchillo se apiadó de los dolores de Cándido, el
maestro, y otro machetazo se repitió con furia sobre el pecho
de un agónico delegado…
Las sombras aceleraban su caída sobre la nieve a cada
golpe y cubrían de muerte el rostro de los victimados. Las
mujeres insistían en proveerse de comida, aprovechando
incluso la cáscara.
77
Los niños gritaban su felicidad.
Nadie veía la muerte, sino tan solo el alimento milagroso
que en la plaza se les ofrecía.
El festín duro así tres horas. Con las sombras y otra vez bajo
nieve.
Al amanecer, no había restos del milagroso objeto, de
aquel huevo que fuera reliquia de la ciencia, de la pelota
nutricia para los niños.
No había en la plaza rastro de los dos cadáveres: habían
desaparecido durante la rebatinga.
Durante una semana tampoco hubo sepelios. El invierno
persistió hasta el siguiente abril.
Las autoridades de Toluca nunca se enteraron de los
acontecimientos y Doña Luz, María de la Luz de San José
Jimena Salcido viuda de Martínez se largó con la primavera
para olvidarlo todo.

78
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79
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80
La espuma del crepúsculo
Juan Luis Nute
del libro Cuerpos pánicos
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81
Luego de la ruptura con Andreana, doblar turnos en la
ensambladora de autos fue la única forma de no sucumbir a
la burbuja de orfandad de mi apartamento. Al salir de la
fábrica llegaba a casa a las once de la noche. La fatiga apenas
me permitía prepararme un café y un par de huevos fritos,
luego me iba a la cama. Seis horas bastaban para recuperar
fuerzas. Mi reloj emprendía su insolencia a las cinco de la
mañana. Me levantaba como sonámbulo, trastabillando
hasta la regadera, dispuesto para una ducha fría y tonificante.
Desde que me abandonó Andreana, para no extrañar su
cháchara mañanera, sintonizaba la radio en las noticias.
Luego otro café con un pan duro para soportar las horas de
faena en la ensambladora. Pero esa mañana de junio el agua
de la regadera, mínima, apenas si lograba mojar mi cabeza, y
los jabones y champús no creaban espuma. Tampoco tenían
olor. No mojarme a mis anchas y no arrancar la mugre me
hacía sentir no solamente más sucio, sino incómodo en el
mundo, hasta desamparado.
El baño diario era lenitivo para mi cuerpo triste, así lograba
consolarme de la soledad en que me había dejado Andreana.
La lluvia de la regadera era un abrazo. Masajearme el cuerpo
82
con jabones, cubrirme de balsámica espuma era un arrumaco
que inyectaba carácter para soportar cada día. Pero esa
mañana el agua no era suficiente ni para abluciones, el jabón
raspaba como piedra pómez y el champú era una jalea
pringosa. Estaban muertos, por así decirlo…
Un locutor advertía de un fenómeno curioso, varios radio-
escuchas reportaron que las calles estaban borrosas por una
neblina espesa y olorosa, incluso le pusieron nombre al
fenómeno: malaire. Recomendaron tomar precauciones,
usar cubre bocas para evitar enfermedades; era posible que
la neblina fuera consecuencia de la inversión térmica.
Contrariado, decidí empaparme en loción y largarme cuanto
antes a la fábrica. Ya estaba retrasado por quince minutos.
Las calles lucían como extensas salas de vapor. Neblina
espesa, casi asfixiante y de tufillo salitroso. Mi sufrimiento era
una lupa para mis sentidos, me permitía percibir hasta las
partículas de la bruma, diminutas burbujas, hialinas y vibran-
tes. Para poder andar sin tropezones era necesario abrirse
brecha rebanando el vaho, agitando los brazos como aspas.
El ruido parecía luchar para imponerse y expiraba
emponzoñado por el ambiente caliginoso. Sentía una
83
sensación de sordera, como si transitara por calles excluidas
de sonidos.
Los que andábamos las vías públicas lo hacíamos a tientas,
nos piloteaba una orientación aprendida a fuerza de recorrer
cada día la misma ruta hacia el trabajo. De vez en cuando el
ascua de un cigarro, farol rojo del transeúnte, advertía de su
proximidad. No hacía frío, no obstante, el vaho era seco,
fresco, como si uno se untara alguna emulsión de menta.
Causaba picor en la piel e irritaba los ojos.
Cuando por fin di con el acceso del Metro aquella mañana
nebulosa de verano, los usuarios nos topamos con muchas
burbujas. Viajaban al capricho del aire o se mantenían
suspensas en la atmósfera. Se adherían a los muros, a los
pasamanos y escaleras, techos, asientos y ventanillas de los
vagones. Parecían cascarones de babosas invisibles.
−−Mire pues, —dijo alguien a mi lado— aquí hay a madres
de burbujas, y los jabones de la casa nada que sirven, son
fregaderas, ¿no cree?… Seguro es consecuencia del malaire.
No respondí, pero me quedé extrañado, la cuestión de los
jabones estropeados ya no era un caso aislado, varios sujetos
a mi alrededor se compartieron la misma experiencia. Yo no
84
atinaba a decir nada, trataba de darme una explicación del
fenómeno; sin embargo, la polución de las burbujas me man-
tuvo pasmado.
Algunos peatones, seducidos por la traslúcida belleza de las
pompas, correteaban tras ellas. Ridículos monigotes
controlados por los devaneos de la espuma. Cuando alguna
burbuja se pegaba a las prendas o la piel de la gente, no
reventaba, ni se desprendía por más manotazos que se le
diera, permanecía en ellos, como verruga. La gente parecía
complacida con su contacto. No delataba incomodidad
alguna al ser revestida por las vejigas. Un autismo catatónico
les era insuflado, sus miradas se perdían sin hallar anclaje y
sus semblantes poco a poco confesaban una mueca casi
dolorosa.
La sospechosa conducta que adoptaron los peatones recu-
biertos por las burbujas nos alertó. Llevábamos una sonrisa
cobarde, surgida de las entrañas que se esfumó tan pronto
descubrimos enjambres de burbujas por todos lados. Organi-
zadas como cúmulos de avispas. Inmaculadas. Corruptoras
como diamantes. Tan vivas y sin embargo vacías. En el am-
biente se palpaba una calma espesa, mustia, como de algo
85
contenido, como si ese algo fuese la presión interna de las
burbujas a punto de reventar. Yo, afortunado poseedor de un
temperamento escamado y de agilidad gimnástica, no temí
hacer el ridículo al ejecutar cabriolas para evitar el contacto
con el malaire.
Antes de las ebulliciones en el metro, los que transi-
tábamos por los túneles y andenes, si no andábamos
acompañados, nos sustraíamos al contacto físico por
precaución o asco hacia el prójimo. El contacto visual era
peligroso en la urbana promiscuidad que se vivía allí dentro.
Una conexión visual a veces podía interpretarse como desafío
que disimulaba un irracional miedo a la cordialidad. Ahora,
dadas las circunstancias, comenzamos a transitar en grupos,
no existía opción, cada individuo fue vigía.
Era vital evadirse de los grupúsculos de personas conta-
minadas. Todos aquellos que tenían malaire en sus cuerpos
se arracimaban, adoptando la condición de la espuma. Si
alguno movía una mano, abría la boca, parpadeaba, dirigía la
cabeza para algún lado o intentaba caminar, todos en
implacable coordinación ejecutaban los movimientos con
adhesión resignada. Esos conjuntos de carne, sangre, huesos
86
y deseos de alguna manera tenían vedado el albedrío y ahora
conformaban un ente múltiple. Y se quedaban por allí,
atorados, flotantes, escurriendo deyecciones, divagando por
los pasillos hasta quedar tumbados, como globos desinflados.
Y las burbujas seguían fluyendo por todos los túneles.
Pero una vez, por estar alelado con lo que sucedía a los
desgraciados, estuve a punto de sucumbir al malaire de las
burbujas. Estúpido error, ofuscación del duelo, quizás. Y es
que entre la multitud me pareció haber visto a Andreana.
Desde su abandono me torné lento, distraído. Siempre
buscándola en los sitios que frecuentábamos y donde jamás
estaría. Esperanza huera de hombre abandonado… Una
burbuja se posó en mí. Un incómodo bienestar me bañó; las
burbujas me sorbían la voluntad y la vida. El malaire drenaba
el sufrimiento. Todo perfecto, rebosante de insano
optimismo. Algo, alojado en los abismos de mi ser, una pizca
de voluntad quizá me arañaba la razón. Un afán de revancha,
una gana de hacer sufrir a mi exmujer no me soltaba de la
mano, me mantenía a flote, sentía odio y sufría y la extrañaba,
deseaba seguir vivo para una posible venganza. La

87
tranquilidad es buena, me decía, pero en dosis desenfrenadas
es narcótica.
Mi cuerpo fue violentado por un ardor intramuscular. Mi
pierna, donde se enquistaron las burbujas, tuvo escozor que
devino en adormilamiento conquistando toda mi extremidad,
paralizándola. La lengua me crecía, se hinchaba. Debía man-
tener abierta la boca. Abundante saliva manaba de mí, no
poder tragar toda esa baba grumosa y salobre me hacía
boquear jalando aire. Mi corazón punzante en mis sienes
avisaba que moriría. Ahogo. Deseo de salir a flote. ¿Deseo? Sí.
O tal vez la agonía de un deseo. Es lo mismo, ya que existe un
encadenamiento continuo entre estas fuerzas encontradas y
en un vaivén perpetuo: entre el deseo y la agonía.
Obstinarme a la vida miserable, a mi quebranto amoroso,
fue mi revulsivo. Y entonces, aterrado, mis manos se hume-
decieron, friccionadas una sobre la otra. Nada tenía sentido.
Friccionaba una y otra y otra vez como mosca. Nada tenía
significado. Las palabras en los anuncios y letreros: simples
manchas de tinta. No podía pensar con claridad, pero algo en
mí bregaba para obligarme a hacerlo. Y otra parte me seducía

88
a la liviandad, anhelaba dejarme ir, flotar, abandonarme,
vagar, emerger...
Una pulsión de sobrevivencia me acicateó para intentar
aflojarme el pantalón, demoré segundos, quizá minutos, para
arrancarlo de mi epidermis, chillé adolorido. Las pompas de
malaire intentaban fusionarse a mi carne. No reventaron por
más manotazos y pellizcos que les di. Atraían a más de sus
compañeras que lentamente cubrieron mi muslo y torso
como moscas ante un cadáver… Un apagón de conciencia,
breve y categórico. Apenas si me recuerdo corriendo en
calzoncillos por los andenes del metro, esquivando a los
peatones contaminados, sorteando las vejigas flotantes.
Nadie se escandalizó de mi facha. Todos plácidos. Idos.
Los ciudadanos, atemorizados con lo que sucedía a la gente
corrompida de malaire, comenzaron a cuestionar a las
autoridades sobre el origen de las burbujas. Nadie pudo
ofrecer una explicación satisfactoria. Se divulgaron teorías,
ninguna acertada.
Una decía que las burbujas eran emanaciones del subsuelo
debidas a rupturas en los ductos del drenaje, los vapores
ocasionados por desechos orgánicos, industriales y sobre
89
todo por el excesivo uso de detergentes no biodegradables,
todo lo cual cocinó un coctel gaseoso que buscó rutas de
escape, y al mezclarse con el oxígeno, formó las pompas de
malaire. Así, los grandes consorcios de productos de limpieza
colapsaron. No lograban hallar una explicación a la súbita
anomalía de los detergentes, champús y jabones que ya no
hacían espuma y no limpiaban.
Los guías eclesiásticos lanzaron inquietantes sermones.
Para ellos era una plaga apocalíptica. Exhortaron a sus fieles a
la contrición, plegaron por el perdón y la misericordia.
Algunos feligreses se abstuvieron de las abluciones, sacrificio
sincero, medida acertada para evitar el influjo demoniaco del
malaire. Así, desde las más humildes parroquias hasta las
suntuosas catedrales, acogieron multitudes mugrientas de
beatitud irreprochable, transformando los templos en asilos
mientras desaparecía la infernal plaga. También se instó a los
fieles para que se deshicieran de todo objeto que evocara una
burbuja, pues tener algo así en casa era una puerta entornada
para Satán.
Algunos periódicos publicaron reportajes donde se reveló
que un producto de manufactura asiática era el causante de
90
ese mal. Arma química con la cual los chinos invadirían todas
aquellas megalópolis del mundo en donde estaban
desperdigados. No les era suficiente poner en cada esquina
restoranes de comida y tiendas de chucherías, sino que
habían desarrollado un arma disfrazada de juguete: un tubito
dosificador de líquido traslúcido, el cual, si se tomaba en
porciones pequeñas con una pajilla de plástico y se exponía al
aire, producía burbujitas, delicia de pequeñines y adultos. El
producto lo mercadeaban los vendedores ambulantes en los
túneles y vagones del metro. La embajada de China rápida-
mente emitió un comunicado desmintiendo las imputaciones
y, para probar su buena fe, urgió a los expatriados asiáticos
para que retornaran a su patria.
El gobierno, acorralado, daba explicaciones incomprensi-
bles y remedios infructuosos. Se solicitó ayuda internacional,
pero ni los más renombrados científicos, médiums,
astrólogos, antropólogos, médicos, religiosos y chamanes del
mundo lograron aportar algo que develara el origen de esa
emanación y así purificar la ciudad. Algunos defensores de los
animales y ambientalistas, evidentemente errados al pensar
que había surgido una nueva modalidad de vida, fueron
91
mártires en el campo de la investigación al realizar tentativas
para reubicar a esa nueva manifestación de vida.
La regencia de la ciudad, preocupada por las probables
consecuencias catastróficas, impotente ante la plaga espu-
mante de malaire, procedió a localizar a los vendedores
ambulantes que expendían el producto en los subterráneos;
se confinaron en prisiones especiales para mantenerlos en
cuarentena. Luego se decretó que se tapiarían todos los
accesos y respiraderos del metro para evitar una propagación
del mal; se tuvo que dejar a muchas personas contaminadas
en los túneles del metro, incluso hubo mártires que se
quedaron atrapados. Lo vital era salvaguardar la ciudad.
Pese a los esfuerzos de contención, las burbujas de
malaire, de alguna manera, emergieron al exterior. Contrario
a lo que uno esperara de las burbujas, es decir, que flotaran
rumbo al cielo hasta desaparecer, se quedaron ancladas por
todas partes. No había esperanza.
Ante el desconocimiento del mal, el gobierno de la ciudad
implementó medidas precautorias que resultaron inútiles,
repartieron ventiladores de mano y abanicos con el fin de
hacerse aire para alejar a las burbujas. La plaga empeoró. Los
92
contaminados ya eran legión y el mal se tornó pandemia.
Pronto intervino el ejército. Se cercó la ciudad. Alerta roja.
Toque de queda. El turismo internacional y local se suspendió.
Nadie podía entrar o salir de la metrópoli para evitar la
dispersión del malaire por el resto del país. Aunque esta
precaución no garantizaba que algunas espumas, ayudadas
por el viento, no alcanzaran otras latitudes.
Hubo bajas militares. Algunos pelotones fueron diezmados
al ser recubiertos por el malaire. Se descubrió que el mal no
buscaba saltar de la ciudad, sólo erraba a lo largo, ancho y
profundo de ella sin salir de los límites. Así el ejército, a
prudente distancia, prodigó balas a los ciudadanos que
querían exiliarse, contaminados o no, igual fueron
acribillados.
Dentro de la metrópoli sólo era permitido circular por
determinadas avenidas y calles de las doce del día a las tres
de la tarde. Las rutas, estrictamente trazadas, desembocaban
a módulos de abastecimiento de despensas, también había
albergues para los que estaban muy alejados del hogar,
podían pernoctar hasta el siguiente día que volvían a sus casas
o empleos. Muy pocos lo lograban
93
El desasosiego se volvió consuetudinario. Si algún fami-liar,
vecino o amigo fallecía a causa de las vejigas del malaire,
permanecíamos estoicos. Ya estábamos cansados de sufrir las
pérdidas. Nos sentíamos afortunados de sobrevivir. Asimila-
mos el pánico a nuestro organismo. Los que nos mante-
níamos indemnes ya no pensábamos en cómo superar el mal,
vivíamos ocultos en nuestras casas durante casi todo el día.
Casi autómatas, comíamos y dormíamos sólo porque así lo
demandaba nuestro organismo. Trabajar, divertirse, salir a
pasear ya era algo peligroso. Hubo conato de motines
causados por la insuficiencia de alimentos. El ejército impuso
orden. Destacamentos emplazados en los albergues recibían
los suministros vía aérea y luego se nos racionaba.
Así, luego de un año, una ocurrencia invadió mi ocio. Yo
anhelaba salir, caminar, correr, vagar y respirar las calles y
jardines. Para lograrlo sacrifiqué la comodidad en aras de la
salvaguardia personal. Contacté a algunos compañeros, obre-
ros e ingenieros de la ensambladora. Auxiliándonos con libros
y revistas de alta costura, corte y confección, así como
echando mano de nuestros conocimientos en ingeniería
mecatrónica, le adicionamos a nuestras prendas punzones
94
retractiles que brotaban cuando un sensor detectaba
burbujas y personas contaminadas. El inconveniente fue la
incomo-didad para portar las prendas. Armadura pesada. Ah,
qué efectiva defensa. En nuestro primer paseo de prueba las
armaduras funcionaron con efectividad y precisión ante la
proximidad de la gente inflada por el malaire. Ganduleamos
como erizos gigantes por la ciudad.
Las autoridades enteradas de mi invención y al saber que
un grupo más o menos nutrido de gente portaban las erizadas
prendas, nos instó a organizar brigadas con la tarea de
amparar a los ciudadanos. Como nos vieron organizados,
valerosos y dispuestos al sacrificio si lo ameritaba la situación
—lo que por fortuna nunca sucedió—, sensibles de los riesgos
que asumíamos, pronto se nos asignó un salario. A veces,
cuando mis rondines abarcaban algunos barrios y parques
recordaba a Andreana y me nacían unos apetitos
irreprimibles de volver a verla. Pensaba que, si ella se enterara
de lo que yo hacía, posiblemente regresaría a mí, arrepentida
de su ruptura y de haberme considerado un hombre sin
imaginación, sin coraje y cobarde, pero luego revivía la forma
vil en que me dejó y la odiaba y la olvidaba otra vez.
95
Cada barrio y colonia de la ciudad tuvo una brigada de diez
individuos pertrechados con armaduras erizables. Cuando el
malaire espesaba como neblina, los ventiladores portátiles
fueron espléndidas herramientas para abrirnos brecha en ese
globuloso mar. El trabajo no era pesado, los transeúntes
citadinos mermaron su afluencia; preferían no salir de sus
casas si no era estrictamente necesario. Sin embargo, pronto
se requirió de más brigadas.
Al aire libre las burbujas adoptaron un comportamiento
devastador, cuando se adherían a cualquier materia inánime,
la derribaban por corrosión en menos de veinticuatro horas.
Así, los rascacielos, casas, monumentos, museos, iglesias,
autos, todo aquel accesorio de materia sólida que formaba la
escenografía de la vida cotidiana, se desmoronó con
pavoroso aceleramiento. Las ámpulas contagiaban una
especie de lepra: primero forraban las superficies y a medida
que iban estallando, dejaban cráteres minúsculos que
expandían sus circunferencias, socavando, abatiendo a sus
huéspedes. Las ráfagas de viento colaboraban para erosionar
esos monumentos de escoria. La mayor parte de la ciudad se
tornó en un arenal.
96
También diseñamos armaduras para gente de todas las
edades y privilegiadas cuentas bancarias. Las más solicitadas
fueron para los infantes, víctimas recurrentes del malaire.
Seducidos, correteaban tras las burbujas y se dejaban cubrir
por ellas. Los padres perdieron el control sobre sus trastorna-
dos hijos; no podían hacer nada por ellos, no tenían salvación
y temían por su propia seguridad. La imagen cotidiana era ver
a los padres llorosos con la mirada fija en el cielo mientras
hacían ademanes de despedida para sus vástagos que se
elevaban con la parsimonia de los globos de cantoya.
La población infantil se vio diezmada en menos de un año.
El cielo se saturó de niños inflados, ascendían soltando
grititos, tal vez de gozo, quizás de terror; cuando alcanzaban
la altura de unos cuatrocientos metros, estallaban, tal vez la
piel tierna no soportaba la tensión que los inflaba… Las
consecuencias en los seres vivos fue un espectáculo
dantesco. Todos aquellos que fueron emponzoñados,
cientos, miles, los invadió una inflamación corporal.
Hinchados como globos comenzaban a flotar guiados al
capricho del aire profiriendo delgados alaridos, cuando
conseguían una altura considera-ble reventaban, y lo que
97
podría haber conformado sus vísceras caía espolvoreando el
piso con una apariencia de serrín.
Los que estábamos protegidos limpiamos las arterias del
metro y las calles pinchando tanto a las burbujas como a los
peatones infectados. Al estallar las vejigas, expelían un
delgado aroma de nardos con husmo a carne pútrida, y decir
que estallaban no es el término exacto, más bien se
desinflaban, marchitándose en el aire, transmutando sus
entrañas en llovizna arenosa e inofensiva. Lo mismo sucedió
con las personas que se arracimaban como garapiñados,
pomposos como sapos hasta quedar brillosos, esféricos cual
globos de fiesta, con rostros caricaturizados y de
extremidades laxas.
Pronto nos enfrentamos a nuevas dificultades para exter-
minar a las vejigas e infectados. El viento diseminó las burbu-
jas como polen en busca de flores. Debíamos ser ligeros,
ágiles, rápidos, despiadados y certeros. Corríamos de un lugar
a otro pinchando burbujas de malaire; si alguien, ignorante
del contexto en que vivíamos nos hubiese observado, quizá
habría pensado que nos divertíamos. Las personas que no
lográbamos salvar, en menos de un minuto iniciaban su
98
metamorfosis en pompas humanas y se elevaban al cielo,
lentas, bamboleantes; algunas quedaban atoradas en los
cableados eléctricos, o entre el ramaje de los árboles aún
libres de la infestación.
Una tarde, mientras inspeccionaba mi barrio, escuché unos
tercos pibs…pibs…pibs, sonido característico de las burbujas
cuando se están atiborrando de un ser vivo o edificio, pero
luego un grito me hizo erizar la piel y recordar a Andreana
cuando me vociferaba exigiendo algo con autoridad.
Inmediatamente me dirigí a donde estallaba esa demanda.
Era Andreana, seguramente me había visto pasar frente a su
casa, quiso llamarme y fue alcanzada por un enjambre de
malaire. Eso me dio una esperanza. Me sentí vengado al verla
cubierta de vejigas que la iban hinchando, pensé dejarla sufrir
un poco, luego la salvaría, quise escarmentarla, demostrarle
que yo tenía el control ahora.
Cuando consideré que era suficiente le desaparecí una
ámpula, ella soltó un bufido acompañado de algo que parecía
más un insulto y me miró como cuando algo no se hacía como
ella deseaba. Eso me bastó para mandarla a volar. La dejé
vagar libre por el espacio mientras la escuchaba lanzar
99
enfurecidos chillidos. La piedad natural en mí no me dejó
abandonarla a su suerte, no quise que reventara por sí sola en
las alturas, de un resorterazo la liberé de su dolor y, como
todos los demás, se reventó desperdigando sus adentros con
una fina ceniza, su cuero que quedó pendiendo de un
cableado eléctrico, fue zampado por una parvada de urracas.
Así, el cielo de la ciudad se saturó de globos humanos. Las
aves, sorprendidas al toparse con estos monigotes, huían
despavoridas, pero hubo otras más osadas que revoloteaban
merodeando indecisas entre picotear o seguir el vuelo. La
fisgonería mezclada con el hambre las llevó a emprenderla a
picotazos, algunas avecillas lograban posarse sobre las
personas flotantes e iniciaban un furioso picoteo hasta lograr
extraer un ojo o un jirón de piel, y entonces el globo humano
describía caprichosas piruetas silbantes hasta que la piel,
pesada como trapo empapado, plac, caía. En aquel momento
esas avecillas transformadas en buitres enanos se dejaban
caer en picada para hacerse de un suculento girón de piel,
devoraban con urgencia, disputándose los fiambres. Poco
duraba el gozo del banquete. Las burbujas las cubrían y ahora
las aves comenzaban a flotar sin la ayuda de sus alas.
100
Explotaban exhalando agudos píos y sus plumas bajaban
como follaje otoñal.
Día a día atestiguamos la destrucción de nuestra ciudad.
Los árboles, el césped, las flores y arbustos, los insectos, los
perros y los gatos, cualquier organismo se encumbraba por
los aires. Las bicicletas y los autos, las estatuas y edificios…
todo se abatía como castillo de arena.
A veces apostábamos nuestros sueldos. Quien reventara
más gente inflada se haría acreedor de una sustanciosa
cantidad de dinero. Yo casi siempre gané. Llegué a eliminar
cien personas en jornadas de un día tan sólo con una
resortera. Cuando era preciso tirarle a objetivos más alejados
usaba un rifle militar o una pistola. Si mis blancos eran
alcanzados por el proyectil de una resortera reventaban con
dignidad, sin aspavientos, con apenas un suspiro,
pirueteando por el aire hasta caer pulverizados, pero cuando
eran atravesados por una bala, explotaban con estruendo y la
piel y lo que dentro contenían, caía en minúsculos
chaparrones de ceniza roja.
Y de pronto un día los humanos disminuyeron y las
burbujas aumentaron. Fuimos exterminadores involuntarios
101
de una considerable fracción de la ciudadanía. Los medios de
comunicación denostaron nuestra actividad calificándonos
de homicidas. Olvidaron que sin nosotros el mal de las
burbujas hubiese trascendido la ciudad, infestando todo el
país para luego filtrarse al extranjero. Sin embargo, seguimos
trabajando, ahora ya sin sueldo, la campaña adversa de
algunos medios de comunicación presionó al gobierno que
nos auspiciaba.
Para limpiar nuestro honor replanteamos nuestra tarea. Se
exploró metro a metro las rendijas y recovecos de la ciudad,
sus pozos y cloacas, túneles y socavones, incluso hasta las
madrigueras de pericotes. Labor difícil, obscura e inútil. No
hallábamos respuestas, vamos, ni siquiera podíamos armar
una hipótesis que colaborara a desvelar el origen de las
burbujas. Debían tener su nido en algún escondrijo de la red
del transporte subterráneo. No perdimos el ánimo.
Persistimos medio año más. Lo que necesitábamos para
reivindicar nuestra cruzada protectora, era ubicar el lugar
exacto, la matriz y los componentes de la plaga.
En nuestras incursiones subterráneas descubrimos que la
gente que había resultado atrapada luego de aquel decreto
102
de condenar los accesos del Metro, seguía viva. Seres
hinchados, flotantes, parecidos a zepelines navegaban por el
aire de los túneles, se sabía que habían sido humanos porque
conservaban sus extremidades que, como tentáculos eran
remos y timones a un tiempo; sus rostros dilatados con fauces
oblongas semejaban la mueca de los cachalotes; chorreaban
fluidos, quizá orina o baba biliosa; tal vez eso era la causa del
picante hedor a composta en los pasadizos. Estos cachalotes
flotantes, custodiados por enjambres de burbujas, rémoras
iridiscentes, emitían una chillona y continua letanía destem-
plada, se mantenían alejados unos de los otros con un
maullido amenazante, que poco a poco subía de intensidad
desembocando en una pendenciera llamada larga para
mantenerse a raya.
Pudimos explorar con libertad los túneles, nuestra
presencia les era insustancial. A los cachalotes flotantes los
atraían los muros, iban de uno a otro como abejas libando
miel, en este caso roían la materia de las paredes, creando
enormes socavones. Era evidente que, si estos seres
persistían en su labor, pronto se colapsaría la urbe en sus
propias entrañas.
103
Primero, pensando que acaso fungían como incubadoras
de espuma, liquidamos a los cachalotes flotantes; al
pincharlos lanzaban lastimeros chillidos y sus jetas se fruncían
en un mohín más cercano al agradecimiento que al dolor;
agonizaban dando cabriolas, desperdigando sus zaleas a lo
largo y ancho de los túneles. Pero los cúmulos de burbujas
seguían apareciendo. Ahora, a diferencia de la primera vez
que las vi, tenían un comportamiento organizado, se
desplazaban por encima de nosotros en una formación de
punta de flecha, luego estallaba su agrupación
desperdigándose hasta dar con nosotros; en ese momento
nuestras armaduras funcionaron al máximo, hubo un
momento en que sólo atinamos a correr; pánico que se
esfumó en cuanto nos reorganizamos y arremetimos contra
el malaire.
El trabajo fue invariable, cada día patrullajes de limpieza y
el monótono poc, poc, pic…, de la espuma reventada. Hubo
días de calma chicha, el silencio era espeso, nadie se atrevía a
nada, no queríamos rasgar la delgada membrana de la
fantasmal burbuja en la que nos sentíamos sofocados. De vez
en cuando se oían ladridos, pero alguien amordazaba a los
104
perros con golpes. Las aves… ya no había, a veces alguien
entonaba una melodía imitando un jilguero. El viento era lo
único que bisbiseaba, arañando las calles y las corvas de
algunos edificios que se obstinaban en permanecer de pie a
pesar de la lepra de las vejigas de malaire. Y las tripas de la
ciudad exhalaban un bostezo de enfermo hepático… Así
permanecimos otro medio año más.
Una tarde que reexplorábamos las vísceras de la ciudad,
una brigada que sondeaba las cloacas de la zona industrial
urgió nuestra presencia con ellos. La comunicación por radio
era deficiente, no conseguimos entender todo su mensaje,
conjeturamos que habían descubierto el nido de las burbujas.
Cuando llegamos, uno de nuestros compañeros estaba
atorado en una cloaca a consecuencia del malaire. Según la
versión de uno de sus colegas, transgrediendo nuestras
normas de seguridad, él, alardeando valentía, incursionó sin
protección alguna por los túneles de aguas negras, apostó su
sueldo a que podría salir incólume. No tomó en cuenta el
factor evolutivo en las burbujas que se habían tornado
agresivas sin sus cachalotes flotantes. Y así fue alcanzado por
una banda de burbujas de malaire.
105
Nuestro joven valiente me miraba suplicante, como
pidiendo indulgencia por su estúpida osadía. Enmudecido,
desde su agujero, su rostro se iba hinchando y su boca
distendiendo en esa sonrisa oblonga de los cachalotes. Tuve
que ser inmisericorde y aplicar un escarmiento, quizá ya no
para él, sí para los demás en caso de que desearan hacer algo
similar. Le clavé colérico, por su torpeza, a desgarra ropa y con
precisión un picahielo en el centro de su jeta. Mientras
agonizaba expelió un prolongado suspiro, sibilante, afligido y
su epidermis cayó pesada al fondo del albañal. Más tarde,
satisfecha mi rabia, me di cuenta de mi torpeza, debí pregun-
tarle qué había descubierto allí abajo. Lo más probable es que
allí, donde cayó, estuviera el origen de las burbujas… ¿Pero
exactamente dónde?

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106
El señor botones
Alex Haro Díaz
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107
Dos botones son mis ojos, una línea quebradiza simula mi
boca y un trozo de tela sobrevive en mi cabeza a manera de
cabello. Pocos creerían que algún día tuve dos orejas, pero
una la perdí en algún juego. Todo mi cuerpo, incluidas mis
extremidades, ya no poseen el color reluciente con el que
comencé a existir. Ahora la basura es mi hogar. Espero la
muerte en este basurero al final de mi vida, que ha sido como
una montaña rusa.
Ramón, mi único dueño, me desechó aquí cuando no pudo
soportar por más tiempo la verdad.
Yo no me arrepiento de nada de lo que hice. De nada me
serviría arrepentirme o sentirme mal. De cualquier manera,
estoy seguro de que eso no cambiaría las cosas. Ni siquiera si
pidiera perdón podría volver a los brazos de mi niño amado.
Además, según él, las cosas como yo no tienen cabida en el
cielo, así que de nada me valdría el arrepentimiento.
Me supe condenado desde que llegamos a la casa de
Miguel.
La mamá de Ramón, Lucía, se casó con el padre de Miguel,
Gabriel, y por eso mi niño y yo llegamos a esa casa. Yo

108
recuerdo que Ramón no quería ir, le rogaba a Lucía que no
nos llevara:
—Es que no me gusta Miguel, mamá —decía mi pobre niño
mientras me cargaba entre sus brazos.
—Pues vas a tener que hacer el esfuerzo, mi amor —lo
consolaba Lucía.
—Pero es que no quiero, mamá… —el llanto de Ramón era
doloroso.
Muchos niños son exasperantes cuando se ponen necios y
empiezan a llorar. Pero mi niño era diferente. No se quejaba
por cualquier cosa, así que verlo tan triste era extraño. Podía
ver en sus gestos un profundo miedo, como si a pesar de su
edad supiera que la decisión estaba muy mal.
Lucía se puso en cuclillas y lo abrazo. Puso una de sus
manos sobre la barbilla de Ramón y lo obligó a levantar la
cabeza para mirarla:
—Yo sé, amor, pero a veces tenemos que hacer cosas,
aunque no nos gusten porque eso es lo mejor. Mira —dijo
tomándome de una pata—, el señor Botones no se está
quejando… ¿Sabes por qué?
Mi pequeño niño negó con la cabeza.
109
—Porque es muy valiente. Siempre te ha defendido de las
pesadillas y te cuidará. Él ha sido valiente para ti, ahora tú
tienes que ser valiente para él.
Tras unos segundos, Ramón se limpió las lágrimas de los
ojos y esbozó una sonrisa, meneando la cabeza para afirmar.
Yo sé que no estaba convencido, pero también sé que tenía
la intención de hacer el esfuerzo.
Antes de erguirse, Lucía pasó una mano por mi cuerpo. Ella
me amaba, lo sé, porque ella y yo éramos aliados y estábamos
juntos para hacer más feliz la vida de Ramón. Ella criaba sola
al niño, y yo llegué para aminorar su carga, para ayudarla.
Cuando llegamos a la nueva casa, a los pocos días, supe
que nuestra estancia ahí sería un martirio. Pero el que más
sufriría sería Ramón. Su nuevo hermanastro era un ser cruel,
molesto, imprudente, abusivo y mandón… Y aunque yo tenía
la obligación de querer a los niños, a ese no me daba la gana
quererlo porque era malvado con mi propio niño. Y es que, si
a alguien le quedaba el mote de malvado, era a Miguel.
Desde la primera noche que compartimos la habitación
con él, trató mal a mi niño y el tiempo que siguió simplemente
fue la continuación de una obra de odio hacia Ramón.
110
Los días siguientes fueron zapes, bofetadas, puñetazos,
empujones, insultos, apodos, abusos de toda clase que
Miguel le propinaba a mi pobrecito dueño. Le quitaba su
dinero, le escupía su comida, mentía a Lucía sobre las
travesuras, echándole la culpa a Ramón, incluso hizo que los
niños de la escuela comenzaran a molestarlo. Inventó tantos
chismes sobre mi niño que todos dejaron de hablarle y
acercársele.
Lucía hablaba a diario con Ramón, pero no quería hacer
enojar a su nuevo esposo, así que prefería darle el beneficio
de la duda a su hijastro.
El señor Gabriel, por otro lado, no podía hacer nada,
trabajaba y cuando estaba en casa nos trataba muy bien,
siempre fue buena persona con mi niño o, al menos, lo
intentó. Procuraba ser imparcial en todas las ocasiones en
que los niños peleaban, y hubiera sido fácil que tomara
preferencia por su propio hijo, pero no lo hacía.
Al contrario, intentaba mediar en todo momento, les
compraba las mismas cosas, los mismos dulces, la misma
ropa, aunque recuerdo que Lucía y él habían acordado que no
gastarían de más. El señor Gabriel no tenía la culpa de lo
111
malvado que era su hijo, porque él era bueno, hasta le enseñó
a Miguel a andar en bicicleta y era el primero en ofrecerse a
ayudarle con las tareas que se le dificultaban, hasta le llamaba
“hijo” en vez de decirle Ramón. Yo sé que el señor Gabriel
confiaba en que algún día mi pequeño lo pudiera ver como
un padre verdadero. Pero todo esto sólo molestó más a
Miguel, que aumentó progresivamente los ataques hacia mi
querido Ramón.
Las primeras veces no intervine. Hasta donde pacté con su
madre, mi trabajo era mantener a Ramón a salvo de las
pesadillas de cualquier niño de su edad. Además de ser su
amigo y confidente mientras crecía, mi trabajo se limitaba a
salvaguardar la integridad de los sueños de mi niño. Pude
haber ayudado a Miguel también, sé que Lucía me lo quería
pedir, pero ese niño era muy malvado, así que me negué a
ayudarlo. Eran horribles sus lamentos por las noches,
mientras mi pequeño Ramón dormía plácidamente. Estaba
seguro de que Miguel se merecía esas pesadillas y hasta más.
Miguel no dejaba de molestar a Ramón y cada vez se
hacían más violentas sus acciones. Así que me vi obligado a
actuar. Los niños dormían tranquilos ese día, salvo por el
112
monstruo que Ramón y Miguel habían visto en la televisión, y
que yo espantaba con cierta facilidad para que no lo
molestara, todo estaba en paz. De pronto, en medio de la
noche, la cama de Miguel comenzó a agitarse, balbuceos,
gemidos, escalofríos y movimientos bruscos se apoderaron
de él. El niño comenzó a temblar y parecía estar sufriendo
mucho, así que decidí ayudarlo, por primera vez. Concentré
mi energía en él y entré a su sueño.
Era el mismo monstruo que habían visto en la tele, una
araña con ocho patas inmensas que quería devorarlo
mientras él intentaba defenderse tumbado en el suelo de un
callejón oscuro. Los gritos de su sueño eran ensordecedores
y no sé si por temor a que Ramón se despertara o por piedad,
decidí intervenir y azuzar al monstruo. Pero entonces me vio,
justo antes de despertar, dentro de su sueño.
Despertó muy asustado y trató de gritar. Su respiración
cortada sólo favoreció que el sudor se extendiera sobre su
cuerpo que, empapado, se quedó quieto sobre la cama.
Enton-ces, tras calmarse, se quitó las sábanas de encima y
lloró un poco. Pero su miedo se transformó en rabia. Yo lo vi,
mirándonos desde su cama, a mí que estaba entre los brazos
113
de Ramón, y a él, que dormía plácidamente. Entonces Miguel
se levantó y avanzó hacia nosotros, me miró y me tomó con
fuerza e intentó lanzarme al piso, imagino que para pisarme,
pero se contentó con decir: “Maldito peluche del demonio…”.
Ramón seguía dormido tranquilamente y Miguel lo miró
furioso, pero no hizo nada. Se dio la vuelta y avanzó hacia su
cama. Y entonces lo vi, venía de regreso con su almohada:
—Ahora sí, me las vas a pagar todas…
Ahí vi sus malvadas intenciones y actué.
Me levante, todo lo verdaderamente grande que soy, le
pegué en la cara. Furioso, confundido, tambaleante, se
abalanzó sobre mí olvidando que yo tan sólo era un muñeco
de trapo. Y entonces cayó golpeándose en una esquina de la
cómoda. Yo oí un crujido seco tras el golpe. Y sabía lo
suficiente de los humanos para intuir que Miguel había
muerto.
La noche siguió, por fortuna nada de esto había
despertado a mi niño. Pero el problema surgió cuando al cabo
de un rato Ramón despertó:
—¿Eres tú, señor Botones?

114
Intenté dejar de hacer ruido, pero era imposible. Miguel
era un niño más grandecito que la media y comérmelo me
estaba costando mucho trabajo. Me faltaba una pierna por
engullir y sentí que detrás de mí estaba Ramón, consternado.
Instintivamente giré la cabeza y lo vi mirándome, con horror.
Y claro, tenía la boca llena de sangre, anudada a mi garganta
con un cuerpo que era bastante más grande del que él solía
conocer de mí.
—¿Qué haces?
Sorbí el pie de Miguel y contesté:
—Me lo comí… Ya no volverá a molestarte jamás.
Pobre de mi niño. Enloqueció de pronto. Gritó y se oyeron
al poco rato los pasos del señor Gabriel y de Lucía. Cuando
ellos llegaron yo estaba sobre la cama, como siempre, sin
rastro de lo que ahí había pasado.
Ramón gritaba, lloraba, sin poder articular ideas o frases
inteligibles. Entonces los adultos miraron la cama vacía de
Miguel. Ramón no paraba de llorar y se quedó mudo por días.
Todos gritaban, llamaron a la policía, salieron a buscar al niño
por si se había salido dormido o había escapado. Pero nadie
pudo hallarlo. Al cabo de unas semanas los policías dijeron
115
que alguien lo habría secuestrado y el psiquiatra que veía a
Ramón insistió en que tenía la memoria de aquel día
reprimida. Sólo yo conocía la verdad.
Luego de eso fue cuando Ramón me trajo al basurero.
Lloró mucho, pero ni siquiera me abrazó para decirnos adiós.
No dijo nada. Se lo agradezco. De cualquier forma ¿quién le
hubiera creído que un muñeco era capaz de eso?

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116
Canicas
Demian Marín
del libro Sueños de Humo
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En las noches, la señora Inés no podía dormir. Los sonidos de
canicas rodando en el techo de su casa le crispaban los
nervios. Entonces ponía música relajante, se colocaba algodo-
nes en las orejas, contaba borregos. Nada hacía que la señora
Inés conciliara el sueño. Una noche, decidió subir a la azotea.
Pensó que, quien fuera que estuviera jugando a las canicas
allá arriba, podría entender su necesidad de dormir.
Tomó la escalera, se trepó como pudo y, al llegar a la
azotea… Allí estaba Juan.
El papá de Juan nació y creció en la selva amazónica. Un día
se fue a la ciudad, donde conoció a la mamá de Juan. Se
casaron y Juan nació al poco tiempo. La mamá se debilitó
tanto cuando nació Juan, que murió al día siguiente.
Desde muy pronto, Juan aprendió a empequeñecer cabe-
zas, igual que lo hacían en el pueblo de su papá. Y jugaba con
ellas, que sumaban una gran colección.
En la escuela nadie se juntaba con Juan. “Es muy raro”, “Me
da miedo”, “Dicen que juega con cabezas como si fueran
canicas”, decían sus compañeros. A Juan no le importaba,
porque, de todos modos, sus compañeros de la escuela
terminaban jugando con él.
118
La señora Inés vio a Juan jugando con sus canicas en la
azotea de la casa. “¿Qué haces aquí?, ¿por qué no te vas a
jugar a otro lado?”. Juan se asustó. Hacía mucho que nadie le
hablaba. La señora Inés se sentó junto a Juan. Lo miró
largamente. Juan le mostró su gran colección: La cabeza de
Jorgito es la bombocha que le da suerte, la de Laura es su
agüita ligera y rápida, la del profesor López es una ojo de gato
que le hace cosquillas con su barba.
La señora Inés lo miró largamente. “¿Tienes hambre?
Todavía me queda del pastel que horneé esta mañana”, dijo.
Juan guardó sus cabezas en una bolsa con correa que le
había regalado su papá y tomó la mano de la señora Inés.
Con pastel todavía en la boca, Juan le explicó a la señora
Inés cómo hacía para reducir las cabezas de sus compañeros
y profesores hasta el tamaño de canicas: “Lo importante es
quitarles todo lo que tienen dentro, porque la piel se puede
hacer pequeña, pero lo de adentro no, luego hay que poner
la cabeza hueca en agua caliente con hierbas especiales y se
dejan secar al sol durante dos días… Cuando las cabezas
tienen el tamaño de una canica, las relleno con tierra y, al
final, para que no se vacíen, les pongo pegamento a la boca,
119
los ojos, las narices y las orejas. Con eso quedan listas para
jugar con ellas”, dijo Juan.
La señora Inés lo miró largamente: “¿Quieres leche?”, le
preguntó. Juan se tomó la leche de un solo trago.
“¿De verdad crees que tus canicas son las cabezas de tus
amigos?”, preguntó la señora Inés.
“Esos no son mis amigos”, respondió Juan. “Son las cabezas
de mis compañeros y profesores”.
La señora Inés lo miró largamente. Y aquella noche pudo
dormir. Y las siguientes. Juan la iba a visitar saliendo de la
escuela. Le gustaban los pasteles que ella horneaba.
“¿Dónde dejaste las cabezas de tus compañeros y
profesores?”, le preguntó un día la señora Inés.
Con pastel todavía en la boca, Juan le explicó cómo las
canicas crecieron y crecieron hasta convertirse en balones. Y
como sus compañeros y profesores extrañaban sus cabezas,
prefirió regresárselas a cada uno.
“Lo que no saben es que, cuando las hice pequeñas, les
quité lo que tenían adentro”, dijo Juan. “Ahora ya no las
necesito para jugar, porque tengo una amiga”, dijo Juan
sonriéndole a la señora Inés.
120
Una tarde, Juan tomó de la mano a la señora Inés y la llevó
a su casa. “Mi mamá murió cuando yo era un bebé”, dijo. “Te
presentaré a mi papá”. El papá de Juan saludó a la señora Inés
y la invitó a pasar. El papá de Juan hacía reír a la señora Inés.
Juan pensó que tal vez deberían casarse. De esta manera, la
señora Inés sería su mamá. “¿Por qué no te casas con la
señora Inés?”, le preguntó a su papá cuando ella se marchó.
“Tengo una mejor idea, Juan”, contestó su papá.
Juan fue a contar a la señora Inés el plan de su papá. La
señora Inés lo miró largamente…

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121
Cuentos para leer en casa
Antología virtual gratuita

122
La reina de Corazones
Gabriela Ballesteros
del libro De infortunio, amor y disparate
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123
Una mañana Julieta supo que debía investigar a profundidad
el amor. Así que salió a la calle, como siempre, a buscar
conquistas fugaces o perennes, pero en lugar de simplemen-
te aquilatarlas en su recuerdo las fue reseñando en largas
anotaciones, así comparaba sus notas y redactaba sus impre-
siones. Quería documentar todas esas experiencias vivas del
amor y luego analizarlas con base a una teoría que ya casi
tenía lista y muy clara, anotada en un libro que decidió llamar
El tratado del amor.
Su investigación resultó muy fructífera, pues al cabo de
unas semanas buscando participantes para su experimento
amatorio, se encontró con doce individuos de muy diversas
características que le ofrecían una variada gama de perspec-
tivas del amor. Todo fue bien hasta que sus labios carnosos,
sus mallas de red, esa falda tubo, el cabello lacio, la línea del
nacimiento de sus senos, su espalda, su cuello o la suma de
todos estos elementos, hicieron que los doce amantes la
buscaran a la puerta de su casa al mismo tiempo, con lo que
cada uno descubrió que no era el único individuo del amor de
Julieta, ni tampoco el más atractivo…

124
Indignados, recriminaron a esta mujer no sólo el amor, sino
también los complementos que socialmente se le han
impuesto: exclusividad, devoción, fidelidad, compromiso y
eternidad…
Pobre Julieta, ahí frente esos doce corazones rojos y
violentos. Ella los amaba a todos, a cada uno de esos doce
caballeros, y la verdad que, mientras fingía escuchar los
reclamos, no podía entender con claridad lo que le estaban
solicitando. Así que pidió orden a la multitud y se excusó con
el pretexto de reflexionar. Entró a la casa y repasó sus notas,
espulgó las bitácoras de observación y llegó a algunas
aproximaciones de lo que podía ser su conclusión.
Dieciséis horas más tarde los doce hombres aún seguían
trabados en una contienda por su superioridad, cada uno de
ellos convencido de que Julieta era su mujer, esa mitad
perdida, su bizcochito, su alma gemela, su hembra, la contra-
parte, la propiedad ideal. Y por lo mismo, también cada uno
se sentía dueño de Julieta y poseedor de una especie de
autoridad sobre esa mujer, por lo que no era posible com-
prender que tuviera emociones que ellos no controlaban.

125
Julieta les pidió a todos que entraran. Mientras iban
pasando el umbral de la puerta, cada uno de ellos rememo-
raba en su imaginación a Julieta, el amor que vivió junto a ella
y los recovecos de la casa que fueron sus testigos: Me besó
en la antesala… Le tomé la mano en el sofá… Se inclinó sobre
mi hombro y lloró… La abracé en el pórtico… Le robé un beso
en la escalera… La tomé de la cintura en el estudio… Me
abrazó junto a la chimenea… Nuestros dedos se rozaron en la
mesa mientras comíamos… Qué bella se veía la primera vez
que salimos a bailar cuando bajaba la escalera… Su cabello
ondeaba mientras se mecía en el columpio del jardín… Sus
manos cortaban tan delicadamente los pasteles… Se veía
hermosa dormitando a la luz de la luna… Así, los doce
hombres tomaron un lugar alrededor de la larga mesa del
comedor.
Julieta se ubicó a la cabecera y los doce hombres la
miraban expectantes esperando su resolución. La verdad que
la escena resultaba ridícula, sobre todo para algunos de ellos,
que no eran lo que se dice vulgarmente “civilizados”, sino más
bien del tipo “golpeador”. Otros, sin embargo, estaban muy
confortables en aquella situación, quizás porque se sabían
126
superiores a los demás o porque su estoicismo los hacía
pensar que la felicidad de su mujer ideal era un buen motivo
para dejarse denigrar. Pese a todo, ya habían tenido dieciséis
horas en las que, como suelen hacer los hombres, charlaron
de automóviles, fútbol, política o herramientas y tecnología
para evitar a toda costa tocar el tema de su reunión. Según lo
iban comprendiendo, ninguno de ellos estaba ni en edad ni
en época de arrebatos hormonales o rencillas caballerescas,
así que no les quedaba más que escuchar a la mujer.
Ahí sentada, Julieta miró a cada uno a los ojos. Fue muy
cuidadosa para expresar, a cada cual, la mirada exacta, la
cantidad precisa de lengua que asomaba entre sus dientes, el
guiño exacto, el preciso movimiento de cabello… Julieta fue la
mujer especial y única que en efecto le pertenecía a cada uno
de los doce hombres. Por supuesto, cada cual le devolvió ese
gesto especial e íntimo, que sólo Julieta comprendía. Esta
situación hizo que cada uno de los doce varones creyera ser
elegido como el único tras la discusión que en breve Julieta
comenzó. Habló primero de sí misma, de sus inquietudes y
anhelos, de cómo en medio de su ser se expandía esa
necesidad de donarse a los otros, de experimentar las
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sensaciones desde diferentes ángulos y de inventar, incluso,
sensaciones que no existen.
Luego se dirigió a cada uno para ensalzarlo con variados
argumentos. Cada hombre se sintió orgulloso de ser el
amante de Julieta y se creyó, por un instante, el único ser
sobre la Tierra capaz de poseer a esa extraña criatura que les
hablaba con tanta paz y tranquilidad, casi como si fuera una
especie de sacerdotisa en plena homilía.
Cuando Julieta terminó de halagar los oídos de todos los
hombres, les dijo su resolución: “He decidido permanecer con
todos ustedes, porque no encuentro motivos para dejar a
ninguno por otro. Ninguno es igual en mi corazón y con
ninguno de ustedes soy la misma; aunque esa mujer que ama
de forma diferente a cada uno resida en mi único cuerpo, yo
soy todas ellas y no le puedo negar a ninguna el derecho de
amar…”
Los hombres quedaron estupefactos, balbucearon y luego
gritaron, se insultaron e incluso trataron de golpearse… Pero
tenían dudas, no podían determinar quién merecía más
golpes ni tampoco si debían golpearse entre ellos o más bien
unirse para golpearla a ella.
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Mientras esta trifulca se llevó a cabo, Julieta permaneció
inmutable, admirando con ojos muy abiertos todas las reac-
ciones que ella atribuyó al amor: los oyó gritar, insultarse,
berrear, quejarse… En algún momento, el arrebato inicial de
esta docena de señores decreció, y probablemente cayeron
en la cuenta de que no podían hacer gran cosa mientras ella
estuviera ahí enfrente. Si se marchaban, sería como dejar
victoriosa a la mujer y a cualquiera que resistiera la presión de
quedarse hasta el final. Si se quedaban, tal vez fueran
humillados por ella, que habría ganado, y por los demás, que
lo habrían compadecido. Sin embargo, en todos había una
sensación definitiva: no deseaban quedarse así, humillados,
colocados como objetos curiosos elegidos al azar por Julieta…
Entonces, el más experimentado de todos sugirió que podían
llegar a un acuerdo y le pidieron a esta mujer que les diera
doce días para pensar en conjunto. Ella aceptó y los hombres
se marcharon.
Tras los doce días, los hombres llegaron a un acuerdo
civilizado. Después de una reunión general en la que cada uno
argumentó sus posturas y debatió sus intereses de manera
racional, concluyeron que podrían acceder a las propuestas
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de Julieta siempre y cuando cada uno conservara sus
privilegios. Así que, siendo doce, cada uno podría ser el
amante de Julieta durante un mes del año.
La reunión se realizó, por supuesto, en un bar de los que
cuelgan grandes pantallas para ver partidos de fútbol y donde
se sirven deliciosos platillos y bebidas de todo tipo. Los
hombres fueron llegando a la cita y cada uno ordenó con la
mesera, la cual, por supuesto, no estaba de mal ver y dejaba
muy al descubierto sus encantos naturales. La mesa se
empezó a llenar de bebidas que iban desde cervezas
nacionales hasta las más exóticas, vinos de diferentes
consistencias y destilados de gran variedad. Determinaron
ciertos horarios para llevar a cabo la disertación, pero desa-
fortunadamente, cuando estaban por comenzar, inició el
primer tiempo del mejor partido de fútbol del grupo 34 de la
Champions Leage. Entre cada tiro de esquina y jugada fallida
para anotar el gol, uno que otro seguía insistiendo en las
maneras de resolver su dilema con Julieta. Pero cada tanto el
grito eufórico de gol o la rabieta por una mala pasada de
balón, interrumpía el objetivo de su reunión.

130
Hicieron apuestas, dividieron las expectativas del partido,
maldijeron al pésimo comentarista y, entre trago y trago,
mirando de reojo a la mesera con curvas indiscretas o
charlando de temas menos importantes, el tiempo se fue
agotando. Durante el medio tiempo hablaron un poco de
Julieta, pero los distrajo la mesera, joven y coqueta, que se
ofreció a hacerles compañía con un trago mientras hacían
una ola entre todos al inicio del segundo tiempo.
Al finalizar la reunión general, no habían llegado realmente
a ningún acuerdo y todavía quedaba pendiente cómo
dividirían los meses. No hubo problema, pues alguien
propuso en su propia casa la segunda reunión.
Días después, organizaron una carne asada en la casa de
uno de los doce, que por cierto más bien era un caserón. El
jardín, muy grande y bien cuidado, mostraba que a ese
hombre no le faltaba nada. Por supuesto, no faltó el ingenuo
que supuso que la gran cantidad de autos compensaba
alguna debilidad viril del anfitrión. Otros, sin embargo, se
movían confiados en medio de tanta ostentación. Sin
excepción, trajeron viandas diversas: botellas de vino, de
alcohol, de refrescos, trozos muy jugosos de carne, chorizos y
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vísceras, cebollas, nopales y cervezas. Fueron vestidos casi en
su mayoría de forma casual, pues en realidad las circuns-
tancias que los reunía no eran amistosas.
De cualquier manera, hicieron el fuego, comieron y
bebieron; aprovecharon para ver la pelea de box donde se
definiría el campeón de peso súper mosca almizclera. Por
supuesto, el asunto inicial quedó aplazado, hasta que uno de
ellos, un tanto ansioso, determinó que tenían que dividir los
meses. Sí, era verdad, tenían un asunto pendiente, pero su
propia naturaleza los obligaba a aplazar la decisión.
A estas alturas, hubieran preferido que Julieta les diera
doce años o doce siglos para ponerse de acuerdo: casi
querían asfixiar a quien se le había ocurrido pedir tan poco
plazo… Comenzaron también a sentirse impacientes.
Por más que uno de los hombres sugería que podrían
hacerlo con base a un esquema científico y otro más
romántico pretendía encontrar una relación con las festivi-
dades de cada mes, al cabo de unos diez minutos definieron
que lo debían hacer a la manera tradicional: una lucha, un
partido amistoso de fútbol aunque les faltaran jugadores, un
juego de cartas o una partida de dominó. Los más activos
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físicamente deseaban las luchas, pero como el grupo era muy
heterogéneo se decidieron por el dominó.
Para llevar a cabo el torneo de dominó, otro de los
hombres ofreció su casa, la cual resultó también muy
agradable, ya que contaba con un amplio salón para juegos
de mesa, una mesa de billar y una mesa de cartas.
Llegado el día, los participantes descubrieron que el
croupier no sólo tenía suerte en el azar, sino también en las
finanzas y con las damas, pues no se conformó con ofrecerles
bebidas y alimentos, sino que se dio la libertad de invitar a
algunas jóvenes que le ayudaran con las fichas y las cuentas.
Además, como era costumbre, jugarían de parejas y él había
previsto que tras el torneo, que podía extenderse por muchas
horas, los integrantes de cada pareja perdedora y a la que se
le fueran otorgando los meses, requeriría de otras maneras
para debatir quién ocuparía el primer o segundo mes con
Julieta. Y, con tanta presión, seguramente necesitarían orejas
que los escucharan, manos que los acariciaran y pieles que se
dejaran caer suavemente sobre sus cuerpos devastados.
Durante el torneo de dominó, los hombres continuaron
con sus rituales, agregando habanos y cigarrillos, bebidas más
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secas y algunas otras curiosidades. Cenaron con vino tinto,
degustaron delicados postres y jugaron dominó. En
mancuernas se divirtieron mucho haciéndole “zapatos” a los
otros, “ahorcando mulas” y cerrando juegos. Los primeros en
perder, por supuesto, se sintieron enfadados, pero de
cualquier manera era mejor saber que aunque sea en
Diciembre o Noviembre tendrían la compañía de Julieta.
El saloncito de juegos del anfitrión resolvió muchos
problemas, pues algunas de las parejas que iban siendo
desplazadas del torneo definieron su mes jugando billar o
carambola, otros jugando a las damas, viuda negra o
conquián.
Como había mujeres, algunos aplazaron la elección y se
dedicaron al placer; otros más encendieron la gran pantalla
de plasma del estudio o simplemente se quedaron en el bar
conversando, oyendo jazz o mirando noticias en otra
televisión… Algunos lamentaron mucho que no pudieran ver
bien en el jardín, pues un lanzamiento de colilla o una lucha
de gases hubiera podido ser también una opción para definir
entre parejas los meses.

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Alguno insistía en que debía haber una forma racional y
lógica de determinar los meses, pero cuando trató de
encontrar una relación entre los calendarios celtas, grego-
rianos y lunares sin éxito, dejó de fastidiar. Al final, cada uno
podría hacer durante su mes lo que le placiera, así también
las doce mujeres que cohabitaban en el cuerpo de Julieta,
serían felices por el resto de sus años…
Pero al terminar esta reunión, a pesar del torneo y las
reglas, en realidad no llegaron a ningún acuerdo. Así que
siguieron organizando visitas, viajes, torneos de box y de
fútbol, parrilladas, veladas nocturnas… Después de varios
años, recordaron a la mujer que los había reunido. Sí, la
recordaban muy bien, esas mallas de red, esos labios rojos, la
mirada coqueta y el escote pronunciado, la falda tubo y la loca
idea de compartir el lecho con doce hombres. Se volvieron a
reunir para brindar por ella y llegaron, ahora sí, a un acuerdo.
Aquella noche fue la última vez que se vio a Julieta en su
casa. Lo que siguió nadie lo supo ni se pudo comprobar.
Tiempo después, uno de los doce caballeros cumplió
sesenta años y celebró con bombo y platillo, para lo cual
precisaba tener la compañía de sus once amigos. Fueron
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llegando a la cita cada uno de los hombres, acompañados por
sus mujeres, novias o amigas.
La casa era de una elegancia sobresaliente y en la entrada
principal lo primero que resaltaba era una hermosa fuente en
cuyo centro se hallaba una pésima imitación de la Venus de
Milo, porque de sus manos brotaban doce corazones. En la
chimenea de la sala principal había una réplica de la cabeza
de Julieta, una figurilla de cera que casi daba la apariencia de
ser real. Una de las invitadas preguntó a su acompañante si el
anfitrión era escultor o algo parecido. “Sí, dijo él con
tranquilidad, pero su mejor obra, que es la cabecita de Julieta
en cera, es un trabajo colectivo…”.

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adentro de sus casas. Los DRM quedarán bajo el nombre de Ediciones de
Autor Editorial cuando la contingencia sanitaria termine.
La corrección de estilo y el cuidado de la
edición estuvieron a cargo de Gabriela Ballesteros.

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