Las Peliculas de Mi Vida
Las Peliculas de Mi Vida
Las Peliculas de Mi Vida
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François Truffaut
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Título original: Les films de ma vie
François Truffaut, 1975
Traducción: Ángel Antonio Pérez
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A Jacques Rivette
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«Creo que cualquier obra es buena
en la medida que expresa al hombre
que la ha creado».
ORSON WELLES
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¿En qué piensan los críticos?
Un día de 1942, impaciente como estaba por ver la película de Marcel Carné Les
visiteurs du soir, que echaban por fin en mi barrio, en el cine Pigalle, decidí faltar a la
escuela. La película me gustó mucho, y esa misma tarde, mi tía que estudiaba violín
en el Conservatorio, pasó por casa para llevarme al cine. También ella había elegido
Les visiteurs du soir, y como por supuesto yo no iba a confesar que ya la había visto,
tuve que volverla a ver disimulando para que no se diera cuenta. Fue exactamente
aquel día cuando caí en la cuenta de hasta qué punto puede ser emocionante
profundizar más y más íntimamente en una obra que se admira y llegar hasta hacerse
la ilusión de que uno revive su creación.
Un año más tarde apareció Le courbeau de Clouzot que me satisfizo todavía más.
Debí verla cinco o seis veces entre la fecha de su estreno (mayo de 1943) y la
Liberación, que supuso su prohibición. Más tarde, cuando de nuevo fue autorizada, la
volvía a ver muchas veces cada año. Llegué a conocer su diálogo de carretilla, un
diálogo muy maduro si se compara con el de las demás películas y que contenía un
centenar de frases fuertes cuyo sentido iba adivinando progresivamente. La intriga de
Le courbeau giraba en torno a una epidemia de cartas anónimas que denunciaban
abortos, adulterios, y corrupciones diversas y en ese sentido, la película constituía una
ilustración bastante verosímil de lo que contemplaba a mi alrededor en aquella época
de guerra e inmediata posguerra: colaboracionismo, delaciones, mercado negro,
inconsciencia, cinismo.
Mis primeras doscientas películas las vi en «estado de clandestinidad», gracias a
los novillos que hacía en la escuela o entrando en el cine sin pagar —por la salida de
emergencia o por la ventana de servicios— o incluso aprovechándome por las noches
de la ausencia de mis padres, con la necesidad entonces de volver a estar en mi cama,
fingiendo que dormía, en el momento en que ellos regresaban. El precio de este gran
placer —sumido como estaba en un sentimiento de culpabilidad que no podía sino
añadirse a las emociones que me procuraba el mismo espectáculo— eran fuertes
dolores de vientre, el estómago hecho cisco y el miedo en el cuerpo.
Experimentaba una gran necesidad de entrar dentro de las películas y lo
conseguía acercándome más y más a la pantalla para así abstraerme del resto de la
sala. Desdeñaba las películas históricas, las de guerra y los westerns porque resultaba
más difícil identificarse con ellas. Por eliminación no me quedaban más que las
policiacas y las de amor. Al contrario de los pequeños espectadores de mi edad, no
me identificaba con los protagonistas heroicos sino con los personajes desvalidos y
todavía más asiduamente con todos aquellos que se encontraban en apuros o eran
acusados sin razón. Es comprensible, pues, que me sedujera desde el principio la obra
de Alfred Hitchcock, consagrada por entero al miedo, y después, la de Jean Renoir,
inclinada hacia la comprensión: «Lo terrible de este mundo es que todos tienen sus
razones» (La régle du jeu). La puerta estaba abierta, y yo dispuesto a empaparme de
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las ideas y las imágenes de Jean Vigo, Jean Cocteau, Sacha Guitry, Orson Welles,
Marcel Pagnol, Lubitsch, Charlie Chaplin (por supuesto), de todos aquellos que sin
ser inmorales «dudan de la moral de los demás» (Hiroshima, mon amour).
* * *
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Afortunadamente, no fue ese mi caso. Explico —en el texto que dedico a Ciudadano
Kane— cómo la misma película es contemplada de manera diversa si se es cinéfilo,
periodista o cineasta. Y lo dicho vale no sólo para la película de Welles sino también
para la obra de Renoir y el gran cine americano.
¿Fui un buen crítico? No lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que siempre me
colocaba del lado de los pateados contra los pateadores. Mi placer a veces comenzaba
allí donde se acababa el de mis colegas: en los cambios de tono de Renoir, en los
excesos de Orson Welles, en los descuidos de Pagnol o de Mitry, en los anacronismos
de Cocteau, en la desnudez de Bresson. Creo que no era snob en mis gustos.
Suscribía la frase de Audiberti: «El poema más oscuro está abierto a todo el mundo».
Sabía que, comerciales o no, todas las películas eran «comerciales», es decir objeto
de compra y venta. Encontraba en ellas diferencias de grado pero no de naturaleza y
prestaba la misma atención a Cantando bajo la lluvia de Kelly-Donen que a Ordet de
Carl Dreyer.
Me sigue pareciendo absurda y odiosa la jerarquía de los géneros. Cuando
Hitchcock rueda Psicosis —historia de una ladrona ocasional, fugitiva, muerta a
puñaladas bajo la ducha por el propietario de un motel que ha disecado el cadáver de
su difunta madre— casi todas las críticas (de entonces) fueron unánimes en tachar el
tema de trivial. Ese mismo año, cuando bajo la influencia de Kurosawa, Ingmar
Bergman rueda exactamente el mismo tema (El manantial de la doncella), pero
localizándolo en Suecia, en el siglo XIV, todo el mundo se queda pasmado y le
conceden el Oscar al mejor film extranjero. Lejos de mí subestimar este premio.
Insisto únicamente en el hecho de que se trata del mismo tema (en realidad, una
trasposición más o menos pretendida del famoso cuento de Charles Perrault:
«Caperucita Roja»). Lo cierto es que con esas dos películas Bergman y Hitchcock
han expresado y liberado admirablemente una parte de la violencia que hay en ellos.
Podría citar también el caso de Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica. Siempre
se habla de esta película como si se tratara de la tragedia del paro en la Italia de la
posguerra cuando, en realidad, el problema del paro no se abordaba en este bello film.
Sólo se trata de presentarnos —como en un cuento árabe, según observara Cocteau—
a un hombre que tiene que recobrar necesariamente su bicicleta, lo mismo que la
mujer mundana de Madame de tiene que encontrar de nuevo sus pendientes. Así
pues, rechazo la idea de que El manantial de la doncella y Ladrón de bicicletas son
películas nobles y serias, mientras que Psicosis y Madame de son películas de
«diversión». Las cuatro son nobles y serias, las cuatro divierten.
Cuando era crítico, pensaba que una película, para estar lograda, debía expresar
simultáneamente una concepción del mundo y una concepción del cine. La régle du
jeu o Ciudadano Kane respondían muy bien a esta definición. Hoy, a las películas
que veo les pido que expresen o bien la alegría de hacer cine o bien la angustia de
hacer cine, y me desintereso de todo lo que no sea eso, es decir, de todas las películas
que no «vibran».
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* * *
Este es el momento de confesar que me parece mucho más difícil ser crítico de
cine en la actualidad que en mi época. Tanto es así que el muchacho que yo era
entonces, que aprendía a escribir escribiendo, que se guiaba más por el instinto que
por una verdadera cultura, quizás no lograría hoy ver publicados sus primeros
artículos.
Tampoco André Bazin podría escribir ahora: «Todas las películas nacen libres e
iguales», porque la producción de películas —como sucede con la edición de libros—
se ha diversificado y especializado casi por completo. Durante la guerra Clouzot,
Carné, Delannoy, Christian-Jaque, Henri Decoin, Cocteau y Bresson se dirigían al
mismo público. Ya no es así. Pocas películas se hacen hoy para el «gran público», ese
que entra por casualidad en un cine, simplemente porque ha visto las fotos de la
película colocadas a la puerta de la sala.
Se ruedan en América muchas películas destinadas a las minorías negras,
irlandesas, y también películas de kárate, de surf, películas para niños e incluso para
adolescentes. La gran diferencia con la producción de antaño es que a Jack Warner,
Darryl F. Zanuck, Louis B. Mayer, Carl Laemmle, Harry Cohn les gustaban las
películas que producían y estaban orgullosos de ellas, mientras que ahora los patrones
de las «grandes compañías» están a menudo disgustados con las películas de sexo y
violencia que lanzan al mercado para no quedarse atrás con respecto a sus
competidores.
En la época en que yo era crítico, las películas eran con frecuencia más vivas pero
menos «inteligentes» y «personales» que las de ahora. He puesto estas dos palabras
entre comillas porque, para ser exactos, yo no diría que faltaran entonces los
directores inteligentes, sino que se veían obligados a enmascarar su personalidad con
el fin de preservar la universalidad de las películas que realizaban. La inteligencia
permanecía detrás de la cámara, no intentaba hacerse evidente en la pantalla. Al
mismo tiempo, hay que reconocer que en la vida se decían en torno a la mesa del
comedor cosas más importantes y más profundas que las que reflejaban los diálogos
de las películas, y en los dormitorios —o en otros sitios— se hacían cosas mucho más
audaces que en las escenas de amor del cine. Quien no hubiera conocido la vida sino
a través del cine hubiera podido creer que los niños vienen al mundo como fruto de
un beso en los labios, y además… con la boca cerrada.
¡Bien que han cambiado las cosas hoy! El cine en quince años no sólo ha
recuperado su retraso con respecto a la vida sino que incluso en ocasiones, da la
impresión de haberla rebasado. Las películas han llegado a ser más inteligentes —
digamos más intelectuales— que los espectadores, y con frecuencia tenemos
necesidad de echar mano a las «instrucciones» para saber si las imágenes que nos
acaban de proyectar en la pantalla son reales o imaginarias, pasadas o futuras, si se
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trata de un hecho o de imágenes mentales.
En cuanto a las películas eróticas o pornográficas, sin ser yo un espectador
aficionado a ellas, creo que constituyen una expiación o al menos la deuda que
pagamos por sesenta años de mentiras cinematográficas sobre los asuntos del amor.
Formo parte de los miles de lectores del mundo para quienes la obra de Henry Miller
no sólo ha sido apasionante sino que les ha ayudado a vivir. Me atormentaba entonces
la idea de que el cine estuviera hasta tal punto retrasado con respecto a los libros de
Henry Miller, es decir, con respecto a la vida como es. Desgraciadamente no puedo
citar todavía ni un solo film erótico que sea el equivalente de Henry Miller (los
mejores, desde Bergman a Bertolucci, han sido películas pesimistas), pero, después
de todo, esta conquista de la libertad es, para el cine, bien reciente y debemos
considerar también que la crudeza de las imágenes plantea problemas más arduos que
la de las palabras.
Al mismo tiempo que la producción de películas en el mundo no ha cesado de
diversificarse, la crítica por su parte tiende a especializarse: tal crítico sólo entiende y
analiza bien las películas políticas, el otro de las películas literarias, éste de las
películas sin guión, aquellas películas marginales, etc. Asimismo la calidad de las
películas ha crecido, pero a veces menos rápidamente que el nivel de sus ambiciones,
lo que provoca con frecuencia una gran diferencia entre las intenciones de una
película y su realización. Si el crítico es sensible sólo a las intenciones, pondrá a la
película por las nubes; si se preocupa por la forma y es exigente con la realización, la
pondrá por los suelos en proporción a su ambición a la que llamará entonces
«pretensiones».
Así pues, era mucho más fácil antes conseguir la unanimidad de crítica y público
con respecto a una película. De diez películas sólo una tenía ambiciones artísticas y
era reconocida por todos (pero no siempre por el público). Las nueve restantes eran
películas de simple entretenimiento y, entre ellas, la crítica alababa a dos o tres
porque la demanda (de diversión o de calidad) era más fuerte que la oferta. Hoy casi
todas las películas son ambiciosas por principio y a menudo desinteresadas porque
los productores que únicamente buscan beneficios (hablo de la situación en Europa)
se han volcado hacia otras actividades (negocios inmobiliarios, por ejemplo).
En suma, la función de la crítica es hoy muy delicada y francamente no estoy
descontento de haberme pasado al otro lado de la trinchera, al lado de los que son
juzgados. Pero ¿qué es un crítico?
* * *
En Hollywood se escucha muchas veces esta frase: «Todo el mundo tiene dos
oficios, el suyo propio y el de crítico de cine». Es verdad, y se puede, a voluntad,
alegrarse o lamentarse de ello. Yo he elegido desde hace tiempo alegrarme,
prefiriendo ese estado de cosas al aislamiento y la indiferencia en que viven y
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trabajan los músicos y, sobre todo, los pintores.
No importa quién puede llegar a ser crítico de cine. No se le pedirá al postulante
ni la décima parte de los conocimientos que se exigen al crítico literario, musical o de
arte. Un director de cine actual debe aceptar la idea de que su trabajo puede ser
juzgado eventualmente por alguien que quizás no haya visto nunca una película de
Murnau.
En contrapartida a esta tolerancia, cada uno, dentro de la redacción de un
periódico, se creerá autorizado a llevar la contraria al titular de la sección de cine. El
redactor jefe manifiesta el más prudente respeto a la opinión de su crítico musical
pero aborda de buena gana al crítico de cine en un pasillo: «Oye, tú, te has cargado el
último Louis Malle, pero mi mujer no está de acuerdo contigo, a ella le ha
encantado».
A diferencia del crítico americano, el francés se cree un justiciero. Como Dios o
como el Zorro —si es ateo— hunde al poderoso y ensalza al débil. Se da «a priori»
ese fenómeno —tan europeo— de desconfianza ante el éxito. Pero es preciso tener en
cuenta también que el crítico francés, siempre tan preocupado por justificar su propia
función y, en primer lugar, de autojustificarse, experimenta vehemente deseos de ser
útil. Lo consigue sólo algunas veces.
Hoy, después de la exportación de la «nouvelle vague», las películas buenas no
llegan solamente de cinco a seis países sino de todas las partes del mundo y el crítico
tiene que luchar para obtener una mejor difusión de todas las películas importantes
que se ruedan. Una película se estrena en París en veinte cines de primera categoría,
otra en una sala de arte y ensayo de noventa butacas; una dispone de un presupuesto
de publicidad de quinientos mil francos, otra de cincuenta mil francos. Esta situación
da lugar a grandes injusticias, y es comprensible que los críticos se quejen de ello,
aun a riesgo de irritar a la gente de la industria.
Ese crítico francés protestón que toma las armas contra los molinos de viento de
la cadena Gaumont, ese eterno gruñón, ese reventador del coro de alabanzas, lo
conozco muy bien y con motivo: entre 1954 y 1958 era yo. En todo caso, era uno de
ellos. Siempre presto a defender al huérfano y a la viuda, a Dovjenko y a Bresson. Yo
había notado, por ejemplo, que el festival de Cannes los ramos de flores colocados
delante de la pantalla para darle un aspecto festivo, surtían mejor efecto a los
espectadores oficiales del primer piso que a los verdaderos aficionados al cine que
llenábamos siempre las diez primeras filas de butaca. Esa decoración floral impedía
la lectura de los subtítulos de las películas extranjeras. Faltó muy poco para que
motejara de racistas a los directores del Festival quienes, hartos de mis ataques
incesantes, acabaron por solicitar a mi redactor-jefe que enviara a otro periodista al
año siguiente. Así que al año siguiente, en 1959, volvía a estar en Cannes durante el
Festival pero sentado en el primer piso mientras se proyectaba Los cuatrocientos
golpes, y desde allí arriba, pude por fin apreciar sin impedimentos el bonito efecto de
los ramos de flores colocados delante de la pantalla…
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Convertido en director, me he esforzado por no permanecer mucho tiempo sin
escribir sobre cine y la práctica de este doble juego, crítico y cineasta, me da el valor,
hoy, de examinar la situación desde un poco más alto, de manera semejante a la de un
Fabricio que tuviera la suerte de sobrevalorar Waterloo en helicóptero.
* * *
El crítico americano mejor que el europeo, pero, al mismo tiempo que formulo
esta opinión, les ruego que no la achaquen a mala fe. En efecto, por ley de vida uno
está dispuesto a aceptar de buen grado las ideas que le convienen, y de hecho la
crítica americana es más favorable a mis películas que la de mis compatriotas. Por
tanto ¡desconfía! Sin embargo, sigo adelante. El crítico americano proviene por lo
general de una escuela de periodismo. Es a simple vista más profesional que el
francés y la prueba de ello está en la forma metódica de hacer las entrevistas. El
crítico americano, dada la enorme difusión de los periódicos de su país, está muy bien
pagado, y este aspecto es importante. No tiene la impresión de vivir de prestado. E
incluso si no publica libros ni ejerce una segunda profesión, se encuentra a gusto
dentro de su pellejo y no se siente socialmente separado de la industria del cine. Por
tanto, no tiene porqué desolidarizarse sistemáticamente de las grandes producciones,
como El padrino, ni identificarse automáticamente con el autor marginal que lucha
contra el desdén de las grandes compañías de Hollywood. Reseña con suficiente
ecuanimidad todo lo que ve. Mientras que en Francia se ha hecho habitual que el
director que asiste a las proyecciones de prensa de sus películas se mantenga
imperturbable delante de la puerta de salida tras la palabra «fin», en Nueva York tales
procedimientos serían impensables so pena de organizar un escándalo.
Los hombres de Hollywood reprochan, por lo general, a los críticos de Nueva
York su preferencia no por la producción nacional sino por las pequeñas películas
europeas que, en su inmensa mayoría, no llegarán —en su versión original
subtitulada— más que al público culto de las grandes ciudades y a los estudiantes
universitarios.
Hay algo de verdad en este reproche, pero el fenómeno es muy comprensible y
muchos cineastas americanos se benefician de él en sentido inverso, es decir, cuando
sus films llegan a Europa. Así lo he intentado mostrar en otro lugar de este libro al
evocar nuestro fanatismo, el de los cinéfilos franceses, cuando irrumpieron en Francia
las películas americanas tras la Liberación. Esto es verdad todavía hoy. Creo que es
una reacción normal. Se aprecia mucho más lo que viene de lejos no sólo por el
atractivo exótico sino porque la falta de referencias personales refuerza el prestigio de
una obra. Una nueva película de Claude Chabrol no se valora de la misma manera en
París que en Nueva York. En París, el juicio sobre la película está influido por
impresiones ajenas a la película misma y que provienen, por ejemplo, de dos o tres
intervenciones del cineasta en la televisión. Cuenta igualmente el fracaso o el éxito,
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crítico o comercial, de su film anterior, sin olvidar ciertas noticias sobre su vida
privada o tal vez la resonancia que ha tenido su toma de postura política. Pero, seis
meses más tarde, la película de Chabrol llega a Nueva York desnuda por completo,
desprovista del contexto que he descrito. Los críticos americanos enjuician esta
película y nada más que esta película. Por eso creo que no hay que buscar más lejos
las razones por las cuales uno se siente mejor comprendido fuera de su país. «La
gente de sociedad está tan impregnada de su propia estupidez que no puede creer
jamás que uno de ellos tenga talento. No estiman más que a los literatos que no
pertenecen a su esfera», escribía Marcel Proust a la señora Straus.
En resumidas cuentas, que se acepta con más simpatía lo que el artista hace que
lo que es —o más exactamente, quién es—. Lo que se sabe de él se interpone
desfavorablemente entre el producto de su trabajo y los que tienen que enjuiciarlo.
Además, hay que tener en cuenta que una película rara vez aparece aislada en la
producción de un país. Forma parte de un conjunto e incluso, en ocasiones, de un
moda o una serie. Si en un mismo mes se estrenan en París tres películas cuya acción
se desarrolla en la misma época (por ejemplo, durante la Ocupación) o en el mismo
lugar (por ejemplo, Saint-Tropez), ¡pobre de la que se estrena después de las otras dos
aunque sea la mejor!
Al contrario, me ha bastado vivir un poco en Norteamérica para comprender por
qué Alfred Hitchcock ha sido subestimado allí durante tanto tiempo. Desde la mañana
a la noche, en los ocho o diez canales de la televisión americana, no se ven más que
asesinatos, brutalidad, suspense, espionaje, pistolas, sangre. Cierto que ese material
groseramente utilizado no alcanza nunca ni la décima parte de la belleza de un film
del autor de Psicosis, pero es, sin embargo, el mismo material. Por eso comprendo la
bocanada de aire fresco que supone —en esa América violenta— una comedia
italiana, una historia de amor francesa, un film intimista checoslovaco.
* * *
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jugar con estas dos cartas: 1) Desprecio a la prensa, 2) Ni siquiera la leo.
Cuando una persona susceptible denigra al crítico hasta ese extremo, está claro
que actúa movido por una egolatría que le empuja a declararse insatisfecho incluso de
una crítica favorable pero cuya indulgencia puede extenderse también a otros
¡además de él! No hay ningún gran artista que no haya cedido un día u otro a la
tentación de declarar la guerra a la crítica, pero creo sinceramente que hay que
comprenderlo como un desfallecimiento, como una debilidad, aunque se trate de
Flaubert («No ha habido una buena crítica desde que existe») o incluso de Ingmar
Berman que abofeteó a un crítico en Estocolmo.
Ciertamente, no le faltó valor a Saint-Beuve para escribir, como nos recuerda
Sacha Guitry: «El señor Balzac parece empeñado en acabar como comenzó: con cien
volúmenes que nadie leerá», pero está claro que el tiempo se ha encargado de
distinguir a Saint-Beuve de Balzac.
Me parecería valiente un artista que, sin insultar a la crítica, la rechazara en el
momento en que le es totalmente favorable. Sería una opción de principio, bien neta,
que daría lugar a una situación de luminosa claridad, y por tanto podría esperar los
ataques sin replicar ni tratar de entablar polémica. En vez de eso, contemplamos de
continuo la triste situación de artistas que no les parece necesario protestar hasta el
día en que son atacados. La mala fe, si hay mala fe, no está pues de un solo lado; y
cuando un cineasta francés, por otra parte muy dotado, presenta cada nuevo film suyo
como «mi auténtica primera película», advirtiendo que las que le precedieron no eran
sino ensayos balbucientes que le causan rubor, ¿qué sentiría el crítico que ha
defendido su obra desde el principio?
La única pregunta que hay que plantear a todos los que se rebelan contra las
críticas desfavorables es ésta: ¿prefieren correr el riesgo de que la crítica no hable
nunca de Vds. y que su trabajo no sea objeto jamás de una sola línea impresa? ¿Sí o
no?
No debemos exigirle demasiado a la crítica y mucho menos que funcione como
una ciencia exacta. Puesto que el arte no es algo científico ¿por qué la crítica habría
de serlo?
El principal reproche que se puede esgrimir contra ciertas críticas —y cierto tipo
de crítica— es que rara vez hablan de cine. Es preciso saber que el guión de una
película no es la película. Hay que admitir igualmente que no todos los films son
Sicológicos. El crítico debe meditar esta afirmación de Jean Renoir: «Todo gran arte
es abstracto». Debe prestar atención a la forma y comprender que algunos artistas,
por ejemplo Dreyer o Von Sternberg, no intentan que parezca verosímil.
* * *
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bonita carrera, variada y completa, y que, en suma, había triunfado en la vida y que
había de sentirse contento. Me respondió: «Ciertamente, hubiera sido feliz… si no
hubiese existido la crítica». Esta observación, cuya sinceridad es indiscutible, me
dejó pasmado a mí que acababa de rodar mi primera película. Le dije a Julien
Duvivier que, siendo crítico e insultando a Yves Allégret, Jean Delannoy, André
Cayatte o a veces al mismo Julien Duvivier, nunca había perdido de vista, en el fondo
de mí, que yo estaba en la situación de un guardia que regula la circulación en la
plaza de la Opera mientras las bombas caen sobre Verdún.
Si esta comparación me vino a la cabeza antes que otras, se debe a que la
expresión pasar el bautismo de fuego se aplica perfectamente a todos los artistas el
día en que su trabajo, realizado en la sombra, se ofrece al juicio del público.
El artista tiene que presentarse, mostrarse interesante, exhibirse. He aquí un
privilegio fabuloso a condición de aceptar su contrapartida: el riesgo de ser estudiado,
analizado, observado, juzgado, criticado, rechazado.
Los que enjuician, puedo dar testimonio de ello, son conscientes del enorme
privilegio de la creación, del peligro que corre el que se expone al público y, por eso,
le prestan en secreto una admiración, un respeto que los artistas no tendrían más que
barruntar para sentirse, al menos parcialmente, tranquilos: «No es posible escribir un
artículo formidable sobre lo que otro ha creado; eso sólo es crítica», ha dicho Boris
Vian.
Entre el artista y el crítico todo se desarrolla como en una relación de fuerzas.
Curiosamente, en ningún momento el crítico pierde de vista que lleva la peor parte —
aunque trate de disimularlo con la rotundidad de su estilo—, mientras que el artista
olvida constantemente su supremacía ontológica. Esa pérdida de lucidez en el artista
puede ser atribuida a su emotividad, a su sensibilidad (o a su sensiblería) y,
seguramente, a la dosis más o menos fuerte de paranoia que parece tocarle en suerte a
todo artista.
Un artista cree siempre que la crítica está en contra suya —y sobre todo que ha
estado en contra suya— porque su memoria selectiva alimenta de buen grado sus
sentimiento de persecución.
Cuando fui al Japón a presentar una de mis películas, muchos periodistas me
hablaron de Julien Duvivier. Su Poil de Carotte (Pelirrojo) permanecía, después de
muchos años, como una de sus películas favoritas. Y cuando estaba en Los Ángeles el
año pasado, una gran actriz de Hollywood me dijo que daría cualquier cosa por tener
grabada la música de Carnet de Bal. Me hubiera gustado poder contarle esto, de viva
voz, a Julien Duvivier…
Hay, pues, otro elemento que el artista debe también tener en cuenta: la fama. En
efecto, es necesario no confundir la crítica que ha merecido una película cuando se
estrena y la fama de ese film al pasar los años. Excepto Ciudadano Kane, todas las
películas de Orson Welles han sido en su momento severamente criticadas y
consideradas como demasiado pobres o demasiado barrocas o demasiado delirantes,
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muy shakespearianas o no lo suficiente. Por eso, en definitiva, la fama de Orson
Welles en el mundo entero es tan grande. Lo mismo que la de Buñuel o Bergman que
con frecuencia han sido criticados injustamente en su casa y fuera de ella.
La crítica diaria o semanal es igualitaria y es lógico que lo sea. Da la impresión de
que considera a Anatole Litvak tan importante como Charles Chaplin. Como si por
ser iguales ante Dios deberían serlo también ante la crítica. El tiempo —y también el
público de Museo de Arte Moderno de Nueva York, y el de la Cinemateca de París, y
el de miles de salas de Arte y Ensayo que proliferan por el mundo— se encargan de
poner las cosas en su sitio. Bien, acabaré mi defensa de la crítica recordando que los
elogios excesivos, cuando son unánimes y escoltan toda una carrera, pueden
esterilizar a un artista mucho más que la ducha de agua fría que corresponde a la
realidad de la vida. En eso debía estar pensando Jean Paulhan cuando escribió que
«los varapalos conservan al autor mejor que el licor las guindas».
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experiencia como directores nos ha enseñado un buen número de cosas:
— Se sufre lo mismo al hacer una mala película que al hacer una buena.
— La película que hemos hecho con más sinceridad puede parecer una
solemne tontería.
— La que realizamos con más descuido puede convertirse en un éxito
mundial.
— Una película tonta pero con nervio puede ser mejor cine que un Film
inteligente pero blandengue.
— El resultado rara vez es proporcional al esfuerzo desarrollado.
— El triunfo en la pantalla no es consecuencia necesaria del buen
funcionamiento de nuestra cabeza sino de la armonía de elementos preexistentes
de los cuales no somos ni conscientes: la conjunción feliz del tema elegido y de
nuestra profunda forma de ser, la imprevisible coincidencia entre nuestras
preocupaciones en un momento dado de la vida y las del público en ese mismo
momento.
Podría alargarse esta enumeración.
Algunos piensan que el crítico tiene que ser intermediario entre el artista y el
público, y a veces lo es. Otros creen que la crítica debe ser un complemento, y a veces
lo es. Por tanto, en la mayoría de los casos el papel de la crítica queda desvirtuado, se
reduce a ser un elemento más entre otros muchos: la publicidad, las condiciones
atmosféricas, la competencia, el timing…
Alcanzando cierto nivel de éxito, una película se convierte en un fenómeno
sociológico y la cuestión de su calidad resulta realmente secundaria hasta el punto de
que un crítico americano llegó a escribir con razón y con gracia que «criticar Love
Story es criticar el helado de vainilla». Decididamente, los mejores chistes sobre cine
provienen de Hollywood, y así, por ejemplo, cuando un director americano acaba de
obtener un gran éxito comercial con una película muy criticada (El exorcista, pongo
por caso) es frecuente que diga en alta voz como dirigiéndose a los críticos: «Señores,
he leído sus artículos de esta mañana, y no saben cómo he llorado mientras iba al
banco a cobrar los beneficios de la taquilla».
Las ganas que la gente siente por ver o no ver una película —llamémoslas «valor
atractivo»— son más fuertes que el poder de incitación de la crítica. Una crítica
unánimemente elogiosa no ha conseguido llenar las salas donde se proyectaba Nuit et
brouillard de Alain Resnais (sobre los campos de concentración), Vidas Secas de
Nelson Pereira dos Santos (sobre el hambre y la sequía en el Brasil), Johnny cogió su
fusil de Dalton Trumbo (sobre un soldado que ha perdido las piernas, los brazos, la
vista y el habla). Estos casos de rechazo categórico pueden dar pie a dos
interpretaciones distintas. Según una de ellas, el cineasta es quien se equivoca al creer
que su enemigo es el productor, el exhibidor o el crítico, quienes desean sinceramente
el triunfo de sus películas. En este caso, el verdadero enemigo de la película sería el
público cuya pasividad es muy difícil de vencer. Esta teoría tiene la ventaja de no ser
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demagógica, porque siempre resulta más fácil adular al público, a ese público
misterioso que nadie ha visto nunca, y «cargarse» a la gente del dinero, a esos que
producen, distribuyen y exhiben películas, incluidas las que he citado.
La segunda interpretación es ésta: existe, en la concepción misma del espectáculo,
una secreta promesa de placer, una idea de exaltación que contradice la dinámica de
la vida, es decir, la progresiva pendiente de degradación, de envejecimiento y muerte.
En pocas y sencillas palabras: el espectáculo es algo que eleva, la vida algo que
desciende. Si admitimos esta forma de ver las cosas, podríamos decir que el
espectáculo, al revés que el periodismo, falsea la vida. Pero los grandes hombres del
espectáculo han logrado no caer en la mentira y, al mismo tiempo, han conseguido
que el público acepte su verdad, y todo ello sin trasgredir la ley ascendente del
espectáculo. Consiguen que se les acepte su verdad e incluso su locura, porque no
conviene olvidar que un artista debe imponer su locura personal a un auditorio menos
loco que él o cuya locura está más diversificada.
Me explico con un ejemplo: Gritos y susurros de Bergman ha sido un éxito
mundial a pesar de presentar todas las características de una película maldita, eso que
el público no quiere ver: la agonía lenta de una mujer roída por el cáncer. Pues bien,
en el caso de Gritos y susurros el elemento exaltante lo constituye —en mi opinión—
la perfección formal del film y sobre todo, el color rojo del decorado de la casa. Me
atrevería a decir que éste es el elemento de placer gracias al cual el público ha intuido
inmediatamente que se encontraba a punto de presenciar una obra maestra, y ha
decidido verla con una complicidad artística, con una admiración tal que ha
equilibrado y compensado el efecto traumatizador de los gritos y estertores agónicos
de Harriet Andersop. Otras películas de Bergman, no menos hermosas, han sido
marginadas por el llamado «gran público» y… ¡sólo les faltaban las paredes rojas!
Pero, para un artista como Bergman, siempre habrá un puñado de espectadores fieles
en cualquier gran ciudad del mundo. Y eso constituye un gran aliento para continuar
trabajando.
* * *
Abordo ahora el contenido del presente libro. Está formado por artículos que
escribí a partir de 1954 para diferentes periódicos y revistas. Lo redactado entre 1954
y 1958 son artículos periodísticos, los restantes son comentarios escritos por un
director de cine. Una diferencia importante, porque evidentemente, siendo director de
cine, no iba a ponerme a criticar a mis compañeros de profesión, pero tampoco quería
dejar de escribir cuando tenía ganas o se me presentaba la ocasión.
Este libro tiene cerca de cien mil palabras y no representa más que una sexta parte
de lo que he escrito. Podrá criticárseme esta selección, pero es la mía. Hay pocos
vapuleos, a pesar de que me colgaron entonces el sambenito de «demoledor» del cine
francés. Pero ¿para qué publicar hoy diatribas contra películas olvidadas? Podría
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hacer mías estas palabras de Jean Renoir: «Creía que el mundo —y sobre todo, el cine
— estaba repleto de falsos dioses. Mi tarea era derribarlos. Con la espada en la
mano estaba dispuesto a consagrar a ello mi vida. Los falsos dioses siguen todavía
ahí. Mi perseverancia, a lo lardo de medio siglo de cine, ha logrado hacer rodar por
tierra a algunos de ellos. Esa constancia me ha servido también para descubrir que
algunos de esos dioses eran auténticos y que no había que derribarlos».
Por eso, prefiero publicar artículos laudatorios o entusiásticos aunque sea peores.
Y lo hago porque versan sobre películas que todavía hoy se proyectan y sobre
grandes directores de cine.
Algunos de estos artículos están inéditos porque afortunadamente he conservado
la costumbre de escribir por puro placer o para aclararme las ideas. Otros son síntesis
de varios artículos diferentes dedicados a la misma película, porque durante cierto
tiempo escribí con regularidad en diversas publicaciones: en semanarios como
«Arts», «Radio-Cinéma» y «Le bulletin de Paris», en mensuarios como «Les
Cachiers du cinéma», «La Parisienne», y en un efímero diario «Le temps de Paris».
Y lo hacía con mi nombre o con diferentes seudónimos. Era la primera época feliz de
mi vida porque, por fin, hacía lo que me gustaba: ver películas y hablar de ellas ¡y
encima me pagaban por ello! Ganaba el suficiente dinero como para no tener que
dedicarme a otra cosa desde la mañana hasta la noche. Y esto era tanto más de
agradecer cuanto que acababa de pasar siete u ocho años en que mi preocupación
cotidiana consistía en buscar dinero para comer y dormir.
Era un crítico feliz.
* * *
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de lo profundo de mi ceguera. Visioné o volví a ver entonces un gran número de
películas suyas, y hoy presto a John Ford la misma atención que, por ejemplo, a Jean
Giono.
Igualmente inéditos, porque se trataban inicialmente de presentaciones orales, los
textos dedicados a Jean Renoir y Buñuel. El largo artículo sobre Jean Vigo estaba
destinado a la introducción de una edición de su obra completa que no se ha
publicado todavía. El testimonio sobre Frank Capra lo escribí para un libro
americano.
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MIS COMPAÑEROS DE LA NUEVA OLA
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películas al año y que desde hace treinta años cada vez que me lo encuentro dice:
«Hola, querido amigo, no hay gran cosa que llevarse a la boca eh?»
Por último, quiero dedicar este volumen a mi amigo Jacques Rivette porque con
él vi la mayor parte de las películas citadas en este libro.
(Enero de 1975)
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I
EL GRAN SECRETO
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Jean Vigo
Tuve la dicha de descubrir las películas de Jean Vigo en una sola sesión, un
sábado por la tarde de 1946, en el cine Sévres-Pathé, gracias al cine-club de «Lo
chambre noir» dirigido por André Bazin y otros colaboradores de «La Revue du
Cinéma». Al entrar en la sala no conocía ni el nombre de Jean Vigo, pero en seguida
fui presa de una rendida admiración por una obra cuya totalidad no llega a los
doscientos minutos de proyección.
Al principio, simpaticé mucho más con Zéro de conduite, probablemente por
identificación, ya que no tenía sino tres o cuatro años más que los colegiales de Vigo.
Después, a fuerza de ver y volver a ver las dos películas, he llegado a preferir
definitivamente L’Atalante, una obra que me es imposible olvidar a la hora de
responder a cuestionarios del tipo: ¿Cuáles son, según Vd., los diez mejores films del
mundo?
En algún sentido, Zéro de conduite parece mucho más singular e insólita que
L’Atalante puesto que las obras maestras que versan sobre la infancia tanto en
literatura como en cine pueden contarse con los dedos de la mano. Nos emocionan
por partida doble, ya que a la emoción estética se añade una emoción biográfica,
personal e íntima. Todas las películas de niños son films de época porque nos remiten
a nuestros pantalones cortos, a la escuela, a la pizarra, a las vacaciones, a nuestros
comienzos en la vida.
Como casi todas las «primeras películas», Zéro de conduite tiene un aspecto
experimental: toda una serie de ideas mejor o peor integradas en el guión y rodadas
en el estado de ánimo de «Bueno, vamos a intentar eso a ver qué tal queda». Pienso,
por ejemplo, en la fiesta del colegio donde, sobre un estrado que es al mismo tiempo
una barraca de feria, los maniquíes se confunden con personajes reales. La idea
podría ser del René Clair de esa época. En cualquier caso, es una idea que sitúa
históricamente la obra. Pero, por cada idea teórica de ese estilo, podemos inventariar
nueve descubrimientos soberbios, chuscos, poéticos o desgarradores, todos de una
enorme fuerza visual y de una crudeza todavía inigualada.
Cuando rueda, poco después, L’Atalante, resulta evidente que Vigo ha aprendido
las lecciones de Zéro de conduite, y alcanza la perfección, logra la obra maestra.
Utiliza todavía los ralentis para obtener efectos poéticos pero renuncia a los
acelerados para conseguir los cómicos. No recurre ya a los maniquíes. No coloca
delante de su objetivo más que lo real que él transforma en fantasía, y, filmando
prosa, logra sin esfuerzo poesía.
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* * *
* * *
L’Atalante tiene todas las cualidades de Zéro de Conduite y algunas más como
madurez y maestría. En él podemos encontrar reconciliadas dos grandes tendencias
del cine, el realismo y el esteticismo. En la historia del cine ha habido grandes
realistas Como Rossellini y grandes estetas como Eisenstein, pero muy pocos
cineastas se han preocupado de combinar ambas tendencias, como si fueran
contradictorias. En mi opinión. L’Atalante contiene a la vez Al final de la escapada (A
bout de souffle) de Godard y Noches blancas de Visconti, es decir, dos películas
imposibles de comparar, y que están incluso en las antípodas una de la otra, pero que
son representativas de lo mejor que se ha hecho en cada género. En el primero, se
acumulan trozos de verdad que, puestos juntos, conducen a una especie de cuento de
hadas moderno; en el segundo, se parte de un cuento de hadas moderno para
reencontrar al final del camino una verdad global.
En fin, creo que se subestima con frecuencia L’Atalante viendo en él sólo un tema
menor, un tema «particular» que se contrapone al gran tema «universal» tratado en
Zéro de conduite.
L’Atalante aborda en realidad un gran tema, poco habitual en el cine: los primeros
pasos en la vida de una joven pareja, las dificultades para adaptarse el uno al otro,
empezando por la euforia de la unión sexual (eso que Maupassant llamaba «el brutal
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apetito físico bien pronto apagado») y siguiendo con los primeros roces, la trifulca, la
fuga, la reconciliación y por último la aceptación mutua. Bajo este punto de vista, es
evidente que el tema de L’Atalante no es «menor» que el de Zéro de conduite.
Pasando revista al cine francés de los inicios del sonoro, se da uno cuenta de que
entre 1930 y 1940 Jean Vigo estaba prácticamente solo sin más compañía que la de
Jean Renoir, el humanista, y Abel Gance, el visionario, aunque la importancia de
Marcel Pagnol y de Sacha Guitry ha sido infravalorada por los historiadores del cine.
Evidentemente Vigo está más cerca de Renoir, aunque lo supera en crudeza y
también en pasión por la imagen. Los dos fueron educados «de oficio», es decir, en
un ambiente a la vez rico y pobre, aristocrático y popular, pero el corazón de Renoir
nunca sangró. Jean Renoir era hijo de un pintor tenido por genial, y su único
problema era no hacer nada que fuera indigno del apellido que llevaba. Es sabido que
llegó al cine después de haber renunciado a la cerámica, arte demasiado próximo —
según él— a la pintura. Jean Vigo era, también, hijo de un hombre famoso pero
controvertido, Miguel Almereyda, anarquista militante muerto en la cárcel en
circunstancias misteriosas y sórdidas. Huérfano, traído y llevado de colegio en
colegio, con nombre supuesto, Jean Vigo sufrió tanto que su obra tenía que ser a la
fuerza más chirriante. Al leer el admirable libro que P. E. Salés Comés ha escrito
sobre Vigo, cada detalle biográfico nos confirma cuanto sus películas hacían intuir
sobre su persona. Su bisabuelo, Buenaventura de Vigo, fue veguero de Andorra en
1882. Su hijo Eugenio muere a los veinte años, tuberculoso, después de haber
engendrado a Miguel. La madre de Miguel, Aimée Salles, se volvió a casar con
Gabriel Aubés, fotógrafo de Séte; más tarde, enloqueció y hubo de ser internada en
1901. El niño Miguel tomará el apellido de Almereyda tanto porque suena a gran
señor español como porque contiene todas las letras de la palabra «mierda». Miguel
Almereyda casará con Emily Clero, joven militante anarquista, con la que tuvo en
una primera unión libre cinco hijos, todos muertos en temprana edad, uno de ellos al
caer por una ventana. En 1905 engendrarán a nuestro Jean, al Jean que nace para vivir
duramente, al Jean que, huérfano, se encuentra solo y sin más herencia que la divisa
de su bisabuelo paterno, al Jean Vigo, en fin, cuyas películas serán exactamente la
ilustración fiel, extraña y triste, fraternal y afectuosa, siempre aguda, de esta divisa:
«Protege al más débil».
Esta divisa nos sitúa ante la fundamental coincidencia entre Vigo y Renoir: su
pasión por Chaplin. Las Historias del Cine prestan poca atención a la cronología de
las películas y a las influencias que los diferentes cineastas han podido ejercer los
unos sobre los otros. Por eso, me resulta imposible probar lo que les adelanto, pero
siempre he estado convencido de que la construcción de Zéro de conduite (su división
por cartelas intercaladas comentando chistosamente la vida en el dormitorio colegial,
la vida en el refectorio, etc…) estaba inspirada en Tire au flanc de Jean Renoir
(1928). Así mismo, ¿cómo no pensar que Vigo al elegir a Michel Simon para
L’Atalante (1933) tenía en la cabeza la interpretación que éste había hecho para
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Renoir en Boudu sauvé des eaux el año anterior?
* * *
Cuando se leen los recuerdos de los cineastas de la generación del mudo, se puede
comprobar que casi siempre se metieron en el cine por azar: un amiguete les
convence para que trabajen de extra, un tío viejecito les lleva un día a visitar un
estudio, etc. Nada de esto sucede con Jean Vigo que es uno de los primeros cineastas
de vocación. De espectador se convierte en cinéfilo, ve películas, cada vez más
películas, funda un cine-club para poder traer a Niza mejores películas, y pronto,
querrá hacer cine. Escribe a diestro y siniestro solicitando una plaza de ayudante
(«Estoy dispuesto a atar los zapatos a las actrices»). Se compra una cámara y
produce él mismo su primer cortometraje: A propos de Nice.
En la narrativa de Zéro de conduite se echan de ver algunos baches que suelen
achacarse al plan de trabajo que fue tiránico de verdad. Sin embargo, creo yo que esas
bruscas elipsis pueden encontrar explicación igualmente en la fiebre de Vigo, en sus
prisas por expresar lo esencial, y también en ese estado de ánimo del cineasta al que
acaba de dársele la primera oportunidad: no se lo cree del todo, es demasiado bonito.
Rueda una película pero ¿verá alguna vez la luz del día? Como espectador cree saber
lo que es bueno y lo que es malo pero, convertido de improviso en cineasta, le asaltan
dudas. Piensa que lo que está haciendo es demasiado singular, al margen de todas las
normas. Incluso se pregunta si la película llegará a estrenarse o no. Por eso me
imagino que Vigo, cuando se enteró de que Zéro de conduite había sido prohibida por
la censura[2] y pasado el primer momento de abatimiento, pudo ver en ello la
confirmación de sus dudas, y tal vez llegó a pensar: «ya sabía yo que no había hecho
una película normal, una película como las demás…».
Más tarde, al presentar Zéro de conduite en Bruselas, adelantándose a las posibles
críticas a esos famosos «baches», Vigo daría pábulo al equívoco haciendo creer al
público que la película no sólo fue prohibida por la censura sino también cortada, lo
que no es exacto. O sea, Vigo duda de sí mismo. Pero apenas ha impresionado
cincuenta metros de película se ha convertido sin saberlo en un gran cineasta, a la
misma altura que Renoir y Gance o que Buñuel que debutaba por entonces. Así como
se dice que una persona cuaja definitivamente entre los siete y los doce años, se
puede defender que un cineasta muestra todo lo que puede dar de sí en los cincuenta
primeros metros de película que filma. Su primera obra es él mismo, y lo que hará a
continuación, por supuesto, seguirá siendo él mismo. Siempre será y hará lo mismo,
sólo que a veces resultará muy bueno (obra maestra) y otras veces menos bueno (obra
fallida). Todo Orson Welles está ya en la primera bobina de Ciudadano Kane, todo
Buñuel en El perro andaluz, todo Godard en Une jeune coquette (16 mm.). Por tanto,
todo Jean Vigo está en A propos de Nice.
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* * *
Los cineastas, como todos los artistas, buscan el realismo o bien tratan de
encontrar su propia verdad y, por lo general, sufren por el hiato que existe entre lo
que han pretendido y lo que han logrado, entre la vida tal como ellos la sienten y lo
que han conseguido reproducir.
Creo que Vigo tenía motivos suficientes para estar más contento consigo mismo
que sus compañeros porque fue mucho más lejos que ninguno de ellos en la
recreación de las diferentes realidades: la de los objetos, de los ambientes, de los
personajes, de los sentimientos, y, sobre todo, la de la realidad física. Me pregunto si
será exagerado hablar de un cine olfativo a propósito de Vigo. Esta idea me vino a la
cabeza después de que un periodista me dijera un día, en plan de argumento
tumbativo para cargarse una película, El Viejo y el Niño, que me gustaba, «en suma,
ésta es una película que le huelen los pies». No le contesté nada entonces, pero luego
he vuelto a pensar en ello diciéndome: he aquí una razón que «atufa» a extrema
derecha y que podrían haber empleado los censores que prohibieron Zéro de
conduite. Además Salès Gomès señala que los artículos hostiles a los films de Vigo
contenían frases como «Es agua de bidet» o «Se roza lo escatológico», etc. André
Bazin en su artículo sobre Vigo empleó una expresión feliz al referirse a su «gusto
casi obsceno por la carne», porque es cierto que nadie ha filmado la piel de las
personas, la piel del hombre, tan crudamente como Vigo. Desde hace treinta años
nada ha igualado, en este terreno concreto, esa imagen de la mano untosa del profesor
sobre la manita blanca del niño en Zero de conduite o los brazos de Dita Parlo y Jean
Dasté cuando van a hacer el amor o, mejor aún, cuando se separan, y un montaje en
paralelo nos los muestra volviendo cada uno a su cama, él en su barcaza, ella en la
habitación del hotel, los dos sufriendo los males del amor en una escena en la que la
maravillosa partitura de Maurice Jaubert tiene un papel de primera importancia,
secuencia carnal y lírica que equivale exactamente a un coito a distancia.
Cineasta esteta y cineasta realista, Vigo se ha librado de las trampas del
esteticismo y del realismo. Ha manejado un material explosivo (por ejemplo, Dita
Pardo vestida de novia sobre la barcaza en la bruma o, por el contrario, la extracción
de la ropa sucia de la alacena de Jean Dasté) y en cada ocasión ha salido airoso
gracias a su delicadeza, su refinamiento, su humor, su elegancia, su inteligencia, su
intuición y su sensibilidad.
¿Cuál era el secreto de Jean Vigo? Probablemente que vivía más intensamente
que la mayoría de la gente. El trabajo en cine es ingrato por su fraccionamiento. Se
ruedan de cinco a quince segundos de película, luego se para durante una hora. No
existe, en un plato de cine, la oportunidad de «calentarse» como podía ocurrirle a
Henry Miller ante su mesa de trabajo. En la página veinte, algo parecido a la fiebre le
asalta, le arrastra y lo que escribe se convierte en formidable, en sublime quizás. Da
la impresión de que Jean Vigo trabajaba continuamente en ese estado de trance pero
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sin perder nunca la lucidez. Sabemos que estaba ya enfermo cuando rodó sus dos
películas, y que incluso dirigió algunas secuencias de Zéro de conduite postrado en
una camilla. Así pues se impone lógicamente la teoría de una especie de estado febril
en el que se encontraba al rodar. Es muy posible y muy plausible. Es verdad que se
puede ser efectivamente más brillante, más vigoroso, más intenso cuando «se tiene
fiebre». A uno de sus amigos que le aconsejaba cuidarse, dosificarse, Vigo le
respondió que presentía que se le escapaba el tiempo, que tenía que darlo todo cuanto
antes. Por eso Vigo, sabiéndose condenado, se sintió estimulado por esa carrera
contra reloj, por ese tiempo contado. Detrás de la cámara, debía encontrarse en ese
estado de ánimo del que habla Ingmar Bergman: «Hay que rodar cada película como
si fuera la última».
(1970 - Inédito)
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Abel Gance
NAPOLEÓN
Esta vez «la película de la semana» tiene veintiocho años a cuestas. No todas las
semanas hay oportunidad de criticar un film como Napoleón. Ni todos los meses. Ni,
¡ay!, todos los años. Por eso sería ridículo que empleara el mismo método que con
una película normal, señalando lo bueno y lo malo, buscando no se qué paja en la
viga maestra de Abel Gance. Hay que hablar de Napoleón como de un bloque, de un
monumento inatacable. Hay también que hablar de él —es esencial— con humildad.
¿Qué película actual, francesa o extranjera, alabada unánimemente por la prensa y el
público, podrá ser proyectada dentro de veintiocho años y suscitar —como ayer a la
noche Napoleón— los aplausos de una sala llena esencialmente por cineastas y
críticos?
En 1921 pensó por primera vez Gance en rodar Napoleón. Acababa de terminar
La rueda y estaba en Nueva York para presentar la primera versión de Yo acuso, que
Griffith iba a distribuir por toda América bajo la firma de Artistas asociados (United
Artists) que agrupaba a Charlie Chaplin, Mary Pickford, Douglas Fairbanks y al
mismo Griffith. En 1923 comenzaron los preparativos. En 1924 fue constituida
definitivamente la Sociedad Napoleón. El estreno mundial tuvo lugar el 7 de abril de
1927, en la Opera, sobre una pantalla triple.
Napoleón había precisado de cuatro años de trabajo, de los cuales tres fueron de
rodaje. Antes de escribir el guión, Abel Gance había leído más de trescientos libros
sobre Bonaparte: El Memorial, la correspondencia, las proclamas, las obras de Thiers,
Michelet, Lamartine, Frédéric Masson, Lacour-Gayet Stendhal, Elie Faure,
Schuermans, Aulard, Louis Madelin, Sorel, Arthur Lévy, Arthur Chuquet, etc.
El coste de la película fue de dieciocho millones de francos, cifra enorme para
aquel tiempo. Se emplearon doscientos técnicos de todas clases: operadores,
fotógrafos, arquitectos, decoradores, pintores, ayudantes, regidores, eléctricos,
pirotécnicos, armeros, maquilladores, consejeros históricos, etc… Cuarenta actores
de primera categoría interpretaron el film. Para algunas escenas la figuración
empleada llegó a seis mil personas. Se construyeron en estudio y exteriores ciento
cincuenta decorados y se rodó en escenarios naturales en Brienne, en Toulon, en la
Malmaison, en Córcega, en Italia, en Saint-Cloud y en París. La película debía tener
tres partes: 1. La juventud de Bonaparte; 2. Bonaparte y el Terror; 3. La campaña de
Italia. Sólo se rodaron las dos primeras. Durante la preparación de la película, se
acumularon en Billancourt armas, ocho mil vestidos, cuatro mil fusiles, tiendas de
campaña y banderas. Se reconstruyó al mismo tiempo todo un barrio de París con sus
calles y sus encrucijadas.
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Para el papel de Bonaparte, Abel Gance probó a un actor de teatro (René
Fauchois), a un escritor (Pierre Bonardi), a un cantante (Jean Bastía), y a dos actores
(Van Daele —que obtuvo definitivamente el papel de Robespierre— e Ivan
Mosjoukine). Este último, muy honradamente, rehusó el papel porque era ruso y creía
que Bonaparte no podía ser interpretado más que por un francés. Finalmente la
elección recayó sobre Albert Dieudonné, escritor, actor y director. Antonin Artaud
fue elegido para el «Marat» y morir así bajo el cuchillo de Eugénie Buffet, una bonita
Charlotte Corday.
El primer golpe de manivela de Napoleón se dio en Brienne el 15 de enero de
1925. Abel Gance fue el primero que utilizó el plano subjetivo de manera original.
Hubo que construir unos soportes que permitieran mantener las cámaras sobre los
caballos. Otras veces, se trataba de travellings en trineos lanzados a toda velocidad.
Durante las persecuciones a caballo, rodadas en Córcega, tuvieron que lamentar dos
muertos como consecuencia de caídas de caballo. En el curso de la famosa batalla de
bolas de nieve en Briennes en la que el niño Bonaparte (el pequeño Roudenko)
probaba sus cualidades de estratega precoz, Gance hizo instalar un cable y colgó en él
las cámaras cargadas para que su trayectoria fuera la de las bolas de nieve.
En Córcega, Dieudonné, al final de la persecución, tenía que saltar del caballo a
una barca. Se cayó de costado al agua. Bonaparte, no sabía nadar, y Gance gritaba:
«Salvad o Bonaparte, salvad a Bonaparte». El fin del rodaje en Córcega coincidió
con las elecciones y el entusiasmo del pueblo era tal que el partido bonapartista
triunfó sobre el republicano.
Para las escenas de tempestad, en las que Bonaparte en su barco lucha contra los
elementos con la bandera tricolor como toda vela, se recreó el Mediterráneo en el
estudio. El motor de la cámara, en lugar de ponerse en marcha a la clásica voz de
mando; sólo obedecía a los tiros de pistola, al rugir de sirenas o a señales luminosas,
según los casos.
Aunque la película era muda, Gance eligió a un cantante para el papel de Danton
para que cantara «La Marsellesa» en plena Asamblea Constituyente. Los extras
debieron cantar doce veces seguidas el himno nacional. En «Le Temps», Emile
Vuillermoz describe esta memorable jornada de rodaje:
«Esos artistas improvisados se habían tomado muy en serio su cometido. Sus
vestidos les habían conferido un espíritu y una mentalidad. El fluido de Abel Gance,
admirable director de hombres, electrizaba a esa masa… Estos hombres y mujeres
del pueblo recobraban instintivamente sus sensaciones ancestrales… El director
actuaba sobre sus músculos como el director de orquesta sobre los de sus músicos.
Cuando subió por un instante sobre un estrado para darles muy sencillamente y con
su voz suave y velada algunas explicaciones técnicas, fue recibido con un espontáneo
clamor de admiración con el cual estos seres rendidos se entregaban por entero a su
jefe».
«Viendo dirigir esta pequeña revolución se comprende el mecanismo de la
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verdadera. Si Abel Gance hubiera tenido a sus órdenes a diez mil figurantes,
borrachos de historia y con el ánimo presto por la embriaguez de obedecer, hubiera
podido, a voluntad, lanzarlos al asalto de cualquier obstáculo, hacer que invadieran
el Palacio Borbón o el Elíseo y proclamarse dictador».
Un día Gance fue herido por la explosión de una caja de cartuchos en un rincón
del estudio. Sin decir palabra, tomó un taxi hasta la clínica y ocho días más tarde
reemprendía el rodaje mientras los restantes heridos seguían convaleciendo.
Cuando se rodaba la toma de Toulon, la bahía había sido cerrada y durante
algunas horas la bandera inglesa reemplazó la tricolor de Francia. Una tarde, una
enfermera dijo a Gance: «Hoy tenemos cuarenta y dos heridos». —«Buena señal,
esos chicos se entregan con el corazón alegre. Sus movimientos quedarán estupendos
en la película».
Cuando Bonaparte pasaba revista a sus tropas, los figurantes tenían que aclamarlo
gritando: «Viva Bonaparte». En vez de eso, gritaban: «Viva Abel Gance».
Para el rodaje de algunas escenas, era imposible encontrar un número suficiente
de extras. Entonces, los secretarios de producción se fueron por las calles de París
reclutando parados por las puertas de las fábricas, estudiantes en el Barrio Latino y
vagabundos por los portales.
Sabido es que en 1934 Abel Gance sonorizó Napoleón. Filmó muchas escenas
suplementarias, que le permitieron transformar las escenas mudas en narración
continuada. Rodó igualmente numerosos planos «insertos» de personajes
«elocuentes»: Robespierre, Saint-Just y sobre todo Marat encarnado por el que
hubiera podido convertirse en el más grande actor francés: Antonin Artaud. Los
críticos de entonces se dedicaron a denigrar la versión sonora de Napoleón, de lo que
yo me guardaré muy bien, porque sin ella se nos hubiera privado de escenas tan
extraordinarias como el largo monólogo de Théroigne de Méricourt (Sylvie Gance),
de todos los planos de Antonin Artaud, de los de Vladimir Sokoloff y otros muchos.
Incluso creo que el don prodigioso de Gance para dirigir a los actores reclamaba el
sonido para poder dar toda su talla.
Cuando escribió el guión de Napoleón, Abel Gance se dio cuenta por vez primera
de que la pantalla resultaba demasiada estrecha para la envergadura del tema.
Entonces se inventó lo de la «triple pantalla», que no es sino una combinación de los
procedimientos cinemascope y cinerama que nos llegaron de América treinta años
más tarde. El sitio de Tolon, la partida del ejército de Italia fueron así filmadas con
tres cámaras, proporcionando al espectador un ángulo de visión de cien grados. Las
imágenes de los lados son absolutamente distintas de la imagen central a la que
encuadran, comentan y sirven de marco. En la secuencia de la partida del ejército de
Italia, podemos contemplar una docena de planos con una sensación de relieve y de
cercanía que ninguno de los catorce o quince films en cinemascope proyectados en
París desde hace un año ha sabido procurarnos.
«He rodado Napoleón, porque fue un personaje paroxístico en una época que
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era, a su vez, un paroxismo en la Historia» (Abel Gance).
En efecto, la película se presenta como un largo poema lírico, como un
conglomerado de paroxismos, como una sucesión de bajorrelieves animados. Sólo
Griffith en Las dos huérfanas (Orphans on the Storn) y Jean Renoir en La Marsellesa
han reconstruido tan exactamente en la pantalla los sucesos del Terror.
Cada una de las secuencias de Napoleón nos obliga a pensar que se trata de la
escena clave de película, cada uno de sus planos aparece cargado de emoción, cada
uno de sus actores nos da lo mejor de si mismo.
Abel Gance, a despecho de los años, sigue siendo el más joven de nuestros
directores de cine.
(1955)
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LA TOUR DE NESLE[3]
No tengo nada original que decir sobre La tour de Nesle. Todo el mundo sabe que
se trata de una «película de encargo» con un presupuesto ridículo, y que sus mejores
trozos se han quedado en los cajones del distribuidor. La tour de Nesle es, si se
quiere, el menos bueno de los films de Abel Gance. Y como ocurre que Abel Gance
es un genio, La tour de Nesle es una película genial. Gance, que es un genio, no posee
«genio», está poseído del genio. O sea, que si le ponéis en sus manos una cámara
portátil y lo colocáis entre veinte operadores de noticiarios a la salida del Palacio
Borbón o a la entrada del Parque de los Príncipes, os traerá, él solito, una obra
maestra, unos cuantos metros de película en los que cada plano, cada imagen, cada
dieciseisavo o veinticuatroavo de segundo llevará la marca misma del genio, invisible
y presente, visible y omnipresente. ¿Cómo lo habrá conseguido? Sólo él lo sabe.
Aunque a decir verdad, creo que ni él mismo lo sabe.
He observado un poco a Abel Gance mientras rodaba La tour de Nesle. Creía en
ella durante ocho horas al día, o sea, mientras trabajaba en ella. Son mejores —¡qué
duda cabe!— las películas en las que se cree las veinticuatro horas del día. Pero ocho
horas son ocho horas. Recuerdo un primer plano de la Pampanini mirándose al
espejo, monologando interiormente, y por lo tanto, mudo. A veinte centímetros del
espejo, del rostro y del objetivo estaba Abel Gance. El mismo, inclinado sobre la
actriz italiana, impuesta por la productora, recitaba el monólogo que después sería
interpretado en la pantalla por una dobladora. «Mírate, Margarita de Borgoña, mírate
en el espejo. ¿En qué te has convertido? No eres más que una zorra…» (Cito de
memoria). Este monólogo imbécil, Gance lo pronunciaba a media voz, en tono
confidencial pero lírico. ¡No era dirección de actores! ¡Era hipnotismo! En la
pantalla, rayos, esperaba yo ese plano. ¿Resultado? Magnífico. La chica está
crispada, con los ojos extraviados, la boca curvada por un rictus enorme, con las
arrugas del cotidiano libertinaje nocturno impresas en toda su faz. Es, palabra, la
actriz más grande del mundo. Como antes lo fueron Sylvie Gance en Napoleón,
Micheline Presle en Paradis perdu (El paraíso perdido), Line Moro en Mater
Dolorosa, Jany Holt en Beethoven, Viviane Romance en Vénus aveugle (La Venus
ciega) y Assia Noris en Fracasse (El capitán intrépido). Vaya a ver a la Pampanini en
La tour de Nesle, vaya a verla una y otra vez, y si no encuentra en qué está la
genialidad de Gance, entonces, decididamente Vd. y yo no tenemos la misma idea del
cine y la mía, por supuesto, es la buena. Me han dicho: «¿La Pampanini? Sólo hace
muecas». Dejo que responda Jean Renoir: «Son estupendas las muecas cuando están
bien hechas».
Cuando se es un gran director y se ve uno obligado, después de doce años de
paro, a rodar un guión semejante, sólo caben dos soluciones: tomarse a cachondeo el
tema o llevarlo hasta el límite en el mismo sentido del melodrama. Gance ha elegido
esta segunda posibilidad, la solución más difícil, pero también la más valiente y, a fin
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de cuentas, la más inteligente y provechosa. «Con La tour de Nesle he pretendido
rodar un western de capa y espada», dice el mismo autor.
A parte de esto, la película es de una frescura y una juventud extraordinarias.
Abel Gance lleva La tour de Nesle a una velocidad de locura. El ritmo se mantiene
muy vivo tanto dentro del interior del encuadre como entre plano y plano gracias a un
sentido muy hábil del montaje y de sus posibilidades. Los planos realizados con la
ayuda del pictógrafo son muy bellos y recuerdan a las miniaturas del Enrique V de
Laurence Olivier.
La Central Católica, que se encarga de la clasificación moral de las películas,
estaba sobrecogida. La tour de Nesle, desde el punto de vista de lo erótico, rebasa con
creces lo que se ve habitualmente. Ha sido necesario inventar una clasificación nueva
para prevenir a los padres que podrían descarriarse. ¡Qué historia, santo Dios! En una
encuesta reciente sobre el erotismo en el cine, Abel Gance respondía: «Si nosotros
tuviéramos las manos libres en lo erótico, haríamos los más bellos films del mundo».
Lamentemos que la censura se haya mostrado esta vez todavía menos indulgente,
porque, tal como ha quedado, la película no confirma todas las promesas que suscitan
las fotos colocadas a la entrada. Hemos quedado frustrados en nuestra espera,
decepcionados en nuestras esperanzas, porque el cine es también erotismo.
Se ha calificado a Gance de «fracasado», y más recientemente, de «fracasado
genial». Ya se sabe; en francés, fracasado («raté») podría traducirse por: atacado y
roído por las ratas («rats», en francés)[4]. Las ratas que pululan alrededor de Gance
son tan impotentes para atacar su genialidad como para roerla. La cuestión es si se
puede ser a la vez genial y fracasado. Más que de fallos, se trata de talento. Porque
quisiera defender, por último, esta tesis: Abel Gance es autor fallido de películas
fallidas. Estoy persuadido de que no hay gran cineasta que no sacrifique algo: Renoir
sacrifica todo (guión, diálogo, técnica) en aras de una mejor interpretación del actor,
Hitchcock sacrifica la verosimilitud policiaca en provecho de una situación límite que
ha elegido de antemano, Rossellini sacrifica los racords de movimientos y de luz en
favor de un mayor calor en la interpretación, Murnau, Hawks, Lang sacrifican el
realismo del encuadre y del ambiente. Nicholas Ray y Griffith, la sobriedad. (De la
noción de sacrificio en las obras geniales). Así pues, la película lograda, según el
criterio ancestral, es aquella en la que todos los elementos participan por igual de un
todo que merece en ese caso el adjetivo de perfecto. Así pues, la perfección, la obra
redonda, la declaro abyecta, indecente, inmoral y obscena. En este sentido, la película
más odiosa es sin duda La Kermesse héroique (La Kermesse heroica), por todo lo que
tiene de inacabado, de audacias atemperadas, de razonable, de dosificada, de puertas
semiabiertas, de caminos entrevistos y sólo entrevistos, por todo lo que tiene de
divertido y perfecto. Todas las grandes películas de la historia son películas
«fallidas». Se decía en su época y se dice todavía que lo son: Zéro de conduitet
L’Atalante, Faust (Fausto de Murnau), El pobre amor (de Griffith), Intolerancia, La
Chienne, Metrópolis, Liliom (Lang), L’aurore, La reina Kelly, Beethoven, Abraham
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Lincoln, La Venus ciega, La Régle du jeu, La carroza de oro, Yo confieso, Stromboli
(cito de corrido y me dejo en el tintero otras muchas casi tan buenas). Compárese esta
lista con la de films logrados y tendrán delante de los ojos esa vieja polémica del arte
oficial. Es bueno volverse a ver también el Napoleón de Abel Gance ahí, en el Studio
28. Cada plano es un relámpago e ilumina todo lo que está a su alrededor. Las
secuencias sonoras son prodigiosas y no, como se ha llegado a escribir incluso en
1955, indignas de las mudas. ¡«Sir Abel Gance», como dice Becker! No se encontrará
fácilmente en el cine universal un hombre de esta envergadura, dispuesto a
revolucionar el mundo, a usarlo como arcilla, poniendo por testigo al cielo, al mar, a
las nubes, a la tierra, y todo eso en la palma de la mano. Para dejar trabajar a Abel
Gance, se busca mecenas estilo Luis XIV. Escribir a Cahiers du Cinéma, que pasará
el recado. Urgente.
(1955)
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Jean Renoir
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Renoir no ha filmado nunca discursos sino conversaciones. Ha confesado muchas
veces hasta qué punto es influenciare, sensible al influjo de otros cineastas: de
Stroheim, de Chaplin, de sus productores, de sus amigos, de los autores que adapta,
de sus actores y, gracias a ese continuo cambio de impresiones, han nacido treinta y
cinco películas espontáneas y vivas, modestas y sinceras, sencillas como unos
«buenos días». Por eso, la teoría de la infalibilidad aplicada a esta obra de la que está
ausente toda simulación, no me parece abusiva aunque se trate de una película de
tanteo como La nuit du carrefour o completamente conseguida como La carroza de
oro.
* * *
* * *
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naturalista (Une vie sans joie), romántico (Nana), cómico (Charleston, Tire au flanc),
histórico (Le Tournoi). Simultánea y trabajosamente el cine francés se dedicaba al
género sicológico, a ese sicologismo al cual Renoir volverá la espalda durante toda su
vida.
Toni, en la carrera de Renoir, es una película pivot, un punto de partida hacia una
dirección totalmente distinta. Diez años antes que los cineastas italianos, Renoir
inventaba el neorrealismo, es decir, la narración minuciosa no de una acción sino de
un suceso real en un tono objetivo sin alzar nunca la voz. George Sadoul en su
«Historia del Cine» tiene razón cuando escribe a propósito de Toni, que «el crimen en
ella es un accidente, no un fin». Los personajes beben un vaso de vino o mueren del
mismo modo. Renoir nos los muestra de manera idéntica, sin echar mano de la
retórica, del lirismo o de la tragedia. Toni es la vida tal como es, y si los actores no
pueden contener la risa en mitad de una escena, es porque se divertían la mar delante
del cámara de Jean Renoir, y porque, a fuerza de reclamar vida, ésta acaba por llegar
aun a riesgo de que termine el jolgorio una secuencia comenzada en tono serio.
La interpretación de los actores en Toni es una fiesta. Los grititos de Celia
Montalván cuando Blavette le chupa la espalda después de la picadura de la abeja, las
frases sentenciosas de Delmont y las divertidas «crapuladas» de Dalban, todo eso
participa de esa verdad que se esforzaba en conseguir por todos los medios Jean
Renoir, esa verdad en los gestos y en los sentimientos que logra con mucha más
frecuencia que otros directores.
Partie de Campagne (1936) es una película de puras sensaciones. Cada brizna de
hierba nos cosquillea en la cara. Adaptada a partir de una historia de Guy
Maupassant, Partie de Campagne es el único equivalente auténtico en la pantalla del
arte de la novela corta. Sin la ayuda de una sola línea de comentario, Renoir nos
ofrece cuarenta y cinco minutos de prosa poética cuya Verdad, en algunos momentos,
nos estremece o nos pone la carne de gallina. Ese film, el más físico de su autor, les
conmoverá físicamente.
* * *
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menos, como un deporte, como una aventura en la que cuenta más portarse
civilizadamente que destruirse mutuamente. Los oficiales alemanes del tipo de
Stroheim fueron licenciados muy pronto del ejército del III Reich y los oficiales
franceses del estilo de Pierre Fresnay murieron de viejos. En resumidas cuentas,
parece que Renoir considera a la guerra como un azote natural que tiene su belleza
(como la lluvia, como el fuego) y que por tanto, se trata de hacer la guerra con
educación (como dice Pierre Fresnay). Para Renoir, hay que abolir el concepto de
fronteras si se quiere acabar con la torre de Babel y reconciliar a los hombres a los
que, sin embargo, siempre distancia su nacimiento. Por otra parte, existe un común
denominador entre los hombres: la mujer. El mensaje más profundo del film se nos
brinda, sin duda, cuando, tras la toma de Douaumont por los franceses, un soldado
inglés —vestido de mujer— empieza a cantar «La Marsellesa» al tiempo que se quita
la peluca.
Al revés que la mayoría de las películas de Renoir, La gran ilusión entusiasmó
enseguida a todos y en todas partes, quizás porque Renoir la rodó a los cuarenta y tres
años, o sea, a una edad que correspondía a la de su público. Los films anteriores a La
gran ilusión parecían agresivos y juveniles, los posteriores, desencantados y ásperos.
Por último, hay que reconocer que La gran ilusión ya en 1937 estaba desfasada con
respecto a su época. Recuérdese que al año siguiente Chaplin iba a bosquejar en The
great dictator una imagen del nazismo y de las guerras que… no respetan las normas
de educación.
La copia definitiva de Lo Marsellesa (1938) nos vino de lejos, en concreto nos
llegó desde Moscú donde se encontraba la única versión completa. Los más jóvenes
de Vds. descubrirán una obra que iguala a La gran ilusión, que Renoir rodara el año
anterior. La Marseillaise fue bastante mal recibida por la crítica en virtud de esa «ley
de alternancia» según la cual ningún artista puede producir seguidas dos obras
maestras.
La labor de Renoir ha estado sellada siempre por algo que se parece a un secreto,
a un secreto profesional: la familiaridad. En La Marsellesa, la familiaridad le permite
a Renoir no caer en ninguna de las trampas tendidas por las reconstrucciones
históricas y ese extraordinario don vitalista que posee le sirve para darnos una
película viva con gentes que respiran y tienen auténticos sentimientos.
La Marsellesa está construida como un western porque es el único film itinerante
de Renoir. Seguimos al batallón de quinientos voluntarios marselleses que salen de
sus casas el 2 de julio de 1792, marchan hacia París y llegan allí el día 30, víspera de
la publicación del manifiesto Brunswick. La película se acaba poco antes del 10 de
agosto, inminente la batalla de Valmy. Nada de un protagonista único, nada de
papeles bonitos contrapuestos a papeles desagradables, son media docena de
personajes todos interesantes, verosímiles, nobles y humanos que representan a la
corte, a los marselleses, a los aristócratas, al ejército, al pueblo.
Para equilibrar el peso de los Marselleses, del pueblo que va a ennoblecer y
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poetizarse al contacto con el ideario revolucionario, Renoir insiste en el lado prosaico
y cotidiano de Luis XVI, magníficamente interpretado por su hermano, Pierre Renoir.
El rey, cuyo comportamiento hace buena la expresión «rebasado por los
acontecimientos», se interesa por la higiene dental: «Me gustaría probar ese cepillo».
Dos horas antes de huir de las Tunerías, nos lo encontramos comiendo por vez
primera los tomates que los marselleses han introducido en París: «Muy ricos, son un
bocado excelente…».
He hablado de western histórico. Como en las buenas películas del Oeste, se topa
uno con la estructura de los films itinerantes. Las escenas de actividad que suceden
durante el día alternan con las estadísticas de la noche, más propicias a las
discusiones de vivac, ideológicas o sentimentales. Sea que giren en torno a la comida,
la revolución, los pies hinchados por la caminata, el amor o el manejo de las armas,
todas las escenas de La Marsellesa ilustran el concepto de unidad francesa que
aparece aquí como convincente; y si el más famoso film de Griffith lleva por título
Nacimiento de una nación, éste podría llamarse Nacimiento de la Nación.
* * *
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mismo tema: marido viejo, esposa joven, y amante (La Golfa, La bête humaine, The
Woman on the beach[5] por lo que toca a Renoir, y Perversidad, La mujer del cuadro
—The woman in the window— y Human Desire por lo que hace a Lang). Jean Renoir
y Fritz Lang tienen en común su predilección por las actrices-gatas, por las
protagonistas de tipo felino. Gloria Grahame es la perfecta réplica yanqui a Simone
Simon y Joan Bennett fue protagonista tanto con Renoir como con Lang. Aquí se
acaban las comparaciones, porque el autor de La bête humaine y el de Human Desire
no se interesan por las mismas cosas. Respecto a la novela de Zola, Renoir la ha
trabajado —como se suele decir— ascéticamente. Así lo ha explicado él mismo hace
bien poco: «Lo que me animó a realizar La bête humaine fueron las explicaciones
que el protagonista daba de su atavismo. Me dije: No es demasiado interesante, pero
si un hombre como Jean Gabin habla de esa manera, al aire libre, con un amplio
horizonte detrás y quizás con algo de viento, tal vez la cosa tenga su sentido. Fue eso
lo que más me animó a hacer la película».
Renoir trabaja buscando un equilibrio constante: un detalle chusco compensa una
nota trágica, las nubes que corren por encima de Gabin van contando sus penas, o las
locomotoras pasan tras la ventana del cuartucho donde Fernand Ledoux empieza a
sospechar de su mujer.
La bête humaine es probablemente el mejor film de Jean Gabin. «Jacques Lantier
me interesa tanto como Edipo Rey» dijo Renoir de esta película que Claude de Grivay
ha definido perfectamente: «Hay películas de triángulo (La carroza de oro), películas
circulares y cerradas (El río). La bestia humana es un film en línea recta, o seo, una
tragedia».
* * *
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estaban en vísperas de entrar en guerra— Jean Renoir, posiblemente muy deprimido,
se marcha a Hollywood donde rueda cinco películas en ocho años. The woman on the
beach (Una mujer en la playa) (1946) es el último de sus film hollywoodienses. Es
una película curiosa y muy interesante en la que no se pueden encontrar claramente
las más alabadas cualidades de la obra francesa de Renoir, la familiaridad, la fantasía
y —digamos— su humanismo, porque parece que Renoir quiso expresamente
adaptarse a Hollywood y rodar allí un film americano por completo.
La gran diferencia entre las películas europeas y las de Hollywood —y esto vale
también para la obra de Renoir— es que nuestras películas son ante todo films de
personajes, mientras que las americanas son, en primer lugar, films de situaciones. En
Francia se respeta mucho la verosimilitud, la sicología, mientras los americanos le
prestan escasa atención prefiriendo dar a las situaciones un tratamiento vigoroso sin
apartarse un ápice del punto de partida. Una película, a fin de cuentas, es sólo una tira
de celuloide de dos mil metros que desfila ante nuestra mirada. Se podría comparar a
un viaje. Según esto, las películas francesas son como un carromato por un camino
abrupto, mientras que las películas americanas se deslizan como un tren por el carril,
suavemente. The woman on the beach es una película-tren. Por deseo de Renoir, se
trata de una película sobre el sexo, sobre el amor físico, sobre la pasión, y todo esto
expresado sin recurrir a ningún desnudo. Por tanto, nos quedaríamos cortos si
decimos que Joan Bennet es sensual. Es sexual. Lo que más me gusta de The woman
on the beach es que parece que estamos viendo dos películas al mismo tiempo. Los
diálogos no hablan nunca de amor, los personajes cambian frases amables, corteses.
Lo importante no está en el diálogo sino en las miradas que se dirigen y que expresan
algo turbio, secreto y muy concreto.
Nunca el cine es más puro, nunca es más cine que cuando, utilizando el diálogo
como música de contrapunto, logra que penetremos en los pensamientos de los
personajes. Yo les invito a contemplar a los tres actores prodigiosos de The woman on
the beach bajo esta perspectiva. Fíjense en Joan Bennet, Robert Ryan y Charles
Bickford, mírenlos como si fueran animales, como si fueran bestias feroces que
deambulan por la jungla crepuscular de la sexualidad sobreexcitada.
* * *
La carroza de oro (1952 es una de las películas claves de Renoir porque reúne
temas de muchas otras, principalmente el de la sinceridad en el amor y el de la
vocación artística. Es una película construida como el juego de las «cajas chinas» que
se meten unas dentro de las otras. Un film sobre el teatro dentro del teatro.
Fue demasiado injusto el recibimiento que obtuvo de crítica y público La carroza
de oro, quizás la obra maestra de Renoir, o en todo caso, el film más noble y más
refinado que se haya rodado nunca. Tiene toda la espontaneidad y los hallazgos del
Renoir de antes de la guerra junto con el rigor del Renoir americano. Es todo clase y
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finura, gracia y elegancia. Es una película hecha por completo con gestos y actitudes.
Teatro y vida se entremezclan en una acción dividida entre la planta baja y el primer
piso de un palacio del mismo modo que la «comedia del arte» oscila entre el respeto a
la tradición y la improvisación. Anna Magnani es la estrella admirable de este
elegante film en el que el color, el ritmo, el montaje y los actores están a la altura de
una banda sonora en la que Vivaldi se lleva la parte del león. La carroza de oro es de
una belleza absoluta, y la belleza es precisamente su tema principal.
He definido la otra obra maestra de Renoir, La régle du jeu, como una
conversación abierta, como una película en la que se nos invita a participar. No se
puede decir lo mismo de La carroza de oro que es una obra cerrada, un trabajo
concluido que hay que mirar y no tocarlo, una película que ha cuajado en su forma
definitiva, un producto perfecto.
French Cancan (1955) significa la vuelta de Renoir a los platos franceses. No voy
a contarles el argumento. Recuerden únicamente que se trata de un episodio en la
vida de un tal Danglard que fundó el Moulin Rouge e inventó el cancán. Danglard ha
consagrado su vida al music-hall, descubre jóvenes valores, bailarinas o cantantes, y
las «convierte» en vedettes. A veces, son sus amantes, por una temporada, pero
siempre se vuelven exclusivistas, posesivas, celosas, caprichosas, insoportables.
Danglard no se ata a ninguna, está desposado con el music-hall y para él sólo cuenta
el triunfo de sus espectáculos.
Ese amor exclusivo al oficio, que trata de inculcar a las jóvenes artistas que
descubre y revela, es la única razón de su vida.
Es fácil reconocer el parentesco de este tema con el de La carroza de oro: la
vocación por el espectáculo está por encima de las réplicas sentimentales. French
Cancan es un homenaje al music-hall como La carroza de oro lo es a la «commedia
dell’arte»; pero ya he mostrado mis preferencias por esta película. Aunque sean
ajenos a Jean Renoir, los fallos de French Cancan no son menos lamentables porque
afectan en primer lugar al reparto. Si Giani Esposito, Philippe Clay, Pierre Olaf,
Jacques Jouanneau, Max Dalban, Valentine Tessier y Anik Morice están muy bien,
Jean Gabin y María Félix, al contrario, no dan de sí el «máximo».
Merece la pena señalar también las virtudes de la obra: French Cancan ha
marcado una época en la historia de la utilización del color en el cine. Jean Renoir ha
evitado hacer una película pictórica, y en este sentido, French Cancan es el anti-
Moulin Rouge en el que John Huston se dedicó a hacer mezclas de los colores
obtenidos con filtros de gelatina. En nuestra película sólo hay colores puros. Cada
plano de French Cancan es un grabado popular, un «dibujo de Epinal» en
movimiento. ¡Ah, qué negros más bellos, qué marrones más bellos, qué beiges más
bellos!
El french cancán final es un verdadero «no va más», un largo pasaje brillante que
concita invariablemente el apluso de la sala. Aunque French Cancan no tenga en la
obra de Renoir, la importancia de La régle du jeu o de La carroza de oro, no cabe
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duda de que es una película brillante, muy cuidada, con la fuerza de Renoir, su buen
humor y su juventud.
* * *
En Elena y los hombres (1956) nos encontramos con el Renoir de los mejores
momentos. Jacques Jouanneau está espléndido al lado de Ingrid Bergman, Jean
Marais y Mel Ferrer. En Elena se realiza el ideal de Jean Renoir: reencontrar el
talante de los primitivos, el genio de los grandes pioneros del cine, de Mack Sennet,
Larry Semon, Picratt y, por supuesto, Charlot. Con Elena el cine vuelve a sus
orígenes y Renoir a su juventud.
Para aquellos que se creen autorizados a reprochar a los últimos films de Renoir
su alejamiento de las realidades del mundo en que vivimos, voy a resumir Elena y los
hombres. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una multitud que aclama
entusiásticamente el general Rollan celebra la fiesta del 14 de julio. Un estúpido
incidente diplomático había creado una sicosis de guerra y los que rodean al general
aprovechan la ocasión para intentar derrocar el gobierno. En las calles se canta: «De
esta forma el destino, lo ha colocado en nuestro camino…», etc.
Dos años después del estreno de Elena, el general De Gaulle, gracias a la revuelta
alentada por sus partidarios en Argelia, lanzó su famoso «Os he comprendido»,
porque es verdad que siempre hay algún general en algún sitio… El general Rollán de
Renoir (Jean Marais) presenta dos ventajas por lo menos: le gustan más las mujeres
que el poder y nos hace reír.
Elena dice verdades sobre los príncipes que nos gobiernan, sobre aquellos que
han decidido gobernarnos y hacernos felices sin contar con nosotros. Y si les parece
sorprendente que este film realista sea al mismo tiempo un cuento de hadas, oigan la
respuesta de Jean Renoir: «La realidad es siempre mágica. Para que la realidad no sea
mágica es preciso que algunos autores se violenten y nos la presenten a una luz
extraña. Si se la deja tal cual es, es mágica».
* * *
El testamento del Dr. Cordelier es uno de los films malditos de Jean Renoir, lo
mismo que su Memorias de una doncella (Journal de une femme de chambre) (1946),
idénticos ambos en cuanto a ferocidad. La expresión «director de actores» —de la
que se abusa demasiado— se puede emplear aquí en su sentido auténtico al
contemplar a Jean-Louis Barrault, irreconocible agrediendo frenéticamente a los
transeúntes a ritmo de danza.
Dar vida a un ser humano que uno ha inventado, pedirle que se deslice en vez de
andar, otorgarle una gesticulación imaginaria, cargarlo de una brutalidad abstracta y
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delirante, es un sueño de artista, un sueño de cineasta. El testamento del Dr. Cordelier
es ese mismo sueño realizado lo mismo que Comida en la yerba (rodada también ese
año) surge —apostaría por ello— de esta sencilla pero vivida idea visual: ¡oye, sería
divertido presentar una tormenta en el campo con el viento levantando las faldas a las
mujeres!
Para terminar, tenemos que decir que las mujeres ocupan el centro de la obra
entera de Renoir. A base de simplificaciones desordenadas, vamos abriendo un
camino en la jungla acogedora y al mismo tiempo cruel de Renoir. Un tío simpático
está bajo la influencia de una mujer guapa (legítima o no), de temperamento fuerte,
de carácter difícil, pero que es —más o menos— una chica adorable. Se han dado
cuenta, sin duda. Les estoy hablando de Nana, Marquitta, Tire au flanc, La golfa, La
nuit du carrefour, Boudu sauvé des eaux, Toni, Madame Bovary, Les Bas-Fons, La
Marsellesa, La régle du jeu, Memorias de una doncella, La mujer de la plata, La
carroza de oro, French Cancan, Elena y los hombres.
El «ménage à trois» casi nunca atrae la atención de Jean Renoir que inventó el
«ménage à quatre». En su mundo una mujer ama o es amada por tres hombres, o un
hombre ama o es amado por tres mujeres. En la primera de estas situaciones se basan
Une vie sans joie, La hija del agua, La nuit du carrefour, Boudu, Toni, Monsieur
Lange, La bête humaine, La régle du jeu, Memorias de una doncella, French Cancan,
y La carroza de oro que lleva a la perfección este esquema porque los tres personajes
masculinos representan los tres tipos de hombre que una mujer encuentra en su vida.
Dentro de la segunda de estas situaciones se desarrollan Marquitta, Monsieur Lange,
La bête humaine (aquí la tercera mujer es Louison, la locomotora), La régle du jeu,
French Cancan y El río que —paralelamente a La carroza— lleva también el
esquema a la perfección.
Las películas de Renoir beben su vida de la vida misma. Se sabe, por ejemplo,
con quién hacen el amor los personajes principales, precisión ésta cuya ausencia se
notaba demasiado en el cine hasta 1960. A Renoir no le gusta la muerte en las
películas porque hay que trucarla: se puede irritar a un actor para que actúe irritado,
pero mátenlo y tendrán tras sus talones al Sindicato de Actores en pleno… Y sin
embargo, había que lograr que «murieran bien» Nana, Mado, Emma, la bonita Sra.
Roubaud, y tantos otros. En esas ocasiones Renoir contrapone lo que es más vivo,
canciones a la muerte. Las mujeres, que Renoir —sintiéndolo mucho— tiene que
matar, agonizan a los sones populares de una letrilla de barrio: el corazoncito de
Minon era tan pequeñito…
Alguien ha dicho, atacando estúpidamente a Amore (Te querré siempre) de
Rossellini, que «el intérprete debe subordinarse a la obra y no la obra al intérprete».
Desde Une vie sans joie que viene a ser una especie de anillo de pedida para
Catherine Hessling, toda la obra de Renoir rechaza esta afirmación. Ha hecho
siempre las películas a la medida de Jannie Mareze, Valentine Tessier, Nadia
Sibirskala, Sylvia Bataille, Simone Simon, Nora Gregor, Ain Baxter, Joan Bennett,
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Paulette Goddard, Anna Magnani e Ingrid Bergman subordinando su obra a las
intérpretes, y estas películas se cuentan entre las más bellas de la historia del cine.
Jean Renoir no filma situaciones sino personajes. Recuerden, por favor, esa
atracción de feria que se llama «El Palacio de los Espejos» filma personajes que
buscan la salida del laberinto de espejos y chocan con el vidrio de la realidad. Jean
Renoir no filma conceptos sino hombres y mujeres que tiene ideas e ideas, barrocas o
ilusorias, y no nos invita a aceptarlas o despreciarlas, nos pide simplemente que las
respetemos.
Cuando un hombre nos resulta cargante por su obstinación al querernos imponer
una imagen solemne de la existencia (se trate de un político o de un artista
megalómano), solemos comentar que ha olvidado que fue un bebé llorón en su cuna y
que será un viejo gruñón en su agonía. Es evidente que la labor cinematográfica de
Renoir no ha olvidado nunca al hombre desvalido sostenido por la Gran Ilusión de la
vida social, al hombre sin más.
(1967)
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Carl Dreyer
Si pienso en Carl Dreyer lo primero que me viene a la cabeza son esas imágenes
blancas, esos espléndidos primeros planos silenciosos de La pasión de Juana de Arco
cuya sucesión en la pantalla es el equivalente exacto del diálogo apretado,
intercambiado entre Juana y sus jueces en Rouen.
Enseguida recuerdo la blancura de Vampyr (La bruja vampira), flanqueada de
sonidos, gritos y, sobre todo, de los lamentos atroces del Doctor (Jean Hieromniko),
cuya sombra abarquillada por el calor desaparece en el almacén de harina, allá abajo
en ese molino inmutable del que nadie conseguirá librarse. La cámara de Dreyer sabe
filmar estáticamente a Juana de Arco, y sabe liberarse convirtiéndose en el porta
plumas de un chico y seguir, preceder o adivinar los movimientos del vampiro a lo
largo de los grises muros.
Después del desalentador fracaso comercial de estas dos obras maestras, Carl
Dreyer tendrá que esperar once años, once años en una vida, once años de su vida,
antes de poder decir de nuevo: ¡Motor! Se trata de Dies irae, que abordando el tema
de la brujería y de la religión, es una especie de síntesis de las otras dos películas.
Dies irae, la película en la que puede verse el desnudo femenino más bello de la
historia del cine, el desnudo menos erótico y el más carnal. Me refiero al cuerpo
blanco de Martthe Herloff, la vieja quemada como bruja.
Diez años después de Dies irae, hacia el final de verano de 1956, surje Ordet que
conmociona a los espectadores de la Bienal, en el Lido. Nunca, en la historia del
Festival de Venecia, un León de Oro fue mejor otorgado que éste, el concedido a
Ordet, drama de la fe, o más exactamente, una fábula metafísica que tiene por tema la
ceguera a la que pueden conducir las rivalidades dogmáticas.
El protagonista del film, Johannes, es un iluminado que se cree Jesucristo y que
sólo cuando se apercibe de su error dará la impresión de que haber «recibido» el
poder espiritual.
Todas las imágenes de Ordet son de una perfección formal rayana en lo sublime;
pero Dreyer —es sabido— es mucho más que un «formalista». El ritmo es muy lento,
la interpretación de los actores histórica, pero tanto el ritmo como la interpretación
están controlados hasta el máximo. Ni un solo centímetro cuadrado de fotograma se
escapa a la vigilancia de Dreyer, quien ha sido verdaderamente el director más
exigente desde la muerte de Eisenstein. Sus películas, una vez acabadas, son las que
más se aparecen a la idea que de ellos tenían en la cabeza sus creadores.
No hay mímica en los actores de Ordet, por eso su actuación consiste en inclinar
el rostro de esta o aquella manera y en adoptar desde el comienzo de la escena la
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misma actitud de la que no deben apartarse. Lo esencial de la acción sucede en la sala
común de la casa de un rico granjero y la puesta en escena en planos-secuencia muy
móviles parece inspirarse en la experiencia que Alfred Hitchcock intentara con The
rope. (Dreyer en diversas entrevistas ha mencionado su admiración por el autor de La
ventana indiscreta). En Ordet el blanco triunfa de nuevo, un blanco lechoso, un
blanco de visillos soleados, nunca contemplado antes ni después. El sonido, en Ordet,
es espléndido. Hacia el final de la película, el centro del encuadre está ocupado por el
féretro en el que reposa la protagonista, Inger, que Johannes, el loco que se cree
Cristo, ha prometido resucitar. El silencio de la casa enlutada sólo es roto por los
pasos del cabeza de familia, un ruido característico, de zapatos nuevos, de zapatos de
domingo…
La carrera de Dreyer fue difícil, y si ha podido vivir de su arte, ha sido gracias a
la rentabilidad del «Dagmar», la sala de cine que dirigía en Copenhague. Este
cineasta, profundamente religioso y apasionado por el cine, no ha podido realizar los
dos sueños que a lo largo de toda su vida ha alentado: rodar una película sobre la vida
de Cristo, Jesus, y trabajar en Hollywood como su maestro D. W. Griffith.
Me he encontrado con Carl Dreyer sólo tres veces, pero estoy orgulloso de
escribir estas líneas sentado en el mismo sillón de cuero y madera que él utilizaba
cuando trabajaba y que me ofrecieron cuando murió. Carl Dreyer era bajo, muy suave
hablando, obstinado como pocos, en apariencia serio pero sensible y cordial en
realidad. Tres semanas antes de su muerte, reunió junto así a los ocho daneses más
importantes del cine, y junto con ellos redactó una carta protestando por el despido de
Henri Langlois de la cinemateca francesa. Este fue su último acto público.
Carl Dreyer ha muerto. Ha ido a reunirse con Griffith, Stroheim, Murnau,
Eisesntein, Lubistch, los reyes de la primera generación del cinema, que dominó
primero el silencio y luego la palabra. Tenemos mucho que aprender de ellos y de la
blancura de Dreyer.
(1969)
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Ernst Lubitsch
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Hitchcock». El segundo es, probablemente, su manera de abordar el problema del
guión. En apariencia, se trata sólo de contar un argumento en imágenes. Los dos
insisten en esto en todas las entrevistas. Pero no es verdad. No es que mientan porque
sí o por chancearse de nosotros. No, mienten para simplificar ya que la realidad es
demasiado complicada y prefieren dedicar su tiempo a trabajar y perfeccionarse. Y ya
se sabe, tendríamos para rato con los perfeccionistas…
En esta forma de trabajar lo que se pretende, en realidad, es no contar el
argumento y también encontrar el medio de no contarlo del todo. Por supuesto que el
arranque del guión, resumióle en algunas líneas, trata por lo general de la seducción
por una mujer de un hombre que no quiere saber nada de ella, o al revés, o incluso de
la invitación a pecar una noche, de la invitación al placer, etc. En suma, los mismos
temas que maneja Sacha Guitry. Pero lo importante es que nunca se aborda el tema
directamente.
Por eso, si nos quedamos tras la puerta de las habitaciones cuando la acción
transcurre en su interior, si permanecemos en la cocina cuando la acción transcurre en
su interior, si permanecemos en la cocina cuando la acción tiene lugar en el salón, y
en el salón cuando sucede en la escalera y en la cabina telefónica cuando pasa en el
sótano es porque Lubitsch, con toda seguridad, se ha roto la cabeza escribiéndolo
durante seis semanas para que, al final, los espectadores puedan imaginarse por sí
mismos, de la mano de Lubtisch, el guión al mismo tiempo que se proyecta la
película.
Hay dos clases de cineastas, lo mismo que de pintores y escritores. Los que
trabajarían incluso en una isla desierta, y los que no podrían crear nada porque se
preguntarían: ¿a quién va a servir esto? Por eso no se puede pensar en Lubitsch sin
pensar en el público, pero ojo, el público no es algo añadido al proceso creativo. El
público está en la película, forma parte de ella. En la banda sonora de un film de
Lubitsch hay diálogos, ruidos, música, pero también están en ella nuestras risas. Es
esencial. Si no, no habría película. Sus prodigiosas elipsis de guión no funcionarían si
no estuvieran nuestras risas para hacer de puente entre una escena y otra. En el queso
Gruyere de la marca Lubitsch cada agujero es genial.
Se utilice bien o mal, la expresión «puesta en escena» tiene un significado muy
concreto. Aquí se trata de poner en marcha un juego que sólo puede jugarse entre tres
y durante la proyección. ¿Quiénes son los jugadores? Lubitsch, la película y el
público.
Está claro ¿no? Esto no tiene nada que ver con un cine al estilo de El doctor
Zivago. Si Vds. me dicen: «Acabo de ver un film de Lubitsch en el que sobra un
plano», les respondo que mienten. Este cine es todo lo contrario de la vaguedad, de la
imprecisión, de las ambigüedades, de la incomunicación. No hay ni un sólo plano
decorativo, nada que aparezca «para que haga bonito». No, desde el principio hasta el
fin, está uno metido hasta el cuello en lo esencial.
Un guión de Lubitsch, escrito en un papel, no existe como tal, no tiene ningún
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sentido ni siquiera después de la proyección. Sólo existe mientras se ve la película.
Yo les desafío, una hora después de la proyección o quizás después de haberla visto
seis veces, a que me cuenten el guión de To be or not to be (Ser o no ser). Es
rigurosamente imposible.
Nosotros, los espectadores, estamos allí, en la penumbra, y la situación de la
pantalla está muy clara. Se alarga tanto que empezamos a pensar en la siguiente y,
echando mano de nuestros recuerdos de espectador, tratamos de anticiparnos a lo que
va a venir. Pero Lubitsch, exactamente igual que todos los genios poseídos del
espíritu de contradicción, nos deja con un palmo de narices. Estallidos, sí, estallidos
de risa, porque al descubrir la «solución» de Lubitsch, la risa realmente estalla.
Podríamos mencionar, al describir esta forma de trabajar, el «respeto que tiene
Lubitsch al público», pero esta expresión sirve demasiado a menudo para justificar
los peores documentales o las películas de ficción más incomprensibles. Así que
démosla de lado y traigamos a colación un buen ejemplo.
En Trouble in Paradise (Un ladrón en mi alcoba), Edward Everett Horton mira de
manera sospechosa a Herbert Marshall durante un cóctel. Le parece haber visto esa
cara en otra parte. Nosotros sabemos que Herbert Marshall es el ratero que, al
comienzo de la película, ha golpeado al pobre Horton en la habitación de un palacio
veneciano con intención de robarle. En consecuencia, es necesario que en algún
momento Horton lo recuerde. ¿Qué es lo que hacen casi siempre en este caso nueve
de cada diez cineastas? ¡Hatajo de negados!, no se les ocurre otra cosa que
mostrarnos al tío en la cama, que, de repente, a mitad de la noche, se despierta, se
golpea la frente y exclama: «¡Claro, Venecia! Ah, el sinvergüenza». Pero ¿quién es el
sinvergüenza? El que se contenta con una solución tan arbitraria. No así Lubitsch que
se pegó una vida de perro, que se estrujó los sesos trabajando y que, por eso, va a
morirse veinte años antes de la cuenta. He aquí cómo lo hace Lubitsch. Vemos a
Horton fumando un cigarrillo. A las claras adivinamos que se está preguntando dónde
pudo encontrarse antes con Herbert Marshall. Da chupadas al pitillo, reflexiona,
luego aplasta la colilla en un cenicero plateado en forma de góndola… Plano del
cenicero-góndola, volvemos a su rostro, mirada al cenicero… Góndola… ¡Venecia!
Santo cielo, Horton se ha dado cuenta. ¡Bravo! y ahora es el público el que se divierte
y Lubitsch quizás está allí, en la penumbra, al fondo de la sala, de pie, vigilando a su
público temeroso de cualquier dilación en la carcajada colectiva, como Frederich
March en Design for living (Una mujer para dos), o echando una ojeada al apuntador
que ve cómo se acerca Hamlet a la boca de la concha y se apresta, como último
recurso, a soplarle: «Ser o no ser…».
He hablado de cosas que se aprenden, he hablado de talento, he hablado de eso
que en el fondo, eventualmente, se puede comprar poniéndole precio. Ah, pero lo que
no se aprende ni se compra es el encanto y la malicia, el encanto malicioso de
Lubitsch que hacía de él, de veras, todo un Príncipe.
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(1968)
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Charlie Chaplin
Charlie Chaplin realizó The great dictator en 1939-40 pero el público europeo no
pudo contemplarlo hasta 1945. ¿Se ha quedado viejo o no? La pregunta es casi
absurda y podríamos responderla con un «sí, por supuesto, naturalmente». The great
dictator ha envejecido ¡y qué! Ha envejecido como envejeció J’accuse de Zola, como
envejece un editorial político o una conferencia de prensa. Pero sigue siendo un
documento admirable, una pieza única, un objeto útil que se ha convertido en obra de
arte. Y Chaplin tiene todo el derecho del mundo a reestrenarla si con eso consigue los
millones necesarios para financiar su próxima película, Charlot en la luna.
Llama la atención ahora, en 1957, al volver a visionar The great dictator, su
voluntad de ayudar al prójimo a ver más claro. Me resulta odioso ese prejuicio que
declara inoportuna toda obra ambiciosa que tiene por autor a un cómico famoso. Su
primera época es la buena, dicen, aunque la admiración prestada haya nacido de puro
snobismo. Pero sucede a menudo que los snobs queman lo que han adorado en el
momento en que su culto está verdaderamente justificado.
Cada vez que oigo: «Ahora Chaplin se pone serio, señal de que su obra está
acabada», no puedo evitar el pensar lo contrario: su obra comienza. Un artista trabaja
o para «hacerse un bien» a sí mismo o para «hacer un bien» a los demás, y quizás
sólo los grandes artistas son capaces de resolver a la vez sus propios problemas y los
del público. Primero hay que existir, luego hacerse conocer y, por último, hacerse
reconocer. El artista cómico no espera a que la gente vaya a él. Es él quien se adelanta
como clown, mimo, bufón o cantante.
El artista cómico se lo debe todo, incluidas sus ideas sobre el hombre, a ese
público que ha latido al unísono con él. Por eso no consiento que se diga de Chaplin:
«Le han repetido tantas veces que era esto o lo otro que ha llegado a creérselo». No
lo consiento, porque si le han dicho repetidas veces que es un poeta o un filósofo es
porque era verdad, y no sé por qué no iba a creérselo. Y sin pretenderlo ni pensarlo va
a ser aplaudido o rechazado por espectadores de doce años que tal vez no haya visto
nunca un retrato de Hitler, Mussolini, Goering o Goebbels.
En uno de sus más célebres artículos, André Bazin creyó ver en The great
dictator un ajuste de cuentas de Chaplin con Hitler ¿Motivos? Hitler se lo había
merecido al usurpar a Chaplin su bigotito y al haberse endiosado. Chaplin ha
conseguido que el bigotito de Hitler forme parte del mito de Charlot, y con ello ha
reducido a la nada el mito del dictador. En 1939 debían ser, en efecto, Chaplin y
Hitler los dos hombres más famosos del mundo. Al incorporar Chaplin a Hitler rindió
una gran servicio a la gente sin saberlo. Y ahora que es consciente de ello, ¿por qué
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no habría de seguir siéndole útil, y más útil todavía, si cabe?
El extraordinario auditorio que Chaplin concita con su talento le impone una
enorme responsabilidad. No se trata de que él se crea investido de una misión,
realmente lo está. Y, en mi opinión, pocos hombres públicos, políticos o forjadores de
ideologías, se han dedicado a su misión con tanta probidad y eficacia.
The great dictator es una película que ciertamente en 1939 podía afectar al mayor
número de espectadores posible y en la mayoría de los países. Es en verdad una
película histórica, la pesadilla dolorosamente premonitoria da un mundo enloquecido
del cual Nuit et Brouillard iba a levantar un acta fiel. Ninguna película pasará de
moda tan dignamente como El dictador, puesto que nada obsta para imaginar por
separado las fuerzas maléficas por un lado y las benéficas por otro. De ahí la
necesidad de reunirlas a ambas en un único film para oponerlas y para repetir,
diecisiete años después de The pilgrim (El peregrino), la divertida pantomima de
David y Goliat.
Pierre Leprohon y Jean Mitry han publicado dos libros apasionantes a los que hay
referirse necesariamente cuando se habla de Chaplin. El libro de Leprohon, un «Essai
de Chronologie», nos cuenta que Chaplin, estando en Venecia en marzo de 1931,
rechazó una invitación de Mussolini para trasladarse a Koma y ser allí homenajeado.
Un año más tarde, en Londres, en una velada en casa de Lady Astor, Chaplin expuso
sus ideas sobre la crisis económica «El mundo atraviesa un mal momento a causa de
las ingerencias de los gobiernos en el sector privado, y por los excesivos gastos de
los Estados. Yo propugnaría una nacionalización de los bancos y revisaría
numerosas leyes, como, por ejemplo, las del Stock Exchange. Crearía un
departamento gubernamental de Asuntos Económicos que controlara los precios, los
intereses y los beneficios… Mi política favorecería la internacionalización, la
cooperación económica mundial, la abolición del patrón-oro y de la inflación
general…». En 1934 Chaplin acepta un guión sobre Napoleón que le ha ofrecido un
joven periodista italiano. En 1935 habla de un Cyrano moderno y rueda finalmente
Modern Times (Tiempos modernos). En 1937, anuncia que renuncia definitivamente a
rodar un Napoleón y declara: «Es cierto que no volveré a ser más Charlot, nunca más
seré el pobre vagabundo».
Chaplin mantiene su palabra ya que desde entonces se dedica a escribir y preparar
The great dictator. Durante todo el año 1938, se multiplican las diligencias para
impedir que Chaplin ruede esta película. Los agentes diplomáticos alemanes y
muchas organizaciones americanas presionan sobre él. En la primavera de 1940, el
film está terminado, pero tardará en estrenarse seis meses. Entretanto, Chaplin ha sido
acusado por la Comisión de Actividades Anti-americanas (Comisión Dies). ¡Sí, ya en
1940! En esta época comienzan los ataques americanos a Chaplin que continuarán sin
tregua hasta 1952.
The great dictator no es sólo una farsa defensiva, también es un ensayo muy, muy
preciso sobre el drama judío y las delirantes ambiciones racistas del hitlerismo. Casi
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de la misma manera que en La Marsellesa de Jean Renoir, dos series de esquemas se
alternan, el palacio hitleriano y el ghetto. En la medida en que se puede ser objetivo
cuando está en juego la propia piel, Chaplin opone los dos mundos; se ríe ferozmente
del primero, y con ternura del segundo, mientras respeta escrupulosamente la verdad
étnica: las secuencias del ghetto son fluidas maliciosas, astutas, casi bailadas. Las del
palacio hitleriano son bruscas, automáticas, frenéticas hasta el ridículo. Por parte de
los perseguidos, unas fuertes ganas de vivir y un desenfadado que roza la cobardía (la
escena del sorteo para el sacrificio), por parte de los perseguidos, un fanatismo
imbécil.
Cuando al final de la película, y dentro de la mejor tradición de la comedia, se
llevan al pequeño barbero judío para reemplazar al Gran Dictador, del que es sosias
—¡elipsis genial: en la película no se hace alusión alguna a este detalle!—, está
lloviendo, y es el momento de los discursos famosos, del mensaje evidente y
elemental que me cuidaré muy mucho de lamentar en aras de un mensaje más
solapado y camuflado. Los acontecimientos que han desgarrado a Europa poco
después del estreno de esta película bastan para probar que lo que Chaplin
demostraba como demasiado evidente no debía serlo tanto para todo el mundo.
Los comentaristas, y especialmente Bazin, han señalado que el discurso final de
El gran dictador marca el momento crucial de toda su obra porque se puede ver cómo
desaparece paulatinamente la máscara de Charlot para ser sustituida por el rostro, sin
maquillaje, de Charles Chaplin en persona, un hombre ya canoso. Lanza al mundo un
mensaje de esperanza, cita el Evangelio, y sus palabras se dirigen evidentemente a la
raza oprimida que espera la felicidad al realizarse su sueño mesiánico.
Chaplin no quiso que la palabra «fin» se sobreimpresionase sobre su rostro sino
sobre la imagen de Paulette Goddard a la que puso el nombre de su propia madre,
Hannah, palabra palindrómica (que puede leerse en las dos direcciones, y que resume
magníficamente todo el sentido de la película porque Hitler es el barbero judío a la
inversa… A su madre es a quien invoca al término de su discurso mientras Paulette
Goddard, en un plano sublime, postrada por tierra se yergue para escuchar su
llamada: «Levanta tu mirada, Hannah. Mira al cielo, Hannah, ¿has oído?
¡Escucha!».
(1957)
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A KING IN NEW YORK
Comprendido: Charlot ya no nos hace reír. Pero los críticos no han dejado de
divertirse… Lo más chistoso de sus comentarios, y que es común a todos los que son
desfavorables a Un rey en Nueva York, son sus alusiones a los fallos del guión. Es
como reprochar al Nuevo Testamento que carece de suspense. Y no menciono el
Nuevo Testamento por capricho. El rey Shahdow, monarca destronado, llega a Nueva
York habiendo conseguido salvar su cabeza y la tesorería real. A la mañana siguiente
se entera que su primer ministro se ha largado con el dinero y que queda
completamente arruinado. ¿Es Chaplin autor de esta escena o es San Mateo, el mismo
que cuenta la parábola de los talentos? Un hombre al partir de viaje confía su fortuna
a sus criados. Uno de ellos le devuelve lo mismo que le había entregado y el amo le
reprende así: «¡Siervo malo y haragán! ¿No podías haber colocado, al menos, en un
banco el dinero que yo te di al marcharme?».
En el transcurso de una cena en casa de una señora del estilo de Elsa Maxwell el
rey es traicionado por una mirilla[6] colocada en la pared, detrás de la cual se esconde
una cámara que capta subrepticiamente la cena y las payasadas reales. Así es como
Shahdow se convierte sin querer en estrella de la televisión. En la visita a un colegio
progresista, la presentan a un chico de doce años que, por sus respuestas, sorprende y
confunde a los adultos a los que llamaremos, si Vds. lo desean, los «Doctores». Una
noche de invierno, al volver a casa, Shadhow se encuentra al muchacho aterido de
frío y con la ropa empapada. El chaval, Ruppert, cuenta a Shahdow que sus padres
han sido detenidos por comunistas y que han sido condenados por haber negado a
denunciar a sus amigos. En casa del rey, Ruppert se desnuda para darse un baño y
Shahdow sale a comprarle ropa nueva. Podemos evocar aquí también una imagen del
Nuevo Testamento, la del «endemoniado curado»: «Este hombre estaba desnudo para
significar que nosotros hemos perdido la fe y la justicia original, que venían a ser
como un vestido luminoso que nos cubría en nuestro estado de inocencia». Pero bien
pronto, los hombres de McCarthy vienen a apoderarse del chico para llevarlo a
Herodes: «Este príncipe hipócrita, ocultando el designio que había concebido de
matar al niño para no tener que adorarlo como Dios, dijo a los Magos que buscaran a
ese niño y que en cuanto lo encontraran fueran a comunicárselo».
Bien pronto, Shadow es convocado ante la Comisión de Actividades Anti-
Americanas. Los mercachifles de esa clase son indesalojables pero, imitando a Jesús
que volcó mesas y tenderetes, Shahdow se libra de los jueces malvados con una
manguera contra incendios con la que los empapa en un santiamén. Gracias al agua
purificadora, Shahdow se salva y es probablemente Dios quien, en sueños, le
aconseja a este nuevo rey mago que «tome otro camino para regresar a su país» y se
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escapa de Herodes que sin duda está presto a retirarle el pasaporte. Pero lo más triste
de todo, y lo más importante, es que el chico, para que sus padres sean puestos en
libertad, acepta dar a los investigadores las «direcciones solicitadas». Esta moraleja
no es tan ingenua como la del film de Jules Dassin, El que debe morir: Si Cristo
volviera en nuestra época a esta tierra de delatores, se vería obligado a colaborar con
McCarthy.
No pretendo que esta interpretación del guión sea decisiva, y en todo caso es
culpa mía si no consigo probar su hermosura. A veces, al explicar algo, hay que
exagerar un poco para lograr convencer.
Siempre se trata del mismo malentendido: se le ha pegado una etiqueta ajuna
obra, y no se quiere cambiarla. Nos es difícil comprender que si Chaplin continuara
haciendo payasadas a su edad con su célebre atuendo, sería de una ineficacia
consternadora. Además, es evidente que una persona que rodado setenta y cinco
películas, algunas de las cuales se cuentan entre las más conocidas y admiradas de la
historia del cine, no necesita consejos de nadie para estructurar una película.
No he encontrado yo diferencias entre la primera y la segunda parte de Un rey en
Nueva York, simplemente porque no he cometido el error de prepararme para reír.
Como todo el mundo, leo los periódicos y estoy al corriente de las desventuras de
Chaplin en América. Conozco el argumento de este film y la profunda tristeza de los
precedentes. Probablemente Un rey en Nueva York será una película más triste, pero
la más personal también. ¿Hay que repetir que el hombre que ha hecho La quimera
del oro es capaz, si quiere de hacer reír a su público en cualquier momento? Conoce
todos los trucos, es un maestro; lo sabemos. Y si ni reímos ni lloramos al ver Un rey
en Nueva York es porque Chaplin piensa que era preciso dirigirse a la cabeza y no al
corazón. La dulzura terrible de esta película me hace pensar en Nuit et brouillard que
rehúsa igualmente el panfleto y la venganza fáciles.
Dos ejemplos: Si Chaplin hubiese querido hacer llorar, nada más fácil que
desarrollar y estructurar dramáticamente la escena en la que el pequeño Ruppert
confiesa a Shahdow que ha delatado a los amigos de sus padres. Bastaba con volver a
rehacer una bobina de El chico. Si Chaplin hubiese querido provocar la risa, hubiera
hecho mayor hincapié en el momento en que nos muestra los preparativos de la
Comisión investigadora y el investigador empolvándose la cara y maquillándose para
dar bien en la cámara de TV. Hubiera bastado tres gags sobre la polvera para suscitar
risas. Pero eso hubiera sido destruir la película que apunta mucho más alto. Al
habernos mostrado una única imagen muy breve de ese maquillaje, a través de un
monitor, está entregándonos, en estado bruto, un documento para el archivo.
No se trata de una película ostentosa, ni rotunda, ni de un film que divide en
escenas divertidas, irónicas o amargas. Sólo es una demostración rápida, seco, de un
solo trazo, casi un documental. Esos planos de Nueva York, esas imágenes de
aviones que Chaplin ha insertado ahí, hacen pensar en una especie de montaje de
trozos documentales. Un rey en Nueva York no es ni una novela ni un poema, es un
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artículo de periódico, unas hojas del bloc de notas en el que Charlie Chaplin comenta
libremente la actualidad política.
Si ha elegido interpretar un rey, es porque su vida es la de un rey. Por todas partes
le reciben como tal, y no ha tenido necesidad de inventar nada para mostrarnos a esos
fotógrafos incordiantes, a esos periodistas indiscretos, esos recibimientos grotescos.
En la vida, a Chaplin le obligan continuamente a montar «números» para no
decepcionar esa imagen que sus «huéspedes» del todo-París, del todo-Londres, del
todo-Nueva York tienen de él. Y deja bien claro que esos «números» son divertidos
para todos menos para él. De ahí, la monstruosa parrafada de Hamlet, introducida
para que frunzamos el ceño y no para hacernos reír. En el diálogo, alguien dice un
poco después: «No es nadie, pero si se le calienta un poco, se pone divertido». Me
gusta esa lucidez irónica de la que está sembrada toda la película.
Al comienzo mismo del film, en esa escena del dinero desaparecido, Chaplin se
ríe de sí mismo, de su famoso recelo, de su obsesión por no ser robado.
Así como Charlot es sentimental, Chaplin lo es muy poco. Nos muestra por vez
primera, relaciones concretas y verdaderas entre el rey y las mujeres. Nada de
romances, nada de ramos de flores en la mano. Al contrario, el rey se arroja encima,
casi literalmente, de Dawn Adams, una muchachita americana excitante y calentona.
Todo lo que se conoce de la vida amorosa de Chaplin en los Estados Unidos —eso de
que madres desaprensivas le ponían en las manos a sus hijas para enseguida llevarlo
al juzgado y conseguir una renta vitalicia— todo eso está resumido en tres minutos en
el film.
Si Un rey en Nueva York no es una película divertida, la culpa la tiene la América
de McCarthy, representante de un mundo donde uno se aburre. Es un film
autobiográfico y sin ningún miramiento, un trozo de vida más doloroso que los demás
porque Chaplin ha comprendido que el problema más angustioso de esta época no es
la miseria o los fracasos del progreso, sino esa destrucción sistemática de la libertad
en un mundo que bien pronto estará empujado al espionaje obligatorio.
«La obra de arte —explica en algún sitio Jean Genet— debe resolver el drama y
no plantearlo». Charlie Chaplin lo resuelve gracias a su secreto, que se llama lucidez.
(1957)
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¿QUIÉN ES CHARLES CHAPLIN[7]?
Charles Chaplin es el cineasta más célebre del mundo, pero su obra está a punto
de convertirse en la más misteriosa de la historia del cine. A medida que expiraban
los derechos de explotación de sus films, Chaplin prohibía su difusión, escamado —
todo hay que decirlo— por las innumerables reediciones piratas que se han venido
produciendo desde el comienzo mismo de su carrera. Por eso, las nuevas
generaciones de espectadores no conocen El Chico, El Circo, Luces de la ciudad, The
great dictator, Monsieur Verdoux, Candilejas si no es de oídas.
A partir de 1970 Chaplin ha decidido volver a poner en circulación la casi
totalidad de su obra y este lote permitirá seguir el itinerario de su pensamiento paso a
paso del mismo modo que se camina por las traviesas de una vía de tren.
Durante los años que precedieron al descubrimiento del sonoro, todo el mundo,
especialmente los escritores y los intelectuales, despreciaron el cine. No veían en él
más que una barraca de feria o un arte menor. Sólo había una excepción, Charlie
Chaplin, y me imagino que eso tuvo que parecerles odioso a cuantos habían prestado
atención a los films de Griffith, Stroheim o Keaton. La polémica de entonces era: ¿Es
el cine un arte? Pero esta disputa entre dos grupos de intelectuales no interesaba al
público que ni siquiera se lo cuestionaba. El público, con un entusiasmo cuyas
proporciones son hoy difíciles de imaginar —habría que trasponer al mundo entero el
culto de que gozó Eva Perón en Argentina—, convirtió a Chaplin en el hombre más
famoso del mundo en la época inmediata a la I Guerra Mundial.
Me maravillo de eso, sesenta años después de la primera aparición de Charlot en
una pantalla, porque me parece muy lógico, y esta lógica tiene algo de hermoso.
Desde sus comienzos el cine fue practicado por personas privilegiadas incluso
cuando, antes de 1920, no se pensaba que fuera un arte. Sin recurrir al slogan, famoso
a partir de mayo del 68, de «cine arte-burgués», quiero hacer notar que hay siempre
una gran diferencia, no sólo cultural sino biográfica, entre la gente que hace cine y la
gente que lo ve.
Charles Chaplin, abandonado por un padre alcohólico, vivió sus primeros años
con la angustia de ver cómo su madre iba a ser llevada a un sanatorio, y después,
cuando se la llevaron, con el miedo de que lo cogiera la policía. Fue un pequeño
clochard de nueve años que deambulaba por las tapias de Kennington Road y vivía
—como él mismo ha escrito en sus memorias— «en lo más ínfimo de la sociedad».
Repito aquí lo que tantas veces se ha escrito y comentado, tantas que quizás se ha
perdido de vista su misma crueldad, porque es necesario recapacitar en lo explosiva
que es la miseria cuando es total. Cuando Chaplin entra en la Keistone para rodar
películas de persecuciones, él corre más deprisa / mucho más lejos que sus colegas
del music-hall. Porque si no es el único cineasta que ha descrito lo que es pasar
hambre, es el único que la ha padecido, y eso lo van a notar los espectadores del
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mundo entero en el momento mismo en que sus películas empiecen a difundirse, a
partir de 1914.
Me siento inclinado a pensar que Chaplin, cuya madre murió loca, anduvo cerca
de la locura, y que se libró de ella gracias a sus dotes de mimo (que heredó
precisamente de su madre). Desde hace años se está estudiando con gran seriedad el
caso del niño que crece en soledad, en el abandono moral, físico o material, y los
especialistas señalan que el autismo es un mecanismo de defensa. Por tanto, en las
acciones y gestos de Charlot todo es mecanismo de defensa. Cuando Bazin explica
que Charlot no es antisocial sino asocial y que aspira a entrar en la sociedad, define,
casi en los mismos términos que Kanner, la diferencia entre el esquizofrénico y el
niño autista: «Mientras que el esquizofrénico trata de resolver su problema
abandonando un mundo del que formaba parte, estos niños llegan progresivamente a
un compromiso que consiste en tantear prudentemente un mundo del que han estado
ajenos desde el comienzo».
Para ceñirme a un sólo ejemplo de desfase (la palabra «décalage» aparece
constantemente en los escritos de Bazin lo mismo que en los de Bruno Bettelheim
cuando habla de los niños autistas en «La Forté resse Vide») aportaré dos citas a
propósito del papel de los objetos:
«El niño autista tiene poco miedo a las cosas, y las maneja, porque lo que le
parece que amenaza su existencia no son las cosas sino las personas. Sin embargo, la
utilización que hace de las cosas no es la habitual para la que fueron concebidas».
(Bettelheim).
«Parece que los objetos no quieren ayudar a Charlot si no es al margen del uso
que la sociedad les ha asignado. El mejor ejemplo de este desfase es la famosa danza
de los panecillos en la que la complicidad del objeto estalla en una coreografía
gratuita» (André Bazin).
En palabras de hoy, diríamos que Charlot es un «marginado» y, en su clase, el
más marginado de los marginados. Convertido en el artista más famoso y más rico, se
siente obligado por los años o por pudor, en todo caso por lógica, a abandonar el
personaje del vagabundo pero se da cuenta de que el papel de hombre «instalado» le
está vetado. Tiene que cambiar de mito pero seguir siendo mítico. Por eso, prepara un
Napoleón, una vida de Cristo. Renuncia a estos dos proyectos y rueda The Dictator,
luego Monsieur Verdoux y Un rey en Nueva York pasando por el Calvero de
Candilejas, un clown tan fracasado que un día llega a proponer a su empresario: «¿Y
si continúo mi carrera con otro nombre?».
Charles Chaplin ha dominado e influenciado cincuenta años de cine, hasta el
punto de que se le intuye claramente en sobreimpresión detrás de el Julien Carette de
La régle du jeu, como se atisba al Sr. Verdoux detrás de Archibaldo de la Cruz, y al
pequeño barbero judío que ve cómo arde su casa en El gran dictador, se le entrevé
también veintiséis años después en el viejo polaco de Au feu, les pompiers de Milos
Forman.
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Su obra se divide netamente en dos partes: a) el vagabundo; b) el hombre más
famoso del mundo. La primera plantea la pregunta: ¿Existo? La segunda se esfuerza
por responder a ¿quién soy? En su conjunto, la obra de Charlie Chaplin gira en torno
al tema más grande de la creación artística: la identidad.
(1974)
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John Ford
John Ford ha sido uno de los más célebres directores de cine del mundo, y sin
embargo, en él, en su comportamiento y en sus declaraciones todo da la impresión de
que nunca buscó esa fama. Este hombre, al que suelen pintar como huraño y
secretamente tierno, se sentía seguramente más cerca de los personajes secundarios
que encargaba a Victor MacLaglen que de los personajes protagonistas que
interpretaba John Waine.
John Ford era de esos artistas que nunca pronuncian la palabra «arte» y de esos
poetas que no hablan nunca de «poseía».
Lo que más me gusta de la forma de trabajar de John Ford es la primacía que
concede a los personajes. Durante mucho tiempo, siendo periodista, critiqué su
concepto de la mujer —que me parecía propio del siglo XIX—, después, siendo ya
director, he caído en la cuenta de que, gracias a John Ford, una actriz espléndida
como Mauren O’Hara ha podido interpretar algunos de los mejores papeles de mujer
del cine americano entre 1941 y 1957
John Ford podría haber recibido —ex-aequeo con Howard Hawks— el premio a
la «puesta en escena invisible». Quiero decir que la cámara en estos grandes
narradores de historias no se nota: muy pocos movimientos de cámara —sólo para
acompañar a un personaje—, una mayoría de planos quietos, filmados siempre a la
distancia exacta, en fin, un estilo de escritura tenue y fluido que puede compararse al
de Guy de Maupassant o Turgeniev.
Con una regia facilidad, John Ford sabía hacer reír al público o hacerle llorar. Lo
único que no sabía hacer era ¡aburrir!
Y puesto que John Ford creía en Dios: God bless John Ford.
(1974)
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Fritz Lang
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principales se encuentran o fuera o al margen de ella. Al protagonista de (El vampiro
de Dussendorlf) lo presentó y filmó ya como víctima. Lang ante el avance del
nazismo en 1933, abandona de repente Alemania. A partir de entonces, su obra,
incluidos los westerns y los thrillers, se resentirá de esta ruptura y bien pronto el tema
de la persecución vendrá añadirse al de la venganza. Muchos films americanos de
Lang se apoyan en esta trama: un hombre se compromete en una lucha de carácter
general como policía, sabio, soldado o residente, pero la muerte de un ser cercano (la
mujer amada, un niño) convierte el conflicto en personal y afectivo, y la buena causa
inicial pasa a un segundo plano en beneficio de la simple venganza personal: Man
Hunt (La caza del hombre), Cloak an Dagger, Rancho Notorius (Encubridora), The
big heat (Sobornados) etc…
Fritz Lang está obsesionado por el linchamiento, por los juicios sumarios, por la
buena conciencia. Su pesimismo gana terreno en cada nueva película, por eso su
obra, en estos últimos años, se ha convertido en la más amarga de la historia del cine.
De ahí el fracaso de sus últimas películas. Al principio, se trataba de un protagonista
víctima, luego, de un protagonista vengador, y ahora sólo el hombre marcado por el
pecado. No hay personajes simpáticos en las últimas películas de Lang: Wihle the city
sleeps (Mientras la ciudad duerme), beyond a reasonable doubt (Mós allá de la
duda). Todos son fulleros, arrivistas, depravados para quienes la vida es sólo una
apisonadora.
En Más allá de la duda, Fritz Lang parece abogar por el mantenimiento de la
pena de muerte: Dan Andrews, un periodista, se deja acusar de un crimen para llevar
a cabo una campaña periodística sobre la pena de muerte. Hace converger sobre él
todas las sospechas, se deja condenar a muerte. La víspera de la ejecución se
descubre su inocencia; queda libre, pero charlando con su novia se traiciona y ésta
comprende que había matado efectivamente a la gogó-girl. La idea de una
investigación periodística se le había ocurrido para librarse de la condena y borrar las
huellas. ¡Su novia no duda en denunciarlo! Nada tiene de extraño que la crítica, en su
mayoría, se indignara con este guión poco corriente, que, sin embargo, le iba muy
bien a las preocupaciones de un hombre al que los acontecimientos mundiales, el
nazismo, la guerra, las deportaciones, el maccarthysmo, etc…, han reafirmado en una
rebeldía que ha degenerado en un inmenso asco.
Fritz Lang se expresa con libertad mediante historias estrambóticas que trata de
mejorar, no en el sentido de afinar las sicologías ni la verosimilitud sino de
deformarlas de acuerdo con sus propias obsesiones. Y así sé mucho más de él, de
cómo es, de cómo piensa, después de haber visto Mientras duerme la ciudad (que es
un encargo) que lo que pude conocer de René Clément al estrenarse Gervaise, film
logrado y «de qualité», pero en el que el decorador, la estrella o los guionistas, tienen
la misma importancia que el director.
Mientras la ciudad duerme nos presenta los hechos y milagros de una decena de
personajes que pululan en torno a un gran periódico. Ha muerto repentinamente el
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director, y su hijo, un snob degenerado e incompetente, ofrece el puesto a aquel de los
tres candidatos que descubra a un estrangulador de mujeres al que Fritz Lang (que
por esta vez desdeña el enigma policiaco) nos ha mostrado en plena actividad en la
secuencia pre-genérico. Lo apasionante de esta película es la mirada de Lang sobre
los personajes: de una dureza extrema. ¡Todos son culpables! No hay nada menos
sentimental ni amanerado, nada más cruel que una escena de amor dirigida por Fritz
Lang. Dana Andrews es en la película un periodista de talento, el único que rehúsa
participar en la nada honrosa competición. Pero ¿significa eso que vale más que los
restantes personajes? En absoluto. Examinemos las relaciones con su novia, Sally
Forrest. Ella es virgen y está ansiosa por encontrar un marido de buena posición.
Dana Andrews le hace la corte, pero le gustaría convertirla en su amante más que en
su esposa. Por eso, su comportamiento es un chantaje sexual implícito. Andrews cada
vez va más lejos en sus muestras de cariño. Por su parte, Sally deja que le acaricie las
piernas, porque no hay que desanimarlo del todo, pero de lo otro… ¡hasta después de
la boda, nada! Por último, Dana Andrews cederá, pero no sin antes haber tonteado
descaradamente y con entusiasmo con Ida Lupino, la comadre del periódico, mujer
«libre» que sólo aspira a mejorar su posición. En cuanto a la esposa del jefe, dice que
va a ver a su madre cada vez que va a casa de su amante. Durante una sesión de
masaje, se ve obligada a mentir a su marido y para hablarle se pone gafas oscuras…
Fritz Lang acumula datos «feroces» sobre cada uno de los personajes no con una
finalidad satírica o paródica sino por pesimismo. De todos los cineastas alemanes que
huyeron del nazismo en 1932, será el único que no se «rendirá» jamás, hasta el punto
de dar la impresión de que le repugna esa América que, sin embargo, le acogió.
Para Fritz Lang no hay ninguna duda de que el hombre nace malo. Y la pavorosa
tristeza que se desprende de sus últimas películas nos hace evocar Nuit et brouillard
de Alain Resnais: «Esto es lo que queda, lo que permite imaginar cómo serían esas
noches entrecortadas por llamadas a pasar lista, por controles minuciosos, esas
noches que hacen castañear los dientes… Hay que dormir de prisa. Y esos
despertares, a golpes, a empujones, buscando lo que les han robado…». En esa
película extraordinaria, Resnais nos dice más: «Llegan incluso a organizarse
políticamente para disputar a los presos comunes el control interno de la vida del
campo». Nuestro mejor escritor, o por lo menos nuestro único moralista, Jean Genet,
explica como nadie esta revancha de los delincuentes comunes en el curso de una
conferencia que le fue prohibida en la radio, «El niño criminal»: «Los periódicos
todavía hoy presentan fotografías de cadáveres que se salen de los cobertizos o que
siembran las llanuras, y que fueron tomadas desde las alambradas de espino, en los
hornos crematorios. Nos muestran uñas arrancadas, pieles tatuadas, curtidas para
pantallas de lámparas: son los crímenes de Hitler. Pero nadie se percata de que,
desde siempre, en los reformatorios, en las cárceles de Francia, hay verdugos que
torturan a niños y a adultos. No importa saber si se trata de inocentes o de culpables
ante la mirada de una justicia sobrehumana o simplemente humana… A los ojos de
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los alemanes, los franceses eran culpables… Y esas “buenas” personas, que tienen
ahora su nombre esculpido en mármol con letras doradas, aplaudían cuando nos
esposaban y un policía nos rompía las costillas».
La obra entera de Fritz Lang, de la cual You only live one es uno de los eslabones
más importantes, ilustra (¡con qué obstinación y talento!) esta forma de pensar: nadie
puede juzgar a nadie, todos somos culpables, todos somos víctimas.
¿El estilo de Fritz Lang? Se define con una palabra: inexorable. Cada plano, cada
movimiento de cámara, cada encuadre, cada gesto de los actores tiene algo de
decisivo e inimitable. Por ejemplo, ese plano de Sólo se vive una vez en que Henry
Fonda pide a su mujer, tras el cristal de un ventanillo, que le consiga un revólver.
Bajando la voz, exagerando la articulación de los labios, crispando las mandíbulas,
Fonda sólo nos deja oír las consonantes de la frase: «Get me a gun». Sólo se percibe
el ruido sordo que hacen en esta frase las dos ges y la t. Y todo ello, envuelto en una
mirada de una enorme intensidad.
A la luz de lo que hemos dicho, hay que ver y volver a ver You only live once y
con mayor motivo todavía las postreras películas de Fritz Lang, porque este hombre
no sólo es un artista genial sino el más solitario e incomprendido de los cineastas
contemporáneos.
(1958)
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Frank Capra
(1974)
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Howard Hawks
SCARFACE
(El terror del hampa)
(1954)
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GENTLEMEN PREFER BLONDES
(Los caballeros las prefieren rubias)
Las personas que por oficio o por afición ven películas y hablan de ellas, tienen
desde hace dos semanas un tema de preocupación que los divide: Gentlemen prefer
blondes (Los caballeros las prefieren rubias), film americano en technicolor de
Howard Hawks, ¿es una obra intelectual o una payasada?
Para hacer memoria, citaré primero algunos títulos que son un hito en la carrera
de este cineasta prestigioso en el pasado y hoy controvertido: Scarface (El terror del
hampa), Only Angels have wings (Sólo los ángeles tienen alas), Sergeant York
(Sargento York), Bringing up, baby (La fiera de mi niña), Red River (Río Rojo), The
big Sky (Río de sangre), Monkey Business (Me siento rejuvenecer). Howard Hawks es
el único director con el que William Faulkner ha aceptado trabajar. Su obra se divide
en films de aventuras y en comedias. Los primeros cantan al hombre, ensalzan su
inteligencia, su poderío físico y moral. Los segundos dan testimonio de la
degeneración y la flojera de ese mismo hombre dentro de la civilización moderna.
Howard Hawks es, pues, un moralista a su manera, y Gentlemen prefer blondes está
lejos de ser una diversión cínica y amable. Es una obra ingeniosa y rigurosa,
inteligente e inmisericorde.
Su anécdota, su futilidad aparente, es conocida: Lorelei la rubia (Marilyn
Monroe) y Dorothy la morena (Jane Russell) van por la vida metiéndose en el bote a
un puñado de millonarios que son sus devotos admiradores. A Lorelei le gustan, por
encima de todo, los diamantes, y a Dorothy la musculatura masculina. Después de un
montón de peripecias, se casan en el barco que las lleva a América, la una con un
millonario un poco basto, y la otra con un viril servidor de la ley que no tiene un
duro. Uno no se ríe en esta película. No porque el guión o la realización sean flojos.
Al contrario, la risa se hiela en la garganta, la diversión se estropea y, en
consecuencia, la tesis de que se trata de una «film intelectual» lleva las de ganar. En
todas sus películas, dramas o comedias, Howard Hawks tiene por principio el «ir
siempre hasta el final», y muchas escenas que pueden parecer débiles al comienzo,
llevadas hasta el máximo agotamiento lógico, se convierten en ese instante en
monstruos.
En esos momentos Lorelei y Dorothy dejan de ser personajes para pasar a ser,
más que símbolos, entidades: son «la» rubia y «la» morena, la avaricia y la lujuria, la
frígida y la ninfómana. Las verdaderas intenciones de los autores (Charles Lederer,
guionista habitual de Hawks y él mismo) quedan claras en las dos escenas centrales
en las que se llega a tal delirio, a tal abstracción, que los dos ballets y las dos
canciones no bastan para justificar su irrealidad. La primera es una larga secuencia en
la piscina del barco en la que Jane Russell canta en medio de una veintena de atletas
en slip, que tienden los músculos de sus brazos hacia Dorothy con el pretexto de
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hacer ejercicios gimnásticos, etc. La segunda escena nos presenta a Marilyn Monroe
cantando: «El mejor amigo de la mujer son los diamantes» rodeada de cinco efebos
en smoking, sosteniendo en su mano derecha un collar de diamantes y en la izquierda
un revólver con el que se pegarán un tiro en la cabeza después de que Marilyn les
haya abofeteado con su abanico diamantino. Durante esta misma escena, las luces
rojas desaparecen bruscamente para dar paso a un único proyector que crea un
ambiente de iglesia, y en seguida, esos veinte señores se ponen de rodillas en una
postura estática. Por último cito como significativo el plano en que Lorelei, a la que
acaban de ofrecerle una diadema de diamantes, la esconde en la espalda sosteniéndola
horizontalmente como quien corona al mismo tiempo «el objeto» de sus esfuerzos o,
mejor, su instrumento de trabajo.
Esta ruptura de los géneros, a la que se dedican muchos artistas modernos, nadie
la ha practicado mejor que Hawks en el terreno del cine. Como prueba baste ese
sketch bufo, adaptado de O’Henry, que la «Century Fox» suprimió del film[8] porque
no hacía reír a nadie. La anécdota era particularmente rica, y muy típica de Hawks
por los temas que abordaba, el del niño prodigio y el de los adultos infantiles: unos
secuestradores se apoderan de un niño, pero éste es tan insufrible que ofrecen, en
vano, dinero a sus padres para devolverlo.
En conclusión la comicidad de Hawks, le pongamos la etiqueta que le pongamos,
se presenta como nueva y original, regida por leyes que se fían más de una buena
mecánica del absurdo que de imperativos comerciales. Ríase uno o no se ría con esta
película, lo que en todo caso es evidente es que no puede aburrirse.
(1954)
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LAND OF THE PHARAONS
(Tierra de faraones)
(1955)
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Joseph von Sternberg
JET PILOT
(Amor a reacción)
Jet Pilot es un film de propaganda antisoviética realizado en 1950 por Joseph von
Stenberg, el prestigioso director de Ángel azul, Underworld (La ley del hampa),
Shangal Gesture (El embrujo de Shangai), The Saga de Anathan, etc…
Es una clásica comedia americana con el esquema de Ninotchka: el idilio entre un
aviador americano y una aviadora rusa, y la conversión de ésta a los encantos del
mundo capitalista. Es un film antipático, porque no está inspirado en ninguna
ideología. Sólo trata de demostrar que la aviación americana es la mejor del mundo y
que la vida en Rusia es de pesadilla. Un antisovietismo, el peor, destinado a halagar la
cartera de los habitantes de los nigt-clubs. Fue un «encargo» hecho al severo y
preciosista Von Sternberg que declina ahora su autoría, porque el «montaje» se
efectuó sin él y contra sus criterios varios años después del rodaje. Su productor,
Howard Hughes, apasionado por la aviación, fue el más caprichoso y tiránico de los
financieros de Hollywood. Y sin embargo, es una película lograda, un bello film.
Se trataba de satisfacer esencialmente tres de las pasiones momentáneas de su
productor, Howard Hughes: la aviación, Janet Leigh y el anticomunismo. Y se puede
decir que estos tres deseos le fueron satisfechos —y por encima de lo que podría
esperar— porque Jet Pilot es uno de los mejores films de aviación realizados hasta
hoy, Janet Leigh está sublime y el anticomunismo es de una rara perfidia.
Janet Leigh, as de la aviación soviética, aterriza en América y finge que «ha
elegido la libertad». A John Wayne, as de la aviación americana, se le encarga
cortejarla y sacarle toda la información militar que sepa. Segundo acto: Janet Leigh
era una espía. La van a expulsar de Estados Unidos. John Wyne que se ha enamorado
de veras, se casa con ella y huyen juntos a Rusia. Tercer acto: Allí la vida es un
infierno o poco menos. John Wayne se niega a dar información de la aviación
americana, le someten a un lavado de cerebro similar al descrito por Lajos Ruff en
«L’Express». Antes que sea demasiado tarde, Janet y John Wayne huyen a América,
perseguidos por toda la aviación rusa. Un último plano nos los presenta en Palm
Spring, amartelados y dispuestos a comerse una hamburguesa.
¿Por qué Jet Pilot es una buena película a pesar de todo? Porque las escenas entre
Janet y John Wayne están llevadas con una habilidad, con una invención, con una
inteligencia realmente notables; porque el erotismo de esta película es el más
capcioso, el más sutil, el más eficaz y el más refinado posible. No olvidaré nunca la
escena en la que John Wayne debe registrar a Janet Leigh, embutida en conjunto
adornado con bolsillos oblicuos en el pecho y en el bajo vientre. No podré olvidar ese
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momento en que la aviadora, balanceando el pie a través de la puerta entreabierta, les
entrega la braga para que la registren. No podré olvidar a Janet Leigh en camisón, en
el avión, en Rusia, luciendo en cada momento su tipo. Bueno, ya se sabe, las mujeres
son la especialidad de Sternberg. Obligado a filmar también aviones durante más de
la mitad de la película, ha sabido «humanizarlos» con una maestría asombrosa.
Cuando el aparato pilotado por Janet Leigh aparece en el cielo, volando al lado del
avión pilotado por John Wayne y escuchamos en pleno cielo su diálogo de amor por
radio, nos sentimos invadidos por una emoción totalmente pura, conseguida por
medios poéticos. Tantos hallazgos y tanta belleza nos ponen un nudo en la garganta.
La intención del film, lo repito, es imbécil y propagandista, pero Sternberg la soslaya
constantemente y los ojos se nos llenan de lágrimas ante tanta belleza, como, por
ejemplo, cuando el avión macho y el avión hembra se buscan, se encuentran, se
superponen, se excitan, se calman y vuelan, por fin, uno al lado de otro. Sí, en esta
película, los aviones hacen el amor.
(1958)
P. S.—Al año siguiente (1951), Howard Hughes llamó de nuevo a Von Sternberg
para dirigir en Macao (Una aventura en Macao) a la actriz Jane Russell, que el
productor-aviador había descubierto, dirigido y lanzado en The Outlaw. Descontento
de las primeras tomas, eliminó a Von Sternberg y puso en su lugar a Nick Ray.
Parafraseando sin saberlo a Guillaume Apollinaire («Tus pechos son los únicos
obuses que me gustan»), Hughes demostró en las observaciones siguientes (reveladas
por Noah Dietrich en su libro: «Howard, the amazing Mr. Hughes») que los
sujetadores de una actriz exigen la misma precisión que un motor de avión:
«Considero que los vestidos de Jane Russell tal como fueron presentados son
rematadamente feos. Poco apropiados, lo tapan todo. Sólo hay una palabra para
calificarlos en conjunto: horribles.
Con una sola excepción: el vestido de tejido metalizado que es, de veras,
formidable. Hay que utilizarlo a toda costa.
Pero la pechera no sirve en absoluto ya que hace pensar —¡Dios me perdone!—
que los senos son falsos o tienen relleno. En pocas palabras, la línea no parece
natural. Se diría que lleva un sostén de tejido rígido que no abarca sus formas. En
particular, en torno a los pezones, da la impresión de que se ha colocado una especie
de tela tiesa bajo el vestido, y el contorno resulta artificial, no natural.
No recomiendo la supresión del sujetador, porque sé que esa prenda interior le es
muy necesaria a la Russell. Pero pienso que sería mucho más eficaz un semi-
sujetador que le sostuviera los pechos y que no se notara debajo del vestido o, por lo
menos, un sujetador muy tenue, en tejido muy fino, que permita ver la forma natural
del pecho bajo la ropa…
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Por otra parte, sería muy útil colocar en el sujetador o en el vestido algo
puntiagudo en el sitio donde están los pezones, porque, lo sé muy bien, en el caso de
la Russell, no los tiene en su sitio natural. Si no, sus pechos parecen demasiado
redondos o aplastados, así que se hace aconsejable un artilugio en ese lugar, siempre
y cuando se pueda introducir sin romper la línea general del pecho. Lo malo de todo
esto, tal como están las cosas, es que el emplazamiento teórico de esos pezones (ha
sucedido con ellos muchas veces) no es del todo natural. Además, la silueta del seno,
desde la punta hasta su inserción en el cuerpo, resulta demasiado cónica y hace
pensar en un objeto fabricado mecánicamente.
Es difícil de explicar, pero viendo la película, creo que Vd. comprenderá lo que
quiero decir.
Por supuesto que todas estas observaciones se refieren al vestido de tela
metalizada. Valen, sin embargo, para todos los demás vestidos que lleva en la película
y me gustaría que se siguieran estas directrices para todo su guardarropa… Con todo,
quiero que, en la medida de lo posible, los demás también sean escotados (y tan
abiertos como lo permita la ley) para que los clientes que pagan por ver esa parte de
la Russell puedan contemplarla sin más límite que el trozo de tela metalizada o no».
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Alfred Hitchcock
REAR WINDOW
(La ventana indiscreta)
Hay dos clases de directores: los que tienen en cuenta al público cuando piensan y
realizan sus películas y los que prescinden de él. Para los primeros, el cine es un arte
del espectáculo; para los segundos, una aventura individual. No es cuestión de
preferir a éstos a aquellos; es un hecho. Para Hitchcock como para Renoir, y además
para casi todos los cineastas americanos, una película no es perfecta si no logra el
éxito, es decir, si no atrae al público en el que se ha estado pensando desde el
momento mismo en que se ha elegido el argumento hasta que se ha terminado su
realización. Mientras que Bresson, Tati, Rossellini y Nicholas Ray ruedan «a su
modo» las películas y solicitan después al público que «entre en su juego», Renoir,
Clouzot, Hitchcock y Hawks hacen sus films para el público, y se hacen preguntas
continuamente para estar seguros de que va a interesarles a los futuros espectadores.
Alfred Hitchcock, que es un hombre notoriamente inteligente, se acostumbró
enseguida, desde el comienzo de su carrera inglesa, a vigilar todos los pasos en la
elaboración de sus películas. Se ha esforzado a lo largo de su vida entera por ajustar
sus gustos a los del público, insistiendo sobre el humor en su época inglesa y sobre el
suspense en la americana. Esta dosificación de suspense y humor ha convertido a
Hitchcock en uno de los directores más comerciales del mundo (sus películas rinden
normalmente un beneficio cuatro veces mayor que su coste). Pero lo que ha hecho de
él un gran director de cine es la gran exigencia a que se somete y a que somete a su
arte.
Un resumen de la intriga de Rear Window (La ventana indiscreta) es incapaz de
hacer evidente la total novedad de esta obra, inenarrable en su complejidad. El
fotógrafo y reportero Jeffrie (James Stewart), postrado en una silla a consecuencia de
una fractura de pierna, observa por la ventana el comportamiento de sus vecinos. Un
buen día llega al convencimiento de que uno de ellos ha asesinado a su enferma,
insoportable e irascible esposa. El argumento de la película es la investigación que
emprende Jeffrie sobre el crimen a pesar de estar inmovilizado por el yeso. Es preciso
mencionar también a una joven famosa (Grace Kelly) que quisiera casarse con él, y a
cada uno de sus vecinos: un matrimonio sin hijos que está trastornado porque su
perrito ha muerto «envenenado», una muchacha un poco exhibicionista, una mujer
abandonada y un compositor fracasado que al final unirán su respectiva tentación de
suicidio y decidirán tal vez formar un hogar, una pareja de recién casados que pasa el
día haciendo el amor y, por último, el asesino y su víctima.
Con esta sinopsis del argumento, el guión puede parecer más habilidoso que
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profundo. Pero estoy convencido de que esta película es una de las mejores de
Hitchcock (de entre las 17 realizadas hasta ahora en Hollywood). Una película
verdaderamente insólita porque no contiene ningún fallo, ninguna concesión, ningún
bache. Por ejemplo, la película entera gira en torno al matrimonio, es evidente. Pues
bueno, cuando Grace Kelly se introduce en el piso del presunto criminal, busca como
prueba la alianza de la mujer asesinada. Grace Kelly se la pone en el dedo mientras
James Stewart, al otro lado del patio, sigue sus movimientos con unos gemelos. Pero
nada indica al final de la película que se vayan a casar. La ventana indiscreta es, en
este sentido, un film cruel que va más allá del pesimismo. En efecto, Stewart apunta
sus prismáticos hacia los vecinos para sorprenderlos en sus momentos más bajos,
cuando están en posturas ridículas, cuando se presentan como grotescos y hasta
odiosos.
La construcción del film es claramente musical, y sus diversos temas se
responden y corresponden perfectamente: matrimonio, suicidio, decadencia y muerte,
todo ello impregnado de un erotismo muy refinado (el ruido de los besos, por
ejemplo, es extraordinariamente preciso y realista). La impasibilidad de Hitchcock, su
«objetividad» es sólo aparente: el tratamiento del guión, la puesta en escena, la
dirección de actores, los detalles, y sobre todo, el tono insólito del film que participa
del realismo, la poesía y el humor negro y la pura fantasía, revelan una concepción
del mundo que raya en la misantropía.
Se habla a menudo de sadismo refiriéndose a Hitchcock. La verdad, en mi
opinión, es más compleja y Rear Window es la primera película en que su autor se
traiciona en este punto. Para el protagonista de Sombra de una duda, el mundo era
una porquería. Ahora me parece que es el mismo Hitchcock el que hace este juicio
detrás de su personaje. Y que no me digan que desbarro: mientras que la sinceridad
de cada plano salta a la vista en Rear Window, el tono, que es siempre muy serio en
las películas de Hitchcock, contradice abiertamente el mismo interés espectacular, y
por tanto comercial. Sí, se trata de la actitud moral de un autor que contempla el
mundo con la severidad exagerada de un puritano sensual.
Alfred Hitchcock ha adquirido tal habilidad para la narrativa cinematográfica que
se ha convertido en treinta años en algo más que un buen narrador de historias. Como
le gusta apasionadamente su oficio, no para de rodar, y como desde hace mucho
tiempo tiene resueltos los problemas de la puesta en escena, ha de inventarse
dificultades suplementarias y crear nuevas reglas para no aburrirse. De ahí que en sus
últimos films se amontonen las contradicciones apasionantes y que las supere siempre
brillantemente.
En esta ocasión el reto consiste en rodar la película con unidad de lugar, desde
sólo el punto de vista de James Stewart. Vemos lo que él ve, desde dónde lo ve, y al
mismo tiempo que él. Y lo que pudo ser una apuesta rígida y teórica, un ejercicio de
gélido virtuosismo, es, en realidad, un espectáculo fascinante gracias a la inventiva
constante que nos ata a la butaca mucho más que la pierna escayolada a James
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Stewart.
Sin embargo, ante una película así, tan extraña y tan nueva, no se presta atención
a su llamativo virtuosismo. Cada plano es un reto ganado por él. El esfuerzo de
renovación y de novedad afecta también a los movimientos de cámara, a los trucos, al
decorado, al color (¡Ah, las gafas doradas del asesino, iluminadas en la oscuridad por
el resplandor intermitente de un pitillo!).
Quien haya comprendido perfecta y totalmente Rear Window (Imposible en un
solo visionado), tiene derecho a enfadarse y negarse a participar en un juego cuya
regla es la «negrura» de los personajes. Pero es tan difícil encontrar una película con
una concepción del mundo tan concreta que uno debe quitarse el sombrero ante un
logro de tamaña categoría.
Para aclarar Rear Window, propongo esta parábola: el patio es el mundo; el
fotógrafo-reportero es el cineasta; los prismáticos, la cámara y sus objetivos. ¿Y qué
pinta Hitchcock en todo esto? Es un hombre al que le gusta saberse odiado.
(1954)
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TO CATCH A THIEF
(Atrapa un ladrón)
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No he mencionado por capricho a Arsenio Lupin. Esta última película de
Hitchcock es elegante, humorística, sentimental hasta la amargura, un poco al estilo
de 813 o L’Aiguille Creuse. Claro que se trata de una comedia policíaca cuyos
diálogos hacen reír, pero no queda de ella más que la idea directriz de Hitchcock,
muy semejante a la de Jacques Becker en Touchez pas au Grisbi: los ladrones están
cansados. El personaje interpretado magistralmente por Cary Grant está al cabo de la
calle, acabado. Su último trabajo en el que se ve obligado a usar sus métodos de
ladrón con fines casi policíacos, satisface su nostalgia de la acción. Quizás a alguien
le extrañe que piense en To catch a thief como en un film pesimista. Para darse cuenta
de ello basta con escuchar la música tristemente melódica de Georgie Auld y Lyn
Murray, y fijarse en la actuación poco corriente de Cary Grant.
Como en Dial M for Murder (Crimen perfecto) y Rear Window (La ventana
indiscreta), Alfred Hitchcock utiliza a Grace Kelly en un sentido crítico. Encarna
aquí el personaje de una espléndida Marie-Chantal yanqui y en definitiva es la que le
echa al guante a Cary Grant al casarse con él a la fuerza.
He leído que a To catch a thief le falta aquí y allí realismo, pero a propósito del
realismo de Alfred Hitchcock, André Bazin escribió estas líneas memorables:
Hitchcock no hace trampas al espectador. Desde el puro interés dramático a la
angustia, nuestra curiosidad no está provocada por unas amenazas imprecisas. No se
trata de una «atmósfera» misteriosa donde todos los peligros surgen de repente como
una tormenta, sino de un desequilibrio parecido al de un pesado bloque de acero que
comienza a deslizarse por una pendiente muy lisa y del que se puede calcular
perfectamente cuál será su velocidad futura. La puesta en escena es, en ese caso, el
arte de mostrar la realidad en esos momentos en que el centro de gravedad
dramático se ha apartado de la vertical y ha abandonado su punto de apoyo,
desdeñando el impulso inicial y el resultado final de la caída. La clave del estilo de
Hitchcock, de ese estilo tan indiscutible que se reconoce con un simple vistazo al
fotograma más banal de cualquiera de sus películas, consiste —al menos, en mi
opinión— en la medición admirablemente sopesada de ese desequilibrio.
Para mantener a lo largo de la película ese desequilibrio que engendra una tensión
nerviosa, Hitchcock se ve obligado lógicamente a sacrificar la mayoría de las escenas
indispensables en un film sicológico (escenas de planteamiento, nudo y desenlace)
porque le aburre mortalmente rodarlas. Hitchcock se siente, pues, inclinado a
descuidar la verosimilitud de la intriga, e incluso a odiarla, sobre todo, desde que
existe una generación de espectadores, falsamente preparados, que no admiten más
que argumentos que sean creíbles «histórica», «sociológica» y «sicológicamente».
Alfred Hitchcock tiene esto en común con Renoir, Rossellini, Orson Welles y
algunos otros cineastas: la sicología es la menor de sus preocupaciones. Pero el
maestro del suspense se reconcilia con el realismo en la realidad, exactitud y
precisión de los efectos conseguidos dentro de escenas inverosímiles. En To catch a
thief hay tres o cuatro inverosimilitudes de base que saltan a la vista, y sin embargo
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¡qué precisión en cada imagen!
Traigamos aquí un bonito documento de archivo: cuando Hitchcock había
regresado a Hollywood para dirigir las escenas en interiores de To catch a thief sus
ayudantes, en Francia, seguían rodando en la Costa Azul las «trasparencias». He aquí
el texto de un telegrama que le puso desde Hollywood a Niza a su ayudante para
encargarle que rodara de nuevo un plano que, en la pantalla, dura dos segundos, tres
todo lo más:
»Querido Herby: Visto plano coche evitando autobús que aparece. Tengo miedo
no resulte por razones siguientes: porque la cámara muestra autobús tomando curva
tan de repente que desaparece antes que cree sensación peligro. Hacer dos
correcciones: Primera: tenemos que avanzar por lado derecho carretera con vuelta
al final, de manera que advirtamos la curva antes de llegar. Al llegar curva, debemos
sorprendernos encontrar autobús que se nos echa encima. Porque la curva es
cerrada, autobús debe tirarse a su izquierda. Nosotros, la cámara, no tenemos que
tomar la curva por parte de dentro. Segunda: en plano proyectado sólo aparece
mitad autobús en pantalla. Pienso puede ser debido a vaivén coche. Ese error puede
corregirse sosteniendo cámara bien a la izquierda de manera que al mismo tiempo el
auto-travelling toma curva la cámara hace panorámica de izquierda derecha. Resto
proyección espléndido. Escalofriante. Saluda todo el equipo.—HITCH.
Film quizás menor en la carrera del hombre que mejor sabe lo que quiere y cómo
conseguirlo, To catch a thief gusta plenamente a todos los públicos —desde el más
snob al más popular— siendo de los más cínicos que ha rodado Hitchcock. La última
escena de la película, entre Cary Grant y Grace Kelly es un modelo en su género.
¡Curiosa película! Remoza la obra de Hitchcock y al mismo tiempo está en
continuidad con ella. En fin, una película divertida, interesante, y decididamente
mordaz respecto a la policía francesa y los turistas americanos.
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THE WRONG MAN
(Falso culpable)
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punto de dirigir una película titulada The wrong man y no hacía falta ser adivino para
caer en la cuenta de que se trataba del suceso en cuestión.
Nunca Hitchcock ha sido tan fiel a sí mismo como en esta película que puede, sin
embargo, decepcionar a los aficionados al suspense y al humor inglés porque hay en
ella muy poco suspense y humor, sea inglés o del otro. Falso culpable es el film más
puro de Hitchcock desde Lifeboat (Náufragos), es la tarta sin guinda, el suceso en
estado puro y, como diría Bresson, «sin adornos». Hitchcock no está loco. Falso
culpable es su primer film en blanco y negro desde Yo confieso y está rodado en la
calle, en el metro, en los lugares mismos de la acción, porque intuía que estaba
haciendo una película difícil y relativamente menos comercial que las precedentes.
Una vez acabado el film, Hitchcock debió sentirse inquieto, pues después de haber
renunciado a su habitual aparición en la película, vemos su silueta antes del genérico
y nos advierte que va a ofrecernos esta vez una película diferente cuyos hechos son
reales.
No faltará quien compare Falso culpable con Un condenado a muerte se ha
escapado de Bresson, pero sería necio hacerlo para infravalorar el film de Hitchcock
que tiene la dignidad de no jugar la carta de la dignidad. La comparación puede ser
apasionante si se hace con la condición de llevarla hasta el extremo, hasta el punto
mismo en que las diferencias entre uno y otro los iluminan mejor.
El punto de partida es el mismo: reconstrucción escrupulosa de un suceso real.
Pero sólo ha respetado la letra, porque tan lejos está el film de Bresson del relato del
comandante Devigny como el de Hitchcock del suceso que publicó «Life». Quiero
decir que los hechos, para Hitchcock como para Bresson, ha sido sólo un pretexto, un
trampolín hacia una segunda realidad que es la única que les interesa.
Y puestos a examinar los puntos comunes, constatemos que uno y otro se han
encontrado ante un problema idéntico, y aunque le han dado soluciones diversas,
Bresson y Hitchcock coinciden en más de un momento. Por ejemplo, en la
Interpretación de los actores. Al igual que Leterrler en el film de Bresson, Henry
Fonda permanece impasible, rígidamente inexpresivo, casi inmóvil. Fonda es sólo
mirada. Su actitud es más hundida, más humilde que la del condenado a muerte,
porque no es un detenido político que sabe goza de las simpatías de la mitad de la
gente que piensa como él. Se sabe un preso común que tiene todas las apariencias en
su contra y, a medida que la película avanza, menos probabilidades de demostrar su
inocencia. Nunca Fonda había estado tan espléndido, tan grande, tan noble. No tiene
otra cosa que hacer en este film que prestar su rostro de hombre honrado, iluminado
apenas por una mirada triste y clara, casi transparente.
Otro punto de contacto, y sorprendente, es que Hitchcock ha hecho casi imposible
la identificación del espectador con el protagonista del drama al reducirnos al papel
de testigos. Estamos al lado de Fonda durante todo el rato, en la celda, en su casa, en
el coche, en la calle. Nunca nos colocamos en su lugar, y esto, dentro de la obra de
Hitchcock, es una innovación porque el suspense de los films precedentes se basaba
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precisamente en la identificación.
Hitchcoch, el director más preocupado por renovarse, ha querido hacer
experimentar al público un impacto emocional de una naturaleza y menos frecuente,
desde luego, que el escalofrío habitual. Último punto común: Hitchcock y Bresson
han construido su película sobre una de esas coincidencias que hacen sublevarse a los
guionistas honrados: el teniente Fontaine se evade milagrosamente y la estúpida
intervención de un jurado salva a Fonda. A este auténtico milagro, Hitchcock ha
añadido uno de su propia cosecha que va a sorprender a mis compañeros: Henry
Fonda (en la película, es de origen italiano y se apellida Balestrero) está perdido;
aguarda un segundo proceso pero no ha podido encontrar ninguna prueba de su
inocencia; su mujer está en el manicomio y su madre le dice: «Debes rezar».
Entonces, delante de una imagen piadosa, delante de Jesucristo, se pone a rezar:
«Dios mío, sólo un milagro puede salvarme». Primer plano de Cristo, encadenado,
plano de la calle en que se ve a un hombre que se parece vagamente a Fonda y que
avanza hasta que la cámara lo encuadra en primer plano, su rostro se confunde con el
de Fonda. Este plano es ciertamente el más bello de toda la obra de Hitchcock, y la
resume: es la trasferencia de culpabilidad, el tema del doble, descifrable claramente
desde sus primeras obras inglesas hasta todas las últimas, mejorado, enriquecido,
profundizado, de película en película. Con esta profesión de fe en la Providencia —en
la obra de Hitchcock también «el viento sopla donde quiere»— culminan / se acaban
las similitudes.
En Bresson había un diálogo entre el alma y los objetos y relaciones entre aquélla
y éstos. Hitchcock es más humano. Está obsesionado desde siempre por la inocencia
y la culpabilidad, angustiado de veras por el error judicial. En la portada de The
wrong man se podría haber grabado este «Pensamiento» de Pascal: «La justicia y la
verdad son dos puntas tan sutiles que nuestros instrumentos están demasiado
embotados para aferrarías con precisión. Si nos atrevemos a ello, se mellan las
puntas y aparece más lo falso que lo verdadero».
Hitchcock nos ofrece una película sobre el hombre acusado, su tarea y su papel, y
sobre la fragilidad de los testimonios humanos y de la justicia. Esta película no tiene
de documental más que la apariencia. Me parece más próxima a Nuit et Brouillard
por su pesimismo y escepticismo que los films de André Cayatte. De todas formas, es
probablemente su mejor película, la que va más lejos en la dirección que Hitchcock
eligió hace ya mucho tiempo.
(1957)
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THE BIRDS
(Los pájaros)
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trucos realistas. Verdaderamente, Hitchcock, cuya maestría es mayor a cada film,
necesita sin cesar nuevas dificultades: es el atleta más completo del cine.
En realidad, lo que no le perdonan a. Hitchcock es que nos meta miedo y que no
se interese más que por eso. Pero yo opino que el miedo es una emoción «digna» y
que puede ser «digno» meter miedo. Es «digno» confesar que se tiene miedo y que en
ello hay un cierto placer. Cualquier día de éstos ni siquiera los niños tendrán esta
dignidad.
(1963)
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FRENZY
(Frenesí)
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Grace Kelly, para recurrir a mujeres corrientes y molientes y que han sido elegidas
con un tino admirable: Barbara Leigh-Hunt, Anna Massey, Vivien Merchant y Billie
Whitelaw traen un aire de realismo renovado a la obra de Hitchcock. La formidable
ovación que el Festival de Cannes dedicó a Frenzy compensa el desdén con que
fueron recibidas en circunstancias similares Notorius (Encadenados) en 1946, The
man who knew to much (El hombre que sabía demasiado) en 1957 y The Birds (Los
pájaros) en 1963. El triunfo de Hitchcock es el triunfo de un estilo narrativo que ha
encontrado su forma definitiva en una narración vertiginosa y percutante, que nunca
se detiene, una narración jadeante en la que las imágenes se suceden tan matemática y
armoniosamente como las notas de una música frenética en una partitura
imperturbable.
A Hitchcock se le ha valorado desde hace tiempo por la clase de flores que ponía
en el jarrón. Se da uno cuenta hoy de que las flores siempre han sido las mismas y
que todos sus esfuerzos se centraban en la forma del jarrón, en su belleza. Y por eso,
se sale de ver Frenzy gritando: «¡Rápido, el quincuagésimo tercer Hitchcock!».
(1973)
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II
Los americanos
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Robert Aldrich
KISS ME DEADLY
(El beso mortal)
En una carretera, por la noche, una chica desnuda que se cubre con un
impermeable trata en vano de parar un coche. Desesperada, se precipita delante de un
Jaguar que se ve obligado a dar un bandazo para no atropellarla: «¡Suba!». Durante
ese recorrido en coche, se sobreimpresiona del revés el genérico más original de hace
años, puntuado por el jadeo de la muchacha.
Es inútil intentar contar al argumento de Kiss me deadly (El beso mortal)[10].
Además, hay que ver la película varias veces antes de darse cuenta de que el guión
está construido sólidamente y que, en definitiva, cuenta una historia bastante lógica.
La guapa autostopista es asesinada. Mike Hammer, detective privado y
propietario del Jaguar, se encarga de la investigación. Cuando van trascurridas las tres
cuartas partes de la película, lo mata una bala de revólver, pero resucita tres minutos
después. Kiss me deadly es la película americana más original desde que se hizo The
lady from Shangai (La dama de Shanghai) de Orson Welles, pero no posee, en
cambio, sus múltiples resonancias, y nada gana con analizarla en el plano de la
significación de la intriga.
La novela de Mickey Spillane, de la que está sacada la película, es evidentemente
bastante mediocre. Una decena de personajes que se matan entre ellos por unos
cuantos miles de dólares encerrados en una caja de acero. La habilidad de los autores
ha consistido en borrar todo lo que era estúpidamente concreto en la novela en
beneficio de los elementos abstractos, o sea fantásticos. Por ejemplo, la caja de acero
—en el film— encierra no sólo billetes de banco sino una especie de bola de fuego
que irradia y quema al que la mira de frente. Cuando el protagonista de la película,
después de anteabrir la caja, se encuentra con su mano quemada, como la piel de los
sobrevivientes de Hiroshima, un policía, fijándose en la quemadura, le dirige estas
pocas palabras, y la historia, de repente, se torna muy seria: «¡Escucho, Mike,
escucha bien lo que voy a decirte! Voy a pronunciar unas palabras inofensivas pero
muy importantes. ¡Trata de adivinar su significado! Plan Manhattan… Los Álamos…
Trinity». Este es el subterfugio utilizado por Aldrich para evitar la palabra «atómico»
a lo largo de toda esta película, que acaba en una especie de cataclismo: la caja de
Pandora es abierta por una muchachita codiciosa y curiosa, el «sol» empieza a
quemar todo lo que hay a su alrededor y el protagonista y su amante se refugian en el
mar mientras aparece la palabra FIN.
Para poder apreciar Kiss me deadly, tiene que gustarle a uno locamente el cine y
conservar el recuerdo emocionado de esas noches en que descubrimos películas como
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Scarface (El terror del hampa), Under Capricorn (Atormentada), Le sang d’un poete
(La sangre de un poeta), Les dames du Bois de Boulogne, The lady from Shangai (La
dama de Shangai). Nos entusiasmaron películas que estaban basadas en una, veinte o
cincuenta ideas. En los films de Robert Aldrich, no es raro descubrir una idea por
plano. La riqueza de invención es tal que llegamos a no saber qué mirar en esas
imágenes tan ricas y pequeñas. Al ver una película de esta clase, se vive tan
intensamente que a uno le gustaría que durara varias horas. Se intuye fácilmente que
su autor, un hombre desbordante de vitalidad, se lo pasa tan bien detrás de la cámara
como Henry Miller delante de las cuartillas. Esta es la película de un cineasta joven
con talento y que no se preocupa todavía de eliminar las contradicciones, que crea
con una libertad, con una alegría parecidas a las de Jean Renoir cuando, con la misma
edad de Aldrich, rodaba en el bosque de Fontainebleau un Tire au flanc descabellado.
Seguro que el acontecimiento cinematográfico del año 1955 será para todos
nosotros la revelación de Robert Aldrich, del que ignorábamos hasta su nombre el día
primero de enero. Es verdad que, por delante, ha realizado World for ransom, una
peliculilla divertida rodada en plan casi de cine amateur, Bronco Apache poética y
delicada, Veracruz, una frase violenta, The big knife que acaba de dar mucho que
hablar en Venecia, y por último, Kiss me deadly que, a pesar del guión impuesto,
reúne las virtudes de las precedentes.
Hay que ver Kiss me deadly porque, si se conocen las condiciones en que se
ruedan ahora las películas, puede uno admirar la extraordinaria libertad de que ha
gozado ésta, tanta que nadie se sorprenda si la comparo con La sangre de un poeta,
un clásico que no falla en los cine-clubs.
(1955)
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VERA CRUZ
(Vera cruz)
Veracruz es, en primer lugar, una deslumbrante lección de cómo se construye una
historia. Voy a intentar resumir el guión de la manera más clara posible:
1. —Gary Cooper, en 1866, está solo en medio de los cactos y sin caballo.
2. —Se encuentra con Burt Lancaster que le vende uno.
3. —Se acercan los soldados del emperador Maximiliano. Lancaster se larga.
Cooper, que no tiene nada que temer, se queda.
4. —Uno de los soldados le dispara.
5. —Cooper también se da el bote y alcanza a Lancaster que le confiesa: «Estás
montando ‘su’ caballo».
6. —Cooper está en el suelo, herido por una bala imperial. Lancaster lo cree
muerto y le roba la cartera. Pero Cooper le gana la delantera, coge el caballo de
Lancaster, le deja el caballo robado y se larga: «En mi tierra, en Louisiana, ahorcan a
los cuatreros».
7. —Cooper llega al poblado. En un tascucho, los pistoleros a sueldo de Lancaster
le «cogen aparte»: «Montos su caballo, eso significa que le has matado, y si les has
matado, significa que le has disparado por la espalda». Un casco de botella va a
enviar a Cooper al paraíso de los aventureros cuando…
8. —… llega Lancanter y de un disparo rompe en añicos la botella Borgnine: «No
sabía que era amigo tuyo.—Imbécil, no tengo amigos, ni siquiera tú».
9. —En la plaza del poblado, el marqués de Labordère propone a Lancaster y a
sus hombres combatir con el Emperador contra los Juaristas. Regateos y
negociaciones. Llega el general de los Juaristas que les hace la proposición contraria:
«Somos menos ricos que el Emperador pero nuestra causa es la buena».
Vacilaciones. «Además, prosigue el general, no tienen elección posible porque todos
ustedes son mis prisioneros, incluidos el marqués y sus hombres». Panorámica por los
alrededores: la plaza está cercada por los Juaristas preparados para disparar. La
población se encierra en sus casas.
10. —En mitad de la plaza queda un grupo de chicos. Cooper sugiere que los
pongan a salvo. Lancaster, de buen grado, hace un gesto a dos de sus hombres para
que se ocupen de los niños. Lo hacen obligándoles a entrar en un establo…
11. —… y ellos entran también. Los críos son ahora rehenes. Si el general ordena
disparar a los juaristas, los chicos serán asesinados. El general desiste: «Nos
volveremos a ver»:
12. —Cooper, Lancaster y sus hombres llegan a la Corte Imperial. Un diálogo
entre el marqués y el Emperador nos descubre que Maximiliano es un crápula.
Acepta todas las condiciones económicas de los bandidos porque el día en que vayan
a cobrar piensa matarlos si antes no se han encargado de ello los «rebeldes».
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13. —El trabajo de los «mercenarios» consiste en escoltara la condesa Marie
Duvarre (Denise Darcel) hasta Veracruz.
14. —Durante el camino, lo profundo de las rodadas de las diligencias hace
concebir sospechas a Cooper y Lancaster de que la protección de la condesa es sólo
un pretexto y que bien podría tratarse de un cargamento de oro.
15. —Una visita, por la noche, a la diligencia confirma sus sospechas. Entonces
deciden dividirse el tesoro entre los dos. Aparece la condesa que quiere tomar cartas
en el asunto y les propone dividirlo en tres partes al llegar a Veracruz.
16. —Llegada a Veracruz. El marqués de Labordère sobe que la marquesa va a
traicionarle.
17. —Por su parte, la condesa traza sus planes para desembarazarse de sus dos
«socios».
18. —Lancaster, que lee en su cara como en un espejo, la abofetea y la
«persuade» de que dividan el dinero entre ellos dos después de desembarazarse de
Cooper.
19. —Durante este tiempo, el marqués ha hecho transportar el contenido de la
diligencia a un furgón y, para divertirse, manda partir a la diligencia. Cooper,
Lancaster y sus hombres se lanzan tras ella y la encuentran en una cuneta.
20. —Los bandidos mantienen a Cooper y Lancaster la amenaza de sus pistolas:
«Dais mucha importancia a esta diligencia. Si encontramos en ella oro, nos habéis
traicionado». Buscan en ella. Evidentemente, la diligencia está vacía.
21. —Cooper, Lancaster y los bandidos están cercados por los juaristas que
pretenden apoderarse del oro de la diligencia. Para vengarse del marqués y recuperar
el oro, se alían todos.
22. —Batalla cerrada final, ganada por los juaristas. Lancaster va a traicionar a la
condesa, a Cooper y a los Juaristas y largarse sólo con el oro cuando Cooper lo mata
para entregar así el oro a los juaristas a cuyo lado va a combatir en lo sucesivo.
* * *
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cartera, para pagársela; g) «No busque nada, señor, es gratis»; h) más tarde, al
encontrarse de nuevo, Cooper le reprocha el robo de la cartera: «¿La ha buscado
bien?». ¡Cooper la lleva encima otra vez! Es Nina quien recluta a Cooper para la
causa de los juaristas. En el penúltimo plano los vemos avanzar el uno hacia el otro.
En el último plano, ya no se les ve.
Esta historia de Borden Chase, adaptada por Roland Kibbee y James R. Webb,
dirigida por Robert Aldrich, es algo más que un perfecto mecanismo de relojería. Al
término de la primera parte, Lancaster cuenta a Cooper su vida. Su padre fue muerto
en una partida de cartas por un tal Ace Hannah que, por contrapartida, adoptó al
chico. Ese instante de debilidad —el único de su vida— le va a costar caro, porque
cuando el niño se hace mayor, se lo «carga». Ace Hannah era un moralista: «No
hagas nunca un favor si no te reporta algún beneficio», etc. El comportamiento de
Lancaster se basa únicamente en esta moral, y admira a Gary Cooper porque éste
aplica esa misma moral sin saberlo. Sus conversaciones están llenas de «A Ace
Hannah le hubiera gustado esto» o «Si Ace Hannah estuviera aquí, estaría orgulloso
de nosotros». Y cuando se enfadan: «Ace Hannah no habría sido amigo tuyo». —
Cooper: «¿Y quién te dice a ti que me hubiera gustado ser su amigo?». Lancaster se
cree el heredero espiritual de Ace Hannah, pero Cooper no. De hecho, Ace Hannah
tendría probablemente la picardía de Lancaster unida a la inteligencia de Cooper.
Todos los personajes de Veracruz, desde el Emperador a la condesa, se definen en
relación a Ace Hannah cuya existencia ni siquiera conocen. Todos traicionan a todos,
todos mienten y todos dominan el arte de descifrar el rostro de la gente. La condesa
presenta a Lancaster al capitán del barco. Este les deja solos. Lancaster sin pensárselo
dos veces abofetea a la condesa: «Ese tipo me ha mirado como a un condenado a
muerte. Quieres librarte de mí».
¿Es Veracruz un western intelectual? Si lo es, está muy lejos de los demás, del
fastidioso High Noon (Sólo ante el peligro) o de los falsamente profundos como
Shane (Raíces profundas) o Treasure of Sierra Madre (El tesoro de Sierra Madre).
Veracruz me ha enseñado que no se pueden condenar los films de John Huston por
eso. Su pecado consiste en su falta de estilo, en las insuficiencias de la puesta en
escena, porque Veracruz es exactamente un Huston, pero conseguido.
La dirección de Robert Aldrich se hace notar por exceso de efectismos, algunos
excelentes, otros superfluos, pero siempre al servicio del guión.
Lamentable que muchos de mis compañeros hayan pasado «de largo» ante
Veracruz. Otros, que no han entendido nada, han sentenciado: «payasada» y
puerilidades. Como dice Víctor Hugo: «¿Qué les posa a todos esos niños que no se
ríe ninguno?».
(1955)
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THE BIG KNIFE
The big knife es la adaptación de una obra de teatro de Clifford Odets, que obtuvo
algún éxito en Broadway y que Jean Renoir quiere estrenar en un escenario parisino.
La acción se desarrolla en el Hollywood actual, en la casa de una estrella: Charlie
Castle (Jack Palance) al que su mujer (Ida Lupino) está a punto de abandonar. Hace
algunos meses el Estudio, al que Charlie está ligado por contrato, le ha evitado un
escándalo: en compañía de una «starlette», Charlie mató a un niño y se dio a la fuga.
El jefe de publicidad ha pasado unos meses en la cárcel en lugar de Charlie y la
starlette ha visto cómo su sueldo se multiplicaba por diez.
Una periodista, especialista en escándalos, empieza a sospechar y se muestra
interesada en sacar el asunto a la luz. Los chismes de la tal comadre son temibles.
Por otra parte, Charlie puede conquistar de nuevo a su esposa si «planta» al
Estudio y se marcha con ella. Pero el «producer» no está de acuerdo. Si el actor no
renueva contrato por otros siete años está dispuesto a poner en contra suya a los que
han echado tierra al asunto.
Cuando parece que todo se ha arreglado y la pareja reconciliada se prepara para
abandonar Hollywood, Charlie se suicida.
No puede zafarse de un mundo cuyas leyes ya no aguanta. Se suicida, sobre todo,
para huir de su propia indignidad.
Es cuestionable si resulta interesante filmar obras de teatro, y más, si no se tiene
la posibilidad de adaptarlas libremente, como en este caso. Creo, sin embargo, que es
natural que un cineasta, apasionado por la técnica de su arte y en posesión de una
experiencia teatral se sienta tentado por la idea de someter —y valorar— un texto
escénico, con carga literaria evidente, machacándolo con la ayuda de las infinitas
posibilidades del montaje cinematográfico.
Robert Aldrich no ha filmado una obra de teatro. Ha dirigido
cinematográficamente una puesta en escena teatral. Es decir, ha «montado» y filmado
una puesta en escena architeatral. Esos puñetazos en la mesa, esos brazos levantados
hacia el cielo, esos giros bruscos de todo el cuerpo huelen, claramente, a teatro, pero
Aldrich les impone un ritmo, una respiración que le son propios y que convierte en
fascinantes el menor de sus films.
Aldrich, con su lirismo, con su modernidad, con su repugnancia por lo vulgar, con
su deseo de unlversalizar y estilizar los temas que aborda, con su sentido del
efectismo, nos recuerda constantemente a Jean Cocteau y a Orson Welles cuyas
películas, sin duda, conoce.
La acción de The big knife progresa gracias no a los sentimientos ni a los actos,
sino únicamente gracias a la consumación moral de los personajes. A medida que
avanza la película, el productor es, más y más, productor, la «starlette» es más y más
starlette, hasta el desgarrón y estallido finales.
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Las películas de esta clase piden una interpretación excepcional, y nos sentimos
plenamente satisfechos de la de Jack Palace, Ida Lupino, Shelley Winters y sobre
todo, de la de Rod Steiger, que encarna magníficamente el papel de un «producer»
patriota y demócrata, feroz y sentimental, absolutamente delirante.
Al margen de que presenta una pintura muy exacta de Hollywood, The big knife
es la película americana más refinada y más inteligente que hemos visto desde hace
bastantes meses.
(1955)
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William Beaudine
(1953)
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George Cukor
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Garson Kanin que tiene talento para dar y vender —pero como no está loco, lo
guarda para cuando llegue el invierno— ha imaginado una chica, por nombre Gladis
Glover, nada arrivista, pero que está deseando darse a conocer. ¿Por qué? Pues, por
nada. Alquila con sus últimos ahorros (yo ahorro tan poco que no sé si esto es muy
femenino o no) un inmenso panel publicitario en el que, con toda ingenuidad, hace
colocar su nombre en letras gigantes. No es momento de explicar cómo este panel nos
lo encontramos multiplicado por la ciudad, porque lo importante es que nos fijemos
en que Gladys se hace popular con una popularidad absurda, o sea, sin motivo, con
una gratuidad similar a la del crimen gratuito que fascina a André Gide. Y si el
crimen gratuito queda impune, también pasa lo mismo con la celebridad injustificada.
Gladys será a los ojos de su madre, América, el símbolo de la americana media
standard, una especie de Miss Nadie 1953.
El tema de Una chica fenómeno es excelente, más que una diversión caprichosa,
es —para quien quiera fijarse— el mecanismo de la popularidad desmontado por
medio del absurdo. La moraleja de la historia es que resulta más fácil conseguir la
gloria que justificarla, y que esa gloria es vana, adquirida dentro de una sociedad que
no cae en la cuenta de su propio ridículo.
El director George Cukor y el guionista Garson Kanin han inventado para esta
actriz un personaje curioso, excéntrico, absurdo. Se ríe uno con sus innumerables
equivocaciones y la simpatía que concita hace llevaderos los tiempos muertos que
necesita Karin para preparar sus abundantes «gags».
La comedia es un género digno, y como todos los géneros de Hollywood son
heroicos, la comedia lo es también. Todo el mundo sabe que es más difícil hacer reír
que hacer llorar. Todo el mundo lo sabe, pero nadie se lo cree. Intente explicar a
alguien que es más difícil (y mejor) hacer It should happen to you que una película de
guerra: le acusarán de hereje, de no respetar las jerarquías. Para comprender esto,
basta con imaginarse dos máquinas de escribir. En una de ellas un buen hombre
escribe un gran fresco histórico sobre Pearl Harbour; en la otra, otro buen hombre
escribe Una chica fenómeno. En el primer caso, el trabajo se acaba en una o dos
horas; en el segundo, hace falta talento. En el primer caso, uno sale airoso con unas
cuantas fórmulas bien conocidas del género: la guerra es monstruosa pero
engrandece; en el segundo, se necesita: a) una idea para el arranque, b) otra para el
final, c) gags, d) sorpresas. Hay comedias de dos personajes; pero si al escribirla,
añadís a la pareja uno o dos niños, entonces hacen falta quince días o un mes de
trabajo suplementario para crear a esos niños, para encontrar ideas sugerentes sobre
ellos, para elaborar sus diálogos. Por eso se puede decir totalmente en serio que It
should happen to you es una obra maestra, porque, para sostener durante 90 minutos
el mismo ritmo sin que decaiga, para mantener la sonrisa entre carcajada y carcajada,
para dominar al público como se hace en esta película, es preciso ser un maestro.
(1954)
VERBOTEN[12]
¡Pan pan pan pan! ¡Pan pan pan pan! A los acordes de la quinta sinfonía de
Beethoven, cuatro o cinco soldados americanos liberan, fusil en ristre, una ciudad
alemana. Ludwig Van Fuller, que no filma con un palo de escoba, nos hace creer que
estamos viendo al ejército americano entero. Una joven alemana, Helga, cuida de un
americano herido. Flechazo, idilio, Wagner toma el relevo de Beethoven y Richard
Fuller, que no se para en barras en eso de trasladar la cámara, se lleva de luna de miel
a sus enamorados al Rin de Guillaume Apollinaire.
Pero Helga tiene un hermano más pequeño que está entusiasmado con Hitler cuyo
cadáver todavía está caliente. Entonces, para descubrirle la horrible verdad del
nazismo, Helga decide llevar a su hermanito al proceso de Nuremberg.
En la sala del juicio, vemos planos cortos de Helga y de su hermano pequeño que
miran. ¿Qué miran? Trozos de noticiarios montados como si fueran el contracampo
del plano anterior: los verdugos nazis que tratan de justificarse ante el tribunal.
Habilidad de Fuller: a partir de este momento, uno de cada dos planos está filmado
por él (campo), el otro es de un documental de archivo (contra-campo). Pero Fuller,
que tiene ojos en la cara y se las sabe todas, va más allá en su eficaz truco cuando en
pleno proceso, se introduce en la sala un proyector de 16 mm. que va a ofrecer a los
que asisten al juicio (y al mismo tiempo, a los espectadores que ven Verboten) las
imágenes atroces que pronto se harán famosas y que fueron filmadas durante el
funcionamiento de los campos de concentración, todo ese material al que Alain
Resnais en Nuit et brouillard ha dado forma definitiva.
La prensa parisina ha despreciado Verboten e incluso se han reído de ella. Yo
mismo acabo de pintarla en un tono desenfadado. Pero voy de explicar por qué me ha
gustado y por qué admiro a Sam Fuller.
Para lograr una película redonda hace falta reunir cualidades múltiples y
contradictorias. Y eso es difícil y poco frecuente. Se afirma que una película «es
cine» o que «eso no es cine» sin matizar nada más. Para mí, un cineasta debe saber
hacer o mostrar cualquier cosa, pero mejor que los demás. Por ejemplo: este no sabe
contar historias, pero dirige mejor que los demás a los actores; ése destroza las
situaciones pero planifica de maravilla; aquél, al contrario, con trescientos planos
corrientes consigue una película con fuerza; ése otro mueve estupendamente la
cámara; aquel otro no sabe qué hacer con ella pero logra personajes auténticos,
etcétera, etcétera. En suma, una película no es nunca algo completamente perfecto.
Por tanto, se puede criticar lo que no es. Y también señalar lo que es.
Viendo Verboten me doy cuenta de lo mucho que tengo que aprender para
(1960)
BABY DOLL[13]
Habría muchas maneras de contarles Baby Doll pero pienso que la intriga, ideada
por Tenessee Willians y filmada por Kazan, es sólo un pretexto para que el primero
pinte un retrato de mujer y el segundo dirija a su actriz.
Sin embargo, en esta película hay algo bastante novedoso que armoniza bien con
el tipo de búsquedas emprendidas por los cineastas que han atraído nuestra curiosidad
este año. Carroll Baker, la protagonista de Baby Doll, ha conseguido un huequecillo
bajo los reflectores al lado de Marilyn Monroe de Bus Stop, de la Brigitte Bardot de
Et Dieu crea la femme y de la Ingrid Bergman de Elena.
Lo nuevo y relativamente audaz es que todo gire en torno al sexo y que los demás
sentimientos expresados, principalmente los celos de Karl Malden, no produzcan más
que una irrisión generalizada y feroz.
Esa mujer-niña, ese juguetito erótico, que está a punto de cumplir los veinte años,
que está casada pero que sigue siendo virgen —como sólo puede suceder a orillas del
Mississipi—, que se está chupando constantemente el dedo, lúcida y desengañada
hasta el cinismo, es la «inmaculada» mujer de un panadero que no se come una rosca.
Por allí aparece otro panadero, siciliano, fabricante de bastardos, un negociante en
algodón —cuyo almacén ha quemado una mano criminal— y que está dispuesto a
meter a todo el mundo en harina, primero investigando y luego vengándose.
Los autores han querido —peor para ellos— que el público no llegue a saber con
exactitud si el siciliano pretende únicamente vengarse del viejo marido, presunto
incendiario y cornudo de antemano, o si, a mitad de película y de venganza, su
intención varía y lo que le interesa es desflorar a una doncella. En el centro mismo de
su tejemaneje amoroso, entre la escena de la seducción y la siguiente en que se les ve
durmiendo en el cuarto de los niños, la cámara se marcha durante cinco minutos a
comprobar si Karl Malden estaba allí. Y allí está.
Si se piensa que muchos cineastas franceses y americanos no hacen sino ilustrar
la letra de sus películas, tanto más digno de admiración es Kazan que,
deliberadamente, consigue a lo largo de Baby Doll filmar una acción que no tiene
nada que ver con el diálogo. Dicho de diversa manera, los personajes piensan una
cosa, dicen otra distinta y con este juego expresan una tercera.
Kazan no es un narrador. Su talento es más descriptivo que narrativo. Nunca
consigue hacer un film redondo, sino sólo unas cuantas escenas. La unidad
cinematográfica no es, para él, ni el plano, ni el film, sino la escena. Baby Doll tiene
en algún sentido más fuerza, que East of Eden (Al este del Edén), y aunque no esté
tan lograda es, por lo menos, más audaz. Eso se debe a que está compuesta por dos
(1957)
A face in the crowd, que tengo por una hermosa y gran obra cuya importancia
rebasa el marco de la crítica cinematográfica, ha sido rechazada positivamente por el
público americano y también por el francés. ¿Por qué? Porque se sitúa exactamente
en las antípodas de On the waterfront (La ley del silencio), y se ataca en ella lo
mismo que se alababa en la otra.
¿Significa esto que Budd Schulberg y Elia Kazan han cambiado de chaqueta? En
absoluto, lo que pasa es que On the waterfront fue un guión que anduvo de mano en
mano durante cinco años y después de tantos trasiegos, el resultado final fue un guión
edulcorado que redujo la obra antifascista inicial a un tebeo, no deliberadamente,
pero sí de hecho, demagógico.
Pero en esta ocasión, Schulberg y Kazan han sido sus propios productores y han
podido ofrecernos una película por completo conforme a las intenciones iniciales: el
resultado es sensacional.
La demagogia es, por principio, americana en cuanto que implica una cierta
euforia, un aspecto ingenuo, familiar. En Francia se va imponiendo de manera lenta
pero segura en el periodismo, la radio y la televisión por la fuerza misma de las cosas,
ya que estos medios de difusión copian cada día más los métodos americanos.
En la película todo empieza con una chica guapa, sobrina del dueño de una
pequeña emisora de radio, que tiene la idea de lanzar un programa «A face on the
crowd» para buscar tipos corrientes y hacerles hablar y cantar delante del micro. En
una prisión, la chica levanta una buena pieza. Esta escena, que marca el momento
más importante del film, empujará a Rhodes por el mal camino. La vivaracha
locutora le pregunta el nombre. El responde: «Rhodes —¿Rhodes qué más?—
¿Cómo? ¿Rhodes qué?». La chica coge el micro y añade: «Se llama Rhodes, pero su
apodo es Lonesome (Solitario)». Todo el sentido de la película está en esas cuatro
palabras. Esa simple triquiñuela periodística desencadena todo el mecanismo. La
chica es honrada y valiente, pero toda la bajeza del mundo del periodismo se
condensa en esa pequeña inventiva: «Su apodo es Lonesome». ¿Y cómo reacciona
Rhodes? Puede enfadarse y negarse a seguir. De hecho, mira a la chica (Patricia
Neal), se calla, duda un instante y se decide por reírse a carcajadas. Desde ese
momento, pase lo que pase, aunque sea muy malvada la actitud de él y muy pura la
de ella, no sentiremos lástima por la chica honrada, porque ella representa ya la
corrupción y él al corrompido. A él le compadeceremos hasta el final de la
proyección.
¿Cómo se comporta Rhodes delante del micrófono? Se desenvuelve bien y no se
deja impresionar. Improvisa cancioncillas inconformistas en una jerga familiar y poco
corriente que gusta a las oyentes. Les habla de su madre, de la lejía que quemaba sus
manos, de sus eternos fregoteos. Encandila, sorprende, agrada. Se va metiendo, poco
(1957)
PATHS OF GLORY
(1958)
The night of the hunter (La noche del cazador) presenta por lo menos dos
particularidades que la convierten en una obra importante: es la primera película
dirigida por el actor americano Charles Laughton, cuyas interpretaciones truculentas
en Mutiny on the Bounty (Rebelión a bordo). The private life of Henry VIII (La vida
privada de Enrique VIII) y The Paradine Case (El proceso Paradine) son todavía hoy
famosas, y, en segundo lugar, es el retorno a la pantalla de Lillian Gish, que fue la
actriz más célebre del mundo.
El argumento es un poco desconcertante: un padre de familia ha cometido un
asesinato para obtener diez mil dólares, que esconde en una muñeca de trapo. Luego
hace jurar a sus dos hijos pequeños que guardarán el secreto y que emplearán
útilmente ese dinero cuando sean mayores y además con toda probabilidad huérfanos.
En efecto, no tardan mucho en detenerlo y ajusticiarlo.
Poco después, su compañero de celda, un predicador condenado por robo (Robert
Mitchum), es puesto en libertad. La meta de su vida es construir una iglesia y, para
realizar su sueño, se propone apropiarse de los diez mil dólares cuya existencia
conoce, aunque ignora el escondite. Se casa con la viuda de su infortunado
compañero (Shelley Winters), rehúsa cumplir con ella sus deberes conyugales y la
mata poco después, cuando ella le sorprende sonsacando a los niños el escondite del
dinero. El niño y la niña, perseguidos por su terrorífico padrastro, huyen con la
valiosa muñeca en sus brazos. Una señora vieja (Lilian Gisg) los recoge y hace
detener al criminal. El chico «revive» casi literalmente el arresto de su verdadero
padre y, ante la mirada de la policía, rompe la muñeca y ofrece ¡demasiado tarde! el
dinero al desgraciado predicador homicida.
Añado que el predicador sanguinario lleva tatuada en la mano derecha la palabra
«Amor», y en la izquierda la palabra «Odio» a razón de una letra por falange. Con
esto basta para comprender que no se trata de una película como las demás. En
efecto, The night of the hunter nos relata una aventura insólita que debe interpretarse
como un cuento cruel y humorístico o, mejor, como una parábola. Se trata
esencialmente en esta historia del relativismo del bien y del mal, porque todos los
personajes, incluso los muchachos, y el criminal predicador son buenos.
Un guión semejante no es muy apropiado que digamos para comenzar una carrera
de director de Hollywood. Se puede apostar fuerte a que esta película, realizada
despreciando las más elementales normas comerciales, va a ser la única experiencia
de dirección de Charles Laughton, y es lástima. Lástima, sí, porque al margen de las
(1956)
PICNIC
(1955)
Veamos: ¿El guión? Sí, hablemos de él. Bueno, es muy hábil, en el sentido mejor
de la palabra. A los de «Cahiers» no nos gustan nada las obras basadas en una buena
idea, en la astucia, en la habilidad, pero el guión de Twelve angry men (Doce hombre
sin piedad) desarbola a la crítica: 1) gracias a esa deliberada continuidad de tiempo,
lugar y acción, experimentamos un fuerte sentimiento de que la cosa no está acabada,
de que se está haciendo: es el triunfo del estilo televisivo; 2) La tipología de los
jurados es tan refinada que en vez de ofrecernos, como de ordinario, doce tipos
sociales distintos, sólo encontramos seis, repetidos cada uno dos veces. (Muy simple:
hay dos intelectuales, dos trabajadores manuales, dos intolerantes, dos bromistas, dos
escrupulosos y dos «como se debe ser»). De esta forma, cada carácter está
fugazmente sombreado por el que es casi idéntico, en lugar de estar esculpido a
golpes de martillo, como pasa en los títeres humanos que resuelven sus conflictos en
la pantalla.
Muchas películas (y entre ellas, las mejores) son aburridas y le entran a uno ganas
de salirse antes de acabar para tomarse una copa o con la esperanza de toparse con
una amiguita en día libre. En este film, resulta cada vez más difícil marcharse a
medida que avanza la película, porque la vida de un hombre está en juego (sólo una
unanimidad favorable puede librarle de la muerte) y, sobre todo, porque los jurados
van cediendo uno detrás de otro ante la noble argumentación de Fonda, pero hasta el
último momento queda por hacer lo más duro de esa tarea humanitaria. «¡Caray!»
dice uno sin darse cuenta. Los tres últimos jurados «pasan por el aro», pero ¡qué idea
genial la de hacer que el más reticente de todos ceda en antepenúltimo lugar! De esa
forma, el único que los sostenía en su negativa cae por tierra y sólo así se hace
posible el veredicto final: ¡Not guilty! (No culpable).
Film de guionista quizás, pero ¡qué guionista! Aquí y sólo aquí se ha hecho de
verdad justicia y se ha demostrado evidentemente que todos somos asesinos. Se trata
de la primera película de Sidney Lumet, un director que demuestra poseer dotes más
que ciertas y un sentido admirable de la dirección de actores. Esta película ha debido
ser para él como los deberes del colegio, en todo caso, como un examen. Y que haya
obtenido matrícula de honor es poco frecuente, y menos con un film valiente y sin
embargo vigoroso, bien terminado y sin embargo inteligente, ambicioso y sin
embargo pujante. Lo que demuestra que hay que prestar atención a este cineasta. Hay
que esperar la vuelta de Sidney Lumet. O si Vds. lo prefieren, hay que aguardar a que
le dé vueltas de nuevo a la manivela.
(1955)
MEN IN WAR
(La colina de los diablos de acero)
(1958)
BONJOUR, TRISTESSE
(Buenos días, tristeza)
(1958)
JOHNNY GUITAR
Descubrimos hace siete u ocho años a Nicholas Ray a través de Knock on any
door (Llamad a cualquier puerta). Después, en el «Rendez-vous de Biarriz» tuvimos
una emotiva confirmación al ver The live by night, que sigue siendo su mejor
película. Luego, en París, pasaron desapercibidas In a lonely place, On dangerous
ground, The lusty men y ahora, por último, Johnny Guitar.
Nicholas Raymond Kienzle, joven cineasta americano de la generación de los
Wise, Dassin y Losey, es un autor en el sentido que solemos darle nosotros a esta
palabra. Todas sus películas cuentan la misma historia: la de un hombre violento que
no le gusta serlo y que mantiene relaciones con una mujer moralmente más fuerte que
él. En definitiva, ese tipo «duro», protagonista de todos sus films, es débil, es un
hombre aniñado, es en realidad un auténtico niño. Siempre la misma soledad moral,
siempre los mismos enemigos que algunas veces son partidarios del linchamiento.
Los que han visto las películas que acabo de citar podrían ellos mismos multiplicar y
enriquecer estos breves apuntes. Los que no las hayan visto, que se fíen de mí.
A Johnny Guitar le faltaba poco para ser la mejor película de su autor.
Habitualmente, los films de Ray aburren al público porque molesta su lentitud, su
seriedad, o sea, su realismo. Me refiero aquí a un realismo de palabras y hallazgos
poéticos «a lo Cocteau». Una ristra de exquisiteces más reales que la realidad misma.
Los cow-boys de Jonny Guitar se insultan llamándose «señor» en la versión doblada
al francés que, por esta vez, deja en evidencia mucho mejor lo teatral de la película.
Ya se sabe que este western sorprende por sus extravagancias. Johnny Guitar es un
falso western pero no un «western intelectual». Es un western soñado, fantástico,
irreal en la medida de lo posible, delirante. Y como de los sueños a Freud no hay más
que un paso, nuestros colegas anglosajones lo han bautizado como «western
sicoanalítico». Pero las virtudes de esta película (las de Ray son muy otras) son
invisibles para aquellos que no han mirado nunca por el visor de una cámara.
Nosotros nos esforzamos por remontarnos hasta las fuentes de la creación
cinematográfica y por eso nos oponemos a otras formas de crítica. Al contrario que
André Bazin, creo que es importante que un director de cine se reconozca en la
semblanza que hacemos de él y de su película.
En la medida que puede distinguirse dos clases de cineastas, cerebrales e
intuitivos, yo colocaría de salida a Nicholas Ray en el segundo grupo, en el de la
sinceridad y la sensibilidad. Y sin embargo se adivina en él a un intelectual, pero que
consigue hacer abstracción de todo lo que no venga del corazón. No es un gran
técnico, pero es evidente que Ray se preocupa menos de lograr un film perfecto a la
(1955)
De todos sus films Nicholas Ray prefiere Rebel without a cause (Rebelde sin
causa) del que es autor total. Pero está satisfecho también de Bigger than life (Más
poderoso que la vida) cuyo guión, firmado en el genérico por Cyril Hume y Richard
Maibaum, ha sido rehecho casi enteramente por Clifford Odets, Gavin Lambert y él.
Puede sospecharse que Nicholas Ray ha gozado de tanta libertad para rodar esta
película porque la «estrella» del film, James Mason, ha sido también su productor.
Fue éste quien compró los derechos del relato de un hecho verídico, que apareció en
el «New Yorker»: un profesor, aquejado de inflamación arterial, fue tratado con
cortisona, medicamento nuevo en período de experimentación pero bautizado ya
como «droga milagrosa». A pesar de que respetaba escrupulosamente las dosis
prescritas, poco a poco iba cayendo en delirios de grandeza. Se convirtió en un ser
arisco, excitado, paranoico, exaltado. Arremetía febrilmente con empresas utópicas a
fin de reformar la enseñanza. Llegó a ser un auténtico tirano doméstico, y
aterrorizaba a los que estaba a su alrededor hasta que lo recluyeron en una clínica
donde le cambiaron el tratamiento.
En el primer guión, Hume y Maibaum transformaron al protagonista en una
especie de pariente de Jeckyll y Hyde. Durante el día, estaba perfectamente
equilibrado; por la noche, se convertía en un animal feroz que lo rompía todo.
Nicholas Ray prefirió atenerse a la historia auténtica y alejarse de ella lo menos
posible.
Ed. Avery (James Mason) es un profesor mal pagado que, sin que lo sepan ni su
mujer ni su hijo, trabaja varias tardes por semana como controlador en una compañía
de taxis. Por exceso de trabajo cae enfermo: inflamación arterial. Se le trata con
cortisona. Debido a las presiones de las asociaciones médicas, muy poderosas en los
Estados Unidos y opuestos a esta película, Nick Ray tuvo que hacer una concesión en
el guión. En efecto, en la película Ed. Avery toma una dosis superior a la prescrita
para conseguir con más frecuencia ese estado de euforia que le procura la cortisona,
que se va a convertir para él en una droga.
Su comportamiento, por efecto de la medicina, deja de ser el normal. Se siente
seguro, satisfecho de sí mismo, como lo no había estado nunca. Un día, en una gran
casa de modas, obliga a su mujer a aceptar dos vestidos que no tiene forma de pagar.
Después empieza a criticar a todo el mundo, se hace desdeñoso e irritable sin motivo.
En seguida, cree haber descubierto —como en el hecho real— la misión de su
vida: reformar la enseñanza. Se pone a escribir una serie de artículos demoledores,
etc… Empieza a experimentar en su hijo sus nuevos métodos de educación. Va hacer
de él un genio. Un calvario cotidiano comienza para madre e hijo. Las escenas
familiares se hacen cada vez más violentas. Un día sorprende a su hijo tratando de
(1957)
La prensa del corazón exprime los corazones como esponjas. «Atout Coeur»,
«Reves», «Confidences», «Nous Deux», «Intimité»: por treinta francos, seis horas de
lectura regadá con sus lágrimas, señoritas. La huérfana, recogida por su padrino,
modesto pescador en los acantilados bretones, contra los cuales vienen a romperse las
olas tempestuosas del canal de la Mancha, ha empezado a interesarle a Norberto de la
Bombilla, el heredero del castillo, al que en la región llaman el «señorito Norberto».
Maravilloso idilio.
Si el señor Del Duca fuera tan avispado productor de cine como avispado editor
de fotonovelas, no dudaría en financiar esta película. La famosa «prensa del corazón»
maneja un estilo concreto, un tono determinado que lamento no encontrar más a
menudo en las obras menores del cine. Un melodrama, bien rodado por un cineasta
que no se arredrara ante los «desmadres», estaría más cerca de Balzac que de Charles
Spaak, que ha rodado un Crimen y castigo que nada tiene que ver con Dostoievski.
Esto nos lleva hasta Written on the wind (Escrito sobre el viento) que representa
lo mejor que se ha hecho en este camino porque, tanto plástica como
intelectualmente, es el equivalente más exacto de las fotonovelas en colores.
Robert Stack, hijo alcohólico de un riquísimo magnate del petróleo, y su amigo de
la niñez Rock Hudson, hombre de confianza de su padre, conocen a Laureen Bacall,
excelente secretaria. Stack se casa con Laureen Bacall que le cura de sus complejos
de inferioridad y le saca de la bebida. La hermana de Stack, Dorothy Malone, es una
ninfómana, enamorada sin esperanza del probo, recto y perfecto Rock Hudson, quien
a su vez está enamorado —todos lo saben— de Laureen Bacall, la mujer de su mejor
amigo.
Robert Stack, cuyo organismo está intoxicado por el alcohol, se entera por su
médico de que es parcialmente impotente o, para ser más exactos, estéril intermitente.
Por eso, la noche en que Laureen Bacall le anuncia que espera un acontecimiento
feliz, cree que su mejor amigo le ha puesto los cuernos. A reafirmar sus sospechas
contribuye su pérfida hermanita, cada vez más excitada a medida que avanza la
película. Peleas, tiros, carreras precipitadas en la noche, botellas vaciadas y luego
rotas… Por último. Stack se mata en accidente por culpa suya: el viejo truco del lío
final que acaba felizmente. La bella Dorothy paga sus diez años de libertinaje al tener
que explicar toda la verdad al tribunal y de esta manera, Rock Hudson y Laureen
Bacall (¡una bonita viuda, vive Dios!) disfrutarán de un amor perfecto.
Douglas Sirk, que es el colmo de la maldad, nos muestra, para terminar, a
(1957)
The naked dawn es una de esas películas americanas menores con una publicidad
tan mal hecha que uno corre el riesgo de no verla. La firma Universal la ha saboteado
como si no fuera ella quien la distribuye. Parece como si se quisiera impedir a los
críticos que la reseñen.
Pero no vamos a ceder ante las presiones de esos comerciantes: The naked dawn
es un film de cuatro perras gordas, poético y violento, tierno y divertido, emocionante
y sutil, de una alegre fluidez y de un humor envidiable.
El genérico se desarrolla durante el atraco de un tren en la frontera mejicana. Uno
de los bandidos muere en los brazos de su cómplice Santiago (Arthur Kennedy),
quien después de haber vagado de una parte a otra durante la noche se encuentra con
un joven granjero, Manuel (Eugenio Iglesias), y su encantadora esposa, María (Betta
Saint-John). La película cuenta el viaje de Santiago y Manuel al pueblo para vender
allí los relojes robados, su regreso a casa pasando por un cabaret y el desenlace, muy
movido e imprevisto.
Pero lo esencial reside sobre todo en las relaciones entre los tres personajes, de
una finura y ambigüedad abiertamente novelescas. Una de las más hermosas novelas
modernas que conozco es Jules et Jim de Henri-Pierre Roché, que nos muestra, a lo
largo de toda una vida, a dos amigos y a su compañera común amándose tiernamente
y casi sin roces, gracias a una nueva moral estética sometida a revisión
continuamente. The naked dawn es la primera película que (deja entrever la
posibilidad de) un Jules et Jim cinematográfico.
Edgar Ulmer es sin duda el más desconocido de los cineastas americanos y pocos
colegas míos pueden gloriarse de haber visto algunos de sus films estrenados en
Francia, que sorprenden todos ellos por su frescor, su sinceridad y su inventiva: The
strange woman (Extraña mujer) —Mauriac mezclado con Julien Green— Babes in
Bagdad (Muchachas en Bagdad) —un Marivaux volteriano—, Ruthless —a la
manera de Balzac—. Este vienés, nacido con el siglo, ayudante de Max Reinhardt y
luego del gran Murnau, no ha tenido suerte en Hollywood, tal vez porque no sabe de
«componendas» con el sistema. Su humor desenfadado, su honradez, su ternura por
los personajes que pinta, nos remiten irremediablemente a Jean Renoir y a Max
Ophüls, y sin embargo, el público de los Campos Elíseos archiva sin más la película,
como hace algunos meses ocurrió con Kiss me deadly de Robert Aldrich.
Hablar de The naked dawn equivale a bosquejar el retrato de su autor, al que se
adivina detrás de cada imagen y al que parece que conocemos íntimamente cuando la
luz de la sala vuelve a encenderse. Listo e indulgente, divertido y sereno, vivo y
(1956)
LOVE ME OR LEAVE ME
La ocasión hace al ladrón. No hay que ser un lince para darse cuenta que La
tentación vive arriba va más allá de lo escabroso y grosero para instalarse en un
terreno, al margen de lo torpe, donde la tristeza no tiene sitio y reina el buen humor y
la gracia.
Un americano «medio», Tom Ewell, acompaña a su mujer y a su hijo al tren en
que se van de vacaciones. Pronto se encuentra solo en casa, imbuido de moral
conyugal y preocupado por seguir al pie de la letra los sabios «consejos» de su
médico (nada de alcohol) y quizás también de su confesor.
Pero he aquí que una «girl», de esas que sólo se conocen —bíblicamente— en
sueños, viene a instalarse en el apartamento contiguo de nuestro provisional (¡ay!)
Rodríguez.
Sin duda el principal personaje de la obra, hacia el que convergen todas las
miradas, es el hombre, ordinario a posta, e incluso un poco por debajo de la media
(tanto física como intelectualmente) para conseguir una más segura identificación del
público masculino y un placer, «superior» y envidioso, a la vez sádico, de las
espectadoras.
Pero en la película el centro de interés se desplaza de la protagonista por la razón
definitiva de que cuando ella está en pantalla no se puede mirar a otra cosa sino a su
cuerpo, de la cabeza a los pies, con miles de paradas intermedias. Su persona nos
atrae de la butaca hacia la pantalla, de la misma manera que un imán atrae las
limaduras de hierro.
En la pantalla no ha lugar a elucubraciones mentales: caderas, nuca, rodillas,
orejas, codos, labios, la palma de sus manos y su silueta se ponen delante de todos los
travellings, encuadres, panorámicas, fundidos encadenados y cambios de plano. Todo
esto, hay que reconocerlo, sucede con una vulgaridad consciente, pretendida,
dosificada y en definitiva muy eficaz.
Billy Wilder, viejo zorro libidinoso, intercala incesantes alusiones y equívocos
hasta el extremo de que a los diez minutos de película ya no sabemos cuál es la
significación original de las palabras: grifo, frigorífico, lo de «abajo», lo de
«encima», jabón, perfume, braga, ventolera y Rachmaninoff.
Es necesario admirarse de ello más que indignarse. Porque la fluidez y la
inventiva, el humor tosco, la desenvoltura bien medida, conllevan una adhesión
cómplice que no pide más que eso.
El film es sincero y, ¡tanto mejor! porque en este asunto el más cerdo no soy yo,
(1956)
Los franceses
LA TRAVERSÉE DE PARIS
(La travesía de París)
(1956)
(1958)
CASQUE D’OR
(París, bajos fondos)
(1965)
(1954)
(1957)
* * *
* * *
Un cineasta ingenuo (naif) no tiene que resolver ningún problema de guión puesto
que se cree fácilmente la historia que cuenta. Él es el primer crédulo, el primer
espectador. Un cineasta filósofo que pretende expresar ideas generales tiene que
construir la historia de forma que sirva de vehículo a su pensamiento. Tampoco
resulta difícil conseguirlo. Pero Jacques Becker no era ni un cineasta ingenuo ni un
cineasta filósofo, era un cineasta puro, preocupado tan sólo por los problemas de su
arte.
Fundamentalmente trataba de conseguir un tono ajustado, cada vez más afinado,
es decir, más evidente. Como a todos los cineastas que se hacen muchas preguntas,
llegaba a conocer mejor lo que quería evitar que lo que quería conseguir. Odiaba un
tipo de cine que podríamos llamar «abusivo», odiaba el énfasis, la explotación del
erotismo, la violencia, los tonos sistemáticamente grandilocuentes.
Desconfiaba de lo excepcional. Constantemente se situaba con la imaginación en
el lugar de sus personajes, lo que le llevaba a hacer su propio autorretrato película a
película. Pero siempre desconfianza: hay que conocerse bien para no filmar más que
lo bien conocido. No se llega a ser infalible así como así. Becker no debía saber de
hecho que Max el Mentiroso era él mismo, y que en eso residía la fuerza de Grisbi.
Pero cuando creyó haber resuelto el «problema de Lupin» con la «solución de Grisbi»
cayó en la autocomplacencia y transformó un personaje fuerte en un personaje débil.
Lupin, era, pues, el agotamiento, la muerte de un personaje cuya carrera había
comenzado en Dernier Atout bajo los rasgos de Raymond Rouleau, había seguido con
Goupi Monsieur, un personaje pícaro, desenvuelto, el protagonista beckeriano
amable, simpático y quizás demasiado adorable. Becker estaba obligado a partir de
nuevo de cero, a explorar otros terrenos, e hizo Montparnasse 19 (Los amantes de
Montparnasse), lo más opuesto pero libremente aceptado. Es decir, la descripción de
un personaje fuerte, hasta excesivamente fuerte: Modigliani, un genio alcoholizado
que ¿bebe porque es un genio o es un genio porque bebe?
Los problemas de elaboración de una película semejante eran tan numerosos que
(1960)
(1961)
No hace todavía diez años de esto. Una tarde que falté al cine para ir al colegio
apareció nuestro profesor de literatura y nos dijo: «Ayer noche vi la película más
estúpida que se puede imaginar: Les dames du Bois de Boulogne: en ella un tipo
resuelve sus desengaños sentimentales haciendo cincuenta kilómetros en coche. No
he visto nada tan grotesco». La crítica no fue mucho más amable. El público no fue a
verla, y si fue, lo hizo para reírse de todas y cada una de las frases del diálogo de
Cocteau. El productor Raoul Ploquin se arruinó y tardó siete años en levantar cabeza.
El fracaso fue total. Les Dames no merecieron ni siquiera la modestísima batalla del
Hernani.
Un cine de arte y ensayo acaba de programar la película de Bresson dentro de una
retrospectiva y constato que el público ha sido mucho más numeroso que en el resto
de los programas de la temporada, que las sesiones se han desarrollado en calma y
que incluso la película fue aplaudida algunas veces. Según la expresión de Cocteau,
la película «ha ganado el juicio en el recurso». Tras el fracaso comercial, el film fue
proyectado en los cine-clubs. Casi todos los críticos se retractaron al volver a verla.
Hoy día, Le journal d’un curé de Campagne ha vencido las últimas reticencias y
Robert Bresson es considerado como uno de los tres o cuatro mejores directores
franceses.
La primera película de Bresson Les anges du Péché[23], a partir de un guión del
Rvdo. P. Bruckberger dialogado por Giraudoux, había recibido, desde su estreno en
1943, todos los plácemes. En cuanto a Les dames, Bresson había partido de un
episodio de «Jacques el fatalista» de Diderot: la aventura de Madame de la
Pommeraye y del Marqués des Arcis. La adaptación es y no es fiel. Fiel en cuanto
que hay frases enteras de Diderot. Se acostumbra a subestimar la participación de
Cocteau que supo llegar a veces un rewriter (re-escritor) de mérito. Por ejemplo:
Diderot: «La historia de vuestro corazón es paso a paso la historia del mío»;
Cocteau: «La historia de vuestro corazón es paso a paso la triste historia del mío».
Leyendo en voz alta estas dos frases hay que admitir que Cocteau ha mejorado a
Diderot en sentido musical. En el cuento de Diderot, todos los personajes rivalizan en
bajeza. Madame de la Pommeraye es la venganza. Es un personaje puro, un personaje
de Racine (si Fedra lo es), pero Madame Duquenoi y su hija, haciendo de beatas, ¿no
rechazan la duplicidad llegando incluso a confesarse previendo que el marqués
corrompería a su confesor para conocer todo lo que les concierne? Cuando la
anfitriona de Diderot ha terminado su historia, el maestro de Jacques le dice:
(1954)
* * *
(Segundo artículo)
(1956)
MONSIEUR RIPOIS
Hace ya mucho tiempo que la crítica y el gran público se han librado del prejuicio
de enjuiciar negativamente las películas inspiradas en novelas famosas. Está admitida
hoy la infidelidad tanto al espíritu como a la letra (p. e. Le diable au corps, La
simphonie pastorale, etc…). Se sabe, pues, que no hay problemas de ese tipo en las
adaptaciones. Sin embargo, pienso yo que si el realizador confiesa haberse inspirado
en un libro para hacer «otra cosa distinta», esta cosa distinta debe estar a la misma
altura que la obra original (p. e., Le journal d’un curé de Campagne). En otras
palabras, no es admisible el simple empequeñecimiento de la obra adaptada. Es el
único criterio que propugno.
Raymond Queneau fue el primero que tuvo la idea de sacar una película de
«Monsieur Ripois et la Némésis». René Clément leyó el libro, no le gustó, aceptó el
rodarlo con muchas reticencias y encargó la adaptación a Jean Aurenche.
Desgraciadamente no conozco ni podré conocer nunca el tratamiento escrito por
Aurenche, toda vez que no gustándole a Clément, decidió escribir junto con un
guionista inglés (Hugh Mills) la adaptación dejando al cuidado de Queneau la
redacción de los diálogos. Durante este trabajo, el título de la novela se redujo a la
mitad. La diosa de la venganza se ha quedado en el vestuario de este señor Ripois sin
Némésis. Veamos qué cuenta el guión de la película:
Ripois (Gerard Philippe) es un francés emigrado a Londres. A punto de
divorciarse, aprovecha la ausencia de su esposa para llevarse al domicilio conyugal a
una mujer joven, Patricia (Natacha Parry), amiga de Catherine Ripois (Valérie
Hobson). Como Pat se resiste al flirt, Ripois decide confesarse con ella y empieza a
contarle su vida sentimental. En primer lugar, hubo una Anna (Margaret Johnston),
que era «jefe» suyo en la oficina, y a la que tuvo que seducir para poder trabajar
tranquilo. Lo único que consiguió es convertir su vida privada en una especie de
oficina. Después vino Mabel (Joan Greenwood). Con la promesa de casarse se
aprovechó de ella. Tres días antes de formalizar su compromiso matrimonial, se
cambió de casa. Luego le tocó el turno a una francesa, Marcella, prostituta de
profesión, de la que vivió una temporada hasta que un buen día se largó con todos sus
ahorros. Hubo también una Diana (Diana Decker), una vecina; luego Catherine con la
que se casó (por dinero) y por último Patricia que todavía se le resiste. Pero como ya
está a punto de caramelo, decide simular un suicidio. Y lo malo es que se cae de veras
y queda malherido. Catherine cree que por su culpa ha intentado suicidarse, y de esta
manera empujará el resto de su vida el carrito desde el que Ripois, paralítico, sólo
podrá contemplar de lejos a las mujeres.
(1954)
LE MYSTERE PICASSO
(El misterio Picasso)
* * *
(1956)
LE TESTAMENT D’ORPHEE
(El testamento de Orfeo)
* * *
Plano medio del poeta y de Cegeste. Vemos lo que están mirando: una parejo de
jóvenes enamorados que se abrazan. Uno y otro anotan sus impresiones en un
cuaderno utilizando como soporte la espalda de su compañero.
Otra buena idea, cuyo interés no resulta evidente explicándola con palabras. Al
contrario de la escena precedente, el rodarla es una experiencia emocionante, porque
durante el rodaje se puede lograr un resultado hasta diez veces mejor que lo que
indica el texto.
En primer lugar, hay que elegir la pareja que haga la idea más deliciosa. Luego
hay que indicar la colocación de los dos actores, y por último, marcar hasta los más
mínimos gastos, la mímica que dará sentido humorístico a la idea. También es
importante la comprensibilidad, pero en esta ocasión se logra no por la relación entre
los encuadres sino por su colocación individual. La claridad y comprensión de esta
idea pueden verificarse sobre el terreno, y no a la semana siguiente en la sala de
montaje.
Estamos ante una idea plástica que nada tiene que ver con la pintura. Sugiere los
trazos de un dibujo humorístico por la frescura de sus rasgos y su aspecto satírico. En
sus grandes momentos, Frank Tashlin acertó con este estilo de cine que es, ante todo,
el de Jean Renoir, un cine jubiloso. En este tipo de cine, la primera repetición en el
rodaje no sirve de nada. A la quinta, las cosas empiezan a concretarse, se depuran, y
ASSASSINS ET VOLEURS
(1957)
Al «todo París» no le gustan las mezclas, los cambios, los aficionados. ¿Que Jean
Renoir escribe una obra de teatro? Se pontifica de inmediato que es cinematográfica,
antiteatral. Asimismo, Jean Cocteau será siempre un titiritero, un metomentodo. Si
damos fe a la leyenda, parece que se quiso impedir que el novelista Jean Giraudoux
escribiera teatro. Estos tabús, estas prohibiciones, estas etiquetas obligadas son
producto de un grupo de mediocres, de imbéciles, de celosos de su única y estrecha
especialidad. Por lo que toca al cine, a los artistas que provienen de otro terreno se les
desanima con las complicaciones técnicas.
Sacha Guitry no tenía complejos. Y eso ha sido bueno para el cine francés, ya que
le ha proporcionado una docena de buenas películas. Las mejores (hablo de las que
yo he podido ver) son: Ceux de chez nous, Le roman d’un tricheur, Faisons un reve,
Desiré, Remontons les Champs-Élysées, lis étaient neuf celibataires, Deburau,
Assassins et voleurs y su postrera Les trois font la paire. Sacha Guitry era un
chapucero. Detestaba hacerse pesado o cuidar excesivamente una película. Estaba
satisfecho siempre del guión y de sus intérpretes. Le gustaba filmar de la manera más
rápida y sencilla posible. Usaba a veces dos cámaras que runruneaba
simultáneamente. En suma, que era un espectáculo cinematográfico a fortiori, ya que
impresionaba celuloide. La expresión «teatro filmado» se inventó para motejar al
cineasta que se atreve a rodar una obra de teatro sin insertar escenas en la calle, una
persecución por los tejados, dos coches o un caballo al galope. Celui qui doit mourir
(El que debe morir) de Jules Dassin, adaptación de una novela y rodada en plena
naturaleza, es, sin duda, teatro filmado mucho más que Faisons un reve, obra perfecta
por completo e inmejorable en su trasplante a la pantalla.
«O es cine o no es cine», se replica con frecuencia. ¡Qué estupidez! Nadie se ha
dado cuenta de que el neorrealismo italiano —la ropa sucia lavada en las callejas de
Nápoles— nació directamente, no de los films de Carné o de Feyder que eran
directores «realistas», sino de los films de Marcel Pagnol, o sea, de obras de teatro,
filmadas como tales, por su autor.
En 1936, Sacha Guitry rodó cuatro películas. Fíjense, cuatro films en un año.
Afortunadamente he visto los cuatro. La primera es Le nouveau testament, una
comedia costumbrista sobre los gigolos que arranca de una cita frustrada. Nos
enteramos, gracias a esta película, de que existen en París tres estatuas distintas de
Juana de Arco, y de ahí nace la serie de equívocos desternillantes del films. Le roman
d’un tricheur, la segunda, es considerada con razón la obra maestra de Sacha Guitry.
Es uná película picaresca, rica en hallazgos inéditos que no se han vuelto a utilizar, y
comentada en off las dos terceras partes de su duración. Faisons un reve, a la que ya
me he referido, está prodigiosamente interpretada por Sacha Guitry, Jacqueline
Delubac y Raimu y se desarrolla en un decorado único. Por último, Le mot de
Cambronne, mediometraje, notable por su inventiva e ingenio.
(1957)
LE BALLON ROUGE
(El globo rojo)
(1956)
LOLA MONTES
«A Raguse
robe exquise
qu’on refuse
a l’eglise[27]»,
(1955)
* * *
(1957)
MON ONCLE
(Mi tío)
Se dice tanto que el cine es esclavo del dinero que algo de verdad debe haber en
ello. Lo que ciertamente se ha puesto por las nubes es el tiempo. Las estrellas son
«avaras del minuto», los técnicos también y éstos son cada vez más numerosos. Y por
último, el alquiler de los estudios resulta exorbitante. Por eso el azar juega un papel
tan importante en la creación cinematográfica, favorable a la gente de talento y
desfavorable a los demás.
Sea lo que fuera, algunos directores de cine no admiten la intrusión del azar en su
trabajo. Desean controlar y dominar su obra desde la o a la z, rodar de nuevo un plano
fallido o una escena mal realizada, y retocar un sinnúmero de veces «en la moviola»
su película. Para éstos sólo hay una solución: tomárselo con calma y disponer de todo
el tiempo que haga falta. ¿Cómo? Devaluando el precio del tiempo en el cine,
haciéndolo veinte o treinta veces menos costoso prescindiendo de estrellas y de
estudios.
Sólo dos realizadores practican esta política de control absoluto: Robert Bresson y
Jacques Tati. A esto quería llegar: en las circunstancias actuales, y teniendo en cuenta
la forma azarosa, fortuita, milagrosa, aproximativa, confusa y enloquecida como se
hacen las películas, una obra de Bresson o de Tati es a la fuerza genial a priori.
Simplemente, por la presencia de esa rarísima autoridad con que se imponen desde la
primera imagen hasta la palabra «fin», por esa voluntad única y absoluta, que —en
principio— debería presidir toda obra con pretensiones artísticas.
Por eso sólo se puede enjuiciar Mon oncle en relación con los restantes films de
Tati. Confesemos que Mi tío, en Cannes, no ha colmado todas las esperanzas. Antes
de su proyección, era el probable Gran Premio. Luego se convirtió en un posible
Gran Premio.
El humor de Tati es sumamente restringido. ¿No será porque se limita a propósito
a la comicidad de observación y porque excluye todos los hallazgos cómicos que no
pertenezcan al burlesco puro? E incluso dentro de la comicidad de observación, Tati
efectúa una segunda censura, la de la inverosimilitud. Rechaza la observación basada
en los caracteres de los personajes, o sea, la observación humana, ya que no utiliza el
montaje clásico, la construcción dramática de las escenas ni la sicología de los
personajes. Su comicidad se apoya únicamente en hechos de la vida cotidiana,
ligeramente deformados pero colocados en situaciones siempre creíbles.
En los comienzos de su carrera, debió hacer esto de una manera inconsciente e
intuitiva. De tres gags Tati prefería el más verosímil, el menos fabricado, pero
Es sabido que Ingmar Bergman, que cumple este año los cuarenta, es hijo de un
pastor protestante. Antes de comenzar a dirigir cine en 1945, escribió para el teatro y
también novelas, pero sobre todo impulsó —y todavía impulsa— un grupo teatral.
Con él ha montado en Estocolmo muchas obras de Anouilh, de Camus y algunas
obras maestras del repertorio clásico francés y nórdico.
Esta actividad desbordante no le ha impedido rodar diecinueve películas en trece
años. Y su ritmo vertiginoso de trabajo sorprende mucho más si se tiene en cuenta
que es autor total de estas películas: guión, diálogos y dirección. De estos diecinueve,
sólo seis films se han estrenado comercialmente en Francia: Skepp till Indialand
(Barco para las Indias), Un verano con Mónica, Sonrisas de una noche de verano,
Noche de circo, El séptimo sello y Sommarlek (Juegos de verano). Gracias a los
premios que Bergman se lleva desde hace tres años en los Festivales, gracias a los
éxitos que sus películas cosechan entre los asistentes a los cines de «arte y ensayo»
cada vez más numerosos (dieciocho en París), muchas de sus obras anteriores se van
a estrenar durante la temporada próxima. En mi opinión, las que pueden recibir una
acogida tan buena como, por ejemplo, Sonrisas de una noche de verano son Una
lección de amor, sorprendente comedia a lo Lubitsch, Kvinnors väntan (La espera de
las mujeres), y Sueños, comedia un tanto teñida de amargura. Otras dos películas,
más ambiciosas pero desiguales, podrían acercarse a la trayectoria de Noche de circo.
Son Prisión —que relata la historia de un director de cine a quien su antiguo profesor
de matemáticas le acaba de proponer el rodaje de un film sobre el infierno— y sobre
todo, Torst (La sed), en la cual una pareja de turistas suecos, a través de un viaje en
tren por la Alemania destrozada de la posguerra, llega a tomar conciencia de sus
propios fallos morales.
Ingmar Bergman está considerado en Suecia como el gran cineasta nacional. Pero
no ha sido siempre así. Su primer contacto con el cine tuvo lugar en 1944 cuando
escribió el guión de Hets (Tortura) que realizó Sjöberg, el director de Señorita Julia.
Versaba sobre las «torturas» a que sometía a sus alumnos un profesor de latín
apodado Calígula (Muy poco antes, Bergman había montado en el teatro la obra de
Camus que lleva ese título). Al año siguiente, Bergman dirige su primer film Crisis,
que describe las desventuras de una chica que se disputan egoístamente su madre
verdadera y su madre adoptiva. Luego vinieron, Llueve sobre nuestro amor,
Hamnstad (Ciudad portuaria), etc.
Las primeras películas de Bergman sorprenden por su pesimismo y su tono de
rebeldía. Tratan por lo general de una pareja de adolescentes que buscan la felicidad
(1958)
Comienza como Las tres hermanas de Chejov, acaba como El jardín de los
cerezos y, entre medias, se parece a Strindberg. Hablo de Gritos y susurros, el último
film de Bergman, gran éxito en Londres y Nueva York desde hace meses y que ha
causado sensación en el Festival de Cannes la semana pasada. El estreno parisino se
anuncia para setiembre. Gritos y susurros, unánimemente considerada como una obra
maestra, va a reconciliar a Ingmar Bergman con el gran público que le miraba con
recelo desde su último éxito Tystnaden (El silencio) de 1963.
Pocas obras hay en la historia del cine de la posguerra tan iguales y fieles a sí
mismas como la de Bergman. Desde 1945 a 1972 ha rodado treinta y tres películas.
Su nombre se hizo familiar para todos en 1956 con el éxito en Cannes de Sonrisas de
una noche de verano, su decimosexto film.
Diez años antes, el primer Bergman proyectado en Francia sólo mereció la
atención de un único crítico: André Bazin, que felicitó al joven realizador sueco por
“suscitar un mundo de una pureza cinematográfica embriagadora” (Reseña de Skepp
till Indialands —Barco para las Indias— publicada en L’Ecran Frangais», sept.
1947).
A partir de 1957, casi todos los Bergman se han estrenado en Francia pero con
notable desorden. Los más célebres son Noche de circo, El séptimo sello, Fresas
salvajes, El manantial de la doncella, Tystnaden (Silencio), Persona. Los más
sorprendentes son quizás Sonmarlek (Juegos de verano), Un verano con Mónica, Los
comulgantes y Ritten (El rito). A propósito, hablemos un poco de Ritten.
Durante estas últimas semanas se ha estado proyectando en París esta película
extraordinaria que Bergman rodó hace cinco años en blanco y negro para la televisión
sueca. La sala del «Studio Galande» es pequeña pero los ochenta espectadores que
acudían cada día no bastaban para sufragar los gastos de su exhibición comercial.
Estúpidamente Ritten ha sido retirada de cartel precisamente la víspera del día en que
Bergman llegaba a Cannes después de quince años de espera. Quitar de cartel Ritten
la semana pasada viene a ser como retirar del escaparate de las librerías los libros de
un escritor el día en que se le concede el premio Goncourt. ¡Mala suerte! Pero una
mala suerte en la que los críticos de París tienen su parte de responsabilidad. Ritten es
una película de una violencia interior extrema que nos permite ver cómo tres artistas
ponen «a punto de morir» a un juez, o sea a un crítico. Curioso, la prensa ha evitado
comentar esta película.
Bergman es testarudo y tenaz. Divide su tiempo entre el teatro y el cine. Se le
nota que no disfruta si no está rodeado de actrices. No llegaremos a ver nunca una
película de Bergman sin mujeres. Me lo imagino más femenino que feminista porque,
en sus films, las mujeres no están contempladas desde el punto de vista masculino
sino que están estudiadas con una complicidad total. Ellas están perfiladas y
matizadas hasta el infinito mientras que los personajes de hombres son de una pieza.
(1973)
BUÑUEL, EL CONSTRUCTOR
BLINKITY BLANK
Blinkity Blank es un film de cuatro minutos, en color, rodado sin cámara. Mac
Laren ha dibujado directamente un cierto número de dibujos y de figuras abstractas
que forman un ballet erótico por la reunión de elementos masculinos y femeninos. El
sonido también está impreso directamente sobre el celuloide. Lo extraordinario —al
margen de la belleza de los dibujos, de su rapidez— es que Mac Laren consiga hacer
reír a toda una sala con una simple curva entrevista veinticuatro veces por segundo y
con unos cuantos ruidos sintéticos.
Blinkity Blank es una obra absolutamente única que no se parece a nada de lo que
se ha realizado en cine en sus años de historia. En este «pequeño gran film» de cuatro
minutos se reúne toda la fantasía de Giraudoux, la maestría de Hitchcock y la
imaginación de Cocteau.
En la noche de las salas llamadas oscuras, Blinkity Blank, con sus destellos de
calor coloreado, con sus clic-clac sintéticos, presenta algo parecido a un mito nuevo:
el de la gallina de los ojos de oro.
(1957)
* * *
(1963)
LE NOTTI DE CABIRIA
(Las noches de Cabiria)
(1957)
Las películas sobre la medicina horrorizan a los médicos, las películas de aviación
exasperan a los aviadores, pero Federico Fellini ha logrado contentar a la gente de
cine con Ocho y medio, que tiene por tema la dificultosa preñez de un director antes
de iniciar el rodaje.
Fellini presenta al director de cine, en primer lugar, como un hombre al que desde
la mañana hasta la noche todo el mundo molesta haciéndole preguntas que no sabe,
no quiere o no puede contestar. En su cabeza bullen sugerencias diversas,
impresiones, sensaciones, deseos vagos, y se le exige que dé seguridades, nombres
concretos, cifras exactas, indicaciones de lugar y tiempo.
A todo el mundo le cae bien el escepticismo de su cuñada: «¿Cómo te van las
cosas, fantasma?», pero a él le deja hundido. La única forma de vengarse de ella es
incorporarla a sus ensoñaciones eróticas, por ejemplo, a la del harem, donde comparte
un lugar con la bella desconocida que nosotros, espectadores, habíamos entrevisto
telefoneando desde el hall del hotel y que, lo juraríamos, Mastroianni-Guido ni
siquiera había advertido. Todas las torturas que pueden minar la energía de un
director antes del rodaje son enumeradas cuidadosamente en esta crónica que viene
ser a la preparación de una película lo que era Rififí a la preparación de un robo.
Siempre hay actrices que quieren saber más detalles, enseguida, «para poder vivir
mejor el personaje», un decorador que pregunta: «¿Dónde ponemos la chimenea?»,
un coguionista pretencioso, literario, que no se entera de nada, y por último, un
productor paternal de una paciencia y una seguridad tales que aumentan la angustia
de Guido.
Los directores que han sido en mayor o menor grado actores, los actores que han
trabajado en el circo, los cineastas que han sido guionistas, los que saben dibujar,
todos estos, por lo general, tienen «un algo más». Fellini ha sido actor, guionista,
hombre de circo, dibujante. Su película es completa, simple, bella y sincera como la
que quiere rodar Guido en Ocho y medio.
(1963)
Es lógico, por tanto, pensar que el mismo nombre de Kane venga de Kan, como el
de Arkadin viene probablemente de Irina Arkadina, la protagonista-actriz de «La
alondra» de Chejov.
Ciudadano Kane, que no existe como tal si no es en versión original, nos
desintoxicó de nuestro hollywoodismo fanático y nos convirtió en cinéfilos exigentes.
Esta película es, sin duda, la que más vocaciones cinematográficas ha suscitado en
todo el mundo. Y resulta curioso esto porque siempre se ha dicho y con razón que la
labor de Orson Welles era inimitable y porque además la influencia que ha ejercido
ha sido, por lo general, indirecta y subterránea, excepto en algunos casos en que es
más clara, por ejemplo, en La condesa descalza de Mankiewicz, Les mauvaises
rencontres de Astruc, Lola Montes de Max Ophüls y en Ocho y medio de Fellini. Las
películas producidas en Hollywood, a las que me refería antes y que nos gustaban
tanto, nos encantaban pero nos parecían inalcanzables: podíamos ver y volver a ver
The big sleep (El gran sueño), Notorius (Encadenados), Lady Eve (Las tres noches de
Eva), Scarlett Street (Perversidad), pero no favorecían la idea de que nosotros
podríamos un día hacer cine. Lo único que sacábamos en claro es que si el cine fuera
un país, Hollywpod sería sin lugar a dudas su capital. Por eso quizás, por su doble
aspecto de pro-Hollywood y de anti-Hollywood, Ciudadano Kane nos llamó tanto la
atención. Y quizás también por su insolente juventud, por la mentalidad europea de
Orson Welles que se traslucía claramente. Pienso yo que la causa de que Orson
Welles tenga una visión antimaniquea del mundo, de que haya conseguido borrar y
emborronar a su gusto la noción de protagonista y la de bueno y malo, se debe, más
que a sus viajes por el extranjero, al conocimiento precoz e intenso de Shakespeare.
Les voy a hacer una confesión de autodidacta: tenía catorce años en 1946 y ya había
abandonado los estudios; a través de Orson Welles descubrí a Shakespeare de la
* * *
(Inédito - 1967)
(1956)
(1958)
(1958)
* * *
(1956)
de ALAIN RESNAIS
(1955)
de ALEXANDRE ASTRUC
(1955)
de AGNÉS VARDA
A dos pasos del metro Vavin y del «Dome», casi imposible de descubrir a la
primera intentona pero familiar para todos los cinéfilos, se encuentra el Studio
Parnasse que es desde hace ocho años el cine parisino mejor «programado» y en el
que puede verse el mayor número de obras maestras a lo largo de un año.
Excepcionalmente, el Studio Parnasse ha dejado por dos semanas los «clásicos» y
se ha transformado en sala de estreno para dar paso a una película que, a decir
verdad, no aguantaría tres días en la pantalla de un cine de los Campos Elíseos o de
los bulevares.
La Pointe Courte, ensayo cinematográfico, obra experimental ambiciosa, proba e
inteligente, primera película dirigida por Agnés Varda, fotógrafo del T. N. P., ha
encontrado su lugar adecuado en la pantalla del Studio Parnasse.
Se trata de un «ensayo de film para leer», según reza la publicidad que por una
vez «se adecúa» a la obra promocionada, hecho con dos crónicas: la de una pareja
cuatro años después de su matrimonio y la de un pueblecito de pescadores (La Pointe
Courte, cerca de Sète)… Esta película no pretende ni probar ni demostrar nada. Narra
lentamente, al ritmo del tiempo que pasa, que gasta, que transforma, al ritmo del
tiempo inexorable y a la luz cruda de un tiempo igualmente bello.
Tras esa sospechosa simplicidad de propósitos se esconden —lo habrán adivinado
— muchas secretas intenciones, inconfesadas porque son poco formulables, y quizás
—me temo— sin mucha relación con la «puesta en escena» y la dirección de actores.
Que la protagonista de la película no se encuentre en contacto más que con el
hierro, y su compañero con la madeja, produce —al parecer— un intenso minuto de
«crisis» cuando la sierra, en un momento dado, ¡corta un trozo de madera! Este tipo
de cosas —que hubiera sido incapaz de captar yo solo— constituyen el entramado de
La Pointe Courte mientras, entre tanto, desfilan ante nosotros una serie de imágenes
demasiado «compuestitas» y oímos unos diálogos más propios del teatro de Maurice
Clavel.
Silvia Montfort y Philippe Noiret, acostados el uno junto al otro, contemplan la
bombilla que ilumina su habitación:
ELLA.— ¿Es agua del canal que cuelga del techo?
EL.— ¡Sí, porque la luna está dentro del agua del canal!
Si a usted estas dos frases le parecen sutiles y poéticas, no se pierda La Pointe
Courte; si a usted le parecen grotescas y pretenciosas, absténgase de verla. A mí, me
parecen las dos cosas a la vez, buenas y malas, de un realismo, de una «precisión» un
poquito cerebral. Como quien dice: «haz eso para que se note».
(1956)
de ROGER VADIM
Todo París la ha visto, todo París habla de ella. Unos se quejan: «Si no es ni
siquiera ‘cochon’», otros se ofuscan: «Es indecente». Se podía temer cualquier cosa
después de la campaña publicitaria que gratuitamente le brindó la censura. Pero Et
Dieu créa la femme es una película sensible e inteligente sin una sola vulgaridad, una
película típica de nuestra generación porque es amoral (rechaza la moral al uso y no
propone ninguna otra) y puritana (consciente de esa amoralidad y preocupado por
ella). No es una película «verde» sino un film lúcido y sin tapujos.
Muchas películas están basadas en el sexo. No se ha encontrado un medio mejor
para que el público entre en las salas que ése de colocar carteles y fotografías
«sugestivas» a la puerta ofreciendo «el oro y el moro», es decir, carne fresca, carne
joven, femenina por lo general. Indiquemos que la clientela femenina no es del todo
insensible al encanto físico masculino: cuenten, si no, las películas en que Georges
Marchal, James Dean o Curd Jurgens aparecen con el torso desnudo (Hasta el mismo
Pierre Fresnay se reserva siempre una escena en la que lleva un jersey ceñido de
cuello vuelto).
Y sin embargo, cuando esa carne fresca aparece en la pantalla, no cesan de
producirse bisbiseos, chanzas y silbiditos entre un público avisado que busca en
realidad emociones fuerces, pero que en vez de quedarse con la boca abierta prefiere
ser más malicioso que los mismos autores.
Para evitar ese malentendido, muchos directores renuncian a las escenas eróticas
que contienen muy a menudo los guiones. Es deprimente que el público bromee
durante una escena audaz que se ha pretendido fuerte y seria. Los cineastas franceses
se han dedicado al erotismo de diálogo y semejantes groserías verbales (increíbles
concesiones a lo chabacano) pasan por sutiles comedias satíricas.
En este terreno concreto del erotismo y de las costumbres las distintas
generaciones se oponen muy claramente. Por eso, a pesar de la amplia audiencia que
tendrá con toda seguridad Et Dieu créa la femme, sólo los jóvenes se pondrán de
parte de Vadim que ve las cosas como ellos las ven.
Vadim, con el pretexto de contarnos una historia que vale lo que vale (ni más ni
menos), nos presenta desde todos los ángulos a una mujer que conoce muy bien: la
suya. Juliette, exhibicionista un tanto inconsciente, nudista por temperamento, mujer-
niña o, mejor, mujer-bebé, se pasea bajo el sol mediterráneo, con los cabellos
mecidos por el viento marino, suscitando turbios y muy concretos deseos, deseos
(1957)
de CLAUDE CHABROL
(1958)
de LOUIS MALLE
Les amants es una película apasionante. No es una obra maestra porque le falta un
poco de genialidad, pero tiene una libertad, una inteligencia, un tacto absolutos y un
gusto excelente. Va desarrollándose con la espontaneidad de las películas antiguas de
Renoir, es decir, experimentamos la sensación de ir descubriendo las cosas al mismo
tiempo que el cineasta y no antes o después que él.
El amor es el tema por excelencia, y especialmente en el cine, donde el aspecto
físico es indisociable del sentimental. Louis Malle ha realizado la película que todo el
mundo lleva en su cabeza y que sueña en realizar: la historia detallada de un flechazo,
del ardiente «contacto de dos epidermis» que sólo después se convierte en el
«intercambio de dos fantasías».
Muy superior a Ascenseur pour l’Echafaud (Ascensor para el cadalso), Les
amants supera también a Et Dieu créa la Femme, Le beau Serge y a Le dos ou mur, y
se nos presenta como la mejor película de un director «menor de treinta años».
El acto sexual no puede ser presentado en el cine porque existiría una excesiva
distancia entre lo abstracto y lo concreto, es decir, habría un abismo entre lo que el
cineasta quiere expresar y la presentación visual de su idea. Sería a la vez feo y
exagerado. Pero ni más ni menos que las feas y exageradas lágrimas que vierte un
niño ante su globo rojo, reventado en medio de la acera. La censura se pone en
guardia ante el primer caso, pero no ante el segundo, porque se censura mal y porque
está compuesta por personas que desconocen la moral estética, la única que cuenta.
Lo que interesa, pues, al cineasta es mostrar con la mayor veracidad posible lo
que pasa ANTES y DESPUES del amor, o sea, el momento en que los dos se nos
presentan como dos seres humanos de cuerpo entero en una perfecta unión de cuerpos
y almas. Durante años, el cine francés nos ha negado esta verdad y la ha sustituido
por la grosería alusiva y la minuciosa chabacanería que son las claves del éxito de
nuestros teatros de boulevard. Et Dieu créa la femme debía ser apoyada porque era el
primer esfuerzo real para presentar sinceramente el amor en el cine. El defecto de la
primera película de Vadim (que ahora se puede ver con más claridad porque Malle lo
ha evitado) era que a veces se alejaba de la dimensión física en aras de un erotismo
picante y por tanto menos auténtico: braguitas, gestos pensados para la cámara, ropa
mojada en el mar, agresividad antisocial de la protagonista, etc… Louis Malle,
espléndidamente ayudado por Louise de Vilmorin, ha conseguido una película
perfectamente cotidiana y casi banal, de un pudor absoluto y moralmente inatacable.
Durante toda la segunda parte de la película, que es al acto del amor lo que el
atraco de Rififi a la acción de robar, Jeanne Moreau alterna el camisón con la
(1958)
de JEAN-LUC GODARD
(1958)
de JACQUES RIVETTE
Todos los meses se anuncia la agonía de la «nueva ola». Así pues, si en 1960 se
estrenaron veinticuatro «primeras películas», en 1961 la cifra se elevará a treinta y
dos y será rebasada en 1962. Jacques Rozier, Jean-Louis Richard, Eric Rohmer,
Marcel Bluwal, Alain Cavalier, André Versino, Bernard Zimmer, Lola Keigel, Jabely,
Jacques Ertaud son los nombres de jóvenes cineastas que están terminando su primer
largometraje que serán estrenados en el primer semestre del próximo año, y a los que
habrá que añadir algunos otros más antes de que acabe 1962: Alain Robbe-Grillet,
Marcel Ophüls, Francis Blanche, Frangois Billetdoux, Paul Gegauff, Jean-Frangois
Hauduroy, Jean Herman, Serge Bourguignon y unos cuantos más.
Pero de entre todos estos mencionamos especialmente a Jacques Rivette. El
estreno de Paris nous appartient, su primera película, es un acontecimiento para
todos y cada uno de los miembros de nuestro equipo… o, si Vds. lo prefieren, de
nuestra maffia.
El rodaje de Paris nous appartient comenzó hace tres años y medio, a principios
del verano de 1958. El guión estaba acabado desde hacía varios meses pero ningún
productor se mostró interesado en él. Entonces, Jacques Rivette decidió tirarse al
agua. Pidió prestados ochenta mil francos a la administración de «CAHIERS DU
CINEMA» para pagar unos cuantos rollos de película virgen, contrató cámara y
laboratorios a crédito, y los técnicos y los actores se constituyeron en cooperativa de
«participación total».
La empresa parecía condenada al fracaso desde el principio, pero no era nada
absurda. Dos años antes, Rivette había rodado en el apartamento de Claude Chabrol
un film de veinte minutos, Le coup du berger, y le había costado sólo el precio de la
película. Acabado el rodaje, el productor Pierre Braunberger vio el film, se hizo cargo
de él y sufragó los gastos de su terminación. Esa peliculita fue después vendida al
mundo entero.
Cada uno de nosotros pensaba: si Le coup du berger hubiese durado una hora
más, habría sido un dignísimo «largometraje» rodado con un coste diez veces inferior
al de una película media francesa.
El ejemplo de Coup du berger me animó a rodar Les mistons y a Chabrol a correr
la aventura de un largometraje (Le beau Serge). Por aquel entonces, los más famosos
directores de «cortos», Alain Resnais y Georges Franju recibieron ofertas para
realizar un largometraje. Habíamos comenzado a andar.
Cierto, habíamos comenzado a andar pero se lo debíamos a Jacques Rivette
porque de todos nosotros era él el más animado a poner en práctica sus proyectos.
(1961)
de JEAN-LUC GODARD
¡Que cada uno viva su vida, pero a condición de que sea hacia adelante! ¿La
nueva ola? ¡Pierre habla bien de Georges que desbarra acerca de Julien que, a su vez,
supervisa a Popaul que coproduce a Marcel a quien Claude ha alabado!
Pues ¡qué bien! Voy a cantar hoy las excelencias de Jean-Luc, de ese Godard que
rueda «películas de cine», como yo, pero dos veces más frecuentemente.
Cuando criticaba películas, intentaba por todos los medios convencer,
probablemente porque, al desconocer los verdaderos problemas que se plantean al
cineasta, trataba instintivamente de convencerme primero a mí mismo de que unas
cosas estaban bien y otras mal.
La alegría físico y el malestar físico que producen ciertos momentos de A bout de
souffle (Al final de la escapada) y de Vivre sa vie (Vivir su vida) no trataría nunca de
comunicárselos por medio de la pluma a aquellos que no los experimentan.
La irrealidad total, pretendida o no, de cierto tipo de cine es seductora pero
provoca un cierto malestar. La realidad más cruda puede seducirnos por un instante,
pero a la postre nos deja con nuestro hambre. Una película como Vivre sa vie nos
arrastra constantemente hacia los límites de la abstracción, luego hacia los límites de
lo concreto, y sin duda, es este balanceo el que suscita la emoción.
El cine emocionante, el que interesa, el que apasiona necesita que esa emoción se
cree científicamente, como en el caso de Hitchcock y Bresson, o nazca sencillamente
de la comunicativa emotividad del artistas, como en Rossellini y Godard.
Hay películas que uno admira y que desaniman: ¿para qué continuar después de
esto? No son las mejores, porque las mejores dan la sensación de que abren puertas y
que el cine comienza y recomienza con ellas. Vivre sa vie es de estas últimas.
(1962)
de JACQUES ROZIER
(1963)
de PIERRE KAST
(1964)
de LOUIS MALLE
El público ha acudido a la cita que les ha propuesto Louis Malle con su Fuego
fatuo. Cuando yo era en otros tiempos columnista de «ARTS», pedía que se hicieran
películas como ésta: sencillas, personales, sinceras.
Ante todo, confieso que tengo muchos más argumentos inteligentes, preparados
para ayudar a los detractores, que para contentar a sus admiradores. Fuego fatuo es
una de esas películas en las que todo lo que se diga sobre ellas es verdadero: sí, es
sincera; sí, es defectuosa; cierto, es muy sobria; efectivamente, le falta rigor, etc. En
este caso, si la película hubiera pasado en medio de la indiferencia general, los
adversarios de Louis Malle habrían hablado de patochada o de torpeza, pero no de
impostura.
Llegados a este punto, y como cada vez que se analizan pormenorizadamente las
intenciones, criticar una película se convierte en criticar a una persona, no quiero
hacerlo.
Estoy totalmente convencido de que toda la obra de un cineasta está contenida en
su primera película. No es previsible a priori pero es constatable a posteriori. Todo lo
que es Louis Malle, sus virtudes y sus defectos, están ya en Ascenseur por l’Echafaud
(Ascensor para el cadalso). A partir de ahí, podemos decir que Vie privée (Vida
privada) era Ascenseur pero «un poco peor», y que Feu follet es Ascenseur pero «en
mejor».
El único reproche que deseo formular a Fuego fauto es que el personaje principal
es conmovedor desde el comienzo en vez de empezar a serlo a mitad de película. En
A bout de souffle (Al final de la escapada) y por regla general en todos los films de
Jean-Luc Godard, la emoción es al mismo tiempo más intensa y más pura porque se
consigue a pesar de cualquier obstáculo. Si Ronet se hubiera mostrado, de vez en
cuando, agresivo u odioso, nuestra identificación con él hubiera sido más total y la
película, en lugar de ser simplemente emocionante, hubiera resultado desgarradora.
Esto no impide que el comienzo de la película me parezca bueno y lógico.
Acompañamos a un personaje desesperado a lo largo de todo el film. Los minutos se
añaden a los minutos y la emoción se crea casi únicamente por la acumulación de
primeros planos neutros. Todos los cómicos saben que la risa puede provocarse por la
repetición. Existe también un patetismo que se consigue por la repetición. Es el más
interesante. Gracias a él, Louis Malle ha logrado su mejor película.
de ALAIN RESNAIS
(1964)
de JEAN-PIERRE MOCKY
Cuando a uno le gusta el cine, le basta que la película haya sido filmada por una
persona, y desdeña el pretencioso «escrita y dirigida», más propio de los novelistas
metidos a cineastas. Con mucha más razón sucede esto cuando, como en el caso de
Les vierges, aparecen en el genérico los nombres de cuatro guionistas y se sabe —
secreto a voces— que lo esencial del trabajo literario ha sido realizado anónimamente
por una quinta persona: Jean Anouilh.
Hay dos tipos de películas en sketchs: las que abiertamente se confiesan tales, y
las que tratan de camuflarlo mediante algunos recursos de guión un tanto simplistas.
En esta ocasión, el camuflaje es flojísimo. Los sketchs se siguen unos a otros pero
comienzan y terminan claramente y son muy desiguales en inspiración, intenciones y
realización. La primera parte es la mejor: pesada pero eficazmente desmitificadora,
según el deseo de Mocky. En realidad, se trata de una película hecha por un hombre,
una película sobre las chicas vistas desde la perspectiva de un obseso sexual que es al
mismo tiempo un puritano (lo que no es incompatible ni mucho menos).
En el primero de los cuatro sketchs, que es el mejor, Mocky desmitifica no a una
doncella sino a un hombre virgen, a un esposo joven y virtuoso que se convertirá
evidentemente en un marido desastroso. Los restantes están menos logrados pero son
también interesantes a pesar de algunas concesiones sentimentales horrorosas. ¿Por
qué horrorosas? Porque contradicen abiertamente los propósitos de la obra y las
intenciones de Mocky que conocemos bastante bien por sus películas anteriores,
sobre todo, a partir de Un couple y Les snobs.
Mocky no es el único cineasta francés que ha caído en la cuenta de una realidad
brutal: cuanto más se parezca una película a mí mismo, tanto menos gustará al
público. Esta constatación provoca una reacción que puede variar entre la abjuración
vergonzosa y una evolución forzada. Al verse uno obligado a cambiar de chaqueta
pueden pasar dos cosas: que queden huellas de la anterior o bien, que al contrario se
convierta uno en una especie de Sargento York.
No he respondido a la pregunta que, por otra parte, nadie me ha hecho: ¿Es Les
vierges la mejor película de Mocky? Responder o no a esta pregunta no tiene ninguna
importancia porque lo esencial es que no se trata de una película vulgar. Lo más
curioso de esta obra es su hábil dosificación de lo falso y lo verdadero, de la
sinceridad y la simulación.
¿Y cuáles son sus virtudes? Mocky, como casi siempre, ha trabajado con actores
desconocidos y los ha elegido y utilizado a la perfección. En suma, una exactitud
muy estimable en la dirección. En las imágenes no aparece nada que Mocky no haya
(1965)
de CLAUDE BERRI
«¡Mariscal, presentes!
Ante ti, salvador de Francia,
juramos, tus valientes,
seguirte sin vagancia.
¡Mariscal, presentes!
Nos has devuelto la esperanza,
la patria de nuevo se alza,
¡Mariscal, mariscal, presentes!».
Hace veinte años que estoy esperando la película real de la Francia real durante la
ocupación real, la película de los franceses de la mayoría, o sea, de aquellos que no
estuvieron comprometidos ni con la resistencia ni con los colaboracionistas, de
aquellos que no hicieron nada, ni para bien ni para mal, de aquellos que esperaban
sobreviviendo, como los personajes de Beckett. Si comparáramos nuestra situación al
juego de ajedrez, diríamos que el cine ha adoptado siempre el punto de vista de la
torre o el alfil, nunca el de los peones. Recientemente, Paris brule-t-il (¿Arde París?)
trataba de tomarnos por idiotas. La película, lógicamente, sólo gustó a las viudas de
(1967)
de CLAUDE BERRI
(1971)
de GERARD BLAIN
Como actor, Gérard Blain tiene fama —y ciertamente justificada— de que su cara
es algo dura, algo brutal. Para su desgracia no se ruedan en Francia películas de
aventuras, ni westerns, ni películas de motociclismo. Imaginémonos al americano
John Garfield de pequeño en París. Habría chocado con los mismos obstáculos en su
carrera y para encontrar trabajo que nuestro amigo Gérard.
La película Les amis, en la que no trabaja de actor pero que ha escrito y dirigido,
demuestra que Gérard Blain tenía poderosas razones para ser exigente y esquivo en
su trabajo, porque este cineasta en potencia se revela como un cineasta potente, es
decir, lógico. La lógica —lógica de propósitos, de estilo, lógica en la puesta en
práctica de esos propósitos— constituye, en mi opinión, el único punto de contacto
entre los buenos cineastas.
Les amis cuenta, con lógica evidentemente, la historia de la relaciones amistosas
entre un hombre casado y rico y un joven pobre y guapo. Los dos protagonistas están
admirablemente elegidos y orientados (no me gusta la palabra «dirigidos» cuando se
aplica a artistas o a civiles). Su contención lacónica pone en evidencia que
situaciones que podríamos creer excepcionales son muy cotidianas.
El guión de Amis tiene la sinceridad, no de una confesión, sino de una historia
vivida. No contiene nada de vergonzoso, ni absolutamente nada de cínico. Desde la
primera imagen hasta la palabra «Fin», la naturalidad campea en la pantalla. Gérard
Blain ha tenido la valentía de despojarse de todas las precauciones literarias. No ha
proporcionado ninguna «coartada» a sus personajes. Por ejemplo, su joven
protagonista —al que le gustan e idealiza a las rubias— vive una aventura
homosexual no a causa de la guerra de Indochina sino simplemente porque la persona
mayor le da seguridad, confort y le presta la tierna atención que necesita.
Cuando su «padrino» le pregunta por qué quiere hacerse actor de cine, el joven
podría contestarle: para proporcionar alegría e ilusión a los que sufren. Nada de eso.
Responde suavemente que tiene ganas de «ser famoso y ganar dinero».
La película entera se desarrolla así bajo el signo de la sencillez y de la lógica:
nada de adornos, nada de perifollos, nada de planos inútiles. A propósito, les
recomiendo que se fijen en el accidente de automóvil, que, en mi opinión, es el mejor
que se haya filmado nunca.
Gracias a su tono ajustado, a su ironía cariñosa y a lo certero de su punto de mira,
Les amis puede añadirse a la lista de las «opera prima» que constituyeron toda una
revelación: Adieu Philippine, de Jacques Rozier, Le signe du Lion de Eric Rohmer, Le
vieil homme et l’enfant (El viejo y el niño) de Claude Berri, Mare de Barbet
(1972)
de LASZLO SZABO
Las películas son delicadas como los bebés. No basta con echarlo al mundo. Por
ejemplo, ¿conoce Vd., ha visto, verá Vd. algún día las películas de Philippe Garrel:
Marie pour mémoire. La concentration, Le Iit de la vierge, La cicatrice intéríeure o
L’Athanor? Son bellas e inspiradas. Su título invita a soñar. Pero estas obras maestras,
financiadas por un mecenas, han sido abandonadas al poco de nacer y han pasado
directamente de la maternidad-laboratorio al cielo de la Cinemateca.
Espero que Laszlo Szabo tenga más suerte y que su primer largometraje, Les
gants blancs du diable, tenga una vida normal ante un público normal. Lo espero y
cree en ello, porque su película consigue hacernos sentir de nuevo el encanto violento
de las películas más comerciales del mundo, los productos en serie de las grandes
casas americanas de los años 40 a 55, y que es precisamente lo que Szabo ha
pretendido.
Este desafío, porque se trata de un desafío, no es de los más fáciles de ganar y
Laszlo Szabo no es el primer cineasta europeo que ha sentido envidia de Stuart
Heisler o de Kiss me Deadly (El beso mortal). Pero está visto y comprobado que la
«serie negra» no «corresponde» casi nunca al amor que los cineastas franceses le
profesan. La verdad es que las novelas de «serie negra» se desarrollan en un país
imaginario y si admitimos esta idea, tendremos que admitir que quizás sea La belle et
la bête de Jean Cocteau el mejor equivalente francés hasta el momento del universo
de William Irish o de David Goodis.
Es preciso ver Les gants blancs du diable porque precisamente es la obra que
establece un puente entre Cocteau y Goodis o entre Godard (el Godard de Made in
USA) y Hawks (el Hawks de The big sleep). El film de Laszlo Szabo ha sido
realizado en 16 mm. y en color con un presupuesto ciertamente inferior al coste de un
día de rodaje de La casse (adaptación de una novela de Goodis: «The Burglar») o de
La course du Havre a travers les champs —Como liebre acosada— (adaptación de
una novela de Goodis: «Viernes y 13»). Pero Szabo consigue trasladarnos a ese país
imaginario de la «serie negra», a ese mundo cerrado que tiene que permanecer
cerrado a toda costa, por ejemplo, sin dar entrada en él ni al cielo ni al sol, cosas
ambas que echan por tierra la mayor parte de las películas actuales en color. Es
necesario decir también que Laszlo Szabo estaba ya en el secreto desde el principio
pues es un actor extraño y poético, utilizado principalmente por Godard desde Le
petit soldat (El pequeño soldado). Si Jean-Christophe Averty[31] con la ayuda de sus
máquinas de trucaje electrónico introdujera la figura de Laszlo Szabo en medio de las
imágenes de The Maltese falcon (El halcón maltés) nadie advertiría el «collage».
(1973)
de CLAUDE SAUTET
Llegué a trabajar una vez con Claude Sautet en la época en que parecía haber
renunciado a la dirección para dedicarme a «remendón de guiones». Después de
varios remiendos afortunados —¡Dios, qué jerga!— Sautet aumentó la tarifa de sus
remiendos que se convirtieron entonces en consultas. A partir de ese momento se
llamaba urgentemente al Doctor Sautet cuando un guión estaba «enfermo». Entre los
medicamentos que recomendaba Claude había uno que le gustaba mucho: la
bofetada. El director en apuros le contaba a Sautet: «Entonces, ella va y le dice que
no va a volverla a ver jamás. Él le contesta que se vaya a freír espárragos. Y
entonces… entonces ¿qué?… No se me ocurre nada». Entonces Sautet intervenía:
«Mira, él se va al fondo de la habitación, se vuelve de improviso, se acerca a ella y
zas, le arrea una bofetada».
Por aquel entonces trabajé tres o cuatro días con Claude Sautet en un guión en
apuros (el nombre del director no hace al caso). Apenas nos conocíamos de antes y en
esos pocos días tuvimos ocasión de intimar más. Y como, por otra parte, nos
poníamos de acuerdo sobre las soluciones a adoptar, nos dimos cuenta de que
compartíamos las mismas ideas. De eso a caernos recíprocamente muy bien, a
parecemos mutuamente muy simpáticos e inteligentes no había más que un paso. Lo
dimos, y luego hemos seguido viéndonos de vez en cuando en los restaurantes,
simplemente para charlar y divertirnos.
Más tarde, gracias a la cariñosa insistencia de Jean-Loup Dabadie que había
adaptado Les choses de la vie sin que ningún director hubiese sido encargado del
rodaje, Claude Sautet acabó por aceptar que tenía que pasarse a director. Y no le fue
mal: Les choses de la vie (Las cosas de la vida), Max et les ferrailleurs (Max y los
chatarreros), César et Rosalie (Tú, yo y… el otro) y ahora Vincent, Françgois, Paul et
les autres. El punto común de estos cuatro films es precisamente Jean-Loup Dabadie,
auténtico escritor de cine, buen escritor —por decirlo en pocas palabras—, un
verdadero músico de la onomatopeya, modesto e incisivo, escrupuloso e inspirado, un
joven audaz con muchos registros, formado en la escuela de Sautet.
Volvamos a Claude Sautet, el hombre menos frívolo que conozco, cuya seriedad
huraña me hace asociarlo a Charles Vanel, a los que me imagino como capataces de
leñadores, capaces de arrancar el hacha de las manos de un principiante para
enseñarle cómo se cortan cinco árboles en una hora. Claude Sautet es testarudo,
Claude Sautet es salvaje, Claude Sautet es sincero, Claude Sautet es vigoroso, Claude
Sautet es francés, francés, francés. «L’Avant-Scéne» me ha pedido un prólogo para
Vincent, François, Paul et les autres. Al trazar la semblanza de Claude Sautet estoy
(1974)
de JACQUES DOILLON
Mi respuesta apresurada a una encuesta de «Figaro» sobre «La nueva ola quince
años después», puede dar la impresión de que, por principio, soy enemigo del cine
político. No es así, pero es verdad que al ver ciertas películas me sorprende esa
especie de barniz político superficial que parece tan obligatorio como el permiso de
circulación en el parabrisas de un coche. El compadreo de izquierdas es, cuando
menos, compadreo. Cuando en un guión se introduce la política porque sí, sin
necesidad alguna, traída por los pelos y evidentemente con el solo propósito de
«cubrirse», la autenticidad de una película se resiente terriblemente. Los actores se
ponen a hablar como los periódicos y el director va cayendo sin darse en cuenta en un
neo-cayattismo: personajes teledirigidos, situaciones previsibles porque se las huele a
distancia, película de computadora… Eso que André Bazin llamaba con razón cine
cibernético.
Les doigts dans la tête es el ejemplo contrario. Lo sentimental y lo social se
entremezclan tan armoniosamente como en Toni, película que me vino a las mientes
con frecuencia durante la proyección. Puede ser interesante comparar el trágico
suceso contado por Jean Renoir, filmado a pleno sol, con la comedia de Jacques
Dillon rodada entre las cuatro paredes de la habitación de una criada porque las dos
películas están animadas por el mismo espíritu. Son vivas, cálidas, y por tanto, la
crítica social se presenta como totalmente integrada, lógica y muy concreta.
Porque ha conocido a una chica sueca que se desenvuelve en la vida moderna y
en las ideas actuales como pez en el agua, un joven panadero va a perder, en el plazo
de unos días, su empleo y su novia. No hay necesidad de romperse la cabeza para
comprender Les doigts dans la tête, porque es una película divertida y real, una
película que dice lo justo, una película tan sencilla como decir amén.
Durante la proyección, me interesó, sorprendió y divirtió, tanto a mí como a mis
vecinos. Y sin embargo, no podÍ3 quitarme de la cabeza que esta comedia iba a
derivar hacia un hecho sangriento.
Me esperaba un cadáver antes del final. Ya lo ven, me he equivocado, pero no
andaba descaminado, porque Les doigts dans la tête pertenece a ese género de
películas que sin caer en la fantasía arbitraria, no dejan de sorprendernos a lo largo de
todo su desarrollo, aunque al final tengamos que reconocer que todo resulta lógico.
Todas las grandes películas son lógicas.
Me ha gustado igualmente que Les doigts dans la tête, que está concebida como
el rodaje de fragmentos de la vida real, haya sido realmente «dirigida» y se hayan
rechazado las técnicas de reportaje. Treinta años después del neorrealismo, quince
(Diciembre de 1974)
Fritz Lang y Joan Bennett durante las tomas de «La mujer del cuadro» (1944)
de Judas en la escena de Jueves Santo y la mirilla que «traiciona» al rey. (N. del T.).
<<
1923), el único film dramático de Charles Chaplin, y que consagró a Adolphe Menjou
como el seductor europeo de las películas de Hollywood (N. del A.). <<
<<
1961 por Jean Delannoy a partir de la adaptación y los diálogos de Jean Cocteau (N.
del A.). <<
<<
así en el texto, pero ese film que se tituló en Francia Le caid, como indica el mismo
Truffaut, fue dirigido en 1942 por Lewis Seiler. Tal vez lo parecido de los apellidos
de estos directores americanos haya inducido a error la memoria cinéfila de Truffaut
(N. del T.). <<
Beylie, René Chateau, Michel Ciment, Pierre Lherminier y Cyril Morange. <<