El Secreto de La Casa Del Árbol

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EL SECRETO DE LA CASA DEL ÁRBOL

EL SECRETO DE LA CASA DEL ÁRBOL


ISBN - 9781695666764
Texto original de Ana Escudero Satorres
Ilustraciones: Elena Muntada Escudero y Joaquín Muntada Fuentes
Maquetación: Joaquín Muntada Fuentes
Edición: Editorial Pico y Pala
© 2019 - Todos los derechos reservados
EL SECRETO DE LA CASA DEL ÁRBOL
Ana Escudero Satorres
Quim, Ainhoa, Elena… Gracias por tanto amor
CAPÍTULO I
La casita está hecha un asco

T oni tenía la sensación de que ese iba a ser un verano


importante en su vida. El curso había acabado fenome-
nal, no es que sus notas fuesen muy brillantes, pero sí lo
suficiente para que sus padres no le diesen la turra durante
los tres meses de vacaciones que tenía por delante.
La chica a la que venía tirando los tejos desde hacía dos
cursos, ¡por fin le había sonreído! Hasta entonces, ni siquie-
ra lo había visto… Era un curso más mayor que él, y eso,
automáticamente lo convertía en invisible, en el paria más
pequeño que jugaba al fútbol con los colegas del patio. Pero
el antepenúltimo día de colegio había sucedido el milagro.
Él, estaba bebiendo en la fuente del patio. Cuando sació su
sed se levantó, y mientras se secaba la cara con el puño del
chándal se dio la vuelta, y se topó cara a cara con ella. Esa
melena castaña, larga, brillante, sedosa… Esos ojos azules
que lo iluminaban todo a su paso… Y esas pequeñas pecas
sobre su naricilla respingona, que a él le volvían loco. Ella
se apartó para no ser atropellada, y al mismo tiempo le son-
rió. ¡Se obró el milagro ante él! Ella sonrió, y dejó a la vista
unos braquets de colores que a Toni le parecieron de lo más
tierno y hermoso que había visto.
Sabía que durante un curso no la volvería a ver porque ella
pasaba a secundaria, ya que por lo que había oído, encima
era lista, y él se quedaría perteneciendo a los mayores del
patio. A los respetados. A los que nadie les tose si son ellos
los que deciden jugar al fútbol. Sería triste no verla todos
los días, pero el recuerdo de esa sonrisa lo acompañaría
hasta que volvieran a encontrarse.
Con la pandilla de colegas la cosa también marchaba sobre
ruedas. El Bola, como llamaban a Alberto, porque contaba
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unas bolas tan grandes que él mismo llegaba a creerse, vi-
vía muy cerca de él, así que era pan chupado quedar con las
bicis y bañarse en la piscina de casa. Sabía que podía contar
con él para distraerse durante las tardes. Y Paco y Rober,
aunque seguramente los vería un poco menos, vendrían a
casa también. Su madre era laxa con las quedadas con sus
amigos, y no le importaba ofrecer el coche de taxi con tal
de tenerlos controlados en casa. O al menos ser sabedora
de por dónde andaba su hijo y los cazurros de sus amigos.
Acababa de despertar, y sabía que era tarde por la luz que
entraba por la ventana. Era el primer día de vacaciones, y
su madre lo había dejado dormir tranquilamente. Los si-
guientes días ya veríamos si eso seguía así… Seguramen-
te, lo despertaría con ruidos sorprendentes cercanos a su
habitación, como si fuesen fortuitos, con tal de levantarlo
de la cama e instarlo a leer. Su madre era escritora, así que
estaba frecuentemente en casa. Esto era cómodo, ya que no
tenía que ir de acá para allá como muchos de sus compañe-
ros, siempre sobrecargados de extraescolares, o en casa de
abuelos octogenarios a los que les rompían la cabeza y las
costumbres. Pero tenía sus serias desventajas. Mamá era
una obsesa de los libros. Toda la casa estaba llena de estan-
terías, y los trataba como si fuesen niños. Conocía y quería
a cada uno de ellos. Los ojeaba con mimo, los ordenaba, los
olía… Toni no entendía cómo alguien podía querer tanto
algo que a él le parecía pesadísimo. Su madre lo tenía que
sobornar para que leyese, u obligarlo, cosa que era peor.
No le pedía grandes cosas, sólo que leyese. Pues bueno,
alguna cosa había leído… Y la verdad es que algún libro sí
le había gustado. Tenía que reconocer que Moby Dick era
uno de sus relatos favoritos, él siempre estaba del lado de la
ballena, pobre animalito.

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Notó como sus tripas empezaban a rugir. Era el hambre que
se apoderaba de él. Tenía que bajar a comer algo, porque
eso sí, la comida hasta su habitación no subía.
Papá no vendría hasta bien entrada la tarde, se pasaba el
día en una oficina aburrida, llevando una corbata aburrida,
con una camisa aburrida, en un mundo que a él le parecía
muuuuuy aburrido… ¡Puagh! Él, de mayor, se imaginaba
viviendo aventuras sin parar, realizando viajes a la jungla
en busca de tesoros escondidos en cuevas, visitando países
exóticos de esos que se comen bichos fritos, y durmiendo
en pensiones donde se hubiesen cometido crímenes atroces,
acompañado siempre de su inseparable mochila. No sabía
qué se tenía que estudiar para eso, pero lo cierto es que no
le preocupaba mucho ahora mismo.
Se levantó dando un bote de la cama y subió la persiana.
Efectivamente, debía de ser cerca del mediodía. El sol ca-
lentaba ya de lo lindo, y las cigarras ya habían dado por in-
augurada la temporada de conciertos. Salió de la habitación
y se encontró de bruces con su hermana pequeña, que le
estaba esperando en la puerta.

–Mamá me ha dicho que hoy te dejara dormir, pero


mañana no te dejaré, me aburro mucho.

Ésta era Patricia, su hermana pequeña. No es que no la


quisiera, pero no entendía por qué sus padres no se habían
conformado sólo con él. ¡Si hasta se veía guapo en el espejo
y todo! Pues no, había tenido que venir Patricia para darle
la turra todo el santo día. «Me aburro, me aburro… ¡Anda y
cómprate una vida, niña!» Cuando era más pequeño le pre-
guntaba una y otra vez a su madre si no la podían devolver.
Se pasaba el día llorando y echando mocos, y acaparando
toda la atención de su madre. Pero su madre le había dejado
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claro que eso no se podía hacer, y que encima era muy, pero
que muy ilegal. Además de inmoral. Vamos, que se tenía
que conformar con ella para los restos.

–Patricia, tengo hambre. Déjame ir a la cocina a


comer algo.
–Casi vamos a comer, mamá no va a dejar que te
llenes la barriga a estas horas.

“¡Pues qué bien!” Pensó Toni “¿Y cómo aguanto yo hasta la


hora de comer?” Logró bajar hasta la cocina, y el reloj de la
pared marcaba la una menos cuarto de la tarde. “¡Ostras!”
Era más tarde de lo que pensaba. Si creía que su madre le
iba a dejar llenarse la panza con un bocata a esas horas es-
taba listo, como mucho un yogur, y si quieres arroz, ¡Cata-
lina! Mañana te levantas más temprano y desayunas como
Dios manda. Su hermanita ya estaba detrás de él…

–¿Qué vas a comer, Toni?


–¡¡¡¡Mamá!!!! ¿Puedo coger pan?

Su madre respondió desde su despacho, donde se encontra-


ba trabajando en silencio. Eso significaba que estaba escri-
biendo, así que no convenía molestarla mucho. Pero eso no
evitó que una voz respondiese…

–¡A estas horas ni se te ocurra! En media hora


vamos a comer. Como mucho un yogur o una pieza
de fruta.

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¡Cachis! ¿Fruta? ¿Yogur? ¡Sus tripas no demandaban eso!
Pedían a gritos un bocata con atún y tomate, con jamón,
con salchichas, no sé… ¡Algo comestible! No se le puede
decir a alguien que está canino que coja fruta, debería estar
prohibido por ley.
De momento, una bombilla se iluminó dentro de su cabeza.
En la casita del árbol, la que papá le ayudó a construir el
verano pasado, tenía escondidas cosas, cosas que sólo él y
el Bola conocían. El pasado cumpleaños de una de las niñas
repipis de la clase había sido un desparrame de chucherías.
Su familia estaba forrada de pasta, y eso no era como un
cumpleaños, más bien parecía la boda de su tía Laia, la que
se casó el verano pasado; hinchables, piñatas por todos la-
dos, cestas con chucherías… El Bola y él se llenaron los
bolsillos con todo lo que pudieron, y para evitar que sus
madres controlaran el alijo, decidieron dejarlo en una caja
en la casita del árbol.
¡Ya estaba solucionado! El Bola ni se acordaría de todas
las chuches que cogieron, y, además, la casita estaba en su
casa, así que por derecho seguro que le tocaba más parte. Y
si no era así, se lo inventaba él.

–Bueno mamá, pues no me apetece nada, me voy a


jugar un rato fuera.
–Vale hijo, llévate a tu hermanita.

La cara de Toni se transformó en un poema… Si se llevaba


a Patricia no podría comer todo lo que quisiera, o peor aún,
tendría que compartir las chucherías para que esa pequeña
arpía no le dijera nada a mamá. Entonces sintió cómo sus
tripas volvían a rugir y se retorcían. Abrió de nuevo el fri-
gorífico y observó una manzana.

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En ese momento decidió que más valía compartir las chu-
ches con su hermana y llenar la panza.

–Vamos Patricia, jugaremos en la casita del árbol.

La pequeña Patricia se entusiasmó. Su hermano nunca la


dejaba subir allí, decía que sólo era una casa para él y sus
amigos. Y como la construyeron entre papá y Toni, ella
nunca se atrevió a protestar.
Salieron los dos de casa, y las perras vinieron corriendo
para darles los buenos días, movían el rabo y saltaban a
su alrededor, mientras los dos hermanitos se dirigían a la
casita del árbol.

–Vamos Patricia, te ayudaré a subir.

Toni sujetaba a su hermana mientras la pequeña trepaba por


la escalera de cuerda que daba acceso a la casita. A ésta, se
accedía por una pequeña trampilla abatible situada en el
suelo. Una vez dentro no era más que una pequeña cabaña
construida con tablones de madera. Dos ventanitas por las
que entraba un buen airecillo, y cajas en las que Toni y sus
amigos escondían juegos, cromos, cómics y varias cosas
para entretenerse durante las tardes que pasaban allí.
Primero entró Patricia en la casita. La niña, al abrir la pe-
queña puerta y observar a su alrededor le dijo a su herma-
no…

–Toni, qué sucio tenéis esto. Podríais al menos tirar


a la basura los envoltorios de chucherías.

A Toni se le heló la sangre. Él no recordaba que cuando fue


a dejar las chuches con el Bola comiesen nada. Y después
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no había ido a la casita. Entre exámenes finales, funciones
y torneos de fútbol, no había tenido tiempo ni de acordarse
de lo que tenían allí guardado.

–A ver Patricia, déjame pasar…

Efectivamente, la casita estaba hecha un asco. Envoltorios


de chuches por todos lados, caramelos a medio mascar, gu-
sanitos y nachos esparcidos por todas partes… ¿Qué nari-
ces había pasado allí?
Lo primero que apareció en la mente de Toni fue al Bola
atiborrándose allí sólo sin querer compartir nada. Seguro
que se había colado en el jardín, aprovechando alguna tarde
en la que habrían salido a comprar con mamá, y se había
puesto las botas el muy… Y claro, las perras lo conocían
como si fuese de la familia. No solo no le habrían ladrado,
sino que encima le habrían dado la bienvenida. “¡Cuando lo
coja se va a enterar!” Pensó Toni.
La caja que contenía todas las golosinas estaba medio abier-
ta, Toni se sentía furioso.. “¡Ni siquiera se había preocupa-
do de volver a cerrarla! O de tirar los papelorios de todo lo
que se había zampado. ¡Y con caramelos a medio masticar!
¡Que guarro era el tío! Y había ido ahí, a su casa. A comer
todo lo que quiso, y encima le había dejado la casita hecha
una cerdada. Bueno, bueno…”, se decía Toni para sí.
Toni se dirigió hacia la caja a ver si todavía se había salva-
do algo de la gula de su amigo. O el que hasta ayer era su
amigo. Hoy ya veremos si lo seguía siendo.
¡Bueno! Parecía que sí, que algo se había salvado de la que-
ma. Todavía quedaba una bolsa entera de nachos y otra de
patatas fritas. Además de algunos regalices y algunas go-
mas dulces.
–Toni, ¿mamá sabe que tienes esto aquí guardado?
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–No Patricia, mamá no lo sabe, así que vamos a
tener un secreto de hermanos, ¿te parece? Como ya
eres una niña mayor creo que ya estás preparada
para que tengamos secretos. Eso sólo puede
hacerse entre hermanos y es algo muy importante
entre nosotros.

Toni intentó venderle la moto a su hermanita, como pudo,


para que no le dijese nada a su madre. No es que mamá no
les dejara comer chucherías, pero de forma controlada. No
era amante de las comidas fuera de horas, y por supuesto no
hubiese consentido que los niños tuviesen semejante fuente
de golosinas a su disposición para cuando les viniese en
gana. Patricia, que siempre se había sentido apartada del
mundo de su hermano y sus amigotes, de repente se sintió
importante. Se sintió mayor. ¡Toni quería tener un secreto
con ella! Eso la colocaba en una situación en la que nunca
había estado, y le dieron ganas de abrazar a su hermano.
Pero se aguantó. Sabía que a Toni no le gustaban demasiado
las muestras de afecto, sobre todo si venían de ella.

–¡Ven Patricia! ¿Te apetecen unas patatas?


–¡Claro!

Los dos hermanitos se sentaron en la alfombra de la casita


y abrieron el paquete de patatas que todavía estaba entero y
empezaron a devorarlas con ansia.

–Toni, ¿por qué está la cabaña tan sucia? ¿Habéis


hecho vosotros esto?
–Yo no Patricia, pero sospecho quien ha sido, y
cuando lo pille se va a enterar.

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CAPÍTULO II
El Bola

C uando los dos hermanitos dieron por finiquitada la bol-


sa de patatas sospecharon que ya era hora de volver a
casa. Mamá no tardaría mucho en llamarles para comer.

–Toni, ¿qué hacemos? ¿Recogemos todo esto?


–No Patricia, antes quiero que la alimaña que lo ha
hecho lo vea para que no tenga narices de negarlo.

Patricia miró con miedo a su hermano. Se le notaba enfada-


dísimo, y sabía lo terrible que podía llegar a ser enfadado.
Los dos niños emprendieron el regreso a casa y efectiva-
mente, mamá ya salía por la puerta dispuesta a llamarlos
para comer.
Era mejor haber regresado antes, para que a mamá no se le
ocurriese asomar la cabeza en la casita del árbol. Si llega a
ver todo aquello hubiese pensado que eran ellos los que se
lo habían comido todo, y ahí sí que estarían metidos en un
buen lío. Habían comido patatas, las suficientes para que
sus tripas ya no rugiesen, pero no demasiadas para no co-
mer de forma decente.
Toni ya iba pensando en el castigo que debía aplicarle al
Bola, por traidor y por ansias.
Apenas hubo acabado de comer, se levantó como un resorte
de la mesa, y le preguntó a su madre si podía ir a buscar al
Bola.
Era una tórrida tarde de verano, de esas que se echan la
siesta hasta las ranas, así que mamá lo miró con cara soca-
rrona y le dijo…

–Como salgas ahora al camino van a encontrar de ti


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un charquito en el suelo. No Toni, ahora no sales
que hace mucho calor. Espera al menos un par de
horas y después, si quieres, vas a por tu amigo y os
bañáis un ratito.

Toni pensaba para sí… “Sí, sí, la cabeza le voy a bañar yo


a éste… Un buen rato bajo el agua a ver si se le aclaran las
ideas.”
Entre los tres retiraron la mesa, y mamá se sentó en el sofá
a ver las noticias. Patricia se quedó frita en el otro sofá en
cuestión de segundos, y mamá, seguro que no tardaría mu-
cho en deslizarse también hacia los brazos de Morfeo. Hasta
las perras dormían plácidamente en sus respectivos cojines.
Y Toni no tenía sueño. ¿Cómo iba a tener sueño si apenas
hacía una hora que se había despertado? “¡Jolín!” Y ahora,
¿qué podía hacer? Ruido no, eso estaba claro. Al menos si
quería seguir viviendo en esa casa. Se retiró sigilosamente
hacia su habitación y encendió la consola sin voz. Echaría
una partidita hasta que fuese la hora de ir a buscar al traidor.
Calculó que habría pasado una hora más o menos, por la
cantidad de zombis que había liquidado, y empezó a oír
ruidos por abajo. Parecía que Patricia había despertado y
estaba empezando a incordiar a mamá. Ya podía ir a buscar
al Bola.
Salió, cogió la bici, y se dirigió hacia la casa de su ¿ex
amigo?
Las casas de ambos se encontraban muy cercanas. Vivían
en una especie de urbanización medio asilvestrada en la
que los niños se desplazaban en bici buscando a otros ni-
ños. Apenas había tráfico, y el que había era de residentes
de la propia urbanización, por lo que los padres estaban re-
lativamente tranquilos en lo que a la seguridad de sus hijos
se refería. En cuestión de minutos ya se encontraba frente a
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la puerta del jardín del Bola.

–Albertito, Albertito, te vas a enterar… –Murmuró


Toni cada vez más lleno de rabia hacia su amigo.

Llamó al timbre, y Tiburón, el perro de la casa, le recibió


con ladridos. Tiburón era un poco borde, pero buen chico
en el fondo. Siempre y cuando le dieses comida. Se trataba
de una bestia parda de 45 kilos, cuya misión consistía en
avisar si venía alguien, dormir, comer y cagar. Básicamente
se pegaba una vida que muchos humanos para sí la quisie-
ran.
La puerta se abrió de forma automática, y Tiburón corrió
hacia Toni moviendo la cola amistosamente. El perro co-
nocía de sobra al amiguito de su amo, no obstante, verlo
correr hacia uno acojonaba bastante. El Bola estaba en el
porche de su casa para recibir a su amigo.

–Hola tío, ¿qué pasa? ¿Quieres que nos bañemos?


¿Nos quedamos aquí o vamos a tu casa?
–Hola. –Respondió Toni secamente.

Toni se dio cuenta de que su “Hola” había resultado muy


cortante, así que decidió relajarse e intentar hablar cordial-
mente con Alberto. No quería que sospechara nada hasta
que subiesen a la casita del árbol y se encontrasen con todo
el estropicio. Toni quería ver cuál era la reacción de su ami-
go, con tal de que no pudiese encontrar una excusa creíble
y confesara su crimen.

–Vamos a mi casa, le he dicho a mi madre que


estaríamos allí y nos está esperando.
–Ok, venga pues. ¡Yaaaaayaaaaa, voy a casa de
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Toni!

La abuela del Bola, o la yaya, como él la llamaba era un


ejemplo de abuela sacrificada. Su hija y su yerno trabajaban
todo el día fuera de casa, y solían viajar por negocios, y a
la pobre mujer le tocaba encargarse del cafre de su nieto.
Era ella la que acudía a las reuniones escolares, la que lo
cuidaba, lo llevaba al colegio, a todas las extraescolares…
Y se la notaba cansada. De hecho, últimamente pasaba bas-
tante de su nieto. Toni había notado que se olvidaba mucho
de cosas que antes siempre tenía controladas. Alberto no
quería darle importancia, le decía a su amigo que eso eran
cosas de viejos. Pero Toni ya había visto eso antes. Preci-
samente a su abuelito le pasó algo parecido cuando él era
más pequeño. Sus padres le explicaron que aquello era una
enfermedad llamada Alzheimer, y que poco a poco la gen-
te lo olvidaba todo, hasta quienes eran ellos mismos. Toni
se preguntaba que, si a la abuelita de su amigo le estaba
pasando eso, ¿quién acabaría cuidando de él? Pero bueno,
ese no era el caso… El caso que les ocupaba ahora mismo
era la traición y la gula. El Bola entró en casa y cogió una
mochila. Salió dando un portazo sin que siquiera su abuela
lo mirase. Cogieron las bicis y se dirigieron hacia la casa de
Toni. El trayecto fue raro, Alberto no paraba de hablar con-
tando todas las andanzas del día, y lo mucho que se había
aburrido con su abuela, y Toni no podía evitar mirarlo con
recelo y con rabia. Creía de verdad que su amigo lo había
traicionado y se sentía mal. El calor era sofocante, así que
llegaron a casa de Toni empapados en sudor y con ganas de
darse un buen chapuzón. Las perras salieron como siempre
moviendo el rabo de lado a lado y saltando como locas.

–¡Venga, Toni! ¡Vamos corriendo a la piscina!


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–No, espera Alberto, que primero quiero que veas
algo…
Toni estaba deseando subir a la casa del árbol para ver cuál
era la excusa que se le ocurría a su amigo. Quizás de eso
dependiera que se bañase en su casa, o que tuviese que salir
pitando hacia la suya de nuevo.

–Vamos a la casita del árbol, quiero enseñarte una


cosa.
–Jo tío… Pero yo quería ir al agua… Venga, vamos,
enséñame lo que tengas que enseñarme a ver si por
fin podemos bañarnos.

Los dos amigos se dirigieron hacia la casita del árbol, y


Toni invitó, con toda la amabilidad que pudo a Alberto para
que subiese antes, con el único fin de observar su reacción.
Alberto subió por la escalerilla de cuerda y accedió a la
casita a través de la trampilla. Cuando la abrió exhaló un
grito y le dijo a Toni:

–¿Pero esto qué mierda es, tío? ¿Esto es lo que


querías enseñarme? O sea, que te comes todas las
chucherías que recogimos ¿y encima me enseñas
la mierda que has dejado? ¡Encima querrás que te
lo limpie! ¿Pero cómo eres tan egoísta, colega?
¡Que me llené todos los bolsillos y confié en ti! Yo
creía que todo esto lo compartiríamos durante el
verano. Ya no sé si quiero bañarme en tu casa, creo
que me voy a la mía.

Toni quedó atónito ante las palabras de Alberto. La cara de


su amigo era de auténtica furia y decepción. Lo conocía
desde hacía muchos años, vamos, desde primero de infan-
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til, y esto le ayudaba a conocer las circunstancias en las
que su amigo decía la verdad, aunque se tratase de pocas
ocasiones. Y sí, le daba la impresión de que Alberto estaba
diciendo la verdad. ¡Realmente creía que había sido Toni el
que se había pegado el banquete!

–Ey, ey… Espera Alberto. Te he traído aquí para


que vieses esto porque yo creía que eras tú el que
se había colado en mi casa para comértelo todo.

Alberto abrió mucho los ojos, como flipando con su amigo.

–Pero, ¿cuándo quieres que haya venido yo a


comerme todo esto, so parguela? Si acabamos ayer
las clases y hoy he estado sobando casi todo el día
porque ¡me aburro como una ostra! ¿Cuándo crees
que haya podido venir yo aquí sólo?

Entonces Toni contestó a su amigo:

–Pues no sé, tío, alguna tarde que haya salido con


mi madre…
–¿Pero cuando? Si yo siempre tengo las tardes
llenas de extraescolares… Cuando no estoy en el
conservatorio estoy en la academia de inglés,
cuando no en teatro, cuando no en el fútbol
¡contigo!
¿Cuándo quieres que venga? ¡Si hoy es el primer
día que tengo libre desde ni me acuerdo!
Y encima lo que más me fastidia es que desconfíes
de mí. Yo creía que éramos amigos. No sé cómo
has podido, tío… –Alberto estaba realmente
decepcionado.
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Toni ya empezó a angustiarse con los reproches de su ami-
go.
–Alberto, que yo no he sido tampoco. Vamos a ver,
si sólo tú y yo sabíamos lo que había ahí, y yo no
he sido, ¿quién crees que pensé que lo había
hecho? Es lo más lógico, ¿no? Si no, ¿quién ha
sido?
–Pues no lo sé tío, yo sé que yo no he sido, y si tú
dices que tú tampoco… Pues habrá sido tu
hermana que lo encontró, o yo que sé…

No, a Toni no le cuadraba que fuese Patricia. Ella no había


subido nunca allí, y normalmente la tenía controlada. No se
había dado la ocasión para que la pequeña se despistase y
acabara en la casita del árbol. Algo se les estaba escapando.

–No, Alberto, estoy seguro de que Patricia no ha


sido. Ella nunca, antes de hoy, había subido aquí.
Y si ella sola se hubiese comido todo esto estaría
enferma.

Alberto encontró bastante razonable la argumentación de


su amigo. De hecho, Patricia nunca había estado en la casa
del árbol con ellos. Y era cierto… Si ella sola se hubiese
zampado todo, le dolería la barriga. Algo raro habrían nota-
do en su casa y Toni hubiese sospechado.

¿Pero entonces? ¿Quién se había comido aquello?

Los dos amigos entraron finalmente del todo en la casa del


árbol para intentar limpiar el desastre. Encima, la madre de
Toni no podía verlos sacar los envoltorios de chucherías.
Les caería un buen paquete porque pensaría que se lo ha-
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bían comido ellos en un rato. ¿Qué podían hacer?
Mientras acababan de subir por la escalerilla de cuerda y
accedían a la casa, observaron por el rabillo del ojo cómo
una sombra se deslizaba fuera por una de las ventanas. Los
dos se quedaron mirando, porque no sabían exactamente lo
que habían visto. Sólo algo proyectando una sombra alar-
gada en la pared que se escabullía. Entonces oyeron pasos
que se alejaban de la casita. Las hojas secas que se habían
desprendido del árbol por el calor crujían, cada vez más
débilmente, mientras algo se alejaba de ellos.
Corrieron hacia la ventana, pero ya no vieron nada.
«¿Y las perras? Seguro que las perras debían haber
visto algo…» Toni las buscó, y las vio a las dos dormir
plácidamente en el porche de la casa. «¡Qué cosa más rara!»
Ellas se daban cuenta de todo. Y de aquello ni se habían
percatado. ¿Qué era lo que estaba en la casita?

–¿Tú has visto lo mismo que yo?

Le dijo Toni a su amigo…

–Pues no sé… ¿Tú que has visto, tío?

Le contestó Alberto con evidente cara de no entender nada.


Los dos amigos se miraron un rato en silencio sin saber
muy bien qué decir. Al final El Bola dijo:

–Bueno, ¿pues qué? Recogemos esto y vamos a


darnos un chapuzón, ¿no? Total, ya nada se puede
hacer…

Así que los dos amigos se pusieron manos a la obra. Lo


metieron todo en una de las cajas destinadas a almacenar
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cómics, a falta de una solución mejor, para que mamá no
se enterase de nada. Acto seguido salieron de la casita y se
estuvieron bañando y jugando un par de horas en la piscina.
No volvieron a mencionar el incidente durante casi toda la
tarde, pero a última hora Toni ya no pudo más.

–Alberto, ¿qué crees que ha podido pasar?


–Toni, no lo sé… Ni siquiera sé muy bien lo que he
visto ahí. Creo que lo mejor será que lo olvidemos.

Alberto se marchó a su casa casi de noche. Era tarde y los


grillos ocuparon el sitio de las cigarras dando paso a una
calurosa noche de verano. Papá hacía rato que había re-
gresado a casa y se encontraba regando las plantas del jar-
dín. En breve llegaría la hora de cenar y de retirarse porque
papá seguía madrugando, aunque ellos estuviesen ya de
vacaciones. Esto era un poco desesperante ya que el ca-
lor no acompañaba para dormirse temprano, pero bueno,
en un mes estaría también de vacaciones y esa era la época
que más gustaba a Toni. Hacían barbacoas en el jardín y se
acostaban tarde jugando a cualquier juego de mesa, o senci-
llamente mirando las estrellas y contando historias.
Poco a poco el cielo se fue oscureciendo, y el sonido de los
grillos y las lucecillas de las luciérnagas indicaban la hora
de cenar. La familia, que se encontraba desperdigada por el
jardín, sabía que ya iba tocando entrar en casa y empezar a
desacelerar.
Antes de entrar, Toni se acercó a la casita del árbol. No
subió, sólo la observó desde abajo. No podía evitar pregun-
tarse una y otra vez qué se había comido sus reservas para
el verano. Cuando ya estaba dándose la vuelta para entrar
en casa oyó un ruido, como un crujido que venía de dentro
de la casita. El corazón se le aceleró. Sin poder evitarlo
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exclamó:
–¡Eh! ¿Quién anda ahí?

Se iba acercando sigilosamente, y entonces, observó otra


vez lo mismo que habían visto él y Alberto esa misma tar-
de… Una sombra salía por una de las ventanas. Y ya no vio
nada más, sólo percibió el sonido de las hojas que crujían
mientras lo que fuese se alejaba a toda prisa. Su padre lo vio
allí parado, como un pasmarote, y le preguntó:

–Toni, ¿qué haces ahí plantado como si fueses un


pino? Vamos a cenar, hombre…

Toni miró a su padre y a punto estuvo de contárselo todo


del puro pánico que sentía. Pero se lo pensó mejor. No vio
la necesidad, por el momento, de revelar todo lo que El
Bola y él tenían guardado ahí para el verano. Creyó que lo
mejor era ver cómo se desarrollaban los acontecimientos, y
si aquella cosa volvía decidiría qué hacer.

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CAPÍTULO III
A “alguien” le gustan mis cómics

E l ruido de la aspiradora en la puerta de su dormitorio


despertó a Toni. Buscó a tientas el reloj despertador
y pudo ver que eran las 9.30 de la mañana. “¡Jolín con
mamá!” Ya había empezado la campaña de no puedes estar
toda la mañana en la cama haciendo el vago. En fin… Al
menos lo había dejado dormir el primer día. Se desperezó
haciendo la croqueta en la cama y la aspiradora insistía en
su puerta.

–¡Vaaale, vaaale! Ya me levanto mamá.

Saltó de la cama y abrió la ventana observando un día lumi-


noso de verano, que auguraba ser tan caluroso como el ante-
rior. Se vistió en plan campero. Eso era uno de los mejores
placeres del verano. Fuera uniformes y zapatos incómodos,
todo el día con la primera camiseta que pillaba, pantalones
cortos hasta con agujeros y en chanclas todo el día.
Salió de la habitación y se encontró, tal y como pensaba, a
su madre aspirando concienzudamente la alfombra del re-
llano.

–Buenos días mamá.


–Hola Toni, ¿has dormido bien?

En ese momento Patricia ya subía por las escaleras con su


vestidito fresquito de tirantes.

–¡Hola Toni! ¿Qué haremos hoy? ¿Jugaremos en la


casita del árbol?
–¡Ostras! ¡La casita del árbol!
29
Todo vino de repente a la mente de Toni. El letargo de re-
cién levantado no le había dejado pensar en ello.

–Sí, Patricia, desayuno y vamos a dar una vuelta por


la casita.

Su madre lo miró con cara de extrañeza.

–Vaya, Toni, me alegro que cuentes con tu


hermanita para jugar en la cabaña.

No era raro que su madre se extrañase. Nunca la había de-


jado subir a la casita, y normalmente rehuía a su hermani-
ta. Pero en ese momento prefería subir a la casa del árbol
acompañado. No es que sintiese miedo exactamente, pero
sí cierta intranquilidad.
Desayunaron y salieron al jardín. Las perras les dieron los
buenos días efusivamente, y luego salieron corriendo detrás
de una paloma que se había atrevido a posarse en el suelo a
picotear quien sabe qué.

–Toni, ¿tú crees que habrá pasado algo en la cabaña


esta noche?

Patricia miraba a su hermano con intriga. Un escalofrío re-


corrió la espalda de Toni, a pesar del calor que se notaba ya
a esas horas de la mañana.

–Pues Patricia, espero que no. Espero que no haya


pasado nada.

Los dos hermanos se dirigieron hacia la casita y, aparente-


mente, en el exterior todo era normal. Subieron por la es-
30
calerilla de cuerda y cuando entraron se encontraron otra
sorpresa, si cabe, más extraña que la del día anterior.

–¡Ostras! ¿Qué ha pasado aquí?

Toni no pudo evitar decir en voz alta lo que estaba pen-


sando. Aquello era muy, pero que muy extraño. Lo de que
alguien se comiera las chucherías no era del todo raro, cual-
quiera, dejado llevar por su gula podría haber sido, pero lo
que veía ahora ya no era para nada normal. El día anterior,
El Bola y él salieron tarde de la casita. Nadie había venido
a casa, entonces… ¿Qué había pasado allí?
La caja de los cómics estaba abierta. El paquete de nachos
que quedaba todavía sin abrir estaba vacío y había cómics
abiertos esparcidos por varios sitios de la cabaña, como si
alguien los hubiese dejado a medio leer. No estaban rotos,
ni sucios, ni siquiera demasiado mal colocados. Sencilla-
mente era como si sus amigos y él hubiesen pasado allí una
tarde leyendo y comiendo nachos.
“Pero ¿Quién había ido allí por la noche a leer?”
La cabeza de Toni y su imaginación ya empezaban a dis-
pararse a mil por hora. Intentaba ser razonable y encontrar
una explicación lógica para todo aquello.
¿Sería posible que algún otro de sus amigos estuviese
visitando la casita? Era lo único razonable que se le ocurría.
Descartó la sombra que había visto salir de allí, quizá
fuese una ardilla o algún animalito que entraba y salía por
pura curiosidad. Tenía que ser eso, si Alberto no era, ni él
tampoco… O era Paco o era Rober, no quedaba otra. Eran
el resto de amigos que acudían a la casita para pasar las
tardes. Ellos sabían dónde estaban los cómics… Lo que no
sabían era lo del almacén de chucherías, pero se ve que lo
habían descubierto. Pero algo no cuadraba… Ellos vivían
31
en la ciudad. No es que estuviese lejos, pero, ir allí, por
la noche, sólo para comerse una bolsa de nachos y leer
cómics… No, algo raro estaba pasando.
Patricia y Toni miraban a su alrededor, intentando buscar
alguna explicación o rastro que les diese alguna pista sobre
la persona que invadía su casita del árbol.
De repente, una brisa fría acarició los cabellos de los dos
hermanitos. Hacía ya calor, pero el aire que les había toca-
do era frío. Como una especie de dedos incorpóreos que
les había rozado los pelillos de la nuca de forma muy sutil.
A Toni se le erizaron todos los brazos, y la cara de Patricia
se tornó blanca como la porcelana. Los dos se miraron sin
decir nada. De repente, las hojas de un cómic de Spiderman
que se encontraba cerca de la ventana empezaron a pasar
una detrás de otra a toda prisa, hasta que el cómic se cerró
de golpe. Y otra vez una brisa muy fría, que se desvaneció
por la ventana.
Patricia miró a su hermano con los ojos muy abiertos, y no
pudo evitar hacer otra cosa que salir corriendo. Bajó casi
del tirón por la escalerilla de cuerda, que papá había fabri-
cado una tarde de vacaciones del verano pasado, y corrió
hacia casa. Toni vio por la ventana cómo su hermanita se
acercaba a toda prisa hacia la puerta y un flash pasó por su
mente… “Si se lo cuenta todo a mamá estaré metido en un
lio.”
Además, ¿cómo pensaba explicar aquello? Toni bajó co-
rriendo y llamó a su hermanita:

–¡Patricia¡¡Espera!¡Espera!

Al mismo tiempo corría hacia ella para evitar que entrara en


la casa. Pudo alcanzarla justo antes de que la niña llegara a
la manilla de la puerta.
32
–Toni, tengo miedo, voy a contárselo todo a mamá.
–No, Patricia, no puedes hacerme eso. Si le cuentas
a mamá todas las chucherías que teníamos ahí se
enfadará.

Patricia no entendía muy bien la prioridad que su hermano


le daba a tener un montón de golosinas en una caja. Pero le
dejó hablar…

–Además, ¿qué vas a contarle a mamá? ¿Qué nos


dio un aire? No sabemos qué es lo que ha pasado y
si mamá sospecha que puede ser un animal
peligroso no nos dejará jugar en la casita.

Patricia se quedó pensando. Al final le preguntó a su her-


mano:

–¿Crees que ha podido ser un animal? ¿Qué animal


hace frío?

Lo cierto es que Toni no sabía muy bien qué contestarle a


su hermanita. En verdad no conocía a ningún animal que
fabricase frío. Al final su cabeza inventó una historia que
consideraba más o menos creíble y las palabras salieron en
un orden bastante lógico de su boca:

–Quizás era un murciélago. Piénsalo. Los murciéla-


gos vuelan y como son muy rápidos y oscuros, es
posible que sea como la sombra que nos ha
parecido ver. Sus alas habrán provocado ese
viento fresco que nos ha tocado.

Patricia observaba a su hermano con la boca abierta…


33
–¿De verdad lo crees? –Logró decir la niña.
–Sí Patricia, seguro que sí. Desde luego, es la
explicación más lógica.

Mientras intentaba ofrecer a su hermanita una explicación


convincente de todo aquello iba buscando en su mente un
argumento que le resultara lógico a él mismo. Mucho se
temía que esa situación requería más mentes pensantes y,
sobre todo, más ojos que observasen lo que estaba pasando
a su alrededor.
Finalmente, cuando Patricia se calmó, los dos hermanos en-
traron en casa.

–Mamá, ¿puedo ir a casa de Alberto?


–Toni, ¿no ibas a jugar con Patricia en la casita del
árbol?

Patricia miró a su madre y rápidamente contestó:

–No mami, yo prefiero jugar en casa. Hace mucho


calor ya por ahí fuera.

Su madre se quedó mirándolos con cara de extrañeza y les


reprimió:

–¡Vaya! Dos niños en una casa con jardín y no se


os ocurre cómo disfrutar de ella. Yo cuando tenía
vuestra edad…

Los dos hermanos se alejaron de su madre para no escu-


char la misma cantinela que les profería cada vez que no
hacían lo que ella consideraba correcto. “Cuando yo tenía
tu edad…” Toni para sí pensó que si a su madre le hubiese
34
pasado lo que les había pasado a ellos se hubiese muerto
del susto. Al final, ya desde el salón, Toni le preguntó a su
madre…

–Bueno, mamá, ya lo sé, que somos unos siesos,


pero, ¿puedo ir a casa de Alberto, o no?
–Vale, venga, corre. Pero te quiero en casa antes de
la hora de comer. Hace mucho calor y no quiero
que andes por ahí cociéndote.

Toni cogió su bici y se dirigió a casa de su amigo.


Cuando le contó al Bola lo que le había pasado en la casita,
éste soltó una gran risotada y le dijo:

–¿Qué me quieres decir con todo esto? ¿Qué tienes


un fantasma viviendo en la casita que le gusta
Spiderman? ¡Venga, Toni! Si te comiste tú las
golosinas me lo dices y ya está, no hace falta que
vengas a mi casa a contarme pirulas. Mira, si ya no
estoy enfadado ni nada.
–Que no tío, que es cierto. Te lo juro. ¿Por qué no
vienes a mi casa? Así veremos si pasa algo.

Alberto empezaba a mirar a su amigo ya con cierta preocu-


pación. Empezaba a imaginárselo encerrado en una insti-
tución mental. ¿Tendría que acompañarle como si fuese un
niño chico para que viese que allí no pasaba nada?

–Bueno Toni, venga, vale. Te acompañaré a la ca-


sita, nos quedaremos un ratito y así verás que no
pasa nada, ¿vale? Igual así empiezas a relajarte y
dejas de hacer el tonto.

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Emprendieron la marcha hacia casa de Toni. Mamá estaba
en el jardín cortando unas rosas. Patricia jugaba sentada a
su lado con sus muñecos y las perras brincaban a su alre-
dedor.

–¡Hola! ¿Qué hacéis aquí? Pensaba que os quedaríais


en casa de Alberto.
–No mamá, vamos a jugar un ratito en la casita del
árbol.
–¡Vale! Patricia, ¿no quieres ir con ellos?

El rostro de la niña se tornó blanco.

–No mami, prefiero quedarme contigo.

A Toni le fastidió un poco la contestación de su hermana,


pensó que, si eran dos las voces que intentaban convencer a
su amigo de que algo raro estaba pasando, tendría el doble
de posibilidades de que éste le creyera. “¡Jolín con Patri-
cia!” Siempre insistiendo en ir a jugar a la casita con ellos,
y ahora que realmente la necesitaba no quería ir.

–Bueno mamá, pues nada, vamos nosotros hacía


allí.
–Alberto, ¿cómo está tu abuela? –Preguntó la
madre de Toni.
–Bien, como siempre. Lo que pasa es que
últimamente está muy despistada.

La madre de Toni había observado el deterioro de la abuela


de Alberto, de hecho, había hablado con su madre y había
insistido en que llevasen a la señora a un especialista. Pero
por lo visto, la abuelita de Alberto hacía demasiada falta en
36
casa y todos se negaban a ver lo evidente. La madre de Toni
asintió con un gesto de pena.

–Bueno, cuídala mucho, Alberto. Y salúdala de mi


parte.
–¡Claro! Yo se lo digo.

Los dos amigos se dirigieron a la casita. Toni no pudo evitar


que un escalofrío le recorriese la columna cuando se encon-
tró junto al árbol. Alberto empezó a subir la escalerilla y se
quedó mirando a su amigo:

–¡Vamos cagao! ¡A ver si vas a tener miedo de tus


propias bolas!

Toni miró con recelo a su amigo y ¡no pudo evitar pensar


que el ladrón cree que todos son de su condición. Como
Alberto era un mentiroso compulsivo, suponía que todo el
mundo era como él.

–¡Cagao! ¡Tú a mí no me dices cagao, chaval!

Toni siguió a su amigo por la escalerilla y entraron en la


casita. Se quedó sin habla. Sólo miraba a su alrededor con
los ojos bien abiertos intentando pensar con claridad. Ahora
no sólo había cómics esparcidos por toda la casita, también
había juguetes. Juguetes que Toni ni tan siquiera recorda-
ba que estuviesen almacenados allí. Ahora recordaba que a
mamá le pareció una idea genial la construcción de la casita
porque así podría sacar juguetes del salón. Toni los llevó el
verano pasado y los había almacenado en un baúl, al fondo
de la casita. Ahora ese baúl se encontraba abierto, y había
juguetes esparcidos por todos lados.
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De repente, una avioneta que en su día había sido teledirigi-
da, pero que el mando a distancia desapareció hace algunos
años, emprendió sola el vuelo. ¡La avioneta estaba volando!
A Toni se le escapó un grito. En ese instante la avioneta
cayó de golpe al suelo y otra vez sintió frio. Una brisa muy
fría salió a toda prisa por la misma ventana de la casita.
Toni miró el brazo de Alberto. Parecía el culo de un pollo
del supermercado, tenía toda la piel de gallina. Y su cara
era blanca, petrificada y blanquísima. Tanto, que parecía de
porcelana.

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39
CAPÍTULO IV
La acampada

A l cabo de un rato, Alberto consiguió volver en sí. Miró


a Toni perplejo, y unas pocas palabras salieron balbu-
ceando de su boca:

–Tiiio… ¿Qué ha sido eso?

Toni le devolvió la mirada a su amigo, pero no supo muy


bien qué decir. De hecho, no dijo nada. Sólo miraba la avio-
neta, que en ese momento, se encontraba en el suelo sin
ningún movimiento.
Bajaron de la casita del árbol, y ambos se quedaron calla-
dos, mirándola desde abajo. ¿Cómo podrían explicar lo que
había pasado allí?
Finalmente, Toni fue capaz de pensar. Lo que salía de la
casita también entraba. Normalmente, todos los destrozos
los habían descubierto por la mañana, lo que quería decir,
que fuese lo que entrase allí, lo hacía por la noche.

–Alberto, ¿qué te parecería organizar una


acampada?
–A ver Toni, casi me cago del susto ahí en tu casita
de las narices. ¿Crees que estoy yo ahora para
hablar de acampadas?
–Espera, ¡escúchame! Lo que entra aquí lo hace por
la noche. Estaba pensando en organizar una
acampada todos juntos, para cazar lo que toca
nuestras cosas. Si sale, tendrá que entrar, digo yo…
–¿Todos juntos a quien te refieres?
–Pues eso, todos los amigos juntos, tú, Paco, Rober
y yo. El año pasado ya hicimos una acampada
40
aquí en el jardín, mi madre seguro que nos deja, y
así, a ver si somos capaces de averiguar algo.
–¡Buah! No sé yo si vendrán. Paquito es lo más
comodón que he conocido. Seguro que en estos
dos días ha sido incapaz de mover el culo del sofá.
Y Rober es un empolloncete. ¡Desea que llegue el
verano para leer! ¿Tú crees que eso es normal?
–Vamos Alberto, será divertido, ¡no seas tan malo
con ellos! Son buena gente.
–No, si yo no digo que no sean buena gente… ¡Pero
tienen lo suyo!

Finalmente, Toni consiguió convencer a Alberto para hacer


la acampada, pero primero debían informar de sus planes al
resto de la pandilla. Y para eso necesitaban la ayuda de su
madre. Entraron en la casa en su búsqueda:

–Mamá, por favor, me gustaría mucho poder


organizar una acampada como la del año pasado
aquí en el jardín. ¿Podrías localizar a las madres de
Paco y Rober para ver si les dejan?
–Bueno, ¡Vale! Así por lo menos os airearéis un
poquito, si no el verano acaba limitándose a
consola y sofá. Les mandaré un mensaje a sus
madres para ver si están disponibles estas semanas.

“¿Estas semanas?” A Toni eso le trastocaba los planes. Él


quería hacer la acampada esa misma noche. Tenía prisa y
curiosidad por saber qué era lo que estaba tocando sus co-
sas.
–Pero mamá, ¿no puede ser hoy?
–Toni, me parece un poco precipitado.
–Venga, mamá… Si total nos estamos aburriendo
41
casi todo el día.
–Vamos a ver, primero tienen que darme el visto
bueno sus padres, y después y muy importante,
tenéis que dejarnos dormir. Tu padre y yo
trabajamos y necesitamos descansar, así que no
quiero juerguecitas hasta las tantas, ¿estamos?
–Estamos mamá, no te preocupes.

Alberto observaba la conversación entre madre e hijo, ima-


ginándose ya esa noche cazando fantasmas. La madre de
Toni finalmente lo miró y le dijo:

–¿Y a ti, Alberto? ¿Tengo que llamar a tu madre?


–Uy, no, por mí no se preocupe. Seguro que si me
voy esta noche de acampada ellos ni se enteran,
llegan tan tarde a casa que, normalmente, yo ya
duermo. Se lo diré a mi abuela y ya está.

La madre de Toni asintió ya incapaz de rebatir los argumen-


tos de los dos chicos.

–Bueno, chavales, pues nada. Localizo a los padres


de vuestros amigos y os digo algo, ¿vale?
–¡Gracias mamá!

Toni y Alberto, finalmente, se dirigieron hacia la piscina


corriendo, quitándose ya la ropa por el camino y con prisas
por echarse al agua. El tiempo les pasaba volando chapo-
teando en la piscina. Patricia no había querido ir a bañar-
se. Desde esa mañana se había convertido en la sombra de
mamá. Hacía rato que su madre había desaparecido, por lo
que, seguro, estaba trabajando en su despacho. Patricia de-
bería estar dibujando a su lado o jugando con sus muñecas.
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La pobre niña se había llevado un susto tremendo.
Al cabo de un buen rato, su madre fue hacia la piscina.

–Chicos, vuestros amigos confirman su asistencia


esta noche a vuestra acampada. Así que nada Toni,
tendrás que buscar y airear tu saco de dormir, y
deberíais empezar a montar la tienda, por si acaso
hay que reparar algo. Y tú, Alberto, deberías ir a tu
casa a informar a tu abuela.
–¡Gracias mamá! –Exclamó Toni desde el agua.

Los dos amigos salieron de la piscina y se pusieron manos


a la obra con tal de tenerlo todo preparado para la noche.
Llegó el atardecer, y el primero en llegar fue Paco. Lo traía
su madre en el coche y salió cargado con dos mochilas
enormes. En una llevaba el saco de dormir y un montón de
ropa, por si acaso tenía frío o se manchaba. “¿O se mancha-
ba? ¿Y qué más dará que te manches en una acampada?”
Pensó Toni. Pero, en fin, ya sabía que su amigo era muy
peculiar en ciertos temas. ¡La otra mochila era de comida!
Al final a Toni le extrañó que su amigo no se hubiese traído
también el sofá.

–¡Hola Toni! Gracias por invitarme a la acampada.


Seguro que lo pasamos genial.
–Hola Paco. Sí, seguro que sí. Ven que te acompaño
a dejar las mochilas.

Las dos madres se quedaron hablando en la entrada mien-


tras los dos niños se dirigían hacia la tienda de campaña.

–Oye Paco, ¿cómo han ido estos dos días de


vacaciones?
43
–Bueno, pues descansando. Estaba deseando que
acabara el cole sólo por descansar, pero mi madre
no me deja. Se pasa el día dándome la brasa para
que me mueva y haga cosas. Creo que me ha
apuntado a karate o algo así. No sé qué necesidad
hay de estar haciendo cosas a todas horas…

Toni miraba a su amigo y no pudo evitar que se le escapase


una risotada. Alberto tenía razón, su amigo era un como-
dón. Además, era incapaz de mear en el campo. Tenía, pre-
ciso, que apuntar a la taza del WC. A Toni no le extrañaría
que se hubiese traído hasta el albornoz.
Las dos madres se despedían ya, y la madre de Paco gritó
agitando la mano:

–¡Paco! ¡Hasta mañana! Pásalo bien, cariño.


–¡Mamá! ¡No me llames cariño delante de mis
amigos!

La madre de Paco movió la cabeza con gesto de resignación


y subió en el coche. Toni alucinaba con lo diferentes que
eran madre e hijo. Paco era poco activo, más bien redondito
y muy perezoso. Su madre era todo lo contrario. Siempre
estaba ocupada haciendo cosas. Toni no recordaba nunca
haberla visto sentada en casa. Además, iba al gimnasio, co-
rría maratones… No entendía muy bien de dónde había sa-
lido su amigo, igual es que su madre era tan activa, ¡que él
había nacido cansado! Toni rio por dentro su propio chiste
y siguió caminando junto a Paco. Seguro que el resto no
tardarían en llegar.
El siguiente en llegar fue Alberto. Llegó con su bici, carga-
do con una gran mochila a la espalda. Las perras salieron a
darle la bienvenida y se dirigió directamente a la tienda de
44
campaña.

–Hola tíos, ¿qué pasa?


–¡Hola Alberto! –Le respondió Paco.

Alberto observó las dos grandes mochilas que había traído


Paco, y no pudo contener su lengua.

–Paco, ¿no se te ha ocurrido traer también el sofá?


–¡Ja, ja, ja! Tú tan gracioso como siempre Albertito.

Toni los miraba y reía. Enseguida llegó Rober. Lo acompa-


ñaba su padre en el coche. Mamá estaba en la piscina con
Patricia y papá, que ya había llegado a casa, así que Rober
y su padre bajaron del coche y entraron ambos en el jardín.
A Toni le caía muy bien el padre de su amigo.
Era un hombre más mayor que el resto de padres de sus
amigos. Se casó muy joven, pero enviudó a los pocos años.
Luego conoció a la madre de Rober, que era bastante más
joven que él, y se volvió a casar. Y de ahí nació su amigo.
Se trataba de un hombre muy culto y educado, siempre ha-
blaba con el mismo tono de voz moderado y suave. Parecía
muy tranquilo.

–Hola chicos, espero que lo paséis muy bien esta


noche.
–¡Hola señor! –Contestaron todos.
–Bueno Rober, te dejo con tus amigos. Mañana,
hacia el mediodía, pasará mamá a recogerte, ¿vale?
–Vale papá, muchas gracias por traerme.

A Toni le parecían una familia modélica. Su madre tenía


aspecto de señora que anuncia detergentes y que está en-
45
cantadísima con su vida. Su padre era el propietario de una
gran empresa a la que, por lo visto, le iban las cosas bas-
tante bien, y el hijo era un cerebrito que sacaba unas notas
brillantes. A Toni le caía muy bien su amigo, pero no pudo
evitar sentir un puntito de envidia en el fondo del estóma-
go. Rober venía acompañado de una mochila con el saco
de dormir y, cómo no, libros. A Alberto no se le escapó ese
detalle.

–Tiiio, ¿te traes libros a una acampada? Eres el tío


más raro que conozco.
–Alberto, tus observaciones hace años que me son
indiferentes.
–Sí, bueno, lo que tú digas. Si ni siquiera hablas un
idioma normal.

Toni al final intervino para que la cosa no fuese a más.

–Vamos, chicos, vamos… ¡Estamos de acampada y


de vacaciones! Vamos a pasarlo bien, ¿vale?

Alberto y Rober asintieron y se dieron una palmada en la


espalda. Eso entre tíos era más que suficiente para darse un
gesto de aprobación. Alberto se dirigió hacia Toni y en voz
baja le dijo:

–Oye, ¿les decimos a éstos porqué estamos aquí?


¿O les dejamos que se caguen encima solos?

Toni vio cómo su madre se dirigía hacia donde estaban


ellos.
–Shiiiit, calla, que viene mi madre.
–Bueno, chicos, ¿qué tal? ¿Todo bien?
46
–Sí, señora, muy bien. Gracias por invitarnos a su
casa. –Respondió Rober.

La madre de Toni les informó de que en una hora estarían


listas unas riquísimas hamburguesas y unas mazorcas jugo-
sas a la barbacoa. Los chicos recibieron la noticia entusias-
mados y le dieron las gracias.
Su madre finalmente se alejó, y Toni llamó a sus amigos
para que se reunieran dentro de la tienda.

–Tengo que contaros algo. Esta acampada tiene un


motivo.

Toni les contó todo lo sucedido durante esos días en la casa


del árbol. Los chicos lo miraban curiosos. Y luego con algo
de sorna. Daba la impresión de que no se creían nada de
lo que les estaba contando su amigo. Alberto se dio cuenta
también de este detalle, y no pudo evitar entrar en la con-
versación.

–Tíos, ¡es verdad! Todo lo que está contando éste es


cierto. ¡Yo lo he visto con mis propios ojos!

Rober miró a Alberto.

–Alberto, hace tiempo que no nos creemos nada de


lo que sale de tu boca. ¿Tengo que recordarte que
te llamamos El Bola?
–Rober, en serio, es verdad. Pero bueno, si no nos
creéis no pasa nada, sólo tenéis que esperar.

Los chicos se miraban entre ellos. Al final Paco les dijo:

47
–Bueno, pues esperaremos a ver qué pasa…
Mientras tanto nos comeremos unas buenas
hamburguesas y lo pasaremos bien.

El resto de amigos rieron, Paco ya estaba contento si podía


llenar la panza. Estaba oscureciendo. La madre de Toni les
llamó para que fuesen a recoger la comida. Unas bande-
jas, con hamburguesas y mazorcas, humeantes y olorosas
les esperaban. Se sentaron todos en la entrada de la tienda
de campaña y devoraron con hambre la sabrosa cena. Paco
sacó de su mochila de comida patatas fritas y algunas bol-
sas con diversos snacks. En muy poco tiempo, todo quedó
reducido a la nada.
Estuvieron en silencio unos minutos observando cómo el
cielo se volvía cada vez más oscuro e iban haciendo su apa-
rición miles de estrellas, que pronto cubrirían toda la cúpula
celeste. Alberto fue el primero en romper el silencio.

–Tíos, nos podríamos dar una vueltecita por la ca-


baña a ver si vemos algo.

Toni secundó la idea de su amigo.

–Pues sí, podríamos subir.

Paco y Rober se miraron uno al otro y rieron.

–¡Venga, vamos! A ver si conocemos al famoso


alborotador. –Dijo Paco con sorna.

Toni sacó una linterna, para poder ver con claridad a su


alrededor, y se dirigió hacia la escalerilla del árbol. Fue el
primero en empezar a ascender. Le siguió Alberto, detrás
48
Rober, y por último Paco, que no tenía prisa por meterse en
la cabaña con aquellos tres cabestros.
Toni sujetó la linterna con la boca para poder hacerse valer
de las dos manos para abrir la trampilla y no caerse, por lo
que no iluminaba exactamente donde él quería. Empezaba
a estar inquieto pensando en lo que podría encontrar ahí
dentro. Dudó en entrar. Pero no tuvo más remedio que ha-
cerlo de un trompicón, porque Alberto le dio un tremendo
empujón en el culo, sin darle tiempo a pensar más.

–Vamos tío, ¿qué haces? ¡No quiero estar aquí


oliendo tu apestoso culo!

Alberto irrumpió inmediatamente después dentro de la ca-


sita, y se sentó al lado de Toni. Los otros dos chicos estaban
a punto de entrar también.
Toni orientó la luz de la linterna haciendo un barrido por
toda la casita. A priori, no se veía nada anormal. Sólo no-
taron que la temperatura era mucho más baja que en el ex-
terior. Cosa curiosa, porque la cabaña había soportado un
intenso sol toda la tarde. Entró Rober, seguido por Paco, y
ambos se sentaron junto a sus amigos.

–Bueno, ¿qué? ¿Invocamos al chupacabras o cómo


lo hacemos?

Paco reía y hacía bromas, burlándose de la inocencia de sus


amigos. De pronto la linterna se apagó. Toni le daba golpe-
citos intentando encenderla y Alberto le gritaba:

–¿Qué haces tío? ¡Enciende la linterna!


–Alberto, no se enciende. Yo no la he apagado, se
ha apagado sola.
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Rober les recriminó:

–Bueno, si querías hacer la gracia ya está. Ahora


enciende la linterna, Toni.
–Rober, que no funciona. ¡Que no la he apagado yo!

De pronto, un fuerte viento se levantó dentro de la casita,


pero fuera no había viento. Acababan de entrar y en el ex-
terior no se oía moverse ni los árboles, era una noche de
calma chicha total; sólo se escuchaban grillos y ranas.
El viento de la casita era frio y muy fuerte, como un fuerte
viento de tormenta que se hubiese desatado sólo allí dentro.
Toni seguía golpeando su linterna hasta que por fin funcio-
nó. Al iluminar la pequeña estancia, los chicos no podían
creer lo que veían; los cómics que todos ellos habían ido al-
macenando en la casita estaban danzando en medio de ellos
e iban formando un remolino, sostenidos por aquel viento
frio. Paco se quedó sin poder articular palabra, sólo notaba
toda su piel de gallina, por el frio y por el miedo. Toni mi-
raba a su alrededor con los ojos abiertos como platos, y Al-
berto estaba intentando levantarse para salir de allí, pero el
viento se lo impedía. Finalmente se oyó un grito de Rober:

–¡Socorro! ¿Esto qué es? ¡Aaaaah!

En el mismo instante en que Rober dejó de gritar, los có-


mics cayeron al suelo, amontonándose sin orden ni concier-
to unos encima de otros, y el viento salió por la ventana.
Sí, así era, el viento había salido por la ventana. Los chicos
se quedaron quietos por un momento, intentando pensar.
Pero poco duró la reunión allí dentro. Levantaron con pri-
sas la trampilla y se empujaron unos a otros para salir lo
más pronto posible. Casi de montón, y no sabiendo muy
50
bien cómo, todos se encontraron abajo.
Sintiéndose más seguros, al fin, pudieron articular palabras
sin balbucear. Toni notaba cómo tenía el corazón acelerado
y le repiqueteaba en las sienes. Notaba también la respi-
ración acelerada de sus amigos, por lo que intuyó que el
estado de los demás era bastante similar al suyo.

–¿Qué narices ha sido eso? – Pudo al fin decir Paco.


–Paco, Paquito, te lo advertimos… –Le dijo Alber-
to.
–Ya os dijimos lo que habíamos visto, pero claro…
a Alberto no lo creemos… ¡Pues hale! ¿Nos creéis
ahora?

Rober, desde el raciocinio que le caracterizaba intentaba


pensar. Finalmente dijo:

–Bueno, puede ser que debido al calentamiento de


la casita toda la tarde, con el contraste frio de la
noche haya originado un pequeño tornado ahí
dentro.
–Vamos, Rober, ¿desde cuándo los tornados comen
patatas fritas y leen cómics? –Le replicó Toni.
–Lo que está claro es que ahí dentro pasan cosas
extrañas, y que alguien más aparte de nosotros
visita la cabaña.

Rober respondió a su amigo:

–¿Qué insinúas? ¿Qué tienes un fantasma viviendo


en tu casita del árbol?
–Pues Rober, empiezo a planteármelo seriamente.
–Le contestó Toni.
51
La madre de Toni abrió la puerta de la casa y se dirigió
hacia ellos.

–Chicos, hemos oído un grito desde dentro. ¿Estáis


bien?

Los cuatro se miraron sin saber qué decir. Finalmente, Paco


contestó:

–Sí, señora, estamos bien, es sólo que estábamos


jugando y me he caído. Pero no ha pasado nada.
–Bueno, id con cuidado. Deberíais de empezar a
plantearos ir a dormir. Y no arméis mucho
alboroto, nosotros mañana madrugamos.
–No señora, no se preocupe. –Dijeron los cuatro
amigos al unísono.

La madre de Toni se retiró hacia la casa mirando de reojo a


los chicos. No se las tenía todas con ella de que les dejasen
pasar una noche tranquila.
Las luces de la casa principal se apagaron. Sólo quedaron
encendidas las del porche, y dos farolas del jardín. Por suer-
te la linterna de Toni, ahora, funcionaba a la perfección.

–Bueno, ¿pues qué hacemos? –Preguntó Paco.


–Entremos en la tienda y vamos viendo cómo va la
noche… –Respondió Alberto mirando al resto de
sus amigos.

Los chicos asintieron. ¿Qué remedio les quedaba? En algún


momento debían de plantearse ir a dormir…
La conversación entre ellos fue más bien escasa. Su mayor
interés se centraba en cualquier ruido extraño que oyesen a
52
su alrededor. Toni estaba tan nervioso que sólo escuchaba
la respiración de sus amigos, y sus sienes palpitando por la
tensión. Notaba cómo empezaba a dolerle la cabeza.
La linterna estaba encendida, colgada del centro de la tien-
da de campaña, y ninguno intentó ni siquiera tocarla. En ese
momento Alberto dijo:

–Pues podríamos contar historias de miedo…

El resto de sus amigos se quedó mirándolo sin decir nada.


Si le decían algo, era para invitarlo a dormir en su casa y
no allí. Casi sin darse cuenta, el cansancio y las emociones
hicieron mella en ellos, y fueron, poco a poco, quedándose
dormidos.
Toni se despertó agitado. No se había dado cuenta de que
había cerrado los ojos. Miró su pequeño reloj de pulsera y
vio que los dígitos anunciaban las 04:10 de la madrugada.
Sus amigos dormían en sus respectivos sacos. Paco se mo-
vía balbuceando algo que no se entendía. Debía estar soñan-
do. Nada extraño, teniendo en cuenta la cantidad de comida
chatarra que llegaba a comer. La linterna seguía encendida,
pero de repente, la luz empezó a parpadear hasta que se
apagó. Toni pensó que la vida de las pilas había llegado a
su fin, pero en ese momento notó cómo un viento frío en-
traba en la tienda por un huequillo que había quedado en la
cremallera de la fina puerta de tela. Se quedó petrificado.
Era el mismo viento que había notado en la casita del árbol.
Notó que todos los pelillos de su cuerpo se ponían de punta.
En ese momento algo pronunció su nombre:

–Toooooniii...

Le dio la sensación de que su corazón se paraba. Pero la


53
voz, que venía del viento, insistió…

–Toooooniii, ven conmigo…

En ese momento Toni se incorporó, no supo muy bien por-


qué; sentía que no era dueño del todo de su cuerpo. Un
miedo atroz, que no recordaba haber sentido en su vida le
recorría como una sacudida eléctrica, pero en su interior
notaba que debía obedecer a aquella voz.
Salió a gatas de la tienda de campaña. Ese viento frio le
acompañaba. Era como una especie de burbuja helada que
creaba corrientes de aire a su alrededor. Cuando Toni se
incorporó fuera de la tienda, el fenómeno empezó a hacerse
denso. Pasó de ser frio e incorpóreo a tomar cierta forma.
No era transparente ya, era como una especie de nebulo-
sa blanquecina que iba tomando forma humana. Una nube
blanca, de aproximadamente su misma estatura, se formó
delante de sus ojos, y alargó un brazo hasta casi tocarle.
Poco a poco esa nube iba siendo más nítida, hasta que Toni
casi llegó a diferenciar rasgos humanos. Estaba casi seguro
de que vio ante sí la cara de un niño de su misma edad que
le miraba curioso.
En ese momento, Alberto salió a tientas de la tienda y que-
dó perplejo al ver la nube blanca casi tocando a su amigo.

–¡Ey! ¿Esto qué es? ¡Deja a mi amigo en paz!

Alberto no pudo evitar intentar ahuyentar aquella cosa por


temor a que hiciese daño a Toni. En un abrir y cerrar de
ojos, la nube se esfumó. Pasó a ser viento frio, y luego nada.

–¿Qué haces tío? ¡Casi veo lo que era! –Le


recriminó Toni a su amigo.
54
–¿Pero qué dices, idiota? ¿Y si te hace daño? ¿Y si
te convierte en humo también? –Le respondió
Alberto.

Toni reflexionó antes de contestar a su amigo. Él creía estar


seguro de que aquella cosa no quería hacerle daño, era una
sensación que tenía en su interior. Lo cierto era que, en el
momento en que aquel viento frio empezó a tomar forma
humana, sus sensaciones ya no eran de miedo, sino más
bien de curiosidad.

–Alberto, estoy seguro de que su intención no era la


de hacerme daño. No sé cómo explicártelo, pero
creo que estoy bastante seguro de que sea lo que
sea, no es malo.
–¿Y si te equivocas? –Le respondió Alberto.
–Creo que no me equivoco.

El cielo empezaba a clarear. ¿Cuánto tiempo había pasado


desde que se había despertado? Toni volvió a mirar su reloj
y vio que eran las 6:10. ¡Habían pasado dos horas! ¿Cómo
era posible? Había perdido completamente la noción del
tiempo.
Entraron dentro de la tienda de campaña. Todavía podían
dormir plácidamente un par de horas, antes de que el sol
convirtiera aquel habitáculo en un horno, y Toni presentía
que su nuevo amigo no se volvería a manifestar por el mo-
mento.

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56
CAPÍTULO V
Nebulosas y recuerdos

E l sol empezó a recalentar la tienda, lo que obligó a los


chicos a ir despertando poco a poco. La temperatura iba
subiendo minuto a minuto, y el ambiente empezaba a ha-
cerse irrespirable. El primero en salir corriendo para tomar
aire fresco fue Paco, y detrás todos los demás.

–Ostras, no recordaba lo irrespirable que puede


llegar a ser una tienda recalentada. –Dijo Paco.

Alberto le contestó:

–Sí, sobre todo si está recalentada por tus aires…

El resto de amigos reían mientras la cara de Paco se enro-


jecía por el enfado. Justo en ese momento, antes de que las
cosas se pusieran feas, la madre de Toni asomó la cabeza
por la ventana de la cocina.

–¡Chicos! ¿Os apetece un buen desayuno?


–¡Siiiii! –Contestaron todos.

Después de devorar un suculento y abundante desayuno,


los chicos salieron otra vez al jardín; se sentaron en la puer-
ta de la tienda de campaña, e instintivamente, todos mira-
ron hacia la casita del árbol. Al final Paco dijo en voz alta
lo que algunos de ellos pensaban:

–Menos mal que ya no pasó nada más anoche…


–Eeeejeeem… – Carraspeó Alberto mirando a Toni.

57
El resto de la pandilla se dio cuenta, claro. Alberto sabía
cómo hacerse notar cuando quería.

–¿Pasó algo más? –Dijo Rober– ¿Qué pasó que no


nos enteramos el resto?
–¡El resto dormíais como ceporros que sois! –Les
contestó Alberto riendo.

El semblante de Toni se puso serio. No consideraba que


todo aquello fuese cosa de risa. Lo que sea que le había
despertado quería conectar con él, al menos Toni lo había
sentido así. Al final, Alberto les contó lo que vio a sus ami-
gos, y concluyó el relato diciendo:

–Como Toni siempre está en las nubes, una nube


casi se lo lleva. Menos mal que me desperté yo
para bajarlo otra vez a la tierra.
–Alberto, no era sólo una nube, pude diferenciar
rasgos humanos, una cara, como la tuya o como la
mía. –Le contestó Toni–. Además, creo que quería
decirme algo. Siento que todo esto pasa porque esa
nube, o lo que sea, quiere comunicarse conmigo.
–Claro, tío, quiere pedirte prestados los cómics…
–Le dijo Alberto riendo.
–Vamos, Alberto, ¡no seas ceporro! –Le recriminó
Rober.
–Todos vimos lo que pasó en la casita, eso no tiene
explicación. Además, se sabe desde muy antiguo
que existen una serie de fenómenos que no
podemos entender, pero que no tienen por qué no
ser ciertos. Si Toni tiene esa sensación, y ha visto
lo que ha dicho que ha visto, yo, ahora, le creo. A
ti no, ¡a ti no te creería nunca! –Rio Rober mien-
58
tras la cara de Alberto palidecía.

Al final Toni intervino buscando soluciones y paz entre sus


amigos.

–Si digamos, esa cosa, es un fantasma… ¿Se


supone que habrá muerto aquí en mi casa?
–Pero eso no puede ser… –Intervino Alberto–.
Todas nuestras casas son de nueva construcción.
La urbanización apenas tiene como 12 años. Mis
padres la compraron justo antes de tenerme a mí. Y
tu casa igual. ¿Quién puede haber muerto aquí?

Paco contestó:

–Igual algún niño se hizo daño en el monte que ha-


bía antes...

Rober pensaba mientras el resto de sus amigos hacía sus


cábalas. Al final intervino:

–Que estas casas sean de nueva construcción no


quiere decir que antes aquí no existiese nada. Lo
que tenemos que averiguar es qué había.
Necesitamos a alguien que se pueda acordar de si
le pasó algo a algún niño que viviese cerca.
–Ahora que lo dices, creo recordar que mi abuela,
alguna vez me ha dicho algo. –Les dijo Alberto–
Pero no recuerdo exactamente lo que me contó…
Cosas de estas de viejos, como… Antes de
construir todo esto, aquí había campos… Y no sé
cuántas flautas más.

59
Paco respondió:

–Alberto, eso quiere decir, que seguramente tu


abuela recuerda si hubo aquí una casa. Esto no está
lejos de la ciudad, pero sí lo suficiente como para
que antes de haber tantos coches la gente no pudie-
se venir todos los días a cuidar los campos de
cultivo. Seguramente existiría alguna casa en la
que vivirían las personas que trabajaban aquí.
Quizás deberíamos de hablar con tu abuela a ver
qué nos cuenta…

Los chicos se miraron unos a otros. Al final Toni dijo:

–Pues a mí me parece una estupenda idea, seguro


que averiguamos algo.

Después de avisar a la madre de Toni, los chicos se diri-


gieron hacia la casa de Alberto. Tiburón salió a recibirles
mostrando sus malas pulgas de costumbre. No les atacaba,
pero sí les mostraba su malestar por su presencia.

–¡Abuela! ¡Abuela! ¿Dónde estás?

Alberto buscaba a su abuela por la casa. Al final pudo en-


contrarla, la señora se encontraba en el porche trasero, sen-
tada en una mecedora y con la mirada fija en la nada.

–¡Abuela! ¡Abuela!

Alberto le gritaba, pero su abuela ni siquiera volvía la ca-


beza. Al final, el niño zarandeó a su abuela y logró que ésta
volviese en sí.
60
–Abuela, ¿qué te pasa? Te estaba gritando y ni me
mirabas…
–A mí nada, cariño, ¿qué quieres que me pase?
Supongo que sólo estaba distraída. –Contestó la
abuela.

A Toni aquello no le gustaba nada, le recordaba a la de-


generación de su abuelo, y no pudo evitar sentir lástima
por aquella señora, y también por su amigo. Al final intentó
quitar hierro al asunto para que Alberto no se preocupase:

–Alberto, no la atosigues. Seguramente tu abuela se


habrá quedado un poco dormida.

Alberto no era especialmente sensible, por lo que el inci-


dente con su abuela se le olvidó enseguida y fue a lo que
realmente le interesaba.

–Abuela, hemos venido para preguntarte si te


acuerdas de lo que había aquí antes de construir
nuestras casas.
–Sí, aquí había campos… Muchos campos… Con
árboles frutales y huertas… Y cultivos… Y tam-
bién había mulas que labraban la tierra. Ahora sólo
asfalto y casas feas.

Bueno, la abuela había dejado claro que aquellas casas no


eran exactamente de su gusto.
Su tono era melancólico, como sintiendo pena por los años
pasados, y por el cambio tan rápido que la ciudad había
impuesto a todo lo que existía a su alrededor.

–Vale, abuela, eso es lo que ya me habías contado,


61
pero ¿recuerdas que hubiese alguna casa por aquí
cerca? ¿Alguna casa donde viviese una familia con
un niño?

Alberto estaba nervioso esperando una respuesta de su


abuela.

–Una casa… Sí, sí… Creo recordar que había una


casa. Una masía. Ahí donde vive tu amigo. Allí
había cerdos, y gallinas, y cerraban las mulas. Mi
familia les compraba huevos. Estaban buenos,
muy buenos, algunos con dos yemas…, No como
los que compráis ahora en los supermercados…

Otra vez había vuelto ese tono melancólico. Toni observó


los ojos de la abuelita de Alberto. Brillaban. Toni no sabía
muy bien si era por la emoción de recordar su infancia o
por la melancolía del paso inexorable del tiempo. Alberto
seguía con su interrogatorio:

–Abuela, y ¿había algún niño?

La abuelita quedó de momento como desconectada. Sus


ojos miraban otra vez a la nada.

–¡Abuela! Caray, otra vez igual… ¡Abuela!

Alberto comenzaba a ponerse muy nervioso. Entonces la


mujer volvió en sí otra vez.

–Hola, Alberto, cariño. ¿Me decías algo? ¡Mira! ¡Si


están aquí tus amiguitos! ¿Queréis una limonada
fresquita?
62
Los niños se quedaron serios mirando a la señora. Alberto
alucinaba con su abuela. ¿Cómo podía desconectarse de esa
manera?

–Escucha, estábamos hablando de una antigua


masía que había donde está ahora la casa de Toni.
¿Te acuerdas, abuela?
–Sí, sí, había una masía. Vendían unos huevos
buenísimos. Muy buenos, algunos con dos yemas.

La mente de la señora parecía que había entrado en una


especie de bucle del que Toni no estaba seguro de poderla
hacer salir. La abuela se levantó, y al cabo de pocos minu-
tos salió con una bandeja con una jarra de limonada con
hielo y cinco vasos. Les sirvió limonada a todos y luego
ella también lo hizo. Estaba buena y fresquita, cosa que
agradecieron mucho los niños, porque el calor ya apretaba
a esas horas de la mañana. Alberto insistió de nuevo:

–Abuela, ¿recuerdas si en la masía vivía algún niño?


–¿Qué masía, cariño?

Alberto estaba perplejo. No entendía lo que le pasaba a su


abuela. Era incapaz de imaginar que la persona de la que
tanto dependía pudiese estar enferma.

–Abuela, nos has contado que donde vive Toni


había una masía, y que vendían unos huevos muy
buenos. Ahora dime… ¿recuerdas que viviese
algún niño allí?
–¡Oh! ¡Claro que había niños! Allí vivían varias
familias y todas tenían hijos. Yo era muy pequeña,
casi no me acuerdo de ellos. Algunos eran más
63
mayores que yo, otros eran bebés. Recuerdo verlos
correteando entre las gallinas.

Alberto pensó que ya estaban dando pasos adelante. Por lo


menos ya sabían que allí había niños.

–Abuela, y ¿recuerdas que le pasase algo raro a


alguno de los niños?

La señora quedó perpleja ante la pregunta. A Toni le dio la


sensación de que volvería a desconectar en breve.

–¿A qué te refieres, Alberto? ¿Algo raro como qué?


–Como que muriese alguno, abuela, que hay que
decírtelo todo...
–¡Uy! Yo no lo sé cariño… Era muy pequeña. Pero
sí recuerdo que las cosas se pusieron muy feas. No
fuimos más a por huevos. Sonaban sirenas en la
ciudad, y nos escondíamos de los ruidos.

Dos grandes lágrimas bajaron por las mejillas de la abuela.


Y de momento sus ojos se quedaron fijos otra vez. Sólo
hizo el gesto de dejar el vaso encima de la mesa.

–Abuela, ¿cómo que os escondíais de los ruidos?


¿Qué quieres decir?

La abuela de Alberto había vuelto a su mundo, un mundo


que sólo ella ahora mismo era capaz de ver.
Alberto le apretó la mano a su abuelita. Por suerte, la mujer
volvió en sí enseguida.

–Bueno, chicos, y ¿cómo va la acampada?


64
–Muy bien, señora. Entretenida. – Dijo Paco.

Rober miró su reloj y vio que ya casi eran las 11.30 de la


mañana.
–Ostras, chicos, me tengo que ir. Mi padre me dijo
ayer que mi madre vendría a por mí hacia el
mediodía, y ya son las 11.30. Si queréis que os
ayude a recoger tendremos que irnos ya.

Toni tenía pena de irse. Era posible que pudiesen obtener


más información de la abuelita de Alberto. Por otra parte,
pensaba que aquella mente cansada ya no daba más de sí
en ese asunto. ¿Qué serían los ruidos de los que hablaba la
señora? Bueno, ya pensarían algo… Por lo menos ya tenían
información en la que basarse.
La pandilla salió de casa de Alberto para dirigirse a casa de
Toni y recoger los restos de la acampada. Pronto llegarían
sus padres a recogerles, y Toni sabía que, si no lo hacían
todo ya, luego le tocaría arremangarse a él solito porque
Alberto saldría por patas. El calor apretaba ya. Las cigarras
hacía rato que habían comenzado su cántico incesante, has-
ta que les diesen el relevo a los grillos al atardecer.
Llegaron a casa de Toni y empezaron a recoger mochilas,
sillas, mesas, sacos…

–Toni, ¿la tienda también la desmontamos? –Dijo


Paco.
–Pues Paco, estoy pensando que podíamos hacer
otra acampada en unos días, a ver si podemos
descubrir algo más. –Le contestó Toni.

El chico no pensaba dejar las cosas así. Sintió que aquella


nebulosa que se le apareció ante los ojos, realmente, quería
65
conectar con él.

–Y ahora ¿vamos a dejarlo así? La abuela de


Alberto nos ha dicho muchas cosas, pero no
tenemos ni idea de lo que pasó aquí exactamente.
Y ¿qué eran aquellos ruidos a los que se refería?
¿Y las sirenas en la ciudad? ¿No os parece todo
muy extraño?

A Toni se le amontonaban las preguntas en la cabeza y que-


ría respuestas.

–Lo que no se es dónde buscar más información…


me siento perdido.
–A ver Toni, existe un sitio, al que quizás no hayas
ido mucho, pero que sirve para buscar
información. Te sorprendería la de cosas que
puedes averiguar allí. ¡Se llama biblioteca, tío!
¡Que no te enteras! Y además tienen una cosa con
la que ya vas a flipar… ¡La hemeroteca! Fíjate que
hasta puedes buscar periódicos y todo, ¡y
ordenados por fecha! –Dijo Rober, que no pudo
evitar hablar con sarcasmo.

Siempre lo trataban de empollón y de friki, y ahora era él el


que les tenía que dar las soluciones.

–¡Ostras! ¡Es verdad! Si sabemos más o menos el


año aproximado del que habla la abuela, podemos
buscar información de lo que pasó. –Dijo Toni
entusiasmado.
–Muy bien, Toni, te mereces una galletita de pre-
mio. –Le contestó Rober riendo.
66
–Bueno, ya, déjalo, ya sabemos todos que tú eres
muy listo…

A Toni ya empezaba a molestarle el tonito con el que le


hablaba Rober…

–¿Os parece bien que nos encontremos mañana en


la biblioteca? –Dijo Toni a sus amigos.
–Bueno… –Respondieron Rober y Paco.
–A mí me tendrás que llevar, Toni. Mi abuela no
conduce y mis padres ya sabes que viven en otro
planeta. –Dijo Alberto.
–Vale, pasaremos mañana hacia las 11 a buscarte.

Toni estaba contento, sentía que averiguarían cosas esclare-


cedoras. Los chicos acabaron de recoger entre risas y con-
versaciones banales, y sus padres comenzaron a aparecer
para recogerles. Al final quedaron Alberto y Toni, sentados
en la puerta de la tienda de campaña y, sin querer, los dos
con la vista clavada en la casita del árbol.

–¿Quieres que subamos a leer comics un ratillo?


–Le comentó Alberto a Toni.
–Bueno. ¡Vamos! –Le respondió éste.

En ese momento apareció Patricia con dos vasos de refres-


co.
–Me ha dicho mamá que os de esto, que hace ya
mucho calor.

Los dos chicos le agradecieron el gesto a la niña, bebieron


los vasos fresquitos y se decidieron a encaramarse a la ca-
sita.
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–¿Vais a subir ahí? –Les preguntó Patricia.
–Sí, claro, no pasa nada. –Le contestó Toni.

La niña miraba a su hermano con preocupación. Ella sabía


que sí pasaban cosas, cosas que la asustaban mucho.

–No subas Toni…


–Patricia, no pasa nada, no te preocupes.

La pequeña quedó abajo mirando a los dos amigos trepar


por la escalerilla de cuerda. Abrieron la trampilla de la ca-
sita y accedieron al interior.
Todo parecía estar en su sitio, tal y como lo habían deja-
do el día anterior. Pero Toni notaba que algo era diferente.
Pero ¿el qué? Miró atento a su alrededor… Todo parecía
normal… ¡De repente lo vio! En los restos de snacks, pata-
tas y algo de polvo que había en el suelo, porque limpiaban
más bien poco, había un nombre escrito.

–Alberto, ¡mira!

Los dos chicos pudieron leer perfectamente lo que alguien


había escrito, al parecer con un dedo… “Alfonso”. Lo leían
claramente. Allí estaba escrito “Alfonso”. Alberto miró a
Toni y dijo:

–Toni, esto no lo has escrito tú, ¿verdad?


–No Alberto, ¿Cuándo quieres que lo haya escrito?

De repente, una suave brisa se levantó dentro de la casita,


movió el polvo y el nombre se borró. Así, sin más. Los
chicos se asomaron por la ventana para comprobar si hacía
viento, pero no era el caso. Ni siquiera se movían una pizca
68
las hojas de los árboles.

–¿Quién es Alfonso, tío? –Le preguntó con cara de


asombro Alberto a Toni.
–Alberto, seguro no lo sé… Pero lo intuyo.

Algo a Toni le decía que Alfonso era el nombre de la ne-


bulosa.

–No, ¿en serio? ¿Quieres decir que, al final, será


verdad que hay un fantasma aquí leyendo nuestros
cómics?

A pesar de todo lo que había visto, Alberto se negaba la po-


sibilidad de que estuviese presenciando las andaduras de un
fantasma. Intentaba tener pensamientos racionales. Para él,
todo lo que escapase de su mundo y su rutina no podía ser.

–Intentaremos averiguar cosas mañana en la


biblioteca.

Toni estaba ansioso por descubrir qué había pasado en lo


que ahora era su casa.

–Debe ser tarde, Toni, creo que me voy para casa.

Efectivamente era tarde. Iban a ser las dos en el reloj de la


cocina. Mamá ya estaba sirviendo la comida.

–Vaya, ¡por fin entras! Estaba a punto de llamarte.

Toni y Patricia ayudaron a servir la mesa y se sentaron a


comer con mamá.
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CAPÍTULO VI
Periódicos con mucha historia

A las 10.30 de la mañana, Toni ya estaba sentado en el


coche, esperando impaciente a su madre.

–Vaya Toni, jamás hubiese creído verte nervioso


por ir a la biblioteca. ¿Y cómo es eso que os ha
dado por ahí?

La madre de Toni estaba alucinando desde que ayer, des-


pués de comer, Toni le dijese que si podía llevarlos a Alber-
to y a él a la biblioteca al día siguiente. Ella siempre insistía
e insistía en que leyesen, pero parecía que sus ruegos caían
en saco roto. Esa mañana, no había hecho falta despertar
a Toni. A las 9 en punto estaba levantado, desayunando y
preparándose para ir a la ciudad.
Había ido también a visitar la casita del árbol, por si existía
alguna novedad, pero parece que esa noche, el fantasma no
se había manifestado. Todo estaba tal y como Alberto y él
lo habían dejado ayer, eso le causó cierta decepción; espe-
raba más de su fantasma.
Mamá estaba ayudando a Patricia a atarse en el asiento tra-
sero. Toni no pudo evitar su impaciencia y le preguntó a su
madre:

–Mamá, ¿tú sabes lo que existía aquí antes que


nuestra casa?
–¿A qué viene esa pregunta, Toni? ¿Ahora te pica
la curiosidad? Pues mira, cuando tu padre y yo
vinimos a visitar el terreno en el que se iba a
construir la urbanización, recuerdo que aquí, justo
donde está situada nuestra casa, había unas ruinas.
72
apenas cuatro paredes en pie de lo que parecía ser
un antiguo corral, y un montón de escombros. Lo
que parecía ser un tejado derrumbado, una alber-
ca… Yo diría que eran los restos de una antigua
masía. Y poco más.
–¿Y tú crees que aquí habrán vivido familias?
–Preguntó de nuevo Toni.
–Pues supongo… No lo sé. Pero de serlo, hace
muchos años. ¿A qué viene tanta pregunta? – Su
madre empezaba a estar intrigada por las preguntas
del niño.
–Por nada, mamá. Simple curiosidad…

Su madre lo miró con cara de no entender nada.


Al final se dirigieron a recoger a Alberto, éste les estaba
esperando fuera de la verja de la casa.

–Hola Alberto, ¿cómo está tu abuela? –Le dijo la


madre de Toni.
–Bien, gracias. Parece que hoy tiene un buen día.
–Le contestó Alberto amablemente.
–Me alegro mucho. Venga chicos, pues vamos
hacia la biblioteca.

Alberto susurró en voz baja a Toni:

–¿Qué? ¿Alguna novedad en la casita?


–No, hoy nada. Pero mi madre me ha confirmado
que existieron ruinas de una masía donde ahora
está mi casa. –Le contestó Toni.
–¿Qué murmuráis, chicos? ¿Ya estamos con los
secretitos? –Les dijo la madre de Toni riendo.
–No mamá, no es nada. –A Toni le molestaba, a ve-
73
ces, el oído tan fino que tenía su madre para lo que le inte-
resaba. Llegaron a la biblioteca y su madre los dejó en la
puerta.
–Toni, yo voy con Patricia a hacer unas compras por
el centro. Te recogeré dentro de aproximadamente
hora y media, ¿entendido?
–Entendido mamá, no te preocupes.

El resto de los chicos ya les esperaban arriba de la escali-


nata de acceso a la biblioteca. Toni los miró y el pulso se le
aceleró. ¿Y si no encontraban nada? O, ¿Y si lo encontra-
ban todo? Se reunieron al fin en la entrada, se saludaron y
entraron en la biblioteca.

–¿Por dónde empezamos? La verdad es que no sé


exactamente ni qué buscar… –Dijo Alberto.

Las bibliotecas no eran precisamente el hábitat en el que


Alberto solía moverse. Ya se perdía buscando cosas con-
cretas… Como para no saber ni lo que buscaba… Al final
Rober cogió la batuta de todo el asunto.

–Bueno, yo creo que lo primero que deberíamos


hacer es situarnos. Alberto, tu abuela cuenta que
ella era muy pequeña cuando iban a la masía a
comprar huevos, pero es capaz de recordarlo, lo
que creo que significa que tendría unos 3 o 4 años.
A ver, ¿Cuántos años tiene tu abuela?
–Yo qué sé… –Contestó Alberto.
–¿Cómo que “yo qué sé”? ¿No sabes cuántos años
tiene tu abuela, tío? –Le replicó Toni sorprendido.
–Pues no… Exactamente no. A ver… Celebramos
su 80 cumpleaños en un restaurante no hace
74
mucho… Creo que hace dos años.
–Desde luego, Alberto, estás hecho un
fenómeno… –Dijo Paco mirándolo con cara
socarrona.
–Jo, tíos, ¿vosotros sabéis, todos, la edad de
vuestros abuelos? –Saltó Alberto como un resorte.

Alberto ya empezaba a molestarse con el temita. No enten-


día por qué sus amigos lo miraban de aquella manera. Al
final Paco entró al trapo:

–Hombre, por lo menos de la abuela que vive


conmigo sí lo sé. Celebramos su cumpleaños todos
los años, no sólo cuando nos invita a un
restaurante…
–Venga, ya, chicos, ya… Dejadlo. –Al final Toni
tuvo que intervenir.

Temía que aquello acabase en discusión y no averiguaran


nada. Rober siguió desarrollando su teoría:

–Entonces damos por buena la cifra de 82 años. Si


estamos buscando el año en que tu abuela tenía 3
o 4 años, tan sólo tenemos que remontarnos 79
años atrás. Es decir, si estamos en 2015 menos 79
años, tenemos que buscar información de 1936,
año arriba, año abajo. Contando que el merluzo de
Alberto se acuerde exactamente de cuándo celebró
el cumpleaños de su abuela.
–¡Oye! ¡Conmigo no te metas más! –Alberto
empezaba a enfadarse de verdad –. Si encontramos
algo será gracias a mi abuela.
–Vale, vale… Tienes razón. No te pongas
75
nerviosillo. –Rober seguía mosqueando a Alberto.

Al final Toni dijo:

–Bueno, entonces buscamos libros, periódicos…


¿Por dónde empezamos?

En ese momento un chico joven con la cara llena de granos


se dirigió a ellos.

–Hola chicos, ¿en qué puedo ayudaros?

Se tratará del bibliotecario, pensó Toni. Le sorprendió lo jo-


ven que era, pero entonces recordó que era verano, seguro
que aquel chaval estaba haciendo prácticas. Recordaba que
la bibliotecaria era una señora mayor, con cara de pocos
amigos y que chistaba al menor ruido. O igual es que la se-
ñora se había jubilado, merecidamente a juzgar por los años
que aparentaba, y este chaval era su sustituto.
Paco se dirigió al chico de los granos:

–¡Hola! Buscamos periódicos o libros de la ciudad


que nos cuenten qué pasó en 1936.

El chico le contestó:

–¡Anda! Unos chavalines interesados en la guerra.


Eso no es muy habitual.
–¿Cómo que guerra? ¿Aquí hubo una guerra? –Le
respondió Toni con cara de sorpresa.
–Veo que realmente sí os hace falta buscar
información… –Reía el chico de los granos. –Ve-
nid conmigo, os enseñaré dónde debéis buscar
76
en la hemeroteca.

El chico los llevó a la planta de abajo. Era un sótano bien


iluminado y con una especie de paredes móviles que se des-
plazaban mediante unas palancas que giraban. Había mesas
y sillas en un extremo con algún universitario trasnochado
buscando información, seguramente para acabar algo que
se le había quedado colgado durante el curso.

–Mirad, esta calle contiene periódicos locales y


nacionales, ordenados por orden alfabético y año.
Aquí están los comprendidos entre 1935 y 1940.
Cinco añitos en los que aquí pasaron muchas cosas
y pocas buenas. ¡Que os cunda, chavales!

El chico de los granos dio media vuelta y desapareció por la


escalera. Se adentraron en medio de aquel pasillo sin saber
muy bien qué buscar.
Rober empezó por buscar el año 1936. En la prensa nacio-
nal todo era más o menos normal, hasta que se acercó el
verano. En Julio todos los periódicos empezaban a hablar
de alzamiento militar, revuelta… Y luego de guerra. Algu-
nos incluso desaparecieron a partir de esa fecha, también
se imprimieron otros nuevos que antes no existían. Y des-
de entonces, más que periódicos parecían partes de guerra.
Se hablaba de la situación que se vivía por provincias, del
avance de fuerzas militares… Los cuatro amigos estaban
callados ojeando periódicos. No podían creer lo que esta-
ban leyendo. Algunos de ellos habían oído hablar de una
guerra, pero como siempre eran personas muy mayores las
que lo contaban no les habían hecho demasiado caso, todo
lo achacaban siempre a cosas de viejos.
Y claro, no era lo mismo que leerlo en un periódico física-
77
mente.

–Pues ya sabemos que la cosa aquí se puso fea de


verdad. –Alberto fue el primero en decir algo
después de la impresión inicial.

Pues eso parecía, pensó Toni. Las cosas se pusieron real-


mente feas. Tal y como avanzaban en la lectura de diferen-
tes periódicos, comenzaron a encontrarse titulares con no-
ticias que anunciaban desabastecimientos, desaparecidos,
muertos, bombardeos… El estómago se les iba retorciendo
a medida que averiguaban más cosas.

–Bueno, pues ya hemos averiguado que hubo una


espantosa guerra. Ahora quizás podríamos
centrarnos en prensa local y ver qué ocurrió aquí.
–Dijo Toni.

Ya no soportaba más ver aquellos titulares. ¿Cómo se había


podido llegar a ese punto en un país que parecía tan nor-
mal? Siempre había creído que las guerras pasaban sólo en
países lejanos.
Veía refugiados por la tele, y gente que huía de la guerra,
pero nunca se le había pasado por la cabeza que eso pudiese
haber pasado en su propia casa. Y además no era una guerra
en la que se luchase contra otro país, por lo que leyeron, lu-
chaban unos contra otros siendo vecinos. Toni no entendía
nada. Estaba francamente horrorizado.

–Vale Toni, vamos a buscar prensa local. Toda esta


información me está revolviendo el estómago.
–Contestó Rober.

78
Buscaron en el largo pasillo y encontraron un apartado de-
dicado a su propia ciudad. Y empezaron por 1936. Y lo mis-
mo. Hasta julio todo normal. Alguna noticia política que ya
parecía turbia, necrológicas locales, anuncios de mercerías
y droguerías… A Toni siempre le había hecho mucha gracia
eso de “droguería”. Parecía que dentro debía haber gente
consumiendo drogas de todo tipo, y sin embargo vendían
perfumes, cremas y potingues para la casa. A partir de julio
se acabaron los anuncios. Las páginas se vieron inundadas
de pánico y noticias terribles. En una noticia encontraron
justo lo que describía la abuelita de Alberto. El periódico
anunciaba a sus conciudadanos que, si escuchaban el repi-
queteo de las campanas de las iglesias y las sirenas situa-
das en puntos estratégicos, debían acudir a los diferentes
refugios repartidos por la ciudad para estar a salvo de los
bombardeos. Claro, a eso se refería la abuela. Esos eran los
ruidos de los que hablaba. Ella lo percibía desde el punto
de vista de una niña muy pequeña. Toni no era capaz de
imaginar el terror que vivirían encerrados en refugios oscu-
ros, mientras oían cómo las bombas destrozaban la ciudad
que tanto les había costado levantar. Cuanta gente se habría
quedado sin hogar, sin trabajo, sin familia… “¡Qué pena!”
Pensó Toni para sí.
De repente, a Toni se le ocurrió una idea. ¡Buscar en las
necrológicas o esquelas! Tenía un nombre, y sabía que era
un niño más o menos de su edad… Intuyó que buscando en
un periódico local no sería demasiado difícil.

–A ver, chicos, creo que sé lo que tenemos que


buscar. Ojead los periódicos a ver si encontráis una
necrológica de un niño de más o menos nuestra
edad, de nombre Alfonso.
–Vaya, me parece que alguien tiene información
79
que no ha compartido. –Replicó Rober.
–Fue sólo una cosa que vi en la casita, Rober. Y
además tengo un pálpito. –Le contestó Toni.
–Bueno, pues vamos a ver si tu pálpito funciona.

Los chicos cogieron diferentes periódicos cada uno y em-


pezaron a buscar necrológicas desde el 1 de enero de 1936.
Había días en los que encontraban una o ninguna, pero ha-
bía otros días en lo que igual se publicaban 10 o 12 necro-
lógicas, muchas de ellas dedicadas a niños. Desde bebés a
adolescentes. Algo debía haber pasado en la ciudad. No era
normal que muriesen tantos niños. Ahora muere uno, y es
portada en prensa, y en aquella época parecía algo normal.
Ni siquiera una noticia que informase de algo diferente. El
nombre de Alfonso se repetía en diversas ocasiones, pero la
información que se aportaba sobre el fallecido no coincidía
con lo que Toni buscaba, o eran niños muy pequeños o de-
masiado mayores. Hasta que llegaron a junio. El día 22 de
junio de 1936 se anunciaba la necrológica del niño Alfonso
Benito García, de 12 años de edad. Su afligida madre, pa-
dre, abuelos y hermana menor rogaban una oración por su
alma.
Toni palideció. ¿Sería posible que ese niño fuese su fantas-
ma?

–Toni, ¿crees que será él? –Le susurró Alberto.


–Puede ser. Voy a hacer una fotocopia para
llevármelo a casa.

Los chicos acudieron a la planta de arriba con el periódico


en cuestión para buscar al chico de los granos. Lo encontra-
ron flirteando con un par de chicas que parecían universita-
rias. Menudo aguililla estaba hecho.
80
–Oye, ¿puedes hacernos una fotocopia de esto?
–Le preguntó Paco.
–Sí, sí, en un momentito voy, chavales…

El chico de los granos seguía dándoles la paliza a esas po-


bres chicas que no sabían ya cómo escabullirse. Finalmen-
te, una le dijo a la otra:

–¡Ey! ¿No era justo ahora que tenía que venir tu


padre a buscarnos?

La otra chica la miró con cara de alivio y contestó:

–Uf, sí, vaya por Dios, nos tenemos que ir volando.

No se llevaron ni los libros. Los dejaron todos encima del


mostrador y salieron pitando. Toni pensó que el chico de
los granos no cumpliría muchos años en ese trabajo.

–A ver, enanos ¿qué queríais?

El tono del chico de los granos ya no era tan amable como


antes. Se veía que no había encajado muy bien que aquellas
chicas salieran corriendo.

–¿Nos puedes hacer una fotocopia de esto?

Toni le enseñó el periódico que llevaba en la mano, abierto


por el apartado de las esquelas.

–Vaya, sois morbosillos, ¿eh? ¿Cómo os ha dado


por fotocopiar esquelas?

81
A Alberto empezaba a molestarle la actitud de aquel chico,
que ya rozaba la grosería, así que no pudo evitar contestarle
mal.

–Eso es asunto nuestro, tú limítate a hacer la


fotocopia.
–¡Vale, vale! Tranquilo Harry el Sucio1…

El chico de los granos, al fin, se dio cuenta de que los niños


no aguantarían mucho más rato sus insolencias. Se limitó a
arrastrar los pies hasta el mostrador y realizar la fotocopia.

–Aquí tenéis. ¡Oíd! ¿No habréis causado mucho


estropicio con los periódicos? –Dijo a los chicos
con un timbre de voz bastante despectivo.
–Pues todo el que hemos necesitado. –Contestó
Paco.

El ambiente empezaba a ponerse realmente tenso así que


dejaron el periódico encima del mostrador y salieron de la
biblioteca. Ya tenían lo que habían ido a buscar, ahora sólo
debían averiguar qué hacer con esa información.
Faltaba un ratito para que la madre de Toni fuese a bus-
carlos, así que se sentaron en la escalinata de la bibliote-
ca. Estaba a la sombra y corría un airecillo muy agradable,
pero empezaba a intuirse el calor, que arreciaría a partir del
mediodía.

–¿Y ahora qué vamos a hacer? –Dijo Alberto–.


¿Has pensado algo, Toni?
–No exactamente. Lo cierto es que no sé muy bien
1 Harry el Sucio fue un personaje interpretado por Clint Eas-
twood en diversas películas de los años 70. Fue famoso por su rudeza.
82
qué hacer.

Era muy probable que su fantasma fuese aquel niño que


aparecía en las esquelas, pero era posible que no. Ni siquie-
ra sabía con seguridad que era un fantasma lo que había
visto.
Se quedaron allí sentados y callados por unos minutos.
Cada uno estaba sumido dentro de sus pensamientos. Y en-
tonces apareció ella.
Toni notó cómo sus mejillas se habían calentado tanto que
le palpitaban. Pensaba que no volvería a verla hasta el cur-
so siguiente, pero ahí estaba. Y sin el uniforme era toda-
vía más guapa. Llevaba el pelo recogido en una coleta alta,
unos shorts de color azul celeste y una camiseta de tirantes
a rayas blancas y negras. Empezó a subir las escaleras de
la biblioteca. Toni ni siquiera se había dado cuenta de que
la acompañaba una amiga pelirroja con un millón de pecas
en las mejillas. Por un instante, sus miradas se cruzaron, y
Toni vio cómo sonreía. Su corazón se detuvo, y creyó que
se iba a desmayar.
Cuando llegó a su altura en la escalinata, se pararon y fue-
ron hacia ellos. A Toni le entraron unas ganas terribles de
salir corriendo, estaba al borde del ataque de ansiedad. No
le había contado a ninguno de sus amigos cuánto le gustaba
aquella chica, menos mal, así al menos sabía que Alberto
mantendría la bocaza cerrada.

–¡Hola! ¿Cómo va el verano? –Les dijo la chica


con total familiaridad.
–¡Hola! De momento bien, aunque acabamos de
comenzarlo. –Dijo Alberto con todo su descaro–.
Tú has acabado sexto ¿verdad? ¿No te acojona
pasar a secundaria?
83
Toni miraba perplejo a Alberto. ¿De dónde sacaba aquella
labia? ¿Y la familiaridad de ella? Tenía la sensación de es-
tar perdiéndose algo.

–Bueno, un poco. Por eso venimos a la biblioteca,


para ver si podemos ojear libros para anticiparnos
a lo que nos espera. Y vosotros, ¿qué hacéis?
–Respondió la chica.
–Nosotros, pues mira, fotocopiando esquelas.

Alberto le levantó de sopetón el brazo a Toni, mostrando


la fotocopia. Toni se quería morir e ir a hacerle compañía a
su fantasma. En ese momento odiaba a Alberto más que a
nadie en el mundo.

–Eeeh… No… Buscábamos información de lo que


había antes en el terreno en el que construyeron mi
casa. Simple curiosidad. –Al final Toni consiguió
que unas pocas palabras saliesen de su boca.
–Tú eres Toni, ¿verdad? –Dijo ella.

¡Sabía su nombre! Toni no sabía cómo, pero lo sabía.

–Sí, así me llamo, ¿y tú?

Se había pasado los dos últimos cursos profundamente ena-


morado de aquella chica, pero era algo que llevaba tan en
secreto que ni siquiera le había preguntado a nadie por su
nombre.

–Me llamo Marta. –Dijo ella riendo.


–Tío, es Marta. Es la hermanastra de mi primo
Felipe. –Respondió Paco–. Toni, tío, a veces creo
84
que vives en otro planeta. Mira Marta, resulta que
éste que mira con ojos de extraterreste dice tener
un fantasma en su casita del árbol, y hemos venido
para ver si descubríamos quien puede ser.

Ahora Toni no sólo odiaba a Alberto, Paco se había sumado


a la lista de sus personas más odiadas.

–Vaya, que interesante. ¿Y qué vais a hacer ahora?


–Respondió Marta.
–¿Y si hacemos una nueva acampada e intentamos
comunicarnos con él? –Dijo Paco.
–Nos podríamos apuntar Estela y yo. –Dijo Marta
señalando a su amiga pelirroja–. Andamos
bastante aburridas estos días.

Toni no podía articular palabra. ¿Era posible que la chica de


sus sueños se estuviese autoinvitando a su casa?

–Bu, bue, bueno…

Eso fue todo lo que logró Toni que saliese de su boca.

–Ahora se nos vuelve tartamudo. –Dijo Alberto con


toda su socarronería de costumbre.

Toni se prometió a sí mismo, que si su amigo volvía a abrir


la boca se la cerraría con el puño.

–Vale, pues si queréis podemos ir mañana. Nosotras


traeremos nuestra propia tienda. Puede ser muy
divertido. Paco, iremos a tu casa y que nos
acompañe tu padre, es que nosotras no sabemos
85
dónde es.
–Claro, sin problema. Nos vemos mañana hacia las
11 en mi casa. –Respondió Paco a Marta.
–Muy bien, pues vamos dentro que aquí empieza a
hacer mucho calor. Hasta mañana chicos.

Marta y Estela desaparecieron dentro de la biblioteca. Toni,


por fin, pudo acabar de soltar todo el aliento que había re-
tenido. Su madre apareció con el coche por la esquina de
la calle.

–Nosotros nos tenemos que ir. –Dijo Toni mirando


a Alberto–. Nos vemos mañana en mi casa.

Los chicos asintieron al unísono. La madre de Toni ya es-


taba frente a ellos. Subieron al coche y desaparecieron por
la siguiente esquina.

–¿Tú que crees Rober? No has abierto la boca desde


hace rato. –Dijo Paco.
–Es que no sé qué decir, Paco. Mi mente me dice
que todo esto es una gran chorrada provocada por
la imaginación desbordante de Toni, pero, por otro
lado, algo extraño vimos, eso está claro. Así que no
se, mañana veremos qué pasa.

Se levantaron y cada uno emprendió el camino hacia su


casa. Después de comer, la madre de Toni les obligaba a
dormir un ratito. Según ella era la forma de que se relaja-
sen un poco hasta que pasara el calor. Toni tenía claro que
la que quería dormir era ella, y que la única forma de que
los dos hermanos estuviesen calladitos y quietos era tener-
los a cada uno en su habitación. Patricia sí que dormía. Se
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resistía algunos días, pero siempre acababa sucumbiendo,
y durmiendo como una marmota. A Toni le costaba más.
Algunos días dormía y otros se pasaba esa hora jugando
con la consola en silencio. Pero ese día ni jugó ni durmió.
Leía aquella pequeña esquela una y otra vez. ¿De qué po-
dría haber muerto un niño de 12 años? ¿Sería realmente su
fantasma?
Por fin oyó ruidos en la parte de abajo. Mamá ya andaba
por la cocina. Seguramente preparándose un café con hielo
para, acto seguido, meterse en el despacho a escribir. A Toni
no le gustaban los libros que escribía su madre. Hablaban
de personajes históricos, reyes, reinas, guerras y cosas por
el estilo. Los leía gente mayor y aburrida. En ese momento
una idea vino a su mente. Su madre había estudiado histo-
ria, escribía sobre historia… Seguro que ella sabía algo so-
bre aquella guerra que habían descubierto en la biblioteca.
Se encaminó hacia el despacho de su madre.

–Mamá, ¿en este país hubo una guerra hace más o


menos 80 años?
–Toni, ya sabes que no quiero que me molestéis
cuando escribo. –Le respondió su madre–. Has
tenido todo el día para hacerme preguntas.
–Pero mamá… Es que se me ha ocurrido ahora, y es
importante. –Le respondió Toni llevado por la im-
paciencia.
–Está bien… Sí Toni, hubo una guerra. Comenzó en
1936 y acabó en 1939. Se le llama la Guerra Civil
Española. Creía que os lo habrían enseñado en el
cole. –Su madre lo miraba sorprendida.
–No hemos llegado ahí todavía, creo. –Le respon-
dió Toni–. Y ¿sabes si aquí se luchó? Quiero decir,
en la ciudad, o por los alrededores…
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–Sí Toni, sí se luchó. De hecho, existen túneles en
los que la gente se resguardaba de los bombardeos.
Se realizaron fusilamientos y mucha gente tuvo
que emigrar para que no la mataran. Otra,
sencillamente huía de la miseria que conlleva una
guerra. –Toni notó que su madre hablaba con
cierta tristeza.
–¿Y por qué se mataba la gente, mamá? Si luchaban
dentro del mismo país… Quiero decir, que no les
había invadido nadie de fuera… No comprendo
por qué pasó esa guerra. –Toni realmente no
entendía cómo se había podido llegar a aquel
extremo. Su madre siempre le decía que la gente se
entendía hablando.
–Pues luchaban por ideales diferentes. A unos no
les gustaba lo que pensaban otros, y al revés. Cada
bando tenía una idea diferente de país, y las cosas
se acabaron hiendo de madre. Si quieres más
información te puedo dejar un libro… –Toni vio
por dónde iba su madre y decidió dar por concluida
la conversación.
–¡Graaacias mamá! Si necesito completar la
información te pediré el libro, no te preocupes.

Toni se marchó pitando del despacho de su madre. Patricia


todavía dormía y las perras estaban estiradas al lado del
sofá. Toni salió hacia la casita del árbol.
El canto incesante de las cigarras perforaba los oídos. El
calor era intenso, pero las copas de los árboles se mecían
suavemente, anunciando una suave brisa dentro de la casi-
ta. Empezó a trepar por la escalerilla de cuerda, y al volver
la vista hacia arriba se dio cuenta de que la trampilla estaba
abierta. Una sensación de frio le recorrió el corazón. No
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supo muy bien si acabar de subir, pero algo le decía que
fuese lo que fuese lo que encontrara allí, no le haría daño.
Asomó la cabeza por la trampilla y vio, otra vez, cómics
esparcidos por la casita. Aquello ya se había convertido en
algo normal, así que no hizo demasiado caso. Acabó de su-
bir y entonces observó que su cómic favorito de Spiderman
estaba sobre un puf, abierto por la mitad y con las hojas pa-
sando solas. Toni se quedó quieto y callado. Apenas respi-
raba para no hacer ruido. Una hoja pasaba, estaba un ratito
así, y luego otra hoja volvía a pasar. Parecía como si al-
guien estuviese leyendo tranquilamente. Al final Toni dijo:

–¿Eres Alfonso?

No podía creer lo que había salido de su boca. ¿Se había


vuelto loco? ¿Y si alguien le contestaba? Seguramente le
faltarían piernas para correr. El cómic se cerró de golpe.
Los que se encontraban por el suelo empezaron a volar al-
rededor de Toni, creando una espiral de viento y papel. Eso
ya lo había visto antes, ya no le impresionaba.

–¿Eres Alfonso o no? –Insistió Toni– ¿Eres


Alfonso Benito García?

De pronto todos los cómics cayeron al suelo a la vez. El aire


cesó. Todo, a pesar del desorden era normal, como si nada
hubiera pasado. Entonces, en un rincón de la casita se ma-
terializó una nube blanca que poco a poco era más sólida.
Empezaban a apreciarse rasgos humanos. A final, Toni aca-
bó viendo ante sus ojos a un niño. Vestido como con ropa
antigua, con una gorra muy diferente a las que ellos lleva-
ban embutida en la cabeza. Era como transparente, pero era
un niño, un niño como él. En ese momento aquel chaval lo
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miró y le dijo:

–Hola Toni, veo que por fin sabes quién soy.

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91
CAPÍTULO VII
Finca “Los Cerezos”

T oni se quedó mirando a aquel chico translúcido. Y no,


no sabía exactamente quién era, sencillamente que te-
nía 12 años y que había muerto en 1936. Eso, realmente no
era saber mucho.
Sintió que las piernas se le aflojaban y las rodillas le tem-
blaban; no distinguía muy bien si era por miedo o por emo-
ción. Por fin logró decir algo.

–Yo… Ejem… Yo no diría que sé exactamente


quién eres. A decir verdad, sólo sé tu nombre y que
moriste en 1936.

Toni notó cómo la expresión de la cara de Alfonso denota-


ba tristeza y no supo cómo aligerar el momento, sólo se le
ocurrió decir:

–Pero bueno, que eso no te hace único… Todos


moriremos en un momento u otro.
–Ya, pero yo me quedé sólo y no sé por qué. Mi
familia se fue y me dejó aquí.

En ese momento se oyó de fondo la puerta de la casa y unos


pasos que se acercaban. Patricia gritó desde abajo del árbol:

–¡Toni! ¿Estás ahí?

En un instante Alfonso había desaparecido.


«¡Cachis con Patricia! ¿Y si no volvía a aparecer?» Toni
tenía un millón de preguntas en la cabeza y ahora no sabía
cuándo obtendrían respuesta.
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–¿Qué quieres, Patricia? –Respondió a su hermanita
con tono malhumorado.
–Te estaba buscando, no sabía dónde estabas. Mamá
dice que si quieres merendar.

Patricia le hablaba desde abajo. La niña no tenía ninguna


intención de subir a la casita del árbol. A ella los fantasmas
no le producían curiosidad, le producían más bien pánico.
Toni ya dio por perdida la tarde. Ahora tocaba merendar,
bañarse, jugar… Además papá no tardaría mucho en venir
y empezaría a cortar el césped, arreglar los rosales… Va-
mos, que Toni creía poco probable que Alfonso volviese a
manifestarse aquella tarde.

–Sí que quiero merendar, Patricia. Tengo hambre.

A la mañana siguiente Toni se despertó con una sensación


extraña. Era el día de la segunda acampada, ¡y con Marta!
No podía creer todo lo que le había pasado el día anterior.
La chica de sus sueños dormiría junto a él, un fantasma
le había hablado y habían averiguado su nombre… Desde
luego había sido todo muy intenso. Sentía cierta ansiedad
pensando en lo que le depararía el presente día, seguro que
sería tan interesante o más que el anterior.
Hizo su cama y bajó casi saltando por las escaleras. En la
cocina estaban desayunando su madre y Patricia, que inge-
ría con pasión un gran vaso de leche con cacao.

–Buenos días, Toni. –Dijo su madre–. En el horno


tienes tu desayuno.
–¡Gracias mamá!

93
En el horno le esperaban unas tostadas de pan crujiente y
doradito con aceite de oliva y unas deliciosas lonchas de
jamón. “¡Qué rico!” Pensó Toni, así daba gusto empezar el
día.
El reloj de la cocina marcaba las 9:10 de la mañana. En
unas horas empezarían a llegar sus amigos… ¡Y Marta y
Estela! Estaba tan nervioso por la llegada de Marta que
apenas se había acordado de Alfonso. Era un misterio si se
manifestaría y si podrían hablar con él.
Acabó de desayunar y salió hacia la zona de acampada con
todos sus cachivaches a cuestas. Lo organizó todo de forma
metódica, les allanó el terreno a las chicas para que pu-
diesen montar tranquilamente su tienda de campaña, y por
supuesto, colocó su saco de dormir en el lado que daba a
la tienda de ellas. Quería ser el primero en enterase de si a
Marta le pasaba algo. Si se colaba una araña y ella se asus-
taba, él sería el primero en acudir a su rescate.
Todavía faltaba un ratito para que llegasen todos, así que
subió a la casita del árbol, todo estaba tal y como se había
quedado ayer. Alfonso, por lo visto, no había acudido a leer
más. Lo cierto es que aquel chico había provocado en Toni
curiosidad y tristeza a partes iguales. Dijo que su familia
se había marchado y se encontró allí sólo, eso debía de ser
muy triste. Pero, ¿por qué lo abandonaron?
Toni entonces pensó en lo que le había contado su madre.
Alfonso había muerto en junio de 1936 y la guerra estalló
en julio. Mamá le había contado que mucha gente había
tenido que irse a otros países huyendo de las consecuencias
de la guerra, o para salvar su vida. Quizás, la familia de
Alfonso se había encontrado en aquella tesitura. Era muy
probable que se viesen forzados a huir, y que Alfonso se
hubiese quedado allí atrapado sin saber qué había pasado
con ellos.
94
–¡Alfonso! ¿Estás aquí? –Dijo Toni. No sabía muy
bien cómo se llamaba a un fantasma. Pero suponía
que por su nombre, como con todo el mundo, pero
no obtuvo respuesta.

Corría un airecillo agradable, así que se sentó a ojear un


cómic de Spiderman. La mayoría de los que había aporta-
do él eran del hombre araña. Era el superhéroe que más le
gustaba. Alberto los había traído de zombis y cosas por el
estilo, pero a él no le molaban mucho. Se centró tanto en
el cómic, que no se dio cuenta de que una nebulosa blanca
comenzaba a aparecer a su lado. Se fue condensando más y
más, hasta que apareció Alfonso de nuevo.

–Éste, de todos los que tenéis, es mi favorito. –Dijo


Alfonso.

Toni no pudo evitar dar un salto del susto. Si cada vez que
Alfonso aparecía tenía que ser de aquella forma, al final
temía que su corazón se parase de puro pánico.

–¡No se me aparezcas así! ¡Vas a matarme de un


susto! – Dijo Toni enfadado.
–Perdón. No domino mucho esto de aparecerme.
Eres el primer vivo con el que hablo desde que me
morí. Un poquito de comprensión. –Dijo Alfonso
excusando su conducta.

Los pocos cómics que habían llegado a sus manos, cuando


todavía vivía con su familia, no tenían nada que ver con
los que estaba leyendo ahora. Le gustaban las andanzas de
aquel muchacho disfrazado que se colgaba de las cornisas
de los edificios.
95
–Así que te gusta Spiderman... –Dijo, al fin, Toni.
–Sí, me gusta bastante.

Toni no sabía muy bien cómo actuar. No creía que fuese


normal que aquel chico estuviese viviendo en su casita del
árbol. Sentía que algo debía hacer para ayudarle. Pensó que
lo primero sería disponer de toda la información que fuese
posible.

–Así que tú vivías aquí… –Le dijo Toni. Por algún


sitio había que empezar…
–Pues eso parece. Lo que pasa es que está todo muy
cambiado. Esto no era así antes. Donde está ahora
tu casa, había una masía muy grande, en la que vi-
víamos tres familias. Yo vivía con mi padre, mi
madre y mi hermana pequeña. La mayoría de los
campos de alrededor de la casa estaban plantados
de cerezos. Por eso la finca se llamaba “Finca los
cerezos”. Aparte teníamos gorrinos, gallinas,
conejos… Y una huerta en la que criábamos
patatas, coles, rábanos… La gente de la ciudad
venía a comprarnos de todo. Yo me ocupaba de
las gallinas y de parte del huerto. Dicen que los
huevos que ponían mis gallinas eran los mejores.
Muchos de ellos con dos yemas. Quería yo mucho
a mis gallinitas. –Alfonso hablaba con melancolía
por lo perdido.
–Algo me han contado de esos huevos con dos
yemas… La abuelita de uno de mis amigos venía a
comprártelos cuando era muy pequeña.
–¿La abuelita…? ¿En qué año estamos, Toni?
¿Cuánto llevo aquí? –Alfonso hablaba de modo
acelerado.
96
Parecía que el chico comenzaba a ser consciente del espa-
cio-tiempo.

–Pues estamos en el 2015. Según tu esquela, llevas


atrapado aquí 80 años.
–¡Rayos! ¡80 años! – Dijo Alfonso con sorpresa.
–Desde luego, es cierto que eres viejuno, tío, eso
de “rayos” ya no lo dice ni mi padre. –Toni reía
mientras contestaba a Alfonso.
–“¡Tío!”, ¿por qué me llamas “tío”? Creo que no
soy tu tío, ¿verdad? –Contestó Alfonso con sor-
presa.

Era evidente que habían pasado 80 años entre ellos, pensa-


ba Toni, era casi como oír hablar a su abuela. Quizás hasta
un poco más viejuno.

–Bueno, y yendo al meollo del asunto. ¿Tienes idea


de porqué te quedaste aquí? Quiero decir…
Pensaba que los espíritus iban al cielo, o al
infierno, o no sé… A algún sitio por el estilo.

Toni estaba convencido de que su nuevo amigo estaba allí


atrapado por alguna razón.

–No lo sé. Recuerdo que me puse muy enfermo


durante días. Tenía mucha fiebre, me quedé
dormido, y cuando desperté nadie me veía. Yo los
veía, pero ellos a mi no. Llamaba a mi madre, a mi
padre, pero era invisible. Mi madre lloraba y yo no
sabía por qué. Intenté consolarla, pero no podía
tocarla, ni me oía… Y luego todos se fueron.
–Toni observó que dos lágrimas translúcidas
97
recorrían las mejillas de Alfonso, y no pudo evitar
sentir mucha pena por su nuevo amigo.

De fondo se oyó un coche, y las perras que corrían ladrando


hacia la puerta. Toni se asomó por la ventana de la casita
y vio que era Rober el primero en llegar. Cuando se volvió
para decírselo a Alfonso, éste, había desaparecido. Salió a
recibir a su amigo e inmediatamente llegaron los demás,
con Marta en el coche del Padre de Paco. Faltaba Alberto,
cosa rara en él, porque casi hacía vida en casa de Toni.
La pandilla fue pasando hacia el jardín. Iban cargados de
mochilas, sacos y toda clase de juegos para entretenerse.
Empezaron a montar la tienda de las chicas, justo al lado de
la de los chicos, tal y como Toni había planeado.
Marta sonreía, parecía muy simpática. Su propio razona-
miento sorprendió a Toni, estaba enamorado hasta las tran-
cas de una chica a la que apenas conocía, sólo de vista en
el patio. Pensó para sí mismo que el amor era algo un tanto
absurdo.

–Oye, Toni, ¿Alberto no debería estar aquí? –Dijo


Paco con rintintín–. Estamos todos aquí montando
la tienda y el tío escaqueándose…

Toni se preocupó, no era típico de Alberto tardar de esa


manera.

–No Paco, no creo que sea por escaqueo, estoy


empezando a preocuparme.

Acabaron de montar la tienda, se sentaron todos en la es-


planada que quedaba frente a ellos y disfrutaron de la brisa
de la mañana que todavía corría entre los abetos del jar-
98
dín. Paco fue a buscar su mochila y apareció con una gran
bolsa de patatas. Todos aplaudieron y le dieron las gracias.
Toni miraba el reloj. Empezaba a preocuparse seriamente
por Alberto. Cuando ya se disponía a coger la bici para ir
a buscarle apareció por la puerta de la parcela el coche del
padre de Alberto.

–¡Vaya! ¿Ese no es el padre de Albertito? –Dijo


Rober.
–Sí, algo debe haber pasado. –Contestó Toni.

Ahora sí estaba claro que algo le había pasado, era total-


mente inusual que su padre estuviese disponible a esas ho-
ras.
Toni fue hacia la puerta para recibir a su amigo. Alberto
bajó del coche con el saco de dormir y una pequeña mochi-
la. Su padre bajó la ventanilla del coche.

–¡Hola Toni, cuanto tiempo! ¿Cómo va la vida,


chaval? –Dijo el padre sin bajar del
coche.
–Bien, señor. Estábamos esperando a Alberto.

Toni respondió al padre de su amigo y esperó a que se des-


pidieran. No conocía mucho a ese hombre. Era amigo de
Alberto desde que tenían apenas tres años y casi no lo había
visto, sabía que estaba muy bien posicionado y que gana-
ba mucho dinero, pero poco más. La casa de la familia de
Alberto era mucho más grande que la suya, pero siempre
estaba vacía. Sólo la ocupaban abuela y nieto, y esporádico
personal de limpieza. Los padres de su amigo sólo acudían
a dormir, y no siempre. Solían viajar constantemente por
asuntos de trabajo, lo que dejaba a Alberto más sólo si cabe;
99
y a su pobre abuela, más cansada cada día.

–¿Qué ha pasado, tío?


–Mi abuela, chaval, que se ha caído. No sé qué le ha
pasado que me la he encontrado en el suelo cuando
bajaba de mi habitación.
–¿Pero está bien?
–No, ¿cómo va a estar bien? –Contestó Alberto
nervioso–. Se ve que se ha metido una leche de
espanto. Le sangraba la cabeza y no decía nada,
sólo balbuceaba cosas que no se entendían. He
llamado a mi madre, pero no me ha cogido el
móvil, me ha dicho mi padre que estaba en pleno
vuelo hacia no sé dónde a no sé qué mierda de
feria, menos mal que estaba mi padre en la oficina
y ha podido venir. Hemos llamado a una
ambulancia, y ahora está ingresada en el hospital.
Está consciente ya, y mejor, pero le están haciendo
muchas pruebas.

Alberto pretendía hacerse el duro, pero Toni le conocía


muy bien; veía una pizca de miedo en los ojos de su amigo,
y se le notaba que había llorado. Toni no quiso hacer leña
del árbol caído e intentó llevar la conversación hacia un
lugar más liviano.

–Bueno, seguro que se pondrá pronto bien, no te


preocupes.
–Bah, sí, seguro. Vamos a ver cómo lo habéis
puesto todo por ahí. Seguro que la habéis cagado
sin mí. –Alberto se dirigió hacia donde estaba el
campamento, no sin antes darle un apretón en el
brazo a su amigo.
100
Toni se quedó quieto en la entrada; “es todo un personaje”,
pensó para sí mirándole.
La madre de Toni, les preparó para comer gazpacho fres-
quito, macarrones con queso y alitas de pollo. Todo casero
y sabrosísimo. Se dieron un buen banquete, y después del
esfuerzo de montar la tienda y establecer el campamento,
les entró a todos mucho sueño. Paco se despatarró a la som-
bra de la pérgola de la piscina y se quedó frito al instante.
Rober y las chicas prefirieron la discreción, y se retiraron a
sus respectivas tiendas.
Alberto y Toni se quedaron sentados en el porche de la
casa. Alberto se quedó serio por un momento, y Toni tenía
la mirada perdida, casi vencido por el sueño. De repente
Alberto dijo:

–Toni, ¿has intentado contactar con el fantasma?

Nadie había dicho nada de Alfonso hasta ahora. Parecía


como si no acabasen de creerse lo que habían visto. Sabían
que estaban allí con un propósito, pero actuaban como si se
les hubiese olvidado.

–Sí que he contactado. –Dijo Toni–. He estado ha-


blando con él. Se acuerda de lo que le pasó, pero
no sabe por qué está aquí ni por qué su familia se
fue. Creo que está ha perdido.
–Pues vaya faena… ¡Perderse en tu casita del árbol!
–Dijo Alberto riendo.
–¡No te burles de él! ¡No seas idiota, Alberto! –Le
replicó Toni enfadado.

Sentía mucha ternura hacia aquel chico, y no le gustó que


Alberto se burlara de la situación.
101
–Vale, perdone usted… Veo que le gusta su
fantasma… –Alberto seguía bromeando. Pero
acabó dándole seriedad al asunto–. Y, ¿da miedo,
tío? ¿Asusta hablar con él?
–Pues, mira, podríamos ir a la casita y lo
compruebas por ti mismo. –Toni no pudo evitar
contestar con tosquedad a Alberto.

Tan pronto como asomaron la cabeza por la trampilla de la


casita, Toni ya vio que Alfonso no tardaría en manifestarse,
los cómics estaban movidos y el ambiente estaba cargado.

–Alfonso, estoy aquí, puedes salir de donde estés.


No tengas miedo. –Pronunció Toni en voz baja,
como no queriendo molestar.
–¡No tengo miedo! –Dijo una nebulosa que
empezaba a formarse ante sus ojos…

Alberto sí tenía miedo. Caminó hacia atrás, queriendo apar-


tarse de aquella cosa blanca que se iba materializando ante
sus ojos, y cayó de culo al tropezar con el puf azul, que él
mismo había traído de su casa. Después de caer levantó la
mirada y ya vio ante él a Alfonso. Pudo ver que era un niño
como ellos, con ropa antigua y como con colores apagados,
como translúcido. ¿Será cierto que existen los fantasmas?
Se frotó los ojos porque no podía acabar de creer lo que
estaba viendo.

–Te presento a Alberto, Alfonso. Es esa cosa


cobarde que se ha caído de culo. –Dijo Toni riendo
a carcajadas.

A Alberto aquello no le hizo ni pizca de gracia.


102
–Ya sé que es Alberto, os he visto aquí muchas
veces. –Contestó Alfonso riendo también–.
Encantado, Alberto. ¿Por qué te llaman el Bola?

Alberto, ahora, sí que estaba alucinando. Aquel chico no


sólo conocía su nombre, sino que le habían llegado a los
oídos las bromitas de los graciositos del grupo.

–Lo de “El Bola” es cosa de estos gilipollas, que


son muy graciosillos. –Replicó Alberto como un
resorte. No estaba dispuesto a que su reputación se
viese mancillada hasta en el “más allá”.
–Perdona, no quería molestarte. –Le contestó
Alfonso educadamente–. Es que oigo pocas cosas
aquí. ¿Es tu abuelita la que conocía a mi familia?

En el tono de voz de Alfonso se adivinaba emoción. Quizás


la abuelita de Alberto podría arrojar luz sobre su situación.

–Eso nos dijo, que os compraba huevos con dos


yemas y no sé qué gaitas más.
–No, gaitas no teníamos…
–Ya, ya sé que lo que teníais eran huevos con dos
yemas.

Toni miraba a los dos chicos, mortal y fantasma, como si de


un partido de tenis se tratase…

–A ver, a ver… Vamos a aclararnos, chicos. Alberto,


la bromita de las gaitas, Alfonso no la entiende.
Date cuenta que es como si hablases con tu abuela,
pero cuando era pequeña. Así que bromitas las
justas, o las que todos entendamos, ¿estamos?
103
Seguro que Alfonso sabe unas cuantas y te gana
por goleada. Y tú, Alfonso, un poquito de
paciencia; la abuela de Alberto tenía unos 3 años
cuando venía aquí, apenas se acuerda de nada, y
encima está en el hospital porque se ha caído.

Toni intentaba poner orden y ver si podía sacar algo en cla-


ro de aquel encuentro. Al fin Alberto se serenó y pudo ha-
blar con calma.

–Mi abuela se acuerda de algunas cosas, pero


parece que últimamente le falla la cabeza. Tiene
lagunas de memoria, se queda en blanco como
pensando, y con la mirada perdida… Además, hoy
casi se mata por las escaleras. Está en el hospital.
–¡Vaya! Lo siento mucho. –Le contestó Alfonso
sinceramente.

Toni tenía la sensación de encontrarse en un callejón sin


salida. Intentaba pensar dónde encontrar más información
para poder ayudar a Alfonso.

–Alfonso, ¿no tenías más familia en la ciudad? Se


me ocurre que, si pudiésemos contactar con
alguien más que hubiese conocido a tu familia,
quizá podrían decirnos qué fue de ellos.

Alfonso se quedó un momento pensando y empezó a negar


con la cabeza.

–Yo no recuerdo que tuviésemos más familia en la


ciudad. Mis abuelos murieron antes de nacer yo,
y no me suena que mis padres me hablasen de her-
104
manos o tíos de aquí. Visitábamos la ciudad más
bien poco, sólo en caso de necesidad. A mi padre
no le gustaban los tumultos ni la algarabía
excesiva. Decía que en la ciudad estaban todos
locos, siempre con prisa, además, las últimas
semanas que estuve vivo, las tengo como
borrosas… No me acuerdo de muchas cosas.

Alberto soltó, casi sin querer, una risotada.

–¡Jo, pues debería ver la ciudad ahora! Si en


aquellos tiempos le parecían todos locos, tendría
que ver hoy un atasco en hora punta.

Empezaron a oír murmullos por abajo. Seguramente, el sol


había empezado a recalentar las tiendas, y dormir allí den-
tro se habría convertido en un acto de valentía.

–¡Alberto! ¡Toni!

Oyeron desde la casita cómo Rober les llamaba. Estela y


Marta hablaban de fondo, como en segundo plano, sin que
pudiesen llegar a entender su conversación.
Antes de que Toni o Alberto pronunciaran palabra, Alfonso
había desaparecido.

–¡Estamos en la casita, Rober! –Dijo Toni, al fin y


al cabo, Alfonso ya se había ido.

La cabeza de Rober asomó por la trampilla, y le siguieron


Marta y Estela.

–Vaya, menudo chalecito tenéis aquí, ¡cómo os lo


105
montáis! –Decía Marta, mientras daba una vuelta
sobre sí misma inspeccionando la casita.

Rober se dirigió en voz baja a Toni y le preguntó:

–¿Y Alfonso qué? ¿Se ha manifestado?


–Se acaba de ir. Es extremadamente tímido. –Dijo
Toni con tristeza.

Justo en ese momento, también Paco asomaba la cabeza


por la trampilla. Ahora estaban todos metidos allí dentro.
La casita era espaciosa, pero Toni empezaba a dudar que
aguantara tanto peso, sobre todo si se iban moviendo de
allá para acá. Se le ocurrió, que si jugaban a algo estarían
todos quietos y sentados en el suelo, y su casita no correría
peligro de derrumbe.

–¿Qué os parece si jugamos a algo?

Todos aceptaron de buen grado la proposición. En la casita


se estaba bien; el aire entraba por las ventanas acariciando
las hojas del gran árbol en donde se encontraban.
Se sentaron en circulo alrededor de varios juegos. Empeza-
ron a abrir cajas, pero al juego que no le faltaban fichas le
faltaba medio tablero, otros no los conocían y las instruc-
ciones estaban en paradero desconocido. Toni pensó que
muchas fichas e instrucciones estarían trituradas por el jar-
dín convertidas en heces de las perras. Vamos, seguro.

–No vamos a poder jugar a nada, tío, cuida las


cosas. –Reprendió Alberto a Toni.
–Oíd, ¿y el fantasma? ¿No será una bola como las
que coloca Alberto de vez en cuando? –Dijo Mar-
106
ta entre risas…, a lo que Estela contestó:
–Estos niños seguro que sólo ven cosas en su
imaginación.

Toni se sintió muy herido ante ese comentario. Tan sólo le


separaban unos meses de la edad de Marta, él cumplía los
años el 3 de enero, sólo por unos pocos días no había asis-
tido a clase con ellas. Esto hizo que se tomara como un reto
personal hacer aparecer a Alfonso.

–Si calláis le llamaré. –Dijo Toni con tono muy


serio.

Alberto miró a Toni con sorpresa, y pensó que iban a prota-


gonizar uno de los ridículos más grandes de su vida, porque
no contaba con que Alfonso se manifestase ante tanta gente.
Toni empezó a llamar a Alfonso:

–Alfonso, ¿estás aquí?

Tal y como Alberto esperaba, no pasó absolutamente nada.

–Alfonso, venga, hazte ver. Estamos aquí para


ayudarte.

Nada. Marta y Estela explotaron en risas, ante la cara de


Toni que se volvía cada vez más roja. Alberto no sabía ha-
cia donde mirar, y Paco y Rober ya empezaban a desfilar
hacia la trampilla para no ser también víctimas de las burlas
de las niñas. En ese momento y en tono de sorna dijo Marta:

–¡Vamos Alfonsito! ¡Ven, aquí hay dos chicas


dispuestas a conocerte!
107
De repente un aire frío formó un remolino alrededor de
ellos, los juegos que tenían desordenados en el suelo em-
pezaron a danzar en el aire, y las chicas empezaron a gritar
con los pelillos erizados por el miedo y el frío. La nebulosa
blanca que ya era tan familiar para Toni empezó a tomar
forma, y dio paso a Alfonso.

–¡Hola chicas! –Esa fue la presentación de Alfonso


–. ¿Son amigas tuyas, Toni? –Dijo dirigiéndose
con total familiaridad al anonadado Toni.

Marta y Estela estaban acurrucadas en un rinconcito de la


casita, temblando y con los ojos abiertos de par en par. No
podían creer lo que estaban viendo.
Paco y Rober se habían quedado blancos como la cal. Una
cosa era haber visto cosas extrañas y la otra ver realmente
un fantasma ante sus ojos. Pero la curiosidad pudo más en
Rober que el miedo, a lo que dijo:

–Así que tú eres Alfonso. Ya teníamos todos ganas


de conocerte.
–Tú eres Rober, ¿verdad? Encantado. –Contestó
amablemente Alfonso. Acto seguido se dirigió ha-
cia donde estaban temblando Marta y Estela–. No
tengáis miedo, no voy a haceros nada. De hecho,
no sé muy bien ni porqué estoy aquí.

Alfonso se dirigió entonces hacia donde estaban Toni y Al-


berto y se sentó junto a ellos. Se acercó al oído de Toni y le
murmuró: “Marta es muy guapa”. Toni lo miró con sorpre-
sa. Ahora resultaría que además de ser un fantasma era un
aguililla. ¡Pues sí que estamos apañados!
Toni no pudo evitar mirar a Alfonso con cara de disgusto.
108
Poco a poco, los demás miembros del grupo se fueron sen-
tando en círculo, tal y como estaban dispuestos para jugar,
antes de descubrir el desastre de juegos que tenían.
Marta fue la primera en dirigirse a Alfonso.

–Oye, ¿sabes qué te pasó?

Alfonso le contó lo que los otros miembros del grupo ya sa-


bían, enfermedad, fiebre y despertar sin que nadie lo viera.
Cuando Alfonso acabó su relato Estela dijo:

–En sociales dimos que en aquella época había mu-


chos niños que morían de sarampión y otras enfer-
medades parecidas.

A lo que Alfonso respondió:

–Ahora que lo dices, recuerdo como si fuese un sue-


ño, que uno de los días en los que tenía mucha
fiebre vino el médico a casa. Creo recordar que
dijo que, efectivamente, tenía sarampión. Y que si
la fiebre no bajaba podría tener problemas serios.
Y vaya si los tuve…

Alberto estaba flipando en ese momento y no pudo evitar


decir…
–¿Pero quién se muere por un sarampión? Creo que
esa enfermedad ni existe…
–Casi no existe ahora porque te vacunan, ¡idiota!
–Le replicó Rober–. En la época en la que vivió
Alfonso no existían los programas de vacunación
que tenemos hoy en día, y la gente, de este tipo de
enfermedades se moría.
109
–Algún día te daré con la mano abierta en toda la
boca, Rober. –Le murmuró Alberto–. Pareces la
enciclopedia de mi abuela.

Marta volvió a tomar la palabra:

–¿Y tienes idea de por qué te has quedado aquí? ¿Lo


normal no sería que te hubieses marchado hacia la
luz o al cielo, o no sé…?

Otra vez Alfonso volvió a mostrar aquel rostro de profunda


tristeza.

–No sé dónde está mi familia. No encuentro a mis


padres, no sé a dónde ir.

Estaban tan absortos en su conversación con Alfonso, que


no se dieron cuenta de la hora que era. Oyeron de fondo a la
madre de Toni que los llamaba desde el porche:

–¡Hola! ¡Chiiiiicos, chiiicas! ¿No vais a bañaros


antes de merendar?

Alfonso se esfumó.

110
111
CAPÍTULO VIII
Búsqueda internacional

M ientras se bañaban en la piscina y se divertían, nin-


guno pudo quitarse de la cabeza a Alfonso. Todos
pensaban en la forma de ayudar a aquel pobre niño. Era
divertido tener un fantasma como miembro de la pandilla,
pero les producía mucha pena que no supiera lo que había
sido de su familia.
Marta se pasó el rato pensando en dónde buscar. Si esa fa-
milia se fue de allí, seguramente dejaría un rastro. En algún
sitio se tendrían que instalar. Los padres de Alfonso podrían
haber tenido más hijos, y éstos más hijos… Era muy pro-
bable que algún miembro vivo de aquella familia recordara
haber oído algo sobre el niño que se murió de sarampión
justo antes de la guerra. Pero Marta no sabía muy bien dón-
de empezar a buscar.
Toni tenía otras preocupaciones en la cabeza en ese mo-
mento, sólo tenía ojos para Marta. Estaba encandilado vien-
do cómo la niña reía y lo pasaba bien en su piscina. Se
sentía como en una nube. Casi, casi, se había olvidado hasta
de Alfonso.
Cuando salieron de la piscina, les esperaba sobre la mesa de
la pérgola una gran fuente con bocadillos de todo tipo, be-
bidas fresquitas y boles de palomitas. La pandilla lo devoró
todo en un santiamén, hambrientos como estaban después
de haber estado a remojo. El rato transcurrió entre conver-
saciones banales y risas. Poco a poco fue oscureciendo y
los mosquitos hicieron su aparición. Tuvieron que emba-
durnarse de repelente sino querían acabar pareciendo el
Hombre Elefante. El cielo anunciaba el crepúsculo, y Toni
empezó a pensar en Alfonso.

112
– ¿Alguien ha pensado en cómo podemos ayudar a
Alfonso? –Dijo al fin Toni.
–Yo he estado dándole vueltas, pero no sé muy bien
cómo hacerlo. Pienso que su familia debe haber
dejado algún rastro en los sitios donde haya vivido.
–Aportó Marta.

Ella sabía que, si tocaban las teclas adecuadas, averiguarían


algo. El caso estaba en qué teclas tocar.

–Yo pienso que quizás, si vamos al ayuntamiento y


buscamos su partida de nacimiento
encontraremos algo o al menos tendremos un sitio
del que partir. Sabremos su procedencia, los nom-
bres completos de su familia, si existen actas de
fallecimiento… –Rober hizo su aportación
alumbrando al grupo.

Toni pensó que era un buen punto de partida. Sabían el


nombre completo de Alfonso, si buscaban su acta de naci-
miento encontrarían el nombre de sus padres, quizá hasta
el de sus abuelos, y de ahí podrían tirar del hilo. Seguro
que hallarían alguna pista. El padre de Toni hacía rato que
estaba trasteando por el jardín y ya se habían encendido los
farolillos, de manera que iba tocando retirada. El hombre se
acercó hacia donde estaba la pandilla para ver cómo les iba.

–¡Hola! ¿Cómo os va? Hace rato que os veo aquí


muy quietos murmurando.
–Hola papá, estamos bien. Nos preguntábamos
cómo se puede encontrar a alguien que
seguramente emigró durante la Guerra Civil.
113
–Dijo Toni a su padre.
–Vaya, veo que tenéis conversaciones mucho más
profundas de lo que pensaba… Pues lo primero y
más lógico es dirigirse al Registro Civil, buscar su
partida de nacimiento o su expediente, y averiguar
todo lo que se pueda sobre esa persona. Después
existen diferentes archivos en organismos
nacionales que pueden deciros si esa persona tuvo
algún tipo de altercado con las autoridades, si
falleció en la guerra o si existe alguna orden de
búsqueda por parte de algún familiar, en
caso de que desapareciese… En ocasiones se ob-
tienen datos rápidamente y en otros muchos casos
es necesario seguir buscando.
–Papá, pero, ¿cómo vamos a ir nosotros a todos
esos sitios? –Replicó Toni a su padre.
–Toni, existe una cosa llamada internet. Está todo
digitalizado; menos, el Registro Civil, eso se ha
quedado anclado al siglo al que pertenece. Al
ayuntamiento sí que deberéis ir vosotros. Pero,
vamos a ver, ¿a quién buscáis?

El padre de Toni había adivinado que tanto interés de repen-


te en archivos históricos se debía a alguna razón concreta.
Los chicos se miraron. Alberto, especialmente miró a Toni
haciendo muecas extrañas. Toni miró a Rober pidiendo au-
xilio con la mirada. ¿Cómo iba a explicarle a su padre que
hablaban con un fantasma? Se reiría a carcajadas y los to-
maría por locos. Finalmente intervino Alberto intentando
salvar la situación:

–Pues es que resulta que mi abuela se acuerda de


que aquí antes vivía una familia a la que ella le
114
compraba huevos. Como está mayor y nostálgica
le gustaría saber qué fue de un niño que se llamaba
Alfonso, que fue amigo suyo. Se ve que se
marcharon durante la Guerra Civil.

Toni respiró aliviado, todo aquello resultaba muy creíble; y


sorprendentemente sensato viniendo de Alberto.

–Es cierto que todo esto antes era una finca llamada
“Los Cerezos”. La constructora lo compró y el
ayuntamiento lo declaró zona urbanizable. Estaba
todo en ruinas y los campos abandonados.
Supongo que esa pobre gente tuvo que dejar sus
viviendas buscando una vida más tranquila y
mejor. Fueron tiempos muy complicados. Tengo
entendido que mucha gente de la zona emigró a
Francia. Es posible que todavía estén por allí.

A Toni le pareció muy interesante todo lo que les dijo su


padre. Era esperanzador que tuviesen algún sitio por el que
empezar. Su padre prosiguió con su monólogo:

–Pero bueno, lo que toca ahora es daros de cenar.


¿Qué os parece si encendemos una buena barbacoa
y os coméis unas deliciosas hamburguesas y unas
jugosas mazorcas?

Todos aceptaron la invitación encantados, ¿a quién no le


apetecían unas buenas hamburguesas a la brasa?
Cenaron todos juntos en el porche de la casa. La hermanita
de Toni reía las gracias de Alberto y de Paco, y Marta y
Estela se encontraban como en su casa. Los padres de Toni
hablaban con todos y reían sus ocurrencias. Y Toni miraba
115
a Marta. Ya le gustaba un montón sin conocerla, pero es que
ahora no sabía cómo iba a poder sobrevivir todo un curso
sin verla.
Llegó la hora de retirarse. Los padres de Toni trabajaban al
día siguiente, así que les pidieron, por favor, que no hicie-
sen demasiado ruido. La pandilla se fue hasta su zona de
acampada y los padres y la hermanita de Toni entraron en
la casa.
Era muy tarde y estaban todos muy cansados. El día había
sido muy intenso así que cada uno fue a dormir rápidamen-
te a su tienda respectiva. A Toni le hubiese gustado hablar
un ratito con Alfonso, pero sus ojos, que se cerraban rápi-
damente, le dijeron que mejor al día siguiente.
Toni despertó con el sonido del coche de su padre. Se iba al
trabajo. Eso indicaba que eran sobre las 7.30 de la mañana.
Era temprano, pero los pájaros cantaban con tantas ganas
que ya le fue imposible volver a dormir. Intentó deslizarse
por la tienda con el mayor sigilo posible para ir tranquila-
mente al baño de la piscina. Necesitaba un poco de intimi-
dad mañanera. Pero al dar el primer paso pisó sin querer la
mano de Alberto. Inmediatamente, éste abrió los ojos:

–¿Qué haces, tío? Mete tus pezuñas en otro sitio.


–Buenos días para ti también, Alberto. –Contestó
Toni.
–Déjame salir, tengo que ir al baño.
–¡Espera! Yo también.

Salieron los dos de la tienda y se aliviaron en el baño de la


piscina. Toni además se limpió concienzudamente la cara y
se hizo el pelo. Salió como un pincel de allí dentro.

–¡Anda! Parece que hayas pasado por un túnel de


116
lavado. –Rio Alberto cuando lo vio salir–. ¿No
será que a ti te mola una de las chicas?

Toni no pudo evitar que el rubor inundara sus mejillas.

–¡Siiiii, a ti te mola una chica! –Alberto ya no tenía


ninguna duda.
–¡Calla idiota! –Le recriminó Toni.
–¿Es Marta o Estela? ¡Espera! ¡Es Marta! Por eso
preguntaste por ella en la biblioteca. Tío, tienes
que contarme esas cosas. A un mejor amigo se le
cuentan esas cosas.
–No, Alberto, a ti no puedo contarte esas cosas, y
¿sabes por qué? Pues porque eres un bocazas y te
irás de la lengua.

Toni ya veía totalmente arruinada la acampada, y de paso


su vida.

–No hombre, no. Y, además, me estás ofendiendo.


¿Qué quieres decir con que soy un bocazas? Al
final te voy a dar… –Alberto empezaba a enfadar-
se con las observaciones de Toni.

En ese momento vieron cómo Marta y Estela salían de su


tienda y se dirigían también al aseo.

–Buenos días chicos. Las chicas necesitamos un


poco de intimidad. Gracias por largaros un poco
lejos. –Les dijo Estela haciendo un gesto con la
mano, como espantando moscas.

Ver a Marta despeinada salir de la tienda aceleró el corazón


117
de Toni. La veía guapísima en cualquier circunstancia.
Alberto, que lo conocía muy bien, se rio en su cara.

–¿Ves? Por eso no te cuento muchas cosas.

Toni caminó de prisa hacia la casita del árbol, enfadado y


dolido con su amigo.

–Espera, tío, que no es para tanto.

Alberto le seguía a zancadas. Paco y Rober se desperezaban


todavía metidos en sus sacos. El sol comenzaba a impactar
en las tiendas y ascendía a toda prisa la temperatura inte-
rior, por lo que los chicos no tardaron demasiado en salir a
respirar el aire fresco que aún les ofrecía la mañana.
Las chicas ya se acercaban de nuevo a la zona de acampada.
Toni observó que entre las intenciones de Paco y de Rober
no estaban las del aseo personal, a lo que les dijo:

–¡Oid, guarretes! ¿No pensáis sacaros las legañas


de la cara?
–Jo, Toni, ni en las acampadas nos dejas estar
relajados… ¡Chico, qué estrés! –Dijo Paco
seguido de un gran bostezo.
–Vamos, Toni tiene razón. –Rober tiró del brazo de
Paco dirigiéndolo hacia los aseos de la piscina.

Pero las intenciones de Toni trascendían más allá de la pre-


ocupación por la higiene personal de sus amigos. Buscaba
un encuentro a solas con Marta. Aunque fuese sólo por pre-
guntarle qué iba a hacer el resto del verano.

–Alberto, vete a jugar con las perras y llévate a


118
Estela, por favor. –Dijo Toni en voz baja a
Alberto.
–¿Qué dices? Estoy seguro de que a Estela no le
caigo bien, me va a mandar a hacer puñetas.

Alberto miraba a Toni con cara de sorpresa. No conocía esa


faceta de su amigo. Esa chica debía de gustarle de verdad.

–Vale, vale… Lo intento. Pero vaya, ya te digo yo


que nanai.

Las chicas se acercaban y Alberto hizo la intentona de ale-


jar a Estela de Marta.

–Oye, Estela, ¿te gustan los perros? Las perretas


estas de Toni son un amor, ven y verás lo que
hacen cuando les tiras un palo. –Alberto se oía
hablar y se hubiese dado de collejas a él mismo.
Sorprendentemente Estela respondió:
–Venga, vamos a ver si no son ellas las que te tiran
a ti el palito, majete.

Alberto y Estela se alejaron llamando a las perras y bus-


cando un palo con el que jugar con ellas. Por fin, Toni se
quedaba a solas con Marta.

–Hola Marta, ¿lo estás pasando bien?


–Muy bien. Eso de comunicarse con fantasmas no
se hace todos los días. Está siendo una acampada
de lo más interesante. –Marta hablaba con Toni
en un tono muy amable.
–Y, ¿qué vas a hacer el resto del verano? –La
intención de Toni no era otra que saber si esa
119
acampada se podía volver a repetir.
–Pues agosto lo tengo ocupado visitando a mis
abuelos en La Coruña, pero el resto del verano no
tengo mucho que hacer. Pensaba ir repasando
contenidos de secundaria para que no me coja muy
desprevenida. Y, bueno, tendremos que ir al
Registro Civil y buscar información sobre
Alfonso, ¿no? No me gustaría no enterarme de
nada más.

A Toni le sorprendió su torpeza. Estaba tan embelesado


contemplando a Marta, que no se había dado cuenta de que
podía seguir quedando con ella con el propósito de buscar
a la familia de Alfonso. ¡Ni siquiera había pensado en su
nuevo amigo!

–Sí, sí, claro. Tenemos que quedar para ir a buscar


información. ¿Qué te parece mañana?
–Por mí vale, no tengo mucho que hacer, la verdad.

En ese momento la madre de Toni asomó la cabeza por la


ventana de la cocina.

–¡A desayunar! ¡Venga, todo el mundo a la mesa!

Todos se dirigieron hacia la casa. No tardaron demasiado


en dar buena cuenta del abundante desayuno. Cuando ya se
dirigían todos, de nuevo, hacia la zona de acampada Rober
sugirió:

–Creo que deberíamos despedirnos de Alfonso.


Igual sería bueno que supiese que vamos a buscar
a su familia e intentaremos ayudarle.
120
Estuvieron todos de acuerdo. Empezaron a subir a la casita
del árbol y a sentarse todos en círculo tal y como iban atra-
vesando la pequeña trampilla.
Aparentemente, en la casita, no se observaba nada raro.
Pero Toni se dio cuenta de un detalle significativo, el cómic
favorito de Alfonso se encontraba encima de un puf, abierto
casi hasta el final. Por lo visto, Alfonso había estado en la
casita antes que ellos. Toni empezó a llamar a Alfonso:

–Alfonso, somos nosotros, ¿estás aquí?

Tal y como Toni pensaba, Alfonso empezó a materializarse


leyendo el cómic de Spiderman. Ya no hubo vientos fríos
ni efectos especiales con cómics volando. Sencillamente se
hizo visible rápidamente allí sentado.

–¡Hola! –Dijo Alfonso.

Rober tomó la palabra en nombre de todos:

–Alfonso, queríamos que supieras una cosa.


Creemos que podemos encontrar información
sobre tu familia, y vamos a tratar de saber qué fue
de ellos.

La cara de Alfonso cambió por completo. Una sonrisa ilu-


minaba su cara. Se levantó de golpe y se dirigió hacia el
grupo.

–¿De verdad? ¿Creéis que podéis saber algo de mi


familia? ¿Haríais eso por mí? –En ese momento
Alfonso estaba sentado en el centro del círculo
mirándolos a todos, con sus ojos transparentes
121
abiertos como platos.

Toni se sintió algo preocupado. Iban a intentar buscar in-


formación, pero en verdad no sabían si encontrarían algo.
Aquellos tiempos, tal y como dijo su padre, fueron muy
convulsos. Le daba la sensación de que, si hurgaban en
el pasado, tan bien podrían encontrar noticias agradables,
como otras francamente dolorosas. Y tampoco era su inten-
ción causar más dolor a Alfonso.

–Alfonso, nosotros vamos a intentarlo, ¿vale?


Creemos que sabemos dónde buscar, pero tampoco
quiero que tengas muchas expectativas por si
acaso.
–Sí, claro, no te preocupes. –Contestó Alfonso­–.
Sólo con que pueda saber qué sucedió con ellos
tendría bastante.

La pandilla se entusiasmó viendo la cara de ilusión con la


que los observaba Alfonso. Cada uno, en su interior, se pro-
puso dar lo mejor de sí para averiguar qué había sido de
aquella familia. Al final fue Rober quien rompió el momen-
to diciendo:

–Bueno, será cuestión de ir desmontando el


campamento. Mi padre llegará a por mí dentro de
media horita. Así que, si queréis que colabore, ya
sabéis…
–¡Ostras! ¡Es verdad! Mi madre también vendrá a
por mí para ir a visitar a mi abuela. –Dijo Alberto
con cara de fastidio –. Parece que para ir a visitar a
su madre sí que puede cogerse algunas horas li-
bres.
122
Alfonso los miraba…

–Entonces, ¿me contaréis lo que averigüéis?


–Sí, claro, no te preocupes, además, yo vivo aquí.
–Le contestó Toni riendo.

Empezaron a bajar del árbol recogiendo cada uno sus en-


seres y desmontando, entre todos, la tienda de las chicas.
Alfonso mientras tanto los observaba desde el ventanuco
de la casita.
Toni estaba ayudando a Marta a enrollar su saco de dormir
cuando ésta se acercó a él y le plantó un beso en la mejilla.
Toni se quedó inmóvil. Notó cómo si un montón de agujas
ardiendo se le clavasen de golpe en toda su cara. No podía
tragar saliva ni era capaz de articular palabra. Sólo vio por
el rabillo del ojo cómo Alfonso, desde la casita, se tapaba la
mano con la boca y reía para sus adentros. Entonces Marta
le dijo:

–Lo he pasado genial, Toni, y lo que estás haciendo


por Alfonso me parece maravilloso. Eres un buen
chico.

Al final, Toni pudo mirar a su alrededor. El resto de los


chicos estaban entretenidos desmontando la otra tienda, y
Estela había ido un momento al aseo. Parece que nadie ha-
bía visto ese beso.
¡Uf! Menos mal. Toni intuía que el color de su cara, debía
estar virando hacia un rojo rubí, por lo que pensó que, me-
jor que ninguno de sus amigos estuviese viendo la escena.
Alfonso ya sabía que no diría nada.
Cuando consiguió que la saliva se volviese a deslizar por su
garganta fue capaz de decir:
123
–Gracias Marta.

Y eso fue todo. Todo lo que fue capaz de decir a la chica de


la que estaba enamorado hasta las trancas fue: “Gracias”.
El resto de la pandilla se fue acercando a ellos. Alberto,
como siempre, incordiando a Paco en todo lo que podía, y
Rober observando de lejos. Estela, que ya había cargado su
saco con anterioridad, acabó de empaquetar su ropa.

–Bueno, parguelas, entonces ¿cómo quedamos


mañana? ¿Nos vemos en el ayuntamiento? –Dijo
Estela.
–Pues sí, podríamos vernos en el ayuntamiento, que
creo que es donde está el Registro Civil. ¿Os va
bien hacia las 11? –Toni intentaba coordinar a todo
el grupo.

Marta y Estela asintieron junto con Rober. Paco añadió:

–Yo no lo sé, tengo que verlo con mi madre. Me está


llevando a unas clases de orientación porque se ve
que mis notas no han sido lo que esperaba.
–Ya. Bueno, pues si tu orientadora y tu madre te
dejan, nos vemos allí. –Le contestó Toni.
–Oye, no te lo tomes a broma, ¿yo qué quieres que
haga?

Toni volvió la vista hacia Alberto:

–Y tú, Alberto, ¿pasamos a recogerte mañana?


–Toni, no lo sé. Mi abuela está en el hospital y yo no
sé si dormiré en casa.

124
Justo acababa de decir eso Alberto, cuando la madre de
Toni se les acercó:

–Alberto, cariño, acaba de llamarme tu madre. Se


ve que tiene que acudir urgentemente a una
reunión y tu padre ha tenido que salir de viaje. ¿Te
importa quedarte aquí hoy y esta noche? Mañana
ya hablaré con tu madre para ver qué planes tiene.
–Sí, claro, me quedo encantado. Muchas gracias.
–Alberto respondió a la madre de Toni con cierta
tristeza mientras la mujer se marchaba de nuevo
hacia la casa. Alberto se dirigió a Toni:
–Bueno, al final parece que sí voy a poder quedar.

Empezaron a llegar los primeros coches para recoger a la


pandilla. Primero se marcharon Marta, Estela y Paco, les si-
guió Rober. Alberto y Toni se quedaron los dos en la puerta
mirando cómo se alejaba el último de sus amigos.

–Alberto, ¿estás bien?

Toni había notado tristeza en el rostro de su amigo.

–Pues no lo sé, Toni. No poder ir a ver a mi abuela


no me gusta. No saber quién va a ocuparse de mi
a partir de ahora, me preocupa. Y que mis padres
tengan como familia a su trabajo me enfada. No sé
muy bien cómo me siento. Supongo que es una
mezcla de rabia y tristeza, pero bueno, siempre
puedo pedirles a tus padres que me adopten.
–¡Sí hombre! ¿Y ser tu hermano? ¡Ni de coña,
vamos! –Le contestó Toni dándole pequeños
puñetazos en el antebrazo.
125
Toni intentó hacer la situación llevadera, pero sentía preo-
cupación y pena por su amigo. La mañana siguiente llegó
rápidamente. Toni y Alberto habían dormido juntos, pasan-
do la noche entre risas e historias increíbles, imaginadas
por la hiperactiva mente de Alberto. La madre de Toni los
acercó al ayuntamiento.

–No sé qué trajín os lleváis estos días, chicos. ¿No


me podéis contar nada?
–No mamá, de momento no. Cuando tenga cosas
más claras te lo contaré, no te preocupes. –Res-
pondió Toni a su madre.
–Bueno, pues ya me dirás… Venga, ya hemos
llegado. Mirad, ahí está Marta y Estela. Os recojo
en una hora. ¡Que tengáis suerte encontrando lo
que buscáis!
–Vale mamá. ¡Hasta luego!

Los dos amigos bajaron del coche dejando a Patricia di-


ciéndoles adiós con la mano. Las dos chicas les saludaron
y, acto seguido, se sentaron todos a la sombra en la callejue-
la de al lado del ayuntamiento.

–Parece que Paco y Rober se retrasan. –Dijo Marta.


–Paco ya advirtió que igual no venía, se ha pasado
todo el curso rascándose las narices y ahora le toca
pringar. –Contestó Alberto.

En ese momento vieron cómo Rober se dirigía hacia ellos


por la calle principal.

–Eeey, ¿qué pasa? Paco me ha dicho que no vendrá,


que su madre dice que ya está bien, y que no puede
126
pasar a sexto así, y bla bla bla… Vamos, que nos
deja colgados.
–Era de esperar… Yo creo que lo han dejado pasar
porque el profesor de matemáticas era incapaz de
aguantarlo un año más… –Reía Alberto.

Dicho esto, todos se levantaron y entraron en el antiguo


edificio que albergaba el ayuntamiento.
En la entrada, detrás de un escritorio y un cristal, como
protegiéndose de un atracador ficticio, se encontraba una
funcionaria a la que Toni le calculó más años que a un di-
plodocus. Montañas de papel se amontonaban a su alrede-
dor, y carpetas de todo tipo. Desde modernos archivadores
de plástico hasta carpetas de cartón azul con la gomilla a
rayas. Algunas de ellas descascarilladas y descoloridas. La
señora los miró por la parte superior de unas gafas, atadas a
una cadenilla dorada, que le daban aspecto de haber estado
allí siempre. En voz baja Alberto dijo a Toni:

–Igual si le preguntamos a ella sabe quién vivió en


“Los Cerezos”. Esta señora tiene más años que la
ciudad. –Y se le escapó una risilla.

Toni le pisó un pie para que callara, no sin dificultad para


aguantar también su propia risa. Menos mal, pensó Toni,
que Marta y Rober cogieron la voz cantante.

–Buenos días señora, quisiéramos obtener algunos


datos del Registro Civil. –Dijo Rober con el tono
serie e intelectual que le caracterizaba.
–Sí, es que estamos buscando a una familia que, por
lo visto, emigró en la Guerra Civil. –Le acompañó
Marta.
127
La señora carraspeó.

–¿Y cómo es eso que os interesan esas cosas?

La señora los miraba con desconfianza.

–No vendréis a causar ningún estropicio, ¿verdad?

La voz de la anciana funcionaria comenzaba a adoptar un


tono grosero que a Toni no le gustaba nada. Al final no pudo
evitar intervenir.

–No causaremos ningún estropicio, señora. Es que


la abuelita de mi amigo, –dijo señalando a Alber-
to–, es mayor, y está muy enferma en el hospital,
y la pobre se ha acordado de un amiguito que tuvo,
que resulta que vivía en lo que ahora es mi casa. El
caso, que se acuerda de que emigraron durante la
guerra y le gustaría saber qué fue de ellos.

La funcionaria miró a Toni de arriba abajo.

–Bueno, en ese caso… De todas formas no es lo


normal que los chicos de hoy en día se preocupen
de sus mayores. Sois todos una panda de gambe-
rros. Vais a la vuestra sin respetar a nadie.

La señora no paraba de murmurar y encadenar insultos


mientras abría un cajón todo lleno de llaves. Toni no supo
muy bien cómo interpretar esas señales. ¿Iba a ayudarles o
estaban a punto de echarles del ayuntamiento?
Después de hacer mucho ruido buscando, por fin, la señora
encontró un llavero que parecía que era de su interés.
128
Entonces descolgó el teléfono. Marcó unos cuantos dígitos,
y esperó a que alguien respondiera al otro lado.
La pandilla permanecía en silencio observando los movi-
mientos de aquella señora. Su atuendo también era digno
de ver. El pelo era completamente blanco y rizado. Cor-
to; justo por debajo de las orejas, y una horquilla brillante
con forma de libélula lo recogía parcialmente en la parte
alta derecha de su cabeza. Llevaba un vestido abotonado de
arriba abajo, con un estampado floral tirando a poco discre-
to. Por supuesto, el largo de la falda llegaba hasta la mitad
de sus pantorrillas. Pantorrillas que parecían escuálidas, por
lo poco que se veía de ellas. Y encima de los hombros una
rebequita de punto sin abrochar. Por fin, alguien contestó a
la señora y ella respondió:

–Luís, hay aquí unos chicos que quieren buscar in-


formación en la parte antigua del Registro.
Acompáñalos.

Después colgó. Sin despedirse ni dar las gracias.

–Esperad ahí sentados sin tocar nada. Ahora


vendrán a por vosotros.

Los cinco se sentaron en unas incómodas sillas de plástico


atornilladas a la pared. Se miraban entre sí, aguantando ex-
plotar en carcajadas, pero ninguno lo hizo. Igual les costaba
que les echaran de la casa consistorial, y lo que iban a hacer
era demasiado importante. En unos pocos minutos llegó un
chico joven, de unos veintipocos años.

–¡Hola Enriqueta! ¿Cómo se encuentra hoy la chica


más guapa del ayuntamiento?
129
La pandilla no pudo evitarlo, estallaron en carcajadas. A
Alberto le corrían unos enormes lagrimones por las meji-
llas, Toni casi cae de la silla, Rober se apretaba la barriga
del dolor de haber aguantado tanto rato, y las chicas igual.
Estela incluso tuvo que levantarse de la silla porque literal-
mente se caía.
El chico, que por lo visto era Luis, se los quedó mirando y
con el dedo índice de la mano derecha, les hizo la señal de
que callaran.
Enriqueta, viendo la escena, miró a Luis con los ojos cente-
lleantes de pura ira, y le contestó:

–Tú, tan tonto como siempre. La juventud no servís


para nada, sólo para cargaros todo lo que
encontráis. Acompaña a estos estúpidos a la parte
antigua del Registro; que te expliquen ellos lo que
quieren. Como sigas comportándote así voy a
hacer que te despidan.
–No te enfades Enriqueta, ya sabes lo estúpidos
que somos los jóvenes. Eso sólo se nos cura con
edad. –Le contestó el tal Luís.

Enriqueta murmuró algo en voz baja, aparentemente otro


insulto, y al final dijo:

–Desapareced de mi vista. Aquí la única que


trabajo como una burra soy yo. Vosotros no
tenéis ni idea de lo que hemos pasado aquí. Sólo
quedo yo, a los otros os los cargasteis a todos.
Juventud, juventud, para nada valéis...

La mujer les dio la espalda y se puso a ordenar papeles.


¿Cómo podía ser que tuviese papeles para ordenar todavía,
130
habiendo pasado toda su vida ordenando esos papeles…?
Luís hizo un gesto con la mano para que le siguieran.
La pandilla se levantó y lo siguieron en silencio. Después
de todos aquellos insultos vertidos por Enriqueta, no se
atrevieron ni a toser.
Se adentraron todos por un pasillo blanco con muchas puer-
tas; todas ellas cerradas, y todas ellas con placas que anun-
ciaban diferentes departamentos del ayuntamiento. En las
paredes había colgadas litografías con variados escenarios
de la ciudad. En el techo, luces blancas, antisépticas, que
daban a todo el espacio un tono de hospital. Al final del
pasillo les esperaban unas escaleras que parecían descender
al inframundo. Estaba todo oscuro por lo que, de entrada,
causaban impresión.
El tal Luís alargó la mano y pulsó un interruptor. Se encen-
dieron de nuevo luces antisépticas, dando vida a la escalera.

­–Seguidme, chicos, la parte antigua del registro se


encuentra en el sótano. ¿Cómo es que buscáis
registros de la guerra?

Luís les hablaba con tono amable y curioso.

–Buscamos alguna pista para averiguar dónde fue la


familia que vivía antiguamente en lo que ahora es
mi casa. –Le respondió Toni.
–Pues tenéis trabajo. Antes los registros se
documentaban a mano, y no siempre se incluían
todos los datos que se debería. Yo os enseño cómo
va el tinglado y os deseo suerte.

Mientras descendían por la escalera, Alberto no pudo evitar


preguntar por Enriqueta.
131
–Oye, Luís, todas las personas que trabajan aquí,
¿son como Enriqueta?

Al tal Luís se le escapó una risotada.

–Os ha gustado nuestra Enriqueta, ¿verdad? Que


no os espante, en el fondo es una pobre mujer.
Lleva aquí trabajando toda su vida. Todos los de
su edad se jubilaron hace mucho tiempo, muchos
de ellos incluso han muerto, pero ella no se
quiso jubilar. No tiene familia, vivía sola con su
madre, que murió hace algunos años. En realidad,
no tiene a dónde ir y cada vez se le va más la olla.
Se encarga de pequeñas cosas que la mantienen
activa y entretenida, y, además, como nunca falla
al trabajo, sabemos en Servicios Sociales que está
bien. Lo que no hemos podido mejorarle es el
carácter, cada año que cumple lo tiene peor.

Mientras Luis les contaba toda la historia de Enriqueta, lle-


garon al final de la escalera. El chico abrió una puerta metá-
lica y encendió otro interruptor. Ante los ojos de la pandilla
apareció un antiguo archivo, con escritorios de caoba en
el centro y estanterías metálicas, como las que el padre de
Toni tenía en el garaje, llenas de cajas de cartón ordenadas
por fechas.

–Supongo que tendréis una fecha aproximada en


la que buscar, ¿verdad? De otra forma os podéis
volver un poco locos. Además, aquí tenéis a partir
de 1850, que es cuando se empezó a llevar el
registro en el ayuntamiento. Si queréis fechas
132
anteriores tendréis que ir a las parroquias y buscar
partidas de bautismo, y ahí ya… Se os puede hacer
eterno. A ver, como tengo un rato libre os echaré
una mano. ¿Qué buscáis exactamente?

La pandilla agradeció enormemente la ayuda que les brin-


daba Luís. No era plato de buen gusto quedarse solos en ese
lugar, con ese aspecto tirando a lúgubre.

–Buscamos algún dato sobre Alfonso Benito


García, nacido, creemos en 1924; sabemos que
murió en 1936, y que posteriormente su familia
emigró. Queremos saber qué fue de ellos.
–Informó Toni.

Luís se dirigió hacia una estantería colocada en la parte


central de la estancia y empezó a leer fechas señalando con
el dedo índice de la mano derecha las cajas de cartón.

–¡Venga, venid! Si me ayudáis acabaremos antes.


–Les dijo Luís.
–¿Y cómo buscamos? –Contestó Alberto. Al él eso
de buscar información en archivos y bibliotecas, le
causaba cierto repelús. No sabía por qué, pero se le
aflojaban hasta las tripas.
–Las cajas están ordenadas por años y por apellidos.
Es decir, en toda esta estantería tenemos todos los
expedientes de la gente nacida en 1924, y dentro
de 1924 los tenemos ordenados por apellidos. Si
buscamos a alguien apellidado Benito, tenemos
que buscar la caja 1924 A-B. Ahí tendremos, con
un poco de suerte, la información que buscamos.

133
Luís levantó la vista en la estantería y alargó los brazos,
para bajar una caja de cartón, con un palmo de polvo y, a su
vez, llena de carpetas de cartón viejo.

–A ver… Estás carpetas deben estar ordenadas por


los apellidos, y a su vez, por orden alfabético, o al
menos, así deberían estar…

La pandilla miraba aquella caja con mucha curiosidad. Era


muy probable que encontraran información realmente va-
liosa.
Luís iba amontonando carpetas encima de la mesa de caoba
hasta que llegó a una en la que se leía escrito con letras an-
tiguas “De Ba a Ca”.

–Venga, vamos a ver qué tenemos por aquí…

Dentro de la carpeta había formularios que parecían escri-


tos a máquina y rellenados con tinta negra a mano. Las le-
tras en sí eran antiguas, con formas muy trabajadas y con
algún que otro manchurrón.
Empezaron a aparecer nombres. Antonio Bacete Gutierrez,
María de los Ángeles Barceló Carrasco, Estanislao Barra-
ceno Fuentes, …
Hasta que, por fin, les dio un vuelco el corazón… “Alfonso
Benito García”.
–Bueno, parece que hemos encontrado a vuestro
amigo.

Efectivamente, esa era el expediente de Alfonso. Entre nú-


meros de tomos, bautismo en una parroquia y varios datos
que la pandilla no entendía, sí tuvieron claros los siguientes
datos:
134
135
“El niño Alfonso Benito García, nacido en esta
ciudad en la Finca Los Cerezos el 25 de febrero
de 1924. El nombre del padre Luciano Benito Bau-
din, natural de Toulouse, la madre, María del Pilar
García Miralles, natural de Valencia. Fallecido el
22 de junio de 1936.”

–Vaya, pobrecito, murió con sólo 12 años. Pero


bueno, eso era bastante común en la época. Estos
archivos están llenos de casos así. Luís hizo un
gesto señalando toda la estantería.
–Hubo un brote de sarampión muy fuerte en la ciu-
dad en esos años, y la gente entonces se moría.
Sobre todo, niños. Y luego la guerra. Pobre gente.

Toni analizaba mentalmente todos los datos que tenían


frente a ellos.

–Luís, disculpa, ahí pone que el padre de Alfonso


era de Toulouse. Eso está en Francia, ¿verdad?

Toni pensó que, si el padre era francés, las probabilidades


de que hubiese vuelto allí cuando estalló la guerra eran más
que probables.
Luís le contestó riendo:

–Pues sí, hasta donde yo sé, si no lo han movido de


sitio, Toulouse está en Francia.
–Si este hombre nació en Francia, tendría nacio-
nalidad francesa, ¿verdad? Quiero decir, que
hubiese podido volver a su país si ningún proble-
ma. – A Toni se le amontonaban las preguntas

136
en la cabeza.
–Vamos a ver, por lo que yo intuyo, este tal Lucia-
no, por su nombre y sus apellidos, era de padre
español y madre francesa. Es muy probable que
parte de su familia todavía esté en Francia.
Podría haber venido a España por muchos motivos,
por amor, por haber heredado la famosa
finca Los Cerezos de su parte española… ¡Buf! La
gente se desplaza de aquí para allá por infinidad
de razones. Ahora, eso sí, no veo razón de más peso
para volver a Francia que huir de una guerra. Ahí sí
que te aseguro yo, que ni finca ni nada, me pasa a
mí, y me faltan piernas para correr.

Realmente a todos les dio un vuelco el corazón. Sentían que


estaban sobre la pista correcta, y que pronto podrían darle
buenas noticias a Alfonso.

–Creemos que tuvo una hermanita más pequeña que


él. ¿Podríamos saber algo de ella?

Toni pensó que, si alguien podría quedar vivo de la familia


de Alfonso, esa era su hermanita. Si era más o menos como
la abuelita de Alberto, sería muy viejita, pero quizá recor-
dara a su hermano fallecido.
Luís se quedó pensando…

–A ver, sabemos su apellido, pero ¿tenéis idea de la


fecha de nacimiento? Si no sabemos la fecha, aun-
que sea aproximada, año arriba, año abajo, tendría-
mos que estar aquí días buscando.

137
Toni pensó que lo más práctico era, sencillamente, pregun-
társelo a Alfonso. Seguro que recordaría los años que tenía
su hermanita.

–No lo sabemos, pero tenemos posibilidades de


averiguarlo. Si lo necesitamos, volveremos a
buscarla.
–Muy bien, pues aquí estaré esperando vuestras no-
ticias. La verdad es que ahora siento mucha
curiosidad por saber qué fue de esta pobre gente.

Espero que tengáis mucha suerte.

Estaban contentos por haber encontrado datos, pero lo cier-


to es que ninguno sabía qué hacer exactamente con ellos.
Al final Rober dijo:

–Pues yo no veo las cosas nada claras. No sabemos


cuándo nacieron sus padres, no tenemos
nada más por donde buscar. ¿Nos vamos a quedar
aquí? ¿Alguien puede explicarme cómo
narices vamos a buscar nosotros en el ayuntamien-
to de Toulouse? Si alguien tiene previsto ir
allí de vacaciones que avise y le mandamos debe-
res. No sé cómo podéis estar tan contentos, yo
creo que no hemos avanzado nada.

Y a Rober no le faltaba razón. Tenían los datos que necesi-


taban, pero no sabían cómo gestionarlos. Toni sintió que ese
podría ser un buen momento para pedir ayuda a un adulto.
Luís les tranquilizó.

–No os perdáis antes de tiempo. Hoy en día,


138
casi todo está informatizado. A veces un simple
buscador de internet puede ofreceros más informa-
ción de cualquier persona que muchos de los
archivos que podáis visitar. Existen incluso busca-
dores de apellidos con árboles genealógicos
que la gente inscribe, sobre todo en casos de mi-
gración. Siempre quedan cabos sueltos y fami-
liares desaparecidos que la gente intenta buscar.
¿No tenéis a nadie que pueda ayudaros?

Toni, inmediatamente, pensó en su madre. Ella se movía


como pez en el agua en archivos históricos, su trabajo pre-
cisamente, era el de recopilar información y convertirlos en
libros interesantes que a la gente le apeteciera leer. Tendría
que sincerarse con ella y contarle todo lo que estaba pasan-
do.

–Sí tenemos quien nos ayude. Tan sólo necesitaría


tomar unas notas del expediente. – Dijo Toni
a Luís.

El resto de la pandilla lo miraba sin entender muy bien a


quien se refería.
Toni sacó un boli y apuntó en su cuaderno de notas todos
los datos que figuraban en el expediente de Alfonso.

–Muchas gracias por tu ayuda Luís, si necesitamos


encontrar a la hermanita de Alfonso volveremos.
–O podéis volver de todas formas y contarme lo que
habéis averiguado.
–¡Claro! Te mantendremos informado. Gracias de
nuevo por todo.

139
Los chicos salieron del registro, dejando atrás a Luís que se
quedó devolviendo las carpetas a su sitio.
Mientras salían, Alberto preguntó a Toni:

–¿En quién has pensado para que nos ayude y no


nos trate de locos? Porque tú me dirás, a qué
adulto le contamos que hablamos con un fantasma
melancólico.
–He pensado en mi madre, Alberto.
–Bueeeno… Mira, si te echan de casa ya podremos
vivir los dos juntitos en la mía y así nos hacemos
compañía. – Alberto hablaba riendo mientras le
daba unas palmaditas en la espalda a su
amigo.

Para salir del ayuntamiento, volvieron a pasar por delante


de Enriqueta.

–Adiós señora, gracias por todo. – Dijo Alberto con


toda la sorna que pudo.

Por eso, se ganó un buen pisotón de Estela. Todos habían


entendido que la pobre mujer no acababa de estar cuerda
del todo menos Alberto, que como siempre, acababa dando
la nota.

La mujer se encontraba de espaldas a ellos y ni siquiera se


volvió para mirarlos. Todos dedujeron que, probablemente,
el paso de los años había mermado notablemente su capaci-
dad auditiva, entre otras facultades.
Por fin salieron a la luz del sol y dejaron atrás las luces arti-
ficiales y antisépticas. Y como era de esperar, querían saber
en quién había pensado Toni para soltarle la bomba.
140
–Bueno, pues he pensado en mi madre. Ella ha estu-
diado historia y periodismo. Está acostumbrada a
buscar información por todos lados. Seguro que
nos echa un cable.
–O seguro que avisa a servicios sociales para que
nos encierren a todos en sanatorios mentales
infantiles. ¿Sabéis si existen los sanatorios menta-
les infantiles? – Dijo Alberto.
–No seas idiota, Alberto, mi madre no va a encerrar-
nos en ningún sitio. Ya encontraré el momento
adecuado para decírselo. Dejádmelo a mí.

Marta se rascaba la barbilla como si fuese un tic.

–Vale, tú hablas con tu madre, pero la información


la compartes ¿estamos?
–¡Claro! –Le respondió Toni. ¿Cómo podía pensar
que se quedaría la información para él sólo
sin compartirla con ella? Y, encima, sería otra ex-
cusa para verla. –Además, lo que vamos a hacer es
una búsqueda internacional. No voy a quedármela
para mí sólo.

Justo en ese momento, la madre de Toni paró el todoterreno


frente a ellos. Desde fuera vieron cómo Patricia se comía
un gran cucurucho de helado en la parte posterior del coche
y les decía hola con la mano. La ventanilla del copiloto se
bajó y la madre de Toni dijo desde el otro lado:

–¡Hola! ¿Habéis terminado ya? Deberíamos volver


a casa, está empezando a apretar el calor.
–Sí, mamá, ya hemos acabado aquí. ¿Vamos Alber-
to?
141
Toni dijo en voz alta para que todos le oyeran:

–Estamos en contacto! Hacemos otra acampada la


semana que viene ¿os va bien? Mamá, ¿podemos?
–¡Claro! Así por lo menos estáis entretenidos, y no
delante de una pantallita.

Todos asintieron y se despidieron mientras Alberto y Toni


subían al coche y se alejaban del ayuntamiento.

Estela dijo:

–¿Creéis que seguirán contando con nosotros?

A lo que Marta respondió:

–Seguro que sí, Toni no nos dejará tirados.

142
143
CAPÍTULO IX
El que busca, encuentra

L a abuelita de Alberto, por fin, salió del hospital, con la


devastadora y definitiva noticia de que padecía Alzhei-
mer. El hecho de que su familia lo hubiese ignorado, no
les eximía de ver el deterioro terrible que sufren las perso-
nas que padecen la enfermedad. La madre de Alberto había
adelantado sus vacaciones para poder cuidar de su madre y
de su hijo, mientras, por otro lado, se planteaba cómo vol-
ver a la normalidad después del verano.
A Toni le preocupaba la situación de su amigo. Aparen-
temente no sufría, Alberto era así, siempre con su coraza
puesta, no fuese que alguien se atreviera a alcanzarle el co-
razón. Pero Toni lo conocía muy bien, y había visto antes
esos ojos enrojecidos por las lágrimas, que nunca reconoce-
ría haber derramado. Toni suponía que, durante el verano,
se irían perfilando cosas y que habría cambios alrededor de
su amigo, y que seguramente, muchos de esos cambios no
serían para bien. Pero bueno, el tiempo siempre acababa
colocando cada cosa en su lugar, o al menos, eso decía su
madre.
Durante cuatro días, Toni no había sido capaz de pedir ayu-
da a su madre, y eso que Alfonso lo había achuchado para
que lo hiciese. Se habían encontrado dos veces en la casi-
ta del árbol. Habían reído ojeando cómics, y Toni le había
puesto al día de algunos cambios tecnológicos que a Al-
fonso le alucinaban. Eso de los teléfonos móviles y de los
videojuegos eran algo milagroso para él.
Toni le había contado a Alfonso todas sus averiguaciones
y por lo menos, estaba seguro de que lo que habían averi-
guado era cierto. El problema era que Alfonso tenía como
lagunas de memoria. Existían ciertos matices que se desdi-
144
bujaban en su mente. Por ejemplo, no recordaba si su padre
le había hablado alguna vez de su familia francesa. Estaba
seguro de que, efectivamente, su padre procedía de Tou-
louse, pero no sabía la razón de que se instalase en “Los
Cerezos”, y desconocía totalmente la existencia de abuelos,
tíos, etc.
Toni le había contado que pensaba que su madre podría
ayudarles, y Alfonso, no entendía por qué Toni no le había
preguntado ya.

–Alfonso, no es tan fácil. ¿Cómo le digo yo a mi


madre que hablo contigo? Tengo miedo de que me
tome por loco.
–Toni, ¿y por qué no la traes aquí? Si es necesario
hablaré yo con ella. –Insistía Alfonso…
–¿Seguro que no se morirá de un patatús? –Le
replicaba Toni, el cual estaba realmente
preocupado de que a su madre se le parase el
corazón.

Durante esos días, Alberto casi no había aparecido por casa,


y Toni empezaba a preocuparse.
Las perras empezaron a ladrar, de aquella forma tan pecu-
liar, como cuando conocen a alguien y le dan la bienvenida.
Toni se asomó por la ventana de la casita y vio a Alberto
con su bici en la puerta de casa.

–Espera Alberto, bajo a abrirte. –Gritó Toni desde


la ventana.

Cuando llegó a la puerta, observó que la cara de su amigo


era un poema. Esta vez sí que era evidente que Alberto ha-
bía estado llorando. Su respiración era entrecortada, y un
145
moco asomaba por su nariz. Moco que acabó en un extremo
de su camiseta.

–¿Qué te pasa, tío?

No hacían falta más palabras, Toni sabía que pasaba algo,


y que era grave.

–Mi madre, Toni, no la aguanto. No está nunca en


casa, no se ha preocupado durante años ni de mi
abuela ni de mí, y ahora, quiere meter a mi abuela
interna en una residencia y a mí me quiere mandar
a un internado. Que, si no, ella no puede continuar
con su carrera. ¿Y nosotros qué? ¿Y nosotros qué,
Toni? Mi abuela está consciente todavía, se da
cuenta de las cosas. Está llorando toda la mañana
desde que mi madre ha soltado la bomba. Y yo no
me quiero ir, tío. No quiero cambiar de colegio ni
de ciudad. ¿Por qué me tengo que ir yo?

Toni respiró hondo, y trabajo tuvo, para que unos enormes


lagrimones no asomaran por sus ojos. Él ya intuía que las
cosas no podían acabar bien. Pero ahora su amigo necesi-
taba un hombro en el que llorar, no alguien que le causase
más problemas.

–Bueno, no te preocupes; aunque te vayas, yo


seguiré siendo tu amigo. A veces los cambios son
buenos.

Aunque realmente Toni no se creyese lo que decía, ¿qué


podía hacer?

146
–No son cambios buenos, Toni; deshacerte así de la
gente que te estorba no está bien. Y la odio, cada
día la odio más.

Unos enormes lagrimones corrieron de nuevo por las meji-


llas del afligido Alberto.

–A lo mejor recapacita y al final no lo hace,


Alberto. Es posible que sea un calentón debido al
agobio de las circunstancias. Espera a ver qué pasa.
Y no digas que odias a tu madre, eso no está bien.

Alberto llenó sus pulmones con todo el oxígeno que pudo


aspirar de su alrededor. Intentó serenarse.

–¿Puedo quedarme a comer en tu casa? –Dijo


finalmente de forma más calmada.
–¡Claro! Pasa, se lo diremos a mi madre. Oye, por
cierto, ¿sabes que estaba con Alfonso?
–Sí, y ahí hay una cosa pendiente. ¿Has hablado con
tu madre?
–No, todavía no…

Las perras saltaban alrededor de los dos chavales. Entraron


a pie, en silencio; como dos colegas que lo saben todo uno
del otro, y que no necesitan ni mirarse para entenderse.
Llegaron a la casa y entraron, Patricia jugaba con sus mu-
ñecas en el comedor. Fuera el calor empezaba a apretar, y
la niña había decidido quedarse dentro que se estaba más
fresquito.

–¿Dónde está mamá, Patricia?


–Está en el despacho trabajando. ¡Hola Alberto!
147
¿Te quedarás a comer?

A Patricia le gustaba que Alberto comiese en casa, le resul-


taban divertidos sus comentarios y se reía un montón con
sus payasadas.

–Sí, si tu madre me invita sí.


–Seguro que sí.

Patricia se dio media vuelta y siguió a lo suyo. Los dos chi-


cos se dirigieron hacia el despacho. “Toc, toc”
Toni llamó a la puerta. Sabía que molestar a su madre cuan-
do estaba encerrada en el despacho no era una buena idea,
a veces. Necesitaba concentrarse para escribir, y que los
niños estuviesen molestándola continuamente la ponía de
muy mal humor. Pero parece que esta vez estaban de suerte.

–Pasad, pasad, sólo estoy ordenando el archivo.

Abrieron la puerta y encontraron a su madre rodeada de un


montón de papeles. Algunos escritos a ordenador, otros con
un montón de apuntes a mano en los márgenes… A Toni le
parecía todo un gran caos. Alberto dijo:

–¡Ostras! Para que luego se queje mi madre de mi


habitación…
–¡Ja, ja! Muy gracioso, Alberto. No es lo mismo, yo
esto luego lo ordeno. Son apuntes para próximos
libros, tengo que clasificarlos para montar los
capítulos y los contenidos. –Replicó la madre de
Toni.

Al final, la mujer se sentó en su sillón de despacho.


148
–Bueno, ¿qué queréis? Porque imagino que vuestra
intención no es ayudarme a ordenar.
–Mamá, ¿puede quedarse Alberto a comer? –Dijo
Toni.
–¡Claro! En un momentito hacemos unos espaguetis
con tomate y comemos todos. ¿Cómo van las cosas
por tu casa, Alberto?

Toni sabía que la madre de Alberto no era santo de la de-


voción de su madre. La había oído hablar con su padre en
alguna ocasión, no es que a él directamente le hubiese di-
cho nada, pero sí había oído comentarios como que era una
mujer frívola que no se preocupaba más que de ella misma.
Alberto, al fin, contestó:

–No van muy bien, la verdad.


–Ya imagino. Alberto, ya sabes que puedes venir a
casa cuando quieras. Y ahora, chicos, si me dejáis
un ratito..., a ver si me aclaro con esto antes de la
hora de comer.
–Alberto, carraspeó… Y por lo bajo le dijo a Toni…
¿No crees que deberíamos contarle algo a tu
madre?
–No, ahora, no. ¿No ves que está ocupada?
–Contestó Toni en voz baja.
–Pero tío, en algún momento tendrá que ser…

La madre de Toni los miraba intrigada.

–¿Qué murmuráis? ¿Hay algo que yo deba saber?

Toni se quedó blanco, y Alberto no se pudo aguantar:

149
–Sí, en realidad hay algo que nos gustaría decir.
Toni… díselo ya, ¡venga!

La madre de Toni se iba asustando por momentos.

–A ver, chicos, me estáis asustando. Lo que sea


soltadlo ya, porque están empezando a pasarme
cosas muuuy absurdas por la mente. Estoy
empezando a pensar que os drogáis, y me estoy
poniendo de muy mala leche.
–Mamá, ¡Por favor! ¿Cómo puedes pensar algo así
de mí?
–Yo que sé Toni, cosas más raras se han visto.
Suelta lo que sea ya.

Toni, de nuevo se quedó en silencio. Alberto le dio una pe-


queña colleja.

–Venga, tío, o se lo cuentas tú o se lo cuento yo.


–Vale, vale, allá voy… Mamá, necesitamos que nos
ayudes a buscar a alguien en Francia.
Concretamente en Toulouse.

La madre de Toni se quedó clavada en la silla. Mirándolos


seria, y de repente estalló en risas.

–¡Ja ja ja ja ja! ¿Y eso era lo que no me querías


decir?

Toni seguía serio mirando a su madre…

–Hay más, ¿verdad? ¿Por qué queréis buscar a


alguien en Toulouse? ¿Qué es lo que pasa aquí?
150
El tono de la madre de Toni ya no era divertido, realmente
la cosa se había puesto seria.
Toni respiró hondo y se lo contó todo a su madre. Desde el
principio, desde la primera aparición de Alfonso hasta las
averiguaciones que habían hecho en el registro. Alberto co-
rroboraba la versión de su amigo enfatizando algunas fra-
ses. Su madre permanecía callada, escuchando el relato de
los dos chavales. Una vez acabaron con toda su exposición,
su madre seguía callada. Los miraba como impávida, es-
cuchando un relato lejano, como si no fuera nada con ella.
Toni la miraba y empezaba a asustarse.

–Mamá, di algo, por favor.

Su madre respiró hondo.

–A ver, cielo, mi amor, ¿qué quieres que te diga?


Lo que acabas de contarme me parece un relato
fantástico sacado de una novela. Entiendes que yo
soy una persona racional y que no creo en estas
cosas, lo siento mucho, pero me cuesta asimilar lo
que acabo de oír.
–Entonces, ¿no vas a ayudarnos? –Dijo Toni
preocupado.

Él se había abierto a su madre, ¡con lo que le había costado!


Y ahora ella no le creía…

–No es que no quiera ayudaros, Toni. Es que me


cuesta mucho creer todo lo que me has contado.
Hijo, es que me has dicho que tienes un fantasma
viviendo en tu casita del árbol, y que encima lee
comics de Spiderman.
151
Alberto intervino:

–Toni, ¿por qué no hacemos que lo vea por ella


misma?

La madre de Toni soltó una risotada.

–¡Ja ja ja ja! O sea, que hasta me lo podéis


presentar… Esto puede ser muy divertido. Vale,
venga, vamos para la casita.

Salieron del despacho los tres y se encontraron con Patricia,


que seguía jugando con sus muñecas en el comedor.

–¿Dónde vais los tres? –Preguntó la niña curiosa.


–Vamos a la casita del árbol, por lo visto tu hermano
ahora habla con espíritus... –Contestó su madre.

Patricia se quedó seria, y dos lagrimitas asomaron en sus


claros ojos.

–No vayas, mamá. Por favor, no vayas.


–Pero qué dices, Patricia… ¿Tú también? ¿Has
visto algo?
–Sí mami, yo lo he visto…
–Ahora sí, vamos para allá, estoy empezando a
mosquearme.

La madre de Toni vio que la cosa iba en serio. Pero no en


el sentido de ver realmente un fantasma, sino en que temía
que Toni estuviese utilizando el miedo para que la pequeña
Patricia no subiese a la casita del árbol y arruinase sus reu-
niones de amigotes.
152
–Toni, como hayas utilizado esto para espantar a tu
hermanita, vas a tener problemas serios, y lo sabes,
¿verdad?
–Mamá, por favor, no miento… Espera y lo verás.

Finalmente llegaron a la casa del árbol. Ayudaron a su ma-


dre a subir por la trampilla y se sentaron en el suelo de la
casita.

–Podríais limpiar un poco de vez en cuando,


cochinos.
–Mamá, por favor, que esto es muy serio.

Toni había estado con Alfonso esa misma mañana, así que
sabía que no andaría muy lejos. El niño empezó a llamarle:

–Alfonso, soy Toni. Por favor, mi madre no me


cree, manifiéstate. Ayúdame, por favor.

Esperaron unos minutos, pero no pasó nada.

–Te la estás cargando, Toni. –Dijo su madre con


tono enfadado.

Toni empezaba a estar impaciente y preocupado.

–Alfonso, no me dejes tirado ahora. No te ayudaré


más, y te quitaré todos los cómics de Spiderman.

En ese momento, una nebulosa blanca empezó a aparecer


ante ellos, y la temperatura de la casita descendió en picado.
En un plis, Alfonso estaba sentado junto a ellos.

153
–No me quites los cómics, Toni.

La madre de Toni gritó. Gritó tan fuerte que los pájaros


que estaban posados tranquilos en los árboles de alrededor,
salieron volando en desbandada. Toni intentó calmar a su
madre.

–Mamá, tranquila. Te presento a Alfonso. Ya te he


dicho que no te mentíamos. ¿Lo ves?

La piel de la cara de la madre de Toni era del mismo color


de la cera. Estaba blanquísima, y con los ojos y la boca muy
abiertos. Después del grito se había quedado petrificada.
Incapaz de moverse. Alfonso habló:

–Hola señora, encantado de conocerla. Toni me ha


dicho que usted podría ayudarme.

La madre de Toni seguía en shock. Era incapaz de pro-


nunciar palabra. Toni empezaba a preocuparse por la salud
mental de su madre.

–Mamá, mamá… Reacciona. Por favor, estás


empezando a asustarme.

Alberto intervino:

–Joder, Toni, a ver si hemos dejado a tu madre


catatónica.
–Calla, tío, no digas eso ni en broma. ¡Mamá,
mamá!

Toni tocaba el brazo de su madre, zarandeándola suave-


154
mente. Finalmente, la madre de Toni fue capaz de articular
unas cuantas palabras.

–Hola, Alfonso. Eres, tú eres… ¿un fantasma?

A Alfonso no le gustaba demasiado esa definición, él no se


sentía como un fantasma. Seguía siendo un niño de 12 años,
y encima perdido. Pero entendió que quizás era eso preci-
samente lo que era; un fantasma. De todas formas, intentó
explicarle lo que sentía a la madre de Toni.

–Pues, eso creo; pero yo no me siento así, bueno, en


realidad no sé cómo se sienten otros fantasmas. Yo
soy sólo un niño que busca a su familia. Y
discúlpeme, no quería asustarla.

La madre de Toni seguía blanca como la leche. Pero Toni


no pudo evitar aclarar las cosas:

–¿Ves, mamá, como no te mentía? Y tenemos que


ayudarle. Tenemos que encontrar a alguien de su
familia que nos explique qué pasó con ellos.

La madre de Toni respiró hondo y parpadeó fuertemente.


Pensaba que, quizás, si parpadeaba fuerte, despertaría en
su cama y se acordaría de todo aquello como de un sueño.
Pero no, aquel niño fantasmal seguía ahí sentado junto a
ellos.

–Vamos a ver si soy capaz de entender algo… Tu


nombre es Alfonso, y no sabes por qué estás aquí.
Digamos, que te has perdido. –Dijo la madre de
Toni, a lo que Alfonso respondió:
155
–Sí, pero no exactamente. Yo antes vivía aquí, de
eso estoy seguro, aunque todo ha cambiado
mucho. Recuerdo que me puse muy enfermo, y
luego hay como un tiempo que no recuerdo nada.
Después, de repente me encontraba bien, ya no me
sentía enfermo, pero nadie me veía. Ni mi
madre, ni mi hermanita, ni mi padre… Y los
llamaba, pero ellos lloraban y no me veían. Des-
pués existe otro periodo de tiempo que no recuerdo
y luego ellos se fueron. Y luego otro tiempo que no
recuerdo, y aquí estoy de nuevo, no sé muy bien
porqué.

Al final Alberto intervino:

–Creemos que si le ayudamos a saber qué pasó con


su familia pueda irse a la luz, o al cielo, o a donde
sea que tenga que ir. Porque está claro que
quedarse a vivir en la casita de un árbol, es un rato
cutre.

La madre de Toni se quedó pensando. Ahora entendía esas


idas y venidas a la biblioteca, y al registro… Los chicos ya
habían estado intentando ayudar a su amigo por su cuenta,
pero buscar a personas internacionalmente ya era otro tema.

–Bueno, supongo que no me queda más remedio


que ayudaros. Primero necesito que me facilitéis
todos los datos que hayáis averiguado, y tú,
Alfonso, tienes que estar disponible por si necesito
hacerte preguntas. Intenta recordar todo lo que
puedas de tu familia, si te hablaron alguna vez de
abuelo en el extranjero, de tíos, de conocidos… De
156
cualquiera que pueda ayudarnos a seguir un rastro.
Ahora vamos a mi despacho y empezaremos a
buscar. Alfonso, si tú quieres, puedes venir tam-
bién.

Alfonso estaba emocionado. Le habían invitado a entrar en


casa, como si volviese a ser uno de ellos.

–Muchas gracias, de verdad.

Los mortales bajaron por la trampilla de la casita, Alfonso


directamente, ya estaba abajo. Caminaron hacia la casa y
Alfonso los seguía, como uno más. Las perras lo miraban
con extrañeza, pero no gruñían ni tenían ningún compor-
tamiento especialmente extraño, sólo demostraban curiosi-
dad. Toni pensó que debían notar que la energía de Alfonso
no era mala, sólo un poco diferente.
Cuando entraron en casa y Patricia vio a Alfonso, gritó de
puro pavor y se escondió tras el sofá.

–¡Mamá! ¡Es un fantasma! ¡Socorro!

Alfonso se sintió avergonzado:

­–Quizás sea mejor que me vaya. No quiero asustar


a nadie.

Toni, le dijo:

–No, tranquilo, espera y verás…


–Patricia, él es Alfonso, es nuestro amigo. Se lo
hemos contado todo a mamá y vamos a ayudarlo
para que pueda marcharse. No tienes que tener
157
miedo, no va a hacerte nada malo.

La madre de Toni se dirigió hacia la parte del sofá en el que


se había parapetado su hija.

–Ven, Patricia, lo sé todo, no te preocupes. No va a


pasarte nada. Ven con mamá.

La niña se acercó poco a poco, apretando fuertemente la


mano de su madre, hacia donde se encontraban Alfonso,
Toni y Alberto.

–Eres un fantasma, ¿verdad?


–Pues eso creo, Patricia. Pero no soy malo, sólo
quiero saber lo que pasó con mi familia. No me
tengas miedo.
–Pero los fantasmas tenéis que dar miedo.
–Vaya, ¿quién dice eso?
–En la tele.
–No sé qué es la tele, pero miente, te lo
prometo.

Patricia se quedó más tranquila después de esa conversa-


ción, incluso miraba a Alfonso con cierta curiosidad.

–¿Duele morirse? –Preguntó la pequeña.

Toni se quedó petrificado mirando a Patricia. Él no se había


atrevido a realizar esa pregunta a Alfonso. Creía que era un
aspecto delicado de tratar. Pero sorprendentemente, Alfon-
so respondió a Patricia de forma muy natural.

–Pues no lo sé. Yo no recuerdo morirme. Sólo


158
recuerdo estar enfermo, no acordarme de nada, y
luego estar bien. Sólo que nadie me veía.
–Aaaaah… –Respondió Patricia también de forma
muy natural, como si le hubiesen explicado
cualquier cosa banal.

La madre de Toni observaba la conversación como si de un


partido de tenis se tratase.

–Es bueno saber que alguien que ha muerto no


recuerda que fuese doloroso. Así a lo tonto, igual
hasta desvelamos grandes secretos de la
humanidad.
Venga, chicos, vamos hacia el despacho.

El séquito, incluida Patricia, siguió a la madre de Toni has-


ta el despacho. Se acomodaron todos en distintos sitios.
La estancia no era muy grande, pero sí lo suficiente para
que todos encontraran un pequeño rincón en el que sentar-
se. Normalmente, y a pesar de lo que dijese su madre, en
aquella habitación reinaba el caos. Papeles y más papeles
se amontonaban sobre mesas y rincones. Algunos con as-
pecto de ser viejísimos, otros eran meros apuntes escritos a
mano. Pero a pesar del caos, ¡pobre del que tocara un papel!
La madre de Toni lo notaba enseguida. Ella decía que era
un desorden ordenado, que sólo ella entendía, y necesitaba,
para documentarse e inspirarse.

–Necesito que me facilitéis todos los datos que


hayáis recogido. Vamos a realizar una búsqueda
por internet a ver si podemos averiguar algo.
–Mamá, sabemos que la familia de Alfonso se
marchó de aquí cuando estalló la Guerra, unos
159
meses después de morir él. Y sospechamos que
pudiesen volver a Francia, concretamente a
Toulouse, de donde procedía el padre de Alfonso.
Su nombre era Luciano Benito Baudin. ¿Pero
cómo vas a buscarlos por internet? –Dijo Toni con
extrañeza.– Si hace tantos años que se fueron…
–Toni, existen páginas especializadas en árboles
genealógicos por apellidos. Además, en Toulouse
habrá un número determinado de personas con ese
apellido. Quizás realizando una búsqueda
hallemos a algún descendiente de esta familia.

Alfonso observaba sin decir nada. No tenía ni idea de lo


que era internet, ni tan sólo un ordenador. Esos aparatos tan
extraños no los había visto nunca.
La madre de Toni encendió el ordenador e introdujo una
serie de datos en diferentes buscadores.

–Vaya, parece que el apellido Baudin es muy


común en Toulouse… Si tenemos que realizar una
búsqueda siguiendo esta pista, tendremos que
hacer cientos de llamadas… Pero, espero que el
apellido Benito, siendo español, no sea tan
común…

Otra vez, la madre de Toni abrió varias páginas web e intro-


dujo los nuevos datos.

–Aquí ya tenemos algo que me gusta más… Existen


6 personas censadas en Toulouse con el apellido
Benito. Además, tenemos aquí a una tal Carmen
Benito García que ha publicado varios libros
sobre la Guerra Civil Española. De hecho, es una
160
reputada escritora e investigadora. ¿Te suena de
algo ese nombre, Alfonso?

Cuando la madre de Toni se dio la vuelta para hablar con


Alfonso, vio que unos grandes lagrimones corrían por la
cara del niño.

–Creo que es mi hermanita.


–¡Ostras! –Dijo Alberto. –Y, ¿sigue viva?

La madre de Toni buscó la biografía de Carmen. Efectiva-


mente, la señora era muy mayor, pero sí, seguía viva. Ade-
más, había tenido 2 hijos, una hija, la cual era una famosa
presentadora de televisión en París y un hijo, que actual-
mente regentaba una librería en Valencia.

–¡En Valencia! Esto sí que es increíble.–Dijo la ma-


dre de Toni.
–¿En Valencia? ¡Pero eso está aquí al lado, mamá!
–Toni hablaba emocionado.
–Podemos ir a hablar con él y explicárselo todo.
–Añadió Alberto.

La madre de Toni no lo veía tan claro; intentaba encon-


trar la forma de decirle a alguien que un antepasado muerto
antes de la guerra lo buscaba. Existía una alta posibilidad
de que esta persona, que ahora debía tener unos 60 y pico
años, los mandara literalmente a la mierda.

–A ver, chicos, esto no es tan sencillo. Hay que ir


y explicárselo todo bien a este señor. Si os
presentáis vosotros y se lo contáis todo a
bocajarro, no se creerá ni una palabra.
161
Alfonso no decía nada.

–Alfonso, tío, y tú, ¿no dices nada? ¡Que tu sobrino


tiene una librería aquí al lado! ¿No estás flipando?
–Le dijo Alberto realmente emocionado.
–Sí, supongo que sí… Pero mi sobrino no me
conoció.

Y de repente Alfonso se esfumó.

–¡Anda! Y éste, ¿por qué se marcha ahora? Encima


que le encontramos a la familia. ¡Será
desagradecido! –Dijo Alberto con tono de enfado.

La madre de Toni entendía perfectamente lo que le había


pasado a Alfonso, así que trató de explicárselo a los chicos.

–Tratad de entenderle. Él quería saber dónde


estaban sus padres, no su sobrino. Ahora acaba de
darse cuenta de que sus padres estarán también
muertos, como él, y no han venido a buscarle. Él
sigue aquí sólo y no entiende por qué.

Toni sí entendía a Alfonso. Entendía su silencio y su dolor.

–Bueno, yo creo que, por lo pronto, lo que podemos


hacer es ir a hablar con este señor. Por lo visto,
según veo por internet, se llama Leonardo
Deschamps Benito. Iremos a hacerle una visita a
su librería y trataremos de averiguar lo que
podamos de su familia. ¿Os parece bien? –dijo la
madre de Toni.

162
Los dos chicos asintieron. Patricia dijo:

–¿Puedo ir yo también?
–Claro cariño, iremos y te compraremos un bonito
libro. ¿Os parece que ahora comamos? ¿Tenéis
hambre?

¡Claro que tenían hambre!

Decidieron que aquella tarde se acercarían a la librería del


sobrino de Alfonso. Cuanto antes arreglaran todo aquello
mejor.

163
164
CAPÍTULO X
Famílias perdidas

L os nervios de los chicos se encontraban a flor de piel.


No fueron capaces de cerrar los ojos después de comer,
sólo pensaban en el momento de decirle a aquel hombre,
que conocían a su tío muerto antes de la guerra.
Alfonso no había vuelto a aparecer. Toni pensó en ir a ha-
blar con él cuando volviesen de la librería, igual si le traía
noticias de su familia le animaba un poco.
Cuando estaban a punto de salir hacia Valencia sonó el te-
léfono. Se notaba por el tono de voz de la madre de Toni
que no le agradaba demasiado su interlocutor, en este caso
interlocutora. Enseguida, Toni entendió por qué…

–Alberto, ponte, es tu madre.

Alberto suspiró y cogió el teléfono de mala gana. En un


principio sólo escuchó. La expresión de su cara se iba des-
encajando. Al final, dos lagrimones asomaron en sus ojos.

–Ahora voy, mamá.


–¿Qué ha pasado, Alberto? –Dijo Toni.
–Mi abuela. Se ha puesto muy mal esta tarde, ha
tenido que venir la ambulancia a por ella. Estoy
seguro de que ha sido culpa de mi madre. ¡Todo es
por lo que le dijo! –Alberto estaba muy agitado–.
Mi madre está esperándome en casa para ir al hos-
pital.
–Ahora te llevamos Alberto, no te preocupes. –Dijo
la madre de Toni.
–Toni, ¿me contarás lo que averigüéis?

165
Subieron todos al coche y llegaron a casa de Alberto en si-
lencio. Su madre estaba esperándoles en la entrada, dentro
del coche.

–Gracias por traer a Alberto. –Dijo bajando la


ventanilla.
–De nada, es un encanto de chico. –Respondió la
madre de Toni–. Ten un poco de paciencia con él,
está pasándolo mal.

Sabía que estaba metiéndose donde no la llamaban, pero no


pudo evitar defender al pobre Alberto.
La madre de Alberto cambió la cara de repente. Apretó la
mandíbula y sus facciones se endurecieron.

–No creo que eso sea de tu incumbencia. – Respon-


dió en tono cortante.

Toni miró a su madre. La expresión de su cara era de pena.


No se tomó a mal el desaire, sólo sentía compasión hacia
aquel niño, que ahora, estaría más sólo que nunca. La ma-
dre de Alberto dijo:

–Vamos, Alberto, sube inmediatamente al coche.

Acto seguido subió la ventanilla, sin siquiera girar la cabe-


za para despedirse.

–Lo siento mucho, y gracias por la comida. – Dijo


Alberto avergonzado antes de bajar del coche.
–No tienes que sentir nada Alberto, nada de todo
esto es culpa tuya. –Contestó la madre de Toni.

166
Alberto subió al coche con su madre, y ésta, arrancó y salió
derrapando a toda velocidad.

–En fin… –Dijo la madre de Toni durante un largo


suspiro–. ¿Nos vamos a comprar libros?

Cogieron la autovía hacia Valencia y en 10 minutos ya esta-


ban entrando en la capital. El tráfico se había intensificado
notablemente y habían empezado a aparecer las grandes ro-
tondas de entrada, llenas de flores y de colores, que a Patri-
cia le encantaban.
La madre de Toni conectó el GPS para que les llevase hasta
la librería.
Aparcaron en un parking subterráneo cercano y salieron a
pie. El calor era intenso, aunque lo hacía soportable la sua-
ve brisa que ascendía desde el mar.
Se adentraron por una callejuela de la parte antigua de la
ciudad. Los edificios eran bajos y con los portones de las
ventanas de madera. Macetas llenas de flores abarrotaban
los balcones y pequeños comercios de diferentes sectores
acababan de dar vida a la calle.
A pesar del calor, la gente paseaba y observaba los pin-
torescos escaparates. En un lugar céntrico de la calle, se
encontraba una librería con mucho encanto.
Constaba de dos plantas, una de ellas, dedicada a presen-
taciones de libros y a grandes clásicos; también tenía una
pequeña cafetería, con unas mesas decoradas con un gusto
exquisito, aunque a Toni le parecieron algo repipis.
La gente se sentaba allí a leer y a conversar tranquilamente
sobre sus libros o autores favoritos.
La planta de arriba, estaba dedicada a volúmenes contem-
poráneos y a autores noveles.

167
–Bueno, vamos allá, chicos. –Dijo la madre de
Toni.

Cuando entraron notaron aquel olor especial que despren-


den los lugares donde hay muchos libros, ese olor tan ca-
racterístico de papel y tinta.
Atendiendo la cafetería, había una chica de unos 20 años,
con una melena larga y morena recogida en una recatada
coleta. Vestía unos pantalones cortos tipo bermudas, con un
polo azul y un delantal corto anudado a su cintura. Atendía
a los clientes sentados en las mesas y les prestaba libros de
las estanterías contiguas. Cuando los vio entrar, la chica se
dirigió hacia ellos.

–Hola, ¿puedo ayudaros en algo?


–Buenas tardes, buscamos al dueño de la librería.
Al Sr. Deschamps. –Dijo la madre de Toni.
–Han tenido suerte, más tarde tenemos la
presentación de un libro y está preparando la sala.
Lo pueden encontrar al fondo, a mano derecha.
¿Seguro que no les sirvo yo de ayuda?
–Gracias, pero se trata de un asunto personal.
–Bueno, yo soy María Deschamps, su nieta.

Toni la miraba con asombro. O sea, que aquella chica era la


sobrina-biznieta de Alfonso. Increíble. Y la verdad es que
se parecían, la expresión de los ojos y la nariz eran exacta-
mente iguales. La madre de Toni contestó:

–Encantada de conocerte. Lo cierto, María, es que


es un tema un poco delicado. Vuestra familia,
¿procede de Toulouse?
–Bueno, en parte. Mi padre es nacido allí, pero toda
168
la parte materna de mi bisabuela procede de aquí,
de Valencia.
–Tu bisabuela, Carmen, ¿dejó Valencia durante la
guerra cuando era muy pequeña?

A medida que la madre de Toni iba avanzando en la con-


versación, la cara de la chica iba cambiando, mostrando
extrañeza.

–Pues sí. Se ve que vivían en una finca en el campo,


heredada de la parte paterna del padre de mi bis-
abuela, pero cuando estalló la guerra lo dejaron
todo y se marcharon hacia Toulouse, donde había
nacido mi tatarabuelo, y donde les quedaba familia
que los arropara. Como mucha gente, buscando un
futuro mejor. Pero bueno, ya ve… La cabra tira
al monte, y aquí estamos de nuevo, se ve que nos
va más la paellita que la mantequilla. –La chica rio
ella misma su observación–. Pero, ¿usted cómo
sabe todo eso? ¿Conoce a la abuela Carmen?

La conversación iba derivando hacia donde la madre de


Toni más temía, llegaba el momento de meterse en terrenos
pantanosos.

–María, ¿tú sabes si tu bisabuela tuvo un hermano?


–Ostras, pues no lo sé. Mi bisabuela era muy
pequeña cuando se marcharon de aquí; hay mu-
chas cosas que no recuerda, y supongo, que otras
tantas que no quiere recordar. Tengo presente, que
ha dicho muchas veces que su madre murió de
pena, por no poder llevarse lo que quiso de aquí,
pero no sé exactamente a qué se refería.
169
–¿Podemos hablar con tu abuelo? Pienso que es
posible que él recuerde algunos comentarios de su
madre. De todas formas, gracias, María, nos has
ayudado mucho. –Dijo la madre de Toni en tono
muy amable.
–Pasen, hablen con mi abuelo, seguramente él les
será de más ayuda.

La chica se retiró a atender una mesa que la reclamaba.


Toni, junto a su madre y Patricia, caminaron hacia el fon-
do de la tienda. Patricia empezaba a aburrirse y a ponerse
nerviosa.

–Mami, me aburro… Cómprame un libro… ¿Por


qué no nos comemos un pastel en la cafetería?

Toni miraba a su hermanita con cara de enfado. Ahora que


estaban tan cerca de averiguar algo, ella lo fastidiaría todo.
La madre de Toni dijo:

–Toni, ¿por qué no te llevas a Patricia a ver libros


mientras yo hablo con Leonardo?
–Noo, mamá… Yo quiero saber cosas también,
Alfonso es mi amigo.

La madre de Toni pensó que éste tenía razón, no era justo


apartarlo de la conversación, por lo que trató de convencer
a Patricia para que se portara bien.

–Patricia, si te portas bien y estás calladita, mamá te


comprará el pastel más grande de la cafetería,
¿vale?

170
La niña asintió con los ojos brillantes de la emoción.
Cuando llegaron a la sala que les había indicado María, se
encontraron ante sí a un hombre que, a pesar de su edad,
imponía por su físico. Contaba con un frondoso cabello
cano y unos profundos ojos verdes. Sus manos eran gran-
des, al igual que su estatura y su cuadrado mentón. Estaba
colocando sillas alrededor de una mesa; la mesa en la que
se suponía, se tenía que presentar un determinado libro.
La madre de Toni se dirigió hacia él, aunque el paso de la
mujer era algo dubitativo. Por su mente pasaban a toda pri-
sa un montón de palabras que no lograba ordenar de forma
lógica. Casi sin quererlo, empezaron a salir de su boca:

–Disculpe, señor, ¿es usted Leonardo Benito


Deschamps?

El hombre se dio la vuelta mirando de arriba abajo a la


madre de Toni.

–El mismo que viste y calza, señora. Aunque le


advierto que si es de hacienda ya se puede ir por
donde ha venido. Para ustedes no estoy.

El hombre hablaba con tono amable pero firme.

–No, no soy de hacienda. Quería hablarle sobre


algo personal. Es sobre la familia de su madre.

La cara del hombre se volvió más seria todavía.

–Mi madre no suele hablar de su familia. Dice que


existen recuerdos demasiado dolorosos para ser
contados. ¿Y a usted por qué le importa mi
171
familia?

Había llegado la hora de la verdad…

–¿Sabe si su madre tuvo un hermano mayor que ella


cuando vivía en España? –Mejor ir entrando en
materia, pensó la madre de Toni.
–Sí, lo tuvo. De hecho, ese es uno de los recuerdos
de los que no le gusta hablar. ¿usted cómo lo sabe?
Tengo entendido que este niño murió con 12 años.

La cara del hombre iba virando hacia una expresión que


Toni no sabría definir muy bien, entre curiosidad y enfado.
Toni escuchaba a los dos adultos callado, creía que era me-
jor no intervenir, ya era demasiado delicado el asunto como
para que estuviese un niño metiendo baza, entonces sí que
aquel hombre no se creería nada. Patricia escuchaba, y de
vez en cuando se le iba la vista hacia la cafetería.

–Pues sí, sé que murió cuando tenía 12 años,


concretamente de sarampión. Sé que vivían en una
finca llamada “Los Cerezos”, y sé que vendían
huevos con dos yemas, de las gallinas que
cuidaba Alfonso, su tío. Un niño moreno, con los
ojos grandes llenos de curiosidad. Y sé que su
familia se fue de la finca cuando estalló la guerra.
Se fueron a Toulouse, de donde procedía su padre
por la rama materna.

El hombre abría los ojos, quedando como petrificado ante


aquel bombardeo de información.

–Señora, está usted empezando a asustarme de


172
verdad. ¿No será una loca? Mi madre es una
persona relativamente famosa, pero no tenemos
dinero. Somos gente normal… ¿Qué es lo que quie-
re?

Toni pensó que eso iba derivando hacia la catástrofe, qui-


zás había llegado el momento de soltar la verdad. De todas
formas, si su madre seguía dando datos sin concretar nada,
acabarían echándoles a la calle de igual modo, así que Toni
lo soltó, así, sin más:

–Señor, vemos y hablamos con su tío Alfonso. Vive


en mi casita del árbol. Bueno, no vive, se aparece,
porque en realidad está muerto. Nuestra casa está
construida en lo que antes era la finca “Los
Cerezos”.

El hombre soltó una risotada.

–Esto es lo más surrealista que he oído nunca. ¡Ja ja


ja ja ja! Chico, ¡vas para humorista!
Señora, ¿y usted está aquí contándome todo esto
porque su hijo le ha dicho que ve fantasmas?

La madre de Toni se puso seria.

–No señor, no estoy aquí por eso, estoy aquí porque


yo también he visto a su tío. Y porque nos pidió
ayuda. No sabe qué pasó con su familia, se quedó
atrapado en su casa sin saber por qué, y ahora es
un niño perdido, al que sé, que tenemos que
ayudar. Y está empezando a ofenderme con sus
comentarios.
173
–¿Me está hablando en serio? –Leonardo miraba
a la madre de Toni con cara de auténtica sorpresa
ante su insistencia.

El tono de la madre de Toni tomó un matiz más serio si


cabe, la había ofendido mucho

–Por supuesto que le hablo en serio, muy en serio.


¿Cree que tengo por costumbre presentarme ante
desconocidos para que juzguen mi salud mental
y la de mi hijo? No sé exactamente cómo ayudar a
su tío Alfonso, pero creo que podría ayudar mucho
que su madre contactase con él. Entenderá, que
tener a un niño angustiado y muerto jugando con
mi hijo me preocupa bastante.

La cara de Leonardo iba volviendo poco a poco a la norma-


lidad. Se quedó reflexionando unos segundos y dijo:

–Vamos a suponer, que es muy suponer, que la creo,


pero es que después tengo que explicarle todo esto
a mi madre y hacer que vaya a su casa, ¿es así?
–Dijo Leonardo gesticulando efusivamente con las
manos–. Mire, señora, mi madre es una mujer muy
mayor, ya casi no viaja y su estado de salud no está
muy boyante últimamente, como usted entenderá,
no creo que sea lo mejor para ella preocuparla con
cosas tan absurdas.

La madre de Toni ya estaba a punto de tirar la toalla, en rea-


lidad, entendía a Leonardo. Si alguien se presentara frente
a ella contándole todo aquello, seguramente, también lo to-
maría por loco, pero sentía que debía insistir para poder
174
ayudar a Alfonso.

–Oiga, ¿por qué no deja que su madre decida lo que


quiere y lo que no? Usted mismo ha dicho antes
que tiene recuerdos muy dolorosos de su infancia,
es posible que esto pueda ayudarla a superar esos
recuerdos. ¿No se ha planteado que pueda ser una
cura para ambas partes? Mire, yo entiendo que
todo esto le haya sonado absurdo y sin sentido,
pero créame, yo misma he visto a ese chico. Me ha
hablado, se ha sentado a mi lado. ¿Si no cómo iba
yo a saber todo esto de su familia? Tengo mi vida,
mi trabajo y cierta buena reputación, si no fuera
cierto todo lo que le he dicho, ¿por qué tendría que
estar aquí?

Toni miraba a su madre alucinado. Su dialéctica siempre le


había parecido soporífera, pero en esa ocasión estaba vien-
do con sus propios ojos que, hablar bien, sirve realmente
para algo. Patricia sólo apretaba fuertemente la mano de su
mamá. Ciertamente, la madre de Toni, parecía que había
conseguido convencer a Leonardo:

–Puede que tenga razón. Supongo que no debe ser


agradable venir a decir todo eso. Hablaré con mi
madre, pero no le prometo nada. Es una mujer muy
terca y toma sus propias decisiones.

Toni miró al hombre y dijo agradecido:

–Con eso nos conformamos, señor. Por favor,


cuéntele todos los detalles. Alfonso insistía mucho
con los huevos de dos yemas, quizá eso signifique
175
algo para ella.
–Vale, chico, se lo diré. Parece que has heredado el
tesón de tu madre… ¿No os apetece comprar
ningún libro? –El hombre aprovechó la coyuntura
para hacer prosperar el negocio.

Patricia hacía rato que dirigía la mirada hacia la sección


infantil
.
–¡Claro que nos quedaremos algún libro! Pero antes
tenga mi tarjeta, aquí están todos nuestros datos de
contacto. Por favor, llámenos ante cualquier
novedad.

La madre de Toni acercó la tarjeta a las manos de Leonardo.

–¡Vaya! Tengo algunos de sus libros en la sección


de historia. Resulta que hasta es famosa y todo.
¿Por qué no ha empezado por ahí? Si yo le hago a
usted este favor, usted tiene que prometerme que
hará aquí la presentación de su próximo libro.
Tengo varios clientes adeptos a sus deducciones
históricas.

La madre de Toni no pudo evitar que un cierto rubor aso-


mara en sus mejillas. Ella era una rata de biblioteca, como
siempre se autodefinía, y no se sentía demasiado cómoda
ante la multitud, pero bueno, supuso que era un trato justo,
ya que la patata caliente que le habían pasado a Leonardo
no era fácil de llevar.

–De acuerdo. –La madre de Toni extendió la mano


amablemente, y Leonardo respondió con un suave
176
apretón–. Prometido, cuando acabe el próximo
libro, si mi editorial no me ha echado a la calle
todavía, lo presentaré en su librería, me parece un
trato justo.

Patricia estaba ya realmente aburrida. Dio un tirón a la


mano de su madre y dijo:

–Mamá, me prometiste un libro y un trozo de tarta.

Leonardo rio y se acercó hacia Patricia.

–Dile a María que te ponga un buen trozo de tarta


de almendras y chocolate. ¡Verás qué cosa más
rica!
–Bueno, pues le dejamos trabajar. Espero noticias
suyas. –Dijo la madre de Toni.
–Hemos hecho un trato, ¿no es cierto? Yo soy un
hombre de palabra.

Se despidieron y Toni, Patricia y su madre, se dirigieron


hacia la sección infantil.

–Mamá, ¿tú crees que servirá de algo lo que hemos


hecho? –Dijo Toni a su madre.
–Toni, cariño, espero que sí. Sólo nos queda esperar
y ver qué pasa. –Le contestó su madre.

Patricia ya recorría las estanterías de libros, entusiasmada


ante tantos mundos fantásticos y tantas aventuras. Para ella
todas esas historias eran fascinantes. La niña, había here-
dado de su madre la pasión por las letras, se pasaba horas
sumergida entre páginas con personajes de lo más vario-
177
pinto, desde magos que salvaban el mundo, hasta corsa-
rios que acababan rescatando desvalidas doncellas. Tam-
bién mujeres fuertes, que habían capitaneado ejércitos, y
chavales que resolvían misterios que parecían imposibles.
Toni se preguntaba por qué a él no le había llegado ni una
pizca de ese interés. Él era pragmático, y prefería explorar
las cosas por sí mismo, antes de que nadie se las contase.
Quizás algún día, sería él el que contase esas historias para
que alguien las leyese. Patricia acabó escogiendo un libro
de aventuras.

–Mami, ¡quiero este! –Dijo entusiasmada.


–Venga, pues cógelo y vamos a comernos un buen
trozo de tarta.

Se dirigieron hacia la cafetería y se sentaron en una peque-


ña mesa. De esas que a Toni le habían parecido tan repipis.
Patricia empezó a ojear el libro con gran interés, mientras
Toni sólo pensaba en el gran trozo de pastel que iba a tomar.
María se dirigió hacia la mesa:

–¡Hola de nuevo! ¿Han podido hablar con mi


abuelo? –Dijo al trío allí sentado.
–Sí, María, y nos ha recomendado la tarta de
almendras y chocolate. Nos gustaría mucho
probarla. –Contestó la madre de Toni.
–¡Claro! ¿La acompañamos de un buen vaso de
horchata fresquita? ¿Qué os parece?

La boca de Toni se hizo agua…

–Nos parece perfecto, muchas gracias. –Dijo la


madre de Toni.
178
María no tardó en llevar a la mesa tres platitos con el famo-
so pastel, que realmente sí que tenía una pinta deliciosa, y
tres vasos de horchata, tan fresquita, que pequeñas gotitas
de agua, se condensaban en su exterior.
Tomaron todo con ganas, casi sin hablar entre ellos. Real-
mente, la tarta estaba deliciosa.
Pagaron todo a María antes de salir de la librería y dirigirse
de nuevo hacia el parking en el que habían dejado el coche.
El calor a esas horas ya era sofocante. Por las calles estre-
chas se llevaba mejor, porque funcionaban como embudos
para que pasara la brisa y reinara la sombra. Pero por las ca-
lles principales, casi no se podía respirar. El tráfico intenso
y el calor que desprendía el asfalto les daba la explicación
de porqué ellos decidieron vivir en el campo.
Por fin llegaron al coche y se dirigieron hacia casa.
Cuando llegaron, los niños salieron corriendo hacia la pis-
cina.
Luego comida ligera y siesta, con la banda sonora de moda
del verano, el crujir de alas de las cigarras buscando pareja.
A media tarde, y sin Alberto merodeando por casa, Toni se
aburría. No sabía si ir a la casita del árbol para ver si veía a
Alfonso; no estaba seguro de cómo contarle toda la conver-
sación con Leonardo, pero en algún momento tendría que
hacerlo.
Cuando se encontró debajo de la casita, se quedó un rato
mirando la escalerilla de cuerda, no sabía si subir o no, pero
no hizo falta pensar nada más, vio cómo la cabeza traslúci-
da de Alfonso se asomaba por la ventanita de la casita.

–Bueno, ¿qué? ¿Vas a subir y contarme lo que ha


pasado? –Dijo Alfonso desde arriba.

Toni ya no tuvo más remedio que subir a la casita y contár-


179
selo todo a su amigo.
Tras oír todo el relato, Alfonso quedó en silencio. Miraba
al suelo con cara de pena. Toni no soportaba más aquella
tensión:
–Alfonso, tío, di algo. ¿Crees que si pudieses ver a
tu hermana arreglaríamos algo?
–No lo sé, Toni. –Dijo finalmente Alfonso–. Es que
no sé por qué estoy aquí. No sé por qué me dejaron
aquí sólo. Pero sí, supongo que es posible que mi
hermana pueda decirme algo.

Mientras estaban allí los dos sentados hablando, se asomó


por la trampilla de la casita la cabecita de Patricia. Toni se
sorprendió mucho, aunque poco a poco, las cosas con Al-
fonso se habían ido normalizando, Patricia no había podido
evitar sentir cierto miedo.

–Hola, ¿puedo pasar? –Dijo tímidamente la niña.


–Claro –Le respondió su hermano–, pasa, Patricia.
–¿Qué hacéis?

Toni informó a su hermanita de que le estaba contando a


Alfonso las averiguaciones que habían hecho esa mañana,
a lo que sorprendentemente, la niña contestó:

–Alfonso, ya verás como todo se esclarecerá


cuando veas a tu hermana. Seguro que te explica
todo lo que pasó, estoy convencida de que vendrá
a verte.

Alfonso miraba con ternura a Patricia. La delicadeza que


quizás, le había faltado a Toni fue la que acabó dándole
esperanzas.
180
–Muchas gracias Patricia. Si pudiese te abrazaría.

La niña rio.

A parte de todo eso, existía otra cosa que Toni quería en-
señarle a Alfonso; se había traído la tablet de casa para en-
señarle, nada más y nada menos, que una película de Spi-
derman.

–Mira, Alfonso, quiero enseñarte una cosa…

Tan pronto como Toni le dio al “Play” y empezó a deslizar-


se Spiderman por los tejados a golpe de telaraña, Alfonso
empezó a alucinar. Era increíble para él poder ver una pe-
lícula ahí en un espacio tan pequeño, en color, y de forma
tan clara.
En alguna ocasión, su padre lo había llevado a ver cine.
Normalmente en verano. En el barrio más próximo a ellos
montaban un cine al aire libre, en el que descolgaban una
sábana blanca a modo de pantalla; y un antiguo proyector,
que a veces hacía más ruido que la propia película, daba
paso a antiguos westerns en blanco y negro, que, a veces, se
aceleraban solos; y a películas cantadas por un tal Antonio
Molina, que a su padre le gustaba mucho.
Compraban limonada y pan de higos para entretenerse
viendo aquellas persecuciones a caballo. Caballos, por cier-
to, más veloces que el tren. Todo había cambiado mucho.
Patricia se había quedado con ellos, disfrutando de la pelí-
cula, pero antes de que terminara oyeron la voz de su ma-
dre, que les hablaba desde debajo de la casita:

–Toni, Alberto al teléfono.

181
“¡Alberto! ¿Qué habrá pasado?” Pensó…

–¡Voy, mamá! Patricia, ¿te quedas tú con Alfonso?


–¡Vale! No me harás nada, ¿verdad? –Aunque
empezaba a ver a Alfonso, como lo que realmente
era, un niño como ellos, no podía evitar sentir
cierto miedo todavía.

Alfonso se quedó mirando con sorpresa a Patricia y le dijo:

–¿Qué quieres que te haga? Si ni siquiera puedo


tocarte… –Y soltó una risilla en tono sarcástico
que ayudó un poco más a relajar el ambiente.

Toni bajó de la casita y se dirigió hacia la casa para hablar


por teléfono con su amigo. Estaba realmente intrigado.

–¿Qué pasa, tío? ¿Todo bien? –Dijo Toni con real


expectación.
–Hola, Toni. –La voz de Alberto sonaba apagada
y triste al otro lado del teléfono–. Pues no sabría
decirte… Mi madre insiste en mandarme a un
internado en septiembre, y estoy empezando a co-
gerle un asco, tío… Por lo menos mi abuela está un
poco mejor. Parece que la crisis que ha tenido ha
pasado, pero seguramente habrá que internarla en
una clínica especializada. Se le va la olla que da
gusto.
–Pues qué palo lo del internado… Pero me alegro
mucho de que tu abuela esté mejor. –Toni estaba
realmente apenado. A pesar de que Alberto tenía
un carácter muy peculiar, era su mejor amigo.
Vivían muy cerca, y eran confidentes de
182
muchos secretos entre ellos. Sintió una punzada
en la boca del estómago. Le producía angustia y
tristeza pensar en la posibilidad de no volver a ver
a su amigo.
–Toni, ¿puedo volver a dormir en tu casa? ¿Crees
que tu madre me dejaría quedarme un par de días?
Mi madre no sabe qué hacer conmigo.
–Claro, tío, no te preocupes. Ya sabes que puedes
estar en mi casa el tiempo que quieras. –Realmen-
te la situación era preocupante, pensó Toni–. Aho-
ra se lo digo a mi madre. ¿Te traen o vamos a por
ti?

Se oyó un suspiro desde el otro lado del teléfono. Sí, pensó


Toni, realmente Alberto estaba harto ya. Al final, el chico
contestó:

–Ya voy yo, gracias. Mi madre tiene que ir a


ducharse y a coger ropa a casa para pasar la noche
con mi abuela, cogeré la bici y mis cosas e iré para
allá. Creo que una horita, más o menos, estoy ahí.
–Estupendo, te espero.

Colgaron. Toni le explicó la conversación a su madre. Ésta


no dijo nada, se limitó a dar su consentimiento para que
Alberto estuviese en casa el tiempo que necesitase y a negar
con la cabeza con aire preocupado.
Toni pensó que quizás esas semanas eran las últimas en las
que podría disfrutar de su amigo, y pensó en la acampada
que había quedado pendiente con las chicas y con el resto
de la pandilla. Seguramente ese era el momento de hacerla,
era posible que no volviesen a estar todos juntos en mucho
tiempo. Igual hasta Alfonso se marcharía dentro de poco.
183
–Mamá, ¿te importa si hacemos otra acampada
mañana? –Habían sido muchas acampadas
seguidas y mucha actividad, no estaba seguro de
que su madre accediese, pero se equivocaba.

Su madre sentía, igual que él, que las cosas iban a cambiar,
y accedió.

–Vale, localizo padres y te digo. Pero os portáis


bien, ¿ok?
–Claro, mamá.

Toni corrió hacia la casita del árbol. La película de Spider-


man había terminado, y Patricia y Alfonso se habían dedi-
cado a buscar cortos y episodios de dibujitos de Spiderman.
Se les veía realmente entretenidos.

–Bueno, pues mañana vamos a hacer otra


acampada. ¿Te apetece, Alfonso?
–Pues sí, lo cierto es que hace años que no tengo
demasiada vida social…

Alberto no tardó demasiado en llegar. El padre de Toni ha-


cía rato que estaba ya trabajando en el jardín. Llegaba con
traje y corbata y con cara de pocos amigos, entraba en casa,
se calzaba la ropa más vieja que encontraba y salía con la
azada a arrancar hierba, y la cara le cambiaba. Hasta son-
reía sudando y jugando con las perras. Cuando vio a Alber-
to fue a recibirlo para acompañarlo a la casita con Toni.
Dejó a los chavales hablando y volvió a sus quehaceres la-
briegos. Alberto subió a la casita.

–¿Qué pasa? –Dijo mirando a los tres chicos.


184
Todavía veían videos de Spiderman y de otros
superhéroes, eran los favoritos de Alfonso. –¿Veis
videos?

Toni se levantó y se dirigió hacia su amigo:

–¡Hola! Sí, a Alfonso le encantan los videos


de Marvel. Alucinante, ¿verdad? –Dijo Toni
mientras caminaba por la casita.
–Pues hombre, depende de cual sí, es alucinante…
–Contestó Alberto con cara burlona.
–Alberto, he pensado en hacer otra acampada
mañana, creo que nos vendrá bien a todos para
despejarnos un poco. –Alberto asintió con un
gesto serio.

Realmente Toni vio en los ojos de su amigo la gravedad


del asunto y lo mal que lo estaba pasando. Sólo le dio una
palmada en la espalda, entre auténticos colegas no hacían
falta, ni más palabras, ni más gestos.
Casi sin que se dieran cuenta, había empezado a oscurecer.
La madre de Toni los llamó desde el porche para que entra-
ran en casa. Alberto debía sacar la ropa de la pequeña bolsa
que lo acompañaba o, irremediablemente, toda se arrugaría.
Se despidieron de Alfonso, que desapareció de repente.
Toni anotó mentalmente que, al día siguiente, le pregunta-
ría a dónde iba cuando desaparecía así. “¿A dónde iban los
espíritus cuando no se dejaban ver?”
La madre de Toni les confirmó que todos asistirían al día
siguiente a la acampada; a partir de las 11 empezarían a
llegar.
Cenaron, salieron un ratito a ver las estrellas y se retiraron
a descansar. Todavía era julio, así que el día siguiente, y a
185
pesar de las tórridas temperaturas, para los padres de Toni
era un día laboral.
Alberto se acomodó, como siempre, en el cuarto de Toni.
Ya había de forma fija una cama desmontable tipo plegatín
para él.
A pesar de la angustia del día, Alberto no tardó en quedarse
frito. Toni oía la respiración rítmica de su amigo, que se
había quedado dormido casi hablando. Pero a él le costó
muchísimo dormir, tenía como una bola en el estómago que
le provocaba angustia. Sentía que nada volvería a ser igual
después de aquel verano. Estaban creciendo, y, además, se
avecinaban cambios. Y algunos no le gustaban.

186
CAPÍTULO XI
Despedidas y comienzos

T oni se despertó temprano, lo calculó por la cantidad de


luz que entraba a través de la ventana entreabierta. A
pesar de ello, el calor era ya intenso.
Alberto dormía y no se oían todavía ruidos por la casa. Oyó
sólo de fondo el coche de su padre arrancando y la verja
abriendo y cerrándose. Efectivamente, era muy temprano
todavía. Había dormido realmente mal esa noche, con sue-
ños muy extraños y sin llegar a descansar del todo. Dio
varias vueltas intentando volver a dormir, pero su mente
trabajaba más deprisa de lo que él quería. Estaba preocu-
pado por Alberto, y sin embargo éste dormía plácidamente,
como si la cosa no fuera con él… Pero no sólo pensaba
en Alberto, también en Alfonso, estaba nervioso esperando
una respuesta de Leonardo; Toni se quedó con la duda de
que realmente hablara con su madre, tal y como dijo. No
sabía qué más hacer, sentía que el desenlace de la historia
ya no se encontraba en sus manos.
De repente pensó en Marta y le dio la sensación de tener un
millón de mariposas revoloteando en el estómago. ¡Había
olvidado la acampada! A partir de las 11 empezarían a lle-
gar todos, y Marta, sobre todo Marta… Se quedó dormido
de nuevo, y esta vez sí descansó.
Despertó con la cara de Alberto casi rozando la suya y ha-
blándole con aliento mañanero:

–Despierta, tío. Quiero desayunar, tengo hambre.


–Ostras, Alberto, con la que estás pasando y tú
como si nada… –Toni pensó en su propio estóma-
go, no en el de su amigo.
–¿Y qué tendrá eso que ver con tener hambre? ¡Ven-
187
ga! Que tenemos que preparar la tienda y dejarlo
todo listo. –A Toni le entraron unas ganas tremen-
das de pegar a Alberto, pero se las aguantó.

Aún no habían acabado de vestirse cuando oyeron unos


pequeños toques en la puerta del dormitorio, y la voz de
Patricia que les informaba de que eran ya casi las 10 de la
mañana y que sus amigos empezarían a llegar en breve.
“Me ha mandado mamá, que os despertéis ya”.

–Ya vamos Patricia, estábamos despiertos. –Con-


testó Toni.

Hicieron las camas y bajaron rápidamente por las escaleras


hasta la cocina. Ya tenían el desayuno preparado. La madre
de Toni les dio los buenos días y desfiló hacia el despacho.
Sorprendentemente, Alberto también había pensado en
Marta.

–Toni, ¿le vas a decir algo a Marta?

Toni miró con cara de asombro a Alberto.

–¿Qué quieres que le diga? Le diré lo normal, y tú


no seas gilipollas, ¿vale? Como digas algo que
no debas te sacudo. –Toni conocía a Alberto, y
sabía que en muchas ocasiones podría llegar a ser
un auténtico boca chancla.
–Vale, vale… Tranquilo, tío. –Contestó Alberto
con desdén–. Yo sólo te lo digo porque si no le di-
ces nada, igual no vuelves a verla en un curso, pero
vamos, tú mismo…
–Bueno, pues ya veré lo que hago, pero tú calladito.
188
Acabaron de desayunar y salieron al jardín a repetir el mis-
mo ritual que hacían siempre en las acampadas. Montaron
la tienda, apartaron las piedras y piñas que pudieran ser mo-
lestas y colocaron todos los utensilios que pudiesen necesi-
tar, así como sus respectivos sacos de dormir.
Tenían intención de subir a la casita del árbol para intentar
comunicarse con Alfonso antes de que llegaran los demás.
Pero no les dio tiempo, la madre de Toni los llamó desde el
porche. Los dos chicos acudieron para ver qué pasaba.
Las noticias que recibieron fueron realmente sorprendentes
y esperanzadoras:

–Ha llamado Leonardo, le ha contado a su madre


todo lo que le dijimos, y parece ser que la señora
quiere venir a casa. Estará aquí en dos días. Parece
que al final tendré que presentar el libro en su tien-
da. Desde luego, no mintió cuando dijo que era un
hombre de palabra…
–Mamá, eso son muy buenas noticias. –Dijo Toni
con tono excitado–. Tenemos que hablar con Al-
fonso.

Los dos chicos corrieron hacia la casita para informar a su


amigo, pero estaba claro que aquel día el destino quería
que no hablaran a solas con él. El padre de Paco tocaba el
claxon del coche para que le abrieran la verja, dentro iban
Paco, Rober, Estela y Marta. Por lo visto habían quedado
para acudir todos juntos.
Las perras corrían alegres recibiendo caras amigas. Todos
se saludaron y acudieron a la zona de acampada. Toni vio
a Marta realmente guapa; se había cortado el pelo, no de-
masiado, pero él lo notaba. Lo llevaba suelto, y brillaba
mucho. De repente Alberto le dio un codazo:
189
–Para ya, tío, que se te van a salir los ojos del sitio.
–Le dijo en voz baja su amigo. Toni notó cómo sus
mejillas ardían y le dio un puñetazo en el ante bra-
zo.

Se dirigieron todos hacia la zona de acampada, con Alberto


y Toni en último lugar.
Dejaron las mochilas y empezaron a montar la tienda de
las chicas, todo transcurría entre bromas y juegos, y siem-
pre con el canto de las cigarras de fondo. Toni se quedó un
momento quieto, observando; miraba a sus amigos, a sus
perras, su casa… ¿Era posible que se sintiera feliz? Pensó
que sí, que aquello seguramente era lo que los adultos cata-
logaban como felicidad.
Salió de su ensimismamiento y se puso manos a la obra con
el resto de la pandilla.
Cuando terminaron se sentaron frente a las tiendas y Paco
sacó patatas fritas y refrescos de su tremenda mochila. Des-
de luego, era el salvavidas del resto.

–¿Cómo está la cosa con Alfonso? – Preguntó Mar-


ta–. ¿Hay alguna novedad?

¡Vaya si había novedades! Toni y Alberto pusieron al día de


todas las noticias a sus amigos.

–Y bueno, estábamos a punto de subir a la casita


para hablar con Alfonso cuando habéis empezado
a venir todos. –Concluyó Toni.
–Pues vamos. –Dijo Estela.

Se dirigieron hacia la casita por la escalerilla de cuerda, que


sorprendentemente, aguantaba el peso de todos. Se senta-
190
ron en círculo en el suelo de la casita y llamaron a Alfonso.

–Alfonso, soy Toni, ¿puedes venir, por favor?


–¡Hola Toni! ¡Vaya, si estáis todos! Así que esta es
la acampada de la que me hablaste… –Dijo Alfon-
so mirando a Toni.
–Sí, ya te lo dije, que íbamos a hacer una acampada.
Y tenemos cosas que contarte.

El ambiente se puso serio y Toni empezó a contarle a Al-


fonso todas las novedades. El chico no decía nada, sólo es-
cuchaba atento.

–Y bueno, dime algo, no te quedes callado como


siempre.

Alfonso tenía una expresión pensativa en la cara. Casi no se


acordaba de su hermanita, ella era muy pequeña cuando él
murió, casi un bebé, apenas había jugado con ella, y bueno,
es que realmente, en aquella época, los niños jugaban traba-
jando, aunque no fueran conscientes de ello. Él jugaba con
sus gallinas y con parte de su huerto… Para él era un juego
en sí dar de comer a sus animales y recoger los huevos.
No era como ahora, ¡qué va! Ahora él veía cómo Toni y
sus amigos contaban con un montón de distracciones y casi
ninguna obligación. Él tenía muchas obligaciones, que su
mente infantil transformaba en distracciones. Era necesario
ayudar en todos los menesteres que pudieran, y era algo que
no se discutía, porque todos en casa comían, así que todos
debían arrimar el hombro.
Le preocupaba que su hermana le viera así, siendo un espí-
ritu translúcido. No sabía qué recuerdos guardaría su her-
manita de él, y lo mismo, al contrario. La recordaba como
191
una niña pequeña y mocosa, siempre detrás de las faldas de
mamá, jugando con muñecas de trapo y con juguetes que
había heredado de él, y que su padre había fabricado con
trozos de madera y con sus propias manos. Recordaba con
especial cariño un caballito que le había tallado su padre.
Ahora su hermana sería una anciana. No sabía si estaba pre-
parado para aquel encuentro, pero tampoco podía rechazar-
lo. Tenía la certeza de que debía seguir su camino, no sabía
muy bien a dónde, pero tenía que avanzar.

–Bueno, pues veremos qué dice mi hermana. –Dijo


al final.

El ambiente se relajó y empezaron a bromear entre ellos y a


hablar de cosas banales. Estela y Marta interrogaban a Al-
fonso sobre cómo se vivía antes. Que se veía exactamente
en el paisaje y cosas por el estilo. Alfonso les hablaba sin
cesar, en un tono entre entusiasta y melancólico.

La cabecita de Patricia asomó por la trampilla de la casita.

–¡Hola! –Dijo la niña–. Que dice mamá, que si os


queréis bañar que lo hagáis ya porque en un rato
vamos a comer.

Se levantaron casi todos de golpe y empezaron a descender


por la escalerilla. Alfonso se quedó mirándolos. A Toni le
daba pena dejarlo ahí sólo, pero la piscina era la piscina…

–Lo siento, tío, pero con el calor que hace me ape-


tece más bañarme que saber cómo recogías hue-
vos. En un ratito volvemos. –Entonces Toni recor-
dó que Alfonso desaparecía–. Oye, por cierto, te
192
quiero preguntar una cosa… ¿A dónde vas cuando
desapareces? ¿Vas a una especie de cielo?

Alfonso miró a Toni en silencio.

–Es difícil describirte a donde voy… Es como una


especie de sitio en el que no pasa el tiempo. Está
todo como oscuro, pero yo pienso. Siento lo que
pasa alrededor, pero sin sentirlo… Es raro. Como
estar flotando en la bañera en un baño sin luz.
–Ostras… –Eso fue lo único que se le ocurrió decir
a Toni. Debía ser realmente un estado de conscien-
cia muy extraño–. Pues bueno, lo dicho, tío, vete a
flotar un ratito y luego nos vemos.

Alfonso se dirigió hacia Toni:

–Espera, espera… Ahora quiero que me expliques


tú porqué me llamas tío. No entiendo eso. Yo no
soy tu tío.

Toni soltó una risotada que provocó una mueca en la boca


de Alfonso.

–Es… Una expresión. ¡Hasta luego!

Ya no le dio tiempo a Alfonso para decir nada, antes de que


pudiese reaccionar, Toni ya corría hacia la piscina sacándo-
se la camiseta.
Era genial estar todos juntos chapoteando en la piscina.
Marta estaba guapísima, y reía a carcajadas todas las ocu-
rrencias de Toni. Él nunca había sido demasiado ingenioso,
eso era cosa de Alberto, pero la presencia de Marta le cam-
193
biaba en cierta manera, sólo quería hacerla reír y que ella
fuese feliz.
Alberto de tanto en tanto le daba un codazo y le instaba a
concretar cosas:

–Dile algo, Toni, dile algo porque si no, no la vas a


volver a ver hasta el año que viene.
–Déjame Alberto. –Le contestaba Toni. Le avergon-
zaba demasiado mostrar sus sentimientos tan abier-
tamente. ¿Y si le rechazaba? No, mejor así.

Rober empezaba a sospechar algo. Hacía rato que Toni se


había dado cuenta de que los observaba. Notó cómo sus
mejillas enrojecían. “¿Tanto se me notará?” Pensó.
Después del baño, comida, después algo de siesta… Y así
transcurrían las horas, entre juegos y cantos de cigarra…
Casi sin darse cuenta, las cigarras estaban dando paso de
nuevo a los grillos.
Subieron de nuevo a hablar con Alfonso.
Divagaban sobre qué pasaría cuando su hermana viniera a
verlo. Entonces Estela dijo:

–Entonces, ¿puede ser la última vez que te veamos?

Ninguno se lo habían planteado así, pero así era. Muy pro-


bablemente, esa sería la última vez que Paco, Rober, Estela
y Marta hablaban con Alfonso.
Era curioso, pero el fantasma de un chico asustado se había
convertido en el hilo conductor de su verano. Todo había
girado en torno a él en las últimas semanas, las acampadas,
las idas y venidas a la ciudad en busca de información…
Toni se planteó entonces seriamente la posibilidad de ha-
blar con Marta. Era cierto lo que le había estado advirtiendo
194
Alberto, si Alfonso desaparecía, ya no habría excusas para
quedar con ella. Eso sin contar lo que echaría de menos a
Alfonso.

–Oye, pero podrás venir a vernos cuando quieras,


¿no? –Le preguntó Toni.
–Toni, ¿yo que sé? Lo intentaré, pero no te prometo
nada, no sé cómo funciona. Lo cierto es que ni
siquiera sé si me iré. Estáis haciendo conjeturas
sin saber exactamente nada. ¿Y si mi hermana no
puede verme? ¿Y si me ve y no pasa nada? –Al-
fonso hablaba con un tono bastante excitado, se
notaba angustia en su voz.

Rober intentó poner sesera sobre el asunto y trató de calmar


a Alfonso:

–Bueno, Alfonso, si todo esto ha derivado en que tu


hermana quiera venir a verte, seguro que es por
algo. Algo tiene que pasar… Tranquilo.

Alfonso se volvió hacia Rober:

–¿Y si no pasa nada? He visto pasar a mucha gente


por aquí durante muchos años, pero sólo he con-
seguido conectar con vosotros. He pensado que,
probablemente, porque tengáis mi edad, pero vo-
sotros creceréis, y yo no. Si no me voy, ¿quiere
decir que estoy condenado a estar aquí sólo y per-
dido para siempre? ¡Yo no fui malo! ¿Qué clase de
broma absurda es ésta?

Rober pensaba a toda prisa. Alguna explicación debía de


195
tener todo aquello y seguro que era más sencilla de lo que
parecía.

–Alfonso, no quiero meter más el dedo en la llaga,


–dijo Rober–, pero, ¿sabes dónde estás enterrado?

El rostro de Alfonso se nubló, un aire frio se levantó en la


casita y desapareció.

–¿Esto qué significa? –Dijo Rober con extrañeza–.


¿Y ese frio?

Toni ató cabos sobre lo que estaba pasando.

–Rober, ese frio sólo lo hace cuando se enfada. Des-


de que lo conocimos no había vuelto a notar ese
frio. Ha desaparecido muchas veces delante de mí,
pero no de esa manera; creo que has tocado un
tema muy delicado.

Todos se quedaron preocupados y apenados. Habían estado


buscando las raíces de Alfonso creyendo que todo se solu-
cionaría encontrándolas, pero no se les había ocurrido que
quizás deberían haberlo buscado a él.
Bajaron a cenar cabizbajos y realmente preocupados.
Hubo pocas bromas aquella noche. Se retiraron muy pronto
a dormir, cada uno absorto en sus propios pensamientos.
Toni se despertó cuando todavía era noche cerrada. Todos
los chicos dormían en sus respectivos sacos. Paco roncaba.
Salió de la tienda a tientas para no despertar a ninguno, sólo
iluminaba la parcela el farolillo del porche y el de la puerta
de entrada de la parcela, por suerte había luna y se distin-
guía todo perfectamente. Entonces el corazón se le paró.
196
Una voz susurrante le dijo:

–Ey, ¿qué haces? ¿Tú tampoco puedes dormir?

Soltó el poco aire que quedaba en sus pulmones y distin-


guió la cara de Marta, sentada frente a la tienda de las chi-
cas envuelta en una fina manta y en pijama.

–¡Casi me matas del susto! –Le contestó Toni–.


¿Qué haces ahí?
–Obvio, no podía dormir. –Dijo Marta encogiendo
los hombros–. Me preocupa lo que ha pasado esta
tarde con Alfonso. ¿Dónde estará enterrado? No
nos habíamos hecho esa pregunta, hemos sido
unos zopencos. Bien pensado, creo que
deberíamos haber empezado por ahí. Y ahora su
hermana viene pasado mañana, ya no tenemos
margen de actuación.

Toni se sentó al lado de Marta.

–Yo no creo que todo el trabajo que hayamos hecho


sea para nada. Si esa mujer quiere venir, tengo el
pálpito de que es por algo. Pensaba subir a la casi-
ta, a ver si Alfonso puede decirnos algo.

Los dos se levantaron y ascendieron por la escalerilla de


cuerda.
Una vez dentro, no vieron ni rastro de Alfonso. Toni le lla-
mó:
–Alfonso, soy Toni. Necesito hablar contigo.

No hubo respuesta. Tampoco frio, ni viento, ni nada…


197
–Alfonso, tío, deja ya de flotar donde estés y ven
aquí, deja de hacer el idiota.

De pronto aire frio, muy frio… Toni pensó que Alfonso es-
taba realmente enfadado.

–Oye, idiota lo serás tú. No sé todavía porqué me


llamas tío, pero lo de idiota lo entiendo perfecta-
mente. ¿Qué quieres?

Pues sí, parecía que estaba enfadado de verdad. Toni inten-


tó hablar de la forma más delicada posible:

–Alfonso, no queremos que te enfades. Nosotros


todo lo que hemos hecho ha sido por ayudarte.
Buscamos a toda tu familia, pero no se nos ocurrió
buscarte a ti. ¿Sabes dónde estás? Quiero decir, tu
cuerpo…

Otra vez frío. Toni se angustió, pensando que Alfonso vol-


vería a desaparecer, pero antes de marchar dijo dos cosas.

–Toni, Marta, estoy muy cerca. Por cierto, Marta, a


Toni le gustas.

Y se marchó.

Si Alfonso no hubiese sido ya un fantasma, Toni lo hubiese


matado con sus propias manos. La cara le ardía, notaba las
mejillas casi a punto de estallar. Sólo atinó a volverse hacia
Marta y decir:
–¡No es cierto! ¡Está enfadado! Y además nos ha
198
tocado el fantasma gilipollas.

Para sorpresa de Toni, Marta sonrió. La luz de la luna ilu-


minaba su rostro. Sus ojos y su cabello brillaban como si
fuese un auténtico ángel. Toni notaba cómo le temblaban
las piernas.
Marta se acercó hacia él y le dio un beso. Esta vez no en la
mejilla. Le dio un beso en los labios. Fue como el rozar de
unas alas de mariposa. Breve, pero mágico. Era la primera
chica que lo besaba. Bueno, una vez en infantil una niña
que a él no le gustaba demasiado se había autoproclamado
su novia y no paraba de achucharlo y besuquearlo. Hasta
que un día él huyó de ella en el patio como alma que lleva el
diablo. Ella lloró todo el patio y luego se buscó otro novio,
y el romance se acabó. Pero eso no contaba.

–Me alegro de que lo haya dicho, a mí también me


gustas. –Dijo Marta casi susurrando.

Acto seguido, Marta bajó del árbol y se metió en su tienda.


Toni se quedó allí plantado en medio de la casita, inmó-
vil, tenía miedo de mover algún músculo y despertar en su
cama siendo consciente de que todo había sido un sueño.
Paco lo llevó de vuelta a la tierra cuando asomó la cabeza
por la trampilla de la casita.

–Me imaginaba que estabas aquí… Tío, ¿me acom-


pañas al servicio?

Los dos se aliviaron en los aseos de la piscina. Todavía era


noche cerrada.
Toni se metió en su saco de dormir y se quedó dormido casi
al instante. Lo que quedaba de noche soñó con Marta, con
199
sus ojos, con su pelo, en cómo la luna iluminaba su rostro.
Sentía que flotaba. Igual era la misma sensación que sentía
Alfonso cuando desaparecía…

El calor que se iba acumulando dentro de la tienda de cam-


paña despertó a los chicos. Debía ser ya entrada la mañana.
Toni no había oído marcharse a su padre, ciertamente pensó
que debió quedarse profundamente dormido.
Fueron acumulándose para arreglarse en el baño de la pis-
cina. Marta le rozó la mano sutilmente a Toni cuando pasó
a su lado. Estela la acompañaba y no se dio cuenta de nada.
Sólo el rubor de las mejillas de Toni fue testigo de aquella
caricia.
Desayunaron y se dieron un rápido chapuzón en la piscina
antes de empezar a recoger todo el material de acampada.
Estaban pasándolo bien, pero la sombra de Alfonso planea-
ba sobre todos ellos. Era inevitable que hablaran sobre ello.

–Toni, así la hermana de Alfonso, ¿viene mañana?


¿Has pensado qué vas a decirle? –Preguntó Paco.
–Cuando hablamos con su hijo se lo contamos todo,
supongo que le habrá puesto al corriente. –Contes-
tó Toni–. Lo que me sorprende es que venga, la
verdad es que no lo esperaba.

Alberto se dirigió a Toni:

–¿Nos contarás todo lo que pase? Vamos a estar en


ascuas mañana.
–Sí, claro. Pero bueno, lo más importante es que
Alfonso aparezca. Con lo enfadado que está es ca-
paz de dejarme colgado. –Dijo Toni con cierto tono
de preocupación.
200
Realmente a Toni le preocupaba la reacción de su amigo
fantasma. Se había enfadado mucho y no entendía muy
bien porqué. Él había hecho todo lo que estaba en su mano,
y ahora se sentía mal y nervioso.
Todavía estaban envueltos en toallas cuando llegó la ma-
dre de Alberto. Tocó el claxon y la madre de Toni acudió
a abrirle la puerta. No entraron, se quedaron hablando un
largo rato. Alberto no fue tampoco a ver a su madre, su
cara demostraba tristeza y enfado, a la vez que miraba por
el rabillo del ojo de forma expectante. Finalmente oyeron
cómo el coche de la madre de Alberto arrancaba de nuevo
y se alejaba a toda prisa. La madre de Toni cerró la verja de
la parcela y se dirigió hacia la piscina.

–Alberto, corazón, ¿puedes venir un momento?


Tengo que hablar contigo. –Dijo la madre de Toni
desde un extremo de la piscina.

Alberto entró en la casa siguiendo cabizbajo a la madre de


Toni. El resto de la pandilla quedó en silencio.
Se encontraban ya desmontando la tienda de las chicas
cuando Alberto salió de la casa. Se dirigió hacia donde es-
taban todos con los ojos llorosos y la cara enrojecida. Toni
pensó lo peor.

–Alberto, tu abuela, ¿qué ha pasado?

Alberto miró a Toni con cara de póker y le contestó:

–Mi abuela está perfectamente, ya ha salido del


hospital. Está con la olla bastante ida, eso sí, pero
con una cuidadora en casa.
–Y ¿entonces? ¿a qué viene esa cara? –Preguntó
201
Rober–. Nos has asustado, tío.
–Bueno, pues que mi madre se larga a Ginebra a
vivir con un compañero de trabajo del que, por lo
visto, se ha enamorado. Que dice que está hasta
las narices de ser una amargada madre de familia,
como si hubiese ejercido como tal alguna vez…
Tiene gracia. Y que no puede más. –Alberto reía y
lloraba al mismo tiempo–. Mi padre regresa maña-
na por la noche de viaje. O sea, que nos ha abando-
nado, a mi padre, a su madre y a mí. Y sin despe-
dirse. Dice que no tiene valor para decírmelo a la
cara. Ha dejado a mi abuela con una cuidadora in-
terna en casa y se ha largado.

Se quedaron todos callados mirando a Alberto, que sorbía


mocos como si no hubiese un mañana. Lo único que se les
ocurrió fue darle un gran abrazo. Todos se acumularon a su
alrededor y lo estrujaron para demostrarle su apoyo. Poco a
poco, Alberto se fue calmando.

–Gracias, chicos. Creo que debería ir hacia casa


para ver cómo está mi abuela. Luego, ¿te parece
bien que regrese, Toni? Tu madre me deja dormir
hoy también contigo. No quiero estar en casa con
una extraña a la que ni conozco. Cuando venga
mañana mi padre veremos qué hacemos. –Alberto
tenía los ojos enrojecidos, pero ya no lloraba–.
Creo que igual es mejor que se haya largado. –Lo
dijo, pero Toni vio cómo apretaba los puños y se
mordía el labio. Alberto estaba muy dolido y Toni
no creyó que fuese el momento para añadir nada
más. Estaba todo dicho.
–Claro, ya sabes que puedes contar conmigo para lo
202
que quieras. –Fue lo único que añadió Toni.

Alberto cogió su bicicleta y salió hacia su casa. Seguramen-


te ver a su abuela también le dejaría más tranquilo. El resto
siguió recogiendo los restos que quedaban de la acampada.

–¿Crees que podríamos despedirnos de Alfonso?


–Preguntó Estela a Toni.
–No lo sé, supongo que lo podemos intentar. –Le
contestó Toni.

Ya estaba todo recogido, sólo les quedaba esperar a que el


padre de Paco acudiera a por ellos.
Subieron a la cabaña y se sentaron en círculo. Toni no ob-
servó señales que indicaran que Alfonso se hubiese mani-
festado desde el encontronazo que tuvieron la noche ante-
rior. Empezaron a llamarle.

–Alfonso, somos nosotros, ¿podemos hablar conti-


go? – Dijo Toni.

Nada.
Siguieron las rogativas de Marta y Estela. Al final Alfonso
apareció.
No hubo frio esta vez. Apareció de una forma rápida y sin
espectáculos. Sólo se sentó en el centro de los chicos, y
con las manos apoyadas en la cara en señal de aburrimiento
dijo:
–¿Qué queréis?
–Chico, ¡qué entusiasmo! –Le reprochó Toni–.
¿Tanto te molestamos? No creo que tengas muchas
cosas que hacer…
–He oído lo que le ha pasado a Alberto. Me ha he-
203
cho sentir muy triste. –Le contestó Alfonso–. Lo
ha abandonado su madre, igual que me abandona-
ron a mí.

Toni no pudo evitar recriminarle su actitud a Alfonso:

–Alfonso, la madre de Alberto ha abandonado a su


familia por otro hombre. Tu familia emigró huyen-
do de una guerra y tú habías muerto. Lo siento, tío,
pero no creo que sea lo mismo. Entiendo que estés
dolido porque no entiendas lo que pasó, pero dudo
mucho que tus padres se fueran de aquí por gusto.
Y dudo mucho que no te recordaran. Ten un poco
de paciencia y espera a que venga tu hermana ma-
ñana, seguro que así entenderás muchas cosas. Si
viene es por algo.

Alfonso se quedó callado pensando, y Estela entró también


al trapo.

–Toni tiene razón. Espera a ver qué te dice tu her-


mana. Dale esa oportunidad.

Al final Alfonso dijo:

–Quizás tengáis razón. Es posible que haya sido un


egoísta y no me haya abierto a entender otras pos-
turas. Es que no recuerdo nada, no se por qué estoy
aquí… –Dos lagrimones gordos y translúcidos re-
corrieron sus mejillas–. Me siento avergonzado.
¿Le daréis un abrazo a Alberto de mi parte?
–Claro, no te preocupes. Ya verás que mañana todo
será distinto y mejor. –Dijo Toni con cariño a su
204
amigo.

Oyeron un claxon de fondo. Ya estaba allí el padre de Paco.


Oyeron ladrar a las perras y abrirse la verja de la parcela.

–¡Nos tenemos que ir! –Dijo Paco–. Alfonso, he-


mos subido a encontrarnos contigo por si no volve-
mos a verte.
–¡Vaya! ¿Tan seguros estáis que ver a mi hermana
funcionará? –Contestó Alfonso.
–Seguros no, pero por si acaso. –Dijo Rober–. Ha
sido una pasada conocerte y te deseamos lo mejor.

Marta dijo también:

–Sí, Alfonso, nunca te olvidaremos y de verdad que


deseamos que encuentres lo que buscas.

Alfonso se emocionó realmente. ¿Era posible que hubiese


encontrado a unos verdaderos amigos en aquellos chicos
que podrían ser sus biznietos? Aunque les separaban 80
años de distancia, Alfonso se dio cuenta de que los senti-
mientos no tienen épocas, siempre son iguales. Las relacio-
nes familiares y personales nos marcan para bien o para mal
y, en cierto modo, forjan nuestros destinos.

–Muchas gracias a todos. Si pudiese os daría un


fuerte abrazo. Gracias de verdad por todo lo que
habéis hecho por mí.

Esta vez, la madre de Toni les llamaba desde debajo de la


casita.

205
–¡Chicos! Han venido a buscaros. ¡Venga!

Todos se cogieron en corro alrededor de Alfonso y se des-


pidieron de su amigo.

La madre de Toni pasó un brazo sobre el hombro de su hijo


mientras veían cómo el coche del padre de Paco se alejaba:

–¿Todo bien? –Le dijo con una pequeña sonrisa


cómplice.
–Todo bien, mamá. –Le contestó Toni.

206
207
CAPÍTULO XII
Todos somos niños

A lberto regresó a la hora de comer, estaba acalorado,


pero se le veía tranquilo.

–¿Qué tal, Alberto? ¿Cómo está tu abuela? –Le dijo


la madre de Toni.
–Está bastante bien, he podido hablar con ella. No
se le va la olla tanto como decía mi madre. Me
reconoce, tiene lapsus, pero habla con coherencia.
Estaba sentada en una mecedora en el jardín, y la
cuidadora la trata bien. Si no os importa, esta
noche dormiré en mi casa, creo que será mejor que
pase todo el tiempo posible junto a ella. –La madre
de Toni le sonrió con ternura.
–Me parece muy bien, Alberto. Es lo que debes
hacer.

Comieron y luego estuvieron un buen rato jugando a video-


juegos. Toni y él no hablaron demasiado de nada en con-
creto, sólo reían y se divertían. Luego un chapuzón en la
piscina y un buen bocata. A media tarde, Alberto decidió
irse hacia casa, pero acordaron que volvería al día siguiente
para encontrarse también con la hermana de Alfonso.
Apenas se hubo marchado Alberto, Leonardo llamó al mó-
vil de la madre de Toni:

–Hola, soy Leonardo. ¿Cómo lleva su libro?


–Trabajando duro, pero avanza a buen ritmo.
Recuerde que tenemos un trato.

208
–Y ya le dije que yo era un hombre de palabra. ¿Le
viene bien que les visitemos mañana hacia las 11?
Mi madre insiste en ir a verles lo antes posible.
Realmente me parece increíble que esta historia
haya despertado tanto su interés.
–A mí no me sorprende tanto Leonardo, la guerra
dejó grandes heridas abiertas, que sólo el que las
tiene lo comprende.
–Sí, supongo que tiene razón; para mí han sido sólo
historias, como cuentos que he escuchado desde
pequeño. Pues bueno, no la molesto más, siga
escribiendo que necesito que haga pronto la
presentación. Sus lectores empiezan a preguntar
por usted.
–Gracias, nos vemos mañana.

Toni había oído toda la conversación con el manos libres de


su madre. Estaba realmente emocionado por lo que podría
pasar. Salió corriendo hacia la casita para contárselo a Al-
fonso. El chico apareció enseguida, de hecho, en la casita
había cómics removidos, que indicaban que había estado
trasteando por allí.
Toni le contó la conversación de forma casi exacta, y Al-
fonso lo escuchaba con atención.

–Estoy nervioso, Toni. – Dijo Alfonso.


–Entiendo que lo estés, pero algo tenemos que
hacer, ¿no? Creo que debemos de intentar entender
por qué estás aquí. –Toni intentaba aportar todo el
raciocinio que podía.
–Sí, supongo que sí. –Contestó Alfonso mirando a
Toni con la cara compungida.

209
De fondo oyeron el coche del padre de Toni. Llegaba del
trabajo y las perras lo recibieron de forma efusiva. Esa no-
che cenarían barbacoa, las vacaciones de su padre se acer-
caban y había que celebrarlo.

–Ahora me voy, pero tú estate tranquilo. Ya verás


como todo irá bien. –Dijo Toni a Alfonso. Éste
asintió, pero su cara compungida reflejaba que no
acababa de creerlo del todo.

Fueron a dormir un poco tarde, pero eso no impidió que


Toni despertara muy temprano a la mañana siguiente. Era
tan temprano, que ni siquiera Patricia se había despertado.
Sólo el padre de Toni había emprendido ya el día.
Estaba en la cocina preparándose el desayuno cuando su
madre bajó las escaleras en bata y cara de sueño.

–¿Qué haces tan temprano? –Le dijo su madre.


–Estoy nervioso, mamá. No podía dormir. –Toni
hablaba con su madre mientras untaba una tostada
con queso.

Su madre cogió otra tostada y empezó a untar queso tam-


bién.

–Entiendo que estés nervioso Toni, yo también lo


estoy. Todo esto no deja de ser un poco raro. De
hecho, yo no acabo de creerme que haya estado
hablando con un fantasma. –Su madre le dio un
gran bocado a la tostada y se sentó en una banqueta
de la cocina–. No te preocupes más, lo que tenga
que pasar pasará. Si esa señora tiene tanto interés
en venir, será por algo… Digo yo…
210
–Supongo que sí. –Toni había acabado de
untarse dos grandes tostadas, se comía una a
grandes bocados mientras sostenía la otra con la
mano–. Mamá, no te importa que vaya a la casita
del árbol, ¿verdad? Quiero estar con Alfonso.
–No, claro que no. Además, ahora se estará bien
allí, luego hará demasiado calor.

La madre de Toni se levantó de la banqueta para preparar


café. A Toni le gustaba mucho ese olor tan característico
viajando a través de la casa por la mañana. Era un olor que
asociaba a su madre. Salió corriendo hacia la casita sin de-
cir nada más.

–Alfonso, tío, soy yo. –Dijo al llegar al pequeño


habitáculo de madera.

Las perras se quedaron abajo mirándolo. Estaban especial-


mente juguetonas por las mañanas, pero hoy no tenía tiem-
po de jugar con ellas. Toni quería estar todo lo que pudiese
con su amigo, porque después de aquella mañana, temía no
volver a verlo más.
En ese momento, Toni vio una pequeña sombra que se des-
lizaba rápidamente a través de la ventana. Era pequeña, así
que no era Alfonso. Se le aceleró el corazón. En ese mo-
mento, Alfonso apareció detrás de Toni dándole un buen
susto.

–Toni, ¿Por qué te asustas? Me has llamado tú.


–Alfonso reía.
–¿No has visto una sombra que salía de la casita?
–Contestó Toni mirando todavía hacia la ventana.
–No, yo no he visto nada. He venido ahora cuando
211
me has llamado.

Toni se dirigió hacia la ventana por donde había salido la


sombra y miró alrededor. No consiguió ver nada. Lo que
fuera que había salido, lo había hecho con mucha rapidez.
Entonces empezó a ligar algunos cabos que le habían que-
dado sueltos. Lo primero que había descubierto en la casita
era el desastre de las chucherías, pero, ¿desde cuándo los
fantasmas comían?

–Oye, Alfonso, una cosita… ¿Fuiste tú el que te


comiste las chucherías que teníamos aquí
guardadas Alberto y yo?
–Toni, ¿desde cuándo los fantasmas comemos? Eso
es algo que ni recuerdo. Yo toqué los cómics, lo de
las chucherías no es cosa mía.
–Pues alguien más entra y sale de aquí. –Toni
pensaba a toda prisa. ¿Era posible que tuviesen
otro fantasma en la casita? Debían averiguar qué
pasaba–. Vamos a hacer una cosa, todavía es
temprano, igual lo que sea que ha salido
vuelve. Creo que quedaba algún paquete de maíz
tostado por aquí… Espera y verás…

Efectivamente, en el fondo del baúl quedaba un pequeño


paquete de maíz tostado que había quedado ahí olvidado.
Toni lo abrió y dejó unos cuantos granos de maíz, junto al
paquete abierto, cerca de la ventana de la casita.

–Alfonso, ahora tenemos que escondernos. Quiero


pillar al ladrón.

Alfonso, sencillamente, se hizo invisible. Toni lo notaba,


212
pero no podía verlo, así que el ladrón tampoco lo vería.
Toni apartó el baúl y se escondió detrás, intentando tener
el paquete de maíz en el campo de visión. Estuvieron así,
quietos, unos cinco minutos. Entonces Alfonso habló:

–Tenemos que estar mucho así… Estoy empezando


a cansarme.
–Alfonso, ¿en serio? Tío, eres un fantasma, ¡llevas
80 años así! Cállate, hombre.

El silencio volvió a la casita. Toni calculó que apenas ha-


bían pasado unos dos minutos más cuando vio algo que en-
traba muy rápido por la ventana. Se fue hacia un rincón que
escapaba de su ángulo de visión. El corazón le latía muy
deprisa, notaba que casi iba a salir de su pecho. Entonces,
algo se movió hacia el paquete de maíz, ¡era el ladrón! El
culpable de haber acabado con sus provisiones de chuches
para el verano; el culpable de que casi acabara su amistad
con Alberto, y el culpable, seguramente, de que descubrie-
sen a Alfonso.
Una ardilla gorda y hermosa se deleitaba llenándose los ca-
chetes de maíz tostado. Entonces emitió un pequeño soni-
do, y dos ardillitas de menor tamaño entraron en la casita
por la ventana y fueron a llenarse también los cachetes, tal y
como lo hacía su mamá. Resulta que su alijo de chuches ha-
bía servido para que se alimentaran una familia de ardillas.
Toni no se movió, se quedó quieto, viendo cómo las tres ar-
dillas comían y almacenaban en su boca todo el paquete de
maíz. Cuando acabaron se fueron por donde habían venido.
Alfonso se hizo visible de nuevo.

–¿Ves cómo yo no había sido? –Dijo a Toni a modo


de reproche.
213
–Ya, ya lo veo. En fin, seguro que toda aquella
comida les sirvió más a ellas que a mí. Tendré que
plantearme subirles algo para comer de vez en
cuando. – A Toni le había causado mucha ternura
ver a las pequeñas ardillas comer con su mamá,
y tomó nota mental para contárselo a Alberto, y a
Marta, claro, seguro que querría ver a las ardillitas.

Oyeron a las perras ladrar de fondo con el ladrido carac-


terístico de dar la bienvenida a alguien conocido. ¿Sería
Alberto? Toni quería decirle un montón de cosas a Alfonso
antes de que viniese su hermana, pero el tiempo había pa-
sado muy deprisa.

–Alfonso, yo quería decirte y preguntarte muchas


cosas…

Alfonso notaba la preocupación y la pena de Toni. A él le


pasaba algo parecido. Toni había sido el único ser vivo con
el que había podido conectar y hacerse visible en todos
aquellos años. Toni había sido su hilo conductor. No sabía
por qué, pero ellos dos tenían una conexión especial.

–No te preocupes, Toni. Todo irá bien. Seguro que


hoy no será el último día que nos veamos.

Toni miró hacia la verja de hierro, efectivamente, era Al-


berto con su bici.

–¡Abre! –Gritó.
–¡Voy!

Toni bajó de la casita y abrió a su amigo. Las perras salta-


214
ban a su alrededor llevando pelotitas y palos que iban en-
contrando por el camino. Jugaron un ratito con ellas mien-
tras hablaban de todo un poco.

–¿Cómo van las cosas por casa? –Preguntó Toni.


–Pues bastante bien. Parece que todo se ha
templado desde que se ha ido mi madre. Mi padre
y yo hemos estado hablando. Ha solicitado en la
empresa un traslado para estar más en casa.
Seguramente ya no tendrá que viajar tanto y
podremos vivir los dos juntos aquí. Y mi abuela
también está tranquila. ¡Parece que al final, no te
vas a librar de mí!

Alberto parecía contento, o al menos, más tranquilo. A Toni


le parecía triste que su amigo hubiese encontrado paz con
la marcha de su madre. Realmente las relaciones familiares
eran complicadas de entender. Para él, era impensable que
su madre se fuese. Ella era el corazón de la casa, el centro
de todo. Él se quejaba mucho de que lo despertase con la
aspiradora y lo hiciese leer, pero no se imaginaba su vida
sin ella, sin su apoyo, sin sus consejos… Aunque algunos
no le gustasen. Entonces Alberto cambió de tema:

–¿Has hablado con Alfonso?


–Sí, de eso venía, precisamente. Está nervioso.
–Contestó Toni.
–Como todos… –Dijo Alberto con un suspiro que
escapaba entre sus dientes–. ¿Vamos a verle?

Los dos amigos se dirigieron hacia la casita. Alfonso estaba


sentado en el suelo, sobre una pequeña alfombra raída que
Toni había subido desde casa. Estaba leyendo su cómic de
215
Spiderman favorito. Toni suponía que apurando el tiempo,
por si acaso no podía volver a leerlo.

–¿Cómo vas tío? –Preguntó Alberto.

Alfonso se quedó mirándolo.

–Ahora me vais a explicar por qué me llamáis tío.


No lo entiendo. Yo no soy vuestro tío.

Toni y Alberto rieron, y procedieron a explicarse.

–Es una forma de hablar, Alfonso. Es como chaval,


o colega… Una forma de expresión. –Dijo Toni.
–Sí, es como decirte… ¡Ey! Chaval, ¿qué tal andas?
– Apuntó Alberto.
–Pues a mí me sigue pareciendo raro lo de tío.

Los tres chicos acabaron riendo. El tiempo había pasado


más deprisa de lo que a ellos les hubiese gustado. Las pe-
rras ahora, ladraban enfurecidas y oyeron el claxon de un
coche que les reclamaba desde la puerta. Se asomaron a
la ventanita de la casita y vieron a la madre de Toni que
cerraba a las perras y procedía a abrir la puerta de hierro
forjado, dejando paso a la visión de un coche con matrícula
francesa. Alfonso se tapaba la cara con las manos y repetía
como un mantra…

–Ay madre, ay madre…


–Tranquilo, todo irá bien. –Toni intentaba calmar a
su amigo, pero lo cierto es que, a él, le temblaban
las rodillas.

216
La madre de Toni les llamó:

–Alberto, Toni, bajad a saludar a la Sra. Carmen.

Los dos miraron a Alfonso…

–Bueno, tío, allá vamos. Pase lo que pase, te


deseamos lo mejor.
–Gracias, muchas gracias por vuestra amistad.
– Alfonso lloraba.

Una señora mayor, pero con muy buen aspecto bajó del
coche, acompañada por una mujer más joven, vestida de
forma muy elegante, y por Leonardo. Se dirigieron hacia la
madre de Toni:

–Buenos días, señora. Mi nombre es Carmen, soy la


hermana de Alfonso.

La señora hablaba con marcado acento francés.

–Hola, le doy la bienvenida a nuestra casa y le


agradezco profundamente que haya venido, dado
lo delicado del asunto. –Contestó la madre de
Toni.
–Le presento a mi hija Nathalie; a mi otro hijo
Leonardo, ya lo conoce. Fue él quien me puso al
corriente de todo el asunto.

Nathalie se acercó a la madre de Toni dándole un amistoso


apretón de manos.

217
–Encantada de conocerla. –Nathalie todavía
hablaba con el acento francés más marcado.
–Bueno, pues estos son mis hijos, Toni y Patricia, y
un amigo de la familia, Alberto. Ellos son los que
entraron en contacto con Alfonso. Lo siento,
estoy algo nerviosa, no sé muy bien cómo
encarar todo esto. Créanme que no soy una
persona crédula para nada, ni hubiese creído el
relato de los chicos, a no ser que… –La madre de
Toni no acabó la frase, Carmen la acabó por ella.
–A no ser que usted misma, con sus propios ojos
hubiese visto a mi hermano. –Toni vio como los
ojos de la anciana brillaban y denotaban tristeza–.
¿Sería mucho pedir tomar un café y hablar
tranquilamente? Necesito contarle algunas cosas.
– Dijo la señora.
–¡Oh! ¡Claro! Perdonen mi torpeza… –Dijo la
madre de Toni–.Vamos dentro de la casa, estaremos
más cómodos.

Se sentaron en el comedor. La familia de Toni, rara vez


usaba esa estancia. Era un comedor “puesto”, como decía
su padre. Su madre pensaba que era preciso tener una es-
tancia así, por si venían visitas importantes o había alguna
reunión familiar. Lo cierto es que Toni sólo lo había visto
utilizar en dos ocasiones, en la presentación de un libro de
mamá y ahora.
La madre de Toni sirvió café en tazas muy elegantes que
Toni no recordaba haber visto. ¡A él siempre le hacían el
cacao con los vasos de la crema de chocolate!
Por fin se sentaron todos en los elegantes sofás tapizados de
terciopelo, alrededor de una mesa que su madre había com-
prado en un anticuario, y que a Toni le parecía recargada y
218
rara, y que, según su padre, aquel caprichito les había cos-
tado un ojo de la cara. Empezó hablando la madre de Toni:

–Bueno, quiero agradecerles de nuevo que hayan


venido a nuestra casa, pero lo cierto es que no sé
muy bien por dónde empezar. Yo misma he estado
hablando con Alfonso. Nos ha contado que falleció
aquí…

Y la madre de Toni ya no tuvo que decir nada más… Car-


men siguió el relato…

–Falleció en su cama, en la Finca “Los Cerezos”.


Justo donde nos encontramos. Murió por la
mañana, con el alba; tranquilo, durmiendo. La
noche anterior había tenido fiebres muy altas, mis
padres no sabían qué hacer. Vino el médico desde
la ciudad y les dijo que, si pasaba la noche, era
probable que se recuperara, pero su cuerpo
castigado no aguantó. Parecía que había
mejorado por la mañana, la fiebre había bajado,
pero dormido se fue. Lo recuerdo como uno de los
días más tristes de mi vida. Yo era una niña peque-
ña, él mi hermano mayor, que me protegía de todo,
fue como perder una parte de mi cuerpo. Eso sin
contar la profunda pena que arrastraron mis padres
toda su vida. Se echaban la culpa de si hubiesen
podido hacer algo más. Pero lo que más pesó a mi
madre, fue dejarlo aquí.
–¿Cómo dejarlo aquí? Pero estaba muerto, ¿qué
más podían hacer? –Dijo la madre de Toni.
–Como usted bien sabrá, el Alzamiento Nacional se
produjo poco tiempo después. Ya se rumoreaba
219
por ciertos círculos de la ciudad lo que iba a
pasar, y en este país, ya la miseria campaba a sus
anchas. La gente ya no compraba nuestras
cosechas, malvivíamos de lo poco que podíamos
vender y cultivar… La familia de mi padre, en
Toulouse, estaba bien posicionada, mi familia
había planeado ya marcharse de España. Pero
Alfonso no quería. Tenía aquí a sus gallinas, su
huerto, sus amigos de la escuela… Lloraba cada
vez que mis padres le decían que nos teníamos que
marchar. De hecho, deberíamos de habernos ido
la mañana que Alfonso enfermó, no pudimos irnos
porque tenía una fiebre muy alta, y no era
conveniente que viajara. Una semana después
murió, lo enterramos, y la semana siguiente nos
marchamos.

A Toni se le encogió el corazón. ¡Pobre Alfonso! Y ¡pobre


familia!
Doña Carmen prosiguió con su relato:

–Por cierto, querida, ¿dónde trasladaron los cuerpos


del cementerio de la ermita?
–¿Qué? –Dijo la madre de Toni… Su cara se volvió
pálida–. ¿Qué ermita? Cuando la compañía de
mi marido vino a hacer la prospección de terrenos
para construir la urbanización, no había ninguna
ermita. Todo eran ruinas y un montón de escombros.
Yo misma vine con él porque planificamos construir
aquí nuestra casa. Le aseguro que no había nada.

Doña Carmen carraspeó…

220
–Ejem… Entiendo. Supongo que la guerra quiso
borrar realmente nuestra historia. Mi padre era,
digamos… Políticamente activo, y no muy bien
visto en algunos círculos, y en los círculos en los
que era bien visto, no les gustó que se fuera. En
fin… Supongo que tendremos que ir al grano.

La cara de la madre de Toni, junto con la del propio Toni y


con la de Alberto, era de estupefacción, hasta Patricia escu-
chaba con atención, sin perderse detalle.
En ese momento, Leonardo sacó de una gran bolsa de papel
una especie de jarrón extraño. Toni susurró en voz baja a
su madre…

–¿Eso qué es mamá?

Ella contestó en voz alta…

–Eso es, ¿lo que me temo que es?

De los ojos de Carmen brotaron dos grandes lágrimas. Su


hija la abrazó y le dio un pañuelo. Leonardo fue el que pro-
siguió el relato.

–A ver cómo les digo esto… En esta urna está mi


abuela. Ella es la que se le aparece a mi madre
queriendo venir aquí. Llora y le dice
constantemente que tiene que venir con su hijo,
porque se lo prometió, porque lo dejó sólo. Y…
Bueno… Como ya les ha comentado mi madre,
aquí había una ermita, y en la ermita un cemente-
rio… Y por lo visto, no trasladaron los féretros.
–¿Dónde está Alfonso? –Preguntó Toni con apuro.
221
Ya no podía aguantar más, él sospechaba algo, pero ahora
ya estaba casi seguro, sólo necesitaba la confirmación.
Doña Carmen tomó la palabra:

–Cariño, Alfonso está enterrado debajo del árbol


donde está aquella casita. Mi padre plantó ese
árbol antes de marcharnos, imagino que porque
temía lo que pasaría con la guerra y no queríamos
olvidar dónde estaba mi hermano.

La madre de Toni murmuraba algo en voz baja. Toni imagi-


naba que maldiciendo las guerras y el daño que causaban.
Toni sencillamente suspiró.

–Me lo temía. –La madre de Toni los miraba a


todos con la cara pálida–. O sea, ¿me están dicien-
do que tengo un cementerio en el jardín? Pero eso
no puede ser…

Para sorpresa de Toni, Alberto permanecía callado, sentado


como una estatua en un sillón. No había articulado palabra
ante todo aquel despliegue de información.
Doña Carmen sostuvo cariñosamente las manos de la ma-
dre de Toni.

–Querida, la guerra hizo mucho daño. Mucho. En


este caso, trasladarían las lápidas, y no todas, y
seguramente dejarían los féretros tal y como
estaban. Muchas de las sepulturas eran muy
antiguas, las inscripciones casi ni se diferenciaban,
y nadie venía a visitarlas. Esas lápidas serían
retiradas, sin más. Las más nuevas, que todavía
tuviesen familia que les reclamase, se trasladarían
222
al nuevo cementerio y se colocarían sobre tumbas
vacías. Pero no piense en esas pobres almas, la
mayoría estarán en paz. La guerra dejó a muchas
personas enterradas en fosas improvisadas, y
muchas de ellas serán anónimas y recubiertas de
cemento. El problema no es dónde se encuentre un
cuerpo, sino dónde se encuentre su corazón, que es
su alma.

La cara de la madre de Toni seguía compungida, a pesar de


las explicaciones de la señora.

–Si la teoría la sé, doña Carmen, pero de ahí a


asimilar todo esto… Si yo no he creído nunca en el
más allá… Hasta, que, claro, vi a su hermano.
–A mí me pasaba lo mismo, hasta que vi a mi
madre.

Las dos se quedaron mirando, y a Toni le dio la sensación


de que su madre se iba recuperando del shock poco a poco.
Leonardo y Nathalie, miraban la conversación sin decir
nada. Finalmente, doña Carmen empezó a hablar otra vez.

–Incineré a mi madre con la esperanza de poder


traerla a su adorada tierra de nuevo, lo de que ella
me reclamase venir aquí exactamente, fue a
posteriori. Sé que lo que le voy a pedir es un poco
delicado, pero creo que es necesario para que ellos
dos puedan descansar en paz. ¿Me dejaría enterrar
las cenizas de mi madre junto al árbol? Sabía que
debía hacerlo, pero averigüé que se había
construido una urbanización aquí, y no sabía muy
bien cómo plantearlo todo, ni siquiera si mi
223
hermano permanecería aquí todavía.

La madre de Toni suspiró profundamente… Miró la lám-


para del comedor… Y finalmente se encogió de hombros.

–Puestos a tener un cementerio en casa… ¿Qué más


dará alguien más? Y si eso puede aportar paz al
pobre Alfonso… Pues nada, hagámoslo.

De los ojos de la hermana de Alfonso brotaron dos lágri-


mas.

–Se lo agradezco profundamente, querida.

Todos se levantaron y fueron hacia el jardín. Incluida Pa-


tricia, que había oído toda la conversación y, sorprendente-
mente, permanecía callada.
La madre de Toni cogió una pequeña azada del porche de
la casa y cavó un pequeño agujero junto al árbol. Leonardo
destapó la urna y depositó las cenizas en él. Acto seguido,
el mismo Leonardo cogió la azada y lo tapó.
Toni lo miraba todo, cogiendo la pequeña mano de su her-
manita, y con la otra mano en el hombro de Alberto. Patri-
cia hacía rato que se la apretaba fuertemente. Pero estaba
algo decepcionado, Alfonso no había hecho acto de pre-
sencia. ¿Y si todo aquello no había servido de nada? Tanto
esfuerzo y tanta búsqueda para nada, sólo para tener a una
señora que no conocían enterrada en el jardín, junto a no sé
sabe cuántas personas más… Era todo muy extraño.
Entonces algo comenzó a pasar.
Dos especies de nebulosa tomaban forma debajo de las ra-
mas del gran árbol, una más alta y la otra un poco más baja.
En apenas unos segundos, Toni pudo diferenciar a su ami-
224
go. Miraba a la otra nebulosa, que poco a poco fue anun-
ciando los rasgos de una mujer joven y morena, muy guapa,
y que se parecía mucho a Alfonso. Ambos se miraron y se
fundieron en un profundo abrazo, casi costaba diferenciar
al uno del otro. Quizás eso era la expresión máxima del
amor, dos almas que se funden en un abrazo, a pesar del
tiempo y la muerte. Doña Carmen se dirigió hacia ellos.

–Hola hermanito.

Entonces Toni vio algo que le sorprendió todavía más, si


cabe… Vio a doña Carmen como si fuese una niña peque-
ña, más pequeña incluso que Patricia. Y su hermana tam-
bién lo vio, porque en voz baja le dijo:

–Toni… ¿Ves eso?

Alberto hizo la misma observación:

–Toni, tío, mira…

Entonces Alfonso se dirigió hacia su hermanita:

–Hola Carmencita, ¡me habéis encontrado!

La hermana de Alfonso lloraba, Leonardo lloraba, Nathalie


lloraba, la madre de Toni lloraba…

–Te hemos encontrado hermanito. Y he traído a


mamá para que te cuide, para que nunca más vuel-
vas a estar sólo.

Alfonso regresó junto a su madre y ambos se cogieron de


225
la mano. La madre de Alfonso sonreía, y su cara transmitía
mucha paz, mucho amor.
De repente, unas luces que Toni nunca había visto, se pro-
yectaron desde la parte de arriba del árbol, sin venir exac-
tamente de ningún sitio. Entonces, tanto Alberto como su
madre perdieron completamente la apariencia de nebulosa,
parecían de carne y hueso. Como si fuesen un ser vivo más
de los allí presentes.
La madre de Alfonso caminó hacia su hija, que seguía pa-
reciendo una niña pequeña. Amorosamente acarició su me-
jilla y dijo:

–Gracias mi niña, te estaré esperando para cuidarte


a ti también.

Doña Carmen, con aspecto infantil dijo llorando:

–Adiós mamá, adiós hermanito, pronto nos


volveremos a ver.

Madre e hijo volvieron a fundirse en un abrazo. Entonces


Toni salió corriendo hacia donde estaba Alfonso.

–Alfonso, tío, ¿te vas?

Alfonso tiró de la mano de su madre:

–Mira mamá, éste es Toni, mi amigo. Me ha


ayudado mucho.

La madre de Alfonso acarició la mejilla de Toni. Sintió una


sensación que no olvidaría nunca, la caricia fue como una
226
brisa, como si un ángel hubiese tocado su cara por unos
segundos.

–Gracias Toni, gracias por cuidar de mi hijo.


–De nada, señora. –Dijo Toni, pero su
preocupación ahora mismo era la de no volver a
ver más a su amigo–. Alfonso, ¿no nos volveremos
a ver?

Alfonso sonrió a Toni.

–Yo no lo sé Toni, ni siquiera sé a dónde voy, pero


cuando pueda, te mantendré informado. ¿Vale, tío?

Los dos cogidos de la mano, y sonriendo, sencillamente


desaparecieron. La hermana de Alfonso volvió a parecer
mayor.

–Alberto, entonces, no pudo aguantar su curiosidad.


¿Alguien más ha visto a doña Carmen como una
niña?

Doña Carmen se dirigió a Alberto…

–Cariño, seguramente me has visto tal y como ellos


me recordaban. Nunca, nunca olvides una cosa que
te voy a decir… Todos somos niños, sólo que
algunos, hemos tenido el privilegio de envejecer.
Y ahora, si me perdonáis, tengo que retirarme a mi
hotel. Estoy extremadamente cansada.
–Claro que la disculpamos, doña Carmen. Esto ha
sido un torrente de emociones. –Le dijo la madre
de Toni.
227
Alberto, Toni y Patricia se quedaron sentados en el césped
mirando hacia la casita del árbol. Nunca más volverían a
ver aquel sitio igual. Ninguno de los tres decía nada, sólo
miraban y respiraban. Existían.
La madre de Toni acompañó a los tres invitados al coche.
Doña Carmen se introdujo dentro inmediatamente, ayuda-
da por su hija Nathalie. Ésta se despidió amablemente y
acompañó a su madre en el interior del vehículo. Leonardo
se quedó hablando un momento con la madre de Toni.

–Muchas gracias por todo. Creo que, por fin, mi


madre va a poder estar en paz consigo misma.
Créame si le digo que no conocía del todo la
historia, no sabía que ella estaba pasándolo tan
mal. Supongo que cuando hablamos de fantasmas,
siempre tenemos miedo de que nos tomen por
locos.
–Sí, supongo que sí. –Respondió la madre de Toni–.
Vivimos en un mundo pragmático donde todo,
o se compra o se vende, y lo realmente importante
lo obviamos. Pero hoy creo que hemos recibido
todos una gran lección.
–Bueno, señora, ya sabe que tenemos una cita
prontito en mi librería. Esperaré ansioso su
llamada. –Contestó Leonardo, despidiéndose con
un caballeroso beso en la mano de la madre de
Toni.

Subió al coche y arrancó, saliendo despacio de la parcela,


mientras la madre de Toni les decía adiós con la mano.
Los tres chicos todavía permanecían sentados sobre el
césped. La madre de Toni se añadió a ellos, junto con las
228
perras, a las que había abierto previamente. Alberto fue el
primero que habló.

–Qué fuerte todo, ¿no?

La madre de Toni fue quien contestó:

–Sí, Alberto, tienes mucha razón. ¡Qué fuerte todo!


–Oye mamá, ¿le contamos algo a papá? –Toni dijo
esto mirando a su madre.

Su madre lo miró y rio…

–No, creo que de momento vamos a dejarlo todo tal


y como está. Lo cierto es que no sabría ni cómo
comenzar a contárselo. Mira, quizás algún día
escriba un libro. –Cogió la mano de Patricia y se
levantaron las dos–. Patricia, cariño, ¿vamos a ver
si preparamos algo bueno para comer? Creo que
nos merecemos hoy una buena comida.

Patricia se fue cogida de la mano de su madre. Alberto y


Toni permanecieron sentados en el mismo sitio.

–¿Crees que volveremos a verle alguna vez? –Dijo


Alberto.
–No lo sé, tío. Quizás en otra vida… –Contestó
Toni.

Permanecieron otro ratito mirando el árbol en silencio.


Toni pensaba en todo lo que les había pasado ya ese vera-
no, y todavía quedaba el mes de agosto. Realmente estaba
siendo todo de lo más interesante.
229
De repente, algo desvió su atención de Alfonso. ¡Tenía que
contárselo todo a Marta! Mañana la llamaría. Quizás mon-
tara otra acampada… ¿Podría decir que eran novios? Igual
era precipitado decirlo… Pero que había algo entre ellos,
eso estaba clarísimo. Tenía que quedar con ella para averi-
guar qué era. Su madre los llamó desde la puerta de la casa.

–¡A comer, chicos!

Los dos amigos salieron corriendo hacia la casa. Tanta


emoción les había dado mucha hambre.

FIN

230
ÍNDICE

I LA CASITA ESTÁ HECHA UN ASCO............. 09

II EL BOLA............................................................ 18

III A ALGUIEN LE GUSTAN MIS CÓMICS........ 29

IV LA ACAMPADA................................................ 40

V NEBULOSAS Y RECUERDOS ........................ 57

VI PERIÓDICOS CON MUCHA HISTORIA........ 72

VII FINCA “LOS CEREZOS”................................. 92

VIII BÚSQUEDA INTERNACIONAL.................... 112

IX EL QUE BUSCA, ENCUENTRA..................... 144

X FAMILIAS PERDIDAS .................................... 165

XI DESPEDIDAS Y COMIENZOS....................... 187

XII: TODOS SOMOS NIÑOS.................................. 208

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