Las Peliculas de Mi Vida

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Antes

de consagrarse como uno de los más grandes directores de cine: Los


cuatrocientos golpes, Jules y Jim, Fahrenheit 451, Besos robados, La sirena
del Mississippi, El pequeño salvaje, La noche americana, etc. François
Truffaut había escrito críticas apasionadas en CAHIERS DU CINEMA y
ARTS ET SPECTACULES. Su forma de comentar las películas creó escuela,
y contribuyó decisivamente a la formación y consolidación de lo que habría
de ser la «nueva ola francesa».
Muchos de estos artículos, difíciles de encontrar hoy día, han sido
recopilados ahora por su autor. Otros, inéditos, dedicados a los directores
que más le gustan: Ingmar Bergman, Jean Renoir, Charlie Chaplin, Orson
Welles, Luis Buñuel, Carl Dreyer, Jean Vigo, etc. se añaden a los anteriores y
sirven de contrapunto necesario para calibrar la evolución de este gran autor
del cine contemporáneo.
Este libro se abre con un estudio: «¿En qué piensan los críticos?», que
analiza la ambigüedad existente entre los creadores y los que los someten a
juicio.
En suma, una obra no sólo indispensable para los aficionados al cine sino
para todos aquellos que creen que el cine forma parte de la cultura actual.

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François Truffaut

Las películas de mi vida


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Titivillus 08.04.17

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Título original: Les films de ma vie
François Truffaut, 1975
Traducción: Ángel Antonio Pérez

Editor digital: Titivillus


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A Jacques Rivette

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«Creo que cualquier obra es buena
en la medida que expresa al hombre
que la ha creado».
ORSON WELLES

«Estos libros estaban vivos y me han hablado».


HENRY MILLER (Les livres de ma vie)

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¿En qué piensan los críticos?
Un día de 1942, impaciente como estaba por ver la película de Marcel Carné Les
visiteurs du soir, que echaban por fin en mi barrio, en el cine Pigalle, decidí faltar a la
escuela. La película me gustó mucho, y esa misma tarde, mi tía que estudiaba violín
en el Conservatorio, pasó por casa para llevarme al cine. También ella había elegido
Les visiteurs du soir, y como por supuesto yo no iba a confesar que ya la había visto,
tuve que volverla a ver disimulando para que no se diera cuenta. Fue exactamente
aquel día cuando caí en la cuenta de hasta qué punto puede ser emocionante
profundizar más y más íntimamente en una obra que se admira y llegar hasta hacerse
la ilusión de que uno revive su creación.
Un año más tarde apareció Le courbeau de Clouzot que me satisfizo todavía más.
Debí verla cinco o seis veces entre la fecha de su estreno (mayo de 1943) y la
Liberación, que supuso su prohibición. Más tarde, cuando de nuevo fue autorizada, la
volvía a ver muchas veces cada año. Llegué a conocer su diálogo de carretilla, un
diálogo muy maduro si se compara con el de las demás películas y que contenía un
centenar de frases fuertes cuyo sentido iba adivinando progresivamente. La intriga de
Le courbeau giraba en torno a una epidemia de cartas anónimas que denunciaban
abortos, adulterios, y corrupciones diversas y en ese sentido, la película constituía una
ilustración bastante verosímil de lo que contemplaba a mi alrededor en aquella época
de guerra e inmediata posguerra: colaboracionismo, delaciones, mercado negro,
inconsciencia, cinismo.
Mis primeras doscientas películas las vi en «estado de clandestinidad», gracias a
los novillos que hacía en la escuela o entrando en el cine sin pagar —por la salida de
emergencia o por la ventana de servicios— o incluso aprovechándome por las noches
de la ausencia de mis padres, con la necesidad entonces de volver a estar en mi cama,
fingiendo que dormía, en el momento en que ellos regresaban. El precio de este gran
placer —sumido como estaba en un sentimiento de culpabilidad que no podía sino
añadirse a las emociones que me procuraba el mismo espectáculo— eran fuertes
dolores de vientre, el estómago hecho cisco y el miedo en el cuerpo.
Experimentaba una gran necesidad de entrar dentro de las películas y lo
conseguía acercándome más y más a la pantalla para así abstraerme del resto de la
sala. Desdeñaba las películas históricas, las de guerra y los westerns porque resultaba
más difícil identificarse con ellas. Por eliminación no me quedaban más que las
policiacas y las de amor. Al contrario de los pequeños espectadores de mi edad, no
me identificaba con los protagonistas heroicos sino con los personajes desvalidos y
todavía más asiduamente con todos aquellos que se encontraban en apuros o eran
acusados sin razón. Es comprensible, pues, que me sedujera desde el principio la obra
de Alfred Hitchcock, consagrada por entero al miedo, y después, la de Jean Renoir,
inclinada hacia la comprensión: «Lo terrible de este mundo es que todos tienen sus
razones» (La régle du jeu). La puerta estaba abierta, y yo dispuesto a empaparme de

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las ideas y las imágenes de Jean Vigo, Jean Cocteau, Sacha Guitry, Orson Welles,
Marcel Pagnol, Lubitsch, Charlie Chaplin (por supuesto), de todos aquellos que sin
ser inmorales «dudan de la moral de los demás» (Hiroshima, mon amour).

* * *

Con frecuencia me preguntan en qué momento de mi cinefilia sentí deseos de


convertirme en director de cine o en crítico y, a decir verdad, no lo sé. Lo único que
sé es que quería acercarme más y más al cine.
Un primer paso, pues, consistió en ver muchas películas; el segundo, en anotar el
nombre del director al salir de la sala; el tercero, volver a ver a menudo las mismas
películas y elegirlas en función del director. El cine, en ese período de mi vida,
actuaba como una droga hasta el extremo de que el cine-club que fundé en 1947
llevaba el pretencioso pero revelador nombre de «Círculo cinémano». No era raro que
viese la misma película cinco o seis veces en el mismo mes sin ser capaz luego de
contar correctamente su argumento, porque, en un instante preciso, una música que
subía de volumen, una persecución en la noche, el llanto de una actriz, me
emborrachaban, me arrebataban y me arrastraban más allá de la película.
En agosto de 1951, enfermo y prisionero en la sección de detenidos en un
Hospital Militar —donde nos ponían esposas incluso para ducharnos o mear— me
sublevaba en el fondo de mi catre al leer en un periódico que Orson Welles se había
visto obligado a retirar de competición su Otelo en Venecia porque sus productores
no podían permitirse un fracaso ante una superproducción británica, el Hamlet de
Laurence Olivier. ¡Época feliz, vida feliz aquella en que se nos ve más preocupados
por la suerte de las personas que admiramos que por la nuestra propia! Veintitrés años
después, sigo amando el cine pero ninguna película es capaz de ocupar tanto mi
espíritu como la que en ese momento estoy escribiendo, preparando, rodando o
montando… Se acabó para mí la generosidad del cinéfilo, espléndida y emocionante,
que a veces llena de embarazo y confusión a los que son objeto de ella.
No he conseguido encontrar la pista de mi primer artículo, publicado en 1950 en
el boletín del cine-club del Barrio Latino, pero recuerdo que versaba sobre La régle
du jeu. Se acababa de hallar y visionar una versión íntegra que tenía catorce escenas o
planos que nunca habíamos visto. Yo enumeraba minuciosamente las diferencias
entre las dos versiones. Y fue probablemente este artículo lo que empujó a André
Bazin a proponerme que le ayudara a reunir documentación para el libro sobre Renoir
que tenía ya en proyecto.
Animándome a escribir, a partir de 1953, Bazin me prestó un gran servicio, ya
que la necesidad de tener que analizar el propio placer y describirlo, si bien no logra
por arte de birlibirloque convertirnos de amateurs en profesionales, nos hace pisar
tierra y nos sitúa, al menos, en un terreno, en ese terreno mal definido desde el que se
intenta la crítica. El riesgo en ese momento es, por supuesto, perder el entusiasmo.

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Afortunadamente, no fue ese mi caso. Explico —en el texto que dedico a Ciudadano
Kane— cómo la misma película es contemplada de manera diversa si se es cinéfilo,
periodista o cineasta. Y lo dicho vale no sólo para la película de Welles sino también
para la obra de Renoir y el gran cine americano.
¿Fui un buen crítico? No lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que siempre me
colocaba del lado de los pateados contra los pateadores. Mi placer a veces comenzaba
allí donde se acababa el de mis colegas: en los cambios de tono de Renoir, en los
excesos de Orson Welles, en los descuidos de Pagnol o de Mitry, en los anacronismos
de Cocteau, en la desnudez de Bresson. Creo que no era snob en mis gustos.
Suscribía la frase de Audiberti: «El poema más oscuro está abierto a todo el mundo».
Sabía que, comerciales o no, todas las películas eran «comerciales», es decir objeto
de compra y venta. Encontraba en ellas diferencias de grado pero no de naturaleza y
prestaba la misma atención a Cantando bajo la lluvia de Kelly-Donen que a Ordet de
Carl Dreyer.
Me sigue pareciendo absurda y odiosa la jerarquía de los géneros. Cuando
Hitchcock rueda Psicosis —historia de una ladrona ocasional, fugitiva, muerta a
puñaladas bajo la ducha por el propietario de un motel que ha disecado el cadáver de
su difunta madre— casi todas las críticas (de entonces) fueron unánimes en tachar el
tema de trivial. Ese mismo año, cuando bajo la influencia de Kurosawa, Ingmar
Bergman rueda exactamente el mismo tema (El manantial de la doncella), pero
localizándolo en Suecia, en el siglo XIV, todo el mundo se queda pasmado y le
conceden el Oscar al mejor film extranjero. Lejos de mí subestimar este premio.
Insisto únicamente en el hecho de que se trata del mismo tema (en realidad, una
trasposición más o menos pretendida del famoso cuento de Charles Perrault:
«Caperucita Roja»). Lo cierto es que con esas dos películas Bergman y Hitchcock
han expresado y liberado admirablemente una parte de la violencia que hay en ellos.
Podría citar también el caso de Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica. Siempre
se habla de esta película como si se tratara de la tragedia del paro en la Italia de la
posguerra cuando, en realidad, el problema del paro no se abordaba en este bello film.
Sólo se trata de presentarnos —como en un cuento árabe, según observara Cocteau—
a un hombre que tiene que recobrar necesariamente su bicicleta, lo mismo que la
mujer mundana de Madame de tiene que encontrar de nuevo sus pendientes. Así
pues, rechazo la idea de que El manantial de la doncella y Ladrón de bicicletas son
películas nobles y serias, mientras que Psicosis y Madame de son películas de
«diversión». Las cuatro son nobles y serias, las cuatro divierten.
Cuando era crítico, pensaba que una película, para estar lograda, debía expresar
simultáneamente una concepción del mundo y una concepción del cine. La régle du
jeu o Ciudadano Kane respondían muy bien a esta definición. Hoy, a las películas
que veo les pido que expresen o bien la alegría de hacer cine o bien la angustia de
hacer cine, y me desintereso de todo lo que no sea eso, es decir, de todas las películas
que no «vibran».

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* * *

Este es el momento de confesar que me parece mucho más difícil ser crítico de
cine en la actualidad que en mi época. Tanto es así que el muchacho que yo era
entonces, que aprendía a escribir escribiendo, que se guiaba más por el instinto que
por una verdadera cultura, quizás no lograría hoy ver publicados sus primeros
artículos.
Tampoco André Bazin podría escribir ahora: «Todas las películas nacen libres e
iguales», porque la producción de películas —como sucede con la edición de libros—
se ha diversificado y especializado casi por completo. Durante la guerra Clouzot,
Carné, Delannoy, Christian-Jaque, Henri Decoin, Cocteau y Bresson se dirigían al
mismo público. Ya no es así. Pocas películas se hacen hoy para el «gran público», ese
que entra por casualidad en un cine, simplemente porque ha visto las fotos de la
película colocadas a la puerta de la sala.
Se ruedan en América muchas películas destinadas a las minorías negras,
irlandesas, y también películas de kárate, de surf, películas para niños e incluso para
adolescentes. La gran diferencia con la producción de antaño es que a Jack Warner,
Darryl F. Zanuck, Louis B. Mayer, Carl Laemmle, Harry Cohn les gustaban las
películas que producían y estaban orgullosos de ellas, mientras que ahora los patrones
de las «grandes compañías» están a menudo disgustados con las películas de sexo y
violencia que lanzan al mercado para no quedarse atrás con respecto a sus
competidores.
En la época en que yo era crítico, las películas eran con frecuencia más vivas pero
menos «inteligentes» y «personales» que las de ahora. He puesto estas dos palabras
entre comillas porque, para ser exactos, yo no diría que faltaran entonces los
directores inteligentes, sino que se veían obligados a enmascarar su personalidad con
el fin de preservar la universalidad de las películas que realizaban. La inteligencia
permanecía detrás de la cámara, no intentaba hacerse evidente en la pantalla. Al
mismo tiempo, hay que reconocer que en la vida se decían en torno a la mesa del
comedor cosas más importantes y más profundas que las que reflejaban los diálogos
de las películas, y en los dormitorios —o en otros sitios— se hacían cosas mucho más
audaces que en las escenas de amor del cine. Quien no hubiera conocido la vida sino
a través del cine hubiera podido creer que los niños vienen al mundo como fruto de
un beso en los labios, y además… con la boca cerrada.
¡Bien que han cambiado las cosas hoy! El cine en quince años no sólo ha
recuperado su retraso con respecto a la vida sino que incluso en ocasiones, da la
impresión de haberla rebasado. Las películas han llegado a ser más inteligentes —
digamos más intelectuales— que los espectadores, y con frecuencia tenemos
necesidad de echar mano a las «instrucciones» para saber si las imágenes que nos
acaban de proyectar en la pantalla son reales o imaginarias, pasadas o futuras, si se

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trata de un hecho o de imágenes mentales.
En cuanto a las películas eróticas o pornográficas, sin ser yo un espectador
aficionado a ellas, creo que constituyen una expiación o al menos la deuda que
pagamos por sesenta años de mentiras cinematográficas sobre los asuntos del amor.
Formo parte de los miles de lectores del mundo para quienes la obra de Henry Miller
no sólo ha sido apasionante sino que les ha ayudado a vivir. Me atormentaba entonces
la idea de que el cine estuviera hasta tal punto retrasado con respecto a los libros de
Henry Miller, es decir, con respecto a la vida como es. Desgraciadamente no puedo
citar todavía ni un solo film erótico que sea el equivalente de Henry Miller (los
mejores, desde Bergman a Bertolucci, han sido películas pesimistas), pero, después
de todo, esta conquista de la libertad es, para el cine, bien reciente y debemos
considerar también que la crudeza de las imágenes plantea problemas más arduos que
la de las palabras.
Al mismo tiempo que la producción de películas en el mundo no ha cesado de
diversificarse, la crítica por su parte tiende a especializarse: tal crítico sólo entiende y
analiza bien las películas políticas, el otro de las películas literarias, éste de las
películas sin guión, aquellas películas marginales, etc. Asimismo la calidad de las
películas ha crecido, pero a veces menos rápidamente que el nivel de sus ambiciones,
lo que provoca con frecuencia una gran diferencia entre las intenciones de una
película y su realización. Si el crítico es sensible sólo a las intenciones, pondrá a la
película por las nubes; si se preocupa por la forma y es exigente con la realización, la
pondrá por los suelos en proporción a su ambición a la que llamará entonces
«pretensiones».
Así pues, era mucho más fácil antes conseguir la unanimidad de crítica y público
con respecto a una película. De diez películas sólo una tenía ambiciones artísticas y
era reconocida por todos (pero no siempre por el público). Las nueve restantes eran
películas de simple entretenimiento y, entre ellas, la crítica alababa a dos o tres
porque la demanda (de diversión o de calidad) era más fuerte que la oferta. Hoy casi
todas las películas son ambiciosas por principio y a menudo desinteresadas porque
los productores que únicamente buscan beneficios (hablo de la situación en Europa)
se han volcado hacia otras actividades (negocios inmobiliarios, por ejemplo).
En suma, la función de la crítica es hoy muy delicada y francamente no estoy
descontento de haberme pasado al otro lado de la trinchera, al lado de los que son
juzgados. Pero ¿qué es un crítico?

* * *

En Hollywood se escucha muchas veces esta frase: «Todo el mundo tiene dos
oficios, el suyo propio y el de crítico de cine». Es verdad, y se puede, a voluntad,
alegrarse o lamentarse de ello. Yo he elegido desde hace tiempo alegrarme,
prefiriendo ese estado de cosas al aislamiento y la indiferencia en que viven y

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trabajan los músicos y, sobre todo, los pintores.
No importa quién puede llegar a ser crítico de cine. No se le pedirá al postulante
ni la décima parte de los conocimientos que se exigen al crítico literario, musical o de
arte. Un director de cine actual debe aceptar la idea de que su trabajo puede ser
juzgado eventualmente por alguien que quizás no haya visto nunca una película de
Murnau.
En contrapartida a esta tolerancia, cada uno, dentro de la redacción de un
periódico, se creerá autorizado a llevar la contraria al titular de la sección de cine. El
redactor jefe manifiesta el más prudente respeto a la opinión de su crítico musical
pero aborda de buena gana al crítico de cine en un pasillo: «Oye, tú, te has cargado el
último Louis Malle, pero mi mujer no está de acuerdo contigo, a ella le ha
encantado».
A diferencia del crítico americano, el francés se cree un justiciero. Como Dios o
como el Zorro —si es ateo— hunde al poderoso y ensalza al débil. Se da «a priori»
ese fenómeno —tan europeo— de desconfianza ante el éxito. Pero es preciso tener en
cuenta también que el crítico francés, siempre tan preocupado por justificar su propia
función y, en primer lugar, de autojustificarse, experimenta vehemente deseos de ser
útil. Lo consigue sólo algunas veces.
Hoy, después de la exportación de la «nouvelle vague», las películas buenas no
llegan solamente de cinco a seis países sino de todas las partes del mundo y el crítico
tiene que luchar para obtener una mejor difusión de todas las películas importantes
que se ruedan. Una película se estrena en París en veinte cines de primera categoría,
otra en una sala de arte y ensayo de noventa butacas; una dispone de un presupuesto
de publicidad de quinientos mil francos, otra de cincuenta mil francos. Esta situación
da lugar a grandes injusticias, y es comprensible que los críticos se quejen de ello,
aun a riesgo de irritar a la gente de la industria.
Ese crítico francés protestón que toma las armas contra los molinos de viento de
la cadena Gaumont, ese eterno gruñón, ese reventador del coro de alabanzas, lo
conozco muy bien y con motivo: entre 1954 y 1958 era yo. En todo caso, era uno de
ellos. Siempre presto a defender al huérfano y a la viuda, a Dovjenko y a Bresson. Yo
había notado, por ejemplo, que el festival de Cannes los ramos de flores colocados
delante de la pantalla para darle un aspecto festivo, surtían mejor efecto a los
espectadores oficiales del primer piso que a los verdaderos aficionados al cine que
llenábamos siempre las diez primeras filas de butaca. Esa decoración floral impedía
la lectura de los subtítulos de las películas extranjeras. Faltó muy poco para que
motejara de racistas a los directores del Festival quienes, hartos de mis ataques
incesantes, acabaron por solicitar a mi redactor-jefe que enviara a otro periodista al
año siguiente. Así que al año siguiente, en 1959, volvía a estar en Cannes durante el
Festival pero sentado en el primer piso mientras se proyectaba Los cuatrocientos
golpes, y desde allí arriba, pude por fin apreciar sin impedimentos el bonito efecto de
los ramos de flores colocados delante de la pantalla…

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Convertido en director, me he esforzado por no permanecer mucho tiempo sin
escribir sobre cine y la práctica de este doble juego, crítico y cineasta, me da el valor,
hoy, de examinar la situación desde un poco más alto, de manera semejante a la de un
Fabricio que tuviera la suerte de sobrevalorar Waterloo en helicóptero.

* * *

El crítico americano mejor que el europeo, pero, al mismo tiempo que formulo
esta opinión, les ruego que no la achaquen a mala fe. En efecto, por ley de vida uno
está dispuesto a aceptar de buen grado las ideas que le convienen, y de hecho la
crítica americana es más favorable a mis películas que la de mis compatriotas. Por
tanto ¡desconfía! Sin embargo, sigo adelante. El crítico americano proviene por lo
general de una escuela de periodismo. Es a simple vista más profesional que el
francés y la prueba de ello está en la forma metódica de hacer las entrevistas. El
crítico americano, dada la enorme difusión de los periódicos de su país, está muy bien
pagado, y este aspecto es importante. No tiene la impresión de vivir de prestado. E
incluso si no publica libros ni ejerce una segunda profesión, se encuentra a gusto
dentro de su pellejo y no se siente socialmente separado de la industria del cine. Por
tanto, no tiene porqué desolidarizarse sistemáticamente de las grandes producciones,
como El padrino, ni identificarse automáticamente con el autor marginal que lucha
contra el desdén de las grandes compañías de Hollywood. Reseña con suficiente
ecuanimidad todo lo que ve. Mientras que en Francia se ha hecho habitual que el
director que asiste a las proyecciones de prensa de sus películas se mantenga
imperturbable delante de la puerta de salida tras la palabra «fin», en Nueva York tales
procedimientos serían impensables so pena de organizar un escándalo.
Los hombres de Hollywood reprochan, por lo general, a los críticos de Nueva
York su preferencia no por la producción nacional sino por las pequeñas películas
europeas que, en su inmensa mayoría, no llegarán —en su versión original
subtitulada— más que al público culto de las grandes ciudades y a los estudiantes
universitarios.
Hay algo de verdad en este reproche, pero el fenómeno es muy comprensible y
muchos cineastas americanos se benefician de él en sentido inverso, es decir, cuando
sus films llegan a Europa. Así lo he intentado mostrar en otro lugar de este libro al
evocar nuestro fanatismo, el de los cinéfilos franceses, cuando irrumpieron en Francia
las películas americanas tras la Liberación. Esto es verdad todavía hoy. Creo que es
una reacción normal. Se aprecia mucho más lo que viene de lejos no sólo por el
atractivo exótico sino porque la falta de referencias personales refuerza el prestigio de
una obra. Una nueva película de Claude Chabrol no se valora de la misma manera en
París que en Nueva York. En París, el juicio sobre la película está influido por
impresiones ajenas a la película misma y que provienen, por ejemplo, de dos o tres
intervenciones del cineasta en la televisión. Cuenta igualmente el fracaso o el éxito,

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crítico o comercial, de su film anterior, sin olvidar ciertas noticias sobre su vida
privada o tal vez la resonancia que ha tenido su toma de postura política. Pero, seis
meses más tarde, la película de Chabrol llega a Nueva York desnuda por completo,
desprovista del contexto que he descrito. Los críticos americanos enjuician esta
película y nada más que esta película. Por eso creo que no hay que buscar más lejos
las razones por las cuales uno se siente mejor comprendido fuera de su país. «La
gente de sociedad está tan impregnada de su propia estupidez que no puede creer
jamás que uno de ellos tenga talento. No estiman más que a los literatos que no
pertenecen a su esfera», escribía Marcel Proust a la señora Straus.
En resumidas cuentas, que se acepta con más simpatía lo que el artista hace que
lo que es —o más exactamente, quién es—. Lo que se sabe de él se interpone
desfavorablemente entre el producto de su trabajo y los que tienen que enjuiciarlo.
Además, hay que tener en cuenta que una película rara vez aparece aislada en la
producción de un país. Forma parte de un conjunto e incluso, en ocasiones, de un
moda o una serie. Si en un mismo mes se estrenan en París tres películas cuya acción
se desarrolla en la misma época (por ejemplo, durante la Ocupación) o en el mismo
lugar (por ejemplo, Saint-Tropez), ¡pobre de la que se estrena después de las otras dos
aunque sea la mejor!
Al contrario, me ha bastado vivir un poco en Norteamérica para comprender por
qué Alfred Hitchcock ha sido subestimado allí durante tanto tiempo. Desde la mañana
a la noche, en los ocho o diez canales de la televisión americana, no se ven más que
asesinatos, brutalidad, suspense, espionaje, pistolas, sangre. Cierto que ese material
groseramente utilizado no alcanza nunca ni la décima parte de la belleza de un film
del autor de Psicosis, pero es, sin embargo, el mismo material. Por eso comprendo la
bocanada de aire fresco que supone —en esa América violenta— una comedia
italiana, una historia de amor francesa, un film intimista checoslovaco.

* * *

En lo más íntimo, ningún artista llega a aceptar la función de la crítica. Al


comienzo, no le preocupa, probablemente porque la crítica es, a la vez, útil y más
indulgente con los principiantes. Después, con el tiempo, el artista y el crítico se
consolidan en sus 1 papeles respectivos, quizás llegan a conocerse personalmente y,
bien pronto, se miran si no como adversarios al menos —la comparación simplista se
impone— como el perro y el gato.
El artista, una vez que ha sido reconocido como tal, rechaza sordamente que la
crítica tenga alguna función. Si lo admite, deseará que le sea propicia, que le sea útil.
Pero se equivoca. El artista reprocha a la crítica que obra de mala fe, pero ¿no obra él
también de mala fe a menudo? Me parecieron detestables los repetidos ataques del
general De Gaulle y luego de Pompidou contra la prensa. Y lo mismo podría decir del
artista que se queja de la crítica. La actitud más lamentable de un hombre público es

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jugar con estas dos cartas: 1) Desprecio a la prensa, 2) Ni siquiera la leo.
Cuando una persona susceptible denigra al crítico hasta ese extremo, está claro
que actúa movido por una egolatría que le empuja a declararse insatisfecho incluso de
una crítica favorable pero cuya indulgencia puede extenderse también a otros
¡además de él! No hay ningún gran artista que no haya cedido un día u otro a la
tentación de declarar la guerra a la crítica, pero creo sinceramente que hay que
comprenderlo como un desfallecimiento, como una debilidad, aunque se trate de
Flaubert («No ha habido una buena crítica desde que existe») o incluso de Ingmar
Berman que abofeteó a un crítico en Estocolmo.
Ciertamente, no le faltó valor a Saint-Beuve para escribir, como nos recuerda
Sacha Guitry: «El señor Balzac parece empeñado en acabar como comenzó: con cien
volúmenes que nadie leerá», pero está claro que el tiempo se ha encargado de
distinguir a Saint-Beuve de Balzac.
Me parecería valiente un artista que, sin insultar a la crítica, la rechazara en el
momento en que le es totalmente favorable. Sería una opción de principio, bien neta,
que daría lugar a una situación de luminosa claridad, y por tanto podría esperar los
ataques sin replicar ni tratar de entablar polémica. En vez de eso, contemplamos de
continuo la triste situación de artistas que no les parece necesario protestar hasta el
día en que son atacados. La mala fe, si hay mala fe, no está pues de un solo lado; y
cuando un cineasta francés, por otra parte muy dotado, presenta cada nuevo film suyo
como «mi auténtica primera película», advirtiendo que las que le precedieron no eran
sino ensayos balbucientes que le causan rubor, ¿qué sentiría el crítico que ha
defendido su obra desde el principio?
La única pregunta que hay que plantear a todos los que se rebelan contra las
críticas desfavorables es ésta: ¿prefieren correr el riesgo de que la crítica no hable
nunca de Vds. y que su trabajo no sea objeto jamás de una sola línea impresa? ¿Sí o
no?
No debemos exigirle demasiado a la crítica y mucho menos que funcione como
una ciencia exacta. Puesto que el arte no es algo científico ¿por qué la crítica habría
de serlo?
El principal reproche que se puede esgrimir contra ciertas críticas —y cierto tipo
de crítica— es que rara vez hablan de cine. Es preciso saber que el guión de una
película no es la película. Hay que admitir igualmente que no todos los films son
Sicológicos. El crítico debe meditar esta afirmación de Jean Renoir: «Todo gran arte
es abstracto». Debe prestar atención a la forma y comprender que algunos artistas,
por ejemplo Dreyer o Von Sternberg, no intentan que parezca verosímil.

* * *

En un encuentro con Julien Duvivier, poco antes de su muerte, trataba yo de


hacerle admitir —porque él estaba siempre deprimido— que había realizado una

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bonita carrera, variada y completa, y que, en suma, había triunfado en la vida y que
había de sentirse contento. Me respondió: «Ciertamente, hubiera sido feliz… si no
hubiese existido la crítica». Esta observación, cuya sinceridad es indiscutible, me
dejó pasmado a mí que acababa de rodar mi primera película. Le dije a Julien
Duvivier que, siendo crítico e insultando a Yves Allégret, Jean Delannoy, André
Cayatte o a veces al mismo Julien Duvivier, nunca había perdido de vista, en el fondo
de mí, que yo estaba en la situación de un guardia que regula la circulación en la
plaza de la Opera mientras las bombas caen sobre Verdún.
Si esta comparación me vino a la cabeza antes que otras, se debe a que la
expresión pasar el bautismo de fuego se aplica perfectamente a todos los artistas el
día en que su trabajo, realizado en la sombra, se ofrece al juicio del público.
El artista tiene que presentarse, mostrarse interesante, exhibirse. He aquí un
privilegio fabuloso a condición de aceptar su contrapartida: el riesgo de ser estudiado,
analizado, observado, juzgado, criticado, rechazado.
Los que enjuician, puedo dar testimonio de ello, son conscientes del enorme
privilegio de la creación, del peligro que corre el que se expone al público y, por eso,
le prestan en secreto una admiración, un respeto que los artistas no tendrían más que
barruntar para sentirse, al menos parcialmente, tranquilos: «No es posible escribir un
artículo formidable sobre lo que otro ha creado; eso sólo es crítica», ha dicho Boris
Vian.
Entre el artista y el crítico todo se desarrolla como en una relación de fuerzas.
Curiosamente, en ningún momento el crítico pierde de vista que lleva la peor parte —
aunque trate de disimularlo con la rotundidad de su estilo—, mientras que el artista
olvida constantemente su supremacía ontológica. Esa pérdida de lucidez en el artista
puede ser atribuida a su emotividad, a su sensibilidad (o a su sensiblería) y,
seguramente, a la dosis más o menos fuerte de paranoia que parece tocarle en suerte a
todo artista.
Un artista cree siempre que la crítica está en contra suya —y sobre todo que ha
estado en contra suya— porque su memoria selectiva alimenta de buen grado sus
sentimiento de persecución.
Cuando fui al Japón a presentar una de mis películas, muchos periodistas me
hablaron de Julien Duvivier. Su Poil de Carotte (Pelirrojo) permanecía, después de
muchos años, como una de sus películas favoritas. Y cuando estaba en Los Ángeles el
año pasado, una gran actriz de Hollywood me dijo que daría cualquier cosa por tener
grabada la música de Carnet de Bal. Me hubiera gustado poder contarle esto, de viva
voz, a Julien Duvivier…
Hay, pues, otro elemento que el artista debe también tener en cuenta: la fama. En
efecto, es necesario no confundir la crítica que ha merecido una película cuando se
estrena y la fama de ese film al pasar los años. Excepto Ciudadano Kane, todas las
películas de Orson Welles han sido en su momento severamente criticadas y
consideradas como demasiado pobres o demasiado barrocas o demasiado delirantes,

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muy shakespearianas o no lo suficiente. Por eso, en definitiva, la fama de Orson
Welles en el mundo entero es tan grande. Lo mismo que la de Buñuel o Bergman que
con frecuencia han sido criticados injustamente en su casa y fuera de ella.
La crítica diaria o semanal es igualitaria y es lógico que lo sea. Da la impresión de
que considera a Anatole Litvak tan importante como Charles Chaplin. Como si por
ser iguales ante Dios deberían serlo también ante la crítica. El tiempo —y también el
público de Museo de Arte Moderno de Nueva York, y el de la Cinemateca de París, y
el de miles de salas de Arte y Ensayo que proliferan por el mundo— se encargan de
poner las cosas en su sitio. Bien, acabaré mi defensa de la crítica recordando que los
elogios excesivos, cuando son unánimes y escoltan toda una carrera, pueden
esterilizar a un artista mucho más que la ducha de agua fría que corresponde a la
realidad de la vida. En eso debía estar pensando Jean Paulhan cuando escribió que
«los varapalos conservan al autor mejor que el licor las guindas».

* * *

Hasta la muerte el artista duda de sí, en su interior, aunque sus contemporáneos lo


cubran de elogios. Buscando protegerse de los ataques o, simplemente, de la
indiferencia ¿se defiende a sí mismo o a su obra, a la que considera como un hijo
suyo en peligro? Marcel Proust tiene también una respuesta para esta pregunta:
«Tengo tal impresión de que una obra es algo que, salido de nosotros mismos, vale
mucho más que nosotros, que me parece natural desvivirse por ella, como un padre
por su hijo. Pero esta idea no me autoriza a hablar a los demás de algo que quizás
sólo me interesa a mí».
La verdad es que somos tan vulnerables en el momento en que ponemos en
circulación el resultado de un año de trabajo, que habría que tener nervios de acero,
para recibir imperturbables la ducha de agua helada de las críticas desfavorables.
Aunque, al cabo de dos o tres años, la distancia nos hace estar casi de acuerdo con el
veredicto y nos damos cuenta de que la mayonesa no había cuajado. He dicho
«mayonesa» con la intención de aprovechar la metáfora. Cuando tenía veinte años,
reprochaba a André Bazin el que considerara a las películas como mayonesas que
cuajan o no cuajan. Le decía yo: ¿No ve Vd. que todas las películas de Hawks son
buenas y que todas las de Huston malas? Veredicto brutal que, más tarde, cuando a
mi vez fui crítico, me esforcé en suavizar: «La película menos buena de Hawks es
más interesante que la mejor de Huston». Habrán reconocido en estas expresiones lo
quintaesenciado de la «politique des auteurs», lanzada por Cahiers du cinéma, hoy
olvidada en Francia, pero debatida con frecuencia en los periódicos por los cinéfilos
americanos.
En la actualidad, muchos hawksianos y hustonianos son directores. No sé lo que
unos y otros pensarán de la «política de autor», pero estoy convencido de que todos
hemos acabado por aceptar la teoría de Bazin sobre la mayonesa. Porque la

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experiencia como directores nos ha enseñado un buen número de cosas:
— Se sufre lo mismo al hacer una mala película que al hacer una buena.
— La película que hemos hecho con más sinceridad puede parecer una
solemne tontería.
— La que realizamos con más descuido puede convertirse en un éxito
mundial.
— Una película tonta pero con nervio puede ser mejor cine que un Film
inteligente pero blandengue.
— El resultado rara vez es proporcional al esfuerzo desarrollado.
— El triunfo en la pantalla no es consecuencia necesaria del buen
funcionamiento de nuestra cabeza sino de la armonía de elementos preexistentes
de los cuales no somos ni conscientes: la conjunción feliz del tema elegido y de
nuestra profunda forma de ser, la imprevisible coincidencia entre nuestras
preocupaciones en un momento dado de la vida y las del público en ese mismo
momento.
Podría alargarse esta enumeración.
Algunos piensan que el crítico tiene que ser intermediario entre el artista y el
público, y a veces lo es. Otros creen que la crítica debe ser un complemento, y a veces
lo es. Por tanto, en la mayoría de los casos el papel de la crítica queda desvirtuado, se
reduce a ser un elemento más entre otros muchos: la publicidad, las condiciones
atmosféricas, la competencia, el timing…
Alcanzando cierto nivel de éxito, una película se convierte en un fenómeno
sociológico y la cuestión de su calidad resulta realmente secundaria hasta el punto de
que un crítico americano llegó a escribir con razón y con gracia que «criticar Love
Story es criticar el helado de vainilla». Decididamente, los mejores chistes sobre cine
provienen de Hollywood, y así, por ejemplo, cuando un director americano acaba de
obtener un gran éxito comercial con una película muy criticada (El exorcista, pongo
por caso) es frecuente que diga en alta voz como dirigiéndose a los críticos: «Señores,
he leído sus artículos de esta mañana, y no saben cómo he llorado mientras iba al
banco a cobrar los beneficios de la taquilla».
Las ganas que la gente siente por ver o no ver una película —llamémoslas «valor
atractivo»— son más fuertes que el poder de incitación de la crítica. Una crítica
unánimemente elogiosa no ha conseguido llenar las salas donde se proyectaba Nuit et
brouillard de Alain Resnais (sobre los campos de concentración), Vidas Secas de
Nelson Pereira dos Santos (sobre el hambre y la sequía en el Brasil), Johnny cogió su
fusil de Dalton Trumbo (sobre un soldado que ha perdido las piernas, los brazos, la
vista y el habla). Estos casos de rechazo categórico pueden dar pie a dos
interpretaciones distintas. Según una de ellas, el cineasta es quien se equivoca al creer
que su enemigo es el productor, el exhibidor o el crítico, quienes desean sinceramente
el triunfo de sus películas. En este caso, el verdadero enemigo de la película sería el
público cuya pasividad es muy difícil de vencer. Esta teoría tiene la ventaja de no ser

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demagógica, porque siempre resulta más fácil adular al público, a ese público
misterioso que nadie ha visto nunca, y «cargarse» a la gente del dinero, a esos que
producen, distribuyen y exhiben películas, incluidas las que he citado.
La segunda interpretación es ésta: existe, en la concepción misma del espectáculo,
una secreta promesa de placer, una idea de exaltación que contradice la dinámica de
la vida, es decir, la progresiva pendiente de degradación, de envejecimiento y muerte.
En pocas y sencillas palabras: el espectáculo es algo que eleva, la vida algo que
desciende. Si admitimos esta forma de ver las cosas, podríamos decir que el
espectáculo, al revés que el periodismo, falsea la vida. Pero los grandes hombres del
espectáculo han logrado no caer en la mentira y, al mismo tiempo, han conseguido
que el público acepte su verdad, y todo ello sin trasgredir la ley ascendente del
espectáculo. Consiguen que se les acepte su verdad e incluso su locura, porque no
conviene olvidar que un artista debe imponer su locura personal a un auditorio menos
loco que él o cuya locura está más diversificada.
Me explico con un ejemplo: Gritos y susurros de Bergman ha sido un éxito
mundial a pesar de presentar todas las características de una película maldita, eso que
el público no quiere ver: la agonía lenta de una mujer roída por el cáncer. Pues bien,
en el caso de Gritos y susurros el elemento exaltante lo constituye —en mi opinión—
la perfección formal del film y sobre todo, el color rojo del decorado de la casa. Me
atrevería a decir que éste es el elemento de placer gracias al cual el público ha intuido
inmediatamente que se encontraba a punto de presenciar una obra maestra, y ha
decidido verla con una complicidad artística, con una admiración tal que ha
equilibrado y compensado el efecto traumatizador de los gritos y estertores agónicos
de Harriet Andersop. Otras películas de Bergman, no menos hermosas, han sido
marginadas por el llamado «gran público» y… ¡sólo les faltaban las paredes rojas!
Pero, para un artista como Bergman, siempre habrá un puñado de espectadores fieles
en cualquier gran ciudad del mundo. Y eso constituye un gran aliento para continuar
trabajando.

* * *

Abordo ahora el contenido del presente libro. Está formado por artículos que
escribí a partir de 1954 para diferentes periódicos y revistas. Lo redactado entre 1954
y 1958 son artículos periodísticos, los restantes son comentarios escritos por un
director de cine. Una diferencia importante, porque evidentemente, siendo director de
cine, no iba a ponerme a criticar a mis compañeros de profesión, pero tampoco quería
dejar de escribir cuando tenía ganas o se me presentaba la ocasión.
Este libro tiene cerca de cien mil palabras y no representa más que una sexta parte
de lo que he escrito. Podrá criticárseme esta selección, pero es la mía. Hay pocos
vapuleos, a pesar de que me colgaron entonces el sambenito de «demoledor» del cine
francés. Pero ¿para qué publicar hoy diatribas contra películas olvidadas? Podría

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hacer mías estas palabras de Jean Renoir: «Creía que el mundo —y sobre todo, el cine
— estaba repleto de falsos dioses. Mi tarea era derribarlos. Con la espada en la
mano estaba dispuesto a consagrar a ello mi vida. Los falsos dioses siguen todavía
ahí. Mi perseverancia, a lo lardo de medio siglo de cine, ha logrado hacer rodar por
tierra a algunos de ellos. Esa constancia me ha servido también para descubrir que
algunos de esos dioses eran auténticos y que no había que derribarlos».
Por eso, prefiero publicar artículos laudatorios o entusiásticos aunque sea peores.
Y lo hago porque versan sobre películas que todavía hoy se proyectan y sobre
grandes directores de cine.
Algunos de estos artículos están inéditos porque afortunadamente he conservado
la costumbre de escribir por puro placer o para aclararme las ideas. Otros son síntesis
de varios artículos diferentes dedicados a la misma película, porque durante cierto
tiempo escribí con regularidad en diversas publicaciones: en semanarios como
«Arts», «Radio-Cinéma» y «Le bulletin de Paris», en mensuarios como «Les
Cachiers du cinéma», «La Parisienne», y en un efímero diario «Le temps de Paris».
Y lo hacía con mi nombre o con diferentes seudónimos. Era la primera época feliz de
mi vida porque, por fin, hacía lo que me gustaba: ver películas y hablar de ellas ¡y
encima me pagaban por ello! Ganaba el suficiente dinero como para no tener que
dedicarme a otra cosa desde la mañana hasta la noche. Y esto era tanto más de
agradecer cuanto que acababa de pasar siete u ocho años en que mi preocupación
cotidiana consistía en buscar dinero para comer y dormir.
Era un crítico feliz.

* * *

Veamos cómo he organizado este libro.


La primera parte se titula EL GRAN SECRETO, porque está dedicado a los
directores que comenzaron su carrera en el cine mudo y la continuaron en el sonoro.
Tienen «algo más». Jean Renoir en «Ma vie et mes films» ha descrito la fascinación
que estos hombres ejercen sobre los más jóvenes: «… me siento obligado por las
preguntas insistentes de los jóvenes para quienes todo lo que precede al sonoro
resulta tan lejano y misterioso como el desplazamiento de los grandes glaciares de la
época prehistórica. Nosotros, los “antepasados”, gozamos entre ellos de un aprecio
semejante al que los artistas modernos conceden a los graffitti de las cuevas de
Lascaux. La comparación es halagadora y satisface constatar que no malgastamos
en vano celuloide»[1].
Algunos textos de este capítulo son necrológicos e inéditos en francés: Carl
Dreyer, John Ford. Por lo que toca a este último, he cambiado por completo de
chaqueta, porque, siendo crítico, no me gustaba nada y le dediqué, por cierto, dos o
tres artículos venenosos. Ha sido necesario que me convirtiera en director y que
conectara la televisión el día en que daban El hombre tranquilo para caer en la cuenta

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de lo profundo de mi ceguera. Visioné o volví a ver entonces un gran número de
películas suyas, y hoy presto a John Ford la misma atención que, por ejemplo, a Jean
Giono.
Igualmente inéditos, porque se trataban inicialmente de presentaciones orales, los
textos dedicados a Jean Renoir y Buñuel. El largo artículo sobre Jean Vigo estaba
destinado a la introducción de una edición de su obra completa que no se ha
publicado todavía. El testimonio sobre Frank Capra lo escribí para un libro
americano.

LOS CINEASTAS DEL SONORO

Aquí también he seleccionado. Para no decepcionar a los amigos del vapuleo, he


conservado los escritos que me parecen suficientemente razonados (Monsieur Ripois,
El globo rojo, Arsenio Lupin), pero ahora me gustan más los artículos elogiosos, que
evidentemente son más difíciles de escribir, pero resultan más interesantes con el
paso del tiempo. Sucedía que, cuando una película me entusiasmaba, me ponía a
escribir en publicaciones distintas —y con diferentes seudónimos— muchos
artículos. Me ha parecido oportuno sintetizarlos. Eso explica la extensión de los
textos dedicados a Un condenado a muerte se ha escapado, Lola Montes o a Jean
Cocteau.
En la segunda parte de este capítulo, dedicado a cineastas americanos admirados
como Billy Wilder, Cukor o Nick Ray, he incluido películas poco conocidas u
olvidadas pero que fueron importantes para mí como Love me or leave me de Charles
Vidor o The Naked Dawn de Edgar G. Ulmer, que han significado un hito en mi vida:
mencioné en el transcurso de este artículo la existencia de una novela, «Jules et Jim»,
y su autor, Henri-Pierre Roché, me escribió unas letras. Llegaría a conocerle
personalmente. El resto es sabido.

POR SUS CAMINOS

En este capítulo he agrupado a Ingmar Bergman (porque es sueco), a Luis Buñuel


(español que trabaja en Méjico o Francia), a Norman MacLaren, ese escocés
instalado en Canadá y que es uno de los más grandes cineastas del mundo aunque sus
películas duran de tres a siete minutos, a dos grandes italianos (hay más) Fellini y
Rossellini. A Orson Welles lo he colocado también aquí, aunque podría figurar en el
capítulo americano, lo tengo por un cineasta ciudadano del mundo (el artículo sobre
Ciudadano Kane es inédito). Y por último, incluyo la semblanza de los actores cuya
muerte me conmovió: James Dean que era objeto de culto mientras vivía, y
Humphrey Bogart que, al contrario, ha visto crecer sin cesar su gloria póstuma.

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MIS COMPAÑEROS DE LA NUEVA OLA

Puede que sorprenda el título de este capítulo. En primer lugar, he pretendido


«asumir», como se dice ahora, mi condición de «cineasta de la nueva ola» porque en
expresión denlos comentadores franceses la etiqueta es, desde hace prácticamente
diez años, injuriosa. Eso es de lo más arbitrario. Insultar a la «nueva ola» en general,
sin citar nombres ni títulos, es fácil. No se arriesga uno a que le contesten.
Es evidente que la nueva ola, que nunca ha sido una escuela o un club, ha sido un
importante movimiento espontáneo que rápidamente ha traspasado nuestras fronteras
y del cual me siento tanto más solidario cuanto que deseé vivamente su aparición a
través de mis artículos, hasta el extremo de haber redactado en 1957 esta especie de
profesión de fe ingenua pero convencida: «La película del mañana la intuyo más
personal incluso que una novela individual o autobiográfica. Como una confesión o
como un diario íntimo. Los jóvenes cineastas se expresarán en primera persona y nos
contarán cuanto les ha pasado: podrá ser la historia de su primer amor o del más
reciente, su toma de postura política, una crónica de viaje, una enfermedad, su
servicio militar, su boda, las pasadas vacaciones, y eso gustará porque será algo
verdadero y nuevo… La película del mañana será un acto de amor».
Según se mire, puede datarse el comienzo de la nueva ola con Et Dieu crea la
femme de Vadim (en cuanto que es la primera película del joven cine francés que
consiguió un éxito internacional) o con Mauvaises rencontres de Alexandre Astrue,
excelente ejemplo de una «película de autor». Por lo que a mí toca, sitúo su comienzo
—en esta recopilación— con Nuit et Brouillard, debido a la importancia de este film
y de su autor, Alain Resnais. De todos modos, en el texto dedicado a la película de
Rivette Paris nous appartient es donde pueden encontrarse más datos sobre la
formación de la nueva ola.
En este capítulo he agrupado textos que no son propiamente críticas sino artículos
de circunstancias, sinceros sí, pero escritos sin duda para atraer la atención sobre un
film difícil y para ayudar al estreno. No se trata de un compadreo sistemático sobre
un film difícil porque me hecho amigo de muchos de estos cineastas después de haber
escrito sobre ellos, pero, en fin, como estos artículos están sellados por la
complicidad, me ha parecido honrado titular este apartado «Mis compañeros de la
nueva ola».
Pienso que estos cineastas, y muchos otros sobre los que no he tenido oportunidad
de escribir, aportan en un año de producción (en Francia) mucha más riqueza y
variedad que la que existía en el período en que ejercía de crítico. En aquella época,
íbamos a ver todas las películas buenas y a renglón seguido muchas malas porque
nuestra afición al cine era como la sed que empuja al explorador a beber incluso agua
corrompida. Ahora, en 1975, un aficionado al cine es un tipo que ve muy pocas
películas malas y solamente parte de las buenas. Preciso esto acordándome de mi
amigo el profesor Jean Domarchi que se ve con fruición trescientas cincuenta

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películas al año y que desde hace treinta años cada vez que me lo encuentro dice:
«Hola, querido amigo, no hay gran cosa que llevarse a la boca eh?»
Por último, quiero dedicar este volumen a mi amigo Jacques Rivette porque con
él vi la mayor parte de las películas citadas en este libro.

(Enero de 1975)

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I

EL GRAN SECRETO

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Jean Vigo

JEAN VIGO MURIO A LOS 29 AÑOS

Tuve la dicha de descubrir las películas de Jean Vigo en una sola sesión, un
sábado por la tarde de 1946, en el cine Sévres-Pathé, gracias al cine-club de «Lo
chambre noir» dirigido por André Bazin y otros colaboradores de «La Revue du
Cinéma». Al entrar en la sala no conocía ni el nombre de Jean Vigo, pero en seguida
fui presa de una rendida admiración por una obra cuya totalidad no llega a los
doscientos minutos de proyección.
Al principio, simpaticé mucho más con Zéro de conduite, probablemente por
identificación, ya que no tenía sino tres o cuatro años más que los colegiales de Vigo.
Después, a fuerza de ver y volver a ver las dos películas, he llegado a preferir
definitivamente L’Atalante, una obra que me es imposible olvidar a la hora de
responder a cuestionarios del tipo: ¿Cuáles son, según Vd., los diez mejores films del
mundo?
En algún sentido, Zéro de conduite parece mucho más singular e insólita que
L’Atalante puesto que las obras maestras que versan sobre la infancia tanto en
literatura como en cine pueden contarse con los dedos de la mano. Nos emocionan
por partida doble, ya que a la emoción estética se añade una emoción biográfica,
personal e íntima. Todas las películas de niños son films de época porque nos remiten
a nuestros pantalones cortos, a la escuela, a la pizarra, a las vacaciones, a nuestros
comienzos en la vida.
Como casi todas las «primeras películas», Zéro de conduite tiene un aspecto
experimental: toda una serie de ideas mejor o peor integradas en el guión y rodadas
en el estado de ánimo de «Bueno, vamos a intentar eso a ver qué tal queda». Pienso,
por ejemplo, en la fiesta del colegio donde, sobre un estrado que es al mismo tiempo
una barraca de feria, los maniquíes se confunden con personajes reales. La idea
podría ser del René Clair de esa época. En cualquier caso, es una idea que sitúa
históricamente la obra. Pero, por cada idea teórica de ese estilo, podemos inventariar
nueve descubrimientos soberbios, chuscos, poéticos o desgarradores, todos de una
enorme fuerza visual y de una crudeza todavía inigualada.
Cuando rueda, poco después, L’Atalante, resulta evidente que Vigo ha aprendido
las lecciones de Zéro de conduite, y alcanza la perfección, logra la obra maestra.
Utiliza todavía los ralentis para obtener efectos poéticos pero renuncia a los
acelerados para conseguir los cómicos. No recurre ya a los maniquíes. No coloca
delante de su objetivo más que lo real que él transforma en fantasía, y, filmando
prosa, logra sin esfuerzo poesía.

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* * *

Superficialmente se puede comparar la carrera «relámpago» de Vigo a la de


Radiguet. En ambos casos, se trata de autores jóvenes desaparecidos prematuramente
con sólo dos obras en su haber. En uno y otro caso, su primer trabajo es claramente
autobiográfico y el segundo, en apariencia, lejano al autor ya que utiliza material
ajeno. Pero menospreciar L’Atalante por ser un encargo es olvidar que las segundas
obras son casi siempre encargos. Le Bal du Comte d’Orgel es un encargo de Cocteau
a Radiguet o de Radiguet a sí mismo. Todas las segundas obras son, por principio,
importantes porque permiten conocer si el artista era hombre de una sola obra, es
decir un aficionado dotado, o bien un creador; si se trataba del momento afortunado
de un hombre o de alguien que va a evolucionar. Por último, puede detectarse en Vigo
y Radiguet un itinerario idéntico: el tránsito del realismo y la rebeldía al preciosismo
y el esteticismo (entendiéndolos en el mejor sentido de la palabra). Podríamos
conjeturar qué espléndido Diable au corp hubiera rodado Vigo, pero no deseo
prolongar la comparación entre el escritor y el cineasta. Observemos, sin embargo
que en los estudios dedicados a Jean Vigo se han citado a menudo los nombres de
Alain-Fournier, Rimbaud y Céline y siempre con buenas razones.

* * *

L’Atalante tiene todas las cualidades de Zéro de Conduite y algunas más como
madurez y maestría. En él podemos encontrar reconciliadas dos grandes tendencias
del cine, el realismo y el esteticismo. En la historia del cine ha habido grandes
realistas Como Rossellini y grandes estetas como Eisenstein, pero muy pocos
cineastas se han preocupado de combinar ambas tendencias, como si fueran
contradictorias. En mi opinión. L’Atalante contiene a la vez Al final de la escapada (A
bout de souffle) de Godard y Noches blancas de Visconti, es decir, dos películas
imposibles de comparar, y que están incluso en las antípodas una de la otra, pero que
son representativas de lo mejor que se ha hecho en cada género. En el primero, se
acumulan trozos de verdad que, puestos juntos, conducen a una especie de cuento de
hadas moderno; en el segundo, se parte de un cuento de hadas moderno para
reencontrar al final del camino una verdad global.
En fin, creo que se subestima con frecuencia L’Atalante viendo en él sólo un tema
menor, un tema «particular» que se contrapone al gran tema «universal» tratado en
Zéro de conduite.
L’Atalante aborda en realidad un gran tema, poco habitual en el cine: los primeros
pasos en la vida de una joven pareja, las dificultades para adaptarse el uno al otro,
empezando por la euforia de la unión sexual (eso que Maupassant llamaba «el brutal

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apetito físico bien pronto apagado») y siguiendo con los primeros roces, la trifulca, la
fuga, la reconciliación y por último la aceptación mutua. Bajo este punto de vista, es
evidente que el tema de L’Atalante no es «menor» que el de Zéro de conduite.
Pasando revista al cine francés de los inicios del sonoro, se da uno cuenta de que
entre 1930 y 1940 Jean Vigo estaba prácticamente solo sin más compañía que la de
Jean Renoir, el humanista, y Abel Gance, el visionario, aunque la importancia de
Marcel Pagnol y de Sacha Guitry ha sido infravalorada por los historiadores del cine.
Evidentemente Vigo está más cerca de Renoir, aunque lo supera en crudeza y
también en pasión por la imagen. Los dos fueron educados «de oficio», es decir, en
un ambiente a la vez rico y pobre, aristocrático y popular, pero el corazón de Renoir
nunca sangró. Jean Renoir era hijo de un pintor tenido por genial, y su único
problema era no hacer nada que fuera indigno del apellido que llevaba. Es sabido que
llegó al cine después de haber renunciado a la cerámica, arte demasiado próximo —
según él— a la pintura. Jean Vigo era, también, hijo de un hombre famoso pero
controvertido, Miguel Almereyda, anarquista militante muerto en la cárcel en
circunstancias misteriosas y sórdidas. Huérfano, traído y llevado de colegio en
colegio, con nombre supuesto, Jean Vigo sufrió tanto que su obra tenía que ser a la
fuerza más chirriante. Al leer el admirable libro que P. E. Salés Comés ha escrito
sobre Vigo, cada detalle biográfico nos confirma cuanto sus películas hacían intuir
sobre su persona. Su bisabuelo, Buenaventura de Vigo, fue veguero de Andorra en
1882. Su hijo Eugenio muere a los veinte años, tuberculoso, después de haber
engendrado a Miguel. La madre de Miguel, Aimée Salles, se volvió a casar con
Gabriel Aubés, fotógrafo de Séte; más tarde, enloqueció y hubo de ser internada en
1901. El niño Miguel tomará el apellido de Almereyda tanto porque suena a gran
señor español como porque contiene todas las letras de la palabra «mierda». Miguel
Almereyda casará con Emily Clero, joven militante anarquista, con la que tuvo en
una primera unión libre cinco hijos, todos muertos en temprana edad, uno de ellos al
caer por una ventana. En 1905 engendrarán a nuestro Jean, al Jean que nace para vivir
duramente, al Jean que, huérfano, se encuentra solo y sin más herencia que la divisa
de su bisabuelo paterno, al Jean Vigo, en fin, cuyas películas serán exactamente la
ilustración fiel, extraña y triste, fraternal y afectuosa, siempre aguda, de esta divisa:
«Protege al más débil».
Esta divisa nos sitúa ante la fundamental coincidencia entre Vigo y Renoir: su
pasión por Chaplin. Las Historias del Cine prestan poca atención a la cronología de
las películas y a las influencias que los diferentes cineastas han podido ejercer los
unos sobre los otros. Por eso, me resulta imposible probar lo que les adelanto, pero
siempre he estado convencido de que la construcción de Zéro de conduite (su división
por cartelas intercaladas comentando chistosamente la vida en el dormitorio colegial,
la vida en el refectorio, etc…) estaba inspirada en Tire au flanc de Jean Renoir
(1928). Así mismo, ¿cómo no pensar que Vigo al elegir a Michel Simon para
L’Atalante (1933) tenía en la cabeza la interpretación que éste había hecho para

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Renoir en Boudu sauvé des eaux el año anterior?

* * *

Cuando se leen los recuerdos de los cineastas de la generación del mudo, se puede
comprobar que casi siempre se metieron en el cine por azar: un amiguete les
convence para que trabajen de extra, un tío viejecito les lleva un día a visitar un
estudio, etc. Nada de esto sucede con Jean Vigo que es uno de los primeros cineastas
de vocación. De espectador se convierte en cinéfilo, ve películas, cada vez más
películas, funda un cine-club para poder traer a Niza mejores películas, y pronto,
querrá hacer cine. Escribe a diestro y siniestro solicitando una plaza de ayudante
(«Estoy dispuesto a atar los zapatos a las actrices»). Se compra una cámara y
produce él mismo su primer cortometraje: A propos de Nice.
En la narrativa de Zéro de conduite se echan de ver algunos baches que suelen
achacarse al plan de trabajo que fue tiránico de verdad. Sin embargo, creo yo que esas
bruscas elipsis pueden encontrar explicación igualmente en la fiebre de Vigo, en sus
prisas por expresar lo esencial, y también en ese estado de ánimo del cineasta al que
acaba de dársele la primera oportunidad: no se lo cree del todo, es demasiado bonito.
Rueda una película pero ¿verá alguna vez la luz del día? Como espectador cree saber
lo que es bueno y lo que es malo pero, convertido de improviso en cineasta, le asaltan
dudas. Piensa que lo que está haciendo es demasiado singular, al margen de todas las
normas. Incluso se pregunta si la película llegará a estrenarse o no. Por eso me
imagino que Vigo, cuando se enteró de que Zéro de conduite había sido prohibida por
la censura[2] y pasado el primer momento de abatimiento, pudo ver en ello la
confirmación de sus dudas, y tal vez llegó a pensar: «ya sabía yo que no había hecho
una película normal, una película como las demás…».
Más tarde, al presentar Zéro de conduite en Bruselas, adelantándose a las posibles
críticas a esos famosos «baches», Vigo daría pábulo al equívoco haciendo creer al
público que la película no sólo fue prohibida por la censura sino también cortada, lo
que no es exacto. O sea, Vigo duda de sí mismo. Pero apenas ha impresionado
cincuenta metros de película se ha convertido sin saberlo en un gran cineasta, a la
misma altura que Renoir y Gance o que Buñuel que debutaba por entonces. Así como
se dice que una persona cuaja definitivamente entre los siete y los doce años, se
puede defender que un cineasta muestra todo lo que puede dar de sí en los cincuenta
primeros metros de película que filma. Su primera obra es él mismo, y lo que hará a
continuación, por supuesto, seguirá siendo él mismo. Siempre será y hará lo mismo,
sólo que a veces resultará muy bueno (obra maestra) y otras veces menos bueno (obra
fallida). Todo Orson Welles está ya en la primera bobina de Ciudadano Kane, todo
Buñuel en El perro andaluz, todo Godard en Une jeune coquette (16 mm.). Por tanto,
todo Jean Vigo está en A propos de Nice.

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* * *

Los cineastas, como todos los artistas, buscan el realismo o bien tratan de
encontrar su propia verdad y, por lo general, sufren por el hiato que existe entre lo
que han pretendido y lo que han logrado, entre la vida tal como ellos la sienten y lo
que han conseguido reproducir.
Creo que Vigo tenía motivos suficientes para estar más contento consigo mismo
que sus compañeros porque fue mucho más lejos que ninguno de ellos en la
recreación de las diferentes realidades: la de los objetos, de los ambientes, de los
personajes, de los sentimientos, y, sobre todo, la de la realidad física. Me pregunto si
será exagerado hablar de un cine olfativo a propósito de Vigo. Esta idea me vino a la
cabeza después de que un periodista me dijera un día, en plan de argumento
tumbativo para cargarse una película, El Viejo y el Niño, que me gustaba, «en suma,
ésta es una película que le huelen los pies». No le contesté nada entonces, pero luego
he vuelto a pensar en ello diciéndome: he aquí una razón que «atufa» a extrema
derecha y que podrían haber empleado los censores que prohibieron Zéro de
conduite. Además Salès Gomès señala que los artículos hostiles a los films de Vigo
contenían frases como «Es agua de bidet» o «Se roza lo escatológico», etc. André
Bazin en su artículo sobre Vigo empleó una expresión feliz al referirse a su «gusto
casi obsceno por la carne», porque es cierto que nadie ha filmado la piel de las
personas, la piel del hombre, tan crudamente como Vigo. Desde hace treinta años
nada ha igualado, en este terreno concreto, esa imagen de la mano untosa del profesor
sobre la manita blanca del niño en Zero de conduite o los brazos de Dita Parlo y Jean
Dasté cuando van a hacer el amor o, mejor aún, cuando se separan, y un montaje en
paralelo nos los muestra volviendo cada uno a su cama, él en su barcaza, ella en la
habitación del hotel, los dos sufriendo los males del amor en una escena en la que la
maravillosa partitura de Maurice Jaubert tiene un papel de primera importancia,
secuencia carnal y lírica que equivale exactamente a un coito a distancia.
Cineasta esteta y cineasta realista, Vigo se ha librado de las trampas del
esteticismo y del realismo. Ha manejado un material explosivo (por ejemplo, Dita
Pardo vestida de novia sobre la barcaza en la bruma o, por el contrario, la extracción
de la ropa sucia de la alacena de Jean Dasté) y en cada ocasión ha salido airoso
gracias a su delicadeza, su refinamiento, su humor, su elegancia, su inteligencia, su
intuición y su sensibilidad.
¿Cuál era el secreto de Jean Vigo? Probablemente que vivía más intensamente
que la mayoría de la gente. El trabajo en cine es ingrato por su fraccionamiento. Se
ruedan de cinco a quince segundos de película, luego se para durante una hora. No
existe, en un plato de cine, la oportunidad de «calentarse» como podía ocurrirle a
Henry Miller ante su mesa de trabajo. En la página veinte, algo parecido a la fiebre le
asalta, le arrastra y lo que escribe se convierte en formidable, en sublime quizás. Da
la impresión de que Jean Vigo trabajaba continuamente en ese estado de trance pero

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sin perder nunca la lucidez. Sabemos que estaba ya enfermo cuando rodó sus dos
películas, y que incluso dirigió algunas secuencias de Zéro de conduite postrado en
una camilla. Así pues se impone lógicamente la teoría de una especie de estado febril
en el que se encontraba al rodar. Es muy posible y muy plausible. Es verdad que se
puede ser efectivamente más brillante, más vigoroso, más intenso cuando «se tiene
fiebre». A uno de sus amigos que le aconsejaba cuidarse, dosificarse, Vigo le
respondió que presentía que se le escapaba el tiempo, que tenía que darlo todo cuanto
antes. Por eso Vigo, sabiéndose condenado, se sintió estimulado por esa carrera
contra reloj, por ese tiempo contado. Detrás de la cámara, debía encontrarse en ese
estado de ánimo del que habla Ingmar Bergman: «Hay que rodar cada película como
si fuera la última».

(1970 - Inédito)

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Abel Gance

NAPOLEÓN

Esta vez «la película de la semana» tiene veintiocho años a cuestas. No todas las
semanas hay oportunidad de criticar un film como Napoleón. Ni todos los meses. Ni,
¡ay!, todos los años. Por eso sería ridículo que empleara el mismo método que con
una película normal, señalando lo bueno y lo malo, buscando no se qué paja en la
viga maestra de Abel Gance. Hay que hablar de Napoleón como de un bloque, de un
monumento inatacable. Hay también que hablar de él —es esencial— con humildad.
¿Qué película actual, francesa o extranjera, alabada unánimemente por la prensa y el
público, podrá ser proyectada dentro de veintiocho años y suscitar —como ayer a la
noche Napoleón— los aplausos de una sala llena esencialmente por cineastas y
críticos?
En 1921 pensó por primera vez Gance en rodar Napoleón. Acababa de terminar
La rueda y estaba en Nueva York para presentar la primera versión de Yo acuso, que
Griffith iba a distribuir por toda América bajo la firma de Artistas asociados (United
Artists) que agrupaba a Charlie Chaplin, Mary Pickford, Douglas Fairbanks y al
mismo Griffith. En 1923 comenzaron los preparativos. En 1924 fue constituida
definitivamente la Sociedad Napoleón. El estreno mundial tuvo lugar el 7 de abril de
1927, en la Opera, sobre una pantalla triple.
Napoleón había precisado de cuatro años de trabajo, de los cuales tres fueron de
rodaje. Antes de escribir el guión, Abel Gance había leído más de trescientos libros
sobre Bonaparte: El Memorial, la correspondencia, las proclamas, las obras de Thiers,
Michelet, Lamartine, Frédéric Masson, Lacour-Gayet Stendhal, Elie Faure,
Schuermans, Aulard, Louis Madelin, Sorel, Arthur Lévy, Arthur Chuquet, etc.
El coste de la película fue de dieciocho millones de francos, cifra enorme para
aquel tiempo. Se emplearon doscientos técnicos de todas clases: operadores,
fotógrafos, arquitectos, decoradores, pintores, ayudantes, regidores, eléctricos,
pirotécnicos, armeros, maquilladores, consejeros históricos, etc… Cuarenta actores
de primera categoría interpretaron el film. Para algunas escenas la figuración
empleada llegó a seis mil personas. Se construyeron en estudio y exteriores ciento
cincuenta decorados y se rodó en escenarios naturales en Brienne, en Toulon, en la
Malmaison, en Córcega, en Italia, en Saint-Cloud y en París. La película debía tener
tres partes: 1. La juventud de Bonaparte; 2. Bonaparte y el Terror; 3. La campaña de
Italia. Sólo se rodaron las dos primeras. Durante la preparación de la película, se
acumularon en Billancourt armas, ocho mil vestidos, cuatro mil fusiles, tiendas de
campaña y banderas. Se reconstruyó al mismo tiempo todo un barrio de París con sus
calles y sus encrucijadas.

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Para el papel de Bonaparte, Abel Gance probó a un actor de teatro (René
Fauchois), a un escritor (Pierre Bonardi), a un cantante (Jean Bastía), y a dos actores
(Van Daele —que obtuvo definitivamente el papel de Robespierre— e Ivan
Mosjoukine). Este último, muy honradamente, rehusó el papel porque era ruso y creía
que Bonaparte no podía ser interpretado más que por un francés. Finalmente la
elección recayó sobre Albert Dieudonné, escritor, actor y director. Antonin Artaud
fue elegido para el «Marat» y morir así bajo el cuchillo de Eugénie Buffet, una bonita
Charlotte Corday.
El primer golpe de manivela de Napoleón se dio en Brienne el 15 de enero de
1925. Abel Gance fue el primero que utilizó el plano subjetivo de manera original.
Hubo que construir unos soportes que permitieran mantener las cámaras sobre los
caballos. Otras veces, se trataba de travellings en trineos lanzados a toda velocidad.
Durante las persecuciones a caballo, rodadas en Córcega, tuvieron que lamentar dos
muertos como consecuencia de caídas de caballo. En el curso de la famosa batalla de
bolas de nieve en Briennes en la que el niño Bonaparte (el pequeño Roudenko)
probaba sus cualidades de estratega precoz, Gance hizo instalar un cable y colgó en él
las cámaras cargadas para que su trayectoria fuera la de las bolas de nieve.
En Córcega, Dieudonné, al final de la persecución, tenía que saltar del caballo a
una barca. Se cayó de costado al agua. Bonaparte, no sabía nadar, y Gance gritaba:
«Salvad o Bonaparte, salvad a Bonaparte». El fin del rodaje en Córcega coincidió
con las elecciones y el entusiasmo del pueblo era tal que el partido bonapartista
triunfó sobre el republicano.
Para las escenas de tempestad, en las que Bonaparte en su barco lucha contra los
elementos con la bandera tricolor como toda vela, se recreó el Mediterráneo en el
estudio. El motor de la cámara, en lugar de ponerse en marcha a la clásica voz de
mando; sólo obedecía a los tiros de pistola, al rugir de sirenas o a señales luminosas,
según los casos.
Aunque la película era muda, Gance eligió a un cantante para el papel de Danton
para que cantara «La Marsellesa» en plena Asamblea Constituyente. Los extras
debieron cantar doce veces seguidas el himno nacional. En «Le Temps», Emile
Vuillermoz describe esta memorable jornada de rodaje:
«Esos artistas improvisados se habían tomado muy en serio su cometido. Sus
vestidos les habían conferido un espíritu y una mentalidad. El fluido de Abel Gance,
admirable director de hombres, electrizaba a esa masa… Estos hombres y mujeres
del pueblo recobraban instintivamente sus sensaciones ancestrales… El director
actuaba sobre sus músculos como el director de orquesta sobre los de sus músicos.
Cuando subió por un instante sobre un estrado para darles muy sencillamente y con
su voz suave y velada algunas explicaciones técnicas, fue recibido con un espontáneo
clamor de admiración con el cual estos seres rendidos se entregaban por entero a su
jefe».
«Viendo dirigir esta pequeña revolución se comprende el mecanismo de la

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verdadera. Si Abel Gance hubiera tenido a sus órdenes a diez mil figurantes,
borrachos de historia y con el ánimo presto por la embriaguez de obedecer, hubiera
podido, a voluntad, lanzarlos al asalto de cualquier obstáculo, hacer que invadieran
el Palacio Borbón o el Elíseo y proclamarse dictador».
Un día Gance fue herido por la explosión de una caja de cartuchos en un rincón
del estudio. Sin decir palabra, tomó un taxi hasta la clínica y ocho días más tarde
reemprendía el rodaje mientras los restantes heridos seguían convaleciendo.
Cuando se rodaba la toma de Toulon, la bahía había sido cerrada y durante
algunas horas la bandera inglesa reemplazó la tricolor de Francia. Una tarde, una
enfermera dijo a Gance: «Hoy tenemos cuarenta y dos heridos». —«Buena señal,
esos chicos se entregan con el corazón alegre. Sus movimientos quedarán estupendos
en la película».
Cuando Bonaparte pasaba revista a sus tropas, los figurantes tenían que aclamarlo
gritando: «Viva Bonaparte». En vez de eso, gritaban: «Viva Abel Gance».
Para el rodaje de algunas escenas, era imposible encontrar un número suficiente
de extras. Entonces, los secretarios de producción se fueron por las calles de París
reclutando parados por las puertas de las fábricas, estudiantes en el Barrio Latino y
vagabundos por los portales.
Sabido es que en 1934 Abel Gance sonorizó Napoleón. Filmó muchas escenas
suplementarias, que le permitieron transformar las escenas mudas en narración
continuada. Rodó igualmente numerosos planos «insertos» de personajes
«elocuentes»: Robespierre, Saint-Just y sobre todo Marat encarnado por el que
hubiera podido convertirse en el más grande actor francés: Antonin Artaud. Los
críticos de entonces se dedicaron a denigrar la versión sonora de Napoleón, de lo que
yo me guardaré muy bien, porque sin ella se nos hubiera privado de escenas tan
extraordinarias como el largo monólogo de Théroigne de Méricourt (Sylvie Gance),
de todos los planos de Antonin Artaud, de los de Vladimir Sokoloff y otros muchos.
Incluso creo que el don prodigioso de Gance para dirigir a los actores reclamaba el
sonido para poder dar toda su talla.
Cuando escribió el guión de Napoleón, Abel Gance se dio cuenta por vez primera
de que la pantalla resultaba demasiada estrecha para la envergadura del tema.
Entonces se inventó lo de la «triple pantalla», que no es sino una combinación de los
procedimientos cinemascope y cinerama que nos llegaron de América treinta años
más tarde. El sitio de Tolon, la partida del ejército de Italia fueron así filmadas con
tres cámaras, proporcionando al espectador un ángulo de visión de cien grados. Las
imágenes de los lados son absolutamente distintas de la imagen central a la que
encuadran, comentan y sirven de marco. En la secuencia de la partida del ejército de
Italia, podemos contemplar una docena de planos con una sensación de relieve y de
cercanía que ninguno de los catorce o quince films en cinemascope proyectados en
París desde hace un año ha sabido procurarnos.
«He rodado Napoleón, porque fue un personaje paroxístico en una época que

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era, a su vez, un paroxismo en la Historia» (Abel Gance).
En efecto, la película se presenta como un largo poema lírico, como un
conglomerado de paroxismos, como una sucesión de bajorrelieves animados. Sólo
Griffith en Las dos huérfanas (Orphans on the Storn) y Jean Renoir en La Marsellesa
han reconstruido tan exactamente en la pantalla los sucesos del Terror.
Cada una de las secuencias de Napoleón nos obliga a pensar que se trata de la
escena clave de película, cada uno de sus planos aparece cargado de emoción, cada
uno de sus actores nos da lo mejor de si mismo.
Abel Gance, a despecho de los años, sigue siendo el más joven de nuestros
directores de cine.

(1955)

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LA TOUR DE NESLE[3]

No tengo nada original que decir sobre La tour de Nesle. Todo el mundo sabe que
se trata de una «película de encargo» con un presupuesto ridículo, y que sus mejores
trozos se han quedado en los cajones del distribuidor. La tour de Nesle es, si se
quiere, el menos bueno de los films de Abel Gance. Y como ocurre que Abel Gance
es un genio, La tour de Nesle es una película genial. Gance, que es un genio, no posee
«genio», está poseído del genio. O sea, que si le ponéis en sus manos una cámara
portátil y lo colocáis entre veinte operadores de noticiarios a la salida del Palacio
Borbón o a la entrada del Parque de los Príncipes, os traerá, él solito, una obra
maestra, unos cuantos metros de película en los que cada plano, cada imagen, cada
dieciseisavo o veinticuatroavo de segundo llevará la marca misma del genio, invisible
y presente, visible y omnipresente. ¿Cómo lo habrá conseguido? Sólo él lo sabe.
Aunque a decir verdad, creo que ni él mismo lo sabe.
He observado un poco a Abel Gance mientras rodaba La tour de Nesle. Creía en
ella durante ocho horas al día, o sea, mientras trabajaba en ella. Son mejores —¡qué
duda cabe!— las películas en las que se cree las veinticuatro horas del día. Pero ocho
horas son ocho horas. Recuerdo un primer plano de la Pampanini mirándose al
espejo, monologando interiormente, y por lo tanto, mudo. A veinte centímetros del
espejo, del rostro y del objetivo estaba Abel Gance. El mismo, inclinado sobre la
actriz italiana, impuesta por la productora, recitaba el monólogo que después sería
interpretado en la pantalla por una dobladora. «Mírate, Margarita de Borgoña, mírate
en el espejo. ¿En qué te has convertido? No eres más que una zorra…» (Cito de
memoria). Este monólogo imbécil, Gance lo pronunciaba a media voz, en tono
confidencial pero lírico. ¡No era dirección de actores! ¡Era hipnotismo! En la
pantalla, rayos, esperaba yo ese plano. ¿Resultado? Magnífico. La chica está
crispada, con los ojos extraviados, la boca curvada por un rictus enorme, con las
arrugas del cotidiano libertinaje nocturno impresas en toda su faz. Es, palabra, la
actriz más grande del mundo. Como antes lo fueron Sylvie Gance en Napoleón,
Micheline Presle en Paradis perdu (El paraíso perdido), Line Moro en Mater
Dolorosa, Jany Holt en Beethoven, Viviane Romance en Vénus aveugle (La Venus
ciega) y Assia Noris en Fracasse (El capitán intrépido). Vaya a ver a la Pampanini en
La tour de Nesle, vaya a verla una y otra vez, y si no encuentra en qué está la
genialidad de Gance, entonces, decididamente Vd. y yo no tenemos la misma idea del
cine y la mía, por supuesto, es la buena. Me han dicho: «¿La Pampanini? Sólo hace
muecas». Dejo que responda Jean Renoir: «Son estupendas las muecas cuando están
bien hechas».
Cuando se es un gran director y se ve uno obligado, después de doce años de
paro, a rodar un guión semejante, sólo caben dos soluciones: tomarse a cachondeo el
tema o llevarlo hasta el límite en el mismo sentido del melodrama. Gance ha elegido
esta segunda posibilidad, la solución más difícil, pero también la más valiente y, a fin

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de cuentas, la más inteligente y provechosa. «Con La tour de Nesle he pretendido
rodar un western de capa y espada», dice el mismo autor.
A parte de esto, la película es de una frescura y una juventud extraordinarias.
Abel Gance lleva La tour de Nesle a una velocidad de locura. El ritmo se mantiene
muy vivo tanto dentro del interior del encuadre como entre plano y plano gracias a un
sentido muy hábil del montaje y de sus posibilidades. Los planos realizados con la
ayuda del pictógrafo son muy bellos y recuerdan a las miniaturas del Enrique V de
Laurence Olivier.
La Central Católica, que se encarga de la clasificación moral de las películas,
estaba sobrecogida. La tour de Nesle, desde el punto de vista de lo erótico, rebasa con
creces lo que se ve habitualmente. Ha sido necesario inventar una clasificación nueva
para prevenir a los padres que podrían descarriarse. ¡Qué historia, santo Dios! En una
encuesta reciente sobre el erotismo en el cine, Abel Gance respondía: «Si nosotros
tuviéramos las manos libres en lo erótico, haríamos los más bellos films del mundo».
Lamentemos que la censura se haya mostrado esta vez todavía menos indulgente,
porque, tal como ha quedado, la película no confirma todas las promesas que suscitan
las fotos colocadas a la entrada. Hemos quedado frustrados en nuestra espera,
decepcionados en nuestras esperanzas, porque el cine es también erotismo.
Se ha calificado a Gance de «fracasado», y más recientemente, de «fracasado
genial». Ya se sabe; en francés, fracasado («raté») podría traducirse por: atacado y
roído por las ratas («rats», en francés)[4]. Las ratas que pululan alrededor de Gance
son tan impotentes para atacar su genialidad como para roerla. La cuestión es si se
puede ser a la vez genial y fracasado. Más que de fallos, se trata de talento. Porque
quisiera defender, por último, esta tesis: Abel Gance es autor fallido de películas
fallidas. Estoy persuadido de que no hay gran cineasta que no sacrifique algo: Renoir
sacrifica todo (guión, diálogo, técnica) en aras de una mejor interpretación del actor,
Hitchcock sacrifica la verosimilitud policiaca en provecho de una situación límite que
ha elegido de antemano, Rossellini sacrifica los racords de movimientos y de luz en
favor de un mayor calor en la interpretación, Murnau, Hawks, Lang sacrifican el
realismo del encuadre y del ambiente. Nicholas Ray y Griffith, la sobriedad. (De la
noción de sacrificio en las obras geniales). Así pues, la película lograda, según el
criterio ancestral, es aquella en la que todos los elementos participan por igual de un
todo que merece en ese caso el adjetivo de perfecto. Así pues, la perfección, la obra
redonda, la declaro abyecta, indecente, inmoral y obscena. En este sentido, la película
más odiosa es sin duda La Kermesse héroique (La Kermesse heroica), por todo lo que
tiene de inacabado, de audacias atemperadas, de razonable, de dosificada, de puertas
semiabiertas, de caminos entrevistos y sólo entrevistos, por todo lo que tiene de
divertido y perfecto. Todas las grandes películas de la historia son películas
«fallidas». Se decía en su época y se dice todavía que lo son: Zéro de conduitet
L’Atalante, Faust (Fausto de Murnau), El pobre amor (de Griffith), Intolerancia, La
Chienne, Metrópolis, Liliom (Lang), L’aurore, La reina Kelly, Beethoven, Abraham

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Lincoln, La Venus ciega, La Régle du jeu, La carroza de oro, Yo confieso, Stromboli
(cito de corrido y me dejo en el tintero otras muchas casi tan buenas). Compárese esta
lista con la de films logrados y tendrán delante de los ojos esa vieja polémica del arte
oficial. Es bueno volverse a ver también el Napoleón de Abel Gance ahí, en el Studio
28. Cada plano es un relámpago e ilumina todo lo que está a su alrededor. Las
secuencias sonoras son prodigiosas y no, como se ha llegado a escribir incluso en
1955, indignas de las mudas. ¡«Sir Abel Gance», como dice Becker! No se encontrará
fácilmente en el cine universal un hombre de esta envergadura, dispuesto a
revolucionar el mundo, a usarlo como arcilla, poniendo por testigo al cielo, al mar, a
las nubes, a la tierra, y todo eso en la palma de la mano. Para dejar trabajar a Abel
Gance, se busca mecenas estilo Luis XIV. Escribir a Cahiers du Cinéma, que pasará
el recado. Urgente.

(1955)

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Jean Renoir

UN FESTIVAL JEAN RENOIR

No es resultado de una encuesta sino un sentimiento personal: Jean Renoir es el


cineasta más grande del mundo. Muchos otros cineastas comparten este sentimiento
personal y, además, ¿acaso no es Jean Renoir el cineasta de los sentimientos
personales?
La división habitual de las películas en dramas y comedias no tiene ningún
sentido si se recapacita en que los films de Renoir son todas comedias dramáticas.
Algunos cineastas piensan cuando trabajan, que deben ponerse «en lugar» del
productor, otros «en lugar» del público. Jean Renoir da la impresión de que siempre
se ha puesto «en lugar» de sus personajes y por eso, ha proporcionado a Jean Renoir,
Marcel Dalio, Julien Carette, Louis Jouvet, Pierre Renoir, Jules Berry, Michel Simon,
sus más hermosos papeles sin olvidar a tantas y tantas actrices de las que hablaremos
más adelante, al final de esta presentación, como quien guarda lo mejor para el
postre.
De los treinta y cinco films de Renoir, por lo menos quince, están sacados de
obras preexistentes: Andersen, La Fourchadière Simenon, René Fauchois, Flaubert,
Gorki, Octave Mirbeau, Rummer Godden, Jacques Perret y sin embargo
invariablemente se descubre en ellos a Renoir, su tono, su música, su estilo, sin que
jamás el autor inicial sea traicionado, simplemente porque Renoir, lo absorbe todo, lo
abarca todo, se interesa por todo y por todos.
Nuestra admiración por la obra entera de Jean Renoir —hablo en nombre de mis
amigos de «Cahiers du cinema»— nos ha hecho pronunciar a menudo la palabra
«infalibilidad» lo que no deja de molestar a los aficionados a las «obras maestras», a
esos que exigen a una película una homogeneidad de intenciones y de realización que
Jean Renoir nunca ha pretendido, antes al contrario. Parece como si Renoir hubiera
consagrado lo más lúcido de su tiempo a evitar la obra maestra por lo que ésta ofrece
de definitivo, de fijo, y ha preferido un trabajo medio improvisado, deliberadamente
inacabado, «abierto», de manera que cada espectador pueda completarlo, comentarlo
a su gusto, abordarlo de éste o aquel ángulo.
Un poco como en el caso de Ingmar Bergman y de Jean-Luc Goddard, tan
fecundos como él, cada film de Renoir —por separado— no es más que un momento
de su pensamiento. Sólo el conjunto de la película constituye su obra. De ahí la
necesidad de agruparlas en un Festival como éste para poderlas apreciar mejor. Lo
mismo que un pintor reúne y presenta muchos cuadros antiguos y recientes, de
diversas épocas, cada vez que expone.
El que discursea logrará grandes triunfos o enormes fracasos si está o no en vena.

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Renoir no ha filmado nunca discursos sino conversaciones. Ha confesado muchas
veces hasta qué punto es influenciare, sensible al influjo de otros cineastas: de
Stroheim, de Chaplin, de sus productores, de sus amigos, de los autores que adapta,
de sus actores y, gracias a ese continuo cambio de impresiones, han nacido treinta y
cinco películas espontáneas y vivas, modestas y sinceras, sencillas como unos
«buenos días». Por eso, la teoría de la infalibilidad aplicada a esta obra de la que está
ausente toda simulación, no me parece abusiva aunque se trate de una película de
tanteo como La nuit du carrefour o completamente conseguida como La carroza de
oro.

* * *

Las tres primeras películas de esta retrospectiva tienen de común la interpretación


de Michel Simon que es probablemente el actor preferido de Jean Renoir: «Su rostro
es tan apasionante como una máscara de la tragedia primitiva». Viendo La chienne
(La golfa, 1931) podrán verificar lo acertado de este juicio, pero en Boudu sauvé des
eaux (1932) el mismo Michel Simon les demostrará cómo puede elevarse hasta lo
cómico de una forma fabulosa. Todos los adjetivos que evocan risa pueden aplicarse
a Boudu: cachondo, bufón, burlesco, desternillante. Los temas de Boudu son el
vagabundo, la tentación de cambiar de clase social y la importancia de lo natural. El
personaje de Boudu es, como diríamos hoy, el de un hippy. Y si recordamos que la
película está sacada de un vodevil insignificante de René Fauchois, tanto mayor es la
sorpresa que causa el comprobar lo bien conseguida que está.
Viendo actuar a Michel Simon, los espectadores han sentido siempre que estaban
contemplando no a un actor sino al actor. Sus mejores papeles fueron papeles dobles:
Boudú es a la vez un vagabundo y un niño que descubre la vida, el papá Jules de
L’Atalante es al mismo tiempo un marinero frustrado y un coleccionista refinado, el
gran burgués Irwin Molyneux a Drole de drame escribe a escondidas novelas
sangrientas y, volviendo a Jean Renoir, el Maurice Legrand de La chienne es un
cajero sumiso y, sin saberlo, un gran pintor. Estoy convencido de que los cineastas
han encomendado a Michel Simon esos turbadores papeles ambiguos, que él ha
interpretado magníficamente incluso cuando las películas eran flojas, porque han
intuido que este actor grandioso encarna a la vez la vida y el secreto de la vida, al
hombre que parece que somos y al que somos en realidad. Jean Renoir fue el primero
que puso en evidencia esta verdad: cuando Michel Simon interpreta, penetramos en lo
más profundo del corazón humano.

* * *

Cuando en 1934 emprende la realización de Toni, Jean Renoir ha probado el cine

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naturalista (Une vie sans joie), romántico (Nana), cómico (Charleston, Tire au flanc),
histórico (Le Tournoi). Simultánea y trabajosamente el cine francés se dedicaba al
género sicológico, a ese sicologismo al cual Renoir volverá la espalda durante toda su
vida.
Toni, en la carrera de Renoir, es una película pivot, un punto de partida hacia una
dirección totalmente distinta. Diez años antes que los cineastas italianos, Renoir
inventaba el neorrealismo, es decir, la narración minuciosa no de una acción sino de
un suceso real en un tono objetivo sin alzar nunca la voz. George Sadoul en su
«Historia del Cine» tiene razón cuando escribe a propósito de Toni, que «el crimen en
ella es un accidente, no un fin». Los personajes beben un vaso de vino o mueren del
mismo modo. Renoir nos los muestra de manera idéntica, sin echar mano de la
retórica, del lirismo o de la tragedia. Toni es la vida tal como es, y si los actores no
pueden contener la risa en mitad de una escena, es porque se divertían la mar delante
del cámara de Jean Renoir, y porque, a fuerza de reclamar vida, ésta acaba por llegar
aun a riesgo de que termine el jolgorio una secuencia comenzada en tono serio.
La interpretación de los actores en Toni es una fiesta. Los grititos de Celia
Montalván cuando Blavette le chupa la espalda después de la picadura de la abeja, las
frases sentenciosas de Delmont y las divertidas «crapuladas» de Dalban, todo eso
participa de esa verdad que se esforzaba en conseguir por todos los medios Jean
Renoir, esa verdad en los gestos y en los sentimientos que logra con mucha más
frecuencia que otros directores.
Partie de Campagne (1936) es una película de puras sensaciones. Cada brizna de
hierba nos cosquillea en la cara. Adaptada a partir de una historia de Guy
Maupassant, Partie de Campagne es el único equivalente auténtico en la pantalla del
arte de la novela corta. Sin la ayuda de una sola línea de comentario, Renoir nos
ofrece cuarenta y cinco minutos de prosa poética cuya Verdad, en algunos momentos,
nos estremece o nos pone la carne de gallina. Ese film, el más físico de su autor, les
conmoverá físicamente.

* * *

La gran ilusión (1937), la película menos controvertida de Renoir, está basada en


la idea de que el mundo se divide horizontalrnente por afinidades y no verticalmente
por fronteras. La II Guerra Mundial y, sobre todo, los campos de concentración
parece que han enfriado el talante optimista de Renoir. Pero no es menos cierto que
las actuales tentativas de una «Europa unida» demuestran que, en algún sentido,
Renoir se adelantó al espíritu de Munich. La gran ilusión es, a pesar de todo, una
película histórica con el mismo derecho que La Marsellesa porque en ella se practica
una guerra de guante blanco, una guerra sin bombas ni torturas.
En consecuencia y más exactamente, La gran ilusión es una película de
caballeros, un film sobre la guerra considerada si no como una de las bellas artes, al

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menos, como un deporte, como una aventura en la que cuenta más portarse
civilizadamente que destruirse mutuamente. Los oficiales alemanes del tipo de
Stroheim fueron licenciados muy pronto del ejército del III Reich y los oficiales
franceses del estilo de Pierre Fresnay murieron de viejos. En resumidas cuentas,
parece que Renoir considera a la guerra como un azote natural que tiene su belleza
(como la lluvia, como el fuego) y que por tanto, se trata de hacer la guerra con
educación (como dice Pierre Fresnay). Para Renoir, hay que abolir el concepto de
fronteras si se quiere acabar con la torre de Babel y reconciliar a los hombres a los
que, sin embargo, siempre distancia su nacimiento. Por otra parte, existe un común
denominador entre los hombres: la mujer. El mensaje más profundo del film se nos
brinda, sin duda, cuando, tras la toma de Douaumont por los franceses, un soldado
inglés —vestido de mujer— empieza a cantar «La Marsellesa» al tiempo que se quita
la peluca.
Al revés que la mayoría de las películas de Renoir, La gran ilusión entusiasmó
enseguida a todos y en todas partes, quizás porque Renoir la rodó a los cuarenta y tres
años, o sea, a una edad que correspondía a la de su público. Los films anteriores a La
gran ilusión parecían agresivos y juveniles, los posteriores, desencantados y ásperos.
Por último, hay que reconocer que La gran ilusión ya en 1937 estaba desfasada con
respecto a su época. Recuérdese que al año siguiente Chaplin iba a bosquejar en The
great dictator una imagen del nazismo y de las guerras que… no respetan las normas
de educación.
La copia definitiva de Lo Marsellesa (1938) nos vino de lejos, en concreto nos
llegó desde Moscú donde se encontraba la única versión completa. Los más jóvenes
de Vds. descubrirán una obra que iguala a La gran ilusión, que Renoir rodara el año
anterior. La Marseillaise fue bastante mal recibida por la crítica en virtud de esa «ley
de alternancia» según la cual ningún artista puede producir seguidas dos obras
maestras.
La labor de Renoir ha estado sellada siempre por algo que se parece a un secreto,
a un secreto profesional: la familiaridad. En La Marsellesa, la familiaridad le permite
a Renoir no caer en ninguna de las trampas tendidas por las reconstrucciones
históricas y ese extraordinario don vitalista que posee le sirve para darnos una
película viva con gentes que respiran y tienen auténticos sentimientos.
La Marsellesa está construida como un western porque es el único film itinerante
de Renoir. Seguimos al batallón de quinientos voluntarios marselleses que salen de
sus casas el 2 de julio de 1792, marchan hacia París y llegan allí el día 30, víspera de
la publicación del manifiesto Brunswick. La película se acaba poco antes del 10 de
agosto, inminente la batalla de Valmy. Nada de un protagonista único, nada de
papeles bonitos contrapuestos a papeles desagradables, son media docena de
personajes todos interesantes, verosímiles, nobles y humanos que representan a la
corte, a los marselleses, a los aristócratas, al ejército, al pueblo.
Para equilibrar el peso de los Marselleses, del pueblo que va a ennoblecer y

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poetizarse al contacto con el ideario revolucionario, Renoir insiste en el lado prosaico
y cotidiano de Luis XVI, magníficamente interpretado por su hermano, Pierre Renoir.
El rey, cuyo comportamiento hace buena la expresión «rebasado por los
acontecimientos», se interesa por la higiene dental: «Me gustaría probar ese cepillo».
Dos horas antes de huir de las Tunerías, nos lo encontramos comiendo por vez
primera los tomates que los marselleses han introducido en París: «Muy ricos, son un
bocado excelente…».
He hablado de western histórico. Como en las buenas películas del Oeste, se topa
uno con la estructura de los films itinerantes. Las escenas de actividad que suceden
durante el día alternan con las estadísticas de la noche, más propicias a las
discusiones de vivac, ideológicas o sentimentales. Sea que giren en torno a la comida,
la revolución, los pies hinchados por la caminata, el amor o el manejo de las armas,
todas las escenas de La Marsellesa ilustran el concepto de unidad francesa que
aparece aquí como convincente; y si el más famoso film de Griffith lleva por título
Nacimiento de una nación, éste podría llamarse Nacimiento de la Nación.

* * *

La bête humaine, rodada en 1938, cuenta la historia de un subjefe de estación,


Roubaud (Femad Ledoux) que, tras haber discutido con su superior, teme que le
despidan. Pide a su joven esposa, Séverine (Simone Simon), que interceda ante el
«gran jefe», un dudoso padrino que ella conoció de adolescente y que, su madre
conoció todavía mejor. Cuando Séverine vuelve, todo está arreglado, pero Roubaud,
intuyendo cual ha sido el precio, se vuelve loco de celos y pone por obra un plan que
le lleva al asesinato del padrino ante los ojos de Séverine, en el tren de París al Havre.
La pareja homicida ha sido vista en el tren por Jacques Lantier (Jean Gabin),
empleado del ferrocarril. Durante el proceso Roubaud encomienda a Séverine que se
asegure del silencio de Lantier, y naturalmente los dos se convierten en amantes, toda
vez que Lantier ha adivinado o barruntado la verdad. A Séverine le gustaría que
Lantier matara a Roubaud, ya que la vida conyugal con éste, tras el asesinato, se ha
hecho imposible. Lantier, en definitiva, no logra matar a Roubaud sino que estrangula
a Séverine en un ataque de locura. A la mañana siguiente se arroja al vacío desde la
locomotora de la que era mecánico-jefe.
En la novela de Emilio Zola, Jacques Lantier estaba en el campo viendo pasar el
tren cuando se da cuenta, en un abrir y cerrar de ojos, del gesto criminal de Roubaud,
al que ayuda su mujer. Renoir se inventó lo de colocar a Lantier en el pasillo del tren
y que éste se lo advirtiera a Séverine. Este cambio de Renoir lo tomó también Fritz
Lang cuando emprendió la remake de La bête humaine en 1954, en Hollywood, con
el título de Human Desire. Algunos años antes, Fritz Lang había pisado la parcela de
Renoir al rodar Scarlett Street (Perversidad) remake de La Golfa.
Mirándolo bien, parece que Renoir y Fritz Lang comulgan en su afición por el

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mismo tema: marido viejo, esposa joven, y amante (La Golfa, La bête humaine, The
Woman on the beach[5] por lo que toca a Renoir, y Perversidad, La mujer del cuadro
—The woman in the window— y Human Desire por lo que hace a Lang). Jean Renoir
y Fritz Lang tienen en común su predilección por las actrices-gatas, por las
protagonistas de tipo felino. Gloria Grahame es la perfecta réplica yanqui a Simone
Simon y Joan Bennett fue protagonista tanto con Renoir como con Lang. Aquí se
acaban las comparaciones, porque el autor de La bête humaine y el de Human Desire
no se interesan por las mismas cosas. Respecto a la novela de Zola, Renoir la ha
trabajado —como se suele decir— ascéticamente. Así lo ha explicado él mismo hace
bien poco: «Lo que me animó a realizar La bête humaine fueron las explicaciones
que el protagonista daba de su atavismo. Me dije: No es demasiado interesante, pero
si un hombre como Jean Gabin habla de esa manera, al aire libre, con un amplio
horizonte detrás y quizás con algo de viento, tal vez la cosa tenga su sentido. Fue eso
lo que más me animó a hacer la película».
Renoir trabaja buscando un equilibrio constante: un detalle chusco compensa una
nota trágica, las nubes que corren por encima de Gabin van contando sus penas, o las
locomotoras pasan tras la ventana del cuartucho donde Fernand Ledoux empieza a
sospechar de su mujer.
La bête humaine es probablemente el mejor film de Jean Gabin. «Jacques Lantier
me interesa tanto como Edipo Rey» dijo Renoir de esta película que Claude de Grivay
ha definido perfectamente: «Hay películas de triángulo (La carroza de oro), películas
circulares y cerradas (El río). La bestia humana es un film en línea recta, o seo, una
tragedia».

* * *

La Régle du jeu (1939) es el credo de los cinéfilos, la película de las películas, la


más odiada cuando se estrenó, la más apreciada luego, hasta lograr un verdadero
éxito comercial al reponerse por tercera vez en explotación comercial y en versión
íntegra. Dentro de ese «drama alegre», Renoir utiliza sin que lo parezca un conjunto
de concepciones generales y particulares y expresa, sobre todo, su gran amor por las
mujeres. La régle du jeu es seguramente, junto con Ciudadano Kane, la película que
más vocaciones de director de cine ha suscitado. AI visionar este film se experimenta
un sentimiento muy vivo de complicidad. Quiero decir que en vez de verlo como algo
acabado, ofrecido a nuestro curiosidad, se tiene la impresión de estar asistiendo a una
película todavía en rodaje. Parece como si Renoir estuviera organizando todo aquello
mientras la película se proyecta. Casi, casi puede uno decirse: «¿Sabes? Voy a volver
mañana a ver si los acontecimientos se desarrollan de la misma manera». Por eso,
viendo a menudo La régle du jeu pasa uno las mejores noches del año.
Tras el fracaso de La régle du jeu, primero cortada un cuarto de hora a petición de
los exhibidores, luego prohibida como desmoralizante para los franceses —que

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estaban en vísperas de entrar en guerra— Jean Renoir, posiblemente muy deprimido,
se marcha a Hollywood donde rueda cinco películas en ocho años. The woman on the
beach (Una mujer en la playa) (1946) es el último de sus film hollywoodienses. Es
una película curiosa y muy interesante en la que no se pueden encontrar claramente
las más alabadas cualidades de la obra francesa de Renoir, la familiaridad, la fantasía
y —digamos— su humanismo, porque parece que Renoir quiso expresamente
adaptarse a Hollywood y rodar allí un film americano por completo.
La gran diferencia entre las películas europeas y las de Hollywood —y esto vale
también para la obra de Renoir— es que nuestras películas son ante todo films de
personajes, mientras que las americanas son, en primer lugar, films de situaciones. En
Francia se respeta mucho la verosimilitud, la sicología, mientras los americanos le
prestan escasa atención prefiriendo dar a las situaciones un tratamiento vigoroso sin
apartarse un ápice del punto de partida. Una película, a fin de cuentas, es sólo una tira
de celuloide de dos mil metros que desfila ante nuestra mirada. Se podría comparar a
un viaje. Según esto, las películas francesas son como un carromato por un camino
abrupto, mientras que las películas americanas se deslizan como un tren por el carril,
suavemente. The woman on the beach es una película-tren. Por deseo de Renoir, se
trata de una película sobre el sexo, sobre el amor físico, sobre la pasión, y todo esto
expresado sin recurrir a ningún desnudo. Por tanto, nos quedaríamos cortos si
decimos que Joan Bennet es sensual. Es sexual. Lo que más me gusta de The woman
on the beach es que parece que estamos viendo dos películas al mismo tiempo. Los
diálogos no hablan nunca de amor, los personajes cambian frases amables, corteses.
Lo importante no está en el diálogo sino en las miradas que se dirigen y que expresan
algo turbio, secreto y muy concreto.
Nunca el cine es más puro, nunca es más cine que cuando, utilizando el diálogo
como música de contrapunto, logra que penetremos en los pensamientos de los
personajes. Yo les invito a contemplar a los tres actores prodigiosos de The woman on
the beach bajo esta perspectiva. Fíjense en Joan Bennet, Robert Ryan y Charles
Bickford, mírenlos como si fueran animales, como si fueran bestias feroces que
deambulan por la jungla crepuscular de la sexualidad sobreexcitada.

* * *

La carroza de oro (1952 es una de las películas claves de Renoir porque reúne
temas de muchas otras, principalmente el de la sinceridad en el amor y el de la
vocación artística. Es una película construida como el juego de las «cajas chinas» que
se meten unas dentro de las otras. Un film sobre el teatro dentro del teatro.
Fue demasiado injusto el recibimiento que obtuvo de crítica y público La carroza
de oro, quizás la obra maestra de Renoir, o en todo caso, el film más noble y más
refinado que se haya rodado nunca. Tiene toda la espontaneidad y los hallazgos del
Renoir de antes de la guerra junto con el rigor del Renoir americano. Es todo clase y

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finura, gracia y elegancia. Es una película hecha por completo con gestos y actitudes.
Teatro y vida se entremezclan en una acción dividida entre la planta baja y el primer
piso de un palacio del mismo modo que la «comedia del arte» oscila entre el respeto a
la tradición y la improvisación. Anna Magnani es la estrella admirable de este
elegante film en el que el color, el ritmo, el montaje y los actores están a la altura de
una banda sonora en la que Vivaldi se lleva la parte del león. La carroza de oro es de
una belleza absoluta, y la belleza es precisamente su tema principal.
He definido la otra obra maestra de Renoir, La régle du jeu, como una
conversación abierta, como una película en la que se nos invita a participar. No se
puede decir lo mismo de La carroza de oro que es una obra cerrada, un trabajo
concluido que hay que mirar y no tocarlo, una película que ha cuajado en su forma
definitiva, un producto perfecto.
French Cancan (1955) significa la vuelta de Renoir a los platos franceses. No voy
a contarles el argumento. Recuerden únicamente que se trata de un episodio en la
vida de un tal Danglard que fundó el Moulin Rouge e inventó el cancán. Danglard ha
consagrado su vida al music-hall, descubre jóvenes valores, bailarinas o cantantes, y
las «convierte» en vedettes. A veces, son sus amantes, por una temporada, pero
siempre se vuelven exclusivistas, posesivas, celosas, caprichosas, insoportables.
Danglard no se ata a ninguna, está desposado con el music-hall y para él sólo cuenta
el triunfo de sus espectáculos.
Ese amor exclusivo al oficio, que trata de inculcar a las jóvenes artistas que
descubre y revela, es la única razón de su vida.
Es fácil reconocer el parentesco de este tema con el de La carroza de oro: la
vocación por el espectáculo está por encima de las réplicas sentimentales. French
Cancan es un homenaje al music-hall como La carroza de oro lo es a la «commedia
dell’arte»; pero ya he mostrado mis preferencias por esta película. Aunque sean
ajenos a Jean Renoir, los fallos de French Cancan no son menos lamentables porque
afectan en primer lugar al reparto. Si Giani Esposito, Philippe Clay, Pierre Olaf,
Jacques Jouanneau, Max Dalban, Valentine Tessier y Anik Morice están muy bien,
Jean Gabin y María Félix, al contrario, no dan de sí el «máximo».
Merece la pena señalar también las virtudes de la obra: French Cancan ha
marcado una época en la historia de la utilización del color en el cine. Jean Renoir ha
evitado hacer una película pictórica, y en este sentido, French Cancan es el anti-
Moulin Rouge en el que John Huston se dedicó a hacer mezclas de los colores
obtenidos con filtros de gelatina. En nuestra película sólo hay colores puros. Cada
plano de French Cancan es un grabado popular, un «dibujo de Epinal» en
movimiento. ¡Ah, qué negros más bellos, qué marrones más bellos, qué beiges más
bellos!
El french cancán final es un verdadero «no va más», un largo pasaje brillante que
concita invariablemente el apluso de la sala. Aunque French Cancan no tenga en la
obra de Renoir, la importancia de La régle du jeu o de La carroza de oro, no cabe

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duda de que es una película brillante, muy cuidada, con la fuerza de Renoir, su buen
humor y su juventud.

* * *

En Elena y los hombres (1956) nos encontramos con el Renoir de los mejores
momentos. Jacques Jouanneau está espléndido al lado de Ingrid Bergman, Jean
Marais y Mel Ferrer. En Elena se realiza el ideal de Jean Renoir: reencontrar el
talante de los primitivos, el genio de los grandes pioneros del cine, de Mack Sennet,
Larry Semon, Picratt y, por supuesto, Charlot. Con Elena el cine vuelve a sus
orígenes y Renoir a su juventud.
Para aquellos que se creen autorizados a reprochar a los últimos films de Renoir
su alejamiento de las realidades del mundo en que vivimos, voy a resumir Elena y los
hombres. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una multitud que aclama
entusiásticamente el general Rollan celebra la fiesta del 14 de julio. Un estúpido
incidente diplomático había creado una sicosis de guerra y los que rodean al general
aprovechan la ocasión para intentar derrocar el gobierno. En las calles se canta: «De
esta forma el destino, lo ha colocado en nuestro camino…», etc.
Dos años después del estreno de Elena, el general De Gaulle, gracias a la revuelta
alentada por sus partidarios en Argelia, lanzó su famoso «Os he comprendido»,
porque es verdad que siempre hay algún general en algún sitio… El general Rollán de
Renoir (Jean Marais) presenta dos ventajas por lo menos: le gustan más las mujeres
que el poder y nos hace reír.
Elena dice verdades sobre los príncipes que nos gobiernan, sobre aquellos que
han decidido gobernarnos y hacernos felices sin contar con nosotros. Y si les parece
sorprendente que este film realista sea al mismo tiempo un cuento de hadas, oigan la
respuesta de Jean Renoir: «La realidad es siempre mágica. Para que la realidad no sea
mágica es preciso que algunos autores se violenten y nos la presenten a una luz
extraña. Si se la deja tal cual es, es mágica».

* * *

El testamento del Dr. Cordelier es uno de los films malditos de Jean Renoir, lo
mismo que su Memorias de una doncella (Journal de une femme de chambre) (1946),
idénticos ambos en cuanto a ferocidad. La expresión «director de actores» —de la
que se abusa demasiado— se puede emplear aquí en su sentido auténtico al
contemplar a Jean-Louis Barrault, irreconocible agrediendo frenéticamente a los
transeúntes a ritmo de danza.
Dar vida a un ser humano que uno ha inventado, pedirle que se deslice en vez de
andar, otorgarle una gesticulación imaginaria, cargarlo de una brutalidad abstracta y

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delirante, es un sueño de artista, un sueño de cineasta. El testamento del Dr. Cordelier
es ese mismo sueño realizado lo mismo que Comida en la yerba (rodada también ese
año) surge —apostaría por ello— de esta sencilla pero vivida idea visual: ¡oye, sería
divertido presentar una tormenta en el campo con el viento levantando las faldas a las
mujeres!
Para terminar, tenemos que decir que las mujeres ocupan el centro de la obra
entera de Renoir. A base de simplificaciones desordenadas, vamos abriendo un
camino en la jungla acogedora y al mismo tiempo cruel de Renoir. Un tío simpático
está bajo la influencia de una mujer guapa (legítima o no), de temperamento fuerte,
de carácter difícil, pero que es —más o menos— una chica adorable. Se han dado
cuenta, sin duda. Les estoy hablando de Nana, Marquitta, Tire au flanc, La golfa, La
nuit du carrefour, Boudu sauvé des eaux, Toni, Madame Bovary, Les Bas-Fons, La
Marsellesa, La régle du jeu, Memorias de una doncella, La mujer de la plata, La
carroza de oro, French Cancan, Elena y los hombres.
El «ménage à trois» casi nunca atrae la atención de Jean Renoir que inventó el
«ménage à quatre». En su mundo una mujer ama o es amada por tres hombres, o un
hombre ama o es amado por tres mujeres. En la primera de estas situaciones se basan
Une vie sans joie, La hija del agua, La nuit du carrefour, Boudu, Toni, Monsieur
Lange, La bête humaine, La régle du jeu, Memorias de una doncella, French Cancan,
y La carroza de oro que lleva a la perfección este esquema porque los tres personajes
masculinos representan los tres tipos de hombre que una mujer encuentra en su vida.
Dentro de la segunda de estas situaciones se desarrollan Marquitta, Monsieur Lange,
La bête humaine (aquí la tercera mujer es Louison, la locomotora), La régle du jeu,
French Cancan y El río que —paralelamente a La carroza— lleva también el
esquema a la perfección.
Las películas de Renoir beben su vida de la vida misma. Se sabe, por ejemplo,
con quién hacen el amor los personajes principales, precisión ésta cuya ausencia se
notaba demasiado en el cine hasta 1960. A Renoir no le gusta la muerte en las
películas porque hay que trucarla: se puede irritar a un actor para que actúe irritado,
pero mátenlo y tendrán tras sus talones al Sindicato de Actores en pleno… Y sin
embargo, había que lograr que «murieran bien» Nana, Mado, Emma, la bonita Sra.
Roubaud, y tantos otros. En esas ocasiones Renoir contrapone lo que es más vivo,
canciones a la muerte. Las mujeres, que Renoir —sintiéndolo mucho— tiene que
matar, agonizan a los sones populares de una letrilla de barrio: el corazoncito de
Minon era tan pequeñito…
Alguien ha dicho, atacando estúpidamente a Amore (Te querré siempre) de
Rossellini, que «el intérprete debe subordinarse a la obra y no la obra al intérprete».
Desde Une vie sans joie que viene a ser una especie de anillo de pedida para
Catherine Hessling, toda la obra de Renoir rechaza esta afirmación. Ha hecho
siempre las películas a la medida de Jannie Mareze, Valentine Tessier, Nadia
Sibirskala, Sylvia Bataille, Simone Simon, Nora Gregor, Ain Baxter, Joan Bennett,

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Paulette Goddard, Anna Magnani e Ingrid Bergman subordinando su obra a las
intérpretes, y estas películas se cuentan entre las más bellas de la historia del cine.
Jean Renoir no filma situaciones sino personajes. Recuerden, por favor, esa
atracción de feria que se llama «El Palacio de los Espejos» filma personajes que
buscan la salida del laberinto de espejos y chocan con el vidrio de la realidad. Jean
Renoir no filma conceptos sino hombres y mujeres que tiene ideas e ideas, barrocas o
ilusorias, y no nos invita a aceptarlas o despreciarlas, nos pide simplemente que las
respetemos.
Cuando un hombre nos resulta cargante por su obstinación al querernos imponer
una imagen solemne de la existencia (se trate de un político o de un artista
megalómano), solemos comentar que ha olvidado que fue un bebé llorón en su cuna y
que será un viejo gruñón en su agonía. Es evidente que la labor cinematográfica de
Renoir no ha olvidado nunca al hombre desvalido sostenido por la Gran Ilusión de la
vida social, al hombre sin más.

(1967)

(Presentación de un Festival Renoir en la Casa de Cultura de Vidauban, 1967).

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Carl Dreyer

LA BLANCURA DE CARL DREYER

Si pienso en Carl Dreyer lo primero que me viene a la cabeza son esas imágenes
blancas, esos espléndidos primeros planos silenciosos de La pasión de Juana de Arco
cuya sucesión en la pantalla es el equivalente exacto del diálogo apretado,
intercambiado entre Juana y sus jueces en Rouen.
Enseguida recuerdo la blancura de Vampyr (La bruja vampira), flanqueada de
sonidos, gritos y, sobre todo, de los lamentos atroces del Doctor (Jean Hieromniko),
cuya sombra abarquillada por el calor desaparece en el almacén de harina, allá abajo
en ese molino inmutable del que nadie conseguirá librarse. La cámara de Dreyer sabe
filmar estáticamente a Juana de Arco, y sabe liberarse convirtiéndose en el porta
plumas de un chico y seguir, preceder o adivinar los movimientos del vampiro a lo
largo de los grises muros.
Después del desalentador fracaso comercial de estas dos obras maestras, Carl
Dreyer tendrá que esperar once años, once años en una vida, once años de su vida,
antes de poder decir de nuevo: ¡Motor! Se trata de Dies irae, que abordando el tema
de la brujería y de la religión, es una especie de síntesis de las otras dos películas.
Dies irae, la película en la que puede verse el desnudo femenino más bello de la
historia del cine, el desnudo menos erótico y el más carnal. Me refiero al cuerpo
blanco de Martthe Herloff, la vieja quemada como bruja.
Diez años después de Dies irae, hacia el final de verano de 1956, surje Ordet que
conmociona a los espectadores de la Bienal, en el Lido. Nunca, en la historia del
Festival de Venecia, un León de Oro fue mejor otorgado que éste, el concedido a
Ordet, drama de la fe, o más exactamente, una fábula metafísica que tiene por tema la
ceguera a la que pueden conducir las rivalidades dogmáticas.
El protagonista del film, Johannes, es un iluminado que se cree Jesucristo y que
sólo cuando se apercibe de su error dará la impresión de que haber «recibido» el
poder espiritual.
Todas las imágenes de Ordet son de una perfección formal rayana en lo sublime;
pero Dreyer —es sabido— es mucho más que un «formalista». El ritmo es muy lento,
la interpretación de los actores histórica, pero tanto el ritmo como la interpretación
están controlados hasta el máximo. Ni un solo centímetro cuadrado de fotograma se
escapa a la vigilancia de Dreyer, quien ha sido verdaderamente el director más
exigente desde la muerte de Eisenstein. Sus películas, una vez acabadas, son las que
más se aparecen a la idea que de ellos tenían en la cabeza sus creadores.
No hay mímica en los actores de Ordet, por eso su actuación consiste en inclinar
el rostro de esta o aquella manera y en adoptar desde el comienzo de la escena la

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misma actitud de la que no deben apartarse. Lo esencial de la acción sucede en la sala
común de la casa de un rico granjero y la puesta en escena en planos-secuencia muy
móviles parece inspirarse en la experiencia que Alfred Hitchcock intentara con The
rope. (Dreyer en diversas entrevistas ha mencionado su admiración por el autor de La
ventana indiscreta). En Ordet el blanco triunfa de nuevo, un blanco lechoso, un
blanco de visillos soleados, nunca contemplado antes ni después. El sonido, en Ordet,
es espléndido. Hacia el final de la película, el centro del encuadre está ocupado por el
féretro en el que reposa la protagonista, Inger, que Johannes, el loco que se cree
Cristo, ha prometido resucitar. El silencio de la casa enlutada sólo es roto por los
pasos del cabeza de familia, un ruido característico, de zapatos nuevos, de zapatos de
domingo…
La carrera de Dreyer fue difícil, y si ha podido vivir de su arte, ha sido gracias a
la rentabilidad del «Dagmar», la sala de cine que dirigía en Copenhague. Este
cineasta, profundamente religioso y apasionado por el cine, no ha podido realizar los
dos sueños que a lo largo de toda su vida ha alentado: rodar una película sobre la vida
de Cristo, Jesus, y trabajar en Hollywood como su maestro D. W. Griffith.
Me he encontrado con Carl Dreyer sólo tres veces, pero estoy orgulloso de
escribir estas líneas sentado en el mismo sillón de cuero y madera que él utilizaba
cuando trabajaba y que me ofrecieron cuando murió. Carl Dreyer era bajo, muy suave
hablando, obstinado como pocos, en apariencia serio pero sensible y cordial en
realidad. Tres semanas antes de su muerte, reunió junto así a los ocho daneses más
importantes del cine, y junto con ellos redactó una carta protestando por el despido de
Henri Langlois de la cinemateca francesa. Este fue su último acto público.
Carl Dreyer ha muerto. Ha ido a reunirse con Griffith, Stroheim, Murnau,
Eisesntein, Lubistch, los reyes de la primera generación del cinema, que dominó
primero el silencio y luego la palabra. Tenemos mucho que aprender de ellos y de la
blancura de Dreyer.

(1969)

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Ernst Lubitsch

LUBITSCH ERA UN PRÍNCIPE

Recuerdo, ante todo, las imágenes particularmente luminosas de las películas de


antes de la guerra. Me gustan mucho. Los personajes son pequeñas siluetas negras en
la pantalla. Entran en los decorados abriendo puertas tres veces más altas que ellos.
No había entonces problema de la vivienda y en las calles de París, con las fachadas
de los inmuebles engalanadas con las banderolas de «Pisos en alquiler», parecía que
todos los días se celebraba el 14 de julio.
Los enormes decorados de las películas de esta época disputaban los primeros
planos a las mismísimas «estrellas». Al productor le costaban caros, y por tanto
tenían que «verse» bien. El hombre del puro se gastaba así su dinero, y estoy seguro
de que hubiera puesto en mitad de la calle de un puntapié al director de cine que
hubiera tenido pantalones para rodar toda la película en primeros planos.
En aquella época, cuando no sabían dónde colocar la cámara, la situaban
demasiado lejos. Ahora, en caso de duda, la ponen debajo de las narices de los
actores. Se ha pasado de la insuficiencia modesta a la insuficiencia pretenciosa.
No está fuera de lugar este prólogo nostálgico para presentar a Lubitsch que
estaba firmemente convencido de que era mucho mejor divertirse en uno de esos
decorados grandiosos que estar con las manos en los bolsillos en mitad de la calle, sin
trabajo. Presiento que, como decía André Bazin, no voy a tener tiempo de ser breve.
Al igual que todos los creadores estilistas, Lubitsch termina por volver —a
sabiendas o no— a la narrativa de los cuentos infantiles. En Angel una cena penosa y
violenta reúne a Marlene Dietrich, Herbert Marshall (su marido) y Melvyn Douglas
(su amante de una noche al que ella no pensaba volver a ver en su vida). Pero su
marido, por pura casualidad, lo ha invitado a cenar. La cámara, como ocurre muy a
menudo en las películas de Lubitsch, deserta de su desplazamiento privilegiado
cuando la cosa está que arde y se traslada a otro lugar desde el cual vamos a poder
gozar todavía mejor de las vicisitudes de esa situación. Nos encontramos en la cocina.
El maître va y viene. Primero trae el plato de la señora: «¡Qué curioso, la señora no
ha probado el solomillo!». Después, el plato del invitado: «Éste, tampoco». En
efecto, este segundo solomillo está cortado en mil pedacitos pero no falta ninguno. El
tercer plato llega vacío: «Parece que el señor ha sabido apreciar el solomillo». ¿Les
ha venido a las mientes el cuento de la casita del bosque donde viven tres osos? La
sopa, para Papá Oso, está demasiado caliente, la de Mamá Osa demasiado fría y la
del Osito en su punto. ¿Saben de alguna clase de literatura más imprescindible que
ésta?
Este es, pues, el primer punto común entre el «toque Lubitsch» y el «toque

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Hitchcock». El segundo es, probablemente, su manera de abordar el problema del
guión. En apariencia, se trata sólo de contar un argumento en imágenes. Los dos
insisten en esto en todas las entrevistas. Pero no es verdad. No es que mientan porque
sí o por chancearse de nosotros. No, mienten para simplificar ya que la realidad es
demasiado complicada y prefieren dedicar su tiempo a trabajar y perfeccionarse. Y ya
se sabe, tendríamos para rato con los perfeccionistas…
En esta forma de trabajar lo que se pretende, en realidad, es no contar el
argumento y también encontrar el medio de no contarlo del todo. Por supuesto que el
arranque del guión, resumióle en algunas líneas, trata por lo general de la seducción
por una mujer de un hombre que no quiere saber nada de ella, o al revés, o incluso de
la invitación a pecar una noche, de la invitación al placer, etc. En suma, los mismos
temas que maneja Sacha Guitry. Pero lo importante es que nunca se aborda el tema
directamente.
Por eso, si nos quedamos tras la puerta de las habitaciones cuando la acción
transcurre en su interior, si permanecemos en la cocina cuando la acción transcurre en
su interior, si permanecemos en la cocina cuando la acción tiene lugar en el salón, y
en el salón cuando sucede en la escalera y en la cabina telefónica cuando pasa en el
sótano es porque Lubitsch, con toda seguridad, se ha roto la cabeza escribiéndolo
durante seis semanas para que, al final, los espectadores puedan imaginarse por sí
mismos, de la mano de Lubtisch, el guión al mismo tiempo que se proyecta la
película.
Hay dos clases de cineastas, lo mismo que de pintores y escritores. Los que
trabajarían incluso en una isla desierta, y los que no podrían crear nada porque se
preguntarían: ¿a quién va a servir esto? Por eso no se puede pensar en Lubitsch sin
pensar en el público, pero ojo, el público no es algo añadido al proceso creativo. El
público está en la película, forma parte de ella. En la banda sonora de un film de
Lubitsch hay diálogos, ruidos, música, pero también están en ella nuestras risas. Es
esencial. Si no, no habría película. Sus prodigiosas elipsis de guión no funcionarían si
no estuvieran nuestras risas para hacer de puente entre una escena y otra. En el queso
Gruyere de la marca Lubitsch cada agujero es genial.
Se utilice bien o mal, la expresión «puesta en escena» tiene un significado muy
concreto. Aquí se trata de poner en marcha un juego que sólo puede jugarse entre tres
y durante la proyección. ¿Quiénes son los jugadores? Lubitsch, la película y el
público.
Está claro ¿no? Esto no tiene nada que ver con un cine al estilo de El doctor
Zivago. Si Vds. me dicen: «Acabo de ver un film de Lubitsch en el que sobra un
plano», les respondo que mienten. Este cine es todo lo contrario de la vaguedad, de la
imprecisión, de las ambigüedades, de la incomunicación. No hay ni un sólo plano
decorativo, nada que aparezca «para que haga bonito». No, desde el principio hasta el
fin, está uno metido hasta el cuello en lo esencial.
Un guión de Lubitsch, escrito en un papel, no existe como tal, no tiene ningún

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sentido ni siquiera después de la proyección. Sólo existe mientras se ve la película.
Yo les desafío, una hora después de la proyección o quizás después de haberla visto
seis veces, a que me cuenten el guión de To be or not to be (Ser o no ser). Es
rigurosamente imposible.
Nosotros, los espectadores, estamos allí, en la penumbra, y la situación de la
pantalla está muy clara. Se alarga tanto que empezamos a pensar en la siguiente y,
echando mano de nuestros recuerdos de espectador, tratamos de anticiparnos a lo que
va a venir. Pero Lubitsch, exactamente igual que todos los genios poseídos del
espíritu de contradicción, nos deja con un palmo de narices. Estallidos, sí, estallidos
de risa, porque al descubrir la «solución» de Lubitsch, la risa realmente estalla.
Podríamos mencionar, al describir esta forma de trabajar, el «respeto que tiene
Lubitsch al público», pero esta expresión sirve demasiado a menudo para justificar
los peores documentales o las películas de ficción más incomprensibles. Así que
démosla de lado y traigamos a colación un buen ejemplo.
En Trouble in Paradise (Un ladrón en mi alcoba), Edward Everett Horton mira de
manera sospechosa a Herbert Marshall durante un cóctel. Le parece haber visto esa
cara en otra parte. Nosotros sabemos que Herbert Marshall es el ratero que, al
comienzo de la película, ha golpeado al pobre Horton en la habitación de un palacio
veneciano con intención de robarle. En consecuencia, es necesario que en algún
momento Horton lo recuerde. ¿Qué es lo que hacen casi siempre en este caso nueve
de cada diez cineastas? ¡Hatajo de negados!, no se les ocurre otra cosa que
mostrarnos al tío en la cama, que, de repente, a mitad de la noche, se despierta, se
golpea la frente y exclama: «¡Claro, Venecia! Ah, el sinvergüenza». Pero ¿quién es el
sinvergüenza? El que se contenta con una solución tan arbitraria. No así Lubitsch que
se pegó una vida de perro, que se estrujó los sesos trabajando y que, por eso, va a
morirse veinte años antes de la cuenta. He aquí cómo lo hace Lubitsch. Vemos a
Horton fumando un cigarrillo. A las claras adivinamos que se está preguntando dónde
pudo encontrarse antes con Herbert Marshall. Da chupadas al pitillo, reflexiona,
luego aplasta la colilla en un cenicero plateado en forma de góndola… Plano del
cenicero-góndola, volvemos a su rostro, mirada al cenicero… Góndola… ¡Venecia!
Santo cielo, Horton se ha dado cuenta. ¡Bravo! y ahora es el público el que se divierte
y Lubitsch quizás está allí, en la penumbra, al fondo de la sala, de pie, vigilando a su
público temeroso de cualquier dilación en la carcajada colectiva, como Frederich
March en Design for living (Una mujer para dos), o echando una ojeada al apuntador
que ve cómo se acerca Hamlet a la boca de la concha y se apresta, como último
recurso, a soplarle: «Ser o no ser…».
He hablado de cosas que se aprenden, he hablado de talento, he hablado de eso
que en el fondo, eventualmente, se puede comprar poniéndole precio. Ah, pero lo que
no se aprende ni se compra es el encanto y la malicia, el encanto malicioso de
Lubitsch que hacía de él, de veras, todo un Príncipe.

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(1968)

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Charlie Chaplin

THE GREAT DICTATOR

Charlie Chaplin realizó The great dictator en 1939-40 pero el público europeo no
pudo contemplarlo hasta 1945. ¿Se ha quedado viejo o no? La pregunta es casi
absurda y podríamos responderla con un «sí, por supuesto, naturalmente». The great
dictator ha envejecido ¡y qué! Ha envejecido como envejeció J’accuse de Zola, como
envejece un editorial político o una conferencia de prensa. Pero sigue siendo un
documento admirable, una pieza única, un objeto útil que se ha convertido en obra de
arte. Y Chaplin tiene todo el derecho del mundo a reestrenarla si con eso consigue los
millones necesarios para financiar su próxima película, Charlot en la luna.
Llama la atención ahora, en 1957, al volver a visionar The great dictator, su
voluntad de ayudar al prójimo a ver más claro. Me resulta odioso ese prejuicio que
declara inoportuna toda obra ambiciosa que tiene por autor a un cómico famoso. Su
primera época es la buena, dicen, aunque la admiración prestada haya nacido de puro
snobismo. Pero sucede a menudo que los snobs queman lo que han adorado en el
momento en que su culto está verdaderamente justificado.
Cada vez que oigo: «Ahora Chaplin se pone serio, señal de que su obra está
acabada», no puedo evitar el pensar lo contrario: su obra comienza. Un artista trabaja
o para «hacerse un bien» a sí mismo o para «hacer un bien» a los demás, y quizás
sólo los grandes artistas son capaces de resolver a la vez sus propios problemas y los
del público. Primero hay que existir, luego hacerse conocer y, por último, hacerse
reconocer. El artista cómico no espera a que la gente vaya a él. Es él quien se adelanta
como clown, mimo, bufón o cantante.
El artista cómico se lo debe todo, incluidas sus ideas sobre el hombre, a ese
público que ha latido al unísono con él. Por eso no consiento que se diga de Chaplin:
«Le han repetido tantas veces que era esto o lo otro que ha llegado a creérselo». No
lo consiento, porque si le han dicho repetidas veces que es un poeta o un filósofo es
porque era verdad, y no sé por qué no iba a creérselo. Y sin pretenderlo ni pensarlo va
a ser aplaudido o rechazado por espectadores de doce años que tal vez no haya visto
nunca un retrato de Hitler, Mussolini, Goering o Goebbels.
En uno de sus más célebres artículos, André Bazin creyó ver en The great
dictator un ajuste de cuentas de Chaplin con Hitler ¿Motivos? Hitler se lo había
merecido al usurpar a Chaplin su bigotito y al haberse endiosado. Chaplin ha
conseguido que el bigotito de Hitler forme parte del mito de Charlot, y con ello ha
reducido a la nada el mito del dictador. En 1939 debían ser, en efecto, Chaplin y
Hitler los dos hombres más famosos del mundo. Al incorporar Chaplin a Hitler rindió
una gran servicio a la gente sin saberlo. Y ahora que es consciente de ello, ¿por qué

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no habría de seguir siéndole útil, y más útil todavía, si cabe?
El extraordinario auditorio que Chaplin concita con su talento le impone una
enorme responsabilidad. No se trata de que él se crea investido de una misión,
realmente lo está. Y, en mi opinión, pocos hombres públicos, políticos o forjadores de
ideologías, se han dedicado a su misión con tanta probidad y eficacia.
The great dictator es una película que ciertamente en 1939 podía afectar al mayor
número de espectadores posible y en la mayoría de los países. Es en verdad una
película histórica, la pesadilla dolorosamente premonitoria da un mundo enloquecido
del cual Nuit et Brouillard iba a levantar un acta fiel. Ninguna película pasará de
moda tan dignamente como El dictador, puesto que nada obsta para imaginar por
separado las fuerzas maléficas por un lado y las benéficas por otro. De ahí la
necesidad de reunirlas a ambas en un único film para oponerlas y para repetir,
diecisiete años después de The pilgrim (El peregrino), la divertida pantomima de
David y Goliat.
Pierre Leprohon y Jean Mitry han publicado dos libros apasionantes a los que hay
referirse necesariamente cuando se habla de Chaplin. El libro de Leprohon, un «Essai
de Chronologie», nos cuenta que Chaplin, estando en Venecia en marzo de 1931,
rechazó una invitación de Mussolini para trasladarse a Koma y ser allí homenajeado.
Un año más tarde, en Londres, en una velada en casa de Lady Astor, Chaplin expuso
sus ideas sobre la crisis económica «El mundo atraviesa un mal momento a causa de
las ingerencias de los gobiernos en el sector privado, y por los excesivos gastos de
los Estados. Yo propugnaría una nacionalización de los bancos y revisaría
numerosas leyes, como, por ejemplo, las del Stock Exchange. Crearía un
departamento gubernamental de Asuntos Económicos que controlara los precios, los
intereses y los beneficios… Mi política favorecería la internacionalización, la
cooperación económica mundial, la abolición del patrón-oro y de la inflación
general…». En 1934 Chaplin acepta un guión sobre Napoleón que le ha ofrecido un
joven periodista italiano. En 1935 habla de un Cyrano moderno y rueda finalmente
Modern Times (Tiempos modernos). En 1937, anuncia que renuncia definitivamente a
rodar un Napoleón y declara: «Es cierto que no volveré a ser más Charlot, nunca más
seré el pobre vagabundo».
Chaplin mantiene su palabra ya que desde entonces se dedica a escribir y preparar
The great dictator. Durante todo el año 1938, se multiplican las diligencias para
impedir que Chaplin ruede esta película. Los agentes diplomáticos alemanes y
muchas organizaciones americanas presionan sobre él. En la primavera de 1940, el
film está terminado, pero tardará en estrenarse seis meses. Entretanto, Chaplin ha sido
acusado por la Comisión de Actividades Anti-americanas (Comisión Dies). ¡Sí, ya en
1940! En esta época comienzan los ataques americanos a Chaplin que continuarán sin
tregua hasta 1952.
The great dictator no es sólo una farsa defensiva, también es un ensayo muy, muy
preciso sobre el drama judío y las delirantes ambiciones racistas del hitlerismo. Casi

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de la misma manera que en La Marsellesa de Jean Renoir, dos series de esquemas se
alternan, el palacio hitleriano y el ghetto. En la medida en que se puede ser objetivo
cuando está en juego la propia piel, Chaplin opone los dos mundos; se ríe ferozmente
del primero, y con ternura del segundo, mientras respeta escrupulosamente la verdad
étnica: las secuencias del ghetto son fluidas maliciosas, astutas, casi bailadas. Las del
palacio hitleriano son bruscas, automáticas, frenéticas hasta el ridículo. Por parte de
los perseguidos, unas fuertes ganas de vivir y un desenfadado que roza la cobardía (la
escena del sorteo para el sacrificio), por parte de los perseguidos, un fanatismo
imbécil.
Cuando al final de la película, y dentro de la mejor tradición de la comedia, se
llevan al pequeño barbero judío para reemplazar al Gran Dictador, del que es sosias
—¡elipsis genial: en la película no se hace alusión alguna a este detalle!—, está
lloviendo, y es el momento de los discursos famosos, del mensaje evidente y
elemental que me cuidaré muy mucho de lamentar en aras de un mensaje más
solapado y camuflado. Los acontecimientos que han desgarrado a Europa poco
después del estreno de esta película bastan para probar que lo que Chaplin
demostraba como demasiado evidente no debía serlo tanto para todo el mundo.
Los comentaristas, y especialmente Bazin, han señalado que el discurso final de
El gran dictador marca el momento crucial de toda su obra porque se puede ver cómo
desaparece paulatinamente la máscara de Charlot para ser sustituida por el rostro, sin
maquillaje, de Charles Chaplin en persona, un hombre ya canoso. Lanza al mundo un
mensaje de esperanza, cita el Evangelio, y sus palabras se dirigen evidentemente a la
raza oprimida que espera la felicidad al realizarse su sueño mesiánico.
Chaplin no quiso que la palabra «fin» se sobreimpresionase sobre su rostro sino
sobre la imagen de Paulette Goddard a la que puso el nombre de su propia madre,
Hannah, palabra palindrómica (que puede leerse en las dos direcciones, y que resume
magníficamente todo el sentido de la película porque Hitler es el barbero judío a la
inversa… A su madre es a quien invoca al término de su discurso mientras Paulette
Goddard, en un plano sublime, postrada por tierra se yergue para escuchar su
llamada: «Levanta tu mirada, Hannah. Mira al cielo, Hannah, ¿has oído?
¡Escucha!».

(1957)

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A KING IN NEW YORK

(Un rey en Nueva York)

Comprendido: Charlot ya no nos hace reír. Pero los críticos no han dejado de
divertirse… Lo más chistoso de sus comentarios, y que es común a todos los que son
desfavorables a Un rey en Nueva York, son sus alusiones a los fallos del guión. Es
como reprochar al Nuevo Testamento que carece de suspense. Y no menciono el
Nuevo Testamento por capricho. El rey Shahdow, monarca destronado, llega a Nueva
York habiendo conseguido salvar su cabeza y la tesorería real. A la mañana siguiente
se entera que su primer ministro se ha largado con el dinero y que queda
completamente arruinado. ¿Es Chaplin autor de esta escena o es San Mateo, el mismo
que cuenta la parábola de los talentos? Un hombre al partir de viaje confía su fortuna
a sus criados. Uno de ellos le devuelve lo mismo que le había entregado y el amo le
reprende así: «¡Siervo malo y haragán! ¿No podías haber colocado, al menos, en un
banco el dinero que yo te di al marcharme?».
En el transcurso de una cena en casa de una señora del estilo de Elsa Maxwell el
rey es traicionado por una mirilla[6] colocada en la pared, detrás de la cual se esconde
una cámara que capta subrepticiamente la cena y las payasadas reales. Así es como
Shahdow se convierte sin querer en estrella de la televisión. En la visita a un colegio
progresista, la presentan a un chico de doce años que, por sus respuestas, sorprende y
confunde a los adultos a los que llamaremos, si Vds. lo desean, los «Doctores». Una
noche de invierno, al volver a casa, Shadhow se encuentra al muchacho aterido de
frío y con la ropa empapada. El chaval, Ruppert, cuenta a Shahdow que sus padres
han sido detenidos por comunistas y que han sido condenados por haber negado a
denunciar a sus amigos. En casa del rey, Ruppert se desnuda para darse un baño y
Shahdow sale a comprarle ropa nueva. Podemos evocar aquí también una imagen del
Nuevo Testamento, la del «endemoniado curado»: «Este hombre estaba desnudo para
significar que nosotros hemos perdido la fe y la justicia original, que venían a ser
como un vestido luminoso que nos cubría en nuestro estado de inocencia». Pero bien
pronto, los hombres de McCarthy vienen a apoderarse del chico para llevarlo a
Herodes: «Este príncipe hipócrita, ocultando el designio que había concebido de
matar al niño para no tener que adorarlo como Dios, dijo a los Magos que buscaran a
ese niño y que en cuanto lo encontraran fueran a comunicárselo».
Bien pronto, Shadow es convocado ante la Comisión de Actividades Anti-
Americanas. Los mercachifles de esa clase son indesalojables pero, imitando a Jesús
que volcó mesas y tenderetes, Shahdow se libra de los jueces malvados con una
manguera contra incendios con la que los empapa en un santiamén. Gracias al agua
purificadora, Shahdow se salva y es probablemente Dios quien, en sueños, le
aconseja a este nuevo rey mago que «tome otro camino para regresar a su país» y se

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escapa de Herodes que sin duda está presto a retirarle el pasaporte. Pero lo más triste
de todo, y lo más importante, es que el chico, para que sus padres sean puestos en
libertad, acepta dar a los investigadores las «direcciones solicitadas». Esta moraleja
no es tan ingenua como la del film de Jules Dassin, El que debe morir: Si Cristo
volviera en nuestra época a esta tierra de delatores, se vería obligado a colaborar con
McCarthy.
No pretendo que esta interpretación del guión sea decisiva, y en todo caso es
culpa mía si no consigo probar su hermosura. A veces, al explicar algo, hay que
exagerar un poco para lograr convencer.
Siempre se trata del mismo malentendido: se le ha pegado una etiqueta ajuna
obra, y no se quiere cambiarla. Nos es difícil comprender que si Chaplin continuara
haciendo payasadas a su edad con su célebre atuendo, sería de una ineficacia
consternadora. Además, es evidente que una persona que rodado setenta y cinco
películas, algunas de las cuales se cuentan entre las más conocidas y admiradas de la
historia del cine, no necesita consejos de nadie para estructurar una película.
No he encontrado yo diferencias entre la primera y la segunda parte de Un rey en
Nueva York, simplemente porque no he cometido el error de prepararme para reír.
Como todo el mundo, leo los periódicos y estoy al corriente de las desventuras de
Chaplin en América. Conozco el argumento de este film y la profunda tristeza de los
precedentes. Probablemente Un rey en Nueva York será una película más triste, pero
la más personal también. ¿Hay que repetir que el hombre que ha hecho La quimera
del oro es capaz, si quiere de hacer reír a su público en cualquier momento? Conoce
todos los trucos, es un maestro; lo sabemos. Y si ni reímos ni lloramos al ver Un rey
en Nueva York es porque Chaplin piensa que era preciso dirigirse a la cabeza y no al
corazón. La dulzura terrible de esta película me hace pensar en Nuit et brouillard que
rehúsa igualmente el panfleto y la venganza fáciles.
Dos ejemplos: Si Chaplin hubiese querido hacer llorar, nada más fácil que
desarrollar y estructurar dramáticamente la escena en la que el pequeño Ruppert
confiesa a Shahdow que ha delatado a los amigos de sus padres. Bastaba con volver a
rehacer una bobina de El chico. Si Chaplin hubiese querido provocar la risa, hubiera
hecho mayor hincapié en el momento en que nos muestra los preparativos de la
Comisión investigadora y el investigador empolvándose la cara y maquillándose para
dar bien en la cámara de TV. Hubiera bastado tres gags sobre la polvera para suscitar
risas. Pero eso hubiera sido destruir la película que apunta mucho más alto. Al
habernos mostrado una única imagen muy breve de ese maquillaje, a través de un
monitor, está entregándonos, en estado bruto, un documento para el archivo.
No se trata de una película ostentosa, ni rotunda, ni de un film que divide en
escenas divertidas, irónicas o amargas. Sólo es una demostración rápida, seco, de un
solo trazo, casi un documental. Esos planos de Nueva York, esas imágenes de
aviones que Chaplin ha insertado ahí, hacen pensar en una especie de montaje de
trozos documentales. Un rey en Nueva York no es ni una novela ni un poema, es un

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artículo de periódico, unas hojas del bloc de notas en el que Charlie Chaplin comenta
libremente la actualidad política.
Si ha elegido interpretar un rey, es porque su vida es la de un rey. Por todas partes
le reciben como tal, y no ha tenido necesidad de inventar nada para mostrarnos a esos
fotógrafos incordiantes, a esos periodistas indiscretos, esos recibimientos grotescos.
En la vida, a Chaplin le obligan continuamente a montar «números» para no
decepcionar esa imagen que sus «huéspedes» del todo-París, del todo-Londres, del
todo-Nueva York tienen de él. Y deja bien claro que esos «números» son divertidos
para todos menos para él. De ahí, la monstruosa parrafada de Hamlet, introducida
para que frunzamos el ceño y no para hacernos reír. En el diálogo, alguien dice un
poco después: «No es nadie, pero si se le calienta un poco, se pone divertido». Me
gusta esa lucidez irónica de la que está sembrada toda la película.
Al comienzo mismo del film, en esa escena del dinero desaparecido, Chaplin se
ríe de sí mismo, de su famoso recelo, de su obsesión por no ser robado.
Así como Charlot es sentimental, Chaplin lo es muy poco. Nos muestra por vez
primera, relaciones concretas y verdaderas entre el rey y las mujeres. Nada de
romances, nada de ramos de flores en la mano. Al contrario, el rey se arroja encima,
casi literalmente, de Dawn Adams, una muchachita americana excitante y calentona.
Todo lo que se conoce de la vida amorosa de Chaplin en los Estados Unidos —eso de
que madres desaprensivas le ponían en las manos a sus hijas para enseguida llevarlo
al juzgado y conseguir una renta vitalicia— todo eso está resumido en tres minutos en
el film.
Si Un rey en Nueva York no es una película divertida, la culpa la tiene la América
de McCarthy, representante de un mundo donde uno se aburre. Es un film
autobiográfico y sin ningún miramiento, un trozo de vida más doloroso que los demás
porque Chaplin ha comprendido que el problema más angustioso de esta época no es
la miseria o los fracasos del progreso, sino esa destrucción sistemática de la libertad
en un mundo que bien pronto estará empujado al espionaje obligatorio.
«La obra de arte —explica en algún sitio Jean Genet— debe resolver el drama y
no plantearlo». Charlie Chaplin lo resuelve gracias a su secreto, que se llama lucidez.

(1957)

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¿QUIÉN ES CHARLES CHAPLIN[7]?

Charles Chaplin es el cineasta más célebre del mundo, pero su obra está a punto
de convertirse en la más misteriosa de la historia del cine. A medida que expiraban
los derechos de explotación de sus films, Chaplin prohibía su difusión, escamado —
todo hay que decirlo— por las innumerables reediciones piratas que se han venido
produciendo desde el comienzo mismo de su carrera. Por eso, las nuevas
generaciones de espectadores no conocen El Chico, El Circo, Luces de la ciudad, The
great dictator, Monsieur Verdoux, Candilejas si no es de oídas.
A partir de 1970 Chaplin ha decidido volver a poner en circulación la casi
totalidad de su obra y este lote permitirá seguir el itinerario de su pensamiento paso a
paso del mismo modo que se camina por las traviesas de una vía de tren.
Durante los años que precedieron al descubrimiento del sonoro, todo el mundo,
especialmente los escritores y los intelectuales, despreciaron el cine. No veían en él
más que una barraca de feria o un arte menor. Sólo había una excepción, Charlie
Chaplin, y me imagino que eso tuvo que parecerles odioso a cuantos habían prestado
atención a los films de Griffith, Stroheim o Keaton. La polémica de entonces era: ¿Es
el cine un arte? Pero esta disputa entre dos grupos de intelectuales no interesaba al
público que ni siquiera se lo cuestionaba. El público, con un entusiasmo cuyas
proporciones son hoy difíciles de imaginar —habría que trasponer al mundo entero el
culto de que gozó Eva Perón en Argentina—, convirtió a Chaplin en el hombre más
famoso del mundo en la época inmediata a la I Guerra Mundial.
Me maravillo de eso, sesenta años después de la primera aparición de Charlot en
una pantalla, porque me parece muy lógico, y esta lógica tiene algo de hermoso.
Desde sus comienzos el cine fue practicado por personas privilegiadas incluso
cuando, antes de 1920, no se pensaba que fuera un arte. Sin recurrir al slogan, famoso
a partir de mayo del 68, de «cine arte-burgués», quiero hacer notar que hay siempre
una gran diferencia, no sólo cultural sino biográfica, entre la gente que hace cine y la
gente que lo ve.
Charles Chaplin, abandonado por un padre alcohólico, vivió sus primeros años
con la angustia de ver cómo su madre iba a ser llevada a un sanatorio, y después,
cuando se la llevaron, con el miedo de que lo cogiera la policía. Fue un pequeño
clochard de nueve años que deambulaba por las tapias de Kennington Road y vivía
—como él mismo ha escrito en sus memorias— «en lo más ínfimo de la sociedad».
Repito aquí lo que tantas veces se ha escrito y comentado, tantas que quizás se ha
perdido de vista su misma crueldad, porque es necesario recapacitar en lo explosiva
que es la miseria cuando es total. Cuando Chaplin entra en la Keistone para rodar
películas de persecuciones, él corre más deprisa / mucho más lejos que sus colegas
del music-hall. Porque si no es el único cineasta que ha descrito lo que es pasar
hambre, es el único que la ha padecido, y eso lo van a notar los espectadores del

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mundo entero en el momento mismo en que sus películas empiecen a difundirse, a
partir de 1914.
Me siento inclinado a pensar que Chaplin, cuya madre murió loca, anduvo cerca
de la locura, y que se libró de ella gracias a sus dotes de mimo (que heredó
precisamente de su madre). Desde hace años se está estudiando con gran seriedad el
caso del niño que crece en soledad, en el abandono moral, físico o material, y los
especialistas señalan que el autismo es un mecanismo de defensa. Por tanto, en las
acciones y gestos de Charlot todo es mecanismo de defensa. Cuando Bazin explica
que Charlot no es antisocial sino asocial y que aspira a entrar en la sociedad, define,
casi en los mismos términos que Kanner, la diferencia entre el esquizofrénico y el
niño autista: «Mientras que el esquizofrénico trata de resolver su problema
abandonando un mundo del que formaba parte, estos niños llegan progresivamente a
un compromiso que consiste en tantear prudentemente un mundo del que han estado
ajenos desde el comienzo».
Para ceñirme a un sólo ejemplo de desfase (la palabra «décalage» aparece
constantemente en los escritos de Bazin lo mismo que en los de Bruno Bettelheim
cuando habla de los niños autistas en «La Forté resse Vide») aportaré dos citas a
propósito del papel de los objetos:
«El niño autista tiene poco miedo a las cosas, y las maneja, porque lo que le
parece que amenaza su existencia no son las cosas sino las personas. Sin embargo, la
utilización que hace de las cosas no es la habitual para la que fueron concebidas».
(Bettelheim).
«Parece que los objetos no quieren ayudar a Charlot si no es al margen del uso
que la sociedad les ha asignado. El mejor ejemplo de este desfase es la famosa danza
de los panecillos en la que la complicidad del objeto estalla en una coreografía
gratuita» (André Bazin).
En palabras de hoy, diríamos que Charlot es un «marginado» y, en su clase, el
más marginado de los marginados. Convertido en el artista más famoso y más rico, se
siente obligado por los años o por pudor, en todo caso por lógica, a abandonar el
personaje del vagabundo pero se da cuenta de que el papel de hombre «instalado» le
está vetado. Tiene que cambiar de mito pero seguir siendo mítico. Por eso, prepara un
Napoleón, una vida de Cristo. Renuncia a estos dos proyectos y rueda The Dictator,
luego Monsieur Verdoux y Un rey en Nueva York pasando por el Calvero de
Candilejas, un clown tan fracasado que un día llega a proponer a su empresario: «¿Y
si continúo mi carrera con otro nombre?».
Charles Chaplin ha dominado e influenciado cincuenta años de cine, hasta el
punto de que se le intuye claramente en sobreimpresión detrás de el Julien Carette de
La régle du jeu, como se atisba al Sr. Verdoux detrás de Archibaldo de la Cruz, y al
pequeño barbero judío que ve cómo arde su casa en El gran dictador, se le entrevé
también veintiséis años después en el viejo polaco de Au feu, les pompiers de Milos
Forman.

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Su obra se divide netamente en dos partes: a) el vagabundo; b) el hombre más
famoso del mundo. La primera plantea la pregunta: ¿Existo? La segunda se esfuerza
por responder a ¿quién soy? En su conjunto, la obra de Charlie Chaplin gira en torno
al tema más grande de la creación artística: la identidad.

(1974)

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John Ford

¡QUE DIOS BENDIGA A JOHN FORD!

John Ford ha sido uno de los más célebres directores de cine del mundo, y sin
embargo, en él, en su comportamiento y en sus declaraciones todo da la impresión de
que nunca buscó esa fama. Este hombre, al que suelen pintar como huraño y
secretamente tierno, se sentía seguramente más cerca de los personajes secundarios
que encargaba a Victor MacLaglen que de los personajes protagonistas que
interpretaba John Waine.
John Ford era de esos artistas que nunca pronuncian la palabra «arte» y de esos
poetas que no hablan nunca de «poseía».
Lo que más me gusta de la forma de trabajar de John Ford es la primacía que
concede a los personajes. Durante mucho tiempo, siendo periodista, critiqué su
concepto de la mujer —que me parecía propio del siglo XIX—, después, siendo ya
director, he caído en la cuenta de que, gracias a John Ford, una actriz espléndida
como Mauren O’Hara ha podido interpretar algunos de los mejores papeles de mujer
del cine americano entre 1941 y 1957
John Ford podría haber recibido —ex-aequeo con Howard Hawks— el premio a
la «puesta en escena invisible». Quiero decir que la cámara en estos grandes
narradores de historias no se nota: muy pocos movimientos de cámara —sólo para
acompañar a un personaje—, una mayoría de planos quietos, filmados siempre a la
distancia exacta, en fin, un estilo de escritura tenue y fluido que puede compararse al
de Guy de Maupassant o Turgeniev.
Con una regia facilidad, John Ford sabía hacer reír al público o hacerle llorar. Lo
único que no sabía hacer era ¡aburrir!
Y puesto que John Ford creía en Dios: God bless John Ford.

(1974)

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Fritz Lang

FRITZ LANG EN AMÉRICA

A cuantos fastidia la admiración que los jóvenes cinéfilos prestan al cine


americano, hay que decirles que se fijen en que las mejores películas de Hollywood
están a veces firmadas por el inglés Alfred Hitchcock, el griego Kazan, el danés Sirk,
el húngaro Benedek, el italiano Capra, el ruso Milestone, y los vieneses Preminger,
Ulmer, Zinnemann, Wilder, Sternberg y Fritz Lang.
Como Quai des brumes y muchas películas de la preguerra, You only live once
(Sólo se vive una vez), rodada en 1936, se basa en la idea de destino y fatalidad.
Cuando comienza la acción, nos encontramos a Henry Fonda que acaba de salir de la
prisión, decidido a andar por el buen camino después de dos o tres desvíos leves,
como, por ejemplo, el robo de coches. Se casa con la secretaria de su abogado, y éste
le ha buscado un trabajo de conductor de camión.
You only live once es la historia de un engranaje. Parece que todo marcha bien
cuando, en realidad, va mal. Fonda, contra su voluntad, «vuelve a las andadas», «cae»
de nuevo, no porque «el que hace un cesto, hace ciento», sino porque la sociedad ha
decretado que el que roba una vez TIENE que robar cien. Por decirlo de otro modo,
la gente honrada se obstina en ver a Fonda como un ex-presidiario, y lo devuelve a la
cárcel al echarle primero de un hotel y después, del empleo. Acusado de un atraco
que no ha cometido, condenado a la silla eléctrica, se fuga en el momento mismo en
que su inocencia es reconocida. Mata al capellán que le cerraba el paso, y huye con
su mujer por un bosque en donde la pareja caerá muerta a tiros por la policía.
Esta película al mismo tiempo rebelde y noble, está basada en este axioma: la
gente honrada son unos sinvergüenzas. En efecto, el primer deber del artista es probar
que es bello lo que se cree feo, y al revés. Fritz Lang, a lo largo de You only Uve
once, se fija en la bajeza de los personajes «sociables» y en la nobleza de la pareja
«asocial». Al no tener dinero, Eddie y Joan llenarán el depósito de gasolina sin pagar,
a punta de pistola. Nada más alejarse, el encargado de la gasolinera llama a la policía
y les dice que han robado también la caja. Cuando el coche fuerza el primer control
de policía, una bala destinada a Joan perfora un bote de leche condensada: la leche es
la pureza, y la pureza protege de momento a los protagonistas.
Joan da a luz a un niño en el bosque. No saben que nombre ponerle: «Le
llamaremos bebé». Claro, el carnet de identidad es una invención de la sociedad.
Todo esto es un poco novelesco pero, aunque la trama de You only live once ha
envejecido, la película no tiene ni una arruga, merced a su extraordinaria sobriedad, a
su rigor y también a la sinceridad de su violencia, sorprendente aun hoy día.
Desde siempre, Fritz Lang arregla cuentas con la sociedad. Sus personajes

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principales se encuentran o fuera o al margen de ella. Al protagonista de (El vampiro
de Dussendorlf) lo presentó y filmó ya como víctima. Lang ante el avance del
nazismo en 1933, abandona de repente Alemania. A partir de entonces, su obra,
incluidos los westerns y los thrillers, se resentirá de esta ruptura y bien pronto el tema
de la persecución vendrá añadirse al de la venganza. Muchos films americanos de
Lang se apoyan en esta trama: un hombre se compromete en una lucha de carácter
general como policía, sabio, soldado o residente, pero la muerte de un ser cercano (la
mujer amada, un niño) convierte el conflicto en personal y afectivo, y la buena causa
inicial pasa a un segundo plano en beneficio de la simple venganza personal: Man
Hunt (La caza del hombre), Cloak an Dagger, Rancho Notorius (Encubridora), The
big heat (Sobornados) etc…
Fritz Lang está obsesionado por el linchamiento, por los juicios sumarios, por la
buena conciencia. Su pesimismo gana terreno en cada nueva película, por eso su
obra, en estos últimos años, se ha convertido en la más amarga de la historia del cine.
De ahí el fracaso de sus últimas películas. Al principio, se trataba de un protagonista
víctima, luego, de un protagonista vengador, y ahora sólo el hombre marcado por el
pecado. No hay personajes simpáticos en las últimas películas de Lang: Wihle the city
sleeps (Mientras la ciudad duerme), beyond a reasonable doubt (Mós allá de la
duda). Todos son fulleros, arrivistas, depravados para quienes la vida es sólo una
apisonadora.
En Más allá de la duda, Fritz Lang parece abogar por el mantenimiento de la
pena de muerte: Dan Andrews, un periodista, se deja acusar de un crimen para llevar
a cabo una campaña periodística sobre la pena de muerte. Hace converger sobre él
todas las sospechas, se deja condenar a muerte. La víspera de la ejecución se
descubre su inocencia; queda libre, pero charlando con su novia se traiciona y ésta
comprende que había matado efectivamente a la gogó-girl. La idea de una
investigación periodística se le había ocurrido para librarse de la condena y borrar las
huellas. ¡Su novia no duda en denunciarlo! Nada tiene de extraño que la crítica, en su
mayoría, se indignara con este guión poco corriente, que, sin embargo, le iba muy
bien a las preocupaciones de un hombre al que los acontecimientos mundiales, el
nazismo, la guerra, las deportaciones, el maccarthysmo, etc…, han reafirmado en una
rebeldía que ha degenerado en un inmenso asco.
Fritz Lang se expresa con libertad mediante historias estrambóticas que trata de
mejorar, no en el sentido de afinar las sicologías ni la verosimilitud sino de
deformarlas de acuerdo con sus propias obsesiones. Y así sé mucho más de él, de
cómo es, de cómo piensa, después de haber visto Mientras duerme la ciudad (que es
un encargo) que lo que pude conocer de René Clément al estrenarse Gervaise, film
logrado y «de qualité», pero en el que el decorador, la estrella o los guionistas, tienen
la misma importancia que el director.
Mientras la ciudad duerme nos presenta los hechos y milagros de una decena de
personajes que pululan en torno a un gran periódico. Ha muerto repentinamente el

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director, y su hijo, un snob degenerado e incompetente, ofrece el puesto a aquel de los
tres candidatos que descubra a un estrangulador de mujeres al que Fritz Lang (que
por esta vez desdeña el enigma policiaco) nos ha mostrado en plena actividad en la
secuencia pre-genérico. Lo apasionante de esta película es la mirada de Lang sobre
los personajes: de una dureza extrema. ¡Todos son culpables! No hay nada menos
sentimental ni amanerado, nada más cruel que una escena de amor dirigida por Fritz
Lang. Dana Andrews es en la película un periodista de talento, el único que rehúsa
participar en la nada honrosa competición. Pero ¿significa eso que vale más que los
restantes personajes? En absoluto. Examinemos las relaciones con su novia, Sally
Forrest. Ella es virgen y está ansiosa por encontrar un marido de buena posición.
Dana Andrews le hace la corte, pero le gustaría convertirla en su amante más que en
su esposa. Por eso, su comportamiento es un chantaje sexual implícito. Andrews cada
vez va más lejos en sus muestras de cariño. Por su parte, Sally deja que le acaricie las
piernas, porque no hay que desanimarlo del todo, pero de lo otro… ¡hasta después de
la boda, nada! Por último, Dana Andrews cederá, pero no sin antes haber tonteado
descaradamente y con entusiasmo con Ida Lupino, la comadre del periódico, mujer
«libre» que sólo aspira a mejorar su posición. En cuanto a la esposa del jefe, dice que
va a ver a su madre cada vez que va a casa de su amante. Durante una sesión de
masaje, se ve obligada a mentir a su marido y para hablarle se pone gafas oscuras…
Fritz Lang acumula datos «feroces» sobre cada uno de los personajes no con una
finalidad satírica o paródica sino por pesimismo. De todos los cineastas alemanes que
huyeron del nazismo en 1932, será el único que no se «rendirá» jamás, hasta el punto
de dar la impresión de que le repugna esa América que, sin embargo, le acogió.
Para Fritz Lang no hay ninguna duda de que el hombre nace malo. Y la pavorosa
tristeza que se desprende de sus últimas películas nos hace evocar Nuit et brouillard
de Alain Resnais: «Esto es lo que queda, lo que permite imaginar cómo serían esas
noches entrecortadas por llamadas a pasar lista, por controles minuciosos, esas
noches que hacen castañear los dientes… Hay que dormir de prisa. Y esos
despertares, a golpes, a empujones, buscando lo que les han robado…». En esa
película extraordinaria, Resnais nos dice más: «Llegan incluso a organizarse
políticamente para disputar a los presos comunes el control interno de la vida del
campo». Nuestro mejor escritor, o por lo menos nuestro único moralista, Jean Genet,
explica como nadie esta revancha de los delincuentes comunes en el curso de una
conferencia que le fue prohibida en la radio, «El niño criminal»: «Los periódicos
todavía hoy presentan fotografías de cadáveres que se salen de los cobertizos o que
siembran las llanuras, y que fueron tomadas desde las alambradas de espino, en los
hornos crematorios. Nos muestran uñas arrancadas, pieles tatuadas, curtidas para
pantallas de lámparas: son los crímenes de Hitler. Pero nadie se percata de que,
desde siempre, en los reformatorios, en las cárceles de Francia, hay verdugos que
torturan a niños y a adultos. No importa saber si se trata de inocentes o de culpables
ante la mirada de una justicia sobrehumana o simplemente humana… A los ojos de

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los alemanes, los franceses eran culpables… Y esas “buenas” personas, que tienen
ahora su nombre esculpido en mármol con letras doradas, aplaudían cuando nos
esposaban y un policía nos rompía las costillas».
La obra entera de Fritz Lang, de la cual You only live one es uno de los eslabones
más importantes, ilustra (¡con qué obstinación y talento!) esta forma de pensar: nadie
puede juzgar a nadie, todos somos culpables, todos somos víctimas.
¿El estilo de Fritz Lang? Se define con una palabra: inexorable. Cada plano, cada
movimiento de cámara, cada encuadre, cada gesto de los actores tiene algo de
decisivo e inimitable. Por ejemplo, ese plano de Sólo se vive una vez en que Henry
Fonda pide a su mujer, tras el cristal de un ventanillo, que le consiga un revólver.
Bajando la voz, exagerando la articulación de los labios, crispando las mandíbulas,
Fonda sólo nos deja oír las consonantes de la frase: «Get me a gun». Sólo se percibe
el ruido sordo que hacen en esta frase las dos ges y la t. Y todo ello, envuelto en una
mirada de una enorme intensidad.
A la luz de lo que hemos dicho, hay que ver y volver a ver You only live once y
con mayor motivo todavía las postreras películas de Fritz Lang, porque este hombre
no sólo es un artista genial sino el más solitario e incomprendido de los cineastas
contemporáneos.

(1958)

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Frank Capra

FRANK CAPRA, EL CURANDERO

Director de admirables películas mudas de Harry Langdon, Frank Capra alcanzó


la gloria con It happened one night (Sucedió una noche), film que ha sido copiado
después mil veces. La obra entera de Capra, por desgracia, mal conocida en Francia a
causa de la mala distribución de las copias, pero guardo excelente recuerdo de Air
Deeds goes to town (El deseo de vivir), You can’t take it with you (Vive como
quieras), Mr Smith goes to Washington (Caballero sin espada) —un Watergate hace
treinta y cinco años—, Meet John Doe (Juan Nadie) y It’s a wonderful life. (¡Qué
bello es vivir!); y esto basta para caer en la cuenta de la considerable influencia que
este gran cineasta ha dejado en todo el mundo, una influencia que ha dejado huella en
las «puestas en escena» del joven director inglés Alfred Hitchcock (antes de 1940), y
en las del joven director sueco Ignmar Bergman (en su época de comedias conyugales
antes de 1955).
Frank Capra es el último superviviente del póker de ases de la comedia
americana: Leo Mac Carey, Lubitsch y Preston Sturges. Este italiano, nacido en
Palermo, aprobó a los estudios de Hollywood los secretos de la comedia dell’arte. Es
el timonel que mejor sabe el arte de llevar a sus personajes a lo más hondo de
situaciones humanas desesperadas (he llorado muchas veces en los momentos
trágicos de las comedias de Capra) antes de enderezar el timón y realizar el milagro
que nos permitía salir del cine habiendo recobrado la confianza en la vida.
El endurecimiento de la vida social al acabar la segunda guerra mundial, la
generalización del egoísmo, la obstinación de los millonarios en creer que se «lo
llevarán consigo» (el dinero), han hecho cada vez más improbables esos milagros.
Pero ante la angustia humana, las dudas y la inquietud, ante la lucha cotidiana por la
vida, Capra fue algo así como un curandero, es decir, un adversario de la medicina
oficial. Y además ese buen médico era también un gran director de cine.

(1974)

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Howard Hawks

SCARFACE
(El terror del hampa)

Aunque Scarface no sea una película desconocida y figure en lugar preferente en


las historias del cine, no puede decirse lo mismo de su autor, Howard Hawks, que es,
poco menos, el cineasta más subestimado de Hollywood. No, Scarface no fue
«casualidad», y su belleza evidente no debe hacernos olvidar la más latente de Big
Sleep (El gran sueño), de Red River (Río Rojo), o de Big Sky (Río de sangre).
Realizada en 1930, Scarface hay abundantes hallazgos sonoros. Trata de la biografía
novelada de Al Capone y sus acólitos.
Recordemos que Howard Hawks es un moralista. Lejos de mostrar simpatía por
estos personajes, les hace objeto de todo su desprecio. Para él, Toni Camonte es un
bruto, un degenerado y, muy conscientemente, ha dirigido a Paul Muni de tal manera
que parezca un mono, con los brazos arqueados y la cara gesticulante. En la «puesta
en escena» de Scarface se puede advertir el leivmotiv de las cruces (en las paredes,
en las puertas, en la iluminación, etc.), obsesión visual que, a la manera de una frase
musical, «orquesta» la cicatriz de la cara de Tony al evocar la muerte. El plano más
bello de la historia del cine es, sin duda, el de la muerte de Boris Karloff en esta
película. Para lanzar la bola en una bolera, flexiona las piernas. No volverá a erguirse
porque una ráfaga de metralleta acaba con su postura inclinada. La cámara, entonces,
sigue la bola que tira por tierra todos los bolos menos uno que se bambolea largo rato
hasta caer también, exactamente igual que Boris Karloff, último superviviente de una
banda rival diezmada por Paul Muni. No es literario, es danza, quizás poesía,
seguramente cine.

(1954)

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GENTLEMEN PREFER BLONDES
(Los caballeros las prefieren rubias)

Las personas que por oficio o por afición ven películas y hablan de ellas, tienen
desde hace dos semanas un tema de preocupación que los divide: Gentlemen prefer
blondes (Los caballeros las prefieren rubias), film americano en technicolor de
Howard Hawks, ¿es una obra intelectual o una payasada?
Para hacer memoria, citaré primero algunos títulos que son un hito en la carrera
de este cineasta prestigioso en el pasado y hoy controvertido: Scarface (El terror del
hampa), Only Angels have wings (Sólo los ángeles tienen alas), Sergeant York
(Sargento York), Bringing up, baby (La fiera de mi niña), Red River (Río Rojo), The
big Sky (Río de sangre), Monkey Business (Me siento rejuvenecer). Howard Hawks es
el único director con el que William Faulkner ha aceptado trabajar. Su obra se divide
en films de aventuras y en comedias. Los primeros cantan al hombre, ensalzan su
inteligencia, su poderío físico y moral. Los segundos dan testimonio de la
degeneración y la flojera de ese mismo hombre dentro de la civilización moderna.
Howard Hawks es, pues, un moralista a su manera, y Gentlemen prefer blondes está
lejos de ser una diversión cínica y amable. Es una obra ingeniosa y rigurosa,
inteligente e inmisericorde.
Su anécdota, su futilidad aparente, es conocida: Lorelei la rubia (Marilyn
Monroe) y Dorothy la morena (Jane Russell) van por la vida metiéndose en el bote a
un puñado de millonarios que son sus devotos admiradores. A Lorelei le gustan, por
encima de todo, los diamantes, y a Dorothy la musculatura masculina. Después de un
montón de peripecias, se casan en el barco que las lleva a América, la una con un
millonario un poco basto, y la otra con un viril servidor de la ley que no tiene un
duro. Uno no se ríe en esta película. No porque el guión o la realización sean flojos.
Al contrario, la risa se hiela en la garganta, la diversión se estropea y, en
consecuencia, la tesis de que se trata de una «film intelectual» lleva las de ganar. En
todas sus películas, dramas o comedias, Howard Hawks tiene por principio el «ir
siempre hasta el final», y muchas escenas que pueden parecer débiles al comienzo,
llevadas hasta el máximo agotamiento lógico, se convierten en ese instante en
monstruos.
En esos momentos Lorelei y Dorothy dejan de ser personajes para pasar a ser,
más que símbolos, entidades: son «la» rubia y «la» morena, la avaricia y la lujuria, la
frígida y la ninfómana. Las verdaderas intenciones de los autores (Charles Lederer,
guionista habitual de Hawks y él mismo) quedan claras en las dos escenas centrales
en las que se llega a tal delirio, a tal abstracción, que los dos ballets y las dos
canciones no bastan para justificar su irrealidad. La primera es una larga secuencia en
la piscina del barco en la que Jane Russell canta en medio de una veintena de atletas
en slip, que tienden los músculos de sus brazos hacia Dorothy con el pretexto de

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hacer ejercicios gimnásticos, etc. La segunda escena nos presenta a Marilyn Monroe
cantando: «El mejor amigo de la mujer son los diamantes» rodeada de cinco efebos
en smoking, sosteniendo en su mano derecha un collar de diamantes y en la izquierda
un revólver con el que se pegarán un tiro en la cabeza después de que Marilyn les
haya abofeteado con su abanico diamantino. Durante esta misma escena, las luces
rojas desaparecen bruscamente para dar paso a un único proyector que crea un
ambiente de iglesia, y en seguida, esos veinte señores se ponen de rodillas en una
postura estática. Por último cito como significativo el plano en que Lorelei, a la que
acaban de ofrecerle una diadema de diamantes, la esconde en la espalda sosteniéndola
horizontalmente como quien corona al mismo tiempo «el objeto» de sus esfuerzos o,
mejor, su instrumento de trabajo.
Esta ruptura de los géneros, a la que se dedican muchos artistas modernos, nadie
la ha practicado mejor que Hawks en el terreno del cine. Como prueba baste ese
sketch bufo, adaptado de O’Henry, que la «Century Fox» suprimió del film[8] porque
no hacía reír a nadie. La anécdota era particularmente rica, y muy típica de Hawks
por los temas que abordaba, el del niño prodigio y el de los adultos infantiles: unos
secuestradores se apoderan de un niño, pero éste es tan insufrible que ofrecen, en
vano, dinero a sus padres para devolverlo.
En conclusión la comicidad de Hawks, le pongamos la etiqueta que le pongamos,
se presenta como nueva y original, regida por leyes que se fían más de una buena
mecánica del absurdo que de imperativos comerciales. Ríase uno o no se ría con esta
película, lo que en todo caso es evidente es que no puede aburrirse.

(1954)

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LAND OF THE PHARAONS
(Tierra de faraones)

La acción se desarrolla 2800 años antes de Jesucristo, durante la sexta dinastía.


Keops, el gran faraón, emprende la construcción de la pirámide que será su mausoleo.
La película cuenta la historia de esta empresa que exigió, unos veinte años. Muchas
hornadas de obreros consagraron a ella su existencia ya que los «accidentes de
trabajo» fueron innumerables.
Land of the Pharaons (Tierra de faraones) no es el mejor film de Hawks pero es,
al menos, la primera película que aborda ese tema, ese ambiente y esa época sin caer
en el ridículo inherente a la egiptomanía de Hollywood.
En el genérico, un nombre famoso: el de William Faulkner, que ha colaborado en
el guión y en los diálogos. El punto fuerte de este guión consiste en que todos los
temas, todas las peripecias se refieren de una manera u otra a la construcción de la
pirámide, evitando así la doble trampa de la dispersión o de un pintoresquismo
ramplón. No hay aquí ni copas envenenadas, ni orgías ni molicie. El arquitecto
Valsthar se inventa un sistema para colocar los bloques de piedra de la pirámide de tal
manera que una vez muerto Keops, y encerrado con los suyos (¡bien vivos todavía!)
en el centro de la pirámide, basta con romper dos vasijas de barro para que la arena se
escurra y ponga en funcionamiento todo el sistema. Esta idea, probablemente
faulkneriana, de que un trabajo de veinte años se concluya en unos instantes por
causa de un riachuelo de arena, indica bien a las claras que Tierra de Faraones no es
una variante de Sinué, el egipcio ni de Los diez mandamientos.
El procedimiento Warnercolor no es demasiado satisfactorio, pero el cinemascope
convence una vez más. ¿No será porque en las escenas de masas reconstruye de
alguna manera, los célebres frescos en que vemos a los «obreros» picando la piedra a
pequeños golpes, el tronco de frente, y la cabeza y las extremidades de lado?
Land of the Pharaons aporta novedad e inteligencia a un género que ha sido
despreciado con toda razón.

(1955)

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Joseph von Sternberg

JET PILOT
(Amor a reacción)

Jet Pilot es un film de propaganda antisoviética realizado en 1950 por Joseph von
Stenberg, el prestigioso director de Ángel azul, Underworld (La ley del hampa),
Shangal Gesture (El embrujo de Shangai), The Saga de Anathan, etc…
Es una clásica comedia americana con el esquema de Ninotchka: el idilio entre un
aviador americano y una aviadora rusa, y la conversión de ésta a los encantos del
mundo capitalista. Es un film antipático, porque no está inspirado en ninguna
ideología. Sólo trata de demostrar que la aviación americana es la mejor del mundo y
que la vida en Rusia es de pesadilla. Un antisovietismo, el peor, destinado a halagar la
cartera de los habitantes de los nigt-clubs. Fue un «encargo» hecho al severo y
preciosista Von Sternberg que declina ahora su autoría, porque el «montaje» se
efectuó sin él y contra sus criterios varios años después del rodaje. Su productor,
Howard Hughes, apasionado por la aviación, fue el más caprichoso y tiránico de los
financieros de Hollywood. Y sin embargo, es una película lograda, un bello film.
Se trataba de satisfacer esencialmente tres de las pasiones momentáneas de su
productor, Howard Hughes: la aviación, Janet Leigh y el anticomunismo. Y se puede
decir que estos tres deseos le fueron satisfechos —y por encima de lo que podría
esperar— porque Jet Pilot es uno de los mejores films de aviación realizados hasta
hoy, Janet Leigh está sublime y el anticomunismo es de una rara perfidia.
Janet Leigh, as de la aviación soviética, aterriza en América y finge que «ha
elegido la libertad». A John Wayne, as de la aviación americana, se le encarga
cortejarla y sacarle toda la información militar que sepa. Segundo acto: Janet Leigh
era una espía. La van a expulsar de Estados Unidos. John Wyne que se ha enamorado
de veras, se casa con ella y huyen juntos a Rusia. Tercer acto: Allí la vida es un
infierno o poco menos. John Wayne se niega a dar información de la aviación
americana, le someten a un lavado de cerebro similar al descrito por Lajos Ruff en
«L’Express». Antes que sea demasiado tarde, Janet y John Wayne huyen a América,
perseguidos por toda la aviación rusa. Un último plano nos los presenta en Palm
Spring, amartelados y dispuestos a comerse una hamburguesa.
¿Por qué Jet Pilot es una buena película a pesar de todo? Porque las escenas entre
Janet y John Wayne están llevadas con una habilidad, con una invención, con una
inteligencia realmente notables; porque el erotismo de esta película es el más
capcioso, el más sutil, el más eficaz y el más refinado posible. No olvidaré nunca la
escena en la que John Wayne debe registrar a Janet Leigh, embutida en conjunto
adornado con bolsillos oblicuos en el pecho y en el bajo vientre. No podré olvidar ese

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momento en que la aviadora, balanceando el pie a través de la puerta entreabierta, les
entrega la braga para que la registren. No podré olvidar a Janet Leigh en camisón, en
el avión, en Rusia, luciendo en cada momento su tipo. Bueno, ya se sabe, las mujeres
son la especialidad de Sternberg. Obligado a filmar también aviones durante más de
la mitad de la película, ha sabido «humanizarlos» con una maestría asombrosa.
Cuando el aparato pilotado por Janet Leigh aparece en el cielo, volando al lado del
avión pilotado por John Wayne y escuchamos en pleno cielo su diálogo de amor por
radio, nos sentimos invadidos por una emoción totalmente pura, conseguida por
medios poéticos. Tantos hallazgos y tanta belleza nos ponen un nudo en la garganta.
La intención del film, lo repito, es imbécil y propagandista, pero Sternberg la soslaya
constantemente y los ojos se nos llenan de lágrimas ante tanta belleza, como, por
ejemplo, cuando el avión macho y el avión hembra se buscan, se encuentran, se
superponen, se excitan, se calman y vuelan, por fin, uno al lado de otro. Sí, en esta
película, los aviones hacen el amor.

(1958)

P. S.—Al año siguiente (1951), Howard Hughes llamó de nuevo a Von Sternberg
para dirigir en Macao (Una aventura en Macao) a la actriz Jane Russell, que el
productor-aviador había descubierto, dirigido y lanzado en The Outlaw. Descontento
de las primeras tomas, eliminó a Von Sternberg y puso en su lugar a Nick Ray.
Parafraseando sin saberlo a Guillaume Apollinaire («Tus pechos son los únicos
obuses que me gustan»), Hughes demostró en las observaciones siguientes (reveladas
por Noah Dietrich en su libro: «Howard, the amazing Mr. Hughes») que los
sujetadores de una actriz exigen la misma precisión que un motor de avión:
«Considero que los vestidos de Jane Russell tal como fueron presentados son
rematadamente feos. Poco apropiados, lo tapan todo. Sólo hay una palabra para
calificarlos en conjunto: horribles.
Con una sola excepción: el vestido de tejido metalizado que es, de veras,
formidable. Hay que utilizarlo a toda costa.
Pero la pechera no sirve en absoluto ya que hace pensar —¡Dios me perdone!—
que los senos son falsos o tienen relleno. En pocas palabras, la línea no parece
natural. Se diría que lleva un sostén de tejido rígido que no abarca sus formas. En
particular, en torno a los pezones, da la impresión de que se ha colocado una especie
de tela tiesa bajo el vestido, y el contorno resulta artificial, no natural.
No recomiendo la supresión del sujetador, porque sé que esa prenda interior le es
muy necesaria a la Russell. Pero pienso que sería mucho más eficaz un semi-
sujetador que le sostuviera los pechos y que no se notara debajo del vestido o, por lo
menos, un sujetador muy tenue, en tejido muy fino, que permita ver la forma natural
del pecho bajo la ropa…

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Por otra parte, sería muy útil colocar en el sujetador o en el vestido algo
puntiagudo en el sitio donde están los pezones, porque, lo sé muy bien, en el caso de
la Russell, no los tiene en su sitio natural. Si no, sus pechos parecen demasiado
redondos o aplastados, así que se hace aconsejable un artilugio en ese lugar, siempre
y cuando se pueda introducir sin romper la línea general del pecho. Lo malo de todo
esto, tal como están las cosas, es que el emplazamiento teórico de esos pezones (ha
sucedido con ellos muchas veces) no es del todo natural. Además, la silueta del seno,
desde la punta hasta su inserción en el cuerpo, resulta demasiado cónica y hace
pensar en un objeto fabricado mecánicamente.
Es difícil de explicar, pero viendo la película, creo que Vd. comprenderá lo que
quiero decir.
Por supuesto que todas estas observaciones se refieren al vestido de tela
metalizada. Valen, sin embargo, para todos los demás vestidos que lleva en la película
y me gustaría que se siguieran estas directrices para todo su guardarropa… Con todo,
quiero que, en la medida de lo posible, los demás también sean escotados (y tan
abiertos como lo permita la ley) para que los clientes que pagan por ver esa parte de
la Russell puedan contemplarla sin más límite que el trozo de tela metalizada o no».

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Alfred Hitchcock

REAR WINDOW
(La ventana indiscreta)

Hay dos clases de directores: los que tienen en cuenta al público cuando piensan y
realizan sus películas y los que prescinden de él. Para los primeros, el cine es un arte
del espectáculo; para los segundos, una aventura individual. No es cuestión de
preferir a éstos a aquellos; es un hecho. Para Hitchcock como para Renoir, y además
para casi todos los cineastas americanos, una película no es perfecta si no logra el
éxito, es decir, si no atrae al público en el que se ha estado pensando desde el
momento mismo en que se ha elegido el argumento hasta que se ha terminado su
realización. Mientras que Bresson, Tati, Rossellini y Nicholas Ray ruedan «a su
modo» las películas y solicitan después al público que «entre en su juego», Renoir,
Clouzot, Hitchcock y Hawks hacen sus films para el público, y se hacen preguntas
continuamente para estar seguros de que va a interesarles a los futuros espectadores.
Alfred Hitchcock, que es un hombre notoriamente inteligente, se acostumbró
enseguida, desde el comienzo de su carrera inglesa, a vigilar todos los pasos en la
elaboración de sus películas. Se ha esforzado a lo largo de su vida entera por ajustar
sus gustos a los del público, insistiendo sobre el humor en su época inglesa y sobre el
suspense en la americana. Esta dosificación de suspense y humor ha convertido a
Hitchcock en uno de los directores más comerciales del mundo (sus películas rinden
normalmente un beneficio cuatro veces mayor que su coste). Pero lo que ha hecho de
él un gran director de cine es la gran exigencia a que se somete y a que somete a su
arte.
Un resumen de la intriga de Rear Window (La ventana indiscreta) es incapaz de
hacer evidente la total novedad de esta obra, inenarrable en su complejidad. El
fotógrafo y reportero Jeffrie (James Stewart), postrado en una silla a consecuencia de
una fractura de pierna, observa por la ventana el comportamiento de sus vecinos. Un
buen día llega al convencimiento de que uno de ellos ha asesinado a su enferma,
insoportable e irascible esposa. El argumento de la película es la investigación que
emprende Jeffrie sobre el crimen a pesar de estar inmovilizado por el yeso. Es preciso
mencionar también a una joven famosa (Grace Kelly) que quisiera casarse con él, y a
cada uno de sus vecinos: un matrimonio sin hijos que está trastornado porque su
perrito ha muerto «envenenado», una muchacha un poco exhibicionista, una mujer
abandonada y un compositor fracasado que al final unirán su respectiva tentación de
suicidio y decidirán tal vez formar un hogar, una pareja de recién casados que pasa el
día haciendo el amor y, por último, el asesino y su víctima.
Con esta sinopsis del argumento, el guión puede parecer más habilidoso que

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profundo. Pero estoy convencido de que esta película es una de las mejores de
Hitchcock (de entre las 17 realizadas hasta ahora en Hollywood). Una película
verdaderamente insólita porque no contiene ningún fallo, ninguna concesión, ningún
bache. Por ejemplo, la película entera gira en torno al matrimonio, es evidente. Pues
bueno, cuando Grace Kelly se introduce en el piso del presunto criminal, busca como
prueba la alianza de la mujer asesinada. Grace Kelly se la pone en el dedo mientras
James Stewart, al otro lado del patio, sigue sus movimientos con unos gemelos. Pero
nada indica al final de la película que se vayan a casar. La ventana indiscreta es, en
este sentido, un film cruel que va más allá del pesimismo. En efecto, Stewart apunta
sus prismáticos hacia los vecinos para sorprenderlos en sus momentos más bajos,
cuando están en posturas ridículas, cuando se presentan como grotescos y hasta
odiosos.
La construcción del film es claramente musical, y sus diversos temas se
responden y corresponden perfectamente: matrimonio, suicidio, decadencia y muerte,
todo ello impregnado de un erotismo muy refinado (el ruido de los besos, por
ejemplo, es extraordinariamente preciso y realista). La impasibilidad de Hitchcock, su
«objetividad» es sólo aparente: el tratamiento del guión, la puesta en escena, la
dirección de actores, los detalles, y sobre todo, el tono insólito del film que participa
del realismo, la poesía y el humor negro y la pura fantasía, revelan una concepción
del mundo que raya en la misantropía.
Se habla a menudo de sadismo refiriéndose a Hitchcock. La verdad, en mi
opinión, es más compleja y Rear Window es la primera película en que su autor se
traiciona en este punto. Para el protagonista de Sombra de una duda, el mundo era
una porquería. Ahora me parece que es el mismo Hitchcock el que hace este juicio
detrás de su personaje. Y que no me digan que desbarro: mientras que la sinceridad
de cada plano salta a la vista en Rear Window, el tono, que es siempre muy serio en
las películas de Hitchcock, contradice abiertamente el mismo interés espectacular, y
por tanto comercial. Sí, se trata de la actitud moral de un autor que contempla el
mundo con la severidad exagerada de un puritano sensual.
Alfred Hitchcock ha adquirido tal habilidad para la narrativa cinematográfica que
se ha convertido en treinta años en algo más que un buen narrador de historias. Como
le gusta apasionadamente su oficio, no para de rodar, y como desde hace mucho
tiempo tiene resueltos los problemas de la puesta en escena, ha de inventarse
dificultades suplementarias y crear nuevas reglas para no aburrirse. De ahí que en sus
últimos films se amontonen las contradicciones apasionantes y que las supere siempre
brillantemente.
En esta ocasión el reto consiste en rodar la película con unidad de lugar, desde
sólo el punto de vista de James Stewart. Vemos lo que él ve, desde dónde lo ve, y al
mismo tiempo que él. Y lo que pudo ser una apuesta rígida y teórica, un ejercicio de
gélido virtuosismo, es, en realidad, un espectáculo fascinante gracias a la inventiva
constante que nos ata a la butaca mucho más que la pierna escayolada a James

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Stewart.
Sin embargo, ante una película así, tan extraña y tan nueva, no se presta atención
a su llamativo virtuosismo. Cada plano es un reto ganado por él. El esfuerzo de
renovación y de novedad afecta también a los movimientos de cámara, a los trucos, al
decorado, al color (¡Ah, las gafas doradas del asesino, iluminadas en la oscuridad por
el resplandor intermitente de un pitillo!).
Quien haya comprendido perfecta y totalmente Rear Window (Imposible en un
solo visionado), tiene derecho a enfadarse y negarse a participar en un juego cuya
regla es la «negrura» de los personajes. Pero es tan difícil encontrar una película con
una concepción del mundo tan concreta que uno debe quitarse el sombrero ante un
logro de tamaña categoría.
Para aclarar Rear Window, propongo esta parábola: el patio es el mundo; el
fotógrafo-reportero es el cineasta; los prismáticos, la cámara y sus objetivos. ¿Y qué
pinta Hitchcock en todo esto? Es un hombre al que le gusta saberse odiado.

(1954)

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TO CATCH A THIEF
(Atrapa un ladrón)

John Robie (Cary Grant), un ladrón americano instalado en Francia antes de la


guerra, tiene una técnica de robar tan personal que deja su impronta en cada golpe
que da, hasta el punto de que se gana el apodo de «El gato» mientras no consiguen
identificarlo. Por fin, es encarcelado, pero aprovecha el bombardeo casual de la cárcel
para reunirse con el maquis y convertirse en héroe de la Resistencia.
La acción de la película comienza años más tarde, cuando Robie se ha retirado
definitivamente del oficio y vive confortablemente con el producto de sus robos
pasados en una villa de Saint-Paul-de-Vence.
Su tranquilidad se ve turbada bien pronto por una serie de robos de joyas en los
chalets de la Costa Azul, cometidos por una mano tan experta como la suya y con su
mismo estilo.
Convertido en sospechoso y molestado en su descanso y en sus costumbres, el
«ex Gato», para poder recobrar la tranquilidad, emprende la tarea de desenmascarar
al ladrón que le plagia y que trae de cabeza a la policía con el fin de cazar a su
imitador, recurre a un razonamiento que no hubiera disgustado a Arsenio Lupin:
«Para desenmascarar a este nuevo Gato, tengo que cogerlo con las manos en la masa
en el lugar mismo de su próximo robo; para adivinar quién será la primera víctima y
puesto que “él” razona poniéndose “en mi lugar”, es suficiente que yo piense en lo
que hubiera hecho entonces, en lo que haría ahora si estuviera en su lugar, es decir, en
el mío, a fin de cuentas».
Por supuesto Robie saldrá triunfante.
Me ha parecido útil contar con detalle la intriga policiaca de To catch a thief
(Atrapa un ladrón) para demostrar que, a pesar de las apariencias, una vez más
Alfred Hitchcock permanece absolutamente fiel a los temas que le son propios: el de
la reversibilidad, el del delito cambiado, el de la identificación moral y física de dos
seres.
Sin querer descubrir el desenlace policiaco de To catch a thief estoy convencido
de que no es casual que Brigitte Auber se parezca, en esta película a Cary Grant, y
que lleven un bañador a rayas muy similar (azul y blanco para Cary Grant, rojo y
blanco para Brigitte Auber). Además Cary Grant lleva la raya del pelo a la derecha y
Brigitte Auber a la izquierda. Son muy parecidos, siendo el uno muy distinto del otro,
a causa de la gran simetría de la obra, simetría que tiene su continuidad en todos los
detalles de la intriga.
To catch a thief no es un film «negro». El suspeñse tiene poco relieve. El marco
cambia pero el fondo sigue siendo el mismo. Las mismas relaciones ligan a estos
personajes que a los de I Confess (Yo confieso) o de Strangers on a Train (Extraños
en un tren).

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No he mencionado por capricho a Arsenio Lupin. Esta última película de
Hitchcock es elegante, humorística, sentimental hasta la amargura, un poco al estilo
de 813 o L’Aiguille Creuse. Claro que se trata de una comedia policíaca cuyos
diálogos hacen reír, pero no queda de ella más que la idea directriz de Hitchcock,
muy semejante a la de Jacques Becker en Touchez pas au Grisbi: los ladrones están
cansados. El personaje interpretado magistralmente por Cary Grant está al cabo de la
calle, acabado. Su último trabajo en el que se ve obligado a usar sus métodos de
ladrón con fines casi policíacos, satisface su nostalgia de la acción. Quizás a alguien
le extrañe que piense en To catch a thief como en un film pesimista. Para darse cuenta
de ello basta con escuchar la música tristemente melódica de Georgie Auld y Lyn
Murray, y fijarse en la actuación poco corriente de Cary Grant.
Como en Dial M for Murder (Crimen perfecto) y Rear Window (La ventana
indiscreta), Alfred Hitchcock utiliza a Grace Kelly en un sentido crítico. Encarna
aquí el personaje de una espléndida Marie-Chantal yanqui y en definitiva es la que le
echa al guante a Cary Grant al casarse con él a la fuerza.
He leído que a To catch a thief le falta aquí y allí realismo, pero a propósito del
realismo de Alfred Hitchcock, André Bazin escribió estas líneas memorables:
Hitchcock no hace trampas al espectador. Desde el puro interés dramático a la
angustia, nuestra curiosidad no está provocada por unas amenazas imprecisas. No se
trata de una «atmósfera» misteriosa donde todos los peligros surgen de repente como
una tormenta, sino de un desequilibrio parecido al de un pesado bloque de acero que
comienza a deslizarse por una pendiente muy lisa y del que se puede calcular
perfectamente cuál será su velocidad futura. La puesta en escena es, en ese caso, el
arte de mostrar la realidad en esos momentos en que el centro de gravedad
dramático se ha apartado de la vertical y ha abandonado su punto de apoyo,
desdeñando el impulso inicial y el resultado final de la caída. La clave del estilo de
Hitchcock, de ese estilo tan indiscutible que se reconoce con un simple vistazo al
fotograma más banal de cualquiera de sus películas, consiste —al menos, en mi
opinión— en la medición admirablemente sopesada de ese desequilibrio.
Para mantener a lo largo de la película ese desequilibrio que engendra una tensión
nerviosa, Hitchcock se ve obligado lógicamente a sacrificar la mayoría de las escenas
indispensables en un film sicológico (escenas de planteamiento, nudo y desenlace)
porque le aburre mortalmente rodarlas. Hitchcock se siente, pues, inclinado a
descuidar la verosimilitud de la intriga, e incluso a odiarla, sobre todo, desde que
existe una generación de espectadores, falsamente preparados, que no admiten más
que argumentos que sean creíbles «histórica», «sociológica» y «sicológicamente».
Alfred Hitchcock tiene esto en común con Renoir, Rossellini, Orson Welles y
algunos otros cineastas: la sicología es la menor de sus preocupaciones. Pero el
maestro del suspense se reconcilia con el realismo en la realidad, exactitud y
precisión de los efectos conseguidos dentro de escenas inverosímiles. En To catch a
thief hay tres o cuatro inverosimilitudes de base que saltan a la vista, y sin embargo

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¡qué precisión en cada imagen!
Traigamos aquí un bonito documento de archivo: cuando Hitchcock había
regresado a Hollywood para dirigir las escenas en interiores de To catch a thief sus
ayudantes, en Francia, seguían rodando en la Costa Azul las «trasparencias». He aquí
el texto de un telegrama que le puso desde Hollywood a Niza a su ayudante para
encargarle que rodara de nuevo un plano que, en la pantalla, dura dos segundos, tres
todo lo más:
»Querido Herby: Visto plano coche evitando autobús que aparece. Tengo miedo
no resulte por razones siguientes: porque la cámara muestra autobús tomando curva
tan de repente que desaparece antes que cree sensación peligro. Hacer dos
correcciones: Primera: tenemos que avanzar por lado derecho carretera con vuelta
al final, de manera que advirtamos la curva antes de llegar. Al llegar curva, debemos
sorprendernos encontrar autobús que se nos echa encima. Porque la curva es
cerrada, autobús debe tirarse a su izquierda. Nosotros, la cámara, no tenemos que
tomar la curva por parte de dentro. Segunda: en plano proyectado sólo aparece
mitad autobús en pantalla. Pienso puede ser debido a vaivén coche. Ese error puede
corregirse sosteniendo cámara bien a la izquierda de manera que al mismo tiempo el
auto-travelling toma curva la cámara hace panorámica de izquierda derecha. Resto
proyección espléndido. Escalofriante. Saluda todo el equipo.—HITCH.
Film quizás menor en la carrera del hombre que mejor sabe lo que quiere y cómo
conseguirlo, To catch a thief gusta plenamente a todos los públicos —desde el más
snob al más popular— siendo de los más cínicos que ha rodado Hitchcock. La última
escena de la película, entre Cary Grant y Grace Kelly es un modelo en su género.
¡Curiosa película! Remoza la obra de Hitchcock y al mismo tiempo está en
continuidad con ella. En fin, una película divertida, interesante, y decididamente
mordaz respecto a la policía francesa y los turistas americanos.

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THE WRONG MAN
(Falso culpable)

Hace dos años y medio de esto. Mi amigo Claude Chabrol y yo conocimos


personalmente a Hitchcock al caernos los dos al estanque helado del estudio Saint-
Maurice ante la mirada socarrona y luego piadosa del maestro del miedo.
Horas más tarde, destemplado todavía, volvimos a verlo con un magnetofón
nuevo, porque el otro, que estaba literalmente anegado, quedó inservible para
siempre.
Fue una entrevista dura. Tratábamos de que Hitchcock reconociera que sus
películas americanas de ahora eran mucho mejores que las suyas inglesas de antes.
No fue muy difícil: «En Londres algunos periodistas quieren que les diga que todo lo
que viene de América es malo. Son muy anti-americanos en Londres. No sé por qué,
pero es un hecho». Hitchcock nos habló de la película ideal, la que rodaría para su
exclusivo placer y para verla en la pared de su casa como quien tiene un buen cuadro.
Nosotros le «trabajamos» sobre este punto.
—«Pero, esa película ideal ¿estaría más cerca de I Confess (Yo confieso) o de
The lady vanishes (Alarma en el expreso)?
—Oh, de I Confess.
—¿De I Confess?
—Por supuesto que sí. Por ejemplo, pienso en el argumento de una película que
me atrae terriblemente. Hace dos años, un músico del Stork Club de Nueva York
volvía a su casa, y a la puerta de su piso, a las dos de la madrugada, es detenido por
dos individuos que lo llevan consigo de un lado a otro, como por ejemplo a un bar,
donde lo enseñan a la gente y preguntan: ¿Es este hombre? ¿Es éste? Ha sido
detenido por unos atracos. Es completamente inocente. Pero lo someten a un proceso
y todo; y su mujer, al final, se vuelve loca. La encerraron en un sanatorio donde debe
estar todavía hoy. Durante el juicio, uno de los jurados, convencido de la
culpabilidad del acusado, se levantó y dijo: “Señoría, ¿tenemos necesidad de
escuchar todo esto?”. La típica metedura de pata. El proceso debe celebrarse de
nuevo, y mientras aguardan el nuevo juicio, el verdadero culpable es detenido y
confiesa. Pienso que de ahí podría salir una película interesante presentando todas
las peripecias desde el punto de vista de ese hombre inocente, que se juega la cabeza
en vez de otro. Toda la gente se muestra muy amable, muy correcta con él. El repite:
Soy inocente, y la gente responde: Por supuesto que sí, nadie lo duda. Vergonzoso.
Me gustaría hacer una película a partir de ese suceso real. Sería muy interesante.
¿Se han fijado que, en ese tipo de películas, el inocente está siempre en la cárcel. No
se han hecho películas desde el punto de vista del acusado. Me gustaría hacer una
así?».
Hace un año nos enteramos por los periódicos americanos que Hitchcock estaba a

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punto de dirigir una película titulada The wrong man y no hacía falta ser adivino para
caer en la cuenta de que se trataba del suceso en cuestión.
Nunca Hitchcock ha sido tan fiel a sí mismo como en esta película que puede, sin
embargo, decepcionar a los aficionados al suspense y al humor inglés porque hay en
ella muy poco suspense y humor, sea inglés o del otro. Falso culpable es el film más
puro de Hitchcock desde Lifeboat (Náufragos), es la tarta sin guinda, el suceso en
estado puro y, como diría Bresson, «sin adornos». Hitchcock no está loco. Falso
culpable es su primer film en blanco y negro desde Yo confieso y está rodado en la
calle, en el metro, en los lugares mismos de la acción, porque intuía que estaba
haciendo una película difícil y relativamente menos comercial que las precedentes.
Una vez acabado el film, Hitchcock debió sentirse inquieto, pues después de haber
renunciado a su habitual aparición en la película, vemos su silueta antes del genérico
y nos advierte que va a ofrecernos esta vez una película diferente cuyos hechos son
reales.
No faltará quien compare Falso culpable con Un condenado a muerte se ha
escapado de Bresson, pero sería necio hacerlo para infravalorar el film de Hitchcock
que tiene la dignidad de no jugar la carta de la dignidad. La comparación puede ser
apasionante si se hace con la condición de llevarla hasta el extremo, hasta el punto
mismo en que las diferencias entre uno y otro los iluminan mejor.
El punto de partida es el mismo: reconstrucción escrupulosa de un suceso real.
Pero sólo ha respetado la letra, porque tan lejos está el film de Bresson del relato del
comandante Devigny como el de Hitchcock del suceso que publicó «Life». Quiero
decir que los hechos, para Hitchcock como para Bresson, ha sido sólo un pretexto, un
trampolín hacia una segunda realidad que es la única que les interesa.
Y puestos a examinar los puntos comunes, constatemos que uno y otro se han
encontrado ante un problema idéntico, y aunque le han dado soluciones diversas,
Bresson y Hitchcock coinciden en más de un momento. Por ejemplo, en la
Interpretación de los actores. Al igual que Leterrler en el film de Bresson, Henry
Fonda permanece impasible, rígidamente inexpresivo, casi inmóvil. Fonda es sólo
mirada. Su actitud es más hundida, más humilde que la del condenado a muerte,
porque no es un detenido político que sabe goza de las simpatías de la mitad de la
gente que piensa como él. Se sabe un preso común que tiene todas las apariencias en
su contra y, a medida que la película avanza, menos probabilidades de demostrar su
inocencia. Nunca Fonda había estado tan espléndido, tan grande, tan noble. No tiene
otra cosa que hacer en este film que prestar su rostro de hombre honrado, iluminado
apenas por una mirada triste y clara, casi transparente.
Otro punto de contacto, y sorprendente, es que Hitchcock ha hecho casi imposible
la identificación del espectador con el protagonista del drama al reducirnos al papel
de testigos. Estamos al lado de Fonda durante todo el rato, en la celda, en su casa, en
el coche, en la calle. Nunca nos colocamos en su lugar, y esto, dentro de la obra de
Hitchcock, es una innovación porque el suspense de los films precedentes se basaba

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precisamente en la identificación.
Hitchcoch, el director más preocupado por renovarse, ha querido hacer
experimentar al público un impacto emocional de una naturaleza y menos frecuente,
desde luego, que el escalofrío habitual. Último punto común: Hitchcock y Bresson
han construido su película sobre una de esas coincidencias que hacen sublevarse a los
guionistas honrados: el teniente Fontaine se evade milagrosamente y la estúpida
intervención de un jurado salva a Fonda. A este auténtico milagro, Hitchcock ha
añadido uno de su propia cosecha que va a sorprender a mis compañeros: Henry
Fonda (en la película, es de origen italiano y se apellida Balestrero) está perdido;
aguarda un segundo proceso pero no ha podido encontrar ninguna prueba de su
inocencia; su mujer está en el manicomio y su madre le dice: «Debes rezar».
Entonces, delante de una imagen piadosa, delante de Jesucristo, se pone a rezar:
«Dios mío, sólo un milagro puede salvarme». Primer plano de Cristo, encadenado,
plano de la calle en que se ve a un hombre que se parece vagamente a Fonda y que
avanza hasta que la cámara lo encuadra en primer plano, su rostro se confunde con el
de Fonda. Este plano es ciertamente el más bello de toda la obra de Hitchcock, y la
resume: es la trasferencia de culpabilidad, el tema del doble, descifrable claramente
desde sus primeras obras inglesas hasta todas las últimas, mejorado, enriquecido,
profundizado, de película en película. Con esta profesión de fe en la Providencia —en
la obra de Hitchcock también «el viento sopla donde quiere»— culminan / se acaban
las similitudes.
En Bresson había un diálogo entre el alma y los objetos y relaciones entre aquélla
y éstos. Hitchcock es más humano. Está obsesionado desde siempre por la inocencia
y la culpabilidad, angustiado de veras por el error judicial. En la portada de The
wrong man se podría haber grabado este «Pensamiento» de Pascal: «La justicia y la
verdad son dos puntas tan sutiles que nuestros instrumentos están demasiado
embotados para aferrarías con precisión. Si nos atrevemos a ello, se mellan las
puntas y aparece más lo falso que lo verdadero».
Hitchcock nos ofrece una película sobre el hombre acusado, su tarea y su papel, y
sobre la fragilidad de los testimonios humanos y de la justicia. Esta película no tiene
de documental más que la apariencia. Me parece más próxima a Nuit et Brouillard
por su pesimismo y escepticismo que los films de André Cayatte. De todas formas, es
probablemente su mejor película, la que va más lejos en la dirección que Hitchcock
eligió hace ya mucho tiempo.

(1957)

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THE BIRDS
(Los pájaros)

En Ocho y medio un tipo trata de abordar sobre la marcha a Guido para


proponerle un guión sobre las armas atómicas. Al igual que Fellini, creo que el cine
de «buenas intenciones» es la trampa de las trampas, la estafa más asquerosa de
nuestra industria. Nada hay tan aburrido para un verdadero cineasta como rodar El
puente sobre el río Kwai. Montaje alterno de inútiles discusiones en despachos y de
escenas de masas, filmadas por lo general por otro equipo. Estupideces, engaño para
críos, fábrica de Oscars.
Hitchcock, personalmente, no ha conseguido nunca un Oscar y eso que es el
único cineasta cuyos films, repuestos veinte años después de su estreno, hacen las
mismas taquillas que una película reciente. Su último film, The Birds (Los pájaros)
es, sin duda, imperfecto. Rod Taylor y Tippi Hedren no se acoplan bien, y la historia
sentimental —casi siempre la misma: pescar marido— se resiente, pero ¡es injusta
una crítica negativa tan universal!. Me entristece que a ningún crítico le guste la base
misma de la película: «los pájaros atacan a los hombres». El cine, estoy convencido
de ello, ha sido inventado para posibilitar el rodaje de películas como ésta. Los
pájaros vulgares, los gorriones, las gaviotas, los cuervos, atacan a gentes vulgares, a
los habitantes de un pueble costero. Una pesadilla de artista, pero para hacerla
realidad se precisa mucho arte y ser el mejor técnico del mundo.
Alfred Hitchcock, con la colaboración de Evan Hunter (el de La jungla de
asfalto) no ha conservado más que la idea básica del cuento de Daphné du Maurier:
los pájaros, a la orilla del mar, se ponen a atacar a los hombres, primero en los
descampados, luego dentro del pueblo, a la salida de la escuela, e incluso dentro de
las casas.
En ningún otro film de Hitchcock hay una progresión más modélica, pues los
pájaros, a medida que avanza la acción, son 1.) más y más negros, 2.) más y más
numerosos, 3.) más y más malvados.
Cuando atacan a las gentes, apuntan preferentemente a los ojos. En el fondo,
cansados de que los capturen y los metan en jaulas —cuando no se los comen—, da
la impresión de que un buen día han decidido darle la vuelta a la tortilla.
Hitchcock piensa que Los pájaros es su película más importante, y en cierta
manera, si no de una manera cierta, estoy de acuerdo con él. Al partir de una imagen
tan violenta, Hitch se ha dado cuenta de que debía cuidar la intriga, de tal forma que
sea algo más que un modo de unir las diferentes escenas brillantes o de suspense: ha
creado un personaje muy logrado, el de una joven de San Francisco, sofisticada y
muy snob, que supera todas estas experiencias sangrientas y descubre así la
simplicidad, lo natural.
Se puede considerar que Los pájaros es un film lleno de trucos, claro, pero de

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trucos realistas. Verdaderamente, Hitchcock, cuya maestría es mayor a cada film,
necesita sin cesar nuevas dificultades: es el atleta más completo del cine.
En realidad, lo que no le perdonan a. Hitchcock es que nos meta miedo y que no
se interese más que por eso. Pero yo opino que el miedo es una emoción «digna» y
que puede ser «digno» meter miedo. Es «digno» confesar que se tiene miedo y que en
ello hay un cierto placer. Cualquier día de éstos ni siquiera los niños tendrán esta
dignidad.

(1963)

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FRENZY
(Frenesí)

En el Londres actual, un maníaco sexual estrangula mujeres con una corbata. A


los quince minutos, Hitchcock nos revela la identidad del asesino al que hemos
conocido ya en la segunda secuencia de la película. Otra persona, cuya historia
seguimos, va a ser acusada de esos asesinatos. Será buscada, perseguida, detenida y
condenada. La contemplamos durante hora y media luchar para sobrevivir como una
mosca en una tela de araña.
Frenzy es la combinación de dos clases de películas: por una parte, de las que
siguen el itinerario de un asesinato, Shadow of a doubt (La sombra de una duda),
Stage fright (Pánico en la escena), Dial M for murder (Crimen perfecto), Psycho
(Psicosis), y por otra, de las que describen los padecimientos de un inocente
acorralado, The thirty-nine steps (Treinta y nueve escalones), I Confess (Yo confieso),
The wrong man (Falso culpable), North by Northwest (Con la muerte en los talones).
Volvemos a toparnos en Frenzy con esa pesadilla en la que todos se conocen: el
asesino, el inocente, las víctimas, los testigos, ese mundo en que cada conversación
en la tienda o en el bar se refiere a los asesinatos, un mundo de coincidencias tan
rigurosamente ordenadas que se entrecruzan vertical y horizontalmente: Frenzy
parece un crucigrama sobre el tema del asesinato.
Hitchcock, que tiene seis meses más que Luis Buñuel (ambos tienen setenta y dos
años) comenzó su carrera en Londres donde había nacido y donde rodó la primera
mitad de su obra. A continuación, en los años cuarenta, se convirtió en ciudadano
americano al mismo tiempo que en cineasta de Hollywood. Durante mucho tiempo, la
crítica se dividió en admiradores de su obra americana: Rebeca (Rebeca), Notorius
(Encadenados), The rope, Strangers on a train (Extraños en un tren), Rear window
(La ventana indiscreta), The Birds (Los pájaros) y en admiradores de su obra inglesa:
The thirty-nine steps (Treinta y nueve escalones), The lady vanishes (Alarma en el
Expreso)[9], Jamaica Inn (Posada Jamaica). Ha tenido que ser el quincuagésimo
segundo film de Hitchcock, Frenzy, al triunfar en el Festival de Cannes, el que ha
reconciliado a la crítica, unánime por esta vez. Quizás porque se trata de la primera
película rodado en Gran Bretaña desde hace veinte años. Hitchcock repite a menudo:
«Algunos directores filman trozos de vida; yo filmo trozos de pastel». Y Frenzy
parece en efecto un pastel, un pastel «hecho en casa» por un gastrónomo
septuagenario que se conserva como el «young boy director» de sus comienzos
londinenses.
Todo el mundo ha alabado la interpretación de John Finch que encarna al
inocente, y la de Fooster, el estrangulador, pero quiero hacer hincapié en la categoría
de la interpretación femenina. Por vez primera Hitchcock renuncia, en Frenzy, a las
protagonistas sofisticadas con «glamour», cuyo más perfecto ejemplar sigue siendo

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Grace Kelly, para recurrir a mujeres corrientes y molientes y que han sido elegidas
con un tino admirable: Barbara Leigh-Hunt, Anna Massey, Vivien Merchant y Billie
Whitelaw traen un aire de realismo renovado a la obra de Hitchcock. La formidable
ovación que el Festival de Cannes dedicó a Frenzy compensa el desdén con que
fueron recibidas en circunstancias similares Notorius (Encadenados) en 1946, The
man who knew to much (El hombre que sabía demasiado) en 1957 y The Birds (Los
pájaros) en 1963. El triunfo de Hitchcock es el triunfo de un estilo narrativo que ha
encontrado su forma definitiva en una narración vertiginosa y percutante, que nunca
se detiene, una narración jadeante en la que las imágenes se suceden tan matemática y
armoniosamente como las notas de una música frenética en una partitura
imperturbable.
A Hitchcock se le ha valorado desde hace tiempo por la clase de flores que ponía
en el jarrón. Se da uno cuenta hoy de que las flores siempre han sido las mismas y
que todos sus esfuerzos se centraban en la forma del jarrón, en su belleza. Y por eso,
se sale de ver Frenzy gritando: «¡Rápido, el quincuagésimo tercer Hitchcock!».

(1973)

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II

LOS CINEASTAS DEL SONORO

Los americanos

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Robert Aldrich

KISS ME DEADLY
(El beso mortal)

En una carretera, por la noche, una chica desnuda que se cubre con un
impermeable trata en vano de parar un coche. Desesperada, se precipita delante de un
Jaguar que se ve obligado a dar un bandazo para no atropellarla: «¡Suba!». Durante
ese recorrido en coche, se sobreimpresiona del revés el genérico más original de hace
años, puntuado por el jadeo de la muchacha.
Es inútil intentar contar al argumento de Kiss me deadly (El beso mortal)[10].
Además, hay que ver la película varias veces antes de darse cuenta de que el guión
está construido sólidamente y que, en definitiva, cuenta una historia bastante lógica.
La guapa autostopista es asesinada. Mike Hammer, detective privado y
propietario del Jaguar, se encarga de la investigación. Cuando van trascurridas las tres
cuartas partes de la película, lo mata una bala de revólver, pero resucita tres minutos
después. Kiss me deadly es la película americana más original desde que se hizo The
lady from Shangai (La dama de Shanghai) de Orson Welles, pero no posee, en
cambio, sus múltiples resonancias, y nada gana con analizarla en el plano de la
significación de la intriga.
La novela de Mickey Spillane, de la que está sacada la película, es evidentemente
bastante mediocre. Una decena de personajes que se matan entre ellos por unos
cuantos miles de dólares encerrados en una caja de acero. La habilidad de los autores
ha consistido en borrar todo lo que era estúpidamente concreto en la novela en
beneficio de los elementos abstractos, o sea fantásticos. Por ejemplo, la caja de acero
—en el film— encierra no sólo billetes de banco sino una especie de bola de fuego
que irradia y quema al que la mira de frente. Cuando el protagonista de la película,
después de anteabrir la caja, se encuentra con su mano quemada, como la piel de los
sobrevivientes de Hiroshima, un policía, fijándose en la quemadura, le dirige estas
pocas palabras, y la historia, de repente, se torna muy seria: «¡Escucho, Mike,
escucha bien lo que voy a decirte! Voy a pronunciar unas palabras inofensivas pero
muy importantes. ¡Trata de adivinar su significado! Plan Manhattan… Los Álamos…
Trinity». Este es el subterfugio utilizado por Aldrich para evitar la palabra «atómico»
a lo largo de toda esta película, que acaba en una especie de cataclismo: la caja de
Pandora es abierta por una muchachita codiciosa y curiosa, el «sol» empieza a
quemar todo lo que hay a su alrededor y el protagonista y su amante se refugian en el
mar mientras aparece la palabra FIN.
Para poder apreciar Kiss me deadly, tiene que gustarle a uno locamente el cine y
conservar el recuerdo emocionado de esas noches en que descubrimos películas como

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Scarface (El terror del hampa), Under Capricorn (Atormentada), Le sang d’un poete
(La sangre de un poeta), Les dames du Bois de Boulogne, The lady from Shangai (La
dama de Shangai). Nos entusiasmaron películas que estaban basadas en una, veinte o
cincuenta ideas. En los films de Robert Aldrich, no es raro descubrir una idea por
plano. La riqueza de invención es tal que llegamos a no saber qué mirar en esas
imágenes tan ricas y pequeñas. Al ver una película de esta clase, se vive tan
intensamente que a uno le gustaría que durara varias horas. Se intuye fácilmente que
su autor, un hombre desbordante de vitalidad, se lo pasa tan bien detrás de la cámara
como Henry Miller delante de las cuartillas. Esta es la película de un cineasta joven
con talento y que no se preocupa todavía de eliminar las contradicciones, que crea
con una libertad, con una alegría parecidas a las de Jean Renoir cuando, con la misma
edad de Aldrich, rodaba en el bosque de Fontainebleau un Tire au flanc descabellado.
Seguro que el acontecimiento cinematográfico del año 1955 será para todos
nosotros la revelación de Robert Aldrich, del que ignorábamos hasta su nombre el día
primero de enero. Es verdad que, por delante, ha realizado World for ransom, una
peliculilla divertida rodada en plan casi de cine amateur, Bronco Apache poética y
delicada, Veracruz, una frase violenta, The big knife que acaba de dar mucho que
hablar en Venecia, y por último, Kiss me deadly que, a pesar del guión impuesto,
reúne las virtudes de las precedentes.
Hay que ver Kiss me deadly porque, si se conocen las condiciones en que se
ruedan ahora las películas, puede uno admirar la extraordinaria libertad de que ha
gozado ésta, tanta que nadie se sorprenda si la comparo con La sangre de un poeta,
un clásico que no falla en los cine-clubs.

(1955)

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VERA CRUZ
(Vera cruz)

Veracruz es, en primer lugar, una deslumbrante lección de cómo se construye una
historia. Voy a intentar resumir el guión de la manera más clara posible:
1. —Gary Cooper, en 1866, está solo en medio de los cactos y sin caballo.
2. —Se encuentra con Burt Lancaster que le vende uno.
3. —Se acercan los soldados del emperador Maximiliano. Lancaster se larga.
Cooper, que no tiene nada que temer, se queda.
4. —Uno de los soldados le dispara.
5. —Cooper también se da el bote y alcanza a Lancaster que le confiesa: «Estás
montando ‘su’ caballo».
6. —Cooper está en el suelo, herido por una bala imperial. Lancaster lo cree
muerto y le roba la cartera. Pero Cooper le gana la delantera, coge el caballo de
Lancaster, le deja el caballo robado y se larga: «En mi tierra, en Louisiana, ahorcan a
los cuatreros».
7. —Cooper llega al poblado. En un tascucho, los pistoleros a sueldo de Lancaster
le «cogen aparte»: «Montos su caballo, eso significa que le has matado, y si les has
matado, significa que le has disparado por la espalda». Un casco de botella va a
enviar a Cooper al paraíso de los aventureros cuando…
8. —… llega Lancanter y de un disparo rompe en añicos la botella Borgnine: «No
sabía que era amigo tuyo.—Imbécil, no tengo amigos, ni siquiera tú».
9. —En la plaza del poblado, el marqués de Labordère propone a Lancaster y a
sus hombres combatir con el Emperador contra los Juaristas. Regateos y
negociaciones. Llega el general de los Juaristas que les hace la proposición contraria:
«Somos menos ricos que el Emperador pero nuestra causa es la buena».
Vacilaciones. «Además, prosigue el general, no tienen elección posible porque todos
ustedes son mis prisioneros, incluidos el marqués y sus hombres». Panorámica por los
alrededores: la plaza está cercada por los Juaristas preparados para disparar. La
población se encierra en sus casas.
10. —En mitad de la plaza queda un grupo de chicos. Cooper sugiere que los
pongan a salvo. Lancaster, de buen grado, hace un gesto a dos de sus hombres para
que se ocupen de los niños. Lo hacen obligándoles a entrar en un establo…
11. —… y ellos entran también. Los críos son ahora rehenes. Si el general ordena
disparar a los juaristas, los chicos serán asesinados. El general desiste: «Nos
volveremos a ver»:
12. —Cooper, Lancaster y sus hombres llegan a la Corte Imperial. Un diálogo
entre el marqués y el Emperador nos descubre que Maximiliano es un crápula.
Acepta todas las condiciones económicas de los bandidos porque el día en que vayan
a cobrar piensa matarlos si antes no se han encargado de ello los «rebeldes».

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13. —El trabajo de los «mercenarios» consiste en escoltara la condesa Marie
Duvarre (Denise Darcel) hasta Veracruz.
14. —Durante el camino, lo profundo de las rodadas de las diligencias hace
concebir sospechas a Cooper y Lancaster de que la protección de la condesa es sólo
un pretexto y que bien podría tratarse de un cargamento de oro.
15. —Una visita, por la noche, a la diligencia confirma sus sospechas. Entonces
deciden dividirse el tesoro entre los dos. Aparece la condesa que quiere tomar cartas
en el asunto y les propone dividirlo en tres partes al llegar a Veracruz.
16. —Llegada a Veracruz. El marqués de Labordère sobe que la marquesa va a
traicionarle.
17. —Por su parte, la condesa traza sus planes para desembarazarse de sus dos
«socios».
18. —Lancaster, que lee en su cara como en un espejo, la abofetea y la
«persuade» de que dividan el dinero entre ellos dos después de desembarazarse de
Cooper.
19. —Durante este tiempo, el marqués ha hecho transportar el contenido de la
diligencia a un furgón y, para divertirse, manda partir a la diligencia. Cooper,
Lancaster y sus hombres se lanzan tras ella y la encuentran en una cuneta.
20. —Los bandidos mantienen a Cooper y Lancaster la amenaza de sus pistolas:
«Dais mucha importancia a esta diligencia. Si encontramos en ella oro, nos habéis
traicionado». Buscan en ella. Evidentemente, la diligencia está vacía.
21. —Cooper, Lancaster y los bandidos están cercados por los juaristas que
pretenden apoderarse del oro de la diligencia. Para vengarse del marqués y recuperar
el oro, se alían todos.
22. —Batalla cerrada final, ganada por los juaristas. Lancaster va a traicionar a la
condesa, a Cooper y a los Juaristas y largarse sólo con el oro cuando Cooper lo mata
para entregar así el oro a los juaristas a cuyo lado va a combatir en lo sucesivo.

* * *

A propósito he reducido el guión a su osamenta, para que quedara claro su


ingenio. Incluso he renunciado a algunos detalles de importancia. Se habrán dado
cuenta de que algunas escenas justificarían por sí solas una película entera porque
tienen su propia construcción dramática y se vuelven sobre sí mismas —diría Sartre
— como un guante.
Veracruz está basada en la repetición de temas. Dos cercos de los juaristas, dos
robos de la misma cartera. Cooper y Lancaster se salvan mutuamente la vida una vez.
No he incluido en mi relato el papel de Nina (Sarita Montiel) que es perfecto: a) es
capturada por el lazo de un bandido; b) Cooper la libera cogiendo con un lazo al
imbécil; c) Nina se lo agradece besándole en la boca; d) pero al besarle, le roba la
cartera a Cooper; e) cuando él se marcha, ella le ofrece una manzana; f) él busca su

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cartera, para pagársela; g) «No busque nada, señor, es gratis»; h) más tarde, al
encontrarse de nuevo, Cooper le reprocha el robo de la cartera: «¿La ha buscado
bien?». ¡Cooper la lleva encima otra vez! Es Nina quien recluta a Cooper para la
causa de los juaristas. En el penúltimo plano los vemos avanzar el uno hacia el otro.
En el último plano, ya no se les ve.
Esta historia de Borden Chase, adaptada por Roland Kibbee y James R. Webb,
dirigida por Robert Aldrich, es algo más que un perfecto mecanismo de relojería. Al
término de la primera parte, Lancaster cuenta a Cooper su vida. Su padre fue muerto
en una partida de cartas por un tal Ace Hannah que, por contrapartida, adoptó al
chico. Ese instante de debilidad —el único de su vida— le va a costar caro, porque
cuando el niño se hace mayor, se lo «carga». Ace Hannah era un moralista: «No
hagas nunca un favor si no te reporta algún beneficio», etc. El comportamiento de
Lancaster se basa únicamente en esta moral, y admira a Gary Cooper porque éste
aplica esa misma moral sin saberlo. Sus conversaciones están llenas de «A Ace
Hannah le hubiera gustado esto» o «Si Ace Hannah estuviera aquí, estaría orgulloso
de nosotros». Y cuando se enfadan: «Ace Hannah no habría sido amigo tuyo». —
Cooper: «¿Y quién te dice a ti que me hubiera gustado ser su amigo?». Lancaster se
cree el heredero espiritual de Ace Hannah, pero Cooper no. De hecho, Ace Hannah
tendría probablemente la picardía de Lancaster unida a la inteligencia de Cooper.
Todos los personajes de Veracruz, desde el Emperador a la condesa, se definen en
relación a Ace Hannah cuya existencia ni siquiera conocen. Todos traicionan a todos,
todos mienten y todos dominan el arte de descifrar el rostro de la gente. La condesa
presenta a Lancaster al capitán del barco. Este les deja solos. Lancaster sin pensárselo
dos veces abofetea a la condesa: «Ese tipo me ha mirado como a un condenado a
muerte. Quieres librarte de mí».
¿Es Veracruz un western intelectual? Si lo es, está muy lejos de los demás, del
fastidioso High Noon (Sólo ante el peligro) o de los falsamente profundos como
Shane (Raíces profundas) o Treasure of Sierra Madre (El tesoro de Sierra Madre).
Veracruz me ha enseñado que no se pueden condenar los films de John Huston por
eso. Su pecado consiste en su falta de estilo, en las insuficiencias de la puesta en
escena, porque Veracruz es exactamente un Huston, pero conseguido.
La dirección de Robert Aldrich se hace notar por exceso de efectismos, algunos
excelentes, otros superfluos, pero siempre al servicio del guión.
Lamentable que muchos de mis compañeros hayan pasado «de largo» ante
Veracruz. Otros, que no han entendido nada, han sentenciado: «payasada» y
puerilidades. Como dice Víctor Hugo: «¿Qué les posa a todos esos niños que no se
ríe ninguno?».

(1955)

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THE BIG KNIFE

The big knife es la adaptación de una obra de teatro de Clifford Odets, que obtuvo
algún éxito en Broadway y que Jean Renoir quiere estrenar en un escenario parisino.
La acción se desarrolla en el Hollywood actual, en la casa de una estrella: Charlie
Castle (Jack Palance) al que su mujer (Ida Lupino) está a punto de abandonar. Hace
algunos meses el Estudio, al que Charlie está ligado por contrato, le ha evitado un
escándalo: en compañía de una «starlette», Charlie mató a un niño y se dio a la fuga.
El jefe de publicidad ha pasado unos meses en la cárcel en lugar de Charlie y la
starlette ha visto cómo su sueldo se multiplicaba por diez.
Una periodista, especialista en escándalos, empieza a sospechar y se muestra
interesada en sacar el asunto a la luz. Los chismes de la tal comadre son temibles.
Por otra parte, Charlie puede conquistar de nuevo a su esposa si «planta» al
Estudio y se marcha con ella. Pero el «producer» no está de acuerdo. Si el actor no
renueva contrato por otros siete años está dispuesto a poner en contra suya a los que
han echado tierra al asunto.
Cuando parece que todo se ha arreglado y la pareja reconciliada se prepara para
abandonar Hollywood, Charlie se suicida.
No puede zafarse de un mundo cuyas leyes ya no aguanta. Se suicida, sobre todo,
para huir de su propia indignidad.
Es cuestionable si resulta interesante filmar obras de teatro, y más, si no se tiene
la posibilidad de adaptarlas libremente, como en este caso. Creo, sin embargo, que es
natural que un cineasta, apasionado por la técnica de su arte y en posesión de una
experiencia teatral se sienta tentado por la idea de someter —y valorar— un texto
escénico, con carga literaria evidente, machacándolo con la ayuda de las infinitas
posibilidades del montaje cinematográfico.
Robert Aldrich no ha filmado una obra de teatro. Ha dirigido
cinematográficamente una puesta en escena teatral. Es decir, ha «montado» y filmado
una puesta en escena architeatral. Esos puñetazos en la mesa, esos brazos levantados
hacia el cielo, esos giros bruscos de todo el cuerpo huelen, claramente, a teatro, pero
Aldrich les impone un ritmo, una respiración que le son propios y que convierte en
fascinantes el menor de sus films.
Aldrich, con su lirismo, con su modernidad, con su repugnancia por lo vulgar, con
su deseo de unlversalizar y estilizar los temas que aborda, con su sentido del
efectismo, nos recuerda constantemente a Jean Cocteau y a Orson Welles cuyas
películas, sin duda, conoce.
La acción de The big knife progresa gracias no a los sentimientos ni a los actos,
sino únicamente gracias a la consumación moral de los personajes. A medida que
avanza la película, el productor es, más y más, productor, la «starlette» es más y más
starlette, hasta el desgarrón y estallido finales.

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Las películas de esta clase piden una interpretación excepcional, y nos sentimos
plenamente satisfechos de la de Jack Palace, Ida Lupino, Shelley Winters y sobre
todo, de la de Rod Steiger, que encarna magníficamente el papel de un «producer»
patriota y demócrata, feroz y sentimental, absolutamente delirante.
Al margen de que presenta una pintura muy exacta de Hollywood, The big knife
es la película americana más refinada y más inteligente que hemos visto desde hace
bastantes meses.

(1955)

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William Beaudine

THE FEATHERED SERPENT


(Charlie Chan en Méjico)

Carta abierta al señor Chan, detective chino, Beverly Hills, California:


«Rogar señor Chan abrir investigación con ayuda honorable hijo n./ 1 y honorable
hijo n./ 2 para saber causa por qué serie Charlie Chan cada vez peor. Warner Oland
mucho talento, Sidney Toler poco talento, Roland Winters ningún talento. Norman
Foster honorable director, William Beaudine no honorable; siempre estropea trabajo.
Sobre tableta de jade estar escrito: “Locura hermana del genio”; serie Charlie Chan
cada vez menos loca que antes. Mande rápidamente explicaciones. Reciba honorarios
en dólares chinos. Que Confucio esté con usted».

(1953)

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George Cukor

IT SHOULD HAPPEN TO YOU


(Una chica fenómeno)

Louis Lumière, como todo el mundo sabe, es el inventor del neorrealismo. La


salida de los obreros de la Fábrica Lumière, sin ser una película de tesis, es eso que
se llama una «constatación». Esa peliculilla ¿acaso no desmitifica radicalmente al
proletariado, ese proletariado que el americano Porter va a insultar como quien no
quiere la cosa? Con El regador regado (os dirán algunos), comienza la
«mixtificación». Se abre (en iris, como debe ser) el reino de los teléfonos blancos
denunciado mil veces por Henri Langlois. El cine —el que a mí me gusta—
comprendió en seguida la necesidad de contar una historia, la necesidad incluso de
colocar a la puerta de los cines unas imágenes de la película: el tren de la Ciotat
aprende a descarrilar, el pescador en su barca trata de hacerla zozobrar. El cine nace
con géneros muy definidos: westerns, thrillers, comedias sofisticadas. El cine nace
americano y lo es todavía. Es una creencia tan fuerte como la de que todos los
géneros son heroicos. Por ejemplo, para hacer atractiva la santidad, la comedia
llamada americana la toma como tema favorito: el señor Deeds de Capra[11] y la
señora Irene Girad de Europa 51 padecen un calvario semejante. Los más grandes
cineastas del mundo cultivaron y cultivan todos los géneros y conocen, cada vez
mejor, el arte de emocionar y divertir en una misma escena (True heart Susie —Pobre
amor —de Griffith—, Sargent York —Sargento York—). Los más grandes actores —
esos que salen airosos cuando falta una buena dirección— son también capaces de
eso mismo: Grant, Cooper, Stewart, Fonda, Bogart.
Capra, genio controvertido, pero genio a pesar de todo, improvisaba lo esencial:
la tuba, los ecos (Deeds), los muros de Jericó, el auto-stop (Sucedió una noche). ¡Hay
que haber llorado viendo llorar a Stewart agarrado al teléfono en It’s a wonderful life
(¡Qué bello es vivir!), mordiéndose los labios, destrozando su pañuelo, dando vueltas
y enroscándose alrededor del cuello el hilo del teléfono! Otra comedia que tiene por
tema la santidad es Good Sam (El buen Sam) de Leo Mac Carey.
Las «benditas» películas de Hawks, como I was a male war bride (La novia era
él) o A song is born (Nace una canción), han impedido que la comedia evolucione.
Ahora Cukor nos ofrece algunas semejantes a ésas de antes y no se lo vamos a
reprochar porque él —y todo lo que hace— es muy bueno. Me parece que estas
opiniones pueden parecer un poco deslavazadas, pero ¿qué puedo hacer? «Te gusta
Cukor, te gusta It should happen to you; pues hazle la crítica». Contesté: «De
acuerdo». Y sin embargo, todavía no he escrito nada sobre Cukor. Esto parece una
charla de amigos en la acera o en la terraza de una cafetería.

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Garson Kanin que tiene talento para dar y vender —pero como no está loco, lo
guarda para cuando llegue el invierno— ha imaginado una chica, por nombre Gladis
Glover, nada arrivista, pero que está deseando darse a conocer. ¿Por qué? Pues, por
nada. Alquila con sus últimos ahorros (yo ahorro tan poco que no sé si esto es muy
femenino o no) un inmenso panel publicitario en el que, con toda ingenuidad, hace
colocar su nombre en letras gigantes. No es momento de explicar cómo este panel nos
lo encontramos multiplicado por la ciudad, porque lo importante es que nos fijemos
en que Gladys se hace popular con una popularidad absurda, o sea, sin motivo, con
una gratuidad similar a la del crimen gratuito que fascina a André Gide. Y si el
crimen gratuito queda impune, también pasa lo mismo con la celebridad injustificada.
Gladys será a los ojos de su madre, América, el símbolo de la americana media
standard, una especie de Miss Nadie 1953.
El tema de Una chica fenómeno es excelente, más que una diversión caprichosa,
es —para quien quiera fijarse— el mecanismo de la popularidad desmontado por
medio del absurdo. La moraleja de la historia es que resulta más fácil conseguir la
gloria que justificarla, y que esa gloria es vana, adquirida dentro de una sociedad que
no cae en la cuenta de su propio ridículo.
El director George Cukor y el guionista Garson Kanin han inventado para esta
actriz un personaje curioso, excéntrico, absurdo. Se ríe uno con sus innumerables
equivocaciones y la simpatía que concita hace llevaderos los tiempos muertos que
necesita Karin para preparar sus abundantes «gags».
La comedia es un género digno, y como todos los géneros de Hollywood son
heroicos, la comedia lo es también. Todo el mundo sabe que es más difícil hacer reír
que hacer llorar. Todo el mundo lo sabe, pero nadie se lo cree. Intente explicar a
alguien que es más difícil (y mejor) hacer It should happen to you que una película de
guerra: le acusarán de hereje, de no respetar las jerarquías. Para comprender esto,
basta con imaginarse dos máquinas de escribir. En una de ellas un buen hombre
escribe un gran fresco histórico sobre Pearl Harbour; en la otra, otro buen hombre
escribe Una chica fenómeno. En el primer caso, el trabajo se acaba en una o dos
horas; en el segundo, hace falta talento. En el primer caso, uno sale airoso con unas
cuantas fórmulas bien conocidas del género: la guerra es monstruosa pero
engrandece; en el segundo, se necesita: a) una idea para el arranque, b) otra para el
final, c) gags, d) sorpresas. Hay comedias de dos personajes; pero si al escribirla,
añadís a la pareja uno o dos niños, entonces hacen falta quince días o un mes de
trabajo suplementario para crear a esos niños, para encontrar ideas sugerentes sobre
ellos, para elaborar sus diálogos. Por eso se puede decir totalmente en serio que It
should happen to you es una obra maestra, porque, para sostener durante 90 minutos
el mismo ritmo sin que decaiga, para mantener la sonrisa entre carcajada y carcajada,
para dominar al público como se hace en esta película, es preciso ser un maestro.

(1954)

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Samuel Fuller

VERBOTEN[12]

¡Pan pan pan pan! ¡Pan pan pan pan! A los acordes de la quinta sinfonía de
Beethoven, cuatro o cinco soldados americanos liberan, fusil en ristre, una ciudad
alemana. Ludwig Van Fuller, que no filma con un palo de escoba, nos hace creer que
estamos viendo al ejército americano entero. Una joven alemana, Helga, cuida de un
americano herido. Flechazo, idilio, Wagner toma el relevo de Beethoven y Richard
Fuller, que no se para en barras en eso de trasladar la cámara, se lleva de luna de miel
a sus enamorados al Rin de Guillaume Apollinaire.
Pero Helga tiene un hermano más pequeño que está entusiasmado con Hitler cuyo
cadáver todavía está caliente. Entonces, para descubrirle la horrible verdad del
nazismo, Helga decide llevar a su hermanito al proceso de Nuremberg.
En la sala del juicio, vemos planos cortos de Helga y de su hermano pequeño que
miran. ¿Qué miran? Trozos de noticiarios montados como si fueran el contracampo
del plano anterior: los verdugos nazis que tratan de justificarse ante el tribunal.
Habilidad de Fuller: a partir de este momento, uno de cada dos planos está filmado
por él (campo), el otro es de un documental de archivo (contra-campo). Pero Fuller,
que tiene ojos en la cara y se las sabe todas, va más allá en su eficaz truco cuando en
pleno proceso, se introduce en la sala un proyector de 16 mm. que va a ofrecer a los
que asisten al juicio (y al mismo tiempo, a los espectadores que ven Verboten) las
imágenes atroces que pronto se harán famosas y que fueron filmadas durante el
funcionamiento de los campos de concentración, todo ese material al que Alain
Resnais en Nuit et brouillard ha dado forma definitiva.
La prensa parisina ha despreciado Verboten e incluso se han reído de ella. Yo
mismo acabo de pintarla en un tono desenfadado. Pero voy de explicar por qué me ha
gustado y por qué admiro a Sam Fuller.
Para lograr una película redonda hace falta reunir cualidades múltiples y
contradictorias. Y eso es difícil y poco frecuente. Se afirma que una película «es
cine» o que «eso no es cine» sin matizar nada más. Para mí, un cineasta debe saber
hacer o mostrar cualquier cosa, pero mejor que los demás. Por ejemplo: este no sabe
contar historias, pero dirige mejor que los demás a los actores; ése destroza las
situaciones pero planifica de maravilla; aquél, al contrario, con trescientos planos
corrientes consigue una película con fuerza; ése otro mueve estupendamente la
cámara; aquel otro no sabe qué hacer con ella pero logra personajes auténticos,
etcétera, etcétera. En suma, una película no es nunca algo completamente perfecto.
Por tanto, se puede criticar lo que no es. Y también señalar lo que es.
Viendo Verboten me doy cuenta de lo mucho que tengo que aprender para

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controlar perfectamente una película, para darle ritmo, para imprimirle un estilo, para
conseguir que resulte bella cada escena sin recurrir a efectismos ajenos al tema, para
desembocar en la poesía más límpida sin haberla buscado.
Sam Fuller no es primario, sino primitivo. Su talento no es rudimentario, sino
rudo. Sus películas no son simplistas sino simples, con esa simplicidad que aprecio
por encima de todo. No tenemos nada que aprender de los cineastas geniales,
llámense Eisenstein u Orson Welles, porque su misma genialidad hace que sean
inimitables y que resulte ridículo todo intento de colocar la cámara en el techo o en el
suelo. Al contrario, tenemos mucho que aprender de los cineastas americanos de
talento como Sam Fuller, de esos que colocan la cámara «a la altura de la mirada
humana» (Howard Hawks), de esos que «no buscan sino que encuentran» (Picasso).
No se puede decir ante una película de Samuel Fuller: habría que haberlo hecho de
otra manera, el ritmo tendría que ser más rápido, habría que haber metido esto o
aquello. Las cosas son como son, están filmadas como deben estarlo. Se trata de un
cine «directo», incriticable, irreprochable, un cine que «está ahí», y no un cine
«elaborado», digerido o pensado. Samuel Fuller no tiene tiempo de pensar. Es
evidente que se divierte rodando.
Que un cineasta comprometido, impresionado por la fuerza de los documentales
de archivo sobre los horrores del nazismo, los campos de concentración y el proceso
de Nuremberg, haya pensado en montar un argumento de ficción con esos
documentos a fin de lograr hacer circular, para poder quitarles su cruel objetividad y
sacar de ellos una conclusión moral, significa que tiene del cine un concepto grande y
hermoso. Sobre todo, si se sabe de antemano que los distribuidores americanos se han
negado rotundamente a comprar Nuit et brouillord. Por último, al ver Verboten me
encanta comprobar que la obra de un cineasta puede igualar en vigor, crudeza y
verdad a la de esos famosos documentales contratipados, lo mismo que los personajes
de Balzac podrían haberse inscrito en el registro civil porque eran de carne y hueso.
Voy a volver a ver esta película, porque de un film de Samuel Fuller siempre
salgo asombrado y envidioso. ¡Me gusta recibir lecciones de cine!

(1960)

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Elia Kazan

BABY DOLL[13]

Habría muchas maneras de contarles Baby Doll pero pienso que la intriga, ideada
por Tenessee Willians y filmada por Kazan, es sólo un pretexto para que el primero
pinte un retrato de mujer y el segundo dirija a su actriz.
Sin embargo, en esta película hay algo bastante novedoso que armoniza bien con
el tipo de búsquedas emprendidas por los cineastas que han atraído nuestra curiosidad
este año. Carroll Baker, la protagonista de Baby Doll, ha conseguido un huequecillo
bajo los reflectores al lado de Marilyn Monroe de Bus Stop, de la Brigitte Bardot de
Et Dieu crea la femme y de la Ingrid Bergman de Elena.
Lo nuevo y relativamente audaz es que todo gire en torno al sexo y que los demás
sentimientos expresados, principalmente los celos de Karl Malden, no produzcan más
que una irrisión generalizada y feroz.
Esa mujer-niña, ese juguetito erótico, que está a punto de cumplir los veinte años,
que está casada pero que sigue siendo virgen —como sólo puede suceder a orillas del
Mississipi—, que se está chupando constantemente el dedo, lúcida y desengañada
hasta el cinismo, es la «inmaculada» mujer de un panadero que no se come una rosca.
Por allí aparece otro panadero, siciliano, fabricante de bastardos, un negociante en
algodón —cuyo almacén ha quemado una mano criminal— y que está dispuesto a
meter a todo el mundo en harina, primero investigando y luego vengándose.
Los autores han querido —peor para ellos— que el público no llegue a saber con
exactitud si el siciliano pretende únicamente vengarse del viejo marido, presunto
incendiario y cornudo de antemano, o si, a mitad de película y de venganza, su
intención varía y lo que le interesa es desflorar a una doncella. En el centro mismo de
su tejemaneje amoroso, entre la escena de la seducción y la siguiente en que se les ve
durmiendo en el cuarto de los niños, la cámara se marcha durante cinco minutos a
comprobar si Karl Malden estaba allí. Y allí está.
Si se piensa que muchos cineastas franceses y americanos no hacen sino ilustrar
la letra de sus películas, tanto más digno de admiración es Kazan que,
deliberadamente, consigue a lo largo de Baby Doll filmar una acción que no tiene
nada que ver con el diálogo. Dicho de diversa manera, los personajes piensan una
cosa, dicen otra distinta y con este juego expresan una tercera.
Kazan no es un narrador. Su talento es más descriptivo que narrativo. Nunca
consigue hacer un film redondo, sino sólo unas cuantas escenas. La unidad
cinematográfica no es, para él, ni el plano, ni el film, sino la escena. Baby Doll tiene
en algún sentido más fuerza, que East of Eden (Al este del Edén), y aunque no esté
tan lograda es, por lo menos, más audaz. Eso se debe a que está compuesta por dos

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grandes escenas, una de las cuales, la de la seducción, es tan larga, minuciosa y fuerte
como el segundo tercio de Queen Kelly (La reina Kelly) de Stroheim. (La
comparación entre estas dos películas no parecen desproporcionada más que a
primera vista).
Baby Doll dura casi dos horas. Los primeros treinta minutos los ocupa el
planteamiento. Justo a los treinta minutos, Malden se retira después de haber
presentado a su joven esposa a ElIi Wallach, el siciliano. Esta primera escena entre la
Baker y Wallach, que son la verdadera pareja del film, dura exactamente media hora.
La conversación se inicia en el porche y continúa en la trasera de la casa, en el coche
viejo, delante de la casa y en el columpio.
Una vez allí y después de que las preguntas venenosas de Wallach le hayan
confirmado en sus sospechas de que Malden es el incendiario, la cámara se acerca
más y más a los rostros, y éstos por su parte también se aproximan un poco más, con
todo lo que esto significa de contactos epidérmicos.
A los sesenta minutos, Carol Baker rompe bruscamente la situación y, seguida de
Wallach que bromea, sale al encuentro de Malden que se muestra grosero en demasía
y la abofetea. (¿Cuántos cornudos deben su infortunio a una bofetada mal dada?)
La segunda parte de la película también se compone de dos largas escenas
iguales: la primera entre Wallach y Carroll Baker fuera y dentro de casa, y la
segunda, que cuenta la confrontación de este «ménage» á «trois». Tercera media
hora: vuelta a la casa, Carroll Baker cuenta su matrimonio, promesa de «limonada
para dos», Wallach monta su «farsa» sobre los espíritus malignos, temores de Baby
Doll, satanismo, escrito acusador firmado por la chica, bromitas, relaciones íntimas
en el cuarto de los niños y corte a…
… Karl Malden que regresa de la ciudad. ¡Si será cretino! Última media hora:
celos de Malden, sospechas injuriosas, metamorfosis de Baby Doll —que va a ser una
mujer hecha y derecha de ahora en adelante—, cena tensa, café tragicómico,
persecución fantasma en la noche y final —pescadiIla que se muerde la cola— con la
espantada de Wallach. ¿Volverá mañana al lugar de los hechos el personaje más
interesante de la película?
Este siciliano encantador pertenece a una raza muy antigua. Lleva un sombrero
pequeño con el ala seductoramente doblada, una camisa negra con rayas blancas y
entreabierta en el pecho; en la mano, un bastón que acompasa sus sarcasmos. Con el
pecho abombado y su aire de cantante de ópera, tiene un andar distinguido, pero por
encima de todo sobresale su mirada clara, de animal, sus ojillos de amante insaciable,
sin olvidar su robusto cuerpo de lobo dispuesto a ponerse la piel de cordero con tal de
comerse la oveja del vecino, en este caso, a Baby Doll, que a lo largo de toda la
película está poseída de un deseo llamado feminidad.
Todos los grandes cineastas aspiran a liberarse de las contradicciones dramáticas
y sueñan con rodar una película sin progresión, sin sicologías, donde el interés de los
espectadores se despierte con procedimientos distintos de los cambios espacio-

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temporales, distintos de un diálogo hábil o de la entrada o salida de los personajes.
Un condammé a mort s’est échappé (Un condenado a muerte se ha escapado), Lola
Montes, Woman on the beach (Una mujer en la playa), Rear Window (La ventana
indiscreta) han subido muy alto por este mástil de cucaña, cada uno a su manera.
En Baby Doll Kazan ha conseguido casi perfectamente —con solo la fuerza de
una dirección de actores única en el mundo— el éxito de una película de esta
naturaleza, que se mofa de los sentimientos expuestos y analizados en las películas
corrientes.
Lo que molesta a Kazan, lo que no sabe hacer bien, son las escenas de transición
con muchos personajes; aquí ha logrado escamotearlas —excepto al principio de la
película— y, desde que el siciliano empieza a cortejar a la mujer-niña, contemplamos
una película en la que cuenta cada gesto, cada mirada, admirablemente concretos,
contemplamos un film dominado íntegramente por un solo hombre.
El talento de Kazan es de orden esencialmente decorativo. Y le van mejor estos
argumentos —«salidos de Broadway», podríamos decir para simplificar— que las
pesadas denuncias sociales forzosamente deshonestas y que son siempre tramposas.
Por otra parte, sabemos de sobra que Elia Kazan no tiene nada que decirnos, que
repite lo que dicen los guionistas, y que lo que más le va es descubrir actores y
descubrírselo a esos mismos actores.
En una segunda visión de Baby Doll, nos encontramos con un film distinto, más
rico todavía. Antes que una obra genial, estimable, decadente o ambiciosa, profunda
o brillante, Baby Doll es una película apasionante.

(1957)

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A FACE IN THE CROWD

A face in the crowd, que tengo por una hermosa y gran obra cuya importancia
rebasa el marco de la crítica cinematográfica, ha sido rechazada positivamente por el
público americano y también por el francés. ¿Por qué? Porque se sitúa exactamente
en las antípodas de On the waterfront (La ley del silencio), y se ataca en ella lo
mismo que se alababa en la otra.
¿Significa esto que Budd Schulberg y Elia Kazan han cambiado de chaqueta? En
absoluto, lo que pasa es que On the waterfront fue un guión que anduvo de mano en
mano durante cinco años y después de tantos trasiegos, el resultado final fue un guión
edulcorado que redujo la obra antifascista inicial a un tebeo, no deliberadamente,
pero sí de hecho, demagógico.
Pero en esta ocasión, Schulberg y Kazan han sido sus propios productores y han
podido ofrecernos una película por completo conforme a las intenciones iniciales: el
resultado es sensacional.
La demagogia es, por principio, americana en cuanto que implica una cierta
euforia, un aspecto ingenuo, familiar. En Francia se va imponiendo de manera lenta
pero segura en el periodismo, la radio y la televisión por la fuerza misma de las cosas,
ya que estos medios de difusión copian cada día más los métodos americanos.
En la película todo empieza con una chica guapa, sobrina del dueño de una
pequeña emisora de radio, que tiene la idea de lanzar un programa «A face on the
crowd» para buscar tipos corrientes y hacerles hablar y cantar delante del micro. En
una prisión, la chica levanta una buena pieza. Esta escena, que marca el momento
más importante del film, empujará a Rhodes por el mal camino. La vivaracha
locutora le pregunta el nombre. El responde: «Rhodes —¿Rhodes qué más?—
¿Cómo? ¿Rhodes qué?». La chica coge el micro y añade: «Se llama Rhodes, pero su
apodo es Lonesome (Solitario)». Todo el sentido de la película está en esas cuatro
palabras. Esa simple triquiñuela periodística desencadena todo el mecanismo. La
chica es honrada y valiente, pero toda la bajeza del mundo del periodismo se
condensa en esa pequeña inventiva: «Su apodo es Lonesome». ¿Y cómo reacciona
Rhodes? Puede enfadarse y negarse a seguir. De hecho, mira a la chica (Patricia
Neal), se calla, duda un instante y se decide por reírse a carcajadas. Desde ese
momento, pase lo que pase, aunque sea muy malvada la actitud de él y muy pura la
de ella, no sentiremos lástima por la chica honrada, porque ella representa ya la
corrupción y él al corrompido. A él le compadeceremos hasta el final de la
proyección.
¿Cómo se comporta Rhodes delante del micrófono? Se desenvuelve bien y no se
deja impresionar. Improvisa cancioncillas inconformistas en una jerga familiar y poco
corriente que gusta a las oyentes. Les habla de su madre, de la lejía que quemaba sus
manos, de sus eternos fregoteos. Encandila, sorprende, agrada. Se va metiendo, poco

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a poco a América en el bolsillo.
De la radio pasa a la televisión y su «imagen» le obliga a evitar todo lo que no sea
espontáneo. Es sincero, pone los pies encima de la mesa, lleva a una negra ante las
cámaras, en cierta ocasión se ríe de la marca de colchones que patrocina el programa.
En América, la política siempre acaba por convertirse en un espectáculo, lo mismo
que los espectáculos en publicidad; y Lonesome es solicitado bien pronto por los
futuros candidatos a la presidencia. En este sentido, es sublime la escena en que
educa, humillándole, a un viejo general convertido en político. Le explica cómo ha de
comportarse para gustar al público: no apretar los labios, saber reírse de sí mismo,
presentarse ante las cámaras con un animalito, gato o perro, en los brazos.
En los entresijos de este salto a la fama, hay una vida continua de festejos, de
lacayos, de camas deshechas, una agitación enloquecida y absurda. Las chicas se
acuestan con él con solo mirarlas. Cuanto más le quiere el público, tanto más le odian
los que viven de él. Y Patricia Neal que, evidentemente, es su amante, engañada
muchas veces al día, se agarra a Lonesome como si fuera un débil hijito suyo cuando
consigue retenerlo junto a él así durante cinco minutos.
El final, inevitablemente mecánico —Rhodes es desenmascarado en público—
suena tan auténtico, tan justo como lo demás, porque es cierto que esos fantoches
humanos se desinflan bien rápidamente, como lo demuestra el aleatorio destino del
senador McCartyh en el que han pensado constantemente los autores de la película.
Que A face in the crowd esté dirigida por Elia Kazan significa que la
interpretación de la película es superperfecta. La actuación de Andy Griffith es un
éxito, pero un éxito de Elia Kazan, porque ningún actor ha sido llevado tan de la
mano a lo largo de una película como en ésta.
Sin duda no es una película totalmente homogénea, pero ¡al diablo, la
homogeneidad! Lo que importa aquí no es la estructura de la obra, sino su
significado, inatacable, su pujanza y —me atrevería a decir— su necesidad. Los
fallos habituales en las películas «honradas» son su falta de vigor, su timidez, su
neutralidad poco estética. Esta es apasionada, frenética, fuerte, inexorable como una
«Mythologie» de Roland Barthes y, como ella, un placer para la inteligencia.

(1957)

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Stanley Kubrick

PATHS OF GLORY

Acabo de ver Paths of Glory[14], película americana independiente, realizada en


Bélgica porque las autoridades francesas —según creo— niegan el cartón de rodaje
en Francia a los cineastas que no tienen intención de someter su obra acabada al
control de la comisión de censura.
Paths of Glory es la adaptación de una novela del mismo título, que no hace sino
contar un suceso real que enturbia subrepticiamente la historia de la guerra del 14.
Al principio de la película, asistimos a una conversación entre dos generales
franceses respectivamente interpretados por George Mac Cready, el marcado en la
cara, y por el hollywoodiense de origen francés, Adolphe Menjou, que no encarna por
vez primera un papel de canalla, pues según parece, y a pesar de la opinión
pública[15], denunció a su viejo amigo Charles Chaplin al Comité de Actividades
Antiamericanas. Menjou, en nombre del Estado Mayor, pide a Mac Cready que se
apodere cueste lo que cueste de una posición considerada como inexpugnable. Se
trata de acallar a la prensa descontenta. Mac Cready, al principio, se niega a sacrificar
inútilmente a sus hombres, pero cede por fin después de que Menjou le prometa no sé
qué prebenda.
Y el general envía deliberadamente a la muerte a toda una compañía de valientes,
acaudillada espléndidamente por el coronel Kirk Douglas.
La posición era realmente inexpugnable, y se produce una vergonzosa, sangrienta
y criminal hecatombe. Ese ataque desesperado es el mejor pasaje del film. Cuando el
desastre está ya casi consumado, el general ordena que la artillería bombardee a sus
propias tropas deshechas. Los artilleros se niegan. Cuando vuelven los
supervivientes, el general, para que sirva de ejemplo manda fusilar a tres, elegidos al
azar. El film acaba con esta ejecución. Uno de los tres, herido en una pelea en la
prisión intentando matar al capellán, está atado a una camilla. Y Kirk Douglas
furioso, decidido a «cargarse» al maldito general, recuerda en voz alta la frase de
Samuel Johnson: «El patriotismo es el último refugio de los canallas».
Así pues, esta película, que ha sido retirada de exhibición de una sala de Bruselas
a petición de la federación de ex combatientes belgas, no se estrenará en Francia. Y
eso que siempre habrá generales… Lástima, porque es espléndida desde muchos
puntos de vista. Está admirablemente bien dirigida en planos largos, muy móviles,
mejor incluso que The Killing (Atraco perfecto), estrenada en París con el título de
Ultime Razzia. La fotografía es muy buena y trata de evocar el estilo plástico de la
época. (Recuerda uno la guerra del 14 tal como la presenta, por ejemplo, una
colección de «L’Illustration»).

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El fallo de la película, que impide que se convierta en una requisitoria irrefutable,
es una cierta inverosimilitud sicológica en el comportamiento de los «malos». Hubo
ciertamente, entre 1914 y 1918, «crímenes de guerra» parecidos, bombardeos contra
tropas propias pero por error, ignorancia o confusión, no por ambición personal. La
cobardía es una cosa, el cinismo otra muy distinta. Ese general, cobarde y cínico a la
vez, es poco verosímil. El guión hubiera sido más lógico si un oficial cobarde, presa
del pánico, ordena disparar contra sus tropas y otro oficial hubiera dispuesto el
fusilamiento de tres de los supervivientes para dar ejemplo.
Pasa lo mismo que en Attack[16] de Robert Aldrich, cuando el capitán asustado
empuja, con el pie, el revólver que había arrojado al suelo y con el cual el teniente —
que ha sido traicionado por él— va a matarle. La falsedad sicológica es irritante. Por
eso perdonamos más fácilmente a Stanley Kubrick un error material que salta a la
vista: el coronel Kirk Douglas saluda varias veces a sus superiores con la cabeza
descubierta.
No faltará quien piense que Stanley Kubrick, toda vez que renunció desde el
principio a que su película se exhibiera en Francia, podía haber encontrado mejores
ejemplos de abusos militares en las guerras más recientes: en la de 1940 con un
montón de oficiales franceses vagabundeando por las carreteras, en la de Indochina
con todos esos escándalos que son notorios, en la de Argelia, todavía bastante
reciente, a propósito de la cual el cineasta —según opina Henri Alleg— hubiera
podido plantear «el problema» con más fuerza, con más utilidad.
De todas formas, a pesar de la simplificación sicológica y teatral, Paths of Glory
es un film importante que confirma el talento y el vigor de un nuevo director
americano, Stanley Kubrick.

(1958)

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Charles Laughton

THE NIGHT OF THE HUNTER


(La noche del cazador)

The night of the hunter (La noche del cazador) presenta por lo menos dos
particularidades que la convierten en una obra importante: es la primera película
dirigida por el actor americano Charles Laughton, cuyas interpretaciones truculentas
en Mutiny on the Bounty (Rebelión a bordo). The private life of Henry VIII (La vida
privada de Enrique VIII) y The Paradine Case (El proceso Paradine) son todavía hoy
famosas, y, en segundo lugar, es el retorno a la pantalla de Lillian Gish, que fue la
actriz más célebre del mundo.
El argumento es un poco desconcertante: un padre de familia ha cometido un
asesinato para obtener diez mil dólares, que esconde en una muñeca de trapo. Luego
hace jurar a sus dos hijos pequeños que guardarán el secreto y que emplearán
útilmente ese dinero cuando sean mayores y además con toda probabilidad huérfanos.
En efecto, no tardan mucho en detenerlo y ajusticiarlo.
Poco después, su compañero de celda, un predicador condenado por robo (Robert
Mitchum), es puesto en libertad. La meta de su vida es construir una iglesia y, para
realizar su sueño, se propone apropiarse de los diez mil dólares cuya existencia
conoce, aunque ignora el escondite. Se casa con la viuda de su infortunado
compañero (Shelley Winters), rehúsa cumplir con ella sus deberes conyugales y la
mata poco después, cuando ella le sorprende sonsacando a los niños el escondite del
dinero. El niño y la niña, perseguidos por su terrorífico padrastro, huyen con la
valiosa muñeca en sus brazos. Una señora vieja (Lilian Gisg) los recoge y hace
detener al criminal. El chico «revive» casi literalmente el arresto de su verdadero
padre y, ante la mirada de la policía, rompe la muñeca y ofrece ¡demasiado tarde! el
dinero al desgraciado predicador homicida.
Añado que el predicador sanguinario lleva tatuada en la mano derecha la palabra
«Amor», y en la izquierda la palabra «Odio» a razón de una letra por falange. Con
esto basta para comprender que no se trata de una película como las demás. En
efecto, The night of the hunter nos relata una aventura insólita que debe interpretarse
como un cuento cruel y humorístico o, mejor, como una parábola. Se trata
esencialmente en esta historia del relativismo del bien y del mal, porque todos los
personajes, incluso los muchachos, y el criminal predicador son buenos.
Un guión semejante no es muy apropiado que digamos para comenzar una carrera
de director de Hollywood. Se puede apostar fuerte a que esta película, realizada
despreciando las más elementales normas comerciales, va a ser la única experiencia
de dirección de Charles Laughton, y es lástima. Lástima, sí, porque al margen de las

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rupturas de estilo, The night of the hunter es riquísima en hallazgos y se asemeja a un
suceso horrendo contado por un niño pequeño. A pesar de la belleza de la fotografía
de Stanley Cortez, el hombre que iluminó tan extraordinariamente The Magnificent
Amberson (El cuarto mandamiento), la puesta en escena duda entre la acera nórdica y
la acera alemana, se acerca al callejón iluminado por luz de gas expresionista y se
olvida de pasar por entre las lechugas plantadas por Griffith. Charles Laughton no ha
tenido miedo a saltarse algunos semáforos en rojo ni a derribar a algunos policías en
esta película única que consigue que nos guste el cine de «búsqueda» cuando de
verdad busca y el cine de «hallazgos» cuando de verdad encuentra.

(1956)

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Joshua Logan

PICNIC

En una pequeña ciudad de Kansas aterriza un buen día William Holden,


mugriento, bronceado y desaliñado. A cambio de una buena comida, le quema los
trastos viejos a una anciana señora que, de propina, le lava la camisa. Entre tanto, con
el pecho desnudo, conoce a una guapa chica, Kim Novak, y a su hermana menor,
Susan Strasberg.
Con la camisa limpia, Holden puede visitar por fin a Cliff Robertson, un rico
compañero del colegio, prometido de Kim Novak.
A la mañana siguiente tiene lugar un gran picnic tradicional, lo que en España
llamaríamos una romería, que dura todo el domingo. Holden se muestra
particularmente atractivo, baila como una peonza, bromea sin descanso, y tiene que
parar los pies bien pronto a una institutriz —Rosalind Russell— que ha bebido
demasiado whisky. Como él se resiste, ella le insulta y, disgustado, se libra del
embrollo rescatado por Kim Novak en cuyos brazos pasa la noche. Holden se pelea
con Cliff Robertson y con la policía, y se escapa en un tren de mercancías después de
haberle pedido a Kim Novak que vaya a reunirse con él a Tulsa. Esta, a pesar de las
lágrimas de su madre, va en su busca en autobús. La última imagen, desde un
helicóptero, nos muestra al tren de mercancías y al autobús aproximándose.
No sé si, premiada con el Pulitzer, la obra de teatro Picnic de William Inge, autor
también de Come back little Sheba y Bus Stop, es genial o no, pero la película que
han sacado de ella el gionista-dialoguista Taradash y el director Josh Logan —que la
habían montado previamente en un teatro de Broadway— está muy cerca de serlo.
Josh Logan, sin agresividades inútiles ni excesivos sentimentalismos pero con una
lucidez un poco cruel, que emparenta su mirada sobre el mundo con la de Renoir,
aboceta para nosotros un retrato de América a través de este «trozo de vida». Si para
apreciar todas las virtudes de Elena y los hombres es preciso verla varias veces, todo
lo que hay en Picnic resulta perceptible en un primer visionado. Es la única razón que
justifica que Picnic pueda gustar más que el film de Renoir. Prolongando la
comparación, podemos decir que las dos películas son algo más que una historia bien
contada en imágenes. Nos ofrecen del amor una visión carnal y a la postre
desencantada, que es más verdadera que las que suelen presentarse en la pantalla.
En Picnic, Josh Logan deja que elijamos nuestras emociones. Podemos reír o
llorar con las excentricidades de los personajes. Cada idea, cara y cruz, está
expresada con lo que tiene de patético y de gracioso. Si Josh Logan fuera más joven,
habría hecho de Picnic una película al mismo tiempo más cruel, más ambiciosa y
también más ingenua, pero sus cuarenta y ocho años, su corpulencia, su volubilidad y

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su buen humor le permiten dominar el tema y abordarlo con una distanciación, a mi
parecer, saludable.
Demos, pues, la bienvenida a Josh Logan, un nuevo y gran director de quien
Jacques Rivette ha dicho: «Es Elia Kazan multiplicado por Robert Aldrich». Frase
muy acertada, porque Picnic recuerda a East of Eden (Al este del Edén) por la
delicadeza de los rasgos y a Veracruz por su rapidez. Tras haber visto Picnic —su
primera película— y Bus Stop, me parece Josh Logan un cineasta tan dotado para el
cine (dirección de actores, cámara, enriquecimiento de un guión, valorar cada idea)
que no puede fallar una película a no ser que se lo proponga. He aquí un director
puro, un director que además no se deja domesticar fácilmente porque abandonó
Hollywood hacia 1935 durante el rodaje de History is made tonight (Cena de
medianoche) que, si llega a terminarlo, hubiera sido su primer film como director.
Picnic, que me gusta más que Bus Stop, es una película de una invención continua
y de una gran inspiración en cada imagen. Cuando le place, Josh Logan nos hace reír
en medio de una escena triste o, al revés nos pone —literalmente— un nudo en la
garganta, Y la sala, satisfecha, se muere de gusto.

(1955)

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Sidney Lumet

TWELVE ANGRY MEN


(Doce hombres sin piedad)

Veamos: ¿El guión? Sí, hablemos de él. Bueno, es muy hábil, en el sentido mejor
de la palabra. A los de «Cahiers» no nos gustan nada las obras basadas en una buena
idea, en la astucia, en la habilidad, pero el guión de Twelve angry men (Doce hombre
sin piedad) desarbola a la crítica: 1) gracias a esa deliberada continuidad de tiempo,
lugar y acción, experimentamos un fuerte sentimiento de que la cosa no está acabada,
de que se está haciendo: es el triunfo del estilo televisivo; 2) La tipología de los
jurados es tan refinada que en vez de ofrecernos, como de ordinario, doce tipos
sociales distintos, sólo encontramos seis, repetidos cada uno dos veces. (Muy simple:
hay dos intelectuales, dos trabajadores manuales, dos intolerantes, dos bromistas, dos
escrupulosos y dos «como se debe ser»). De esta forma, cada carácter está
fugazmente sombreado por el que es casi idéntico, en lugar de estar esculpido a
golpes de martillo, como pasa en los títeres humanos que resuelven sus conflictos en
la pantalla.
Muchas películas (y entre ellas, las mejores) son aburridas y le entran a uno ganas
de salirse antes de acabar para tomarse una copa o con la esperanza de toparse con
una amiguita en día libre. En este film, resulta cada vez más difícil marcharse a
medida que avanza la película, porque la vida de un hombre está en juego (sólo una
unanimidad favorable puede librarle de la muerte) y, sobre todo, porque los jurados
van cediendo uno detrás de otro ante la noble argumentación de Fonda, pero hasta el
último momento queda por hacer lo más duro de esa tarea humanitaria. «¡Caray!»
dice uno sin darse cuenta. Los tres últimos jurados «pasan por el aro», pero ¡qué idea
genial la de hacer que el más reticente de todos ceda en antepenúltimo lugar! De esa
forma, el único que los sostenía en su negativa cae por tierra y sólo así se hace
posible el veredicto final: ¡Not guilty! (No culpable).
Film de guionista quizás, pero ¡qué guionista! Aquí y sólo aquí se ha hecho de
verdad justicia y se ha demostrado evidentemente que todos somos asesinos. Se trata
de la primera película de Sidney Lumet, un director que demuestra poseer dotes más
que ciertas y un sentido admirable de la dirección de actores. Esta película ha debido
ser para él como los deberes del colegio, en todo caso, como un examen. Y que haya
obtenido matrícula de honor es poco frecuente, y menos con un film valiente y sin
embargo vigoroso, bien terminado y sin embargo inteligente, ambicioso y sin
embargo pujante. Lo que demuestra que hay que prestar atención a este cineasta. Hay
que esperar la vuelta de Sidney Lumet. O si Vds. lo prefieren, hay que aguardar a que
le dé vueltas de nuevo a la manivela.

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(1957)

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Joseph Mankiewicz

THE BAREFOOT CONTESSA


(La condesa descalza)

Vi recientemente A letter to three wives (Carta a tres esposas) y pensé que lo


sabía todo acerca de Joseph Mankiewicz: el contenido, brillante e inteligente, lleno de
elegancia, buen gusto y refinamiento; el continente, de una precisión, de una justeza,
de una sabiduría casi diabólica; la dirección de actores, teatral hasta la indecencia; y
un sentido de la duración de los planos y de la eficacia de los objetos que no se
encuentran más que en la obra de Cukor. Este es el arte de Joseph Mankiewicz, ese su
perfecto dominio de un género —la comedia dramática— cuyos cimientos no
conviene precisar porque sus virtudes también permanecen a menudo ignoradas.
The barefoot Contessa (La condesa descalza) desconcierta, indudablemente. Se
sale de ver la película sin estar seguro de haberla entendido del todo, sin estar del
todo seguro de que hay algo más que entender además de lo que ya se ha entendido.
En suma, que se sale perplejo con respecto a las intenciones del autor. Lo que no
ofrece duda es la total sinceridad de la empresa, su novedad, su audacia y su poder de
fascinación. Se le ha reprochado a J. Mankiewicz que es el cineasta de los snobs.
Pero, curiosamente, esos espectadores de los Champs Elysées que han hecho triunfar
a All about Eve (Eva al desnudo) patean alegremente todas las noches, con una
constancia digna de mejor causa, a nuestra querida Condesa, mientras que en la Place
Blanche las espectadoras tiene que explicar a sus maridos de qué se trata: ese tío, sí,
el conde italiano, sí, hombre, es imponente. —Ah, ya, dice el otro, impotente
maritalmente.
Stendhal escribía del fracaso de «Armance», la novela que dedicó a la impotencia
en el amor: «Como no está de moda, el vulgo no ha captado mi novela. Y no lo
lamento. Tanto peor para el vulgo». Tal vez respondía a Saint-Beuve que había
dicho: «Esta novela enigmática en el fondo y falsa en los detalles ni augura ningún
descubrimiento ni ningún genio».
Lo más claro del film de Mankiewicz es el anatema lanzado contra Hollywood y
su fauna, contra la ociosidad y su fauna, contra la Riviera y su fauna, y no, como en
sus films precedentes bajo la perspectiva, de la sátira indulgente sino con un odio
declarado a la vulgaridad. Pero, bueno ¿y de la Condesa, qué? Vamos con ella.
Tres tipos del mundo del cine, americanos, descubren durante un viaje a una
extraordinaria y famosa bailarina española: María Vargas (Ava Gadner), la llevan a
Hollywood y la «lanzan» como estrella. El productor Kirk (Warren Stevens),
demagogo, erotómano y místico, cortejea sin esperanza a María que lo desprecia. Ella
tiene como amantes a robustos y hermosos mocetones que elige entre los cocheros,

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los gitanos y los gitarristas.
Un día, para humillar a Kirk, María accede a acompañar a Bravano, un
multimillonario sudamericano, durante un crucero por la Riviera. Bravano (Marius
Goering) no tendrá con María mejor suerte que Kirk. Sin embargo, se consuela con la
idea de que todo el mundo creerá que es su amante.
Bravano se muestra bien pronto grotesco, imbécil y obsesivo. María lo deja por el
Conde Vincenzo Torlano-Favrini (Rossano Brazzi) del que se enamora de verdad y
quien a su vez le corresponde. Boda. El conde confiesa a su joven esposa que no
podrá «amarla más que con el corazón». Una herida en la guerra le ha dejado
mutilado. Entonces, María toma una decisión arriesgada: el mejor regalo que puede
hacer a su marido (cuya hermana, Valentina Córtese, es estéril) es darle un hijo. Se
está dedicando a cumplir ese deseo cuando es sorprendida por su marido Vincenzo
que la mata y mata también al chófer, «chivo expiatorio».
La historia, cuyo núcleo visual es el cementerio donde, bajo la lluvia, se está
enterrando a la gran estrella, es relatada sucesiva y fragmentariamente por varios
personajes, uno de los cuales es el director de cine, Harry Dawes (Humphrey Bogart),
que fue el único amigo verdadero de María y su único confidente. Ha llegado al lugar
del suceso demasiado tarde para disipar el equívoco cuyo desenlace fatal intuía.
Riegan fuera del tiesto los que reprochan a Mankiewicz que haya abordado
demasiados temas sin tratar a fondo ninguno, porque su intención no ha sido hacer
una sátira de Hollywood (aunque es la más violenta que hemos visto), ni una película
sobre la impotencia (que es simbólica, más que otra cosa), ni un panfleto sobre la
Riviera y sus habitantes. Ha hecho un retrato de mujer, uno de los más hermosos que
nos ha ofrecido el cine. La mujer es Ava Gadner, la actriz más bella de Hollywood.
Joseph Mankiewicz ha querido colocar a su protagonista, salvaje, natural y
enigmática, en cuatro situaciones diferentes, en cuatro ambientes diversos, plantando
cara a personajes contradictorios, examinar sus reacciones y explicar la moral que
profesa la famosa estrella.
María Vargas no es, como se ha escrito, una ninfómana: lo que la empuja en
brazos de hombres de baja condición no es perversión, es una profunda repugnancia,
una repulsión física a los «príncipes de este mundo» que a sus ojos no son otra cosa
que «enfermos» aunque sean productores, millonarios o reyes destronados y ociosos.
Su presunta enfermedad se expresa en la impotencia de Vincenzo, último conde de
una familia de abolengo (no es casualidad que la hermana de Vincenzo sea estéril). Y
puesto que su destino le ha llevado a encontrarse por vez primera con el Amor en la
persona de ese «mameluco», era hasta lógico que María Vargas recurriese, para
asegurarse una felicidad completa, a una extravagancia digna de su personalidad poco
común.
Este tema no admite medias tintas en la crítica: o se acepta o se rechaza en
bloque. Por lo que a mí toca, lo acepto y lo aprecio por lo mucho que aporta de
novedad, de inteligencia, de belleza. El primer letrero del genérico de La condesa

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descalza nos anuncia una producción «Figaro Incorporated» y está inscrito sobre una
reproducción de «El indiferente» al mismo tiempo que suenan unos compases de
«Las noches de Fígaro». La afición de Mankiewicz por el siglo dieciocho le ha
incitado a colocar bajo el patronazgo de Beaumarchais, Watteau y Mozart esta
película escrita, dialogada, dirigida y producida por él. (Está claro que La condesa
descalza, tanto por la originalidad de la trama como por la violencia de sus ataques
contra Hollywood, no la habrían producido nunca ni Zanuck ni H. Hughes). Se trata,
pues, «a priori» de una empresa audaz, noble y requetesimpática, por medio de la
cual Mankiewicz arregla cuentas con Hollywood que le condenó a barnizar muebles
cuando lo que él deseaba era derribar muros.
Gracias al éxito de sus comedias sicológicas, Joseph Mankiewicz se ha asegurado
en Hollywood una posición privilegiada. Por eso tiene más mérito que se haya
embarcado en una aventura tan original y peligrosa como La condesa descalza. Como
era de esperar, ha sido mal recibida por aquellos que estaban encandilados con sus
agradables y espirituales films precedentes, mucho más sencillos: All about Eve (Eva
al desnudo), A letter to three wives (Carta a tres esposas), Five fingers (Operación
Cicerón). Que los espectadores de los Champs Elysées se carcajeen cuando, en la
pantalla, un señor confiesa a su mujer que tiene una tara corporal, habla bien claro
sobre la parte de culpa que tiene el público en la banalidad y vulgaridad de los
guiones corrientes. Demuestra además que todavía no es hora de adaptar «Armance»
de Stendhal. En Le rouge et le noir (película), Claude Autant-Lara no se atrevió a
filmar a Matilde con la cabeza cortada de Jean Sorel en sus rodillas. Mankiewicz es
más stendhaliano porque la iniciativa final de la condesa —que le haga un hijo el
chófer para ofrecérselo a su marido— entraría de lleno en el temperamento de
Matilde de la Mole.
Han cometido el error de hacer la publicidad de La condesa descalza
anunciándola como una película «con claves». Cierto, no es difícil identificar a dos
«productores» de los que se han tomado algunos rasgos personales (demagogia,
misticismo y lujuria), pero María Vargas no es Rita Hayworth, ni Bravano Ali Kan.
Lo que es más probable es quejo Mankiewicz se haya autorretratado en el personaje
del guionista y director que interpreta espléndidamente Humphrey Bogart.
Esta película sutil e inteligente, muy bien dirigida, e interpretada a la perfección
sin nada de teatralismo, es la mejor de las que pueden verse actualmente en nuestros
cines.

(1955)

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Anthony Mann

MEN IN WAR
(La colina de los diablos de acero)

Las películas de guerra son especialidad de Hollywood. La rentabilidad de este


género es mucho mayor que la de todos los demás. Apenas hay que hacer
concesiones, y si el guión no es demasiado subversivo se puede contar con la
participación del ejército: hombres, material, munición, caballos, aviones, etc.
Después del fracaso comercial de The big knife, Robert Aldrich ha sacado a flote su
productora con Attack, película bélica. Bien pensado, un film de guerra se puede
rodar en el jardín de casa: unos cuantos hombres al sol en medio de yerba alta, una
patrulla pequeña, fusiles de juguete, algunos machetes, una docena de cascos. Se
puede rodar sin la ayuda del ejército una película antimilitarista o por lo menos
antibelicista.
Todo esto viene a cuento —y mucho— al hablar de Men in war, último film de
Anthony Mann, el que más le gusta —según acaba de declarar recientemente— y en
el que debuta un actor joven, Anthony Ray, hijo de Nicholas, quien por cierto bien
pronto va a darnos su opinión sobre la guerra en Bitter Victory[17].
Catalogo muy alto a Men ir war, bautizada en Francia con el absurdo título de
Cote 465, tal vez para que dé menos dinero. La coloco por encima de Attack, porque
tenemos que ver y volver a ver sin cesar las películas y revisar nuestros juicios
anteriores. Con los mismos medios que Aldrich, Anthony Mann va mucho más lejos
utilizando procedimientos más puros y menos teatrales. No hay nada gratuito en Men
in war, ningún sadismo. Al contrario, es una narración perfecta, sólida, rigurosa,
implacable.
Una pequeña patrulla en Corea, mandada por un teniente, Robert Ryan, humano,
inteligente, valiente, un buen oficial, en suma. Llega un jeep conducido por un
sargento brutal y fisgón. A su lado, un coronel silencioso, totalmente envarado. El
sargento parece idolatrarlo: le enciende los cigarrillos, le cepilla, y le habla a la oreja,
cuida de él como si fuera un recién nacido o la abuelita.
El coronel está todo el tiempo en estado de postración, y la película entera gira en
torno a esos caracteres, a esos dos tipos de soldados: el teniente inteligente, reposado,
lógico (Robert Ryan) y el sargento instintivo y fuerte, sin duda porque conoce mejor
el terreno. En cuanto se mueve una hoja, dispara hasta quedar ahíto. ¡Con él no hay
forma de hacer prisioneros! Un personaje a ratos fascinante y a ratos repulsivo, que
ha sido interpretado magistralmente por Aldo Ray.
El final se parece al de La bandera[18] pero más sobrio: dos sobrevivientes, los
que nos interesan, y todo alrededor, cadáveres.

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Salvo error, creo que Anthony Mann hacía mucho tiempo que no rodaba en
blanco y negro. La magnífica fotografía de Ernest Haller impide cualquier lamento en
este sentido. Anthony Mann es en la actualidad el cineasta americano más sensible a
la naturaleza, y en Men in war cada brizna de yerba, cada matorral, cada ramaje y
cada rayo de sol tiene el mismo valor emocional que un tanque en movimiento. Por lo
demás, no hay tanques en Men in war sino un puñado de hombres caminando por
veredas.
Moralmente, la anécdota es muy digna, muy noble, irreprochable. Se vuelca sólo
sobre el hombre, sobre su miedo, su sudor, sus botas, sus cigarrillos. Pero a las
virtudes evidentes de esta hermosa película hay que añadir una inmensa cualidad
negativa. Quiero decir que faltan algunos lugares comunes que parecen inherentes a
este género de películas: los personajes muy estereotipados, o sea, el soldado que
hace reír a los compañeros diciendo burradas, el que se pasa la vida leyendo las cartas
de su mujer, el cobarde, etc.
Recordemos que el guión va firmado por Philip Yordan, el autor de Johnny
Guitar, uno de los escritores más dotados de Hollywood.

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Robert Mulligan

FEAR STRIKES OUT


(El precio del éxito)

Proyectado en el «sumidero» de antes de las vacaciones, va a pasar desapercibido


uno de los mejores films americanos del año. Se trata de Fear strikes out (El precio
del éxito), primera película de Robert Mulligan, un director joven. Procede, como
Sidney Lumet, de la televisión, pero hay que saber esto de antemano, porque, al revés
que Twelve angry men (Doce hombres sin piedad), El precio del éxito es totalmente
cinematográfica. Por su realismo, por la autenticidad del ambiente y de los hechos y
también por el estilo de la interpretación, este film se inscribe en lo que se llama la
«escuela de Nueva York» aludiendo al estilo impuesto por Elia Kazan en sus últimas
películas, estilo deliberadamente anti-Hollywood.
Fear strikes out cuenta la historia de un muchacho sobre el que su padre vuelca
todos sus sueños de jugador de béisbol. «Entrena» a su hijo, lo cansa a base de
ejercicio, le obliga a quemar etapas para que llegue a ser un «profesional».
Perfeccionista hasta la exageración y exagerado en su deseo de perfección, nunca le
felicita, siempre encuentra algo que reprocharle. Y pasa lo que tenía que pasar, un
buen día «estallan» los nervios del joven campeón que queda para el arrastre. La
película se acaba, en el manicomio, con el primer sicoanálisis presentado en la
pantalla, largo y detallado, preciso y verosímil, notablemente «ajustado» y
maravillosamente dirigido.
No es corriente ver una ópera prima cinematográfica libre de fallos, de
redundancias. Todo está en su sitio. No hay ninguna secuencia que destaque sobre las
demás (y que son todas buenas) en este film sereno, pausado, sincero y de una
perfección que hace pensar en una gran experiencia.
El peso entero de la obra recae sobre las espaldas de Karl Malden (el padre) pero
también sobre las más débiles del joven actor Anthony Perkins que reúne la
simplicidad interpretativa de la vieja generación cuando eran figuras jóvenes (Jimmy
Stewart, Gary Cooper) y la expresión corporal moderna de los Brando y James Dean,
sin echar mano jamás a las muecas o al exhibicionismo.
Fear strikes out es un film amargo y desencantado que no invita a vivir en
América. Pero si en Francia tuviéramos cineastas tan lúcidos y de tanto talento como
Mulligan, capaces de trascender la anécdota, también nosotros tendríamos en la
pantalla una imagen menos simploide de nuestro país.

(1958)

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Otto Preminger

BONJOUR, TRISTESSE
(Buenos días, tristeza)

Ahorraré al lector la Inútil cháchara sobre si la adaptación es fiel o no puesto que


no he leído «Bonjour, tristesse» ni ninguna de las otras dos novelas de la Sagan. A
esta autora le han hecho entrevistas, unas, interesantes, y otras menos interesantes,
pero en todas ellas aparece como poseedora de un montón de teorías generales, y de
paso, se refleja en ellas su lucidez, su tacto, y su inteligencia fría. En suma, que más
parece una ensayista que una novelista.
En otras palabras: me interesa más lo que piensa Françoise Sagan que lo que
escribe o inventa. Dormita en ella una personalidad rica y sus esfuerzos por acabar
con el tinglado de marionetass la hacen más simpática que la mayoría de sus colegas
novelistas que incluso tratan de engañarnos con sus falsas y trabajosas anécdotas.
Un Otto Preminger, al contrario, vale más por lo que hace que por lo que es. Al
cinéfilo que le entrevista da respuestas que son lugares comunes sobre la censura
católica, la rentabilidad de las películas, el porcentaje de las estrellas. En
consecuencia, este vienés quincuagenario, temido y envidiado, hombre de negocios,
antiguo actor, es un artista, eso que hoy se llama peyorativamente «un formalista».
Este «director» y no otro —capaz de insuflar vida a cualquier bodrio— se
despreocupa como un donante de sangre del destinatario de la transfusión.
Si está claro que François Sagan es «de nuestro siglo», del siglo XX, el de los
pensadores, Otto Preminger es un hombre con cien años a las espaldas, un intuitivo,
un iluminado cuyo arte desafía la exégesis erudita.
Están en su derecho los fervientes admiradores de Bonjour Tristesse (novela) al
acusar de traición a Bonjour Tristesse (película). También yo estoy en mi derecho al
preferir una obra de Preminger —y de Preminger solo— a una de esas empresas
colectivas casi anónimas. Como esa película que no voy a decir su título y que no se
sabe si es de Pierre Boulle, David Lean, Alee Guiness o de San Spiegel[19].
¿Han observado Vds. cómo la esterilidad inherente a su tarea lleva a los críticos a
hablar siempre de los personajes en vez de los actores que los encarnan? La culpa la
tiene su pretensión y falta de sensibilidad que les lleva a preferir el guión a la misma
película, las intenciones al resultado, la idea a la acción, en suma, lo abstracto a lo
concreto. Y sin embargo, el director de cine trabaja con eso que los militares llaman
«material humano». Siempre me ha parecido ridículo un novelista que habla de «sus»
personajes, mientras que un director no habla de «sus» actores. Por eso,
probablemente, me gusta más el cine que la literatura.
El cine es el arte de la mujer, o sea, de la actriz. El cometido del director consiste

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en conseguir que unas mujeres hagan cosas hermosas. En mi opinión, los grandes
momentos del cine se dan cuando hay coincidencia entre las dotes de un director y las
de una actriz dirigida por él: Griffith y Lilian Gis, Sternberg y Marlène, Fritz Lang y
Joan Bennet, Renoir y Simone Simon, Hitchcock y Joan Fontaine, Rossellini y la
Magnani, Ophüls y Danielle Darrieux, Fellini y Masina, Vadim y B.B. Y podemos
añadir también Preminger y Jean Seberg.
Cuando organizó el concurso «Bonjour Tristesse» para elegir la protagonista,
Preminger no buscaba una Cécile. Buscaba a Jean Seberg. Y cuando la encontró, no
se preguntaba si era digna de incorporar a Cécile. Al contrario: ¿era digna Cécile de
ser encarnada por Jean Seberg? Por tanto, sea fiel o no la adaptación de Arthur
Laurente, lo que se pretendía era favorecer lo que llamaría, en el mejor sentido de la
palabra, el exhibicionismo de Jean Seberg o, si se quiere, su valorización, su
interpretación, su actuación ante las cámaras.
Los automovilistas que compiten en las Veinticuatro Horas de Le Mans y que
corren el peligro de matarse no lo hacen evidentemente por el público. Y sin embargo
¿no constituye un espectáculo? Otto Preminger hace otro tanto: nos ofrece un
espectáculo pero cuyo secreto se guarda, un espectáculo que le concierne a él solo.
Otto Preminger es un cineasta poco comercial, probablemente porque se dedica a
la búsqueda de una verdad particularmente sutil y casi imperceptible: la de las
miradas, los gestos, las actitudes. Y se suele meter de lleno en escándalos —recordar
Forever Amber (Ambiciosa), The moon is blue, Carmen Jones, The man with the
golden arm (El hombre del brazo de oro) para salvaguardar mejor su pureza. La
magnificencia del encuadre, en la obra de este pintor enamorado de los pequeños
detalles que no llaman la atención, está destinada a poner en evidencia la
insignificancia deliberada del conjunto. Los genéricos brillantes de «los» Preminger
son una broma que nos dedica con toda premeditación. La acumulación, por ejemplo
en esta película, de los nombres de la Sagan, de Juliette Greco (¡¡que canta Bonjour
Tristesse!!) y de Georges Auric es un gag cínico. Y pienso que si Preminger iniciara
de nuevo hoy el rodaje de Bonjour Tristesse no podría renunciar al vestuario diseñado
por Yves Saint-Laurent ni a los decorados de Bernard Buffet…
Otrogag: David Niven, en la playa, hojea un número de «ELLE». Es una forma de
hacer un guiño amistoso a Pierre Lazareff cuyo suntuoso chalet es, después de la
Seberg, la «vedette» de la película. Pero no es eso todo: en la portada de «ELLE»
figura la fotografía de Christine Carrère, que ha sido elegida por la FOX para
protagonizar en Hollywood A certain smile (Una cierta sonrisa), adaptación de la
novela homónima de la Sagan, y que sin duda será destrozada por ese esclavo torpe
que se llama Jean Negulesco. Parece como si con esto también quisiera Preminger
guiñarle el ojo a la FOX: «Lo siento, señores, pero creo que mi película se estrenará
antes».
Cuando leía, por entonces, las reseñas críticas del primer libro de Françoise
Sagan, me quedé muy sorprendido por las similitudes y analogías que presentaba con

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la película americana Angel Foce (Cara de ángel) que se estrenó «de tapadillo» el
año pasado en Francia. En esta película, al igual que Bonjour Tristesse, «producida y
dirigida por Otto Preminger», la refinada Jean Simmons se aburre mortalmente en
una lujosa casa con su adorado padre y una madrastra aguafiestas. Contrata a Robert
Mitchum como chófer y amante y pretende convencerle de que mate a su madrastra,
ella misma provoca —sin saberlo Mitchum— un accidente mortal de coches en el
que encuentran la muerte no sólo la odiada madrastra sino también el padre
idolatrado, que en el último momento fue convencido por su mujer para que le
acompañara. Acusados y detenidos los dos, se casan en la cárcel siguiendo los
consejos de su abogado ya que es único medio de conseguirles la absolución.
Sin llegar a decir que Françοis Sagan se haya inspirado en Angel Face al escribir
su primera novela, es evidente que Bonjour Tristesse interesó desde el principio a
Preminger quien, tres meses más tarde, compró los derechos cinematográficos del
libro a Ray Ventura, un muchachito avispado que se embolsó en el lance cincuenta
millones, premio a una feliz corazonada.
Por eso es tonto escribir que Preminger no era el hombre adecuado para rodar
Bonjour Tristesse, ya que esta película viene a ser para él una «remake», un pretexto
para abordar de nuevo su tema favorito: la mujer-niña y la tristeza de envejecer.
Incluso me atrevería a decir que Saint Joan y Bonjour Tristesse se complementan
perfectamente: en el primero, los ingleses desembarcan y queman a Juana de Arco;
en el segundo, el mismo personaje, un año más tarde, trata de no dejarse cazar por el
primer Cauchon recién llegado, trata de defenderse pasando al ataque y arroja fuera
de Francia a Debora Kerr.
¡En realidad, no he analizado la película! ¿Es culpa mía o de la película? Me
parece que Preminger, que en el pasado ha demostrado suficientemente que es un
buen narrador de historias, no quiere esta vez contarnos algo, sino presentarnos las
cosas que le interesan tal cual son y en desorden. No hace el más mínimo esfuerzo
por conseguir que esta anécdota leve, sencilla y creíble lleguemos a creérnosla. Peor
aún, la fragmenta y nos saca de un pasado en color para sumergirnos en un presente
en blanco y negro. ¿Les parece descabellada esa Costa Azul folklórica? No
olvidemos que hace dos años, cuando Otto Preminger era jurado en el Festival de
Cannes, fue invitado a presenciar desde La Croisette una «batalla de flores» diez
veces más ridícula. Y si la imagen de Saint-Tropez no resulta demasiado rigurosa,
hay que tener en cuenta que Bonjour Tristesse no es la imagen que de Francia tiene
un ingenuo americano sino la imagen de Francia, ofrecida a los americanos tal y
como les gusta imaginársela por un europeo lúcido y desencantado.
La interpretación, desigual, era el punto fundamental de la película, pero en
cualquier caso, cuando Jean Seberg está en la pantalla (es decir, todo el rato) no nos
fijamos más que en ella, en el menor de sus graciosos mohines, en la más leve de sus
miradas. La forma de su cabeza, su tipo, su forma de andar, todo en ella es perfecto, y
su sex-appeal resulta inédito en cine. Está llevada, controlada, dirigida hasta el

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milímetro por su director, que podría pasar por su novio, lo que no sería nada
sorprendente ya que hay que estar de verdad enamorado para conseguir esa exactitud
en las expresiones. En short azul desflecado por los lados, en bermudas, con falda, en
vestido de noche, en traje de baño, en camisa masculina y los faldones sueltos, con
camisa masculina y las puntas de los faldones anudados sobre el ombligo, en plan
desaliñado o en plan elegante —en todo momento— Jean Seberg, con su pelo corto
color rubio ceniza y su perfil de faraón, con sus enormes ojos azules abiertos y sus
destellos de malicia adolescente, lleva sobre sus espaldas todo el peso de la película,
que es un poema de amor que le ha dedicado Otto Preminger.

(1958)

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Nicholas Ray

JOHNNY GUITAR

Descubrimos hace siete u ocho años a Nicholas Ray a través de Knock on any
door (Llamad a cualquier puerta). Después, en el «Rendez-vous de Biarriz» tuvimos
una emotiva confirmación al ver The live by night, que sigue siendo su mejor
película. Luego, en París, pasaron desapercibidas In a lonely place, On dangerous
ground, The lusty men y ahora, por último, Johnny Guitar.
Nicholas Raymond Kienzle, joven cineasta americano de la generación de los
Wise, Dassin y Losey, es un autor en el sentido que solemos darle nosotros a esta
palabra. Todas sus películas cuentan la misma historia: la de un hombre violento que
no le gusta serlo y que mantiene relaciones con una mujer moralmente más fuerte que
él. En definitiva, ese tipo «duro», protagonista de todos sus films, es débil, es un
hombre aniñado, es en realidad un auténtico niño. Siempre la misma soledad moral,
siempre los mismos enemigos que algunas veces son partidarios del linchamiento.
Los que han visto las películas que acabo de citar podrían ellos mismos multiplicar y
enriquecer estos breves apuntes. Los que no las hayan visto, que se fíen de mí.
A Johnny Guitar le faltaba poco para ser la mejor película de su autor.
Habitualmente, los films de Ray aburren al público porque molesta su lentitud, su
seriedad, o sea, su realismo. Me refiero aquí a un realismo de palabras y hallazgos
poéticos «a lo Cocteau». Una ristra de exquisiteces más reales que la realidad misma.
Los cow-boys de Jonny Guitar se insultan llamándose «señor» en la versión doblada
al francés que, por esta vez, deja en evidencia mucho mejor lo teatral de la película.
Ya se sabe que este western sorprende por sus extravagancias. Johnny Guitar es un
falso western pero no un «western intelectual». Es un western soñado, fantástico,
irreal en la medida de lo posible, delirante. Y como de los sueños a Freud no hay más
que un paso, nuestros colegas anglosajones lo han bautizado como «western
sicoanalítico». Pero las virtudes de esta película (las de Ray son muy otras) son
invisibles para aquellos que no han mirado nunca por el visor de una cámara.
Nosotros nos esforzamos por remontarnos hasta las fuentes de la creación
cinematográfica y por eso nos oponemos a otras formas de crítica. Al contrario que
André Bazin, creo que es importante que un director de cine se reconozca en la
semblanza que hacemos de él y de su película.
En la medida que puede distinguirse dos clases de cineastas, cerebrales e
intuitivos, yo colocaría de salida a Nicholas Ray en el segundo grupo, en el de la
sinceridad y la sensibilidad. Y sin embargo se adivina en él a un intelectual, pero que
consigue hacer abstracción de todo lo que no venga del corazón. No es un gran
técnico, pero es evidente que Ray se preocupa menos de lograr un film perfecto a la

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manera tradicional y se preocupa más de conseguir en cada uno de los planos un
cierto grado de emoción. Johnny Guitar está «hecha» como aprisa, en planos largos,
que luego se han cortado en diez pedazos. El montaje es muy sincopado, pero el
interés es el mismo: por ejemplo, en la artística colocación de las personas dentro del
encuadre. (Los componentes del grupo, cuando están en el local de Vienna, se
disponen y evolucionan en forma de V como las aves migratorias).
Hay dos películas dentro de Johnny Guitar: la de Ray (las relaciones entre dos
hombres y dos mujeres, la violencia y la amargura) y una especie de «tira y afloja»
extravagante en la línea «Joseph von Sternberg», exterior por completo al estilo de
Ray pero no por eso menos apasionante. Así pues, podemos contemplar a Joan
Crawford, vestida de blanco, tocando el piano en un saloon cochambroso, teniendo a
su lado candelabros y un revolver. Johnny Guitar es «la bella y la bestia» del western,
un Oeste onírico. Los cow-boys se evaporan y mueren como bailarinas de ballet. El
color desconcertante y fuerte (en Trucolor) contribuye a esta sensación con sus tonos
vivos que en ocasiones son muy bellos y siempre inesperados.
El público de los Champs Elysées no se equivoca al acoger Johnny Guitar con
reticencias. Dentro de unos años, se apretujará para aplaudir este mismo film en una
sala de arte y ensayo. (Véase, por ejemplo, el caso de Les dames du Bois de
Boulogne). En cambio, al público de la Place Pigalle le «va» muy bien la versión
doblada de Johnny Guitar. Al público de los Champs Elysées le falta el guiño de
complicidad de las películas de Huston.
Johnny Guitar está hecha a la medida de Joan Crawford, como Rancho Notorius
(Encubridora) de Fritz Lang lo estaba a la de Marlene Dietrich. Joan Crawford fue
una de las mujeres más guapas de Hollywood. Ahora está más allá de la belleza. Se
ha convertido en algo irreal, en el fantasma de ella misma. La palidez ha invadido sus
ojos, los músculos de su cara. Voluntad de hierro, rostro de acero. Un curioso
fenómeno: se masculiniza al envejecer. Su interpretación crispada, tensa, llevada al
paroxismo por Nicholas Ray, constituye por sí sola un extraño y fascinante
espectáculo.
Nicholas Ray es un poco el Rossellini de Hollywood. Como él, no explica nada,
no subraya nada. Más que películas lo que rueda son esquemas de películas (cf. el
artículo de Rivette sobre R. Rossellini). Hay otro punto común: Ray está
escandalizado por la muerte de los niños. En el reino de lo mecánico, Nicholas Ray
fabrica artesanalmente, con una amorosa paciencia, bonitos chismes tallados en
madera. ¡Cuidado con los «amateurs»! No hay ninguna película de Ray sin un
atardecer. Es el poeta de los anocheceres, y en Hollywood se permite todo menos la
poesía. Mientras que en Hollywood un Hawks se instala y se pone cómodo, flirtea
con lo tradicional para mejor burlarse de ello después, y siempre sale triunfante, Ray,
en cambio, no es capaz de «pactar» con el diablo y, en caso de pactar, sacar provecho.
Ray tiene perdida esa guerra antes de empezarla.
Hawks y Ray se contraponen un poco a la manera de Castellani y Rossellini.

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Hawks representa el triunfo de la inteligencia, Ray el del corazón. Se puede rechazar
a Hawks en favor de Ray (o al revés), se puede incluso rechazar Big Sky (Río de
sangre) en favor de Johnny Guitar o se puede admitirlos a los dos, pero quien rechaza
a uno y otro va a escucharme: que no vaya más al cine, que no vea más películas,
porque no sabrá nunca lo que es inspiración, intuición poética, un encuadre, un plano,
una idea, una buena película, cine.

(1955)

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BIGGERTHAN LIFE
(Más poderoso que la vida)[20]

De todos sus films Nicholas Ray prefiere Rebel without a cause (Rebelde sin
causa) del que es autor total. Pero está satisfecho también de Bigger than life (Más
poderoso que la vida) cuyo guión, firmado en el genérico por Cyril Hume y Richard
Maibaum, ha sido rehecho casi enteramente por Clifford Odets, Gavin Lambert y él.
Puede sospecharse que Nicholas Ray ha gozado de tanta libertad para rodar esta
película porque la «estrella» del film, James Mason, ha sido también su productor.
Fue éste quien compró los derechos del relato de un hecho verídico, que apareció en
el «New Yorker»: un profesor, aquejado de inflamación arterial, fue tratado con
cortisona, medicamento nuevo en período de experimentación pero bautizado ya
como «droga milagrosa». A pesar de que respetaba escrupulosamente las dosis
prescritas, poco a poco iba cayendo en delirios de grandeza. Se convirtió en un ser
arisco, excitado, paranoico, exaltado. Arremetía febrilmente con empresas utópicas a
fin de reformar la enseñanza. Llegó a ser un auténtico tirano doméstico, y
aterrorizaba a los que estaba a su alrededor hasta que lo recluyeron en una clínica
donde le cambiaron el tratamiento.
En el primer guión, Hume y Maibaum transformaron al protagonista en una
especie de pariente de Jeckyll y Hyde. Durante el día, estaba perfectamente
equilibrado; por la noche, se convertía en un animal feroz que lo rompía todo.
Nicholas Ray prefirió atenerse a la historia auténtica y alejarse de ella lo menos
posible.
Ed. Avery (James Mason) es un profesor mal pagado que, sin que lo sepan ni su
mujer ni su hijo, trabaja varias tardes por semana como controlador en una compañía
de taxis. Por exceso de trabajo cae enfermo: inflamación arterial. Se le trata con
cortisona. Debido a las presiones de las asociaciones médicas, muy poderosas en los
Estados Unidos y opuestos a esta película, Nick Ray tuvo que hacer una concesión en
el guión. En efecto, en la película Ed. Avery toma una dosis superior a la prescrita
para conseguir con más frecuencia ese estado de euforia que le procura la cortisona,
que se va a convertir para él en una droga.
Su comportamiento, por efecto de la medicina, deja de ser el normal. Se siente
seguro, satisfecho de sí mismo, como lo no había estado nunca. Un día, en una gran
casa de modas, obliga a su mujer a aceptar dos vestidos que no tiene forma de pagar.
Después empieza a criticar a todo el mundo, se hace desdeñoso e irritable sin motivo.
En seguida, cree haber descubierto —como en el hecho real— la misión de su
vida: reformar la enseñanza. Se pone a escribir una serie de artículos demoledores,
etc… Empieza a experimentar en su hijo sus nuevos métodos de educación. Va hacer
de él un genio. Un calvario cotidiano comienza para madre e hijo. Las escenas
familiares se hacen cada vez más violentas. Un día sorprende a su hijo tratando de

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quitarle los frascos de cortisona. Poco después, tras oír en la iglesia un sermón sobre
Abraham, se cree un gran teólogo y decide revivir con su hijo el gesto del Padre de la
Fe. Su mujer trata de disuadirle: «Dios no quería que Abraham sacrificara a su hijo».
Avery responde: «Dios se equivocó». Pero en el momento en que, tijeras en mano, se
lanza sobre su hijo, le da un vértigo. Dios interviene y Avery entrevé un torbellino de
fuego, como el del Génesis: «Cuando se puso el sol y las tinieblas cubrieron la tierra,
un fuego pasó por entre los animales descuartizados». Por último, Ed. Avery, vuelve
en sí, y convencido por uno de sus vecinos y por su mujer, vuelve a la clínica de
donde saldrá curado.
Este el argumento que muchos de mis colegas consideraron rocambolesco cuando
la película se presentó en Venecia. Sus razones son que no puede montarse una
tragedia a partir de un hecho tan anodino como éste: un hombre toma una dosis de
cortisona superior a la prescrita. En efecto, Nicholas Ray no ha pretendido hacer una
tragedia ni incluso contar una historia verosímil y sicológica. Ha concebido su
película como uno parábola. Ha rodado una idea, una hipótesis, un supuesto. En vez
de cortisona, podría haber sido el alcohol. Lo esencial no es el pretexto sino las
consecuencias a que conduce ese pretexto.
Nicholas Ray ha querido mostrar al público que se equivoca al creer en los
milagros de la medicina, en las «drogas milagrosas», Puesto que —como el átomo—
pueden salvar y pueden destruir. La ciencia tiene sus límites y no hay que confiar en
ella ciegamente. Lo único que Ray no ha podido mostrar con toda claridad es su
antipatía por los médicos. Sin embargo, los ha filmado en grupos de tres
encuadrándolos como a los gángsters en las películas «negras». Les ha pedido que
hablen de una manera pedante y distante, con mucha suficiencia. Si hubiese querido
hacernos tragar lo exagerado del tema, podría haber convertido toda la película en un
sueño: el profesor se despierta al final después de haber soñado todas las peripecias y
que quiso macar a su hijo. El público hubiera aceptado mucho mejor la película. Pero
eso hubiera sido ceder al peor convencionalismo y con eso la crítica no hubiera
dejado de carcajearse.
El guión de Bigger than life es inteligente, sutil, de una lógica absoluta. La
cortisona no convierte en megalómano a Avery, sólo revela su megalomanía. Por eso,
los autores nos dan, desde el comienzo, una serie de pistas: los carteles turísticos que
cubren la casa de Avery, la reflexión que le hace a su mujer tras su primer
ofuscamiento: «Somos blandos, nosotros también».
Cuando se siente más lúcido, lo es realmente, y como los borrachos, dice muchas
verdades. Lo admirable es que nunca tiene razón del todo ni está completamente
equivocado. Desde este punto de vista, la mejor escena es la de los padres de los
alumnos: Avery toma la palabra para explicar a los padres que sus niños de los que
están tan orgullosos no son más que un estadio del chimpacé. Una señora ridiculísima
abandona la sala indignada. Avery da una chupada a su cigarrillo, sonríe satisfecho y
sigue con su discurso que va derivando poco a poco hasta convertirse en casi fascista:

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«Hace falta un jefe, ésa es la verdad». En ese instante, un tío bigotudo, que le miraba
con ojos encendidos, se coloca junto a él: «¡Esto es lo que estaba deseando oír,
bravo!». Verdad, anti-verdad, toda la película está sazonada, por añadidura, de un
humor negro muy refinado.
En sus primeros films Nicholas Ray trataba de la violencia y de la soledad moral
de los violentos no sin cierta complacencia. Poco a poco, se está dedicando a
demostrar la vanidad de la violencia y la importancia de la lucidez. Ahora nos ofrece,
una vez más, el retrato de un hombre al que su intransigencia le lleva a la soledad
moral pero lo presenta como una equivocación y al mismo tiempo prueba que la
lucidez no es un fin porque su protagonista, en suma, es un hombre rescatado del
infierno de la lógica.
Es verdad que la película, en su trama, tiene más de fábula que de obra sicológica,
pero a pesar de eso, los detalles más mínimos son de un verismo extraordinario. En
vez de inventarse peripecias, los autores han preferido describir la evolución de la
enfermedad de Avery mostrándonos sus reacciones ante los sucesos de la vida
cotidiana: por ejemplo, una mañana, Avery toma aparte al repartidor de leche y le
acusa de hacer tintinear aposta las botellas en su caja metálica para fastidiarle, para
impedirle trabajar, por envidia sin duda.
El personaje de Avery es muy parecido al de Francesco en el de Buñuel y las dos
películas tienen relación. Podría pertenecer al film de Buñuel la escena en que vemos
a Avery mirándose satisfecho en el espejo del baño, con la toalla alrededor del cuello,
sonriendo y con un cigarrillo en la comisura de los labios mientras su esposa sube
balde a balde el agua caliente para el baño.
La interpretación de Mason es de una diafanidad y precisión extraordinarias. Bajo
la dirección magistral de Nicholas Ray, James Mason disfruta de los tres o cuatro
primeros planos de rostro más bellos que he contemplado desde que existe el
cinemascope. La «puesta en escena», incisiva, imprime a la película una rapidez
grandísima. La pantalla es barrida continuamente por escenas breves, ninguna de las
cuales es ajena al personaje de Ed Avery. Bigger than life es todo lo contrario de un
film descriptivo, pero los menores detalles, aunque sean de decorado, vestuario,
atrezzo o gestos, son de una belleza pasmosa.
Queda todavía otro aspecto gracias al cual el film de Ray resulta profundamente
auténtico. Incluso aquellos que se niegan a admitir los paroxismos del guión (¿y por
qué diablos se niegan a admitirlos?) no podrán menos que aplaudir esto: por vez
primera en la pantalla, las relaciones de un intelectual con su esposa, más simple que
él, son desmontadas con una lucidez y una franqueza casi terroríficas. Sí, por vez
primera, se nos muestra a un intelectual en su casa, en el hogar, en su intimidad,
seguro de la superioridad de su vocabulario, teniendo a su favor la dialéctica mientras
que su esposa que intuye las cosas pero que renuncia a decirlas, no puede mantener la
misma conversación. Ella, como la mayoría de las mujeres, es intuitiva y se siente
movida en primer lugar por el amor y su sensibilidad. Cincuenta variaciones sobre el

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tema convierten a Bigger than life, aparte del aspecto excepcional de este dato, en
una excelente pintura del matrimonio.
Film de una lógica y lucidez implacables, Bigger than life es sobre todo el film de
la lógica y de la lucidez porque las coloca con el punto de mira y se ríe de ellas a
cada imagen.
Bigger than life se aparta del camino trillado, señal de que las películas se parecen
demasiado unas a otras y por eso, una de ellas, demasiado novedosa, no puede
imponerse desde el principio. Pero ¿no es acaso deber del crítico servir de
intermediario entre los autores de una película y el público al que está destinada?

(1957)

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Douglas Sirk

WRITTEN ON THE WIND


(Escrito sobre el viento)

La prensa del corazón exprime los corazones como esponjas. «Atout Coeur»,
«Reves», «Confidences», «Nous Deux», «Intimité»: por treinta francos, seis horas de
lectura regadá con sus lágrimas, señoritas. La huérfana, recogida por su padrino,
modesto pescador en los acantilados bretones, contra los cuales vienen a romperse las
olas tempestuosas del canal de la Mancha, ha empezado a interesarle a Norberto de la
Bombilla, el heredero del castillo, al que en la región llaman el «señorito Norberto».
Maravilloso idilio.
Si el señor Del Duca fuera tan avispado productor de cine como avispado editor
de fotonovelas, no dudaría en financiar esta película. La famosa «prensa del corazón»
maneja un estilo concreto, un tono determinado que lamento no encontrar más a
menudo en las obras menores del cine. Un melodrama, bien rodado por un cineasta
que no se arredrara ante los «desmadres», estaría más cerca de Balzac que de Charles
Spaak, que ha rodado un Crimen y castigo que nada tiene que ver con Dostoievski.
Esto nos lleva hasta Written on the wind (Escrito sobre el viento) que representa
lo mejor que se ha hecho en este camino porque, tanto plástica como
intelectualmente, es el equivalente más exacto de las fotonovelas en colores.
Robert Stack, hijo alcohólico de un riquísimo magnate del petróleo, y su amigo de
la niñez Rock Hudson, hombre de confianza de su padre, conocen a Laureen Bacall,
excelente secretaria. Stack se casa con Laureen Bacall que le cura de sus complejos
de inferioridad y le saca de la bebida. La hermana de Stack, Dorothy Malone, es una
ninfómana, enamorada sin esperanza del probo, recto y perfecto Rock Hudson, quien
a su vez está enamorado —todos lo saben— de Laureen Bacall, la mujer de su mejor
amigo.
Robert Stack, cuyo organismo está intoxicado por el alcohol, se entera por su
médico de que es parcialmente impotente o, para ser más exactos, estéril intermitente.
Por eso, la noche en que Laureen Bacall le anuncia que espera un acontecimiento
feliz, cree que su mejor amigo le ha puesto los cuernos. A reafirmar sus sospechas
contribuye su pérfida hermanita, cada vez más excitada a medida que avanza la
película. Peleas, tiros, carreras precipitadas en la noche, botellas vaciadas y luego
rotas… Por último. Stack se mata en accidente por culpa suya: el viejo truco del lío
final que acaba felizmente. La bella Dorothy paga sus diez años de libertinaje al tener
que explicar toda la verdad al tribunal y de esta manera, Rock Hudson y Laureen
Bacall (¡una bonita viuda, vive Dios!) disfrutarán de un amor perfecto.
Douglas Sirk, que es el colmo de la maldad, nos muestra, para terminar, a

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Dorothy Malone, la ninfómana, bien tapadita por un vestido de lo más estricto,
sentada en el asiento de su padre, acariciando con sus dedos menudos una pequeña
torre de prospección petrolífera de oro macizo, símbolo de sus nuevas
preocupaciones: ¡el oro negro brotará (y ya no el esperma) pero Edipo estará siempre
presente allí!
Douglas Sirk no es un novato. Este danés, nacido con el siglo en Skagen, se
dedicó a la dirección teatral en Berlín. Rodó películas en Alemania, España y
Australia antes de llegar a Hollywood donde consiguió hacerse un nombre con un
cierto número de excelentes películas menores, bien conocidas de los cinéfilos
parisinos: Summer Storm (Extraña confesión), Lured (El asesino poeta). Sleep my
love (Pacto tenebroso), Shockproof, Thunder on the hill (Tempestad en la cumbre),
Mystery Submarine (El submarino fantasma), y Captain Lightfoot (Orgullo de raza).
Todas estas películas, que no alcanzan el virtuosismo de ésta, tienen sin embargo las
mismas cualidades de claridad, de fantasía. Cine que no tiene vergüenza de serlo,
cine sin complejos, sin reticencias, bonitas películas.
Pero merece la pena que nos detengamos en el aspecto plástico de Written on the
Wind. Los viejos críticos han declarado con frecuencia: «Dejará de haber buenas
películas en color cuando los pintores metan mano en el asunto». ¡Qué burrada! La
calidad del color en el cine no guarda relación ninguna ni con el gusto de los pintores
ni siquiera con el buen gusto. Vemos aquí en la penumbra de un cuarto azul a Robert
Stack que se lanza hacia un pasillo rojo, meterse en un taxi amarillo que lo deja
delante de un avión gris. Todos estos tonos son vivos, puros, pintados o barnizados de
forma tal que haría aullar de indignación a cualquier pintor. Pero son los colores del
siglo XX, los de América, los colores de la civilización del lujo, colores industriales
que nos recuerdan que vivimos en la era del plástico.
El aficionado al cine que sólo ve cada año las quince o veinte obras maestras
indiscutibles no le recomiendo Written on the wind cuya ingenuidad, fingida o no, y
su estupidez le molestarán. Al contrario, el cinéfilo furibundo, el que se lo perdona
todo a Hollywood porque sus films son más vitales, saldrá de la sala contento,
impresionado, satisfecho de la velada, a la espera de la siguiente comedia
matrimonial buena.

(1957)

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Edgar Ulmer

THE NAKED DAWN

The naked dawn es una de esas películas americanas menores con una publicidad
tan mal hecha que uno corre el riesgo de no verla. La firma Universal la ha saboteado
como si no fuera ella quien la distribuye. Parece como si se quisiera impedir a los
críticos que la reseñen.
Pero no vamos a ceder ante las presiones de esos comerciantes: The naked dawn
es un film de cuatro perras gordas, poético y violento, tierno y divertido, emocionante
y sutil, de una alegre fluidez y de un humor envidiable.
El genérico se desarrolla durante el atraco de un tren en la frontera mejicana. Uno
de los bandidos muere en los brazos de su cómplice Santiago (Arthur Kennedy),
quien después de haber vagado de una parte a otra durante la noche se encuentra con
un joven granjero, Manuel (Eugenio Iglesias), y su encantadora esposa, María (Betta
Saint-John). La película cuenta el viaje de Santiago y Manuel al pueblo para vender
allí los relojes robados, su regreso a casa pasando por un cabaret y el desenlace, muy
movido e imprevisto.
Pero lo esencial reside sobre todo en las relaciones entre los tres personajes, de
una finura y ambigüedad abiertamente novelescas. Una de las más hermosas novelas
modernas que conozco es Jules et Jim de Henri-Pierre Roché, que nos muestra, a lo
largo de toda una vida, a dos amigos y a su compañera común amándose tiernamente
y casi sin roces, gracias a una nueva moral estética sometida a revisión
continuamente. The naked dawn es la primera película que (deja entrever la
posibilidad de) un Jules et Jim cinematográfico.
Edgar Ulmer es sin duda el más desconocido de los cineastas americanos y pocos
colegas míos pueden gloriarse de haber visto algunos de sus films estrenados en
Francia, que sorprenden todos ellos por su frescor, su sinceridad y su inventiva: The
strange woman (Extraña mujer) —Mauriac mezclado con Julien Green— Babes in
Bagdad (Muchachas en Bagdad) —un Marivaux volteriano—, Ruthless —a la
manera de Balzac—. Este vienés, nacido con el siglo, ayudante de Max Reinhardt y
luego del gran Murnau, no ha tenido suerte en Hollywood, tal vez porque no sabe de
«componendas» con el sistema. Su humor desenfadado, su honradez, su ternura por
los personajes que pinta, nos remiten irremediablemente a Jean Renoir y a Max
Ophüls, y sin embargo, el público de los Campos Elíseos archiva sin más la película,
como hace algunos meses ocurrió con Kiss me deadly de Robert Aldrich.
Hablar de The naked dawn equivale a bosquejar el retrato de su autor, al que se
adivina detrás de cada imagen y al que parece que conocemos íntimamente cuando la
luz de la sala vuelve a encenderse. Listo e indulgente, divertido y sereno, vivo y

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lúcido, en pocas palabras, un hombre de buena voluntad, lo mismo que aquellos con
los que le he comparado.
The naked dawn es una de esas películas que uno intuye que han sido rodadas con
alegría. Se advierte en cada plano el amor al cine y el placer de hacerlo. Una película
que apetece volver a verla, una película que gusta comentar con los amigos. Un
regalito que nos llega desde Hollywood…

(1956)

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Charles Vidor

LOVE ME OR LEAVE ME

Al salir de Love me or leave me, film americano, sicológico y musical o, si lo


prefieren, comedia dramática cantada, recuerdo la precisión de esta frase de Jean
Renoir, espigada de no sé dónde: «No hay realismo en el cine americano. Nada de
realismo, sino algo que importa mucho más: una gran verdad».
En efecto, muy a menudo, las cintas americanas más convencionales contienen
detalles llenos de verdad, observaciones realistas cuya autenticidad no se puede poner
en duda. Aparecen, de improviso y con una enorme fuerza, en los géneros más
dispares o en medio de alucinaciones o situaciones inverosímiles. Como si la carga de
verdad fuera a veces más fuerte que el encuadre, el ambiente o el género que son
ficticios, artificiales.
En un film sicológico, adaptación de una novela seria, una pareja se separa.
Resulta muy triste, cierto, pero la vida es así. Pues bien, esa escena en A american in
Paris (Un americano en París), en Singin’in the rain (Cantando bajo la lluvia) o
en… Love me or leave me es de una crueldad desgarradora y tiene una sonoridad más
trágica, más atroz. En definitiva, suena a más real y toca más el corazón.
Love me or leave me es una biografía filmada y, en la verdad de ese material
literario, reside quizás la superioridad de este film sobre otros muchos.
Se trata, en suma, como en las grandes obras teatrales de Eugenio O’Neil, de una
escena de vida en común repetida treinta veces. Esta vez entre una cantante, Doris
Day, cuya presencia erótica es efectiva, y su protector convertido en amigo, luego en
novio, más tarde, en marido, y por último, en «deber»: James Cagney, espléndido de
vivacidad, de alegría, de convicción ingenua o simulada. ¡Qué actor!
Repasemos esto con detalle: Ruth Eitting (Doris Day) es una bailarina espantosa
(taxi-girl) que aspira a cazar una buena pieza. Snyder (James Cagney), gángster cojo
y gruñón, la «toma a su cargo», se convierte en su empresario y, valiéndose de sus
puños, le consigue trabajo en varios cabarets. Un fantasma en casa: Ruth es una
cantante realmente bien dotada, hasta el punto de que pronto llueven los contratos.
A partir de entonces las broncas entre los dos suben de tono. Snyder obliga, o
poco menos, a Ruth a que se case con él, se van a Hollywood, aparece un gentil
músico que rinde una adoración silenciosa a la bonita cantante, estalla el drama en el
triángulo usándose como accesorio un revólver. Por último, Snyder se sacrificará y
dejará que su mujer corte las rosas menos espinosas de la vida.
No es necesario hacer aquí el elogio del film musical americano, porque ya está
hecho. Bajo la apariencia de levedad, el realismo se instala en él mucho más que en
otro tipo de cine. Si recensionáramos las escenas más desgarradoras del cine,

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tendríamos que citar muchas comedias «cantadas» de Hollywood. Tras unos cuantos
compases y unos pasos de baile, una ruptura sentimental y dos o tres lágrimas cobran
una gravedad insólita.
Love me or leave me, una bonita película musical en cinemascope de Charles
Vidor, no es la excepción a la regla. Nos ofrece una pintura francamente verosímil e
inteligente, de una rara finura y sinceridad, acerca de la vida conyugal de una
cantante y su empresario.
La acción se desarrolla en 1930 lo que acrecienta el encanto de las canciones, de
los vestidos y de los coches. Doris Day es una actriz muy atractiva y James Cagney,
cojeando con un buen ánimo, encarna un tipo intratable pero muy divertido.
Menos extraño y famoso que el memorable Gilda, que nos reveló el nombre de
Charles Vidor después de la guerra, Love me or leave me constituye una empresa
simpática del todo. Hay que ver esta película.

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Billy Wilder

THE SEVEN YEAR ITCH


(La tentación vive arriba)

La ocasión hace al ladrón. No hay que ser un lince para darse cuenta que La
tentación vive arriba va más allá de lo escabroso y grosero para instalarse en un
terreno, al margen de lo torpe, donde la tristeza no tiene sitio y reina el buen humor y
la gracia.
Un americano «medio», Tom Ewell, acompaña a su mujer y a su hijo al tren en
que se van de vacaciones. Pronto se encuentra solo en casa, imbuido de moral
conyugal y preocupado por seguir al pie de la letra los sabios «consejos» de su
médico (nada de alcohol) y quizás también de su confesor.
Pero he aquí que una «girl», de esas que sólo se conocen —bíblicamente— en
sueños, viene a instalarse en el apartamento contiguo de nuestro provisional (¡ay!)
Rodríguez.
Sin duda el principal personaje de la obra, hacia el que convergen todas las
miradas, es el hombre, ordinario a posta, e incluso un poco por debajo de la media
(tanto física como intelectualmente) para conseguir una más segura identificación del
público masculino y un placer, «superior» y envidioso, a la vez sádico, de las
espectadoras.
Pero en la película el centro de interés se desplaza de la protagonista por la razón
definitiva de que cuando ella está en pantalla no se puede mirar a otra cosa sino a su
cuerpo, de la cabeza a los pies, con miles de paradas intermedias. Su persona nos
atrae de la butaca hacia la pantalla, de la misma manera que un imán atrae las
limaduras de hierro.
En la pantalla no ha lugar a elucubraciones mentales: caderas, nuca, rodillas,
orejas, codos, labios, la palma de sus manos y su silueta se ponen delante de todos los
travellings, encuadres, panorámicas, fundidos encadenados y cambios de plano. Todo
esto, hay que reconocerlo, sucede con una vulgaridad consciente, pretendida,
dosificada y en definitiva muy eficaz.
Billy Wilder, viejo zorro libidinoso, intercala incesantes alusiones y equívocos
hasta el extremo de que a los diez minutos de película ya no sabemos cuál es la
significación original de las palabras: grifo, frigorífico, lo de «abajo», lo de
«encima», jabón, perfume, braga, ventolera y Rachmaninoff.
Es necesario admirarse de ello más que indignarse. Porque la fluidez y la
inventiva, el humor tosco, la desenvoltura bien medida, conllevan una adhesión
cómplice que no pide más que eso.
El film es sincero y, ¡tanto mejor! porque en este asunto el más cerdo no soy yo,

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ni ustedes, sino Billy Wilder que se ha atrevido a dirigir —y con qué precisión—
algunos planos puramente pornográficos, en algún sentido abstractos, puesto que son
incomprensibles para 98 de cada cien espectadores. Pienso, por ejemplo, en esa
botella de leche que Tom Ewell, en cuclillas, sobre el suelo y delante de la puerta
entreabierta, sostiene entre sus piernas.
Otro aspecto interesante del film: quizás por vez primera se nos ofrece una crítica
cinematográfica filmada. Según Jacques Rivette, y estoy casi de acuerdo con él, el
primer plano de Scarface (El terror del hampa), que nos muestra a un empleado de
«boíte» arrojando con rabia los confetti, las serpentinas y un sujetador olvidado,
significa, en el ánimo de Hawks, que el film que va a proyectarse nada tiene que ver
con las extravagancias de Underworld (La ley del hampa), realizada por Joseph von
Sternberg el año anterior, a pesar de que ambas abordan el mismo tema y tienen como
guionista principal a la misma persona: Ben Hecht. También La tentación vive arriba
nos encontramos con ese cine polémico ¡y del mejor!
Bueno será recordar que ya en Stalag 17 (Traidor en el infierno) un prisionero se
dedicaba a imitar personajes de Hollywood y que una de sus mejores imitaciones es,
no por casualidad, la de Cary Grant. Pero quizás es The Seven Year Itch el primer film
donde aparecen citas cinematográficas que pretenden ser tales. El encuadre, el ángulo
y la disposición de los personajes se ajusta al «modelo» Kazan, Zinnemann,
Borzage… Hay referencias a otros muchos aunque no están citados tan
«textualmente». Pero hay una película a la que Billy Wilder está refiriéndose
constantemente hasta el punto de que cada plano viene a ser una bofetada vengativa.
Se trata de Brief encounter (Breve encuentro) de David Lean. Brief encounter y sus
trenes lacrimosos, Brief encounter con sus carbonillas que se meten en los ojos, Brief
encounter con su pareja amorosamente «desgraciada» y siempre bien abotonada, sí,
Brief encounter, que es la película menos carnal y física del cine, un film
lloriqueantemente sentimental que aún hoy día provoca carcajadas con sus lagrimitas
de cocodrilo inglés… «¡Rachmaninoff! Su concierto número dos para piano y
orquesta no falla nunca» —dice Tom Ewell porque ha visto Brief encounter y ha
deducido que Rachmaninoff es infalible para los asuntos amorosos y sexuales…
La tentación vive arriba ¿no será acaso una máquina de guerra dirigida contra el
cine inglés? Por esto sólo, por esta voluntad de desmitificación, es ya una obra
estimable.
No aparece aquí escrito el nombre de la intérprete femenina de este film. Me
gusta desde Niágara e incluso de antes. Es una persona que tiene encanto, a mitad de
camino entre Chaplin y James Dean. Y… ¿Cómo puede uno privarse hoy por hoy de
ver un film de Marilyn Monroe?

(1956)

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III

LOS CINEASTAS DEL SONORO

Los franceses

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Claude Autannt-Lara

LA TRAVERSÉE DE PARIS
(La travesía de París)

El cometido más importante de un director de cine es conseguir que los actores se


descubran a sí mismos. Por eso, importa mucho conocerse bien. El fracaso
cinematográfico reside generalmente en el hiato demasiado grande que media entre el
temperamento de un cineasta y la naturaleza de sus ambiciones.
Desde Diable cu corps a Marguerite de la nuit (Margarita de la noche) pasando
por L’auberge rouge, Le blé en herbe y Le Rouge et le Noir, ha atacado regularmente
a Claude Autant-Lara deplorando su tendencia a estropearlo y simplificarlo todo, su
insoportable torpeza a la hora de «condensar» a Stendhal, Radiguet o Colette,
orillando, minimizando siempre el espíritu de la obra adaptada.
Claude Autant-Lara venía a ser —en mi opinión— un carnicero empeñado en
hacer encaje de bolillos.
Ahora, en cambio, rindo admiración —y casi sin reservas— a La travesía de
París y creo que se trata de un logro evidente porque Claude Autant-Lara ha
encontrado por fin el tema de su vida, un guión hecho a su medida, en el que la
truculencia, la exageración, la rabia, la vulgaridad y el extremismo, lejos de molestar,
alcanzan las cotas de lo épico.
Dos franceses «ocupados» caminan por la noche en un París, forzosamente
reconstruido en estudio, en una obligada clandestinidad transportando un cerdo
adquirido en el mercado negro. La película está constituida por su itinerario y por sus
diálogos, unos diálogos a la vez cotidianos y teatrales, los mejores que he escuchado
en el cine francés, ese cine que desde hace diez años andaba buscando La traversée
de Paris sin conseguir dar con ella, sin encontrarla.
Podría tratarse de una obra de teatro filmada, astutamente disimulada por ese
hallazgo de la caminata que corresponde a un telón de fondo móvil o, en cine, a unas
transparencias. De hecho, La travesía de París es un relato de Marcel Aymé. Por eso,
su lenguaje que resulta audaz en cine no lo sería tanto en las tablas a las que ya ha
llegado Godot[21]. Pero muy pocas películas nos han permitido, como ésta,
reflexionar sobre el «francés medio» al que se halaga de ordinario, quizás porque es
el que amortiza el costo de las películas.
El personaje de Bourvil, un hombrecillo aplastado por la vida, un insignificante
fontanero inocente y culpable, es de una autenticidad absoluta. El personaje que
interpreta Gabin, síntesis del pintor Gen Paul (éste era el propósito de Marcel Aymé),
de Jacques Prévert y también de las aspiraciones anarquistas de Jean Aurenche y
Claude Autant-Lara, resulta un poco literario y falso pero sin embargo tiene una

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enorme fuerza.
Por desgracia, los autores podían haber ido mucho más lejos y sin duda lo
deseaban, pero se han dado cuenta de ello después, cuando la sorpresa ha pasado. Un
estilo celiniano, una ferocidad chirriante dominan el conjunto, que se salva de la
mezquindad gracias a algunos apuntes conmovedores, en particular en las escenas
finales. Si el conjunto da la impresión de ser más útil y vigoroso que un film de
Claude Autant-Lara, que una obra de Marcel Aymé y que unos diálogos de Aurenche
y Bost, se debe a la fusión de esas cuatro personalidades al servicio de un tema con
un común denominador especialmente afortunado, que atempera el anarquismo de
izquierda de Autant-Lara con el anarquismo de derechas de Marcel Aymé, y a los que
han situado en su justo medio Jean Aurenche y Bost, gracias a los cuales La travesía
de París no ha quedado reducida a un única etiqueta política, social o confesional.
No se rían demasiado alto mientras vean La traversée de París, en primer lugar,
para permitir a sus vecinos seguir el diálogo, y sobre todo, porque Martin y Grandgil
son, como quien dice, usted o yo…

(1956)

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EN CAS DE MALHEUR
(En caso de desgracia)

En cas de malheur, una de las mejores novelas de Simenon, se ha convertido en


uno de los mejores films de Claude Autant-Lara. El tema no es nuevo. Es el de Nana,
el de La chienne (La golfa), el amor de un hombre maduro, instalado en la vida, hacia
una chica demasiado joven y demasiado ligera que representa al eterno femenino.
Cito La golfa porque recuerdo el admirable prólogo con que Renoir presentaba su
película ayudado por unas marionetas que se golpeaban entre sí: «Una historia
eterna: ella, él y el otro. Ella es Lulú, una guapa chica. Es siempre sincera. Miente
durante todo el rato». Esta definición le va de perlas al personaje de Yvette
interpretado por Brigitte Bardot en En cas de malheur.
Esta Yvette ha cometido un atraco con la ayuda de una compañera. Tras su
detención, se le ocurre la idea, de que un célebre abogado parisino tome su defensa.
En la primera entrevista ella se le ofrece levantándose la falda debajo de la cual no
lleva ninguna ropa. El rehúsa la incitación pero acepta defenderla. Obtiene una
absolución no demasiado brillante, se convierte en su amante y la instala en un
apartamento con el consentimiento tácito de su esposa a la que debe su éxito en
sociedad. Pero Yvette, por aburrimiento, se acuesta con unos y otros y no tarda en
encapricharse de un extraño muchacho, apasionado, «obrero durante el día y
estudiante por la noche» que trata de inculcarle ciertos principios de moral absoluta,
antes de matarla, acción que Gobillot podría haber realizado treinta años antes en la
misma situación con su esposa. Hago notar también la audacia del guión recordando
que Yvette poco después de saberse embarazada del abogado y contenta de estarlo,
inicia con la complicidad y la colaboración del mismo Gobillot unas relaciones
lesbianas con una criadita encargada de vigilarla.
El trabajo de adaptación de Aurenche y Bost consiste normalmente en
transformar la novela base no en guión sino en una obra teatral por medio de
procedimientos dramáticos: condensaciones, elipsis, construcción en tres actos,
cambios ingeniosos de situación, chistes, etc…
Teniendo en cuenta la calidad de la obra original, las ambiciones del director
elegido y los deseos del productor, la cosa podía haberse resultado desde un pésimo
teatro de boulevard (Le blé en herbe, Le diable au corps, Le Rouge et le Noir) hasta
algo en el estilo del teatro de vanguardia en la «rive gauche» (La travesía de París)
pasando por el género típico «Comedia de los Campos Elíseos» (En cas de malheur).
En cas de malheur ha pasado a ser casi una obra de Anouilh, o sea, que se sale de
verla con una mezcla de disgusto y de admiración, con una satisfacción fuerte e
incompleta al mismo tiempo. Es una obra cien por cien francesa, con todas las
virtudes y defectos que eso lleva consigo: análisis sutil pero insuficiente, habilidad y
torpeza, un espíritu de observación volcado a toda costa hacia lo sórdido, y una

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astucia muy pensada que incluso se atreve a trasmitir, al final de la obra, un noble
mensaje.
Hace unos años, la pureza de mis veinte años habría condenado esta película en
su conjunto, con rabia. Con algo de amargura me doy cuenta hoy de que he llegado a
admirar, aunque sea parcialmente, una película más inteligente que bella, más
habilidosa que noble, más tramposa que sensible.
De acuerdo, he echado agua al vino, pero Aurenche y Bost —y Autant-Lara—
han mezclado algo de vino en su agua y han llegado a sentirse fuertes: sus nombres
van a quedar inscritos en la historia del cine, no porque hayan hecho avanzar al cine
sino porque han hecho avanzar al público. Quiero decir que desde hace quince años
un cineasta como Ingmar Bergman rueda películas tan audaces y directas como En
cas de malheur —y logradas sin concesiones ni ningún tipo de bajeza en su
inspiración— pero quizás gracias a films como En cas de malheur, el gran público
podrá entender y gustar del cine de Bergman.
Aurenche y Bost saben muy bien —exactamente igual que Anouilh— manejar las
elipsis ingeniosamente para que la estructura del film permita al director rodar quince
escenas seguidas de densidad e interés similares, sin tiempos muertos, sin empalmes
lentos, sin uniones trabajosas. Su diálogo, siempre sembrado —como en el de
Anouilh— de recuerdos fáciles y resultones, es sin embargo cotidiano y eficaz; han
llegado a ser en esos asuntos espectaculares, casi infalibles.
A los personajes no cambian nada; conservan todas sus debilidades, todos sus
fallos. La calidad que me ha parecido adivinar en la obra de Simenon, esa especie de
serenidad que atempera las situaciones más escabrosas, no la encontrarán en esta
película que es vengativa. A pesar de todo me gusta y estoy dispuesta a defenderla
porque libra una batalla que creo justa contra un estado de cosas en verdad
deplorable.
Para explicar esa idea, la voy a concretar citando una película que interpreta
precisamente Brigitte Bardot: Une Parisienne (Una parisina). Aurenche y Bost —y
Autant-Lara— luchan, de la forma que diré enseguida, contra ese estado de cosas del
que nace Une Parisienne y contra los que gustan de este tipo de películas. En cas de
malheur comienza con un comentario por la TV acerca de la visita de la reina de
Inglaterra. Sacando provecho de la concentración de polis que necesita la visita real,
B. B. roba una joyería mientras se efectúa el golpe seguimos oyendo el comentario
ampuloso de la TV a propósito de la reina, esa gran dama que bla, bla, bla… Por la
noche, Gobillot y su mujer cenan precisamente en el Elíseo con la reina. La secretaria
de Gobillot, calcada exactamente de la de Ornifle e igualmente interpretada por
Madeleine Barbulée, contempla cómo pasa la reina en un bateau-mouche engullendo
un sandwich enorme.
La idea es simple pero vigorosa: una testa coronada revolotea por París a la luz de
los focos y parece simbolizar la gracia, la belleza, la mujer, la suerte, la felicidad. Y al
mismo tiempo una chica guapa, sin un céntimo, golpea a un viejo para mangarle unos

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cuantos relojes.
Esa chica es la que interesa, la que debe preocuparnos y no una reina anacrónica.
Precisamente por eso Brigitte Bardott es una chica totalmente representativa de su
época, porque de hecho es más famosa que las reinas y princesas que todavía quedan.
Por eso fue lamentable que la hicieran interpretar Une parisienne o Les bojoutiers.
Por eso también, En cas de malheur es su mejor película desde Y Dios creó la mujer,
una película anti-Sabrina, anti-Vacaciones en Roma, anti-Anastasia, una película, por
decirlo de alguna manera, republicana.
Podríamos citar numerosas audacias, compensadas en cada ocasión por pequeñas
concesiones, pero es importante que en la película se hable de partos, de agujeritos en
las puertas de las habitaciones, de «arreglos» si no «cuatripartitos» al menos
«triangulares», de esposa consentidora, de voyeurismo, y de todo lo que huele a
pecado original (me imagino que Aurenche cree en él, no Lara…).
Lo esencial es que se habla claro y sin caer en ese confusionismo de sentimientos
y deseos físicos que convierte en insoportables nueve de cada diez películas.
¿Concesiones? Lo son al compararla con la novela. El personaje de la esposa, por
ejemplo, demasiado sentimental en la película, en la novela era mejor, más auténtico.
Pero las concesiones son más visuales que verbales, o sea, culpa de Autant-Lara más
que de los guionistas. Por ejemplo, es escandaloso que no se haya filmado besos en la
boca, de verdad, entre Gabin y Bardot puesto que la situación y el diálogo lo exigía.
¿Ha habido dudas, ensayos? ¿Les ha parecido chocante, monstruoso? Si ha sido así,
bastaría eso sólo para condenar la película entera. De lo contrario, ¿por qué esa
ausencia?, ¿por qué esos abrazos cariñosos que contradicen el sentido de la película?
Técnicamente Autant-Lara está mejorando. Su cámara se desplaza, sigue a los
personajes siempre en movimiento. Su técnica se aligera al mismo tiempo que se
«desteatraliza». El trabajo de «aceleración» con la Bardot y Gabin, el de «frenado»
con Edwige Feuillére es perfecto. Autant-Lara con La travesía de París y este supera
a Henri-Georges Clouzot y René Clépient pero, como ellos, se cierra las puertas de la
poesía, es decir, del cine grande.

(1958)

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Jacques Becker

CASQUE D’OR
(París, bajos fondos)

En la película de Ernest Lubitsch To be or not to be los oficiales alemanes pasan


varios minutos tirándose recíprocamente del bigote para desenmascarar al impostor.
Es inútil someter a esta prueba a los personajes de Casque d’or. Cada pelo del
bigote de Serge Raggiani está fuera de toda sospecha en este festival de la
autenticidad[22].
Además, Casque d’or es el único film que Jacques Becker, de ordinario
minucioso, detallista, maníaco, nervioso y a veces dubitativo, ha filmado de un golpe,
muy deprisa, de corrido, «directo y a la cabeza». El mismo ha escrito ese diálogo
muy bien trabado, natural por completo, y tan escueto que Reggiani no pronuncia,
parece, más de sesenta palabras.
A todos los entusiastas de París, bajos fondos les parecerá evidente que Simone
Signoret y Serge Reggiani interpretan el mejor papel de su vida a pesar de que el
público francés —pero no el inglés, decididamente más sensible— se ha enfadado
por este paradójico enfrentamiento, bello precisamente por lo que tiene de contraste
paradójico: un hombrecillo y una real hembra, un escuálido gatito vagabundo y una
espléndida planta carnívora de alto coturno.
Si uno se interesa por la forma de estructurar un relato ¿cómo no admirar el
ingenio de este guión y en especial el modo tan vigoroso, sorprendente e inesperado
de llegar bruscamente a la ejecución de Manda a través de una escena tan bella como
misteriosa, la llegada de Casque d’or a un hotelucho en plena noche? Cuando estoy
con mis amigos guionistas y hemos llegado a un punto muerto, decimos a menudo:
¿Y si intentáramos una «solución Casque d’or»?
Casque d’or que es, ante todo, una película de personajes es también un
extraordinario logro desde el punto de vista plástico: la danza, la reyerta en el patio,
el despertar en el campo, la llegada de Manda ante la guillotina sostenido por un cura,
todas estas imágenes son portadas del «Petit Journal» o del «L’lllustré». Esa forma de
atraer la mirada por medio de la iconología me confirma en la idea de que el cine
tiene una vocación popular y que se equivoca cuando pretende incorporar los cuadros
de los grandes maestros.
Casque d’or, a ratos divertida y a ratos trágica, prueba finalmente que, con la
utilización exquisita de los cambios de tono, se puede ir más allá de la parodia,
contemplar un pasado pintoresco y sangrante y resucitarlo luego con ternura y
violencia.

(1965)

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TOUCHEZ PAS AU GRISBI

No circula a propósito de Jacques Becker ninguna teoría, ningún análisis, ninguna


tesis. Su obra lo mismo que su persona desaniman al exegeta. Tanto mejor.
Becker, en efecto, no trata de engañar ni de desengañar a nadie. Sus películas no
son ni constataciones ni alegatos. Nuestro autor trabaja al margen de las modas, e
incluso podríamos colocarlo en las antípodas de todas las tendencias del cine francés.
Todas las películas de Jacques Becker son películas de Jacques Becker. Es sólo
una advertencia, pero importante. Se admite comúnmente que es preferible ser
guionista del film que se dirige. Pero las razones que suelen darse para probarlo son
banales y se sigue prestando a los equipos y a los tandems una admiración —en mi
opinión— inútil y equivocada. Que Renoir, Bresson, Cocteau, Becker participen en la
elaboración del guión y firmen los diálogos, no les otorga únicamente una mayor
comodidad en el plato, sino que, más radicalmente, les permite sustituir aquellas
escenas o diálogos que son típicos de los guionistas por escenas y diálogos que un
guionista no podría imaginar. ¿Quieren Vds. ejemplos? La escena de Edouard et
Caroline en la que Elina Labourdette trata de poner «ojos de hiena» fracasa: para
admitirla como rodable, primero hay que haber sido testigo de ella en la vida real y
luego haberla pensado desde el punto de vista de un director de cine. No sé si esta
escena es atribuible a Annette Wademant o a Jacques Becker, pero de lo que estoy
seguro es que cualquier otro director la hubiera suprimido en el montaje porque no
hace avanzar la acción ni un solo paso. Si está ahí es —parece— para dar una
pincelada, no de realismo, sino de realidad. Si está en la película es también por amor
a lo difícil.
Esta búsqueda de un tono cada vez más auténtico se nota sobre todo en los
diálogos. En Casque d’or, Raymond (Bussières) entra en el taller de ebanistería de
Manda (Reggiani) diciendo: «Trabajo y más trabajo, muebles y más muebles». Esta
frase no se le ocurre nunca a un guionista, se inventa durante el rodaje. Y eso no es
obstáculo para que en ese «trabajo y más trabajo, muebles y más muebles» haya una
soterrada complicidad con el amigo, que no deja de sorprendernos cada vez que
vemos la película.
Lo característico de Becker no es la elección del tema sino el tratamiento de ese
tema, la elección de las escenas que lo van a ilustrar. Mientras que sólo conserva lo
esencial en los diálogos, o lo esencial de lo superfluo (incluso a veces
onomatopeyas), escamotea de buen grado aquello que cualquier otro trataría con más
detalle, para de esta manera poderse detener por extenso en los personajes que están
desayunando, untando el pan con mantequilla, o lavándose los dientes, etc. Hay una
convención cinematográfica que exige que los amantes se abracen en fundido
encadenado. Si en un film francés se ve desnudarse a una pareja, es para reírse de
ello. Seguramente existen unas reglas tácitas dictadas por la preocupación por la

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elegancia. ¿Qué hace Becker en una situación semejante? Su afición por lo difícil le
lleva a tratar la escena al revés de lo que mandar, las reglas. En Casque d’or nos
enseña a Regianni y a Simone Signoret en camisón, y en el Grisbi a Gabin en pijama.
Este tipo de trabajo es un desafío continuo a la vulgaridad reto del que Becker
sale siempre victorioso, porque sus films son elegantes y correctos.
Importa menos lo que les ocurre a los personajes de Becker que el modo como
ocurre. La intriga, que no es más que un pretexto, tiende a atenuarse de película en
película: Edouard et Caroline no es más que el relato de una velada de alta sociedad
teniendo como accesorios un teléfono y un chaleco de smoking. Touchez pas le Grisbi
cuenta el obligado traslado de noventa y seis kilos de oro. «Lo que me interesa es
ante todo los personajes» nos dice Becker. Por eso el verdadero tema de Grisbi es la
amistad y la vejez. Este tema se transparenta en el libro de Simonin pero muy pocos
guionistas se hubieran dado cuenta de ello y lo habrían colocado en primer término,
dejando para segundo plano la acción violenta y lo pintoresco. Simonin tiene cuarenta
y nueve años, Becker cuarenta y ocho, Le Grisbi es una película sobre la cincuentena.
Al final del film, Max —como Becker— se pone gafas «para leer».
El encanto de los personajes de Grisbi, más todavía que el de los de Casque d’or,
brota de su mutismo, del laconismo de sus gestos. Sólo hablan o actúan para decir o
hacer lo esencial. Como el señor Teste, Becker mata lo que tiene de marionetas. De
esos asesinos no quedan sino dos gatos frente a frente. Le Grisbi es, en mi opinión,
una especie de ajuste de cuentas entre gatazos —pero gatos de lujo— fatigados y, me
atrevería a decir, carcomidos.
Para los que tenemos veinte años o poco más, el ejemplo de Becker es una
lección, y a la vez un aliento. No hemos conocido más que al Becker genial.
Descubrimos el cine cuando Becker se estrenaba como director. Hemos presenciado
sus tanteos, sus ensayos: hemos visto cómo se hacía una obra. Y el triunfo de Jacques
Becker es el de un joven que no puede imaginarse otro camino que el que ha seguido,
y cuya afición al cine le ha sido pagada con creces.

(1954)

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ARSENE LUPIN
(Las aventuras de Arsenio Lupin)

Si Arséne Lupin se hubiera realizado y estrenado en 1954, habría sido una


película francesa «importante», una de esas que hay que alabar sistemáticamente
aunque sea al precio de disimular sus defectos. Pero nos encontramos con un cambio
de rumbo dentro del cine francés y Nuit et brouillard, Lola Montes, Un condamné a
mort s’est échappé, La travesía de París, Courte tete nos hacen ser más exigentes con
los temas elegidos y la forma de tratarlos.
Arséne Lupin es una película agradable que les hará pasar una noche agradable,
pero cabe preguntar qué es lo que hay más allá de ese pasatiempo.
El punto flaco de la película es, evidentemente, el guión. Es sabido que Becker es
un cineasta intimista y realista, apasionado por la verosimilitud y la autenticidad
cotidiana. A partir de pretextos tan íntimos como un billete de lotería o un chaleco de
smoking nos ha ofrecido Antoine et Antoinette, Edouard et Caroline. Touchez pas le
Grisbi, un éxito bien merecido, giraba en torno al envejecimiento de Max el
Mentiroso, su cansancio, sus primeras gafas «para leer», sus costumbres diarias, los
buenos restaurantes, el aburguesamiento simpático de un truhán fatigado que sueña
en jubilarse.
Pero el mejor film de Jacques Becker, la película en la que ha superado sus
limitaciones, es Casque d’or (París, bajos fondos), desgraciadamente incomprendida
en Francia cuando se estrenó, película rápida, trágica, vigorosa, de una fuerza y una
inteligencia que rebosa a cada instante.
¡Arsenio Lupin! Ese nombre hace que todos evoquemos a un personaje casi
intocable. Por supuesto que Becker tiene el derecho de pensar que está pasado de
moda y de recrearlo a su manera, pero ¿lo ha «restaurado»?
Arsenio Lupin, el de Maurice Leblanc, es un personaje fuerte y esforzado.
Cuando se enamora, todo es posible. Lupin, incapaz de vulgaridad y bajeza, puede
mostrarse más orgulloso, displicente y engoladamente teatral que incluso el Gran
Maestre de Santiago. Es amado y admirado, temido y respetado.
Jackes Becker ha cambiado el Arsenio Lupin de nuestra infancia por otro,
trasunto de Max el Mentiroso, pero los recursos estilísticos que dignificaban Le
Grisbi rebajan al protagonista de Maurice Leblanc hasta tal punto que el personaje
fuerte al que aludíamos queda convertido en un personaje débil, desdibujado, borroso
y —me atrevería a decir— inexistente.
Arsenio Lupin entra en su casa, coloca un disco en el fonógrafo, se desviste, se
mira en el espejo, canturrea, trata con amabilidad y familiaridad a la servidumbre,
pero todo eso ya lo habíamos visto antes en Le Grisbi y aquí nos aburre. Caigo en la
cuenta de que Becker ha puesto mucho de sí mismo en el personaje de Max el
mentiroso y que se ha identificado de nuevo con su personaje, pero esta vez me siento

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frustrado. A fuer de no querer pintar más que un pobre hombre, un «francés medio»
de cincuenta años, siempre el mismo, un buenazo con manías inofensivas, Becker,
víctima de su propio narcisismo, corre el peligro de interesar sólo a los cincuentones
y quizás sólo a los cincuentones de los Campos Elíseos.
Más adelante hablaré de Robert Lamoureux que resulta un excelente Arsenio
Lupin. No critico aquí más que la concepción del personaje. Y me parece que el
Manda de Casque d’or (París, bajos fondos) y el mismo modisto de Falbalas están
cerca más de Arsenio Lupin de lo que nosotros creemos.
Pero el personaje inventado por Becker está inacabado, no es completo, y el
director, conscientemente o no, ha desplazado de continuo el interés hacia personajes
episódicos que, en general, están muy poco «logrados». Con este caballero ladrón
convertido en un caco vulgar, en un compadre tramposo, en un truhanuelo del tipo
Arsenio el mentiroso, podemos darnos cuenta de las limitaciones de un estilo basado
en el donaire, la picardía, la burla, el guiño cómplice, el sainete costumbrista, las
limitaciones también de un humor trabajoso, de una comicidad a medio camino, de
una especie de humor inglés.
El guión se compone de tres aventuras, de tres «golpes» cuya originalidad deja
mucho que desear. El primer episodio, el de los cuadros robados, irrita por su
pesadez. No se nos ahorra nada: 1. Llegada de Arsenio Lupin al castillo; 2. El
castellano: «Contemple mis cuadros de los que estoy orgulloso»; 3. Avería de la luz,
Lupin roba los cuadros; 4. El castellano: «Han robado mis cuadros»; 5. Arsenio
Lupin paga a sus cómplices. Ninguna elipsis, no hay nada que adivinar. Este sketch
recuerda esas anécdotas «divertidas» que dejan de serlo porque el detallismo las hace
aburridas. El segundo episodio, el robo de las joyas por el agujero en el muro, sería
original si Ernest Lubitsch, y luego Sacha Guitry, no lo hubieran rodado antes en
Desire (Deseo) y en Roman d’un tricheur.
El tercer episodio es el más largo, pero también el mejor: Lupin y el Káiser. Se
trata de descubrir un escondrijo y la película sube de tono. Los decorados, el
vestuario y el color son irreprochables. La interpretación es mejor, pero incluso aquí
algunos baches en el guión comprometen la comprensión de la historia.
El film concluye con un sainete muy logrado en Maxim’s, y entonces se da uno
cuenta que así tenía que haber sido toda la obra y haberla llevado, a todo gas, en ese
tono desde el comienzo.
Este guión, tan terriblemente anodino, no contiene mucho más de seis u ocho
ideas buenas tan torpemente colocadas y desarrolladas que, para hacérnoslas tragar,
Jacques Becker y Albert Simonin se han visto obligados a meter cuarenta detalles
anejos que lo embarullan todo y hacen más pesado un film ya de por sí inválido a
causa de su falta de desenvoltura y levedad de propósitos.
Arséne Lupin se compone de cuatrocientos o quinientos planos, unos más
cuidados que otros, bonitos y bien diseñados, pero de ellos no resulta «una película».
No hay progresión, no hay ritmo, no hay inspiración. Se nos pasa el tiempo mirando

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los adornos, los sillones, la bañera, el gramófono, los vestidos. El conjunto es flojo,
sin vigor y sin fuerza. Lo importante se convierte en ligero, y lo que debiera de ser
ligero es demasiado pesado.
Arséne Lupin es una botella de agua mineral: refresca y burbujea, pero se puede
preferir el champán.
Pasemos ya al aspecto positivo de la obra. Liselotte Pulver está encantadora, Otto
Hasse muy bien. Lo que salva a la película y justifica completamente el
desplazamiento es Robert Lamoureux que está espléndido, por vez primera en color.
Fíjense en su rostro nervioso, en su mirada lúcida y profunda. Robert Lamoureux
podría haber interpretado perfectamente el auténtico Arsenio Lupin, el Lupin de los
arrebatos y las depresiones, el retozón, avisado y dinámico, cruel y sentimental hasta
llorar, vengativo y feroz, el Lupin famoso que está todavía inédito en cine.
Lamoureux no es sólo un actor cómico. Estoy seguro de que es un actor dramático
capaz de fascinar y emocionar, capaz de violencia y de lirismo. Estaría muy bien en
La Bande a Bonnot o en la trágica vida de un anarquista. Hubiera podido interpretar
Casque d’or (París, bajos fondos). Se merece los mejores papeles.
Por lo demás, el mérito esencial de Jacques Becker es haber elegido a Robert
Lamoureux, haberlo «revalorizado».

(1957)

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LE TROU
(La evasión)

Las películas de Jacques Becker siempre me recuerdan la frase de Valéry: «El


gusto se crea a base de mil disgustos». Por otra parte, cuando Becker se ponía a
hablar de su siguiente película, la idea que afloraba más a menudo era la de su
desconfianza. Por teléfono me decía no hace mucho: «Voy a hacer Los tres
mosqueteros, pero, ojo, no te fíes, la película acabará con la vuelta de los prisioneros
y vendrá a durar unas dos horas…».
En esta frase está condensado todo lo que es Becker: desconfianza y
preocupación por la duración.
Le trou (La evasión) es una espléndida película, espléndidamente pensada,
escrita, realizada, montada y sonorizada. Por fortuna es el mejor film de Jacques
Becker, y digo «por fortuna» porque los críticos que competirán en esto con los
notarios podrán hablar de un magnífico testamento.
De hecho, se trata de un testamento y en muy pocas películas puede adivinarse
como en ésta las reflexiones de un cineasta a lo largo de su doble caminar.
Becker ha sido el cineasta más reflexivo de su generación, el más escrupuloso, el
que plantea mayor número de cuestiones. La crítica no podía enseñarle nada porque
en su cabeza había ya pensado y repensado todos los problemas. Fue durante largo
tiempo ayudante de dirección de Jean Renoir quien solía encomendarle además
algunos papeles de figuración. En Boudu, Becker, muy joven y delgado, sentado en
un banco, se coge la cabeza entre las manos, reflexiona, levanta los brazos al cielo y
exclama: «Poeta, dame tu inspiración y déjame besarla». En La gran ilusión
interpreta a un oficial inglés que pisotea su reloj para evitar que se lo requisen los
alemanes.
Así pinta Renoir, el gran «descubridor», a Becker: inquieto, atormentado,
elegante, poético, inglés, nervioso, angustiado.

* * *

Cuando preparaba Le trou, cuando la rodaba y la montaba, Becker —aunque


parezca extraño— desconfiaba. Y eso se nota en cada imagen. ¿Por qué desconfiaba
este hombre para quien realizar una película era ante todo una especie de
«descubierta» de soldado en medio de una jungla erizada no sólo de obstáculos sino
sembrada de trampas a cada paso, minada veinticuatro veces por segundo?
Desconfiaba en primer lugar de la situación básica («un grupito de hombres
encerrados»), trampa que le ha sido fatal a muchos colegas suyos. La segunda
trampa: «la solidaridad de los hombres endurecidos» que comporta intercambio de
miradas húmedas y todo un sentimentalismo a contrapelo. Tercera trampa y una de

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las más difíciles de evitar: el «vocabulario de las cárceles» o el «argot poético».
Becker ha salido incólume de todas esas trampas y me parece que La evasión es
irreprochable tanto en los detalles como en su concepción global. Algunos se quejan
de lo limitado de una obra así. Este reproche es absurdo porque Becker ha sido
siempre un cineasta limitado, que ha aceptado sus limitaciones, que conoce sus
limitaciones, que se impone limitaciones, que se esfuerza en superar unas y en
respetar otras pero también sin ahorrarse el trabajo, experimentarlas y dándose así los
mejores momentos de su obra (Goupi Tonkin en un árbol, el suicida de Raymond
Rouleau en Falbalas, los ojos de hiena en Edouard et Caroline, la guillotina en
Casque d’or, etc.).

* * *

Un cineasta ingenuo (naif) no tiene que resolver ningún problema de guión puesto
que se cree fácilmente la historia que cuenta. Él es el primer crédulo, el primer
espectador. Un cineasta filósofo que pretende expresar ideas generales tiene que
construir la historia de forma que sirva de vehículo a su pensamiento. Tampoco
resulta difícil conseguirlo. Pero Jacques Becker no era ni un cineasta ingenuo ni un
cineasta filósofo, era un cineasta puro, preocupado tan sólo por los problemas de su
arte.
Fundamentalmente trataba de conseguir un tono ajustado, cada vez más afinado,
es decir, más evidente. Como a todos los cineastas que se hacen muchas preguntas,
llegaba a conocer mejor lo que quería evitar que lo que quería conseguir. Odiaba un
tipo de cine que podríamos llamar «abusivo», odiaba el énfasis, la explotación del
erotismo, la violencia, los tonos sistemáticamente grandilocuentes.
Desconfiaba de lo excepcional. Constantemente se situaba con la imaginación en
el lugar de sus personajes, lo que le llevaba a hacer su propio autorretrato película a
película. Pero siempre desconfianza: hay que conocerse bien para no filmar más que
lo bien conocido. No se llega a ser infalible así como así. Becker no debía saber de
hecho que Max el Mentiroso era él mismo, y que en eso residía la fuerza de Grisbi.
Pero cuando creyó haber resuelto el «problema de Lupin» con la «solución de Grisbi»
cayó en la autocomplacencia y transformó un personaje fuerte en un personaje débil.
Lupin, era, pues, el agotamiento, la muerte de un personaje cuya carrera había
comenzado en Dernier Atout bajo los rasgos de Raymond Rouleau, había seguido con
Goupi Monsieur, un personaje pícaro, desenvuelto, el protagonista beckeriano
amable, simpático y quizás demasiado adorable. Becker estaba obligado a partir de
nuevo de cero, a explorar otros terrenos, e hizo Montparnasse 19 (Los amantes de
Montparnasse), lo más opuesto pero libremente aceptado. Es decir, la descripción de
un personaje fuerte, hasta excesivamente fuerte: Modigliani, un genio alcoholizado
que ¿bebe porque es un genio o es un genio porque bebe?
Los problemas de elaboración de una película semejante eran tan numerosos que

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Becker los orilló más que resolverlos. Montparnasse 19 es un slalom, una obra tan
negativa que Jean-Luc Godard ha escrito: «No es una película, es la descripción del
miedo a hacer una película».
Eso no impide que la perfección de La evasión deba mucho a Montparnasse 19
como si el postrer film de Becker fuera el reverso del anterior. Ya no podemos hablar
de cualidades minuciosas, sino de genio, o sea, del triunfo de algo único y absoluto
que los demás cineastas no han logrado: una total sencillez unida a un tono ajustado
que nunca decae. Miradas precisas, gestos vitales, rostros auténticos sobre fondos
neutros, un recitado archinatural, eso es todo lo que hay en Le trou. «Divide y
vencerás», esa es la divisa de la cámara de Becker, tan hábil como prudente, que
parcela las dificultades pero que las afronta una a una a lo largo de este film tan
magníficamente controlado.
La noción de control me parece importante. Una película no tiene por qué estar
dominada forzosamente por el director. Puede incluso dominarla a ratos, pero el
trabajo tiene que ser controlado y en especial la duración. Precisamente, Le trou gira
en torno a esos famosos problemas de la duración. ¿Qué momentos tenemos que
filmar? ¿Qué elipsis podemos permitirnos? En todas sus películas, Becker a nivel de
guión, de rodaje, de montaje, tenía que encarar esos problemas de los cortes, de los
saltos, de las elipsis.
Le trou era el tema ideal para él porque no había elipsis que hacer. Todo valía lo
mismo, todo tenía igual importancia, la misma fuerza. Sólo se da cuenta uno de ello
al salir de la película y constatar que ha estado sentado durante dos horas y media y
que la película es un itinerario sin paradas, sin digresiones. Cada gesto, cada frase del
diálogo hace progresar la acción. Para los cinco personajes de La evasión no hay más
meta que una: conseguir y un modo de lograrlo. Avanzan hacia la libertad al mismo
tiempo que Becker avanza hacia la poesía, es decir, hacia la apariencia de un
documento puro.
Esa sumisión al documento buscado, al mismo tiempo que altera la dosificación
normal —estamos hablando todavía de la duración—, es la marca esencial del
cineasta moderno que es a la vez un polemista y cuyo trabajo es parcialmente de
crítico. Hay, pues, en Le trou, como en las mejores y más recientes películas, un
aspecto experimental. Alegrémonos de que la experimentación sea concluyente y
constituya un espectáculo perfecto.
Jacques Becker era un cinéfilo. Se notaba, a pesar de sus veinte años de oficio,
que estaba todavía sorprendido de haber podido realizar sus sueños de adolescente:
hacer películas. Al final de La evasión es emocionante ver surgir bruscamente de las
profundidades a Jean Becker, su hijo, del mismo modo que Edouard Dhermite-
Cocteau emergía de las olas en Le testament d’Orphée (El testamento de Orfeo).

(1960)

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JACQUES BECKER, UN AÑO DESPUÉS DE SU MUERTE

Había inventado su propio tiempo. Le gustaba la velocidad en coche, las comidas


muy largas, rodaba películas de dos horas con temas para quince minutos, hablaba
durante horas por teléfono.
Era escrupuloso y reflexivo, de una delicadeza infinita. Le gustaba filmar
minuciosamente las cosas anodinas, un billete de lotería o un chaleco extraviado,
pero desde la conclusión de Casque d’or, ha superado sus limitaciones deliberada y
animosamente en Montparnasse 19 y en Le trou.
Atento a las películas novedosas, a los nuevos cineastas, fácil para asombrar, y
siempre afectuoso, este hombre no conocía las celotipias profesionales. Estaba
dispuesto a admitir que cualquiera podía hacer su oficio como él, y en consecuencia
¡qué de preocupaciones le atormentaron en los últimos tiempos!
Como era muy lento y pensaba en voz alta, á menudo se pasaba de lo
presupuestado y, en sus tres últimas películas, las interrupciones provocadas por la
enfermedad agravaron las cosas y afectaron a sus relaciones con los productores.
En la última época, su rostro admirable se había tornado gris acerado, más
exactamente del color de los automóviles «metalizados».
Después del estreno de mi primera película, me lo encontré cuando estaba
terminando Le trou (La evasión) y me dijo: «Sobre todo, hazme caso, consigue un
poco de dinero para poder trabajar por tu cuenta».
No me he atrevido a contar hasta ahora mi última conversación con él, por
teléfono, dos semanas antes de su muerte. Descolgó Françoise Fabian. Le pedí
noticias y le propuse salir de compras o no sé qué. Ella me respondió: «Está
demasiado enfermo para ponerse a hablar». Oí cómo le preguntaba: «¿Quién es?»,
luego cogió el auricular. Hablaba con dificultad y me dijo: «Ya ves, esto no marcha
nada bien, pero no es necesario que se enteren ELLOS. No me harán trabajar más».
He dudado antes de contar esto, pero me he decidido a hacerlo para mostrar lo
cruel que es nuestra profesión y en general todas las profesiones que tienen que ver
con el espectáculo.

(1961)

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Robert Bresson

LES DAMES DU BOIS DE BOULOGNE


(Las damas del bosque de Bolonia)

No hace todavía diez años de esto. Una tarde que falté al cine para ir al colegio
apareció nuestro profesor de literatura y nos dijo: «Ayer noche vi la película más
estúpida que se puede imaginar: Les dames du Bois de Boulogne: en ella un tipo
resuelve sus desengaños sentimentales haciendo cincuenta kilómetros en coche. No
he visto nada tan grotesco». La crítica no fue mucho más amable. El público no fue a
verla, y si fue, lo hizo para reírse de todas y cada una de las frases del diálogo de
Cocteau. El productor Raoul Ploquin se arruinó y tardó siete años en levantar cabeza.
El fracaso fue total. Les Dames no merecieron ni siquiera la modestísima batalla del
Hernani.
Un cine de arte y ensayo acaba de programar la película de Bresson dentro de una
retrospectiva y constato que el público ha sido mucho más numeroso que en el resto
de los programas de la temporada, que las sesiones se han desarrollado en calma y
que incluso la película fue aplaudida algunas veces. Según la expresión de Cocteau,
la película «ha ganado el juicio en el recurso». Tras el fracaso comercial, el film fue
proyectado en los cine-clubs. Casi todos los críticos se retractaron al volver a verla.
Hoy día, Le journal d’un curé de Campagne ha vencido las últimas reticencias y
Robert Bresson es considerado como uno de los tres o cuatro mejores directores
franceses.
La primera película de Bresson Les anges du Péché[23], a partir de un guión del
Rvdo. P. Bruckberger dialogado por Giraudoux, había recibido, desde su estreno en
1943, todos los plácemes. En cuanto a Les dames, Bresson había partido de un
episodio de «Jacques el fatalista» de Diderot: la aventura de Madame de la
Pommeraye y del Marqués des Arcis. La adaptación es y no es fiel. Fiel en cuanto
que hay frases enteras de Diderot. Se acostumbra a subestimar la participación de
Cocteau que supo llegar a veces un rewriter (re-escritor) de mérito. Por ejemplo:
Diderot: «La historia de vuestro corazón es paso a paso la historia del mío»;
Cocteau: «La historia de vuestro corazón es paso a paso la triste historia del mío».
Leyendo en voz alta estas dos frases hay que admitir que Cocteau ha mejorado a
Diderot en sentido musical. En el cuento de Diderot, todos los personajes rivalizan en
bajeza. Madame de la Pommeraye es la venganza. Es un personaje puro, un personaje
de Racine (si Fedra lo es), pero Madame Duquenoi y su hija, haciendo de beatas, ¿no
rechazan la duplicidad llegando incluso a confesarse previendo que el marqués
corrompería a su confesor para conocer todo lo que les concierne? Cuando la
anfitriona de Diderot ha terminado su historia, el maestro de Jacques le dice:

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«Querida anfitriona, cuenta Vd. muy bien las historias, pero no está Vd. muy versada
en el arte dramático. Si deseaba que la joven de vuestro cuento nos conmoviera,
tenía que haberla pintado sincera, y habérnosla presentado como víctima inocente y
forzosa de su madre y de la Pommeraye. Tendría que haber cargado la mano sobre el
trato cruel que recibe que la empujaría más lejos de lo que ella hubiese querido.
Cuando se introduce un personaje en escenas es preciso que su papel tenga unidad.
Ha trasgredido Vd. las reglas de Aristides, Horacio, Vida y Le Bossu». Lo que más
sorprende de la adaptación de Cocteau y Bresson, y lo que hace que sea y no sea —al
mismo tiempo— fiel, es que se han tenido en cuenta las observaciones del maestro de
Jacques: la Agnes de la película es sincera y es víctima de Hélene. En cuanto a Jean
Cocteau, se lleva la parte del león. Desde la primera frase está presente su garra: «No
he conseguido distraerte. ¿Sufres?». Después: «No existe el amor, sólo pruebas de
amor». Y más adelante: «Me gusta el oro, se os parece, caliente, frío, claro, oscuro,
incorruptible». Pero si no se conoce el texto de Diderot, puede uno equivocarse. Del
mismo modo que Giraudoux le comunicaba su dinamismo a Les anges du peché.
Cocteau comunica a Les dames su aspecto vital. Aun teniendo recuerdos vagos de
todos los films que Cocteau ha rodado desde 1945, no puede uno menos de
sorprenderse ante las semejanzas. Las relaciones de Paul Bernard y Elina Labourdette
en Les Dames son exactas a las de Josette Day y Jean Marais en La belle et La bête
(La bella y la bestia): un amor que llega hasta la sumisión, la devoción. María
Casares evoca irresistiblemente a la Nicole Stéphane de los Enfants terribles cuando
ella pronuncia esas frases que son el leit-motiv del teatro de Cocteau: «Y sobre todo,
no me dé las gracias» o «No eches por tierra mis castillos».
Para romper un poco la monotonía de los epítetos del estilo de «mago»,
«funámbulo», habría que arremeter con un estudio del realismo en Cocteau. Podría
empezarse por el aspecto muy «decible» de sus diálogos y que nos hace a veces
sonreír: «No puedo recibirles, pase». Ese sentido agudo del realismo es el que,
llevado hasta su extremo, introduce lo insólito: gracias a eso, veinte años después de
haber escrito Les enfants terribles, Cocteau puede hacer una película sin cambiar una
sola palabra del diálogo. Los actores «lo dicen» con una autenticidad extraordinaria.
Un hallazgo excelente y que bordea lo barroco sin ser ridículo es la escena en que
María Casares baja la escalera hablando con Paul Bernard que se escapa en el
ascensor: «¿Por qué se marcha?» —«No me gusta el piano…».
Por otro lado, la parte que corresponde a Bresson no es desdeñable. Iniciado antes
de la Liberación, se interrumpió el rodaje, luego se volvió a filmar y se terminó
(parcialmente recomenzado) algunos meses más tarde. El trabajo de «puesta en
escena» sigue siendo, a pesar de los años, demasiado teórico. ¿No dijo el mismo
Cocteau: «No es una película, sino el esqueleto de una película?». Por eso atraen más
las intenciones de Bresson que su realización. Les dames du Bois de Boulogne es un
ejercicio de estilo como «Madame de…» (el libro). En Louise de Vilmorin nuestra
sorpresa admirativa nace de la facilidad y soltura. Por el contrario, en Bresson, su

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obstinación y el trabajo laboriosísimo de depuración es lo que nos obliga a respetarlo.
Pienso que Le journal d’un curé de Campagne (en él cada plano tiene la misma
verdad que un puñado de tierra, de la tierra de Bernanos) es el mejor film de Bresson.
Esperamos La princesse de Clèves[24], que rodará el año próximo, para conocer por
fin la verdadera personalidad de Robert Bresson, para apreciar todas las dimensiones
de su talento, privado por esa vez de una etiqueta llamada sucesivamente Giraudoux,
Cocteau y Bernanos.

(1954)

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UN CONDAMNE A MORT S’EST ECHAPPE
(Un condenado a muerte se ha escapado)

La importancia de Un condenado a muerte se ha escapado justifica que volvamos


sobre ella más de una vez en las próximas semanas. No espero que con estas notas
torpemente hilvanadas al salir de un primer visionado pueda abarcar esta obra tan
grande.
Para mí, Un condenado a muerte se ha escapado es no sólo el mejor film de
Bresson sino también la película más importante del cine francés de estos diez
últimos años. (Antes de escribir esta frase he puesto buen cuidado en repasar en una
hoja de papel los títulos de todas las películas que Renoir, Ophüls, Cocteau, Tati,
Gance, Astrue, Becker, Clouzot, Clément y Clair han realizado a partir de 1946).
Ahora siento haber escrito, hace unos meses, en estas mismas páginas: «Las
teorías de Bresson son apasionantes pero tan personales que no le sirven más que a
él. La existencia en el futuro de una escuela Bresson haría temblar a los espectadores
más optimistas. Una concepción teórica hasta ese punto, matemática, musical y
sobre todo ascética del cine no podría dar nacimiento a una tendencia». Tengo que
retractarme ahora de estas dos frases porque Un condamné a mort s’est échappé creo
que reduce a la nada unas cuantas ideas que presiden la fabricación de las películas,
desde la etapa de redacción del guión hasta la puesta en escena y la dirección de
actores.
En muchos films actuales encontramos eso que se ha venido en llamar «un pasaje
brillante». Significa que el realizador durante el rodaje de una o dos escenas de su
película ha estado brillante y ha intentado superarse. En este sentido, Un condenado a
muerte se ha escapado, película de la obstinación, sobre la obstinación, realizado por
un Auvergnat, es el primer film de una brillantez integral. Tratemos de analizar en
qué se diferencia esta película de las demás que vemos a lo largo del año.
Con mucha frecuencia se cita una frase de Robert Bresson: «El cine es
movimiento interior». ¿No la ha dicho acaso por darse el placer de ver a los teóricos
lanzarse por una pista falsa que quizás se ha interpretado torpemente como una
profesión de fe? Los comentaristas han decidido que se refiere a la vida interior de
sus personajes, a su alma, que es lo que preocupa a Bresson. Pero ¿no puede tratarse
quizás, más sutilmente, del movimiento interior de la película y de su ritmo? Jean
Renoir repite a menudo que el cine es un arte más secreto que la pintura y que una
película se hace para tres personas. Bresson, sin duda, no tiene tres espectadores en el
mundo para los cuales su obra no constituya un misterio. Hace falta toda la
inconsciencia de los críticos de los periódicos para hablar de los fallos de los actores
de Le journal d’un curé de Campagne. La interpretación de los actores en la obra de
Bresson se sitúa más allá de lo «bueno» o de lo «falso». Sugiere, en esencia, una
actitud intemporal, una postura, una «dificultad de ser», un aspecto de sufrimiento.

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Robert Bresson es tal vez un alquimista a contrapelo: parte del movimiento para
lograr la inmovilidad, su tamiz desecha el oro para recoger la arena.
Para Bresson, tanto los viejos films como los actuales son sólo una imagen
deformada del teatro. La interpretación de los actores revela exhibicionismo y, según
él, dentro de veinte años la gente irá a ver las películas actuales para ver «cómo
interpretaban los actores en aquella época». A nadie se le oculta que Robert Bresson
en sus películas, dirige a los actores obligándoles a no interpretar «dramáticamente»,
a no exagerar, a abstraerse de su «oficio». Es sabido que lo logra matando en ellos
toda su voluntad propia, cansándolos con un número incalculable de repeticiones y de
tomas y con un trabajo que recuerda al hipnotismo.
Con su tercera película, Le journal d’un curé de Campagne, descubrió que le
convenía renunciar a los actores profesionales e incluso a los novatos y elegir
intérpretes ocasionales seleccionados por su físico —y por su «moral»—, criaturas
nuevas que no tuvieran ningún tic, nada de falsa espontaneidad, ningún «oficio» de
hecho. Toda la preocupación de Bresson consiste en matar la vida y al actor que —al
mismo tiempo— hay en cada hombre y poner delante de la cámara a individuos que
balbucean un texto pretendidamente neutro y sin aristas. Así planteadas las cosas, su
forma de trabajar podría tener, a todo lo más, un interés experimental. Pero va mucho
más lejos. A partir de un intérprete despojado de todo lo que proviene del teatro, crea
un personaje realmente verdadero, y cada gesto suyo, cada mirada, cada actitud y
cada reacción son esenciales, y cada palabra suya también —ninguna más alta que la
otra—. El conjunto crea una forma que constituye la película.
En ese trabajo, la sicología y la poesía no tienen ni arte ni parte. Se trata de
conseguir una cierta armonía al combinar diversos elementos, cuyo choque entre
ellos provoca una infinidad de relaciones: la interpretación y el sonido, las miradas y
los ruidos, los decorados y la iluminación, el comentario y la música. Del conjunto
resulta una película de Bresson, o sea, una especie de logro milagroso que desafía al
análisis y que, si es perfecta, debe suscitar en el espectador una emoción muy nueva y
muy pura.
Es evidente que Robert Bresson, que trabaja en una dirección radicalmente
opuesta a la que siguen sus colegas, tiene dificultades para conectar con el público a
causa de todos esos films que se consiguen emocionarlos con medios menos nobles,
más fáciles, y efectivamente teatrales. Para Bresson, como para Renoir, Rossellini,
Hitchcock y Orson Welles, el cine es un espectáculo, cierto, pero el autor de Le
journal d’un curé de Campagne desearía que ese espectáculo específico, que sus
leyes se inventen y no se roben de géneros ya existentes.
Un condamné a morts s’est échappé es el relato minucioso de la evasión de un
hombre. Se trata, en efecto, de una reconstrucción maniática. El comandante
Devigny, que vivió esa aventura hace trece años, no ha abandonado el plato,
solicitado incesantemente por Bresson para enseñar al actor anónimo cómo se coge
una cuchara en una celda, cómo se escribe en las paredes o cómo se duerme.

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No se trata de una historia, ni de una narración, ni de un drama. Es, nada más, la
descripción de una evasión mediante la reconstrucción escrupulosa de algunos de los
gestos que la hicieran posible. Toda la película está hecha a base de primeros planos
de objeto y de primeros planos del rostro del hombre que maneja esos objetos.
Un condenado a muerte se ha escapado que Bresson quería titular El viento sopla
donde quiere constituye, en principio, un experimento peligrosísimo que se ha
convertido en una obra emocionante y original gracias al genio obstinado de Robert
Bresson que ha sabido, colocándose a contracorriente de todas las formas existentes
del cine, acceder a una verdad inédita a través de un nuevo realismo.
El suspense, porque también hay un cierto suspense en Un condenado a muerte se
ha escapado, surge naturalmente gracias no al alargamiento de la duración sino, al
contrario, por su evaporación. En virtud de la brevedad de los planos y de la rapidez
de las escenas nunca se tiene la sensación de estar asistiendo a una selección de
momentos privilegiados. Convivimos realmente con Fontaine en su prisión, no 90
minutos sino dos meses y ¡es apasionante!
En el texto, colmo de laconismo, se alterna el monólogo del protagonista cuando
está solo con el diálogo utilitario. El tránsito de un decorado a otro se efectúa con la
ayuda de Mozart. Los ruidos son de un realismo alucinante: ferrocarril, chirrido de
puertas, ruido de pasos, etc.
Por otra parte, Un condenado a muerte se ha escapado es el primer film de
Bresson perfectamente homogéneo, sin un solo plano fallido, acorde desde punta a
cabo —me parece— con las intenciones del autor. La interpretación «a lo Bresson»,
un «falso-verdadero» que bien pronto suena más verdadero que lo verdadero, se
impone aquí incluso en los personajes más episódicos.
Gracias a esta película, Bresson es aclamado por aquellos mismos que silbaban
Les dames du Bois de Boulogne hace once años.
(1956)

* * *

(Segundo artículo)

En cuanto que Un condenado a muerte se ha escapado se opone radical mente a


todos los estilos de «puesta en escena», será —creo— mejor apreciado por los
espectadores que van ocasionalmente al cine, una vez al mes, que por el público no
cinéfilo pero asiduo y cuya sensibilidad está a menudo deformada por el ritmo de las
películas americanas[25].
Lo que más choca cuando se ve el film de Bresson por vez primera es la
diferencia constante que existe entre esta obra y lo que sería, o hubiese sido, realizada
por otro cineasta. En un primer vistazo se echan en falta cosas y uno se siente tentado
a rehacer el montaje indicando los planos que hay que rodar para que la película se

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parezca a «lo que se hace en el cine».
En efecto, todo el mundo nota que le han faltado planos generales y que no se
sabe nunca lo que ve Fontaine por el ventanillo enrejado sino es el techo de la cárcel.
Por eso, al final del primer visionado, la sorpresa corre el peligro de convertirse en
admiración y André Bazin ha explicado que es más fácil describir lo que no está en la
película que lo que sí está.
Así pues, hay que volver a ver Un condenado a muerte se ha escapado para
apreciar perfectamente toda su belleza. En un segundo visionado nada nos impide
seguir, segundo a segundo, la marcha del film, de una rapidez increíble, poniendo
nuestros pies en las huellas, todavía frescas, dejadas por Leterrier o por Bresson, no
sé.
La película de Bresson es puramente musical y el ritmo su riqueza fundamental.
Una película arranca de un sitio para llegar a otro. Las hay que dan rodeos, las hay
que se detienen de buena gana para alargar una escena agradable, las hay que tienen
baches, pero ésta, que ha elegido el camino directo, se mete de cabeza en la noche
como un coche en una pista helada a un ritmo vertiginoso mientras los fundidos
encadenados borran de la pantalla la lluvia de imágenes al final de cada secuencia. Es
uno de esos films de los que puede decirse que no tiene un solo plano inútil, un plano
intercambiable o acortable. En pocas palabras, lo contrario de una película «hecha en
la mesa de montaje».
Un condenado a muerte se ha escapado es tan libre y poco sistemática como
rigurosa. Bresson no se ha impuesto más que las unidades de lugar y acción. No ha
pretendido que el público se identifique con Leterrier. Al revés, lo ha hecho
imposible. Vivimos con Leterrier a su lado. No vemos todo lo que ve (sólo lo que
tiene relación con el tema, la evasión), pero tampoco vemos más de lo que él ve.
Por eso podemos escribir que Bresson ha pulverizado el montaje clásico. En éste,
un plano de mirada tiene sentido en relación con el plano siguiente que muestra el
objeto mirado. Esta forma de montaje hace del cine un arte dramático, algo parecido
al teatro fotografiado. Bresson destroza esa preceptiva y si, en Un condenado a
muerte se ha escapado, los primeros planos de manos o de objetos remiten o pesar de
todo a primeros planos de rostros, la sucesión de estos planos no se ordena en función
de una dramaturgia escénica, sino de una armonía preestablecida construida por
relaciones sutiles entre los elementos visuales y sonoros. Cada plano de manos o de
mirada conserva su autonomía.
Hay entre la puesta en escena tradicional y la de Bresson la misma diferencia que
entre un diálogo y monólogo interior.
Nuestra admiración por la película de Bresson no debe nacer del hecho de ser una
apuesta ganada (un solo personaje en una celda durante ochenta minutos) porque ese
«más difícil todavía» no es, en realidad, tal. Estad seguros que en esa misma situación
muchos cineastas (Clouzot, Dassin, Becker y otros) hubieran llevado a buen puerto
una película diez veces más palpitante y «humana» que la de Bresson. Lo importante

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es que la emoción, aunque sólo la sienta uno de cada veinte espectadores, es de una
naturaleza infrecuente y rara, y por eso, es más pura, y en vez de alterar la magnitud
de las intenciones, le confiere una grandeza que no tenía al comienzo.
La película, en sus momentos álgidos, rivaliza, durante algunos segundos, con
Mozart. Los primeros acordes de su Aliso en do menor, lejos de simbolizar la libertad
como se ha dicho, da un aspecto litúrgico al vertido del cubo de las heces.
No creo que, para Bresson, Fontaine sea un personaje muy simpático. Lo que le
incita a escaparse no es el valor, sino el aburrimiento, la ociosidad. Una prisión está
hecha para evadirse de ella y, de todas formas, el protagonista sale con éxito gracias a
la suerte. El teniente Fontaine, del que no llegamos a saber más, es mostrado en un
período de su vida en que él es particularmente interesante y afortunado. Comienza
su actuación con un cierto distanciamiento como si fuera un conferenciante que en
Pleyel cuenta su expedición comentando una película muda que se ha traído consigo:
«El día 4 por la noche, abandonamos el campamento base…».
La contribución mayor de Bresson es evidentemente su teoría sobre la
interpretación de los actores. Cierto que la interpretación de James Dean, que nos
emociona tanto hoy día, o la de Anna Magnani, puede que nos hagan reír dentro de
algunos años, como ocurre con la Pierre-Richard Wilm ahora, mientras que la
interpretación de Laydu en Le journal d’un curé de Campagne o la de Leterrier en Un
condenado a muerte se ha escapado se nos imponen con más fuerza aún. El paso del
tiempo, no lo olvidemos, trabaja siempre a favor de Bresson.
La dirección bressoniana de actores consigue sus mejores resultados en Un
condenado a muerte se ha escapado. No se trata de la voz velada del curita de
Ambricourt ni de la mirada tierna del «prisionero de la Santa Agonía», sino la dicción
neta y seca del teniente Fontaine, sus miradas llenas, directas como las de un ave de
presa, como si fuera un buitre que se lanzara en picado sobre un centinela muerto. La
interpretación de Leterrier no tiene nada que envidiar a la de Laydu: «Hable siempre
como si hablara consigo mismo», le pide Bresson, que concentre sus esfuerzos en
filmar el rostro humano, o con más exactitud todavía, la gravedad del rostro humano.
«El artista tiene una gran deuda con el rostro humano y si no consigue valorar su
dignidad natural, debe, al menos, intentar disimular su superficialidad y su
estupidez. Puede que todos los hombres de este mundo sean estúpidos y superficiales,
pero si dan la impresión de serlo es únicamente porque no están a gusto, porque no
han encontrado el rincón del universo donde se sientan cómodos.»
Me parece que esta espléndida observación de Joseph von Sternberg constituye el
mejor comentario posible a Un condamné á mort s’est échappé.
Considero inconcebible que Bresson influya en los cineastas franceses —o
extranjeros— actuales. Y sin embargo, un film como éste ayuda a darse cuenta con
más claridad de las limitaciones del otro cine. Un condenado a muerte se ha
escapado puede volvernos más exigentes e incluso más severos con la crueldad de
Clouzot, la inspiración de René Clair, la minuciosidad de René Clément… Sin duda

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que hay cosas nuevas que descubrir en el arte de las películas, cosas que aletean
alrededor de Un condamné á mort s’est échappé.

(1956)

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René Clement

MONSIEUR RIPOIS

Hace ya mucho tiempo que la crítica y el gran público se han librado del prejuicio
de enjuiciar negativamente las películas inspiradas en novelas famosas. Está admitida
hoy la infidelidad tanto al espíritu como a la letra (p. e. Le diable au corps, La
simphonie pastorale, etc…). Se sabe, pues, que no hay problemas de ese tipo en las
adaptaciones. Sin embargo, pienso yo que si el realizador confiesa haberse inspirado
en un libro para hacer «otra cosa distinta», esta cosa distinta debe estar a la misma
altura que la obra original (p. e., Le journal d’un curé de Campagne). En otras
palabras, no es admisible el simple empequeñecimiento de la obra adaptada. Es el
único criterio que propugno.
Raymond Queneau fue el primero que tuvo la idea de sacar una película de
«Monsieur Ripois et la Némésis». René Clément leyó el libro, no le gustó, aceptó el
rodarlo con muchas reticencias y encargó la adaptación a Jean Aurenche.
Desgraciadamente no conozco ni podré conocer nunca el tratamiento escrito por
Aurenche, toda vez que no gustándole a Clément, decidió escribir junto con un
guionista inglés (Hugh Mills) la adaptación dejando al cuidado de Queneau la
redacción de los diálogos. Durante este trabajo, el título de la novela se redujo a la
mitad. La diosa de la venganza se ha quedado en el vestuario de este señor Ripois sin
Némésis. Veamos qué cuenta el guión de la película:
Ripois (Gerard Philippe) es un francés emigrado a Londres. A punto de
divorciarse, aprovecha la ausencia de su esposa para llevarse al domicilio conyugal a
una mujer joven, Patricia (Natacha Parry), amiga de Catherine Ripois (Valérie
Hobson). Como Pat se resiste al flirt, Ripois decide confesarse con ella y empieza a
contarle su vida sentimental. En primer lugar, hubo una Anna (Margaret Johnston),
que era «jefe» suyo en la oficina, y a la que tuvo que seducir para poder trabajar
tranquilo. Lo único que consiguió es convertir su vida privada en una especie de
oficina. Después vino Mabel (Joan Greenwood). Con la promesa de casarse se
aprovechó de ella. Tres días antes de formalizar su compromiso matrimonial, se
cambió de casa. Luego le tocó el turno a una francesa, Marcella, prostituta de
profesión, de la que vivió una temporada hasta que un buen día se largó con todos sus
ahorros. Hubo también una Diana (Diana Decker), una vecina; luego Catherine con la
que se casó (por dinero) y por último Patricia que todavía se le resiste. Pero como ya
está a punto de caramelo, decide simular un suicidio. Y lo malo es que se cae de veras
y queda malherido. Catherine cree que por su culpa ha intentado suicidarse, y de esta
manera empujará el resto de su vida el carrito desde el que Ripois, paralítico, sólo
podrá contemplar de lejos a las mujeres.

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El libro de Luis Hémon está muy cerca de la obra maestra. Al leerlo pensamos
inevitablemente en Queneau, en el Queneau de sus momentos cumbres, en el
Queneau de «Odile». ¿Quién es Amadeo Ripois? El anverso de un don Juan. Las
mujeres no andan detrás de él. No tiene nada de seductor y, sin embargo, tiene
múltiples aventuras. Ripois es el «negativo» del «Gilles» de Drieu la Rochelle,
maniático, obseso, el típico mujeriego. Su comportamiento con las mujeres obedece a
una fría estrategia cuyo fin es la seducción. Lleva su vida sentimental como Landrú
Verdoux su serie de asesinatos. En lugar de corazón tiene un mecanismo de relojería,
y contabiliza sus amoríos como si llevara de ellos un fichero riguroso. Pero Luis
Hémon, por contrapartida, sí que «tenía corazón» y conciencia por los dos. Detrás de
lo sórdido, inmisericorde y cruel del libro, se esconde algo más que comprensión: la
bondad de aquel hombre que fue además un gran escritor. Su bondad, sus verdaderos
sentimientos, la intención de Luis Hémon al contarnos esta historia, quedaba clara
con el maravilloso personaje de una chica joven. Ella, cuyo suicidio hace tomar
conciencia a Ripois sobre el espantoso fracaso de su vida. Probablemente por temor
al melodrama, es decir, por snobismo, Clément ha suprimido este personaje creyendo
que era más fino adoptar un tono de comedia sarcástica a lo Alec Guiness.
Del mismo modo que el retrato de Dorian Gray se afeaba a medida que su modelo
perdía pureza, las desventuras de Ripois aumentan y se agravan a medida que se
alarga la lista de las que va humillando. «Monsieur Ripois y et la Némésis» es un
libro sobre la justicia inmanente. Ripois que no tuvo piedad de la pobre Winifred
hambrienta, conocerá también los mordiscos del hambre.
A la vista del lujo con que se vive en Londres, se pregunta: «¡Cómo puede ser que
yo no participe de ese lujo!» (p. 133) y en la página 311: «Has disfrutado de tu parte
de amor. ¿Y qué has hecho con ella?» Podríamos multiplicar los ejemplos que
demuestran que «Monsieur Ripois et la Némésis», al igual que «Rojo y negro» de
Stendhal, está construido en dos partes. Los temas de la primera se recuperan en la
segunda. Una lectura atenta de «Monsieur Ripois» basta para convencerse de que, sin
su segunda parte, la novela pierde todo su significado.
Por eso, René Clément, que sólo ha sido fiel a la primera parte del libro, ha
cometido un error fatal, similar al que supondría omitir de un poema uno de cada dos
versos. René Clément le quita las alas a la mosca y luego se extraña de que no vuele.
Su primera concesión la ha hecho al cambiar incluso los nombres. Al convertirse en
Andrés Ripois, Amadeo Ripois ha perdido lo esencial de su fuerza y de su
autenticidad. El Ripois de Hémon era un monstruo, el de Clément es un vividor
cínico (¿cómo no acordarse del delicioso Kind hearts and coronets (Ocho sentencias
de muerte) de Robert Hamer, en la que Clément se ha inspirado evidentemente?).
René Clément ha confundido crueldad y cinismo, fondo y forma. Al trazar el retrato
de un hombre sin alma, se ha olvidado de incluir su propia alma. Monsieur Ripois es
una película de Ripois, o sea, una película sin alma.
La desvirtuación del «fondo» tiene su correlato en la forma de la película.

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Mientras que el estilo de la novela es ligero, incisivo y rápido, el de la película resulta
elaborado, romo y a veces pesado (recuérdese la descripción de la miseria londinense,
tan lograda en el libro, y el episodio de Marcelle, la prostituta francesa).
El talento de René Clément es el de un imitador. La bataille du rail era un remedo
de la sobriedad (L’espoir —Sierra de Teruel— de Malraux multiplicada por diez), del
mismo modo que Le Cháteau de Verre era una imitación mala del rigor y la elegancia
(un «sub» Dames du bois de Boulogne). Jeux interdits (Juegos prohibidos) imitaba,
por su parte, la crueldad de la infancia. En general, el estilo de Clément consiste
siempre en imitar el talento.
Al suprimir de su adaptación todo aquello que tenía de emotivo el libro de
Hémon, Clément ha actuado como esos falsos intelectuales que infestan el cine
francés, como esos semi-doctores que creen que el sumum del genio consiste en
eliminar del arte todo lo que tiene relación con el corazón. De esta actitud nace la
moda de esos tenebrosos e insoportables bodrios: Les orgueilleux (Los orgullosos) de
Y. Allégret, Jeux interdits (Juegos prohibidos), Thérése Raquín (Teresa Raquin) de
M. Carné, Le blé en herbe de C Autant Lara; películas amorfas, carentes de toda idea
rectora y que, sin embargo, son calificadas por los críticos franceses como
fenomenologías, desmitificadoras, alegatos, despiadadas constataciones sociales,
etc…
Consecuente con esa ambición de la pulga por convertirse en elefante, René
Clément se ha cuidado muy mucho de desengañar a los periodistas, esos periodistas
que tienen a Louis Hémon por un autor de segunda fila al que un libro famoso y muy
folklórico, «Maria Chapdelaine», hizo célebre. A decir verdad, Louis Hémon, cuyo
«Diario» se publicó en Inglaterra y está inédito en Francia, escribió varios libros
importantes («Batling Malone», «Colin-Maillard»), aunque, en mi opinión,
«Monsieur Ripois et la Némésis» es la obra maestra de este francés melancólico y
juerguista que se suicidó, en Canadá, de manera bien extraña: en pleno campo,
andando por en medio de los carriles de la vida hacia el encuentro con un tren.
Clément no sólo ha traicionado a Louis Hémon sino también a Raymond
Queneau, ya que en la película sólo quedan unas cuantas frases del diálogo que éste
escribió, especialmente en la escena en que Ripois da una clase de francés sin caer en
la cuenta de que su alumna inglesa le está citando a Mallarmé. Con todo, a los
espectadores que no hayan leído todavía la novela de Louis Hémon este Monsieur
Ripois (sin Némesis) les parecerá una película agradable y brillante. Al no poder
valorar la gran diferencia de sutileza, de inteligencia y sobre todo de sensibilidad que
existe entre la novela y su adaptación, no podrán saber nunca qué obra maestra ha
desaprovechado este cineasta-destripador de obras literarias.

(1954)

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Henri-Georges Clouzot

LE MYSTERE PICASSO
(El misterio Picasso)

De los dos o tres films que Francia ha presentado en el Festival de Cannes, el de


Henri-Georges Clouzot, Le mystère Picasso, es —naturalmente— el mejor.
Desde hace tiempo, Clouzot, cuyo «hobby» es la pintura, quería realizar una
película con su amigo Pablo Picasso. No lo intentó antes, porque tenía miedo de caer
en las trampas del «film d’art»: didactismo, disección estéril de los cuadros, refugio
en anécdotas, dispersión del interés por el hecho de mostrar sucesivamente al artista
pintando y el cuadro ya acabado…
Una pintura especial americana que le enviaron a Picasso unos amigos ha resuelto
esos problemas y ha permitido a Clouzot colocar la cámara no a la espalda de Picasso
o a su lado, sino detrás del lienzo. En vez de ver pintando a Picasso como lo vería un
visitante, asistimos al acto creador puro sin intervención de ningún elemento
pintoresco o exterior. Esta puridad, este respeto para con el artista y su materia se han
llevado hasta el extremo de no añadir ningún comentario que pueda «instruirnos» o
distraernos. Sólo la música de Georges Auric acompaña a la elaboración de los
cuadros. La duración prevista al principio era de diez minutos, que al final se han
convertido en una película de hora y media. El misterio Picasso comienza en blanco
y negro y en pantalla normal, luego emplea el color y por último, la pantalla se alarga
para mostrarnos en cinemascope los cuadros de mayores dimensiones.
Este film, único en su concepción y realización, ha sido fotografiado por Claude
Renoir y es su mejor trabajo desde que dirigiera la fotografía de La Carosse d’or (La
carroza de oro) de su tío.
Henri-Georges Clouzot se ha eclipsado voluntariamente en este film cuyas
enormes dificultades técnicas pasarán desapercibidas para el público. Ha puesto al
servicio del más grande de los pintores actuales su ciencia cinematográfica, su técnica
depurada y segura, que han dado peso y consistencia a sus otras realizaciones
cinematográficas.
El misterio Picasso es una película útil para la pintura en general, y, en particular,
para la pintura moderna. Hasta tal punto que después de haber visto esta película los
detractores de Picasso no podrán volver a decir: «Eso lo hago yo también» o «Un
gran dibujante, cierto, pero mal pintor».

* * *

El papel en el que va a pintar Picasso es sólo un rectángulo de tela delante del

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cual nos sentamos. En efecto, da la impresión, de que el artista trabaja en una sala de
cine detrás de la pantalla en el momento mismo en que se proyecta la película.
Ese sentimiento que experimentamos de asistir, no a la contemplación de un film
preexistente, sino al acto creador «mientras se produce», se ve aumentado por el
hecho de que ni el mismo Clouzot sabía, cuando dirigía el rodaje, qué es lo que iba a
pergeñar Picasso, en qué sitio del lienzo se iba a posar su pincel.
Al sacrificar todo lo que es exterior a la obra, y al no fijarse ni siquiera en la
persona de Picasso, Clouzot ha creído que así aumentaba el valor documental de su
película al mismo tiempo que la apartaba de un género muy concreto (el del «film
d’art») y la convertía en una cinta tan abstracta como los dibujos sobre celuloide de
Norman Mac Laren.
Esto es lo que llama la atención desde la primera imagen en El misterio Picasso.
Estamos presenciando unos dibujos animados, más bellos que de ordinario, insólitos
y poéticos pero irreales, sin ninguna relación con lo que esperábamos, con lo que se
nos había anunciado ni con lo que sabemos del gran pintor: El misterio Picasso sigue
siéndolo por completo. Por eso nos sentimos asombrados o decepcionados. Una obra
de Picasso se realiza ante nuestros ojos: ¡un milagro que, si fuera necesario,
justificaría por sí solo la grandeza del cine! ¡Qué firmeza en el trazo, qué de
hallazgos, qué fluidez, qué buen humor, y cómo la gozamos al ver a Picasso tachar,
recomenzar, transformar, enriquecer el cuadro! Con toda probabilidad el trabajo de
Cocteau con cada uno de sus poemas es muy semejante: tachaduras, cambio de
palabras, enriquecimiento del vocabulario, metáforas que «surgen» como los colores
en el lienzo. Hay en esta forma de trabajar mucha poesía y casi quedamos satisfechos
del todo.
Y por otra parte, ¿no lo estaríamos un poco más si Clouzot, consciente de esta
dimensión poética, hubiese tratado la película como si fuera un documento? ¿Por qué
no le ha exigido a Georges Auric una partitura digna de Le song d’un poéte en vez de
ese batiburrillo zarzuelero que nos atruena?
Clouzot declaró que renunciaba a introducir comentarios en el film, porque la
pintura «no puede explicarse con palabras». Estupendo, pero si la película dura
noventa minutos, ¿no hubiera sido más acertado dedicar diez minutos a mostrarnos
cuadros antiguos o recientes de Picasso, más elaborados, más logrados, cuya factura
hubiera contrastado con la de los dibujos y lienzos que, el pintor tuvo que ejecutar
delante de la cámara, demasiado deprisa en las mismas condiciones de trabajo que un
caricaturista de music-hall?
En este sentido, la secuencia en que Clouzot vigila a Picasso para que pueda batir
un récord «contra el reloj» —es decir, terminar un cuadro antes de que el indicador de
la cámara señale que se ha acabado el rollo de película— no es de buen gusto y se
intercala como un número de circo en medio de un concierto.
A pesar de ciertas reservas que se suscitan con la reflexión y no durante el
visionado de la película, El misterio Picasso es una gran obra, tanto por la tranquila

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genialidad del personaje como por la belleza del tema y el ingenio del cineasta.
Le mystère Picasso fue proyectado en el Festival a las 19,30 y a las 22,30; en la
primera sesión, hubo algunos signos de hostilidad hacia la película y aplausos
pretendidamente a destiempo. Temiéndose un pateo del film en la gala de la noche, el
jefe de publicidad telefoneó a Saint-Paul-de-Vence a las nueve de la noche,
pidiéndole a Picasso que acudiera como «refuerzo». Estaba en pijama y a punto de
irse a la cama. Aceptó bajar hasta Cannes y se puso un sombrero hongo.
La película fue acogida, en la segunda sesión, más cortésmente, pero con
reservas. A la salida, Picasso y Clouzot fueron largamente aplaudidos por muchos de
los invitados.

(1956)

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Jean Cocteau

LE TESTAMENT D’ORPHEE
(El testamento de Orfeo)

¿Habrá que demostrar a estas alturas la importancia de Jean Cocteau como


cineasta? Yo quisiera, en primer lugar, aludir a su actitud frente a las obras de los
demás y de cara al público.
Su buena disposición para firmar cualquier petición, cualquier manifiesto, para
redactar prólogos, introducciones e incluso slogans publicitarios para cualquier obra
o espectáculo, me dejó estupefacto y sorprendió no pocas veces. Me parece adivinar
en ello mucha humildad. El orgulloso se obstina en hacerse caro: sale poco, se
muestra poco, se exhibe poco y se pone como única meta ser exigente.
Cocteau aparecía por todas partes. Todo le interesaba, echaba una mano a todo y a
todos. ¿Significa esto que sus juicios carecían de valor? No lo creo porque sus
slogans, escritos o hablados, eran tan precisos prácticamente que más que una
descripción eran una auténtica ficha antropométrica de la obra o del artista que había
decidido defender.
Cocteau sabía muy bien que, de todos los que venían a mendigarle su apoyo, la
mayoría eran falsos talentos, pero estoy convencido de que pensaba para sí: «El
artista más mediocre vale más que el mejor espectador». El, que siempre daba la
cara, había elegido ponerse sistemáticamente de parte de los que dan la cara.
Cocteau era de un cinismo muy especial, a base de magnanimidad. Era un artista
desde los pies a la cabeza, de punta a cabo, y estaba dispuesto a prestar a los demás
artistas un apoyo incondicional. Entonces, ¿dónde está su cinismo? En el grandísimo
desprecio (nunca formulado expresamente) que sentía por público y crítica, o sea, por
todos los espectadores, por toda la sala, por todos los que se sientan delante del
escenario o la pantalla y enjuician sin correr ningún riesgo algo que sucede delante de
ellos y que comporta todos los riesgos para los que lo han hecho posible.
Era amable con todos y esperaba que lo fueran con él. La menor crítica le hería:
«No les pido que sean sinceros, sino educados».
Con el último film de Jean Cocteau, Le testament d’Orphée, la crítica —
concienzudamente «trabajada» por el mismo Cocteau y por sus amigos— fue
unánimemente elogiosa (algunas por simple delicadeza) y no menos unánimemente
insincera. Así son las cosas.
El resultado comercial fue semejante —con toda exactitud— al que hubiera
provocado una general condena crítica. Como si el público hubiera sabido leer entre
líneas. En este sentido, los espectadores se negaron a abrir El testamento de Orfeo y
su gesto parece una venganza colectiva e inconsciente contra un hombre que, al revés

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de los industriales del espectáculo, creía que el público nunca tenía razón. ¡Lo que
son las cosas! En este caso, ciertamente el público se ha equivocado, porque Le
testament d’Orphée es una película digna de toda admiración, o sea, admirable.
Le testament d’Orphée viene a ser una remake de Sang d’un poéte treinta años
más tarde, el mismo ensayo sobre la creación poética revisado y corregido. La escena
más bella del Testamento, la más «feliz», sin discusión posible, es el encuentro del
poeta con Edipo (Jean Marais).
Pero prefiero dedicarme a la descripción de tres escenas cortas que transcurren en
el último cuarto de hora de la película y que demuestran que Jean Cocteau, como
todos los grandes cineastas, ha practicado la «puesta en escena» de una manera
completa y disfrutando con ella, condición ésta imprescindible para que una película
sea buena. La «puesta en escena» se convierte así en una crítica del guión, y el
montaje en una crítica de la «puesta en escena».

* * *

PRIMER EJEMPLO: «EL ENCUENTRO CONMIGO MISMO»

«Encuentro al personaje que han fabricado de mí y este personaje me mira


únicamente cuando vuelvo la espalda. Me quejo de ello a mi hijo adoptivo y éste se
ríe de mí.
CEGESTE: Has andado proclamando a voz en cuello que, si te lo encontrabas,
no le ibas ni a dar la mano.
EL POETA: Me odia.
CEGESTE: No tiene ninguna razón para amarte. Tú mismo le has insultado a tus
anchas y le has puesto a caer de un burro.
EL POETA: Lo mataré.»
Esta bella escena del encuentro del poeta con su doble, según el propio Cocteau,
es el «quicio» de la película, su «espina dorsal». Al principio estaba previsto rodarla
en el camino que rodea Villefranche, pero tuvo que hacerse, por razones
meteorológicas, en los soportales de la calle Oscura, en la misma ciudad.
He aquí un buen ejemplo de una escena cuyo hallazgo debió resultar emocionante
porque la idea es hermosa y tiene fuerza. Cuando una idea de este tipo surge en la
mente de un cineasta, aunque sea un año, seis meses o una semana antes del primer
golpe de manivela, supone una alegría enorme, anterior al rodaje mismo.
Una vez en el rodaje, con todos los problemas concretos y cotidianos, una idea de
ese estilo resulta muy poca grato de rodar. Sólo importa el resultado final. Hay que
parcelar convenientemente la escena para que la intención sea comprensible, no
embrollarse con los parones de los personajes mientras van andando, con las

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sucesivas y correspondientes paradas del travelling y con la dirección de las miradas
de los actores. Jean Cocteau tiene que dejar su ropa y cambiarla con las de su doble-
sosias (que en este caso era el señor Belloeil, ingeniero meteorológico). En pocas
palabras, un trabajo ingrato y pesado.
Durante el rodaje de una escena de ese tipo, no hay lugar para la improvisación.
El azar puede asomar la oreja. Se trata de rodar los ocho o diez planos previstos de la
manera más clara y simple posible.
Este tipo de cine es un cine eficaz, un cine hitchcockiano, que realiza
impecablemente ideas visuales construidas a base de una sucesión de imágenes
previas y casi dibujadas. En efecto, podemos imaginarnos perfectamente a Hitchcock
rodando esta escena del «encuentro con el doble», por ejemplo, en un guión de
espionaje con sosias incluidos.
Cocteau pasó un buen rato, no al rodar esta secuencia, sino al darle forma mental:
oye, voy a rodar una escena en la que el poeta se encuentra consigo mismo.
Literariamente esta idea carece de interés. Plásticamente, sí. Por otra parte,
recuerda un poco a algunos cuadros de Dalí, aunque es una idea totalmente
cinematográfica. Al verla terminada en la pantalla, vuelve a embargarle a uno el gozo
que supuso su hallazgo, y su belleza compensa lo ingrato de su rodaje.

SEGUNDO EJEMPLO: «LOS AMANTES INTELECTUALES»

Plano medio del poeta y de Cegeste. Vemos lo que están mirando: una parejo de
jóvenes enamorados que se abrazan. Uno y otro anotan sus impresiones en un
cuaderno utilizando como soporte la espalda de su compañero.
Otra buena idea, cuyo interés no resulta evidente explicándola con palabras. Al
contrario de la escena precedente, el rodarla es una experiencia emocionante, porque
durante el rodaje se puede lograr un resultado hasta diez veces mejor que lo que
indica el texto.
En primer lugar, hay que elegir la pareja que haga la idea más deliciosa. Luego
hay que indicar la colocación de los dos actores, y por último, marcar hasta los más
mínimos gastos, la mímica que dará sentido humorístico a la idea. También es
importante la comprensibilidad, pero en esta ocasión se logra no por la relación entre
los encuadres sino por su colocación individual. La claridad y comprensión de esta
idea pueden verificarse sobre el terreno, y no a la semana siguiente en la sala de
montaje.
Estamos ante una idea plástica que nada tiene que ver con la pintura. Sugiere los
trazos de un dibujo humorístico por la frescura de sus rasgos y su aspecto satírico. En
sus grandes momentos, Frank Tashlin acertó con este estilo de cine que es, ante todo,
el de Jean Renoir, un cine jubiloso. En este tipo de cine, la primera repetición en el
rodaje no sirve de nada. A la quinta, las cosas empiezan a concretarse, se depuran, y

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al mismo tiempo adquieren densidad. Todo el equipo, alrededor del cineasta, está
pendiente del trabajo, participa en él, lo comprende. Reina la improvisación. El
conjunto se va haciendo más vivo, más vital.

TERCER EJEMPLO: «LA MUERTE DEL POETA»

«Minerva rechaza la flor rediviva que le ofrece el poeta. Lo siento… yo… lo


siento». Apenas se ha alejado un poco, Minerva blande la lanza y se la arroja. Plano
del poeta marchándose. La lanza penetra en su espalda, entre los omoplatos.
Plano de frente. La lanza ha atravesado el cuerpo del poeta y le sale por el
pecho. Se lleva sus manos al hierro, cae de rodillas y rueda de costado musitando sin
cesar: «¡qué horror… qué horror… qué horror…!»
La necesidad de esta escena es indiscutible. Es coherente con la película entera.
Al final de El Testamento de Orfeo debe correr de nuevo la sangre del poeta.
Pero es una escena desagradable de rodar, la más desagradable de toda la película.
En primer lugar, los perifollos de Minerva, inspirados en el traje de goma de los
hombres-rana, no son humo de paja. Luego, el trucaje de la lanza. Se trata de una
jabalina de cartón enrollado que pesa unos sesenta gramos. Está hecha con dos tubos
que se ajustan el uno dentro del otro de forma que pueda acortarse unos cuarenta
centímetros cuando se clava en su blanco, o sea, en la espalda de Jean Cocteau, que a
su vez protegido por un trozo de contrachapado, oculto bajo su chaqueta. La jabalina
tiene que ser lanzada por su inventor, el señor Durin.
El rodaje se eterniza, horas extraordinarias, nervios en el equipo, tensión. Al
acabar este trabajo, se han logrado los planos previstos, pero nadie de veras satisfecho
porque al terminar una escena de ese género ninguno de los testigos del rodaje puede
olvidar el trucaje. Todo esto provoca en el cineasta algo de mala conciencia, o por lo
menos le hace dudar: ¿habrá «quedado» bien o va a parecer ridículo?
Lo más genial de esta escena es, decididamente, la utilización del sonido. El
horrísono ruido del despegue de un avión a reacción acompaña al lanzamiento de la
jabalina. Y así el poeta se «despega» de la vida con el inhumano estrépito sonoro que
todos hemos oído en los aeropuertos.
La idea de este ruido no surge de repente. Al contrario, Cocteau, siempre en plan
de gran cineasta, sabía muy bien que las ideas no se bastan a sí mismas para ser
creíbles. Hay que hacerlas creíbles y para eso hay que preparar al público. De ahí
que, poco antes de que el poeta entre en la sala de Minerva, oímos la voz de una
azafata: «Por favor, abróchense los cinturones y apaguen sus cigarrillos». Gracias a
esto, la idea del avión está presente en nuestro ánimo y, me atrevería a decir, «está en
el aire».
Pues bueno, como estamos hablando de los gozos y satisfacciones que se
experimentan rodando películas, me parece que el momento de mayor alegría —

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refiriéndonos a esta escena de la muerte del poeta— debió sentirlo en la sala de
montaje cuando Jean Cocteau pudo contemplar el lanzamiento del dardo mezclado ya
con el ruido horrísono. El excelente resultado de la efusión del sonido y la imagen
debió disipar todas sus dudas sobre la fuerza emotiva de la escena. Jean Cocteau
debió sentirse contento. Podía estarlo, debía estarlo y creo que lo estaba.

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Sacha Guitry

ASSASSINS ET VOLEURS

Assassins et voleurs es una película situada bajo el signo de la inmoralidad. En


primerísimo lugar, inmoralidad de un guión y de unos diálogos cínicos que glorifican
el adulterio, el robo, la injusticia y el asesinato. Inmoralidad, sobre todo, de un triunfo
financiero y artístico que desafía todas las reglas del sentido común y de la
experiencia, triunfo, en suma, paradójico y casi escandaloso como en seguida vamos
a ver.
Assassins et voleurs es lo más opuesto a las películas que defendemos en Cahiers
du Cinéma. Está desprovista de toda ambición estética. Es imposible encontrar en ella
ni el más ligero vestigio de ética profesional. Una escena de barco, que teóricamente
se desarrolla en alta mar, está rodada con toda evidencia en tierra. El ascensor del
hotel se mueve lo mismo que el barco. Un único decorado sirve para varios
escenarios distintos. La larga escena de diálogo entre Poiret y Serrault, fraccionado en
diez o doce «cachos», está filmada —sin duda alguna— en una tarde, con dos
cámaras, y tan torpemente que aguzando el oído se pueden oír los autobuses que
pasan por delante del estudio y a los tramoyistas del plato de al lado charlando
animadamente acerca de sus bocadillos.
Ha sido escrita a toda prisa por un viejo postrado en un sillón de ruedas, dirigida
poco a poco por su autor, su ayudante y el productor, lo que equivale a decir que no
ha sido dirigida, y, «pegoteada» en unas semanas. A los distribuidores parisinos les
pareció indigna de estreno: «No podemos estrenar esa chapuza»; «Es absolutamente
impresentable»; «Organicemos un pre-estreno en Vichy». El exhibidor de Vichy
aceptó en principio complacido y halagado. Pero cuando vio la película, se echó para
atrás, y se negó a proyectar «eso» a «su público», el más benévolo de Francia. Los
señores de París alzaron la voz, el pre-estreno se tuvo y la noche fue triunfal. En
todas las provincias la película batía récords de taquilla y se decidió no estrenarlo en
París hasta que estuviera a punto de caducar el permiso de exhibición en Francia para
la crítica que sin duda iba a machacar semejante engendro no pudiera sabotear la
pesca milagrosa…
La continuación es conocida: se programó durante dos semanas en una excelente
cadena de cines de estreno (en seis grandes salas). Assassins et voleurs cosechó
críticas elogiosas, se mantuvo durante cuatro semanas en cartel (más tiempo aún en el
Campos Elíseos) y, con más de 80 millones de taquilla, se sitúa entre los diez mejores
films del año superando a Trapeze (Trapecio) de Carol Reed, The rains of Ronchipur
(Las lluvias de Rachipur) de Jean Neguleseo, Folies-Bergeres de Henri Decoin,
Typhon sur Nagasaki (Tifón sobre Nagasaki) de Yves Ciampi y a otras

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superproducciones internacionales.
Y con esto se da fin a las paradojas. Aunque ciertamente la película de Sacha
Guitry está «pegoteada», posee una fluidez, una fantasía, una rapidez que para sí
quisieran realizaciones más caras y ambiciosas.
Algunas películas, por aparecer en un momento dado y por reunir ciertas
características, se convierten para la crítica —y sin que lo sepa el mismo autor— en
símbolos, en banderas de algo. Assassins et voleurs, al estrenarse a continuación de
una docena de películas francesas cuidadas, demasiado cuidadas, costosas, demasiado
costosas, ambiciosas y fracasadas, ha llegado a simbolizar, a pesar de sus defectos, la
película producida, pensada y dirigida sin preocupaciones, o sea, cuyo encanto nace
de la carencia de medios y no del despilfarro (como en las maja$ películas actuales).
La «puesta en escena» es correctísima, porque a la fuerza ahorcan y no hay treinta
y seis maneras de rodar deprisa cosas muy concretas. Las preocupaciones maniáticas,
las dudas, el maniqueísmo, las demasiadas repeticiones y las demasiadas tomas para
estar seguro matan la comicidad y congelan la risa. Una película desenfadada y sin
importancia debe realizarse con desenfado y sin darse importancia. Por eso triunfa
Assassins et voleurs y han fracasado esta temporada Le pays d’oü je viens (El
vendedor de felicidad), Till l’espiégle, Arséne Lupin (Las aventuras de Arsenio
Lupin) dirigidas respectivamente por Marcel Carné, Gérard Philippe y Jacques
Becker.
Este curioso film demuestra que el éxito no se basa necesariamente en
malentendidos y que una obra realmente divertida e insolente, sin demasiada
vulgaridad, interpretada por artistas de valía que no son «estrellas» y que se
autodirigen, rodada casi sin director, una obra barata hasta casi la miseria, pegoteada
provocativamente mal, ha sido bien acogida en medio de una producción que patina
por timidez, cobardía, manía de grandeza, snobismo y desconfianza sistemática.

(1957)

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SACHA GUITRY, EL MALICIOSO

Al «todo París» no le gustan las mezclas, los cambios, los aficionados. ¿Que Jean
Renoir escribe una obra de teatro? Se pontifica de inmediato que es cinematográfica,
antiteatral. Asimismo, Jean Cocteau será siempre un titiritero, un metomentodo. Si
damos fe a la leyenda, parece que se quiso impedir que el novelista Jean Giraudoux
escribiera teatro. Estos tabús, estas prohibiciones, estas etiquetas obligadas son
producto de un grupo de mediocres, de imbéciles, de celosos de su única y estrecha
especialidad. Por lo que toca al cine, a los artistas que provienen de otro terreno se les
desanima con las complicaciones técnicas.
Sacha Guitry no tenía complejos. Y eso ha sido bueno para el cine francés, ya que
le ha proporcionado una docena de buenas películas. Las mejores (hablo de las que
yo he podido ver) son: Ceux de chez nous, Le roman d’un tricheur, Faisons un reve,
Desiré, Remontons les Champs-Élysées, lis étaient neuf celibataires, Deburau,
Assassins et voleurs y su postrera Les trois font la paire. Sacha Guitry era un
chapucero. Detestaba hacerse pesado o cuidar excesivamente una película. Estaba
satisfecho siempre del guión y de sus intérpretes. Le gustaba filmar de la manera más
rápida y sencilla posible. Usaba a veces dos cámaras que runruneaba
simultáneamente. En suma, que era un espectáculo cinematográfico a fortiori, ya que
impresionaba celuloide. La expresión «teatro filmado» se inventó para motejar al
cineasta que se atreve a rodar una obra de teatro sin insertar escenas en la calle, una
persecución por los tejados, dos coches o un caballo al galope. Celui qui doit mourir
(El que debe morir) de Jules Dassin, adaptación de una novela y rodada en plena
naturaleza, es, sin duda, teatro filmado mucho más que Faisons un reve, obra perfecta
por completo e inmejorable en su trasplante a la pantalla.
«O es cine o no es cine», se replica con frecuencia. ¡Qué estupidez! Nadie se ha
dado cuenta de que el neorrealismo italiano —la ropa sucia lavada en las callejas de
Nápoles— nació directamente, no de los films de Carné o de Feyder que eran
directores «realistas», sino de los films de Marcel Pagnol, o sea, de obras de teatro,
filmadas como tales, por su autor.
En 1936, Sacha Guitry rodó cuatro películas. Fíjense, cuatro films en un año.
Afortunadamente he visto los cuatro. La primera es Le nouveau testament, una
comedia costumbrista sobre los gigolos que arranca de una cita frustrada. Nos
enteramos, gracias a esta película, de que existen en París tres estatuas distintas de
Juana de Arco, y de ahí nace la serie de equívocos desternillantes del films. Le roman
d’un tricheur, la segunda, es considerada con razón la obra maestra de Sacha Guitry.
Es uná película picaresca, rica en hallazgos inéditos que no se han vuelto a utilizar, y
comentada en off las dos terceras partes de su duración. Faisons un reve, a la que ya
me he referido, está prodigiosamente interpretada por Sacha Guitry, Jacqueline
Delubac y Raimu y se desarrolla en un decorado único. Por último, Le mot de
Cambronne, mediometraje, notable por su inventiva e ingenio.

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Es una lección instructiva volver a ver hoy esos films y compararlos con las falsas
obras maestras de entonces. Sacha Guitry fue un auténtico cineasta, mucho más
dotado que DuVívier, Grémillon y Feyder, mucho más ingenioso, y ciertamente,
menos solemne que René Clair.
Sacha Guitry ha pasado por la historia del cine riéndose de modas y de
tendencias. No ha intentado nunca el realismo poético, el realismo sicológico o la
comedia americana. Fue siempre Sacha Guitry, es decir, que a partir de un hallazgo,
por lo general divertido, abordaba sus temas personales: las ventajas de la
inconstancia amorosa, la utilidad social de los asociales (ladrones, asesinos, play-
boys, etc…), y siempre las paradojas de la vida. Y como la vida es paradójica, Sacha
Guitry fue un cineasta realista.
El cine vive, sobrevive y se suicida por causa de una serie de clichés que
complican la labor de los guionistas y que desalientan desde el comienzo a los que
escriben para el cine. En las películas normales, un ladrón no es nunca un personaje
simpático a no ser que robe por heroísmo o caridad (como Mandrin, Cartouche o
Arsenio Lupin). De la misma forma, la esposa adúltera tiene que ser forzosamente
antipática a no ser que su marido sea una basura viviente o un infradotado y su
amante un joven maravilloso. Muchas películas son, en principio, malas y
exasperantes por su servil observancia de esas reglas que, dicen, ha impuesto el
público. Ante casi todas las películas, un espectador normal (aunque no sea
contestatario sino sólo un poco culto) reaccionará al revés y simpatizará con los
personajes que los autores presentan como odiosos mientras que los personajes que se
han querido pintar como simpáticos resultan débiles y pesados.
En el cine de Sacha Guitry como también en el Renoir (al que se parece en
algunos puntos, por ejemplo, en su misoginia creciente en asuntos amorosos y en su
creencia de que lo único que importa de la mujer amada es su piel), la separación en
personajes simpáticos o antipáticos se desvanece y nos encontramos con una mirada
más lúcida e indulgente sobre la vida tal como es: una comedia de mil caras que el
cine puede reflejar con la mayor exactitud.
El secreto de Renoir es la familiaridad, el de Guitry la malicia. Sus películas se
parecen y congenian porque abordan con originalidad y franqueza el tema más
frecuente de todos (las relaciones entre los hombres y las mujeres) y así mismo el
tema que le sigue en importancia (amos y criados). Guitry y Renoir coinciden en una
sencillez que permite todas las fantasías, en un sentido del realismo que poetiza las
escenas más acres, en fin, en un compacto pesimismo sin el cual el amor por la vida
se vuelve con razón sospechoso y reaccionario.
Los diálogos, las escenas de amor, las relaciones sentimentales en la mayor parte
de las películas son de una falsedad increíble. En las de Sacha Guitry, la verdad surge
como por encanto al final de cada escena y con tal fuerza que casi sorprende. En Le
nouveau testament, el joven play-boy invitado a cenar llega antes de hora. El marido
está a punto de volver a casa y el play-boy propone a su amante: «Oye, ¿y si

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hiciéramos el amor? Sí, mujer, detrás de la puerta, deprisa, que seguro que nos da
tiempo». El mismo personaje es el ascensorista en Roman d’un tricheur. Marguerite
Moreno se fija en él dentro del ascensor. Vemos desaparecer por la parte superior del
encuadre al ascensor. En el bajo, todo el mundo espera al ascensor que no desciende.
Por fin, lo vemos bajar. El ascensorista juguetea con un magnífico reloj nuevo que
acaba de recibir como regalo. ¡Sacha Guitry es el germano francés de Lubitsch!
Tras varios films mediocres (Toa, Aux deux colombes) nos vuelve a sorprender
agradablemente con La poison. La idea está sacada de un suceso insólito: decidido a
matar a su mujer, un hombre (Michel Simon) consulta a un abogado haciéndole creer
que ya ha cometido el crimen. Adoctrinado con las indicaciones del «picapleitos» que
vienen a ser consejos involuntarios, apuñala a su esposa con todas las atenuantes a su
favor. En el juicio, y con gran jolgorio nuestro, es absuelto.
Este es el tema habitual de Sacha: actuar con sangre fría, realizar cínicamente lo
que únicamente se hace borracho o iracundo. O sea, darle la vuelta a la ley y
permanecer «en regla» con la sociedad haciendo su mismo juego. Pero en esta
ocasión lo más interesante son las escenas matrimoniales de los dos viejos, de una
acritud y una crueldad que recuerdan los mejores momentos del cine realista:
L’Atalante de Vigo y Foolish wives (Esposas frivolas) de Stroheim. La esposa es el
«veneno» que insulta a Michel Simon y lo trata de canalla e idiota. Antes del
asesinato la rabia se confunde con la calma. Esta extraña mezcla de sentimientos es
de una crueldad tal que, literalmente, nos deja pasmados.
En Les trois font la paire, que Sacha Guitry herido de muerte apenas pudo dirigir,
es indudable que Sophie Desmarets, Darry Cowl, Philippe Nicaud, Clément Duhour y
Jean Rigaux dan lo mejor de sí mismos. ¿Por qué? Pues porque los diálogos eran tan
acertados, tan auténticos que no podían decirlos mal, y los artistas, abandonados a su
propia suerte, encontraron sin necesidad de explicaciones el tono justo, el tono
querido por el autor del texto. No es ocioso referirse a esa escena bufa en que Jean
Rigaux está postrado en su lecho de muerte, con uniforme de oficial de alta
graduación, con el atuendo de su papel preferido, porque Sacha Guitry —al que se le
acusaba de pretencioso y fatuo— sabía reírse de sí mismo e incluso de la muerte que
le acechaba.
Por último, como contrapeso a esa terrible burla del amor que hay en su obra,
rendía culto a la amistad y a los que admiraba, y de una forma emocionante. En la
primera película de Sacha Guitry (Ceux de chez nous) nos muestra «en silencio» a los
artistas que el joven Sacha admiraba: Mirbeau, Auguste Renoir, Claude Monet,
Rodin, Degas, Saint-Saéns, Anatole France. En la última (Le trois font la paire) rinde
homenaje a Simenon, Alfred Jarry y Michel Simon. La última imagen
cinematográfica que nos ha quedado de él es el prólogo de este film: le vemos
telefonear a su viejo amigo Albert Willemetz y decirle adiós volviendo un poco la
cara para que su delgadez no nos emocionara demasiado.
Hace dos años, durante el rodaje de Assassins et voleurs quise entrevistar a Sacha

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Guitry. Su secretario me respondió afirmativamente, siempre y cuando le presentara
por escrito las preguntas y el «maestro» pudiera preparar las respuestas.
Estúpidamente me negué. ¡Hay que ser tonto!

(1957)

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Albert Lamorisse

LE BALLON ROUGE
(El globo rojo)

En el plazo de seis meses he visto tres veces El globo rojo y no ignoro el


entusiasmo que invariablemente suscita esta película. Sé muy bien que al criticarlo
duramente me voy a indisponer con mis lectores más fieles y que corro el riesgo de
singularizarme de mala manera. Cuando una obra goza del beneplácito de todo el
mundo, duda uno mucho antes de llevar la contraria a la opinión general y se siente
uno tentado a fingir que le gusta para no quedarse solo.
El globo rojo cuenta una historia de amor entre un chico y un globo que le sigue a
todas partes como un perrito. Cierto, es una película cuidada, admirablemente
fotografiada, y aunque no está demasiado bien dirigida, el niño que la interpreta
gesticula lo menos posible.
Dicho esto, afirmo que, en mi opinión, no hay nada de poesía, de fantasía, de
sensibilidad ni de verdad en esta película. Me refiero a poesía, fantasía, sensibilidad y
verdad reales.
Walt Disney ha hecho un mal favor a los animales al concederles la palabra y las
reacciones humanas. Y con ese método ha tratado de engañar a las personas y al arte.
Ha traicionado el espíritu de La Fontaine al caricaturizarlo. Pero, en definitiva, nadie
toma a Disney por un poeta.
Estoy convencido de que nada poético puede nacer de la simulación. Deberíamos
detestar esos objetos modernos que «parecen» otra cosa. Por ejemplo, esa pluma
estilográfica que en realidad es un encendedor, ese libro cerrado que es una
tabaquera, etc.
Lo mismo que los animales de Walt Disney, Crin blanca es un falso caballo
porque reacciona como una persona. El globo rojo va más allá en este camino trucado
de la mutación o de la simulación. Ese globo rojo que sigue libremente al niño actúa
como un perrillo que tuviera reacciones humanas. ¡Walt Disney al cuadrado, ni más
ni menos! Lo malo de este artificio es que es artificial y que resulta cada vez más
convencional a medida que avanza la película.
Los films de Lamorisse nada tienen de esa autenticidad de sentimientos sin la cual
los cuentos de Perrault o La belle et la bête (La bella y la bestia) no serían lo que son,
o sea, obras al mismo tiempo poéticas y morales, realistas y humanas.
Que todo sea artificial, convencional, falso en Le ballon rouge no sería demasiado
grave si se tratara de divertirnos, porque en el fondo todos los medios (tanto los más
fáciles como los más vulgares) son buenos si pretenden hacernos reír. Pero la cosa
cambia cuando el autor intenta enternecernos. Lamorisse no sólo no respeta las leyes

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de los cuentos de hadas sino que las trasgrede buscando dar a sus films una
universalidad muy superior a la permitida por su punto de partida.
En los cuentos, todo se resuelve de forma humana. Las cosas vuelven a su cauce
normal en virtud de leyes dramáticas demostradas. Lamorisse procede justo al revés.
Al final de Crin blanca, el caballo se sumerge en el mar con el niño, y en Le ballon
rouge los globos se llevan al chico por los aires. Estos dos finales son una forma de
desembarazarse de un principio rector que ha llegado a convertirse en inoportuno y,
además, dando la impresión de que se ha llevado la idea hasta el final.
Albert Lamorisse cree que nos ha mostrado un globo que se comporta como un
amigo del chico. En realidad, el globo aparece como un criado que sigue al
muchacho por las calles a dos metros de distancia.
La intervención de los «malos» tanto en Crin blanca como en Le ballon rouge es
de un mal gusto evidente. Lamorisse, por temor a ser considerado sólo como un
«mago», desplaza el sentido de la película y trata de convertirla en una tragedia en el
cuarto de hora final. Esta mezcolanza de géneros me parece, en este caso, inaceptable
porque, para que nos encariñemos más con el protagonista poético, Lamorisse
introduce una persecución a cargo de unos gamberros «sicológicos». Es un recurso
demasiado fácil.
Estos abusos de poder, estos deslizamientos hacia lo patético causan estragos hoy
en día en todos los terrenos: a Edith Piaf le ha parecido interesante «apoyarse» en
unos coros y distorsionar su voz mediante la «reverberación». Pero con eso no
consigue hacernos creer que esa canción, en la que un joven y una joven se suicidan
en una tasca, es una tragedia griega. Ella canta: «Yo limpio vasos en el fondo del
café». Y no se trata precisamente de Sarah Bernhardt interpretando música de Juan
Sebastián Bach con letra de Racine. Por eso hago mía la frase que Jack Palace dirige
al productor en The big knife: «¿Nunca te han dicho que el énfasis de tus
declaraciones es desproporcionado a lo que dices?».
En efecto, y es notorio, a Lamorisse le va mejor contar alegremente las cosas
serias que contar seriamente las cosas alegres.
En el argot del espectáculo, se llama «efecto telefoneado» al que se prepara
laboriosamente y se «ve venir» desde lejos. En El globo rojo, los efectos poéticos
están siempre «telefoneados», lo mismo que los «estéticos» desgarrones en el
pantalón de Folco en Crin blanca. «Todo lo que no está crudo, es decorativo»
escribió Cocteau. Lamorisse, que huye de la crudeza, no pasa nunca del arte
decorativo.
Cuando se conoce el truco, no resulta difícil «hacer cine como Lamorisse». Basta
con enfrentar a un muchachito encantador con varios «malos» y poner como objeto
del conflicto un animalito encantador o una «cosita» simpática.
El niño tendrá algo del animalito y el animalito algo del niño. Sugiero, por
ejemplo, un chico lapón que pierde su remo blanco y que, después de haberlo
recuperado —a pesar de los malvados exploradores polares—, desaparece en la nieve

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agarrado al cuello del animal. O también, un niño brasileño cuyo saco de café ha sido
despanzurrado por soldados canallescos. El café se desparrama por el mar y el chaval
se sumerge para recuperar, grano a grano, su pequeño tesoro. O incluso, un chinito
que pierde su paganismo, una chiquilla que pierde su braga…, pero esto es ya
demasiada fantasía para Lamorisse.
Es conocida la frase, cruel pero exacta, de Cocteau (siempre volvemos a
Cocteau): «Todos los niños son poetas, excepto Minou Drouet». Le ballon rouge
viene a ser, pues, una película de Minou Drouet para uso de Marie-Chantal.
Sería injusto si no señalara que Le ballon rouge es uno de los bellos films en color
gracias a la extraordinaria labor de Edmond Sechan, nuestro mejor director de
fotografía en la actualidad.

(1956)

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Max Ophüls

LOLA MONTES

La temporada cinematográfica que está acabando va a ser la más importante y


estimulante desde el año 1946. Se abrió con La strada de Fellini y se cierra
apoteósicamente con Lola Montes de Max Ophüls.
Lo mismo que la protagonista del título, esta película puede provocar un
escándalo y excitar las pasiones. ¿Hay que combatir? Pues combatimos. ¿Hay que
discutir? Pues discutimos.
Este es el cine que hay que defender, ahora en 1955, un cine de autor que es a la
vez un placer para los ojos, un cine con una visión del mundo donde los hallazgos
brotan en cada imagen, un cine que no invade el terreno de antes de la guerra, un cine
que abre de nuevo puertas que han permanecido largo tiempo condenadas.
Pero, pongamos freno a nuestro entusiasmo, procedamos con orden e intentemos
ser objetivos aunque ¡malditas las ganas que tengo de ser objetivo!
La construcción del material narrativo, que hace caso omiso de la cronología,
recuerda a Ciudadano Kane, aunque aquí tiene a su favor el cinemascope,
procedimiento que, en esta ocasión y por vez primera, ha sido utilizado al máximo de
sus posibilidades. En lugar de someter ingenuamente a los intérpretes al encuadre
inhumano de la pantalla ancha, Max Ophüls, al contrario, domeña la imagen, la
divide, la multiplica, la contrae o la dilata según las necesidades de su escandalosa
«puesta en escena».
La estructura de la obra es tan nueva como audaz. Y el espectador distraído o que
llega a mitad de proyección puede despistarse. ¡Peor para él! Ciertas películas exigen
una atención incansable y Lola Montes es una de ellas.
Al final de una existencia tormentosa, Lola Montes escenifica e interpreta —en
un circo americano— su «Pasión», es decir, algunos episodios de un calvario
sentimental fuera de lo común. El ambiente del circo es onírico y delirante. Tres
episodios se desarrollan lejos del circo: el desenlace de las relaciones con Franz Liszt,
la juventud de Lola, y la aventura anterior a la del circo (un amorío regio en Baviera).
El cuarto episodio tiene por escenario el circo donde Peter Ustinov hace de jefe de
pista, de verdugo y de amante.
De hecho, en el ocaso de su vida, la verdadera Lola Montes, aventurera y
cortesana inglesa a pesar de su seudónimo español, fue contratada por un circo
americano para ser la vedette de un espectáculo basado en su biografía. En vez de
condensar en dos horas de película un material que serviría para un serial de dieciséis
capítulos, Max Ophüls ha preferido recrear el espectáculo circense, y entrelazarlo con
evocaciones del pasado de Lola. Peter Ustinov, jefe de pista biógrafo, dirige el

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espectáculo con todo el mal gusto, vulgaridad y crueldad que presiden los programas
de televisión, y si este gran actor tiene más fama que los presentadores de TV es
solamente porque el arte imita a la vida… embelleciéndola un poco.
Max Ophüls ha rodado una película sobre el aspecto irrisorio de todo éxito, sobre
las carreras artísticas turbulentas y sobre la explotación de escándalos. Lola Montes
no sabe cantar, no sabe bailar (y de eso queda constancia en la película), pero sin
embargo «gusta», y provoca y organiza escándalos. El jefe de pista nos dice que es
una mujer fatal y que ha viajado mucho porque «las mujeres fatales no paran
quietas». Las tres incursiones en el pasado de Lola (su infancia, su matrimonio con
un borracho embrutecido —Ivan Desny—, su aventura con un solemne cretino —
Franz Liszt— y sus sinsabores como artista) desmienten esas declaraciones
triunfalistas del feje de pista. Lola no fue más que una mujer como las demás,
vulnerable e insatisfecha, que hizo «todo lo que las mujeres de baja condición sueñan
que van a hacer y no se atreven a ponerlo por obra». Por eso, ella, que ha vivido su
vida a un ritmo trepidante si se excluye la pausa maravillosa en Baviera al lado de un
rey anacrónico (Anton Walbrook), muere todas las tardes en ese circo americano
parodiando su pasión.
Como Max Ophüls no ha perdido de vista que hace cien años se tardaba semanas
enteras en atravesar un país, la mayor parte de la película transcurre en las diligencias
que rodaban por Europa. Al término de esa vida azarosa, Lola está destrozada,
gastada prematuramente: «La he reconocido —dice el médico—, su corazón flaquea
y la enfermedad de la garganta puede ser muy grave». Abundan también algunas
otras observaciones físicas, carnales, corporales: «La vida, para mí, es movimiento».
Una noche el rey de Baviera le pregunta: «¿No tienes ganas de pararte, de hacer un
alto, de descansar, de instalarte un poco?».
La construcción de la película es rigurosa, y si algunos espectadores han andado
un poco perdidos, se debe a que la mayoría de las películas, desde hace cincuenta
años, están contadas de una manera infantil. Lola Montes, en este sentido, se parece
no sólo a Citizen Kane (Ciudadano Kane) sino también a The barefoot Contessa (La
condesa descalza), Les mauvaises rencontres y a todos los films que alteran la
cronología en favor de efectos poéticos.
No se trata en este caso de seguir el hilo de un relato sino de contemplar el retrato
de una mujer. Las imágenes son tan ricas, tan llenas que no podemos abarcarlas de un
solo golpe de vista, el autor lo ha querido así e incluso ofrece a nuestros oídos varias
conversaciones simultáneas. A Ophüls no le interesan, evidentemente, los momentos
álgidos de la intriga sino lo que ocurre entre líneas. Los diálogos que captamos a
retazos son de un sabio laconismo y el resto lo intuimos nosotros, como pasa en la
vida misma. Los personajes no resumen las situaciones con frases brillantes. Si están
sufriendo, lo vemos, pero no se nos dice. Estos diálogos son los más inteligentes y
exactos que hemos oído en una película francesa desde que se hizo Zéro de conduite
de Jean Vigo. Diálogos estrictamente utilitarios, del estilo de «Pásame la sal, —

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Toma, —Gracias». Y en consecuencia, rezuman humor en cada contestación. El
único personaje que suelta frases y pretende ser elocuente es el encarnado por Peter
Ustinov, pero busca las palabras, balbucea, se corrige como en la vida real. Si Max
Ophüls fuera italiano, podría decir: «He rodado un film neorrealista» porque, en
efecto, se trata de un realismo nuevo, aunque sea su aire poético lo que nos lleva a
admirarlo.
Lola Montes, realizada en triple versión, está interpretada por actores de todas las
nacionalidades: Peter Ustinov, ruso-inglés; Anton Walbrook, austro-inglés y Oskar
Werner, austríaco. Para la versión francesa, que es la que estamos juzgando, todos
estos actores han hablado en francés con un acento más o menos pronunciado. A eso
hay que añadir el hecho de que a veces oímos simultáneamente dos o tres
conversaciones distintas, murmullos y palabras perdidas, como en la realidad. De ahí
la complicación de una banda sonora que sólo es comprensible en una quinta parte de
su valor durante el primer visionado de la película.
Maravillado e intrigado por los diálogos de la película, me procuré su guión a fin
de compararlo con la banda sonora final. Los diálogos escritos eran estupendos, pero
en el film aún son más extraordinarios porque los actores no han podido decirlos
textualmente y los han mejorado durante el rodaje. Esta frase del guión: «Una fiesta
cien veces más asesina que las que acaban de contemplar en nuestro zoo» se
convierte en boca del genialmente torpe Peter Ustinov en: «Una fiera cien veces más
asesina que las de nuestro zoo». Todas las frases del coreógrafo del circo han sido
sustituidas durante el rodaje por grititos y gruñidos que surten mejor efecto. Max
Ophüls ha conservado a propósito, en el montaje definitivo, las tomas defectuosas
prefiriéndolas a las más perfectas. Por ejemplo, el látigo de Peter Ustinov se enreda
en cierto momento en los flecos de un decorado. Asimismo, el rey de Baviera, en el
teatro: «Iba a vuestra casa, señora… no, así no» (se da la vuelta y vuelve a empezar)
«Iba a vuestra casa, señora… para evitaros la molestia». Esa idea sublime del «no,
así no» nace seguramente de una equivocación en el movimiento de Anton Walbrook
durante el rodaje del plano. Max Ophüls se asemeja al Renoir de Le crime de
Monsieur Lange por esa improvisación constante con un efecto enriquecedor,
encaminada a dar una mayor sensación de verdad.
El doble o triple hiato que existe constantemente en Lola entre la personalidad de
los actores y su dicción, entre su dicción y el texto crea una magia similar a la
conseguida con las vacilaciones de Margaritis en L’Atalante. Lola Montes es el
primer film farfullado, una película en que las palabras y su sonido (fíjense en la
velada voluptuosidad con que Walbrook adorna la palabra «audiencia») van por
delante de la significación de la frase. Se me viene a la memoria Jean Vigo, porque
también él, como Ophüls, gustaba de emplear textos versificados.
Entre este pequeño poema de L’Atalante:

«Ces couteaux de table

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aux reflets changeants
sont inoxydables
éternellement[26]».

y éste declamado por Ustinov:

«A Raguse
robe exquise
qu’on refuse
a l’eglise[27]»,

no sé con cuál quedarme.


Lola Montes es la película de los récords: el mejor film francés del año, la mejor
película en cinemascope hasta el momento, y Max Ophüls se reafirma como el mejor
técnico francés actual y el mejor director de actores. Por vez primera, Martine Carol
nos convence plenamente; Peter Ustinov está sensacional, lo mismo que Oskar
Werner; Anton Walbrook e Yban Desny, excelentes.
Decididamente, Max Ophüls es el cineasta del siglo XIX. Nunca tenemos la
sensación de estar viendo una película histórica sino de ser un espectador de 1850,
como ocurre al leer a Balzac. Este nuevo retrato de mujer en su obra viene a ser una
síntesis de todos los demás. Lola Montes reúne las complicaciones sentimentales de
la protagonista de Sans lendemain (Suprema decisión), las de Letter from an unknown
woman (Carta de una desconocida) y de Madame de.
No es aconsejable que, para defender una película que nos gusta, se ataque las
que no nos gustan, pero, en resumidas cuentas, si el público se enfada con Lola
Montes, es porque no se le han ofrecido películas realmente originales y poéticas. Los
«mejores» films franceses (y pienso en Le rouge et le noir de Claude Autant-Lara, lo
mismo que en Las diabólicas de Clouzot o en Las maniobras del amor de René
Clair) están confeccionados «a la medida» para complacerle, halagarle y hacerle la
pelotilla.
La crítica laudatoria de una película con la que uno se ha emborrachado cinco
veces en siete días no tiene por qué ser perfecta. Pero la concluiré subrayando la
belleza del último plano: Lola, en la pista, da su mano a besar a través de los barrotes
de una jaula de fieras: la cámara retrocede en travelling retro, los espectadores del
circo avanzan más abajo de la pantalla de forma tal que nosotros, espectadores de
cine, nos mezclamos con ellos. Por primera vez, se sale de una sala de cine por la
pantalla. De esta forma, la película entera se coloca bajo el patronazgo de Pirandello,
lo mismo que la obra total de Max Ophüls.
Lola Montes tiene el aspecto de una caja de bombones de Navidad. Se quita el
envoltorio y aparece un poema de 670 millones.

(1955)

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MAX OPHÜLS HA MUERTO

Max Ophüls ha muerto.


Creíamos que se había restablecido totalmente de una inflamación reumática al
corazón que le afectó a principios de año, cuando dirigía en el Schauspiel Theater de
Hamburgo Las bodas de Fígaro que había traducido y adaptado él mismo. Un crítico
alemán afirmó que Max Ophüls había resucitado el espíritu de Mozart y de la
Comedia dell’Arte a través de este espectáculo basado en Beaumarchais, y al que su
frenesí habitual había imprimido un ritmo alucinante. De hecho, estas Bodas de
Fígaro suyas constaban de treinta cuadros vertiginosos. El estreno tuvo lugar el 6 de
enero. Max Ophüls, postrado en la cama, en una clínica al otro extremo de la ciudad,
no pudo asistir a su triunfo: hasta cuarenta y tres veces tuvieron que saludar los
intérpretes porque la multitud enardecida les obligó con sus aplausos a levantar el
telón.
Max Ophüls murió el 26 de marzo de 1957 por la mañana.

* * *

Nacido en Sarrebruck el 6 de mayo de 1902, Max Ophüls optó por la


nacionalidad francesa, después de la guerra del 14 cuando el plebiscito del Sarre. Por
lo general, se suele ignorar este detalle y se habla de él como de «un vienés que
trabaja en nuestro país». De hecho, Ophüls sólo vivió en Viena diez meses en 1926.
Actor de teatro, y luego director de escena, llegó al cine por amor a una actriz a la
que acompañó a Berlín. Con la llegada del sonoro, el cine empezó a reclutar nuevos
realizadores entre la gente de teatro. De esta forma, Ophüls dirigió entre 1930 y 1932
cuatro películas en alemán de las que no se sabe nada o casi nada. De 1932 es Die
verkaufte Braut (La fiancée vendue), basada en la ópera de Smetana, y sobre todo,
Liebeleï (Amoríos), adaptación de la obra teatral de Arthur Schnitzler, su película más
famosa y que también la que él prefería. Cuando se estrenó en París Madame de, hace
cuatro años, nadie señaló que Max Ophüls, había adaptado la novela corta de Louise
de Vilmorin hasta reducirla a la estructura exacta de Liebeleï. La última media hora,
el duelo y el final eran pura y simplemente una remake. Como Ophüls huyó de
Alemania al advenimiento del nazismo, su nombre desapareció del genérico de
Liebeleï inmediatamente después de su partida. Hace año y medio tuvo ocasión de
volver a ver esta película por primera vez después de veinticuatro años en no se qué
ciudad de Alemania. Antes de la proyección, una personalidad local tomó la palabra y
explicó que no era cosa de estar orgullosos por la desaparición del genérico, luego, se
guardó un minuto de silencio, y la película fue proyectada y largamente aplaudida.
La cinemateca francesa programa de vez en cuando la bonita película que siguió a
Liebeleï: La signora di tutti, rodada en 1934, en Italia, basándose en un folletín y que
preanuncia curiosamente a Lola Montes. Se trata del drama de una «estrella» agotada

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que, tras una tentativa de suicidio, y en la cama de operaciones, revive mientras la
están anestesiando los momentos más dolorosos de su vida sentimental. Isa Miranda,
veinte años antes que Martine Carol, fue la protagonista de este drama
admirablemente realizado.
De la media docena de películas que Ophüls dirigió en Francia antes de la guerra,
la mejor es quizás Divine. A partir de su arranque de Colette —una animosa chica del
campo llega a París y es captada para el music-hall— hace una pintura variopinta del
mundo de entre bastidores. Es obligado aludir a Lola Montes porque Max Ophüls,
que se opuso a que Simone Berriau fuera la protagonista, disminuyó su papel en
beneficio de los papeles secundarios, acumulando detalles chuscos y al mismo tiempo
realistas. Junto con Le plaisir, Divine es la película de Ophüls que está más cerca de
Jean Renoir.
Menos afortunada es La tendre ennemie, que cuenta una historia de fantasmas,
también interpretada por Simone Berriau, con arbitrarios y torpes trucajes al estilo de
René Clair. Pero a pesar de eso hay mucha ternura en esta fábula.
Ophüls rueda a continuación Yoshiwara, que no le gustaba en absoluto, Le román
de Weither (Werther), que le gustaba bastante, Sons lendemain (Suprema decisión),
que le gustaba un poco, y en 1939 De Mayerling a Sarajevo (De Mayerling a
Sarajevo) que concluyó vestido de militar, movilizado en los fusileros argelinos.
Ya licenciado, comenzó en Ginebra el rodaje de L’école des femmes con Louis
Jouvet y Madeleine Ozeray. A los tres días, el productor cogió miedo. En el primer
plano se veía una sala de teatro con el telón bajado; Jouvet descendía del techo hacia
la cámara, aterrizaba en el escenario y comenzaba la representación. La cámara de
Ophüls seguía a los intérpretes en sus mutis por las bambalinas, entre bastidores, etc.
Volveremos a encontrar este pirandellismo en La ronde, en Le plaisir y, sobre todo,
en Lola Montes.
Tan poco deseoso de toparse con los nazis en 1940 como en 1932, Max Ophüls,
acompañado de su esposa y su hijo, desembarca en Nueva York, compra un coche
para economizar los gastos de un viaje en tren y se planta en Hollywood sin un
céntimo. Durante cuatro años, vive esperando, jornada tras jornada, que le llamen
para rodar al día siguiente. Por fin en 1948 realiza una película, producida e
interpretada por Douglas Fairbanks Jr., The Exile (A la conquista de un reino), que es
excelente. Le siguieron Letter from a unknown woman (Carta de una desconocida),
una bella adaptación de la obra de Stefan Zweig, y Caught (inédita en Francia).
En 1950, Ophüls vuelve a Francia para rodar La ronde que fue silbada la noche de
su estreno y que se convirtió en uno de los éxitos más grandes de la posguerra.
Luego, Le plaisir, basado en tres cuentos de Maupassant, el más desconocido de sus
films; a continuación, Madame de, y por último, Lola Montes sobre el que todo está
dicho y escrito. Estas cuatro películas dan fe de que Max Ophüls consiguió
salvaguardar su libertad de expresión metido de lleno en un género de films, el más
peligroso de todos: la superproducción europea con pretensiones internacionales.

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Su afición por el lujo enmascaraba, en realidad, un enorme pudor. Lo que él
buscaba —un tempo, un línea curva— era tan delicado y sin embargo tan preciso que
había que arroparlo en un embalaje desproporcionado como si se tratara de un joya
preciosa que se envuelve en quince cajas, cada vez más grandes y que se meten unas
dentro de otras.
Max Ophüls llevaba siempre en el bolsillo de su chaqueta una cartulina en la que
había escrito los títulos de las películas que le gustaría rodar. Me la enseñó un día y
leí Egmont de Goethe, Adolphe de Benjamin Constant, La belle Héléne a partir de
Offenbach, L’amour des Quatre Colonels de Peter Ustinov, una vida de Catalina de
Rusia (para Ingrid Bergman), Seis personajes en busca de autor y otros títulos que no
recuerdo.
Por contrato, Max Ophüls se reservaba siempre el derecho de abandonar una
película hasta la víspera misma del inicio del rodaje si no se le dejaba trabajar «a su
aire». Por ejemplo, Mam’zelle Nitouche pasó a manos de Yves Allégret una semana
antes del primer golpe de manivela.
El problema principal con que chocaba era el tratamiento de los guiones. A
Ophüls le apasionaban, no las cosas, sino su reflejo. Le gustaba filmar la vida
indirectamente, de costadillo. Por ejemplo, el primer tratamiento de Madame de,
rechazado por la productora, preveía que la acción, tal como la conocemos, fuera
vista en su totalidad a través de espejos en los muros y en el techo.
Por eso, en el caso de Lola Montes, trabajando con productores irresponsables
cuya única preocupación era proveer de fondos los cheques que firmaban, Max
Ophüls tuvo, por vez primera después de mucho tiempo, carta blanca para llevar a
cabo sus viejos sueños: el espectáculo dentro del espectáculo, la vida de Lola evocada
en flash-backs no cronológicos o en fragmentos reconstruidos en un «show» de un
circo con tres pistas…
Ophüls vivía desde hacía tiempo tan embebido en estas ideas que no podía
sospechar que Lola Montes iba a resultar una bomba cuyo estallido le pondría en la
lista negra de la profesión. Por contrapartida le ganó nuevos e insospechados
admiradores: Jean Genet, Audiberti, Rossellini…
Las carcajadas de Ophüls, estruendosas y expansivas, eran célebres. Su charla era
extraordinaria, amistosa, optimista, rica en comparaciones musicales. El ritmo era su
preocupación dominante, el ritmo de una película, de una novela, el ritmo del andar,
el ritmo de la interpretación de un actor, el ritmo de una vida (la de Lola, jadeante).
Soñaba siempre con retiros, pausas, descanso. Tras el estreno de Lola Montes y para
escaparse de las llamadas telefónicas que sin variación le colmaban de insultos e
injurias, se fue a Baden-Baden «para pensar».
Antes de su partida, había rehusado categóricamente introducir modificaciones en
el montaje de la película. Yo le telegrafié a Baden que, aprovechándose de su
ausencia, se estaba cercenando a Lola Montes en un laboratorio parisino. Me
respondió en seguida: «No puedo imaginar que técnicos franceses hagan tal

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indignidad contra la voluntad de un director. Debe haber un malentendido. Trato —
sin conseguirlo— de distanciarme de esta ‘Lola’ que, en Alemania, padece las
mismas tormentas que en Francia: pánico, desilusiones, entusiasmos, ilusiones…».
El resto es bien conocido.
Hay dos tipos de directores: los que dicen «Oh, ya verás, el cine es muy difícil» y
los que afirman «Es muy fácil, basta con hacer lo que se te ocurre y divertirse
mucho». Max Ophüls pertenecía a esta segunda categoría. Como a él le gustaba más
hablar de Goethe o de Mozart que de sí mismo, sus intenciones permanecieron
siempre misteriosas y su estilo ha sido mal comprendido.
No era, como se dice, un cineasta esteta, virtuoso y decorativo. No superponía
diez u once planos en un único movimiento de cámara que atravesaba todo el
decorado para que «quedara bonito», ni su cámara se desplazaba por las escaleras, a
lo largo de las fachadas, por un andén de la estación, a través de las mieses a fin de
«epatar». No, Max Ophüls, como su amigo Jean Renoir, sacrificaba siempre la
técnica a la interpretación de los actores. Ophüls se había dado cuenta de que un actor
se olvida de la interpretación teatral y actúa natural cuando se le obliga a un esfuerzo
físico: subir escaleras, correr en el campo, bailar durante una toma única. Cuando un
actor en un film de Ophüls está inmóvil (que es muy raro), sentado o de pie, pueden
ustedes estar seguros de que un objeto —sombrero de copa, cortina trasparente, una
silla…— está interpuesto entre el rostro y el objetivo. No porque Ophüls desconozca
la nobleza del rostro humano sino porque el actor, que sabe que su cara está
parcialmente tapada, se esfuerza instintivamente en compensarlo y en afirmar su
presencia por medio de la entonación. El tono será más auténtico, más ajustado ya
que Max Ophüls es un obsesionado por la autenticidad y la precisión. Era —se ha
dicho— un cineasta realista, e incluso en el caso de Lola Montes, un neorrealista.
En la vida real, no se perciben de modo igual todos los sonidos, todas las frases.
Por eso, las películas de Ophüls sublevaban a los ingenieros de sonido: sólo la tercera
parte de la banda sonora se escucha con claridad, el resto se oye vagamente como en
la vida. Los diálogos se convertían en ruido.
La mujer es el personaje principal en la obra de Ophüls, la mujer superfemenina,
víctima de toda clase de hombres: militares inflexibles, diplomáticos brillantes,
artistas tiránicos, jovencitos exaltados, etc. Por eso, a Ophüls, que aborda temas
eternos se le considera inactual, anacrónico. Presentaba en sus películas la crueldad
del placer, los dramas del amor, las trampas del deseo. Era el cineasta de la «triste
resaca que deja un baile desenfadado» (Víctor Hugo).
Si, con motivo de Lola Montes, recibió tantas cartas de cinéfilos y fue descubierto
en los cine-clubs, se debe a que por primera vez había superpuesto, a su tema habitual
de la mujer ajada prematuramente, otras preocupaciones de rabiosa actualidad: la
crueldad de las modernas formas de espectáculo, la abusiva explotación de las
biografías novelescas, los atentados a la vida privada, las entrevistas, el
coleccionismo de amantes, el periodismo sensacionalista, los agotamientos y las

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depresiones nerviosas. Me confió que había escrito el guión de Lola Montes
introduciendo en él casi sistemáticamente todo lo que le había inquietado o turbado
en los periódicos a lo largo de tres meses: divorcios de Hollywood, la tentativa de
suicidio de Judy Garland, las aventuras de Rita Hayworth, los circos americanos con
tres pistas, la aparición del cinemascope y el cinerama, la agresividad de la
publicidad, las hipérboles de la vida moderna.
Lola Montes es la mejor película sobre la irrisión que se haya rodado nunca. Pero
en lugar de presentarla como una obra de laboratorio (al estilo de Las sillas de
Ionesco, por ejemplo) se trata de una superproducción a la vista de todos. Peter
Ustinov, en un artículo, explica perfectamente este fenómeno de la desproporción:
«Era el director más introspectivo, el relojero que no tiene más ambición que
fabricar el reloj más pequeño del mundo y que se va después, en un repentino
destello de perversidad, a colocarlo en la cúspide de una catedral».
Inquieto por el fracaso de Lola Montes, el productor que preparaba Modigliani
impuso a Max Ophüls la colaboración de un guionista agotado, antaño famoso,
artesano consumado, Henri Jeanson. Debía frenar los entusiasmos de Ophüls y
canalizarlos. Lo extraordinario y emotivo de esta aventura fue que Henri Jeanson, en
contacto con la ebullición de Ophüls, recobró su antigua inspiración. El espléndido
guión sobre Modigliani es resultado de una colaboración inesperada pero efectiva, la
multiplicación de dos entusiasmos menos contradictorios de lo que se pensaba en un
principio.
Max Ophüls calculaba que el éxito de Modigliani le permitiría alcanzar una cota
comercial gracias a la cual podría fundar —asociado a Danielle Darrieux— una casa
productora independiente. Su primera película hubiera sido Histoire d’aimer basada
en la novela de Loise Vilmorin.
Max Ophüls era para algunos de nosotros el mejor cineasta francés junto con Jean
Renoir. La pérdida ha sido inmensa, la pérdida de un artista a lo Balzac que se había
convertido en abogado de sus protagonistas, en cómplice de las mujeres, en suma, la
pérdida de nuestro cineasta de cabecera.

(1957)

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Jacques Tati

MON ONCLE
(Mi tío)

Se dice tanto que el cine es esclavo del dinero que algo de verdad debe haber en
ello. Lo que ciertamente se ha puesto por las nubes es el tiempo. Las estrellas son
«avaras del minuto», los técnicos también y éstos son cada vez más numerosos. Y por
último, el alquiler de los estudios resulta exorbitante. Por eso el azar juega un papel
tan importante en la creación cinematográfica, favorable a la gente de talento y
desfavorable a los demás.
Sea lo que fuera, algunos directores de cine no admiten la intrusión del azar en su
trabajo. Desean controlar y dominar su obra desde la o a la z, rodar de nuevo un plano
fallido o una escena mal realizada, y retocar un sinnúmero de veces «en la moviola»
su película. Para éstos sólo hay una solución: tomárselo con calma y disponer de todo
el tiempo que haga falta. ¿Cómo? Devaluando el precio del tiempo en el cine,
haciéndolo veinte o treinta veces menos costoso prescindiendo de estrellas y de
estudios.
Sólo dos realizadores practican esta política de control absoluto: Robert Bresson y
Jacques Tati. A esto quería llegar: en las circunstancias actuales, y teniendo en cuenta
la forma azarosa, fortuita, milagrosa, aproximativa, confusa y enloquecida como se
hacen las películas, una obra de Bresson o de Tati es a la fuerza genial a priori.
Simplemente, por la presencia de esa rarísima autoridad con que se imponen desde la
primera imagen hasta la palabra «fin», por esa voluntad única y absoluta, que —en
principio— debería presidir toda obra con pretensiones artísticas.
Por eso sólo se puede enjuiciar Mon oncle en relación con los restantes films de
Tati. Confesemos que Mi tío, en Cannes, no ha colmado todas las esperanzas. Antes
de su proyección, era el probable Gran Premio. Luego se convirtió en un posible
Gran Premio.
El humor de Tati es sumamente restringido. ¿No será porque se limita a propósito
a la comicidad de observación y porque excluye todos los hallazgos cómicos que no
pertenezcan al burlesco puro? E incluso dentro de la comicidad de observación, Tati
efectúa una segunda censura, la de la inverosimilitud. Rechaza la observación basada
en los caracteres de los personajes, o sea, la observación humana, ya que no utiliza el
montaje clásico, la construcción dramática de las escenas ni la sicología de los
personajes. Su comicidad se apoya únicamente en hechos de la vida cotidiana,
ligeramente deformados pero colocados en situaciones siempre creíbles.
En los comienzos de su carrera, debió hacer esto de una manera inconsciente e
intuitiva. De tres gags Tati prefería el más verosímil, el menos fabricado, pero

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filmaba los tres. Su repugnancia por la fantasía pura, su gusto por lo real —realmente
— verosímil se ha convertido ahora en sistema, analizable como todos los sistemas y
criticable como todos los sistemas. Les vacances de Monsieur Hulot (Las vacaciones
de Monsieur Hulot) era un film que gustaba o no gustaba, pero no había manera de
formular reservas ante un film redondo, lógico, denso, ante ese bloque inatacable. Al
contrario que con Mon oncle, donde no hay armonía y la fascinación no es completa.
Se admira una secuencia y se sufre durante otra. Las repeticiones fastidian. Se está
deseando que acabe con la fábrica Arpel y que volvamos a Saint-Maur. Somos
oscuramente conscientes de que se está cortando un pelo en el aire.
Como Charles Chaplin en Modern Times (Tiempos modernos), como René Clair
en A nous la liberté (Viva la libertad), Tati utiliza ideas generales a propósito de
nuestra época pero sin mostrarla directamente porque los dos mundos en oposición
son el de hace veinte años y el que será dentro de otros veinte. Toda la parte de Saint-
Maur, la vida de las gentes, el mercado, los niños… es encantadora, bonita y
agradable de ver. Está de verdad lograda. La parte moderna, la casa de la familia
Arpel, la fábrica resulta a veces repetitiva y fastidiosa, sin duda porque se ha querido
llegar hasta el límite. La cocina ultra-moderna es divertida la primera vez, un poco
menos la segunda, y nada la tercera. Tati no usa de la elipsis y esa es la causa de la
sobrecarga que hunde la película. Así por ejemplo, el pez metálico que vomita agua
automáticamente cada vez que llega un visitante, salvo si se trata del señor Arpel,
sobra ya a partir de las dos terceras partes de la película cuando ya hemos
comprendido el principio a que obedece y ha agotado todos sus recursos. Sin
embargo, Tati no puede quitar ese pez del decorado ni renuncia a utilizarlo porque no
sería lógico. Simplemente bastaría con escamotearlo. Pero eso es imposible teniendo
en cuenta el tipo de planificación que emplea: planos generales inmóviles que
corresponden al punto de vista del visitante, nada de primeros planos porque «en la
vida real, nadie se arrima hasta la nariz de la gente», etc.
Asimismo, el ruido de los zapatos de la señora Arpel es divertido al principio, y
luego exasperante. Y no se trata de que Tati ande escaso de gags o que utilice los
mismos recursos. Se trata de que ha tomado una postura estética y su lógica
demencial le conduce a una visión del mundo totalmente deformada, casi obsesiva.
Cuanto más trata de acercarse a la vida, más se aleja de ella, porque la vida no es
lógica (en la realidad nos habituamos a los ruidos hasta llegar a no escucharlos). En
definitiva, crea un universo delirante, alucinante, carcelario que más fácilmente
paraliza la risa que la provoca.
Me disgustaría que se entendieran mis palabras como una crítica ruin. Si le exijo
mucho a Tati y a Mon oncle es porque su arte es tan grande que quisiera poder
aplaudirlo totalmente, y porque, en el fondo, su película está tan lograda que nos
sentimos un poco impresionados ante ese documental sobre el futuro.
Tati, como Bresson, inventa el cine al rodar. Rompe con los esquemas de los
otros.

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(1958)

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IV

POR SUS CAMINOS

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Ingmar Bergman

LA OBRA DE INGMAR BERGMAN[28]

Es sabido que Ingmar Bergman, que cumple este año los cuarenta, es hijo de un
pastor protestante. Antes de comenzar a dirigir cine en 1945, escribió para el teatro y
también novelas, pero sobre todo impulsó —y todavía impulsa— un grupo teatral.
Con él ha montado en Estocolmo muchas obras de Anouilh, de Camus y algunas
obras maestras del repertorio clásico francés y nórdico.
Esta actividad desbordante no le ha impedido rodar diecinueve películas en trece
años. Y su ritmo vertiginoso de trabajo sorprende mucho más si se tiene en cuenta
que es autor total de estas películas: guión, diálogos y dirección. De estos diecinueve,
sólo seis films se han estrenado comercialmente en Francia: Skepp till Indialand
(Barco para las Indias), Un verano con Mónica, Sonrisas de una noche de verano,
Noche de circo, El séptimo sello y Sommarlek (Juegos de verano). Gracias a los
premios que Bergman se lleva desde hace tres años en los Festivales, gracias a los
éxitos que sus películas cosechan entre los asistentes a los cines de «arte y ensayo»
cada vez más numerosos (dieciocho en París), muchas de sus obras anteriores se van
a estrenar durante la temporada próxima. En mi opinión, las que pueden recibir una
acogida tan buena como, por ejemplo, Sonrisas de una noche de verano son Una
lección de amor, sorprendente comedia a lo Lubitsch, Kvinnors väntan (La espera de
las mujeres), y Sueños, comedia un tanto teñida de amargura. Otras dos películas,
más ambiciosas pero desiguales, podrían acercarse a la trayectoria de Noche de circo.
Son Prisión —que relata la historia de un director de cine a quien su antiguo profesor
de matemáticas le acaba de proponer el rodaje de un film sobre el infierno— y sobre
todo, Torst (La sed), en la cual una pareja de turistas suecos, a través de un viaje en
tren por la Alemania destrozada de la posguerra, llega a tomar conciencia de sus
propios fallos morales.
Ingmar Bergman está considerado en Suecia como el gran cineasta nacional. Pero
no ha sido siempre así. Su primer contacto con el cine tuvo lugar en 1944 cuando
escribió el guión de Hets (Tortura) que realizó Sjöberg, el director de Señorita Julia.
Versaba sobre las «torturas» a que sometía a sus alumnos un profesor de latín
apodado Calígula (Muy poco antes, Bergman había montado en el teatro la obra de
Camus que lleva ese título). Al año siguiente, Bergman dirige su primer film Crisis,
que describe las desventuras de una chica que se disputan egoístamente su madre
verdadera y su madre adoptiva. Luego vinieron, Llueve sobre nuestro amor,
Hamnstad (Ciudad portuaria), etc.
Las primeras películas de Bergman sorprenden por su pesimismo y su tono de
rebeldía. Tratan por lo general de una pareja de adolescentes que buscan la felicidad

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en la huida oponiéndose a la sociedad burguesa. Estas obras primeras tuvieron en su
mayoría una mala acogida. Se motejaba a Bergman de estudiante subversivo, se le
tachaba de casi blasfemo. En suma, irritaba profundamente.
El primer film que obtuvo un auténtico éxito de crítica fue, en 1948, Noche
eterna, historia de un pianista que se queda ciego durante el servicio militar y que,
vuelto a la vida civil, es víctima de todos los recelos propios de la enfermedad que
padece hasta que un rival amoroso le golpea por despecho. Se vuelve loco de alegría
porque, por fin, alguien le ha tratado como un^/persona normal. Bergman había
conseguido tener ya un cierto prestigio cuando en 1951 estalló una crisis en la
industria cinematográfica sueca. Ese año no se produjo ninguna película, y Bergman,
para vivir, realizó nueve spots publicitarios que pregonaban las excelencias de una
marca de jabón.
Al año siguiente, volvió al trabajo cinematográfico con ardor renovado y realizó
uno de sus mejores films, Kvinnors väntan (La espera de las mujeres), probablemente
influido por la película de Joseph Mankiewicz, Carta a tres esposas. Por otra parte, la
obra de Bergman es la de un cinéfilo. A la edad de diez años, dedicaba sus ratos de
recreo a poner en marcha un pequeño proyector por el que pasaba una y otra vez las
mismas peliculitas. En Prisión vuelve un momento sobre ese recuerdo infantil al
presentarnos a un cineasta que en un granero se proyecta un viejo film cómico en el
que se ve la persecución acelerada de un hombre en camisón, un guardia y el mismo
diablo. En la actualidad, Ingmar Bergman posee una cinemateca privada con ciento
cincuenta películas reducidas a 16 mm., y que proyecta a veces en casa para sus
colaboradores y actores.
Ingmar Bergman ha visto muchas películas americanas y da la impresión de estar
influido por Hitchcock. Uno recuerda necesariamente Sospecha y Rich and Strange al
ver Torst (La sed) por la manera de dirigir morosamente una escena de diálogo entre
un hombre y una mujer a base de pequeños gestos casi imperceptibles y muy
auténticos y, sobre todo, a base de un juego de miradas preciso y depurado. Además,
a partir de 1948 —el año en que se realiza The Rope (La cuerda)— Ingmar Bergman
deja de trocear el montaje esforzándose en filmar las escenas Importantes con
continuidad por medio de un mayor movilidad de la cámara y los actores.
Al revés que en el caso de Juan Antonio Bardem, por ejemplo, cuyos films están
influenciados cada vez por un cineasta diferente y que no ha conseguido nunca algo
personal o sensible, Ingmar Bergman asimila perfectamente todo lo que, en su caso,
proviene de la admiración que presta a Cocteau, Anouilh, Hitchcock y al teatro
clásico.
Lo mismo que la obra de Ophüls y la de Renoir, la de Bergman está dedicada a la
mujer, pero recuerda más a Ophüls que a Renoir porque el autor de Noche de circo,
como el de Lola Montes, adopta de buen grado el punto de vista de los personajes
femeninos antes que el de los masculinos. En otras palabras y explicando este matiz,
digamos que Renoir nos invita a mirar a sus protagonistas femeninas a través de los

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ojos de sus parejas masculinas mientras que Ophüls y Bergman tienden a presentar a
los hombres tal y como se reflejan en las pupilas femeninas. Esto se nota
especialmente en una película como Sonrisas de una noche de verano en la que los
hombres están muy estilizados y las mujeres muy matizadas.
Un periodista sueco escribió: «Bergman sabe demasiado sobre las mujeres». Y
Bergman respondió: «Todas las mujeres me impresionan: viejas, jóvenes, altas,
bajas, gordas, flacas, anchas, pesadas, ligeras, feos, guapas, simpáticas, tontas, vivas
o muertas. Me gustan también las vacas, las monas, las cerdas, las perras, las asnas,
las gallinas, las ocas, las pavas, los hipopótamos hembra y las ratas. Pero la
categoría femenina que más aprecio es la de las fieras salvajes y la de los reptiles
peligrosos. Hay mujeres que detesto. Me gustaría matar a más de una o que me
mataran a mí. El mundo de las mujeres es mi mundo. Quizás yo me las arreglo mal
con ellas, pero ningún hombre puede de verdad vanagloriarse de saberse desenvolver
bien con ellas».
Se han escrito muchos artículos sobre Bergman y cada vez más. Tanto mejor. Los
hay que terminan con una parrafada sobre el profundo pesimismo de la obra
bergmaniana. Los hay que acaban con una parrafada sobre su optimismo. Todo
resulta verdadero cuando se habla en general de una obra como ésta que, a decir
verdad, Bergman la está construyendo obstinadamente en todas las direcciones. La
frase siguiente, sacada del diálogo de Sonrisas de una noche de verano, resume
bastante bien una filosofía afectuosa que se mezcla a menudo con el humanismo de
Audiberti: «Lo que hace que estamos desesperadamente cansados es que nadie
puede ahorrarle a nadie un solo sufrimiento».
Las primeras películas de Bergman plantean problemas sociales. En una segunda
etapa, el análisis se hace individualista, una pura introspección en el corazón de los
personajes y, desde hace algunos años, las preocupaciones morales y metafísicas
predominan (Noche de circo, El séptimo sello). Gracias a la libertad que le conceden
los productores suecos (de hecho, todos sus films han resultado rentables con sólo
distribuirse en los países escandinavos), Bergman ha quemado etapas y ha recorrido
en doce años un ciclo creador comparable al que han realizado en treinta años de cine
Alfred Hitchcock y Jean Renoir.
Hay mucho de poético en la obra de Bergman, pero se ha impuesto rápidamente
porque lo esencial de su obra reside en la búsqueda de una verdad siempre más y más
rica. El punto fuerte de Bergman es, ante todo y sobre todo, la dirección de actores.
Confía los papeles principales de sus films a cinco o seis actores a los que está ligado
afectivamente y consigue hacerlos irreconocibles de una película a otra, porque los
utiliza a menudo en cometidos diametralmente opuestos. Descubrió a Margit
Carlquist en una camisería y a Harriet Anderson en una revista de provincias en la
que cantaba con mallas negras. Hace repetir muy poco a sus intérpretes y no cambia
nunca una línea de los diálogos que escribe de un tirón y sin ningún plan
preestablecido.

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Cuando comienza una de sus películas, se tiene la sensación de que ni el mismo
Bergman sabe todavía, al rodar las primeras escenas, cómo va a terminar la historia.
Y a veces debe ser verdad. Así que, como antes casi todos los films de Renoir, uno
tiene la impresión de estar asistiendo al rodaje, de estar viendo cómo se hace la
película, e incluso de estar haciéndola en colaboración con el cineasta.
Esta es, a mi entender, la mejor prueba del éxito de Bergman. ¡Con qué fuerza
logra imponernos unos personajes nacidos de su imaginación y con qué naturalidad
les hace recitar un diálogo de un estilo admirable y siempre «íntimo»! Bergman cita
con frecuencia a O’Neil y comparte su opinión de que «todo arte dramático carece
de interés si no trata de las relaciones del hombre con Dios». Esta frase define
bastante bien las intenciones del Séptimo sello, sin embargo confieso que me gusta
más En el umbral de la vida. El séptimo sello constituye una meditación interrogativa
sobre la muerte. En el umbral de la vida es una meditación interrogativa sobre el
nacimiento. Es el mismo tema, puesto que en los dos casos se trata de la vida.
La acción de En el umbral de la vida trascurre en una maternidad durante
veinticuatro horas. Me sería imposible resumir el guión y el sentido de la película
mejor que Ulla Isaksson que lo ha escrito con Bergman:
«La vida, el nacimiento, la muerte son secretos, unos secretos en virtud de los
cuales unos son llamados a vivir mientras que otros son condenados a morir.
Podemos asaetear el cielo y a las ciencias con nuestras preguntas, pero no hay
más que una respuesta. Mientras, la vida sigue, llenando a los vivos de angustia y de
felicidad.
Será precisamente la sedienta de ternura la que quedará decepcionada en sus
aspiraciones y la que tendrá que aceptar su esterilidad. A la mujer desbordante de
vida le niegan la tenencia del hijo que espera con pasión. Y la joven inexperta,
repentinamente sorprendida por la vida, se verá de golpe y porrazo entre la masa de
parturientas.
La vida las premia a todas sin plantear preguntas, sin dar respuestas. La vida
sigue su marcha ininterrumpida hacia nuevos nacimientos, hacia nuevas vidas.
Sólo los humanos hacen preguntas.»
Al contrario que El séptimo sello, inspirado en las vidrieras medievales y que
contiene muchos efectos plásticos, En el umbral de la vida está realizada con una
gran simplicidad. La «puesta en escena» se pone por completo al servicio de las tres
protagonistas de la misma manera que Ingmar Bergman se ha plegado al guión de
Ulla Isaksson, Eva Dahlbeck, Ingrid Thulin y, sobre todo, Bibi Anderson destacan
por la precisión y emoción de sus respectivas interpretaciones. No hay
acompañamiento musical en esta película en la que todos los elementos apuntan hacia
una sobria pureza. Lo que sorprende en los últimos films de Bergman es su carácter
«esencial». Todos los que han sido arrojados a este mundo y están vivos pueden
comprenderlos y estimarlos. Ingmar Bergman encuentra de esta manera —al menos,
en mi opinión— la forma de llegar al máximo de espectadores en el máximo de

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países con estas películas suyas cuya simplicidad no deja de maravillarnos.

(1958)

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GRITOS Y SUSURROS

Comienza como Las tres hermanas de Chejov, acaba como El jardín de los
cerezos y, entre medias, se parece a Strindberg. Hablo de Gritos y susurros, el último
film de Bergman, gran éxito en Londres y Nueva York desde hace meses y que ha
causado sensación en el Festival de Cannes la semana pasada. El estreno parisino se
anuncia para setiembre. Gritos y susurros, unánimemente considerada como una obra
maestra, va a reconciliar a Ingmar Bergman con el gran público que le miraba con
recelo desde su último éxito Tystnaden (El silencio) de 1963.
Pocas obras hay en la historia del cine de la posguerra tan iguales y fieles a sí
mismas como la de Bergman. Desde 1945 a 1972 ha rodado treinta y tres películas.
Su nombre se hizo familiar para todos en 1956 con el éxito en Cannes de Sonrisas de
una noche de verano, su decimosexto film.
Diez años antes, el primer Bergman proyectado en Francia sólo mereció la
atención de un único crítico: André Bazin, que felicitó al joven realizador sueco por
“suscitar un mundo de una pureza cinematográfica embriagadora” (Reseña de Skepp
till Indialands —Barco para las Indias— publicada en L’Ecran Frangais», sept.
1947).
A partir de 1957, casi todos los Bergman se han estrenado en Francia pero con
notable desorden. Los más célebres son Noche de circo, El séptimo sello, Fresas
salvajes, El manantial de la doncella, Tystnaden (Silencio), Persona. Los más
sorprendentes son quizás Sonmarlek (Juegos de verano), Un verano con Mónica, Los
comulgantes y Ritten (El rito). A propósito, hablemos un poco de Ritten.
Durante estas últimas semanas se ha estado proyectando en París esta película
extraordinaria que Bergman rodó hace cinco años en blanco y negro para la televisión
sueca. La sala del «Studio Galande» es pequeña pero los ochenta espectadores que
acudían cada día no bastaban para sufragar los gastos de su exhibición comercial.
Estúpidamente Ritten ha sido retirada de cartel precisamente la víspera del día en que
Bergman llegaba a Cannes después de quince años de espera. Quitar de cartel Ritten
la semana pasada viene a ser como retirar del escaparate de las librerías los libros de
un escritor el día en que se le concede el premio Goncourt. ¡Mala suerte! Pero una
mala suerte en la que los críticos de París tienen su parte de responsabilidad. Ritten es
una película de una violencia interior extrema que nos permite ver cómo tres artistas
ponen «a punto de morir» a un juez, o sea a un crítico. Curioso, la prensa ha evitado
comentar esta película.
Bergman es testarudo y tenaz. Divide su tiempo entre el teatro y el cine. Se le
nota que no disfruta si no está rodeado de actrices. No llegaremos a ver nunca una
película de Bergman sin mujeres. Me lo imagino más femenino que feminista porque,
en sus films, las mujeres no están contempladas desde el punto de vista masculino
sino que están estudiadas con una complicidad total. Ellas están perfiladas y
matizadas hasta el infinito mientras que los personajes de hombres son de una pieza.

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En lugar de comprimir material de cuatro horas en una hora y media, como casi
todos los cineastas actuales, Bergman trabaja con temas de novela breve: pocos
personajes, poca acción, pocos decorados, y un tiempo limitado. Cada uno de sus
films —es interesante verlos reunidos en una semana, un homenaje o un festival— es
como un cuadro en una exposición porque hay «épocas» en Bergman. Su etapa actual
parece más física que metafísica. El extraño título de Gritos y susurros nos convence
al salir de ver esta película, de veras gritada y susurrada.
En mi opinión, la lección que nos da Bergman se resume en tres puntos:
liberación del diálogo, pureza radical de la imagen, prioridad absoluta para el rostro
humano.
Liberación del diálogo. El texto de la película no es un fragmento de literatura
sino simplemente palabras sinceras, cosas dichas y cosas calladas, confesión y
confidencia. Esta lección podríamos haberla tomado de Jean Renoir, pero, es curioso,
la hemos recibido con más evidencia a través de una lengua extranjera y
cinematográficamente. Y la hemos recibido a partir de Sommarlek (Juegos de
verano), la película de nuestras vacaciones, de nuestros veinte años, la película de
nuestros amores primeros. Durante la proyección de una película de Bergman
estamos en continuo movimiento: nuestros oídos escuchan el sueco —que es como
una música o, mejor aún, como un color Sonoro— y al mismo tiempo nuestros ojos
tienen que leer los subtítulos (subtítulo es casi sinónimo de simplificación y
reforzamiento). Todos los que han sentido la curiosidad de comparar los films
mejicanos o españoles de Luis Buñuel con los que rueda en Francia pueden
reflexionar sobre este fenómeno de la comunicación diferenciada.
Pureza de la imagen. Hay cineastas que permiten que el azar se introduzca en la
imagen (el sol, los peatones, bicicletas, etc.) como Rossellini, Lelouch y Huston. Y
hay otros como Eisepstein, Lang y Hitchcock que quieren controlar cada centímetro
cuadrado de la pantalla. Bergman empezó con los primeros, pero luego ha cambiado
de chaqueta. En sus últimas películas es imposible ver a un peatón que pasa. La
mirada no puede detenerse nunca en un objeto inútil del decorado ni en un pájaro en
el jardín. Sobre la tela blanca no aparece más que lo que Bergman (antipictórico
como todos los cineastas auténticos) ha querido poner en ella.
El rostro humano. Nadie se ha acercado tanto a él como Bergman. En sus últimos
films no hay más que bocas que hablan, orejas que escuchan, ojos curiosos, deseosos
o asustados.
Escuchan las palabras amorosas que Max von Sydow dirige a Liv Ullmann en
Vorgtimmen (La hora del lobo). Escuchan las palabras de odio que esa misma pareja
se arroja tres años más tarde en Pasión. Tienen Vds. delante al más feroz
autobiógrafo cinematográfico de hoy día.
Su película más maldita, titulada Todas esas mujeres, tiene algo de ironía si se
piensa que precisamente lo mejor de su obra ha consistido en descubrir el talento a
menudo inutilizado de las mujeres que han elegido la profesión de actriz. Sus

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nombres son Maj-Britt Nilsson, Harriet Andersson y Eva Dhalbeck, Gunnel
Lindblon, Ingrid Thulin, Bibi Andersson y Liv Ulmann. No son ni menores de edad
ni gatitas ni criaditas. Son mujeres, auténticas mujeres. Bergman filma la mirada de
estas mujeres que se hace más intensa por la dureza o el sufrimiento y de eso resultan
películas admirables, tan sencillas como «decir amén». Pero «decir amén» ¿es
sencillo para todo el mundo?

(1973)

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Luis Buñuel

BUÑUEL, EL CONSTRUCTOR

Me pregunto a veces si Bergman encontrará la vida tan decepcionante como la


presenta en sus películas desde hace diez años. Cierto que Bergman no nos ayuda a
vivir. Renoir, sí. Con razón o sin ella, el artista optimista parece un artista más grande
o más útil a sus contemporáneos que el nihilista, que el desesperado, siempre y
cuando se trate no de un optimismo ingenuo sino, más bien, de un pesimismo
superado.
A Luis Buñuel podemos colocarlo quizás entre Renoir y Bergman. Pienso que
Buñuel cree que la gente es imbécil pero que la vida es divertida. Y nos lo dice con
una gran delicadeza y no directamente, pero lo dice y se nota, al menos, en la mayoría
de sus películas. A pesar de su escasa afición por los mensajes, Buñuel ha conseguido
realizar uno de los pocos films realmente antirracistas: La joven (The young one,
1960). Y si lo ha logrado es porque ha sabido, con gran habilidad, prescindir de la
noción de personajes simpáticos y antipáticos y entremezclar las cartas sicológicas
manteniendo un tono perfectamente claro y lógico.
El tratamiento antisicológico del guión buñueliano funciona a partir del principio
de la ducha escocesa —alternancia de observaciones favorables y desfavorables,
positivas y negativas, lógicas y absurdas— y lo aplica lo mismo a las situaciones que
a los personajes.
Tan anti-burguesa, anti-conformista y sarcástica como la de Stroheim pero más
suave, la visión del mundo de Buñuel es subversiva y deliberadamente anarquista.
Antes de 1968 —las cosas se han complicado a partir del mes de mayo de ese año
— el contenido de las películas de Buñuel convencía a los que pedían un cine
comprometido. Por eso, André Bazin tenía razón cuando escribía a propósito de Los
olvidados que «Buñuel ha pasado de la revolución al moralismo». Buñuel, un
pesimista alegre, no es un desesperanzado sino un gran espíritu escéptico. Fíjense que
no hace nunca películas en favor de sino películas contra, y que ninguno de sus
personajes está presentado como positivo. El escepticismo de Buñuel se muestra
respecto a todas las personas que tienen un papel social muy concreto, respecto a
todos aquellos que están convencidos de algo. Lo mismo que los escritores del siglo
XVIII, Buñuel nos enseña a dudar y, por eso, creo que Jacques Rivette está en lo cierto
al compararlo con Diderot. En cuanto al estado de ánimo de Buñuel detrás de la
cámara, el testimonio de Catherine Deneuve en su artículo «Trabajando con Buñuel»
nos va a ser de gran utilidad: «La óptica de Buñuel, incluso cuando rueda una
historia dura, sigue siendo la del humor negro. Buñuel bromea a propósito, es
socarrón y ríe a menudo. Gracias a su presencia se divierte uno mucho en el plato.

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Es evidente que en el personaje de Don Lope, magníficamente interpretado por
Fernando Rey, ha intentado una síntesis de todos los hombres que ha retratado en
sus películas, desde Archibaldo de la Cruz hasta Viridiana, mediante la acumulación
de una masa de detalles crueles, extraños y con frecuencia íntimos». Sospecho que
en efecto Buñuel, cuando inventa un personaje de hombre maduro y no el de un
jovencito, se divierte adjudicándole las ideas más estúpidas que se le ocurren,
contrabalanceadas con reflexiones verdaderas, profundas y lógicas, las suyas propias.
Ahí está la paradoja. Eso, la mezcla de observaciones críticas y autobiográficas, se
aleja de la sicología y se acerca a lo que es la vida.
En Tristona dos amigos de Don Lope le piden que sea testigo de un duelo.
Cuando se entera de que es duelo a primera sangre, les reconvenciona: «Señores, no
vuelvan a molestarme con simulacros de duelo en los que el Honor tiene tan poco
valor».
Este ejemplo ilustra perfectamente la forma como procede Buñuel para romper
con el sicologismo. Si don Lope fuera idiota por completo (batirse en duelo es una
idiotez), no habría reaccionado así. Pero, por otro lado, la idea de que la sangre debe
correr sin tasa constituye otra forma de idiotez pero más simpática por su locura, en
contraste con la mezquinería ambiente. Este esfuerzo de Buñuel por romper la lógica,
por orillaría o desviarla, le lleva a menudo a improvisar.
Aprovechando un desplazamiento a España con ocasión del estreno de una
película, me fui hasta Toledo donde Buñuel rodaba Tristona. Sabía que estaba
contrariado por no haberse llevado varios cartones de «Gitanes» con filtro que es
tabaco que prefiere al español. Así que fui doblemente bien recibido en el rodaje en el
momento en que se estaba preparando una escena muy interesante.
En el guión de Tristona estaba fijado que el joven sordomudo, Saturno, girara
alrededor de Tristana como una mariposa en torno a la luz, y que continuara
deseándola cuando regresa a casa de don Lope tras la amputación de su pierna.
Estaba previsto en el texto que en un determinado momento Tristana y Saturno se
cruzaran en el pasillo, se miraran y, por último, Tristana hiciera entrar al chico en su
cuarto. Buñuel estaba un poco nervioso antes de rodar esta escena. Le parecía
demasiado brutal, demasiado evidente, en una palabra, demasiado directa. Y decidió
cambiarla. En esto ha quedado una vez terminada la película:
En el jardín, Saturno merodea bajo la ventana de Tristana. Arroja chinitas contra
el cristal. En el cuarto, Tristana se desviste. No vemos más que su ropa íntima
aterrizando sobre la cama y su pierna artificial en el lecho. Volvemos a ver a Tristana
cuando se ciñe la bata y se dirige, con la ayuda de muletas, hacia la ventana,
interesada por el ruido de las piedrecitas. En seguida, vemos a Saturno que indica,
mediante gestos, a Tristana que se quite la bata. Tristana lo hace y adivinamos la
reacción de Saturno que retrocede en el jardín con la vista fija en la ventana.
Al asistir al rodaje de esta escena recordé una entrevista que me concedió Buñuel
en 1953, que por cierto era la primera que hacía a un director. Al responder a una

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pregunta del tipo de «¿Tiene algún proyecto ‘imposible de rodar’?», me dijo: «Le
respondo que no, pero podría hablarle de una película con la que sueño puesto que
no la rodaré jamás. Inspirándome en obras de Fabre, inventaría personajes tan
realistas como los de mis películas normales, pero poseyendo las características de
algunos insectos. La protagonista, por ejemplo, se comportarla como una abeja, el
galán joven como un escarabajo, etc. ¿Entiende por qué es un proyecto sin
esperanza?».
Esta «película de instintos» que Buñuel no ha rodado aunque haya dado vueltas a
su alrededor, puede ser un buen indicador para entender la forma tan particular de
construir y poner en pie a sus personajes. Al revés de lo que creen muchos
admiradores de Buñuel, la redacción de los guiones y la preparación del rodaje son
sumamente rigurosas, pensadas y puestas en duda continuamente. Como todos los
grandes, Buñuel sabe que, ante todo, hay que «mostrarse interesante» y que siempre
hay muchas formas de hacer las cosas, pero que sólo una es la buena.
Demasiados comentarios hablan de Buñuel como si fuera un poeta onírico que
sigue los caprichos de su imaginación fantaseante, cuando, en realidad, es un
extraordinario guionista y un maestro de la construcción dramática. Así nos lo
presenta Catherine Deneuve en el artículo antes citado: «Buñuel es, en primer lugar,
un formidable narrador de historias, un guionista diabólico que mejora sin cesar el
texto para que la anécdota sea más interesante, más sugestiva. Luis Buñuel dice a
veces que no piensa en el público y que hace películas para los amigos. Pero creo
que lo que pasa es que considera a sus amigos como espectadores difíciles y
exigentes. Por eso trabaja tanto para cautivarles y de esta manera logra hacerse
comprender, admirar y amar por los cinéfilos del mundo entero».
Para ilustrar la exactitud del testimonio de la que ha sido sucesivamente la
protagonista de Belle de jour y de Tristana, voy a examinar con Vds. la construcción
de una película bastante anterior a éstas. Me refiero a La vida criminal de Archibaldo
de la Cruz que Buñuel rodó en Méjico en 1955, en una época en que su talento no
estaba mundialmente reconocido y en un país cuya censura se oponía probablemente
a la presentación de un asesino simpático e impune.
Al comienzo de Archibaldo de la Cruz, el protagonista, un niño, ve morir a su
institutriz mientras pone en marcha el mecanismo de una cajita de música. De hecho,
la institutriz muere por culpa de una bala perdida disparada por los revolucionarios en
la calle. Treinta años más tarde, volvemos a encontrarnos con Archibaldo en un
hospital llevado por religiosas en el momento en que concluye el relato de su infancia
a una monjita que le atiende en su convalecencia. Al contemplar la navaja de afeitar,
le asalta tal vez la idea o un deseo vago de matar. Tanto que la religiosa, asustada por
lo que presiente, sale corriendo al pasillo, entra en el hueco del ascensor sin darse
cuenta de que éste no está y se estrella seis pisos más abajo. Durante la investigación
policíaca, Archibaldo confiesa o declara lo que él cree que es una confesión. Su
narración nos lleva hasta un pasado reciente, quizás, a unas semanas antes.

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En casa de un anticuario, Archibaldo descubre la cajita de música de su infancia
en el momento en que una pareja muy curiosa se apresta a comprarla. Se trata de un
viejeciIlo con perilla y de una morena, que poco después sabremos que es una guía
turística. Archibaldo consigue comprar y llevarse la cajita de música explicando que
se trata de un recuerdo de la infancia. Poco después, se dirige a casa de su novia y se
cruza con una mujer guapa, sensual e histérica. Menciono estos personajes porque
volveremos sobre ellos. Son anzuelos que Buñuel siembra a lo largo de la historia. Si
mi memoria no me falla —por desgracia no dispongo de ninguna documentación
sobre Archibaldo de la Cruz cuyo guión no ha sido publicado—, nos enteramos antes
que el protagonista de que su novia «no es trigo limpio», o al menos que es con gran
desesperación por parte de su madre la amante de un hombre casado, un arquitecto.
Ese día Archibaldo y su novia hablan de su boda.
Luego vemos a Archibaldo en un casino. Ante la mesa de juego está la mujer
histérica que ríe a grandes carcajadas, y que es precisamente la que Archibaldo ha
encontrado esa tarde y con la que ha intercambiado una mirada insinuante. Está con
un hombre, que evidentemente es su amante. Ella se comporta de mala manera, su
amante se niega a renovar sistemáticamente las fichas que pierde sin cesar, disputan,
estallan, se separan. Por su parte, Archibaldo sale del casino, pero la rubia histérica
que acaba de destrozar su coche le pide que le acompañe a su casa.
Nos encontramos en casa de la histérica que, siguiendo la más pura tradición del
folletín, se quita el vestido y aparece en déshabillé trasparente. En el cuarto de aseo,
mientras la aguarda, Archibaldo piensa por un momento en matar a esa mujer que le
atrae y le repugna al mismo tiempo. Vemos el asesinato imaginado por Archibaldo y
por supuesto escuchamos la tonada de la cajita de música. Luego, Archibaldo se
recobra, vuelve a la realidad y entonces aparece el amante de la bella histérica.
Archibaldo se larga y, a la mañana siguiente, la policía encuentra sus dos cuerpos
bañados en sangre. Archibaldo no ha participado para nada en esa tragedia pasional:
esos amantes tormentosos que no podían pasar el uno sin el otro y que
recíprocamente se habían hecho insoportables, han decidido morir juntos.
Archibaldo invita a su novia a cenar. Ella rehúsa, probablemente porque tiene
algo mejor que hacer, quizás despedirse de alguien. Bueno, el caso es que Archibaldo
se va a matar el tiempo a un cabaret, donde vuelve a toparse con la morena que había
visto antes en la tienda de antigüedades a punto de comprar la famosa cajita de
música. Recordarán Vds. la profesión de esta jovencita morena: es guía de los turistas
americanos. El viejeciIlo barbudo al que acompañaba al comienzo ronda por las
cercanías. Creo que ella unas veces lo presenta como su tío, otras como su novio, lo
que cae dentro de la misma tradición folletinesca en la que se inscriben numerosos
elementos de la película. Archibaldo pierde de vista a la chica pero ésta le deja una
dirección donde puede verla todos los días.
A la mañana siguiente, al acudir a esa dirección, Archibaldo se encuentra con que
es una tienda de modas y se queda pasmado delante de un maniquí de cera que

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representa exactamente… a la joven guía morena que le atrae. Investiga rápidamente
y llega hasta el modelo original, es decir, hasta la chica a la que invita a visitar su
taller de alfarería el sábado siguiente. Perdón por no haberlo dicho antes: Archibaldo
goza de una posición acomodada y se dedica a la alfarería en su propia casa en plan
de «hobby».
Llega el sábado. Archibaldo se entrega a un jueguecito encantador. Adquiere el
maniquí de cera en cuestión y lo coloca en una butaca. Archibaldo aguarda la llegada
de la joven de carne y hueso ¡Héla aquí! La chica se queda agradablemente
sorprendida, y la presencia de las dos mujeres semejantes permite a Archibaldo
algunos comentarios picantes sobre vestidos y ropa interior. En el momento en que,
por fin, la cosa empezaba a pasar a mayores (el hecho de que no me acuerde de si el
propósito de Archibaldo era de orden sexual o criminal demuestra que se trata de lo
mismo), llaman a la puerta. Es el grupo de turistas estúpidos que la joven guía había
desamparado un rato. Ella le ha hecho una buena jugada y deja a Archibaldo
profundamente irritado. Se queda solo pero no inactivo. Arrastra el maniquí por el
pelo, abre el horno de alfarero que está rusiente y de esta forma asistimos al único
asesinato pormenorizado de la película, porque vemos —al igual que en la canción de
Charles Trenet «La polka del rey»— cómo la mujer de cera se funde literalmente,
azotada más que lamida por las llamas, es una visión siniestra que recuerda más a los
hornos crematorios nazis que al artesanal de Landrú.
Nos encontramos de nuevo en casa de Archibaldo. Su novia y su futura suegra le
hacen una visita. Tiene que disimular astutamente bajo un sofá un zapato femenino
(uno del maniquí de cera) que se le ha caído mientras lo trasportaba… Luego,
Archibaldo recibe una carta anónima en la que se le revela la relación existente entre
su novia y el arquitecto. Esa misma noche, se oculta en el jardín de su rival y ve a su
novia en compañía del arquitecto. Se trata de la despedida de los amantes, pero
Archibaldo a través de los cristales no puede darse cuenta de ello. Creo recordar que
por un detalle mínimo sabemos que ha sido el mismo arquitecto quien le ha mandado
el anónimo con la esperanza de acabar con esa boda que rompía sus planes.
De nuevo asistimos al proyecto de asesinato de Archibaldo: imagina que obligará
a su novia a arrodillarse delante de él. Pero es inútil intentar contárselo. Música, y
luego volvemos a la realidad.
El día de la boda. Archibaldo y su flamante esposa, vestida de blanco, posan para
el fotógrafo. Como en Foreign Correspondent (Enviado especial) de Hitchcock,
Buñuel crea deliberadamente una confusión entre la cámara fotográfica, el relámpago
del flash y el tiro disparado por el arquitecto despechado. La esposa muere ante los
ojos de Archibaldo.
Regresemos al presente porque, desde hace ochenta minutos, estábamos sumidos
en un flash-back del que habíamos perdido la cuenta. De nuevo en la comisaría del
comienzo, vemos que la historia de Archibaldo ha gustado mucho, pero que queda
libre porque no ha cometido evidentemente ningún delito.

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Archibaldo sale de la comisaría y va a arrojar la maléfica cajita de música al lago.
Pasea por el parque, piensa por un momento en aplastar un insecto con su bastón,
pero no lo hace y se encuentra precisamente con la morena guía-maniquí siempre
sonriente. Se alejan juntos.
Desconozco las fuentes literarias de Archibaldo de la Cruz pero las
cinematográficas son evidentes: Shadow of a doubt (La sombra de una duda), (1943)
de Alferd Hitchcock que narra la historia de un asesino de viudas (Joseph Cotten) y
cuya estructura se apoyaba en el leit motiv musical de «La viuda alegre»; la película
de Preston Sturges Unfaithfully yours (1948) en la que un director de orquesta, Rex
Harrison, se imagina tres formas diversas de asesinar a su esposa mientras dirige una
sinfonía, y sobre todo, Monsieur Verdoux (1947) de Charles Chaplin. La mujer
histérica que Archibaldo se encuentra en su camino es evidentemente prima hermana
de la extraordinaria Martha Raye (esposa del Capitán Bonheur) que Verdoux-
Bonheur no consigue nunca matar.
Pero lo verdaderamente interesante de Archibaldo, aparte de su construcción
ingeniosa, es la audacia en la manipulación del tiempo, la ciencia de la narrativa
cinematográfica. Si preguntan Vds. a los espectadores a la salida de Archibaldo, cuyo
verdadero título es con toda malicia La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, todos
o casi todos responderán que acaban de ver la historia de un tío simpático que se
carga a las mujeres. Falso. Archibaldo no mata a nadie. Se contenta con desear la
muerte de: 1) su institutriz cuando era niño; 2) de la monja enfermera; 3) de la bella
histérica; 4) de la guía morena; y 5) de su novia que le engaña. Cuatro de estas cinco
mujeres, de una forma u otra, mueren poco antes de que Archibaldo ponga en
práctica su deseo. Contemplamos esas muertes por anticipación bajo la forma de
ensoñación (flashes hacia adelante), luego presenciamos algunas de ellas en su
realización efectiva pero contadas por Archibaldo (flash-back).
En manos de la mayoría de los guionistas, Archibaldo se hubiera convertido en
una película en sketchs, mientras que Buñuel y Eduardo Ugarte han sabido entrelazar
todos los episodios metiendo al principio en la historia todos los personajes
femeninos de la historia, y procurando a continuación recogerlos con delicadeza al
ritmo de una mujer por cada bobina de diez minutos durante el transcurso de la
segunda mitad de la película.
Recalquemos que Archibaldo forma parte de las escasas películas de construcción
refinada que están escritas con una auténtica capacidad para controlar su desarrollo
en la pantalla, de tal manera que si leemos el guión sólo tendremos una pálida idea de
lo que va a resultar o incluso una idea totalmente equivocada. Así como resulta
imposible contar correctamente lo que es Archibaldo al salir del cine, estoy también
convencido de que la lectura del guión debía resultar penosa. Ocurre lo mismo que en
casi todas las películas de Lubitsch, y en particular en el caso de To be or not to be
cuya sucesión de secuencias, contadas de forma literaria, nos parecería inaceptable.
Pero es que Lubitsch y Buñuel son los reyes del flash-back invisible, del flash-back

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que se introduce no sólo sin cortar el hilo de la historia sino que, al contrario, toma el
relevo en el preciso instante en que ésta empezaba a flaquear. Al mismo tiempo, son
los reyes de la «vuelta al presente» que nos obliga a dar un bote en nuestra butaca
porque parece un «directo», un «directo» lanzado hacia atrás y hacia adelante. Ese
gancho es siempre un gag, cómico en Lubitsch, dramático en Buñuel.
Cantidad de guiones en el cine mundial están pensados mirando al efecto literario
que pueden causar en las oficinas de producción. Son una especie de novelas en
imágenes, muy agradables de leer, prometedoras, pero que sólo cumplen lo que
prometen si el director y los actores tienen tanto talento como el escritor. No pretendo
menospreciar con esto los relatos lineales, como, por ejemplo, el espléndido de
Ladrón de bicicletas, sino insistir en que el mérito de los guionistas que escribieron
The big sleep (El gran sueño), North by Northwest (Con la muerte en los talones),
Heaven cant wait (El diablo dijo no) o Archibaldo de la Cruz es mucho mayor
porque la lógica cinematográfica tiene sus propias reglas, que no están todavía bien
experimentadas ni enunciadas, y a través de obras como las de Buñuel, o de otros
grandes directores-guionistas, llegará el día en que resultarán evidentes.

(Presentación en el Cine-Club de la Victorine - 1971)

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Norman Mac Laren

BLINKITY BLANK

Blinkity Blank es un film de cuatro minutos, en color, rodado sin cámara. Mac
Laren ha dibujado directamente un cierto número de dibujos y de figuras abstractas
que forman un ballet erótico por la reunión de elementos masculinos y femeninos. El
sonido también está impreso directamente sobre el celuloide. Lo extraordinario —al
margen de la belleza de los dibujos, de su rapidez— es que Mac Laren consiga hacer
reír a toda una sala con una simple curva entrevista veinticuatro veces por segundo y
con unos cuantos ruidos sintéticos.
Blinkity Blank es una obra absolutamente única que no se parece a nada de lo que
se ha realizado en cine en sus años de historia. En este «pequeño gran film» de cuatro
minutos se reúne toda la fantasía de Giraudoux, la maestría de Hitchcock y la
imaginación de Cocteau.
En la noche de las salas llamadas oscuras, Blinkity Blank, con sus destellos de
calor coloreado, con sus clic-clac sintéticos, presenta algo parecido a un mito nuevo:
el de la gallina de los ojos de oro.

(1957)

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Roberto Rossellini

ROBERTO ROSSELLINI PREFIERE LA VIDA

Cuando conocí a Rossellini en 1955, en París, su desánimo era total. Acababa de


terminar en Alemania Angst (La paura) basada en Stefan Zweig, y estaba pensando
seriamente en dejar el cine. Todas sus películas, a partir de Amore, habían sido
fracasos comerciales y fracasos también según la crítica italiana.
La admiración que prestábamos los jóvenes críticos franceses a sus últimas
películas —precisamente las más «malditas»: Francesco, Stromboli, Te querré
siempre— le reconfortó. Que un grupo de periodistas ilusionados con la idea de hacer
cine le hubieran elegido a él como maestro del cine rompió con su aislamiento y
despertó su enorme entusiasmo.
En esa época Rossellini me propuso trabajar a su lado. Acepté y, sin dejar mi
trabajo de periodista, fui su ayudante durante los tres años en que no llegó a filmar ni
un solo metro de película… Pero el trabajo no faltaba y he aprendido mucho en su
compañía.
Como consecuencia de la charla con cualquier persona, nacía la idea de una
película. Me telefoneaba de inmediato: «Comenzamos el mes que viene». Y, en
seguida, a comprar todos los libros que tenían relación con el tema, a recoger
documentación, a entrevistarnos con un montón de gente. Había que «moverse».
Me llamó una mañana. La víspera, por la noche, en una «boite», alguien le había
contado las desventuras teatrales de Georges y Ludmilla Pitoëff. Entusiasmado,
quería comenzar «la» película dentro de unas semanas. Presentaría a Pitoëff buscando
papeles de mujer encinta porque Ludmilla esperaba un niño, descorriendo él mismo
el telón una hora antes del estreno de gala, dando a última hora un papel importante a
la chica del vestuario, provocando los insultos de la crítica por el tono utilizado por
los actores, los líos por causa del dinero, las deudas, las giras, etc.
Un mes más tarde, se había olvidado de los Pitoëff. Un productor le invitó a ir a
Lisboa para discutir una película sobre La reina muerta. Había ido a pasar un día con
Charlie Chaplin en Vevey y se citó en Lyon. Nos dirigimos en un Ferrari hacia
Lisboa. Condujo día y noche. Yo tenía que contarle historias para mantenerle
despierto y, cuando veía que me estaba durmiendo me tendía un inhalador misterioso
para que aspirara su contenido.
Los pescadores de Estoril carecían de autenticidad. Parecía que jugaban al
folklorismo para dejar boquiabiertos a los turistas. Una de sus lanchas se llamaba
incluso Linda Darnell. A Roberto no le gustó Portugal. Volvimos por el sur de
España, por Castilla. La dirección del Ferrari falló cuando íbamos a toda velocidad.
En una noche, en un pueblecito, unos obreros fabricaron una pieza que nos permitió

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reemprender el viaje. Emocionado por el talento, la valentía y la responsabilidad de
los mecánicos del garaje, Roberto decidió entonces regresar a Castilla para rodar
Carmen. Llegamos a París y empezó la peregrinación por las oficinas de los
distribuidores. En unos ballets españoles había dado con una pequeña danzarina
negrucha de quince años, la Carmen ideal. Los distribuidores, incluso en Francia,
desconfiaban de Roberto, de sus improvisaciones, y exigían un desglose del guión.
Con tres ejemplares de una edición popular de la Carmen de Prosper Mérimée, un par
de tijeras y un buen frasco de whisky, «fabriqué» en tres días un desglose (en sentido
propio y en sentido figurado) de Carmen, fiel a la fuerza a la letra del texto.
Pero los distribuidores querían una primera figura como intérprete. Sugirieron a
Marina Vlady, rubia como las mieses, pero entre tanto Roberto había cambiado de
parecer. Desde hace algún tiempo, se reúne con un misterioso personaje secreto. Este
hombre no va nunca al hotel, Roberto no va nunca a su casa. Se encuentran cada vez
en un lugar distinto. Es un diplomático soviético. En efecto, Rossellini ha concebido
el proyecto de un Paisá ruso, compendio de seis o siete historias típicas de la vida
moderna en Rusia. Roberto, todos los días, hace que le traduzcan «Pravda», lee kilos
de libracos y comienza a pergeñar sus historias. Rápidamente hay una reunión con el
diplomático a propósito de una de las historias que ha sido juzgada demasiado
humorística. Era ésta: un ciudadano soviético ve de lejos, en la calle de una ciudad
pequeña, a su esposa que parece acudir a una cita amorosa. Loco de dolor y de celos,
la sigue. Varias veces la pierde de vista, varias veces cree encontrársela en los brazos
de otro. Lo divertido de la historia es que la tienda principal de la ciudad ha recibido
cien ejemplares de un nuevo modelo de vestido y todas las mujeres, en ese día, visten
de manera semejante.
Al abandonar este proyecto contra su voluntad, Rossellini se encuentra sin
trabajo, víctima de imperativos que no eran, por esta vez, comerciales sino políticos.

* * *

Cuando Roberto Rossellini escribe un guión no tiene ningún problema con la


historia. Le basta el punto de partida. Fijando los datos de un determinado personaje,
su religión, su alimentación, su nacionalidad, su tipo de actividad, ese personaje, no
puede tener más que unos determinados intereses, unas determinadas necesidades y
unas determinadas posibilidades de satisfacerlas. La distancia entre los intereses y las
necesidades y las posibilidades que tiene de verlas cumplidas basta para crear un
conflicto que evolucionará naturalmente por sí mismo conforme a las realidades
históricas, étnicas, sociales o geográficas del suelo en que se asienta. Ningún
problema con el final de la película: será el que marque la suma, optimista o
pesimista, de todos los elementos del conflicto. En definitiva, Rossellini trata de
reencontrar al hombre, a ese hombre que han hecho perder de vista tantas ficciones
exageradas. De reencontrar al hombre por medio, primero, de un acercamiento

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estrictamente documental, y después, de meterlo en una intriga lo más simple posible,
que sea contada de la manera más simple posible.
Rossellini, ya en 1958, era consciente de que sus películas no se parecían a las de
los demás, pero pensaba con buen criterio que eran los otros los que debían cambiar y
parecerse a él. Decía, por ejemplo que «la industria del cine en América está basada
en la venta de aparatos de proyección y en su explotación. Las películas de
Hollywood cuestan mucho para poder ser rentables y cuestan demasiado para
desanimar a los productores independientes. Es una locura que en Europa se imiten
las películas americanas. Y si los films realmente cuestan demasiado para ser
pensados y dirigidos con libertad, entonces no hagamos películas. Hagamos
esquemas de películas, bocetos».
De esta forma, Rossellini se ha convertido en el «padre de la nouvelle vague»,
según la frase de Jacques Flaus. Es cierto que cada vez que venía a París se
encontraba con nosotros y pedía que le proyectáramos nuestros films de amateurs y
leía nuestros primeros guiones. Todos esos nombres nuevos que, en 1959, llenaban de
asombro a los productores franceses cuando se los encontraban en la sección de
películas en rodaje, eran desde hacía mucho tiempo conocidos de Rossellini: Rouch,
Reichenbach, Godard, Rohmer, Rivette, Aurel. De hecho, Rossellini fue el primero
que leyó los guiones de El bello Sergio y de Los cuatrocientos golpes. Fue él quien
sugirió la idea de Mol, un noir a Jean Rouch después de haber visto Les maîtres fous.
¿Me ha influenciado Rossellini? Sí. Su rigor, su seriedad, su lógica han apagado
un poco mi entusiasmo pazguato por el cine americano. Rossellini detesta los
genéricos astutos, las escenas que preceden al genérico, los flash-back y, en general,
todo lo que es ornamental, todo lo que no está al servicio del sentido de la película o
del carácter de los personajes.
Si en alguna de mis películas he tratado de seguir con la cámara simple y
honradamente a un único personaje y de una manera casi documental, se lo debo a él.
Dejando a un lado a Vigo, Rossellini es el único cineasta que ha filmado a los
adolescentes sin ternurismos, y Los cuatrocientos golpes debe mucho a Alemania,
año cero.
Me da la impresión de que lo que ha hecho tan difícil la carrera de Rossellini es
que ha tratado siempre al público en un plano de igualdad, siendo él como es un
hombre excepcional y excepcionalmente inteligente y avispado. Por eso no se para a
explicar, no desarrolla las cosas, no las complica: suelta sus ideas rápidamente, unas
detrás de otras. Jacques Rivette ha llegado a decir de él: «No demuestra, muestra».
Pero su rapidez de mente, su lógica, su extraordinaria capacidad de asimilación hacen
que vaya por delante de sus espectadores y que a veces llegue incluso a confundirlos.
Esa capacidad de asimilación, esa sed de expresar problemas generales
contemporáneos resulta evidente con solo enumerar los títulos de su filmografía:
Roma, ciudad abierta se refiere a una ciudad, Paisá a Italia entera de norte a sur,
Alemania, año cero a un gran país destruido y vencido, Europa 51 a nuestro

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continente reconstruido material pero no moralmente.
La última gran aventura cinematográfica de Rossellini ha sido su descubrimiento
de la India.
En seis meses se ha recorrido toda la India y nos ha traído India, una película
extraordinaria por su simplicidad e inteligencia, que no tiene aspecto de ser una
selección de paisajes o hechos sino que da una visión global del mundo y constituye
una reflexión sobre la vida, la naturaleza y los animales. India no está fechada y
datada como las demás. Constituye, más allá del tiempo y del espacio, un poema libre
que no puede ser comparado más que con esa otra meditación sobre la alegría
perfecta que es Francisco, juglar de Dios.
Sé que voy a decir una cosa peligrosa, pero verdadera: Rossellini no ama en
absoluto al cine como tampoco a las artes en general. Prefiere la vida, prefiere al
hombre. No abre nunca una novela, pero se pasa la vida documentándose. Se pasa
noches enteras leyendo libros de historia, de sociología, obras científicas. Quiere
saber más y más y cada vez más. Aspira a dedicarse a películas culturales.
De verdad, Rossellini no es un «activista» ni un hombre ambicioso. Es un hombre
curioso, que se informa, que se interesa más por los demás que por él mismo.
Se puede uno preguntar cómo ha llegado a ser director de cine, cómo se metió en
el cine. Se metió por casualidad o, mejor, por amor. Se había enamorado de una chica
que había sido seleccionada por los productores y contratada para rodar una película.
Por puros celos, Roberto la acompañaba todos los días en el plato y, como la
producción no andaba sobrada de dinero y a él se le veía allí desocupado, le pidieron
que, puesto que tenía coche, que pasara todos los días a recoger al protagonista
masculino del film, Jean-Pierre Aumont, a su casa para llevarlo al estudio.
Las primeras películas de Rossellini son documentales sobre peces, y me imagino
que sólo por amor a la Magnani se resignó a tener que hacer cine de ficción. Además
le empujaba también otro estimulante: la Italia en guerra.
En el fondo, el único éxito reciente de Rossellini, El general della Rovere, nos lo
ha confirmado. El estilo de Rossellini no es admitido por el gran público ni por la
crítica más que cuando está al servicio de la guerra. Los «noticiarios» filmados nos
han acostumbrado a esa verdad brutal y violenta.
¿Nos equivocamos los que queremos a Rossellini y le admiramos cuando le
damos la razón al filmar las guerras domésticas, los saltos franciscanos y los monos
de Bengala como si fueran un noticiario o un reportaje filmado de cualquier época?
La última vez que le he visto, Rossellini me ha obligado a leer un guión de cien
páginas sobre «La edad del hierro». Pretende sacar de él una película de cinco horas
para los estudiantes, de tres horas para la televisión y de una hora y media para las
salas de cine.
Leerlo ha resultado apasionante y será ciertamente muy bueno, pero me he
preguntado: A pesar de todo ¿le dejarán un día realizar sus grandes proyectos: una
película sobre el Brasil titulado Brasilia, Los diálogos de Platón y La muerte de

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Sócrates?

(1963)

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Federico Fellini

LE NOTTI DE CABIRIA
(Las noches de Cabiria)

Las noches de Cabiria de Federico Fellini, la película más esperada de este


Festival, es también la que ha suscitado mayor número de comentarios a la salida.
Hasta las tres de la madrugada y en los bares cercanos al Palacio del Festival se ha
discutido acaloradamente la interpretación de Giulietta Masina. A propósito,
lamentamos que los festivaleros, productores, distribuidores, técnicos, actores y
críticos tengan la manía desenfrenada de contribuir a la «creación» de las películas
con la negativa aportación de tijeretazos. Después de cada film proyectado aquí, he
oído: «No está mal, pero se le podría cortar media hora». Lo que viene a significar a
veces: «Con un par de tijeras, me comprometo a salvar la película».
Con las tijeras en la mano, todo el mundo descubre su vocación de autor de cine.
Y eso me parece odioso. Cierto que la película de Fellini tiene algunos puntos
débiles, pero a poco que a uno le guste el cine, disfrutará y gozará más con la «media
hora de sobra» de Cabiria que con la totalidad de los dos films ingleses proyectados
en el Festival.
Soy partidario de defender o atacar a las películas en bloque. La intención, el
tono, el estilo y el pulso están por encima del mezquino recuento de escenas buenas y
escenas menos buenas. Es posible que Las noches de Cabiria sea el más desigual de
los films de Fellini, pero los momentos vigorosos son tan intensos que lo convierten
para mí en su mejor película.
Fellini ha arriesgado mucho al tomar un camino diferente en Las noches de
Cabiria, al renunciar, desde el principio, a la unidad de tratamiento en aras de
experimentar en otros terrenos más difíciles. ¡Qué salud mental la de este hombre,
qué sencilla forma de dominar las secuencias, qué serena maestría, qué de hallazgos
divertidos!
Giulietta Masina es Cabiria, una graciosa putilla romana, ingenua y confiada,
baqueteada por la vida, herida por los hombres, pero siempre cándida, Cabiria es una
creación felliniana que complementa lógicamente a la Gelsomina de La Strada
aunque en esta ocasión la técnica del personaje y su interpretación sea, más
exactamente, chaplinesca.
El personaje de Cabiria repugnará a todos aquellos que esperaban de la película
algo bien distinto de unas emociones fuertes e insólitas. Pero eso no obsta para que
Giulietta Massina, aunque con el tiempo pueda llegar a ser irritante, haya marcado
por sí sola un «momento» del cine, como James Dean o Robert Le Vigan. Me gusta
Fellini, y puesto que Giulietta Massina es la musa de Fellini, me gusta también

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Giulietta Masina. Se trata en este caso de una comicidad basada en la observación
que desemboca constantemente en hallazgos barrocos. No dándole demasiada
importancia a la comicidad de observación, lo que más impresiona es la resolución
final de cada episodio cuando los acontecimientos se precipitan y de la sonrisa
pasamos a la tragedia. En este sentido, el final de la película, después de que Cabiria
se haya casado con el extraño y tierno Fran9ois Périer, es un prodigio de fuerza y
vigor, incluso de suspense, en el mejor sentido de la palabra.

(1957)

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OTTO E MEZZO
(Fellini, ocho y medio)

Las películas sobre la medicina horrorizan a los médicos, las películas de aviación
exasperan a los aviadores, pero Federico Fellini ha logrado contentar a la gente de
cine con Ocho y medio, que tiene por tema la dificultosa preñez de un director antes
de iniciar el rodaje.
Fellini presenta al director de cine, en primer lugar, como un hombre al que desde
la mañana hasta la noche todo el mundo molesta haciéndole preguntas que no sabe,
no quiere o no puede contestar. En su cabeza bullen sugerencias diversas,
impresiones, sensaciones, deseos vagos, y se le exige que dé seguridades, nombres
concretos, cifras exactas, indicaciones de lugar y tiempo.
A todo el mundo le cae bien el escepticismo de su cuñada: «¿Cómo te van las
cosas, fantasma?», pero a él le deja hundido. La única forma de vengarse de ella es
incorporarla a sus ensoñaciones eróticas, por ejemplo, a la del harem, donde comparte
un lugar con la bella desconocida que nosotros, espectadores, habíamos entrevisto
telefoneando desde el hall del hotel y que, lo juraríamos, Mastroianni-Guido ni
siquiera había advertido. Todas las torturas que pueden minar la energía de un
director antes del rodaje son enumeradas cuidadosamente en esta crónica que viene
ser a la preparación de una película lo que era Rififí a la preparación de un robo.
Siempre hay actrices que quieren saber más detalles, enseguida, «para poder vivir
mejor el personaje», un decorador que pregunta: «¿Dónde ponemos la chimenea?»,
un coguionista pretencioso, literario, que no se entera de nada, y por último, un
productor paternal de una paciencia y una seguridad tales que aumentan la angustia
de Guido.
Los directores que han sido en mayor o menor grado actores, los actores que han
trabajado en el circo, los cineastas que han sido guionistas, los que saben dibujar,
todos estos, por lo general, tienen «un algo más». Fellini ha sido actor, guionista,
hombre de circo, dibujante. Su película es completa, simple, bella y sincera como la
que quiere rodar Guido en Ocho y medio.

(1963)

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Orson Welles

CIUDADANO KANE, EL GIGANTE FRÁGIL

Rodada en Hollywood durante los meses de agosto, setiembre y octubre de 1940,


estrenado y exhibido al año siguiente en Estados Unidos, Ciudadano Kane llegó a
Francia con seis años de retraso por culpa de la guerra. El estreno de Citizen Kane en
París, a primeros de julio de 1946, fue un acontecimiento extraordinario para los
aficionados al cine de nuestra generación. Después de la Liberación, descubríamos el
cine americano e íbamos «quemando» uno tras otro a los realizadores franceses que
habíamos admirado durante la guerra. Más fuerte todavía era nuestro desencanto por
los actores franceses y nuestra progresiva afición por los americanos. ¡Abajo Pierre
Fresnay, Jean Marais, Edwige Feuillère, Raimu, Arletty! ¡Viva Cary Grant,
Humphrey Bogart, James Stewart, Gary Cooper, Spencer Tracy, Laureen Bacall,
Gene Tierney, Ingrid Bergman, Joan Bennett!
Una opción tan radical se explica porque las revistas de cine, y en especial
«L’Ecran français», se entregaban sin paliativos a un anti-americanismo que nos
sublevaba. Durante la ocupación, el cine alemán fue muy mediocre, y estando
prohibido el anglosajón, el cine francés había prosperado mucho. Las películas
francesas se amortizaban con la sola explotación en nuestro país y las salas estaban a
menudo llenas a rebosar. Después de la Liberación, los acuerdos políticos «Blum-
Brynes» autorizaron un inmenso lote de películas americanas para nuestras pantallas.
No resultaba raro ver por las calles de París manifestaciones de directores y actores
reclamando una disminución del número de films americanos importados.
Quizás por afición a lo extranjero, o por afán de novedades, o por romanticismo y
ciertamente por espíritu de contradicción y amor a lo vivo, decidimos que nos iba a
gustar cualquier cosa que procediera de Hollywood. En este ambiente propio del año
46, nos enteramos de que existía Orson Welles. Pienso que lo extravagante de su
nombre contribuyó a fascinarnos —a los franceses Orson les suena parecido a osezno
(ourson)— y nos enteramos al mismo tiempo de que este osezno de treinta años había
rodado Ciudadano Kane a los veintiséis, la misma edad que tenía Eisenstein cuando
hizo El acorazado Potemkin.
Un artículo de Jean-Paul Sartre que había visto la película en Estados Unidos
preparó el terreno, y las críticas francesas fueron unánimemente elogiosas. Pero
algunos se armaron un lío a la hora de resumir el argumento hasta el punto de
contradecirse unos y otros a propósito del significado dado a la palabra Rosebud.
Algunos afirmaban que era el nombre de la bola de cristal que contenía los copos de
nieve, que Kane deja caer de su mano antes de morir. Denis Marion y André Bazin
orientaron correctamente la investigación periodística y solicitaron de la R. K. O.,

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distribuidora de la película, que añadiera un subtítulo («Rosebud») en el momento
exacto en que el trineo infantil es devorado por las llamas.
La confusión entre el trineo y la bola de cristal fue pretendida por Welles ya que
ésta encierra dentro de sí copos de nieve que caen sobre una casita y en dos
momentos distintos Kane pronuncia la palabra Rosebud relacionándola con la bola:
cuando muere y la deja caer, y cuando tiene en la mano en la escena en que su
segunda esposa, Susan Alexander, le abandona.
Tan mágico como Rosebud nos parece el nombre de Xanadú porque en Francia
desconocíamos el poema de Coleridge sobre Kubla Kan, que está citado literalmente
en la película y que a nuestros oídos franceses sonaba como el texto de un noticiario
cinematográfico («News on the March»):

«Legendary was the Xanadu where Kubla


Khan decreed his stately pleasure dome:
where twice five miles of fertile ground
with walls and towers were girdled round.»

Es lógico, por tanto, pensar que el mismo nombre de Kane venga de Kan, como el
de Arkadin viene probablemente de Irina Arkadina, la protagonista-actriz de «La
alondra» de Chejov.
Ciudadano Kane, que no existe como tal si no es en versión original, nos
desintoxicó de nuestro hollywoodismo fanático y nos convirtió en cinéfilos exigentes.
Esta película es, sin duda, la que más vocaciones cinematográficas ha suscitado en
todo el mundo. Y resulta curioso esto porque siempre se ha dicho y con razón que la
labor de Orson Welles era inimitable y porque además la influencia que ha ejercido
ha sido, por lo general, indirecta y subterránea, excepto en algunos casos en que es
más clara, por ejemplo, en La condesa descalza de Mankiewicz, Les mauvaises
rencontres de Astruc, Lola Montes de Max Ophüls y en Ocho y medio de Fellini. Las
películas producidas en Hollywood, a las que me refería antes y que nos gustaban
tanto, nos encantaban pero nos parecían inalcanzables: podíamos ver y volver a ver
The big sleep (El gran sueño), Notorius (Encadenados), Lady Eve (Las tres noches de
Eva), Scarlett Street (Perversidad), pero no favorecían la idea de que nosotros
podríamos un día hacer cine. Lo único que sacábamos en claro es que si el cine fuera
un país, Hollywpod sería sin lugar a dudas su capital. Por eso quizás, por su doble
aspecto de pro-Hollywood y de anti-Hollywood, Ciudadano Kane nos llamó tanto la
atención. Y quizás también por su insolente juventud, por la mentalidad europea de
Orson Welles que se traslucía claramente. Pienso yo que la causa de que Orson
Welles tenga una visión antimaniquea del mundo, de que haya conseguido borrar y
emborronar a su gusto la noción de protagonista y la de bueno y malo, se debe, más
que a sus viajes por el extranjero, al conocimiento precoz e intenso de Shakespeare.
Les voy a hacer una confesión de autodidacta: tenía catorce años en 1946 y ya había
abandonado los estudios; a través de Orson Welles descubrí a Shakespeare de la

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misma forma que mi afición por la música de Herrmann me indujo a escuchar la de
Stravinsky en quien se inspira con frecuencia.
El talento de Orson Welles nos parecía más próximo a nosotros que el talento de
los directores americanos tradicionales a causa de su juventud y su romanticismo.
Everett Sloane, que encarna el personaje de Bernstein en Ciudadano Kane cuenta que
un día de 1896 el barco en el que viajaba se cruzó en la bahía de Hudson con otro en
cuya cubierta había una chica vestida de blanco, con una sombrilla en la mano; la vio
sólo un instante y no la ha vuelto a ver más, pero desde entonces piensa en ella por lo
menos una vez cada mes. Pues bueno, tras esa escena de corte chejoviano nosotros
intuíamos no a un «gran director» sino a un amigo, a un cómplice de nuestras
preocupaciones, a un hombre al que nos sentíamos unido en ideas y afectos.
Nos gustó esta película totalmente porque era una película total: sicológica,
social, poética, dramática, cómica, barroca. Ciudadano Kane es, al mismo tiempo,
una demostración de la voluntad de poder y una ridiculización de esa voluntad de
poder, un himno a la juventud y una meditación sobre la vejez, un ensayo sobre la
vanidad de todas las ambiciones humanas y un poema sobre la decrepitud, y en el
trasfondo de todo esto, una reflexión sobre la soledad de los seres excepcionales,
genios o monstruos, monstruosamente geniales.
Ciudadano Kane es, a la vez, una primera película por su aire experimental de
querer «meterlo todo» y una película-testamento por su visión global del mundo.
Sólo mucho tiempo después del gran impacto que me causó en 1946 he podido
comprender por qué Ciudadano Kane es un film único y en qué es único. Se trata de
la primera película realizada por un hombre célebre. Chaplin no era más que un mimo
emigrado cuando debutó delante de la cámara. Renoir era, a los ojos de la profesión,
el hijo de papá que se dedica al cine por afición y que dilapida el dinero de su familia
realizando Nana. Hitchcoock no era más que un diseñador de rótulos que sube un
peldaño al dirigir Blackmail. Sin embargo, Orson Welles, incluso antes de comenzar
Ciudadano Kane, era conocido en toda América y no solamente por su emisión
radiofónica sobre los marcianos. Era ya un personaje famoso, y los periódicos
profesionales de Hollywood titulaban las noticias del rodaje con un irónico:
«Silencio, un genio está trabajando». Por lo general, se alcanza la fama tras haber
realizado buenas películas pero es raro ser famoso a los veinticinco años y que,
siendo famoso tan joven, le encarguen a uno dirigir una película. Por esta razón,
Ciudadano Kane es también la única «primera película» que aborda el tema de la
celebridad considerada en sí misma. En fin, queda muy claro que la precocidad
legendaria de Orson Welles era cierta. ¡Cómo, si no, pudo presentar con tanta
plausibilidad y autenticidad el desarrollo de la vida entera de Charles Foster Kane
desde la Infancia hasta su muerte! Al revés que el debutante temeroso, que se
esfuerza por rodar una película que le permita introducirse en la industria, Orson
Welles, a causa de su enorme fama, estaba obligado a rodar LA película, el film que
resumiera todos los anteriores y configurara a los que se hicieran después. Pues

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bien… ¡Dios santo! ¡No cabe duda de que ganó esta apuesta de locos!
Mucho se han discutido las cuestiones técnicas que resolvió Orson Welles. ¿Lo
aprendió todo unas semanas antes del rodaje? ¿Se vio muchas películas? Este
problema es un problema mal planteado. Hollywood está lleno de cineastas que han
rodado más de cuarenta películas y que no han aprendido a montar bien dos planos
seguidos, por ejemplo, Daniel Mann o Delbert Mann… Para hacer una buena película
basta con tener inteligencia, sensibilidad, intuición y unas cuantas ideas. Orson
Welles tenía de todo esto para dar y vender. A Thatcher que le increpa: «Entonces,
¿es así como concibes la dirección de un periódico?», el joven Kane le contesta: «No
tengo ninguna experiencia de cómo se dirige un periódico, señor Thatchar. Me limito
a poner en práctica todas las cosas que se me ocurren».
Al volver a ver ahora Ciudadano Kane, me doy cuenta de que me lo sabía de
memoria, pero no como se conoce una película sino como se recuerda un disco. No
estaba seguro de qué imagen iba a venir a continuación, pero estaba seguro del sonido
que iba oírse, del timbre de voz del personaje que iba a hablar, del encadenado
musical que facilitaba la transición a la escena siguiente. (Antes de Ciudadano Kane
nadie de Hollywood sabía utilizar bien la música en las películas). Desde este punto
de vista, Ciudadano Kane viene a ser la primera —y la única— película radiofónica.
En el trasfondo de cada secuencia, hay una idea sonora que le da tono: la lluvia en la
claraboya del cabaret «El Rancho» cuando el investigador visita a la cantante
fracasada que malvive en Atlantic City, los ecos sobre los mármoles de la biblioteca
Thatcher, las voces que se superponen sistemáticamente en todas las escenas con
varios personajes, etc… Muchos cineastas saben que deben seguir el consejo de
Augusto Renoir: llenar la imagen cueste lo que cueste. Pero Orson Welles es uno de
los pocos que ha comprendido que hay que llenar la banda sonora cueste lo que
cueste.
Antes de decidirse por Ciudadano Kane, Orson Welles había estado preparando la
adaptación de Heart of Darkness de Joseph Conrad y quería hacerla sin mostrar al
narrador que sería reemplazado por la cámara subjetiva. Quedan algunos restos de
esta idea en Ciudadano Kane. Thomson, el hombre que hace la encuesta, es
presentado siempre de espaldas a lo largo de la película, lo que contraviene las reglas
clásicas del montaje de campo-contracampo. La historia avanza como si fuera un
reportaje periodístico, y teniendo en cuenta los aspectos visuales de la película casi
podríamos decir que más se trata de confeccionar y maquetar una plana que de una
«puesta en escena» cinematográfica. Una cuarta parte de los planos están realizados
por medio de trucos, y por eso, casi se trata de una película «de animación» a causa
de la manipulación efectuada con el celuloide. ¿Cuántos planos basados en la
profundidad de campo —empezando por el del vaso con veneno en la alcoba de
Susan— están conseguidos mediante el trucaje de «cache contra-cache», que es el
equivalente cinematográfico del fotomontaje de los periódicos sensacionalistas?
Desde esta perspectiva, Ciudadano Kane es un film lleno de manipulación en

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contraste con el siguiente, The Magnificent Ambersons (El cuarto mandamiento),
film romántico que parece realizado en oposición constante y deliberada a Ciudadano
Kane: secuencias largas, primacía del actor sobre la cámara, dilatación del tiempo
real, etc…
En El cuarto mandamiento se utilizan menos de doscientos planos para contar
una historia que dura unos veinticinco años (en contraste con los 562 de Ciudadano
Kane). Como si este segundo film hubiera sido realizado por otro cineasta que
destetara al primero y quisiera darle una lección de modestia. Orson Welles, que es
simultáneamente un gran artista y un gran crítico, es un cineasta que remonta el vuelo
con facilidad pero que juzga severamente sus experimentos aéreos. De ahí la
importancia siempre creciente del trabajo realizado por él en la mesa de montaje con
respecto a sus últimas películas. Algunas de éstas dan la impresión de haber sido
rodadas por un exhibicionista y montadas por un censor.
Volvamos a Ciudadano Kane. En este film parece como si Orson Welles, en la
cima de su orgullo, hubiera rechazado las reglas del cine y sus limitaciones ópticas.
Como si, a fuerza de trucos —hábiles y logrados unos, fallidos otros—, hubiese
querido que el film se pareciera plásticamente a los «cómics» americanos, en los que
la fantasía del dibujante permite colocar a un personaje en primer plano, detrás de
éste a su interlocutor de pie y, al fondo de la viñeta, a diez personajes cuyas corbatas
tienen unos rasgos tan definidos como la verruga de la nariz del personaje situado en
primer plano. ¡Es un milagro! ¡Un milagro único y que nunca se ha repetido! ¡Un
milagro que sucede delante de nuestros ojos cincuenta veces seguidas y que
proporciona a la película una estilización, una idealización visual que no tienen
parangón ninguno, porque tamaña empresa no había sido intentada desde que Murnau
rodara El último y Sunrise (Amanecer)! Los grandes cineastas plásticos (Murnau,
Lang, Eisenstein, Dreyer, Hitchcock) debutaron en el cine antes de la llegada del
sonoro. No es exagerado, pues, afirmar que Orson Welles es el único temperamento
visual que ha surgido en el cine tras la aparición del cine sonoro.
Una buena secuencia de western puede ser de John Ford, pero también de Raoul
Walsh o incluso de William Wellman o Michael Curtiz, pero el estilo de Orson
Welles, como el de Hitchcock, es reconocible en cualquier escena. El estilo visual de
Orson Welles es personal e intransferible, inimitable, entre otras cosas porque —
como en el caso de Chaplin— comporta una técnica muy peculiar que aureola la
presencia física del actor-autor en el centro de la pantalla. Orson Welles es el que
atraviesa en diagonal la imagen, Orson Welles es el que organiza un estrépito sonoro
que se acaba bruscamente para que de improviso tome él la palabra en voz muy baja.
Orson Welles es quien contesta mirando por encima de su interlocutor como si no
pudiera hablar más que con las nubes (influjo shakesperiano). Orson Welles es el que,
contra toda costumbre, libra a la cámara de su posición horizontal de forma que, a
veces, la perspectiva óptica cambia y parece que la tierra se inclina ante el
protagonista que se dirige a grandes zancadas hacia el objetivo.

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Orson Welles tiene todo el derecho del mundo para condenar esas películas
romas, encogidas y estáticas porque las suyas son completamente dinámicas y se
desarrollan delante de nuestros ojos como si fueran música.
Al volver a ver ahora Ciudadano Kane hacemos otro descubrimiento: esta
película parece una locura de lujo y de coste, y sin embargo, está hecho con retales y
descartes literalmente pegoteados. No hay apenas figuración sino muchos planos de
conjunto. Hay grandes mansiones, pero muchos muros trucados y, sobre todo,
infinidad de «insertos» (primerísimos planos de campanillas, de timbales, páginas de
periódico, adornos, fotos, maquetas) y cantidad de fundidos encadenados. La verdad
es que Ciudadano Kane no es una producción pobre, pero sí, ciertamente, modesta, y
que si parece suntuosa y lujosa, se debe al prodigioso trabajo realizado en la sala de
montaje y en la grabación, que ha conseguido valorar todos y cada uno de sus
elementos, se debe, sobre todo, al extraordinario refuerzo que supone por la imagen
una banda sonora que es la más creadora de la historia del cine.

* * *

Cuando era un cinéfilo adolescente y vi Ciudadano Kane, el personaje central del


film me llenaba de admiración. Me parecía que era un hombre importante y famoso.
Mezclaba en la misma idolatría a Orson Welles y Charles Foster Kane. Pensaba que
la película alababa la ambición y el poder. Después, al ver muchas veces la película,
convertido ya en crítico de cine y por tanto, acostumbrado a analizar mis gustos,
descubrí el aspecto crítico, la carga de denuncia de Ciudadano Kane. Me di cuenta de
que el personaje con el que había que estar de acuerdo era Jedediah Leland
(interpretado por Joseph Cotten). Comprendí que la película mostraba el lado ridículo
del éxito social. Ahora que soy director de cine y vuelvo a ver quizás por trigésima
vez Ciudadano Kane, lo que más me impresiona es su ambivalencia como cuento de
hadas y fábula moral.
No me atrevo a decir que la obra de Welles es puritana, porque desconozco cómo
puede entenderse esta, palabra en América, pero siempre me ha sorprendido por su
castidad. El derrumbamiento de Kane está provocado por un escándalo sexual.
«Candidate Kane found in love nest with ‘Singer’», y sin embargo, hemos visto
claramente que las relaciones Kane-Susan son paternofiliales, de protección de la
chica. Esta unión —por llamarla de alguna manera— tiene que ver precisamente con
la infancia de Kane y con su idea de la familia, pues cuando encuentra a Susan en la
acera vuelve de un viaje familiar, vuelve de ver los muebles de sus padres apilados en
un almacén, entre los cuales estaba probablemente el trineo Rosebud. Ella sale de una
farmacia y tiene la mano en la mejilla porque le duelen las muelas. A él un coche
acaba de ponerle perdido el traje con sus salpicaduras. Fijémonos en que, un poco
después, Kane va a pronunciar dos veces la palabra Rosebud, al morir y antes, en otra
ocasión, cuando Susan le abandona. Rompe todos los muebles de su habitación. La

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escena es bien conocida, pero ¿se han fijado que la cólera de Kane se amansa cuando
coge la bola de cristal? En consecuencia, está claro que Rosebud, ya anteriormente
unido a la separación de su madre, lo estará también desde entonces al abandono de
Susan. Hay separaciones que equivalen a la muerte.
Existe ya en Ciudadano Kane una cosmovisión a la vez personal, generosa y
noble que se expresará todavía más claramente en el resto de la obra de Orson Welles.
No hay nada vulgar, nada ruin en esta película, por otra parte, satírica, impregnada de
una moral inventada y creadora, antiburguesa, una moral del comportamiento, con
cosas que hay que hacer y cosas que no hay que hacer.
El denominador común a todos los films de Welles es el liberalismo, la
afirmación de que el conservadurismo es un error. Los frágiles gigantes que ocupan el
centro de sus fábulas crueles descubren que no pueden conservar nada, ni la juventud,
ni el poder ni el amor. Charles Foster Kane, George Minafer Amberson, Michel
O’Hara, Gregory Arkadin llegan a comprender que la vida está hecha de dolorosos
desgarrones.

(Inédito - 1967)

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CONFIDENTIAL REPORT
(Mister Arkadin)

Orson Welles vuelve con una película de nacionalidad imprecisa. El director es


americano, el fotógrafo francés y los actores, ingleses, americanos, turcos, rusos,
alemanes, italianos, franceses y españoles. La localización del rodaje no es menos
variada: Barcelona, Múnich, París, Méjico. Por último, el dinero de la producción es
suizo.
Mister Arkadin, film admirable al que le sobra el subtítulo de «Informe secreto»,
comienza mal, muy mal, casi como si fuera un thriller de serie Z. Todo parece
detestable y mugriento: los decorados, los vestidos, la fotografía grisácea… Nunca un
galán joven (Robert Arden) nos ha parecido tan antipático desde el comienzo. Hasta
el mismo Orson Welles, al que esperamos con entusiasmo, aparece y también nos
decepciona. El, que de ordinario es tan hábil para «darse tono», para crear un
personaje, parece que se ha equivocado de maquillaje: ¿cómo dar crédito a ese
Gregory Arkadin al que se le despega la peluca y que tiene cierto parecido con un
Papá Noel o más exactamente con un Neptuno de pacotilla? (Welles es consciente de
este parecido —querido desde el principio o no— con el dios marino porque un
personaje de la ficción lo compara con Neptuno en un diálogo del film).
Y después, como por ensalmo, empezamos a admitir la sordidez de esta empresa
y entramos definitivamente en el juego. Gregory Arkadin, orgulloso como Charles
Foster Kane, cínico como «el tercer hombre», arrogante como George Minnafer
Amberson, es con todo derecho un personaje wellesiano. La ruta que le ha llevado a
la fortuna está jalonada de cadáveres todavía calientes. Pero Mr. Arkadin tiene una
hija, Raina, a la que adora. Sufre al verla cortejada por individuos sospechosos. El
último de ellos es Van Straiten (Robert Arden), un joven traficante con aspecto de
chantajista. Arkadin investiga y se entera de que Van Stratten corteja a su hija a fin de
saber lo más posible sobre su vida y poderle chantajear. Arkadin simula que ha
perdido la memoria sobre su «lejano» pasado y encarga a Van Stratten que investigue
y reconstruya sus oscuros antecedentes. El viejo millonario se aprovecha de esta
operación de vuelta al pasado para ir asesinando a todos los cómplices y testigos de
su tumultuoso itinerario vital a medida que Van Stratten los van encontrando. Cuando
ya sólo falta por suprimir a Van Statten, éste empuja al suicidio a Arkadin haciéndole
creer que acaba de poner al corriente a Raina, su hija, de las fechorías de su padre.
Van Stratten, aparte de salvar su vida, no gana nada a cambio, porque Raina, que lo
desprecia y no quiere saber nada de él, se marcha con un joven aristócrata inglés que
ha estado esperando su turno.
Durante el desarrollo de la película, acompañamos a Van Stratten en su
investigación por todas las ciudades del mundo: Méjico, Múnich, Viena, París,
Madrid. Los personajes se sitúan en interiores naturales y la cámara de Orson Welles,

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antaño tan móvil, debe atemperar sus nervios y filmarlos en contrapicado aplastados
por unos techos inevitables. Una fiesta española en la que los invitados esconden en
su rostro detrás de máscaras goyescas nos trae la nostalgia de unos tiempos que no
volverán: aquellos en que la R. K. O. daba carta blanca a un joven de veinticinco años
para que hiciera su primera película, Ciudadano Kane, como más le gustara. Perdió
esta libertad brutalmente y luego la ha ido recuperando poco a poco, pero los
«medios» con que cuenta ahora no son ni siquiera los de un western de presupuesto
pequeño. Orson Welles emprende el camino de un cine «hecho a salto de mata», el
camino de los cineastas malditos. Pero ¡qué importa la factura técnica! Si las ideas
están por encima de su realización práctica ¡admiremos las ideas porque son, de
verdad, admirables! La influencia de Shakespeare, cuyos textos declamaba desde
muy pequeño, está siempre presente en Orson Welles y en su vida entera. Nadie como
él tiene la capacidad de trascender una acción o una situación, nadie como él tiene la
capacidad de escribir, a propósito del tema de la soledad de los personajes
importantes, diálogos tan cosmopolitas, filosóficos o morales en los que cada frase
cuestiona el mundo entero, en los que el espacio y el tiempo desaparecen. (Orson
Welles es la única personalidad cuyos viajes no se anuncian con antelación; se oye a
menudo: Welles estaba antesdeayer en Nueva York, ayer a la noche cené con él en
Venecia, yo tengo una cita con él pasado mañana en Lisboa).
En un momento determinado, desde la terraza de un hotel mejicano, el
protagonista Van Stratten habla por teléfono con Arkadin al que cree en Europa. La
conversación concluye con un formidable estallido de risa del millonario. Van
Stratten cuelga y las carcajadas continúan oyéndose: Arkadin está allí, en Méjico, en
el mismo hotel que Van Stratten. Orson Welles era el cineasta de la ambigüedad, y
hélo aquí convertido actualmente en el cineasta de la ubicuidad.
Debería estudiarse concretamente la oposición existente entre cineastas
sedentarios y cineastas viajeros. Los primeros filman historias y difícilmente
consiguen pasar ya al final de su carrera, de reflexiones concretas a cosmovisiones
generales, mientras que los segundos, insensiblemente, filman el universo. Por su
condición social que les obliga a ser sedentarios, los que ejercen la crítica
cinematográfica son, por lo general, insensibles a la espléndida belleza de las
películas de Renoir, Rossellini, Hitchcock y Welles porque obedecen a concepciones
del mundo propias de hombres trashumantes, de emigrantes, de viajeros por el
mundo. En las mejores películas actuales hay siempre una escena en el aeropuerto.
Pero la más bella de todas es, desde ahora, la de Confidential Report: No hay plazas
de avión y Mr. Arkadin vocifera a voz en cuello, en el hall de embarque, que ofrece
10 000 dólares a quien le ceda su billete. Una escena que es una variante, propia de la
era atómica, del famoso grito de Ricardo III: «Mi reino por un caballo».
Cierto, un soplo shakespeariano atraviesa la menor de las secuencias de este genio
sorprendente al que Andre Bazin calificó de «hombre del Renacimiento en pleno
siglo XX». Los mejores amigos de Welles le han ofrecido su colaboración más o

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menos desinteresada, y no se han equivocado, porque nunca Michael Redgrave,
Akim Tamiroff, Suzanne Flon, Katina Paxinou, O’Brady, Misha Auer, Peter Van
Eyck y Patricia Medina habían estado mejor que interpretando los breves pero
fulgurantes perfiles que el genial cineasta ha trazado para ellos en un ambiente de
sombras pavorosas, llenas de aventureros dispuestos a encontrarse con la muerte en
cualquier momento.
En esta hermosa película, la inspiración de Orson Welles, su porción de locura y
su porción de genialidad, su vigor, su desbordante vitalidad y su hercúlea poesía se
traslucen detrás de cada imagen. No hay secuencia que no esté basada en una idea
original o insólita. La película será calificada quizás de vaga y cambiante, pero ¡hay
que ver lo excitante, estimulante y enriquecedora que es! ¡Me pasaría horas hablando
de ella porque está llena de eso que nos gusta tanto en las películas: lirismo e
invención!

(1956)

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TOUCH OF EVIL
(Sed de mal)

Podrían borrar el nombre de Orson Welles del genérico porque no importaría


nada. Desde el primer plano, desde el genérico precisamente, es evidente que el
ciudadano Kane está detrás de la cámara.
La película (Sed de mal) arranca en el mecanismo de relojería de una bomba que
un hombre coloca en el maletero de un coche. Una pareja sube a él y lo pone en
marcha. Seguimos al coche, y todo esto en el mismo plano desde el principio. La
cámara, montada en una grúa motorizada, pierde de vista y recobra de vez en cuando
al automóvil blanco que pasa por entre las casas, otras veces van por delante o
emparejado con él hasta que se produce la esperada explosión.
La imagen, sensiblemente deformada por el empleo sistemático de un objetivo
gran angular, permite una gran nitidez en todos los términos del plano y poetiza la
realidad porque un hombre que camina hacia la cámara parece que recorre diez
metros en cinco pasos. Por otro lado, estamos sumergidos, a lo largo de toda la
película, en un ambiente fantástico en el que los personajes dan la impresión de
caminar con botas de siete leguas cuando no parecen deslizarse sobre una cinta sin
fin.
Hay un tipo de cine que practican ineptos y cínicos, un cine camelístico, orientado
a halagar al público que sale de él sintiéndose mejor o más inteligente, p. e. The
bridge on the river Kwai (El puente sobre el río Kwai) o The youngs lions (El baile
de los malditos). Y hay también un cine intimista y orgulloso que practican sin
compromisos unos cuantos cineastas sinceros e inteligentes que prefieren inquietar
que dar seguridades, despertar que adormecer. Al salir de Nuit et brouillard de Alain
Resnais no se siente uno mejor, se siente uno peor. Al salir de Noches blancas de
Visconti o de Touch of evil (Sed de mal) se siente uno menos inteligente que al entrar
pero satisfecho, sin embargo, por tanta poesía y tanto arte. Son películas que llaman
al orden al cine y que nos producen vergüenza por haber sido tan indulgentes con
obras realizadas con tan escaso talento y con tantos clichés.
Pero bueno, me dirán ustedes, ¡cuánto fárrago dedicado a una peliculita policíaca
que Orson Welles ha realizado para seguir comiendo! Pero si Welles escribió el guión
y los diálogos en ocho días, si no ha tenido derecho a controlar el montaje definitivo
al que se le han añadido una docena de planos que él se negó a rodar, si se trata de
una película de encargo que nunca pudo ver acabada y de cuya paternidad no quiere
hacerse responsable…
Sé todo eso, y sé también que el esclavo que rompe un día sus cadenas Yale
mucho más que el que no se da cuenta de que está encadenado. Y digo más, esta
película, Touch of evil, es la más libérrima que puede verse. Por ejemplo, René
Clément ha controlado totalmente la realización de Barrage contre le Pacifique: ha

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montado él mismo la película, ha elegido la música, ha hecho las mezclas, las ha
retocado mil veces. Pues bien, todo eso no impide que Clément sea el esclavo y
Orson Welles el trovador. Y aprovecho la ocasión para recomendarles cordialmente
las películas de los trovadores.
Orson Welles ha adaptado para la pantalla una lamentable novelucha policiaca
publicada en francés con el título de Manque de pot y ha simplificado al máximo el
embrollo criminal hasta reducirlo a su trama favorita: el retrato de un monstruo
paradójico, interpretado personalmente por él, a partir del cual traza la más simple de
las morales: la del absoluto y la pureza de los valores absolutos. Caprichoso genial,
Orson Welles predica para su parroquia de adeptos y parece querer decirnos: perdón
por ser cerdo, no es culpa mía si soy un genio, me estoy matando, hagan el favor de
quererme.
Al igual que en Ciudadano Kane, The stranger, El cuarto mandamiento y en
Mister Arkadin se enfrentan dos personajes, el monstruo y el galán joven. Se trata de
convertir al monstruo en más y más… monstruoso y al galán en más y más simpático,
hasta llegar, al final, a verter una posible lágrima sobre el cadáver de este monstruo
tan terrible. El mundo no tolera las excepciones, pero la excepción —aunque sea
funesta—, es el último refugio de la pureza. Por fortuna, el físico de Orson Welles le
hace imposible interpretar el papel de Hitler pero ¿quién nos dice que no nos obligará
a llorar sobre el cadáver de Herman Goering?
Orson Welles ha elegido para sí el papel de un policía brutal y ávido, un sabueso
especializado en llevar las pesquisas. Se fía sólo de su intuición y desenmascara a los
criminales sin necesidad de pruebas. Pero la administración de justicia, en manos de
hombres mediocres, no puede condenar a un hombre sin pruebas. Por eso, el
inspector Quinlan —el mismo Welles— se ha acostumbrado a fabricarse las pruebas,
a conseguir falsos testigos para que salga triunfante su punto de vista, para que salga
triunfante la justicia.
Después de la explosión de la bomba en el coche, basta que un policía mejicano
en viaje de novios (Charlton Heston) meta la nariz en la investigación para que todo
vaya manga por hombro. Una lucha feroz se entabla entre los dos policías. Charltolv-
Heston encuentra pruebas contra Orson Welles mientras que éste fabrica pruebas
contra aquél. Bien pronto, tras una secuencia delirante en que Orson Welles
demuestra que sería capaz de adaptar las novelas de Sade como nadie, la mujer de
Charlton Heston es encontrada en un hotel, desnuda y drogada, aparentemente
culpable del asesinato de Akim Tamiroff, muerto en realidad por el inspector Quinlan
al que había ayudado ingenuamente en esta escenificación demoníaca.
Como en Mr. Arkadin, el personaje simpático tiene que cometer una bajeza para
perder al monstruo. Charlton Heston graba en magnetofón algunas frases decisivas,
pruebas suficientes como para cargarse a Welles. El sentido de la película podría
resumirse perfectamente en un epílogo así: La traición y la mediocridad vencen a la
intuición y a la justicia absoluta. El mundo es asquerosamente relativo, aproximativo,

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deshonesto en la práctica de su moral, impuro en su justicia.
He empleado repetidas veces la palabra «monstruo» para subrayar con más
énfasis el carácter fantástico de este film y de todos los films de Wiles. Todos los
cineastas que no son «poetas» se valen de la sicología para hacer creíbles los
cambios, y el éxito comercial de las películas sicológicas parece darles la razón. Todo
arte grande es abstracto, dijo Jean Renoir, y no se alcanza la abstracción por el
camino de la sicología, al contrario. Viceversa, la abstracción desemboca tarde o
temprano en la moral, en la única moral que nos preocupa, la que inventan y
reinventan sin cesar los artistas.
Todo esto viene a cuento con las intenciones de Orson Welles: a los mediocres,
pruebas; a los demás, intuición. Esta es la raíz del malentendido. Si el comité de
selección del Festival de Cannes hubiera tenido el acierto de invitar a Touch of evil
antes que The long hot summer (El largo y cálido verano) de Martin Ritt, en la que
Welles interviene sólo como actor, ¿hubiera apreciado el jurado este acierto como tal
acierto?
Touch of evil nos espabila y nos hace recordar que entre los pioneros del cine se
cuentan Meliés y Feuillade. Es una película fantástica que hace pensar en los cuentos
de hadas: La bella y la bestia, Pulgarcito y las fábulas de La Fontaine. Es una película
que nos humilla un poco porque está hecha por un hombre que piensa más rápido que
nosotros, que es mejor que nosotros, que nos arroja a la cara una imagen maravillosa
cuando todavía nosotros estamos aturdidos por la precedente. ¡Qué rapidez, qué
vértigo, qué aceleración, qué embriaguez!
¡Que todavía nos quede algo de gusto, algo de sensibilidad o de intuición para
admitir que esto es algo muy grande, que esto es algo muy bello! Si mis compañeros
de la crítica se aprestan a recoger pruebas contra esta película, que es ni más ni menos
una evidente obra de arte, vamos a asistir al espectáculo grotesco de los liliputienses
criticando a Gulliver.

(1958)

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Humphrey Bogart

SEMBLANZA DE HUMPHREY BOGART

La última imagen de Bogart nos lo presenta delante de su máquina de escribir


cuando se pone a redactar su confesión al final de Harder they fall (Más dura será la
caída). Mucho más que este último papel en el cual fue flojamente dirigido por Mark
Robson, recordaremos su interpretación del director de cine en The barefoot Contessa
(La condesa descalza). Mientras están enterrando a Ava Gardner, él está allí, de pie,
bajo la lluvia, con su impermeable. Antes de abandonar el cementerio, dice: «Mañana
hará sol, podremos trabajar». En La condesa Bogart exactamente el papel de Joseph
Mankiewicz.
Siempre le divertió a Humphrey Bogart que la gente creyera que había nacido el
día de Navidad de un año en que todos los días fueron Navidad: 1900. Humphrey era
el apellido de su madre actriz, y él lo convirtió en su nombre. Mal alumno, mal
marino, mal marido, esperaba que el cine lo convirtiera en el mejor en todo.
La primera vez que los periódicos hablaron de él fue a propósito de una obra de
teatro en la que hacía un papelito: «Siendo benévolos, digamos que este actor no es el
más adecuado». Humphrey se quedó petrificado y fue precisamente en esa época
cuando Leslie Howard le pidió que interpretara a su lado The petrified Forest (El
bosque petrificado), primero en el teatro y luego en el cine. A partir de entonces,
trabajó en una treintena de thrillers en los que Bogart actuaba de antagonista malvado
del primer actor: Víctor McLaglen, Spencer Tracy, Edward G. Robinson, James
Cagney, George Raft e incluso Paul Muni. La tradición en Hollywood exige que un
actor, que se ha hecho famoso interpretando papeles de gángsters, suba de categoría
pasándose al otro bando. El asesino se convierte en policía y le suben el sueldo diez
veces más. Estamos hablando del cine y la suerte de Vidocq, cara y cruz, ilustra
perfectamente esta amarga forma de promoción.
Entre 1936 y 1940, Humphrey Bogart no para de rodar todo lo que le ofrecen. El
día primero de enero de 1940 le llega su premio… a manos llenas y a labios llenos: el
cuerpo y la boca de Ida Lupino. Abraza su cuerpo y besa su boca. Se trata de High
Sierra (Su último refugio), uno de los mejores films de Raoul Walsh con guía de…
John Huston, y en un papel que había rechazado James Cagney.
Un poco más tarde, John Huston está a punto de comenzar el rodaje de su primera
película: The Maltese Falcon (El halcón maltés). Para interpretar a Sam Spade, el
maravilloso personaje de Hammett, piensa inmediatamente en… George Raft, que
rehúsa haciéndole un favor grandísimo a Bogart, quien acepta de buen grado ponerse
a buscar el falso halcón. El verdadero, si existe, sigue volando. El bandido pasa a ser
un «detective privado», y con ello, no nos equivoquemos, tiene ya en el bolsillo el

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pase para los papeles de policía. Se ha cambiado de trinchera y puede hacer balance
de su época pasada: en el transcurso de algo menos de cuarenta películas, ha muerto
electrocutado en la silla eléctrica una docena de veces y le ha caído un total de unos
ochocientos años de cárcel. Antes sólo hablaba su Luger, ahora habla él. ¿Y qué dice?
Señoras, mido un metro setenta y siete y peso setenta y siete kilos. Mi pelo es negro y
castaños mis ojos. Mi primer matrimonio no duró más que dieciocho meses (de más)
y el segundo ocho años (de más) y no lo volveré a hacer hasta la próxima vez.
Andar y hablar, hablar y andar, ése es su nuevo oficio. Al pasar por las calles, su
mano toca todo lo que está a su alcance, y de esta forma, el buzón de correos, la
barandilla de una escalera, el pelo de un chico se convierten en otros tantos jalones de
su caminar. Bogart se adapta formidablemente a la vida y encaja bien en ella.
Después va perfilando su personaje. Aprende a pellizcarse la oreja cuando está
perplejo. ¿Cree usted que se está frotando las uñas con la manga de la chaqueta?
Fíjese bien. ¿Lo ve? Acaba de pegarle un puñetazo en plena mandíbula: «Llévale este
recado a tu jefe». ¡Ya le advertí que se mantuviera lejos de un tipo así!
Los mejores guionistas y dialoguistas le han escrito a su medida los mejores
guiones y los mejores diálogos. Por eso, es posible hablar de «la obra escrita» de
Humphrey Bogart. «Dígame… Ah, estás ahí, preciosa… Sería estupendo que una
mujer pudiera reducirse a diez centímetros… Sí, para poder llevarla en el bolsillo».
O bien: «Nunca he visto tantos revólveres con menos cerebro».
¿Han visto ustedes su muerte en The big shot (Un gángster sin destino) de Stuart
Heisler[29]? Quiere entregarse a la justicia, y trata de despistar a los motoristas de la
poli para llegar antes que ellos a la cárcel. Gana en ese rallye paradójico. Y ya
muriéndose, pronuncia delante del alcaide de la prisión las palabras que absolverán
de toda condena al chico que no había hecho nada: «Cásate, muchacho, y sé feliz,
como en los cuentos». El director de la cárcel le ofrece un cigarrillo: «Vaya, con que
sigue usted fumando la misma porquería».
Pero Bogart ha interpretado papeles más serios y no menos dramáticos. El de
periodista incorruptible en Deadline USA que Richard Brooks rodó, a la italiana, en
las oficinas del «New York Daily News» con los linotipistas como figurantes. En esta
película, no hay nada de chistes ni de música. Solamente el ruido de las rotativas, los
teléfonos y las máquinas de escribir. Otro film de Richard Brooks (Battle Circus),
desconocido entre los desconocidos, le puso en bandeja uno de sus más bonitos
papeles: el de un médico militar que le gustaría hacer el amor con June Allysson sin
que le obligaran a pasar antes por la vicaría.
Un día la señora de Howard Hawks, que es la mujer del más inteligente de los
directores americanos, descubrió en la portada de una revista a una chica guapa de
ojos soñadores: la futura «the look», Laureen Bacall, que conoció así al señor
Howard Hawks, y a continuación a Bogart. Fingiendo un Gran sueño (The big sleep)
se despertó su amor y decidieron dormir juntos durante toda su vida. Este encuentro
supuso el jaque mate de un Don Juan con sola una mirada. The big sleep es la

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película del flechazo, To have and have not (Tener o no tener) es la de la boda, y a la
panoplia de Bogart (al sombrero, Luger, cigarrillo y teléfono) hay que añadir un
accesorio más: Betty. Se casaron en casa de Louis Bromfield y compraron en
Benedick Canyon el rancho de Thomas Ince que conservaba todavía el perfume de
Heddy Lamarr que vivió allí. Su yate se llama «Santana» y Bogart, que no tarda en
tener su propia productora, la bautiza con el nombre de Santana. En ella Nicholas
Ray daría sus primeros pasos de maestro: Knock on any door (Llamad a cualquier
puerta) y In a lonely place. Nicholas Ray será quien convierta definitivamente a
Bogart en un héroe elocuente, en algo más que un simple actor, en un personaje que
voy a describirles.
Afeitado por la mañana pero ya con barba, las cejas fruncidas, los párpados
semicerrados, una mano separada del cuerpo, presto a disculpar o a rebatir,
Humphrey Bogart de película en película recorre a grandes zancadas, a lo largo y a lo
ancho, el tribunal de la vida, y sus pasos están subrayados con los acordes de Max
Steiner. Se para, arquea un poco las piernas, mete los pulgares en el cinturón de su
pantalón y empieza a hablar. Al comienzo de cada frase enseña su dentadura
vagabunda. Su forma de hablar masticando las palabras favorece la vocal A y la
consonante K. ¡A qué cumbres de sonoridad se eleva la palabra «racket» pronunciada
por él! La crispación de su mandíbula evoca inevitablemente el rictus de un cadáver
sonriente, la expresión postrera de un hombre que muere con la sonrisa en los labios.
Cierto, era la sonrisa de la muerte. Algunas semanas antes de morir, habiendo
perdido ya dieciocho kilos, bromeaba: «No salgo a la calle porque puede llevarme el
viento, pero en cuanto recobre un poco de peso voy a rodar una película con John».
Se refería a Huston.
Bogart hacía lo que hacía mejor que nadie. Podía interpretar durante más tiempo
que ninguno sin necesidad de abrir la boca. Sabía amenazar como nadie y preparaba
sus puñetazos maravillosamente. Sudaba tanto cuando sudaba que echaba a perder
todas sus camisas.
Humphrey Bogart tenía un espléndido aspecto de duro. Le iba bien el sudor del
esfuerzo con Huston, la violencia calculada con Nicholas Ray, la inteligencia fría y
lúcida con Howard Hawks. Tenía un rostro fascinante, y en una de sus últimas
películas (Caine Mutiny, El motín del Caine) la cosa rozó lo sublime. Boggy aparecía
en el papel de un capitán duro de pelar y era así en la realidad, porque en los antiguos
films en Technicolor no se maquillaba a los actores. Pudimos ver por vez primera, en
su labio superior, la cicatriz que dejó hacía mucho tiempo una astilla que saltó en
medio de una refriega en la que él participaba con el culo de una botella.
Humphrey Bogart era un héroe moderno. Las películas «de época», históricas o
de piratas, no le iban. Era un hombre de arranque, de revólver al que no le queda más
que una bala, el hombre del sombrero de fieltro que lo moldea con sus dedos según
quiera expresar cólera o alegría, el hombre del micro: «Aló, aló, aviso a todos los
coches-patrulla».

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El aspecto de Bogart era moderno, pero su moral era clásica, más cercana a la del
duque de Nemours en «La princesa de Clèves» que a la del comisario Maigret. Sabía
que las causas valen menos que la belleza de los gestos que las sirven y que toda
acción que no se aparta de su consecuencia lógica es pura.

(1958)

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James Dean

JAMES DEAN HA MUERTO

El 30 de setiembre de 1955 por la noche, desoyendo los prudentes consejos con


que le obsequiaban los jefes de la Warner Bros, James Dean se colocaba al volante de
su coche de carreras y encontraba la muerte en accidente, en una carretera del norte
de California.
La noticia, que se supo en París al día siguiente, no suscitó ninguna emoción
profunda: un joven actor de veinticuatro años había muerto. Eso era todo. Seis meses
después, se han estrenado dos películas y nos hemos dado cuenta de la enorme
pérdida que hemos sufrido.
James Dean había destacado hace dos años en Broadway cuando interpretaba el
papel de un joven árabe en la adaptación teatral de L’inmoraliste de André Gide. A
continuación, Elia Kazan le hacía debutar en el cine dándole de entrada el primer
papel de East of Eden (Al este del Edén). Después, Nicholas Ray lo eligió para
protagonizar Rebel without a cause (Rebelde sin causa) y, por último, George Stevens
lo controló para interpretar Giant (Gigante) en el papel de un hombre al que vemos
envejecer desde los veinte a los sesenta años. Su siguiente papel iba ser el del
boxeador Rocky Graziano en Somebody up there likes me (Marcado por el odio) de
R. Wise.
Durante el rodaje de Giant (Gigante), James Dean se mostró muy interesado en
todo y no quitaba ojo a George Stevens y a la cámara. Cuando se acabó la película,
confesó a su agente, Dick Clayton, su deseo: «Creo que puedo ser mejor director que
actor». Quería fundar una compañía independiente para no rodar más que los temas
que él eligiera. Clayton le prometió hablar con los dirigentes de la Warner Bros. Por
entonces, Dean que no había pilotado su coche durante todo el rodaje, por una
cláusula de su contrato, se fue a Salinas para participar en una carrera…
Accidente: «Creo que voy a hacer una balada en el Spyder» había dicho James
Dean a George Stevens (el «Spyder» era el nombre de serie de su Porsche). Cerca de
Paso Robles, por la noche, su «Spyder» fue alcanzado por otro vehículo que salía de
una carretera secundaria y volcó de lado. James Dean murió mientras lo trasladaban
al hospital a consecuencia de fracturas múltiples en los dos brazos y de contusiones
internas.
La mala estrella de James Dean le obligó a pasar por la salida de artistas antes de
tiempo.

* * *

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La técnica interpretativa de James Dean contradice la de cincuenta años de cine.
Cada gesto, cada actitud, cada mímica suya es una bofetada a la tradición sicológica.
James Dean no «valora» el texto con forzosos sobreentendidos como Edwige
Feuillére, no lo poetiza como Gérard Philipe, no le da un tono astuto como Pierre
Fresnay. Al contrario que estos actores que acabo de citar, no se preocupa de dejar
claro que entiende perfectamente lo que está recitando o que lo entiende mejor que
nosotros. Interpreta otra cosa distinta de lo que dice. Interpreta como de refilón, su
mirada no sigue el diálogo, establece una separación entre la expresión y la cosa
expresada, como si una persona importante, por un sublime pudor, pronunciara
palabras fuertes en un tono bajo, excusándose por tener talento, para no molestar al
prójimo.
En sus momentos mejores Chaplin alcanza las cotas más altas dentro del mismo:
se convierte en árbol, candelabro o alfombra. La técnica interpretativa de James
Dean, más que humana, es animal, y por eso es imprevisible. ¿Qué gesto va a hacer a
continuación? James Dean puede volverse de espaldas a la cámara mientras está
hablando y acabar la escena de esta forma, puede echar para atrás la cabeza
bruscamente o inclinarla hacia el pecho, puede levantar los brazos o extenderlos hacia
la cámara, con las palmas hacia el cielo para convencernos, con las palmas hacia el
suelo para declararse vencido. En la misma escena, puede adoptar el aspecto de hijo
de Frankenstein, de ardilla, de bebé acurrucado o de viejo doblado en dos. Su mirada
de miope aumenta la sensación de distancia en la interpretación y el texto con una
especie de vaga fijeza, una especie de hipnótico dormitar.
Cuando se tiene la suerte de escribir un papel para un actor de esta clase, un actor
que interpreta físicamente, carnalmente en vez de pasarlo todo por la cabeza, el mejor
medio para conseguir buenos resultados es razonar abstractamente. Por ejemplo:
James Dean es un gato, o sea, un felino, pero sin olvidarse de la ardilla. ¿Qué puede
hacer un gato, un león o una ardilla que esté lo más lejos del comportamiento físico
del hombre? El gato puede saltar desde gran altura y caer de pie, puede pasar por
debajo de un coche sin daño alguno, arquea el lomo y cambia de postura
rápidamente. El león camina indolente y ruge, la ardilla salta de rama en rama. Por
tanto, a James Dean hay que escribirle escenas en las que ande a cuatro patas (la de
las habichuelas), ruja (en la comisaría), se columpie de rama en rama, salte desde
muy alto a una piscina vacía y caiga de pie sin hacerse daño. Creo que así es como
han trabajado con él Elia Kazan y luego Nick Ray, y espero que lo haga George
Stevens.
El poder de sugestión de James Dean es tan fuerte que podría matar todas las
noches a su padre en la pantalla con la aprobación de todo el público, tanto del más
snob como del más popular. ¡Hay que haber percibido la indignación de la sala
cuando en Al este del Edén su padre rechaza el dinero que Cal ha ganado con las
habichuelas, un sueldo de amor filial!
James Dean en sólo tres películas se ha convertido en un personaje más que en un

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actor. Como Charlot. Podríamos titular sus escenas así: Jimmy y las habichuelas,
Jimmy y la feria, Jimmy en el acantilado, Jimmy en la casa abandonada. Gracias a la
sensibilidad y a la intuición que para los actores tienen Elia Kazan y Nicholas Ray,
James Dean ha creado en el cine un personaje muy cercano a lo que es en la realidad:
un héroe de Baudelaire.
¿Cuáles son las razones profundas de su éxito? Con el público femenino son
evidentes y no necesitan comentario. Con los chicos, se resumen —en mi opinión—
al mecanismo de identificación que está a la base de la rentabilidad de las películas en
todos los países del mundo. Es más fácil identificarse con James Dean que con
Bogart, Cary Grant o Marlon Brando porque el personaje de Dean es más real. Al
salir de una película de Bogart, el espectador flexionará el borde de su sombrero pero
quizás no sea el momento de pisotearlo. Después de ver un film de Cary Grant, no
siempre hay oportunidad de hacer el payaso en la acera. El que acaba de contemplar a
Marlon Brando lanzará miradas huidizas y tendrá ganas de maltratar a las chicas de
su barrio. Con James Dean, la identificación es a la vez más profunda y más total
porque su personaje lleva consigo nuestra propia ambigüedad, nuestras
contradicciones y todas las debilidades humanas.
Tenemos que recordar de nuevo a Chaplin, o mejor aún, a Charlot. Charlot
empieza por lo más bajo para llegar a lo de más arriba. Es débil, novato, está fuera de
juego. Se equivoca a la hora de utilizar las cosas y sólo aspira a que no lo maltraten
demasiado cuando está en el suelo, humillado, ridículo ante los ojos de la mujer a la
que corteja o ante los de la mujer brutal a la que quería corregir. Entonces interviene
la astucia que en James Dean es un don innato: Chaplin se venga y triunfa. De
repente, se pone a bailar, a patinar, a dar volteretas mejor que nadie, y al instante
eclipsa a todo el mundo, triunfa, cambia de decoración y todos los que se ríen están
de su parte.
Lo que al principio era inadaptación se ha convertido en superadaptación. El
mundo entero, objetos y personas, estaban contra él y se colocan ciegamente ahora a
su servicio. Todo esto vale también para James Dean con una sola diferencia
importante: nunca observamos en su mirada el menor miedo. James está como ajeno
a todo. Lo nuclear de su técnica interpretativa es que ni el valor ni la cobardía, ni el
heroísmo ni el miedo tienen sitio en su actuación. Se trata de otra cosa distinta, de
una interpretación poética que permite tomarse todas las libertades y desafiarlas.
«Interpretación acertada o interpretación falsa» son dos expresiones que no tienen
sentido aplicadas a Jean Dean porque esperamos de él siempre una sorpresa. Puede
reír en el momento en que otro actor lloraría y viceversa, porque ha matado a la
sicología el día mismo en que apareció en un escenario.
En James Dean «todo es gracia» y en todos los sentidos de la palabra. Ese es el
secreto. Dean no lo hace mejor que los demás, lo hace de manera distinta y lo adorna
de tal forma que ya estamos cautivados desde ese momento hasta el final. Nadie ha
visto andar a James Dean: arrastra los pies o corre (recuerden el comienzo de East of

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Eden). La juventud actual se reconoce por completo en James Dean, y no por las
razones que se suelen esgrimir (violencia, sadismo, frenesí, melancolía, pesimismo y
crueldad) sino por otras mucho más simples y cotidianas: pudor sentimental, fantasía
en todo momento, pureza moral sin relación alguna con la moral al uso porque es
mucho más rigurosa, la afición irrenunciable de la adolescencia por la aventura,
embriaguez, orgullo y pena por sentirse «al margen» de la sociedad, rechazo y deseo
de integrarse en ella, y por último, aceptación —o negación— del mundo tal como es.
Sin duda, la técnica interpretativa de James Dean inaugura un nuevo estilo de
interpretación en Hollywood debido a su enorme modernidad. Por eso es irreparable
la pérdida de este joven actor, quizás el más inventivo de la historia del cine, y que —
porque era primo hermano de Dargelos— encontró la muerte del joven americano
descrita por Jean Cocteau en Les enfants terribles una fría noche de setiembre de
1955: «… el coche patinó, se rompió, se dobló contra un árbol y quedó reducido a
unas ruinas silenciosas; sólo una rueda giraba cada vez más despacio como si fuera
una ruleta».

(1956)

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V

MIS COMPAÑEROS DE LA NUEVA OLA

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Nuit et brouillard

de ALAIN RESNAIS

A partir de documentos auténticos —trozos de noticiarios, fotos, archivos— y


juntándolos con imágenes filmadas el año pasado por él, Alain Resnais nos da una
lección de historia, cruel sin duda, pero merecida.
Es casi imposible hablar de este film con la palabrería habitual de la crítica
cinematográfica. No es un documental, ni un film-denuncia, ni un poema, sino una
meditación sobre el fenómeno más importante del siglo XX.
Nuit et brouillard trata, de hecho, de las deportaciones y de los campos de
concentración con un tacto tan medido y con un rigor tan sereno que se convierte en
una obra sublime e «incriticable» por no decir indiscutible.
Toda la fuerza de esta película en color, que comienza con imágenes de la yerba
que ha rebrotado al pie de las alambradas, reside en ese tono de una suavidad terrible
que han sabido hallar y mantener Alain Resnais y Jean Cayrol (que ha escrito el
comentario). Nuit et broullard es, para ser exactos, una pregunta que nos atañe a
todos: ¿No somos todos nosotros responsables de las deportaciones? ¿No podríamos
llegar a serlo, al menos como cómplices?
Al combinar un reportaje en color y documentales históricos en blanco y negro,
Resnais ha tratado de borrar en éstos todo rastro de teatralismo macabro, todo lo que
tienen de horrible pintoresquismo, para que nosotros, espectadores, reaccionáramos
con nuestra cabeza y no con nuestros nervios. Después de haber contemplado a esos
extraños prisioneros que pesan treinta kilos, comprendemos perfectamente que Nuit
et brouillard es justamente lo contrario de esas películas que nos hacen sentir mejores
después de verlas.
Mientras la cámara de Alain Resnais se detiene en la yerba que ha vuelto a crecer
y «visita» los campos de concentración clausurados, Jean Cayrol nos va informando
sobre el ritual carcelario y se pregunta sordamente si «nosotros, que nos engañamos
creyendo que todo esto sucedió en una época y en un país determinado, tenemos ojos
para ver a nuestro alrededor, si tenemos oídos para escuchar unos gritos que siguen
sonando sin fin».
Cada día en todos los platos del mundo se impresionan kilómetros de celuloide.
Por una noche es preciso que olvidemos nuestra calidad de críticos o de espectadores.
En cada uno de nosotros se cuestiona al hombre que somos. Tenemos que abrir los
ojos y preguntarnos a nosotros mismos. Nuit et brouillard borra durante algunas horas
el recuerdo de todas las películas. Hay que verla. Absolutamente necesario.
Cuando se encienden de nuevo las luces, nadie se atreve a aplaudir. Todo el
mundo se queda callado ante una película así, confuso por la importancia y necesidad

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de esos mil metros de película.

(1955)

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Les mauvaises recontres

de ALEXANDRE ASTRUC

Como en las películas de Hitchccock, hay dos temas en Las mauvaises


rencontres.
Durante un registro en el domicilio de un médico «condescendiente» que se ha
escapado, la policía encuentra una carta de Catherine Racan (Anouk Aimée). Esta
chica, sospechosa de haber solicitado los servicios del doctor Daniel (Claude
Dauphin) para un aborto, es interrogada en Quai des Orfèvres[30] por el Inspector
Forbin (Yves Robert). El suicidio del médico pondrá fin al interrogatorio.
Este es el primer tema de la película o, más concretamente, el soporte del
verdadero tema del film que es, en pocas palabras, la historia de Catherine Racan.
Hace tres años, esta «prima hermana» de Rastignac dejó la provincia acompañada
del hombre que amaba, Pierre Jaeger (Gianni Esposito), para irse a «triunfar» a París.
Pero éste, desanimado, abandona la lucha y regresa a la provincia. Después, ella se
encuentra con Blaise Walter (Jean-Claude Pascal), director de un gran periódico.
Catherine se convierte en su amante, pero, después de haber entrado —gracias a él—
en la redacción de un diario de moda, le deja. Luego, mantiene unas cortas relaciones
con un fotógrafo (Philippe Lemaire). Durante una reunión, Blaise y Catherine
vuelven a encontrarse. Catherine, desamparada, regresa a Besançon en un intento de
restablecer sus relaciones con Pierre, pero fracasa. De vuelta en París y encinta,
recurre a los servicios del doctor Danieli.
El final de película la presenta abandonando la comisaría de Quai des Orfèvres,
ametrallada por los flashes de los fotógrafos y con la desilusión en el rostro: no era
así como ella había soñado un día que «su nombre apareciera en los periódicos».
No hay nada difícil de entender en el guión de esta película a pesar de su
construcción demasiado complicada y que quizás impide una comprensión perfecta
de la trama si no se está muy atento. Durante tres horas, Catherine Racan revive en
Quai des Orfèvres tres años de su vida. Las vueltas al pasado se hacen sin
brusquedad, naturalmente, y pueden sorprender por su habilidad. O sea, lo repito,
para no perderse basta con llegar al principio de la película y no ponerse a charlar con
el vecino.
En cuanto a las segundas intenciones de la película, que para algunos resultan
misteriosas, su autor se expresó con claridad meridiana en una entrevista publicada en
«ARTS»: «Manteniéndonos en el paralelo con Balzac, digamos que la película se
parece un poco o Les illusions perdues. La chica va cambiando según los diferentes
ambientes pero sin dejar de observarlo todo a su alrededor. En términos
cinematográficos, se trata de un primer plano contrapuesto a planos generales… He

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pretendido hacer una película muy novelesca, no romántica sino novelesca… Me
interesa la situación de los personajes al relacionarla con algo que ellos no saben».
No hay que enfocar Les mauvaises rencontres como si fuera una película
policíaca o una crónica de sucesos. No hay ni criminales ni víctimas, sólo jóvenes,
intelectuales de nuestros días. Pienso también que Les mauvaises rencontres es un
film adelantado a su tiempo porque es el primero
a) que toma por tema de fondo el desarrollo de la juventud intelectual,
b) que habla de París sin recurrir a los tópicos turísticos o al «by night», el
primero que habla de París como Balzac: Les mauvaises rencontres son nuevas
«escenas de la vida parisina»;
c) que trata del «triunfo» sin cinismo, sin ironía, sin convencionalismos y sin
hipocresía.
Lo que más me llama la atención en Les mauvaises rencontres es la perfección de
los diálogos. Cierto que son literarios pero no podemos olvidar que son intelectuales
los que hablan. Astruc no enjuicia a los personajes. Los contempla con una enorme
lucidez, una enorme ternura y sobre todo, con una enorme sinceridad porque en todos
ellos hay algo suyo. Todos ellos, Blaise Walter, Pierre Jaeger, Alain Bergère… son
«puros» que sufren por no poder seguir siéndolo. Su forma de divertirse consiste en
gastar la mayor parte del tiempo en autojustificarse, en criticarse entre ellos y, por
encima de todo, en odiarse a sí mismos. Son además seres débiles, vulnerables, cuyas
preocupaciones son esencialmente morales. Todo esto es típico de nuestra
generación, por eso, nada tiene de extraño que los que no se hacen este tipo de
preguntas encuentren sin interés una obra así.
Este tema difícil y tan propio de 1955 ha sido abordado con una magnanimidad a
la que nos tienen desacostumbrados los guionistas franceses que no saben sino mirar
desde arriba a sus personajes «perdonándoles la vida» y caricaturizándolos.
Todo esto, evidentemente, parece más propio de Hollywood que de Joinville. Y
no me quejo de ello. Y eso que no he dicho nada del aspecto técnico en el que Les
mauvaises rencontres no tiene nada o casi nada que envidiar a las películas
americanas que nos gustan, que le gustan a Astruc. «¿Vamos al cine? ¿Qué pasa?
¿Es que hay alguna película americana para ver»? —pregunta la protagonista de la
película. Esta es también la primera película francesa que ha sido rodada casi en su
totalidad con grúa, lo que da a los movimientos de cámara una ligereza que no
encontramos más que en Preminger o Fritz Lang. La fotografía de Robert Lefebvre es
extraordinaria lo mismo que los decorados de Max Douy. Actores como Jean-Claude
Pascal o Yves Robert hacen, en esta ocasión, una interpretación ajustadísima.
Philippe Lemaire, Giani Esposito y Claude Dauphin están perfectos y otro tanto
podemos decir de Anouk Aimée que a partir de ahora inicia sin duda la segunda etapa
de una carrera que va a ser larga.
Soy consciente de que Les mauvaises rencontres no gustó a todo el mundo en el
Festival de Venecia. Sin embargo puedo afirmar sin ningún lugar a dudas que, a pesar

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de que muchos compañeros y espectadores estiman que la película es intelectual,
literaria y demasiado perfecta y a pesar de que algunos, insensibles al tema,
consideran la obra como un brillante ejercicio de estilo y nada más, no he encontrado
a ningún espectador menor de 30 años que no se haya emocionado y que no se haya
reconocido en algún personaje del film.
Les mauvaises rencontres altera un poco los hábitos narrativos y las rutinas
acostumbradas, por eso no se parece en nada a lo que se hace actualmente en cine.
A un periodista extranjero que en Venecia decía a Astruc: «Usted ha
sobreestimado demasiado al público», el autor de Les mauvaises rencontres
respondió: «Nunca se sobreestima demasiado al público».

(1955)

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La pointe courte

de AGNÉS VARDA

A dos pasos del metro Vavin y del «Dome», casi imposible de descubrir a la
primera intentona pero familiar para todos los cinéfilos, se encuentra el Studio
Parnasse que es desde hace ocho años el cine parisino mejor «programado» y en el
que puede verse el mayor número de obras maestras a lo largo de un año.
Excepcionalmente, el Studio Parnasse ha dejado por dos semanas los «clásicos» y
se ha transformado en sala de estreno para dar paso a una película que, a decir
verdad, no aguantaría tres días en la pantalla de un cine de los Campos Elíseos o de
los bulevares.
La Pointe Courte, ensayo cinematográfico, obra experimental ambiciosa, proba e
inteligente, primera película dirigida por Agnés Varda, fotógrafo del T. N. P., ha
encontrado su lugar adecuado en la pantalla del Studio Parnasse.
Se trata de un «ensayo de film para leer», según reza la publicidad que por una
vez «se adecúa» a la obra promocionada, hecho con dos crónicas: la de una pareja
cuatro años después de su matrimonio y la de un pueblecito de pescadores (La Pointe
Courte, cerca de Sète)… Esta película no pretende ni probar ni demostrar nada. Narra
lentamente, al ritmo del tiempo que pasa, que gasta, que transforma, al ritmo del
tiempo inexorable y a la luz cruda de un tiempo igualmente bello.
Tras esa sospechosa simplicidad de propósitos se esconden —lo habrán adivinado
— muchas secretas intenciones, inconfesadas porque son poco formulables, y quizás
—me temo— sin mucha relación con la «puesta en escena» y la dirección de actores.
Que la protagonista de la película no se encuentre en contacto más que con el
hierro, y su compañero con la madeja, produce —al parecer— un intenso minuto de
«crisis» cuando la sierra, en un momento dado, ¡corta un trozo de madera! Este tipo
de cosas —que hubiera sido incapaz de captar yo solo— constituyen el entramado de
La Pointe Courte mientras, entre tanto, desfilan ante nosotros una serie de imágenes
demasiado «compuestitas» y oímos unos diálogos más propios del teatro de Maurice
Clavel.
Silvia Montfort y Philippe Noiret, acostados el uno junto al otro, contemplan la
bombilla que ilumina su habitación:
ELLA.— ¿Es agua del canal que cuelga del techo?
EL.— ¡Sí, porque la luna está dentro del agua del canal!
Si a usted estas dos frases le parecen sutiles y poéticas, no se pierda La Pointe
Courte; si a usted le parecen grotescas y pretenciosas, absténgase de verla. A mí, me
parecen las dos cosas a la vez, buenas y malas, de un realismo, de una «precisión» un
poquito cerebral. Como quien dice: «haz eso para que se note».

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Por el tipo de ambiciones que tiene, La Pointe Courte entra de lleno en el género
de películas exteriores al cine (del estilo de Minna de Venghel, Le Pain vivant, Huis
Clos, etc.). Sin embargo, es superior a ellas, porque, en primer lugar, el resultado en
esta ocasión responde exactamente a las intenciones de la autora, y, en segundo lugar,
porque no se descarta la posibilidad de que un día Agnés Varda se plantee —y afronte
— los problemas esenciales de la dirección cinematográfica.
Esta película que, en definitiva, he entendido tan poco como mis compañeros
críticos, sea que la hayan alabado sea que no, presenta el grave inconveniente de estar
flojamente dirigida. No me refiero a la técnica, que para ser una primera obra
sorprende por su precisión, sino a la dirección de actores que carece totalmente de
seguridad. La interpretación de Philippe Noiret y de Silvia Montfort (cuyo parecido
con la señorita Agnés Varda quizás no es accidental) resulta vacilante. Los gestos, las
actitudes, las miradas y las entonaciones se quedan en intencionales, en teóricos,
carentes de una mayor concreción.
Al concluir este comentario insólito a un film que no lo es menos, caigo en la
cuenta de que he hablado más del continente que del contenido. Es la mejor manera
de no escribir el montón de tonterías que espera, a pie firme, esta directora tan
cerebral.
Tengo el temor de no haber sabido fomentar las ganas de ver esta película y lo
sentiría. Cada noche, al terminar la proyección, el director del Parnasse, J. L. Chéray
dirige un fórum durante el cual La Pointe Coarte es desmenuzada o rechazada por los
espectadores satisfechos o descontentos.
En todo caso, es necesario ver por lo menos una vez en la vida A propos de Nice,
el primer film de Jean Vigo que se proyecta antes de la película.

(1956)

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Et Dieu créa la femme
(Y Dios creó a la mujer)

de ROGER VADIM

Todo París la ha visto, todo París habla de ella. Unos se quejan: «Si no es ni
siquiera ‘cochon’», otros se ofuscan: «Es indecente». Se podía temer cualquier cosa
después de la campaña publicitaria que gratuitamente le brindó la censura. Pero Et
Dieu créa la femme es una película sensible e inteligente sin una sola vulgaridad, una
película típica de nuestra generación porque es amoral (rechaza la moral al uso y no
propone ninguna otra) y puritana (consciente de esa amoralidad y preocupado por
ella). No es una película «verde» sino un film lúcido y sin tapujos.
Muchas películas están basadas en el sexo. No se ha encontrado un medio mejor
para que el público entre en las salas que ése de colocar carteles y fotografías
«sugestivas» a la puerta ofreciendo «el oro y el moro», es decir, carne fresca, carne
joven, femenina por lo general. Indiquemos que la clientela femenina no es del todo
insensible al encanto físico masculino: cuenten, si no, las películas en que Georges
Marchal, James Dean o Curd Jurgens aparecen con el torso desnudo (Hasta el mismo
Pierre Fresnay se reserva siempre una escena en la que lleva un jersey ceñido de
cuello vuelto).
Y sin embargo, cuando esa carne fresca aparece en la pantalla, no cesan de
producirse bisbiseos, chanzas y silbiditos entre un público avisado que busca en
realidad emociones fuerces, pero que en vez de quedarse con la boca abierta prefiere
ser más malicioso que los mismos autores.
Para evitar ese malentendido, muchos directores renuncian a las escenas eróticas
que contienen muy a menudo los guiones. Es deprimente que el público bromee
durante una escena audaz que se ha pretendido fuerte y seria. Los cineastas franceses
se han dedicado al erotismo de diálogo y semejantes groserías verbales (increíbles
concesiones a lo chabacano) pasan por sutiles comedias satíricas.
En este terreno concreto del erotismo y de las costumbres las distintas
generaciones se oponen muy claramente. Por eso, a pesar de la amplia audiencia que
tendrá con toda seguridad Et Dieu créa la femme, sólo los jóvenes se pondrán de
parte de Vadim que ve las cosas como ellos las ven.
Vadim, con el pretexto de contarnos una historia que vale lo que vale (ni más ni
menos), nos presenta desde todos los ángulos a una mujer que conoce muy bien: la
suya. Juliette, exhibicionista un tanto inconsciente, nudista por temperamento, mujer-
niña o, mejor, mujer-bebé, se pasea bajo el sol mediterráneo, con los cabellos
mecidos por el viento marino, suscitando turbios y muy concretos deseos, deseos

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puros e impuros, deseos. Es una chica lanzada a la que se ama o demasiado o un poco
o nada, pero que está pidiendo que la quieran de verdad, definitivamente, y llega a
conseguirlo.
La causa del escándalo (porque, en efecto, hay un pequeño escándalo) la tiene la
insólita franqueza del guión. Para atraer al público y tranquilizar su conciencia,
Leonide Moguy presenta «casos médicos», Cayatte «casos judiciales» y Ralph Habib
«casos sociales». Basta con presentar a un extra con bata blanca a la puerta de un
hospital para salvar las apariencias y para poner de su parte a los censores (cretinos
unos más que otros). Vadim no ha querido recurrir a ese procedimiento hipócrita, ha
jugado la carta del realismo, de la vida sin ningún cinismo ni ninguna provocación. Y
ha ganado a fuerza de mostrar ideas y hallazgos incesantes.
Evidentemente, la película no es perfecta. El guión era mejorable. Sobra cinco o
seis frases mensajísticas. Falla el ritmo, y la dirección de actores es desigual. Pero lo
importante es que lo que hay de bueno, es bueno de verdad: Brigitte Bardot está
espléndida. Por vez primera es ella misma. ¡Hay que ver sus labios temblorosos
después de las cuatro bofetadas que le arrea Trintignant! Ha sido dirigida
amorosamente como si fuera un animalito, del mismo modo que lo hiciera antaño
Jean Renoir con Catherine Hessling en Nano.
No hay ni una sola grosería, ni una sola salida de tono. La fotografía de Thirard es
excelente lo mismo que los decorados de Jean André. Curd Jurgens confirma que es
uno de los cuatro peores actores del mundo. Christian Marquand va mejorando
sensiblemente.
Et Deu créa la femme, film intimista, film «bloc de apuntes», revela a un nuevo
director francés mucho más personal que Boisrond, Boissol, Carbonnaux y Joffé, y
además con talento.

(1957)

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La beau Serge
(El bello Sergio)

de CLAUDE CHABROL

El mejor film presentado fuera de concurso es, en opinión unánime, Le beau


Serge de Claude Chabrol, que participará oficialmente en Bruselas, puesto que aquí
ha sido excluido en el último momento por los «protectores» oficiales de L’eau vive.
Chabrol ha sido al mismo tiempo productor, guionista y director de Le beau Serge. Su
película comienza sicológicamente y acaba en la metafísica. Se trata de una partida
de damas jugada por dos hombres, Gérard Blain, el peón negro, y Jean-Claude Brialy,
el peón blanco. En el momento mismo en que los dos se cruzan, cambian de color la
partida queda en tablas. Esta interpretación mía puede hacer creer que se trata de una
obra plagada de buenas intenciones. Nada de eso. Le beau Serge impresiona por la
veracidad de su ambiente campesino —la acción se desarrolla en Sardent, Creuse— y
de sus personajes. En el papel de Sergio, Gérard Blain hace la mejor interpretación de
su vida, y Jean Claude Brialy, es un papel muy difícil, demuestra su talento
dramático. Técnicamente la película está tan bien controlada que parece como si
Chabrol llevara haciendo cine diez años. Y no es verdad porque éste es su primer
contacto con una cámara. ¡He aquí, pues, una película insólita y valiente que
levantará el nivel medio de nuestra producción nacional en 1958!

(1958)

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Les amants

de LOUIS MALLE

Les amants es una película apasionante. No es una obra maestra porque le falta un
poco de genialidad, pero tiene una libertad, una inteligencia, un tacto absolutos y un
gusto excelente. Va desarrollándose con la espontaneidad de las películas antiguas de
Renoir, es decir, experimentamos la sensación de ir descubriendo las cosas al mismo
tiempo que el cineasta y no antes o después que él.
El amor es el tema por excelencia, y especialmente en el cine, donde el aspecto
físico es indisociable del sentimental. Louis Malle ha realizado la película que todo el
mundo lleva en su cabeza y que sueña en realizar: la historia detallada de un flechazo,
del ardiente «contacto de dos epidermis» que sólo después se convierte en el
«intercambio de dos fantasías».
Muy superior a Ascenseur pour l’Echafaud (Ascensor para el cadalso), Les
amants supera también a Et Dieu créa la Femme, Le beau Serge y a Le dos ou mur, y
se nos presenta como la mejor película de un director «menor de treinta años».
El acto sexual no puede ser presentado en el cine porque existiría una excesiva
distancia entre lo abstracto y lo concreto, es decir, habría un abismo entre lo que el
cineasta quiere expresar y la presentación visual de su idea. Sería a la vez feo y
exagerado. Pero ni más ni menos que las feas y exageradas lágrimas que vierte un
niño ante su globo rojo, reventado en medio de la acera. La censura se pone en
guardia ante el primer caso, pero no ante el segundo, porque se censura mal y porque
está compuesta por personas que desconocen la moral estética, la única que cuenta.
Lo que interesa, pues, al cineasta es mostrar con la mayor veracidad posible lo
que pasa ANTES y DESPUES del amor, o sea, el momento en que los dos se nos
presentan como dos seres humanos de cuerpo entero en una perfecta unión de cuerpos
y almas. Durante años, el cine francés nos ha negado esta verdad y la ha sustituido
por la grosería alusiva y la minuciosa chabacanería que son las claves del éxito de
nuestros teatros de boulevard. Et Dieu créa la femme debía ser apoyada porque era el
primer esfuerzo real para presentar sinceramente el amor en el cine. El defecto de la
primera película de Vadim (que ahora se puede ver con más claridad porque Malle lo
ha evitado) era que a veces se alejaba de la dimensión física en aras de un erotismo
picante y por tanto menos auténtico: braguitas, gestos pensados para la cámara, ropa
mojada en el mar, agresividad antisocial de la protagonista, etc… Louis Malle,
espléndidamente ayudado por Louise de Vilmorin, ha conseguido una película
perfectamente cotidiana y casi banal, de un pudor absoluto y moralmente inatacable.
Durante toda la segunda parte de la película, que es al acto del amor lo que el
atraco de Rififi a la acción de robar, Jeanne Moreau alterna el camisón con la

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desnudez integral sin recurrir a ningún efecto indirecto como, por ejemplo, la silueta
contorneada por la luz con que se nos ha obsequiado en todas las películas de Martine
Carol.
Les amants resume exactamente las audacias de un tímido: directa y natural, sin
sutilezas y sin artificios. Al revés que las películas de Vadim, ésta quiere ser a
propósito intemporal, sin valor testimonial, porque el amor es eterno y no se trata
aquí de una mujer actual, sino de la mujer en general, la mujer de Flaubert y también
la de Giradoux. Sí, Les amants es quizás la primera película «a lo Giradoux».

(1958)

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Tous les Garçons s’appellent Patrick

de JEAN-LUC GODARD

A propos de Nice, en 1930, la vanguardia. En 1958 lo es Tous les garçons


s’appellent Patrick de Jean-Luc Godard con guión de Eric Rohmer.
Se conserva la presentación de Jean Vigo a su primer film en el «Vieux-
Colombier»: «En el cine reservamos a nuestra inteligencia un tratamiento que los
chinos reservan para sus pies». Los pedicuros de la cámara trabajan hoy día en el
cortometraje porque las subvenciones, el equipo reducido y la ausencia de actores
excitan sus manías viciosas…
Me gustan los travellings de Alain Resnais. Y por otro lado, aborrezco los
travelling «a lo Resnais». Me gustan los destellos de locura de Georges Franju pero
detesto los hallazgos «dignos de Franju». En resumidas cuentas, ¿cuál es el panorama
del cortometraje en 1958? Dos artistas, Resnais y Franju, rodeados cada uno de ellos
por media docena de copiones serviles y sin personalidad que copian el rigor del
primero y las obsesiones del segundo.
Sin embargo, han surgido algunos nombres propios: Agnés Varda, Jacques
Rivette, Henri Gruel, Jacques Demy y Jean-Luc Godard. Todos ellos están
influenciados únicamente por Louis Lumière.
Rodado a toda velocidad con sólo mil metros de negativo, Tous les garçons
s’appellent Patrick es una especie de noticiario cachondo de las aventuras de un
«ligón», realizado con el máximo de rigor en medio de lo chapucero y con el máximo
de chapuzas en medio un gran rigor.
A babor y a estribor, Patrick se lanza al abordaje. El equívoco ayudado por la
ubicuidad se encarga del resto. Haciendo carantoñas a Verónica y mimitos a
Charlotte, Patrick (Jean-Claude Brialy), matemático amateur al que acaban dando
mate, es el protagonista de esta aventura que ha sido desarrollada con libertad plena,
con desenfado, con divertido cachondeo, y con su buena parte de auténtica gracia.

(1958)

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Paris nous appartient

de JACQUES RIVETTE

Todos los meses se anuncia la agonía de la «nueva ola». Así pues, si en 1960 se
estrenaron veinticuatro «primeras películas», en 1961 la cifra se elevará a treinta y
dos y será rebasada en 1962. Jacques Rozier, Jean-Louis Richard, Eric Rohmer,
Marcel Bluwal, Alain Cavalier, André Versino, Bernard Zimmer, Lola Keigel, Jabely,
Jacques Ertaud son los nombres de jóvenes cineastas que están terminando su primer
largometraje que serán estrenados en el primer semestre del próximo año, y a los que
habrá que añadir algunos otros más antes de que acabe 1962: Alain Robbe-Grillet,
Marcel Ophüls, Francis Blanche, Frangois Billetdoux, Paul Gegauff, Jean-Frangois
Hauduroy, Jean Herman, Serge Bourguignon y unos cuantos más.
Pero de entre todos estos mencionamos especialmente a Jacques Rivette. El
estreno de Paris nous appartient, su primera película, es un acontecimiento para
todos y cada uno de los miembros de nuestro equipo… o, si Vds. lo prefieren, de
nuestra maffia.
El rodaje de Paris nous appartient comenzó hace tres años y medio, a principios
del verano de 1958. El guión estaba acabado desde hacía varios meses pero ningún
productor se mostró interesado en él. Entonces, Jacques Rivette decidió tirarse al
agua. Pidió prestados ochenta mil francos a la administración de «CAHIERS DU
CINEMA» para pagar unos cuantos rollos de película virgen, contrató cámara y
laboratorios a crédito, y los técnicos y los actores se constituyeron en cooperativa de
«participación total».
La empresa parecía condenada al fracaso desde el principio, pero no era nada
absurda. Dos años antes, Rivette había rodado en el apartamento de Claude Chabrol
un film de veinte minutos, Le coup du berger, y le había costado sólo el precio de la
película. Acabado el rodaje, el productor Pierre Braunberger vio el film, se hizo cargo
de él y sufragó los gastos de su terminación. Esa peliculita fue después vendida al
mundo entero.
Cada uno de nosotros pensaba: si Le coup du berger hubiese durado una hora
más, habría sido un dignísimo «largometraje» rodado con un coste diez veces inferior
al de una película media francesa.
El ejemplo de Coup du berger me animó a rodar Les mistons y a Chabrol a correr
la aventura de un largometraje (Le beau Serge). Por aquel entonces, los más famosos
directores de «cortos», Alain Resnais y Georges Franju recibieron ofertas para
realizar un largometraje. Habíamos comenzado a andar.
Cierto, habíamos comenzado a andar pero se lo debíamos a Jacques Rivette
porque de todos nosotros era él el más animado a poner en práctica sus proyectos.

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Había llegado de provincias —otro punto en común con Balzac— con una peliculilla
en 16 mm. (Aux quatre coins) bajo el brazo. Ya en París realizó otras dos: Le
quadrille, interpretada sobresalientemente por Godard, y Le divertissement. Bajo su
influjo, yo mismo me decidí y rodé en el apartamento de Doniol-Valcroze un
borrador, sin interés alguno ya en su día, titulado Une visite y en el que Jacques
Rivette —por amistad y por deseo de perfeccionarse— aceptó dirigir la fotografía.
Admirábamos a Edouard Molinaro que había logrado comercializar su producción en
16 mm. y a Alexandre Astruc que se negaba a exhibir la suya. Pero el «maestro» del
16 mm. era, sin rival, Eric Rohmer. Las dos películas de Rohmer (Bérénice,
adaptación de Edgar Poe, y sobre todo, La sonate a Kreutzer), rodadas en 16 mm. y
sonorizadas con un magnetofón, son dos obras admirables. Las he visto muchas veces
y una de ellas hace bien poco, y estoy seguro de que pueden equipararse con las
mejores películas profesionales (en 35 mm.) de estos cinco últimos años.
Un film de quince minutos en 16 mm. cuesta de treinta a cuarenta mil francos, y
nunca he comprendido cómo los productores, que son tan recalcitrantes a la hora de
contratar a un novato, no le piden que ruede una secuencia de la película en 16 mm.
Con frecuencia remito a la práctica del cine en 16 mm. al grupo más furibundo de los
que me piden que les deje ver el rodaje «en un rincón, sin molestar, para aprender».
Creo que se aprenden más cosas y más importantes rodando una película en 16 mm. y
montándola uno mismo que haciendo de estatua o siendo ayudante en un rodaje.
De nuestro grupo de fanáticos, Rivette era el más fanático de todos. El primer día
de exhibición de La carrosse d’or (La carroza de oro) se estuvo en su butaca desde
las dos de la tarde hasta las doce de la noche. Es un ejemplo. Pero su fanatismo no le
impedía pasarse todo un día enterándose de las tarifas de los laboratorios y del
alquiler de los travellings.
Un día apareció con una idea espléndida: la creación de «Cineastas Asociados».
Una película francesa media costaba cien millones. Nosotros nos sentíamos capaces
de rodar una que costase cinco veces menos e iríamos a los productores a proponerles
que financiaran cinco películas por el precio de una. Alain Resnais, al que la idea le
atraía, debería rodar la primera (adaptando Les mauvais coups de Vailland) y Rivette
sería su ayudante. Alexandre Astruc rodaría la segunda y yo haría de ayudante de
dirección. Jacques Rivette realizaría la tercera, yo la cuarta, etc.
Pero, lo repito, era Rivette quien tomaba las iniciativas, el que se desvivía, el que
trabajaba y nos hacía trabajar. Bajo su dirección elaboramos enseguida un sólido
guión original: Les quatre jeudis. Jean-Claude Brialy iba a ser el actor. Era amigo
nuestro, era nuestra esperanza. No había rodado o interpretado nunca, pero por las
tardes, a las nueve, al evocar el telón de los teatros que se levantaba a esa hora para
otros actores, le daba un ataque de increíble delirio tragicómico que era la marca
indudable de su talento.
Este guión, Les quatres jeudis, trabajosamente llevado a término por Jacques
Rivette, Claude Chabrol, Charles Bitsch y yo, duerme todavía en los cajones de los

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productores.
Nos equivocábamos al pensar que los productores estaban deseando rodar
películas baratas, puesto que en la mayoría de los casos son simples intermediarios
entre los bancos y los distribuidores y su margen de beneficio es proporcional al
presupuesto de la película. Y por tanto, nos recibían sonrientes y divertidos: «No, por
favor, no cierren la puerta, lo hará el botones».
Desde junio de 1958, el problema de Jacques Rivette, mientras rodaba Paris nous
appartient, era ponerse cada domingo a buscar dinero para reemprender el trabajo al
lunes siguiente. ¡Y qué trabajo! ¡Una película-río con treinta personajes, treinta
lugares distintos de rodaje, escenas nocturnas, de amanecer… y todo eso, sin
secretaria de rodaje, sin regidor, sin coche, sin «gastos generales» y en plenas
vacaciones!
Cuando Claude Chabrol, continuando con su escalada, empezó el rodaje de Les
cousins (Los primos), algunos rollos de celuloide pasaron de una película a la otra.
Tres meses más tarde, yo comenzaba Les 400 coups (Los cuatrocientos golpes) y
Paris nous appartient todavía no se había terminado. Rivette concluyó el rodaje al
mismo tiempo que yo, pero él sólo tenía la imagen. Paris nous appartient tenía sobre
sí tantas deudas que no era cosa de ponerse a doblarla y montarla ni siquiera pidiendo
nuevos préstamos.
Durante el Festival de Cannes de 1959 decidimos, Claude Chabrol y yo,
convertirnos inmediatamente en coproductores de Paris nous appartient. Lo montó,
la dobló, lo sonorizó y lo terminó por completo hace algunos meses. Ahora va a hacer
su carrera comercial en las salas de Arte y Ensayo. Y se estrenará próximamente en
Alemania, Bélgica y Canadá.
Jacques Rivette era el más cinéfilo de todos nosotros. Su película demuestra que
también es el mejor cineasta de nosotros. Sin tener en cuenta las condiciones del
rodaje, Paris nous appartient es, de entre todas las películas nacidas del equipo de
«CAHIERS DU CINEMA», la mejor «puesta en escena». Es una película en la que
las dificultades técnicas no han sido escamoteadas, testarudo, con una honradez que
no flaqueó en ningún instante y con el pulso de un viejo veterano.
Jacques Rivette, a pesar de haber escrito muy poco, ha influido en toda la joven
crítica por la seguridad de sus juicios. A pesar de haber rodado muy poco, presenta
hoy esta película comenzada en 1958, madre de todos nuestros proyectos.
Según Peguy, París no pertenece a nadie —nos recuerda Rivette al principio de su
película—, pero el cine pertenece a todo el mundo.

(1961)

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Vivre sa vie
(Vivir su vida)

de JEAN-LUC GODARD

¡Que cada uno viva su vida, pero a condición de que sea hacia adelante! ¿La
nueva ola? ¡Pierre habla bien de Georges que desbarra acerca de Julien que, a su vez,
supervisa a Popaul que coproduce a Marcel a quien Claude ha alabado!
Pues ¡qué bien! Voy a cantar hoy las excelencias de Jean-Luc, de ese Godard que
rueda «películas de cine», como yo, pero dos veces más frecuentemente.
Cuando criticaba películas, intentaba por todos los medios convencer,
probablemente porque, al desconocer los verdaderos problemas que se plantean al
cineasta, trataba instintivamente de convencerme primero a mí mismo de que unas
cosas estaban bien y otras mal.
La alegría físico y el malestar físico que producen ciertos momentos de A bout de
souffle (Al final de la escapada) y de Vivre sa vie (Vivir su vida) no trataría nunca de
comunicárselos por medio de la pluma a aquellos que no los experimentan.
La irrealidad total, pretendida o no, de cierto tipo de cine es seductora pero
provoca un cierto malestar. La realidad más cruda puede seducirnos por un instante,
pero a la postre nos deja con nuestro hambre. Una película como Vivre sa vie nos
arrastra constantemente hacia los límites de la abstracción, luego hacia los límites de
lo concreto, y sin duda, es este balanceo el que suscita la emoción.
El cine emocionante, el que interesa, el que apasiona necesita que esa emoción se
cree científicamente, como en el caso de Hitchcock y Bresson, o nazca sencillamente
de la comunicativa emotividad del artistas, como en Rossellini y Godard.
Hay películas que uno admira y que desaniman: ¿para qué continuar después de
esto? No son las mejores, porque las mejores dan la sensación de que abren puertas y
que el cine comienza y recomienza con ellas. Vivre sa vie es de estas últimas.

(1962)

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Adieu Philippine

de JACQUES ROZIER

¿Qué director ha declarado alguna vez: me interesa lo falso, he intentado en esta


película expresar, de la manera menos sincera posible, sentimientos falsos?
No, todo el mundo se interesa por lo verdadero, todo el mundo quiere expresar su
verdad. Cuando se suscita una polémica, en nueve de cada diez casos los admiradores
y detractores de una película discuten sobre si es o no verdadera: «¿Cómo puede
pasar eso y de esa manera?, e incluso: ¿Qué sabes tú, si no lo has visto nunca? o
¿cómo puedes hablar, si no has estado nunca en una situación semejante?».
Todo el mundo se interesa por la juventud, todo el mundo se ocupa de ella, todo
el mundo tiene sus ideas sobre ella Todos los guionistas os dirán que los diálogos más
difíciles de escribir son los de los niños o adolescentes porque en ese terreno se roza
casi siempre la burrada. Cuanto mayor se hace uno, más complicado resulta hacer
una semblanza que sea verosímil de la juventud. Se puede uno librar del problema
estilizando las cosas como Renoir en Le caporal epinglé o Castellani en Romeo y
Julieta. Pero es preciso renunciar de antemano a esa verdad global que buscan André
Cayatte en Avant le déluge, Marcel Carné en Les tricheurs y Clouzot en La vérité (La
verdad). Estas tres películas han tenido éxito entre la generación de los padres, pero
el público joven no se ha reconocido en ellas y con razón.
La nueva ola debería existir aunque sólo fuera por esto: para poder filmar a
personajes de quince o veinte años con una diferencia de sólo diez años, justo la
necesaria para distanciarse sin perder de vista el tono adecuado, que es un fin en sí
mismo, como ocurre en ciertas novelas de Raymond Queneau.
La primera película de Jacques Rozier, Adieu Philippine, es el triunfo más
evidente de ese nuevo cine cuya espontaneidad es tanto mayor cuanto mayor ha sido
el largo y minucioso trabajo para lograrla. Incluso hay algo de genial en el equilibrio
entre la insignificancia de los acontecimientos filmados y la densa realidad, lo que
confiere a la película un interés que basta para apasionarnos.
La mayor parte del tiempo se dedica a satirizar, carcajearse y fijarse en las cosas
concretas, y todo ello tejido sobre un cañamazo simplicísimo, enriquecido por una
improvisación perfectamente controlada. El resultado final es, sorprendentemente, un
tono muy ajustado y una alegría de vivir mediterránea. ¿Por qué mediterránea?
Nosotros, jóvenes cineastas franceses, nos sentimos tristemente nórdicos cuando
vemos L’Ape Regina de Marco Ferreri o II sorpasso (La escapada) de Dino Rissi,
películas tan vivas que, a pesar de su final pesimista, producen unas ganas
irresistibles de cantar bajo la lluvia. El cine francés tiene, por fin, en Jacques Rozier
un cineasta con temperamento italiano. En efecto, Adieu Philippine no tiene ningún

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parecido con lo que se filma en Francia pero puede equipararse a las mejores
películas de Renato Castellani, y en especial, a Due soldi di speranza, que fue capaz
de apasionarnos con las naderías de la vida cotidiana.
Esta es la ley del cine normal y del cine tramposo. El cine normal, el de Louis
Lumière, necesita un mínimo de elementos para emocionar. El cine tramposo, para
paliar la falta de talento, echa mano de peleas violentas y falseadas, de escenas
eróticas y de diálogos teatrales.
No encontrarán Vds. en Adieu Philippine ni un solo encuadre amanerado, ni una
sola trampa de cámara, ni siquiera una sola desvergüenza o grosería. No encontrarán
Vds. ningún «momento poético» porque la película entera es un poema
ininterrumpido. La poesía, en este film, no podía transparentarse en la proyección de
las tomas diarias porque surge de la perfecta conjunción entre las imágenes y los
diálogos, ruidos y música.
El tratamiento del sonido es modélico en Adieu Philippine que es, ante todo, una
película de sentimientos y de personajes. Y nos impresionan, no porque sean
personajes «del pueblo» y sentimientos primarios, sino porque todo está filmado con
inteligencia, con amor, con una cantidad enorme de escrúpulos y delicadeza.
Incluso en una película completamente redonda, hay momentos que sobresalen
del conjunto por su perfección. Por eso, .podemos decir que el cineasta que ha rodado
la escena de las avispas en la playa irá muy lejos.

(1963)

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Vacances portugaises

de PIERRE KAST

Los personajes de Vacances portugaises son intelectuales. Aparecen poco en el


cine y cuando lo hacen pocas veces están bien retratados. Como todo el mundo, los
intelectuales se arman un lío con el amor, pero hablan de él mucho más que todo el
mundo y con más claridad. Una película así, sincera y sensible, fina e incisiva, que
trata el problema sentimental con una altura de tono excepcional, debería tener como
público de primera fila a los intelectuales. ¡Pues no, parece que prefieren los
westerns, incluso los malos!

(1964)

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Le feu Pollet
(Fuego Fatuo)

de LOUIS MALLE

El público ha acudido a la cita que les ha propuesto Louis Malle con su Fuego
fatuo. Cuando yo era en otros tiempos columnista de «ARTS», pedía que se hicieran
películas como ésta: sencillas, personales, sinceras.
Ante todo, confieso que tengo muchos más argumentos inteligentes, preparados
para ayudar a los detractores, que para contentar a sus admiradores. Fuego fatuo es
una de esas películas en las que todo lo que se diga sobre ellas es verdadero: sí, es
sincera; sí, es defectuosa; cierto, es muy sobria; efectivamente, le falta rigor, etc. En
este caso, si la película hubiera pasado en medio de la indiferencia general, los
adversarios de Louis Malle habrían hablado de patochada o de torpeza, pero no de
impostura.
Llegados a este punto, y como cada vez que se analizan pormenorizadamente las
intenciones, criticar una película se convierte en criticar a una persona, no quiero
hacerlo.
Estoy totalmente convencido de que toda la obra de un cineasta está contenida en
su primera película. No es previsible a priori pero es constatable a posteriori. Todo lo
que es Louis Malle, sus virtudes y sus defectos, están ya en Ascenseur por l’Echafaud
(Ascensor para el cadalso). A partir de ahí, podemos decir que Vie privée (Vida
privada) era Ascenseur pero «un poco peor», y que Feu follet es Ascenseur pero «en
mejor».
El único reproche que deseo formular a Fuego fauto es que el personaje principal
es conmovedor desde el comienzo en vez de empezar a serlo a mitad de película. En
A bout de souffle (Al final de la escapada) y por regla general en todos los films de
Jean-Luc Godard, la emoción es al mismo tiempo más intensa y más pura porque se
consigue a pesar de cualquier obstáculo. Si Ronet se hubiera mostrado, de vez en
cuando, agresivo u odioso, nuestra identificación con él hubiera sido más total y la
película, en lugar de ser simplemente emocionante, hubiera resultado desgarradora.
Esto no impide que el comienzo de la película me parezca bueno y lógico.
Acompañamos a un personaje desesperado a lo largo de todo el film. Los minutos se
añaden a los minutos y la emoción se crea casi únicamente por la acumulación de
primeros planos neutros. Todos los cómicos saben que la risa puede provocarse por la
repetición. Existe también un patetismo que se consigue por la repetición. Es el más
interesante. Gracias a él, Louis Malle ha logrado su mejor película.

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(1964)

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Muriel

de ALAIN RESNAIS

Alfred Hitchcock se ha quedado muy satisfecho al saber que aparecía su figura en


L’année derniére á Marienbad (El anb pasado en Marienbad), en forma de una foto
de tamaño natural, enmarcada y colocada ante el ascensor del hotel. Al enterarse de
que la nueva película de Resnais se titulaba Muriel Hitch me ha pedido que le cuente
a Resnais la verdadera historia de Muriel:
Dos tíos van por la calle y, de pronto, ven un brazo en la alcantarilla. «¡Pero, si
es Muriel!» —dice el primero. El otro se encoge de hombros y le responde: «¿Qué
sabes tú?». Andan un poco más y se tropiezan con una pierna en la acera. El primero
reconoce de nuevo o Muriel mientras que el segundo se muestra escéptico. Una
segunda pierna, unos pocos metros más adelante, tampoco llega a convencerle. Dan
la vuelta a la esquina y allí, cerca de la alcantarilla, hay una cabeza. «Mira, ¿qué te
decía yo?» —exclama el primero—. «¿Lo estás viendo? ¡Es Muriel!». El segundo se
rinde a la evidencia, corre, recoge la cabeza, la abraza entre sus brazos y exclama:
«Pero ¿qué te pasa, Muriel? ¿Hay algo que no marcha bien?».
¡Intercambio de métodos! La presencia de Hitchcock es mucho más importante en
Muriel y no sólo por la aparición de su efigie (adornada con un chiste de su estilo) y
por las innumerables alusiones o referencias, sino también —podríamos añadir— por
su influjo «en profundidad» y a múltiples niveles. Todo esto convierte a Muriel (entre
otras muchas cosas apasionantes) en uno de los más perfectos homenajes rendidos al
«mago del suspense».
La crítica se ha mostrado muy severa y, al mismo tiempo, impotente e injusta con
Muriel. Alain Resnais es el más profesional de los cineastas franceses y también uno
de los pocos que es además un verdadero artista. Hay muchas maneras de construir
un guión, muchas maneras de filmarlo. Es evidente que Resnais las examina todas,
elige una y controla su trabajo hasta el más mínimo detalle mientras que los demás
van a la caza de casualidades, estructuran la película de cualquier manera y filman
confusamente historias confusas.
He visto ya tres veces Muriel sin que me guste del todo y quizás sin que me hayan
gustado las mismas cosas cada vez. Pero volveré a verla con frecuencia.
Evidentemente, se puede pensar que la crítica tiene razón en ser exigente con un
hombre de la importancia de Resnais, estimado y conocido en el mundo entero, pero
las ráfagas disparadas contra Muriel no han ido dirigidas, en la mayoría de los casos,
al corazón del tema sino a las piernas.
Había pensado analizar con severidad los guiones de dos películas francesas
recientes y demostrar las debilidades de su estructura, pero he comenzado hace ocho

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días una nueva película, y estoy rebosante de humildad. Llega uno con diez ideas
diarias, filma sólo tres, renuncia a las demás y le parece a uno que se ha librado por
pelos. Cree uno que va a «rodar» una película y se encuentra remendando, pegando,
poniendo parches. Se piensa que la película va a ser coser y cantar, y no, es una barca
a la deriva cuyo timón hay que enderezar continuamente.
La crítica de cine, como el mismo cine, pasa una crisis. Es normal que la crítica
no se ponga de acuerdo en sus apreciaciones sobre una obra, pero ya no lo es tanto
que no llegue ni siquiera a poder escribirla.
¿Cómo puede recensionar Georges Charensol una tesis sobre Mallarmé en la
página seis de «Nouvelles Littéraires» y confesar en la doce que no ha entendido
nada de Muriel?
Muriel es simplicísima. Es la historia de cinco a siete personajes que comienza
todas sus frases con el «Yo…». Resnais trata en Muriel el mismo tema que Renoir en
La régle du jeu y que Chabrol en Les bonnes femmes: somos marionetas a la espera
de la muerte.

(1964)

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Les vierges

de JEAN-PIERRE MOCKY

Cuando a uno le gusta el cine, le basta que la película haya sido filmada por una
persona, y desdeña el pretencioso «escrita y dirigida», más propio de los novelistas
metidos a cineastas. Con mucha más razón sucede esto cuando, como en el caso de
Les vierges, aparecen en el genérico los nombres de cuatro guionistas y se sabe —
secreto a voces— que lo esencial del trabajo literario ha sido realizado anónimamente
por una quinta persona: Jean Anouilh.
Hay dos tipos de películas en sketchs: las que abiertamente se confiesan tales, y
las que tratan de camuflarlo mediante algunos recursos de guión un tanto simplistas.
En esta ocasión, el camuflaje es flojísimo. Los sketchs se siguen unos a otros pero
comienzan y terminan claramente y son muy desiguales en inspiración, intenciones y
realización. La primera parte es la mejor: pesada pero eficazmente desmitificadora,
según el deseo de Mocky. En realidad, se trata de una película hecha por un hombre,
una película sobre las chicas vistas desde la perspectiva de un obseso sexual que es al
mismo tiempo un puritano (lo que no es incompatible ni mucho menos).
En el primero de los cuatro sketchs, que es el mejor, Mocky desmitifica no a una
doncella sino a un hombre virgen, a un esposo joven y virtuoso que se convertirá
evidentemente en un marido desastroso. Los restantes están menos logrados pero son
también interesantes a pesar de algunas concesiones sentimentales horrorosas. ¿Por
qué horrorosas? Porque contradicen abiertamente los propósitos de la obra y las
intenciones de Mocky que conocemos bastante bien por sus películas anteriores,
sobre todo, a partir de Un couple y Les snobs.
Mocky no es el único cineasta francés que ha caído en la cuenta de una realidad
brutal: cuanto más se parezca una película a mí mismo, tanto menos gustará al
público. Esta constatación provoca una reacción que puede variar entre la abjuración
vergonzosa y una evolución forzada. Al verse uno obligado a cambiar de chaqueta
pueden pasar dos cosas: que queden huellas de la anterior o bien, que al contrario se
convierta uno en una especie de Sargento York.
No he respondido a la pregunta que, por otra parte, nadie me ha hecho: ¿Es Les
vierges la mejor película de Mocky? Responder o no a esta pregunta no tiene ninguna
importancia porque lo esencial es que no se trata de una película vulgar. Lo más
curioso de esta obra es su hábil dosificación de lo falso y lo verdadero, de la
sinceridad y la simulación.
¿Y cuáles son sus virtudes? Mocky, como casi siempre, ha trabajado con actores
desconocidos y los ha elegido y utilizado a la perfección. En suma, una exactitud
muy estimable en la dirección. En las imágenes no aparece nada que Mocky no haya

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querido expresamente que apareciera. Todo es exacto, sobrio, preciso y directo.
Con un guión más rico y mejor construido Mocky hubiera hecho una película
totalmente rigurosa porque ha comprendido que en el cine es necesario quitar, no
añadir. Su originalidad hará el resto, y con un poquito de autocrítica, podrá hacer
progresos y se convertirá en toda una personalidad.

(1965)

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Le vieil homme et l’enfant
(El viejo y el niño)

de CLAUDE BERRI

«Mi querido Mariscal:


En este bonito día de la fiesta de Juana de Arco, cojo la pluma para decirte…»
«Mi querido Mariscal:
Hoy, fiesta de San Felipe, te envío…»
«Mi querido Mariscal:
Para tu cumpleaños, te dirijo…»
«Mi querido Mariscal:
Te deseo buena salud y un feliz año…».
Como todos los franceses de mi generación, he pasado la mayor parte de los
cuatro años de ocupación alemana escribiendo en la escuela cartas al Mariscal Pétain.
Era obligatorio, era divertido, y estaba premiado con… por lo general, un bizcocho
vitaminado suplementario.
Creo recordar que sólo la carta más bonita de la clase se enviaba al Mariscal. Las
otras, servían como deberes de francés.
De octubre a julio, nuestra divisa era «Mariscal, presentes», colocado
normalmente en el primer lugar de nuestro Hit-Parade:

«¡Mariscal, presentes!
Ante ti, salvador de Francia,
juramos, tus valientes,
seguirte sin vagancia.
¡Mariscal, presentes!
Nos has devuelto la esperanza,
la patria de nuevo se alza,
¡Mariscal, mariscal, presentes!».

Hace veinte años que estoy esperando la película real de la Francia real durante la
ocupación real, la película de los franceses de la mayoría, o sea, de aquellos que no
estuvieron comprometidos ni con la resistencia ni con los colaboracionistas, de
aquellos que no hicieron nada, ni para bien ni para mal, de aquellos que esperaban
sobreviviendo, como los personajes de Beckett. Si comparáramos nuestra situación al
juego de ajedrez, diríamos que el cine ha adoptado siempre el punto de vista de la
torre o el alfil, nunca el de los peones. Recientemente, Paris brule-t-il (¿Arde París?)
trataba de tomarnos por idiotas. La película, lógicamente, sólo gustó a las viudas de

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los generales. Pero ahora se estrena el primer film de Claude Berri, El viejo y el niño,
y damos por buena tan larga espera.
Ya no soy crítico de cine y sé que resulta pretencioso escribir sobre una película
que solamente he visto tres veces, pero se trata de unas primeras impresiones, de algo
que me gustaría compartir.
En el momento de la ocupación de la llamada «Zona libre» un niño judío es
instalado con nombre supuesto en casa de un obrero jubilado (Michel Simon), feroz,
obstinada e imperturbablemente antisemita, en los alrededores de Grenoble.
La película es una crónica de la estancia de ese chico, un Langman convertido en
Longuet, en el pueblo, en la escuela («Parisino, cochino, cara de tocino»), en la casa
del viejo que lo toma por confidente suyo: «Los enemigos de Francia, no lo olvides,
son cuatro: los ingleses, los judíos, los francmasones y los bolcheviques».
Había varias posibilidades de enfocar la película. Podía haber sido plañidera «a lo
de Sica», mensajística «a lo Cayatte» o seudo-poética «a lo Bourguignon». En estos
tres casos habría resultado odiosa. Por el contrario, es una película viva y chispeante,
filmada sin ninguna clase de prejuicios, una película libérrima mentalmente que
desconfía de toda clase de humanismos. O sea, una película a-humana, como habría
dicho Audiberti (cuya ausencia, dicho sea de paso, se echa en falta cada vez más).
No creo que Claude Berri haya sido consciente de las innumerables trampas que
le podían tender los diferentes conformismos. Creo, más bien, que ha sido ese gran
instinto que tiene el que le ha indicado espontáneamente el camino a seguir, un
camino en zigzag, el único que se parece a la vida misma. A Michel Simon le
encantan los animales pero está dispuesto a admitir cariñosamente a un niño, tal vez
porque, por fin, ha encontrado un oyente. Detesta a los judíos pero admite que a él no
le han hecho nada («Pues sólo faltaría…»).
El chico se divierte locamente en su situación. No gimotea ni llora en la cama, y
va queriendo más y más a su Pepe.
Las escenas están construidas a base de pequeños acontecimientos relacionados
con la ocupación: cabezas rapadas a causa de los piojos, las restricciones, el
«Mariscal, presentes» obligatorio, la cabeza de una madre joven, rapada cuando la
Liberación, etc. La película acaba lógicamente con la marcha del chico que sus
padres vienen a recoger. Claude Berri ha tenido el tacto, la inteligencia, la
sensibilidad y la intuición de no disipar el malentendido. Michel Simon mira con
tristeza cómo se va el pequeño pero no sabrá nunca que era «uno de ellos».
La visión de esta película produce un placer intenso porque vamos de sorpresa en
sorpresa. Nunca podemos adivinar lo que va a pasar en la escena siguiente, y cuando
pasa, nos convence a la vez que nos quedamos maravillados por la genialidad que
comporta. Notemos a propósito de esto que las películas hechas de mentiras, es decir,
con personajes excepcionales en situaciones excepcionales resultan, a la postre,
lógicas y aburridas mientras que las películas que buscan lo verdadero —personajes
auténticos en situaciones reales— nos dan una impresión de genialidad. Esto puede

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comprobarse desde Jean Vigo a Claude Berri pasando por Sacha Guitry y Jean
Renoir. Por supuesto, no cito estos nombres famosos por casualidad: treinta y cinco
años después de Boudu sauvé des eaux, treinta y dos años después de L’Atalante,
treinta después de Drôle de drame y Quai des brumes, quince después de La Poison,
todos los que tienen a Michel Simon por uno de los más grandes actores del mundo
aplaudirán ahora el regreso de Papá Jules, el marinero de L’Atalante.
Así pues, Michel Simon interpreta a Pepe, el viejo. «¿Y el niño?» me preguntarán.
El niño está bien, gracias. Los niños actores son considerados a veces como
monstruos, como intérpretes exagerados de los que hay que desconfiar. Claude Berri
se ha dado cuenta de esto y ha equilibrado armoniosamente este tándem explosivo
contraponiendo al aspecto infantil de Michel Simon la seriedad precoz y serena del
chico. Gracias a ello, podemos ver en la pantalla una de esas historias apasionantes
mucho más lograda y emocionante que cualquier historia de amor, lo mismo que
cuando se logra —rara vez— una situación entre dos personajes del mismo sexo sin
caer en la doble trampa del antagonismo sistemático o de la amistad sin límites.
A Claude Berri le aguarda la gloria y también su ración de lodo, porque no se
libra uno impunemente de él haciendo una película tan explosiva. Porque aunque el
embalaje sea mullido no puede menos de despertar las iras de los enemigos de
caminar en zigzag: un antisemita divertido, una encantadora maestra de escuela que
juega a las dos cartas, una telegrafista auténtica, gente conforme con la situación, un
pueblecito como los demás, un niño judío que admira a su Edouard Drumomnt del
tabernucho, etc. Todo esto basta para llevar a Claude Berri ante el mismo patíbulo en
que se ejecutó a Ernst Lubitsch hace veinte años, convicto de haber provocado
carcajadas en los espectadores a lo largo de toda una bobina de To be or not to be (Ser
o no ser) por el procedimiento de hacer repetir veinte veces la expresión: «¿Campo
de concentración? ¡Ah!, ¿que me llaman “campo de concentración”? Ja, ja, ja… —
Sí, le llaman a Vd. “campo de concentración”… Ja, ja, ja…».
Si Claude Berri tuviera que comparecer ante los jueces que condenaron a
Lubitsch y me ofrecieran la posibilidad de ser su abogado defensor, diría que su
película, divertida y anti-prejuicios, me ha emocionado de punta a cabo porque
demuestra que los hombres están por encima de las ideas que defienden, porque el
cine estaba esperando estas nuevas Reflexiones sobre la cuestión judía. Y, por último,
diría que me muero de impaciencia porque Renoir, que va a regresar a Francia, podrá
ver El viejo y el niño y se va a sentir dichoso como cada vez que contempla el
nacimiento de un hijo de Toni.

(1967)

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Le cinéma de papa

de CLAUDE BERRI

Le cinéma de papa es probablemente el mejor film de Claude Berri después de El


viejo y el niño que tanto me gustó. El título puede dar la impresión de que es una
película sobre el cine. En realidad, Le cinéma de papa tiene por tema la vida misma
en sus aspectos más fundamentales, aspectos que la producción corriente suele
ignorar con frecuencia: la lucha por la vida, los problemas de dinero, el pan cotidiano,
la búsqueda de un empleo, el nacimiento de una vocación, la alternancia de suerte y
mala suerte.
La base humana de las películas de Charlie Chaplin es también la misma: la
necesidad de comer dos veces al día, la de encontrar trabajo, la de ser feliz en el
terreno amoroso. Estos son los mejores temas porque son los más sencillos, los más
universales, y porque, curiosamente, el cine los ha ido abandonando a medida que se
hace más intelectual.
Las películas de Claude Berri no son nunca quejicas. Sus personajes no echan la
culpa a nadie de sus desgracias. Creen en la suerte, en el azar, pero en el propio
Claude Berri, en su trabajo, en su personalidad, en su propia vida. El cine tiene
necesidad de poesía, de sensibilidad, de inteligencia y de todo lo que Vds. quieran,
pero, ante todo, necesita imperiosamente vitalidad.
Claude Berri no es un director cinéfilo. No hace referencia a películas anteriores
sino a la vida misma. Va a la fuente. Como Marcel Pagnol o Sacha Guitry que fueron
en su época gravemente subestimados, Claude Berri tiene unas cuantas historias que
contarnos, y las vive tan intensamente que busca y encuentra con naturalidad la mejor
forma de contarlas.
Cuando me hablaba del proyecto de rodaje de Le cinéma de papa, le dije: «Haz
que te proyecten Le roman d’un tricheur y Le Schpountz». Como prefiere la buena
mesa y la charla con los amigos, no tuvo tiempo de ver esas películas. Y estaba en lo
cierto porque su instinto de narrador le ha llevado a adoptar las mismas soluciones
para los mismos problemas.
Por último, me gustaría llamar la atención sobre un aspecto verdaderamente
original de Le cinéma de papa. Sabido es que los artistas son por definición, si no
antisociales, al menos, asociales. Antes de criticar a la sociedad, se han rebelado
frecuentemente contra su propia familia que no les comprendía o que les oprimía. Y
es frecuente que de esa herida haya surgido su vocación. En Le cinéma de papa y en
todas las películas de Claude Berri ocurre justamente lo contrario. El principio de su
credo podría ser éste: «Familia, la amo». Al salir de ver Le cinéma de papa se tiene la
certidumbre de que Claude Berri se ha librado del drama ese del artista reñido con su

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familia. He aquí, pues, un cineasta que ama a sus padres. Esto convierte a su película
en un caso todavía más raro.

(1971)

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Les amis

de GERARD BLAIN

Como actor, Gérard Blain tiene fama —y ciertamente justificada— de que su cara
es algo dura, algo brutal. Para su desgracia no se ruedan en Francia películas de
aventuras, ni westerns, ni películas de motociclismo. Imaginémonos al americano
John Garfield de pequeño en París. Habría chocado con los mismos obstáculos en su
carrera y para encontrar trabajo que nuestro amigo Gérard.
La película Les amis, en la que no trabaja de actor pero que ha escrito y dirigido,
demuestra que Gérard Blain tenía poderosas razones para ser exigente y esquivo en
su trabajo, porque este cineasta en potencia se revela como un cineasta potente, es
decir, lógico. La lógica —lógica de propósitos, de estilo, lógica en la puesta en
práctica de esos propósitos— constituye, en mi opinión, el único punto de contacto
entre los buenos cineastas.
Les amis cuenta, con lógica evidentemente, la historia de la relaciones amistosas
entre un hombre casado y rico y un joven pobre y guapo. Los dos protagonistas están
admirablemente elegidos y orientados (no me gusta la palabra «dirigidos» cuando se
aplica a artistas o a civiles). Su contención lacónica pone en evidencia que
situaciones que podríamos creer excepcionales son muy cotidianas.
El guión de Amis tiene la sinceridad, no de una confesión, sino de una historia
vivida. No contiene nada de vergonzoso, ni absolutamente nada de cínico. Desde la
primera imagen hasta la palabra «Fin», la naturalidad campea en la pantalla. Gérard
Blain ha tenido la valentía de despojarse de todas las precauciones literarias. No ha
proporcionado ninguna «coartada» a sus personajes. Por ejemplo, su joven
protagonista —al que le gustan e idealiza a las rubias— vive una aventura
homosexual no a causa de la guerra de Indochina sino simplemente porque la persona
mayor le da seguridad, confort y le presta la tierna atención que necesita.
Cuando su «padrino» le pregunta por qué quiere hacerse actor de cine, el joven
podría contestarle: para proporcionar alegría e ilusión a los que sufren. Nada de eso.
Responde suavemente que tiene ganas de «ser famoso y ganar dinero».
La película entera se desarrolla así bajo el signo de la sencillez y de la lógica:
nada de adornos, nada de perifollos, nada de planos inútiles. A propósito, les
recomiendo que se fijen en el accidente de automóvil, que, en mi opinión, es el mejor
que se haya filmado nunca.
Gracias a su tono ajustado, a su ironía cariñosa y a lo certero de su punto de mira,
Les amis puede añadirse a la lista de las «opera prima» que constituyeron toda una
revelación: Adieu Philippine, de Jacques Rozier, Le signe du Lion de Eric Rohmer, Le
vieil homme et l’enfant (El viejo y el niño) de Claude Berri, Mare de Barbet

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Schroeder y L’enfance nue de Maurice Pialat.

(1972)

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Les gants blancs du diable

de LASZLO SZABO

Las películas son delicadas como los bebés. No basta con echarlo al mundo. Por
ejemplo, ¿conoce Vd., ha visto, verá Vd. algún día las películas de Philippe Garrel:
Marie pour mémoire. La concentration, Le Iit de la vierge, La cicatrice intéríeure o
L’Athanor? Son bellas e inspiradas. Su título invita a soñar. Pero estas obras maestras,
financiadas por un mecenas, han sido abandonadas al poco de nacer y han pasado
directamente de la maternidad-laboratorio al cielo de la Cinemateca.
Espero que Laszlo Szabo tenga más suerte y que su primer largometraje, Les
gants blancs du diable, tenga una vida normal ante un público normal. Lo espero y
cree en ello, porque su película consigue hacernos sentir de nuevo el encanto violento
de las películas más comerciales del mundo, los productos en serie de las grandes
casas americanas de los años 40 a 55, y que es precisamente lo que Szabo ha
pretendido.
Este desafío, porque se trata de un desafío, no es de los más fáciles de ganar y
Laszlo Szabo no es el primer cineasta europeo que ha sentido envidia de Stuart
Heisler o de Kiss me Deadly (El beso mortal). Pero está visto y comprobado que la
«serie negra» no «corresponde» casi nunca al amor que los cineastas franceses le
profesan. La verdad es que las novelas de «serie negra» se desarrollan en un país
imaginario y si admitimos esta idea, tendremos que admitir que quizás sea La belle et
la bête de Jean Cocteau el mejor equivalente francés hasta el momento del universo
de William Irish o de David Goodis.
Es preciso ver Les gants blancs du diable porque precisamente es la obra que
establece un puente entre Cocteau y Goodis o entre Godard (el Godard de Made in
USA) y Hawks (el Hawks de The big sleep). El film de Laszlo Szabo ha sido
realizado en 16 mm. y en color con un presupuesto ciertamente inferior al coste de un
día de rodaje de La casse (adaptación de una novela de Goodis: «The Burglar») o de
La course du Havre a travers les champs —Como liebre acosada— (adaptación de
una novela de Goodis: «Viernes y 13»). Pero Szabo consigue trasladarnos a ese país
imaginario de la «serie negra», a ese mundo cerrado que tiene que permanecer
cerrado a toda costa, por ejemplo, sin dar entrada en él ni al cielo ni al sol, cosas
ambas que echan por tierra la mayor parte de las películas actuales en color. Es
necesario decir también que Laszlo Szabo estaba ya en el secreto desde el principio
pues es un actor extraño y poético, utilizado principalmente por Godard desde Le
petit soldat (El pequeño soldado). Si Jean-Christophe Averty[31] con la ayuda de sus
máquinas de trucaje electrónico introdujera la figura de Laszlo Szabo en medio de las
imágenes de The Maltese falcon (El halcón maltés) nadie advertiría el «collage».

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Como pasa con frecuencia con los actores-directores, Laszlo Szabo ha reclutado
el reparto ideal desde Bernardette Lafont a Georgette Anys, y al mismo tiempo ha
dado el mejor papel de su vida a Jean-Pierre Kalfon, Yves Alfonso, Serge Marquand
y Jean-Pierre Moulin. La música de Karl-Heinz Schaefer es la mejor que he oído de
un tiempo a esta parte en el cine y empasta perfectamente con el color muy del estilo
de Johnny Guitar que consigue meternos miedo con colores como el amarillo, el
verde o el rojo. No me queda espacio y he hablado demasiado de la «serie negra» a
propósito de esta película de un humor cadavérico.
El futuro de Laszlo Szabo depende ahora del público, de ese público que
contempla las fotos puestas a la entrada del cine y dice: «Oye, no tiene mala pinta
esta película, ¿qué?, ¿entramos?».

(1973)

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Vicent, François, Paul et les autres

de CLAUDE SAUTET

Llegué a trabajar una vez con Claude Sautet en la época en que parecía haber
renunciado a la dirección para dedicarme a «remendón de guiones». Después de
varios remiendos afortunados —¡Dios, qué jerga!— Sautet aumentó la tarifa de sus
remiendos que se convirtieron entonces en consultas. A partir de ese momento se
llamaba urgentemente al Doctor Sautet cuando un guión estaba «enfermo». Entre los
medicamentos que recomendaba Claude había uno que le gustaba mucho: la
bofetada. El director en apuros le contaba a Sautet: «Entonces, ella va y le dice que
no va a volverla a ver jamás. Él le contesta que se vaya a freír espárragos. Y
entonces… entonces ¿qué?… No se me ocurre nada». Entonces Sautet intervenía:
«Mira, él se va al fondo de la habitación, se vuelve de improviso, se acerca a ella y
zas, le arrea una bofetada».
Por aquel entonces trabajé tres o cuatro días con Claude Sautet en un guión en
apuros (el nombre del director no hace al caso). Apenas nos conocíamos de antes y en
esos pocos días tuvimos ocasión de intimar más. Y como, por otra parte, nos
poníamos de acuerdo sobre las soluciones a adoptar, nos dimos cuenta de que
compartíamos las mismas ideas. De eso a caernos recíprocamente muy bien, a
parecemos mutuamente muy simpáticos e inteligentes no había más que un paso. Lo
dimos, y luego hemos seguido viéndonos de vez en cuando en los restaurantes,
simplemente para charlar y divertirnos.
Más tarde, gracias a la cariñosa insistencia de Jean-Loup Dabadie que había
adaptado Les choses de la vie sin que ningún director hubiese sido encargado del
rodaje, Claude Sautet acabó por aceptar que tenía que pasarse a director. Y no le fue
mal: Les choses de la vie (Las cosas de la vida), Max et les ferrailleurs (Max y los
chatarreros), César et Rosalie (Tú, yo y… el otro) y ahora Vincent, Françgois, Paul et
les autres. El punto común de estos cuatro films es precisamente Jean-Loup Dabadie,
auténtico escritor de cine, buen escritor —por decirlo en pocas palabras—, un
verdadero músico de la onomatopeya, modesto e incisivo, escrupuloso e inspirado, un
joven audaz con muchos registros, formado en la escuela de Sautet.
Volvamos a Claude Sautet, el hombre menos frívolo que conozco, cuya seriedad
huraña me hace asociarlo a Charles Vanel, a los que me imagino como capataces de
leñadores, capaces de arrancar el hacha de las manos de un principiante para
enseñarle cómo se cortan cinco árboles en una hora. Claude Sautet es testarudo,
Claude Sautet es salvaje, Claude Sautet es sincero, Claude Sautet es vigoroso, Claude
Sautet es francés, francés, francés. «L’Avant-Scéne» me ha pedido un prólogo para
Vincent, François, Paul et les autres. Al trazar la semblanza de Claude Sautet estoy

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cumpliendo con este compromiso porque, si al describir las películas llegamos hasta
los que las han realizado, lo inverso no es menos verdadero.
Vincent, François, Paul et les autres es francesa, francesa, francesa. Por lo tanto,
Claude Sautet forma parte de esos directores que han aprendido su oficio fijándose en
los directores americanos, principalmente en Raoul Walsh y Howard Hawks. La
primera vez que comimos juntos, Claude Sautet me confesó su admiración por esta
frase de Raoul Walsh: «El cine es acción, acción, acción, pero, ojo, siempre en la
misma dirección». Recordaba esta conversación cuando el mes pasado el viejo
director de Su hombre (Herman), Tay Garnett, me decía: «Tengo la impresión de que
los jóvenes directores franceses han asimilado perfectamente la lección que nosotros
mismos aprendimos hace cincuenta años. Una película es ‘run, run, run’».
Es buena cosa que a uno le guste el cine americano. Pero otra muy distinta es
hacer películas francesas como si fueran americanas. Eso es más discutible, y yo no
voy a atacar ahora a nadie subrepticiamente cuando yo mismo he caído dos o tres
veces en esa trampa. De la misma forma que Jean Renoir aprendió la lección de
Stroheim y de Chaplin al rodar Nana y Tire au flanc, o sea, reforzando el aspecto
francés de sus películas después de haberse impregnado de los maestros
hollywoodienses, de la misma forma Claude Sautet ha comprendido que, tras el
inevitable giro de la «serie negra», tenía que ser —según la frase de Jean Cocteau—
«un pájaro que canta en su árbol genealógico».
Vincent, François, Paul et les autres me parece la mejor película de Claude Sautet
y, al mismo tiempo, la mejor también del tándem Dabadie-Sautet porque el tema
podría resumirse —en el Pariscope o una publicación similar— con sólo dos
palabras: la vida. En efecto, es una película sobre la vida en general y sobre lo que
somos. Esta película le gustaría a Pascal («Lo que le interesa al hombre es el
hombre»). Algunos espectadores, confusos, me han dicho: «Muy bella, pero terrible.
Es un puñetazo en plena cara». Yo no lo veo así. Me parece optimista, oxigenante.
Tal vez me haya equivocado pero tengo la impresión de que Claude Sautet nos dice al
oído: «La vida es dura en los pequeños detalles, pero, en su conjunto, es buena». He
creído percibir este mensaje y me gusta porque corresponde a la verdad. Echamos
pestes contra los problemas cotidianos, familiares, materiales, sentimentales,
afectivos, pero cuando el médico nos dice: «Bien, la carrocería todavía puede
aguantar un poco más, pero está seriamente averiada y va a haber que arreglarla»,
entonces, de repente, nuestra pobre vida empieza a valer su peso en oro, las cosas se
colocan en su lugar exacto y la vida empieza a desarrollarse, como lo demás, bajo el
signo de lo relativo.
En las películas, en la mayor parte de las películas, se embauca habitualmente a
los actores para que interpreten sus papeles de modo que cualquier parecido con
personajes reales sea mera coincidencia. Me ha sorprendido en Vincent, François,
Paul et les autres la extraordinaria adecuación entre los tipos que vemos en las
pantallas y las palabras que pronuncian, como si el verdadero tema de la película

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fuera sus rostros.
Montad, Piccoli, Reggiani, Depardieu: esta película es la historia de vuestra
frente, vuestra nariz, vuestros ojos, vuestros cabellos. Ahora lo sé todo sobre vosotros
porque acabáis de rodar una gran película documental antes de regresas a vuestras
ficciones, es decir, a vuestro oficio de actores que respeto y que por nada del mundo
sería capaz de despreciar. Señoritas Stéphane, Ludmilla, Antonella, Marie, Catherine
y las demás, estoy tan rendido ante vosotras que me hubiera gustado que la película
hubiera durado cincuenta minutos más para poder conoceros todavía mejor, pero las
cosas son como son. Estoy seguro de que os sentís orgullosas de esta película y con
razón. Cada una de vosotras podría ser perfectamente «la mujer de su vida» para
cualquier hombre pero hoy en día el amor —e incluso la pasión— se divide en
pedazos, y nos damos de bruces con lo provisional cuando todo en vosotras —y en
nosotros— reclama lo definitivo.
Toda gran película está dedicada subterráneamente a alguien, y me parece que
Vincent, François, Paul et les autres podría estarlo a Jacques Becker. A él le hubiera
emocionado profundamente, como emociona a todos los que ponen a las personas por
encima de las situaciones, a todos los que piensan que los hombres son más
importantes que las cosas que hacen.
Vincent, François, Paul et les autres es la vida, Claude Sautet, la vitalidad.

(1974)

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Les doigts dans la tête

de JACQUES DOILLON

Mi respuesta apresurada a una encuesta de «Figaro» sobre «La nueva ola quince
años después», puede dar la impresión de que, por principio, soy enemigo del cine
político. No es así, pero es verdad que al ver ciertas películas me sorprende esa
especie de barniz político superficial que parece tan obligatorio como el permiso de
circulación en el parabrisas de un coche. El compadreo de izquierdas es, cuando
menos, compadreo. Cuando en un guión se introduce la política porque sí, sin
necesidad alguna, traída por los pelos y evidentemente con el solo propósito de
«cubrirse», la autenticidad de una película se resiente terriblemente. Los actores se
ponen a hablar como los periódicos y el director va cayendo sin darse en cuenta en un
neo-cayattismo: personajes teledirigidos, situaciones previsibles porque se las huele a
distancia, película de computadora… Eso que André Bazin llamaba con razón cine
cibernético.
Les doigts dans la tête es el ejemplo contrario. Lo sentimental y lo social se
entremezclan tan armoniosamente como en Toni, película que me vino a las mientes
con frecuencia durante la proyección. Puede ser interesante comparar el trágico
suceso contado por Jean Renoir, filmado a pleno sol, con la comedia de Jacques
Dillon rodada entre las cuatro paredes de la habitación de una criada porque las dos
películas están animadas por el mismo espíritu. Son vivas, cálidas, y por tanto, la
crítica social se presenta como totalmente integrada, lógica y muy concreta.
Porque ha conocido a una chica sueca que se desenvuelve en la vida moderna y
en las ideas actuales como pez en el agua, un joven panadero va a perder, en el plazo
de unos días, su empleo y su novia. No hay necesidad de romperse la cabeza para
comprender Les doigts dans la tête, porque es una película divertida y real, una
película que dice lo justo, una película tan sencilla como decir amén.
Durante la proyección, me interesó, sorprendió y divirtió, tanto a mí como a mis
vecinos. Y sin embargo, no podÍ3 quitarme de la cabeza que esta comedia iba a
derivar hacia un hecho sangriento.
Me esperaba un cadáver antes del final. Ya lo ven, me he equivocado, pero no
andaba descaminado, porque Les doigts dans la tête pertenece a ese género de
películas que sin caer en la fantasía arbitraria, no dejan de sorprendernos a lo largo de
todo su desarrollo, aunque al final tengamos que reconocer que todo resulta lógico.
Todas las grandes películas son lógicas.
Me ha gustado igualmente que Les doigts dans la tête, que está concebida como
el rodaje de fragmentos de la vida real, haya sido realmente «dirigida» y se hayan
rechazado las técnicas de reportaje. Treinta años después del neorrealismo, quince

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años después de la nueva ola, podemos comenzar a distinguir entre las películas que
han envejecido y las que mantienen su frescor. Podemos comprobar así mismo que
todo lo que tiene un estilo personal resiste a los años. En 1938 se podía contraponer al
Renoir de La Marseillaise (La Marsellesa) y de La grande illusion (La gran ilusión)
con el Abel Gance de Napoleón y J’accuse (Yo acuso), o al revés. Pero ahora resulta
evidente que se trataba de grandes películas y de grandes directores, y que todo lo
que no eran ellos dos ha envejecido. En una entrevista reciente, André S. Labarthe y
Janine Bazin opinaban que de todos los géneros del cine que habían estudiado a
través del programa televisivo «Cineastas de nuestro tiempo» era el «cinéma-verité»
el que resultaba más pasado de moda y envejecido. Creo que la misma suerte aguarda
a algunas películas actuales que —bajo pretexto de no enmascarar nada de la realidad
— se ruedan en las calles con una inestable cámara al hombro, con un zoom que mata
las perspectivas y altera los ritmos, con los ruidos de la circulación tapando las
palabras de los actores, etcétera. Si a todo esto añadimos el tratamiento del color, que
cuando no se controla, convierte a las películas en documentales, el resultado es un
cine que podríamos llamar de «puro registro» que lleva a la pantalla la sosería
seudoinformativa de la televisión, y que, en definitiva, nos hace añorar los grandes
estudios, el star-system y todos los artificios que han hecho inmortales a Sunrise
(Amanecer), Big sleep (El gran sueño), Rear window (Ventana indiscreta), Singin’in
the rain (Cantando bajo la lluvia), etc.
Les doigts dans la tête está rodada en blanco y negro, sin zoom, tan
minuciosamente planificada como La mamam et la putain, dirigida sin efectismos,
pero dirigida.
Su punto fuerte es la interpretación de los actores, serena y firme, tan perfecta que
uno no puede menos de preguntarse tras la proyección: ¿los diálogos están escritos
previamente o improvisados? Creo que fueron escritos en un noventa por cien, y los
actores, Christophe Soto, Olivier Bousquet, Gabriel Bernard, Roselyne Villaume y
Ann Zacharias (la prodigiosa chica sueca) no tienen más mérito que causarnos la
impresión de que lo que dicen era lo que les pasaba entonces por la cabeza.
Les doigts dans la tête demuestra también que la influencia bressoniana puede ser
buena y que comienza a serlo. A condición de no caer en un estilo sentencioso, los
actores —amateurs o no— se dejan llevar perfectamente por el camino anti-teatral
que el autor de Lancelot proclama como el único que se debe seguir. En relación con
esto, es interesante observar que cada tres años aparece una película que nos da la
impresión de que se han alcanzado las cotas máximas de perfección en la
interpretación: Adieu Philippine, Jeanne d’Arc, Bande à part (Banda aparte), Μα
nuit chez Maud (Mi noche con Maud), Les doigts dans la tête. Afortunadamente no se
trata de una impresión, porque la búsqueda de la verdad en arte es como subir una
escalera sin fin.

(Diciembre de 1974)

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ILUSTRACIONES[32]

Fritz Lang y Joan Bennett durante las tomas de «La mujer del cuadro» (1944)

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Howard Hawks supervisando el rodaje

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Alfred Hitchcock en 1936. La primera a la izquierda, su mujer Alma; a la derecha, su hija Patricia

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Jean Cocteau durante el rodaje de «La bella y la bestia» (1945)

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Jacques Tati preparando unas tomas (1969)

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En 1947, durante las tomas de «La comédien», Sacha Guitry tiene que invitar a un aperitivo porque,
probablemente, dijo la palabra «fatal» (es decir, la Palabra «gafe», desterrada del plato).
(Colección André Bernard).

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Ingmar Bergman dirige a Liv Ullmann en «La vergüenza» (1968)

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Alain Resnais rodando «Stavisky» (1974)

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Orson Welles y Roger Coggio durante el rodaje de «Una historia inmortal» (1967)

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Abel Gance en compañía de su ayudante, la realizadora Nelly Kaplan (1956)

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Jean Vigo en París (1932)

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Carl T. Dreyer durante el rodaje de su última película, «Gertrud» (1967)

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Jean Renoir en 1937

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Joseph Von Sternberg (1894-1969)

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En 1966, Charlie Chaplin dirige su última película, «La condesa de Hong Kong» en los estudios Pinewood
(Londres)

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John Ford, visera, sillón y puro habano, durante el rodaje de una de sus últimas películas

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Charlie Chaplin

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Este joven se llamaba James Dean

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Dorothy Malone y Humphrey Bogart en «Big Sleep» (1946)

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Laszlo Szabo rueda «Zig-Zig» (1974)

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Roberto Rossellini y su operador durante el rodaje de «Stromboli» (1950)

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Federico Fellini dirige «Roma» (1971)

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Luis Buñuel y Jeanne Moreau ruedan «Le journal d’une femme de chambre» (1964)

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King Vidor, Frank Capra y François Truffaut (Hollywood 1974)

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Jacques Becker durante las tomas de su última película: «La evasión» (1960)

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Max Ophüls dirige «Lola Montes» (1951)

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Robert Bresson en la época de «Un condenado a muerte se ha escapado» (1957)

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FRANÇOIS TRUFFAUT (París, 6 de febrero de 1932 - 21 de octubre de 1984).
Director, crítico y actor francés, la carrera de François Truffaut ha sido reconocida
por ser uno de los iniciadores del movimiento artístico de la Nouvelle Vague. Hijo de
la secretaria de un periódico y un arquitecto (padre civil, puesto que de su padre
biológico nunca se tuvieron más datos), Truffaut se decide por el mundo del cine bien
joven y entra a estudiar en el Liceo Rollin, a pesar de que nunca destacó por sus
buenas notas. Al acabar sus estudios su situación económica no es la mejor, y es
internado en un correccional tras cometer pequeños hurtos, ‘actividad’ que
compaginaba con un cineclub que él mismo fundó.
Gracias a su amigo, el crítico André Bazin, Truffaut entra a formar parte de la
plantilla de ‘Travail et culture’, donde escribe sus primeros artículos sobre cine y
empieza a mostrar al mundo todos sus conocimientos al respecto. Tras su paso por la
prisión militar al negarse a ser enviado a Alemania con el ejército, Truffaut empezará
a colaborar también con la prestigiosa ‘Cahiers du cinéma’, lo que le permitirá hacer
los contactos necesarios para dirigir su primer cortometraje.
Será así como comenzará una fructífera carrera cinematográfica que incluye títulos
como Los cuatrocientos golpes (1959), Jules et Jim (1962), Antoine et Colette (1962)
o Disparen sobre el pianista 1960), entre muchos otros, en un currículum que incluye
más de 20 títulos a la dirección y otros tantos como productor y guionista. Según los
expertos, el reconocimiento de Truffaut se debe la novedad que supone su forma de
hacer cine, criticando así el academicismo en este arte y acabando con los tópicos
caducos del cine francés hasta la década de los 50. François Truffaut moría en Francia

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en 1984, a la edad de 52 años, y su tumba es una de las más visitadas del cementerio
de Montmartre, en París.

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Notas

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[1]
Hay traducción castellana de este libro: Jean RENOIR. Mi vida, mis films.
Fernando Torres Editor, Valencia 1975. La cita de Truffaut corresponde a las pp. 14-
15 de la edición española. <<

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[2] Este film estuvo prohibido, en Francia, catorce años. <<

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[3] Cuando no se pone el título castellano entre paréntesis es que la película no ha sido

estrenada en España en los cines. (N. del T.). <<

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[4] Juego de palabras, intraducible al castellano. <<

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[5] Estrenada en España en TVE con el título de «Una mujer en la playa», en el ciclo

Renoir de la segunda cadena, emitida el 27-2-72. (N. del T.). <<

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[6] En francés, mirilla se dice «judas». De ahí el juego de palabras entre la tradición

de Judas en la escena de Jueves Santo y la mirilla que «traiciona» al rey. (N. del T.).
<<

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[7] Este artículo es una variante del prefacio a la antología de textos de André Bazin:

«Charlie Chaplin» (Editions du Cerf). <<

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[8] F. Truffaut se refiere al film Cuatro páginas de la vida (O’Henry Full House) que

inicialmente se componía de cinco sketch, con relatos de O’Henry, dirigidos por


Henry Koster, Henry King, Henry Hathaway, Jean Negulesco y Howard Hawks. El
último, el de Hawks, fue suprimido en la exhibición del film en Europa (N. del T.).
<<

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[9] Este film se proyectó en TVE, en la segunda cadena, con el título de La dama

desaparece. (N. del T.). <<

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[10]
No estrenada comercialmente en España. Se emitió por TVE, en la primera
cadena, el 25 de noviembre de 1971 con el título de «El beso mortal». (N. del T.). <<

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[11] Alude Truffaut al protagonista, especie de santo laico, de Mr. Deeds go to town

(El deseo de vivir) de Frank Capra. <<

ebookelo.com - Página 325


[12] Inédita en España. <<

ebookelo.com - Página 326


[13] Inédita en España. <<

ebookelo.com - Página 327


[14] Inédita en España. <<

ebookelo.com - Página 328


[15] L’Opinion publique es el título francés de A woman of Paris (Una mujer de París,

1923), el único film dramático de Charles Chaplin, y que consagró a Adolphe Menjou
como el seductor europeo de las películas de Hollywood (N. del A.). <<

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[16] También desconocida en España. <<

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[17] Film no estrenado comercialmente en España, realizado por Nick Ray en 1957.

<<

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[18]
Alude Truffaut al film de Julien Duvivier Lo bandera (1935) que tiene por
protagonista a la legión española. De ahí que su título original sea en castellano. (N.
del T.). <<

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[19] Alude a El puente sobre el rio Kwai. (N. del T.) <<

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[20]
No estrenada comercialmente en España. Emitida por TVE en el segundo
programa el día 16 del 12 de 1974, dentro del ciclo dedicado a Nicholas Ray. <<

ebookelo.com - Página 334


[21] Se refiere el autor a la obra teatral «Esperando a Godot» de Samuel Beckett (N.

del T.). <<

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[22] Este texto escrito en 1965 no constituye evidentemente una reseña crítica de

Casque d’or (estrenada en 1952) sino una introducción a la edición de su guión en la


colección «L’Avant-Scene». (N. del A.). <<

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[23]
Al igual que Les dames, este film no ha sido estrenado comercialmente en
España, ni siquiera en la modalidad de arte y ensayo, pero fueron emitidos a través de
TVE en el ciclo que la segunda cadena dedicó al cineasta francés. (N. del T.). <<

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[24] Bresson no llegaría nunca a rodar La Princesse de Cléves que fue realizada en

1961 por Jean Delannoy a partir de la adaptación y los diálogos de Jean Cocteau (N.
del A.). <<

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[25] Este segundo artículo fue escrito tres semanas después. (F. T.). <<

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[26] Estos cuchillos de mesa / de reflejos cambiantes / son inoxidables / eternamente.

<<

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[27] En Ragusa / ropa tan excelente / que ni en la iglesia / se usa tan buena. <<

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[28]
Cuando un film de Bergman no se ha estrenado en España, pongo el título
original en cursiva, seguido de la traducción literaria entre paréntesis y en letra
redonda. (N. del T.) <<

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[29] Truffaut atribuye a Stuart Heisler la dirección de The big shot, y se ha respetado

así en el texto, pero ese film que se tituló en Francia Le caid, como indica el mismo
Truffaut, fue dirigido en 1942 por Lewis Seiler. Tal vez lo parecido de los apellidos
de estos directores americanos haya inducido a error la memoria cinéfila de Truffaut
(N. del T.). <<

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[30] Quai des Orfevres es la comisaría central de París (N. del T.). <<

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[31] Realizador de televisión, comparable al Valerio Lazarov de TVE por el uso de

recursos electrónicos en el montaje de shows televisivos. (N. del T.). <<

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[32] Por la ilustración de esta obra, tengo que dar las gracias a André Bernard, Claude

Beylie, René Chateau, Michel Ciment, Pierre Lherminier y Cyril Morange. <<

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