Bueno Gustavo - El Animal Divino PDF

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© 1996 Pcntalfa Ediciones (Grupo Helicón, S.A.).

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Fax [34-8] (98) 598 55 12.

Diseño y composición: Piérides C&S.


Edición preparada por: Meletea CJR.
Montaje y filmación: riter.
Imprime: Simancas Ediciones, S.A. (Valladolid).
ISBN: 84-7848-490-6
Depósito legal: VA-296-96. grupo helicón
Gustavo Bueno

El animal divino
Ensayo de una filosofía materialista
de la religión
2- edición (corregida y aumentada)

Pentalfa E diciones
O viedo 1996
Odi profanum vulgus et arceo;
favete linguis: carmina non prius
audita Musarum sacevdos
virginibus puerisque canto.

Horacio, Carmina, lib. ///, 1-4.


Prólogo a la segunda edición

El animal divino fue publicado en 1985. Muchas de sus párrafos podrían re-
escribirse aún sin variar «la sustancia» del libro; podrían agregarse desarrollos im­
portantes, acaso imprescindibles (sobre todo en lo relativo al tránsito de las reli­
giones secundarias a las terciarias); podrían ponerse— añadiendo o sustituyendo—
nuevos ejemplos o ilustraciones, o determinarse algunos hilos susceptibles de ser
anudados con otros terceros, distintos entre si. Pero nada de esto cambiaría el as­
pecto global de su tejido.
Por todo ello hemos optado, en el momento de disponernos a preparar una
segunda edición, por dejar las cosas como están. Tan sólo hemos corregido algu­
nos errores materiales de detalle, pasado a nota a pie de página algunas referen­
cias bibliográficas que figuraban en el texto — a fin de aligerarlo— y renumerado
correlativamente todas las notas del libro (que en la primera edición llevaban nu­
meraciones independientes por partes). Se han introducido unos pocos añadidos
y algunas notas aclaratorias que, en todo caso, van flanqueados, al modo clásico,
por los signos ef “sa, a fin de que queden bien claras las diferencias entre las dos
ediciones.
Nos ha parecido obligado, en cambio, formular «fuera de texto», en escolios
tan breves como fuera posible, algunas puntualizaciones que contribuyan a pre­
cisar el alcance de ciertas tesis mantenidas en la obra, orientando su interpreta­
ción en una dirección mejor que en otra u otras acaso posibles, pero que desvir­
tuarían la intención original del libro. Por otro lado debo decir que en mis Cuestiones
cuodlibetales sobre Dios y la religión (Mondadori, Madrid 1989) he tratado de
algunos asuntos colaterales, pero estrechamente relacionados con los problemas
suscitados por El animal divino', en especial, en la «Cuestión 12: El animal divino
ante sus críticos» (págs. 447-470), traté de sistematizar y responder a las críticas
que, hasta aquella fecha, se habían dirigido contra el libro. Posteriormente han
sido publicados comentarios de diverso alcance pero que, por mantenerse en al­
guna de las líneas de los críticos anteriores, pueden considerarse como ya con­
testados. Debo exceptuar los importantes análisis críticos de El animal divino que
¡O Gustavo Bueno

Gonzalo Puente Ojea ha expuesto en su libro Elogio del ateísmo (Siglo XXI, M;L
drid 1995, págs. 84-187), a los cuales respondo en el Escolio 14 de esta edició^
(más materiales en relación con esta polémica, con contrarrespuestas de Pueril^
Ojea en El Basilisco, n" 20, enero-marzo 1996). Conozco también algunas obra^
de la mayor importancia que, de algún modo, «dialogan» con El animal <7/tv//o-
el libro de Alfonso Fernández Tresgucrres, Los dioses olvidados (Pentalfa, Oviedo
1993), en donde se ofrece una interpretación penetrante de la fiesta de los torov
y, aunque independientemente de El animal divino, la reciente obra de Desmofkj
Morris, El contrato animal (Emecé, Barcelona 1991), cuya conexión con las (Cu
sis del libro ha puesto de manifiesto Tresgucrres («Desmond Morris: Teólogo»,
en El Basilisco, 2- época, n" 8, 1991, págs. 96-97).

Miembro, septiembre de 1992


Oviedo, marzo de ¡996
A manera de Prólogo

Más allá de su horizonte académico, este libro pretende impulsar en los lec­
tores el pensamiento de que no hay que ir a buscar el núcleo de la religiosidad en­
tre las superestructuras culturales, o entre los llamados «fenómenos alucinatorios»
— sin perjuicio de su funcionalismo sociológico o otológico— , ni tampoco entre
los lugares que se encuentran en la vecindad del Dios de las «religiones superio­
res» (tanto si ese Dios se sobrentiende como una realidad, cuanto si se le inter­
preta como un ente de razón). El lugar en donde mana el núcleo de la religiosidad
— tal es la tesis de este libro— es el lugar en el que habitan aquellos seres vi­
vientes, no humanos, pero sí inteligentes, que son capaces de «envolver» efecti­
vamente a los hombres, bien sea enfrentándose a ellos, como terribles enemigos
numinosos, bien sea ayudándolos a título de númenes bienhechores. El núcleo de
la religión se encuentra en el mundo de los númenes, en tanto estos envuelvan
efectivamente a los hombres, porque sólo de este modo la experiencia religiosa
nuclear podrá ser, 110 solamente una verdadera experiencia religiosa, sino también
una experiencia religiosa verdadera.
Introducción

Nuestro proyecto es este:


Establecer las líneas más generales de una verdadera filosofía de la religión,
sin que con ello nos creamos autorizados a pensar que hemos alcanzado \i\ filo ­
sofía verdadera de la religión. Son, en realidad, dos acepciones muy distintas de
la palabra filosofía aquellas que queremos coordinar con esta permutación del or­
den del adjetivo «verdadero». Pues cuando el adjetivo va por delante («verdadera
filosofía»), parece que nos conduce a la misma forma de la argumentación filo­
sófica (al menos tal como se ha decantado en una continuada y milenaria tradi­
ción, en la cual nos sentimos inmersos); mientras que cuando el adjetivo va de­
trás («filosofía verdadera»), parece que nos invita a resaltar el contenido doctrinal
mismo ofrecido por esa filosofía, sus «tesis», con abstracción del modo según el
cual han sido obtenidas. Se trata de una distinción que mantiene una cierta ana­
logía con la oposición clásica entre verdad lógica (formal) y verdad material. So­
lamente analogía, porque la verdadera filosofía no podría considerarse como una
construcción puramente lógico-formal1. También cabría comparar (con muchas

(1) No querem os llevar esta tesis hasta el extrem o de la afirm ación de su recíproca, porque reco­
nocem os am pliam ente que el análisis lógico-formal de algún material dado puede, en general, consi­
derarse com o \'enluciera filosofía. Y ello, ante todo, en función de la naturaleza del propio material.
C uando este m aterial es precisam ente la religión, esto es obvio. Si tenem os en cuenta, por ejem plo,
que la religión es considerada m uchas vcces com o el ám bito que contiene lo inexpresable, o lo ¡ló­
gico (el silogism o cristiano de Unam uno: «Cristo es hom bre, Cristo es inm ortal, luego todo Cristo,
todo hom bre, es inmortal»), el análisis lógico de la religión incluye en m uchos casos el planteam iento
de cuestiones propias de la llam ada «Filosofía de la lógica» tales com o la cuestión de la posibilidad
de un análisis lógico de un lenguaje religioso (vid. Jacques Poulain, Logique el Religión, M outon, Pa-
rís-La I laya 1973); o bien, incluye cuestiones propias de la «Filosofía gnoseológica», que a la vez son
cuestiones de Filosofía de la Religión, tales com o la cuestión de las sem ejanzas entre los com ponen­
tes lógicos del discurso desarrollado a partir de los enunciados p de la fe objetiva y los com ponentes
de los discursos científicos: «los enunciados p desem peñan un papel m uy sim ilar al de los enuncia­
dos experim entales de las ciencias naturales», sostiene el padre Bochenski, de un modo, por cierto,
muy próxim o a com o lo hacía, en el siglo xvn, el padre M alebranche, Recherclie de la vérité, Intro-
14 Gustavo Bueno

reservas) la «verdadera filosofía» con la «filosofía académica», en el sentido karr


tiano, puesto que la filosofía verdadera tendría más que ver con la «filosofía mun-
daña» (pero en un sentido todavía más amplio que el que Kant dio a ese término)2-
En cualquier caso, la distinción parece pertinente, en el momento de enfrentarse
con los problemas de la filosofía de la religión, aunque no sea sino porque (por 10
menos en la tradición de los teólogos cristianos, desde San Pablo o San Justino-
hasta Escoto Eriúgena o Abelardo) con frecuencia se ha designado como filoso-
fía verdadera a la doctrina del cristianismo, a pesar de que muy pocos (ni .siquier;!
Santo Tomás) llamarían a esa «filosofía verdadera» una «verdadera filosofía»
(sino f e o, a lo sumo, teología dogmática)3.
Cuando hablamos de «filosofía verdadera» estamos, pues, hablando de pers-
pectivas y cosas muy distintas de aquellas a las que nos referimos cuando habla­
mos de la «verdadera filosofía», porque aunque estas cosas pueden ir unidas, cofl
frecuencia van separadas y aun opuestas. No sólo, según hemos dicho, en am-
bientes cristianos la fe o la teología dogmática, aunque en modo alguno pueden
considerarse verdadera filosofía, son entendidas, de modo recurrente, como filo-
sofía verdadera. También en ambientes «racionalistas» y aun materialistas (in­
cluso marxistas), suele considerarse como filosofía verdadera de la religión a algo
que, aunque sea verdadero, no podría ser llamado filosofía, sino, por ejemplo, so­

ducción; vid. I.M. Bochenski, The Logic o f Religión, New York University Press, 1965. Vid. tam bién
Raeburne S. Heimbeck, Theology and M eaning. A Critic o f M ethodological Scepticism, George Alien
& Unwin, Londres 1969; Durrant, The Lógica! Status o f'G o d ', MacM illan, Londres 1973. Ahora bien,
la «verdadera filosofía» en su sentido lógico-form al, ni siquiera podría confundirse con el «análisis
lógico-formal» de los discursos religiosos, pues este análisis podrá ser el m ism o confuso e ilógico (por
tanto: falsa filosofía) y porque podría ser correcto, coherente («verdadero», form alm ente), sin n ecc'
sidad de recaer sobre las m ism as estructuras lógico-form ales. Suponem os sencillam ente que en «ver-
dadera filosofía» el adjetivo «verdadero» carga sobre la form a «filosofía» en su aspecto gnoseológico,
m ientras que en «filosofía verdadera» carga sobre el contenido de la doctrina en su aspecto episte-
mológico, por analogía con la diferencia entre los sintagm as «verdadera religión» y «religión verda-
dera» (para un musulm án el cristianism o es verdadera religión, pero no es la religión verdadera; para
un cristiano, el culto a la «divina correa» es falsa religión, superstición). La distinción tiene también
que ver con la oposición entre la suposición formal y la suposición m aterial: una fórm ula falsa puede
ser una verdadera fórmula, pero una falsa fórmula es una pscudofórm ula, que no cum ple las reglas de
construcción. La dialéctica entre las dos expresiones que aquí consideram os directam ente brota en
parte del hecho de que una llam ada (sin serlo) filosofía verdadera puede acaso derivar históricam ente
de la verdadera filosofía, pero no sería filosofía, sino ciencia o teoría científica (de suerte que lo que
se llam a teoría de la religión, procedente de la antigua filosofía de la religión, y aun ejerciendo algu-
ñas de sus funciones, no quiera ya ser verdadera filosofía); o bien puede ocurrir que la llam ada filo­
sofía verdadera, cuanto a la doctrina (por ejem plo, la dogm ática cristiana según Escoto Eriúgena) no
sea sin em bargo verdadera filosofía, incluso incom patible con ella (por ejem plo, en posiciones com o
las del fideísm o evangélico, el de Herm ann, o el de Barth).
(2) Vid. G ustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, M adrid 1972, págs. 35-ss.
(3) Nos referimos a la célebre fórm ula del De praedestinatione, 1, 1, de Escoto Eriúgena (aunque
de larga tradición): «Conficitur inde, veram esse pliilosopliiam veram religionem , conversim que ve-
ram religionem veram esse pliilosophiam.» Abundante inform ación al respecto en Éticnnc Gilson, La
Filosofía en la Edad M edia (1922), versión española, Gredos, M adrid I9722; pág. 193 para Escoto;
pág. 491 para Santo Tomás de Aquino. n-H adrianus Cardinalis Chrysogoni, De vera pliilosopliia sen
tractatus de vera religione ex quatuor ecclesiae doctorihus, Colonia 1 5 4 8 .ii
E l animal divino 15

ciología, política o psicología de la religión. Es cierto que, en nuestros días, se ha


extendido (aquí, como en otros lugares) la tendencia a sustituir la palabra filo so ­
fía por la palabra teoría. Se habla de «Teoría de la Religión», como se habla de
«Teoría del Estado» o de «Teoría de la Educación» (en lugar, tal vez, de hablar
de «Filosofía del Estado» o de «Filosofía de la Educación»), Pero esta expresión
es, cuando menos, ambigua: «Teoría» es un concepto más bien sintáctico (un sis­
tema de proposiciones que derivan de una axiomática, por ejemplo) y, por tanto,
su neutralidad es simple indeterminación. la expresión «teoría es un concepto
más bien sintáctico» hay que darle, en el contexto, un alcance asertivo, no exclu­
sivo (de componentes semánticos, principalmente); de otro modo, la expresión
trata de subrayar cómo «teoría», en cuanto unidad gnoseológica, se diferencia
esencialmente de «hipótesis» o de «modelo» (y, por supuesto, de «hecho») por su
mayor complejidad sintáctica, en el preciso sentido siguiente: una teoría incluye
múltiples hipótesis concatenadas; o bien, la «teoría del átomo» de Bohr, se cons­
truye por la concatenación de múltiples «modelos atómicos» (tales como el mo­
delo de átomo de Hidrógeno, o el modelo de átomo de Uranio); la «teoría de la
gravitación» de Newton cubre los modelos elípticos ad hoc forjados por Kepler
para cada una de las trayectorias planetarias.P orq ue, según los contenidos se­
mánticos de sus proposiciones, una teoría deberá inmediatamente especificarse,
o bien como teoría científico-positiva, categorial (por ejemplo la «teoría de la re­
latividad» de Einstein), o bien como teoría filosófica (la «teoría de las ideas» de
Platón), o bien como teoría teológico-dogmática (la «teoría de la transubstancia-
ción» de Santo Tomás de Aquino). Quienes hablan de «teoría de la religión» (como
quienes hablan de «teoría de la educación») suelen hacerlo con la pretensión de
mantenerse en al ámbito de la ciencia positiva, distanciándose precisamente de la
filosofía (asimilada a una mera especulación metafísica, a un discurso metaem-
pírico). Pero cuando este distanciamiento quiere ser absoluto, y cuando la teoría
alternativa pretende sustituir las funciones que anteriormente estaban asignadas a
la filosofía (por ejemplo, el desentrañamiento de la esencia de la religión), en­
tonces es evidente que tales teorías podrán seguir siendo llamadas filosofía ver­
dadera, aunque no sean verdadera filosofía. «Las religiones toman su origen del
sentimiento del temor» es la tesis central de una vieja concepción de la religión4
que ha sido reelaborada y profundizada por la moderna «ciencia de las religiones»
(Frazer, Crawley, &c.) O bien: «las religiones toman su origen de la impostura de
un gobernante muy inteligente, que introdujo el temor a los dioses para contener
la perversidad propia de la vida salvaje»5, tesis central de concepciones teóricas
de la religión que llegan, a través de la Ilustración (Volney, Holbach, &c.) y com­
binadas con la doctrina de la lucha de clases, hasta el marxismo. Ahora bien, la
primera tesis es claramente, por su formato, una tesis de la Psicología: es la cifra
de una teoría psicológica de la religión, como lo es la tesis del marxismo psico-
logista, que apela a mecanismos alucinatorios promovidos por la situación social

(4) Publio Papinio Estacio, Tebaida, m, 661: «Primus in orbe déos fe c it timor.»
(5) Critias, en Sísifo, apud Sexto Em pírico, A dversas mathem aticos, IX, 54.
16 Gustavo Bueno

(la teoría de la «cámara oscura» de la conciencia)6. La segunda tesis es una tesis


de la sociología política. Quienes estiman que alguna de estas tesis da cuenta del
fundamento de la religión, es decir, quienes aprecian estas tesis como el esque­
leto de una teoría verdadera y científica de la religión, tendrán seguramente me­
nos inconveniente en aceptar que su teoría encierra la filosofía verdadera de la re­
ligión, que en aceptar que fuese verdadera filosofía, de la que precisamente quieren
distanciarse, y no sin buenas razones. Lo que en cualquier caso resulta muy du­
doso es que una teoría científico-categorial pueda sustituir efectivamente las fun­
ciones de la verdadera filosofía de la religión, puesto que — dada la naturaleza del
material que ha de remover— parece imposible un cierre categorial capaz de con­
tener en su círculo a su esencia o fundamento. Y así, de este modo, las que se lla­
man pomposamente «teorías de la religión», se reducen a hipótesis parciales abs­
tractas, al margen de su verdad, inconscientes de su verdadero alcance y naturaleza
y, propiamente, gnoseológicamente irresponsables. Para concretarnos a la teoría
psicológica citada, bastará introducir la siguiente pregunta: «El temor que, según
la teoría, da origen a la religión, ¿es temor a los dioses reales, o es temor a los fe­
nómenos naturales o sociales?», para darse cuenta de que, aunque fuera cierta la
teoría en el plano psicológico abstracto, nada nos habría determinado respecto de
los dioses, que son, sin duda, materia ante la cual no puede permanecer neutral la
filosofía de la religión. Un tomista podría suscribir la fórmula de Estacio; un cal­
vinista también, sobre todo si el temor se entiende como angustia7. Y si se presu­
pone que la teoría del temor sólo adquiere su sentido cuando ha comenzado por
declarar alucinatorios a los dioses, entonces hay que decir que tampoco es una
teoría científica, categorial, pues no hay ninguna ciencia positiva a la que le co­
rresponda negar la existencia de los dioses: esta negación será una negación filo­
sófica, salva veritate.
Cabría intentar mantener la tesis, sin embargo, según la cual si bien una teoría
especial de la religión no tiene por qué ser filosófica, en cambio una teoría gene­
ral de la religión sería filosófica por definición (así como la teoría especial ten­
dría de hecho más bien el sentido de la teoría científica). Pero semejante tesis no
es fácilmente aplicable a las construcciones que suelen llamarse «teorías», y más
bien parece el resultado de un mero automatismo coordinante de los términos de
la oposición ciencia/filosofía con los términos de la oposición teoría especiallte-
oría general. Ni una teoría es científica por ser especial (hay teorías generales que
son científicas y no filosóficas, y hay teorías especiales que no son científicas), ni
es filosófica por ser general, aun cuando una verdadera teoría filosófica deba ser
general. Es obvio que un análisis gnoseológico adecuado de estas cuestiones des­

(6) Por ejemplo, Sarah Kofman, Cámara oscura de ¡a ideología (1973), edición española en T a­
ller Ediciones jb , M adrid 1975, pág. 30.
(7) En el sentido de Ernst Benz, «La angustia en la Religión», incluido en el colectivo La angus­
tia, traducción española de Fem ando Vela, Revista de Occidente, M adrid 1960. La bibliografía es m uy
abundante: O skar Pfister, D as Christentum und die A ngts. Eine religionspsychologischehistorische
und religionshygienische Untersuchung, 1914. Pierre Janet, D e l ’angoisse á /’extase, 1926. Charles
Odier, L ’angoisse et la pensée magique, 1947. E. Rochedieu, L ’angoisse et les religions, 1952.
E! anim al divino 17

borda el marco de la presente Introducción. Pero, por otro lado, siendo impres­
cindible fijar algunas de las coordenadas gnoseológicas en que nos movemos (dado
el interés de estas coordenadas para la determinación del «lugar» de la Filosofía
de la Religión), nos vemos obligados a resumir algunos conceptos relativos al caso
y que exponemos desde la perspectiva de la teoría gnoseológica del cierre cate­
goría!.
En realidad, «teoría» se opone habitualmente a «hechos». Pero, ¿cuál es la
naturaleza de tal oposición? Muchas veces se procede como si esta oposición
fuese un caso particular de la que media entre el «pensamiento» (subjetivo) y la
«realidad» (objetiva) que, a su vez, puede entenderse como una oposición entre
«forma» y «materia». Sin negar estas caracterizaciones, procuramos mantener­
nos en lo posible al margen de ellas, dada su índole más epistemológica que gno­
seológica y, por motivos similares, también prescindimos de la caracterización
de las teorías como «explicación» de hechos. Una teoría es explicativa de he­
chos, no es meramente descriptiva, es cierto, pero también es cierto que «expli­
car» o es un concepto psicológico-dialógico («explicarle algo a alguien») o es
un concepto gnoseológico que debe a su vez ser determinado. Para los efectos
del presente Ensayo nos limitaremos a caracterizar una teoría como una cons­
trucción (concepto sintáctico, que incluye la utilización de operaciones defini­
das) en virtud de la cual un hecho (o un conjunto de hechos, previamente des­
critos de algún modo) se inserta en una totalidad o contexto definido, dentro del
cual dice referencia a otros hechos diferentes. Una descripción, incluso una des­
cripción por medio de modelos descriptivos, no es una teoría (y, en este sentido,
también diferenciamos teorías y modelos descriptivos). La teoría se desenvuelve
en un nivel sintáctico superior a aquel en que se dan los hechos o incluso los mo­
delos. La totalidad en la cual la teoría inserta a los hechos está conformada como
una totalidad distributiva (®) conjugada con una totalidad atributiva (T), lo que
podríamos parafrasear diciendo que la teoría ha de establecer entre los hechos
tanto relaciones de semejanza (o analogía «-en general, isología-a) como rela­
ciones de contigüidad (o de causalidad o-en general, sinología■»), mediándose
las unas por las otras. Se comprende entonces que sin los hechos las relaciones
(materiales) no pueden tejerse. Los hechos son a la teoría lo que los sonidos a la
composición musical; y la teoría no tiene por qué entenderse como si fuese una
«retícula formal» arrojada a una masa empírica de hechos que pueden verificarla
o falsaria. Porque los hechos desarrollan la teoría, y sólo cuando la teoría es poco
científica o fantástica es propiamente «formal», «mítica». Una teoría mítica es
algo así como la inserción de un conjunto de hechos en un contexto en el cual
aquellos no están materialmente vinculados (como cuando los antiguos inserta­
ban el hecho de las culebras de Libia en el contexto de las gotas de sangre que
chorreaban de la cabeza de la Gorgona, que Perseo había cortado). El mito pla­
tónico no es siempre, sin embargo, una teoría mítica, porque los mitos platóni­
cos son a veces modelos, y aun contramodelos, impossibilia, que pueden tener
una indudable función en la construcción científica (el mito del perpetuum mo-
bile de segunda especie, en Termodinámica).
18 Gustavo Bueno

No es siempre fácil determinar si algo es un modelo descriptivo (de hechos)


o bien si es una teoría (que desempeña a veces las funciones de un modelo nor­
mativo)^'sobre todo porque hay que considerar el contexto. La figura geométrica
de la elipse es acaso, en la Astronomía de Kepler, un modelo descriptivo, un re.
gistro de datos, de hechos; en la proposición xi del libro i de los Principia de New-
ton se convierte en una teoría, en un modelo normativo.
¿Y qué son los hechos con los cuales se componen las teorías? Una defini­
ción gnoseológica (es decir, no meramente ontológica, tal como la que entienda
los hechos como «realidades atómicas» o «procesos») nos arrojaría el siguiente
resultado: los hechos se dibujan en el eje semántico y en el sintáctico del espacio
gnoseológico (no en el pragmático, que contiene los autolof’ismos, los dia lo g h -
mos y las normas). En el eje semántico, los hechos se dan en el sector fisicalista
y en el fenomenológico (no en el esencial, que corresponde a las teorías). Y en el
eje sintáctico, los hechos se nos presentan como términos o relaciones. Pero no,
salvo antropomorfismo, como operaciones y de ahí la situación peculiar de las
ciencias humanas en las cuales las operaciones, por ejemplo las operaciones de
una ceremonia, pueden ellas mismas formar parte del campo material de las cien­
cias de metodología 6-operatoria8.
Esto supuesto, podemos establecer que la distinción entre teorías filosóficas y
teorías científicas se dibuja siguiendo otras líneas distintas de aquellas mediante lus
cuales se dibuja la distinción entre las teorías generales y las especiales (aun cuando
luego todas estas líneas se entrecrucen formando marañas conceptuales casi inextri­
cables). Ante todo, una teoría general puede serlo, respecto de la especial correspon­
diente, de dos modos, según que prevalezca la función de la genericidad distributiva
o la de la atributiva. Cuando la teoría se dice general en sentido primariamente atri­
butivo, entonces la teoría especial correspondiente puede gozar de autonomía y prio­
ridad en su esfera, hasta el punto de que la teoría general sólo podrá concebirse en-
tonces como un desarrollo de la teoría especial, que no consiste precisamente en su
propagación a otras regiones del campo sino acaso en la incorporación de nuevas par-
tes integrantes de ese campo. Tal sería la situación de los números complejos, respecto
de la teoría de los números enteros, como teoría especial; o bien, el caso de la teoría
general de la relatividad respecto de la teoría especial, o el caso de la «Epistemología
genética general» respecto de la «especial» (que Piaget estableció inspirándose en
Einstein). Las teorías generales son en estos contextos más comprensivas, más ricas
que las especiales correspondientes. Otras veces, una teoría sólo puede llamarse ge­
neral en un sentido distributivo y abstracto, de suerte que su desarrollo en sus dife­
rentes especificaciones es un desarrollo más bien empírico, en el sentido según el cual
cada especificación implica la construcción de términos, relaciones y operaciones nue­
vas que no están contenidos en la teoría general, que no se integran con las demás es­
pecificaciones, las cuales se alejan mutuamente entre sí tanto más cuanto más se de­
sarrollan. Tal sería el caso de la «teoría general de los sistemas» de von Bertalanffy.

(8) «"Véase Gustavo Bueno, Teoría del cierre categoría!, Introducción general, §36. Vol 1, Pen-
talfa, Oviedo 1992.*»
E l anim al diviho 19

Ahora bien, la distinción entre teorías científicas y teorías filosóficas supo­


nernos que se establece según otros criterios, que tienen que ver con la naturaleza
misma de los contenidos «semánticos». Como criterio de cientificidad de las teorías
nos remitimos al criterio del cierre categorial: una construcción cerrada puede
tener un «radio» tal que recubra sólo una región (especie, subcategoría) de la ca­
tegoría tomada como género (la teoría de los enlaces covalentes respecto del campo
general de la Química) y puede tener un radio tal que toda la categoría quede ba­
rrida por él (como ocurriría con la teoría general de la relatividad). Las teorías ge­
nerales, en un sentido atributivo, estarían más próximas de la filosofía que las
teorías generales distributivas (aunque, en la práctica, ocurra lo contrario). El cri­
terio del cierre categorial, aunque admite grados internos («franjas de verdad»),
sigue siendo muy estricto, hasta el punto de que muchas teorías llamadas habi­
tualmente científicas no lo son rigurosamente, y no porque sean acientíficas (pseu-
dociencias, como la teoría frenológica de Gall) o anticientíficas (ciencia ficción),
sino sencillamente porque son paracientíficas, es decir, porque aunque no cons­
truyen sobre bases gratuitas, ni absurdas, no por ello llegan a ser construcciones
cerradas en sentido pleno gnoseológico. Desde nuestras coordenadas esto ocurre
cuando, aun rebasado el nivel estrictamente descriptivo, y aun alcanzado un ni­
vel constructivo según la forma de una construcción circular, sin embargo no se
llega a la determinación de esencias o estructuras (causales, cuando ello fuera de­
seable). Cabría hablar de un cierre fenom énico, en tanto hay un regressus de fe­
nómenos y referenciales a otras clases de fenómenos y un progrcssits de esta clase
de fenómenos a otros nuevos. Pero las clases no son la esencia, sino acaso sólo
conceptos clasificatorios o estructuras analógicas: la teoría construye analogías
«-(«estructuras fenoménicas»)-» en lugar de identidades sintéticas. La teoría fí­
sica de los espectros, en la época de Balmer, podía constituir un ejemplo de teo­
ría fenoménica. En las ciencias humanas este es el caso más frecuente, porque
aquí son las analogías el horizonte más firme al que puede aspirarse en la com­
posición de los hechos. Los fenómenos se presentan ahora muchas veces como
hechos étnicos, tal como son ejecutados por los actores (y el punto de vista étnico
no siempre es el esencial, pese a la pretensión de Pike), o como las figuras capta­
das por los observadores que, no por ser «externas», dejan de ser fenoménicas.
Las técnicas de descripción de estos hechos pueden ser muy refinadas (métodos
estadísticos, métodos algebraicos, matrices para describir relaciones de parentesco
o de dominación) y, por ello, se confunden con las teorías, cuando, en rigor, acaso
son sólo modelos descriptivos que no rebasan el horizonte emic.
Ilustremos estos conceptos aplicándolos a un caso concreto, el de las inves­
tigaciones minuciosas de Georges Dumézil sobre los dioses indoeuropeos (in­
vestigaciones que merecen un análisis gnoseológico mucho más detallado que el
simple esbozo que aquí podemos ofrecer). Porque las investigaciones de Dumé­
zil han cristalizado en lo que suele llamarse la «teoría de la trifuncionalidad de los
dioses indoeuropeos», según la cual el frondoso panteón de estos pueblos estaría
organizado según los tres órdenes siguientes: en primer lugar, el que contiene a
las deidades que tienen asignadas funciones de soberanía cósmica, así como tan)-
20 G ustavo Bueno

bién poder político o sacerdotal; en segundo lugar, el que contiene a los dioses ca­
racterizados por la fuerza física y militar; y, en tercer lugar, el que contiene las
deidades que tienen que ver con la fecundidad, la salud, el bienestar o las rique­
zas9. Nuestra pregunta se formula así: ¿Cuándo puede comenzar a ser conside­
rado teoría este «esquema clasificatorio» y cuál es la naturaleza de tal teoría (cien­
tífica, filosófica, especial, general)? El esquema se funda originariamente sobre
material indoiranio (las trinidades védicas, los Aditya — Mithra, Varuna— , Indra
y los Asvin), pero sería muy arriesgado sostener que el primer esquema brotó
como una mera transcripción de una estratificación emic, porque esta misma es­
tratificación (que no es inmediatamente evidente10) está vinculada con la estruc­
turación social según las tres castas consabidas (brahm ana, satriya, vaisya)
— que, a su vez, pudo venir sugerida (a Dumézil) por la República de Platón. En
cualquier caso, ni siquiera la coordinación de los tres órdenes de funciones divi­
nas con las tres castas puede considerarse como un modelo (ni menos aún como
teoría) sociológico, dado que la propia estratificación de las castas comienza uti­
lizándose como un dato él mismo emic, no contrastado con investigaciones ar­
queológicas, demográficas, &c. La correspondencia entre las clases de dioses y
las castas, aunque arrastre una vaga connotación causal de tipo sociológico, no
puede rebasar los límites émicos en que se desenvuelve originariamente (y esto
aun sin olvidar que la correspondencia podría desarrollarse en el sentido de in­
vertir la flecha causal). Nos inclinamos, pues, a considerar inicialmente el esquema
de la clasificación de las unidades indostánicas en tres órdenes como un modelo
descriptivo, no como una teoría. Utilizando la distinción de Goblet d’Alviella, ca­
bría decir que esa clasificación es hierográfica, pero no hierológica y ello sin per­
juicio del considerable nivel de saber filológico que la presentación del modelo
trifuncional descriptivo presupone. El modelo descriptivo puede comenzar a to­
mar la forma de una teoría en el momento en el cual se pone en contacto con «ma­
sas de hechos» (émicos, principalmente) distintos de los estrictamente teológicos
originarios, en el momento en el cual el modelo va desarrollándose tanto en la di­
rección distributiva como en su conjugada atributiva:
Según su desarrollo distributivo, el modelo trifuncional indoiranio se apli­
cará a otros panteones, por ejemplo, a los clásicos mediterráneos (Zeus/Hera-
cles/Plutón y la doctrina platónica de las tres clases) o bien, Júpiter/Marte/Qui-
rino. Pero también al mundo escandinavo o céltico, la trinidad Odín/Torr/Freyr y

(9) Georges Dumézil, L ’idéotogie tripartie des Indo-Européens, Bruselas 1958; M ythe et épopée.
L 'idéologie des trois fonctions dans les épopées des peuples indo-européens, 3 vols., G alliinard, Pa­
rís 1968-73.
(10) o"En realidad en el panteón indoeuropeo se reconocen cinco entidades num inosas: M ithra,
Varuna, Indra (con su ruidoso cortejo, el batallón de los M arut, que dará lugar al M ars latino) y los
dos gem elos Nasatya (a los que la India llam a tam bién los Asvin); por estos dioses ju ra ante el em ­
perador Shubilulium a el rey de Mitani, M altiwaza, hacia el 1340 ane, en la inscripción descubierta en
1907 en el lugar en el que existió Hattusas, la capital del im perio de los hititas. Es cierto que ya en la
Roma primitiva se percibe, en torno a la «triada precapitolina» (Iuppiter, M ars, Quirinus) — reorga­
nizada más tarde: Júpiter, M inerva, Juno— una reorganización m ás explícita o estructuración terna­
ria de las funciones divinas.1*»
El anim al divino 21

las tres clases de la Irlanda céltica (druidas, guerreros, boyeros). La teoría se de­
sarrollará («distributivamente») extendiéndose a otras áreas más «exóticas», a los
escitas (los osetas) o a los pueblos indoeuropeos (celtas o no) que habitaban As­
turias en la época del contacto con Roma (Lug-Lugus/Taranus-Taranis/Deva)1
Pero no se trata sólo de probar la distributividad del modelo en distintas áreas.
El desarrollo distributivo del modelo conlleva un desarrollo atributivo conjugado,
es decir, la conexión con hechos diferentes, de índole muy heterogénea. Por ejem­
plo, habrá que determinar cómo se insertan en el esquema las diferentes armas
asociadas a cada divinidad, según su función, y explicar las anomalías; qué puesto
ocupan Baldr o Loki entre los germanos (¿se reducen a auxiliares de la primera
función?) o las filgias. El desarrollo de la teoría comporta la delimitación de su
campo, tanto en extensión como en intensión (atributiva), mediante la circulación
de un regrcssus y de un progressus fenoménico («hierológico»). Y aquí aparece,
en su centro, la cuestión sobre la naturaleza general o especial de la teoría de Du-
mézil. ¿Qué significa «general»? Por de pronto, difícilmente puede entenderse
este concepto, al menos de un modo inmediato, en el contexto de una teoría ge­
neral de la religión, puesto que su campo es el de las religiones indoeuropeas y
parecería absurdo tratar de aplicarla a religiones pertenecientes a sociedades prehis­
tóricas anteriores a la constitución de las sociedades de clase. Y esta cuestión es
tanto más importante cuanto que la verdad de la teoría (al menos, la verdad como
evitación del error) puede depender precisamente de la «autocrítica» al natural
impulso de generalización, a la tendencia de la teoría especial a convertirse en
teoría general. Probablemente, ni siquiera es legítimo aplicar la teoría de la tri-
funcionalidad indoeuropea a la Trinidad cristiana, tal como fue configurándose a
través de los concilios de Nicea, de Constantinopla o de Efeso (las funciones del
Espíritu Santo tendrían que ver con la propia constitución de una Iglesia Univer­
sal, conjugada con el Estado romano y después con los Estados sucesores, como
un factor nuevo de carácter histórico). Y esto, sin perjuicio de las abundantes con­
taminaciones mutuas, como la fórmula, en la Noruega medieval, contra las en­
fermedades; «En el nombre de Odín, de Thor y de Frigga», que alterna con la fór­
mula cristiana: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» Además,
el propio desarrollo atributivo y distributivo suscita cuestiones decisivas que unas
veces limitan el esquema intensionalmente, otras veces permiten ampliarlo, a tra­
vés de eslabones intermedios (por ejemplo, las semejanzas entre el Baldr escan­
dinavo y el Sozryko oseta, invulnerable a las ruedas cortantes salvo en un punto
de su cuerpo, la rodilla, como Aquiles en el talón) por la intercalación de meca­
nismos difusionistas (crítica a Eugen Mogk, Frazer, &c.) o de mezcla cultural,
pongamos por caso el «injerto» (Dumézil) en la estructura ternaria de los núme­
nes escandinavos, por ejemplo, del gigante de las montañas, que va a los Ases dis­
frazado de artesano para ofrecerse a construirles un castillo a cambio de la diosa
Freya, cuando Loki interviene ayudando a los Ases (se transforma en yegua, que

(11) Vid. el ensayo de Julio M angas, Religión indígena y religión rom ana en A sturias durante el
Im perio, Consejería de Educación y Cultura, Oviedo 1983, 35 págs.
22 Gustavo Bueno

distrae al caballo del gigante que arrastra los enormes bloques de piedra); el pa­
ralelo de este mito con el del gigante Tyr que entierra el martillo de Torr y pide a
Freya, & c.12
La teoría de Dumézil se va convirtiendo, mediante sus desarrollos (problemas
que suscita, métodos propios), en una verdadera disciplina, cultivada por especia­
listas (filólogos, historiadores) que quieren atenerse al más riguroso procedimiento
científico. Pero, como hemos dicho, se mantiene como teoría especial (con res­
pecto de las religiones en general, aunque se extienda a la generalidad intermedia
de los pueblos indoeuropeos). Además, esta teoría se mantiene en un nivel más
bien paracicntífico {cierre fenoménico), en la medida en que no pueda concluir so­
bre la naturaleza o esencia de la trifuncionalidad, ni sobre su origen prehistórico o
protohistórico. Tampoco es una teoría filosófica, ni siquiera en el supuesto de que
se pudiera generalizar a todos los pueblos históricos, siempre que no reciba una
fundamentación antropológica (y todo esto sin perjuicio de que, inversamente, una
teoría filosófica de la religión deba contar con la teoría de Dumézil).
Las sumarias distinciones que preceden serán suficientes para tomar con­
ciencia de las confusiones incesantes a las que lleva la falta de rigor o de cultura
gnoseológica de tantos estudiosos que se dedican al cultivo de la teoría de la re­
ligión. Para citar un ejemplo ilustre, el de Evans-Pritchard. Pritchard contrapone
teorías científicas a meras «especulaciones filosóficas» y señala (en su conocido
libro sobre las Teorías de la religión primitiva) como criterio de sobriedad cien­
tífica la decisión de renunciar a las cuestiones sobre el origen y la verdad de las
religiones (opinión que comparte con otros muchos científicos de la religión, de
la talla de Wilhelm Schmidt). Como es evidente que este veto no puede referirse
al plano fenoménico (las respuestas que las religiones dan a la cuestión de su ori­
gen y su verdad son contenidos dogmáticos, parte del material fenoménico, que
deben ser recogidas por el científico), habremos de concluir que se refiere al plano
esencial, y entonces lo que se está afirmando es que las ciencias de la religión se
mueven sólo en el plano fenoménico, y, por tanto (desde la teoría del cierre), que
no son teorías estrictamente científicas, aunque tampoco sean anticientíficas (las
consideramos como para-científicas). La falta de rigor gnoseológico de Pritchard
(cuyo rigor científico no ponemos en duda, sin embargo) se advierte también de
inmediato en la exposición que hace de diferentes teorías de la religión primitiva
al hablar, por ejemplo, de teorías animistas, intelectualistas, sociológicas y tote-
mistas, sin distinguir los diferentes planos gnoseológicos en que ellas se sitúan.
Pues el concepto de intelectualismo se mantiene en el plano causal, es una teoría
causal (verdadera o falsa) de las religiones primitivas, que atribuye a las opera­
ciones intelectuales la génesis de los contenidos principales de una religión; pero
el concepto de animismo se mantiene en el plano fenomenológico y el animismo
es una teoría fenoménica (émica) y no causal. El clan puede proponerse como
causa de una determinada religión primitiva, en un plano esencial, a la vez que se

(12) Vid. Georges Dumczil, Les dieu.x des germ ains. Essai sur la fo rm a tio n de la religión sean-
dinave, Presses Univcrsitaires de France, París 1959.
El anim al divino 23

defienda el totemismo como figura originaria de la religiosidad (y aquí totemismo


es una teoría fenoménica de la religión), si se sostiene la tesis de que el tótem re­
presenta el clan (Durkheim). Por último, cuando se tiene en cuenta principalmente
la distinción entre el plano fenoménico y el esencial, se comprende también fá­
cilmente que aquello que puede ser considerado como una teoría «solvente» en el
plano paracientífico de las ciencias fenoménicas, puede acaso no ser considerado
ni siquiera como teoría de la religión en un plano esencial, lo que da pie para pen­
sar que la clasificación de las teorías «científicas» de la religión no tiene por qué
corresponderse con una clasificación de doctrinas verdaderamente filosóficas (aun­
que no todas ellas deban considerarse verdaderas).
Concluimos, por nuestra parte: muchas teorías de la religión (incluso la teo­
ría teológica tomista de la religión natural como virtud subordinada a la justicia,
que da a Dios lo que le es debido, una vez que la Metafísica — y no la filosofía de
la religión— ha demostrado la existencia y atributos de la Primera causa) pueden
ser consideradas (desde, una perspectiva materialista) como verdaderas filosofías
de la religión, aunque hayan de ser estimadas como filosofías falsas. Y, recíproca­
mente, muchas doctrinas aunque se tengan por verdaderas (incluso como filoso­
fías verdaderas de la religión) tendrán que ser paradójicamente consideradas como
«falsas filosofías». Hay que extender esta conclusión incluso a lugares marxistas13.
Nos parece que no puede hablarse de una verdadera filosofía de la religión dentro
de lo que convencionalmente hoy llamamos «filosofía marxista». Supongamos que
compartimos la posición de Lenin: «Marx dijo: la religión es el opio del pueblo, y
este postulado es la piedra angular de toda filosofía del marxismo con respecto a
la religión.»14 Pues aunque compartiéramos esta opinión habría que concluir que,
si la piedra angular es de semejante naturaleza, será una piedra angular de la filo ­
sofía verdadera, pero no de una verdadera filosofía de la religión. Lo que hay aquí
es una psicología de la religión, o una sociología de la religión, una llamada «teo­
ría materialista» de la religión que no es propiamente tal, sino, a lo sumo, una teoría

(13) Por ejem plo, la siguiente teoría de Engels: «La religión nació, en una época muy primitiva,
de las ideas confusas, selváticas, que los hom bres se formaban acerca de su propia naturaleza y de la
naturaleza exterior que los rodeaba. Pero toda ideología, una vez que surge, se desarrolla en conexión
con el material de ideas dado, desarrollándolo y transform ándolo a su vez; de otro m odo no sería una
ideología, es decir, una labor sobre ideas concebidas com o entidades con propia sustantividad, con un
desarrollo independiente y som etidas tan sólo a sus leyes propias.» (Ludwig Feuerbach y el fin de la
Filosofía clásica alemana, iv). Lo que confiere a estas teorías una mayor proximidad respecto de la Fi­
losofía es el postulado de la necesidad (la condición de «ilusión transcendental» de la Idea de Dios en
el sentido de Kant) si bien esa necesidad transcendental ya no se toma simpUciler, sino elaborada his­
tóricam ente, situacionalm ente, según el conocido quiasm o del joven Marx: «Exigir al hombre que re­
nuncie a las ilusiones sobre su situación, es exigir que renuncie a una situación que necesita ilusiones.»
En la extensa antología en dos volúmenes de Hugo Assmann y Reyes Mate, Sobre la Religión, Sígueme,
Salam anca 1975, pueden encontrarse los textos más significativos de Marx y Engels (vol. l), de Jaurés,
Lenin, Gramsci, Rosa Luxcm burgo, Mao, &c. Los editores tienden a acortar distancias entre marxismo
y religión, dentro de la perspectiva coetánea del «diálogo» (Rosa Luxcmburgo: «La socialdemocracia
pretende la realización del espíritu cristiano»; crítica de Antón Pannekoek al planteam iento de la reli­
gión de Lenin, en cuanto estaría muy cerca del planteamiento propio del m aterialismo burgués, &c.)
(14) Lenin, «La actitud del partido obrero frente a la religión», en Proletario, núm. 45, mayo 1909.
24 Gustavo Bueno

de las funciones sociales o económicas de la religión, o, como diremos más ade­


lante, una teoría que no es central o directa, sino sólo oblicua, porque en el fondo
es economía política o sociología. La teoría de la religión como «opio del pueblo»
— una fórmula procedente de B. Bauer y de M. Hess— es una teoría psico-socio-
lógica, pues lo que en ella se contiene no es más que la concepción funcional de la
religión como mecanismo «homeostático» que colabora a mantener en equilibrio
la sociedad de clases. (Si Marx subrayó la función de consuelo respecto de los ex­
plotados — «opio del pueblo» como droga que se administra el propio pueblo acaso
incluso para poder soportar con dignidad su situación— Lenin subrayaría la fun­
ción de «anestesia» utilizada por los explotadores, opio «para el pueblo», «brebaje
espiritual»15.) La teoría del «opio para el pueblo», aunque recoja una verdadera (si
bien eventual) función de la religión, no es filosófica, precisamente porque no se
le reconoce a la religión una verdad propia, sino tan sólo un carácter superestruc-
tural16. Se diría que M. Godelier17 ha comprendido que una «teoría de la religión»
no puede responsablemente mantenerse en la consideración meramente psicoló­
gica de la religión como un fenómeno puramente subjetivo, mental (en sus coor­

(15) Vid. W erner Post, La crítica de la religión en K art M arx, Hcrdcr, Barcelona 1972.
(16) Sólo cuando la Religión sea considerada de algún m odo com o una ilusión transcendental,
com o una falsedad antropológicam ente necesaria o interna (y no com o un error contingente o adven­
ticio, aun cuando fácil es com prender la dificultad de establecer una línea divisoria entre lo que es ne­
cesario y lo que es contingente, cuando se habla en el m aterialism o histórico de necesidades históri­
cas), cabría hablar entonces, a nuestro juicio, de una verdadera filo so fía (aunque negativa, y acaso
metafísica) de la Religión. Porque entonces la Religión aparecerá contem plada com o una falsedad o
ilusión sui gencris (por ejem plo, derivable de una de las tres Ideas, en el sentido de Kant) a la luz de
las ideas filosófico-antropológicas. En cualquier caso, cuando nosotros hablam os de verdadera filo­
sofía de la religión nos referim os a una filosofía de la Religión en el sentido positivo, no en el sentido
de la Filosofía m etafísica (teológica o antropológica). rrO tra cosa es que estas falsas filosofías de la
religión (estas pseudofilosofías que se reducen a Psicología de la religión, a Sociología de la religión,
&c.) se presenten com o sucedáneos de la Filosofía de la religión, y de form a tal que se llegue a esti­
m ar irrelevante el contenido doctrinal de tales sucedáneos (por ejem plo, a efectos de la elaboración
de un plan de estudios o de la contratación de un profesor). Se dirá, ¿qué más da, a efectos de llevar
a efectos un «Program a» de Filosofía de la religión, que enfoquem os ese program a desde la perspec­
tiva de una Psicología de la religión, desde la perspectiva de una Sociología de la religión, o desde la
perspectiva de una filosofía teológica determ inada? En todo caso lo importante será, dirían, el conte­
nido doctrinal, y lo m enos im portante la denom inación de esta doctrina (Psicología, Sociología o F i­
losofía). Sin em bargo, es preciso subrayar que cuando hablam os, por ejem plo, de «Psicología de la
religión», con pretensiones de exponer una doctrina de la religión dada, estam os hablando de algo m ás
que de una disciplina gnoseológica, estam os reduciendo la religión a la condición de «proceso psico­
lógico» a partir del cual nos com prom etem os a reconstruir los restantes contenidos de la religión, y
estamos, por tanto, obligándonos a incluir la disciplina «Filosofía de la religión» en una Facultad de
Psicología. H ablar de Filosofía de la religión es pues tanto com o decir que ni la Psicología de la reli­
gión, ni la Sociología de la religión, &c., tienen capacidad para «penetrar» en el núcleo de las reli­
giones, aunque puedan ofrecernos m uchos conocim ientos positivos sobre los fenóm enos religiosos.
Tiene poco sentido «agregar», sin más, la Filosofía de la religión a la Psicología o a la Sociología de
la religión, dejándolas, «intactas». Cuando introducim os la Filosofía de la religión en el contexto de
este conjunto de disciplinas positivas, es porque consideram os críticam ente las pretensiones reducli-
vas implícitas, la m ayor parte de las veces, en estas disciplinas.
(17) Maurice Godelier, «Hacia una teoría marxista de los hechos religiosos», trabajo incluido en su
libro Economía, fetichism o y religión en las sociedades primitivas, Siglo XXI, Madrid 1974, págs. 346-ss.
El anim al divino 25

denadas, superestructura!), sino que su verdad debe brotar de la misma base («la
ideología religiosa — dice refiriéndose a los Incas— no es solamente la superficie,
el reflejo fantástico de las relaciones sociales. Constituye un elemento interno de
la relación social de producción»), Pero todo esto, cuyo interés no queremos su­
bestimar, sigue siendo funcionalismo económico político, que supone ya dado el
hecho religioso, para, partiendo de él, mostrar de qué modos se inserta en un de­
terminado modo de producción. Así, en su análisis del ritual molimo, entre los pig­
meos mbutu, lo que Godelier alcanzaría a demostrar (y ello es ya muy importante),
es que este ritual no es, por decirlo así, un conjunto de prácticas surrealistas, ins­
piradas por un mito y que «patinan» sobre la realidad de los procesos de producción,
sino una acción positiva de los mbutu sobre su realidad social (la exaltación — tras
la muerte de un miembro de la tribu— de la solidaridad de todos los mbutu entre
sí y con la selva). La teoría mar.xista de la religión marcha aquí en línea con la An­
tropología funcionalista, o bien con la llamada «Antropología ecológica», cuyo tra­
tamiento de la religión tampoco podría confundirse con un tratamiento de preten­
siones globalizadoras18. La filosofía marxista de la religión habría que ir a buscarla,
a lo sumo, al Marx de los Manuscritos, a la teoría (antropológica) de la alienación
y de la falsa conciencia, cuyo mecanismo de «cámara oscura» invierte la realidad
y presenta como causa (los dioses) a lo que es en realidad efecto de los hombres,
considerados en determinadas relaciones sociales e históricas. Esta inversión ilu­
soria no es un capricho individual, y ni siquiera, acaso, un mecanismo psicológico:
cabría aproximarla en principio, como ya hemos insinuado, a lo que Kant llamó la
«ilusión transcendental»19. Pero al confinar Marx la alienación religiosa a unas de­
terminadas etapas históricas de la producción (ni siquiera los mitos religiosos son
para él idola tribus), su concepción se resuelve de hecho en un claro sociologismo,
puesto que damos por descontado que el concepto de «cámara oscura» es sólo
— valga la paradoja— una luminosa metáfora, sin valor filosófico. Sin duda, el
concepto de alienación (en tanto presenta a los dioses de la religión como «el hom­
bre mismo fuera de sí») es ya filosófico, puesto que hace descansar la Idea de re­
ligión en la Idea de hombre (en la perspectiva que llamaremos circular)-, pero es
una filosofía de índole metafísica (como pueda serlo la tomista) porque tan meta-
físico es un Hombre que «se define por no ser lo que es» como un Dios que se de­
fine «por ser lo que es».
La filosofía verdadera de la religión no es, pues, necesariamente, verdadera
filosofía, y no nos parece que haya mayores dificultades de principio para acep­
tarlo así. Más paradójica es la posibilidad de hablar de una verdadera filosofía de

(18) En su A ntropología ecológica (Adara, L a Coruña 1978, pág. 229) Ubaldo M artínez Veiga
establece claram ente, valiéndose de la generalización de una distinción de M ax W eber, que una cosa
es decir que la religión es un fenóm eno «ecológicam ente pertinente» (como probarían los análisis tipo
Ornar K. M oore sobre rituales de los Naskapi de la Península del Labrador, o los de H.D. Heinen y K.
Ruddle sobre el nahamu de los Guarao del delta del O rinoco, o los de M. Harris sobre la institución
de la «vaca sagrada» de la India) y otra cosa es decir que es un fenóm eno «ecológicam ente condicio­
nado», o m enos aún, decir que es un fenóm eno «estrictam ente ecológico».
(19) Im manucl Kant, Crítica de la Razón Pura, «Introducción» a la «D ialéctica transcendental».
26 Gustavo Bueno

la religión que no sea a la vez filosofía verdadera. Sin embargo, la disociación es


posible, a través de caminos muy diversos. Supongamos que la filosofía verda­
dera fuese la del escepticismo, la del pirronismo: entonces, la verdadera filosofía
no podría ser, por definición, filosofía verdadera. (Aplicada la distinción al c o ­
nocimiento histórico: si llamamos «verdadera Historia» a aquella ciencia que pro­
cede de acuerdo con las reglas de la crítica histórica, frente a la Historia verda­
dera — como verdad de un relato determinado— , cabría decir que la verdadera
Historia, para el pirronismo histórico, es la que llega al convencimiento de que no
hay ninguna Historia verdadera.) Pero, sin necesidad de llegar a este límite, aun­
que siempre rondándolo, cabe aceptar simplemente la posibilidad de una verda­
dera filosofía de la religión (por sus procedimientos, por la amplitud dialéctica de
las alternativas que considera, por sus cautelas críticas, &c.) que, sin embargo, no
se atreva a presentarse como una filosofía verdadera, puesto que en todo caso ten­
drá siempre que distinguir entre la forma general de esos procedimientos y cau­
telas y su uso adecuado, que es el que importa.
Las definiciones precedentes nos permiten precisar nuestro proyecto presente,
nos permiten presentarlo como orientado, no ya propiamente a ofrecer un «conjunto
de tesis materialistas» sobre la religión — con la pretensión de ser verdaderas, o al
menos muy probables— cuanto a delinear las condiciones que debe reunir una v e r
dadera filosofía materialista (no metafísica) de la religión. Esta pretensión parecerá
poco importante desde una perspectiva onto-teológica, pero alcanza un interés ex'
cepcional desde una perspectiva materialista. Pues, ¿no implicaría el materialismo,
junto con la crítica de la religión, la crítica a toda filosofía de la religión?
Para decirlo quizá de un modo demasiado radical: el interés de este Ensayo
va dirigido, antes que a ofrecer una doctrina materialista de la religión, a explorar
las condiciones en las cuales fuera posible hablar de una filosofía materialista úo
la religión (lo que nos obligará a considerar también la posibilidad de una verda­
dera filosofía no materialista). Y ello sin poner mucha fuerza en la defensa en torno
al eventual contenido de tales condiciones propuesto por nosotros como «teoría
zoológica». Con esto, tampoco queremos negar la posibilidad de que alguien, con
certera intuición, pueda llegar al centro mismo de la naturaleza de los fenómenos
religiosos, si es que tal centro existe. Simplemente queremos decir que esa intui­
ción (que nos pondría delante de una filosofía verdadera de la religión) sólo habría
de interesamos en cuanto que es un material más, que ha de ser sometido (incluso
para ser consciente de su auténtica significación) al análisis de las condiciones exi-
gibles a una verdadera filosofía. «Porque las proposiciones verdaderas son m uy
bellas, pero nada valen cuando no aparecen vinculadas a sus fundamentos.»20
Sin embargo, no queremos decir con lo anterior que nuestro proyecto haya
de mantenerse en un terreno puramente gnoseológico-formal o problemático, sin
aventurar ninguna doctrina sobre la religión. Por el contrario, nuestro proyecto
presupone que una de las condiciones para poder hablar de una verdadera filoso­
fía de la religión es precisamente la referencia a una dogmática (es decir, a un con­

(20) Com o viene a decir Platón, M enón, 98a.


E l anim al divino 27

junto de tesis no neutrales sobre la religión). Subrayamos, pues, la insuficiencia


de una mera problemática o aporética — aunque no sea más que por la subordi­
nación que presumimos de los problemas a las proposiciones apofánticas. Y, por
ello, en este ensayo, habríamos también de comprometemos, desde luego, con una
teoría filosófica muy determinada sobre la religión. Pero no defenderíamos, en
todo caso, esta teoría ontológica de la religión aquí propuesta, en términos ab­
solutos, antes como doctrina filosófica verdadera de la religión que como una
verdadera doctrina de la religión, en sentido materialista.
La tesis que queremos subrayar, como tesis central de nuestro proyecto, es pre­
cisamente la siguiente: que la teoría filosófica de la religión (en tanto esta expresión
denota a la filosofía de la religión, en su sentido ontológico) no puede ser expuesta,
en cuanto verdadera filosofía, al margen de una gnoseología o filosofía gnoseoló-
gica, no ya ontológica, de la religión. La teoría filosófica de la religión no puede ser
expuesta al margen de una teoría del conocimiento filosófico de la religión — lo que
incluye una teoría del conocimiento científico— , al margen de una «teoría de las
ciencias de la religión». La tesis central de nuestro proyecto podría, en resumen, for­
mularse diciendo que la filosofía de la religión (la «verdadera filosofía de la religión»)
hoy (más tarde precisaremos lo que encerramos en esta palabra) tiene que desarro­
llarse necesariamente en dos fases sucesivas, según el siguiente orden:

I. Ante todo, com o filosofía gnoseológica de la religión, como teoría filo­


sófica de las ciencias de la religión.
II. Pero también, sobre todo, como filosofía ontológica de la religión, como
una doctrina acerca de la esencia de la religión.

Esta misma tesis, en una forma contrarrecíproca, suena así: no es posible ex­
poner una ontología de la religión verdaderamente filosófica, antes de que previa­
mente no se haya «preparado» críticamente el campo mediante la gnoseología de la
religión (sin que ello implique que la gnoseología, a su vez, no pueda recibir im­
portantes realimentaciones de la teoría ontológica). La misma doctrina ontológica
de la religión cambiaría su propia estructura en el momento en que se la conside­
rase desgajada de su marco gnoseológico. En particular, y para referirme a la doc­
trina ontológica que en este ensayo va a ser presentada, su afirmación central acerca
de la naturaleza de lo numinoso (que suponemos se encuentra en el núcleo mismo
de la religión) podría perder su mismo significado filosófico (ontológico-esencial)
en el mismo momento en que fuera entendida como una tesis fenomenológica, em­
pírica — una tesis que, por cierto, en este plano, no es nueva. La diferencia de nues­
tra tesis, o su novedad (respecto de la tesis fenomenológica correspondiente) sólo
puede percibirse precisamente cuando la trasladamos al plano ontológico o esen­
cial. Pero la fundamentación de una distinción entre el plano fenomenológico y el
plano ontológico, en filosofía de la religión, corresponde justamente a la gnoseolo­
gía de la religión, y no deja de ser sorprendente la enorme riqueza de proposiciones
filosóficas (relativas a la filosofía de la religión) que es posible establecer, aun des­
prendiéndonos de la doctrina ontológica de referencia. Proposiciones que, aun cuando
28 Gustavo Bueno

en muchos casos hayan sido sugeridas tras el análisis de la doctrina ontológica, pue­
den considerarse como lógicamente independientes de esa doctrina.
Nuestra tesis, sobre todo en su forma contra-recíproca, puede parecer absurda
cuando se tiene en cuenta que toda gnoseología (teoría de la ciencia) ha de consi­
derarse vacía si no tiene previamente como referencia un «cuerpo de doctrina». Y
así, sería absurdo proyectar una gnoseología de la filosofía de la religión previa n
todo tipo de doctrina sobre la religión, como sería absurdo proyectar una gnoseo­
logía de las Matemáticas, o de la Física o de la Biología, previamente a cualquier
doctrina sobre las magnitudes, sobre las masas o sobre los ácidos nucleicos. Sólo
cuando hay una bio-logía será posible una consideración acerca del logos de o so­
bre los cuerpos vivientes. Pero la religión ofrece una situación especial y caracte­
rística (aunque no sea absolutamente única), a saber: que ella misma (al menos eri
partes importantísimas de su campo) es ya una doctrina, un logos (una teo-logíq,
una mito-logia). Que, por mucho que se subraye (como nuestra propia doctrina on-
tológica lo subraya) la importancia de los contenidos no doctrinales de la religión
(de los ritos, frente a los mitos, como suele decirse, acaso sin advertir bien lo que
se quiere decir) es siempre innegable que las religiones contienen, como partes in­
ternas, esenciales suyas, a una doctrina (una mitología, una dogmática, una teolcr
gía). Y, lo que es más interesante, una doctrina que es, ella misma, en la mayof
parte de los casos, doctrina crítica de otras doctrinas («Si alguno entre vosotros se
tiene por sabio en este mundo, hágase necio, para que sea sabio», dice San Pablo
a los Corintios, i,iii- 18), una doctrina que incluso ha recorrido los principales ca'
minos propios de toda teoría axiomática (desde la Teogonia de Hesiodo, hasta el
Ars Catholica Fidei de Nicolás de Amiens), lo que hace plausible el proyecto de
una «lógica de la religión» al estilo de Bochenski21. Bastaría, pues, esta conside­
ración para apoyar nuestra tesis — es necesario (a la verdadera filosofía de la reli­
gión) comenzar como teoría de las ciencias de la religión— sin temor a incurrir ef*
fatuidad, comenzar por una filosofía gnoseológica de la religión, desvinculada de
cualquier género de doctrina previa, dado que es el material mismo, las religiones,
aquello que nos pone por delante la necesidad de considerar a la doctrina.
De acuerdo con todo lo que acabamos de establecer, parece obligado des­
componer la exposición de nuestro proyecto en dos fases o partes (cuyas relacio­
nes mutuas iremos mostrando sobre la marcha):

I. Una primera, destinada a bosquejar las líneas principales de lo que en­


tenderemos por filosofía de la religión en el plano gnoseológico.
II. La segunda parte procederá al desarrollo de lo que podría considerarse el
esqueleto de una filosofía materialista de la religión en el plano ontoló-
gico. Un plano, según lo entendemos, que sólo brilla como tal mediante
la luz reflejada desde el plano gnoseológico, al cual, a su vez, nos remite
constantemente.

(21) Joscph M. Bochenski, The Logic o f R eligión, New York U niversity Press 1965; edición e s ­
pañola, La lógica de la religión, Paidós, Buenos Aires 1967.
Parte I
Proyecto de una filosofía de
la religión en su fa se gnoseológica
Capítulo 1
El concepto de una «verdadera füosofía»

El momento mismo de constitución de la verdadera filosofía — que, según


nuestros presupuestos, es el momento preciso de cristalización de la «filosofía
académica»— es el momento (como no podía ser de otro modo) de la sistemati­
zación del método filosófico. Platón lo formuló en su célebre pasaje de La Repú­
blica22 como la estructura de un proceso que, partiendo necesariamente de los f e ­
nómenos (y bajo el concepto de fenóm enos hay que incluir no solamente a las
imágenes y percepciones, sino también a las creencias, contenido de la n i o u Q
va regresando hacia las esencias (ovvaycoyi), regressus) para después volver de
nuevo a los fenóm enos (ó ia ip e o iQ , progressus) en un movimiento circular. La
vuelta a los fenómenos equivale a una racionalización de los mismos, pero no a
su agotamiento: nuevos contenidos descubiertos en ellos mediante el progressus
impulsarán un movimiento, también nuevo, de regressus.
La estructura del método filosófico, así entendido, es, por lo demás, entera­
mente paralela a la estructura del método científico (el de los astrónomos, el de
los matemáticos) y este paralelismo explica, por sí solo, la tendencia inveterada
a hacer de la filosofía una ciencia entre las otras (aun atribuyéndole un rango dis­
tinto, superior o inferior, o ambas cosas a la vez, según las perspectivas).
La distinción entre el conocimiento científico (el matemático, el físico) y el filo­
sófico es así una de las cuestiones abiertas por el platonismo. Platón mismo intentó es­
tablecer un criterio de distinción, oponiendo las Hipótesis a las Ideas23. La insuficien­
cia de este criterio se haría palpable con motivo de la consolidación de la ciencia moderna
(en particular, de la Astronomía real, enfrentada a la Astronomía fenomenológica de

(22) Platón, L a República, vil, 532a.


(23) Vid. Gustavo Bueno, E l papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ciencia Nueva, M a­
drid 1970. r t’Ver tam bién ¿Qué es la filosofía? El lugar de la filo so fía en la educación. E l papel de
la filo so fía en el conjunto del saber constituido p o r el saber político, el saber científico y el saber re­
ligioso de nuestra época, Pentalfa, Oviedo 1995.t i
32 Gustavo ¡Sueno

los círculos homocéntricos de Eudoxio o a la de los hipotéticos epiciclos de Ptolomeo)>


cuyas pretensiones no quedaban satisfechas (al menos, en muchos casos) por la fór­
mula de un «conocimiento por hipótesis» (hypotheses non jingo, de Newton).
Kant, inviniendo los términos de Platón, apeló a la oposición entre un orden
categorial (en el que se mantendrían las ciencias) y un orden de las Ideas, cuy0
carácter ilusorio, aunque transcendental, le serviría para definir a la Metafísica-
Pero el criterio kantiano tampoco satisface, suponemos, ni a las ciencias (en tanto
éstas no se mantienen meramente en el «reino de los fenómenos») ni a la filoso­
fía (en tanto ella no es meramente filosofía metafísica)24.
Por nuestra parte, hemos intentado formular un criterio de distinción (redefi"
niendo términos platónicos y kantianos pertinentes), un criterio que pudiera ser sa-
tisfactorio tanto para dar cuenta de la estructura de las ciencias como de la filoso­
fía, asignando, desde luego, a las ciencias el reino de las categorías, y a la filosofía
el reino de las Ideas (en su sentido objetivo, terciogenérico, y no en su sentido sub­
jetivo, segundogenérico25). Pero de tal suerte que una ciencia categorial no apa­
rezca entendida como conjunto de proposiciones meramente hipotéticas, ni corno
pura descripción fenoménica — puesto que las ciencias construyen esencias capa­
ces de cubrir la más diversa variedad de fenóm enos (de la expresión fenoménica,
caótica, empírica de la relación n = 3,1416... se regresará a la esencia o estruc­
tura racional combinatoria, descubierta por Leibniz, n/4 = 1/1 —1/3+ 1/5 - 1/7.. .y —
sino como una actividad esencial que establece conexiones necesarias, verdades
(identidades sintéticas) mediante el proceso de un cierre categorial26.
Y la filosofía no se nos dará como una especulación metafísica (ya sea ésta
entendida como una visión superior, ya sea entendida como mera ilusión) sino
como una actividad orientada a desentrañar las Ideas que se abren camino a tra­
vés del desarrollo de las mismas categorías, una actividad que, en cierto modo,
presupone a las ciencias («nadie entre en la Academia sin saber Geometría») en
lugar de antecederlas (la filosofía no es «la madre de las ciencias»), Pero regre­
sando a su vez, a partir de las categorías, a ciertas Ideas presentes en ellas y tra­
badas entre sí en una symploké que no es precisamente formulable siempre en la
figura de un cierre. Ello no excluye que en las llamadas «disciplinas filosóficas»
puedan advertirse configuraciones o «círculos de Ideas» análogos (regressits/pro-
gressus) a los círculos cerrados constitutivos de las «disciplinas científicas».
Damos por descontado, en cualquier caso, que la unidad sistemática de aque­
llas disciplinas — Antropología, Filosofía natural, Filosofía moral, &c.— no puede
ser asimilada a la unidad de las disciplinas científicas, entre otros motivos porque
los nexos entre las Ideas, que constituyen el núcleo de una disciplina filosófica,
son mucho más heterogéneos que los nexos que median entre los contenidos cen­
trales de una categoría científica (Geometría, Termodinámica, &c.).

(24) G ustavo Bueno, El papel de ¡a filosofía..., págs. 251-ss.


(25) Gustavo Bueno, Ensayos m aterialistas, Taurus, M adrid 1972, pág. 267.
(26) Gustavo Bueno, «Operaciones autoform antes y heteroform antes. Ensayo de un criterio de
dem arcación gnoseológica entre la L ógica formal y la M atem ática (i)», en El B asilisco, 1979, nu 7,
págs. 26-27.
El anim al divino 33

C om paración de la zona pelviana del ch im p an cé y la del A ustralopiteci) (según un dibujo de Lafforet-UNKSto)

Si la p o s ic ió n e re c ta d e te rm in ó u n a p r o fu n d a re o rg a n iz a c ió n d e la s p e rc e p c io n e s q u e los h o m ín id o s p o d ía n te n e r d e
lo s d e m á s a n im a le s d e su e n to rn o , ¿ n o h a b ría q u e p o n e r y a en el A u s tra lo p ite c o lo s g é rm e n e s d e la d ista n c ia c ió n e n ­
tre lo s p ro to h o m b re s y lo s d e m á s a n im a le s , p o r tan to , !a n u e v a m a n e ra d e v e r a lo s a n im a le s so b re la q u e se a s e n ta ­
rían las r e lig io n e s p o s itiv a s , la r e lig ió n n a tu ra l?
Capítulo 2
La teoría de la religión como filosofía

La filosofía de la religión, es decir, el Tractatus de religione (en su sentido


más amplio, que no se detiene ante los límites que impone una Teología dogmá­
tica) se lia constituido en una de estas disciplinas filosóficas (de las referidas en
el capítulo anterior) sólo desde tiempos comparativamente recientes. Puede ex ­
plicarse muy adecuadamente el mecanismo de su constitución a partir de la con­
sideración de ciertas configuraciones históricas cambiantes contempladas como
resultado de la composición nueva de ciertas Ideas empujadas por determinados
fenómenos. Mientras en la tradición cristiana o musulmana los fenóm enos reli­
giosos quedaban (y sólo en parte, la parte de la religión natural) insertados en el
círculo de Ideas de la filosofía moral, a su vez subordinada a la Metafísica (doc­
trina de la religión como virtud, inclusión de la filosofía de la religión en el cír­
culo de las cuestiones morales — círculo intersectado a su vez con el círculo de
las cuestiones metafísicas), se diría que la época moderna tiende «ortogenética-
mente» a desplazar a los fenómenos religiosos hacia el círculo de Ideas centradas
alrededor de la Idea de Hombre (y, con ello, la filosofía de la religión se nos dará
como un subsistema del Tractatus de homine, de la Antropología filosófica27, con
frecuencia reducida prácticamente a Sociología o a Psicología). Hay una preten­

(27) Com o referencia precisa de este proceso tom am os el D e augm entis scienticinim de Francis
iiacun, donde aparece por prim era vez la distinción de las disciplinas filosóficas en tres grandes gé­
neros: D e natura. D e nitmine, D e homine. Sin em bargo no nos parece adecuado el m étodo por el cual
Micliel Foucault, L es m nts et les d io se s: une archéologie des sciences hum antes, Gallim ard, París
1966, ha intentado dar cuenta de la aparición de la Antropología en la época moderna. A pelar a la «in­
vención del hom bre», a la cristalización de una nueva epistem e, nos parece apelar a un proceso acau-
sal. Si la idea de hom bre ha experim entado una inflexión característica en el hum anism o m oderno,
habrá que buscar causas precisas en la historia de las ideas y de las categorías sociales, económicas,
&c. A nuestro ju icio habría que regresar a la consideración del desarrollo del cristianism o (y su «lu­
cha contra los ángeles») en dialéctica con el islam ismo, y ello explicaría el significado de España en
este proceso (que Foucault reconoce).
sión de jurisdicción, por parte de toda filosofía de la religión moderna, sobre \a
totalidad de los fenómenos religiosos — parte de los cuales todavía Descartes po.
nía fuera del foco de la filosofía, reservándolos a los teólogos. Esta pretensión ja
constatamos por primera vez, de un modo plenamente consciente, en el T) oíq^Jq
teológico-político y en la Ética de Espinosa (vid. más abajo, capítulo 6). El p r o ­
testantismo contribuyó, sin duda, a ese desplazamiento de los fenómenos religio­
sos hacia el terreno de la «subjetividad», a proponer el «polo subjetivo» de 1^ re­
ligión como único punto de partida. Max Scheler lo formula de este modo: «La
expresión ‘filosofía de la religión’... oculta, pues, ya por sí misma, una teoría par.
ticular sobre la relación entre religión y filosofía, a saber: la idea de que la filo­
sofía no tiene que ocuparse directamente de Dios, sino — en caso de hacerl0 de
algún modo— de Dios únicamente a través de la religión.»28 Nosotros no pode­
mos aceptar esta fórmula que lleva en su planteamiento las marcas del ideal¡srn0
subjetivo, al cual sólo puede superar por el metafísica «argumento ontológico».
Reconocemos que históricamente la fórmula de Scheler está llena de sentido y re­
coge muchos procesos del período comprendido por los siglos xvm y xix, époCa
en la que se constituye efectivamente la filosofía de la religión, así como las cien­
cias positivas de la religión. Pero no podemos aceptar que «la filosofía sólo pueda
ocuparse de Dios a través de la religión». Cuestiones tales como las del lpsur,\ in-
telligere subsistens, o como las del «ser por esencia» (y el propio argumento on­
tológico) pertenecen a la Onto-teología y no a la Filosofía de la religión. Y esto,
aun concediendo que estas cuestiones hayan podido tener su origen en el desa­
rrollo de la misma vida religiosa (tampoco la teoría de las probabilidades se con­
sidera sistemáticamente subordinada a la historia del juego de los dados o de los
naipes). De hecho Aristóteles (y después, Epicuro) ha construido su doctrina de
la deidad rechazando la religión y, en general, nos atreveríamos a decir que la idea
de Dios — el «Dios de los filósofos»— no es la Idea nuclear de la religión, aun­
que sea uno de los episodios más importantes de su dialéctica.
Estos problemas pueden plantearse, reducidos a términos gnoseológicos,
como problemas relativos a las relaciones entre dos disciplinas filosóficas, la
Teología natural y la Filosofía de la Religión. Dos disciplinas en aparente coe­
xistencia pacífica pero cuya convivencia sólo se muestra como pacífica en la le­
tra de ciertos planes académicos de estudios, que preveen que a las nueve de U
mañana, en cuarto curso, se imparta la Filosofía de la Religión y a las once, y en
quinto curso, la Teología Natural, o bien a la inversa. Pero la coexistencia por yux­
taposición no siempre es pacífica, bien sea porque a veces ambas disciplinas se
consideran incompatibles y una de ellas exige la exclusión de la otra del cuadro
de estudios, bien sea porque, otras veces, alguna de ellas cree deber absorber a la
otra y reducirla a su sustancia («la Teología Natural es la verdadera Filosofía de
la Religión», o bien: «la Filosofía de la Religión es la verdadera Teología Natu­
ral», que es lo que viene a decir Hegel en la Introducción a las Lecciones de 1824:

(28) Max Scheler, D e ¡o eterno en el hombre. La esencia y los atributos de D ios, traducción es­
pañola de Julián Marías, Revista de Occidente, M adrid 1940, pág. 51.
El anim al divina 37

«El objeto de estas lecciones es la Filosofía de la Religión. Ella tiene en general,


en suma, el mismo fin que la antigua ciencia metafísica llamada theologia natu-
ralis, por la cual se entendía el ámbito de aquello que la mera razón podía saber
de Dios»).
Aparentemente no tendría por qué dudarse de la posibilidad de una coexis­
tencia pacífica de dos disciplinas que parecen complementarias, a la manera como
pacíficamente se supone que coexisten la Aritmética y la Geometría, sin perjui­
cio de las zonas de intersección. Pero la apariencia se mantiene sólo cuando nos
atenemos a la form a global de estos nombres, como nombres de disciplinas aca­
démicas, denotativas de supuestos conjuntos sistemáticos de cuestiones, proble­
mas y métodos (este es el supuesto que se oscurece en cuanto traspasamos un poco
la apariencia) que cabe diferenciar suficientemente desde ciertas coordenadas que
tienen el apoyo de una tradición lingüística. La Teología Natural es una disciplina
que organiza sus cuestiones en torno a la Idea de Dios — del Dios de la Ontoteo-
logía; mientras que la Filosofía de la Religión sistematiza sus cuestiones en tomo
a los fenómenos religiosos, que son evidentemente fenómenos humanos y mu­
chos de los cuales no están relacionados (al menos de una forma clara) con Dios.
Para decirlo del modo más esquemático: la Teología Natural resuelve sus líneas
conceptuales en Dios (y si no lo hiciera, no podría llamarse Teología): es así una
disciplina metafísica. Pero la Filosofía de la Religión resuelve las líneas concep­
tuales de su sistemática en el Hom bre (y ello sin perjuicio de que tome a Dios
como uno de sus puntos de partida), pues es el Hombre y no Dios quien figura
como ser religioso nr(«Dios no es religioso: ¿a quién iba a rezar Dios?»)"®!. Por
ello es Antropología, sin que esto implique que la religión haya de absorberse,
con todos sus contenidos, en la atmósfera humana (de la misma manera a como
tampoco es necesario que las cosas del mundo físico pasen a ser «contenidos de
conciencia» para que el «estar en el mundo» sea una característica antropológica).
Añadiremos que las tradiciones de ambas disciplinas son también diferen­
tes. La Teología Natural se desarrolla como disciplina principalmente en la esco­
lástica cristiana medieval (teocéntrica) y moderna, muy especialmente en la es­
colástica española (Suárez); la Filosofía de la Religión se desarrolla en el siglo
xviu, precisamente en el momento en que cristalizan los intereses por las más he­
terogéneas cosas humanas, como objetivo del conocimiento científico-filosófico
(Vico, Herder, &c.) Históricamente, por tanto, la Filosofía de la Religión es dis­
ciplina posterior a la Teología Natural, y esto no es casual. Difícilmente podría
haberse constituido la Filosofía de la Religión en el mundo antiguo, cuando to­
davía no se habían producido las grandes religiones (Cristianismo, Islamismo)
afectadas profundamente por la propia filosofía griega; ni podía haberse desarro­
llado en la Edad Media una Filosofía de la Religión cuando prácticamente la to­
talidad de los contenidos dogmáticos y rituales de la religión por antonomasia se
consideraban praeter racionales.
Deslindados los campos respectivos de las dos disciplinas, Teología Natural
y Filosofía de la Religión, casi podemos tocar con la mano los límites de esa apa­
riencia de complementariedad en una coexistencia pacífica. Esta apariencia se
38 Gustavo Bueno

mantiene principalmente debido al supuesto de la realidad del Dios de la OntoteO'


logia, por un lado, y de la realidad de los fenómenos religiosos, por otro, como
campos abiertos a la investigación, análisis y sistematización académicas (cua­
lesquiera que sean los resultados de la investigación, del análisis, de la sistemad"
zación). La apariencia se mantiene cuando pensamos estas disciplinas corno uní'
dades polarizadas sobre un interés (psicológico o social) en tomo a ciertas preguntas»
como disciplinas fundadas sobre conjuntos problemáticos que se mantienen cu3'
lesquiera que sean las respuestas doctrinales. Tanto será parte de la Filosofía de
la Religión aquella doctrina que culmine en una doctrina de la religación del hoiíi'
bre con el cosmos, como aquella otra que considera las religiones como meras
alucinaciones, secreciones de la falsa conciencia. Asimismo, se juzgará viable uOa
clasificación de las relaciones posibles entre ambas disciplinas de este tenor: 1)
Filosofías de la Religión que consideran a su campo como campo disyunto del
campo de la Teología Natural (y viceversa, por tanto). Cabría representar esta si­
tuación por dos círculos externos. Aquí, la Teología no tendría que ver con la Re­
ligión, quizá porque Dios — el Dios aristotélico— ni siquiera conoce la existen­
cia del mundo ni del hombre. Y la religión no tiene que ver con Dios, más que
muy tardíamente, sino con otras entidades y procesos (por ejemplo, la muerte, los
espectros, &c.); 2) Filosofías de la Religión que conciben su campo como inter-
sectándose parcialmente con el campo de la Teología Natural; 3) Filosofías de Ia
Religión que conciben su campo según razones de inclusión: a) o bien de Dios en
la religión, b) o bien de la religión en Dios, y acaso en la forma de un Dios mís­
tico, praeterracional.
Estas apariencias sólo pueden alimentarse de ciertas circunstancias que tie­
nen lugar en la vida escolar (las discusiones orales o escritas sobre Dios, o sobre
la religión, reiteradas cualquiera que sean las posiciones mantenidas por los con­
tendientes). Pero en rigor, las cosas son de otro modo.
Las posiciones 1), 2) y 3) sólo verbalmente parecen compatibles con una Fi­
losofía de la Religión, como unidad que las contiene a todas ellas como alterna­
tivas posibles. Por otra parte, el Dios de la Teología Natural escolástica no puede
presuponerse como una realidad previa sobre la cual se organice ésta como dis­
ciplina, puesto que es la propia Teología Natural (se decía, habitualmente) aque­
lla que debe «demostrar su objeto». De esta suerte podríamos concluir que esta
disciplina como tal, sólo será teológica si efectivamente hay Teología, si las prue­
bas o vías conducen a Dios, pues en otro caso la disciplina no sería Teología, o al
menos, no sería Teología como contradistinta de la Antropología (en el caso de
que se suponga que la idea de Dios se realiza precisamente por la mediación de
la idea del hombre y recíprocamente). Asimismo, la realidad de la religión, de la
que se ocupa la Filosofía de la Religión no es tampoco de modo inmediato m o­
tivo suficiente para fundar una disciplina, lo que es evidente si tomamos la posi­
ción extrema que hemos denominado «mística» y que por definición constituye
la negación misma de la posibilidad de la Filosofía de la Religión (a pesar de que,
escolarmcnte, se nos presente como una más entre las opciones posibles de la com­
binatoria de palabras). Pues ahora, como antes aquella Teología, la Filosofía de
El anim al divino 39

la Religión incluiría su propia negación. Lo que negamos, pues, en resolución, es


el sentido gnoseológico de frases tales como las siguientes: «La Filosofía de la
Religión debe considerarse absorbida en la Teología Natural», o bien «la Teolo­
gía Natural se resuelve en Filosofía de la Religión». Es preciso especificar si la
Filosofía de la Religión de que se habla es idealista, teológica o materialista. Lo
que negamos es la posibilidad de hablar de una Filosofía de la Religión en gene­
ral, como disciplina, que unas veces optara por la Teología, por el idealismo o el
espiritualismo y otras veces por el agnosticismo. La Filosofía de la Religión es
idealista o es materialista, es antropocéntrica o no lo es, y según una u otra posi­
ción sus relaciones con la Teología Natural serán también diferentes. (Ello no ex­
cluye la necesidad de que la Filosofía de la Religión materialista, pongamos por
caso, deba contener la crítica del idealismo, pero el idealismo estará entonces, en
Filosofía de la Religión precisamente, como una opción que debe ser negada para
que la disciplina se constituya, y no como una opción más destinada a «enrique­
cer» la problemática de la disciplina.) cfLa conclusión más expeditiva podría ser
la siguiente: «Teología dogmática y Filosofía de la religión son incompatibles»,
y no ya tanto en el terreno doctrinal (de sus tesis), sino en el propio terreno gno-
scológico, como disciplinas. En efecto, o bien la Filosofía de la religión se reduce
(si se mantiene la Teología dogmática) al análisis de la revelación (la Filosofía de
la religión habría que interpretarla entonces en sentido genitivo; ver Escolio 1), o
bien la Teología, con sus revelaciones, se reducen a Filosofía de la religión. In­
compatibilidad significa, por tanto, imposibilidad de coexistencia pacífica (una
situación algo más fuerte que la «coexistencia dioscúrica»): cada una tiene nece­
sariamente que «tragarse» a la otra, si quiere mantenerse fiel a sus principios, "si
Cuando nos atenemos no a esas «unidades escolares» pseudognoseológicas
de preguntas relacionadas (acaso en «juego de dominó»), sino al sistema de po­
sibles respuestas filosóficas, según sus fundamentos, es decir, cuando mantene­
mos la perspectiva de la unidad sistemática de las disciplinas, entonces las rela­
ciones entre Teología Natural y Filosofía de la Religión se nos mostrarán según
su propio aspecto dialéctico, en virtud del cual, es la incompatibilidad virtual, y
no la coexistencia armónica, aquella forma de relación que debe reconocerse como
efectiva entre ambas disciplinas. Esta incompatibilidad dialéctica no la concebi­
mos meramente como una relación abstracta, que se mantendría en un terreno
ideal, por encima de las disputas efectivas. La presentamos como la verdadera
forma de comprender la relación histórica que han mantenido ambas disciplinas,
es decir, el hecho histórico según el cual la Teología Natural, según ya hemos in­
dicado, fue una disciplina constituida con anterioridad a la Filosofía de la Reli­
gión, y ésta es una disciplina constituida posteriormente y en franca polémica con
la autonomía, por lo menos, de la Teología Natural (que, en consecuencia, habría
de oponerse internamente a las pretensiones de la nueva disciplina). Todo esto sin
perjuicio de que desde la Teología Natural pudiera reivindicarse la posibilidad de
una precaria «Filosofía de la Religión» (que llamaremos retrospectivamente Fi­
losofía de la Religión antigua) así como también, que desde la moderna Filoso­
fía de la Religión (tomando como criterio de modernidad precisamente la crisis
40 Gustavo Bueno

de la Ontoteología) pueda reivindicarse, en una de sus direcciones, la posibilidad


de una Teología Natural de cuño nuevo (no menos precario, cuando adoptamc?s
un punto de vista materialista).

I. Comprendemos entonces, situándonos en la perspectiva de la antigU0


Teología Natural, por qué no se constituyó durante su reinado (la época de la e$"
colástica) una disciplina como la Filosofía de la Religión. No era tanto debido a
«penuria de material», de datos o de intereses, o al insuficiente desarrollo de lí>s
especialidades académicas propio de la época, sino al reinado mismo de la Te0'
logia Natural que, en la medida en que era posible en un marco determinado p0r
el desarrollo de la historia de la Religión — a saber, el marco de la Iglesia R0-
mana, como religión «terciaria»— constituye un motivo interno a la propia difl'
léctica de la religión. Pero el efecto de bloqueo (respecto de la Filosofía de la R£'
ligión) que atribuimos al reinado de la Teología Natural tiene lugar a través áe
canales diversos que podríamos esquematizar del siguiente modo (tomando en
cuenta las dos grandes fases de este «reinado» de la Teología Natural, la fase eS'
colástica y la fase ilustrada, la del racionalismo de los siglos xvn y xvm, que es
una derivación de la primera, una vez apagada la fe tradicional):

A. En la fase escolástica, la Teología Natural se desenvuelve ya como un ra­


cionalismo, en conflicto siempre con las tendencias fideístas y los gérmenes af>-
tirracionalistas presentes en el cristianismo (San Pablo: «libráos de la falsa filo­
sofía»; Kempis: «más vale sentir la compunción que saber definirla»). Frente al
fideísmo irracionalista y antifilosófico (San Pedro Damián, por ejemplo) la filo­
sofía escolástica, sobre todo en su dirección tomista, pretendió poder establecer
racionalmente un cuerpo de doctrina (procedente en parte de la tradición aristo­
télica y neoplatónica a través de los pensadores árabes y judíos) que giraba en
torno a la idea de Dios y que aspiraba a tener un estatuto puramente ontológico.
De este modo, la Teología Natural no es, por sí misma, desde luego, una Filoso­
fía de la Religión, sino una ontología, de cuyas premisas, es cierto, podría tomar
origen (cuando esas premisas confluyen con otras procedentes de la Filosofía Na­
tural) una teoría (filosófica) de la religión, la teoría de los Pream hulafidei. La pa­
radoja es que la posibilidad misma de esta Teología Natural haya podido, al c a b o
de los siglos, llegar a ser presentada como un dogma religioso, el que podríamos
llamar el dogma de la fe en la razón29. Esta paradoja tiene un significado en or­
den a la Filosofía de la Religión — no es una mera extravagancia (como la pre­
sentó Russell)— si se tiene en cuenta que ella se orienta contra el fideísmo y el
tradicionalismo, que precisamente ponían en duda el concepto de la religión na­
tural, sin por ello negar el cristianismo. Lo que equivalía a considerar a la fe cris­
tiana como una revelación incomparable, una vez que se escucha por sí misma y

(29) Nos referimos a las resoluciones del Concilio Vaticano i («Si quis dixerit, Dcum unum et ve-
rum, creatorem ct Dominum nostrum , per ea, quac facta sunt, naturali rationis hum anae lum ine ccrto
cognosci non posse: anathenia sit», D enzinger 1806), al «juram ento antim odem ista», &c.
El anim al divino 41

que nada tendrá que ver con otras religiones que, a lo sumo, sólo serán mimetis­
mos de la religión verdadera. En sus posiciones extremas, el fideísmo (protestante:
el de Ritschl en el siglo pasado, el de Barth en el presente) llegará a negar incluso
el concepto de religión como concepto común a diversas religiones y con ello tam­
bién se pondrá en cuestión la Filosofía de la Religión. Desde este punto de vista,
una religión que defiende un núcleo racional presente en principio a las religio­
nes más diversas, alienta una metodología comparatista y una verdadera Filoso­
fía de la Religión, aunque sea en un sentido precario. Filosofía de la Religión por
cuanto se refiere al hombre en general: Dios, cognoscible por los hombres, vir­
tualmente por todos, una vez instruidos adecuadamente por los teólogos natura­
les, es decir, por la filosofía, en cuanto, según su naturaleza, desarrolla una re­
acción natural, de índole moral, de reconocimiento y reverencia, incluso (según
algunos tomistas actuales «avanzados» como Lubac, o Rahner) un impulso hacia
la divinidad, a la salvación sobrenatural, siquiera sea por vía existencial y no ya
esencial. Por tanto, los Preámbulo fid ei constituirán una fundamentación filosó­
fica de todas las religiones y, en este sentido, cabrá hablar de una filosofía de la
religión subalternada a la filosofía moral. Asimismo, esta filosofía de la religión
teológica inspirará, una vez puesta a punto la «Ciencia de la Religión», una me­
todología científica orientada a investigar, incluso en las religiones más primiti­
vas, vislumbres de esta tendencia natural (Escuela de Viena).
Sin embargo, esta Filosofía escolástica de la Religión, aunque proyecta una
doctrina general (salva veritate) sobre las religiones, no puede considerarse como
impulsora de una disciplina llamada «Filosofía de la Religión» instituida sobre el
campo de los fenómenos religiosos sin restricción alguna. Pues esta disciplina,
para ser una Filosofía de la Religión en su sentido pleno gnoseológico (y no una
mera teoría de la religión), deberá no sólo poder regresar de los fenómenos a las
ideas, cuanto también, en el progrcssus, poder recubrir desde ideas determinadas,
la integridad del campo fenom énico. Si no hay regressus a Ideas no puede ha­
blarse, desde luego, de filosofía (sino, por ejemplo, de psicología o sociología de
la religión) porque si la creencia en Dios es a quo un contenido psicológico, sólo
cuando se le acopla el argumento ontológico, que resuelve en Dios como término
ad quem, podemos consideramos rebasando el horizonte psicológico (puede la fe­
nomenología de la religión presentarse en la perspectiva de una ontología trans­
cendental). Pero aun cuando lleguemos a las Ideas, no tenemos más que la con­
dición necesaria, no la suficiente: es preciso recubrir todos los fenómenos. En las
primeras versiones de la ontoteología, ya la del fundador Aristóteles, el regressus
de las religiones a los dioses parece cumplirse (basta recordar el libro xn de la M e­
tafísica, en donde la teología astral se corrobora con el testimonio de los mitos re­
ligiosos más diversos); pero en el progressus no, Aristóteles niega la religión. La
situación cambia totalmente con el cristianismo: Dios no sólo conoce el mundo,
sino que se encarna en un hombre consustancial con el Padre. La religión parece
ya posible; pero el fundamento de esta posibilidad no es filosófico, deriva del cris­
tianismo, que enseña la creación del hombre y el carácter sobrenatural de Cristo.
Filosóficamente no puede demostrarse que Dios haya creado al hombre en el
42 Gustavo Bueno y -

tiempo, y menos aún que se haya encamado en el mundo. En resolución, una part^
importantísima deí «material» de la religión revelada (que contiene la doctrina de
la Trinidad, ía Angelología, los milagros, los sacramentos, &c.) y de la moral, pe!""
tenece a la fe (a la sobrenaturaleza, a la Gracia) y sólo la fe y no la filosofía puede
analizarla. La filosofía, a lo sumo, desempeñará las funciones de ancilla de Ia
Teología dogmática. (Contraprueba: los gérmenes, siempre vivos, de una antriT
pología transcendental de la religión, de una antrOpoteología que impulsase a cor»'
siderar a los elementos sobrenaturales de la religión cristiana como un desarroll0
interno de la misma naturaleza de la criatura y que, en España, estuvieron repriT
sentados por la corriente en la que circuló la Theologia naturalis de Sabunde, 0
la Lumbre del alma de Juan de Cazalla, el amigo de Cisneros, pero también Fra>'
Luis de León, bordearon siempre la heterodoxia.)
El campo de los fenómenos religiosos se organizará, en este contexto, según
dos estratos teóricamente bien definidos: una base (para decirlo deliberadamente
en la terminología de Marx) natural, formulada en los Preambttla fidei y una sil'
peí-estructura gratuita, praeterracional, en la que se incluyen la mayor parte de l0s
contenidos dogmáticos: las ceremonias, los sacramentos, los milagros, al meno?>
de la religión cristiana. La Filosofía de la Religión escolástica sólo puede entoD"
ces pretender, y ya es bastante, el progressus hacia la base natural. Lo sobrenatu­
ral queda fuera de su horizonte, más allá de la filosofía racional. I’or consiguiente
también quedará bloqueada la comparación de los contenidos sobrenaturales con
los contenidos de otras religiones positivas. Las relaciones entre las diferentes re­
ligiones, serán explicadas por vía religiosa (digamos, teologicodogmática) no p(?r
vía filosófica. Describiendo ceremonias de los mexicanos relativas a la presenta­
ción de los recién nacidos en los templos (sacándoles alguna sangre de los genita­
les con lancetas de pedernal, bañándoles, &c.) comenta Solís y Ribadeneyra30: «En
que parece, quiso el demonio (inventor de aquellos Ritos) imitar el Bautismo, y Ia
Circuncisión, con la misma soberbia, que intentó contrahacer otras Ceremonias, y
hasta los mismos Sacramentos de la Religión Católica, pues introduxo entre aque­
llos Bárbaros la Confesión de los pecados; dándoles a entender, que se ponían con
ella en gracia de sus Dioses, y un género de Comunión ridicula (abominable), que
ministraban los Sacerdotes ciertos días del año, repartiendo en pequeños bocados
un Idolo de harina, masada en miel, que llamaban Dios de la Penitencia.»
El campo de los fenómenos religiosos queda de este modo fracturado. Hay un
Dios de los filósofos, y hay un Dios de Abraham y de Jacob (por no decir también
un dios de Mahoma o de Moctezuma). La religión cristiana romana, en conclusión,
al defender como dogma de fe la Teología Natural, a la vez que instaura una teo­
ría general de la religión, de naturaleza filosófica, aunque abstracta y precaria, blo­
quea la Filosofía de la Religión como disciplina, puesto que la masa principal de
fenómenos religiosos (ceremonias, dogmas, instituciones) quedará protegida por
una muralla que impedirá la penetración del análisis filosófico. Y no sólo en los

(30) Antonio de Solís y Ribadeneyra, Historia de la conquista de M éxico (1684), libro m, cap í­
tulo xvii; en la edición de Barcelona 1771, tomo i, págs. 436-437.
El anim al divino 43

fenómenos de la propia religión sino también de las restantes (solamente más ade­
lante, cuando el «Reino de la Gracia» se transforme en un «Reino de Cultura», po­
drá recuperarse para la filosofía el campo sobrenatural de la religión).
La reforma luterana y calvinista impulsó, como es sabido, muy principalmente
la comente fideísta que comprometerá los mismos planteamientos de la teología na­
tural escolástica y llegará a establecer, con Karl Barih, que la analogía entis es un
engendro del Anticristo. Es cierto que, con ello, se intentará fundir Natural y So­
brenatural; pero, a la vez, se disociará el cristianismo de las demás religiones, se
tenderá a dudar de la idea misma de la religión como idea general analógica, apli­
cable al cristianismo, y ello equivale (nos parece) a declarar la imposibilidad de una
filosofía de la religión, puesto que ella estará sustituida por la teología bíblica11.

B. La versión ilustrada de la Teología Natural, la que desarrolla la idea de


una religión natural (Bodin, Herbert de Cherbury, Tolland, Locke, Voltaire, Rous­
seau, & c...) puede considerarse muy bien, paradójicamente, como una prolonga­
ción de las líneas maestras escolásticas: la teología natural del deísmo reitera, en
cierto modo, el mismo esquema escolástico («racionalista», «intelcctualista») de
la teoría de la religión natural. Lo que ha cambiado es la valoración de la parte
positiva de las religiones. Porque mientras los escolásticos valoran la parte posi­
tiva (al menos la de una religión), como sobrenatural (la parte positiva de las res­
tantes religiones o no es religión, sino idolatría, o es un conjunto de fenómenos
religiosamente interpretados, atribuidos a Satán), los deístas no respetan ningún
componente sobrenatural pero debido a que lodo lo que no es natural (según el
canon establecido y muy similar al de los Preambula ficlei), cualquiera que sea la
religión de que se irate, se declarará superstición (diríamos: superestructura), es
decir producto contingente de la impostura, de la barbarie o de la estupidez. Por
tanto las supersticiones, los mitos, &c., tampoco entrarán en los horizontes de la
filosofía, sino a lo sumo de la Sociología histórica o de la Psicología. Tampoco la
Teología natural deísta favorecerá, según esto, la constitución de una filosofía de
la religión en sentido pleno. Impulsará una teoría racionalista de la religión, que
encomendará a la Sociología, a la Historia o a la Psicología la explicación de los
fenómenos religiosos más característicos. ra^La Ilustración, en la medida en que
mantiene una teoría de la religión que camina en la misma dirección que la esco­
lástica (la esfera religiosa se divide en dos partes: la mayor, digamos el 90%, asig­
nada a las religiones positivas; la menor, digamos el 10%, a la religión natural)
aunque en sentido contrario (la escolástica interpreta la parte positiva de las reli­
giones como un contenido «sobrehumano», que hay que contemplar a la luz de
Dios, mientras que la Ilustración verá a la parte positiva de las religiones como
un contenido «infrahumano», que hay que contemplar a la luz del salvajismo, del
delirio, de la estupidez, de la supertición), tampoco propicia una plena filosofía
de la religión. Propicia, eso sí, la constitución de unas «ciencias de la religiones
positivas» (etnológicas, psicológicas, históricas, filológicas), porque las supersti-

(31) Hcnri de Lubac S.J., Sum aturel. Eludes historiques, Aubier, París 1946.
44 Gustavo lliienn

ciones o los delirios, sean o no sean mera basura residual, han de poder ser esU>'
diados en el contexto del desarrollo humano, en la misma línea que los lenguaje
o las formas de parentesco. Comprobamos de este modo la posibilidad de aplicó
las coordenadas generales que venimos utilizando para establecer las relacioné
entre las ciencias positivas de la religión y la filosofía de la religión (la filosofí3
viene después, y no precede a las ciencias positivas) al caso que nos ocupa: tari*"
bién aquí las incipientes ciencias etnológicas o antropológicas de la religión prc?-
piciadas por la Ilustración (Dupuis, Lafitau, &c.) habrían precedido a la filosofí3
de la religión instalada en el siglo xix, que se habría constituido situando los coií"
tenidos positivos de las religiones en el horizonte de lo humano, y no el horizoníe
de Dios o en el horizonte de lo infrahumano.teh

II. La teología natural de la Ilustración, tal como la estamos presentando, a


la vez que constituía un rescoldo capaz de dar calor a una concepción filosófi(/a
de las religiones, bloqueaba la aparición de una verdadera llama capaz de envol'
ver a todos los fenómenos religiosos (de las diversas religiones), a borrar la di?*
tinción entre la parte natural y la parte sobrenatural. Podríamos pensar que cuand0
ese rescoldo se apague totalmente (y este proceso culmina filosóficamente en Ia
crítica kantiana a la Teología Natural como ontoteología), también se apagará Ia
posibilidad de toda teoría de la religión incluso en su sentido más precario. Esto
es lo que ocurrirá tanto en el fideísmo como en el ateísmo mecanicista.
Sin embargo, paradójicamente, es la extinción total de la Teología Natural
como ontoteología aquello que abrirá camino, en la filosofía transcendental, pre­
cisamente a la Filosofía de la Religión, como disciplina de pleno derecho, una dis­
ciplina que ejercerá las funciones, en la época moderna, que la teología ejercía en
la época medieval.

A ’. La ontoteología será demolida, pero no la idea de Dios que pasará (segtín


la fórmula de Kant) a considerarse como ilusión transcendental, es decir, como
componente esencial de la conciencia humana. Es evidente que este cambio de
perspectiva permitirá el intento de recuperar todos los contenidos positivos (so­
brenaturales) a la luz, no ya de la Sociología (como imposturas) o de la PsicoIogía
(como alucinaciones), sino a la luz del concepto de desarrollo de la conciencia en
una fenomenología del espíritu. Tal fue la empresa gigante de Hegel, la empresa
de la restauración de la Filosofía de la Religión como comprensión total, sin resi­
duos, de las religiones positivas. Y sin perjuicio de estas afirmaciones, es p r e c i s o
decir que esta nueva perspectiva transcendental (de contenido antropoteológico)
estaba viva, aunque dentro de otras coordenadas y referidas a la religión cristiana,
en las corrientes heterodoxas del cristianismo moderno, incluso del cristianismo
católico, del Fray Luis de León que comenta el nombre de Pimpollo atribuido a
Cristo, prefigurando en este comentario las líneas de la metafísica de Hegel; y tam­
bién, desde luego, en la amplia tradición, a la que antes nos hemos referido, en la
que se inserta la Teología natural de Raimundo de Sabunde, que es al propio tiempo
un tratado de homine, es decir, un tratado de Antropología en el que se nos enseña
El anim al divino 45

G rabado perteneciente a la obra de C am ilo K lam m arion, «El m undo antes de la creación».
M egaterio del M useo de La Plata

L a re p re se n ta c ió n d e F la m m a rio n p u e d e se rv ir p a ra ilu stra r d e un m o d o fan tá stic o un p a isa je m eso z o ico , p e ro n o para


d a r u n a im a g e n e x a c ta d e a lg u n a e s c e n a q u e p u d iera h a b e r sid o c o n te m p la d a p o r el h o m b re p aleo lítico . S in e m b a rg o , el
h o m b re c u a te rn a rio p u d o c o n te m p la r e sq u ele to s d e alg ú n rep til g ig an te sco y n u m in o so (á e ív ó C ), c o m o el m eg aterio .
46 Gustavo Bueno

que no solamente el libro de la Escritura, sino también el libro de la Naturaleza,


conducen a la afirmación de la divinidad de Jesucristo, y que tanta influencia tuvo
a través de obras como la Viola animae o la Lumbre del alma antes citada. En esta
obra de Juan de Cazalla la fórmula escolástica en la que puede cifrarse el problema
central de la Filosofía de la Religión («Quid retribuam Domino, pro ómnibus, quctC
retribuit mihi?», en términos del salmo cxv, 12) se resuelve por medio de la idea
de la transformación (conversión, mutación) del amante en la cosa amada, del hoifl'
bre en Dios, en una línea enteramente similar a la que teólogos católicos de la vari'
guardia de hoy (De Lubac, Rahner) reformulando el dualismo de lo natural y lo so­
brenatural, siguen al hablar de un único orden real de salvación (el orden sobrenatural),
del desiderium naturale beatitudinis. El argumento ontológico, en su nueva forma
antropológico-transcendental (y no meramente como argumento lógico) si se quiere,
pragmático-transcendental, suena así en la obra de Cazalla: « ...y por tanto si y°
negase el infinito bien del alma, que es Dios, quedaría ella triste y privada de gozo
infinito, lo cual mi entendimiento no consiente. E por ende creo que Dios con la
cual fe se ennoblece y se hace particionera el alma de la excelencia y gloria de aquel
en quien cree» (cap. v de Lumbre del alma). Pues solamente las cosas del primer
grado (las inanimadas) «trabajan por permanecer y durar en lo que son» — dice Ca-
zalla (cap. iv) con fórmulas que Espinosa generalizará a todos los seres— porque
los demás seres — lo diremos así— , trabajan desbordando su ser, para semejarse a
Dios según su propia naturaleza y el entendimiento podrá comprender que Cristo
es el camino abierto al hombre para su divinización32. Todavía en la Filosofía de
la Religión de Hegel, el cristianismo (aunque ya no sea la única religión de refe­
rencia), conservará la prerrogativa de ser la religión más elevada en el orden del
Espíritu absoluto. Pero, en todo caso, la teología natural se habrá transformado de­
finitivamente en Filosofía de la Religión, en la filosofía de la religión del idealismo,
como filosofía antropoteológica. Max Scheler ha visto este proceso mejor que na­
die, no solamente en su obra De lo eterno en el hombre, sino también en El puesto
del hombre en el cosmos («para nosotros la relación del hombre con el principio
del universo consiste en que este principio se aprehende inmediatamente y se realiza
en el hombre mismo»). La Filosofía de la Religión que así se abre camino tiene
virtualidades de verdadera filosofía de la religión (filosofía completa, que no sólo
funde los contenidos sobrenaturales del cristianismo con sus contenidos naturales,
sino que también busca incorporar los contenidos positivos de las restantes reli­
giones en el horizonte antropológico). Sin embargo, no todos los desarrollos de la
filosofía transcendental, en los que se funda la moderna filosofía de la religión,
quieren siempre llamarse antropológicos («el existencialismo no es humanismo»,

(32) n Fil Dios, sumo Bien, exigido por la Voluntad, según Cazalla, es el m ism o postulado de la
idea de Dios de la razón práctica (Voluntad) de Kant: Kant ha tocado esta idea en el teclado de un g i­
gantesco órgano barroco (con toda la m aquinaria escolástica actuando), Cazalla tañéndola en un m o­
desto laúd, pero la canción es la misma. No es el entendim iento-razón (que es finita, falsa conciencia
en Kant, ilusión) lo que nos lleva a Dios (que no podría dejar de ser una ilusión, una idea m atem ática
de Dios); es la Voluntad (la que Bach expone en el G loria de la M isa en Si m enor), que es buena vo-
liintatl (precisam ente cuando busca al Bien, Dios) en Cazalla y K ant.1®!
El anim al divino 47

de Heidegger), sino «ontología fundamental», si el hombre se toma en su «dife­


rencia ontológica», en su ex-sistencia o transcendencia (ente, ser) que algunos te­
ólogos, al estilo de R. Bultmann33, entenderán en términos teológicos, al hilo de
los textos evangélicos. La perspectiva transcendental podrá aplicarse a la integri­
dad de los fenómenos religiosos, que recibirán una enérgica reinterpretación. La
fe íntegra de las diversas religiones podrá ser vista a la luz del hombre divino, del
existente humano que, según algunas direcciones, tiene como diferencia ontoló­
gica su misma nihilidad. En este caso la fe religiosa podrá ser interpretada no ya
como un producto de la falsa conciencia (como una ilusión transcendental) sino
como el producto más refinado de la mala conciencia, de la mala fe en el sentido
de Sartre, de una mentirosa actividad que ya no será accidental (sociológica o psi­
cológica), sino transcendental.
La tendencia a confundir (o reducir) la Filosofía de la Religión y la Teología
Natural se registra también en otro contexto aparentemente muy distinto al de la
filosofía transcendental, a saber, el contexto de la llamada Filosofía analítica (a pe­
sar de que los significados de los lenguajes desempeñen de hecho, en esta filoso­
fía, un papel similar al de los conceptos transcendentales del neokantismo). Más
aún, la misma utilización teológica o apologética de la filosofía transcendental tiene
su paralelo en la utilización apologética de la filosofía analítica de la religión. Y
esto sin perjuicio de que, por su orientación inicial, la llamada filosofía analítica,
cuando practicaba el análisis «reductivo» (el del atomismo lógico de Russell, o el
del positivismo fisicalista, o el del primer Wittgenstein) reanudase, al aplicarse al
lenguaje religioso, la tradición ilustrada de Hume (una tradición que pasa por Ru-
ssell y Carnap, y que se ha mantenido a través de Ayer, Wisdom, Braithwaite, Haré,
Findlay, &c.) Pero, sin embargo, al tomar (acogiéndose al segundo Wittgenstein,
a quien algunos, como Toulmin, llegan a considerar como un teólogo, un Kierke-
gaard o un Tolstoi) la orientación del análisis descriptivo, que ya no busca reducir
los diferentes tipos de lenguaje al tipo considerado canónico, sino que parte del su­
puesto de la efectividad de una peculiaridad e irreductibilidad de los diferentes
«juegos lingüísticos» y, en particular, de la peculiaridad e irreductibilidad del len­
guaje religioso (en la plegaria, en la promesa, en el testimonio) fácilmente pasará
a ser utilizable como instrumento apologético, muralla contra las críticas groseras
y niveladoras del «racionalismo clásico». Porque, en efecto, si sólo puede com­
prenderse el significado del lenguaje religioso en su uso (vinculado, a su vez, a un
contexto viviente o forma de vida — concepto de Wittgenstein que se cruza con la
categoría del Sitz im Leben de Gunkel, Bultmann, &c.), resultará que sólo el cre­
yente (capaz de captar el Kerigma) puede juzgar de la religión y no el que perma­
nece fuera de la confesión respectiva. Recuerda esta posición a la de W. James, Le
Roy o Ritschl y Hennann de un siglo antes. Nos referimos, sobre todo, al llamado
«fideísmo wittgensteiniano», el de P. Wincli o D. Phillips. En todo caso, y es lo
que ahora queremos destacar, si estos análisis lingüísticos (tanto los reductivistas,

(33) R udolf Bultm ann, Glauben itml Verstelicii, Tubinga 1954; especialm ente el capítulo «Das
Problem der ‘Natiirlichen T heologie’».
48 Gustavo Bueno

como los descripcionistas, tanto los que se hacen desde una perspectiva ilustrad*1
como los que se emprenden desde una postura confesional), aunque sean muy he'
terogéneos pueden fácilmente considerarse agrupados en una cierta unidad acadé'
mica, como «Filosofía de la Religión», es por razón de que en las religiones hiS'
tóricas aparecen entretejidos los problemas de la inmortalidad, juicio final, justicia
&c. Pero la unidad de esta disciplina, así entendida, es muy precaria: se trata de uf1
verdadero «cajón de sastre»34. Sugerimos que acaso tenga que ver con la concien'
cia de esa precariedad de la unidad de semejante disciplina la tendencia a recupe'
rar el concepto de una «Teología Natural», o una «Teología filosófica», porque en'
tonces la unidad de la disciplina parecerá más sólidamente establecida al hacer giraf
todas las significaciones que ella se propone analizar en tomo a la significación
«Dios». Y esto es recaer en el supuesto escolástico (tanto se sea teísta como si se
es ateo) de que la religión, en general (y no sólo las religiones «terciarias») se eS'
tructuran en torno a la idea de Dios. En un brillante artículo, J. Muguerza propuso
hace unos años, aceptando la identificación de la Teología filosófica con la Filcr
sofía de la Religión (como investigación sobre el significado del lenguaje religioso)
distinguirla sin embargo de una «Teología Natural» que se ocuparía de la cuestión
de la verdad o falsedad de los juicios teológicos35.

B ’. La filosofía transcendental, sin embargo, no parece ligada n e c e s a r ia m e n t e


a esa metodología hermenéutica que consiste en interpretar a las religiones a la
luz exclusiva de la divinidad, a confundir la Filosofía de la Religión con la Teo­
logía natural, pues la única alternativa del Dios transcendental no es la Nada (Una-
muno, Sartre) puesto que existen otras entidades no humanas que acaso puedan
vincularse transcendentalmente al hombre en cuanto a hombre religioso. Y de e s te
modo, la Filosofía de la Religión quedará disociada, en principio, de la Teología
natural. (Sin perjuicio de que la Teología natural — pero ahora en su sentido tra­
dicional, el de la Ontoteología— pueda constituirse, como hemos dicho, en una
perspectiva capaz de suministrar las premisas para una Filosofía antropológica de
la religión que además, aunque sea metafísica, será una filosofía de tipo «angu­
lar», como lo es la doctrina tomista.)

Creemos, por eso, que distorsiona el planteamiento adecuado de la temática de


la filosofía de la religión esa tendencia a reducir prácticamente los problemas del «len­
guaje religioso» a los problemas relativos a los «juegos lingüísticos» de la palabra

(34) Como puede com probar cualquiera leyendo el capítulo vil del m anual sistem ático de John
Hospers, Introducción al análisis filosófico, que se ocupa de la «Filosofía de la religión».
(35) Javier Muguerza, «El problem a de Dios en la filosofía analítica. (De la crítica de la teología
filosófica a la lógica del lenguaje religioso)», en R evista de F ilosofía del C SIC, M adrid, enero-di­
ciem bre 1966, vol. xxv, n° 96-99, págs. 291-366. Contam os tam bién en español con la excelente ex­
posición de Javier Sádaba, Lenguaje religioso y filosofía analítica. D el sinsentido a una teoría de la
sociedad, Ariel-Fundación Juan M arch, Barcelona 1977; ^ u lte rio rm en te se ha publicado el segundo
volumen («La tradición analítica») de la obra M ateriales para una filosofía de la religión, coordinado
por José Gómez Caffarcna y José M aría M ardones, Barcelona 1992.*»
E l animal divino 49

«Dios», que se advierte en la llamadafilosofía analítica anglosajona. No pretendemos


con esta afirmación subestimar la importancia filosófica del análisis del lenguaje re­
ligioso promovido por esta filosofía analítica anglosajona, que, a fin de cuentas, no
hace sino continuar la tradición platónica. Una tradición especialmente viva precisa­
mente en lo que a la ciencia de las religiones respecta. La filología, la hermenéutica,
la exégesis son, ante todo, filología, hermenéutica y exégesis bíblicas, desde los Se­
tenta hasta la Biblia de Cisneros o la de Arias Montano. Y, suponemos, el vigor de
esta tradición se basa, no ya simplemente en la circunstancia evidente de que los he­
chos religiosos son, en una gran medida, hechos lingüísticos, y hechos que pretenden
ser singulares lingüísticamente (puesto que quieren ser muchas veces palabras no pro­
nunciadas por bocas humanas, revelaciones, mitos o palabras que no se dirigen a las
orejas de los hombres, oraciones) sino en la circunstancia de que aquellos hechos re­
ligiosos tienen que someterse a las reglas del lenguaje, en sus diferentes modalidades,
si es que quieren expresar o decir algo (incluso, acaso, cuando quieren decir lo inefa­
ble). El argumento de San Anselmo, ¿acaso no apela precisamente a la estructura del
lenguaje, a la lógica interna de los significados de las palabras? «Si alguien pronun­
cia la palabra Dios y la pronuncia con sentido, debe reconocer su existencia, pues en
otro caso retiraría, como un insipiente, el sentido que acaba de poner y no estaría pro­
piamente diciendo nada.» Por ello es tan importante establecer los diferentes modos
del decir: porque estos modos diversos existen y porque cada modo del lenguaje tiene
sus reglas características y el peligro mayor es transferir la estructura de unos modos
del decir a otros, confundirlos. De ahí la necesidad apremiante, ante los textos reli­
giosos, de distinguir el modo en el que se dicen, identificar los géneros literarios.
Queremos, con todos estos recuerdos, redundar en el reconocimiento de la im­
portancia de la metodología de la filosofía analítica, de la única manera como cree­
mos que este reconocimiento puede ser efectivo y no meramente retórico o progra­
mático: mostrando que no es una metodología nueva, inaudita (porque entonces, en
filosofía, la novedad sería gratuita o superficial), sino continuadora de una tradición
milenaria, recogida también en la Fenomenología husserliana (paralelo alemán de
la filosofía analítica anglosajona). Acaso la principal novedad de la filosofía analí­
tica, en lo que al tratamiento del lenguaje religioso respecta, no deba ponerse, como
algunos piensan, en el supuesto descubrimiento de géneros literarios (o modos o
juegos lingüísticos) no apofánticos (enunciativos) en los que estarían dichos la ma­
yor parte o la totalidad de los textos religiosos, a saber, los géneros del lenguaje
emocional, o ético (muchas frases sagradas, pese a su apariencia apofántica, no ten­
drían la pretensión de representar situaciones o hechos, no serían aserciones, sino
expresión 'de deseos o requerimientos imperativos o normativos), porque el camino
seguido, por ejemplo por R.B. Braithwaite35, fue ya sistemáticamente pisado por
Benito Espinosa, en su Tratado teoló>gico-polític(?7. Pues una proposición norma­
tiva sólo funciona como tal cuando puede enfrentarse con un material resistente al
cual tiene que moldear, y acaso el criterio popperiano de significación de las frases

(36) Richard B. Braithwaite, An E m pinas!’s View oftlie Nalure o f Religión! B elief Cambridge 1955.
(37) Vid. infra, capítulo 6.
50 Gustavo Bueno

religiosas introducido por Antony Flew — afirmar algo supone negar otra cOsav'
pueda reinterpretarse a la luz de esta estructura normativa38. A nuestro juicio, l¡i no­
vedad mayor del análisis lingüístico anglosajón estriba en el oscurecimiento de f
aparente claridad con la que se aplica el principio del tertium non clatur a citrtj?1
proposiciones religiosas de formato apofántico (tales como «Dios existe», i \ S
incluso 3x D(x)) en función del planteamiento de los problemas del criterio del s i^ ’
nificado. Es una novedad que la filosofía analítica ha tomado de R. Carnap, de ¡^'
famosa distinción entre lenguaje positivo y lenguaje metafísica (que va combít>acJJ
con su no menos famosa distinción entre modos materiales y modos form a le $ (j?
hablar) y según la cual la disyuntiva entre lo verdadero y lo falso debiera entender^’
recluida en el ámbito del lenguaje positivo. De esta suerte lo que se dice en lengüajf
metafísico no será ni verdadero ni falso, sino «sinsentido» (Bedeutunglos). Pero <>?
el mismo Carnap, en su artículo ya clásico La superación de la metafísica^9, el qn*
aplica esta distinción a la palabra religiosa «Dios», separando su uso positivo ( m i­
tológico, dice Carnap, porque «dios» es utilizado a veces para designar seres c o r ­
póreos que viven en el Olimpo y entonces la expresión «Dios existe» será falsa, m i­
tológica, pero positiva y con sentido) de su uso metafísico (el «Dios» de San Anselmo
incorpóreo, necesario, ubicuo, que no puede, por definición, tener ninguna referen­
cia). Este Dios no puede entrar en frases con sentido («Dios existe») precisamente
cuando se entiende según la definición de San Anselmo, porque es entonces ciuindo
Dios no puede existir: la necesidad afecta sólo a proposiciones, es una relación en­
tre palabras y no entre cosas (entre la esencia y la existencia). Tal es la conclusión
que vienen a sacar John N. Findlay y otros40.
Lo que sí queremos trazar son límites a las pretensiones exclusivistas de mu­
chos practicantes de la metodología analítico-lingüística en el campo de la filo­
sofía de la religión. He aquí los dos límites objetivos que, a nuestro juicio, hacen
de la metodología analítico-lingüística un instrumento tan necesario como insu­
ficiente en filosofía de la religión:

A) Ante todo, el límite impuesto por el mismo lenguaje. Pues no puede de


cirse que todo el material religioso sea lingüístico y, por tanto, analizable como tal.
No afirmamos esto insinuando la supuesta «doctrina supralingiiística» del propio
Wittgenstein sobre lo místico, como aquello que se encuentra más allá del lenguaje
y sobre lo que sería preciso callar41, sino simplemente aludiendo a los componen­

(38) Vid. colectivo publicado por A. Flew y A. M aclntyre, N ew Essays ¡n Plúlosophical Titeo-
logy, Londres 1955.
(39) R udolf Carnap, «Ueberwindung der M etaphysik durcli Logische Analyse der Sprache», en
Erkenntnis, 2, 1932; hay traducción española, «La superación de la m etafísica m ediante el análisis ló ­
gico del lenguaje», en la com pilación de A.J. Ayer, E l positivism o lógico (1959), FCE, M éjico 1965,
págs. 66-87.
(40) ra-Ver la «Bibliografía» de Enrique Rom erales en La tradición analítica, m ateriales para
tina filo sofía de la religión. II, Barcelona 1992, págs. 235-247. t i
(41) Nos referimos al aforism o 7 del Tractatus, tal com o se interpreta en Alian Janik y Stephen
Toulmin, La Viena de W ittgenstein (1973), trad. esp. Taurus, M adrid 1974.
El anim al divino 5 1

tes positivos (no místicos) del material religioso, tales como los rituales mudos, las
danzas, los templos, que sólo por abuso pueden considerarse «lingüísticos».

B) Pero también y, sobre todo, porque aun dentro del mismo horizonte abierto
por los lenguajes religiosos, por los juegos lingüísticos de sus términos, no todo lo
que encuentra el análisis tiene significado especialmente religioso. Y, por tanto,
este análisis no nos introduce por sí mismo en los problemas de la filosofía de la
religión. Puede ocurrir que el análisis de ciertas proposiciones o términos dados en
el lenguaje religioso se elabore de tal modo que, precisamente, quede desbordado
el campo de la filosofía de la religión, si nos introduce en el campo de la Ontolo-
gía (o de la Metafísica). Así, cabría decir que aunque la religión y la filosofía de la
religión han de apelar, en algún momento, a esas cuestiones, sin embargo éstas no
nos remiten por sí mismas a la filosofía de la religión, ni a la religión misma, por­
que se dibujan en el terreno de la Ontología. En el límite, incluso cierran el camino
hacia la religión, como ocurre con la doctrina aristotélica de Dios. Y cuando no lo
cierran, las cuestiones de referencia no son todavía religiosas, no pertenecen a la
fe sino, a lo sumo, a los preámbulo fidei, como decían los tomistas. En la práctica,
justamente éste es el caso de la filosofía analítica de la religión: en una gran me­
dida, ni siquiera debería ser llamada (aunque suene a paradoja) filosofía de la re­
ligión, sino análisis de la idea de Dios, del argumento ontológico, es decir, de cier­
tas palabras del vocabulario ontológico, dadas en el lenguaje religioso, que resultan
privilegiadas como materia de ensayo de los criterios del significado y la verdad42.
Desde el punto de vista de la filosofía de la religión (en cuanto ella es un capítulo
central de la Antropología filosófica), análisis lógico-lingüísticos tales como los
de Malcolm resultan enteramente escolásticos (en todo caso, no antropológicos).
Porque los que a la Antropología importan directamente son más bien los análisis
filológicos que los lógico-lingüísticos. Le importa más perseguir la conexión liis-
tórico-dialéctica de la palabra «Dios» de las religiones superiores — tal es el caso
del Dios anselmiano— con otras palabras propias de fases más tempranas de la re­
ligiosidad, que perseguir las reglas de juego lingüístico o lógico de esc «Dios de
los filósofos», en tanto se desconectan de esas otras determinaciones más tempra­
nas, a las que ha de ignorar por estructura.

Por último, tampoco quiero afirmar, con lo anterior, que a la filosofía de la


religión no le interesen los resultados de los análisis lingüísticos abstractos («es­
colásticos»). Ellos son imprescindibles, pero su tratamiento no corresponde a la
filosofía de la religión. Por ello hay que reconocer que si, habitualmcnte, los aná­
lisis de la filosofía lingüística pasan por ser una muestra genuina de un estilo de
tratamiento de los problemas de la filosofía de la religión, ello será debido a las
influencias (muchas veces escondidas y difíciles de determinar) de premisas es­
pecíficas de filosofía de la religión implícitas en los desarrollos analítico-lingüís-

(42) Com o testim onio podría aducirse el trabajo de Norm an M alcolm , «A nselm ’s Ontological
Argum cnts», en The Pliilosopliical Rcview, n” 69, 1960.
52 Gustavo Bueno

ticos. Sirva, como ejemplo único, el proceder del propio Carnap en el lugar c\r
tado: la proposición «Dios existe» tiene'un uso mitológico (y entonces tiene sen'
tido, aunque la proposición es falsa, puesto que no se verifica) y tiene un uso rAe'
tafísico (y entonces carece de sentido). Conclusión de Carnap: luego el «Dio£
existe» de las religiones carece de contenido enunciativo. Luego habría que atrj'
buirle otra interpretación (emocional, ética, &c.). Y esta interpretación ya perte'
nece directamente a la filosofía de la religión.
Ahora bien, la premisa implícita de Carnap es esta: que «Dios existe» posj'
tivamente significa sólo: los dioses del Olimpo u otras entidades semejantes
no son empíricamente verificadas. Con lo cual se descartan, por ejemplo, esa5
teorías de la religión que se basan en atribuir un significado a los nombres divi'
nos de las religiones primarias o secundarias (significado deducible de los enr
blemas divinos, de los templos, del propio lenguaje de los textos sagrados) to­
mando como referencia a los «extraterrestres». Son muchos los que hoy pretende*1
aportar pruebas empíricas de estas divinidades; y aunque estas pruebas no se e$'
timen como tales, no puede rechazarse a priori (estamos en el caso de las «moir
tañas ocultas de la Luna», en la época del Círculo de Viena). Luego — y a est°
queríamos ir a parar— , si el análisis lingüístico abstracto («escolástico») ofrecid0
por Carnap de la frase «Dios existe» no se mantiene sólo en el terreno de la Or>"
tología, sino que penetra en el campo de la filosofía de la religión, es porque (se
supone) va unido a otros análisis, ahora de índole filológica — fenomenológic3
(es decir, análisis del material religioso positivo)— , que nos mostrarían que es
gratuito, incluso erróneo, interpretar las cúpulas hemisféricas de los templos com°
emblemas de platillos volantes, los obeliscos o agujas de torres o minaretes coro0
recuerdo de misiles in illo tempore utilizados por visitantes extraterrestres.
Por último, y sin perjuicio de todo cuanto hemos dicho a propósito de la tí' -
losofía analítico-lingüística de la religión, tampoco nos parece evidente (aunqUe
aceptemos la fórmula según la cual la filosofía de la religión como disciplina co­
mienza en el momento en que la Idea de religión pasa a girar antes en el circuí0
de la Idea de Hombre, que en el círculo de la Idea de Dios, del Dios de los fil0'
sofos) que la filosofía de la religión envuelva un humanismo, una reducción de Ia
religión al círculo de lo humano en cuanto ámbito autónomo y separado de todos
los demás ámbitos naturales. Este antropologismo (que podría simbolizarse en Ia
célebre frase de Feuerbach: «El hombre hizo a Dios a su imagen y semejanza»)
nos parece, desde nuestra perspectiva materialista, sólo un residuo idealista — p°r
ejemplo, un residuo de la dicotomía hegeliana entre Filosofía de la naturaleza y
Filosofía del espíritu, en la cual se incluye, desde luego, la filosofía de la religión.
La subordinación de la filosofía de la religión a la Antropología filosófica no tieUe
por qué significar la reducción antropologista de la religión al terreno de lo hu­
mano, en el sentido de las «relaciones del hombre consigo mismo» (lo que lla­
mamos «relaciones circulares» antropológicas) o, en términos hegelianos, la re­
ducción de la religión a la esfera del Espíritu absoluto.
Capítulo 3
Filosofía de la Religión y
Ciencias de la Religión

Para decirlo con los términos platónicos: la filosofía de la religión se orga­


niza a partir de los fenóm enos religiosos, en toda su riquísima variedad y hetero­
geneidad. Y, evidentemente, la masa principal de estos fenómenos, por no decir
su totalidad (si no tomamos en cuenta algunas indicaciones que apuntan hacia el
reconocimiento de un sentimiento religioso en animales, según una larga tradi­
ción43 que podemos hacer llegar, ya secularizada, hasta el concepto de la «con­
ducta supersticiosa» de las palomas de Skinner), pertenece al campo de la Antro­
pología o de las Ciencias humanas (sociales, históricas, filológicas, psicológicas,
etnológicas). A partir de estos fenóm enos religiosos la filosofía de la religión, en
cuanto filosofía, regresará hacia las Ideas que puedan encontrarse entretejidas en
tales fenómenos, y no con el objeto de alejarse de ellos, puesto que se trata de po­
der volver incesantemente a ellos para comprenderlos a una luz característica.
Pero este regressus/progressus que la filosofía de la religión ha de llevar a efecto,
en tanto es verdadera filosofía (según hemos dicho), adquiere aquí características
muy peculiares y aun anómalas, que se derivarán, no ya del método filosófico en
general, sino de la peculiaridad que podamos atribuir al propio círculo de los fe­
nómenos religiosos: serán, pues, peculiaridades de la filosofía de la religión. Y
estas peculiaridades tendrán también su paralelo en los procedimientos (progre-
ssus/regressits) que tienden a la constitución de unas ciencias de la religión, de
una Hierología, en cuanto contradistinta de la Hierosofía44.

(43) Vid. el artículo «A nim ales virtuosos y anim ales científicos» de Gustavo Bueno Sánchez, en
El Basilisco, n‘- 2, 1978, págs. 60-66.
(44) Nos referim os a la conocida distinción de E. G oblet d ’A lviella (C royances, Rites, Institii-
tions, 3 vols., París 1911) entre H ierografía (clasificación, ordenación histórica, planteando la cues­
tión del origen) e H ierosofía (cuestión de la verdad). Vid. Henry Pinard de la Boullaye, L ’éliule com ­
54 Gustavo Bueno

n e ecto, as lanudas «ciencias de la religión» suscitan, por su parte, pr(?


cmas gnoseo ogicos muy característicos, precisamente en el proceso de transí
cion ce p ano de los Íenómenos al plano de las esencias, problemas que nosotro-’
podríamos plantear desde la teoría del «cierre categorial»^. En la imposibilidad
ce tratar aquí por extenso esta cuestión me limitaré a dar alguna indicación gene'
ra so re la dirección por la que avanzaría esc tratam iento, en su conexión con ^
problem as propios de la filosofía de la religión.
N ada parece m ás obvio (supuesta la realidad de los fen ó m en o s religioso*
y supuesto que estam os a salvo de lodo p reju icio fid eísta, ca p az de bloquear ul1
eventual ínteres por el análisis cien tífic o de aq u e lla rea lid ad ) q u e reconocer-
desde luego, el sentido incontestable de las «ciencias de la religión». De la mis™*1
m anera que, a partir del siglo xvm , com enzó a ap licarse el m éto d o científico 0
los Ienóm enos del lenguaje (S arm iento, H ervás, B o p p ...) — y p o r ello habla­
m os, desde entonces, de la «ciencia lin g ü ística» p o r c o n tra p o sic ió n a la G ra'
m ática, poi un lado, y a la Filosofía del lenguaje p o r o tro — o bien a los teñ ó '
m enos económ icos (Q uesnay, A dam Sm ith, R ic a rd o ...) — y de ah í la «ciencia
económ ica», por contraposición a la antigua F ilosofía de la econom ía, pero tam '
bien al m ero cálculo m ercantil— , así tam bién se h ab ría co m en zad o entonces *1
aplicar el método científico al análisis de los fenóm enos religiosos (se cita a L a'
litau, D ebrosses...) Por ello, el concepto de una ciencia de la religión (en cuanto
racionalización contradistinta de la filosofía de la relig ió n , p ero tam bién de I*1
teología dogm ática) no tendría por qué su scitar u lte rio re s p ro b lem as. Sólo uü
prejuicio fideísta podría hacernos retroceder, dentro de este m o v i m i e n t o g en e'
ral de aplicación del m étodo científico racional, en el cam p o de los f e n ó m e n o s
religiosos. De hecho, parece que el prim ero que emplee) la ex p resió n « c ie n c i a s
de la religión» — o «ciencia de las religiones co m p arad as» — fue M ax M iiH e r
en 186746.
A hora bien, nuestras reservas ante el significado de la expresión «ciencias
de la religión» no proceden de ningún prejuicio fideísta o antirracionalista. P ro­
ceden de determ inadas prem isas gnoseológicas que nos obligan a distinguir, ante
todo, entre el sentido m eram ente intencional y el sentido efectivo de los nom bres
gnoseológicos. No basta reconocer com o real al hom bre y forjar el concepto in­

pal ée des religions, París 1925, págs. 47 y ss. (traducción española en Fax, M adrid 1940-45; y nueva
traducción crítica de Carlos G. Goldáraz, en I;lors, Barcelona 1964). Por lo dem ás, la expresión t l i f
lologíu, com o nombre de una disciplina consagrada a la investigación de la Historia d e las religiones,
aparece en el Ensayo sobre la filosofía de la ciencia (1834; 2Üedición en dos partes, 1838 y 1843 ) de
Andrés María Ainpere, que distinguía adem ás, en la llierología, la Sebasnuítica y la E.xegctica (vid.
Ii.M. Kédrov, Clasificación de las ciencias, Progreso, Moscú 1974, tomo i, pág. 161.)
(45) Vid. Gustavo Bueno, Idea de ciencia desde la teoría del cierre categorial, Universidad Mc-
néndez Pelayo, Santander 1976; vid. también Diccionario de filosofía contem poránea, dirigido por
M.A. Quintanilla, Sígueme, Salamanca 1976; Gustavo Bueno, «Hn torno al concepto de ciencias hu­
manas», El Basilisco, n" 2, 1978, págs. 12-46; ra-también Gustavo Bueno, Teoría del cierre catego­
rial, Penlalfa, Oviedo I992-; obra prevista en quince volúm enes de los que ya se han publicado los
cinco prim eros.1»
(46) Según opinión de E. Ilardy apttd Pinard de la Boullaye, op. cit. § 266.
El anim al divina 55

tencional de «ciencia del hombre» (o Antropología científica) para que esta cien­
cia tenga un significado efectivo, en cuanto ciencia contrapuesta a la filosofía del
hombre o Antropología filosófica. Porque, desde el punto de vista de la teoría del
cierre categorial, la expresión «ciencia del hombre» sólo alcanzaría sentido gno-
seológico riguroso si el «Hombre» fuese una categoría. O, para decirlo de un modo
más expresivo, cuando fuera posible encerrar a los contenidos antropológicos en
un recinto categorial. Pero si esto no es así, si «Hombre» es una Idea, entonces
la Antropología científica, como «ciencia del hombre», resulta ser una expresión
puramente intencional47. Con esto no afirmamos que los trabajos (investigacio­
nes, problemas, métodos, doctrinas) que suelen ser recubicrtos con el nombre de
«Antropología», sean todos ellos extracientíficos. Muchos de ellos han llegado a
asumir la forma más rigurosa de las ciencias empíricas y ofrecen resultados de la
mayor importancia. Lo que no es científico es interpretar estos métodos o resul­
tados como partes de una supuesta «ciencia general del hombre». Nuestra tesis es
que si la Antropología es una ciencia, no es una ciencia general del hombre», sino
una ciencia particular o especial (cuyo campo gnoseológico habrá que delimitar);
y que si es ciencia general del hombre, entonces no es Antropología, sino Zoolo­
gía (Primatología, Etología) aplicada:

a) La Antropología científica es ciencia especial o particular del hombre, no


es Antropología general. En otro lugar hemos defendido el punto de vista según
el cual el núcleo más específico y característico de la Antropología no se refiere
a los hombres, en la integridad de sus contenidos sociales históricos, culturales,
&c., sino a los hombres en tanto viven formando círculos relativamente aislados
y adaptados a un medio ecológico. De este modo, la metodología más específica
de la ciencia antropológica se orientaría principalmente hacia el análisis de los
mecanismos de interacción entre las estructuras culturales y sociales (parentesco,
relaciones políticas) y las procedentes de la «explotación» del medio, en la me­
dida precisamente en que quepa establecer cursos cerrados, de índole causal, en
la recurrencia de estas líneas complejas de relaciones. Esta perspectiva no excluye
la consideración de los contactos (comerciales, religiosos, &c.) entre estos círcu­
los, ni tampoco la posibilidad de englobar estos círculos en unidades tipológicas
más amplias. La consideración de los hombres en cuanto distribuidos en estos cír­
culos de vida, es evidentemente abstracta, pero es en ese nivel de abstracción donde
se nos recortan los conceptos de las sociedades preestatales, tribales (incluso de
las sociedades que viven según el «modo de producción asiático»), lo que antes
se llamaba «sociedades bárbaras». Los hombres, considerados en situaciones se­
gún las cuales no forman aún parte de una «sociedad universal» o «histórica», por
tanto, en el momento en que el imperialismo militar o el comercio internacional
no ha borrado los límites de un círculo ecológico como unidad funcional capaz
de componerse, en cursos cerrados recurrentes, con formas culturales y sociales
determinadas e interactuantes.

(47) Vid. Gustavo Bueno, Etnología y Utopía, Azanca, Valencia 1971; § xm, págs. 133-135.
56 Gustavo Bueno

b) La Antropología general, si es científica, no es propiamente Antropología


(en el sentido de la Antropología cultural, del Materialismo histórico o de la An­
tropología filosófica), sino Zoología, solamente que aplicada al hombre, eminen­
temente según su estructura individual (de individuos enclasados, por tanto, por
ejemplo, formando razas). El error se produce aquí al confundir los procesos gno-
seológicos de especificación intragenérica (tanto subgenérica como cogenérica),
que no conducen a un desbordamiento del horizonte del género correspondiente al
campo de la ciencia de referencia, con los procesos de especificación metagene-
rica, que incluyen una /is r á p a o i £, e l g áXXo yévog. En las especificaciones in-
tragenéricas, el desarrollo de los rasgos genéricos según una línea específica im­
plica, sin duda, distinguir esta línea de las otras (en la especificación subgenérica,
el género se reitera pero aun así requiere otros contextos especificativos: en la es­
pecificación cogenérica, el género se modula, como cuando desarrollamos el ge­
nero «palanca» según su primera, segunda y tercera especie), pero no el salirse del
género, incluso debido a que es preciso mantener las correspondencias (analogías,
homologías) entre los puntos de las diversas líneas específicas (por ejemplo, el con­
cepto de «punto de aplicación» en las diversas especies de palanca). De este modo,
el concepto de «pentadactilia» de la mano humana, es sin duda, algo específico del
hombre (índice de Napier, &c.); pero el análisis de esa especificidad se manten­
drá, ante todo, en el horizonte del género, o del orden de los primates (sólo cuando
la mano humana sea puesta en conexión con estructuras culturales de otro nivel
— un cesto, un martillo, un piano— adquirirá especificaciones metagenéricas). Es
decir, el análisis científico de las especificaciones intragenéricas del Gemís homo
no nos introduce en el terreno de la Antropología estricta, puesto que se desen­
vuelve en el terreno de la Zoología, en su especificación de Antropología física
(por ejemplo, como Antropología molecular48). Cuando el desarrollo de las espe­
cificaciones intragenéricas se lleva a cabo a través de la diversidad de formas o si­
tuaciones culturales ya presupuestas, se producirá la impresión de que existe una
Antropología general como Teoría General de la Cultura, pero se trata de una ilu­
sión, en tanto seguimos inmersos en el horizonte zoológico (en el capítulo siguiente
volveremos de nuevo a referirnos a esa ilusión de una Antropología general como
Teoría general de la cultura). Con esto no queremos subestimar aquellos conoci­
mientos que denotativamente son cubiertos por la expresión «Antropología cien­
tífica». Pero cuando reconocemos de buen grado que aquello que se denota como
«Antropología científica» es efectivamente, en general, algo científico, es cuando
(paradójica e inesperadamente para algunos) se suscita la cuestión gnoseológica:
¿de qué trata efectivamente la Antropología científica, cuál es su campo estricto,
puesto que no se puede tratar del hombre qua tale? No es que neguemos la «cien­
cia del hombre» por defecto de denotación, sino por superabundancia: hay muchas

(48) «"O también como «Antropología otológica»: un hombre ham briento que, en un bosque afri­
cano, utiliza una rama para captar hormigas o, por la noche, se cubre con hojas, se com porta com o un
chimpancé. Vid. nuestro artículo «La Etología com o ciencia de la cultura», en El Basilisco, 2- época,
1991,n- 9, págs. 3-37.
El anim al divino 57

El oso y los hom bres paleolíticos.


Fragm ento del cu ad ro del arq u eólogo N. Burlau en la A cadem ia de C iencias de Praga.

« G ra n d e e s la fu ria d e e s te g ran s e r s o b re n a tu ra l.
L le v a rá a lo s h o m b re s e n su s b ra z o s y lo s a to rm e n ta rá .
L e s d e v o ra r á la p iel y lo s h u e s o s, tritu ra n d o su c a rn e y su s h u e s o s c o n lo s d ie n te s .»

(D el c o ro d e u n c e re m o n ia l d e lo s in d io s d e la c o s ta d e l N o ro e s te , c a n ta n d o c u a n d o b a ila b a n lo s d a n z a rin e s -o s o s .
T r a d u c c ió n de L e ó n D u jo v n e .)
5(S Gustavo Buena

«ciencias del hombre», muchas categorías antropológicas (la categoría histórica,


la económica, la etnológica...) ¿Por qué, entonces, considerar a una categoría par­
ticular como la categoría central y privilegiada, asignándole el nombre de «Antro­
pología»? ¿Por qué considerar a la Etnología como realización de la Antropología
y no, por ejemplo, a la Economía política, a la Psicología o a la Historia social?
Estamos así ante la necesidad gnoseológica de redefinir el campo (los campos) de
la Antropología científica.

Mulatis mutandis, habría que decir lo mismo de las «ciencias de la religión».


Nosotros no tratamos de negar la cientificidad de cada una de aquellas cosas de­
notadas por la expresión «ciencias de la religión». Reconocemos que hay muchos
modos de afrontar el estudio científico de los fenómenos religiosos: el filológico,
el etnológico, el sociológico, el psicológico, acaso el específicamente hierológico.
Hay muchas ciencias de la religión, porque hay diferentes categorizaciones de los
fenómenos religiosos. De lo que dudamos es de que estos contenidos científicos
categoriales puedan considerarse como «la ciencia de la religión» por antonoma­
sia, como la penetración en la naturaleza, estructura o esencia misma de la reli­
gión. Y, por tanto, habrá que plantear la cuestión: ¿de qué se ocupan entonces,
efectivamente, las llamadas «ciencias de la religión», cuáles son sus campos res­
pectivos? Sin duda, los fenómenos religiosos son fenómenos humanos (sociales,
culturales) y las ciencias de la religión son «ciencias humanas». Pero con esto no
suprimimos la razón de dudar de su naturaleza científica, ya que dudamos de la
cientificidad de las mismas «ciencias humanas».
Si, pues, dudamos de la «ciencia de la religión», no ya en cuanto ciencia con­
siderada en abstracto, sino en cuanto ciencia capaz de racionalizar la integridad
del campo de los fenómenos religiosos, es porque dudamos de que la religión sea
una categoría, porque dudamos de la posibilidad de encerrar a los fenómenos re­
ligiosos en un recinto categorial cerrado. Y esto al margen de lodo prejuicio fi-
deísta (precisamente el prejuicio fideísta ha podido actuar, por contragolpe, como
estímulo del proyecto de una ciencia de la religión).
Las razones por las cuales dudamos de la categoricidad (gnoseológica) del
campo de los fenómenos religiosos han de proceder evidentemente de la mate­
rialidad misma de estos fenómenos, de los contenidos del campo. Y hay muchas
peculiaridades de estos contenidos que casan mal con lo que pudieran ser los con­
tenidos de un campo categorial.

A) Ante lodo, las peculiaridades derivadas de la misma extensión transcen­


dental del campo religioso. Es cierto que muchos «científicos» de la religión co­
mienzan, al modo de Durkheim, por acotar a la religión dentro de un recinto es­
pecial, el recinto de «lo sagrado» •— frente a recintos «profanos». Pero esta acotación
no es nada clara en términos religiosos, sencillamente porque, desde el punto de
vista de muchas religiones lo profano tiene también un significado religioso (por
ejemplo, en cuanto diabólico). Ocurre como si la coloración religiosa tendiera a
extenderse más allá de todo límite categorial. «El que no está conmigo, está con­
El anim al divino 59

tra mí» (digamos: p v -ip = 1). Otras veces la linca divisoria no es reconocible:
«el salvaje (decía Frazer, en La Rama Dorada) concibe con dificultad la distin­
ción entre lo natural y lo sobrenatural, comúnmente aceptada por los pueblos más
avanzados.» Pero tampoco estos pueblos más avanzados entienden siempre, sin
más, la distinción entre lo sagrado y lo profano. En el siglo IV el obispo arriano
Eustacio de Sobaste quería borrar estos límites, quería destruir los templos, por­
que veía a Dios en todas partes y le parecía absurda la pretcnsión de «encerrarlo
en una casa». Y en el siglo xn San Bernardo, siguiendo la tradición mística, nos
dice que, al alcanzar el cuarto grado del amor de Dios, la totalidad de nuestro ser
se habrá divinizado (diríamos: dejará de haber en él partes profanas) «como el
hierro se convierte en el fuego o el aire se convierte en luz con la luz del sol»4y.

B) Pero también, sobre todo, de las peculiaridades intensionales de los mis­


mos fenómenos religiosos, en sí mismos considerados. Las principales se refie­
ren a la naturaleza cognitiva de estos fenómenos, en virtud de la cual los fenó­
menos religiosos se nos presentan intencionalmente como algo que tiene referencias
verdaderas, de tal suerte que la verdad parece form ar parte del sentido de las pro­
posiciones que declaran los fenóm enos religiosos nucleares. Unas verdades que
se refieren no solamente a los propios conocim ientos religiosos (las religiones
contienen una autoconcepción de sí mismas) o a los conocimientos científicos o
religiosos (las religiones superiores incluyen, entre sus dogmas de fe, saberes so­
bre la ciencia y la filosofía, contienen teorías de la ciencia — «más vale sentir la
compunción que saber definirla» de Tomás de Kempis— y teorías de la filosofía
— «libráos de las necias y falsas filosofías» de San Pablo— ), sino también a rea­
lidades ontológicas que, al parecer, resultan ser conocidas como verdades por pro­
cedimientos distintos a los del discurso científico o filosófico (escolástico). «Pues,
aunque a V.R. [le dice San Juan de la Cruz a la madre Ana de Jesús, priora a la
sazón de las Descalzas de San José de Granada50] le falte el ejercicio de teología
escolástica con que se entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística,
que se sabe por amor, en que no solamente se saben, mas juntamente se gustan.»

Ahora bien, si suponemos que la verdad de estos contenidos preposiciona­


les de la religión forma parte intrínseca del campo de los mismos fenómenos re­
ligiosos y si estas verdades no pueden ser sometidas a prueba en el recinto de las
categorías antropológicas (a las cuales, en todo caso, según hemos supuesto, ha­
brán de pertenecer las ciencias de la religión — y puesto que a la Antropología
científica no le corresponde tratar la cuestión de la existencia y naturaleza de los
dioses, que pertenece a la Ontología, ni la cuestión de la naturaleza de la ciencia,
que pertenece a la Lógica— ), entonces habrá que concluir que las ciencias de la
religión no pueden penetrar en la esencia misma de la religión, en tanto que in­

(49) San Bernardo, D el am or de Dios, cap. 10, núm. 27 (Edición h a c )


(50) En el Prólogo al tratado sobre el C ántico espiritual (1578); en la edición de Obras de San
Juan de la Cruz del A postolado de la Prensa, M adrid 1926, pág. 467.
60 Gustavo Bueno

cluye referencia a tales verdades. Esto es reconocido muchas veces: «A un ar1'


tropólogo [i.e. etnólogo], en cuanto tal [dice Evans-Pritchard51], no le concierne
la verdad o falsedad del pensamiento religioso. Según yo lo entiendo, no tiene p0'
sibilidad de saber si los seres espirituales de las religiones primitivas o de cual'
quier otra tienen o no cualquier tipo de existencia, y, por consiguiente, no puede
tomar en consideración el problema.» Evans-Pritchard reconoce, pues, en la cues­
tión de la verdad precisamente un criterio de distinción entre ciencia y f i l o s o f í a
de la religión: «La validez de la creencia pertenece al ámbito de lo que podemos
llamar, a grandes rasgos, filosofía de la religión.» (Este criterio no es exclusivo:
también podría decirse, como veremos, que a la filosofía de la religión le con­
cierne la cuestión del origen de la religión — que Pritchard, por cierto, también
estima como carente de interés para la ciencia empírica.)
De todas formas, esta contraposición entre ciencia de la religión y filosofía
de la religión es muy abstracta y puede cobrar sentidos opuestos según los con­
textos gnoseológicos en los cuales se inserte.
Si la insertamos en un contexto empirista (el conocimiento es conocimiento
empírico; la filosofía, por no ser empírica, es mera especulación o simple c o n j e ­
tura), la contraposición equivale a descalificar a la filosofía de la religión y a re­
conocer únicamente las ciencias de la religión. (Incluso la abstracción que la cien­
cia de la religión practica ante la cuestión de la verdad se interpretará, no ya corno
una mutilación de sus posibilidades, sino como una garantía de su madurez, de su
neutralidad, de su abstención ante todo tipo de juicios de valor.)
Pero cuando insertamos esta contraposición en un contexto constructivista,
su significado puede ser muy otro. No necesitamos discutir la objetividad de los
conocimientos científicos de referencia. Lo que discutiremos, según antes hemos
dicho, es que estos conocimientos se refieran a la religión como tal. Porque, en
general, cuando se refieren efectivamente a la religión, dejarán de ser neutrales
(salvo en el caso muy particular de las ciencias histórico-filológicas de la religión,
que se mantienen ampliamente dentro de los fenóm enos religiosos aun cuando,
por supuesto, sin intentar penetrar en su verdadero núcleo). ¿Cómo mantener la
neutralidad científica ante los fenómenos milagrosos que forman parte, como con­
tenidos propios, de la mayor parte de los religiones? Tomando ejemplos de la re­
ligión cristiana: los milagros cósmicos (la detención del Sol por Josué, la multi­
plicación de los panes y los peces) no pueden ser admitidos por la ciencia natural,
a la cual ha de coordinarse toda ciencia humana; los milagros biológicos o socia­
les (la virginidad de María, Pentecostés, la difusión del cristianismo) no pueden
ser admitidos como tales por las ciencias humanas. De hecho, las ciencias de la
religión (por ejemplo, la Sociología de la religión) no han sido neutrales, respecto
de las propias tesis religiosas, cuando han progresado verdaderamente en su co­
nocimiento y, por ello, con frecuencia, han chocado con la interpretación de los
teólogos. Baste recordar los resultados de la critica histórica ante la leyenda de la

(51) Edward Evan Evans-Pritchard, Las teorías de la religión prim itiva, trad. española de M er­
cedes Abad y Carlos Piera, Siglo xxi, M adrid 1973, págs. 35-36.
El anima! divino 61

«donación de Constantino»; o bien, la demostración de que las leyes según las


cuales se propaga la fe, son leyes sociológicas, lo que equivale a decir que la «lla­
mada de la Gracia» está sometida a leyes parecidas a las de la «llamada de la Coca­
cola»; y, con esto, no parece que queda bien parada la explicación teológica (Spi-
ritus ubi vult spirat).
De lo que precede, nosotros inferimos que la neutralidad de las ciencias de
la religión ante la cuestión de las verdades fundamentales religiosas no puede, sin
más, interpretarse como un caso particular de una supuesta neutralidad general
que las ciencias de la religión estuviesen obligadas a mantener, puesto que esa
neutralidad no es mantenida en otros muchos casos. La neutralidad (la «absten­
ción de todo compromiso ontológico») ante otras verdades ontológicas o lógicas
no es propiamente neutralidad sino indeterminación, incapacidad de la decisión,
alejamiento de las categorías utilizadas respecto de los contenidos profundos de
la religión (de sus verdades fundamentales). Por tanto, reconocimiento de que las
ciencias de la religión no se ocupan de la esencia nuclear de la religión, ni pue­
den ofrecernos la comprensión de su estructura profunda. Podemos tomar, como
contraprueba concreta de nuestras afirmaciones, el intento de Hermann Usener,
en tanto se orientaba en el sentido de trazar las bases de una ciencia de la religión
autónoma (tautogórica, en el sentido de Schelling), libre de todo compromiso on­
tológico, una ciencia que se atuviese a la legalidad inmanente de la propia esfera
religiosa y que, por tanto, sometiéndose a la más estricta disciplina filológica,
como medio más adecuado para respetar el material empírico, diese de lado a toda
especulación filosófica52. Cabría ver en el proyecto de Usener un movimiento pa­
ralelo, llevado a cabo en la esfera religiosa, al que estaba teniendo lugar en la es­
fera del lenguaje con el desarrollo de una Lingüística «inmanente», o en la esfera
económica, con el desarrollo de la Economía Política (neutral, respecto a la Mo­
ral). En cada una de estas esferas se trataba de determinar las leyes propias, autó­
nomas, de los procesos respectivos, capaces de organizar los fenómenos positi­
vos a partir de los elementos característicos de cada campo (vocales y consonantes,
valores de uso y valores de cambio). Asimismo, en la esfera religiosa trabajarían
leyes inmanentes que gobiernan el desarrollo de sus elementos, elementos que
sólo a partir de los fenóm enos positivos cabrá determinar. Usener creyó posible
afirmar (a partir del análisis filológico de la literatura clásica, y de corroboracio­
nes de la literatura lituana) que estos elementos eran los dioses momentáneos. Lo
que nos interesa destacar aquí es que tales «dioses momentáneos» no se conciben
como representativos de ninguna «fuerza de la naturaleza», ni de ningún princi­
pio social humano. Cualquier excitación, por fugaz que fuese, si era vivida como
algo característico, algo que «en un instante dominara todos los pensamientos»
— el sujeto aquí parece más bien pasivo— podía ser exaltada a la jerarquía divina:
Inteligencia, Riqueza, Casualidad, Vino, Festín, Cuerpo del ser amado. Los grie­
gos habrían expresado estas experiencias por medio de la palabra óaífim v. Ahora

(52) H erm ann Karl U sener, Goiternam en Versuch einer Lehrc ron der religiosen Begriffsbilden
(1896), Cohén, Bonn 1929 (2» ed.).
62 Gustavo Bueno

bien, además de estos dioses o demonios instantáneos, fugaces, habría que cons.
tatar otra fuente elemental de materiales religiosos: las divinidades que ya no bro.
tan de esas percepciones pasivas y fugaces sino de la propia actividad humana re.
guiada, reiterada y especializada y que dará lugar a un dios especial. Estos dioses,
más estables y permanentes, aunque no son dioses generales, alcanzan una vali­
dez en cierto modo universal, arquetípica (por ejemplo, el dios de la segunda arada,
el dios del almacenamiento del grano en los silos...)- Sobre estos elementos se
edificará el resto de los materiales religiosos. De este modo, la ciencia de la reli­
gión nos permitirá asistir, principalmente, al nacimiento de los dioses personales
— nacimiento que tiene que ver con la necesidad de nombrar a los dioses espe.
ciales y con el curso lingüístico de tales nombres cuando (necesariamente) ellos
entren en composición con situaciones distintas de las originales, comenzando a
figurar como nombres propios, nombres personales por tanto, con sus leyes es.
pecíficas del desarrollo (de aquí que la ciencia de la religión se aparezca como
una ciencia eminentemente lingüística, filológica).
Ahora bien, es gnoseológicamente evidente que una metodología como la de
Usener no podría menos de ser aceptada si sus resultados fuesen efectivos, si ver.
daderamente los fenómenos religiosos pudiesen quedar estructurados en torno a
estos elementos (dioses instantáneos, dioses especiales, dioses personales, coor.
dinación y jerarquización de todos ellos...). Esta metodología sería verdadera,
mente científica y cerradamente constructiva y los «dioses momentáneos» de.
sempeñarían papeles similares a los que corresponden a los átomos en Química
clásica, o a los fonem as en Lingüística.
Sin embargo, y aun suponiendo (y es mucho suponer) que efectivamente los
fenómenos de la esfera religiosa fueran rcconstruibles a partir de tales elementos,
no por ello podríamos considerar a la ciencia de la religión como una ciencia ge-
nuina, cerrada en sí misma, autónoma. Si la propia Química clásica tuvo que ir
más allá de sus elementos, penetrando en el núcleo atómico, porque los elemen­
tos corticales atómicos no podían sostenerse como sustancias irreductibles (por
ejemplo ante el fenóm eno de los isótopos) ¿cómo podrían los dioses instantáneos
sostenerse como elementos últimos en los que nada fuera ya posible analizar? Ta­
les dioses elementales no serían otra cosa sino meros postulados lógicos (como
ya vio Wundt). Porque los dioses instantáneos nos remiten a esferas de la reali­
dad exteriores a la propia esfera fenomenológica religiosa, aun cuando aquellas
realidades (los astros, los animales, la deidad aristotélica, el espíritu humano...)
se nos den a través de aquélla. Y esto precisamente porque no es posible eliminar
la cuestión de la verdad de aquellos dioses instantáneos (o de las proposiciones
correspondientes) cuestión que no es otra cosa sino la cuestión misma del tipo de
realidad que les concierne. ¿Son meros fenómenos mentales, de tipo alucinato-
rio? En este caso, la Ciencia de la religión se reduciría a Psicología, salvo que, a
su vez, se interpreten estos fenómenos psíquicos como expresión del Espíritu di­
vino (en el sentido cristiano, o hegeliano), un Espíritu que se manifiesta y deter­
mina por la mediación de la mente humana (en cuyo caso la ciencia de la religión
queda inmersa en la filosofía del Espíritu). O bien, ¿son los dioses instantáneos
El anim al divino 63

epifanías de lo divino objetivo, que se manifiesta a través de los fenómenos na­


turales (la concepción romántica de las «religiones de la naturaleza», Creuzer,
Schelling) o bien son determinaciones de una deidad difusa, de un «campo de
fuerzas» unitario, identificable con el M ana de los melanesios que describió Co-
drington (Cassirer)? Todas estas posibles determinaciones internas de la natura­
leza misma de los supuestos elementos inmanentes de la esfera religiosa desbor­
dan, pues, esa «ciencia autónoma» y nos llevan, dada la naturaleza de los contenidos,
no a otra ciencia (como ocurría con la Química de los elementos) sino a una filo­
sofía de la religión.
¿Qué es, entonces, lo que nos puede ofrecer una ciencia de la religión? No
nos permitirá alcanzar la esencia nuclear de la religión. Pero, ¿acaso no es nece­
sario, si es una ciencia, que nos ponga delante de otras esencias «corticales», dado
que una ciencia meramente fenoménica (descriptiva) no es propiamente ciencia?
¿Y a qué categorías pertenecen esas esencias o estructuras que, en todo caso, de­
berá ofrecer toda ciencia de la religión y qué conexión tienen con la esencia nu­
clear de la religión misma?
En realidad esas ciencias, si existen, no tienen por qué pertenecer a una única
categoría, sino a varias, porque no hay una ciencia, sino múltiples ciencias de la
religión. Aunque las consideremos como parles de un único campo, no por ello
estamos autorizados a pensar en una ciencia unitaria que se superponga a ese
campo de fenómenos como el guante a la mano. Lo cierto es que hay ciencias muy
diferentes que se reparten esc campo y ni siquiera cabe suponer, por principio,
que mientras algunas ciencias se refieren al campo de la religión en el sentido de
un mero «objeto material» habrá una ciencia capaz de enfrentarse con la religión
como con su «objeto formal» (y ésta sería la auténtica ciencia de la religión). Pues
está por demostrar, para decirlo al modo escolástico, que la religión pueda ser
el objeto fo rm a l de una ciencia o, para decirlo a nuestro modo, que pueda cum ­
plirse un cierre categorial superponible esencialmente con el campo total de los
fenóm enos religiosos. Más exacto sería decir que las diversas ciencias de la reli­
gión se ocupan de aspectos form ales suyos — es decir, de aspectos que se refie­
ran a la religión en cuanto tal— pero, con todo, que se estratifican según diversas
categorías o círculos gnoseológicos.
Podríamos clasificar estas diversas categorías en dos grandes grupos, según
que ellas se mantengan (I) en un plano genérico respecto de los fenómenos religio­
sos — lo que no significa que no sean esenciales (aun sin ser nucleares) y, en este
sentido, formales— o bien (II) en un plano específico — lo que tampoco significa
que sean nucleares (puesto que esa especificidad podría ser solamente diamérica).

(I) Dos tipos de categorías genéricas o círculos categoriales genéricos con­


sideraremos aquí, en cuanto se corresponden a dos tipos de ciencias de la religión,
a saber, la Psicología y la Antropología (social o cultural) de la Religión. Son cien­
cias que consideraban aspectos, sin duda esenciales, de la religión, pero no nu­
cleares ni específicos, puesto que ellas nos describen ciertas dimensiones de los
fenómenos religiosos según las cuales éstos se nos muestran precisamente parti-
64 Gustavo Bueno

cipando de legalidades propias de fenómenos y procesos no religiosos, por las que


éstos pueden ser entendidos. Según esto, si logramos analizar científicamente los
fenómenos religiosos y determinar las situaciones esenciales de las cuales estos
fenómenos forman parte, ello se debe a que desbordamos el círculo específico de
la religión, a que insertamos este círculo en círculos envolventes (genéricos) de
mayor radio, en cierres categoriales que contienen a los fenómenos religioso^’
pero que no se reducen a su ámbito.
Los dos tipos de círculos categoriales genéricos a los que nos referiremos
aquí son los siguientes: el círculo de la Psicología y el círculo de la Antropología
(social, cultural, ecológica).

A. La Psicología de la Religión suele ser considerada de vez en cuando como


la vía de penetración más profunda hacia la esencia misma de la religión. N os
acordamos, al decir esto, de la obra clásica de William James, Las variedades d?
la experiencia religiosa53. Sin embargo, esta estimación del alcance de la Psi­
cología de la religión no es, en el mejor caso, científica, sino filosófica, pues tal
estimación sólo puede fundarse en la tesis según la cual la religión, en su esen­
cia, sería un fenómeno psicológico. Pero esta tesis no es nada evidente, ha sido
contestada por los sociólogos, desde la escuela de Durkheim, y por los antropó­
logos, que harán notar cómo los contenidos religiosos no brotan de la psique (in­

(53) W illiam James, The Varieties o fR e lig io u s Experience. /I Study in H um an N ature, Nueva
York 1902. n-IIem os analizado osla obra en Cuestiones cuodlibetales, Mondadori, Madrid 1989, Cues­
tión 7'-' («Experiencia y religión. La experiencia religiosa de W. Jam es»), págs. 273-283. Por otro lado
hoy solo puede citarse arqueológicamente la «vía frenológica» que hace siglo y m edio alcanzó gran
importancia. La explicación frenológica de la religión se m antiene en la perspectiva psicológico-sub'
jetiva (psicológieo-lisiológica) pues buscaba el origen de la religión en un órgano cerebral («órgan0
de la teosofía» lo había llamado Gal 1), al que correspondía una determ inada protuberancia craneana
(susceptible, por cierto, de tumoraciones eventuales); los críticos señalaban que el «órgano de la teo­
sofía» también se encontraba en el cam ero [aunque, en rigor, esto no tendría por que ser una objeción]
(Vid. De Breyne, ¡‘casamientos de un creyente católico, Barcelona 1854, pág. 156). Spurzheim ofre­
ció un análisis más cuidadoso: la religión resultaría de la acción del «órgano de la veneración» (el ó r­
gano de la teosofía de Gall) asistido por los órganos de los sentidos, por el órgano de la causalidad,
por el de la idealidad y por el órgano de lo maravilloso, ayudado a veces por los órganos de la bene­
volencia y de! deber [con sem ejantes teorías — cuyos análogos de nuestros días pueden encontrarse
entre algunos sociobiólogos— no se hacía otra cosa sino una proyección en el cerebro de diversas fi­
guras socialmcnte conformadas, y no al reves]. En España Mariano Cubí Soler definía de esta forma
tal afecto superior, el n° 17 de entre los órganos frenológicos (puede verse su localización en la c a ­
beza frenológica de porcelana que desde entonces produce la fábrica de loza de Pickm an en Sevilla):
«17. V í-.n i -r a / io n . Propensión relijiosa-moral a obrar con deferenzia, sum isión o respeto á /ia nues­
tros semejantes, a obedezer los que tiénen autoridad, i adorar el suprem o Hazedor. Las em oziones que
produze son r e v e r é n c ia , d eter é NZIA, v e n e r a z io n ; i cuando se halla en vigorosa actividad, d e v o ­
c ió n », Sistema completo de Frenolojfa, con sus apticaiiones al adelanto i mejoram iento del hombre,
individual i sozialmente considerado. Tomo I. Parte zientífica, 3! edición, Barcelona 1846, págs. 246-
257 (hemos respetado la renovación ortográfica que defendía Cubí). En esta edición Cubí se ve o b li­
gado a contestar largamente las descalificaciones de Balmes y otros: «Hase dicho que la Erenolojía es
hostil a la Relijion. Esto es risible, porque la Frenolojía es el prim er sistem a de Filosofía que ha re-
conozido un sentimiento innato, cuya tendenzia es adorar, sin oponerse a ninguna intervenzion divina,
parzial o directamente m anifestada...»1»
El anim al divino 65

dividual), sino de los condicionamientos culturales, históricos o sociales. Por


ejemplo, los mitos no procederán tanto de experiencias psíquicas, cuanto de ma­
niobras fabuladoras de sacerdotes, o del desarrollo de leyes lingüísticas o histó­
ricas; de suerte que, pongamos por caso, en lugar de quedar reducido el mito de
Edipo, en la doctrina de Freud, a la condición de una expresión literaria del com­
plejo de Edipo, será la misma doctrina de Freud sobre el complejo de Edipo aque­
llo que habría que reducir a la condición de una expresión más del mito de Edipo54.
Y, en su fundamento filosófico, el psicologismo puede ser contestado por otras
filosofías alternativas, aquéllas que partiendo de la referencia de la religión a
ciertas entidades reales, de naturaleza no psicológica (dioses, númenes), no pue­
den aceptar el subjetivismo. Pero todo esto no significa que la Psicología de la
religión no pueda recoger aspectos esenciales de la misma, pues aspectos esen­
ciales se encuentran en las reacciones psicológicas ante entidades numinosas rea­
les, supuestas como fundamentos. Pero estas reacciones, en cuanto psicológicas,
habrán de considerarse como reacciones genéricas de la religión — de temor, de
amor, o, en su caso, alucinaciones. Tenemos así la paradoja de que la luz psico­
lógica sólo iluminará aspectos de la religión que resulten ser comunes a otros
procesos psíquicos, a otras formas de conducta no religiosas. La psicología es
impotente para explicar por qué unos hombres son cristianos y por qué otros son
musulmanes — pues los mecanismos religiosos de cristianos y musulmanes son
los mismos. Los yanomamos del Brasil o de Venezuela, según informe de N.
Chagnon55, toman contacto con los espíritus hekura, tras la absorción por la na­
riz del polvo ebené, obtenido de plantas silvestres cultivadas en sus aldeas. Su­
pongamos que el trato con los espíritus hekura se considera como un fenómeno
religioso — lo que no es, por otra parte, evidente. ¿Qué es lo que la Psicología
puede decirnos al respecto? Acaso que los polvos ebené son una droga alucinó-
gena (categoría psicológica) y que sus efectos son comparables a los producidos
por otros alucinógenos en otros contextos por entero diferentes. Es cierto que la
perspectiva psicológica puede ir aplicada a hipótesis filosóficas racionalistas se­
gún las cuales los hekura han de ser considerados desde luego como irreales (el
mismo concepto de «alucinógeno» incluye, las más de las veces, la tesis de que
las representaciones que provocan son ilusorias). Pero esta hipótesis es excesiva,
porque a la Psicología no le concierne establecer la proposición de la irrealidad
de los hekura en general, sino, a lo sumo, su irrealidad en ciertas situaciones con­
cretas, calificadas de alucinatorias. (Que sea irreal este árbol imaginado, no quiere
decir que no existan los árboles en general.) En todo caso, la categoría «aluci­
nación» puede ser utilizada, sin incompatibilidad, con la tesis sobre la realidad
de los espíritus: los inquisidores trataban de discernir entre el visionario y el en­
demoniado (obseso o poseso). Ahora bien, la discusión sobre la realidad o irrea­
lidad de estos correlatos, y sus grados, no es psicológica, puesto que pertenece a
la ontología o a la filosofía de la religión.

(54) Claude L évi-Slrauss, Antliropologie structuralc, Librairie Plon, París 1951.


(55) Napoleon A. Chagnon, Snuiying tlie Yanomamo, Holt Rinehat and Winston, Nueva York 1974.
66 Gustavo Bueno

«•Lo que decimos en relación con el carácter genérico de la Psicología de


la religión (que permite definir el «racionalismo psicológico» como el mismo
proceso de equiparación genérica de los fenómenos psicológicos, específicamente
religiosos, con otros fenómenos psicológicos no religiosos, por ejemplo, el éx­
tasis religioso con otras alucinaciones) se aplica también, desde luego, a la Psi-
cofisiología de la religión, es decir, al análisis psicofisiológico de fenómenos
considerados comúnmente como afectados de un «coeficiente religioso», como
puedan serlo los fenómenos de «estigmatización religiosa». El «racionalismo psi­
cofisiológico» constitutivo de las ciencias positivas de la religión comienza, en
efecto, en el momento mismo en el que se abandona un cierto «método fenome-
nológico» que no quiere tomar partido ante las pretensiones emic relativas al ori­
gen sobrenatural de los fenómenos. Si estos fenómenos son estigmas religiosos
(desde San Francisco de Asís, el primer estigmatizado, hasta Loukardis de Ober-
weimar (1276-1309), desde Sor María de la Visitación, mentora de Felipe II, o
Santa Rosa de Lima, hasta Teresa Neumann o M.V., «la estigmatizada de Sevi­
lla», en el círculo del Palmar de Troya), será preciso partir del «prejuicio» según
el cual los fenómenos de estigmas tienen causas naturales (incluidas las socia­
les) y no sobrenaturales. El mero reconocimiento de la posibilidad de un origen
sobrenatural de los estigmas (las cinco llagas y las huellas de la corona de espi­
nas en la frente) es incompatible con el método científico, pues equivaldría a des­
terrar a los fenómenos esligmáticos fuera del horizonte de la ciencia. Este racio­
nalismo encuentra su apoyo, desde luego, en las constataciones de estigmatizaciones
no religiosas (durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, «el testigo de
un sangriento encuentro entre un soldado francés y otro ruso, reaccionó de in­
mediato volviéndose tremendamente asustadizo y poco después desarrolló unas
heridas sangrantes en la misma zona corporal que las sufridas por el soldado fran­
cés»56). No se trata, por tanto, de que la ciencia psicofisiológica demuestre que
los fenómenos esligmáticos son de origen natural, pues ésta es una condición,
por así decir, a priori, de la ciencia misma. Se trata de interpretar los estigmas
religiosos como fenómenos que son materialmente religiosos, pero form alm ente
fisiológicos, en sentido estricto. Ahora bien, como está bien probado el influjo
de estímulos psicológicos (ópticos, acústicos) en la piel o en las visceras de ani­
males (producción de úlceras gástricas experimentales en ratas, desarrollo de he­
ridas sangrantes...), la cuestión se reduce a explicar el mecanismo de la morfo­
logía misma de los estigmas: por ejemplo, la morfología del estigma frontal de
la «estigmatizada de Sevilla» requeriría suponer que a cada punto de la superfi­
cie estigmatizada corresponde otro punto homólogo en la corteza cerebral y que
el conjunto puede ser afectado por una imagen eidética muy intensa, capaz de li­
berar acetilcolina u otros neurotransmisores en las terminaciones frontales, pro­
duciendo pequeñas hemorragias (las descargas parasimpáticas producen dilata­
ción de los vasos sanguíneos).

(56) « 'V éase el m agnífico libro de Francisco Alonso-Fernándcz, Estigmas, levitaciones y éx ta ­


sis. De Sor M agdalena a El Palmar de Troya, Tem as de Hoy, Madrid 1993, págs. 1 3 6 -1 3 7 .^
E l anim al divino 67

B. La Antropología científica de la religión, en sus distintas subcategorías que


se intersectan ampliamente entre sí (Antropología social, cultural, ecológica), tam­
bién ha logrado recoger aspectos esenciales del material religioso y gracias a sus
desarrollos estamos hoy en condiciones de penetrar mas allá de la perspectiva ¿mica
de estos fenómenos religiosos, captando mecanismos esenciales suyos (pongamos
por caso, los componentes líídicos de los rituales religiosos). Acaso puede afirmarse
con bastante exactitud que en el sentido de Huizinga57, los procedimientos de la An­
tropología positiva, en sus diversas direcciones (social, cultural, ecológica) se atie­
nen siempre a una misma fórmula de cierre categorial: la interconexión circular de
los fenómenos religiosos con otros fenómenos pertenecientes al campo antropoló­
gico. Esta interconexión circular es la que se expresa en las ideas organicistas del
siglo pasado (Spencer, Durkheim), pero también en las ideas del funcionalismo (Ma-
linowski) o, después de la segunda guerra mundial, en las ideas del sistemismo an­
tropológico (en donde el funcionalismo circularista se colorea con el concepto ci­
bernético de realim entación o retroacción—-fcedback— entre la Base y las
Supraestructuras, por ejemplo — Klaus— ). Su importancia gnoseológica se mide
por el diverso radio que pueden alcanzar estos círculos de interconexión, sin perder
su virtualidad para establecer conexiones efectivas. Cuando el radio de este círculo
se extiende en el ámbito de las relaciones sociológicas («circulares») la antropolo­
gía de la religión equivale a la sociología de la religión, en el sentido clásico de
Durkheim, cuando prescribía la necesidad de «explicar lo social por lo social» —
frente a la explicación por lo psicológico individual— y, por tanto, la necesidad de
entender a los fenómenos religiosos (cuya dimensión social es evidente) en el con­
texto de otros fenómenos sociales58. La teoría marxista clásica de la religión se man­
tiene también en el ámbito de este cierre (conexión de Engels entre el capitalismo
mercantil inicial y la conciencia calvinista del Dios arbitrario). Gracias al método
sociológico, los fenómenos religiosos pierden en gran parte ese halo sobrenatural
(transcendente) y metafísico que, desde su propio interior, les acompaña. En lugar
de mostrársenos como «llovidos del cielo» — o emanados de la mística fuente inte­
rior del alma—•comienzan a aparecérsenos como intercalados en procesos sociales
envolventes, desempeñando funciones inteligibles en el círculo de la inmanencia
social. El radio de esta inmanencia puede aún ampliarse hasta desbordar las estric­
tas relaciones sociológicas, de suerte que queden incorporados abundantes conte­
nidos culturales (artísticos, tecnológicos). La antropología cultural nos permitirá ver
los fenómenos religiosos a la luz de las esencias o estructuras culturales (no sola­
mente sociales) aún más amplias. La paradoja es ésta: cuando se utiliza el concepto
de la «totalidad de la cultura» — el fa it total de Mauss— como contexto adecuado
para entender las funciones de la religión se recae en explicaciones tautológicas.

(57) Johan Huizinga, ¡lom o lucíais. El ju eg o y la mentira, 1940 (trad. española tic Eugenio Imaz,
reí;, M éjico 1943).
(58) Emile Durkheim , Les regles ele la méthocle sociologic/ite (1895), y Le suicide, étude ele so-
ciologie (1897), págs. 82-ss. (de la edición de p u f , París 1960). La conexión entre este circularism o
sociológico del m étodo de D urkheim y la causalidad sociológica es estudiada por Raym ond Boudon,
L ’cinctlyse mathématiciiie d e s fa its sociau.x, Plon, París 1970, págs. 35-ss.
68 Gustavo Bueno

En todo caso, tanto la Sociología como la Antropología cultural nos inclinan


a mantener a los fenómenos religiosos en el plano de las superestructuras y, en el
límite, a entender los fenómenos religiosos como epifenómenos o reflejos de esen­
cias o estructuras sociales o culturales más profundas (por ejemplo, las trinidades
míticas indoeuropeas serán vistas como reflejos de las funciones sociales propias
de la estructura de estos pueblos, según la conocida tesis de Dumézil59).
Este método es, sin duda, científicamente muy fértil y seguro, puesto que
contiene una regla de coordinación (casi nunca vacía) entre dos órdenes de ma­
teriales heterogéneos, uno más bien étnico, la propia dogmática mitológica ana­
lizada, y el otro más bien ético, la estructura de la sociedad en la que respira esa
dogmática (el clan cónico o la sociedad estamental). Pero, en la medida en que
esta estructura social ha de considerarse ya cristalizada (a efectos del análisis),
es decir, en la medida en que se pasen por alto las etapas evolutivas y se consi­
dere el sistema social como una totalidad de estratos ya reajustados e integra­
dos sincrónicamente (aunque procedan de orígenes diversos) resultará que el
método de la Antropología social, en el análisis de la Religión, se aproximará
asombrosamente al método de la Teología dogmática, que también pasa por alto
la historia de los dogmas en beneficio de su sistemática (los dioses astrales, im­
portados, acaso en un momento histórico, de otra sociedad, una vez asimilados,
pasarán a ser presentados como emanaciones eternas de la deidad). No se trata
con esto de devaluar, en modo alguno, la cientificidad de la Antropología so­
cial de la religión, sino, a lo sumo, de subrayar su condición de heredera secu­
larizada y científica del método teológico-dogmático. Pues así como la Teolo­
gía dogmática procede organizando los dioses, demonios o espíritus, en un
sistema ya dado desde siempre (aunque sea «homogéneamente evolutivo»), para,
de ahí, pasar a exponer el sistema de la jerarquía social terrena, en cuanto tiene
como fundamento a la jerarquía celestial, así la Antropología social de la reli­
gión procede sistematizando la estructura social, como una totalidad ya dada,
cristalizada, para pasar a exponer el propio sistema de los dioses, de los espíri­
tus o de los demonios. La afinidad entre Teología dogmática y Antropología so-
cial-estructural se capta muy bien cuando ambas se contraponen a la perspec­
tiva evolutivo-dialéctica (no «homogénea»), histórica, que no parte de estructuras
sociales o dogmáticas ya sistematizadas, que nos lleva, por tanto, a buscar el
origen de los dioses del cielo, en lugar de considerarlos como ya dados en fun­
ción de la estructura social. Una ilustración muy rica de esta analogía gnoseo-
lógica que proponemos entre Teología dogmática y Antropología social nos la
proporciona el estudio de Evans-Pritchard sobre la religión de los Nuer60. Pues
la estrategia de este estudio (así como el de otros similares) consiste en ir mos­
trando en detalle cómo la jerarquía de los espíritus de la dogm ática Nuer (se-

(59) Georges Dumézil, L'idéalogie tripartie des Indo-Européens, Bruselas 1958.


(60) E. Evans-Pritchard, Nuer Religión, Clarendon Press, Oxford 1956, pág. 115. Tam bién T h e
Nuer, Clarendon Press, Oxford 1940 y «The Nuer Conception o f Spirit in its Relatio to ihe social or-
der», en American Anthropologist, xv, 1953, págs. 20-214.
El anim al divino 69

Indios de las praderas d isfrazad os de coyotes, en m an iob ra de aproxim ación a una m anada de bisontes (d i­
bujo de (J. C atlín)

tiste c u a d ro pcxlría s e rv ir p a ra ¡lu stra r e s c e n a s p a le o lític a s en las q u e se m a n ifie s ta la religación d e lo s h o m b re s c o n


a n im a le s rea le s (o c o n p a rte s re a le s su y a s, las p ie le s d e lo s c o y o te s ), c a ra c te rís tic a d e la fase d e la « re lig ió n n a tu ra l» .

P ero e s ta religación n o e s s ó lo u n fe n ó m e n o p a le o lític o :

« P or ello, c o n sid e rare m o s su o ferta d e c o m p ra r n u e stra s tierras. Si d e c id im o s a c ep tarla, yo p o n d ré u n a c o n d ició n : el h o m ­


bre b lan c o d e b e tra ta r a los a n im a le s d e e s ta tie rra c o m o a su s h e rm a n o s. S o y un sa lv a je y n o c o m p re n d o o tro m o d o d e
vida. H e visto a m ile s d e b ú falo s p u d rié n d o se e n las p rad e ra s, m u erto s a tiro s p o r el h o m b re b lan co d e sd e u n tren e n m a r­
cha. Soy un sa lv a je y n o c o m p re n d o c ó m o u n a m á q u in a h u m e a n te p u e d e im p o rta r m ás q u e el b ú falo a l q u e n o so tro s m a ­
tam o s pa ra s o b re v iv ir. ¿ Q u é se ría d el h o m b re sin los a n im a le s ? Si to d o s fu eran e x te n n in a d o s, el h o m b re tam b ié n m o ri­
ría d e una gran soledad espiritual; p o rque lo q u e le su c ed a a lo s an im ales tam b ién le su ced erá al h om bre. T o d o v a e n lazado.»
(D el m en sa je q ue el G ra n je fe in d io S e a ttle d irig ió al G ra n je f e d e W a sh in g to n el 21 d e e n e ro d e 1854.)

E sta c a rta , d ifu n d id a m u n d ia lm e n te p o r el pnuma [ P ro g ra m a d e las N a c io n e s U n id a s p a ra el M e d io A m b ie n te ] p a re c e


q u e n o es o tra c o s a s in o u n a re c o n s tru c c ió n f a n tá s tic a d e T e d P e rry (g u io n is ta d e la p e líc u la lla m es) d e u n d isc u rs o
q u e e fe c tiv a m e n te p ro n u n c ió en 1854 el je f e S e a lth ( S e a ttle ), d e las trib u s dw am ish y suqitam ish , c o n m o tiv o d e las
n e g o c ia c io n e s de l T ra ta d o de P o in t E llio t, o rie n ta d o a la c re a c ió n d e u n a re s e rv a in d ia. S in e m b a rg o e sto n o s ig n ific a
q u e la r e c o n s tru c c ió n d e T e d P e rry (b a s a d a e n u n a rtíc u lo q u e H . S m ith p u b lic ó e n 1886) d e s v irtú e e n te ra m e n te el
s e n tir d e lo s in d io s al re s p e c to . P o d ría m o s a p lic a r a q u í m u y b ie n el d ic h o ita lia n o : se non é vero, é ben trovato.
70 Gustavo Bueno

gún la cual hay unos «espíritus de arriba», a saber, el «Espíritu que está en c)
cielo», Kwoth, el Espíritu supremo, los espíritus del aire y las almas de quienes
murieron por el rayo, y hay unos «espíritus de abajo», espíritus totémicos, dueru
des de la naturaleza, fuerzas inmanentes de los fetiches) se corresponde con 1^
propia estructura segmentaria del sistema social de los Nuer. «Se comprenda
— dice Evans-Pritchard— que el concepto de espíritu de los Nuer en su relació^
con el orden social segmentario se quiebre en diversas refracciones, mientras
en la relación con la naturaleza y del hombre en general, los muchos vuelvan
reunirse en lo uno.» «Los Nuer dividen el reino de los espíritus en espíritus de
arriba y en espíritus de abajo.» Sin duda. Pero ¿por qué llegan a esa división?
Si se responde: «Por su estructura social», la respuesta sería excesiva y gratuita,
porque la flecha causal incluso podría estar invertida. No se puede confundir
ajuste funcional entre dos sistemas (el dogmático y el social) acoplados y ajus­
tados internamente y una relación causal, ni siquiera evolutiva.
Por ello ha de considerarse ya como un avance el intento de vincular los pro­
pios fenómenos religiosos con la base misma de los procesos de producción, ai
intento de comprender, en cada caso, cómo los fenómenos religiosos no sólo re­
sultan de otras estructuras básicas más profundas, sino que también reinfluyen cir­
cularmente sobre ellas (la «reacción» de las superestructuras en las estructuras bá­
sicas de las que habló Engels en su carta a Bloch y que exploran marxistes
contemporáneos como Klaus o Godelier).
El concepto de sistema ecológico o ecosistema, tal como ha sido incorpo­
rado por la Antropología, ofrece también importantes virtualidades para inser­
tar a los fenómenos religiosos en un sistema causal de radio aún más amplio que
el sociológico o el meramente cultural. Porque en el círculo del ecosistema hu­
mano figuran también, como términos propios dotados de significado causal,
los contenidos naturales, los animales, por ejemplo, capaces de entrar en rela­
ciones de competencia (en el sentido darwiniano, muy próximo al eje que no­
sotros llamamos angular) con el hombre. El estudio de Roy Rappaport sobre
los rituales de los maring de Nueva Guinea muestra hasta qué punto lo que po­
dría parecer un delirio surrealista, irracional y antieconómico (el ritual del kaiko,
la matanza masiva de cerdos, &c.) desempeña funciones económicas y sociales
básicas como solución, por ejemplo, a las crisis de superproducción. Las super­
estructuras rituales o míticas logran, de este modo, ser afrontadas no meramente
desde su superficie fenoménica (ém ica, en el sentido de Pike), es decir, desde
su propio modelo representado cognitivo (en el sentido de Rappaport), sino desde
la esencia de las estructuras básicas de la producción, estructuras básicas que,
aunque puedan parecer exteriores al fenóm eno— éticas en el sentido de Pike,
modelos operacionales en el sentido de Rappaport— , pueden ser mucho más
internas a su proceso cuando se le considera en una perspectiva materialista.
Ahora bien, el ritual kaiko no es un ritual religioso, es cierto (salvo que abusi­
vamente se pretenda llamar religión a todo proceso ritualizado), pero el método
es aplicable también a fenómenos cuyo significado religioso es mucho más in­
mediato, por ejemplo, el tabú religioso característico del Oriente Medio en re­
El anim al divino 71

lación con la carne de cerdo o bien el culto a la vaca sagrada en la India, tal
como lo estudia Marvin Mari is61.
Ahora bien, los cierres categoriales de la Antropología ecológica y, por su­
puesto, los de la Antropología cultural o los de la sociológica no tienen la capa­
cidad de construir los fenómenos religiosos en su esencia última, puesto que han
de comenzar por considerar a estos fenómenos como algo que ya está dado. Lo
que buscan es, más bien, determinar cómo contribuye la religión a mantener el
equilibrio del sistema62. La Antropología cultural, la Sociología, la Antropología
ecológica, en suma, no se plantean propiamente la cuestión del origen de la reli­
gión, en términos absolutos (aunque sí hayan de interesarse por el origen de de­
terminados fenómenos religiosos en relación con otros fenómenos religiosos a su
vez dados). Por este motivo, estos cierres no constituyen nunca una teoría espe­
cífica de la religión, sino una teoría genérica, incluso oblicua. Podríamos decir
que dan cuenta, más que del origen de la religión, de su permanencia, de su ex­
pansión o de su decrecimiento. Es cierto que la tentación de interpretar estas cons­
trucciones cerradas (funcionales, sistémicas) en el sentido de construcciones es­
pecíficas, es grande. Pero cuando se cae en este tipo de tentación, lo que ocurre
en rigor es que, curiosamente, la Antropología se convierte en Psicología, puesto
que sólo por vía psicológica (la «alquimia mental») cabe entender los mecanis­
mos de transformación de los motivos económicos, sociales o culturales extra-
rreligiosos en fenóm enos religiosos. El «esqueleto de la tentación» de la que ha­
blamos podemos verlo, como en radiografía, a través de las construcciones de
Harris: «Como las vacas de la India son necesarias para su economía — las vacas
equivalen a su industria petroquímica y los bueyes a los tractores de Occidente—
brotará la falsa conciencia de su carácter sagrado.» O bien: «Como los cerdos son
en Oriente Medio un lujo ecológico y económico y a la vez una tentación, Yahvé
hubo de prohibirlos.»63 Yahvé, sin embargo, es la conciencia del astuto legisla­
dor (Critias), o bien la inconsciencia de la «cámara oscura»: es decir, una cons­
trucción ad hoc, o un reconocimiento de que no hay construcción. Porque, en ri­
gor, el proceso es el inverso: dado el supuesto previo de que las vacas son sagradas
(o, al menos, el supuesto de alguna otra entidad sagrada, cuya cualidad pueda
transferirse a las vacas), sin embargo, sólo cuando este carácter sagrado sea adap-
tativo, podrá mantenerse y, cuando se mantenga, las vacas sagradas desempeña­
rán una decisiva función económica (en todo caso, una función propia de una eco­
nomía subdesarrollada y maloliente). Los contenidos religiosos son así no meramente
reflejos de los intereses básicos, epifenómenos suyos, sino medios para que estos
intereses puedan abrirse camino — y ello porque los intereses económicos no se

(61) Roy A. R appaport, Pigs fo r the A ncestors. Ritual in the Ecology o f a N ew Guinea People.
Yalc Univcrsity Press, New Haven 1968. M arvin I larris, Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enig­
m as de la cultura, A lianza, M adrid 1980.
(62) Está aejuí ya la intención declarada de la escuela l'imcionalista, com o es bien sabido. Vid. An-
nem arie de W aal, Introducción a la antropología religiosa, trad. esp„ V erbo Divino, Estella 1975,
pág. 351.
(63) M arvin H arris, Vacas, cerdos, guerras...
72 Gustavo Bueno

dan históricamente en abstracto, sino en el contexto de una estructura cultural que


incluye, entre otras cosas, a los propios contenidos religiosos. El canon XL del
Concilio de Elvira64 puede servimos para ilustrar lo que queremos decir: el canon
incita a los possesores de la tierra a que rompan el uso según el cual lo ofrecido
a los ídolos (por los renteros) se descuente de la parte que éstos tenían que entre-
gar a los dueños. «El decreto (dice A. Díaz) aparte de fortalecer material y mo-
ralmente a los propietarios, nos indica la sustitución de un culto controlado por el
Estado por otro que, teóricamente, queda al margen de su influencia.» Lo que n°
podría decirse es esto: que el objetivo del canon x l fuese enriquecer a los prop¡e'
tarios, siendo secundario el objetivo de sustituir a los ídolos paganos por los erfl'
blemas cristianos. En cualquier caso, el propio A. Díaz, reconoce que esa susti­
tución (entendida como «cambio de mentalidad») era necesaria: « . . . A u n q u e en
tal fortalecimiento [de los nuevos vínculos de dependencia] actuaran unos ele*
inentos económicos que en ningún momento pretendemos minusvalorar, su rea-
lización no era posible sin unas condiciones de existencia previas, condiciones de
existencia que también tenían que producirse a nivel mental.»

(II) Agrupamos bajo la misma rúbrica de «ciencias específicas de la religión»


a aquellas disciplinas cuyas construcciones tiendan a mantenerse en la inmanen­
cia de los fenómenos religiosos, a buscar su cierre en el recinto de esta inmanen­
cia. Las ciencias internas de la religión — se dirá— buscarán explicar los fenó­
menos religiosos por sí mismos, y no a partir de principios económicos o sociológicos.
¿Cómo es posible entonces una ciencia interna de la religión?
Ante todo, conviene advertir que el criterio de internidad o de inmanencia lia
de entenderse en un plano fenomenológico. Internamente, religioso es lo que se
autopresenta como tal (¿dónde? ¿siempre? ¿en un conjunto locucional, en el sen­
tido de Brand65?), como la plegaria, el milagro, lo sagrado, acaso lo sobrenatu­
ral'. «La religión constituye, efectivamente, un rasgo universal de la cultura hu­
mana [dice Lowie66], no porque todas las sociedades alienten la creencia en los
espíritus [como sostiene Tylor], sino porque todas ellas reconocen, en una forma
u otra, extraordinarias y atemorizantes manifestaciones de la realidad. El presente
tratado [sobre religiones primitivas] está dedicado, por lo tanto, al examen de aque­
llos fenómenos culturales de las sociedades más simples que giran alrededor del
sentido de misterio o de lo sobrenatural o que están de algún modo conectados con

(64) A. Díaz, «La relación de dependencia no esclavista y del Concilio de Elvira», en Acias del Co­
loquio de 1978 organizado por el Instituto de Historia Antigua, dirigido por J. Mangas, de la Universidad
de Oviedo. Oviedo 1979. ra*EI possesor venía descontando, en sus pagos al dominas, una parte para el
culto a los ídolos; el canon XL estipula que no se descuente nada y que se entrege el íntegro al dominus:
«XI.. Que los fieles no reciban lo ofrecido a los ídolos. Tenemos a bien prohibir que los dueños, cuando
ajustan las cuentas con sus renteros, anoten como recibido aquello que fue ofrecido a los ídolos. Si en el
futuro contravinieren esta disposición, deben ser excluidos de la comunión durante un quinquenio.»'**
(65) Nos referimos al concepto de Locm ion set que M yles Brand utiliza en su m odelo de cons­
trucción de la idea de causa. The Nature o f causation, University o f Illinois Press, 1976, pág. 2 y ss.
(66) Robert II. Lowie, R eligiones prim itivas, versión española de José Palao, A lianza, M adrid
1976, pág. 19.
E l anim al divino 73

él.» Las ciencias internas de la religión, con todo, aun moviéndose principalmente
en el plano de los fenómenos religiosos específicos, no podrán menos de procurar
determinar esencias o estructuras, si efectivamente quieren presentarse como cien­
cias. Esta pretensión no sería, en principio, absurda puesto que no toda definición
o demostración ha de ser reductiva o metamérica: caben también definiciones o
demostraciones diaméricas^1. En cierto modo éstas son circulares, aunque no son
viciosas, siempre que sean capaces de reconstruir el material del cual han partido
mediante sus propios conceptos, a la manera como podemos, en Geometría, re­
construir (diaméricamente) un vector partiendo de sus componentes rectangulares
(que contienen ya vectores unitarios), o bien a la manera como podemos recons­
truir el teorema de Pitágoras a partir del llamado «teorema del coseno», que, sin
embargo, había sido edificado sobre aquél. El camino hacia la determinación de
las esencias, en nuestro caso, no podría ser otro sino el de la composición diamé-
rica de unas partes con otras partes del campo inmanente de los fenómenos reli­
giosos considerados. Por lo demás, estas partes se establecerán de modos muy di­
versos, que lógicamente cabría reducir a estos dos: el análisis de las partes atributivas
de una religión dada (partes, en general, heterogéneas) y el análisis de las partes
distributivas (ante todo, las diferentes religiones — budismo, animismo— según la
diversidad de círculos culturales). Ambos tipos de partes (T, '(31) — digamos: aso­
ciaciones por contigüidad y asociaciones por semejanza— se cruzan evidentemente
de modo matricial. Podríamos referirnos a un diagrama en cuyas cabeceras de co­
lumna figurasen las partes ÍE globales (R,, Rn, R]U...R N) a su vez agrupadas taxo­
nómicamente en diversos niveles (R,0, R,1...) — «las religiones primitivas son es­
pecies de un género», dice Evans-Pritchard, especies distributivas, diríamos nosotros,
aseguradas por la solución de continuidad entre las «áreas separadas» de las so­
ciedades respectivas— y en cuyas cabeceras de fila figurasen las partes atributivas
(rpr2’r3---rn)68-
(67) Para los conceptos de m ctam crico/diam erico, vid. Gustavo Bueno, «Conceptos conjugados»,
El Basilisco, n- 1, 1978, págs. 88-92.
(68) «rT abla representativa del cam po de las «ciencias positivas de la religión»

T Z R„
R Rn
R,

ri

r2
r

r„

Las letras m inúsculas representan las partes atributivas de las religiones (por ejem plo: sacerdo­
tes, tem plos, cerem onias, dogm as...); las m ayúsculas representan una distribución de las religiones
(por ejem plo; budism o, islam ism o, cristianism o...). La letra T designa las totalidades atributivas, cons­
tituidas por las partes integrantes de una religión; la letra ® designa a la totalidad de la religión en
cuanto conjunto distributivo de las diferentes religiones que se consideren con relativa independencia
m utua en su funcionam iento y estructura.1®!
74 Gustavo Bueno

Dispuesto de este modo el análisis de la totalidad del campo de los lenóniC'


nos religiosos, podemos intentar la formulación de las diversas direcciones en
que pueden caminar las ciencias específicas de la religión. Cuando el camino d¡s-
curre a lo largo de una columna, la ciencia de la religión equivaldrá a lo que en
Lingüística pueda ser la Gramática de una Lengua: la Ciencia de la religión tieW
aquí mucho que ver con lo que podríamos llamar «Gramática de una Religión*,
una gramática que puede ser estructural, esencial, y que nos pone muy cerca de
lo que las propias religiones llaman Teología Dogmática. Queremos con esto clc-
cir que el «análisis de columna» no debe entenderse como un análisis estricta-
mente emico o etnocéntrico (por el hecho de atenerse a la inmanencia de una sflltf
íeligión), puesto que en él hay una dosis grande de construcción, como ocurre c°u
la Teología especulativa. Por contra, tampoco el «análisis de fila» es una garan­
tía de inmunidad contra el etnocentrismo, puesto que este análisis puede llevarse
a cabo precisamente desde la perspectiva de una religión determinada (corno
cuando los romanos llamaban Marte a Thor, o los españoles interpretaban al dios
Cozumel como Satanás). Sin embargo, el «análisis de lila» es insoslayable en una
ciencia interna de la religión — es el camino por el que se constituye la llamada
«ciencia comparada de las religiones»— por dudosas que sean siempre las uni­
dades o elementos transversales que sea posible aislar y, sobre todo, los univci''
sales leligiosos, ciertas categorías o constantes que se suponen p r e s e n t e s en toda
religión (como las vocales en las lenguas) y que no por ello darán pie a hablar tic
una religión universal. La duda puede llevarse al límite e incluso puede negarse
el sentido a la ciencia comparada de las religiones si se supone que sólo es posi­
ble el «análisis de columna» (es decir, la comparación en el ámbito de una sola
religión, o de religiones distintas pero emparentadas genéticamente). Esta opinión
podría apoyarse en experiencias tomadas de la propia historia de la ciencia reli­
giosa, por ejemplo, la historia del concepto de mana (de Codrington) — compa­
rado con oreada, wakanda, manitú— , o bien la historia del concepto de toteM,
extraído primariamente de la «columna» de los íllgonquinos por Long (en el SÍ*
glo XVIII), pero identificado después («puesto en fila») con ciertas instituciones
australianas descritas, cincuenta años más tarde, por G. Grey, hasta ser elevado a
«concepto fila» de primer rango (r,) por McLennan, en 1869. Sin embargo, el con­
cepto de tótem, en este sentido, fue retirado ulteriormente de la Etnología69. Y no
sólo el concepto de tótem. Incluso el «concepto de fila» de dios, en general, es
decir, no ya el concepto lila de dios agonizante de Frazer70, sino el concepto misino
de Dios (üeóC), que parecería una categoría o constante universal de las religio­
nes, encontrará dificultades para ser aplicado, por ejemplo, a la misma religión
egipcia (el n efert leí Egipto faraónico)71.

(69) Glande Ixvi-Strauss, F.l totemismo en ht actualidad, 1962 (Irad. española, l ce:. Méjico 1965).
(70) Nos referimos a la crítica a la i|uc I Icnri Frankfort somete el concepto de «dios agonizante»
de Frazer en Reyes y dioses ( 1948), Biblioteca de la Revista de Occidente, M adrid 1976, pág. 309.
( 7 1) Pliilippe Derchain, en la Ilisiaría de las Religiones (de la Encyclopédie de la l’léiade), trad.
española, Siglo XXI, Mailrid 1977, tomo i, págs. 105 y 114.
El anim al divino 75

La incertidumbrc propia de los desarrollos internos de la ciencia de la reli­


gión, tanto en la dirección de los «análisis de fila», como en la dirección de los
«análisis de columna» (en cada una de estas direcciones cabe, a su vez, distinguir
una perspectiva sistemática, «sincrónica», y una perspectiva histórica, que no cabe
identificar meramente con la perspectiva «tliacrónica»), puede servirnos de indi­
cación sobre el carácter precario de los cierres categoriales conseguidos por estas
ciencias, pero este carácter precario (gnoscológicamentc) no se reduce a aquella
incertidumbrc (epistemológica). Este carácter precario parece inseparable de la
perspectiva fenoménica, cínica, en la que se mueven tales análisis. Podría afir­
marse que es imposible, en este plano fenomcnológico, restablecer las conexio­
nes entre las filas y las columnas, que sin embargo deben existir. Los conceptos
o esencias recogidos en el plano «cortical», han de estimarse, por tanto, casi siem­
pre como meramente intencionales, como esencias metodológicas, «conceptos
preliminares». Lo que queremos decir con esta distinción es lo siguiente: que la
ciencia interna (fenomenológica) de la religión no puede considerarse como una
ciencia efectiva sino intencional o, a lo sumo, preliminar. Y no precisamente por­
que sus resultados sean discutibles (todos lo son) sino porque la forma de cons­
truir esos resultados es intrínsecamente insuficiente en la medida en que se pon­
gan entre paréntesis las conexiones causales, por ejemplo. Por ello, los resultados
de las ciencias de la religión pueden ser, incluso epistemológicamente, muy fir­
mes y apodícticos (pongamos por caso, los resultados de una descripción etno­
gráfica de la brujería azande, contrastada por investigadores escrupulosos), sin
que por ello quepa hablar de ciencia en sentido estricto. Se establecerán compa­
raciones mediante conceptos clasificatorios-fenomenológicos, interesantes, sin
duda, pero a medio camino siempre entre la ciencia y la mitología. Con razón po­
día decir Harnack72: «Es preciso vencer a esta mitología comparativa que une todo
con todo por un nexo causal e imaginario, pasa sobre abismos que separan, teje
combinaciones con ayuda de semejanzas superficiales, Portille de este modo se
puede, (le un manotazo, hacer de Cristo el dios del Sol, a los doce apóstoles los
doce meses, recordar con ocasión de la historia del nacimiento de Cristo, a todas
las historias de nacimiento de dioses, comprender, bajo el nombre de la paloma
en el bautizo, a todas las palomas mitológicas, acompañar al asno de la entrada
en Jerusalén con todos los asnos célebres...» En efecto, cuando nos atenemos al
análisis de elementos fenomenológicos, tan elemento es el asno corno la paloma,
el Sol como Cristo.
Utilizando la distinción propia de la teoría de la esencia que presuponemos
en este Ensayo73 podríamos formular gnoseológicamcnte la insuficiencia intrín­
seca de toda ciencia fenomenológica de las religiones por su incapacidad de es­
tablecer una diferencia entre el núcleo de la religión y el cuerpo de la misma. (Esta
incapacidad será percibida acaso, desde dentro, como neutralidad, o incluso como
desinterés por las cuestiones «metafísicas».) Porque, desde una perspectiva feno-

(72) A. von Harnack, A us W isscnschaft und Leben, G iesscn 1911, pág. 131.
(73) Vid. m ira, capítulo 5 de esta prim era parte.
76 Gustavo Bueno

menológica, los contenidos referentes al núcleo de la religión y aquéllos que Se


refieren a su cuerpo, fácilmente se nivelan, se presentan en un mismo plano. &n
cierto modo, podría decirse incluso que una distinción semejante es exógena
plano fcnomenológico, si bien cuando esta distinción lleva aparejada la cuestió"
de la verdad ontológica, es éste el que resultará ser exógeno. Entre los contenido5
religiosos (sagrados, sobrenaturales) que un etnólogo tan atento como R.H- L0'
wie encuentra en los indios cuervo, figura no sólo el Sol (principalmente), sin0
también el tabaco o el trueno (junto, desde luego, con múltiples figuras animales)'
Desde su perspectiva descriptiva, fenomenológica, Lowie no debiera hacer otía
cosa sino constatar estos hechos, registrar estos contenidos — aunque, hay que ÚC
cirio, los interpreta todos implícitamente como manifestaciones de una vivenc ¡a
sobrenatural de lo sagrado. Lo que no podría es aceptar, desde su perspectiva, Ia
primacía numinosa de los animales, por ejemplo, si ella no figura en el plano fc~
nomenológico. Y ello, a pesar de que es el mismo Lowie quien nos da noticia de
que el Sol muy pocas veces se presenta como tal a un indio cuervo, porque «Ia
mayoría de las veces lo que se aparecen son animales». Y él es también quien
constata más tarde que el trueno es identificado «con una especie de águila»^ •
Sin embargo, sólo por motivos exógenos al plano estrictamente descriptivo, efl"
bría atribuir el papel de contenidos nucleares a los animales sagrados de los in"
dios cueivo, pues bastaría, por ejemplo, que el contenido sagrada roca no pre"
sente una conexión explícita, fenomenológica, con algún animal. Con todo ¿podria
considerarse verdaderamente neutral y científico el proceder de Lowie interpre-
tando a estos contenidos religiosos (rocas, tabaco, coyotes, so l...) simplemente
como sobrenaturales, evitando introducir cualquier tipo de orden exógeno entre
ellos? La calificación genérica que Lowie utiliza (lo sobrenatural), si es signifi­
cativa, lo es porque nos remite implícitamente a una concepción también exógena
y además metafísica de la religión, como relación simbólica del hombre con lo
sobi enatuial (relación que desempeña el papel gnoseológico de una esencia cuando
lo sobrenatural funciona ambiguamente en el plano émico y en el ontológico). V
¿acaso una concepción exógena de lo sagrado, que no necesariamente ha de ser
metafísica (pensamos en nuestra teoría del carácter originario de la numinosidad
animal) no puede también ejercer las funciones científicas de una hipótesis heU'
rística, que incita a nuevas investigaciones fenomenológicas? Por ejemplo, para
determinar si el Sol, como ocurre con el trueno, no será para los indios cuervo de
Lowie algo distinto de lo que pueda serlo para el «adulto civilizado», algo así
como un cuerpo viviente, un animal. Pondremos, todavía, otro ejemplo. Los as-
mat, cortadores de cabezas de Nueva Guinea, parecían muy sensibles a las seme­
janzas percibidas, por un lado, entre ellos y la mantis religiosa (un animal cuya
hembra se dice devora la cabeza del macho durante la cópula), y, por otro, a las
semejanzas entre sus mujeres y el árbol del sagú (puesto que el sagú sale del cen­
tro del árbol como el niño del vientre de la madre). De este modo, tanto la man-
tis religiosa como el árbol del sagú habrían de ponerse fenomenológicamente en

(74) Robert H. Lowie, Religiones prim itivas.. «1. La religión de los indios Cuervo», pág. 40.
El anim al divino 77

el mismo plano, en cuanto contenidos del campo de lo sagrado que, consiguien­


temente, podrá clasificarse (desde coordenadas étic) en dos regiones: la región de
los fenómenos zoom órficos y la de los dendromórficos. La distinción ontológica
entre animales y árboles habrá que mantenerla en otro plano, un plano exógeno a
la fenomenología asmat, como exógena será la distinción, en el plano fenomeno-
lógico, entre los espíritus de los animales realmente percibidos en la selva y los
espíritus de los antepasados aparecidos, con no menos intensidad, aunque sea alu-
cinatoria. iwCabría decir, en resolución, que estos árboles — o vegetales, o incluso
objetos inanimados, en general (desde nuestra perspectiva etic)— eran emic ani­
males, en el momento de desempeñar funciones numinosas. Así, el árbol que los
congoleses llamaban m irrone y que plantaban delante de sus chozas, como «dios
de la vivienda», era tratado como una suerte de animal, puesto que, por ejemplo,
le colocaban al pie calabazas llenas de vino de palma para cuando tuviera sed. In­
cluso la helada y el granizo eran tratados emic como animales por los incas, que
los aplacaban con sacrificios y creían que el granizo moraba en una cueva de Ci-
rocaya. Los «cuernos de la Luna», por semejanza, podían verse como cuernos de
una vaca sagrada y el pozo sagrado de Vagarschievet, en Armenia, como el mar
para los antiguos indígenas de Sumatra, podía, por contigüidad, tener alguna im­
pregnación numinosa de algún animal residente.'o
No se trata, finalmente, por nuestra parte de subestimar la importancia cien­
tífica de los análisis internos atenidos al estricto marco fenomenológico. Lo único
que queremos decir es esto: que «carácter interno» no equivale a «carácter esen­
cial». Tampoco queremos decir que los resultados de las clasificaciones fenome-
nológicas sean gratuitos; por el contrario, el análisis fenomenológico sostenido
conducirá a una decantación de ciertos nexos entre contenidos que permitirá for­
mar agrupamientos diferenciados de otros, a la manera como, en Psiquiatría, se
han ido formando los grandes síndromes clásicos (psicosis maníaco-depresiva,
esquizofrenia, &c.), que nos permiten orientarnos, de algún modo, en un mundo
fantasmagórico en el que todo está entremezclado y en donde el diagnóstico di­
ferencial es, muchas veces, poco más que un acto de fe.
Lo que sí nos importa es subrayar la diferencia entre una ciencia fenomenoló­
gica y una ciencia esencial. En cuanto ciencia, según la teoría del cierre, ambas ten­
drán que tratar con esencias. Pero las esencias de las ciencias fenomenológicas se­
rán esencias virtuales, «proyectos de esencias» (por ejemplo, síndromes, elementos
de síndromes, como puedan serlo los conceptos de «dios agonizante» o «ritos de
paso»). No esencias ontológicas, estructuras, pese a que todas ellas aparezcan con
frecuencia expuestas en proposiciones definicionales de estructura gramatical muy
similar. Pues las definiciones metódicas funcionan como hipótesis de trabajo; ellas
indican una figura dada en un campo a partir de la cual sea posible establecer rela­
ciones con otras figuras (confiando, por así decir, en que el material mismo del
campo sugiera el orden de las relaciones). Pero las definiciones esenciales preten­
den ofrecer el orden que media entre esas relaciones. De ahí el carácter más empí­
rico y abierto que acompaña a las definiciones metódicas frente al carácter, más dog­
mático y especulativo, de las definiciones ontológicas (por ejemplo, las definiciones
78 Gustavo Bueno

de punto o recta del libro i de Euclides). Lo que ocurre es que, en el plano leñóme'
nológico, es imposible cerrar una apertura de indeterminación, porque para esta
blecer el orden o estructura que, en todo caso, se busca es preciso pasar al plano ofl'
tológico. (Un plano que, en la teoría de la religión, no puede contenerse en el ámbito
científico categorial, puesto que exige compromisos filosóficos muy fuertes.)
Por vía de ejemplo: cuando nos mantenemos en el plano fenomenológicO’
tanto los animales (algunos animales) como las plantas (algunas plantas), pueden
mostrársenos como afectados por un componente religioso, como teofanías, ins­
trumentos de númenes o, simplemente, como insertos en el círculo de los fenó­
menos numinosos. Pero cuando regresamos a un plano ontológico (sea porque
sostenemos que el hombre es la fuente de la numinosidad, o bien porque supone­
mos que lo es la deidad de la Ontoteología o, por último, porque pensamos que
esta fuente son los propios animales), entonces los fenómenos mismos habrán de
someterse a una rcordcnación, la cual, desde la perspectiva puramente fenome­
nológica empírica, podrá parecer exógena y aun violentadora de los f e n ó m e n o s -
E n ningún caso podrá ser gratuita, si es que ha demostrado su capacidad de rein-
terpretarse en el mismo material fenoménico. No puede reducirse a la condición
de una especulación mantenida en una esfera tan alejada de los fenómenos que
estos puedan considerarse inafectados por ella. Así, una planta como la mandra­
gora cuyas connotaciones religiosas o mágicas son bien conocidas (entre los
griegos, la mandragora debía arrancarse del suelo con la ayuda de un perro negro,
pues el perro era la encarnación ctónica de lo demoníaco: Hécale es la señora de
los perros; entre los cristianos la mandrágora es el símbolo del nuevo amor entre
Dios y el Hombre a través de la Iglesia, como vemos por San Jerónimo75)— no
podría ontológicamente aducirse como un simple caso de «contenido religioso
dendromorlo», al lado de los contenidos religiosos antropomorfos o zoomorfos.
Y cabría subrayar que, ya en la fenomenología misma de la mandrágora, figura
la lorma humana (algunos filólogos remiten la propia palabra — que no es de cuno
griego al persa mardumgia, «yerba humana»), Y desde una concepción z o o g e -
nética de la religión, no sería tampoco gratuito subrayar la abundancia de rela-
chmcsfenomenológtcas que la mandrágora, en sus funciones religiosas, mantiene
con los animales: con los perros, de los que ya hemos hablado. Y añadimos: sus
frutos76 eran llamados por los romanos mata canina, «manzanas de perro» (lo que
sugiere una interpretación de la manzana de Adán que llevaría a entender el á r­
bol de la ciencia del Paraíso bíblico como una mandrágora). En el Physiologits se
nos informa de cómo la hembra del elefante va al Paraíso y come de la mandrá­
gora, dando también de comer al macho, a quien seduce77. Cuando la serpiente

(75) San Jerónimo, carta 22, 21, 3.


(76) Dioscórides, iv, 77.
(77) Physiologus, xx: «Existe un animal llamado elefante. No siente la concupiscencia del coito. Hay
otro que se llama tragelalo (o elefante rudo). Si desea tener hijos, va a Oriente, cerca del Paraíso. I lay allí
un árbol llamado Mandrágora. Acude allí con su hembra. Come ésta del árbol en primer término y da de
él también al macho, a quien seduce mientras come» (trad. española de la versión Y, por M arino Aycrra
y Nilda Guglielini, IHfisiólogo, bestiario medieval, r:uDt:iiA, Buenos Aires 1971, pág. 61).
El anim al divino 79

se enrosca en la mandragora, ésta queda envenenada. Para los griegos, por último,
la mandragora, como «Planta de Circe», era no sólo filtro mágico del amor, sino
el filtro de la transformación del hombre en bestia78.
Ahora bien, también es verdad que la perspectiva ontológica no puede utili­
zarse como fórmula de simplificación de las relaciones de la planta demoníaca
con los animales. Relaciones muy heterogéneas y complejas que nos hacen dudar
de la posibilidad de hablar de una «ciencia del significado religioso de la man­
dragora» en sentido estricto y categorial. Diríamos, pues, que la función de fuente
de los conceptos esenciales, propia en otros casos de una ciencia (por ejemplo de
la Astronomía respecto de sus fenómenos propios, organizados en síndromes por
Ptolomeo), debe desempeñarla, en el campo religioso, la filosofía.
En realidad, las definiciones de religión que nos ofrecen los científicos de la
religión, aun cuando suelen ser pensadas confusamente como si fueran definicio­
nes ontológicas, pueden muchas veces ser justificadas pragmáticamente como de­
finiciones metódicas. Cuando alguien define la religión como «conjunto de ritos y
mitos que tienen que ver con los espíritus o con los antepasados», habrá que pre­
cisar inmediatamente si lo que se propone es ofrecer una definición esencial (sis­
temática) de la religión, o si se trata de indicarnos que los mitos y ritos referentes
a los espíritus de nuestros antepasados constituyen una región fenomenológica a
través de la cual la ciencia de las religiones puede estar segura de encontrar cone­
xiones muy fértiles, que les llevarán al terreno de la brujería, al de los enterra­
mientos, a los propios templos, &c. Es decir, una definición metódica, heurística.
Ocurre que estas distinciones — si se prefiere, los contextos distintos en los cuales
cabe interpretar una definición— no están explícitas, que los autores confunden
los planos (acaso porque pretenden abarcarlos todos) y, por ello, no se sabe bien si
las teorías de la religión de Tylor, Spencer, Durkheim, Schmidt, Lowie o Freud son
teorías científicas, si son teorías filosóficas o, en fin, si son ambas cosas a la vez.
Podemos intentar precisar la formulación de esas diferencias entre ciencia y
filosofía de la religión apelando simplemente a la consideración conjunta de dos
pares de distinciones gnoscológicas de las que ya hemos hecho mención y que,
sin duda, son muy pertinentes en la teoría de las ciencias de la religión (pues lo
son en la teoría de las ciencias humanas, en general), a saber, la distinción entre
los contextos determ inantes sistem áticos y los contextos determinantes históri­
cos, por un lado, y la distinción (característica de las ciencias humanas a través
de la oposición entre contextos a y B-operatorios) entre el plano fenom enológico
(«émico», aproximadamente) y el plano esencial, por otro lado. Desde el punto
de vista de estas distinciones será posible formular cuatro grandes tipos de meto­
dologías para el análisis del campo de las religiones — cuatro tipos que están am­
pliamente representados por escuelas concretas, y muy influyentes.

A) En primer lugar, el método fenom enológico, entendido en el ámbito de


los contextos sistemáticos o estructurales, nos pone delante de ese tipo de análi­

(78) Hugo Rahner, s.j., M ythcs grecs et m ystire chrétien, Payot, París 19Í4, pág. 242.
80 Gustavo Bueno

sis, a que antes nos hemos referido, y que culmina en la determinación de st'i'
dromes, de árboles taxonómicos, &c., al modo de Hessen o de Van der LeeuW7y-
Desde luego, damos por cierto que no puede ser éste el método de una ciencia h¡s"
tórica de la religión (aunque sea el método de elección de la ciencia comparad^
de las religiones) y tampoco el método de una filosofía de la religión80.

B) En segundo lugar, el método fenomenológica, entendido en el ámbito de loS


contextos históricos, nos pone delante de la ciencia llamada Historia de las religio"
nes, en cuanto ciencia filológica. Esta ciencia es indispensable, aunque no sea muS
que porque ella entra en conflicto permanente con la ciencia comparada de las retí'
giones. Y, en todo caso, es en el material histórico-filológico en donde con más se'
guridad puede afirmarse que nos mantenemos en la inmanencia de los contenidos es'
pecíficamente religiosos. Porque aun cuando, en abstracto, estos contenidos puedan
considerarse como reflejos de otras estructuras sociales o naturales (y subordinados
a ellas), sin embargo, también es cierto que el propio proceso diamérico de desarro'
lio de estos contenidos dará lugar a conceptos y estructuras fenoménicas específicas»
aquéllas por las cuales se interesan los historiadores o filólogos de las religiones. De
la Religión, incluso en cuanto es opuesta a la Mitología, más genérica en el sentido
de Wilamowitz81: «los dioses están ahí», como estrato firme sobre el cual los poetas
desarrollaron sus mitos, incluso en el sentido de Nilsson82, si se interpreta su tesis dS
la complementariedad entre mito y fábula como remitiéndonos a una mitología como
«experiencia intrínseca, un lenguaje interior, sólo ‘explicable’ consigo mismo, desde
dentro, y, por lo tanto, inexplicable desde el punto de vista del historicismo»83.

C) En tercer lugar se nos presentan aquellas ciencias con voluntad de mo­


verse en un plano esencial (o, al menos, no necesariamente émicó) y a la vez sis­
temático. Ciencias de la religión orientadas a establecer la «gramática» de los di-
versos grupos de religiones, incluso las estructuras mitológicas universales, y aun
los mitos posibles característicos. La ciencia estructural de las religiones (al es­
tilo de Dumézil) es un camino sin duda necesario, pero no puede ofrecer resulta­
dos científicos cerrados84. Es una ciencia que cabría equiparar a la Sistemática de
Linneo, en cuanto se opone a la ciencia de la evolución.

(79) Johannes Hessen, Die Werte des lleiligen, Colonia 1938. Gerardus van der Leeuw, Phdno-
menologie der Religión, Molir, Tubinga 1956 (hay traducción española, Fenom enología de la reli­
gión, fce, M éjico 1964).
(80) C o n f, K. Goldammer, Religionem und Christlige Offenbarung. Ein Forschungsbericht zur Re-
ligionswissenschaft, Stuttgart 1965, pág. 49. La obra fenomenológico-estructural (en el sentido de la pre­
sente clasificación) es la de Rudolf Otto, Das Heilige, 1917 (trad. española de Femando Vela, Lo Santo.
Revista de Occidente, Madrid 1925). También habría que citar aquí la obra de Max Scheler, De lo eterno
en el hombre, a la que ya nos hemos referido. Después de la guerra, además de la obra de Van der Leeuw,
puede citarse aquí, la de G. Lanczkowski, Einführung in die Religionsphanomenologie, Darmstadt 1978.
(81) Ulrich von Wilamowitz-Móllendorf, Der Glaube der Hellenen, 2 vols., Widmann, Berlín 1931 -32.
(82) Martin P. Nilsson, A History o f Greek Religión, Clarendon Press, Oxford 1949.
(83) Furio Jesi, Mito, traducción española de J.M. García de la Mora, Labor, Barcelona 1976, pág. 79.
(84) Georges Dumézil, M ythe et épopíe, 3 vols., Gallim ard, París 1968-73.
E l anim al divino 81

Friso de b isontes y ja b a líe s de A ltam ira

La relig ió n , e n tan to es u n a fo rm a d e c o n d u c ta c a ra c te rístic a h u m a n a , e s d e c ir, un fe n ó m e n o c u ltu ral d e o rd e n n u e v o , es


la relig ió n p o sitiv a , e s d e c ir, n o la m e ra re lig a c ió n n a tu ra l, in m e d iata d e los h o m ín id o s e re c to s a o tro s a n im a le s, sin o la
religación m ed ia ta , q u e c a b e d o c u m e n ta r c o n las p in tu ra s p a le o lític a s, en las q u e se re p re se n ta n a c ie rto s a n im a le s p o r
sus ras g o s « u n iv e rsa le s» . E s a tra v é s d e e s ta s re p re s e n ta c io n e s c o m o el a n im a l in d iv id u a l q u e d a u n lv e rs a liz a d o c o m o
una en tid a d q u e , a u n q u e se o c u lte o in clu so m u era , p u e d e c o m e n z a r a c o n c e b irse c o m o u n n u m e n c a p a z d e v o lv e r a re ­
ap a re c e r o a resu c ita r. Y ello , sin d u d a , e n el c o n te x to d e las n e c e s id a d e s m á s p rim a ria s d e la a lim e n ta c ió n . L as p in tu ra s
rupestres pale o lític a s se refiere n a a n im a le s « b u e n o s p a ra c o m e r» , p a ra s e r in g erid o s e n c o m u n ió n , y só lo p o ste rio n n e n te ,
al h ilo del d e s a rro llo so c ia l, la s e le c c ió n d e a n im a le s rep re se n ta d o s s e a ju sta rá al o b je tiv o d e s e r « b u e n o s p a ra p e n sar» ,
c o m o d ice L é v i-S trau ss. E n c ie rto m o d o y a lo h a b ía d ic h o B erg so n : « N a d a se sa c a d e d e c ir q u e un c la n e s tal o tal ani­
m al; p e ro d e c ir q u e d o s c la n e s, c o m p re n d id o s e n u n a m is m a trib u , d e b e n n e c esa ria m e n te se r d o s a n im a le s d ife re n te s , e s
y a m u ch o m ás in stru ctiv o .» (Les deux sources de la m oral et de ¡a religión, A le a n , P a rís 1932, pág. 135.)

C abeza de toro de Lascaux

« E n lo s p ro fu n d o s y o s c u ro s s a n tu a rio s s u b te rrá ­
n eos d e las c u e v a s se c e le b ra b a n ritu a le s p a le o lí­
tic o s d e c a z a » , d ic e E .O . J a m e s c o m e n ta n d o las
p in tu ra s d e L a sc a u x . S in e m b a rg o , n o s p a re c e ría
u n a p u ra c o n v e n c ió n e s c o lá s tic a d is tin g u ir a q u í
en tra m ag ia (ritu ales d e c a za ) y religió n, d a d o q u e
el o b jetiv o d e los ritos m á g ic o s so n a h o ra lo s p ro ­
pio s a n im a le s y n o e n tid a d e s im p e rso n a le s.
82 Gustavo Bueno

D) La cuarta posibilidad, a saber, la de la comprensión racional, a la vez esencial


y evolutiva, de los fenómenos religiosos ya no puede desarrollarse en el ámbito de un
cierre categorial científico, a la manera como se desarrolla la teoría de la evolución dar-
winiana. Ahora bien, a nuestro juicio, una teoría de la evolución de las religiones es la
forma única y adecuada a la que ha de someterse todo intento de comprensión racio­
nal de los fenómenos religiosos. Y esta forma, dada la naturaleza misma del material
de referencia, no podría ser desarrollada como ciencia. Nos remite a la filosofía, a la
filosofía de las religiones. De hecho, las grandes filosofías clásicas de la religión
—desde Hegel hasta Spencer o Comte— son, ante todo, doctrinas histórico-evoluti-
vas, teoría de los «estadios de la religión». Contrariamente una doctrina de la religión
incapaz de establecer criterios evolutivos podría ser considerada como una doctrina fra­
casada. La voluntad cientifista que mueve a las ciencias de la religión hará a sus culti­
vadores reaccionar frente a estas «megalómanas constmcciones especulativas» de los
filósofos de la religión, que se atreven a hablar de los orígenes y establecen los estadio^
ulteriores, sin poder aportar pruebas empíricas. Y tienen la razón. Su dialéctica es ésta;
que mientras los «científicos de la religión» perciben toda construcción evolutiva glo^
bal de las religiones como especulativa y acientífica (perciben, por consiguiente, todo
intento de fasificación de la historia de las religiones como una «vuelta al siglo xix» ci\
lugar de advertir que, a lo sumo, se trataría de la vuelta a una fonna gnoseológica ge-,
neral), en cambio, cuando se disponen, en nombre de su voluntad de rigor científico,
atenerse a lo que puede ser probado con los hechos, no por ello consiguen constituid
una ciencia efectiva, porque los hechos de referencia son demasiado «viscosos» como
para que con ellos pueda construirse algo sólido. Y vemos así a la filosofía de la relis
gión «obligada» a suplir, mediante una argumentación especulativa que ya no es cien-
tífico-categorial, sino filosófica, la función que en otros campos corresponde a una cien,
cia histórica, exponiéndose, en consecuencia, a las críticas más agresivas (aunque, coi!
frecuencia, desajustadas). Pues la falta de prueba empírica no significa necesariamente
ausencia de todo indicio ni, mucho menos, gratuidad de las conclusiones.

Por lo demás, nosotros suponemos que la filosofía de la religión se reduce a


la Antropología filosófica. Ello, debido a que la religión ha de figurar com o ca­
racterística del hombre (característica que no puede atribuirse propiamente a los
animales, ni a hipotéticos espíritus sobrehumanos). Y esto sin necesidad de de­
fender la tesis, muchas veces mantenida, no ya por teólogos o filósofos (desde
Lactancio a Th. Luckmann) sino incluso por antropólogos positivos como James
Cowles Prichard o Quatrefages, en el siglo pasado, o bien W.H. Thorpe, en el
nuestro. Tesis según la cual la religión habría de considerarse como verdadera d i­
ferencia específica del hombre respecto de los demás animales. «Fundamental­
mente considero al hombre [dice Thorpe85] como un animal religioso... Es im­
posible suponer que para el homo no haya sido esencial alguna creencia religiosa
de cualquier tipo desde hace aproximadamente un millón de años.»

(85) W.H. Thorpe, Naturaleza animal y naturaleza humana (tracl. española en Alianza, M adrid
1980, págs. 360-365), y Lactancio, De ira Dei, cap. vil.
El anima! divino 83

Por lo demás, la tesis de la inclusión de la filosofía de la religión en la An­


tropología, no ha de confundirse con la concepción antropologista que pretende
reducir la religión a condición de una relación interna circular entre los hombres,
de esos hombres «que hacen a los dioses a su imagen y semejanza», porque son
«la medida de todas las cosas».
Cuando nos situamos en el trasfondo real de la oposición entre ciencia y fi­
losofía de la religión, acaso sea lo más importante considerar la dualidad de dos
planos en los cuales se desenvuelven los fenómenos religiosos, y a los que veni­
mos constantemente refiriéndonos:

1) El plano fenomenológico, que se resuelve principalmente en el terreno


psicológico y sociológico. En este plano, las imágenes religiosas específicas, los
númenes, entran en confluencia con los mitos alucinatorios de índole animista o
monista, o con la fantasía mitopoyética en general, con los intereses políticos, &c„
dando lugar a una amalgama de rituales y conductas que, cuando forma un cuerpo
ideológico dotado de cierta consistencia o espesor histórico y social, es suscepti­
ble de ser analizado en términos funcionalistas (subrayando su adaptación a los
procesos de la producción, de la lucha de clases, &c\). Pues sólo por ese funcio­
nalismo ha podido consolidarse un tal cuerpo ideológico.

2) El plano ontológico. En este plano se inscribirá la influencia que, en la tra­


yectoria del curso de las religiones, pueda tener la gravitación de la verdad obje­
tiva misma de la religión (en nuestro caso, los númenes animales).

Sería, en todo caso, casi imposible pensar que la contraposición entre una
ciencia de la religión y una filosofía de la religión no tuviese que ver con las re­
laciones entre estos dos planos (fenomenológico y ontológico). Pues las ciencias
de la religión se mantienen más bien en el plano fenomenológico, mientras que la
filosofía de la religión necesita poner el pie en el plano de la verdad. Y el con­
flicto entre ambos planos podría considerarse como un transformado del conflicto
entre la Fe y la Razón (correspondiendo ahora la fe a la apariencia, por tanto, al
terreno que las ciencias roturan). Relación, pues, muy compleja en sí misma: su
configuración es diferente según la perspectiva desde la cual se la considere. Por
ejemplo, el plano fenomenológico es aparicncial sólo cuando se le mira desde el
plano ontológico, porque, en sí mismo, tiene una realidad, una estructura, incluso
una esencia efectiva y actuante (cualquiera que sea su génesis: alucinatoria, prag­
mática, &c.) Pero, por mucho que reconozcamos la efectividad ideológica de las
estructuras míticas y rituales ¿habrá que poner en duda la efectividad histórica de
la verdad religiosa? ¿Habrá que declararla puramente abstracta, transcendente y
cuasimetafísica — como si aquello que tuviese importancia histórica y política hu­
biese de ser sólo el dinamismo de los mitos socializados y no las relaciones efec­
tivas del hombre con los dioses (o, si se prefiere, con los animales)? Tal conclu­
sión nos parecería también gratuita. Pues el peso que pueden alcanzar los distintos
episodios de la evolución de las relaciones reales de los hombres con los anima­
84 Gustavo Bueno

les (o, en su caso, con los dioses en general) no puede reducirse a cero, aun c u a ^
ese peso no actúe sino en otra escala y proporción de la que corresponde a los pe_
sos dados en el interior del círculo social o político. La trayectoria real empí(.¡ca
de las religiones, precisamente por resultar de la confluencia de esas g ra v ita ^ ,
nes tan heterogéneas, llega a ser una trayectoria errática, que no podrá deduc¡rse
a partir de ninguno de sus componentes, ni de su conjunto. Pero esto no impl¡ca
que los componentes ontológicos sean inoperantes, puesto que, incluso a esoaia
macrohistórica, acaso son tan significativos como lo son los factores fenom<5n¡_
eos a escala microhistórica.
La filosofía de la religión posee, en resolución, según lo que hemos dic}^
ciertas peculiaridades gnoseológicas. Y estas peculiaridades habrán de darse com.
binadas con las características generales de la filosofía. A fin de precisar, et} ja
medida de lo posible, esta situación tan compleja, reduciremos las peculiaridades
de referencia al momento del regressus de los fenómenos religiosos a las Ideas y
consideraremos el momento del progressus a la luz de las características más ge_
nerales de toda filosofía.
Señalaremos dos peculiaridades de la filosofía de la religión patentes ya £n
el momento del regressus:

[A] su carácter gnoseológico; y


[B] el carácter crítico de esta gnoseología (en el sentido preciso que indica­
remos enseguida) y en virtud del cual lo que es gnoseológico se opone a
lo que es ontológico, como lo que es crítico a lo que es fenomenológico.

Señalaremos también dos propiedades genéricas que, contempladas desde ]a


perspectiva gnoseológica de la que suponemos haber partido, se aplican al curso
especial de la filosofía de la religión (también como características gnoseológi­
cas) en su progressus:

[C] su naturaleza ontológica (oponiendo ahora ontológico a sociológico o


psicológico); y

[D] su naturaleza dialéctica (en cuanto se opone a analítica).

Nos referiremos sucesivamente, en los dos capítulos que siguen, a cada uno
de estos cuatro puntos: los puntos [A] y [B] se tratan en el capítulo 4 y los puntos
[C] y [D] en el capítulo 5.
Capítulo 4
Sobre la necesidad de una perspectiva
gnoseológica y crítica en Filosofía de la Religión

[A] Sobre el carácter gnoseológico que la filosofía de la religión debe tener


«hoy» (al puntualizar «hoy» queremos subrayar la naturaleza histórica del propio
campo de los fenómenos religiosos a los cuales ha de referirse, en todo caso, la fi­
losofía de la religión). Queremos declarar que la filosofía de la religión no puede
organizarse «hoy» como, por ejemplo, en los tiempos de Aristóteles o, incluso, en
los de Santo Tomás de Aquino. El concepto de «hoy», «del presente», puede ser
analizado desde coordenadas muy diversas, entre las cuales no siempre es fácil es­
tablecer conexión intrínseca. Desde las coordenadas económico-políticas, podría
definirse el presente como la época del capitalismo imperialista o, acaso, la época
de la sociedad universal de las naciones, o como la época del «socialismo real»;
desde coordenadas tecnológicas, muchos definirán el presente como la época lio-
lotécnica, en cuanto época posterior a la neotécnica de Mumford, la era atómica
(en la cual la Humanidad puede autodestruirse, lo que significa que ha adquirido
un control sobre su existencia que, según algunos, con Jaspers, hay que poner en
relación con su libertad) o, quizá, la era espacial (la era en la que el hombre ha des­
pegado por primera vez de la Tierra), la era informática o la era de la «ingeniería
genética». Pero aquí nos interesa aproximarnos, si es posible, al «hoy», al «pre­
sente», en la medida en que pueda definirse en coordenadas religiosas, siempre que
éstas puedan construir un concepto del presente que se diferencie del ayer y del
porvenir (lo cual no parece posible si existe algo que sea sicut erat in principio et
mine et semper). Y ocurre que no hay una, sino múltiples definiciones «religiosas»
(confesionales) del presente, definiciones que implican una toma de posición ine­
ludible ante esas mismas confesiones («Quien no está conmigo está contra mí»).
Un musulmán podrá ver el presente como la época del alumbramiento del petró­
leo, interpretándolo no como un mero episodio tecnológico, sino como signo reli­
gioso de un Kairós, la hora oportuna y providencial del renacimiento del Islam (no
(S’6 Gustavo liucno

verá como mera casualidad, sino como algo que está escrito, la circunstancia de
que laníos yacimientos petrolíferos hayan aparecido en el Cercano Oriente o en
países africanos ribereños del Mediterráneo). El hinduísta, con una perspectiva más
intemporal, acaso vea en el presente la época de un «tercer despertar»; el judío mi-
lenarista o el testigo de Jehová concebirá el momento histórico presente como la
fase final, la época preparatoria de la llegada del Mesías, mientras que el creyente
en los platillos volantes definirá a veces nuestra época com o la época de «los en­
cuentros en su tercera fase». ¿Y el cristianismo? Algunos, incluso católicos, verán
el presente como la época de la reconciliación, tras la «cerril actitud reaccionaria»
del Concilio Vaticano i, de las Iglesias cristianas; otros verán el presente como la
época de la disolución, del Anticristo y de Satán. Reconocemos que es imposible
definir religiosamente el presente de modo neutral, puesto que la a c o n f e s i o n a l i d a d
tampoco lo es, pero tenemos que arriesgarnos a definirlo de algún modo porque el
planteamiento de los problemas de la lilosofía de la religión no puede llevarse a
cabo como si el hacerlo hoy y no ayer fuera irrelevantc, como si el problema cen­
tral de la filosofía de la religión fuera hoy sicut erat in principio et mine et sentper.
« loy» es, sin duda, un concepto muy complejo, pero por lo que atañe a nuestro
asunto, podemos reducirlo a dos características; una, referente a la perspectiva del
pasado y la otra relerente a la perspectiva del futuro.

a) Ante todo, una situación en la cual contamos ya con la aparición, conso-


idacion y desarrollo de religiones profundamente afectadas, ellas mismas, por la
ílosofía griega (nos referimos al cristianismo, así como también al islamismo),
c trata, pues, de nuevos fenómenos religiosos que delimitan situaciones muy sig­
nificativas para el análisis gnoscológico de la propia filosofía de la religión, para
a ciencia comparada de las religiones (pues es un proceso que forma parte del
trafico interno entre religiones el identificar a Thor con Marte, o a Hércules con
Melkai), e incluso para la propia teoría de la ciencia. A este efecto, parece perti­
nente citar, por ejemplo, la labor de axiomatización de la dogmática religiosa lle­
vada a cabo por los teólogos, como pudo serlo Nicolás de Amiens en su Ars ca-
tholica fiílei labor de especia! significado gnoscológico para la teoría general
de los sistemas preposicionales.
«Hoy» significa también una situación en la cual las grandes religiones uni­
versales han debatido ampliamente entre sí, se han hecho (podríamos decir, cuando
las contemplamos globalmente) la autocrítica (la crítica del luteranismo al cato­
licismo o recíprocamente) y han perdido, en una gran medida, su despótica in­
fluencia social y política. «Hoy» es también una situación en la que están ya de­
sarrolladas las «ciencias de la religión» de las que acabamos de hablar, una situación
en la que conviven diversas filosofías de la religión que se oponen entre sí cons­
tituyendo una unidad polémica. «Hoy» es así, en resumen, un siglo que viene, y
no sólo en sentido meramente cronológico, después de los siglos xvm y xix.

b) Pero también «hoy» es una situación en la cual renace la atención hacia los
damones del helenismo. Queremos decir; no ya la atención hacia los ángeles (es-
El animaI divino 87

pírítus puros), sino hacia los vivientes corpóreos practer humanos que habitan en
la atmósfera o los astros y que «hoy» llamamos extraterrestres. No vamos aquí a
emitir ninguna hipótesis sobre la génesis de ese renovado y creciente interés por
los extraterrestres, de la influencia que en él hayan podido tener los viajes espa­
ciales (o recíprocamente). Tan sólo nos permitimos sugerir que no es nada evidente
la explicación de quienes entienden el interés por los extraterrestres como un su­
cedáneo de las creencias cristianas agonizantes. Porque también podíamos aven­
turar la hipótesis de la continuidad de estas creencias demonológicas, continuidad
que no tiene tanto el sentido según el cual los dentones fueran extraterrestres, como
sugieren tantos «ufólogos», cuando el sentido de que los extraterrestres son los dé-
mones helenísticos. Dentones que resurgen una vez aflojado el bloqueo impuesto
por un cristianismo que habría mantenido de siempre una cierta actitud de «lucha
contra los ángeles»86. Lo cierto es que «hoy» es una época en la que un número
creciente de ciudadanos cree en la existencia de los extraterrestres y cuenta con
ellos, una época en la que se elaboran en serio lenguajes pensados para comunicar
con ellos, como el propuesto por Hans Freudenthal87. Y no sólo los ciudadanos,
sino, al parecer, los mismos gobiernos cuentan con los extraterrestres; la n a s a en­
vía mensajes (proyecto Cyclops y, antes aun, en 1960, proyecto Ozma, por el equipo
del observatorio de Greenbank en Virginia occidental), la u r s s subvenciona escu­
chas de posibles mensajes estelares: pero «hoy» es también la fecha en que la
creencia en estas existencias no está probada y es «hoy por hoy» asunto de ciencia
ficción. e?De todos modos, la creencia en los extraterrestres parece seguir en auge
en los últimos años. En 1982 la Unión Astronómica Internacional creó la Comisión
de Bioastronomía, cooperando con el programa s e t i (Search for Extra-Terrestrial
Intelligence; el Instituto s e t i tiene su sede cerca de San José de California) finan­
ciado en la actualidad por la n a s a . En el Pabellón del Universo de la Exposición
Universal de Sevilla de 1992 miles de visitantes enviaron, por si acaso, un «men­
saje a las estrellas» (como ya en 1974 lo había enviado Cari Sagan, o en 1972 el
Pioneer X con su placa de aluminio grabada) y el 12 de Octubre de ese mismo año
la n a s a , coincidiendo con la conmemoración de los quinientos años del descubri­
miento de América, utilizó el radiotelescopio de Arecibo — hoy por hoy el mayor
del mundo: es capaz de retratar un qasar a diez mil millones de años luz— , con­
tando con una red internacional de observatorios, para poner en marcha la más am­
plia operación de «rastreo del firmamento» orientada a establecer el contacto con
supuestos habitantes inteligentes de las galaxias. Todavía se toma como referen­
cia la célebre «ecuación de Drake» (Francis Drake fue pionero del proyecto s e t i )
que evalúa la probabilidad de vida inteligente capaz de entrar en comunicación in­
terestelar: p = f nc f| f¡ fc [en donde f es la probabilidad de que en un sistema es­
telar dado haya planetas, nc es el número de planetas habitables en un sistema so­
lar con planetas, f| es la probabilidad de que en un planeta haya vida, f¡ la probabilidad

(86) Vid. infra, parte n, capítulo 5.


(87) Hans Freudenthal, U ncos. Design o fa language fo r cosmic intercluirse, North-I lolland Pub.
Co. (Studies in logic and the l'oundations of m atheniatics), Am stcrdam 1960.
88 Gustavo Bueno

de que haya inteligencia en un planeta con vida y fc es la probabilidad de que una


especie inteligente busque comunicación en los 5.000 millones de años después de
la formación del planeta en que se formó]. Si fc se calcula en función de una dis­
tribución gaussiana, con un pico de 30.000 millones de años y una desviación tí­
pica g= 1.000 millones de años, entonces «nosotros seríamos la única civilización
de la Galaxia»88

Sin embargo, ante un hecho tan señalado, suelen ser mantenidas dos actitu­
des igualmente inaceptables, a nuestro juicio; la actitud de quienes dan mucha im­
portancia a los problemas vinculados con los extraterrestres, debido a que creen
en ellos, y la actitud de quienes, al no creer en ellos, quitan toda importancia al
asunto, como mera superstición o simple divertimento de ciencia ficción. Desde
nuestro punto de vista, la importancia que «hoy» pueda corresponder a la creen­
cia en los extraterrestres sólo puede ser valorada precisamente por la filosofía de
la religión, si es que los extraterrestres son un mito religioso a cuyo renacimiento
masivo estamos asistiendo. «Hoy», en conclusión, es una época en la que (filo­
sóficamente) no podemos contar con la realidad de los extraterrestres, aun cuando
contamos ampliamente con su concepto. Y esta característica negativa tiene una
gran significación, como expondremos en su momento, para la filosofía de la re­
ligión (como la tendría el eventual momento futuro en el que esta realidad que­
dase efectivamente establecida).
Comprendiendo, por tanto, «hoy» a tantos fenómenos religiosos que contie­
nen, como partes que se han desarrollado internamente en su ámbito (si es que no
eran cooriginarios de él), una multiplicidad de subsistemas doctrinales, entre los
cuales figuran metateorías de la religión misma (teorías sobre su origen, sobre la
verdad, sobre la diferencia entre fe y filosofía, &c.), y metateorías que llegan a te­
ner ellas mismas el carácter de un dogma religioso («el Libro sagrado procede de
una revelación», por ejemplo), parecerá prudente dudar de toda teoría sobre la
esencia de la religión que no se presente explícitamente en la forma de una com­
paración con otras teorías de la religión, aunque no sea más que porque ellas mis­
mas son, con frecuencia, fenómenos religiosos. Y esta comparación se mantiene
en el plano gnoseológico (en tanto que él también incluye las cuestiones episte­
mológicas), en la medida en que son los fenómenos históricos religiosos mismos
aquéllos que hoy nos ofrecen una multiplicidad de «cuerpos de doctrina» muy en­
tremezclados (de índole histórica, teológica, mitológica, filosófica) que es preciso
comenzar por analizar. Y este análisis es gnoseológico.
Por ello, una filosofía de la religión que no pusiera por delante esta perspec­
tiva gnoseológica, que comenzara exponiendo ex abrupto una determinada doc­
trina sobre la religión (sobre su naturaleza, sobre su origen), no podría ser una ver­

(88) rj'V id. John D. Barrow y Frank J. Tipler, The A nthropic C osm ological P rincipie, Oxford
Univcrsity Press, Oxford 1986, págs. 586-ss. Inform ación actualizada, vía internet, sobre el Instituto
seti en http://www.seti-inst.edu (donde incluso hay una página dedicada a la ecuación de D rake, ac­
tual presidente del In stitu to ).ti
El anim al divino 89

dadera doctrina filosófica, aunque no fuera más que por su incapacidad para re­
coger importantísimos materiales de la fenomenología religiosa (los fenómenos
metateóricos) y, por tanto, la incapacidad para distinguirse a sí misma de lo que
pudiera ser una doctrina teológica.
Cabría, es cierto, adoptar la perspectiva «prehistórica», la perspectiva que
pretende explicar las religiones a partir de situaciones que no contengan aún (su­
puestamente) doctrinas o teorías, mitos, sino únicamente ritos, cultos. Pero esta
perspectiva tampoco podría considerarse como una verdadera filosofía de la reli­
gión. Pues suponemos que tan interno al campo fenomenológico de la religión
puede ser el dogma como el ritual originario, y que, en todo caso, será preciso dar
cuenta de la aparición de los «nuevos» fenóm enos teoréticos y que no por nuevos
habrían de ser menos genuinos o valiosos. Otra cosa equivaldría a admitir que el
primum es siempre el summum.
La perspectiva gnoseológica (que excluye comenzar por la ontología, aun­
que no el terminar por ella) tiene efectos constantes y muy precisos sobre la filo­
sofía de la religión «hoy». Porque la necesidad de mantener constantemente la
comparación de nuestras propias afirmaciones (y de su encadenamiento) con otros
sistemas alternativos de teorías de la religión, permite, en primer lugar, pensar en
la posibilidad de trazar los límites de una eventual filosofía de la religión por el
procedimiento negativo de las clases complementarias — descontando los méto­
dos de la Teología, de la Dogmática, de la Ciencia de la religión. Y, en segundo
lugar, nos obliga a volver incesantemente sobre los presupuestos de nuestras pro­
pias afirmaciones, y no ya sólo por motivos generales, propios del método filo­
sófico, sino por razón de que aquellos presupuestos pueden tener que ver con la
misma fenomenología religiosa. En este sentido cabría concluir que el efecto prin­
cipal de la perspectiva gnoseológica es su carácter crítico. Un carácter que no es
sólo una determinación del carácter genérico de la filosofía como «crítica de la
razón», sino el carácter específico de crítica de la religión y de los saberes sobre
la religión (incluyendo la crítica a las ciencias de la religión y a las propias auto-
concepciones religiosas que forman parte del cuerpo de la religión, al menos a
partir de las fases que llamaremos, más adelante, secundarias). Estas autocon-
cepciones que las religiones, a partir de su fase secundaria, suelen llevar acopla­
das (como una suerte de metalenguaje entretejido en el propio lenguaje-objeto)
actuará como un cerrojo teológico, en el sentido de que, dado su alcance trans­
cendental, impedirá a cada religión (o al menos dificultará) el salir de su propio
ámbito mitológico. (Los Vedas, por ejemplo, son considerados como textos sa­
grados, conocidos por revelación divina: Sruti, literalmente «oir», «audición di­
vina»; en el Corán u n ,3 se lee: «El (Mahoma) no habla de su cosecha.»)

[B] La crítica de la que hablamos (precisamente en virtud de la misma com­


posición del material fenomenológico) es una crítica que ha de considerarse diri­
gida no ya contra otras filosofías de la religión sino, como hemos dicho, también
contra la religión misma, tomada en genera!. Decimos esto teniendo en cuenta
que la crítica a los contenidos parciales de una religión no es, por sí misma, ne-
90 Gustavo Bueno

ccsdriamcnle íilosólica, puesto que se lleva normalmente a electo desde otras re'
ligiones incluso inferiores (según determinadas escalas de valoración) a las reli­
giones criticadas. Así, los gnósticos (Valentín o Marción) criticaron al Dios de los
judíos, interpretándolo como mero Demiurgo, creador del mundo y limitando sus
pretensiones de «Primer Principio», porque en realidad, según ellos, sólo sería el
dios del mundo sublunar89. La crítica de Plotino a los gnósticos90 podría tomarse
como muestra de una crítica relativamente más filosófica (en su época) de la re'
ligión, pues lo que Plotino niega, no son los dentones, ni las inteligencias separa­
das, sino su tratamiento, por así decirlo, dramático, religioso.
L a situación de esta filosofía crítica de la religión puede resultar sorpren­
dente cuando la comparamos con la situación de la filosofía física o biológica. La
crítica filosófica irá aquí dirigida contra otras filosofías alternativas de la materia
inorgánica o de la materia orgánica — porque parecería un despropósito pensar si­
quiera que la verdadera filosofía pueda dirigir sus críticas contra los fe n ó m e n o s-
E s absuido criticar la corteza atómica, o criticar el A d n (aunque, por cierto, ya no
parece tan desproporcionado criticar, desde la perspectiva de un ingeniero aero­
náutico, el modo de planear de un ave).
Pero en filosofía de la religión la situación es claramente diferente. Dado el
carácter teorético (dogmático, mítico) de todas las religiones conocidas y su trato
explícito con la Idea de verdad, así como la oposición de las religiones (de sus ver­
dades) entre sí, necesariamente la verdadera filosofía de la religión debe tomar po­
sición, bien sea frente a todas ellas (por ejemplo, si es materialista, frente a todas
las religiones que enseñen la realidad de los espíritus o de un D io s inmaterial), o
bien sea, al menos, frente a algunas (por ejemplo, si es espiritualista, pero mono­
teísta, deberá tomar posición frente a las religiones politeístas). Podemos expresar
este carácter de la verdadera filosofía de la religión diciendo que ella no puede ser
neutial ante la totalidad de su material fenomenológico y que d e b e ju zg a r o valo­
rara las diferentes religiones empíricas según su «contenido de verdad»91. Com o
este enjuiciamiento o valoración puede tomar la forma de una ordenación objetiva
(coordinable eventualmente con una ordenación histórico-cronológica) nos atre­
veríamos a afirmar que la tarca (por lo demás habitual en la filosofía de la religión,
desde el idealismo hasta el positivismo) de ordenar a las religiones, según su va­
lo ro jerarquía, es una tarea que corresponde a la verdadera filosofía de ¡a religión

(89) San Irenco, Adversas haereses.


(90) Plotino, Encadas, ir, 9.
(91) La «necesidad de valorar» que atribuimos a la filosofía de la religión debe entenderse aquí
en los estrictos términos de los valores de verdad. Por ello no tenem os que entrar en la cuestión de k*
posibilidad de una neutralidad o libertad de valoración (W ertfrciheit) estética, económ ica, política,
moral, en el sentido de la ya clásica polémica polarizada en torno al ensayo de M ax W eber, E l sen­
tido de la libertad de valoración en las ciencias socioló>gicas y económ icas (1917; hay trad. esp. en
Ediciones Península, Barcelona 1971). Por ejem plo en los términos del artículo de 1961 de Alvin W-
Gouldner, «El antiminotauro» (publicado en castellano com o capítulo prim ero de su libro, La socio­
logía actual: renovación y critica. Alianza, Madrid 1979). Nuestro postulado de partidism o filosófico
ante las religiones no excluye poder com partir con el propio Max W eber el rechazo de las valoracio­
nes subjetivas que un autor com o Ritschl pueda hacer de Lutero (La Etica protestante, i, nota 6).
El anim al divino 91

Y que una filosofía de la religión que permaneciese neutral, o que no lograse esta­
blecer un cierto orden, según su verdad, entre las religiones empíricas, no sería una
verdadera filosofía de la religión (se encontraría en la situación de una Química in­
capaz de ordenar a los elementos según su peso atómico). En realidad, la virtuali­
dad crítica de toda filosofía de la religión, en tanto considera a la religión como
verdadera dimensión del hombre (incluso como su verdadera diferencia específica,
en cuanto animal religiosas, como enseñó Lactancio) se alimenta de dos fuentes:
la que procede de la Idea de religión verdadera (en cuanto se opone a la religión
fenoménica o empírica) y la que procede de la Idea de Hombre, en cuanto sujeto
de la religión (que se opone al hombre empírico o apariencial).
No todo lo que aparece en el fenómeno religioso tendrá por qué ser consi­
derado religioso en el mismo plano. No todo lo que aparece referido al hombre es
humano del mismo modo, desde una perspectiva filosófica. Decir que un hombre
adora a otro hombre (o le presta culto) puede ser un modo de referir hechos em­
píricos frecuentes en el mundo antiguo (el culto al emperador), por no referirnos
al mundo actual. La verdadera cuestión es ésta: ¿en qué medida puede llamarse
«hombre» a quien adora a otro hombre o al hombre que se deja adorar? Si aquel
que es adorado es un hombre ¿no habrá que considerar semisalvaje a su adora­
dor? Y si el adorador es un hombre, ¿no será preciso considerar al adorado por lo
menos como un semidiós?
La filosofía, tanto si se dirige al material específicamente religioso, como si
se dirige al material antropológico general, tendrá que mantener Ideas de Religión
y Hombre que no son propiamente empíricas. Y no porque sean formales. Son nor­
mativas, no ya en el sentido de que pretendan afirmar lo que deba ser en un futuro
la religión o el hombre (en lugar de atenerse a lo que es o a lo que ha sido) sino en
el sentido de que pretenden afirmar normativamente lo que debemos pensar de la
Idea de hombre y de la Idea de religión, una vez fijadas sus definiciones esencia­
les. Este proceder no es, en principio, muy distinto del proceder geométrico. Es el
a.xiomatismo — mejor que apriorismo— de Platón cuando enseña que las trayec­
torias irregulares de los astros deben pensarse como circulares; el axiomatismo de
Descartes cuando, salva veritate, prescribe la necesidad de pensar a los animales
como máquinas; el axiomatismo de Fichte al exigir ver el mundo como No-Yo.
Pero la materia es diferente (el hombre, la religión). Esto impone a la filosofía una
tensión característica que, por cierto, trabaja con frecuencia en perjuicio de su po­
pularidad, por su dogmatismo, su espíritu de sistema, su apriorismo (contrapues­
tos, con frecuencia, a la pretendida docilidad del científico ante los hechos de la
experiencia). ¿No es más sencillo — se dirá— reconocer que hay hombres que dan
culto a otros hombres que pretender que los adoradores tales no son hombres? ¿No
es más respetuoso con la realidad quien reconoce que no sólo los hombres han sido
adorados, sino también los animales, las plantas y los objetos inanimados y que,
por tanto, no sólo han de incluirse entre las categorías de lo sagrado a los místicos
y a los profetas, sino también a los betilos y a los paladiones? Pero, por otro lado,
se concederá, al menos, que este proceder normativo es constitutivo de un cierto
tipo de filosofías. Y si estas dimitiesen de su estilo, perderían el sentido mismo de
92 Gustavo Bueno

los problemas. La cuestión en filosofía no estriba en cambiar el método axion\¿¡.


tico constructivo por el método empírico analítico, sino en cambiar unos axion\gs
(cuando se revelan gratuitos o inadecuados) por otros.
La concepción especulativa de la filosofía, en sus posiciones más radical^
prohibirá cualquier tentación que la filosofía pueda tener en orden a la «crítiCa
del propio material». Su misión sería reflejarlo sin transformación, como un Es­
pejo puro, dejándolo intacto (si se quiere que «comprender» signifique «dejur
que las cosas sean como son»), Pero ni siquiera de esta concepción tan respqa.
ble del método filosófico se seguiría que la filosofía no deba ser crítica, por ja
sencilla razón de que sin crítica no es posible comprender nada y menos aún las
religiones, en la medida en que estas tienen (al menos a partir de las fases % e
llamaremos secundarias y terciarias) componentes teoréticos (es decir, consti^.
tivos de teorías, al menos virtuales) por tanto, cognitivos, lógicos, causales, m^y
profundos. Y estos componentes sólo pueden ser comprendidos si, a la vez, son
criticados desde las coordenadas lógico-materiales habituales en el método fil0.
sófico. Por ejemplo, no se podría siquiera descubrir el significado de una se.
cuencia operatoria constitutiva de una conducta de magia contaminante que CQn.
sista en tratar de curar la herida infligida a otro hombre con un puñal, limpiando
el puña!, si no se presupone que la flecha causal va en la otra dirección. Si es
cierto, como decía Unamuno, que los auténticos cristianos se rigen por el si­
guiente silogismo: «todo hombre es mortal, Cristo es inmortal, luego todo Cristo
es inmortal», sólo criticando la forma de este silogismo podríamos comprender
el sentido de la fe del cristiano, en la interpretación unamuniana. Criticar, J)0r
tanto, es casi simplemente clasificar, distinguir y esto es ya una tarea práctica,
que no implica, por lo demás, necesariamente la ejecución de los actos (políti­
cos o de cualquier otro tipo) conducentes a eliminar aquello que no entra en de­
terminadas clases de la clasificación. Sólo después de haber clasificado (discri­
minado, criticado) el contenido de una dogmática podrá decirse con Tertuliano:
credo quia absurdum.
Ahora bien: precisamente el carácter crítico que asociamos a la verdadera
filosofía de la religión es el motivo que algunos encuentran suficiente para con­
denar a la filosofía de la religión crítica como una. filosofía verdadera o, por lo
menos, como una tarea racional y estrictamente científica. Toda valoración, se
dirá, es siempre interesada, subjetiva y un conocimiento científico estricto deberá
mantenerse «libre de valoración»92. Quien insiste en valorar, en tomar partido
(ante las religiones en general, o ante alguna en particular) dejará, por ello misino,
de ser un científico estricto para convertirse en un sectario. Esto equivale para rnu-
chos, precisamente, a mirar con recelo y aun con desprecio a esas verdaderas fi­
losofías de la religión que, por serlo, han de ser también partidarias y «acientífi-
cas». En nuestro caso, la cientificidad se definirá por relación a la cientificidad de
las ciencias de la religión. Pero la cuestión de la cientificidad de la ciencia de la
religión es muy oscura, según hemos dicho, en virtud de una circunstancia espe-

(92) Vid. nota anterior.


E l anima! divino 93

Jaguar m ítico lollecu de Teotihuacán

r:. ste ja g u a r m ític o , d e v o ra d o r do c o ra z o n e s , d e u n a p in tu r a m u ra l d e T c o tih u a c á n . ilu s tra m u y b ie n la fis o n o m ía


z o o n m rfic a d e los n ú m e n e s d e u n a re lig io s id a d p o s itiv a p rim a ria .

Fachada de It/.an Na

Ilu s tra c ió n d e u n a e ta p a m u y a v a n z a d a d e r e lig io s id a d p rim a ria , e n r ig o r s e c u n d a ria , e n la c u a l el te m p lo y a n o es


u na c u e v a q u e c o n tie n e re p re s e n ta c io n e s d e a n im a le s , s in o q u e e s u n a c o n s tru c c ió n q u e r e p re s e n ta p o r si m is m a el
a n im a l n u m in o s o . L a f o to g ra fía m u e s tra u n m o d e lo d e e d if ic io e s tilo C h e n e s , e n H o c h o b , C a m p e c h e . L a fa c h a d a es
un e n o rm e ro stro de Itz a n N a , c o n la b o c a a b ie r ta y d ie n te s e n la m a n d íb u la s u p e rio r y la in fe rio r (el u m b ra l), q u e
fo rm a b a n la e n tr a d a a la c a s a d e la s Ig u a n a s . E n la m is m a é p o c a e n q u e lo s e s p a ñ o le s e n A m é ric a d e s c u b ría n e s to s
te m p lo s n u m in o s o s , e s c r ib ía e n E s p a ñ a S a n J u a n d e la C r u z (N oche O scura del A lm a, ti, 5): « D e tal m a n e ra ID io s]
lo d e s m e n u z a y d e s h a c e [al h o m b re q u e e n tr a m ís tic a m e n te e n su s e n o ] a b s o rb ié n d o le e n su p ro fu n d a tin ie b la , q u e
el a lm a se s ie n te e s ta r d e s h a c ie n d o y d e rr itie n d o a la f a z y v ista d e su s m ira s c o n m u e rte d e e s p íritu c ru e l, a s í c o m o
si tra g a d a d e u n a b e s tia , e n su v ie n tre te n e b ro s o se s in tie s e e s ta r d ig irie n d o , p a d e c ie n d o e s ta s a n g u s tia s.»
94 Gustavo Bueno

cífica que tiene que ver con la especificidad de los fenómenos religiosos de la c]^
hemos partido, a saber: que los fenómenos religiosos son ellos mismos teorías ^
si se prefiere, que ellos mismos se presentan («émicamente») como verdades. W¡_
lliam James recogió, en términos psicológicos, esta característica diciendo que l^s
sentimientos religiosos son «sentimientos de realidad». Característica que, en t<5r_
minos gramaticales, puede formularse diciendo que el género literario de las
ses mediante las cuales los hombres se dirigen a los dioses no se reduce al géne>-a
optativo o expresivo (lenguaje moral, emocional) sino que se contienen en el
ñero apofántico. El creyente no reza diciendo: «Dios, si existes, salva a mi ali>ia
si ésta existe», sino que, al rezar, esta afirmando que Dios existe93. El mismo a,._
gumento ontológico de San Anselmo podrá considerarse como una formulació(1>
referida al Dios de los filósofos (id quod majus cogitan non possit) de estos «sclv
timienlos de realidad» que ciertamente no saben nada de un ser al que por ese^.
cia le conviene existir, pero sí saben de un significado de presencia que, para sos_
tener su sentido, pide suponer la realidad (la verdad) aunque sea empírica — y h0
necesaria— de un ser dado: un demonio, un numen, un Tú empírico, el Dios qe
Abraham o de Jacob (que no tiene por qué ser el Acto puro aristotélico o «aque_
lio cuyo mayor no puede ser pensado»).
Podríamos hablar, así, de un argumento ontológico religioso, respecto dei
cual el argumento ontológico metafísico — el anselmiano— fuese sólo un ca^0
límite particular. Un argumento ontológico religioso que la fenomenología de ia
religión, de estirpe husserliana, conoció (con el nombre de argumento ex actib(ls
religiosis: Scheler, Gründler, Hessen, &c.) mejor que la filosofía analítica de )a
religión, de estirpe carnapiana o ayeriana, demasiado pegada (como ya heinos
dicho) a los marcos escolásticos medievales, anselmianos (o, sencillamente, a ia
filosofía pragmatista, en la interpretación del uso, por un grupo social deternii.
nado, del concepto de Ser-necesario94). Es cierto que el llamado argumentum c.v
actibus religiosis95, para designar la «fundamentación fenomenológica» que M;ix
Scheler ofrece, a partir de la religión misma, de una clase especial de objetos re­
ligiosos, es muy confuso. Porque ahí no sólo se constata que el espíritu humano
ejecuta actos intencionales que necesariamente exigen una correlación con de­
terminados contenidos esenciales y que se diferencian de todas las posibles sín­
tesis de experiencias finitas del mundo, sino que se pretende que la evidencia re­
ligiosa manifiesta que el espíritu humano posee un exceso de fuerzas y facultades
que desborda lo finito y se abre a Dios (De lo eterno en el hombre). Pero una
cosa es discutir la naturaleza infinita de esos objetos específicos de las creencias
religiosas (objetos que efectivamente corresponden a un exceso de aquello que
el hombre encuentra en el círculo de sus relaciones con otros hombres), y otra
cosa es reconocer que ciertos objetos son exigidos «transcendentalmente» por la
experiencia religiosa.

(93) Vid. J. M uguerza, «El problem a de Dios en la filosofía analítica», 1966, op. cit., pág. 325.
(94) Como ocurre en el artículo ya citado de N. M alcolm, «A nselm ’s Ontological Argum ents».
(95) J. Hessen, op. cit., capítulo n.
El anim al divino 95

Ahora bien: precisamente a partir de los mismos contenidos de estos fenó­


menos religiosos, en cuanto fenómenos que nos remiten internamente al horizonte
de su verdad — de verdades muy amplias, por las cuales cruzan Ideas tales como
la Idea de Hombre, de los dioses, creadores o no de alguna parte del mundo o de
su conjunto— , es de donde llegamos a la duda acerca de la posibilidad de una
ciencia de la religión, en el sentido de una ciencia que pueda cen arse dentro de
un ámbito estrictamente fenomenológico. Pues son los propios fenómenos los que
nos remiten a la cuestión de la verdad, de la esencia, en términos gnoseológicos.
Nuestra crítica a la ciencia de la religión es, pues, una crítica a la posibilidad
misma de la ciencia fenomenológica que quiera mantenerse neutral en lo concer­
niente a la verdad de los fenómenos. Pero no es una crítica que tenga el sentido de
hacer plausible la definición de método filosófico como algo que puede mantenerse
al margen de la investigación científica, en nuestro caso, de las ciencias de la reli­
gión, sino todo lo contrario. La necesidad que atribuimos a la Filosofía de la Reli­
gión hoy, de plantear sus problemas desde una perspectiva gnoseológica, se funda
sobre todo en una concepción general de la filosofía como saber de segundo grado,
saber que presupone otros saberes, que presupone por tanto muchas afirmaciones y
negaciones previas que hoy están determinadas, en gran medida, por las ciencias.
Pero esta concepción de la filosofía hay que entenderla de modo dialéctico. En efecto,
también la Filosofía de la Religión ha de contar continuamente con los resultados
arrojados por las ciencias de la religión (no puede, «elevando los ojos al cielo» o su­
mergiéndose en las profundidades del alma, responder a la pregunta por la esencia
de la religión). Pero es necesario distinguir las ciencias de la religión de las ciencias
naturales, por ejemplo. No son ciencias del mismo modo y, por tanto, la crítica a es­
tas ciencias ha de ser ante todo una crítica gnoseológica. Por ello, nuestro argumento
es dialéctico: la necesidad de la perspectiva gnoseológica, como perspectiva ade­
cuada para mantener la crítica de la ciencia de la religión (como tarea necesaria hoy
para el desarrollo de una teoría de la religión), no equivale a un intento de justificar
una cierta actitud que cree poder prescindir olímpicamente de los métodos científi­
cos, apelando a una comprensión metafísica o fenomenológica (o meramente ana-
lítico-lingüística). Por el contrario, parte de la concepción de principio según la cual
la filosofía hoy debe apoyarse continuamente en los resultados científicos y, en con­
secuencia, hace necesaria la crítica de esas ciencias de la religión. No para prescin­
dir de ellas, sino para utilizar continua, pero críticamente, sus resultados. Y esta crí­
tica, en Filosofía, solamente puede ejercerse desde una perspectiva gnoseológica.
Es una crítica ad hominem a partir de la misma naturaleza de los fenómenos, pues
son los propios fenóm enos religiosos aquellos que resultan mutilados y deforma­
dos cuando se los quiere mantener (neutralmente) al margen de Ia cuestión de la
verdad. La prueba es que, según la alternativa que se escoja (considerarlos verda­
deros o ilusorios) — una alternativa que, por lo demás, no es ni siquiera exógena a
la propia fenomenología religiosa (dado que son las mismas religiones las que cons­
tantemente usan estas alternativas en sus relaciones mutuas, unas relaciones que per­
tenecen también al campo fenomenológico de la ciencia de la religión)— , el propio
significado del fenómeno muda profundamente.
96 Gustavo Bueno

Ilustremos esta situación refiriéndonos a un episodio muy debatido de la his­


toria de las ciencias de la religión: la elaboración de la tesis del monoteísmo pri­
mitivo por la llamada Escuela de Viena (W. Schmidt, Koppers, Schebesta, Gu-
sinde, Konig, &c.). Prescindiendo de los móviles interesados (apologéticos) que
pudieron impulsar a estos investigadores (casi todos ellos sacerdotes católicos)
— y podemos prescindir en virtud de la distinción, que reconocemos en principio,
entre el finís operis y el finís operantis—, prescindiendo también de las relaciones
de esta escuela con las concepciones degeneracionistas del tradicionalismo (De
Maistre, Bonald, &c.), lo cierto es que la tesis del monoteísmo primitivo (la tesis
según la cual en todos los pueblos primitivos conocidos se encontraría la Idea de
un Dios único, superior, eterno, omnisciente, bueno, creador) es presentada como
una tesis empírica, cuya validez es estrictamente científica. Una tesis verificable
en el Duramulum de los Yuin, Baiama de los kamilaroi, el Pulúga de los andama-
neses o el Kari de los pigmeos de Semang. Se trataría, pues, de una verdad empí­
rica, fenomenológica. Una verdad que, al parecer, sería compatible con la tesis f i ­
losófica que afirmase la correspondiente verdad ontológica («existe efectivamente
un Dios único, superior, &c.»), pero también con las tesis (filosóficas o metafísi­
cas) opuestas (politeístas, ateas).
La cuestión no creemos quede planteada (gnoseológicamente) de este modo
lógico-abstracto («compatibilidad», «incompatibilidad»), sino de un modo más
preciso, digamos lógico-material: ¿permanece intacta la verdad fenomenológica
ante las alternativas de la verdad ontológica, o bien estas diversas alternativas mo­
difican la tesis fenomenológica en el sentido (estrictamente gnoseológico) de obli­
garnos a cambiarla de categoría? Porque si la modifican en un sentido o en otro
habrá que concluir que la tesis fenomenológica no es una verdad científica inco­
rregible, un teorema autosuficiente que se inserta en el proceso de un cierre cate­
gorial, sino una parte de un proceso constructivo más amplio, de una ciencia que
sólo en su conjunto podría considerarse como asiento de una verdad científica.
(Por de pronto, no estará de más subrayar cómo la tesis fenomenológica de refe­
rencia es algo más que el resultado de una descripción, aunque no fuera más que
por la construcción implicada en su carácter inductivo; y esto, sin contar con la
intención, ya enteramente especulativa y aun pseudo-científica, ligada con su gé­
nesis apologética, de extender esta inducción desde los primitivos actuales a los
primitivos prehistóricos, para ajustarse así, de forma armónica, al dogma de la Re­
velación primitiva. La tesis del monoteísmo original, corrompido posteriormente
en las religiones politeístas, la mantuvo, en el siglo vm, un Wilhelm Schmidt mu­
sulmán, Ibn Kalbi en su Libro de los ídolos.) Cuando la tesis fenomenológica se
mantiene en su estricto ámbito empírico inductivo, deberá figurar como una tesis
de la Sociología o de la Etnología (incluso de la Psicología). Pero nunca ha de pa­
sar como tesis de la Antropología. Comienza a ser una tesis antropológica intere­
sante precisamente cuando se la considera desde una perspectiva politeísta o atea.
(«Si no existiese Dios único, &c., será preciso explicar por qué los pueblos pri­
mitivos han construido esa Idea, supuesto que la hayan construido.») Y también,
desde luego, desde la hipótesis teísta, desde donde cobra sentido antropológico.
E l anim al divino 97

al menos hipotético, la idea de una Revelación primitiva del tradicionalismo, o la


idea de una religión natural. En suma, la cuestión de la verdad, sus alternativas,
modifica totalmente el curso de la tesis en su conexión con otras tesis, curso cons­
tructivo en el cual ponemos, desde luego, la efectividad de una ciencia. D esco­
nectada de estas alternativas constructivas, la tesis es insignificante. A lo sumo,
es un dato empírico cuyo rango gnoseológico sería comparable al de la proposi­
ción astronómica (verdadera fenomenológicamente) que establece que todos los
planetas giran según órbitas situadas aproximadamente en un mismo plano. Por­
que esta tesis y su verdad, no son propiamente una tesis y una verdad de la A s­
tronomía científica. Es una tesis que deberá componerse con alternativas diver­
sas (¿hay un Sol central que es causa de esas órbitas, o no lo hay?). Y sólo si es
posible decidir entre tales alternativas, la tesis ingresará en un curso de cons­
trucción propiamente científico.
Y con esto, llegamos ya a la cuestión crítica central que la filosofía gnoseo-
lógica de la religión tiene que plantearse ante el tratamiento de los fenómenos re­
ligiosos por las ciencias de la religión: ¿pueden considerarse estas ciencias como
los procedimientos más adecuados para establecer la estructura o esencia de los
fenómenos religiosos? Es decir, ¿cabe hablar de unas ciencias de la religión, en
el sentido estricto que correspondería a una ciencia cerrada en tomo precisamente
al núcleo de los fenómenos religiosos y sobre cuyos resultados la filosofía de la
religión podría (y debería) apoyarse, a la manera como la filosofía de los núme­
ros ha de apoyarse en la Aritmética? Mi respuesta es terminante: no. Ocurre que,
en el campo religioso, las diferencias entre categorías e Ideas se hacen borrosas,
porque las «categorías» religiosas más positivas (Dios, Verdad, Gracia) son, a la
vez, Ideas y recíprocamente. Y, por ello, la verdadera filosofía de la religión pa­
rece muchas veces ciencia positiva de la religión (que, en rigor, no existe por sí
misma). El material religioso, los fenómenos de la religión por su contenido y na­
turaleza, son de tal modo abiertos, que parece enteramente irresponsable hablar
siquiera de la posibilidad de una ciencia de los mismos. La crítica filosófica (gno-
seológica) de la ciencia de la religión concluye con la censura enérgica de tales
pretensiones, declarando como acríticos e irresponsables a quienes creen estar al­
canzando una comprensión científica (empírica o fenomenológica) de la religión
en el momento en que, o bien están utilizando de forma inconsciente ideas filo­
sóficas («Hombre», «Realidad»...) o bien, si no las utilizan, no están conociendo
nada esencial sobre la religión, sino, a lo sumo, información enciclopédica.
El «científico» de la religión que renuncia ascéticamente a juzgar sobre la
verdad y el origen de las religiones, propenderá a considerar estas cuestiones como
objeto de especulación extracientífica, o como asunto meramente confesional, o
como mera especulación filosófica (acaso bien hilada, pero gratuita y sin inci­
dencia en los hechos). Se creerá situado en un terreno mucho más firme, un te­
rreno desde el cual se creerá facultado para criticar a la filosofía. Ante esta pos­
tura, a la filosofía sólo le cabe contraatacar (después de defenderse de las acusaciones
fantásticas, por ejemplo, de las que presentan a la filosofía de la religión como
ocupada de cuestiones «que no están ni en el tiempo ni en el espacio» o bien de
iim'üt? pre^cntan a las I(le:ts filosóficas como Ideas que no tiene incidencia enJ a
i- • - ^acion e os hechos), primero, poniendo en duda que las ciencias de 1#
c° mPorten un conocimiento o comprensión científica de las religiones-'
uní n Sfhac,endo Ia semejanza entre filosofía y actitudes confesionales. El ^
una filosofía se comprometa sobre la verdad de una religión o de todas ello*no
gni ica que desarrolle simples construcciones especulativas gratuitas. El píeC1.°
e juzgar, de entender, de discriminar los diferentes planos en los cuales está* s *'
uados, los fenomenos religiosos es tomar posición ante el problema de su v e r ^ ’
P ciones que implican a su vez un determinado compromiso con las Ideas. Por
ejemplo con la Idea de Hombre. Así, por ejemplo, cuando Comte considera ¿ilte'
ícmsrno, o al politeísmo como propios de épocas primitivas de la Humaní¿ad'
este utilizando una Idea de Hombre; cuando Marx considera degradados a los l,,n'
ues «que se arrodillan ante el mono Hanuman» lo hace desde una Idea de H°m'
re según la cual el Hombre es «soberano y dominador de la Naturaleza».
Las leonas de la religión de carácter evemerista, por ejemplo (q u e pasantTlu'
chas veces por ser aquellas que mejor se ajustan a los métodos del r a c io n a li *™0
cienti ico), ¿no comprometen la Idea de Hombre y la Idea de Dios? «Los dí°ses
son hombres sobresalientes que el recuerdo o la impostura h a m a g n ific a d o » '. Pa '
ece una te s is de claridad meridiana, apoyada en abundante d o c u m e n ta c ió n eITi
pírica, ero, y sin entrar en la crítica de esta documentación (siempre parC‘a'’
cuan o se la contempla en relación con la época histórica, o bien meramente es'
pecuiativa, en el peor sentido de esta palabra, el de la ciencia-ficción, para el &sc
e a teoría freudiana de Tótem y Tabú), la tesis es todo menos clara. Su clar¡cl‘l(i
es puramente retórica; filosóficamente es acrítica y aparente. Contiene, ad eí^ 5,
una petición de principio, a saber, comenzar a definir a los dioses... c o m o «JiO,lv
res sobresalientes». ¿Por qué los hombres sobresalientes habrían de convert'rse
en dioses? ¿Acaso Dios no es precisamente un ser que no es humano? ¿Cóm° el
hombre puede, él mismo, ser sobrehumano? Un hombre sobrehumano ¿no es un
circulo cuadrado? Y si se dice que el hombre, por naturaleza, tiene en sí esa vir'
tud de transcendencia, la virtud de alcanzar lo sobrehumano que en él late y
es lo divino, estamos incurriendo en el género de explicaciones por la virtus dor­
mitiva. Si se corrige la conclusión diciendo que lo divino no significa otra cosa
sino lo hum ano-sobresaliente, entonces estamos afirmando que lo d iv in o es lo
mismo que cierto conjunto de cualidades humanas sobresalientes (afirmación Que
sólo podría aceptarla el hombre normal, con lo que el evemerismo vendría a sc(
sólo l a opinión de los hombres vulgares). Y si se apela a los m e c a n i s m o s de ^
conciencia colectiva o a los de la cámara oscura de la conciencia, estaremos re­
conociendo que el evemerismo es cualquier cosa menos una tesis clara, porque
habremos renunciado a comprender el proceso evemerista de la divinización de)
hombre (encomendando esa comprensión a la cámara oscura que actúa como deus
ex machina).
Son los resultados de la crítica global y particularizada a las ciencias de U
religión aquellos que obligan a la misma filosofía a asumir responsabilidades que.
en otras situaciones, podría no tener. Responsabilidades que ya no serán especu-
E l anim al divino 99

lativas (supletorias de una ciencia aún inexistente), sino propias y características.


Sólo si la crítica filosófica (ya se ejerza desde el espiritualismo, ya desde el
materialismo) puede reconocer la verdad fundamental de la religión — entendiendo
aquí por verdad, por antonomasia, precisamente la verdad del argumento ontoló­
gico religioso, la fundamentación religiosa de los preám bulo fidei, en tanto con­
tienen la referencia a entidades numinosas— , cabe hablar entonces de una verda­
dera filosofía de la religión con sentido gnoseológico. Y esto, sin perjuicio de que
ella quede subordinada a la Teología natural o, en su caso (en el que nosotros nos
situaremos) a la Antropología filosófica.
Podrá parecer excesiva esta condición que, sin embargo, no es sino una con­
dición estrictamente gnoseológica. Si aquellos fenómenos religiosos que estima­
mos, ya en el plano fenomenológico, como específicos de la «experiencia reli­
giosa» (a saber, aquellos fenómenos en los que los hombres se manifiestan trabando
relaciones lingüísticas o simbólicas con otras entidades numinosas no humanas,
los fenómenos de la plegaria, de la adoración, de la reverencia o del éxtasis p o ­
sesivo) no pueden ser, de algún modo, reconocidos filosóficamente como esen­
cialmente verdaderos, entonces estos fenómenos deberán ser reducidos a la con­
dición de alucinaciones, ilusiones o pseudopercepciones («mentefactos»). Es decir,
a categorías de la Psicología individual o social, a categorías de una ciencia que
pretende ser positiva y no filosófica. Por el contrario, y dado que la fundamenta­
ción de la verdad de estos fenómenos religiosos nucleares excede a las posibili­
dades de cualquier ciencia categorial, resultará, por ello mismo, que tal ciencia
habrá de mantenerse neutral ante la cuestión de esa verdad. Lo que significa, para
nosotros, que tampoco puede erigirse esta ciencia en una «ciencia de la religión»
(salvo que se tome esta expresión en sentido meramente oblicuo).
Por lo demás, la crítica filosófica de las ciencias de la religión no puede re­
ducirse a estos resultados limitativos (o negativos). Tiene también que dar cuenta
de la efectividad científica que a las ciencias de la religión (una vez que han re­
nunciado a la cuestión de la verdad) pueda corresponder. Brevemente, el problema
gnoseológico se nos plantea, no ya como cuestión de la posibilidad de una filo ­
sofía de la religión, sino como cuestión de la posibilidad de las ciencias de la re­
ligión. En la imposibilidad de acometer en esta obra un tratamiento gnoseológico
mínimo de estos problemas, se me permitirá insinuar, al menos, la dirección por
la que irían nuestras conclusiones.
Las llamadas «ciencias de la religión» — concluiríamos— no son propiamente
(en sentido recto) tales ciencias de la religión, sino que son sociología, filología,
historia, etnología, es decir, ciencias de la religión en sentido oblicuo. Para decirlo
a nuestro modo: el material religioso, de tal modo está cruzado internamente por
Ideas, que lo abren por todos sus flancos, que no cabe erigirlo en campo categorial
de alguna ciencia específica, o de varias en conjunción enciclopédica.
Por tanto, nuestra crítica a las ciencias de la religión se dirigirá muy espe­
cialmente a esa pretendida ciencia que se autodenomina «Antropología de la reli­
gión» y que suele, desde luego, sobrentenderse como un subsistema (aunque muy
importante) de la llamada «Antropología cultural», como disciplina científica que
100 Gustavo Bueno

no quiere ser especulación filosófica ni, por supuesto, teológica, sino «ciencia de
campo». La llamada «Antropología cultural», por lo demás, alberga siempre la pre­
tensión de llegar a ser Antropología simpliciter, Antropología general (científica,
no filosófica), al modo, por ejemplo, de Marvin Harris96. En el marco de esta An­
tropología general fragua el capítulo o los capítulos llamados «Antropología reli­
giosa». Como la Antropología religiosa se autoconcibe como una parte de una/hi-
tropología a secas (general), es decir, como no quiere ser Psicología de la religión,
ni Historia de las religiones, &c„ aunque no desdeñe las colaboraciones interdis-
ciplinares, se comprende que esta Antropología religiosa haya de proyectarse como
un tratamiento científico de la religión en sus aspectos precisamente más genera­
les y esenciales desde el punto de vista antropológico — aun cuando se prescinda
de la cuestión de la verdad de la religión, incluso de las cuestiones especulativas
sobre su origen. «La antropología — nos dice un manual reciente, por boca de Luis
Mallart97— no presupone la existencia de una religión verdadera, ni pretende, por
otra parte, contribuir a resolver el problema que muchos hombres se plantean so­
bre la existencia de una realidad transcendente. El problema de la ‘verdad’ no es
un problema antropológico.» El planteamiento antropológico no se confunde con
el teológico ni con el filosófico: «Las teorías que la filosofía presupone transcien­
den el tiempo y el espacio [parece como si L. Mallart estuviese pensando en Santo
Tomás]; su referencia a los hechos religiosos es secundaria. Para el antropólogo,
en cambio, constituyen la base de su reflexión teórica.»
Semejantes apreciaciones, cuando se las considera desde una perspectiva lógica,
son puramente declamatorias y expresan sólo una pretensión, un deseo (la pretensión
de una ciencia antropológica de la religión al margen de la cuestión de la verdad, la
pretensión de una «reflexión teórica» que no quiere ser «teoría filosófica»). Pero la
cuestión es si esta pretensión intencional puede hacerse efectiva. Sin duda, los pro­
blemas sobre la existencia de una realidad transcendente no corresponden a la cien­
cia de la religión (estamos de acuerdo con Mallart), pero tampoco a la filosofía de la
religión98. Según hemos dicho, corresponden a la Ontología. Pero esto no significa
que la «teoría de la religión» pueda mantenerse a espaldas de la Ontología. ¿Qué puede
significar entonces la decisión del «antropólogo» de atenerse a los hechos religiosos.
en el sentido de una ciencia empírica, inmanente al material antropológico? Se res-

(96) Marvin Harris, Introducción a la antropología general, versión española de Juan Oliver Sán­
chez, Alianza, M adrid 1981, capítulos 21 y 22: «Variedades de experiencia religiosa» y «La religión
com o adaptación».
(97) Luis M allart, «Antropología religiosa», en Las razas hum anas, dirigida por Ram ón Valdés.
4 vols., Com pañía Internacional Editora, Barcelona 1981, vol. i, pág. 189.
(98) o ’La existencia de los dioses, es cierto, no com pete a la Antropología científica, pero en cam­
bio sí está entretejida con los fenóm enos religiosos; luego el «tribunal suprem o de apelación», por así
decirlo, para decidir sobre estos fenóm enos, no será la Antropología científica sino la Filosofía de h
religión. Ocurre algo sim ilar en las ciencias naturales: cam biem os Dios por el Sol. Sin duda, puede
estudiarse el Sol com o contenido antropológico (iconografías, rituales, calendarios...). Pero el Sol es
una entidad extra antropológica. Cierto que el antropólogo la da por supuesta (juntam ente con sus ór­
bitas, &c.); pero no pueden organizarse los fenóm enos antropológicos que tengan que ver con el So!
prescindiendo de la cuestión de su verdad.
El anim al divino 101

pondera: el análisis de los hechos religiosos en cuanto son hechos culturales (siendo
la cultura el objeto de la Antropología como ciencia científica, distinta de la Zoolo­
gía o de la Etología). Ahora bien: cuando se comienza asignando a la Antropología la
misión de establecer las leyes y estructuras de los procesos causales autónomos más
generales que tienen lugar en el ámbito de las culturas humanas" y se enfocan, desde
luego, los hechos religiosos como realidades culturales, se comprenderá que puede
alimentarse la ilusión de una Antropología religiosa que no sea ni Psicología de la re­
ligión, ni Sociología de la religión, ni Historia de la religión (ni, por supuesto, filoso­
fía de la religión), sino simplemente Antropología, como síntesis totalizadora.
Los problemas comienzan cuando nos atenemos a los resultados, al «pro­
ducto» obtenido a partir de propósitos tan plausibles. Pues, no sin cierta sorpresa,
advertimos que este producto de la «Antropología científica» no es otra cosa sino
un amasijo enciclopédico de contenidos filosóficos, psicológicos, sociológicos,
etnográficos, históricos, yuxtapuestos según los intereses del autor. A lo sumo,
éste se atiene a una tradición académica que le impide no olvidarse citar, por ejem­
plo, la distinción entre magia y religión, o entre teorías animistas, monistas o In­
ternistas. Por esto, el producto resultará tanto más interesante y ameno cuanto más
interesante y amena sea la personalidad del autor. Marvin Harris tiene un gran ta­
lento para escoger ejemplos sabrosos. Y así, en su relato, no olvida damos un poco
de las teorías decimonónicas, un poco de las creencias de los jíbaros y otro poco
de alusiones «ilustradas» a religiones actuales.
¿De dónde brota esa persistente creencia, tan persistente como ilusoria, que
permite que tales amasijos enciclopédicos puedan ser tenidos por realizaciones de
la «visión sintética antropológico-científica» de la religión? A nuestro juicio, la
explicación reside en la presencia de ciertas Ideas que actúan por detrás de esos
supuestos métodos empíricos antropológicos. Y por nuestra parte, no impugna­
mos tales métodos por el hecho de que respiren en la atmósfera de tales Ideas. Lo
que impugnamos es, en general, la acrítica ingenuidad de quienes creen estar crí­
ticamente atenidos tan sólo a los hechos cuando hablan de «perspectiva antropo­
lógica», cualquiera que ella sea (a veces, puramente apologética de la religión cris­
tiana o de las religiones en general), como si fuese posible organizar unitariamente
los hechos antropológicos a partir de los puros hechos, o de relaciones / ó c Y / c y k .

1) «La Antropología es la ciencia de la cultura, de sus leyes, de sus estruc­


turas generales, de las reacciones causales entre sus partes.» Esta es una tesis gno-
seológicamente gratuita, por completo inadecuada. La cultura, tomada en su to­
talidad (incluso la cultura humana, la cultura que brota por la mediación de los
hombres) no constituye el campo de una ciencia, como pretendió Ostwald (la Kul-
turologie) y, menos aún, el de una ciencia antropológica100. La razón reside no

(99) Ram ón Valdés, «El concepto de cultura», en Las razas hum anas..., vol. i, pág. 57.
(100) El proyecto de una Kulturología de Ostwald, de una Ciencia de la Cultura lia sido refomiulado
por Leslie A. Wliite, La ciencia de la cultura. Un estudio sobre el hombre y la civilización, trad. española
en Paidós, Buenos Aires 1959. Vid. en el capítulo i información sobre el proyecto de Ostwald.
102 Gustavo Bueno

sólo en la heterogeneidad y autonomía relativa de las regiones de la Cultura hu­


mana (economía, lingüística, tecnología, derecho) que hace muy dudosa una cien­
cia general (las semejanzas que entre esas regiones pueden establecerse, desde
luego, no tienen muchas veces más alcance que el de las semejanzas entre los ga­
jos de una nuez y los hemisferios cerebrales) sino, sobre todo, en la creciente in­
dependencia de sus desarrollos respectivos por relación a los propios hombres, a
través de cuyas operaciones las formaciones culturales se abren inicialmente ca­
mino. Las leyes gramaticales no son, por ello, leyes antropológicas, como tam­
poco lo son las leyes geométricas101. Es un puro error el pensar que, puesto que
la cultura (humana) se desarrolla, en general (descontando los cada vez más im­
portantes resultados de la automación) a través del hombre, las leyes de su de­
sarrollo son leyes antropológicas. La disociación entre los fin e s operis y los fi­
nes operantis es continua y progresiva; y respecto de las formas culturales, tanto
puede decirse que ellas son productos de la acción humana, como puede decirse
del hombre que es producto de las formas culturales («el fuego hizo al hombre»).
Los dogmas religiosos, por ejemplo, contribuyen a configurar la Geografía, en
sentido gnoseológico (Spcculum Natúrale de Vicente de Beauvais, 1250; De di-
mensione Terrae de Gaspar Peucer, 1556), tanto como la geografía, ahora en su
sentido ontológico, puede configurar a la religión (Espíritu de las Leyes, de Mon-
tesquieu, libro xiv). La Culturología no puede confundirse, sin más, con la An­
tropología, como algunos creen sin mayor preocupación.
Ahora bien, no queremos decir con las afirmaciones precedentes que carezca
de sentido una consideración antropológica de la cultura. Lo que queremos decir
es que esta nueva perspectiva requiere la introducción de la escala humana, a sa­
ber, aquélla desde la cual se configuran los individuos humanos como organis­
mos zoológicos del orden de los primates. La perspectiva de la Antropología cul-
tui al o, si se prefiere, de la Culturología antropológica se alcanzaría en el momento
preciso en el cual los procesos, formas o estructuras culturales se consideren re­
feridos a los organismos humanos, o a grupos de tales organismos. Sólo porque
estos organismos mantienen una estructura anatómica y conductual prácticamente
invariante desde hace unos 25.000 años, cabe hablar de unas leyes antropológi­
cas. Podría demostrarse que aquello que los «antropólogos culturales» llaman «es­
tructuras antropológicas», leyes o universales antropológicos, &c., resultan siem­
pre de la introducción de los organismos zoológicos humanos en el seno del tejido
cultural. O, lo que es equivalente, de la reducción de los tejidos culturales a sus
referencias antropológicas (pongamos por caso, a título de ilustración, la propo­
sición culturológica: «todas las casas tienen puerta»102). De aquí el carácter abs­
tracto de estas reducciones y de las leyes generales a que dan lugar. De aquí tam­

i l 01) El «antihum anism o» de los años 60 tiene (suponem os) este fundam ento gnoseológico, lo
c|iie no excluye otras raíces. «Existe sin duda en el espíritu [decía Baudelairel una especie de m ecí-
nica celeste de la que no hay que avergonzarse; por el contrario hay que sacarle el partido m ás glo­
rioso, com o los m édicos lo sacan de la m ecánica del cuerpo.»
(102) I lem os desarrollado este ejem plo en nuestro artículo «En torno al concepto de ciencias hu
m anas», E l B asilisco, n- 2, 1978, pág. 38.
El anim al divino 103

bien la forma de esos conocimientos, que no es otra sino la de la exposición de


ejemplos funcionales tomados de los lugares etnológicos, históricos o geográfi­
cos más diversos, pero unificados a partir precisamente de los parámetros de los
organismos humanos.
He aquí lo que podría ser un paradigma de estas leyes antropológicas: «Sen­
tarse es una de las posibilidades invariantes de un organismo caracterizado como
homo crcctus.» Según Hewes, en el hombre moderno el 80% de los casos de uso
de herramientas se llevan a cabo en posición sentada, en cuclillas o de rodillas, aun­
que también las actividades arborícolas de los chimpancés se desarrollan casi siem­
pre en posición sedente103. Ahora bien, los instrumentos culturales al servicio de
esta posibilidad postural son múltiples: piedras, sillas, sillones, bancos... (en todo
caso, la estructura cultural de estos objetos no se agota en ese servicio: las patas de
cabra de un sillón barroco no se deducen del referido servicio). Y con estas pre­
misas, ya tendríamos dispuesto a nuestro «antropólogo» a presentar, con la mayor
erudición, figuras, esquematizadas anatómicamente en el mejor caso, de hombres
muy diversos (negros y blancos, papas y trabajadores, políticos y artesanos) sen­
tados en los sitiales más heterogéneos (un trono bantú, el banco de una escuela eu­
ropea, la Santa Sede). Es evidente que todo este «material» podrá ser ofrecido como
muestra de conocimiento antropológico general, con generalidad distributiva.
Ahora bien, si se quiere remontar este horizonte atomístico (puesto que lo
que aquí ocurre es que ciertos conceptos zoológicos son variados según diferen­
tes instrumentaciones culturales, pero sin que se logre establecer un enlace entre
ellas), será preciso fijar conexiones entre formas culturales diferentes (por ejem­
plo, el asiento y las patas de cabra, o las sillas y las mesas). Pero, si estas cone­
xiones existen, y no se resuelven enteramente en el plano zoológico, es porque
descansan en vínculos relativamente estables. Estos son los que se darán, no ya
en abstracto, sino en determinadas cristalizaciones estables del desarrollo cultu­
ral (por ejemplo, en la barbarie, en el sentido de Morgan). Por consiguiente, o bien
la llamada Antropología general es sólo, propiamente, Zoología (variada en ejem­
plos atómicos infinitos, tomados de diferentes culturas), o bien, si es Antropolo­
gía, es Etnología, entendida como ciencia de la barbarie, si tomamos a la barba­
rie como referencia histórica genérica, y relativamente estable, para definir el
campo de la Etnología104.

2) «La Antropología religiosa estudia científicamente la religión en cuanto


forma de cultura humana.» La primera dificultad residirá en delimitar los conte­
nidos de la religión respecto de otras formas culturales (lingüísticas, artísticas...).
Y, una vez establecidos, tratar de analizarlos en función de las formas humanas
individuales. A fin de cuentas, es lo que hacen los antropólogos cuando obtienen
resultados tan profundos como éste: «Cuando éramos nómadas, Dios era nuestro

(103) G .W . Hew es, «Food Iransport and the origin o f hom inid bipedalism » (1961), apud Jordi
Sabater Pí, E l chim pancé y los orígenes de la cultura. Prom oción Cultural, Barcelona 1978, pág, 46.
(104) Gustavo Bueno, Etnología y Utopía, A zanca, V alencia 1971.
104 G ustavo Bueno

pastor..., cuando siervos y nobles, Dios era nuestro rey.» Porque esta profundi-
dad es sólo relativa, en cuanto se presenta como crítica a la teología. Ahora bien,
se trata de advertir que esta perspectiva antropológica es totalmente gratuita en
cuanto método explicativo de la religión. Pues, aunque es evidente que en los mi­
tos religiosos y en los rituales sagrados, no podrían nunca faltar las huellas de las
figuras humanas (pastores, reyes), sin embargo eso no significa que las dogmáti­
cas religiosas, las instituciones o los rituales sacros deban ser un trasunto de las
fig u ra s humanas (individuales o sociales) — como tampoco el sistema decimal
(los números dígitos), es un mero trasunto de los dedos de la mano, ni las leyes
geométricas son un mero trasunto de la agrimensura.
En todo caso, los criterios para la verificación de las relaciones entre los con­
tenidos religiosos habrían de ser siempre étnicos, puesto que una perspectiva ética,
por sí misma, no sería capaz de introducimos en la esfera específica de la religio­
sidad. Si interpretamos las maniobras de un sacerdote sobre el altar como «suce­
sos propios de la categoría religiosa», es porque poseemos ya el concepto étnico
de sacerdote y de altar. Si no los tuviésemos, tales maniobras serían simplemente
juegos de manos sobre una mesa o cualquier otra cosa genérica. El material reli­
gioso es, en todo caso, muy amplio y no se ve bien siempre por qué sus partes (ma­
gia, culto de los muertos, plegaria, &c.) tienen que ver entre sí. Pero cualquiera que
sea el criterio de delimitación, la perspectiva antropológica, en el sentido consa­
bido, va orientada, en primer lugar, a mostrar cómo las formas elementales anali­
zadas (reconocidas, identificadas) se encuentran en los más distantes círculos de
la cultura humana (de otro modo, no podría llamárseles antropológicas), en rela­
ción con las conductas de individuos (no podría pretenderse que todas las formas
de la religión, todos los desarrollos míticos, estén a escala humana y sean meras
proyecciones del hombre o meras formas de comunicación o expresión, puesto que
también son formas de construcción). En segundo lugar, la perspectiva antropoló­
gica buscará establecer conexiones con otras formas culturales, de suerte que el
sistema total permanezca en equilibrio con los individuos, según la metodología
funcionalista. Si, por ejemplo, se ha aislado, como una forma elemental de la reli­
gión, el contacto ritual de los fieles con los especialistas religiosos (chamanes, bru­
jos, sacerdotes...), se procederá a ofrecer, inter alia, colecciones iconográficas lo
más variadas posibles de estos rituales (desde la confesión auricular católica, hasta
el requerimiento al brujo azande); si se han identificado ciertas casas como tem­
plos (definidos estos como «lugares donde se congregan los fieles»), entonces se
procederá a presentar ejemplos de templos lo más variados posible (una cueva mag-
daleniense, una choza bantú, la catedral de Santiago de Compostela).
¿Qué se pretende con esto y por qué se cree que, realizando esta pretensión,
se alcanzará un conocimiento antropológico? Ante todo es interesante constatar
que, cuanto más grande es el esfuerzo por prescindir de los problemas relaciona­
dos con la verdad de la religión, tanto más insistirá el antropólogo en considerar
a la religión como una forma prácticamente necesaria y universal, en el conjunto
de la cultura humana. Ocurre como si funcionase un mecanismo de compensa­
ción. Pero el método antropológico, tal como lo venimos describiendo, por su abs-
El anim al divino 105

¿N cstorian isin » o cirílian ism o en el m agdaleniense?


El num en dualista de la cu eva El Ju yo, S antan d er, excavada a partir de 1978.

El C o n c ilio d e E f e s o d e l4 3 1 (p ero a n te s a ú n C irilo d e A le ja n d ría ,e n su x a U í T(in’ N ta x o p ío v tii'Otpti/uátv Jirvictfti-


ftkoC. ávTÍf')pr]at C), c o n d e n ó a N e sto rio p o r d e fe n d e r u n a c o n c e p c ió n d u a lis ta d e C risto c o m o un h íb rid o c o n s titu id o
p or d o s n a tu ra le z a s, u n a h u m a n a y o tra p ra e te rh u m a n a (el logos), q u e n o se u n e n h ip o stá tic a m e n te , fo rm a n d o u n a so la
p e rso n a , d e su e rte q u e la V irg e n M a ría n o p o d ía s e r lla m a d a m a d re d e D io s. C irilo y el C o n c ilio , sin e m b a rg o , re c o ­
n o c ie ro n la n e c e s id a d d e c o n ta r c o n d o s n a tu ra le z a s e n C risto , u n a h u m a n a y o tra d iv in a , a ú n c u a n d o e lla s e stu v ie ra n
in te g rad a s e n u na so la fig u ra p e rs o n a l, p o r la u n ió n h ip o stá tic a . « L a m á s c a ra d e El J u y o tam b ién e s e n p a rte h u m a n a y
en p a rte a n im a l, p e ro se d ife re n c ia d e los o tro s h íb rid o s e n q u e su s rasg o s h u m a n o s y a n im a le s e s tá n se p ara d o s e n tre si
la te ra lm e n te . L a d ife re n c ia c ió n c o n c e p tu a l d e su s d o s n a tu ra le z a s e s m á s c la ra e n n u e s tro c a so q u e e n el d e o tra s re­
p rese n tac io n e s. A d e m á s, el p ro b le m a d e su in te g ra c ió n e n u n a s o la fig u ra e s tá c o n s e g u id o d e fo rm a m ag istra l. A u n a
c ie rta d ista n c ia se tie n e la im p re sió n d e q u e se tra ta d el r o stro h o m o g é n e o d e un a n tro p o m o rfo . S ó lo c u a n d o la c a ra es
c u id a d o s a m e n te a n a liz a d a d e c e rc a c o n u n a a p ro p ia d a ilu m in a c ió n , resu lta e v id e n te su d o b le n a tu ra le z a . L a c o m p re n ­
sión del d u a lis m o d e la m á s c a ra d e E l J u y o p u e d e h a b e r s id o re strin g id a a u n o s p o c o s in ic iad o s.» (J. G o n z á le z E clie-
g a ra y y L e s lie G . F re e m a n n , « L a m á s c a ra y el s a n tu a rio d e E l J u y o » , e n Revista d e Arqueología, 1982, 23.)
106 G ustavo Bueno

tracción vacía y puramente distributiva, tiende a borrar diferencias esenciales de


nivel y acaso éste sea el fundamento gnoseológico del relativismo cultural. Pues
lo mismo será, en lo esencia] (por ejemplo, como procedimiento para liberar ten­
siones), una choza sagrada que un templo budista; equivalente es, antropológica­
mente, la M agna m ater y la Virgen María. Y esta nivelación se hace muchas ve­
ces merced a la influencia de una idea que actúa como un prejuicio o como una
insinuación apologética. Pues no puede olvidarse que decir que «la ciencia» pres­
cinde del problema de la verdad de la religión es tanto como decir que prescinde
del problema de su falsedad. Y esto es estar muy cerca de suponer que todas las
religiones son verdaderas, «humanamente al menos», o que los diferentes fenó­
menos religiosos son manifestaciones heterogéneas de una misma esencia de lo
sagrado, que todos ellos son hierofanías, para decirlo con Mircéa Éliade105.
Pero este concepto, o bien es una pura tautología («puesto que todos los fe­
nómenos religiosos se consideran como constituyendo una esfera de estudio, cada
uno de ellos será una ‘hierofanía’ del todo»), o bien es metafísico-apologético
(«todos los fenómenos religiosos son teofanías efectivas, manifestaciones de lo
divino transcendente asequible al hombre en cada momento»),

A nuestro juicio, la Antropología de la religión, como pretendida considera­


ción de los hechos religiosos a la luz de una causalidad humana universal-distri-
butiva, es fatua. Porque las formas religiosas, cuando prescindimos de su verdad,
sólo a través de la Sociología, de la Psicología, y, sobre todo, de la Historia, pue­
den parcialmente ligarse al hombre. Supongamos que la Antropología de la reli­
gión lograse establecer inductivamente la proposición que enuncia la tendencia a
hablar en falsete de todos los especialistas religiosos pertenecientes a las religio­
nes más diversas. Este es el tipo de resultados que la metodología considerada po­
dría ofrecer. Pero semejante tendencia tendría un significado sociológico, o psi­
cológico, y sólo alcanzaría un significado estrictamente antropológico cuando
pudiera ser vinculado al núcleo mismo de la religión (lo que, sin duda, parecerá
disparatado). Para ligar al hombre, por derecho propio, a los fenómenos religio­
sos, hay que considerarlos verdaderos de algún modo. Y con ello ya habremos
abandonado el terreno de la ciencia; habremos ingresado en el ámbito de la filo­
sofía de la religión, de la Antropología filosófica.

(105) M ircéa Éliade, Trailé d ' histoire des reUgions, Payot, París 1953 (Ed. nouvelle, rev. eico rr..
Payot, París 1968); M ythes, reves et mystéres, Gallim ard, París 1957.
Capítulo 5
La fa se ontológica: Teoría de la Esencia

[C] La naturaleza crítica que, en el regressus a partir del material fenome­


nológico, atribuimos a la filosofía gnoseológica de la religión, nos ha llevado a la
conclusión de la insuficiencia de la ciencia fenomenológica o empírica, a la ne­
cesidad de comprometernos con los problemas de la esencia, y de la verdad. Por
tanto, a la necesidad de que la filosofía gnoseológica de la religión se desarrolle
como filosofía ontológica (la peculiaridad |C] reseñada al final del capítulo 3),
como investigación sobre la esencia de la religión. Queremos subrayar (ante la
probable impresión de «cuestión metafísica» que la expresión «investigación so­
bre la esencia» suscitará en algún lector educado en el positivismo) la circuns­
tancia de que la investigación en torno a la esencia (presuponiendo un concepto
no megárico de esencia) sólo alcanza su sentido pleno cuando mantiene su signi­
ficado crítico (en mutua dialéctica con los fenóm enos que la desarrollan a la vez
que la ocultan) y normativo (en dialéctica con los hechos que la realizan). No ha­
cemos con esto sino extender a la religión, en general, el mismo tipo de cuestión
que la «moderna filosofía de la religión», muchas veces bajo el nombre de Teo­
logía, se planteó ante la religión considerada como el paradigma de toda religión,
el cristianismo: la cuestión de la determinación de la esencia del cristianismo (cías
Wesen des Christentum , desde Schleiermacher, hasta Feuerbach). En este con­
texto se constata con toda claridad cómo la pregunta por la esencia (del cristia­
nismo) no es una pregunta metafísica, sino dialéctica, por consiguiente crítica (en
tanto pretende discriminar, en el conjunto de los fenómenos históricos y sociales,
aquellas formas que puedan no ser cristianas, incluso anticristianas, aun interfi-
riéndose en el mismo desarrollo del cristianismo) y normativa (en tanto no se pre­
tende establecer un mero registro empírico de lo dado, de lo que es, aunque sea
desde el punto de vista emic, sino establecer las líneas estructurales a las que su­
ponemos tienden a someterse los procesos en curso, a la manera como los plane­
tas, en su movimiento, se someten a las líneas de sus trayectorias elípticas).
108 Gustavo Bueno

Sigue siendo, según esto, filosofía gnoseológica de la religión aquella disci­


plina que afirma la necesidad, en el progressus, de la perspectiva ontológica, si
se quiere «construir» una teoría de la religión en su estricto sentido. (Justamente,
de otro modo podría acaso concluir la filosofía gnoseológica de la Aritmética: que
su teorema fin a l no es filosófico, sino estrictamente matemático y que en él la
Aritmética cierra, por tanto, categorialmente.)
Podríamos decir que es gnoseológica la misma conclusión de la insuficiencia
que la perspectiva gnoseológica reconoce en sí misma, cuando nos remite a la cues­
tión de la esencia, como cuestión ontológica. Porque, dada la naturaleza misma del
material fenomenológico religioso, es imposible, como hemos dicho, pasar al plano
esencial sin remover multitud de supuestos ontológicos. No sólo ya de índole parti­
cular (v.gr. antropológica), sino también de índole universal, formal, comenzando
por la misma Idea de «esencia». Todo intento de elevarse a un concepto general de
religión, capaz de abarcar sistemáticamente (es decir, no mediante una mera acu­
mulación enciclopédica) el material fenomenológico, que no advierta que él requiere
una Idea de la esencia, es también gnoseológicamente irresponsable. Cuando, por
ejemplo, la esencia se mantiene (al menos ejercitativamente) en la órbita en la que
giran los conceptos inductivos, las significaciones que pueden ser encerradas en una
definición, susceptible de ser ejemplificada por numerosos casos particulares (en tér­
minos lógicos: la definición de una especie porfiriana, con sus notas genéricas y di­
ferenciales, propias y accidentales respecto de sus individuos, que en este caso se­
rían las diferentes religiones), entonces el concepto general de religión no podrá salir
tampoco de los límites de una definición clasificatoria y puramente abstracta. Por­
que aquello que se comprende bajo la rúbrica de fenómenos religiosos resultará ser
demasiado heterogéneo, comprenderá cosas demasiado distantes y opuestas entre sí
para permitir hablar de una unidad, en el sentido de la unidad de la especie porfiriana.
Como fenómenos religiosos se consideran habitualmente, en efecto (por et­
nólogos y psicólogos, por prehistoriadores y sociólogos), tanto los ritos de incine­
ración, como los templos o los santuarios; tanto los mitos astrológicos, como las
doctrinas sobre el origen del hombre; tanto las figuras de sacerdotes, chamanes o
especialistas religiosos, como las de energúmenos o endemoniados; tanto las pin­
turas de Altamira como las de Fray Angélico. Muchas veces, la inclusión de fenó­
menos distintos en la misma rúbrica «religión» no corresponde a una asociación
émica: por ejemplo, según Pausanias106 los antiguos no distinguían bien entre sa­
crificios ofrecidos a los dioses (Oíw) y los sacrificios ofrecidos a los mortales (éva-
yiQa)). Otras veces, sucederá lo contrario: fenómenos que una religión determi­
nada no considera como religiosos — sino, como, por ejemplo, supersticiosos o
mágicos— serán considerados tales por el etnólogo o el antropólogo. En ocasio­
nes, se procede como si la unidad del material religioso fuese meramente negativa:
religioso es lo residual, lo que queda fuera de los fenómenos de la vida ordinaria
orientada en las funciones de alimentación o reproducción; lo que tiene que ver
con lo milagroso, lo sobre-natural, lo sagrado, frente a lo profano o secular.

(106) Pausianas, Descripción ele Grecia, n, Cnrinto, x, 1.


El anim al divino 109

Sin duda, las religiones superiores ofrecen ya teorías muy elaboradas sobre
tales nexos («los sacerdotes dan culto a Dios en el templo, expulsan a los demo­
nios, que fueron creados por Dios y se rebelaron contra Él, ayudan a los difuntos
y los entierran esperando en la resurrección de la carne»), Pero estas teorías si­
guen siendo material fenomenológico (desde el punto de vista de la filosofía gno­
seológica de la religión) y no esencias ontológicas (salvo para aquellas filosofías
no materialistas que creen poder fundamentar esos nexos en una ontología). A lo
sumo, los conceptos inductivos llegan a establecer distinciones, más o menos cla­
ras en principio, separando del material religioso a todos aquellos fenómenos que
suelen ser llamados «m ágicos»107 y que corresponden acaso con aquello que los
«hombres de Dios» llaman «superstición». Pero esta misma separación no es con­
vencional, émica, tiene un fundamento objetivo, ontológico. Además, es preciso
dar cuenta de la continuidad entre magia y religión, entre brujos y sacerdotes (los
navajos tienen que recitar sus oraciones como si fueran fórmulas mágicas, cuando
quieren que den resultado). Y, sobre todo, aun establecida la distinción, la hete­
rogeneidad de lo que queda dentro del círculo de la religión sigue siendo excesiva
como para poder ser encerrada en un concepto clasificatorio uniforme, por género
y diferencia. Por eso, decimos que es meramente enciclopédica la tarea de quie­
nes cultivan las ciencias de la religión, de quienes pretenden trabajar con un con­
cepto de religión que no esté comprometido con las cuestiones ontológicas de la
esencia. (De hecho, ningún investigador empírico deja de utilizar nexos form ales
tales como «asociaciones por contigüidad», «adherencias», «amalgamas», &c.)
Pues no se trata de elegir estípulativamente o metódicamente, entre varias posi­
bles, una definición de religión («culto a los muertos», «respuesta a las interro­
gantes últimas que plantea la existencia», «sentimiento de dependencia ante las
fuerzas naturales»...), sino, sobre todo, de establecer, mediante una definición sis­
temática (con la forma de un género combinatorio) el nexo si es que son partes de
un todo, entre los fenómenos religiosos más heterogéneos (el culto a los muertos
y el culto al Dios vivo, la respuesta a los interrogantes y el sentido del misterio
insoluble que las propias religiones suscitan, el sentimiento de dependencia y los
sentimientos de poder derivados de la conciencia de ser un «hijo de Dios»).
Por este motivo, una concepción ontológica o un uso práctico de la Idea de
esencia como especie porfiriana (una concepción que está correlacionada con el
fijismo de la ontología megárica) ha de considerarse aquí como notoriamente ina­
decuada. Ni siquiera en Geometría, estas esencias o conceptos clasificatorios per­
miten un verdadero desarrollo de la construcción. En cierto modo, ya el simple
concepto de circunferencia es, como concepto clasificatorio, mucho más rico y
preciso que el mero concepto de «sentimiento de dependencia» por ejemplo, aun­
que es insuficiente, por sí mismo, como concepto geométrico esencial. Porque la
esencia geométrica se nos da cuando el concepto de circunferencia aparece, no
ya como especie átoma (la circunferencia respecto de los infinitos «redondeles»
individuales que la realizan), sino como la especie de un género combinatorio (las

(107) En el sentido, el m ás extendido, que le dio Frazer en La Rama Dorada.


110 Gustavo Bueno

cónicas). El género combinatorio es el lugar lógico a donde habría que ir


nemos) para aproximarnos a un concepto ontológico adecuado de esencia.
mejor demostración del desajuste entre las esencias porfirianas y el conjui\(0
fenómenos religioso-positivos que tratamos de comprender, podría apoyafSe er>
la necesidad de distinguir entre una religión natural (que correspondería a la escrK
cia porfiriana de la religión, juntamente con las propiedades derivadas de tal esefK
cia) y las religiones positivas (cuyas características habrían de ser interpreta;,
como «accidentes» — en el sentido del quinto predicable porfiriano— de lq re|iv
gión). En efecto: la doctrina porfiriana de la esencia, muy adecuada para trav
tamiento taxonómico de todos aquellos fenómenos que puedan ser consideraos
(aunque sea por abstracción) como manifestaciones de estructuras inmutables no
por ello aisladas, entiende la esencia como resultado de la composición (l<5giccK
material) de un género próximo y de una diferencia específica: ambos dan lUgar
a un género intermedio o a una especie (ya sea átoma, ya sea polimorfa o pojjtú
pica, con subespecies). No por ello la esencia porfiriana habrá de considerarSe
«agotada»: es preciso introducir a las propiedades, que derivan de la esencia, ailti^
que no sean esenciales (a fin de componerlas con la esencia: precisamente unrj
ciencia se definía como la exposición del conjunto de propiedades — o «Paco­
nes»— que derivan de la definición esencial), y tener en cuenta a los accidenten
(a fin de segregarlos de la esencia). La esencia del triángulo (es decir, la respileStíj
esencial a la pregunta: ¿qué es un triángulo?) queda formulada, según la tradición
porfiriana, en su definición esencial: «polígono (género próximo) de tres ángu)os
(diferencia específica).» Pero, además, el triángulo tiene propiedades (tales coino
«valer 180- sus ángulos» y también el teorema de Menelao, el teorema de pjtá-
goras: la trigonometría se definiría como la disciplina orientada a extraer todas
las propiedades que derivan de la definición esencial) y tiene accidentes (el ser
rojo o verde, o de madera...) que han de conocerse, para ser segregados. Los lí­
mites de la esencia porfiriana en el caso de la geometría de los triángulos pueden
apreciarse muy bien cuando consideremos, por ejemplo, las infinitas dimensio­
nes que pueden tener sus ángulos, y entre las cuales habrá que elegir necesaria­
mente en cada caso; pero que habría que considerar como accidentes; o bien las
especificaciones (isósceles, escaleno...) del triángulo esencial que habría que con­
siderar o bien como propiedades o bien como accidentes. Las limitaciones de Ut
esencialización porfiriana también se advierten claramente en la «antropología de
predicados»: definimos el hombre como animal racional y, sin perjuicio de in­
corporar a esta esencia todas las propiedades (o predicados) que parezcan s u s ­
ceptibles de ser derivados de ella (por ejemplo: «risible», «elpídico»...) tendre­
mos que considerar como accidentes (quinto predicable), y así los considera la
D eclaración de D erechos Humanos, al color, raza, sexo, idioma, &c. De este
modo, aunque con ello nos ajustemos muy bien al concepto jurídico o ético del
hombre, en cuanto sujeto de los «derechos humanos», al distinguir entre el «hom­
bre esencial» (en términos porfirianos) y los hombres empíricos (fenoménicos,
históricos) estaremos, a la vez, vaciando el campo de la antropología positiva de
los contenidos que le son más,característicos y, en modo alguno, accidentales: co ­
E l anim al divino 111

lor, raza, sexo, cultura, religión, lenguaje, &c. Volviendo a nuestro asunto: al for­
mular, mediante una definición porfiriana, la esencia de la religión por género
próximo y diferencia específica (por variados que sean los contenidos que asig­
nemos a estos predicables) estaremos, de hecho, presentando la idea de una reli­
gión natural, por respecto de la cual todos los contenidos de las religiones positi­
vas habrán de comenzar a ser vistos como «accidentes» (quinto predicable). Los
tomistas, por ejemplo, definían esencialmente a la religión como una virtud (gé­
nero intermedio) y, con mayor precisión, como virtud de justicia (género pró­
ximo), cuya diferencia específica estribaría en que el «sujeto ajeno» a quien va
referida toda justicia (por su «alteridad») es Dios, y no cualquier otra clase de su­
jetos. Desde esta perspectiva habrá que considerar como accidental a la religión
a todo aquello que, por religión, supongamos dar en justicia a Dios (el agradeci­
miento por habernos creado, el reconocimiento de su poder y majestad, &c.). Ahora
bien, ocurre que un cristiano tendría, por tanto, que dar esta retribución de justi­
cia a Dios a través de sus cultos característicos, así como a través de los suyos los
daría el musulmán o el yanomamo; por lo que habría que considerar como acci­
dentales, desde el punto de vista filosófico de la «religión natural», a los dogmas
trinitarios, a los sacramentos, a las virtudes teologales, que, sin embargo, reintro-
ducen en su teología positiva los teólogos tomistas. Pero lo que le ocurre al to­
mista también le ocurrirá al antropólogo de la religión si utiliza de hecho el es­
quema porfiriano, aunque realizado por contenidos diversos: «la religión es el
miedo (género próximo) del hombre ante lo indeterminado (diferencia especí­
fica)», es decir, la religión es la respuesta a la angustia del hombre; pues también
será accidental que esa angustia se manifieste una vez en la forma de una danza
de derviches, otra en la posesión diabólica, frecuente entre los católicos, y una ter­
cera en la audición del Slabat M ater del culto cristiano.’®!
La «esencia de la religión» que buscamos, sin duda, acaso deba tener la fi­
gura de una esencia genérica, es decir, la forma de una totalidad sistemática que,
por sí misma, sólo pueda expresarse mediante el desarrollo en sus partes (entre
ellas, las especies) más heterogéneas y opuestas entre sí, incluyendo a aquellas
fases en las cuales la esencia misma desaparece y se transforma en su negación.
crEn otras ocasiones hemos denominado «esencias plotinianas» (especies ploti-
nianas, géneros plotinianos, &c.) — contraponiéndolos a las «esencias porfiria-
nas» (esencias constituidas por la composición de un género próximo y una dife­
rencia específica)— a aquellas totalidades evolutivas o transformativas que se
desenvuelven según líneas muy heterogéneas, sin perjuicio de la unidad dada en
su misma transformación (Plotino, Enéadas, vi, 1,3: «La raza de los heráclidas
forma un género, no porque todos tengan un carácter común, sino por proceder
de un sólo tronco»)."sa El intento, tan estimable por otro lado, del estructuralismo
al modo de Lévi-Strauss, en el sentido de entender las esencias (o «estructuras»)
como invariantes de grupos algebraicos de transformación, se ha revelado como
excesivamente rígido. Ha cultivado un pseudo rigor que conduce muchas veces
al terreno de la ciencia-ficción. Una ciencia-ficción que además, y dicho sea de
paso, resulta ser más fijista que evolucionista.
112 Gustavo ¡Sueno

Por nuestra parte entendemos que el mínimum de una Idea ontológica de esen­
cia genérica (necesaria en filosofía de la religión), como totalidad procesual sus­
ceptible de un desarrollo evolutivo interno, comporta los siguientes momentos:

1) Ante todo, un núcleo a partir del cual se organice la esencia como totalidad
sistemática íntegra. El núcleo no puede confundirse con la diferencia específica (dis­
tintiva e invariante) de los conceptos clasifícatenos. Es, más bien, una diferencia cons­
titutiva, que ni siquiera tiene que ser invariante (un propñum, en el primer sentido de
Porfirio108). El núcleo es más bien, germen o manantial («género generador») del cual
fluye la esencia y es el que confiere, incluso a aquellas determinaciones de la esencia
que se hayan alejado del núcleo hasta el punto de perderlo de vista, la condición de
partes de la esencia. « “Ahora bien: aunque el núcleo es género generador respecto de
la esencia, él mismo es resultado de un género generador previo, el que denominamos
género radical (o raíz) que ya no se incorporará a la esencia como si fuera un género
porfiriano, puesto que él habrá de comenzar a ser des-estructurado para, en una rees­
tructuración característica, por anamorfosis, dar lugar al núcleo; un núcleo que, por
relación a su raíz, desempeña el papel de una diferencia específica respecto del gé­
nero radical. En este libro consideramos como género radical del núcleo de la religión
a la religión natural, de la que trataremos más tarde. Véase también Alfonso Tres-
guerres, «El concepto de religión natural», El Basilisco, n" 18, 1995, pág. 1 I.'eh

2) Pero el núcleo no es la esencia, porque la esencia sólo se da (como «género


generado») en su desarrollo. El núcleo no es una sustancia aislada. Pertenece siempre
a un contorno o medio exterior que, a la vez, lo configura y, sobre todo, mantiene la
unidad de la esencia precisamente incluso en el momento en el cual el núcleo se trans­
forma y aun llega al límite de su desvanecimiento. La exterioridad respecto del nú­
cleo es, pues, en esta concepción dialéctica de la esencia, simultáneamente fundamento
de la estabilidad de la esencia y de la variación interna del núcleo. El conjunto de aque­
llas determinaciones de la esencia que proceden del exterior del núcleo, pero que lo
envuelven a medida que van apareciendo, de un modo constante, podría ser denomi­
nado «cuerpo» (o «corteza») de la esencia. El cuerpo, podría decirse, crece por capas
acumulativas. La dialéctica del cuerpo de la esencia cabría ponerla en el manteni­
miento (al menos genérico, es decir, dado en medio de sus variaciones homologas y
análogas a otras esencias) de las determinaciones que la esencia va recibiendo en cada
punto de su desarrollo, en cuanto proceden de la exterioridad del núcleo.

3) El núcleo, envuelto por su cuerpo (genéricamente invariable) y, por tanto,


en razón del medio, se modifica internamente (y con él, la propia esencia se desa­
rrolla según la forma evolutiva de una metamorfosis) dando lugar a \ns fases o es­
pecificaciones evolutivas de la esencia genérica (que afectan también al cuerpo, sin
menoscabo de su invariancia genérica). El conjunto de tales fases constituye lo que

(108) Los cuatro sentidos del predicable propio establecidos por Porfirio, según la tradición e s­
colástica, son los siguientes: 1) lo que conviene a solo y no a todo; 2) lo que conviene a todo y no a
solo; 3) lo que conviene a lodo y a solo, pero no siempre; 4) lo que conviene a todo, a solo y siempre.
El anim al divino 113

podría llamarse el curso de la esencia. Su límite, habrá que ponerlo en el momento


en que tenga lugar la eliminación absoluta del núcleo. Y con ello, lógicamente, la
eliminación del propio cuerpo de la esencia. De aquí que la exposición de la esen­
cia de la religión, si bien debe comenzar por el núcleo, acaso deba continuar pre­
sentando el curso de este núcleo, aún abstractamente delimitado, para posterior­
mente poder pasar a la exposición del cuerpo cuyos «tejidos» hayan podido dar
materia para un despliegue de las diferentes fases del curso de la religión.

Este mínimum que atribuimos a la Idea de esencia genérica (núcleo, cuerpo,


cursó) y, según el cual, una esencia genérica en modo alguno podrá ser reducida a su
núcleo (puesto que el cuerpo también es esencial y, por tanto, su curso: la esencia sólo
se muestra en el desarrollo de sus determinaciones específicas) puede ilustrarse, desde
luego, con ejemplos tomados de dominios categoriales muy alejados del campo de la
teoría de la religión. Ilustración obligada, por otra parte, para mostrar que la teoría de
la esencia que utilizamos en filosofía de la religión no es una teoría ad hoc. Limité­
monos al ejemplo geométrico anterior. Si las cónicas son una esencia genérica del
campo matemático, su núcleo podría ponerse en la intersección del plano secante y la
superficie del cono (ambos son componentes o elementos del núcleo); el cuerpo de
esa esencia genérica estaría constituido por el conjunto de funciones polinómicas (con
sus parámetros) que convienen a las líneas de intersección respecto de sistemas exte­
riores de coordenadas; el curso de esta esencia es el conjunto de las especies (elipse,
hipérbola, &c.) que van apareciendo, y, entre las cuales, figurarán la recta y el punto
como «curvas degeneradas» (en las cuales el núcleo desaparece).
En cualquier caso: la utilización de un determinado esquema de esencia en el
momento de tratar de realizar como Idea el inmenso material fenomenológico que
calificamos de «religioso», no tendrá por qué pretender abarcar la totalidad aleatoria
de ese material, ni tendrá sentido muy preciso el criterio de su adaptación empírica
puntual (supuesto que el material mismo es heterogéneo, diverso, caótico). No esta­
mos defendiendo, en modo alguno, ningún método apriorístico. Se trata sólo de re­
conocer que una Idea de religión no es, en modo alguno, una yuxtaposición o agre­
gado empírico de determinaciones (una esencia empírica), pero tampoco es una figura
subsistente, aislable. Se trata de reconocer que la Idea de religión compromete a otras
muchas Ideas (Hombre, Mundo, Dios) y, por tanto, la Idea de la organización misma
de los fenómenos. Se trata, en resolución, de admitir paladinamente que la elección
entre las diversas alternativas de organización de los fenómenos no es el resultado
de una demostración científica, sino que constituye una filosofía que, sin necesitar
ser, en modo alguno, arbitraria, o meramente subjetiva, tampoco puede pretender el
rigor de una demostración cerrada científica. Su «piedra de toque» no reside en al­
gún sector delimitado de los fenómenos, sino en su potencia para organizar racio­
nalmente el conjunto de todos ellos (los religiosos y los que no lo son).

[D] En lo que llevamos expuesto acerca de la esencia está ya implícitamente


contenido el último rasgo con el cual hemos procurado completar la caracteriza­
ción gnoseológica de una verdadera filosofía de la religión, a saber, su naturaleza
114 Gustavo Bueno

dialéctica. Puesto que, si bien nos pareció excesivo exigir que la Idea esencial
religión debiese abarcar la totalidad de los fenómenos llamados (por cualquiera
en cualquier circunstancia o idioma) «religiosos», sin embargo hemos c o n sid e r a
la posibilidad de que la Idea de religión acoja fenómenos contradictorios entre sl-
fenómenos de los que puede decirse que unos son la negación de los otros. Te^g,
mos, de este modo, una primera situación dialéctica, la que aparece en la relac¡¿n
de unos fenómenos religiosos con otros opuestos, pero de los cuales pueden rec¡.
bir su significado. El método dialéctico de la verdadera filosofía de la religión ]0
oponemos, así, al método analítico — que aisla los usos y significados, acumulgn_
dolos después para remedar, mediante esta yuxtaposición, la concatenación dia­
léctica efectiva. Para referimos al método de Carnap, antes considerado: «La pa_
labra Dios designa, o bien seres corpóreos, o bien seres espirituales (pero con
manifestaciones empíricas en el mundo sensible), o bien algo trans-empírico» (eS
decir, o bien tiene un uso mitológico, con sentido, aunque erróneo, o bien tiene un
uso metafísico, sin sentido). Aquí hay, sin duda, una distinción analítica clara en­
tre dos usos de la palabra «Dios»; pero lo que no hay es una doctrina sobre el nexo
dialéctico entre ambos usos. Por ello, cuando se toma en consideración el uso del
lenguaje religioso, en aquellos contextos en donde aparece el Dios metafísico, se
concluirá que el creyente no hace aserciones de ninguna clase: las creencias reli­
giosas no ya no son verdaderas, sino que ni siquiera tienen sentido (Ayer, Hare,
Braithwaite). Ahora bien: aun cuando estas conclusiones tienen el mayor interés
en el contexto de las polémicas filosóficas generales con los teólogos, lo pierden,
en gran medida, en el contexto específico de la filosofía de la religión. Porque ahora,
el uso metafísico de la palabra «Dios» habrá que referirlo, en todo caso, a una de
las fases del curso de la religión. Y su virtualidad significativa y aun asertiva, apa­
recerá en la relación dialéctica con los usos de otras fa ses previas, a la manera
como, en Algebra, la expresión «a°», carente en sí misma de sentido, lo adquiere
en conexión con expresiones previas tales como (an : a11= 1) y (an_n = a°).

En general, los procedimientos dialécticos son contrarios a toda oposición di-


cotómica absoluta (fenómenos religiosos/fenómenos mágicos; sagrado/profano; uso
empírico/uso metafísico). No porque no se reconozca la necesidad de operar con
oposiciones del tipo A/B, sino porque se sabe también que entre las subclases (aj/a2)
de A puede haber, ante terceras referencias, un conflicto aún mayor que entre (aj/b^.
(Entre dos religiones, dadas terceras referencias, la oposición puede ser mayor que
entre lo religioso y lo profano.) Y, por último, una situación en la que de un modo
claro se nos impone la necesidad de tratar dialécticamente las cuestiones de la filo­
sofía de la religión, es la constituida por el enfrentamiento de las diversas teorías fi­
losóficas de la religión, en la medida en que ellas forman una unidad o sistema po­
lémico. A la verdadera fdosofía de la religión le incumbe ahora el intento de trazar
una teoría de teorías fdosóficas sobre la religión. Pero esta «teoría de teorías», si no
quiere ser extrínseca al material religioso, habrá de presuponer la propia teoría so­
bre este material (aun cuando, a su vez, este material sólo pueda quedar recortado
por medio del enfrentamiento de las teorías posibles).
Capítulo 6
Una ilustración histórica:
la Filosofía de la Religión
de Espinosa

1. El objetivo de este capítulo es aplicar las ideas gnoseológicas expuestas so­


bre las condiciones de una «verdadera filosofía de la religión» a un marco histórico
concreto — el sistema de Espinosa— en el que tales ideas puedan cobrar cuerpo y
tomar conciencia de sus posibilidades de juego, de su alcance (por oposición, sobre
todo, a otras alternativas de interpretación histórica vinculadas a otras concepcio­
nes gnoseológicas). Este objetivo impone ciertas limitaciones a nuestro análisis de
la obra de Espinosa. No es un análisis histórico-filológico inform a, puesto que lo
que nos interesa es explorar cómo juegan en ella las ideas gnoseológicas que noso­
tros hemos presentado. Y, sobre todo, no es un análisis exhaustivo de las Ideas que
sobre la religión (tomando religión en un sentido ambiguo, el convencional en es­
tos casos) podemos encontrar en la obra de Espinosa. Es un análisis de esta obra en
función de la Idea de religión que nosotros proponemos como ineludible para que
pueda hablarse de una verdadera filosofía de la religión, a saber, la religión como
«relación de los hombres con númenes realmente existentes», en el sentido que da­
remos a este concepto más tarde (parte n, capítulo 3). Pero tampoco se trata, evi­
dentemente, por nuestra parte, de esforzamos por encontrar en la obra de Espinosa
esta Idea de religión. Se trata de estudiar las condiciones según las cuales, aunque
esta Idea no se encuentre allí, pueda decirse, aun en función de la Idea presupuesta,
que existe una verdadera filosofía de la religión en el sistema de Espinosa. Pues es
el análisis, en estas condiciones, de la obra de un pensador de rango universal aque­
llo que puede alcanzar un genuino interés histórico y sistemático, siempre que pre­
supongamos la plausibilidad de la siguiente tesis, que desdoblamos en una afirma­
ción de índole sistemática y en otra afirmación de índole más bien histórica:

(A) En la obra de Espinosa se encuentran los elementos fundamentales de una


verdadera filosofía de la religión, y no ya por azar sino porque es el sistema de Es­
116 Gustavo Bueno

pinosa íntegro aquello que puede considerarse orientado hacia la constitución de una
filosofía de la religión (si interpretamos como tal el libro v de la Ética), una filoso­
fía de la religión que vendría a ser precisamente la clave de bóveda del sistema.

(B) Hay razones históricas y sociológicas a partir de las cuales puede inten
tarse la explicación de por qué era, en el siglo xvn (una vez madurada la Reforma
protestante) y en Holanda (en donde el pensamiento heterodoxo de un judío e s­
pañol, también heterodoxo, pudo encontrar condiciones favorables para su desa­
rrollo), cuando y donde podía aparecer por primera vez el esbozo de una filoso­
fía de la religión, como parte o tratado sistemático (subsistema) de un sistema
filosófico racional. Una filosofía de la religión que venía a ocupar el hueco que
en la concepción del mundo tradicional llenó la teología dogmática y que prefi­
guraba la disciplina que, un siglo después, se consolidaría como tal, principal­
mente en el contexto del Idealismo alemán (Kant, Hegel o Schelling)109.

También es verdad que los pensamientos de Espinosa sobre la religión pre­


figuran las líneas maestras de la concepción general que la Ilustración forjó acerca
de ella. Una concepción que, por lo demás, se mantiene fiel por completo a la doc­
trina tradicional de la Ontoteología, en lo referente a la teoría de la religión natu­
ral. Si bien, en lo que se refiere a la teoría de las religiones positivas, difiere dia­
metralmente de la concepción tradicional en su cambio de valoración de la religión
positiva, considerada ahora como superstición o impostura. Una valoración que,
traducida gnoseológicamente, podía considerarse como equivalente a la preten­
sión de sustituir la Teología dogmática de la revelación, no tanto por la filosofía,
cuanto por la Psicología o la Sociología.
Con todo, no creemos que la concepción de la religión de Espinosa pueda in­
terpretarse en la línea de la Ilustración, porque su doctrina de la religión filo s ó ­
fica en modo alguno puede confundirse con la doctrina ilustrada de la religión n a ­
tural. A nuestro juicio, Espinosa no es teísta, ni deísta, sino ateo, al menos cuando
se toma esta noción en su sentido ontoteológico110. Además, su misma doctrina
de las religiones positivas tampoco se reduce a la doctrina «ilustrada» (psicoló­
gica o sociológica) de la superstición o de la impostura sacerdotal. Los gérmenes
de esta doctrina, que se encuentran sin duda en la obra de Espinosa y que pudie­
ron obrar históricamente, quedan absorbidos (suponemos) en la atmósfera filosó­
fica general del sistema.
Son estas consideraciones las que permiten (creemos) asignar a Espinosa un
puesto gnoseológico enteramente característico (no siempre reconocido) dentro
del desarrollo de la moderna filosofía de la religión. (No siempre reconocido: o
formulado en términos que juzgamos por completo inadecuados.)

(109) ra-Para la influencia críptica, aunque no por ello m enos decisiva, de Espinosa en la filo s o ­
fía alem ana a través de Lcssing, ver el artículo de Manuel F. Lorenzo, «La polém ica sobre el e sP in o -
sismo de Lessing», El Basilisco, 2a época, 1989, n- 1, págs. 65-74.u
(110) n-E l ateísmo de Espinosa ha sido reconocido muchas veces: Bayle, M alebranche, &c- 'Vid.
la obra fundamental de Gabriel Albiac, La sinagoga vacía, Hiperión, M adrid 1987, págs. lfiO -S^.f1
El anim al divino 117

El h ech icero de la cueva de T rois-F réres (A rriége)

« E l lla m a d o h e c h ic e ro d e la c u e v a d e lo s T r o is - F r é r e s (A rrié g e ) [d ic e O b e rm a ie r], d e 75 c m s . d e a lto , p a rte d e él


p in ta d o y p a rte g ra b a d o , tie n e u n ro stro d e m o c h u e lo , c o n la rg a b a rb a d e b iso n te , g ra n d e s o re ja s d e lo b o y a n c h a s
a s ta s d e c ie r v o . S u s e x tr e m id a d e s d e la n te ra s r e c u e rd a n la s g a rra s d el o s o , m ie n tra s las p o s te rio re s s o n p u ra m e n te
h u m a n a s , c o n u n a c o la d e c a b a llo a d a p ta d a .» L a d e n o m in a c ió n d e « h e c h ic e ro » q u e h a b itu a lm e n te se u tiliz a (c o m o
a q u í O b e rm a ie r), a la v e z q u e re c o n o c e e l c o e fic ie n te n u m in o s o d e la fig u ra , n u m in o s id a d q u e d im a n a p re c is a m e n te
d e s u s r a s g o s z o o m ó rfic o s , c o n s titu y e u n a in te rp re ta c ió n d e la m is m a . D e c ir « h e c h ic e ro » e s d e c ir h o m b re , u n h o m ­
b re q u e a q u í a p a re c e ría « d isfra z a d o » . E s ta in te rp re ta c ió n e s p o r lo m e n o s in su fic ie n te . S i n o s a te n e m o s a lo q u e p e r­
c ib im o s , y a s u s a n a lo g ía s e tn o ló g ic a s , h a y q u e d e c ir q u e e s ta m o s a n te u n a fig u ra n u m in o s a c o m p u e s ta , n o y a d e d o s
p a rte s c o n tr a p u e s ta s ( c o m o la m á s c a ra n e s to r ia n a o c ir ilia n a d e E l J u y o ), s in o d e m ú ltip le s p a rte s , a lg u n a s c la r a ­
m e n te e n fre n ta d a s e n tre s í (lo b o /c ie rv o ) fo rm a n d o u n a coincidcntia oppositorum e n la « u n id a d h ip o stá tic a » d e l h o m ­
b re , c o m o si la s u s ta n c ia h u m a n a s e p e rc ib ie s e a q u í i d e n tific á n d o s e c o n las n a tu ra le z a s a n im a le s e n las c u a le s se d e ­
s a rro lla n y |>or c u y a m e d ia c ió n a lc a n z a e l s ig n ific a d o n u m in o s o .
118 Gustavo Bueno

2. Resumiremos, de modo esquemático, los motivos por los cuales tendría


a nuestro juicio, sentido dudar de la posibilidad de una verdadera filosofía de la
religión antes de la época de Espinosa. A este efecto sugerimos que las condicio­
nes de esta posibilidad podrían ser clasificadas en estos dos grupos: (A) uno, cons­
tituido por las condiciones internas negativas, porque se refieren a la negación o
remoción de obstáculos de cualquier tipo (pero de los cuales sólo podrán tomarse
como pertinentes o internos aquellos que procedan del propio material religioso),
capaces de bloquear el libre desarrollo del pensamiento religioso en torno a los
fenómenos religiosos; (B) otro, el de las condiciones positivas (nos referimos tam­
bién solamente a las internas, en sentido gnoseológico) que hagan posible tanto
el regressus hacia unos preámbulo fid e i filosóficos (y cuyo contenido habrá de
estar dado en función del sistema o de la familia de sistemas de referencia) que
permitan fundamentar la verdadera religión — diríamos: la verdadera filosofía de
la religión ha de fundamentar una religión filosófica verdadera— , cuanto al pro-
gressus hacia la mayor masa posible de fenómenos empíricos (históricos, etnoló­
gicos, psicológicos) relacionables con el núcleo de la religión, de suerte que sea
posible una organización global y filosófica de los mismos. Una organización que,
además, entre otras cosas, pueda mantener las concordancia con los resultados
más seguros de las ciencias de las religiones.
Ahora bien, refiriéndonos a la filosofía griega antigua (en la que, sin duda,
se sientan las bases para una conceptuación racional de la religión científica o
filosófica: Evémero, Aristóteles o los estoicos, más que los epicúreos, porque su
filosofía de la religión, con sus dioses corpusculares intermundanos, nos parece
estar más cerca de la mitología) acaso no pudieran afirmarse con seguridad, de un
modo pleno, las condiciones exigidas para una verdadera filosofía de la religión.
Porque, (A) si bien es verdad que los griegos (sin perjuicio de la institución
del delito de asebeia) dispusieron de una perspectiva que favorecía su distancia-
miento teórico de todo confesionalismo dogmático (de suerte que ningún conte­
nido de las religiones que ellos conocieron se les impuso como coto vedado al aná­
lisis racional), en cambio, (B) la filosofía griega no llegó a regresar a unos praeambula
fidei suficientes para, desde ellos, poder alcanzar de nuevo adecuadamente (en el
progressits) la fenomenología religiosa. Más bien se diría que ésta fue violentada
habitualmente (acaso por una inadecuada perspectiva histórica, que en modo al­
guno pueda atribuirse al azar, si se tiene en cuenta que aún no habían aparecido en
el horizonte los fenómenos religiosos del cristianismo y del islamismo).
La crítica sofística de la religión (Protágoras, Critias, incluso Evémero, afecto
a los cirenaicos), lejos de ofrecer unos preámbulo fid ei filosóficos, se remite a un
tipo de premisas más bien sociológicas o psicológicas, las cuales, al negar las ver­
dades religiosas, prefiguran mejor lo que después será la ciencia de la religión que
lo que llamamos filosofía de la religión. Acaso sea en el alegorismo platónico (y,
después, en el estoico) en donde más cerca podemos encontramos de unas premi­
sas capaces de abarcar una comprensión filosófica de la religión. Una comprensión
que cabría conceptuar como confusamente cósmica («radial» y, en parte, por la teoría
de los démones, también «angular»), Pero, en cambio, Aristóteles, precisamente por
El anim al divino 119

ser el creador de la teología filosófica más elevada (doctrina del Acto puro, que es
religión terciaria ella misma, tanto como filosofía de la religión) se aleja, paradó­
jicamente, de la verdadera filosofía de la religión (tal como la entendemos); aun se
diría que su regressus metafísico, en lugar de suministrar unos preámbulo fulei, nos
conduce a una situación tal en la que la religión se hace imposible. Porque un Dios
que es vói]ot C¡ vorjoetoC,, pero que ni siquiera conoce al mundo ni a los hombres
(a quienes, por supuesto, no ha creado) es un Dios que se mantiene a una distancia
de tal modo infinita respecto de los hombres, que toda amistad de estos hacia él se
hace imposible. Al menos, así podría ser interpretado el sexto libro de la Etica a Ni-
cómaco. Dios existe — el Dios filosófico— pero este Dios no habla con los hom­
bres, ni los hombres hablan con Él. Por tanto, nos parece que no es a la doctrina aris­
totélica del Acto puro a donde habría que acudir para buscar las premisas de la
filosofía aristotélica de la religión. Acaso pudiéramos dirigimos a su doctrina de los
astros, que el mismo Aristóteles trata de vincular, en el libro xn de la Metafísica
(1074b) a los fenómenos religiosos (de tipo «babilónico»). Pero, entonces, la filo­
sofía de la religión aristotélica (como luego lo fue la epicúrea) habría que conside­
rarla colindando, más que con la metafísica, con la mitología demonológica o as­
tral. En cuanto al neoplatonismo, que fue, sin duda, la escuela más sensible a los
fenómenos religiosos (desde Plotino hasta Porfirio o Jámblico), tampoco nos parece
que pueda ofrecer una fundamentación filosófica de la religión. Sus premisas nos
orientan más a una suerte de «aristotelismo místico» (a una religión terciaria), por
la doctrina del Uno (en cuanto anónimo, Supraser, &c., accesible sólo por el éxta­
sis). Acaso, a una demonología su i géneris (Porfirio).
Y si pasamos ahora a referimos a la filosofía medieval, especialmente la cris­
tiana, que a su vez recoge la influencia musulmana ■—el averroísmo— y judía,
también tendríamos que concluir, aunque por motivos diferentes a los que obra­
ron en la filosofía griega, que sus preám bulo fid ei tampoco preparan adecuada­
mente el terreno para una genuina filosofía de la religión. Es cierto que aquí se al­
canza una teoría filosófica (no materialista) muy elaborada y sutil de la religión
natural. Pero esta teoría no puede, gnoseológicamente, considerarse, nos parece,
como una filosofía de la religión dispuesta a interpretar la totalidad de los fenó­
menos religiosos positivos. Precisamente ella contiene la doctrina de la Revela­
ción y de la Fe praeterracional (doctrina que equivale gnoseológicamente a la ne­
gación de la filosofía de la religión, en cuanto declara vedados para ésta importantísimos
territorios del campo de los fenómenos de las religiones positivas). La corriente
tradicionalista representada por Roger Bacon, que desconfía de la teología filo­
sófica y se atiene más a los fenómenos positivos religiosos dados históricamente
(sobre todo a través del lenguaje), aunque ha podido impulsar determinados mé­
todos de la ciencia filológica de la religión, no es en modo alguno una filosofía
de la religión. Ni quiere serlo, sino ciencia positiva, teología positiva o bíblica.
Más próximo a lo que consideraríamos una conceptuación filosófica de la reli­
gión se encuentra el averroísmo. Porque el averroísmo introduce una metodolo­
gía hermenéutica alegorista, en principio universal, y en la dirección del gnosti­
cismo (acepción de Scheler) de todas las religiones positivas, como «metafísica
120 Gustavo Bueno

del pueblo». En todo caso, la filosofía de la religión averroísta sigue siendo me­
tafísica (ontoteológica). Y, desde luego, sectaria, lo que equivale, gnoseológica-
mente, a su incapacidad para corregir la distorsión metódica que el punto de vista
confesional impone a toda teoría de la religión. Pues ésta necesita, entre otras co­
sas, establecer una ordenación interna de las diversas religiones positivas, así como
de las partes integrantes de cada religión.
Concluiríamos, en resumen, este rápido apunte histórico, diciendo que en el
marco del pensamiento medieval no hay propiamente lugar gnoseológico para una
disciplina filosófica o tratado de religione. Porque la religión queda allí escindida
en dos partes: la parte de la religión natural (cuyo análisis filosófico corresponde
a la Etica, en cuanto subalternada a la Metafísica, que conceptuará a la religión
como un deber de justicia) y la parte de la religión positiva, sobrenatural (o incluso
las otras religiones étnicas, contempladas como degeneración de la Revelación pri­
mitiva o como fruto de la inspiración diabólica), cuyo estudio corresponderá a la
Teología dogmática y bíblica, o a la religión positiva misma. La temática de la f i ­
losofía de la religión deberá quedar, pues, repartida entre la Filosofía moral y en­
tre la Teología dogmática. No cabe una disciplina, dentro de las coordenadas es­
colásticas, que pueda asumir las tareas de la filosofía de la religión.
Tendremos que pasar a otro sistema de coordenadas tan distinto como pueda
serlo el sistema de Espinosa (tal como lo interpretamos aquí) para poder ver di­
bujada la figura gnoseológica de un tractatus de religione capaz de afrontar la in ­
tegridad de los fenómenos religiosos (tanto naturales, como positivos, cualquiera
que sea el signo atribuido a esta positividad) desde una perspectiva filosófica uni­
taria, para poder ver dibujada, por tanto, la figura de una filosofía de la religión.

3. Pero cuando nos referimos a Espinosa, conviene ante todo, según (A), in­
sistir en la situación de distanciación que le fue dado mantener a Espinosa ante
las religiones positivas (que, sin embargo, conocía por experiencia directa). Esta
distanciación no fue el resultado, desde luego, de un simple proceso psicológico.
Podía afirmarse que, fuera de Holanda (la Holanda de Juan de Witt, el Gran Pen­
sionario), la obra de Espinosa no hubiera podido ser publicada, ni siquiera pen­
sada. La vida de Espinosa transcurre prácticamente durante el período de la in­
fluencia de De Witt, del auge de la nueva república burguesa (simbolizada en la
Compañía de las Indias Orientales), la gran potencia activa y deseante (en el sen­
tido de la proposición u x de la m parte de la Ética) que sucedió a España en la
hegemonía colonialista y cuya rapacidad (según apreciación del propio Marx, en
El Capital) fue todavía mayor que la de los españoles. (¿No ejercían los n a v e ­
gantes o piratas holandeses ese mismo «derecho natural» del cual Espinosa es­
taba hablando?) La tolerancia holandesa — resultado del enfrentamiento de los
más diversos grupos confesionales, aglutinados en empresas mercantiles aún más
perentorias— está seguramente en el fondo del distanciamiento que Espinosa man'
tuvo hacia las religiones positivas. cr(La aproximación de Espinosa al Estado po­
dría explicarse a partir de la consideración de que ella fuera la única a lte rn a tiv a
que se le abría tras su expulsión de la sinagoga y de los problemas en tomo al «Es­
El anim al divino 121

tado dentro del Estado» suscitados a raíz de Uriel da Costa111.)cbi Las circuns­
tancias biográficas de Espinosa (en particular, su condición de «exilado» español,
y su condición de expulsado de la Sinagoga) son muy conocidas y marcan pun­
tualmente ese camino del distanciamiento real que entendemos como una disci­
plina necesaria para la formación de una adecuada perspectiva filosófica, capaz
de abarcar todo el volumen del material religioso.
Sin embargo, la distanciación de Espinosa respecto de los fenómenos reli­
giosos no habría sido tan radical como algunos piensan, ni tendría el sentido que
muchos le atribuyen. Ya Christian Kortholt, De tribus impostoribus magnis [Her-
bert, Hobbes, Espinosa] vio a Espinosa como un puro ateo112. Así lo vieron tam­
bién Voltaire o Jacobi, incluso, en nuestro siglo, el mismo Einstein cuando, en su
respuesta a la pregunta del rabino ortodoxo de Nueva York («¿Cree usted en
Dios?») habría respondido: «Creo en el Dios de Espinosa, que me revela una ar­
monía entre todos los seres y no en un Dios que se ocupa del destino y en las
acciones de los hombres.» Pero tampoco nos parece que pueda decirse que Espi­
nosa siga siendo un judío. Y ello, sin perjuicio de que puedan reconocerse en él,
como es lógico, múltiples influencias (Oscar Cohén y otros, como Joél, han su­
brayado el sabor judaico de la propia metodología del Tractatus\ León Dujovne
lo vinculaba a Maimónides y a Gersónides, Wachter a la Cabala, a través de los
cabalistas de Amsterdam). Pero también podría decirse que muchas de sus posi­
ciones se encuentran muy cercanas al cristianismo (recíprocamente, se habla de
la secta de Leenhoff, como secta de los «cristianos espinosistas») y también esta
cercanía ha sido advertida desde muchos puntos de vista. H. Duméry ha sugerido
que Espinosa no ve discontinuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento pero
que, en todo caso, hace de Jesús una figura especial y única, la figura de la inte­
rioridad personificada, «lo que equivaldría a un transformado filosófico del dogma
cristiano de la Encamación»113.
Espinosa ha retenido, sin duda, muchos elementos judíos pero se ha aproxi­
mado a muchos lugares cristianos. Bastaría recordar el escolio de la proposición 68
del libro iv de la Ética: «Nada más creer (el hombre) que los brutos eran semejan­
tes a él, al punto empezó a imitar los afectos de éstos, y a perder su libertad, que re­
cobraron después los Patriarcas, guiados por el Espíritu de Cristo, esto es, de la idea
de Dios.» En cualquier caso, esta aproximación al cristianismo la ha llevado a cabo
desde una perspectiva siempre filosófica («sólo creía en Dios al modo filosofal»,
como decía certeramente, según leemos en el libro de Vidal Peña114, el informe so­
bre Espinosa que un fraile coetáneo entregó a la Inquisición española) o científica.

(111) «•G abriel A lbiac, La sinagoga vacía..., págs. 186-188.


(112) «3’Christian Kortholt, D e tribus im postoribus magnis liber, Kiel 1680. El rótulo «de tribus
im postoribus» corresponde tam bién a un libro atribuido a Fray Tomás Escoto, de quien Albiac (La si­
nagoga..., pág. 293) sospecha fuera ju d aizan te.t*
(113) Henry D um éry, P hilosophie de la religión. Essai sur la signification du chrisñanism e, pur;,
París 1957, vol. n, pág. 54 y ss.
(114) Vidal Peña, E l m aterialism o de Spinoza. Ensayo sobre la antología spinozista. Revista de
O ccidente, M adrid 1974, 190 págs.
122 Gustavo Bueno

Pues Espinosa ha mantenido siempre ante las religiones el punto de vista del racio­
nalismo más depurado. Es cierto que decir «racionalismo» no es decir algo excesi­
vamente preciso, salvo la connotación negativa del «distanciamiento», que en E s­
pinosa es más explícito todavía que el que se advierte en Descartes («reverenciaba
nuestra Teología y pretendía, tanto como cualquier otro, ganar el cielo... pero lio
hubiese osado someter las verdades reveladas a la debilidad de mis razonamien­
tos»), Como observa Hans Küng, Descartes hace filosofía como cristiano. Su ra­
cionalismo se detiene, al menos formalmente, ante las «verdades reveladas». Es un
racionalismo muy peculiar. Podríamos precisar este concepto de «racionalismo» por
medio de la distinción (gnoseológica) entre ciencia (categorial) y filosofía. Espinosa
habría desarrollado ante la religión, en un primer término, el punto de vista del ra­
cionalismo científico (el racionalismo de la sociología ulterior, o el racionalismo de
la psicología). Pero también habría desarrollado después, o simultáneamente, el
punto de vista del racionalismo filosófico. Al menos, esta oposición puede servir,
grosso modo, para formular la diferencia entre el Tratado teológico político y la
Ética. Una diferencia que es, de algún modo, análoga a la que media entre la H is ­
toria natural de la religión de Hume y sus Diálogos sobre la religión natural.
La analogía no es puntual. Mientras la Historia natural de la religión es una
obra «científica» (precientífica), el Tratado teológico político de Espinosa s ó lo
podrá reducirse al plano de las categorías científicas cuando se le considere e n s í
mismo, con abstracción de la luz que sobre él proyecta la Ética. En efecto: c o n ­
siderado en sí mismo, no creemos que sea muy adecuado decir (como es habitual)
que el Tratado sea la exposición más radical de la filosofía de la religión de Es­
pinosa. Nos parecería más adecuado afirmar que el Tratado contiene la primera
exposición de la metodología científica moderna de interpretación (herm enéutica)
de toda religión positiva, aunque la exposición se circunscriba al caso de la r e li­
gión de los judíos. Pues en el Tratado hay una crítica a la religión, en el sentido
de un «distanciamiento» de su dogmática; y hay un intento de construir los fe n ó ­
menos (los dogmas y los ritos) a partir de principios esenciales naturales (el Sol
que Josué logró que Dios detuviese y la luz prolongada por los hielos). Pero cuando
se considera el Tratado a la luz de la Ética entonces, como veremos, podemos ha­
blar de algo más que de una ciencia reductiva de los fenómenos religiosos (d e la
reducción de la religión a moral, o de la reducción del sentido apofántico los
textos sagrados a su sentido pragmático). Puesto que ahora la religión positiva ín­
tegra (sin ningún territorio suyo vedado) comienza a ser reinterpretada, no ya só lo
como religión falsa, sino como falsa religión. Por tanto, como un horizonte ne­
cesario para construir la doctrina de la verdadera religión.

4. Pero, sobre todo, lo que nos importa ahora, (B), una vez que hemos c o n s
tatado la distanciación o inmunidad de Espinosa respecto de las dogmáticas r e li­
giosas positivas, es determinar (a) cuáles son los preámbulo fid e i de su sisterna a
los cuales cabe regresar para fundamentar la posibilidad de una verdadera r e li­
gión, así como también (b) cuáles son los cauces a través de los cuales el sistem a
progresa desde esos preámbulos hasta los fenómenos positivos.
El anim al divino 123

5. Comenzamos por el análisis del camino de regressus de la filosofía de la


religión de Espinosa, por el análisis de su sistema en tanto contiene los preám ­
bulo fidei de una religión verdadera (tenida como tal, según un criterio compati­
ble con nuestras propias coordenadas).
Para quien interprete el sistema de Espinosa como la exposición del más aca­
bado monismo panteísta (Sustancia = Dios = Totalidad) el regressus habrá de se­
guir un camino obvio, aquél que desemboca en el concepto de la relación «de una
parte con el todo metafísico». Sobre el concepto de esta relación, cuando se es­
pecifica como parte precisamente al hombre (según su alma, según su cuerpo o
según el compuesto de ambos) podría definirse la religión como esa misma rela­
ción del hombre con Dios (con la Sustancia, o con el Todo). crLa relación de la
parte con el todo a que se refiere el texto se sobreentiende como relación «de una
parte con el todo metafísico»115.'®! Una relación que Espinosa habría presentado
como un conocimiento que es, a la vez, amor (amor intelectual)', una intuición por
mediación de la cual le sería dado al hombre reabsorberse en la Sustancia uni­
versal. (Acaso quienes mantienen una concepción panteísta del mundo — con­
cepción que alienta seguramente en el fondo de algunas corrientes ecologistas de
nuestros días— y ponen la religión en el contexto de las relaciones del hombre
con una naturaleza que tiene algo de divino — como E. Mogk en el momento de
interpretar la religión de los germanos, o B. Rensch al tratar de interpretar la «per­
sonalidad» de los animales— propenderán a ver a Espinosa como un precursor.)
Una tal Idea de religión no precisa, es cierto, si la relación afecta al hombre
como individuo o bien al hombre como humanidad o, sencillamente, como grupo
social, como Iglesia, por ejemplo. Y, por tanto, no determina el significado reli­
gioso de las relaciones de los hombres entre sí. Teniendo en cuenta las connota­
ciones individualistas del concepto de intuición en Espinosa, sería la primera al­
ternativa la más favorecida. La filosofía de la religión de Espinosa, según esta
interpretación, podría asimilarse, como algunos hacen, a una suerte de deísmo in­
manente y, más precisamente (a nuestro juicio), a una suerte de neo-aristotelismo.
Cabría apoyar esta interpretación en estos dos pilares fundamentales:

(1) El paralelismo impresionante entre la proposición v,19 de la Ética geo­


métrica («Quien ama a Dios no puede esforzarse en que Dios lo ame a él») y la
proposición del libro viii,7 de la Ética a Nicómaco («Y, a proporción desto, en to­
das las demás amistades que consisten en exceso, ha de ser la voluntad desta ma­
nera: que el superior sea más amado que no a m e,.. .porque aunque falten muchas
cosas, no por eso se pierde el amistad; pero si es mucha la distancia, como es la
de Dios al hombre, ya no permanece»).

(2) El paralelismo entre la proposición v,27 de la Ética geométrica («nace


de este tercer género de conocimiento el mayor contento posible del alma»), y la
célebre sentencia de Aristóteles en el libro x,8 de la Ética a Nicómaco, 1778b,7

(1 1 5 ) t i ’Sobrcel concepto de esta relación ver Teoría del cierre categoría! (tomo 2 , págs. 4 9 8 - ss .) .,bi
124 Gustavo Bueno

(«de manera que la felicidad no es otra cosa sino una contemplación») y, aún más,
la sentencia de la Ética a Eaclemo, 1248b,20 («la felicidad es la adoración y con_
templación de Dios»).

La idea de religión de Espinosa comportaría, vista en esta perspectiva, la rela­


ción con Dios, una relación esencialmente individualista e intelectual (en el sentido
del gnosticismo, de la salvación por el conocimiento), si bien el término de la relajón
no sería para Espinosa transcendente al mundo (como lo sería en Aristóteles, mejor
en Plotino), sino inmanente, al modo panteísta, al mundo (según la tradición estoica).
Sin embargo, es muy dudosa semejante interpretación monista-panteísta de| sis­
tema de Espinosa, y con ella, la interpretación de su filosofía de la religión corn0 un
neo-aristotelismo o neo-estoicismo. Entre otras cosas, porque la interpretación mo-
nista-panteísta del sistema conduce muy bien a una filosofía de la religión como la
esbozada; pero una tal filosofía de la religión no concuerda, en cambio, con los pro­
pios textos de Espinosa. No se trata, pues, de reconocer que nuestra interpretación
de la filosofía de la religión de Espinosa se apoye sólo en una determinada interpre­
tación del sistema ontológico, puesto que en este caso podría acusársenos de aprio­
rismo. Se trata de que la interpretación del sistema como monismo panteísta favo­
rece una idea de religión que no concuerda, nos parece, con otros textos de Espir,oSa.
Por ello, hemos de dirigirnos a otras interpretaciones, alternativas de la inter­
pretación monista de la ontología de Espinosa y nos acogemos a la interpretación
materialista (pluralista) que del espinosismo ha ofrecido, basándose en sólidos ar­
gumentos, Vidal Peña. Evidentemente, si la Sustancia de Espinosa no es interpre­
tada como una totalidad, en el sentido monista, entonces la definición de la reli­
gión como «relación de una parte (el hombre) a la totalidad divina envolvente», se
oscurece y pierde propiamente su contenido. Y, sin embargo, no cabe concluir que
no exista una filosofía de la religión en el contexto del sistema de Espinosa (como
alguno podría pensar). Dejando aparte el Tratado teológico político (si es que éste,
por sí mismo, se entiende más bien como una ciencia de la religión que como una
filosofía de la religión, según hemos insinuado antes) y ateniéndonos a la Ética,
encontraremos, aunque dispersas a lo largo de sus libros, en proposiciones y esco­
lios (dispersas, es decir, sin que aparezcan encadenadas por citas explícitas, lo que
hará siempre discutible nuestra interpretación), los puntos que configuran una clara
línea, a nuestro juicio, capaz de marcamos el camino del regrcssus.
Los pasos principales podrían reducirse a los siguientes:

(1) La introducción del concepto explícito de religión en la parte iv (escolio


i de la proposición 37).

(2) El hecho de que este concepto de religión nos remita, por cuanto la reli­
gión ha sido definida como un deseo, ante todo, a los lugares de la parte m (pro­
posiciones 58 y 59, por ejemplo) en las cuales se habla del deseo y del gozo como
de acciones (no pasiones) del hombre y, en particular, de la fuerza del alma (cons­
tituida por la firm eza y la generosidad).
El anim al divino 125

(3) La autorización que la conjunción de (1) y (2) nos otorga para conferir
un alto significado a algunas proposiciones de la parte v (proposición 41, por ejem­
plo) en las cuales se vuelven a citar los conceptos rigurosos de,firm eza y genero­
sidad de la parte m, en correspondencia textual (aunque meramente ejercitada,
no mencionada explícitamente, es cierto) precisamente con la moralidad y la re­
ligión de la parte iv. De este modo, se cierra el primer círculo de contenidos tex­
tuales de la Etica de Espinosa que dicen referencia a la religión.

En virtud de la circularidad de tales referencias nos creemos autorizados a


concluir: (1) que la religión es, para Espinosa, un deseo-, (2) que, como tal deseo,
tiene que ver con la fuerza del alma (puesto que tiene que ver con la firm eza o con
la generosidad).
Lo que no queda explícito en este círculo es si la idea de religión de la Ética
geométrica debe ser reducida a la idea de firm eza o bien a la idea de generosidad.
Y esto significa, creemos, prácticamente: si la religión es entendida por Espinosa
en el contexto de una acción individual, o bien si es entendida en el contexto de
una acción política o eclesiástica. Nosotros vamos a sostener aquí la interpreta­
ción según la cual habría sido la Idea de generosidad aquella que habría inspirado
a Espinosa para reconstruir su Idea de religión, en la medida que es religión ver­
dadera. Y vamos a defender esta interpretación apoyándonos en el mismo uso que
de este concepto hace Espinosa en su orden geométrico. Pues suponemos que este
orden no es externo o artificioso, respecto de los contenidos ordenados, sino que
constituye (suponemos) un análisis de los mismos (acaso según su «segundo gé­
nero de conocimiento»), algo así como su ecuación dimensional. A la manera
como, en Física, el concepto de fuerza nos remite internamente a los conceptos
de masa y aceleración (F = M x A), así también en la Ética geométrica, el con­
cepto de Am or nos remite a los conceptos de Alegría y de Presencia del objeto
que la causa (de suerte que cabría escribir: Am or = Alegría x Presencia, aunque
no sea más que porque este operador «x» se asemeja al «x» matemático en que
anula el resultado, cuando uno de los factores se supone nulo). Si estudiamos, se­
gún esto, el lugar que dentro del orden geométrico corresponde a la Generosidad
o afines (por ejemplo, en la proposición 37 del libro iv), sacaremos, quizá, la con­
clusión de que la religión hay que ponerla, antes en la línea de la Generosidad que
en la línea de la Firmeza.
Pero una cosa es que la Religión y la M oralidad tengan que ver con la Ge­
nerosidad o la Firmeza, y otra cosa es que la Generosidad o la Firmeza tengan
que ver, por sí mismas, con la Religión, es decir, que comporten ya, por sí mis­
mas, la religiosidad natural. Más bien ocurre como si Espinosa estuviese diso­
ciando, de algún modo, el plano en el cual se dan las virtudes profanas, laicas, de
la Generosidad y la Firmeza, y el plano de la virtud estrictamente religiosa (parte
v,41). Y esto es de la mayor significación, por cuanto esta disociación equivale a
establecer la separación, no solamente entre lo profano y lo sagrado, sino tam­
bién la separación u oposición entre la religión filosófica y la religión popular
(escolio a la proposición citada: el vulgo cree que la moralidad y la religión son
126 Gustavo Bueno

cargas exteriores, imposiciones que provienen de fuera y obra por el temor e


peranza en la vida futura) y, lo que es más importante aún, la separación u opos j,
ción, en el seno de los propios hombres, entre el vulgo y el sabio (o acaso, puesto
que el sabio también es hombre y, por tanto, forma parte del vulgo, entre los e s ,
tratos vulgares y los superiores de cada individuo humano). Esta es, nos parece
— la distinción entre el vulgo y el sabio— una de las oposiciones claves que obran
en el fondo de la filosofía de la religión de Espinosa. Una oposición o s c u r e c í
en las interpretaciones metafísicas de la religión como relación del hombre co n e j
Todo. Porque tal distinción no es meramente empírica, sociológica o psicológ¡c a
(por ejemplo, la distinción entre el rústico y el letrado, incluso la oposición entre
el pagano y el cristiano) sino que tiene pretensiones ontológicas y contiene la crf,
tica filosófica (obligada para toda filosofía de la religión, según hemos dicho) ¿ e
la Idea de Hombre. En efecto:
El fundamento de la distinción entre el vulgo y el sabio se encuentra e n i a
doctrina de los géneros de conocimiento. En la Etica (parte 11, proposición 40, e s ­
colio ii) esta doctrina alcanza su forma más depurada. Hay tres géneros de co n o ­
cimiento. El conocimiento según el primer género se mueve en el terreno de la
imaginación (podría ponerse en correspondencia con la eíic a o ia y la j i ’l o t l ios
dos primeros segmentos de la línea platónica del libro vi de La República)', el c o ­
nocimiento de segundo género es racional, acaso de índole pragmática, hipotética
(en un sentido también platónico, el del tercer segmento de la línea, d iá vo ia y^ e )
conocimiento del tercer género, la ciencia intuitiva (que podría combinarse Con
el cuarto segmento de la línea platónica, vórjcnQ es el verdadero conocimiento.
Ahora bien, de lo que se trata es de tener en cuenta que esta doctrina de los tres
géneros del conocimiento no es una doctrina meramente psicológica, puesto que
ella tiene que ver con la verdad. Y, por tanto, debe ser contemplada desde la pers­
pectiva de las relaciones ontológicas del hombre con la realidad. Por ello, como nos
descubrirá Espinosa en la parte v de su gran obra (proposición 25: «El supremo es­
fuerzo del alma, y su virtud suprema, consiste en conocer las cosas según el tercer
género de conocimiento») los diversos géneros de conocimiento están vinculados
con la misma estructura ontológica del alma y por ello, como veremos, es en la d o c­
trina de los géneros de conocimiento (considerada en sus implicaciones ontológi­
cas) en donde habrá que poner los auténticos preámbulo fid ei de la filosofía de la
religión de Espinosa. Es así como la propia teoría de la religión, a la vez que deriva
de tal doctrina, permite advertir el alcance de la distinción de Espinosa: el concepto
de conocimiento de tercer género de la parte n de la Ética sólo puede comprenderse,
creemos, a la luz del uso que de él hace Espinosa en la parte v. Esta parte permite
contemplar la doctrina de los tres géneros como algo más que una distinción dada
en el plano psicológico (acaso «ontogenético») para percibirla, si no ya como una
distinción histórica, en el sentido de la Fenomenología del Espíritu (los tres géne­
ros de conocimiento como criterios para establecer las etapas del desenvolvimiento
histórico de la Humanidad) — puesto que en Espinosa no hay rastro de concepción
que prefigure la de un Herder, un Lessing o un Hegel, en este punto— sí al m enos
como una distinción sistemática con connotaciones sociológicas (en el sentido d e
El anim al divino 127

la doctrina platónica de las tres clases sociales o, acaso, sobre todo, en el sentido de
la tradición gnóstica y averroísta). Si, efectivamente, la doctrina de los tres géneros
de conocimiento, con sus implicaciones ontológicas y antropológicas, es conside­
rada como los preámbulo fid ei de la filosofía de la religión espinosista, habría que
concluir que la religión no es propiamente un concepto que, en el sistema de Espi­
nosa, pueda ser referido al hombre en general, porque sólo tiene que ver en princi­
pio con el alma.
Lo que equivale a decir que, cuando se intenta reconstruir el concepto de re­
ligión verdadera, hay que comenzar precisamente por desvanecer la confusión de
la idea global de hombre, para atenernos tan sólo al hombre sabio, único que po­
drá también ser llamado hombre religioso. Y esto es tanto como reconocer a la fi­
losofía de la religión de Espinosa su carácter crítico (es decir, discriminatorio en
un material empírico mediante la aplicación de una axiomática), que hemos con­
siderado propio de la filosofía de la religión, en general (en relación con la pri­
mera de las ideas de referencia, a saber, la Idea de hombre). Porque la doctrina de
los tres géneros de conocimiento arrastra una Idea axiomática de gran poder crí­
tico, cuando es utilizada antropológicamente, cuando se aplica al hombre empí­
rico. Así también, según veremos después, la doctrina de la religión filosófica
constituye un axioma crítico respecto de la segunda idea de referencia, la Idea de
religión, cuando se aplica al material fenomenológico (postulando la necesidad
de discriminar la religión verdadera de la superstición).
Ahora bien, el hombre sabio, aquel que alcanza el tercer género de conoci­
miento de modo habitual, no es meramente un hombre que, por decirlo así, co­
noce especulativamente verdades que, a la vez, sean transcendentes al mundo o a
la humanidad. Se trata de un conocimiento práctico (¿el de Crisipo el estoico, para
quien el juicio recto incluye la liberación de la pasión morbosa, la ataraxia?) No
sólo porque sus objetos son los objetos cotidianos, sino también porque la cien­
cia intuitiva constituye el principio de una reorientación de la vida íntegra, por
cuya virtud ésta comienza a ser una vida verdaderamente libre. (A la ciencia in­
tuitiva se llega a través del conocimiento del segundo género; sin duda, es precisa
una disciplina previa para lograr este tránsito, aunque Espinosa no es muy explí­
cito al respecto.)
La libertad del alma, por lo demás, no debe entenderse como indetermina­
ción, acausalismo. El alma, no menos que el cuerpo, en tanto forma parte de la
Naturaleza o Sustancia (de la que es atributo), procede siempre según una rigu­
rosa necesidad: «quienes creen que hablan, o callan, o hacen cualquier cosa, por
libre decisión del alma, sueñan con los ojos abiertos» (escolio de la proposición
2 de la parte m). La libertad del alma es su misma actividad y el alma es activa,
cuando tiene ideas adecuadas; es pasiva, cuando sus ideas son inadecuadas. «Ade­
más, de aquello que se sigue necesariamente de una idea que es adecuada en Dios,
no en cuanto tiene en sí el alma de un solo hombre, sino en cuanto que tiene en
sí, junto con ella, las almas de las otras cosas, no es causa adecuada el alma de ese
hombre, sino parcial, y, por ende, el alma, en cuanto tiene ideas inadecuadas, pa­
dece necesariamente ciertas cosas» (demostración de la proposición 1, parte nt).
128 Gustavo Bueno

Podría, quizá, decirse que el hombre libre, según Espinosa, es precisamente |j^re
cuando conoce internamente (de forma intuitiva) las conexiones necesaria^ ue^
envolviéndole, determinan su acción («conciencia de la necesidad»), Y cjUe
hombre que se cree libre, en el sentido de inmune de toda condición, es p r e s a ­
mente el que no lo es, porque esos decretos del alma, que él cree espontáne^ no
son distintos de la imaginación o del recuerdo (escolio a la proposición 2 (je ia
parte m). Es decir, pertenecen al conocimiento del primer género.
Ahora bien, el alma, en cuanto es pasiva, está sometida a constantes Pertur­
baciones o fluctuaciones, que la hacen pasar de un estado de menor a mayor p£r.
fección o, inversamente, de un estado de mayor perfección a otro de perftjCc¡ón
menor. En el primer supuesto, el alma es un Gozo; en el segundo una Triste¿Q ^es.
colio de la proposición m, 11). Un Gozo que se determina como Amor, cuatro va
acompañado por la idea de una cosa exterior (generalmente, los otros honores:
escolio de la proposición iii,49). Así como la Tristeza, en situación análoga, $e de­
termina como Odio (escolio de la proposición iii,22). Se diría que Espinosa ha
querido oponer a esta situación pasiva (y, por ello, fluctuante) del alma ^ c u y o
amor será inconstante y cuyo odio se coloreará como envidia o melancolía, c0mo
retraimiento ante los demás hombres (la melancolía de lo que hoy llamamos «con-
tracultura», la melancolía de los que esperan algo de la vida inculta y solitar¡a del
buen salvaje: escolio de la proposición 35 de la parte iv)— la situación del aima
activa. La situación del alma dotada, no ya sólo de voluntad, sino de dese0> en­
tendido como el esfuerzo del alma en perseverar en su ser, cuando se relaciona a
su vez con el alma y el cuerpo y con conciencia de sí mismo (según el escoi¡0 de
la proposición 9 de la parte m). Porque el alma que desea estará gozosa, por es­
tar activa y en disposición de amar con un amor no fluctuante, sino seguro y fuerte.
(Pues no hay afección de tristeza que se pueda relacionar con el alma en cuanto
es activa, dice la demostración de la proposición m ,5 9 .) Se comprende bien, nos
parece, cómo esta fortaleza o fuerza del alma activa y deseante (en tanto es el di­
que que frena el oleaje del amor inconstante o del odio envidioso) pueda des­
componerse, por ello mismo, en dos componentes (componentes de la fuerza del
alma, a la manera como se habla de los componentes de una fuerza física). A sa­
ber: la firmeza (frente a la inconstancia) y la generosidad (frente al odio envidioso
o miserable). «Por firm eza entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza en
conservar su ser, en virtud del solo dictamen de la razón; por generosidad en­
tiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza, en virtud del solo dictamen de la
razón, en ayudar a los demás hombres y unirse a ellos mediante la amistad» (parte
ni, escolio de la proposición 59).
En realidad, los praeambula fidei de la filosofía de la religión de Espinosa es­
tán dados en las premisas anteriores, que constan en las cuatro primeras partes de
la Etica. Ya en la parte iv (escolio i de la proposición 37) refiere a la religión «todo
cuanto deseamos y hacemos, siendo nosotros causa de ello en cuanto que tenemos
la idea de Dios». Esto implica que la idea de religión es puesta, desde luego, por
Espinosa, en el contexto de la fuerza del alma. La religión (por la proposición w,59),
por tanto, será gozosa, no melancólica o triste (¿pensaba Espinosa en alguna forma
El anim al divino 129

F iguras nuin in osas zoocéfalas características de la religión secundaria. A) Ibis sagrado. K) Seth-T yphon. C)
El d ios Jnun m oldeando al futuro rey y a su Ka en el torn o de alfarero. D) G anosa, num en hidi indú de la sa­
biduría. E) A nu b is, interpretación del siglo x v m com o licántropo.

E n la fa s e s e c u n d a ria las fig u ra s a n im a le s a p a re c e n fu n d id a s e n u n a s u e rte d e u n ió n h ip o stá tic a c o n fig u ra s h u m a ­


n a s. I n c lu s o c a b ría d e c ir q u e m u c h a s v c c e s so n las fig u ra s h u m a n a s las q u e a c tú a n c o m o s o p o rte s d e lo s ras g o s a n i­
m a le s (el ib is , el o k a p i, el b u e y , el e le f a n te , el c h a c a l), d e lo s c u a le s re c ib e n el h a lo p ra e te rn a tu ra l, n u m in o so .
130 Gustavo Bueno

de calvinismo?) ¿Podría decirse que la religión (desde el punto de vista del hom­
bre) es amor? Aquí nos parece que el sistema de Espinosa toca uno de sus puntos
más difíciles. Porque, si la religión es amor (véase la demostración de la proposi­
ción 18 de la parte v), entonces (según la definición de la proposición m, 13) la id ea
de Dios debiera figurar como causa exterior de la actividad del alma; lo cual n o es
admisible, en tanto Dios no sea considerado como una entidad transcendente y dis­
tinta del alma, es decir, en tanto el alma pueda considerarse como identificable, en
ciertas condiciones, con Dios mismo. Podría acaso encontrarse una salida (para
deshacer esta contradicción) resolviendo la Idea de alma en una multiplicidad de
almas que se acogen a la Idea de Alma universal (a la manera como el Gran ca~
ríbú de los esquimales del Labrador acogía a los renos que iban llegando en gran­
des manadas, pasando por debajo de él). De este modo, la idea de Dios que habita
en las almas sería a la vez, de algún modo, interior y exterior a cada una de ellas.
O acaso, simplemente, encontraríamos una salida poniendo entre el Alma y D io s
la relación de la parte al todo (proposición 36, parte v).
Desde luego, ninguna de estas soluciones aparecen escritas en la obra de Es­
pinosa. Con la primera concordaría la evidente correspondencia que se establece
entre la religión como amor, y la generosidad, es decir, el amor de unos ho m b res
a otros, en el sentido ya «religioso» de la proposición 37 de la parte ív: «El b ie n
que apetece para sí todo el que sigue la virtud, lo deseará también para los dem ás
hombres, y tanto más cuanto mayor conocimiento tenga de Dios.»
La religión, según esto, tal como se define en la parte ív (escolio i de la propo­
sición 37), parece que puede entenderse como lafuerza misma del alma que esté a so ­
ciada a la Idea de Dios. Pero la fuerza del alma, según hemos dicho, tiene dos co m ­
ponentes: firmeza y generosidad (m,59). No queda claro si la moralidad (del escolio
recién citado) ha de coordinarse con la firmeza (de suerte que la generosidad pueda
quedar asociada a su vez a la honradez-, «deseo de un hombre que vive dirigido por
la razón de unirse a otros por lazos de amistad»), ni tampoco si lafirm eza (o mora­
lidad) y la generosidad (u honradez) deban estar comprendidos siempre bajo la reli­
gión o bien puedan desenvolverse de un modo no religioso, digamos «laico».
Desde luego, lo que sí parece desprenderse de la proposición 41 de la parte
v, es que la moralidad, y aun la religión misma no tienen por qué pensarse en tér­
minos extremos, en su límite del tercer género de conocimiento (que incluye e l
saber de nuestra alma como eterna). Y lo que también parece muy probable es q u e
Espinosa ha querido expresar explícitamente que la religión, así como la m o ra li­
dad (sea ésta formalmente religiosa o no lo sea), se relacionan con la g e n e ro si­
dad y con la firm eza del alma (según este mismo orden de enunciación, q u e e s
ejercitado, aunque no significado, en v,41). Es decir, con la fuerza del a lm a , ya
se desenvuelva ésta en el segundo o en el tercer género de conocimiento. Lo rn¡ís
plausible es suponer que el concepto de religión (si es que puede ser pensad» se­
gún los tres niveles o géneros de conocimiento) tenga que ver con la fu erza ttel
alma de distinta manera. Y que lafuerza del alma (firmeza y generosidad), cuando
se desenvuelve en el segundo género, es cuando adquiere una coloración com p a­
rativamente «laica», o cuasi-fil.osófica, en el sentido del deísmo.
El anim al divino 131

Ahora bien, si las cuatro primeras partes de la Ética y, en especial, la cuarta


parte (incluyendo las definiciones de religión, en cuanto dada en el contexto an­
tropológico de la «fuerza del alma», e indeterminada respecto de los tres géneros
de conocimiento) ofrece los pream bula fid ei de la filosofía de la religión de Es­
pinosa, sería la última parte, la parte v de la Ética, aquella que debiera conside­
rarse estrictamente como el tratado filosófico de religione de Espinosa, como la
exposición axiomática, no ya de los preambula fidei, sino de la fe misma de Es­
pinosa. Que será a su vez, por ser filosófica, su filosofía de la religión, la exposi­
ción de la verdadera religión. Porque el amor de Dios de la parte V es, sin duda,
la religión misma — ya que el am or es fuerza del alma, el gozo es beatitud y la
religión ha sido presentada como fuerza del alma. Y así, el designio de toda esta
última parte de la Ética geométrica y, con ella, la de la obra entera, se nos reve­
lará como no siendo otro sino el de mostrar de qué modo la religión, en su sen­
tido más alto (aquel, precisamente, que puede ser participado por los grados más
bajos — los del primero y segundo género— puesto que la idea de religión, no se­
ría tratada por Espinosa como un género distributivo, respecto de sus especies,
sino más bien como un género atributivo), es el destino más profundo del hom ­
bre, el sentido de su vida, la realización más plena del hombre verdadero.
La religión, en todo caso, en cuanto es la misma fuerza del alma, queda en­
tendida en un contexto eminentemente práctico. Y la practicidad de la religión po­
dría acaso redefmirse como la misma tendencia y posibilidad práctica de la fuerza
del alma (de la generosidad, especialmente) a asumir la form a religiosa. Según
esto, la clave de la parte v habría que ponerla en su proposición 14 («El alma puede
conseguir que todas las afecciones del cuerpo, o sea, todas las imágenes de las co­
sas, se remitan a la idea de Dios»). Y en las proposiciones 15 y 16 que la refuer­
zan («Este amor a Dios debe ocupar el alma en el más alto grado»). Pero, como
quiera que la idea de Dios incluye la idea de eternidad, el amor hacia Dios contiene
como virtualidad que el propio ser humano pueda poder ser percibido de algún
modo como eterno (proposición v,22). Ello tiene lugar en el momento en el cual
el alma logra elevarse al tercer género de conocimiento (proposición v,25).
Se diría, pues, que la religión aparece como tal en el sistema de Espinosa
cuando, a través del tercer género de conocimiento, el deseo, que es un amor (en
cuanto concibe a Dios como a su causa) al intuir que Dios no es externo, sino
idéntico al hombre mismo, se conoce a sí mismo como divino. Es decir, Dios se­
ría, para Espinosa, el mismo deseo. Y frente a la concepción aristotélica de Dios
como «Conocimiento del Conocimiento» habría que decir que Espinosa, sin per­
juicio de su aparente «intelectualismo», entiende a Dios como un «Deseo del D e­
seo», en la línea del cristianismo (Deus charitas est). Una línea totalmente dis­
tinta a la platónica, la de El Banquete, en donde el amor incluye imperfección y
no puede ser considerado como atributo de Dios.
Hay que reconocer, en todo caso, que las ideas de Espinosa (deseo, amor,
Dios, externo e interno...) no ajustan con facilidad. Porque no se comprende cómo
el deseo pueda convertirse en am or de Dios, si resulta que Dios no es externo al
Hombre, sino su mismo deseo. Pero, al menos, también cabe observar que este lu­
132 Gustavo Bueno

gar de contradicción de la filosofía de la religión de Espinosa (una contradicción


que, acaso, desaparece en la intuición material dada en el tercer género del cono­
cimiento, pero que subsiste en este segundo género por medio del cual, supone­
mos, se construye la Ética demostrativa) es similar a aquel lugar fenomenológico
en el que se dibuja la figura de Cristo, el Dios que es a la vez hombre. En cual­
quier caso, y puesto que Espinosa no es cristiano (en el sentido «fenomenológico»
de esta expresión), es decir, puesto que es gratuito y sumamente improbable su­
poner que Espinosa experimentase su divinidad «a través de la imagen de Cristo»,
a la manera como podría haberla experimentado un cristiano como San Juan de
la Cruz (pues más bien cabría decir que era la divinidad de Cristo aquello que po­
día experimentar Espinosa por la mediación de la propia divinidad de su deseó),
resultará ser muy problemático identificar el tipo de experiencia fenomenológica
o «actitud del alma» a que se refiere Espinosa, cuando precisa que ese conoci­
miento religioso del tercer género es a la vez un gozo sumo, un placer, un con­
tento, una beatitud y un amor intelectual (proposiciones 32 y 33). Un amor a Dios
que «es el mismo amor con que Dios se ama a sí mismo» (proposición v,36); un
amor a Dios que no tiene por qué esperar ser correspondido (proposición v, 19:
«quien ama a Dios no puede esforzarse en que Dios lo ame a él»). Ni, por su­
puesto, premiado, dado que el amor a Dios es amor honesto («no me mueve Se­
ñor para quererte / el cielo que me tienes prometido...», en el famoso soneto es­
pañol a Cristo crucificado) y es el propio amor (no precisamente la compasión
ante quien está «clavado en la cruz y escarnecido») aquello que constituye la
beatitud (proposición v,42).
Por nuestra parte, y dada la importante función que juega la idea de eterni­
dad en toda la filosofía de la religión de Espinosa (proposiciones v, 29, 30, 31,
33, &c.) nos aventuramos a sugerir que la religión del tercer género o «amor de
Dios» habría que referirla al estado del alma de aquellos hombres que, sin mirar
hacia un mundo transcendente sino, por el contrario, manteniendo constantemente
su mirada hacia el mundo empírico y cotidiano («Cuanto más conocemos las co­
sas singulares, tanto más conocemos a Dios», proposición v,24), en el cual, desde
luego, han de estar inmersos y comprometidos (iv,73: «El hombre que se guía por
la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos,
que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo»), sin embargo, han alcan­
zado una fuerza del alma tal (una firm eza y una generosidad), que les permita
contemplar los acontecimientos temporales (las traiciones, la muerte de los ene­
migos, las pasiones, las fluctuaciones del alma) en la perspectiva de lo que es in­
temporal, en tanto están sometidos a las leyes eternas. Una tal perspectiva — )'
esta sería la mayor originalidad de Espinosa, en la tradición estoica— no es la del
alejamiento solitario del mundo («sólo con el Solo»), ni es la del desinterés por
el mundo (al modo del Plotino de la Encada v: el sabio no se inmutará por el sa­
queo de las ciudades...) — un desinterés que incluye la purificación de toda sen­
sibilidad, la anestesia— , sino la perspectiva del interés práctico por el mundo. Di­
ríamos: la incorporación epicúrea de la sensibilidad y del interés. Pero como un
interés desinteresado (= no egoísta), generoso, puesto que el amor a los demás
El anim al divino 133

hombres (en tanto que ellos, a su vez, son expresiones de Dios) se satisface por sí
mismo y es el único modo de amarnos a nosotros mismos, en cuanto somos divi­
nos. Tal sería el «pragmatismo transcendental» de la filosofía de la religión de Es­
pinosa. En esta interpretación «circular» del amor Dios como generosidad o amor
a los demás hombres — «filantropía»— , cobra un sentido inesperado la proposi­
ción v, 19; porque, de ser una proposición metafísica, equiparable a la proposición
aristotélica del libro viii,7 de la Etica nicomaquea antes citada, pasa a ser una re­
gla práctica, de una grandeza indiscutible: «Quien ama a Dios no puede esforzarse
en que Dios lo ame a él.» Es decir: «El que ama a los otros hombres sub specie
acternitatis no debe esforzarse en esperar correspondencia.»
La pregunta que tenemos que hacernos ahora, desde nuestras coordenadas,
es la siguiente: ¿por qué llamar religión a este amor de Dios que se resuelve como
amor de los hombres a los otros hombres en cuanto son divinos (lo que implica
una interpretación del espinosismo como riguroso antievemerismo)? Desde luego,
se diría que Espinosa ha despojado a la religión de todo residuo de misterio. Asi­
mismo, parece que la relación religiosa no conservaría nada, en su sistema, de lo
que conviene a una relación numinosa (la relación del hombre con los númenes),
puesto que se mantiene como relación «circular» entre hombres. (Espinosa des­
carta de la religión todo componente «angular» — en el sentido que damos a esta
expresión más adelante— considerándolo como supersticioso: «En su virtud —
dice en el escolio i a la proposición 37 de la parte ív— , es evidente que leyes como
la que prohibiera matar a los animales estarían fundadas más en una vana su­
perstición, y en una mujeril misericordia, que en la sana razón.» Y esto sin per­
juicio de que Espinosa atribuya un gran significado antropológico a la imitación
que los hombres hicieron de los animales, de la que habla el escolio de la propo­
sición 68 de la ív parte.)
Sin embargo, tampoco podría concluirse que Espinosa sitúa la idea de reli­
gión en el círculo de un sistema de relaciones entre iguales, puesto que, dado el
reconocimiento de las diversas clases de hombres (según los géneros de conoci­
miento) más bien resultaría que la religión puede tener lugar, al menos, entre al­
mas desiguales. La generosidad del hombre religioso no se confundiría con un
altruismo utópico, o filantropía escatológica, o esperanzada (Metz, Bloch, Molt-
mann y su «teología de la esperanza»), sino que incluye incluso el amor eficaz
hacia los inferiores, de quienes nada se espera. De este modo y respecto de la Idea
clásica de Religión, cabría advertir, insinuada en Espinosa, una curiosa inversión,
virtualmente contenida en la idea espinosista de religión, una inversión derivada
de la identificación misma del amor a Dios y el am or de D ios: la inversión según
la cual la religión no es ya sólo el amor del hombre hacia un ser superior (o de
unos hombres a otros hombres superiores, al modo evemerista), sino el amor del
hombre hacia los hombres inferiores, a los pobres (en el límite: a los animales),
del mismo modo que el Dios cristiano ama a las personas que necesariamente es­
tán por debajo de Él. Un amor orientado, a lo sumo, a elevar a los demás hacia el
estado de igualdad con el amante (proposición iv,37), aun reconociendo la desi­
gualdad (los que no siguen la virtud y los que la siguen). En ningún caso la reli­
134 Gustavo Bueno

gión, para Espinosa, es amor del hombre a algo que esté por encima de él (sajvo
que se tome como referencia al hombre del primer género, el cual p r e c is ^ en(e
no es religioso), puesto que el Dios de Espinosa no es transcendente. En este sen_
tido, no cabe confundir la idea de religión de Espinosa con la idea de rcligi¿n na_
tural, pues la religión natural (como consta por el Colloquium de Bodino, de 1593)
comporta como dogmas: 1) la existencia de Dios personal y transcendente) 2) la
libre voluntad y el pecado, 3) la inmortalidad del alma, 4) la «ley de la natura­
leza»... Ahora bien, salvo el último, Espinosa no admite ninguno de los dogmas
de esta religión natural.
Tampoco la religión es para Espinosa amor del hombre a la «naturaleza» C(5S.
mica (salvo que ésta se dé a través del hombre: proposición iv,35). A lo sum0, es
amor del hombre hacia sí mismo, en cuanto es divino. En este sentido la filosofía
de la religión de Espinosa se alinearía entre las filosofías humanistas de la re]¡_
gión, siempre que entre ellas incluyamos también a la filosofía de la religión de
Hegel, con lo que llamamos «pragmatismo transcendental» («el amor intelectual
del alma hacia Dios es una parte del amor infinito con que Dios se ama a sí mismo»,
proposición v,36). Hay, además, pasajes de Espinosa que explícitamente apUntan
en esta dirección: «Lo que acabamos de decir [se lee en el escolio de la proposi­
ción iv,35] lo atestigua también diariamente la experiencia, con tantos y tan im­
presionantes testimonios que está prácticamente en boca de todos el dicho: ‘el
hombre es un dios para el hombre’», o bien: «nada es más útil al hombre que el
hombre [escolio de la proposición iv, 18]; quiero decir que nada pueden desear los
hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todo en
todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma.»
En resolución, la filosofía de la religión de Espinosa podría verse cómo el
cauce a través del cual su Ética opta por una de las escasísimas alternativas dis­
ponibles: la opción del antropocentrismo axiológico, la que declara al hombre
(aun después del «descentramiento copernicano», aun después de retirada la ecua­
ción Hombre = Dios = Sustancia) como el valor absoluto, dotado de una digni­
dad soberana. Aun cuando nada tenga que esperar en el seno de una sustancia in­
finita, el hombre religioso es el hombre que, sin necesidad de ser el centro físico
del universo, es un centro metafísico (como dirá después Hegel).

6 . El movimiento de vuelta (progressus) a los fenómenos positivos religio­


sos es interno a la Idea misma de religión de Espinosa y podría deducirse de la
idea de Generosidad, en cuanto amor religioso a los inferiores. Esta vuelta hacia
los fenómenos aparece insinuada con claridad (aunque brevemente) en la propia
Ética. Pero, sobre todo, se nos da metódicamente realizada en el Tratado teoló­
gico político (que fue escrito hacia 1670, intercalado con la Ética), aun cuando
esta realización se circunscribe al territorio de las religiones judía y cristiana, al
horizonte de las Sagradas Escrituras (los fenóm enos religiosos que Espinosa co­
noció más de cerca).
Que en la Ética se encuentran los elementos mínimos del trámite del p ro ­
gressus es indudable. Ya en la parte cuarta (escolio de la proposición 68 ) Espi­
El anim al divino 135

nosa ilustra sus afirmaciones ontológico-antropológicas sobre la libertad humana


con una referencia al Antiguo Testamento («es lo que parece que quiso decir Moi­
sés en la historia del primer hombre») y con otra al Nuevo Testamento («libertad
que recobraron después los Patriarcas, guiados por el Espíritu de Cristo, esto es,
por la idea de Dios, sólo de la cual depende que el hombre sea libre, y que desee
para los demás hombres lo que desea para sí mismo»). Con razón se ha dicho que
la teología secularizada de Jesús por el judío Espinosa (Cristo como expresión
temporal de la Idea de Dios, que conduce al hombre a la verdad y a la libertad)
anuncia el Ensayo del joven Hegel. H. Duméry entiende que Espinosa establece
una continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: habría visto entre am­
bos, no una diferencia de contenido, sino de extensión e interiorización. Espinosa
se anticipa, ahora, a Kant, en tanto se libera del particularismo judío para pasar a
lo universal humano. Y «pasar a lo universal» (según Duméry) es pasar a la inte­
rioridad: el Jesús de Espinosa sería la «interioridad personificada», el equivalente
filosófico del dogma de la Encarnación, porque en Jesús se unen Dios y el Hom­
bre en la intimidad absoluta. A nosotros nos parece que, sólo si esta interioridad
no se concibe como un proceso independiente de las estructuras sociales, pueden
aceptarse, con reservas, tales fórmulas.
Sobre todo, es en la parte v — la que hemos considerado como el Tratado
que, en el sistema de Espinosa, corresponde a la filosofía de la religión— , una vez
que ha propuesto la fórmula más profunda en la que se explica la esencia de la re­
ligión por el amor intelectual del Alma hacia Dios y el amor infinito con que Dios
se ama a sí mismo (proposición v,36), identidad en la que consiste la beatitud, en
donde se nos abre la vía hacia el campo de los fenóm enos religiosos. Principal­
mente cuando se establece, en el escolio: «Este amor o beatitud es llamado ‘Glo­
ria’ en los libros sagrados, y no sin motivo.»
Podemos, pues, ver en la Etica, por los textos que acabamos de citar, el co­
mienzo del camino de un progressus asimilativo. Es decir, de un progressus orien­
tado a conocer hasta qué punto la verdadera religión, la religión filosófica, se en­
cuentra, de algún modo, encamada en las religiones positivas, como cuando en el
Tratado (n,xi) encuentra Espinosa filosofía en Salomón, porque, al decir éste que
«nada nuevo hay bajo el Sol», está diciendo que los milagros no son milagros,
sino para la enseñanza de los hombres. Pero también podemos ver en la Etica los
principios del progressus crítico, es decir, orientado a constatar de qué modos las
religiones positivas se desvían sistemáticamente de la verdadera religión y se cons­
tituyen como religión fa lsa o aparente, como apariencia de la verdadera religión.
Porque la religión falsa no es propiamente religión, pero tampoco es algo que haya
perdido toda conexión con la religión. Es su apariencia, es superstición.
Y como el progressus crítico encuentra materia en la casi totalidad de los
contenidos de las religiones positivas, de aquí que el espinosismo se nos muestre
como una metodología ilustrada para el tratamiento de las religiones positivas,
una metodología precursora, incluso, de Voltaire o de Hume. El tránsito desde la
religión filosófica (o verdadera religión) hasta la religión falsa (prácticamente, la
religión positiva) está dado como tránsito al primer género de conocimiento. La
136 Gustavo Bueno

distinción entre una verdadera religión y una religión falsa es utilizada por ej pro_
pió Espinosa según diferentes modulaciones. En el prefacio del autor al Ti-pta(¡0 _
como diferencia entre la religión aparente y religión verdadera (o «herrn0sa»),
«El gran secreto del régimen monárquico consiste en engañar a los hombres ¿¡g.
frazando bajo el nombre de religión al temor que necesitan para mantener]os en
servidumbre», y ello «porque bajo las apariencias de la religión se lleva a 1qs pUe_
blos a orar a los reyes como a los dioses». Otras veces Espinosa opone la adula­
ción a Dios (o culto externo) y el homenaje a Dios. Las falsas religiones (en ]a
Ética, v,41 escolio) son la religión del vulgo, que cree que la religión y la mora­
lidad son cargas de las que espera verse libre después de la muerte, pues es ja es­
peranza o el temor lo que mantiene al vulgo dentro de un orden justo116.
Esta perspectiva (crítica de las religiones positivas, en la mayor parte de sus
contenidos, en cuanto religiones fa lsas) no equivale a una condenación gl0bal.
Por el contrario, el programa crítico ha de ir orientado a mostrar hasta qué punto
los fenómenos o apariencias, por serlo, tienen una realidad (incluso una verdad)
como apariencias. Tienen una causa, no son gratuitos, arbitrarios o misteriosos.
Si lo fueran — si no pudieran ser explicados racionalmente— , estaríamos mante­
niendo ante las religiones positivas una posición parecida a la que mantienen los
creyentes supersticiosos (cuando declaran a las Escrituras como sobrerraciona-
les). La perspectiva crítica de Espinosa está inspirada, en cambio, por el princi­
pio metodológico según el cual los fenómenos religiosos son apariencias y tie­
nen una verdad como tales apariencias. Lo que equivale a decir que deben ser
explicados como refracción de verdades filosóficas (añadimos: o científicas) en
la imaginación, en el conocimiento del prim er género. Refracción utilizada a ve­
ces intencionadamente por los gobernantes («no hay medio más eficaz que la su­
perstición para gobernar a los pueblos», es sentencia de Quinto Curcio Rufo, que
Espinosa hace suya). La hermenéutica crítica deberá ir orientada, por tanto, a ex­
plicar estos contenidos imaginarios, mitológicos, mostrándolos como fundados
en alguna verdad y construidos según procesos no gratuitos, sino legales y nece­
sarios (una prefiguración de la doctrina de la «falsa conciencia», desde Kant hasta
Marx). En la parte segunda de la Ética, proposición 36, Espinosa había estable­
cido: «Las ideas inadecuadas y confusas se siguen unas de otras con la misma ne­
cesidad que las ideas adecuadas, es decir, claras y distintas.»
Por medio de esta revolución hermenéutica (la razón, filosófica o científica,
como norma para interpretar las verdades de la fe, y no recíprocamente), es como
Espinosa emprende el desarrollo de su Tratado teológico político. Su objetivo, en
realidad, sería (si la religión filosófica es generosidad) reinterpretar las religiones
positivas como formas para hacer posible la generosidad en el pueblo, mostrar el
contenido moral y pragmático de las religiones positivas. El punto de partida es
éste: las Sagradas Escrituras no son falsas, sólo son falsas las interpretaciones que
de ellas ofrecen los teólogos, los fariseos. Es decir, aquellos que se creen deposi­

(116) «-Estos teoremas de Espinosa resuenan de modo singular en el contexto del asunto de Sa-
batai Zeví (Gabriel Albiac, La sinagoga..., págs. 3 3 - s s .)u
El anim al divino 137

tarios de una iluminación especial, que distingue a los judíos de los gentiles (olvi­
dando la universalidad de la razón). Las Sagradas Escrituras son verdaderas y, en­
tonces, su significado profundo debe poder mostrarse a cualquier hombre dotado
de razón. Ni siquiera la Biblia habría enseñado que los judíos están separados y
elevados sobre los demás hombres, como «pueblo escogido». Sin duda, debe te­
ner algo el pueblo judío que constituya el fundamento de verdad del dogma de su
condición de «pueblo escogido», es decir, con características propias, específicas,
peculiares. Pero estas peculiaridades habrán de derivarse, simplemente, de la pro­
pia tierra sobre la que se fundó el Estado de Israel. O bien, de ese rasgo distintivo
en el que los judíos ponen su superioridad, la circuncisión (un rasgo distintivo que
Espinosa sitúa en el «plano etnológico», al compararlo con la coleta de los chinos).
De este modo general, podría afirmarse que la verdad de la religión positiva
consiste en su propia falsedad o apariencia, en tanto ella pueda ser deducida (en
cada caso) como una refracción imaginativa de una realidad establecida por la fi­
losofía o por la ciencia natural o política. En este sentido, el análisis de las reli­
giones positivas correspondería, no sólo a las ciencias naturales o sociales, sino
también a la filosofía. Diríamos que la misma estructura compleja del material re­
ligioso es la que impide una tajante separación entre ciencia natural o ciencia so­
ciológica de la religión y crítica filosófica de la religión. Ya hemos visto de qué
modo utiliza Espinosa proposiciones (filosóficas) de su sistema para interpretar
(generalmente según la crítica asimilativa) enseñanzas de las Sagradas Escritu­
ras. Nos parece interesante constatar que, cuando los principios hemenéuticos se
toman de las ciencias naturales o sociales, entonces la crítica suele ser negativa,
sin que esto signifique que no quepa una crítica negativa a partir de principios fi­
losóficos. (Así, cuando el Pentateuco nos dice que el primer hombre a quien se
reveló Dios fue a Adán, hay que concluir que esta enseñanza es falsa, pues Adán
vio a Dios desconociéndolo, dado que lo vio según imágenes, puesto que igno­
raba su omnipresencia, ya que intentaba esconderse de El.) La crítica asimilativa
suele proceder de las «ciencias positivas»: Josué no podrá verse como alguien que
ha sido inspirado por Dios según la razón, sino sólo según la imaginación, pues
él cree que el Sol gira en torno a la Tierra, por lo que la revelación de Jehová está
dada en un marco erróneo. La Biblia dice que el Sol detuvo su marcha: esto es ri­
dículo. Pero no es del todo falso. Si la Biblia es verdadera, si es un libro revelado,
deberá ser verdad que aquel día duró más. Pero Josué desconocía la causa: pensó
que se paró el Sol, sin observar que en aquella época del año (como dice el mismo
Josué, x, 11) hay gran cantidad de hielo en el lugar, que pudo producir una re­
fracción extraordinaria. Josué nos transmite, pues, una revelación verdadera, pero
según una imagen errónea (casi inadecuada). Así también, el decreto divino que
abrió a los israelitas el paso del Mar Rojo fue un viento de Oriente que sopló con
frecuencia durante toda la noche (Exodo, xiv,21).
Lo que queremos subrayar, como final, es esto: que el Tratado teológico p o ­
lítico, aunque utiliza ampliamente los métodos filológicos y científicos propios
de las «ciencias de la religión» (de la sociología de la religión en la interpretación
de las profecías, porque la interpretación de los milagros nos remitiría, más bien,
138 Gustavo Bueno'

a la ciencia natural), no puede, sin más, considerarse como la parte científica o


precientífica de la teoría de la religión de Espinosa. Porque, sin perjuicio de la in­
dependencia de sus cierres respecto de toda perspectiva filosófica, el Tratado con­
tiene también la apelación a principios filosóficos (por ejemplo, el principio de la
ubicuidad de Dios en la interpretación de la visión de Adán). Y, sobre todo, ha de
ser siempre contemplado a través de la teoría filosófica de los tres géneros de co­
nocimiento, como ejecución del camino que va desde la religión filosófica a su
deformación supersticiosa.
Como conclusión, cabría decir, simultáneamente, que la filosofía de la reli­
gión de Espinosa es profundamente atea (en tanto que constituye la negación más
enérgica del Dios vivo de las religiones positivas, y aun del Dios de la teología
natural, incluyendo aquí al Dios de la misma «religión natural», ap u esto que en
estas religiones Dios es representado como «causa exterior» del propio deseo; por
lo que la posición de Espinosa estaría aquí prefigurando a la de Kanfsa), a la vez
que sigue siendo una filosofía religiosa, si lo que ella pretende es la reinterpreta­
ción del Dios tradicional en términos del nuevo humanismo. Al llevar a su límite
la idea de Dios hecho hombre, del cristianismo, la doctrina de Espinosa sigue
siendo religiosa. Pero a la manera dialéctica según la cual la circunferencia sigue
siendo curva cuando su radio se hace infinito. Espinosa se nos presenta así como
el paradigma de lo que, más adelante, llamaremos teología de las religiones ter­
ciarias, aquellas religiones cuya verdad dialéctica habría que ponerla precisa­
mente, no tanto en lo que afirman de por sí, cuanto en lo que están negando al afir­
mar. A saber, la religiosidad positiva secundaria o mitológica, la religiosidad de
la imaginación, la religiosidad del conocimiento del primer género, en la termi­
nología de Espinosa.
Parte II
Proyecto de una filosofía de
la religión en su fa se ontológica
Capítulo 1
La perspectiva ontológica

Comenzamos reiterando la constatación de cómo es la perspectiva gnoseo­


lógica aquella que, efectivamente, nos está conduciendo a una manera precisa,
mejor que otra, de plantear el problema ontológico de la filosofía de la religión.
Si la perspectiva gnoseológica no estuviese actuando, habría que intentar co­
menzar por otro lado. Pero la perspectiva gnoseológica nos ha conducido a plan­
tear el problema filosófico de la religión como pregunta por su esencia.
¿Quién podría autorizadamente tratar de respondernos? Es la perspectiva
gnoseológica la que nos hace desistir:

1) De la esperanza de que sean las religiones mismas las que nos respondan. Y
no porque no tengan múltiples respuestas en su depósito dogmático, sino porque estas
respuestas no son filosóficas. Además son contradictorias o distintas entre sí. Eustacio
de Sebaste y su secta, movidos por un espíritu religioso indudable, entendían que los
templos no deben considerarse como partes esenciales de la religión: «Es absurdo pre­
tender encerrar a Dios, que es ubicuo, en el templo.» Pero los Padres del Concilio de
Gangres lo condenaron: «No encerramos a Dios en el templo, sino a los fieles en él.»
Desde el punto de vista de la filosofía de la religión, ¿haremos caso a Eustacio de Se­
baste, el arriano, o a los Padres del Concilio? No es que no debamos tomar partido y
permanecer neutrales ante disputa tan importante (aproximadamente equivalente a la
que, en la filosofía biológica, puede mantenerse acerca de si los virus del mosaico del
tabaco forman parte o no del «reino de lo viviente»). ¿Forman parte los templos del
«reino de la religión», o bien son exógenos a este «reino»? Si podemos llegar a tomar
partido, no será porque nos lo digan los arríanos o los católicos — en general: no será
por motivos fenomenológicos, o de lenguaje religioso— sino por otro tipo de motivos.

2) De la esperanza de que sean las ciencias de la religión las que puedan ofre­
cernos la última palabra. La crítica gnoseológica de estas ciencias, si nos lleva a
verlas como ciencias oblicuas, nos hará concluir que debemos considerar como
142 Gustavo Bueno

ingenua la decisión de quien acude a un curso de ciencia de la religión, o a lln con.


junto de cursos, para obtener respuesta a la pregunta.

3) De la esperanza de que sea la confrontación de las diferentes doctr¡naS fj.


losóficas propuestas sobre la religión aquello que pudiera suministrarnos j res_
puesta deseada. Y no porque (desde nuestro punto de vista) dudemos de la ca pa .
cidad de la filosofía, sino porque no tenemos por qué esperar que la re$puesta
adecuada pueda encontrarse eligiendo entre las doctrinas disponibles, o me^C]an(¡0
algunas o todas ellas — es decir, tomando como horizonte la Historia de |a fji0 .
sofía de la religión. Es preciso enfrentarse con el material mismo.

En resolución, es la perspectiva gnoseológica la que nos induce a no consi­


derar como punto de apoyo último de nuestras preguntas por la esencia de la re­
ligión, ni a la fenomenología religiosa (incluyendo aquí la propia experienc¡a re­
ligiosa), ni a las ciencias de la religión, ni al estudio de las diversas docti ¡llaS (]¿
los filósofos sobre la religión. Esto no significa, desde luego, que podamos pres­
cindir de cualquiera de estas perspectivas y «elevando los ojos al cielo», dispo­
nernos a intuir cuál sea la esencia de la religión. Porque, retiradas estas fuentes,
queda vaciado el depósito del material religioso y la filosofía de la religión, va­
ciada de contenido.
La perspectiva gnoseológica es la que nos lleva, en resumen, a plantear la
pregunta por la esencia de la religión como pregunta que ha de ser formulada a
partir de la consideración de los diversos materiales, fenom enológicos o científi­
cos — precisamente la concepción que presenta a los, fenóm enos, teorías teológi­
cas y ciencias como materiales es ya gnoseológica—, pero siempre que estos ma­
teriales se nos presentan como cruzados por Ideas, opciones filosóficas qUe no
pueden dejarse de lado en el momento de responder. Es aquí donde la considera­
ción de las doctrinas disponibles, la consideración de la Historia de la filosofía de
la religión, se hace también absolutamente necesaria para todo proceder crítico.
Lo que queremos decir, en resumen, es que la filosofía de la religión (como, en
general, cualquier tipo de filosofía) no puede ser reducida a una suerte de discu­
sión «interna» (escolástica) entre las mismas doctrinas filosóficas sobre la reli­
gión. Es preciso mantener siempre el contacto con el «material», aunque no sea
más que porque las mismas doctrinas filosóficas, las «verdaderas filosofías de la
religión», ya nos obligarían a mantenerlo.
Capítulo 2
La pregunta p o r el «núcleo»

La pregunta ontológica originaria ante el material religioso, en el sentido di­


cho, que la filosofía gnoseológica impone, es la pregunta por la esencia de la re­
ligión, y aún con más precisión (supuesto nuestro esquema de la Idea de esencia),
la pregunta por el núcleo de esta esencia. En efecto:

I. Dada la heterogeneidad del material fenomenológico, podemos considerar in-


viables (no ya por motivos de principio, sino por motivos factuales) los intentos de
entender la esencia de la religión como una esencia específica unívoca (porfiriana)
o, si se quiere, como un concepto meramente inductivo. Mas bien es preciso comenzar
triturando estos conceptos rígidos (de estructuras invariantes) en los que se pretende
a veces encerrar la esencia de la religión. No sólo porque no son adecuados para abar­
car de cerca la heterogeneidad de las diferentes religiones, sino porque no pueden
tampoco captar el nexo entre las partes heterogéneas de cada religión, ni las diferen­
cias (por tanto, las relaciones) de la vida religiosa con el resto de la realidad. Con ra­
zón se ha generalizado el recelo ante las llamadas «definiciones» de la religión. Es
el recelo ante las definiciones unívocas. Las definiciones unívocas de materias que
son intrínsecamente heterogéneas y que piden un tratamiento dialéctico.
De hecho, las definiciones o conceptos que se utilizan habitualmente en esta
dirección adolecen o bien de vaguedad de significado (¿son metodológicas?, ¿son
sistemáticas?), como si quisieran con su vaguedad compensar la rigidez de su for­
mato (rigidez que las hace incapaces de desplegarse en un desarrollo interno que re­
construya la complejidad del material fenomenológico), o bien afectan una pseu-
doprecisión que las compromete en su pretensión de conceptos inductivos.

A) Ejemplos de definiciones rígidas (por su formato) y vagas (por su conte­


nido): «la religión es el conjunto de creencias que se organizan en torno al culto
a los muertos»; «la religión es la respuesta del hombre a los interrogantes (o a la
angustia) que plantea la existencia»; «la esencia de toda religión (decía Unamuno,
144 Gustara Bueno

en Nicodemo.elfariseo) consiste en lograr la solución a este gran problema: ‘¿cuál


es el fin del Universo entero?’»; o bien: «la religión es el sentimiento de depen­
dencia que eí hombre ha experimentado normalmente ante el espectáculo impo­
nente del mundo cósmico o social que lo rodea»; o, por último: «la religión es el
cultivo de la esperanza, que el hombre mantiene constantemente en medio de sus
frustraciones, respecto de su liberación final, de su felicidad», &c.
Hemos seleccionado estas definiciones en cuanto que ellas pueden conside­
rarse como resultado de la aplicación de un criterio muy común entre muchos fi­
lósofos de la religión, y un criterio que marca un estilo de enfoque filosófico de
los fenómenos religiosos, a saber: que la definición no contenga conceptos feno-
menológicamente religiosos p or modo exclusivo. El criterio se justifica, sin duda,
como una precaución ante la petición de principio. O, simplemente, como una dis-
tanciación respecto de las definiciones por recurrencia, que no pretenden tanto
analizar la esencia de la religión (más bien la suponen ya dada), cuanto censar sus
partes («Religión es la conducta de los sacerdotes y todo lo que se relaciona con
ellos: templos, cánticos en falsete, libros sagrados, fieles, dogmas, polémicas con
sacerdotes de otras religiones, &c.»). Acaso estas precauciones sean indispensa­
bles en el momento de adoptar un formato de definición universal, porque, sólo
evitando términos demasiado precisos, podríamos cubrir fenómenos tan diversos.
Por el simple hecho de utilizar conceptos no fenomenológicos, estas definiciones
nos sugieren la forma de la profundidad: ellas nos permiten profundizar en un sus­
trato esencial que yace por debajo de los fenómenos. (Así, la «angustia por la exis­
tencia» subyace en las danzas sagradas de los pigmeos.) De este modo, la con-
ceptuación filosófica alcanzaría sus más característicos resultados.
Sin embargo, el «estilo abstracto», en el sentido dicho, en filosofía de la re­
ligión, no nos parece justificado. La esencia de la religión no tiene por qué dár­
senos en definiciones clasificatorias y, menos aún, en definiciones en las que se
haya eliminado cuidadosamente la referencia a los componentes fenomenológi­
cos (émicos), como si éstos sólo pudieran introducirse ulteriormente, en cuanto
aplicación de la definición previa (más que como un desarrollo interno).
En todo caso, el gran inconveniente de estas definiciones «abstractas» es que,
debido a su pretensión de no ligarse a ninguna referencia particular de los fenó­
menos religiosos, rebasan la esfera de la religión y se convierten en fórmulas de
situaciones que sólo convencionalmente pueden considerarse religiosas. ¿Porqué
han de llamarse religiosas las respuestas a los interrogantes que el hombre se plan­
tea «ante el cosm os o ante la sociedad»? Estas respuestas podrán ser físicas,
meteorológicas, incluso metafísicas, y hasta podrán ser religiosas (pero si intro­
ducimos esta palabra incurrimos en círculo vicioso). ¿Por qué la «esperanza de la
liberación» ha de ser un fenómeno religioso y no también político o tecnológico?
A veces este tipo de confusiones conduce a considerar, desde luego, como una re­
ligión al marxismo, con notoria ausencia de rigor conceptual. Si la religión es
«alienación», ¿acaso toda alienación es religiosa? Si la religión es «juego», ¿acaso
todos los juegos son religiosos? Habría que hablar de «alienaciones religiosas» o
de «juegos religiosos» — y otra vez la petición del principio.
El anim al divino 145

B) Ejemplos de definiciones universales internas: «la religión es el culto a


Dios, la veneración de su majestad», &c. Desde luego, las ventajas de estas defi­
niciones internas son claras: operan con categorías ya específicamente religiosas
(«culto», «veneración a Dios», &c.). Pero las limitaciones de estas definiciones
(si son constructivas) son también excesivas117. Ante todo, exigen compartir cier-
tas posiciones metafísicas, que, aunque formalmente puedan pasar como alguna
de las alternativas filosóficas posibles, resultan ser, en todo caso, inadmisibles y
ello por motivos previos a la filosofía de la religión. También ocurre que estas de­
finiciones internas pueden, por su misma internidad, pretender la universalidad
inductiva, aunque sólo tras una violenta operación de ajuste quepa interpretar como
«culto a Dios» el culto a los muertos. Y aun cuando una determinada escuela pre­
tenda, bajo pruebas empíricas, que la Idea de Dios monoteísta se encuentra en los
primitivos actuales, no puede pretender que semejante Idea deba ser atribuida a
los primitivos prehistóricos, aunque no sea más que por el grado de desarrollo in­
telectual que implica la Idea teológica (¿cómo podría tener un hombre de Nean­
derthal el concepto de hipercubo?).

(117) Decim os «si son constructivas» porque sólo entonces tienen interés filosófico, aunque sea
para discutirlas. C uando las definiciones, aunque sean internas, no son constructivas, ni tam poco se
mantienen en su ám bito estricto, sino que se extienden lato sensu por m era contigüidad, entonces ca­
recen de interés filosófico: reúnen un agregado de hechos cuya unidad no decim os que no exista, sino
que ni siquiera se la ha intentado analizar. Un ejem plo de este proceder en M arcel M auss (M anuel
d ’Etnographie, Payot, París 1977): «Del m ism o m odo que la estética se define por la noción de lo
bello, las técnicas por el grado de eficacia, lo económ ico por la noción de valor y el derecho por la
del bien, los fenóm enos religiosos o m ágico-religiosos se definen por la noción de lo sagrado. En el
conjunto de fuerzas que se llam an m ísticas — nosotros las llam arem os m ana— hay algunas que lo
son en tal m anera que por ello m ism o son sagradas. Ellas constituyen la religión stricto sensu, por
oposición a las otras que form an la religión lato sensu. M i vecino estornuda y yo le digo por educa­
ción: ¡Salud!; es la religión lato sensu.» Poco después M auss hace suyas las observaciones del p a ­
dre D ubois sobre los betsileo: «desde el m om ento en que el indígena se acerca a su casa, todo se
vuelve relig io so ... cada cosa ocupa un lugar fijo y el padre, por ejem plo, se sienta siempre al fondo
a la derecha.» ipE ste positivism o étnico (com o podríam os denom inarlo) de M auss podría ponerse en
correspondencia con el positivism o axiológico de quienes alegan (por ejem plo Hessen) el carácter
irreductible de las «vivencias» o «intuiciones» de los valores de lo santo; una irreductibilidad que es
com parada, a veces, con la que es propia de las cualidades crom áticas del rojo, el verde, el am arillo
o el azul. Los valores de lo sagrado, de lo diabólico, de lo m ilagroso, & e., aun soportados sobre bie­
nes cam biantes (la gruta escondida, la perversidad del sádico, la salida del Sol a m edianoche) bri­
llarían por sí m ism os com o brillan los colores que están «soportados» por las cam biantes frecuen­
cias de las ondas electromagnéticas. En todo caso, es necesario no olvidar que las cuestiones filosóficas
aparecen en el mom ento en que preguntam os por la conexión entre los valores y los bienes (del m ism o
m odo a com o las cuestiones epistem ológicas aparecen en el m om ento en que preguntam os por la co­
nexión entre los colores y las longitudes de onda). El punto m ás im portante im plicado en estos plan­
team ientos positivista-fenom enológicos es el de la constitución de los contenidos (m ateriales) de los
«valores de lo santo». M ientras que los colores se constituyen por la acción de las diversas frecuen­
cias de onda (en sí m ism as constatables) sobre el nervio óptico, a los valores de lo santo no cabe
asignarles un proceso de constitución sem ejante. El papel de las frecuencias de onda corresponde
ahora a las estructuras culturales y sociales (que incluyen «teorías», «m itologías»), al m argen de las
cu ales ninguno de los valores religiosos p odría brillar. (De otro m odo: los «valores de lo santo»
— por ejem plo, el milagro— son teorías, tanto o m ás que hechos o, si se prefiere, el hecho del eclipse
m ilagroso contiene en su m ism a estructura una teoría sin la cual el coeficiente de «m ilagro», o «va­
lor» del fenóm eno, se desvanecería.)"*!
146 Gustavo Bueno

II. Sin embargo, concluir declarando inexistente toda unidad esencial entre
las partes de este conjunto de materiales que llamamos religioso, sería tanto como
renunciar a una filosofía de la religión efectiva. Quedaría ella resuelta en una en­
ciclopedia de proposiciones históricas, psicológicas, sociológicas o etnológicas118.
Es una alternativa, sin embargo, muy útil. No sólo por su capacidad informativa,
sino, incluso, por su virtualidad crítica, respecto de las definiciones unívocas.
Pero, ¿sería justo (después de reconocer las diferencias que median, no ya en­
tre las conductas religiosas y las conductas mágicas, por ejemplo, sino también las
diferencias que median entre las leyes que gobiernan la construcción de los tem­
plos y las que gobiernan los colegios sacerdotales, y esto en diversas religiones)
no reconocer nexos fundados de unidad? ¿Acaso entre las partes del material re­
ligioso no cabe introducir más que nexos o asociaciones por contigüidad? No ol­
videmos que estos nexos, por otro lado, son muy importantes en la fenomenología
religiosa: pues estos nexos son los que ligan, por ejemplo, a la estatua de un Dios
con su paredro, o los que presiden la obtención de reliquias ex contactu (de suerte
que una cinta, o un trozo de madera, que por sí mismos no pertenecen al campo de
los fenómenos religiosos, ingresa en este campo por el hecho de haber sido puesto
en contacto con otro cuerpo sagrado). Y entonces, al menos émicamente, la cinta
o el trozo de madera habría que considerarlos, con todo derecho, como partes in­
tegrantes de la esfera religiosa. Sin embargo, la relación étnica no es una última ra­
zón, desde el punto de vista esencial. En todo caso, cabría conceptuar estos meca­
nismos de propagación del material religioso, antes como fenómenos de magia
simpática — por contacto— , que como fenómenos religiosos.
El tratamiento de la unidad del material religioso como si fuese un agregado
(ya dado por los hechos) de partes heterogéneas, vinculadas por nexos de contacto
o de simple semejanza es, en la práctica, la regla habitual de los prehistoriadores,
y aun de los historiadores de la religión. Acaso sea la regla más sabia y sensata
en el plano fenomenológico descriptivo. Pero traducir al plano filosófico esta re­
gla equivaldría a declarar a la religión como un nombre (además, mal elegido) que
envuelve una polvareda de hechos heterogéneos que el azar ha mantenido, hasta
cierto punto, unidos. Y esta conclusión, que muchos de estos historiadores no es­
tarían dispuestos a aceptar, sin embargo, pero que debe tenerse presente siempre
como una de las alternativas abiertas a la filosofía de la religión, será, en todo
caso, la opción última, a la que nos podríamos adherir sólo después de haber en­
contrado cegadas las restantes alternativas.

III. Dadas las peculiaridades que presuponemos en el material fenomenoló­


gico religioso y, en particular, la heterogeneidad y aun oposición (en el terreno de
la verdad) entre muchas de sus partes, así como la amplitud de su distribución his­
tórica (el material fenomenológico religioso incluye tanto el calvinismo, como el
budismo, tanto a Osiris como a Traloc), parece evidente que, si podem os hablar

(118) Tal es el caso, sin duda, de la exposición que la Introducción a la antropología general de
M arvin Harris consagra a la religión, en sus capítulos 21 y 22.
El anim al divino 147

E sfinge egipcia echada. E figie griega de N axos sentada

L a s fig u ra s in v e rs a s d e lo s n ú m e n e s z o o c é fa lo s s o n la s e s fin g e s , q u e tie n e n el c u e rp o d e a n im a l (u n le ó n , las e g ip ­


c ia s ; u n a le o n a , las g rie g a s ) y la c a b e z a a n tro p o m o rfa .
148 Gustavo Bueno

de una estructura o esencia global que abarque a todo el inmenso m a te ri^ jp u_


yente, habrá de ser, en todo caso, sólo en los términos de una esencia Pr0Vf,sl/al
dialéctica. La pregunta por la esencia de la religión no irá, entonces, d i r i g e a
obtener uná'definición de religión «por género y diferencia específica». Plf ¡a
misma especificidad ha de poder desarrollarse hasta el punto de su transf0rfna.
ción en algo distinto. Sólo en su proceso cabrá recoger la esencia de la >'el{
La pregunta por la esencia de la religión irá dirigida a la determinación, p,.¡.
mer lugar, del núcleo de la religión; en segundo lugar, a la exposición del <jesa.
rrollo de ese núcleo en un cuerpo de determinaciones esenciales a toda r e lig ^ .
y, en tercer lugar, a la exposición del despliegue del curso de la religión, en sus
fases internas o especies propias.

Semejante programa resulta por completo desmesurado desde la perspec(jYi)


del método científico categorial, que tiene bastante con atenerse a una región corn.
parativamente microscópica (la religión de los sumerios, o el chamanismo, p0n.
gamos por caso) del campo total de los fenómenos. Por eso, conviene insistir e n
que nuestro programa no puede juzgarse con la escala de los criterios cientffIC0.
categoriales. Por otra parte, el programa tiene un formato enteramente tradicional
y sus proporciones son análogas a las de las filosofías de la religión clásic^ (la
de Hegel, la de Comte, o Spencer, por ejemplo). Hay que subrayar también que,
si bien el paso de la escala científica a la escala filosófica no está justificado en
términos científicos, ello no quiere decir que la escala filosófica carezca de toda
significación, recíprocamente, para el científico. Ante todo, una significación ca ­
tártica: porque el especialista en una región concreta de fenómenos religiosos,
acaso impulsado por su misma voluntad de atenerse a lo que sabe y evitar e) in­
trusismo en los terrenos de otros especialistas, preferirá valerse de una Idea de r e ­
ligión que le mantenga a salvo de ese intrusismo. Y para esc servicio, acaso lo
mejor es apelar a una idea distributiva. Porque entonces, la idea de religión se
aplicará a la religión sumeria con perfecta independencia de las aplicaciones que
pueda tener en la religión anglicana. Y es así como vemos a nuestro especialista
(del que tanto tenemos que aprender) «delimitando» su campo con fórmulas pa­
recidas a esta: «Siendo la religión la respuesta del hombre a los eternos interro­
gantes que le plantea la existencia, se comprende que también los sumerios tu­
vieran que enfrentarse con estos interrogantes; de este modo, nuestra tarea consistirá
en describir cuáles fueron las respuestas que la documentación disponible (ar­
queológica, epigráfica, y, sobre todo, la literaria, una vez descifrado el cuneiforme)
nos permite atribuir a los sumerios.» A continuación se acometerá la exposición
del dios An (de quien el rey Lugalzaggisi se dice «sacerdote») indicándonos que
el nombre de An, además de designar a una deidad antropomorfa, es un logograrna
que significa «cielo estrellado»; seguirá la exposición de los emblemas según la
iconografía pertinente, y se nos hablará de Imdugud, el «pájaro de la tempestad»,
que muestra una cabeza de león en lugar de una cabeza de pájaro «simbolizando
así doblemente la fuerza y el vigor». Punto y seguido se nos hablará de las armas
de los dioses, de los instrumentos de música religiosa (balag), de los lugares de
El anim al divino 149

sacrificio, de los sacerdotes y, después, de los rituales de enterramiento, &c. cs?He


aquí como procede un autor especialista del «período formativo» americano (José
Alcina Franch): «El aspecto más importante... es el relativo a las ideas religiosas.
Por ejemplo, el culto a la fertilidad, como el que sugiere la presencia de figurillas
femeninas desnudas en diversas actitudes, está evidentemente ligado a la fertili­
dad de la tierra.» Pero, ¿por qué la magia de la fertilidad se clasifica, sin más, en­
tre los fenómenos religiosos del «formativo»?"®!
En resolución, vemos cómo nuestro sumeriólogo comienza haciendo uso de
una suerte de concepto abstracto distributivo (del tipo I), para proceder después
según el esquema enciclopédico (del tipo II), el esquema de las «asociaciones por
contigüidad» (a lo que está autorizado muchas veces, es cierto, dada su perspec­
tiva émica, desde la cual puede lograr importantes descubrimientos). Tan sólo le
objetamos el insensible paso de un plano inicial de definición, puramente meto­
dológico, al plano ontológico, al cual termina por ascender; objetamos que su de­
finición abstracta suele arrastrar pretensiones mayores que las meramente heu­
rísticas, quiere ser una definición esencial y, a veces, con no declaradas intenciones
apologéticas.
Capítulo 3
El «númen», núcleo de la religión

El procedimiento que nos parece más riguroso, cuando nos disponemos a de­
terminar algún contenido que pueda desempeñar el papel de núcleo de la «reli­
gión», en el sentido dicho, comprende dos pasos o trámites generales:

(1) La delimitación de algún contenido, dado desde luego fenomenológica-


mente («emic»), del material religioso que reúna las condiciones nece­
sarias para ser interpretado como núcleo.
(2) El reconocimiento de la realidad «extrarreligiosa» (respecto de las reli­
giones positivas) vinculada a ese mismo contenido nuclear, una reali­
dad («etic») adecuada al «argumento ontológico religioso».

Los dos requisitos han de entenderse en conjunción, como condiciones ne­


cesarias, no suficientes. Es necesario que los hechos religiosos sean comprendi­
dos desde el propio campo religioso (o desde una perspectiva tal que intersecte
con él), que el «lenguaje religioso» sea analizado, desde luego, desde sus propias
reglas del «juego lingüístico» y de lo que ellas implican (dentro de sus marcos so­
ciales 119). Pero esto no es suficiente: el lenguaje religioso no es tautogórico (como
diría un schellinguiano fideísta), ni los mitos pueden explicarse íntegramente desde
el interior de esos mismos mitos, desde la creencia en ellos.
Esto es tanto como exigir que el núcleo de las religiones, no sólo tenga un
contenido real, sino también que esta realidad (cuyos criterios, idealistas o ma­
terialistas, ya no dependen de la filosofía de la religión, sino de la Ontología)
pueda ponerse en correspondencia con los contenidos fenomenológicos que, a
su vez, piden ajustarse a ese tipo de realidad (según el «argumento ontológico
religioso»).

(119) En la línea de Peter W inch, Ethics and action, Routledge & Kegan Paul, Londres 1972.
152 Gustavo Bueno

No son estos requisitos condiciones ad hoc estipuladas para adaptarse al nú­


cleo que vamos a proponer. La prueba es que estos requisitos también son exigi­
dos prácticamente por la doctrina tomista de los preám bulo fidei, pongamos por
caso. Nuestros requisitos pueden considerarse, en todo caso, como condiciones
necesarias para que un contenido pueda presentarse como núcleo de la religión.
Pero no son condiciones suficientes. Un contenido que las satisfaga, no por ello
podrá considerarse asegurado en su función de núcleo. Pues, además, un tal con­
tenido deberá poseer las virtualidades suficientes para poder desplegarse en un
cuerpo y desarrollarse en un curso efectivo que organice el material positivo. De
otro modo: la razón por la cual seleccionamos un contenido entre los mil de que
consta el material fenomenológico, no actúa de modo lineal o deductivo (teniendo
en cuenta los requisitos que debe reunir el núcleo, podemos citar a determinado
contenido, el cual, una vez establecido firmemente como tal núcleo, dará pie para
los ulteriores desarrollos). Esa razón actúa de modo circular, dialéctico: ha de ju­
gar, en el momento de seleccionar un contenido, el cálculo de sus resultados. En
rigor, la selección tiene lugar tras el rechazo de otros criterios, aquellos que se ha­
yan ensayado en cuanto a sus virtualidades de desarrollo. No meramente en ra­
zón de una inicial satisfacción de unas previas condiciones necesarias.

(1) Ante todo, tenemos que delimitar un contenido interno, fenomenológico, del
material religioso. Aceptamos, en efecto, la condición de que aquello que vaya a ser
propuesto como núcleo de la religión tenga un respaldo fenomenológico irrefutable.
El contenido fenomenológico que hemos seleccionado del depósito inmenso
constituido por el material religioso, como expresión interna de algo que ulteriormente
pudiera ser considerado como núcleo de las religiones, es aquello que se designa por
medio de la palabra latina numen. Los númenes, y lo numinoso de los númenes, son,
suponemos, categorías específicas de la vida religiosa. Esto significa que todo aque­
llo que pueda considerarse como dado dentro del marco de las relaciones entre los
hombres y los númenes (así como en el marco de las relaciones recíprocas de los nú­
menes con los hombres) ha de llevar, sin ninguna duda, el sello de la religiosidad.
No queremos, por tanto, decir que todo lo que llamamos «religión» deba re­
ducirse al trato inmediato con los númenes. Incluso reconocemos que hay fases o
aspectos dados en el curso de la religión en los cuales el numen pasa a un segundo
plano, y hasta se desvanece. Pero, siempre que hablamos de un «trato de los nú­
menes con los hombres o recíprocamente», de la «presencia» de algún numen ante
algún hombre, o un grupo de hombres, estamos hablando un lenguaje religioso.
Incluso la religión, en su acepción de religación, podría redefinirse, precisamente
en función de los númenes, como religación de los hombres con los númenes120-

(120) La interpretación del concepto latino de religión com o religatio entre entidades «personales»
procede de la teología (Varrón) puesto que, según la definición de Festo (religiones stramenta erant), la
religatio aludía a ciertos nudos de paja (strám en, inis) que no ataban necesariam ente animales, ni per­
sonas, ni personas con animales, sino cosas, por ejemplo, las piezas del Potts SuppHeius al que los pon­
tífices debían mantener junto al Tíber. Cóm o se haya propagado esta acepción de religión a estos luga­
res o, viceversa, cómo se haya restringido para designar esos nudos, es materia de especulación.
E l anim al divino 153

El numen es un «centro de voluntad y de inteligencia» capaz de mantener


unas relaciones con los hombres de índole que podríamos llamar «lingüística» (en
sus revelaciones o manifestaciones) del mismo modo que el hombre puede man­
tenerlas con él (por ejemplo en la oración). Las relaciones religiosas del hombre
y el numen son, ante todo, relaciones eminentemente prácticas, «políticas», en el
sentido más amplio. Cubren todo el espectro de las conductas interpersonales y
no son sólo relaciones de amor o de respeto. También son relaciones de recelo,
de temor, de odio o de desprecio. Burton oyó esta oración de labios de una vieja
de la tribu árabe de los isa, aquejada de un terrible dolor de muelas: «¡Oh Alá, así
te duelan las muelas lo que a mí! ¡Oh Alá, así sufras con las encías lo que yo!» Y
los habitantes de Kamchatka decían de su dios K utka: «Si no fuese tan estúpido,
¿hubiese hecho rocas inaccesibles ni ríos demasiado rápidos?» 121 Estamos acos­
tumbrados a las relaciones con dioses perfectos y superiores a los hombres, bien­
hechores; pero los númenes pueden ser también imperfectos, malhechores, genios
malignos, «demonios». Están, sin embargo, ahí presentes y no es cosa tanto de
teorizar teológicamente sobre ellos, cuanto de tratarlos «conductualmente» — de
engañarlos, de ocultamos de su mirada, de adularlos, eventualmente de adorarlos,
sobrecogidos por su presencia misteriosa.
Queremos insistir, sin embargo, en la distancia entre los númenes y los dio­
ses. El numen es una categoría eminentemente religiosa, pero, como hemos di­
cho, el numen no es por necesidad divino. Aun cuando, eso sí, lo divino sea tam­
bién numinoso y los dioses sean númenes. A veces, numen designa a la fortaleza
o poder de una divinidad determinada, una fortaleza que puede terminar sustan-
tificándose: «El numen equivalía al poder, la fuerza y la majestad de un dios. En
época imperial avanzada terminó siendo una divinidad individualizada.»122 Tam­
bién puede ser llamado numen el mismo Dios de las religiones superiores. En el
Syllabus de Pío ix (§1) podemos leer: «Nullum supremum, sapientissimum, pro-
videntissimumque Numen divinum exsistit ab hac rerum universitate distinc-
tum...» Numen, inis, incluye, en los usos del latín clásico, referencia a un «cen­
tro de deseo eficaz (potente)», al designio de alguna entidad dotada de algo así
como intereses, proyectos, planes o decisiones eficaces que pueden tener a los
hombres como objeto. Decisiones que el numen revela o expresa de algún modo
a los hombres inspirándoles temor, confianza, veneración. «Numen» se relaciona
con el verbo intransitivo Nuo, is, ere, que significa «hacer un signo con la cabeza»
(y que aparece en composiciones como abnuo, renuo, &c.). Numen significa así,
en los clásicos, muchas veces, antes que la voluntad misma, la expresión corpó­
rea de la voluntad, concretamente el movimiento de la cabeza que expresa vo­
luntad (numine capitum, «con el movimiento de las cabezas» de Lucrecio). Tam­
bién significa asentimiento o voluntad de los dioses (numine deorum, «con la
voluntad de los dioses»), o los dioses mismos (simulacro numinum, «estatuas de

(121) John Lubbock, L os orígenes de la civilización y la condición prim itiva del hombre (estado
intelectual y social de los salvajes) (1870), traducción española de la cuarta edición inglesa por José
de Caso, Daniel Jorro, M adrid 1912, pág. 203.
(122) Julio M angas M anjarrés, H ispania R om ana, pág. 145.
154 Gustavo Bueno

los dioses» en Tácito), o genios silvestres (silvarum numina fauni, en Ovidio), o


de personajes poderosos (en Livio)123.
Al subrayar la referencia explícita de lo numinoso a los númenes queremos
oponemos a la teoría de Rudolf Otto. Otto fue el primero que llamó la atención
sobre lo numinoso como esencia de la vivencia religiosa (su núcleo, diríamos no­
sotros), pero lo concibió en un sentido neutro (lo numinoso, D as Heilige). Por
tanto, como algo que originariamente estuviera disociado de esos «centros indi­
viduales de voluntad o deseo» que llamamos númenes.
Y esto tiene un alcance decisivo para la filosofía de la religión, puesto qu
la prefigura, si no nos equivocamos, en una dirección «metafísica» (si es que la
interpretación neutra de Otto no estaba ya prefigurada por tal concepción meta­
física). Sin duda, las entidades llamadas númenes, según Otto, podrán ser numi­
nosas pero en la medida en que en ellas se manifiesta lo numinoso. Que puede
también hacerse presente de modo im personal en una tormenta o en cualquier
otro acontecimiento «cósmico». Por nuestra parte, y sin dejar de recoger la abun­
dante lección de R. Otto, preferimos atenernos al significado latino de numen,
inis, en tanto dice referencia siempre a una voluntad o deseo «personal», a unas
«personas» [sujetos] que, de algún modo, son m uy diferentes de las personas
humanas ordinarias. Numen connota un cierto poder y majestad o, por lo me­
nos, un misterioso halo enigmático que es siempre praeterhumano (al menos, si
tomamos como referencia la «línea de horizonte» en la que nos movemos los
hombres ordinarios).
Ahora bien, una vez establecido el concepto fenomenológico de numen y,
dada la enorme amplitud de la extensión que la generalización (también fenome­
nológica) de este concepto comporta cuando tomamos globalmente el «material
religioso», es necesario proceder a una clasificación que, sin perder su respaldo
fenomenológico, interno al material, pueda asumir también un significado onto­
lógico. Queremos, con esto, decir que una clasificación de númenes que estuviese
bien fundada, v.gr. en criterios teológicos (¿micos) de una religión determinada
(por ejemplo, una clasificación que distinga núm enes angélicos y númenes ar-
cangélicos, tronos, principados, y dom inaciones), no sería suficiente desde el
punto de vista de la filosofía de la religión (salvo que tales criterios tuvieran la
posibilidad de ser traducidos a términos de nuestra realidad, según el concepto fi-
losófico-ontológico de la misma que se presuponga).

(123) En el período preaugusteo, numen (seguido por un genitivo: vim num enque Ccreris) se uti­
lizaría más bien como designación de cierta propiedad de los sujetos divinos o de las fuerzas natura­
les o sociales; habría sido m ás tarde cuando numen pasó a designar al sujeto m ism o. Tal es la pers­
pectiva desde la cual está redactado (por Friedrich Pfister) el artículo «Numen» de la R e a le n c y c lo p d d ie
der Classischen Altertumswissenschaft de Pauly-W issowa (tom o xvn, cois. 1273-1291): «In der alte­
ren Zeit wiirde man nur sagen konnen: Pallaclium habet numen, nicht aber Palladium est numen, d.h.
in der voraugusteischen Zeit bedeutet numen die Eigenschaft eines Subjekts, in der augusteischen und
nachaugusteischcn Zeit kann es auch das Subjekt selbst bezeichnen.» (col. 1279, 12-18) w E xiste tam­
bién una revista dedicada a las cuestiones religiosas que lleva por título Num en, publicada por E.J
Brill en Leiden (Holanda) desde 1954, y que desde 1967 publica suplem entos bajo el rótulo Disser-
tallones ad historiam religionum pertinentes. n
El anim al divino ¡55

De acuerdo con lo que precede, introducimos una clasificación o retícula abs­


tracta basada, por de pronto, en la oposición, que juzgamos real (es decir, de signi­
ficado objetivo) entre las form as humanas (andromorfas) y las form as no humanas
(que tendrán que reducirse a las zoomorfas, puesto que fuera de las formas huma­
nas no conocemos en la realidad material otros organismos capaces de ser centros
de algo semejante al deseo, la voluntad, la inteligencia, &c.). Con todo, y para man­
tenernos en el horizonte fenomenológico, tendremos que reconocer la intención
meta-humana y meta-zoológica de muchas representaciones fenomenológicas de
los númenes. Distribuiremos, por eso, los númenes en dos grandes órdenes:
El primero, comprenderá a los númenes fenoménicos que intencionalmente
se presentan como poseyendo una naturaleza diferente de la naturaleza humana o
animal — aunque su morfología resulte ser siempre muy parecida a la que carac­
teriza a las figuras andromorfas o zoomorfas (pues procede de la combinación y
deformación de figuras dadas en la experiencia). Llamaremos a este primer orden
de númenes el orden de los «númenes equívocos» (por su intención). urLa deno­
minación de «númenes equívocos» se inspira en el concepto tradicional de la ge-
neratio aequivoca, cuya afinidad con el criterio primario de la clasificación pro­
puesta es obvia, si se tiene presente que esta clasificación no se apoya tanto en
«relaciones de semejanza» («círculos de semejanza») que los númenes puedan
mantener con los hombres, cuanto en las «relaciones genealógicas emic (inten­
cionales)». Será en la línea de la «generación equívoca» en la que los antepasa­
dos pueden serlo de género o estirpe distinta de los descendientes. El correlato de
estos númenes equívocos serían los númenes análogos (tomando la analogía en lo
que tiene de semejanza entre los términos analogados). Los «númenes análogos»
son númenes que se suponen hijos (o descendientes) análogos de animales o de
hombres (por ejemplo, los manes, los dioses evemeristas) y que normalmente con­
vienen con ellos en caracteres genéricos (por ejemplo, en la necesidad de consu­
mir alimentos). Por lo demás, hay que reconocer que las clases de númenes obte­
nidas por la aplicación de estos criterios habrán de ser antes clases difusas (en el
sentido de Zadeh) que clases nítidas o unívocas; pero una clase o conjunto difuso
(en extensión) no significa necesariamente un concepto difuso (en intensión) y,
en el límite, ausencia de concepto124. A c a s o el «orden» primero de los núme­
nes equívocos corresponde a las dos primeras clases del conjunto de seres que Pla­
tón (República, 392a) consideraba como asunto de la mitología, en cuanto relato
«en torno a dioses, démones, héroes y difuntos que habitan en el más allá».
El segundo orden comprenderá a los númenes cuya naturaleza se concibe li­
gada a la progenie de los animales o de los hombres reales (aun cuando este pa­
rentesco sea puramente teológico). Decimos parentesco de progenie: Nyambi (de
los lele de Kasai), o Zeus, aun cuando sea creador de los hombres y de los ani­
males, será clasificado entre los númenes equívocos, puesto que no es de su pro­
genie. Hablaremos, pues, de un orden de númenes análogos, por oposición al or­

(124) n-V id. Julián Vclarde, «Análisis gnoseológico de la Teoría de los sistem as difusos», en El
B asilisco, 2* época, 1991-1992, 10:26-38 y ll:2 8 -4 5 .> o
156 Gustavo Bueno

den de los númenes equívocos (respecto de las referencias actuales antropológi­


cas y zoológicas). Habrá también númenes mixtos, es decir, que se presentan como
híbridos de hombres (o animales) y de númenes equívocos (según el Concilio de
Efeso, habría que decir que Cristo es un numen híbrido, pero según Nestorio, ten­
dríamos que entenderlo como un numen equívoco).

A. El orden de los númenes equívocos podría distribuirse en dos grandes cla­


ses, según el grado de distancia que intencionalmente mantengan sus elementos
con el plano de referencia:

$) La clase de los númenes divinos, clase que, en sus especies límites, llega
a perder el cuerpo (númenes espirituales, incorpóreos o metafísicos), pero con­
servando siempre alguna referencia a las formas humanas o animales («volun­
tad», «ojo invisible»...). Y esto aunque no tenga explícitamente reconocida esa
misma forma corpórea (cuando se le reconoce, los cuerpos serán inmortales, glo­
riosos, &c.). En cualquier caso, en esta clase de los númenes divinos podrán siem­
pre ser distinguidos los númenes divinos andromorfos (Zeus, Dionisos) de los nú­
menes divinos zoomorfos (Anubis, la vaca Hathor).

8) La clase de los númenes demoníacos, que tienen la característica de for­


mar parte del mundo terrestre o celeste, pero que figuran como distintos de los
númenes divinos (cuando éstos se admiten, les están subordinados). También es­
tos númenes, en sus géneros y especies límites, pueden llegar a ser incorpóreos,
espíritus puros (ángeles cristianos). Sin embargo, en todo caso, estos númenes son
siempre androides (por ejemplo, los «extraterrestres») o zoomorfos (sabandijas,
larvas, insectos). Apuleyo 125 dice que los demonios son animales: «pasivos [sus­
ceptibles de recibir pasiones] en el ánimo, racionales en el entendimiento, aéreos
en el cuerpo, eternos en el tiempo.» De estas cuatro características, las dos pri­
meras serían comunes con los hombres, la tercera, propia suya y la cuarta común
con los dioses. Además de Apuleyo, todas las fuentes clásicas (desde Platón a Plu­
tarco, desde Posidonio a Máximo de Tiro) abundan en este sentido. En Plotino la
distancia entre dioses y démones tiene que ver precisamente con su relación a la
materia. Los dioses, a diferencia de los démones, están libres de los lazos mate­
riales y por ello no tienen pasiones ni memoria126. Los démones (incluyendo aquí
ciertas partes del alma humana), p o r su vecindad a la materia sensible o inteligi­
ble, pueden encarnarse respectivamente en los animales o en los astros127. Para
los platónicos, dice San Agustín 128 (incluyendo a Apuleyo), «todos los animales
que tienen alma racional se dividen en tres clases: dioses, hombres y demonios».
De este modo, si agregásemos a esta clasificación los animales, en sentido estricto,
reconstruiremos prácticamente nuestras cuatro clases. Porque no sólo los hom­

(125) Apuleyo, D e deo Socratis, vm-x.


(126) Plotino, Etiéadcis, m, 5,6.
(127) Plotino, Enéadas, ni, 4,6.
(128) San Agustín, Ciudad de Dios, vm, 14.
El anim al divino 157

bres y los demonios, sino también los dioses son, según esta tradición, animales
cuyo cuerpo es etéreo (mientras que el cuerpo de los demonios es aéreo y el de
los hombres es terrestre). Entre los cristianos, aunque el Concilio lateranense de­
finió a los Angeles como espíritus puros (contra San Basilio o San Hilario), con­
tinuó siempre la tendencia a dotar a los ángeles de corporeidad, por tanto, de ani­
malidad, lo que planteaba agudamente la cuestión de cuál fuese su sexo. (Psello
enseñó que, gracias a la sutileza de su materia, los ángeles podían adoptar suce­
sivamente sexos diferentes.) crSan Bernardo se inclinó a pensar que los ángeles
debían tener cuerpos etéreos 129.*®i Franciscus Georgius publicó seis tomos que
contienen problemas (i, 54, 74, 75; vi, 31, 36) en donde asegura no sólo que los
demonios son corpóreos sino que emiten un semen prolífico que, en otro tiempo,
fecundando a las mujeres, engendró a los gigantes. Y el mismo cardenal Caye­
tano, según nos dice Caramuel, creyó que los ángeles o los demonios eran cor­
póreos, por tanto animales130. Sin embargo, Cayetano establece diez diferencias
muy profundas entre las sustancias separadas (compuestas de essentia y esse) y
las sustancias hilemórficas131.

B. El orden de los númenes análogos, según el criterio dicho, comprende:

T|) La clase de los númenes humanos (héroes, genios, chamanes, profetas,


locos, espectros, santos, manes y ánimas de difuntos, & c.)132.

\|/) La clase de los núm enes zoom orfos (animales totémicos, animales sa­
grados, el capiragua de los lele de Kasai, &c.).

(129) trS e rm ó n 5 sobre el C antar de los Cantares, n.2 y 7; tam bién el Sermón 54,4 nos dice que
los ángeles m alos pululan por la atm ósfera.-»
(130) Caram uel, Pandoxion Physico-Ethicum, Cam pania 1668, pág. 281; una obra rebosante de
noticias que Julián Velarde puso en m is manos; de esta obra tom o la referencia de Franciscus G eor­
gius. Caram uel sostiene que está fuera de controversia que los ángeles son incorpóreos o que, de no
serlo, tienen un cuerpo aéreo o ígneo diverso del hum ano, «invisible a los ojos».
(131) La relación de estas diferencias en su Comentario al De ente et Essentia de Santo Tomás
de Aquino, cap. v, lectio 90 (págs. 142-143 de la edición Laurent, M arietti, Turín 1934). ir E n los co­
mentarios de Cayetano a la Sum a teológica de Santo Tomás, sobre todo a la cuestión 50 de la primera
parte, a lo largo de sus cinco artículos (págs. 229-234 del tom o 1, edición de Lyon 1575), Cayetano
m atiza su interpretación de Santo Tom ás sobre los á n g e le s .n Sugerimos que la célebre discusión so­
bre la universalidad de la com posición de m ateria y form a en las sustancias finitas (la tesis introdu­
cida por Ibn G abirol), tiene que ver m uy de cerca con la cuestión de los ángeles (conf. la defensa por
M aimónides contra Ibn Gabirol de la tesis de las inteligencias separadas exentas de toda materialidad,
en Adolfo Bonilla y San M artín, H istoria de la Filosofía española. Tomo 2 (siglos VII1-X1I: judíos),
V ictoriano Suárez, M adrid 1911).
(132) No hay líneas claras de separación entre los núm enes de esta tercera clase y los de la se­
gunda (com o tam poco la había siem pre entre los núm enes de la segunda clase y los de la primera).
Hem os visto cóm o los ángeles cristianos son a veces incorpóreos (=dioses) y a veces corpóreos (=dé-
m ones). El m undo asum an («m undo de los espíritus») de los Aclianti es, al parecer, a la vez, un mundo
de espíritus (dem onios) y un m undo de antepasados (númenes de segunda clase), a juzgar por las in­
form aciones de K.A. Busia, «Los A chanti», en el colectivo de Cyril D. Forde, M undos africanos. E s­
tudios sobre las ideas cosm ológicas y los valores sociales de algunos pueblos de A frica, trad. esp.
FCE, M éjico 1959, pág. 299.
158 Gustavo Bueno

La clasificación que precede no es meramente fenomenológica puesto que


contiene ya una crítica implícita (un proyecto de eliminación) de otras formas fe-
nomenológicas que pueden desempeñar funciones numinosas, como son las fi­
guras dendromorfas, los meteoros, los elementos de la naturaleza, &c. Nosotros
suponemos aquí que si estas figuras son numinosas se debe a que contienen ya,
de algún modo, la equiparación a la figura de algún animal (a que son casos de
antropomorfismo o de zoomorfismo) 1 o que están contaminadas por el contacto
de un numen.

(2) El segundo paso o trámite que tenemos que ejecutar, como hemos dicho,
ha de ir orientado a seleccionar, entre toda esta variada tipología fenomenológica,
aquellos númenes que puedan ser confirmados como reales (según los criterios
de realidad ontológica que cada cual presuponga).
Este trámite, según hemos dicho anteriormente, está promovido por el «ar­
gumento ontológico religioso» (argumentum ex actibus religiosis), en cuanto es
un argumento que se aplica precisamente a los númenes. En efecto, la tesis feno­
menológica, según la cual las vivencias religiosas son «sentimientos de realidad»,
de presencia, puede ser interpretada precisamente de este modo: los númenes se
manifiestan ante el horizonte humano como entidades reales, enfrentadas a los hom­
bres mismos. Pues son vividos como voluntades independientes de las voluntades
humanas, a las cuales protegen o amenazan, temen o dominan, acechan o huyen
(«como el ciervo huiste, habiéndome herido», leemos en el Cántico Espiritual de
San Juan de la Cruz). Aquellos «objetos especiales» que Max Scheler ponía como
«correlatos intencionales» de la experiencia religiosa serían, pues, los númenes.
La expresión «verdad de la religión» la haríamos equivalente a la verdad
de esta proposición: «existen los númenes». Es decir, no todos los númenes son
meros contenidos de conciencia (individual o social), simples «episodios menta­
les» de tipo alucinatorio, pseudopercepciones. ra’Desde una metodología feno­
menológica de estricta ortodoxia husserliana (vd. Ideas relativas a una fenom e­
nología pura, §32) habría que pedir la epojé o «puesta entre paréntesis» de la
existencia intencionalmente presente, al parecer, en la «vivencia de Dios», a fin
de retener únicamente la esencia de la vivencia; pero justamente esta epojé es la
que prohibiría el argumento ontológico anselmiano.'is Y si los númenes existen,
la religación dejará de ser una categoría meramente psicológica o social para
convertirse en una categoría ontológico-antropológica, en una relación real en­
tre los hombres reales y los númenes reales. Si la vivencia del numen es vivencia
de un numen real (existente), cuando esa realidad se eclipsa, la propia vivencia
(gramaticalmente: su significado) se destruye: es necio hablar de Dios negando
su existencia, dice San Anselmo (refiriéndose al Numen de los númenes), porque

(133) Podríam os clasificar las teorías de la religión según la clase de esta tabla que se tom ase
com o originaria. Un primer grupo de teorías, tom aría a la clase 0 com o la clase originaria (San A gus­
tín); el segundo grupo, tom aría como originaria la clase 8, &c. o-E n relación con un tercer grupo de
teorías que tomase a la clase r| com o originaria véase el escolio 6 .U
El anim al divino 159

entonces ya no estaríamos hablando de Dios. Y lo que San Anselmo dice del Dios
cristiano es ¡o que la filosofía de la religión, a nuestro juicio, tiene que decir de
los númenes en general. Y como los númenes no son siempre dioses, tampoco la
filosofía de la religión puede confundirse con la Teología. El argumento ontoló­
gico, que es muy débil en el plano teológico metafísico, y en este plano no resiste
un análisis lógico riguroso134, es muy fuerte, en cambio, en el plano de la filoso­
fía de la religión, cuando se aplica a los númenes que hemos llamado «análogos».
Queremos decir que la existencia de los númenes es una condición (no deci­
mos una perfección) de los propios númenes, según su concepto, por tanto una con­
dición necesaria para poder hablar de «experiencia religiosa» ante los númenes y
ello en razón de ser éstos personales (númenes «análogos»), no en razón de que sean
infinitos o necesarios (que son las razones que utiliza el argumento ontológico-teo-
lógico). Un numen sólo es personal si es existente, si la existencia es condición de
la realidad «extramental» de otras personas (el «tú» no puede ser contenido de con­
ciencia del «ego»). No cabe distinguir aquí entre la idea de otra persona y su reali­
dad, entre el orden ideal y el orden real, porque la idea en que se me da esa persona
no puede ser independiente de su propia realidad, y si se acepta por hipótesis que
esa persona jamás existió, desaparecerá también la idea misma de tal persona (Ma-
lebranche135 ya apelaba al principio de que toda idea es una cierta visión del objeto,
precisamente en su defensa de argumento ontológico, aun cuando utilizaba este prin­
cipio en general, sin detenerse en la fuerza específica que se le inyecta al principio
cuando es aplicado a objetos «personales» y, sobre todo, a personas no humanas, a
númenes, cuya realidad tiene por así decir más relieve para un hombre que el que
pueda tener otro hombre semejante a él). Incluso cabe sostener la tesis según la cual
la propia «impresión de realidad» que nos suscitan las cosas del mundo (las cosas
impersonales) se abre camino en nuestra conciencia precisamente a través de la rea­
lidad de las otras personas (o sujetos), en tanto ellas manipulan o gobiernan a otros
objetos, no ya precisamente en tanto son las otras personas quienes nos proponen
la existencia de las cosas del mundo (como si la creencia en las cosas del mundo ex­
terior o, por lo menos, la creencia en el mundo de las cosas exteriores, fuese cues­
tión de fe y de fe religiosa, como pensó no sólo Malebranche sino el propio Gramsci).
Pero la esencia del argumento ontológico-religioso la hacemos consistir en el
hecho de que sea exigible la existencia en toda percepción o «visión» de una per­

(134) Sobre la crítica lógica al argum ento ontológico: John Niem ayer Findlay, «Can G od’s Exis-
tence be Disproved?», en M ind, 57, 1948 (incluido en la obra de Flew-M aclntyre, New Essays in Phi-
Iosophical Theology, SCM Press, Londres 1955); A.C. Reiner, «Necessity and God. A reply to pro-
fesso r Findlay», en M ind, enero 1949; Jonathan B arnes, The O ntological A rg u m en t, M acM illan,
Londres 1972; Jules Voullem in, Le D ieu d ’A nselm e et les apparences de la raison, París 1971; Jac-
ques Bouveresse, La parole m alhereuse, M inuit, París 1971; H. Scholz, «D er anselm iches Gottesbe-
w eis», en M athesis Universalis, Basilea 1961; Norm an M alcolm, «Anselm ’s Ontological Arguments»,
en The P hilosophical Review, 1960; Alvin Plantinga, Faith and Philosophy, Nueva York 1967. «yVer
tam bién los trabajos de E nrique Rom erales, «El argum ento ontológico en la Philosophical Theology»
y «E xistencia necesaria y m undos posibles», en L a tradición analítica. M ateriales para una filosofía
de la religión, 11, Barcelona 1992, págs. 135-180 y 181-210.
(135) Com o recordaba el P. G ratry, en E l conocim iento de Dios, i, v, ív.
160 Gustavo Bueno

sona, de un numen concreto y, por tanto, finito y contingente. Una persona infinita
y necesaria, no sólo plantea el problema mismo de su posibilidad (a la maneríl ¿e
«círculo cuadrado» o «hierro de madera») sino, sobre todo, el de su visibilid^ p0l-
tanto de su religiosidad. Según esto, bastaría demostrar que una persona infinita
debe existir para concluir que no tenemos una idea de semejante persona, y e ||0
nos permite ofrecer un planteamiento preciso de los problemas principales qUeel
argumento ontológico suscita a la filosofía de la religión, tal como ven¡m0s
tendiéndola. Pues al análisis y discusión del argumento ontológico (su vercj^ sU
racionalidad, su plausibilidad, al menos) que compete, indiscutiblemente, a ]a c i ­
tología, ¿en qué medida forma parte interna también de la filosofía de la rel¡g¡<5n?
Evidentemente, en la medida en que el Dios del argumento ontológico ter\ga que
ver con la religiosidad, en la medida en que la verdad o plausibilidad de e$je ar-
gumento tenga que ver con la verdad de las religiones. Y se da casi siempre p0r
presupuesto que la conexión de la verdad del argumento ontológico con ]a re]¡-
giosidad ha de tener, en todo caso, un sentido directo («directamente proporc¡o-
nal»): a mayor racionalidad del argumento ontológico, mayor racionalidad Je la
religión (al menos, de las religiones superiores).
De este modo la defensa del argumento, su reformulación en términos modales,
para remontar la crítica kantiana, se convierte en una defensa de la religión siiperior,
es decir, sencillamente, en apologética (Malcolm, Plantinga). Sin embargo, esta co­
nexión es muy oscura. El aceptarla equivale sin más a suponer que sólo en la hipóte­
sis de su validez el argumento ontológico tiene significado para la filosofía de la reli­
gión, en tanto esta se ocupa de la validez de la religión. En la hipótesis de la validez
sería en todo caso preciso aun demostrar que ese Dios infinito y necesario, ese iciquod
majus cogitan nequit, que es el genuino «Dios de los filósofos» [ d = i xPx a Ay(]\{xy)]
es también el Dios de Abraham. Por otra parte es muy improbable que un argumento
que desemboca en la prueba ontológica de Dios pueda quedar marginado del hori­
zonte de problemas de la filosofía de la religión. Desde nuestros planteamientos, la
cuestión tiene unas líneas de desarrollo relativamente claras: el análisis de la validez
del argumento ontológico interesa a la filosofía de la religión pero justo en sentido
«inversamente proporcional» a su significado religioso, en la perspectiva de la teoría
de los númenes. La validez del argumento ontológico, suponemos, suprimiría el sig­
nificado religioso de Dios; luego si Dios mantiene su significado religioso lo se r á en
la medida en que el argumento ontológico no es válido. Pero una conexión «inversa­
mente proporcional» es tan significativa e interna como la conexión «directamente
proporcional» que los filósofos-teólogos-apologetas postulan. Porque, ella supuesta,
cabe dibujar claramente las tareas que a la filosofía de la religión competen ante el ar­
gumento ontológico:

- Primera. ¿Hasta qué punto el argumento ontológico puede ser conside­


rado como un desarrollo (un regressus) de la «experiencia religiosa»?

- Segunda. ¿Cómo, situados en el resultado del argumento ontológico, po­


demos llevar a cabo el progressus hacia la experiencia religiosa?
El anima! divino 161

El b u e y A p is . E l e s c a r a b a j o s a g r a d o

L a fase d e la relig ió n m ito ló g ic a o s e c u n d a ria , a u n q u e se d e fin e p o r las fig u ra s h íb rid a s (an tro p o m o rfa s -z o o m o rfa s ),
n o e x c lu y e la p re s e n c ia d e fo rm a s a n im a le s p u ra s , p ro p ia s d e la re lig ió n p rim a ria .

E l f a r a ó n A m e n e m h e t lll e n e s fin g e ( M u s e o d e E l C a i r o )

L a e le v a c ió n d e un h o m b re in d iv id u a l s o b re s a lie n te al e s ta d o d e num en (la a p o te o s is o d iv in iz a c ió n d e h o m b re s d e


c a rn e y h u e s o , b a s e d e la te o r ía d e la re lig ió n d e E v é m e ro ), s e h a lle v a d o a c a b o s im b ó lic a m e n te c o n m u c h a f r e ­
c u e n c ia p o r el p ro c e d im ie n to d e in s e rta r e l re tr a to ¡d io g rá fic o d e l h o m b re s o b re s a lie n te e n u n m a rc o o h a lo n o m o -
Ic tic o z o o m ó r f ic o , d e le ó n e n e s te c a so .
162 Gustavo Bueno

Las cuestiones agrupadas en torno a la primera rúbrica inducen a dudar de


que el argumento ontológico tenga siquiera sentido profundo cuando se le trata
desconectado de toda experiencia religiosa, como si fuera un asunto de ontología
abstracta, cuando se ocupa de los conceptos de «necesidad», «mayor que», «mun­
dos posibles», &c. Los planteamientos abstractos del argumento ontológico-teo-
lógico nos parecen más bien meramente escolares. Sólo como un mero ejercicio
escolar puede comenzarse introduciendo una definición axiomática de Dios (del
estilo de la que antes hemos transcrito) para de ahí pretender deducir su existen­
cia. Tales definiciones axiomáticas de Dios son vacías y, nos atreveríamos a de­
cir, fuera de su utilidad escolar, impresentables: si no se define el campo de va­
riabilidad de la variable x, y si no se fija la materia de la relación «mayor que»,
M, no se está diciendo absolutamente nada (M es una relación transitiva, pero no
conexa; por consiguiente carece de sentido aplicarla a series heterogéneas — pe­
sos, volúmenes, temperaturas— formadas por términos que además no se han de­
finido; «tren todo caso una relación del tipo Mxy, aunque pueda definirse en un
campo de términos, no tiene por qué sobrepasar ciertos límites, aunque sea recu­
rrente hasta el infinito (la sucesión 2,233 < 2,234 < 2,235 < 2,2351..., aunque
pueda continuarse indefinidamente, no nos conduce a un número «mayor que cual­
quier otro que pueda ser pensado», puesto que, manteniendo el primer decimal,
no puede rebasar el límite y j ), ni tampoco tiene por qué ser recurrente, puesto
que suelen existir límites — máximos o mínimos críticos— sobre todo cuando nos
movemos en campos físicos: no cabe formar constantemente cuerpos mayores que
otros dados, porque el colapso gravitatorio marca los límites, ni cabe proseguir la
tabla periódica de los elementos químicos añadiendo elementos de mayor peso
atómico, puesto que las leyes de la mecánica cuántica imponen un límite hacia el
número 173; por otra parte las fórmulas relaciónales del tipo Mxy no son aplica­
bles a las «perfecciones simpliciter simplices», puesto que estas no son términos
susceptibles de constituir campos de relaciones1®!). Pero si comenzamos a deli­
mitar el campo de variabilidad de x, por ejemplo como conjunto que contiene a
todos los númenes finitos, entonces podemos, al menos (puesto que estos núme­
nes pueden formar series, según relaciones de dominación, por ejemplo) tratar de
comprender el argumento, no ya en los términos de un argumento deductivo, sino
inductivo; y no ya en el sentido de la inducción analógica 136 sino en el sentido de
una inducción más próxima a la llamada inducción matemática (o recurrencia),
en cuanto vinculada a operaciones de paso al límite. De hecho, y como recordaba
Gratry, San Anselmo parte de la visión de bienes limitados (digamos: de núme­
nes finitos, limitados en poder, sabiduría, &c., como otras personas, serafines,
querubines, &c.) y de éstos va pasando a otros mayores (de minoribus bonis ad
majara conscendendo) hasta llegar a la idea de aquello que ya no admite algo ma­
yor que él; luego si este ser no existiera, ya no sería aquello que no puede conce­
birse mayor. Esto no prueba que este ser exista, ni siquiera como idea (salvo pe­

(136) Conozco a otras «mentes» y, por analogía, conozco la «m ente m ás grande», Dios, en la li­
nea de A. Plantinga, Gods and Otlier M inds, Com ell UP, Ithaca 1967.
El anim al divino 163

tición de principio). Lo que prueba es el mismo proceso de recurrencia de la re­


lación mayor que, pero no que este proceso llegue a ninguna parte, ni siquiera
como idea, y no ya porque mayor que tenga sentidos muy diversos, incluso den­
tro de la religión («Grande es Dios en el Sinaí, el rayo le precede, el trueno le
acompaña... pero más grande es Cristo en la cruz»), sino porque incluso mante­
niéndonos en una única línea (por ejemplo, la línea meteorológica por la que Cas-
telar comenzaba su discurso), no tenemos por qué llegar al límite, ni siquiera al
paso siguiente de uno dado cuando el argumento de la variable es la clase vacía.
Pero, con todo, el argumento ontológico, como argumento de recurrencia,
puede considerarse como una estilización muy adecuada del proceso histórico de
las religiones que llamaremos terciarias. El numen del cual partimos en la expe­
riencia religiosa, al entrar en comparación con otros númenes (por ejemplo, de
otras religiones), será percibido como el numen dominante, sucesivamente hasta
llegar a la omnipotencia. En el límite, el numen infinito y necesario ya no puede
ser percibido, ya no puede caer bajo la experiencia religiosa, y es el propio resul­
tado del argumento el que obligaría a rectificar cualquier intento de comenzarlo
presentando a la idea de Dios, definida por recurrencia, como contenido de una
experiencia inicial. El argumento ontoteológico destruye la idea del Dios religioso,
muestra que ese Dios no puede existir como categoría religiosa (no ya sólo como
categoría ontológica, en el sentido de Findlay). El argumento ontológico de San
Anselmo, así considerado, podrá considerarse como parte del desarrollo terciario
de la religión en tanto que antesala del ateísmo.
Esto nos lleva a las cuestiones que pueden agruparse en la segunda rúbrica.
¿Cómo podemos volver de este Dios del argumento ontológico a la experiencia
religiosa? Nuestra respuesta sería: de ninguna manera directa. Cabe una manera
indirecta, negativa, destruyendo el argumento, demostrando que es, intrínseca­
mente, no sólo sofístico sino antirreligioso (aunque no en virtud de la distinción
entre un orden real y un orden ideal) y, una vez destruido, dejar de nuevo abierto
el camino a la posibilidad de una experiencia religiosa. Tomemos, por ejemplo,
la premisa disyuntiva de Malcolm, sobre la que pretende hacer descansar el ar­
gumento ontológico: «Dios, si no existe, es lógicamente imposible; si existe, su
existencia es lógicamente necesaria.» De esta disyuntiva se seguiría que puesto
que la idea de Dios no es contradictoria, su existencia es lógicamente necesaria.
Pero desde el punto de vista de la filosofía de la religión, el primer miembro de
la disyunción es falso («si Dios no existe este es lógicamente imposible» se re­
fiere a ese Dios infinito que no es persona, porque un numen finito pudo no exis­
tir en un momento y existir en otro, como Zeus respecto de Cronos) y el segundo
miembro es gratuito en el horizonte religioso (puesto que hay múltiples dioses fi­
nitos que no son lógicamente necesarios) y tan sólo se entiende refiriéndolo a la
definición de Dios como ser necesario, operación que implicaría petición de prin­
cipio. cFVéase el escolio 1 L ía En líneas generales, las tareas de la filosofía de la
religión tomarán ahora un tinte eminentemente crítico, en cuanto orientadas a des­
truir las diversas versiones del argumento ontológico para mostrar que no esta­
mos lógicamente obligados a conceder la existencia de un numen necesario e in­
164 Gustavo Bueno

finito y que, por consiguiente, podemos hablar de númenes finitos y c o n t i n ú e n


tes, los que son propios de la experiencia religiosa (la filosofía de la r e l i g i ó n , sii
embargo, no puede indicar a los hombres cuáles son los contenidos en q u e c i e b e i
creer — pero sí tiene la necesidad de establecer aquéllos en los que 110 p » u e c i e i
creer— ).
Ahora bien: cuando utilizamos el concepto de numen como una c la s e
es decir, como una clase de clases (las clases que hemos enumerado), su e s t r u c
tura lógica podría formularse de este modo: N = ( d u á u i / u i f ) .
El «Reino de los númenes», así definido, se nos presenta, ante t o d o , c o m c
un reino fenomenológico; por consiguiente, como un concepto fe n ó m e tr o 5
que puede ser utilizado por las ciencias empíricas de la religión. Sobre t o c ? o ^ , i()l
sirve para plantear el problema de la verdad de la religión, porque la
«verdad de la religión» puede ser analizada, desde luego, por medio de e s r c r c-/¿f v
de clases N. Si aplicamos la noción de verdad al reino N en su conjunto ( e s c l e c j
a la proposición «N = 1»), podríamos advertir que sólo si la clase de c l a s e s Jsj
vacía (N = 0 ) cabrá decir que la religión es falsa, pero que bastaría que U n 0 S o ¡0
de sus elementos fuese verdadero (es decir, que no hace falta que lo se a n t o d o s )
para que pudiera concluirse que la religión, en su conjunto (en su s e n t id o l ' e n o
menológico) es verdadera, es decir, que no es un mero fenómeno subjetivo ^
tal (que la religión es una categoría antropológica y no meramente una c a t e o o .
psicológica o sociológica). La forma lógica que venimos utilizando p e r m ite , p u
establecer un enlace preciso entre el plano fenom enológico (científico) y e l f y ¡
ontológico en lo que se refiere a la verdad de la religión, como cuestión
mental de la filosofía de la religión. a
Si aceptamos el rigor del «argumento ontológico religioso» parece q u e ^
nos queda una disyuntiva: o lograr alcanzar la experiencia numinosa (y e t-it 0 r i ^ 0
de nada servirían las críticas a la realidad de los númenes, puesto que serr»e ^^ ^ s
realidad se nos daría precisamente a través de esa experiencia), o renunci ^ , ' ^ * 1110
canzarla (y, entonces, de muy poco o de nada nos servirán las in fo r m a d o r ,e . a l
quienes han tenido esas experiencias, puesto que ellas serán sistemáticamci:r it^ '
ducidas a las condiciones de alucinaciones).
Pero esta disyuntiva es muy dudosa, cuando adoptamos una p e r s p e c tjv ,
losófica. Porque si «experiencia» tiene algún sentido gnoseológico será P0 * * c j u \ **
«experiencia para todos», pese al uso (no gnoseológico) que la palabra
cia, como equivalente a «vivencia», ha adquirido en el lenguaje común d e ¿n~
timos años. No será posible distinguir entre dos clases de individuos, los " u *"
nen experiencia religiosa y los que no la tienen. Esta dicotomía p r e su p u e sta ^ 1C
en el fondo de tantas cuestiones planteadas en torno a la experiencia reli^ vi0 ^ Sla
al argumento ontológico. Porque si aceptamos tal dicotomía, que es, en r e ^ j
capciosa, queda sugerido de forma implícita que «tener experiencia» es a<^-
Dios (o en los númenes) y recíprocamente, que no tenerla es declararse Cn
obligarse a reducir tal experiencia a la condición de una alucinación, de u*^ u
jismo (la «cámara oscura de la conciencia»). Quienes dicen tener tal e x p e ^ j '''Pe-
tendrían a la vez que invocar a entidades que sólo a ellos se les presentan l c >a
v¡r_
El anim al divino 165

tud de misteriosos motivos). Por lo cual, la única comunicación con quienes no


tienen esa experiencia sólo podrá darse a través de la voluntad de manifestarse
con la deidad, o de ocultarse, ante nosotros. La dicotomía excluye, pues, la posi­
bilidad de una filosofía de la religión.
Pero la filosofía ontológica ele la religión, si es posible, lo será porque pre­
supone, no ya que nadie tiene experiencia religiosa, sino porque todos, de algún
modo, la tienen, como contenido suficientemente racional. No se trata de oponer
los videntes a los ciegos, sino los que ven de algún modo, más o menos claro, a
quienes tienen una visión confusa; de oponer a quienes participan de diverso grado
de la claridad. La cuestión puede entonces transformarse en la cuestión relativa a
la interpretación ontológica de alguna experiencia confusa, compartida de algún
modo por todos. Es una discusión sobre los grados de una experiencia, no es una
discusión sobre el hecho de tener o no tener «experiencia».
Y es la misma estructura lógica que hemos asignado al problema que juzga­
mos central para la filosofía de la religión, es decir, el problema de «la verdad de
la religión», aquello que nos permite redefinir, de algún modo más preciso, el
mismo concepto de confusión de la experiencia religiosa o, si se prefiere, el con­
cepto confuso de experiencia religiosa, como concepto de la filosofía gnoseoló-
gica de la religión. Porque, dado el «argumento ontológico religioso», aplicado a
la clase de clases N, el sentido y verdad de la religión (tal como venimos defi­
niéndolo) dependerá del sentido y verdad de sus componentes. Y aquí se nos abre
la posibilidad de distinguir dos metodologías bien delimitadas:

A) La primera metodología procedería apoyándose en el sentido de N (en el


sentido global fenom enológico que N lleve asociado) en tanto implica la
verdad de alguno (o de todos) sus componentes. Podría decirse que esta
metodología subordina la especificación de N a su sentido global genérico.

B) La segunda metodología procederá comenzando por determinar las subcla­


ses de N que no deban considerarse vacías para, sobre ellas, dar cuenta de la
genericidad del sentido de N (en cuanto suma lógica de sus componentes).

Cabría afirmar que la primera metodología constituye, desde nuestro plantea­


miento, una hipostatización (metafísica) del sentido de una clase que es suma ló­
gica de otras dadas. Esta hipostatización creemos que está en el fondo del llamado
método filosóftco-fenomenológico en fdosofía de la religión. Y su expresión más
nítida la vemos, desde luego, en el libro de R. Otto. Construye Otto, en efecto, el
concepto de una vivencia global centrada en torno a lo numinoso (traducimos: «N»)
para, a partir de ello, proceder a establecer (utilizando el «argumento ontológico re­
ligioso») sus diferentes especies. En sus propias palabras: «de este sentimiento y de
sus primeras explosiones en el ánimo del hombre primitivo, ha salido toda la evo­
lución histórica de la religión. En él echan sus raíces lo mismo los demonios que los
dioses y todas las demás formas de la apercepción mitológica (Wundt) y de la fan­
tasía que materializa y da cuerpo a esos entes.» Otto presupone, pues, que lo numi-
166 Gustavo Bueno

noso puede estar, en principio, encamado realmente en cada una de sus especifica­
ciones, sin que sea lo más importante determinar cuál (sería cuestión más empírica
o histórica que filosófica). Cabría decir que se da una suerte de hennteísmo de los
númenes asociado a esta metodología fenomenológica.
Sólo la segunda metodología nos parece lógicamente correcta: la que pres­
cribe partir de las especies para — una vez establecida la realidad de alguna de
ellas (y sólo eventualmente de todas)— poder pasar al género, cuya intención de
realidad realimentará, eso sí, a las especies consideradas posibles. En el caso lí­
mite en el cual sólo una de las subclases de N sea declarada real (o posible) — ca­
ben cuatro teorías primarias según la subclase que tomemos como referencia—
tampoco tendríamos que eliminar la clase fenomenológica N (ni siquiera redu­
cirla a su subclase verdadera). Porque, en virtud de la generalización ligada a la
operación lógica reunión (N = (í) u <3 u // u y>\) podremos seguir hablando de
númenes en general, aunque este sentido general haya de entenderse como una
irradiación de la luz despedida por la subclase seleccionada como «primer analo-
gado» (o núcleo) — incluso como una irradiación dialéctica (si ella fuera capaz de
eclipsar el foco de origen).
El planteamiento lógico que hemos dado a la cuestión de la verdad de la re­
ligión, como cuestión central de la filosofía de la religión, parece lograr así su ob­
jetivo gnoseológico, de mantener el contacto entre la perspectiva ontológica y la
fenomenológica.
Ahora bien, para alcanzar una determinación de la realidad que pueda co­
rresponder a las subclases de N, es absolutamente necesario regresar a los princi­
pios de la Ontología. Es imposible afectar neutralidad, hay que optar entre el ma­
terialismo y el espiritualismo. Y esta decisión (es nuestra tesis) no corresponde a
la filosofía de la religión137. Nuestra tesis, por lo demás, no está subordinada al
materialismo. Aun cuando una larga tradición cristiana, islámica o judía (San An­
selmo, el tradicionalismo de Roger Bacon, Algazel, Maimónides) pudieran su­
gerir lo contrario, lo cierto es que toda la corriente racionalista (aristotélica) que
se abrió camino en el seno de la Teología de las mismas grandes religiones uni­
versales (Ibn Gabirol, y aun Maimónides, Averroes, Santo Tomás de Aquino), de­
fendió siempre la misma tesis, la tesis de los preambula fidei. La cuestión no es­
triba, según esto (como suele aceptarse hoy sin discusión entre tantos filósofos
no confesionales), en decidir entre Ontología (Teología natural, principalmente)
o Filosofía de la religión (Scheler: el problema de Dios sólo es accesible filosó­
ficamente a través de la religión), sino en decidir, dentro de la Ontología de los
«preambula fidei», entre el materialismo o el espiritualismo. Y aquí, por nuestra
parte, sólo nos cabe declarar que la perspectiva que adoptamos es la perspectiva

(137) La distancia que media (suponem os) entre el plano de la filosofía de la religión y el de 1-'
Ontología que sum inistra a aquella los preám bulo fid e i puede ilustrarse por la distancia metodológica
entre la Historia natural de la religión de David Hume — que podría pasar com o exposición de una
filosofía de la religión de índole hum anista (apoyada sobre una ciencia de la religión em brionaria, en
estado especulativo)— y sus Diálogos sobre la religión natural, que se m antienen en el terreno d e la
Teología Natural (de la Ontología).
El anim al divino 167

materialista, cuya fundamentación no corresponde a la filosofía de la religión (aun­


que, sin duda, se realimenta de ella).
Se comprenderá que, en consecuencia, tengamos que considerar o to ló g ic a ­
mente vacías (aunque fenomenológicamente estén llenas) a las subclases de {N }
que hemos agrupado en el orden I, el orden de los númenes equívocos. Por moti­
vos diversos y con consecuencias también diversas, el género de los númenes di­
vinos (la subclase i3) lo dejamos al margen por motivos estrictamente ontológi-
cos. No somos agnósticos, no dudamos sobre la existencia de los dioses espirituales;
somos dogmáticos en este punto (la tradición de Ibn Gabirol) y partimos de la hi­
pótesis de que estos dioses (y, por supuesto, el dios monoteísta) no existen en la
realidad.
En cuanto al género de los númenes demoníacos (la subclase ó), al menos en
sus especies corpóreas (que identificaríamos con lo que hoy llamamos «extrate­
rrestres», según veremos más tarde, en el capítulo 5), no podríamos aportar razones
ontológicas para considerarlo como una clase vacía. De hecho, un gran número de
personas que proceden desde supuestos materialistas (incluyendo a muchos hom­
bres asociados a los programas espaciales de la Unión Soviética) se comportan como
si esta clase estuviese poblada por démones corpóreos extraterrestres, benignos, ma­
lignos o indiferentes. Seres con los cuales se intenta establecer contacto. Ahora bien,
aun supuesta la posibilidad ontológica de los extraterrestres, no nos parece que po­
damos fundar (por motivos epistemológicos) en esta posibilidad la construcción de
una filosofía de la religión. Una filosofía que, en su forma más extrema, recupera­
ría la doctrina de la religión-revelación, a cargo ahora de visitantes extraterrestres,
que habrían inspirado a los hombres incluso los planos de los templos. Una doctrina
que, indudablemente, ofrece unas premisas fértiles para la reinterpretación, en sus
propios términos, de una gran parte del material religioso o mitológico (desde el Li­
bro de Ezequiel, i, 26-28, hasta los mitos de los dogon sobre Sirio y la constelación
del Can M ayor^*). A nuestro juicio hay que estimar, hoy por hoy, estas hipótesis
como puras especulaciones (por ingeniosas que sean). Basadas en dalos no empíri­
cos, propios para la ciencia ficción, semejantes premisas, por consiguiente, no cons­
tituyen un terreno firme para asentar una filosofía de la religión.
Queremos decir, en resolución, que las hipótesis sobre el origen «extrate­
rrestre» de la religión (origen que afecta a todo el material religioso, desde el sen­
timiento de lo numinoso, hasta los planos de los templos), desarrolladas en obras
como las de Bergier, Sendy, Von Diiniken, Kolosimo, &c., no son, por su forma,
filosóficas. Son categoriales, aunque lo sean por modo de ficción, pero envuel­
ven una Idea filosófica de la religión, que quedaría abierta en el supuesto de que
tales hipótesis se confirmasen en un futuro. Por ejemplo, en el conocido libro de
Erich von Dániken 139 se mantiene la siguiente tesis, ya en su primera página: «En

(138) N os referim os a la línea en la que se inscriben obras com o la de Robert K.G. Temple, The
Sirias m ystery, Sidgw ick & Jackson, Londres 1976.
(139) E rich von Diiniken, B ew eise. Lakalterm in in f u n f Kontinenten, Econ Verlag, D usseldorf
1977 (Irad. esp. con el título de L a respuesta de los Dioses, M artínez Roca, Barcelona 1978).
168 Gustavo Bueno

tiempos prehistóricos y protohistóricos, la Tierra recibió varias veces la visita de


unos seres desconocidos del espacio. Estos seres crearon la inteligencia humana
por'medio de una mutación artificial programada. Los extraterrestres ennoblecie­
ron a los homínidos al hacerles a su imagen y semejanza. Por eso nos parecemos
a ellos, no ellos a nosotros. Las visitas a la Tierra de esos seres desconocidos del
cosmos fueron registradas y transmitidas por mediación de las religiones, las mi­
tologías y las leyendas populares. En algún lugar, por ahora ignorado, existe un
depósito con las pruebas materiales de su presencia.» Sin embargo, hoy por hoy
y mientras ese depósito de pruebas permanezca ignorado, creemos que semejan­
tes hipótesis son gratuitas, y aun superfinas, por cuanto encuentran siempre una
alternativa en las ciencias históricas y arqueológicas. Las reliquias egipcias, los
«secretos de las pirámides», la estatuilla de Tlapacoya (M éxico) — interpretada
como representación de un extraterrestre con traje espacial: casco, cinturón, lin­
terna— , las piedras de lea, al sur de Perú, las descripciones de Ezequiel (i, 26-28),
&c., son antes problemas arqueológicos o históricos que enigmas suscitados por
los extraterrestres.
Nos atenemos, en resolución, a las subclases de númenes que hemos llamado
«análogas», a saber aquellas que hemos designado por ?/ (los númenes humanos)
y por xp (los númenes zoomórficos), en tanto que sus referencias (los hombres y
los animales) pueden considerarse como realmente existentes desde un punto de
vista científico, análogas a los «cuerpos dotados de conducta» que nos ofrece la
experiencia empírica contrastada.
Y de aquí podemos tomar el principio de una clasificación de las «verdade
ras filosofías de la religión» (desde un punto de vista materialista), un principio
en virtud del cual toda verdadera filosofía de la religión (lo que no significa filo ­
sofía verdadera, según dijimos en la Parte Primera) habrá de inclinarse por una
de estas dos opciones (prescindiendo de la opción ecléctica o mixta, puesto que
esta opción puede construirse a partir de las opciones elementales):

I. La opción que ponga la verdad nuclear de los númenes fenomenológi-


cos en sus referencias humanas reales. Llamaremos a las filosofías que
se acogen a esta opción, y por motivos que declararemos más adelante.
filosofías «circulares» de la religión.

II. La opción que ponga la verdad nuclear de los númenes fenomenológi-


cos en sus referencias animales reales. Llamaremos, por motivos que tam­
bién daremos después, a esta opción filosófica, teoría «angular» de la
religión.

Esta clasificación de las «verdaderas filosofías de la religión» en dos gran­


des grupos (circulares y angulares) es completa, cuando mantenemos nuestras
premisas. No debe considerarse, por tanto, como un fragmento de una clasifica­
ción en tres grupos, fundada en triparticiones de criterios de los cuales los dos cri­
terios citados (circular y angular) fueran miembros. Podrá ello ser así: por ejem-
La vaca H athor

« E n E g ip to s e p e n s a b a q u e el g a ­
n a d o e r a la p r in c i p a l , p e r o n o la
ú n ic a , e n c a r n a c ió n d e la s m is te ­
riosas fuerzas d e la v id a q u e el h o m ­
b re lla m a d iv in a s . N o o b s ta n te , las
s e m e ja n z a s c o n el A fric a m o d e rn a
son inco n fu n d ib les. L o s b a y a n k o le ,
c u a n d o u n re y m u e r e , e n v u e lv e n
su c u e rp o e n la piel d e u n a v a c a re ­
c ié n m u e rta , d e s p u é s d e la v a r c o n
l e c h e e l c a d á v e r r e a l .. .» ( s e g ú n
H e n ri F r a n k f o r t, R e yes y D ioses,
R evista d e O ccidente, M adrid 1976,
p á g . 186.)
170 Gustavo Bueno

pío, en la teoría de los tres ejes del «espacio antropológico» que aquí presupon
mos, y a la que luego habremos de referirnos, el eje circular y el eje angularse
componen con un eje radial; o bien, en la teoría de las tres Ideas, aquellas que,
la terminología de Bacon de Verulamio, dan lugar a las tres disciplinas de honñne’
de numine, de natura. Parecería que fuera también formalmente posible recono*
ccr un tercer grupo de teorías de filosofía de la religión, las teorías «radiales».0
cósmicas, las que ponen como referencias de lo numinoso a los fenómenos m1'
personales de la naturaleza. Pero la consecuencia sería errónea. El criterio declí'
sificación de las filosofías de la religión habrá que tomarlo, no del «espacio®1'
tropológlco» u «ontológico», genéricamente considerado, sino de sus «ejeS
personales», aquellos que pueden con sentido (fenomenológico y Mitológico Q^
vez) ser pensados como numinosos: el circular y el angular.
Podríamos agrupar, es cierto, en tomo a un eje radial a un conjunto de te®
rías (filosóficas o científicas) sobre la religión, caracterizadas por su tender^13
a poner las referencias del núcleo en algún contenido cósm ico impersonal o
tural (al modo del alegorismo de los cuatro elementos, que conocemos desde
Poema de Empédocles), o bien, en el Ser, en la Naturalc 2 a, &c. ®r(Cabe inc^lf
también aquí a la concepción que David Federico Strauss esbozó en el Pre*
ció a la segunda edición de D er alte und der neue Glaube, 1873: una nueva
fundada en las ciencias naturales podría constituir el sentido de dependenc,a
Dios como un todo cósmico.)1®» Sin embargo, las teorías de la religión así
padas, aun cuando tienen una efectividad histórica, no debieran ponerse al >a
de las teorías circulares o angulares, en un mismo plano gnoseológico (s'e5í
pre que mantengamos nuestro planteamiento fenom enológico). D i r í a m o s 4
las teorías radiales de la religión, más que verdaderas o falsas, son send
mente inadecuadas o disparatadas, aun cuando muchos de sus contenidos P
dan ser reinterpretados en términos circulares o angulares ( a n t r o p o m o r f t SIT
zoomorfismo).

I. La filosofía circular de la religión podría históricamente c o n s id e r a r s e c°nJ_


la filosofía de la religión por antonomasia, al menos, en cuanto que ella es un* ^
ternativa a las concepciones metafísicas de la religión. Porque esta filosofía®
religión, en medio de sus múltiples variedades, no es otra sino la concepción ^
gún la cual es el hombre mismo la fuente de la numinosidad. Queremos a^vete.
que el sentido filosófico de esta filosofía circular no puede ser reducido a ^ •
sis, intencionalmente empírica (histórica), según la cual los númenes son 0
nariamente hombres divinizados. Porque esta tesis, cuyo paradigma lo enco
mos en las fórmulas evemeristas (aunque su desarrollo más sistemático se encue 0
en la teoría del manismo de H. Spencer), es, en realidad, una tesis psicolog
sociológica que tiende a reducir, en el fondo, lo numinoso a lo humano, en e _
tido empírico-histórico: los dioses son el resultado de una apoteosis; l° s
populares (vo/xi^áiievoi ■ñeíoi), sostuvo Evémero de Mesene (próximo a ^
cuela cirenaica), sólo son hombres sobresalientes, por su poder o sabidur ’ ^
épocas muy lejanas y que han sido ulteriormente divinizados. (La teoría Psl
E l anim al divino 17!

gica de Freud, en Tótem y Tabú, puede considerarse como una versión actual del
evemerismo.)140
Pero la filosofía de la religión que llamamos circular tendría una inspiración
diferente, no reductivista. No afirmaría propiamente que los «númenes» son hom­
bres, sino más bien (y, a su vez, contra todo género de docetismo), que los hombres,
<tlmenos algunos hombres extraordinarios, son númenes y númenes reales (no por
V|a alucinatoria o por cualquier otro mecanismo psicológico). Sin negar que en mu­
chas doctrinas evemeristas (categoriales) pueda latir la concepción filosófica cir­
cular, nos inclinaríamos a escoger, mejor que a Evémero, a Sófocles, como primer
gran pensador que ha formulado esta filosofía con todas sus consecuencias, al Só­
focles que hace decir al coro de A ntífona, en su primer estásimo, la célebre senten­
cia: JiolXa tcc d e iv a Kovóév á v d p a m o v ó eiv ó re p o v neX ei. Pues el óeivó Q
—fo que sobrecoge, lo espantoso (como un dinosaurio), lo que es fascinante— puede
traducirse por numinoso, como el mismo R. Otto lo hace. Y porque en esta senten-
Cia>Sófocles no dice sólo que «muchas cosas son sobrecogedoras», numinosas; lo
•lúe dice también es que el hombre es, de todas estas cosas, la más sobrecogedora,
«analogado principal», el núcleo (dinamos nosotros) de la numinosidad — el Tu
s°lus sanctus de los cristianos, el Ilaha illalah de los musulmanes (pero presupo­
niendo al hombre como referencia). Por consiguiente, nos dice que toda otra numi-
nosidad—y, en particular la numinosidad animal o la numinosidad de los elemen­
tos naturales— es una numinosidad reflejada, antropomórfico.
Esta forma de filosofía de la religión, cuyo principio estamos tratando de de-
’roitar, encontraría su más acabada expresión en la fórmula de Feuerbach: «El
ombre hizo a los dioses a su imagen y semejanza», siempre que esta fórmula se
•Merprete en un sentido no reductivista. Porque ella puede interpretarse, no tanto
Mntido de que los dioses son semejantes a los hombres, sino en el sentido
_e que los hombres son realidad semejante a los dioses, el sentido que Hegel de-
end¡ó cuando propuso al dogma central del cristianismo («El hombre, por Cristo,
es Dios») como la fórmula definitiva de la verdad. «La conciencia de Dios es la
c°nciencia de sí del hombre, el conocimiento de Dios es el conocimiento de sí
l^smo del hom bre...»141 «El hombre — ahí está el misterio de la religión— ob-
Je,*va su esencia, después se constituye él mismo en objeto de este ser objetivado,
, °rmado en un sujeto y en una persona; se piensa a sí mismo, es su propio
jeto pero como objeto de un objeto, de un ser distinto de sí mismo.»142 La fór-

N u e ^ ^ "^'Actualmente —dice Freud (Tótem y tabú, trad. de L. López Ballesteros, Biblioteca


que Va’ 1923, pág. 220)— nos parece inconcebible que un hombre pueda llegar a ser Dios y
no e^n ^*os Pueda morir, pero la antigüedad clásica [y aquí podemos incluir a Evémero; pues aunque
„0 Pr°bable que Freud estuviese refiriéndose explícitamente a Evémero en este texto, es seguro que
fiun„° na Ricamente excluir la referencia sí se le hubiera hecho explícita] admitía sin esfuerzo al-
estas representaciones. »■»
' Feuerbach, La esencia del cristianismo, Introducción, capítulo 2.
tar . Feuerbach, ibidem. Con razón objetará Max Stimer a Feuerbach que no había logrado apar-
qUe je°s ‘‘onibres de Dios, pues les dejó los predicados (la esencia divina, el amor, la sabiduría), aun-
c°sa» !,?Ul}ase sujeto (diríamos, la referencia transcendente). «Les quitó la palabra y les dejó la
tínico y su propiedad, trad. esp. en Sémpere, tomo i, pág. 82).
172 Gustavo Bueno

muía de Feuerbach se desvirtúa filosóficamente también cuando se aplica a la si­


tuación expuesta por Apuleyo143, situación en la cual la Humanidad, acordándose
de su naturaleza y origen divinos, habría fabricado dioses con rostros semejantes
a los suyos, a la manera como Dios Padre hizo a los dioses eternos.
En realidad cabría distinguir, a efectos gnoseológicos, tres grupos en las con­
cepciones circulares de la religión (es decir, en el conjunto de todas las concep­
ciones de la religión que tienen como común denominador la tendencia a situar
el núcleo, origen o foco de la numinosidad dentro del círculo humano, en la «in­
manencia vital humana»); tres grupos diferenciados por el modo de determinarse
lo humano-numinoso:

1) Un modo in-finito (o cuasi-metafísico) cuando se utiliza la Idea de Hom­


bre, o de lo humano, o de Humanidad (en el sentido del «Ser supremo»
comtiano) como fuente de las «vivencias numinosas». Aquí, Sófocles, en
el pasaje que hemos citado.

2) Un modo determinado, positivo, pero abstracto (diríamos: nomotético),


cuando se apela a estructuras humanas definidas y repetibles, sea en tér­
minos supraindividuales (lo numinoso es el clan, el Estado), sea en tér­
minos individuales (pero dados como argumentos de variables de alguna
función: «padre», «emperador»). Aquí, Durkheim o Freud.

3) Un modo positivo-idiográfico, cuando los individuos numinosos (indi­


viduos geniales, locos carismáticos, &c.) lo son a título personal. Aquí,
Evémero.

La distinción entre los modos de cada grupo es abstracta si se tiene en cuenta


que (por lo que se refiere a las diferencias entre el segundo y el tercero) el carisma
personal suele recaer en el individuo a través o en virtud de una función social
(gobernante, médico, &c.) y que muchas veces el nombre propio viene a desem­
peñar el papel de nombre de función, como César en divus C aesar 144 Asimismo
— por lo que se refiere al primero y segundo grupo— cabría interpretar «Hom­
bre» en sentido distributivo, como función de la cual cada individuo fuese un ar­
gumento. Con ello también se matiza la diferencia entre el primer modo y el ter­
cero. Pero, sin perjuicio de estos matices, la diferencia entre los tres modos circulares
mantiene un significado global, en una perspectiva gnoseológica. En efecto, el
primer modo, es el modo de elección de ese tipo general de filosofía de la religión
que llamamos «humanismo transcendental», en la medida en que es una verda­
dera filosofía (la de Feuerbach, por ejemplo); el segundo, es el modo de elección
de las ciencias de la religión, en cuanto son ciencias nomotéticas (Sociología,

(143) En la obra que se le atribuía, Asclepius, 46, 12.


(144) Vid. Lucien Cerfaux, Un concurrent du Christianism e. Le cuite des souverains dans ¡a O-
vilisation greco-romaine, Toum ai 1957.
E l anim a! divino 173

Psicología social, &c.) y, por ello, no lo consideramos como una opción filosó 7
fica (la filosofía de la religión sólo indirectamente se ocuparía de este modo, a tra­
vés de su concepto gnoseológico). El tercer modo es propio más bien de la Teo­
logía dogmática o confesional, pero también de las ciencias históricas, en su sentido
idiográfico. Y la filosofía de la religión puede también utilizar este modo de con-
ceptuación de lo numinoso, sobre todo en relación con el modo primero (sería el
caso de la Historia de Jesús de Hegel en la medida en que, como subraya su tra­
ductor español, Santiago González Noriega, «la despreocupación de Hegel por la
fidelidad histórica... es evidente»).
Por sí mismo, el evemerismo tampoco podría considerarse como verdadera
filosofía, sino como tesis empírica, como una teoría especial, limitada a las so­
ciedades históricas en las cuales el lenguaje oral y escrito pueda conservar la tra­
dición y el nombre propio de la persona numinosa.
Hay una versión de la filosofía humanista («circularista») de la religión que
cabría denominar pragmatismo transcendental y que se encuentra especialmente
preparada para incorporar mecanismos psicológicos sin ser por ello, en modo al­
guno, psicológica. Según esta filosofía la religión es el mismo proyecto (automá­
tico) de un animal que, partiendo de una situación de indefensión singular, sin em­
bargo ha podido generar un d isp ositivo com pensador que le ha permitido
autocomprenderse como señor del mundo, que inicialmente lo aplastaba y lo anu­
laba: este dispositivo es la religión. De este modo cabría afirmar que la religión
es verdadera, pues lo divino-personal que a través de ella se manifiesta (se re­
vela) es real, no es una alucinación; pero tampoco es una verdad a parte ante,
puesto que el hombre no ha inventado los dioses en virtud de que él mismo sea
previamente un dios (en sí, aunque no para sí), sino que precisamente por haber­
los inventado, logrará ser hombre a lo largo de la Historia. Psicológicamente esto
es un mecanismo de sobrecompensación, pero propiamente no es ningún meca­
nismo psicológico, porque no hablamos de un individuo positivo que compensa
alguna minusvalía relativa a otros individuos de su especie, ni se trata de las imá­
genes delirantes emanadas de una psique previamente constituida. Se trata de la
constitución misma del individuo humano y de su especie. Es una constitución,
pues lo que se afirma es que sin la religión, el hombre sería nada\ por ello se trata
de una concepción transcendental (por su forma), puesto que no opera con indi­
viduos ya definidos positivamente como hombres que desarrollan mecanismos de
compensación, sino que opera con entidades aún no definidas como hombres (de
ahí el uso de conceptos como indigencia, inmadurez, la apelación, en algunos ca­
sos, a la doctrina fetalista de Bolk) y que mediante la religión pueden alcanzar su
definición como tales. Si los dioses originarios son alucinaciones, al comprobar
sus efectos habría que decir que son alucinaciones verdaderas, o que se han he­
cho verdaderas en la Historia.
ir E l «humanismo transcendental», como característica genérica común a
muy diversas filosofías de la religión, podría considerarse formulado por Kant.
En efecto, podría decirse que, para Kant, las tres Ideas que constituyen el núcleo
de la «religión natural» — Alma, Mundo, Dios— son, desde luego, «secreciones»
174 Gustavo Bueno

de la razóp pura cuando, funcionando en el vacío, sin engranar con las categof1^
(a la manera como la rueda dentada gira «loca» sobre su eje: la «razón puf®*
Kant viene a ser, en este sentido, una «razón loca») procede por silogismoscate
góricos, hipotéticos y disyuntivos, respectivamente. La Idea de Dios deja de
una idea adventicia, o incluso la idea que se forjó el deísm o (com o c o n c l u s a
un razonamiento cosmológico que conducía a la idea de un Arquitecto del ^
verso, pero sin la menor incidencia para la vida práctica de los hombres) para ^
vertirse en una idea que brota de la estructura misma de la conciencia rac'°n
sin perjuicio de que la Crítica de la Razón Pura la declare, no ya inútil, c
ilusoria. La Idea de Dios, resultante de los silogismos disyuntivos, junto co®
Idea de Alma (que brota de los silogismos categóricos) y la Idea de Mu: '
gregada de los silogismos hipotéticos), constituye la clave de bóveda del sis
de «ilusiones transcendentales» de la razón que, en principio, parecen tener^ u
mente el estatuto de un mero «subproducto» de la conciencia especulativa-
«razón loca» que gira en el vacío, sin mayor transcendencia práctica. ^
Pero Kant ha desarrollado también una concepción de la vida moral v
en el formalismo de la ley moral (el imperativo categórico). Sería a partir sll.
ejercicio de la ley moral como podríamos llegar a vemos como personas, c°rn°iI)0.
jetos dotados de libertad («debo, luego puedo»). Ahora bien, la forma de la ^ ^
ral autónoma, aunque deja de lado todo contenido material, en cuanto motor
acción (por ejemplo, el deseo de felicidad), no podría reducirse a los actos y
tuales en los que se cumple o se incumple la ley moral. Un acto bueno, .eto
dría desvanecerse como un punto en la línea sucesiva de la vida, como si el s ^|0
que lo ha ejecutado acabase en el momento mismo de su ejercicio? El cump''11' ^ .
(o el desvío) de la ley moral por mi acción ha de tener algo que ver con las
sivas acciones del sujeto activo, así como con las de los demás sujetos, Puest<LfO,
la ley moral es universal. El premio de la virtud es la virtud misma, sin
¿por ello mismo la virtud ha de carecer de toda consecuencia para la vida ^
futura, individual y comunitaria? Asimismo, aunque mi acción sólo
plirse, como acción moral, en virtud de la ley, ¿cómo podría mantenerse ^ ,y
nectada de las cosas del mundo al que toda acción humana ha de ir referí ^
cómo la acción moral de una persona podría referirse a la posterioridad oe
tos de las personas (de la sociedad universal de personas), actuando en un N |¡,
si no contásemos con la unidad de esa sociedad de personas en un Muflió id /
nuamente desbordado, una unidad que tiene sin duda algo que ver con Ia 0
Es ahora cuando Kant recupera aquellos «subproductos» de la c o n c ie n c ia [C,
lativa (Alma, Mundo y Dios) y advierte el «funcionalismo» que ellos puf ¿ei
ner, no ya para engranar con las categorías a fin de producir una «amplia01^ /
conocimiento, pero sí para engranar con la vida moral en marcha, en el t*1
mismo en que ella desborda el horizonte puntual de sus actos. pjoS’
En súma, cuando postula a l Alma (y su inmortalidad), al Mundo ? piicsf
como constitutivos de la vida moral. No incurre con ello en c o n t r a d i c c i ó n - P j ¡-
que estos postulados no pretenden una ampliación de conocimiento. ¿Qu ^ $
can entonces? Caben interpretaciones diferentes. Por ejemplo, sería p°sl
El anim al ¿¡¡vino 175

tender el postulado de la inmortalidad del alma como una expresión de la necesi­


dad de insertar nuestros «actos puntuales morales» en el contexto de una socie­
dad universal futura edificada a partir de tales actos. En cualquier caso, la vida
moral alcanza ahora la función de motor que «pone en marcha» las tres Ideas de
la Metafísica tradicional que la Crítica de la Razón Pura había reducido, según
hemos dicho, a la condición de «subproductos». En particular, las leyes morales
P°drán comenzar a vivirse como «mandatos divinos» (sin perjuicio de su auto-
n°nnía), y el hombre bueno podrá aparecer como hombre santo. En consecuencia
Podemos ya hablar de una «filosofía de la religión»: la religión es moral y se apoya
en te moral, y todo cuanto en la religión no pueda entenderse a la luz de esta in­
terpretación dejará de ser religión para convertirse en superstición, como Kant ex­
pone detalladamente en La religión dentro de los límites de la estricta razón, de
^93. Pero Kant, aun cuando podía incorporar ampliamente a su perspectiva la
critica a las religiones positivas que hizo la Ilustración, no por ello tendría que
Mantenerse aprisionado en las posiciones del deísmo ilustrado, el de Volt ai re, por
eJemplo. Dios, el Mundo y el Alma, por tanto, las religiones, podrán comenzar a
Ser entendidas como componentes transcendentales de la vida moral. Y no está
Ocluida la posibilidad de utilizar los postulados prácticos como criterios para
interpretar a muchas (o a todas) religiones positivas que de este modo podrán
CRlPezar a entrar en el campo de la filosofía, sin caer en el campo de la Psicolo-
&a o de la Sociología, y sin escaparse tampoco al campo de la Teología revelada.
religiones, en suma, podrán comenzar a ser interpretadas a la luz de una «con-
^ncia humana transcendental» actuando desde las leyes de la conciencia moral.
°dría decirse que las ideas religiosas son ilusiones necesarias en el proceso de
®Práctica moral, en el momento mismo del ejercicio de la vida moral, al margen
^ cual el hombre no sería hombre, Según esto, habría que afirmar que la reli-
natural tiene, desde el punto de vista del idealismo kantiano, un fundamento
lranscendental en la propia constitución de la conciencia humana, y, desde su pers­
pectiva, las religiones positivas podrán comenzar a ser tratadas críticamente con
ünce filosófico.
Cabría distinguir dos versiones muy distintas del desarrollo de estos princi-
P!°s genéricos del humanismo transcendental como filosofía de la religión. Histó-
^ m en te estos dos modos podrían diferenciarse tomando como referencia el evo-
Cl°msmo, sobre todo en su versión darwinista: hablaríamos de un humanismo
ranscendental predarwinista (el de Kant, también acaso el de Fichte y el de Feuer-
ach) y de un humanismo transcendental evolucionista «post darwinista» (y aquí
jaríam os aBergson, a Scheler o a Gehlen). Desde un punto de vista sistemático
diferenciación entre estos dos modos del humanismo transcendental podría for­
mularse mediante criterios más abstractos que tienen que ver con las cuestiones de
relación entre la Naturaleza y la Historia. En efecto, o bien la «Naturaleza» se
Cí)nsidera como el mundo de lo impersonal, mero «prólogo» del Espíritu, que se
^nifiesta sólo en el hombre (Hegel), o bien la Naturaleza se considera ya como
^teniendo a los animales y al propio hombre en cuanto súbdito del reino animal
a como lo clasificó ya Linneo).
176 Gustavo Bueno

En el primer caso la doctrina tradicional teológica de la religión se mantiene


de algún modo: la religión es la relación con Dios, sólo que Dios es el Hombre; y
el Hombre es Dios porque Dios llega a la existencia a través del Hombre (Dios, en
el pensamiento de Hegel, no preexiste al Hombre, su Dios no es el Dios del teísmo
y en este sentido puede decirse que Hegel es ateo). El humanismo transcendental,
en filosofía de la religión, es el sucesor natural de la teología.
En el segundo caso, la teología ha desaparecido: el Hombre comienza siendo
un animal (no es Dios mismo haciéndose), si bien un animal que necesita «inven­
tar a Dios» para poder subsistir como animal. Hegel habría recorrido el mismo ca­
mino («Dios es el Hombre») que Feuerbach recorrerá, pero en sentido contrario:
en rigor, sólo cuando ponemos entre paréntesis el eje radial, y nos atenemos úni­
camente a los ejes circular y angular, el camino de Hegel y el de Feuerbach pue­
den parecer el mismo. Mientras que la fórmula «Dios es el Hombre» significará,
para Feuerbach, que Dios se reduce al hombre (a un hombre que, a su vez, se con­
cibe, al modo materialista, como parte de la Naturaleza, como un «punto» del eje
radial), la misma fórmula, aplicada a Hegel, significará que el Hombre (precisa­
mente porque ya no es una «parte de la Naturaleza», la cual es mero «prólogo del
Espíritu») se reduce a Dios y en el mismo Dios «haciéndose», y haciéndose eter­
namente, al modo de la Trinidad de Sabelio en el proceso universal del Espíritu.
A la pregunta «¿existe Dios?», Hegel parece que respondió: «todavía no.» *ea
La filosofía pragmático-transcendental de la religión (cuyos primeros esbo­
zos situaríamos en la doctrina espinosista, por un lado, y en la doctrina kantiana
de Dios de la Crítica de la Razón Práctica, por otro), podría contemplarse como
desarrollo de la concepción hegeliana del Hombre-Dios en devenir, en la cual se
ha subrayado el momento nihilista y, por tanto, el momento en el cual el hombre,
al divinizarse, se realiza como creación inicialmente ilusoria145. La concepción
de Nietzsche puede ponerse seguramente en esta línea: Dios existe en el devenir
de la voluntad de poder del Hombre, en el Superhombre. También, cabría situar
aquí las ideas de Bergson en Las dos fuentes de la Moral y la ReligiónH6, las ideas
de Max Scheler en El puesto del hombre en el cosmos, o las de Arnold Gehlen en
El hombre («la religión no procede del temor, pues es la superación del temor; la
religión aparece como disposición hecha por la naturaleza en el hombre, para inan-

(145) r$’A su vez, la filosofía kantiana de la religión puede considerarse com o una secularización
del «cristianismo pragmático» (soteriológico) que propone la fc en función de la salvación personal, y
no en función de una «verdad especulativa» previa o independiente de esta salvación. L a fe se pru eb a
por sus efectos soteriológicos, por sus obras — que ya no será la visión beatífica (una prueba im posible,
por definición) pero sí la instauración de la vida moral, como si se dijera: «sin Dios, no hay vida m oral;
sin vida moral no hay libertad; sin libertad no hay Humanidad (com o ser irreductible a la vida zooló­
gica)». Scheler o Gehlen traducirán estas concatenaciones de ideas a una escala histórica o evolutiva."**
(146) rt-Alfonso Tresguerres («Bueno y Bergson. Sobre filosofía de la religión». El B asilisco, 2 -
época, 1992, n'J 13, págs. 74-88) puntualiza la adscripción de Bergson que se hace en el texto a lo que
Bergson llama religión estática, que no sería otra cosa sino el m ecanism o diseñado por la n atu raleza
(por el élan vital) para contrarrestar los «peligros» a los que se halla expuesto el anim al hum ano —
egoísmo disolvente de la cohesión social, miedo a la m uerte, tem or al fracaso— quien, no disponiendo
ya del instinto protector que guarda de ellos a otros anim ales, ha de fiar todo su ser a la inteligencia,
que es quien los engendra.'»
E l anim al divino 177

tener mejor a ese hombre en la existencia; como superación del sentimiento sub­
jetivo de debilidad, como volante impulsor de la cóntrarresignación.. Así tam­
bién, como versión de esta filosofía de la religión pragmático-transcendental, que
ya no se desarrolla a partir de categorías biológico-evolutivas (como es el caso de
Bergson, Scheler o Gehlen), sino más bien a partir de categorías históricas o psi-
cológico-existenciales (Kierkegaard, Loisy y los que, en tiempos de Pío X, se lla­
maban modernistas), citaríamos muy especialmente la concepción unamuniana
de la religión, la concepción del Unamuno del Sentim iento trágico de la vida
(«creer es crear») y de La agonía del cristianismo, verdaderas precursoras de la
llamada Teología de la crisis y de la Teología de la muerte de Dios («mi religión
es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he
de encontrarla mientras viva...»).
Queremos dejar sentado nuestro respeto por esta filosofía de la religión prag­
mático-transcendental, en cuanto le reconocemos su condición de verdadera f i ­
losofía de la religión. Reconocemos su capacidad para alcanzar una profundidad
inusitada, y su tragicismo virtual constituye, sin duda, una forma muy adecuada
(teológica) para pensar la religiosidad «terciaria» del nihilismo luterano moderno,
un «nihilismo creyente» que, en los términos de Sartre, sería la expresión misma
de la «mala fe», pero que históricamente se presenta como fe exultante y buena
(«la buena voluntad» kantiana), la voluntad que brota de la voluntad de poder en
el Credo de la M isa en Si m enor de J.S. Bach. Una buena voluntad activa que,
como la generosidad espinosiana, se dirige, por el amor divino, a la elevación de
los humildes, a la liberación de los galeotes, de los oprimidos, incluso violentando,
si es preciso, a los opresores. En esta perspectiva activa y militante (cuando se
plasma en términos sociales y políticos, más que individuales o quijotescos) de la
buena voluntad, el pragmatismo transcendental puede seguir siendo considerado
como la ejecución histórica (i.e., no meramente lingüística o conceptual) del ar­
gumento ontológico, como el argumento ontológico práctico. Pues si la Idea de
Dios implica su existencia y la esencia de Dios es la esencia de aquel ser que en­
cierra todas las perfecciones, entre las que se destacan el Amor y la Justicia, en­
tonces la esencia divina implicará la realización de esas perfecciones.
Supongamos ahora que esas perfecciones son históricas y que se realizan a
través (entre otras cosas) del desarrollo humano. Entonces, la esencia de Dios, la
que pide su existencia, pedirá también el desenvolvimiento del hombre, de sus va­
lores de Justicia y Caridad. Porque si estos valores no se realizasen, Dios no se­
ría Dios (la dicotomía metafísica entre la transcendencia y la inmanencia divina,
respecto de la voluntad humana, habrá de ser desbordada). Dicho según las fór­
mulas consabidas: Dios realiza su esencia a través (aunque no exclusivamente)
de la existencia del hombre y el hombre sólo es hombre en tanto que, a través de
su acción existencial, realiza la esencia de Dios. «Así, pues [dice Hans Küng147],
el argumento de que con la idea de Dios viene dada también su existencia, ¿no
deberá entenderse menos como demostración que como expresión de una fe con­

(147) Hans Küng, ¿Existe Dios?, vi, m, le (edición española, pág. 730).
178 Gustavo Bueno

fiada..., a saber: que a mi idea de un ser perfectísimo responde una realidad y que
mi pensamiento no está orientado a la nada, sino a la suma plenitud de todo ser?»
La historia del hombre será, por tanto, el lugar en donde podrá manifestarse
el contenido mismo de la verdad de la religión, la realización del argumento on­
tológico. Pero no sólo la historia positiva, pretérita — aquella en la que el argu­
mento ontológico práctico puede adquirir la forma que le dio Chateaubriand en
El genio del cristianismo— sino también la historia virtual, es decir, el futuro po­
lítico y social. Y entonces el «argumento ontológico-práctico» tomará la forma
de la llamada «teología política», en el sentido de J.B. M etz148. A nuestro juicio,
si esta «teología de la liberación» tiene algún contenido filosófico — si es otra cosa
más que la ideología retórica de ciertos movimientos «cristomarxistas»— , este
contenido ha de buscarse en la concepción humanista-transcendental de la reli­
gión, en el argumento ontológico-pragmático, en el hegelianismo «romanizado»
y, acaso mejor aún, en el espinosismo, en el concepto de generosidad o de amor
en la proposición 37 del libro ív de la Etica geométrica: «El bien que apetece para
sí todo el que sigue la virtud, lo deseará también para los demás hombres, y tanto
más cuanto mayor conocimiento tenga de Dios.» c^Véase el escolio 1 2 .^

II. En cambio, tenemos que decir que la segunda opción — que es la que va­
mos a defender aquí— , la que corresponde a la concepción angular (zoomórfica)
de la religión, no ha sido desarrollada por ninguna filosofía clásica. Una situación
tan paradójica no puede ser debida al azar y de ella debe dar cuenta la propia f i ­
losofía de la religión.
Sin duda, la concepción humanista tiene buenas razones para explicar esta pa­
radoja desde su punto de vista; pero también tiene que haber una explicación desde
la perspectiva opuesta. Por nuestra parte, tomaremos esta explicación del curso
mismo del desarrollo del núcleo de la religión, considerando que las teorías circu­
lares son propias de lo que, en su lugar, llamaremos fase terciaría de las religiones.
Pueden ser citadas, sin embargo, reflexiones filosóficas en las que, de algún
modo, se ha concebido a la divinidad, o a los dioses, como si fuesen animales. Por
ejemplo, Epicuro (según testimonios de Diógenes Laercio) sostuvo la tesis de un
dios-animal — acaso los astros dioses de Aristóteles, erigidos por Epicuro, el corpo-
reísta, en dioses supremos. Apoyándonos en este testimonio, podríamos decir que
los epicúreos habrían perfilado ya una doctrina zoológica de la religión. Nos equi­
vocaríamos, sin embargo. Porque la doctrina epicúrea hay que entenderla, antes como

(148) Que no es el sentido de la theologia civilis de V arrón, según nos recuerdan los que en­
tienden de estas cosas, M arcel Xhaufflaire, pongo por caso, en su libro sobre La teología política que
la editorial Síguem e nos ofreció traducido en su m om ento. En esta editorial se encuentran publica­
das también las obras de Rubén A lves (C ristianism o, ¿opio o liberación?, 1973; H ijos d el mañana:
im aginación, creatividad y cultura, 1976), G ustavo G utiérrez (Teología de la liberación, 1971) o
Sergio Torres (Teología de la liberación y com unidades cristianas de base, 1983). Vid. tam bién L.
Boff, E d esiogénesis: las com unidades de base reinven/an ¡a Iglesia, Sal T errae, S antander 1977; I.
Ellacuría, «Hacia una fundam entación filosófica del m étodo teológico latino-am ericano», en Libe­
ración y cautiverio, M éjico 1976, y E. D ussel, H istoria general de la Iglesia en A m érica Latina, I,
Sígueme, Salam anca 1983.
E l anim al divino 179

una Teología que como una filosofía de la religión. Ella es una teoría de los dioses,
antes que una teoría de la religión. Es una teoría teológica que, aparte su carácter
fantástico y mitológico (cuando se la considera en sí misma), no tiene posibilidad de
establecer el progressus hacia los fenómenos religiosos empíricos, dado que los dio­
ses-animales de Epicuro no son los animales «terrestres» cr(mejor diríamos: «lin-
neanos»)'ía de la Biología, de la Zoología. Son «animales celestes», metafísicos, que
están fuera del mundo (en los intermundos) y que, pese a su contenido intencional­
mente corpóreo, son invisibles, como lo eran los propios átomos de Demócrito. Ca­
bría, pues, decir que mientras la Teología podía llegar a la conclusión de que los dio­
ses son animales (prefiriendo esta conclusión a otras, según las cuales los dioses son
espíritus puros, o bien, hombres), sin embargo, no se confundiría con la filosofía de
la religión, cuando ella establece la tesis recíproca, a saber, la tesis según la cual los
animales son dioses, o han sido los prototipos de los dioses primitivos149.
Al afirmar que la filosofía «angular» de la religión no ha sido desarrollada
por ninguna filosofía clásica, estamos también negando que hayan de interpre­
tarse como filosóficas las numerosas referencias que, obligadamente, han tenido
que hacerse a los animales por los antropólogos, teólogos, historiadores o cien­
tíficos de la religión en general. (Tampoco pudimos considerar a las doctrinas
evemeristas como filosofías «circulares» de la religión.) En efecto:
O bien la referencia a los animales (cuando no se hace de un modo puramente
ocasional, sin desarrollo adecuado mínimo) se establece desde una perspectiva
metafísica («La realidad divina, transcendente o inmanente a la Naturaleza, se ma­
nifiesta inter alia en los animales, que podrán ser considerados como teofanías,
emblemas o incluso partículas de la divinidad»), o bien esta referencia se esta­
blece específicamente, pero en los términos en los cuales pueda hacerlo una cien­
cia empírica descriptiva (categorial), a saber, con la única pretensión de mante­
nerse en un plano fáctico o fenomenológico (la constatación de la «Zoolatría»),
al estilo de la llamada «Escuela mitológica de la Naturaleza» (F. Creuzer, O. Mü-
11er, &c.) Un ejemplo de lo primero nos lo suministra el propio R. Otto (aun cuando,
es cierto, más bien de pasada), citando a Goethe: «Aunque aquel elemento de­
moníaco puede manifestarse en todo lo corporal e incorpóreo, e incluso se mues­
tra notablemente en los anim ales...»150 Pero casi diríamos que ésta es la norma

(149) En su tesis doctoral sobre el pensam iento de Schelling (Universidad de Oviedo 1984) o*pu-
blicada con el título L a última orilla, Pentalfa, Oviedo 1989‘w , el profesor Manuel Fernández Lorenzo
presenta algunos interesantísim os textos de Schelling en posible línea con una teoría zoológica de la
religión. Acaso el pensam iento de Schelling en este punto tiene m ucho de T eología (Ontología), teo­
ría de los anim ales eternos, increados (en la tradición estoica y leibniziana), sin que por ello deje de
pisar el terreno de la filosofía de la religión estricta. El m ism o profesor Fernández Lorenzo cita un pá­
rrafo de la obra de M iklos V etó, L e F ondem ent selon Schelling, B eauchesne, París 1977, en donde
leem os: «La brave Bocksham m er écrit d ’une voix plaintive: le Dieu de Schelling es ‘presque végétal
(=gew achsartig)’, tandis que pour l ’adversaire Salat, Schelling déduit Dieu du rkgne animal, il l ’ex-
p ose com m e 1'anim al suprém e et absolu» (pág. 48). De hecho, Schelling conoce el D iccionario de
Bayle que, en su artículo R orarius (nota K, pág. 84) cita las palabras de M. Bernard que recuerda «ha­
ber leído en alguna parte esta tesis: D eus est anim a hrutorum».
(150) R udolf O tto, D as H eilige, 1917. T raducción española de Fernando Vela: Rodolfo Otto, Lo
Santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Revista de Occidente, M adrid 1925, pág. 192.
ISO Gustavo Bueno

general. «Y sólo tratando de apreciar en mucho más de lo corriente las posibili­


dades de comunicación entre el hombre y el animal [nos dice Jensen151], pode­
mos esperar penetrar con compresión hasta aquellas plasmaciones culturales ex­
trañas que llevaron al hombre de una época primitiva muy remota a relacionar
inclusive la vivencia de lo divino preponderantemente con el animal.» No sola­
mente encuentran los científicos de la religión esta posibilidad en los primitivos
o en los hombres de los otros tiempos, sino que eventualmente la han vivido ellos
mismos en el curso de su trabajo. «Cuando en la floresta salvaje [dice Wilamo-
witz] encuentra el hombre un oso o una cabra montés o una cierva, éstos sólo pue­
den ser bestias montaraces, pero su aparición le llena a veces al hombre de es­
panto: aquello no era un oso, no era una cierva, sino un dios. El que lo fuese no
se deducía de la naturaleza del animal, sino que el hombre tenía ya en sí la fe en
un dios renombrado y lo descubría en aquella forma; dependía, en efecto, del be­
neplácito del dios, el modo en que quisiera mostrarse.» Y añade: «Yo mismo he
tenido una epifanía suya [de Pan] cuando, cabalgando por un desfiladero de la Ar­
cadia, vi aparecer de pronto sobre mi cabeza, entre las ramas de un árbol, un so­
lemne macho cabrío...»152
También las perspectivas «radiales» naturalistas (que ven en la religión el
reconocimiento de las «fuerzas naturales») pueden aplicarse con especial aten­
ción al terreno zoológico — pero justamente entonces se desvirtúa la misma nu-

(151) Ad.E. Jensen, M ythos uncí K ult bei Naturvolkern, Franz Steiner, W iesbaden 1960 (trad. es­
pañola, M ito y culto entre pueblos prim itivos, r;C E , M éjico 1966, pág. 157). C.G. Jung, en M etamor­
fo sis y símbolos de la libido, se refiere passim a anim ales com o figuras sim bólicas a veces próximas
a lo numinoso (la esfinge, «animal terrible», síntesis de todos los sím bolos sexuales, de la madre, &c.).
Gilbert Durand, en la Las estructuras antropológicas de lo im aginario — libro que m ás que al pro­
yecto botánico de Linneo recuerda el de D e Lobel, que clasificaba a las plantas por la forma de la hoja
(lo que le confería gran fertilidad taxonóm ica)— observa cóm o el animal suele estar «sobredetem ii-
nado por caracteres particulares que no se vinculan directam ente a la anim alidad». La serpiente, el pá­
jaro, «no son animales [en los mitos] m ás que en segunda instancia pues lo que en ellos prim a no son
cualidades animales: el cam bio de piel que la serpiente com parte con la sem illa, el vuelo que el pá­
jaro com parte con la flecha...». Y, con todo, Durand, al hacer un balance global del m undo total de
las imágenes humanas de todos los tiem pos, culturas y lugares no deja de constatar un hecho para no­
sotros el más significativo desde la perspectiva antropológica, a saber: la prioridad «im aginativa» del
«eje angular»: «En efecto, de todas las im ágenes son las im ágenes anim ales las m ás frecuentes y co­
munes. Puede decirse que nada nos es m ás fam iliar, desde la infancia, que las representaciones ani­
males. Incluso en el pequeño ciudadano occidental... la m itad de los títulos de libros para la infancia
están consagrados al anim al.» (edición española en Taurus, M adrid 1982, pág. 63).
(152) U. von W ilam owitz-M óellendorf, D er Glaube der Hellenen, apud Furio Jesi, M ito, ed. cit.,
pág. 66. Tam bién cabría citar en esta línea a G ilbert M urray, Five stages o f G reek Religión, Boston
1952, com o lo hizo, en un com entario periodístico a la presentación global de este libro en el verano
de 1981 en la Escuela Asturiana de Estudios Hispánicos de La Granda, Eduardo C ham orro (La Vo:
de Asturias, 3 septiembre 1981). N o puedo saber cuáles fueron las intenciones que m ovieron la pluma
del comentarista. Es interesante, sin em bargo, detenerse en una conjetura gnoseológica, que cae ya en
el marco de nuestros planteamientos: a ju zg ar por el tono de sus palabras, al com entarista le resultaba
«molesto» que desde una filosofía (a su parecer «marxista») se llegara al resultado al cual, según él,
M urray, un filólogo positivo, había ya llegado al explicar «cóm o el ritual del sacerdote disfrazado con
los atributos del toro, no constituía sino un estado degradado de un ritual m ucho m ás arcaico en el que
era el propio toro, en carne y hueso, el que reinaba m ajestuoso y noble, feroz y genesíaco, en el altar
de la divinidad, com o suprem o señor de las leyes de la vida».
E l anim al divino 181

F.l z o o d ía c o

L as fig u ra s a n im a le s q u e e n la é p o c a p rim a ria h a b ita b a n las b ó v e d a s d e las c a v ern a s, p a san e n la é p o c a se cu n d a ria , en


la fase b a b iló n ic a , a h a b ita r la b ó v e d a cele ste . L o s c ie lo s se p u e b la n d e a n im a le s, c o m ie n z an a se r zodíacos, y lo s p ro ­
p ios h o m b re s lle g a rá n a ve c es a a p a re c e r c o m o si e s tu v ie ra n m o ld e a d o s a im ag en y se m e jan z a d e lo s an im a le s celestes.
182 Gustavo Bueno

minosidad animal específica153. En consecuencia, estas apreciaciones no pueden


servir para manifestar la presencia de una filosofía «angular» de la religión, puesto
que constituyen un modo de desarrollo ordinario de las concepciones metafísicas,
panteístas, naturalistas o incluso ontoteológicas. Tales perspectivas determinan
evidentemente también la conducta de muchos historiadores de la religión: «Los
teólogos egipcios [escribe Drioton154] pensaban que ciertos animales adquirían
carácter sagrado por la presencia en ellos de una de las almas pertenecientes a la
divinidad. Es posible, por tanto, que su culto como encamación de los dioses se
remonte a una época en la cual, siendo todavía desconocido el arte de la estatua­
ria, se creyó rendir culto a estos dioses en símbolos vivientes de su cualidad esen­
cial...» (Tenemos aquí un claro ejemplo de la influencia de una determinada Idea
de la religión en la orientación de la investigación empírica.)
Ejemplos eminentes de lo segundo (la referencia a los animales por parte de
la ciencia empírica de la religión) son las que, en otro tiempo, se llamaron teorías
totemistas (o pantotemistas) de la religión, el teriomorfismo de F. Langer, la teo­
ría totemista de F.B. Jevons o las teorías de J.F. Mac Lennan y W. Robertson
Smith155. Pero precisamente tales teorías se mantienen, respecto de la teoría «an­
gular», a una distancia mayor, si cabe, que la que con ella guardan las concepcio­
nes metafísicas o panteístas. Porque mientras que estas concepciones reconocen la
verdad de los númenes animales (aun cuando dentro de un horizonte metafísico
más amplio: lo divino de Jensen, lo numinoso de Otto), sin embargo, las teorías
totemistas dan por supuesto muchas veces que precisamente la génesis totcmica
de las religiones primitivas testimonia su carácter ilusorio, adecuado al pensa­
miento salvaje («puesto que los animales, desde luego, no son dioses»). De ahíla
afinidad de estas teorías de la religión con la llamada teoría fetichista, tal como la
desarrolla la escuela francesa (desde Debrosses hasta A. Comte). «Un fetiche es la
personificación de lo impersonal»: la piedra divinizada es un fetiche, pero también
el animal-máquina cartesiano divinizado. Se mueven, pues, estas teorías en un plano

(153)Así, dentro tic las coordenadas del D iam at, los puntos de vista de Ladislav Varel, El cris­
tianismo y sus orígenes, trad. esp. Buenos Aires 1960, pág. 14.
(154) E. Drioton, L ’Egipte pharcionique, París 1954, pág. 17.
(155) Guillermo Schmidt, M anual de H istoria com parada de las religiones. O rigen y form ación
de la religión. Teorías y hechos, trad. esp., Espasa-Calpc, M adrid 19412, págs. 107-116. tr U n a re­
presentación (propiam ente psicológica) interesante del contexto «teriom órfico» de las religiones pri­
m itivas nos la ofrece Gabriel T arde en L es lois de l'im itation (1890), A lean, París 1910, pág. 29S.
Tarde cita, por cierto, la M ythologie de Andrew Lang; y sugiere con gran vivacidad las impresiones
que los hombres primitivos pudieron experim entar al enfrentarse con las fieras que les rodeaban. Si
la re-presentación de G. Tarde, u otras análogas, pese a su viveza, no puede confundirse con una fi­
losofía de la religión, se debe a que se m antiene en un terreno positivo (circunscrito a una supuesta
circunstancia antropológica) y no trascendental (a las restantes situaciones antropológicas y muy es­
pecialm ente a las que dieron lugar a las religiones secundarias y terciarias: precisam ente son estas re­
ligiones las que quedan fuera por com pleto del horizonte de las representaciones positivas que co­
mentamos). Pues no se trata de «citar a los animales», de convocarlos, en el momento de representamos
la forma de la religión primaria; se trata de «citarlos» o «convocarlos» desde una perspectiva tal que
sea capaz de englobar a las grandes religiones terciarias, lo que im plica estar utilizando una idea de
estas religiones llevada adem ás a cabo desde perspectivas no humanistas.'**
El anim al divino 183

más fenomenológico (emico) que ontológico. Las teorías totemistas antiguas (puesto
que las actuales ni siquiera consideran al totemismo como una categoría origina­
riamente religiosa) se atienen, además, a lo sumo, a las religiones primitivas, a quie­
nes consideran empíricamente fundadas en el culto a los animales. No contemplan
globalmente a las religiones superiores, pues su perspectiva no es filosófica. Y en
virtud, en gran parte, precisamente, de la tesis de que el correlato animal de lo nu­
minoso es prueba de salvajismo, lo que refuerza nuestro diagnóstico de estas teo­
rías como algo que se dibuja en una perspectiva no filosófica.
Es cierto, como no podía ser por menos, que en muchos trechos de su reco­
rrido estas teorías empíricas de la religión incorporan contenidos ontológicos: los
animales serán estimados como correlatos reales y adecuados (en cuanto tales) de
la relación religiosa. Pero, a pesar de ello, la perspectiva de tales teorías no se con­
funde necesariamente con la perspectiva de la filosofía de la religión. Principal­
mente, porque ese reconocimiento empírico del significado de los animales no se
contempla en la perspectiva de las religiones superiores. Ejemplo muy claro, John
Lubbock. Según él, el grado más inferior de la religiosidad primitiva es el feti­
chismo; después sigue la zoolatría, la cual le parece a Lubbock muy plausible,
aunque no ya respecto a su Idea filosófica de Dios, sino respecto a la Idea de Dios
que tienen los salvajes: «Si además tenemos presente que el dios de un salvaje es
un ser de naturaleza poco distinta de la suya, aunque en general algo más pode­
roso, comprenderemos al punto que varios animales, como el oso o el elefante,
satisfagan cumplidamente su concepción de la divinidad. Otro tanto puede de­
cirse, y con mayor razón, de los animales nocturnos, como el león y el tigre, por­
que aquí el efecto aumenta merced a cierto misterio. Cuando el salvaje, acurru­
cado de noche junto a su fuego, oye los gritos y rugidos de esas fieras que andan
rondando en su inmediación, o las ve deslizarse como sombras por entre los ár­
boles, ¿qué mucho que forje sobre ellas historias misteriosas?» Añade Lubbock:
«Y si en su estima de los animales yerra en un sentido, nosotros hemos caído quizá
en el extremo opuesto»156 A continuación suscribe la tesis de Fergusson sobre la
serpiente como primer animal objeto de culto, «cuya belleza y brillo de sus ojos
entraban por algo en las causas primeras de su deificación» (además de ser ani­
mal ubicuo, de larga vida, &c.). En resolución: Lubbock encuentra razonable la
zoolatría de los salvajes pero, en todo caso, la zoolatría para él es una etapa del
desarrollo de la religiosidad que, una vez agotado el ateísmo inicial, comenzó en
el fetichismo y, después del culto a la naturaleza (o totemismo), continúa por el

(156) John Lubbock, Los orígenes. .., pág. 239. El reconocim iento que hace Lubbock del signifi­
cado de los animales, en una cierta fase del desarrollo de las religiones (ateísmo, fetichismo, totemismo,
chamanismo, &c.), será compartido por Tylor (que agrega la fase del animismo) y por Salomón Reinach;
véase su Orfeo. H istoria general de tas religiones (1904), versión castellana por Domingo Vaca, Daniel
Jorro, M adrid 1910, Introducción, 34, pág. 18: «Cuando los griegos nos cuentan que Júpiter-Zeus se ha
transform ado en águila o en cisne, hay que ver en ello mitos contados al revés. El águila dios y el dios
cisne han cedido el puesto a Zeus, cuando los dioses de los griegos han sido adorados en forma humana;
pero los animales sagrados han seguido siendo los atributos o los compañeros de los dioses que a veces
se ocultan bajo la forma animal. Sus m etam orfosis no son más que una vuelta a su estado primitivo.»
184 Gustavo Bueno

chamanismo (divinidades superiores al hombre, de naturaleza distinta, lejana,


accesibles sólo al chamán), continúa por el antropomorfismo o idolatría y, por úl­
timo, desemboca en el sobre-naturalismo.
No es, pues, el reconocimiento empírico del papel de los animales en las for­
mas primitivas de la religiosidad lo que determina una teoría filosófica de la reli­
gión. Es el modo de reconocer ese significado en la perspectiva de las religiones
en su conjunto, así como el de éstas en el ámbito de las otras dimensiones huma­
nas y ontológicas que se tomen como referencia. Se comprende así que muchos
de quienes defienden, en el plano empírico (fenoménico, psicológico, socioló­
gico), la teoría totemista sobre la génesis de la religión primitiva, puedan mante­
ner simultáneamente, o bien una concepción teológica metafísica de la religión
(caso de Robertson Smith, ministro presbiteriano), o bien una concepción huma­
nista. Tal sería el caso de Durkheim: el totemismo se encuentra en el origen de la
religión, pero, a su vez, el tótem, como dios del clan, resulta ser el propio clan di­
vinizado; por ello Durkheim puede decir explícitamente que el totemismo, como
forma más elemental de la religión, no tiene por qué divinizar algo impresionante,
pues como emblema puede servir algo tan humilde y vulgar como un pato, un co­
nejo, una rana o un gusano. Es decir, algo cuyas cualidades intrínsecas no podrían
haber dado origen a los sentimientos religiosos, que procederán, por tanto, del
contexto social en el que están inmersos los propios animales totémicos157. De to­
dos modos, las teorías totemistas de las que hablamos son teorías que han sido
desplazadas a la par que fue cobrando la tendencia a despojar a las instituciones
totémicas de su carácter religioso (teorías mágicas, o teorías taxonómicas del to­
temismo)158. Y esto sin contar con que las propias teorías totemistas de la religión
tampoco consideraban a los animales como su única referencia, porque el carác­
ter del tótem puede ser compartido por plantas o fetiches inanimados.
La intención de la filosofía zoomórfica de la religión originaria es muy distinta
a la intención descriptiva, «empírica», émica, de las ciencias positivas. Es una in­
tención ontológica. No sostiene que los hombres primitivos han comenzado divini­
zando a los animales (o los han deificado en una fase de subdesarrollo). Sostiene
que son los animales los núcleos numinosos de la propia Idea ulterior de divinidad.
Y que, por consiguiente, tendrá sentido afirmar que la religión es verdadera por­
que los númenes de la clase N existen— son los animales (ciertas especies, géne­
ros u órdenes de animales) y no son fenóm enos ilusorios propios de la mentalidad
prelógica, de la percepción salvaje. Las ilusiones se producirían por referencia a
este plano ontológico: la dendrolatría no será un capítulo teofánico más, al lado de
la zoolatría, porque si los árboles son adorados lo serán en la medida en que iluso­
riamente son interpretados como animales (como aquella palmera de Tessur que
descubrió Fergusson y que levantaba su copa, como si fuera un animal, a la salida
del Sol). El alma segunda en la que los jíbaros creen, el arutam, se manifiesta como

(157) Émile Durkheim, Les fo rm es élémentaires de la vie religieuse, le systdme tntém ique enA iis-
Iralie, Alean, París 1912.
(158) Claude Lévi-Strauss, El totemism o en la actualidad, ed. cit.
El anim al divino 185

consecuencia de los efectos de la ingestión de ciertas sustancias alucinógenas, el da­


tura, por ejemplo; el arutam es, pues, una ilusión alucinatoria. Pero tal caracteriza­
ción es puramente formal y abstracta, psicológica, en tanto abstrae el contenido de
esa alma alucinatoria, es decir, pasa a un segundo plano la circunstancia de que el
arutam se muestra precisamente en forma de un par de jaguares gigantes, o de un
par de serpientes enormes que se mueven hacia el buscador del alma.
La concepción angular de los númenes, por otro lado, difícilmente podría
haberse abierto camino hasta los últimos años — los que siguen a los años que es­
tuvieron dominados por el curso de las religiones que llamaremos terciarias, las
religiones (o ideologías subsiguientes) que culminaron en la concepción mecani-
cista de los animales. kf(E1 texto se refiere a la concepción angular de los núme­
nes reales; puesto que la concepción angular— id est, no radial ni circular— del
numen, en general, es también propia de las religiones teológicas positivas, dado
que los dioses de estas religiones son seres personales — no son cosas— pero so­
brehumanos o infrahum anos — no son hombres— .)'eh Una concepción que te­
niendo, en nuestra tradición, su origen en el cristianismo (los animales no tienen
alma racional) — aun cuando nunca han faltado del todo otras corrientes más «fran­
ciscanas» en el seno del cristianismo159— desembocó, precisamente en España,
y por cauces espiritualistas (no materialistas), en la doctrina del automatismo de
las bestias de Gómez Pereira (que luego continuaría Descartes). Doctrina que al
despojar a los animales de todo género de numinosidad, debería ser considerada
(al menos desde la teoría angular) como la fórmula misma de la impiedad reli­
giosa originaria160. Pero desde hace unos años, en los cuales los etólogos nos han
acostumbrado a reconocer, en el plano científico, la inteligencia animal y la rea­
lidad del lenguaje de los animales (y no ya en un sentido figurado, sino literal, el
del lenguaje doblemente articulado de las experiencias de Premack o de los Gard-
ner), la tesis sobre la verdad de la numinosidad animal deja de ser absurda y ni si­
quiera puede considerarse ya extravagante. (Dice, por ejemplo, Bemhard Rensch161:
«Podemos comprobar, por tanto, que incluso en las aves existe ya un comporta­
miento que hace pensar en la presencia de un complejo del yo y una conciencia
de la personalidad, al menos en sus estadios previos.») Se trata, por lo demás, de
una tesis que, al menos en referencia a algunas religiones, había sido intuida en
un terreno positivo (a la manera como Evémero había intuido la concepción hu­
manista). El Celso autor de la D octrina verdadera (que nos ha conservado Orí­
genes) podía citarse como el Evémero de la concepción angular de la religión, si
generalizamos este curioso pasaje de su obra: «Pasa aquí [dice refiriéndose a los
cristianos] como con los templos egipcios. Cuando uno se acerca a ellos, con­
templa espléndidos recintos sagrados y bosques, grandes y bellos pórticos, san­
tuarios maravillosos, soberbios peristilos y hasta ceremonias que infunden reli­
gioso temor y misterio; pero una vez que está uno dentro y que se ha llegado a lo

(159) G ustavo B ueno S ánchez, «A nim ales virtuosos y anim ales científicos», en El B asilisco,
n- 2, 1978, págs. 60-66.
(160) Vid. infra, capítulo 5, ad finem.
(161) Bernhard Rensch, H om o sapiens. D e anim al a semidiós, A lianza, M adrid 1980, pág. 104.
¡86 Gustavo Bueno

más íntimo, se encuentra con que es un gato, un mono, un cocodrilo, un macho


cabrío o un perro lo que allí es adorado.»162
Constantemente han sido utilizados los animales, por otra parte, como sím­
bolos de entidades numinosas, divinas o demoníacas: ¿no es continuo el ataque del
demonio al hombre, y así el demonio es como un león rugiente, que merodea bus­
cando a quién devorar?, viene a decirnos la Primera Epístola de San Pedro (V, 8).
La concepción zoomórfica del núcleo de la religión significa, en resolución,
no ya que los animales puedan desempeñar realmente funciones numinosas sino,
sobre todo, significa que ellos son la fuente o manantial de toda numinosidad ul­
terior. Ello no implica una tesis recíproca, según la cual toda relación con los ani­
males hubiese de tener un signo religioso. Ni siquiera tienen por qué tenerlo aque­
llas relaciones ritualizadas, como puedan serlo las que subsisten en el ámbito de
sociedades secretas como la de los bakuri del Camerún (la sociedad masculina
Male, del elefante, y la femenina M alova, del jabalí). Si la concepción circular
(humanista) podía resumirse en la fórmula de Feuerbach: «los hombres hicieron
a los dioses a su imagen y semejanza», la concepción angular (zoológica) que
propugnamos podría quedar resumida en esta otra fórm ula: «Los hombres hi­
cieron a los dioses a imagen y semejanza de los animales.»
Y así como la concepción humanista de la religión se desarrolla mediante la
reconstrucción de la numinosidad animal como un proceso de antropomorfismo.
así también la concepción angular de la religión se desarrollará mediante la re­
construcción de los númenes humanos y divinos como procesos de zoomorfismo.
La metodología que propicia tenderá a ver, en las figuras numinosas antropo­
morfas, antes a númenes humanizados que a hombres divinizados: es así un an-
tievemerismo. No desconocerá, por supuesto, que los hombres, o algunos hom­
bres sobresalientes, puedan desempeñar el papel de «puntos de cristalización» de
la vivencia de lo numinoso. Pero sólo en la medida en que, simultáneamente, esos
hombres sean percibidos, de algún modo, sub specie anim alitatis, a la manera
como Homero (en el canto v de La ¡liada, 132-143) percibe a Diomedes, el hijo
de Tideo, cuando acaba de ser herido en el hombro y arremete contra las filas tro-
yanas: «Cual acontece a un león a quien hiere en la campiña un pastor en mo­
mento que la fiera, al aprisco saltó de sus ovejas cerca del esquileo, mas no logró
domarlo; excitóle más bien en su fiereza, y ya entonces, no prosigue el pastor en
su defensa y se agazapa por los rincones del establo. Ellas al verse solas se ame­
drentan y unas sobre otras en montones por acá y acullá se desparraman, hasta
que ya la fiera, enardecida, salta del alto aprisco; pues así enardecido entre tro-
yanos, el valiente Diomedes fue a meterse.»

(162) Traducción de Daniel Ruiz Bueno en P adres Apologistas G riegos (s.li), b a c n'-’ 116, Ma­
drid 1954, pág. 61. tr E l m ism o Don Daniel Ruiz, trece años m ás tarde, tradujo este fragm ento del si­
guiente modo: «Al que se acerca a ellos se le presentan espléndidos recintos y bosques sagrados, gran­
des y herm osos pórticos y templos, adm irables y soberbios tabernáculos en torno, y cultos llenos de
superstición y misterio; pero el que ha entrado y penetrado en lo m ás secreto, se encuentra con que
allí se adora a un gato, a un mono, a un cocodrilo, a un m acho cabrío o a un perro.» (Orígenes, Con­
tra Celso, b a c n" 271, M adrid 1967, pág. 188; libro tercero, 17.)"bí
El animal divino 187

La concepción zoomórfica de los númenes tampoco desconocerá que lo nu-


rninoso cristaliza otras veces en formas sobrehumanas, en formas casi omnipo­
tentes, divinas, formas terribles, que resuenan así en las palabras de Lutero: «¿Cuánto
tiene que horrorizarse la naturaleza ante semejante majestad divina? Sí, es más
horrible y espantosa que el diablo, pues nos trata y nos maneja con violencia, nos
martiriza y atormenta y no cuida de nosotros.» Si Dios es aquí un verdadero Ge­
nio M aligno, el de Descartes (antes de que el cogito lo haya conjurado), es decir,
un numen que, ante el hombre, se comporta precisamente a la manera como, más
tarde, los hombres se comportarán con los chimpancés a quienes (utilizando sus
propios instintos, desde dentro) mantienen prisioneros, porque no pueden sacar la
mano que empuña los cacahuetes previamente depositados en el interior de la ca­
labaza; si el D ios puro puede ser percibido, en suma, como un numen vivo y en­
volvente, es porque (para la teoría zoológica), es percibido como una suerte de
animal terrible (un superanimal, más que un superhombre). Un ser ante el cual el
hombre se siente acorralado: «De tal manera lo desmenuza y deshace [dice San
Juan de la Cruz, Noche Oscura del Alma, II, 5] absorbiéndole en su profunda ti-
niebla, que el alma se siente estar deshaciendo y derritiendo a la faz y vista de sus
miras con muerte de espíritu cruel, así como si tragada de una bestia, en su vien­
tre tenebroso se sintiese estar digiriendo, padeciendo estas angustias», como los
indios de las costas del Noroeste, cuando danzando alrededor del fuego, arañando
la tierra e imitando los movimientos de los osos enfurecidos, cantaban:

«¿Cómo nos esconderemos del oso que se mueve en torno del mundo todo?
¡Arrastrémonos bajo tierra! Cubramos nuestras espaldas
con lodo para que el terrible Gran Oso
del Norte del mundo no nos encuentre.»163

(163) Citado por Rutli Benedict, El hombre y la cultura, Sudamericana, Buenos Aires 1967, pág. 213.
Capítulo 4
Premisas antropológicas

Entre las dos concepciones alternativas de la religión—circular, angular—


que, a grandes rasgos, acabamos de exponer, ¿cómo decidir?
Lo importante es saber que la decisión no es una cuestión empírica, una mera
cuestión de hecho, puesto que los hechos que pueden aducirse, tanto en favor de
la primera alternativa, como en favor de la segunda, son incontables. La opción es
filosófica (lo que no significa que sea apriorística, que pueda sostenerse con inde­
pendencia de los hechos, puesto que, en cualquier caso, la misión de la opción fi­
losófica es oponer unos hechos a otros hechos, ordenándolos en planos distintos).
Y así como la opción entre las concepciones equívocas de lo numinoso y las
concepciones análogas dependía (creimos) de la Ontología (y no de la filosofía
de la religión), así ahora la opción (dentro de las concepciones fenomenológicas
de los númenes) entre las concepciones humanísticas (circulares) y las zoológi­
cas (angulares) dependerá de la Antropología filosófica. Porque la «religación»,
por su esencia, se inserta en el contexto general de la Idea de Hombre, no tiene
una entidad independiente, aislable, como si fuese una relación «exenta».
Nuestro propósito aquí, en una perspectiva sintética, es decidir nuestra opción,
introduciendo el mínimum de premisas antropológicas y lógicas; o, si se prefiere,
desde una perspectiva analítica, nuestro propósito podría describirse como orien­
tado a determinar los supuestos o premisas filosóficas (o ideológicas) que están en­
volviendo a una de las alternativas (en nuestro caso, la alternativa «angular»).
Y, ante todo, necesitaríamos precisar la estructura lógica de la opción que se
nos ha configurado partiendo del «argumento ontológico» nuclear (el núcleo nu­
minoso) — estructura que presupone, desde luego, una concepción de fondo ma­
terialista. No creemos que la opción tenga entonces, sin más, la forma de una al­
ternativa [p v q] = 1, en la cual alguno de sus miembros pudiera ser eliminado,
pero no los dos, aunque también ambos miembros (la concepción ecléctica) pu­
dieran ser admitidos. Planteada la cuestión en estos términos la concepción ecléc­
190 Gustavo Bueno

tica sería más plausible, puesto que, por argumentos fenom enológicos (etnológi­
cos, históricos) habría motivos para concluir: p = 1; q = 1. Nosotros partimos, por
el argumento ontológico, dc la premisa (p v q = 1). Pero, también, introducimos
la premisa según la cual los númenes animales (adscribámoslos a q) son reales
(es decir, q = 1). Esta premisa es la que está apoyada en un fondo materialista: el
argumento ontológico, que pide un correlato real para los númenes fenomenoló-
gicos (que además, son zoomórficos en una proporción muy elevada y, por su po­
sición serial, significativa), se satisface, desde luego, con estas referencias, puesto
que no hay ningún motivo para rechazarlas desde prejuicios metafísicos o teoló­
gicos (espiritualistas o mecanicistas). Dadas estas premisas, el problema de la fi­
losofía de la religión, reducido a la resolución de la alternativa global (p v q = 1)
supuesto q = 1, queda a su vez reducido al problema de determinar si p (es decir,
la tesis de los númenes humanos) es o no admisible. Una respuesta negativa sig­
nificaría, por tanto, simultáneamente, junto con la tesis zoológica, el rechazo de
toda concepción ecléctica.
Ahora bien, es evidente que el rechazo de la tesis circular «los hombres pue­
den ser realmente númenes» (una tesis, como hemos dicho, en cierto modo recí­
proca de la de Evémero: «los dioses son hombres»), no podría considerarse como
una cuestión de hecho, empírica, fenomenológica. Porque empíricamente es un
hecho de la historia de las religiones que el hombre ha desempeñado funciones
numinosas y que incluso se ha presentado, en repetidas ocasiones, como divino.
Pero este hecho (sobre el cual habrá de apoyarse toda concepción humanista de
la religión), desde una metodología dialéctica, puede ser considerado como una
apariencia (un episodio de la «falsa conciencia»), como un fenóm eno o, si se
quiere, como un hecho confuso.
Y la confusión procedería del uso que las teorías humanistas hacen, en este
contexto, del término «Hombre». La confusión se despliega en dos direcciones, una
extensional y otra intensional. «En la historia de las religiones constatamos cómo
el hombre ha soportado funciones numinosas»: es este un modo confusivo de ha­
blar del hombre (en cuanto a su extensión, a lo largo de la historia de las religiones),
puesto que no existe ningún punto de apoyo empírico para sostener semejante pro­
posición global (confusa) cuando nos referimos a todo el largo período del paleolí­
tico inferior o del superior. Los únicos elementos fehacientes (que suelen, por lo de­
más, ser interpretados desde categorías religiosas) son ciertas reliquias, especialmente
dibujos de las cavernas cuaternarias. Pero se ha calculado que las 4/5 partes de las
pinturas parietales representan animales («probablemente — dice E.O. James164—
porque los animales constituían el principal medio de subsistencia del hombre y,
por consiguiente, ocupaban un lugar excepcional y muy importante en la economía
humana»). Por consiguiente, hablar «globalmente» o por «promedios» en este te­
rreno es tanto como querer ignorar la estructura serial dialéctica del curso del desa­
rrollo de la conciencia religiosa como conciencia de los númenes.

(164) E.O. Jam es, La religión clel hombre prehistórico, tracl. española de José M anuel Gómez-
Tabanera, Guadarram a, M adrid 1973, pág. 231.
E l a nim al d ivino 191

H ércules vence al león

A m e d id a q u e lo s a n im a le s v a n s ie n d o d o m in a d o s p o r el h o m b re , su p re s tig io n u m in o s o v a tra n s firié n d o s e a é s te en


c a lid a d , p re c is a m e n te , d e d o m in a d o r d e lo s a n im a le s .

L a s d iv in id a d e s te rc ia ria s s e c o n fig u r a r á n c a d a v e z m á s se g ú n m o d e lo s a n tro p o m ó rllc o s . In c lu so c u a n d o lle g u e n a


p e rd e r la c o rp o r e id a d , m a n te n d rá n d e a lg ú n m o d o la « in te lig e n c ia » y la « v o lu n ta d » .

Tese» m ata al m inotauro. G rabad o de (»oya de la serie de la T aurom aquia

El h o m b re , s e ñ o r d e lo s a n im a le s .
192 Gustavo Bueno

Ahora bien: el hecho del que hablamos es, sobre todo, confuso en un sentido
aún más importante, el intensional, el que más interesa quizá desde un punto de
vista antropológico. Porque cuando se habla del hombre-númen no se distingue
si sus contenidos antropológicos son humano-específicos (por ejemplo, lo que tra­
dicionalmente se llamaban «actos humanos»), o si son humanos no específicos,
es decir, genéricos («actos del hombre»), Pero si fueran genéricos, habrían de po­
nerse antes del lado zoológico (genérico) que del lado específico. Y, dada la con­
fusión objetiva que existe entre los estratos específicos y los genéricos del hom­
bre, se comprenderá que la distinción entre unos contenidos y otros pueda entenderse
como una distinción de razón. No por ello dejará de ser una distinción objetiva,
en la cual queda comprometida la Idea práctica de «Hombre» que utilizamos, la
Idea con la cual, efectivamente, operamos. Por ello, se comprenderá nuestra afir­
mación anterior según la cual no es una cuestión de hecho, sino de interpretación
(por tanto, desde nuestro presente práctico, desde nuestra Idea de Hombre), el
distinguir entre lo que es propio del hombre, en cuanto es específicamente hu­
mano, y lo que es propio de él, pero en cuanto que es «más que humano» o, si se
prefiere, «menos». Algunos prehistoriadores interpretaron los cráneos y los hue­
sos neanderthalienses del depósito de Krapina como reliquias de una batalla tras
la cual los vencedores (acaso bandas de Cromagnon) se habrían comido a sus ene­
migos: los cráneos y huesos de Krapina serían los restos de un festín. No es se­
gura esta interpretación de la «batalla de Krapina», pero sirve igual para nuestra
pregunta: ¿se trata de un episodio humano o más bien de un episodio de la prehis­
toria del hombre? Sabemos que episodios similares de épocas más avanzadas, in­
cluso muy recientes (los campos de Dachau o de Auschwitz, cry hoy mismo, muy
cerca de Krapina, se practica la limpieza étnica de bosnios por servios y de ser­
vio-bosnios por croatas"®i), suscitan siempre la misma cuestión moral, antropo­
lógica, práctica: ¿son hombres (humanos «^es decir, primates que realizan actos
humanos y no meros actos del hombre, para utilizar la distinción escolásticas)
realmente quienes practican actos tan bestiales? ¿Acaso no han dejado de serlo
por el hecho mismo de cometerlos?
Cuando la cuestión se plantea a parte ante, en la Prehistoria, cobra más fuerza,
en la perspectiva de la teoría de la evolución, puesto que la pregunta (que siempre
parece tener algo de metafísico): «¿Puede un hombre dejar de ser hombre en el mo­
mento en que comete actos bestiales?», se transforma en esta otra: «¿Eran ya hom­
bres los contendientes de la batalla de Krapina?» Es decir: ¿se trataba de una bata­
lla o de un episodio de caza entre bandas de homínidos (de protohombres, de «hombres
primitivos», es decir, no hombres todavía)? Es innegable que, habitualmente, los
protagonistas de Krapina son considerados ya hombres por los prehistoriadores; las
discusiones se reproducen a propósito del Sinántropo y, para quienes aceptan al
Sinántropo como ser humano (Homo crectus), se vuelven a reproducir a propósito
del Australopiteco. Convencionalmente suele darse la cuestión por zanjada por vía
taxonómica porfiriana (linneana): la fam ilia de los homínidos se distribuye en dos
géneros, el de los australopitecinos y el genus Homo, que, a su vez, comprende dos
especies principales: homo crectus (Pitecántropo) y homo sapiens sapiens.
E l anim al divino 193

Sin embargo, tenemos necesidad de subrayar que esta taxonomía, por su forma
lógica, es escolástica y muy poco dialéctica. Precisamente es inútil y aun pertur­
badora para la cuestión que nos ocupa. Cuando los criterios de la taxonomía se
mantienen en el terreno anatómico estricto de la Antropología física, nada tenemos
que objetar (salvo el olvido de que muchos de los rasgos anatómicos considerados,
suponen un medio cultural humano). Pero cuando se introducen, como es el caso,
criterios no anatómicos (lenguaje, uso de herramientas, o sencillamente, la diferen­
cia específica de Linneo, sapiens), entonces la taxonomía biológica se vuelve con­
fusa, por no decir metafísica. ¿Acaso el uso de instrumentos, la inteligencia tecno­
lógica (la talla de bifaces, incluso la utilización del fuego), pero también la inteligencia
social, cristalizada en los sistemas de parentesco, son criterios suficientes para ha­
blar ya de «Hombre»? ¿No está actuando en esta taxonomía la forma dicotómica
porfiriana, que conduce a la conclusión, por ejemplo, de que dado el supuesto de
que los monos antropomorfos no utilizan el fuego, hay que considerar como hom­
bres a los homínidos que lo usan? ¿Es que no caben formas intermedias, es decir,
homínidos, que sin ser ya meros primates todavía no son hombres? Desde la dico­
tomía (porfiriana, escolástica) no-hombres/hombres, es cierto que tratar de intro­
ducir formas intermedias entre el mono y el hombre (llamémoslas: parapitecoides,
humanoides, &c.) resulta una empresa casi tan difícil como la de tratar de interca­
lar un número entero entre el 99 y el 100. Sin embargo es imprescindible acostum­
brarse a pensar en la realidad de formas no humanas que, no obstante, tampoco son
monos, porque tienen una organización cultural, una tecnología lítica, por ejemplo,
que obliga a situarlas en otro plano (por ejemplo la cultura del Homo erectas). No
es la cultura, según esto, un criterio riguroso de demarcación del círculo antropoló­
gico: es preciso determinar qué característica deben tener esas formas culturales en
virtud de la cual podemos ya hablar del hombre, la característica de la cultura que
tradicionalmente se llama espiritual, sin que ello implique apelar a una creación o
a una revelación procedente de lo alto, porque la cultura se hace espiritual (es de­
cir, operatorio-proléptica, normativa, simultáneamente en el plano tecnológico y en
el lingüístico-gramatical) por anamórfosis, que es un modo de evolución y no un
modo de procesión. El recurso habitual de referirse a estas formas como proto-hom-
bres o como formas prehistóricas, aunque sirve «para salir del paso», es muy peli­
groso, porque, por un lado, inclina a pensar tales «formas intermedias» en función
de su posterioridad (introduciendo, por tanto, una teleología enteramente metafí­
sica) y, por otro, sugiere que esas formas carecen de estructura propia, como si fue­
ran formas de mera transición hacia el hombre.
La fórmula «hombre primitivo» es lógicamente inaceptable, porque ella equi­
vale el anacronismo de interpretar a los antecesores por sus resultados («lo que
va a conducir al hombre»), a poner a los progenitores del lado en el que se clasi­
fican a los sucesores.
El problema se re-produce en la línea ontogenética: ¿el niño es hombre? (una
versión del problema escolástico: ¿tiene alma el niño, o en qué punto de su evo­
lución embriológica la adquiere?) Los presupuestos que obran en una respuesta
afirmativa a la pregunta ontogenética parecen mucho más patentes: el niño es hom­
¡94 Gustavo Bueno

bre (por ejemplo, jurídicamente) en tanto puede llegar a desarrollarse como per­
sona responsable. Es decir, por relación a su término ad quem y en la medida en
que este desarrollo depende prácticamente de hombres ya existentes. Por este mo­
tivo, dudar de la humanidad del niño es dudar de la posibilidad de desarrollarlo,
del deber de educarlo, por tanto, tratar de inhibirse de una dinámica ya en marcha
del «Espíritu Objetivo».
Ahora bien, los mismos presupuestos prácticos que «tocamos con el dedo»
en lo que aparentemente es sólo una cuestión biológica («¿el niño es hombre?»)
están actuando, con idéntica precisión, pero a mayor distancia práctica, cuando
planteamos la cuestión histórica (filogenética). Y es necesario tener en cuenta que
esas cuestiones generales antropológicas no pueden considerarse como dema­
siado alejadas de los problemas estrictos de la filosofía de la religión, puesto que
tales cuestiones generales forman parte del conjunto de los principia media de
esta filosofía. A l menos, hasta que no se haya rechazado la posibilidad de consi­
derar a la religión, precisamente, como uno de los criterios taxonómicos capa­
ces de establecer la línea fronteriza, en la filogenia, entre los animales y los hom ­
bres. Dc hecho, un gran número de prehistoriadores y de biólogos toman, como
criterio empírico diferencial, a ciertos fenómenos de la vida religiosa o fenóme­
nos que se interpretan a su luz, como pueda serlo el culto a los difuntos. (La pre­
sencia de enterramientos «intencionales» se considera, con frecuencia, como cri­
terio objetivo de humanidad del material, por parte de los prehistoriadores.)
Sin embargo, nos parece que puede decirse que las complejas discusiones so ­
bre los criterios de la hominización, a la par que discusiones biológicas y antropo­
lógicas, son discusiones lógicas — como lógica es toda cuestión de taxonomía. Nos
parece que la doctrina de la evolución, consecuentemente, ha representado, tanto
como una revolución biológica, una revolución lógica, una revolución de la con­
cepción lógica de Porfirio (con más precisión: del aristotelismo de Linneo) y, en de­
finitiva, la discusión de estos criterios, es quizá la perspectiva más inmediatamente
significativa en el momento de formular los problemas de la filosofía de la religión
(en cuanto son problemas antropológicos, tal y como venimos presentándolos).
En efecto, en su expresión lógica, las cuestiones relativas a la relación del
hombre con los animales incluyen las cuestiones de relación entre la especie (el
homo sapiens sapiens) y el género próximo (aquí Genus Homo Linné) y, por su­
puesto, la cuestión de las relaciones entre el género próximo con los (en términos
porfirianos) géneros subalternos (en términos linneanos: familia—hominoidea— ,
orden—primates— , clase— mamíferos— , reino— animal—). No creemos desca­
minado sospechar de la influencia perniciosa que la lógica porfiriana (aliada tra­
dicionalmente con una metafísica creacionista y espiritualista) sigue manteniendo
en la formulación de las relaciones del hombre con los animales. La lógica porfi­
riana, en efecto, concibe los géneros como géneros anteriores (respecto de las e s ­
pecies), géneros que van desplegándose dicotómicamente merced a las diferen­
cias específicas sobreañadidas. En el caso del hombre, como diferencia específica
se ponía la racionalidad (el concepto «biológico» del homo sapiens de Linneo
mantiene este criterio). Este criterio taxonómico iba ligado a la teoría escolástica
El anim al divino ¡95

(tras la condenación del traduccionismo) del alma espiritual creada por Dios en
cada embrión humano. La relación de inclusión de clases (relación constitutiva
de la silogística) preside toda la lógica porfiriana. En su virtud, las especies se in­
cluyen en los géneros próxim os y éstos en los subalternos respecto de la catego­
ría, interpretada como género supremo (el reino animal, en nuestro caso, o quizá
la esfera de lo viviente, la biosfera — aun cuando el concepto de biosfera intro­
duce la forma de una totalización atributiva, contrastando con el concepto clásico
de reino animal, que se mantiene más bien dentro de los límites de las totalida­
des distributivas).
De este modo — y este es el punto que en filosofía de la religión formalmente
más nos interesa— , la especie hombre, en Porfirio-Linneo, quedaba incluida en
el género (porfiriano) animal, a través (mediante la transitividad de la inclusión)
de los taxones intermedios (familia hominoideos, superfamilia antropoidea, or­
den primates, clase mamíferos, &c.). El hombre es así plenamente animal y, como
tal, comparte enteramente todas las propiedades o notas genéricas. Es una espe­
cie más entre el millón de especies animales, o entre las tres mil especies de ma­
míferos. Pero debía quedar caracterizado por una diferencia específica irreducti­
ble (¿la racionalidad? ¿la religiosidad?) Una diferencia de la cual derivarían los
contenidos específicamente humanos del hombre.
Es evidente que este análisis lógico de la situación taxonómica del hombre
iba combinado con la doctrina metafísica de la antropología hilcmórfica («cuerpo
y espíritu») que, en los casos más radicales, tendía a poner en el principio espiri­
tual la diferencia específica del hombre (y aun su misma esencia) frente a los de­
más animales. Según esto, el hombre, además de sus componentes genéricos, es­
taría dotado de espíritu (aunque encarnado), como diferencia específica.
Ahora bien, la lógica porfiriana resultaba demasiado rígida para dar cabida
a las múltiples relaciones del hombre con los demás animales y ello precisamente
por su tendencia a «embotellar» las especies en los géneros concéntricos que las
envuelven. (Es decir, por la tendencia a considerar todo lo que brota de la dife­
rencia específica como algo que presupone dado el género, lo desarrolla sin sa­
lirse de sus límites y lo determina en especificaciones progresivas.) Porque si el
hombre es una especie entre otras, debería quedar reducido íntegramente al ám­
bito animal, y la Antropología sería sólo una parte de la Zoología, como pueda
serlo la Ictiología. En efecto, la diferencia específica (la racionalidad, el espíritu)
debería ser contemplada como una diferencia zoológica entre las otras (raciona­
lidad aparece lógicamente del mismo modo que pentadactilia). Por tanto, como
una diferencia que habría de componerse armónicamente con las notas genéricas
por vía zoológica, produciendo la separación respecto de las demás especies165.

(165) Esta conclusión (en la que los específicos contenidos culturales y espirituales no quedan
elim inados, sino englobados en el género) aparecía form ulada con toda ingenuidad en el Programa
razonado de Antropología (1892) de M anuel Antón y Fcrrándiz: «La palabra Antropología se ajusta
y conviene m ejor al hom bre considerado com o especie que com o individuo... Se trata, pues, de una
parte de la H istoria natural, y aún m ás concretam ente de la Zoología, que estudia al hom bre com o la
C inología al perro o la H ipología al caballo, según entienden Broca, Quatrefagcs y los antropólogos
196 Gustavo Bueno

Pero esto es justamente lo que nos ocurre con el hombre, precisamente por­
que las notas específicas que se le atribuyen, si son zoológicas, no son caracte­
rísticas (sino re-generativas), de una sola línea taxonómica, o son irrelevantes (la
anatomía de la mano humana sólo comienza a ser verdaderamente significativa,
desde el punto de vista antropológico, cuando va asociada a formaciones cultura­
les, desde el hacha de piedra hasta el piano de cola); si no, son zoológicas, no cul­
turales (en un sentido característico, dado que también existen las culturas ani­
males), entonces incluso desbordan las mismas estructuras zoológicas (la Gramática
de la Lengua tiene tanto que ver con la Zoología como la Geometría) y aun se
oponen dialécticamente a ellas.
¿Y cómo sería posible, desde la taxonomía porfiriano-linneana, admitir que
una especie pueda desbordar (metábasis) las propiedades de su género, que pueda
variarlas en la evolución? Todas las respuestas vienen acaso por sólo dos caminos:
o bien por vía metafísica, negando de entrada que el hombre sea animal (porque
esta tesis sería un simple prejuicio pagano, aristotélico: tal es la tradición agusti-
niana, que llega a Descartes y a Malebranche), o bien por vía crítica-taxonómica.
negando que el hombre sea una especie: será un Reino (o más que un Reino), el
«reino hominal» — como sostuvo en el siglo pasado Edgar Quinet o, en el nuestro,
entre otros, Teilhard de Chardin166. Pero ninguna de esas respuestas parece satis-

todos; y así como cuando se ocupa del género Canis o de la especie Canis fam iliaris, el naturalista e s ­
tudia las cualidades orgánicas y m entales de este anim al, sus costum bres y sociedades... al antropó­
logo toca hacer otro tanto con la especie hum ana...» (Vd. Luis de H oyos Sáinz, Técnica antropoló­
gica, M adrid 1899, pág. 36). El problem a no estriba, sin em bargo, en que no pueda considerarse la
cultura y el espíritu hum anos com o el equivalente antropológico de la m entalidad y cultura cinoló-
gica o hipológica, es decir, que no pueda considerarse zoológicam ente. El problem a está en si e l m é­
todo zoológico de la Historia Natural es el m ism o m étodo que ha de utilizarse para el análisis de la
cultura y el espíritu del hombre, si la cultura humana es una especificación co-genérica de cultura, o
implica una metábasis a otro género. El propio A ntón, desde perspectivas más bien ontológicas que
gnoseológicas, restringe su conclusión a «aquella parte del ser hum ano reconocida com o de natura­
leza animal», con lo cual deshace su tesis inicial: que la Antropología, ciencia del hom bre, es una parte
de la Historia Natural (salvo que suponga que es el hom bre, y no sólo una parte suya, el que tiene n a ­
turaleza animal). En gran m edida, de lo que se trata aquí es de una cuestión lógica, de la cuestión de
las relaciones entre géneros y especies. La tradición porfiriano-escolástica (en la que se m antiene Lin­
neo) entendió la especificación del género com o especificaciones descendentes o diferenciales, m e­
diante las cuales descendem os desde el género a regiones suyas diferenciadas unas de otras p o r c a ­
racterísticas propias («diferencias específicas»), Pero hay otro tipo de especificación del género
— paradójico desde la perspectiva porfiriana— en virtud del cual el desarrollo de las notas genéricas
no tiene lugar por diferencias específicas sino por exposición de las m ism as notas genéricas según m o­
dos que nos mantienen en el mismo rango genérico (las notas especificantes son análogas, tanto como
diferenciales, respecto de otras especies). Hablarem os de especificaciones co-genéricas (no sub-ge-
néricas). La nota «genérica» pentadactilia se especifica cogenéricam ente en la pezuña del caballo \
en la m ano del primate. Por último, señalamos un tercer tipo de especificación — especificación trans-
genérica— mediante la cual tiene lugar la metábasis a otro género (sin por ello tener que abandonar
el original). Una metábasis que a veces es una de-generación (la recta com o especificación d egene­
rada de la circunferencia de radio infinito), frente a la re-generación de las especificaciones co-gené­
ricas (re-generación de géneros posteriores).
(166) Edgar Quinet, La creación, traducción española de Eugenio de Ochoa, Bailly-Bailliere, M a­
drid 1871, tom o i, págs. 365-366: «se dirá, el naturalista nada tiene que ver con las obras del hom­
b re... ¿pues por qué no se añade tam bién en la vida de la abeja, no hay para qué ocuparse en su in-
El animal divino 197

factoría. A nuestro juicio, no es posible retirar taxonómicamente al hombre de su


condición de especie. Y si reconocemos que, con todo, el material antropológico
desborda este nivel taxonómico de la especie (lógicamente no cabe el esquema del
«embotellamiento»), no podremos, por ello, instaurar ad hoc un reino nuevo zoo­
lógico, capaz de despegarlo metaméricamente del «horizonte lógico», de la espe­
cie. Ocurrirá que este material antropológico desborda sencillamente el horizonte
zoológico y, cuando lo relacionamos con él, con el concepto de especie, sólo ve­
remos abierta una posibilidad para expresar, en términos zoológicos (taxonómi­
cos) la peculiaridad taxonómica del hombre: una posibilidad diamérica que no se
basa tanto en negarle al hombre la condición de ser una especie sino, por el con­
trario, de redundársela. Según esto, diríamos que lo que llamamos hombre, en tér­
minos zoológicos, si no puede incluirse plenamente en una línea taxonómica, no
es porque no se incluya en ninguna (formando un Reino aparte), sino porque se in­
cluye en más de una, a saber, porque se nos da en la intersección de dos órdenes
bien diversos de una misma clase, el orden de los primates y el orden de las fieras.
Sin duda, se nos podrá objetar que el concepto de hombre es estrictamente
anatómico (individual) y genérico — pero entonces, este concepto no debiera pen­
sarse como un concepto que abarca la totalidad de las propiedades biológicas, o
como un principio de deducción silogística de las mismas, puesto que las propie­
dades derivadas de la adaptación son también biológicas y llegan a determinar a
las mismas propiedades anatómicas (las del organismo individual). Zoológica­
mente cabría decir, según esto, que el hombre es un teriopiteco (Carveth Read ha­
bló de Lycopitheco). Es un prim ate por su estructura anatómica filogenética, pero
es también una fiera por su «adaptación»; y las propiedades de fiera, que hacen
del hombre una suerte de lobo carnicero (haciendo literal la metáfora de Hobbes),
se desarrollan en él tan específicamente como las propiedades del primate167.
El proceso dialéctico, en virtud del cual una especie desborda, de algún modo,
su línea filogenética para compartir adaptativamente propiedades de otras líneas
(a partir del orden, por lo menos) no es exclusivo de las especies del género Homo',
también lo encontramos en muchos mamíferos, adaptados a la vida acuática (di­
gamos, a la clase de los peces). Pero no es ésta la principal transgresión que sería

dustria, su arte, sus trabajos y su m ie l...? El hom bre no es un sub-órden. No: él solo forma un orden,
o m ás bien el reino hum ano. Punto es este que m uchos conceden, ¿pero ese reino en qué consiste?»
Q uinet ofrece una respuesta cuyas fórm ulas recuerdan casi literalm ente a las que utilizaría después
O rtega y G asset: «¿Estáis bien seguros de que el anim al no piensa? En m anera alguna: lo único que
sabéis es que hace hoy lo que hacía en tiem pos de los Faraones, es decir, que no está dotado de la fa­
cultad de locom oción en el tiem po... Busquem os el reino hum ano allí donde realm ente está, en un ór-
den histórico» (págs. 368-370). Ortega, H istoria corno sistema, vtii: « ...cab e decir que el tigre de hoy
no es ni m ás ni m enos tigre que el de hace mil años: estrena el ser tigre, es siempre un primer tigre,
& c.». En cuanto a T eilhard de Chardin: «El hom bre, aparecido com o una sim ple especie, pero gra­
dualm ente elevado, por el ju ego de una unificación étnico social a la condición de envolvente espe­
cíficam ente nueva en la Tierra. M ás que un injerto, m ás que un Reino: ni m ás ni menos que una E s­
fera — la N oosfera, & c.» (El grupo zoológico hum ano, Taurus, M adrid 1962, pág. 96).
(167) Esta tesis, en la práctica (es decir: aunque no se la form ula en la figura lógica propiamente
taxonóm ica que hem os creído necesario darle), es utilizada por muchos zoólogos y antropólogos (Car­
veth Read, Sherw ood L am ed W ashburn, A. Kortlandt, Desm ond M orris, &c.)
198 Gustavo Bueno

preciso practicar contra la lógica silogística cotidiana (transgresión que el propio


Linneo acogió en su sistema al introducir en él el concepto de «monstruo», como
la Pelaría). Lo que habría que negar, sobre todo, es el mecanismo porfiriana de
la acción de las propiedades o estructuras genéricas sobre las específicas, en el
sentido de que aquéllas fuesen anteriores e invariantes (de suerte que sólo a par­
tir de ellas pudiesen concebirse las determinaciones de las diferencias específi­
cas). Correspondientemente: habrá especificaciones co-generativas (re-generati-
vas), y no sólo subgenerativas. Pues lo más genérico del Hombre no hay que ir a
buscarlo al Plioceno (pongamos por caso, al Dryopithecus), si es que allí se ha­
bían ya esbozado las líneas genéricas invariantes sobre las cuales, ulteriormente,
se producirían las nuevas diferencias como especies.
Se trata de hacer ver hasta qué puntos las propiedades estrictamente genéri­
cas de una especie pueden también ser propiedades que brotan sólo a partir ele lo
especie ya constituida, es decir, que los géneros pueden ser, no sólo anteriores (a
las especies) sino también posteriores a ellas. Será, pues, imprescindible intro­
ducir el concepto de «género posterior», o de especificación co-genérica, con­
ceptos que nos permitirían redefinir una de las más peligrosas formas de reduccio-
nisma, a saber, el del reduccionismo del género posterior a género anterior.
Tal es, nos parece, el mínimum de una concepción dialéctica de la taxono­
mía que necesitamos en filosofía de la religión. Dialéctica, porque los géneros
posteriores, por serlo, ya no tienen por qué ser invariantes (respecto de los pará­
metros de invariancia de los géneros anteriores). No tendrán por qué pensarse,
como conteniendo en sus rieles, a todo lo que viene después; y podrán mantener
con las diferencias específicas relaciones de conflicto, de incompatibilidad (aun­
que esta no sea necesaria). Por lo demás, el concepto de géneros posteriores, que
no se reduce al campo de la Zoología, no es un concepto que hayamos forjado ad
hoc. En el reino mecánico de los gases (oxígeno, metano, sodio...) encontramos
estructuras genéricas anteriores (incluso en sentido cronológico, previas a la cons­
titución de esas especies químicas), como puedan serlo las que se relacionan con
los núcleos atómicos (protones, neutrones, mesones, &c.) Pero sólo una vez que
las diferentes especies químicas de gases están dadas, y a partir de ellas, brotan
otras propiedades genéricas características, como pueda serlo el espectro conti­
nuo de emisores reales (la independencia de este espectro respecto de las especi­
ficaciones químicas de los emisores, es decir, su genericidad, es lo que sorpren­
dió a Max Planck), o simplemente, el núm ero de A vogadro, en general, las
propiedades termodinámicas. (El calor animal, por ejemplo, aun procediendo de
mecanismos biológicos totalmente diferentes a los que dan lugar al calor de una
llama, es una determinación genérica resultante del metabolismo.)
Con estos conceptos podemos intentar redefinir la distinción entre lo humano
del hombre (los «actos humanos») y lo que es sólo genérico del hombre (los «ac­
tos del hombre»), sin tener que acudir a la imagen que nos presenta al hombre
como si fuera una bestia sobre la cual se ha instalado un espíritu (que acaso debe
reprimir los instintos de aquélla). Porque lo genérico (lo «animal») del hombre
ya no tendrá por qué ir a buscarse a parte ante, a nuestro «fondo ancestral», al
El anim al divino 199

«mono que llevamos dentro». También a parte post, y no como una pervivencia,
y ni siquiera como una refluencia, sino incluso como una novedad genérica (como
novedad es el número de Avogadro respecto de las estructuras atómicas genéri­
cas a las diferentes especies químicas de gases). Tomando ahora la especie como
centro de coordenadas, cabría distinguir dos tipos de propiedades (que sólo pue­
den darse como determinadas por la especie):

a) Aquellas propiedades de una especie que resulten estar confluyendo con


corrientes generales seguidas por otras especies, sea porque, a través de
estas propiedades, se da una refluencia de propiedades genéricas (géne­
ros posteriores latos, por ejemplo la ley de Bergmann), sea porque son
propiedades nuevas efluentes (géneros posteriores estrictos, efluencias,
por ejemplo, la ley de Avogadro).

b) Aquellas propiedades de una especie que, siendo propias de la misma, es­


tablecen la difluencia de esta especie respecto de otras especies. Una di­
fluencia que hace que la especie afectada no encuentre paralelo con las
otras especies (incluso a nivel de género). En el límite, pondríamos las es­
pecificaciones transgenéricas, que comportan una metábasis.

La composición de propiedades confluyentes y difluyentes da lugar a pro­


piedades muy complejas y de difícil análisis.
Es desde la perspectiva de las confluencias desde donde podemos evaluar el
grado de objetividad que cabe asignar a las transferencias de las propiedades de
unas especies a otras, como cuando Homero, en el pasaje de La Iliada (v, 132-
143) citado, percibe a Diomedes, después que ha alcanzado a los dos hijos de Prí-
amo, como un león, que ya no se abalanza sobre las ovejas, sino que salta en la
vacada de improviso «y de vaca y novilla el cuello rompe, que pastan entre espe­
sos matorrales». También Agave, la madre de Penteo, puede llegar a transferir a
su propio hijo las características propias de un cachorro de león, hasta el punto de
determinarse a cazarlo y, después, a separar la cabeza del tronco, exclamando en
Las Bacantes de Eurípides: «...dejé las lanzaderas junto al telar y he llegado a
más alta empresa, a cazar fieras con mis manos. Traigo en mis brazos, como ves,
estas primicias que he ganado, para que delante de tu casa sean colgadas.» Otras
veces estas transferencias no serían posibles o, por lo menos, serían muy poco ri­
gurosas: tal ocurriría con la religión, si es que no admitimos ningún sentido a la
expresión «religión de los animales» que una antigua tradición (en España, Fuen-
telapeña, el P. Nieremberg, &c.) ha mantenido con toda seriedad.
Ni siquiera aquello que llamamos «espíritu del hombre», el espíritu objetivo
hegeliano, podría encerrarse en el recinto constituido por las propiedades diflu­
yentes puras. Pues él está en dialéctica con otras propiedades confluyentes (la gue­
rra por ejemplo) que hacen obligado introducir (en un sentido no hegeliano) en el
interior de la propia historia humana, y no sólo en su principio, a las categorías
zoológicas (en particular, las etológicas).
200 Gustavo Bueno

Lo que llamamos Hombre, en resolución, de acuerdo con esta dialéctica, no


podría entenderse como una corriente que, tras paciente y larga preparación so­
bre un fondo zoológico, haya logrado desprenderse progresivamente de este fondo,
para alcanzar el reino del espíritu, conservando adherencias, acaso necesarias,
para proveer «a su base natural». Lo que llamamos Hombre no sólo es algo que
debe pensarse, de acuerdo con la doctrina de la evolución, como la corriente que
brota del fondo zoológico. También (y aun reconociendo que esta corriente ins­
taura un curso espiritual irreducible al campo zoológico, en contra de todo natu­
ralismo afín a esa «tercera idea del hombre» expuesta por Scheler)168 como un
curso que no consiste en alejarse progresivamente del fondo originario, en tomo
al cual permanece girando siempre. Permanecen girando en tomo a ese «fondo»
no sólo por depender de él e.xistencialmente, sino también porque dan lugar cons­
tantemente a determinaciones esenciales nuevas que, brotando de ese curso es­
pecífico humano, confluyen con las determinaciones genéricas animales y aún nos
permiten ver a los hombres en su verdadera especificidad zoológica.
Estas relaciones con-fluyentes entre el hombre y los animales, así como las
que median entre el hombre y la «naturaleza» (no animal), en tanto son relacio­
nes que no pueden considerarse delimitadas y aseguradas de una vez para siem­
pre (sin que con esto pretendamos insinuar que no hay posibilidad de establecer
una Idea firme de hombre), encuentran su expresión lógica más adecuada tras la
resolución de los propios términos globales sustancialistas (tales como «hombre»,
«animales», «naturaleza») en estructuras relaciónales adecuadas. Sin duda, la uti­
lización de estos términos globales permite ya formular una tesis no sustancia-
lista, la tesis que enseña que el hombre no es ninguna esencia megárica aislada,
puesto que sólo será posible pensarlo conjuntamente, además de en el contexto
constituido por él mismo, en el contexto de la Naturaleza y, según la tradición es­
colástica, en el contexto de Dios. Son las tres partes en las cuales Francisco Ba­
con consideró necesario dividir la filosofía: de natura, de numine, de homine. (Por
nuestra parte, como ya se ha dicho, no podemos entender el de numine en los tér­
minos de una Teología.)
Pero, sin perjuicio de esta posibilidad, es evidente que la fórmula «relacio­
nes del hombre consigo mismo» mantiene un arcaico sabor metafísico. Pues en
esa fórmula se sustancializa una relación reflexiva (y suponemos que toda rela­
ción reflexiva, lejos de ser originaria, ha de entenderse como resultado de una
construcción lógica) y sugiere que ésta ha de concebirse ya dada desde su princi­
pio. La forma sustancialista de este modo de pensar puede corregirse, sin más,
desarrollando internamente el concepto de especie individuante, es decir, la es­
pecie que contiene en su connotación a la form a misma de la individualidad como
«sexto predicable». Sencillamente, sustituyendo «Hombre» por un campo de re­
laciones en el que ciertos términos (los organismos humanos individuales, los

(168) Nos referim os a la tercera idea («naturalism o») de las cinco ideas fundam entales del hom
bre que, según Scheler, se han decantado en nuestra historia. V er M ax Scheler, La Idea de Hombre y
la Historia, La Pléyade, Buenos Aires 1980, p;lgs. 35-49.
El anim al divino 201

M oisés, h a c ie n d o b e b e r el o ro d el b e c erro d e rre tid o o d isu e lto a los p rin c ip ale s p ro m o to re s d e su cu lto , e s el m ejo r sím ­
b o lo d e la v io le n c ia o p e d a g o g ía m e d ia n te Ja cu al Ja relig io sid ad terc ia ria fu e im p o n ié n d o se a la relig io sid ad secu n d aria.

E v a y la s e r p i e n te

Y a e n el G énesis el d e m o n io q u e tie n ta a E v a a p a re c e en fo rm a d e a n im a l. E n e s te g ra b a d o a le m á n d el s ig lo x v , la
s e rp ie n te te n ta d o ra c o n s e r v a su c o la p e ro d e s a rro lla u n a s e n o rm e s a la s d e m u rc ié la g o .
202 Gustavo Bueno

hombres) mantienen determinadas relaciones entre sí (de muy diversos tipos).


Esto,rio significa disolver, por vía nominalista-atomista, el concepto de hombre
en la multitud de sus inferiora, puesto que comenzamos por situamos en el campo
de las relaciones indeterminadas que estos individuos mantienen. Significa, más
bien, sustituir el esquema de las clases distributivas (íü) por el esquema de las cla­
ses atributivas (T).
Pero como esas relaciones, aun siendo objetivas, no tienen por qué ser in­
mediatas, puesto que pueden lógicamente concebirse como dadas tan sólo por la
mediación de otros sistemas de relaciones de esos términos con terceras realida­
des (físicas, zoológicas, &c.), parece que el esquema relacional es mucho más
adecuado para formular esta inmersión con-fluyente del hombre y de lo humano
en el conjunto de otras realidades no humanas que le envuelven, de las que brota,
a las que vuelve y con las cuales se relaciona dialécticamente.
A este efecto, y con el objeto principal de recoger la naturaleza procesual
(energeia, no érgon) de las relaciones constitutivas del material antropológico,
hemos propuesto en otra ocasión la conveniencia de configurar la Idea de un es­
pacio en el cual el m aterial antropológico quedase coordinado según tres ejes
abstractos: aquel que comprende las relaciones de los hombres con los otros hom­
bres, el que comprende las relaciones prácticas de los hombres con las cosas na­
turales y, por último, el que engloba las relaciones prácticas de los hombres con
los animales (en la medida en que estas relaciones puedan distinguirse de las re­
laciones «con la naturaleza impersonal»). Y hemos denominado a estos ejes (to­
mando la denominación, a efectos de conseguir la mayor neutralidad ideológica
posible, de un diagrama que los representa geométricamente), «eje de las rela­
ciones circulares», «eje de las relaciones radiales» y «eje de las relaciones an­
gulares» respectivamente169.
La razón por la cual consideramos estructurado el espacio antropológico por
estos tres ejes no es tanto empírica cuanto, por decirlo así, lógica. Es decir, el nú­
mero ternario de los ejes del espacio antropológico no es el resultado de un in­
ventario o enumeración descriptiva de los diversos tipos de entidades que pueblan
este espacio, sino el resultado de una construcción lógica, una vez supuesto que,
por motivos gnoseológicos, el número de ejes debe ser finito (un número infinito,
o simplemente inmenso, carecería de significado operatorio). En efecto, partiendo
del eje circular, como eje que indefectiblemente debe estar dado en todo espacio
antropológico (puesto que incorpora todo tipo de relaciones que se constituyen en
la inmanencia de lo humano, las relaciones de los hombres con los mismos hom­
bres), toda concepción materialista (que cuenta con realidades exteriores y dis­
tintas al hombre, que no se reduce al «idealismo antropologista») deberá contar
con las relaciones que los hombres mantienen con entidades que no son humanas
(como relaciones reales), incluso con entidades que son dadas como enteramente

(169) Gustavo Bueno, «Sobre el concepto de ‘espacio antropológico’», en El Basilisco, 11" 5, 1978
págs. 57-69; a-Etnología y utopía, 2a edición, Júcar, M adrid 1987 (en particular el «Epílogo» p re p a ­
rado para esta segunda edición) y E l sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996.11
El animal divino 203

impersonales, desprovistas de sensibilidad, de entendimiento, de voluntad, de de­


seo, &c., sin perjuicio de lo cual estas relaciones pueden llegar a ser constitutivas
de la propia realidad humana. Pues no sólo es constitutiva de la realidad humana
la relación de sus individuos a sus antepasados (una relación «circular»), sino que
también es constitutiva de la realidad humana la relación de los hombres con la
Tierra, hasta el punto de que hipótesis (para tomar una referencia clásica) como
la del «hombre volante» de Avicena, pueden considerarse como simples mitos
metafísicos o, a lo sumo, como contramodelos abstractos. Englobaremos al con­
junto de estas relaciones entre los hombres y las cosas no humanas e impersona­
les bajo la rúbrica de relaciones radiales. Hay buenas razones para pensar que es­
tos dos ejes, en tanto se conceptúan como complementarios (A, A), agotan la
totalidad del espacio o universo del discurso antropológico. El fondo de las con­
cepciones metafísicas que suelen llamarse dualistas acaso tiene que ver con esa
estructura lógica, si el dualismo metafísico no se hace consistir tanto en la con­
cepción «química» (metaquímica) del hombre como constituido por dos sustan­
cias, cuerpo y espíritu (res extensa y res cogitans cartesianas), cuanto en la con­
cepción de la realidad cósmica como una totalidad repartida en dos mitades, una
extensa, corpórea, impersonal y otra espiritual, inextensa, personal. Pero de tal
suerte, que el mundo en torno al hombre caiga todo él del lado de la res extensa
y sólo el hombre caiga también (o acaso exclusivamente) del lado de la res cogi­
tans. Es cierto que Descartes todavía considera a Dios como elemento de la clase
de las «cosas cogitantes», pero también es cierto que en el desarrollo de las ideas
modernas, la crítica a la Teología irá, si no ya negando a Dios en absoluto, sí iden­
tificándolo con el hombre, es decir, reduciendo el género de la res cogitans a una
sola especie, la humana. Tal es la expresión más refinada del dualismo metafí­
sico, la que formula Hegel en su oposición entre la Naturaleza y el Espíritu, y la
que se abre camino, en la Antropología dominante de los siglos xix y xx, mediante
la distinción entre ciencias naturales y ciencias culturales.
Una antropología que podría definirse por su voluntad de atenerse a un espa­
cio antropológico bidimensional, «plano». Este dualismo enmarca concepciones
antropológicas tan influyentes como las de Cassirer, Scheler, o la de N. Hartmann
(un dualismo no antropocéntrico, es cierto, como lo era aún el de Hegel, el dua­
lismo de la Persona soberana y el Mundo mecánico que la soporta). Cuando Geh­
len, en las páginas introductorias a su tratado El Hombre, quiere poner una barrera
definitiva a los intentos de concebir al Hombre desde Dios, pero también a los in­
tentos de concebir al Hombre desde la Naturaleza, postulando la necesidad de plan­
tear los problemas del Hombre desde el Hombre, está pidiendo (para decirlo en
nuestros términos) la necesidad de reducir el espacio antropológico a una sola di­
mensión, la que contiene el eje circular, la necesidad de considerar al espacio an­
tropológico como espacio unidimensional, lineal. Pero, sin embargo, en tanto no
quiere incurrir en idealismo antropológico, ha de estar presuponiendo un dualismo
metafísico similar al de N. Hartmann o, incluso, al de Max Scheler. Ahora bien,
las consecuencias de este dualismo son de la mayor importancia filosófica. Porque
tratar al Hombre como si fuera el único representante de la res cogitans es tanto
204 Gustavo Bueno

como asignarle una posición en el Universo tal, que, por su megalomanía (incluso
cuándo esta sea negativa, el hombre como la Nada: contraria sunt circa eadem),
distorsionará todas sus relaciones efectivas, atribuyéndole prerrogativas gratuitas
y confiriéndole una situación de sublime soledad sin contenido alguno. Este car­
tesianismo «plano», soporte verdadero del idealismo antropocéntrico posterior, lle­
gará a intercalarse en el proceso mismo del materialismo, incluso en el pensamiento
de Marx. En escrito de 10 de junio de 1853, publicado en el New York Daily Tri-
hune de 25 de junio dice: «No debemos olvidar que esas pequeñas comunidades
[indostánicas] estaban contaminadas por las diferencias de casta y por la esclavi­
tud, que sometían al hombre a las circunstancias exteriores en lugar de hacerle so­
berano de dichas circunstancias, que convirtieron su estado social que se desarro­
llaba por sí solo en un destino natural e inmutable, creando así un culto grosero a
la naturaleza, cuya degradación salta a la vista en el hecho de que el hombre, el so­
berano de la naturaleza, cayese de rodillas, adorando al mono Hanumán y a la vaca
Sabbala.» Desde la perspectiva de este dualismo cósmico, la religión sólo podrá
entenderse filosóficamente en la perspectiva del antropologismo transcendental,
puesto que a ella terminará reduciéndose toda conceptuación de la religión como
religación con la Naturaleza impersonal, infinita.
Ahora bien, entre las relaciones circulares (inmanentes, que se sostienen en el
contexto de lo humano personal ante lo humano personal) y las relaciones radiales
(de los hombres con las entidades definidas como no humanas y además imperso­
nales) es necesario reconocer el concepto de otro tercer tipo de relaciones que son,
por así decirlo, intermedias: las relaciones de los hombres con entidades que no son
humanas (por ello estas relaciones no son circulares), sin que tampoco sean imper­
sonales (relaciones radiales), puesto que son relaciones que los hombres mantienen
con otras entidades semejantes a los hombres en cuanto a «voluntad» o deseo, en
cuanto a inteligencia o percepción, en cuanto incluyen conductas lingüísticas.
El concepto de relaciones angulares quiere, ante todo, cubrir este contexto
de relaciones antropológicas que no son ni circulares ni radiales. Los dioses, desde
luego, son, intencionalmente al menos, una clase particular de estas entidades que
son términos de las relaciones «intermedias», pero también lo son los animales.
Debemos observar que los fundamentos de la filosofía de la religión de tradición
escolástica (incluyendo el deísmo y la religión natural) se han puesto ya en la lí­
nea de lo que estamos llamando eje angular, al referir la religión a los dioses o a
Dios. Ahora bien, y en la medida en que los dioses son entidades de cuya exis­
tencia se duda y cuya naturaleza es desconocida («De los dioses — decía Protá-
goras, según testimonio de Diógenes Laercio— no sabré decir si los hay o no los
hay, pues son muchas las cosas que prohíben el saberlo, ya la oscuridad del asunto,
ya la brevedad de la vida humana»), no parece muy adecuado tomarlos como base
para una filosofía de la religión de un mínimo grado de solidez. Sería ella la que
tendría que demostrarlos, como la antigua Teología. Por ello nosotros hemos op­
tado por considerar a los animales como representantes indubitables de ese eje an­
gular, sin olvidar, desde luego, que aun en el supuesto de que en extensión el eje
angular y el eje zoológico coincidan, sin embargo no coinciden en definición. Por­
El anim al divino 205

que el eje angular viene definido no ya por la relación de los hombres a los ani­
males, sino a «cualquier entidad no humana y no cósica», como concepto lógico
constructivo: por lo demás, nos parece evidente que la consideración de los ani­
males como entidades constitutivas del espacio antropológico, como figuras cons­
titutivas del horizonte humano, es de la mayor importancia filosófica. Precisa­
mente el cartesianismo — Descartes, Malebranche, Cordemoy, Regius, &c.— al
reducirlos, siguiendo a Gómez Pereira, a la condición de autómatas, es decir (en
nuestros términos), al eliminar de hecho el eje angular, confundiéndolo con el ra­
dial (mecanicismo) estaba poniendo las bases del idealismo antropologista, mu­
cho más que por sus reducciones críticas de los objetos a la inmanencia del co­
gito. Reducciones imposibles, por otra parte, con las entidades del eje angular,
porque, en particular, resulta ridículo tratar de reducir a la condición de un con­
tenido del cogito a un animal que me está acechando y que puede devorarme al
menor descuido. (La filosofía del cogito sólo puede, según esta perspectiva, ger­
minar entre hombres que han transformado las selvas en parques, que han do­
mesticado a las fieras o las han exterminado.) Pero la mera introducción de los
animales en el eje angular del espacio antropológico opera el desplazamiento de
las posiciones que los hombres se asignaron en sus modernas fantasías metafísi­
cas antropocéntricas, el descentramiento del hombre en una dirección que (por ser
la del eje angular) recuerda a la dirección del descentramiento teológico medie­
val aunque con un sentido contrario (terrestre, no celeste).
Según esto, lo que llamamos Hombre (o Humanidad) habrá de ser pensado
como un material inmerso en este espacio antropológico, cuya dialéctica incluye
principalmente la circunstancia de que las relaciones propias de cada eje (las re­
laciones esenciales puras) sólo pueden tener realidad existencial por mediación
de las relaciones dadas en los otros ejes, sin que ello signifique que no puedan al­
canzar una «legalidad esencial». También podrán tenerla las relaciones comple­
jas, las que participan de más de un eje, o de los tres.
En todo caso, este planteamiento inicial (al margen del cual juzgamos imposi­
ble aproximarnos siquiera a los problemas de la filosofía de la religión) nos permite
enfocar cada uno de los sistemas de relaciones puras, no como un sistema dado
desde el principio (con la «especie humana»), sino como el resultado de un proceso
dialéctico, un proceso constante de segregación esencial, según leyes objetivas. Un
proceso de «decantación», correlativo al proceso mismo de constitución o cierre de
los sistemas de esas relaciones puras. De este modo, el orden de las relaciones an­
gulares y el orden de las relaciones circulares, por ejemplo, debieran pensarse como
si tuviese una génesis rigurosamente correlativa. Hasta el punto de poder decirse
que las relaciones circulares se «desprenden» de las angulares y recíprocamente.
Y ello sin perjuicio de que, desde un punto de vista evolutivo, las relaciones angu­
lares sean más genéricas y de que sea en su seno en donde las relaciones circula­
res hayan de segregarse como relaciones características.
Aun cuando uno de estos órdenes de relaciones, las relaciones circulares,
por ejemplo, se nos dé en el presente según rutas institucionales ya cristalizadas,
que parecerían predeterminar su curso, sin embargo, y en virtud de los mecanis­
206 Gustavo Bueno

mos de refluencia o de efluencia simple, habrá que decir que estos mismos órde­
nes ya cristalizados han de seguir segregándose continuamente (y en virtud del
juego de sus propias legalidades institucionales) de las efluencias o refluencias
que ellos mismos generan (segregación que puede servir ahora para recoger el
componente negativo, incluso prohibitivo, o bien normativo, en general, de los
procesos antropológicos). El mecanismo general de segregación de un orden (en
su caso, de un suborden) de relaciones, dado en un eje, lo entendemos no como
una segregación existencial (lo que equivaldría a una hipostatización), sino en el
sentido de una segregación esencial. Es decir, como instauración de figuras que
dependen de otras figuras del mismo eje, y que si son independientes de las figu­
ras de otro eje, ello sólo es debido a que son compatibles con una diversidad al­
ternativa de tales figuras. Es el mismo mecanismo por el cual las figuras geomé­
tricas derivadas de la revolución de un triángulo rectángulo sobre uno de sus
catetos, dependen de figuras anteriores, no porque sean independientes de la ma­
dera o del metal (o del color o velocidad del giro) propios del triángulo existente
que gira, sino porque son compatibles con diversos materiales, colores, velocida­
des, &c., de los cuales quedan segregadas. Por ejemplo, en el seno de las rela­
ciones biológicas brotan relaciones de parentesco (circulares) que forman grupos
algebraicos de transformaciones segregables de los contenidos angulares. Así
también las relaciones económicas de mercado (asimismo circulares) se segre­
gan de las relaciones radiales, porque el valor de cambio de diferentes mercan­
cías puede ser equivalente, sin perjuicio de las diferencias, de los valores de uso.
La teoría del espacio antropológico, organizado en torno a estos tres ejes, no
pretende ser una suerte de taxonomía convencional, orientada a clasificar, desde
coordenadas exteriores, el material antropológico. Pretende ser la formulación
del proceso real mismo en virtud del cual, a partir de un material indiferenciado
(por respecto a los ejes consabidos), su propio desarrollo determina la segrega­
ción de unos cursos esenciales de construcción, que se alinean a lo largo de un
eje, más que a lo largo de otro (o bien, a lo largo de dos ejes, segregándose del
tercero). Por consiguiente, no cabría eliminar arbitrariamente cualquiera de estos
ejes; pero tampoco cabría agregar un cuarto o un quinto, sin que la organización
global del material antropológico quedase profundamente alterada. No será po­
sible, según esto, decir; «Puesto que hemos asignado al eje angular las relaciones
del hombre con los animales, ¿qué inconveniente se seguiría de introducir, cuando
conviniera (por motivos de sistematización de un material fenomenológico abun­
dante) un cuarto eje, en el que figurasen las relaciones de los hombres con las
plantas?» Porque la pregunta sólo podría tener respuesta afirmativa si, efectiva­
mente, las relaciones del hombre con los vegetales fuesen irreducibles a las rela­
ciones que se contienen en los otros ejes. Esto ocurre, desde nuestro punto de vista,
con las relaciones angulares respecto de las circulares y radiales. En efecto: su­
puesto ya dado el eje circular y el eje radial, las relaciones angulares se nos mues­
tran, en cierto modo, como si estuviesen situadas a mitad de camino. Se aseme­
jan a las relaciones radiales en que ellas no son circulares (no son relaciones de
hombre a hombre); pero se: distinguen de las radiales en que tampoco son mera­
El anim al divino 207

mente relaciones entre hombres y cosas, puesto que, en este punto, se asemejan
a las circulares (por ejemplo, como relaciones lingüísticas objetivas). Sin duda,
los hombres han desarrollado ante los vegetales conductas de índole lingüística:
con frecuencia «hablan» con ellos, «escuchan» los mensajes de las flores, incluso,
a veces, aman a las plantas tan afectuosamente como puedan amar a los anima­
les. El cónsul Pasieno Crispo, segundo marido de Agripina, se enamoró perdida­
mente de un moral que había en Tusculunr, dormía a su sombra, lo besaba y abra­
zaba su tronco. Lo amaba por lo menos tanto como, al parecer, según Plutarco,
amó Craso a una murena que tenía domesticada. Pero la cuestión no la queremos
plantear en el terreno fcnom enológico-psicológico, en el cual, efectivamente, en­
contramos abundante material constituido por conductas ante árboles o plantas
que son muy similares a las conductas ante animales.
Algunas tribus neoguineanas adoran al ñame y le dan una especie de culto
— pero precisamente por ello lo perciben como algo que tiene sustancia animal.
Los ejemplos se pueden multiplicar fácilmente. «El maya es animista de todo co­
razón — dice Eric Thompson— , o sea, cree que la creación es viva y activa. Árbo­
les, piedras y plantas son seres animados [animales por tanto] que le ayudan o se
le oponen... Cuando abate la selva para hacer su milpa, pide perdón a la tierra por
desfigurar su faz... La Farge y Byers dicen que los mayas Jacaltecas de un remoto
rincón de los altos de Guatemala, cuando necesitaron tirar un árbol grande para
hacer la cruz del pueblo enviaron a un rezador a un grupo de árboles altos a pedir
a uno de ellos que se ofreciera voluntariamente para ese fin. Uno de ellos aceptó
y habiéndosele preguntando qué altura quería tener, contestó que lo indicaría rom­
piéndose por la altura adecuada al caer.»
La cuestión la planteamos en el terreno ontológico: ¿son efectivamente reales
las relaciones lingüísticas entre los hombres y los vegetales? Es decir, por ejemplo:
¿existe una reciprocidad real afectiva — no decimos simetría— entre el árbol y Jer-
jes (quien se había enamorado perdidamente de un plátano que había visto en Li­
dia), similar a la que habría existido entre el delfín y el niño de que nos habla Aulo
Gelio? Esta es una decisión que tenemos que tomar: si las plantas deber reducirse
(desde el punto de vista de nuestro espacio antropológico) al eje radial, a la cate­
goría de cosas — y ello, sin perjuicio de reconocerles un nivel de organización esen­
cialmente distinto del nivel de los cristales, por ejemplo— , o bien si hay que redu­
cirlo al eje angular o, en todo caso, crear un eje nuevo. Y esta decisión depende dc
la tesis que se esté dispuesto a sostener sobre la objetividad «ética» (no meramente
«émica») de las relaciones, con independencia de las interpretaciones subjetivas.
Cuando, por tanto, reconocemos como irreductibles las relaciones angulares
y decidimos introducirlas como eje del espacio antropológico, es evidente que este
nuevo eje no podrá acumularse meramente a los otros dos que suponemos tradi­
cionalmente admitidos (circular y radial) porque los reordenará profundamente y
cambiará el sentido que adquirirían aislados. Cuando consideramos el espacio plano,
determinado sólo por dos ejes (el circular y el radial) es muy probable (por no de­
cir necesario) que tengamos que presuponer el esquema dualista de las dos sus­
tancias de Descartes, la res extensa (radial) y la res cogitans (circular), un esquema
208 Gustavo Bueno

cuyo significado para la teoría de la religión no hace falta subrayar. La introducción


del eje angular equivaldrá comparativamente — borrando el antropocentrismo car­
tesiano que llega hasta nosotros (v.gr. en N. Hartmann)— a incluir el orden de las
relaciones circulares en el orden envolvente de las relaciones angulares, en cuanto
conjunto dotado de un «destino común» (que podría simbolizarse por el mito del
Arca de Noé, en la que se salvan juntos los hombres y los animales).
Las relaciones entre los hombres se nos presentarán como un resultado evo­
lutivo surgido del fondo de las relaciones entre los animales. En la medida en que
éstas hayan podido experimentar un proceso de anamorfosis, es decir, una re-fun­
dición de las relaciones que ya estaban dadas en diferentes grupos o bandas de
primates o de homínidos, pero que al confluir entre sí han podido comenzar (si­
multáneamente con el desarrollo del lenguaje gramatical y de la tecnología nor­
malizada) a funcionar (en un plano nuevo) como normas operatorias (por ejem­
plo, como reglas de parentesco surgidas dentro de organizaciones de grupos m is
amplios), es decir, como estructuras espirituales (ceremoniales en una gran me­
dida). Y con todo esto disponemos de un terreno distinto del que pisa el subjeti­
vismo o el idealismo. Por otra parte, no regateamos el derecho de ensayar las vir­
tualidades de cada eje para tratar de interpretar, en su línea, la mayor cantidad
posible de contenidos del material antropológico (en particular del material reli­
gioso). Desde este punto de vista, admitiríamos, en el límite, la efectividad meto­
dológica de tres grandes esquemas antropológicos (y, en particular, tres grandes
esquemas actuantes en filosofía de la religión) unidimensionales posibles:

a) El esquema circular, que pretende reducir todo el material antropológico


al eje circular. Lo que puso a los homínidas en la dirección del Hombre,
en el bipedismo, habrían sido las relaciones familiares (Lovejoy: el bipe-
dismo permitió a los homínidas procrear más, antes que fabricar herra­
mientas). La Cultura, y aun la Naturaleza, pasarán a ser lenguaje por el
que se comunican los hombres, al modo de Fichte. En el caso de la reli­
gión, nos aproximaríamos a la concepción de Feuerbach o de Durkheim.
b) El esquema radial, para el cual, todo el material antropológico tendería a
ser considerado como parte de la Naturaleza impersonal — y, en el caso de
la religión, nos conduciría al naturalismo de los alegoristas jonios o, más
tarde (1794), al Origine de tous les cuites, de Charles-Frangois Dupuis.
c) El esquema angular, según el cual el material antropológico se reducirá
a un principio animal, un principio eterno que, para algunos, sería simul­
táneo, o incluso anterior a la Naturaleza corpórea. (Los dioses son ani­
males, según la tradición epicúrea; en todo caso, las semillas animales son
eternas, como enseñaron los estoicos en la Antigüedad o, en tiempos más
recientes, después de Leibniz y acaso Schelling, Helmholtz, Preyer o Arr-
henius con su teoría de la «panspermia».)170

(170) P. Morand, Au.x confuís de la vie, 1955. J. Caries, L es origines de la vie.


El anim al divino 209

Habría, además, tres esquemas bidimensionales, «planos» (la religión es un


fenómeno angular/circular, o bien radial/circular, o bien angular/radial), y habría
un solo esquema tridimensional, con muchas variantes posibles.
Por otro lado serán posibles diversas concepciones, según las maneras espe­
cíficas de entender qué sea aquello que constituye la materia o contenido de cada
eje. Pues, como hemos dicho, tampoco es internamente homogénea; también el
eje de las X de un espacio vectorial euclidiano contiene materiales tan heterogé­
neos como puedan serlo los escalares, los vectores unitarios, racionales e irracio­
nales, &c. Por nuestra parte, hemos puesto como condición general para incluir
algo como materia de los ejes, que esté dado a una escala tal que sus partes ten­
gan un significado práctico por respecto de las operaciones humanas (cuyo p a ­
rámetro ponemos, a su vez, en la individualidad orgánica, desde la que se confi­
guran las operaciones quirúrgicas, manuales). Por ejemplo, hasta el descubrimiento
del microscopio, puede afirmarse que todo el subreino de los protozoos habrá de
quedar fuera del eje angular, puesto que estos organismos, aun cuando sean ani­
males (considerados desde una perspectiva biológica), y aun cuando hayan man­
tenido relaciones reales con los hombres (epidemias, parasitismos, &c.), no al­
canzan la escala de las composiciones operatorias171. Por motivos particulares,
tampoco envuelve siempre el eje angular a la totalidad de los metazoos, sino sólo
a aquellos que han entrado, de algún modo, en el entorno humano a una escala
etológica. Escala en la que se dan conceptos tales como lucha, engaño, juego
— en el sentido de la «Teoría de los juegos estratégicos»— , huida, amistad, &c.
Ahora bien (y con esto llegamos al punto central de nuestra argumentación
en filosofía de la religión): parece claro, según lo que hemos dicho, que en el eje
radial han de incluirse aquellos términos (cosas, pero también animales, o los pro­
pios hombres, en cuanto figuran como cosas) que tienen un significado práctico.
Por tanto, el eje radical acogerá a todos aquellos contenidos del material antro­
pológico que se designan como tecnológicos (práctico-tecnológicos), prágmata.
Es interesante constatar aquí la virtualidad del concepto de relaciones radiales
para redefinir el concepto de magia (en su sentido tradicional), en tanto es una
tecnología (impersonal), aunque sea aparente (una tecnología-ficción, desde el
punto de vista ontológico).
En cuanto al eje angular, puede albergar, según venimos diciendo, catego­
rías religiosas; pero no porque haya que decir fenomenológicamente que todo lo
que cae en este eje haya de tener una coloración religiosa. Pues lo numinoso se
presenta sólo en algunos invertebrados (sobre todo insectos, alguna de cuyas es­
pecies todavía conservan, en su nombre científico, las huellas de su sentido ori­
ginario: mantis religiosa, scarabeo sacer...) y, sobre todo, en vertebrados, tanto
en la clase reptiles (serpientes principalmente) como en la clase de las aves o de
los mam íferos «mastozoos» (osos, renos, búfalos, bueyes, chacales, mandriles,

(171) En el sentido gnoseológico de las operaciones de las que hem os hablado en «En torno al
concepto de ‘ciencias hum anas’; la distinción entre metodologías a-operatorias y B-operatorias», en
E l B asilisco, n "2 , 1978, págs. 12-46.
210 Gustavo Bueno

leones...). Porque, en cuanto numinosos, los organismos animales no habrán de


presentarse realmente a los hombres como entidades abstractas, meramente «na­
turales»: habrán de ser, por un lado, lo suficientemente semejantes a nosotros (en
su conducta operatoria) como para que se pueda decir de ellos, sin alucinación
permanente, que nos acechan, nos amenazan o nos protegen', pero también de­
berán mostrarse lo bastante distintos como para revelársenos como algo ajeno,
misterioso, monstruoso o terrible: «¿Quién será capaz de comprender, quién de
explicar, qué sea aquello que fulgura a mi vista y hiere mi corazón sin lesionarle?
Me siento horrorizado y enardecido: horrorizado por la desemejanza con ello;
enardecido, por la semejanza con ello» (inhorresco, in quantum dissimilis ei sum;
inardesco, in quantum similis ei sum), dice San Agustín172: «me espanto y me
enardezco. Me espanto porque me siento disímil a ello; me enardezco porque me
siento semejante.» ¿No es posible, a partir de aquí, tratar de deslindar la materia
(muy heterogénea en sí misma: relaciones económicas, de parentesco...), de las
relaciones «circulares», de suerte que de esta definición pueda derivarse la elimi­
nación (en su ámbito, y en el plano esencial) de los fenómenos religiosos? Como
único criterio disponible, según la forma en que hemos introducido el concepto
mismo de las relaciones circulares (en cuanto sustitutivas de la relación reflexiva
contenida en el concepto del «contexto del hombre consigo mismo», propio de la
«perspectiva global»), podemos citar el propio concepto de la reflexividad. El nos
remite, en su forma relacional, a sistemas de relaciones de simetría y de transiti-
vidad, a partir de las cuales pueden brotar las reflexividades individuales (que sólo
se sostienen en el seno de las relaciones interindividuales). Como forma lógica
característica de las relaciones circulares (prácticas) consideramos, según esto,
la igualdad, y no la mera semejanza (compatible con la asimetría, según el pro­
pio texto de San Agustín que acabamos de citar). Aplicando al caso el principio
general del espacio antropológico, veremos a estas relaciones de igualdad (si­
métricas, transitivas, reflexivas), no como relaciones dadas en sí mismas, sino
como relaciones que van estableciéndose, por ejemplo, a través de las generacio­
nes (en donde puede producirse la simetría libre de la relación del hijo con el pa­
dre), y segregándose respecto de las relaciones angulares y radiales correlativas,
por respecto a las cuales se definen.
La igualdad entre los hombres no la entendemos, según esto, como una re­
lación previa, metafísica y homogénea, asegurada por la copertenencia a una es­
pecie zoológica (al modo como la entendió Helvétius), sino como una forma co­
mún a diversos sistemas de relaciones, diferentes por sus contenidos (económicos,
jurídicos, &c.). Sistemas que deben ir haciéndose, al tiempo mismo en que se des­
hacen, como relaciones normativas, en conflicto dialéctico con otras relaciones
asimétricas. Citaríamos, como ejemplo, aquellas que se engloban en el concepto
dc fraternidad de la Revolución francesa, concepto que cabe vincular a las rela­
ciones de parentesco que Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, contrapuso a las
relaciones políticas. La copulativa «y» interpuesta por los revolucionarios entre

(172) San Agustín, Confesiones, XI, 9, 11.


El anim al divino 211

M artín Schoengauer: San A nton io atorm en tad o por los dem onios

L a s f o rm a s a n im a le s , c o n fo r m e v a n d e s p la z á n d o s e d e lo s c ie lo s e n las re lig io n e s te rc ia ria s , v a n p a s a n d o a lo s in


fie m o s : lo s d e m o n io s se re p r e s e n ta n p o r m e d io d e f o rm a s a n im a le s .
212 Gustavo Bueno

la igualdad y la fraternidad (para no referirnos aquí a la libertad), encubre la es­


tructura dialéctica de la intersección entre las relaciones circulares y las relacio­
nes angulares (con la animalidad que refluye en cada generación, en el proceso
mismo de la ontogenia humana). Consideramos, en todo caso, que, de este modo,
el principio antropológico de igualdad no es un mero postulado ideológico, en sí
mismo irracional o gratuito, sino que es un principio ligado a la racionalidad hu­
mana misma. Pues, ¿cómo podría hablarse de racionalidad a no ser en el contexto
de esa igualdad entre las personas dotadas de razón? (La racionalidad incluye el
cuerpo individual, las operaciones manuales, y, por eso, las experiencias racio­
nales han de ser intersubjetivas.) Evidentemente, no se deduce del principio de
igualdad (que no se aplica a escala meramente biológica, sino a escala operato-
rio-cultural) que las relaciones asimétricas no sean humanas, sino, más bien, que
su circularidad se alcanza a medida que ellas se aproximan a la igualdad.
Por lo demás, es obvio que esta exposición abstracta de la igualdad, como
canon de las relaciones circulares, encuentre interpretaciones inmediatas princi­
palmente en el mundo del lenguaje intercomunicativo (que atraviesa la propia di­
visión en clases sociales) y, por supuesto, en el mundo de las instituciones eco­
nómicas (la mercancía) y jurídicas, en las cuales la igualdad (como isonomía,
como isegoría, &c.) ha llegado a ser el nombre lógico, por antonomasia, de los
ideales políticos. Esto nos permite desplegar el concepto abstracto de las relacio­
nes circulares en su riquísimo contenido: relaciones económicas — mercancías,
que suponen relaciones de equivalencia— , relaciones lingüísticas, relaciones po­
líticas y relaciones morales.
Las relaciones de igualdad no son homogéneas; son fuentes de disociación
y conflicto, como ocurre al realizar el cociente de una clase por una relación de
equivalencia, universal pero no conexa. No pueden ser aceptadas las conclusio­
nes que pretendieron sacar los filósofos de la Ilustración a partir de la idea de
igualdad, aplicada a las relaciones circulares. Pues esa igualdad, simultáneamente
a su virtud unificadora, posee una virtud disociadora. Por la igualdad de las rela­
ciones circulares, tanto puede hablarse de la unidad entre los hombres, de su so­
lidaridad, como de su oposición. Basta, en efecto, tener en cuenta que las rela­
ciones circulares, aunque sean comunes (universales) a todos los hombres, no son
conexas y, por consiguiente, las relaciones de igualdad introducirán clases de equi­
valencia que son disyuntas entre sí. Es así como podemos reobtener la distinción
entre el concepto de los derechos humanos universales y el concepto de los de­
rechos del ciudadano. Derechos del hombre como animal político, que pertenece
a un Estado, pero no a otro, con el que acaso guarda relaciones permanentes de
conflicto (un conflicto que no puede considerarse recluido en la fa se de la bar­
barie, puesto que la guerra es, si cabe, la relación normal, desde un punto de vista
histórico, entre los Estados civilizados). Y lo mismo se diga de las relaciones lin­
güísticas: el lenguaje es universal, pero los hombres aparecen divididos en círcu­
los lingüísticos, en principio incomunicables (el mito de la torre de Babel).
Y otro tanto habrá que decir de las relaciones religiosas, en cuanto están a
la base de las Iglesias universales: porque esas Iglesias han separado a los hom­
El anim al divino 213

bres tanto como los han unido. Acaso sean las relaciones económicas comercia­
les aquellas que han abierto el camino más franco hacia relaciones de algún modo
universales. Según Marx, las realidades efectivas del individuo universal sólo apa­
recen con ocasión del modo de producción burgués, en las relaciones capitalistas
de un mercado sin fronteras (religiosas, lingüísticas, políticas).
De aquí obtenemos un resultado antropológico, también de naturaleza lógica,
que encierra la mayor significación entre los preámbulo fidei, para la filosofía de la
religión, a saber: que mientras las relaciones circulares son relaciones humanas es­
pecíficas, en cambio, las relaciones entre los diversos círculos (hordas, Estados...),
que pertenecen a otro nivel lógico, el de las relaciones entre clases disyuntas, ya no
tienen por qué ser específicas, a título de circulares. Y, por consiguiente, podemos
concluir que éste es el terreno de mayor probabilidad para la refluencia o efluencia
de propiedades genéricas (animales) y, por consiguiente, de relaciones interhuma-
nas que, sin dejar de serlo, habría que poner en el eje de las relaciones angulares.
Con esto no queremos hacer otra cosa sino analizar el marco lógico en el que puede
dejar de ser una metáfora la sentencia de Hobbes: homo homini lupus.
Con las premisas precedentes estamos ya en condiciones de concluir nues­
tra argumentación presente: puesto que las relaciones circulares las concebimos
como relaciones reguladas, de algún modo, por la igualdad (aunque esta igualdad
sea intencional o se realice por la mediación de transformaciones de relaciones
no simétricas), y puesto que las relaciones con los númenes implican una distan­
cia o asimetría irreversible (de la que nos hablaba San Agustín), las relaciones
circulares, según su concepto, no podrán acoger a las relaciones numinosas. Di­
ríamos que las relaciones entre los hombres, por su transparencia racional (cuando
se contemplan desde su propia inmanencia), no pueden ser numinosas. Respira­
mos en su atmósfera y ningún hombre puede ser aceptado como numen para otro
hombre. Entre los hombres es el respeto (que es necesariamente recíproco), y no
la adoración, la única relación racional concebible. Con esto, no queremos decir
que no existan empíricamente entre los hombres relaciones de adoración. Deci­
mos que esas relaciones empíricas, fenomenológicas, obligarían críticamente a
considerar a esos hombres como apariencias que están fuera de su propia esen­
cia (teoría de la alienación). Obligarían propiamente a hablar, no ya del desarro­
llo del hombre, sino de su involución; obligarían a hacer, no ya tanto del adora­
dor cuanto del hombre adorado, una suerte de animal (o de Superanimal)173.
Según esto, las relaciones numinosas que, en el plano fenoménico, se consta­
ten, desde luego, entre los hombres, habrían de ser interpretadas filosóficamente,
en el plano de la esencia (por tanto, en el plano de la moral normativa), como re­

(173) «"L a posición m antenida en el texto «disuelve» ciertas disyuntivas, aparentem ente muy
«profundas», com o la que form ula Claude Lévi-Strauss referida a las relaciones de los blancos con
los indios en la ép o ca del D escubrim iento: «y en tanto que los blancos proclam aban que los indios
eran bestias, éstos se conform aban con sospechar que los primeros eran dioses. A ignorancia igual, el
últim o procedim iento era ciertam ente m ás digno de hom bres» (Tristes trópicos, cap. 8, págs. 77-78
de la edición española). Lo divino es siem pre superior al hombre', solo cabe adoración religiosa hacia
un Ser superior y por ello el Ser suprem o, el Dios infinito, no es re lig io s o .u
214 Gustavo Bueno

laciones angulares. Como relaciones de los hombres con otros hombres, sin duda,
pero en la medida en que estos manifiestan propiedades animales (genérico-de-
terminativas). Los hombres de Neanderthal pudieron parecer animales a los hom­
bres de Cromagnon en la «batalla de Krapina», como todavía en el siglo V antes
de Cristo parecieron animales los habitantes del Africa negra a los hombres del pe-
riplo de Hannón, a juzgar por la versión griega del informe que se nos ha conser­
vado: «Siguiendo ríos de fuego [¿un incendio de hierba cerca del monte Came­
rún'?] por tres días llegamos a un golfo llamado el Cuerno del Sur. En este golfo
había una isla como la última mencionada, con un lago dentro del cual había otra
isla. Esta estaba llena de salvajes; el mayor número con mucho eran mujeres con
cuerpos peludos, llamadas por nuestros intérpretes ‘gorilas’. Intentamos coger los
hombres, pero no pudimos coger ninguno, pues escalaban rocas escarpadas y nos
arrojaban piedras. Sin embargo cogimos tres mujeres, que mordieron y arañaron a
sus captores. Las matamos y desollamos, y trajimos sus pieles a Cartago. Esto es
todo lo que pudimos navegar, debido a la falta de provisiones.»174 También cabría
citar aquí los testimonios sobre la impresión que produjeron los vedas de Ceilán y
los pigmeos índicos a sus «descubridores» a raíz de las campañas de Alejandro.
Citamos, por brevedad, la exposición que hace Herbert Wendt de este asunto17-1:
«A Ctesias... habían llegado referencias de la existencia de pigmeos en el área ín­
dica, así como de seres barbudos, mitad hombre y mitad bestia, en las ‘montañas
de la India’. Megasthenes, embajador seléucida en la Corte india del rey Tschan-
dragupta, pudo averiguar algo más, pues este diplomático y expositor de la cultura
era un atento observador, de quien se puede confiar. De él proviene la primera re­
ferencia sobre el hulmán, el mono sagrado de los hindúes, que es ‘muy apacible y
nada dado a latrocinios ni a burlas’. Según Megasthenes, en la India viven, además
de estos hulmanes, sátiros de cara humana que andan erguidos y son ágiles y ma­
lintencionados. Puesto que Megasthenes, según se sabe, estuvo en Ceilán, es de su­
poner que le hubieran llegado informaciones relativas a los vedas, una raza humana
muy primitiva...» Tampoco podemos olvidar las relaciones de los españoles ante
los caribes y la polémica de Sepúlveda; o la descripción que el anatomista inglés
Edward Tyson hizo de un chimpancé en su Anatomía de un pigmeo (1699) y so­
bre la que se basó Linneo, como es sabido, para construir su concepto de Homo
troglodytes, el .hombre de las cavernas. Otras veces, serán los propios animales
quienes se nos presenten como super-animales (no ya formalmente como super­
hombres), como el orangután (el «hombre de la selva») a los malayos. Según el
relato de Jacob Bontius, en su De qtiadrupedibus, avibus et piscibus (Leiden 1650),
los malayos dicen que estos monos hablarían si quisieran; pero no lo hacen porque
temen que, de hacerlo, se les obligaría a trabajar. Más aún: los mismos dioses an­
tropomorfos griegos, por sus caracteres anatómicos (su talla, su vigor), tampoco

(174) Anota W armington: «Los ‘gorilas’ no eran, desde luego, los sim ios antropoides que fueron
llam ados así por su descubridor m oderno del vocablo del inform e de Hannón» (B.H. W arm ington.
Cartago (1958), versión española de José Luis Lana, Caralt, Barcelona 1969, págs. 88-89 y 93).
( 175) Herbert W endt, El legado de Noé. Historia del descubrim iento de los anim ales, traducción
española de Ramón Margalef, Labor, Barcelona 1963, págs. 338-339.
El anim al divino 215

son propiamente hombres, puesto que son superhombres, es decir super-animales.


Y así también pertenecerán, de algún modo (como fenómenos), al eje angular las
formas radiales numinosas, por ejemplo, los astros aristotélicos que, como hemos
visto por Apuleyo, aparecen percibidos sub specie animalitatis.
En resolución, no podemos racionalmente (por tanto, no debemos) conside­
rar como numinoso o como divino a otro hombre cuyo mismo espacio moral su­
ponemos compartir. Y bastaría que un hombre fuese divinizado para que, al pro­
pio tiempo, dejara de serlo; no porque hubiere que considerarlo muerto, sino porque
comenzaría a vivir una nueva vida animal (= vida corpórea, no humana). No ha­
bría que olvidar nunca, por otra parte, la contextualización política de todos estos
procesos. Podríamos decir, a quienes nos reprochen no reconocer la posibilidad
que los hombres tienen dc divinizar a un hombre, lo que Calístenes dijo a quie­
nes le reprochaban no tributar a Alejandro honores divinos: «A vosotros os es más
fácil hacer un dios que hacer un rey.»
Estos son los principios que he creído necesarios poner a la luz como fun­
damento de la tesis que elimina lo numinoso del campo de las relaciones huma­
nas circulares. No ignoro que estos principios sonarán a muchos, particularmente
a los científicos de la religión, como puramente ideológicos y muy lejanos al
asunto. A ello sólo se puede responder con el argumento tu quoque. Porque tam­
bién el evemerismo es ideológico, como lo es el naturalismo (si por ideología se
entiende utilizar alguna Idea de dios y alguna Idea de hombre, que, por de pronto,
son tan Ideas como las que estamos proponiendo).
Y con la proposición de esta tesis concluimos nuestro razonamiento, que con­
duce a la adscripción de lo numinoso nuclear al terreno exclusivo del eje angu­
lar. «Los hombres hicieron a los dioses a imagen y semejanza de los animales.»
Tal es nuestra conclusión principal, en filosofía de la religión, acerca del núcleo
de la religión. Tan sólo añadiríamos aquí una puntualización: que las relaciones
angulares, en cuanto relaciones religiosas nucleares, si son específicas de los hom­
bres (si son relaciones específicas que los hombres mantienen con otros seres in­
teligentes no humanos, pero realmente existentes), no habrán de entenderse, sin
más, como relaciones genéricas que puedan darse entre animales de especies dis­
tintas cualesquiera (como si fueran un simple caso de las llamadas, por los etólo-
gos, «relaciones de comunicación lingüística interespecífica»). Porque, entonces,
la religión debería entenderse como propiedad genérica a todos los animales (aun
con genericidad determinativa) y no sería específica (religión positiva) de los hom­
bres. Los antropólogos no estarán todos en desacuerdo con esta puntualización.
Pritchard, por ejemplo, al discutir (aunque en un contexto mucho más concreto)
la definición psicológica (en rigor, etológica) de la religión por el miedo, una de­
finición fundada, por tanto, en una relación genérica al reino animal, dice: «Si la
religión se caracterizara por la emoción del miedo, entonces se podría decir que
está celebrando un acto religioso un hombre que, presa del terror, huye de la aco­
metida de un búfalo.»176 Añadiríamos que podría decirse también, recíprocamente,

(176) E.E. Evans-Pritcliard, Las teorías de la religión prim itiva, pág. 78.
216 Gustavo Bueno

que el búfalo está celebrando un acto religioso cuando huye de la acometida de


sus cazadores humanos. En general, los etnólogos interesados por las religiones
positivas han desconfiado siempre con razón de estas concepciones genéricas de
la religión (más próximas a lo que llamaremos religión natural). «Si el mero sen­
timiento del temor y la idea de que hay probablemente otros seres más poderosos
que nosotros, bastan para constituir una religión, entonces creo que debemos re­
putar esta última como general a toda la especie humana. Pero el que un niño tema
las tinieblas y retroceda ante un cuarto oscuro, jamás se toma como una prueba
de religiosidad. Sobre que, si esta definición de adoptara, no podríamos seguir mi­
rando la religión como patrimonio exclusivo del hombre; antes deberíamos ad­
mitir que los sentimientos de un perro o de un caballo hacia su amo son del mismo
carácter; y que el ladrido de un perro a la luna constituye un acto de culto con tanta
razón como algunas ceremonias descritas por los viajeros», decía John Lubbock177.
En cualquier caso, y dejando aparte los precedentes teológicos (por ejemplo,
franciscanos) que tendían a atribuir la religión a los animales, no estará de más
subrayar aquí la efectividad de una cierta penetración que tiene lugar, de hecho,
y en casos particulares, de las categorías religiosas en el campo de la Etología ac­
tual. Por ejemplo, la extensión, a la Etología zoológica, del concepto religioso de
ritual (Symbolhandlung: rituales de cortejo, de saludo, &c,). Una extensión que
J. Huxley inició ya en 1914178. Podría también citarse el concepto de superstición
(de las palomas) de B.F. Skinner: «Si existe solamente una conexión accidental
entre la respuesta y la aparición de un reforzador, la conducta se llama supersti­
ciosa. Podemos demostrar esto en la paloma acumulando el efecto de varias con­
tingencias accidentales. Supongamos que le damos una pequeña cantidad de co­
mida cada quince segundos, sin tener en cuenta lo que ella esté haciendo...
Eventualmente una parte dada de conducta alcanzará una frecuencia tal que reci­
birá reforzamiento a menudo y se convertirá entonces en una parte permanente
del repertorio del ave, incluso en el caso de que la comida haya sido proporcio­
nada por un reloj no relacionado con su conducta. Las respuestas manifiestas que
han sido establecidas de esta forma, incluyen: volverse bruscamente hacia un lado,
dar saltos alternando las patas, doblarse y rascarse, volverse, pavonear y levantar
la cabeza... La paloma no es un animal excepcionalmente estúpido; también la
conducta humana es fuertemente supersticiosa.»179
Ahora bien: la propagación al campo genérico de la Etología zoológica de
ciertas categorías (como ritual o superstición) procedentes de la esfera religiosa
— cualquiera que sea, en principio, la naturaleza de esta extensión (ya según la
forma de los géneros anteriores, ya según la forma de los posteriores, o de cual­

(177) John Lubbock, ¿ o í orígenes..., pág. 188.


(178) Vid. «A discussion on ritualization o f behaviour in anim als and M an», en P hilosophical
Transactions o f the R oyal Society o fL o n d o n , Serie B, 1966. A pud Ircnaus E ibl-Eibesfeldt, «Ritual
and ritualization from a biological perspective», en M ario von Cranach (ed.), H um an E thology, C am ­
bridge University Press 1979, pág. 79.
(179) Burrhus F. Skinner, Science an d H uman Behaviour, M cM illan, N ueva York 1953 (edición
española, Eontanella, Barcelona 1969, pág. 115).
El anim al divino 217

quier otra forma reductora o no)— , suscita de nuevo la cuestión de la legitimidad


de extender, en términos generales, el concepto de religión al campo de la Zoo­
logía etológica. Una extensión que equivaldría a reducir a la religión desde su
condición de categoría específicamente antropológica, a un caso particular de al­
guna otra categoría genérico-zoológica, por ejemplo, a un caso particular de las
«relaciones lingüísticas interespecíficas». Para que este concepto de religión on-
tológicamente (intensionalmente) reducido (id est, gnoseológicamente generali­
zado) pudiese llegar a ser considerado como un concepto científico, habría de ser
posible, en todo caso, un tratamiento empírico del mismo.
La concepción de la religión que proponemos en este libro como concepción
zoogenética de la religión, invita, naturalmente, a un enfoque etológico del análisis
del material religioso. El problema reside en la determinación del alcance que pueda
atribuírsele a este enfoque etológico, a evaluar su capacidad para penetrar en la re­
ligión (en tanto es una estructura, en principio, específicamente antropológica).
En cualquier caso, no parece que las categorías etológico-genéricas en cuanto
pueden especificarse genéricamente, puedan considerarse indiferentes para una
teoría de la religión como la que defendemos. Estamos, pues, ante una situación
(la teoría de la religión) particularmente rica para estudiar las relaciones gnoseo­
lógicas entre Etología y Antropología. Unas relaciones a las que en las últimas
décadas se viene prestando atención creciente, aun cuando, sorprendentemente,
esta atención se ha mantenido al margen de la problemática religiosa. Sirva de
ejemplo el estudio de Lionel Tiger y Robin Fox180. Por nuestra parte, no podre­
mos hacer aquí otra cosa sino ensayar un planteamiento de la cuestión, y explo­
rar el sentido más general de las líneas a través de las cuales el enfoque etológico
de la religión podría tener repercusiones sustanciales (de signo positivo o, acaso
también, negativo) sobre nuestra propia concepción zoogenética de la religión.
Tomando como referencia el concepto antropológico de religión nuclear que
hemos propuesto (dentro del eje angular del espacio antropológico), parece claro
que el equivalente genérico (etológico) de este concepto de religión habrá que
buscarlo dentro del conjunto de las form as de conducta interespecíficas rituali-
zadas. La prefiguración de la religión en la religión animal, según nuestro plan­
teamiento, no habría que ponerla en las conductas ritualizadas (o incluso simbó­
licas) que los animales mantienen ante sus congéneres (relaciones «circulares»,
como puedan serlo las de cortejo), o en las conductas de los animales ante los «fe­
nómenos de la Naturaleza» («radiales», el perro ladrando a la Luna del que ha­
blaba John Lubbock), sino en la esfera de las conductas interespecíficas desa­
rrolladas según pautas simbólicas y ritualizadas (única manera de que la reducción
no sea, ya de entrada, excesivamente vaga y genérica).
El problema, desde la perspectiva de una teoría de las ciencias empíricas, es­
triba en determinar si efectivamente este tipo de conductas interespecíficas es,
además de un concepto abstracto, un concepto formante, en función del cual pueda

(180) Lionel T iger y Robin Fox, «The zoological perspective in social science», en M an (NS), i,
págs. 75-81.
218 Gustavo Bueno

identificarse una región del material empírico, en cuanto dotada de rasgos propios
y diferenciales, en el conjunto de las otras regiones. Por lo demás, un concepto
formante genérico, como el que exploramos, no tendrá por qué ser entendido ne­
cesariamente en el sentido de un género anterior (por respecto de las notas ca­
racterísticas de una especie determinada que recibe las notas genéricas por vía fí-
logenética), puesto que también puede ser entendido en el sentido de un género
especificable genéricamente, y aun como género posterior. Un género que, a ve­
ces, nos remite a estructuras biológicas mucho más primitivas o arcaicas. «Se lian
observado— dice Skinner181— resultados comparables en palomas, ratas, perros,
monos, niños e individuos psicóticos. A pesar de las grandes diferencias que los
distinguen desde el punto de vista filogenético, todos estos organismos dan mues­
tras de propiedades sorprendentemente similares en los procesos de aprendizaje.»
Otras veces, la situación es meramente estadística o de cualquier otro tipo, pero
tal que incluya los previos desarrollos específicos.
Ahora bien: dada la amplitud, inabarcable por nosotros, del concepto de las
relaciones zoológicas interespecíficas, en función de una exploración de las con­
secuencias que el enfoque etológico de la religión pueda encerrar para la doctrina
zoogenética, nos atendremos aquí a una subclase mucho más restringida de esas
relaciones, a saber, la categoría del saludo — entendido en su sentido etológico—
puesto que, a propósito de esta categoría, pueden suscitarse seguramente los pro­
blemas gnoseológicos más generales, que son los que nos interesan.
El saludo, en su sentido etológico, es una categoría genérica, pero también,
en todo caso, desempeña un papel muy importante en la esfera de la religión. El
saludo religioso exhibe acaso la forma misma de la actitud global del hombre ante
el numen\ prefigura la dirección de actuaciones ulteriores del hombre con respecto
de la divinidad (saludo reverencial, imprecatorio, exhibicionista). Y, en modo al­
guno, puede considerarse como una característica exclusiva de religiones supe­
riores (la antífona Salve regina, pongamos por caso). R. Firth, por ejemplo, ha ob­
servado en Tikopia la correlación que existe entre los diferentes grados de inclinación
que alcanza el saludo por genuflexión (un concepto «etic») y los diferentes gra­
dos de mana (un concepto «emic»), atribuidos a la persona a quien se dirigen182.
Si hubiera posibilidad de establecer una teoría etológica general del saludo, pa­
rece evidente que ella tendría mucho que decirle a la teoría de la religión (si da­
mos por supuesta la importancia de las conductas de saludo en la vida religiosa).
Por nuestra parte, hemos intentado en otro lugar183, mediante la construcción
de un concepto que quiere ser estrictamente antropológico, el concepto de ceremo­
nia, como categoría cultural-espiritual, evitar el reduccionismo en la conceptuación
de las conductas humanas que tienen un paralelo estrecho (como ocurre con e l sa­
ludo) con otras conductas etológicas. Pero el decir que el saludo, para ser religioso.

(181) Burrhus F. Skinner, Tecnología de la enseñanza, Labor, Barcelona 1970, pág. 21.
(182) Raymond Williain Firth, Symbols, Public and Prívale, George Alien & Unwin, Londres 1973.
(183) Gustavo Bueno, «Ensayo de una teoría antropológica de las cerem onias», El B asilisco, ir
16, 1984, págs. 8-37.
El anima! divino 219

C argóla de una iglesia francesa

A h o ra el d e m o n io , e n fo rm a d e m a c h o c a b río , se a p ro x im a a la m u je r 110 p a ra a to rm e n ta rla sin o p a ra c o p u la r c o n ella.


220 Gustavo Bueno

debe ser ceremonial, no elimina la posibilidad, siempre abierta, de consideraren el


concepto genérico de saludo los gérmenes de la misma conducta religiosa.
En nuestro caso, la cuestión central previa que el concepto genérico de sa­
ludo suscita a la teoría de la religión nos parece ser la siguiente: ¿existe una con­
ducta genérica identificable de saludo zoológico interespedficol Pues, aun cuando
el concepto etológico de saludo sea genérico, es decir, aun cuando la conducta de
saludo se constata en especies zoológicas muy diversas — y a veces según iso-
morfismo de pautas asombroso— no por ello esta genericidad puede ser confun­
dida con aquella que buscamos. Ciertas formas de saludo que desarrollan los pe­
rros al relacionarse mutuamente son asombrosamente parecidas a otras formas de
saludo características entre los caballos, al menos si nos atenemos a las descrip­
ciones (respectivamente) de Scott y Fuller, y de Hafez: «Si dos perros extraños se
acercan el uno al otro en territorio neutral, ambos caminan lentamente y con las
piernas tiesas, con la cola parada y moviéndola ligeramente de lado a lado. Se to­
can las narices y entonces suelen olfatearse cautelosamente la cola y la región ge­
nital.»184 «Cuando dos caballos se encuentran por primera vez, claramente se pue­
den reconocer cuatro etapas de presentación: a) los caballos dan vuelta el uno
alrededor del otro a corta distancia; b) se tocan las narices; c) cada caballo inves­
tiga la cola y el cuerpo del otro con la punta de la nariz, y d) si deciden la mutua
tolerancia, se mordisquean mutuamente a lo largo de la crin del cuello.»185
El concepto etológico de saludo que nos interesa, aunque ha de ser genérico,
sin duda, por su extensión, tiene que ser interespecífico por su contenido inten-
sional. Además de ello, estará dotado de las suficientes características (ritualidad,
simbolismo) que lo hagan apto para ser aplicable, sin metáfora (en el primer sen­
tido de Aristóteles, Poética 1457b: «transferencia del nombre del género a la es­
pecie»), al caso del saludo religioso.
Y es preciso reconocer que los etólogos no han llegado, hoy por hoy (por lo
que sabemos), a formular una teoría unitaria del saludo. Incluso, en muchas oca­
siones, ese concepto se utiliza como una simple extensión (analógica o metom-
mica) del concepto sociológico del saludo interhumano, casi, por tanto, como un
concepto antropomórfico. Con objeto de evitar este antropomorfismo y de ele­
varse a un concepto más abstracto, proponen algunos que se entienda el saludo en
términos de «ceremonia de encuentro» o de presentación186. Según esto, ¿habría
que interpretar como saludo la inclinación estereotipada practicada por los cáni­
dos cuando invitan a otro congénere al juego (según la interpretación ordinaria
que M. Bekoff187 ha estudiado métricamente)? En todo caso, el saludo suele ser
entendido, o bien desde el punto de vista de la teoría de la agresión (el saludo

(184) J.P. Scott y J.L. Fuller, G enetics and the Social B ehaviour o f the D og, U niversity of C hi­
cago Press 1965, pág. 76. (apitd Hilary Callan, Etología y sociedad. En busca de un enfoque antro­
pológico, f c k , M éjico 1973, pág. 197.)
(185) E.S.E. Hafez, «The behaviour o f horses», en B ehaviour o f D om estic A nim áis, B ailli^re,
Londres 1962, págs. 370-396 (apitd Hilary Callan, Etología y sociedad..., pág. 221),
(186) Hilary Callan, Etología y sociedad..., pág. 195.
(187) Marc Bekoff, «Social Communication ín Caníd», en Science, vol. 197, 1977, págs. 1079-1099.
El anim al divino 221

como amenaza re-dirigida: la «salutación» de las familias de gansos, ordinaria­


mente hostiles, cuando regresan bandadas de gansos que Ies resultan extraños,
«uniéndose en una falange de cuellos convergentes, intentando echar a los intru­
sos»), o bien (sin excluir lo anterior) como una operación orientada a la clasifi­
cación y jerarquización o delimitación del espacio (por ejemplo, supuesta una dis­
tinción entre las llamadas de contacto «cercanas» y «distantes» entre aves y primates,
Andrew188 asocia el saludo de los primates al primer grupo), o bien como una
forma de incitación a la cooperación, incluso sexual (al saludar a una hembra en
celo — observa Jane Goodall— normalmente el macho la toca en su sexo hin­
chado; también: «Al acercarse para saludar a un superior o al verse amenazado o
agredido, el chimpancé suele emitir una serie de gruñidos y jadeos sucesivos, du­
rante los cuales las mandíbulas permanecen parcialmente abiertas y los dientes
ocultos por los labios. Estos sonidos se transforman en chillidos o gritos si el in­
dividuo de rango superior se muestra en algún modo agresivo»189).
Es evidente que cualquiera de estas perspectivas (o bien otras distintas) po­
drían, en principio, tener una aplicación a las conductas religiosas: imprecación,
reverencia, amenaza... Más aún, podría sugerirse que es a la Etología a donde pre­
cisamente habría que acudir para conceder significado a tantas formas de saludo
religioso que, por sí mismas — arrodillarse, tocar el suelo con la frente, batir pal­
mas, poner las manos a modo de orejeras— (al menos, cuando se encierran entre
paréntesis, como contenidos mentalistas, los mitos correspondientes), pueden con­
siderarse como puramente surrealistas, o carentes de todo significado (supersti­
ciones, en la acepción de Skinner). Es más: aun cuando la apelación a los mitos
correspondientes permita explicar una gran porción de la conducta religiosa sa-
lutatoria («ponemos las manos en las orejas para simbolizar a la divinidad, o a los
otros fieles, que estamos dispuestos a escuchar la voz de lo alto»), siempre puede
quedar otra parte a cargo de la Etología. Desde luego, presupongo que no tiene
mucho sentido afirmar (sea por influencia de la oscura oposición entre lo que es
práctico y lo que es especulativo, o bien por influencia de la no menos oscura opo­
sición entre lo que es ético y lo que es émico, o acaso de la oposición, nada clara
tampoco, entre los métodos conductistas y los mentalistas) que en el análisis de
la religión es más importante el rito que el mito, o viceversa190. Pero, en alguna
medida, cabría afirmar con sentido que si puede tomarse la religión como una
forma de conducta humana distintiva, en el conjunto de las conductas animales
que la Etología considera, esto es posible gracias a sus componentes míticos, puesto

(188) R.J. A ndrew , «The origin and evolution o f the calis and facial expressions of the primates»,
en Behaviour, 20, págs. 1-109.
(189) Jane Goodall, M is am igos los chim pancés (1971: ln the Shadow o fM a n ), traducción espa­
ñola de Julio Rodríguez Puértolas y Carm en Criado, Noguer, Barcelona 1973, pág. 228.
(190) Las discusiones en tom o a la tesis de Robertson Sm ith sobre la im portancia metodológica
u ontológica del rito, respecto del m ito, reaparecen de algún m odo en el enfrentam iento del conduc-
tism o y el m entalism o. Pero nadie podría hoy renunciar al análisis de los mitos, de la fe, en el sentido
de W ilam ow itz, en el estudio de las religiones, aun cuando esos mitos, los etiológicos, hayan tomado
origen de un rito que ha com enzado a ser mudo. La dificultad gnoseológica estriba en el m odo de dar
entrada en una ciencia a algo que parece mental.
222 Gustavo Bueno

que las conductas supersticiosas más sofisticadas (en tanto son resueltas por la
Etología como «complejos de rituales») se encuentran también en los animales,
sin necesidad de un envolvente o marco mitológico dador de significado simbó­
lico. Con todo, sí será necesaria la consideración del entorno apotctico del ani­
mal. Este es el caso de la interpretación por J. Goodall de la «danza de la lluvia»
de los chimpancés del Gombe. Las conductas supersticiosas, meramente rituales,
no pueden considerarse como religión — lo que no excluye la recíproca, a saber,
que en la conducta religiosa se contenga una gran porción de conducta supersti­
ciosa (en el sentido de Skinner), que en los rituales del trisagio puedan, en su día,
detectarse algunos componentes de la danza de la lluvia.
De todas formas, el punto más importante que el tratamiento etológico abre
a la teoría zoogenética de la religión, tiene que ver con la efectividad de la dis­
tinción entre saludos intraespecíficos y saludos interespecíficos. Desde luego, es
comúnmente aceptada la existencia de señales interespecíficas características,
opuestas, por tanto, a cualquier tipo de señal de valor intraespecífico (Zvi Woll-
berg y John D. Newman han estudiado, por ejemplo, pautas de respuesta de cé­
lulas aisladas de la corteza auditiva del mono ardilla a las vocalizaciones propias
de su especie: durante la presentación de las vocalizaciones grabadas, se regis­
traron las descargas unitarias extracelulares de 213 neuronas del giro temporal
superior de monos ardillas despiertos191). Pero el concepto de saludo se aplica in­
distintamente por los etólogos a ambas situaciones. Lo importante para nosotros
es saber si se mantienen significativamente las diferencias de pautas, por lo me­
nos con referencia a algunas especies próximas a los primates. Observamos, acaso,
en los etólogos una tendencia a atenuar el significado de las diferencias entre el
saludo inter e intra en el momento de describir los ceremoniales del saludo, como
si las diferencias entre estos rituales no fuesen significativas y debieran ceder a
favor de otras distinciones, tales como la oposición entre el saludo a amigos y el
saludo a enemigos. crEs muy sugerente, en este contexto la observación que hizo
Gardner con el chimpancé Washoe, ante el espejo: el chimpancé — que ya «sabía
hablar»— no se reconoció como de su especie y, con miedo, llamó a su imagen
«sabandija negrav 192. ^ «Los tigres que ya se conocen [observa Hediger193] emi­
ten un sonido específico cuando se encuentran: el así llamado ronroneo social de
salutación. En el zoológico, un tigre manso emitirá la misma señal de saludo cuando
vea a su guardián..., en otras palabras, el hombre se convierte en el sujeto de la
ceremonia específica del tigre; el hombre es incluido en el comportamiento in­
traespecífico; es considerado y tratado como un individuo de la misma especie.»
En la hipótesis de que no fuera posible establecer una oposición etológica-
mente significativa entre el saludo inter e intra, ¿habría que concluir que, por tanto

(191) «Auditory cortex of squirrcl monkey: Reponsc pallcrns o f single cells to specics-specific
vocalizations», en Science, 1972, vol. 175, pág. 212-214.
(192) rt Vid. el libro de Jordi Sabatcr Pi, F.l chim pancé y tos orígenes de Iti cultura. Prom oción
Cultural, Barcelona 1978, pág. 78.
(193) II. Hcdiger, «Man as a social partncr o f anim áis and vice versa», 1965 (apud II. Callan.
Etología y sociedad.... pág. 221).
El anim al divino 223

(pues quien dice saludo dice patrones de conducta religiosa en general), carece
de base cualquier intento de fundamentación etológica de la teoría zoogenética de
la religión? Y, lo que es más grave, la teoría zoogenética de la religión, sólo en­
frentándose a los supuestos generales de la Etología — «que no distingue de sa­
ludos ínter e intra»— podría ser defendida. Sin embargo, tal conclusión sería pre­
cipitada. Pues, aun cuando no hubiera diferencias entre saludos ínter e intra (que
las hay) en cada una de las especies animales tomadas in genere, si las hubiera en
el momento de referirnos a la especie homo sapiens (acaso porque, ahora, los ce­
remoniales de saludo religioso han de ser descritos en el contexto de los mitos co­
rrespondientes), esto ya sería razón suficiente para fundar una oposición con sen­
tido, en el marco general de la Etología y para hablar de una característica específica
de homo sapiens en el conjunto de las especies animales.
En todo caso, esta supuesta conducta interespecífica, característica del homo
sapiens, sería siempre susceptible de ser tratada mediante un enfoque etológico,
porque los rituales característicos, sin embargo, no podrían menos de contener
componentes genéricos etológicos (aunque trabados, integrados y transfigurados
de modo singular). El campo abierto a estas investigaciones es muy amplio y acaso
puedan acometerse en un futuro próximo cuestiones empíricas como la siguiente
(cuestiones sobre los fundam entos etológicos de la religión): supuesto que hay di­
ferencias entre señales y respuestas ínter e intra; supuesto que los mecanismos
diferenciales de estas señales están procesados en áreas distintas del cerebro (por
ejemplo, en hemisferios diferentes: los macacos japoneses estudiados por R. Zo-
loth y otros194 mostraban regularmente una superioridad del oído derecho en las
tareas de procesamiento perceptual de vocalizaciones específicas), ¿cabría seguir
por esta vía la filogenia de las señales numinosas y dar cuenta de la oposición,
efectiva en el cuerpo humano, propia de tantas religiones, entre la derecha (santa,
sagrada) y la izquierda (profana)? trEstas cuestiones se mantienen en el ámbito
de otra más general, aunque muy poco tratada por los científicos de la religión, a
saber, la cuestión de la relación entre Dios, los dioses o los númenes, con la voz,
la palabra, el grito o el alarido. «En el principio era el Verbo», el logos, pero no
un logos escrito, obviamente (quien escribía era el autor sagrado, no Dios), sino
un logos hablado, un mito. Dios calla muchas veces, pero lo significativo es que
Dios pueda hablar, revelarse por la palabra. ¿Cómo podría Dios, los dioses, asu­
mir estas características? ¿Cómo podría nadie atreverse a atribuírselas, si no fuera
porque ese Dios parlante no es, él mismo, la última estilización de un buey que
muge o de un león rugiente?
Las relaciones angulares humanas, en particular las específicas, como su­
ponemos lo son las religiosas, sólo podrán entenderse cuando se consideren como
correlativas a las relaciones circulares. No cabrá pensarlas como relaciones pre­
vias, como un fo n d o a partir del cual pudieran segregarse las relaciones circula­

(194) Stephcn R. Z oloth & alii, «Procesam iento perceptual propio de la especie en los sonidos
vocales de los m onos» (1979), en José E ugenio O rtega (com p.), L ecturas sobre el comportamiento
anim al. Siglo x xi, M adrid 1982, págs. 96-105.
224 Gustavo Bueno

res humanas. Si tiene algún sentido el concepto de este fondo (y lo tiene, sin duda,
cuando nos referimos a las etapas pliocenas de los antepasados del hombre, in­
cluso a las etapas del paleolítico inferior, acaso hasta el M usteriense), ello tendrá
lugar en la medida en que nos representemos estas etapas como períodos en los
cuales las relaciones de unos hombres con otros no son relaciones muy distintas,
por su contenido, de las relaciones con otros animales. El sentido se pierde en el
momento en que hablamos de relaciones religiosas angulares. Porque al hablar
de estas relaciones, simultáneamente será preciso hablar de relaciones circulares.
así como también radiales, todas ellas lo suficientemente maduradas y segrega­
das como para que pueda decirse que los animales son ya tratados a distancia (a
la distancia de la caverna en la que se representan sus figuras), simbólicamente,
porque sólo entonces pueden aparecérsenos como númenes.
Desde una perspectiva estrictamente conductualista (es decir, etológica o
psicológica, subjetualista), es evidente que se atenuarán las diferencias, y aun se
borrarán, entre las relaciones de los hombres primitivos ante determinadas situa­
ciones radiales (por ejemplo una tormenta, con gran aparato de truenos y relám­
pagos) y otras situaciones angulares (el ataque de una manada de babuinos), o
bien circulares (el asalto de una banda homínida enemiga). Es evidente que to­
das estas situaciones, tan heterogéneas teóricamente (radiales, angulares, circula­
res) pueden llegar a componer figuras muy similares en su calidad de «sistemas
de estímulos», ante los cuales el hombre prim itivo (por no hablar del hombre c i­
vilizado) puede desencadenar reacciones también muy similares, aquellas que mu­
chos consideran como fuentes del sentimiento religioso. Por ejemplo, si estas si­
tuaciones, heterogéneas en sí mismas, comparten el aspecto común de ser situaciones
sobrecogedoras, terroríficas, in fin ita s, extraordinarias. Cabría asociar a ellas
ciertas reacciones, también extraordinarias, que fácilmente se incluirán, por su as­
pecto fenoménico, en la misma clase en la que ponemos a las conductas religio­
sas. La «danza de la lluvia» podía ser una de esas reacciones del primate ante los
elementos naturales {radiales), que fácilmente pueden interpretarse como muy
próximas a un ceremonial religioso. Pues incluso tiene el componente social que
pedía Durkheim. «Mientras los dos últimos machos descendían la ladera, el que
había comenzado el espectáculo bajó de su árbol y regresó al punto de partida.
Los otros le imitaron.»195 Estas reacciones, una vez ritualizadas, podían ser lla­
madas religiosas, por lo menos con el mismo derecho con el cual Skinner llama
supersticiosos a ciertos rituales de las palomas. Y una vez agrupados todos estos
fenómenos reactivos en una misma clase conductual (en realidad, de índole ne­
gativa: «reacciones anómalas») se buscaría un correlato objetivo, situacional, des­
crito en conceptos más o menos abstractos (por ejemplo, «situación anómala»),
que fácilmente traerá a la memoria términos del vocabulario religioso (situacio­
nes in-finitas, misteriosas, &c.)
Y con esto ya estamos en el centro de la teoría naturalista de la religión. A
saber, en el centro del entendimiento de la religión como reacción genérica (aun

(195) Jane Goodall, Mis amigos los chimpancés.... pág. 56.


El anim al divino 225

(Joya. «Kl A quelarre» (= p rad o del C abrón)

H n p le n a é p o c a cío r e lig io s id a d te rc ia ria , a u n q u e en c e re m o n ia s o c u lta s y p e rs e g u id a s , c o m o o ran lo s a q u e la rre s , el


m a c h o c a b río s ig u e d e s e m p e ñ a n d o las f u n c io n e s n u m in o s a s d e S a tá n , p re s id ie n d o el a q u e la rre .
226 Gustavo Bueno

especificada genéricamente) del hombre ante las fuerzas elementales de la natu­


raleza envolvente, que le sobrepasa, le atemoriza y le sitúa en una relación de de­
pendencia absoluta. Sobre este fondo parecerá arbitrario destacar lo que es una
mera subclase de esas «fuerzas de la naturaleza», a ciertos animales, para hacer
de ellos el exclusivo contenido de la conducta religiosa. (También sería arbitra­
rio el erigir a los meteoros o a los astros — al modo de las teorías pan-babilonis-
tas— , en núcleos originarios de la religión.) Parecerá así mucho más profunda una
concepción abstracta que comprenda en un solo concepto todas las variedades
de las situaciones ligadas a esa «experiencia religiosa», sin perjuicio de su even­
tual diferenciación posterior. Traducida esta concepción de la religión al plano
metodológico de las ciencias de la religión: lo que procede — se dirá— es senci­
llamente («al margen de todo prejuicio filosófico o teórico») describir las figuras
religiosas que tienen que ver con los fenómenos naturales (ríos, astros, meteo­
ros...), junto con aquellas que tengan que ver con los animales y, por supuesto,
con las que tengan que ver con los hombres. Si, en algún caso particular, se en­
cuentra una mayor frecuencia de algún tipo de figuras sobre otras (si hay religio­
nes más bien zoológicas que meteorológicas, o viceversa), esto será sólo una cues­
tión empírica, explicable sin duda, pero sin mayores alcances filosóficos.
Todo este planteamiento metodológico, importa subrayar, tampoco es filo­
sóficamente neutral (libre de prejuicios). Ni tampoco es estrictamente descriptivo
(inductivo, empírico). Ni constituye una filosofía de la religión:

1) No es filosóficamente neutral: se mueve dentro de una concepción cós­


mica de la religión, ligada a una determinada antropología filosófica de
índole naturalista (el hombre como criatura enfrentada a las fuerzas na­
turales). Una concepción clara, que contrapone el hombre y el mundo y
no aprecia el significado del eje angular. Por tanto una concepción que
hace girar todo en torno al «drama del hombre en el mundo». Una con­
cepción antropocéntrica.
2) No es estrictamente descriptiva, pues pasa por alto el significado de ras­
gos empíricos tales como la personificación de las fuerzas naturales, el
hecho de que la adoración de las tormentas o del Sol tenga lugar sub spe-
cie animalitatis. Esto implica un orden en estas reacciones, la transfe­
rencia de los contenidos de unas a los de otras.
3) Ni es una filosofía de la religión, al no tener en cuenta la verdad de las
religiones.

Al reordenar el campo en torno al núcleo zoomórfico no oponemos, pues, la


filosofía a la ciencia, sino una filosofía a otra filosofía, un concepto de la religión
a otro más restrictivo. Ello nos obligará a disociar de la esfera religiosa a múlti­
ples fenómenos colindantes (como se hace, por lo demás, habitualmcntc, al dis­
tinguir magia y religión, o al dudar del carácter religioso de la «danza de la llu­
via»), Ni que decir tiene que esta concepción propicia una metodología distinta
El anim al divino 227

en el terreno mismo de la ciencia de la religión. Una metodología atenta al orden


eventual que puedan tener los fenómenos zoomórficos (orden que queda borrado
en las otras alternativas), respetuosa con los datos que la investigación empírica
pueda establecer.
La confusión objetiva (la amalgama entre los númenes reales y los imagina­
rios, inducidos por aquéllos), en tanto que colabora en la plasmación de un ámbito
práctico, es el fundamento de que puedan funcionar (fenomenológicamente) como
si fueran religiosas, multitud de instituciones sociales alucinatorias — culto a los
manes, a los espectros, &c.— , aunque no lo sean filosóficamente. Tal es el funda­
mento de quienes se afirman en la tesis, pongamos por caso, de que, históricamente,
el culto a los manes ha sido tan importante como el culto a los animales. Por nues­
tra parte, reconocemos ampliamente el derecho a esta interpretación y, por ello,
insistimos en la distinción entre una perspectiva filosófica (normativa) y una pers­
pectiva empírica. Vemos aquí claramente cómo la perspectiva filosófica es crítica.
Porque sin olvidar que el terror a los espectros pueda haber sido tan eficaz como
el terror a los animales, tampoco es posible dejar de afirmar que aquel terror es ilu­
sorio (un contenido dc la «falsa conciencia») y éste es real. La distinción crítica
(antropológica) entre objetos religiosos verdaderos y aparentes se mantiene, cam­
biando sus argumentos, en nuestros días. Y bastará que desfallezca la tensión crí-
tico-filosófica, para que aparezca como más plausible el eclecticismo, es decir, la
tendencia a «integrar», a conceder a cada factor religioso su «juego propio»: «¿Por
qué tratar de erigir a uno de tales factores en factor exclusivo u originario?» El
ecléctico integrador, concluye: «No solamente los animales, también las plantas,
los astros o, simplemente, las drogas alucinógeas pueden ser el punto de partida de
la experiencia religiosa.»196 Pero la perspectiva filosófica es crítica. Y ser crítica
significa, entre otras cosas, ser crítica dc la mera enumeración de «factores», exi­
gencia de ordenarlos ero clasificarlos'®! gnoseológicamente o según su contenido
de realidad, de verdad. Además, sólo cuando introducimos esta perspectiva ad­
quiere, por ejemplo, un significado nuevo la circunstancia de que en los pródro­
mos de la sesión psicodélica, «que culmina en la intuición mística», aparecen vi­
siones teriomorfas, horribles, como pulpos o ranas gigantes197.

(196) A. W atts, F.l gran malicíala (capítulo «D rogas psicodéticas y experiencia religiosa»), Kai-
rós, Barcelona 1981.
(197) M aya Pines, Los m anipuladores del cerebro. Los científicos y el nuevo control de la mente,
A lianza, M adrid 1978, págs. 106-112.
Capítulo 5
El «curso» de la religión
y sus tres fases esenciales

1. Hemos expuesto esquemáticamente nuestra tesis sobre el núcleo de la re­


ligión. Pero el núcleo no es la esencia, tal como la venimos entendiendo (vid. su-
pra, primera parte, capítulo 5). En consecuencia, no podríamos afirmar que el trato
con los animales numinosos, que constituye el núcleo, sea también la esencia de
la religión. Porque la esencia es el despliegue del núcleo en un cuerpo y en un
curso tales que van determinándose recíprocamente.
La tesis acerca de la naturaleza angular del núcleo de la religión no excluye,
pues, sino que, por el contrario, incluye la necesidad de los desarrollos esenciales
del núcleo a través de las categorías pertinentes de los ejes circular y radial, aun­
que no sea más que porque las transformaciones que tienen lugar en los ejes circu­
lar o radial determinan transformaciones en el eje angular y recíprocamente, así
como las mutuas influencias (pongamos por caso la transposición de patrones ce­
remoniales de orden circular a situaciones angulares o viceversa, o la conformación
de ceremonias híbridas, con mezcla de patrones angulares y circulares). De este
modo, la teoría angular de la religión parece estar en condiciones de poder incor­
porar internamente a su marco la totalidad de las metodologías propias de los an­
tropólogos sociales, basadas en el supuesto de las correspondencias entre las es­
tructuras religiosas y las estructuras sociales (= «circulares»), Pero los procesos de
proyección social en la esfera religiosa (pongamos por caso, la correspondencia en­
tre la jerarquía del linaje Nuer y la jerarquía del reino de sus espíritus) quedarían en­
marcados dentro de los esquemas angulares. La teoría angular ofrece a las metodo­
logías de la antropología social, ante todo, un criterio general sobre los macrorritmos
históricos de la vida religiosa, en el sentido siguiente: la fase nuclear pura habría
que situarla, desde luego, del lado del origen, en las sociedades pre-tribales paleo­
líticas, mientras que los desarrollos esenciales, pero exteriores al núcleo, corres-
230 Gustavo Bueno

ponderan a épocas posteriores a la domesticación de las más diversas especies de


anímales que comporta el desarrollo social de la estructura tribal. Y en las mismas
religiones tribales, tanto en las tribus segmentarias como en las cónicas, podrán ad­
vertirse las huellas del núcleo: los espíritus de los Nuer que son hijos de Kwoth, es
decir, los que están en el nivel más alto, son también espíritus de las alturas, espíri­
tus superiores del aire, algo así como aves, sin perjuicio de sus rasgos antropomór-
ficos; y los espíritus hijos de los hijos de Kwoth son espíritus más cercanos a la Tie­
rra y aun habitantes del subsuelo (más próximos a ratas y a serpientes).
En segundo lugar, la teoría angular ofrece una explicación objetiva, no mera­
mente subjetiva (por vía de la creación alucinatoria, vía que nada explica, en tanto
apela a esa libre creatividad de la fantasía para dar cuenta del origen y configuración
de contenidos que han de tomarse necesariamente, en sus elementos, de la experiencia
y que tienen en la mayor parte de los casos figura zoomórfica) de esa misteriosa y
sistemática «proyección» de las estructuras sociales en forma de entidades vivientes
no humanas, en tanto constituyen sociedades distintas (superiores o inferiores) a las
de los hombres, sin perjuicio de que las relaciones entre sus miembros se configuren
de un modo paralelo muchas veces a las relaciones características que ligan a los
miembros de la tribu y, posteriormente, del Estado. Los animales reales son la pan­
talla de esa proyección y, por ello, los contenidos proyectados más característica­
mente antropomorfos (o fitomorfos) experimentarán una suerte de metamorfosis en
virtud de la cual podrán adquirir algún carácter animal no humano — hocico, garras,
cuernos o, sencillamente, talla sobrehumana o aliento de dragón. Las sociedades pri­
mitivas, se dice, «pueblan» la selva, el aire, las aguas de espíritus— pero en rigor no
son tales espíritus, al menos en el sentido de la metafísica occidental, porque son más
bien formas animales (dado que son machos, o hembras, o andróginos, y nunca son
estrictamente humanos). Tienen siempre un halo zoomórfico, incluso los espectros
o las almas de los antepasados, dada ya su forma extraordinaria — respecto de las for­
mas originarias de la vida humana— o simplemente porque asumen explícitamente
la forma de figuras de animales, como ocurre con las filgias nórdicas. Pero nada de
esto excluye obviamente que, en muchas situaciones, los dioses (o Dios) puedan cris­
talizar en sus figuras los arquetipos humanos más depurados y, en todo caso, pro­
porcionados: es evidente que Thor, con su martillo, no podía ser «proyección» de los
arquetipos del Pitecántropo. Pero tampoco necesariamente los dioses soportan la pro­
yección de los arquetipos humanos, pues a veces son precisamente contrafiguras de
los hombres, como es el caso, creemos, del Dios de Aristóteles. Porque el Acto Puro
puede interpretarse como un contramodelo de aquello a lo que el Hombre pueda as­
pirar — la autarquía propia de la vida teorética, como único contenido moral de la
felicidad— , de suerte que cabría afirmar que el Dios de Aristóteles, lejos de ser la
proyección de los ideales de la conciencia de un profesor de metafísica (Russell, Or­
tega), representa más bien la crítica de esa conciencia, la forma mítica y profunda de
fijar sus límites, los límites de sus posibilidades éticas y morales: w oz' eu¡ á v i)
e v ó a ip o v ía decupla t í £ 198.

(198) Aristóteles, Etica a Nicóm aco, x, 8; 1178b 32.


El anim al divino 231

El núcleo es, pues, sólo una parte de la esencia, algo así como su germen.
Pero tan esencial a la religión, tomada globalmente, en su desenvolvimiento his­
tórico, es el trato con los animales numinosos, como la transformación dialéctica
de ese trato en una serie de conductas simbólicas que parecen ordenarse ortoge-
néticamente en el sentido de un progresivo alejamiento respecto del núcleo ori­
ginario. Un alejamiento que llevará, es cierto, en su límite, a la desaparición casi
total del núcleo. Y con ello también, evidentem ente— si queremos mantener la
coherencia de nuestra Idea de religión— , a la desaparición de la vivencia misma
de lo numinoso.
Por lo demás, el concepto filosófico (esencial) dc esta transformación dialéc­
tica, en la que hacemos consistir el curso de la religión, ni siquiera es exógeno a la
misma fenomenología religiosa, tomada en su conjunto. Podríamos llamar, en
efecto, a los episodios o fases de ese curso dialéctico «avalares» de la esencia de
la religión. Bastaría acordarse del concepto hinduísta (en particular, de la religión
de Visnú) de avatara, sin más que cambiar el sentido fenomenológico de la Hecha
(la «cámara oscura dc la conciencia») de esta transformación o metamorfosis. «Ava­
tara deriva de la raíz TR — atravesar— precedida del prefijo ava, que indica mo­
vimiento de arriba abajo; el avatara expresa, pues, un descenso a la tierra del prin­
cipio divino», dice A.M. Esnoullyy. Y así, por ejemplo, el primer avatara de Visnú
nos lo presenta en forma de pez— matsya— , el segundo como tortuga—karma—,
el tercero como jabalí — varaha— . Ulteriormente aparecerá en formas humanas o
híbridas— Visnú se presentará como Narasimha, el «Hombre-León», &c.
Podríamos, pues, con cierta licencia, denominar «avatares de la religión» a
la serie defa ses o etapas esenciales constitutivas de su curso, del curso en el cual
el núcleo zoológico de la religión se desarrolla en las restantes fases de su esen­
cia humana y espiritual (divina). Ahora bien: aun cuando el núcleo de la religión
(según hemos dicho) nunca estará aislado, sino envuelto en un cuerpo también
esencial, es más económico (en el orden de la exposición) comenzar por presen­
tar (aunque sea esquemáticamente) el curso de la religión que comenzar por el
análisis de su cuerpo, dado que las capas de las cuales éste consta se van, en gran
medida, determinando a partir dc los diferentes avatares esenciales de su curso.
Los avatares esenciales del curso de la religión, según el concepto que de
ellos hemos dado, tienen que estar forzosamente vinculados al desarrollo mismo
dc la humanidad (al desarrollo del «material antropológico» en las coordenadas
de su espacio propio). Si la religión es parle interna del eje angular, el principio
del establecimiento de los avatares esenciales de la religión no podrá tomarse ni
de lugares externos a la religión misma (dc otras categorías histórico-culturales
—como cuando se habla de «religión oriental», «religión del feudalismo», &c.),
ni tampoco de lugares internos (en el sentido émico, fenoménico de alguna dog­
mática religiosa determinada). El principio se tomará de lugares antropológicos,
es decir, tales que permitan ajustar las propias fases esenciales del curso dc la re­

(199) A nnc-M aric E snoul, «El hinduism o», en H istoria di' las R eligiones (Encyclopédic de la
I’léiade), trad. esp.. Siglo xxi, M adrid 1978, tom o iv, págs. 16-18.
232 Gustavo Bueno

ligión a aquellas fases del desarrollo mismo del material antropológico qUe puc_
dan ser establecidas por una Antropología filosófica. Las fases esenciales de¡ curs0
de la religión, según esto, no podrán proyectarse como mera transfontiac¡^n
la conciencia religiosa (en su sentido psicológico subjetivo), sino que tenc|r.-in Cjue
entenderse como transformaciones de la realidad objetiva misma del hofn/)re en
su eje angular (que habrá de reflejarse, desde luego, en una transformación t|c ]a
misma fenomenología religiosa).
Desde la perspectiva de la Idea de un espacio antropológico tridimensional,
las transformaciones del eje angular han de entenderse determinadas, en gran nie_
dida, por la intersección con las transformaciones dadas en los otros ejes e] ej C
circular y el eje radial. Es evidente que un desarrollo de la vida religiosa seoún
categorías tan específicas como puedan serlo las Iglesias, sólo puede entcncjersc
a través del desarrollo social «circular». Al mismo tiempo, la perspectiva antro­
pológica nos preserva del sociologismo durkheiniano, en este caso (para decirlo
desde nuestras coordenadas), de la tendencia a reabsorber totalmente el desarro­
llo de la religión en algún curso que tenga lugar en el eje circular — («La reliaión,
en cuanto fenómeno social, no puede entenderse al margen de la Iglesia», a dife­
rencia de la magia que, en la teoría de Durkheim, quedaría, por su condición de
asocial, fuera del campo de lo sagrado, y se movería en el eje radial). Asimismo,
también es evidente que el desarrollo del eje angular, según sus contenidos reli­
giosos, no podría entenderse al margen de las transformaciones dadas en el eje
radial — transformaciones que se amalgamarán con las experiencias religiosas
originarias, para dar lugar a una fenomenología religiosa que va enriqueciéndose
con el paso del tiempo. Este enriquecimiento de la frondosidad de la religión po­
drá ser contemplado entonces como un proceso real histórico (no sólo como un
proceso abstracto, resultante de recomponer lógicamente aquello que, por abs­
tracción — los ejes, sus contenidos— habíamos comenzado por disociar). Por
ejemplo, es muy frecuente interpretar desde luego a las reacciones del hombre
«ante el mundo infinito» como contenidos propios de la esfera religiosa. Y nues­
tra teoría no tiene el sentido de una «propuesta de eliminación» de estos conteni­
dos de la esfera religiosa (como tampoco pretende desconocer el significado de
sus contenidos sociales o políticos, circulares). Más bien ofrece una orientación
muy general, es cierto (pues, en concreto, es la historia empírica la que debe es­
tablecerla en cada caso), sobre el modo de incorporarlos.
(Nos inclinaríamos a sugerir que no será al principio, sino en fases ya avan­
zadas — aquellas en las que tiene sentido referirse a un mundo que se desorga­
niza, respecto de una organización previa y, por tanto, puede mostrarse como in­
finito, supracategorial, caótico, como un fondo misterioso— cuando las reacciones
ante este mundo, que se disponen en el eje radial y que originariamente no son re­
ligiosas, sino metafísicas, se combinen con las reacciones angulares en la unidad
fenomenológica de los contenidos de las religiones superiores.)
Ateniéndonos a estos criterios, el principio que buscamos para el estableci­
miento de las fa ses esenciales del curso de la religión podrá tener, al menos, la
ventaja de su objetividad. La ventaja de no ser un principio enclaustrado en la pura
El anim al divino 233

fenomenología religiosa (que, en todo caso, será siempre una referencia inexcu­
sable, como m aterial ofrecido por la ciencia comparada de la religión) sino un
principio que se atenga al cambio real mismo de las posiciones objetivas del hom­
bre por relación a los animales. A unos animales que necesariamente constituyen
parte de su medio biológico. A su vez, como quiera que el cambio de estas rela­
ciones viene determinado por las transformaciones radiales — ecológicas, tecno­
lógicas— y circulares — sociales, económicas, políticas— (lo que es evidente de
modo inmediato en la historia de la caza), podemos concluir que el lugar a donde
vamos a ir a buscar el principio de una división de las fases del curso de la reli­
gión ofrece todas las garantías en orden a poder ser considerado como verdade­
ramente significativo desde el punto de vista antropológico.
Es obvio que los criterios deducibles de este principio sólo podrán alcanzar
a fases de escala macrohistórica del curso de la religión. No al detalle caleidos-
cópico de los desarrollos empíricos de la religiosidad (debidos a causas históri­
cas, sociales, &c., cuyas combinaciones tampoco tienen por qué ser entendidas
como meramente aleatorias) y que corresponde exponer a las ciencias de la reli­
gión. Reconocemos que, desde la perspectiva de estas ciencias, una concepción
global filosófica de las fa ses esenciales del curso de la religión tomará el aspecto
de una construcción apriorística, lineal y excesivamente genérica. Sin embargo,
al menos en principio, esta impresión no tiene por qué considerarse adecuada. No
es apriorística o «especulativa» una concepción que pretende apoyarse en crite­
rios materiales objetivos, que tienen que ver con el cambio de posición de la hu­
manidad respecto de su entorno biológico. No es lineal una fasificación que con­
templa la posibilidad de permanencia de los estadios anteriores, si bien combinados
con los ulteriores, y que contempla la posibilidad de la refluencia de cualquier es­
tadio. Y en cuanto a la obligada generalidad de una teoría filosófica sobre el curso
de la religiosidad, tampoco tiene por qué considerarse siempre externa o poco sig­
nificativa para la propia investigación empírica. (¿Qué historiador de las religio­
nes no apela, de hecho, a criterios tan generales como aquel que contrapone el
animismo al concepto de religiones superiores — tan vago y sospechoso, por otra
parte, desde un punto de vista filosófico?) Una concepción filosófica general (ex­
plícita o implícita) sobre el curso de la religión constituye siempre el marco in­
dispensable para que las series empíricas (que, en todo caso, son la materia misma
del curso) alcancen una mínima inteligibilidad y para que la propia investigación
empírica pueda disponer de un sistema de coordenadas que la eleve sobre su con­
dición de mera erudición enciclopédica.
Aun partiendo de una fasificación lineal in abstracto, tendríamos que concluir
el desarrollo no lineal del curso empírico de la religión, como consecuencia del
mismo entretejimiento de las fases dadas en este curso abstracto. El concepto de
un curso sistemático abstracto implica también que sus fases han de poder ser apli­
cadas, no solamente a series históricas limitadas (a microcursos, como pueda serlo,
comparativamente, el desarrollo de la religiosidad en el Egipto faraónico) sino tam­
bién a la serie histórica total. Y esto aunque no sea más que porque el curso glo­
bal de la humanidad, la llamada historia universal, no es la «historia total» sino, a
234 Gustavo Bueno

lo sumo, un ciclo más (un ciclo parcial). Pero los cursos empíricos deben ser abor­
dados con los métodos propios de la investigación histórica. Sin embargo, insisti­
mos en que el reconocimiento de que el método histórico-positivo es el único ade­
cuado para establecer las líneas electivas de desarrollo y propagación de las formas
religiosas, no equivale a condenar, como construcción puramente especulativa, a
cualquier teoría orientada a determinar las líneas sistemáticas del desarrollo. Bajo
la expresión «construcción especulativa» suelen englobarse confusamente cosas
muy heterogéneas, desde el punto de vista gnoseológico. Una construcción espe­
culativa puede tener laform a dc una ciencia — y entonces será ciencia-ficción. (Un
buen ejemplo: la construcción de la idea del tótem, como símbolo del Padre, por
Freud.) Puede tener la form a de una filosofía. Y ocurre que el investigador posi­
tivo, cuando cree haber prescindido de todo género de construcción especulativa
previa, en realidad o no ha prescindido de hecho, o bien no puede decir nada (aun­
que ofrezca la apariencia de estarlo diciendo todo). Los capítulos que Marvin Ha­
rris consagra en su Antropología general a la religión, son un buen ejemplo de lo
que puede decimos acerca de la religión una metodología que quiere ser puramente
empírica en este punto: tiene que suponer dados ya los fenómenos religiosos, como
procesos psicológico-alucinatorios — por tanto: dimitiendo de toda pretensión de
entendimiento antropológico de la religión— y se ve obligada a ceñirse a la pre­
sentación de una miscelánea de viñetas religiosas (que pueden estar elegidas con
gran inteligencia literaria y «periodística») cuyo orden cronológico podrá sugerir
la forma de un desarrollo. En ningún caso, por último, la teoría filosófica del de­
sarrollo dc la religión actuará como una form a a priori, con la pretensión c)e hacer
superflua la investigación histórica positiva. Por el contrario, su eficacia se de­
mostrará en su capacidad de promover estas investigaciones, en su fertilidad para
plantear nuevos problemas y evitar pistas falsas (v.gr. buscar númenes espiritua­
les en el Magdaleniense). Y, por lo menos, en colaborar en la formación de la con­
ciencia crítica del investigador positivo, evitándole su vana satisfacción ante los
resultados valiosos, pero meramente acumulativos y misceláneos, que comporta el
trato puramente positivo (no dialéctico) con los hechos religiosos.
En cualquier caso, y dado que somos los primeros en reconocer que la ver­
dadera filosofía no puede desarrollarse a espaldas de los fenómenos que consti­
tuyen su propio material (y fenóm enos son también las series empíricas cronoló­
gicas), tenemos que comenzar haciéndonos cargo de las dos dificultades más
importantes que entraña, para el establecimiento del curso esencial de la religión,
un principio fundado en una concepción zoológica del núcleo como la que hemos
expuesto, a saber:

1) Que la documentación empírica sobre las fases primarias (prehistóricas)


del curso, que habrían de ser, evidentemente, aquellas en las cuales la
esencia de la religión (la relación numinosa con los animales) se mani­
festase del modo más rotundo e inmediato en los fenómenos, es también
la más escasa e indirecta, lo que obligará a proceder, con frecuencia, de
modo especulativo (por hipótesis intercalares).
El anim al divino 235

2) Que la documentación empírica sobre las fases históricas ulteriores que


es, ya enseguida, sobreabundante, se refiere en cambio a situaciones en
las cuales precisamente los fenóm enos religiosos se han alejado del nú­
cleo, hasta un punto tal en que podrá parecer que no hay base fenome­
nológica para seguir manteniendo la tesis sobre la esencia.

Con todo, podríamos decir, a lo prim ero, que el proceder especulativo (en
tanto no rebasa determinados límites prudenciales) no es, por principio, un pro­
ceder que pueda considerarse recusado por los métodos racionalistas. Las cien­
cias positivas, incluso las ciencias naturales, recurren constantemente a hipótesis
especulativas cuando tratan de precisar los mecanismos concretos según los cua­
les se ha producido algún proceso real, pongamos por caso, la desaparición de los
grandes reptiles jurásicos. A lo segundo, diremos que tampoco la presentación de
una esencia «absolutamente paradójica», por respecto de los fenómenos de refe­
rencia dados en el sentido común, constituye, por principio, motivo de rechazo,
ni siquiera de desconfianza. Las mismas ciencias naturales nos han educado en la
paradoja que nos obliga a considerar como aparente la rotación del Sol en torno
a la Tierra, o bien en la paradoja que nos lleva a considerar a los cristales domés­
ticos (el vidrio) como aparentes cristales, cristales falsos (dada su condición re­
conocida de cuerpos amorfos, que les es atribuida por la Física del estado sólido).

2. El principio de nuestra división (fasificación) del curso global del desa­


rrollo de la religión lo tomaremos, como hemos dicho, del propio desarrollo his­
tórico del eje angular, en tanto comprende los avalares de los animales que ro­
dean al hombre, según relaciones objetivas dadas a través del desarrollo de los
otros dos ejes del espacio antropológico.
Este principio, tal como nos ha sido posible aplicarlo al caso, nos conduce a
una fasificación sistemático-abstracta que se resuelve en tres grandes estadios con­
secutivos, que denominamos respectivamente: estadio de la religión primaria (o
nuclear), estadio de la religión secundaria (o mitológica) y estadio de la religión
terciaria (o metafísica). El curso de estos tres períodos abarca la totalidad de la
evolución humana, tomando como punto cero (por los motivos que aduciremos)
los últimos momentos del Paleolítico medio. Queremos llamar en este momento
la atención sobre lo infundado de muchas críticas a los esquemas evolucionistas,
aplicados al desarrollo de la religión, cuando les reprochan no ser otra cosa sino
transferencias de esquemas originarios de las ciencias naturales (del «darwi-
nismo») a las ciencias de la cultura. Pues la Idea de la evolución, como tal idea,
se aplicó acaso antes en el reino de las formas culturales, que en el reino de las
formas naturales. Y esto lo advirtió ya el propio Edward B. Tylor en el capítulo
introductorio de su Cultura primitiva (1871): «Entre los naturalistas está plantea­
da la cuestión de si la teoría de la evolución de una especie a otra es una descrip­
ción de lo que realmente ocurre o un simple esquema ideal útil para la clasifica­
ción de las especies, cuyo origen ha sido realmente independiente. Pero entre los
etnógrafos no existe tal cuestión sobre la posibilidad de que las especies de
236 Gustavo fíneno

instrumentos, hábitos o creencias hayan evolucionado unos de otros, pues 1^ eVO_


lución de la cultura la reconoce nuestro conocimiento más familiar.»
El período de la religiosidad prim aria se extendería, dentro de estas coor­
denadas, desde las últimas etapas del M usteriense hasta las últimas etapas dC[ Pa­
leolítico superior, del Magdaleniense, comprendiendo, por tanto, un interv^j0 cjej
orden de los 60.000 años (si bien esta evaluación es meramente estimativa), g s ja
época del «hombre cazador». La religiosidad secundaria (la religión de los c|¡(>
ses) se abriría ya camino al final del Paleolítico y se desenvolvería como religio­
sidad propia de 1 Neolítico y el Bronce, cuyas características más signific;((¡\,as
(respecto del eje angular) son precisamente las que se derivan de la domest¡ca_
ción de los animales. Un proceso muy ligado al agotamiento de la caza, es decir
— en términos de historia de la religión— , a la primera muerte o asesinato rna-
sivo de los númenes, perpetrado por el hombre cazador. La religiosidad s e c u t a ­
ría abarca la época de la aparición progresiva, entre los númenes, de la figura hu­
mana, pero precisamente en calidad de señora de los animales, y entreme¿c¡ac]a
constantemente con formas zoomórficas. Podríamos tomar, como fecha simbó­
lica del comienzo del segundo período, la del año 12.000 a.p. (la domesticación
de los animales está probada, hacia el 8.920, en las ruinas de Shanidar, cerca de
Mosul, en el Tigris). El período de la religión secundaria (que será considerado
aquí como el período central de la religiosidad) se extendería, por tanto, a lo ]argo
de 10.000 años (sin perjuicio de su persistencia en sociedades marginadas (]e |a
«corriente principal»), si tomamos el segundo milenio antes de Cristo (la Edad
del Hierro, la «revolución urbana») como la época de transición hacia las reli­
giones terciarias (Amenofis ív, hacia 1372-1354; los Vedas, por su henoteísmo,
hacia el 1600, cronología alta; la cosmogonía de Sanchunjaton, hacia el siglo
xiv200; el paso del Mar Rojo por Moisés hacia 1289-1232, cronología alta - —rei­
nado de Ramsés n— , o entre 1232-1224, cronología baja — reinado de Minetaph).
La época de las religiones terciarias cristalizaría en torno al llamado «tiempo eje»
(profecías de Daniel201, en la época de Nabucodonosor, hacia el -600; Jiña, Buda,
Pitágoras, &c.), alcanzando su plenitud con el cristianismo y el islamismo. Según
esto, el período de influencia de lo que llamamos religiones m etafísicas com ­
prenderá un intervalo del orden de los 3000 años. Desde el punto de vista del eje
angular, el período histórico comprendido por las religiones terciarias corres­
ponderá al período de emancipación progresiva y total de los hombres con res­
pecto de los animales salvajes, período que culminará en la consideración última
de éstos como puras máquinas (es decir, como fenómenos reducibles al eje ra-

(200) Apud O tto Eissfeltil, «Phónikische und friechische K osm ogoni», Actas del C oloquio ele E s­
trasburgo (M ayo 1958), publicado en PUF, París 1960. T am bién O tto E issfeldt, Taautos und San-
chunjaton, Akadem ic-Vcrlag, Berlín 1952.
(201) rj-El significado, en este contexto, de Daniel (por su ideología del «hijo del hom bre») es
aun más relevante cuando se interpretan sus profecías com o ficcio n es literarias, si es que el libro de
Daniel es un libro apocalíptico y no profético, com o sostiene G onzalo Puente O jea (vd. principal­
mente su profunda interpretación de Daniel en relación con el tem a del hijo del hom bre, en su libro
Fe cristiana, Iglesia y poder, Siglo xxi, M adrid 1991, págs. 12-13, 46-47, & c.).■*>
FJ anim al divino 237

(¡u'd/.io, «C om pend iu m rnalellcarum », 1615

f a s e s d el p a c to d e l h o m b re c o n el d ia b lo e n fo rm a d e a n im a l n u m in o s o .
23H Gustavo Rueño

dial), en'la eliminación, dentro del ámbito de lo numinoso, de todo residuo ani­
mal (zoológico o antropológico), al menos por parte de los teólogos. El período
de la religión terciaria se nos manifiesta, de otro modo, como un período en el que
culmina la dialéctica interna que actúa en el seno mismo de la religiosidad, una
dialéctica llamada a desgarrar, desde dentro, la misma conciencia religiosa. Por­
que los contenidos numinosos corpóreos continuarán en el seno de la religión co­
tidiana {efectiva). La eliminación del cuerpo no podría menos que implicar, se­
gún nuestros principios, la desaparición de la numinosidad (los monjes de Nitria
no podían imaginar a Dios sin unas barbas venerables como las que ellos mismos
llevaban; cuenta Casiano que a un monje se le pudo persuadir a duras penas que
Dios no tenía cuerpo y se lamentaba luego de no poder ya hacer oración pues le
habían quitado a su Dios202).
Paralelamente a este esbozo de coordinación histórica de los tres períodos
internos según los cuales entendemos que pudo desplegarse dialécticamente el
curso global de la religiosidad, cabría ensayar una coordinación etnológica. La
dificultad mayor que aquí encontramos es la falta de acuerdo entre los etnólogos.
A título puramente heurístico, tomaremos aquí, como referencia, la estratificación
clásica que L.H. Morgan estableció en el capítulo I de su Sociedad Primitiva, y
que Engels adoptó en El origen de la Familia, a pesar de que esta estratificación
(salvajismo, barbarie, civilización), tal como fue situada por Morgan o Engels,
no se corresponda con los resultados ulteriores de la investigación. (El «salva­
jismo» de Morgan corresponde a lo que hoy se llama «sociedades de cazadores-
recolectores»; la «barbarie» se corresponde con las «sociedades tribales» y la «ci­
vilización» con las «estatales»203.) Por lo que a nosotros concierne aquí, la principal
rectificación que habría que hacer se refiere a la coordinación del concepto de
Barbarie con el concepto actual del Neolítico — que Morgan y Engels sitúan ya
en el salvajismo superior— porque como G. Childe ha subrayado, la cerámica
sólo alcanza su significación con la agricultura; asimismo, habría que rectificar la
definición de civilización, porque si ésta incluye la escritura, como rasgo distin­
tivo — que implica, a su vez, la ciudad-estado, la «revolución urbana», como rasgo
constitutivo— es evidente que habría que retrotraerla mucho más de las fechas
que Morgan y Engels le asignaron y, con ello, reajustar históricamente todo el pe­
ríodo designado como Barbarie. Esto supuesto, sin embargo, cabría coordinar
grosso modo a la religión prim aria con el salvajismo de Morgan (en cuanto fase
que desemboca precisamente en la caza, tras el descubrimiento del arco y la fle­
cha en el salvajismo superior), mientras que la religión secundaria sería la «reli­
gión de la barbarie» (sobre todo a partir de la barbarie media, decidida por la doma
de animales y por la agricultura por riego). La religión terciaria correspondería a
la civilización (políticamente; al Estado, no a la Tribu), por cuanto el desarrollo

(202) Daniel Ruiz Bueno, «Introducción» a Trillados ascéticos, de San Juan C risóstom o, b a c n"
169, M adrid 1958, pág. 41.
(203) Vid. M arvin Harris, El desarrollo de la teoría antropológica. H istoria de la teoría de la
cultura, Siglo XXI, M adrid 1983, pág. 161.
El anim al divino 239

teológico de la religión presupone la escritura y la ciudad (y, con ella, la clase de


los «especialistas religiosos»),
Pero el paso de la barbarie a la civilización, según la concepción de Morgan,
es demasiado esquemático y este esquematismo fue el responsable, en parte, de
que el Engels del Origen de la Familia (1884) no supiera qué hacer con el con­
cepto de «modo de producción asiático», no ya en tanto concepto que pretende
recubrir sistemas sociales «pre-hidráulicos» llamados por algunos «feudales» (tipo
bunyoros de Uganda) o «Estados prístinos» de Morton Fried, sino en tanto que se
aplica a los sistemas típicamente «asiáticos» (indostánicos, chinos y andinos).
Pero la cuestión es relevante para nuestro planteamiento, dado el significado que
el concepto «modo de producción asiático» tenía para la religión (como religión
de Estado) según el propio Marx de los Grundrisse: «una parte del trabajo exce­
dente de la comunidad pertenece a la comunidad superior, que termina por exis­
tir en tanto que persona y este trabajo se traduce a la vez en el tributo y en las obras
comunes destinados a glorificar la unidad, es decir, a glorificar sea al déspota de
carne y hueso, sea al dios.» Marx sugiere que este dios es el representante imagi­
nario de la unidad social, sin dar mayor importancia a las figuras zoomórficas que
estos «representantes imaginarios» del déspota pueden implicar, por ejemplo a la
relación Faraón-Horus. En el Imperio inca (si se le interpreta desde la perspectiva
del «modo de producción asiático») se conservaron los dioses locales (en función
de los ayllú)2M, eminentemente zoomórficos, pero aparece el Sol como un dios
central del cual el Gran Inca es sólo su hijo (desistimos de citar bibliografía dada
su abundancia y accesibilidad, y el carácter de este ensayo).
Ahora bien, el prim er período (que, obviamente, no puede haber comenzado
ex abrupto), exigirá la introducción, a parte ante, de una fase prehistórica de pre­
paración religiosa (una praeparatio evangélica, en cierto modo), una fase que
podemos extender a lo largo del Paleolítico inferior (principalmente a partir de la
utilización del fuego por homo erectas, a lo largo de 600.000 años) y que deno­
minaríamos período protorreligioso o período de la religión natural. (Hay que te­
ner en cuenta que los períodos prim ario, secundario y terciario cubren los fenó­
menos que comúnmente se denominan «religiones positivas».) Asimismo, el
período último, que estaría desarrollándose en nuestro siglo, tampoco significa­
ría el fin abrupto de la religiosidad, sino, a lo sumo, el final, no ya de las religio­
nes positivas tradicionales, pero sí el final de su capacidad creadora de formas
nuevas. Cabría pensar en cambio, como inicio de un período nuevo post-positivo
del eje angular, en una fase en la cual, en cierto modo, estaría apuntando la «re­
fluencia» de algunos gérmenes dados en los estadios más primitivos de la religión
natural. Un período aún sin figura histórica, el de la religión natural futura. Que,
en todo caso, no tenemos que entender como una fase que sustituya a las anterio­

(204) «"D iego G onzález Ilolguin, en su V ocabulario... (¡quichua o Inca, 1608, definía de este
m odo ‘A yllú’: «parcialidad, genealogía, linaje o parentesco o casta». El curaca [señor del pueblo] re­
cibía tierras del ayllú (vid. John M urra, La organización económica del Estado Inca, Siglo xxi, M é­
jico 1980).u
240 Gustavo liueno

res (las cuales, sin duda, pueden durar siglos, aun habiendo perdido la fuer?a ^
vanguardia que tuvieron en el pasado). De este modo, nuestro principio de ¡
cación, según el desarrollo del eje angular, comprendería, en rigor, cinco gra„c/ex
períodos o etapas macrohistóricas, de las cuales solamente las tres centrales (pr¡_
maria, secundaria y terciaria) podrían considerarse como las etapas de desarrollo
de la religión positiva, de la religión histórica.
En cualquier caso, cada uno de estos períodos no debe entenderse como mero
desarrollo de una conciencia religiosa subjetiva o social (desarrollo de los initos
o de los ritos) sino como etapas que señalan diferentes posiciones reales del honi-
bre ante los animales. En este sentido, los períodos señalados de la religión refle­
jarían situaciones efectivas, reales, y no subjetivas o mentales, por importantes
que estas fueran, desde el punto de vista sociológico. Esto no quiere decir qUe t0_
dos los episodios de cada período puedan ser interpretados como reflejos de mía
situación verdadera, dados todos ellos en el mismo plano. En el período de la rC-
ligión primaria, según ya hemos dicho, no sólo los animales serán percibidos como
numinosos, puesto que también importantes contenidos del eje radial les irán aso­
ciados (pongamos por caso, el arco iris cuando es interpretado, no ya como un fe­
nómeno meteorológico— radial— sino como una serpiente gigantesca). Este tipo
de error es enteramente contrario a aquel en el que desembocarán las religj0ncS
terciarias, a saber, la pseudopercepción dc los animales como máquinas (Gómez
Pereira, Descartes, Malebranchc...). Porque si, en un caso, un fenómeno radial
pasa a ser percibido como un numen animal, en el otro es un núcleo animal, vir-
tualmentc numinoso, aquello que comienza a ser percibido como un fenómeno
radial, impersonal (el organismo-máquina del mecanicismo).
En el contexto dialéctico global, todas las religiones positivas podrían ser lla­
madas antropológicamente verdaderas. Sin embargo, como verdadera religión p o ­
sitiva, en un sentido directo e inmediato, habremos de considerar a la religión p ri­
maria o nuclear. La época de las religiones falsas — de las religiones mitológicas—
será la época de las religiones secundarias (tribales, bárbaras). Porque, aunque en
su religiosidad, siguen nutriéndose de las múltiples veces milenarias experiencias
constitutivas de la religión primaria, sin embargo, no quieren reconocer la verda­
dera fuente de la numinosidad y vienen a constituir la etapa dc la «verdadera falsa
conciencia» religiosa, el período mitológico del error y la superstición, colindante
con la demencia colectiva (sin que ello quiera decir que carezca de causas y, sobre
todo, de efectos objetivos). Esta valoración de las religiones secundarias (las reli­
giones positivas, en su período de plenitud), nos permite, a su vez, formular lo que
podría considerarse como raíz filosófica de la verdad propia de las religiones te r­
ciarias, a saber: que ellas constituyen una etapa esencialmente crítica, la crítico
monista de las religiones secundarias o mitológicas, así como la crítica mutua de
los monoteísmos que su misma pluralidad comporta. («Así como no caben dos s o ­
les en el cielo, tampoco caben en la tierra Alejandro y Darío.») Mediante esta crí­
tica implacable y progresiva de los mitos (aunque sin desprenderse nunca entera­
mente de ellos, para mantener su condición de religiones positivas), las religiones
terciarias podrán considerarse como dialécticamente verdaderas en tanto cuhui-
El anim al divino 241

nan en la destrucción de toda religión positiva, en la iconoclastia y el ateísmo. La


iconoclastia y el ateísmo habrán de ser consideradas, entonces, paradójicamente,
no sólo como mutuamente equivalentes, sino también como la verdad contenida
«ortogenéticamente» en el fondo de las religiones superiores, del budismo, del cris­
tianismo, del islamismo. Porque ellas preparan el advenimiento del «Dios de los
filósofos» y, con El (como se advierte ya en Aristóteles), del principio de la im­
piedad. La historia del cristianismo, en particular— y poniendo aparte algunas de
sus corrientes (como pueda serlo el franciscanismo)—-, podría escribirse en efecto,
en gran medida, en cuanto historia de la impiedad: la historia que conduce a la con­
cepción del automatismo de las bestias y al deísmo.
El período de las religiones terciarias se alimenta, según esto, de la misma
autodigestión de los materiales anteriores. Ahora, es el cuerpo de la religión (mons­
truosamente recrecido por la mediación de las superestructuras sociales y, sobre
todo, políticas — las Iglesias universales, con sus dogmáticas correspondientes)
el que dará cuenta de la dinámica de su trayectoria y de su progresivo influjo, mu­
chas veces benéfico y admirable, en sus intersecciones con las categorías mora­
les o estéticas. (Solamente en el seno del cristianismo pudo haberse incubado,
pongamos por caso, el Oratorio de Navidad de Juan Sebastián Bach.)

3. La larguísima época prehistórica — centenares de milenios— , en la que se


prepara el primer período de la religión positiva, podría ser llamada la época de
la proto-religión o de la religión natural. No cabe hablar, es cierto, de religión po­
sitiva — del mismo modo que tampoco cabe hablar de «hombre» en el sentido de
la Antropología filosófica. Pero en cambio, no podríamos ignorar que en esta etapa
han debido prefigurarse ciertos factores de conducta humana (respecto de los ani­
males) como precursores inmediatos del hombre, cuya significación para la reli­
giosidad ulterior es indiscutible, por difícil que sea determinar su contenido. Los
hombres cazadores (podríamos decir) no suelen percibir (no ven) a la presa a la
que van a buscar: la conocen por indicios, expresados en signos (señales acústi­
cas u olfativas). Señales de una presencia que se revela a través de esos indicios
interpretados. Este conocimiento confiado y activo de lo que no se ve, pero se re­
vela en mil señales, ¿no ha de tener nada que ver con aquello que, más adelante,
las religiones superiores llamarán Fe — conocimiento hermenéutico de una reve­
lación personal, numinosa? Así también, el acecho ante la guarida ya localizada
y, sobre todo, la confianza de que, una vez cobrado el animal que da la vida, otro
animal de su especie va a acudir a sustituirlo, ¿no tendrán nada que ver con la E s­
peranza, en el sentido religioso? Pues aquí se trata, no de una esperanza indeter­
minada y general (D er Prinzip H offnung), ligada a la actividad proléptica, sino
de la esperanza específica en el renacimiento del animal viviente y salvador (es­
peranza de algo preciso, e K n í i ó o £ ) , es decir, la esperanza en la resurrección
(no ya sólo del hombre cuanto del propio animal numinoso -—la esperanza de que
acudirá de nuevo a su cita). En este sentido preciso cabría, pues, afirmar que la
esperanza es constitutiva no ya sólo del hombre, en general, sino del hombre pri­
mitivo cazador, en particular, en cuanto animal proléptico. Por último, hay que
242 Gustavo Bueno

tener en cuenta la evolución del homínido hacia las formas grupales de los c a n ­
dores cooperativos, en cuyo seno el egocentrismo del herbívoro se combinará gra­
dualmente con estilos altruistas de conducta. En virtud de ello lo que es ca¿ac¡0
ya no será consumido inmediatamente por el cazador; se arrastrará hacia donde
viven las mujeres y los hijos. ¿No sería legítimo entonces hablar de una prefj„u_
ración de la caridad, una caridad que se nos muestre como desarrollo final de la
fe y de la esperanza de las que comenzamos hablando?
El campo conductual cubierto por las tres virtudes teologales de la r e l i g ó
superior—fe , esperanza, caridad— no parece, por tanto, enteramente extraño a la
religión natural. Ni al hombre que, a través de ella, va tomando forma. (Las tres
célebres preguntas que Kant resolvía en una cuarta interrogación antropológ¡ca
«¿Qué es el hombre?», ¿no pueden ponerse en correspondencia precisamente con
estas tres virtudes teologales o naturales?: «¿Qué puedo saber?», ¿no se coordina
con la fe, o acaso, con el pasado?; «¿Qué debo hacer?», ¿no tiene que ver con la
acción caritativa, materia del presente?; en cuanto a la tercera pregunta, «¿Qué nic
es dado esperar?», explícitamente tiene que ver con el futuro, con la esperanza.)
Aquí damos por supuesto, desde luego, que las etapas de la prehistoria que
nos delatan la presencia de homínidos o protohombres, con tecnología en compa­
ración con la muy avanzada de los australopitecos y con una organización social
relativamente muy compleja, no pueden considerarse como partes de la historia del
hombre (salvo que se defina al hombre por la capacidad de fabricar instrumentos,
o por su inteligencia práctica — como si los animales no tuviesen ya una inteli­
gencia práctica y una tecnología rudimentaria). M ucho más sólido nos parece (si­
guiendo el criterio de Lactancio) tomar a la religión como criterio que marca la
transición delprotohom hre al hombre. Porque la religión, en el sentido en el cual
venimos entendiéndola, supone evidentemente que se ha abierto ya una diferencia
significativa interna, pero objetiva, entre el hombre y los animales, una disociación
del eje circular respecto del angular, una distancia que pide ser desplegada en abun­
dantes determinaciones nuevas. Alguna de las cuales podría acaso ser utilizada
como guía de investigaciones empíricas. Sugerimos, por ejemplo, la probabilidad
de alguna relación entre la evitación del canibalismo y la evitación del incesto, en
la medida en que tales evitaciones, en su forma institucionalizada como prohibi­
ciones (según normas combinatorias) puedan tomarse como criterio significativo
de una sociedad humana. (El tabú del canibalismo, en tanto supone una discrimi­
nación objetiva entre las viandas humanas y las animales, y sin perjuicio de las for­
mas de canibalismo mágico, siempre excepcionales, representaría, en el eje angu­
lar, un cambio paralelo a lo que el tabú del incesto representa en el eje circular.)
En cualquier caso, antes de la cristalización de la religiosidad, en su primer
período, no parece que pueda hablarse de la existencia de hombres. Por ello, co­
menzamos por referirnos a las relaciones de los protohombres con los animales,
en cuanto premisas sobre las cuales habrá de desarrollarse la conducta religiosa
ulterior, como relaciones constitutivas de la religión natural. Es cierto que, desde
muchos puntos de vista, resulta abusivo utilizar el concepto de religión natural
para estos servicios. Porque el concepto de una religión natural, tal como se di­
El anim al divinó 243

buja en la Historia dc la Filosofía de la religión, nos remite, intencionalmente al


menos, a una forma de religiosidad superior, a saber, aquella en la cual la deidad
ha sido despojada dc todos sus atributos imaginativos, para ser reducida a los tér­
minos estrictos «de la razón». La teoría de la religión natural— preparada por los
filósofos griegos («el Dios de los filósofos») e incorporada armónicamente por
los teólogos escolásticos, culmina en la época moderna. La tradición estoica (Mar-
silio Ficino, Lipsio, Bodin...) va configurando el concepto de una religión natu­
ral impresa por Dios en las almas y centrada en torno a los siguientes puntos205:
a) Existencia de un Dios personal, b) Libre voluntad, c) Inmortalidad del alma, d)
Ley de la naturaleza. Llegará a alcanzar un sentido militante en la Ilustración
(Locke, Voltaire, Rousseau, Helvctius, Volney...); militante, precisamente en con­
tra de las religiones positivas, consideradas como religiones falsas, incluso como
imposturas de los sacerdotes (Las ruinas de Palmit a de Volney, Moisés, Jesús y
Mahorna de Holbach). La religión natural, en cambio, la religión del vicario sa-
boyano de Rousseau, sería la única religión verdadera, tantas veces entendida
como la religión del buen salvaje, todavía no corrompido por los impostores que
cría la civilización. Pero semejante concepto de religión natural, interpretado desde
una perspectiva materialista (pero también desde la perspectiva de la ciencia em­
pírica comparada de las religiones) es un puro concepto ideológico. La religión
natural no es religión (al menos, no es la religión objeto de las ciencias empíri­
cas dc la religión) de la misma manera que el «lenguaje universal» tampoco forma
parte de la materia que estudian los lingüistas. Desde el punto de vista de nuestra
filosofía, el concepto ilustrado de religión natural pertenece más bien a las fases
avanzadas de las religiones terciarias, aquellas en las cuales la religión se autodi-
suelve («el deísmo es un ateísmo cortés»).
Por consiguiente, y siempre que se acentúen estas connotaciones, puramente
posicionales o funcionales, del concepto de religión natural (frente a las religio­
nes positivas), con abstracción, desde luego, de los contenidos, no resultará ente­
ramente gratuito desarrollar el concepto de religión natural dc tal suerte que pueda
tomar los valores que les liemos asignado. En efecto:

(1) El concepto de religión natural es una construcción puramente filosó­


fica, que no denota ninguna religión positiva e incluso se postula al mar­
gen, y aun en contra, de toda religión positiva.
(2) Es un concepto que ha sido ya aplicado al «buen salvaje», es decir, a los
hombres en cuanto son pensados fuera del curso dc la civilización histó­
rica. Pero el «buen salvaje», en perspectiva evolucionista, está más cerca
del Pitecántropo y aun del Australopiteco, que del vicario saboyano.
(3) La religión natural es el concepto filosófico que la filosofía clásica dc la
religión desarrolló precisamente para ofrecer un fundamento de verdad
a la vida religiosa de la humanidad. Este es justamente el servicio que

(205) Jean Bodin, Colloqidum H eptaplom eres dc rerum sitblimiun arcanis abditis, 1593.
244 Gustavo Bueno

nosotros creemos puede rendir la nueva versión de este concepto, la re­


ligión natural del Paleolítico superior, la religión (que no es religión po­
sitiva) de un hombre (el «buen salvaje») que no es hombre todavía.
(4) El concepto filosófico de religión natural desempeña el papel de un ho­
rizonte necesario para que pueda aparecer como problema el concepto
de la religión positiva, que es la religión simpliciter2<)ñ. Y, así, desde este
horizonte en el que a nosotros se nos aparecen los precursores del hom­
bre primitivo, es decir, los hombres cazadores, rodeados de animales que
no son todavía numinosos, el problema filosófica de la génesis de la re­
ligión podría ser planteado de estos términos precisos: «¿Cómo puede
explicarse la transición de la figura de los animales que rodean al hom ­
bre primitivo a la fig u ra de tos animales num inosos?»

Este problema de génesis presupone una teoría sobre la estructura de la reli­


gión nuclear: «Los númenes son animales.» Pero, aquí, es la estructura lo que nos
conduce a la cuestión genética, como cuestión inversa: ¿cómo los animales lle­
gan a ser númenes? Es decir: ¿cómo se constituye la fase de la religión primaria?
Sin duda, la respuesta a esta pregunta depende de la consideración de múlti­
ples factores intermediarios que, hoy por hoy, es imposible dominar en su conjunto.
Destacaríamos, por nuestra parle, muy principalmente, el factor lingüístico estricto,
es decir, el lenguaje fonético articulado, «el segundo sistema de señalización». La
razón es obvia: difícilmente podemos concebir la formación de símbolos capaces
de establecer una distanciación con las referencias empíricas animales y, a la vez,
de mantener un alto grado de persistencia social, si no es a través de los símbolos
lingüísticos fonéticos, en cuanto «señales de señales» capaces de clasificar y com­
poner el material primario y capaces de asegurar la distanciación de las respuestas
respecto de las emociones inmediatas (fase segunda de V. Bunak), distanciación
necesaria para la consolidación de ulteriores procesos del relato, de la interpreta­
ción mítica (la fase quinta de V. Bunak): los mitos o relatos narrados en las largas
noches de las cavernas son seguramente el complemento indispensable de las fi­
guras animales pintadas en sus paredes e iluminadas por las antorchas. Es enton­
ces cuando la religión natural habrá podido transformarse en religión positiva.
Ahora bien: si el lenguaje fonético articulado no puede atribuirse al hombre de
Neanderthal (según la teoría de P. Lieberman, el prerrequisito para el lenguaje hu­
mano es la formación del conducto vocal supralaríngeo acodado, que se anuncia­
ría ya en Steinheim y Broken HUI, pero no en Neanderthal: por nuestra parte, po­
dríamos poner el significado de este acodamiento en su condición de mecanismo
facilitador de una actividad operatoria fonética, similar a la operatoriedad manual),
entonces habrá que concluir que la religión primaria positiva no es anterior al P a­
leolítico superior y que la época del Musteriense-Ncanderthal es, a lo sumo, una

(206) « 'P u ed e verse una síntesis actualizada de la idea de religión natural en A lfonso T resgue-
rres, «El concepto de ‘religión natural’. Deísm o y filosofía m aterialista de la religión», E l B asilisco,
V época, 1995, n" 18, págs. 3-12.1»
/:/ anim al divino 245

fase intermedia entre la religión natural y la positiva. Considerar alalo al Homo


erectus, como lo hizo Haeckel, es tanto como dudar de que él sea hombre en sen­
tido estricto, sin que por ello haya de dejar de tener una cultura relativamente com­
pleja, incluso rudimentos de señales fonéticas. Lo que no se le puede atribuir es re­
ligiosidad primaria. Esta va asociada a un lenguaje fonético dotado de una mínima
gramaticalidad y los indicios más seguros para determinar las fechas de aparición
de este lenguaje fonético-gramatical son indirectos, a través de la uniformidad de
las piezas fabricadas normalizadas, mas que a través de argumentos paleo-anató­
micos, como advierte Clark207. Rensch nos ofrece un argumento convergente208:
«El hecho de que el rápido y constante progreso de la cultura no se iniciase hasta
el Paleolítico superior (Auriñacense) hace sospechar que fue en este período cuando
surgió un lenguaje propiamente dicho, al utilizarse determinados sonidos y se­
cuencias de sonidos como símbolos.»
crLos mecanismos por los cuales pudo tener lugar la segregación o e.x-sis-
tencia del eje circular respecto del eje angular tienen que tener alguna relación
con la constitución de la esencia misma del homo sapiens y de sus características
diferenciales respecto de los demás animales. Lo decisivo no es aquí la raciona­
lidad, una vez constituida, sino, por decirlo así, la «racionalidad constituyente».
Y en esta constitución ha debido jugar sin duda un gran papel la consolidación
del bipedismo, que libera a las manos y las convierte en «cerebros exteriores de
la humanidad». El bipedismo, por otra parte, habría precedido al desarrollo del
cerebro. Si nos atenemos a las investigaciones de Charles Oxnard y otros209 ha­
bría que ver el bipedismo como un proceso derivado de la consolidación de la con­
ducta de la llamada «parada de intimidación», que aparece en cercopitecos, hilo-
bates, orangutanes, gorilas, chimpancés, &c. Esta parada de intimidación (que
consiste en erguirse, a fin de explorar y hacer frente a los enemigos, &c.) en con­
diciones adecuadas — cambios del medio ambiente, del medio forestal a uno más
seco a partir del Mioceno, hasta 5 millones de años, anatomía idónea...— habría
determinado la estación vertical consolidada. Desde nuestra perspectiva esto sig­
nifica que el bipedismo no es un proceso autónomo, interno, instantáneo, sino que
implica ya un enfrentamiento ante los animales; enfrentamiento que estaría en el
germen de las posibilidades de la nueva especie. El erguirse da su personalidad a
quien se yergue viniendo de una situación de cuadrumano, pero ello no implica
que la percepción del enemigo hubiese de ser percepción de superior a inferior;
por el contrario, lo que cabe destacar es que esta percepción había de comenzar
por ser distinta, y precisamente esa diferencia podría tener mucho que ver con una
visión más intensa de los peligros, del terror, de la numinosidad; a medida preci­
samente en que las manos comenzaban de manera artificiosa a competir con los
poderes de felinos y fieras, antes fuera de su horizonte.■»!

(207) G raham e Clark, La prehistoria. Alianza, M adrid 1981, pág. 482.


(208) Iiem hard Rcnscli, H om o sapiens. D e anim al a semidiós, Alianza, M adrid 1980, pág. 123.
(209) rvVid. N ina G. Jablonski & G corge Cliaplin, «Antes de los primeros pasos: los orígenes
del bipedism o», en M undo Científico, n‘- 144, 1994, págs. 270-271.■*>
246 Gustavo Bueno

4. La interpretación del abundantísimo material paleolítico a través del cual se


conservan huellas indiscutibles de las relaciones del hombre con los animales, en t¿r_
minos religiosos (tomando ahora esta expresión en el sentido más o menos indeter­
minado que cada escuela suele atribuirle, un sentido que es muchas veces confuIlc]¡c¡0
con la magia, o con el fetichismo, o con el totemismo, o con el animismo), es, p0r j0
demás, la interpretación más común entre los investigadores científicos. Las «reo¡0-
nes» de este material más importantes a nuestros efectos son, en primer lugar, l0s en_
terramientos musterienses y las pinturas rupestres, a partir del Auriñacense (pero tam­
bién en el Magdaleniense).
Sin embargo, cuando tomamos en consideración la necesidad del lenguaje foné­
tico articulado para el desarrollo de una religión positiva, y, suponiendo que este desa­
rrollo sólo pueda acreditarse con seguridad a los homínidas del paleolítico superior, ha­
brá que concluir que los enterramientos musterienses y las figuras auriñacenses constitUycn
dos tipos dc fenómenos muy distintos, en cuanto a su interpretación en términos de «re­
ligión natural». A título de pauta hipotética, pondríamos a los enterramientos íriuste-
ricnses como testimonios de una fase de transición entre la religión natural y la reli­
gión primaria. Y esto, en razón de que, en los enterramientos musterienses, los símbolos
son ellos mismos partes de las sustancias simbolizadas (huesos, pieles). En efecto, en­
tre los enterramientos musterienses hay que subrayar, no ya sólo a los enterramientos
intencionados (orientados, dispuestos simbólicamente) de hombres, sino también a los
enterramientos de osos, por ejemplo, los de la cueva de Drachenloch (en San Gall) a
2.445 metros. «Fue sorprendente [decía Obermaier210] el hallazgo de almacenamien­
tos intencionados de restos de osos. E. Báchler descubrió a lo largo de las paredes de
la cueva, a una distancia de 40 a 60 centímetros de las mismas, unos muros curiosos y
pequeños, de una altura de 80 centímetros, los cuales estaban construidos de losas de
piedra caliza, colocadas unas sobre otras. En el espacio entre estos pequeños muros y
la pared rocosa halláronse verdaderos almacenes de restos de esqueletos de osos. A esto
hay que añadir seis cistas, rectangulares, construidas de piedras lisas, yuxtapuestas, sin
labrar, más o menos cerradas por todas partes y cubiertas cada una por sus correspon­
dientes tapaderas de grandes losas. Dentro de cada una de estas cistas había tres o más
cráneos de osos, cuidadosamente colocados uno junto a otro, y con ellos un cierto nú­
mero de grandes huesos, igual que tras de los muros antes citados.» El propio Ober-
maier acompañaba su descripción con este comentario: «Se ha dicho que aquí se trata
de un lugar religioso, con testimonios de un primitivo culto de caza y sacrificios.» En
efecto, la interpretación de estos enterramientos, en el contexto de un culto al oso de
las cavernas, apoyadas en paralelos etnológicos (el culto al oso de los aínos y de los si­
berianos del Yenisei — Kyosuke Kindaichi211ha subrayado cómo la matanza ritual de
un oso, por los aínos, no debe confundirse con un sacrificio, pues es el oso mismo quien
es también la deidad— ), fue la interpretación oficial durante muchos años (por ejeni-

(210) Hugo O berm aier, /:/ hombre prehistórico y los orígenes de la hum anidad (1932), edición
española aum entada por Antonio G arcía Bellido, Revista de O ccidente, M adrid 1942, págs. 50-51.
(211) Kyosuke Kindaichi, «The concepts behind the Ainu Bear Festival», South W estern J o u r ­
nal o f Anthropology, vol. 4, pág. 349, Nuevo M éjico 1949.
El anim al divino 247,

pío, la teoría de Othenio Abel212). Sin embargo, es evidente que la investigación etno­
lógica, centrada sobre nuestros contemporáneos primitivos, jamás puede pretender ca­
pacidad para llegar a ofrecer una prueba de la religión prehistórica (como lo creyeron
los investigadores de la escuela de Viena, Schmidt, Schebesta, Gusinde, Gahs, &c.).
Porque la escala de su tiempo es otra. Nuestros contemporáneos más primitivos y mar­
ginados (los Mae Enga, de Nueva Guinea, por ejemplo), han estado, sin embargo, ex­
puestos a influencias milenarias de religiones secundarias y terciarias — es decir, en
términos absolutos, no son ni primitivos ni marginados y difícilmente pueden tomarse
como testigos de la humanidad primitiva. (¿Cómo probar que en el Waq de los galla,
un «Dios del cielo» de atributos similares al Dios del Antiguo Testamento, no alienta
ningún átomo de un dios egipcio o, simplemente, cristiano o musulmán?)
Y no es que la consideración de las religiones de los «contemporáneos pri­
mitivos» sea adversa por completo a nuestra tesis. oyLeemos, por ejemplo, en un
manual de Antropología213, al describir la «organización social, arte y religión» de
los nativos costeros ecuatorianos y, en particular, de los indios esmeralda', «se sabe
muy poco acerca de la religión de los esmeralda; en sus templos había representa­
ciones de animales; colocados sobre altares bajos, ante los cuales quemaban cons­
tantemente maderas olorosas. En otros templos se veneraban representaciones de
grandes serpientes. Se sabe que los indios esmeralda inmolaban niños y mujeres a
sus dioses [en general — parece que hay que decir— cabe pensar que siempre que
una religión practique sacrificios humanos es porque detrás de ellos acechan los
colmillos de algún numen antropófago]. Las víctimas eran despellejadas y las pie­
les eran rellenas de paja y expuestas luego en los templos con los brazos en cruz.
Los pescadores [esmeralda] veneraban los tiburones y los cazadores a los grandes
felinos.»•©! Si nos atenemos a los datos arrojados por las fuentes que suelen ser
consideradas como testimonio actual de los estados más primitivos de la humani­
dad, a saber, las que se refieren a ciertos pueblos cazadores, encontramos, en casi
todos ellos, la figura de un señor de los animales, un ser divino cuya función pa­
rece consistir en proteger a los animales (en principio, de una especie determinada)
y permitir que los cazadores tomen su parte. Como si el señor de los animales fuese
el órgano de control de la depredación. Ahora bien, el señor de los animales suele
tener figura antropomorfa, pero con frecuencia es él mismo un animal o, al menos,

(212) Othenio Abel, T iere d er Vorzeit in ihrem Lebensraum, Ullstein, Berlín 1939. «'M uchos tes­
tim onios que prueban la universalidad del culto al oso podrían añadirse, no solo arqueológicos (el
bronce del siglo i encontrado cerca de Berna, que representa un oso corpulento inclinándose hacia una
osa — el m ism o nom bre de Berna se relaciona con Biir=oso— ) y filológicos (artio, una voz celta si­
m ilar al griego arktos=oso', Artio era tam bién el nom bre de una diosa osina) sino también etnológi­
cos (cerca de Cuzco, en Perú, a 4800 m etros de altura, hay un lugar helado al que, aún hoy, suben unos
hom bres-oso — ukukus— que hablando en falsete buscan tom ar contacto con el dios del Monte Blanco).
Los indios navajos creían (creen) que el oso, reverenciado por la tribu, les enseñó el uso de la planta
m edicinal Ligustucum p o r ta r, y, efectivam ente, los osos pardos y los osos kodiak de Am erica del
N orte desentierran las raíces de esta planta y, después de m asticarlas, se untan con su jugo la cara y
la piel (vd. M ichacl A. H uffm an, «La farm acopea de los chim pancés», en M undo Científico, n" 165,
febrero de 1996, pág. 154).u
(213) irA u g u sto Panyella, R azas Hum anas, Ram ón Sopeña, Barcelona 1966, pág. 518.t i
248 Gustavo ¡Sueno

puede tomar la forma de un animal. Según Koch Griinberg214 así le ocurre a Ke-
yeme, «el padre de todos los animales de caza», pájaros, &c., al alcance de los tcnt-
lipang (indios caribes al norte de América del Sur). Keyeme es como un hombre,
pero cuando se pone su piel coloreada, se convierte en una gran serpiente de agua.
En cambio, el rey de los Karibú (los renos, al alcance de los esquimales del La­
brador) es ya, él mismo, un Karibú, un reno gigante (que logró ser visto, según el
mito, por un chamán interesado en saber a dónde iban los renos cuando se retira­
ban, en grandes manadas, hacia el interior); un animal que descansaba ante una
casa enorme, hecha de césped y hierbas: los Karibús pasaban por debajo de él y se
introducían en la casa y una vez que el último karibú hubiera entrado, el Gran Ka­
ribú se tendía delante de la puerta para vigilar. Diríase que el Gran Karibú encar­
naba el arquetipo ( o imiversalc ante rem, la clase de elementos) en la forma de un
elemento gigante, capaz de cubrir a los elementos ordinarios.
También la Sedna esquimal es señora de los anim ales y, aunque antropo­
morfa, está casada con un perro. Sus hijos, que en parte fueron perros y en parte
hombres, fueron los antepasados de los europeos — los perros— y los antepasa­
dos de los esquimales — los hombres— . Sedma es una divinidad (no única) y el
chamán es el mediador, que actúa aquí como sacerdote.
Podríamos alegar la figura del señor de los animales como indicio de la exis­
tencia de númenes animales primigenios, anteriores incluso al totemismo (como
institución social). La figura del señor de los animales parece estar, en todo caso,
en relación con el llamado (Herniann Baumann) protototem ism o que es, si se
quiere, el totemismo genuino, todavía no desarrollado socialmente (clanes exó-
gamos, &c.) Sin embargo, nuestra alegación sería más retórica y tópica que cien­
tífica. Porque también podríamos aducirla como testimonio de un antropomor­
fismo primigenio (pues el señor de los animales es muchas veces humano). Incluso
en la perspectiva «degeneracionista» de la Escuela de Viena podríamos interpre­
tar las figuras del señor de los animales como una «astilla» de la figura origina­
ria del Ser Supremo. Lo que ocurre es que la ciencia de la religión queda, en este
punto, enteramente indeterminada. Y si nos interesa determinar el orden entre los
componentes antropomorfos, teriomorfos o teomorfos, componentes incluidos en
la figura del señor de los animales, no es a la experiencia empírica, sino a las pre­
misas filosóficas a donde tendremos que dirigirnos. Recíprocamente: si ofrece­
mos una doctrina determinativa de los componentes de la figura del señor de los
animales y de su situación respeto del totemismo más tardío, no será tanto por­
que dispongamos de motivos empíricos (por muchas pruebas que se acumulen)
cuanto porque nos apoyamos en motivos filosóficos, confesados o inconfesados.
Distinguiremos pues, la Etnología de la Prehistoria, al menos en lo que a la
teoría de la animalidad del numen originario se refiere. Ello sin perjuicio de re­
conocer que la Etnología puede ofrecer rasgos originarios, aunque envueltos con
rasgos más evolucionados. Y, lo que es más, sólo a través de la Etnología nos es
dado alcanzar la medida y la escala de esos rasgos.

(214) Koch Griinberg, Von R oroim a zum Orinoco, Stultgarl 1916, 28, vol ni, pág. 174.
(¿ a lv an i, «D e v ir ib u s e le c tr ic ita tis» ,
M odena 1792. L ám ina que ilustra las
experiencias con la rana.

G ó m e z P e r c ir a , e n su A n l o n ia n a M a r ­
g a r ita , o p u s n a m p e p h y s ic is , m e d ié is a c
th e o lo g is n o n m in u s titile , c/uam n e c e s -
s a r iu m (M e d in a de l C a m p o 1554), in a u ­
g u ra la m o d ern a visión d e sac ra liz a d a (im ­
p í a ) d e lo s a n i m a l e s , c o m o s im p l e s
m áq u in a s, sistem as m ec á n ico s, m ero s a u ­
to m a tis m o s e le c tro q u ím ic o s . U n a v isió n
q u e , a t ra v é s d e l c a r te s ia n is m o , h a l l e ­
g a d o h a s ta n u e s tro s d ía s . D e s d e la p e rs ­
p e c tiv a d e la c o n c e p c ió n d e la re lig io s i­
d a d n u c le a r e x p u e sta e n e ste libro, la tesis
del « a u to m a tism o d e las b e stias» ad q u iere
u n h o n d o s ig n if ic a d o r e lig io s o , a u n q u e
d e s ig n o n e g a tiv o , s im ila r al q u e p a ra L1
c o n c e p c ió n te o ló g ic a d e la r e lig ió n r e ­
p r e s e n ta el a te ís m o .
250 Gustavo Bueno

Ateniéndonos más bien a la perspectiva prehistórica, subrayamos que es


desde ella desde la cual un investigador reciente21-’ nos dice: «La antigua hipóte­
sis de que durante el Musteriense se estableció un culto al oso ha sido combatida
duramente, pero en los últimos tiempos parece recobrar nuevamente su pasada vi­
talidad.» Y, por su parte, un conocido expositor216 nos sugiere cómo las razas del
Plcistoceno tardío pudieron adoptar el culto de los ncandcrthalicnses a los osos
(aunque ya cazaban otros animales: mamuts, caballos salvajes, ciervos): Durante
cien mil años, en la época glacial, el oso se había fijado en las mentes. Cuando el
oso (blanco) fue escaseando se eligió el oso pardo, más pequeño y peligroso. El
oso dc las cavernas, cuando el clima se hizo más crudo — el Wiirm— tenía que
dormir más, sus dientes crecían sin desgastarse, le sobrevenían grandes inflama­
ciones de los maxilares, raquitismo y gota en las cavernas mal ventiladas: los ca­
zadores de Altamira —Cromagnon— liquidaron a estos dioses lisiados.
En cuanto a las pinturas rupestres — que en sus 4/5 partes, como ya dijimos,
representan animales217— puede afirmarse que prácticamente nadie las interpreta
como inspiradas por una intención puramente estética (sin perjuicio del altísimo
valor artístico que en muchas ocasiones alcanzan) y que prácticamente todos los
prehistoriadores les atribuyen un significado religioso o mágico. (Durkheim ya
había subrayado cómo lo más importante en el totemismo son los dibujos de las
criaturas tótem, más que los propios animales; si bien lo justificaba en el sentido
de que los dibujos simbolizan a los clanes, de donde toman la inspiración reli­
giosa, pues también en ellos está distribuido el mana.)
Pero esto es tanto como decir que a los pintores de Altamira o dc Lascaux
habría que considerarles antes dc la familia a la que pertenecen Moisés o San Juan
de la Cruz (la familia del homo religiosas de Spranger), que de la familia a la que
pertenecen Goya o Picasso (la familia del homo acsthcticus), que es la tendencia
que, lógicamente, tiende a imponerse entre los historiadores del arte. Porque los
emplazamientos de estas pinturas en el fondo de las cavernas prehistóricas, o en
lugares que, en modo alguno, pueden considerarse como «paneles de exposición»,
nos inducen a pensar antes en un Santuario que en un Museo. Y las representa­
ciones del sancta sanctorum son precisamente representaciones animales (lo que
constituye siempre una situación paradójica, desde la perspectiva dc la religiosi­
dad terciaria). Dice von Kocnigswald: «Estas pinturas rupestres tienen un carác­
ter sacrosanto, aun citando sólo representen animales.»218 El aura religiosa que

(215) Fran^ois Bordes, «La vida cotidiana en la antigua edad de piedra», en la obra patrocinada
por la u n i -s c o , coordinada por Juan Schobinger, El origen del hom bre, Prom oción C ultural, B arce­
lona 1973, pág. 107.
(216) Ilerbert W cndt, Tras las huellas de Adán. La novela de una ciencia, N oguer, B arcelona
1958, págs. 537-539.
(217) Según estim ación que asum e E.O. Jam es, La religión del hombre prehistórico..., pág. 231:
«Se ha calculado que en el Paleolítico Superior las cuatro quintas parles de las pinturas parietales re­
presentan anim ales...»
(218) G.I I.R. von Kocnigswald, L os hombres prehistóricos (1955, 1964), traducción española de
Miguel Fuste, Om cga, Barcelona 1967, pág. 184 (subrayado nuestro).
í:l anim al divino 251

el recalo de su emplazamiento proyecta sobre las mismas pinturas rupestres no


excluye que, simultáneamente, suela verse en ellas una intención pragmática, eco­
nómica (y aquí acude el concepto de magia simpática de Frazer, como tecnolo­
gía). Se aducen ciertas erosiones que suelen presentar las figuras en lugares co­
rrespondientes a partes vitales del animal y que podrían haber sido producidas por
dardos. (El emplazamiento de las figuras, sin embargo, parece excluir la intepre-
tación de estos Santuarios como «campos de tiro»: los dardos que se lanzaban
contra ellas tendrían en todo caso una intención mágica, no de entrenamiento in­
tencional, aunque comportasen un entrenamiento efectivo.)
La interpretación religiosa suele, en resolución, fundirse con la interprcta-
i ción mágica, gracias a que se apela, muchas veces, a conceptos tomados de reli­
giones actuales (principalmente, la comunión). He aquí la exposición de un prehis­
toriador español contemporáneo: «Sin duda, el hombre, mediante la representación
gráfica del animal, intenta expresar lina relación animal-alimento-hombre, en la
que existe un lazo de unión puramente económico, aunque su forma de expresión
haga suponer la existencia de un factor religioso, posiblemente la identificación
del hombre con el animal que le alimenta, factor que será hallado miles de años
después en las sociedades de cazadores existentes entre muchos de los llamados
primitivos actuales.»219
En el momento en que escribimos estas páginas nos llega la noticia del ex­
traordinario descubrimiento de la cueva paleolítica de El Juyo (Santander) que
ofrecería el primer ejemplo de un santuario (datado en 14.000 años) con objetos
especialmente dedicados al culto: una losa de casi una tonelada de peso, inter­
pretada como un altar por los descubridores (González Echcgaray y G. Freeman)
y una cabeza de piedra, cuya mitad derecha es antropomorfa pero cuya mitad iz­
quierda tiene el aspecto evidente de un felino, acaso un leopardo o un león.
La interpretación que los científicos ofrecen de las reliquias prehistóricas cons­
tituye — nos parece— un valiosísimo punto de apoyo para la concepción filosófica
de la religión que estamos exponiendo. Pero no nos ofrecen, por sí mismas, una fi­
losofía explícita. Ni siquiera la concepción que estamos desarrollando puede con­
siderarse derivada de los hallazgos prehistóricos. Y no es que pueda decirse que
las interpretaciones de los prehistoriadores se mantengan al margen de toda Idea
filosófica de religión; es porque estas Ideas aparecen de modo confuso o inconexo
o, en cualquier caso, no unívoco. Propiamente, en efecto, la presencia de figuras
rupestres zoomórficas no demuestra su numinosidad, como tampoco la presencia
de figuras antropomorfas demuestra la concepción humanista de la religión (las
mujeres danzantes de las cuevas de Cogidl, Lérida, no representan divinidades sino,
a lo sumo, sacerdotisas). Las figuras zoomorfas podrían representar simplemente
animales (cuya caza se desea por medio de ritos religiosos o mágicos) que habría
que buscar en otra parte. Y las figuras mixtas (por ejemplo, las siluetas humanas
con cabeza de mamut y brazos abriéndose en forma de colmillos, de la cueva de

(219) Francisco Jorilá C erda' Prehistoria de Asturias, lomo i de la H istoria de Asturias, Ayalga,
Salinas 1977, págs. 89-90.
252 Gustavo llue/to

Les Combarelles) tampoco demuestran una escena religiosa, por ejemplo (desde
nuestro punto de vista) una apoteosis humana, porque podrían ser simplemente la
representación de un disfraz pragmático de caza (a lo sumo mágico, no religioso).
Con todo, Breuil, por ejemplo, prefería interpretar la figura humana de perfil y con
cola de Altamira como representativa del «dios de la caverna».
Quizá pudiera analizarse de este modo la situación: los científicos más «so­
brios» (aquellos que temen, fundadamente, quedar prisioneros de definiciones de­
masiado genéricas y tajantes) utilizan las Ideas según las determinaciones que al­
canzan en las categorías del presente (quizá «eternizándolas»): «Arte», «Religión»
(terciaria), «Economía», «Tecnología». Lo que equivale a decir que, en sus inter­
pretaciones de las reliquias prehistóricas, proceden, y muy legítimamente, por ana­
logía: «El fondo recatado y casi inaccesible de la caverna que contiene la figura de
un bisonte se parece a un santuario»; o bien: «Las soluciones para representar en un
plano las tres dimensiones del animal real se parecen a las que encontramos en nues­
tros talleres de pintura artística»; o bien: «La subordinación de las pinturas a fines
utilitarios se parece a los procedimientos propios de la actividad económica.» Se
utilizan también retazos de Ideas filosóficas procedentes de diversas fuentes, com­
puestas entre sí. Por ejemplo, la Idea de comunión, como identificación del hombre
y del alimento — lo que recuerda la idea del deseo de la Fenomenología del Espí­
ritu de Hegel— . Comentando al danzante disfrazado de bisonte, contiguo al brujo
de Les Trois Freres, dice E.O. James: «...la situación se complica por un sentido
inherente de parentesco que el hombre primitivo sentía entre él y los animales, a los
que veía dotados de mayor fuerza, virilidad y astucia que él mismo, y de quienes,
sin embargo, dependía en cuanto a sus medios de subsistencia, que implicaban su
caza.»220 Las Ideas de comunión, o de identificación, se combinan con la Idea mar-
xista de la subordinación de la religión a la economía, lo que equivale acaso, sim­
plemente, a entender la religión primitiva como una alucinación (un mecanismo de
la mentalidad prelógica o un efecto de la falsa conciencia, aunque justificado por
su contenido pragmático). El resultado es una acumulación, por yuxtaposición «po-
linómica», de perspectivas heterogéneas. Esto aparece muy claro en la utilización
habitual del concepto (polinómico) de factor, factor religioso, factor económico,
factor mágico. Lo que 110 es otra cosa, ya es bastante, sino la expresión misma del
análisis de las reliquias desde las categorías del presente. Análisis que puede resul­
tar suficiente para alimentar una larga tarea comparativa, sin duda, muy útil y ne­
cesaria, de las reliquias entre sí. Otros autores más «abstractos», como Ringgrcn y
Slrom221, distinguen, para «facilitar» el análisis del hecho religioso, un componente
intelectual, un componente emocional y una implicación social: una teoría de los
(actores que, filosóficamente, es irrelevante, pero que se utiliza como si lucra muy
clara, porque sirve al menos, mal que bien, para clasificar materiales religiosos.

(220) li.O. Jam es, Erom Cave to Catliedral, Tham es and Iludson, Londres 1964; edición esp a­
ñola con el título de El templo, Guadarram a, M adrid 1966, pág. 45.
(221) Ilelm cr Ringgrcn y Ake V. Slrom, apud Philippe Derchain, «Religión egipcia», en ¡.as re­
ligiones antiguas, .Siglo xxi, Madrid 1977, pág. 102.
/.'/ animal divino 253

El «concepto polinómico» de las reliquias paleolíticas que de estos métodos


puede resultar, es a todas luces insuficiente, desde un punto de vista filosófico. Se
trata de un concepto puramente denotativo. No basta decir que el arte rupestre se pa­
rece a muchas formas de lo que hoy llamamos religión (por ejemplo, a un Santuario)
porque de lo que se trata es de determinar, a su vez, por qué llamamos religiosas a
estas formas del presente (al Santuario). No es sólo que nos encontremos ante una
yuxtaposición («concepto polinómico»); es que muchas veces esta yuxtaposición es
incoherente, ya en el plano mismo de la interpretación, y conduce a perspectivas
incompatibles (o, por lo menos, tales que la incompatibilidad aparente ni siquiera in­
tenta ser resuelta). Principalmente ocurre esto, en nuestro caso, a propósito del fa c ­
tor mágico y del [ador religioso. Cuando se subraya el carácter mágico del arte ru­
pestre, se defiende una idea bastante clara: estamos ante un procedimiento para obtener
la pieza para matarla, cobrarla. ¿Qué se quiere decir al afirmar, sin embargo, que las
representaciones parietales magdalenienses (o los enterramientos musterienses) son
«religiosos»? Entre otras cosas, que irían dirigidos a simbolizar, por ejemplo, al «dios
de los osos», con objeto de lograr que su numen pueda hacer de nuevo vivir a los ani­
males empíricos que han muerto. Y apoyará esta interpretación en los ritos de algu­
nos pueblos asiáticos de la actualidad, que cuelgan el cráneo de los osos que matan
en la copa de árboles muy altos, para que el dios de los osos pueda hacer de ellos otra
vez animales vivos222. Según esto, «lo religioso» se hace consistir aquí o bien en la

(222) Sobre el culto al oso entre los aillos inform a George I’etcr M urdock, N uestros contem po­
ráneos prim itivos, 1934 (ed. española. Fondo de C ultura E conóm ica, M éjico 1954, cap. Vlll, págs.
157-ss). Son muy conocidas, a través del libro de Ruth lienedict (l ’atlerns o f Culture, traducción es­
pañola por León Dujovnc, con el título 1.1 hombre y la cultura. Investigación sobre los orígenes de la
civilización contemporánea. Sudam ericana, Buenos Aires 1967, capítulos iv y vi), las ceremonias que
las «sociedades m édicas» de los Zuñí desarrollaban com o culto a sus dioses-bestias, cuyo ¡ele era el
oso. Los danzantes lo personifican, y colocan sobre sus brazos la piel de las patas delanteras con sus
garras. Asim ism o, las cerem onias de los pueblos de la costa del Noroeste (Kwakiutl). Cuando baila­
ban los danzarines osos, el coro cantaba:

Grande es la furia de este gran ser sobrenatural.


Llevará a los hom bres en .sus brazos y los atormentará.
Les devorará la piel y los huesos, triturando su carne y sus huesos con los dientes.

Todos los bailarines que se equivocan en su actuación tienen que tirarse al suelo com o si cayeran
muertos y los que personifican al oso caen sobre ellos y los despedazan... «Fn las grandes cerem o­
nias los osos estaban vestidos totalm ente con pieles de oso negro, y en cerem onias de menor im por­
tancia usaban en los brazos las pieles de las patas delanteras del oso con las garras extendidas. Los
osos bailaban alrededor del fuego, arañando la tierra e im itando los m ovim ientos de los osos enfure­
cidos m ientras la gente cantaba el canto del bailarín que personificaba al oso:

¿Cóm o nos esconderem os del oso que se m ueve en torno del mundo todo?
¡Arrastrém onos bajo tierra! Cubram os nuestras espaldas
con lodo para que el terrible gran oso
del Norte del m undo no nos encuentre.» (pág. 213).

Sobre dioses relacionados con el oso en I lispania (por ejem plo Arco o la diosa Artio, diosa ursina
relacionada con A rtem is) ver José M aría tilázquez M artínez, Religiones prim itivas de H ispania. I.
Fuentes literarias y epigráficas, csic, Roma 1962, pág. 103.
254 Gustavo Bueno

introducción de un dios dc los osos, a quien se ruega (mediante la oración, catego­


ría religiosa) o bien, acaso, se interpretan estos ritos como magia psicológica. Dc to­
das formas parece que de lo que se trata es dc un ritual dc reproducción, dc un modo,
aunque ilusorio, de expresar una preocupación por la conservación (lo que testimo­
nia una conducta económica no depredadora, al menos intencionalmente). En todo
caso, es curioso constatar que la interpretación mágica de las reliquias equivale a po­
ner, como finalidad dc las mismas, la muerte del animal; mientras que la interpreta­
ción religiosa equivaldría a atribuirles la finalidad dc la reproducción. Desde esta
perspectiva es muy impórtame determinar si el realismo, orientado a reproducir las
figuras, movimientos, &c., de los animales del entorno, es verdaderamente el estilo
de las fases más primitivas del Paleolítico, o si, por el contrario — según la tesis de
André Leroi-Gourhan223— , el realismo es una adquisición muy lenta que, tras la fase
abstracta del Estilo I, se insinúa en el Estilo II — las Venus aitriñacenses— pero sólo
se hacc presente en el Estilo III — final del sohttrense y principio del magdaleniense,
hacia 15000 a.C.— y, sobre todo, en el Estilo IV, el de Altamira. Por lo demás (dice
el autor citado), todo el arte paleolítico europeo está suspendido en un tema mito-
gráfico, oscuro para nosotros, y que hace intervenir en un mismo grupo al hombre,
a la mujer, el bisonte y el caballo.
Pero una concepción filosófica dc la religión debe ofrecer una Idea desde la
cual se nos muestre el principio interno de la unidad de lodos estos factores, su
eventual coherencia y su verdad. Y, por ello, no puede una concepción filosófica
partir de esas categorías (religiosas, humanas) como si ya estuviesen dadas. Da­
das, por cierto, sólo en un plano mental, como ilusiones, si el científico es eco-
nomicista («el hombre primitivo, que necesitaba cazar y alimentarse, en virtud del
factor religioso ‘percibía’ en los animales algo sagrado»). La filosofía de la reli­
gión debe regresar hasta el punto mismo en el que la religiosidad se constituye
como tal, para, desde esc punto, intentar comprender si es posible, incluso la misma
composición de los momentos religiosos con los momentos mágicos, de la re­
producción de la vida con las técnicas dc la muerte.
Este punto al que es preciso regresar se dibuja justamente, en nuestro caso, en
el horizonte de la religión natural. Y, por tanto, la pregunta filosófica sobre el sig­
nificado religioso de las reliquias paleolíticas es, al mismo tiempo, la pregunta por
el origen dc ese significado, en tanto que contiene una verdad (en la medida en que
la ¡luminosidad animal no hace de este un mero fetiche). No se trata por tanto (su­
puesta precisamente la Idea dc una religión natural) dc ir a buscar esc significado
o ese origen fuera de las propias actividades prácticas dc la caza utilitaria (aunque
también habrá que incluir, dentro de esa conducta práctica, no sólo la conducta eco­
nómica, sino la conducta «militar», la de defensa ante los animales dañinos). Se
trata simplemente de comprender los mecanismos antropológicos en virtud dc los
cuales los animales, que ya rodeaban al protohombre en la etapa dc la religión na­
tural, comienzan a ser percibidos como ¡luminosos, comienzan a dar lugar a las
manifestaciones propias dc la primera fa se de la religión positiva.

(223) A. Lcroi-Gourhan, Le geste et la parole, Albin M ichel, París 1965, cap. 14.
EI anim al divino 255

Y estos mecanismos son los que (desde nuestros supuestos) no podrían en­
tenderse al margen del propio proceso de constitución de relaciones circulares.
Por ello, formularemos el proceso de inmunización de los animales naturales como
un proceso simultáneo de segregación o extrañamiento (la serpiente, por ejem­
plo, en el Génesis) de unos seres que rodean a los hombres, como partes de un
mundo del que además se depende (el alimento) y con el cual se convive cotidia­
namente. Un proceso en virtud del cual, a medida que van cerrándose las rela­
ciones circulares, van también desdoblándose como extraños los seres que nos ro­
dean y que, sin embargo (a diferencia de los árboles o de las piedras) continúan
siendo, aunque sin seguir nuestras reglas «circulares», centros de voluntad, que
acechan, huyen, aparecen y desaparecen en lugares imprevistos224. Desde el punto
de vista de esta segregación, ex-sistencia o extrañamiento adquiere un significado
muy rico (sin salimos del terreno mismo de las actividades primarias, orientadas
a la alimentación) la cuestión del canibalismo. A medida en que los demás hom­
bres no puedan ser comidos (esto es, no es que no se coma de hecho, sino que se
configure una norma o regla que prohiba el canibalismo — lo que implica la pre­
sencia de conceptos universales similares a los que aparecen en las técnicas de fa­
bricación normada de instrumentos líticos), tendremos un criterio de distancia­
ción de los animales, de los cuales se depende, y recíprocamente22-5.
En el origen de la percepción de los animales como númenes nos inclinarí­
amos a ver más que un proceso de identificación del hombre con el alimento ani­
mal, del que se depende (una comunión), un proceso de segregación o de extra­
ñamiento de aquello mismo de lo que, sin embargo, dependemos. Una segregación
o extrañamiento que se lleva a cabo a partir de un fondo de semejanza, de comu­
nidad de vida y de lucha, de religación natural.
Aquello que comienza a ser extraño, sin embargo, nos envuelve. Va y viene,
nos acecha: respecto de ello tenemos ese sentimiento de dependencia mediante el
cual Schleiermacher caracterizaba la esencia de la religión. Porque los animales
que los hombres comienzan a percibir como extraños (a medida que van cerrán­
dose las relaciones regladas familiares) siguen siendo, sin embargo, envolventes,
en el sentido en el que nos envuelve una voluntad y una inteligencia (la que se
manifiesta en la religión natural). Y esta situación ontológica nos parece que tiene
capacidad para suscitar el «reflejo» o «coloración» del animal como numinoso.
No como ilusión o simple fenóm eno, sino como aspecto objetivo, aunque posi-
cional, de la misma realidad de aquello «que es cada vez más distinto, sin dejar

(224) « ...e s probable que la presencia o ausencia de un habla semejante a la hum ana haya sido
un poderoso factor en los apaream ientos entre individuos m ás o m enos concordantes», Philip Licber-
m an, «Un enfoque unitario de la evolución del lenguaje» (1973), en Víctor Sánchez de Zavala (comp.).
Sobre el lenguaje de los antropoides, Siglo XXI, M adrid 1976. pág. 190.
(225) D ice Edm und Leacli en un artículo repleto de referencias a los aspectos sagrados de los
an im ales: «til hom bre y el perro son ‘c o m p añ ero s’; el perro es ‘el am igo del h o m b re', l’or otro
lado el hom bre y la com ida son categorías antitéticas: el hom bre no es com estible, por lo tanto el
perro tam poco.» En «A spectos antropológicos del lenguaje: categorías anim ales e injuria verbal»,
en Eric II. L enem berg, N u evas direcciones en el estudio del lenguaje. Revista de O ccidente, M a­
d rid 1974, pág. 47.
256 Gustavo Bueno

de ser siempre semejante» (y semejante en términos de parentesco). Esta objet¡_


vidad (o verdad) de principio de la numinosidad, que va configurándose de e.Sie
modo, no excluye la posibilidad de ilusiones concretas. Antes al contrario, est;ís
ilusiones (o errores) alcanzan precisamente la posibilidad de ser redefinidas desUe
aquella verdad de principio (el arco iris aparece como numinoso en la medida en
que se percibe como una serpiente gigante, es decir, por transferencia).
El extrañamiento de los animales, operado sobre el fondo de la comunidad Ue
vida ligada a la religión natural, es afín al asombro. Un asombro que no podría to­
marse como concepto primitivo, como algunas teorías de la religión lo toman (im i­
tando la explicación que Aristóteles ofrece al hablar del origen de la filosofía). «Fue
el asombro ante los astros, ante los meteoros o ante los animales aquello que dio
origen a la religión.» ¿Porqué tendrían que asombrar fenómenos cotidianos? Si los
animales rodeaban cotidianamente al hombre primitivo, ¿porqué habrían de asom ­
brarle? Para ello debieran haber aparecido en su horizonte animales enteramente
nuevos. Pero, ¿cuáles podrían haber sido éstos? Los grandes reptiles jurásicos ha­
bían desaparecido hacía millones de años, contando desde el Pleistoceno. ¿Cabría
pensar en el descubrimiento casual (por parte de un hombre primitivo) de algún e s ­
queleto fósil gigantesco, lo que nos llevaría a una explicación paleontológica del
asombro determinante de la religión positiva? (En 1971, en un lugar del Estado Ue
Tolima, Colombia, llamado El Boquerón, apareció un esqueleto de 20 metros de
longitud, un dinosaurio o iguanodonte, y a su lado un cráneo humano.) Esta hipó­
tesis, aunque muy positiva por su contenido, sería gratuita y, además, insuficiente;.
El asombro o extrañamiento parece que ha de ponerse necesariamente en fun­
ción, no ya de un cambio abrupto y ocasional aparecido en el entorno de los hom­
bres ya constituidos, sino en función de un cambio operado en el seno de los m is­
mos precursores del hombre, o del hombre en estado constituyente. Las conexiones
circulares nuevas resultan ser, así, rigurosamente correlativas a las nuevas relacio­
nes angulares. La Etología tiene aquí mucho que decir en el futuro (mucho más que
la Etnología), porque el extrañamiento de los hombres, respecto de los animales de
otras especies y de la suya propia, no podría dejar de tener paralelismos zoológicos.
Por ejemplo, experiencias con macacos rhesus, aislados en su nacimiento, parecen
probar que los monos pequeños muestran preferencia por imágenes de congéneres,
aprendían a proyectarlos en pantalla (eligiendo entre otras) presionando una palanca,
emitían sonidos de contacto social, &c. Incluso preferían imágenes de un congénere
en actitud amenazadora. Pero a la edad de dos y medio a tres meses, cambió la
reacción: empezaron a mostrar temor ante las imágenes del mono amenazador, re­
trocedían, se abrazaban, emitían sonidos de miedo226. Si la reacción de los jóvenes
macacos fuese interpretada como una reacción religiosa (primus in orbe déos fe c it
timor), resultaría que, en una primera etapa, los númenes de los macacos serían ani­
males de otras especies, y en una segunda etapa congéneres suyos (en línea con lina
teoría «evemerista» de la «religión de los macacos»).

(226) Hibl-lühesf'eldl, en Nueva Antropología. Antropología biológica, dirigida por Ilans-G eorge
Gadamcr, trad. española, Om cga, Barcelona 1976, lomo II, págs. 7-ss.
El anim al divino 257

En cualquier caso, no nos parece justificado confundir los indudables para­


lelismos genéricos que la religión ha de tener en el campo etológico, con la ex­
tensión del concepto de religión a todas las relaciones análogas que puedan ha­
llarse en otras especies zoológicas, al menos si seguimos refiriendo el concepto
de religión a las religiones positivas. El análisis de este paralelismo es, en todo
caso, fuente inapreciable de conocimiento para la ciencia y la filosofía de la reli­
gión, tal como aquí la entendemos, puesto que sólo mediante tales análisis cabe
aproximarse al núcleo verdaderamente específico de la religión humana, evitando
confundir con él otros componentes genéricos. La religión — venimos diciendo—
es una suerte del lenguaje animal interespecífico, en el cual uno de los interlocu­
tores es el hombre. Pero las señales interespecíficas pueden (dice Wickler) no sólo
originarse, sino también desarrollarse como rituales221. Según esto, los rituales
religiosos deberán ser analizados en sus componentes genéricos (o, al menos, en
sus paralelismos con los rituales de otras especies) y en sus componentes estric­
tamente específicos, los que se deriven de la peculiaridad de los interlocutores hu­
manos (incluyendo aquellas peculiaridades que puedan ser formuladas con cate­
gorías zoológicas).
No es este el lugar de precisar los contenidos de estas peculiaridades — con­
tenidos especulativos, hoy por hoy. Tan sólo parece posible afirmar que estas pe­
culiaridades, y los cambios correspondientes, se asientan sobre la «dualidad ta­
xonómica» del protohombre de la religión natural (su pertenencia a dos órdenes
distintos, prim ates y fiera s) y comportan el desarrollo muy avanzado de la es­
tructura lógica del mundo (la fabricación de instrumentos, según normas univer­
sales y, por ello, prolépticas) y de la sociedad (la organización de las familias se­
gún reglas, también prolépticas). Por tanto, de los símbolos lingüísticos o iconográficos,
de los conceptos universales operatorios. No pertenece, en todo caso, a la filoso­
fía de la religión el análisis de la constitución dc esa conducta proléptica; pero sí
el utilizar los análisis que la Antropología pueda ofrecer (en orden, por ejemplo,
a la comprensión del proceso de rotación que lleva de la mera anamnesis, social­
mente realizada, a las prolepsis tecnológicas y sociales).
Y es de este modo como puede ciertamente establecerse que el concepto dc
religión nuclear no se construye, en cuanto que es ya religión positiva, a partir
simplemente de la relación zoológica (caza, &c.) de los hombres con los anima­
les. Requiere la mediación de los conceptos universales y de sus símbolos, de las
esencias a través de las cuales los animales empíricos comienzan a ser contem­
plados228. No porque la esencialización signifique que los animales se desvían de
su condición de alimentos. Es su misma condición de presas aquello que, a partir

(227) A pud, R obert A. H inde, N on-verbal com nutnicaüon, Cambridge U niversity Press, C am ­
bridge 1975, pág. 120.
(228) o "Esencialización no significa aquí tanto la determ inación de una esencia transem pírica y
m etafísica cuanto la universalización norm alizada de las propias figuras em píricas. Por ello la esen­
cialización puede ser a la vez muy «realista», sin perjuicio de su abstracción esencial: un bisonte de
A ltam ira no es una figura que represente algún arquetipo celeste, sino un prom edio dc los bisontes
em píricos m ás cercano a lo que Galton llam ó una «im agen m edia», que a una esencia m e g árica.ti
258 Gustavo Bueno

de la relación de reciprocidad, puede ser percibido desde la esencia universa] p0 r


tanto, aquello que no se agota en la corporeidad individual empírica. No pQ
nos remita al plano de lo espiritual, sino porque nos lleva al plano lógico (te ,-c.¡0
genérico) de lo que puede ser reproducido, aunque esta reproducción no depencja
técnicamente del hombre, sino justo del propio animal (observaciones de ^
bras animales preñadas, de huevos de reptiles o de aves). Porque la única ro
ducción tecnológica que el hombre paleolítico era capaz de propiciar no podfa re_
basar los límites de la reproducción simbólica. Según esto, lo significativo cje esn s
reproducciones paleolíticas no sería tanto (cuando nos situamos en un punto <je
vista filosófico) que ellas tuviesen o no fines de magia simpática (lo que siempre
puede ocurrir, en el plano psicológico) o que tuviesen una intención ■—que sen-a
ya religiosa— de magia psíquica (rogar al numen del animal, o engañarle, 0 in­
vitarle a reproducirse) sino que ellas manifiestan la efectiva percepción objet¡va
de los animales empíricos de la religión natural desde la perspectiva de la escn.
cia universal, de los arquetipos. Esta perspectiva es la que nos perm ite entrar en
el terreno de la religión positiva.
Ateniéndonos estrictamente al material de reliquias paleolíticas que hemos
tenido en cuenta, podríamos intentar alcanzar un principio interno de desarrollo
de esta religión primitiva. En efecto, lo característico de esta forma primaria de
la religiosidad es su referencia a las realidades animales concretas, empír¡cas
pero sub specie essentiae. Es decir, en la medida en que ellas no desaparecen por
la caza, sino que se mantienen tras su desaparición empírica, fenoménica, se man­
tienen en su esencia. A su arquetipo, ligado sin duda al nombre, ó al símbolo- se ­
gún él, se reproducen. Ahora bien: esta esencia simbólica que se conserva y qUe
sólo cuando se posee conservada por los hombres alcanza la figura de tal, podría
haberse desarrollado según tres formas principales y sucesivas:

1) Ante todo, como parte real (corpórea) disociada del animal mismo que
mucre: lo que se conserva del animal muerto son los huesos (su cráneo, por
ejemplo) o su piel; la piel con la cual los hombres mismos se cubren y se
protegen para dirigirse (desde el arquetipo o esencia universal) a los nue­
vos ejemplares empíricos de la especie o a sus enemigos. Tal sería la fase
de la religión musteriense. (Sin embargo, el carácter sagrado del animal
concreto puede aparecer también en fases muy posteriores: lo atestiguarían
las momias egipcias del papión hamadriada, que personificaba a Tot.)

2) En segundo lugar, como figura del animal representado y disociado del


animal empírico. Figura que no es ninguna alegoría, pues no quiere ser
otra cosa sino la esencia universal del mismo animal empírico, es decir,
una figura realista (naturalista), a veces, de un asombroso realismo. Tal
es la fase correspondiente al arte parietal auriñacense, solutrense, &c.
Lo que importa subrayar aquí es que el realismo de estas pinturas pa­
rietales no mengua nada su carácter simbólico (como representativo de
la esencia).
El anim al divino 259

No las hace menos simbólicas que el esquematismo de otras pinturas pos­


teriores, como puedan serlo las representaciones de animales numinosas
en culturas precolombinas. Representaciones talladas y policromadas de
un simbolismo tan profundo, que a los propios españoles les parecieron
verdaderamente numinosas (aunque de signo maligno, como inspiradas
por el demonio). «Y no he hallado (dice Gonzalo Fernández dc Oviedo229)
en esta generación cosa entre ellos más antiguamente pintada ni escul­
pida o de relieve entallada, ni tan principalmente acatada e reberenciada
como la figura Abominable e descomulgada del demonio, en muchas y
diversas maneras pintado o esculpido, o de bulto, con muchas cabezas e
colas, e diformes y espantables, e caninas e feroces dentaduras, con gran­
des colmillos e desmesuradas orejas, con encendidos ojos de dragón e fe­
roz serpiente, e de muy suertes y tales que la menos espantable pone mu­
cho temor y admiración.»

3) Pero la misma naturaleza operatoria de la esencialización contiene en sí


un germen combinatorio (combinación de esencias o arquetipos) que, por
otra parte, habría que ver como la primera manifestación, en el período
de la religiosidad primaria, dc la actividad mitológica (cuyo monstruoso
desarrollo dará lugar a los contenidos de la religión del segundo período).
Como ilustración de esta fase de la religión primaria en la cual los ar­
quetipos, aún referidos a animales empíricos, aparecen ya en una mezcla
combinatoria mitológica (fantástica), podría citarse acaso el famoso «he­
chicero magdaleniense» de la cueva de los Trois-Fréres: parte de él pin­
tado y parte grabado, en realidad representa a un animal que «tiene un
rostro de mochuelo, con larga barba de bisonte, grandes orejas de lobo y
anchas astas de ciervo. Sus extremidades delanteras recuerdan las garras
del oso, mientras las posteriores son puramente humanas, con una cola
de caballo adaptada»230.

Concluimos: el concepto de religión primaria o nuclear comporta una idea


de religión cuya característica hay que poner en el eje angular. Porque la religión
primaria no será, según este concepto, algo así como una «concepción del mundo»,
como una «preocupación por lo transcendente» o por el «más allá», sino la esen­
cialización (sim bólica, poética) de un conjunto de conductas, propias de los hom­
bres en formación, respecto de los animales de su entorno; conductas de natura­

(229) G onzalo Fernández dc Oviedo, H istoria G eneral y Natural de las Indias, libro 5", capítulo
I ( u a e , tom o i, pág. 112). Fernández dc Oviedo se refiere a esas islas dc tierra firme, sobre todo esta
isla (La Española). « 'A ñ ad am o s esta viva descripción que Fray Toribio dc Benavente («Motolinia»)
ofrece en su H istoria de los indios de la Nueva España (1,4): «Tenían asim ism o unas casas o templos
del dem onio, redondos, unos grandes y otros m enores, según eran los pueblos, la boca, hcclia como
de infierno, y en ella pintada la boca de una tem erosa sierpe IQuetzalcoatl] con terribles colm illos y
dientes y en algunos de estos los colm illos eran dc bulto, que verlo y entrar dentro ponía gran tem or
y grima; en especial, el infierno que estaba en México, que parecía trasladado del verdadero infierno.»'»
(230) D escripción dc Hugo O berm aier, El hom bre prehistórico..., pág. 84.
260 Gustavo Bueno

leza práctica (política, estratégica, en el sentido de la Teoría cíe juegos), encami­


nadas a engañar, a adular, impetrar, &c., a los animales que realmente rodean al
hombre, y, en general, a ajustar un nuevo tipo de conducta impuesta por la nueva
percepción. (Uno de los objetivos de estas prácticas puede ser precisamente inci­
tar al animal a reproducirse.) La religión primitiva puede contener, por tanto, en
el plano de estas conductas, los más encontrados sentimientos: temor, admiración,
amor, asco... En este sentido, la religión primitiva no podría considerarse como
una forma homogénea, sino compleja y confusa, y aun contradictoria, en su mismo
principio. Sobre todo si tenemos en cuenta (porque ya está contenido en el con­
cepto general de religión primaria que hemos dado) no sólo la multiplicidad de
relaciones, sino el que, juntamente con las figuras animales, también las figuras
de otros hombres (de otras bandas humanas, tal como hoy las consideran los prehis­
toriadores) pueden aparecer como numinosas. Esto tendrá lugar en la medida en
que aparezcan como «hombres extraños» («superanimales»), hombres de otras ra­
zas o de otros grupos sociales, cuyos conflictos aparecen ambiguos, como cazo o
guerra. En la medida en que la confusión objetiva entre las figuras antropomór-
ficas y zoomórficas, que se considera inevitable, sea más intensa en ciertas fran­
jas de la religión primaria, habrá que decir también que esta forma de religiosi­
dad contiene un principio interno de error o de falsedad objetiva. No será legítimo,
según esto, ver a la religión primaria como la sede exclusiva de la religión posi­
tiva verdadera. Antes bien, estaremos autorizados para poner en ella los gérme­
nes de error característicos de los ulteriores períodos de la religiosidad.
Pero el error asociado a las religiones ulteriores no procede sólo de la re­
ligiosidad primaria. Es cierto que lo que se engloba bajo el epígrafe «religión»,
en los tratados de etnología o antropología, es tan heterogéneo que hace impo­
sible, como hemos visto, un tratamiento global en términos de verdades o erro­
res, del desarrollo de una estructura a partir dc un origen, aun cuando esta he­
terogeneidad induce a la tentación de presentar las diferentes corrientes contenidas
bajo el mismo nombre como si derivasen por transformación las unas de las
otras (por ejemplo, el animismo del totemismo, éste del manismo, &c.). Gene­
ralmente se establece un lazo entre los contenidos más heterogéneos desde la
perspectiva de la religión terciaria («el amor de Dios implica el amor propio,
por consiguiente la preocupación por la vida futura, de donde los sacramentos,
las ceremonias funerales, el culto a las almas, &c.»). Pero si mantenemos nues­
tras premisas hay que sacar enérgicamente la consecuencia: que es preciso con­
siderar como no religiosos a muchos de los fenómenos que habitualmente se
consideran reunidos bajo ese adjetivo. Hay un cierto consenso en lo que se re­
fiere a la magia, en tanto que contradistinta de la religión y, parcialmente, en lo
que se refiere a muchos fenómenos mitológicos del tipo «Blancanieves». Pero,
¿por qué llamar religiosa a la ceremonia del chamán invocando a un difunto, o
bien a las maniobras de una pitonisa en trance de predecir el futuro? Desde luego,
no es razón el que todo ello pueda ser englobado en el capítulo de las alucina­
ciones, porque hay, evidentemente, alucinaciones que no tienen carácter reli­
gioso, como el espejismo en el desierto. En cualquier caso, las alucinaciones
El anim al divino 261

(Joya. Kl diablo en form a de vam piro

En la é p o c a m o d e rn a las fo rm a s a n im a le s m a n tie n e n su p re s e n c ia c o m o e n c a rn a c ió n d e lo te rrib le -m m im o s o .

La nueva percepción de los anim ales

E l in te ré s p o r lo s a n im a le s , e n c u a n to s e ro s in te lig e n te s (y n o s im p le s a u to m a tis m o s ) c o n s titu y e un e n fo q u e re c ie n te


q u e , lib e rá n d o s e d el c a rte sia n is m o , h a im p u lsa d o el d e s a rro llo d e la E to lo g ía , d isc ip lin a c ie n tífic a q u e en c ie rto m o d o
p o d ría c o n s id e ra rs e c o m o u n a v e rs ió n a c tu a l d e la T e o lo g ía p o sitiv a .
262 Gustavo Bueno

(espontáneas o provocadas por técnicas especiales) del tipo de las citadas, ca ­


recen de interés filosófico-religioso, puesto que ellas no permiten poner a los
hombres en relación con entidades transcendentes (cuestión de la verdad) aun­
que sí permitan graduar la enorme capacidad de los hombres (o de la «estupi­
dez humana») para engañarse o sugestionarse, para ser moldeados por im pos­
tores o simplemente por profetas o locos.
Ahora bien, lo que tienen de común todos los fenómenos reseñados, desde
nuestras coordenadas, es el ser, o bien radiales (la magia, las técnicas de hechicería)
o bien circulares (espiritismo, chamanismo, &c.). Metodológicamente habría
que atribuirles fuentes características no religiosas, así como significado antro­
pológico peculiar, no religioso en su origen. A sí la acción del brujo sobre una
persona distante está más en la línea de lo que después será un contacto por te­
léfono o por radio, sin que nadie se crea en la obligación de tener que concep-
tualizarla como un fenómeno religioso. Magia, hechicería, espiritismo, mántica,
quiromancia, &c., tienen fuentes no religiosas y cursos de desarrollo propio y
si los etnólogos o antropólogos incluyen todas estas cosas dentro de un m ism o
capítulo (por comodidad o por confusión de ideas) peor para ellos. Porque sólo
distinguiéndolos esencialmente cabe cambiar al modo más adecuado los plan­
teamientos de tantos problemas que se abren a la investigación etnológica. Y
principalmente los problemas que tienen que ver con los procesos de intersección
y confluencia de corrientes de origen distinto. Intersecciones y confluencias que
se producirán principalmente en el curso secundario del desarrollo de la reli­
gión. Cabría incluso definir la religión secundaria como el momento en el cual
las ceremonias y conductas relacionadas con los númenes se amalgaman (cere­
monial y míticamente) con ceremonias mánticas, con el espiritismo, con la he­
chicería..., aunque siempre conservando unas características propias. (Tampoco
en la fase terciaria de las religiones estas prácticas «supersticiosas» son nece­
sariamente segregadas de la religiosidad teológica, sino que por el contrario se
mantienen alentadas, pese a sus protestas, por los especialistas religiosos, que
saben que la teología metafísica no interesa demasiado al pueblo y que éste de­
sea «cosas prácticas» como la adivinación de su futuro o simplemente el estar
reunidos.)

5. Los efectos que la religión primaria ha podido tener en el desarrollo de la


humanidad son múltiples. Pero el sentido global de los mismos podía acaso des­
cribirse como el «efecto de consolidación» de las estructuras circulares (mora­
les), en tanto se mantienen en dependencia cotidiana respecto del mundo (eje ra­
dial) y respecto de los animales (eje angular). Estos, a su vez, pertenecen a un
universo que los envuelve en una comunidad de vida.
Los pueblos que (utilizando el concepto de E.B. Tylor) aún hoy comúnmente
son computados en las estadísticas como animistas (frente a los creyentes de las
religiones superiores) se encuentran en la fase que llamamos secundaria de la re­
ligión (aunque muestran influencias abundantes de las religiones superiores). El
desarrollo relativamente independiente (respecto de las prácticas o rituales reli­
El anim al divino '263

giosos) de las estructuras circulares y de las técnicas radiales (incluyendo aquí


las tecnologías industriales y mágicas y también los planos o teorías representa­
tivas23') es el principio de la confusión objetiva entre las categorías religiosas pri­
marias y las categorías sociales, cosmogónicas, &c. Una confusión objetiva que
hay que poner en los orígenes mismos de la evolución humana.
Pero esta tendencia a la confusión objetiva, que perdurará siempre, no podría
dar cuenta, por sí misma, dc la transición hacia la religiosidad secundaria, por­
que los mecanismos objetivos de confusión pueden actuar ya en el ámbito mismo
de la religiosidad primaria: las tecnologías mágicas intersectan con los rituales
religiosos y recíprocamente, sin necesidad de alterar los esquemas nucleares. Las
transferencias*del ritual específico, suscitado por un determinado numen, hacia
animales de otra especie, tampoco constituyen razón para considerar rebasado el
horizonte de la religiosidad primaria; ni siquiera las equivocaciones en virtud de
las cuales un ser inanimado, por ejemplo, una liana, es percibida como una ser­
piente. Porque estas equivocaciones no tienen mayor alcance, en principio, que la
equivocación otológica propia del ave depredadora que percibe a la mariposa Ca-
lligo, con las alas extendidas, como si fuera un buho, sin que por ello la mariposa
se transforme en ave. Otro tanto podría decirse de las eventuales invenciones alu-
cinatorias, que conforman «teoplasmas», soportes de un valor numinoso, debidos
a estímulos farmacológicos (hiero-drogas) o de cualquier otro tipo. Estas aluci­
naciones, en todo caso, presuponen ya una previa y amplia experiencia con fo r ­
mas animales. Y sólo esta experiencia explicaría adecuadamente los contenidos
zoomórficos de tantos delirios alucinatorios, incluyendo los del delirium tremens
del alcohólico urbano de nuestros días.
Las causas necesarias para explicar el tránsito hacia la religión secundaria
hay que situarlas en las transformaciones objetivas a que el desarrollo circular
(demográfico, por ejemplo) y radial-tecnológico, junto con el propio desarrollo
religioso primario, han operado en el medio real y, por supuesto, en el cambio
efectivo que, por otros motivos (entre ellos, sequías, epidemias), el propio medio
real ha podido experimentar. Por lo que a la religión afecta, los cambios más sig­
nificativos podrían ser agrupados en estas dos rúbricas:

1) Una de carácter negativo, a saber, el progresivo agotamiento de la caza,


determinado, en parte, por el progreso tecnológico y social (flechas, or­
ganización cooperativa de los cazadores). Culmina en la llamada «desa­
parición de la megafauna del Pleistoceno» y, con ella, de las referencias
efectivas de los grandes númenes paleolíticos. No obstante, sus esencias
o arquetipos no han podido desaparecer, una vez que habían sido fijadas
por una tradición milenaria. (Más bien hablaríamos de una ocultación de
los númenes, de la transformación de sus arquetipos en misterios, de la
transición al estado de numen absconditus.)

(231) En rigor, m apas de un entorno de radio creciente, m apas o planos sobre los cuales se asen­
tarán ulteriores m itos geográficos, cosm ogónicos, m eteorológicos.
264 G ustavo Bueno

2) La segunda rúbrica es positiva y cubre tocio el capítulo de la domesticación


de los animales. El significado del neolítico para el curso del desarrollo de la
religiosidad no lo pondremos, por tanto, como es habitual, meramente en el
cambio de atención hacia los «misterios de la vegetación» que imprime la
revolución agrícola (porque este cambio de atención es sólo un concepto psi­
cológico asociado con las teorías radiales de la religión), sino, formalmente,
en el control de los animales y, en particular, en el control técnico de su re­
producción. Pues este control ha de llegar a constituir un cambio efectivo en
las relaciones angulares de dependencia que los hombres tienen respecto de
los animales durante el período de la religiosidad primaria. Un cambio cuyo
significado en la percepción de la numinosidad animal, tal como ha sido ex­
puesta, será innegable. En cualquier caso, constituiría una grave equivoca­
ción el pensar que este control técnico sobre los animales domesticados equi­
vale a un conocimiento más profundo de su naturaleza. También podría
decirse lo contrario, que el control técnico de los animales (por otra parte, lle­
vado a efecto al margen de cualquier conocimiento científico de índole ge­
nética) encubre su significado biológico, reduciéndolo o constriñéndolo a sus
aspectos pragmáticos más groseros. El carnicero que percibe una vaca según
las líneas por donde va a ser cortada en tajadas no la conoce mejor que el
hindú que tiene prohibido tocarla; a lo sumo, la conoce de otro modo.

En todo caso, han de encerrar un especial significado para el análisis del de­
sarrollo de la religión secundaria los esquemas utilizados para dar cuenta de la «tran­
sición al neolítico», sus causas (según algunos, preferentemente radiales, por ejem­
plo acontecimientos geológicos tales como la subida del nivel de las aguas o acaso
invenciones tecnológicas extendidas por difusión; según otros preferentemente a n ­
gulares, la extinción de la caza; según unos terceros, predominantemente circula­
res, la presión demográfica, creciente de modo constante), sus cauces (es muy di­
ferente utilizar la tesis circular al modo de Cohén, como mera «crisis alimentaria de
la prehistoria», a utilizar dialécticamente esta tesis introduciendo la idea de que la
presión demográfica creciente no actúa inmediatamente sobre el medio — casi nunca
agotado hasta el límite de sus virtualidades— , sino mediatamente a través de la pre­
sión de unos grupos humanos sobre otros, presión que sugiere procesos regulares
de conflictos entre los númenes primarios respectivos y sólo eventualmente sincre­
tismos jerarquizados) y sus ritmos. La transición probablemente se produce de modo
gradual y probablemente ubicuo, lo que ajusta muy bien con las condiciones más
adecuadas para explicar la complejidad de los desarrollos de la religión mitológica,
cuya artificiosidad y variedad no podría haberse dado ex abrupto ni siquiera en cor­
tos lapsos de tiempo, ni haber alcanzado la relativa homogeneidad de «escala», que
no se explica bien siempre por vía difusionista. Se advierte ello más claramente si
se tienen en cuenta los procesos de desarrollo, que tuvieron que darse, de las cere­
monias propias de la religiosidad primaria, por entretejimiento con otras ceremo­
nias (mágicas, políticas, tecnológicas) de alto funcionalismo circular (extrarreli-
gioso), pues sólo así se explica que el núcleo religioso primario, sin perderse, al irse
F.t anim al divino 265

concatenando e interfiriendo con otros procesos, se diluya paulatinamente (cuanto


a sus efectos originarios) en el tejido ceremonial y dogmático conjunto, al cual, sin
embargo, puede de vez en cuando comunicar una coloración peculiar que servirá
de base para que esos tejidos sigan pareciendo muchas veces formaciones específi­
cas de la esfera religiosa, aunque no lo sean propiamente.
En líneas generales diremos que la transición hacia las formas de la religio­
sidad secundaria no puede entenderse como un proceso de desaparición de los
númenes, sino como el proceso de su transformación o anamorfosis. Una trans­
formación esencial y específica, en virtud de la cual, las figuras animales numi­
nosas se mantienen gracias a que se produce un cambio específico de sus refe­
rencias, una «metábasis a otro género» diferente. Un género que podríamos intentar
definir con precisión: un género de referencias que ya no serán identificables con
los animales empíricos (que han desaparecido o han sido controlados), sino enti­
dades que ya no son animales, aunque tengan alguna conexión imaginaria con
ellos y conserven constantemente las huellas de su origen. Si llamamos, por an­
tonomasia, dioses (■ñeíoi, nefer) a estos nuevos númenes, podríamos definir la
religión secundaria, en primera aproximación, como la religión de los dioses.
Ante todo, la religión de los dioses-dema, en el sentido de A.E. Jensen. Pues las
divinidades dema (del nombre que los mariiul-anim de Nueva Guinea dan a los seres
numinosos «que viven en el tiempo originario») son propias de ciertos pueblos pri­
mitivos agricultores, extendidos hoy por las regiones tropicales, pueblos dedicados al
cultivo de tubérculos. Lo significativo para nosotros es precisamente el carácter, con­
siderado esencial, de estos dioses-dema, cuando lo tomamos en su lado negativo, a
saber: el no vivir en el tiempo presente. Pues entonces siempre podremos explicar la
inclusión de los dioses-dema en el tiempo originario como el resultado de un despla­
zamiento, a partir de una situación de inclusión en un tiempo presente. Una situación
de trato directo con animales numinosos característicos de la religión primaria. Los
dioses-dema vivirían sólo en el tiempo originario, no como consecuencia de un pro­
ceso degenerativo (en el sentido de Lang o de Schmidt) que habría mutilado una parte
del todo (la realidad actual, pero también la originaria, del Dios del cielo), sino como
efecto de la adquisición de una situación nueva (la vida en el tiempo originario) sus-
titutiva de la situación primaria, aunque conservando rasgos característicos suyos. Por
ejemplo, los dioses-dema no son demiurgos o fabricantes — como tampoco lo eran
los animales-númenes primarios— y si fueron creadores lo fueron principalmente me­
diante la muerte que los demas dan a otras deidades dema (hoy no lo son y a ellas no
se les dirige ninguna oración). En cualquier caso, los dioses dema no se confunden
tampoco con los espíritus de los antepasados (en el sentido del animismo de Tylor o
del manismo de Spencer), con los cuales, sin duda, han debido confluir en el curso de
su desarrollo mítico. Sobre todo, los dioses dema, aunque tienen, con frecuencia, fi­
gura humana, con no menos frecuencia tienen también figura animal. Por ejemplo,
entre los wemale, los dema se habrían arrastrado en forma de serpientes por la tierra,
creando de este modo los ríos o las rocas de formas extrañas232.

(232) Ad.E. Jensen, M ito y culto entre pueblos prim itivos, págs. 107, 110, 141.
266 G ustavo Bueno

Ahora bien: la metábasis de los númenes nucleares en dioses, entendida a


partir del cambio de referencias, si ha sido determinada por un cambio objetivo
de las categorías radiales y circulares, también tendrá que seguir las direcciones
que estos cambios objetivos le imponen. Al menos, sólo en la medida en que po­
damos hacer entrar en juego estas direcciones podemos decir también que esta­
mos construyendo antropológicamente (filosóficamente) el nuevo período de la
religiosidad, que no estamos simplemente introduciéndolo ad hoc para ajustarnos
a la novedad empírica de los datos.
Los cambios circulares más significativos al efecto son los cambios asocia­
dos a la nueva posición de los hombres en el eje angular, porque ahora los hom­
bres aparecen como dominadores dc los animales. Los cambios radiales son los
cambios en el mapa del mundo asociados a la agricultura, en la ampliación del
mapa mundi operada por la inclusión en el inicial de nuevos fenómenos astronó­
micos, meteorológicos, con las redistribuciones consiguientes. No puede olvidarse
que la tarca de construir mapas del mundo, es decir, las tareas cosmológicas y sus
mitos correspondientes, son anteriores al periodo de la religión secundaria. Sólo
que en ese período previo, los mapas del mundo no tienen por qué soportar sig­
nificados religiosos. En el prim er período, los númenes animales se mantienen en
habitáculos o recintos dados dentro del mundo.
Y ocurre que los cambios dc dirección señalados en los ejes antropológicos
son profundamente significativos en lo que respecta a lo que venimos llamando
metábasis de los númenes. En efecto:

a) Los cambios operados en los ejes circular y angular permiten entender la m e­


tábasis como orientada hacia una inversión de las referencias animales y humanas.
Una inversión que, en términos estilísticos, podría ponerse en el género de esas m e­
tonimias en las cuales un significado se transfiere desde un objeto dado a otro que
mantiene con él una relación de oposición. Al invertirse la relación de dependencia
que los hombres mantenían respecto dc los animales numinosos, y al pasar los hom­
bres a la posición de «señores» del control (al menos, en el plano tecnológico de la re­
producción) de los animales, será la figura humana aquella a la que habrá de aplicarse
la /luminosidad. De este modo, la metábasis por inversión nos llevaría ya a los dioses
antropomorfos (confluyendo estos resultados con las tendencias insinuadas en la re­
ligión primaria en virtud de las cuales los hombres de otros grupos o razas son perci­
bidos como animales). Y, por contra, a los hombres degradados se Ies considerará
como animales, como esclavos o «bestias parlantes». No deja de tener interés que esta
conexión de esencias (dentro del sistema dc relaciones que presuponemos) pueda ma­
nifestarse en la forma dc una correlación entre la institución de la esclavitud (que com­
porta la reducción fenoménica de grandes conjuntos de individuos humanos al eje an­
gular) y las religiones secundarias. Por tanto, la reducción de los hombres a la condición
de animales no implicaría, en la fase primaria, una degradación.
El mecanismo que designamos como inversión, la metábasis por inversión.
no se limita a ser un mero proceso de cambio semántico, en el que la nueva acep­
ción sustituye sin más a la antigua. En este caso no cabría mantener el alcance mi-
El animal divino 2ñ7

clear que hemos atribuido a la numinosidad animal. En la mctábasis por inversión,


propia de la religión secundaria, las nuevas referencias adquieren su aura numi-
nosa mediante la influencia explícita de las referencias primarias. Y ello de varios
modos. Por ejemplo, el neolítico mediterráneo suele entenderse como el ámbito
en el que aparece la figura de una diosa madre que simboliza la tierra, fecunda en
partos vegetales — en partos que implican la colaboración de un principio mascu­
lino fecundante. Pero no puede olvidarse (y esto se ve claramente en las religiones
de la antigua Anatolia, cuya arqueología nos viene ofreciendo las más viejas reli­
giones del Neolítico) que es atributo esencial de esa diosa madre su carácter de
«señora de los animales». Un atributo que se ha mantenido constante durante mi­
lenios, a partir de las primeras representaciones de Chatal Hiiyuk (como «diosa de
los leopardos») y continuando por la diosa hitita Hepat, o por la diosa madre (sen­
tada, desnuda, armada y sosteniendo en sus manos unos animales) del sello de
Shaushshatar, de Mitani, hasta llegar a la n ó x v ia -&>]pwv de la época clásica, a
Artemisa (¡liada, xxi 470-71), a la diosa Cibeles, a la Mecate, «señora de los pe­
rros», de los perros «que devoran las almas» (tj)vxó(lovg tcvvaC, del escrito má­
gico bizantino, Testamento de Salomón)', incluso a la Virgen María aplastando al
dragón. Y que el principio fecundante va asociado, en el Mediterráneo, al toro, ya
en el nivel VI de Chatal Hiiyuk (hacia el 8000 a.C.). Por lo demás, ejemplos de esta
inversión antitética pueden tomarse de todas las religiones de la fase secundaria:
en la India citaríamos a Pusan, el dios de los rebaños, pastor celeste; o a Rudra (el
«aullador»), el feroz cazador, cuyos hijos, los Rudriya, son a veces identificados
con los Maruti, otras veces asociados a Indra (porque a Hanuman y a su ejército
de demonios al servicio de Indra se les llama marutis [su raíz es la misma que el
Marte romano] en la India occidental). En general, como observa Ferdinand Ortlr33,
todos los héroes son cazadores y los cazadores son héroes.
O bien — lo que todavía es un método de inversión más claro— los dioses
antropomorfos recibirán su aura numinosa mediante el procedimiento de ser en­
gastados en un marco explícitamente zoomorfo. Los faraones egipcios — se dice—
son dioses, y lo son originariamente (a diferencia de los dioses mesopotámicos,
si aceptamos el criterio de H. Frankfort234). Y así, mientras la consagración de los
reyes egipcios es una epifanía (el dios desciende al hombre) la consagración de
los reyes mesopotámicos será una apoteosis. Henri Frankfort subraya, al efecto,
el hecho notable de que, en Egipto, el faraón se representa a mayor tamaño y dis­
tancia (respecto de sus súbditos) que en Mesopotamia; y no necesita proclamarse
Dios, porque lo es ya. ¿Y por qué lo es? Nuestra respuesta será la siguiente: por­
que aparece embutido en un marco zoomórfico, que le confiere justamente su aura
numinosa (mientras que, en Mesopotamia, los reyes alcanzan su apoteosis por el
contagio de otro dios previamente dado). ¿Cómo explicar, en otro caso, la extraña

(233) En e] artículo «Jagd» de la Realencyclopddie tic Pauly-Wissowa, ix, 558-604. Vid. K. Kcnny,
«Dio cacciatorc», D itm iso, 15 (1952), págs. 131-142.
(234) Henri Frankfort, R eyes y dioses. Estudio de la religión del Oriente próximo en la A ntigüe­
d ad en tanto que integración de la sociedad y la naturaleza. Alianza, Madrid 1981, pág. 69.
268 G ustavo Bueno

iconografía de los faraones-dioses, la que nos muestra a Tutmosis ív (en su carro


de guerra, el del Museo del Cairo) enmarcado como león alado del dios guerrero
Mont (con cabeza de halcón) o bien a Amenemhet m en esfinge? Y, en cualquier
caso, también constituye uno ele los atributos del faraón-dios su función de «do-
meñador de los animales», como nos lo muestran los remates del pilón del tem­
plo de Philae, en los que el faraón aparece como vencedor de los animales malé­
ficos (el hipopótamo, la tortuga — que es capaz, al emerger del Nilo, de volcar la
barca solar— , el cocodrilo). Aquí, además, no sólo el faraón recibe su aura nu-
minosa absorbiéndola del enemigo a quien reduce, sino que la inversión tiene la
virtud de cambiar la cualidad maléfica de los númenes animales vencidos en la
cualidad benéfica del numen antropomorfo, del faraón divino.

b) En cuanto a los cambios operados en los ejes circular y radial (por ejem ­
plo, los cambios en los mapas cosmogónicos o meteorológicos): se comprende
que orientaran la metábasis o cambio de referencia en el sentido de una expan­
sión o transferencia hacia nuevas referencias (meteorológicas o astrales) asigna­
bles a los númenes. Y tampoco se trata de que «la atención creciente por los fe ­
nómenos cósmicos» haya sido, por sí misma, la causa de su divinización, com o
sostienen las concepciones pam babilonistas de la religión. Desde nuestras pre­
misas, no son los fenómenos cósmicos o meteorológicos aquellos que han dado
principio a la religión, o a la vivencia religiosa. Estos fenómenos se organizan (se
«procesan») a partir de estructuras cognitivas independientes, pero tales que, al
confluir con las corrientes procedentes de los ejes angulares y circulares, permi­
ten la metábasis por expansión de los númenes animales que, como ocurría en la
inversión, podrán mantener sus figuras originarias (en la medida en que sean com ­
patibles con los cambios de referencia). Las figuras de los númenes prim arios se­
rán, podría decirse, utilizadas como modelos para reorganizar los nuevos fenó­
menos, del mismo modo que también se utilizarán modelos tomados de lugares
no zoológicos. Pero, así como estos segundos modelos alcanzarán un significado
puramente cosmogónico o precientífico, es decir, no religioso (pongamos por caso,
el modelo de la rueda del carro, para configurar las diferentes posiciones de un
planeta), en cambio cuando los modelos se tomen de las propias figuras numino­
sas primarias, la metábasis por expansión conferirá un significado religioso a las
nuevas construcciones. La bóveda celeste se poblará de animales numinosos, como
bóveda zodiacal, como si en ella se hubiesen proyectado las figuras que, en el pri­
mer período,, poblaban las bóvedas de las cavernas. (La constelación Aries es la
cabra, proyectada por pueblos pastores que ven acaso en ella la renovación de la
primavera, los nacimientos de rebaños, &c.; la constelación Piscis es acaso pro­
pia de los pescadores del Eúfrates y del Tigris que vieron la relación de la cons­
telación y la época de la freza en los ríos.) Los mecanismos perceptuales-intelec-
tuales (cognitivos) que conducen a la organización de los fenómenos meteorológicos
o astronómicos a partir de modelos zoomórficos son, no solamente obvios en su
naturaleza, sino muy probables en su realización, dada la abundancia de estribos
sobre los que pueden apoyarse los procesos alegóricos. Una nube, según su forma.
El anim al divino 269

y asociada al trueno, puede percibirse como un toro gigantesco que muge. A su


vez, ello inducirá todo un entorno argumental. El arco iris se percibirá como el
arco de un dios-cazador, cuyas flechas son los rayos.
Ahora bien, lo que nos importa aquí no es tanto insistir en el análisis de es­
tos mecanismos psicológicos, cuanto reconocerlos como formas que permiten ex­
plicar la permanencia de los esquemas zoomórficos en una época en la cual los
animales ya han sido dominados en la superficie ele la Tierra. Porque es así como
los númenes esenciales animales habrán logrado mantener su poder perdido, a sa­
ber, mudando sus referencias empíricas (terrestres) por las nuevas y gigantescas
referencias (celestes).
El «panteón maya», en el estado en el que lo conocieron los españoles en la
época de la conquista y aun posteriormente, mezclado con elementos cristianos
(a los veinte años del descubrimiento las velas del ritual cristiano eran ya utiliza­
das en cultos mayas), constituye un riquísimo material que podría ser analizado
minuciosamente desde las categorías de la religiosidad secundaria. J. Eric Thomp­
son, uno de los mejores conocedores de la religión maya, dice así en su obra de
síntesis Historia y religión ele los mayas (Editorial Siglo xxi, pág. 247 y ss.): «Po­
cos son los dioses que tienen forma humana y la mayoría son una mezcla de ras­
gos humanos y animales. Por ejemplo, los dioses de la lluvia y las divinidades de
la tierra revelan detalles que en gran parte se derivan de las representaciones de
serpientes y cocodrilos, fantásticamente elaboradas y a menudo fundidas con ele­
mentos tomados de otros miembros del reino animal. El dios Chiccha del número
nueve, por ejemplo, tiene rasgos de serpiente (señales en las sienes) y jaguar (bi­
gotes y pelos en la barbilla). Pero los dioses derivados de animales pueden apa­
recer en forma puramente humana, como el aspecto creador de Itzan Na, por ejem­
plo.» Thompson se refiere a los informes sobre el carácter incorpóreo de Hunab
Ku («el más grande de los dioses de Yucatán» como decía, en 1590, el D iccio­
nario de Motul, compuesto por un español de Ciudad Real), identificado con It-
zan Na; pero es muy probable que tal incorporeidad sea una interpretación teoló­
gica («terciaria») de los frailes cristianos y que sus informantes lo que quisieron
haber dicho fue que Hunab Ku no tenía cuerpo (humano). En cualquier caso, ya
el propio Thompson, en 1939, había identificado a Itzan Na «con los monstruos
celestiales tan comunes en el arte maya, que son parcialmente cocodrilo, lagarto
o serpiente y hasta pueden tener rasgos de venado». Tras el descubrimiento del
Diccionario de Viena, en donde itzan se traduce por iguana, Thompson puede de­
cir que su identificación ha quedado muy consolidada. Los Itzen Na son cuatro
(el Ritual de los Bacabs — los Bacabs se relacionan con las zarigüeyas— pone al
Itzan Na rojo al Este, el blanco al Norte, el negro al Oeste y el amarillo al Sur; en
el canto 38 se invoca a Itzan Kan también según cuatro formas (Kan parece que
significa en Cakchiquel, la iguana ovípara) pero en todo caso, la dirección es de­
trás del cielo, confirmación de la índole celestial de Itzan Na. Monstruos celes­
tiales que con frecuencia llevaban símbolos planetarios en el cuerpo «lo que prueba
que el monstruo habitaba en el cielo y lo representaba» (op.cit., pág. 263). ra^El
mismo Thompson advierte cómo tras aparentes formas antropomorfas actúan mo­
270 Gustavo Hueno

tivos zooiporfos de intención religiosa: así los zayamuincab, entre los yucatecas
— según informes recogidos en 1904 y en 1934— , unos enanos [como nibelun-
gos] jorobados míticos, figuraban como constructores de grandes caminos y edi­
ficadores, mientras el mundo estaba en tinieblas, antes de crearse el Sol; pero
Thompson lo relaciona, a través de la voz zay (hormiga roja) con hombres-hor­
miga (op.cit., pág. 409).
Los ejemplos pueden multiplicarse. El jaguar (Leo onca) o tigre americano,
vive en toda América española, de Méjico a Patagonia. De aspecto fiero, de ronco
y profundo gruñido, carnívoro, no suele atacar al hombre. Sin embargo «el hom­
bre siempre se ha sentido atraído por los felinos: su movimiento es silencioso, su
aspecto es fiero y a la vez enigmático... En América el jaguar ha aparecido unido
a la vida religiosa, y ha sido representado en multitud de formas desde los c o ­
mienzos de la civilización»235. Entre los olmecas de Méjico el jaguar era el dios
del corazón del mundo. Con su figura se construyen altares formados por un ja­
guar encogido de cuyas fauces sale un hombre que a su vez tiene rasgos felinos.
Entre los aztecas el jaguar es dios del Cielo del Norte, y símbolo de las dos gran­
des órdenes militares; los miembros de la orden de los guerreros de noche iban al
combate vestidos con una piel de jaguar y dispuestos a comportarse con su agili­
dad y fiereza. Entre los mayas el jaguar se representa ya desde el periodo l'orma-
tivo. Es dios del centro y superficie de la tierra, y los guerreros mayas lo tomaron
como símbolo. También en el Perú el jaguar y el puma desempeñan funciones pa­
recidas desde los tiempos de la cultura chavín
En todo caso, no es la religión la única fuente impulsora de la Astronomía.
Globalmente cabrá decir que es más bien la Astronomía aquella disciplina que,
con su desarrollo, contribuirá decisivamente a salvar a las religiones prim arias,
transformándolas en sus versiones secundarias. Al propio tiempo, la «Astrono­
mía» ofrecerá un plano inclinado por el cual las propias figuras animales podrán
deslizarse hasta desaparecer del horizonte (aunque reapareciendo acaso como ani­
males extraterrestres de figuras inauditas, la figura de aquellos demonios que son
espiados por radiotelescopios como el de Golcl Slone, California, o la de aquellos
a los cuales iba dirigida la placa de aluminio grabada del Pioneer X, en 1972).
No es según esto la religión, internamente, la que determina que los fenó­
menos celestes aparezcan divinizados en formas zoomórficas, sino que son las
nuevas configuraciones cosmogónicas las que ofrecen a los viejos númenes la po­
sibilidad de seguir manteniendo su prestigio, de prestar, remozados, nuevos ser­
vicios en la organización de los mapas del mundo, coloreando /luminosamente un
firmamento que, de otra suerte, sería inexpresivo. Así, los egipcios aplicaron el
modelo fluvial a los efectos de organizar los fenómenos celestes, representándose
al cielo como un río sin límites sobre el que navegase el Sol, la Luna y las estre­
llas — como si del Nilo se tratara— (Derchain). Esta organización del cielo, m e­
diante el modelo fluvial, no tiene, de p o r sí, nada que ver con la religión, ni si-

(235) «-vid. Gran Enciclopedia de España y A m érica, dirigida por A lfredo Jim énez N uñez, Lis-
pasa-Calpe, M adrid 1983, lom o I, pág. 72.t>
El anim al divino 271
j ~
(¡uiera con la religión secundaria; tiene que ver con la historia de la Astronomía.
pl significado religioso del modelo fluvial será alcanzado cuando confluya con
ptro modelo que, sin dejar de ser astronómico, es también un modelo numinoso,
f\ saber, aquel mediante el cual la Tierra resulta estar situada bajo una Vaca gi­
>
gantesca, Hathor, cuya piel está salpicada de estrellas y cuyos pies se apoyan en
los cuatro puntos cardinales, mientras que otras estrellas cuelgan de su vientre (¿la
Vía Láctea!). El modelo flu via l se combinará con el modelo zoomórfico, dando
como resultado una figura del cielo que se aproxima al aspecto de una vaca, en
cuyo vientre se mueven los barcos que transportan los astros. La coloración reli­
giosa de los cielos manará precisamente de las figuras zoomórficas y, combina­
das con éstas, de las antropomórficas. Así, es debido a que la serpiente cósmica
Apophis rodea al universo, intentando devorarlo, por lo que se ejecutan diaria­
mente rituales religiosos apotropáicos (acaso con mezcla de magia) destinados a
detener su acción devoradora de lo creado, al menos a suavizarla, ya que no es
posible suprimirla.
En cualquier caso, los caminos a través de los cuales las metábasis por ex­
pansión han podido tener lugar no son nada misteriosos. Aunque sólo podamos
precisarlos por vía especulativa, tienen mucho que ver con los procedimientos de
la metáfora o de la analogía. La figura del creciente de la Luna puede ser perci­
bida como figura formada por dos cuernos de un toro y, a partir de esta semejanza,
se reconstruirá el toro numinoso, en la m etábasis del dios Osiris representado
como un toro dc cuernos puntiagudos. Acaso esta metábasis se reforzará con la
semejanza acústica mugido-trueno y, a su vez, ésta con la semejanza óptica entre
el cuerno retorcido y el rayo: «...Tam poco habrá que olvidar [dice un historiador
de las religiones236] que H adad en su tauromorfismo lleva implícito el signo del
rayo que adquiere forma de cuernos rituales y que el dios egipcio Min, prototipo
de Am mon, calificado de ‘toro de su madre’ y ‘gran toro’ [El toro solar que, en el
neolítico, se hará paredro de la madre Tierra, un toro que es a la vez marido e hijo
de la Tierra, un toro que vive en un fantástico hipogeo en el que, de vez en cuando,

(236) José Manuel Góm ez Tabancra, «Monte Bego y el culto al toro», en Cuadernos dc Prehisto­
ria y Arqueología, Castellón, n" 5, 1978. t r l .a presencia más notable dc la figura del «toro numinoso»
nos la ofrece el culto mistérico dc M ithra en época contem poránea del cristianismo (el emperador Có­
m odo se inició en sus misterios) del cual fue com petidor (Mithra, ante Zeus-Ormud, ocupa el papel de
Salvador que asum ió Cristo ante Dios-Yahvé). Los cultos mistéricos de Mithra conservan además ele­
m entos de religión prim aria superabundamos: los santuarios dc Mithra, los nútreos son (dccía Loisy),
por definición, cavernas o antros: grutas naturales o cámaras abovedadas que representan el firmamento;
en estas cuevas graznaron los primeros cuervos, rugieron los primeros leones: Porfirio conoce, en el culto
a Mithra, águilas y halcones. En las representaciones de Mithra tauróctono aparece a menudo un cuervo-
m ensajero encargado probablemente de transmitir, dc parte del Sol, la orden dc inmolar al toro (asimi­
lado al sol y consum ido en comunión por la pequeña com unidad recalada de cada santuario). «Todo nos
lleva a creer, pues, que se representa esta relación m ística entre Mithra, el toro, y los elem entos dc la
cena, en el cuadro dc Mithra tauróctono. El toro ha dejado de ser la víctima perpetua sobre la que reposa
el equilibrio del m undo y la salvación de los hombres; no ha dejado dc ser y, en cierta medida, será hasta
el fin, M ithra mism o» (Alfred Loisy, Los misterios paganos y el misterio cristiano (1914-1919), edición
española, Paidós, Barcelona 1990, pág. 145). Una exposición sistemática dc la interpretación religiosa
de la fiesta de los toros en Alfonso Tresguerres, Los dioses olvidados, Pentalfa, Oviedo 1993.t»
272 G ustavo Bueno

se revuelve provocando terremotos] presenta como uno de sus atributos el r a y o y


su función pluviogenésica aparece clara en el epíteto ‘el que rasga la nube de la
lluvia’.» El Sol será el ojo de un animal (o de un superhombre) que nos mira sin
cesar, Ra, y el trueno podrá ser el mugido de la vaca Hathor. No sabemos por qué
se ha elegido la serpiente cósmica en la cual el propio demiurgo Atum ha de trans­
formarse («Tú vivirás más que los millones de los millones, una duración de m i­
llones, pero yo, yo destruiré todo lo que he creado» — le dice Atum a Osiris, en el
Libro de los muertos— «y yo seré todo lo que quedará junto a Osiris y retomaré
la forma de serpiente que los hombres no conocen, que los dioses no ven») pero
no vemos por qué haya que pensar en motivos misteriosos más que en m ecanis­
mos asociativos del tipo [huevo de serpiente / serpiente] o bien [serpiente I fa lo /
huevo / arco iris] &c., sobre los cuales se disparará la metábasis por expansión
cósmica que puede conducir al mito de la Serpiente que pone el huevo del m undo.
En resolución: sin subestimar los servicios inapreciables que en el orden c o s­
mológico (radial) han debido prestar estos modelos numinosos, a efectos de la or­
ganización y análisis del Firmamento (efectos de los cuales todavía hoy nos be­
neficiamos: «Osa mayor», «Escorpión», «Cangrejo»..., al lado, es verdad, de otros
modelos mecánicos: «Carro», «Libra»...), y, sin entraren los mecanismos por los
cuales estos modelos han podido alcanzar su prestigio dogmático (sin duda han
influido de un modo decisivo los mecanismos de su enseñanza), parece que hay
que afirmar que, en el orden estrictamente religioso, las metábasis (por medio de
las cuales se habrían producido las transformaciones de la religión prim aria en
religión secundaria) nos introducen en el reino del delirio religioso, el delirio c a ­
racterístico de la religiosidad mitológica. Como tales, estas metábasis serían el
principio de una falsedad radical, medida en términos estrictamente religiosos.
Y, con esto, no queremos afirmar que el delirio religioso no esté gobernado
por determinadas leyes causales o estructurales, muy simples, es decir, nada m is­
teriosas (aunque aleatorias en sus formas de composición). Leyes muy simples:
simetrías, binarismos. Pero nos interesa subrayar que estas leyes causales o e s­
tructurales no son de naturaleza específicamente religiosa. Aunque aplicadas al
material religioso, ellas son de naturaleza ideológica, lógica o gramatical, los n o ­
mina numina de Max Müller. (Si Deucalión y Pirra, salvados por Zeus del dilu­
vio universal que destruyó al género humano, pudieron ser origen de los nuevos
hombres poniéndose piedras en las espaldas — las piedras son los «huesos de la
Tierra»— esto es debido a que piedra en griego, se dice X á a i X á o i ~ y hom bre
o gente se dice XaóQ ov.)
El enfoque filosófico desde el cual estamos presentando el concepto de re li­
giosidad secundaria tiene como consecuencia la desconexión de las eventuales
legalidades que los científicos de la religión puedan determinar, respecto de toda
tentación de interpretación «mística» o «profunda», de esas legalidades, com o si
ellas debieran entenderse hermenéuticamente, manando del núcleo escondido de
la esencia de la religión. Nuestro enfoque filosófico limita, más bien, el alcance
que de modo eventual pueda otorgárseles a semejantes «leyes estructurales» al
sugerir sencillamente su naturaleza genérica, aunque esencialmente intersectada
El anim al divino 273

COUMMOONE í-SBViaOS ESPECULES j

VÜ16AMZACI0N [aENTÍFICA

Puede pensarse en el silicio como


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E n la p r e n s a d ia r ia a p a re c e n d e v e z e n c u a n d o , p e ro c o n r e g u la rid a d s o rp re n d e n te , n o tic ia s e x tra o rd in a ria s s o b re e x ­


tra te r r e s tr e s , re d a c ta d a s e n el m is m o e s tilo q u e se u tiliz a p a ra in fo rm a r s o b re a c o n te c im ie n to s te rre s tre s o rd in a rio s .
E sta s n o tic ia s n o a p a re c ía n , d e h e c h o , e n d é c a d a s a n te rio re s : in c lu s o n o p o d ría n h a b e r a p a re c id o e n u n a p re n s a d ia ­
r ia q u e s e tu v ie s e p o r s e ria . C o n s titu y e n p o r e s o u n in d ic io r e v e la d o r d e e se r e n a c im ie n to d e la fe e n lo s d é m o n e s
c a r a c te r ís tic a d e lo s ú ltim o s a ñ o s d e l s ig lo XX.
274 G ustavo Bueno

con el curso de la propia religión. Así, la famosa estructura de las tres funciones
que Dumézil ha descubierto en el panteón de los dioses indoeuropeos, y cuya im­
portancia no tratamos de subestimar, no constituirá tanto el acceso científico al
núcleo mismo de la religión indoeuropea; ni, mucho menos, uno de los accesos
privilegiados hacia la esencia específica de la religiosidad, sino precisamente (y
ya es mucho) el acceso hacia la comprensión del curso que la religiosidad indo­
europea experimentó, en su periodo secundario, en virtud de mecanismos lógicos
(sociales, gramaticales...)- Unos mecanismos que actúan también sobre otros cam­
pos no religiosos y que, en todo caso, tampoco son exclusivos.
Asimismo, el carácter delirante que atribuimos a la religiosidad secundaria
tampoco debe entenderse como si, en virtud de ese carácter, los ritos y aun los mi­
tos de la religión secundaria hubieran de ser interpretados como efectos de un de­
mente, como movimientos desconectados de la realidad, capaces de poner en pe­
ligro la propia vida. Por el contrario, podemos conceder ampliamente al pragmatismo
transcendental filosófico, y a la metodología funcionalista (más positiva), que,
incluso en esta fase, las religiones han estado intrínsecamente conectadas (¡no
siempre adaptadas!) con las necesidades básicas del hombre, tal como se han ido
presentando históricamente. Podemos comprender por nuestra parte cómo al con­
solidarse, dentro de los marcos sociales idóneos, la personalidad individual cor­
pórea (los nombres propios y los pronombres de primera persona) surgirá como
un problema el hecho de la muerte individual y, como una respuesta, la creencia
en la inmortalidad de las almas. Unas almas que no podrán menos de entrar en so­
ciedad con las formas numinosas que flotan en los cielos o yacen bajo la tierra.
Unas almas que cobrarán fuerza creciente, coloreándose con tintes religiosos. «La
existencia de fuertes adhesiones personales y el hecho de la muerte, que es el acon­
tecimiento humano que más trastorna y desorganiza los cálculos del hombre, son
quizás las principales fuentes de la creencia religiosa.» Estas palabras de B. Ma-
linowski (que no podemos aceptar cuando se refieren a la religión en general) tie­
nen, sin embargo, una gran aplicación dentro de las religiones secundarias y ter­
ciarías. «Pues la afirmación de que la muerte no es real, de que el hombre tiene
un alma y de que ésta es inmortal, nace de la profunda necesidad de negar la des­
trucción personal, necesidad que no es un instinto psicológico sino que está de­
terminada por la cultura.» Y esta determinación (añadimos por nuestra parte) no
podría dejar de entrar en contacto con el horizonte de la inmortalidad y con los ri­
tos de resurrección que, en la religión prim aria (suponemos) se venían desarro­
llando en torno a los animales numinosos.
El delirio religioso del que venimos hablando es, por tanto, sólo relativo al
campo específicamente religioso y no significa otra cosa sino que la combinatoria
inagotable de los elementos mitológicos puede ejercerse autónomamente, es decir,
en el vacío, respecto de una supuesta legalidad específica religiosa. Cabría decir
que este «delirio mitopoyético» cierra en falso constantemente, en cuanto a la re­
ligiosidad se refiere. Y por ello, consideramos a la religiosidad secundaria como
religión falsa, como la «religión de los dioses falsos», de Anubis o Huitzilopoch-
tli. ra^La falsedad que atribuimos a las religiones secundarias no es sólo una «fal­
El animal divino 2 75

sedad transcendental», indeterminada, sino que la mayor parte de las veces puede
concretarse como «falsedad positiva», determinada, que ningún relativismo cultu­
ral puede disimular, una falsedad derivada simultáneamente de la impostura de sa­
cerdotes y políticos y de la estupidez infantil de los creyentes; una falsedad en todo
caso, cuyas causas son perfectamente inteligibles en líneas generales. Un ejemplo
entre los miles, el de los iconos religiosos llamados [en perspectiva emic] aquei-
ropoiéticos (=no fabricados por manos humanas). Se comprende que la afinidad
operatoria entre el fabricante de símbolos y el contenido personal representado en
ellos creará situaciones en las cuales, con una gran probabilidad, las propias figu­
ras simbólicas («significantes») sean interpretadas como obra o efecto de los nú­
menes («significados»): las «palabras de Yahvé» escuchadas por Moisés son ya un
símbolo aqueiropoiético (si extendemos el concepto de «operaciones quirúrgicas»
a las operaciones en las que intervienen músculos estriados, en las que se incluyen
las operaciones fonéticas). El símbolo aqueiropoiético más estricto es el mandy-
lion o servilleta con la santa faz, que llevó el emperador Heraclio en su expedición
contra los persas del 622. Y también es un icono aqueiropoiético la figura de Coatlalo-
pech (en nahuatl, «la que ahuyenta la serpiente») — la Virgen de Guadalupe— que
el indio Juan Diego recibiera el 9 de diciembre de 1531 en el Cerro de Tepeyac (a
este extremo aqueiropoiético no llegaron, al parecer, ni el vaquero Gil Cordero, en
1326, en Guadalupe, ni los devotos extremeños posteriores).■s» Si la religión se­
cundaria recibe alguna determinación verdadera, que mantenga su contacto con la
realidad, esta determinación no procederá de fuentes religiosas (angulares) sino,
en nuestros términos, radiales o circulares. Esto no excluye, en modo alguno, la
posibilidad de reconocimiento de una cierta legalidad inmanente a la mitología, es
decir, del desarrollo (racional, lógico — en cuanto comporta comparación, coordi­
nación, resolución de contradicciones entre mitos diferentes) de los mitos; una le­
galidad inmanente que, de un modo u otro, es siempre un postulado de la ciencia
mitológica. Porque la Mitología, así entendida — como desarrollo lógico (según
el logos) de los mitos— tiene la misma forma gnoseológica que la Teología, aun
cuando los mitos no tengan siempre naturaleza religiosa. Y no tienen por qué te­
nerla, incluso si los mitos se refieren a animales. Las fábulas de Esopo siguen siendo
razonamientos (logoi) — según dice Platón, Fedon, 60c)— , es decir, no se refieren
a los animales como a númenes, sino como soportes de alegorías morales (apro­
vechándose de su comunidad con los hombres y de un fondo prehistórico indeter­
minado). Pero, sin perjuicio de su falsedad, siempre cabe admitir la persistencia, a
través de los siglos, de un determinado conjunto finito de mitologuemas (en el N a­
cimiento de Venus de Botticelli — dice K. Kerényi — hay tanta mitología viva
cuanta pueda haberla en el himno homérico a Afrodita), así como la de sus com­
binaciones más probables. Y cabe reconocer una cierta autonomía al curso histó­
rico del desarrollo de estos mitologuemas (la postulada desde Bultmann, K.O. Mii-
11er, Wilamowitz o Nilsson). La misma masa de mitologuemas históricamente
desarrollados en las tradiciones culturales documentables, constituye no sólo un
campo gnoseológico abierto a la investigación histórico-filológica y arqueológica,
sino también un horizonte desde el cual se nos revela, si no la verdad ontológica
276 Gustavo Bueno

de los relatos míticos, sí su verdad fenomenológica (en el sentido de la F e n o n r


nología del espíritu).
Podemos reconocer también ampliamente (y por motivos distintos de los qt£
se contemplan en la concepción pragmático-transcendental) el significado pra¡-
mático, funcional (verdadero) de muchos rituales propios de las religiones d e l d-
lirio. Porque la fuente de estos ritos habrá que ponerla no sólo en la m itología d\-
tirante, cuanto en una sabiduría religiosa, tecnológica o prudencial que, sin embargt,
ha de estar incluida en los mapas mitológicos, de los cuales recibirá además la po­
sibilidad de una formulación precisa. Así, los rituales que los «especialistas reí-
giosos» del antiguo Egipto practicaban en el momento de la fundación de un ten-
pío, tendrían como base la sabiduría genérica del arte de los arquitectos o de 16
albañiles (abrir una zanja, tender un cordel...). Las «ceremonias lúgubres» de les
sacerdotes egipcios en el otoño, que comenzaban recubriendo una vaca dorad;.
Isis, con un paño negro, exponiéndola durante cuatro días consecutivos (en lo
cuales se lloraba su muerte, la muerte de los árboles, de las cosechas) y culmina
ban a los diecinueve días, cuando se levantaba el clamor del pueblo por la resu­
rrección de Osiris (después que los sacerdotes han vertido agua dulce en una ca-
jita de oro), pueden acaso entenderse como el revestimiento ritual de una evidencii
práctica de la sindéresis (ni siquiera como un ritual mágico). Una evidencia prác­
tica que aconseja a los campesinos a permanecer en sus tierras, a pesar de su apa
rente agotamiento, ante la esperanza de su resurrección anual. (Una prólepsis qut
sólo podía parecer razonable desde la anamnesis de la repetición del ciclo, puest*
que si se juzgase sólo por las apariencias cotidianas, lo razonable sería emigrar237.!
Y, por los mismos motivos, los determinantes radiales o circulares (tecnoló
gicos, prudenciales) pueden conferir racionalidad pragmática, o funcionalidad, a lo;
rituales (no ya sólo a los mitos) del período secundario (hasta el punto de que lo:
delirios míticos puedan llegar a resultar casi lógicos, y aun normales, prosaicos).
De todos modos, lo esencial es no interpretar como «fenómenos internos religio
sos» los procesos de construcción mitológica (dogmática, o metafísica, incluso teoló
gica), aunque estas construcciones se amalgamen inextricablemente con la religión es­
tricta a través de la estructura social-funcional. Cabría ofrecer un criterio objetivo de
esta distinción entre resultados de una metafísica (teológica, cosmológica, delirante c
no) — cuyas fuentes son diversas: lógicas, mitopoyéticas— y los resultados de la reli­
gión estricta, a saber, el culto, el ritual. La metafísica pura no incluye un ritual, incluso
lo excluye, lo neutraliza, como se ve muy bien, dentro de nuestra cultura, por el Dios
de Aristóteles, o los dioses epicúreos (a quienes carecía de sentido incluso dirigir ple­
garias). Y aquí encontraría su razón de ser algo que Pritchard observó entre los nuer
— y que, generalizándolo, podríamos llamar la «ley de Pritchard»— : que, cuanto más
se baja en la escala del espíritu, más ostensibles se nos muestran los rasgos cultuales
[diremos nosotros: estrictamente religiosos], Al dios supremo los nuer le ofrecen ora­
ciones sencillas; a los espíritus del aire, les cantan himnos; y los rituales más regulares
y complejos se reservan para los tótem y los fetiches (vid. nota 60).

(237) Plutarco, D e Isicle, 39.


El anim al divino 277

En cualquier caso, los determinantes radiales y circulares de los mitos pue­


den también clausurarlos indefinidamente en su estado mítico cuando subsista el
sistema económico y social a que están adaptados. Pues la religiosidad delirante
no es capaz de sacar siempre de sí misma el principio de su transformación en otra
forma más alta de religiosidad. Este principio sólo puede proceder, a su vez, de
los mismos determinantes radiales o circulares, en el supuesto de que en ellos se
produzcan transformaciones capaces de romper el delirio secundario, de saltar por
encima de la prosa de los rituales (del culto a los númenes protectores del ganado,
o de los cultivos o bosques, como Pomona, Silvanus, o Epona, la diosa protectora
del ganado equino en la España romana), desviándolos, frenándolos y encauzán­
dolos hacia un nuevo curso. Pero si las condiciones radiales (ecológicas, tecno­
lógicas) o circulares (demográficas, políticas, es decir, económicas) que dieron
lugar al período secundario se mantienen en equilibrio, entonces la religión se­
cundaria persistirá intemporalmente, desarrollando la inagotable combinatoria,
tan estúpida como poética, que caracteriza a la barbarie. Tal es el campo de la
Mitología que pisan las investigaciones de Lévi-Strauss. No es (diríamos) pro­
piamente una fa se de la humanidad, que internamente conduzca a otra diferente
(más elevada o más deprimida), ni tampoco es una situación fósil. Es una forma
de vida cristalizada, en equilibrio funcional (el de las tribus amazónicas, los mun-
durucú, cashinara, hidatsa...), cuyo interés es de primer orden como referencia
antropológica. Porque aquí vemos, primero, hasta qué punto cabe hablar de una
«comunidad de hombres y animales» que ni siquiera aparecen ya como númenes
(aun cuando siempre conserven un algo extraño, portentoso) y, segundo, cómo
los estímulos para su transformación no podrán encontrarse en el interior de su
propio mundo mitológico-religioso. El mundo de la comunidad de los hombres y
los animales tan precisa y sutilmente representada y analizada por un mito «pa­
ranoico», M 389 de Lo crudo y lo cocido, sobre el origen de los sapos, deja atrás
cualquier audacia evolucionista. Un hombre numditrucú, cuyo abrazo rehuyen to­
das las mujeres porque su esperma les quema la vagina, se consuela masturbán-
dose debajo de una calabaza; cuanta vez vierte el producto de sus eyaculaciones,
la vuelve a tapar y la esconde con cuidado. Pero su hermana la encuentra y la abre:
escapan sapos de toda especie, engendrados por el esperma. La hermana se trans­
forma también en sapo de la especie Bum thy’a y cuando el hombre halla vacía la
calabaza, se vuelve también un sapo mén. Mito que, para Lévi-Strauss, es mera
expresión de ciertas estructuras simples, triviales, tales como la oposición [mujer
alejada (rana) / mujer próxima (hermana)], inversión que correspondería a otra fi­
siológica, [alim ento/cópula].

6. La transición de la religiosidad secundaria a la terciaría no creemos que pueda


ser explicada, por tanto, a partir de las estructuras «intemporales» de la religión mito­
lógica. Nos parece preciso acudir al conflicto con otras corrientes procedentes de fuen­
tes no religiosas (circulares o radiales) que, a su vez, sin duda, habrán recibido in­
fluencia del propio eje angular. Pero no por ello tenemos que pensar que la religiosidad
terciaria proceda «de lo alto». Hay, sí, fuentes nuevas, pero estas no son los manan-
278 Gustavo Bueno

tialcs de la nueva religiosidad, sino los determinantes de una reorganización de la


religión mitológica. Esta, con el arrastre de fondo de la religiosidad primaria, es, por
tanto, el verdadero origen de donde brotan las religiones terciarias.
Entenderemos la reorganización que estas nuevas fuentes, en principio extra-
rreligiosas, promueven en el campo de la religión secundaria, fundamentalmente,
como una rectificación o un freno al delirio mediante el cual hemos caracterizado
a las religiones secundarias. En este sentido, la religiosidad terciaria podría en­
tenderse como destrucción o trituración de la religiosidad secundaria, de la su­
perstición. Ya no se verán animales respirando en el cielo estrellado, pues lo vi­
viente divino se percibirá, a lo sumo, detrás de ese cielo, de «esos lucientes jeroglíficos
trazados por la mano de Dios, siempre indescifrables, que ruedan en torno a nues­
tra pobre tierra», como decía Unamuno. Y, por ello, las religiones terciarias, o la
fase terciaria de las religiones, podrían ser consideradas filosóficamente como im­
pulsadas por un principio de verdad racional, de sobriedad y claridad. Se abre ca­
mino este principio mediante la sistematización, simplificación, negación y crítica
del principio mitológico. Si llamamos «Teología» a esa nueva disciplina, orientada
hacia la sistematización y simplificación de los mitos (reduciéndolos, por ejemplo,
a cuneadas, ternas, pares inteligibles), al establecimiento de correspondencias en­
tre religiones diferentes de pueblos diferentes (y aquí la teología se hace precur­
sora de la «ciencia comparada de las religiones»), a la coordinación entre los mi­
tos y los fenómenos naturales (meteorológicos, astrales) o sociales (las relaciones
circulares de parentesco), mediante la interpretación alegórica, al estilo de Plu­
tarco, por ejemplo, podríamos caracterizar al período terciario de las religiones
como su período teológico — frente al período mitológico— .
Sin duda la «actividad teológica» está ya presente en la fase secundaria. Pero
su metábasis está en función precisamente de la novedad de las situaciones cir­
culares y radiales. Novedad determinada, ante todo, por el propio desarrollo de­
mográfico y político de las sociedades neolíticas, clausuradas cada una de ellas
en su mundo mitológico, pero obligadas a entrar en contacto las unas con las otras.
Estos contactos transversales equivalen a una confluencia de universos m itoló­
gicos no siempre compatibles. De estas confluencias podrán salir (aun mante­
niéndonos en el ámbito de las categorías religiosas, sin que ello signifique un de­
sarrollo interno o analítico de las mismas, dado que su confluencia está determinada
por mecanismos políticos, tecnológicos, extrarreligiosos) los principales estímu­
los críticos («del mito al logos») para los teólogos y, después, para los filósofos,
asombrados ante lo que podría considerarse el colmo de la paradoja, a saber: que
el monoteísmo fin a l de las religiones terciarias sigue siendo múltiple, politeísta
(Yalivé, A lá .. .). El proceso de simplificación (cuyo límite es el monoteísmo), como
medicina del delirio, ligado a las interacciones políticas entre los Estados que han
alcanzado la intención de Estados universales, se reflejará también en el seno de
cada esfera mitológica. La paradoja a la que hemos aludido se multiplica amplia­
mente: es la paradoja del politeísm o (ético, ontológico) de los dioses supremos.
Una dialéctica que se acusaría ya en los Vedas, si nos atenemos al concepto que
Max Müller acuñó bajo el nombre de henoteísmo (cada Dios, en el momento en
El animal divino 279

el que esta siendo invocado, goza de todos los atributos del Ser supremo), un nom­
bre que parece ya utilizado por Schelling238.
Pero, sobre todo, la principal fuente de la descomposición dc las religiones
mitológicas habría que ponerla en el eje radial, en el desarrollo de la tecnología
y de las primeras categorías científicas (mecánicas, geométricas y astronómicas)
y, con ellas, de la filosofía metafísica. Sólo cuando se han puesto a punto nuevos
modelos impersonales de construcción meteorológica, astronómica y cosmoló­
gica, puede disponerse de una perspectiva capaz de introducir una nueva disci­
plina del delirio mitológico (que organizaba el cosmos según, sobre todo, rela­
ciones de parentesco) y que, por otra parte, sigue su curso. Habrían sido los modelos
naturalistas (por ejemplo, el del poema fenicio de Sanchunjaton) y, sobre todo,
los geométricos, que dieron lugar a la metafísica presocrática239, aquellos instru­
mentos que más eficazmente pudieron sacar de su clausura al delirio mitológico.
La actividad teológica se mezcla, pues, con la actividad científica y con la filosó­
fica— y, desde este punto de vista, reconocemos mucha verdad a la interpretación que
Jaeger ofrece de los filósofos presocráticos como teólogos de la religiosidad griega240.
Ahora bien: desde nuestras premisas, diremos que la teología escolástica se manten­
drá siempre, por la influencia de la filosofía, en el horizonte del ateísmo, en tanto in­
tenta una reconstrucción dc la religión en términos puramente filosóficos, en cuyo marco
Dios y los misterios desaparecen. Se ve muy claro este proceso en el actual movimiento
de la teología cristiana que se conoce con el nombre de «teología de la muerte dc Dios»
y en el que la religión es sustituida por un vago humanismo, por la voluntad de Sche-
ler-Gehlen, por la angustia de Heidegger, por la esperanza de Bloch241.
No nos parece que se puedan explicar las llamadas religiones superiores (el
budismo, el cristianismo, el islamismo) como religiones que hayan aparecido al
margen de la filosofía. Semejante explicación es sólo una autointerpretación dc la
fe. Pero, históricamente, el cristianismo no hubiera sido lo que fue sin la filosofía
griega (y no digamos nada del islamismo). La oposición global [religión (fe) / f i ­
losofía (razón)], cuando se la entiende como un par ordenado («primero la religión,
después la filosofía») es ilusoria, por su carácter genérico-abstracto. Es preciso es­
pecificar. Y entonces cabría afirmar, por ejemplo, que la religión primaria (incluso
la secundaria) es anterior a la filosofía en sentido estricto, pero, en cambio, habrá
que decir que la filosofía (la filosofía griega) es anterior a la religión terciaria (al
cristianismo o al islamismo). Por ello, las relaciones de la teología escolástica con
la filosofía moderna son totalmente distintas a las relaciones que puedan estable­
cerse entre las teogonias o teologías griegas y la filosofía antigua.

(238) R. Pctazzoni, Essays o fllis lo r y o f R eligions, Brill, Lciden 1954, pág. 5.


(239) H em os desarrollado esla tesis en La M etafísica presocrática, Pentalfa, Oviedo 1974.
(240) W erner Jaeger, La teología de los prim eros filósofos griegos, 1947 (trad. española dc José
G aos, r-ci!, M éjico 1952).
(241) S obre la «m uerte de D ios»: W illiam H am ilton, The New E ssence o f Christianity, Nueva
York 1961, y «The D eath o f God Theology», en The Christian Scholar, n° 1 (1965); P.M. van Burén,
The S ecular M eaning o f the Cospel, liased on an Analysis o fits Language, Londres 1963; H. Muti­
len, D ie abenlandische Seinsfrage ais der Tod Gottes..., Paderborn 1968; Marie Dominiquc Clicnu y
otros, La m uerte de Dios. A teísm o y religión frente a la realidad actual, Edicusa, Madrid 1968.
280 G ustavo Bueno

En resolución: el período terciario de las religiones (de aquellas religiones que


lo alcanzan), considerado globalmente, podría entenderse como un período esen­
cialmente crítico. Crítico de la mitología secundaria, principalmente, en tanto tiende,
ortogenéticamente, a reducir y simplificar el delirio politeísta en la dirección de un
monoteísmo metafísico. El cual, en cuanto constituye la negación del falso poli­
teísmo, viene a ser un momento superior de la religión. Este momento crítico está
documentado abundantemente, por ejemplo, entre los hebreos, por los relatos de
la Biblia (Exodo, xxxn, 20: «Y arrebatando al becerro, que habían hecho, [Moi­
sés] lo quemó, y quebrantó hasta reducirlo a polvo») y, entre los árabes, por el en­
frentamiento de Mahoma y los quraysies, en tanto este enfrentamiento tenía como
contenido principal la oposición de un monoteísmo, todavía poco preciso, al po­
liteísmo idolátrico de los mecanos. (El 11 de enero del 630, Mahoma entra con
sus huestes en La Meca, toca la Piedra Negra con su bastón, y hace derribar los
ídolos y borrar los frescos que representaban los profetas bíblicos — salvando las
imágenes de Abraham, Jesús y la Virgen .)242
La superioridad terciaría de la que hablamos se mantiene en el mismo plano
que soporta la falsedad del politeísmo, en el plano de la verdad filosófico-reli-
giosa. Porque así como reconocíamos que las religiones mitológicas rindieron ser­
vicios muy importantes (o insustituibles) en el desarrollo práctico de las catego­
rías radiales, o circulares, así tampoco negamos la posibilidad de la asociación
entre el monoteísmo y ciertas estructuras políticas o sociales acaso más dogm á­
ticas y reaccionarias (en un orden no estrictamente religioso) que las del politeís­
mo. Cuando hablamos de superioridad del monoteísmo metafísico nos referimos
a su significado estricto religioso, frente al delirio mitológico (que tampoco tiene
siempre un significado religioso, de acuerdo con la que hemos llamado «Ley de
Pritchard») y a su condición de antesala del ateísmo, como aparece claro en la te­
ología natural de Aristóteles y, en la época moderna, en el proceso que, en otro
lugar, hemos estudiado como «inversión teológica »243
La dialéctica interna de las religiones superiores consiste, según esto, en que
ese principio que las lleva hacia el monoteísmo metafísico (el dios utópico o pan-
tópico, que no se identifica con ningún ente concreto) como modo único de limpiar
los cielos y la tierra de los fantasmas politeístas y mitológicos, de los cuales se arranca
constantemente, las conduce también a cegar todas las fuentes de la numinosidad,
a la impiedad, al ateísmo. Por ello, la necesidad de volver incesantemente a los me­
canismos concretos, sensibles y corpóreos — los milagros, los lugares sagrados, los
profetas, las parusias— en donde pueda recuperarse la vivencia religiosa.
Sin embargo, la recíproca no es cierta. Que el ateísmo sea la última forma de
la religión terciaria, no implica que las religiones ateas sean siempre formas ter­
ciarias, y casi nunca es por sí mismo evidente que una religión atea (en el sentido
teológico estricto, es decir, como religión que desconoce el Dios monoteísta) haya

(242) W. M ontgom cry W att, M uham m ad at M e tra , Londres 1953.


(243) G ustavo Bueno, Ensayo sobre las categorías de la econom ía política, L a G aya C iencia,
Barcelona 1972.
D é m o n e s e n el c i n e m a tó g r a f o .
V iaje a la L u n a , d e ( ¡ e o r g e M e lle s , 1 9 0 2 . S pace 1999.

P a ra le la m e n te al in te ré s p o r lo s a n im a le s « te rre s tre s » , se
d e s a rro lla e n n u e s tro s ig lo u n in u sita d o in te ré s p o r lo s e x ­
tra te rre s tre s . N u e s tra é p o c a a b a n d o n a el c a rte sia n is m o . La
res cogi/ans n o h a b ita s o la m e n te e n el in te rio r d e un h o m ­
b re r o d e a d o e n te r a m e n te d e c o s a s m e c á n ic a s ( a n im a le s ,
m á q u in a s , a s tr o s « v a c ío s » ) , lo s a n im a le s s e c o n s id e r a n
c o m o in te lig e n te s y r e n a c e la a n tig u a fe h e le n ís tic a e n los
dém o nes, q u e h o y lla m a m o s e x tr a te r re s tre s . S o n d o s f e ­
n ó m e n o s s in c r ó n ic o s ( s in c r o n is m o q u e p u e d e s e r a p r e ­
c ia d o d e s d e la c o n c e p c ió n d e la re lig io s id a d e x p u e sta en
e s te lib ro ) q u e s e d e s a r r o lla n el u n o a tra v é s d e la c ie n c ia
p o sitiv a y el o tro a tra v é s d e la c ien cia-ficció n . E n el m u n d o
a n tig u o lo s d é m o n e s fo rm a b a n p a rte dc! p a is a je d e la v id a
o rd in a ria : las g e n te s d e la é p o c a h e le n ís tic a c re ía n e n los
d é m o n e s y « c o n ta b a n c o n e llo s » c a s i a la m a n e r a c o m o
n o s o tro s c re e m o s e n las b a c te ria s in v isib le s q u e p u lu la p o r
lo s a ir e s y n o s c o n ta g ia n e n fe r m e d a d e s . E l c r is tia n is m o
b lo q u e ó e s ta s c re e n c ia s , y a se a m a n te n ie n d o la fe e n lo s
d é m o n e s c o rp ó r e o s , a u n q u e te n ié n d o le s c o m o in fe rio re s
a lo s h o m b re s , d a d o q u e D io s s e h a b ía e n c a r n a d o e n un
h o m b re (S a n A g u s tín ), b ie n s e a e lim in a n d o e s a c re e n c ia
y t ra n s fo r m á n d o la e n la fe e n d e m o n io s in c o rp ó re o s , e s ­
p iritu a le s, á n g e le s o d ia b lo s (S a n to T o m á s ). S in d u d a , lo s
á n g e le s y lo s d ia b lo s sig u ie ro n re p re s e n tá n d o s e e n fig u ra s
z o o m o r f a s , a la s c u a le s s e in te n tó d a r u n a lc a n c e m e r a ­
m e n te s im b ó lic o . A l d e s fa lle c e r la s c re e n c ia s c ris tia n a s ,
re s u r g e la a n tig u a d e m o n o lo g ía y el n u e v o m e d io , el c i­
n e m a tó g ra fo , c o m ie n z a a s e r d e s d e s u s p rin c ip io s v e h íc u lo
p o r e l c u a l la n u e v a d e m o n o lo g ía se m a n ifie s ta y se f o rta ­
lec e , c o n f o rm a s a c tu a le s lig a d a s d ire c ta o in d ire c ta m e n te
a lo s v ia je s e s p a c ia le s .
282 Gustavo Bueno

de considerarse como resultado terciario altamente evolucionado o más bien como


una religión secundaria que todavía no ha alcanzado la fase monoteísta o que no
está llamada a alcanzarla jamás. El jinism o es considerado habitualmente como
el paradigma de la religión atea. Vardhamana Mahávira, llamado Jiña («el ven­
cedor») se autopresentó, unos años antes en los que Buda recibiera la iluminación,
como depositario de una sabiduría más profunda que aquella que enseñaban los
brahmanes, en sus comentarios a los Vedas. Elaboró una dogmática muy precisa
(en contraste con el «agnosticismo» de Buda). Pero el ateísmo jinista (o jainista)
no nos parece un ateísmo equiparable al de Espinosa o, si se quiere, al del Barón
de Holbach. «Los jinistas aceptan la existencia de numerosos dioses (devas), es­
píritus y daimones, que constituyen un abigarrado panteón; pero todos ellos son
seres vivos, penetrados de karman y sometidos al samsara.»244 En todo caso, te­
nemos que entender las religiones superiores como religiones internamente con­
tradictorias — no delirantes, como las secundarias— y ahí pondríamos la raíz de
su interés dialéctico y crítico. La autonomía de las leyes del desarrollo es aquí
muy grande: las grandes doctrinas teológicas, por ejemplo, el dogma de la Trini­
dad cristiana, no pueden considerarse como meros reflejos de estructuras socia­
les o psicológicas, porque resultan como efectos intercalares, en gran medida ló­
gicos, a la manera de las figuras geométricas, que resultan de la intersección de
otras dadas. También es en esta fase de las religiones terciarias, en donde con ma­
yor claridad podrán advertirse las intenciones deliberadas de la mentira mitoló­
gica al servicio de los intereses políticos o de cualquier otro tipo (las imposturas
de las que hablaron Critias o Volney). La complejidad de factores que entran en
juego es aquí máxima y no corresponde a este lugar su análisis sistemático. Lo
que sí es muy importante es evitar la idea de una religión terciaria que borra y
sustituye a la mitología secundaria, pues ésta refluye en el marco terciario y se
entreteje con sus mallas, de modo inextricable.
Uno de los testimonios acaso más interesantes de estos reflujos dialécticos
entre las religiones terciarias y las secundarias — por la actualidad que le otorga
en nuestros días la creciente fe en los extraterrestres, por un lado, y la estimación
de los animales, por otro— es el proceso al que nos hemos venido refiriendo de
vez en cuando como «lucha del cristianismo contra los demonios» y, por una ex­
tensión natural, contra los ángeles. Citaríamos, para marcar nuestra tesitura, el ca­
non 35 del Concilio de Laodicea (años 341-381). El Concilio, tras constatar que
muchos cristianos, por honrar a los ángeles, se salían de la Iglesia y abandonaban
a Cristo, prohibía el «culto supersticioso» a los ángeles, que «habrían introducido
algunos herejes judaizantes», de los que habla Teodoreto245. La doctrina católica
quedó, en este punto, fijada en el ¡v Concilio de Letrán (1215), pero la enemiga
de los cristianos contra los demonios (que son las formas primarias corpóreas de
las cuales ulteriormente saldrán los ángeles, como las mariposas de sus larvas)

(244) Constantin Regam ey, «Las religiones de la India», en Franz K ónig, C risto y las Religiones
de la Tierra, traducción española de Ramón Valdés del T oro, b a c , M adrid 1961, tom o 3, pág. 202.
(245) Félix Am at, Tratado de la Iglesia de Jesucristo, o H istoria eclesiástica, tom o séptim o, 2J
edición, M adrid 1806, pág. 381.
El animal divino 2fi3

data de su mismo comienzo, como nos testimonia San Agustín (Ciudad de Dios,
libro vni). Es, en todo caso, un hecho que la Iglesia Católica se caracterizó por su
frontal batalla contra los démones del helenismo. Nos interesa determinar los mo­
tivos y el alcance de esta oposición, precisamente en la medida en la que contiene
un aspecto (y de los más importantes, en las últimas etapas históricas de las reli­
giones) del enfrentamiento de las perspectivas terciarias a las secundarias.
El cristianismo acaso pueda considerarse como la religión terciaria (mono­
teísta) que ha ejercitado del modo más radical el programa de Protágoras — «el
hombre es la medida de todas las cosas»— y, por ello, ha puesto al hombre en el
lugar más elevado de la creación. En realidad, en el lugar más elevado, no sólo
del mundo corpóreo, sino del universo en general. En efecto, el hombre es el lu­
gar de la parusia, en donde Dios va a encarnarse y, de este modo, la creación
misma va a quedar justificada. Semejante antropocentrismo contrasta con las vi­
siones más características del paganismo helénico. En el «paganismo», en efecto,
puede decirse que el hombre quedaba anegado en su condición de partícula en­
tre las infinitas de la (pv a i g. Y ello, aunque se le reconociera un Xóyog. Porque
de este XóyoC, también participan los demás seres. El estoicismo (tan afín al cris­
tianismo en muchos aspectos) contrastaba notablemente con el cristianismo en
este punto. El universo entero está penetrado del logos: Dios es inmanente al
mundo real; el mundo se organiza como una escala gradual en la cual el hombre
ocupa sólo un lugar intermedio, precedido por plantas y animales y seguido por
demonios de muy diversas especies. Frente a esta concepción, el cristianismo en­
señaba que el Dios transcendente se ha hecho carne, precisamente en el punto in­
termedio de la escala. Y, por ello mismo, todo comenzará a girar en su torno. Y
esto es antropocentrismo metafísico.
Que el antropocentrismo había llegado a ser una tesis característica de los
cristianos (aunque no fuera exclusiva suya) puede probarse por el testimonio de
Celso. «Una sola afirmación de la doctrina cristiana [dice en su Doctrina verda­
dera] quiero tratar detenidamente, a saber, que Dios lo ha hecho todo para el hom­
bre. Mas se puede demostrar por la historia natural de los animales y por la inte­
ligencia que aparece en ellos que el mundo no fue más bien hecho para el hombre
que para ellos. En primer lugar, ni truenos ni relámpagos ni lluvias son obra de
Dios; y luego, aun concediendo que lo fueran, no se producen esos fenómenos
más para alimentarnos a nosotros que a las plantas, a los árboles, hierbas y espi­
nas. Y si se replica que todo esto nace y crece para el hombre, ¿qué motivo hay
para afirmar que crece más bien para los hombres que no para los animales irra­
cionales más feroces? Nosotros, a la verdad, con fatigas y trabajos, apenas si a
fuerza de sudores logramos alimentarnos; para ellos, en cambio, “todo nace sin
siembra y sin arado”. Y si se alega el verso de Eurípides “el Sol y la noche está
al servicio de los hombres”, ¿por qué más a nuestro servicio que al de las hormi­
gas o al de las moscas? Porque también a ellas la noche les sirve para descansar
y el día para ver y trabajar. Y si alguno nos replica que somos los reyes de los ani­
males, porque los cazamos y nos los comemos, ¿no podríamos con más razón de­
cir que fuimos nosotros hechos para ellos, pues nos cazan y nos devoran? Y no­
284 Gustavo Bueno

sotros necesitamos de trampas, de armas, de gentes y de perros que nos ayuden a


darles caza; a ellos, en cambio, en un momento y por sí mismos, la naturaleza l°s
proveyó de armas, sometiéndonos fácilmente a su dominio .»246
Es, pues, el antropocentrismo metafísico tesis fundamental del cristianismo-
Pero tesis que no ha de reconocerse como una mera opinión entre otras, sino con10
dogma central, que tendrá que abrirse camino trabajosamente, venciendo la re"
sistencia no sólo de las concepciones filosóficas paganas, sino también la resis­
tencia de su propia teología terciaria. Una tesis que, en el límite, llevará a una ir*'
volución de la religión hacia la forma de una filosofía transcendental, cuyo término
podría fijarse en la concepción de Hegel, cuando pone la verdad del cristianismo
en la enseñanza de que el Hombre es Dios.
Pero encontramos ya maduro este concepto antes de llegar a este término,
formulado con toda la conciencia de su misteriosa oscuridad en los clásicos es­
pañoles del humanismo del siglo xvi, que siguen una tradición muy antigua y muy
arraigada en España («por ende, sabe tu en cierto, quier pecase Adán, quier non,
Dios a nascer auie de Santa Maria», leemos en el Lucidario de Sancho ív, capí­
tulo liiii). La intuición de Fray Luis de León en Los nombres de Cristo (Salamanca
1583) se nos hace más nítida cuando la proyectamos sobre el fondo de los escri­
tos del agustino Beato Alonso de Orozco (1500-1581), cuyo opúsculo autógrafo,
sobre nueve nombres de Cristo, fue probablemente conocido por su compañero
de Orden, Fray Luis de León. Nos parece que las diferencias entre Fray Luis de
León y Alonso de Orozco no son meramente «líricas y estéticas», de suerte que
tenga «escaso interés señalar las fuentes directas de la doctrina de Fray Luis»247-
Subrayamos principalmente las siguientes diferencias: que Alonso de Orozco en­
tiende «Pimpollo» en un contexto más bien histórico (Pimpollo no es Zorobabel,
como interpretan algunos rabinos, pues el acontecimiento — el nacimiento de
Cristo— no pudo ocurrir cuando los caldeos destruyeron Jerusalén, sino cuando
los romanos lo asolaron), y esto debido a que a Cristo se le ve como Redentor,
como «fruto excelente», «por grandes frutos que hizo en las ánimas destruyendo
los ídolos y los vicios». Pero Fray Luis de León contempla las cosas a una luz to­
talmente diferente, «cósmica», aunque las palabras sean muy similares. Ante todo,
el «Pimpollo» del que habla el texto latino de las Sagradas Escrituras (Cemah en
la lengua original, dice Fray Luis), es entendido ahora como fruto, y ello porque
es a la vez fin y principio de nueva vida total (de hecho, «pimpollo» encierra tanto
el componente vegetal —pino— como el animal —pollas o embrión— ). Al apli­
car Fray Luis de León el nombre de pimpollo a Cristo quiere decir simplemente
que Cristo es el fruto del mundo. Y lo esencial, a nuestro juicio, es que Fray Luis
de León no contempla este fru to a la luz de la Redención. No es que niegue al
Cristo Redentor; es que cuando ve al Cristo-pimpollo lo ve como el fruto interno
y silvestre de la Tierra, de una Tierra que no ha sido trabajada por el arado, por el

(246) Celso, D octrina verdadera, iv, 74-79. Traducción de D aniel Ruiz Bueno en P adres apolo­
gistas griegos (s. u), b a c , M adrid 1954, p á g s . 67-68.
(247) Federico de Onís, Introducción a la edición de Clásicos castellanos.
El animal divino 285

sudor humano, sino solamente fecundada por el cielo y las nubes. Estamos, pues,
en aquella edad (para decirlo con palabras de Don Quijote, i, 11) en la que «aún
no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas
piadosas de nuestra primera madre». En una palabra, Cristo es fruto de una Vir­
gen, la Tierra. La tierra es símbolo de la Virgen, tanto como la Virgen lo es de la
Tierra. De la Tierra virgen brota, como su fruto interno y silvestre (es decir, an­
terior al hombre y a la historia), un pimpollo, «un arbolico que sube hasta Dios».
Este pim pollo es Cristo. Y es Cristo lo que da razón de que el mundo haya sido
creado por Dios. Al margen de la Trinidad, la creación sería incomprensible. «Por
manera — dixo Marcello [Fray Luis]— que Dios, porque es Bien infinito y per­
fecto, en hacer el mundo no pretendió recibir bien alguno del, y pretendió algún
fin, como está dicho. Luego si no pretendió recibir, sin ninguna duda pretendió
dar; y si no lo crió para añadirse a sí algo, criólo sin ninguna duda para comuni­
carse Él a sí, y para repartir en sus criaturas sus bienes.» Si, por su naturaleza, las
cosas se asemejan ya a Dios y por la Gracia (por los dones sobrenaturales) reme­
dan al ser y la condición y estilo de Dios, por la unión personal (Cristo, la unión
hipostática) las criaturas vienen a ser el mismo Dios, porque se juntan con El en
una misma persona. En resolución: Cristo es la razón última de la creación del
mundo fin ito , porque en Cristo el mundo alcanza el grado más elevado que un
ser fin ito pueda alcanzar: la apoteosis, la unión hipostática. Y no son los ánge­
les, quienes han alcanzado este grado último, ni los demonios, sino los hombres,
a través de Cristo. En la escala de la naturaleza, por tanto, el hombre ocupa el lu­
gar más alto, y se pone en presencia inmediata del mismo Dios. El hombre reca­
pitula al mundo íntegro que es, sólo por ello, «templo de Dios». Este hombre di­
vinizado (por Cristo) precisamente por ser el fruto — el pimpollo— de la naturaleza,
no ha sido el resultado del sudor del arado o de la azada, de la voluntad y desig­
nio contingentes humanos, sino de un designio que está por encima de la propia
voluntad humana y que Fray Luis (paralelamente a Giordano Bruno, aunque con
otro sonido) identifica con la deidad misma. Fray Luis de León — en la tradición
de San Anselmo, opuesta a la de San Gregorio (para quien el hombre es un acci­
dente de la creación, determinado por la rebelión de los ángeles) habría trazado
al pensamiento la órbita en la que todavía se moverá Hegel248.
Es la órbita que sigue un universo que gira en torno al hombre (y a la Tierra
como su morada). Y no ya precisamente en cuanto centro astronómico (espacial),
sino, sobre todo, en cuanto centro dramático (temporal, histórico). Centro meta-
físico, en tomo al cual se organiza el argumento de la totalidad de lo que existe.
Por ello, la «revolución copernicana» no llegó a alcanzar los efectos fulminantes
que de ella podría haberse esperado, a saber, el desplazamiento del hombre de su
condición de centro del mundo. Antes bien, podría decirse que la «revolución co­
pernicana» confirió a la Tierra una excentricidad peculiar, análoga a las excen­
tricidades que los astrónomos (y luego Kepler) ya conocían. Una excentricidad
en virtud de la cual, la Tierra, sin perjuicio de que ella ya no pueda reclamar su

(248) G ustavo Bueno, E nsayos materialistas, Taurus, M adrid 1972.


286 Gustavo Bueno

condición de centro astronómico, siga siendo centro metafísico, el lugar d el u n i ­


verso de donde brotará la vida. La Tierra no será, pues, una estrella más (c o m o e n
el panteísmo de Bruno), sino el crisol de la vida, el humus que prepara el n a c i ­
miento del hombre. Y ello porque el hombre va a ser el punto en el que v a a t e ­
ner lugar la unión hipostática, Cristo, el fru to de la Tierra. La Tierra será, p 0 r
tanto, el centro del torbellino universal y, por eso, cabe decir que ahí reside n i c -
tafisicamente el origen del movimiento o devenir universal (ahí, no en la p e r if e ­
ria, en donde Aristóteles ponía el Primer móvil). Es Cristo la razón de la cr e a c ió n .
Por su eficacia se mueven los elementos y los cuerpos celestiales (los d ioses a r is ­
totélicos). Por tanto, mientras en el orden de la N aturaleza el m ovim iento c o ­
menzaba en la periferia del universo (el prim er m óvil recibía el m ovim iento d e l
primer motor y lo transmitía a los astros, que a su vez lo retransmitían a los e l e ­
mentos terrestres), en el orden de la Gracia (de la causa final) la Tierra (la v id a ,
el hombre, Cristo) es el lugar que pone en marcha el movimiento y lo transmite a
los demás seres, incluso a los astros y aun a los mismos serafines, querubines y
tronos. Porque, sin dejar de girar en torno a Dios, se encontrarán girando ahora
en torno a Cristo, al hombre. (Es un aspecto más del amplio proceso que en otra
ocasión hemos designado como «inversión teológica».)
Es en este contexto del antropocentrism o m etafísico, en el cual situ am os,
desde luego, al cristianismo católico (y no de modo simple, sino, como queda d i­
cho, en tanto se mantiene en conflicto dialéctico permanente, explícito o im p lí­
cito, con el teocentrismo propio de toda religiosidad terciaria), en donde cobra un
significado peculiar el tratamiento de la cuestión de los ángeles. Un tratamiento
que (según nuestro planteamiento) podrá ser todo menos claro y unívoco. Porque,
por un lado, los ángeles son pieza esencial de las concepciones no an tro p o cén -
tricas del universo, características de las religiones secundarias; por otra parte,
si el cristianismo lleva en sí el germen del antropocentrismo metafísico, tendrá
que entrar en conflicto permanente con los dogmas que giran en torno a los án­
geles (dogmas que, a su vez, ha recibido como herencia del Antiguo Testam ento).
De aquí la necesidad de re-escribir una historia dialéctica del tractatus de ange-
lis en la tradición cristiana. Pues partimos del supuesto de que los propios teólo­
gos cristianos difícilmente pudieron alcanzar la conciencia de la contradicción en
la que ese tractatus tenía que desenvolverse necesariamente. Por consiguiente,
será preciso interpretara otra luz cuestiones y debates que, fuera de contexto, po­
drán parecer puros delirios o juegos bizantinos (por ejemplo, para comenzar por
los más conocidos: «¿cuál es el sexo de los ángeles?», «¿fue el pecado angélico
un pecado de soberbia o fue un pecado de envidia?», o bien: «Luzbel, el príncipe
de los ángeles caídos, ¿fue un miembro perteneciente al orden de los serafines o
más bien pertenecía al coro de los querubines?»).
Sin duda, el inmenso mundo de los ángeles constituye una pantalla sobre la
cual han de proyectarse intereses y figuras característicamente humanas. Podrá
decirse, con gran fundamento, que la estructura del mundo de los ángeles es an-
tropomórfíca y, más aún, que está modelada a imagen y semejanza de la socie­
dad humana. Si el hombre es la «medida de todas las cosas», ¿no habrá de serlo
El anima! divino 287

también del mundo de los ángeles? Ya el Pseudo Dionisio ofreció una visión de
Jajerarquía celeste de los coros angélicos que es obviamente un trasunto de la te­
rrestre jerarquía eclesiástica: la primera jerarquía—querubines, serafines, tro­
pos— corresponde al Episcopado; la segunda—dominaciones, virtudes, potesta­
des— al Presbiterado; la tercera—principados, arcángeles, ángeles— al Diaconado.
01 padre Billuart (inspirado acaso por Fray Gerundio) todavía estrechaba más la
coordinación de las jerarquías angélicas con las jerarquías eclesiásticas y las ci­
viles: las jerarquías angélicas (decía el ilustre dominico) corresponderían a las je­
rarquías de cardenales, obispos y párrocos; o bien, en el orden civil, a las jerar­
quías de los ministros del rey, gobernadores y alcaldes. Sin embargo, es opinión
común de los teólogos cristianos que la doctrina de las jerarquías angélicas an­
tropomorfas no es doctrina dogmática cierta, sino sólo probable — y ello (nos pa­
rece a nosotros) porque distinguen muy bien las formulaciones antropomórficas
je la Angelología y el propio material pre-antropomórfico (nosotros diríamos:
2{]omórfico) sobre el cual aquellas formulaciones se aplican. Pues no son los án­
geles (ni los demonios, ni los dioses) posteriores a los hombres, ficciones hechas
a su imagen y semejanza, como tampoco lo son los animales. Y, así como en Zoo­
logía, el tratado de homine ha de venir después (en el orden natural) del tratado
de animalibus, así también en Teología el tratado de homine habría de venir des­
pués del tratado de angelis.
Pero el cristianismo introdujo un mundo, llamado sobrenatural (el mundo
de la Gracia), que, superponiéndose al orden de la Naturaleza, lo invierte, en cierto
modo, lo reorganiza (sin perjuicio de las declaraciones de los teólogos, según las
cuales sólo lo eleva de plano, sin cambiarlo). En realidad, cambia el sentido de
sus relaciones, a la manera como la causa final invierte las relaciones de la causa
eficiente. (Lo que era anterior pasa a ser posterior; lo último, el resultado, pasa a
ser lo primero en la intención, el fin.) Según el orden natural, en efecto, los án­
geles (y esta doctrina fue establecida ya en el Concilio lateranense) fueron crea­
dos en el primer día (puesto que son los seres más perfectos y más próximos a
Dios) y el proceso de su «evolución» (por ejemplo, su caída) discurrirá, por tanto,
con independencia de lo que pueda ocurrirle al hombre, obra del sexto día. Pero,
según el orden sobrenatural, lo que iba a ocurrirle al hombre comenzó a reper­
cutir (m etalépticam ente, cabría decir) en la propia «evolución» de los ángeles,
tanto como, al menos, recíprocamente. El conflicto dialéctico entre el orden na­
tu ra l y el orden sobrenatural (o, si se prefiere, el conflicto entre esas líneas dife­
rentes cuyo entrecruzamiento constituye la dogmática cristiana y que habría sido
formulado por medio de los conceptos de naturaleza y sobrenaturaleza) se ela­
borará según diversas figuras de compromiso inestable, de las cuales las más im­
portantes, a nuestros efectos, acaso sean las siguientes:
Una primera figura según la cual se tenderá a presentar la evolución de los án­
geles como un proceso independiente de la evolución del hombre, pero no recípro­
camente. En efecto, los ángeles creados por Dios, en su estado de naturaleza, pu­
dieron pecar. (Si hubieran sido elevados en un principio al estado de Gracia santificante,
su pecado no hubiera sido posible.) El pecado de los ángeles habría consistido en
288 Gustavo Bueno

un acceso de soberbia (Santo Tomás), de conciencia de su propia excelencia que l°s


hizo querer ser, si no Dios (lo que no podían haber querido eficazmente) sí al me­
nos similares a Dios, amándose de tal modo en su ser y complaciéndose en su pro­
pia exuberancia que Duns Escoto pudo hablar, metafóricamente, de lujuria c s p ir i-
tual. Lo característico de esta primera «figura de compromiso», para nosotros, es la
desconexión entre el pecado de los ángeles y la historia del hombre, aunque no re­
cíprocamente. Porque habría sido a raíz de la rebelión de los ángeles cuando Dios
que inicialmente en el orden natural había proyectado la creación del hombre
como una parte más del mundo— decidió no sólo elevar al hombre al estado de Gra­
cia santificante, sino incluso realizar con él la unión hipostática.
Una segunda «figura de composición» tenderá a subordinar la propia evo­
lución de los ángeles, su rebelión, a la evolución misma del hombre, al proyecto
divino de su unión hipostática en Cristo. Según esta segunda figura (que puede
insertarse en el proceso de lo que hemos llamado la inversión teológica), los acon­
tecimientos trágicos que tuvieron lugar en las más altas regiones de los coros an­
gélicos, dependieron del propio destino del Hombre, que ya no deberá ser pen­
sado como un sustitutivo, un remedio o rectificación de los iniciales y frustrados
planes divinos respecto de los ángeles, sino como un designio directo y sustan­
tivo (San Anselmo, Honorio de Autun), como el objetivo último de la creación
(Fray Luis de León). En efecto, según algunos teólogos, habría sido al conocer
por revelación el misterio de la Encarnación del Verbo (misterio que les habría
sido presentado por Dios Padre — según San Bernardo, sólo a Gabriel— ) el mo­
mento en que los ángeles pecadores no estuvieron dispuestos a prestar al futuro
Dios-Hombre la debida reverencia: el pecado angélico habría sido, por tanto, en
el fondo, un pecado de envidia hacia el hombre. Ya San Cipriano (De zelo et li-
vore, 4) ponía como esencia del pecado angélico la envidia, por haber sido el hom­
bre hecho a imagen y semejanza de Dios. Porque este destino del hombre obli­
gaba a sospechar — como lo sospechaba Don Juan Manuel, en el capítulo t del
Libro de los Castigos (hacia 1348)— si «el hombre, que es la más noble criatura
que ha so el cielo», no es también la criatura más noble en absoluto «et aun algu­
nos tienen que es más noble que las criaturas celestiales». Pero es Francisco Suá­
rez249 quien ha establecido, en sus términos más rotundos, la tesis del antropo-
centrism o m etafísico. Fue al conocer los ángeles pecadores el misterio de la
Encamación del Verbo, cuando apetecieron ellos mismos la unión hipostática, con
la secuela de no querer adorar a Dios hecho hombre.
Sin duda, la concepción de Suárez manifiesta, del modo más agudo, las vir­
tualidades del cristianismo frente a las exigencias de una angelología no antro-
pocéntrica — exigencias que movían (creemos) a Santo Tomás a poner en la so­
berbia, y no en la envidia, el pecado del ángel250. Sin embargo, nos parece necesario
reconocer que, ya en el lugar citado de Santo Tomás, aparecen muy claros los tér­
minos de la oposición. Pues Santo Tomás dice que el pecado originario de cria-

(249) Francisco Suárez D isputa 7, 13; D e A ngelis, 1,7, cap. 13.


(250) Santo Tom ás, Summci Th. i, q. LXNI, a. 2.
El anim al divino 289
y~

Xy-,, ' * . jV -;-• í .,í ■> V>‘' . ' ' \ v . '-<*>* f.V •; ' !1w V > f 1." ' ' ' ’ '■:•* i M . ' . w { . t í l i -

(SÍ**?* VJ$$ k^p-v- E?'/~;. ¿as*!V-í -J.'.J-‘ 1.^'M 7&':£■•;.

Aaielei iju^OT/ .tlgunos de ios 'catleai pijedeii k i tnuy semejantes a nosotros p extraterres-

Ipfo*y
'terqtie^ivra ea. jocros planetas;, pero.también los' hay-malos. Se los conoce por sus;obras
consejo», - porquevlos buenos aconsejan- virtudes y obediencia á los Mandamientos de
de^la Sftnta Iglesia, no ensefiando nada .contra el dogma o Credo católico» Ffcrte-
faec6ir a los buenos los que trasladaron la Caidta de Nararet desde Palestina á Lórelo
(B»tía};‘-lo9,:qifo trajeron el pilar y a la misma Virgen María en bermoeo trono de nube».
aj£*ragbz»; losqueaáuhciaban el Nacimiento del Mesías * los pastores y cantaron en su
.honor-el «Gloria in. excolsis. Deo». A éstos es a los que representaelgrábados. Supoder,
«o sabiduría y bondad es extraordinaria. Cuándo traten con los hombres familiarmente,
como ya Io nizo San Rafael Arcángel coa Tobías, la tierra se convertirá en felicísimo
paraíso, desde el que seguramente se podrá Ir con facilidad a otros muchos planetfc* pa­
radisíacos en aludida Era lnterplaneüiriat eft la que de .este modo se unirán los cíelo»
con. Jé tierra, hecho* al que se refieren algunas profecías.

U na in terpretación , procedente de un autor católico, d e los ángeles: del libro de Jerem ías López (pseudónim o
de Francisco A r r o y o ), H a y extraterrestres m alos que a yu d an a l A n ticristo de quien se asegura que ha n acido ya
y reside en...». P ie d ra s A lb a s (C á ce re s) 1971.

C o m o c o n tr a p ru e b a d e la te s is m a n te n id a e n e s ta o b ra , e n el s e n tid o d e in te rp re ta r a lo s e x tra te rre s tre s d e n u e stro s


d ía s c o m o u n a n u e v a m o d u la c ió n d e lo s d é m o n e s h e le n ís tic o s (re d u c id o s p o r el c ris tia n is m o o rto d o x o a la c o n d i­
c ió n d e e n te s e s p ir itu a le s , á n g e le s o d ia b lo s , s in p e rju ic io d e las c o n c e s io n e s c o n s ta n te s a las im á g e n e s z o o m ó rllc a s ,
s ie m p re c o n te s ta d a s p o r lo s ic o n o c la sta s ), c a b e c ita r la te n d e n c ia q u e se a b re c a m in o e n tre a lg u n o s c ris tia n o s a re in­
te r p r e ta r a lo s ic o n o s tra d ic io n a le s d e á n g e le s y d ia b lo s c ris tia n o s c o m o e x tra te rre s tre s .
290 G ustavo Bueno

turas tan excelentes como los ángeles no podría ser sino una exaltación de su pro'
pió bien,, no un querer algún mal absoluto, sino, a lo sumo, el querer un bien, aun­
que fuera del orden (eligendo aliquid, quod sequndum se est bonum, sed non cu»i
ordine debitae mensurae, aut regulae). Este bien sólo podría ser su propia exce­
lencia; pero a este pecado pudo seguir inmediatamente un pecado de envidia —
pero de envidia hacia el propio hombre. Juan de Santo Tomás, con su caracterís­
tico estilo, tratará de componer estas posiciones en conflicto de Santo Tomás y de
Suárez, sugiriendo que, aun cuando la razón formal de la soberbia angélica fuera
la propia excelencia (al margen del hombre), la materia in qua sobre la cual la so­
berbia se ejerce pudo ser múltiple y la unión hipostática, el fin is qui, esto es, la
cosa querida como materia de la propia excelencia (finís cui), de la cual no con­
sideraba digno a ningún otro.
Y si la rebelión de los ángeles tuvo como motivo precisamente la envidia por
el puesto sobrenatural que Dios iba a asignar al hombre, a través de Cristo, se com ­
prenderá también que los ángeles caídos tendieran a ser concebidos como enti­
dades orientadas a girar en tomo al hombre, a fin de destronarle de su puesto, para
hacerle perder su estado de Gracia, ya como tentadores de Adán, ya como tenta­
dores de los hombres en general. Por ello, los demonios no residirán, al margen
de los hombres, únicamente en los lugares infernales, sino también cerca de los
hombres, en el aire caliginoso, como enseña el propio Santo Tomás251. Y, sobre
todo, los ángeles caídos terminarán por ser concebidos como un principio ma­
ligno, que precisamente se orienta hacia la generación del Anticristo. Por ello, la
concepción de la historia humana como una lucha perpetua de Cristo o su Iglesia
con el Anticristo, habrá de referirse, más que a alguna suerte de subterráneo ma-
niqueísmo, al antropocentrism o m etafísico propio del cristianismo. Por eso, el
Anticristo — sea Federico Barbarroja, sea Napoleón— terminará por ser aplastado
ante la gloria de Cristo, en la plenitud, en la plenitud de la historia humana, en el
Juicio Final (Valsecchi, y el llamado «pensamiento reaccionario», italiano, fran­
cés y español del xvm y xix).
Podríamos decir, en resolución (si enfocamos el estado de esta cuestión en el
siglo xv en los términos de «conflicto de las Facultades»), que, al final de la Edad
Media, y por influencia del cristianismo, la Facultad de Medicina se ve determinada
al reconocimiento del hombre como un animal que, sin embargo, ha de verse como
el animal más perfecto, como el soporte del espíritu. Mientras tanto, en la Facultad
de Teología el hombre habrá de ser visto, en principio, como el espíritu más bajo;
un espíritu que estaba pasando de ser considerado como espíritu que ocupa el orden
más ínfimo en la jerarquía de los espíritus (un espíritu que es sustancia incompleta,
que necesita encarnarse) a ser considerado como el espíritu que, gracias a su cuerpo
y por la unión hipostática, está destinado a sobrepasar a todos los demás espíritus,
puesto que se hace Dios mismo (Fray Luis de León). ¿No habría de repercutir esta
transmutación teológica en la ideología característica de la Facultad de Medicina?
Sin duda y, si no nos equivocamos, el resultado más directo de esta repercusión ten-

(251) Santo Tom ás, Summa Th„ i, q. LIV, a. 4.


El animal divino 291

jjj-íí el sentido de una tendencia a la disociación del hombre respecto a los animales,
¿0 cuya serie formaba la cabeza. El hombre es único: «...el gato parece formado a
S(jfliejanza del tigre, el perro a la del lobo, el camero a la del camello: en suma, to-
t!¿)Xlos géneros tienen su consonancia, excepto el hombre», dice Sturm, en sus Re­
flexiones sobre la Naturaleza (ed. 1852; 6 :121). Los animales podrán seguir siendo
v¡?tos con una coloración fuertemente religiosa; pero, o bien ésta se reduce a pura
ajegoría (la serpiente, en el Physiologus y otros bestiarios, es imagen del cristiano
parque cuando busca una angosta hendidura para restregarse en las paredes y des­
prenderse de su vieja piel, representa al cristiano que busca la piedra espiritual, que
C4 Cristo), o bien es encamación de númenes demoníacos a los cuales pueden llegar
a vencer los padres de la Tebaida, según el texto de San Lucas (x, 19): «Veis, que os
dado potestad de pisar sobre serpientes, y escorpiones, y sobre todo el poder del
eIiemigo: y nada os dañará.» La escultura y la pintura cristianas rebosan animales
ITlonstruosos que devoran al hombre pecador, pero también animales monstruosos y
Qj-dinarios, sobre los cuales se alza la figura de Adán (como en el famoso díptico de
j^arfil del siglo ív que se conserva en el Museo de Bargello, de Florencia).
El hombre-divinizado, es decir, elevado por encima de los ángeles, se compa­
s e e mal (en la fase terciaria) con el hombre-animal', la parte animal del hombre, en
resumen, difícilmente podría servir de eslabón real entre la cadena de los seres cor­
póreos y la de los incorpóreos (una vez que el hombre había sobrepasado todos los es­
labones). La parte animal del hombre nada tendrá que ver con el espíritu; ni siquiera
tendrá alma. Los animales serán máquinas, carecerán de conciencia, de sensibilidad
y, por tanto, el hombre no tendrá por qué tener la menor piedad hacia ellos. Esta pie­
dad sería ilusorio antropomorfismo y mera sensiblería. Tal consecuencia del cristia­
nismo, que lleva hasta su límite el desarrollo dialéctico de la religión primaria (pues
convierte la religión en la más descamada impiedad ante los animales), fue sacada con
asombroso rigor lógico por Gómez Pereira, muy cerca del lugar y tiempo en los que
Fray Luis de León concluía las fórmulas más exaltadas del antropocentrismo cristiano.
U&justificación que da de su tesis Gómez Pereira en su Antoniana Margarita es de
índole inequívocamente espiritualista: si a los animales les concediésemos alma sen­
sitiva, también habría que atribuirles el espíritu. Esta justificación de la tesis (que, con
todo, es muy actual, en cuanto se apoya en el reconocimiento de la afinidad entre la
sensación y la inteligencia) no excluye (nos parece) una probable influencia de la ideo­
logía propia del nuevo esclavismo, consecutivo a la colonización de las Islas Cana­
rias y, enseguida, de América. Una ideología que debía proporcionar recursos para
endurecer la sensibilidad ante las terribles situaciones determinadas por la saca de es­
clavos africanos o caribes, a quienes se tendía, a su vez, a considerar como animales,
o cuasi hombres (¿acaso eran hombres los guineos a quienes Enrique de Portugal, en­
cima de un poderoso caballo, contempla mientras son arrebatados por sus tropas, como
si fueran ganado, para ser esclavizados?)252. Sin duda (pensarán algunos), los anima­
les no merecen un trato tan cruel. Pero, ¿cómo hablar de crueldad ante las máqui-

(252) Antonio Rumeu de Armas, «Los problemas derivados del contacto de razas en los albores del
Renacimiento», en Cuaderno!: de Historia, n" 1, Instituto Jerónimo de Zurita, CSIC, Madrid 1967, pág. 78.
292 Gustavo Bueno

ñas? 53 Los escolásticos (alguno de los cuales, con Sepúlveda254, encontraba en l;lS
tesis de Aristóteles sobre los animales desprovistos de alma racional una cobertura
ideológica suficiente para mantener en servidumbre a los indios), aunque insistían,
como los cartesianos, en las diferencias entre los animales y el hombre, creían que es­
tas diferencias podrían explicarse adecuadamente a partir dc la distinción entre el ah»í!
sensitiva y el alma racional. Distinción oscura y ad hoc, que es justamente aquella
que Gómez Pereira (siguiendo en este punto una larga tradición que, desde Empédo­
cles y Estrabón pasa por los estoicos y Plutarco y se continúa en la Edad Media, en
judíos como Maimónides y en cristianos como San Francisco) cree necesario borrar.
Pero sacando modus tollens todas las consecuencias, que son muy significativas en
una filosofía de la religión como la que aquí exponemos. Bayle, por lo demás, qlie
percibió claramente el significado religioso de esta tesis sobre los animales en el artí­
culo Rorarius de su Diccionario histórico crítico — artículo en el que tuvo el cuidado
de citar la opinión de Celso sobre la racionalidad de los animales, como opinión pre­
cisamente dirigida contra los cristianos— subrayaba la «desgraciada situación» en la
que se encontraban los escolásticos ante el dogma del alma sensitiva, a la vez que re­
conocía (acaso con oculta ironía) que la tesis de Pereira, «tan ventajosa para la ver­
dadera fe» — por su perspectiva antimaterialista— , era muy poco verosímil255.
Lo que se llama «descubrimiento del hombre y de su dignidad» en el huma­
nismo moderno, ¿qué otra cosa podía ser (puesto que el concepto de autoconcienciü
del hombre, en términos absolutos, carece de sentido y es metafísico) sino esta nueva
toma de posición én el espacio de los ángeles y de los animales? Fue la filosofía car­
tesiana la que recogió a manos llenas estos resultados y los sistematizó en forma sen­
cilla y geométrica. En el universo, aparte Dios, sólo hay dos sustancias, la res extensa
y la res cogitans. Pero la sustancia pensante es justamente la que habita en el hom­
bre. El mundo que rodea al hombre es, como su propio cuerpo, extensión pura; es
decir, los astros ya no son habitados por ángeles buenos, ni siquiera movidos por

(253) Unos tic los .argumentos (ad hominem) de Góm ez Pereira para probar el autom atism o de las
bestias es precisam ente éste: sería inhumano (si los brutos tuviesen sensaciones) tratarlos con la cruel­
dad y atrocidad habituales (los cargam os con grandes pesos, les dam os latigazos, les herim os con h ie ­
rros). Luego, si no consideram os atroz esta conducta, es porque no les concedem os sensibilidad. An-
toniana M argarita, M edina del Campo 1554, col. 22.
(254) Lo que sugerim os es asociar, com o partes de un m ism o m ovim iento, estas dos m aniobras
ideológicas paralelas: la de Góm ez Pereira, rebajando a los anim ales al rango de las m áquinas, y la de
Sepúlveda, rebajando a los indios al rango dc bárbaros, muy próxim os a la anim alidad. «La prim era
[causa en que se funda la justicia de la guerra hecha por los españoles a los indios] es que siendo por
naturaleza siervos los hom bres bárbaros, incultos e inhum anos, se niegan a adm itir la dom inación de
los que son m ás prudentes, poderosos y perfectos que ello s...» (Juan G inés de Sepúlveda, D em ol í a ­
les alter, sive de ju stis belti causis apud indos, hacia 1548, traducción dc M arcelino M enéndez Pe-
layo, en el Boletín de la R eal Academ ia de la Historia, tom o 21 ,1 8 9 2 , cuaderno 4, pág. 347). El texto
anterior debe dc ir confrontado con el celebre texto de la Política de A ristóteles, traducida por el pro­
pio Sepúlveda: «Non est igitur dubitabile, quin hom ines quídam ad libertatem nati sint, alii ad servi-
tutem , quibus hoc ipsum ut serviant com m odum est atque justum .»
(255) « C ’cst dom m age que le sentim ent dc Mr. Descartes soil si difficile á souteur, et si éloigne
de la vraisemblcnt; car il est d ’ailleurs tris avantagcux a la vraie foi, et c ’est l’unique raison que empó-
chc quelques personnes de s ’en de partir», Bayle, Dictionnaire, sub voce «Rorarius».
El animal divino 293

ellos; ni el aire caliginoso es el lugar donde podemos encontrar a los ángeles ma­
los256. Los cuerpos de los animales, no sólo no están ya habitados regularmente por
demonios; ni siquiera por almas sensibles. Tanto más necesaria era esta filosofía me-
canicista en el siglo xvn cuanto más avanzaba la ola de superstición, cuanto más cre­
cía la marea de las posesiones diabólicas — las energúmenos de San Plácido, las po­
sesas de Loudun, las brujas de Salem. Es como si un certero instinto advirtiese a los
cristianos que su antropocentrismo sólo podía cobrar su verdadero significado, y
mantenerlo, en el contexto de los coros angélicos. Los cristianos sabían que en el mo­
mento en que este contexto se pusiera entre paréntesis, el antropocentrismo había de
derivar hacia una fórmula vacía, la res cogitans del solipsismo.
Supuestas estas premisas, se comprenderá que el renacimiento que en nues­
tros días experimenta el interés por los extraterrestres (es decir, el renacimiento de
los demonios, de los genios aéreos o ígneos, en suma, corpóreos, animales) sólo
desde una perspectiva sectaria e interesada (la del cristianismo) pueda interpretarse
como un sucedáneo de la fe cristiana (incluida en ella la creencia en los ángeles)
«que el materialismo contemporáneo está sofocando». Más adecuado sería inter­
pretar este renacimiento de la demonología como un proceso que tiene lugar al
compás mismo del desfallecimiento del cristianismo, pero en razón de que es éste,
es decir, Cristo, quien tenía represados a los demonios. El renacimiento de los de­
monios, desde nuestra perspectiva, se nos manifiesta como una refluencia, no como
un sucedáneo; es un volver a fluir corrientes retenidas de mucho atrás, cuando la
presa ha comenzado a quebrar por todos los lados — la presa anlropocéntrica251.

(256) Santo T om ás, Stimma Th., i, q. i.iv.


(257) En esta línea habrá que poner el creciente auge que experimenta en el final de nuestro siglo la
llam ada «Exobiología», que adquiere así un inesperado interés para la Filosofía de la Religión. Vid. las
obras de Fred tloyle y Nalin Chandra W ickramasinghe, Spaee travellers: the bringers oj'Life (1975) y
Evolution fro m space (1981). La pregunta de Eustacio de Sebasto queda neutralizada también, es cierto,
por la teoría de los templos proporcionada por la que llamamos «teoría demonológiea de la Religión». «A
los primitivos habitantes de nuestro planeta — decía el soviético Modesto Agres ya en 1959— les debie­
ron parecer provistos de un poder sobrenatural los visitantes extraterrestres. Si presumimos que estos dio­
ses salieron de una máquina (una astronave), ello nos induce a pensar que se hubieran construido templos
parecidos a aquella en la forma; y los templos son propios a todas las religiones y a todos los cultos.» Hay
que reconocer que la concepción demonológiea proporciona una metodología muy fértil para la herme­
néutica de una gran parte del material religioso: el minarete de la mezquita nueva de Estambul o el obe­
lisco de Tutm osis, en Kam ak, de 23 metros de altura, serían un recuerdo de los misiles utilizados; las cú­
pulas hem isféricas de los tem plos serían un trasunto de los platillos volantes; las máscaras, cascos de
astronautas; los Tlioloi de Creta o del Irak parecen querer expresar en sentido horizontal el mismo con­
cepto que las Stupa, uniendo las cúpulas a estructuras alargadas y los transportes a los vectores (Peter Ko-
losimo. Astronaves en la Prehistoria, trad. española. Plaza & Janés, Barcelona 1973, págs. 26-27). Pero
la fertilidad de una hipótesis (que puede incluso «multiplicar los entes sin necesidad») no es prueba de su
verdad, aunque tam poco lo es la sobriedad o parsimonia de una hipótesis alternativa. Desde luego es más
económ ica la teoría que liga las m áscaras de form a de oso directamente al oso, que la que intercala el
casco de un astronauta, percibido com o un animal, porque ésta «multiplica entes sin necesidad»; es más
económ ica la teoría que liga un petroglil'o espiral a una serpiente, que la teoría que lo liga a galaxias es­
pirales percibidas por viajeros prehistóricos espaciales que, a su vez, vieron el «núcleo atómico primitivo»
representado en la forma de huevo de serpiente. El problema planteado por Eustacio de Sobaste es de otro
tipo diferente, porque él enfrenta, no ya hipótesis positivas y con sentido (más o menos fértiles o gratui­
tas), sino hipótesis positivas con hipótesis metafísicas com o las del «dios ubicuo».
294 G ustavo Bueno

De este modo se nos manifiesta la inesperada afinidad entre este renacimiento


del interés por los extraterrestres y el renacimiento del interés y de la piedad por los
animales. Ufología y Etología, consideradas desde la perspectiva de una filosofía de
la religión como la que estamos esbozando, se nos presentan como dos consecuen­
cias — una, en el terreno de la ciencia ficción y otra en el terreno de la ciencia es­
tricta— del mismo proceso; a saber, el retorno a las form as de religiosidad secun­
darias o primarias, una vez que la religiosidad terciaria, en la forma del antropocentrismo
cristiano exasperado, parece haber agotado sus posibilidades creadoras.
Capítulo 6
El «cuerpo» de la religión

1. Una vez que ha sido expuesto el curso global del desarrollo de las reli­
g io n e s positivas, podemos abordar las cuestiones relativas a lo que hemos llamado
e l c u e rp o de la religión, en la medida en que también este cuerpo forma parte de
su esen cia . De una esencia que no permanece rígida, sino que va cambiando en
e l m ism o proceso de su evolución.
Pero mientras esta evolución, considerada desde la perspectiva de su curso,
s e nos manifiesta como una sucesión de fases específicas que llegan a sustituirse
la s unas a las otras, considerada desde la perspectiva de su cuerpo se nos mani­
fiesta , sobre todo, como un crecimiento o adquisición de capas que se acumulan
a las anteriores, haciendo cada vez más complejo el material religioso, ampliando
e l radio de su esfera. Como quiera que estas capas esenciales (entre las que no
consideraremos las adherencias aleatorias o determinaciones adventicias que pue­
dan agregarse al núcleo o a sus metamorfosis) suponemos que se adquieren pre­
cisam ente al compás del ritmo marcado por las fases específicas del curso, de la
religión, de ahí también que la exposición de lo que llamamos cuerpo esencial de
la religión deba venir después de la exposición de su curso. Por lo demás, noso­
tros nos limitaremos, en esta ocasión, a una simple exposición general de los pro­
blem as que a la filosofía de la religión suscita el concepto de esencia que veni­
m os utilizando y de la línea general por donde irían nuestras respuestas.
Los problemas relativos al cuerpo de la religión pueden considerarse como
la reelaboración filosófica del tratamiento empírico que las ciencias fenoménicas
de la religión dan a su material. Se nos muestra este material, en efecto, como un
agregado de partes o componentes muy heterogéneos, muchos de los cuales no
tienen por qué albergar directamente un significado religioso (aunque histórica y
socialmente, y aun teológicamente—étnicamente— aparezcan indiscutiblemente
asociados unos a otros). Pero el punto de partida del planteamiento filosófico es
la distinción entre los nexos esenciales y los nexos empíricos o contingentes en-
296 G ustavo Bueno

trc las partes. Y los criterios de esta distinción no pueden ser e sta b lec id o s e m p í ­
ricamente', ni siquiera en virtud de un análisis lógico genérico, que separe l o e s ­
pecífico de lo común. Ello es debido a la sencilla razón de que, según nuestro p l a n ­
teamiento, las partes del cuerpo de la religión han de proceder del e x te r io r d e l
núcleo (por tanto, de fuentes comunes o genéricas a otras categorías dadas e n l o s
ejes radia! y circular).
En el fondo, de lo que se trata (a propósito del cuerpo de la religión) e s d e
medir la virtualidad del núcleo fijado, combinado con categorías ra d ia les y c / 7 -
culares (y supuesto que ese núcleo no puede darse existencia/mente aislado e n e )
puro eje angular), para conducirnos a aquellas determinaciones positivas q u e , ele
acuerdo también con los fenómenos, pueden considerarse como ese n c ia le s a ¡a
religión, en tanto esta va desenvolviéndose según las fa se s internas de su c u r s o
(determinado, a su vez, por episodios que no siempre son angulares). Casi n a d ie
discute (aunque debiera ser siempre discutido) que el culto a los m uertos p e r t e ­
nece a la esfera religiosa, e incluso se loma como criterio de la religiosidad p a l e ­
olítica; casi nadie discute, y también debiera ser siempre discutido, que la d o g ­
mática ligada a la concepción de! mundo forme parte de la esfera religiosa. P e r o
de Jo que se trata es de mostrar la razón por la cual estos componentes (en ta n to
que, por sí mismos, no son religiosos — los rituales de enterramiento pueden t e ­
ner un alcance simplemente mágico, o higiénico, o político, o psicológico: s e a ta
al cadáver para evitar que, por la noche, pueda atacar, vengativo, al grupo; las c o n ­
cepciones cosmogónicas pueden ser consideradas como simples episodios d e la
historia de las ciencias de la filosofía) se vinculan esencialmente a la religión (y
no ya sólo al núcleo, sino unos con otros), así como de determinar en qué fase d e
su curso aparece ese nexo como esencial.
Es esta una distinción que apenas suele alcanzar importancia en el marco d e
las teorías de la religión. De ahí la tendencia a considerar, sin más, a propósito d e
la religiosidad primitiva, desde luego, a su cosmología, o a los rituales funerarios
como ligados, no sólo a la religiosidad primitiva, sino también a las religiones s u ­
periores. Sin embargo, no es nada evidente que los rituales funerarios puedan co n ­
siderarse como algo ligado de suyo a la religión, tomada en general, ni tam poco
los dogmas cosmogónicos. En cualquier caso, una concepción filosófica de la re­
ligión tiene que intentar alcanzar la raíz de tales conexiones, aun partiendo de su
realidad empírica. Para ello, es preciso apelar a algún criterio uniforme. Porque,
en realidad, más que de ausencia de criterios podría hablarse de utilización (por
parte de los científicos de la religión) de criterios cambiantes o, simplemente, to­
mados de las teologías terciarias. Por ejemplo, quienes atribuyen un significado
religioso a los enterramientos m usterienses suelen hacer uso del criterio escato-
lógico: «Los enterramientos intencionales demuestran que los hombres n e a n ­
derthales tenían ya preocupación por la supervivencia de sus almas» (lo que, al
parecer, constituye ya obviamente un motivo religioso). Nosotros, en cambio, en­
contraríamos justificado conectar el núcleo de la religión — o sus metamorfosis
secundarias— con las prácticas funerarias, pero a través, por ejemplo, de los mi­
tos asociados a la metempsicosis. (Si el muerto, o el alma del muerto, es perci-
El animal divino 297

bida como una entidad que tiene que ver con el reino animal, una filgia de la mi­
tología escandinava, entonces se comprende que las prácticas funerales deban ser
directamente asociadas a la religión primaria y, naturalmente, esta construcción
especulativa, podrá figurar como hipótesis de trabajo para el investigador.) Pero
no se trata sólo de sustituir un criterio por otro, sino de mantener un criterio uni­
forme y adaptado al desarrollo del núcleo de la religión en un cuerpo positivo, que
varía a través de las diferentes fases de su curso.

2. La exposición del cuerpo de la religión nos introduce enteramente en el


terreno de las religiones positivas, de las religiones en su estricto sentido etnoló­
gico, pues la religión no es (desde el punto de vista del etnólogo) ninguna idea
(netafísica («angustia existencial», «deber de justicia respecto de la deidad», «sen­
timiento de dependencia») o psicológica («miedo», «amor», «alucinación»), sino
(jn «material» que debe contener, como componentes esenciales, determinacio-
jies positivas tales como betilos, sacerdotes, altares, rituales, instituciones dog­
máticas o morales, lenguaje característico, &c.
Vamos a exponer, en sus líneas más generales, las determinaciones que po­
drían deducirse de nuestras premisas, a saber, de nuestras tesis sobre el núcleo de
^religión. Estas determinaciones deben referirse a las diversas fases del curso de
13 religión en cuanto está siempre inmerso en las categorías de los ejes radial y
circular. Y es a partir de estas determinaciones (juntamente con las que se rela­
cionan directamente con el propio eje angular, y con las que tienen que ver con
la interconexión de los tres ejes) de donde brotarán órganos diversos, que será
preciso referir a su tejido de origen.
gfEI planteamiento evolutivo, siguiendo las tres fases del desarrollo de la re­
ligión, que, de acuerdo con nuestras premisas, habría que dar al análisis de las de­
terminaciones del «cuerpo de las religiones», nos permite introducir un tratamiento
sui generis de lo que cabría considerar como cuestión previa a los desarrollos ul­
teriores, a saber, la cuestión disputada, desde hace más de un siglo, entre antropó­
logos y filósofos de la religión, sobre el peso relativo que habría que atribuir al mito
y al rito en las religiones positivas. Tradicionalmente la tendencia fue la de poner
al mito (al dogma) en un lugar central; los ritos (las ceremonias) estarían siempre
subordinadas a los dogmas (a los mitos) y, sin ellas, perderían su significado. Frente
a esta concepción tradicional, tachada a veces de «intelectualista», y en virtud de
presupuestos muy diversos (algunos de índole gnoseológica — un ceremonial, en
tanto es un tipo de conducta, resulta ser más accesible a la investigación objetiva,
«behaviorista»— , otros de índole psicológica — las emociones de cualquier índole
y, en particular, las religiosas, se manifiestan a través de gesticulaciones que se ri­
valizarán muy pronto— , unas terceras de índole sociológica — el funcionalismo
social de las ceremonias religiosas parece mayor que el de los dogmas— y, por úl­
timo, también habría que contar los presupuestos de la teología católica de los sa­
cramentos) se abrirá camino la concepción opuesta: «los ritos (las ceremonias) han
de ponerse en el centro de las religiones, hasta el punto de llegar a considerar la hi­
pótesis acerca de si los propios mitos pudieran ser derivables de rituales previos.»
298 G ustavo Bueno

Ahora bien, en tanto mantengamos nuestro planteamiento evolutivo nos veremos


obligados a considerar como frutos dc una errónea generalización tanto la con­
cepción «mitemática» de las religiones (el centro de las religiones está ocupado
por los dogmas, por los mitos) como a la «etomática» (el centro de las religiones
está ocupado por los ritos o ceremonias) y, por supuesto, a las concepciones ecléc­
ticas. La cuestión genéricamente propuesta (¿la religión es rito, o mito, o ambas
cosas a la vez?) supone un tratamiento confusivo de las diferentes fases de la reli­
gión, un tratamiento que sugiere la posibilidad de establecer generalizaciones re­
lativas a las religiones en su conjunto. Cuando resolvemos la religión en sus di­
versas fases evolutivas la cuestión que nos ocupa recibe inmediatamente una
respuesta más precisa: en la fase primaria de las religiones habrá que asignar al
mito (al dogma) un lugar subordinado, dado que los lugares centrales del cuerpo
de las religiones, en esta fase, estarán ocupados por diversas formas de conducta
(conducta de observación, o de exploración, de huida, de aproximación, de ace­
cho...) muy pronto ritualizadas (más precisamente: ceremonializadas). En su fase
secundaria, en cambio, precisamente porque los referentes reales de las conductas
primarias han desaparecido, en general, será preciso reconocer el notable incre­
mento de la mitología o dc la dogmática, y ello sin contar con las necesidades de
entretejimiento y sistematización de los numerosos y heterogéneos mitos y cere­
monias concurrentes. Sin embargo, las ceremonias, también muy transformadas,
mantendrán toda su fuerza. En su fase terciaria, los mitos (los dogmas), aunque
transformados, incrementarán aún más, si cabc, su peso relativo, cediendo en cam­
bio la importancia de las ceremonias específicas, salvo en el cristianismo católico,
dado el alcance que en él tienen las ceremonias cucarísticas y los sacramentos. En
el límite de la fase terciaria ■
— la fase de la religión natural de la Ilustración— mi­
tos y ritos tenderán a ser eliminados, como supersticiones, del cuerpo de las reli­
giones; esta eliminación es, sin embargo, más intencional que efectiva, por la sen­
cilla razón de que si ella se llevase a cabo sería la religión misma la que quedaría
vaciada dc todo contenido.'®»

3. El núcleo dc la religión es la relación simbólica del hombre con el animal


numinoso, en cuanto referencia real del sentido del símbolo sagrado. Según esto,
las determinaciones capaces de constituir la primera capa específica del cuerpo
de la religión (o, si se prefiere, del cuerpo de la religión en el prim er período de
su curso) serán de este tenor:

A) Ante todo, los tejidos derivados de la circunstancia esencial (radial) de


que el numen animal tiene una referencia concreta, finita, delimitada: el numen
(ya en la religión natural) no es el todo (el mundo) sino un animal que vive en el
mundo, en un habitáculo o nicho, en un territorio (bosque, árbol, caverna, mon­
taña o volcán). Esto hace que el numen animal irradie su numinosidad al recinto
de su habitáculo y, por consiguiente, que la categoría de lugar sagrado pueda con­
siderarse, desde luego, a partir de nuestras premisas, como constitutiva del cuerpo
de la religión, ya en su primera etapa. El lugar sagrado de la fase primaria de la
El animal divino 299

religión será el lugar en el que esté situado, no ya el animal real (viviente) de la


religión natural, sino el símbolo o fetiche a través del cual el animal viviente queda
elevado a la condición de numen esencializado. Será un iconostasio, en donde re­
posa una silueta, un betilo, acaso también huesos o pieles momificadas del ani­
mal, que han adquirido el valor de símbolos naturales.
El lugar sagrado comenzaría siendo una región del paisaje marcado por el
animal y tendría que ver con el ámbito territorial de su guarida258. Su sustituto
simbólico podrá ocupar recintos también simbólicos, dentro del ámbito común:
la zona más escarpada y oscura de la cueva o incluso una cueva, o un divertículo
especial de la cueva y vivienda común. En este caso, el lugar sagrado se aproxi­
mará a la forma de un santuario, es decir, de un recinto especializado para el culto,
un recinto en el que reside el fetiche con presencia real. Hasta la fecha, parece que
el «santuario» más antiguo que los prehistoriadores han podido determinar (en
1979) es el de la cueva de El Juyo (Santander), cuyo material, datado por C 14, se
remontaría a los 14.000 años. La importancia de los hallazgos en esta cueva (se­
gún sus descubridores, J. González Echegaray y L.G. Freeman) residiría en que
ellos suministran el primer ejemplo conocido de altar (si se interpreta como tal la
losa, allí presente, de casi una tonelada, lo que implica el trabajo cooperativo de
una banda de diez a quince hombres) sobre la cual descansaría la cabeza de pie­
dra, también encontrada en el mismo lugar, y que es antropomorfa en su mitad
derecha pero es zoomorfa (un león o un leopardo) en su mitad izquierda.
El lugar sagrado no es, en todo caso, todavía un templo, porque el templo
forma parte de la segunda capa del cuerpo de las religiones. Pero sí es el precur­
sor del templo, la plataforma sobre la cual (incluso en su sentido físico más lite­
ral) se desarrollarán ulteriormente los templos, en cuanto formaciones específi­
camente religiosas. En este sentido, no parece muy riguroso hablar de «templos
naturales» («santuarios naturales» son llamadas las cavernas del Paleolítico); pues
ello equivaldría a decir, inversamente, que los templos ulteriores son «guaridas»
o «establos». Semejantes metáforas más ocultan que descubren la naturaleza dia­
léctica del proceso de transformación. En electo: es muy importante constatar que
los lugares sagrados son, en principio, lugares donde vive el numen con presen­
cia real — son, en general, la casa del numen, sin que ello suscite problemas es­
peciales. (Frazer advirtió ya la función de templos que los bosques desempeña­
ban entre los germanos y cómo los druidas no tenían templos.) Estos aparecen en
los períodos ulteriores, sobre todo en las religiones terciarias, en las cuales los
templos han de aparecer como conceptos intrínsecamente problemáticos, preci­
samente a consecuencia de la desaparición de las referencias empíricas del nu­
men animal. «¿Cómo encerrar a Dios en el templo?» — era la pregunta de Eusta­
cio de Sebaste. ¿Cómo mantener la concepción del templo como casa de Dios, de
un Dios cuya casa es, a lo sumo, el mundo entero? Sin embargo, como dice E.O.
James, «parece que el plan de la casa fue lo que influyó más en la construcción

(258) «■Por ejem plo, un árbol sagrado o cultual podría haber adquirido esta función por m etoni­
m ia de un dios-ave; el árbol, sin em bargo, no sería todavía propiam ente un te m p lo .n
300 Gustavo Bueno

de las iglesias cristianas después del edicto de Milán del 312 y quizá inmediata­
mente antes de él»259. Es importante constatar cómo la naturaleza dialéctica se­
gún la cual hemos concebido el curso de la religión terciaria se manifiesta en el
cuerpo mismo de la religión en determinación tan obvia (empíricamente) como
pueda serlo el templo. En el período primario la realidad del lugar sagrado, como
recinto acotado y opuesto al mundo profano, no plantea dificultades mayores y se
deriva directamente de la irradiación o aura del animal numinoso (o de su sím ­
bolo o fetiche) a su obligado habitáculo. Los lugares sagrados aparecerán, en mu­
chos lados, con signo muy heterogéneo y en dialéctica recíproca, del mismo modo
que múltiples y heterogéneas son las especies numinosas.

B) También de un modo inmediato cabe deducir (a partir de las relaciones


circulares) las determinaciones sociales inherentes a la religión primaria. Desde
nuestras premisas se llega a una conclusión similar a la que A.F.C. Wallace ha
defendido en su teoría dc los cuatro tipos de cultos religiosos (individualistas, cha-
manistas, comunitarios y eclesiásticos), a saber, el carácter básico y originario de
los cultos individualistas (aunque pautados culturalmente), en los cuales el indi­
viduo actúa él mismo como si fuera un especialista religioso260. Nuestras premi­
sas conducen también a la tesis de una temprana configuración de protoespecia-
listas religiosos o expertos en el trato con los animales numinosos. Estos expertos
no son todavía sacerdotes (del mismo modo que los lugares sagrados no son to­
davía templos). Pero sí pueden alcanzar un grado diverso de especialización, como
brujos o hechiceros o chamanes — en la medida en que ellos no son m agos pu­
ros. Ellos son los prototipos si no ya de los sacerdotes, en general, sí de los a u­
gures, que originariamente se atenían a la omitoscopia —auspicia ex avibus— es
decir, a todo cuanto tenía que ver con ciertos aspectos etológicos de las aves (graz­
nidos de cuervos, grajos y lechuzas; dirección del vuelo de halcones, águilas o
buitres; apetito o inapetencia de los pollos sagrados), aun cuando luego su campo
se amplió a mamíferos y reptiles e incluso a señales del cielo (dirección del rayo).
Decimos aspectos etológicos como criterio de distinción (interesante, desde nues­
tro punto de vista) entre augures y arúspices. Porque estos podrían definirse, más
que como etólogos, como anatomistas (o, simplemente, carniceros). Ellos enten­
dían de las entrañas del animal sacrificial. Es de suponer que los expertos paleo­
líticos, así como reunían las funciones de magos y protosacerdotes, también reu­
nieron muy pronto las funciones de protoaugures y protoarúspices. ra-En todo
caso las religiones no tendrían como germen originario al sacerdocio, como pen­
saron Voltaire, Creuzer, & c.“®i

C) A las determinaciones positivas que contribuyen al tejido emanado de las


relaciones propiamente angulares pertenecen, desde luego, los rituales del culto
(danzas, cánticos), los instrumentos cultuales (indumentos, máscaras monstruo­

(259) E.O. Jam es, E l tem plo..., pág. 285.


(260) Anthony F.C. Wallace, Religión, an anthropological view, Random House, Nueva York 1966.
El animal divino 301

sas que representan al numen animal, látigos, &c.), así como también todo lo que
tiene que ver con la ofrenda y el sacrificio (por ejemplo, la entrega al animal nu­
minoso de cuerpos humanos o de cuerpos de otros animales). Todo este tejido ten­
dría, en la fase primaria, un sentido global muy definido en principio, a saber, la
ejecución simbólica (institucional) de actos orientados a la propiciación, adula­
ción, defensa, caza o reproducción del animal numinoso.

D) Por último, entre las determinaciones que habría que referir al «tejido de
interconexión», citaríamos principalmente el conjunto de representaciones y de
normas de conducta (tipo tabúes) que, cualquiera que sea su contenido, puedan
considerarse afectadas por las determinaciones anteriores, aunque no sea más que
porque han de ajustarse a ellas.

Diremos, en resolución, que de nuestras premisas no parece poder derivarse


la necesidad de considerar a los mitos cosmogónicos o etiológicos, en general
(aunque sí los que se refieren al numen específico), como formando parte del
cuerpo de la religiosidad primaria. La religión, según esto, en su primera fase, no
es una filosofía, ni siquiera una protofilosofía. Es, más bien, una política prác­
tica (que implica, indudablemente, una mitología relativa a la conexión de los ani­
males y los hombres, y los animales entre sí).

4. El cuerpo de la esfera religiosa se desarrolla, en la fa se secundaria, sobre


la base de capas y tejidos que fueron constituyéndose en el período primario. Se
diría que estas capas y tejidos tienden a permanecer, si bien en estado mucho más
diferenciado. Sobre todo, cambian de función y de significado, a consecuencia de
los cambios constitutivos de la segunda etapa de la religiosidad. Estos cambios
determinan también nuevas estructuras, que comportan un crecimiento natural del
cuerpo de la religión, un crecimiento que le lleva a alcanzar su fisonomía positiva
más específica y que nuestras premisas permiten reconstruir con una precisión
que no deja de producirnos sorpresa:

A) Refiriéndonos a los tejidos que brotan más directamente del eje radial,
habrá que citar, ante todo, como órganos más señalados del cuerpo de la religión
que alcanzan su diferenciación plena en esta fase secundaria, a los templos. El
templo procede del lugar sagrado de la fase primaria (en cuanto a la organización
del espacio se refiere). Pero lo reconstruye como un lugar ad hoc una vez que ha
aparecido la aldea, que, en ocasiones, se habrá edificado precisamente en tomo al
lugar sagrado. («No era simplemente [dice Mumford261 hablando de los templos
de la «era eotécnica»] que los pilares mismos, en el más tardío gótico, se pare­
cieran a troncos de árboles entrelazados o que la luz filtrada dentro de la iglesia
tuviera la penumbra del bosque, mientras que el efecto del cristal brillante fuera
como el cielo azul o la puesta de sol vistos a través de las ramas.») Ahora bien,

(261) Lewis M um ford, T écnica y civilización (1934), Alianza, M adrid 1971, pág. 137.
302 G ustavo Bueno

desde las premisas que venimos utilizando, la teoría del templo adquiere una pro-
blematicidad característica, puesto que el templo no puede definirse meramente
como el lugar sagrado «incorporado a las estructuras urbanas» (la cueva artifi­
cial, la casa de Dios, el habitáculo del numen). Sin duda, se mantendrán amplia­
mente estas funciones, pero lo esencial es que van apareciendo funciones y si­
tuaciones nuevas, precisamente las que constituyen la especificidad (interna,
religiosa) del templo frente al lugar sagrado. Un lugar sagrado, reforzado por un
edificio, aunque en apariencia sería un templo, sólo se diferenciaría del lugar sa­
grado primario por motivos extrarreligiosos, a saber, el desarrollo de la tecnolo­
gía arquitectónica. En efecto, en tanto que los númenes prim arios se han trans­
formado en dioses, ya no están confinados a un habitáculo, nicho o guarida finitos
(porque los establos o las granjas reales, aunque contienen a los antiguos núme­
nes, ya no serán, en general, templos, al perder sus inquilinos el coeficiente nu­
minoso). Los dioses han llegado a habitar lugares celestiales, inaccesibles, o in­
cluso inaccesibles lugares terrestres o marítimos. (La religiosidad secundaria,
paralela al descubrimiento de la navegación, puede haber incorporado nuevos nú­
menes nucleares, con la figura de monstruos marinos, que se añaden al Behemoth
terrestre: Leviathan, cuyo «estornudo es resplandor de fuego, y sus ojos, como los
párpados de la aurora», y ante el cual tiemblan espantados los mismos ángeles,
según el capítulo x l i del Libro de Job.)
En consecuencia, la casa o habitáculo de los númenes secundarios ya no será
el templo. El templo, sin embargo, conservará una de las funciones propias de los
lugares sagrados precursores, a saber: la del lugar en el cual el numen divino puede
aparecer ante los hombres, pero según su propia voluntad. Acaso, de un modo in­
termitente, posando en el templo como estación de paso, en sus viajes de largo al­
cance. Habrá situaciones intermedias: en Medamud, al nordeste de Karnak, las
excavaciones han sacado a la luz el santuario del Buey sagrado de Montu, re­
construido en época ptolomeica. Esta instalación formaba exterionnente un cuerpo
con el templo, al que duplicaba poco más o menos en tamaño, pero sin comuni­
car con el interior de él. (Los fieles que venían a consultar los oráculos del Buey
sagrado no tenían necesidad de pasar por el templo propiamente dicho.) Un caso
en el que la conexión entre el templo y el numen zoomórfico aparecen con sin­
gular nitidez lo encontramos en el edificio maya, estilo Chenes, de Hochob, Cam­
peche: se trata del templo de Itzan Na, llamado «La casa de las iguanas» (itian se
traduce a veces por lagarto, en el sentido de «cualquier reptil saurio, desde la­
gartija a caimán»). Itzan Na, que algunas fuentes identifican con Hunab Ku (a pe­
sar de muchos informes, como el de López de Cogolludo, que lo describen como
incorpóreo y, por tanto, no representable en figuras) es una deidad típica de la que
llamamos fa se secundaria, una deidad de índole celestial. (Los cuatro Itzan Na
han sido identificados por Thompson con monstruos celestiales que son parcial­
mente cocodrilo, lagarto o serpiente y hasta pueden tener rasgos de venado, cuer­
nos o pezuñas hendidas.) Pues bien, la fachada de este edificio tiene la forma de
un enorme rostro de Itzan Na, en el que la puerta es la boca abierta, las ménsulas
del dintel son los dientes, &c.
El animal divino 303

" D ir e m o s, en general, que el templo secundario, más que la casa es la posada


i n u m e n , el lugar al cual el numen puede acudir cuando visita a los hombres,
t i c a s o para recoger sus ofrendas. Como paradigma de este concepto dc templo se-
í \ c n d a r i o , citaríamos los templos mesopotámicos, los zigurats en función de tem-
c - io , p o r ejem plo, el templo de Bel, tal como nos lo describe Herodoto262: «Este
t e m p l o [dice] que todavía dura en mis días [el siglo v a.n.e.] es cuadrado; en me-
X co d e él una torre maciza de un estadio de altura y otro de espesor y sobre ésta otra
«dtgunda y así hasta ocho..., en la última torre se encuentra una capilla y dentro de
sm a u n a gran cama, magníficamente dispuesta y a su lado una mesa de oro. No se
c e a llí estatua alguna y nadie puede quedarse de noche, fuera de una sola mujer,
vjja d e l país, a quienes entre todas escoge el dios, según refieren los caldeos, que
t o n su s sacerdotes. Dicen también los caldeos (aunque yo no les doy crédito [apos-
‘i l l a Herodoto]) que viene por la noche el dios y la pasa durmiendo en aquella cama,
llel m ism o modo que sucede en Tebas dc Egipto o en Patara de Lidia.»
i Correspondientemente a esos dioses que, emigrando dc los nichos primarios,
h a n ido a vivir a lugares más nobles (los astros, los mares...), los templos, como
p o s a d a s suyas, tenderán a edificarse reproduciendo simbólicamente la morada mí­
t ic a . Por ejemplo, la llamada «Casa de la vida», el edificio religioso de Abidos,
d isp u e sto en torno a un patio cuadrangular enarenado, en cuyo centro se alza un
tabernáculo o naos en el que descansa una momia dc arcilla y arena, dentro de una
p ie l de carnero, «soporte de la vida y encarnación dc Osiris y de Ra» (Philippe
D erch ain ). No podemos entretenernos en analizar la rica pluralidad de funciones
d e l tem plo secundario que, obviamente, comienza a ser ya un lugar capaz de co­
bijar a los fieles. Fieles que acuden al templo secundario, bien sea a esperar el
d e sc e n so del numen (y entonces el templo se parece a una «sala de espera» mí­
tica ), bien sea a participar de los sacrificios que se le ofrecen, y entonces el tem­
p lo desempeña la función de un «restaurante», una casa dc comidas para los fie­
le s , escenario a veces de repugnantes festines antropófagos, como parece haber
sid o el caso de los cultos aztecas (los templos gemelos de Hnitzilopochtli y Tla-
lo c, descritos por Bernal Díaz del Castillo) y, a veces, de una redistribución fra­
ternal de alimento, como en el caso del Templo dorado de los sijs.

B) Correlativamente a la aparición del templo hay que señalar, en la región


de los «tejidos circulares», la aparición de los sacerdotes como verdaderos espe­
cia lista s religiosos, diferenciados de los otros estamentos sociales que han ido
constituyéndose. Se distinguen de ellos, incluso fuera del templo, por sus saberes
m itológicos, por su indumento, por el ritmo de su marcha, por su voz en falsete,
por su estilo de vida; «Mientras todos los egipcios comen ante la puerta de en­
trada de su casa (en el noveno día del primer mes) un pescado asado, los sacer­
dotes no lo prueban: se contentan con hacer que sus pescados sean enteramente
consumidos por el fuego ante sus puertas» — nos dice Plutarco263.

(262) H erodoto, I, 181-182.


(263) Plutarco, De Isule, 7.
304 G ustavo Bueno

Este sacerdocio o clero se organizará de modo jerárquico, intervendrá directa


o indirectamente en la administración del poblado. Pero tenderá a mantenerse a
distancia del pueblo (en cuanto poder espiritual), con el que no formará propia­
mente una Iglesia (institución más bien característica de las religiones terciarias).
Los sacerdotes egipcios del Imperio antiguo (en torno al 2500 a.n.e.), de la quinta
o sexta dinastía, pueden servir de paradigma: ellos son los que mantienen con­
tacto con la divinidad, recatada en el templo — la despiertan, le ofrecen comida,
la acicalan— mientras el profano vulgo debe contentarse con adorar las imáge­
nes esculpidas en el exterior de los templos. Por lo demás, en la literatura de So­
ciología o Historia de las religiones, es muy común reconocer al sacerdocio un
carácter social: el sacerdote se diferenciaría del mago o del chamán, en términos
sociológicos, en que el mago actúa en virtud de sus facultades individuales, que
él cree o dice poseer, mientras que el sacerdote actúa en nombre de una divini­
dad con la que está relacionado en virtud de su pertenencia a un grupo, a veces
casta o estamento especializado como tal264.

C) También se desarrollan en el período secundario las liturgias y dogmáti­


cas ya plenamente definidas como religiosas, frente a los rituales y dogmáticas
tecnológicas, políticas, &c. Precisamente, ellas están al cuidado de la casta sa­
cerdotal, sobre todo a partir del momento en el que la escritura ha sido incorpo­
rada al saber de su especialidad o incluso ha sido producida en su seno. ks^Los sa­
crificios humanos, que difícilmente se explican en otras teorías de la religión,
tienen una explicación obvia desde nuestra perspectiva, que al menos permite for­
mular esta hipótesis de trabajo: serían dones ofrecidos al animal divino a fin de
tenerlo propicio.

D) Por último, la creciente extensión de la influencia sacerdotal en las esfe­


ras del parentesco, rituales funerarios, vida económica (recordamos la cofradía
romana de los «Hermanos Arvales»), en las concepciones astronómicas, &c., de­
sarrollará los tejidos del cuerpo de la religiosidad secundaria hasta el extremo de
invadir la casi totalidad del campo de la cultura humana.

5. Todos los tejidos del cuerpo de la religión secundaria se conservan, en


sus estructuras generales, en el período terciario. Y así se diría que, gracias a su
persistencia, podemos reconocer como un proceso continuo con el anterior a los
episodios de la nueva fase. Pues ésta avanza borrando y destruyendo el contenido
interno más característico de la religiosidad, su núcleo, los númenes y los dioses
fin ito s. Por ello, los tejidos que permanecen y se desarrollan, a su vez, en ese
cuerpo de la religión legado histórica y socialmente, cambian de significado, aun
cuando de ese cambio no se aperciba el común de los mortales. Los mismos teó­
logos necesitan suavizar y aun encubrir ese cambio, dado que el reconocimiento
del mismo equivaldría, en el límite, a la dimisión de sus funciones más caracte­

(264) Lcopold Sabourin, Priesthood. A com parative study, Brill, Leiden 1973, pág. 13.
El animal divino 305

rísticas. Por ello, es a partir de estos límites (que se tocan de vez en cuando, en
momentos históricos ya muy tardíos) de donde podemos tomar las perspectivas
adecuadas para percibir el significado del proceso en su conjunto (puesto que,
como decimos, este significado se mantiene oculto tenazmente, en virtud de me­
canismos de confusión objetiva).

A) En el límite, en efecto, los templos (que subsisten, crecen y se multipli­


can) no podrán ser, no ya habitáculos, pero ni siquiera posadas de los dioses in­
corpóreos (o, menos aún, del Dios transcendente) propios del período terciario.
De la conciencia de este límite es un claro testimonio la herética postura del obispo
arriano Eustacio de Sebaste, que tantas veces hemos citado: «¿Cómo encerrar a
Dios en los templos?» La fa se terciaria tiende a destruir los templos, tiende a la
iconoclastia bizantina o musulmana, a declarar al universo entero «Templo de
Dios». Acaso ni siquiera esto, cuando Dios es un numen transcendente que sólo
encuentra su templo adecuado «en el corazón de los hombres». Los templos ter­
ciarios se nos presentan, pues, cuando los consideramos desde nuestras premisas,
como realidades contradictorias — sin perjuicio de que sigan reedificándose con
renovado vigor. La definición teológica más coherente de la función terciaria de
los templos la encontramos en la respuesta que el Concilio de Gangres (metrópoli
de Paflagonia) dio a Eustacio de Sebaste: «No encerramos a Dios en el templo,
sino a los fieles en él.» Según esta fórmula revolucionaria el templo terciario tiende
a dejar de ser la morada habitual o incidental del numen, para convertirse en si­
nagoga, en el lugar donde se reúne la asamblea de los creyentes.
Sin embargo, el cristianismo plantea en este punto una dificultad especial,
en virtud del dogma (propio de la Iglesia romana) de la presencia real (por la Eu­
caristía) de Dios en el templo, presencia que devuelve al templo la función pri­
maria de Casa de Dios. Con todo, no podemos olvidar que esta misma presencia
real de Dios en el templo (por otra parte, contestada sistemáticamente por el pro­
testantismo) ya no tiene lugar — permítasenos hablar así— por iniciativa inme­
diata de la deidad misma, sino por la iniciativa de los sacerdotes que consagran
el pan y el vino. En cualquier caso, podría servir esta excepcionalidad de medida
de la originalidad del cristianismo en el conjunto de las religiones superiores (ter­
ciarias). Pues ya en esta circunstancia (el templo) el cristianismo se nos muestra
com o una de las religiones superiores que, sin perjuicio de ser una de las más ela­
boradas (desde el punto de vista de la metafísica de la deidad), sin embargo, no
ha querido dejar de ser religión, no ha querido convertirse en una metafísica. Ha
tenido la fortaleza y la intuición de aceptar oficialmente, al menos desde el Con­
cilio de Nicea, la contradicción del Verbo. Una contradicción que, entre otras co­
sas, permite seguir reconociendo al templo como algo más que un lugar de asam­
blea, como la Casa de Dios. Por otra parte, no puede olvidarse que esta situación
es inestable, es contradictoria, dentro del desarrollo de las religiones superiores.
David Hume formula esta contradicción tal como la vería un musulmán ingenuo,
M ustafá, convertido al cristianismo con el nombre de Benito: «¿Cuántos dioses
hay? [le pregunta el sacerdote cristiano]. Ninguno — respondió Benito, que ése
306 Gustavo Bueno

era su nuevo nombre— . ¿Cómo? ¿Ninguno? — exclamó el sacerdote— . Seguro


— dijo el honesto prosélito— , usted me ha dicho siempre que no hay sino un solo
Dios. Y ayer me lo comí.»265

B) La religión terciaria también iría orientada «ortogenéticamente» a supri­


mir, en su límite, a los especialistas religiosos. Pero no necesariamente mediante
la supresión del sacerdocio, sino también por medio de su generalización a la to­
talidad de los creyentes. En el límite: la Iglesia, como congregación de los fieles,
de todos cuantos creen y confían. «La más amplia Iglesia es la humanidad» (dice
Unamuno, en La fe). Este límite es, sin embargo, más bien teórico, mientras sub­
siste la esfera positiva de la religiosidad. En una u otra forma, los especialistas re­
ligiosos se mantienen como órganos característicos del cuerpo de la religión y aun
aumentan y extienden sus funciones. En esta misma línea circular cabe señalar,
como propia del período terciario, la formación de un tejido social de fuerza cre­
ciente, el constituido por las Iglesias universales (sacerdotes y fieles), proselitis-
tas y misioneras, porque su tendencia es incorporar a la humanidad íntegra.
nrLa esencia del cristianismo (para utilizar una fórmula acuñada) y su ver­
dadera originalidad, así como su causalidad histórica efectiva, no la ponemos, como
es obvio, en su «metafísica teológica» intencional, en la «coeternidad y consus-
tancialidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo» proclamadas por los Concilios de N¡-
cea o de Efeso (hasta el Evangelio de San Juan y los gnósticos, la cristología se
acogió a categorías angelológicas, según las cuales Cristo se veía como un ángel
o arconte supremo), sino en la efectividad misma de esos Concilios — y de los su­
cesivos— patrocinados, por cierto, de un modo u otro, a veces incluso convoca­
dos, por el Emperador. La «esencia del cristianismo» la ponemos en la realidad
histórica de la Iglesia romana, como Iglesia católica, universal, y, de hecho, inter­
nacional. No es, por tanto, la Iglesia católica aquello que pueda ser «explicado»
desde el dogma dc la Trinidad, sino que, al menos desde coordenadas racionalis­
tas, es el dogma de la Trinidad (y, por supuesto, otros muchos) el que debe ser in­
terpretado desde la Iglesia católica, como un instrumento ideológico imprescindi­
ble en el proceso de su constitución y de su cristalización. Nuestro racionalismo se
inclina, por tanto, por decirlo así, hacia el catolicismo, hacia la consideración de la
Iglesia romana (y no hacia la consideración de la interioridad del corazón) como
soporte propio de la «esencia» del cristianismo. Por tanto tenderá a interpretar las
reformas luteranas o calvinistas como el principio mismo de la des-estructuración
de la esencia del cristianismo, y como la antesala del deísmo, del ateísmo, o de la
Ilustración. Es obvio que esta tesis se enfrenta de Heno con las visiones «protes­
tantes» del cristianismo, que tienden a ver a Lutero, por ejemplo, como el «libera­
dor de la fe», de la letra y del espíritu del papismo; es obvio que nuestra tesis asume
el compromiso de reinterpretar las iglesias reformadas, en lo que tienen de reali­
dades efectivas, como «variaciones» o «transformaciones» de la Iglesia romana
(por ejemplo, la Iglesia de Jacobo n de Inglaterra) más que como una «vuelta al

(265) David Hume, H istoria natural de la Religión (1757), §12.


El anima! divino 307

cristianismo originario» (una «vuelta» que sólo pretendió haberse logrado en epi­
sodios tan efímeros como el que encabezó Juan de Leyden).1®!
La peculiaridad del Cristianismo (dentro de las religiones terciarias) en lo que
concierne a la definición del templo en función del dogma del Hijo (de Cristo, en
cuanto presente realmente en la Eucaristía) se refuerza con la peculiaridad del «Cris­
tianismo real» derivada del dogma del Espíritu Santo, en cuanto dogma que tiene
que ver con la definición de la Iglesia. Ante la imposibilidad de abordar este in­
menso asunto (que hemos tratado en otras ocasiones) me limitaré a hacer una re­
ferencia a la posibilidad de investigar en las implicaciones entre el dogma de la
Trinidad (y, en especial, en la interpretación del dogma del Espíritu Santo) y la de­
finición de la Iglesia, como vía para comprender la significación peculiar de la Igle­
sia romana en tanto que es institución histórica única (idiográfica), sin paralelo en
otras religiones. El punto de partida es la constatación de que los grandes Conci­
lios trinitarios (Nicea, Constantinopla) se celebran a partir de la formalización de
la alianza entre la Iglesia cristiana (paulina) y el Estado romano, de Constantino a
Teodosio II. Y que en estos concilios, el arrianismo y el macedonianismo quedan
gradualmente eliminados a la par que la Iglesia romana se va separando del bi-
zantinismo, principalmente en la cuestión del FiUoqite. La tesis central sería esta:
que el dogma del Espíritu Santo, «que del Padre y del Hijo procede», se despliega
en función del desarrollo de una Iglesia (en rigor, esta tesis fue ya conocida y en­
señada por Sabelio en el siglo m, aunque en el contexto de otras doctrinas heréti­
cas), como organización de una comunidad espiritual internacional, que toma cuerpo
frente al Imperio romano y a los Estados sucesores y que tiene, por tanto, un pro­
fundo significado político aunque indirecto, a través de las relaciones del Papa con
el Emperador. La Iglesia romana se ha configurado como un espacio nuevo, que
no es transcendente, sino inmanente, pero sobre-natural (cuando tomamos como
criterio de lo que es natural, el Estado). La nueva realidad que es la Iglesia (en sí
misma y en su relación con Cristo, por un lado, y con el Dios-Padre de los filóso­
fos por otro) no podría haber sido conceptual izada con categorías griegas (el Es­
tado, la familia) y sería precisamente la Idea del «Espíritu Santo» aquella Idea que
permitirá formular la nueva realidad. Según esta nuestra perspectiva «sabeliana»,
la Iglesia dejará de ser simplemente la institución fundada por Cristo, un recuerdo
histórico acaso, para convertirse en una realidad que va creciendo y que tiene una
vida propia, abierta hacia el futuro, porque procede, no sólo del Hijo, sino también
del Padre, por espiración. El bizantinismo brotaría en cambio, creemos, no mera­
mente de las dificultades derivadas de entender la presencia del Ser superpersonal
de Dios en las diferentes iglesias266, sino del conflicto entre una Iglesia definida
por un acontecimiento pretérito que se aleja cada vez más, y una Iglesia definida
por un futuro rico en dones (Sacrum septenarium) que, lejos de terminarla, la agranda
y consolida — un conflicto que en su estilización simbólica (zoomórfica) contra­
pone el animal terrestre, el cordero, al animal aéreo, la paloma.

(266) Com o sugiere Philip Sherrard en su libro The Greek East and the Latín West, a study in the
C hristian tradition, Oxford University Press, Londres 1959.
308 Gustavo littcno

El bizantinismo, y mucho más los pneumatómacos, comprometen, por tanto,


la subordinación del poder temporal al poder espiritual (del Espíritu Santo) y ter­
minarán de hecho inviniendo la relación «debida» al poner al Emperador corno
Sumo sacerdote («Cesaropapismo»), a la par que la Iglesia se identifica con el Es­
tado y los sacerdotes pasan a ser funcionarios públicos. Es el mismo modelo que
en el siglo xvi resurgirá en Inglaterra, como si el modelo bizantino, una vez ex­
tinguido, hubiera resucitado en las Islas Británicas, como si Enrique vm hubiera
reanudado la política de Valente, o de Constantino xii, por lo menos en el sentido
en que se dice que Carlomagno reanudó la política de Constantino el Grande.
La importancia histórico-universal de la Iglesia romana no reside, según esto,
tanto en sus contenidos y pretensiones estrictamente religiosas, en su ecumenisrno
(que, dc hecho, no rebasó el horizonte mediterráneo en su época más gloriosa), s i n o
en su trayectoria totalitaria, en la acumulación progresiva, en un cuerpo que crecía
sin cesar, de funciones y servicios políticos (cuya justificación teológica se man­
tiene intacta desde la Ciudad de Dios de San Agustín hasta la Defensio fidei de Fran­
cisco Suárez), administrativos, económicos, educativos, turísticos, sociales (ritos
paso encomendados a la Iglesia: bautismo, bodas, ceremonias funerales, &c.) y que
se amalgaman en una poderosa estructura internacional (decisiva para la formación
de Europa) capaz de enfrentarse a cada uno de los Estados sucesores, aunque man­
teniendo la cooperación con todos ellos. Así se formó un efectivo cuerpo espiritual
(el Corpus Christi inmanente, cuya alma era precisamente el Espíritu Santo) que
pudo llegar a envolver a los propios Estados políticos europeos a lo largo de la Edad
Media. Desde este punto de vista, podría afirmarse que la misión histórico-univer­
sal de la Iglesia romana comenzó a declinar precisamente en el momento en que van
cobrando nueva figura los Estados modernos, en el proceso de recuperación de tan­
tas funciones por el Leviathan de los siglos xvn en adelante.

C) Las religiones terciarias dan lugar a las formas más estilizadas del culto,
a la oración mental, a la mística y, con frecuencia, en particular, al desprecio ab­
soluto por los animales, como bestias inmundas o irracionales, juntamente con el
desinterés por el mundo físico, como «valle de lágrimas» y lugar de paso (por su­
puesto estas formas no son exclusivas). Ahora aparecen, o se profundizan, las ca­
tegorías de pecado y culpa, el desarrollo de las religiones soteriológicas ligadas
al crecimiento del interés por la individualidad corpórea. Todo ello, unido a un
despliegue masivo y tecnológico de la liturgia, del arte sagrado, de la arquitectura
y la música sacra, continuando, en un nivel mucho más complejo, el ritmo del de­
sarrollo de las formas precursoras de la fase secundaria.

D) Por último, la religión terciaria desarrollará tejidos de interconexión en un


sentido tal que ellos confluirán, muchas veces, con la moral racional (la piedad, como
humanismo) y con la filosofía. Por violentos, y aun sangrientos a veces, que hayan
sido los conflictos entre filósofos y teólogos terciarios, puede decirse cuando toma­
mos la perspectiva adecuada (por ejemplo, la crítica de la religión mitológica) que
todos ellos son escribas que conspiran hacia un mismo fin. Contraria sunt circa idem.
Conclusión

1. El progresivo alejamiento del hombre respecto de los animales, ha llegado


hasta el límite de despojarlos, en el curso terciario de la religión, no ya de todo resi­
duo de numinosidad, sino incluso de inteligencia. (La Península Ibérica ha sido esce­
nario privilegiado de este largo proceso, porque en ella, no sólo han sido dibujadas al­
gunas de las primeras figuras numinosas, las de Altamira, sino que también en ella se
han iniciado los primeros pasos orientados a su total devaluación, mediante la impía
formulación, por Gómez Pereira, de la doctrina del automatismo de las bestias.) Des­
pués de liquidar, una tras otra, las imponentes formas animales de la megafauna del
Pleistoceno, los hombres han seguido asesinando, directa o indirectamente, como ali­
mañas, a todo cuanto les pareció terrible o simplemente asqueroso o despreciable. No
deja de tener interés la posibilidad de referir a este vasto proceso histérico-universal
(cuya importancia en el desarrollo de la humanidad nadie puede negar) la potente na­
rración simbólica que nos ofrece Nietzsche y que los teólogos interpretan invariable­
mente con referencia a no se sabe qué entidades metafísico-terciarias, pero que en el
contexto que proponemos adquiere un sentido literal: «Se contaba una vez de un loco
que, en pleno día, encendida una lámpara, corrió al mercado gritando sin parar: “¡Yo
busco a Dios! ¡Yo busco a Dios!” Y como en aquel lugar había mucha gente que no
creía en Dios, ese grito suscitaba hilaridad. “¿Qué quieres? Dios ya no se encuentra”,
dijo alguien. “Tal vez se haya perdido como un niño”, dijo otro. “O ¿tal vez se es­
conde? ¿Está haciendo un viaje por el mar? ¿Tal vez ha emigrado?”, bromeaban los
transeúntes, riendo entre sí. Y el loco iba gritando, corriendo entre la gente, taladrán­
dola con la mirada: “¿Dónde ha ido Dios? — gritaba— ¡Os lo diré yo! ¡Le hemos ma­
tado nosotros! ¡Vosotros y yo! ¡Nosotros, todos nosotros somos sus asesinos! Dios ha
muerto. ¡Dios permanece muerto! ¡Y precisamente nosotros lo hemos matado! ¿Cómo
podemos consolamos, nosotros, los más sedientos de sangre de todos? ¿No es ésta
una acción demasiado enorme para nosotros? ¿No debemos volvemos dioses noso­
tros mismos para parecer dignos de ella? Nunca ocurrió en el mundo un hecho más
grave, y por esto también todos los que nazcan después de nosotros formarán parte de
una historia, más poderosa que cualquier otn\ historia anterior.”»
310 G ustavo Bueno

Este curso ha conducido a la exaltación del hombre, como único ser corpó­
reo dotado de espíritu, como un hombre que (en el cartesianismo, en el hegelia­
nismo) sólo llega a la conciencia de sí mismo por la presencia directa ante Dios.
Pero cuando la fe en este Dios terciario se extingue, o se identifica con la fe
en el hombre mismo («la muerte de Dios»), el hombre queda aislado, extraviado,
entregado a sí mismo, y, por tanto, puesto que no es sustancia, a la nada («la muerte
del Hombre»),
No es extraño que, desde la perspectiva de la teología terciaria, se interprete el
creciente interés de nuestro siglo por los extraterrestres, por un lado, y por los ani­
males, por otro, como un sucedáneo de la religión perdida. Porque, en efecto (y ate­
niéndonos a lo que nos importa) el lenguaje utilizado incluso por hombres eminen­
tes de nuestros días para referirse a los animales, se asemeja notablemente al lenguaje
religioso. He aquí un párrafo de Konrad Lorenz: «¿Existe alguna justificación para
añadir otra raza de perros a las muchas ya existentes? Creo que sí. Si se prescinde
de algunas profesiones, como cazadores o policías, la mayor parte de las personas
buscan en un perro satisfacción espiritual. Lo que puede proporcionar un perro es
semejante a lo que da un animal salvaje que nos acompaña a través del bosque: una
posibilidad de restablecer el vínculo directo con la naturaleza que el hombre civili­
zado ha perdido.» Y termina: «Hemos de ser sinceros para reconocerlo y no enga­
ñamos sosteniendo que necesitamos al perro para vigilancia y protección. Puede ser
cierto que lo necesitamos; más no para eso. Sea como fuere, puedo decir por expe­
riencia que en ciudades extrañas y durante tiempos calamitosos, he deseado la com­
pañía del perro que me seguía y he hallado gran consuelo en el simple hecho de su
existencia. El ha sido para mí un apoyo comparable al que se encuentra en los re­
cuerdos de la infancia, en la memoria de los tupidos bosques de nuestra patria, en
algo que nos vaya diciendo que, en el fluir constante de nuestra vida, nosotros se­
guimos siendo siempre nosotros. Pocas cosas me han dado esta seguridad de ma­
nera más evidente y tranquilizadora que la fidelidad de un perro.»267

2. Sin embargo, nos parece más teológica (terciaria) que filosófica la inter­
pretación del nuevo interés por las inteligencias y voluntades extrahumanas como
verdadero sucedáneo de la fe en el Dios vivo, el Dios de la religión terciaria. Filo­
sóficamente, como ya hemos dicho, nos parece que el interés por los extraterres­
tres es una refluencia histórica de la religión secundaria, represada enérgicamente
por el monoteísmo humanista cristiano en su «lucha contra los ángeles». Y podría
decirse con fundamento que el interés por los animales constituye una refluencia
de momentos aún anteriores, cercanos a la situación de la religión natural. Porque,
en efecto, y desde una perspectiva antropológica que reconozca la efectividad de
las determinaciones fundamentales de una dimensión angular humana, podría afir­
marse que el interés por los animales es un interés verdadero y constitutivo del
hombre mismo. Incluso nos atreveríamos a utilizar un tecnicismo teológico acu-

(267) Konrad L orenz, «Después de todo la fidelidad existe», del libro H ablaba con las bestias,
los peces y los pájaros (El anillo del rey Salom ón), Trad. española Labor, Barcelona 1975, pág. 225.
El animal divino 311

Superinan

S u p e r m a n s u e le s e r g e n e ra lm e n te in te r ­
p re ta d o c o m o u n a v e rs ió n d c la fig u ra d e
C risto re d e n to r e n el c o n te x to d e la é p o c a
d e la s n a v e s e s p a c ia le s y d c lo s c o h e te s
i n te r p la n e ta r io s . P e r o d e s d e e l p u n to d e
v ista d e la c o n c e p c ió n d e la r e lig ió n d e ­
f e n d id a e n e s te lib r o , h a y q u e d e c ir q u e
S u p e rin a n n o e s u n C r is to in te rp la n c ta rio
(lo q u e im p lic a r ía re d u c ir a C r is to a S u -
p e rm a n , a u n titá n ), s in o u n ilenum . S u -
p e rm a n n o e s D io s, n o e s el V e rb o e n c a r ­
n ad o (terciario), sino un demon secundario,
sin p e rju ic io d c q u e a s u m a a lg u n a s d c las
f u n c io n e s b e n é v o la s d e s e m p e ñ a d a s p o r
C r is to r e d e n to r , e in c lu s o u n c u r s o b io ­
g r á f ic o d r a m á ti c o (e n c u a n to a su n a c i­
m ie n to , p a d re s a d o p tiv o s , & c .) sim ila re s
a la le y e n d a c ris tia n a .
312 G ustavo Bueno

nado .en la fase terciaria, «religación», para designar a esta relación angular del
hombre con los animales. Incluso sin necesidad de elevar a los animales a la con­
dición de númenes, en tanto esta religación es relación constitutiva (transcenden­
tal) del hombre mismo. Es un camino análogo, pero inverso, a aquel que seguimos
al aplicar el concepto de religión natural a una relación de los protohombres con
los animales. Sólo en la religación del hombre con los animales (sólo desde la pers­
pectiva del eje angular) será posible comprender, en su justas proporciones, las re­
laciones de los hombres con la naturaleza y las relaciones de los hombres entre
ellos mismos («las relaciones del hombre consigo mismo»). Cuando la conciencia
de la religación se eclipsa, se diría que no sólo las relaciones del hombre con la na­
turaleza (las relaciones radiales), sino también las relaciones de unos hombres con
otros (las relaciones circulares) se distorsionan, se desfiguran.
Desde luego, esto ocurre con las relaciones radiales, soporte de la concien­
cia del lugar relativo que ocupamos en la naturaleza (una conciencia que algunos
consideran como meramente especulativa, pero que no es otra cosa sino el plano
del mundo y, por tanto, instrumento de indudable significado práctico). Cuando
ponemos entre paréntesis el mundo animal, reduciéndolo a un mero episodio del
eje radial (como ocurre en el mecanicismo cartesiano), entonces, en el mejor caso,
el hombre se autoexalta, como puro espíritu, en el horizonte de la naturaleza y
sólo encuentra su término de medida en un Dios imaginario. Un Dios que no sólo
ha de conservarle en su existencia; tiene que conferirle su seguridad (el cogito),
pues lo ha creado nominatim. La doctrina de la evolución ha puesto las premisas
para desmoronar semejantes despropósitos metafísicos. Los hombres sólo brotan
a partir de los animales; estos son la referencia necesaria para establecer nuestra
inserción de origen con el mundo natural y para medir nuestras propias faculta­
des en el campo de la realidad. A fin de cuentas, más exacto que decir, con los
cartesianos, que nuestra inteligencia sólo puede entenderse como un grado dis­
minuido respecto de la sabiduría divina, es afirmar que lo que llamamos inteli­
gencia o razón humana es sólo el exceso respecto de la estupidez de las aves. Por­
que no es nada que pueda comprenderse en términos absolutos, o por relación a
un absoluto, como lo es el Dios terciario.
Sobre todo, el eje angular es una referencia imprescindible para analizar y
comprender el alcance de las relaciones de los hombres con sus semejantes, unas
relaciones que son ya explícitamente prácticas y eminentemente éticas y m ora­
les. Sólo en el contraste continuado de nuestras virtudes o de nuestros vicios éti­
cos o morales — la amistad, el odio, la lealtad, la maldad— con las virtudes o vi­
cios de los animales que nos son más familiares podemos decantar y criticar, medir
el significado humano de nuestra propia vida práctica. Podremos, por ejemplo, fi­
jar los límites zoológicos del odio o de la guerra, podremos evitar las místicas ten­
dencias que exaltan (como si fuera divino) o deprimen (como si fuera diabólico)
el amor sexual; porque si él es animal, también es humano y lo humano especí­
fico sólo se establece a partir de esa materia genérica.
En resolución, la religación con los animales es la única vía filosóficamente (ra­
cionalmente) abierta hoy para la devolución a los hombres de lo que, en términos re-
El animal divino 313

K i n j '- K o n g

K in g -K o n g n o se o p o n e a S u p e rm a n s ó lo c o m o el te rc e r m u n d o se o p o n e a la so c ie d a d in d u stria l, sin o , s o b re to d o ,
c o m o lo s n ú m e n e s te rre s tre s (n a tu ra le s , p rim a rio s ) se o p o n e n a lo s n ú m e n e s s e c u n d a rio s (in te rp la n e ta rio s , c e le ste s).

M a t a d e r o . ( M a t a d e r o d e O v ie d o , a ñ o 19 8 3 )

« ...Y el lo c o ib a g r ita n d o , c o rr ie n d o e n tr e la g e n te , ta la d rá n d o la c o n la m ira d a . ¿ D ó n d e h a id o D io s? , g rita b a , ¡O s lo


d iré yo) ¡L e h e m o s m a ta d o n o s o tro s ’ ¡V o so tro s y yo! ¡N o so tro s, tocios n o so tro s so m o s su s asesin o s! D io s h a m u erto .»
( N ie tz s c h e , L a G aya C iencia.)
314 G ustavo Bueno

ligiosos, se llama sentido de! misterio, esa percepción que el mecanicismo bloquea
sin cesar, apoyado en sus realizaciones pragmáticas; pero que también es eclipsado
por el practicismo institucional, que lleva a los individuos a moverse en el éter trans­
parente de las normas, de los algoritmos fundados en reglas jurídicas o morales que,
es cierto, configuran el «cuerpo» mismo del Espíritu. Lo que llamamos «sentido del
misterio» no quiere significar, sin embargo, aquí otra cosa sino una crítica a esa per­
cepción aparentemente clara y luminosa (pues su claridad es diamérica, pero es apa­
riencia cuando se toma como absoluta). El sentido del misterio lo recuperamos no
precisamente cuando asignamos a los animales su condición de númenes, sino en el
momento en que comprendemos que el hombre (el hombre clausurado en sus rela­
ciones circulares) es «más que hombre», tiene un exceso que rebosa su propio cír­
culo humano. Y este más, este exceso, es precisamente la animalidad.

3. Los pasos hacia esta nueva religación de los hombres se dejan oír cada vez
con más fuerza en los últimos cincuenta años — y el camino ha sido preparado, sin
duda, en el siglo pasado, por el evolucionismo (y, antes aún, en pleno curso de las
religiones terciarias, por el franciscanismo). Es cierto que muchos de estos pasos
que hoy se dan suenan a parodias, a caricaturas de pasos que ya han sido dados en
el propio terreno de las relaciones «circulares». «Todos los animales nacen iguales
y tienen los mismos derechos durante su existencia» — dice una declaración oficial
de una comisión de la u n e s c o (octubre 1978) de la que formaron parte Alfred Kos-
tler, Premio Nobel de Física, y George Heuse, fundador de la «Liga Internacional
de los Derechos de los Animales». La crueldad con los animales es considerada
como delito por los códigos penales (en España, a partir de 1979, artículo 675). No
sólo existen Sociedades protectoras de animales, sino Frentes de liberación ani­
mal. En Ginebra se trabaja sobre el proyecto avanzado de creación de una Cruz Roja
internacional para animales, con objeto de extender a los animales, siglo y cuarto
después, el proyecto que Henri Dunant concibió para los hombres. Se diría que la
religación deja de ser un mero concepto especulativo y comienza a ser, en las últi­
mas décadas del siglo xx, un componente del Espíritu objetivo.
Es cierto que no siempre son percibidos los animales como «hermanos se­
parados», amigos de los hombres, sujetos de derechos. A veces (sobre todo, y esto
es del mayor interés, si actúan en bandadas, o en enjambres) son percibidos como
un mundo propio, misterioso, con designios terribles respecto de los hombres.
Pero precisamente esa malignidad, y el proyecto de su ejecución colectiva, es lo
que hace resaltar más su aspecto numinoso, como Alfred Hitchcock nos lo hace
ver en su película Los pájaros.
Sin embargo, hay que decir que prevalece la percepción amable y benevo­
lente de los animales268. Acaso una de las realizaciones más significativas del si­

(268) Peter Singer, A nim al Uberation. A new E thics fo r our treatm ent o f animáis, Random H ousc.
N ueva York 1975. Peter Singer & T om Regan (eds.), A nim áis R initis a n d Hum an O bligations, En-
glew ood Cliffs, New Jersey 1976. En España, vid. José Ferrater M ora & P riscilla Cohn, E tica a p li­
cada, A lianza, M adrid 1983.
El animal divino 315

glo xx en esta dirección y una de las menos discutidas, sea la fundación y el de­
sarrollo gigantesco de la nueva ciencia que conocemos con el nombre de Etolo­
gía. Esta realización es, al menos desde el punto de vista que venimos mante­
niendo, muy expresiva. Pues la Etología suministra los marcos adecuados para
que la nueva religación pueda avanzar por los caminos más seguros. Incluso nos
arriesgaríamos a decir que la Etología es la nueva Teología — o, si se prefiere, que
la vieja Teología (y casi literalmente, la Teología de los arúspices, o la de los au­
gures) es la precursora de la nueva Etología. Porque si el etólogo es el teólogo de
la nueva religación (non intratur in veritate nisi per charitatem), también el teó­
logo fue el etólogo de las fases primeras de la religión, si son ciertas nuestras pre­
misas. «El misterio de la Teología es la Antropología» — dijo Feuerbach. Tene­
mos que confesarlo: el misterio de la Teología es la Etología.

4. Con todo, nosotros no queremos formular aquí ninguna profecía. No pre­


tendemos, por ejemplo, anunciar la «religión del porvenir», una fase final que sus­
tituyese a las precedentes y en la cual se consumara la reconciliación del hombre
con la naturaleza (animal). La teoría de las tres fases del curso de la religión que
hemos expuesto no puede confundirse con una teoría cronológica. Aunque, en
efecto, las fases hayan de aparecer sucesivamente en el curso global histérico-
universal, de ahí no se deduce, en modo alguno, que las fases previas hayan
desaparecido sucesivamente al advenir las que les siguen. Desaparecen sólo en
alguna parte de la sociedad, pero no en la humanidad en su conjunto, en su histo­
ria. Más bien ocurre, considerando globalmente este conjunto, lo contrario: que
unas fases se mantienen en amplias, incluso crecientes (comparativamente con el
pasado) áreas aun cuando ya haya comenzado y esté extendiéndose una nueva
fase. (Hay más cristianos en el siglo xx que en el siglo xtv, aun cuando haya me­
nos proporcionalmente a las poblaciones totales respectivas.) Otras veces, una
fase refluye en un lugar determinado con renovada fuerza, cerrando un ciclo mi-
crohistórico prácticamente perfecto.
Acaso el mejor ejemplo de ciclo parcial que se ha cerrado ya en un lugar y
una época pretérita, tras recorrer un camino de más de 5.000 años, nos los pro­
porciona el curso de la religión egipcia. Un curso que ha girado siempre en tomo
a númenes que, explícitamente, han manifestado su naturaleza zoológica. En este
sentido, la religión egipcia ofrecerá siempre, en todo caso, el mejor material ilus­
trativo para toda teoría zoocéntrica de la religión. Prácticamente todas (por no de­
cir la totalidad) de las divinidades egipcias fueron concebidas como animales o,
por lo menos, estuvieron asociadas, de un modo firme, a animales sagrados. Ho-
rus el Grande (Haroeris), es el halcón; Khnum (Señor de Elefantina) tenía cabeza
de carnero de cuernos horizontales; Set, el hermano de Osiris, era un guerrero ar­
mado, con cabeza de animal fabuloso (largas orejas, hocico convexo); Anubis es
un hombre con cabeza de chacal; Sebek (hijo de Naith) es un cocodrilo o un hom­
bre con cabeza de cocodrilo; Hathor, la mujer de Horus, es una vaca (o una mu­
jer con cabeza de vaca, que lleva un disco solar entre dos cuernos en forma de
lira); Best, señora de Bubastis, se nos presenta como una mujer con cabeza de gata
316 G ustavo Bueno

y Pakhet, señora de Speus, era también una diosa-gata. Uto es una diosa-serpiente,
Heket (que vivía en la región de la primera catarata) tenía la cabeza de rana, mien­
tras que Nekhbet, de Hieracópolis, era un buitre.
Ahora bien, el intenso color zoomórfico de la religión social egipcia no ex­
cluyó (antes bien la incluía) la variedad heterogénea de doctrinas mitológicas, pro­
pias de la fa se secundaria. (Por ejemplo, la religión de Heliópolis, o bien la reli­
gión hermopolitana, que ponía a Toth, el dios-luna, ibis o cinocéfalo, en el origen
de todas las cosas: despertando del caos, había dado vida a la Ogcloada — cuatro
parejas, los machos con cabeza de rana, las hembras con cabeza de serpiente—
de la cual se formó el huevo que daría lugar al Sol.) Ni tampoco excluyó las ten­
dencias hacia una evolución terciaria, confluyente en formas monoteístas (las que
se abren paso en la xvm dinastía, con Amenofis m y, sobre todo, con Amenofis
iv, Akhenaton). Pero la teología tebana, la del dios Amon, no había desaparecido:
el buey Apis, que andaba suelto dentro de su recinto sagrado, seguía dando orá­
culos favorables (cuando tiraba hacia la derecha), o desfavorables (cuando tomaba
la izquierda), a los fieles que iban a consultarle. Y bajo la dominación persa, en
el siglo iv antes de Cristo, y, más aún, durante la época helenística, bajo la domi­
nación romana, cuando los grandes dioses dinásticos nacionales habían decaído,
fueron los dioses locales de las dinastías reinantes (la diosa gata Best de Bubas-
tis, o bien el buey Apis, fundido con el dios de los muertos, Osiris, en la forma del
Serapis de los griegos, Osiris-Apis) los que proporcionaron consuelo al vulgo pro­
fano. Vulgo profano que, en los siglos sucesivos, iría absorbiéndose gradualmente
en la nueva fe terciaria victoriosa, el cristianismo y, más tarde, el Islam.
No tenemos, pues, ningún fundamento para profetizar la etapa final de la reli­
giosidad, una etapa destinada a sustituir a las anteriores, que sólo podrían permane­
cer, a lo sumo, a título de supervivencias. Por abundantes que sean los indicios que
apuntan efectivamente, en nuestro siglo, hacia el advenimiento de una quinta etapa,
hay que subrayar la no menor abundancia de los indicios que apuntan, no ya hacia la
propagación de las religiones terciarias, sino hacia la refluencia, en el ámbito de las
propias Iglesias universales muchas veces, de formas nuevas de religiosidad secun­
daria, la religiosidad mitológica. Me refiero al incremento prodigioso, en las socie­
dades industriales y en sus periferias, del interés por los extraterrestres, interés que
habría dc verse, según hemos dicho, en la línea del renacimiento de la Demonología.
En este sentido, no sería gratuito del todo imaginarse el siglo venidero como siglo en
el que van a cristalizar masivamente nuevas form as de religiosidad secundaria. (Lo
que obligaría a interpretar el denominado «tercer despertar» de un modo algo distinto
a como lo ve M. Harris en el cap. 8 de ¿a cultura norteamericana contemporánea.)
Todo depende de que logren fraguar en su torno instituciones sociales que,
al mismo tiempo, resulten tener asociadas funciones efectivas, desde el punto de
vista práctico. (Ahora bien: la expansión de la religiosidad secundaria determi­
nará indirectamente una justificación racional de las religiones superiores, confi­
riéndoles motivos nuevos y materia suficiente de renovación, en torno a proble­
mas que nunca se habían planteado: «¿Deben ser bautizados los extraterrestres?»:
«¿Cabe hablar de un Cristo de los habitantes de Ummo?»)
El animal divino 317

Por último: acabamos de decir que el auge del interés por los extraterrestres,
observable en la segunda mitad del siglo xx, puede entenderse a la luz de la reli­
giosidad secundaria, de la fase demonológiea de la religión. Es interesante ad­
vertir que esta afirmación sólo se sostiene en el supuesto de que las visitas de los
extraterrestres sean imaginarias, mitológicas. Si efectivamente estas visitas lle­
gasen a considerarse reales, o se produjeran realmente en el futuro, entonces su
reconocimiento ya no cabría concebirlo como una regresión a la fase secundaria.
Propiamente, habría que hablar de una regresión a la fase primaria, y aun a la re­
ligión natural, dado que los extraterrestres serían demonios reales y los demonios
son animales, dada su naturaleza sensitiva, según los estableció Porfirio, con la
reprobación de San Agustín269. Consideramos como un mérito formal de nuestra
teoría de las fases de la religión su virtualidad para reordenarse en función de los
eventuales hechos efectivos que puedan tener lugar (pongamos por caso, la visita
de extraterrestres). Porque, según esto, las fases establecidas no señalan un orden
a priori futuro, en todo caso inverificable, sino que subordinan este orden a los
hechos, si bien ofreciendo categorías para situarlos en un cuadro de conjunto. Y
en el supuesto (gratuito, por otra parte) de que los extraterrestres visitasen real­
mente la Tierra, pongamos por caso, dentro de cinco siglos, sólo entonces cabría
hablar de un regreso a la religación primaria y, mejor aún, a la religación natu­
ral en una forma nueva. Aquella en la cual el mamut y el oso de las cavernas ha­
brían sido sustituidos por Anthar Kerac o por Ummo Woa. Pero en la hipótesis de
que los extraterrestres no aparezcan realmente, la religión que se nos anuncia será
una religión secundaria, mitológica.
Lo importante, desde nuestra perspectiva gnoseológica, es haber logrado mos­
trar que una predicción acerca de las próximas fases de la religión debe estar nece­
sariamente subordinada a los contenidos que el propio futuro pueda deparamos. Son
los hechos que se produzcan los únicos que pueden fijar el sentido de la función que
predecimos, es el futuro el único parámetro de nuestra predicción presente.

(269) Santo Tom ás, Sum m a Th., I, q. l x i i i , a. 4.


Escolio 1
Nematología, ciencia y filosofía de la religión

Los «saberes» sobre la religión, cuando tenemos en cuenta que las religio­
nes mismas ya constituyen un «saber» (por ejemplo, el saber sacerdotal de Euti-
frón relativo a los cultos que hay que poner en ejecución en cada época del año),
son muy diversos y pueden clasificarse en tres grandes grupos:

(I) «Saberes nematológicos»270: son saberes organizados en tomo a institu­


ciones dadas (políticas, militares, tecnológicas, deportivas, &c.) y su objetivo es,
no sólo establecer «proposicionalmente» las coordenadas de las «nebulosas ideo­
lógicas» que acompañan a tales instituciones en función de otras «nebulosas» re­
feridas a instituciones distintas (tal es el caso de las instituciones de radio-televi­
sión respecto de las «nebulosas» formadas con las Ideas de «Comunicación»,
«Cultura», «Información», «Libertad de expresión», «Aldea global», «Creativi­
dad», &c.), sino también analizar y sistematizar los propios contenidos «proposi-
cionales» de la nebulosa de referencia. Hablaríamos tanto de una «nematología
olímpica», como de una «nematología militar» o de una «nematología política».
Aldous Huxley o Timothy Leary podrían considerarse como los nematólogos
(«teólogos») de la industria de las drogas alucinógenas; el mismo Leary desem­
peñaría más tarde la función de nematólogo de las tecnologías electrónicas apli­
cadas a la creación de «realidades virtuales», con fines lúdico-místicos, como
pueda serlo el equipo RB2 [Reality Built for Two]. Los saberes nematológicos
(que son saberes ideológicos unas veces, mitológicos otras, filosófico-mundanos
unas terceras y, en general, doctrinales) aunque no son identificables con las creen­
cias y evidencias prácticas que constituyen el núcleo de cada nebulosa, tampoco
pueden considerarse externos a tales nebulosas. Los saberes nematológicos, se­

(270) En el sentido que dim os a este térm ino en Cuestiones cuodlibetales sobre D ios y la reli­
gión, M ondadori, M adrid 1989; cuestión 2, núm eros 6-9, pág. 97-104.
320 Gustavo Bueno

gún su concepto, pueden agruparse en dos clases «formalmente diferentes», aun­


que en permanente interacción:

(1) Ante todo la clase de los saberes nematológicos internos, es decir, los que
se mantienen en la perspectiva de la «concavidad» de las creencias internas a la ne­
bulosa: estos saberes nematológicos internos representan la Hematología positiva y
tienen por objeto la reexposición, analítica y sintética, de los contenidos de las creen­
cias nucleares (nematología dogmática positiva, «filológica») o bien la exposición
de esos contenidos desde perspectivas más amplias, utilizando instrumentos toma­
dos de otras esferas distintas de la nebulosa de referencia (nematología sistemática o
escolástica). También cabe establecer, dentro de la Hematología positiva una «disci­
plina» que llamaríamos Nematología fundamental, organizada en la vía del regressus,
a partir siempre de las creencias nucleares de referencia, hacia los fundamentos desde
los cuales esas creencias nucleares parece que han podido (emic) constituirse.
El problema que plantea la Teología dogmática es del mayor interés, por cuanto
implica el análisis del sentido que puede tener una institución (institución que com ­
prende tanto los Concilios, y aun las mismas llamadas fuentes sagradas, como los
escritos paulinos, por ejemplo) inspirada por una fides quaerens intellectum. Par­
timos, desde luego, de la teología positiva, no como «ciencia de Dios» (que no lo
es, salvo materialmente, puesto que formalmente es «ciencia de la Revelación»)
sino como nematología de la Iglesia romana (o bizantina, &c.) y, por analogía, la
teología de judíos o musulmanes, en tanto necesita, al parecer «una reexposición
racional» de la revelación (supuesto que esta sea praeterracional o suprarracional).
Se comprenden los recelos fideístas contra la teología dogmática, y especialmente
cuando esta utiliza a la filosofía griega; recelos que, o bien terminaban proscri­
biendo toda forma de teología o, al menos, la teología dogmática, en nombre de
una teología positiva, «filológica» (la que pedía Roger Bacon en su Opus maius,
oponiendo de hecho filología y filosofía: convendría dejarse de filosofías para in­
terpretar a los escritores sagrados y atenerse a la hermenéutica del griego, del he­
breo o del arameo). Los recelos fideístas o «positivistas» (teológico-positivistas)
quedaban justificados ante la tendencia de los teólogos dogmáticos a deslizarse ha­
cia la filosofía (las disputas entre los dialécticos y los teólogos, del siglo xn, giran
principalmente en torno a estos puntos) bien fuera reinterpretando los textos de­
masiado libremente (aunque la interpretación no marchase en la línea del raciona­
lismo) bien fuera por el temor ante una supuesta presencia de la tesis averroísta de
los tres grados de conocimiento de la religión (el popular — por imágenes o m i­
tos— , el teológico y el filosófico; una suerte de «ley de los tres estadios» de Comte
proyectada «sincrónicamente»). Pero, a pesar de todo, el desarrollo de la teología
dogmática siguió ocupando el curso central, en una compacta continuidad propi­
ciada por la organización eclesiástica y la doctrina de la tradición de la revelación.
¿Cómo sería imaginable que la inmensa producción teológico dogmática
— millares y millares de folios plenos de sutilezas y hallazgos— no fuese sino un
continente vacío? En realidad el problema de la teología dogmática, respecto de
la revelación, podría ser considerado hoy como un caso particular del problema
El animal divino 32¡>

con el que la etnología y la antropología se enfrenta, sobre todo cuando de un


,^iodo u otro se admitan las tesis de Lévy-Bruhl sobre la «mentalidad prelógica»
je los primitivos («prclógico» lo pondremos en correspondencia con praeterra-
cional). Si su mentalidad es prelógica, ¿cómo podríamos interpretar sus conteni­
dos desde coordenadas lógicas? ¿y qué podría ser entonces el método filológico
en cuanto contradistinto de la hermenéutica filosófica?
Al aplicar «la razón» a una creencia la primera tendencia es a reducirla al marco
rAcional (mediante una hermenéutica alegorista, racionalista, como la de Espinosa
guando interpreta el Sol detenido por Josué, como una alegoría de alguna acumula­
ción de hielo resplandeciente). Contra la tendencia racionalista ha estado siempre
¡9 ortodoxia eclesiástica, que tampoco quiere sin embargo excluir la razón. El pro­
blema puede plantearse de este modo: ¿qué puede hacer la «razón» al penetrar en
^n mundo que se presenta al análisis como praeterracional, como praeterlógico o
jirelógico? Es el problema de la Teo-logía y el de la Mito-logia. Podemos agrupar
)a enorme diversidad de respuestas en las tres categorías siguientes:

a) Aquellas que entienden la Teología dogmática como desenvolvimiento o


extracción, como Teología ilativa: como la araña saca el hilo de su vientre así
jambién el teólogo saca el hilo del depósito revelado. Este modo de entender la
Teología se atendrá, sobre todo, a la teoría de la ciencia aristotélica, mediante la
jdea del «silogismo teológico», que toma del depósito sagrado la premisa mayor,
íle la razón natural la premisa menor y obtiene una conclusión mixta (menos evi­
dente que la racional) que es la llamada conclusión teológica. Combinando pro­
posiciones bíblicas de fe (por ejemplo, el relato del diluvio universal) con propo­
siciones de razón (aunque sean hipotéticas, como podía serlo la que suponía el
paso de un cometa por la vecindad de la Tierra, produciendo, como efecto gravi-
tacional propio, el levantamiento de las aguas de los mares) William Whiston, el
sucesor de Newton en Cambridge, pudo concluir, como proposición teológica
«mixta», que el diluvio universal tuvo lugar el día 27 de noviembre del año 2349
antes de Cristo; combinando el fía t h a del Génesis con la teoría del big-bang, mu­
chos creyentes de hoy piensan haber alcanzado una mejor comprensión «racio­
nal» (teológica) del relato bíblico de la creación. La Teología dogmática se rein-
terpretaría como el sistema de estas conclusiones teológicas. Es innegable que esta
teoría de la Teología permite entender la función de la razón en la fe: es este un
depósito infinito que nos es dado (depósito positivo), y que tenemos que tratar de
explotar a nuestro modo, según el lema de la fides quaerens intellectum. La razón
lo que haría es explicitar un manantial subterráneo, en cierto modo «inconsciente»,
para obtener conclusiones que eventualmente podrían ser incorporadas por la Igle­
sia, que podría elevarlas a la condición de dogmas de primer orden (así se inter­
pretó en su tiempo el dogma de la Asunción de la Virgen). Es un proceso para­
lelo al que podemos encontrar en la mitología: también la mitología saca las
consecuencias que un mito debiera tener en el pueblo que lo utiliza, intentando
comprenderlo precisamente en función de estas consecuencias que en el mito no
suelen estar explícitas.
322 Gustavo Bueno

• b) Aquellas que entienden la Teología dogmática (sin que se excluya la *n'


terpretación anterior) como una re-exposición o transposición de un dogma (P°r
ejemplo, el dogma de la transubstanciación del pan y el vino) en un sistema ra'
cional previamente dado; la reexposición tiene aquí un alcance de índole analó'
gica, y en este sentido podríamos hablar de Teología analógica o transpositiva-
La racionalización no puede aquí considerarse reductiva, puesto que más bien
transponemos el mito en otro sistema considerado racional: sin que ello signifi'
que reducir los contenidos praeterracionales a razón; en cierto modo el resultad0
es el inverso, puesto que la transposición nos ofrece la medida de lo absurdo, desde
el punto de vista racional, del dogma revelado. Es el caso de la explicación-trans­
posición del dogma de la Santísima Trinidad en la imagen del foco de luz (el Pa'
dre) que se refleja en un espejo (el Hijo) dando lugar a un rayo de retorno (el Es­
píritu Santo), que utiliza Fray Luis de Granada en la Introducción al Símbolo d?
la Fe. Constituye, pues, una vulgar simplificación decir que la teología analóg'ca
se limita a aplicar una «estructura racional» (o natural) a la creencia praeternatu-
ral, a fin de iluminarla (por ejemplo, aplicar la doctrina hilemórfica de Aristóte­
les al dogma eucarístico); lo que se hace en rigor es transponer el dogma a los sis­
temas considerados racionales a fin de reexponerlos analógicamente en sus términos,
midiendo, de ese modo, su alcance «sobrenatural».

c) Aquellas que entienden la Teología dogmática en un sentido que podría­


mos llamar «estructural» o interno (Teología dogmática estructural o interna) >’
cuyo objetivo principal no es otro sino la comparación entre diferentes dogmas
del depósito revelado para descubrir sus simetrías, transformaciones, inversiones,
&c. («en el dogma de la Santísima Trinidad tres personas forman una sola sus­
tancia, mientras que en el dogma de la Encarnación tres naturalezas forman una
sola persona», según el análisis del mismo Fray Luis de Granada).

(2) Pero también reconocemos una clase de saberes nematológicos que se


mantienen en la perspectiva de la «convexidad» de las creencias nucleares («es­
tructuralmente», sin perjuicio de que «genéticamente» hayan sido inspirados, desde
luego, por la misma creencia nuclear), procediendo a partir de supuestos ajenos a
las creencias nucleares de que se trate. Nos las habernos así con la Nematología
preambular, que se nos presenta como delimitando «desde fuera» el espacio que
va a ser ocupado por la creencia nuclear de referencia (repetimos: independien­
temente de que genéticamente la creencia nuclear sea la que dirigió el recorte).
Cuando las instituciones de referencia (por ejemplo, la «institución del bau­
tismo», como rito no necesariamente hamartiológico de incorporación al grupo
comunitario) son las constitutivas de una religión terciaria positiva, \¡a N em atolo­
gía toma la forma de una Teología (dado que Dios, o los dioses, figuran entre los
contenidos centrales de sus creencias) aunque, en principio, no toda «nematolo­
gía religiosa» tendría que tomar la forma de una Teología. La distinción que he­
mos presentado entre la Nematología positiva y la preambular (distinción que es,
obviamente, una generalización y reformulación de una distinción tradicional re-
El animal divino J2J
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ferida al «saber teológico») se concreta ahora como distinción entre Teología po­
sitiva y Teología pream bular (que ya no será «interna» a la creencia, puesto que
formalmente, al menos, se presentará como cien cia o como filosofía, es decir,
como Antropología — o Historia o Cosmología— o como Teología natural); o
píen, dentro de la Teología positiva, como Teología dogmática, frente a la Teo­
logía escolástica, y ambas frente a la Teología fundamental27’.
Pero aunque la Teología preambular (en rigor, «apologética») se resuelva en
¿iencia o en filosofía, no por ello toda ciencia o toda filosofía ha de ser considerada
como Teología preambular, pues, según su contenido, la ciencia o la filosofía po­
drían desempeñar los papeles más opuestos a los preambulares, a saber, aquellos que
parecen ordenados a «cerrar el camino» a toda la posibilidad de presentar las cien­
cias de referencia como compatibles con las premisas exteriores preambulares. No
por ello la Teología preambular — ni la Teología positiva— podrán definirse como
¿procedimientos dc racionalización» de la fe religiosa, puesto que es también obje­
tivo principal suyo establecer las distancias entre los dogmas «misteriosos» y las pro­
posiciones racionales: la «explicación» (nematológica) tomista del «misterio euca-
fístico» por medio de la doctrina hilemórfica de Aristóteles es una explicación o
racionalización nematológica que, lejos de reducir el misterio a términos filosóficos
jnuestra su irreducibilidad y su carácter sobre-natural, llevando al límite de lo so­
brenatural (es decir, de lo irracional) a las propias relaciones hilemórficas. La teolo­
gía hilemórfica de la eucaristía permite re-construir «racionalmente» en el marco fi­
losófico de la doctrina aristotélica un dogma que cuando se expone en el marco del
lenguaje cotidiano («al pan, pan; al vino, vino») corre el peligro de perder todo sig­
nificado, de ser interpretado como un simple mito poético; su transposición «racio­
nal» (que lo es por las operaciones de coordinación proporcional que implica) hace
posible una re-definición que confiere un sentido al mismo dogma, pero no resulta­
dos «racionales», sino precisamente «sobrerracionales» (por no decir irracionales).

(271) La Teología dogm ática (leemos en una obra que hace ya casi cien años fue muy utilizada en­
tre los católicos, las Institutiones Theologiae Fundamentalis, dc Hcrm anno van Laak, s.i., Tractatus i:
«De Theologia Generatim », Fasciculus t.T ypis Cuggiani, Roma 1910, pág. 6) «iam supponit ut notum,
Deum locutum esse atque ea quae elocutus sit, in ecclesia catholica infallibiter custodiri. Iamvero hoc
utrumque factum non est per se notum. Ergo necesse est, ut dogmaticam antecedat aliqua disciplina,
quae prohet utrum que hoc factum , scilicet Oei locutionem eiusque in ecclesia catholica conservatio-
nem. Quam disciplinan) ideo cum plurim is vocam us theologiam fundam entatem ». Poco después (pág.
11) van Laak declara que la T eología fundamental «non videtur esse pars philosophiae» [diremos: no
es «filosofía de la religión», ni siquiera Teología pream bular, si es que esta puede ser formalmente fi­
losófica — las cinco vías— o científica — la doctrina antropológica del Dios monoteísta de los «pue­
blos naturales»— ]. La llam ada Philosophical Theology por algunos «filósofos de la religión» de tradi­
ción analítica (que siguen el rótulo utilizado por F.R. Tennant en su libro de este nombre, Cambridge
1930, y después por A. Flew y A. M aclntyre, eds., N ew Essays in Philosophical Theology, Londres
1955) no es, desde luego, T eología fundam ental ni tam poco es Filosofía de la religión, sino que está
más cerca de la T eología natural en el sentido tradicional, puesto que ésta también contenía la presen­
tación de las tesis ateas, la discusión sobre los atributos divinos de om nisciencia, om nipotencia, &c.
O tra cosa es que la teología natural tradicional tenga una función apologética o pream bular y la teolo­
gía filosófica, en alguna dc sus orientaciones, pretenda desentenderse de tal función o incluso asuma
decididam ente, com o hizo Flew, una actitud crítica; en cuyo caso el rótulo «Teología filosófica» no
tendría m ás alcance del que pudiera corresponder en Física a la «Flogistología».
324 G ustavo Bueno

(II) «Saberes científicos», en sentido estricto272 en torno a la religión. En El


animal divino consideramos aquellas disciplinas que proceden de las diversas cien­
cias positivas en cuyos campos figuren «materiales religiosos»: Arqueología, So­
ciología, Etnología, Filología, Historia de las Religiones...; todas estas disciplinas
asumen, en momentos dados de su actividad, el papel de «ciencias de la religión»273.
Este punto de vista, mantenido en El animal divino, estaba destinado a disolver las
pretensiones que suelen ir asociadas a la expresión «ciencias de la religión» (o bien:
«hierología» o «ciencia de las religiones comparadas», o a veces incluso, «teología
filosófica»), pretensiones consistentes en hacer de la ciencia de la religión una uni­
dad gnoseológica del mismo género que el que pueda corresponder a la Geometría
o a la Astronomía. Si hay una «ciencia de las figuras» y hay una «ciencia de los as­
tros», ¿por qué no puede haber una «ciencia de las religiones»? Nuestra tesis, sin
embargo, no contesta negativamente a esta pregunta por defecto, sino «por exceso»:
si decimos que no hay una «ciencia de las religiones» no es porque supongamos que

(272) Nos referim os a la cuarta acepción del térm ino ciencia, la ciencia «en sentido positivo a m ­
pliado» (que reseñam os en el tomo 1 de nuestra obra Teoría de! cierre categorial, Pcntalfa, O viedo
1992, Introducción, §3 y §4). En realidad la expresión «ciencias de la religión» tom a valores bien d i­
ferenciados en cada una de esas cuatro acepciones: (1) un ejem plo de «ciencias de la religión», en su
primera acepción, nos lo suministra la «ciencia de Eutifrón», lal com o nos la presente Platón en el d iá­
logo hom ónim o, su «saber hacer» en lo relativo a los cultos a los dioses de los que es sacerdote; (2)
la parte de la «filosofía moral» tom ista que com prende la doctrina de la religión natural (o la parte ho-
m óloga de la Etica de Espinosa) es «ciencia de la religión» en su segunda acepción; (3) no es fácil p o ­
ner ejem plos de «ciencias de la religión» según la tercera acepción de ciencia (las ciencias en sentido
«m oderno», las ciencias físico naturales, quím icas, & c., que dejan fuera a los «cuerpos doctrinales fi­
losóficos»), intencionalm ente habría que buscarlas en el ám bito de la Frenología del siglo xix o de la
Sociobiología del siglo xx; (4) en cam bio, hay m uchos ejem plos de «ciencias de la religión» según la
cuarta acepción de ciencia (ciencias positivas en el sentido am pliado, ciencias que se ocupan de cam ­
pos em píricos de naturaleza psicológica, etnológica, lingüística...); historia de las religiones, so c io ­
logía de la religión, filología bíblica, &c.
(273) Desde luego, el concepto de «ciencia» por el que nos guiamos deja fuera de su extensión a
los cuerpos doctrinales que se autodenom inan (utilizando la segunda acepción de ciencia reseñada en
la nota anterior) «ciencias teológicas» (com o puedan serlo la T eología dogm ática, en general, o la Ma-
riología o la Sindología [rótulo que cubre a los saberes centrados en torno a la Sábana Santa conser­
vada en Turín; disciplina que cuenta con Congresos y Revistas especializadas] en particular, sin con­
tar a la llamada Philosophical Theology, que los españoles traducen por Teología filosófica) y que suelen
autopresentarse com o «hábitos — entes— naturales» y no com o «hábitos infusos», com o decía Juan de
Santo Tomás (C u n tís Theologicus, Prim ae partís, Quaestio prima, Disputatio n, Articulus vni: «Utriini
T heologia sit scientia supem aturalis, vel naturalis»). Este teólogo, sin em bargo, reconocía el origen s o ­
brenatural de los objetos sobre los cuales versa esa «ciencia natural» y, por tanto, la perfección que la
f e (relativa a esos objetos) com unica a esa ciencia y a sus propios principios. (Podríamos aplicar al caso
la m ism a interpretación del pasaje de Isaías que, en el contexto de los dones del Espíritu Santo sugería
Juan de Santo Tomás al decir que las «alas de águila» que Dios daba a quienes confían en El no signi­
fican que estos vayan a volar, sino solo que podrán correr y cam inar com o hom bres [aquí, com o cien ­
tíficos, no com o místicos] pero im pulsados por las alas del águila [diríamos: de la cultura objetiva par­
ticipada em iel que desciende de los cielos). La autodenom inación de «ciencia» se guía aquí por un
concepto [de ciencia] presuntam ente aristotélico, tan laxo que precisam ente introduce la confusión, en
lugar del análisis, al m eter en un m ism o saco a la T erm odinám ica y a la Mariología. Más laxo aún (ni
siquiera aristotélico) era el concepto de ciencia que K. Barth propuso com o determ inado por la propia
Teología. Una ciencia — decía Barth, con criterios que podrían llam arse, por cierto, de «gnoseología
materialista» si contasen con un eje fisicalista— debe proporcionarse a su objeto; luego habrá que con-
El animal divino 325
-y I

t1o haya ninguna sino porque reconocemos que hay muchas, sin que cualquiera de
0Jlas (la Psicología, la Antropología, la Sociología, &c.) pueda arrogarse el papel
ja «ciencia de la religión» por antonomasia (acaso considerada a su vez como una
^arte de la llamada «antropología cultural»). La expresión «ciencia de la religión»
^ólo puede entenderse como un rótulo para designar una yuxtaposición enciclopé­
dica de diversos retazos de sociología de las religiones, de historia de las religiones,
je psicología de las religiones, de etnología religiosa (pero esta yuxtaposición en­
ciclopédica aunque vaya encuadernada en un solo volumen, no puede pasar por una
disciplina unitaria llamada «Ciencia de la Religión»).
Se comprende que la respuesta a la cuestión que aquí nos interesa plantear espe­
cialmente — la cuestión de las relaciones entre las «ciencias de la religión» y las «reli­
giones» mismas— no puede ser unívoca, dada la variedad, no sólo de religiones, sino
¿le ciencias. Las relaciones pueden ser, por lo menos, de alguno de estos dos tipos:

(1) Relaciones de neutralidad: hay muchas ciencias (mejor: fases o momen­


tos de las ciencias) susceptibles de mantenerse a una distancia tal respecto de las
creencias dogmáticas que puedan considerarse, no ya «indiferentes» o «ajenas» a
estas creencias, sino compatibles, tanto con esas creencias, como con las creen­
cias opuestas. Estas ciencias (o partes de ciencias) podrían desempeñar eventual-
inente funciones de «nematología preambular» y, en muchas ocasiones, funcio­
nes instrumentales propias de la «nematología positiva». Debido a ello, no debe
olvidarse que muchas ciencias (sobre todo las histórico filológicas, pero también
las sociológicas) han encontrado un entorno muy favorable para su desarrollo pre­
cisamente en el ámbito constituido por una «comunidad religiosa» o, simplemente,
de una confesión determinada. Hablar, por tanto, en general, del «conflicto de la
religión y de la ciencia», al modo de Draper, está tan fuera de lugar como hablar
de «un paralelismo entre los caminos de la Biblia y los de la ciencia que nos pre­
viene contra cualquier interferencia»274, y casi siempre puede disociarse el uso

figurar un concepto de ciencia adecuado a la Teología, en lugar de tratar de someter la Teología a un


concepto de ciencia previo. H. Scholz, invitado por Karl Barth, negó en su conferencia el carácter cien­
tífico de la T eología («W ie ist eine evangelische Tlieologie ais W issenschaft móglich?», reeditada por
G. Sauter, Theologie ais W issenschaft, M unich 1971, 221-264; y analizada por Manuel Fraijó Nieto en
el libro La tradición analítica, materiales para una filosofía de la religión It, Barcelona 1992, págs. 81-
106; véase tam bién W olfhart Pannenberg, Teoría de la ciencia y Teología, Cristiandad, Madrid 1981).
He aquí com o definía estos conceptos un tratado de teología escolástica famoso hace setenta años (vid.
Ad. Tanquerey, Synopsis Theologiae dogmaticae fundamentalis, 22a edición, Desclée, Roma 1927, pág.
2); «Theologia definiri potest scientia quae, revelationis et rationis ope, disserit de Deo et creaturis qua-
tenus ad Eum referuntur»; en cuanto a la ciencia: «Scientia, id est, systema cognitionum certarum et
generalium , logico ordine connexarum de aliquo ohjecto» [esta definición de ciencia mantiene indis-
tinguidas las prem isas de fe de la Teología y las premisas evidentes de la episteme de los Segundos ana­
líticos', sólo gracias a la ficción de suponer a la Teología revelada como ciencia subalternada a la «cien­
cia de los bienaventurados» se pretendía atenuar la diferencia asim ilando la T eología revelada a la
Ó ptica, cuyas prem isas tam poco eran evidentes en su campo, sino tomadas de la Geometría, respecto
de la cual tam bién ella estaba subalternada].
(274) V er Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales..., «Cuestión 2a. El conflicto entre la religión
y la ciencia», págs. 41-114.
326 Gustavo Bueno

apologético (o, por el contrario, de ataque) de la ciencia de su estructura neutral


sinecoide. Además, el uso polémico de un «descubrimiento científico» puede cons­
tituir un ataque no ya a una religión, en general (llevado a efecto desde una pers­
pectiva impía, de asebeia), sino a una determinada interpretación, facción o secta
de una religión, llevada a efecto desde otra interpretación, facción o secta no me­
nos religiosa (el descubrimiento de la superchería del célebre documento llamado
«Donación de Constantino» no procedió de un racionalismo impío, sino del cír­
culo del Cardenal Cusano, de quien fue secretario Lorenzo Valla; el llamado «mo­
vimiento de desmitificación» de la Biblia, que ha logrado importantes descubri­
mientos filológicos e históricos en el terreno de la historia y exégesis bíblica, o
reinterpretaciones de los relatos bíblicos en términos «plausibles» (al estilo de
Werner Keller en La Biblia tenía razón), tampoco procede de un espíritu antirre­
ligioso, sino que por el contrario está inspirado muchas veces por un fideísmo
poco «racionalista» del estilo de Gogarten o Bultmann275).

(2) Relaciones de incompatibilidad: sería injustificado establecer, en gene­


ral, la neutralidad de toda ciencia positiva que estrictamente se mantenga en su
terreno, con las «creencias religiosas», aun cuando estas se mantengan en el suyo
(otra cosa es que la formulación de esta incompatibilidad constituya antes una fun­
ción de la filosofía de la religión que de la ciencia correspondiente). La tesis del
segundo Wittgenstein que insiste en la autonomía de los usos lingüísticos del «len­
guaje religioso», en cuanto determinados por sus propias normas, suele ser utili­
zada muchas veces como fundamento para preservar al «mundo de lo místico» de
toda posibilidad de contradicción con las ciencias; pero esta tesis de Wittgenstein
es un megarismo semántico gratuito. Una ciencia positiva implica determinadas
coordenadas de racionalidad que la hacen incapaz de admitir cualquier tipo de
contenido dogmático si es que este contradice sus sistemas de coordenadas (la
ciencia histórica no puede admitir la aparición real de Santiago Apóstol a Ramiro
i en Clavijo en 844, una aparición cuya importancia puede medirse por la que tuvo
el «voto de Santiago»); recíprocamente, determinadas creencias dogmáticas son
incompatibles hasta tal punto con las coordenadas de la racionalidad científica
que pueden bloquear el desarrollo mismo de tales coordenadas (el dogma de la
Encarnación de la Segunda Persona en la virgen María impide la investigación
histórico sociológica acerca del padre natural de Jesús de Nazaret y de sus her­
manos de sangre — en el sentido de los «helvidianos»— ; el solo proyecto de una
tal investigación — ¿adelfoi [hermanos] o anepsioi [primos]?— será considerado
como blasfemo por un católico romano seguidor de la interpretación de San Je­
rónimo). Sin duda, en algún caso, podrá un individuo simultanear psicológica­
mente los trabajos de investigación científica (sociológicos, genéticos, filológi-

(275) Sobre «desm itificación» de la Biblia las obras «clásicas» son las siguientes: R. B ultm ann,
EntmUhologisierung (1941); E. K inder (ed.), Ein W nrt lutheranische Theologie zur Erttmithologisie-
rung (M unich 1952); F. G ogarten, Entm ithologisierung und Kirche (Stuttgart 1953); K. Jaspers, Kc-
rigma und M ythos, 5 vols. (H am burgo 1951-1955).
El animal divino 327
y -----------
¿os) sobre el padre de Cristo, con su fe trentina; pero esta compatibilidad psico­
lógica (esta «doble verdad») no elimina la incompatibilidad lógica objetiva, y esta
¿s la que social e históricamente seguirá actuando hasta inclinar a los individuos
pien sea hacia el fideísmo, bien sea hacia el racionalismo. Hay, por tanto, con­
victos objetivos entre la religión y la ciencia; y si estos conflictos parecen mu­
chas veces perder su virulencia es debido (casi siempre) no ya a que «la ciencia»
paya mudado de contenido, sino a que «la religión» se ha replegado a lugares es­
tratégicos en otro tiempo considerados inaccesibles (el caso Galileo, el caso Dar-
tvin, &c.), y se ha replegado precisamente por influjo de la presión de los descu­
brimientos científicos.
Un ejemplo particularmente ilustrativo, cuyo desarrollo puede seguirse día
H día en los últimos cincuenta años, es el de las transformaciones experimentadas
(en la dirección del «repliegue») por el dogma cristiano del «pecado original», a
consecuencia, principalmente, del avance científico y la popularización de las
¡deas evolucionistas. El dogma del «pecado original» se mantuvo intacto durante
siglos y siglos, y puede decirse que en torno a él se organizó la casi integridad de
la dogmática cristiana (incluyendo la teología de la Encarnación del Verbo, así
como la nematología «hamartiológica» de la institución del bautismo). Pero es
evidente que en los escenarios en los que se desarrolló el pithecántropo no que­
daba ningún hueco para el Paraíso, ni para Adán, ni menos aún para su ciencia in­
fusa. A medida que fue haciéndose evidente que el relato científico era, en sus lí­
neas generales, irrebatible, los teólogos tuvieron que ir «replegándose», reinterpretando
los textos bíblicos (atribuyendo muchas veces la formulación del dogma a la tra­
dición eclesiástica y conciliar — a partir sobre todo de San Agustín— más que a
los propios pasajes del Génesis, que volvían a ser re-leídos «como si nada hubiera
pasado») pero siempre en la misma dirección: no sólo no hubo manzanas y ser­
pientes míticas, sino que ni siquiera Adán y Eva fueron personajes históricos (Teil-
hard de Chardin, Dubarle, Pierre Grelot...); a lo sumo «epónimos de la humani­
dad» y — cuando el teólogo se deja impresionar por los argumentos poligenistas—
ni siquiera de una humanidad única en su origen, sino «en su destino».
En suma, no habría pecado original, ni paraíso terrenal, ni costilla de Adán,
sino, a lo sumo, «urdimbre de pecados» (Siindenverfloclitenheit, de Weismayer),
o bien una «condición existencial» (al modo de la «angustiosa nihilidad» kierke-
gardiana) que afecta a todos los hombres, y que irá determinando, al menos entre
los teólogos y catequistas, una reorganización ad integrum de la dogmática secu­
lar (Adán pasará a un segundo plano; Cristo ya no se presentará como mero res­
taurador de un pecado pretérito factual, que no existió nunca, y será presentado
en función de una situación colectiva que afecta al destino de la Humanidad, más
que a su origen); «dado que la creencia en el ‘pecado original’ se hace cada día
más insostenible dentro de la teología católica — dice (recogiendo además una
opinión cada vez más generalizada entre los teólogos españoles, y no sólo entre
los holandeses, franceses o alemanes) el teólogo franciscano Alejandro de Vi-
llalmonte en un libro admirable por su erudición y claridad (El pecado original,
Salamanca 1978, pág. 555)— parece necesario ir pensado en la estructuración de
328 Gustavo Bueno

un cristianism o sin pecado original» (subrayado de A. de V.) Desde nuestras


coordenadas, tenemos que decir que nada de esto nos resulta sorprendente. Lo sor­
prendente sería que teólogos cristianos ilustrados que actúan en Universidades en
las que profesan también zoólogos, antropólogos, prehistoriadores o catequistas
que tienen que presentar la doctrina del pecado original a jóvenes que acaban de
salir de clase de Zoología, de Antropología o de Prehistoria, siguieran presentando
un dogma de formato histórico tal como lo entregó la tradición milenaria de la
Iglesia. Sorprendente, por su ingenuidad o «cinismo», es la actitud de aquellos
teólogos que pretenden hacernos creer, ahora en el terreno de la filología, que este
giro radical que el dogma cristiano está experimentando en la segunda mitad de
nuestro siglo es el resultado de una «evolución (homogénea o heterogénea) in­
terna» de la propia fe, que caminase en busca de su supuesta pureza, o «sim plici­
dad positiva» originaria (una pureza que sólo habría sido enturbiada por adhe­
rencias agustinianas o eclesiásticas), ensayando nuevos «modelos de pecado»
(«modelo Schoonenberg», «modelo Hulsbosch») con el mismo «espíritu de in­
vestigación ingenua de la verdad» con el que los físicos ensayan el «modelo de
Bohr» o el «modelo de Schrodinger» del átomo. Y todo esto en lugar de recono­
cer que de lo que se trata es simplemente de un «repliegue estratégico» obligado
por el avance de la ciencia de la evolución, que lejos de mantenerse en un «ca­
mino paralelo» al del dogma cristiano interfiere con él, con una violencia tal, que
le determina a cambiar de rumbo, por no decir a disgregarse y a diluirse hasta el
punto de poder decir que las razones por las cuales se sigue hablando (al menos
entre los teólogos de cristianismo) ya no son de índole teológica, sino psicológica
o social (es decir, por la inercia de las propias instituciones en las que esos «teó­
logos revolucionarios» están de hecho insertos).

(III) «Saberes» que pueden considerarse constitutivos de la «filosofía de la


religión». Un género de saber cuya naturaleza es acaso la más problemática, sin
perjuicio de que su reciente «institucionalización» (libros, cátedras, &c.) pueda su­
gerir que los problemas constitucionales o, al menos, el período de estos proble­
mas constitucionales, haya de considerarse como ya superado. En su versión más
inocente (o ingenua) un profesor de «filosofía de la religión» explicará de este modo
la constitución de su disciplina: basta que se tengan presentes, como formaciones
históricamente dadas (acaso como simples «vivencias») por un lado a las religio­
nes (o a las vivencias religiosas) y, por otro lado a la filosofía (incluso tomándola
en el estricto sentido de la tradición helénica) para que pueda concebirse, sin ma­
yores dificultades, la gran probabilidad de resultados de una aplicación del «m é­
todo filosófico» a las «religiones» y, con ello, la de la constitución misma de la fi­
losofía de la religión como una disciplina filosófica «centrada». Pero la cuestión
no es tan sencilla. Por de pronto, porque de hecho, esa aplicación no se produjo
hasta muy entrada ya la época moderna (en realidad, hasta 1824 no aparece acu­
ñada, por Hegel, la expresión «filosofía de la religión» como rótulo de una disci­
plina consolidada dentro de un sistema filosófico y que se concibe heredera de la
Teología dogmática). Sin duda había precedentes en la Aetas Kantiana: acaso el
El animal divino 329

^Cimero en utilizar la expresión fue el jesuita vienés S. von Storchenau, en 1784;


10 expresión «filosofía de la religión» aparece ya en la obra de L.H. Jacob, Entwurf
¿iner Theorie der Religionsphilosophie, 1797, y en la de I. Berger, Geschichte del
Religionsphilosophie, Berlín 1800. Es cierto que cabría alegar que se trata de un
¡¡echo, pero que de derecho la filosofía de la religión pudo haberse constituido ya
j^iucho antes. E incluso se procederá a recuperar para una supuesta «historia de la
fjiosofía de la religión» — aun dentro del «área de difusión helénica» de la filoso­
f a — a Tales y a Jenófanes, a Evémero y a Lucrecio, a Cleantes y a Plotino; y, por
¿upuesto, a San Agustín y a San Anselmo, a Santo Tomás y a Guillermo de Occam.
£in embargo esta alegación se apoya a su vez en muchos supuestos que tienen que
y/er con la concepción misma de la filosofía y de la religión. Y lo verdaderamente
¡(Dportante es llegar al convencimiento de que las cuestiones relativas al concepto
(íiismo de una «filosofía de la religión» no pueden considerarse como «cuestiones
¿xentas» — ahí radica la ingenuidad acrítica de nuestro hipotético profesor— sino
^omo cuestiones implicadas en otras muchas y, concretamente, en las cuestiones
Éjue se refieren a la naturaleza misma de la filosofía y a la naturaleza de la religión,
y en la medida en que la «naturaleza de la religión» se expresa precisamente a tra­
vés de la filosofía de la religión habrá que concluir también que el concepto mismo
ííe «filosofía de la religión» no es independiente, o previo, a toda filosofía (o doc­
trina filosófica) de la religión dada, lo que equivale a decir que solamente desde
lina doctrina filosófica o filosofía de la religión determinada cabe dibujar un con­
cepto interno de «filosofía de la religión» como disciplina (más allá de lo que pu­
diera ser un concepto burocrático-administrativo). Por lo que a nosotros nos con­
cierne, diremos que nuestro propósito, en E l animal divino, fue precisamente
bosquejar un concepto de filosofía de la religión a partir de la concepción filosó­
fica allí expuesta. Con esto decimos también que una gran parte de las obras que
hoy son consideradas como «filosofía de la religión» — por ejemplo, aquellas que
tienen que ver con el llamado «desafío de Flew» en 1955— habría que clasificar­
las, desde nuestras coordenadas, como «nematología preambular» (a veces, como
mera apologética de, al menos, las «religiones proféticas postaxiales»).
En lo que se refiere a los supuestos sobre la filosofía: quien presuponga que
filosofía (incluso cuando se presenta como «filosofía centrada») dice, sobre todo,
una forma general del preguntar (un «preguntar radical» por la esencia de las co­
sas, determinado por el asombro ante su misma existencia: «¿qué es la ciencia?»,
«¿que es la religión?»...) podrá mantenerse cerca de la concepción que hemos lla­
mado «ingenua» sobre la naturaleza de la filosofía de la religión. La «filosofía de
la religión» sería un caso más de institucionalización de «filosofías centradas» en
tomo a nodulos tales como el Estado, el lenguaje o el arte («filosofía del Estado»,
«filosofía del lenguaje», «filosofía del arte»)276. Esta concepción de la filosofía

(276) H em os tratado de el concepto de «filosofías centradas» en nuestro trabajo «Filosofía de la


sidra asturiana», en E l libro de la sidra, Pentalfa, O viedo 1991, págs. 33-61. El concepto de «filo­
sofías centradas» corresponde a lo que Josc Fcrrater M ora (D iccionario de filosofía, s.v. «Filosofía»)
llam a «filosofías de». Pero la expresión utilizada por Ferrater contiene una equivocidad m uy im por­
tante, relacionada con la posible doble interpretación de la proposición «de» que la gram ática tradi-
330 G ustavo Bueno

no explica por cuales motivos no han sido institucionalizadas también filosofías


centradas en tomo a «las preguntas radicales» sobre el Sol o la Luna (Heliosofía
o Selenosofía) o sobre los árboles y sus sombras (Dendrosofía o K lecsosofía).
Aquí presuponemos que no toda pregunta por la «esencia» es una pregunta filo­
sófica. Preguntar por la esencia de los poliedros regulares (por angustiado que se
sienta el inquiridor) es un preguntar geométrico, no filosófico; ni son tampoco fi­
losóficas preguntas tales como las siguientes: ¿qué es un dracma? ¿qué es un pla­
neta? Suponemos que la pregunta filosófica, como, en general, toda pregunta o
problema, no se mueve ni a partir de un saber pleno sobre el nodulo de referen­
cia, ni a partir de una ignorancia absoluta, a partir de la nada; sino que se dibuja
a partir de un saber, sin duda (los problem as geométricos implican teoremas: el
problema de los irracionales presupone el teorema de Pitágoras; no es posible una
aporética pura, en el sentido de Nicolai Hartmann), pero que implica nuevos pro­
blemas a la escala de las Ideas que lo cruzan. La filosofía — o, si se prefiere, el
«asombro filosófico» (que no puede confundirse con el asombro científico y m e­
nos aún con el asombro infantil)— aparece sobre el supuesto de saberes previos
(saberes científicos, especialmente, aunque no exclusivamente) cuando estos en­
tran en una contradicción sui generis (por ejemplo, del estilo de las contradiccio­
nes implícitas en la aporía de «Aquiles y la tortuga»277). Desde este punto de vista
podrían analizarse, caso por caso, las razones por las cuales no todos los «nodu­
los» problemáticos dan lugar a una disciplina filosófica «centrada» en torno a
ellos. Aquello que en nuestros días suele llamarse «filosofía mundana» — una fi­
losofía centrada en torno a las tarjetas de crédito, al tercer canal de televisión o en
las drogas alucinógenas-— puede reducirse a nematología preambular y positiva
de alguna institución, cuando esta nematología contiene elementos tomados de
las ciencias naturales y sociales y se mantiene al margen de la Teología.
Esta concepción de la filosofía nos permite enfocar en un sentido más pre­
ciso las cuestiones relativas a la naturaleza de la «filosofía de la religión» y a su

cional adm ite, a saber, la interpretación del «de» com o genitivo objetivo y com o genitivo subjetivo.
La «filosofía de», interpretada com o filosofía centrada, corresponde al uso del «de» com o genitivo
objetivo («filosofía de la religión» = «filosofía sobre la religión»). Pero cuando interpretam os el «de»
com o genitivo subjetivo, la expresión «filosofía de» adquiere un alcance inesperado, el que es p ro ­
pio de lo que, en otras ocasiones, hem os llam ado «filosofía genitiva» (¿Q ué es la filo so fía ? , Pen-
talfa, O viedo 1995, 1‘ ed., págs. 32-35). La expresión «filosofía de la religión», en sentido genitivo
(subjetivo), alude a la filosofía que brota de la religión (o de una religión determ inada), a la filo so ­
fía que se abre cam ino a través de una religión revelada, por ejem plo. N o sólo el fideísm o tendería
a interpretar regularm ente la filosofía de la religión en este sentido genitivo («la verdadera filosofía
es la m ism a religión cristiana»); tam bién el positivism o clásico, el de la ley de los tres estadios de
Com te, viene a entender a la filosofía m etafísica (por lo m enos) com o una filosofía de la religión en
sentido genitivo, puesto que el estadio m etafísico procede de una transform ación de las posiciones
pro-puestas en el estado teológico previo. Por últim o, el m étodo fenom enológico propone a su vez
la tendencia a subordinar la filosofía de la religión, en su sentido centrado, a la filosofía de la reli­
gión en su sentido genitivo: la filosofía de la religión (com o disciplina académ ica) no podría ser otra
cosa sino explanación de las experiencias o vivencias religiosas, es decir, en el fondo, de una filo ­
sofía genitiva de la religión.
(277) Hem os tratado este problem a en La M etafísica P resocrática, Pentalfa, O viedo 1974, pác.
261-275.
El anim al divino 33 i

historia, una historia que necesita ser reconstruida urgentemente desde sus fun­
damentos. Ante todo, la cuestión la formulamos de este modo: «¿qué saberes so­
bre la religión (o qué saberes religiosos) es preciso presuponer para que la pre­
gunta filosófica acerca de la religión pueda plantearse?» Nuestra respuesta — que
sólo por su apariencia puede resultar ser demasiado tajante o radical— es la si­
guiente (en función, desde luego, de las coordenadas de El animal divino): el
«ateísmo terciario», en tanto implica la asebeia, la impiedad (por ejemplo, el tra­
tamiento de los «textos revelados» según el mismo rasero con el que tratamos los
«textos profanos»). Dicho de otro modo: el «saber sebasmático» que prefigura la
necesidad — o la posibilidad— de la constitución «institucionalizada» de una fi­
losofía de la religión es el ateísmo relativo al Dios de las religiones terciarias (ateís­
mo, como es sabido, es un concepto negativo — Atenágoras o San Justino nos in­
forman de cómo a los cristianos de su tiempo se les daba el nombre de ateos, por
relación a los dioses paganos: «Y si de esos supuestos dioses se trata [dice San
Justino, Apología, 1,6 ] confesamos ser ateos, pero no respecto del Dios verdade-
rísim o...»— y por ello aquí precisamos que nos referimos al ateísmo respecto a
ese «Dios verdaderísimo» de los cristianos, entendido como Dios terciario). El
ateísmo terciario no debe confundirse con el ateísmo filosófico: un deísta, como
Voltaire, es ateo terciario, pero no ateo filosófico. Dicho brevemente: sólo cuando
se ha tenido saber o experiencia del alcance y volumen social, moral, histórico
— digamos: transcendental— de una religión ecuménica organizada en torno a un
Dios verdaderísimo (que no es meramente el «Dios de los filósofos», sino tam­
bién el Dios vivo, numinoso, que se hace presente en el mundo, lo crea e incluso
se encarna en él) que da cuenta, por revelación, de la esencia de la religión misma,
y cuando se llega a perder la evidencia de que ese Dios verdaderísimo lo sea
realmente (es decir: cuando se llega a saber que ese Dios autoexplicativo no existe,
un saber que sólo puede alcanzarse cuando se den circunstancias sociales, políti­
cas y personales adecuadas), entonces la pregunta filosófica (id est, no meramente
política, o histórica o psicológica) por la religión se dibujará plenamente, como
pregunta transcendental para el hombre. Según esto, lejos de ser paradójico que
un ateo (terciario) se interese por la esencia de la religión, habrá que reconocer
que sólo ese ateo podría interesarse propiamente por una tal «esencia». Lo pa­
radójico hubiese sido que el creyente terciario en el Dios verdaderísimo se hu­
biese formulado tal pregunta, como si no conociese ya la respuesta, como dogma
central contenido en su propia creencia, o dudase de ella. (En realidad, al creyente
sincero, debiera sonarle a necedad infantil la pregunta formulada por otro cre­
yente: «¿Qué es la religión?», pues, ¿acaso no lo sabe ya de modo pleno e insu­
perable por el simple hecho de estar «en la creencia del Dios verdaderísimo»?)278
Pero el ateísmo terciario presupone, desde luego, el desarrollo de las religiones

(278) En el Catecism o de San Pío v, «de Trento» (Parte i, capítulo n; traducción dc Fray Agustín
Z orita, M adrid 1791, pág. 9), leem os: «De lo dicho se sigue que aquel que esté adornado con este co­
nocim iento celestial de la fe, queda libre de la curiosidad de inquirir. Porque Dios, cuando nos manda
creer, no nos propone sus divinos juicios para escudriñarlos, o que averigüem os la razón, o causa de
ellos; sino que dem anda una fe inm utable, la cual hace que se aquiete el alma en la noticia de la ver-
332 Gustavo Bueno

terciarias hasta un punto crítico tal — determinado por las contradicciones entre
las mismas religiones terciarias (judíos contra musulmanes, musulmanes contra
judíos y cristianos, cristianos romanos y cristianos anglicanos entre sí)— que
pueda comenzar su neutralización mutua, el deísmo o el ateísmo, pero acompa­
ñado, a la vez, del conocimiento o saber relativo al alcance históricamente «trans­
cendental» de la religión (no ya sólo para la política o para la economía, sino tam­
bién para «el hombre» en general). Esta situación se ha dibujado en la época
moderna. En El animal divino (parte i, capítulo 6 ) se presentó a la filosofía de Es­
pinosa como el primer núcleo de cristalización reconocible de una auténtica filo­
sofía de la religión. Hasta el siglo xvm no se constituyen en Europa las minorías
suficientemente consolidadas que eran necesarias para que la vida intelectual, al
margen de la fe religiosa (de la Iglesia), pudiera ser «ecológicamente» posible.
Sólo en el seno de estas minorías (rodeadas siempre de una inmensa masa de cre­
yentes en grados diversos de fanatismo, por no contar a la masa inculta y estú­
pida) pudo formularse el problema nuevo y mantenerse un interés sostenido por
él: «¿qué son las religiones?», «¿qué relaciones tienen con otras instituciones so­
ciales, políticas, &c.?» Esto no excluye que, una vez consolidada y objetivada una
temática científico-filosófica, los creyentes en una confesión pudieran también
acercarse a ella, aunque siempre con «luz reflejada» (la de la «teología filosófica»
en cuanto «filosofía de la religión»).
Y ello nos obligará a reconstruir de otro modo la historia convencional de la
filosofía de la religión «que parte de los griegos». Es un hecho (negativo) que en­
tre las diversas rúbricas establecidas por las clasificaciones de la filosofía pro­
puestas por las escuelas griegas (la Academia, el Liceo, la Estoa, el Jardín, &c.)
no encontramos ninguna «filosofía de la religión». La «Historia convencional»
tratará de interpretar este hecho reduciéndolo al terreno de los nombres: «que no
encontremos un rótulo similar no significa que no podamos encontrar abundan­
tes doctrinas que puedan considerarse como contenidos del rótulo moderno, de la
‘filosofía de la religión’.» Y lo primero que hay que hacer constar respecto de este
proceder es que se trata de una «interpretación»; es decir, que la «historia con­
vencional» no es la ejecución de un proyecto obvio sino, por lo menos, tan car­
gado de supuestos como pueda estarlo el proyecto de reconstrucción que aquí pro­
ponemos, según el cual, en la época de la filosofía griega, no pudo haber «filosofía
de la religión» porque en esa época no había tenido lugar el desenvolvimiento ade­
cuado de la religiosidad terciaria. Desde algún punto de vista, esta razón podría
equipararse a la de quien dedujera la imposibilidad de la construcción de una ta­
bla periódica de los elementos por una «mente» que hipotéticamente pudiera ha­
dad eterna...», y continúa diciendo que sería arrogancia y desvergüenza no dar crédito a un hom bre
grave y docto que afirm a una cosa, sino estrecharle tam bién a probar con razones y testigos lo que
dice: «¿qué arrojo y qué locura no será, oír las voces de D ios, y pedirle razones de su celestial y sa­
ludable doctrina?» Podría alguien contraponer a esta «disposición catecum enal» de T rento el princi­
pio anterior: fu le s quaerens intellectum. Sin em bargo, este principio no tiene capacidad suficiente para
rectificar o desbordar la actitud del creyente. La fe busca el entendim iento de la fe en los térm inos de
una teología dogm ática, o incluso pream bular, de las que hem os hablado, pero no el entendim iento de
la fe en los térm inos de una «filosofía de la religión».
El animal divino 333

per existido durante los miles de millones de años que fueron suficientes para con­
formarse los elementos de la «tercera fila» de la tabla. Esa «mente» conocería el
fiidrógeno, el helio o el litio, pero no podría captar todavía la «ley de construc­
ción» de la tabla periódica, ni sus límites internos; para determinar esta ley, y sus
(imites, será preciso conocer el «desarrollo» de las últimas filas positivas dc la ta­
pia (concretamente, en ella se producen los fenómenos de radiación y desinte­
gración de los elementos). Otra analogía menos fantástica: ¿cómo podrían los fi­
lósofos griegos haber desarrollado una filosofía de la música si en la antigüedad
(odavía no habían aparecido Mozart, Haydn o Beethoven? Pero este tipo de ra­
bones no es el único; en todo caso, es un tipo de razón ontológica, más que gno-
geológica. Desde la perspectiva de El animal divino (pues se trata en todo caso de
dar razón interna del desarrollo de la filosofía de la religión a partir de una doc­
trina filosófica sobre la religión) los filósofos griegos clásicos se desenvolvieron
en el horizonte de una religiosidad secundaria muy desarrollada; y las «experien­
cias» o el «saber» que una tal religiosidad podía deparar a los filósofos griegos
no era suficiente para permitirles plantear la pregunta por la esencia de la religión.
La religiosidad primaria «ya había transcurrido» y la religión secundaria ocultaba
precisamente (dada su naturaleza supersticiosa, falsa) la raíz y transcendentalidad
de la religión. Solamente desde las religiones terciarias, la experiencia de lo nu­
minoso — aunque percibida en función de sujetos incorpóreos— podría ser resti­
tuida a su génesis positiva, que está en función de sujetos corpóreos propios de la
religiosidad primaria.
Lo que precede constituye además la base para un proyecto de reinterpreta­
ción de la supuesta «filosofía de la religión» de los griegos. No habría tal cosa,
hemos dicho; pero traduciéndolo de modo positivo, cabría afirmar que la filoso­
fía de la religión de los griegos es la clase vacía, su negación o, si se prefiere, la
filosofía negativa de la religión (salvo que sea religiosa ella misma). Lo que pa­
rece constituirla se reduciría principalmente, por tanto:

(a) Ante todo, a la crítica «racionalista» de las formas de la religiosidad se­


cundaria, sobre todo desde sus dimensiones de politeísmo y antropomorfismo.
Todo lo que Wilhelm Nestle englobó en ese proceso que iría «del mito al logos»
— Tales, Jenófanes, Anaxágoras— lejos de constituir, por sí mismo, una filoso­
fía de la religión, sería más bien la crítica a la religión secundaria (en el fondo: a
toda religión), llevada a efecto, no ya desde las premisas de una filosofía de la re­
ligión dada, sino desde el materialismo, el monismo eleático o el escepticismo.
La crítica a la religiosidad (secundaria y, en parte, primaria) no sólo se lleva ade­
lante, por tanto, desde la metafísica, sino también desde la «historia», desde la
«sociología», &c. El «evemerismo» — supuesto que hubiera sido enseñado por
Evémero (ver el Escolio 2)— podría aducirse precisamente como uno de esos mo­
dos de crítica categorial (salva veritate) a la religiosidad secundaria constituida
por el antropomorfismo helénico. El límite último de esta filosofía negativa de la
religión griega estaría constituido por la Teología de Aristóteles, en tanto esta teo­
logía representa precisamente la negación de la posibilidad de la religión (en el
334 Gustavo Bueno

seritido terciario); y, más tarde, aunque con estrecha dependencia de Aristóteles,


por la teología epicúrea279.

(b) La gran porción de contenidos que esa historia convencional llamaría «fi­
losofía (positiva) de la religión» de los griegos, tampoco sería filosofía sino pre­
cisamente religión o nematología secundaria. Así podría interpretarse el «alego-
rismo» de Empédocles y, sobre todo, el de los estoicos. ¿Acaso el H im no al Sol
de Cleantes puede considerarse como filosofía de la religión y no, más bien, como
una oración él mismo?
La filosofía (negativa) de la religión, de los griegos, forma parte de la dia­
léctica de la transformación de las religiones secundarias en la religiosidad ter­
ciaria (Filón, entre los judíos; San Pablo, entre los cristianos; &c.), religiosidad
que se desenvolvió sobre las ruinas de la religión secundaria, constituyendo una
concepción milenaria que, si puso una y otra vez en peligro a la misma filosofía,
en general, bloqueó la posibilidad de la filosofía de la religión, no sólo como pro­
yecto superfluo (como podemos decir retrospectivamente) sino impensable: pues
la religión terciaria, en cuanto religión revelada, ya contiene, como componente
central, la propia autoconcepción de la religión. Pero de esto ya se habla sufi­
cientemente en El animal divino, así como de las vías hacia el planteamiento de
la moderna filosofía de la religión como alternativa del «protestantismo radical»
a la teología católica (parte i, capítulo 2 ).
La llamada «teología filosófica», a la que hemos aludido, en cuanto contra-
distinta de la «teología natural» (consagrada al análisis de los valores de verdad
de los juicios teológicos), pretende ser el nombre más adecuado para designar a
la temática de la filosofía de la religión; pretensión que sólo se justifica desde una
filosofía de la religión ella misma teológica (que considera a las religiones ter­
ciarias — llamadas «religiones proféticas postaxiales»— como las religiones por
antonomasia, como si las religiones estrictas, primarias o secundarias, sólo signi­
ficasen algo para la filosofía en lo que tienen de «teofanías»); en realidad, la «teo­
logía filosófica» es, tanto como filosofía de la religión, teología y, generalmente,
nematología preambular. Quienes, sin buscar esos objetivos preambulares, sino
acaso los opuestos, aceptan la reducción de la filosofía de la religión a teología
preambular no dejan de mantenerse dependientes de ese planteamiento (distor-
sionador, desde nuestro punto de vista), aunque sea para llegar a posiciones con­
trarias. En cualquier caso, esa «teología filosófica», o filosofía de la religión, que
pretende acceder a la religión desde una concepción metafísica de la deidad (como
Fundamento del ser, o Creador de los mundos posibles, o Ser necesario, &c.) puede
considerarse como una filosofía no positiva de la religión; es sólo una filosofía
metafísica aunque no fuera más que porque procede mediante la evacuación, casi
total, del material de las religiones positivas, reteniendo sólo los momentos teo-
lógico-terciarios. Su paralelo sería una filosofía natural que, por decreto, evacuase

(279) G ustavo Bueno, C uestiones cuodlibetales..., «Cuestión 3*. El Dios de los filósofos», páes.
115-145,
El animal divino 335
j “ ~

tpdo los objetos del mundo físico y se atuviese únicamente, a lo sumo, al Espa-
^io-tiempo vacío. Pero la filosofía de la religión ha de interesarse por Oñancopon,
^ por la Divina Correa, tanto o más que por el Dios de los filósofos (el Ser nece­
sario, el Ser mayor que puede ser pensado, &c.), de la misma manera como la fi­
losofía natural ha de interesarse por la Tierra o por el helio tanto o más que por el
j^spacio-tiempo de curvatura cero, vacío.
En cualquier caso, «Teología filosófica», «Ciencias de la Religión», «Teolo­
gía positiva», &c., constituyen el marco en el que ha de moverse la Filosofía de la
Religión. Una filosofía de la religión que quiera mantenerse como filosofía posi-
¡iva de la religión ha de ser principalmente, desde luego, una filosofía que se acerca
¡ las religiones, ante todo, desde un plano fisicalista, aquel desde el cual los con­
il
tenidos religiosos no son tanto «vivencias» o «experiencias anímicas o metafísi­
cas» sino (para decirlo groseramente) bultos, sólo que «bultos» con significado re­
ligioso (bulto, de vultus, faz). Bultos, entidades corpóreas finitas, son en efecto los
templos, los sacerdotes y hasta el Corpus Christi del sagrario católico. La filosofía
positiva de la religión se ocupa ante todo, podríamos decir, de cosas positivas, es
decir, de bultos portátiles, que es uno de los sentidos más originarios incluidos en
la voz «positivo» (por ejemplo: órgano [musical] positivo): Dios ubicuo no es por­
tátil. Pero la filosofía positiva no tiene por qué entenderse como sujeta a la disci­
plina positivista, en tanto pretende determinar leyes a partir de los hechos fisica-
listas. Una exposición histórica del desarrollo del curso de las religiones puede dar
la impresión de que se atiene antes a la estilística científica que a la filosófica; pero
esta impresión es engañosa, pues ella no tiene en cuenta que cada proposición so­
bre un hecho positivo está aquí calculada contra otras proposiciones alternativas.
Una exposición científica cerrada no necesita, de ordinario, oponerse continua­
mente a otras para hacerse inteligible; pero la exposición del curso de las religio­
nes está en continuada polémica con otras concepciones alternativas.
Escolio 2
El evemerismo como Hematología,
como ciencia y como filosofía de la religión

Conviene precisar las referencias que a Evémero de Mesene se hacen en el texto


de El animal divino (parte n, capítulo 3), puesto que sus frases («los dioses son re­
sultado de una apoteosis»; «los dioses populares... sólo son hombres sobresalien­
tes... ulteriormente divinizados» [Urano habría sido un hombre bondadoso versado
en el movimiento de las estrellas y Zeus un hombre que visitó muchos países que ter­
minaron aclamándole como a un dios]) dejan indeterminados puntos cuya aclaración
permite penetrar en cuestiones importantes para la teoría de las «ciencias de la reli­
gión» y, muy principalmente — desde nuestro punto de vista— , para el análisis de
los procesos de transformación de las teorías positivas (o, alternativamente, Hema­
tologías) en teorías filosóficas. En El animal divino el «evemerismo» fue tratado más
en lo que él tuviese antes de proyecto de ciencia positiva que de nematología o de fi­
losofía de la religión (por lo que, si incluyésemos entre la temática de esta filosofía
la cuestión del ateísmo, nuestro tratamiento del evemerismo se mantendría al mar­
gen de los problemas de su ateísmo): Evémero, respecto de las concepciones filosó­
ficas «circulares» era considerado allí como el análogo antiguo de las posiciones que
Celso mantuvo respecto de las concepciones filosóficas «angulares».
Ahora bien, cabe suscitar la cuestión (y se ha suscitado de hecho) relativa a
si los «dioses populares» del evemerismo a los que se refiere el texto de El ani­
m al divino fueron, «en la mente de Evémero» todos los dioses (finitos) o bien sólo
los dioses terrestres (los epigeioi) — incluyendo aquí acaso a los dioses olímpi­
cos— pero no los dioses celestes (ouranoi), si nos atenemos a una clasificación
atribuida a Hecáteo de Abdera, que fue familiar de Ptolomeo Soter280. Pinard ha-

(280) Ver Ilenry Pinard de la Boullaye, V E lu d e comparée des religioits, París 1925 (traducción
española en Fax, M adrid 1940-45; y nueva traducción crítica de Carlos G. Goldáraz, en Flors, Barce­
lona 1964, por la que citam os), capítulo i, artículo til, 16, pág. 31.
3 JS Gustavo Bueno

bló ya de la «apoteosis de Alejandro» como motor (estrictamente «nematológico»,


en nuestros términos) del «evemcrismo» avant Ut lettre de Pcrsco, discípulo de
Zenón, incluso del dc Crisipo o del de León dc Pella (en su fingida Carta de A le­
jandro a Olimpia, en la que Alejandro confiaba a su madre, bajo secreto, las re­
velaciones del sacerdote egipcio León según las cuales no solamente Hércules,
Esculapio y Dionisos, sino hasta los grandes dioses, «no debieron ser mas que
simples mortales»). La determinación dc estas referencias (de acuerdo con la cla­
sificación de Hecateo, o con cualquier otra que fuera pertinente) es decisiva en el
momento de interpretar la intención de Evémero (su fin is opcrantis) o, si se pre­
fiere, la perspec tiva teológica desde la cual Evémero pudo proceder al redactar
(hacia el 280 a.n.e.) su perdida Hierá anagraphé («Inscripción sagrada»), que tra­
dujo al latín supuestamente (pues acaso se trataba de una reelaboración) el poeta
Ennio (239-169 a.n.e.) en su Historia sagrada, y comentó Diodoro Sículo en su
Biblioteca histórica (6.56, 6.61). Pues es evidente que también un teólogo que
adoptase (por convicción personal o por «mentira política», es indiferente) la pers­
pectiva dc la realidad de los dioses podría defender el significado de una apoteo­
sis como algo más que el que es propio de una ceremonia política orientada, a lo
sumo, mas que a divinizar al héroe (acaso ya muerto) a exaltar el recuerdo que de
él tienen los hombres. Es decir, el teólogo podría presentar la apoteosis com o el
episodio culminante dc la teofanía de un dios sobrehumano, manifestándose a tra­
vés de una morfología humana, a la manera de los theoi anch es u «hombres divi­
nos» del helenismo tardío: Alejandro de Abonutico, Apolonio de Tiana o Pere­
grino Proteo; Cristo mismo, ¿no fue entendido ya por los primeros teólogos cristianos
como un hombre que, tras un período de vida intrauterina y, después, privada, se
reveló como divino en su «vida pública»? Pero si este «hombre privado» pudo
manifestarse como divino, fue debido a su condición, primeramente, dc «arconte
supremo», y después dc San Pablo, a su condición de «encarnación o teofanía»
dc la Segunda Persona, condición asociada a un nacimiento él mismo teofánico:
«Pablo debió de ser el primer personaje importante dentro del cristianismo pri­
mitivo en afirmar no sólo que Jesús era hijo dc Dios desde el bautismo o la resu­
rrección, sino que era hijo preexistente de la divinidad .»281
Y acaso Evémero de Mesene mantuvo, desde sus específicas coordenadas
culturales, esta perspectiva nematológico-teológica (y en modo alguno atea, como
pudo serlo la perspectiva de Diágoras o la de Teodoro «el Ateo») con el objetivo
político (que no excluiría su fe privada) dc justificar, sobre el fundamento de la
ideología dc la everguesía (beneficentia), ciertas apoteosis de los reyes helenísti­
cos, como Casandro dc Macedonia, Antioco o el mismo Alejandro Magno. Es la
tesis de H. Dorrie, de F.W. Walbank (El mundo helenístico, Taurus, Madrid 1986)
y otros. Habrían sido (después de Plutarco) los escritores cristianos Lactancio, Eu-
sebio de Cesarea y muy principalmente San Isidoro de Sevilla quienes, tergiver­
sando los argumentos de Evémero, como armas arrojadizas en su lucha contra los

(2 8 1) Antonio Piñero, «Epílogo» al libro O rígenes del cristianism o, antecedentes y prim eros p a ­
sos, Ediciones El Alm endro, Córdoba 1991, pág. 429.
El animal divino 339

dioses griegos — «los dioses a los que los paganos rendían culto no fueron, según
confesión propia, sino hombres mortales»— , consiguieron perfilar la interpreta­
ción del evemerismo como una teoría de la religión desarrollada desde la pers­
pectiva del ateísmo.
Vicente Domínguez García, en su magnífico trabajo doctoral sobre Evémero
de Mesene282, se inclina por la interpretación del sentido teológico (no ateo) de la
Hierá anagraphé, tras una revisión a fondo de los diversos argumentos disponibles
y, en particular, tras el agudo análisis estilístico de las posiciones de Cotta, el alter-
ego de Cicerón en el De natura deorum (tanto Evémero, como Pródico, estarían
— para Cicerón— entre quienes dijeron que los dioses existían y, por tanto, entre el
grupo de aquellos que «tienen pareceres diversos y discordantes» sobre la divini­
dad). Evémero, en suma — según se desprende del análisis de Vicente Domínguez—
no habría sido «evemerista» (en el sentido canónico que este término ha adquirido
en las ciencias o en la filosofía de la religión). Pues — dice— una cosa son los hom­
bres que fueron honrados después de su muerte como dioses y otra cosa (pág. 258)
son los dioses que han aparecido sobre la Tierra—epigeious geneszai theous—, sin
que ello quiera decir que son hombres mortales (lo que Evémero habría hecho
— según la ingeniosa interpretación de Domínguez— sería un proyecto de presen­
tación, dentro del proceso de «purificación» de los dioses de los poetas que Platón
ya había promovido, de los epigeioi theoi, como dioses que reconocen la divinidad
de los ouranoi theoi, y por tanto «un claro intento de fundamcntación cósmico-po-
lítica de la creencia religiosa en la divinidad de los epigeioi theoi, Urano, Zeus, He­
racles, Dioniso, Alejandro Magno, los Ptolomeos...» (pág. 299).
Ahora bien: esta cuestión disputada acerca de si la Hierá anagraphé de Evé­
mero fue una obra de intención nematológico-teológica o acaso de intención me­
ramente histórico-positiva (científica o protocientífica), o bien si fue una obra atea
(«evemerista»), aunque, en principio, es una cuestión filológica, encierra el gran
interés de que, por su mero planteamiento (es decir, aun cuando no se alcance una
conclusión terminante) se manifiesta como cuestión de gran alcance para la teo­
ría de las ciencias de la religión. Esto es evidente para quienes se inclinan por la
interpretación ateística de la Inscripción sagrada, puesto que en esa hipótesis, ha­
bría que ver al evemerismo, aun desde su marco «positivo-científico» (sin duda
intencional) como el vestíbulo de una filosofía de la religión de tipo «humanista»,
que propiciaría además una metodología precisa de investigaciones positivas ten­
dentes a establecer la génesis antropológico histórica de cada uno de los dioses,
en particular. (Con todo, el evemerismo no sería aquí un espiritismo, por ejemplo
un «culto a los antepasados», en el sentido que damos a estos términos en el Es­
colio 6 .) Pero para quienes se inclinen por la interpretación no ateística de la Hierá
anagraphé, la situación que se dibuja alcanza aún mayor interés, puesto que nos
depara la ocasión de analizar el proceso inverso, a saber: el de cómo una teoría

(282) V iccntc J. D om ínguez G arcía, Evém ero de M esene: fundam ento eósm ieo-polítieo de la
creencia religiosa en la divinidad de los dioses y sus implicaciones filosóficas, 364 págs., Tesis doc­
toral defendida en el D epartam ento de Filosofía de la Universidad de Oviedo (Abril de 1992).
340 G ustavo Bueno

que no tiene formato filosófico sino que es, o bien una teoría teológica, o bien una
hematología o justificación ideológica de ciertas apoteosis políticas, ha podido
trasformarse en una teoría filosófica de carácter metafísico (en una «teología fi­
losófica»). Por otra parte, la doctrina cristiana de los «Santos» puede considerarse
como una doctrina ampliamente cubierta por el evemerismo: es el evemerismo
actuante en la Iglesia romana («los Santos son hombres sobresalientes que ulte­
riormente han sido canonizados»).
En cualquier caso, si esas transformaciones (de las supuestas teorías cientí­
ficas o nematológicas en teoría filosófica) no se hubieran producido, Evémero se­
ría hoy un desconocido, o conocido sólo ya como un mero «ideólogo áulico», ya
como una especie de erudito o «bolandista helenístico» interesado en desmitifi­
car algunos dioses (o santos) acaso para mantener el prestigio de otros, o bien sim­
plemente un trabucador a la manera como el gran hebraísta Samuel Bochart, en
pleno siglo xvn, se empeñaba en reducir Saturno a Noé, Neptuno a Sem, Júpiter
a Cam o Plutón a Jafet. Sólo porque la obra de Evémero (o, si se prefiere, su fin ís
operis) fue interpretada como «evemerismo» en su sentido filosófico o cuasi fi­
losófico, el de Mesene alcanzó la importancia que hoy le atribuimos en filosofía
de la religión. Podríamos concluir, en resolución, diciendo que así como fue Amé­
rica la que «descubrió» a Colón (puesto que Colón — que creía haber descubierto
el Cathay o el Paraíso Terrenal— no fue quien descubrió América) así también
fue el «evemerismo», en sentido convencional, el que descubrió a Evémero (in­
dependientemente de que Evémero «hubiera descubierto» al «evemerismo» con­
vencional, o inventado alguna de las doctrinas alternativas que se le atribuyen).
Escolio 3
Sobre la naturaleza filosófica
de la concepción zoomórfica de la religión

La concepción zoomórfica dc la religión contiene, sin duda, aspectos catego-


riales muy importantes, pero su verdadero significado sólo se alcanza cuando des­
bordamos el horizonte de las ciencias positivas y nos desenvolvemos en el terreno
propiamente filosófico. ¿Y quién — salvo un hombre «estrecho de mente», un «men­
tecato»— podría dejar de apreciar las dimensiones filosóficas, salva veritate, de la
concepción zoomórfica de las religiones? Simplemente el hecho de que la con­
cepción zoomórfica de las religiones implica la discusión y negación de la con­
cepción teológica y, en particular, una reconstrucción del «argumento ontológico»,
ya constituiría prueba suficiente ad hominem del «nivel filosófico» en el que es
preciso desarrollar la concepción zoomórfica de la religión. Asimismo, las impli­
caciones de la concepción zoomórfica dc las religiones con la cuestión de los ex­
traterrestres (cuestión insoslayable en una «concepción del mundo») bastaría para
demostrar su significado filosófico (hay profesores de filosofía que desdeñan men­
cionar a Von Daniken, pero en cambio, mencionan a Epicuro, como si los dioses
epicúreos fuesen asunto de mayor sustancia filosófica). Además, las implicaciones
internas entre la concepción zoomórfica de la religión y la discusión del idealismo
(«el argumento zoológico» contra el idealismo) o las implicaciones de esa con­
cepción zoomórfica con prácticamente la totalidad de las cuestiones propias de la
llamada «antropología filosófica» (en esta dirección es muy importante el libro de
Alfonso Tresguerres, Los dioses olvidados, Pentalfa, Oviedo 1993) demuestran
que la concepción zoomórfica de la religión sólo puede dibujarse con la «estilís­
tica» propia de ese «género literario» que comúnmente llamamos «filosofía».
La filosofía zoomórfica de la religión no es, por lo demás, nueva, en el sen­
tido de que ella haya descubierto la presencia de los animales en la esfera reli­
giosa, como si esa presencia hubiera estado oculta hasta la fecha. Por el contra­
342 Gustavo Bueno

rio, la presencia de las formas animales en las religiones es tan superabundante >'
su análisis (por parte de las «ciencias de la religión») ha sido tan prolijo, que
que resulta problemático es dar la razón del por qué no ha surgido antes una fi'0'
solía zoomórfica de la religión. La explicación corresponde a la propia filosofi 11
de la religión. Desde la idea teológica, los animales no podrían ser dioses; desde
la idea antropológica, tampoco. Son estas ideas previas (en cuyo ámbito se mol'
deó la filosofía tradicional) aquellas que habrán bloqueado la posibilidad de una
filosofía zoomórfica de las religiones. Pero, en todo caso, además, ad ho>n¡nc’,n'
hay que preguntar por los motivos de la zoolatría. ¿Por qué, si el Dios celestial’
incorpóreo e inmaterial, es la fuente de la religión, hay tantas «apariencias 2°°'
mórficas» de la divinidad? ¿Por qué, si el hombre es el Dios del hombre, tuvo qi>e
erigir a tantos animales en deidades? Esto es lo que resulta inexplicable por l;,s
teorías no zoomórficas de la religión.
Escolio 4
La filosofía de la religión como disciplina
insertable en el marco de una
antropología filosófica

Considerar a la «filosofía de la religión» como una «disciplina» que cabe en­


marcar en la llamada «antropología filosófica» (que, por lo demás, no hay por qué
entender como una disciplina dotada de un «sistematismo exento», sino como un
«círculo dc ideas» que proceden de fuentes muy diversas y, en ningún caso, pue­
den alcanzar «cuerpo» fuera del sistema filosófico global que se tome como re­
ferencia) tiene importancia, tanto o más por lo que con ello se niega que por lo
que con ello se afirma.
Las múltiples cuestiones comprendidas bajo la denominación de «filosofía de la
religión» pueden considerarse ( entradas en torno a la pregunta: «¿que es la religión?»
Ahora bien, las preguntas por el ser o por la esencia no son preguntas exen­
tas, ab-solutas. Si lo fueran tendríamos que aceptar la posibilidad de seres o de
esencias aislados, «flotantes», «megáricos», susceptibles de ser considerados en
sí mismos y por sí mismos. Las preguntas por el ser o por la esencia sólo pueden
alcanzar un formato racional cuando el ser o la esencia por la que se pregunta se
nos da ya enmarcado en algún contexto ontológico. Aquí, como en Matemáticas,
la «incógnita» no puede ser absoluta y exenta, sino que debe estar enmarcada en
alguna ecuación, en algún contexto algebraico. Fuera de él la pregunta carece de
sentido. No es posible una pregunta «sin presupuestos» o formulada «desde el
conjunto nulo» de premisas.
Es obvio que, en el caso de la religión, su contextualización previa supone pre­
misas que a muchos parecerán excesivamente precisas, incluso «prejuicios», porque
toda contextualización implica la negación de otras alternativas: omnis determinado
est negatio. Pero cabe justificar estas premisas a partir de razones gnoscológicas ge­
nerales «previas», por decirlo así, al planteamiento específico de la pregunta.
344 Gustavo Bueno

Nosotros planteamos la pregunta «¿qué es la religión?» presuponiendo que


«religión» es una parte del todo constituido por el «material antropológico» (re­
mito al Epílogo de la 2- edición de Etnología y Utopía, Madrid 1989). «Religión»,
en este contexto, equivale, al menos denotativamente, al concepto de «conjunto
de religiones positivas».
Al comenzar considerando a la Religión, por cuya esencia preguntamos, en
tanto está enmarcada en el material antropológico, estamos principalmente:

(1) Negando que la religión, por cuya esencia preguntamos, sea una parte del
material zoológico o etológico o psicológico (que comprende también a una parte
importante del material antropológico). Con esto descartamos procedimientos ta­
les como los que comienzan por definir a la religión por el «miedo, temor o an­
gustia»; lo que implicaría que el marco de la religión desborda los límites espe­
cíficos del material antropológico, ya que las aves, o los mamíferos, también tienen
miedo, terror o incluso angustia (el miedo, temor o angustia humanos podrán in­
terpretarse, además, como determinaciones subgenéricas o cogenéricas de las co­
rrespondientes determinaciones etológicas o psicológicas). Si renunciamos, desde
el principio, a estos planteamientos de la cuestión, es porque las premisas que ellos
arrastran contienen ya, a su vez, una concepción etológica o psicológica de la re­
ligión que no sólo determina, sino también borra, la especificidad eventual de las
religiones positivas (no se niega, en cambio, que estas religiones positivas sean
un rico campo de análisis de la etología y de la psicología).

(2) Negando que la religión sea fundamentalmente una «vivencia» experi­


mentada en la conciencia íntima, personal de cada cual, tal como es accesible a la
fenomenología psicológica. Este punto de partida pide también el principio «men-
talista», y «modernista», incompatible con el materialismo filosófico.

(3) Negando que la religión sea un contenido de una revelación teológica sobre­
natural. Basamos esta negación en motivos de carácter gnoseológico «racionalista».

Ahora bien: es necesario precisar el alcance de nuestro contexto inicial, el


material antropológico. «Material antropológico» es un concepto crítico, que uti­
lizamos como sustituto de «hombre» o «humanidad». De modo grosero, podemos
formular nuestra tesis preliminar así: «la religión, por cuya esencia preguntamos,
es la religión humana, la religión de los hombres», pero no la religión de los ani­
males, o la de los ángeles o la de los dioses. Sin embargo, hablar de «hombre» o
de «humanidad» no es la mejor manera de aproximarnos a un marco positivo. El
hombre o la humanidad «de hoy» nos parece bien delimitado: los 6.000 millones
contemplados por la «Declaración de Derecho Humanos». Pero deja de serlo
cuando nos referimos al «ayer» o al «mañana». Hacia atrás, y después de incluir,
desde luego, a los indios caribes de Sepúlveda, incluso a los salvajes, habrá que
preguntar: «¿también el hombre de Neanderthal es hombre? ¿y el Australopiteco?»
Preguntas decisivas para la filosofía de las religiones positivas (¿pueden inter-
El animal divino 345

^retarse como determinaciones religiosas las reliquias paleontológicas o arqueo­


lógicas asociadas a los hombres del Neanderthal?). Hacia adelante: nuestros des­
cendientes del año 100.000, después de nuestra era, si los hay, ¿serán hombres o
jjeaso serán superhombres o infrahombres, o, sencillamente, otra clase de anima­
les? (por tanto, ¿que podrá significar para ellos la religión?). «Material antropo­
lógico» es, por ello, como hemos dicho, un concepto crítico de esta humanidad,
jjs un conjunto borroso, en el sentido de Zadch, pero no por ello menos efectivo,
fjstá constituido por una muchedumbre de partes que se denominan «humanas»,
particularmente en tanto son «partes formales». Un cráneo, tal como el cráneo de
pescartes que se conserva en el Musco del Hombre de París, es una parte formal
¿e\ material antropológico; si lo machacamos o disolvemos hasta llegar a un «polvo
químico», las moléculas resultantes ya no serían humanas: las moléculas consti­
tutivas de ese cráneo son, sin embargo, y actualmente, partes materiales suyas.
f4o es nada sencillo establecer líneas fronterizas. La conducta de un hombre es­
calando un árbol, ¿es parte formal o es parte material del campo antropológico?
O como se decía antiguamente: ¿es acto humano o es acto del hombre? Es decir:
¿actúa ahí el hombre como tal o como primate, y en qué aspectos? Las partes for-
jnales podrán considerarse fractales respecto del todo; pero las partes formales
son la misma reorganización de las partes materiales y, en ocasiones, su morfo­
logía es simultáneamente formal y material (subgenérica), como ocurre con de­
terminadas relaciones genealógicas.
Las partes del material antropológico pueden agruparse en tres regiones: la
región personal, o de las personas, la región de las cosas y la región de las acciones.
En sus partes formales, todas tienen sus morfologías características. Las personas
son individuos con forma humana, porque la persona humana es necesariamente
corpórea (el «loro de Locke», aunque hablaba racionalmente, no era hombre; un
hombre en coma irreversible sigue siendo hombre, acaso no ya porque tenga
«alma», sino porque tiene células germinales capaces de producir a otros seres
humanos). Las cosas también tienen formas características (que suelen conside­
rarse, aunque muy oscuramente, como «culturales», no «naturales»); y las accio­
nes tienen también formas peculiares (suponemos que, eminentemente, la forma
ceremonial). No suscitamos aquí la cuestión de si de estas tres regiones hay al­
guna que sea «humana» de modo privilegiado, capaz de desempeñar las funcio­
nes de un primer analogado de la idea de hombre. Las cosas humanas, es cierto,
pueden des-humanizarse, como una máquina que se emancipa siguiendo su rula
propia; pero también la persona muere y lo personal queda reducido al esqueleto
(que constituye, por cierto, el «material personal» más importante de la prehisto­
ria humana). También las acciones pueden deshumanizarse, hacerse genéricas
(nos remitimos a nuestros artículos, «Ensayo de una teoría antropológica de las
ceremonias», en El Basilisco, n‘- 16, 1984, págs. 8-37; y «La Etología como cien­
cia de la cultura», en El Basilisco, 2- época, n- 9, 1991, págs. 3-37).
Las religiones, en cuanto parte del material antropológico, no se recluyen en
ninguna de las regiones consideradas, sino que se distribuyen por las tres: «cuerpo
santo incorrupto» o «santo prepucio» son contenidos religiosos personales; «ora­
346 Gustavo Bueno

ción» o «rezo colectivo» son ceremonias; «templo» es una cosa. Habrá teorías de
la religión que pongan la esencia de la religión en los contenidos personales; otras,
lo pondrán en las acciones o en las ceremonias (considerándolas «cosas sagra­
das», al modo iconoclasta, como fetiches indignos del nombre religioso); unos
terceros considerarán que lo único positivo y permanente de carácter religioso son
las cosas religiosas, las reliquias. Además, habrá contenidos emic del material re­
ligioso que, desde el punto de vista etic, serán de muy dudosa clasificación. Para
un católico una hostia consagrada pertenece a la región de la persona, puesto que
ella es el cuerpo de Cristo; pero para un antropólogo no católico, es una cosa. En
todo caso, cualquiera de las decisiones que tomemos al respecto, habrá que to­
marlas como resultados. En el principio, es decir, al formular la pregunta «¿qué
es la religión?», enmarcada en su condición de parte del material antropológico,
no excluiremos ninguno de los resultados posibles. Lo personal, lo ceremonial, lo
material, podrán ser por igual «religiosos», al menos en tanto que fenómenos. La
pregunta ¿qué es la religión?, como pregunta por la esencia, la interpretaremos
siempre en función de esos fenóm enos.
Ahora bien, sin perjuicio de la considerable amplitud que corresponde al «ma­
terial antropológico», debemos constatar que el horizonte de la Antropología no
puede circunscribirse dentro dc los límites de ese material antropológico. El ma­
terial antropológico está, a su vez, inmerso en un espacio antropológico, en el que
intervienen, desde luego, contenidos que no son humanos, como puedan serlo los
astros o los animales, aun cuando juegan un papel imprescindible en la vida de
los hombres, hasta el punto de que la Antropología, como análisis de la vida hu­
mana en su conjunto, sólo puede llevarse a efecto en el ámbito de ese «espacio
antropológico». La religión es precisamente una de las partes del material antro­
pológico que exige del modo más agudo el desbordamiento o «transcendencia»
del material antropológico en el espacio antropológico. ¿Cómo podría responderse
a la pregunta por la esencia de la religión manteniéndonos en el ámbito del mate­
rial antropológico? El espacio antropológico lo hemos coordenado según tres ejes,
circular, angular y radial. Sólo si la respuesta a la pregunta por la esencia pudiese
mantenerse en la línea del eje circular tendría algún sentido decir que la filosofía
de la religión se circunscribe en el ámbito del material antropológico; pero si para
responder a la pregunta ¿qué es la religión? nos vemos obligados a considerar con­
tenidos dados en el eje radial (por ejemplo; «la religión es el culto a los astros»),
o bien en el eje angular («la religión es el culto a los dioses o a los démones»),
entonces estaremos de hecho reclamando para la filosofía dc la religión las di­
mensiones del espacio antropológico.
En cualquier caso, la esencia, o mejor aún, el «núcleo» de la esencia dc la re­
ligión, deberá ser un contenido del material antropológico, con contrapartidas emic
y etic. Estas exigencias pueden tomarse como condiciones necesarias, aunque no
suficientes. Muchos contenidos emic del material antropológico pueden resultar
ser incompatibles con otras condiciones imprescindibles desde un punto de vista
racional: millones de personas pudieron «vivir» la epidemia europea de la peste en
el siglo xiv como un «castigo divino»; pero semejante «vivencia» es incompatible
El animal divino 347

con las causas reales — ratas y pulgas— que intervenían en el contagio del bacilo
de Yersin. El contenido emic, «candidato» a núcleo de la esencia, debe tener tam­
bién contrapartida etic, pero tampoco esta exigencia es condición suficiente. Su­
pongamos un físico que propusiera, como núcleo de las religiones, la acción de
ciertos gravitones sobre los grupos humanos: tales gravitones no han sido jamás
«experimentados» por los hombres religiosos (advirtamos, de paso, que el Acto
puro, está aún más lejos de la vivencia religiosa que esos hipotéticos gravitones).
La principal condición que hemos de exigir a un contenido del material antropo­
lógico que tenga ya contrapartidas emic y etic, puede reducirse a su misma virtua­
lidad constructiva (en la composición con terceros contenidos) de la integridad del
conjunto del material fenoménico, en el ámbito del espacio antropológico. Dicho
de otro modo: no es tanto por «razones de principio» (digamos, a priori, o forma­
les) por lo que conferiremos a un contenido dado (en nuestro caso, el contenido
zoomórfico) la función de núcleo de la esencia de la religión, sino, sobre todo, por
sus «consecuencias», por los resultados, por su capacidad para reconstruir el ma­
terial religioso que, a partir del núcleo seleccionado, pueda sernos presentado.
Escolio 5
Religión y religación

El animal divino se presenta como una filosofía de la religión. «Religión» es


el término latino que, de hecho, se consagró como designación de frondosos y he­
terogéneos conjuntos de fenómenos que constituyen el campo de las llamadas
«ciencias de la religión» (Etnología, Historia, Psicología, Sociología) y como re­
ferencia de la propia «filosofía de la religión». Esto es debido, sin duda, a que ta­
les «ciencias de la religión» y, por supuesto, la «filosofía de la religión» madura­
ron en la atmósfera cristiana (católica o protestante) de la Europa occidental. Las
tentativas orientadas a liberarse de la dependencia latina, acudiendo a términos
griegos para designar el estudio de estos conjuntos heterogéneos de fenómenos
(«Hierología» —comprendiendo la «Sebasmática» y la «Excgética»— de Ampére;
«Hierografía», «Hierología» y «Hierosofía» de Eugenio Goblet d’Alviella) no
prosperaron.
Una y otra vez surgen advertencias, o lamentaciones, ante este hecho. Los
conjuntos de fenómenos que se cubren con el rótulo «Religión» parecen dema­
siado heterogéneos como para ser sometidos a una única férula latina. Sin em­
bargo, cabría responder a estas advertencias o lamentaciones alegando que el tér­
mino latino religio puede ser utilizado como un rótulo meramente denotativo y
que su sentido o su etimología genuina o convencional (religio, de re-ligatio) de­
bieran considerarse «desactivados» por la misma superabundancia denotativa.
Pero hay que reconocer que por mucho que se debilite la etimología convencio­
nal tradicional (re-ligatio) ella seguirá actuando descarada o insidiosamente. Así
se explicarán las lamentaciones o las advertencias de todo aquel que niegue la per­
tinencia de considerar a los fenómenos «sebasmáticos» [sebasma = aquello con
que se honra a lo divino; sebasmiotes, etos = piedad] como fenómenos religiosos,
es decir, que impliquen efectivamente una re-ligatio (emic o etic) con alguien:
¿acaso estos fenómenos no debieran considerarse muchas veces como «expre­
siones de la fantasía mitopoiética» (que lejos de re-ligar a los hombres con cual­
350 G ustara Bueno

quier otra entidad — como una ob-ligación o un deber— los libera de toda de­
pendencia) o bien como «sentimientos transcendentales» (que no tienen por qué
suponer una re-ligatio, salvo con la nada, para ser analizados) o, sencillamente,
como ceremonias cultuales, ritos cuyo significado unas veces no tiene nada que
ver con los dioses (por ejemplo, los ritos funerarios), otras veces se nutren de su
misma ejecución reproducida (por tanto, a lo sumo, re-ligan a los hombres con­
sigo mismos, es decir, no los religan con nadie ajeno) o, por último, de todas es­
tas cosas y aun de algunas más a la vez ?283
Si, por nuestra parte, no nos sentimos incómodos al utilizar el término «re­
ligión», tal como se interpreta en la tradición de Lactancio y al margen de la exac­
titud filológica de su etimología, ¿no será precisamente porque tampoco utiliza­
mos el término com o mero rótulo denotativo, sino porque aceptamos que la
connotación latina asociada (convencionalmente o no) a los términos religio-re-
ligatio constituye, tanto gnoseológica como ontológicamente, la forma más ade­
cuada (aunque esté necesitada de enérgicas determinaciones) para englobar a los
«conjuntos heterogéneos de fenómenos» de referencia? Y ello, sin perjuicio de
no minimizar esa heterogeneidad. Sin duda. Sólo que nuestra «sintonía» con el
término latino pretende estar fundada en motivos lógicos, no meramente psicoló­
gicos, lo que significa que creemos contar con argumentos poderosos para recha­
zar la interpretación meramente denotativa del término «religión». Estos argu­
mentos pueden substanciarse en los dos siguientes:

(1) Un uso puramente denotativo del término «religión» convertiría al campo


de las ciencias de la religión en un conjunto caótico (no meramente «difuso») de
fenómenos, en el que todo podría estar incluido. Las relaciones de semejanza (en
general, isológicas) o de contigüidad (en general, sinalógicas) entre los fenóme­
nos de referencia son tan tupidas y están encadenadas de tal modo que cualquier
cosa podría ser incluida en el campo «sebasmático»: la oración, las ceremonias
funerarias, el templo, las ropas que hayan estado en contacto con otros objetos sa­
grados, el pan y el vino, el Sol y el viento, los sentimientos de dependencia o de
angustia, el fetichismo y la magia, el totemismo, el decúbito prono y el supino,

(283) La etimología religio<rellgando aparece en Lactancio (Instituciones divinas, ív, 28). Sin em­
bargo Cicerón [mirando antes al culto de las «religiones positivas» que al dios de la «religión natural»] su­
giere religia<relegenda: «qui om niaquac ad cultum deorum pertinerent, diligenter retractarent et tanquam
relegerent, sunt dicti religiosi ex relegenda, ut ex eligendo eligentes, tanquam ex diligendo diligentes» (De
Natura deorum, n, 28). Y San Agustín (Ciudad de Dios, x, 3) aun propone otra «etimología»: rellgio<re-
eligenda, subrayando la reconciliación que después del pecado y por la virtud de la religión, los hombres
habrían llevado a efecto «re-eligiendo» de nuevo a Dios. En cualquier caso, parece que religio, en su ori­
gen, tenía poco que ver con el «campo sebasmático», en general: Festo nos dice que las religiones eran nu­
dos o ataduras de paja (religiones stramenta erant)\ otros vinculan religio con scriiptilum, en general {sent-
pulum dice peso mínimo, cantidad mínima, fina: scrupus, por su parte, dice cuidado, inquietud; el diminutivo
scrupultis dice cautela, diligencia; de donde scntpulositas equivale a inquietud): religio equivaldría pues,
en principio, a «delicadeza, finura» (religiosae aures Atticarum, los delicados oídos de los atenienses, de
Cicerón). Sólo mas tarde habría tenido su especialización este término en el sentido del pium scrupultim.
incluso el que linda con la superstición (ver Lactancio, iv,28) (M. Breal y A. Bailly, Dictlonnaire étymo-
logique latin, París 1898; A. E m outy A. Meillet, Dlctionnaire étymologique de la langue latine, París 1932).
El animal divino 351

(as organizaciones comunitarias o las danzas de corro, la antropofagia, los mitos


cosmogónicos, las reglas morales o éticas, &c. Si, de hecho, esto no ocurre, en los
férminos en que debiera ocurrir (aunque si en términos suficientemente peligro­
sos, desde el punto de vista de la logicidad) es porque actúa implícitamente un
poncepto más definido de religión que segrega asociaciones (por semejanza o por
pontigüidad) consideradas como excesivamente débiles u oblicuas.

(2) Un uso connotativo-positivo del término religión, cuando no se inserta en


una concepción filosófica, sólo puede aspirar a un alcance meramente prescriptivo.
Esto sucede, por ejemplo, de hecho, cuando del conjunto de los fenómenos se se­
gregan, por decreto, los mitos, considerando sólo como materia de interés para la
ciencia de la religión a los ritos, al culto. Así, A.-J. Festugiére, a propósito de la «se-
basmática» griega: «Para comprender bien la verdadera religión griega, olvidando,
pues, la mitología de los poetas y del arte, recurrimos al culto, y a los cultos más an­
tiguos.» Con razón Jean-Pierre Vernant284 denuncia cómo detrás de esta restricción
arbitraria y aparentemente positiva alienta la concepción monoteísta del cristianismo.
Lo que sucede es que la alternativa que Vernant encuentra abierta a las decisiones si­
milares a las de Festugiére entraña aún más inconvenientes, y no precisamente on-
tológicos, sino gnoseológicos. Pues parece como si Vernant hubiera optado clara­
mente «por meter todo en el saco» — mitos, cultos, grafismos...— pero sin atenerse
a criterio etic alguno, y esto ha de confundirle necesariamente. ¿Cómo vincular el
culto y el mito? (suponiendo que esta pregunta tenga sentido referida a los ténninos
generales de «culto» y de «mito»): «Los dioses no son personas, son Potencias. El
culto los honra en razón de la extrema superioridad de su condición» (pág. 11). Pero,
¿cómo entender, en términos de culto, lo que es, en todo caso, una forma de praxis
o de conducta (etológica), vinculada a esas «Potencias», si las «Potencias» no se in­
terpretan, al menos emic, como subjetuales? Sin un referente positivo adecuado el
concepto mismo de «culto», en la medida en que él es, desde luego, una conducta o
una praxis, se desvanecerá como fenómeno (salvo que se le redujese a simple des­
cripción fisicalista, en cuyo caso la referencia a las Potencias debía también ser cor­
tada). Dice Vernant: « ...el hombre griego no distingue lo natural y lo sobrenatural
como dos ámbitos opuestos» (pág. 8): concedámoslo. Pero, ¿por ello no debemos
distinguirlo nosotros, quienes analizamos al «hombre griego»? Mas exactamente: la
supuesta indistinción no autoriza al análisis científico o filosófico a renunciar a toda
distinción etic que esté dotada de suficiente capacidad para disociar, en la supuesta
indistinción emic griega, un momento profano y otro sagrado. A veces, tenemos la
impresión de que Vernant opta por acumular caóticamente fenómenos para su campo:
«símbolos anicónicos, ya sean objetos naturales como un árbol o una piedra en bruto,
ya productos elaborados por la mano del hombre: cerámica, postes, pilares, cetros...»
(pág. 27). Pero tal impresión es aparente. En realidad, todo este caos resulta estar en­
globado, al parecer, en la unidad de lo divino: todos estos símbolos, cetros, postes,
cerámicas, son «formas de representación de lo divino» (por ejemplo, pág. 27: «una

(284) Jean-Picrre Verriant, M ito y religión en la Grecia antigua (1987), Ariel, Barcelona 1991.
352 Gustavo Bueno

simple máscara cuyo rostro profundo, con ojos fascinantes, evoca lo divino»), Pero,
¿a quien se lo evoca? ¿A Vernant o a los griegos? ¿Y cómo sabe Vemant qué pueda
ser esa divinidad teofánica que los griegos evocaban si no fuese porque también el
la evoca? Y si esto fuese así tendría al menos que esforzarse por explicárnoslo, con
referencias fisicalistas, a quienes esa «simple máscara» no nos evoca lo divino. De
otra suerte, recaeríamos en el mismo circulo vicioso de Mircéa Éliade — un círculo
que, en rigor, disimula o al menos tolera un postulado estrictamente metafísico, el
postulado del «monismo de lo santo» que se manifiesta en mil formas o teofanías di­
ferentes— cuando da una misma razón para explicar por qué una máscara es un fe­
nómeno religioso y por qué lo es una danza o el éxtasis de un chamán: porque todos
estos fenómenos (viene a decir) son «hierofanías» o «teofanías». La máscara, la danza
o el chamán serán fenómenos religiosos porque son hiero-fanías o teo-fanías, pero
¿qué pueden ser esas hierofanías (o teofanías) al margen de las danzas, las máscaras
o los chamanes? ¿Acaso se pretende dar como supuesto incontestable que hay un
fondo sagrado que se manifiesta en esas form as! Y, ¿cómo, sobre tal postulado me­
tafísico, fundar la unidad de los fenómenos religiosos, del campo de las ciencias de
la religión? ¿Apelando a una «experiencia» religiosa, a un «sentimiento de lo divino»
que se manifiesta en el ámbito humano sin necesidad de determinar su re-ligatio con
ningún otro término inteligible de la relación, sino en virtud del regressus hacia la
misma «sustancia de la experiencia o sentimiento de las teofanías»? Podría ser esto
verdad, desde la perspectiva de la realidad (desde la perspectiva ontológica); pero,
aunque lo fuera, carecería de relevancia desde la perspectiva del conocimiento cien­
tífico o filosófico de esa realidad (desde la perspectiva gnoseológica).
Si nos acogemos al concepto latino habitual de la religio como re-ligatio es
porque ese concepto está con-formado a partir de la categoría aristotélica de la re­
lación (en tanto se da por mediación de acciones — operaciones— y pasiones) y
porque, a través de esa categoría, podemos establecer un marco inteligible y ra­
cional para proceder al análisis de los «fenómenos sebasmáticos». Este objetivo
es el que nos mueve a recusar, no ya el proyecto, sino el modo de ejecución de
ese proyecto de reconstrucción filosófica del concepto latino de religatio que llevó
a cabo Xavier Zubiri con su teoría de la religación; y lo recusamos dado el ca­
rácter metafísico de la idea de religación propuesta por Zubiri, de la religación
metafísica como la hemos llamado en otra ocasión285. La «religación metafísica»
de Zubiri podría considerarse como una versión del ontologismo de Malebranchc,
de Gratry o de Rosmini («el Ser infinito es el primum cognitum; nosotros vemos
a todas las cosas en Dios»), Nuestra recusación del ontologismo tiene lugar, ante
todo, como es obvio, en esta ocasión, desde la filosofía de la religión — más que
desde la filosofía del conocimiento— , precisamente porque ese «Dios» del onto­
logismo es, en todo caso, «el Dios de los filósofos», es un Dios filosófico y no el
Dios finito de las religiones positivas. Nuestra recusación se dirige también, evi­
dentemente, a la misma idea de una religación metafísica.

(285) Hem os tratado de este asunto en C uestiones cuodlibetales..., C uestión 3a, págs. 109-110 y
Cuestión 5a, págs. 193-218.
El animal divino 353

En efecto, es la idea de la religación metafísica (que suponemos tallada sobre


^1 «teorema de la apercepción transcendental» kantiano en el que el Espacio vacío
j priori hubiera sido sustituido por un «Ser fundamentante», o, dicho de otro modo,
^n el que el Espacio vacío kantiano hubiera sido restituido, personificándolo, a su
^rigen newtoniano, al Sensorio divino) considerada como «relación transcenden-
tAl» (o secundum dicí) aquello que ha de tenerse como idea metafísica («en el mal
^entido de la palabra») precisamente porque el termino dc esa relación es algo tan
¡n-determinado e in-finito como lo es el «Ser fundante» o la «Poderosidad infinita».
Consideramos por completo improcedente cualquier intento de delimitar de un modo
positivo el campo de los fenómenos religiosos tomando como regla hermenéutica
ja idea de «relación transcendental de la persona humana al ser fundamentante»; tan
improcedente como el intento de definir los fenómenos religiosos como «expresión
¿le los problemas que al hombre se le plantean en cuanto ser-en-el-mundo o en cuanto
¿er-ante-la-nada». Con criterios tan indeterminados, todo podría considerarse reli­
gioso; no sería posible discriminar los fenómenos religiosos, no ya de los fenóme­
nos mágicos, pero tampoco de los políticos o de los lúdicos. Todos ellos podrían
verse como «modos de estar en el mundo o modos de ser ante la nada».
Nuestro propósito es delimitar la idea de religación como relación transcendental
del hombre a otros entes determinados. Relación transcendental en el sentido siguiente:
que la relación no se nos presenta como dada con posterioridad a los términos ya cons­
tituidos que la soportan, sino como constitutiva ella misma de, al menos, uno de esos
términos (la «relación transcendental» es secundum dici, no secundum esse, como lo
es la relación predicamental: véase, por ejemplo, F. Suárez, Disputa 47, nt,l 1). Pero no
por ser transcendental una relación el término de la misma ha de ser metafísico, inde­
terminado o infinito (el espacio vacío o el ser fundamentante); tomaremos como tér­
minos de la relación de religación a entidades definidas, positivas y, además, delimita-
bles, en principio, en la perspectiva etic de las ciencias antropológicas o etológicas. (No
pondremos como término positivo de una relación transcendental a una entidad finita,
pero dada sólo en la perspectiva emic de una cultura determinada — Helios o Cerbero—
sino al menos a la contrapartida etic de tales términos — el Sol o un perro real— .)
En estas condiciones definiremos la relación de religación como el tipo de rela­
ción transcendental asimétrica que los sujetos humanos puedan mantener con entidades
positivas que figuren como reales (y, a fin de soslayar en lo posible las dificultades en­
trañadas por la idea de realidad, bastará entender esta realidad como «realidad del mismo
tipo que la realidad atribuida a los sujetos humanos que soportan la relación»). Las «re­
laciones transcendentales asimétricas» contienen las relaciones de sentido R (o el «sen­
tido» — «sentido de unas tijeras», «sentido de un vector», «sentido de un significante»—
como relación transcendental) entre dos términos e y x dados en un plano fenoménico
entre los cuales medie un intervalo temporal, y tales que e figure como cierta multipli­
cidad de partes físicas, siendo x la razón formal de la unidad de dichas partes. En estas
condiciones, dado R(e, x) diremos que x es el sentido de e (el significado saussureano
es el sentido del significante; la diana es el sentido de la flecha disparada)286.

(286) V er C uestiones cuodlibetales.... C uestión 5a, págs. 214-215.


354 Gustavo Bueno

Y para que la idea de religación, como relación transcendental asimétrica,


.no sea el simple «recubrimiento abstracto» pero ad hoc del mismo concepto de
religación «religiosa» que buscamos definir (como le ocurre a la idea de religa­
ción metafísica) será preciso poder ofrecer otras determinaciones de la idea de re­
ligación positiva: determinaciones que, a su vez, nos permitirán situar a la «reli­
gación sebasmática» en un sistema de «dimensiones antropológicas» (desempeñando
los sujetos humanos papeles e) de escala similar, es decir, nos ayudará a com ­
prender los «fenómenos religiosos» en el conjunto de otros conjuntos no religio­
sos (sin perjuicio de los vínculos profundos que puedan mediar entre ellos).
Tomando como sujetos e de estas relaciones transcendentales de sentido a
los sujetos constitutivos del campo antropológico, podemos establecer una clasi­
ficación de los términos T de esas relaciones según dos criterios, susceptibles de
cruzarse, el primero de los cuales pondrá a un lado los términos inmanentes (o in­
ternos) al propio campo, y al otro lado los términos exteriores al campo antropo­
lógico (con los cuales, sin embargo — por ejemplo, el Sol, o el entorno geográ­
fico— , los sujetos humanos puedan tener relaciones positivas); el segundo criterio
pondrá a un lado los términos x homogéneos a los sujetos e (es decir, los térmi­
nos que a su vez sean subjetuales) y a otro lado los términos x heterogéneos a esos
sujetos (es decir, los términos objetuales, «impersonales»).
Por desarrollo cruzado de estos dos criterios obtenemos los cuatro siguien­
tes géneros de religación positiva:

(1) Religación de prim er género: la que pueda darse por establecida entre su­
jetos humanos y términos no subjetuales, pero inmanentes al campo an­
tropológico (por ejemplo, la relación del sujeto humano, en su calidad de
homo faber, a las herramientas o útiles culturales al margen de los cua­
les su propia subjetualidad tecnológica no podría considerarse consti­
tuida). Diríamos que el sujeto humano, como homo faber, está religado
a sus herramientas y útiles según el primer género de religación.

( 2 ) Religación de segundo género: la que pueda darse por establecida entre


los sujetos humanos y términos subjetuales e inmanentes al campo an­
tropológico, es decir, otros sujetos humanos. Habrá religación de segundo
género, según esto, en las relaciones asimétricas entre el niño y el adulto
(pero no entre el yo y el tu, cuando las consideramos en general; aunque
estas relaciones puedan seguir siendo transcendentales sin embargo no
serán relaciones de religación, según lo dicho).

(3) Religación de tercer género: la que pueda darse por establecida entre su­
jetos humanos y términos no subjetuales y, además, transcendentes al
campo antropológico (aunque constituyan partes de su espacio). Así, las
relaciones de los hombres a la bóveda celeste apotética, o al Sol (en la
medida en que estos términos hayan moldeado la conciencia apotética
humana) serían relaciones de religación de tercer género.
El animal divino 355

(4) Religación de cuarto género: la que pueda darse por establecida entre su­
jetos humanos y términos subjetuales, pero transcendentes al campo an­
tropológico, es decir, sujetos no humanos pero finitos, tales como las re­
laciones (emic) de los hombres con Zeus, con Marte o con Quirino (Zeus,
aunque sea el más grande y el mas poderoso de todos los dioses y, por
supuesto, de todos los reyes — «todos los reyes vienen de Zeus»— sigue
siendo finito, determinado). Tales son también las relaciones etic de los
sujetos humanos paleolíticos con los sujetos animales que les rodeaban
— el oso, el tigre de dientes de sable, el elefante— y determinaban la cons­
titución misma de su existencia.

Las relaciones de religación del primero y tercer género se engloban en lo que


venimos llamando eje radial del espacio antropológico; las relaciones del segundo
género pertenecen al eje circular y las relaciones del cuarto género al eje angular.
Que los cuatro tipos de «religación», así dibujados (a diferencia de lo que
ocurría con la idea de religación metafísica) se mantienen a la misma escala de la
filosofía de la religión (que es lo que, ante todo, se trata de demostrar en el mo­
mento de establecer las coordenadas de una filosofía que quiera mantenerse «en
la vecindad de los fenómenos») se echa de ver constatando que la variedad de «fi­
losofías de la religión» (no decimos: de religiones) que a lo largo de la historia
han ido ensayándose, pueden clasificarse de modo preciso en función de estos
cuatro géneros de religación. Se comprende que postulemos la religación (y no
sólo la relación en general) como perspectiva filosófica; pues sólo si hay religa­
ción cabe referir los fenómenos al hombre en su perspectiva transcendental.
El concepto de religación del primer género puede servir para englobar a un
conjunto de concepciones o teorías de la religión que tienen, sin perjuicio de su
dispersión, como «común denominador», la interpretación de la religión como un
caso de «religación de los hombres a las formas culturales» que, a su través, han
ido conformándose. «La religión del hombre es su cultura», podría ser la fórmula
común de este tipo de concepciones (si tomamos el término cultura al nivel de lo
que Frobenius llamó paideuma). Hay una tradición (cínica) que tiende a concebir
al hombre como ser independiente de los artefactos culturales (herramientas, úti­
les, máquinas) que lo «esclavizan», o lo oprimen (como si fuera un aparato orto­
pédico); pero no menos potente es la tradición (la del mito de Prometeo del Pro-
tágoras platónico) según la cual el hombre es lo que es gracias a sus instrumentos
(o a su mano): sin el palo, o sin el fuego, el primate no habría llegado a ser hom­
bre, por lo que cabría decir que el hombre implica relación transcendental a los
instrumentos que vienen a constituirse en «condición transcendental de su posi­
bilidad». El fetichismo sería, según esto, una especie característica de religión. O
bien, más en general, el arte, sobre todo el arte romántico, como expresión de lo
infinito en lo finito (la Religión de la música de Camilo Mauclair, o bien el «creo
en Dios, en Mozart y en Beethoven» del músico moribundo amigo de Wagner).
«No puede negarse — dice E. Spranger— que el análisis de la religiosidad que
hace Schleiermacher en la primera edición de sus discursos sobre la religión, ex­
356 Gustavo Bueno

pone un tipo de religión preponderantemente estético.» Hólderlin, por su parte,


• había dicho que la religión es el amor a la belleza y que, «lo más bello [y la be­
lleza suprema, en el sentido romántico, es la del arte] es también lo mas santo».
Ernesto Ansermet, en pleno siglo xx ha llegado a decir que la ley tonal__ cuyo
fundamento estaría en la relación tónica/dominante— es la misma ley ética de la
conciencia musical, por lo que la pérdida de este fundamento «equivale para la
conciencia musical a la muerte de Dios».
La idea de religación según el segundo género (la religión circular) inspira las
teorías de la religión vinculadas al evemerismo (en el sentido tradicional que Plu­
tarco, Lactancio, Eusebio o San Isidoro, y la tradición posterior, dieron a este tér­
mino); la religión es la expresión de la religación de los hombres a los héroes que
— tal como Carlyle sostuvo— los han constituido como hombres. «Sólo el héroe
es la chispa capaz de inflamar a una muchedumbre humana que, por sí sola, per­
manecería indefinidamente como seca hojarasca.» La «escuela sociológica», desde
Comte a Durkheim, tomará como término de la religación más genuina de los su­
jetos humanos a la propia «sociedad humana», incluso a la Humanidad, como Gran
Ser, origen de todas las religiones pretéritas y objetivo de toda religiosidad futura.
El tercer género de religación — la religación de los hombres con «la Natu­
raleza» (o, acaso, con determinaciones o aspectos suyos muy característicos: la
bóveda celeste, el Sol, las estrellas, &c.)— habría sido el criterio inspirador de
muchas teorías filosóficas (y científicas, filológicas) de la religión, de las «con­
cepciones cósmicas» — como podríamos denominarlas— de la religión. ¿Acaso
el Sol no es un término positivo, al cual estamos «transcendentalmente religados»,
puesto que él es «condición de posibilidad» de nuestra propia vida? A. Lang, o
Petazzoni, por un lado; las doctrinas «pan-babilonistas», por otro, habrían subra­
yado los componentes radiales de las religiones positivas. Max Müller sugirió ya
una raíz común indoeuropea div («el brillante») para Deus o Zeus. Es opinio com-
munis entre los filólogos y arqueólogos de hoy: los indoeuropeos, antes de sepa­
rarse en grupos distintos, reconocían una divinidad suprema, portadora de un nom­
bre: Dyeus [«cielo luminoso»]. De él se derivan el nombre latino luppitcr (mas
ostensible en los casos oblicuos: lovis, &c.) y los comunes dies (día) y deus (dios);
el griego Zeus (más claro en los casos oblicuos, Dios, Dii, Dia)\ las palabras sáns­
critas dyaus (cielo) y devah (dios); la pérsica avéstica daeva (demonio), &c.
E l animal divino es un ensayo orientado a fundamentar una filosofía de la
religión tomando como perspectiva el cuarto género de religación, la religación
angular. Sin duda — y por abrumadora que sea la masa de fenómenos positivos
que pueden reinterpretarse desde esta perspectiva— es evidente que pueden tam­
bién aducirse otros muchos fenómenos que, al menos en la superficie, parecen
acogerse mejor a alguno de los otros géneros de religación positiva (nos referi­
mos, sobre todo, a los que fundamentan las filosofías humanísticas de la religión).
Desde luego, descartamos, por razones gnoseológicas, la perspectiva de la reli­
gación metafísica, aunque sin embargo ella puede ser presentada (en la medida
en que mantenga su contenido intencionalmente personal) como un desarrollo lí­
mite de la propia religación positiva angular. (De la idea de religación positiva
El animal divino 357

angular podemos pasar, en efecto, a la idea de la religación metafísica como un


]fmite; pero el paso inverso es imposible.)
En cualquier caso una filosofía de la religión no puede descansar únicamente
^n una masa fenoménico empírica emic por abrumadora que ella sea; tiene que en­
centarse con las otras alternativas (aunque su apoyo empírico sea más endeble, caso
()el panbabilonismo), reinterpretando sus «materiales de apoyo» y tiene además que
jXider componer la propia idea de religación asumida como núcleo de las religiones
positivas con otras partes del «sistema» completo de referencia. Las «pruebas» de
^ina filosofía de la religión son, si cupiera decirlo así, «sinfónicas» — no son pun­
tuales, independientes, acumulativas, desarrollo de una única melodía— . Y la gran
ventaja gnoseológica y metodológica de la concepción angular de la religión reside
¿n su capacidad para ofrecer una perspectiva que esté por encima de cualquier forma
(Je relativismo emic de la ciencia de la religión: es la perspectiva etológica.
Escolio 6
Religión y espiritismo

En El animal divino (parte 11, capítulo 4) hemos optado, acogiéndonos a razones


que estimamos de gran peso, por la eliminación normativa de lo numinoso del campo
de las relaciones circulares inter-humanas. Pero esta eliminación no implica la nece­
sidad de una eliminación «simétrica», es decir, la necesidad de eliminar del campo de
las relaciones angulares-numinosas la presencia (por superposición) de relaciones cir­
culares, ya sean efectivas ya sean meramente intencionales («imaginarias»). Estas re­
laciones se representan mal por la intersección de círculos de Euler, dado que la clase
intersección no contiene el orden de diátesis que pueda mediar entre las clases inter-
sectadas; pues la intersección de referencia resulta de una superposición de la «clase
numinosa» sobre un sector de la «clase circular», dicho metafóricamente, de un «con­
tagio». Es obvio que las relaciones circulares (inter-humanas), sobre todo las imagi­
narias (a saber: aquellas que los hombres creen mantener con los espíritus de otros
hombres — númenes tipo r|— que merodean por sus contornos, especialmente con
los espíritus de los muertos, manes y penates), han de entretejerse, según modos inex­
tricables, con las relaciones angulares (con frecuencia, las almas de los congéneres
muertos se transforman por metempsícosis en animales); las almas que salen del cuerpo
durante el sueño lo hacen con frecuencia tomando forma de animales, por ejemplo ra­
tones o serpientes, como ocurre con las filgias de la mitología nórdica. Más aún: todo
el mundo de los espíritus puros (en la fase en la que los espíritus se han segregado de
la corporeidad aunque conserven todavía su presencia virtual en un lugar, como los
ángeles o inteligencias separadas de las religiones superiores «postaxiales» — para uti­
lizar una expresión frecuente entre los clérigos, inspirada en la teoría del tiempo eje
de Jaspers— capaces de mover a los astros) puede considerarse como una evolución,
por estilización, de un animismo primitivo (en el sentido de Spencer o Tylor); pero, a
su vez, este animismo primitivo (es decir, no el animismo derivado que atribuye «al­
mas» a los objetos impersonales tales como lanzas o martillos) puede considerarse
como sustancialmente idéntico a lo que hoy llamamos espiritismo o, al menos, puede
360 Gustavo Bueno

ser visto desde él. En cualquier caso, las ánimas separadas de los hombres, sea por­
que se han separado supuestamente de los cuerpos después de la muerte, sea porque
se han separado de él en vida, en el sueño por ejemplo (y cuando han querido retor­
nar a su cuerpo acaso éste desapareció, como le ocurrió al cuerpo del profeta Hermó-
temes, que fue puesto en la pira funeraria por su mujer creyéndolo muerto cuando su
alma estaba de excursión), hay que situarlas en las mismas lindes del eje circular, y ni
siquiera puede descartarse que tales espíritus contengan también algún «gen» zoo-
mórfico: al menos, los ángeles cristianos se representan — y sólo algunos saben que
una cosa es el símbolo y otra el concepto— con grandes alas (en la catedral de To­
ledo, entre otras, se enseñaba hace algunas décadas un alón del arcángel San Miguel).
Más aún: la misma «alma del mundo» que parece ser el contenido central de ese
Dios de la «fe religiosa superior» que los fenomenólogos describen de vez en cuando
— «creo en Dios» significa, al parecer, para muchos hombres de hoy: «creo que el
Universo no está vacío, ni se reduce sólo a la materia visible, sino que, en su fondo o
en su periferia, un Dios invisible vigila, una deidad que permite afirmar que no esta­
mos solos ante un Universo mudo, sino acompañados por una entidad lejana, sin duda,
pero personal» (un ser al que no puedo ver más que, a lo sumo, después de mi muerte
o, para decirlo con el pintoresco lenguaje de los teólogos analíticos, al que sólo puedo
«verificarlo escatológicamente»; un concepto que recuerda, por su formato tramposo,
el de la «ciencia subalternada a los beatos»)— , aunque pueda interpretarse como una
transformación estilizada de un «espíritu antrópico» (un padre o un Gran Hermano
que me acompaña) sin embargo tampoco puede negarse a priori que no contenga de­
terminaciones importantes procedentes de ciertos animales numinosos.
Por otra parte, el fenómeno del chamanismo podría entenderse también mejor
como espiritismo (o como manismo) que como animismo, si es que el chamán — al
menos el más genuino, el tungús— es sobre todo el mediador con los espíritus de los
antepasados. (El chamanismo no sería, según esto, un fenómeno religioso, sino un fe­
nómeno espiritista-mágico.) En cualquier caso, nos parece completamente gratuita la
construcción de E.B. Tylor al poner el origen de la religión en los fenómenos psico­
lógicos ligados a las imágenes de las almas separadas (lo que equivale a negar a las
religiones todo fundamento de verdad objetiva, puesto que las almas separadas no
existen). La religión quedaría reducida, en su origen, a una «alucinación», a un «en­
sueño», más o menos refinado. Además, el animismo, incluso como fenómeno, no
tiene por qué considerarse como primitivo, si tenemos en cuenta que el alma, el ego
o el yo, salvo anacronismo, no puede considerarse como un concepto propio de la hu­
manidad primitiva, como algo capaz de ser proyectado en los objetos inanimados o
en los sujetos animales, puesto que el yo está vinculado al pronombre de primera per­
sona, requiere un lenguaje desarrollado (a saber, tal que puedan el yo y el alter ego
aparecer como sustituibles, en lugar de ser ambos partes de un todo); los canacos, en
la época en que los describió Leenhard, no tenían concepto del yo, al que sin embargo
se pone en correspondencia con su do kamo: mal podían proyectar lo que no tenían,
y más bien serían los sujetos animales, como unidades operativas, las que les servi­
rían de modelos para la representación propia de la subjetividad humana, originaria­
mente inmersa en representaciones comunales o cósmicas.
El animal divino■361

Pero aun cuando, en muchos casos, los contenidos zoomórficos y los antró-
picos se confundan en el seno de estas entidades incorpóreas (incorpóreas en el
sentido fisicalista, aunque se les dote de un «cuerpo astral» o etéreo) también hay
que reconocer que en otros muchos casos, los espíritus antrópicos (por ejemplo,
los santos del cristianismo) se mantienen bien diferenciados de los animales. Y
esto corrobora la decisión dc llamar espiritismo (apelando a un término ya acu­
bado y bien consolidado) a todo el conjunto de conductas humanas que están orien­
tadas intencionalmente en función de esos «espíritus antrópicos» (como proto­
tipo, podría tomarse la ceremonia de la «malfama», practicada en ciertas regiones
de Madagascar o Balí, a los cinco años del fallecimiento de un familiar). El con­
cepto de espiritismo alcanza así una gran extensión: el espiritismo de Elena P.
plavatsky es sólo el espiritismo por antonomasia; pero también podríamos con­
siderar como forma de espiritismo al manismo descrito por Spencer y aun a gran
parte del animismo, en el sentido de Tylor (en lugar de interpretar el espiritismo
de nuestros días como una última transformación del manismo o del animismo,
incluso como un animismo degenerado, lo que estamos haciendo es considerar al
manismo o al animismo como un espiritismo primitivo, balbuciente o, más poé­
ticamente, auroral). El animismo podría considerarse entonces como la forma ru­
ral del espiritismo y, si se prefiere, el espiritismo sería la forma urbana del ani­
mismo. En cualquier caso no confundiremos el animismo como creencia (primitiva,
rural o urbana), es decir, como un hecho psicosocial y, en principio, no religioso,
y el animismo como una teoría de la religión; el carácter religioso de la teoría ani-
mista se funda en las supuestas consecuencias del animismo (en la transforma­
ción de las ánimas en demonios y en dioses) más que en el carácter intrínseca­
mente religioso de las ánimas.
Ahora bien, si mantenemos nuestras coordenadas tendremos que establecer,
con carácter de principio, la tesis de que el espiritismo, en la medida en que pueda
identificarse estrictamente como ligado a una conducta delimitable, no es religión.
Esta tesis fue defendida, por cierto, aunque desde otras premisas, por la Iglesia
romana; aunque también es cierto que la Iglesia se mantuvo muy vacilante al res­
pecto, puesto que algunas veces se inclinó hacia la interpretación del espiritismo
por antonomasia como un disfraz del satanismo, que ya es, intencionalmente, an­
gular. Ni siquiera el culto a los espíritus (antrópicos), trasunto de los hombres
reales, podría considerarse religioso, puesto que estos espíritus, por sí mismos, no
serían numinosos (ya fueran enemigos, ya fueran amigos) sino simplemente hu-
manos-ultrafísicos (la teología cristiana habría tratado esta cuestión a propósito
de si a los santos se les debe el culto de dulía o de latría; el culto católico a los
santos se justifica por la proximidad que éstos tienen con el numen divino: su ca­
rácter religioso les viene por contagio).
El espiritismo intersectará constantemente con la religión, e incluso llegará a
constituir gran parte del contenido intercalar de las religiones secundarias (a me­
dida que estas vayan desplazando de su ámbito a los númenes zoomórficos genui-
nos). Además, la misma figura de las ánimas, troqueladas sobre el molde de los su­
jetos humanos, encontrará una obligada contrapartida en la remodelación de los
362 Gustavo Bueno

animales como sujetos numinosos. Resultará muy difícil, si no imposible, en la ma­


yor parte de los casos, disociar con claridad el componente espiritista y el compo­
nente religioso de unos cultos dados (sobre todo en las épocas o culturas en las cua­
les las corrientes espiritistas discurren con gran caudal y violencia). Sin embargo,
la diferenciación «de principio» se mantiene, al menos en la medida en la que re­
conozcamos la diferencia entre la naturaleza real y efectiva (de religación positiva)
de las relaciones angulares primarias y la naturaleza imaginaria e intencional de
las relaciones espiritistas (que no son relaciones de religación efectiva sino inten­
cional, y a lo sumo tienen un contenido de religación social). Mientras que los ani­
males son seres reales, los espíritus de los antepasados no existen. Y la numinosi-
dad emic «circular» de muchos espíritus humanos (vivos o difuntos) puede siempre
considerarse como luz reflejada de la «numinosidad» angular; y es lógica que esa
numinosidad «espiritista» se ejercite en confluencia con numinosidades «angula­
res». Pero el espiritismo, por sí mismo, no tendría por qué considerarse como una
religión: las invocaciones del médium al espíritu del amigo o del pariente se pare­
cen más a los mensajes telepáticos al lejano país en el que me han dicho que viven
mis bisabuelos que a la plegaria o a la oración; de la misma manera que el clarivi­
dente capaz de ver objetos lejanos con montañas interpuestas más que como hom­
bre religioso puede interpretarse como prefiguración mítica de la figura del televi­
dente, que la televisión ha hecho cotidiana en nuestros días.
No deben confundirse las concepciones circularistas de la religión, en general,
con el material que estamos presentando como «concepción espiritista»: aunque el
espiritismo pueda verse como una forma específica de circularismo, en filosofía de
la religión, sin embargo, no toda concepción circularista tiene por qué tomar la forma
espiritista. El «humanismo transcendental», en particular, del que hablamos en El
animal divino, no es, en modo alguno, un espiritismo, puesto que el hombre por el
autoglorificado no es propiamente un «espíritu», en el sentido del espiritismo. Tam­
poco el evemerismo se confunde con un espiritismo, puesto que la apoteosis no se
funda en la vida de ultratumba de los grandes hombres, sino en su vida terrenal.
Por otra parte, la importancia histórica y social del espiritismo podrá ser tan
grande, en determinadas circunstancias, como la de la religión; pero esto no anula
la diferencia filosófica entre religión y espiritismo. Porque mientras a la religión
cabe reconocerle un fundamento de verdad objetivo (las religiones primarias) al
espiritismo no. Por consiguiente, mientras que la persistencia del espiritismo ha­
brá que explicarla a partir de causas o razones similares a las que explican la exis­
tencia de instituciones tales como las de la magia, o el horóscopo — es decir, acu­
diendo a causas sociales o psicológicas— en cambio, la persistencia de la religión
puede explicarse a partir de causas reales. Las teorías animistas sobre el origen de
la religión, al modo de Tylor, son, en todo caso, teorías psicológicas y no teorías
filosóficas, puesto que ellas pretenden explicar la religión a partir de fenómenos
alucinatorios del tipo dél «brazo fantasma».
Por último tampoco habrá que olvidar que la influencia de la religión pri­
maria en el espiritismo originario y en su desarrollo ulterior es comparativamente
más profunda que la influencia del espiritismo en la religión primaria o secunda­
El animal divino 363

ria: los dioses secundarios ni siquiera son claramente antropomórficos, pues no


siempre derivan, por línea recta, en general, de genes espiritistas, sino zoomórfi-
cos, puesto que (y nos referimos a los dioses antropomorfos, ya que de la gran
masa de los dioses secundarios zoomórfos no hay caso) el canal a través del cual
muchas figuras humanas se divinizan no es el canal espiritista, sino el canal zoo-
mórfico, al menos en los casos en los cuales los hombres adquieren estatuto nu-
tninoso en cuanto dominadores de los animales (no en cuanto espíritus flotantes
en un espacio astral o sublunar). Por ejemplo, se concederá que la «teología de
los germanos» — la teología de Odin, Tlior, Loki, &c.— es claramente una teo­
logía antropomorfa secundaria y, además, relativamente tardía (en la forma en que
nos ha llegado), obra de poetas-teólogos que ya han conocido a los romanos (¿cómo,
si no, esos Ases renacidos pueden habitar «villas» gigantescas o asaltar castillos?);
de hecho, las fuentes principales (aparte Tácito y Procopio) son las del siglo xm
(Snorri, Saxo Gramático). Pero difícilmente podría demostrarse la tesis espiritista
— ni la evemerista— referida a la genealogía puramente humana (circular) de los
dioses antropomorfos de los germanos. En cuanto se excava un poco en su mor­
fología antrópica aparecen huellas y aun formas zoomórficas del estrato prima­
rio: la vaca Audunila, nodriza de Hymir; sobre todo, el gigantesco serpentón Mid-
gard que, viviendo en el océano primordial, rodeaba la Tierra y al que ni siquiera
Thor pudo matar a golpes de maza: la serpiente Midgard se escapó y el golpe lo
recibió el gigante Hymir. Y el mimo Odín, dios supremo antropomorfo, tiene,
como atributos suyos más característicos, no ya dos «facultades espirituales» (es­
piritistas) — el entendimiento y la voluntad— sino dos cuervos, Hugin y Munin,
que posan sobre sus hombros cuando presiden la asamblea en el Walhalla. Asi­
mismo los dos lobos, que le acompañan siempre, son su fuerza.
Escolio 7
Sobre las ideas de existencia,
posibilidad y necesidad

1. En sus referencias al argumento ontológico anselmiano, El animal divino


sostiene que la conexión que este argumento establece entre estas tres ideas (si Dios
es posible su existencia es necesaria; o bien, por necesidad debemos concluir de
la posibilidad de Dios su existencia) aun en el supuesto de que tuviera algún rigor
lógico 287 carecería de significado para la filosofía de la religión, si es que la reli­
gión es religación a númenes finitos (cuya existencia es contingente y no necesa­
ria). Dicho de otro modo: que la llamada teología filosófica, en tanto es «teología
del Dios terciario» (es decir, del Dios del monoteísmo, del Dios infinito, necesa­
rio, del Dios anselmiano, en suma) no tiene, en sentido positivo, nada que ver con
la filosofía de la religión, si bien podemos recuperar la conexión en un sentido ne­
gativo, es decir, en la medida en que se interprete esa teología filosófica como el
conjunto de investigaciones orientadas a demostrar que el Dios anselmiano no es
posible en el campo de la filosofía de la religión. Las diversas versiones del argu­
mento ontológico presuponen sin embargo la condición de Leibniz, a saber, el pro­
bar que la idea de Dios es posible; y, sobre ese supuesto (o bien, otros equivalen­
tes, como el que Norman Malcolm atribuye al propio San Anselmo, como «segundo
argumento ontológico», el que estaría expuesto en el capítulo tercero del Proslo-
gium, a saber, que la posibilidad lógica de la no existencia es una imperfección)
concluyen que la existencia necesaria es una perfección y que Dios existe.
E l animal divino sugería que los argumentos ontológicos no son argumentos
«beligerantes» cuando se les considera, no ya en el plano de la teología natural

(287) Podríamos transcribir estas conexiones en fórmulas modales de diversas maneras. Según la in­
terpretación de R. Kane, «The Modal Ontological Argument», Miiut (1984), cabría escribir: □ (d —> Dd)
y O d ; luego [D(d —» ü d )] -* (O d —> OCM), de donde (aplicando un principio algo más débil que el pro­
pio de S v Oüp — >Op> es decir, el principio O O p —» p) obtendríamos: d.
366 Gustavo Bueno

(de la ontología) sino en el plano de la filosofía de la religión, y ello debido a que


la «imposibilidad de Dios» como numen que presuponemos, deja al argumento
ontológico anselmiano fuera del horizonte de la filosofía de la religión288.
Por eso, aun cuando el argumento onto-teológico tenga poco que ver directa­
mente con la filosofía de la religión, en cambio, la filosofía de la religión sí tiene
mucho que ver con el argumento ontológico, convenientemente tratado, a saber,
como argumento que se apoya en la implicación entre la esencia de un numen fi­
nito y su existencia, y en la transformación de los términos de esta implicación de
forma que el numen finito, al desarrollarse como esencia infinita, se desvanece como
numen (de suerte que la religión nos llevaría a los límites del ateísmo terciario).
También la filosofía de la religión que defendemos reconoce un «argumento onto­
lógico» positivo según el cual la esencia de los dioses (o númenes) implica su exis­
tencia.; sólo que, a diferencia del argumento ontológico metafísico, la implicación
no se funda en la infinitud de Dios, sino en la personalidad finita de los númenes,
y se limita a afirmar que un numen personal que no exista no puede ser personal
(puesto que la personalidad distinta de la mía, como es la del numen, exige su rea­
lidad, el no ser yo mismo reflejado en un espejo, sino otro que se enfrenta a mí).
Ahora bien: en este proceso de transformación juegan un papel decisivo las
Ideas de Existencia, Posibilidad y Necesidad. Pero el desarrollo de estas Ideas ha
tenido lugar, no por vía «ontológica» autónoma, sino a través, en gran medida, de
la especulación teológica y religiosa. ¿Que «porción» de esas ideas ontológico-te-
ológicas — Existencia, Posibilidad, Necesidad— cabe atribuir a los númenes posi­
tivos finitos? ¿Existen? ¿Existen necesariamente (como el Dios de los teólogos) o
sólo contingentemente? ¿Son posibles? Muchos teólogos «ontologistas» defienden
la tesis de que ser o existir implican la necesidad y que el mero hecho de hablar de
existencia — sobre todo, de la existencia de los númenes— compromete ya la cues­
tión del «existir por esencia». Desde las coordenadas de El animal divino la exis­
tencia y la posibilidad (no ya del numen, en general, lo que sería redundante, sino
la posibilidad de númenes positivos nuevos) son características de los númenes fi­
nitos, pero no del ¡psiim intelligere subsistáis. Pero así como hay que decir que este
es imposible, así también hay que reconocer que los númenes positivos no son ne­
cesarios. Por tanto, la «circulación dialéctica» entre teología terciaria y filosofía de
la religión de los númenes positivos se mantiene a través de las Ideas de existencia
(o no existencia), de posibilidad (o imposibilidad) y de necesidad (o contingencia).
Ninguna filosofía de la religión positiva podría volverse de espaldas, por tanto, a los
problemas implicados por estas tres ideas, desde el momento en que el ontologismo
(que consideramos asociado a la religiosidad terciaria) defiende la tesis de la nece­
sidad de la existencia (como existencia divina) y por tanto, de la génesis divina de

(288) Un numen infinito (un ens a .ti') no podría ser num en personal, con relaciones dialógicas
con los hombres, ni con relación a su propia realidad (Dios no es religioso); esto, al margen de la cues­
tión de la «posibilidad de pensar» siquiera en ese num en personal infinito sin «oscurecerlo» com o tal
numen (algunos ven en el jainism o la conclusión-lím ite del tem or a representarse a D ios en «especies
finitas»: el m ism o m ecanism o que m anda a los judíos no pronunciar su nom bre sin m ancharlo habría
llevado a los jainistas a no pensar en Dios para no destruirlo).
El animal divino 367

la idea misma de existencia en general y de la existencia de los númenes finitos en


particular, el mero hecho de atribuir la existencia no necesaria a los númenes fini­
tos, nos pone enfrente del ontologismo y, por tanto, nos obliga a precisar nuestras
propias ideas sobre la conexión entre la existencia, la posibilidad y la necesidad en
la medida en que entre ellas se intercalan los númenes divinos.

2. En la tradición filosófica, las Ideas de Existencia, Posibilidad y Necesidad for­


man parte de un «repertorio ontológico» que fue constituyéndose y enriqueciéndose a
partir de la metafísica eleática. La ontoteología escolástica canalizó las más diversas
corrientes, muy singularmente la aristotélica y su concepción de Dios como Acto Puro
y entendimiento de sí mismo (noesis noescos). Una dualidad de gran significado para
la filosofía de la religión, puesto que, para decirlo brevemente, la idea de «acto puro»
ha de considerarse como límite del análisis regresivo del movimiento físico (como paso
de la potencia al acto) mientras que el «entendimiento de sí mismo» puede verse como
el límite del modo de entender los objetos dados por las sensaciones. Y mientras la idea
de «acto puro», por sí misma, nos lleva a la idea de una realidad impersonal, el «en­
tender de sí mismo» mantiene, de algún modo, la referencia a una conciencia subjetiva
o personal con la que cabría mantener, en principio, alguna relación dialógica (si no
fuera porque su reflexividad eterna, es decir, la circularidad de su absoluta clausura,
cortase toda posibilidad de diálogo con los sujetos finitos y, por tanto, la posibilidad de
considerar a esa conciencia absoluta como un numen: el numen infinito es el no nu­
men, no es numinoso, como la distancia cero es la no distancia, no es distancia). Acto
puro y entender absoluto son dos nombres teológicos de Dios cuya soldadura intentó
justificarse por la teoría ad hoc del entender como acto. Pero los escolásticos mantu­
vieron siempre, con posiciones enfrentadas en tomo a la naturaleza (o constitutivo for­
mal) de la esencia divina, el testimonio de la artificiosidad de la soldadura: la tesis se­
gún la cual la esencia divina ha de ponerse del lado del Acto puro (Dios es ser absoluto,
esse a se, o aseidad) fue mantenida por hombres tan ilustres — por ejemplo, Bañez o
Ledesma— como la tesis según la cual la esencia divina ha de ponerse del lado del En­
tender absoluto, defendida por Zumel, Suárez o Juan de Santo Tomas. Ambas tesis,
desde luego, venían a parar en lo mismo, en el Dios personal; pero, sin embargo, la te­
sis de la aseidad (Dios como ipsum esse) podría verse como la más genuina versión es­
colástica del «Dios de los filósofos», mientras que la tesis del ipsum intelligere corres­
pondería a la versión escolástica del deseo de mantenerse más cerca del Dios de Abraham,
del «Dios de las religiones». Y es en esc mismo entender puro, sin mezcla alguna de
potencia, en donde las ideas de necesidad, posibilidad y existencia se nos muestran en
su intrincación y despliegue más metafísico. Tomemos como mera referencia—no dis­
ponemos de espacio para más— el tratamiento que Juan de Santo Tomás dio a esta
cuestión en su Cursus Theologicus289: Dios, en tanto es el mismo entender puro, tiene
también el grado sumo de la vida («quia illud, cuius sua natura est ipsum eius intelli-

(289) Juan de Santo Tom ás, Cursas Theologicus, Prim ae I’artis, Quaestio xtv «De scientia Dei»,
D isputatio xvi «De intelligere divino secundum se», Articulus II «Utrum actualis intellectio sil fór­
m ale constitutivum naturae D ivinac?» (págs. 371-380 de la edición de Lyon 1663).
368 Gustavo Bueno

gere, & cui id quod naturaliter habet non determinatur ab alio, hic est quod obtinet sum­
mum gradum vitae», pág. 373); y por supuesto tiene como objetos primarios de su acto
de entender (que no admite siquiera la distinción del acto primero y el acto segundo) a
su propia esencia divina, que es el mismo ser necesario en acto, es decir, el esse o exis­
tencia necesaria; por lo que su ciencia de simple inteligencia es ciencia de lo necesa­
rio. Sin perjuicio de lo cual, la ontoteología cristiana admitirá también la posibilidad de
una ciencia dc visión que recae sobre «objetos secundarios» cuya existencia no es ne­
cesaria, sino contingente. Entre la necesidad y la existencia (contingente) se situará la
posibilidad pura de aquellos sucesos (los futuribles) que no van a ser pero que podrían
haber sido; aquellos a los que Molina asignó su célebre ciencia media y Leibniz los
mundos posibles (pero no efectivos)290. ¿Cómo no reconocer la correspondencia entre
los términos de la célebre distinción leibniciana — verdades de razón y verdades de he­
cho—■y los términos de la distinción escolástica, a saber, la ciencia de simple inteli­
gencia y la ciencia de visión? Las verdades de razón son verdades necesarias que no es
posible alterar (en concreto, son las verdades matemáticas); las verdades de hecho son
las verdades positivas (que dimanan de la voluntad divina y que Dios podría alterar;
son las verdades físicas, históricas o antropológicas). Pero lo que aquí nos interesa es
esto: si las verdades intermedias, las que versan sobre lo meramente posible (y que
Leibniz habría concretado en la figura de los mundos posibles, pero jamás realizados),
no habría que ponerlas en correspondencia con la ciencia media de Molina. En cual­
quier caso, las tres ideas claves de la ontoteología pasarán a constituir, a través del hilo
conductor de la lógica, las tres categorías que Kant asignó a los juicios, según la mo­
dalidad: existencia, necesidad y posibilidad.

3. Pero no sólo la Ontología escolástica o la lógica transcendental kantiana,


sino también la lógica formal, «libre de metafísica», hubo de emprender, bastante
más tarde (Frege y Russell, Lewis), la tarea de construir una «lógica sin ontolo­
gía» de la existencia, de la necesidad y de la posibilidad (que figurarán, por tanto,
como modos de proposiciones o funciones proposicionales, antes que como mo­
dos del ser), dando lugar a lo que se conoce hoy como «lógica modal». Esta de­
nominación tiene, sin duda, resonancias kantianas (por lo de «modal»), pero lo
que es todavía más significativo, tiene también resonancias escolásticas (por la
apelación a «los mundos posibles» leibnicianos que la lógica modal suele hacer
al tratar de la posibilidad, de la existencia y de la necesidad). En efecto, la nece­
sidad de un proposición A (en símbolos: DA) suele definirse a partir del supuesto
de su «validez para todos los mundos posibles», mientras que la posibilidad de A
(en símbolos: O A ) se define por su «validez para, al menos, un mundo posible».
Por ejemplo, si A es el nombre de la fórmula:

[□(p 3 q) a ~ O q => ~O p]

(290) Hem os tratado esta cuestión en nuestro artículo «Sobre el alcance de una ‘ciencia m ed ia’
(ciencia B1) entre las ciencias hum anas estrictas (a 2 ) y los saberes prácticos positivos (B2)», en E l B a ­
silisco, n" 2, 2- época, 1989, págs. 57-72.
El animal divino 369

giremos que, supuesta la necesidad de (p id q) y la imposibilidad de q, habría que


¿oncluir necesariamente ~C>p; es decir, cabría afirmar que A es válida «para to­
llos los mundos posibles»:

□ [□(p 3 q) a ~Oq=> ~Op]

En cuanto a la existencia: Frege (pretendiendo conjurar la apelación a los


¿objetos» de Meinong) la refirió, no ya a las cosas (Kant había dicho que la exis­
tencia no es un predicado real) sino a las funciones proposicionales; la existencia,
m Lógica, se expresa por el «cuantificador existencial» 3x0(x) [o bien V x 0 (x )]
que, a su vez, nos remitiría a un mundo real (no necesario, pero tampoco mera-
jnente posible) no vacío (son al menos una «instancia» o valor de x capaz de sa­
tisfacer la función proposicional). Por lo demás, la existencia no permanecía fuera
del sistema lógico al que pertenece la necesidad y la posibilidad porque, por me­
dio de la negación, podríamos definir la imposibilidad [~O0(x)] por la necesidad
de la no-existencia [□~3x0(x)].
Es obvio que, independientemente de que las reglas de los cálculos lógicos
modales puedan aplicarse algorítmicamente, las definiciones de los modos lógi­
cos por apelación a los mundos posibles y reales, son definiciones extra lógicas,
que empañan la pureza de las definiciones «formales». Definir la existencia (o
sustituir el predicado «existe» en «a es existente») por 3x(x=a) por referencia a
un mundo empírico (o a la descripción de un objeto a) es tan extra lógico como
definir a D0(x) por referencia a «todos los mundos posibles». Y estas definicio­
nes — que podrían considerarse inocuas en el momento del uso formal de los sím­
bolos— manifiestan su influencia cuando se echa mano de la Lógica formal para
analizar el argumento ontológico; pues es obvio que definir la «necesidad de la
existencia de Dios» apelando a un «Dios verificable en todos los mundos posi­
bles», o no significa nada, o contiene demasiada metafísica. J. Hintikka291 des­
virtúa el sentido de la existencia teológica, en el argumento anselmiano, al des­
vincular la existencia de Dios de la esencia divina, refiriendo al ser «existencialmente
más perfecto» definido — por exigencias de la simbología de cálculo con varias
variables— en función de otros entes, puesto que nada puede existir sin que él
exista: Pr(x) <-> [V z(z = z) —> V z (z = x)]; lo mismo ocurre cuando se define la uni­
cidad divina por medio de L2: 3x[Dx a (y)(Dy —> x = y)], que sólo puede condu­
cir a una unicidad facticia y no esencial.
Por otra parte, no es suficiente prescindir, sin más, de estos «mundos posi­
bles». Pues el concepto de mundos posibles lleva además implícita una concep­
ción de la Lógica formal (procedente de Leibniz, pero renovada por Scholz, Ha-
senjager, &c.) según la cual sus fórmulas expresan las «leyes previas a la creación
de cualquier mundo real». (Paradójicamente Leibniz, que introdujo la idea de ne­
cesidad en función de los mundos posibles, negó que hubiese más de un mundo

(291) J. H intikka, «On the Logic o f the Ontological Argum ent», en Mrnlels fo r M odalilics, Rci-
del, D ordrecht 1969.
370 Gustavo Bueno

real, por lo que, en su metafísica, los mundos posibles son posibles puros, esen­
ciales, pero imposibles existencialmente, aun cuando pudieran interpretarse acaso
los «milagros» — tal como Leibniz los entiende, en función de las «leyes positi­
vas», como únicas leyes que realizan los posibles— como la prueba de que hay
mundos posibles, dentro del nuestro, diferentes del mundo positivo real.) Dicho
de otro modo: no se trata de retirar, sin más, la referencia a los mundos posibles,
sino, sobre todo, la concepción de la lógica formal que esa referencia implica: una
concepción que (para no alargarnos) podemos cifrar en la tesis que establece la
distinción entre unas leyes o estructuras formales y unos hechos positivos (que
constituyen la materia o contenido empírico de los diversos mundos a los que se
aplican, M<d,f>, mediante reglas de asignación f de variables a términos). Pero
esta tesis no es sino una versión del hilemorfismo metafísico, que pide el princi­
pio. Porque ese dualismo hilemórfico de leyes formales (lógicas, acaso también
matemáticas) y leyes materiales (positivas, empíricas) — un dualismo que se re­
fleja en la posición entre ciencias deductivas y ciencias inductivas— no se re­
suelve por la apelación a los mundos posibles, ya que las relaciones lógicas que
es preciso suponer dadas entre esos mundos posibles reproducen los mismos pro­
blemas envueltos por la distinción entre la forma y la materia. Podríamos, en efecto,
establecer cuatro alternativas distintas para formular la conexión entre los mun­
dos posibles (distintos, en el sentido de su unidad sinalógica) en función de sus
relaciones lógicas (isológicas):

(1) Mundos posibles esencialmente isomorfos, es decir, con las mismas le­
yes formales, pero con hechos o leyes positivas diferentes.

(2) Mundos posibles aparentemente isomorfos: las leyes formales serían dis­
tintas, pero los hechos serían similares. Estaríamos en el caso de morfo­
logías tan semejantes (a una cierta escala) como las de un cerebro y una
nuez, pero cuya ley de construcción fuese enteramente diferente.

(3) Mundos posibles iguales, con las mismas leyes y los mismos hechos (sólo
numéricamente diversos). Cada mundo sería una «fotocopia» de los otros.

(4) Mundos heteromorfos, con distintas leyes y distintos hechos.

La ambigüedad de esta tipología deriva de la indefinición del contenido de


esas leyes formales en función de las cuales se establecen sus relaciones. Como le­
yes formales, ¿han de considerarse también las leyes matemáticas (y, así, en nin­
guno de los mundos posibles podríamos encontrar decaedros regulares, las leyes
de Euler serían formales) o incluso las leyes generales de la Dinámica (en todos
los mundos posibles regirían las leyes de la gravitación, pero en unos mundos los
astros girarían a la izquierda y en otros a la derecha)? Esta indefinición no es acci­
dental, puesto que si suprimimos, como materiales, las matemáticas, las leyes ló­
gico formales carecerían de puntos de apoyo (sin símbolos gráficos, ordenados se­
El animal divino 371

gún relaciones espaciales de derecha a izquierda, de arriba abajo, con morfologías


geométricas dadas, homotecias, semejanzas, ¿cómo podríamos establecer ni una
;;Ola ley lógico formal'?). Y si introducimos las leyes matemáticas, ¿por qué no in­
troducir también las físicas o las biológicas? En suma, aquello que se nos replan­
tea es la relación entre esas formas lógicas y la materia, no ya de los mundos po­
sibles, sino de un mundo real cualquiera. Con todo, lo más grave es que cuando los
lógicos hablan de «los mundos plurales posibles» ni siquiera tienen en cuenta el
íjlcance sinalógico que esa pluralidad ha de tener para que alcance sentido su con­
sideración; antes bien, ponen ejemplos de mundos posibles que no son otra cosa
gino alternativas dadas en un mismo mundo (desde el punto de vista sinalógico),
como cuando hablan del «mundo macroscópico» y del «mundo microscópico», o
ciel mundo de las partículas subatómicas (o incluso, hablando de las leyes forma­
jes de la Lógica de relaciones, de un mundo europeo en el que la ley de la institu­
ción familiar fuese la monogamia y de un mundo africano en el que la ley de la ins­
titución familiar fuese la poligamia, como si el mundo europeo y el africano no
fuesen partes de un mismo y único — sinalógicamente hablando— mundo).
De otro modo: supuesto un sistema de fórmulas «lógicamente verdaderas»
5), podemos interpretarlo en un modelo K ^dj.f^ [K constará de un conjunto de
objetos o dominio d y de un conjunto de funciones de correspondencia de esos
objetos a las letras lógicas; para (x)3yP(x,y), K puede ser un conjunto de bolas
ja, b, c) y las reglas de correspondencia o asignación x —> a; y —> b;...]. El ma­
terialismo formalista puede definirse diciendo que es suficiente para un sistema
lógico formal la interpretación de L¡ en el modelo L¡. Por tanto, debemos hacer
notar que la interpretación de S, en K¡ no es una tautología o mera reiteración,
puesto que los objetos de K, en principio, no tienen por qué tener la misma es­
tructura (cuanto a su organización en clases distributivas, sustituibles) que las que
envuelven a las letras de S,.

5. Es imprescindible desconectar la «Lógica formal modal» (como cualquier


otro cálculo formal) de la metafísica de los mundos posibles o reales extra lógicos.
La existencia, la necesidad y la posibilidad se definen en función de la verdad (de
los valores de verdad), pero estos valores de verdad no pueden a su vez definirse
(en tanto sean constitutivos de la Lógica formal) en función de sucesos o aun de
estructuras que hubieran de tener lugar en los mundos posibles o reales, sin per­
juicio de su objetividad. Por ejemplo, en función de la interpretación objetual
— como la llama Quine— del cuantificador existencial 3x0(x) en frases tales como
la siguiente: «Hay al menos un objeto x tal que ...» 292 Sería absurdo fundar pro­
posiciones lógicas tales como [3y, 3xPx 3 Py] de un cálculo lógico L0, o bien
f(x)DP(x)= D(x)P(x)] de un cálculo L4 en contrapartidas empíricas o en disposi­
ciones objetivas de algunos o todos los mundos posibles. Pero tampoco sería sufi­
ciente volvemos al sujeto (pragmático) como hace, por ejemplo, Hintikka, al defi­
nir los cuantificadores existenciales en el contexto de unos «juegos de lenguaje»

(292) W.V.O. Quine, «Quantification and the empty domain», en Journal ofSymboUc Logic, 19,1954.
372 G ustavo Bueno

refacionados (operatoriamente) con los significados de «encontrar» («la palabra


árabe que significa existir proviene, según Averroes, de una raíz que significa en­
contrar o buscar»). Que las modalidades lógicas de la existencia, posibilidad y ne­
cesidad presupongan las operaciones del sujeto no constituye ninguna justificación
(salvo acogerse al esse estpercipi de Berkeley o a la vivacity de Hume), para man­
tenernos en el horizonte operativo en el momento de definir esas modalidades (si
es que precisamente la existencia, posibilidad y necesidad, alcanzan su objetividad
al segregarse de las operaciones que conducen a ellos). Nos queda, según esto,
como única alternativa, el volvemos, con el espíritu del formalismo hilbertiano, a
los propios símbolos gráficos. Pero el formalismo puede llevarse al límite recono­
ciendo en los símbolos gráficos y en sus leyes algo más que nexos «convenciona­
les arbitrarios», es decir, reconociendo unas leyes ontológicas, la ontología de la
propia morfología corpórea de los símbolos, que encaman las leyes formales («ma­
terialismo formalista»). Esta perspectiva nos permite plantear la cuestión de las
modalidades lógicas de forma tal que ya no tengamos que considerar como un gran
avance, sino como un simple retroceso (aunque pueda haber tenido el papel de un
«repliegue estratégico») la «distinción radical» entre las modalidades (existencia,
posibilidad y necesidad) lógicas y las modalidades ontológicas — por ejemplo «la
necesidad es propia de las proposiciones, no de los entes» (Findlay) o bien «la exis­
tencia se refiere a las funciones proposicionales, no a los objetos reales» (Frege,
Russell), &v.— puesto que precisamente (desde el materialismo formalista) las
modalidades lógicas son ya, por sí mismas, las propias de una ontología (un sím­
bolo variable x reproduce, en su campo de variabilidad, la clase (x) o universal
extensional que pretendía conjurarse con la simbología algebraica). Y esto no equi­
vale a confundir las modalidades de la Lógica formal con las modalidades de las
Matemáticas o de la Biología (no serán lo mismo la existencia o la necesidad ló­
gicas que la existencia o la necesidad, no ya «ontológica», en general, sino mate­
mática o biológica); en cambio, será necesario regresar a ideas modales, con ca­
pacidad suficiente para que, sin perjuicio de su homogeneidad, puedan unas veces
aplicarse a la lógica formal, otras veces a las matemáticas, otras a la biología o a
la física y otras veces a la filosofía de la religión.

6. Las ideas de posibilidad y de necesidad pueden tratarse de forma similar.


Nos referiremos, sobre todo, por brevedad, a la posibilidad (pero lo que de ella
digamos cabe extenderlo, mutatis m utandis al análisis dc la idea de necesidad).
La idea de posibilidad (que, desde luego, hay que referir siempre a un tér­
mino complejo — «posibilidad de A»— o lo que es lo mismo, la posibilidad es un
término sincategoremático) puede utilizarse en dos contextos, de los cuales uno
es absoluto y el otro positivo. La «posibilidad absoluta de A ’» se nos presenta en
función misma de A ’ (es decir, en un contexto 0); por tanto, aquí A ’ sólo se rela­
ciona con una hipotética situación suya preexistente (como esencia de A ’) que,
sin embargo, no la anularía del todo. La «posibilidad positiva» de A se nos pre­
senta en cambio en función no ya del mismo A (o de su esencia) sino en función
de un contexto [m, n, r_], como composibilidad.
El animal divino 373

¿Que conexión cabe establecer entre estos dos contextos? Tres alternativas
e$tán disponibles:

( 1 ) la que considera que los dos contextos (el contexto-0 y el contexto posi­
tivo) son independientes, primitivos; por tanto que hay que reconocer dos
modos irreductibles de la idea de posibilidad;

( 2 ) la que postula el contexto-0 como el originario; por consiguiente la com­


posibilidad será derivativa (presupone la posibilidad absoluta de A ’, la
posibilidad absoluta de B \ C \ &c., para después establecer com-posi-
ción entre ellas);

(3) la que postula el contexto positivo como el originario de suerte que haya
que considerar al contexto absoluto como derivativo o límite.

Desde luego optamos por la tercera alternativa. Elegir la primera, sin perjui­
cio de sus ventajas léxicas, nos llevaría a romper la unidad de la Idea de posibili­
dad y, sobre todo, nos llevaría a acumular las dificultades que suscita la segunda
alternativa. Es esta, en efecto, la que parece más difícil de asumir, por su carác­
ter marcadamente metafísico: una posibilidad absoluta presupone una existencia
negada, retirada en su «reflexividad pura», para luego ser puesta de nuevo (dado
cjue si la posibilidad absoluta no se funda en una existencia previa es porque la
liemos construido — por ejemplo, la posibilidad del polígono de 855.000 billones
de lados— , con lo cual ya no sería absoluta). Adoptamos, en consecuencia, la ter­
cera alternativa para definir la idea primitiva de posibilidad. Posibilidad es com­
posibilidad, es decir, compatibilidad de A con otros términos o conexiones de tér­
minos tomados como referencia. La misma definición (negativa) de la idea de
posibilidad como «ausencia de contradicción» sólo en este contexto alcanza al­
gún sentido, pues una «ausencia de contradicción» pensada en absoluto, no sig­
nifica nada; ni, por tanto, significa nada la llamada «posibilidad lógica» que mu­
chos definen precisamente por la «ausencia de contradicción». Ha de sobrentenderse
«ausencia de contradicción de algo» (de A); pero este algo debe haber sido dado
como complejo (por ejemplo, un decaedro regular). Si el decaedro regular no es
posible es porque «envuelve contradicción», pero no «él mismo», que no es nada
(el sintagma gramatical no envuelve contradicción alguna) sino sus componentes
(la imposibilidad topológica no afecta al decaedro regular sino a la composibili­
dad de las caras con los vértices y aristas según la regla de Euler). De otro modo:
la ausencia de contradicción (dado que todo lo que puede ser pensado es com­
plejo) deja de ser un concepto negativo-absoluto y se nos manifiesta él mismo
como contextual. La «posibilidad absoluta» es así un desarrollo límite de la idea
de composibilidad («composibilidad de A ’ consigo mismo») que sólo tendrá un
significado diferencial si se supone que A ’ es simple (por tanto, impensable); pues
si A es complejo, al «relacionarlo consigo mismo» estamos forzosamente inser­
tándolo en contextos exteriores a él, a través de sus componentes múltiples.
374 Gustavo Bueno

La idea de posibilidad se nos muestra, por tanto, en función de las operacio­


nes por las cuales construimos el concepto de A; pero esto no se aplica a las ope­
raciones sino a los objetos por ellas construidos (en relación con otros objetos).
Es decir, la posibilidad es objetiva («posible» no es sólo concebible, com o pre­
tende K. Popper, Apéndice x ,8 de su Lógica de la Investigación) y no va referida,
por tanto, a la existencia concreta (en cambio la probabilidad va ya referida a la
existencia concreta; desde luego, la probabilidad presupone la posibilidad, pero
no recíprocamente).
El concepto lógico formal-modal de posibilidad [por ejemplo: 3x<>0(x)] se
obtiene aplicando esta misma idea de com-posibilidad, y sin necesidad de apelar
«al menos a un mundo posible». Que «exista al menos un valor de x para el cual
0(x) sea posible» significa sencillamente que la composición entre el predicado p
(la relación 0) y el valor (o argumento) de x no es contradictoria, es decir, que p
es composible con al menos uno de los valores de x (composibilidad que en ló­
gica formal vendrá definida por la coherencia de los axiomas). El propio recurso
a los mundos posibles puede reinterpretarse en términos de contextos algebraicos.
Posible no es la función proposicional o la proposición que puede tener valor 1
«en al menos un mundo posible», sino en un contexto del mundo efectivo y, por
respecto a los diversos valores que pueden tomar las variables: por ejemplo, en la
lógica booleana de enunciados, las opciones posibles para dos variables son [( 1, 1),
( 1,0), (0 , 1), (0 ,0)]; una proposición lógica, por ejemplo p d q • q d p es posible
— no decimos aquí necesaria— si vale para al menos alguno de estos valores del
contexto; si no valiera para ninguno sería imposible y si valiera para todos, sin
por ello tener que valer para todos los mundos posibles, sería necesaria, como en
el caso D[(p :d q) r> (~|q z> ]p)]. La necesidad, por tanto, no se define, desde esta
perspectiva, por referencia a la existencia (salvo que la existencia misma se so­
brentienda en el contexto de los símbolos lógicos). La necesidad absoluta se nos
da también como un límite; necesidad es originariamente necesidad positiva, con-
textual (necesidad en relación con algún «contexto determinante»).

7. También «existencia» puede considerarse como término sincategoremá-


tico; existencia es «existencia de algo» (de una esencia posible), no una existen­
cia absoluta pura. Este algo (o esencia) respecto del cual hablamos de existencia
puede ser un objeto físico («el Sol existe») o un símbolo gráfico (una función pro­
posicional en 3x0(x), donde el «existe al menos un x tal que...» significa que afir­
mamos que a algunos de los valores de x, cuyo campo de variabilidad suponemos
se da en el mundo físico o algebraico, corresponde un término existente en el
mundo físico o algebraico). La cuestión acerca de si «existencia» es o no un pre­
dicado es ambigua. Que «existencia» puede ser predicado gramatical es evidente,
en muchas lenguas («Sócrates es existente» es un sintagma tan correcto en espa­
ñol como «Sócrates es griego»). La cuestión que suscitó Kant es si «existente» es
un «predicado real». Y esto puede querer decir, o bien algo en relación con el
mismo predicado, o bien algo en relación con el sujeto. Cuanto al predicado: de­
cir que no es real es como significar que él no añade nada real al sujeto, puesto
El animal divino 375
j -----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

tiue la existencia debe estar ya presupuesta. Cuanto al sujeto: que el sujeto de exis­
tente no puede ser un sujeto real, pues este sujeto ya debe existir (la existencia es
ja «posición absoluta de la cosa») para recibir el predicado de existente (por lo
¿lúe este sería sólo gramatical, no lógico, por ser redundante). Luego tendría que
¡>er un sujeto nominal o conceptual, lo que dará lugar a la paradoja de atribuir exis­
tencia a lo que es sólo un signo (aunque podría interpretarse «existencia» más que
^omo predicado del signo, como un cuantificador existencia! acoplado al signo;
£on lo que, al modo de Frege, y para evitar la metafísica del objeto de Meinong,
podríamos decir que la existencia va referida no a sujetos o términos reales sino
funciones proposicionales 0(x) cuando además postulamos que alguno de los
valores de la variable existe fuera del campo algebraico, en el mundo). Estas cues-
pones (relativas a si la existencia es o no predicado real) son cuestiones que se
plantean desde una perspectiva gramatical (de gramática natural o lógica), lo que
po excluye su importancia; sólo que no es suficiente un tratamiento gramatical de
(a cuestión. La misma tesis kantiana (la existencia no es un predicado real) puede
considerarse ella misma como gramatical aunque sea por modo negativo. Es cierto
flue Kant añade: «la existencia es la posición absoluta de la cosa»; pero aquí, sin
iluda, «absoluta» tiene, valga la paradoja, un alcance relativo, y relativo precisa­
mente a la gramática de los predicados. Lo que Kant parece querer decir es que
Ja existencia no es algo que «tenga que ver con los predicados», sino que está des­
ligada (ab-soluta) de ellos, como un modo que se nos da en la experiencia empí­
rica. Dicho de otro modo: la existencia como posición absoluta de la cosa, no es
la existencia absoluta de la cosa. ¿Qué es entonces la existencia desde un punto
de vista ontológico?
Supuesta la estructura sincategoremática del término («existencia» es «exis­
tencia de algo» — como ocurría con la posibilidad— ) podemos también distinguir
dos modos de utilizar este término (paralelos a los modos de la posibilidad y de la
necesidad): un modo absoluto (existencia absoluta de algo, considerado en sí mismo,
absuelto de todo contexto exterior a el) y un modo positivo (existencia positiva o
co-existencia). El tratamiento lógico de la idea de existencia como predicado mo-
nádico corresponde al modo absoluto; el tratamiento de esa idea como predicado
n-ádico corresponde al modo positivo (cuando Kant niega que la existencia sea un
predicado real está refiriéndose, sin duda, a un predicado monádico). Las alterna­
tivas disponibles, en el momento de establecer la conexión que pueda mediar en­
tre estas opciones son también aquí (como en el caso de la posibilidad) tres:

( 1 ) la existencia absoluta y la existencia positiva (o coexistencia) son dos


modos independientes, primitivos e irreductibles;

( 2 ) la existencia absoluta es el modo originario; la existencia positiva resulta


de la composición de dos o más existencias absolutas;

( 3 ) la existencia positiva (o co-existencia) es el modo originario; la existen­


cia absoluta es un modo límite y metafísico.
376 Gustavo Bueno

Para determinarnos, como lo hacemos, por la tercera alternativa, será sufi­


ciente impugnar la segunda (puesto que con ella queda automáticamente descar­
tada la primera). La impugnación de la segunda alternativa la fundamos en la idea
misma de «existencia absoluta». Esta idea presupone un término absoluto que
fuese posible, también con posibilidad absoluta. Pero hemos considerado absurda
esta hipótesis: un ser absoluto, simple, &c„ con existencia absoluta, no puede ser
un concepto originario o primitivo (como defiende el ontologismo), porque es im­
pensable como tal. Advertimos que con esto no estamos tratando de eliminar,
desde el principio, la validez del «argumento ontoteológico», sino sólo sus even­
tuales pretensiones de argumento originario o primitivo.
Existir (algo) según la tercera alternativa equivale a coexistir este algo con
otros términos que, a su vez, coexistirán con el de referencia (o con terceros). Co­
existir no es una relación categorial, si suponemos que no cabe un término previo
a la coexistencia capaz de recibir esa relación, puesto que esa coexistencia lo cons­
tituye (en términos escolásticos: la coexistencia es relación transcendental o se­
cundum dici). Podrá objetarse que incurrimos en círculo vicioso puesto que defi­
nimos la existencia de a por su coexistencia con b y esta por la de a. Pero no hay
tal círculo, puesto que no estamos pretendiendo definir, por vía sintética, a la ex­
periencia (construirla, lo que seria absurdo, porque la existencia nos ha de ser dada),
sino determinar o definir analíticamente las coordenadas en que se nos da: estamos
analizando, más que construyendo la idea de existencia. En este sentido, podemos
afirmar que cualquier co-existencia habrá de poder ofrecérsenos, ya sea en la pers­
pectiva de la estructura de lo (co)-existente, ya sea en la perspectiva de su génesis.
Desde la perspectiva de la estructura de la coexistencia de algo diremos que «exis­
tir a» equivale a «existir junto con otros términos» y, concretamente, con otros términos
enclasados; en particular, existir es «existir en algún lugar» y, por tanto, tener la posibi­
lidad de co-existir con otras clases o en otros lugares, por tanto, de componerse con otros,
de moverse. Más aún: la posibilidad sobre la que se apoya la existencia de a no es tam­
poco la posibilidad absoluta de a sino la composibilidad de a existente con otros exis­
tentes. «El Sol existe» significará «el Sol existe allí», y el problema es que en el allí fe­
noménico el Sol ya no existe astronómicamente (pues existió allí hace ocho minutos).
La existencia dice, por tanto, contingencia (pues «existir allí» es contingente; puede va­
riar o al menos puede variar el sujeto corpóreo observador). Por tanto, existir algo se de­
fine también por la no existencia en otros lugares o clases. Aquello que existiera en «to­
dos los lugares y tiempos» no soportaría la idea de existencia, al menos originariamente.
Desde la perspectiva de la génesis: existir es «no estar absorbido» por otros
términos del contexto (ex-sistere, concretamente extra-causas)', en el claustro ma­
terno no existe aún la persona aunque exista el embrión.
Con todo, no necesitamos afirmar, por ello, que la existencia de algo (por el
hecho de ser dada), no pueda jamas ser deducida; la existencia de algo puede ser
deducida como necesariamente exigida por la coexistencia de otros términos da­
dos como existentes (la huella del pie en la playa me obliga a deducir la existen­
cia del hombre que la produjo: lo que no es posible es deducir, del conjunto 0 de
premisas, la existencia de algo, en general).
El animal divino 377

La existencia absoluta puede introducirse como un límite de la idea de coe­


xistencia, derivado de la reflexivización de esa idea de coexistencia: existencia
absoluta de A sería la coexistencia de A con A (lo que es absurdo). Desde este
punto de vista, consideramos la existencia absoluta como un límite dialéctico (si­
milar al concepto de distancia 0), porque la coexistencia de A con A es precisa­
mente la no coexistencia («sólo con el Solo»). Sin embargo esta idea límite no es
siempre metafísica o teológica y puede aplicarse (en la forma de límite rever­
tido293) al conjunto del «mundo de las cosas existentes» diciendo que el mundo
existe (aunque no coexista con otros mundos). En cambio, la existencia absoluta
del sujeto (al modo del cogito cartesiano) ha de estimarse como metafísica: el su­
jeto pensante no es absoluto; coexiste con otros sujetos, no sólo humanos, sino
animales (Descartes, situado no ante la estufa, sino ante un oso, en la selva, no
podría haber llevado a cabo su duda metódica, la que le condujo al cogito-, la exis­
tencia cartesiana tiene como contexto una ciudad, en la que hay estufas, posadas
y tejados, en la que los osos quedan fuera). Por lo demás, el concepto de existen­
cia positiva puede aplicarse, como a un caso particular, a la existencia lógica o
matemática sin necesidad de apelar a mundos posibles o reales extralógicos o ex-
tramatemáticos, pues el propio mundo algebraico de los símbolos constituye un
contexto suficiente. Según esto, en una fórmula tal como [BxOPxx], el cuantifi-
cador existencial no necesita referirse a un «mundo de cosas» en el que haya re­
laciones reflexivas, sino que es suficiente que se refiera al propio sistema de sím­
bolos de la lógica de predicados en la que se hayan definido relaciones simétricas
y transitivas. La existencia no implica unicidad de lo existente; pero la unicidad
puede ser establecida por construcción [no meramente por un postulado del tipo
R x 0 (x)] a partir de contextos determinantes que conduzcan a un término único
existente en ese contexto (por ejemplo, la existencia matemática del punto bari-
céntrico resultante en el triángulo por la intersección de sus tres medianas).

8. Las consecuencias de esta doctrina de la modalidad sobre los argumentos


ontológicos son muy abundantes. Señalemos las que nos parecen más importan­
tes para la filosofía de la religión.
Ante todo, la existencia referida a sujetos numinosos finitos no ofrecerá di­
ficultad alguna; ni tampoco la posibilidad (composibilidad) de tales sujetos nu­
minosos («númenes composibles» serían aquellos que no son incompatibles mu­
tuamente en el mismo habitat). Existir un numen (por ejemplo «existir un dios»)
es tanto como coexistir con otros seres en algún lugar (en el mar, en el bosque o
en el Olimpo) y poder salir de ese lugar (o al menos, poder nosotros alejamos y
volver a el, encontrándonos o alejándonos de esos sujetos numinosos). Esos nú­
menes son posibles o no (según los casos). También son contingentes, no son eter­
nos; es preciso que «salgan de sus causas» (como Zeus de Cronos). Pero no sola­
mente se trata de una existencia factual, que ha de sernos dada; la existencia del
numen puede ser necesaria (deducida) supuesto un contexto determinante ade­

(293) Para la ¡dea de lím ite revertido ver Cuestiones cuodlibetales.... Cuestión 8a, §3.
378 G ustavo Bueno

cuado: el del argumento ontológico ex actibus religiosis. Argumentos que no pue­


den utilizarse tanto para demostrar la existencia de un numen concreto, sino de
algún numen. El argumento ontológico numinoso se apoya en la conexión entre
la «esencia de lo numinoso» y su «existencia». Sólo si un numen existe puede ser
numinoso, puesto que no es posible pensar en un numen in-existente, es decir, no
coexistente con otros sujetos, &c. Lo que no significa que «toda experiencia nu­
minosa» pruebe que hay un correlato efectivo.
Cuando nos referimos a los argumentos ontológicos de la teología terciaria
(los argumentos anselmianos) las cuestiones que se nos plantean son de otro or­
den muy diferente. Ante todo, ahora hablamos de un Dios único, que reclama exis­
tencia absoluta, necesidad absoluta y posición absoluta. No se trata de desestimar
a priori estos argumentos a partir de la tesis del carácter derivativo de las ideas
de existencia absoluta, de posibilidad absoluta y de necesidad absoluta; pues aun­
que admitamos que estas ideas no son primitivas, no por ello habrían de ser for­
zosamente absurdas (tampoco es primitivo el concepto de «conjunto transfinito»
y no por ello es absurdo). Lo que si será preciso subrayar es que estos argumen­
tos ontológicos no toleran tratar a la existencia, posibilidad o necesidad, en el sen­
tido adecuado a un tratamiento lógico formal, por variables. Es sencillamente dis­
paratado «formalizar» los argumentos ontológicos anselmianos porque la existencia
de Dios ha de postularse «en todo lugar y tiempo» y, por tanto, no puede ser sim­
bolizada por letras variables y letras predicados. Por consiguiente no tiene sen­
tido pensar en una prueba lógico formal de la existencia de Dios en la que pueda
representarse al menos su posibilidad o imposibilidad lógica; fórmulas tales como
t f |3 x ( x = D) —> 3xD(x = D) (interpretadas como representación de la proposi­
ción de Malcolm: «supuesto que Dios no es imposible lógicamente entonces es
necesario ontológicamente») son meros ideogramas fruto del matrimonio inces­
tuoso entre lógicos formales y metafísicos teólogos, puesto que D no puede utili­
zarse como «argumento» de una variable x (o bien, ningún sistema lógico S( ¡
puede ser interpretado en un modelo que sólo contiene D). Por tanto, «Dios», 110
es posible «lógicamente» (es decir, no es representable en el lenguaje de la lógica
formal, en cualquiera de sus sistemas).
Las formalizaciones de los argumentos ontológico metafísicos se mantienen
en el terreno de los ejercicios escolares (lo que no suprime su interés algebraico).
Entre todas las dificultades que entrañan los argumentos ontoteológicos, la
primera nos parece ser, por tanto, la que se refiere a la misma posibilidad de Dios.
Concedida la posibilidad, su necesidad y su existencia presentarían dificultades
menores; pues su existencia podría deducirse como coexistencia relativa a noso­
tros [re-ligación metafísica] y su necesidad, como necesidad positiva, a partir, no
ya del mundo (las cinco vías) sino de su propia idea posible (al modo leibniciano).
Sin embargo, desde Santo Tomás, se distingue la esencia ideal de Dios, y su esen­
cia real; otros dirán que Dios es, pero que no existe (como decían, en el pasado
siglo, E. Vacherot y I. Armesto294).

(294) Ver X.L. Barreiro, Indalecio Armesto (1837-1890), Sanliago de Compostcla 1991, págs. 154-155.
El animal divino 379

Pero la cuestión estriba en su posibilidad, no sólo hierológica sino ontoló-


gi¿'ci. Pues la posibilidad no ha de entenderse en términos absolutos. Por ello, aun-
qUe hubiéramos llegado a la posibilidad absoluta desde un contexto de composi­
bilidad, el retorno sería imposible: Dios es imposible en términos absolutos, puesto
que su posibilidad debe pedir siempre el principio (su posibilidad implica la exis­
tencia); y si fuera posible y existente, Dios no podría ser composible, puesto que
alegaría al mundo, por lo que el mundo y sus habitantes debieran ser borrados:
es la conclusión que, según hemos mantenido en otras ocasiones, conoció plena­
mente Parménides295. La posibilidad de Dios implica su existencia (carece de sen­
tido distinguir la esencia ideal y la esencia real del Dios anselmiano y, desde este
plinto de vista, por su distinción, tanto Gaunilón como Santo Tomás, desempeñan
el papel de insensatos); por ello su no existencia implica su imposibilidad. No
tjene mayor alcance el segundo argumento del Proslogium comentado por Mal-
Cc>lni. Pero ambos argumentos descansan en la posibilidad y esta es la que se im­
pugna. Para decirlo en una frase expresiva: la Idea de Dios (anselmiano) anula a
p ío s como Idea. Por consiguiente, y en virtud de la misma conexión anselmiana
(«si pongo la idea de Dios, debo poner su existencia»), recorrida contrarrecípro-
cí»nente, podré concluir que si niego la existencia, debo negar la Idea de Dios, sin
q t i e San Anselmo tenga más «derecho» a llamarme necio (o incoherente) del que
y o tengo para llamarle estúpido.

(295) G ustavo Bueno, La m etafísica presocrática, págs. 207-238.


Escolio 8
Precisiones relativas al proceso
de transformación de las
religiones primarias en secundarias

1. Es casi indudable que en las religiones secundarias hay mucho de «teología


causal», es decir, contenidos mitológicos que explican fenómenos meteorológicos, o
de cualquier otro tipo, que tengan que ver con los númenes en transformación a partir
ele operaciones atribuidas a estos númenes divinos. Y al decir que esta «teología cau­
sal» se hará presente progresivamente en la fase de las religiones secundarias, quere­
rnos significar la improbabilidad de que una teología semejante se haya formado an­
tes, en la fase de las religiones primarias. En efecto, sólo cuando nos enfrentamos con
sociedades dadas a un nivel de relativo desarrollo tecnológico (el suficiente como para
hacer comparables sus construcciones, por su complejidad y automatismo, con las
«construcciones de la Naturaleza»), resulta comprensible el desarrollo masivo de las
metáforas causales artificialistas en el campo de los fenómenos naturales: la lluvia, el
Sol o el firmamento podrán comenzar a ser vistos como resultados de las operaciones
de demiurgos invisibles que actúan a la manera de los artesanos humanos (acaso de los
de otros grupos más desarrollados tecnológicamente) o incluso de los insectos o aves
(animales) fabricantes de telas de araña, de nidos o de panales de miel.
2. Admitida la «domesticación de los animales» como una de las causas más im­
portantes que pueden dar lugar al proceso de antropomorfización de los númenes pri­
marios, habrá que admitir también la posibilidad de considerar «proporcionalidades»
entre aquellas causas y estos efectos. A grados más notables de domesticación corres­
ponderán grados más intensos de antropomorfización de los númenes. Quien logra do­
minar al león, a la serpiente o al elefante, recibirá, por transferencia, un grado de divini­
dad mayor que quien únicamente haya logrado dominar a un caracol o a un gato. La
«dignidad del hombre», como dominador de los animales, se medirá precisamente por
su superioridad respecto de aquellos a quienes ha logrado dominar. Orfeo no encanta,
con su música, por ser divino, a las fieras, sino que es divino porque logra encantarlas.
Escolio 9
Sobre el cuerpo de las religiones

Hay que tener presente que el cuerpo empírico de las religiones comprende
contenidos muy variados. En efecto, en el curso de su desarrollo, se habrán ido
agregando a las instituciones constitutivas del cuerpo estricto de las religiones
otros contenidos que, aunque sin duda, tienen fuentes no religiosas (por ejemplo,
)a «ira sagrada» — como llama Manuel Delgado al complejo «síndrome» consti­
tuido por el anticlericalismo, la iconoclastia y el antirritualismo en la España con­
temporánea296— que sólo tiene sentido, indudablemente, en función del cuerpo
de las religiones terciarias y forma parte, por tanto, de ese cuerpo, acaso no tiene
fuentes religiosas, es decir, no es una forma negativa de religiosidad, sino sim­
plemente la negación de la religiosidad terciaria), se irán entretejiendo con el
cuerpo de la religión de un modo tan enmarañado, y con funciones intercalares
ulteriores tan precisas que prácticamente convertirán en empresa artificiosa las ta­
reas de diferenciación; y esto, en muchos casos más que en otros, por ejemplo, en
las ceremonias funerarias menos que en el arte musical. La música de órgano, por
ejemplo, se entretejerá de tal modo con las ceremonias de la religiosidad luterana
o católica («música religiosa») que prácticamente en muchos momentos no se
concebirán esas ceremonias sin órgano, ni el órgano fuera de las catedrales; sin
embargo es evidente que el órgano y sus sonidos no forman parte interna del cuerpo
de las religiones y, de hecho, su secularización es en nuestros días un proceso en
marcha. En cuanto al culto a los muertos, así como todo lo que tiene que ver con
las ceremonias funerales (enterramiento de los cadáveres, pero también prepara­
ción de la vida del alma para después de la muerte, en el Hades o en el Cielo, o
incluso de la resurrección de la carne): aunque todas estas instituciones suelen ser
consideradas como contenidos indiscutibles (y según algunos, nucleares: desde el
animismo spenceriano hasta el «sentimiento trágico de la vida» unamuniano) de

(296) M anuel D elgado, La ira sagrada, Hum anidades, Barcelona 1992.


384 Gustavo Bueno

toda religión, sin embargo — al menos desde la teoría que en El animal divino se
propone— no es fácil explicar la razón por la cual van entretejidos con los cuer­
pos de las religiones positivas (las ceremonias dc enterramiento, como las prácti­
cas medicinales, no tendrían por qué ser religiosas: ni lo fueron en sus principios
paleolíticos ni lo son en amplios sectores de la sociedad industrial laica); sin em ­
bargo, los misterios de Eleusis (si es que, como sugiere Loisy, «el secreto de los
misterios [eleusinos] habría sido el de todo el mundo, pues nadie ignoraba cual
era el fondo de la creencia y la finalidad de los ritos, a saber, el don de la inmor­
talidad») son considerados, sin discusión, como instituciones religiosas. Y no ne­
gamos que lo fueran; lo que negamos es que su significado religioso haya de ser
considerado axiomático o por definición. En este sentido, las tesis que mantene­
mos acerca del núcleo de las religiones son, a la vez, fuentes de abundantes pre­
guntas. Desde este punto dc vista son hipótesis fértiles en función de investiga­
ciones ulteriores. Habrá que plantear problemas como el siguiente: ¿Por qué y
desde cuando los misterios eleusinos se constituyen como instituciones religiosas
y no, por ejemplo, como instituciones relacionadas (en función dc la presentación
de la espiga del trigo) con la magia de fertilización (como algunos sospechan, fun­
dándose en testimonios de Tertuliano a Asterio)? La intervención de diosas (De-
meter, Core, Perséfone) confiere, sin duda, una tonalidad religiosa a los misterios
eleusinos, pero ¿en qué momento se produjo tal intervención?
Escolio 10
¿Una vía judía al monoteísmo creacionista?

La Biblia conserva múltiples indicios, además del episodio decisivo del be­
cerro de oro de Aarón (citado en el texto), de una religiosidad secundaria de fondo
sobre la que, en todo caso, hubo de conformarse la religiosidad terciaria judía: la
transformación en serpiente de la varita mágica de Moisés (Éxodo vit, 9-12); la
serpiente de bronce que se adoraba en el templo de Jerusalén hasta que Ezequiel
la destruyó (iv Reyes xvm, 4); la abominación de Oseas del toro, la advertencia
de Isaias acerca de los castigos que el Eterno enviará a quienes se santifiquen co­
miendo ratones, cerdos y animales inmundos, sin contar con los terribles mons­
truos numinosos del libro de Job, Leviathan y Behemot. Ahora bien, es muy im­
probable que la transformación de esta religiosidad secundaria de fondo en la
característica religiosidad terciaria del monoteísmo creacionista judío fuese un
proceso interno: puede darse por evidente que esta transformación fue la resul­
tante de la interacción del pueblo hebreo (=separado) con los pueblos de su en­
torno. Interacción que no tiene por qué reducirse a la acción (o influencia) de re­
ligiones exógenas sobre la religión de Israel (la supuesta, por S. Freud y por otros
muchos, influencia del monoteísmo de Akhenaton sobre Moisés) puesto que puede
haber consistido, sobre todo, en la reacción sistemática de un pueblo, constante­
mente amenazado por otros pueblos, contra sus enemigos («Pues si oyéreis mi
voz, y guardareis mi pacto, seréis para mí una porción escogida entre todos los
pueblos: porque mia es toda la tierra. Y vosotros seréis para mí un reino sacerdo­
tal, y una nación santa», le dice Dios a Moisés, Exodo, xix, 5-6). La monolatría
ha sido una y otra vez alegada como el punto de partida más probable hacia el mo­
noteísmo de un pueblo que, sin ninguna duda, tenía tratos con dioses diferentes
(«¿Quién como tú, Yahvé, entre los dioses?», Exodo, xv, 11).
Pero hay más aún, cuando nos atenemos, no sólo al monoteísmo, sino al crea­
cionismo ligado al dios único, al monoteísmo creacionista (cuya formulación teo­
lógica sólo puede haber aparecido en la época de los filósofos, la época de Filón
el judío). Pues este monoteísmo debe tener un origen religioso que ha de venir de
más atrás, a saber, desde la situación del pueblo hebreo ante los pueblos del en­
torno que amenazaban su misma existencia. La magnitud de las amenazas es la
mejor medida de la magnitud del poder que se necesita para protegerse de ellas.
¿Hasta qué punto no podríamos explorar en este contexto el inicio de la «vía ju­
día» hacia el monoteísmo creacionista? La amenaza de aniquilación puede ex­
plicar la visión creciente del dios nacional protector como creador, porque, sién­
dolo, ni siquiera tendrían que estar sus operaciones fabricadoras supeditadas a
disponer de los metales poseídos por los enemigos para fabricar espadas o arados.
El puede «fabricarlos» (para ponerlos en nuestras manos) sin necesidad de metal,
es decir, puede crearlos (de «la nada»). En todo caso, esta hipotética vía judía ha­
cia el monoteísmo creacionista, a diferencia de la «vía griega», se nos mostraría
como internamente vinculada a un voluntarismo divinizado del dios protector, es
decir, a su omnipotencia. Esta vía sería, además, la que habría preservado al «pue­
blo elegido» de las tendencias hacia el ateísmo que los griegos experimentaron
constantemente. La propia «autodefinición» que Dios ofrece a Moisés («yo soy
el que soy») no tendría el significado metafísico ontológico que habrían de atri­
buirle los hermeneutas griegos o escolásticos («soy el que consiste en existir»,
«soy el ser por esencia, el ipsum esse»); su sentido sería elusivo en lo que se re­
fiere al fondo especulativo, ligado a la «vana y sacrilega curiosidad» (sentido elu­
sivo del que el texto bíblico da otra muestra en las palabras de Dios a Ezequiel:
«porque yo, Yahvé, diré lo que diré») y a la vez, enfático, como si quisiera decir:
«cualquiera que sea mi nombre (mi esencia) lo único que a tí, Moisés, te interesa
saber es que estoy contigo cuando te hablo y escojo a tu pueblo; más aún, que con­
sidero una insolencia por tu parte el que quieras saber más de mi, y nada menos
que mi nombre.»
Por su parte, J.L. Cunchillos, en una importante contribución 297 en la que
dice haber adoptado una perspectiva «nordista» — la de Ugarit, para mirar a Je-
rusalén— capaz de ofrecer nuevas luces a la habitual perspectiva «sudista» — la
de Jerusalén, para mirar a Ugarit— ha contrapuesto la mitología de la Pro-crea­
ción (que implica un contexto sexual) propia de la religión cananea de Baal a la
concepción de la Creación judía. Y pregunta: «Si l’on tient compte de la compo­
sante cananéenne de l’ancien Israel, comment se fait-il que la Bible nous motre
le yahvisme en lutte avec sa propre composante cananéenne?» (pág. 95).

(297) Jesús-L uis C unchillos, «Peut-on parler de m ythes de créalion a U garit?», en L a création
dans rO rie n t a n d e n , págs. 79-96.
Escolio 11
Reconstrucciones positivas
del argumento ontológico

Sabemos algo del escenario en que apareció el «argumento ontológico» en la


versión de San Anselmo: San Anselmo se encuentra con los monjes rezando a Dios.
/>nte la imagen de un Cristo, arrodillados, mirando hacia el altar, San Anselmo y
jos monjes cantan, rezan, «pensando» en ese Cristo divino, poderoso, incluso más
poderoso que cualquier otro ser que pueda ser pensado. Pero ni San Anselmo ni
)os monjes «piensan» en la existencia de su divinidad, como si ésta fuera un atri­
buto (un predicado) disociable del ser divino a quien invocan, puesto que tal exis­
tencia no es tanto que se de «por supuesta», sino que, más aún, se da como embe­
bida en la misma realidad divina en la que ahora, tanto los monjes como San Anselmo
¿están pensando». Tratar de demostrar esa existencia sería mucho más que una pe­
tición de principio; sería una labor incomprensible, por innecesaria. Sólo cuando
alguien diga: «Dios no existe», es decir, cuando «desde fuera» parece que se está
procediendo a disociar la existencia (como si fuera un predicado) del sujeto de re­
ferencia (por tanto, de su esencia) es cuando San Anselmo se dirigirá al que niega
para demostrarle que su proposición es contradictoria y, por tanto, que es un ne­
cio, y que no sabe lo que dice; pero no para demostrarle que Dios existe, ni menos
aún para demostrárselo a sí mismo ni a los monjes, como si ellos tuviesen falta de
esa demostración (¿acaso la oración no presupone ya la existencia?). El argumento
es, por tanto, en principio, estrictamente dialéctico-dialógico, y podría ser inter­
pretado en un contexto muy próximo al que, en su día, constituirán los «agnósti­
cos»: no puede probar que Dios no existe (incluso sostener que Dios no existe si
Dios puede ser pensado como aquello cuyo mayor no puede ser pensado, sería una
necedad) aunque no pueda probar (ni me interesa, pues lo doy por supuesto) que
Dios existe. Pero, ¿y si Dios no pudiera ser «pensado», es decir, si el predicado
monádico P (= «ser pensado») atribuido a ese x descrito como «aquello cuyo ma­
yor no puede ser pensado», fuese un pseudoprcdicado (por ejemplo, una idea os-
388 Gustavo Bueno

cura y confusa, incluso contradictoria en sus partes y en relación con otras reali­
dades)?, entonces, «ese alguien» no debiera haber dicho «Dios no existe», sino que
simplemente se habría mantenido en silencio, al margen, como si no «tuviese» la
idea de Dios: en tal caso el argumento dialéctico pierde todo su punto de aplica­
ción y por tanto toda su fuerza. Pero en el momento en que ese alguien dice «Dios
no existe», se convierte en un necio, en un insensato, cuando sobrentiende que ese
Dios al que niega la existencia es el Dios de San Anselmo y de los monjes. Ahora
bien, ¿y si ese Dios no pudiera siquiera ser pensado? Entonces el insensato no de­
biera haber dicho «Dios no existe», pues con esto está proponiendo a Dios como
un sujeto a quien se niega un predicado (en la negación, la existencia toma la forma
de un predicado) y esto es, en el caso de Dios, contradictorio. Pero dejaría de ser
insensato si dijera simplemente: «no existe la idea de Dios» y no «Dios no existe».
O, de otro modo: «ese Dios a quien estáis rezando no puede corresponderse con la
idea de Dios que pretende ser definida como aquello cuyo mayor no puede ser pen­
sado, porque esta idea no puede ser pensada (carece, no sólo de referencia, sino de
sentido); luego ese Dios a quien estáis rezando habrá de ser un ser finito, aunque
sea muy poderoso, por ejemplo, Cristo.»
Ahora bien, cuando el argumento ontológico se saca fuera de ese escenario
dialéctico (en el que figura alguien que niega la existencia de Dios) y, una vez di­
sociada, por la negación, la existencia de Dios de su supuesta esencia ideal, se pre­
tende utilizar el argumento como prueba capaz de establecer la derivación de la
existencia de Dios a partir de su esencia, entonces es cuando nos internamos en
el terreno de la Teología pura que, en principio, se nos manifiesta como totalmente
desconectada de la Filosofía de la Religión; un terreno, además, muy poco firme.
En efecto, el argumento ontológico, fundado en la «regla de oro de lo divino» o
crisocanon («et quidem credimus, te [domine Deus] esse bonum quo maius bo-
num cogitan nequit»; «Deus est id quod maius cogitari non possit»), es un argu­
mento muy grosero y primitivo, puesto que parte de una definición de Dios ba­
sada en una relación indeterminada (podríamos llamarla «no paramétrica») de
mayor que (>); esta relación indeterminada no tiene sentido si no se determina su
materia k (del mismo modo que carece de sentido decir que dos números a y b
son congruentes si no se determina el «parámetro» k de la relación a=kb). Por este
motivo la «formalización» del argumento ontológico en términos de lógica de pre­
dicados, que no determinan paramétricamente la relación «mayor que» (limitán­
dose a transcribirla por un predicado diádico indeterminado «M»), adolecen del
mismo primitivismo conceptual, aunque intenta disimularse por el uso del álge­
bra: d = ix A y(Px a Mxy), equivalente a d = i x i Vy(Px a Myx), en donde P dice
posibilidad, como predicado monádico, y M, «mayor que» (id quod maius), como
predicado diádico. La crítica a las cadenas de derivación del argumento son me­
ros ejercicios escolares, como por ejemplo cuando se introduce además la premisa
Ax(Px a -iEx) —> Ay(Py a M yx), es decir, para cualquier x, si x es posible (o
puede ser pensado) y no existe, entonces, para todo y que pueda ser pensado como
lo mayor que existe, será mayor que x (con lo cual se toma la existencia E como
si fuese un predicado real monádico) y se concluye Ed (es decir, «Dios existe»).
E l animal divino 389

Sin embargo creeríamos incurrir en ligereza si, a la vista de este estado de pri­
mitivismo del argumento ontológico, aunque esté formalizado, nos limitásemos a
^chazarlo, ignorando todo cuanto él pueda encerrar de pertinente para la Teolo­
gía o para la Filosofía de la Religión. Atengámonos a la definición formalizada de
j?ios que hemos citado. Es lo cierto que la fórmula es muy grosera; pero también
6S cierto que ella arrastra algún sentido, por oscuro y confuso que sea. Interpre­
tando esta oscuridad y confusión como indeterminación, el mejor modo de esta­
blecer un sentido es determinar los «parámetros» y, con ellos, los campos de va­
riabilidad de las variables x,y. Se trataría de alcanzar situaciones o plataformas
Rateriales en las cuales la «definición formal ontológica de Dios», tal como la que
figura en la definición anterior, comience teniendo pleno sentido para después, a
partir de tales plataformas, tratar de reconstruir el argumento ontoteológico mos­
trando las fronteras en las que ese sentido comienza a desdibujarse. De este modo,
en lugar de rechazar de plano el argumento ontológico, nuestro rechazo tendría lu­
gar de un modo dialéctico, puesto que comenzaría por establecer una plataforma
positiva inteligible (para todos: para los teístas y para los ateos) desarrollando des­
pués sus contenidos de suerte que ellos reconstruyan el argumento ontológico desde
ja plataforma positiva considerada, pero manifestando los puntos en los que la ra­
cionalidad de la construcción se pierde necesariamente. Advertiremos que este tra­
tamiento dialéctico del argumento ontológico (que fue además considerado ordi­
nariamente dialéctico, en el sentido dialógico de esta expresión) no pretende ser
dialógico, puesto que no es fácil que ningún creyente en el argumento se deje per­
suadir por nuestra crítica, ni será fácil siquiera hacérsela oír. El tratamiento dia­
léctico del argumento ontológico tiene un interés intrínseco, por así decir semán­
tico, más que dialógico o pragmático, en tanto permite explorar más de cerca la
estructura de las argumentaciones en materia de teología o de filosofía de la reli­
gión. Podríamos así, al menos, rescatar para la filosofía de la religión, de las ga­
rras de la metafísica especulativa, el planteamiento del argumento ontológico an-
selmiano en tanto contiene la relación de ordenación de los seres según relaciones
asimétricas (puesto que el crisocanon implica la ordenación climacológica, utili­
zada en la cuarta vía por Santo Tomás), ordenaciones que cabe aplicar en las reli­
giones primarias a ordenaciones posibles entre los númenes zoomórficos.
Presentamos aquí dos reconstrucciones positivas del argumento ontológico
en el sentido dicho: la primera es una reconstrucción geométrica (en campo geo­
métrico) que carece, sin duda, en principio, de pertinencia religiosa, aunque man­
tiene plenamente, a nuestro juicio, la pertinencia teológica (tomando como refe­
rencia la teología aristotélica). La segunda es una reconstrucción etológica (en
campo etológico), que reclama ya plena pertinencia religiosa sin que por ello deje
de tener también pertinencia teológica. Ambas reconstrucciones se basan en la
presentación de modelos positivos (geométrico, etológico) a partir de los cuales
el argumento puede ser reexpuesto con todo rigor.
Al modelo geométrico le daremos la siguiente forma: sean {x} e {y} conjuntos
de valores de variables definidas en un campo de variabilidad constituido por los
puntos geométricos determinables en el volumen de un cono: éste será nuestro «uni-
390 Gustavo Bueno

verso lógico del discurso» (en el sentido de Porctsky). Px significará: x es un punto


posible (pensable, determinable) en el volumen del cono dado; Mxy será un predi­
cado diádico que liga a los puntos x,y en el caso en que ellos se encuentren a dis­
tancia diferente de la base del cono (cuando x se encuentre a distancia mayor de la
base que y, diremos que el punto x es mayor que el punto y). La relación no es co­
nexa al campo, pero es transitiva. En estas condiciones puede demostrarse que ti es
el vértice del cono, pues hay un sólo punto x tal que, por relación a cualquiera de
los puntos del universo lógico del discurso, siempre hace verdadero Mxy. Se repli­
cará inmediatamente, por parte del creyente, que esta interpretación de la definición
d = vxPx a Ay(Mxy) carece de toda pertinencia religiosa, pues obviamente las re­
ligiones no tienen nada que ver con un vértice de cono. Esto es cierto; sólo que no­
sotros no reclamamos la pertinencia religiosa, sino la pertinencia teológica. No nos
referimos al Dios de Abraham o de Jacob, sino al Dios de los filósofos, del que ha­
blaba Pascal contra Descartes y su argumento ontológico. Y el Dios de Aristóteles
no tiene más que ver con la religión de lo que tenga que ver con el vértice de un
cono. Y desde esta perspectiva la situación cambia por completo, puesto que ahora
nuestra interpretación geométrica ya puede confluir ampliamente con el argumento
ontológico. Ante todo, porque la definición formal de Dios resulta rigurosamente
interpretada (en los mismos términos formales que utilizó: x,y,P,M ...) en el marco
geométrico propuesto. Es cierto que en este marco o plataforma común (entre Ge­
ometría y Teología) se ha roto el paralelismo entre vértic e y Dios (de Aristóteles):
pues el vértice es un d que mantiene relaciones finitas de distancia con la base b del
cono, mientras que el Dios de Aristóteles «no tiene proporción [concepto también
aritméticoj con las cosas [finitas] del mundo». Cierto, pero el modelo geométrico
tiene suficiente versatilidad para desarrollarse paralelamente al argumento ontoló­
gico: bastaría que prolongásemos las rectas que terminan en la base del cono (con
las que medimos las distancias); prolongación que habría de llevarse hasta el infi­
nito a fin de remedar la no proporción del Dios que, por ser Acto puro, está más allá
de toda potencia y tiene, por así decir, «la mayor cantidad de Acto posible, a saber,
el que corresponde a una materia nula». Pero cuando hacemos esto las relaciones
entre distancias desaparecen: Mxy pierde su sentido, porque la distancia es infinita,
y las diferentes distancias infinitas se equiparan, por lo que ya no cabe establecer la
relación Mxy. Por ello tampoco resolvemos nada «pidiendo el principio» y con­
tando las distancias a partir del vértice, si es que las distancias fuesen infinitas. Con­
cluimos: partiendo de una situación en la que un modelo geométrico de la defini­
ción ontológica formalizada de Dios tiene pleno sentido, reconstruimos dialécticamente
un proceso que resulta ser rigurosamente paralelo al que sigue el argumento onto­
lógico, en el que el sentido se pierde en un desarrollo de variables que puede ser
controlado perfectamente en los puntos en los que el argumento se desvirtúa.
Al modelo etológico le daremos la siguiente forma: como campo de varia­
bilidad de las variables x,y tomaremos un campo etológico; de este modo, los va­
lores x,y serán, no ya puntos geométricos, sino sujetos operatorios (corpóreos, fi­
nitos). La relación M la interpretaremos como relación de dominación (x s> y),
puesto que esta relación dice que x es mayor (en poder de dominación) que y, y
E l animal divino 391

^demás es irreflexiva (aliorelativa): no cabe escribir xq *> xq. Ni cabe enfrentarla


a la dominación teológica, porque no sea transitiva de modo directo (como ocu-
fj-e con la distancia), dado que no es posible eliminar el eslabón intermedio, pon­
gamos x 2,(x, s> x 2 > x3), si queremos mantener (x, t> x3), como ocurre con la dis­
tancia; pues en cambio hay una transitividad indirecta (o dominación de segundo
grado) cuando (Xj s> x3) a través de x2, es decir, en segundo grado y esta misma
transitividad indirecta podría postularse de la relación de dominación de un Dios
^ue gobierna ordinariamente al mundo a través de eslabones interpuestos según
tjn orden jerárquico (querubines, serafines, dominaciones, potestades, arcángeles,
ángeles...)- Además, las relaciones de dominación pueden interpretarse en un
campo positivo, pues la dominación no es un concepto mctafísico, sino que se es­
tablece entre organismos en función de criterios fisicalistas (por ejemplo, el or­
den del picotazo en el gallinero y lo que con él está vinculado: lugar que en los
palos de dormir, según las distancias al foco de calor, ocupan las gallinas; orden
temporal de aproximación al comedero, &c.). Los campos organizados por rela­
ciones de dominación constituyen jerarquías rigurosas, pero no rígidas (una ga­
llina que ocupa el lugar último de la jerarquía puede pasar al segundo lugar me­
diante un «matrimonio morganático» con el gallo dominante).
Las relaciones etológicas (incluidas las humanas) de dominación son sus­
ceptibles de ser tratadas formalmente por medio de las llamadas matrices de do­
minación. En una matriz cuadrada representaremos la dominación de las cabece­
ras de fila x. al punto de intersección con la columna Xj con un 1; si no hay relación
escribiremos un 0. De este modo, las diagonales de las matrices de dominación
serán siempre 0. Para cuatro sujetos x p x2, x3, x4, puede definirse una matriz de
dominación de este aspecto:
A , ?> A 2 > A 3
A | s» A 2 $> A 4
A ,» A3 > A 4
A 2 > A 3 s> A 4
representada por el grafo:

El producto de matrices D x D = D 2 representará las relaciones de domina­


ción de segundo grado (puesto que si el sujeto dominado por x¡ resulta ser domi­
nante de Xj, tendremos que x¡ domina en segundo grado a x^):

1 1 1\ fo 0 1 2\
(0
0 0 1 1 0 0 0 1
d 2=
0 0 0 1 0 0 0 0
0 0 0 0) \0 0 0 0
392 Gustavo Bueno

La suma de D y D 2 nos dará obviamente los totales de dominación de uno y


dos grados, constituyendo así una «matriz de poder»:

(0 1 2 3^
0 0 1 2
0 0 0 1
lo 0 0
(el poder de x t = 6 ; el de x2 = 3; el de x^ = 1 y el de x4 = 0 ).

Además hay un teorema algebraico que importa destacar (por su interesante


semejanza con el argumento ontológico): dada un relación s» de dominación en un
conjunto n de individuos x p x2... xn, existe al menos un individuo capaz de ejer­
cer sobre todo otro individuo del conjunto una dominación de uno o dos grados29S.
Ahora bien, lo que nos interesa subrayar ahora es la pertinencia religiosa de
estas relaciones etológicas de dominación; pues aunque no toda relación de do­
minación sea numinosa, es evidente que las relaciones numinosas son en una gran
medida relaciones de dominación entre un sujeto y otro dotado de un poder me­
nor (sin perjuicio de que el poder sea benéfico o diabólico). En la tradición jude-
ocristiana, las jerarquías angélicas (codificadas por el pseudo Dionisio) son je­
rarquías de dominación, aunque sólo algunos de sus órdenes recibían nombres
como «dominaciones» y «potestades». Dios se define omnipotente', y el pecado
angélico como pecado de envidia que, según algunos teólogos de tradición to­
mista, tiene su fuente en la soberbia, en la voluntad de poder (eritis sicut dii)\
Cristo es a veces designado como «Cristo del Gran Poder»; incluso cabría citar
situaciones de la dogmática cristiana en las que se reproducen los cambios de je­
rarquía derivados de «matrimonios morganáticos» (por el «matrimonio» de la Ter­
cera Persona con María, ésta, de mujer humilde y desconocida, pasa a ocupar el
segundo puesto de la jerarquía de los númenes cristianos). Y el cogito cartesiano
va también dirigido contra la omnipotencia de un sujeto que, de no quedar limi­
tado por su evidencia, se convertiría en un genio maligno (dicho de otro modo: el
cogito cartesiano puede reinterpretarse como un argumento religioso y no sólo
como un argumento teológico).
Pero al igual que ocurre con el modelo geométrico finito, ocurre también con
el modelo etológico: aun siendo positivo y pertinente desde la perspectiva reli­
giosa (así como el geométrico lo era desde la perspectiva teológica) es un modelo
finito que no reproduce el argumento ontológico. Sin embargo, a partir del m o­
delo etológico podríamos reconstruir el argumento ontológico de modo parecido
a como lo hicimos con el modelo geométrico: prolongando las filas y las colum­
nas de las matrices de dominación y de poder hasta llegar a la omnipotencia de
aquel sujeto que ejerce sobre todos los demás dominación de uno o más grados,

(298) Puede verse la dem ostración de este teorem a en J.G . Kem eny, J.L. Snell y G.L. Thom pson,
Introduction to Finite M athematics, Prcntice-Hall, Nueva York (traducción francesa con el título A lge­
bre M oderne et A ctivités H um aines, Dunod, París 1960, pág. 288).
El animal divino 393

porque este sujeto corresponderá a «aquel cuyo mayor (poder) no puede ser pen­
sado». Pero esto exigiría que el número de elementos del conjunto fuese infinito.
Tendríamos que manejar matrices cuadradas de cardinal N0 x N0; matrices en las
cuales quedarían desvirtuadas todas las relaciones de dominación, en tanto estas
requieren un número finito de términos en el campo (según los cálculos que ofre­
ció J. Wier en su libro De praestigiis ilaemoniorum et incantationibus cu: henefi-
ciis, 1564, Satán ejercería su dominación sobre 7.409.127 diablos, a las órdenes
de 79 príncipes [la dominación sobre los casi siete millones y medio de diablos
sería de segundo grado, los dominación sobre los 79 príncipes sería de primer
grado]; cifra importante, pero ridicula, comparada con la que corresponde al nú­
mero de súbditos del emperador de la China y, en todo caso, finita). La omnipo­
tencia divina requiere, en este contexto, un número infinito de súbditos, es decir
un infinito actual real, incompatible con las matrices de dominación, a partir de
las cuales habíamos llegado a él.
Escolio 12
Las líneas maestras de la teología
de la liberación

La idea de una teología de la liberación, aunque por sí misma es teológica,


tiene, sin duda, la posibilidad de reexponerse como filosofía de la religión, tal como
se sugiere en el texto. En nuestras Cuestiones cuodlibetales 299 ofrecimos un en­
sayo de reconstrucción teológico-dogmática (más que teológico-bíblica) de la idea
de una teología de la liberación desde coordenadas cristianas. En esta ocasión ofre­
cemos una reexposición de las que consideramos líneas maestras de la teología de
la liberación teniendo en cuenta principalmente sus componentes filosóficos.
Nuestra tesis central es ésta: la teología de la liberación no es originariamente
(en cuanto teología) un «marxismo» que se recubre estratégicamente de una supe­
restructura ideológica, aprovechando las realidades sociales y culturales iberoa­
mericanas, principalmente (también africanas, &c.), es decir, tomando la forma de
marxismo cristiano; es un cristianismo que desenvuelve una consolidada tradición
teológico-trinitaria «temporalista» (la de Sabelio, por ejemplo, o la de Joaquín de
Fiore) y, en la reexposición de esta tradición, encuentra en el marxismo abundan­
tes componentes susceptibles de ser incorporados a su ideología, a la manera como
el dualismo tomista incorporó abundantes elementos de la filosofía de Aristóteles.
En este sentido cabe mantener la fórmula del texto cuando conceptúa la teología
de la liberación como un «cristo-marxismo».
De otro modo: la teología de la liberación no es un desarrollo interno del mar­
xismo (como algunos militantes en el movimiento del diálogo marxismo-cristia­
nismo llegaron a pensar), sino una utilización de los elementos del marxismo que
a esos militantes convienen (de ahí la selección sistemática de ciertas interpreta­
ciones marxistas, de Kautsky — en su análisis marxista del cristianismo origina­
rio— a Bloch — y su «principio esperanza»— o Garaudy). Más que una «recu-

(299) Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales..., «Cuestión 9®. Teología de la liberación», págs.
347-375.
396 G ustavo Bueno

peración» es un «secuestro»; en todo caso es una tergiversación que consiste prin­


cipalmente en poner entre paréntesis la evolución secularizadora que la «teología
sabeliana» experimentó en la época moderna (de Hegel a Marx) para redescubrir
en Marx (y en Hegel) a sus precursores teológicos (como si ellos no hubieran sido
transformados), pero aprovechándose, sin embargo, de los materiales que la se­
cularización hubiera podido incorporar. Históricamente, desde el punto de vista
de la historia de las ideas, se trata de un reduccionismo de especies vivientes pro­
cedentes de una estirpe genérica común a las especies genéricas; reduccionismo
que podría interpretarse a la luz del concepto de atavismo.
Reducimos al mínimum los puntos de apoyo de nuestra tesis:

1) La «teología de la liberación» comporta, desde luego, una versión del


cristianismo en la línea de la tradición temporalista (fácilmente documentable;
omitimos toda referencia bibliográfica para no recargar el texto). Una versión
que lleva a un límite antes no alcanzado, dentro de la Iglesia católica o de las
Iglesias protestantes. O dicho de otro modo, dentro de una teología que no quiere
secularizarse, aun cuando también es cierto que los teólogos católicos suelen ins­
pirarse mucha veces en teólogos protestantes. Este temporalismo llega a veces
incluso a reivindicar el carácter materialista del cristianismo, interpretando la En­
carnación de la Segunda Persona com o acontecimiento, no ya simbólico — al
modo de Hegel— sino literal; y otro tanto se diga de la Eucaristía. En efecto, un
espiritualista — un docetista— podría considerar un acto de grosería intelectual
la afirmación de algún teólogo que sostuviese que a Dios le salen dientes, cabe­
llos o saliva; o que el cuerpo de Cristo es el pan y el vino, en presencia real y no
simbólica. Pero la «fidelidad a la Tierra», es decir, el traslado a su inmanencia
de las escatologías tradicionales, parece facilitarlo. Es el «Dios en el Mundo» de
Rahner en sus últimas consecuencias. Esto se concreta, sobre todo, en la rein­
terpretación de algunas corrientes disidentes, más o menos psicologistas, del mar­
xismo, sobre todo en el «principio esperanza» de E. Bloch300. Jürgen Moltmann
publica en 1964 su Teología de la esperanza 301 y después El experimento espe­
ranza1'01, en el que pretende que la filosofía de Bloch, aunque atea, es una filo­
sofía religiosa. Muy de cerca de Moltmann, Johann Baptist Metz, católico, ins­
pirador de la nueva teología política.

2) El significado del dogma de la Trinidad (entendido al modo sabeliano, es


decir, de suerte que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo aparezcan sucesivamente
y en la historia, más que en la simultaneidad de una eterna intemporalidad) habría
sido desarrollado, de algún modo, por Leonardo B off303. Es cierto que Boff, a
nuestro juicio, no saca todo el partido que podría de este dogma, aunque descarta

(300) Ernst Bloch, D as Prinzip H offnung (E l principio E speranza), 3 vols. 1954-59.


(301) Traducción al español en Síguem e, S alam anca 1969.
(302) Traducción al español en Síguem e, S alam anca 1977.
(303) En su obra La trinidad, la sociedad y ¡a liberación. E diciones Paulinas, M adrid 1986.
El animal divino 397

las interpretaciones de los padres griegos y latinos por excesivamente metafísi­


cas; porque Boff tiende a subrayar los componentes sociales y comunitarios de la
«sociedad trinitaria», en la que cabría advertir «comunicación y transferencia de
propiedades», pcricóresis (en su acepción de circum insessió), subrayando incluso
la dimensión femenina latente en las personas trinitarias. Pero la pcricóresis tiene
también un sentido evolutivo, sabeliano y joaquinita, que, en cierto modo, tam­
bién B off advierte. El espíritu es el motor de la liberación integral.

3) La idea de una edad del espíritu, como edad de la comunión de los san­
tos, que en la tradición cristiana escatológica se fundaba en interpretaciones mís­
ticas de ciertos símbolos apocalípticos (signa judicii de la llegada del anticristo304,
la segunda venida, el fin del mundo, &c.), será ahora fundamentada incorporando
doctrinas del materialismo histórico sobre el fin del capitalismo y la instauración
de la sociedad comunista (en la línea de la Crítica al Programa de Gotha). Lo que
era una utopía, a lo sumo, se transforma ahora en mito. Y este es, a nuestro jui­
cio, el principal punto de articulación entre la teología de la liberación y el mate­
rialismo histórico. La teoría de la plusvalía de Marx desempeñaría en una teolo­
gía trinitario-sabeliana un papel similar al que el hilemorfismo de Aristóteles
desempeñó en la teología eucarística de Santo Tomás; y así como no cabe «echar
en cara» al hilemorfismo aristotélico el mito de la eucaristía, así tampoco cabe
«echar en cara» al materialismo histórico el mito de la edad del espíritu.

4) En esta misma línea se reinterpretan teológicamente muchos contenidos


del contexto marxista: las «comunidades de base» (frente a las organizaciones
parroquiales, «semipoliciacas», como ya insinuó Rahner) se pondrán en corres­
pondencia con las organizaciones proletarias, porque los pobres también se pon­
drán en correspondencia con el proletariado. Pero esto no significa que los po­
bres puedan considerarse proletarios, en el sentido marxista, sino que son los
proletarios los que se consideran pobres. El pobre es un colectivo que abarca mu­
cho más [y nosotros añadimos: y mucho menos] que el proletariado de Marx,
com o reconoce el propio Boff.
En cualquier caso, desde la perspectiva teológica cristiana del pecado ori­
ginal (hoy día muy reducida por muchos teólogos, al modo de Kierkegaard, a la
angustia, o bien a la «urdimbre de pecados» de Weismayer) la división verda­
deramente profunda de los hombres en las dos clases en las que está dividido el
género humano, no serán ya la de los opresores y los oprimidos, o la de los ca­
pitalistas y los proletarios, los ricos y los pobres, sino la de los justos y los pe­
cadores, o de otro modo, la de los que van a ser salvados y los que pueden ser
condenados: la liberación es sobre todo liberación del pecado, mediante la recu­
peración de la Gracia y, por tanto, renunciación al pecado colectivo en el que la
humanidad estaría inmersa.

(304) Puede verse una erudita exposición en José Luis Pensado, «Los ‘Signa Judicii’ en Berceo»,
A rchivum . tom o x, págs. 229-270, Oviedo 1960.
398 Gustavo Bueno

5) Hay un punto en el que los teólogos de la liberación (aun sin desconocerlo)


no han insistido bastante a nuestro juicio, es decir, no le han asignado el puesto prin­
cipal que le corresponde en el desarrollo de la teología de la liberación como teolo­
gía práctico-política: es el punto en tomo al cual giran los conceptos de «pecado co­
lectivo» y de «destrucción del Estado», como única vía hacia la liberación salvadora.
Pues aquí es donde tiene lugar la transición de la idea de una salvación personal-
individual, es decir, del pecado original individual, distributivo, a la idea de una
salvación colectiva, de un pecado también colectivo, atributivo. Este pecado co­
lectivo corresponde al mismo Estado capitalista, en tanto se interpreta como encar­
nación del mal, de las fuerzas demoniacas, que determinan que los explotadores
sean impenetrables por la Gracia divina. Pero los explotadores debieran ellos mis­
mos alcanzar la salvación', por ello la salvación es ahora liberación, incluso vio­
lenta, del Estado capitalista. ¿Y cómo la violencia puede ser incorporada a una prác­
tica cristiana? Sin duda hay una amplia tradición: es el amor el que lleva a la violencia,
el que lleva por ejemplo a quemar al hereje contumaz. Es el amor a la persona de
los explotadores el que obligaría, metralleta en mano si fuera preciso, a desalojar­
los de sus puestos de dominación: «se ama a los opresores liberándolos de su pro­
pia e inhumana situación, liberándolos de ellos mismos .»305

6) Sin perjuicio del reconocimiento de la tendencia casi exclusiva a la utili­


zación del materialismo por parte de la teología de la liberación, no habría que ol­
vidar lá utilización de otros puntos de vista, no propiamente marxistas: me refiero
principalmente a la antropología estructuralista-relativista, cuyo ahistoricismo en­
tró en conflicto, en los años sesenta, con el evolucionismo histórico característico
del materialismo histórico. Hablamos por tanto, y sobre todo, a raíz del desmo­
ronamiento de la Unión Soviética, de una teología de la liberación que tiende a
fundamentar su temporalismo (su inmanencia, su «fidelidad a la Tierra») no ya
tanto en la doctrina de los sucesivos modos de producción, según el esquema clá­
sico, cuanto en la doctrina de las culturas étnicas que, independientemente de su
situación histórica, encarnarían valores intrínsecos que la «cultura occidental» es­
taría a punto de destruir. Se lleva así adelante una crítica a fondo de la historia del
Descubrimiento y de la propagación de la Gracia a través de imperialismo y del
colonialismo de la cultura occidental: también las culturas de los oprimidos, de
los «indígenas», encierran las «semillas del Verbo». Los teólogos de la liberación
se suman ahora al coro de los antropólogos antimarxistas y políticos de muy di­
versa estirpe (entre ellos cabría citar, como un verdadero precursor de la teología
de la liberación en España, a Sabino Arana; su lema «Dios, Patria vasca y Fue­
ros» está pensado como si Dios soplase en Euzkadi a través de la cultura vasca;
y no nos parecen accidentales las influencias que en el País Vasco recibieron los
pioneros de la teología de la liberación) en contra del genocidio cultural y humano
que habría sido llevado a cabo por los países que celebraron el Quinto Centena­
rio del «descubrimiento de América». Leonardo Boff vincula así a los pobres y a

(305) G ustavo Gutiérrez, Teología de ¡a liberación. Sígueme, Salam anca 1984 (10a ed.), pág. 357.
El animal ilivino 399

ios oprimidos por la colonización: estos son los pobres del mundo, representados
sobre todo por aquellos que viven en las culturas latinoamericanas: «no conocen
el individualismo de poseer para mí»; tienen valores muy cercanos al Evangelio
y, desde sus culturas, cuando asuman realmente el Evangelio, «el cristianismo po­
drá adquirir otro rostro.»306
De este modo, los «teólogos de la liberación», lejos de liberar a los «indios»
¿c sus rituales, oraciones y creencias delirantes, propias de una religión secundaria,
lo que pueden conseguir es hundirlos más y más en la charca de su ignorancia, fin­
giendo que sus delirios (sus oraciones, sus rituales primitivos e infantiles) expresan
una «espiritualidad profunda» que merece nuestro respeto y ante la que habría que
inclinarse con sentido del misterio, como si esos ritos, oraciones o creencias tuvie­
ran algo que entender fuera de su propia estructura primitiva y delirante.

(306) Leonardo Boff, ¿Cómo celebrar el Quinto Centenario?, Fundación Alfonso Comín, Barcelona
1992.
Escolio 13
Atributos diaméricos de las religiones:
dogmatismo y represión

Las características atribuidas a las religiones suelen ir referidas a los «cuer­


pos» de las religiones en tanto son «elementos» de una clase, la «clase de las re­
ligiones positivas». Sin duda, esta perspectiva abstracta es necesaria; y, además,
en determinadas fases históricas o situaciones culturales, la realidad misma (por
ejemplo, en los casos de sociedades aisladas de otras por océanos, cadenas de
montañas, «tierras de nadie», &c.) se aproxima a esa abstracción. Diríamos que
aquí la realidad misma es abstracta. Tiene algún sentido afirmar, por ejemplo, que
el cuerpo de las religiones propias de sociedades pequeñas y aisladas (en lo que
al caso respecta) — y este es el correlato de las llamadas «religiones naturales»—
no necesita desarrollar una dogmática precisa y explícita, que sin embargo puede
considerarse «disuelta» en las ceremonias y en los mitos; ni tampoco requiere unos
mecanismos firmes de imposición o de represión, puesto que todos los miembros
de esa sociedad, nomine discrepante, por hipótesis, están impregnados de la misma,
que se ajusta a ellos como el guante a la mano. Esta situación se reproduce en los
casos en los cuales la «sociedad pequeña» se encuentra de hecho controlada por
una sociedad colonialista o imperialista que la mantiene en su aislamiento reli­
gioso, no ya por una tolerancia fundada en el respeto o en el temor, sino precisa­
mente en el desprecio. Es el caso de muchas colonias británicas en la época de la
aplicación de la Indirect Rule: las tribus africanas o hindúes que estaban contro­
ladas por el imperio británico no sintieron, en determinados intervalos de la co­
lonización, síntomas de represión religiosa.
Pero de todo esto no cabe deducir que la dogmática y las actitudes represi­
vas sean extrínsecas a la «verdadera religiosidad» y que estas actitudes procedan
de fuentes no religiosas de la cultura, por ejemplo, del uso político de la religión
como instrumento de dominación y de mentira política. Estos puntos de vista ins­
piran al Vicario saboyano del Emilio de Rousseau, pero también a aquellos «vi­
402 Gustavo Bueno

carios» a los que Pío x llamó «modernistas» (Alfred Loisy, el padre Laberthon-
niére, Antonio Fogazzaro,&c.), es decir, a los que fingen la posibilidad de una re­
ligión pura, no contaminada, libre de dogmas y no manchada por los hábitos de
represión violenta. Hay que tener en cuenta que las religiones positivas, en cuanto
realidades vivientes, se desarrollan internamente en el seno de las sociedades en
las que viven; por tanto, que no es postizo, sino interno, su desarrollo y contacto
con otras religiones y con el Estado, y que tanto puede decirse que el Estado uti­
liza a las religiones a su servicio, como podría decirse que las religiones utilizan
al Estado para extenderse (basta recordar la doctrina de San Agustín o la de San
Isidoro de Sevilla sobre la función del Estado como instrumento de terror para
conseguir que el pueblo siga siendo cristiano). En cualquier caso, la formulación
dogmática de una religión cristaliza principalmente en el momento en el que tiene
que enfrentarse con religiones diferentes. En cierto modo las cristalizaciones dog­
máticas podrían verse como la costra que las religiones deben segregar en el mo­
mento de enfrentarse con las religiones de su contorno (para defenderse de ellas,
para atacar, para propagarse, para diferenciarse, &c.). La teología cristiana, por
ejemplo, su dogmática, podría considerarse sobre todo como resultado del en­
frentamiento con la religión judía y con otras religiones orientales: oportet hac-
resses, puede decir el teólogo que sistematiza los dogmas aplicándose a su modo
el lema paulino. Sin herejes el teólogo dogmático carecería, en gran medida, de
materia. Una religión que puede estar viviendo en una sociedad aislada de modo
pacífico y «espontaneo», comenzará a ser agresiva o comenzará a mantenerse a
la defensiva — en todo caso, comenzará a ser represiva— al enfrentarse con otras
religiones en sí mismas también pacíficas. La confluencia de dos religiones pací­
ficas puede dar lugar a su transformación en religiones violentas, a la manera como
la frotación de dos bloques de hielo puede producir calor.
Escolio 14
Religiones y animismo.
Respuesta a Gonzalo Puente Ojea

La última y más amplia reseña crítica de El animal divino 307 ha sido publi­
cada por Gonzalo Puente Ojea en 199 5308. En su libro, Elogio del ateísmo, dedica
un capítulo a enjuiciar El animal divino. Como resultado de su crítica propone la
reivindicación de la teoría animista de Tylor frente a las posiciones mantenidas
en El animal divino que, efectivamente, contenían implícita una crítica frontal a
la teoría de Tylor (crítica explicitada en parte en el escolio 6 , redactado con ante­
rioridad a la aparición del libro de Puente Ojea).
Las religiones — sostuvo Tylor—• habrían evolucionado a lo largo de la his­
toria a partir de un animismo primitivo (a partir de la creencia en la existencia de
almas invisibles que rondan en los alrededores de árboles, pantanos, casas, hom­
bres muertos o habitan en el interior de fetiches, espadas, &c.). Esta tesis de Ty­
lor sigue inspirando a sociólogos y geógrafos de nuestros días cuando levantan
las estadísticas o los mapas de las religiones de la tierra en la actualidad. Según
esto, hoy, como en la época de Tylor, el término «animismo» no sólo es el nom­
bre de una teoría de las religiones primitivas sino que también se usa intencio­
nalmente como si fuese una descripción de religiones actuales, del presente (aun­
que sea el presente constituido por «nuestros contemporáneos primitivos»).
Como suele ocurrir en estos casos la confusión entre la teoría, considerada
verdadera, de una realidad y la realidad misma se mantiene de un modo incons­
ciente, en quienes utilizan el término equívoco “teoría de la realidad”.

(307) Hay naturalm ente otras, algunas de las cuales fueron respondidas por el autor en la «Cues­
tión 12: ‘El anim al d iv in o’ ante sus críticos» de Cuestiones cuodlibetales sobre Dios }> la religión,
M ondadori, M adrid 1989, págs. 447-470.
(308) Gonzalo Puente Ojea, Elogio del ateísmo. Los espejos de una ilusión. Siglo xxt, Madrid 1995;
bajo el título «La verdad de la religión. A propósito J e un libro de Gustavo Bueno», págs. 84 a 187.
404 Gustavo Bueno

Ahora bien: Puente Ojea va más allá, y ello precisamente porque comparte
(según dice en su libro) muchos de los planteamientos iniciales de El anim al di­
vino, y, en particular, la «teoría de teorías filosóficas de la religión» según la cual
habría que reconocer dos grandes familias de teorías filosóficas de la religión: la
que comprende a aquellas teorías que ponen el núcleo de la religión en el hombre
(teorías circulares de la religión, cuya fórmula más expresiva la habría propuesto
Feuerbach: «los hombres hicieron a los dioses a su imagen y semejanza») y la que
engloba a aquellas teorías de la religión que ponen su núcleo en determinados su­
jetos operatorios no humanos (teorías angulares de la religión; esta segunda fa­
milia incluye entre otras la teoría zoomórfica, cuya divisa podría ser la siguiente:
«los hombres hicieron a los dioses a imagen y semejanza de los animales»).
Es, en efecto, desde este planteamiento de lo que habría de ser una teoría filosó­
fica — no metafísica ni tampoco científica-— de la religión (por tanto, un planteamiento
que presupone ya la crítica a las teorías metafísicas — sobre todo a las ontoteológi-
cas— de la religión, así como también la crítica a las teorías científico categoriales de
la misma) desde donde Puente Ojea parece llevar a cabo su crítica a El animal divino.
La cuestión fundamental estribará entonces en determinar las razones por las cua­
les podemos tomar la decisión de seleccionar alguna de las teorías circulares posibles
como teoría más adecuada, o bien la de seleccionar alguna de las teorías angulares po­
sibles con la misma intención. Dicho de otro modo: Puente Ojea está interpretando al
animismo de Tylor como una teoría circular de la religión; lo que se corrobora además
en la siguiente afirmación «metodológica»: «La decisión en favor de la teoría angular
de GB o de la teoría circular de Tylor descansará, en último término, en supuestos axio­
máticos relativos a la naturaleza del pensamiento humano» (pág. 103). Proposición con
la cual, por lo demás, y en líneas generales, no puedo menos de estar de acuerdo.
Puente Ojea, sin perjuicio de la simpatía hacia la obra que analiza y acaso
precisamente por ella, penetra con su acerado bisturí crítico en el centro mismo
del asunto y pone al rojo vivo muchos rescoldos o cuestiones que acaso latían, de­
masiado tranquilos, en el fondo de las cenizas.
Me atendré a tres de estas cuestiones que, sin ser las únicas, son acaso las
más pertinentes para nuestro propósito:

1) Una de índole general: ¿qué significa decisión u opción basada en principios


axiomáticos? ¿acaso — como explícita Puente Ojea— significa que la teoría angular
(más concretamente: zoomórfica) de la religión comienza optando, como si fuera un
axioma (o un postulado),-por la naturaleza numinosa de determinados animales? En
este caso, cualquier teoría angular podría sencillamente (salvo por cortesía) dejarse
de lado en nombre de otros principios axiomáticos que postulasen, y no gratuita­
mente, sino en virtud de supuestos antropológicos precisos, que es en los hombres
en donde habría que situar el núcleo original de las religiones primitivas.

2) Otra de índole particular, pero de gran transcendencia en una argumenta­


ción ad hominem: ¿puede sin mas considerarse a la teoría animista de Tylor como
una teoría circular, en sentido filosófico, de la religión?
El animal divino 405

3) Una tercera cuestión, más bien oblicua (aunque no accidental): ¿qué im­
plicaciones filosóficas diferenciales tienen las teorías circulares y las teorías an­
gulares en relación con el «espacio antropológico»?

* * *

1) Comenzaré refiriéndome a la primera cuestión con una precisión previa tam­


bién metodológica: la de que la teoría de teorías filosófica de la religión propuesta
en El animal divino va referida a teorías filosóficas (que incluyen la cuestión de la
verdad de las religiones), no a teorías psicológicas (o de formato categorial) o meta­
físicas. Según esto, una teoría, para ser teoría circular, en un sentido filosófico, no
puede limitarse a presentar contenidos antropológicos que (como ocurre, sin duda,
al menos en parte, con las animas de Tylor) no sean tenidas por reales, sino por pro­
ductos de la imaginación, por alucinaciones, ensueños, «proyecciones mentales», no­
mina numina, &c. Una teoría que pone a las ánimas imaginarias como núcleo de la
religión, no será una teoría filosófica sino, a lo sumo, psicológica. Por ello El animal
divino, bajo la rúbrica de teorías circulares de la religión, se refería, de modo directo,
a teorías que apelan a contenidos humanos tenidos por reales y no imaginarios (como
pudieran serlo una sociedad determinada, un emperador o la humanidad); y sólo in­
directamente con contenidos antropomórficos considerados como irreales. Ahora
bien: cuando una teoría psicológica (o sociológica) se utiliza con pretensiones filo­
sóficas (sin duda porque los «mecanismos psicológicos» a los que apela— alucina­
ciones, ensueños, «proyecciones mentales»...— son interpretados ontológicamente,
como ocurre cuando se les caracteriza como «alienaciones» (pero no en el sentido
psiquiátrico), entonces cabría decir, por de pronto, que tal teoría psicológica está de­
sempeñando el papel de una teoría idealista de las religiones efectivas, puesto que
está asignando a procesos mentales nada menos que el papel de causas de procesos
que pretenden ser reales (y verdaderos), como las religiones. La metodología mate­
rialista de El animal divino inducía a reconducir las teorías circulares, en su sentido
más amplio, al terreno en el que las referencias antropológicas fuesen reales. Por ello,
y por la misma razón por la cual no daba «beligerancia» (filosófica) a los númenes
angulares demoníacos (por su irrealidad) tampoco da beligerancia a los númenes cir­
culares animistas (por su carácter reconocidamente imaginario); esta es la razón por
la cual en El animal divino se dejaban de lado a los númenes fenoménicos de tipo T|.
Por otra parte me permito advertir que la creencia en las ánimas que rondan alrede­
dor de los cadáveres de los árboles, &c., es alucinatoria, tanto si es fruto de una «de­
ducción racional», como si es fruto de una «asociación instantánea»; la diferencia
que sugiere Puente Ojea (pág. 87) no es relevante desde el punto de vista lógico: tan
asociativa es la deducción, como deductiva la ocurrencia asociativa, y únicamente
cabe poner una diferencia en las velocidades de asociación, pero no una diferencia
lógica. Cabría sin embargo definir la deducción como una «asociación hipotética»,
pero entonces sólo por vía «alucinatoria» podríamos entender la transformación de
lo que es una hipótesis en lo que se presenta como una evidencia (cuando la consi­
deramos desde el punto de vista emic).
406 Gustavo Bueno

No «dar beligerancia» (filosófica) a las teorías circulares animistas no quiere


decir que no consideremos como una alternativa filosófica a las teorías circulares
en general y, sobre todo, al humanismo transcendental. Precisamente por ello, la
teoría de teorías de El anima! divino establece dos alternativas filosóficas posi­
bles, y reconoce en la alternativa circular el camino para una «verdadera filoso­
fía» de la religión.
Ahora bien: los motivos para inclinarse por la alternativa angular no son de
índole axiomático-lineal (reducible a algo así como una intuición o vivencia de la
numinosidad de algún animal) o simplemente de la índole de los postulados en sí
mismos gratuitos, susceptibles de ser considerados como «decisiones», porque en
este caso tampoco podrían rebasar un horizonte puramente psicológico-subjetivo.
Los motivos son dialécticos (axiomático-dialécticos), y concretamente, ante todo,
apagógicos, si se quiere, ex consequentiis más que ex principiis.
La misma perspectiva axiomático lineal desde la cual Puente Ojea contem­
pla el problema de la decisión entre dos «opciones» que estarían abiertas, según
la teoría de teorías, a la filosofía de la religión, es la que mantiene al criticar la se­
lección de los númenes que El anim al divino hace del conjunto del «material re­
ligioso». Esta perspectiva es seguramente la que le produce la impresión de que
en El animal divino estoy definiendo arbitrariamente cuales fenómenos son reli­
giosos y cuales no lo son («aquí habría que preguntar a GB, como él lo hace con
Marvin Harris, quién tiene títulos legítimos para definir lo que es religiosidad.
para determinar qué fenómenos son o no son religiosos», pág. 88). Pero atribuirme
una perspectiva axiomática que postula por decreto las definiciones, es de todo
punto improcedente. E l anim al divino no trata de definir axiomáticamente, de
modo lineal, qué es y qué no es religioso; ante bien, supone el material religioso
ya dado (cierto que como un «conjunto borroso») y constata que ese material es
heterogéneo en grado máximo y que, además, los contenidos de tal material no
coexisten pacíficamente, sino que compiten, incluso por su existencia, los unos
con los otros (unas veces la religión es lo que tiene que ver con Dios y, a su tra­
vés, con las demás cosas; otras veces las religiones positivas son, ante todo, lo que
tiene que ver con los templos, los sacerdotes y las ceremonias, de suerte que dios
o el diablo sean sólo contenidos de esos templos, de esas ceremonias o palabras
de aquellos sacerdotes). No se trata por tanto de «definir» la religión axiomática­
mente, sino de determinar un núcleo dado el cual puedan ser tejidos los demás
contenidos y la selección atienda no a los principios sino a los resultados: si se
eligen los númenes corpóreos es porque se habían desechado otros muchos can­
didatos (por su carácter metafísico o por cualquier otro motivo, es decir, dialécti­
camente), y porque la selección parecía ofrecer una potencia infinitamente mayor
para dar cuenta, y muy matizadamente, de la presencia, «en el conjunto borroso»
de los materiales religiosos, de los contenidos más heterogéneos. Por tanto no hay
ninguna exclusión axiomática, a priori, de ningún contenido, como ajeno a la re­
ligión; lo que hay es una selección de contenidos considerados de modo univer­
sal religiosos atendiendo a su capacidad para conducirnos a otros muchos conte­
nidos que se apartan más o menos del núcleo (vid. Escolio 4).
El animal divino 407

La argumentación de El animal divino, por tanto, lejos de proceder a partir de


principios axiomáticos en su sentido lineal, podría recibir la forma de un silogismo
disyuntivo, a saber: o A (en rigor, A p A2, A v ..; teorías circulares) o B (en rigor,
j3 p B „ B 3...; teorías angulares). Pero A resulta inviable, en virtud de una argu­
mentación necesariamente prolija y pormenorizada, luego B. Lo que no excluye,
desde luego, que B (en rigor B¡) haya de apoyarse también en motivos positivos.
Ante todo, por consiguiente, habrá que delimitar las teorías circulares (o re-
ducibles al círculo de lo que consideramos humano). Podríamos empezar por aque­
llas teorías que ofrecen como núcleos de la religión contenidos imaginarios, y este
es el caso de Tylor, invocado por Puente Ojea. Y las criticas que El animal divino
lleva a cabo contra el animismo de Tylor no se fundan tanto en la condición «cir­
cular» de la teoría (condición que se le atribuye sólo interpretative, es decir, desde
una teoría circular filosófica ya establecida) sino en su condición de teoría men-
talista (psicológica); porque el animismo invocado por Puente Ojea, al poner como
núcleo de las religiones a ciertos mecanismos propios de la alquimia mental de
los primitivos — y de los contemporáneos— , a oscuras proyecciones antropo-
mórficas, a terrores psicológicos alucinatorios, a «vida alienada» (sin que se ex­
plique si esta alienación se toma en un sentido positivo-psiquiátrico, o en un sen­
tido metafísico), tiene poco que ver con una teoría filosófica circular (como pueda
serlo el «humanismo» dc Feuerbach). Propiamente, la teoría animista de la reli­
gión no es una teoría filosófica, sino, al menos intencionalmente, debería ser cla­
sificada como una teoría científica. En realidad es sólo ciencia ficción, porque su
metodología propicia un tratamiento reduccionista de las religiones, un tratamiento
psicológico (y el psicologismo es el mejor aliado del idealismo histórico) total­
mente desproporcionado al caso, por cuanto pretende, en el fondo, «explicar» la
enorme masa del cuerpo histórico de las religiones, a partir de los terrores noc­
turnos (se supone) producidos por hipotéticas «proyecciones antropológicas» que
darían lugar, al parecer, a los fenómenos alucinatorios sobre apariciones de almas
de difuntos, de démones o de ángeles custodios.
Otra cosa es que cuando hablamos de teorías circulares de la religión nos re­
firamos al humanismo transcendental, cosa que Puente Ojea no hace, al menos
explícitamente, salvo que reinterpretásemos las teorías animistas desde la oscura
y metafísica idea de la alienación humana (idea hegeliana, heredada en parte por
Marx, y recuperada por el existencialismo) como proceso «transcendental» (no
positivo) y no como un mero efecto farmacológico o patológico. No hay pues ne­
cesidad, en esta ocasión, de mostrar las razones por las cuales no optamos por el
humanismo transcendental. Tan sólo me limitaré a recordar que en El animal di­
vino ya se reconocía la influencia de premisas antropológicas de componente nor­
mativo vinculadas a la idea de la igualdad.
Por supuesto, entre los argumentos tendentes a debilitar la alternativa circu­
lar habría que incluir también los que ayudan a la determinación de las limitacio­
nes que la perspectiva «circular» encuentra en su obligado proceso de «recubri­
miento» de los materiales fenomenológicos angulares que la etnografía y la historia
de las religiones nos aportan. ¿Cómo explicar la superabundancia de formas zoo-
408 Gustavo Bueno

lógicas en todos los testimonios arqueológicos prehistóricos (las pinturas parie­


tales) y en los históricos (religiones egipcia, china, hindú, maya, &c.)? El paso de
las supuestas ánimas numinosas a los númenes animales no puede darse como evi­
dente en nombre de una «proyección antropomórfica» absolutamente inevidente,
y en realidad ininteligible; en rigor es un paso sólo inventado. Pero el material fe­
nomenológico de orden zoomórfico, por su morfología, y aun cuantitativamente,
es tan impresionante, que incluso desde una perspectiva estrictamente empírico
positiva, científica, habría que decir que son las teorías animistas las que tienen
que dar cuenta de su posibilidad de recorrer el material, más que recíprocamente.

2) En cualquier caso: ¿puede considerarse el animismo de Tylor como una


teoría circular de la religión (incluso si la circunscribimos, al menos intencional­
mente, a un plano científico categorial)?
No reviste esta cuestión la misma importancia que la anterior (estamos ante una
«cuestión de interpretación» de la obra de Tylor), pero su resolución negativa con­
tribuye a debilitar notablemente la argumentación de Puente Ojea, al menos en tanto
se ampara en la autoridad de Tylor. Porque si las ánimas de Tylor no son únicamente,
ni tanto, espectros de almas humanas (de vivos o de difuntos: tal fue la perspectiva
del manismo spenceriano), sino también y sobre todo ánimas praeterhumanas, en­
tonces, la teoría animista de la religión de Tylor debería también considerarse, al me­
nos en parte, como una teoría angular, y no como una teoría circular pura. En efecto,
Tylor fundamenta efectivamente (como subraya con razón Puente Ojea) la creencia
en las ánimas como consecuencia del razonamiento de los «filósofos salvajes»: si
ven que un hombre cae como muerto y vuelve en sí al cabo de unas horas, ¿no es ló­
gico que piensen que el alma le abandonó y que volvió a entrar en él?; las sombras
del cuerpo, los reflejos del agua, ¿no justifican en el salvaje su deducción de que el
alma salió del cuerpo? Dice el propio Tylor: «Sin duda se habrá ocurrido al lector
que el filósofo salvaje, con tales argumentos a la vista, deber haber pensado que su
caballo o su perro tienen un alma, un fantasma semejante a su cuerpo.»309 «Seme­
jante a su cuerpo»: es decir, a su cuerpo de caballo o de perro; luego aquí, al menos,
no tendría por qué pensar en una «proyección antropomórfica», ni siquiera formal­
mente, salvo que se pida el principio, suponiendo que la «forma» misma del desdo­
blamiento del cuerpo y su alma habría de comenzar por los hombres (igualmente gra­
tuito, pero no menos probable, sería decir que el desdoblamiento comenzó por los
animales, en cuyo caso el animismo humano habría de verse como un zoomorfismo).
Más aún: el alma del muerto, según Tylor, puede pasar al cuerpo de un oso o de un
chacal. Y, «se sabe que algunos leñadores africanos, al dar el primer hachazo en un
árbol corpulento, echan un poco de aceite de palma en el suelo, a fin de que el espí­
ritu del árbol, cuando salga rabioso se detenga a lamerlo, y a ellos les dé tiempo de
huir»310. ¿Es esto antropomorfismo o es zoomorfismo?

(309) E.B. Tylor, Antropología. Introducción al estudio del hom bre y de la civilización (1881),
traducción española de Antonio M achado y Alvarcz, El Progreso Editorial, M adrid 1888, pág. 405.
(310) Tylor, A ntropología..., pág. 420.
El animal divino 409

3) Por estar de acuerdo, como cuestión de método, con Gonzalo Puente Ojea,
CU la tesis de la implicación que cualquiera de las opciones (circulares, angulares)
tiene con premisas (si no ya con axiomas) antropológicos, tengo que estar en de­
sacuerdo con él en el momento de aplicar al caso estos principios metodológicos.
Y ello debido a que las premisas antropológicas deben ser más determinadas,
puesto que ni siquiera cabe hablar de un acuerdo metodológico cuando nos refe­
rimos a un terreno no suficientemente precisado. ¿Cuales son las premisas de
Puente Ojea?
Ocurre que las premisas antropológicas, desde un punto de vista filosófico
materialista, no pueden formularse al margen de una concepción determinada del
espacio antropológico (salvo que, desde premisas idealistas, se considere al hom­
bre como sustancia exenta, fundamento del no-Yo en el sentido de Fichte). Ahora
bien, el espacio antropológico del materialismo, o bien se organiza en torno a dos
ejes (circular y radial), como si fuese un espacio plano — lo que nos aproxima al
dualismo cartesiano o hegeliano, pero también marxista, de la materia y el espíritu
(o la cultura)— , o bien se organiza en torno a tres ejes, como defiende el materia­
lismo filosófico: circular, radial y angular. Puente Ojea, aunque no hace afirma­
ciones explícitas al respecto, procede como si el espacio antropológico tuviese sólo
dos dimensiones. Parece como si estuviese reconstruyendo una suerte de dualismo
cartesiano, dejando de lado la teoría tridimensional de espacio antropológico so­
bre la que se construye El animal divino. Y, sin negarle ningún derecho a hacerlo,
ni tratar de «refutarle» en sus principios, sí debo decir en cambio que su propia «re­
futación» a la doctrina de los númenes zoomórficos, adolece de no tener en cuenta
sus implicaciones filosóficas que, además, tienen mucho que ver con la concep­
ción ontológica misma del mundo. En efecto, desde las coordenadas del dualismo
cartesiano, el hombre (alienado o no, si alguien sabe qué es humanidad alienada)
aparece como la única res cogitans existente en el mundo. El mundo material o fí­
sico se presenta como una realidad transparente; los animales son simples máqui­
nas, autómatas instintivos (como los vio Gómez Pereira y el propio Descartes, y
siglos después J. Monod, al que precisamente Puente Ojea, pág. 101, pone en re­
lación con Tylor). Pero este modo de ver a los animales, corriente hasta el adveni­
miento de la Etología (de hecho, después de la segunda guerra mundial), está hoy
completamente rebasado por el desarrollo de esta ciencia que en gran medida ha
invadido territorios antaño reservados a la Antropología: los animales son sujetos
dotados de vis repraesentativa («entendimiento», o facultad intelectual, en su grado
límite) y de vis appetitiva («voluntad», en su grado límite), y reconocerlo así no se
considera hoy, en modo alguno, como antropomorfismo.
Descartes podría creer, encerrado en una estancia bien protegida y calentada
con una buena estufa que permitía mantener viva su duda metódica, que el oso
que viniera a amenazarle a través de las rejas de las ventanas fuese sólo una pro­
yección antropomórfica suya; pero si, eliminando las rejas, viera al oso amena­
zándolo y rodeándolo, ¿cómo podría seguir viendo estas peligrosas maniobras de
rodeo (la «conducta de rodeo» es un criterio clásico de los etólogos para probar
la inteligencia de los animales) como «proyecciones mentales» suyas si quisiera
410 Gustavo Bueno

conservar su vida y su metódica duda? Acorralado, lo más probable es que el


mismo Descartes reaccionase de modo similar a como reacciona el cazador aco­
rralado de la película El oso3" arrodillándose ante Youk, el oso tremendo, ro­
gándole, pidiéndole perdón e incluso consiguiéndolo.
Y este punto fundamental — que el darwinismo preparó y que la Etología lia
puesto en primer plano— es el que Gonzalo Puente Ojea parece negarse a reco­
nocer al decir (y en subrayado, pág. 88) que atribuir «voluntad» o inteligencia a
los animales es sólo una «proyección de carácter animista en virtud de la cual el
ser humano proyecta o atribuye sus propios esquemas conscientes de finalidad a
la conducta animal». Lo cierto es que el desarrollo de la Etología es precisamente
el que hace posible el nuevo planteamiento de la filosofía de la religión abierto por
El animal divino: anteriormente a la consolidación y difusión de la Etología hu­
biera sido imposible de todo punto concebir y defender una concepción filosófica
de la religión semejante, precisamente la que permite desprenderse de los prejui­
cios «antropocéntricos» en torno a los cuales se construyó la Antropología clásica.
Pero Puente Ojea insiste en ver las cosas de otro modo: «En contraste con la pro­
puesta de G. Bueno de buscar en la Etología la verdad de la religión, seguimos pen­
sando que esta supuesta ‘verdad’ se encuentra en la Antropología» (pág. 44). Ahora
bien: la «verdad» que, aún supuesta, atribuye G. Puente Ojea a la Antropología, no
tiene, en todo caso, nada que ver, ni siquiera «por suposición», con la idea de ver­
dad en función de la cual hemos construido la tesis filosófica de El animal divino,
y que es la idea expuesta en su capítulo 3 (2). Esta «supuesta verdad» es precisa­
mente, según su propio concepto (en tanto busca recluirse no ya en la «Antropo­
logía» sino en el «Hombre»), la falsedad de la religión, dada la naturaleza aluci­
natoria que se le atribuye. Y, en todo caso, la verdad que, por nuestra parte, atribuimos
a la religión primaria, no deja de ser también antropológica, porque la antropolo­
gía no puede circunscribirse, según al modo del idealismo, en la consideración de
los «contenidos internos» de un «hombre» tratado como si fuese una esencia me-
gárica, capaz de «proyectar» de su seno, sobre su entorno, sus propios esquemas y
conformando con ellos su mundo. La antropología materialista sabe que el hom­
bre no puede existir ni actuar fuera del «espacio antropológico», que está poblado
por cosas inanimadas y también por sujetos animados, por animales.
Volvamos a la cuestión fundamental, a la cuestión de fondo de E l animal di­
vino: la cuestión de si un mundo físico en el que viven animales dotados de inte­
ligencia y de apetito puede ser un mundo mecánico, el mundo «trasparente», claro
y distinto, de la Física cartesiana (antesala del idealismo). Un mundo en cuyo seno,
y anteriormente a la aparición del hombre, se han conformado las morfologías
animales más diversas y heterogéneas es un mundo que rebasa por completo el
materialismo mecánico, y que nos permite afirmar que el fondo material del mundo
de los fenómenos no puede resolverse en conjuntos de quarks o de átomos, sino
en algo mucho más enigmático que se nos revela precisamente también en la mor-

(311) Hem os realizado un análisis de esta película de Jean Jacques A nnaud en Cuestiones cuod­
libetales..., pág. 442.
El animal divino 411

f<?logía de los animales dados «a escala» del hombre. Las religiones primarias,
pOr tanto, no se habrían constituido como consecuencia de una errónea visión o
¿proyección» a los animales de la propia numinosidad, puesto que la fuente de la
pUminosidad misma manaría de, pongamos por caso, la mirada de la serpiente, o
^abría comenzado o resonado en el rugido del tigre. Se dirá, es cierto, que si los
afiimales son númenes, también* debieran serlo los hombres, puesto que son ani­
males. Pero esta conclusión implicaría una sustantificación (o hipostatización) de
jos númenes sobre el fondo de la materia física, es decir, otra vez el dualismo,
puesto que los animales no son, por sí mismos, númenes, sino que lo son sólo ante
e l hombre, en tanto que ambos están co-determinándose inmersos en el mundo.
jyOs animales son númenes ante el hombre no a título de ilusorio efecto subjetivo
guyo, sino porque la relación real que mantiene con ellos es la que les confiere
^na posición, en el conjunto del universo, enteramente peculiar: los animales no
son «por sí mismos» númenes ante los hombres, sino que sólo lo son porque am­
bos están codeterminándose en un mundo físico común que los envuelve y que es
cualquier cosa menos transparente. Y así como la corriente eléctrica se genera por
una diferencia de potencial, así también, podríamos decir, la numinosidad se ge-
riera en la «diferencia de potencial» entre los hombres que se constituyen en «cír­
culo» (en su banda, con su lenguaje) frente a los animales que quedan en un «án­
gulo», fuera de su círculo. La constitución de los animales como númenes es
estrictamente correlativa a la constitución de los animales como hombres. La «di­
ferencia de potencial» de la que hablamos se produciría en esta correlación; y en­
tonces no tiene ya sentido hablar de proyección del hombre sobre el animal, puesto
que es el animal mismo el que, envuelto en el mundo sin orillas, al comenzar mos­
trándose al hombre como numinoso contribuye decisivamente a conformar al hom­
bre como tal. Tiene pues tanto sentido decir que ese numen que se nos manifiesta
es proyección nuestra como decir que es proyección de mi cerebro el otro hom­
bre que veo a mi lado, como si fuera un semejante mío312. La hipótesis animista
a la que Gonzalo Puente Ojea se acoge para explicar la naturaleza de las religio­
nes positivas nos parece más apta para construir una teoría del espiritismo (vid.
Escolio 6 ) que para construir una verdadera filosofía de la religión.

(312) En El Basilisco, n" 19, podrá ver el lector sendos com entarios al libro de Gonzalo Puente
Ojea, escritos por sus autores sin conocim iento de este escolio, así como recíprocamente, que sin duda
constituirán com plem entos im portantes a las observaciones form uladas aquí por nosotros: Alfonso
Tresguerres, «Lecturas de El A nim al Divino» y Pablo lluerga M clcón, «Notas para una crítica a G on­
zalo Puente Ojea».
Apéndice
El animal divino y Los dioses olvidados
A lfo n so T resg u erres

En respuesta a la crítica de Gonzalo Puente Ojea a El animal divino (véanse


las referencias en el escolio 14 de esta segunda edición), insistía yo, entre otras
argumentaciones, en la siguiente: que una de las ventajas de la filosofía materia­
lista de la religión, frente a otras teorías alternativas (por ejemplo, el animismo de
Tylor), estriba en el hecho de que desde ella cabe efectuar una reconstrucción de
la fenomenología religiosa, esto es, de las diversas formas mediante las que se ha
ido desplegando la religiosidad humana y de los distintos contenidos caracterís­
ticos de cada una de ellas (vale decir, del curso y del cuerpo de la religión). Sin
duda, no basta con esto, pero con toda certeza se puede asegurar que sin satisfa­
cer tal exigencia no hay verdadera filosofía de la religión posible. Ni siquiera ver­
dadera filosofía en general: porque esa exigencia (mostrarse capaz de reconstruir
el material fenoménico) no lo es únicamente de la teoría de la religión, sino de la
Filosofía misma.
Tal como nosotros la entendemos, la Filosofía no es una ciencia, lo que no sig
niñea que estemos ante un saber puramente mitológico o ideológico, o ante un con
junto de opiniones más o menos gratuitas, pero siempre personales, subjetivas: se trata
por el contrario, de un saber racional y crítico, tanto o más (seguramente más) de 1<
que pueda serlo cualquier ciencia particular, pero un saber diferente del saber cientí
fico, una forma distinta de ejercitar la crítica y la racionalidad. Acaso la diferencia fun
damental estriba en el hecho de que cada ciencia se ocupa de un campo (de una Ce
tegoría) que pretende acotar mediante el establecimiento de un cierre categorial capa
de segregar verdades (entendidas como identidades sintéticas), en tanto que la File
sofía no tiene un campo propio, siendo su objeto las Ideas, que recorren distintos án
bitos categoriales (también tecnológicos o mundanos) sin posibilidad de quedar «ci
rradas» en ninguno de ellos. Ideas, pues, objetivas (no psicológico-subjetivas)
transcendentales', mas no transcendentales en sentido kantiano, sino en el que el té
mino «transcendental» tiene en español, mucho antes de Kant, cuando, por ejempl
414 G ustavo Bueno

en los documentos de la Inquisición se decreta que la culpa del reo se hará «transcen­
dental» a sus herederos, es decir, extensiva a ellos (un uso del concepto similar al que
a veces hace Feijoo del término «transcendente»: así, cuando afirma — «Ingrata ha­
bitación de la corte», Cartas eruditas y curiosas, Tomo III, Carta XXV— que la ex­
presión fingida de amistad o cariño es un vicio de los pretendientes — de quienes bus­
can «hacer carrera» en la Corte— que se ha hecho «como transcendente» a otros
cortesanos que no son pretendientes). Ideas, por tanto, que, siendo transcendentales a
las distintas categorías científicas, son, por ello, esencialmente abiertas, lo que explica
que, a diferencia de lo que sucede en las ciencias, la Filosofía no pueda cerrar un campo
ni a la teoría filosófica le sea dado constituirse mediante el establecimiento de un cie­
rre categorial. Todo ello tiene, como es lógico, importantísimas consecuencias res­
pecto al modo en que haya de ser concebida la que podríamos denominar «verdad fi­
losófica», que tendría que ver, ante todo, con la capacidad mostrada por el análisis
filosófico para remontarse desde las Categorías, y desde los contextos tecnológicos,
mundanos, &c., a las Ideas allí entretejidas y a la teoría explicativa capaz de recoger
la totalidad del material fenoménico del que se ha partido, mediante el establecimiento
de concatenaciones objetivas, causales y esenciales entre los fenómenos analizados,
haciendo de ese modo posible el retomo a los fenómenos mismos (en esc incesante
movimiento de regressus y progressus que consideramos característico de la verda­
dera filosofía); y hacer todo eso de forma más poderosa y convincente que cualquier
teoría alternativa: potencia y convicción que habrán de ser evaluadas por la capacidad
que muestre la teoría propuesta para reducir y reinterpretar a las otras (por ejemplo,
poniendo de relieve su carácter puramente formalista, o ideológico, o simplemente
metafísico y especulativo). De ahí que no haya una Filosofía, sino múltiples filosofías
enfrentadas; de ahí también que la genuina construcción filosófica incluya, como trá­
mite obligado, el diseño de un sistema de alternativas posibles, de una Teoría dc teo­
rías, en la cual, a la luz de la teoría propuesta, las otras habrán de presentarse fre­
cuentemente como simples apariencias, como meros fenómenos ellas mismas.
Todas estas exigencias se hallan, a mi juicio, perfectamente satisfechas en
EI animal divino. Naturalmente, en la obra hay un aspecto que se da por supuesto:
me refiero a la Ontología, materialista y radicalmente atea, que le sirve de base
(una parte, pues, no escrita, pero no porque no pueda escribirse, como la celebre
segunda parte del Tractatus de Wittgenstein, sino porque está escrita en otros lu­
gares, como Ensayos materialistas y M ateria, principalmente). La Filosofía de la
religión no es una disciplina exenta, sino que depende directamente de un sistema
filosófico general, y más en concreto, de una Ontología y de una Antropología fi­
losófica. Y es justamente el hecho de partir de premisas ontológicas materialistas
(desde las que se niega la existencia de entes espirituales, divinos o demoníacos)
lo que hace de la religión un verdadero problema. Esto viene a significar que sólo
desde el horizonte y la perspectiva del ateísmo cobra verdadero sentido el pro­
yecto de una filosofía de la religión (lo que podría introducir ciertos recelos so­
bre la posibilidad de una verdadera filosofía de la religión de cuño espiritualista
o teísta). De otro modo: es precisamente el hecho de que Dios no existe lo que
torna aún más problemática la religión misma: ¿cómo entonces, y por qué, han
E l animal divino 415

surg¡do y evolucionado, manteniéndose, esas vastas y complejas mitologías a las


cjue llamamos «religión»? Para el ateo, la respuesta a tales interrogantes es labor
tíinto más urgente cuanto que las mismas son esgrimidas, aunque en sentido ide­
ológicamente interesado, por los apologetas religiosos de las más variadas filia­
ciones: la fenomenología religiosa — argumentan— sólo puede explicarse postu­
lando la efectiva existencia de Dios.
Ahora bien, resultaría ingenuo suponer que la respuesta a tales preguntas pueda
venir dada en clave científica (sea ésta antropológica, histórica, psicológica o so­
ciológica). No sólo porque «Religión» es una Idea, no una Categoría, sino también
jorque el intento de responder a esas cuestiones obliga inmediatamente a com­
prometerse con los problemas de la génesis, la esencia y la verdad de la religión;
problemas que permanecen fuera de los cauces por donde forzosamente se ven obli­
gadas a discurrir las ciencias de la religión y del radio de acción que comprende
cada una de ellas, y que no pueden ser abordados más que desde la Filosofía, desde
la Filosofía de la Religión, pero en la medida en que ésta sólo se configura a par­
tir de una determinada Ontología y de una determinada Antropología filosófica.
La tesis central de El animal divino, según la cual la génesis y origen de la re­
ligión (el núcleo de su esencia) hay que ponerlos en la relación del hombre con los
númenes animales, da respuesta a aquellas interrogantes, en la medida en que ne­
gando toda referencia nuclear a seres espirituales, divinos o demoníacos (premisa on-
tológica básica), es capaz de explicar la evolución de la religión (su curso) y sus con­
tenidos (su cuerpo), en términos de las distintas modulaciones que va tomando la
relación misma del hombre con los animales. Ese es el elemento (sin duda no el único,
pero seguramente sí el decisivo) que determina el paso de la verdad propia de las re­
ligiones primarias a la falsedad constitutiva de las secundarías y terciarias.

II

Cuando escribí Los dioses olvidados, yo tenía muy presentes todas estas cues­
tiones. De lo que se trataba, tal como entonces veía el asunto, era no tanto de «po­
ner a prueba» la filosofía materialista de la religión (cuya fuerza me parecía tan in­
discutible entonces como me lo continúa pareciendo ahora), sino más bien de
proporcionar el análisis acabado de algún ejemplo que sirviera para ilustrarla. Como
es lógico, tampoco me desagradaba la posibilidad de que dicho análisis pudiese ser
interpretado como una especie de confirmación de aquella filosofía o que contri­
buyese a poner de relieve la fertilidad del materialismo filosófico, en general, y de
la antropología filosófica y la filosofía de la religión materialistas, en particular.
Insistiendo en este último aspecto, he de decir que yo veía (y sigo viendo) El
animal divino como una obra enormemente fructífera en orden al análisis no sólo,
como es lógico, de cuestiones relativas a la religión (historia de las religiones o his­
toria de la filosofía de la religión, por ejemplo; examen crítico de concepciones de
la religión en filósofos, antropólogos, psicólogos, sociólogos, &c.), sino también de
cuestiones que tienen que ver con eso que, sin mayores precisiones, podríamos de-
Apéndice
El animal divino y Los dioses olvidados
A lfo n so T resg u e r r e s

En respuesta a la crítica de Gonzalo Puente Ojea a El animal divino (véanse


las referencias en el escolio 14 de esta segunda edición), insistía yo, entre otras
argumentaciones, en la siguiente: que una de las ventajas de la filosofía materia­
lista de la religión, frente a otras teorías alternativas (por ejemplo, el animismo de
Tylor), estriba en el hecho de que desde ella cabe efectuar una reconstrucción de
la fenomenología religiosa, esto es, de las diversas formas mediante las que se ha
ido desplegando la religiosidad humana y de los distintos contenidos caracterís­
ticos de cada una de ellas (vale decir, del curso y del cuerpo de la religión). Sin
duda, no basta con esto, pero con toda certeza se puede asegurar que sin satisfa­
cer tal exigencia no hay verdadera filosofía de la religión posible. Ni siquiera ver­
dadera filosofía en general: porque esa exigencia (mostrarse capaz de reconstruir
el material fenoménico) no lo es únicamente de la teoría de la religión, sino de la
Filosofía misma.
Tal como nosotros la entendemos, la Filosofía no es una ciencia, lo que no sig­
nifica que estemos ante un saber puramente mitológico o ideológico, o ante un con­
junto de opiniones más o menos gratuitas, pero siempre personales, subjetivas: se trata,
por el contrario, de un saber racional y crítico, tanto o más (seguramente más) de lo
que pueda serlo cualquier ciencia particular, pero un saber diferente del saber cientí­
fico, una forma distinta de ejercitar la crítica y la racionalidad. Acaso la diferencia fun­
damental estriba en el hecho de que cada ciencia se ocupa de un campo (de una Ca­
tegoría) que pretende acotar mediante el establecimiento de un cierre categorial capaz
de segregar verdades (entendidas como identidades sintéticas), en tanto que la Filo­
sofía no tiene un campo propio, siendo su objeto las Ideas, que recorren distintos ám­
bitos categoriales (también tecnológicos o mundanos) sin posibilidad de quedar «ce­
rradas» en ninguno de ellos. Ideas, pues, objetivas (no psicológico-subjetivas) y
transcendentales; mas no transcendentales en sentido kantiano, sino en el que el tér­
mino «transcendental» tiene en español, mucho antes de Kant, cuando, por ejemplo,
416 Gustavo Bueno

signar como distintas realidades o manifestaciones antropológicas. Sé que la ex­


presión no puede resultar más confusa. En cualquier caso, a lo que me refiero, para
entendemos rápidamente, es a lo que Harris denomina «estrategias.de investigación
antropológica»: estoy firmemente persuadido de que en el materialismo filosófico
se encuentran los elementos (y los instrumentos) adecuados y necesarios para alum­
brar una estrategia de investigación antropológica, capaz de presentarse como al­
ternativa a cualquier otra. Y entre esos elementos es central la filosofía de la reli­
gión, como lo son el concepto de «espacio antropológico» y la teoría de las «ceremonias»,
además de las posiciones defendidas por Gustavo Bueno en Etnología y Utopía, No­
sotros y ellos, y, más recientemente, en El mito de la cultura.
De lo que lo que se trataba — como digo— era de ofrecer algún ejemplo de todo
eso. Si la pretensión fuese tan sólo ilustrar algunas de las tesis centrales de la filoso­
fía materialista de la religión, acaso se pudiese haber tomado uno de esos «animales
divinos», mostrando su carácter numinoso en las fases primarias de la religiosidad,
y haberle «seguido la pista» en el seno de las religiones secundarias y terciarias. Es
verdad que resultaría extremadamente ingenuo suponer que un ejemplo tal pudiese
aspirar a presentarse como una especie de «demostración» explícita o positiva de El
animal divino', pero al menos, cabría albergar la esperanza de que le sirviese como
un argumento no del todo despreciable, aunque no fuese más que por el «desafío»
que implícitamente conllevaría aquella ilustración, a saber, desafío a quien, movién­
dose en otras coordenadas, se atreviese a dar cuenta del carácter divino de tal animal
y de los avatares de tal numinosidad en el curso histórico. Ahora bien, si lo que se
pretendía era, además, mostrar la fertilidad y la potencia de la filosofía materialista
de la religión para entrar en el debate sobre determinados «enigmas» culturales o an­
tropológicos, entonces era preciso también que ese animal fuese elemento central de
alguna actividad (preferentemente de carácter ceremonial) lo suficientemente im­
portante y, al mismo tiempo, lo suficientemente oscura, en cuanto a su significación
real, como para haber llegado a convertirse en centro de controversias de filósofos,
antropólogos, psicólogos, historiadores o sociólogos. En este momento, la respuesta
era ya obvia: el animal al que había que «seguirle la pista» era el toro, y el lugar al
que finalmente nos veríamos conducidos era el toreo, la corrida de toros.
Que en Los dioses olvidados se incluya un análisis y una teoría de la caza, debo
confesar que es algo completamente circunstancial y que no formaba parte del proyecto
tal como fue concebido inicialmente. Sucedió que leyendo las páginas dedicadas por
Ortega y Gasset al toreo, me encontré con su teoría de la caza, que desde el primer mo­
mento me pareció enormemente sugestiva, aunque no menos errónea, hasta el punto
de que — según creí entender— su incapacidad para dar cuenta del fenómeno taurino
(permanente obsesión orteguiana) tenía su origen en las deficiencias de dicha teoría.
Ese fue el motivo de que me ocupase en hacer un análisis detenido de ésta, al tiempo
que dibujaba las líneas esenciales de una teoría distinta. El resultado no sólo servía de
complemento al análisis del toreo que yo estaba llevando a cabo, sino que podría de­
cirse también que cumplía funciones similares a las de éste, en relación con la filoso­
fía de la religión y la antropología materialistas. Esa fue la razón de que, al fin, fuese
incluida como una parte, relativamente independiente, dentro de Los dioses olvidados.
El animal divino 417

Respecto a lo del «desafío» a que antes me refería, he de decir que el libro


pretendía presentarse como un «desafío» también en otro plano: esta vez respecto
A etólogos y sociobiólogos, con quienes por aquel entonces mantenía yo una con­
troversia en materia de Antropología filosófica — tomando como centro de dis­
cusión el problema de la violencia, de la agresión— ; una controversia —todo hay
que decirlo— de carácter unilateral, ya que nadie se enteró de que yo hubiese de­
clarado tal guerra (hubo, es verdad, un sociobiólogo leonés que se dio por alu­
dido, pero el debate duró muy poco: no sé si porque se aburrió enseguida o por­
que decidió dejarme por imposible). La cuestión es que caza y toros siendo, como
son, actividades de carácter violento, quedan, no obstante, fuera de aquellas ca­
tegorías etológicas y sociobiológicas mediante las que se ha querido explicar el
fenómeno de la agresión animal, extrapolándolas luego al caso de la violencia hu­
mana; y eso puede hacer sospechar que la pretensión de la Etología y la Socio-
biología de hacerse cargo del ámbito de la Antropología filosófica ha de consi­
derarse, además de injustificada e ilegítima, plenamente fallida.
Nadie, hasta el momento, ha respondido a ninguno de esos «desafíos», y cada
vez tengo menos esperanzas de que alguien lo haga. No se me reprochará, en con­
secuencia, que continúe pensando que muy poco es lo que se puede decir de caza
y toros desde parámetros etológicos o sociobiológicos, o desde las premisas de
una filosofía de la religión que no sea la de El animal divino y de una antropolo­
gía filosófica distinta a la antropología filosófica materialista.
Así pues, mi acercamiento al toreo tuvo muy poco que ver con la perspectiva del
aficionado. Lo cierto es que, desde este punto de vista, la corrida de toros me interesa
más bien poco, por no decir nada. Estudié el fenómeno taurino como podría haber es­
tudiado la danza al sol de los indios de las praderas, suponiendo que hubiese podido
hacerlo y suponiendo que hubiese creído tener algo que decir al respecto. Hago esta
aclaración porque algunos, que seguramente se han limitado a ojearlo (o acaso sólo a
hojearlo, sin echarle siquiera un vistazo), parecen creer que el libro es un trabajo so­
bre toros, sin más; una especie de tratado de tauromaquia, una historia del toreo, o algo
por el estilo. Así se explica, por ejemplo, que en El Corte Inglés de Bilbao me lo en­
contrase colocado en la sección de «Tauromaquia», lo que, en contra de lo que pu­
diera suponerse, no me causó ningún estupor, puesto que se trataba de la misma sec­
ción en la que había sido catalogado dentro de la Biblioteca Nacional (desconozco si
la nota aclaratoria que dejé al Director de la misma ha servido para algo).

III

Enfrentados a una corrida de toros, lo primero que llama la atención es su


profundísimo carácter ceremonial. Desde ese punto de vista, se trata, en efecto,
de una actividad riquísima, y que satisface de manera más que sobresaliente las
condiciones exigidas por el materialismo filosófico a una «ceremonia». La ver­
dad es que todo en el toreo es ceremonia. Desde la salida de las cuadrillas hasta
la muerte del último animal, todo lo que acontece en el ruedo es pura ceremonia,
418 Gustavo Bueno

o mejor dicho, el desarrollo y puesta en escena de un conjunto de ceremonias en­


cadenadas; ceremonias no sólo múltiples, sino también de muy diverso signifi­
cado. Y es precisamente esta variedad ceremonial la que dificulta de manera no­
table la labor (absolutamente imprescindible) de determinar cuál sea la ceremonia
principal o esencial que determina y da sentido a todo el conjunto. Esto puede ser­
vir acaso para explicar el que tantos interpretes (no sólo Ortega y Gasset) se ha­
yan extraviado en ese extraño laberinto de símbolos y significaciones.
Considerada desde la perspectiva del espacio antropológico, una ceremonia
(en su momento constitutivo o esencial) forzosamente ha de ser circular, radial o
angular. Por supuesto, eso no excluye que en el transcurso de una ceremonia que
pertenece (por su esencia) a uno de esos tres tipos, encontremos, asimismo, cere­
monias pertenecientes a los otros dos. Y más aun: que la ceremonia misma sólo
se configure como tal (sólo sea posible, en sentido estricto) mediante el desarro­
llo de actividades ceremoniales de carácter distinto. La reunión de un grupo de
amigos celebrando una comida en una sociedad gastronómica, es, sin duda alguna,
una ceremonia circular; sin embargo, no existiría tal ceremonia si previamente no
hubiesen sido cocinados — acaso por ellos— los platos que van a consumir; ni
tampoco sin el hecho mismo de consumirlos, esto es, sin la relación de cada uno
de los comensales, en particular, y de todos ellos, en general, con los alimentos;
actividades éstas que muy probablemente tendrán forma ceremonial, pero de ca­
rácter radial en este caso. Si además tal grupo de amigos estuviese formado por
católicos practicantes, quizá procediesen a rezar antes y después de comer, con lo
que, al cabo, la ceremonia acabaría por incluir en su desarrollo una nueva cere­
monia, ahora de carácter angular (aunque esta última presenta un carácter muy se­
cundario en relación con aquellas otras ceremonias radiales: sencillamente, por­
que se puede celebrar un comida sin rezar, pero no sin hacer la comida).
Esta mezcla de ceremonias diversas es evidente en el caso del toreo (y no
sólo en el toreo, sino también en la mayor parte de actividades ceremoniales me­
dianamente complejas). Ello no significa, sin embargo, que debamos renunciar al
descubrimiento de su carácter esencial. De lo que se trata es de discernir entre
aquellos actos ceremoniales que son secundarios y derivados, y aquéllos prima­
rios, originarios y esenciales, y que constituyen, precisamente, la razón de ser de
los anteriores, aunque, a su vez, se necesite de éstos para que tenga lugar la cere­
monia misma. Un posible criterio de distinción entre unos y otros podría ser éste:
los que llamamos actos ceremoniales secundarios podemos imaginarlos radical­
mente transformados, e incluso, en el límite, eliminados del proceso ceremonial
y sustituidos por otros, sin que por ello se vea alterado el significado esencial de
la ceremonia; en tanto que la transformación de los primarios tiene unos límites
muy precisos (que coinciden con las posibilidades que dejan abiertas los momentos
contextual, variacional y distintivo) y sin que, desde luego, sea imaginable pro­
ceder a su eliminación y sustitución por otros sin que cambie, al mismo tiempo,
la esencia de la ceremonia. Cuando son eliminadas las actividades secundarias,
manteniéndose, no obstante, las primarias, lo que acaba por vislumbrarse es una
ceremonia distinta, pero constitutivamente idéntica a la anterior. Cuando, por el
El animal divino 419

contrario, son éstas las que desaparecen, tal desaparición provoca, a la vez, la de
las ceremonias secundarias, que no tendrían ya ninguna razón de ser (lo que no
es cierto en el caso contrario, es decir, la desaparición de las secundarias no tiene
porque suponer la de las primarias), y la desaparición, también, de la ceremonia
misma, porque si tras dicha eliminación brota una ceremonia nueva, ésta será ya
esencialmente distinta. Si en una corrida de toros procedemos a transformar todo
aquello que no tiene que ver con la relación misma establecida con el toro, la ve­
remos transmutarse hasta el punto de dejar de ser propiamente una corrida, pero
para convertirse, acaso, en una ceremonia cuyo significado esencial permanece
invariable: sea el toreo portugués de rejoneadores, una capea, un encierro, una
fiesta taurina del tipo que sea, o incluso el duro aprendizaje de un «maletilla» a la
luz de la luna, sin público, sin traje de luces, sin tercios ni clarines. Pero si lo que
hacemos es, no ya segregar al toro (lo que haría obvia nuestra conclusión), sino
transformar la relación establecida con él hasta el punto de traspasar unos deter­
minados límites, lo que obtendremos no sólo ya no será una corrida de toros, sino
una actividad esencialmente distinta, que, por ejemplo tendría más que ver con la
lucha desesperada de un gladiador romano, con una cacería o con las actividades
propias de un matadero municipal, que con el toreo. La ceremonia, de continuar
existiendo, será ahora constitutivamente radial, y no angular.
¿Qué clase de ceremonia es pues, esencialmente hablando, el toreo? Como
hemos dicho, desde la perspectiva del espacio antropológico sabemos que no hay
más que tres respuestas posibles, aunque, sin duda, cada una de ellas admita múl­
tiples variantes. Nuestra teoría de teorías del toreo distinguiría, pues, entre: teo­
rías circulares, teorías radiales y teorías angulares.
Dentro de las primeras incluiríamos, como ejemplos más significativos, a to­
das aquellas explicaciones del toreo que ven en él la puesta en escena de com­
plejas simbologías sexuales, o la forma mediante la que una sociedad determinada
transmite a los jóvenes su modelo de masculinidad, enseñándoles como debe com­
portarse un verdadero hombre. Tales teorías colocan la esencia del toreo en las
afecciones psicológicas o sociológicas de los sujetos humanos participantes en el
ceremonial taurino. Pero con ello no se explica la relación misma que se establece
con el toro; más aun: es esta relación la que resulta segregada de la teoría para es­
tablecer ésta en el ámbito de las relaciones humanas o sociales. Ahora bien, esto
supone dejar inexplicados los fenómenos mismos, porque sin explicar qué hacen
en el ruedo toro y torero, no hay teoría posible; pero es esa relación la que ha sido
puesta entre paréntesis para regresar a una explicación que nada tiene que ver con
ella, ni con el resto de la fenomenología taurina en general, si no es por mera ana­
logía puramente formal: el torero/hembra provoca al toro/macho que, excitado,
intenta penetrarla; la hembra se resiste, rehúsa, se le escapa, «capotea» el deseo
viril y, finalmente, lo domina y lo mata, conduciéndolo al matrimonio; o también:
el torero/macho persigue al toro/hembra, la acorrala, la acosa y, por último, la po­
see y la penetra, haciendo brotar la sangre de su virginidad mancillada. Pero ana­
logías de este tipo (y aseguro que yo no me he inventado las anteriores) pueden
ser encontradas en muchas otras actividades humanas: todo depende de la imagi-
420 Gustavo Bueno

nación más o menos despierta (o calenturienta) del interprete. De ahí que, aun ad­
mitiendo que el toreo cumpla esas funciones psicológicas, sociológicas o simbó­
licas que se le atribuyen (y seguramente es mucho admitir), siempre quepa pre­
guntarse por qué eso ha tenido lugar a través de la corrida de toros, y no de otra
actividad cualquiera (fuese o no ceremonial).
En definitiva, tenemos que concluir que las teorías circulares nada explican
en realidad, sencillamente porque no dan cuenta del material fenoménico consti­
tutivo del toreo; todo lo más, éste intenta ser incorporado a la teoría mediante su­
posiciones meramente especulativas y gratuitas, sin la menor concatenación ob­
jetiva ni causal, ni entre los fenómenos ni entre éstos y la teoría explicativa.
Teorías radiales, por su parte, serían aquéllas que si bien centran su atención
en la efectiva «presencia» del toro en la ceremonia, advirtiendo que eso es, ante
todo, lo que hay que explicar, y explicar, asimismo, la peculiar relación que se es­
tablece con él en la plaza, su génesis y su sentido (lo que, sin duda, hace que sean
explicaciones mucho menos form alistas que las teorías circulares), sin embargo,
reducen al animal a la condición de un mero elemento impersonal de la natura­
leza, convirtiéndolo en una simple fuente de proteínas, y haciendo del toreo una
ceremonia de corte culinario. Según esto, la corrida de toros debe ser vista como
una institución que habría surgido como un intento de paliar una deficiencia de
proteínas en la España de la época.
La explicación resulta, también, profundamente insatisfactoria. Es verdad
que ahora no es segregado el toro, ni la relación que con él mantienen los indivi­
duos humanos; pero se segregan, en cambio, importantísimos aspectos fenomé­
nicos del ceremonial taurino para, de ese modo, poder regresar a estructuras eco­
lógicas hipostasiadas, que es, en definitiva, en lo que se resuelve la teoría, sin que
con ello se consiga explicar la corrida misma. Porque lo que la teoría radial no
puede explicar es el motivo por el que ese intento de aportar carne a la dieta de
los españoles acabó por generar precisamente esta ceremonia, y no otra cualquiera.
Desde la teoría dietética se hace imposible la vuelta a los fenómenos mismos, ex­
plicándolos y enlazándolos entre sí; antes bien, éstos resultan absolutamente bo­
rrados; y se comprende que así sea, porque de otro modo la teoría no podría ser
establecida: ¿qué tiene que decir, por ejemplo, la teoría radial de los distintos pa­
sos que van conformando el ceremonial taurino?
Así pues, aun admitiendo (a título de hipótesis que, desde luego, habría que
demostrar históricamente) que la institucionalización de la corrida de toros supu­
siese un cierto alivio a una necesidad de proteína animal, lo que no se acaba de
entender es por qué para satisfacer esa función se genera ese complejísimo cere­
monial que es el toreo. En todo caso, el aumento de carne en la dieta habrá de ser
visto como una consecuencia de la corrida de toros, mas no como su causa. Por­
que lo que la teoría dietética olvida es que al toro no se le mata para comérselo,
aunque, en efecto, se le coma una vez muerto; pero no es para eso para lo que se
ha desplegado tan compleja ceremonia, porque, en tal caso, no se alcanza a com­
prender la razón por la cual no se arbitraron procedimientos más simples y me­
nos costosos: si se suman los gastos provocados por cuadrillas y toreros, los ca-
E l animal divina 421

palios muertos en el ruedo (cosa harto frecuente antes de que se hiciese obligato­
rio el uso del peto), los hombres heridos (o muertos), las horas de trabajo perdi­
das, &c., se llegará a la conclusión de que aquello no era un buen «negocio», por­
gue cada kilogramo de carne alcanzaba un precio excesivamente elevado. Una
plaza de toros — digámoslo de una vez— no es un macelo municipal.
Serían igualmente radiales las explicaciones del toreo en términos de simple
«lucha» entre el hombre y el animal. Y serían igualmente insatisfactorias, porque
ni se explica la génesis ni los elementos constitutivos de la ceremonia taurina (¿por
qué esa lucha y por qué así y no de otro modo?) ni se tiene presente que el toreo
no es una lucha sin más ni el torero un gladiador romano, cuyo único objetivo
fuera dar muerte al toro o defenderse de él. El toreo no es simplemente una lucha,
como tampoco es una forma de caza. La cuestión (tenía razón Ortega) es mucho
más compleja y mucho más sutil.
Según esto, la única conclusión posible es que el toreo es una ceremonia an­
gular, cuya explicación, por tanto, sólo puede ser dilucidada en clave religiosa. Y
ello sin perjuicio de que tal ceremonia se configure como tal a través no sólo de
actividades estrictamente angulares, sino también de importantes ceremonias cir­
culares (y, en mucha menor medida, acaso también radiales). Ya hemos dicho que
una ceremonia de un tipo dado puede tomar forma a través de ceremonias perte­
necientes a otro. Pero ceremonias que habrán ser vistas como secundarias y deri­
vadas de la actividad ceremonial primaria y original, la única capaz de dar sen­
tido no sólo a todo el proceso, sino también a las mismas ceremonias secundarias,
que, evacuada aquélla, no tendrían razón de ser. Esto es justamente lo que sucede
en el toreo: su momento constitutivo o esencial hay que situarlo en la relación de
los individuos humanos (principalmente aquéllos que se encuentran en la arena)
y el toro (no en la relación de los individuos entre sí); pero en un contexto que al
no ser radial, necesariamente se nos dibuja en el eje angular. Es esta relación pri­
maria y esencial, y las ceremonias propias mediante las cuales se desarrolla, el
elemento determinante que condiciona y explica todo lo demás que acontece en
el ruedo, incluso aquellas ceremonias que habrán de ser reconocidas como es­
trictamente circulares.
Podría pensarse que a esta explicación angular del toreo cabría enfrentarle
una explicación alternativa (que no fuese ni circular ni radial ni angular), a saber,
que el toreo no es un fenómeno religioso, sino estrictamente lúdico: torear sería
jugar. Una corrida de toros es un simple juego (con independencia del juicio ético
o estético que pueda merecernos), y no hay que andar buscándole más complica­
ciones ni más sutilezas. Ahora bien, el carácter lúdico del toreo nadie lo niega; al
menos, no la teoría que se defiende en Los dioses olvidados. Lo que dicha teoría
hace es, asumiendo ese carácter lúdico que indudablemente presenta el toreo, in­
tentar ir más allá de él y tratar de desentrañar su génesis y su origen, así como los
términos en los que pueda ser explicado. Porque decir simplemente que el toreo
es un juego, de nuevo no es decir gran cosa, a menos que se nos de cuenta de sus
orígenes y se nos pongan de manifiesto los motivos por los que ese juego es como
es. Pues bien, lo que sostengo es que esa génesis y esas claves explicativas son
422 ■G ustavo Bueno

estrictamente religiosas (como sucede, por lo demás, en la mayoría de juegos con


animales), y han de ser rastreadas en esa larguísima historia en la que las relacio­
nes entre el hombre y el toro tenían un sentido y un significado directamente re­
ligiosos. Pero si es verdad que ese sentido y ese significado se van perdiendo a
medida que los animales son paulatinamente desplazados del centro de interés de
la religiosidad humana, no sucede otro tanto con la relación misma, que llega hasta
nosotros convertida en un juego cuyas resonancias religiosas han sido progresi­
vamente borradas u ocultas, olvidadas, en la misma medida en que han ido siendo
olvidados los dioses que las sustentaban.
El toreo es, pues, una ceremonia religiosa, porque sólo en clave religiosa pue­
den ser explicados sus orígenes y los elementos que lo conforman (entre ellos, de
manera muy principal, la relación misma con el toro; relación que en modo al­
guno resulta explicada en términos puramente radiales); y esto por más que no
sea «vivida» como tal, y por más que ni el más fiel de los «aficionados» ni el más
sabio de los «entendidos» estén dispuestos a suscribir nuestra conclusión, y per­
sistan en ver el toreo como «juego» o «arte» (incluso como «deporte»). Ocurre
que no siempre las explicaciones esenciales coinciden con la perspectiva emic. Y
este es uno de esos casos. Algo similar sucede con la controversia acerca de la le­
gitimidad ética del toreo que enfrenta a taurinos y antitaurinos. La discusión, en
realidad, dura ya casi quinientos años, pero sólo en este siglo toma la forma de un
debate moral. Y esto, sin duda, ha de tener alguna causa que una verdadera teo­
ría del toreo ha de poner al descubierto, porque tal discusión forma parte por de­
recho propio de la fenomenología taurina que ha de ser explicada. Por lo demás,
el enfrentamiento — tal es la tesis defendida en Los dioses olvidados— tiene más
de religioso que de estrictamente ético, aunque esta afirmación no coincida, desde
luego, con la perspectiva de los propios contendientes.
Pero esta tesis nuestra acerca del momento constitutivo (esencial) del toreo
ha de poder afirmarse en los fenómenos, reinterpretándolos y reinterpretándose
en ellos, o lo que es igual, dando cuenta de las dimensiones contextual, variacio-
nal y distintiva del ceremonial taurino. De no ser así, tal conclusión podría ser
vista como puramente gratuita, aunque para apoyarla pudiésemos aducir la histo­
ria del toro como animal numinoso en las más diversas religiones. Sin embargo,
una vez que sea el análisis de la fenomenología taurina, el análisis de la propia
ceremonia, el que nos conduce a esa tesis, aquella historia nos prestará, sin duda,
extraordinarios servicios: como confirmación de la teoría, ciertamente, pero tam­
bién como modo de llegar al descubrimiento de los orígenes de la moderna co­
rrida y como forma de delimitar nuestra explicación angular de las hipótesis reli­
giosas de carácter metafísico (también las hay) que creen advertir un transfondo
religioso en el toreo, sin que se acierte a entrever en qué consiste ese transfondo
ni por qué habría de ser considerado específicamente religioso. Pero nuestra teo­
ría es materialista: sostenemos que el toreo es esencialmente una ceremonia reli­
giosa, mas entendiendo la religión generada en las relaciones entre el hombre y
determinados animales, entre los que ocupa el toro un lugar destacado. De este
modo, el repaso a su historia en el curso de las religiones, comenzando ya por el
E l animal divino 423
y ----------------------------------— --------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------—

paleolítico, nos coloca frente a un animal cuyas funciones numinosas han estado
siempre asociadas a la fertilidad y a la fecundidad, y nos revela también que, desde
^sta perspectiva, las relaciones que el hombre ha mantenido con él han seguido
¿los líneas fundamentales: las que denominamos culto (no sangriento, o por lo me-
fios no mortal) y sacrificio. Líneas que se desarrollan hasta trasladase del ámbito
sagrado al profano o lúdico, dando lugar, en España, al toreo nupcial (evolución
del culto) y al toreo caballeresco (evolución del sacrificio), y cristalizando am­
bos, hacia el siglo XVIII, en una determinada ceremonia que conserva elementos
de los dos y a la que, heredera del «correr toros», se ha dado en llamar «corrida».
No es cosa de ocuparnos ahora en reexponer al detalle los análisis que el lec­
tor interesado puede encontrar en Los dioses olvidados. Quiero solamente llamar
la atención sobre el hecho de que nuestra teoría del toreo se configura con los ojos
puestos en la historia del toro (aunque tiene la fuerza suficiente como para cons­
tituirse al margen de ella), y que, al mismo tiempo, es esa historia la acaba por
conducirnos finalmente a la teoría misma. De este modo, la filosofía materialista
de la religión, El animal divino, ayudada de la Antropología filosófica de la que,
en definitiva, forma parte, tiene la fuerza suficiente para ser capaz de hacerse cargo
de la fenomenología religiosa asociada al toro (su historia en tanto que animal nu-
minoso) y para concatenar esa historia con la ceremonia del toreo mediante ne­
xos causales y esenciales.
No veo cómo podría hacerse eso mismo desde otra filosofía de la religión.
Indice onomástico

A A n tó n F e rrá n d iz , M a n u el (1 8 4 9 -1 9 2 9 ): 195, 196.


A n u b is: 129, 1 5 6 ,2 7 4 ,3 1 5 .
A a ró n : 385 . A p is: 161, 316.
A b a d , M e rc e d e s : 60. A p o lo n io d e T ia n a {fl. fin s ig lo i): 338.
A b e l, O th e n io ( 1 8 7 5 -1 9 4 6 ): 2 4 7 . A p o p h is: 27 1 .
A b e la rd o , P e d ro (1 0 7 9 -1 1 4 2 ): 14. A p u le y o , L u c io (1 2 5 -1 8 0 ): 156, 1 7 2 ,2 1 5 .
A h id o s : 3 0 3 . A q u ile s : 2 1 , 33 0 .
A b ra h a m : 4 2 , 9 4 , 160, 2 8 0 , 3 6 7 , 39 0 . A ra n a G o iri, S a b in o (1 8 6 5 -1 9 0 3 ): 39 8 .
A d á n : 7 8 , 137, 138, 2 5 0 , 2 8 4 , 2 9 0 , 2 9 1 , 32 7 . A rc a d ia : 180.
A d ily a : 2 0 . A rc o : 2 5 3 .
A fr ic a : 157, 1 6 9 ,2 1 4 . A re c ib o : 87.
A frodita: 2 7 5 . A ria s M o n ta n o , B e n ito (1 5 2 7 -1 5 9 8 ): 4 9 .
A g a v e : 199. A ristó te le s (3 8 4 -3 2 2 a .n .e .): 3 6 , 4 1 , 8 5 , 118, 119, 123,
A g re s , M o d e sto : 2 9 3 . 124, 178, 2 1 0 , 2 2 0 , 2 3 0 , 2 4 1 ,2 5 6 , 2 7 6 ,2 8 0 , 28 6 ,
A g rip in a ¡a J o v e n ( 1 6 -5 9 ): 2 0 7 . 2 9 2 , 3 2 2 , 3 2 3 , 3 3 3 , 3 3 4 , 3 9 0 , 3 9 5 , 39 7 .
A g u s tín , S a n ( 3 5 4 -4 3 0 ): 156, 1 5 8 , 2 1 0 ,2 1 3 , 2 8 1 ,2 8 3 , A rm e n ia : 7 7 .
3 0 8 , 3 1 7 ,3 2 7 , 3 2 9 , 3 5 0 ,4 0 2 . A rm e s to , In d a le c io (1 8 3 7 -1 8 9 0 ): 378,
A k h e n a to n : b ú s q u e s e A m c n o fis ív. A rrh e n iu s , S v a n te A u g u s to (1 8 5 9 -1 9 2 7 ): 20 8 .
A lá : 1 5 3 ,2 7 8 . A n ie g o : 113.
A lb ia c L ó p e z , G a b rie l <1950-): 116, 121, 136. A rro y o , F ra n c isc o : 28 9 .
A lc in a F ra n c h , J o s é : 149. A rte m is: 2 5 3 .
A le ja n d ro d e A b o n u tic o (s ig lo u): 3 3 8 . A rtem isa : 2 6 7 .
Alejandro M a g n o (356-323 a.n.e.): 2 1 4 ,2 1 5 ,2 4 0 ,3 3 8 ,3 3 9 . A rtio : 2 5 3 .
A lgazel ( 1 0 5 8 -1 1 1 1 ): 166. A se s: 2 1 , 36 3 .
A lo n s o -F e m á n d e z , F ra n c is c o : 6 6 . A s s m a n n , H u g o (1 9 3 3 -): 2 3 .
A lta m ir a : 8 1 , 108, 2 5 0 , 2 5 2 , 2 5 4 , 2 5 7 , 3 0 9 . A s tc rio ( sig lo ív ): 38 4 .
A lv e s , R u b é n ( 1 9 3 3 -): 178. A stu ria s : 2 1 ,2 5 1 .
A m a t, F é lix (1 7 5 0 -1 8 2 4 ): 2 8 2 . A s v in : 2 0.
A m e n e m h e t m (1 8 4 9 -1 8 0 1 a .n .e .): 1 6 1 ,2 6 8 . A te n á g o ra s ( sig lo n): 33 1 .
A m e n o fis lli (1 4 1 5 -1 3 8 0 a .n .e .): 3 1 6 . A tu m : 2 7 2 .
A m enofis ív, A k h en ato n (1 3 80 -1 3 2 6 a n .e .): 2 3 6 ,3 1 6 ,3 8 5 . A u d u n ila : 36 3 .
A m é r ic a : 9 3 , 2 4 7 , 2 4 8 , 2 7 0 , 2 9 1 , 3 4 0 , 3 9 8 . A u sc h w itz: 192.
A n ió n : 2 7 1 , 3 1 6 . A u s tra lia : 184.
A m p ü re , A n d ré s M a ría (1 7 7 5 -1 8 3 6 ): 5 4 , 3 4 9 . A v e rro e s (1 1 2 6 -1 1 9 8 ): 166, 37 2 .
A m stc r d a m : 8 7 , 121. A v ic e n a (9 8 0 -1 0 3 7 ): 2 0 3 .
A n: 148. A v o g a d ro , A m a d e o (1 7 7 6 -1 8 5 6 ): 198, 199.
A n a d e J e s ú s L o b e ra (1 5 4 5 -1 6 2 1 ): 5 9 . A y e r, A lfre d J u liu s (1 9 1 0 -1 9 8 9 ): 4 7 , 5 0 , 114.
A n a to lia : 2 6 7 . A y e rra R e d ín , M a rin o : 7 8 .
A n a x á g o ra s ( 4 4 9 -4 2 8 a .n .e .): 3 3 3 .
A n d re w , R ic h a rd J o h n ( 1 9 3 2 -): 2 2 1 .
A n g é lic o , F ra y ( 1 3 8 7 -1 4 5 5 ): 108. B
A nnaud, Jcan Jacques: 410.
A n s e lm o , S a n ( 1 0 3 5 -1 1 0 9 ) : 4 9 , 5 0 , 5 1 , 9 4 , 15 8 , 159, B a a l: 38 6 .
162, 163, 166, 2 8 5 , 2 8 8 , 3 2 9 , 3 6 5 , 3 7 9 , 3 8 7 , 38 8 . B a b e l. 2 1 2 .
A n s e rm e t, E r n e s to (1 8 8 3 -1 9 6 9 ): 3 5 6 . B acabs: 269.
A n th a r K e ra c : 317. Iia c o n d e V erulam io, Francisco (1561-1626): 3 5 ,1 7 0 ,2 0 0 .
A n tic risto : 86. B a c o n , R o g e r (1 2 1 4 -1 2 9 4 ): 119, 166, 32 0 .
A n tio c o iv E p ifa n e s (1 7 5 -1 6 4 a .n .e .): 3 3 8 . B a c h , Ju a n S e b a s tiá n (1 6 8 5 -1 7 5 0 ): 4 6 , 1 7 7 ,2 4 1 .
B iich ler, E .: 24 6. B ra n d , M y le s : 7 2 .
B a ia m a : 96. B r a s il: 6 5 .
B a illy , A .: 3 5 0 . B re a l, M .: 3 5 0 .
B a ld r: 21. B re u il, H e n ri ( 1 8 7 7 -1 9 6 1 ): 2 5 2 .
B a lí : 361. B ro c a , P a b lo ( 1 8 2 4 -1 8 8 0 ): 195.
B a lm e r, J o h a n J a k o b ( 18 2 5 - 18 9 8 ): 19. B m k e n ¡lili: 24 4 .
B a lin e s , J a im e (1 8 1 0 -1 8 4 8 ): 6 4 . B ru n o , G io r d a n o ( 1 5 4 8 -1 6 0 0 ): 2 8 5 , 2 8 6 .
B a ñ e z , D o m in g o ( 1 5 2 8 -1 6 0 4 ): 3 6 7 . B r u s e la s : 2 0 , 6 8 .
B a r c e lo n a : 10, 2 4 , 4 2 , 4 8 , 5 0 , 5 4 , 6 4 , 8 0 , 9 0 , 100, 103, B u b a s tis 3 1 5 ,3 1 6 .
159, 16 7 , 2 14 , 2 16, 2 1 8 , 2 2 1 , 2 2 2 , 2 2 7 , 2 4 7 , 25 0 , B u d a (5 6 3 -4 8 3 a .n .c .): 2 3 6 , 2 8 2 .
2 5 6 , 2 7 1, 2 8 0 , 2 9 3 , 3 10 , 3 2 5 , 3 5 1, 39 9 . B u e n o , G u s ta v o (1 9 2 4 -): 14, 1 8 , 3 1 , 3 2 , 5 4 , 5 5 , 7 3 , 103,
B a rn e s, J o n a th a n ( I9 5 0 - ) : 159. 1 7 6 ,2 0 2 ,2 1 8 ,2 8 0 ,2 8 5 ,3 2 5 ,3 3 4 ,3 7 9 ,3 9 5 ,4 0 3 ,4 10.
B a rre iro B a rre iro , X o s é L o is : 3 7 8 . B u e n o S á n c h e z , G u s ta v o ( 1 9 5 5 -): 5 3 , 185.
B a rro w , J o h n D . ( I 9 5 2 - ) : 8 8. B u e n o s A ir e s : 2 8 , 7 8 , 101, 182, 187, 2 0 0 , 25 3 .
B a rth , K arl ( 18 8 6 - 19 6 8 ): 14, 4 1 , 4 3 , 3 2 4 , 3 2 5 . B u llm a n n , R u d o lf K a rl ( 18 8 4 - 19 7 6 ): 4 7 , 2 7 5 , 3 2 6 .
B a sile a : 159. B u n a k , V íc to r V a le ria n o v ic h ( I 8 9 1 - ) : 2 4 4 .
B a s ilio , S a n ( 3 3 0 -3 7 9 ): 157. B u ré n , P .M . v a n : 2 7 9 .
B a u d e la ire , C h a rle s ( 1 8 2 1 -1 8 6 7 ): 102. B u rla n , N .: 57.
B a u e r, B ru n o (1 8 0 9 -1 8 8 2 ): 24. B u rto n , R ic a rd o F r a n c is c o ( 1 8 2 1 -1 8 9 0 ): 153.
B a u m a n n , H e rm a n n (1 9 0 2 -1 9 7 2 ): 2 4 8 . B u sia , K o fi A b re fa : 157.
B a y le , P ie rre ( 16 4 7 - 170 6 ): 116, 1 7 9 ,2 9 2 . B y e rs : 2 0 7 .
B e a u v a is , V ic e n te d e ( 1 2 0 0 -1 2 6 4 ): 102.
B e e lh o v e n , L u d w ig v a n ( 1 7 7 0 -1 8 2 7 ): 3 3 3 , 35 5 .
B c h e m o th : 3 0 2 , 3 8 5 . c
B e k o ff, M a rc : 22 0.
B el: 303. C á c e r e s: 2 8 9 .
B e n a v e n te , T o r ib io d e (-1 5 6 8 ): 2 5 9 . C a lifo r n ia : 8 7 , 2 7 0 .
B e n e d ic t, R u th (1 8 8 7 -1 9 4 8 ): 187, 2 5 3 . C a lís te n e s (3 6 0 -3 2 7 a .n .e .): 2 1 5 .
B c n z , E rn s t ( I 9 0 7 - ) : 16. C a lla n , H ila ry : 2 2 0 , 22 2 .
B e rc e o , G o n z a lo d e (s ig lo Xlil): 39 7 . C am : 340.
B e rg e r, J u a n G o d o f r e d o M a n u e l (1 7 7 3 -1 8 0 3 ): 32 9 . C a m b r id g e : 4 9 , 2 5 7 , 3 2 1 , 3 2 3 .
B e rg ie r, J a e q u e s ( 1 9 1 2 -): 167. C a m e rú n '. 186, 2 1 4 .
B e rg m a n n , J o s é ( 17 3 6 -1 8 0 3 ): 199. C om ponía : 157.
B e rg s o n , H e n ri (1 8 5 9 -1 9 4 1 ): 8 1 , 175, 176, 177. C a m p e ch e '. 9 3 , 3 0 2 .
B e rk e lc y , G e o rg e (1 6 8 5 -1 7 5 3 ): 3 7 2 . C a n a r ia s : 2 9 1.
B e r lín : 8 0 , 2 3 6 , 2 4 7 , 32 9. C a ra m u e l L o b k o w itz , J u a n ( 1 6 0 6 -1 6 8 2 ): 157.
Berna-. 2 4 7 . C a rie s , J .: 2 0 8 .
B e rn a rd o d e C la ra v a !, S a n ( 1 0 9 1 -1 1 5 3 ): 5 9 , 157, 2 8 8 . C a r lo m a g n o (7 4 2 -8 1 4 ) : 3 0 8 .
B e rta la n ffy , L u d w ig v o n ( 1 9 0 1 -1 9 7 2 ): 18. C a r ly le , T ilo m a s ( 17 9 5 -1 8 8 1 ): 3 5 6 .
B est: 3 1 5 , 3 1 6 . C a rn a p , R u d o lf ( 1 8 9 1- 1 9 7 0 ): 4 7 , 5 0 , 5 2 , 1 14.
B illu a rt, C a r lo s R e n a to (1 6 8 5 -1 7 5 7 ): 2 8 7 . Cortago: 2 14.
B la n c a n ie v c s: 2 6 0 . C a s a n d ro d e M a c e d o n ia (3 5 7 -2 9 7 a .n .e .): 3 3 8 .
B lá z q u e z M a rtín e z , J o s é M a ría ( 1 9 2 6 -): 2 5 3 . C a s ia n o , J u a n M a s ile n s is (3 6 0 -4 3 5 ) : 2 3 8 .
B la v a ts k y , E le n a P e tro v n a ( 1831 - 18 9 1 ): 3 6 1 . C a s o B la n c o , J o s é d e (1 8 5 0 -1 9 2 8 ) : 153.
B lo c h , E rn s t (1 8 8 5 -1 9 7 7 ): 7 0 , 133, 2 7 9 , 3 9 5 , 3 9 6 . C a s s ir e r, E rn s t ( 1 8 7 4 -1 9 4 5 ): 6 3 , 2 0 3 .
B o c h a n , S a m u e l ( 1 5 9 9 -1 6 6 7 ): 3 4 0 . C a s te la r R ip o ll, E m ilio ( 1 8 3 2 -1 8 9 9 ): 163.
B o c h e n s k i, J o s e p li M . ( I9 0 2 - ) : 13, 1 4 ,2 8 . C a ste lló n '. 2 7 1 .
B o d ín , J e a n ( 15 3 0 - 15 9 6 ): 4 3 , 13 4 , 2 4 3 . C a th a y : 3 4 0 .
B o ff, L e o n a rd o (1 9 3 8 -): 178, 3 9 6 , 3 9 7 , 3 9 8 , 3 9 9 . C a tlin , G .: 6 9.
B o h r, N ie ls ( 1 8 8 5 -1 9 6 2 ): 15, 3 2 8 . C a y e ta n o , T o m á s d e V io ( 1 4 6 8 -1 5 3 4 ): 157.
B o lk , L o u is (1 8 6 6 -1 9 3 0 ): 173. C a z a lla , J u a n d e ( 1 4 8 0 -1 5 3 2 ): 4 2 , 4 6 .
B o n a ld , L u is G a b r ie l, V iz c o n d e d e ( 17 5 4 - 18 4 0 ): 9 6 . C e ilá n : 2 \ 4 .
B o n illa y S a n M a rtín , A d o lf o (1 8 7 5 -1 9 2 6 ): 157. C e ls o ( s ig lo n): 185, 1 8 6 , 2 8 3 ,2 8 4 , 2 9 2 ,3 3 7 .
B o n n : 61. C e rb e ro : 35 3 .
B o n tiu s , J a c o b ( 1 5 9 9 - 16 3 1): 2 14. C e rfa u x , L u c ie n ( 1 8 3 3 -1 9 6 8 ): 172.
B o p p , F ra n z ( 1 7 9 1 -1 8 6 7 ): 54. C é s a r: 172.
B o rd e s , F ra n ^ o is : 2 5 0 . C ib e le s : 2 6 7 .
B o s to n : 180. C ic e ró n , M a rc o T u lio (1 0 6 -4 3 ): 3 3 9 , 3 5 0 .
B o ttic e lli, S a n d r o ( 1 4 4 5 -1 5 1 0 ): 2 7 5 . C ip r ia n o , S a n ( 2 1 0 -2 5 8 ): 2 8 8 .
B o u d o n , R a y m o n d : 67. C irc e : 79.
B o u v e re s s e , J a e q u e s : 15 9. C ir ilo d e A le ja n d r ía , S a n (-4 4 4 ): 105.
B ra ith w a ite , R ic h a rd B e v a n ( I 9 0 0 - ) : 4 7 , 4 9 , 1 14. C irocaya: 11.
El animal divino 427

C isn e ro s, F rancisco Jim énez de ( 1 4 3 6 -1 5 1 7 ) : 4 2 , 4 9 . D


C iu d a d Real'. 2 6 9 .
C la rk , G r a h a m e ( 1 9 0 7 -): 2 4 5 . Dachau: 192.
C la v ijo : 3 2 6 . D a n ie l: 2 3 6 .
O l e a n te s (3 3 0 -2 3 2 a .n .e .): 3 2 9 , 3 3 4 . D iin ik c n , E ric h v o n (1 9 3 5 -): 167, 3 4 1 ,
C o atlalo p ech : 27 5 . D a r ío ni (3 3 6 -3 3 0 a .n .e .): 2 4 0 .
C o d rin g to n , R o b e rt llen ry (1 8 3 0 -1 9 2 2 ) : 6 3 , 7 4 . O a r m s ta d t: 8 0 .
C agüil: 2 5 1 . D a rw in , C a rlo s R o b e rto ( 1 8 0 9 -1 8 8 2 ): 32 7 .
C o h é n , M a rk N a th a n : 2 6 4 . D e b re y n e , P e d ro J u a n C o m e lio (1 7 8 6 -1 8 6 7 ): 6 4 .
C o h én , O s c a r: 121. D e b ro s s e s , C a rlo s (1 7 0 9 -1 7 7 7 ): 5 4 , 182.
Cohn, Priscilla: 314. D e lg a d o , M a n u e l: 3 8 3 .
C olom bia'. 2 5 6 . D e m c te r: 38 4 .
C o tó n , C ris tó b a l (1 4 3 7 -1 5 1 4 ) : 3 4 0 . D e m ó c rito d e A b d e ra ( 4 6 0 -3 7 0 a .n .e .): 179.
C olonia: 1 4 ,8 0 . D e n z in g c r, E n riq u e J o s é ( 1 8 1 9 -1 8 8 3 ): 4 0 .
C ó m o d o , L u c io M a rc o E lio ( 1 6 1 -1 9 2 ): 2 7 1 . Dercha'm, PhiUppe*. 7 4 , 2 5 2 , 2 7 0 , 3 0 3 .
C o m te , A u g u s to ( 1 7 9 8 - 1 8 5 7 ) : 8 2 , 9 8 , 1 4 8 , 1 8 2 , 3 2 0 , D e s c a rte s , R e n a to (1 5 9 6 -1 6 5 0 ): 9 1 ,1 2 2 , 185, 187, 196,
33 0 , 356. 2 0 3 , 2 0 5 , 2 0 7 ,2 4 0 , 2 9 2 , 3 4 5 , 3 7 7 , 3 9 0 , 4 0 9 ,4 1 0 .
C o n stan tin o el G rande (2 7 0 -3 3 7 ) : 6 1 , 3 0 7 , 3 0 8 , 3 2 6 . D e u c a lió n : 2 7 2 .
C o n stan tino x n Paleólogo (1 4 0 3 -1 4 5 3 ) : 3 0 8 . D e v a : 21.
C o n stan/inopia: 21, 3 0 7 . D iá g o ra s d e M e lo s ( s ig lo v a .n .e .): 3 3 8 .
C o r d e m o y , G é r a u d d e (1 6 2 6 -1 6 8 4 ) : 2 0 5 . D ía z , A .: 7 2 .
C o rd ero , G il <J1. 1 3 2 6 ): 2 7 5 . D ía z d e l C a s tillo , B e rn a l (1 4 9 8 -1 5 6 8 ): 30 3 .
C órdoba: 3 3 8 . Diego, Juan (/]. 9-X U -1531)'. 2 7 5 .
C o re: 384. D io d o ro S íc u lo (//. 3 0 a .n .e .): 3 3 8 .
Corirtío: 108. D ió g e n e s L a c rc io (/?. 2 2 5 -2 5 0 ): 178, 2 0 4 .
C o s ta , U rie l d a (1 5 7 7 -1 6 4 7 ): 121, D io m e d e s : 18 6 , 199.
C o tta . C . A u r e lio ( 1 2 4 -7 0 a .n .e .) : 3 3 9 . D io n is io , P se u d o : 2 8 7 , 3 9 2 .
C o z u n ie l: 7 4 . D io n is o s : 1 5 6 , 3 3 8 , 3 3 9 .
Cranaeh, Mario von: 216. D io s c ó rid e s A n a z a rb e o , P e d a c io (4 0 -9 0 ): 78.
C r a s o (1 1 4 -5 3 a .n .e .) : 2 0 7 . D o m ín g u e z G a rc ía , V ic e n te ( 1 9 6 3 -): 3 3 9 .
C r a w le y , A lfre d E rn e s t ( 1 8 6 9 -1 9 2 4 ): 15. D ó rrie , H e in ric h ( 1 9 1 1-): 3 3 8 .
Creía: 293. D ra c h en b ch : 2 4 6 .
C r e u z e r , J o rg e F e d e ric o ( 1 7 7 1 -1 8 5 8 ): 6 3 , 17 9 , 3 0 0 . D ra k e , F ra n c is D o n a l ( 1 9 3 0 -): 8 7 , 8 8 .
C r ia d o d e l V a l, C a rm e n : 2 2 1 . D ra p e r, J o h n W illia m (1 8 1 1 -1 8 8 2 ): 3 2 5 .
D i s i p o d e S o lí (2 8 1 -2 0 8 a .n .e .) : 12 7 , 3 3 8 . D rio to n , E tie n n e (1 8 8 9 -1 9 6 1 ): 182.
C r is p o , C a y o P a s ie n o (-4 9 ): 2 0 7 . D u b a rle , A n d v e M a rie ( 1 9 1 0 -) : 3 2 7 .
C r is to ( s ig lo I): 1 3 , 4 1 , 4 4 , 4 6 , 7 5 , 9 2 , 10 5 , 12 1 , 132 D u b o ix , J u a n A n to n io (1 7 6 5 -1 8 4 8 ): 145.
135, 156, 163, 171, 2 1 4 , 2 3 6 , 2 7 1 , 2 8 2 , 2 8 4 , 2 8 5 ’ D u jo v n e , L e ó n ( 1 8 9 9 -): 5 7 v 121, 2 5 3 .
2 8 6 , 2 8 8 , 2 9 0 , 2 9 3 . 3 0 6 , 3 0 7 , 3 1 1 , 3 1 6 . 3 2 1 , 327 D u m é ry , H e n ry : 12 1 , 135.
338, 346, 387, 388, 3 92, 396. D u m é z il, G e o r g e s ( 1 8 9 8 -): 19, 2 0 , 2 1 , 2 2 , 6 8 , 8 0 , 2 7 4 .
C r itia s e l M a y o r ( s ig lo v a .n .e .) : 1 5 ,7 1 , 1 1 8 ,2 8 2 . D u n a n t, H e n ri (1 8 2 8 -1 9 1 0 ) : 3 1 4 .
C rom agm m : 1 9 2 ,2 1 4 ,2 5 0 . D u n s E s c o lo , J u a n (1 2 6 6 -1 3 0 8 ); 2 8 8 .
C r o n o s : 163, 3 7 7 . D u p u is , C a r lo s F r a n c is c o ( 1 7 4 2 -1 8 0 9 ): 4 4 ,2 0 8 .
C te s ia s : 2 1 4 . D uram ulurn*. 9 6 .
C u b í S o le r, M a ria n o (1 8 0 1 -1 8 7 5 ) : 6 4 . D u ra n d , G ilb e r t (1 9 2 1 ): 179.
C u n c h illo s , J e s ú s - L u is : 3 8 6 . D u rk h e im , É m ile (1 8 5 8 -1 9 1 7 ): 2 3 , 5 8 , 6 4 , 6 7 , 7 9 , 1 7 2 ,
Cusa, Nicolás de IKrebs] (1401-1464): 326. 184, 2 0 8 , 2 2 4 , 2 3 2 , 2 5 0 , 3 5 6 .
C uzco: 2 4 7 . D u rra n t: 14.
D u s s c t A m b ro s in i, E n r iq u e ( l 9 3 4 - ): 178.
D i¡sse ld o rf\ 167.
Ch
C h a g n o n , N a p o le ó n A . (1 9 3 8 -) : 6 5 . E
C h a m o rr o T u r re z , E d u a r d o (1 9 4 6 -) ; 180.
C h a p lin , G e o r g e <1914-): 2 4 5 . E d ip o : 6 5 ,
C ha l al H iiyuk: 2 6 7 . Editoriales
C h a te a u b r ia n d , Fran<;ois R e n é (1 7 6 8 -1 8 4 8 ) : 178. A d a ra : 2 5 .
C h e n u , M a rie D o m in iq u e ( 1 8 9 5 -): 2 7 9 . A k a d e m ie - V e r la g : 2 3 6 .
C h c r b u ry , H e r b e rt d e : 4 3 . A lb in M ic h e l: 2 5 4 .
C h ic c h a : 2 6 9 . A le a n : 8 1 , 1 8 2 , 184.
C h ild e , V e re G o r d o n (1 8 9 2 -1 9 5 7 ) : 2 3 8 . A lia n z a : 7 1 , 7 2 , 8 2 , 9 0 , 100, 185, 2 2 7 , 2 4 5 , 2 6 7 ,
C hina: 3 9 3 . 3 0 1 ,3 1 4 ,
428 Gustavo Bueno

A p o s to la d o d e la P re n sa : 59. N o g u c r: 2 2 1 , 2 5 0 .
A rie l: 4 8 , 351. N o rth -H o lla n d : 8 7 .
A u b ie r: 4 3 . O m ega: 250, 256.
A y a lg a : 251. O x fo rd U P : 8 8 , 3 0 7 .
A z a n c a : 5 5 , 103. P a id ó s: 2 8 , 1 0 1 ,2 7 1 .
BAC B ib lio te c a A u to r e s C r is tia n o s : 5 9 , 186, 2 3 8 , P a u lin a s : 3 9 6 .
282, 284. P a y o t: 7 9 , 106, 145.
Bae B ib lio te c a A u to re s E s p a ñ o le s : 2 5 9 . P e n ín su la : 9 0 .
B a illié re : 2 2 0 . P e n ta lfa : 10, 18, 3 1 , 5 4 , 179, 2 0 2 , 2 7 1 , 2 7 9 , 324,
B a illy -B a illiü re : 196. 329, 330, 341.
B e a u c h e sn e : 179. P la z a & J a n e s : 2 9 3 .
B ib lio te c a N u e v a : 171. P lo n : 6 5 , 67.
B rill 1 5 4 , 2 7 9 ,3 0 4 P re n tic e -H a ll: 3 9 2 .
C a m b rid g e U P : 2 1 6 , 2 5 7 . P ro m o c ió n C u ltu ra l: 103, 2 2 2 , 2 5 0 .
C a ra lt: 214. P ro g re s o : 54.
C ie n c ia N u e v a : 31. p u f P re s s e s U n iv e rs ita ire s d e F ra n c e : 2 2 , 6 7 , 121,

C la re n d o n P re ss : 6 8 , 80. 236.
C o h é n : 61. R am ón Sopeña: 247.
C o m p a ñ ía I n te rn a c io n a l: 100. R andom H ouse: 30 0 , 314.
C o m e ll U P : 162. R e v is ta d e O c c id en te : 1 6 ,3 6 ,7 4 , 8 0 , 121, 169, 179,
C ris tia n d a d : 3 2 5 . 246, 255.
c s ic C o n s e jo S u p e rio r In v e s tig a c io n e s C ie n tífic a s : R o u lle d g e & K e g a n P a u l: 151.
253, 291. Sal T e rra e : 178.
D a n ie l J o rro : 153, 183. S C M P re ss: 159.
D e s c lé e : 3 2 5 . S e tn p e re : 171.
D unod: 392. S id g w ic k & J a c k s o n : 167.
E c o n : 167. S ig lo x x i: 10 , 2 4 , 6 0 , 7 4 , 2 2 3 , 2 3 1 , 2 3 6 , 2 3 8 , 23 9 ,
e d ic u s a : 279. 252, 255, 269, 403.
E! A lm e n d ro : 3 3 8 . S íg u e m e : 2 3 , 5 4 , 178, 3 9 6 , 3 9 8 .
E l P ro g re s o E d ito ria l: 4 0 8 . S u d a m e r ic a n a : 1 8 7 ,2 5 3 .
E in e c é : 10. T a lle r E d ic io n e s J B : 16.
E n g le w o o d C liffs : 3 1 4 . T a u r u s : 1 4 , 3 2 ,5 0 , 180, 197, 2 8 5 ,3 3 8 .
E s p a s a -C a lp e : 1 8 2 ,2 7 0 . T em as d e H oy: 66.
eudeba: 78. T h am es & H udson: 252.
Fax: 54, 337. U llste in : 2 4 7 .
fc e F o n d o C u l tu r a E c o n ó m ic a : 5 0 , 6 7 , 7 4 , 8 0 , U n iv e rs id a d M e n é n d e z P e la y o : 5 4 .
15 7 ,1 8 0 , 2 2 0 , 2 5 3 , 2 7 9 . U n iv e rs ity o f C h ic a g o P re ss : 2 2 0 .
F lo rs: 5 4 , 3 3 7 . U n iv e rs ity o f I llin o is P re ss : 7 2 .
F o n ta n e lla : 2 1 6 . V e rb o D iv in o : 7 1 .
F ra n z S te in e r: 180. V ic to r ia n o S u á re z : 157.
F u n d a c ió n A lf o n s o C o m ín : 3 9 9 . W id m a n n : 8 0 .
F u n d a c ió n J u a n M a rc h : 4 8 . Y a le U P : 71.
G a llim a rd : 2 0 , 3 5 , 8 0 , 106. E fe so : 2 1 , 105, 1 5 6 ,3 0 6 .
G e o r g e A lie n & U n w in : 1 4 ,2 1 8 . E g ip to : 7 4 , 16 9 , 2 3 3 , 2 6 7 , 2 7 6 , 3 0 3 .
G re d o s : 14. E ib l- E ib e s f e ld t, I re n a u s : 2 1 6 , 2 5 6 .
G u a d a rra m a : 190, 2 5 2 . E in s te in , A lb e rto (1 8 7 9 -1 9 5 5 ) : 15, 18, 121.
H e rd e r: 24. E is s fe ld t, O tto : 2 3 6 .
H ip e ríó n : 1 16. E l B oquerón: 256.
H o lt R in e h a t & W in s to n : 65. E i C a iro : 1 6 1 ,2 6 8 .
Jú c a r: 2 0 2 . E l J u y o : 105, 1 1 7 , 2 5 1 ,2 9 9 .
K a iró s: 2 2 7 . E l P a lm a r d e T r o y a : 6 6 .
L a G a y a C ie n c ia : 2 8 0 . E le u sis : 3 8 4 .
L a P lé y a d e : 2 0 0 . É lia d e , M irc é a (1 9 0 7 -1 9 8 6 ) : 10 6 , 3 5 2 .
L a b o r: 8 0 , 2 1 4 ,2 1 8 , 3 1 0 . E lv ir a : 7 2 .
M a c M illa n : 14, 1 5 9 ,2 1 6 . E lla c u ría , I g n a c io (1 9 3 0 -1 9 8 9 ) : 178.
M a rie tti: 157. E m p é d o c le s (4 8 3 -4 3 0 a .n .e .): 170, 2 9 2 , 3 3 4 .
M a rtín e z R o c a : 167. E n g e ls , F e d e ric o ( 1 8 2 0 -1 8 9 5 ): 2 3 , 6 7 , 7 0 , 2 3 8 , 2 3 9 .
M in u it: 159. E n n io ( 2 3 9 -1 6 9 a .n .e .) ; 3 3 8 .
M o h r: 80. E n riq u e d e P o rtu g a l (1 3 9 4 -1 4 6 0 ) : 2 9 1 .
M o n d a d o ri: 9 , 6 4 , 3 1 9 , 4 0 3 . E n riq u e v m (1 5 0 9 -1 5 4 7 :) 3 0 8 .
M o u to n : 13. E p ic u ro ( 3 4 1-2 7 0 a .n .e .) : 3 6 , 17 8 , 3 4 1.
N e w Y o rk : U P 14, 28. E pona: 277.
El anim al divino 429

E m o u t , A .: 3 5 0 . F re u d , S ig m u n d (1 8 5 6 -1 9 3 9 ): 6 5 , 7 9 ,9 8 , 171, 1 7 2 ,2 3 4 ,
E s c o t o E r iú g e n a , J u a n (8 1 0 -8 7 7 ) : 14. 38 5 .
E s c u la p i o : 3 3 8 . F re u d e n th a l, H a n s ( 1 9 0 5 -): 87.
E s i u n il , A n n e -M a ric : 2 3 1 . F re y a : 2 1 , 2 2 .
E s o p o ( s ig lo v i a .n .e .): 2 7 5 . F re y r: 2 0 .
E s p a ñ a : 3 5 ,4 2 ,6 4 ,1 2 0 ,1 8 5 ,2 7 7 ,2 8 4 ,3 1 4 ,3 1 4 ,3 8 3 ,3 9 8 . F rie d , M o rto n H e rb e rt ( 1 9 2 3 -1 9 8 6 ): 2 3 9 .
E s p in o s a , B e n ito (1 6 3 2 -1 6 7 7 ): 3 6 , 4 6 ,4 9 , 1 1 5 - 1 3 8 , 2 8 2 , F rig g a : 2 1 .
3 2 1 ,3 2 4 , 332. F ro b e n iu s , L e o ( 1 8 7 3 -1 9 3 8 ): 3 5 5 .
E s l a c i o , P u b lio P a p in io (4 5 -9 6 ): 15. F u e n te la p e ñ a , A n to n io d e (1 6 2 8 -1 7 0 2 ): 199.
E s ta m b u l: 2 9 3 . F u lle r, J. L .: 2 2 0 .
E s te lla : 7 1 . F u s té A ra , M ig u e l: 2 5 0 .
E s t r a b ó n (6 3 a .n . e .- 19): 2 9 2 .
E s tr a s b u r g o : 2 3 6 .
E u c l id e s ( 4 5 0 -3 8 0 a .n .e .) : 7 8 . G
E u d e m o : 124.
E u d o x i o d e C n id o (4 0 8 -3 5 5 a .n .e .): 3 2 . G a b rie l: 2 8 8 .
E u fr a te s : 2 6 8 . G a d a m e r , H a n s -G e o rg e (1 9 0 0 -): 2 5 6 .
E u l e r , L e o n h a rd ( 1 7 0 7 -1 7 8 3 ): 3 5 9 , 3 7 0 , 3 7 3 . G a h s , A .: 2 4 7 .
E u r íp id e s ( 4 8 0 -4 0 6 a .n .e .) : 1 9 9 , 2 8 3 . G a lile o G a lile i ( 1 5 6 4 -1 6 4 2 ): 3 2 7 .
E u tif r ó n : 3 1 9 , 3 2 4 . G a lto n , F r a n c is ( 18 2 2 - 1 9 1 1 ): 2 5 7 .
E u ro p a : 308, 332. G a ll, F ra n z J o s e p h (1 7 5 8 -1 8 2 8 ): 1 9 ,6 4 .
E u s e b io d e C e s a re a (2 6 5 -3 3 9 ) : 3 3 8 , 3 5 6 . G a n e s a : 129.
E u s ta c io d e S e b a s te ( s ig lo iv ): 5 9 , 14 1 , 2 9 3 , 2 9 9 , 3 0 5 . G a n g r e s : 141, 3 0 5 .
E u z k a d i: 3 9 8 . G a o s G o n z á le z - P o la , J o s é ( 1 9 0 0 -1 9 6 9 ): 2 7 9 .
E v a: 2 0 1 , 327. G a r a u d y , R o g e r ( 1 9 1 3 -): 3 9 5 .
E v a n s -P ritc h a r d , E d w a rd E v a n ( 1 9 0 2 -1 9 7 3 ): 2 2 , 6 0 ,6 8 , G a r c ía B e llid o , A n to n io ( 1 9 0 3 -1 9 7 2 ): 2 4 6 .
7 0 ,7 3 ,2 1 5 ,2 7 6 , 280. G a r c ía d e la M o ra , J . M .: 80.
E v é m e r o d e M e s e n e (Jl. 3 0 0 a .n .e .): 11 8 , 161, 170, 171, G a r d n e r, B e a trix T o lm a n ( 1 9 3 3 -) & R . A lie n (1 9 3 0 -):
172 , 185, 190, 3 2 9 , 3 3 3 , 3 3 7 -3 4 0 . 1 8 5 ,2 2 2 .
E z e q u ie l: 167, 168, 3 8 5 ,3 8 6 . G a u n iló n ( -1 0 8 3 ): 3 7 9 .
G e h le n , A rn o ld ( 1 9 0 4 -1 9 7 6 ): 17 5 , 176, 177, 2 0 3 ,2 7 9 .
G e lio , A u lo ( 1 2 5 -1 7 5 ): 2 0 7 .
F G e o r g iu s , F ra n c is c u s : 157.
G e r s ó n id e s , L e v í b e n G e rs ó n ( 1 2 8 8 -1 3 4 4 ): 121.
F e d e r ic o i B a r b a r r o ja ( l 1 2 3 -1 1 9 0 ): 2 9 0 . G e r u n d io d e C a m p a z a s , F ra y (1 7 5 8 ): 2 8 7 .
F e lip e 11 (1 5 2 7 -1 5 9 8 ) : 6 6 . G ie s se n : 7 5 .
F e r n á n d e z d e O v ie d o , G o n z a lo (1 4 7 8 -1 5 5 7 ) : 2 5 9 . G ils o n , É tie n n e ( 1 8 8 4 -1 9 7 8 ): 14.
F e r g u s s o n , J a c o b o ( 1 8 0 8 -1 8 8 6 ) : 18 3 , 184. G in e b r a : 3 1 4 .
F e r ra te r M o ra , J o s é (1 9 1 2 -1 9 9 1 ) : 3 1 4 , 3 2 9 . G o b lc t d ’A lv ie lla , E u g e n io ( 1 8 4 6 -1 9 2 5 ): 2 0 , 5 3 , 349,
F e s to , S e x to P o m p e y o (/7 . 1 0 0 -4 0 0 ): 15 2 , 3 5 0 . G o d e lie r , M a u ric e ( 1 9 3 4 -): 2 4 , 2 5 , 7 0 .
F e s tu g ic re , A n d r e - J e a n (1 8 9 8 -1 9 8 2 ) : 3 5 1 . G o e th e , J o lia n n W o lf g a n g v o n (1 7 4 9 -1 8 3 2 ): 179.
F e u e rb a c h , L u d w ig A n d r e a s (1 8 0 4 -1 8 7 2 ) : 2 3 , 5 2 , 107, G o g a r te n , F rie d r ic h ( 1 8 8 7 -1 9 6 8 ): 3 2 6 .
17 1, 172, 175, 176, 186 , 2 0 8 , 3 1 5 , 4 0 4 , 4 0 7 . G o ld a m m e r, K u rt (1 9 1 6 -): 80.
F ic h te , J u a n T e ó f ilo (1 7 6 2 -1 8 1 4 ) : 9 1 , 1 7 5 , 2 0 8 ,4 0 9 . G o ld á ra z , C a r lo s G a rc ía : 5 4 , 3 3 7 .
F ic in o , M a rs ilio (1 4 3 3 -1 4 9 9 ) : 2 4 3 . G om be: 222.
F iló n d e A le ja n d r ía (2 5 a .n .e .-5 0 ): 3 3 4 , 3 8 5 . G ó m e z C a f fa r e n a , J o s é ( 1 9 2 5 -): 4 8 .
F in d la y , J o h n N ie m a y e r ( 1 9 0 3 -): 4 7 , 5 0 , 15 9 , 16 3 , 3 7 2 . G ó m e z -T a b a n e r a , J o s é M a n u e l ( 1 9 2 6 -): 1 9 0 ,2 7 1 .
F irth , R a y m o n d W illia m (1 9 0 1 -): 2 1 8 . G o n z á le z E c h e g a ra y , J o a q u ín : 10 5 , 2 5 1 ,2 9 9 .
F la m m a rio n , C a m ilo (1 8 4 2 -1 9 2 5 ) : 4 5 . G o n z á le z H o lg u in , D ie g o ( 1 5 5 2 -1 6 1 8 ): 2 3 9 .
F le w , A n to n y ( 1 9 2 3 -) : 5 0 , 1 5 9 , 3 2 3 , 3 2 9 . G o n z á le z N o rie g a , S a n tia g o ( 1 9 4 2 -): 173.
F lo r e n c ia : 2 9 1 . G o o d a ll, J a n e ( 1 9 3 4 -): 2 2 1 , 2 2 2 , 2 2 4 .
F o g a z z a r o , A n to n io ( 1 8 4 2 - 1 9 1 1): 4 0 2 . G o r g o n a : 17.
F o r d e , C y ril D a ry ll ( 1 9 0 2 -): 157. G o th a : 3 9 7 .
F o u c a u lt, M ic h e l (1 9 2 6 -1 9 8 4 ) : 3 5 . G o u ld n e r, A lv in W a rd ( 1 9 2 0 -): 9 0 .
F o x , R o b in (1 9 3 4 -) : 2 1 7 . G o y a , F r a n c is c o d e (1 7 4 6 -1 8 2 8 ) : 1 9 1 ,2 2 5 , 2 5 0 .
F r a ijó N ie to , M a n u e l: 3 2 5 . G r a m s c i, A n to n io ( 1 8 9 1 -1 9 3 7 ): 2 3 , 159.
F r a n c is c o d e A s ís , S a n ( 1 1 8 2 -1 2 2 6 ) : 6 6 , 2 9 2 . G ranada: 59.
F r a n k fo r t, H e n ri (1 8 9 7 -1 9 5 4 ) : 7 4 , 1 6 9 ,2 6 7 . G r a n a d a , F ra y L u is d e ( 1 5 0 4 -1 5 8 8 ): 3 2 2 .
F r a z e r , S ir J a m e s G e o r g e ( 1 8 5 4 -1 9 4 1 ) : 15, 2 1 , 5 9 , 7 4 , G r a tr y , A lp h o n s e ( 1 8 0 5 -1 8 7 2 ): 159, 1 6 2 ,3 5 2 .
109, 2 5 1 ,2 9 9 . G r e c ia : 10 8 , 3 5 1 .
F r e e m a n , L e s lie G .: 105 , 2 5 1 , 2 9 9 . G r e e n b a n k : 8 7.
F r e g e , G o ttlo b (1 8 4 8 -1 9 2 5 ) : 3 6 8 , 3 6 9 , 3 7 2 , 3 7 5 . G r e g o r io N ic e n o , S a n ( 3 3 5 -3 9 4 ): 2 8 5 .
430 Gustavo Bueno

G re lo t, P ie rre (1 9 1 7 -): 3 2 7 . H e u s c , G e o rg e : 3 1 4 .
G re y , G e o rg e ( 1 8 1 2 -1 8 9 8 ): 74. H e w e s, G o r d o n W in a n t ( 1 9 1 7 -): 103.
G r ü n b e rg , K o c h : 248. H ieracópolis: 3 16.
G rü n d le r, O tto : 94. H ila rio , S a n ( 3 1 7 -3 6 6 ): 157.
G u a d a lu p e : 2 7 5 . H ín d e , R o b e rt A .: 2 5 7 .
G u a te m a la : 2 0 7 . H in tik k a , K a a rlo J a a k k o J u h a n i ( 1 9 2 9 -): 3 6 9 , 3 7 1.
G u g líe lm í, N íld a : 78. H ispa nía: 2 5 3 .
G u ille r m o d e O c c a m (1 2 9 8 -1 3 4 9 ): 3 2 9 . H itc h c o c k , A lfre d (1 8 9 9 -1 9 8 0 ) : 3 1 4 .
G u n k e l, M erm ann (1 8 6 2 -1 9 3 2 ): 4 7 . H o b b e s , T h o m a s (1 5 8 8 -1 6 7 9 ) : 121, 1 9 7 ,2 1 3 .
G u s in d e , M a rtin ( 1 8 8 6 -1 9 6 9 ): 9 6 , 2 4 7 . H o la n d a : 116, 120, 154.
G u tié r r e z M e rin o , G u s ta v o ( 1 9 2 8 -): 178, 3 9 8 . H o lb ach , Paul H en ri, B aró n d e (1 7 2 5 -1 7 8 9 ): 1 5 ,2 4 3 ,2 8 2 ,
H o ld e rlin , J o h a n n C h ristia n F rie d ric h (1 7 7 0 -1 8 4 3 ): 35 6 .
H o m e ro (s ig lo ix a .n .e .) : 186, 199.
H H o n o rio d e A u tu n ( -1 1 3 0 ): 2 8 8 .
H o ra c io F la c o , Q u in to (6 5 -8 a .n .e .): 7.
H adad: 271. H o ru s : 2 3 9 , 3 1 5 .
H a d e s: 3 8 3 . H o s p e rs , J o h n ( 1 9 1 8 -): 4 8 .
H a d ria n u s , C a rd e n a l: 14. H o y le , S ir F r e d ( 1 9 1 5 -): 2 9 3 .
H a e c k e l, E rn s t ( 1 8 3 4 -1 9 1 9 ): 2 4 5 . H o y o s S á in z , L u is d e ( 18 6 8 - 19 5 1 ): 196.
H a fc z , E ls a y e d S a a d E Id in (1 9 2 2 -): 2 2 0 . H u e rg a M e lc ó n , P a b lo ( 1 9 6 6 -): 4 1 1 .
H am burgo: 326. H u ffm a n , M ic h a c l A .: 2 4 7 .
H a m ilto n , W illia m :2 7 9 . H u g in : 3 6 3 .
H a n n ó n (.siglo v a .n .e .): 2 i 4. H u itz ilo p o c h tli; 2 7 4 , 3 0 3 .
H anum an: 98, 267. H u iz in g a , J o h a n ( 1 8 7 2 -1 9 4 5 ): 6 7 .
H a rd y E .: 5 4 . H u ls b o s c h , A n s f r ie d ( I 9 I 2 - ) : 3 2 8 .
H a ré , R ic h a rd M e rv in ( I 9 I 9 - ) : 4 7 , 114. H u m e , D a v id (1 7 1 1 -1 7 7 6 ): 4 7 , 122, 135, 166, 3 0 5 , 30 6 ,
H a rn a c k , A d o lf v o n ( 1 8 5 1 -1 9 3 0 ): 7 5. 372.
H a rris, M a rv in (1 9 2 7 -): 2 5 ,7 1 , 100, 101, 146, 2 3 4 ,2 3 8 , H unab K u: 269, 302.
3 1 6 , 406. H u x lc y , A ld o u s L e o n a rd (1 8 9 4 -1 9 6 3 ) : 3 1 9 .
I la r tm a n n , N ic o la i (1 8 8 2 -1 9 5 0 ): 2 0 3 , 2 0 8 , 3 3 0 . H u x le y , J u liá n S o re ll (1 8 8 7 -1 9 7 5 ) : 2 1 6 .
H a s e n ja g e r: 369. H y m ir: 3 6 3 .
H a lh o r: 156, 1 6 9 , 2 7 1 ,2 7 2 , 3 1 5 .
H a ttu sa s : 20.
H a y d n , F ra n z J o s e p h ( 1 7 3 2 -1 8 0 9 ): 3 33. i
H é c a te : 7 8 , 2 6 7 .
H e c á te o d e A b d e ra (s ig lo iv a.n .e.)'. 3 3 7 ,3 3 8 . Ib is : 129.
H e d ig e r, H e in i: 2 2 2 . Ib n G a b iro l, S a lo m ó n ( 1 0 2 0 -1 0 5 9 ): 157, 166, 167.
H e g e l, J o rg e G u ille r m o F e d e ric o ( 17 7 0 -1 8 3 1 ); 3 6 , 4 4 , Ib n K a lb i (s ig lo v m ): 9 6 .
4 6 , 8 2 , 1 16, 126, 134, 135, 148, 171, 173, 175, 176, I m a z E c h e v a rr ía , E u g e n io (1 9 0 0 -1 9 5 1 ) : 6 7 .
203, 252, 284, 285, 328, 396. Im d u g u d : 148.
H e id c g g e r, M a rtin ( 1 8 8 9 -1 9 7 6 ): 4 7 , 2 7 9 . in d ia : 2 0 , 2 5 , 7 1 , 2 1 4 , 2 6 7 , 2 8 2 .
H e im b e c k , R a c b u r n e S e e le y : 14. In d ra : 2 0 , 2 6 7 .
H c in e n , H e in z D ie te r: 25. In g la te rr a : 3 0 8 .
H e k e t: 3 1 6 . Irak'. 2 9 3 .
H e lió p o lis: 316. Ire n e o , S a n (1 2 5 -2 0 2 ) : 9 0 .
H e lio s: 3 5 3 . I rla n d a : 2 1.
H e lm h o ltz , H e r m a n n L u d w ig F e r d in a n d v o n ( 1 8 2 1 - Isa ía s ( s ig lo v m a .n .e .): 3 2 4 , 3 8 5 .
1894): 2 0 8 . I s id o ro d e S e v illa , S a n (5 6 0 -6 3 5 ) : 3 3 8 , 3 5 6 , 4 0 2 .
H e lv é tiu s , C la u d io - A d r iá n (1 7 1 5 -1 7 7 1 ): 2 1 0 , 2 4 3 . Isis: 2 7 6 .
H e p a t: 2 6 7 . Isr a e l: 137, 3 8 5 , 3 8 6 .
H e ra c le s : 2 0 , 3 3 9 . ¡th a c a : 162.
H e ra c lio 1 (5 7 5 -6 4 1 ): 2 7 5 . Itz a n N a: 9 3 , 2 6 9 ,3 0 2 .
H e rb e rt d e C h e rb u ry , E d w a rd (1 5 8 3 -1 6 4 8 ): 121.
H é rc u le s : 8 6 , 1 9 1 ,3 3 8 .
1le rd e r, J o h a n n G o ttfrie d ( 1 7 4 4 - 18 0 3 ): 3 7 , 12 6. J
H e rm a n n , J o h a n n W ilh e lm ( 1 8 4 6 -1 9 2 2 ): 1 4 ,4 7 .
H e rm ó te m e s d e C la z o m e n e (s ig lo iv a .n .e .): 3 6 0 . J a b lo n s k i, N in a G .: 2 4 5 .
H e ro d o to (4 8 4 -4 2 5 a .n .e .): 3 0 3 . Jaco b : 4 2 ,9 4 , 390.
H e rv d s y P a n d u ro , L o r e n z o ( 1 7 3 5 -1 7 4 9 ): 54. J a c o b , L u is E n riq u e (1 7 5 9 -1 8 2 7 ) : 3 2 9 .
H e s io d o (s ig lo v m a .n .e .): 28. J a c o b i, F rie d r ic h H e in ric h (1 7 4 3 -1 8 1 9 ) : 121.
H e s s , M o s e s (1 8 1 2 -1 8 7 5 ): 24. J a c o b o ii d e In g la te r r a (1 6 3 3 -1 7 0 1 ) : 3 0 6 .
H e s s e n , J o h a n n e s ( 1 8 8 9 -): 8 0 , 9 4 , 145. J a e g e r , W e m e r (1 8 8 1 - 19 6 1 ): 2 7 9 .
FJ anim al divino 431

Ja fe t: 340. K in d e r, E rn st: 3 2 6 .
J á m b lic o d e C a lc is ( 2 4 0 -3 2 5 ): 119. K in g -K o n g : 31 3 .
Jam e s, Edw in Oliver (1886-): 8 1 ,1 9 0 ,2 5 0 ,2 5 2 ,2 9 9 ,3 0 0 . K la u s , G .: 6 7 , 70.
J-m ic s, W illiam (1 8 4 2 -1 9 1 0 ) : 4 7 , 6 4 , 9 4 . K o e n ig s w a ld , G u s ta v H e in ric h R a lp h v o n : 2 5 0 .
j ' a n e t , P ierre (1 8 5 9 -1 9 4 7 ) : 16. K o fm a n , S a ra h : 16.
J a n i k , A lia n : 50. K o lo s im o , P e te n 1 6 7 ,2 9 3 .
J a s p e rs , K a rl (1 8 8 3 -1 9 6 9 ) : 8 5 , 3 2 6 , 3 5 9 . K íin ig , F ra n z (1 9 0 5 -): 9 6 , 2 8 2 .
J a u r e s , J e a n (1 8 5 9 -1 9 1 4 ) : 2 3 . K o p p e rs , W ilh e lm (1 8 8 6 -1 9 6 1 ): 9 6 .
J e h o v á : 8 6 , 137. K o rth o lt, C h r is tia n (1 6 3 3 -1 6 9 4 ): 121.
J e n ó fa n e s (5 7 0 -4 7 0 a .n .e .): 3 2 9 , 3 3 3 . K o rtla n d t, A .: 197.
Je n s e n , A d o lf E llc g a r d (1 8 9 9 -1 9 6 5 ) : 180, 1 8 2 ,2 6 5 . K o s tle r, A lfre d : 314 .
J e r j e s (5 1 9 -4 6 5 a .n .e .): 2 0 7 . Krapina: 192, 2 1 4 .
J e ró n im o , S a n (3 4 0 -4 2 0 ) : 7 8 , 3 2 6 . K ü n g , H a n s ( 1 9 2 8 -): 122, 177.
J e ru s a lé n : 7 5 , 2 8 4 , 38 5 . 386. K u tk a : 153.
J e s i , F u r io : 8 0 , 180. K w a k iu tl: 2 5 3 .
J e s u c r is to : 4 6 , 2 8 2 . K w o th : 7 0 , 2 3 0 .
J e s ú s : 1 2 1 , 135, 1 7 3 ,2 4 3 , 2 8 0 , 3 2 6 ,3 3 8 .
J e v o n s , F ra n k B y r o n ( 1 8 5 8 -): 182.
J im é n e z N u ñ e z , A lfre d o : 2 7 0 . L
J i ñ a ( V a r d h a m a n a M a h a v ira ): 2 3 6 , 2 8 2 .
J n u n : 129. L a C oniña: 2 5 .
J o a q u ín d e F io re (1 1 4 5 -1 2 0 2 ) : 3 9 5 . L a Española-, 2 5 9 ,
Jo b : 302, 385. La Ilaya: 13.
J o e l, M .: 121. La M eca : 2 8 0 .
J o r d á C e r d á , F r a n c is c o (1 9 1 4 -): 2 5 1 . L aak , H erm an n o van: 323.
J o s u é : 6 0 , 122, 1 3 7 ,3 2 1 . L a b e rth o n n i^ r e , L u d e n (1 8 6 0 -1 9 3 2 ): 4 0 2 .
J u a n C r is ó s to m o , S a n (3 4 4 -4 0 7 ) : 2 3 8 . L a c ta n c i o F i r m ia n o (/7. 2 5 0 ) : 8 2 , 9 1 , 2 4 2 , 3 3 8 , 3 5 0 ,
J u a n d e la C ru z , S a n (1 5 4 2 -1 5 9 1 ): 5 9 ,9 3 , 132, 158, 187, 356.
250. L a F a r g e , O .: 2 0 7 .
J u a n E v a n g e lis ta , S a n (s ig lo 0 : 3 0 6 . L a fita u , J o s é F ra n c is c o ( 1 6 7 0 -1 7 4 0 ): 4 4 .5 4 .
J u a n d e L e y d e n (1 5 1 0 -1 5 3 6 ) : 3 0 7 . L a n a , J o s é L u is : 2 1 4 .
J u a n M a n u e l, D o n (1 2 8 2 -1 3 4 8 ) : 2 8 8 . L a n c z k o w s k i, G u n te r: 80.
J u a n d e S a n to T o m á s IP o in s a tJ (1 5 8 9 -1 6 4 4 ) : 2 9 0 , 3 2 4 , L a n g , A n d re w (1 8 4 4 -1 9 1 2 ): 182, 2 6 5 , 3 5 6 .
367. L a n g e r, F .: 182.
J u n g , C a r lo s G u s ta v o (1 8 7 5 -1 9 6 1 ) : 180. Laoclicea: 2 8 2 .
J ú p ite r: 2 0 , 1 8 3 , 3 4 0 ,3 5 6 . L m c a it v. 8 1 ,2 5 0 .
J u s tin o , S a n (1 0 5 -1 6 5 ): 14, 3 3 1 . L c a c h , E d n iu n d : 2 5 5 .
L e a ry , T im o th y ( 1 9 2 0 -): 3 1 9 .
L c d e s m a , P e d r o d e ( 1 5 4 4 -1 6 1 6 ): 3 6 7 .
K L e e n h a rd : 3 6 0 .
L e c n h o ff: 121.
K am chatka: 153. L e e u w , G e rn rd u s v a n d e r (1 8 9 0 -1 9 5 0 ): 80.
K a n e , R .: 3 6 5 . Leibniz, Gottfried Wilhelm (1 6 4 6 -1 7 1 6 ): 3 2 ,2 0 8 , 3 6 5 ,
K a n !, I n m a n u c l (1 7 2 4 -1 8 0 4 ) : 1 4 , 2 3 , 2 4 , 2 5 , 3 2 , 4 4 , 4 6 , 368, 369, 370.
116, 135, 136, 138, 173 , 17 4 , 17 5 , 2 4 2 , 3 6 8 , 36*)! Leiden: 1 5 4 , 2 1 4 ,2 7 9 , 3 0 4 .
3 7 4 ,3 7 5 . L e n e m b e r g , E ric H .: 2 5 5 .
K an: 96. L e n in , V la d im ir llitc h U lia n o v ( 1 8 7 0 -1 9 2 4 ): 2 3 , 2 4 .
K a rib ú : 2 4 8 L e ó n , F r a y L u is d e ( 1 5 2 7 -1 5 9 1 ): 4 2 , 4 4 , 2 8 4 , 2 8 5 , 2 8 8 ,
K arnak: 2 9 3 , 3 0 2 . 2 90, 291.
K asai: 155, 157. L e ó n d e P e lla ( s ig lo I V a .n .e .) : 3 3 8 ,
K a u ts k y , K a rl J o h a n n (18 5 4 ^ 1 9 3 8 ): 3 9 5 . L érid a : 2 5 1 .
K é d r o v , B o n ifa ti M ija ilo v itc h ( 1 9 0 3 -): 5 4 . L e r o i- G o u r h a n , A n d ré ( 1 9 1 1-): 2 5 4 .
K e lle r , W e rn e r: 3 2 6 . L e R o y , E d u a r d o ( 1 8 7 0 -1 9 5 4 ): 4 7 .
K cm cn y » J. G .: 3 9 2 . L e s s in g , G o tth o ld E p h ra im ( 1 7 2 9 -1 7 8 1 ): 116, 126.
K e m p is , T o m á s d e ( 1 3 7 9 -1 4 7 1 ): 4 0 , 5 9 . Li'trán: 2 8 2 .
K c n n y , K .: 2 6 7 . L e v ia th a n : 3 0 2 , 3 0 8 , 3 8 5 .
K e p le r, J o h a n n e s (1 5 7 1 -1 6 3 0 ) : 15, 1 8 ,2 8 5 . L é v i-S tra u s s , C la u d io (1 9 0 8 -): 6 5 , 7 4 ,8 1 , 111, 1 8 4 ,2 1 3 ,
K e ré n y i, K a rl (1 8 9 7 -1 9 7 3 ) : 2 7 5 . 277.
K eyem e: 248. L é v y - B r u h l, L u c ie n ( 1 8 5 7 -1 9 3 9 ): 3 2 1 .
K hnum : 315.
L e w is , C la re n c e Irv in g ( 1 8 8 3 -1 9 6 4 ): 3 6 8 .
K ic rk e g a a rd , S ttrc n (1 8 1 3 -1 8 5 5 ) : 4 7 , 17 7 , 3 9 7 . Libia: 17.
K in d a ic h i, K y o s u k e : 2 4 6 . Lidia: 2 0 7 , 3 0 3 .
432 Gustavo Bueno

L ie b c rm a n , P h ilip : 2 4 4 , 2 5 5 . M a rte : 2 0 , 7 4 , 8 6 , 2 6 7 , 3 5 5 .
L in n c o , C a r lo s d e ( 1 7 0 7 -1 7 7 8 ): 8 0 , 175, 17 9 , 193, 194, M a rtín e z V e ig a , U b a ld o : 2 5 .
195, 196, 1 9 8 ,2 1 4 . M a ru t: 2 0 , 2 6 7 .
L ip s io , J u s to (1 5 4 7 -1 6 0 6 ): 2 4 3 . M a rx , C a r lo s ( 1 8 1 8 -1 8 8 3 ): 2 3 , 2 4 , 2 5 , 4 2 , 9 8 , 120, 136,
L iv io , T ito (5 9 a .n .e .-1 7 ): 154. 2 0 4 ,2 1 3 ,2 3 9 ,3 9 6 ,3 9 7 ,4 0 7 .
L o b e l, M a te o d e ( 1 5 3 8 -1 6 1 6 ): 180. M a te R u p é re z , M a n u e l R e y e s : 2 3.
L o c k e , J o h n ( 1 6 3 2 -1 7 0 4 ): 4 3 , 2 4 3 , 3 4 5 . M a u c la ir, C a m ilo ( I 8 7 2 - ) : 3 5 5 .
L o is y , A lfre d ( 1 8 5 7 -1 9 4 0 ): 177, 2 7 1 , 3 8 4 ,4 0 2 . M a u ss , M a rc e l ( 1 8 7 2 -1 9 5 0 ): 6 7 , 145.
L o k i: 2 1 , 3 6 3 . M á x im o d e T iro (s ig lo n ): 156.
Londres: 1 4 ,5 0 , 1 5 1 ,1 5 9 , 1 6 7 ,2 1 8 , 2 2 0 , 2 5 2 ,2 7 9 , 2 8 0 , M c L e n n a n , J .F .: 7 4.
307, 323. M edam ud: 3 0 2 .
L o n g , J .: 74. M edina deI Campo-, 2 4 9 , 2 9 2 .
L ó p e z B a lle s te ro s , L .: 171. M editerráneo: 8 6 , 2 6 7 .
L ó p e z d e C o g o llu d o , D ie g o ( 1 6 1 0 - 16 8 6 ): 30 2 . M e g a s th e n e s (//. 3 3 0 -3 2 3 a .n .e .): 2 1 4 .
L o re n z , K o n ra d ( 1 9 0 3 -1 9 8 9 ): 3 1 0 . M e ille t, A . ( - 1 9 3 6 ) : 3 5 0 .
L o re n z o , M a n u e l F . ( 1 9 5 4 -): 116, 179. M e in o n g , A le x iu s v o n ( 1 8 5 3 -1 9 2 1 ): 3 6 9 , 3 7 5 .
L oudun: 2 9 3 . M éjico: 4 2 , 5 0 , 6 7 , 7 4 , 8 0 , 157, 168, 178, 1 8 0 ,2 2 0 ,2 3 9 ,
L o v e jo y , A r lh u r O n c k e n ( 1 8 7 3 -1 9 6 2 ): 2 0 8 . 25 3, 2 5 9 ,2 7 0 , 279.
L o w ie , R o b e rt H a rry (1 8 8 3 -1 9 5 7 ): 7 2 , 7 6 , 7 9 . M e lk a r: 86.
L u b a c , H e n ri d e , S .J. ( 1 8 9 6 -): 4 1 , 4 3 , 4 6 . M e n e la o : 110.
L u b b o c k , S ir J o h n ( 1 8 3 4 -1 9 1 3 ): 153, 1 8 3 ,2 1 6 ,2 1 7 . Menéndez Pelayo, Marcelino ( 1 8 5 6 -1 9 1 2 ): 29 2 .
L u c a s , S a n (s ig lo r); 2 9 1 . M esopotam ia: 2 6 7 .
L u c k m a n n , T h o m a s : 82. M e tz , J o h a n n B a p tis t (1 9 2 8 -): 13 3 , 178, 3 9 6 .
L u c re c io C a ro , T ito ( 9 6 -5 5 a .n .e .): 153, 3 2 9 . M id g a rd : 3 6 3 .
L u g : 21. M ilán: 30 0 .
L u g a lz a g g is i: 148. M in : 2 7 1 .
L u le ro , M a rtin ( 1 4 8 3 -1 5 4 6 ): 9 0 , 187, 3 0 6 . M in e ta p h ( 1 2 3 2 -1 2 2 4 a .n .e .): 2 3 6 .
L u x e m b u rg o , R o s a (1 8 7 1 -1 9 1 9 ): 23. M itani: 2 0 , 2 6 7 .
L u z b e l: 286. M ith ra : 2 0 , 27 1 .
Lyon: 157, 3 6 7 . M o c te z u m a : 42.
M o g k , E u g e n ( 18 5 4 -): 2 1, 123.
M o is é s : 135, 2 0 1 , 2 3 6 , 2 4 3 , 2 5 0 , 2 7 5 , 2 8 0 , 3 8 5 , 38 6 .
M M o lin a , L u is d e ( 1 5 3 5 -1 6 0 1 ): 3 6 8 ,
M o ltm a n n , J ü rg e n : 133, 3 9 6 .
M a c ln ty rc , A la s d a ir C h a lin e r s ( 1 9 2 9 -): 5 0 , 159, 3 2 3 . M o n o d , J a e q u e s ( 1 9 1 0 -1 9 7 6 ): 4 0 9 .
M a c L e n n a n , J u a n F e rg u so n ( 1 8 2 7 -1 8 8 1 ): 182. M o n t: 2 6 8 .
M a c h a d o y A lv a re z , A n to n io ( 1 8 4 8 -1 8 9 2 ): 4 0 8 . M o n te s q u ie u , C h a r le s d e S e c o n d a t, B a r ó n d e ( 1 6 8 9 -
M adagascar: 3 6 1 . 1 7 5 5 ): 102.
Madrid-, 9 , 10, 14, 1 6 , 2 4 , 3 1 , 3 2 , 3 6 , 4 8 , 5 0 , 5 4 , 5 9 , 6 0 , M o n tg o m e ry W a tt, W .: 2 8 0 .
6 4 , 6 6 , 7 1 , 7 2 , 7 4 , 8 0 , 8 2 , 9 0 , 100, 1 16, 121, 153, M o o re , O rn a r K .: 25.
157, 169, 171, 179, 182, 183, 185, 190, 196, 197, M o ra n d , P .: 2 0 8 .
202, 223, 227, 231, 236, 238, 245, 246, 252, 255, M o rg a n , L e w is H e n ry ( 1 8 1 8 -1 8 8 1 ): 103, 2 3 8 , 23 9 .
267, 270, 279, 282, 284, 285, 291, 301, 314, 319, M o rris , D e s m o n d ( 1 9 2 8 -): 10, 197.
325, 337, 338, 344, 396, 403, 408. M oscú: 5 4 .
M ahom a: 42, 89, 243, 280. M osul: 23 6 .
M a im ó n id e s ( 1 1 3 5 -1 2 0 4 ): 121, 157, 166, 2 9 2 . M o z a rt, W o lf g a n g A m a d e u s ( 17 5 6 - 17 9 1): 3 3 3 , 3 5 5 .
M a is tre , J o s e p h d e (1 7 5 3 -1 8 2 1 ): 9 6 . M u g u e rz a C a r p in tie r , J a v ie r (1 9 3 9 -): 4 8 , 94.
M a lc o lm , N o rm a n ( 1 9 1 1-): 5 1 , 9 4 , 159, 160, 163, 3 6 5 , M íih le n , H e rib e rt: 2 7 9 .
378, 379. M ü lle r, C a r lo s O tfrie d ( 1 7 9 7 -1 8 4 0 ): 179, 27 5 .
M a lc b ra n c h e , N ic o lá s (1 6 3 8 -1 7 1 5 ): 13, 116, 159, 196, M ü lle r, F e d e ric o M a x ( 1 8 2 3 -1 9 0 0 ): 5 4 , 2 7 2 , 2 7 8 , 35 6 .
205, 240, 352. M u m fo rd , L e w is ( 1 8 9 5 -1 9 9 0 ): 8 5 , 30 1 .
M a lin o w s k i, B ro n is la w K . ( 1 8 8 4 -1 9 4 2 ): 6 7 , 2 7 4 . M unich: 3 2 5 , 3 2 6 .
M a ltiw a z a : 20. M u n in : 3 6 3 .
M a lla rt G u im e rá , L u is ( I 9 3 2 - ) : 100. M u rd o c k , G e o r g e P e te r ( I8 9 7 - ) : 2 5 3 .
M a n g a s M a n ja rré s , J u lio : 2 1 , 7 2 , 153. M u rra , J o h n V .: 2 3 9 .
M a o T s e T u n g ( 18 9 3 -1 9 7 6 ): 23. M u rra y , G ilb e r t ( 1 8 6 6 -1 9 5 7 ): 180.
M a r Rojo: 137, 2 3 6 .
M a rc ió n d e S ín o p e (8 5 -1 6 5 ): 90.
M a rd o n e s , J o s é M a ría : 4 8 . N
M a rg a le f, R a m ó n : 2 1 4 .
M a ría : 6 0 , 105, 1 0 6 ,2 8 4 , 3 2 6 , 3 9 2 . N a b u c o d o n o s o r ( 6 0 0 a .n .e .) : 2 3 6 .
M a ría s A g u ile ra , J u liá n ( 1 9 1 4 -): 36. N a p ie r, J u a n ( 15 5 0 - 1 6 1 7 ): 5 6 .
E l anim al d ivin o 433

js ja p o le ó n i ( 1 7 6 9 -1 8 2 1 ) ; 2 9 0 . p
m asa: 87.
js la s a ty a ; 2 0 . P a b lo , S a n (1 -6 7 ): 14, 2 8 , 4 0 , 5 9 , 3 3 4 , 3 3 8 .
N a z a r e t: 3 2 6 . P aderborn: 279.
N e a n d e r th a l : 145, 2 1 4 , 2 4 4 , 3 4 4 , 3 4 5 . P a fla g o n ia : 3 0 5 .
f s le k h b c t: 3 1 6 . P a k h e t: 3 1 6 .
fJe p tu n o : 340. P a la o , J o s é : 7 2 .
H e s i te , W ilh e lm (1 8 6 5 -1 9 5 9 ) ; 3 3 3 . P a lm ir a : 2 4 3 .
N e s t o r i o (3 8 1 -4 5 1 ); 105, 156. P a n : 180.
N e u m a n n , T e r e s a (1 8 9 8 -1 9 6 2 ) ; 6 6 . P a n n e k o e k , A n tó n ( 1 8 7 3 -1 9 6 0 ): 23.
N e w ¡ la v e n : 7 1 . P a n n e n b e rg , W o lflia rt ( I 9 2 8 - ) : 3 2 5 .
N e w Jersey: 314. P a n y e lla , A u g u s to : 2 4 7 .
N e w m a n , J o h n D .: 2 2 2 . P a rís: 1 3 , 2 0 ,2 2 , 3 5 ,4 3 , 5 3 , 5 4 , 6 5 , 6 7 , 7 9 , 8 0 , 8 1 , 106,
N e w to n , Is a a c ( 6 4 2 -1 7 2 7 ) : 15, 1 8 ,3 2 , 3 2 1 . 12 1 , 145, 15 9 , 179, 18 2 , 18 4 , 2 3 6 , 2 5 4 , 3 3 7 , 3 9 2 .
N iv e a : 2 1 , 3 0 5 , 3 0 6 , 3 0 7 . P a r m é n id e s ( s ig lo v i a .n .e .) : 3 7 9 .
N ic o d e m o : 144. P a s c a l, B la s ( 1 6 2 3 -1 6 6 2 ): 39 0 .
N ic o lá s d e A m ie n s ( s ig lo x u ): 2 8 , 8 6 . P a ta g o n ia : 2 7 0 .
N ic ó m a c o ; 119, 1 2 3 , 2 1 0 ,2 3 0 . P illa ra : 3 0 3 .
N ie m b r o : 10. P a u ly , A u g u s t F rie d r ic h v o n ( 1 7 9 6 -1 8 4 5 ): 1 5 4 ,2 6 7 .
N i e r e m b e r g O tin , J u a n E u s e b io (1 5 9 5 -1 6 5 8 ) ; 199. P a u s a n ia s (s ig lo it): 108.
N i e tz s c h e , F e d e ric o (1 8 4 4 -1 9 0 0 ) ; 17 6 , 3 0 9 , 3 1 3 . P e d ro , S a n ( s ig lo i): 186.
N ilo : 2 6 8 . P e d r o D a m iá n , S a n ( 1 0 0 7 -1 0 7 2 ): 4 0 .
N ils s o n , M a rtin P e r s s o n (1 8 7 4 -1 9 6 7 ) ; 8 0 , 2 7 5 . P e n s a d o , J o s é L u is : 3 9 7 .
N itr ia : 2 3 8 . P e rn e o : 199.
N o é: 2 0 8 ,2 1 4 , 340. P e ñ a , V id a l ( 1 9 4 1 -): 12 1 , 124.
N oruega: 21. P e r e g r in o P r o te o (s ig lo n): 3 3 8 .
N u e r: 6 9 , 70. P e r e ir a , G ó m e z ( 1 5 0 0 -1 5 5 8 ): 18 5 , 2 0 5 , 2 4 0 , 2 4 9 , 2 9 1 ,
N u e v a E spaña: 259. 2 9 2 , 3 0 9 ,4 0 9 .
N u e v a G u in e a : 7 0 , 7 6 , 2 4 7 , 2 6 5 . P c rsé fo n e : 3 8 4 .
N u e v a Y o rk : 6 4 , 6 5 , 1 2 1 , 159 , 2 1 6 , 2 7 9 , 3 0 0 , 3 1 4 , 3 9 2 . P e rse o : 17.
N u e v o M é jic o : 2 4 6 . P e r s e o d e C itio (s ig lo til a .n .e .): 3 3 8 .
N y a m b i: 155. P e rú : 1 6 8 , 2 4 7 ,2 7 0 .
P e rry , T e d : 6 9 .
P e ta z z o n i, R .: 2 7 9 , 3 5 6 .
o P e u c e r, G a s p a r : 102.
P l'iste r, F rie d r ic h ( 1 8 6 3 -1 9 6 7 ): 154.
O b e r m a ie r, H u g o (1 8 7 7 -1 9 4 6 ) : 11 7 , 2 4 6 , 2 5 9 . P f is te r, O s k a r (1 8 7 3 -1 9 5 6 ) : 16.
O b e r w e im a r , L o u k a r d is d e (1 2 7 6 -1 3 0 9 ) : 6 6 . P h illip s , D .: 4 7 .
O c h o a , E u g e n io d e (1 8 1 5 -1 8 7 2 ) : 196. P i a g e t .J e a n (1 8 9 6 -1 9 8 0 ) : 18.
O d ie r, C h a rle s : 16. P ic a s s o , P a b lo R u iz (1 8 8 1 -1 9 7 3 ) : 2 5 0 .
O d ín : 2 0 , 2 1 , 3 6 3 . P ic k m a n : 6 4 .
O lim p ia ( -3 1 6 a .n .e .); 3 3 8 . P ie ra , C a rlo s : 6 0 .
O lim p o : 5 0 , 5 2 , 3 7 7 . P ik e , K e n n e t h L . ( I 9 I 2 - ) : 1 9 ,7 0 .
O l iv e r S á n c h e z , J u a n : 100. P in a rd d e la B o u lla y e , H e n ry : 5 3 , 5 4 , 3 3 7 .
O n ís , F e d e ric o d e (1 8 8 5 -1 9 6 6 ) : 2 8 4 . P in e s , M a y a : 2 2 7 .
O ñ ancopon; 335. P in e ro , A n to n io : 3 3 8 .
O r íg e n e s (1 8 5 -2 5 4 ) ; 185, 186. P í o v , S a n (1 5 0 4 -1 5 7 2 ) : 3 3 1 .
O r in o c o : 2 5 , 2 4 8 . P ío tx ( 1 7 9 2 - 18 4 6 - 18 7 8 ): 153.
O rm u d : 27 1 . P ío x ( 1 8 3 5 -1 9 0 3 - 1 9 1 4 ) : 1 7 7 ,4 0 2 .
O r o z c o , B e a to A lo n s o d e (1 5 0 0 -1 5 8 1 ) ; 2 8 4 . P io n e e r X : 8 7 .
O r te g a , J o s é E u g e n io : 2 2 3 . P irra : 2 7 2 .
O r te g a y G a s s e t, J o s é ( 1 8 8 3 -1 9 5 5 ) : 1 9 7 ,2 3 0 . P itá g o r a s (/!. 5 3 2 a .n .e .) : 7 3 , 110, 2 3 6 , 3 3 0 .
O r th , F e r d in a n d : 2 6 7 . P la n c k , M a x im ilia n o (1 8 5 8 -1 9 4 7 ) : 198.
O seas: 385. P la n tin g a , A lv in : 15 9 , 16 0 , 162.
O s iris ; 146, 2 7 1 , 2 7 2 , 2 7 6 , 3 0 3 , 3 1 5 , 3 1 6 . P la tó n (4 2 7 -3 4 7 a.n .e .): 2 0 , 2 6 ,3 1 , 3 2 ,9 1 , 1 5 5 .1 5 6 , 2 7 5 ,
O s tw a ld , W ilh e lm ( 1 8 5 3 -1 9 3 2 ) ; 101. 3 2 4 ,3 3 9 .
O lio , R o d o lfo (1 8 6 9 -1 9 3 7 ): 8 0 , 154, 165, 171, 179, 182. P lo tin o (2 0 5 -2 7 0 ): 9 0 , 1 1 1, 119, 124, 132, 156, 3 2 9 .
O v id io N a s ó n , P u b lio (4 3 a .n .e ,- 1 7 ): 154. P lu ta r c o ( 4 6 -1 1 9 ) : 1 5 6 , 2 0 7 , 2 7 6 , 2 7 8 , 2 9 2 , 3 0 3 , 3 3 8 ,
O v ie d o : 10, 1 8 , 2 1 , 3 1 , 5 4 , 7 2 , 1 7 9 , 2 0 2 ,2 7 1 , 2 7 9 ,3 1 3 , 356.
3 2 4 , 3 2 9 , 3 3 0 , 3 3 9 , 3 4 1 ,3 9 7 . P lu tó n : 2 0 , 3 4 0 .
O x fo r d : 6 8 , 8 0 , 8 8 . Pom ona: 277.
O x n a r d , C h a r le s E. (1 9 3 3 -) : 2 4 5 . P o p p e r, K a rl R a im u n d (1 9 0 2 -1 9 9 4 ) : 3 7 4 .
434 Gustavo Bueno

P o re ts k y , P la tó n ( -1 9 0 7 ): 3 9 0 . R e v is ta d e A r q u e o lo g ía : 105.
P o rfirio ( 2 3 2 -3 0 4 ): 112, 119, 194, 195, 2 7 1 , 3 1 7 . R e v is ta d e F ilo s o fía d e ! C S IC : 4 8 .
P o s id o n io (1 3 5 -5 1 a .n .e .): 156. S c ie n c e : 2 2 0 , 2 2 2 .
P o st, W e r n e r ( 1 9 4 0 - ) : 24. T h e P h ilo s o p h ic a l R e v ie w : 5 1 , 1 5 9 .
Poulain, Jacques: 13. R ic a rd o , D a v id ( 1 7 7 2 -1 8 2 3 ): 5 4 .
P ra g a : 5 7 . R in g g r e n , H c lm e r ( 1 9 I7 - ) : 2 5 2 .
P re m a c k , D a v id : 185. R its c h l, A lb re c h t ( 1 8 2 2 -1 8 8 9 ): 4 1 , 4 7 , 9 0 .
P re y e r, G u ille r m o T h ie rr y ( 1 8 4 ] -1 8 9 7 ): 2 0 8 . R o c h e d ie u , E d m o n d : 16.
P ría m o : 199. R o d r íg u e z P u d rió la s , J u lio : 2 2 1 .
P ric h a rd , J a m e s C o w le s ( 1 7 8 6 -1 8 4 8 ): 82. R o m a : 2 0 , 2 1 , 2 5 3 , 3 2 3 , 32 5 .
P ro c o p io d e G a z a ( 4 6 5 -5 2 9 ): 3 6 3 . R o m e ra le s E s p in o s a , E n riq u e : 5 0 , 159.
P ró d ic o d e Q u e o s (s ig lo v a .n .e .): 3 3 9 . R o r o im a : 2 4 8 .
P ro m e te o : 3 5 5 . R o s a d e L in ia , S a n ta ( 1 5 8 6 -1 6 1 7 ): 6 6 .
P ro tá g o ra s d e A b d e ra (4 8 0 -4 1 0 a .n .e .): 118, 2 0 4 , 2 8 3 . R o s m in i-S e r b a ti, A n to n io ( 1 7 9 7 -1 8 5 5 ): 3 5 2 .
P s e í/o , M ig u e l (1 0 1 8 -1 0 7 8 ) : 157. R o u sse a u , Ju an Ja c o b o (1 7 1 2 -1 7 7 8 ): 4 3 , 2 4 3 , 2 43,
P to lo m e o i S o te r ( 3 6 0 -2 8 3 a .n .e .): 3 3 7 , 3 3 9 . 401.
P to lo m e o , C la u d io (//. 140): 3 2 , 7 9. R u d d le , K .: 2 5 .
P u e n te O je a , G o n z a lo : 10, 2 3 6 , 4 0 3 -4 1 1 . R u d ra : 2 6 7 .
P u lú g a : 96. R u fo , Q u in to C u r d o (sig lo i?): 136.
P u sa n : 2 6 7 . R u iz B u e n o , D a n ie l: 1 8 6 ,2 3 8 , 2 8 4 .
R u m e u d e A rm a s , A n to n io : 2 9 1 .
R u s s e ll, B e r tr a n d (1872-1970)*. 4 0 , 4 7 , 2 3 0 , 3 6 8 , 3 7 2 .

Q
Q u a tre fa g e s d e B réa u , J u a n L u is A rm a n d o ( 1 8 /0 - 1 8 9 2 ) : s
8 2 , 195.
Q u e s n a y , F r a n fo is (1 6 9 4 -1 7 7 4 ): 5 4 . S a b a te r P í, J o rd i: 103, 22 2 .
Q u e tz a lc o a ll: 2 5 9 . S a b e lio (s ig lo li-iil): 176, 3 0 7 , 3 9 5 .
Q u in e , W illa rd v a n O rin a n ( I 9 0 8 - ) : 3 7 1 . S a b o u rin , L e o p o ld : 3 0 4 .
Q u in e t, E d g a r ( 1 8 0 3 -1 8 7 5 ): 196, 197. S a b u n d e , R a im u n d o d e ( 1 3 8 5 -1 4 3 6 ): 4 2 , 4 4 .
Q u im a n illa F is a c , M ig u e l A n g e l ( 19 4 5 -): 5 4. S á d a b a G a ra y , F ra n c is c o J a v ie r ( 1 9 4 0 -): 4 8 .
Q u irin o : 2 0 , 3 5 5 . S a g a n , C a ri E d w a rd ( 19 3 4 -); 87.
S a la m a n c a : 2 3 , 5 4 , 178, 2 8 4 , 3 2 7 , 3 9 6 , 3 9 8 .
S a le m : 2 9 3 .
R S a lin a s : 2 5 1.
S a lo m ó n : 135, 2 6 7 , 31 0 .
R a: 272, 303. S a n J o s é d e C a lifo r n ia : 87.
R a h n e r, H u g o : 79. S á n c h e z d e Z a v a la , V íc to r (1 9 2 6 -): 2 5 5 .
R a h n e r, K a rl ( 1 9 0 4 -1 9 7 8 ): 4 1 , 4 6 , 3 9 6 , 3 9 7 . S a n c h o IV e l B r a v o ( 1 2 5 8 - 12 8 4 - 1 2 9 5 ): 2 8 4 .
R a m iro i (//. 8 4 2 -8 5 0 ): 3 2 6 . S a n c h u n ja to n (s ig lo x iv a .n .e .): 2 3 6 , 2 7 9 .
R a m s e s n ( 1 2 8 9 -1 2 3 2 a .n .e .): 236 . S a n M ig u e l a rc á n g e l: 3 6 0 .
R a p p a p o rt, R o y A .: 70. S a n P lá c id o : 2 9 3 .
R e a d , C a r v c lh ( 1 8 4 8 -1 9 3 1 ) : 197. S a n ta n d e r : 5 4 , 105, 1 7 8 , 2 5 1 ,2 9 9 .
R c g a m c y , C o n s ta n tin ( I 9 0 7 - ) : 2 8 2 . S a n tia g o a p ó s to l ( s ig lo i): 3 2 6 .
R e g a n , T o m : 314. S a n tia g o d e C o m p o s te la : 104, 3 7 8 .
R e g iu s , H e n ric u s (1 5 9 8 -1 6 7 9 ): 2 0 5 . S a r m ie n to , M a rtín ( 1 6 9 5 -1 7 7 2 ): 54.
R e ín a c h , S a lo m ó n ( 1 8 5 8 -): 183. S a rtre , J e a n - P a u l ( 1 9 0 5 -1 9 8 0 ): 4 7 , 4 8 , 177.
R e in e r, A .C .: 159. S a tá n : 4 3 , 8 6 , 2 2 5 , 3 9 3 .
R e n s c h , B e n i h a r d ( 1 9 0 0 '): 123, 1 8 5 ,2 4 5 . S a ta n á s : 7 4 .
Revistas S a tu rn o : 3 4 0 .
Archivuni: 3 9 7 . S a u te r , G .: 3 2 5 .
A m e r ic a n A n th r o p o lo g is t: 6 8. S a x o G r a m á tic o ( 1 1 5 0 -1 2 1 6 ): 3 6 3 .
B ehaviour : 221. S c o tt, J .P .: 2 2 0 .
C u a d e r n o s d e P r e h is to r ia y A r q u e o lo g ía : 2 7 J. S c h e b e s ta , P a u l (1 8 8 7 -1 9 6 7 ): 9 6 , 2 4 7 .
E l B a s ilisc o : 1 0 , 3 2 , 5 3 , 5 4 , 5 6 , 7 3 , 10 2 , 11 2 , 116, S c h e le r , M a x F e r d in a n d ( 1 8 7 4 - 1 9 2 8 ) : 3 6 , 4 6 , 8 0 , 9 4 ,
155, 176, 185, 2 0 2 , 2 0 9 , 2 1 8 , 2 4 4 , 3 4 5 , 3 6 8 , 119, 158, 166, 175, 176, 177, 2 0 0 ,2 0 3 , 2 7 9 .
41 1 . S c h e llin g , F rie d r ic h W ilh e lm J o s e p h ( 1 7 7 5 -1 8 5 4 ): 6 1 ,
Erkenntnis: 5 0 . 6 3 , 116, 1 7 9 , 2 0 8 ,2 7 9 .
J o u r n a l o f S y m b o lic L o g ic : 3 7 1 . S c h l e i e r m a c h e r , F r ie d r ic h E r n s t D a n ie l ( 1 7 6 8 -1 8 3 4 ) :
M a th e s is U m v e rs a lis : 159. 107, 2 5 5 , 3 5 5 .
M in d : 1 5 9 ,3 6 5 . S c h m id t, G u ille r m o ( 1 8 6 8 -1 9 5 4 ): 2 2 , 7 9 , 9 6 , 182, 2 4 7 ,
M u n d o c ie n tífic o : 2 4 5 , 2 4 7 . 265.
El anim al divino 435

Schob¡nSer’Juan: 25°- T e m p le , R o b c rt K y le G re n v ille : 167.


S e l o l í . l ' e in r ic h 0 8 8 4 - 1 9 5 6 ) : 15 9 , 3 2 5 , 3 6 9 . T e n n a n t, F r e d e r ic k R o b e n ( 1 8 6 6 -1 9 5 7 ): 3 2 3 .
S e l ’ o |ie n b e r 8 . P í o J .A .M . ( 1 9 1 1-): 3 2 8 . T e o d o r e to d e C ir o (3 9 3 -4 5 8 ): 2 8 2 .
S h r o íl 'n S e r . E rw in (1 8 8 7 -1 9 6 1 ) : 3 2 8 . T e o d o r o el A ten (s ig lo iv a .n .e .): 33 8 .
S e a .< l - J ^ ;6 9 - T e o d o s io n ( 4 0 1 -4 5 0 ): 3 0 7 .
S e b c k ^ lS . Teotihuacán: 9 3 .
S e d n ii: 2 4 8 . T epeyae: 2 7 5 .
Seiri: 340’ T e r tu lia n o ( 1 5 5 -2 2 2 ): 9 2 , 3 8 4 .
S ctik" « :9 6 ' „ T essitr : 184.
Scndy. Jean: 167' T h o m p s o n , G .L .: 3 9 2 .
S e p ú lv e d a , J u a n G in é s d e (1 4 9 0 -1 5 7 3 ) : 2 1 4 , 2 9 2 , 3 4 4 .
T h o m p s o n , J o h n E r ic S id n e y ( 1 8 9 8 -1 9 7 5 ) - 2 0 7 , 2 6 9
Serapis: 316- 2 7 0 , 302.
S e l: 3 ’ 5 ' T h o r: 2 1 ,7 4 , 86, 23 0 , 363.
SET.: T h o r p e , W .H .: 8 2 .
S e v illa : 6 4 , 6 6 , 8 7 . Tiher: 152.
S e x t o E m p ír ic o (Jl. 2 0 0 ): 15. T id e o : 186.
S h a n id a r: 2 3 6 . T ig e r, L io n e l ( 1 9 3 7 -): 2 1 7 .
S h c r r a r d , P h ilip : 3 0 7 . Tigris: 2 3 6 , 2 6 8 .
S b u b d u liu m a : 2 0 . Tikopia: 2 1 8 .
S ilv a n u s : 2 7 7 . T ip lc r , F ra n k J .: 88.
S in a í- 163. T la lo c : 3 0 3 .
S i n g e r , P e te n 3 1 4 . Tlapacoya: 168.
S irio - 167. Toledo: 3 6 0 .
S J d n n e r, B u r r h u s F r e d e r ic k (1 9 0 4 -1 9 9 0 ) : 5 3 , 2 1 6 , 2 1 8 Tolim a: 2 5 6 .
2 2 1 , 2 2 2 ,2 2 4 .
T o ls to i, L e o N ic o ia ie v ic h ( 1 8 2 8 -1 9 1 0 ): 4 7 .
S n iith , A d a m (1 7 2 3 -1 7 9 0 ) : 5 4. T o lla n d : 4 3 .
s m i t l ', G u illc m io R o b c rts c n (1 8 4 6 -1 8 9 4 ): 182, 1 8 4 ,2 2 1 .
T o m á s d e A q u in o , S a n to ( 1 2 2 5 -1 2 7 4 ): 14, 15, 8 5 , 100,
S n iith . 11.: 6 9 . 157, 16 6 , 2 8 1 , 2 8 8 , 2 9 0 , 2 9 3 , 3 1 7 , 3 2 9 , 3 7 8 , 3 7 9
S n e ll, J .L .: 3 9 2 . 389, 397.
S n o r r i S tu rlu s o n (1 1 7 8 -1 2 4 1 ) : 3 6 3 .
T o m á s E s c o to , F ra y : 121.
S ó c r a te s : 3 7 4 . T o rr: 2 0 , 2 2 .
S ó f o c le s (4 9 5 -4 0 5 a .n .e .) : 171 , 172.
T o r re s , S e rg io : 178.
S o lís y R ib a d e n e y r a , A n to n io d e (1 6 1 0 -1 6 8 6 ) : 4 2 . T o t:2 5 8 , 316.
S o z ry k o : 21.
T o u lm in , S te p h e n E d e ls to n ( 1 9 2 2 -): 4 7 , 50.
S p e n c e r, H e rb e rt (1 8 2 0 -1 9 0 3 ): 6 7 ,7 9 , 8 2 , 148, 1 7 0 ,2 6 5 , Tournai: 172.
3 5 9 ,3 6 1 . T ra lo c : 146.
S p r a n g e r , E d u a r d o (1 8 8 2 -1 9 6 3 ) : 2 5 0 , 3 5 5 . T rem o: 3 3 1 ,3 3 2 .
S p u r z h e im , G a s p a r (1 7 7 6 -1 8 3 2 ) : 6 4 .
T r c s g u e r r e s , A lf o n s o (1 9 5 7 -) : 10, 112, 1 7 6 , 2 4 4 ,2 7 1 ,
S ieinheim : 2 4 4 .
3 4 1 , 4 1 1 ,4 1 3 - 4 2 3 .
S tu rm , C h ris to p li C h r is tia n ( 1 7 4 0 -1 7 8 6 ) : 2 9 1 . T s c h a n d ra g u p ta : 2 1 4 .
S tir n e r, M a x (1 8 0 6 -1 8 5 6 ) : 171.
T ubinga: 4 7 , 80.
S to rc h e n a u , S e g is m u n d o v o n ( s ig lo x v n i): 3 2 9 . Tarín: 1 5 7 ,3 2 4 .
S tra u s s , D a v id F e d e ric o ( 1 8 0 8 -1 8 7 4 ) : 170.
T u tm o s is iv ( 1 4 2 0 -1 4 1 1 a .n .e .) : 2 6 8 , 2 9 3 .
S tró m , A k e V .: 2 5 2 .
T y lo r , E d u a r d o B u m e tt ( 1 8 3 2 -1 9 1 7 ): 7 2 , 7 9 , 183, 2 3 5 ,
S tuttgart: 8 0 , 2 4 8 , 3 2 6 .
2 6 2 , 2 6 5 , 359, 360, 36 1, 362, 4 0 3 ,4 0 4 ,4 0 5 , 407,
S u á r e z , F r a n c is c o ( 1 5 4 8 -1 6 1 7 ): 3 7 , 2 8 8 ,2 9 0 , 3 0 8 , 35 3 408, 409.
367. T y r: 22.
Sum atra: 7 7 .
T y s o n , E d w a r d ( 1 6 4 9 -1 7 0 7 ): 2 1 4 .
S u p e r m a n : 3 1 1 ,3 1 3 .

U
T
Ugumhr. 2 3 9 .
T á c ito , P u b lio C o r n e lio ( 5 5 -1 1 7 ) : 15 4 , 3 6 3 . Ugariv. 3 8 6 .
T a le s d e M ile to ( 6 4 0 -5 4 6 a .n .e .) : 3 2 9 , 3 3 3 . Umm o: 3 1 6 .
T a n q u e re y , A d o lf o ( 1 8 5 4 -1 9 3 2 ) : 3 2 5 .
U n a m u n o , M ig u e l d e (1 8 6 4 -1 9 3 6 ): 1 3 ,4 8 ,9 2 , 143 177
T a ran u s: 21. 278, 306.
T a r d e , G a b r ie l ( 1 8 4 3 -1 9 0 4 ) : 182. unesco : 3 3 , 2 5 0 ,3 1 4 .
Tebaida: 2 9 1 . U ra n o : 3 3 7 , 3 3 9 .
Tebas: 3 0 3 . ijr s s : 8 7 , 1 6 7 ,3 9 8 .
T e i l h a r d d e C h a r d in , P i e r r e ( 1 8 8 1 - 1 9 5 5 ) : 1 9 6 1 97 U s e n e r, H e r m a n n K a rl (1 8 3 4 -1 9 0 5 ) : 6 1 , 6 2 .
327. U to : 3 1 6 .
436 G ustavo Bueno

V W e b e r, M a x ( 1 8 6 4 -1 9 2 0 ): 2 5 , 9 0 .
W e is m a y e r, J o s e f: 3 2 7 , 3 9 7 .
V a c a , D o m in g o : i 83. W e n d t, H e rb c rt (1 9 1 4 -1 9 7 9 ): 2 1 4 , 2 5 0 .
V a c h e ro t, E s te b a n (1 8 0 9 -1 8 9 7 ): 3 7 8 . W h is to n , W illia m ( 1 6 6 7 -1 7 5 2 ): 3 2 1 .
Vagarschievet: 77. W h ite , L e s lie A . ( 1 9 0 0 -1 9 7 5 ): 101.
V a lü é s de l T o r o , R a m ó n : 100, 101, 2 8 2 . W ic k le r: 2 5 7 .
Valencia: 55, 103. W ic k r a m a s in g h e , N a lin C h a n d r a ( 1 9 3 9 -): 2 9 3 .
V a Je n te . F J a v io (3 2 8 -3 7 8 ): 3 0 8 . W ie r .J u a n ( 1 5 1 5 -1 5 8 8 ): 3 9 3 .
V a le n tín ( 1 0 0 -1 6 5 ): 9 0 . W iesbaden: 180.
V a ls c c c h i, A n to n io (1 7 0 8 -1 7 9 1 ): 29 0 . W ila m o w itz -M ó lle n d o r f, U lric h v o n (1 8 4 8 -1 9 3 1 ) : 80,
V a lla , L o r e n z o ( 1 4 0 7 -1 4 5 7 ): 3 2 6 . 180, 2 2 1 ,2 7 5 .
V a rc l, L a d isla v : 182. W in c h , P e te r; 4 7 , 151.
V a rró n , M a rc o T e r e n c io (1 1 6 -2 7 a .n .e .): 152, 178. W is d o in , J o h n A r th u r ( I 9 0 4 - ) : 4 7 .
V a ru n a : 2 0 . W is s o w a , J o rg e ( 1 8 5 9 -): 154, 2 6 7 .
V e la , F e r n a n d o ( 1 8 8 8 -1 9 6 6 ): 16, 8 0 , 179. W itt, J u a n d e ( 1 6 2 5 -1 6 7 2 ): 120.
V e la rd e L o m b ra ñ a , J u liá n ( 1 9 4 5 -): 155, 157. W ittg en ste in , L u d w ig J o s e f J o h a n n (1 8 8 9 -1 9 5 1 ): 4 7 , 50,
Venezuela: 65. 326.
V enus: 275. W o llb e rg , Z v i: 2 2 2 .
V e rn a n t, J e a n - P ie rr e : 3 5 1 , 3 5 2 . W u n d t, W ilh e lm (1 8 3 2 -1 9 2 0 ) : 6 2 , 165.
V e to , M ik lo s : 179.
V ic o , G io v a n n i B a ltis ta ( 1 6 6 8 -1 7 4 4 ): 37.
Viena: 4 1 , 5 2 , 9 6 , 2 4 7 , 2 4 8 , 2 6 9 . x
V illa lm o n te , A le ja n d r o d e : 3 2 7 , 3 2 8 .
X h a u f f la ir e , M a tt e l: 178.
Virginia: 87.
V is ita c ió n , S o r M a ría d e la ( j l 1 5 8 2 -1 5 8 7 ): 66.
V isn ú : 2 3 1 .
Y
V o ln e y , C o n d e d e = C o n s t a n ti n C h a s s e b o e u f ( 1 7 5 7 -
1820): 1 5 ,2 4 3 ,2 8 2 . Y ahvé: 7 ! , 271, 27 5 , 278, 3 8 5 , 386.
V o /ta ire , F ra n ^ o ts M a rie A r o u e f ( l 6 9 4 - i 7 7 8 ): 4 3 , 1 2 1, Yenisei: 24 6 .
135, 175, 2 4 3 ,3 0 0 , 3 3 1 . Y e rs in , A le x a n d re J e a n É m ile (1 8 6 2 -1 9 4 3 ) : 3 4 7 .
V o u lle m in , J u le s : 159. Y ouk: 410.
Yucatán: 2 6 9 .

w
z
W a a l, A n n e m a rie d c : 71.
W a c h te r; 121. Z a d e h , L o tfi A s k e r: 155, 3 4 5 .
W a g n e r, R ic a rd o ( 1 8 1 3 -1 8 8 3 ): 3 5 5 , Z e n ó n d e C ilio (3 3 5 -2 6 4 a .n .e .) : 3 3 8 .
W a lb a n k , F ra n k W illia m ( I 9 0 9 - ) : 3 3 8 . Z e u s : 2 0 , 155, 156, 163, 183, 2 7 1 , 2 7 2 , 3 3 7 , 3 3 9 , 3 5 5 ,
W alhalla: 3 6 3 . 356, 377.
W a lla c e , A n th o n y F .C . ( I 9 2 3 - ) : 3 0 0 . Z e v í, S a b a ta i (1 6 2 6 ^ 7 .1 6 6 6 ): 136.
W aq: 247. Z o lo th , S te p h e n R .: 2 2 3 .
W a rm in g io n , B ria n H c rb e rt ( 19 2 4 -); 21 4 . Z o r ita , F ra y A g u s tín : 3 3 1 .
W a sh b u rn , S h e rw o o d L a m e d ( 1 9 1 1-): 197. Z o ro b a b e !; 2 8 4 .
W ashington: 6 5 . Z u b irí A p a lá te g u i, X a v ie r ( 1 8 9 8 -1 9 8 3 ) : 3 5 2 .
W a sh o e : 222. Z u m e l, F r a n c is c o ( 1 5 4 0 -1 6 0 4 ): 3 6 7 .
W a tts , A la n (1 9 1 5 -1 9 7 3 ): 2 2 7 . Z u ñ i: 2 5 3 .
In d ic e

Prólogo a la segunda ed ició n ................................................................................ 9

A manera de Prólogo.............................................................................................. 11

Introducción.............................................................................................................. 13

parte I

Proyecto de una filosofía de la religión en su fase gnoseológica.................. 29

Capítulo 1. El concepto de una «verdadera filosofía»..................................... 31


Capítulo 2. La teoría de la religión como filosofía........................................... 35
Capítulo 3. Filosofía de la religión y ciencias de la religión.......................... 53
Capítulo 4. Sobre la necesidad de una perspectiva gnoseológica
y crítica en filosofía de la religión.................................................. 85
Capítulo 5. La fase ontológica: teoría de la esencia......................................... 107
Capítulo 6. Una ilustración histórica: la filosofía de la religión
de Espinosa.......................................................................................... 115

PARTE II

Proyecto de una filosofía de la religión en su fase ontológica........................ 139

Capítulo 1. La perspectiva ontológica................................................................. 141


Capítulo 2. La pregunta por el n ú c le o ................................................................. 143
Capítulo 3. El númen, núcleo de la religión....................................................... 151
Capítulo 4. Premisas antropológicas................................................................... 189
Capítulo 5. El curso de la religión y sus tres fases esenciales........................ 229
Capítulo 6. El cuerpo de la religión..................................................................... 295

CONCLUSION 309
E scolio 1. Nem atología, ciencia y filosofía de la religión ............................. 319
E scolio 2. El evem erism o com o nem atología, com o ciencia y
como filosofía de la religión............................................................ 337
Escolio 3. Sobre la naturaleza filosófica de la concepción zoomórfica
de la religión....................................................................................... 341
E scolio 4. La filosofía de la religión com o disciplina insertable
en el marco de una antropología filosófica................................... 343
Escolio 5. Religión y religación......................................................................... 349
E scolio 6 . Religión y espiritism o ....................................................................... 359
Escolio 7. Sobre las ideas de existencia, posibilidad y necesidad............... 365
Escolio 8. Precisiones relativas al proceso de transformación
de las religiones primarias en secundarias.................................... 381
E scolio 9. Sobre el cuerpo de las relig io n es ................................................... 383
Escolio 10. ¿Una vía judía al monoteísmo creacionista?.............................. 385
Escolio 11. Reconstrucciones p o s i t iv a s del argumento ontológico............... 387
Escolio 12. Las líneas maestras de la teología de la liberación...................... 395
Escolio 13. Atributos diaméricos de las religiones: dogmatismo
y represión................................................................... ....................... 401
Escolio 14. Religiones y animismo. Respuesta a Gonzalo Puente O jea...... 403

Apéndice. Alfonso Tresguerres. El animal divino y Los dioses olvidados.... 413

Indice onomástico 425

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