Erica Ridley - Duques de Guerra 03-El Capit+ín Intocable

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Erica Ridley

El Capitán intocable
Libro 3 de la serie Los Duques de Guerra

El cuerpo del capitán Xavier Grey está de vuelta en la alta sociedad, pero su
mente no ha sido capaz de liberarse de los horrores de la guerra. Sus amigos
quieren tratar de ayudarle a encontrar la paz. Él sabe que no la merece. Al igual
que no merece las atenciones de la sensual literata con la intención de seducirlo
hasta su cama...
La solterona Jane Downing quiere dejar de vestir santos y lanzarse a los
brazos de un hombre de sangre caliente. En concreto, el oscuro y peligroso capitán
Grey. Puede que no esté destinada a ser su esposa, pero nada la detendrá de ser su
amante. Podría citar a los griegos clásicos cuando tenía cuatro años. ¿Cómo de
difícil podría ser aprender el lenguaje del amor?

Cuatro se marcharon a la guerra…


Solo tres volvieron a casa.
Capítulo Uno

Marzo de 1816
Londres, Inglaterra

En circunstancias normales, la señorita Jane Downing habría estado ansiosa


por bajar del frío carruaje y precipitarse en un lugar cerrado para tomarse un
respiro del brutal invierno. El exquisito edificio frente a la larga fila de diligencias
no era otro que el Teatro Real. El duque de Ravenwood en sí mismo les había
prestado su maravilloso palco para la ocasión.
La mayoría de los debutantes—la mayoría de la gente en general, para el
caso—habrían estado extáticos de contar con tal oportunidad.
Jane, no.
Ella tenía la edad suficiente para ser etiquetada más propiamente como una
solterona que como una debutante, si es que alguien por casualidad estuviera
dispuesta a desviar sus ojos hacia ella el tiempo suficiente como para categorizarla
de cualquier manera. Ella suspiró. Era muy improbable. Después de todo, el
impresionante palco no había sido prestado a su persona. Ella no era nadie.
Pero dado a que incluso las solteronas invisibles no podían socializar sin
una chaperona, su mejor amiga, Grace, y su marido, el conde de Carlisle, (los
cuales habían sido otorgados con el préstamo del palco), habían conducido en
dirección opuesta a la casa de la ópera con el fin de recoger a Jane y retornar a
Covent Garden a tiempo para la actuación. Lo único que ella podía hacer era
mantener una sonrisa en su rostro y hacer todo lo posible por mostrarse
encantadora.
La ignominia de sus inconvenientes amigos no era la razón por la que Jane
deseaba estar en cualquier otro lugar. Esos eran problemas a los que tenía que
enfrentarse a diario. Estos eran sus amigos.
Grace buscó en el reducido espacio y apretó la mano de Jane mientras que
las ruedas del carruaje avanzaban lentamente por la cola del teatro. "Muchísimas
gracias por acompañarnos. Esta es mi primera ópera, y me alegro mucho de poder
compartir la noche con la gente que más aprecio."
Jane le apretó la mano en respuesta. En situaciones como esta, lo mejor que
podía hacer era mentir entre dientes. "Estoy encantada de estar aquí. Gracias por
invitarme."
Ella cruzó las manos de nuevo sobre su regazo y deseó saber qué más decir
para romper el restaurado silencio. Era toda una experta conversando en privado
cuando se encontraba cómoda con alguien, pero ella y Grace no estaban solas en el
carruaje. La madre de Grace, la señora Clara Halton, estaba sentada a la izquierda
de Jane, mirando con cariño hacia su hija. Lord Carlisle, por supuesto, estaba
sentado al lado de su esposa, mirándola como si la luna y las estrellas palidecieran
junto a su belleza.
Jane mataría porque algún hombre la mirase así. Aunque fuera solo una vez.
Lord Carlisle no había dejado de mirar a Grace de esa manera. No desde el
primer momento que la vio. Jane lo sabía a ciencia cierta. Lo había visto suceder
delante de sus ojos. Desde su punto de vista eterno entre las solteronas y las
sombras, podía observarlo todo; observar a otras personas riendo, bailando,
enamorándose.
Sin embargo, pasar toda la noche con una pareja de recién casados,
obviamente, profundamente enamorados, no era la causa por la que se estaba
mordiendo el labio inferior y maldiciendo su inquieta pierna. Jane se sentía muy
agradecida por sus amigos. Le encantaba pasar tiempo con ellos.
Odiaba no formar parte de la alta sociedad. No—odiaba ser invisible en la
alta sociedad.
Sus amigos no lo entenderían. Antes de que Grace hubiera cazado a un
conde y convertirse así en su condesa, cuando había sido pobre, torpe, y había sido
considerada persona non grata por ser una advenediza estadounidense, había
llamado igualmente la atención de todos. Después de todo, Grace era hermosa.
Con su piel blanca, cabello negro y destellantes ojos color esmeralda, atraía muy
fácilmente las miradas de hombres y mujeres por igual.
Jane ni siquiera podía atraer a los mosquitos.
No era porque fuera una chica simple. Muchas mujeres simples podían ser
populares y encontrar maridos. Jane, no. En veinticuatro años solo le habían
invitado un par de veces a bailar.
Sus sueños de encontrar a alguien eran precisamente eso. Sueños. Ella se
alisó la falda. No era el exceso de kilos en su figura ni el hecho de que fuera una
mujer literata e impenitente. Su maldición de por vida era el desafortunado hecho
de ser totalmente, absolutamente, al cien por cien... olvidable.
Su cabeza empezó a dolerle mientras que las ruedas del carruaje le iban
acercando cada vez más a una noche de ser ignorada y mal recordada.
Incluso con toda la nieve y el serpenteante camino que estaban recorriendo
las diligencias, ella y sus acompañantes tendrían tiempo suficiente para mezclarse
con la multitud junto a los tentempiés antes de tomar sus asientos.
Jane se dejó caer hacia atrás en su banqueta. Mezclarse con el resto de los
asistentes sería horrible. Mezclarse significaría estar de pie en un mar de rostros
que ni una sola vez se volverían en su dirección.
Ella giró la mirada hacia la calle y se enderezó. Un grupo de señores bien
vestidos estaba acudiendo hacia una fila de mujeres que se estaban adentrando en
el teatro en sus impresionantes vestidos de colores brillantes. Cortesanas. Jane miró
por la ventana, fascinada. Los hombres estaban a la caza de sus próximas amantes.
Sus fosas nasales se ensancharon mientras que los hombres adulaban a las
mujeres de clase marginal. Algunas de las cortesanas eran preciosas y otras eran
horribles, pero todas y cada una de ellas recibirían más atención masculina en una
sola noche que la que Jane recibiría en toda su vida.
Qué irónico era que esos mismos hombres que nunca le habían invitado a
bailar, estuvieran dispuestos a gastarse gustosamente sumas exorbitantes de
dinero a cambio de una hora en compañía de una mujer con peor reputación que
ella, y mucha menos educación.
¿Cómo sería ser una de ellas? No se trataba de señoras desesperadas, adictas
a la ginebra, salidas de cualquier burdel, y obligadas a aceptar a estos hombres
brutos a cambio de un centavo. Estas mujeres eran elegantes y caras. Podían elegir
sus amantes a su antojo.
Jane inclinó la cabeza. Si ella pudiera tener a cualquier hombre que deseara,
¿quién sería?
Un oficial de pelo oscuro, duro como el granito, y de ojos azules y
embrujados cruzó inmediatamente por su mente. El capitán Xavier Grey.
Un rubor pinchó sus mejillas. Por supuesto que el capitán cruzó por su
mente. Él era el centro en torno al cual giraban todas las conversaciones en la alta
sociedad, y uno de los amigos más queridos del conde. Siempre había llamado su
atención. Años atrás, cuando no era nada más que el señor Grey, ya había
empezado a mostrarse como un hombre guapo, seguro de sí mismo, y la última
persona en la tierra que podría darse cuenta de la mirada soñadora de una futura
solterona en potencia. Y entonces se fue a la guerra.
Tres años más tarde, se había convertido en nada más que una cáscara
hueca de hombre, hermosa y rota. Había permaneció encerrado dentro de su
cabeza hasta que Lord Carlisle había rescatado al capitán de—bueno, dondequiera
que hubiesen sido deportados—y lo había traído de vuelta a Inglaterra, decidido a
devolverle un poco de vida.
La última vez que Jane había visto al capitán fue hace más de un mes, la
noche que Grace y Lord Carlisle se habían comprometido en matrimonio. Él había
parecido tan... derrotado. Todo el mundo perteneciente a la alta sociedad estaba
totalmente de acuerdo en que el capitán Grey había despertado milagrosamente de
su estupor esa misma noche, pero Jane se había guardado para sí misma una
opinión muy distinta.
Para ella, "despertar" implicaba que el hombre había estado privado de
consciencia, y ella no creía que ese fuera el caso en absoluto. Cada vez que se había
fijado en él, su mirada le había parecido demasiado tempestuosa como para
imaginar al hombre ajeno al mundo que lo rodeaba. Simplemente ya no quería ser
parte de él.
Jane se cruzó de brazos e intentó sacar al capitán de su mente.
El momento para obsesionarse con un silencioso y fuerte soldado de ojos
embrujados y oscuros, sería dentro de cinco horas, cuando estuviera en la cama, a
solas con sus pensamientos. En este momento, necesitaba concentrarse en ser una
buena amiga.
Ella le ofreció a sus acompañantes la más alegre de sus sonrisas. "¿Cómo
van las renovaciones en la finca Carlisle?"
Los ojos de Grace se iluminaron. "Solo ha pasado una semana desde la boda,
así que no hemos comprado mucho—además de los muebles para los aposentos de
mi madre, por supuesto." Ella lanzó una tierna mirada hacia su madre y luego le
dio unos golpecitos en el pecho a Lord Carlisle. "No me preocupo en absoluto por
lámparas de araña y vestidos de lujo. Lo que tenemos es más que suficiente.
Quiero que Oliver se gaste cada centavo en sus inquilinos antes de restaurar la
hacienda."
"Y yo no quiero que tú sufras ni un solo desconsuelo," respondió Lord
Carlisle con vehemencia mientras que plantaba un suave beso en la parte superior
de su cabeza.
¿No era adorable? Jane apretó los dientes detrás de su sonrisa. No estaba
celosa en lo más mínimo.
No. Iba a ser una espléndida noche. Había tenido la suerte de haber sido
invitada. Esta ópera era una de sus favoritas.
Ella volvió a pegar la sonrisa en su rostro.
"¿Cuáles son tus deberes mientras que Lord Carlisle se encarga de sus
asuntos?," le preguntó a su amiga. "Me imagino que la gestión de un hogar de tal
magnitud debe ser todo un desafío."
Grace negó con la cabeza. "Eso pensé yo al principio, pero mi intervención
no es muy requerida. La mayoría del personal ha estado trabajando allí desde que
Oliver era niño. Lo que realmente nos gustaría es que hubiera algo de
entretenimiento para mamá. La biblioteca está vacía, y—"
Lord Carlisle giró la cabeza bruscamente en su dirección. "Encargaré una
docena de títulos tan pronto como los techos de los inquilinos hayan sido
reparados."
Grace levantó la barbilla. "Me niego rotundamente. Tienes otros deberes
cien veces más importantes que atender antes que comprar tomos de viaje y
novelas góticas. Me niego a—"
"Yo tengo libros," interrumpió Jane antes de que la refriega pudiera
continuar. "Podría prestaros..." Ella tosió en su puño enguantado. No. Podría hacer
algo mucho mejor que eso. Estas personas contaban todos sus chelines, y ella los
llevaba en su corazón. "... quiero decir que, podría daros una gran cantidad de
tomos históricos y novelas góticas que pudieran ser de vuestro interés."
La voz de Lord Carlisle se endureció. "No podríamos aceptar tal cosa."
Jane hizo un gesto de desaprobación. "La mejor amiga de tu mujer es una
intelectual con más libros que sentido común. No tendría nada de malo que
sacaras algo de provecho de tal asociación."
Incluso si eso la mataba. Ella se frotó sus brazos de repente congelados. La
simple idea de perder parte de su colección la dejaba vacía.
Cada libro, cada historia, poseía un pedazo de su corazón. Durante largas
semanas de soledad, la única conversación que ella había escuchado era el diálogo
impreso dentro de esas páginas; bueno, eso y los ligeros quejidos de los sirvientes
de su hermano cada vez que ella se saltaba alguna comida. Los libros le hacían
compañía tan a menudo que ella había memorizado la mayor parte de ellos.
Mansfield Park. Waverley. Guy Mannering. Su garganta se cerró. Por supuesto, ella
renunciaría a sus queridas posesiones con tal de cedérselas a Grace y a su madre.
Eso es lo que hacían los amigos.
Grace buscó a través del confinado espacio para apretar la mano de Jane de
nuevo. "Eres la mujer más amable que jamás he conocido. Aceptaré un préstamo,
pero no un regalo. Te devolveremos los libros tan pronto como los hayamos leído."
Parte de la tensión en los hombros de Jane se evaporó. "Como desees."
El carro se sacudió a una parada. Lord Carlisle y la señora Halton
intercambiaron unas sonrisas satisfechas. Grace aplaudió de entusiasmo.
Jane se concentró en sobrevivir la noche con su orgullo intacto.
Lord Carlisle ayudó a su esposa a bajar del carro y posteriormente, a su
suegra. Cuando llegó el turno de Jane para descender, ella recuperó su coraje y se
obligó a levantarse de su banqueta. Solo era un evento social. Lograría superarlo.
Una vez en Bow Street, todos inclinaron sus cabezas contra el amargo viento
y se adentraron en el vestíbulo del teatro. El calor los envolvió. Para los demás, el
calor de la chimenea podría haber sido bienvenido, pero para Jane, era su señal de
que había entrado definitivamente en el infierno. Una multitud de novedosas caras
se giraron de golpe hacia ellos.
"¡Señor Carlisle! ¡Señora Carlisle!"
"¡Está radiante, Lady Carlisle! ¡Me alegra verla de nuevo, señora Halton!"
"Me imagino que querrá recuperar sus rucios, Carlisle. ¡Me atrevería a decir,
no obstante, que sus precios se han duplicado!"
"Por favor, diga que vendrá a nuestra cena el próximo mes, Lady Carlisle."
"Una encantadora novia, Carlisle. ¿He oído que la madre es viuda?"
"Enhorabuena por su boda, Lady Carlisle. ¿Es esta impresionante dama su
madre?"
"¡Así es!," exclamó Grace, radiante como nueva condesa. "Su eminencia, le
presento a la señora Halton. Mamá, he aquí su eminencia, el duque de Lambley."
Grace agarró a Jane por la muñeca y tiró de ella con firmeza. "Y esta es la señorita
Downing, mi mejor amiga. Es igual de brillante que hermosa."
El duque se inclinó sobre los dedos de Jane. "En ese caso, es todo un placer
conocerla."
"Igual para mí." Ella se abstuvo de mencionar que ya se habían visto al
menos una decena de veces anteriores. No era culpa del hombre, no obstante. No
se podía esperar que los libertinos se acordaran de los nombres de todas las damas
con las que habían pasado un buen rato, mucho menos de las humildes mujeres
florero.
"¡Grace!," gritó una voz femenina y chillona. "Quiero decir, Lady Carlisle.
¿Adora haberse convertido en condesa?"
"Definitivamente adoro a mi conde," respondió Grace con una carcajada.
"Matilda, esta es mi amiga, la señorita Downing. Jane, me gustaría que conocieras a
la señorita Kingsley."
Parecía grosero decir: la conocí cuando tuvimos nuestra presentación en
sociedad la misma noche, y luego otra vez cuando su primo desapareció en una
velada musical y la señorita Kingsley necesitaba a alguien con quien pasar el rato;
y posteriormente también cuando el club de señoras se comprometió a recoger
pañuelos bordados a favor de varias asociaciones benéficas, por lo que Jane solo
suspiró y dijo, "¿Qué tal está?"
Como siempre, siempre hacía.
Su vacío interior bostezó. Jane no era solo un accesorio más de la alta
sociedad—era un accesorio a secas. No era más memorable que una alfombra o la
cuerda de una campana.
Grace se colgó del brazo de Jane y la hizo girar hacia uno de los jóvenes
hombres. "Este es mi mejor amiga, la señorita Downing. Jane, este es el señor
Fairfax."
Otra cara conocida.
El hombre rozó el dorso de su mano enguantada con los labios. "Por favor,
no se crea todo lo que escriben sobre mí en los diarios sensacionalistas."
Ella sonrió brillantemente. "¿Así que no es usted un granuja incurable adicto
a los garitos y los burdeles caros?"
Grace tosió contra su mano.
Jane parpadeó hacia ella inocentemente.
Como era de esperar, el señor Fairfax no la estaba escuchando. Su mirada ya
había sido capturada por una joven en un vestido esmeralda, y ahora estaba
incluso desapareciendo entre la multitud sin preocuparse siquiera de despedirse.
Grace le lanzó a Jane una mirada de advertencia, pero antes de que pudiera
empezar siquiera a pronunciar una reprimenda, estuvo rodeada nuevamente de
simpatizantes. "Oh, ¡por supuesto, Lady Grenville! Me encantaría que conociera a
mi madre. Mamá, esta es..."
Jane dio un paso atrás entre las sombras. Supuso que el lado positivo de que
nadie se acordara de ella nunca era que podía perpetrar su comportamiento
extravagante siempre que quisiera. El señor Fairfax no se había sentido insultado.
Él ya le había olvidado.
Ella dejó que las voces se desvanecieran a un zumbido lejano. Su habilidad
para ignorar el mundo exterior y vivir dentro de su cabeza era clave para superar
cada aburrido e interminable día. Cuando estaba en casa, ella se adentraba en el
mundo imaginario de sus libros. Y cuando estaba en el teatro real... bueno, vivir
dentro de su cabeza era mejor que ser presentada a las mismas inexpresivas caras
una y otra vez.
A otros podría no importarles. Su hermano, Isaac, prefería ser invisible. Él
era aburrido a propósito, solo para mantener su nombre fuera de la lista de los
hombres más buscados en el mercado matrimonial. Apreciaba su soledad.
Jane era todo lo contrario. Ella decía a menudo las cosas más escandalosas
con la esperanza de atisbar un flash de conciencia durante solo un segundo en los
ojos de otra persona, pero nunca, nunca sucedía. Si había una manera aburrida,
inofensiva, de interpretar sus insultos más audaces o dobles sentidos, así era
precisamente cómo se entendían—antes de ser olvidados rápidamente. Era como si
la alta sociedad sufriera de amnesia total cuando se trataba de Jane. Janesia.
"Damas." Lord Carlisle le ofreció un brazo a su esposa y el otro a su madre.
"Ha llegado la hora de tomar nuestros asientos."
Jane arrastró su paso.
No era que sus amigos le hubieran olvidado. Lord Carlisle tenía dos brazos
y estaba escoltando a tres mujeres. Además, Jane estaba acostumbrada a caminar
desapercibida entre las sombras de otras personas.
Cuando era más joven, había pensado que tal vez sus andares eran el
problema. Tal vez había absorbido tanto el aburrimiento descuidado de Isaac que
su forma de caminar hacía que fuera invisible a ojos de los demás.
Eso había sido algo bastante fácil de corregir. Ella había intentado
pavoneándose como un pavo real. Menearse como una mujer de clase marginal.
Incluso jactarse como un dandi. Una vez, había caminado lentamente arrastrando
los pies detrás de su hermano con la boca abierta como si fuera una muerta
viviente con la intención de comérselo vivo. Fue en el baile anual Sheffield de
Navidad. Frente a cientos de testigos. Por lo menos, había esperado ganarse un
apodo horrible, aunque pegadizo, como Lady Autómata o hasta pobre señorita
Downing, ¿qué diablos le sucede en la cabeza?
Nada. Ni una mirada fugaz. Completa Janesia.
Lord Carlisle se detuvo delante del palco de Ravenwood y sostuvo la
cortina. La señora Halton se deslizó dentro primero, seguida inmediatamente por
Grace. Justo cuando Jane se estaba adelantando, Lord Carlisle entró detrás de su
esposa. La cortina no cayó precisamente sobre su cabeza. Ella se las arregló para
apartarla y se apresuró a entrar lo más rápido posible. El palco era tenue pero
suntuoso. Ella se colocó un par de bigudíes más en sus despeinados rizos y se
acomodó en un asiento vacío.
Por supuesto, Carlisle deseaba sentarse al lado de su esposa. Estaban recién
casados. Y Jane era una solterona. Incluso si de alguna manera pudiera llamar la
atención de un hombre, ¿cuánto tiempo la mantendría? Su cerebro era una marca
en su contra, y en cuanto a su supuesta belleza... bueno, su propio padre siempre le
había dicho que era muy linda—para ser una chica regordeta.
Aunque la moda de talle alto actual no ayudaba nada a la hora de disimular
su gordura, las faldas tubulares y ondulantes hacían que todas las mujeres
parecieran más redondeadas, así que al menos no era la única mujer joven afectada
por ello. Solo la única indeseable.
El público rugió con entusiasmo cuando la espesa cortina roja comenzó a
abrirse en el escenario.
Grace se inclinó hacia su marido con el ceño fruncido. "¿No va a venir?"
Lord Carlisle deslizó su mano en la suya. "Llegará pronto. Nunca rompería
su palabra."
Jane habló en voz baja cuando se volvió hacia ellos. "¿Quién no va a romper
su palabra?"
"Un viejo amigo," murmuró Carlisle justo al mismo tiempo que Grace dijo,
"El capitán Grey."
Capítulo Dos

El calor se extendió por las mejillas de Jane. ¿El capitán Grey? ¿Iba a
encontrarse con ellos aquí?
Todo su cuerpo se sonrojó solo de escuchar su nombre. Y el recuerdo de los
pensamientos más lascivos que tenía sobre él cada vez que cerraba los ojos.
No podía mover ni un solo músculo. Apenas podía pensar siquiera. Esto era
un desastre.
Lo último que necesitaba esta noche era que el objeto de sus fantasías se
sentara a su lado y ni siquiera notara su existencia. Jane prefería volver a casa
ahora, antes de que la más absoluta y total humillación tuviera la oportunidad de
mostrarle su cara.
"¿Cómo sabéis que va a venir?," preguntó sin aliento.
"Porque así nos lo dijo." Lord Carlisle se llevó los dedos de su mujer a los
labios. "Le dije que a Grace le complacería mucho que se reuniera con nosotros al
menos una vez antes de que se retirara a Essex."
"¿Él... se marcha?"
Grace asintió. "Mañana. Tiene una casita de campo a unos tres kilómetros
más allá de Chelmsford y tiene previsto quedarse allí durante el resto de la
temporada."
"O tal vez para siempre," murmuró Carlisle con los dientes apretados.
"Xavier cree que tal vez no está listo para las exigencias de la alta sociedad. Puede
que tenga razón."
Jane tragó saliva. Por supuesto, el hombre oscuro y peligroso de sus sueños
tenía pensado desaparecer de la sociedad para siempre después de esta noche.
¿Qué esperaba?
La cortina del palco privado se abrió de golpe. Allí, silueteado por las
lámparas de araña en el pasillo, estaba el infame capitán Grey... y un acomodador
muy engreído.
Una sonrisa irónica curvó la comisura de los labios del capitán. "Me temo
que mi buen hombre aquí no puede dar crédito a que haya sido invitado al palco
por el duque de Ravenwood. ¿Debería irme?"
Lord Carlisle se puso en pie. "¡Por supuesto que no! Ven a sentarte. Creo
que ya conoces a todos los presentes." Él se volvió hacia el acomodador. "Nos
alegramos mucho de que nuestro amigo haya podido unirse a nosotros. Esto será
todo por el momento."
"Lo siento mucho, mi lord," balbuceó el acomodador con la cara roja.
"Parecía que... Yo pensé que—"
"Ya está olvidado. Márchese." Lord Carlisle despidió al acomodador y luego
se volvió hacia Jane. Su voz se redujo a un susurro. "¿Te importa correrte un
asiento para que Xavier pueda sentarse junto a mí?"
El capitán Grey frunció el ceño. "Eso será innecesario. Ya he interrumpido
bastante."
"No, no me importa." Jane se apartó rápidamente del medio y agitó una
mano hacia su asiento desocupado. "Por favor, siéntese al lado de su amigo."
Él inclinó la cabeza y se sentó.
La iluminación era demasiado tenue para distinguir el azul cristalino de sus
ojos o las largas pestañas negras que los enmarcaban. Pero Jane no necesitaba tener
luz para recordar todos los ángulos de sus cincelados rasgos o la descuidada caída
de su cabello negro y ondulado en contraste con el blanco puro de su pañuelo.
Cada centímetro de su cuerpo estaba grabado en su memoria.
Bueno, cada centímetro adecuadamente, (aunque decepcionantemente),
vestido, claro. Nada podría ocultar esos fuertes muslos enfundados en sus
pantalones de ante ni sus musculosos brazos cubiertos por las mangas de su
chaqueta hecha expertamente a medida.
Qué el cielo le ayudara. Iba a estar solo a medio pelo de distancia de este
magnífico hombre durante las próximas tres horas. Jane absolutamente,
positivamente, no podía desmayarse. Ni lanzarse a sus brazos. Sus fornidos y
poderosos brazos.
Ella se quedó sin aliento. Esto era imposible. Él llevaba sentado a su lado
menos de cinco segundos y su corazón ya estaba retumbando como si estuviera
corriendo por su vida. Tal vez debería. El capitán Grey no era bueno para la
reputación de una... ni para su corazón.
Todo el mundo lo sabía. Había regresado de la guerra en un estado de fuga,
e incluso antes de eso, no había sido considerado un buen partido. No por la alta
sociedad. No era rico. No era el heredero de una corona. Y siempre había tenido el
mismo aire de peligro e imprevisibilidad que se aferraba a él, incluso ahora.
Parecía confiado, elegante y mortal. No era de extrañar que el acomodador
hubiera dudado en dejarle entrar. El capitán Grey se movía más como un cazador
que como un caballero. Esos ojos azules penetrantes podrían congelar a un duque
en un parpadeo.
O a una intelectual solterona.
Ella bajó sus pestañas. De ninguna manera iba a ser capaz de prestarle
atención a esta ópera. Era demasiado consciente de su intoxicante proximidad, del
ascenso y la caída de su pecho, de la forma en que sus ojos... ¿estaban girados hacia
ella? Su pierna empezó a temblar incontrolablemente. Él le había pillado mirándolo
fijamente. Ella se retiró un poco más en su asiento.
Sea cual fuera el color que había teñido su rostro anteriormente, Jane estaba
segura que el tono de sus mejillas ahora haría que el carmesí palideciera a su lado.
Él se inclinó más cerca de modo que su hombro entró en contacto con el
suyo. "¿Alguna idea sobre los que están gorjeando esos en el escenario?"
Oh, señor. Jane no sabía cómo su corazón no había explotado todavía a
través de su pecho. Su hombro estaba tocando el suyo. A propósito.
"Eeh..." Su mente se quedó en blanco. El capitán Grey estaba en realidad
hablando con ella. Y esperando una respuesta. Piensa. ¿De qué era esta ópera? Jane
forzó su mirada hacia el dueto de sopranos. "Se trata de... Ismene y Antígona.
Están irritados porque Creonte no quiere enterrar a Polinices dado que empezó
una guerra."
Él lo miró con los ojos como platos. "¿Hablas italiano?"
Ella sacudió la cabeza. "Griego. Antígona fue un texto griego antes de ser
una obra. Debo haberlo leído cientos de veces."
Él parpadeó.
Ella dejó que sus palabras colgaran en el aire. Deja de hablar. No tenía
sentido admitir que había leído las obras clásicas griegas cientos de veces. Las
intelectuales no sabían cómo ser coquetas. Tenían que esforzarse por ser
encantadoras e irresistibles.
Su instruida mente no lograba convocar todas las ideas viables.
Sus labios se arquearon. "Yo no he leído nada en todo un año, así que
supongo que debería prestar atención a la trama mientras que es dramatizada justo
en frente de mí." Él volvió la mirada hacia el escenario.
Eso había sido todo. Jane quería esconderse debajo del asiento y morirse.
Esto era lo que ocurría cuando mostraba su excesivo amor por la lectura. Nada. No
sucedía nada de nada. Eso era exactamente por lo que era tan olvidable.
Sin embargo, no se le ocurría nada convincente que decir ni nada seductor
que hacer. No podía creer que ya hubiera perdido su atención después de haberla
tenido solo durante un breve momento. Era muy... Jane.
¿Habría sido mejor que hubiera dicho que solo había leído Antígona una
vez? ¿O decir que no tenía ni idea de por qué esas personas estaban bailando sobre
el escenario con espadas mientras sollozaban? Tal vez lo más prudente hubiera
sido—
Su hombro. Ella dejó de respirar. Su hombro todavía estaba tocando el suyo.
Él había permanecido encorvado como si, en cualquier momento, pudiera volver a
susurrarle algo íntimo.
Ella se estremeció. ¡Ni en sus mejores sueños!
No era solo que él fuera el hombre más exquisitamente atractivo que Jane
había visto jamás. Además era un soldado y un héroe. Un oficial. Los militares eran
leales, heroicos, fuertes y deliciosos.
No pienses demasiado, se reprendió a sí misma. Su proximidad no significaba
nada. Era solo una obra de teatro. Solo un hombro. Él no iba a agarrarla y
esconderse con ella entre las sombras para perpetrar un interludio carnal, (no es
que ella se hubiera opuesto); y ciertamente no iba a perder la cabeza y pedirle
matrimonio. El hombre tenía planeado desaparecer de la alta sociedad en su
conjunto.
Pero primero, ella iba a tener que pasar una noche hombro con hombro con
la única persona que nunca sería capaz de salir de su mente.
Capítulo Tres

A las nueve y media de la mañana siguiente, Jane inclinó un sillón orejero


contra la puerta cerrada con llave de su biblioteca privada. Era poco probable que
tales medidasevitaran que su hermano Isaac entrara si realmente estaba decidido a
ello, pero el bloqueo impediría que al menos el gato endiablado, Egui, saltara sobre
su cabeza mientras que ella buscaba orientación en sus libros.
Siempre y cuando el felino no estuviera ya en la habitación, al acecho.
Jane miró alrededor de la biblioteca con suspicacia, pero no vio ni rastro del
barrigón demonio gris.
No es que soliera verlo, no hasta que era demasiado tarde.
Con una última mirada por encima del hombro, ella comenzó a caminar a lo
largo de las hileras de libros en busca de inspiración. Algo en uno de estos tomos
tenía que ayudarle a hacerse notar. Quizás no habría ninguna estrategia que
pudiera aprender para conseguir un pretendiente, pero si pudiera ser deseable, solo
por una vez en su vida...
Ella pasó un dedo por los lomos de los libros y suspiró. Las novelas eran
inútiles. Estaban llenas de hermosas y perfectas doncellas cuyo reto más grande
era decidir qué rico y devoto galán debían elegir como marido.
Jane no estaba en esa situación. Justo la noche anterior, había tenido su
primera conversación con un soltero elegible y lo había echado todo a perder de la
misma manera hablando sin parar sobre su obsesión por las tragedias antiguas.
Su vida no era una tragedia al menos. Otras personas eran obligadas a
caminar hasta el altar. Ella había tenido la suerte de no tener ese destino, aunque
tuviera que morir como una solterona. ¿Acaso no era eso una bendición? Un mal
matrimonio no era mejor que la soltería.
Para conseguir marido, Jane tendría que renunciar a las libertades que
actualmente tomaba por sentadas. Isaac estaba de viaje muchas veces durante
varias semanas, dejándola sola, pero, ¿quién podría asegurarle que su futuro
marido no haría lo mismo?
Su hermano la quería, lo que hacía que sus interacciones fueran mucho más
cómodas que las comidas silenciosas y frígidas que compartían parejas amargadas
que solo se casaban por dinero, títulos, porque sus padres así lo habían dispuesto
aún cuando estaban en el vientre materno, o cosa por el estilo.
Ella no era lo suficientemente rica coma para atraer a los cazadores de
fortuna gracias a su dote únicamente, pero Isaac le proporcionaba el dinero que
necesitaba sin dudarlo. Podía pedir todos los vestidos que deseaba, asistir a
cualquier evento que quisiera, comprar cualquier manuscrito que—
Ah. Ahí estaba.
Ella había escondido el pequeño libro de bocetos eróticos dentro de las
páginas ahuecadas de un tratado sobre la evolución de los diversos puntos de los
bordados a través de los siglos. Dudaba que Isaac estuviera interesado en aprender
más sobre el tema—además que él tenía su propia biblioteca—pero una nunca
podía ser demasiado cautelosa. Si ella iba a arruinar decepcionantemente su
prístina reputación, deseaba hacerlo disfrutando de los placeres ilícitos, no solo
leyendo sobre ellos.
Ni mirando boquiabierta.
Cada ilustración representaba a un hombre y una mujer en posiciones que
apenas podía comprender. Había examinado esas páginas docenas de veces, y
algunas de esas posturas parecían increíbles de realizar, no importaba en qué
dirección girarse el ejemplar.
Jane suspiró. Los bocetos no podían transmitir la sensación, el olor, ni el
gusto de hacer el amor. Para entenderlo de verdad, tendría que experimentar lo
maravilloso que debía ser por sí misma.
Lo cual, en su posición, sería un hecho muy poco probable.
Desde cierto punto de vista, no era tan malo haber nacido en gentileza. No
le gustaría cambiar su posición en la alta sociedad por la vida en las colonias, pero
había un nivel intermedio y elegante: las cortesanas.
Algunas de esas mujeres eran más ricas y sofisticadas que las pertenecientes
a las más altas esferas de la alta sociedad, y podían elegir a sus amantes de acuerdo
a su voluntad. Los rumores sobre asuntos carnales mejoraban, más que
empeoraban, sus reputaciones.
Las únicas personas que disfrutaban de libertades algo comparables en una
sociedad educada eran las libertinas—e incluso en ese caso, su libertinaje no podía
ir tan lejos.
Las mujeres respetables, por otro lado, no tenían tal privilegio. La única
manera que permitía que una mujer tuviera un hombre sin arruinar su reputación
en el proceso sería casarse... o ser tan clandestina que nadie se enterase nunca.
Siendo realistas, Jane solo contaba con una de esas opciones—y no era el
matrimonio. Los hombres elegibles habían dispuesto de veinticuatro años para
pedir su mano, y ni siquiera se habían molestado en invitarle a bailar.
Mucho menos a llevar a cabo actos de... lo que fuera que la pareja entintada
estaba haciendo en ese dibujo en particular. Jane volvió a girar la publicación.
Todavía parecía la misma posición. No estaba segura de que fuera erótica, pero sin
duda era interesante.
Y tentadora. Mientras que ella no cambiaría las libertades de la soltería por
un matrimonio frío y sin amor, cambiaría felizmente sus solitarios y monótonos
días por noches de tórrida pasión.
Con el hombre adecuado.
La imagen del apuesto rostro del capitán Grey emergió a la vanguardia de
su mente. Como solía hacer doscientas veces al día. ¿Tendría ella una relación
clandestina con el capitán Grey? Por supuesto. La pregunta era, ¿la tendría él?
No cuando ella carecía de la capacidad básica para atraer el interés de un
hombre.
Jane suspiró. Lo que pasaba con el matrimonio era que una estaba obligada
a tener encuentros íntimos con el cónyuge si pretendía engendrar herederos. Lo
que pasaba con los affaires secretos era que el acto en sí se hacía por placer, no
practicidad, y una solo participaba en tales encuentros carnales con quien la
deseara.
Y Jane era claramente indeseable.
Podría haber dicho invisible, si no fuera por esa breve conversación
susurrada y el sutil roce del hombro del capitán contra el suyo. Ella agarró el libro
contra su pecho. Él le había visto. Y había hablado con ella. Y le había tratado como
si fuera una amiga, aunque temporal.
Nada de eso significaba que estuviera ansioso por acostarse con ella, pero,
oh, ¿acaso no sería un asunto amoroso perfecto?
Sus hombros se desplomaron. Si no fuera porque estaba completamente
fuera de la cuestión. A esta hora, él estaría sin duda de camino a su casa de
Chelmsford, y ella estaría atrapada aquí, en esta casa de la ciudad con su hermano
durante el resto de la temporada. Durante el resto de su vida.
Incluso si hubiera logrado embelesar al capitán con nada más que el roce de
su hombro y su pasión por los dramaturgos griegos, hubiera sido en vano. En el
momento en que ella lo hubiera visto de nuevo—si es que ese día hubiera llegado
—él ya habría encontrado a alguien más. Alguien memorable.
"¿Jane?" Un fuerte golpe tronó contra la puerta.
Su hermano. Con dedos temblorosos, ella depositó el pequeño libro de nuevo
en el tomo sobre costura decorativa y lo metió en su lugar entre todos los otros
volúmenes.
La puerta se sacudió contra la silla apoyada por debajo del pomo. "¿Jane?
¿Estás bloqueando la entrada a la biblioteca?"
Ella corrió hacia la puerta y arrastró el pesado sillón orejero de nuevo hacia
la chimenea. Jadeante, se apartó un mechón húmedo de su frente y abrió la puerta.
"No seas absurdo, Isaac. ¿Por qué diablos iba a bloquear la entrada de—
¡miauuuuuuuu!"
Egui, el gato endemoniado, saltó de los brazos de su hermano y se enganchó
a su corpiño, arañándola con sus afiladas garras mientras se iba deslizando por ella
hasta el suelo y salía disparado hacia las sombras.
"Sería más dulce contigo si no le trataras así," le reprendió Isaac. "Nunca se
pone de mal humor a menos que esté a tu alrededor."
Ella sonrió con los dientes apretados. "Me esforzaré por prestarle menos
atención a partir de ahora. ¿Necesitabas algo?"
"Me temo que sí. He convocado una reunión con la junta directiva de los
futuros piscicultores en Exeter, y tengo que salir en los próximos minutos si no
quiero que la tormenta de nieve me alcance. ¿Puedes asegurarte de que Egui está
bien mientras que me ausento? Solo serán un par de semanas a lo sumo, pero uno
nunca puede saberlo con seguridad cuando se trata de hombres y sus arenques."
"Sí, sí, perfecto," respondió Jane automáticamente con el corazón palpitante.
¡Esta era su oportunidad de labrar su propio destino! Con su hermano lejos,
nadie sabría si la solterona de Jane Downing estaría en casa sumergida en sus
libros o se habría escapado furtivamente de casa. Podría estar en Chelmsford a la
hora del almuerzo.
Si sucedía finalmente que el capitán Gray no la seducía, bueno, tendría que
seducirlo ella a él. Y si no estaba en casa—o, peor aún, la rechazaba absolutamente
—había un montón de hostales en Essex, y ella estaría de vuelta en Londres a
primera hora de la mañana sin que nadie fuera conocedor de lo ocurrido.
Pero primero, necesitaba despedir a Isaac lo más rápido posible para que
pudiera darse prisa en su camino. "Adelante, querido hermano. Egui será una
delicia. Disfruta de tu reunión sin preocupaciones mayores."
"Eres maravillosa, Jane, de verdad. No sé lo que haría sin ti." Él la besó en
ambas mejillas, le dio unas palmaditas en el brazo, y luego cayó de rodillas para
despedir a su criatura peluda. "Egui... Egui... ven aquí, gatito. Ven a decirle adiós a
papá."
Jane no disimuló a la hora de voltear los ojos cuando escuchó la cantarina
voz de su varonil hermano, afectado cuando le hablaba a su gato. Tampoco intentó
ocultar su furia e incredulidad cuando el monstruo barrigón saltó de las estanterías
con la cabeza gacha y su plateada cola levantada, completamente dócil.
Egui saltó a los brazos abiertos de Isaac sin ni una sola garra a la vista.
Estiró su columna vertebral y ronroneó con fuerza. Mientras que Isaac acunaba a
su amada mascota contra su pecho, Egui levantó su lánguida mirada sobre el
hombro de su amo e hizo contacto visual directo con Jane.
Ella podía jurar que había visto a la bestia sonreír.
Isaac se puso en pie y se sacudió los pelos de sus pantalones. "Gracias de
nuevo, Jane. Te debo una muy grande. Sé bueno, gatito. Nos veremos dentro de
una quincena."
Ella sonrió. Egui se deslizó bajo el dobladillo de su vestido y comenzó a
destrozar sus medias.
Con los dientes apretados, Jane estuvo a punto de empujar a Isaac por la
puerta. "No hay problema, hermano. Aquí estaré siempre que me necesites. Buen
viaje. No te traigas ninguna larva de pez contigo. Te quiero."
"Yo también te quiero, Jane. Eres una en un millón." Con un último beso en
su mejilla, Isaac desapareció por el pasillo.
Tan pronto como oyó la puerta delantera cerrarse, Jane se inclinó y tiró de
Egui de su tobillo sangrante—entonces inmediatamente lo dejó caer, antes de que
el animal emitiera un aullido ensordecedor. Lo último que necesitaba era que Isaac
volviera corriendo y pasara el próximo par de horas tratando de hacerle
comprender a su hermana que sus intenciones eran incomprendidas por su
angelical mascota.
Antes de que Egui pudiera emplear sus garras en su otro tobillo, ella se
apresuró a salir de la biblioteca y corrió escaleras arriba hasta su dormitorio. Su
doncella estaba delante de su armario abierto con una pila de ropa recién lavada en
brazos.
"¡Martha! Tu tiempo es espléndido. Ayúdame a hacer una maleta con... ropa
aparente para una semana." Eso era descaradamente optimista, pero Jane suponía
que era mejor llevar ropa limpia y probablemente, no necesaria, para intentar
seducirle antes que ir envuelta en harapos viejos. "Tal vez un pequeño baúl."
"Enseguida, señorita Downing." Martha colocó la ropa en un estante y fue a
buscar un baúl de viaje. "¿A dónde vamos?"
"A..." Jane tragó. Si el propósito de este desesperado esfuerzo era
embarcarse en una breve relación clandestina, la última persona que debía ser
testimonio de esta misma era una sierva bajo las órdenes deIsaac. Tendría que ir
sola. "Puedes tomarte unas vacaciones esta semana, con efecto inmediato. Voy a ir
a visitar a una amiga que está enferma, y lo mejor es que no nos arriesguemos a
caer nosotras también."
Los ojos de Martha brillaban. Jane tenía una fuerte sospecha de que la chica
estaba enredada con uno de los sirvientes y no le importaba pasar unos días
separada de su señora. Las relaciones interpersonales entre trabajadores eran
totalmente desaconsejables, por supuesto, pero teniendo en cuenta que Jane estaba
a punto de emprender su viaje para seducir a un hombre que no sabía
absolutamente nada de ella, apenas podía interponerse en el camino de la pasión
de los demás.
Ella comenzó a juntar cambios de ropa y medias en el pequeño maletero.
"Una pequeña petición, Martha. ¿Podrías por favor cuidar de Egui por mí mientras
que estoy fuera?"
Martha palideció y sacudió la cabeza violentamente. "¡Oh, señora, por favor,
no me pida eso! Preferiría hacer de enfermera para leprosos que pasar un segundo
a solas con ese gato. No creo que... le guste demasiado."
Por supuesto que no. Las sienes de Jane comenzaron a latir con fuerza. Egui
odiaba a todo el mundo excepto a Isaac. Quizás era mejor que se encargase uno de
los sirvientes. "Muy bien. Vaya a pedirle a Dunbar que convoque una diligencia. Y
que envíe un lacayo para que se encargue de cargar este baúl. Deseo salir lo más
pronto posible."
Martha asintió con la cabeza y salió del dormitorio antes de que su señora
pudiese cambiar de opinión.
Jane ya había empujado a Egui fuera de sus pensamientos. Al menos por el
momento. El desastre más apremiante era qué ropa podría ponerse que revelase
algo de sus senos para inculcar un poco de lujuria en el hombre.
Ella frunció el ceño mientras rebuscaba en su aburrido armario. ¿Cómo se
suponía que iba a seducir a un elegante capitán militar cuando ni siquiera lograba
atraer la atención de los demás caballeros a los que conocía? Ella guardó su kit de
bordado al lado de los vestidos. Tal vez podría modificar el escote de algunos
corpiños en su camino hacia Essex.
Jane estaba terminando de cerrar el baúl cuando Martha regresó con un par
de sirvientes, quienes se irguieron inmediatamente y esperaron a escuchar sus
instrucciones.
Martha se retorció las manos. "Su diligencia está esperando, señora. ¿Seguro
que no debo acompañarla?"
"No, gracias. Te has ganado unas vacaciones. Clive, Malcolm, necesito que
cuidéis de Egui por mí mientras que estoy—"
Ambos sirvientes soltaron el baúl y la miraron con horror. "¡No puede
pedirnos eso! Nosotros— Ese gato—"
Jane levantó los ojos hacia el techo y dejó escapar un sonoro y largo suspiro
de sufrimiento. Ninguna persona inteligente deseaba cuidar de Egui, pero ella había
sido la única tonta que se había comprometido a ello. La alimaña sería ahora su
responsabilidad hasta que Isaac volviera, teniendo un encuentro romántico de por
medio o no. "Voy a ser clara. Voy a estar dentro de esa diligencia y en mi camino
en menos de cinco minutos. Si Egui está en una cesta cerrada sobre mi regazo para
ese entonces se vendrá conmigo, de lo contrario—"
Clive y Malcolm huyeron de la habitación sin mirar atrás.
Martha se quedó mirando hacia la puerta vacía, y luego desvió los ojos
hacia su señora. "Eh... ¿quiere que llame al mayordomo?"
Jane negó con la cabeza. "A estas alturas, todo el mundo estará buscando a
ese gato odioso. Vamos, entonces. Agarre el baúl de ese lado que yo lo sostendré
de este."
Causando solo daños menores al revestimiento de madera, ella y Martha
consiguieron bajar el baúl por las escalerasy arrastrarlo hasta la puerta principal,
donde el horrorizado mayordomo y el conductor de la diligencia se precipitaron
para aliviarlas de su indecorosa carga y escoltara Jane hasta el carruaje.
Tan pronto como su derrière tocó la desgastada banqueta del vehículo,
Clive y Malcolm se precipitaron fuera de la casa de la ciudad con una cesta de
mimbre agitándose y chillando, y marcas de arañazos leves por todos sus
triunfantes rostros.
Ella extendió los brazos hacia la cesta.
Egui, al parecer, estaba destinado a jugar el papel de su acompañante en su
búsqueda de un encuentro romántico. Maravilloso. Tal vez no saldría triunfante,
pero sin duda, la aventura que estaba a punto de emprender sería una experiencia
memorable.
Capítulo Cuatro

A pesar del viento helado y la cegadora nieve, el sudor se aferraba a la


frente del capitán Xavier Grey mientras que este estrellaba un hacha en uno de los
pocos troncos recuperables y todavía visibles en el manto blanco detrás de su
pequeña casa de campo.
Cuando había enviado a su puñado de sirvientes hasta Chelmsford poco
más de quince días atrás para preparar su domicilio, el clima había sido frío, pero
despejado. Cuando había enviado a su personal de vacaciones durante el resto de
esos quince días mientras que él visitaba a unos amigos en Londres, Xavier
realmente había tenido ganas de regresar a casa uno o dos días después de su
partida. La soledad le haría bien.
La tormenta, no tanto.
Las provisiones durarían una semana, dos a lo sumo. Tal vez sería
suficiente. Tal vez no. Mantenerse caliente sería crítico. Él lanzó el hacha por
última vez y luego comenzó a transportar los troncos en el interior.
Nadie había pronosticado una tormenta de nieve. Supuso que era la propia
naturaleza de... bueno, la naturaleza. Su imprevisibilidad. Lo que había comenzado
como una preciosa nevada ahora amenazaba con sepultar a todos en sus casas. Él
lanzó el último de los troncos a la pila de reserva.
Un escalofrío recorrió su piel mientras que el capitán atrancaba la puerta
frontal contra el viento calador. Era Irónico. Nunca había esperado estar atrapado
en ningún otro lugar de nuevo, y ahora estaba aquí, encerrándose él mismo. El
hecho de que esta vez fuera involuntario—todas las aberturas estaban selladas
para impedir la entrada de nieve, no para impedir su salida—debería haber
aliviado su creciente pánico.
No era así.
Él comenzó a acechar los pasillos de su vieja y familiar casa de campo. La
cocina estaba limpia y fría. El comedor: oscuro. La biblioteca: en silencio. Las
habitaciones de los sirvientes: vacantes. El dormitorio principal: solitario. Toda la
casa estaba desprovista de compañía o estimulación. Solo un ex capitán inquieto, a
solas con sus pensamientos... y sus recuerdos.
No es que Xavier apreciara la compañía.
Él podría haber dejado el campo de batalla, pero su mente todavía estaba en
la guerra. Nunca podría borrar los horrores que había visto. Tampoco el papel que
había jugado.
Su piel se erizó. Había aprendido cosas sobre sí mismo que ahora estaría
dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de olvidar. Había partido en busca de
honor, de heroísmo. En cambio, se había encontrado con el mal. A su alrededor, y
dentro de sí mismo.
Y había sido recompensado por ello.
Era una amarga ironía que hubiera regresado a casa sin un rasguño cuando
hombres más honorables—mejores hombres—habían vuelto en pedazos, o no
habían vuelto directamente. Su amigo de la infancia Bartholomew Blackpool había
perdido una pierna... y el hermano gemelo del hombre había muerto defendiendo
su país.
Xavier nunca le diría a Bart lo afortunado que Edmund había sido de que
una bala le hubiera atravesado antes de que los soldados franceses le hubieran
encontrado.
Había destinos mucho peores que la muerte. Xavier lo sabía bien.
Él se quitó la chaqueta y la camisa y se lavó en un recipiente lleno de agua.
No sirvió de nada. Nunca se sentiría limpio. Tampoco debería hacerlo.
Él suspiró. No importaba que estuviera ahí atrapado sin sus siervos. No
merecía tener compañía, y ciertamente no merecía ser atendido. Esperaba que su
personal fuera lo suficientemente inteligente como para haberse detenerse ante las
inclemencias del tiempo en lugar de tratar de llegar a su casa durante una
tormenta de nieve. Las carreteras se convertirían rápidamente en una trampa
mortal.
Él se puso una camisa limpia y un abrigo más grueso. Vestirse cálidamente
le permitiría racionar mejor la leña.
El salón era la única habitación con una pequeña chimenea en su hogar. Él
removió las brasas con un atizador. La noche caería en unas pocas horas, y no
quería que el fuego muriera mientras tanto.
Alguien llamó a la puerta.
Con el ceño fruncido, Xavier soltó el atizador y se dirigió a la entrada.
Aparte de Lord Carlisle y algunos residentes locales de Chelmsford, nadie sabía
que Xavier había reanudado su residencia en su pequeña casa de campo. ¿Quién
demonios podía estar llamando a su puerta? Mejor aún, ¿por qué? Él abrió.
Casi se ahogó de sorpresa. "¿Señorita Downing? ¿Qué diablos está haciendo
aquí? ¿Ha pasado algo?"
Sus ojos se abrieron como platos. "¿Se acuerda de mí?"
"No estoy senil. Nos presentaron hace años, y estuvimos sentados juntos la
otra noche."Él la estudió en busca de posibles lesiones. "¿Está bien? ¿Ha tenido
algún accidente de coche?"
Ella negó con la cabeza. "Nada de eso. Yo... estaba en el barrio, no muy lejos,
así que pensé en hacerle una visita."
"¿A pie?" El capitán sacudió la cabeza para despejarse de su incredulidad.
La ridícula mujer estaba de pie sobre su escalinata con un baúlviejo y una
cesta de picnic chillando. Por las huellas irregulares serpenteando en su estela,
debía haber arrastrado el mamotreto desde a saber dónde. Sola. Bajo una tormenta
de nieve. Con una cesta que siseaba.
Él tomó la canasta poseída de su mano y la arrastró dentro de casa. Hacía
un tiempo espantoso fuera. Después, empujó el baúl con el pie y cerró la puerta
contra el frío y el viento. Los copos de nieve ya cubrían el suelo. El calor del fuego
era solo un recuerdo.
Él la agarró por los hombros y se obligó a no sacudir literalmente algo de
sentido común en ella. "No es posible que haya creído que estas son las
condiciones adecuadas para dar un paseo por los caminos rurales. ¿Está loca?"
"Solo... un poco helada, creo," dijo a través del castañeteo de sus dientes.
Él tiró de ella hasta el salón y la colocó en la silla más cercana al fuego. "Voy
a preparar una taza de té, y una vez que se haya bebido hasta la última gota,
espero una explicación completa de lo que le ha traído a mi puerta con un baúl y
un—"
La cesta gritó y se deslizó hasta la pared más cercana.
"—gato." Él entrecerró los ojos. "No-se-mueva."
Sus enormes ojos marrones parpadearon hacia él. "¿Por qué se encarga usted
de preparar el té? ¿No tiene un cocinero o un mayordomo, o—"
"Me temo que los huéspedes no invitados no siempre cuentan con el lujo de
presentarse en mi casa cuando el personal no está de vacaciones."
La expresión de Jane se iluminó, pero ella no impidió que fuera a buscar el
té. Extraña mujer. Él se marchó a la cocina.
Maldición. Tres años en la guerra le habían enseñado más de lo que deseaba
saber acerca de ser autosuficiente. Pero lo último para lo que estaba preparado era
para manejar a una intelectual solterona con rizos largos y castaños, ojos marrones
brillantes, y un gato rabioso. Una criatura que, por los sonidos que hacía, había
conseguido finalmente escapar de su cesta y correr por el pasillo hacia su
biblioteca.
Intelectual, se recordó. Por supuesto, su bola de pelo se sentiría más a gusto
en una biblioteca. Además, el gato no era el problema. Su problema era la doncella
inocente y soltera sentada en la sala de un inmoral y cínico infame ex soldado.
Maravilloso. Había jurado que nunca más le haría daño a ningún otro ser
humano; sin embargo, acababa de arruinar la reputación de la señorita Downing
simplemente permitiéndole pasar a través de su puerta.
Por otra parte, tal vez la situación no era tan grave. No había habido testigos
de su absoluta falta de juicio. Si pudiera devolverla a—el lugar desde el que
hubiera venido—antes de que llegaran sus sirvientes, tal vez sería capaz de
simular que esta desaventura nunca había sucedido.
De hecho, esa era probablemente la razón por la que sus ojos se habían
iluminado cuando ella se había enterado de que el personal de la casa no estaba. La
pobre ingenua estaba finalmente preocupada por el estado de su reputación.
Un silbido agudo llenó el aire cuando el agua comenzó a hervir. Él se volvió
para tomar el pequeño trapo que usaba para manipular objetos calientes y se
detuvo en seco.
El trapo estaba ahora hecho jirones. Y salpicado de pelos grises.
Él frunció el ceño. Podría jurar que el gato había salido despedido hacia la
biblioteca. Había oído sus garras haciendo clic sobre el suelo de madera. ¿Habría
sido una estratagema? ¿Habría hecho el felino ruido a propósito para despistarlo y
habría regresado silenciosamente a espaldas de Xavier con el fin de destruir su
perfecto paño de cocina? Era ridículo pensar una cosa así.
Sin embargo, el cuadro amarillo de tela ahora estaba destrozado.
"Creo que el agua está en ebullición," dijo la señorita Downing desde la sala.
"El silbato significa—"
"Ya sé lo que significa el silbato." Él miró a su alrededor. ¿Dónde diablos
estaba el resto de los paños? Xavier se quitó el pañuelo y lo utilizó para levantar la
tetera chillando de la estufa. La colocó en una bandeja con leche, miel y dos tazas
de té, y la llevó hasta la sala.
Ella parpadeó, confusa. "¿Ha perdido su pañuelo en la cocina?"
Él dejó la bandeja sobre la mesa de té entre las dos sillas. "¿Sabe quién es el
que va a hacer aquí las preguntas? Yo. Usted beba el té."
"Yo solo—"
"Beba." Con sus dedos temblorosos, él sirvió un poco de té en cada una de
las tazas. No quería hacer preguntas, pero ella estaba allí con él. ¿Qué se suponía
que debía hacer? Xavier se llevó la taza a los labios mientras consideraba su
siguiente movimiento.
Jane arrugó la nariz. "¿Bebe su té sin leche ni miel?"
Él le dirigió una mirada penetrante.
"Cierto." Ella bajó las pestañas y tomó la leche. "Usted hace las preguntas."
Ya no. Un antiguo temor se apoderó de él. No estaba seguro de que pudiera
cuestionar a nadie nunca más. Ya estaba cansado de hacer interrogatorios; de
extraer respuestas de cautivos involuntarios.
Mientras que la señorita Downing había venido a él por su propia voluntad,
la nieve y la noche sin luna mantendrían a los dos prisioneros encerrados hasta el
amanecer. No iba a tratarla como tal.
"Por tanto," dijo en su lugar. "Tiene un gato. ¿Acaso tiene nombre?"
"Egui," murmuró ella contra su taza de té.
¿Egui? Xavier frunció el ceño. Era un nombre muy extraño para un gato
pero, ¿quién era él para juzgarlo? Ni siquiera tenía la suficiente estabilidad como
para tener una mascota.
"¿Siempre disfruta Egui rasgando telas en pedazos?"
Ella bajó su taza de té con horror. "¿Se ha comido su pañuelo?"
"No, por supuesto que—" ¿O tal vez sí? Xavier apretó los dientes. Había
dejado el pañuelo arrugado sobre el mostrador junto al paño destrozado cuando
había venido al salón a traer el té. ¿Cuáles eran las probabilidades de que todavía
estuviera donde lo había dejado? "Un momento."
Xavier se levantó sobre sus piernas rígidas y marchó a la cocina. Su
mandíbula se contrajo cuando vio su pañuelo. Maravilloso.
Egui, dos puntos. Xavier, cero. Su pañuelo parecía ahora un pulpo de lino,
con dos bolas de restos de pelos en lugar de ojos.
Él regresó a la sala y se dejó caer pesadamente en la silla. "Sí, Egui se ha
comido mi pañuelo."
Ella hizo una mueca. "Se lo come... todo. Es un gato muy hambriento. Su
otro pasatiempo favorito es jugar al escondite. Le recomiendo que cierre su alcoba
con llave si es que quiere dormir algo esta noche."
"Una delicia," murmuró. "Y pensar que dicen que los animales de compañía
son el mejor amigo del hombre."
Ella tomó un delicado sorbo de té. "Egui es más bien... familia. Me temo que
no puedo librarme de él."
Y ahora Xavier tampoco, porque su imprevista invitada pensaba en la bestia
como familia. Una familia demente y muy comilona.
Esto no podía continuar por más tiempo. Necesitaba un plan.
Él también tenía mil preguntas, pero no deseaba interrogarla. Tal vez no
tendría que hacerlo. Era muy poco probable que una joven como la señorita
Downing tuviera motivos ocultos, aunque él estaba en apuros para lograr una
explicación racional de su presencia, y en tales desfavorables circunstancias.
"No he podido evitar darme cuenta de que ha traído equipaje," dijo. "Pero
ha venido sin chaperona. Ni carro."
Ella esbozó una sonrisa nerviosa por encima del borde de su taza de té. "Eso
es lo más divertido. Tiene razón que no he venido con ningún acompañante, pero
sí alquilé una diligencia. El conductor se negó a obligar a los caballos a ir más allá
del Dog & Whistle debido al hielo y la nieve. Por la misma razón, el hostal no tenía
habitaciones disponibles. Mi chofer aceptó un camastro en las caballerizas, que por
supuesto no le serviría de nada a una joven como yo. Así que vine hasta aquí. Pero
no se preocupe. Estaba a menos de un cuarto de kilómetro."
Parte de la historia era divertida, sin duda. Xavier tamborileó sus dedos.
"Me alegro tanto de que haya una explicación razonable, nada cuestionable en lo
más mínimo, para arrastrar a un gato y un baúl a través de una tormenta de nieve
hasta la cabaña privada de un soltero. A su hermano le encantará saber esto."
Ella se sobresaltó. "¿Conoce a Isaac?"
Él la miró fijamente. "¿Por qué me cree tan incapaz de recordar a la gente?"
Jane se aclaró la garganta. "Preferiría que no le mencionara esta visita a mi
hermano, eso es todo."
"Yo preferiría no tener que mencionársela a nadie. Cuando llegue la
mañana, la nieve se habrá derretido lo suficiente como para que usted pueda
volver a Dog & Whistle y contratar un chófer dispuesto a llevarle de vuelta a su
casa en Londres."
Sus hombros se relajaron. "¿Puedo pasar la noche aquí?"
Él levantó las palmas de sus manos. "¿Esperaba que le ofreciera las
caballerizas?"
Ella sonrió. "Sabía que no lo haría. Es demasiado firme y honorable."
"¿Que soy demasiado qué? ¡Yo no soy nada de eso!"
"Por supuesto que sí. Es un soldado y un héroe. Cualquier persona estaría a
salvo en su compañía."
"No tiene ni idea de lo que ser un buen soldado significa. Soy un portador
de muerte y destrucción. Y la peor persona que conozco. Usted no debería estar en
cualquier lugar cerca de mí."
Ella sacudió la cabeza. "Eso fue durante la guerra, mientras que defendía a
los civiles inocentes de la tiranía de Napoleón. La definición misma de heroico."
Él se pasó una mano por el pelo. Si tan solo fuera el tipo de hombre que ella
estaba pintando. "Lo que quiero decir es que, no debería estar aquí. Usted es una
joven de buena familia con una buena reputación, y si tenemos suerte, puede que
sea capaz de mantenerla de esa manera."
Ella le sostuvo la mirada. "Parte de eso es cierto."
Él casi se echó a reír. La señorita Downing era la encarnación misma de la
inocencia y la pureza. "Me temo que no la sigo. ¿Está reclamando que no es una
joven casta en posesión de una inmaculada reputación?"
"Por supuesto que lo soy. Pero no quiero serlo." Ella dejó su taza de té y se
mordió el labio inferior. "¿Podría ser su amante?"
Capítulo Cinco

Xavier se levantó de su silla horrorizado. "¡Absolutamente no!"


El labio inferior rosado de la señorita Downing empezó a temblar. "¿Es
porque estoy gorda?"
"Es porque—" Él se pasó una mano por la cara. "Su cuerpo no es el
problema. Su virginidad es el problema."
Ella asintió. "¡Precisamente!"
Xavier se agarró a su silla. "¿Ha perdido completamente la cabeza?"
Jane lo miró directamente. "He pasado el viaje de cuatro horas en carruaje
obsesionándome con todos los puntos de vista y estoy convencida de que las
ventajas superan con creces los inconvenientes." Ella buscó en su bolso. "A decir
verdad, he hecho un boceto—"
"Nada de bocetos." Xavier agitó lejos el trozo de pergamino doblado. Su
mundo se estaba deslizando fuera de su eje. Sin duda, iba a tener que volver a
sentarse.
Pero no demasiado cerca de la señorita Downing. Él arrastró su silla unos
centímetros más lejos antes de hundirse en ella. "No me instruya, por favor."
Ella se inclinó hacia adelante para acariciar el borde de su reposabrazos.
"Descanse, capitán Grey. Solo le estoy proponiendo una unión temporal con fines
carnales, no una visita al altar."
"Vaya, eso me alivia grandiosamente," dijo arrastrando las palabras. Su
situación estaba empeorando por segundos. "Por favor, continúe."
"En pocas palabras, me gustaría experimentar la pasión. Preferiblemente
con usted." Sus mejillas se sonrojaron, pero ella le mantuvo la mirada. "Y ya que no
va a pasar el resto de la temporada en la ciudad, me imagino que tendremos
menos oportunidades de flirtear, y—" Se quedó sin aliento. "No tendrá una amante
ya, ¿verdad?"
"Me encuentro sin amantes en este momento." O a partir de ahora. Desde
luego, no iba a empezar con ella.
Jane se apoyó en el respaldo de su silla. "Gracias al cielo. No sé cómo podría
haber sobrevivido a la humillación de que ya tuviera una."
"Mm." Él asintió con la cabeza. "Es una suerte haber evitado toda una
situación incómoda a gran escala."
Sus ojos se estrecharon. "¿Está empleado su sarcasmo conmigo?"
Él clavó sus dedos en sus pantalones. "¿Qué otra cosa podría emplear?
Desde luego, mi miembro, no. ¡Por supuesto que no puede ser mi amante! No me
apela demasiado corromper a vírgenes, y lo que es más—"
"Pero eso es lo que hace que sea perfecto." Ella se inclinó hacia adelante con
seriedad. "Podría haber intentado hablar con cualquier variedad de libertinoso
vividores, pero no deseo estar con alguien que ya se haya acostado con otras veinte
jóvenes. Tampoco me gustaría que mi primera experiencia fuera con alguien cuyo
rostro o tacto me repulsara. Simplemente quiero sentirme deseada por alguien a
quien yo también desee, y disfrutar de una noche o dos de placer mutuo."
Él la miró y trató de pensar en la mejor manera de proceder. Sin dañar a
ninguno de los dos. Encontraba todo sobre ella—desde sus suaves curvas, pasando
por su pasión por los libros, hasta su sorprendente franqueza—innegablemente
atractivo, pero eso no impedía que esta propuesta no fuera la peor idea que había
oído en años.
La señorita Downing no podía comprender la irrevocabilidad de lo que
estaba ofreciendo; la gravedad de lo que le estaba sugiriendo. Era una chica
inocente en todos los sentidos. Sus Pares no pasarían por alto tal ofensa. No le
quedaría más remedio que pasar el resto de su vida rodeada de libros en vez de
personas. Ella podía pensar que ese acto en sí la convertiría en alguien mundana,
pero no era así. El mundo real era un lugar muy duro—una triste realidad a la que
tendría aún que enfrentarse. O no, con un poco de suerte.
Suponiendo que no siguiera con este descabellado plan. O que no se lo
propusiera a otros hombres cuando no lograra seducir a Xavier. Sus músculos se
tensaron.
Mientras que ella podría pensar que había inventado la mutuamente
placentera y perfecta organización secreta entre dos seres, ella no sabía tanto como
para saber si él se habría acostado con todas las prostitutas en elcontinente o si
podría confiar en él para mantener su estado libertino en secreto. Ni siquiera le
había preguntado.
Xavier se frotó la parte posterior del cuello. Nada era tan simple como
parecía, sobre todo cuando se trataba de predecir a otras personas. La buena
sociedad, por ejemplo. Las cosas que la gente decía no se correspondían
necesariamente con las cosas que sentían. Y el comportamiento que una persona
atestiguaba en otra no representaba necesariamente lo que esa persona hacía
cuando no había nadie más a su alrededor.
El hecho de que ella estuviera dispuesta a poner su reputación en la palma
de su mano basándose de nada más sustancial que un par de asientos consecutivos
en una ópera, demostraba su ingenuidad—y la necesidad de mantener intacta su
inocencia.
Si estaba empeñada en arruinarla, él simplemente tendría que convencerla
de que no era una buena idea.
"Señorita Downing," comenzó, manteniendo la voz tan calmada y racional
pudo. "Usted es una chica inocente en estos momentos. A pesar de sus o mis
sentimientos personales sobre el asunto, las señoritas jóvenes como usted deben
permanecer vírgenes si desean seguir consideradas miembros bienvenidos en la
sociedad educada."
Ella levantó la barbilla. "Nunca he dicho que quisiera ser parte de la
sociedad educada. Si ahora lo soy, es solo en la periferia. Las mujeres florero son
más populares que yo. Aparte de mi hermano, las únicas personas que pueden
siquiera recordar mi nombre son las tres que se unierona nosotros en el teatro
anoche." Ella hizo un gesto de desdén con la mano. "¿Para quién, exactamente, voy
a salvaguardar virginidad?"
Él parpadeó. "¿Para su futuro esposo?"
"¿Qué futuro esposo?" Ella subió la mirada hacia el cielo. "No soy una
mercancía especialmente codiciada en el mercado matrimonial. Estoy gorda. Me
falta una impresionante dote. Estoy muy por encima de la edad que el resto de las
mujeres que los hombres encuentran atractivas. Si deseo experimentar lo que es la
pasión, la única manera de lograr ese objetivo es buscarlo yo misma."
Si ella estaba regordeta, era en todas las áreas correctas. Sin embargo,
admitir su atracción por ella solo serviría para hacerle creer que este plan era el
camino correcto. Ella estaba buscando en el lugar equivocado. Él no era hombre
para ella.
"La persona adecuada no se preocupará por su edad ni su dote, y usted es
tan bonita como cualquiera de sus compañeras. Si se deshace de su virginidad—
conmigo o cualquier otro semejante—nunca encontrará marido." Él se echó hacia
atrás y cruzó los brazos. "Me niego a ayudarle a arruinar su futuro."
Ella cerró sus puños. "De todos los activos que podría llevar a un
matrimonio, mi inocencia es el menos valioso. Trate de ser lógico. El novio toma la
virginidad de la novia en los primeros minutos y luego se ha ido para siempre. Así
que, ¿por qué molestarse en absoluto? Además, ¿cómo iba a saberlo siquiera si
nunca se lo digo?"
Él arqueó una ceja. "¿Le mentiría?"
"Nunca voy a estar en esa situación, en primer lugar." Ella apretó los labios
firmemente. "La mayor parte de la alta sociedad selecciona a sus cónyuges porque
la relación es ventajosa para su bolsillo o condición social. Yo no solo no estoy en
paz con la mía—como una intelectual y solterona, disfruto de más libertades que la
mayoría—sino que además no estaría dispuesta a renunciar a ella por un marido al
que no quiera." Sus labios se curvaron. "Haciéndolo de modo casual, no tendría
que renunciar a nada por estar con un simple amante."
"Solo su virginidad."
"Por definición," señaló ella secamente. "¿No implica hacer el amor tomar a
un amante?"
Claro. Pero eso no justificaba lo que ella le estaba proponiendo.
El riesgo de poner en peligro sus posibilidades de atraer a un futuro marido
podría no detenerla, pero su punto de vista idealista era igualmente descabellado.
Él tamborileó con los dedos. No iba a participar dispuestamente en arruinar su
futuro. Ella debería estar colgada del brazo de algún duque venerable o conde, no
ofreciendo sus encantos a un cínico ex soldado. Ella era inteligente y hermosa. No
se merecía su estima, y ciertamente no se merecía su virginidad.
Su pecho se tensó al pensar en todas las formas en que podría salir mal. Ella
era inocente. Él era un monstruo. Cualquier relación con él no podría terminar
bien. Él había visto las partes más oscuras del mundo. Había sido la parte más
oscura del mundo. Las sombras eran donde él pertenecía. No con ella.
Ni siquiera por una noche.
"No estoy en contra del matrimonio," dijo ella, con los ojos muy abiertos y
vulnerables. "Ni de tener marido. Simplemente no tengo esa opción. Y después de
todo este tiempo, he llegado a apreciar lo que tengo. Un hermano que me quiere.
Libros y dinero suficiente para poder vestirme y mantenerme entretenida. La
libertad de hacer lo que me plazca. Si me caso, mi tiempo, dinero y libertades
dependerán totalmente del capricho de mi marido. No creo que eso sea un trueque
justo." Ella levantó una mano cuando él la empezó a interrumpir. "Podría estar
equivocada, lo reconozco. Es por eso que estoy aquí."
Sus cejas se alzaron. ¿Estoy destinado a ser solo un experimento?
Ella juntó las manos y se inclinó hacia delante. "¿Cómo puedo saber si
compartir una cama en asociación matrimonial hará que valga la pena renunciar a
las libertades de la soltería? No puedo tomar una decisión con fundamento hasta
que lo haya experimentado por mí misma. Si no me gusta, simplemente no lo
volveré a hacer. Con el matrimonio, no tendré ese lujo."
"¿Ese es su argumento?," preguntó Xavier con una risa ahogada. "¿Quiere
que yo me las vea con usted perversamente solo para que usted pueda descubrir si
es horrible o no?"
"De ningún modo. Quiero experimentar lo que son las relaciones carnales y
apasionadas con alguien a quien no me pueda resistir. Alguien fuerte." Sus ojos se
encontraron con los suyos sin pestañear. "Alguien honorable. Alguien que me
guste." Su voz baja acarició su alma. "Y ese hombre es usted."
Su entrepierna se apretó en respuesta a sus palabras. Maldito infierno. Todo
su cuerpo vibraba. Esta mujer era embriagadora. Sus mejillas estaban pálidas; sus
labios, sonrojados, y sus sensuales ojos marrones estaban mirando directamente el
interior de su alma.
Por supuesto que la deseaba. Tendría que ser de piedra para no hacerlo. Y
después de un discurso así, Xavier tuvo que convocar cada gramo de su fuerza de
voluntad para permanecer en su silla en lugar de llevarla a la cama y darle
exactamente lo que quería. Despacio. Deliciosamente. Su cuerpo ansiaba hacerla
suya.
Pero él no era quien ella pensaba. Tampoco quien podía ser.
"Usted dice que desea un hombre honorable. Eso significa que cree que yo
soy alguien así. Pero cualquier persona capaz de aceptar el don de su cuerpo sin
preocuparse por su corazón o su futuro sería deplorable, no honorable." Esto había
ido demasiado lejos. Él se levantó de su silla. "Me he apartado en esta casa para
proteger a los demás de mí, no para arruinarlos bajo mi propio techo."
Ella se puso de pie en respuesta. "¿Usted no desea a ninguna mujer, o es
solo que no me desea a mí? Si yo fuera de faldas ligeras, ya estaríamos desnudos.
¿O no hay nada de mí que le atraiga, y he estado perdiendo mi aliento desde que
llegué aquí?"
Él la agarró por los hombros y dejó que su voz áspera traicionara su pasión.
"Todo en usted me atrae. ¿Cree que es la única que tiene sueños carnales? No hay ni
un solo hombre vivo al que no le gustaría estar en mi piel en estos momentos. Tan
cerca de degustar sus labios, de cubrir su cuerpo con el mío."
Sus fosas nasales se ensancharon. "No hay ni un solo hombre en Londres
que tan siquiera se sepa mi nombre."
Él dio un paso atrás y se metió los pulgares en el cinturón. "Por supuesto
que saben su nombre. También saben que su hermano les daría una senda paliza si
se atrevieran a tocarla."
Una risa ahogada gorgoteó en su garganta. "¿Isaac?"
El shock en su cara indicaba que ella nunca había considerado que podría
haber otra explicación más allá de su figura "rellena" y su dote modesta.
Xavier se acercó más. "No tiene ni idea de lo tentadora que es su propuesta.
Al igual que no tiene ni idea de lo que está realmente ofreciéndome al darme
permiso para hacer lo que me plazca con su boca y cuerpo."
"¿Acaso no?" Ella sacó un pequeño cuaderno de bocetos de su bolso. "No
creo que resultaría muy sorprendida por la mecánica de hacer el amor. No cuando
he estudiado una guía ilustrada. Página catorce: montar desde atrás. Página
veintisiete: estimulación oral. Página—"
Sus pulmones se congelaron. ¿Cómo en el infierno podría haber entrado en
posesión de una cosa así? Xavier le arrebató el libro de las manos y lo lanzó contra
la pared. "Ya es suficiente."
"Nunca es suficiente." Ella agarró las solapas de su abrigo y levantó su cara
hacia él. Su cuerpo encajaba perfectamente en su contra. "Muéstreme lo que me
estoy perdiendo."
Xavier no podía moverse. Dios bendito, no podía apartarla.
"Una noche," susurró. "Ya estoy aquí. Lo que suceda a continuación solo
depende de nosotros." Ella rozó el borde de su mandíbula con los labios. "Me
marcharé mañana a primera hora, pero primero deme una noche de pasión."
Su voz era suave. Sus ojos estaban entrecerrados. Su boca ahí para ser
tomada. Su cuerpo...
Él se obligó a dar un paso atrás cuando aún tenía la fuerza para hacerlo.
"No voy a ser su experimento, señorita Downing. Si desea arruinar su
futuro, desde luego no será a mi costa."
Capítulo Seis

Jane se alejó del capitán Grey mientras que el calor inundaba su rostro. Él no
quería estar con ella. Ella no podía ignorar las náuseas en su estómago ni el
desolador agujero que había perforado su pecho. Había puesto en práctica todos
sus atributos para atraer su atención. Su lógica, su físico... incluso le había
suplicado.
Y no podría haber sido rechazada más tajantemente.
Había sido un corte demasiado profundo. Ella se acercó a la pared del fondo
con sus piernas rígidas y se inclinó para recuperar el cuaderno de bocetos caído.
Sus ilustraciones largamente custodiadas le habían robado incontables noches de
sueño. Ahora ni siquiera podía soportar mirarlas. Ella metió el cuaderno de nuevo
en su bolso con dedos temblorosos.
Las representaciones de placer en su caso, tendrían que permanecer teóricas.
Ella dejó su bolso en la repisa de la chimenea y abandonó la sala sin decir
una palabra. El capitán Grey no la detuvo. ¿Por qué iba a hacerlo? No había nada
más que hablar.
La cesta de mimbre abandonada de Egui se encontraba al final del pasillo. Si
ella no conseguía meter al gato de nuevo en ella, causaría estragos en la casa del
capitán Grey. Jane respiró hondo y soltó el aire lentamente. Acorralar a Egui era
una tarea con la que estaba muy familiarizada. Desafiante. Peligrosa. Pero no
imposible.
¿Quién hubiera creído que podía ser más fácil atrapar un gato endemoniado
que el interés de un soldado solitario?
Jane caminó hasta el final del pasillo y metió el brazo por el asa de la cesta.
Con suerte, Egui no habría destruido el resto de los pañuelos del capitán Grey
durante el curso de su desastrosa conversación. La noche sería lo suficientemente
incómoda sin tener que reponer el guardarropa entero del hombre.
"Tengo que encontrar al gato," dijo Jane por encima del hombro. "¿Puedo
mirar en las habitaciones que estén abiertas?"
"Puede hacer lo que más desee," respondió Xavier a solo unos pocos
centímetros de distancia.
Ella se giró.
Xavier estaba de pie en la puerta de la sala, observándola. Su mirada azul
era inescrutable.
Después de un instante, desapareció de nuevo.
Ella enderezó la espalda y sonrió tristemente. Ella no podía hacer lo que
deseara. Ni aquí ni en cualquier otro lugar. Ella no podía tener el hombre que
quería. No podía encontrar al gato endemoniado que no quería. Ni siquiera podía
saltar en una diligencia y volver a casa.
Sus motivos podrían haber sido una tontería, pero su plan había sido
sensato. Demasiado sensato. Maldita tormenta de nieve. Le había parecido tan
fortuita en el momento, y ahora... solo otra burla cósmica.
Su hermano estaba a doscientos kilómetros de distancia. Los sirvientes no
sospechaban nada. Ella había cambiado de diligencia cada media hora para
asegurarse de que ninguna persona supiera de dónde venía o a dónde iba. El Dog
& Whistle se había quedado sin habitaciones libres, por lo que le habían aconsejado
que encontrara un alojamiento seguro y no muy lejano. La incesante nieve había
garantizado su bienvenida en casa del capitán Grey.
Y ahora no podía marcharse.
Ella se quitó los zapatos y las medias con el fin de recorrer la casa de campo
lo más sigilosamente posible. Llamar al gato solo le daría una advertencia
razonable. Su única esperanza era cogerlo desprevenido—antes de que él hiciera lo
mismo con ella.
En primer lugar, trató de buscarlo en la cocina. Aquí era donde Egui había
destruido de alguna manera el pañuelo del capitán Grey... Ah. Allí estaba. Un
repugnante amasijo de pelo húmedo y lino triturado. Justo al lado de una pila
similar de lo que una vez había sido un paño de cocina de algún tipo. Encantador.
El gato de su hermano proporcionaba alegrías sin fin.
Ella se puso de puntillas para inspeccionar la parte superior de todas las
superficies y de rodillas para comprobar debajo de cada mueble. No había señales
de Egui. Regresó al pasillo y cerró la puerta de la cocina detrás de ella.
La siguiente puerta abierta conducía a lo que deberían ser las dependencias
del servicio. Las camas estaban hechas a la perfección y las chimeneas estaban
apagadas, lo que hizo que Jane se abrazara a sí misma para protegerse del frío. Las
habitaciones estaban heladas a su parecer, pero Egui había sido bendecido con una
capa de pelo gris como el acero. La temperatura sería de su agrado y con su oscuro
pelaje, sería casi imposible detectarlo en la luz menguante.
Jane comprobó los altillos de los armarios y debajo de cada cama, pero no
pudo encontrar ningún rastro del gato desaparecido.
Rara vez lo hacía hasta que era demasiado tarde.
Al igual que su interacción con el capitán Grey, supuso. Ella no había sido
capaz de protegerse a sí misma de resultar herida porque no había previsto la
fuente del golpe. La no acción dolía tanto como la acción. Tal vez aún más.
Sus hombros se desplomaron. Las heridas punzantes de las pequeñas garras
de Egui desaparecían en una o dos semanas. Pero el rechazo de lleno del capitán
Grey dejaría huella en ella para siempre.
Jane cerró la puerta de las dependencias del servicio y cruzó el pasillo hasta
el comedor. Un aparador de caoba forraba todo el perímetro. Una mesa
rectangular con ocho sillas de madera estaba situada en el medio. No había
escondites. Ni señales de Egui. Con los dientes apretados en frustración, ella se
trasladó a la habitación contigua—y se detuvo bruscamente en el umbral de la
puerta.
Una biblioteca. Pequeña, pero confortable. Frente a la chimenea apagada
había un diván y un sillón orejero.
No había demasiadas estanterías, pero contenían un número respetable de
títulos. Ella no pudo evitar examinarlos. Política... agricultura... clásicos... ¡Fanny
Hill! Tomó el volumen del estante y lo estrujó contra su pecho.
¡Una novela erótica! Había deseado leer una cosa así durante mucho tiempo,
pero no había querido tener que esconder un libro másde su hermano. Puede que
no hubiera imaginería explícita en esas páginas, pero cualquier cosa que se hacía
llamar Memorias de una mujer de placer era algo cuya procedencia no desearía tener
que explicarle a Isaac una noche mientras cenaban.
No es que fuera el material apropiado para leer aquí tampoco.
Ella deslizó el libro de nuevo en su hueco entre los demás. Leer acerca de
encuentros eróticos de ficción, mientras que se alojaba bajo el mismo techo que el
capitán Grey, solo haría que lo deseara aún más. Era mejor para los dos que su
curiosidad permaneciera insatisfecha.
Aunque era deliciosamente tentador pedirlo prestado solo por una noche...
Tras obligarse a abandonar el libro, Jane inspeccionó arriba y dentro de cada
estantería en busca del gato extraviado. Nada. Ni siquiera un revelador pelo gris
que indicase que el gato había entrado en la habitación. Ella salió de la biblioteca y
cerró la puerta firmemente detrás de ella. Y tragó saliva.
La última habitación que quedaba era el dormitorio de capitán Grey. Ella
vaciló ante la puerta abierta.
Una luz naranja parpadeante emanaba de la chimenea, tiñendo la habitación
de un suave y cálido resplandor. Justo al otro lado había una gran cama con dosel
con cortinas gruesas de esmeralda. Había un armario a un lado y enfrente, una
mesa con un cántaro sobre ella y un lavabo. Sin embargo, Jane no podía apartar los
ojos de la cama.
¿Cómo sería unirse a él bajo las sábanas? Caliente, obviamente.
Emocionante. Inolvidable.
Aunque nunca lo sabría.
Apretó los dedos ante el giro espontáneo de su estómago. La verdad no
podía ser más clara. El capitán Grey no era más que un ex-soldado. Era un héroe
de guerra. Un líder entre loshombres. Si quería algo, lo tomaba.
Por lo tanto, no la deseaba. Si lo hiciera, ella ya estaría desnuda.
Dejó el cesto y se arrodilló para mirar debajo de la cama. Cero gatos. Ella
apretó su mandíbula. ¿Dónde diablos se había escondido?
Un golpe sonó en la entrada y ella se puso en pie en señal de alarma.
No era Egui. La emoción empezó a correr por sus venas. El capitán Grey.
Arrastrando su baúl hasta su dormitorio.
Capítulo Siete

Xavier se apartó un saludable paso del baúl de la señorita Downing. Ella


estaba de pie en su dormitorio, lo que significaba que debía alejarse mucho, no
quedarse mirando su largo y brillante cabello ni imaginándose la sensación de esas
voluptuosas curvas bajo sus manos. Su inocencia intacta le atraía igual de
visceralmente que su belleza. Miró hacia otro lado. Ella no era para él.
Xavier puso las manos por detrás de su espalda para protegerlas—y para no
sucumbir a tal tentación. No necesitaba vislumbrar los innombrables camisones de
seda que ella podría haber empaquetado hasta aquí para su acto de seducción. No
quería imaginársela en su cama sola, desnuda, y pensando en él.
Tampoco podía imaginar cómo iba a ser capaz de superar una larga noche
invernal con su cordura—y la virginidad de ella—intactas.
Él mantuvo su voz autoritaria y firme. "Mi casa no tiene habitaciones de
invitados, por lo que tendrá que dormir en la habitación principal. Yo, por
supuesto, tomaré las dependencias del servicio."
Los labios rosados de la señorita Downing se abrieron y un destello de dolor
renovado inundó sus ojos. "¿No va a compartir su cama conmigo?"
Él se frotó la cara. "Perdóneme por señalar que ni siquiera tenía la intención
de compartir mi casa con usted. Si usted ha desarrollado ilusiones sobre mí o mi
persona, por favor, acabe con ellas lo antes posible. Yo vivo solo por una razón.
Como una inocente, usted no puede comprender plenamente las consecuencias de
su propuesta, pero yo no soy digno de ser un esposo y yo no debo ser su
expoliador."
Ella levantó su barbilla. "Estoy buscando un amante, no un marido. ¿Cree
que soy tan ingenua como para no prever un corazón roto en mi futuro? Lo vi
desde el momento en que puse mis ojos sobre usted." Su voz se quebró mientras se
alejaba. "Yo solo esperaba poder compartir unos momentos placenteros."
Él frunció el ceño. ¿Había venido hasta aquí esperando que él la dejara a un
lado después de realizar el coito, y todavía sentía que la experiencia merecería la
pena? ¡Zeus, sí que era inocente! Muy bien. Él tendría que ser lo suficientemente
fuerte por ambos.
Para desviar su atención, Xavier hizo un gesto hacia la mesita de noche.
"Hay agua fresca en la jarra, y la ropa de cama están recién lavada. Hay más que
suficiente leña para pasar la noche. Si se le ocurre cualquier otra cos—"
"Creo que es ridículo que no pueda dormir en su propia cama."
Él la miró fijamente. "No puedo dormir de ningún modo en mi cama si
usted está en ella, y no voy a mandarla a las dependencias del servicio."
"¿Por qué tenemos que dormir uno de los dos en algún otro lugar?" Ella se
cruzó de brazos. "O yo ya he arruinado mi futuro—en cuyo caso, no hay razón por
la que no podamos compartir la mejor habitación—o nadie se va a enterar jamás de
que alguna vez he estado aquí. En cuyo caso, sigue sin haber ninguna razón por la
que no podamos compartir la mejor habitación."
Él apretó su mandíbula. "No."
Sus ojos marrones lanzaban destellos. "¿No? ¿Todo lo que tiene que alegar
en contra de la lógica que acabo de exponer es un simple no?"
Antes de que Xavier pudiera cimentar su disgusto por su naturaleza
autocrática, señalando que estaban en su cama, su casa, y esas eran sus reglas, un
tornado de cinco kiloscon garras saltó del dosel de la cama y se aferró a la cabeza
de Xavier con un ensordecedor alarido.
Él gruñó y se sacudió para liberarse del gato—o al menos, intentarlo—pero
la criatura cavó sus garras en su cuero cabelludo y se mantuvo allí con fuerza. La
maldita cosa se había posado en su cabeza como si fuera un sombrero. Apretando
los dientes, él llevó las manos hasta su vientre y tiró de él. El calor del esfuerzo
corría por sus mejillas. Xavier estaba seguro de que acababa de perder una buena
porción de pelo, pero tal vez eso funcionaría a su favor.
Cualquier doncella superaría toda su excitación por un hombre que
pareciese que había perdido la batalla con un león.
Xavier sostuvo a la seseante criatura, mientras que esta se retorcía, con los
brazos tiesos. "Su gato, señora."
Con los ojos llenos de horror, Jane recuperó la cesta del suelo y atrapó a su
mascota en el interior. "Lo siento muchísimo. No quería que le hiciera daño. Él
está... lleno de vida, y cuando está en lugares desconocidos o con personas
extrañas, me temo que—"
"No pasa nada."
"Sí, sí pasa." La mirada de Jane se suavizó cuando levantó una mano y la
dejó descansar sobre su mejilla. "Está sangrando."
Él se apartó. "Sobreviví tres años de guerra. Un gato cualquiera no va a
poder conmigo."
Suponiendo que no tuviera la rabia. Por el barullo que estaba haciendo
dentro de esa canasta, Xavier no podía descartar tal posibilidad.
"Tiene tan mal humor como él." La señorita Downing agarró la canasta
aullando contra su pecho y frunció el ceño. "Si no me deja que le cure la herida,
¿me dirigirá al menos hacia mi abrigo? Si vamos a evitar accidentes de otro tipo, el
animal necesita un breve paseo por la calle antes de que nos acomodamos para
pasar la noche."
Xavier suspiró. Lo último que necesitaba era que Egui siguiera haciendo de
las suyas por toda la casa. Y con el temporal tan espantoso, jamás se le ocurría
enviar a la señorita Downing fuera ni por un momento. Él alcanzó la canasta.
"Démelo."
Ella sacudió la cabeza. "Desconfía mucho de los extraños, y si acabara
pasándole algo, mi—"
"No va a pasarle nada. Quédese aquí donde hace calor. Póngase cómoda. El
gato y yo volveremos en unos momentos."
A pesar de la castrante falta de confianza en su expresión, ella por fin soltó
la canasta.
Xavier inclinó la cabeza y salió del dormitorio.
En vez de ir inmediatamente fuera, se dirigió a las dependencias del
servicio. Tal vez no podía evitar que el gato lo atacase, pero estaría condenado si se
le escapara sin querer. ¿Qué opciones le dejaba eso?
Era muy poco probable que el barrigón y endiablado gato gris fuera a
respetar el tipo de correa que normalmente se usaría con un perro. Xavier
necesitaría algo tan inusual para majearlo como el propio gato en sí. Tomó el
cordón de una campana e hizo un ocho. Después, forcejeó con las patas de Egui
para meterlas por los agujeros, como si se tratara de un chaleco. Ató los extremos
de la cuerda por la hebilla de metal de un cinturón de cuero, y formó un nudo
sólido y contundente.
Listo. Una correa de gato. Xavier se recostó, satisfecho. Mientras que él no
soltara su extremo—y Egui se abstuviera de atacar—todo iría bien.
 Xavier metió el gato de nuevo en la cesta y se puso el abrigo y su sombrero
antes de salir a la ventosa noche.
El viento helado le dejó sin respiración. Una vez que su cuerpo se
acostumbró al gélido temporal, Xavier lanzó a Egui de su cesta con cuidado de
mantener un firme control sobre el extremo seguro de la correa.
No pudo contener una breve sonrisa. Sacar a un gato endemoniado a hacer
sus necesidades en la nieve no podía estar más lejos de cómo se había imaginado
su primera noche en casa, pero la señorita Downing y su compañía eran
innegablemente más entretenidos. Incluso si estaba condenado a acabar la dichosa
aventura con sendas cicatrices.
 De hecho, Egui podría ser la clave para salvarlos a ambos. Y no solo porque
ningún hombre en su sano juicio confiaría en ese gato en cualquier lugar cerca de
su culo desnudo.
La señorita Downing, por el contrario... Xavier necesitaba un gran plan para
disuadirla de su idea de echar a perder su virginidad. Un plan que le impidiera
desearlo por más tiempo.
La forma más fácil sería hacerle saber exactamente a qué clase de canalla se
estaba ofreciendo, pero su maldito orgullo odiaba la idea de recurrir a tales
medidas.
Por un lado, contarle sus fechorías solo le robaría un tipo diferente de
inocencia. Nadie se merecía eso. Y número dos... a ella le gustaba. No importaba
qué tan ciega pudiera llegar a ser su fe en él, Xavier odiaría tener que obligarla a
renunciar a ella. Solo necesitaba que pensara en él como un amigo, no un amante.
Un amigo que sacaba a pasear a su desquiciado gato por la nieve.
Xavier le dio la espalda al viento y se estremeció. Sí, esa era la respuesta.
Debía apaciguar todas sus perversas intenciones haciendo uso de una cortesía
platónica. Ilustrarle a cada paso que lo mejor era que permanecieran como amigos.
La mejor manera de mantener a la señorita Downing segura era mantener
las distancias.
Sus dedos se cerraron en puños. Dedicándose al cuidado y bienestar de su
gato y otros asuntos asesinos de libidos, Xavier conseguiría moldear su impresión
sobre él hasta que encajara de lleno en el papel de amigo y nada más.
Él metió el gato de nuevo dentro en la canasta y se apresuró hacia la casa de
campo, lejos del frío. Una vez dentro, se apoyó en la puerta hasta que volvió a
sentir los dedos.
Señor, hacía una noche intempestiva. En las últimas horas, el tiempo solo
había empeorado.
Podría encender el fuego en el salón, pero la leña era limitada. Le había
dicho a la señorita Downing que habría un montón de reserva para pasar la noche,
y era cierto—pero eso significaba extinguir los demás fuegos de la casa con el fin
de racionar mejor la leña. Si la caída de la cegadora nieve le impedía cortar más,
tendrían que conservar la que todavía tenían.
Por la mañana, él palaría la carretera y pondría a la señorita Downing en la
primera diligencia que pasase. Una vez que ella estuviera de camino, él haría un
balance de sus disposiciones y decidiría cómo fortalecer mejor su cabaña. Y
cambiar su vida. Xavier se quitó la chaqueta y se arrodilló para liberar a Egui de su
cesta.
Por fin libre de su improvisada correa, el gato salió disparado por el pasillo
y fuera de su vista.
Xavier se puso de pie. Dejaría que la señorita Downing supiera que su
mascota había regresado sana y salva, y entonces se encerraría en las dependencias
del servicio hasta el amanecer. Esto no era un mero desafío. Era su oportunidad de
demostrar que ya no era el monstruo en que se había convertido.
Él rodó sus hombros. Solo unas cuantas horas más. El amanecer llegaría
mucho antes de lo que esperaba. Había soportado muchos destinos peores que una
visita inesperada de una tentadora y voluptuosa joven.
Caminó por el pasillo hasta su dormitorio, con la intención de golpear
suavemente la puerta por si acaso la señorita Downing estaba profundamente
dormida.
La puerta estaba abierta. Ella todavía estaba allí. Aún vestida. Y
terriblemente seductora.
Estaba sentada en el taburete de la cómoda cepillándose su pelo largo y
castaño. La luz se reflejaba en sus brillantes rizos, fascinantes a su parecer mientras
se estiraban y enrollaban alrededor del marco de su cara. Su corazón se aceleró.
¿Cómo sería hundir los dedos en esa masa de rizos suaves y sedosos?
¿Deslizar la mano detrás de su cabeza mientras que traía sus labios a los suyos? ¿O
tener una cortina de rizos cayendo en cascada a ambos lados de su cuerpo mientras
que ella se sentaba a horcajadas sobre sus caderas y se inclinaba para—
Xavier golpeó el marco de la puerta con tanta fuerza como para hacerse
sangre. Ella levantó la vista, sorprendida, y luego sonrió con timidez. Su corazón
dio un vuelco.
Amiga, amiga, amiga, se recordó a sí mismo, tratando desesperadamente de
apartar la mirada. Nada de mirar, nada de tocar, nada de hacer el amor. Su
invitada estaba al cien por cien más allá de los límites. Pero sería mejor quedarse al
otro lado de la puerta, solo para asegurarse.
"Ningún problema con el gato," dijo antes de aclararse la garganta cuando
su voz salió más áspera de lo que esperaba. "¿Necesita algo más antes de que me
retire?"
Ella tenía las mejillas sonrosadas de un color rosa oscuro. "¿Le importaría...
ayudarme a quitarme el vestido?"
"¿Ayudarla a qué?," preguntó atragantándose, de repente sin poder respirar.
 "Es solo que... los vestidos de las señoritas se hacen con vistas a que sus
criadas se encarguen de desabrochárselos." Hizo un gesto a sus espaldas. "Me
encuentro incapaz de realizar las contorsiones necesarias para desenlazar mis
estancias."
Xavier tragó saliva e intentó reunir la fuerza necesaria. "¿Cómo va a vestirse
entonces sin su doncella?"
Su rubor se intensificó. "No tenía la intención de vestirme."
"Bien hecho. Ahora espera que yo juegue el papel de su criada." Él dio un
paso adelante para ayudarle con la mayor rapidez posible.
"Le di otra opción," murmuró ella. "Considero el hecho de que los dos
estemos desnudos igualmente aceptable."
Él gimió. Iba a ser una noche larga y dura.
Literalmente.
Capítulo Ocho

El primer pensamiento de Xavier al despertar no fue la mujer acurrucada


entre su ropa de cama... pero solo porque no había logrado dormir en absoluto, por
esa misma razón.
Sí, las habitaciones de los sirvientes eran cómodas pese a su extrañeza. Sin
un fuego en los aposentos, sin embargo, su aliento escapaba de sus pulmones en
bocanadas visibles de aire helado. Pero eso no era nada. Durante la guerra, el
capitán Grey había dormido en condiciones mucho menos nobles. Bajo la lluvia,
contra el viento, sobre la misma tierra—había tenido que descansar
adecuadamente para prepararse para la acción enemiga.
Él no estaba preparado para una intelectual curvilínea con los ojos color
miel, rizos brillantes, y una propuesta diabólicamente tentadora. Volver a
rechazarla había sido la cosa más complicada que había hecho desde que dejó el
ejército... hasta que ella le había pedido que le ayudara a desatar sus estancias. Su
entrepierna se apretó ante el recuerdo de sus temblorosos dedos retirando su pelo
largo y suave de su nuca.
¿Qué si la encontraba atractiva? Ni siquiera yacer desnudo sobre capas y
más capas de nieve aplacaría su ardor. Su única salvación era que no tendría que
recurrir a una medida tan drástica. Ella se marcharía en un par de horas.
Él puso los pies en el suelo y trató de relajar los hombros. Por fin había
amanecido. La nieve comenzaría a derretirse en breve. Y si no, bueno, para eso
Dios había inventado las palas. La gente tenía lugares en los que estar. El cartero
no pasaría en su carruaje hasta la mañana tardía, pero los conductores de
diligencias comenzarían a deambular por allí mucho antes. Para cuando llegara el
mediodía, Xavier habría recuperado su terrible soledad.
Entonces, y solo entonces, tendría que volver a entrar en su dormitorio,
recostar su cabeza sobre almohadas calientes que aún olerían a su perfume, y
permitirse a sí mismo pensar en lo que podría haber sido si las circunstancias
hubieran sido diferentes.
Pero primero, tendría que ir a ayudar a la dama a prepararse. De lo
contrario, no sería capaz de vestirse en absoluto. Él se echó agua fría en la cara y
frunció el ceño a su reflejo. Quizás arrojarse sobre un montón de nieve no era tan
mala idea.
¿Por qué la ropa de las damas tenía que ser tan...interactiva?
Xavier podía entrar y salir de su uniforme al completo en cuestión de
segundos. De hecho, había dejado marchar a su primer ayudante  cuando se enroló
en el ejército y no se había molestado en buscar un reemplazo desde su regreso. No
necesitaba un primer ayudante. Su séquito de cinco—una cocinera, un ama de
llaves, un mayordomo, un lacayo, y un mozo de cuadra—eran más que suficiente
para un ex-soldado en una casa de campo.
¡Si tan solo sus sirvientes estuvieran aquí! La cocinera y el ama de llaves
podrían desempeñar el papel de las doncellas de la señora mientras que Xavier y
los otros tres hombres palaban la nieve todo el camino de regreso a Londres de ser
necesario.
Por supuesto, si estuvieran aquí, serían cinco testigos más de la ruina total y
completa de la señorita Downing. Tal como estaban las cosas hasta el momento,
todavía había una oportunidad, aunque mínima, de conseguir que ella hiciera el
equipaje y volviera a casa con todo lo importante intacto y que nunca nadie lo
supiera.
Él se vistió rápidamente. Cuando se enfundó la primera bota, los dedos de
sus pies se hundieron en algo húmedo y esponjoso. Él frunció el ceño y sacudió su
pie libre. Solo podía haber una explicación. Volvió su zapato y frunció los labios
con disgusto cuando una mata húmeda de pelo de gato e hilachos de pañuelo
destrozado cayeron al suelo.
Egui. El pequeño y más eficiente acompañante del mundo.
Cuando no pudo encontrar nada más que hacer para postergar lo inevitable,
Xavier se dirigió por el pasillo hacia su dormitorio.
La suave luz del fuego se derramaba desde la puerta abierta.
Ella estaba despierta. Por supuesto que estaba despierta. Su gato no podría
haber salido de la alcoba antes de que ella hubiera abierto la puerta.
Él llamó a la jamba sin mirar dentro. "Buenos días, señorita Downing. Ha
amanecido temprano. ¿No ha dormido bien?"
"Por lo general, me levantó con el sol, aunque no esté muy de moda.
Adelante, adelante. No tendrá la intención de mantener una conversación desde el
otro lado de la pared, ¿verdad?"
Él consideraba la pared como el más seguro de todos los obstáculos
posibles, pero supuso que el menos práctico. Rodó sus hombros y dio un paso
hacia la puerta abierta.
Tenía la garganta seca.
La señorita Downing había movido el taburete junto a la chimenea y estaba
sentada de espaldas a él. Un vestido de color canela se abría por debajo de su nuca
mientras que ella inclinaba la cabeza hacia un lado y luchaba para arrastrar un
peine a través de su pelo largo y ondulado. Cada rizo reflejaba la luz del fuego, que
se derramaba contra su cuello y la parte baja de su espalda.
Nunca había visto nada más erótico en su vida.
"¿Debo—" se palmeó el pecho cuando su voz salió demasiado ronca.
Después de despejar la garganta, lo intentó de nuevo. "¿Debo ata sus estancias?"
"Solo si quiere." La rosada luz del fuego—o tal vez un leve rubor—coloreó
su cuello expuesto.
"Tengo que hacerlo," contestó, sin molestarse en ocultar la desesperación
estrangulando su voz. "Por los dos."
"No tiene que hacerlo." Ella se dio la vuelta y lo miró fijamente a los ojos.
"Desea hacerlo."
Una risa sorprendida brotó de su garganta. Su intelectual podría ser
excepcionalmente transparente, pero sabía muy poco acerca de los hombres.
"No. Lo que deseo hacer son actos tan desvergonzadamente carnales que
hasta la tinta podría incendiarse si tratara de plasmarlos en papel. Pero lo que voy
a hacer es atar sus estancias, hacer unas tostadas para desayunar, y ponerla en la
primera diligencia de regreso a Londres. Ya me dará las gracias más tarde."
"Pensaré en usted más tarde." La punta de su lengua humedeció su labio
superior. "Tal como hice anoche."
Xavier se agarró al marco de la puerta y mantuvo su posición. Si se acercaba
a ella en este momento, no sería para atarle el corsé. Estaban jugando con fuego.
Ella se volvió hacia la chimenea y reanudó su cepillado. "¿Supongo que no
tiene ninguna habilidad con un peine? Mi criada es la única capaz de acabar con
estos enredos, y me temo que yo solo los estoy empeorando."
La mandíbula de Xavier se contrajo. Estaba profundamente agradecido de
que ella no pudiera presenciar el deseo tan crudo escrito por todo su rostro.
Sí, quería correr sus dedos a través de ese pelo largo y sedoso. Tocarlo,
peinarlo, pero sobre todo, que su suavidad fuera la única manta por encima de sus
calientes y entrelazados cuerpos.
Lo cual era al mismo tiempo la mejor y la peor idea que alguna vez había
pasado por su cabeza. Ella le gustaba demasiado como para dejar que
desperdiciara todo su futuro teniendo un encuentro amoroso con alguien como él.
"No podemos ser amantes, señorita Downing. Ni ahora ni nunca. Cree que
soy alguien que no soy." Cuando ella lo miró a los ojos, él volvió a hablar con aún
más frialdad. "Su visión de mí está viciada. Me tiene idealizado como un caballero
romántico que salva el día y se gana los favores de una dama. No soy tal caballero.
Y no merezco sus favores. No voy a ser su seductor."
Ella alzó un hombro semi-desnudo. "En este momento creo que es alguien
que no sabe cómo desanudar el pelo rizado y no quiere admitirlo."
"Por supuesto que sé cómo desenredar el cabello." En contra de su mejor
juicio, Xavier irrumpió hacia adelante y le arrebató el peine de la mano.
"Levántese. Ni una palabra más hasta que esté bien atada."
Ella se puso de pie tan dócil como un cordero.
Xavier no se iba a dejar engañar ni remotamente.
Con el peine entre los dientes, ciñó su corpiño y abrochó su vestido tan
pronto como pudo. Cuando ella se acomodó en el taburete, él levantó su pelo con
una mano y comenzó a desenredar sus rizos suavemente con la otra, partiendo de
las puntas.
La luz del fuego atrapaba cada mechón de pelo según los liberaba,
convirtiendo las largas ondas marrones en ondulaciones de oro.
Cuando un pequeño suspiro de satisfacción escapó de la garganta de la
señorita Downing, la tensión en los músculos de su cuello se evaporó. Ella tenía los
ojos cerrados y una media sonrisa había curvado sus labios. Las comisuras de los
suyos propios se arquearon en respuesta.
Su intelectual seductora sabía ronronear como un gato mejor que esa
criatura endiablada que se había traído en una cesta. Podría peinarla durante horas
solo para escuchar sus relajados suspiros y ver la expresión de felicidad en su
bonita cara.
Sus dedos se congelaron en su lugar. ¿Podría hacer esto durante horas? ¿Solo
porque a ella le gustaba?
"Ya está bien." Él lanzó el peine en su regazo y salió por la puerta antes de
que sus grandes ojos marrones y su perfumada piel lo domesticaran para hacer
algo más. Ella se habría ido en el próximo par de horas. Él se encargaría
personalmente de ello.
Xavier pateó una pila de tela hecha jirones de lo que parecía sersu camiseta
favorita destrozada en medio del pasillo, y comenzó a enfundarse en su ropa de
abrigo. Sombrero, bufanda, abrigo, guantes. Tomó la pala descansando en una
silla. Se olvidó del desayuno. Él no era un posadero. Era un ex soldado irascible,
desalmado y solitario, y la señora se iba a casa. En este preciso instante.
El capitán Grey abrió la puerta principal. Una montaña de nieve se deslizó
dentro. Su altura llegaba casi a la parte superior de sus botas—y no dejaba de caer.
Él se quedó mirando con incredulidad.
Una espesa manta de nieve blanca cubría cada centímetro del horizonte. No,
no era una manta. La mayoría de las mantas no tenían veinticinco centímetros de
espesor. No podía distinguir el camino de su jardín. Todo estaba blanco—e
impasible. Su sangre se heló.
Esto era un castigo. Esto era un desastre. Maldito infierno.
Capítulo Nueve

¿Aislados por la nieve?


Jane envolvió los brazos alrededor de su pecho para evitar lanzarlos al aire
y dar vueltas de alegría alrededor del jardín. Aislados por la nieve.
Ella había sido rechazada profundamente y aún no había sido capaz de
decidir qué le había dolido más, la humillación o la decepción. Pero la
conversación de esta mañana había dejado claro que el capitán Grey no era inmune
a ella—¡y ahora estaban aislados por la nieve! No podía haber planeado un giro
más prometedor de los acontecimientos. ¡Todavía tenía una oportunidad!
Por supuesto, si iba a alimentarla, la primera orden del día era mejorar su
terrible estado de ánimo.
Él estaba comprensiblemente menos entusiasta que ella respecto al hecho de
que la tormenta de nieve siguiera su curso. Estar atrapado aquí con él significaba
que su personal estaría atrapado en cualquier otro lugar, y había comida para
preparar, chimeneas que abastecer, y pelos de gato cubriendo la mayor parte de la
cabaña.
No había mucho que Jane pudiera hacer sobre la abundancia de pelos o la
escasez de leña, pero mientras que el capitán Grey estaba preparando el desayuno,
ella recogió la ropa que Egui había destruido y escondió en un lugar seguro toda
aquella que el gato aún no había encontrado. Era probable que el capitán Grey
necesitara una media hora extra para encontrar sus camisas limpias, pero al menos
estarían de una pieza cuando lo hiciera.
Ella se sentó a la mesa y colocó tres medias y un chaleco sobre su regazo.
Los artículos más desafortunados tenían una extrema necesidad de limpieza a
fondo o habían sido desgarrados por completo, pero todavía eran salvables. Ella
podía zurcir las medias y coser botones nuevos en el chaleco antes incluso de que
él hubiera terminado de tostar el pan.
Tampoco era una tarea mañanera inusual. Después de tantos años con Egui,
Jane no solo llevaba un neceser para remendar cosas siempre consigo, sino que
además se había convertido en una experta en punto de cruz y bordados. Era el
único "logro" de mujer que alguna vez había encontrado práctico. Aún no había
conseguido realizar críticas escalas de pianoforte ni pintar una acuarela de
emergencia.
Coser, al menos, le daba algo útil que hacer mientras que el capitán Grey
estaba en la cocina preparando las comidas. Una floritura extra por aquí y por allí
le daba a sus dobladillos un toque personal. Y le ayudaba a matar el tiempo.
Jane terminó el último remiendo del día justo a la vez que el capitán Grey
estaba saliendo de la cocina. Por el conjunto de su mandíbula, ella se dio cuenta de
que el hombre no tenía ni la más mínima intención de participar en una pequeña
charla cortés ni de pasar una mañana agradable en su compañía.
Jane no quería perder ni un solo segundo. La nieve podría derretirse en
cualquier momento, y para cuando lo hiciera, ella pretendía ser... bueno, si no
indispensable, al menos aprovechada a fondo.
Ella le había propuesto convertirse en su amante no porque pensara que
fuese a ser la vuelta más probable de los acontecimientos, sino porque eso le daba
todo un espectro de probabilidades para regatear. Compartir una casa en la ciudad
con su hermano le había enseñado que el punto de partida de uno era lo que
determinaba el resultado favorable de lo que pretendía conseguir.
Si el capitán Grey dijera, "No voy a tocarla," y Jane suplicara, "Oh, por favor,
¿por qué no me besa?," no habría mucho espacio para el compromiso. Pero en
cambio, si el capitán Grey dijera, "No voy a tocarla," y Jane sugiriera, "¿Por qué no
podemos ser amantes?," entonces tal vez un conciliador beso no estaría totalmente
fuera de la cuestión.
La más importante, sin embargo, era conseguir que él dejara de mirarla con
el ceño fruncido como si hubiera orquestado una seducción y la repentina tormenta
de nieve.
Jane tomó un sorbo de su té mientras consideraba el problema. El primer
paso para apartar a un hombre de un estado de ánimo miserable era no lanzar
nuevas quejas al fuego.
"Gracias por preparar el desayuno." Ella se comió un tercio de su pan
tostado antes de mirarlo a los ojos y sonreír. "La tostada está deliciosa y el té es
justo lo que necesitaba."
Él la miró sin hacer ni un solo ruido.
Por supuesto que no iba a decir nada. Las felicitaciones y las gracias eran
salidas difíciles de revocar. Ella ocultó su sonrisa. Una vez que se diera cuenta que
no podía provocarla para iniciar una pelea, tal vez podrían pasar a mejores temas.
Esto tenía que ser duro para él. Como soldado—y más específicamente,
capitán—estaría mucho más acostumbrado a dar órdenes que a recibirlas. No
habría ascendido en las filas tan rápidamente si no hubiera sido un comandante
hábil y respetado a cada paso del camino.
No era difícil imaginarse a un hombre tan fuerte y honorable liderando a la
caballería en la batalla o haciendo de mentor para los aspirantes a oficiales entre
sus tropas. Sus charreteras y su título demostraban su coraje y heroísmo.
Lo que a ella más le interesaba era el hombre detrás de su uniforme. O más
bien, debajo de él. Él no siempre había sido soldado, y ahora que la guerra había
terminado, se encontraba frente a la perspectiva poco envidiable de convertirse en
lo que una vez había sido: solo un hombre.
Excepto que ningún hombre era "solo" un hombre. Todo el mundo tenía sus
esperanzas, sueños y pasiones en sus corazones. El truco era encontrar alguien que
los compartiera, o que estuviera por lo menos dispuesto a escucharlos.
Ahí era donde Jane destacaba. Ella era muy apta para escuchar. Volvió a
morder su tostada. Esta mañana era tan buen inicio como cualquier otro. Ella tenía
que sacar el máximo provecho de la situación. Si el capitán Grey pensaba en actos
carnales, en plural, entonces ella estaba decidida a intentar poner en práctica todos
los que pudiera antes de tener que irse.
Jane enderezó la espalda. Si iba a arruinar su futuro, entonces quería hacer
las cosas bien. Quería suficientes recuerdos tórridos que la mantuvieran caliente
durante el resto de su solitaria vida como solterona.
"La expresión de su cara es muy preocupante," dijo el capitán Grey mientras
alcanzaba la tetera. "Napoleón dijo que poner expresamente esa mirada es la
manera de iniciar la conquista de un país vecino."
Jane sonrió. Tal declaración tenía, evidentemente, la intención de molestar,
pero ella no mordió el anzuelo. Fuera consciente o no, el descontento del capitán
Grey no era más que parte un show. Incluso había rellenado su taza de té antes de
preocuparse por la suya.
"Casi, casi," respondió ella suavemente, llevándose la taza a los labios y
respirando el fragante vapor. Si deseaba que él se relajara en su presencia, debía
elegir un tema menos incendiario que hacer el amor. "Estaba pensando en lo difícil
que debe ser para un soldado tan honorable como usted haberse absuelto a sí
mismo con el fin de obtener el rango de capitán."
Él soltó la tetera con tanta fuerza como para romper el mango. "Usted no
sabe nada sobre la guerra y menos aún sobre los soldados. No me idealice, ni a la
guerra. Cualquier guerra. No son más que tropas asesinas aniquilando a
otrosasesinos en nombre de su estimado líder, que probablemente sea mucho más
sanguinario que brillante."
Ella lo miró boquiabierta. "¿Cómo puede decir eso? Napoleón estaba loco—
y, sí, nuestro propio rey ha sido considerado incapaz de gobernar—pero eso no
significa que la causa por la que usted luchó fuera menos digna. ¿Qué hay de
Wellington? ¿Y el XV Regimiento de Dragones? He leído infinidad de cuentas
sobre todas las escaramuzas, y—"
"Rumores," escupió con asco. "Usted está demostrando justo lo que estaba
tratando de decir. No sabe nada de la vida si su único conocimiento sobre ella
proviene de los libros."
Jane apretó los dientes. ¿Quería una pelea? De acuerdo. "Solo un ignorante
afirmaría que no puede haber ningún conocimiento que provenga de los libros.
Puede que la literatura no proporcione la experiencia de primera mano, pero sigue
teniendo valor. Tal vez si los líderes que usted odia conocieran su historia un poco
mejor, la guerra no estallaría tan fácilmente."
"La guerra cambia a las personas, señorita Downing. Sé que usted no puede
entender lo que eso significa, pero—"
"¿Por qué no puedo? ¿Por los libros de nuevo? Tal vez pueda recordar que
también me relaciono con gente en ocasiones." Ella dejó la taza de té sobre la mesa
por miedo a tirársela a la cara. "Mi mejor amiga se ha casado con su mejor amigo,
que volvió de la misma guerra tan heroico y honorable como llegó a ella. Pero tiene
razón. No todo el mundo lo hace. El corsario enviado para rescatar a la madre de
Grace había capitaneado una nave en la Marina Real, luchando contra Napoleón
desde el mar. Antes de su enrolamiento, el hombre había sido abogado. Así que no
me diga que no entiendo que la guerra puede cambiar a las personas, capitán Grey.
Lo sé. Lo he visto. Puedo verle a usted."
Su pecho se expandió y él se cruzó de brazos. "¿Qué se supone que significa
eso?"
"Significa que no me he olvidado de quién era antes de convertirse en lo que
es ahora," dijo ella con exasperación. "Usted, Lord Carlisle y el comandante
Blackpool han estado intermitentemente presentes en los mismos eventos y
veladas a las que yo misma he asistido. El conde aún no había perdido a su padre.
El comandante aún no había perdido su pierna y a su hermano. Y usted todavía no
había perdido la razón. El hecho de que se sienta lo suficientemente bien como
para discutir conmigo hoy demuestra que no importa la forma en que la guerra le
cambió, usted ha seguido cambiando. Ya no es el cascarón vacío del hombre que
Carlisle trajo hasta Londres como una muñeca de gran tamaño. Usted es usted de
nuevo."
Él la miró en silencio.
Ella bajó la voz. "La guerra es terrible. Lo reconozco. Pero ahora se acabó. Lo
que sucede después depende de usted."
Él se puso de pie y reunió los platos y cubiertos en una pila. "No es tan
sencillo, y no quiero seguir hablando de ello."
Ella recogió las tazas y la tetera, y le siguió hasta la cocina. "Por supuesto
que no es simple. ¿Sabía que el comandante Blackpool fue una de las únicas dos
personas que alguna vez se molestaron en invitarme a bailar? Ese momento,
literalmente, no va a volver a suceder. Él ya no asiste a los bailes de salón. Ha
perdido una pierna. Por lo que tengo entendido, apenas puede caminar y nunca
será capaz de bailar de nuevo. Pero su vida no ha terminado."
El capitán Grey sumergió los platos en un cubo de agua y lo empujó fuera
de su alcance. "¿Quién es el otro hombre con el que bailó?"
"Mi hermano. ¿Por qué no me deja que me encargue de los platos?"
"Fregar es una labor muy agresiva para la piel, y usted tiene unas manos
muy bonitas." Él empezó a lavar el primer plato. "Blackpool es un héroe. Yo, no.
No le vendría mal recordarlo. Sería el colmo de la insensatez confiar en un hombre
que no confía en sí mismo."
Ella sacudió la cabeza. "La lucha por los inocentes y la defensa de su país es
intrínsecamente heroico. Yo creo en usted. Encerrarse en usted mismo no va a
cambiar eso. No importa lo que haga, su heroísmo siempre será—"
Él agarró su cara con las manos mojadas y cerró la boca sobre la de ella con
dureza. No había duda de que él esperaba que se desmayase, o le abofeteara, o
alguna otra tontería.
Ella agarró sus brazos y se sostuvo con fuerza.
Los labios del capitán estaban muy abiertos y firmes contra los suyos. Las
manos ásperas acunando su rostro goteaban agua, pero lo único que ella sentía era
calidez. Se sentía deseada. Él no la estaba besando simplemente. Él la estaba
sosteniendo en su lugar, como si nunca quisiera dejarla ir. Un sentimiento de
esperanza se disparó en su interior. Ella se apretó aún más cerca y dejó que sus
ojos revolotearan cerrados.
Incluso a través de la ropa, los músculos de sus brazos estaban tensos y
firmes bajo sus manos sin guantes. ¿Cómo sería sentirlos alrededor de ella? ¿Le
abrazaría con la misma pasión desesperada con la que había comenzado este beso?
¿O sería un abrazo tierno, tal como sus labios eran ahora mientras se rozaban
contra los suyos con suave insistencia?
Como él succionó su labio inferior y su boca se abrió—no de sorpresa, sino
de entusiasmo. El hecho de que fuera su primer beso no significaba que fuera una
ignorante respecto a los placeres que podía traer. Ella se puso de puntillas a su
encuentro.
Jane había investigado el asunto exhaustivamente y estaba encantada de
descubrir que él tenía razón sobre el limitado o inexistente conocimiento que
provenía de los libros y sus imágenes sobre ciertas áreas. No había palabras sobre
un pergamino que pudieran transmitir remotamente el calor y la inmediatez y... el
mareo de tener su boca moldeada contra la suya. La sensación embriagadora de
necesidad y deseo compartido.
Ser besada era más de lo que nunca jamás había imaginado. Ser besada por
él era más de lo que nunca jamás había soñado.
Sus dedos temblaban—su cuerpo entero temblaba—y ella se aferró a su
cuello con abandono. No podía seguir conteniéndose. No podía sentir sus piernas,
rodillas, nada excepto su boca en la suya y sus cuerpos aplastados. El resto del
mundo se desvaneció. Era como si hubiera estado esperando este momento, a este
hombre, toda su vida.
Ella lamió su labio inferior y se envalentonó cuando un gemido primitivo
escapó de su garganta. El corazón le martilleaba contra las costillas, presionando
su pecho contra el de él con cada latido staccato. Todo lo que ella podía pensar era
que no quería que el beso acabara. Esto era el cielo.
Su lengua se encontró con la suya y un delicioso escalofrío se disparó por su
espalda, electrizando su piel. Sabía a té y a una especia que no podía definir. Sabía
a hombre viril, supuso. A capitán Xavier Grey. Todo en él era fuerte, seguro,
masculino y completamente irresistible. Ella quería ser suya. Quería que él fuese
suyo.
Sus rodillas se debilitaron. Jane se sentía como en casa, temerosa y
esperanzada a partes iguales. Su respiración salió en pequeñas bocanadas cuando
recordó que debía seguir respirando. Él no se limitaba a hacerle sentir deseable.
Demostraba con cada beso consumidor, con el estruendo de su corazón contra el
suyo, que su deseo por ella era lo suficientemente potente como para devorarlos a
ambos.
Jane estaba perdida.
Él se apartó, jadeando, y se pasó una temblorosa mano por el pelo.
Ella se quedó inmóvil, tratando de contenerse para no lanzarse de nuevo a
sus brazos.
"¿Eso ha sido heroico?," preguntó con voz áspera. "¿O ha sido solo un
hombre egoísta haciendo lo que los hombres egoístas hacen?"
Ella le devolvió la mirada con asombro. Sus labios estaban tiernos de su
beso. "Ha sido hermoso."
"Ha sido una estupidez." Xavier se volvió hacia el cubo y tomó el siguiente
plato sucio. "No volverá a suceder."
Capítulo Diez

Xavier estuvo a punto de meter la cabeza en el cubo de agua jabonosa y


ahogarse por ser un imbécil.
¿Es que acaso había sujetado a la señorita Downing y le había besado con la
intención de darle una lección de algún tipo? ¿Qué perla de sabiduría,
precisamente, pretendía impartir, además de que si la nieve no amainaba pronto,
iba a tener que construir una cabaña de hielo impenetrable y encerrarse a sí mismo
en su interior?
Xavier supuso que pretendía demostrar que no era un hombre honorable, ni
el objeto del deseo de una mujer lo suficientemente razonable. Un hombre
inteligente no le hubiera besado. Un hombre honorable no lo hubiera hecho de
ninguna manera.
¿Por qué ella no podía ver que confiriéndole el papel de "héroe" en esta
farsa, lo menos heroico de él precisamente era la mera aceptación de ese rol?
 Dios sabía que él había sido cualquier cosa menos heroico durante toda la
vida. Cuando se dio cuenta de que no era seguro estar rodeado de personas, habría
recurrido a las más desesperadas de las soluciones. Al principio, había decidido
encerrarse a sí mismo dentro de su mente. Cuando eso había resultado insostenible
—¡maldita fuera la empatía de sus verdaderos amigos!—había logrado aislarse en
una pequeña casa de campo, a un kilómetro de la casa de correos más cercana.
Y luego llegó ella. Y él le había besado.
Lo más inteligente que podía hacer—la única cosa que podía hacer—era ser
lo suficientemente heroico por ambos. Si ella no iba a velar por sus mejores
intereses, tendría que trabajar doblemente duro. Tres veces más duro. Oh, Dios,
duro iba a trabajar, de eso no quedaba duda...
Él gimió. Si iba a permanecer aislado de esa manera, ella debía conservar su
inocencia. Y, obviamente, dependía de él asegurarse de que sucediera. Era muy
poco probable que la señorita Downing fuera a ayudarle en su misión por
preservar su castidad.
Ella parecía creer que su casa era una fortaleza de anonimato, en la que
todos los actos depravados podían ser disfrutados arbitrariamente sin que ni un
solo alma pudiera llegar a enterarse. Era como si creyese que lo que sucediera en la
casa del capitán, se quedaría en la casa del capitán.
Era ingenua más allá de lo imaginable. Sacudió la cabeza. No existían tales
cosas como los secretos.
Su personal llegaría tan pronto como los caminos fueran transitables. Ella
tenía sirvientes—y un hermano—quienes en algún momento empezarían a
preguntarse qué habría sido de ella. Si no había bocetos ya con su cara en todas las
paredes de Inglaterra. Y, por supuesto, todavía tenía que llegar a casa sin llamar la
atención sobre su aventura. Xavier hizo una mueca. Bendito señor.
Incluso si la equipaba con un cinturón de castidad y una toca, cientos de
personas se cruzarían en su camino entre Chelmsford y Londres. Personas con
ojos, oídos y las malas lenguas. La única posibilidad que quedaba de regresar a su
casa con su reputación intacta era garantizar que hubiera pocas razones para dudar
de ella. Comenzando con el aprendizaje de que nunca había cruzado el umbral de
su puerta.
Xavier debía reanudar su plan de convertir la imagen que ella tenía de él en
nada más que un simple amigo. Tenía que funcionar. Nadie iba seduciendo por ahí
a las personas que conocía. Mientras que ella estuviera aquí, él y la señorita
Downing se adherirían a lo que fuera correcto. Serían nada más y nada menos que
perfectamente aburridos, completamente respetables... amigos.
Pero conservar la reputación de una joven requería más que simplemente
abstenerse de hacer el amor con ella. Especialmente cuando se trataba de una
mujer tan poco convencional e impredecible como esta.
Incluso sin sucumbir a los placeres carnales, no había nada apropiado que
hacer con una dama como ella para pasar el tiempo. Él estaba soltero. Este era su
hogar. Muy poco espacio dentro de sus muros sería apropiado para una joven. Ella
no debería estar en cualquier lugar cerca de él, ni de los platos. Zeus. ¿Qué iba a
hacer?
Ni siquiera poseía un juego de backgammon. Sin embargo, debía asegurar
que su amistad al cien por cien platónica no degenerase en noches plagadas de
ginebra y puros mientras que lanzaban apuestas sobre una mesa cubierta con un
tapete de terciopelo. Su casa debía seguir siendo la ciudadela de la respetabilidad.
¿Qué les quedaba entonces? ¿La organización de su guardarropa?
La emoción corrió por sus venas. No, nada de su armario. Su biblioteca. ¿Qué
podría ser más seguro que una habitación llena de libros?
Su pecho se ensanchó. Xavier lavó el último de los platos y se secó las
manos en un paño. La organización de una biblioteca como la suya podría llevar
semanas. Ni siquiera sabía lo que había en los estantes. Había comprado títulos a
su antojo y los había guardado sin orden ni concierto cuando había partido para la
guerra.
Con suerte, los volúmenes estarían tan polvorientos como para provocar
ataques de estornudos cada vez que fueran tocados. Ningún hombre podía ser
menos besable que cuando sufría un ataque de tos violenta.
Él le ofreció su brazo. "¿Le gustaría ver mi biblioteca?"
Sus labios se curvaron, pero ella entornó los ojos con suspicacia. "¿Podría
atreverme a esperar que tuviera una colección de lascivos pergaminos Shunga?"
Él dio un paso atrás. "Me alegra decir que no tengo ni idea de lo que
significa eso."
Ella se echó a reír. "¿Por qué le alegra algo así?"
Él le lanzó una mirada arrogante. "Sea lo que sea, no creo que sea algo
apropiado."
"¿Quién querría una biblioteca apropiada?" Sus ojos se abrieron y ella inclinó
la cabeza. "No me diga que es uno de esos tipos pretenciosos que solo compran
libros con la esperanza de impresionar a las personas que vienen a su casa con sus
tamaños o títulos."
"Nunca he querido mostrarle mi biblioteca a nadie, así que, no, no soy una
humilde criatura como tal. Sin embargo, no he puesto los ojos sobre mis libros en
más de tres años, y no podría comenzar a decirle lo que podría haber pensado que
merecía la pena visionar por aquel momento. ¿Ensayos sobre métodos de riego?
¿Revistas de viajes? ¿Poesía francesa? Me imagino que habrá un poco de todo eso
en esos estantes."
Ella vaciló, claramente tentada. "Reconozco esto como un flagrante intento
de evitar otras salidas para la diversión."
"Y, sin embargo, no puede resistirse." Él la volvió hacia la puerta y le ofreció
su brazo una vez más. "¿Y si la nieve se derrite al mediodía? Podría no tener nunca
más la oportunidad de descubrir los secretos ocultos de la biblioteca de un
capitán."
Ella se colgó de su brazo con resignación. "Usted no batalla justamente."
"Y no sabe ni la mitad," contestó él en voz baja. Esperaba que nunca lo
hiciera.
Jane se soltó de su brazo cuando llegó a la biblioteca y le precedió en la
habitación. Él la siguió de cerca. Tan pronto como entró, ella cerró la puerta detrás
de ambos.
Xavier arqueó una sardónica ceja. "¿Es que acaso la casa vacía no es lo
suficientemente privada, señora?"
Ella arqueó una ceja de vuelta. "¿Es que acaso no conoce a mi gato?"
Él desvió su mirada hacia los estantes con horror. Una cosa era que sus
libros estuvieran cubiertos de polvo... y otra muy diferente que fueran un barullo
del piel empapada y pulposa.
Afortunadamente, todo parecía estar en orden. Tal vez demasiado en orden.
Todos los títulos estaban bien colocados y ni siquiera parecía haber ni una sola
telaraña a la vista.
Xavier maldijo a su competente personal.
La señorita Downing comenzó una exploración lenta de la habitación.
Xavier encendió un pequeño fuego con su pedernal y luego se acomodó en el sillón
para verla.
Ella no era simplemente preciosa. Todo en ella era fascinante y más grande
que la vida. Sus enormes ojos marrones. Su melena de cabello rizado salvaje. Sus
labios carnosos y figura curvilínea. Su mente inteligente y amante de la literatura.
La pura fuerza de su voluntad. La intensidad de sus determinaciones. Lo seductora
que era mientras caminaba. Lo dulcemente que besaba.
Xavier apretó los dientes. Esta era la Operación de la Amistad Platónica. No
iba a pensar en el sabor de su boca ni en el balanceo de sus caderas.
Tenían que pasar la totalidad del día discutiendo sobre Wordsworth y
Voltaire. O más bien, algo menos... provocativo. Xavier noquería hacer una buena
impresión. Tal vez debería tratar de enfrascarlaen un animado debate sobre si los
libros estaban correctamente catalogados por tamaño o color.
¿Qué piensa de mi colección?," se encontró a sí mismo preguntando en su
lugar.
"Bueno..." Ella asomó la cabeza desde una esquina. "Los temas son lo
suficientemente variados, pero al menos la mitad de ellos no se han leído nunca.
Las páginas no están ni siquiera cortadas."
"Puede hacer los honores usted misma, si ha encontrado algo que le gustase
leer." Xavier ajustó una pequeña almohada detrás de su cabeza y se extendió sobre
el diván. No le importaba mucho quién cortara las páginas, pero si ofrecerle el
privilegio de hacerlo le haría parecer un buen amigo, Xavier estaba dispuesto hasta
a prestarle un cuchillo.
Con destellantes ojos, ella dio unos saltitos en el punto en el que estaba.
"¿Puedo leer todo lo que quiera?"
"Siempre y cuando no sea..." Él vaciló. ¿Cómo había dicho anteriormente?
¿Su... sa? "...Pergaminos Shunga."
Las comisuras de sus labios se arquearon. "Nadie lee pergaminos Shunga.
Solo se usan para mirar las fotos."
Él la miró fijamente.
Ella batió sus pestañas inocentemente y seleccionó un libro de los estantes.
"Puede tumbarse si quiere. Yo le leeré algo. ¿Qué le parece la Odisea en griego
original?"
Xavier no podía siquiera recordar haber comprado el ejemplar. "¿Le importa
si ronco?"
"Espero que lo haga. Pero lo traduciré en voz alto por si acaso se las arregla
para mantenerse despierto." En lugar de tomar otra silla, ella se sentó a los pies del
diván de espaldas hacia él. "Ejem. Primera página. 'Cuéntame, Musa, las desdichas de
aquel ingenioso...'"
Eso fue todo. Xavier relajó su cabeza contra el colchón. Nada podría ser más
respetable.
O menos estimulante. Él no había tenido la intención de roncar en realidad,
pero tampoco había anticipado el nivel de aburrimiento mortal que podía alcanzar
la señorita Downing leyendo en voz alta. No podía haber infundido menos vida en
su tono de voz que si hubiera estado contando ovejas.
Él podría haberle dicho que no se molestara en traducir, ya que no le estaba
haciendo ningún favor a ninguno de ellos, pero no serviría de nada ser grosero. Su
objetivo era ser percibido por ella como un amigo, no un enemigo. Los enemigos
podían incitar a la pasión.
La monótona voz de la señorita Downing solo podía incitar al sueño.
Después de un tiempo, Xavier permitió que sus párpados se cerraran. Había
sido una noche larga y fría llena de nada más que vívidos sueños de vigilia, y
había estado agotado desde el momento que se había levantado de la cama. El tono
de la joven resultaba cada vez más pacífico en su uniformidad implacable; las
palabras, olvidables y relajantes.
Xavier casi no se dio cuenta cuando ella pasó de Calypso a Circe en un abrir
y cerrar de ojos. Sus bajas palabras zumbaban sin ningún contratiempo. Sus ojos se
abrieron de golpe. ¿Cómo podría haber pasado treinta páginas de golpe sin darse
cuenta? ¿Cómo podría haberse saltado el caballo de Troya sin darse cuenta?
Olvidándose de sus ganas de dormir, Xavier se apoyó sobre un codo para
mirar por encima del hombro hacia el texto.
Y rugió. "¿Qué demonios está leyendo, señora?"
Jane se sobresaltó y sus mejillas se tiñeron de un intenso color rojo. "Dijo
que podía leer lo que yo quisiera."
"¡Usted dijo que iba a leer la Odisea!"
"¡Dije que iba a leerle a usted la Odisea!" Ella le hizo un gesto de vuelta a la
almohada. "Yo estoy leyendo otra cosa."
"Eso no es 'otra cosa.'" Con su corazón galopando, él hizo intención de
arrebatarle el libro.
Ella lo sostuvo en alto con la otra mano. "No puede quitármelo ahora. He
llegado justo a la mitad."
"No voy a consentirlo en absoluto," dijo entre dientes. "Se trata de Las
Memorias de Fanny Hill; una lectura no apta para ojos humanos."
Sus cejas se arquearon. "¿Entonces por qué lo tiene?"
"¡Porque yo soy inhumano! Deme el maldito libro o—"
"Oh, vuelva a tumbarse. Ya estaba casi dormido. Ya he leído la mayor parte
de lo que teme que vea, por lo que no hay nada de malo en que lea el resto."
Xavier se desplomó de nuevo contra el diván y se cubrió la cara con las
manos. No era de extrañar que las habilidades de narración de la mujer hubieran
sido abominables. Ella había estado recitando de memoria mientras que leía una
historia totalmente diferente. Una en el que una inocente chica de pueblo era
adquirida por la dueña de un burdel antes de emprender una vida detotal
abandono erótico.
"¿Por qué parte está?," preguntó con la voz áspera y la garganta seca.
"Mmm. Fanny está mirando a través de las cortinas en la habitación de su
propietaria. Esto es después de que haya pasado la noche en la misma cama con
Phoebe. No entiendo cómo no se ha dado cuenta de que Phoebe trabaja como
prostituta después de que la mujer la besara, la acariciara y la llevara casi hasta el
borde de su placer."
Xavier mantuvo las manos sobre los ojos y gimió. También él podía recitar
algunos pasajes literarios de memoria, pero ninguno de ellos era apropiado para
las amistades platónicas.
"Ahora estoy en la parte en la que Fanny espía un miembro masculino
erecto por primera vez." La voz de la señorita Downing se suavizó. "Ciertamente
puedo entender su entusiasmo y curiosidad, ya que yo tampoco he tenido el placer
de experimentar una cosa así por mí misma."
Que Dios se apiadara de él. Él gimió en sus manos. De alguna manera, las
cosas habían empeorado aún más. Su misión no había fracasado después de todo.
En lugar de ello, Xavier se había convertido accidentalmente en el amigo con el que
ella compartía sus más profundos secretos eróticos. Platónico era peor que amante.
Platónico era el infierno.
"Bueno, leeré la siguiente parte. A ver si se acuerda de ella." El sillón crujió
cuando ella enderezó la espalda y respiró hondo. Esta vez, su voz era baja y ronca,
tan rica y seductora como el buen vino.
"'El semental robusto de la señora tenía ahora desabrochada, y produjo
desnudo, tieso y erguido, esa máquina maravillosa, que yo nunca había visto antes,
y que, por el interés que mi propio asiento del placer comenzó a sentir con furia
hacia ella, miré fijamente con mis ojos...'"
Xavier se puso de pie de un salto, le arrebató la novela de sus manos y la
lanzó al otro lado de la sala.
Su intelectual le fulminó con la mirada. "¿Siempre tiene que ser tan irritante,
capitán cascarrabias? Estaba llegando a la mejor parte."
"¿Quiere saber lo que sucede en la mejor parte?," explotó. "Fanny observa el
intercambio, se excita, se complace a sí misma, espía a otra pareja; su lujuria se
desborda, y se lanza a los brazos del primer hombre solitario con el que se cruza.
Ya está. Acabo de desvelarle el final. No tiene sentido seguir leyéndolo." Él se puso
de pie y tiró de ella. "No más biblioteca. Debo tener un tablero de ajedrez en
alguna parte. Jugaremos una partida respetable de ajedrez aunque me falten
algunas piezas. Estoy dispuesto a tallarlas si es necesario."
"No tiene por qué ser tan desagradable," murmuró, agitando su brazo libre
de su agarre.
Oh, sí, por supuesto que sí. Era ser desagradable o yacer desnudo en una
cama; y estaba peligrosamente cerca de elegir esto último.
Xavier cerró la puerta de la biblioteca de forma segura detrás de ellos y le
dio la espalda a la enloquecedora, estimulante y deliciosa señorita Downing. Su
sangre tronaba por sus venas con solo mirarla. No se estaba absteniendo de
seducirla por su propio bien, sino por el suyo.
Era el único resto de decencia que le quedaba.
Capítulo Once

Xavier logró evitar toda conversación con la señorita Downing hasta finales
de la tarde, cuando su estómago gruñó su descontento. Si él tenía hambre, ella
debería tener también. Y la nieve no había cesado todavía.
Suspiró. Tendrían que compartir otra comida. Cualquier otra cosa sería
poco práctica. Bien podría empezar a cocinar.
Sus habilidades culinarias perfeccionadas en el ejército eran tan desastrosas
que eran más adecuadas para una mazmorra. Ahora tendrían que mordisquear
queso en rodajas y verduras asadas, mientras que palabras y frases como tieso,
erecto y ella se complació a sí misma colgaban aún entre ellos.
Él se pasó una mano por la cara. Había pensado que la fuente de su
principal atracción por la imparable señorita Downing era el hecho mismo de su
intacta inocencia. El hecho de que ella fuera un ser bueno, verdadero y puro en un
mundo de guerra, engaño y odio.
Una y otra vez, ella le había demostrado lo equivocado que estaba. Sí, era
una mujer virgen y tenía buen corazón, tal como esperaba. Pero también era
inteligente, confiada y sensual sin pudor. En otras palabras... la mujer perfecta.
Para alguien más. Tragó saliva.
Si tan solo pudiera dejar de desearla tantísimo.
Él atacó el queso con un cuchillo mientras que las verduras se asaban en el
fuego. No sería una cena en condiciones, pero al menos sería comestible.
Tres años de infierno habían enseñado a Xavier a no confiar nunca en la
ayuda de nadie. Incluso sin que su cocinera estuviera presente, la despensa de
Xavier estaba abastecida con provisiones suficientes para mantener a un soltero no
meticuloso alimentado a lo largo de toda la primavera. Incluyendo un alijo oculto
de dulces que había echado mucho de menos mientras que había estado fuera.
Una joven como la señorita Downing, sin embargo, aspiraría a unos
estándares superiores. Su nuca se ruborizó cuando se dio cuenta de que ella podría
resultar decepcionada con sus escasas ofrendas. Debía estar acostumbrada a
mucho más. Merecía mucho más. Pero hasta que la nieve dejara de caer, lo único
que tendría sería a él.
A su favor, tenía que admitir que la joven no había manifestado ni una sola
queja. Incluso superaron la parte de la comida sin una sola mención a temas
inapropiados. Pero cuando su sensual invitada devoró el último de sus dulces tras
la cena, fijó su mirada en él con una lenta sonrisa.
Por primera vez en su vida, Xavier deseó ser una pera confitada.
Ella selamió los labios y tomó su copa de vino. "¿El paso a la biblioteca sigue
restringido?"
"Por supuesto." Cada parte de él se sentía igual solo de ver su lengua
humedecer sus rojos y carnosos labios. Apretó los dientes. Tal vez debería abrir la
biblioteca por su propia seguridad y encerrarla dentro hasta mañana. "También
están prohibidos los juegos de cama, los espíritus fuertes, los puros, las apuestas, y
la erótica del siglo XVIII."
"Todo lo divertido, querrá decir," declaró con una mueca burlona.
Él deseaba que su cuerpo no respondiera.
"Si vamos a entretenernos sin actividades físicas," continuó, "entonces
tendremos que conformarnos con la conversación. Ya que estamos aislados por la
nieve en este momento, sin duda no podrá objetar la idea de llegar a conocernos un
poco mejor sobre otra copa de vino."
Por el amor de todos los santos. "Una copa es más que suficiente."
Las comisuras de sus labios se curvaron. "Una taza de leche, entonces.
Incluso podemos sentarnos en los lados opuestos de la sala."
"Bien." Un poco de leche le parecía bien. La leche era inocente. "Vaya a
sentarse. Me reuniré con usted en cuanto recoja la mesa."
"Puedo ayudar con la—"
"Vaya a escoger su lado de la sala."
Ella se rio en voz baja pero se puso de pie con gracia y se alejó
pavoneándose.
Xavier reunió todos los platos y los depositó en un cubo de agua limpia en
la cocina. Los restos de agua dulce apenas cubrirían los fregados de la vajilla y los
baños para él y la señora. La próxima vez que se llevara al gato a dar un paseo,
tendría que acordarse de traer más nieve.
Bueno, bien podría venirle una tromba de agua fría en la nieve para
olvidarse de la agradable y cálida mujer que había dejado en el interior de su casa.
Ella estaba sentada en uno de los dos sillones orejeros cuando Xavier entró
por la sala. Ambas sillas estaban colocadas en ángulos complementarios, un poco
orientados hacia el fuego, y en cierto modo, enfrentados entre sí—sin que ninguno
de los ocupantes se viera obligado a mirar en una dirección concreta. No estaban
precisamente ubicados en lados opuestos, pero al menos no estarían compartiendo
el sofá.
"¿Y bien?" Él se dejó caer en la silla desocupada y estiró sus piernas.
"¿Sagitario?"
Ella le miró boquiabierta. "No es posible que siga la astrología."
"No es posible," estuvo de acuerdo. Por lo menos no discutirían más si
hablaban de los astros. "¿Tiene un mejor punto de partida para una conversación
desenfadada en una situación tan complicada?"
"A decir verdad, así es." La dulzura en su tono erizó el vello de su nuca. Ella
tamborileó con la punta de sus dedos y sonrió. "Pensé que tal vez podríamos jugar
a Bendición o Desnudo."
Sus músculos se tensaron. "¿Bendición o qué?"
Sus ojos marrones se rieron de él desde debajo de sus pestañas rizadas.
"¿Supongo que nunca ha sido una niña de doce años?"
Él arqueó las cejas en silencio.
Ella le devolvió el guiño. "Es un juego de veinte preguntas, ganso. Para
descubrir su alma, no su derrière, en caso de que eso sea lo que tanto le preocupa.
Si decide no responder a una pregunta, debe concederle una bendición al
contrario." Ella se relajó contra su silla; su mirada chispeante con desafío. "No
puedo creer que un gran capitán tan fuerte tenga miedo de un juego al que juegan
las niñas cuando se reúnen a pasar la noche con sus primas."
Bien jugado. Él la miró con acritud. Tal vez podría comprobar a dónde les
llevaría todo esto.
Si ella obtenía una bendición por su parte, tal vez le pediría otro beso... o
pasaría directamente a los fuegos artificiales. Pero ya que las únicas otras posibles
actividades en la casa de un soltero aislada por la nieve eran peores que un juego
estúpido, él no tenía mejores opciones de entretenimiento.
Xavier rodó sus hombros. A pesar de lo agotado que estaba, tendría que
permanecer en guardia. Quería mantenerla fuera de problemas. Ella quería echar un
vistazo dentro de su mente. O sus pantalones. Él se movió inquietamente en su
asiento cuando un escalofrío recorrió su columna vertebral. La forma más fácil de
evitar las bendiciones sería simplemente responder a todas sus preguntas.
De alguna manera, eso era aún más aterrador.
"Cinco," le espetó. "Tiene cinco preguntas, no veinte."
"Tenemos cinco preguntas," le corrigió ella. La victoria la iluminó desde
dentro, haciéndola aún más hermosa. "¿Quiere empezar, o debería hacerlo yo?"
Tal vez debería haber permitido las veinte preguntas. Cuanto más tiempo
tuviera para encadenar una conversación ociosa, menos problemas surgirían entre
ellos. Él movió los dedos con tanto desprecio negligente como pudo reunir. "Las
damas primero."
Mientras que ella se inclinaba hacia adelante, sus ojos se volvieron serios. "Si
los dos nos sentimos atraídos hacia el otro, ¿por qué se niega a actuar en
consecuencia?" El pulso en su garganta se hizo visible. "No estoy buscando algo
que dure para siempre. Solo quiero hacer el amor. Nadie tendrá que enterarse
nunca."
"Porque usted debería estar buscando algo que durase para siempre." Xavier
se pasó las manos bruscamente por el pelo. La conversación ociosa no iba muy
bien. Una pregunta en sí estaba resultando ser demasiado. Bueno, si ella no iba a
dejar el tema de lado, lo mejor que podía hacer era decir la verdad. Tal vez eso
infundiría algo de sentido común en ella. "No se trata solo de hacer el amor.
Cuando usted elija a un hombre, su relación deberá ser algo de lo que ambos estén
orgullosos. Busque compromiso, no secretos. Prométame que nunca se conformará
con nadie que no esté dispuesto a proclamar su amor por usteddesde todas las
azoteas de Londres."
Ella frunció el ceño. "Pero yo no estoy buscando alguien a quien amar."
"¿Ah, no?"
Ella apretó los labios. "¿Es esa su primera pregunta?"
Él levantó las cejas. "Es la pregunta que debería estarse haciendo a sí
misma."
Ella clavó un dedo en su dirección. "No ha respondido a la mía. Usted me
ha informado de por qué no debo tener mi punto de vista, pero yo acabo de
preguntarle por el suyo."
Sus músculos se tensaron. Xavier odiaba este juego y solo acababa de
empezar. Si es que alguna vez había sido un juego para empezar. Él tamborileó con
los dedos en sus reposabrazos. Ahora que había accedido a jugar, tenía la intención
de cumplir con su palabra. Aunque prefería llevar a su gato por largos paseos en la
nieve que forcejear por poner sus sentimientos en palabras.
"Separar lo que yo debo hacer de lo debe hacer usted no es tan fácil como
parece creer," dijo al fin. "Usted es una joven casadera. Sigue siendo virgen. Tiene
un buen corazón. Si yo tomara su inocencia, lo que realmente estaría haciendo sería
robarle toda oportunidad de encontrar a alguien digno de usted."
Ella se inclinó hacia delante. "Pero yo—"
"Me ha preguntado lo que yo pensaba." Él respiró hondo y dejó que las
palabras vieran a él. Era el momento de la verdad, no de la elocuencia. "Su
virginidad no es algo que pueda volver a su persona una vez que la haya perdido.
No importa qué términos crea que está ofreciendo, aceptar esos términos sería
aprovecharme su inocencia. No quiero robarle su futuro. He arruinado más que
suficientes vidas en Bélgica. No me pida que sea un monstruo en el santuario de mi
propia casa."
Jane apretó los labios en una delgada línea, pero no hizo más
interrupciones.
No es que importara. Él había terminado de hablar. Cada palabra que había
dicho era cierta. No había nada más que añadir.
Ella bajó los ojos y levantó un dedo en su dirección. "Su pregunta, capitán."
Solo había una cosa que merecía la pena preguntar. Sus manos se cerraron
en puños. "Su hermano es un guardián de mierda. ¿Cómo diablos fue capaz de
llegar hasta aquí sin que nadie se diera cuenta?"
Un rubor se apoderó de sus mejillas. ¿No le gustaba la pregunta? Bien.
Xavier esperaba que ella se arrepintiera de haberle arrastrado hasta esta farsa. Si él
tenía que responder a sus preguntas, ella, por supuesto, también.
Todavía sonrojada, Janelo miró a los ojos. "Grace mencionó que tenía una
casa de campo a las afueras de Chelmsford. Pensé que no podía ser tan difícil
encontrarla. Todo el mundo en un radio de diez kilómetros está obligado a conocer
la dirección de un capitán del ejército condecorado."
Espléndido. Para salvar su reputación, todo lo que tenían que hacer era
borrar los recuerdos de todos aquellos en un radio de diez kilómetros. ¿O no?
"Así es cómo encontró mi casa," dijo él cuando ella no continuó. "¿Cómo
consiguió escaparse? No puedo creer que su hermano le diera permiso para hacer
este viaje, y mucho menos sin acompañante."
Ella se mordió el labio inferior. "Isaac tenía una importante reunión de
negocios que atender, así que me dejó sola y le concedí a la doncella unos días
libres. ¡No se atormente tanto! Una mujer de veinticuatro años es perfectamente
capaz de cuidar de sí misma."
Xavier tosió. "Obviamente."
"Bueno, eso es lo que pasó. Mi hermano no estaba en casa, así que me fui y
vine hasta aquí. Eso no significa que sea un guardián de mierda. Significa solo que
confía en mí."
"Asumo mi error," dijo él arrastrando las palabras. "Su sabiduría no conoce
límites."
Ella se cruzó de brazos. "A diferencia de usted, Isaac confía en que yo sabré
hacer siempre lo que sea mejor para mí. A mi hermano no le haría muy feliz saber
que me escapé para reencontrarme con un hombre, pero jamás haría comentarios
discordes al respecto como un arpía remilgado."
Xavier había pasado de ser el capitán cascarrabias a "arpía remilgado" en
menos de una hora, y solo había una explicación para ello: ella estaba
absolutamente enfadada.
Él respiró hondo y dejó el tema. No importaba lo que pensara de su plan,
ella había tenido que reunir una gran dosis de coraje para hacer una peregrinación
no planificada hasta Chelmsford con el riesgo de ser rechazada, humillada y
arruinada. Y él le había rechazado. No tenía sentido regodearse en esa herida.
Sobre todo cuando él estaba tratando de ser su amigo.
"Muy bien," dijo en voz baja. "No pretendía ser crítico. Simplemente estoy
acostumbrado a estar solo."
Ella se inclinó hacia adelante con entusiasmo. "¿Es por eso por lo que el
amor es tan importante para usted?"
"¿Quién ha dicho que—?"
"Es obvio. Y esa es mi pregunta." Ella bateó sus pestañas y apretó la
mandíbula, como si estuviera tratando de apartarle de su humor de perros. "Sigua
jugando. ¿Por qué siente que el amor es tan importante?"
Poco a poco, Xavier dejó escapar el aliento. ¿Acaso pensaba una cosa así?
Parecía demasiado idealista y, sin embargo... tal vez era cierto.
"No creía mucho en el amor en un primer momento. No hasta que me di
cuenta de que ya no era digno de él." Volvió su rostro hacia el fuego. "Las cosas
tienen una forma muy retorcida de ganar importancia una vez que están fuera del
alcance de uno." Él la inmovilizó con su mirada. "Algunos dicen que el amor es un
regalo. También es algo que se gana. Algo que se merece o no se merece, a veces
sin que tenga nada que ver el mérito o la culpa de uno. Es algo por lo que vale la
pena luchar. Quizás incluso morir. A menudo es la única diferencia entre el cielo y
el infierno."
Su sonrisa se suavizó. "Es un romántico."
"Soy un cínico. Ravenwood es el que siempre ha abogado por toda esa
tontería romántica sobre casarse por amor desde que el resto de nosotros fuimos
los suficientemente mayores como para empezar a pensar en las jóvenes como
premios que ganar. No era sorprendente que él anhelase encontrar el amor.
Heredó su ducado cuando tenía dieciocho años y el estado cayó en manos
extrañas. Si los fondos no hubieran sido restaurados cuando alcanzó la mayoría de
edad, lo mejor que podía haber esperado era haber encontrado una heredera."
Ella lo miró con los ojos como platos. "Pero él no se ha casado por amor. Ni
siquiera se ha casado para empezar."
"No tiene por qué hacerlo. El ducado es fuerte otra vez. Él puede creer que
el amor es tan importante como le plazca." Xavier se encogió de hombros y arqueó
una ceja. "¿Por qué usted no puede?"
Ella juntó las manos y, silenciosamente, se las llevó a los labios.
No había ningún problema. Xavier tenía mucha paciencia. Era su talento y
su maldición a partes iguales.
Después de un momento, Jane bajó las manos a su regazo. "¿Es esa su
pregunta?"
"Así es."
"Entonces debo responder." Pero ella se volvió hacia el fuego y se quedó
mirando las llamas de color naranja saltando detrás de la parrilla en su lugar.
Xavier la observó en silencio. Su malestar era palpable. La honestidad era
un juego muy peligroso.
"Yo creo en el amor," dijo al fin, sin mirarlo. "Me parece devastadoramente
importante. Es solo que no creo que sea posible para todo el mundo, y ciertamente
no lo es para mí." Ella levantó la barbilla. "No tiene sentido mantener la esperanza
por algo que no va a pasar. No soy una soñadora quijotesca. Es por eso que estoy
aquí. Quería algo que estuviera más a mi alcance." Sus ojos brillaban a la luz del
fuego. "En nuestro camino a la ópera, vi cortesanas elegantes. Prostitutas de un
centavo. Verduleras. Todas ellas tenían amantes. Y pensé... ¿por qué no yo?"
"Señorita Downing, usted no es ninguna verdulera. Su falta de marido no
tiene nada que ver con—"
"¿Por qué se convirtió en soldado?," le interrumpió.
"¿Qué?" Una risa brotó de sus labios ante el cambio tan brusco de tema.
"¿Por qué se convirtió usted en una intelectual?"
"Todavía no es su turno," le espetó.
Él parpadeó y se recostó contra su silla. Aparentemente, habían terminado
de hablar sobre el amor. Intelectuales. "¿Es esa su pregunta?"
"Sí." Ella se apoyó en su silla. "¿Por qué se unió al ejército? Y quiero saber la
verdad. No solo por 'deber' u 'honor.' ¿Por qué lo hizo verdaderamente?"
Su reacción inicial fue aclarar que el deber y el honor eran razones tan
válidas como cualquier otra, pero Xavier necesitó un momento para considerar la
cuestión. ¿Eran esas sus razones? ¿Acaso eran las de alguien?
Él siguió pensando. "Las revistas sensacionalistas dicen que las mujeres
sensibles no pueden resistirse a un hombre en uniforme, pero la verdad es que los
jóvenes no pueden resistirse a querer ser ese hombre."
Ella se tapó la boca con una mano para ocultar su sonrisa. "¿Lee revistas de
cotilleos?"
Él esbozó una sonrisa libertina. "¿Puedo responder a esa pregunta en su
lugar?"
"No, no," contestó rápidamente. "Siga con la explicación. Los uniformes son
universalmente atractivos..."
Él inclinó la cabeza. "Como lo es la idea del honor y el deber. ¿Quién no
quiere ser honorable, o al menos ser percibido como tal? ¿Quién no anhela el
respeto de sus compañeros y la adulación de los corazones femeninos? Cuando
mis amigos más cercanos compraron sus comisiones en el ejército del rey, no había
absolutamente ninguna duda de que yo me uniría a ellos. Éramos invencibles, y
fuimos a la guerra con el fin de convertirnos en héroes."
"Y lo lograsteis," dijo ella con una sonrisa.
"¿Eso cree?," preguntó Xavier con la garganta seca. "Tal vez Carlisle, sí. Yo,
no. El resto de nosotros..." Su voz se fue apagando. Nada de esto estaba
funcionando como ninguno de los dos había esperado. "El ducado de Ravenwood
le impidió ir, y la bala en el pecho de Edmund Blackpool le impidió volver. Vaya a
preguntarle a Bart cuánta adulación ha recibido desde que regresó a casa sin una
pierna. Incluso la magia del uniforme de un oficial tiene sus límites."
Ella levantó la barbilla. "Eso no quiere decir que no sea un héroe."
"Un héroe que no puede soportar ver su propio reflejo." Xavier se encogió
de hombros. "No es que yo sea demasiado aficionado al mío. ¿Es ya mi turno?"
Pensativa, Jane asintió con la cabeza lentamente. "Sí. Pregunte lo que
quiera."
Xavier se frotó las sienes. Su perspicacia e inteligencia se le estaban
escapando en este momento. Su cabeza estaba todavía llena de los recuerdos de la
guerra, y las pérdidas y decepciones a las que habían tenido que enfrentarse todos
sus amigos. Pero, inadvertidamente, ella le había ofrecido un tema que explorar.
"¿Qué le hizo convertirse en una intelectual?," preguntó. "Quiero saber la
verdad. No solo 'me gustan los libros.'"
Ella se echó a reír. "Nadie elige ser intelectual, al igual que nadie elige ser
una mujer florero."
"¿Nadie?"
Ella lo miró como si nunca hubiera considerado la idea anteriormente. Tal
vez no lo había hecho. Ella se mordió el labio inferior. "Supongo que en mi caso, sí.
Elegí ser una intelectual, quiero decir. No una mujer florero. He intentado por
todos los medios ser… bueno, esa no es la cuestión. Intelectuales, sí. Mi madre era
una. Y yo quería ser como ella. Ella y la tía Montagu eran mis heroínas."
Xavier apartó su codo del reposabrazos de la silla. "¿Elizabeth Montagu era
su tía? ¿Cómo no iba a convertirse en toda una intelectual? ¡Ella fue quien inventó
la práctica!"
La señorita Downing contempló el fuego. "Creo que quizás era una prima
segunda o tercera. Un buen porcentaje de los volúmenes en mi biblioteca privada
provenía de ella. Yo era demasiado joven para asistir a las asambleas literarias,
pero mi madre siempre iba, y podía recitarme de memoria."
Él ni siquiera podía empezar a imaginárselo. "¿Cómo se sentía su padre al
respecto?"
"¿Mi padre? Él era un erudito respetado que mantuvo una posición de
asesoramiento de cierto renombre en la oficina de la guerra. Ni siquiera Isaac
puede recordar un momento en que no estuviéramos rodeados de libros y lectura
activa. De hecho, me aprendí de memoria la Odisea para competir con mi
hermano." Ella sonrió ante el recuerdo. "En mi familia, el conocimiento era la meta
más alta que se podía alcanzar. 'Intelectual' no era un insulto, sino más bien un
término de orgullo."
En su familia. Una sensación de vacío se agolpó en la boca de su estómago.
"¿Cuándo se dio cuenta de que eso no se aplicaba por igual en todas las familias?"
Ella ciñó los labios. "El día que tuve que hacer mi primera reverencia. Los
periódicos también tenían cabida en mi casa, por lo que entre las páginas
sensacionalistas y las series góticas, yo estaba convencida de que no importaba lo
que pasara la noche de mi presentación en sociedad, para bien o para mal, sería
absolutamente memorable."
"¿Y qué pasó?"
Su sonrisa no llegó a sus ojos. "Nada."
Él frunció el ceño. "¿Cómo pudo no pasar nada? Si tuvo una presentación en
sociedad, entonces, ciertamente, algo—"
"Creo que estamos retrasando demasiado mi turno de pregunta." Su voz era
un poco inestable. "Cuando llegó a casa de la guerra, usted estaba prácticamente en
estado vegetativo. Pasaron varios meses hasta que mostró un poco de
conocimiento o interés por el mundo que le rodeaba."
Su columna vertebral se puso rígida. "¿Eso es una pregunta?"
"La reformularé." Su mirada se volvió penetrante. "¿Por qué se aisló en su
propia mente?"
Él la miró. "Era más seguro."
Ella no apartó la mirada.
Él tampoco.
Jane suspiró y alzó las manos. "¿Le importaría elaborar un poco más su
respuesta?"
No particularmente. Pero no deseaba tener que deberle ninguna bendición.
"Nadie regresa de la guerra siendo el mismo hombre que era cuando se fue." Él
sobre todo. "No me gustaba en lo que me había convertido. Y no conseguía
olvidar."
"¿En qué se había convertido?"
Xavier acudió la cabeza. "Esa es una pregunta diferente."
"Usted perdió su inocencia," supuso.
Sus labios se torcieron. "Eso lo perdí años antes."
"No me refiero a su virginidad. Me refiero a su inocencia. Usted pensaba que
el mundo era de una manera y resultó ser de otra."
"Eso es... un eufemismo." Resultó ser un infierno.
"Anteriormente, usted ha mencionado que una vez que yo perdiera mi
inocencia, jamás podría recuperarla." Ella inclinó la cabeza. "Es verdad. Pero esa no
es toda la historia."
Él se quedó mirando sus botas. "Nada es toda la historia."
"Quiero decir, como personas, siempre estamos perdiendo nuestra inocencia
por algo, ¿no es así? No lo niego ni lo minimizo, pero aun así, tenemos que seguir
adelante." Ella frunció los labios mientras lo consideraba. "A usted no le gustaba en
lo que se había convertido. Es justo. Pero ya no es esa persona. Ese era el antiguo
yo. Este es el nuevo yo."
Él resopló. "¿Cómo sabe quién o qué soy?"
"Porque usted ya no está en el campo de batalla." Sus palabras se aceleraron.
"Usted dice que la guerra cambia a los hombres y yo le creo, pero no es la única
cosa que cambia a una persona. Quienes somos en un momento dado es una
combinación de nuestras experiencias pasadas, nuestra situación actual y nuestro
futuro potencial. No estamos estancados. La persona que a usted no le gustaba no
era el mismo recluta de ojos brillantes que se unió al ejército, ni el hombre en el que
se convirtió cuando regresó a casa."
"Un vegetal," dijo con ironía.
Ella negó con la cabeza. "No un vegetal. Un hombre en busca de respuestas.
No sé si encontraría alguna. Tal vez no había ninguna por encontrar. Pero todo en
lo que se había convertido, ya no está. Nadie es la persona que era incluso seis
meses antes. El mero hecho de no gustarle en lo que se había convertido le hizo
cambiar a mejor."
Xavier se pasó una mano por la cara, y luego dejó caer la cabeza hacia atrás
en la silla. "No me siento mejor."
"Otra señal de que no es más que humano. Los soldados protegen el bien
mayor. Los actos que están llamados a realizar son desagradables, pero su corazón
está en el lugar correcto."
"¿Acaso no piensan así ambas partes de una guerra?" Él se frotó el puente de
la nariz. Cómo deseaba que la experiencia hubiera sido meramente desagradable.
Su frente se arrugó con preocupación. "¿Está... simpatizando con
Napoleón?"
"Estoy condenando la guerra en general." Él se masajeó la nuca. "Y ahora es
mi turno de formular mi siguiente pregunta."
Los labios de Jane se arrugaron como si estuviera tratando de contenerse
físicamente para no presionarle más, pero se limitó a asentir con la cabeza y
levantar una mano para que continuara.
Espléndido. Ahora Xavier necesitaba pensar en algo que preguntar.
Parcialmente, él no había querido hablar de la guerra, y mucho menos sobre sus
sentimientos al respecto. Maldito juego. La buena noticia era que a ella solo le
quedaba una pregunta. La mala era que él todavía tenía dos.
Al menos... debería haberlo considerado una mala noticia. Cuando se
habían sentado a jugar a lo que él había asumido que sería una frívola tontería, no
había muchas cosas que hubiera deseado hacer menos. Pero de alguna manera, el
fuego se había reducido sin que se hubiera dado cuenta.
Lo que había comenzado como un estúpido reto, ahora era una verdadera
conversación; una conversación muy personal. Xavier se dio cuenta de que no
quería "desperdiciar" las preguntas con temas triviales. La señorita Downing era
inteligente, perspicaz y totalmente imposible, y él quería saber todo sobre ella.
Él se inclinó hacia delante. "Mi círculo de amigos es infame, pero no sé nada
sobre el suyo. ¿Quiénes son sus amigos más cercanos?"
"Los libros." Ella se golpeó a sí misma en el pecho. "Intelectual, ¿recuerda?"
Su frivolidad lo sorprendió. "Le he formulado una pregunta de verdad."
"Y yo le he dado una respuesta de verdad."
"Una respuesta de solo una palabra." ¿Qué le había dicho ella antes? Xavier
levantó las manos. "¿Le importaría elaborar un poco más la respuesta?"
Sí, sí le importaría. Jane cruzó los brazos por debajo de su pecho y desvió su
mirada hacia el menguante fuego. Pero entonces levantó los ojos hacia él.
"Mi hermano tiene sus propias responsabilidades a las que hacer frente.
Grace está casada. Me reuniré con ella en el Teatro Real en menos de quince días
cuando vayamos a ver Ifigenia, pero estaremos prestando atención al escenario. No
tengo más familia ni amigos. Lo que hace que todo se reduzca a... mis libros." Hizo
una pausa.
Él la miró en silencio.
"Adoro mis libros." Ella sonrió mirando hacia sus pies. "Es la verdad. Puede
que ellos no me quieran a mí, pero yo me siento como si lo hicieran mientras que
los estoy leyendo. Pasar la tarde con uno de mis personajes favoritos hace que esté
más tiempo con esa persona que el que podría estar con uno de mis amigos a lo
largo de varios meses. Antes de conocer a Grace, los libros eran los mejores y
únicos amigos que había tenido durante años. Así que paso todo el tiempo que
puedo con ellos."
"Hasta ahora," dijo él en voz baja.
Ella se echó a reír amargamente. "¿Hasta que aparecí en su puerta sin mi
biblioteca a cuestas?"
"No." Él mantuvo su voz susurrante y cálida. "Aparte de Lady Carlisle, los
personajes sobre los que solía leer eran sus únicos amigos... hasta ahora. Ahora me
tiene a mí, también."
La luz del fuego salpicó su asombrada cara.
Xavier sintió cómo su nuca se recalentaba. Avergonzado, hizo un gesto con
la mano para quitarle importancia. "Su turno. Última pregunta."
Contemplativa, Jane volvió la mirada hacia el fuego. Cuando habló, sus
palabras eran tan suaves que él apenas pudo oírlas. Pero no pudo escapar de ellas.
"¿Qué ocurrió exactamente para que se desilusionara y comenzara a creer
que había cruzado del bien al mal?"
Su espalda se irguió. "No lo 'creo' simplemente. Es un hecho. Y no me
merezco ningún perdón."
Ella sacudió la cabeza. "Esa no es una respuesta."
"No va a recibir otra."
"Entonces me deberá una bendición."
Sus músculos se tensaron. Clásico. Él bien podría divulgar su pesar más
oscuro o prepararse para lograr otros nuevos. "La bendición no puede ser hacer el
amor, ni obligarme a responder una pregunta que ya me haya negado a
responder."
Ella se echó hacia atrás en su silla. "Usted no puede decidir cuál va a ser la
bendición o mi pregunta. Solo tiene que responderla."
Los latidos de su corazón se aceleraron con frustración. Él se frotó las sienes.
"¿Cuál es su bendición, señorita Downing?"
Ella lo miró a los ojos. "Jane."
Él parpadeó. "¿Qué?"
"Me llamo Jane. Ahora que somos amigos, pido permiso para llamarle
Xavier."
Un revoloteo se instaló en su estómago. "¿Tutearnos de aquí en adelante es
lo que quiere como bendición?"
Ella le sonrió dulcemente. "Si le parece demasiado íntimo, siempre
podríamos hacer en amor."
"Me toca a mí hacer una pregunta," dijo rápidamente. Ella era incorregible.
Xavier no pudo evitar sonreírle de vuelta. "Jane."
Sus mejillas se sonrojaron llamativamente.
Él inclinó hacia ella. "Ya me has explicado por qué llegaste hasta aquí. ¿Por
qué lo hiciste? Eres lo suficientemente inteligente como para saber que los asuntos
ilícitos no son románticos. Son ilícitos y una vez que pasan, todo ha acabado."
Ella exhaló lentamente. "Tal vez para ti, los asuntos amorosos son ilícitos y
luego no hay nada más. Yo no tengo asuntos amorosos para empezar."
Xavier dudaba que fuera por falta de interés. Jane era exquisita a la vista y
solo se volvía más bella cada vez que abría la boca y hablaba.
Ella se pellizcó el labio inferior con los dedos. "No soy una mujer florero
porque sea divertido. Soy una mujer florero porque nadie se da cuenta nunca de
mi presencia. Abandono sus mentes antes de que tenga tiempo siquiera de
recordarles mi nombre." Ella envolvió sus brazos sobre su pecho. "Siempre trato de
hacerme notar; de decir o hacer cosas imposibles de ignorar. Pero incluso cuando
me muestro lo más escandalosamente posible, nadie me mira dos veces."
Imposible. Él nunca sería capaz de sacarla de su mente.
Jane miró hacia otro lado. "A decir verdad, odio los eventos sociales. Soy
invisible en multitud. Es una tortura. Apenas puedo sentarme a soportar una
orquesta, a pesar de lo que me encantan los violines por encima de cualquier otro
instrumento, porque cada una de esas salidas supone desde una hora a tres de
ignominia. Nadie se da cuenta jamás que estoy allí. Almack’s es aún peor."
Él se puso de pie. "Levántate."
"¿Qué?" Ella parpadeó, confusa.
Xavier le tendió la mano. "Ven aquí."
Ella depositó su mano tentativamente sobre su palma. "¿Por qué?"
"Vamos a bailar." Él la ayudó a salir de la silla.
Jane miró por encima de su hombro alrededor de la sala poco iluminada.
"¿Aquí?"
"Correcto. Aquí." Y la tomó en sus brazos.
Capítulo Doce

Jane no podía respirar.


Había perdido todo el control de sus pulmones—y sus temblorosas piernas
—en el momento que el capitán Grey la atrajo hacia sí. El momento que Xavier le
dio la bienvenida en su abrazo.
Quería bailar. ¿Cómo iban a bailar? No había música. Ni siquiera podía
sentir sus rodillas. No con su mano en la suya y su otro brazo alrededor de su
cintura, abrazándola. Cerró los ojos. Él olía a madera de sándalo y cítricos. Todo en
él era duro como una roca y caliente al tacto.
"¿Conoce alguna melodía bailable?," le murmuró al oído.
Ella negó con la cabeza, decepcionada. Su baile había terminado incluso
antes de haber empezado. "Me temo que mis habilidades eruditas se limitan a la
literatura."
Para su sorpresa, él empezó a tararear y le guió al ritmo de la melodía.
Ella inclinó la cabeza hacia un lado y siguió su ejemplo. ¿Por qué le
resultaba la canción tan familiar? Estaba segura de que la había escuchado antes.
Tocada por un violín, tal vez. Sonaba como... Ella se quedó sin aliento cuando la
reconoció finalmente.
"Es de Antígona." Jane lo miró con timidez. "La ópera que vimos juntos."
Él sonrió. "También quería haber bailado contigo aquel día."
Su garganta se secó. ¿Podría ser cierto? Era muy dudoso. Su mirada cayó.
No importaba. Él solo estaba siendo amable. Todo lo que compartirían sería este
momento. Ella se dio cuenta en ese instante lo mucho que iba a desear tener más.
Los músculos debajo de su abrigo se tensaron mientras la conducía en
círculos suaves y elegantes. Ella no necesitaba música para sentirse como si
estuviera flotando. La suave luz del fuego hacía que el ambiente de la habitación
fuera aún más romántico. Casi podía sentirse como la princesa de un baile de
salón.
Excepto que los cuentos de hadas no estaban destinados para ella. Sus
dedos se enfriaron. Él estaba en lo cierto. Los líos amorosos—ni siquiera los besos
robados—eran tan despreocupados como había creído. Una vez que la nieve se
hubiera derretido, él se olvidaría de ella al igual que todos los demás. Y esta vez,
su corazón se rompería.
"Jane, mírame." Él deslizó un nudillo debajo de su barbilla y levantó su
mirada hacia él. "Soy consciente de que estás aquí. Te veo. Te tengo en mis brazos."
Ella lo miró boquiabierta y sus ojos empezaron a arder. Hasta que él había
dicho tales palabras, ella no se había dado cuenta de lo mucho que estado
esperando escucharlas toda su vida.
Con nada más que un suave murmullo, Jane había abierto su alma y había
dejado que una parte de él se abriera paso en su interior. Ella nunca sería la misma.
Su corazón estaba tronando a un ritmo alarmante, pero no podía apartar la mirada.
Tampoco quería.
Sus hermosos ojos azules brillaban entre las pestañas bañadas de tinta
negra. La intensidad de su mirada era emocionante y aterradora al mismo tiempo,
y la llenaba de asombro.
Él la estaba viendo. A la aburrida y regordeta Jane. Y sin embargo, todavía la
quería en sus brazos.
Cuando terminaron su circuito por la habitación, Xavier se detuvo frente a
la chimenea—pero no la soltó de inmediato.
Ella esperaba que nunca lo hiciera. La noche había sido mágica. Él era
mágico. Jane estaría muy feliz de quedarse justo ahí, envuelta entre sus brazos,
para siempre. Pero todo lo que tenía era este momento.
Él bajó la cabeza hacia la suya. Sus labios rozaron su mejilla, el lóbulo de su
oreja, y el punto donde su pulso latía fervientemente. Su corazón se agitó. ¿Estaría
finalmente cediendo a la química que compartían? ¿O estaría actuando por
lástima?
Jane ladeó la cabeza, buscando su boca. Quería sentir sus labios contra los
suyos. Tenerlo, saborearlo, y saber que esta vez no la estaba besando porque fuera
una molestia. La estaba besando porque la deseaba. Porque podía verla. Porque le
gustaba.
Cuando su boca atrapó la suya, toda su piel se erizó, seguidode una
infusión de deseo derretido. Su caliente cuerpo ansiaba estar libre de ropa para
poder sentir su carne aún más íntimamente contra la suya. Su corazón tronó. Tal
vez, finalmente, Xavier le haría el amor.
Ella deslizó las manos por sus fuertes brazos hasta su cuello, donde su pelo
negro y rizado se agolpaba contra el blanco puro de su pañuelo, y le devolvió el
beso. Fue maravilloso.
Él se había fijado en ella. Había notado que deseaba ser vista. Él le había
hecho creer que buscar algo que durara para siempre era lo que se merecía. Ella se
derritió contra él. Él no la estaría besando a menos que sintiera lo mismo. A menos
que realmente quisiera, por el momento como poco. Nadie más parecía abstraerse
de sí mismo el tiempo suficiente como para preguntarse por las torturas que
podrían estar pasando los demás. Nadie más se había molestado en abrirse paso
por las grietas más remotas de su corazón y atreverse a preguntar, ¿por qué no
amor? ¿Por qué no ella?
Sus labios eran firmes y cálidos. La danza de su lengua contra la suya,
estimulante. Su corazón se hinchó. Cuando ella se había propuesto esta aventura,
había asumido que la naturaleza lujuriosa de los hombres no podría rechazar los
encantos de una mujer dispuesta. Se había equivocado.
Xavier era tan apasionado como ella podría haber esperado, pero mil veces
más exigente. Él no la estaba sosteniendo entre sus brazos porque ella estuviera
allí. La tenía entre sus brazos porque así lo deseaba. Porque así lo deseaban ambos.
Y, oh, cómo le gustaban sus besos.
Su mano acunó la parte posterior de su cabeza mientras que su boca
reclamaba la suya. Ella deslizó los dedos por su pelo, deleitándose con la sensación
que evocaba en ella. Su pulso se aceleró. Apenas podía creer que esto estuviera
pasando. Cada beso, cada caricia, se estaba grabando a fuego en su cerebro. Cada
centímetro de su cuerpo se sentía eléctrico y vivo. Y era aún mejor de lo que había
imaginado.
Este era el cuerpo de Xavier presionado contra el suyo. Su boca perversa, su
lengua burlona, sus rizos enredados en sus dedos. Durante este momento, él era
suyo. Ella lo tomaría. Esto era lo que se sentía al ser deseado por alguien. Un
momento que tal vez, nunca volvería a repetirse.
Cuando sus nudillos rozaron la curva de su seno, sus pezones se pusieron
erectos bajo su corpiño. El deseo la recorrió como un relámpago. Sus pechos se
sentían más completos.
Cuando las yemas de sus dedos peinaron lentamente uno de los picos
duros, una ola de excitación la inundó. Sus piernas temblaban. Esto era más de lo
que había esperado, y todo lo que siempre había deseado. Esperaba que no parase
nunca.
Sin aliento, Jane se arqueó ante su toque. Su mano acarició su pecho
mientras que sus dedos jugaban con su pezón. Su respiración se atascó en su
garganta. Nunca se había sentido tan hermosa, tan poderosa. No era de extrañar
que las cortesanas se comportaran como reinas. Ella misma se sentía invencible en
estos momentos.
Xavier bajó la cabeza a su corpiño. Cuando su boca se cerró alrededor de su
pezón, ella se quedó sin aliento mientras que se estremecía de placer. Esto era lo
que había estado esperando. Ella enredó los dedos en su pelo, manteniéndolo en
su lugar—
Y gritó cuando unas garras arañaron su espalda.
Xavier saltó hacia atrás, jadeando y con los ojos abiertos como platos. "¿Te
he hecho daño?"
"No has sido tú," contestó entre dientes, haciendo una mueca por el peso del
gato enredado en su pelo y arrancando su piel a tiras. Con cautela, Xavier le dio la
vuelta a la luz del fuego.
"Por el amor de Dios. Es eso…"
"Sí," respondió doloridamente. "Por favor, intenta quitármelo tan rápido y
con tanto cuidado como puedas."
Xavier se apresuró hacia adelante.
Jane cerró los ojos y se concentró en respirar. En el momento en que el gato
endiablado se desenganchara de su espalda y pelo, tenía la intención de encerrar a
la criatura demoniaca en su jaula de mimbre durante el resto de la noche. O el resto
de su vida.
"¡Rowr!"
El peso de Egui desapareció repentinamente de su espalda, pero su pelo
estaba siendo desgarrado en mil direcciones a la vez. Ella apretó sus manos en
puños. Este gato ya no iba a tener más vidas. "Una vez que me lo quites de encima,
agárralo con fuerza mientras que yo voy a buscar la cesta."
Su pelo cayó sobre sus hombros. Xavier se alejó. "Date prisa."
Ella echó a correr.
Jane entró en el dormitorio y recuperó la cesta sin disminuir su velocidad.
En cuestión de segundos, estaba de vuelta en el salón. Cerró la tapa
automáticamente en el momento en que Xavier soltó el gato dentro y después
aseguró el doble pestillo. Listo. Ella agarró inquieta y aullante cesta mientras que
trataba de recuperar el aliento.
"Date la vuelta." La voz de Xavier era severa. La magia se había ido.
"Necesito ver tus heridas."
Ella dejó el cesto en el suelo y se fue dando la vuelta poco a poco.
Uno por uno, los botones de su vestido se fueron abrieron. Sus hombros se
hundieron. Hacía solo unos minutos, él podría haberla desnudado por razones
mucho mejores que jugar a los enfermeros. Se había acabado. Nunca compartirían
un momento así de nuevo.
Jane se cubrió su pecho inmediatamente mientras que su vestido caía hacia
adelante. El aire frío corría por su espalda. Él estaba aflojando su corpiño. Ella se
mantuvo tan quieta como pudo. Xavier tiró de la tela de su corpiño para exponer
su espalda.
"Tienes varios arañazos largos, pero no hay sangre." Él volvió a colocarle el
corpiño y metió los pulgares en su cinturón. "Buenas noches, señorita Downing.
Voy a tratar de dormir un poco. Aunque dudo que vaya a conseguirlo mientras
que está aquí."
"Jane," susurró ella, agarrando su corpiño medio suelto contra su pecho.
Él inclinó la cabeza. "Buenas noches, Jane."
Xavier le sostuvo la mirada unos segundos más, entonces se volvió y se
alejó.
Con sus hombros caídos, Jane dejó a Egui en su cesta en la sala y caminó de
regreso al dormitorio. Él estaba en lo cierto. Sería una larga noche.
Después de cambiarse y ponerse su ropa de dormir, Jane estaba todavía
demasiado tensa como para poder dormir. Sacó una novela de su equipaje y se
colocó más cerca del fuego.
No importaba cuántas veces leyera las mismas líneas, no podía entender ni
una sola palabra. No podía dejar de pensar en Xavier. Podría haber dormido con
ella, aquí en esta cama.
Debería haber dormido con ella.
Su insistencia en cederle su dormitorio para que durmiera a gusto era
honorable y admirable, y por supuesto que levantaba su autoestima... pero esta era
su casa. Este era su cama. Debería estar en ella.
Finalmente, ella tiró el libro a un lado. La lectura era imposible. Dormir,
también. Tal vez sería mejor comprobar que Egui no se hubiera salido de su cesta e
ir a ver cómo estaba Xavier, y quizás entonces podría ser capaz de descansar un
poco.
Jane encendió una vela en la chimenea y salió al pasillo.
La sala estaba a oscuras. Pocas brasas permanecían detrás de la rejilla. Ella
avanzó hacia adelante. La cesta de Egui seguía donde la había dejado. El cerrojo
estaba en su lugar. La bestia no estaba aullando. Ella suponía que no podía pedir
más.
Después de un momento de vacilación, Jane continuó a las dependencias
del servicio. Si la puerta estaba cerrada, no llamaría. Xavier merecía descansar.
Pero si estaba despierto, y deseoso de conversación...
Ella se detuvo a tres pasos de la puerta. Estaba entreabierta, pero ninguna
luz parpadeaba en su interior. Ella se estremeció ante el repentino escalofrío.
Este lado de la cabaña estaba helado. Frunció el ceño ante la oscuridad al
otro lado de la puerta. ¿No había fuego en sus aposentos? Ella empujó la puerta. La
habitación estaba oscura y gélida. Sus dientes empezaron a castañear por el cambio
tan brusco de temperatura.
Xavier yacía de costado en una cama estrecha. Incluso desde esa distancia,
podía verlo temblar.
Entonces se dio cuenta. El muy tonto prefería morir de frío antes que
compartir su calor corporal. Bueno, ella no tenía por qué estar siempre de acuerdo
con él.
Jane se deslizó hacia adelante. No había manera de que un hombre tan
obstinadamente honorable pudiera ser persuadido de volver a tomar su
dormitorio. Sin embargo, no podía permitir que se congelase. Ella apagó su vela y
se subió a su lado.
Casi de inmediato, Jane se dio cuenta que no estaba temblando de frío, sino
porque estaba teniendo un mal sueño. Sus músculos estaban contraídos de una
manera alarmante. Los pequeños jadeos escapaban de su garganta a intervalos
irregulares.
"Shh. Todo está bien. Ahora estoy aquí." Ella tocó su hombro
tentativamente.
Xavier saltó de la cama con los puños en alto. "¿Qué? ¿Qué?"
Jane tragó saliva, nerviosa. "Soy yo. Solo pretendía—"
"¿Jane?" Su voz perdió todo vestigio de sueño. "¿Qué demonios estás
haciendo aquí?"
"Hacía frío y pensé que necesitabas... ¿un poco de calor corporal?,"
tartamudeó. Su rostro estaba ardiendo. En la oscuridad, no podía distinguir sus
rasgos. Deseaba no haber soplado la vela.
"Calor corporal." Su voz era escéptica. Y mucho más cercana de lo que ella
había esperado. En un abrir y cerrar de ojos, él la tomó en sus brazos y la llevó por
el pasillo. "No vas a dormir ahí, Jane. No hay fuego."
Cuando llegaron a su dormitorio, ella esperaba que Xavier la lanzara sobre
el colchón y se alejara.
No lo hizo. Para su sorpresa, la depositó suavemente en el centro y luego se
acostó a su lado, cubriéndolos a ambos con la manta.
"Duérmete," le ordenó bruscamente, tirando de ella en sus brazos. "No voy a
permitir que cojas frío."
El calor se extendió a través de ella cuando se acurrucó contra él. Esto era lo
que había querido todo este tiempo.
Tal vez podrían estar ahí el uno para el otro.
Capítulo Trece

Jane se sintió decepcionada cuando se despertó sola.


Ella se alegró, sin embargo, cuando Xavier volvió a aparecer en el
dormitorio unos minutos más tarde con dos grandes cubos de agua hirviendo.
"¿Esos cubos son para que nos desnudemos?," preguntó con una sonrisa
lasciva.
Él abrió las cortinas de su armario vestidor para revelar una hermosa tina.
"Es para que te desnudes tú, chica descarada. Yo tendré mi oportunidad
posteriormente. Tengo más nieve derritiéndose en la cocina."
Jane apartó las mantas y sacó las piernas por un lado de la cama. "Si no
vamos a lavarnos mutuamente, ¿por qué tienes el espíritu tan elevado?"
Xavier hizo una pausa en su camino hacia la puerta para mirar hacia atrás
por encima de su hombro. "Ha parado de nevar finalmente."
Un escalofrío, que nada tenía que ver con el frío, la sacudió. Su mágico
interludio había llegado a su fin. Y él estaba contento.
Ella envolvió los brazos alrededor de su pecho y trató de no mostrar su
abatimiento. "¿Supongo que eso significa que hoy tendré que marcharme?
¿Después del desayuno?"
"Lo más probable es que sea después del desayuno de mañana. La tormenta
de nieve ha cesado, pero los caminos siguen siendo intransitables. Dudo que
vayamos a ver algo de tráfico en el día de hoy." Él le sonrió. "Pero no te desanimes.
Cuanto antes regreses a casa, menos probabilidad habrá de que alguien se entere
que has estado aquí."
La sonrisa de Jane era frágil. Prácticamente esperaba que él le diera unas
palmaditas en la cabeza y le dijera que se lavara detrás de las orejas como una
buena chica. No quería irse a casa. Aún no. Él pensaba que lo mejor para ambos era
que se fuera.
Jane iba a tener que hacerle cambiar de opinión.
Cuando él se fue de la habitación, ella se apresuró a salir de la cama y a
meterse en la tina antes de que el agua se enfriara, y suspiró de placer mientras se
hundía en la bañera. El lujo de tener un poco de agua caliente era exactamente lo
que necesitaba.
Ahora, si tan solo pueda conseguir lo que verdadera quería: al capitán Xavier
Grey.
Se mordió el labio. Hace años, su interés por él se había limitado a su buena
y enigmática apariencia. Era algo muy bonito para la vista, pero no le había dado
mucha más consideración. Nadie lo había hecho. Hasta el día que ese apuesto
joven sin título había partido para convertirse en un héroe de guerra aún más
apuesto. Si antes había sido una figura romántica, ahora se había convertido en
alguien irresistible. Cada mujer en Londres susurraba su nombre. ¿Habéis visto que
apuesto es el capitán Xavier Grey? Incluso sin uniforme, es todo un espectáculo para la
vista. Si me atravesara con esos cautivadores ojos azules, me desmayaría en el acto.
Jane se quedó mirando el agua. Como las demás, ella había estado fascinada
por el romance y la emoción de la presencia de un verdadero héroe. Cuando había
elaborado su lista de hombres con los que estaría dispuesta a tener un romance, el
suyo había sido el único que había escrito. Su cuerpo nunca había tenido ninguna
duda de a quién elegir.
Pero durante sus días de aislamiento juntos por culpa de la nieve, algo había
cambiado.
Cuando había empezado a conocerlo, ella había empezado a adorar su
cerebro tanto como su cuerpo. Le leía libros. Cocinaba sus comidas. Le cepillaba el
pelo. Era agradable. Él la protegía del frío y de sí misma. Le dejaba hacer preguntas
que no deseaba responder. La veía por lo que verdaderamente era... y aun así, le
gustaba. Él le había invitado a bailar. No era un héroe, sino una persona. Con
necesidades, pesares y sueños tan poderosos como los suyos.
Ella no se había permitido creer en el amor porque pensaba que los hombres
no creían tampoco en él. Se había equivocado. Xavier se preocupaba por los felices
para siempre, no por conquistas fáciles. La había hecho darse cuenta de que ella
también debía perseguir algo así; que era un error conformarse con nada menos.
Ella ya no estaba segura de que pudiera.
Ser su amante—o incluso su querida—ya no era factible. Ella no podría
conformarse con unas pocas noches. No cuando quería tenerle durante mucho,
mucho más tiempo. Su estómago se retorció.
Para tener alguna posibilidad, iba a tener que demostrarle que él era digno
de ser amado; que también se merecía un felices para siempre.
Los continuos intentos de seducción no lo ablandarían. Sus argumentos no
ayudarían. Solo le quedaba una posible táctica: ser simplemente Jane. Y
demostrarle que ser él mismo era más que suficiente.
No tenía que caminar sobre cristales. Él era digno exactamente tal y como
era. Ella lo quería exactamente tal y como era.
Con una sonrisa, Jane salió de la bañera y comenzó a secarse el cuerpo y el
pelo. Ella y Xavier estaban hechos el uno para el otro. ¿Que él deseaba divorciarse
de la alta sociedad? Ella no se opondría.
La única razón por la que asistía a esos eventos en absoluto era porque esos
círculos eran lo más cerca que jamás iba a estar de tener amigos. Incluso si nunca
había encajado realmente, esas salidas le otorgaban algo que ver, algún lugar en el
que estar.
No había tenido otra opción. Hasta ahora.
Con Xavier, podrían hacer su alta sociedad, libre de presiones para ajustarse
a sus cánones sobre cómo debía ser una intelectual o un soldado. No necesitaban la
alta sociedad. Tendrían amigos y se tendrían entre ellos. ¿Qué más importaba?
Si él se convertía en su pretendiente, se encontraría cortejando a una joven
dama de carácter fuerte que era tan sensual como cualquier otra mujer y tan audaz
como cualquier otro hombre.
Ella simplemente tendría que mostrarle lo divertido que podía llegar a ser.
Xavier era perfecto para ella. Él claramente deseaba que fuera feliz. Su
preocupación por que ella regresara a casa con su reputación intacta era por su
beneficio, no por el suyo propio.
¿Cuándo fue la última vez que alguien había hecho algo exclusivamente por
su beneficio? ¿Qué mejor prueba podía tener para comprobar que este héroe, una
vez perdido, era el hombre con el que debía compartir su vida? Ahora solo tendría
de demostrárselo a él, también.
Antes de que fuera demasiado tarde.
Tan pronto como estuvo vestida—sin contar con los lazos de su corpiño y
los botones de su vestido—ella abrió la puerta de la habitación y se asomó por el
pasillo.
La cesta de Egui había cambiado de posición. Xavier debía haberle sacado
ya a dar un paseo. Tal vez fue entonces cuando se había dado cuenta de que la
nieve había cesado.
Jane sintió ansiedad ante la idea de la nieve fundiéndose. Esta era su última
oportunidad. Ella se retorció los dedos. ¿Cómo podría sacudirlo de esa mentalidad
tan cerrada en una sola noche?
Xavier rodeó la esquina con un aspecto devastadoramente guapo. Él sonrió
cuando la vio.
Ella corrió a su encuentro. "¿Acabas de venir de fuera?"
"No te imaginas el frío que hace ahí fuera." Él se sacudió exageradamente.
"Por otra parte, nada se puede comparar con las temperaturas gélidas de Bélgica."
Había llegado el momento. El corazón le latía con fuerza. "Aceptaré esa
apuesta."
"¿Qué apuesta?" Su frente se arrugó y luego se despejó. Él sacudió la cabeza.
"¿Quieres apostar cuál invierno es peor? Vas a perder. He estado en el ejército
durante tres años. Tú nunca has experimentado un invierno belga. A pesar de los
últimos días, siempre es mejor en nuestra Madre Inglaterra."
"¿Qué obtendré si gano?," insistió.
Él le dio la vuelta para comenzar a atar su corpiño. "¿Qué te parece esto? Si
ganas, podrás planificar las actividades del día. Si gano yo, no habrá actividades.
Tú te quedarás en casa y yo me dedicaré a palar."
Perfecto. "He ganado."
"¿Cómo has ganado?" Él se echó a reír. "Esta es una apuesta ridícula. ¿En
qué te fundamentas para decir que me has ganado?"
"Me fundamento en que no hace más frío en Bélgica. Matemáticamente, las
temperaturas medias históricas de marzo son de un grado más caliente en Bruselas
que en Chelmsford." Ella no pudo contener su sonrisa. "Me temo que la Madre
Inglaterra va a defraudarte. Essex no solo no es más frío, sino que además tiene
más posibilidades de estar más nublado, que haya más niebla y más viento."
Sus dedos se deslizaron hábilmente por su corpiño. "¿Y cómo se demuestra
eso?"
"Con los almanaques," respondió alegremente. "Tú también tienes en la
biblioteca sino confías en mis números. Y antes de que digas que tienen una
antigüedad de tres años, comprobé las cifras más recientes a través de los
periódicos. El patrón se mantiene."
"Ciertamente Inglaterra ha cambiado en gran medida mientras que he
estado fuera." Su voz era chistosa. "¿Todas las intelectuales memorizáis los cambios
climáticos históricos de todas las ciudades más importantes de Europa?"
"No de todas. No tengo ni idea de cómo son los inviernos en Praga o Roma.
Yo solo me interesaba por los lugares en los que sabía que habías luchado o
vivido." Ella se mordió el labio inferior. "Yo no estaba tratando de aprender los
patrones climáticos. Estaba tratando de conocerte a ti."
Xavier terminó de abotonar su vestido en silencio, luego la giró hacia él. Sus
ojos eran insondables. "¿Cuándo hiciste eso?"
"¿Aprender sobre Bélgica? Cuando tú y los demás regresásteis de la guerra."
Sus mejillas ardían. "Me enteré respecto a lo de tu casa en Chelmsford más
recientemente, es por eso que la ligera discrepancia estaba fresca en mi mente."
Su mirada se dulcificó cuando rozó su mejilla con la yema del dedo pulgar y
tomó el lado de su cara. "Correcto. Tú ganas. ¿Cuáles son tus planes para el día?"
Capítulo Catorce

Una nube de humo se desprendió del cigarro entre los labios de la siempre
sorprendente invitada de Xavier mientras que lanzaba sus triples ases sobre la
mesa y robaba unas cuantas cartas.
De nuevo.
No sabía lo que era peor—que su pesadilla de contribuir a que una joven
dama se jactase de un libertinaje total estuviera al rojo vivo, o que estuviera
disfrutando en silencio de la constante agitación de tener a Jane en su vida. Ella
sabía distinguir el whisky del whisky escocés, no tenía problemas para contar los
marcadores, y casi con seguridad robaba sus cartas de la parte inferior de la baraja.
Era absolutamente desvergonzada.
Y él no se había divertido tanto en muchos años.
Para ser más precisos, no se había divertido en años. Él lanzó su propio trío
de ases y recogió las fichas directamente de las manos de Jane. Entre la guerra y el
aislamiento en su cabeza a su regreso, Xavier se había olvidado de lo agradable
que una noche de mala deportividad y carcajadas podría llegar a ser.
Nunca había esperado volver a vivir esa sensación de nuevo, y mucho
menos aquí, esta noche. Con ella.
Su exuberante boca se abrió al ver sus cartas. "¡No puedes tener tres ases!"
"¿Por qué no?" Él la miró inocentemente mientras rastrillaba sus ganancias.
"Tú los tienes."
Ella balbuceó intentando explicarse hasta que soltó una carcajada. "¡Pensé
que era la única que tenía una baraja de repuesto! ¡Dos de las tuyas son ases de
espadas!"
"Nunca subestimes a un soldado," le advirtió con seriedad. "Nosotros
siempre llevamos espadas."
Ella lanzó un puñado de tarjetas hacia él. "Yo te daré una extra, justo en tu
corazón."
"Me hiere, señorita." Él empujó todas las cartas hasta el otro lado de la mesa
y sacudió un nuevo taco de una baraja fresca. "¿Apuestas dobles?"
"Hmm." Ella giró su copa de oporto. "¿Todo o nada?"
"Será mejor que te prepares." Él empezó a repartir.
Jane llevaba el pelo suelto sobre sus hombros. Había perdido los bigudíes en
el momento en que se había servido su copa. Las largas y castañas olas caían por
su espalda y acariciaban cada una de sus curvas. Xavier necesitó reunir todas sus
fuerzas para no hundir sus manos en ese cabello espeso y besarla hasta ahogarse.
Ella le tenía hechizado. Era imposible seguir luchando contra ello. En los
últimos días, se había dado cuenta poco a poco de que, aunque Jane era una mujer
florero, una intelectual y una virgen, no era solo esas cosas.
Cualquiera capaz de divertirse de esa manera no podía ser una mujer
florero. Y ella ya había admitido ser una intelectual por elección. Y su presencia en
su puerta no había sido por accidente.
Todo lo que hacía, lo hacía porque así lo deseaba. Si ella estaba allí con él,
era porque debía estarlo.
Xavier se sentía extrañamente orgulloso de haber sido el que captase su
atención. Ella le hacía sentir como si fuera el único hombre que importara. "Me
resulta difícil creer que no tengas una docena de pretendientes esperándote en la
puerta de tu casa."
Ella movió sus cejas. "¿Por la forma tan seductora en que enciendo un
puro?"
"Por eso," admitió él con una pícara sonrisa, "y por todo lo demás. Eres
inteligente, hermosa, y haces trampas a las cartas. ¿Por qué no estás casada?"
La risa fácil desapareció de sus ojos. Ella apagó el puro en su plato.
"¿Quieres decir que por qué no me he lanzado a las fauces del mercado
matrimonial? Tienes razón. Isaac podría encontrar a alguien lo suficientemente
interesado en mí o en mi dote como para caminar conmigo hasta el altar. Pero me
niego a casarme con alguien a quien no quiera. ¿Por qué debería?"
"Mucha gente lo hace."
"Yo, no. Nunca más." Ella tomó sus cartas. "Perder a mi prometido es lo
mejor que me podía haber pasado."
"¿Tu qué?" Una candente racha de celos lo atravesó antes de obligarse a
modular su tono de voz. "¿Ibas a casarte? ¿Qué pasó?"
Ella recogió sus cartas sin mirarlo a los ojos. "No funcionó."
"¿Cómo demonios no funciona una promesa de matrimonio?"
"De muchas maneras." Ella se frotó las sienes. "Además, eso pertenece al
pasado."
Él entrecerró los ojos ante su evasión. "¿Cómo de lejos en el pasado?"
Ella desvió su mirada. Dejó sus cartas sobre la mesa y empezó a ordenar sus
marcadores. "Yo tenía casa diecisiete años. Hubiera sido una boda pequeña."
Su estómago se retorció. "¿Una novia a los dieciséis años? ¿Cuántos años
tenía él?"
"Treinta y cinco. No pasó nada. No te sulfures tanto. Isaac acordó que era
demasiado joven como para tener pretendiente y convenció a nuestra tutora para
que me dejara esperar unos años. Tan pronto como Isaac alcanzó la mayoría de
edad, se compró una casa en la ciudad y me trajo a Londres para mi presentación
en sociedad."
Xavier estaba cada vez más tenso. "¿Qué pasó con tu ex prometido?"
Ella se encogió de hombros. "Él era el pretendiente de alguien más por aquel
entonces. Además, yo nunca tuve la intención de estar con él. Esa decisión fue
tomada por mí. Mi tutora no quería seguir teniendo mi custodia."
La furia estaba consumiendo a Xavier. Una chica de dieciséis años no
tendría jamás que casarse en contra de su voluntad. "¿Quién diablos era ese
sinvergüenza dispuesto a aceptar a una chica tan joven como novia? ¿Y quién
diablos era tu tutora en aquel momento?"
"Ya no importa." Ella empujó sus montones de fichas y se encogió de
hombros. "Hace mucho tiempo ya de eso. Yo era una niña."
"¡Eso es precisamente por lo que es tan importante!"
"Eso es precisamente por lo que no lo es. Ocho años cambian a una persona.
Además, es muy probable que ni siquiera se acuerde de mi nombre."
"A mí me gustaría saber el suyo." Xavier se crujió los nudillos.
"¿Por qué? Es irrelevante. No lo he visto en años." Su voz se suavizó.
"Permanecí entre las sombras durante mucho tiempo, y para cuando quise salir de
ellas, ya era demasiado tarde. Era invisible. Nadie se fijaba en mí, no importaba
cuánto lo intentara. Durante años, les eché la culpa a todos los demás. Y luego
pensé—¿por qué no persigo lo que quiero?" Ella le sonrió desde debajo de sus
pestañas. "Lo que yo quería era a ti. Es por eso que estoy aquí. Pase lo que pase, no
me voy a arrepentir. He llegado a conocer al hombre que realmente eres."
Él la miró consternado. Si tan solo sus palabras fueran ciertas. Si tan solo
fuera posible saber qué clase de hombre era realmente y no lamentarse por ello.
Xavier se pasó las manos por el pelo. A él también le gustaba ella, a pesar de todo.
Habría sido más fácil apartarla, decirle que no cuando todo lo que habían
compartido era atracción física.
Por supuesto que la deseaba. Ese magnífico pelo largo. La curva de su
trasero. La forma de sus senos. Su regordete labio inferior. Esos increíbles ojos
marrones. Anhelaba verlos oscurecen con pasión mientras cerraba sus piernas
alrededor de sus caderas y hacía el amor con ella.
Excepto que entonces habría un después. Ella merecía mucho más que
cualquier tipo de después que él pudiera ofrecerle. No podía casarse con ella. No le
deseaba la mala fortuna de acabar encadenada a él por toda la eternidad. No era
un buen hombre. Sería un marido terrible.
¿Qué opciones le quedaban entonces? ¿Ceder a su deseo de ser su amante?
Ella no se merecía una cosa así, por mucho que la deseara. Se merecía a un hombre
que no estuviera dispuesto a dejarla escapar.
Xavier tomó sus cartas y trató de concentrarse. Los palos se emborronaron.
Concentrarse era imposible. Todo en lo que podía pensar era ella.
Desde el momento en que había cruzado el umbral de su puerta, había sido
solo una cuestión de tiempo. Y fuerza de voluntad. Con cada pequeña sonrisa
descarada, cada sorpresa, todos sus ases bajo la manga, ella se había ido clavando
poco a poco en su corazón. Él se preocupaba por ella.
Razón de más para mantenerla a salvo, no para seducirla.
Xavier apuró el coñac. No importaba lo que ella pensara acerca de las
perspectivas de su futuro, sería una esposa maravillosa para otro hombre. De
hecho, Xavier no podía imaginar una compañera mejor.
Al principio, él había asumido que una mujer como Jane Downing sería la
última persona con la que sería capaz de hablar o relacionarse. Se había
equivocado. Su intelectualidad significaba que era la única persona él que conocía,
y que no era un soldado, que estaba familiarizada con la geografía de Bélgica y se
interesaba por las guerras más allá de sus soldados uniformados en los periódicos
sensacionalistas.
Más que todo eso, ella conocía su historia. No solo la historia de Napoleón,
sino la de cualquier guerra que se remontaba siglos atrás. Podía poner las cosas en
contexto de una manera que él ni siquiera había considerado.
Había aprendido todas esas cosas sin perder su inocencia. Podría pensar
que sus libros podían ofrecerle un mundo cansado y aburrido, pero su falta de
experiencia personal con los horrores de la vida le habían hecho conservar su
inocencia. Ella creía en las causas por las que las personas morían. Creía en él.
Era casi suficiente como para hacerle creer que podía ser posible; como si
pudiera convertirse de nuevo en una buena persona si así lo deseaba y se esforzaba
con todas sus fuerzas.
El primer paso sería hacer lo correcto por la señorita Downing.
Lo que significaba que por mucho que le gustara, por mucho que anhelara
ceder a sus deseos y tirar de ella contra su cuerpo, lo mejor que podía hacer por los
dos era mantener las distancias. Incluso si tenía que volver a obligarse a caer en un
estupor simplemente para no tocarla.
Él hizo un gesto hacia la mesa con otra copa de brandy. "Tu turno, milady."
Antes de que cualquiera de los dos pudiera jugar su primera carta, un
chillido ensordecedor llenó el aire. Una mancha gris pasó por encima de la mesa,
haciendo volar las cartas y las fichas como si fueran confeti.
"¡Atrápalo!" Jane se levantó de un salto y huyó de la habitación.
Sin problemas. Él era un ex-soldado.
Xavier dejó su brandy. Cuando se puso de pie, su silla cayó hacia atrás y
golpeó el suelo con un estruendo. El gato desvió su cabeza hacia el repentino
ruido, lo que hizo que Xavier tuviera tiempo para lanzarse sobre Egui y atraparlo
entre sus brazos.
El gato le dio las gracias con un conjunto completo de garras.
Jane corrió de vuelta a la habitación con la cesta de mimbre que estaban
utilizando como jaula. "Vamos a necesitar una jaula nueva. Se ha comido el
cerrojo."
"Me resultado difícil creerlo," dijo Xavier con ironía entre dientes mientras
trataba de mantener a la bestia inmóvil. "Odio tener que decir esto, pero tu gato es
toda una amenaza."
Jane se arrodilló delante de él y abrió la canasta. "Egui no es mi gato."
Xavier hizo una pausa y trató de concentrarse. "¿Qué?"
"Egui." Ella colocó la caja como si se tratara de una trampa. "No es mi gato.
Si yo tuviera un gato, estaría bien educado. Y le pondría un nombre un poco más
sensible. Tal vez...Ambrosio. O Bigotitos."
Xavier se movió a un lado. "¿Qué clase de nombre es Egui?"
"Uno chino. Significa 'fantasma hambriento.' Por eso no puede resistirse a
comer lino." Ella le indicó con un gesto que soltara al gato dentro. "Despacio. A mi
hermano le daría algo si le pasara algo a su preciosa bola endemoniada de pelo."
El gato salió disparado de su agarre y cayó directamente en la canasta. Sin
duda, era tan difícil de atrapar como un fantasma. Y no escatimaba en ropa de
cama.
Xavier se sentó y se frotó sus nuevas heridas. "A veces no sé cuándo estás de
broma."
"Yo nunca estoy de broma." Ella ató la tapa de la cesta con una cinta de tela
que sospechosamente, guardaba un gran parecido con la fábrica de su nuevo
chaleco.
"¿Tú y tu hermano habláis chino?"
Ella terminó de atar el nudo. "No."
Él parpadeó. "Entonces, ¿de dónde saca un gato ese tipo de nombre?"
"No sabemos. Ya lo tenía cuando vino a nosotros. Isaac lo está cuidando
como un favor a un amigo."
"¿Un amigo chino?," supuso Xavier, un poco perdido.
"Obviamente." Ella aseguró el nudo de la lazada. "¿De qué otra forma habría
conseguido sino Egui un nombre chino?"
"¿De qué manera consiguió tu hermano un amigo chino?" ¿Quién era esta
familia? Xavier se sentía como si estuviera viviendo en una farsa italiana. En
cualquier momento, los bailarines saltarían al escenario y la música empezaría a
sonar.
Jane dejó la canasta en rincón más remoto de la habitación. "¿Cómo podría
saberlo? No sabía que Isaac tenía amigos hasta que Egui apareció y exigió su
legítimo lugar como gobernante supremo de nuestra familia."
"¿Cuánto tiempo hace de eso?"
Ella frunció los labios, pensativa. "Nueve años."
Xavier la miró boquiabierta. Nueve años. Habían estado cuidando de un de
un felino endemoniado y poseído durante nueve años. La simple idea hizo que su
piel se erizara.
Él negó con la cabeza. "Me temo que tu hermano no tiene un amigo chino.
Tiene un enemigo chino muy inteligente."
"Estás sangrando." Ella levantó sus manos para inspeccionar sus trituradas
mangas. "Ven conmigo. Tengo un ungüento especial en mi maleta."
Por supuesto que sí. Era la guardiana de un gato endiablado y hambriento.
Y, sin embargo, eso no afectaba en nada a sus encantos. En todo caso, hacía
que fuera más sorprendente y misteriosa. Xavier podría pasar cada momento del
resto de su vida con esta mujer y no aburrirse ni un solo día.
Ni tampoco una noche. No había mejor distracción de los arañazos en sus
brazos que el balanceo de sus caderas mientras caminaba. Todo lo que tenía ahora
era el dolor familiar en su corazón al pensar en su partida.
Esta sería su última noche juntos.
Tan pronto como entraron en el dormitorio, ella le quitó el abrigo, su
chaleco y las mangas de la camisa.
Xavier había renunciado a ponerse un pañuelo esta mañana porque no
pudo encontrar uno que no estuviera triturado. Ahora deseaba haberse puesto diez
camisas, solo para sentir sus dedos desabrochándolas, una y otra vez.
El aire frío golpeó su piel caliente. Su pecho estaba desnudo, al igual que sus
brazos.
Ella no parecía una enfermera en el campo de batalla inspeccionando las
heridas de un soldado. El nudo en su garganta y la velocidad del pulso en su
cuello indicaban que lo estaba viendo por lo que era. Un hombre.
Un hombre medio desnudo.
Ella sostuvo uno de sus antebrazos por encima de la tina de agua. Él la dejó.
Tomó la esponja con su temblorosa mano y la pasó con cuidado a lo largo de su
brazo.
Xavier no estaba preocupado por sus arañazos. No podía apartar los ojos de
los de ella. La oscura curva de sus pestañas contra el blanco pálido de sus mejillas.
La forma en que se mordía su labio inferior de color rosado. El dulce aroma de su
cabello. Cómo anhelaba tomarla entre sus brazos y mostrarle lo mucho que
significaba para él.
Ella tomó su otra muñeca. "Ya casi está listo. Iré a por el ungüento."
"No necesito ningún ungüento." Su voz era ronca y cruda.
Sus labios se partieron. Ella lo miró con los ojos muy abiertos. "¿Qué
necesitas?"
"A ti."
Capítulo Quince

La esponja se deslizó por los dedos de Jane, olvidada por completo.


Sí. La emoción se disparó a través de ella cuando Xavier cubrió su boca con
la suya. Por fin iba a poder hacer lo que quisiera con sus manos. Ella las pasó por
su pecho desnudo y se estremeció al sentir las palmas contra su carne caliente y
masculina.
Jane pasó las manos por encima de sus hombros y las enlazó alrededor de
su cuello. Su calor se filtraba a través de su ropa, calentando su piel. Toda una
colección de bocetos eróticos no podían haberle preparado para tantas sensaciones
tan contradictorias.
Sus estancias estaban de repente demasiado apretadas; su corsé era
asfixiante. Pero lo único que podía hacer era apretarse más contra él y perderse en
sus besos.
Sus labios contra los suyos eran firmes, insistentes. El corazón le dio un
vuelco. Él no era el que más quería de los dos. Ella lo quería todo. Lo quería a él.
Sus labios se separaron, exigentes.
Xavier deslizó la lengua en su boca para jugar con la suya. Cada tentativa
caricia era una promesa de cómo se sentiría recorriendo el resto de su cuerpo. Su
respiración se aceleró. No había olvidado el éxtasis que le había recorrido al sentir
su boca contra su pecho. Ansiaba que llegara ese momento.
Su cuerpo era fuerte y duro bajo sus dedos, y sin embargo, el pelo en su
nuca era suave y sedoso. El deseo empezó a fraguarse profundamente en su
interior. Ella quería explorar el resto de su cuerpo. Quería que él explotara el suyo.
Su libro secreto de bocetos no era nada comparado con esto. Un simple
atisbo de placer futuro. Algunas ilustraciones representaban a un hombre con la
boca abierta alrededor del pecho de su amante o entre sus muslos. Pero los dibujos
no podían mostrar lo vertiginosamente maravilloso que sería tener su boca sobra la
suya, haciéndola temblar de deliciosa anticipación.
Una de sus manos viajó lentamente por su columna hasta su espalda baja.
Ella contuvo el aliento, esperando que desabrochara los botones a su paso. Su
lengua se volvió tan exigente como la suya.
"Siénteme, Jane," murmuró contra su boca. "Te deseo."
Él la agarró por las caderas y la atrajo hacia sí. La prueba de su excitación
estaba ahora a ras contra su vientre, cada centímetro tan caliente y duro como él. Él
la deseaba. Un rayo de energía corrió a través de sus venas. Nada podría ser más
erótico.
Xavier subió la mano por su caja torácica hasta la curva de su pecho. Sus
pezones se endurecieron al instante. Ella gimió mientras que sus dedos pellizcaban
su pezón. Las capas delgadas de su vestido eran una barrera demasiado molesta.
"Desabróchame,"le rogó. "Por favor."
Su boca cubrió la suya, reclamándola. Sabía a brandy dulce y malvadas
promesas. Ella hundió los dedos en su pelo y se arqueó contra él. Él sonrió contra
sus labios, luego profundizó el beso. Uno por uno, los botones a lo largo de su
columna vertebral se fueron abriendo. Jane contuvo el aliento.
Por fin, su vestido cayó hacia adelante. Ella sacó los brazos por las mangas y
dejó que la tela cayera al suelo. Solo seguía conservando sus estancias, antes de
echarse mano a la espalda para aflojárselas.
Él se quedó quieto a su lado. Sus párpados eran pesados con pasión. "No
tengo prisa."
"Yo sí." Ella lo miró entre sus pestañas. Esta era su oportunidad de tenerlo
finalmente en sus brazos; de experimentar la pasión con alguien que se preocupaba
por ella. "Quiero sentir mi cuerpo contra el tuyo."
Él le dio la vuelta. "Como desees."
Jane agarró su pelo con una mano y la sostuvo por encima de su cabeza
para permitirle un acceso más fácil. El aire frío besó su nuca, pero solo por un
segundo.
A medida que él desataba sus estancias, fue plantando besos boquiabiertos
sobre su cuello y hombros. Cada beso reverberó a través de su cuerpo, robándole el
aliento. Una vez que ella fue liberada de sus ropas, él las lanzó a un lado. Sus
labios estaban oscuros de deseo cuando él le dio la vuelta para mirarla.
"No puedo luchar contra ello por más tiempo," dijo con voz áspera,
acercándola. "¿Sí o no?"
No había duda de su intención. Ni de la de ella.
"Sí." Ella nunca había estado más segura en toda su vida. Por fin iba a ser
suyo, aunque fuera por una sola noche. Simplemente tendría que sacar el máximo
provecho de ella.
Jane levantó su camiseta interior sobre su cabeza y la arrojó al lado de sus
estancias. Sus zapatillas fueron lo siguiente. Ahora nada la cubría, salvo las medias
de seda que se agolpaban justo por encima de sus rodillas. Estaba desnuda ante él.
Sin embargo, nunca se había sentido tan hermosa.
Él la miró de nuevo como si su cuerpo lo llenara de asombro. El ascenso y la
caída de su pecho indicaban que su corazón estaba tan acelerado como el suyo. Sin
decir una palabra, la tomó entre sus brazos y la llevó a la cama.
Jane lo buscó tan pronto como su cabeza tocó la almohada. De inmediato,
Xavier se quitó las botas y se tumbó a su lado.
"¿Los pantalones?," solicitó.
"Todavía no." Él tomó su mejilla e inclinó su boca sobre la de ella.
Ella se deleitó con el calor de sus labios y el frío de su piel desnuda al aire
fresco. El fuego de la habitación calentaba sus pies y lanzaba un suave resplandor
alrededor de sus aposentos, pero el único calor que ella anhelaba sentir era el calor
de su cuerpo. Todo su cuerpo se estremeció.
Sin romper el beso, él extendió la mano justo por debajo de su pecho, el cual
se hinchó a la espera de su contacto.
Cuando por fin tomó su carne, ella suspiró de placer. Sus dedos apretaron y
burlaron sus pezones hasta que ella se arqueó hacia él, jadeando. Seguramente
Xavier podía sentir el repiqueteo de su corazón a través de la palma de su mano.
Xavier bajó la cabeza y tomó uno de los sensibles guijarros en su boca. Ella
gimió. Él deslizó su mano por su estómago hasta llegar a la unión entre sus
muslos, y levantó la vista de su pecho, como pidiendo permiso.
Ella abrió las piernas, permitiéndole acceso. No era permiso. Era una
demanda.
Las ilustraciones que había vistió indicaban que un hombre podía hacer
tanta magia con sus dedos como con su miembro. Jane tenía toda la intención de
averiguarlo.
A la vez que Xavier mudaba su boca al otro pecho, deslizó sus dedos entre
sus piernas. El placer la atravesó. Se sentía hinchada y necesitada. Esto era el cielo.
Ella agarró su pelo mientras que sus húmedos dedos le acercaban cada vez más a
la cima de su placer.
Xavier se separó de ella y bajó la boca al punto justo donde estaba su mano.
Los ojos de Jane se quedaron en blanco cuando la lengua y los dedos de Xavier
emularon lo que esperaba que sus cuerpos no tardaran mucho en experimentar.
"Pantalones," dijo ella con voz ronca, agarrando la manta en puñados.
"Fuera."
Él la ignoró. Sus dedos y lengua continuaron su lento y constante asalto a
sus sentidos. La presión que estaba construyendo en su interior estaba
aumentando en un crescendo. Ella echó la cabeza hacia atrás. Sus piernas se
tensaron sobre sus hombros cuando las olas de placer estallaron en su interior.
Solo cuando ella se desplomó inerte encima de la manta, él se puso de pie
de un salto y se deshizo de sus pantalones antes de regresar a la cama.
Xavier sostuvo su mejilla y la besó mientras que aliviaba su miembro entre
sus piernas. Ella estaba resbaladiza y lista de su reciente liberación, pero aun así,
solo podría penetrarla centímetro a centímetro. El dolor la atravesó.
Xavier quedó paralizado. "Te estoy haciendo daño."
"Quiero hacerlo." Las molestias ya se estaban desvaneciendo y ella se estaba
deleitando con la sensación de tenerlo dentro de ella. Este no era su momento. Era
el momento de ambos. Ella chupó su labio inferior. "Te deseo. Te deseo
completamente."
"Gracias a Dios." Él inclinó su boca sobre la de ella.
Suavemente, deliberadamente, comenzó a moverse dentro de su cuerpo. El
placer comenzó a construirse. Jane nunca había sentido tanto abandono. El aliento
de él era tan desigual como el suyo. Cuando por fin estuvo totalmente enfundado
dentro de ella, Xavier jadeó contra su boca y ella envolvió las piernas con fuerza a
su alrededor.
Sus besos se volvieron más apasionados mientras que sus embestidas
empezaban a ser más y más profundas. Hacer el amor era todo lo que ella siempre
había deseado, y más. La dulce presión entre sus piernas era cada vez más
deliciosamente insoportable, por lo que sacudió sus caderas y se levantó a su
encuentro, jadeando y tirando de él hacia su cuerpo.
La fricción era intoxicante. Jane no podía renunciar a esto. Ni a él. Era
demasiado perfecto. Él le hacía sentir... le hacía sentir.
Xavier fijó sus ojos azules en su boca. Unos temblores sacudieron sus
piernas y ella se aferró con fuerza. Jane llegó al punto culminante en el momento
en que sus miradas se encontraron. Si había sido increíble con sus dedos, ella se
quedó sin palabras ante la sensación de él conduciendo su miembro dentro de su
cuerpo mientras que sus músculos se contraían a su alrededor.
Sus caderas se resistieron. Xavier salió de ella y gruñó mientras derramaba
su semilla en la manta. Sin levantar la cabeza, arrojó un pesado brazo sobre su
cuerpo y la atrajo hacia él.
Jane se acurrucó contra él y besó su piel desnuda. Sabía ligeramente salado.
Toda la sala rezumaba vida sexual. Ella se sentía como si estuviera justo donde
pertenecía. Como si pudiera quedarse en la cama con él para siempre.
Él la acurrucó cerca. Sus ojos se cerraron cuando ella apoyó la mejilla sobre
su pecho. Un sentimiento de paz la envolvió. Esto era todo lo que no sabía que
quería. Se sentía querida. Y finalmente feliz.
Xavier le acarició el pelo hasta que su respiración se desaceleró a un ritmo
constante y calmado. Jane entrelazó sus dedos en su cabello sedoso y oscuro. Se
había quedado dormido. Con una sonrisa, ella se acurrucó más cerca.
Estaba casi dormida cuando los latidos del corazón de Xavier se aceleraron.
Sus ojos se abrieron. Su respiración se había vuelto superficial e irregular. Ella se
apoyó sobre su codo, alarmada. Sus músculos se contraían como si estuviera
luchando contra unas cadenas invisibles.
Ella tocó su hombro suavemente. "¿Xavier?"
Xavier se sentó en la cama bruscamente, con los ojos muy abiertos y
desenfocados. El sudor había enmarañado su pelo. Su respiración era desigual.
Ella retiró su mano. "No quería despertarte. Cuando me he dado cuenta de
que estabas sufriendo otra pesadilla, yo..."
Él volvió su cabeza lentamente hacia ella. Su rostro estaba pálido, pero su
mirada era fría y enigmática. Apartó la mano de su muslo y la depositó sobre el
colchón. "Yo soy mi propia pesadilla, señorita Downing. Soy esa cosa en la
oscuridad a la que los demás temen."
"Jane," susurró ella. "Soy Jane. Acabamos de hacer el amor." Pero él no
estaba escuchando. Ni siquiera la miraba.
Xavier se estaba poniendo los pantalones y recuperando su camisa.
"¿A dónde vas?"
"Fuera," gruñó.
Odiaba el temblor en su quejumbrosa voz. "¿A la calle?"
"Fuera de este dormitorio. ¿Alguna otra pregunta?"
Su corazón se contrajo. "No tienes por qué avergonzarte de tener pesadillas.
Muchos soldados que regresan de la batalla se dan cuenta de que necesitan tiempo
para asimilar sus antiguas vidas. Sé que la guerra es terrible, pero puedes dar por
sentado que—"
"¿Puedo, Jane?," se burló.
Su estómago se hundió. De alguna manera, ella había empeorado las cosas.
"Solo quería decir—"
"¿Es terrible la guerra?" Su risa era demasiado amarga. "No sabes
absolutamente nada sobre ella."
"Sé cosas sobre ti," respondió con firmeza. Al menos, así lo creía.
Él resopló. "Sabes lo que quieres que sea; eso es todo lo que ves. Te lo he
dicho en repetidas ocasiones que no soy ningún héroe. Ni siquiera regresé de la
batalla. No he disparado un fusil en dos años."
Ella negó con la cabeza, confusa. "¿No estabas en la batalla?"
"El ejército no son solo soldados." Sus ojos eran enigmáticos. "No estuve en
cualquier lugar cerca de Waterloo. La alta sociedad idealiza a los militares hasta el
punto que alguien en uniforme es un semidiós en su propio derecho. Gran
absurdez."
"Yo no diría que eso sea... idealizar..." Jane se fue apagando. Él estaba en lo
cierto. Por supuesto que lo era. "Aun así, sigues siendo un héroe. Lo dije muy en
serio cuando mencioné que luchar por tu país es intrínsecamente bueno, incluso si
tienes que hacer cosas malas."
"Yo también solía pensar eso. Ahora no puedo dormir por la noche." Sus
ojos eran oscuros; su rostro, pálido. Las venas estaban muy marcadas en su cuello.
"Todo el mundo luchó por su país, pero no todo el mundo hizo lo que hice yo. A
mis amigos y a mí nos llaman 'Los Duques de la Guerra' como si hubiéramos
hecho algo noble, heroico. Tal vez los otros sí lo hicieron, pero yo no. Yo no
merezco elogios ni ninguna denominación romántica. No merezco que se hable de
mí en absoluto."
Ella agarró la manta contra su pecho para ocultar su temblor y su desnudez.
"Si no estabas en el campo de batalla, ¿dónde estabas?"
Sus labios eran una mueca oscura entre las sombras. "¿Quieres decir que
qué podría estar haciendo que fuera peor que disparar balas o atravesar hombres
con sables?"
"Sí." Su voz era apenas audible por encima de los latidos de su corazón.
"Supongo que eso es lo que he querido decir."
"Yo ayudé a interrogar a los cautivos. ¿Eso es heroico? ¿Forzar al enemigo a
derramar sus secretos? Mis comandantes pensaban así. Esperaba que yo siguiera
las órdenes, como un buen soldado. Así que lo hice. La hipótesis era que cualquier
soldado enemigo que capturásemos podría poseer información útil. A veces lo
hacían."
"¿Y a veces, no?," susurró ella.
Su rostro era duro. "A veces morían."
Jane se arrastró hacia atrás en estado de shock. Él estaba en lo cierto. No era
el hombre que pensaba que era. Era esa cosa en la oscuridad a la que todos los
demás temían. O por lo menos, lo había sido.
¿Podría aceptarlo como el hombre que era ahora?
Capítulo Dieciséis

Xavier había pensado que la desilusión sería lo peor que podía vislumbrar
en la cara de Jane. Había estado equivocado.
No tenía sentido decir, no voy a hacerte daño. Había tomado su virginidad de
solo un empuje, y ahora le estaba arrebatando lo que le quedaba de inocencia.
Tragó saliva contra el sabor amargo en su boca. Ya era hora de que ella
supiera la verdad. Nunca iba a ser el hombre que imaginaba. Había perdido la
esperanza muchos años atrás.
Pero ahora detestaba verla encorvada contra la cabecera de la cama que
habían compartido, aferrando las mantas a sus pechos desnudos y mirando hacia
sus pies con... ¿decepción?
Tal vez no le tenía miedo. Simplemente lamentaba haberle conocido.
No había querido que las cosas hubieran ido tan lejos, pero los días que
había pasado con ella habían sido condenadamente estimulantes, y no estaba
hecho de acero. Estaba hecho de promesas incumplidas.
Xavier se pasó sus temblorosos dedos por su cabello y miró hacia otro lado
mientras que la auto-recriminación lo bañaba. Había querido que ella lo
entendiera. Pero no así. No ahora.
Al menos, ella podía comprender ahora la imprudencia de ofrecer su cuerpo
a una ilusión que había construido en su mente. Y él no le había detenido. Había
sabido que estaba mal, y no había hecho nada para evitar llegar a la conclusión
natural.
No había cambiado en absoluto.
Tal vez no podía. Quizás estaba condenado a cometer los mismos errores
durante el resto de su vida mal concebida.
"¿Qué hiciste?," susurró ella. Sus ojos no se encontraron con los suyos.
"Empieza por el principio."
Xavier casi se echó a reír. El principio. ¿Cuándo fue eso? Había nacido el
año que comenzó la Revolución Francesa. Nadie idealizaba una batalla mejor que
un muchacho joven. No podía aspirar a tener riquezas o heredar un título, pero sin
duda podría unirse al ejército del rey, y ganarse la admiración y el respeto de
todos.
Nada había salido según lo planeado.
"Compré mi comisión con mis amigos más cercanos," dijo al fin. "Pero nos
separamos después del entrenamiento. Me encontré rodeado de extraños. Todos
ellos, jóvenes, asustados, y todos ellos dispuestos a morir antes que ser vistos como
menos soldados que sus compatriotas." Su garganta se espesó. "Encajé
perfectamente."
El silencio se extendió por la habitación.
Cuando Jane volvió a hablar, su voz era vacilante. "¿Es por eso que dijiste
que no todo lo que se hace por la patria es bueno al fin y al cabo?"
"Entiendo por qué creerías una cosa así. Yo también lo creía. Todos lo
hicimos." Xavier podía oír la amargura en su propia voz. Y la ira reprimida. "Puse
todo lo que tenía en todo lo que hice, y fui recompensado generosamente por ello."
Su boca se torció. "Pero no fue hasta que me encomendaron ayudar a supervisar el
'interrogatorio' de los presos cuando me di cuenta de lo engañosas que eran
nuestras creencias. El 'bien por nuestro país' justificaba cualquier atrocidad contra
nuestro prójimo."
"Supervisor." Su rostro se aclaró. "Fuiste un supervisor, no el autor de los
crímenes."
"Peor. Fui un capitán." Nunca dejaría de odiarse a sí mismo por ganarse una
promoción en tales condiciones. "Tenía un buen rango, poder y las llaves para abrir
cada grillete. Nunca usé ninguna."
Su expresión se volvió pensativa. "¿Podrías haberlo hecho?"
"No lo creo." Él mismo se hacía esa pregunta todos los días. Su incapacidad
por remendar el pasado corroía su alma. "Pero siempre tenemos opciones."
"¿Entonces por qué no lo hiciste?," preguntó en voz baja.
Xavier cerró los ojos. "Creía que derrotar a Napoleón era un bien mayor.
¿Qué importaba un solo hombre si sus secretos podrían salvar a cientos de miles?
Pero no había manera de saber qué cautivos podrían poseer la clave para poner fin
a la guerra sin interrogarlos a todos." Sus piernas comenzaron a temblar mientras
que los recuerdos le inundaban. "Algunos de ellos eran simples soldados,
luchando por su país. No merecían morir."
Su expresión se volvió cautelosa. "Tú tenías las llaves, pero no podías
simplemente decidir que querías abrir las esposas. No si podrías poner en peligro a
más personas si lo hacías."
Él asintió con la cabeza. "Si me hubiera opuesto a hacer lo que me
encomendaron, habrían pensado que era un espía. Un traidor. Hubiera
'interrogado' hasta mi último aliento."
Ella enderezó los hombros. "Entonces no tuviste otra opción."
"Esa era la otra opción." Él se encogió de hombros. "Elegí la errónea."
Sus ojos destellaban. "¿Martirizarte a ti mismo mismo habría salvado a los
demás cautivos?"
Xavier se encogió de hombros. "No me hubiera convertido en un monstruo."
Todo se quedó en silencio.
Su piel se erizó. Él miró hacia otro lado. ¿Qué más podía decir? Algunos
soldados eran héroes. El no era. Fin de la discusión.
"Es una historia horrible," dijo ella pausadamente.
Él asintió con la cabeza. Era una persona terrible. La mancha en sus sábanas
lo demostraba. Estaba destruyendo vidas de nuevo.
"Tienes razón," continuó ella. "Solo estabas siguiendo órdenes, y esos
hombres tan horribles podrían haberte hecho lo mismo a ti, pero aun así, fue
despreciable permitir que la tortura fuera infligida a otra persona."
Él hizo una mueca. Esas mismas palabras rondaban por su mente mil veces
al día. Horrible. Despreciable. Tortura.
"También es algo que ya ha pasado." Ella lo miró a los ojos. "Y algo que
lamentas profundamente, como debes. Pero solo porque el pasado siempre vaya a
estar ahí no significa que no puedas hacer lo mejor de tu futuro."
Su risa era áspera y fea, haciendo juego con el hombre que era en su interior.
"¿Qué futuro sugieres? ¿Cachorros y bebés? ¿Debo ir anunciando nuestro
casamiento?" Él extendió sus brazos a los dados. "En tres semanas, todo esto puede
ser tuyo."
"No estaba sugiriendo matrimonio," le espetó.
Por supuesto que no. Ninguna mujer en su sano juicio lo haría.
Él se encogió de hombros. "Al menos has conseguido el affaire sin sentido
que querías."
Ella se apretó aún más contra el cabecero. "Lo que yo quería era hacer el
amor con alguien que me gustara y a quien yo le gustara. Quería sentirme... como
una mujer. Conectar con otra persona."
"Bueno, yo soy un hombre, y los hombres copulamos porque tenemos
pollas." Sabía que estaba siendo cruel. Ella se merecía cualquier otra persona que no
fuera él. Tenía que asegurarse de que regresara a la seguridad y no volviera jamás.
"Los hombres como yo no conectan, señorita Downing. Pensamos con nuestras
pelotas, no con nuestros cerebros."
Su labio tembló. "¿O corazones?"
"Yo no poseo uno." Xavier le dio la espalda a la cama. "Duerma un poco. Le
espera un largo viaje mañana."
Capítulo Diecisiete

Jane no podría dormir nunca más.


Estaba en el centro de la cama todavía caliente que había compartido con
Xavier momentos antes, con los brazos extendidos, abatida.
¿Cómo podía algo tan perfecto haber salido tan mal? Había hablado muy en
serio cuando había dicho que el propio pasado de una persona no determinaba su
futuro. Pero él tenía razón. No era el hombre que ella había pensado que era.
Posiblemente ni siquiera era el hombre que quería.
Ella levantó la mirada hacia el dosel. Tal vez él tenía razón al creer que
jamás podría desligarse de su pasado. O al menos, de las decisiones que tomó en
ese entonces. El dolor leve entre sus piernas manifestó ruidosamente su locura.
Xavier le había advertido una y otra vez. Ahora no podría cambiar de
parecer y recuperar su virginidad. Su pérdida ya era algo permanente, y se la había
dado al hombre equivocado. Tragó saliva. Ya era tarde. Nunca podría deshacer la
decisión que tan erróneamente había tomado.
Un escalofrío la recorrió. El pasado no podría determinar plenamente su
futuro, pero ahora podía entender cómo las acciones de uno podían condicionarte
de por vida.
Las experiencias de Xavier bajo el paraguas de la guerra habían sido
horribles. Él se había convertido en alguien que no le gustaba; que ni siquiera
quería reconocer.
Jane no podía permitir que lo mismo sucediera con ella, solo porque ya no
tuviese la oportunidad de cambiar las cosas.
Pero, ¿qué significaba eso? Sus dedos se enfriaron. Nunca había pensado en
su futuro. Ella había deseado tener amor, amigos, pasión, pero ella había deseado
tenerlos ya mismo, sin pararse a pensar dónde podría estar dentro de cinco años.
Si realmente hubiera querido conseguir marido, podría haber aunado sus
fuerzas en conseguir ser la clase de mujer con más probabilidades de atraer un
pretendiente. Podía llevar ya años casada.
Pero Jane no quería fingir ser alguien que no era. Ella apretó los puños y
golpeó el colchón. No era justo tener que convertirse en otra persona solo para
atraer el interés de alguien.
Tragó saliva espesa. ¿Era eso lo que le había hecho a Xavier?
Antes de que hubieran intercambiado una palabra siquiera, ella ya había
decidido qué tipo de persona era. Romántico, gallardo. Un héroe. Jane lo había
pintado con amplios trazos imaginarios y nunca se había molestado en fijarse en
los detalles.
Él no le había engañado. Era ella la que había sacado conclusiones
precipitadas basándose solo en su propia imaginación. Su barbilla se desplomó.
Ella le había forzado en el papel de alguien que él nunca le había dicho ser.
¿Qué derecho tenía ahora de estar decepcionada por no haber estado a la altura de
una norma que ella le había impuesto en contra de su voluntad?
Su pecho se apretó mientras que lo consideraba todo desde su perspectiva.
Había pasado veinticuatro años odiando a la gente que la juzgaba—y la ignoraba—
por sus etiquetas en lugar de molestarse en llegar a conocerla como persona.
Ella no era solo una intelectual. También era una persona. Una persona muy
tonta, muy testaruda y muy arruinada. Soltó una respiración entrecortada.
Cuando se había centrado en Xavier como el objeto de su deseo, tal vez lo
había hecho de una manera más cínica de lo que había creído. Más egoístamente.
Para experimentar una noche de pasiones secretas necesitaba un hombre que
encajase con sus criterios específicos. Tenía que ser lo suficientemente guapo como
para despertar su interés. Lo suficientemente viril como para compartirlo; y lo
suficientemente honorable como para confiarle su secreto.
Necesitaba el hombre perfecto. Así que ella le había forzado a serlo.
Pero él no era el hombre perfecto. Nadie lo sabía mejor que Xavier. De lo
que no se daba cuenta era que ya no era el hombre que una vez había sido; el
hombre al que había despreciado. No le hacía falta tratar de ser mejor. Él ya había
cambiado.
La pregunta era... ¿podría cambiar ella, también?
Había llegado a Chelmsford creyéndose una mujer florero que nunca
encontraría el amor. Con la esperanza de que una noche de pasión la llenase
durante sus próximos cuarenta años de soltería. Pero, ¿por qué tenía que
conformarse con eso? ¿Por qué no podía ser una intelectual y una amante y una
esposa?
Podría haber llegado a ese razonamiento semanas antes. Ahora solo tenía
ganas de llorar. Ya era tarde. Al haberse acostado con el capitán Grey, había tirado
por la borda su única oportunidad de ir a dar con un caballero socialmente
aceptado... ¿pero cuándo había querido en realidad encontrar uno de esos?
Ella miró hacia el oscuro dosel y trató de ser honesta. ¿Qué estaba realmente
buscando en un hombre?
Había querido que fuera guapo. Xavier tenía eso con creces. Había querido
que fuera viril. La noche anterior, él le había demostrado que sus fantasías eran
solo un comienzo.
También había querido un hombre honorable. Sus dedos se cerraron
lentamente. El capitán Grey no era el inmaculado y brillante héroe de guerra que
ella había imaginado en su cabeza pero, ¿acaso eso le hacía menos honorable? Ella
misma se había invitado alegremente en su casa, su vida, y su cama, y él había sido
el que había intentado por todos los medios mantener su honor intacto a cada paso
del camino. ¿Eso lo hacía menos perfecto acaso, o más?
Ella lo quería, ahora lo sabía. Lo quería y ahora ya no importaba. Él había
elegido alejarse.
Xavier nunca sería suyo.
Jane se obligó a ponerse de pie y caminó hacia la tina de agua. El sol se
filtraba por las grietas entre las persianas. El débil ruido de las ruedas de un
carruaje retumbaba en la distancia. Su corazón se hundió. No más nieve. Sus
brazos y piernas parecían estar medio dormidos, en una mezcla de decepción y
alivio.
La aventura había terminado. Había llegado la hora de irse a casa.
Jane se vistió lo mejor que pudo y consiguió meter todas sus pertenencias
apretadas en su baúl. Todo lo que necesitaba era a Egui—y un paseo hasta el hostal
—y ella y el gato estarían en su camino de regreso a Londres. No volvería a ver al
capitán Grey.
Bueno. No necesitaba a otro hombre en su vida que no la quisiera a ella en
la suya. Para eso ya tenía a Egui.
Las ruedas de otro carro repiquetearon fuera de su ventana, y luego se
detuvieron. ¡Alguien acababa de llegar!
Ella abrió la puerta del dormitorio y se apresuró a arrastrar su equipaje
fuera de la habitación antes de que alguien la pillara en la habitación principal.
Xavier entró en la habitación y le arrebató el baúl de las manos sin decir ni
una sola palabra. Ella lo siguió hasta el pasillo, pero él le instó a que volviera a
entrar.
"Deje al menos que ate sus instancias primero," murmuró enfadado.
"Sí, capitán cascarrabias." Ella levantó la barbilla. ¿Por qué tenía que estar de
tan mal humor? Finalmente iba a conseguir su deseo. Ella se iba a casa.
"Son mis sirvientes," dijo con la voz ronca. "Entrarán de un momento a otro.
Egui está en el salón. Yo me encargaré de su equipaje." Terminó de abotonarle el
vestido y le dio unos golpecitos a la ligera. "Vaya."
Ella llegó a la sala justo cuando dos individuos fuertes, de rostro rubicundo,
aparecieron por la puerta. Si tuviera que adivinar, apostaría que se trataba del ama
de llaves y un mozo de cuadra. Madre e hijo, aparentemente, y ambos igual de
sorprendidos por su presencia.
Sus risas de complicidad murieron a la par. Ella se retorció bajo su franco
interés.
Xavier dobló la esquina con el baúl entre sus manos, tan tranquilo y con una
expresión tan complaciente como si se quedara aislado por la nieve con
intelectuales una o dos veces por semana. "Por favor, avisad al conductor antes de
que se marche. Tiene que realizar otro viaje."
El joven se apresuró al exterior.
El ama de llaves había vuelto sus ojos hacia su empleador, como si estuviera
tratando cuidadosamente de evitar encontrarse con la mujer desconocida en medio
de ambos, con la esperanza de que así la situación no resultase tan incómoda.
No estaba funcionando. Jane se sentía mortificada.
El mozo de cuadra regresó con el conductor. "Aquí está, señor."
"Gracias, Timmy." Él asintió con la cabeza hacia los dos sirvientes. "Podéis
retiraros. Hay té en la cocina. Nos reuniremos en una hora."
Ante esas palabras, la pareja no tuvo más remedio que desaparecer en las
dependencias del servicio y darle privacidad a su señor.
Xavier sacó su equipaje antes de que el conductor tuviera ocasión de hacerlo
y le entregó una moneda. "Por favor, asegúrese de que la dama llegue a casa sana y
—"
"Al Dog & Whistle," interrumpió ella rápidamente. "Puedo encontrar otra
diligencia allí."
"Como la dama desee." Él inclinó la cabeza hacia el conductor. "Al Dog &
Whistle."
"De inmediato." El conductor tomó su baúl y comenzó a transportarlo hacia
su diligencia.
Todo lo que quedaba era Egui y ella misma.
Jane agarró la cesta de mimbre y miró a Xavier detenidamente por última
vez. Su voz temblaba. "Si pensara que tan vez pudiera haber algo entre nosotros..."
"No lo hay." Su voz era firme.
Ella suspiró. "Lo sé."
Xavier abrió la puerta. El viento helado sopló dentro.
"No te juzgo por lo que hiciste en tu pasado." Su pecho le dolía mientras lo
miraba. "Te juzgo por lo que estás haciendo ahora."
Sus ojos se oscurecieron. "Dígame, por favor, ¿qué estoy haciendo
exactamente?"
"Absolutamente nada." Ella salió al frío. "Como siempre."
Él la agarró del brazo. "Se lo advertí, señorita Downing. No soy ningún
héroe."
Ella se aferró a la canasta para no acercarse a él por última vez.
Él permaneció tan inmóvil que todo su cuerpo vibraba con intensidad. Jane
trató de sonreír, de fingir que todo estaba bien. Él dejó caer su brazo como si le
hubiera escaldado.
"Buen viaje," dijo secamente. "Dudo que nos volveremos a ver."
Su sonrisa se quebró. "Incluso los héroes cometen errores."
Xavier dio un paso atrás en su casa y cerró la puerta detrás de él.
Capítulo Dieciocho

Él se acercó la manga a la cara y las inspeccionó más de cerca. Sus ojos se


abrieron como platos. Nada de Jane. Egui. Esta era una de las muchas camisas que
Xavier había dado por perdidas después de que ese maldito gato se hubiera
comido todos los botones y hubiera rasgado los puños con sus afiladas garras.
Un hilo perfectamente buscado había remendado todos esos jirones de tela,
convirtiéndolos de nuevo en un puño. Las mariposas eran para que no se notara
que la prenda había sido arreglada—o simplemente era lo único que ella podía
haber hecho por salvarla. Era el gato de su hermano, recordó tardíamente. Tal vez
el pobre bastardo tenía conejitos y mariposas correteando por todas sus mangas.
Al igual que Xavier ahora.
Una lectura rápida indicó que no una, ni dos, sino todas sus camisas y la
mayoría de sus pañuelos habían sido igualmente "rescatados" de la papelera.
Xavier los expuso encima de su cama con incredulidad. Uno de sus chalecos
había sido grabado incluso con sus iniciales... mientras que un arcoíris  de patos y
ardillas retozaba a lo largo del dobladillo.
¿A qué demonios se debía su fascinación por los animales del bosque? La
caída de sus mejores pantalones incluso mostraba un petirrojo piando al lado de
cada botón.
Xavier no pudo evitar echarse a reír. Incluso cuando no estaba presente,
Jane se las arreglaba para sorprenderle. Y para tener la última palabra. Xavier
eligió la camisa menos ofensiva y metió los brazos por las mangas. Nada para él.
No iba a ir a la ciudad, lo que significaba que durante los próximos meses, estaría
luciendo diseños que serían más adecuados para una guardería.
Él sonrió a sus mangas. Increíble. Deseaba que Jane estuviera allí con él en
estos momentos para que pudieran reír juntos y abrazarla.
Le dolía el pecho. Tonterías. Esta era la realidad. Xavier se puso un par de
pantalones y se sentó para enfundarse sus botas.
Por otra parte, ¿por qué molestarse? No iba a ir a ninguna parte. No tenía a
nadie con quien estar en casa. Era solo él y su casa vacía.
Xavier se ató un pañuelo floreado alrededor del cuello y frunció el ceño ante
su reflejo en el cristal. Tenía un aspecto ridículo. Jane debería estar allí sin ninguna
duda para verlo.
Zeus, la echaba de menos.
Inquieto, se dirigió a su biblioteca. El lugar no parecía ni la mitad de
atractivo sin un fuego encendido ni Jane leyendo furtivamente Capítulos de Fanny
Hill en el otro extremo del diván. No era lo mismo sin ella.
Su corazón estaba frío. Xavier tocó el pedernal y encendió la chimenea.
Nada volvería a calentarlo. Él se dejó caer sobre los cojines y cerró los ojos. No
ayudó en absoluto.
Todo en lo que podía pensar era en ella recitando la Odisea, y cómo se había
olvidado del caballo de Troya porque había estado—
Bendito Dios, no había ni una sola parte de la casa que no le hiciera pensar
en Jane. La cama donde habían hecho el amor. La mesa de comedor donde habían
bebido y jugado. Incluso la maldita mesita de noche con la palangana de agua que
ella había usado para lavarle. Era inútil.
Xavier deseó tener recuerdos de ella en Inglaterra. Había dicho que le
encantaba el violín. Deseaba poder llevarla a escuchar todas sus orquestas favoritas
y organizar conciertos privados en casa para ambos. Quería pasar todas las noches
cepillando su cabello mientras que ella leía en voz alta uno de los libros de su
biblioteca. Incluso si era literatura erótica del siglo XVIII.
Que Dios se apiadara de él. Xavier se frotó la cara y miró hacia el techo.
Estaba enamorado de ella. Sus hombros se tensaron mientras consideraba su
próximo movimiento.
¿Ahora qué?
Él se sentó y miró por encima de la parte posterior del diván hacia todos los
libros que todavía no habían leído. En la casa que podría ser un hogar por primera
vez en su vida. Él se avergonzaba de haberle hecho el amor, pero no se
avergonzaba de ella. La verdadera pregunta era si ahora ella estaría dispuesta a
darle a él otra oportunidad. Xavier se puso de pie.
Su relación no tenía que ser secreta. Si ella estuviera dispuesta, a él le
gustaría hacer de ella algo permanente. Hacerle suya. Por siempre.
Nunca debería haberle dejado marchar.
Incluso los héroes cometían errores.
Sus manos se humedecieron. ¿Qué podría hacer al respecto? Ni siquiera
sabía dónde vivía. Podría preguntarle a Grace o a Oliver, pero no sin dar algún
tipo de explicación.
Y luego estaba el hermano de Jane con el que tendría que lidiar. Xavier no
podría irrumpir por la puerta principal de su casa y demandarle el acceso hasta su
hermana. No tenía ningún deseo de batirse en duelo con Isaac Downing. El canalla
muy probablemente usaría a Egui de aliado.
Tenía que encontrarse con ella en un terreno neutral. Hablar con ella.
Rogarle. Encontrarla. Si tan solo—
La obra. Ella iba a estar en el Teatro Real en menos de una quincena, se lo
había dicho ella misma. Sus pulmones se constriñeron.
Él también tendría que asistir.
Capítulo Diecinueve

Jane salió del carro a la ventisca en Bow Street y tomó el brazo de su


hermano. Llegaba tarde, pero al menos no estaba sola.
Agachó la cabeza contra el brutal viento y se apresuró en el Teatro Real.
Grace y su familia ya estarían en el palco privado de Ravenwood, esperando
escuchar ansiosamente los acordes iniciales de Ifigenia. No podía echarse atrás.
Una parte de ella deseaba que Xavier estuviera allí. La otra temía la idea de
encontrarse con él cara a cara—y no poder hacer nada más que una reverencia y
conversar sobre el tiempo.
Ambas eran preocupaciones ridículas, por supuesto. Él estaba en
Chelmsford, no en Londres. Y había planeado quedarse.
Ella se aferró al brazo de su hermano mientras caminaban por el vestíbulo
vacío. La mayor ventaja de llegar tarde a un evento de estas características era
perderse la habitual aglomeración de simpatizantes vestidos a la última moda,
quienes la conocían consistentemente por primera vez.
Su garganta se obstruyó. Jane estaba cansada de no ser nadie. De ser
ignorada y simplemente olvidada. ¿Por qué ella era incapaz de no recordar
encuentros pasados? A pesar de lo mucho que intentara olvidarse de Xavier, cada
momento robado se había quemado indeleblemente en su alma. Él sería parte de
ella para siempre.
Jane apretó los labios firmemente. Había una ventaja definitiva respecto a la
desenfrenada Janesia afligiendo a la alta sociedad. Cualquier otra mujer en toda
Inglaterra habría sido abordada por amigas, vecinas y hasta viejas compañeras de
la escuela para enterarse de todos y cada uno de los detalles de su aventura ilícita.
Jane, no. Ella incluso había sido olvidada en la parte trasera de un coche de
alquiler durante su viaje de regreso. Se había quedado dormida, y el conductor
simplemente había seguido adelante. Si no hubiera sido por Egui arañando de su
cesta, ¿quién sabía dónde podría haber terminado?
Isaac había vuelto a casa unos días más tarde, agotado por el viaje, pero
encantado de ver a su hermana y su gato.
Egui, por supuesto, había sido la imagen perfecta de la docilidad felina. Jane
había hecho todo lo posible por retratar la misma imagen. Nada de carreras
desenfrenadas hasta Essex. Nada de noches prohibidas en los brazos de un ex-
soldado. Nada de corazones pisoteados y rotos en mil pedazos.
Solo Jane. Perdida en un libro. Tan aburrida como siempre.
Ella no se había aventurado a salir de casa desde que había regresado. No
hubiera sido correcto sin haber ido con su hermano como acompañante, pero ni
siquiera cuando este estaba de vuelta, ella había tenido ganas de socializar. ¿Qué
sentido tendría? Ninguno de esos hombres era lo que quería.
"A prisa," susurró Grace, aplaudiendo entusiasmada con sus manos
enguantadas y sin apartar los ojos del escenario. "La orquesta está a punto de
comenzar."
 Jane esbozó una débil sonrisa a Lord Carlisle y a la madre de Grace, luego
tomó uno de los asientos vacíos. Sus extremidades estaban cargadas de decepción.
Por supuesto, Xavier no había llegado. Sabía que era improbable. Ni siquiera tenía
tantas ganas de verlo.
Entonces, ¿por qué sentía la garganta seca y los hombros pesados?
Ella cruzó los brazos sobre su estómago y se obligó a mirar hacia el telón
abriéndose.
La orquesta comenzó a tocar a la vez que su hermano Isaac tomaba asiento a
su lado.
La vida seguía, se dijo. No estaba sola. Tenía a su fiel y leal hermano. A sus
mejores amigos. Un palco compartido concedido por un duque. Su destino podía
no ser el que ella deseaba, pero no era horrible. Hacía apenas dos semanas, había
creído que su vida sería perfecta aunque solo tuviera el recuerdo de una noche de
pasión que la mantuviera caliente.
Bueno, ahora lo tenía. Y su corazón estaba frío como el hielo.
Jane siguió asomada al balcón mientras que Ifigenia y Urganda subían al
escenario. Debería fingir al menos tener un poco de interés por la obra. Había
destinos peores que una velada con amigos y familiares. Miró a su hermano.
Estaba agradecida de tenerlo a su lado. No era culpa suya que estuviera plagada
de miseria. Isaac la quería. Confiaba en ella. Él creía que sabía qué clase de persona
era.
Estaba equivocado, por supuesto. Ella desvió la mirada. ¿Acaso su falsa
creencia en su bondad y pureza cambiaba quién era? Jane odiaba engañar a Isaac
por encima de todos los demás, pero confesarle su duplicidad y estado actual no
beneficiaría a ninguno de ellos. Aunque, incluso si Isaac se sintiera decepcionado...
la seguiría queriendo de todos modos.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Nada era mejor que un amor incondicional.
Ella se quedó paralizada. ¿Cómo se habría sentido Xavier tras haberle
confesado su secreto? ¿Peor que antes? Su rechazo le había dolido tanto, que ella
había estado pensando más en sí misma que en él. Había respondido con lógica, no
amor. Descartando las profundidades de su culpabilidad. Burlándose de él por no
dar la cara por él mismo, por lo que habían compartido, por ella. ¿Sería correcto
haberlo desestimado solo porque él hubiera fallado en su lucha por mantenerla?
¿O debería ella haber intentado sacar un poco más la cara por él?
Su corazón se encogió. Ella sabía que lo amaba. También había fallado a la
hora de mencionarlo. Antes de poder esperar que Xavier estuviera dispuesto a
poner su vida al revés, lo que necesitaba saber era que ella estaría a su lado. Que
entendía lo que había sido, y lo aceptaba por lo que era ahora.
El poder del amor incondicional venía del conocimiento que uno poseía.
Sin embargo, ella le había dejado sin tan siquiera mirar atrás.
Se frotó los brazos. Un murmullo recorrió la audiencia. Jane dejó escapar un
profundo suspiro y trató de concentrarse en la obra.
El primer acto parecía haber terminado. Los actores habían abandonado el
escenario, y la orquesta había tomado sus asientos. Ella frunció el ceño. No era de
extrañar que el público estuviera confundido. Debía ser el momento del
intermedio, pero las cortinas no se habían cerrado. Estaba ocurriendo algo
inesperado.
El director del teatro se acercó al escenario e hizo un gesto hacia uno de los
violinistas arriba desde el foso de la orquesta.
Aplausos dispersos se elevaron por encima de los murmullos. Tal vez iban a
disfrutar de una nueva estrella. Jane se inclinó hacia adelante con entusiasmo
cuando el violinista comenzó a dibujar su arco sobre las cuerdas. La melodía era
baja y obsesivamente romántica. Un silencio cayó sobre el teatro a medida que
todos y cada uno de los invitados se quedaban paralizados por el sonido.
"Señoras y señores," proclamó el gerente hacia la multitud. "Esta noche
tenemos un anuncio público inesperado de uno de nuestros héroes más infames—
¡el capitán Xavier Grey!"
El corazón de Jane se detuvo. No podía pensar, no podía oír, no podía
moverse. Era como si el mundo hubiera dejado de girar y ella se hubiera quedado
atrapada dentro.
Allí, ante sus ojos, Xavier entró en escena. No en su delicado uniforme, sino
en un traje devastadoramente libertino, estropeado solamente por una
proliferación de las más brillantes mariposas bordadas en tela, y ardillas danzando
a lo largo de los dobladillos.
Ella se llevó una mano a la boca con horror.
Él era el hombre más imposible que había conocido. Y el más apuesto. Su
pelo negro estaba recién cortado, y su actitud era la propia de un capitán. Erguido,
confiado y heroico.
"Señorita Jane Downing," gritó, mirando hacia su palco.
Ella no podía respirar. Dos mil rostros sorprendidos se volvieron hacia su
cabeza al unísono. Las parpadeantes luces de los candelabros del techo se
reflejaban en los cristales de los cientos de vidrieras.
Su corazón tronó. Esto no podía estar pasando. Sus amigos y su hermano la
miraron con la misma sorpresa.
"Señorita Downing," repitió Xavier mientras que su voz se propagaba en el
vasto silencio. "Te veo. Te entiendo. Siento tu presencia incluso cuando no te tengo
delante de mí. Asaltas mis sueños y me persigues a lo largo de mis días. Mi vida no
es nada sin ti."
Ella se agarró a los bordes de la silla para evitar caerse.
"Me has robado el corazón. Y mi capacidad para pensar racionalmente. Sin
ti no soy nada. Pero contigo, me convierto en mucho más de lo que podría ser
estando solo. Me conviertes en un hombre mejor."
El público estaba tan callado que debía ser capaz de escuchar el martilleo de
su corazón. Ella no podía moverse.
"Te quiero, Jane. Ahora y para siempre. Este soy yo, proclamando mi amor
por ti a los cuatro vientos." Él lanzó una sonrisa temblorosa como la melodía del
violín se elevó suavemente en el fondo. "Te quiero en mis brazos y mi lado por el
resto de la eternidad. Ven a bailar conmigo si sientes lo mismo."
Sus orejas rugieron. A ciegas, Jane se levantó de su asiento y corrió escaleras
abajo, hasta el escenario y en sus brazos.
"Yo también te quiero," dijo contra su pecho.
Toda la orquesta se unió al violinista.
Xavier levantó su barbilla con los nudillos y le dio un escandaloso beso en
los labios antes de tirar de ella y comenzar a bailar un vals.
Las voces se elevaron en la audiencia. El teatro cobró vida cuando dos mil
personas se pusieron de pie a la vez. Gritos, silbidos y aplausos llenaron el aire.
"Cásate conmigo," murmuró. "Pasemos el resto de nuestras vidas
construyendo nuestro futuro juntos. Tú y yo. Para siempre."
Su corazón estaba tronando con tanta fuerza que no le permitía tomar aire.
"Xavier…"
"Te veo, Jane. Te tengo en mis brazos. Nunca voy a dejarte ir." Él la atrajo
hacia sí, con esos ojos azules intensos. "Por favor, déjame despertar cada mañana a
tu lado y pasar cada momento a partir de ese entonces ofreciéndote razones por las
que quedarte."
"Tengo todos mis razones." Jane no podía dejar de sonreír mientras que él le
hacía girar por el escenario. "Te quiero, hombre bobo. Acepto tu oferta para
despertarme todas las mañanas a tu lado. Soy tuya."
Una sonrisa se extendió por toda su cara, y él reclamó su boca con un beso.
Cuando finalmente se separaron, sin aliento, Xavier tomó su mano y levantó sus
brazos unidos en el aire.
Se volvió hacia la multitud. "Ciudad de Londres, conoced a mi futura
esposa—¡la incomparable señorita Jane Downing!"
El público enloqueció. Sus gritos y vítores sacudieron el cristal de las
lámparas de araña. Todo el teatro parecía brillar con magia.
Xavier la tomó en sus brazos y bajó sus labios a su oreja. "Una pregunta:
¿cuántas ganas tienes de ver el final de esta obra?"
"Ni una sola pizca," susurró ella. "Si realmente quieres saber el final, lo
recitaré para ti en griego original."
"Eso me gustaría." Xavier se dirigió hacia la salida con ella abrazada a su
pecho. "Yo también tengo algunas otras ideas que tal vez cuenten con tu
aprobación."
Jane apoyó la mejilla contra el latido de su corazón. "¿Alguna de ellas
requiere de una cama?"
Xavier la besó en la parte superior de la cabeza. "Yo diría que todas."
"Sabía que había tomado la decisión correcta." Ella se aferró a él con fuerza.
"Te quiero, Jane." Cuando él la miró a los ojos, su corazón se derritió. "No
importa dónde nos dirija el futuro, jamás te dejaré ir."
Ni ella a él. Pertenecían juntos.
Su futuro ya era perfecto.
Epílogo

Jane se aferró al brazo de su marido mientras que avanzaban por el pasillo


de su casa de campo. "¿Puedo quitarme ya la venda de los ojos, por favor?"
"Todavía no." Sus labios calientes presionaron un rápido beso en su frente.
"Espera hasta que abra la puerta."
Jane no pudo evitar fruncir los labios. Pocos días después de su boda,
Xavier le había prohibido la entrada en la biblioteca. Al principio, ella había
pensado que querría ocultar sus novelas eróticas, a pesar de que ya estaban
casados.
Nada podría estar más lejos de la realidad. Xavier había recuperado más de
una docena de libros, a saber cómo, y los había alineado sobre su tocador,
delimitados por dos pequeños sujeta-libros de marfil: un ángel querubín y un
diablillo guiñando un ojo traviesamente.
Si la llegada de los dos ruidosos carros por el peso de las cajas de libros que
contenían no había sido pista suficiente de lo que Xavier estaba tramando, la
afluencia de madera y el martilleo de medianoche se lo habrían destripado por
completo.
Él no solo le estaba dando la bienvenida en su casa, le estaba dando la
bienvenida en su vida. La estaba compartiendo. Haciendo que su librería—su
espacio privado—fuera tan de ella como lo era de él. Haciendo de su hogar el
hogar de ambos.
El amor fluía a través de ella. Su corazón se calentó. No tenía sentido ocultar
la sonrisa tonta que siempre parecía estar luciendo estas últimas semanas. Estaba
desesperada y felizmente enamorada, y quería que él lo supiera.
Jane escuchó un chasquido cuando Xavier deslizó la llave en la cerradura y
abrió la puerta de la biblioteca.
Él hundió las manos en su pelo y la abrasó con un tórrido beso. "¿Quieres
hacer algún comentario, mi sirena intelectual, antes de que muestre la sorpresa?"
Incapaz de mantener su propio secreto por más tiempo, ella apartó sus
dedos de su pelo y deslizó sus manos sobre su vientre. "Solo que yo también
tendré una sorpresa para ti antes de que finalice el año."
Él la arrastró a sus brazos y apretó los labios sobre los suyos. "Lo sé."
"¿Lo sabías?" Ella se llevó las manos a la cara para arrebatarse la venda... y se
quedó mirando con asombro lo que había sido la biblioteca.
Las estanterías que cubrían las paredes estaban llenas de libros para niños y
juguetes de madera. El diván seguía ante el fuego—el mejor lugar desde el que
leerle a un niño, supuso—pero las estanterías interiores habían sido sustituidas por
grandes alfombras mullidas y una gran cuna hecha a mano con edredones cálidos
y patas de mecedora para cantar canciones de cuna.
Su corazón dio un vuelco. Ella levantó la mirada hacia Xavier, boquiabierta.
Él se aclaró la garganta. "Si te estás preguntando dónde están todos nuestros
libros, me temo que la mayoría siguen todavía en el cobertizo. Añadiré estanterías
a nuestro dormitorio, y después podremos—"
Riendo, ella le echó los brazos al cuello y lo besó. "No hay prisa, mi amor.
Una vez que llegue el bebé, voy a estar demasiado ocupada como para poder
dedicarle tanto tiempo a la lectura."
"Y antes de que llegue el bebé,"—Él la tomó en sus brazos y se volvió hacia el
dormitorio—"puede que también estés demasiado ocupada como para dedicarle
tanto tiempo a la lectura."
"Mmm. ¿Lo prometes?," susurró en su cuello y chilló cuando ambos cayeron
sobre el colchón.
Ella lo recibió en sus brazos. Esto era solo el comienzo.
Su casa estaría llena de cunas en cualquier momento.

FIN

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